7 - Trabajo, Una Definición Antropológica - Pablo Rieznik

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Pablo Rieznik: Trabajo, una definición antropológica.

Dossier: Trabajo, alienación y crisis en el mundo contemporáneo, Razón y Revolución nro. 7,


verano de 2001, reedición electrónica.

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Es un hecho que en el nacimiento de la economía política y de la sociología moderna,


disciplinas que ciertamente conocen un origen común, el concepto de trabajo y su significado,
ocupan un lugar central y privilegiado. No es menos evidente que el descubrimiento y la
dilucidación del papel del trabajo en nuestra época deriva de las propias transformaciones que
hicieron del trabajo humano y de sus resultados materiales una potencia práctica sin
precedentes en cualquier período histórico previo.

En este sentido, el trabajo como fuerza productiva aparece como un producto del capitalismo,
es decir, de las relaciones de producción que son la peculiaridad de la sociedad burguesa. Es
claro, sin embargo, que la propia modernidad es imposible de ser concebida sin un
desenvolvimiento propio de los resultados del trabajo. Es la capacidad humana de transformar
la naturaleza la que en un estadio histórico determinado de su evolución creó las condiciones
que permitieron, primero, la acumulación original de capital y más tarde, el despliegue de la
industria, la configuración de mercados compatibles con la extensión y los requerimientos de
la circulación a escala nacional e internacional. El trabajo, la posibilidad del hombre de adecuar
especialmente el entorno a sus necesidades es, en definitiva, la condición de su misma
supervivencia.

Pero sólo con el capitalismo el poder social del trabajo encuentra una dinámica y un modo de
producción que hace de su rendimiento creciente la clave misma de su existencia. El
crecimiento sistemático es una necesidad de la propia producción capitalista y una forma de
existencia compulsiva de los propietarios de los medios de producción. El capitalismo se
constituye como tal haciendo de la potencia del trabajo una configuración societal específica,
creando una clase trabajadora completamente separada de las condiciones e instrumentos de
su propio trabajo y que sólo puede existir vendiendo su capacidad subjetiva de trabajar. La
investigación sobre el carácter de este trabajo y su capacidad de multiplicar los frutos del
mismo en una dimensión completamente desconocida en épocas pretéritas es fundante para
toda la ciencia social moderna y para la economía en particular.

El trabajo en la historia.

En la historia anterior, el trabajo ni siquiera era concebido como algo propio de la actividad
humana, es decir, como un atributo específico de la acción del hombre dirigida a asegurar y
crear las condiciones de su propia vida de un modo único y que le es propio. No se identificaba
la riqueza con el trabajo en ningún sentido. De un modo general, en el mundo antiguo y
durante un largo lapso posterior, hasta el final de la Edad Media prevaleció una cosmovisión
organicista y sexuada: “la Tierra concibe por el Sol y de él queda preñada, dando a luz todos los
años”, según la expresión aristotélica. La riqueza era un don de la tierra, imposible de ser
creada o reproducida por la intervención del mismo hombre que, en todo caso, se limitaba a
descubrirla, a extraerla y consumirla. La idea misma de producto o producción humana estaba
completamente ausente en la Antigüedad. Dominaba el pensamiento de que aquellos
materiales que aseguraban al ser humano su reproducción existían apenas como resultado del
vínculo mencionado entre la Tierra y las potencias celestes, a las que normalmente se les
asignaba el atributo de la masculinidad. En la unión, entonces, del Cielo y la Tierra debía
buscarse el origen de los animales, plantas o minerales “paridas” por ésta última, e incluso no
faltan mitos y leyendas que atribuyen al hombre este origen. La mitología de la fecundidad de
la agricultura, del arado y de la metalurgia se inscribe ya bajo el dominio del dios fuerte, del
macho fecundador, de la Madre-Tierra, del dios del cielo que clavaba en la tierra su hacha y su
martillo originando el rayo y el trueno. De ahí el carácter mágico asignado primero al hacha de
piedra y después al martillo del herrero, que no hacía sino imitar simbólicamente el gesto del
dios fuerte.

Las prácticas agrícolas nacieron como ritos tendientes a propiciar este maridaje originario y,
con ello, los frutos obtenidos. El arado comenzó siendo un instrumento en estas prácticas
rituales de culto a la fertilidad: tirado por un buey que se consideraba símbolo celeste y guiado
por un sacerdote, penetraba en las entrañas de la Madre Tierra asegurando su fecundidad; la
siembra misma y el abonado constituían otros tantos ritos para propiciar la fertilidad vegetal; a
la cual se asociaba la propia vida sexual del hombre. Es el motivo por el cual las prácticas
orgiásticas estaban entonces abundantemente relacionadas con la agricultura en la historia de
las religiones.

Posiblemente también pudo obedecer a la intención de facilitar esa unión sexual entre el cielo
y la tierra, y la consiguiente fertilización de ésta última, la idea de recubrir de hierro la punta
del arado que iba a penetrar en la Madre-Tierra. Lo cierto es que el hierro de los meteoritos
fue el primero en utilizarse para tal finalidad y que igualmente se atribuía a la influencia
celeste la producción de los minerales en el seno de la tierra: el oro crece por la influencia del
Sol, la plata por la de la Luna, el cobre gracias a la de Venus, el hierro a la de Marte, el plomo a
la de Saturno.

