Medea

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Medea, la tragedia de la 'femme fatale'.

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Mireia Movellán Luis


University of Valencia
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Capítulo IV

Medea, la tragedia de la femme fatale

Mireia Movellán Luis

Introducción
En la mitología griega encontramos multitud de modelos femeninos
que devienen paradigmáticos y que van de la Penélope fiel a la astuta Cli-
temnestra. Así, la Ilíada y la Odisea, y más tarde la poesía de Hesíodo, nos
presentan ya a la mujer caracterizada por un conjunto de vicios y virtudes
que devendrán tópicos y perdurarán en la tradición occidental. Sin voz
propia, cosificada e inspirando una mínima confianza, la mujer épica y
mítica, codiciada y cautiva, está condenada a que sus acciones provoquen,
por el simple hecho de provenir de mujer, dudas más que razonables.1 La
semilla misógina sembrada por la épica no solo germinará en el imagina-
rio heleno sino, una y otra vez, a lo largo de toda la historia del mundo
occidental.
En pleno siglo V antes de nuestra era, momento en el que la ciudad
de Atenas se define y toma forma a través de la palabra y ser ciudadano
ateniense significa tomar parte activa en la arena pública,2 el imaginario
mitológico se conjuga con el cívico y se pone en escena en el teatro gra-
cias a su articulación en la tragedia. Y, en este contexto, el hecho de que,
estando absolutamente excluidas de la arena pública, las mujeres tuvieran
un importante papel en el argumento de las tragedias es algo que siempre
se ha visto como una problemática paradoja: más de la mitad de las tra-
gedias conservadas llevan por título un nombre femenino. Por otra parte,
desde la tragedia más antigua conservada, los Persas de Esquilo, hasta la
más reciente, Edipo en Colono de Sófocles, constatamos una evolución:
tras las innovaciones formales que introdujeron Esquilo y Sófocles en la
tragedia arcaica, dándole más soltura y dinamismo gracias al aumento de
actores en escena y a la pérdida de protagonismo del coro, Eurípides pudo
dedicarse a la caracterización psicológica de los personajes. De manera
que, aunque continúan siendo historias míticas, los caracteres que pone
1
García Sánchez (1999).
2
Iriarte Goñi (1996); González González (2001: 110).

57
en escena Eurípides son mucho más cercanos y parecidos a los de los
atenienses del siglo quinto. Los grandes temas míticos serán retomados
por Eurípides de un modo menos grandilocuente, más doméstico y con
menos intervenciones divinas, dando más peso a las decisiones propias. El
objetivo de este ensayo es acercarnos brevemente a la figura de Medea, a
partir del retrato que hace de ella Eurípides, como ejemplo de tragedia, de
mujer, de bárbara y, en definitiva, como paradigma de la concepción de la
alteridad en la Grecia clásica, para luego repasar someramente la trayecto-
ria del mito en la Europa occidental hasta el siglo XIX.
Mucho se ha discutido sobre el carácter misógino de Eurípides, ya
desde Aristófanes, pues en sus tragedias encontramos personajes como
Hipólito y Orestes. Sin embargo, más allá del anacronismo que comporta
usar este concepto para definir el siglo quinto antes de nuestra era, como
afirmó Pomeroy (1999: 123 ss.) Eurípides no justifica esta misoginia. Al
contrario, los antiguos mitos le sirven para cuestionar los tradicionales
juicios sobre las mujeres. De hecho, en sus tragedias las mujeres, como
Medea o Fedra, son fuertes y están decididas a llegar hasta el final con sus
argumentos y la mayoría de las veces las encontramos enfrentadas a hom-
bres débiles, dubitativos y traicioneros. Es más, Eurípides nos muestra
algunas heroínas, como Alcestis, que se sacrifican por los hombres de su
alrededor, pero la estructura de sus piezas siempre deja la duda de si esos
hombres por los que se sacrifican valían la pena o no. Eurípides consigue
justificar la hybris de estas mujeres poniéndonos ejemplos concretos y
mostrando las razones de sus actos. Así, nuestra Medea – cuyo error fue
atreverse a amar – fue repetidamente provocada y se negó a permanecer
pasiva tomando una terrible venganza contra sus atormentadores.3
1. Medea como tragedia
Diógenes Laercio, en sus Vidas de los filósofos (1.10), hace decir a Ta-
les de Mileto que hay que estar agradecido a la fortuna «en primer lugar,
por haber nacido humano y no animal; después, por haber nacido hombre,
y no mujer; en tercer lugar, por ser griego, y no bárbaro». He aquí el re-
sumen de lo que constituía el ideal heleno: ser humano, griego y de sexo
masculino, de lo cual la inversión negativa sería lo femenino, lo animal
y lo bárbaro. El equivalente iconográfico lo proporcionan las metopas del
Partenón: la Amazonomaquia, la Centauromaquia y la guerra de Troya
representan el modo en el que el orden griego termina por imponerse tras
3
Además de Pomeroy, también Loraux (1996: 18) redunda en esta idea.

