La Estrella de Medianoche - Marie Lu
La Estrella de Medianoche - Marie Lu
La Estrella de Medianoche - Marie Lu
Página 2
Marie Lu
La Estrella de Medianoche
Los Jóvenes de la Élite - 03
ePub r1.0
Titivillus 07.07.2020
Página 3
Título original: The Midnight Star
Marie Lu, 2016
Traducción: Guiomar Manso de Zúñiga
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Página 4
Página 5
Para aquellos que, a pesar de todo,
siguen eligiendo la bondad
Página 6
Página 7
Página 8
Yo la vi, una vez.
»Pasó por nuestro pueblo, por campos sembrados de soldados muertos,
después de que sus fuerzas asolaran la nación de Dumor. Sus otros Élites iban
tras ella, seguidos de una interminable marea de Inquisidores vestidos de
blanco que blandían las banderas blanco y plata del Lobo Blanco. Allá donde
iban, el cielo se oscurecía y la tierra se agrietaba; las nubes se acumulaban por
detrás del ejército como una criatura de carne y hueso, negras y amenazadoras.
Furiosas. Como si la diosa de la Muerte en persona hubiera llegado.
»Se detuvo para bajar la vista hacia uno de nuestros soldados moribundos.
El hombre temblaba en el suelo, pero mantuvo los ojos fijos en ella. Le escupió
unas palabras. Ella se limitó a mirarle fijamente. No sé lo que vio el hombre en
su expresión, pero sus músculos se tensaron, clavó los talones en la tierra e
intentó en vano alejarse de ella. Después, empezó a gritar. Es un sonido que no
olvidaré en todos los días de mi vida. Ella le hizo un gesto a su Hacedor de
Lluvia y él se apeó de su caballo para atravesar al soldado moribundo con una
espada. Ella no cambió de cara en ningún momento. Simplemente siguió
adelante.
»No la vi nunca más. Pero incluso ahora, en mi vejez, la recuerdo con tanta
nitidez como sí estuviera delante de mí. Era el hielo personificado. Hubo una
vez un tiempo en que la oscuridad envolvía el mundo entero como una
mortaja, y la oscuridad tenía una reina.
Página 9
Tarannen, Dumor
Las Tierras del Mar
Página 10
Moritas fue recluida en el Inframundo por los otros dioses.
Pero Amare, el dios del Amor, se apiadó de la joven diosa de oscuro corazón.
Le llevaba regalos del reino de los vivos: rayos de sol en cestas de mimbre, lluvia
fresca en frascos de cristal. Amare se enamoró (como tan a menudo le ocurría)
de Moritas, y sus visitas dieron lugar al nacimiento de Formidite y Caldora.
Adelina Amouteru
Página 11
puerta está empezando a abrirse de nuevo. Una vez más, me levanto de un
salto y corro a cerrarla mientras le grito a Violetta. Una vez más, me doy
cuenta de que mi hermana está muerta. Una vez más, me despierto
sobresaltada y veo que la puerta se está abriendo.
Me despierto cien veces, perdida en la locura de esta pesadilla, hasta que
la luz del sol que se cuela por mis ventanas termina por borrar la escena con
su ardor. Incluso entonces, horas después, no puedo estar del todo segura de
que no sigo metida en la pesadilla.
Tengo miedo de que, una noche, no logre despertar. Estaré condenada a
correr hacia esa puerta una y otra vez, huyendo de una pesadilla en la que
estoy perdida siempre, y para siempre.
Página 12
Al vernos, cruza la plaza vacía al galope y frena a su caballo hasta ponerlo
al trote a mi lado. Sergio le lanza una mirada de irritación, aunque no dice
nada. Magiano simplemente le guiña un ojo. Hoy lleva su maraña de largas
trenzas recogida bien alto sobre la cabeza, su habitual batiburrillo de ropa
dispareja sustituido por una coraza dorada y una gruesa capa. Su armadura
está ricamente decorada, salpicada de gemas, y todo el que no nos conozca
asumiría a primera vista que es él el que manda aquí. Las pupilas de sus ojos
están rasgadas y tiene una expresión perezosa bajo la luz del sol de mediodía.
Lleva un surtido de instrumentos musicales colgados de los hombros. Varias
bolsas pesadas tintinean a los lados de su caballo.
—¡Tenéis un aspecto estupendo esta mañana! —les grita jovial a mis
Inquisidores. Ellos se limitan a inclinar la cabeza en señal de respeto al verle
llegar. Todo el mundo sabe que mostrar la más mínima falta de respeto hacia
Magiano supone una muerte instantánea entre mis manos.
Levanto una ceja inquisitiva.
—¿A la caza de tesoros? —pregunto.
Asiente con expresión burlona.
—He tardado toda la mañana en registrar un solo barrio de esta ciudad —
contesta con tono desenfadado, sus dedos recorren distraídos las cuerdas del
laúd que lleva cruzado delante del pecho. Incluso ese pequeño gesto suena
como un acorde perfecto—. Tendríamos que quedarnos aquí durante semanas
para recuperar todos los objetos de valor abandonados. Mira. ¿A que jamás
habías visto nada de tan bella manufactura en Merroutas?
Acerca su caballo más al mío. Ahora veo, envueltos en tela sobre la parte
delantera de la montura, manojos de plantas. Cardos amarillos. Margaritas
azules. Una pequeña y retorcida raíz negra. Reconozco las plantas de
inmediato y reprimo una pequeña sonrisa. Sin decir ni una palabra, desato mi
cantimplora del lateral de la montura y se la paso a Magiano sin que me vean
los demás. Solo Sergio se da cuenta, pero se limita a mirar hacia otro lado y
bebe un gran trago de su propia botella. Sergio lleva quejándose de tener sed
desde hace semanas.
—Anoche dormiste mal —murmura Magiano mientras se pone manos a la
obra, triturando las plantas y mezclándolas con el agua.
Esa mañana había tenido la precaución de tejer una ilusión por encima de
los oscuros círculos de debajo de mis ojos. Pero Magiano siempre sabe
cuándo he tenido pesadillas.
—Esta noche dormiré mejor, después de eso. —Hago un gesto hacia la
bebida que me está preparando.
Página 13
—Encontré algo de raíz negra —me dice, devolviéndome la cantimplora
—. Aquí en Dumor crece como una mala hierba. Deberías tomar otro poco
esta noche, si quieres mantener… bueno, mantenerlas a raya.
Las voces. Ahora las oigo constantemente. Su cháchara suena como una
nube de ruido en mis oídos, siempre presente, nunca en silencio. Me susurran
cuando me despierto por la mañana y cuando me voy a la cama. A veces,
dicen tonterías. Otras veces, me narran cuentos violentos. En estos momentos,
se están riendo de mí.
Qué dulce, se burlan mientras Magiano aparta un poco a su caballo y
retoma el punteo de las cuerdas de su laúd. No le gustamos demasiado,
¿verdad? Siempre empeñado en mantenernos alejadas de ti. Pero tú no
quieres que nos vayamos, ¿a que no, Adelina? Somos parte de ti, hemos
nacido en tu mente. Y en cualquier caso, ¿por qué habría de quererte un
chico tan dulce? ¿Es que no lo ves? Está intentando cambiar tu forma de ser.
Igual que tu hermana.
¿Acaso te acuerdas de ella?
Aprieto los dientes y bebo un trago de mi tónico. Las hierbas saben
amargas sobre mi lengua, pero agradezco el sabor. Hoy se supone que debo
dar la imagen de una reina invasora. No puedo permitirme que mis ilusiones
escapen de mi control delante de mis nuevos súbditos. Siento el efecto de las
hierbas al instante: las voces suenan amortiguadas, como si vinieran de más
lejos, y el resto del mundo se vuelve más nítido.
Magiano toca otro acorde.
—He estado pensando, mi Adelinetta —continúa en su habitual tono
desenfadado—, que he reunido demasiados laúdes y baratijas y estas
encantadoras moneditas color zafiro. —Se calla para girarse en la montura y
rebuscar algo de oro en una de sus pesadas alforjas nuevas. Me muestra
algunas monedas con diminutas joyas azules incrustadas en el centro, cada
una equivale a diez talentos de oro kenettranos.
Me río de él y, a nuestra espalda, varios Inquisidores dan un respingo,
sorprendidos por el sonido. Solo Magiano es capaz de sacarme una carcajada
con tanta facilidad.
—¿Qué pasa? ¿El gran príncipe de los ladrones de repente se siente
abrumado por un exceso de riqueza?
Magiano se encoge de hombros.
—¿Qué voy a hacer con cincuenta laudes y diez mil monedas de zafiro?
Si recojo una sola pieza más de oro, me caeré del caballo. —Entonces, baja
un poco la voz—. Estaba pensando que en lugar de eso lo podías repartir entre
Página 14
tus nuevos ciudadanos. No tiene que ser demasiado. Unas pocas monedas de
zafiro a cada uno, unos puñados de oro de tus arcas. Ya se están desbordando
de por sí, sobre todo desde que Merroutas cayera en tu poder.
Mi buen humor se agria al instante y las voces en mi cabeza se alborotan.
Te está diciendo que compres la lealtad de tus nuevos ciudadanos. El amor se
puede comprar, ¿no lo sabías? Después de todo, tú compraste el amor de
Magiano. Es la única razón por la que todavía está aquí contigo. ¿No?
Bebo otro trago de la cantimplora y las voces se vuelven a amortiguar un
poco.
—Quieres que les muestre a estos dumorianos algo de bondad.
—Creo que eso podría reducir la frecuencia de los ataques a tu persona, sí.
—Magiano deja de tocar el laúd—. Hubo un asesino en Merroutas. Después
vimos el nacimiento de aquel grupo rebelde… los Saccoristas, ¿no? Cuando
tus fuerzas entraron en Domacca.
—Nunca llegaron a acercarse ni a una legua de mí.
—Aun así, mataron a varios de tus Inquisidores en medio de la noche,
quemaron tus pabellones, robaron tus armas. Y nunca los encontraste. ¿Y el
incidente del norte de Tamura? Después de que te apoderaras de ese territorio.
—¿De qué incidente estás hablando? —pregunto, mi voz tornándose
cortante y fría—. ¿Del intruso que esperaba en mis pabellones? ¿De la
explosión a bordo de mi barco? ¿Del chico marcado que dejaron muerto a la
puerta de nuestros campamentos?
—De esos también —contesta Magiano, agitando una mano por el aire—.
Pero estaba pensando en cuando ignoraste las cartas de la realeza tamurana, la
Tríada Dorada. Te ofrecieron una tregua, mi Adelinetta. La franja norte de su
territorio a cambio de liberar a sus prisioneros y la devolución de las tierras de
cultivo cerca de su único río importante. Te ofrecieron un trato muy generoso.
Y tú mandaste de vuelta a su embajador con tu escudo impregnado en la
sangre de sus soldados caídos. —Me lanza una mirada elocuente—. Creo
recordar haber sugerido algo más sutil.
Sacudo la cabeza. Ya hablamos de esto, cuando llegué a Tamura, y no
estoy dispuesta a debatirlo de nuevo.
—No estoy aquí para hacer amigos. Nuestras fuerzas conquistaron con
éxito sus territorios del norte, sin necesidad de tratos. Y me apoderaré del
resto de Tamura cuando quiera.
—Sí… a costa de un tercio de tu ejército. ¿Qué sucederá cuando intentes
hacerte con el resto de Tamura? ¿Cuando los beldeños te ataquen de nuevo?
La reina Maeve está vigilando tus pasos, estoy seguro. —Respira hondo—.
Página 15
Adelina, ahora eres la reina de las Tierras del Mar. Te has anexionado
Domacca y el norte de Tamura en las Tierras del Sol. En algún punto, tu
objetivo debería ser, no conquistar más territorios, sino mantener el orden en
los territorios que ya tienes. Y eso no lo lograrás ordenando a tus Inquisidores
que arrastren a los civiles corrientes a las calles y los marquen con un hierro
al rojo vivo.
—Crees que soy cruel.
—No. —Magiano se queda callado un momento—. Quizás un poco.
—No los estoy marcando porque sea cruel —le explico con calma—. Lo
hago como recordatorio de lo que ellos nos han hecho a nosotros. A las
personas como nostros. Qué rápido olvidas.
—No lo olvido jamás —responde Magiano. Esta vez hay un ligero deje
cortante en su tono. Su mano roza su costado, donde su herida de infancia
sigue torturándole—. Pero marcar con tu escudo a los que no tienen marcas
no logrará que te sean más leales.
—Logra que me teman.
—El miedo funciona mejor con algo de amor —dice Magiano—.
Demuéstrales que puedes ser aterradora, pero generosa. —Los aretes de oro
de sus trenzas tintinean—. Deja que la gente te quiera un poco, mi Adelinetta.
Mi primera reacción es amargura. Este ladrón insufrible lo reduce todo al
amor. Debo parecer fuerte para controlar a mi ejército, y la idea de repartir
oro entre la gente que antes quemaba a los marcados en la hoguera me
repugna.
Pero puede que Magiano tenga algo de razón.
A mi otro lado, Sergio, mi Hacedor de Lluvia, continúa cabalgando sin
hacer ni un comentario. El color de su piel se ve pálido y parece como si no se
hubiese recuperado por completo del resfriado que sufrió hace unas semanas,
pero aparte de su silencio y la forma en que se ciñe la capa alrededor de los
hombros, incluso con este buen tiempo, intenta no mostrarlo.
Desvío la mirada de Magiano y no digo nada. Él también mira al frente,
pero una sonrisa juguetea en las comisuras de su boca. Sabe que estoy
sopesando su sugerencia. ¿Cómo puede leer tan bien mis pensamientos? Eso
aumenta mi irritación. Al menos le agradezco que no mencione a Violetta,
que no confirme en voz alta el motivo de por qué estoy enviando a mis
Inquisidores a sacar a las personas sin marcas a las calles. Él sabe que es
porque estoy buscando. Buscándola a ella.
¿Por qué sigues queriendo encontrarla? Los susurros se burlan de mí.
¿Por qué? ¿Por qué?
Página 16
Es una pregunta que me hacen una y otra vez. Y mi respuesta es siempre
la misma. Porque yo decido cuándo puede marcharse. No ella.
Pero no importa cuántas veces conteste a los susurros, ellos siguen
preguntando, porque no me creen.
Ya hemos llegado a los barrios del centro de Tarannen y, aunque el lugar
parece desierto, Sergio mantiene los ojos fijos en los edificios que rodean la
plaza principal. Últimamente, los insurgentes conocidos como Saccoristas
(término derivado de la palabra domaccana para anarquía) han atacado a
nuestras tropas en varias ocasiones. Eso ha hecho que ahora Sergio busque
constantemente rebeldes escondidos.
Una alta arcada conduce a la plaza principal, sus piedras llevan tallada una
elaborada cadena de las lunas y sus varias formas, sus cuartos crecientes y
menguantes. Paso bajo ella con Sergio y Magiano, luego me detengo ante un
mar de cautivos dumorianos. Mi caballo pisotea el suelo, impaciente. Me
siento más erguida y levanto la barbilla, me niego a mostrar mi agotamiento.
Ninguno de estos dumorianos tiene marcas, obviamente. Los que están
encadenados son los que no tienen ninguna marca en absoluto, el tipo de
personas que solían tirarme fruta podrida y canturreaban pidiendo mi muerte.
Levanto una mano en dirección a Sergio y Magiano; alejan a sus caballos de
mí y los conducen hasta ambos extremos de la plaza, donde se sitúan frente a
la gente.
Mis Inquisidores también se despliegan. Nuestros prisioneros se encogen
al vernos a todos, mantienen los ojos fijos en mí sin grandes esperanzas. El
silencio es tal que si cerrara el ojo, podría fingir que estoy yo sola en esta
plaza. Aun así, puedo sentir la nube de terror que los cubre por completo, las
olas de su reticencia e incertidumbre se estrellan contra mis huesos. Los
susurros en mi cabeza se lanzan como serpientes hambrientas sobre ratones
huidizos, ansiosos por alimentarse del miedo.
Insto a mi caballo a dar varios pasos hacia delante. Mi ojo se desliza de la
muchedumbre a los tejados de la plaza. Incluso en una situación como esta,
me encuentro buscando instintivamente alguna señal de Enzo, acuclillado ahí
arriba como solía hacer. La atracción entre nosotros, el vínculo que me une a
él y a él a mí, se tensa, como si, en algún sitio al otro lado de los mares, Enzo
supiera que Dumor ha sucumbido a mi ejército. Bien. Espero que sienta mi
triunfo.
Devuelvo mi atención a los cautivos.
—Gentes de Dumor —resuena mi voz por toda la plaza—, soy la reina
Adelina Amouteru. Ahora soy vuestra reina. —Mi mirada pasa de una
Página 17
persona a la siguiente—. Todos sois parte de Kenettra y podéis consideraros
ciudadanos kenettranos. Sentíos orgullosos, pues pertenecéis a una nación que
pronto dominará a todas las demás. Nuestro imperio sigue creciendo y
vosotros podéis crecer con él. Desde este día en adelante, obedeceréis todas
las leyes de Kenettra. Llamar malfetto a una persona marcada está castigado
con la muerte. Todo abuso, acoso o maltrato de una persona con marcas, por
cualquier razón, provocará no solo vuestra propia ejecución, sino la ejecución
de vuestra familia entera. Grabaos esto: las personas con marcas han sido
marcadas por las manos de los dioses. Son vuestros amos y son intocables. A
cambio de vuestra lealtad, cada uno de vosotros recibirá un regalo de cinco
safftones dumorianos y cincuenta talentos de oro kenettranos.
La gente murmura, ligeramente sorprendida, y cuando miro hacia el lado,
veo a Magiano mirarme apreciativo.
Sergio se baja del caballo de un salto y avanza con un pequeño grupo de
sus antiguos mercenarios. Se mueven entre la multitud, cogen a una persona
aquí y a otra allá, luego los arrastran hacia delante, donde Sergio los obliga a
arrodillarse ante mí. El miedo invade a todos los elegidos. Más les vale.