En este contexto, en consecuencia, la idea misma de producción humana carecía de sentido; la


riqueza no era producida ni acumulada por el hombre. Una visión de tal carácter implicaba
además la idea de evolución y progreso, algo que se encuentra completamente ausente en las
diversas ideologías anteriores a la modernidad. Prevalecía, al contrario, la idea de la
degeneración de la sociedad humana. El verso de Horacio: “Damnos a quid non inminuit dies”
(El tiempo deprecia el valor del mundo) expresa el axioma pesimista aceptado en la mayor
parte de los sistemas de pensamiento de la Antigüedad.

El trabajo para el mantenimiento de la vida era concebido, por lo tanto, apenas como una
compulsión, tarea obligada y penosa, ejercicio propio del degradarse, extraño a aquello que
podría caracterizar lo más elevado de la esencia del hombre como tal. En la Grecia clásica, el
trabajador era esclavo, no era hombre; el hombre no trabajaba. No hay en la lengua griega una
palabra, por lo tanto, para designar el trabajo humano con la connotación que le asignamos en
la actualidad. Tres sustantivos designaban, a su modo, actividades que hoy identificamos con
el acto propio del trabajo: labor, poesis y praxis. Labor refería a la disposición corporal en las
tareas pertinentes del hombre para mantener su ciclo vital y, por lo tanto, de la perpetuación
de la especie, bajo el dominio de los ritmos propios de la naturaleza y del metabolismo
humano. El campesino ejerce una labor cuando, mediante su intervención se pueden obtener
los frutos de la tierra; pero también se expresa como labor la actividad de la mujer que da luz a
un nuevo ser. La labor excluye una actitud activa y un propósito propio de transformar la
naturaleza o de conformarla a las necesidades humanas. Implica pasividad y adaptación del
agricultor a las leyes suprahumanas que determinan la fertilidad de la tierra y de los ciclos
naturales.

Poesis define, en cambio, el trabajo que no se vincula a las demandas de la sobrevivencia; es el


hacer y la creación del artista, del escultor, del que produce un testimonio perenne y libre (no
asociado a las exigencias inmediatas de la reproducción de su vida). Poesis es la trascendencia
del ser, más allá de los límites de su existencia, lo que se manifiesta en una obra perdurable,
un modo de afirmarse en el mundo natural y sobrenatural.

Praxis, finalmente, es la identificación de la más humana de las actividades. Su instrumento es


también algo específicamente humano: el lenguaje, la palabra; y su ámbito privilegiado es la
vida social y política de la comunidad, de la polis. Mediante la praxis el hombre se muestra en
su verdadera naturaleza de hombre libre y consecuentemente de animal político, de
ciudadano, de miembro de una colectividad, que es lo que le da sentido a su vida individual.
Como ha sido señalado al respecto el concepto de “derecho natural del individuo” es
ininteligible para los griegos. Es a Aristóteles a quien corresponde la definición recién citada de
que el hombre es, por sobre todas las cosas, un animal político “(ya que) es manifiesto que la
ciudad es por naturaleza anterior al individuo, pues si el individuo no puede de por sí bastarse
a sí mismo deberá estar, con el todo político, en la misma relación que las otras partes lo están
con su respectivo todo. El que sea incapaz de entrar en esta participación común, o que, a
causa de su propia suficiencia no necesita de ella, no es más parte de la ciudad, sino que es
una bestia o un dios. En todos los hombres hay, pues, por naturaleza, una tendencia a formar
asociaciones de esta especie”. La praxis griega, por lo tanto, tan distante de la apreciación
moderna sobre el carácter del trabajo, incorpora ya, una dimensión absolutamente social
vinculada con la conciencia, con el hablar, con la comunicación entre los hombres: es decir, un
principio constitutivo del trabajo que le es intrínseco al trabajo cuando se lo considera como
actividad exclusiva de la especie humana.

En el mundo antiguo, el trabajo que podemos llamar intelectual, el que se identifica con la
libertad y la esencia del hombre, se presenta como opuesto a la naturaleza servil y humillante
del trabajo físico. La tarea del artesano, aún cuando no fuera esclavo, no era una
manifestación libre del productor, puesto que era una elaboración dirigida y condicionada a la
satisfacción de una necesidad inmediata del consumidor y, al mismo tiempo, un recurso, un
medio, para el sostenimiento del mismo productor. Esclavo del objeto y de las necesidades del
usuario, el artesano no se diferencia de las herramientas y los medios de trabajo que dispone.
Importa no el proceso de trabajo sino su resultado, que no aparece como creación sino como
configuración determinada por la realidad independiente o determinante del objeto a ser
usado o consumido. La actividad libre es la que no genera nada y se manifiesta externa a la
compulsión física del objeto o la necesidad material. Una actividad que no se presenta,
además, como resultado social de un determinado desarrollo productivo (que permite que el
hombre libre no trabaje porque subsiste merced al trabajo de otros). Trabajo y no trabajo, con
el significado aquí descripto, se encuentran en una oposición dada e irreductible, natural y
eterna.