58
su triunfo sobre las mujeres salvajes, la animalidad de los centauros y los
bárbaros persas.4 Recordemos que fue la fecha en la que se inició la guerra
del Peloponeso, el 431 a. C., cuando se representó por primera vez la Me-
dea de Eurípides. A partir de esta fecha, y de esta guerra, ya nada volvería
a ser igual y los atenienses descubrirían lo bárbaro en el seno de su propia
sociedad. Fue entonces, al producirse el resquebrajamiento histórico del
ideal griego, cuando se iniciaría tímidamente un replanteamiento no solo
de la definición del ser griego, sino también de los prejuicios que, de él
derivados, acompañaban a la idea de barbarie.
Para los espectadores atenienses la tragedia consistía en un proceso
catártico en el que se desmoronaba la racionalidad para, al final, volver a
construirla más fuertemente si cabe. En Medea esto no sucede así y quizá
por ello solo consiguió el tercer puesto en el concurso. Y es que las trage-
dias de Eurípides representaron un corte respecto a la tradición anterior:
consideradas demasiado modernas por los mayores y apreciadas por los
más jóvenes, escenificaban el cambio generacional de la época enfrentan-
do el hieratismo de Esquilo y Sófocles con la necesidad de movimiento de
las nuevas generaciones. Es más, mientras que en las antiguas tragedias
– en la Orestía o en la Antígona, por ejemplo – todos los personajes son
conscientes de sus actos, en Eurípides mueren los inocentes sin conocer su
falta, como los hijos de Medea o incluso Hipólito. Atenas ha comprendido
que no hay inocentes: en una guerra todos sufren y no deben mantenerse al
margen. Por eso Eurípides nos obliga a tomar una decisión frente a Medea,
nos obliga a tomar partido: o estamos con ella o contra ella. Y por eso,
desde el principio, incluso el coro se posiciona de su lado.5
Así, la Medea de Eurípides escenifica las tres características del negati-
vo griego, con el agravante de que al final sale victoriosa del escenario. Y,
como afirma Sala Rose (2002: 393), «el caos que Medea encarna termina
por romper el orden natural del parentesco y el ideal patriarcal griego y
masculino que representa Jasón». Al matar a sus hijos, Medea está ha-
ciendo uso del derecho del patriarca a disponer de la vida de los hijos.
Siguiendo a Iriarte Goñi (2002: 142), «Medea articula negativamente la
concepción cívica de la maternidad como acto heroico al hacer un uso
bélico de esta. Disponiendo del derecho a la vida de aquellos a quienes se
la ha dado, Medea encarna la figura amenazante de la madre que reclama
para sí los privilegios del padre. Lo que constituye la manera griega de
expresar el siempre temido acaparamiento de la descendencia por parte
4
Tomo este argumento casi literalmente del inicio del artículo de Sala Rose (2002: 393).
5
Morales Ortiz (2000: 293-294).