Bajo la vista hacia ellos. Como era de esperar, todos los elegidos por
Sergio y su equipo son mujeres y hombres fuertes y musculosos. Tiemblan,
mantienen las cabezas gachas.
—Todos vosotros tenéis la oportunidad de uniros a mi ejército —les digo
—. Si lo hacéis, entrenaréis con mis capitanes. Cabalgaréis conmigo hasta las
Tierras del Sol y las Tierras del Cielo. Se os darán armas, seréis alimentados y
vestidos y cuidaremos de vuestras familias.
Para dar énfasis a mi oferta, Magiano echa pie a tierra y se acerca a ellos.
Delante de cada uno, hurga ostentosamente en su petate y deja caer pesadas
bolsas cargadas de talentos de oro kenettranos. La gente se limita a mirarlas.
Uno de ellos agarra su bolsa con tal desesperación que las monedas salen
despedidas, lanzan destellos bajo la luz.
—Si rechazáis mi oferta, vosotros y vuestras familias seréis encarcelados.
—Mi tono se vuelve más serio—. No toleraré a potenciales rebeldes en mi
seno. Jurad vuestra lealtad y yo me aseguraré de que esa promesa os merezca
la pena.
Por el rabillo del ojo, veo a Sergio moverse inquieto. Sus ojos recorren el
perímetro de la plaza. Me pongo tensa. Me he vuelto muy buena a la hora de
saber cuándo Sergio siente un peligro. Murmura algo a varios de sus hombres,
que se ponen en marcha entre las sombras y desaparecen detrás de una puerta.
—¿Lo juráis? —les pregunta Magiano.
Página 18
Uno por uno, contestan sin vacilar. Les hago un gesto para que se levanten
y una patrulla de Inquisidores llega para llevárselos. Traen a más hombres y
mujeres de aspecto fornido ante mí. Repetimos el mismo ritual con ellos.
Después, otro grupo. Pasa una hora.
Alguien en uno de los grupos se niega a jurarme lealtad. La mujer me
escupe, luego me llama algo en dumoriano que no entiendo. La miro con cara
de odio, pero ella no se arredra. En vez de eso, hace una mueca. Una mujer
desafiante.
—Queréis que os temamos —me gruñe, hablando ahora en kenettrano con
un fuerte acento—. Creéis que podéis venir aquí y destruir nuestras casas,
matar a nuestros seres queridos… y luego obligarnos a postrarnos ante
vuestros pies. Creéis que os venderemos nuestras almas a cambio de un
puñado de monedas. —Levanta la barbilla—. Pero yo no os tengo miedo.
—¿Ah no? —Ladeo la cabeza hacia ella con curiosidad—. Pues deberías.
Me desafía con una sonrisa.
—Ni siquiera os atrevéis a derramar nuestra sangre en persona. —Señala
con la barbilla a Sergio, que ya ha empezado a desenvainar su espada—.
Hacéis que uno de vuestros lacayos lo haga por vos. Sois una reina cobarde
que se esconde detrás de su ejército. Pero no podéis doblegar nuestros
espíritus bajo la mera fuerza de vuestros Rosas. No podéis ganar.
Hubo un tiempo en que quizás me hubiese sentido intimidada por palabras
como estas. Pero ahora simplemente suspiro. ¿Ves, Magiano? Esto es lo que
ocurre cuando muestro bondad. Así que mientras la mujer continúa su
perorata, me bajo de mi caballo. Sergio y Magiano me observan en silencio.
La mujer sigue hablando, incluso cuando me detengo delante de ella.
—Llegará el día en que os derroquemos —está diciendo—. Acordaos de
mis palabras. Os atormentaremos en vuestras pesadillas.
Cierro los puños y le lanzo una ilusión de dolor por todo el cuerpo.
—Yo soy la pesadilla.
Los ojos de la mujer parecen salírsele de las órbitas. Deja escapar un grito
ahogado mientras cae al suelo y clava las uñas en la tierra. Detrás de ella, el
gentío da un respingo al unísono cuando todos los ojos y cabezas apartan la
vista de la escena. El terror que emana de la mujer se cuela directamente en
mi interior, me alimenta, y las voces en mi cabeza estallan en gritos, llenan
mis oídos de su placer. Perfecto. Sigue adelante. Deja que el dolor obligue a
su corazón a latir tan deprisa que reviente. Los escucho. Aprieto más los
puños; pienso en la noche en que acabé por primera vez con una vida, cuando
observé desde lo alto el cuerpo de Dante. La mujer sufre convulsiones, sus
Página 19
ojos saltan frenéticamente de un lado a otro, ve monstruos que no están ahí.
Gotas carmesíes salen salpicadas de sus labios. Doy un paso atrás para que su
sangre no alcance los bajos de mi vestido.
Al final, la mujer se queda inmóvil, cae al suelo inconsciente.
Me vuelvo tranquilamente hacia el resto de nuestros cautivos, que se han
quedado tan quietos como estatuas. Podría cortar su terror con un cuchillo.
—¿Alguien más? —Mi voz resuena por toda la plaza—. ¿No? —El
silencio se prolonga.
Me agacho. La bolsa de monedas que Magiano había lanzado a los pies de
la mujer descansa intacta al lado de su cuerpo. Cojo la bolsa delicadamente
con dos dedos. Después, me dirijo hacia mi caballo y me subo en él de un
salto.
—Como podéis ver, mantengo mi palabra —le digo en voz bien alta al
resto de la multitud—. No os aprovechéis de mi generosidad y yo no me
aprovecharé de vuestra debilidad. —Le lanzo la bolsa de monedas de la mujer
al Inquisidor más cercano—. Encadenadla. Y buscad a su familia.
Mis soldados se llevan a la mujer a rastras y otros traen a un nuevo grupo
ante mí. Esta vez, todos aceptan su oro en silencio e inclinan la cabeza ante
mí, y yo asiento en señal de aceptación. El procedimiento continúa sin
incidentes. Si he aprendido algo de mi pasado y mi presente, es el poder del
miedo. Puedes darles a tus súbditos toda la generosidad del mundo y aun así
exigirán más; pero los que tienen miedo no se resisten. Esto lo sé muy bien.
El sol sube más alto en el cielo mientras otros dos grupos juran su lealtad
a mi ejército.
De repente, un objeto afilado centellea bajo la luz. Levanto la vista de
golpe. Un cuchillo, un arma fina como un estilete, lanzado desde los tejados.
Por instinto, tiro de mi energía y arrojo una ilusión de invisibilidad sobre mí,
pero no reacciono lo bastante deprisa. Una daga pasa volando al lado de mi
brazo, me hace un corte profundo. Me echo hacia atrás al sentir el impacto y
mi manto de invisibilidad desaparece.
Gritos de entre los cautivos, luego el roce de cientos de espadas contra sus
fundas cuando mis Inquisidores desenvainan sus armas. Magiano está a mi
lado antes de que pueda sentir su presencia siquiera. Hace ademán de
sujetarme cuando me ve tambalearme en la montura, pero le hago un gesto
para que desista.
—No —consigo decir con un hilo de voz. No puedo permitir que estos
dumorianos me vean sangrar. Es todo lo que necesitan para alzarse contra mí.
Página 20
Espero a que lluevan más flechas y dagas de los tejados, pero no lo hacen.
En lugar de eso, en el otro extremo de la plaza, reaparecen Sergio y sus
hombres. Arrastran a cuatro o cinco personas entre ellos. Saccoristas. Van
vestidos con ropa color arena para mimetizarse con las paredes.
Mi ira bulle de nuevo y el dolor de mi brazo sangrante sirve de
combustible para mi energía. No espero a que Sergio los traiga ante mí. Los
ataco desde aquí mismo. Me estiro hacia el cielo, tejo, utilizo el miedo de la
muchedumbre y la fuerza que hay en mi interior. El cielo se vuelve de un
extraño azul oscuro, luego rojo. La gente se aparta asustada, gritando.
Entonces me estiro hacia los rebeldes y lanzo una ilusión de asfixia a su
alrededor. Se encorvan entre las manos de los hombres de Sergio, luego
arquean las espaldas cuando sienten como si les sacaran el aire directamente
de los pulmones. Aprieto los dientes y refuerzo la ilusión.
El aire no es aire en absoluto, sino agua. Os estáis ahogando en medio de
esta plaza y no hay superficie a la que salir para respirar.
Sergio los suelta. Caen de rodillas, intentan desesperadamente respirar, se
retuercen sobre el suelo. Expando mi ilusión, me estiro hacia el resto de los
prisioneros de la plaza. Y arremeto contra ellos con todo mi poder.
Una telaraña de dolor cae sobre todos los prisioneros que todavía están
sentados en el suelo. Chillan todos a una, se dan manotazos en la piel como si
los estuvieran quemando con atizadores al rojo vivo, se tiran del pelo como si
hubiera un millón de hormigas pululando entre los mechones, mordiendo su
cuero cabelludo. Observo cómo sufren, dejo que mi propio dolor se convierta
en el suyo, hasta que al final dejo que la ilusión se desvanezca.
El gentío solloza sin consuelo. No me atrevo a llevarme la mano a mi
propio brazo ensangrentado. En lugar de eso, clavo el ojo con dureza en la
gente.
—Ya está —les digo—. Lo habéis visto por vosotros mismos. No toleraré
nada que no sea vuestra lealtad. —El corazón me late con fuerza en el pecho
—. Traicionadme a mí, o a cualquiera de los míos, y me aseguraré de que
supliquéis que os mate.
Hago un gesto a mis tropas para que se acerquen y reúnan a los llorosos
rebeldes. Solo entonces, con las túnicas blancas de los Inquisidores
revoloteando a mi alrededor, doy media vuelta a mi caballo y abandono la
plaza. Mis Rosas me siguen. Cuando por fin estoy fuera de la vista, dejo caer
los hombros y echo pie a tierra.
Magiano me coge y me apoyo contra su pecho.
Página 21
—Volvamos a los pabellones —murmura, mientras me pasa un brazo por
los hombros. Su expresión es tensa, llena de una comprensión que no necesita
articular—. Necesitas que te cosan esa herida.
Me apoyo contra él, exhausta después de la repentina pérdida de sangre y
el torbellino de ilusiones. Otro intento de asesinato. Algún día, puede que no
tenga tanta suerte. La próxima vez que entremos en una ciudad conquistada,
quizás me tiendan una emboscada antes de que ninguno de mis Rosas pueda
reaccionar a tiempo. Yo no soy Teren, mis ilusiones no pueden protegerme de
la hoja de una espada.
Tendré que eliminar de raíz a estos insurgentes antes de que puedan
convertirse en una amenaza real. Tendré que dar un ejemplo aún más duro
con sus muertes. Tendré que ser más despiadada.
Esta es ahora mi vida.
Página 22
Raffaele Laurent Bessette
Página 23
—¿Quieres descansar un momento? —pregunta.
—No —contesta Enzo entre dientes.
Raffaele obedece. Lentamente, con gran cuidado, retira las últimas vendas
del brazo derecho de Enzo. Ahora los dos brazos del príncipe están al
descubierto.
Raffaele deja escapar un suspiro, luego alarga la mano hacia el bol de
agua limpia y fresca que tiene a su lado. Deja el bol en el regazo de Enzo.
—Ahí tienes —le dice—. Sumérgelos.
Enzo mete los brazos en el agua fresca. Exhala lentamente. Se quedan
sentados en silencio durante un rato, dejando que los minutos se alarguen.
Raffaele observa a Enzo con atención. Día tras día, el príncipe se ha ido
volviendo más introvertido, sus ojos fijos con frecuencia y con anhelo en el
mar. Hay una nueva energía en el ambiente que Raffaele no es capaz de
identificar del todo.
—¿Todavía la sientes tirando de ti? —pregunta Raffaele al cabo de un
rato.
Enzo asiente. Se vuelve instintivamente hacia la ventana de nuevo, en
dirección al océano. Pasa otro largo momento antes de que responda.
—Algunos días, menos —explica—. Hoy no.
Raffaele espera a que continúe, pero Enzo vuelve a sumirse una vez más
en su profundo silencio, su atención aún fija allá afuera, en el océano.
Raffaele se pregunta en quién estará pensando. No es en Adelina, sino en una
chica de hace muchos años, de un tiempo más feliz de su pasado.
Después de un rato, Raffaele retira el bol de agua y seca los brazos de
Enzo dándole toquecitos con gran suavidad. Luego aplica una capa de
ungüento sobre la piel quemada. Es una vieja pomada que Raffaele solía
encargar en la Corte Fortunata, cuando Enzo le visitaba por la noche para que
le vendara las manos. Ahora la corte ha desaparecido. La reina Maeve ha
regresado a Beldain a lamerse las heridas y reconstruir su flota. Y los Dagas
han venido aquí, a Tamura… a lo que queda de Tamura, al menos. Las
colinas al norte de Tamura están llenas de Inquisidores de Adelina, que se han
hecho fuertes en la zona.
—¿Alguna noticia de Adelina? —pregunta Enzo cuando Raffaele alarga
el brazo para coger unas vendas limpias.
—La capital de Dumor ha sucumbido a su ejército —contesta Raffaele—.
Ahora reina sobre todas las Tierras del Mar.
Enzo vuelve a mirar al mar, como si buscara otra vez esa atracción eterna
entre él y el Lobo Blanco. Su mirada parece muy lejana.
Página 24
—No tardará mucho en volver su atención de nuevo hacia aquí, hacia el
resto de Tamura —comenta al fin.
—No me sorprendería que sus barcos aparecieran pronto ante nuestras
fronteras —coincide Raffaele.
—¿Nos recibirá mañana la Tríada Dorada?
—Sí. —Raffaele levanta la vista hacia el príncipe—. La realeza tamurana
dice que su ejército todavía está debilitado por el último asedio de Adelina.
Quieren intentar negociar con ella otra vez.
Enzo mueve con cuidado los dedos de su mano izquierda, hace una
mueca.
—¿Y tú qué opinas?
—Será una pérdida de tiempo. —Raffaele niega con la cabeza—. Adelina
rechazó su último intento sin dudarlo ni un instante. No hay nada con lo que
negociar. ¿Qué puede ofrecerle la realeza que no pueda simplemente tomar
por la fuerza?
Vuelven a sumirse en un silencio profundo, quizás la única respuesta
posible a la pregunta de Raffaele. Mientras Raffaele continúa envolviendo los
brazos de Enzo en vendas limpias, intenta hacer caso omiso de las olas en el
exterior. El sonido del mar al otro lado de la ventana. Un par de velas
ardiendo con fuerza en la oscuridad. Unos nudillos llaman a la puerta.
El recuerdo llega involuntariamente, implacable, atraviesa los muros que
Raffaele ha levantado alrededor de su corazón desde la muerte y resurrección
de Enzo. Ya no está curando las heridas del príncipe, sino de pie, esperando,
asustado en su alcoba de la Corte Fortunata hace años, mirando a un mar de
gente enmascarada.
Daba la impresión de que la ciudad entera había acudido al debut de
Raffaele. Damas y caballeros de la nobleza, sus túnicas de sedas tamuranas y
encaje kenettrano desplegadas por toda la sala, sus caras parcialmente ocultas
tras medias máscaras coloridas, sus risas se mezclaban con el tintineo del
cristal y el arrastrar de las manoletinas. Otros consortes se deslizaban entre
ellos, silenciosos y elegantes, les servían bebidas y les ofrecían bandejas de
uvas escarchadas.
Raffaele estaba de pie en el centro de la sala, un joven coqueto, ataviado y
acicalado hasta alcanzar la cima de la perfección: su pelo, una cortina de
oscuro satén, su túnica blanco y oro de elegante caída, polvos negros
perfilaban los bordes de sus ojos color joya que contemplaban el mar de
postores curiosos. Recuerda cómo le temblaban las manos, cómo había
apretado una contra la otra para mantenerlas quietas. Le habían enseñado los
Página 25
tipos de expresiones que podía permitir asomar a su cara, un millar de
sutilezas de los labios y cejas y mejillas y ojos, reflejaran o no sus verdaderas
emociones. Así, en ese momento, su expresión había sido una de calma
serena, de tímido encanto y dulce alegría, silenciosa como la nieve,
desprovista de su miedo.
De vez en cuando, la energía parecía variar en la habitación. Raffaele
volvía la cabeza mecánicamente en su dirección, sin tener muy claro lo que
estaba sintiendo. Al principio pensó que quizás su mente le estaba jugando
una mala pasada… hasta que se dio cuenta de que la energía se centraba sobre
un joven extraño que se deslizaba entre la muchedumbre. Los ojos de
Raffaele siguieron sus pasos, fascinado por el poder que parecía emanar de él.
La puja empezó alta y siguió subiendo a toda velocidad. Subió y subió
hasta que Raffaele ya no era capaz de distinguir las cifras; las imágenes y
sonidos a su alrededor empezaron a desdibujarse. Otros consortes susurraban
entre sí en mitad del público. Raffaele nunca antes había oído cifras
semejantes lanzadas al aire en una subasta, y lo extraño que le resultaba todo
hizo que se le acelerara el corazón, que sus manos temblaran con más fuerza.
A este paso, nunca podría colmar las expectativas del precio pagado por el
ganador.
Y entonces, cuando la puja empezaba a ralentizarse y solo se oían unas
pocas voces, un joven sirviente oculto entre el público dobló la oferta más
alta.
La expresión tranquila de Raffaele vaciló por primera vez mientras una
ola de murmullos recorría la sala. La madame volvió a pedir una oferta
superior, pero no la hubo. Raffaele se quedó ahí en silencio, haciendo un gran
esfuerzo por permanecer inmóvil mientras el sirviente ganaba la puja.
Esa tarde, Raffaele prendió unas cuantas velas con manos temblorosas y
luego se sentó en el borde de su cama. Las sábanas eran de seda, ribeteadas de
hilo de oro y encaje, y el olor a lirios nocturnos flotaba en el aire. Los minutos
se arrastraban lentos. Aguzó el oído para intentar oír pisadas que se acercaran
a sus aposentos y se repitió a sí mismo las lecciones que los consortes de
mayor edad le habían enseñado a lo largo de los años.