Los mitos y la religión fijaron esta característica como escatológica: en la tradición judeo-
cristiana el trabajo productivo se presenta, entonces, como carga, como pena y sacrificio
impuestos como castigo a la caída del hombre en la miseria de la vida terrena. Trabajo y sudor,
parto y dolor: consecuencia del pecado original es la célebre expresión bíblica del trabajo que
lo estigmatiza como condena, doblemente asociada a la tarea material para mantenerse en el
hombre y para reproducir a la especie en la mujer. Esta concepción primitiva del trabajo se
encuentra, asimismo, en el sentido etimológico de la propia palabra en la lengua latina.
Trabajo deriva de “tripalium”, una herramienta configurada con tres puntas afiladas, y que se
utilizaba para herrar los caballos o triturar los granos. En cualquier caso, tripalium era,
asimismo, un instrumento de tortura, y por esto mismo “tripaliare” en latín significa torturar;
identifica el trabajo con la mortificación y el sufrimiento.

Otras palabras latinas tienen un contenido más atenuado para denotar esfuerzo humano
dirigido a un fin, una connotación implícita en las definiciones genéricas de trabajo, tal como
aparecen en los verbos “laborare” y “obrare”. El énfasis en el padecimiento de la actividad o,
alternativamente, en su resultado y en el carácter creativo de la misma recorre el sentido
etimológico de ambas expresiones que se traslada a la mayoría de las lenguas modernas, no
apenas a las de origen latino, y a la definición misma de trabajo en cualquier diccionario
moderno de nuestro idioma. Los sustantivos “labour” y “work”, “arbeit” y “werk” en alemán,
acentúan la misma dicotomía; las primeras para denotar pena y cansancio, las segundas para
expresar más bien el carácter activo de la tarea humana definida en el campo del trabajo.
Como en alemán, “arbeit” deriva del latín “arvum”, que significa terreno arable, numerosos
estudios infieren que la palabra traduce el pasaje prehistórico de la cultura de la caza y de la
pesca a la cultura agraria basada en la crianza de animales y en la labranza de la tierra.

Una actividad vital.

En la misma medida en que trabajo implica una relación de actividad entre el hombre, sus
dispositivos físicos y biológicos, y el medio circundante, su apreciación está históricamente
dominada por el tipo particular de vínculo que se postula como humano entre el individuo, la
sociedad y la naturaleza. La relación entre el hombre y el mundo natural no implica todavía,
per se, la conciencia clara de actividad propia o diferenciada; para esto debemos considerar la
historia concreta de tal relación, es decir, que el hombre se humaniza, se convierte en ser
natural diferenciado, como resultado de su creciente independencia del medio ambiente. La
conciencia sigue a la existencia y es claro que la existencia humana se construye como tal en
un sendero que conduce de la extrema dependencia de las fuerzas elementales de la
naturaleza a la capacidad de comprenderlas y dominarlas. En la Antigüedad, por la completa
sumisión del hombre al dominio de la fuerza natural, la vida activa sólo puede ser concebida
como humana cuando se emancipa del puro mundo naturaleza “latu sensu”.

La vida activa, como elemento diferenciador de lo humano, contradictoriamente, es


contemplación e inclusive pasividad en relación a la actividad productiva. Las palabras y su
connotación, en consecuencia, carecen de significado si son abstraídos de la historia real.
Existe, no obstante, el peligro de unilateralizar este último criterio y en lo que nos ocupa –el
trabajo humano y su representación en el pensamiento de los hombres-, concluir en la
imposibilidad de encontrar un concepto, un sustrato común, a aquello que el trabajo designa
en diversas etapas históricas. Se ha dicho, por ejemplo, que el trabajo es una “invención”
moderna, que no existió siempre y que no puede ser concebido como inherente a la condición
humana. Tal planteamiento invoca como prueba el hecho de que la noción de trabajo no existe
en numerosas sociedades y que sólo en la modernidad, en el mundo burgués, se distingue al
trabajo de otras actividades y se delimita con una fisonomía propia, indistinguible en cualquier
época precedente.

¿Pero, son necesariamente opuestas y excluyentes la concepción antropológica e histórica del


trabajo como sugiere Mandel en el trabajo citado? La cuestión se traslada en este punto al
campo de la epistemología porque es indudable que supera el terreno circunscrito de la
realidad material y de la categoría conceptual del trabajo.

Concebir la historia sin continuidad es un error similar al de abordarla como un proceso sin
rupturas. La sustancia antropológica del trabajo no violenta su carácter esencialmente
histórico que se manifiesta en el hecho de que el trabajo tal como lo conocemos hoy no existía
en el pasado, y que debemos reconocerlo aún allí donde “no existía”. Precisamente porque
existe ahora, a partir de su “no existencia”, es decir, de su carácter tan embrionario, pleno de
precariedad natural, y de naturalidad no humana.

El descubrimiento es sólo posible a posteriori, del mismo modo que es el organismo


desarrollado el que permite explicar al menos desarrollado y que según la conocida tesis es la
anatomía del hombre la que permite entender la del mono.

El trabajo moderno, permite, entonces, entender el trabajo pasado, iluminar lo que en una
circunstancia histórica precedente no podía ser delimitado ni pensado. El concepto de trabajo
es, según Marx, una “categoría totalmente simple” y muy antigua como representación del
trabajo en general, es decir, de una representación de los hombres como productores. Sin
embargo, solamente en su forma de existencia moderna, cuando se presenta como indiferente
en relación a un trabajo determinado, como la facilidad de pasar de un trabajo a otro, como
medio general de crear riqueza, y no como “destino particular del individuo”; solamente en
estas condiciones históricas de la modernidad es que la categoría trabajo se vuelve, por
primera vez, “prácticamente verdadera”, una categoría tan moderna como las relaciones que
la producen. Las abstracciones más generales, de hecho, “surgen sólo donde se da el
desarrollo más rico de lo concreto”.