59
de las mujeres». Así, frente a la construcción del andamiaje patriarcal y
patrilineal llega la hybris bárbara y lo destruye de un plumazo.
2. Medea como bárbara
En efecto, lo bárbaro se caracteriza por la hybris, la falta de sophrosy-
ne. Lo bárbaro, encarnado en Medea, se presenta como una reminiscencia
del pasado mítico, de un pasado ya superado por la racionalidad de Grecia.
Ahí está la crítica de Eurípides: los griegos se vanaglorian de haber venci-
do toda barbarie y no se dan cuenta de que los bárbaros son ellos mismos,
que están a punto de iniciar una guerra fratricida. En Medea, el mundo
racional de la ciudad del siglo quinto se enfrenta al mundo sentimental
y tradicional antiguo para darse cuenta de que no está tan lejano. Jasón
cree que Medea debería estar agradecida, como Tales, de vivir en Grecia,
el único lugar que se rige por la ley y la justicia humana, no divina. Pero
Medea no puede olvidar las promesas que le hiciera en la Cólquide trai-
cionadas ahora en pro de un ascenso social en esa tierra tan racional suya.
En la tragedia de Eurípides, Medea es una bárbara que vive en la Cól-
quide, lugar del que huye con Jasón y los argonautas después de ayudarles
a robar el vellocino de oro. En este sentido, se hace palmario que la bar-
barie no posee logos o, en todo caso, el logos bárbaro es distinto: Medea
consigue ayudar a los argonautas con sortilegios, sumando a su carácter
bárbaro su definición como hechicera. Así, la Medea que Eurípides pone
en escena es el paradigma de la mujer transgresora, soberbia y orgullosa
que no puede ser entendida sin el adjetivo «bárbara».
Aunque no es necesario ser bárbara, ejemplos como Clitemnestra
muestran la proximidad entre mujer y barbarie. Cuando la mujer se aleja
del poder masculino dominante surge su naturaleza más salvaje, como en
el caso de Medea abandonada por Jasón. Por eso la mayoría de heroínas
de tragedias son mujeres sin control masculino, mujeres que han asumido
el control de sus vidas al margen de los hombres de su familia. Y cuando
una mujer asume el papel director en su vida se convierte en una mujer
masculina: así es como se define en la tragedia a Antígona, Clitemnestra
o Medea. Del mismo modo, a los hombres bajo su influencia se les define
como afeminados (y, por tanto, cercanos a la barbarie), como Egisto, que
se comporta de manera pusilánime ante su amante, Clitemnestra, que es
quien toma las decisiones y configura el modelo de tiranía femenina. De
esta manera mostraban los mitos griegos, y la tragedia, los peligros de
dejar a una mujer fuera del poder masculino.6
Sin embargo, como muy bien muestra Morales Ortiz (2000: 298-299),
6
González González (2001).

60
focalizando el conflicto en la violación de los juramentos por parte de Ja-
són, la Medea de Eurípides consigue sobreponerse a la simple dicotomía
griego / bárbaro para centrarse en el conflicto mujer / hombre. De ahí que
el coro de mujeres de la tragedia se posicione del lado de Medea. Y de ahí
que la tragedia trascienda más allá del imaginario griego para convertirse
en una tragedia universal.
3. Medea como mujer
En tanto que mujer, Medea está confinada al espacio doméstico y el
único trabajo que le queda es tejer: tejer la venganza que la hará libre.
Como muy bien argumentó ya Ana Iriarte:7
«El tejido sirve a menudo de metáfora para expresar las
relaciones que la mujer establece con su entorno y, en especial,
los lazos familiares: en las prácticas sociales las prendas de vestir
son un regalo habitualmente ofrecido por mujeres. [...] Mediante
el tejido fabricado en cada hogar y destinado exclusivamente a los
miembros de la familia, la mujer fomenta la unión familiar y da
muestras de ella. Inversamente, cuando una mujer establece una
relación negativa con su entorno, el tejido que simboliza dicha
relación deviene objeto maléfico».
En el caso de Penélope, el telar simboliza la continuación de las cosas
como están, la fidelidad al marido y la inteligencia de la buena mujer,
aunque también el engaño que le permite seguir sin escoger nuevo marido.
Por su parte, Clitemnestra hace pisar a Agamenón una alfombra o tapiz
que presagia la muerte del rey, que perecerá más tarde enredado en su
propia ropa. Es la venganza de la esposa que no quiere aceptar su sumisión
al marido. Deyanira intenta recuperar el amor de Heracles con un líquido
empapado en una túnica, pero es un engaño del centauro Neso y lo que
hace es matarlo. El tejido, fruto del trabajo de la mujer, conserva el mismo
carácter de ambigüedad típicamente femenino.
Al regalar un vestido a la nueva mujer de Jasón, Medea se define como
mujer. Pero no lo ha tejido ella: es un recuerdo de sus antepasadas. Nuestra
protagonista se rebela así como mujer contra la máxima homérica «a los
hombres la guerra y a las mujeres los trabajos de la lana» (Hom. Il. VI
492), pues, como afirma en su monólogo más conocido Medea: «Preferiría
tres veces estar a pie firme con un escudo, que dar a luz una sola vez» (E.
7
En su libro de 1990 pero, sobre todo, en relación con Medea en Iriarte Goñi (2002: 161),
cuya argumentación reproducimos.