Después de lo que pareció una eternidad, oyó el sonido que había estado
esperando al otro lado de la puerta. Al cabo de unos momentos, llamaron a la
puerta con suavidad.
Todo irá bien, susurró Raffaele, no muy convencido de la verdad de esas
palabras. Se levantó y dijo en voz alta:
—Adelante, por favor.
Página 26
Una doncella abrió la puerta. Tras ella, un hombre joven y enmascarado
entró en sus aposentos con la gracia de un experto depredador. La puerta se
cerró a su espalda, justo mientras levantaba la mano para quitarse la máscara
de la cara.
Raffaele abrió mucho los ojos por la sorpresa. Era el mismo desconocido
que había visto entre el público. Se dio cuenta, avergonzado, de que el
desconocido era bastante apuesto: oscuros tirabuzones recogidos en una
coleta baja, largas pestañas negras enmarcaban sus ojos, vetas escarlata en sus
iris. Se mantenía bien erguido, y no sonreía. La energía que Raffaele había
sentido durante la puja envolvía ahora al desconocido en distintas capas.
Fuego. Llamas. Ambición. Raffaele se sonrojó. Sabía que debería estar
invitando al desconocido a acercarse, a sentarse en la cama, Pero, en ese
momento, no era capaz de pensar.
El hombre joven avanzó unos pasos. Cuando se detuvo ante Raffaele,
cruzó las manos a la espalda y asintió una vez. Raffaele sintió que la energía
volvía a cambiar, le llamaba, y no pudo evitar devolverle la mirada al
desconocido. Raffaele se obligó a sonreirle a aquel hombre, una sonrisa que
llevaba años practicando.
El desconocido fue el primero en hablar.
Te fijaste en mí entre el gentío —dijo—. Vi como tus ojos me seguían por
la habitación. ¿Por qué?
—Supongo que me sentí atraído por usted —contestó Raffaele, bajando la
vista y dejando que el calor subiera a sus mejillas de nuevo—. ¿Cómo se
llama, señor?
—Enzo Valenciano. —La voz del desconocido era suave y profunda, seda
que ocultaba acero.
Raffaele levantó la vista de golpe. Enzo Valenciano. ¿No era ese el
nombre del príncipe de Kenettra que había caído en desgracia? Solo entonces,
bajo la tenue luz de la habitación, se percató de que el pelo del chico lanzaba
destellos de un tono rojo oscuro, tan oscuro que parecía negro. Una marca.
El antiguo príncipe heredero.
—¿Alteza? —susurró Raffaele, tan sorprendido que no se le ocurrió hacer
una reverencia.
El hombre joven asintió.
—Y me temo que no tengo ninguna intención de consumar tu noche de
debut.
La escena se evapora cuando se oyen unos nudillos llamar a la puerta.
Raffaele y Enzo la miran al unísono y Raffaele deja escapar una larga
Página 27
exhalación, empuja el recuerdo al fondo de su mente mientras deja las vendas
en la mesa.
—¿Sí? —dice en voz alta.
—¿Raffaele? —responde una voz tímida—. Soy yo.
Raffaele cruza las manos dentro de las mangas.
—Pasa.
La puerta se abre y Violetta entra indecisa. Sus ojos se cruzan primero con
los de Raffaele, luego saltan hacia donde está sentado Enzo con los codos
apoyados en las rodillas.
—Siento interrumpir —dice—. Raffaele, algo extraño está ocurriendo en
la orilla. Pensé que quizás querrías echar un vistazo.
Raffaele escucha y frunce el ceño. Así que Violetta también ha sentido un
mal presagio. Esta noche está pálida, su piel aceitunada se ve cenicienta, sus
labios carnosos dibujan una línea tensa, el pelo oculto bajo un turbante
tamurano. Había encontrado a los Dagas con su poder hacía casi un año, ella
sola. Le había costado una semana encontrar las palabras para contarle a
Raffaele lo que había sucedido entre su hermana y ella, luego otra semana
más hasta que les rogó entre lágrimas que buscaran una forma de ayudar a
Adelina. Desde entonces, se había quedado al lado de Raffaele, trabajando
con él mientras él ponía a prueba sus alineaciones y le enseñaba a concentrar
su habilidad para sentir la energía de los demás. Era buena estudiante. Una
estudiante fantástica.
Le recuerda tanto a Adelina. Si se lo permitiera a sí mismo, Raffaele
podría imaginarse ante una versión más joven de la reina de las Tierras del
Mar, antes de que les diera la espalda. Antes de que Adelina ya no tuviera
remedio. Ese pensamiento siempre le entristecía. Es mi culpa, eso en lo que se
ha convertido Adelina. Mi culpa que sea demasiado tarde.
Raffaele le hace a Violetta un gesto afirmativo.
—Iré dentro de un momento. Espérame fuera.
Mientras Violetta se retira de vuelta al pasillo, Raffaele termina de vendar
los brazos de Enzo, luego se frota el cuello, agotado. Lleva demasiadas
noches seguidas así, semanas que se convirtieron en meses; todas las noches
intentaba en vano sanar las heridas de Enzo. Pero cada vez que empezaban a
curarse, empeoraban de nuevo.
—Intenta dormir —le dice Raffaele.
Enzo no responde. Tiene la cara macilenta, pálida por el dolor. Está aquí y
al mismo tiempo no lo está.
Página 28
¿Cuánto tiempo ha pasado desde que le perdieron por primera vez en la
arena? ¿Dos años? Parece que ha pasado toda una vida, una eternidad, desde
la última vez que Raffaele viera a su príncipe vivo de verdad, el fuego en su
interior ardiendo brillante y escarlata. No quiere darle a Enzo más razones
para sufrir ahora mismo, dejar que sepa lo mucho que su presencia, medio en
el reino de los vivos, medio en el Inframundo, duele a aquellos que le quieren.
En vez de eso, Raffaele se dirige hacia la puerta y sale en silencio.
La noche es cálida, un preludio de los veranos de las Tierras del Sol, y el
calor del día todavía perdura por los pasillos. Raffaele y Violetta caminan en
silencio bajo los farolillos, pasando alternativamente de la luz a las sombras.
En cada puerta, Raffaele puede sentir la energía de cada uno de los Dagas
dentro de los apartamentos. Michel, que tras la muerte de Gemma se ha
encerrado durante días y días, absorto en sus cuadros. Lucent, de cuya alcoba
emana cierta perturbación. Raffaele puede sentir que todavía está despierta,
quizás contemplando las orillas desde la ventana de su habitación. Los huesos
de Lucent han seguido ahuecándose y ahora tiene dolores constantes, una
evolución que ha agriado su carácter y la ha vuelto irritable. Maeve se había
quedado un tiempo. Le suplicó a Lucent que regresara a Beldain con ella,
incluso intentó sobornarla y ordenárselo, pero Lucent se había negado. Dijo
que se quedaría con los Dagas y lucharía a su lado hasta su último aliento. A
los pocos días, Maeve se vio obligada a regresar a casa con sus soldados. Pero
las cartas de la reina beldeña siguen llegando cada semana; se interesa por la
salud de Lucent, a veces manda hierbas y medicinas. Aunque nada la ha
ayudado. Raffaele sabe que nada la ayudará, pues la enfermedad de Lucent
está provocada por algo muy hondo en el interior de su propia energía.
La última habitación había pertenecido a Leo, el chico calvo que Raffaele
había reclutado recientemente para los Dagas, el que había tenido el poder de
envenenar. Ahora la habitación está vacía. Leo murió hace un mes. El doctor
le dijo a Raffaele que había sido a causa de una persistente infección
pulmonar. Pero Raffaele se pregunta si no habrá otra razón posible: que el
cuerpo de Leo se hubiera vuelto contra sí mismo y le hubiera envenenado
desde el interior.
¿Qué debilidad se manifestará pronto en él?
—Me he enterado de la última conquista de Adelina —comenta Violetta
cuando por fin alcanzan la escalinata que conduce fuera del palacio.
Raffaele simplemente asiente.
Violetta le echa un vistacito furtivo.
—¿Crees que…?
Página 29
Con cuánto ahínco lo intenta. Raffaele puede sentir su corazón estirarse
hacia ella, desea reconfortarla, pero todo lo que es capaz de hacer es tomar su
mano y consolarla temporalmente dando un tironcito de las hebras de su
corazón. Raffaele sacude la cabeza.
—Pero… he oído que está ofreciendo pagos generosos a los ciudadanos
de Dumor —contesta Violetta—. Ha sido más generosa de lo que cabía
esperar. Quizás si fuéramos capaces de encontrar una forma de…
—No tiene remedio —dice Raffaele con dulzura. Una respuesta que le ha
dado muchas veces. No está seguro de creérselo, no del todo, pero no puede
soportar darle esperanzas a Violetta solo para verlas arruinadas—. Lo siento.
Tenemos que concentrarnos en defender Tamura del siguiente movimiento de
Adelina. Debemos tomar posiciones en algún sitio.
Violetta vuelve a mirar hacia la orilla y asiente.
—Por supuesto —dice, como para convencerse a sí misma.
Ella no es como los demás. Se alinea con gemas, obviamente, con el
miedo, la empatía y la alegría, pero no tiene marcas visibles. Su habilidad
para quitarles el poder a los demás incomoda a Raffaele. Y aun así, no puede
evitar sentir un vínculo con ella, un consuelo en saber que ella también puede
sentir el mundo a su alrededor.
Esta noche no son visibles ninguna de las tres lunas, ni las estrellas; solo
hay nubes en el cielo. Raffaele le ofrece a Violetta el brazo mientras recorren
con cuidado el camino de piedra. Una pizca de electricidad estática flota en
los vientos cálidos, le hace cosquillas en la piel. A medida que avanzan por el
borde de la propiedad, la playa aparece ante su vista, una línea de espuma
blanca se estrella contra un espacio negro.
Ahora nota lo que había estado inquietando a Violetta. Justo al borde de la
orilla, donde la arena se vuelve fría y húmeda, la sensación es increíblemente
intensa, como si todas las hebras del mundo se hubiesen tensado. Las olas le
rocían con gotitas de agua salada. La noche es tan oscura que no consiguen
distinguir ningún detalle más a su alrededor. Enormes y amenazantes masas
de roca se alzan en las inmediaciones, nada más que siluetas negras. Raffaele
las mira fijamente, siente una oleada de temor. Hay un olor acre en el
ambiente.
Algo va mal.
—Aquí hay muerte —susurra Violetta, su mano tiembla sobre el brazo de
Raffaele. Cuando la mira, se da cuenta de que sus ojos parecen angustiados, la
misma mirada que tiene siempre que habla de Adelina.
Página 30
Raffaele otea el horizonte. Sí, algo va muy mal, una energía antinatural
impregna el aire. Hay tantísima que no consigue saber de dónde proviene. Sus
ojos se posan en una mancha oscura a lo lejos. La mira durante un rato.
Una serie de relámpagos cortan a través del cielo, tallan senderos desde
las nubes hasta el mar. Violetta da un respingo, a la espera del trueno que
vendrá a continuación, pero no se produce, y el silencio hace que a Raffaele
se le ericen todos los pelos de la nuca. Al final, después de una eternidad, un
retumbar sordo sacude la tierra. Raffaele baja los ojos hacia las olas que
rompen en la orilla, luego los fija otra vez en las negras siluetas de roca.
Otro relámpago cruza el cielo. Esta vez, el resplandor ilumina la orilla
durante un instante. Raffaele da un paso atrás, asimilando lo que está viendo.
Las siluetas negras no son rocas en absoluto. Son baliras, al menos una
docena, varadas y muertas.
Las manos de Violetta vuelan a su boca. Por un instante, todo lo que
puede hacer Raffaele es quedarse donde está. Muchos marineros contaban
historias acerca de dónde iban las baliras al morir. Algunos decían que se iban
lejos, a alta mar, donde nadaban más y más hondo hasta que se hundían en las
profundidades del Inframundo. Otros decían que salían del agua y echaban a
volar, más y más alto, hasta que las engullían las nubes. De vez en cuando
llegaba una costilla perdida hasta la orilla, descolorida hasta la blancura. Pero
Raffaele nunca antes había visto el cuerpo de una balira muerta. Desde luego
no de este modo.
—No te acerques —le susurra Raffaele a Violetta. El olor en el aire se
hace más acre a medida que se acerca a ellas; ahora no cabe duda de que es
olor a carne en proceso de putrefacción. Cuando llega hasta la primera balira,
estira una mano hacia ella. Duda un instante, luego pone los dedos sobre su
cuerpo con suavidad.
La bestia se estremece una vez. Es solo una cría y aún no está muerta.
A Raffaele se le hace un nudo en la garganta y se le llenan los ojos de
lágrimas. Algo terrible mató a estas criaturas. Todavía puede sentir la energía
venenosa que corre por sus venas, puede sentir su debilidad mientras aspira
otra ronca y dificultosa bocanada de aire.
—Raffaele —le llama Violetta. Cuando mira hacia atrás, la ve metiéndose
en el mar, vadear entre las olas que se estrellan contra la playa. Los bajos de
su vestido están empapados y ella está temblando como una hoja. Sal de ahí,
quiere advertirle Raffaele.
—Esto parece la energía de Adelina —dice Violetta al final.
Página 31
Raffaele da un paso vacilante hacia el océano, luego otro. Avanza hasta
que sus manoletinas se hunden en la arena mojada. Contiene la respiración de
repente.
El agua está fría de un modo que no había sentido jamás, fría como la
muerte. Un millar de hebras de energía tiran de sus pies cuando el agua
retrocede, como si cada una estuviese provista de diminutos ganchos que
buscaran a un ser vivo. Le hace estremecerse del mismo modo que lo haría el
ver una pieza de fruta llena de gusanos. El océano está lleno de veneno,
profundo y oscuro y nauseabundo. Bajo él bulle una capa de energía furiosa y
aterradora, algo que solo había sentido una vez en Adelina. Piensa en la
extraña distracción de Enzo esa noche, la mirada perdida en sus ojos medio
vivos. La forma en que parecía atraído por el océano. Raffaele recuerda la
tormenta que arreciaba la noche en que habían traído a Enzo de vuelta de las
profundidades del mar, donde el borde del mundo de los vivos acababa y el
mundo de los muertos comenzaba.
A su lado, Violetta está inmóvil como una estatua mientras el agua se
mece entre sus piernas.
Raffaele se adentra unos pasos más en el océano, hasta que las olas le
llegan a la cintura. El agua fría le deja aturdido. Levanta la vista otra vez
hacia donde la silenciosa tormenta eléctrica arrecia, y empiezan a rodar
lágrimas por sus mejillas.
Es verdad, esto parece la energía de Adelina. Como miedo e ira. Es
energía de otro reino, hebras provenientes de debajo de la superficie, un lugar
inmortal que nunca debería haber sido perturbado. Raffaele tiembla.
Algo está envenenando el mundo.
Página 32
Incluso ahora, décadas más tarde, no le tengo tanto miedo a nada como al mar
abierto de noche, con la oscuridad extendiéndose a mi alrededor en todas
direcciones.
Adelina Amouteru
Página 33
El Rey Nocturno era débil, un enemigo de los marcados, un borracho y un
tonto. Yo le pago a Sergio mucho más de lo que aquel hombre le pagó jamás.
La armadura de Sergio está ribeteada de hilos de oro, su capa tejida con las
mejores y más gruesas sedas del mundo, bordadas con las iniciales de sus
fabricantes.
Los susurros se ríen de mí. Vigila tus espaldas, pequeño lobito, dicen. Los
enemigos brotan de sitios inesperados.
Me empeño en intentar reprimir sus palabras; en vano. Sergio
permanecerá leal a mí, igual que lo hará Magiano. Les he dado todo lo que
podrían desear en la vida.
Pero no puedes darles todo lo que quieren. Siempre querrán más de lo
que tienen.
Me recuerdo que debo preparar otra bebida de hierbas cuando regrese a
palacio. Me ha empezado a doler la cabeza debido al ruido incesante de las
voces, su cháchara constante, retumba por mi mente durante todo el viaje
hasta casa.
—Haz que los ejecuten en público —contesto, intentando ahogar los
susurros con mi propia voz—. Ahorcamientos, por favor. Ya sabes cómo me
siento con respecto a las quemas.
Sergio, como de costumbre, no mueve ni una pestaña. El Rey Nocturno le
ordenaba hacer cosas mucho peores.
—Considéralo hecho, Majestad. —Espera mientras me meto en el
carruaje y luego se agacha hasta que su cara queda cerca de la mía—. Haz una
parada en los calabozos cuando llegues a palacio —me dice.
—¿Por qué? —pregunto.
Un destello de duda cruza el rostro de Sergio.
—El carcelero me ha informado de que a Teren le pasa algo.
Un escalofrío me recorre la columna. A Sergio nunca le ha gustado que
visite a Teren en los calabozos, así que el hecho de que me diga que debería ir
ahora me sorprende. Los susurros desentierran al instante un pensamiento
irracional. Quiere que vayas a visitar a Teren porque te quiere ver muerta.
Todo el mundo te quiere ver muerta, Adelina, incluso un amigo como Sergio.
Está intentando que vayas para que Teren pueda cortarte el cuello. Se ríen a
carcajadas y, por un momento, realmente los creo. Contengo la respiración y
me obligo a pensar en otra cosa.
Sea lo que sea lo que le ha sucedido a Teren, debe de ser lo bastante grave
como para que Sergio quiera que vaya a verle. Eso es todo.
—Haré que los carruajes entren por la puerta de atrás —le digo.
Página 34
—Y deberías tomar una ruta diferente hasta palacio. Una más discreta.
Frunzo el ceño. No estoy dispuesta a acobardarme en mis propias calles
solo porque unos pocos han tomado la absurda decisión de atacar mis verjas.
—No —respondo—. Ya hemos hablado de esto. Tomaré mi ruta pública y
la gente me verá en el carruaje. No los gobierna una reina cobarde.
