4 - Babilonia - Silda Cordoliani
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[1993]
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para que ella los presionara sobre mis lóbulos vírgenes. Yo no un arco tensado hacia el oriente, las estrellas, los edificios
grité, ni siquiera suspiré ni me.rnoví. Fue mi hermana mayor alumbrados por fogatas y antorchas, y también a las extra-
quien con un paño húmedo enjugó las gotitas rojas que sentía ñas mujeres que a cada paso intentaban detener a los hombres
brotar de las dos heridas frescas. No recuerdo con exactitud extendiendo sus brazos y labios entintados de púrpura. Mi
qué más pasó aquella noche. Tengo la remota sensación de que madre me observaba con ojos húmedos y nada hacía por con-
dancé y reí escandalosamente, pero sospecho que el extraño trolar mi curiosidad y asombro. De pronto, a lo lejos, pude di-
humo en que me envolvieron las esclavas me proporcionó la visar el enorme edificio, el templo de Ishtar dijo Antra. Poco
capacidad del olvido. a poco nos fuimos acercando a su formidable opulencia. Mu-
Cien noches después habría de saber a qué se refería mi cha gente, hombres y mujeres, hablaban y caminaban ante su
padre cuando mencionó mi deber hacia la diosa Ishtar. Du- fachada principal, pero nuestros esclavos evadieron la multi-
rante todo ese tiempo hube de acostumbrarme al abandono tud y tomaron por un pequeño atajo que nos llevó hasta una
de mis antiguos juegos, y a la distancia de las otras niñas de discreta puerta posterior. Antes de bajarnos, esperamos que
la casa que aún no conocían el sangrar de su cuerpo. En cam- otra madre y su hija -eso dijo Antra- terminaran de des-
bio las mayores se dedicaron a mí, iniciándome en algo que pedirse. La muchacha entró al templo por aquella puertecilla
llamaron las delicias del placer. Me enseñaron los secretos de y la madre corrió hacia lo más oscuro de la noche. Entonces
cada sitio de mi cuerpo, aprendí a bailar con suma lentitud dis- descendimos. Tal como la pareja anterior, mi madre y yo nos di-
frutando de los mínimos y rítmicos movimientos, aprendí el jimos adiós ocultas tras una columna que disimulaba la en-
secreto de los perfumes de las flores en mi piel y de las tintas trada. Ya no pudo controlar sus lágrimas, su voz se quebró
de colores en mi rostro. Supe que las joyas y los vestidos sir- cuando quitando el velo de mi cara pronunció las palabras de
ven para seducir, y también las miradas y las sonrisas. Me en- despedida: «Una sacerdotisa te guiará hasta la galería, toma-
trené especialmente en el ejercicio de contraer y distender . rás el asiento que ella te señale y esperarás al hombre, él ro-
esa parte de mi cuerpo en que la sangre hizo su aparición. ciará tu regazo con algunas monedas. Sean de cobre, de plata
Por eso, la cuarta vez que la vi, un día antes de la noche de o de oro, tú recogerás las monedas de Ishtar y te levantarás
mi deber, ya estaba preparada para recibirla con verdadero para seguirlo». Yo también temblaba, yo también quería llo-
goce. Todo fue de nuevo algarabía y felicidad. Otra vez las es- rar y yo también hablé. «Madre, no quiero ... ¿Por qué?».
clavas se dedicaron a lavarme y vestirme con tanto gusto y «Obedece», fue su única respuesta.
empeño como 10 hicieran en la primera oportunidad. Me dije- Recuerdo que todo el trayecto con la sacerdotisa fue tan lar-
ron que por fin había llegado el momento en que saldría de ca- go como mi infancia de juegos entre la ribera y el riachuelo,
sa para visitar el templo de la diosa y entregarle mi único bien. Como los cuentos narrados por Antra, como los signos que
La luna alumbraba la oscuridad del cielo; tres mujeres feliz aprendí a descifrar sobre piedras y tablillas arcillosas, co-
íbamos en la litera que atravesó buena parte de la ciudad an- mo las cotidianas caricias y besos de mi madre, mis herma-
tes de llegar a su destino. Mi madre y yo llevábamos el rostro nas y las esclavas. Cuando tomé el asiento indicado entre
cubierto y la vieja Antra se mostraba atenta a los desvíos de tantas otras mujeres, ya había superado nuevamente y para
los fornidos eunucos. Yo veía a través de la pequeña rendija siempre los días de mi niñez: tuve conciencia de mi sangrar,
de la cortinilla las fascinaciones de la noche: la luna como sentí entonces la humedad entre mis piernas.