61
Med. 250-251).8 Medea no es el prototipo de mujer griega, encerrada en
casa tejiendo, quizá precisamente porque no es griega. En definitiva, Me-
dea consigue matar a la nueva mujer de Jasón, y también al padre de esta,
con un arma típicamente femenina: el regalo de boda, un tejido, aunque no
haya sido ella quien lo haya confeccionado.
Así, como afirma Papadopoulou-Belmehdi (1996: 38), «el tejido repre-
senta un lenguaje paralelo sobre la feminidad, como si, a la manera de las
Moiras, las tejedoras míticas, inclinadas sobre sus telares, trabajaran en la
prefiguración de su propio destino». Del mismo modo, las mujeres tejen
discursos incomprensibles para los hombres. Discursos repletos de sim-
bolismos, de dobles sentidos, de tretas y, también, de quejas y reproches.9
Ante un agravio, el tejido es la muerte, porque dice Medea: «Una mujer
suele estar llena de temor y es cobarde para contemplar la lucha y el hie-
rro, pero cuando ve lesionados los derechos de su lecho, no hay otra mente
más asesina» (E. Med. 263-266). Así habla Medea que, como Clitemnes-
tra, se ha visto en esa tesitura y ha reaccionado con una venganza terrible.
Cabe preguntarse: ¿qué hubiera hecho Penélope, la tejedora incansable, si
Odiseo hubiera llegado a casa con otra mujer?

4. Medea como extranjera


«Tú tienes aquí una ciudad, una casa paterna, una vida cómoda
y la compañía de tus amigos. Yo, en cambio, sola y sin patria, recibo
los ultrajes de un hombre que me ha arrebatado como botín de una
tierra extranjera, sin madre, sin hermano, sin pariente en que pueda
encontrar abrigo a mi desgracia».
(E. Med. 253-259)
Así habla Medea al corifeo, pidiéndole comprensión y silencio ante su
venganza, que todavía está tejiendo.
Cuando Medea y Jasón llegan a Corinto ambos son considerados ex-
tranjeros. La diferencia radica en que Jasón es un hombre y, además, vie-
ne precedido por su fama – aunque recordemos que gracias a Medea ha
conseguido el vellón y, por tanto, la fama –. Jasón frecuenta el ágora y
consigue entablar relaciones con el rey, incluso se promete con su hija. De
este modo, Jasón se asegura un ascenso en la escala social: no solo se casa
con una ciudadana, sino que además es la hija del rey. Frente a los repro-
8
Para esta y las siguientes traducciones Medina González (2000).
9
Iriarte Goñi (1990).