El carácter sustantivo, antropológico, natural, del trabajo humano es muy claro en Marx, a
pesar de que no son pocos los marxistas que intentan negarlo. En uno de los más conocidos y
fundacionales manuales modernos de la sociología del trabajo se plantea que nadie ha
definido con más vigor que el mismo Marx la relación del hombre con la naturaleza en la
actividad del trabajo; concebido, entonces, como un rasgo específico de la especie humana.
Con forme tal definición, “el trabajo (dejando de lado todo sello particular que haya podido
imprimirle tal o cual fase del progreso económico de la sociedad) es, ante todo, un acto que
tiene lugar entre el hombre y la naturaleza. Al trabajar, el hombre desempeña frente a la
naturaleza, el papel de un poder natural, pone en acción las fuerzas de que está dotado su
cuerpo, brazos y piernas, cabeza y manos, a fin de asimilarse las materias dándoles una forma
útil para su vida. Al mismo tiempo que, mediante este proceso, actúa sobre la naturaleza
exterior y la transforma, transforma también su propia naturaleza desarrollando las propias
facultades que en ella dormitan”. En lo que se refiere al propio Marx, esta definición del
trabajo de su obra más elaborada se encuentra en total armonía con el concepto fijado en sus
trabajos juveniles. Casi, diríamos, de un modo brutal: “El total de lo que se llama la historia del
mundo no es más que la creación del hombre por el trabajo humano”.

Trabajo y naturaleza humana.

La formulación marxista es, de todos modos, el punto culminante de un largo período de


desarrollo del pensamiento científico que debe remontarse a los finales de la Edad Media. Se
trata de una época en la cual la relación entre el hombre y la naturaleza adquiere una nueva
dinámica y en la cual se busca una definición nueva y original del trabajo. Friedmann cita la
apreciación de Bacon sobre el Arte (en el sentido de artes y oficios) como “el hombre
añadiéndose a la naturaleza”, fórmula cuyas prolongaciones pueden encontrarse en Descartes
y en los enciclopedistas franceses. En lo que Bacon denomina arte se refugió durante la Edad
Media la actividad empírica y práctica que designaba la acción de intercambio entre el hombre
y la naturaleza: la transformación de objetos, la producción de la “obra”. El arte era aquello
que caracterizaba el oficio de un artesano, la tarea del artista, los propósitos de la alquimia; un
saber que se consideraba ajeno al pensamiento abstracto y a los procedimientos típicos de la
ciencia, exclusivos de un campo intelectual y espiritual que no podía contaminarse con el
experimento o con la materialidad inmediata, azarosa, y semiesotérica que caracterizaba lo
que era el dominio del arte. Eran, por lo tanto, ámbitos que se oponían: no se pensaba que la
ciencia pudiera informar, orientar o prescribir la obra, el trabajo, en el sentido y con el alcance
que entonces tenía. En la superación de esta dicotomía se encuentra el significado
revolucionario del nacimiento de la moderna ciencia experimental. Como indica Geymonat, el
ideal de Galileo, Descartes, etc. será el de unir íntima y definitivamente la concepción de la
ciencia en la Antiguedad con la del arte de la Edad Media, es decir, edificar un saber fundado
sobre las nuevas técnicas, racionales, válidas, ya no sólo en el campo de las ideas abstractas,
sino en el campo mucho más rico de las experiencias concretas. La importancia que esta
referencia presenta para nuestra indagación sobre el trabajo reside en el hecho de que el
supuesto social que posibilitó este cambio “es la consolidación victoriosa, decidida, de un
mundo de nuevas riquezas directamente vinculadas con el trabajo y –por lo tanto- con el
surgimiento de grupos cada vez más numerosos de científicos profundamente sensibles a los
intereses de la producción y capaces de darse buena cuenta de la unidad indisoluble entre la
práctica y la teoría”. Es la realidad creada por la actividad del hombre la que determina la base
material de este nacimiento de la ciencia moderna, asociada a las obras resultantes del trabajo
colectivo: la canalización de los ríos, la construcción de puentes, la excavación de puertos, la
erección de fortalezas, el tiro de la artillería, ofrecen a los técnicos una serie de problemas que
no pueden resolverse empíricamente y que exigen necesariamente un planteo teórico. Una
importancia especial adquirieron en la época los problemas prácticos planteados por la
navegación, que debía afrontar viajes cada vez más extensos hacia las ricas tierras
recientemente descubiertas.

Del trabajo y sus resultados a la ciencia, de la ciencia al trabajo y sus resultados.