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Estábamos ubicadas contra la pared de un largo pasillo, Invoqué a Ishtar y la diosa acudió a mí. Él me poseyó
iluminado por innumerables teas, del cual no vislumbraba dulce y frenéticamente, y Ella recompensó sus destrezas y
principio ni final. Al poco rato oí una puerta que se abría le- pasión convirtiéndome esa noche en la más sabia amante de
jana a mi derecha, todas giramos el rostro y, temerosas, pudi- todas sus siervas. Al amanecer, el sexo y los labios del hom-
mos distinguir a los hombres que comenzaban a desfilar ante bre mostraban restos de mi sangre. Dormirnos abrazados ba-
las primeras que habrían de consagrarse. Eran pocos, yesos jo los oblicuos destellos del sol y al despertar no podíamos
pocos, después de considerar las cualidades o defectos físi- aún despedirnos. Cuando jugábamos entre las aguas, comenzó
cos de aquellas mujeres sentadas a mi diestra, escanciaban a contarme su vida de errabundo. Me habló de muchos dioses
sus monedas en las faldas de algunas de ellas. Las vi recoger- y costumbres curiosas. A mi ruego pronunció frases en dife-
las lentamente, las vi seguirlos sumisas y cruzar los estrechos rentes lenguas, todas ellas, dijo, querían decir «eres hermo-
umbrales que de tanto en tanto rompían la uniformidad de la sa». Sin dudarlo le pedí que me llevara con él, sin dudarlo lo
larga galería. Fue con el cuarto grupo de hombres, tras mu- descartó serenamente. Me deseó felicidad y muchos hijos.
chas horas de ansiedad, que él llegó. Se distrajo admirando la Cuando sola en mi habitación me deshice de mi túnica
belleza y la lozanía de varias jóvenes antes de detener sus manchada de tierra, de hierba y de sus líquidos y los míos, en-
ruinosas sandalias frente a mis ojos. Supe que debía levantar contré entre las telas estas tres gastadas monedas que, corno
el rostro, él me sonrió y su sonrisa era hermosa a pesar de los ves, son de oro puro. Te cuento esto, hija mía, para que no ig-
vacíos en su dentadura; sus ojos brillaban como esmeraldas nores, como yo entonces, que en pocas horas Ishtar habrá de
pulidas y sus manos, enormes y agrietadas, lanzaron unas po- iniciarte en el goce del amor y en los misterios de la muerte.
cas y gastadas monedas de cobre sobre mi níveo regazo. Las Lleva tu cuerpo hasta el templo y entrégalo al extranjero;
tomé y me dejé guiar. Mis senos se agitaban al ritmo loco de . pero te ruego, deja tu corazón conmigo. Ponlo aquí, entre
mi corazón: estaba asustada pero feliz. , mis manos, que yo lo sabré resguardar corno no supe hacerlo
«Vamos afuera», le dijo a una de las sacerdotisas que vi- con el mío.
gilaban el orden del iniciático ritual y conocí esa voz con
acento extranjero que retumbaba como el Éufrates amena-
zante. Ella insistió en su poca prudencia, pero él terminó por
convencerla después de indicarme la necesidad de entregar
las monedas que ya sentía como mi más preciado tesoro.
Salimos por la puerta principal, me tornó de la mano y nos
alejamos rápidamente de toda aquella confusión de hombres y
mujeres celebrando no sé qué. Caminamos largo rato hasta
llegar a un paraje muy oscuro y silvestre, cerca del susurro
de algún arroyuelo. Su respuesta a mi «quisiera verte», mien-
tras las manos decididas hurgaban mis vestidos, fue apenas
un gruñido a través del cual pude distinguir «no es necesario,
sólo siénteme»,
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