Cuento - Amigos Por El Viento, de Liliana Bodoc

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Cuento: «Amigos por el viento», de Liliana Bodoc

A veces, la vida se comporta como un viento: desordena y arrasa. Algo


susurra pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta lo que tiene
raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas. Cuando la
vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojos con los que
vemos. Es decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles
escritos con una letra que creemos reconocer. El cielo se mueve más
rápido que las horas. Y lo peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresará
la calma.
Así ocurrió el día que papá se fue de casa. La vida se nos transformó en
viento casi sin dar aviso. Yo recuerdo la puerta que se cerró detrás de su
sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa reseca sacudiéndose
al sol mientras mamá cerraba las ventanas para que, adentro y adentro,
algo quedara en su sitio.
– Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece?
– Me parece bien – mentí.
Mamá dejó de pulir la bandeja, y me miró:
– No me lo estás diciendo muy convencida…
– Yo no tengo que estar convencida.
– ¿Y eso qué significa? – preguntó la mujer que más preguntas me hizo en
mi vida.
Me vi obligada a levantar los ojos del libro:
– Significa que es tu cumpleaños, y no el mío – respondí.
La gata salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá.
Que mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera
un hijo era una verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida.
Otra vez había viento en el horizonte.
– Se van a entender bien – dijo mamá -. Juanjo tiene tu edad.
La gata, único ser que entendía mi desolación, saltó sobre mis rodillas.
Gracias, gatita buena.
Habían pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En
casa ya estaban reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron
ocupados con nuevos libros. Y hacía mucho que yo no encontraba gotas
de llanto escondidas en los jarrones, disimuladas como estalactitas en el
congelador, disfrazadas de pedacitos de cristal.
«Se me acaba de romper una copa», inventaba mamá, que, con tal de
ocultar su tristeza, era capaz de esas y otras asombrosas hechicerías.Ya no
había huellas de viento ni de llantos. Y justo cuando empezábamos a
reírnos con ganas y a pasear juntas en bicicleta, apareció un tal Ricardo y
todo volvía a peligrar. Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento,
ella las hacía cada domingo. Después pareció tomarle rencor a la receta,
porque se molestaba con la sola mención del asunto. Ahora, el tal Ricardo
y Juanjo habían conseguido que volviera a hacerlas. Algo que yo no pude
conseguir.
– Me voy a arreglar un poco – dijo mamá mirándose las manos. – Lo único
que falta es que lleguen y me encuentren hecha un desastre.
– ¿Qué te vas a poner? – le pregunté en un supremo esfuerzo de amor.
– El vestido azul.
Mamá salió de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me quedé sola
para imaginar lo que me esperaba. Seguramente, ese horrible Juanjo iba a
devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue quedarán pegados en
los costados de su boca. También era seguro que iba a dejar sucio el jabón
cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con tal de
desmerecer a mi gata. Pude verlo por mi casa transitando con los
cordones de las zapatillas desatados, tratando de anticipar la manera de
quedarse con mi dormitorio. Pero, aún más que ninguna otra cosa, me
aterró la certeza de que sería uno de esos chicos que en vez de hablar,
hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de
bomberos, ametralladoras y explosiones.
– ¡Mamá! – grité pegada a la puerta del baño.
– ¿Que pasa? – me respondió desde la ducha.
– ¿Cómo se llaman esas palabras que parecen ruidos?
El agua caía apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta, la
gata dormía y yo esperaba.
– ¿Palabras que parecen ruidos? – repitió.
– Sí. – Y aclaré -: Plum, Plaf, Ugg…
¡Ring!
– Por favor – dijo mamá -, están llamando.
No tuve más remedio que abrir la puerta.
– ¡Hola! – dijeron las rosas que traía Ricardo.
– ¡Hola! – dijo Ricardo asomado detrás de las rosas.
Yo mire a su hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía puesta una
remera ridícula y un pantalón que le quedaba corto. Enseguida, apareció
mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así le pasaba a
ella. Y el azul les quedaba muy bien a sus cejas espesas.
– Podrían ir a escuchar música a tu habitación – sugirió la mujer que
cumplía años, desesperada por la falta de aire. Y es que yo me lo había
tragado todo para matar por asfixia a los invitados.
Cumplí sin quejarme. El horrible chico me siguió en silencio. Me senté en
una cama. Él se sentó en la otra. Sin dudas, ya estaría decidiendo que el
dormitorio pronto sería de su propiedad. Y yo dormiría en el canasto, junto
a la gata.
No puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste
para mí. No me pareció justo, y decidí que también él debía sufrir.
Entonces, busqué una espina y la puse entre signos de preguntas:
– ¿Cuánto hace que se murió tu mamá?
Juanjo abrió grandes los ojos para disimular algo.
– Cuatro años – contestó.
Pero mi rabia no se conformó con eso:
– ¿Y cómo fue? – volví a preguntar.Esta vez, entrecerró los ojos.Yo
esperaba oír cualquier respuesta, menos la que llegó desde su voz
cortada.
– Fue… fue como un viento – dijo.
Agaché la cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba
hablando del viento, ¿sería el mismo que pasó por mi vida?
– ¿Es un viento que llega de repente y se mete en todos lados? –
pregunté.
– Sí, es ese.
– ¿Y también susurra…?
– Mi viento susurraba – dijo Juanjo -. Pero no entendí lo que decía.
– Yo tampoco entendí. – Los dos vientos se mezclaron en mi cabeza. Pasó
un silencio.
– Un viento tan fuerte que movió los edificios – dijo él -. Y éso que los
edificios tienen raíces…
Pasó una respiración.(ahí mas que leerlo creo que conviene hacer una
respiración o un suspiro)
– A mí se me ensuciaron los ojos – dije. Pasaron dos.
– A mí también.
– ¿Tu papá cerró las ventanas? – pregunté.
– Sí.
– Mi mamá también. – ¿ Por qué lo habrán hecho? – Juanjo parecía
asustado.
– Debe de haber sido para que algo quedará en su sitio. A veces, la vida se
comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le
entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los
edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas. -- Si querés vamos a
comer cocadas – le dije. Porque Juanjo y yo teníamos un viento en común.
Y quizá ya era tiempo de abrir las ventanas.

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