Sergio suelta un bufido de enfado, pero no discute conmigo. Se limita a
hacer otra reverencia.
—Como desees. —Después, se aleja al galope hacia la cabecera de
nuestra comitiva.
Miro por la ventana con la esperanza de ver a Magiano. Debería estar
cabalgando tras de mí, pero no está ahí. Aún no he dejado de buscar cuando
mi carruaje se pone en marcha y, poco a poco, dejamos el puerto a nuestra
espalda.
Han pasado meses desde que estuve en Estenzia por última vez. Acaba de
empezar la primavera y, a medida que avanzamos, veo primero las cosas que
me resultan familiares: las flores brillando en todo su esplendor en los
alféizares de las ventanas, las hiedras que cuelgan densas y verdes a lo largo
de las estrechas calles laterales, los puentes arqueados sobre los canales,
llenos de gente.
Luego están los cambios. Mis cambios. Las propiedades y tiendas que
ahora pertenecen a las personas con marcas, a las que ya no se llama
malfettos. El gentío se aparta respetuosamente a su paso. Veo a dos
Inquisidores arrastrar a una persona sin marcas a través de una plaza mientras
el hombre forcejea y grita. En otra calle, un grupo de niños marcados rodean a
uno sin marcas, le lanzan piedras y le empujan con fuerza para tirarle al suelo
mientras chilla. Los Inquisidores más próximos no se lo impiden y yo también
miro hacia otro lado con indiferencia. ¿Cuántas piedras me lanzaron a mí de
niña? ¿Cuántos niños marcados fueron quemados vivos en las calles en el
pasado? Qué irónico, ver a esos soldados de capas blancas a los que antes
temía tanto obedeciendo ahora todas mis órdenes.
Doblamos una esquina hacia una callecita estrecha, luego paramos en
seco. Más adelante, oigo a un grupo de personas gritando, sus voces se
acercan a mi carruaje. Disidentes. Mi energía se remueve.
Una voz familiar llega hasta nosotros desde el exterior. Un instante
después, algo aterriza sobre el tejado del carruaje con un ruido sordo. Me
asomo por la ventana y miro hacia arriba, justo cuando uno de los
manifestantes esprinta por la estrecha callejuela hacia mí.
Página 35
De inmediato, la cabeza de Magiano aparece por encima del techo del
carruaje. No sé de dónde ha salido, pero me doy cuenta de que él es lo que
había aterrizado sobre nosotros. Me echa un rápido vistazo antes de volver su
atención hacia la multitud. Entonces, blandiendo un cuchillo en una mano,
baja del carruaje de un salto para aterrizar justo delante del primer
manifestante, interponiéndose entre la muchedumbre y yo.
—Creo que vas en la dirección equivocada —le dice Magiano al hombre,
dedicándole una sonrisa peligrosa.
El manifestante vacila un instante al ver la daga de Magiano. Luego
entorna los ojos y me señala con un dedo.
—¡Nos está matando de hambre! —grita—. ¡Esa malfetto demoníaca, esa
reina falsa…!
Fijo la vista en el manifestante y se le traban las palabras al ver mi
expresión. Entonces le sonrío, me estiro en busca de sus hebras de energía, y
tejo.
Una sensación de quemazón a lo largo de tus brazos y piernas, una
sensación que se convierte en fuego. Bajas la vista y ¿qué es lo que ves?
Arañas, escorpiones, monstruos de patas espinosas. Reptan por todo tu
cuerpo, furiosos. Hay tantos que ya no logras ver tu piel.
El hombre baja la vista para mirarse. Abre la boca en un grito silencioso y
se tambalea hacia atrás.
Entran a raudales por tu boca, salen por tus ojos. Te comerán vivo, de
dentro afuera.
—Dímelo otra vez —le conmino cuando por fin encuentra su voz y da un
alarido—. ¿Qué decías?
El hombre se desploma sobre el suelo. Sus chillidos llenan el aire. Otros
disidentes a su espalda se detienen al verle retorcerse. Sigo tejiendo, refuerzo
la ilusión una y otra vez hasta que el hombre se desmaya por la agonía.
Entonces, mis Inquisidores, sus blancas capas ondeando tras ellos, las espadas
desenvainadas, se lanzan a por el resto de manifestantes. A los que alcanzan
los tiran al suelo sin miramientos. Delante de nosotros, capto un atisbo de la
gruesa capa de Sergio, su cara muy seria mientras grita órdenes enfadado a
sus hombres.
Ahora puedes acabar con él, rugen los susurros, me apremian a mirar
fijamente al hombre al que había atacado. Vamos, hazlo, estás desesperada
por hacerlo. Bailotean encantados por el aire a mi alrededor, sus voces se
mezclan las unas con las otras en una gran vorágine. Cierro el ojo, mareada de
repente por su alboroto, y mi repentina debilidad solo intensifica sus gritos.
Página 36
Quieres hacerlo, sabes que quieres hacerlo. Un sudor frío me perla los
brazos. No, ha pasado demasiado poco tiempo desde que matara en Dumor.
Desde que acabé con la vida de Dante en aquella estrecha callejuela no lejos
de aquí, he aprendido que cuanto más mato, más aumentan mis ilusiones y
más escapan de mi control, pues se alimentan de la fuerza del terror de los
moribundos. Si acabo con otra vida ahora, sé que me pasaré la noche ahogada
en mis pesadillas, impotente, arañando y dando manotazos a un muro de mis
propias ilusiones.
Debí seguir el consejo de Sergio.
—Adelina. —Magiano me está llamando. Está de pie por encima del
hombre inconsciente, la daga aún en la mano. Me dedica una mirada
inquisitiva.
—Sacadlo de aquí —ordeno. Mi voz sale débil y ronca—. Y que lo
encierren en la Torre de la Inquisición.
Magiano no duda ni un instante. Arrastra al manifestante a un lado de la
calle, fuera del camino del carruaje, y luego llama con la mano a los dos
Inquisidores más cercanos.
—Ya habéis oído a la reina —les dice. Al pasar por mi ventana, le oigo
mascullar algo a uno de los soldados de la Inquisición que van detrás de mi
carruaje—: Vigilad mejor vuestro camino —dice—, o me aseguraré de que os
juzguen a todos por traición.
¿Qué pasa si alguno de mis propios hombres se está relajando en sus
responsabilidades? ¿Qué pasa si ellos también quieren verme muerta? Me
vuelvo otra vez hacia la escena que está teniendo lugar en el exterior, me
niego a mostrarles ni un ápice de inseguridad, los reto a desafiarme.
—Eso está mejor. —La voz de Magiano me llega otra vez desde el
exterior y, un instante después, ha entrado por la ventana de un salto y se ha
sentado justo a mi lado en el carruaje. Trae consigo el olor del viento—. No
recuerdo que hubiera protestas y manifestaciones tan a menudo —añade. Su
tono es desenfadado, pero lo reconozco como el tono que adopta cuando está
preocupado.
Nuestros cuerpos se están tocando en ese espacio tan reducido y me
descubro deseando que se quede aquí dentro conmigo el resto del camino.
—Cuando lleguemos a palacio —digo en voz baja—, haz que lleven a los
Inquisidores a la torre para ser interrogados. No quiero ningún topo en mis
filas, urdiendo trampas a mis espaldas.
Magiano me observa con atención.
Página 37
—Será imposible capturar a todos los topos, mi amor —dice. Su mano
roza la mía—. Antes o después, uno se colará por una grieta. Tienes que tener
más cuidado.
Qué cosa más curiosa para decir, quizás él sea el topo. Los susurros se
disuelven en carcajadas.
—Con el tiempo —contesto—, no tendremos que usar la violencia para
salirnos con la nuestra. Le gente acabará por darse cuenta de que los
marcados han llegado para quedarse, que seguiremos en el poder. Entonces
podremos vivir en paz.
—Paz —responde Magiano, sin perder su tono desenfadado. Da un salto y
se pone en cuclillas sobre el asiento—. Por supuesto.
Arqueo una ceja en su dirección.
—Nadie te obliga a quedarte aquí a mi servicio, espero que lo sepas. Eres
libre de ir y venir a tu antojo. Después de todo, eres un Élite. El más grande
de toda la humanidad.
Magiano frunce el ceño.
—No —admite—. Nadie me obliga a quedarme.
Hay otra emoción enterrada en sus palabras. Me sonrojo. Estoy a punto de
añadir algo, pero entonces asiente educadamente y sale por la ventana de un
salto.
—Buen paseo, Majestad —me desea desde el exterior—. Estaré en la casa
de baños, quitándome la mugre de este viaje.
Estoy tentada de salir del carruaje tras él y dejar que me lleve a la casa de
baños de su brazo, pero en vez de eso me dejo caer de nuevo en el asiento.
Siento una tensión en el pecho que intento liberar. Más tarde buscaré a
Magiano, me disculparé con él por tomarme su compañía tan a la ligera, le
daré las gracias por tenerme siempre vigilada desde la distancia.
Quizás no seas tú lo que está protegiendo, se burlan los susurros, sino su
propia fortuna. ¿Por qué hacer daño a la reina que maneja los hilos de su
propia cartera? ¿Por qué se queda si no es por eso?
Quizás tengan razón. Los susurros se incrustan en mi mente, clavan sus
diminutas garras más profundo, y el resto del trayecto discurre en silencio. Al
final, llegamos a las verjas traseras de palacio y los carruajes entran en el
recinto real.
Hace un año que soy la reina de Kenettra y, aun así, entrar en el recinto de
palacio todavía se me hace extraño y surrealista. Aquí es donde Enzo, de
niño, disputaba duelos de entrenamiento con un joven Teren en los patios,
donde Teren había observado a la princesa Giulietta desde su escondrijo entre
Página 38
los árboles. Los pasos de Enzo habían honrado estos caminos, habían
apuntado al salón del trono donde se suponía que debía sentarse, lo que yo
una vez quise ayudarle a lograr. Ahora ya no está aquí, es una abominación en
alguna parte al otro lado del océano. Incluso su hermana hace ya mucho que
ha pasado al Inframundo, y Teren es mi prisionero.
Yo soy la que se sienta ahora en el salón del trono.
Sola, justo como te gusta. Tengo que sacar de mi mente a la fuerza la
imagen de mi hermana, las lágrimas que vi en sus mejillas cuando me dio la
espalda por última vez. Empujo a un lado una visión de Enzo y su mirada de
puro odio cuando nos enfrentamos sobre la cubierta del barco de la reina
Maeve. A modo de respuesta, el vínculo entre nosotros se tensa por un
momento. Doy un gritito ahogado.
A veces me pregunto si se trata de Enzo intentando llegar hasta mí a
través de los kilómetros que nos separan, si intenta controlarme. Yo hago lo
mismo. Pero está demasiado lejos.
Sergio abre la portezuela del carruaje, me ofrece el brazo para bajar.
Varios Inquisidores nos esperan para darnos la bienvenida y, cuando me ven,
inclinan la cabeza en señal de respeto. Hago una pausa momentánea para
mirar a cada uno antes de entrar en palacio.
—Hemos logrado una victoria impresionante. Aseaos, bebed y descansad.
Les diré a vuestros capitanes que os releven de los entrenamientos por hoy.
Recordad, ahora sois parte de mi guardia personal y se os concederán todos
los lujos. Si alguien no cumple vuestras expectativas, informadme de ello y
me encargaré personalmente de que sean trasladados de inmediato.
Sus ojos se iluminan al oír mis palabras. Los dejo antes de que tengan
ocasión de responder. Que me consideren su benefactora, la que les da todo lo
que jamás han deseado. Eso debería mantenerlos leales a mí.
Mientras los Inquisidores rompen filas, me dirijo con Sergio hacia una
pequeña entrada lateral. Hace un gesto a dos de sus antiguos mercenarios para
que me acompañen. Pasamos por delante del resto de la comitiva y, al
hacerlo, veo a Magiano entretenido cerca de la puerta trasera de palacio,
vestido como si estuviera preparado para dirigirse a la casa de baños mientras
una de las doncellas le entrega su capa. Es una chica que he visto hablando
con él varias veces. Hoy, algo que ella dice le está haciendo reír. Magiano
sonríe y sacude la cabeza antes de partir en dirección la casa de baños.
Se están riendo de ti a tus espaldas, dicen los susurros. Has oído cómo se
reían, ¿no? ¿Qué te hace pensar que tu querido ladrón permanecerá a tu
lado? Mientras hablan, la escena que acabo de ver se transforma en mi
Página 39
memoria: en lugar de lo que he visto, creo ver a la doncella deslizar la mano
entre las trenzas de Magiano, besarle los labios, y a él responder apretándolo
el brazo, murmurándole un secreto al oído. Me arde el pecho, se llena de
fuego y dolor.
Quizás deberías enseñarles lo que eres capaz de hacer. No se volverán a
burlar de ti nunca más.
—No es real —digo entre dientes—. No es real. —Poco a poco, la ilusión
se desvanece y la verdadera escena vuelve a ocupar su lugar. Mi corazón late
con fuerza en el pecho mientras los susurros retroceden, se están riendo de mí.
—El carcelero me dice que han preparado a Teren para tu visita —explica
Sergio, sacándome de golpe de mis pensamientos. Me vuelvo hacia él
aliviada. Por su expresión, está diciendo esto por segunda vez—. Le han
lavado, le han afeitado la barba, le han dado ropa nueva.
—Bien —respondo. Teren había matado a varios guardias de la
Inquisición a lo largo de los últimos meses, aquéllos que no habían tenido el
cuidado suficiente en su presencia. Ahora es muy raro que se acerquen a él,
así que está bastante descuidado—. ¿Cómo está ahora?
—Tranquilo —dice Sergio. Da unas palmaditas a la empuñadura de la
espada que lleva al costado—. Débil.
¿Débil? Nos quedamos callados otra vez cuando entramos en palacio y
bajamos por un pasillo poco iluminado. El suelo está ligeramente inclinado
hasta que llegamos a unas escaleras que bajan en espiral hacia la oscuridad.
Aquí, Sergio se pone en cabeza. Yo voy tras él y los otros soldados nos
siguen. El eco de nuestras pisadas resuena por las profundidades.
—He oído rumores de que puede que los Dagas se estén escondiendo en
las Tierras del Cielo dice Sergio después de un rato.
Le miro, pero sus ojos evitan los míos.
—¿Beldain? —pregunto—. ¿Es que la reina Maeve está planeando
atacarnos otra vez?
—No he oído nada sobre eso. Sergio se queda callado un instante y su
cara muestra una expresión extraña. Aunque algunos dicen que puede que tu
hermana también esté con ellos.
Violetta. Agarro los bordes de mi vestido con más fuerza. Por supuesto
que Sergio la echa de menos, lleva meses haciendo comentarios sutiles acerca
de dónde puede encontrarse. Mi patrón de conquistas (Merroutas, Domacca,
norte de Tamura, Dumor) no es ninguna coincidencia. Es el orden de los
países en que Sergio había oído que podía estar Violetta.
—Envía un explorador y una balira hacia Beldain —digo al final.
Página 40
—Sí, Majestad —contesta Sergio.
La Torre de la Inquisición original todavía está en pie, la misma que
Teren había utilizado una vez para mantener cautiva a mi hermana, donde yo
había ido varias veces a verle en mi desesperación. Me sentí tentada de
encarcelarle en esas mismas celdas, pero el palacio mismo tiene un piso
inferior de calabozos destinados a los prisioneros más importantes, los que
hay que mantener cerca.
Y yo quiero a Teren muy muy cerca.
Los calabozos son un cilindro que baja en espiral hacia la oscuridad,
apenas iluminado por tenues rayos de luz que se cuelan por los enrejados en
lo alto. Cuanto más bajamos, más húmedas están las piedras y las paredes. Me
ciño mejor la capa a mi alrededor cuando el aire frío hace que se me ponga la
carne de gallina. Los escalones se vuelven más estrechos y de sus grietas
crecen extraños musgos y hierbas, plantas que se alimentan de algún modo de
la tenue luz y el agua condensada. Supervivientes. Me recuerdan a mis
primeros días con la Sociedad de la Daga, a la vieja caverna en la que todos
nosotros solíamos entrenar. Nosotros, como si aún hubiera tal cosa. Intento
borrar de mi mente el recuerdo de las amables indicaciones de Raffaele, su
sonrisa. El recuerdo de Michel enseñándome a esculpir una rosa de la nada,
de Gemma enseñándome su poder con los animales. De Enzo, secando una
lágrima de mi mejilla. No llores. Eres demasiado fuerte para eso.
Está intentando que vayas a los calabozos para que Teren pueda cortarte
el cuello.
El recuerdo de Enzo se desvanece, reclamado por los susurros, y se
convierte en cambio en la imagen de él enfrentándose a mí en el barco de
Maeve, la espada apuntada directamente hacia mí, deseando verme muerta.
Mi corazón se cubre de escarcha. Solo eres un fantasma, me recuerdo; utilizo
una ilusión de hielo, nieve y frío para empujar contra el familiar vínculo que
nos une. Espero que lo sienta, esté donde esté. Ya estás muerto para mí.
Un hombre nos espera en el piso más bajo, un soldado marcado, con un
mechón pálido entre su oscuro pelo rubio, la cara brillante y grasienta, su
uniforme de Inquisidor sucio y manchado de ceniza. Saluda a Sergio con un
breve gesto de la cabeza y hace una profunda reverencia ante mí.
—Majestad —dice. Luego señala con la mano hacia los calabozos y nos
invita a seguirle.
Cada celda de palacio ocupa su propio espacio, sin barrotes ni ventanas.
Nos conduce por un ancho pasillo con puertas de hierro a ambos lados, cada
una custodiada por dos Inquisidores. La separación entre las puertas varía,
Página 41
algunas están más espaciadas que otras. Cuando nos aproximamos al final,
llegamos a varias que están tan lejos las unas de las otras que no puedo ver la
siguiente puerta desde la que acabamos de pasar. Por fin, el carcelero se
detiene ante la ultimísima puerta de la derecha.