62
ches de Medea, le asegura que no lo hace por amor ni por conseguir nueva
descendencia, pues con dos hijos ya tendría suficiente. Su argumento ra-
dica en que lo hace para mejorar la vida de Medea y sus hijos, de manera
que estos tuvieran buena consideración dentro de la ciudad y que Medea
pudiera tener seguridad económica.
Es en este contexto cuando Jasón retoma la tradición más extendida en
Grecia sobre la descendencia: «Los hombres deberían engendrar hijos de
alguna otra manera y no tendría que existir la raza femenina: así no habría
mal alguno para los hombres» (E. Med. 573-576), afirmación que parece
sugerir a Medea el tipo de venganza que tomará.
Sin embargo, Creonte, rey de Corinto, decide mandar al exilio a Medea,
no se fía de las intenciones de la hechicera y prefiere mantenerla lejos de
la ciudad. Es entonces cuando la tragedia llega a su punto de inflexión: el
encuentro de Medea con Egeo, el rey de Atenas. Es durante este diálogo
cuando Medea decide su venganza final. El rey venía del santuario de Apo-
lo en Delfos, donde había ido en busca de un oráculo que le facilitara la
concepción de hijos, pues no conseguía que su mujer quedara embarazada.
Entonces Medea se da cuenta de lo importantes que son para un hombre sus
hijos. En una sociedad que no cree en una segunda vida tras la muerte, la
única posibilidad de inmortalidad radica en la memoria de tus descendien-
tes. La gloria eterna de la que habla la épica homérica no es sino el recuerdo
que debe permanecer en las generaciones venideras. Y no solo eso, sino que
los hijos deben ocuparse de sus ancianos padres llegado el momento. De ahí
que Medea decida su venganza final, matar a sus hijos, y de ahí también que
en el último dialogo de la tragedia Medea advierta a Jasón: «Aún no es nada
tu llanto; aguarda a la vejez» (E. Med. 1396).
Además de esto, Medea consigue otra cosa de Egeo: el juramento de
acogerla en Atenas tras el exilio de Corinto. Curiosamente, el juramento
ante los dioses al que tan poca importancia había dado Jasón será cumpli-
do por Egeo. Como muy bien sabía la audiencia, cuando Medea llegue a
Atenas se casará con Egeo y le dará los hijos que tanto ansiaba. De modo
que Medea se convierte, entonces, en una antepasada de los espectadores,
reflejando claramente la ambivalencia del espíritu ateniense: esa mezcla
de racionalismo y barbarie, de tradición y modernidad que aún hoy tanto
nos atrae y que en ese momento está sobre la mesa con el estallido de la
guerra del Peloponeso.
63
5. Medea como alteridad
Heródoto muestra cómo la identidad griega se construye por oposi-
ción a la barbarie, pero los mitos y las tragedias nos descubren cómo la
mujer representa la alteridad frente a la que se crea la identidad mas-
culina. El tirano, la mujer y el bárbaro son presencias que en la ciudad
democrática no pueden tener cabida y dentro de la tragedia clásica cons-
tituyen la alteridad destinada a convocar en la mente de los ciudadanos
los beneficios de una política decidida colectivamente por la comunidad
masculina.10 En este sentido, Medea es la alteridad pura, se sitúa en los
límites, en la frontera entre la cultura y la naturaleza, entre el logos y el
mythos, entre lo humano y lo animal.
En efecto, en la mitología griega, la mujer se sitúa en la frontera entre
lo animal y lo humano:11 las amazonas, la Esfinge o la Gorgona Medusa
son claros ejemplos de ello. Las primeras, las amazonas, son guerreras
que viven al margen de la sociedad, en los límites del mundo conocido.
No se relacionan con hombres si no es para quedarse embarazadas y re-
producir así su comunidad: los mitos las presentaban matando a sus hijos
y conservando solo a las hijas, de un lado; y del otro, luchando contra
los hombres y devorando su carne cruda, signo máximo de la barbarie.
En el caso de la Esfinge, además de ser medio mujer y medio animal,
simboliza la tiranía que domina la ciudad – sin olvidar la iconografía
que la presenta como violadora de jóvenes12 –. La muerte, en su aspecto
más horrible, como potencia terrorífica y expresión de lo inefable y lo
impensable, como alteridad radical, es representada también en forma de
figura femenina: el rostro monstruoso de la Gorgona, cuya insostenible
mirada convierte en piedra.13
La naturaleza ambivalente de la mujer, que la sitúa en los límites de
la sociedad, es un tema recurrente en Grecia. Medea como bárbara, mu-
jer, extranjera e, incluso, como cercana a lo animal con su carácter casi
amazónico al matar a sus hijos, conjuga en sí misma todos los temores de
los ciudadanos atenienses. Y sale vencedora del escenario con un carro
10
La bibliografía sobre esta cuestión es inacabable. Por citar solo una obra de cada asunto,
para la figura del tirano en la tragedia Vernant (2002); la cuestión de la barbarie fue muy bien
tratada por Hall (1989); sobre lo femenino en la tragedia véase Foley (2001).
11
Iriarte Goñi (2002).
12
Iriarte Goñi (2002: 78 ss).
13
Vernant (2001: 127 ss).