La concepción de trabajo que encuentra su definición en la fórmula ya citada de Marx es
indisociable de esta evolución que florecerá con el Renacimiento y que, como señaláramos, es
el punto de partida de todo el pensamiento científico moderno. El trabajo mismo tiende a
pensarse como una categoría antropológica desde el momento en que se concibe
precisamente como la especificidad del ser humano en su vínculo con la naturaleza. El ideal,
ahora, es una relación práctica y activa; el postulado de que por medio y a través de esa
relación el hombre se hace hombre y se muestra hombre, se manifiesta él mismo como
producto y creación histórica. En un texto que marca una época, dos décadas atrás,
Braverman comienza su obra con una definición del trabajo que sintetiza y esquematiza
adecuadamente su significado moderno y cuya dimensión natural y antropológica no implica
una visión ahistórica o esencialista. Se parte en esta concepción de la evidencia natural de la
cual partió el propio Marx: todo ser vivo para sobrevivir depende de un intercambio
determinado con la naturaleza de la cual él mismo proviene. Este intercambio puede ser
totalmente pasivo, como es el caso de todas las especies del reino vegetal. Se trata de una
primera distinción pertinente a la hora de considerar lo específico de cualquier conducta
animal dirigida a la sobrevivencia, marcada, entonces, por un comportamiento activo o dirigido
a un propósito determinado. El apoderarse de los materiales de la naturaleza no constituye,
sin embargo, de por sí trabajo alguno. El trabajo sólo comienza cuando una determinada
actividad altera los materiales naturales, modificando su forma original. De cualquier manera
lo que compete al trabajo humano, en su particularidad, son las diferencias que lo separan de
un modo radical de lo que puede considerarse como trabajo puramente animal. En este caso
“no tenemos frente a nosotros aquellas formas primitivas e instintivas de trabajo que nos
recuerdan la de los animales... Presuponemos el trabajo en una forma que lo hace
exclusivamente humano. Una araña realiza operaciones que se asemejan a las de un tejedor y
una abeja hace avergonzar a un arquitecto en la construcción de sus celdas, pero lo que
distingue al peor de los arquitectos de la mejor de las abejas estriba en que el arquitecto
levanta su estructura en la imaginación antes de erigirla en la realidad. Al final de todo proceso
de trabajo tenemos un resultado que ya existía en la imaginación del trabajador en su
comienzo. Este no sólo efectúa un cambio de forma en el material sobre el que trabaja, sino
que también realiza un propósito propio que rige su modus operandi al cual debe subordinar
su voluntad” (Marx).

Conciencia y propósito como rasgos esenciales del atributo humano del trabajo se delimitan,
en consecuencia, como características propias de nuestra especie, anclados en mecanismos
congénitos, innatos. El trabajo del hombre reposa en su carácter único a partir de la posibilidad
del pensamiento conceptual, de la capacidad de abstracción y de representación simbólica. Su
origen es la naturaleza única del cerebro humano. De este modo el trabajo como acción a
propósito, guiada por la inteligencia es el producto especial de la humanidad. Como señala
Braverman, es a partir de esta característica de la biología humana que el trabajo del hombre
puede emanciparse de la exigencia instintiva de las acciones dirigidas a la sobrevivencia
propias de cualquier otro animal. El trabajo que trasciende la mera actividad instintiva es por
lo tanto, la fuerza con la cual el hombre creó al mundo tal como lo conocemos. La posibilidad
de todas las diferentes formas sociales que han surgido y puedan surgir dependen en último
análisis de este signo específico del trabajo humano.
Precisemos lo siguiente: no se trata de que, a partir de sus aptitudes cerebrales el hombre
aprenda a resolver ciertos problemas que presenta la inadaptación de ciertos recursos de la
naturaleza para su utilización o consumo; esto también lo pueden concretar algunas especies
no humanas. El quid de la cuestión es aquí que con el desarrollo de la capacidad de
representación, del lenguaje y de la comunicación por medio de los signos que le
corresponden, el hombre puede transmitir y delegar la ejecución de un trabajo. “La unidad de
concepción y ejecución puede ser disuelta. La concepción precede y rige la ejecución, pero la
idea concebida por alguien puede ser ejecutada por otra persona. La fuerza rectora del trabajo
sigue siendo la conciencia humana pero la unidad entre dos puede ser rota en el individuo y
restablecida en el grupo, el taller, la comunidad, la sociedad como un todo”.

El cerebro, la mano, el trabajo.

Hay que evitar, sin embargo, la tentación de identificar el origen del trabajo con las cualidades
del cerebro privilegiado del hombre, cuyo singular poder explicaría el dominio humano sobre
el resto de los animales. Los antropólogos y paleontólogos creyeron durante mucho tiempo
que el desarrollo del cerebro era la verdadera clave para explicar el principio mismo de la
evolución de nuestra especie y del cual derivarían la postura erecta y el lenguaje articulado
como manifestaciones secundarias.

En un principio, entonces, la mente. Los descubrimientos de la ciencia y el hallazgo de fósiles