Esta puerta está custodiada por seis Inquisidores, en vez de dos. Se
alinean en posición de firmes cuando me acerco, hacen una reverencia y se
apartan para dejar paso al carcelero. Este saca una llave mientras el Inquisidor
más veterano, a su vez, saca otra. Abrir este cerrojo requiere introducir dos
llaves simultáneamente.
Sergio y yo intercambiamos una breve mirada. La última vez que vi a
Teren fue hace unos meses, antes de nuestra expedición para conquistar
Dumor. Me pregunto qué aspecto tiene ahora.
El cerrojo chirría, luego oigo un clic y la puerta se abre despacio. Entro en
la celda detrás de los Inquisidores.
La sala es grande y circular, con el techo alto, iluminada por ocho
antorchas colgadas de las paredes. Hay un foso, con agua sucia proveniente
de las cañerías de la casa de baños. Un pelotón entero de soldados está
alineado a lo largo de las paredes. El foso rodea una isla de piedra y, en la
isla, yace una figura, encadenada por una docena de grilletes firmemente
anclados a los bordes mismos del islote y custodiada por dos soldados en
turnos de una hora de duración, encargados de levantar y bajar un puente de
cuerda entre la isla y el resto de la celda. La figura se mueve cuando nos oye
congregarnos en el lado opuesto del foso. A la luz de las antorchas, su pelo
brilla como el oro y cuando levanta la cara en nuestra dirección, sus ojos
centellean con una locura familiar. Pálidos, palpitantes, incoloros. Incluso
ahora, con nuestros papeles intercambiados, su mirada hace que me recorra
una oleada de energía, una mezcla de miedo y odio y emoción:
Teren me sonríe. Su voz resuena por toda la sala, grave y áspera.
—Mi Adelinetta.
Página 42
Maeve Jacqueline Kelly Corrigan
Página 43
cosas, pero eres malísima a la hora de mantener en secreto tus intereses
amorosos.
Maeve se pone furiosa. Aparta a Augustine de un empujón y vuelve a
arremeter contra él con su espada. La hoja de madera le golpea de lleno en el
costado antes de que pueda bloquear su ataque. Suelta un gemido sordo al
sentir el golpe y se dobla por la cintura. Maeve aprovecha la oportunidad; le
golpea en la espalda con el lado plano de la hoja y le da un rodillazo en el
pecho. Planta la espada con brusquedad contra el cuello de su hermano y
Augustine levanta las manos para rendirse.
—No voy a dejar mi país —repite Maeve con los dientes apretados— para
visitar a una antigua compañera de paseo. No después de nuestra última
batalla. Adelina está tramando algo. Seguro que vendrá al norte.
Augustine aparta la espada de Maeve de su cuello.
—Entonces, ¿te vas a quedar ahí esperando a que ella llegue a nuestras
costas? —replica—. Corre el rumor de que se ha apoderado de Dumor. Puede
que por el momento haya fijado su objetivo en Tamura, pero no tardará en
sentirse atraída por las Tierras del Cielo. Seguro.
Maeve suspira, baja su espada. Se levanta de un salto y observa mientras
Augustine se pone de pie con esfuerzo.
—No puedo irme —repite, en voz más baja esta vez—. Tristan.
Al oír el nombre de su hermano más pequeño, la actitud de Augustine se
suaviza.
—Lo sé.
—¿Le viste ayer?
—Dicen los doctores que sigue igual. Sin cambios.
Maeve se obliga a levantar la espada y concentrarse en Augustine de
nuevo. Necesita distraerse. Tristan ya lleva semanas sin decir ni una palabra;
nunca había pasado tanto tiempo callado. Y estos días su mirada está siempre
clavada en el mar, dirigida hacia algún sitio al sur. La poca chispa de vida que
quedaba en sus ojos ha desaparecido por completo, dejando tras de ella unos
pozos insondables y una mirada vacía y sin vida. Hace poco, cuando le llevó
con ella a los festejos invernales, la había atacado en un estado de confusión.
Lo había hecho con poco entusiasmo, como si una parte de él supiera que no
quería hacerlo, pero incluso así, habían hecho falta Augustine y otro hombre
para contenerle. Desde entonces, Tristan no ha dormido. En lugar de eso, pasa
los días y las noches delante de la ventana, los ojos vueltos hacia el mar.
Los rumores sobre él se han extendido por todo Hadenbury. El príncipe
Tristan está loco. Atacó a la reina, a su propia hermana.
Página 44
Maeve se abalanza contra Augustine de nuevo con su espada de madera,
el ruido de las hojas resuena por todo el recinto. Anoche había intentado
estirarse hacia el Inframundo, en busca de pistas, pero la energía ahí era
demasiado fuerte, incluso para ella. Su oscuridad le escaldó los dedos y dejó
una capa de hielo sobre su corazón. Sabe, por algún instinto de supervivencia,
que si intentara utilizar su poder, eso la mataría.
—Habremos acabado cuatro barcos más en solo unas semanas —dice
Maeve, cambiando de tema mientras esquiva el ataque de Augustine—.
Nuestra flota estará plenamente recuperada para final de año. Entonces
podremos pensar en Adelina otra vez.
—Ya no tiene a Enzo a su disposición —le recuerda Augustine—. Él está
con los Dagas en Tamura. Ella será más débil.
Hay un espacio entre sus palabras, en el que ninguno de los dos quiere
mencionar los rumores de que Adelina ha perdido la cabeza.
—Puede que la asesinen antes incluso de que lleguemos hasta ella —dice
Maeve al final—. No perdamos la esperanza.
Ambos levantan la vista al oír una verja abrirse. Al principio, Maeve cree
que es un mensajero que le trae un pergamino de Raffaele y de inmediato se
siente más animada. Empieza a caminar hacia la figura.
—Augustine —llama a su hermano por encima de hombro—. Trae la
antorcha de la valla. Tenemos un mensaje.
Entonces la figura queda iluminada por la luz de la luna y Maeve vacila
un instante. Varios de los guardias de las paredes se mueven hacia él también,
aunque sin desenvainar las espaldas. Maeve guiña los ojos, intenta
reconocerle.
—¿Tristan? —susurra.
Parece Tristan. Puede sentir la atracción entre ambos, el tenue vínculo
que ata sus dos energías. Maeve frunce el ceño. Algo no va bien. Su caminar
es extraño y descoyuntado; a Maeve le invade una sensación enfermiza.
Tristan tiene su propia patrulla de una docena de hombres que rotan alrededor
de su celda para asegurarse de que permanece donde puede ser vigilado.
¿Cómo ha salido de ahí?
Cuando uno de los guardias llega hasta él, Tristan gira en redondo, uno de
sus brazos sale disparado, agarra el cuello del hombre y aprieta. El guardia se
pone rígido, sorprendido por el ataque. Medio ahogado, lleva una mano a la
espada que cuelga de su costado, pero Tristan le aprieta el cuello con
demasiada fuerza. El guardia forcejea desesperado contra su agarre. Maeve
Página 45
apenas se da cuenta de que ya ha soltado su espada de madera y ha
desenvainado su espada de verdad.
Detrás de Tristan aparecen dos guardias que corren sin aliento hacia el
campo de prácticas. Maeve sabe lo que ha sucedido incluso antes de que lo
griten. Tristan ha matado a sus guardias. Apunta a su hermano más pequeño
con la espada.
—¡Suéltale! —le grita.
A su lado, Augustine se pone en pie de un salto y también desenvaina su
espada de verdad. Tristan no hace ni un ruido. En vez de eso, tira al hombre a
un lado por el cuello y se abalanza a por el siguiente guardia más cercano a él.
Retuerce el brazo del hombre a su espalda con tanta fuerza que se lo rompe.
—¡Tristan! —grita Maeve, echando a correr hacia él—. ¡Para! —Se estira
a través del vínculo que los une, intenta controlarle. Pero de algún modo, esta
vez, Tristan se resiste a ella. Sus ojos se clavan en ella de una forma que hace
le hace estremecerse. La oscuridad que bulle en el interior de Tristan arremete
contra ella, aparta su poder a un lado de un fuerte empujón y Maeve siente el
familiar tacto del frío y la muerte sobre su corazón. El efecto es tan poderoso
que por un momento se queda completamente inmóvil, aturdida. Esto no está
bien.
Maeve sigue avanzando y alcanza a Tristan antes de que pueda atacar a
otro guardia. Levanta la espada, pero los ojos de su hermano la asustan. No se
ve el blanco por ninguna parte. En cambio, sus ojos son dos pozos de negrura,
completamente desprovistos de vida. La reina vacila una décima de segundo,
y en ese momento, Tristan enseña los dientes como si fueran colmillos y se
abalanza hacia ella con los brazos estirados.
Maeve logra levantar la espada a tiempo; la hoja le hace a Tristan un corte
profundo en las manos. El chico gruñe y arremete contra ella otra vez. Es
sorprendentemente fuerte. Es como si toda la fuerza del Inframundo se le
hubiese colado ahora bajo la piel y ansiara abalanzarse sobre ella. El vínculo
que los une se tensa tanto que duele, y Maeve se estremece.
Cuando Tristan la ataca de nuevo, Augustine se interpone entre ellos y
levanta la espada para proteger a su hermana. Tristan suelta un gruñido feroz.
Su brazo se mueve a toda velocidad, agarra la daga que Augustine lleva
remetida en el cinturón y se vuelve contra su hermano mayor. A pesar de que
el joven es más pequeño de constitución, su ataque desequilibra a Augustine.
Ambos caen al suelo envueltos en una nube de polvo.
Maeve hace una mueca de dolor cuando el vínculo entre Tristan y ella se
tensa de nuevo. El dolor le hace sentir náuseas. A través de su visión borrosa,
Página 46
ve a Augustine forcejeando desesperado para mantenerse fuera del alcance de
la daga de Tristan. Maeve se repliega sobre sí misma, busca en su interior las
hebras que mantienen a Tristan con vida y bajo su control. Vacila de nuevo.
Un recuerdo de Tristan antes de su accidente, antes de que ella le trajera de
vuelta, cruza su memoria como un rayo: un chico sonriente que no paraba de
reír, el hermano que parecía no poder dejar de hablar nunca, ni siquiera
cuando ella le apartaba cariñosamente de un empujón, el hermano que
disfrutaba sorprendiéndola entre las hierbas altas y yendo de cacería con ella
y con Lucent.
Este no es Tristan, se permite pensar de repente, mientras observa a la
criatura que ataca a Augustine.
Por fin, Augustine consigue tirar a Tristan al suelo. Coge su espada y
apunta con ella al corazón de su hermano. Tristan le escupe, pero incluso
entonces, Augustine duda. Su espada tiembla en pleno vuelo.
Tristan se aprovecha del momento y lanza una puñalada ascendente.
No. Maeve actúa antes de pensarlo siquiera. Se lanza hacia delante,
empuja a Augustine fuera de peligro y clava su propia espada de lleno en el
pecho de Tristan.
El príncipe deja escapar un grito terrible. Los oscuros pozos de sus ojos se
encogen en un instante y no dejan más que a un chico confuso con los ojos
abiertos como platos. Parpadea dos veces, baja la vista hacia la espada que
sobresale de su pecho. Luego, levanta los ojos hacia donde está Maeve por
encima de él, parece que acaba de verla por primera vez.
Maeve se estira instintivamente hacia el vínculo que los une, pero ahora
siente cómo se va diluyendo. Tristan continúa mirándola durante lo que
parece una eternidad. Maeve siente como si pudiera leer lo que dicen sus ojos.
Separa los labios en un sollozo silencioso.
Entonces, con un suspiro, Tristan cierra los ojos. El débil rescoldo que aún
brillaba en su alma, la imitación de una vida que una vez fue, se apaga por fin.
Y cae muerto al suelo.
Página 47
Cuando el sonido de las cornetas llegó desde el mar, él siguió ignorándolas.
Cuando la caballería llegó a las verjas, él siguió durmiendo.
Cuando su gente gritó, él siguió pidiendo calma.
Incluso cuando el enemigo barrió su reino con fuego y se plantó ante las
puertas de su castillo, él siguió paseando arriba y abajo, negándose a creerlo.
Adelina Amouteru
Página 48
túnica limpia y lleva el pelo recogido y la cara bien afeitada. Está más
delgado, aunque el tiempo no ha borrado el aspecto anguloso de su cara ni las
marcadas líneas de sus músculos. No dice nada más. A Teren le pasa algo. Le
miro de arriba abajo, confusa.
—Tienes bastante buen aspecto —le digo. Ladeo la cabeza ligeramente en
su dirección—. Menos mugriento que cuando vine a verte la última vez. Has
estado comiendo y bebiendo. —Hubo unas semanas durante las cuales se
negó a ingerir alimento alguno; pensé que se iba a matar de hambre a
propósito. Pero sigue aquí.
No dice nada.
—Me han dicho que no estás bien —continúo—. ¿Se pone enfermo
alguna vez el gran Teren? No creí que eso fuera posible, así que he venido a
verte con mis propios oj…
Sin previo aviso, Teren se abalanza hacia mí. Sus pesadas cadenas no
parecen ralentizarle en absoluto. Se tensan al máximo justo antes de que
pueda alcanzarme y, por un instante, nos miramos a los ojos, a escasos
centímetros de distancia. Mis visitas anteriores me habían enseñado dónde
colocarme para permanecer a salvo, pero aun así se me sube el corazón a la
garganta. A mi espalda, oigo a Sergio y a los otros soldados desenvainar sus
espadas.
—Entonces echa un buen vistazo, uno largo, pequeña malfetto —gruñe
Teren—. ¿Te divierte lo que ves? —Ladea la cabeza en un gesto burlón—.
¿Cómo te haces llamar ahora, Adelina? ¿Reina de las Tierras del Mar?
Me digo que debo conservar la calma, mirar a Teren a los ojos sin vacilar.
—Tu reina —respondo.
Al oír eso, un destello de dolor cruza su cara. Busca mis ojos, luego da un
paso atrás. Las cadenas se comban.
—Tú no eres mi reina —escupe entre dientes.
Sergio vuelve a envainar su espada y se inclina hacia mí.
—Mira —susurra, haciendo un gesto con la barbilla hacia los brazos de
Teren.
Dejo de mirar los ojos de Teren para bajar la vista hacia sus muñecas.
Algo capta mi atención ahí, algo oscuro y rojo. Goteando de sus muñecas y
por sus dedos corre un hilillo de sangre. Está dejando salpicaduras en la
piedra que hay justo debajo.
¿Sangre? Me quedo mirándola, intento ver de dónde proviene. Parece
sangre fresca, escarlata y mojada.
Página 49
—Sergio —digo al fin—, ¿ha atacado a algún guardia? ¿Por qué hay
sangre en su brazo?
Sergio me mira muy serio.
—Está sangrando por las rozaduras de las cadenas en las muñecas. Por sus
propias heridas.
¿Por sus propias heridas? No. Niego con la cabeza. Teren es casi
invencible; su poder se encarga de que sea así. Cualquier herida que sufría se
cosía por sí sola antes de que la sangre tuviese oportunidad de brotar. Cruzo
los brazos y le miro.
—Así que es verdad. Sí que te pasa algo. —Hago un gesto hacia la
muñeca ensangrentada de Teren—. ¿Desde cuándo te ocurre?
Teren estudia mi cara de nuevo, como si estuviese intentando decidir si
voy en serio. Entonces se echa a reír. Es como un retumbar sordo en su
garganta, uno que crece hasta que se le sacuden los hombros.
—Por supuesto que me pasa algo. A todos nosotros nos pasa algo. —Sus
labios esbozan una amplia sonrisa que me deja helada hasta el tuétano—. Pero
tú hace mucho que lo sabes, ¿verdad, pequeño lobito?
Ya ha pasado más de un año desde que muriera la reina Giulietta, pero
todavía recuerdo muy bien su rostro. Echo mano de ese recuerdo. Poco a
poco, tejo una ilusión de sus profundos ojos oscuros y su pequeña boca
sonrosada sobre los míos, su suave piel sobre mi cara desfigurada, su
abundante melena oscura y ondulada sobre mi lisa cortina plateada. La cara
de Teren se tensa mientras observa mi ilusión tomar forma, su cuerpo inmóvil
como una estatua.
—Sí —respondo—. Siempre lo he sabido.
Teren se acerca a mí hasta que las cadenas le impiden seguir avanzando.
Puedo sentir su aliento sobre mi piel.
—No mereces llevar su cara —me susurra.
Esbozo una sonrisa amarga.
—No olvidemos quién la mató. Destruyes todo lo que tocas.
—Bueno —susurra de vuelta, devolviéndome la sonrisa—, entonces
tenemos mucho en común. —Mira fijamente todos los detalles de la cara de
Giulietta. Es asombroso ver su transformación. Su mirada se suaviza, sus ojos
se humedecen, y me da la impresión de poder ver sus recuerdos revolotear por
su mente: sus días con la difunta reina, su obediencia ciega a todos sus
deseos, las noches en sus aposentos, cómo se quedaba con ella, de pie al lado
del trono, cómo la defendía. Hasta que se volvieron el uno contra el otro—.
Página 50
¿Por qué estás aquí? —pregunta Teren. Se endereza y vuelve a apartarse de
mí.
Echo una mirada a Sergio y asiento.
—Tu espada —le digo.
Sergio se adelanta. Desenvaina la espada, el sonido del metal resuena por
toda la sala, luego se dirige hacia Teren. Teren no intenta resistirse, pero
puedo ver cómo tensa todos los músculos. Durante los primeros meses de
reclusión, solía defenderse, sus gritos furiosos resonaban por toda la celda,
sus cadenas entrechocaban con un ruido metálico. Sergio tenía que golpear a
Teren una y otra vez, con todo tipo de instrumentos, desde varas hasta
espadas y látigos… hasta que Teren empezó a estremecerse al oír sus pisadas
aproximarse. Es cruel, dirían algunos, pero es lo que pensaría alguien que no
supiera de la maldad de Teren y sus actos.
Ahora se limita a esperar mientras Sergio se aproxima a él, le coge del
brazo y le hace un corte rápido en el antebrazo. La sangre mana al instante y
yo observo. Espero la familiar imagen de su carne cosiéndose de inmediato.