64
tirado por dragones o serpientes aladas propiedad de su abuelo Helios.
Pero Medea no es una mujer fatal en Grecia. De hecho, ni siquiera siem-
pre fue la asesina de sus hijos, ni siquiera fue siempre una bárbara. En la
Teogonía de Hesíodo parece que Jasón y Medea tenían una feliz vida en
Yolcos junto a un hijo. Más tarde, surgiría otra versión y aparecería ya la
muerte de los hijos. En un escolio a la Medea de Eurípides (Σ Med. 264)
se hace responsables a los corintios de la muerte de los niños. El escolio
atribuye la versión a un tal Parmeniscos, gramático del siglo II a. C. que
se referiría a versiones anteriores hoy perdidas: los corintios, descontentos
con la presencia de Jasón y Medea, deciden matar a los hijos en el altar del
templo de Hera Acraia. A través de Dídimo, conocemos la versión que se
adscribe al poeta épico Creófilo: Medea mata a Creonte y huye a Atenas
dejando tras de sí los dos niños por ser demasiado pequeños para viajar.
Los deja en el altar de Hera Acraia para protegerlos, pero finalmente los
matan los partidarios de Creonte que, a su vez, harán creer a los ciudada-
nos que Medea los había matado. En este sentido, otro escolio a Medea (Σ
Med. 9), cuenta que circulaba un rumor que decía que los corintios habían
pagado a Eurípides para que escribiera la tragedia con ese argumento y
culpando a Medea del asesinato de los niños. Lo más probable es que sea
una explicación espuria, pero demuestra que, al menos para cierto público,
fue Eurípides el creador de la Medea asesina de sus hijos.
En cuanto a la procedencia bárbara de Medea, se atribuye a Eumelo de
Corinto el cambio de versión: al tratar de enlazar el mito de los Argonautas
con Corinto, convirtió a Eetes, padre de Medea, en un héroe corintio emi-
grado al Mar Negro y en su pretensión de situar el final de la historia de los
Argonautas en Corinto, parece que ambos eran invitados a reinar allí por
razones que no conocemos. Una vez ahí, Zeus se insinúa a Medea y esta
le rechaza. Como premio por haberlo rechazado, Hera le ofrece a Medea
la inmortalidad para sus hijos. De algún modo, algo fallaría en el proceso
y, por error, Medea los mataría. Quizá en una repetición del motivo de las
hijas de Pelias al intentar rejuvenecer a su padre. El caso es que ya aparece
ahí la Medea que mata a sus hijos, aunque sea por error. De esta versión
del mito habría tomado el argumento Eurípides para componer su obra y
convertir definitivamente a Medea en una madre asesina y así es como
pasa a la posteridad.14
14
Para un análisis de las fuentes sobre el mito y sobre su evolución, García Gual (2001)
y (2002).

65
6. Medea dividida
Gracias a las Argonáuticas de Apolonio de Rodas, en época helenística
y romana se recupera la imagen de la Medea más amable: la mujer enamo-
rada de Jasón, la que le ayuda a conseguir el vellocino de oro gracias a su
magia. Aunque nunca se pierde la vertiente negativa del mito, como en la
tragedia de Séneca, es notable el uso que se hace de ambos personajes en
la iconografía como representantes del amor conyugal, como demuestra
su aparición en sarcófagos, por ejemplo.15 Así, también a través de la Edad
Media, ambas figuras transitan de una manera ambigua. Porque, de algún
modo, la leyenda queda dividida. Por una parte, queda en el imaginario
la historia del viaje de los Argonautas y del matrimonio con final feliz de
Jasón y Medea que llega al medievo a través de las crónicas troyanas que
derivan de la Historia de la destrucción de Troya de Dares Frigio. Un tex-
to hoy relativamente poco conocido, pero que sirvió de fuente, entre otros,
a Benoît de Sant Maure para componer su Roman de Troie y a las sub-
siguientes crónicas troyanas e, incluso, las crónicas universales como la
General Estoria de Alfonso X el Sabio. Esta Historia de la destrucción de
Troya se inicia con un relato del viaje de los Argonautas que termina con el
matrimonio feliz de Jasón y Medea. De ahí se deriva una visión positiva y
ambos protagonistas se convierten en paradigma de matrimonio amoroso,
como muestran algunas obras pictóricas de la época.16 Cabe señalar, ade-
más, que el viaje en busca del vellocino de oro es un tema muy presente en
el imaginario medieval y los argonautas son asimilados a los héroes de las
cruzadas. Recuérdese, en este sentido, la creación de la orden del Toisón
de Oro en 1429. Y es que, en el fondo, la búsqueda del vellocino de oro no
es más que la búsqueda del grial medieval.
Paralelamente, no dejamos de encontrar la figura de Medea como he-
chicera, la Medea maga, bruja y asesina de sus hijos. En los libros de
caballerías hispánicos,17 por ejemplo, Medea se usa como modelo ejem-
plar en una perspectiva doble: de un lado, simboliza la mujer abnegada y
apasionada que es engañada por su amado; del otro, es presentada como
un personaje inestable y temible, vengativo, cruel y digno de desconfianza
por el uso que pudiera dar a sus poderes mágicos, aunque también, y esto
es lo interesante, se configura como autoridad nigromántica, un modelo
ideal e imitable para los magos, las hadas y los sabios. En este sentido,
Si bien no parece clara la interpretación de estos sarcófagos (Gessert, 2004).
15

Como los retablos ya renacentistas de Biagio d’ Antonio, Escenas de la historia de los


16

Argonautas (1465) o Los esponsales de Jasón y Medea (1487).