que permitieron verificar el sendero histórico del desarrollo de nuestra especie
comprometieron, sin embargo, el rigor de tal esquema interpretativo como lo puso de relieve
un artículo reciente de Stephen Jay Gould. Ahora sabemos, en consecuencia, que el cerebro
del hombre comenzó a crecer debido a la postura erecta del hombre; por el estímulo poderoso
que suministró a la inteligencia el hecho de que las manos fueran liberadas de la locomoción.
La evolución del hombre consistió en un cambio más rápido en la postura que en el tamaño del
cerebro; la liberación de nuestras manos para usar herramientas precedió a la mayor parte del
crecimiento de nuestro cerebro. Notablemente, Gould destaca el “brillante resultado” que, en
torno a esta cuestión, anticipó “una fuente que sin duda sorprenderá a la mayoría de los
lectores”: Federico Engels en su ensayo sobre “El papel del trabajo en la transición del mono al
hombre”, que fue publicado postmortem en 1896, y que –desafortunadamente- no tuvo
impacto visible en la ciencia occidental. Engels considera tres puntos esenciales en la evolución
humana: el habla, un cerebro grande y la postura erecta. Plantea que el primer paso debe
haber sido el descenso de los árboles, con la subsecuente evolución de la postura erecta por
nuestros ancestros terrestres. Estos monos cuando se movían a nivel del suelo comenzaron a
adquirir el hábito de usar sus manos y adoptar una postura más y más erecta. Este fue un paso
decisivo en la transición del mono al hombre. La postura erecta libera las manos para fabricar
herramientas (trabajo, en la terminología de Engels). El crecimiento de la inteligencia y el habla
vinieron después. En consecuencia, “las manos no son sólo un órgano de trabajo, son también
un producto del trabajo. Sólo por el trabajo, por adaptación a cada nueva operación... por el
siempre renovado empleo de estas mejoras heredadas en nuevas, más y más complicadas
operaciones, alcanzó la mano humana el alto grado de perfección que la ha capacitado para
hacer realidad las pinturas de Rafael, las estatuas de Thorwaldsen, la música de Paganini”.
Este punto de vista, no obstante, no es original de Engels puesto que ya había sido adelantado
por un biólogo alemán contemporáneo. En cambio, el comentarista subraya que la
importancia del trabajo de Engels yace no en su conclusión sustantiva sino en su incisivo
análisis político de porqué la ciencia occidental se encuentra tan comprometida con la
afirmación apriorística de la primacía cerebral. Cuando los humanos aprendieron a manejar su
propio entorno material, dice Engels, otras habilidades fueron añadidas a la primitiva caza-
agricultura: hilado, alfarería, navegación, artes y ciencia, ley y política, y por último “la
reflexión fantástica de las cosas humanas en la mente humana: la religión”. Cuando la riqueza
se acumuló pequeños grupos de hombres alcanzaron poder y obligaron a otros hombres a
trabajar para ellos. El trabajo, la fuente de toda riqueza y la fuerza motriz de la evolución
humana, asumió el mismo devaluado status de aquellos que trabajaban para los gobernantes.
Desde que los poderosos gobernaban a su voluntad, las acciones del cerebro aparecían como
si tuvieran poder por sí mismas. La filosofía profesional persiguió un ideal inmaculado de
libertad. Los filósofos descansaron en un patronazgo estatal-religioso. Aún si Platón no trabajó
conscientemente para reforzar los privilegios de los gobernantes con una filosofía
supuestamente abstracta, su propia clase dio vida a un énfasis en el pensamiento como lo
primario, lo dominante y en particular más importante que el trabajo por él supervisado. Esta
tradición idealista dominó la filosofía hasta los días de Darwin. Su influencia fue tan
subterránea y persuasiva que incluso científicos tan apolíticos y materialistas como Darwin
cayeron bajo su influjo.

Un prejuicio debe ser reconocido antes de ser combatido. La primacía del cerebro parecía tan
obvia y natural que era aceptada como dada, más que reconocerla como un prejuicio social
profundamente asentado, relativo a la posición de clase de los pensadores profesionales y sus
patrones. Engels escribe: “todo el mérito por el veloz avance de la civilización fue adscripto a la
mente, el desarrollo y la actividad del cerebro. Los hombres se acostumbraron a explicar sus
acciones desde su pensamiento en lugar de desde sus necesidades... y así fue que fue ganando
importancia en el curso del tiempo esta mirada idealista sobre el mundo que, especialmente
desde la caída del mundo antiguo, ha dominado las mentes de los hombres. Todavía las
gobierna a tal punto que aún los más materialistas de los científicos naturalistas de la escuela
darwiniana son todavía incapaces de formarse una clara idea del origen del hombre porque
bajo esta influencia ideológica ellos no reconocen el papel que en él le toca al trabajo.”

El énfasis en una definición antropológica del hombre subraya su carácter humano concreto,
su desarrollo histórico, y no debe ser confundida con una caracterización genérica abstracta
que lo designa como un “modo de actividad” cuya esencia sería la “búsqueda de un resultado
en el menor tiempo posible”. Es lo que afirma Bidet cuando señala que sin el trabajo, como sin
el lenguaje, no puede ser pensada la especificidad del hombre. En este caso la lógica
inmanente del trabajo sería entonces la economía de tiempo ausente en otras actividades
humanas tales como el rito, el juego o la vida sexual; estas últimas al contrario, reclaman una
duración extendida como sinónimo de su realización más exitosa.

La ventaja o el rigor de esta definición consistiría en que no implica asumir la hipótesis


difícilmente demostrable –según Bidet- del “homo faber”, es decir, de la esencia humana
definida por el trabajo; tampoco implicaría restringir el abordaje de toda sociedad en términos
de “modo de producción”. No obstante, esta peculiar definición “antropológica” vacía de
contenido a la definición de trabajo humano en la misma medida en que queda referida
exclusivamente a una suerte de lógica hueca, carente de finalidad. Es difícil admitir, además,
que los ritos, el juego, el deporte o el sexo no contengan también una particular “economía”
de tiempo.