Pero… no lo hace. Al menos no en seguida. En vez de eso, Teren sigue
sangrando como haría cualquier hombre; la sangre resbala por su brazo para
juntarse con la de las heridas de los grilletes en sus muñecas. Teren mira la
sangre asombrado, gira el brazo hacia un lado y otro. Y mientras observamos,
la carne poco a poco, lentamente, empieza a curarse, la herida se va haciendo
más pequeña, la hemorragia más ligera, hasta que el corte se cierra de nuevo.
No me sorprende que las muñecas sigan sangrando. El roce de las cadenas
reabre constantemente esas heridas. Frunzo el ceño mientras miro a Teren, me
niego a creérmelo. Las palabras de Raffaele, las palabras de Violetta, vuelven
a mí con fuerza desde aquella primera vez en que las oí, una de las últimas
cosas que me dijo mi hermana. Todos nosotros, todos los Élites, estamos en
peligro. Nuestros poderes están acabando poco a poco con nuestros cuerpos
mortales.
No. Todo eso es mentira. Los susurros están enfadados, me hablan entre
dientes. Pago ese enfado con el carcelero cuando le espeto:
—Creí que te había dicho que le mantuvieras sano. ¿Cuándo ha empezado
esto?
El carcelero hace una profunda reverencia. El miedo que me tiene le hace
temblar.
—Hace unas semanas, Majestad. Yo también pensé que había atacado a
alguien, pero ninguno de los guardias parecía herido ni se quejaba de nada.
Página 51
—Esto es un error —digo—. Imposible. —Pero lo que Violetta me había
dicho hacía tanto tiempo sigue regresando a mi mente. Estamos condenados a
ser jóvenes para siempre.
Mientras Teren me observa y se ríe, giro sobre los talones. Cruzo el foso
de vuelta al otro lado de la celda y salgo hecha una furia, mis hombres me
siguen de cerca.
Página 52
Raffaele Laurent Bessette
Página 53
Raffaele deja a Lucent ahí sentada y se acerca a la orilla. Se remanga un
poco, mete la cantimplora en el agua y deja que se llene. Al sentir el agua
sobre la piel, se le revuelve el estómago del mismo modo que lo había hecho
la noche de la tormenta. Cuando la cantimplora se llena, Raffaele se apresura
a salir del agua para quitarse de encima esa sensación venenosa.
—Estás tan pálido como un chico beldeño —exclama Michel cuando
Raffaele pasa por su lado.
Raffaele sujeta la cantimplora con ambas manos y emprende el camino de
regreso a palacio.
—Estaré en mis aposentos —les informa.
Cuando llega a sus dependencias, vierte el contenido de la cantimplora en
un vaso de cristal, luego lo deja en su escritorio de modo que quede bañado
en luz que entra por la ventana. Abre los cajones del escritorio y extrae una
serie de gemas. Son las mismas gemas que utilizaba para poner a prueba las
alineaciones de los otros Dagas, las que había usado con Enzo y Lucent,
Michel y Gemma. Con Violetta. Con Adelina.
Raffaele coloca las gemas en un cuidadoso círculo alrededor del vaso de
agua oceánica. Después da un paso atrás y observa la escena. Se estira con
hebras de su energía, busca una pista, intenta que las gemas le ayuden.
Al principio, no sucede nada.
Luego, despacio, muy despacio, varias de las gemas empiezan a brillar
desde el interior, iluminadas por algo distinto de la luz solar. Raffaele tira de
las hebras de energía como haría durante la prueba de un nuevo Élite, el ceño
fruncido por la concentración. Los colores parpadean, se encienden y se
apagan. El aire riela.
Piedra nocturna. Ámbar. Piedra lunar.
Raffaele se queda mirando las tres piedras resplandecientes. Piedra
nocturna, por el ángel del Miedo. Ámbar, por el ángel de la Ira. Piedra lunar,
por la diosa Moritas en persona.
La presencia que Raffaele sintió en el océano, sea cual sea, es esto. El
toque del Inframundo, la energía inmortal de la diosa de la Muerte y sus hijas.
Raffaele frunce más el ceño mientras se dirige al escritorio y echa un vistazo
al agua del vaso. Está clara, brillante por la luz, pero detrás de ella está el
fantasma de la Muerte en persona. Claro que la energía parece tan
equivocada, tan fuera de lugar.
El Inframundo se está filtrando en el mundo de los vivos.
Raffaele sacude la cabeza. ¿Cómo puede ser? El reino de los dioses no
toca el mundo de los hombres; la inmortalidad no tiene sitio en el reino de los
Página 54
mortales. La única conexión que tiene la magia de los dioses con el mundo de
los vivos es a través de las gemas, los únicos restos que perduran de donde las
manos de los dioses tocaron el mundo al crearlo.
Y los Jóvenes de la Élite, añade Raffaele para sus adentros. Se le acelera
el corazón. Y nuestros propios poderes divinos.
Mientras está ahí de pie, dándole vueltas y más vueltas en la cabeza al
misterio, se descubre mirando hacia los aposentos de Enzo, donde el fantasma
de su príncipe todavía mora después de haber sido traído de vuelta del
Inframundo. Después de haber sido arrancado del Inframundo.
Un Joven de la Élite arrancado del reino inmortal y arrastrado de vuelta
al mortal.
Raffaele abre los ojos como platos. El don de la reina Maeve, la
resurrección de Tristan, de Enzo… ¿podría ser eso lo que ha provocado todo
esto?
Va hasta sus baúles y saca varios libros, los apila en un precario montón
sobre el escritorio. Parece que le falta el aliento. En su mente, está viendo la
resurrección una y otra vez: la noche de tormenta en la arena estenziana, la
aparición de Adelina disfrazada de Raffaele, oculta bajo una túnica con
capucha, la explosión de energía oscura que él había sentido en las aguas de la
arena y que provenía de algún lugar del más allá. Piensa en la falta de luz en
los ojos de Enzo.
La diosa de la Muerte había castigado a ejércitos en el pasado, se había
vengado de príncipes y reyes que se habían vuelto demasiado arrogantes ante
una muerte segura. ¿Pero qué ocurriría si un Joven de la Élite, un cuerpo
mortal condenado a ejercer poderes inmortales, uno de los Élites más
poderosos que Raffaele había visto jamás, fuese arrancado de sus dominios?
¿Desgarraría eso el telón que separaba a los vivos y a los muertos?
Raffaele sigue leyendo hasta altas horas de la madrugada. Ha ignorado las
llamadas a la puerta de los otros durante todo el día, pero ahora no hay más
que silencio. Y libros desperdigados a su alrededor, volúmenes y volúmenes
de mitos e historia, matemáticas y ciencias. Cada vez que pasa una página, la
vela del escritorio parpadea como si fuera a apagarse. Está buscando un mito
en concreto, la única referencia que ha oído jamás acerca de un tiempo en que
el reino inmortal estuvo en contacto con el mortal.
Por fin lo encuentra. Laetes. El ángel de la Alegría. Raffaele lee más
despacio y en voz alta, susurrando las palabras a medida que avanza.
—Laetes —murmura—, el ángel de la Alegría, era el hijo más preciado y
amado de los dioses. Tanto le amaban que se volvió arrogante y pensaba que
Página 55
solo él era digno de elogio. Su hermano Denarius, el ángel de la Avaricia,
estaba furioso por su actitud. Una noche, Denarius expulsó a Laetes del
paraíso celestial y le condenó a vagar por el mundo como un hombre durante
cien años. El ángel de la Alegría cayó desde la luz de los cielos a través de la
oscuridad de la noche, hasta el mundo mortal. La sacudida del impacto hizo
que temblara el mundo entero, pero pasarían más de cien años antes de que
las consecuencias de aquel suceso se manifestaran. Existe un desequilibrio en
el mundo, el veneno de lo inmortal tocando lo mortal.
La voz de Raffaele se va apagando. Vuelve a leer el mismo fragmento
otra vez. Existe un desequilibrio en el mundo. El veneno de lo inmortal
tocando lo mortal. Sus dedos se deslizan hacia abajo por la página, solo lee
por encima el resto de la historia.
—… hasta que Laetes pudo alzar la vista hacia los cielos desde el lugar en
que tocaban con la tierra y volver a entrar con la bendición de cada uno de los
dioses.
Raffaele piensa en la fiebre de la sangre, los distintos episodios de la
plaga que había dado lugar a los Élites en primer lugar. La fiebre de la
sangre. El impacto hizo que temblara el mundo entero. Aquellas plagas
habían sido la consecuencia de que la inmortalidad entrara en contacto con la
mortalidad; las había causado la caída de Laetes. Raffaele piensa en los
poderes de los Élites. Luego piensa en Enzo, de regreso en el mundo mortal
después de haber visitado el inmortal.
¿Cómo no se había dado cuenta antes? ¿Cómo no había hecho esta
conexión hasta ahora, hasta que el veneno en el océano le había
proporcionado esta pista?
—Violetta —musita Raffaele, levantándose de la silla. Ella lo
entenderá… ella fue la primera en sentir el veneno en el océano. Se echa por
encima la túnica exterior, luego corre hacia la puerta. Mientras lo hace, piensa
en cuando puso a prueba los poderes de Adelina por primera vez, en cómo sus
alineaciones con el Inframundo habían hecho añicos su farolillo y habían
lanzado por los aires los papeles de su escritorio.
Esta energía parece la de Adelina, había dicho Violetta cuando sus pies
tocaron el agua del océano.
Si lo que cree Raffaele es verdad, entonces no solo tendrían que
enfrentarse a Adelina de nuevo… tendrían que ayudarla.
Cuando Raffaele dobla la esquina y entra en el pasillo donde está la
habitación de Violetta, se para en seco. Lucent y Michel ya están delante de
Página 56
su puerta. Raffaele camina más despacio. Incluso desde donde está, puede
sentir cierta alteración tras la puerta de Violetta.
—¿Qué pasa? —le pregunta a los otros.
—Oímos un lamento —explica Lucent—. No sonaba como un llanto
humano normal… Raffaele, era el sonido más angustiado que he oído jamás.
Raffaele mira la puerta de Violetta. Ahora él también puede oírlo, un
gemido sordo que hace que se le encoja el corazón. No suena como Violetta
para nada. Mira de reojo a Michel, que sacude la cabeza.
—No quiero verlo —murmura, su voz muy suave. Raffaele reconoce el
miedo en sus ojos, el deseo de evitar la imagen que está oyendo.
—Quédate aquí —dice Raffaele con dulzura, poniendo una mano sobre el
hombro de Michel. Después le hace un gesto afirmativo a Lucent y entra en la
habitación.
Violetta está despierta… o eso parece, a primera vista. Su pelo oscuro y
ondulado está empapado de sudor, mechones pegados sobre la frente, y sus
brazos desnudos se ven pálidos en contraste con su camisón, sus manos se
aferran desesperadas a las sábanas. Raffaele ve que tiene los ojos abiertos,
pero no es consciente de que Lucent y él están ahora a su lado en la
habitación.
Aunque lo que más llama su atención son las marcas que cubren sus
brazos. Esta chica, esta Élite que no tenía marcas, tiene ahora la piel cubierta
de ellas. Parecen moratones, negros y azules y rojos, mapas irregulares que
cruzan sus brazos y se solapan unos por encima de otros. Le llegan hasta el
cuello y desaparecen por dentro de su camisón. Raffaele reprime el grito de
espanto que pugna por salir de su garganta.
—No parece consciente del todo —dice Lucent—. Estaba perfectamente
ayer… caminaba por ahí, hablaba, sonreía.
—Estaba cansada —le contradice Raffaele. Desliza una mano por el aire,
por encima del cuerpo de la chica, recordando lo fatigada que había parecido
su sonrisa. Las hebras de su energía se enredan, tejen y destejen—. Debí
sentirlo ayer por la noche.
Pero ni siquiera él podía haber adivinado lo drásticamente que esto podía
suceder, cómo Violetta se podía acostar como una Élite sin marcas y aparecer
a la mañana siguiente como si le hubieran dado una paliza. ¿Habrá sucedido
por meterse en el océano envenenado? Los peores presagios se están
haciendo realidad. La idea inunda su mente incluso mientras intenta
ignorarla. Es el mismo fenómeno que está ahuecando los huesos de Lucent, el
que mató a Leo volviendo su poder venenoso contra sí mismo, y el que, con el
Página 57
tiempo, nos atacará a todos. Un efecto secundario directamente relacionado
con su poder. Violetta, cuya habilidad la había protegido en el pasado de tener
marcas como los otros, debe enfrentarse ahora al caso opuesto: su poder se ha
vuelto violentamente en su contra.
Raffaele sacude la cabeza mientras estudia su energía. Va a morir. Y le
ocurrirá antes que a cualquiera de nosotros.
Tengo que decírselo a Adelina. No hay otra opción.
Se endereza y respira hondo. Cuando habla, su voz es tranquila y firme:
—Traedme una pluma y un pergamino. Tengo que enviar una paloma
mensajera.
Página 58
Y dicen que odiaba a todas las personas del mundo entero, excepto al chico del
campanario.
Adelina Amouteru
Página 59
cómo matarte. Incluso tu dulce ladrón te advirtió acerca de los topos que
podían colarse entre las grietas.
Me desvío del camino que lleva a la casa de baños y decido seguir a los
dos hombres. Cuando cruzo el puente, aún oculta tras mi invisibilidad,
terminan su conversación y siguen su camino. Mis estandartes de Lobo
Blanco, las nuevas banderas del país, cuelgan de ventanas y balcones, su tela
blanca y plateada está sucia y empapada. No hay más que unas pocas
personas por la calle hoy, todas arrebujadas bajo capas y sombreros de ala
ancha, salpican barro a cada paso. Las observo con suspicacia sin dejar de
seguir a los dos hombres.
A medida que camino, el mundo a mi alrededor adquiere una pátina
centelleante. Mis susurros suenan más altos y, al hacerlo, los rostros de las
personas con las que me cruzo empiezan a verse distorsionados, como si la
lluvia hubiera enturbiado mi visión y hubiese restregado manchurrones
mojados por delante de sus caras. Parpadeo para intentar enfocar mejor. La
energía en mi interior se alborota y, por un momento, me pregunto si Enzo
está tirando de nuestro vínculo desde el otro lado de los mares. Los hombres a
los que estoy siguiendo ya están lo bastante cerca como para que retazos de su
conversación lleguen flotando hasta mí. Acelero el paso, curiosa por oír lo
que tienen que decir.
—… para mandar sus tropas de vuelta a Tamura, pero…
—¿… tan difícil? Ni siquiera creo que a ella le importe si…
Sí que están hablando de mí.
El hombre rubio sacude la cabeza, una mano en alto mientras explica
algo, obviamente frustrado.
—… y ya está, ¿no? Al Lobo no podría darle más igual que los mercados
nos vendieran verduras podridas. No soy capaz de recordar el sabor de un
higo fresco. ¿Y tú?
El otro hombre asiente comprensivo.
—Ayer, mi hija pequeña me preguntó por qué los mercaderes de fruta
tienen ahora dos montones de mercancía… y por qué les dan los productos
frescos a los compradores malfettos y los productos podridos a nosotros.
Una sonrisa fría y amarga retuerce mis labios. Obviamente, había
promulgado esa ley precisamente para asegurarme de que las personas sin
marcas sufrieran. Después de que la ordenanza entrara en vigor, me dediqué a
pasearme por los mercados, regodeándome en la imagen de la gente sin
marcas que ponía cara de asco ante la comida podrida que llevarían a casa,
obligándose a ingerirla por hambre y desesperación. ¿Cuántos años hemos
Página 60
esperado para recibir nuestro propio trato justo? ¿A cuántos de nosotros nos
han tirado lechugas ennegrecidas y carne llena de gusanos al andar por la
calle? Me viene el recuerdo de mi propia quema hace tanto tiempo, y con él,
el olor de la comida podrida que impactó contra mí entonces. Recuperad
vuestras armas podridas, pienso en silencio, y llenad vuestras bocas con
ellas. Comedlas hasta que os parezcan un manjar.
Los hombres siguen adelante, sin saber que estoy escuchando cada una de
sus palabras. Si me dejara ver ante ellos ahora, ¿caerían de rodillas y
suplicarían mi perdón? Podría ejecutarlos aquí mismo, derramar su sangre por
las calles, por atreverse a utilizar la palabra malfetto. Me permito darme el
gusto de pensarlo mientras doblamos una esquina y entramos en la piazza
estenziana en donde se disputan las carreras de caballos anuales del Torneo de
las Tormentas. La plaza está prácticamente vacía esta mañana, pintada de gris
por las nubes y la lluvia.
—Si me la encontrara ahora mismo —dice uno de los hombres,
sacudiéndose el agua de la capucha—, le metería toda esa comida podrida en
la boca a la fuerza. Que viese por sí misma a qué sabe y decidiese si es
comestible.
Su compañero suelta una risotada.
Tan valientes, cuando creen que no hay nadie escuchándolos. Me detengo
en la plaza, pero antes de dejarlos seguir con sus quehaceres diarios, abro la
boca y hablo.
—Cuidado. Ella siempre está vigilando.
Ambos me oyen. Se paran en seco y se vuelven rápidamente, sus caras
contorsionadas por el miedo. Buscan al que puede haber dicho eso.
Permanezco invisible en el centro de la plaza, sonriendo. Su miedo aumenta
y, al hacerlo, respiro hondo, me deleito en la chispa de poder que hay tras su
energía. Siento la tentación de estirarme hacia ella y cogerla. En vez de eso,
me limito a mirar mientras los dos hombres se ponen pálidos como fantasmas.
—Vamos —susurra el hombre rubio, su voz ahogada por el terror. Ha
empezado a temblar, aunque dudo que sea de frío, y un atisbo de lágrimas
perla sus ojos. Su rostro se desdibuja ante mí, emborronándose como el resto
del mundo, y por un instante, todo lo que puedo ver son manchas negras en
donde deberían estar sus ojos, un destello de rosa donde antes estaba su boca.