17
Campos García Rojas (2011).

66
solo un ejemplo: en las Sergas de Esplandián (1504, Garci Rodríguez de
Montalvo), la infanta Melía tiene en su biblioteca varios libros entre los
que se encuentra uno de Medea por el que se acabará enfrentando al hada
Urganda. Ciertamente, a lo largo del medievo el valor de Medea reside
precisamente, como concluye Campos García Rojas (2011: 138), «en el
discurso que la presenta como una mujer completa: con sus vicios y virtu-
des, con su mesura y su codicia, con su amor formidable y apasionado y
su odio irrefrenable».
Y en este sentido, tenemos un testimonio brillante en Christine de Pi-
zan, que precisamente reacciona frente a la imagen de la Medea perversa
que le llega a través de Giovanni Boccaccio y Geoffrey Chaucer e intro-
duce el personaje en La ciudad de las damas (1405) como un ejemplo de
mujer dotada de una gran sabiduría y educación y enuncia lo obvio: que
sin Medea, Jasón no habría salido victorioso de su búsqueda del velloci-
no. Y Medea aparece en la obra de Christine como el ejemplo de mujer
instruida, que es la gran reivindicación de Pizan: la necesidad de que las
mujeres reciban educación.
7. Medea como femme fatale
Cabe citar en este punto el listado que Mimoso-Ruiz (1983) hizo ya
hace un tiempo sobre las representaciones de Medea: contabilizó hasta
219 versiones (literarias, pictóricas, musicales, etcétera) de las que solo 75
pertenecen al periodo que va de Séneca hasta 1775, lo que significa que la
gran mayoría pertenecen a la época contemporánea. Ciertamente, es con
el Romanticismo cuando el mito vive un nuevo renacer. Por otra parte, a
lo largo del Renacimiento, en la medida en que los relatos en relación con
el mundo del amor cortés van quedando en el olvido, también la historia
del amor y la visión del matrimonio feliz de Medea y Jasón va quedando
relegado y toma fuerza la segunda parte de la historia y la figura de Medea
como hechicera y asesina. Y es así, perdiendo de vista la primera parte de
la historia, la del viaje de los Argonautas y la ayuda prestada por Medea a
Jasón, como llegamos al siglo XIX y a la temible representación de Me-
dea como femme fatale. Además, el Romanticismo trae consigo no solo la
recuperación de Medea como símbolo de fuerza interior o de liberación
personal, sino que recupera también la vertiente bárbara y asiática del per-
sonaje dentro de las corrientes orientalistas tan del gusto de la época.18 Así,
ya a principios del XIX, Delacroix conjuga en su retrato de Medea furiosa
18
Fontao (2008: 173 ss).

67
(1838) la imagen tradicional de la Caridad19 con la de las odaliscas que
tanto le inspiraron en otras obras. El título lo dice todo y nos presenta a
Medea con el cuchillo en la mano a punto de matar a sus hijos. Y en esa
asociación de la Caridad con la perversidad de una Medea bárbara parece
querer conjugar todavía esa doble vertiente que venimos viendo de Medea
para quedarse, finalmente, con la versión de una Medea asesina. Y prefi-
gura ya la Medea como femme fatale de finales de siglo.
Ya en la segunda mitad del siglo, pinta Gustave Moreau su Jasón y Me-
dea (1865). Nos ofrece un Jasón con apariencia de joven imberbe (figura
8), que «parece estar ajeno a la presencia de su esposa quien, mirándole
con una intensidad de dominio casi hipnótico, y con su mano sobre el hom-
bro de él, parece querer detener, por inútil, el gesto triunfante de Jasón».20
Medea sostiene el frasco con el veneno, casi como una Eva ofreciéndole
la manzana a Adán: Jasón está firmando su sentencia de muerte al aliarse
con una hechicera. Con una femme fatale. Por su parte, Frederick Sandys
pinta su Medea (1868) como una hechicera en pleno trabajo, asociándola
además a la imagen de mujer gitana, con todo lo que ello significa en ese
momento (recuérdese que la Carmen de Mérimée se publicó en 1845).
Sandys eligió subrayar la naturaleza vengativa de Medea, mostrándola en
proceso de mezclar con veneno el hilo con el que (supuestamente) tejerá
el regalo para la nueva mujer de Jasón (figura 9).
Sin embargo, veinte años más tarde, Evelyn de Morgan, cuyas repre-
sentaciones de mujeres fuertes servirán para configurar el naciente femi-
nismo de finales del XIX y principios del XX, pinta una Medea (1889)
descalza y con un vestido rojo caminando por un escenario de mármol
al modo de una escultura antigua. Un vestido rojo sangre, pero también
rojo pasión, la pasión traicionada por Jasón. De Morgan presenta a Medea
como una mujer que sufre, no es una gitana a la que haya que temer, sino
una joven a la que casi hay que compadecer. En el mismo sentido, John
William Waterhouse pinta en su Jasón y Medea (1907) a un Jasón sumi-
so, expectante ante lo que su mujer le está preparando, mientras Medea
domina la escena con el cuerpo bien erguido (figura 10). Al escoger este
episodio de la leyenda, y a pesar de que el espectador sabe que Medea aca-
bará matando a sus hijos, Waterhouse elige recuperar la vertiente heroica
de una Medea sin cuya colaboración Jasón no habría logrado obtener el
vellocino. Y, desde luego, no es la Circe que él mismo pintó veinte años
19
Como las de Andrea del Sarto o Francesco Salviati, mujeres robustas, con los pechos
desnudos y dos niños en su regazo.
20
Bornay (1990: 138).