De todas maneras, en esta particular definición de su trabajo, el hombre queda definido en su


especificidad como una suerte de ser eficiente, “ahorrador de minutos y segundos”, que
desdibuja completamente la materialidad propia del trabajo y su significado en la historia real.
En esta abstracción particular el trabajo queda definido como mero instrumento de una
racionalidad dirigida a adecuar fines múltiples a recursos escasos. Es decir, la definición vulgar
de la economía “moderna” convertida así en una suerte de ingeniería genérica -ahistórica y
asocial- del comportamiento eficaz (y finalmente en el encubrimiento ideológico de la
sociedad capitalista, del mercado y sus formas particulares de explotación y alienación del
trabajo humano).

Lo cierto es que el “homo faber” es el hombre, recordando aquella definición de “toolmaking


animal” de Franklin citada por Marx en El Capital, y que retoma su conocida afirmación de que
el hombre se distingue del animal en el proceso histórico real, cuando produce los elementos
que hacen a su vida, cuando produce su vida. El trabajo, el modo de producción, la actividad
vital, pueden ser utilizados como sinónimos si la consideración antropológica hunde sus raíces
en el sujeto histórico auténtico, en las etapas de su desarrollo real.

Trabajando para no trabajar.

Es decir, el abordaje antropológico sobre el concepto de trabajo debe ser al mismo tiempo una
aproximación histórica, el análisis del proceso de diferenciación que le es específico como
resultado de las transformaciones operadas en el vínculo cambiante del hombre con sus
instrumentos y objetos de trabajo así como con el resultado de la actividad de producción de
su vida. En términos generales podemos definir tres grandes etapas en esta evolución: a) las
manifestaciones iniciales del hombre en la preparación y mejoramiento de herramientas
seminaturales que permitieron un principio de sobrevivencia diferenciada como especie
biológica y sin que aún surgiera con caracteres definidos una división social del trabajo, más
allá de la dictada por la deferencia de sexos; b) el neolítico, con la sociedad humana que se
afinca en un terreno y se organiza como tal en la producción y en los ciclos propios de la
agricultura y la crianza de animales; c) el nacimiento de la industria y el desplazamiento
moderno del centro de la producción del campo a la ciudad. Cipolla ha dicho con razón que no
debemos abusar del término “revolución” al estudiar la dinámica más amplia de la historia de
la población humana en relación a las formas productivas de la especie. El primer cambio
revolucionario consiste precisamente en la superación del nomadismo, permitido por el
dominio inicial del cultivo de la tierra. El segundo, ya en los albores de la historia presente, es
el de la revolución industrial. Su forma social particular es la que corresponde al modo de
producción capitalista, a la separación de los productores de sus medios de producción y al
surgimiento de la clase trabajadora moderna resultante de la expropiación de los viejos
trabajadores (campesinos, artesanos) de sus condiciones de trabajo. Por la misma razón, el
trabajo moderno es el trabajo asalariado, la conversión de la capacidad de trabajar en
mercancía y su delimitación muy precisa, en consecuencia, como actividad remunerada, en
una esfera precisamente definida de la vida social.

La mutación actual en el trabajo deriva enteramente de los resultados de esta última


revolución y del anticipo de la próxima. Esto es, de la posibilidad del hombre de emanciparse
del trabajo mismo o, si se quiere, de modificar radicalmente el carácter social de éste, su
actividad vital por excelencia. La precisión es pertinente puesto que si el trabajo es concebido
como forma de manifestación esencial de la vida humana, la aspiración de liberarse del mismo
crece de todo sentido. Para decirlo con palabras ya cargadas de una densa connotación, es el
cambio en la conformación material y social del trabajo, cuyos alcances revolucionarios nos
harán pasar de una prehistoria a una historia auténticamente humana, el pasaje del reino de
la necesidad al reino de la libertad. Por lo mismo, antes de considerar más exhaustivamente lo
que podemos denominar la relación entre el trabajo y el no trabajo en la realidad del hombre
históricamente constituido, son convenientes algunas precisiones adicionales que sirvan como
introducción a este problema, ciertamente muy presente en el debate contemporáneo.

La identificación del trabajo con la producción activa de la vida humana, es decir, con la vida
productiva, se presenta, a primera vista, en oposición al carácter degradado y envilecido que
adopta la existencia del trabajador en la sociedad moderna. Dicho de otro modo: en la misma
medida en que la potencia social del trabajo humano se despliega con el modo de producción
capitalista de un modo sin igual, en esa misma medida se corporiza en el trabajador y en la
clase trabajadora no como actividad vital sino como medio y negación de la vida misma. Es
trabajo explotado y enajenado en el cual el hombre “se pierde a sí mismo”. Manacorda, entre
muchos otros, puso de relieve que es en Marx donde encontramos esta apreciación del trabajo
humano como contradictorio con la humanidad misma y, en apariencia, en contradicción
interna con la propia caracterización –de Marx- sobre el significado único y específico del
trabajo del hombre.