Los dos cruzan apresuradamente la piazza.
Miro a mi alrededor, entretenida con mi jueguecito. Se han extendido
rumores por la ciudad de que el Lobo Blanco acecha por todas partes, de que
puede ver dentro de las casas y dentro de las almas. Eso ha dejado una
Página 61
sensación de inquietud permanente en la energía de la ciudad, un constante
trasfondo de miedo que mantiene mi barriga llena. Bien. Quiero que las
personas sin marca sientan esta inquietud perpetua bajo mi reinado, que sepan
que siempre los estoy vigilando. Hará que cualquier rebelión en mi contra sea
más difícil de organizar. Y los hará comprender el miedo que las personas
marcadas hemos sufrido durante tanto tiempo.
Pasan otras personas por mi lado, ajenas a mi presencia. Sus caras parecen
cuadros estropeados. Intento ver mejor a través de la neblina, pero un dolor de
cabeza sordo se instala en mi mente y de repente me siento exhausta. Una
patrulla de Inquisidores de capa blanca pasa por mi lado, sus ojos buscan a
personas sin marcas que puedan estar infringiendo mis nuevas leyes. Veo sus
armaduras como una ola ondulante. Hago una mueca de dolor, me llevo las
manos a la cabeza y decido regresar a palacio. La lluvia ha empapado ya mi
propia capa y un baño caliente suena seductor.
Para cuando llego a las escaleras que conducen a la casa de baños, la
llovizna se ha convertido en un aguacero constante. Mis pies desnudos
producen un débil palmoteo contra el suelo de mármol al entrar. Allí, por fin
dejo caer mi invisibilidad. Normalmente, dos doncellas me acompañan
cuando vengo aquí, pero hoy solo quiero sumergirme en las aguas calientes y
dejar que mi mente divague.
A medida que me acerco a la sala de baños, oigo un par de voces que
provienen del interior. Camino más despacio durante un momento. La casa de
baños no está vacía, como había pensado. Debí haber mandado un sirviente
de avanzadilla para despejar los baños para mí. Vacilo un instante más, luego
decido continuar adelante. Después de todo, soy reina, siempre puedo ordenar
a quienesquiera que sean que se marchen.
La piscina ocupa un largo rectángulo desde donde estoy hasta el otro lado
de la sala. Una neblina de calor flota por el aire y puedo oler la humedad. Del
otro extremo de la piscina, me llegan las voces que había oído hace unos
segundos. Cuando me quito la ropa mojada y meto los dedos de un pie en el
agua caliente, oigo una risotada grave que me hace detenerme. Acabo de
darme cuenta de quién está ahí: Magiano. Es verdad que había dicho que iba a
estar en la casa de baños.
Está de espaldas a mí y es difícil verle con claridad a través de la cálida
neblina que llena el aire, pero no hay duda de que es él. Su morena espalda
desnuda y mojada, sus músculos relucientes y sus trenzas recogidas bien alto
sobre la cabeza. Está apoyado en el borde de la piscina y, de pie fuera de ella,
veo a la misma doncella con la que le había visto hablando a la puerta del
Página 62
palacio. Se está agachando, el pelo le cae por encima de un hombro, una
sonrisa tímida en la cara al entregarle una copa de vino especiado.
Ah, dicen los susurros, removiéndose. Y eso que pensábamos que era tu
juguete.
Una vez más, la amargura anega mi pecho y mis ilusiones tejen una
involuntaria imagen ante mí. La doncella, sin ropa ahora, se está bañando con
Magiano. El agua brilla sobre su piel, él alarga los brazos hacia ella, desliza
las manos por el contorno de su cuerpo. Ilusión. Cierro el ojo, respiro hondo y
cuento en mi mente, intentando aquietar mis pensamientos. Me cuesta
muchísimo más que en el pasado. Siento el violento impulso de salir de la
piscina, ponerme la ropa y correr de vuelta a mis habitaciones, de dejarlos ahí
para lo que sea que quieran hacer. Pero también siento una abrumadora
necesidad de hacerle daño a la doncella. Mi orgullo insiste. Eres la reina de
Kenettra. Nadie debería obligarte a irte. Así que en lugar de irme, levanto la
barbilla y me meto en el agua, dejo que su calidez envuelva mi cuerpo.
Al oír que se acerca alguien, la doncella echa un fugaz vistazo en mi
dirección. Se queda helada al reconocerme. Veo que su mirada se dirige
inmediatamente hacia el lado desfigurado de mi rostro. Me llega una oleada
de miedo proveniente de ella y tengo que reprimir el deseo de asustarla aún
más, de burlarme de ella con mi poder. En vez de eso, me limito a sonreír. Se
levanta de un salto y hace una profunda reverencia.
—Majestad —dice bien alto.
Ante eso, Magiano se gira ligeramente hacia mí. Me doy cuenta de que
debe de haber sentido mi energía en cuanto entré en la sala, debía de saber
que estaba aquí. Pero finge sorprenderse.
—Majestad —dice, igual que la doncella—. Lo siento, no te oí entrar.
Despido a la doncella con una mano. No necesita que se lo diga dos veces.
Se aleja a toda prisa hacia la puerta más cercana, sin atreverse siquiera a
despedirse de Magiano.
El observa cómo se marcha, luego se vuelve hacia mí. Sus ojos pasan de
mi cara al agua que se arremolina alrededor de mis hombros desnudos.
—¿Deseas bañarte sola, Majestad? —pregunta. Hace ademán de irse y, al
hacerlo, saca medio cuerpo del agua. El agua resbala por su estómago
musculoso.
Nunca había visto a Magiano desnudo. Me sonrojo. También veo, por
primera vez, toda su marca al descubierto. Es una mancha rojo oscuro que
recorre todo el largo de su costado, donde los sacerdotes de las Tierras del Sol
habían intentado extirpar su marca hacía tanto tiempo, en un intento por
Página 63
arreglarle. La primera vez que vi un atisbo de aquella vieja cicatriz fue la
noche en que nos sentamos juntos frente a la hoguera del campamento,
cuando Violetta todavía estaba conmigo. Recuerdo los labios de Magiano
sobre los míos, el silencio alrededor del crepitar del fuego.
—Quédate —contesto—. Me vendrá bien algo de compañía.
Magiano sonríe, pero hay un deje de cautela en sus ojos.
—¿Solo algo de compañía? —se burla—. ¿O la mía en particular?
Sacudo la cabeza una vez, intentando reprimir la sonrisa que asoma por
mis labios, mientras los dos nos deslizamos hacia el borde de la piscina.
—Bueno —comento—, desde luego tú eres mejor compañía que Teren.
—¿Y qué tal le va a nuestro loco favorito?
—Él… no se está curando solo como solía hacer. Hay rozaduras en sus
muñecas que sangran constantemente.
Al oír eso, la actitud despreocupada de Magiano cambia.
—¿Estás segura?
—Lo he visto con mis propios ojos.
Magiano se queda callado, aunque sé que está pensando lo mismo que yo.
En la predicción de Raffaele para todos nosotros.
—¿Y qué tal te encuentras tú últimamente? —me pregunta Magiano con
voz queda—. ¿Tus ilusiones?
Los susurros en mi mente murmuran entre sí. No somos una debilidad,
Adelina. Somos tu punto fuerte. No deberías resistirte tanto a nosotros.
Aparto la mirada y me concentro en el agua que se mece a nuestro alrededor.
—Estoy muy bien —respondo—. Pondremos rumbo a Tamura en unas
semanas y, como siempre, te quiero a mi lado.
—Invadir el imperio de Tamura tan pronto… —contesta Magiano—. ¿Ya
estás aburrida? Apenas he tenido ocasión de desempacar todas mis
posesiones.
Me doy cuenta de inmediato que el desenfado de su voz no es real.
—No te emociona la idea. Creí que el gran Magiano se sentiría intrigado
por todo el oro que hay en las Tierras del Sol.
—Sí que me intriga —me dice—, y parece que a ti también. Solo tengo
dudas, mi amor, por el poco tiempo que ha pasado desde que estuvimos en
Dumor. Tamura no es una nación débil, ni siquiera después de que te hayas
apoderado de sus territorios del norte. Es un imperio, con tres reyes y una
armada poderosa. ¿Están tus hombres lo suficientemente recuperados para
otra invasión?
Página 64
—Tamura será la joya de mi corona —respondo. Después frunzo el ceño
en su dirección—. Todavía te compadeces de Dumor, por lo que les hice.
La sonrisa de Magiano se apaga por fin y me dedica una mirada seria.
—Me compadecí de Dumor por perder su país, pero no me compadezco
de ellos por menospreciar a los marcados. El fuego en ti arde con la misma
ferocidad que cuando te conocí. Harás que Dumor sea un lugar mejor.
—¿Cuándo se te ablandó tanto el corazón? —le pregunto mientras
acaricio la superficie del agua con las yemas de los dedos, creando pequeñas
ondas—. Cuando te conocí, eras un ladrón implacable que se deleitaba en
apoderarse de las pertenencias de los demás.
—Robaba a nobles egoístas y reinas arrogantes. A borrachos y tontos.
—¿Y echas de menos esa vida?
Magiano se queda callado. Puedo sentir su proximidad, la calidez de su
piel que apenas roza la mía.
—Aquí tengo todo lo que siempre he querido tener, Adelina —dice al fin
—. Tú me has dado lo que parecen todas las riquezas del mundo, un palacio,
una vida de lujos. —Se acerca más—. Y estoy a tu lado. ¿Qué más puedo
necesitar?
Pero sí que le he quitado algo. Lo tiene en la punta de la lengua y puedo
oírlo con la misma nitidez que si lo hubiese dicho en voz alta. Todo el mundo
necesita un propósito y yo le he quitado el suyo. ¿Qué puede hacer, ahora
que lo tiene todo? Ya no tiene la emoción de la caza, la excitación de la
persecución.
Magiano saca una mano del agua y toca mi barbilla un momento, la
inclina hacia arriba, dejando que una gruesa gota de agua resbale por mi piel.
—Tengo ganas de ver cómo te conviertes en reina de las Tierras del Sol
—dice, sus ojos recorren mi rostro.
¿Qué ves ahora, Magiano?, me pregunto. Cuando me conoció, yo era una
chica a la que sus amigos habían expulsado de su lado, aliada con su hermana,
empeñada en vengarse del Eje de la Inquisición. ¿Qué ves cuando me miras?
¿Es la misma chica a la que besaste una vez al lado de un fuego crepitante?
Poco a poco, una vieja luz maliciosa aparece en sus ojos. Me estremezco
cuando sus labios rozan mi oreja y no logro evitar pensar en la mitad de él
que está sumergida; me sonrojo al recordar que yo también estoy desnuda por
debajo de los hombros.
—He encontrado un lugar secreto —me susurra. Su mano encuentra la
mía debajo del agua y tira de mi muñeca—. Ven conmigo.
No consigo reprimir una carcajada.
Página 65
—¿A dónde me llevas? —digo, fingiendo regañarle.
—Os pediré disculpas más tarde, Majestad —se burla de vuelta,
dedicándome una gran sonrisa mientras tira de mí hacia el extremo opuesto de
la piscina. Allí, el agua se bifurca en dos segmentos más estrechos; cada uno
conduce a una sala más privada. Una de las cámaras privadas, sin embargo,
lleva sellada varios meses, pues parte de la arcada se había desmoronado,
haciendo imposible llegar a ella. A medida que nos acercamos a la curva,
pienso que Magiano me va a llevar a la derecha, a la cámara que todavía
permanece accesible. Pero no. En vez de eso, me guía hacia la izquierda,
hacia el arco desmoronado. Nos detenemos delante de él, el agua se remueve
a nuestro paso.
—Mirad. —Magiano abre los brazos de par en par en un gesto de fingido
triunfo—. Gozad de su majestuosidad.
Arrugo la nariz.
—¿Estás intentando impresionarme con una arcada derrumbada?
—Qué poca fe. No tienes fe en absoluto. —Ha vuelto a su antiguo ser y
eso hace que un extraño escalofrío de alegría me atraviese el corazón—.
Sígueme —murmura. Después aspira una gran bocanada de aire y se
zambulle en el agua, agarrando mi mano mientras se sumerge.
Al principio, dudo un poco. Todavía hay unas cuantas cosas a las que
temo en la vida. El fuego. La muerte. Y la última vez que me sumergí en
agua, en un canal de Merroutas, cuando mis ilusiones me traicionaron por
primera vez, no me fue muy bien. Cuando me resisto, Magiano vuelve a salir
a la superficie.
—No tengas miedo —dice, con una media sonrisa—. Estás conmigo. —
Su mano se aprieta alrededor de mi muñeca y vuelve a tirar de mí hacia
debajo de manera juguetona. Y esta vez, me siento lo bastante segura como
para respirar hondo y hacer lo que dice.
El agua está calentita, me acaricia la cara, y a medida que me sumerjo, el
mundo desaparece para no dejar más que distintas tonalidades de luz y
sonidos amortiguados. A través del agua, capto un atisbo del cuerpo desnudo
de Magiano; nada como una balira, cada vez más profundo, hacia la arcada
desmoronada. Entonces veo lo que intenta enseñarme: abajo del todo, la
arcada no ha bloqueado por completo el paso a la cámara privada que hay al
otro lado. Todavía queda una estrecha entrada bajo el agua, una que parece lo
bastante ancha como para que pase una persona nadando por ella.
Magiano pasa primero. Sus movimientos levantan una nube de burbujas.
Voy tras él. La luz en el agua se oscurece, se vuelve negra y, por un
Página 66
momento, siento una sofocante sensación de terror. ¿Qué pasa si he entrado
en el Inframundo? ¿Qué pasa si no consigo volver a la superficie jamás? Los
susurros en mi cabeza se alborotan, retoman su cháchara. ¿Qué pasa si
Magiano te está conduciendo a este lugar para ahogarte?
Entonces siento la mano familiar de Magiano cerrarse en torno a mi
muñeca de nuevo y tirar de mí hacia arriba. Saco la cabeza boqueando.
Mientras me quito el pelo mojado y el agua de la cara, levanto la vista para
ver una sala iluminada solo por el tenue resplandor azulado del musgo de las
paredes.
Magiano me observa mientras me empapo de la vista. Gira en redondo en
la pequeña cámara secreta, hace un gesto hacia las paredes, donde las plantas
han empezado a crecer.
—Asombroso, ¿verdad? —dice—. Lo deprisa que la vida encuentra un
sitio para sí misma cuando no hay nadie por ahí para mantenerla a raya.
Observo alucinada el tenue resplandor del musgo.
—¿Qué es esto? —pregunto, estirando una mano hacia la vegetación
verde azulada. Está tan suave como un abrigo de piel.
—Musgo de hadas —contesta Magiano, admirando la escena a mi lado—.
También crece en las cuevas húmedas de Merroutas. Una vez que encuentra
una buena grieta en la pared en la que puede arraigar, se extiende por todas
partes. Verá su trabajo interrumpido cuando arreglen la arcada y reabran esta
cámara. —Sonríe de oreja a oreja—. Esperemos que tarden mucho.
Sonrío. El resplandor añade un toque azulado al contorno de la piel de
Magiano, suaviza sus facciones. Está goteando agua. Me acerco a él, de
repente me siento más atrevida.
—Entonces, supongo que entras aquí a menudo —digo, medio en broma
—. ¿Traes a tus chicas y admiradoras?
Magiano frunce el ceño al oírme. Niega con la cabeza.
—¿Crees que me acuesto con todas las doncellas con las que hablo? —
pregunta, encogiéndose de hombros—. Me siento halagado, Majestad. Pero
estás muy equivocada.
—¿Ah, sí? ¿Me estás diciendo que vienes a este sitio secreto tú solo?
Ladea la cabeza de manera insinuante.
—¿Qué hay de malo en que un ladrón quiera pasar algo de tiempo a solas
de vez en cuando? —Se acerca más a mí. Su aliento me calienta la piel como
la neblina que flota por encima del agua—. Aunque, bueno, tú estás aquí. Así
que supongo que no estoy solo, después de todo.
Página 67
Se me ruborizan las mejillas cuando de repente tomo conciencia de mi
piel desnuda, tanto por debajo como por encima del agua. Mi energía se
aquieta, como tiende a hacer cuando estoy con él, y me descubro deseando
que me toque. Se agacha, sus labios quedan a pocos milímetros de los míos, y
ahí nos quedamos, suspendidos en el tiempo.
—¿Todavía te acuerdas de la hoguera… bajo las estrellas? —me pregunta,
tímido de repente, y me siento inocente por primera vez en mucho tiempo.
—Me acuerdo de lo que estábamos haciendo —contesto con una sonrisita.
Una carcajada escapa de sus labios. Entonces se pone serio.
—Me preguntaste si echaba de menos o no mi antigua vida —susurra, su
voz ronca ahora—. ¿Sabes lo que más echo de menos? Aquella noche.
Me da un vuelvo al corazón, aquejado de una repentina tristeza.
—¿Y la chica con la que te sentabas, aquella noche? ¿La echas de menos
a ella también?
—Ella todavía está aquí —contesta—. Esa es la razón por la que me
quedo.
Entonces se aprieta contra mí y sus labios tocan los míos. A nuestro
alrededor, solo se oye el sonido del agua chapoteando suavemente contra la
piedra cubierta de vegetación y solo se ve el tenue resplandor del musgo. Su
mano se desliza por mi espalda desnuda, recorre la curva de mi columna. Me
atrae hacia él de modo que nuestros pechos quedan apretados el uno contra el
otro. Su beso pasa de mis labios a mi barbilla, y allí baja más y más, crea un
suave sendero por mi cuello. Suspiro. En estos momentos no quiero nada más
que a nosotros dos, estaría encantada de quedarme aquí para siempre. El
vínculo que me une a Enzo se difumina en mi mente y, por un instante,
consigo olvidar que existe algún tipo de unión siquiera. Las manos de
Magiano se deslizan por mi espalda, poco dispuestas a dejarme ir. Mi
respiración llega entrecortada. Poco a poco, me doy cuenta de que nos hemos
ido deslizando hacia el borde de la piscina, donde Magiano me aprieta
firmemente contra la piedra. Una de sus manos se enreda en mi pelo, me atrae
hacia él. Sus besos regresan a mis labios, más urgentes ahora, y me sumerjo
en ellos con ansia. Un gemido sordo resuena en su garganta. Me pregunto, por
un segundo salvaje, si irá más allá, y mi corazón late con fuerza en mi pecho.