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antes. Y tampoco es la Medea de Moreau que frena el gesto de Jasón, que
no le permite avanzar; es la Medea a punto de ayudar a un Jasón entregado
a ella, pues sabe que sin su concurso no logrará su objetivo; esto es, sin
Medea no hay héroe. La diferencia puede ser sutil, pero importante.
¿Qué ha ocurrido a finales del XIX para que Medea y otras figuras sean
reivindicadas de este modo? La visión de una Medea hechicera y asesina
de sus hijos que el imaginario del XIX convierte en femme fatale sufre un
vuelco cuando las mujeres (y no solo las mujeres) retoman el modelo de
femme fatale como ejemplo positivo de rebelión contra los hombres. Y es
que, paralelamente al surgimiento del mito de la mujer fatal como reac-
ción a la incipiente liberación de la mujer, esa misma liberación produce
un movimiento de apropiación de esa imagen por parte de las mujeres.
Como muy bien relata Burrow (2000: 215):
«Entre los ejemplos memorables de esa afirmación de la
voluntad y la libertad femeninas cabe citar las palabras de Jane Eyre:
‘Mister Rochester, no seré suya’ (Jane Eyre, 1847); el portazo que
electrizó al público teatral de Londres en 1889 cuando Nora Helmer
deja plantado a su repulsivo esposo al final de Casa de muñecas
(1879) de Ibsen; el pistoletazo del final de Hedda Gabler (1890),
también de Ibsen;21 y el episodio cómico y a la vez conmovedor de
Pigmalión (1912), de Shaw, cuando Eliza Doolittle tira las zapatillas
a su mentor».

El cambio no se observa solo en la literatura o la pintura, las mujeres


reales trataron también de reafirmar su libertad de un modo subversivo,
como George Sand, para quien la pasión y la sexualidad eran cuestiones
centrales en su vida; o como Sarah Bernhardt, que, educada para ser corte-
sana, se convirtió en actriz y llegó a ser modelo y mecenas de Alfons Mu-
cha, además de servir de inspiración a Oscar Wilde para su Salomé (1891).
Y así, Medea recupera de nuevo su imagen dual a finales del XIX: la
de la mujer apasionada que se deja llevar por el amor al hombre al que
ayuda a convertirse en héroe y que, cuando es traicionada, se convierte en
la más temible vengadora. Precisamente porque Medea es de esas figuras
femeninas de la mitología griega que contienen en sí mismas una parte
positiva y otra negativa (como todo ser humano) y es quizá la más atracti-
va y la que más ha servido tanto para denostar a la figura femenina como
21
Cuyas protagonistas, por cierto – tanto Nora como Hedda Gabler –, fueron asemejadas
por Wilamowitz a las Fedra o Medea euripideas (Mejer, 1986).

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para reivindicarla desde una perspectiva feminista. Y es que, en el fondo,
la femme fatale es un mito también profundamente feminista. Pues, si bien
nace como reacción a la liberación de la mujer, define muy bien cuál es
esa liberación. Y esa dualidad es la que se reivindica de nuevo a finales el
XIX y atraviesa el siglo XX hasta hoy. Un siglo XX, además, que se verá
obligado a enfrentarse de nuevo a la barbarie escenificada en las dos gue-
rras mundiales que sirvieron a la sociedad occidental para darse cuenta,
una vez más, de que la barbarie no está fuera.

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