La contradicción, sin embargo, debe ser resuelta y puede ser resuelta en el análisis de las
formas históricas materiales y sociales de la evolución del trabajo humano, así como en la
indagación sobre la conclusión de ese mismo proceso en el carácter concreto que adopta el
mismo trabajo en la época contemporánea. En la base y en el origen de las formas históricas
diversas que adopta la enajenación de la actividad laboral del hombre se encuentra un
fenómeno que deriva y estimula la productividad del propio trabajo de nuestra especie. Así es:
con la división del trabajo comienza al mismo tiempo la historia humana e inhumana del
trabajo. “La división del trabajo condiciona la división de la sociedad en clases, y con ella, la
división del hombre. Y como esta se torna verdaderamente tal sólo cuando se presenta como
división entre trabajo manual y trabajo mental; así las dos dimensiones del hombre dividido,
cada una de las cuales es unilateral, son esencialmente las de trabajador manual, de obrero y
la de intelectual. Además, como la división del trabajo es, en su forma ampliada, división entre
trabajo y no-trabajo, así también el hombre se presenta como trabajador y no trabajador. Y el
propio trabajador –apareciendo el trabajo dividido, o alienado, como miseria absoluta y
pérdida del propio hombre- también se presenta como la deshumanización completa; pero,
por otro lado -siendo la actividad vital humana, o manifestación de sí, una posibilidad universal
de riqueza- en el trabajador está contenida también una posibilidad humana universal”. Una
observación fragmentaria y no rigurosa del planteamiento marxista supone que el
“desideratum” de la emancipación humana consiste en una suerte de retorno imposible al
salvaje primitivo, al hombre total, integral –no unilateral- que se identifica con su actividad
laboral no dividida, no especializada y que es expresión del carácter precario de su dominio
sobre la naturaleza y, más bien, de su adaptación y sometimiento al propio medio natural. Es
decir, del retorno al animal humano natural, a una situación en la cual “el hombre sólo se
distingue del cordero por cuanto que su conciencia sustituye al instinto o es el suyo un instinto
conciente” (Marx). Pero la naturaleza humana, históricamente construida, está en las
antípodas de este estadio original. El hombre natural histórico, es la naturaleza producida por
la historia y su nueva condición natural es la universalidad generada por su propia actividad,
por su trabajo.

En otras palabras, el trabajo produce la naturaleza humana en la misma medida en que la


delimita y diferencia de la naturaleza puramente animal, a través de una apropiación
específica del propio mundo natural: “la universalidad del hombre se manifiesta prácticamente
en la universalidad por la cual toda la naturaleza se transforma en su cuerpo inorgánico”. Un
hecho que se verifica en que mientras “el animal se hace de inmediato uno con su actividad
vital... el hombre hace de su propia actividad vital el objeto de su voluntad y de su conciencia;
tiene una actividad vital consciente: no existe una esfera determinada con la cual
inmediatamente se confunde”. Este carácter voluntario, consciente, universal de la actividad
humana, por la cual el hombre se distingue de los animales y se substrae al dominio de
cualquier esfera particular, está en oposición a todo lo que es, a su vez, natural, espontáneo,
particular, esto es, al dominio de la naturalidad (Naturwuechsigkeit) y de la causalidad
(Zufaelligkeit) en la cual el hombre no domina sino que es dominado, no es un individuo total
sino miembro unilateral de una determinada esfera (clase, etc.) y vive, en suma, en el reino de
la necesidad, pero no aún en el de la libertad. La división del trabajo, por lo tanto, dividió al
hombre y a la sociedad humana, pero ha sido la forma histórica de desarrollo de su actividad
vital, de su relación-dominio sobre la naturaleza”.

Con el capitalismo moderno, con la universalización de las relaciones mercantiles y con la


conquista del mercado mundial, la división del trabajo –y con ella la productividad del trabajo
humano- alcanza una dimensión irrestricta e ilimitada. En estas condiciones la
deshumanización del trabajo encuentra su expresión más clara en la conversión de la labor
humana en el proceso productivo directo en una actividad descalificada, en la transformación
del trabajador en una suerte de apéndice de la máquina conforme una célebre definición que
pasó a la historia con el Manifiesto Comunista. Pero, al mismo tiempo, en las antípodas de este
trabajo real, enajenado y por eso inhumano, el desarrollo material de las fuerzas productivas
crea un universo real capaz de modificar de un modo revolucionario la actividad vital de la
producción.

Es el desarrollo que posibilita que el trabajo directo en la producción sea sustituido por el
aparato mecánico-electrónico, automático. Sobre este punto Marx realizó un análisis
excepcional en los “Grundrisse”. En todo caso es sobre la base de ese mismo análisis que en “El
Capital” se plantea una controvertida definición, que a modo de conclusión reiteramos aquí y
que servirá como punto de partida para un capítulo particular sobre el trabajo y el no-trabajo;
centro de nuestra investigación. “El reino de la libertad sólo empieza allí donde termina el
trabajo impuesto por la necesidad y por la coacción de los fines externos; queda pues, dada la
naturaleza de las cosas, más allá de la órbita de la verdadera producción material. Así como el
salvaje tiene que luchar con la naturaleza para satisfacer sus necesidades, para encontrar el
sustento de su vida y reproducirla, el hombre civilizado tiene que hacer lo mismo, bajo todas
las formas sociales y bajo todos los posibles sistemas de producción. A medida que se
desarrolla, desarrollándose con él sus necesidades, se extiende este reino de la necesidad
natural, pero al mismo tiempo se extienden también las fuerzas productivas que satisfacen
aquellas necesidades.

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