—Majestad —susurra, sin respiración. Un toque de diversión se cuela en
su voz—. Serás mi ruina. —Me atrae hacia él, de manera que cada centímetro
de nuestros cuerpos está en contacto. Me aprieto contra él, me empapo del
lujo del agua caliente. No quiero preguntarle lo que está pensando.
Página 68
Desde el otro lado de nuestro escondrijo resuena una voz débil,
amortiguada por la piedra. La ignoro mientras Magiano me ahoga en otro
beso. A través de la neblina de mis pensamientos, la voz llega flotando hasta
mí otra vez.
—¿Majestad? ¿Majestad?
El agua chapotea contra nuestros cuerpos.
—Majestad —continúa la voz, acercándose más. La reconozco como la de
uno de los asistentes que me traen los mensajes—. Ha llegado una carta
urgente para vos.
—No está aquí —protesta otra—. La casa de baños está vacía. —La voz
suspira—. Probablemente esté cortándole el cuello a otro pobre desgraciado.
Esas palabras me sacan de mi aturdimiento. Me aparto de Magiano justo
cuando abre los ojos otra vez. Él también mira hacia la entrada desmoronada,
luego me lanza una mirada inquisitiva.
Me enderezo y esbozo una sonrisa, no estoy dispuesta a mostrar que el
comentario de un sirviente me ha molestado. En vez de eso, respiro hondo e
intento rebajar el rubor de mis mejillas.
—Será mejor que vayas —susurra Magiano, sus palabras resuenan por
todo el espacio. Hace un gesto afirmativo hacia la arcada desmoronada—.
Lejos de mí querer interrumpir algo urgente.
—Magiano, yo… —empiezo a decir, pero el resto de las palabras no
quieren salir por mi boca y dejo de intentar obligarlas a hacerlo. Aspiro una
gran bocanada de aire antes de sumergirme de nuevo en el agua tibia y cruzar
a nado el espacio que conduce de vuelta a la sala de baños principal.
Asomo a la superficie con un sonoro splash. Me llega un gritito de
sorpresa desde algún lugar de la cámara. Cuando me limpio el agua de la cara
veo a dos mensajeros de pie al borde de la piscina, sus ojos abiertos de par en
par, su miedo flota por encima de sus cabezas.
—¿Sí? —digo con frialdad, arqueando una ceja en su dirección.
Esto saca de golpe a los hombres de su aterrado estupor. Dan un salto
hacia atrás al unísono y se inclinan en profundas reverencias.
—Majestad, yo… —dice uno de ellos. Le tiembla la voz. Es el que había
hablado sobre mí con sarcástica indignación—. Yo… yo… yo… deseo que
haya disfrutado de un baño agradable. Yo…
Sus palabras se pierden en un barullo incoherente cuando Magiano
emerge detrás de mí, sacudiéndose el agua del pelo. Si él no estuviera aquí,
puede que me diera el gusto de castigar a este mensajero por hablar de mí de
Página 69
manera tan impertinente. Los susurros se agitan, encantados con el miedo que
emana del hombre; pero me los sacudo de encima. Esta vez tiene suerte.
—Mencionaste una carta urgente —digo por fin, interrumpiendo el
incoherente flujo de pensamientos del mensajero—. ¿De qué se trata?
El segundo hombre, más pequeño y más enjuto, se acerca al agua. Me
muestra un pergamino enrollado. Vadeo por el agua hacia él y alargo una
mano para cogerlo.
El sello de cera carmesí de la carta lleva grabado el escudo real de
Tamura. Lo rompo para abrirlo, desenrollo el pergamino… y me quedo
helada.
Conozco esta letra. Nadie más puede escribir con una caligrafía tan
elegante, con unas florituras tan cuidadosas. A mi espalda, Magiano se acerca
y mira el mensaje por encima de mi hombro. Susurra la primera idea que se
me había venido a la mente.
—Es una trampa —dice.
Pero soy incapaz de hablar. Solo puedo leer el mensaje una y otra vez,
preguntándome lo que significa en realidad.
Página 70
¿Cuando el reloj dé las doce, dónde irás?
¿Cuando te mires al espejo, qué harás?
¿Sabiendo lo que has hecho, cómo vivirás?
¿Si tu alma ya no está, cómo morirás?
Adelina Amouteru
M añana zarpamos hacia Tamura. Así que esta noche, el palacio entero
bulle de festejos para celebrar nuestra inminente invasión.
Todos los salones de palacio exhiben largas mesas llenas a rebosar de
comida; los patios y jardines, animados por la luz de los farolillos y los bailes
de los invitados. Estoy sentada con Sergio en uno de los jardines. En mis
manos, el pergamino de Raffaele; llevo tanto rato manoseándolo que ya
apenas puedo leer lo que pone. Siento el estómago vacío, con náuseas. Ni
siquiera pude terminar mi bebida de hierbas y ahora, con nada para
mantenerlos a raya, los susurros han empezado otra vez a murmurar sin cesar
en la parte de atrás de mi mente.
Al final, Violetta estaba con los Dagas. Tus enemigos. Menuda traidora.
¿Por qué te sigues preocupando por ella? ¿Has olvidado cómo te
abandonó?
Sí, intentó apartarnos de ti.
Está mejor muerta.
A mi lado, la silla de Magiano está vacía. Ha cogido su laúd y ahora está
sentado bajo la arcada de entrada al jardín, tocando una canción que acaba de
componer hoy mismo. Una multitud se ha congregado a sus pies. Todo el
mundo está borracho ya, se tambalean al bailar, se tropiezan los unos con los
otros y ríen a carcajadas. Por la periferia de mi visión, se despliega una
Página 71
ilusión de Violetta: la veo en el suelo, moribunda, un charco de sangre se
arremolina a su alrededor, mientras los demás invitados a la fiesta pasan por
encima de su cuerpo. Me obligo a prestar atención a Magiano de nuevo, con
la esperanza de que él pueda distraerme.
Esta noche, Magiano es una imagen digna de contemplar. Va vestido de
blanco y oro, lleva zarcillos centelleantes entre sus largas trenzas, que caen en
cascada por encima de uno de sus hombros. Se inclina hacia delante y le
regala una sonrisa deslumbrante al alegre público que escucha su música; de
vez en cuando, hace una pausa para oír sus peticiones. La gente le grita el
nombre de antiguas canciones populares, luego vitorea y aplaude cuando
empieza a tocarlas. Me sonrojo al recordar el agua de los baños perlando sus
trenzas, su piel desnuda en nuestra piscina secreta, iluminada por el tenue
resplandor del musgo de hadas. Quizás él también esté pensando en eso.
Ignorarnos no cambiará nada, Adelina. Tu hermana morirá de todos
modos. Y tú te alegrarás de ello, ¿a que sí?
Los susurros empujan contra mi mente hasta que hago una mueca de dolor
y me agarro la cabeza.
—¿Majestad?
La voz de Sergio a mi lado envía a los susurros de vuelta a los rincones de
mi mente. Me relajo un poco en mi asiento y le miro. Me devuelve la mirada
con una expresión de obvia preocupación.
—No es nada —le tranquilizo—. Estoy pensando en la carta de Raffaele.
—La sostengo en alto para mostrársela a Sergio.
Suelta un gruñido de aprobación mientras le hinca el diente a una pata de
liebre asada.
—Quizás haya oído el rumor de que vuestros caminos se separaron y
quiera utilizarlo en tu contra. Puede que Violetta ni siquiera esté con él.
Una parte de mí todavía se revuelve al pensar en Raffaele… y al instante
le imagino en la cubierta del barco de la reina Maeve, rodeado de llamas, su
frente apoyada contra la de Enzo, calmando al príncipe, mirándome por
encima del hombro con ojos trágicos y llenos de lágrimas. Sacudía la cabeza
desesperado. Si es justicia lo que buscas, Adelina… así no la vas a encontrar.
—Están en Tamura —digo, un poco demasiado alto, en un intento por
ahogar los susurros—. No cabe duda de que están trabajando ahí con la
Tríada Dorada. Sus gobernantes deben de pensar que utilizar a mi hermana
contra mí me hará actuar impulsivamente.
—Están intentando que caigas en una trampa aceptando una reunión —
contesta Sergio, aunque me lanza una mirada cautelosa que no cuadra con sus
Página 72
atrevidas palabras—. Buscarán encontrarse contigo a solas en una habitación,
pero lo que van a encontrar a cambio es un ejército entero. —Se bebe de un
trago el resto de su copa, reacciona visiblemente a lo fuerte que está, y luego
despeja un poco la mesa que tenemos delante. Saca un pergamino arrugado y
lo extiende sobre ella. Últimamente, lo ha estado llevando consigo a todas
partes, así que ya estoy familiarizada con él. Contiene su plan de ataque a
Tamura—. He reunido todos los mapas que he podido encontrar de los
alrededores de Alamour. Mira: la ciudad en sí está rodeada por altas murallas,
pero si conseguimos llegar aquí arriba —señala a un extraño conjunto de
acantilados que serpentea a lo largo del lado oriental de la ciudad—, podemos
encontrar una forma de pasar por encima de esas murallas.
—¿Y cómo hacemos eso? —pregunto, cruzando los brazos—. Las baliras
no pueden volar tanto tierra adentro, no por los desiertos de las Tierras del
Sol. Se asfixiarían en ese aire tan seco.
En cuanto las palabras salen por mi boca, sé la respuesta. Echo un vistazo
a Sergio, que me dedica una sonrisa astuta mientras se sirve una copa de agua
en lugar de vino.
—Creo que conozco a alguien que puede traernos una buena tormenta —
responde.
Le devuelvo la sonrisa.
—Debería funcionar —admito, inclinándome hacia delante en la silla para
examinar más de cerca los cálculos de Sergio. Estoy impresionada por la
forma en que ha dividido al resto de nuestros hombres—. Sorprenderemos a
los tamuranos en su propia casa.
Los ojos de Sergio recorren una vez la escena de la fiesta, por costumbre.
Yo sigo su mirada. En una esquina, se está abriendo un camino entre la
muchedumbre, provocando una oleada de vítores y pullas. El entretenimiento
ha llegado.
—Haremos algo más que sorprenderlos —contesta Sergio—. Los
derrotaremos de un modo tan aplastante que su Tríada Dorada pronto se
dedicará a fregar tus suelos de mármol.
Nuestra conversación se detiene un momento mientras la procesión se
abre paso hasta el claro principal. Va encabezada por dos jóvenes
Inquisidores que ahora empujan con malicia a varias personas con los brazos
atados. Los cautivos se tropiezan y caen, luego se inclinan en algo parecido a
una reverencia en mi dirección. Por todas partes a su alrededor, la multitud
vitorea. El vino salpica por doquier.
Página 73
—¡Majestad! —me dice uno de los Inquisidores con gran ímpetu. Su pelo
brilla bajo la luz, revelando un destello de rojo escarlata entre la negrura—.
Encontramos a estos cuatro en las calles y os los hemos traído. Oí a uno de
ellos emplear la palabra malfetto. Otro estaba intentando pasarse por uno de
nosotros con marcas falsas.
Al oír eso, la multitud, todos marcados, empieza a gritar maldiciones a las
personas maniatadas en el suelo. Los miro con mayor atención. Uno de ellos
es un anciano, otra es una mujer adulta. El tercero es un chico, apenas un
adolescente, mientras que la cuarta es una chica recién casada que todavía
lleva un anillo doble en uno de sus dedos. Veo que la chica es la que intentaba
llevar marcas falsas, el color de su pelo y de su piel parece distinto en la zona
que un Inquisidor debe de haber restregado con la mano.
—¡Quemadlos a todos! —grita alguien, y el grito es recibido con un
clamor ensordecedor.
—¡Divirtámonos un poco! —grita otro.
Desde la arcada, los ojos de Magiano se cruzan con los míos. Ya no está
sonriendo. El miedo y el odio de la gente llena este lugar. Los susurros
vuelven a su parloteo, totalmente despiertos ahora; y el terror que emana de
los cuatro prisioneros anega mis sentidos, me alimenta. Los miro con atención
y no siento apenas compasión. Después de todo, no ha pasado tanto tiempo
desde que ellos mismos se quedaban a un lado y contemplaban cómo los
marcados eran arrastrados por las calles y quemados vivos, cómo veían a
nuestras familias apedreadas hasta la muerte por masas de espectadores
entusiastas. Hasta hace poco solíamos ser nosotros los que sacábamos a
hurtadillas polvos y pociones de las apotecas, desesperados por ocultar
nuestras marcas. Qué deprisa han intentando adoptar nuestra apariencia
nuestros antiguos enemigos, con qué ahínco se restriegan colores sobre la piel
en un intento de ser más como nosotros.
¿Por qué no habríamos de vitorear nosotros ahora su castigo?
A mi lado, Sergio también se ha quedado callado. Miro impasible
mientras un Inquisidor prende una antorcha con uno de los farolillos, luego
me mira expectante. Igual que hacen todos los demás. El ruido se apaga
mientras esperan mi orden.
Yo soy su reina. La malfetto, la desfigurada, la marcada. Yo les doy lo
que quieren y ellos me dan su lealtad. Eso es también lo que quiero yo.
Vuelvo a posar los ojos en los temblorosos prisioneros del suelo. Me detengo
en el más joven, el chico. Me devuelve la mirada con ojos ausentes. A su
lado, el anciano levanta su cara anegada de lágrimas el tiempo suficiente para
Página 74
que pueda ver el odio cegador que hay en sus ojos. Reina demoníaca, sé que
está pensando.
Los susurros en mi cabeza aumentan hasta ser un retumbar sordo. Inclino
la cabeza y cierro el ojo, intento en vano bloquear sus voces. En cualquier
otra noche, sería más despiadada. A lo largo del último año, he ordenado
ejecutar a muchos prisioneros ante mis ojos, así que no sería nada nuevo. Pero
esta noche, mi corazón está apesadumbrado por el mensaje de Raffaele.
Visiones de Violetta siguen apelotonadas en mis pensamientos.
Una mirada en dirección a Magiano es suficiente. Hace el más sutil de los
gestos negativos y sus palabras vuelven a mi mente, como si me estuviese
susurrando al oído. Quizás esté imitando mi propio poder. Deja que la gente
te quiera un poco, mi Adelinetta.
—Soltadlos —me oigo decir, mientras me froto las sienes—. Y seguid
con la fiesta.
Los estridentes gritos de la gente se van apagando a medida que van
entendiendo lo que acabo de decir. Los prisioneros me miran en pasmado
silencio, igual que mis Inquisidores.
—¿Es que no he sido clara? —digo bien alto, mi voz resuena por todo el
recinto. Los rincones del espacio se oscurecen y un gemido atormentado corta
a través del aire. La gente deja escapar una ronda de exclamaciones de miedo
mientras se apartan de la oscuridad invasora. A toda prisa, mis soldados se
ponen en marcha, desatan las cuerdas que sujetaban los brazos de los
prisioneros y los obligan a ponerse de rodillas para que puedan agradecer mi
benevolencia. Estos se tambalean, aturdidos por la confusión, y yo los
observo, preguntándome cómo tiene mi hermana el poder de influir en mis
decisiones incluso cuando no está aquí—. Quitaos de mi vista —les espeto
cortante a los prisioneros arrodillados—. Antes de que cambie de opinión.
No hace falta decírselo dos veces. La chica es la primera en ponerse en
pie, luego corre hacia el anciano y le ayuda a levantarse. A continuación va la
mujer mayor. El chico es el que más tarda, sin comprender bien mi expresión,
aunque él también termina por salir corriendo detrás de los otros. Los ojos de
la multitud pasan de mí a ellos y, cuando los músicos intentan retomar sus
canciones de nuevo, unas voces desperdigadas empiezan a cantar de nuevo en
el incómodo silencio.
Levanto la vista otra vez hacia la arcada, pero Magiano ya no está.
Su ausencia corta a través de la creciente oleada de oscuridad que inunda
mi pecho, me deja exhausta. En este momento, todo lo que quiero es salir de
aquí y encontrarle. Tejo una ilusión de invisibilidad en torno a mí mientras la
Página 75
gente intenta retomar sus celebraciones. Solo Sergio se da cuenta de que me
he marchado, aunque no me llama para impedírmelo.
Sacudo la cabeza disgustada mientras camino. Tanto pensar en Violetta
me ha vuelto blanda esta noche.
Salgo de los jardines y me adentro en un oscuro pasillo. Aquí también hay
muchos nobles nuevos, gente marcada a la que otorgué títulos aristocráticos
después de liberarlos de sus amos sin marcas. Paso entre ellos a empellones.
Una de las nobles derrama su vino cuando paso empujando por su lado.
Enfilo el pasillo casi corriendo, llego a una escalera de caracol custodiada por
Inquisidores y subo por ella hasta un piso vacío. Por fin, paz.
Me detengo y apoyo la cabeza contra la pared. Los susurros giran en una
nube a mi alrededor y su furia se suma al mareo ya existente en mi cabeza.
Intento recuperar la compostura.
—Magiano —llamo en voz alta, preguntándome si estará por ahí cerca,
pero mi voz se limita a resonar pasillo abajo.
No deberías haberlos dejado marchar, dicen los susurros. Ellos siempre
responden cuando no lo hace nadie más.
—¿Por qué no? —replico entre dientes.
Los inofensivos crecen para convertirse en los portadores de cólera. Tú
lo sabes mejor que nadie, chica tonta.
—Una pareja de viejos y dos críos —murmuro con desprecio—. No
pueden hacerme daño. —Cierro el ojo y, en la oscuridad, los susurros saltan y
brincan, me dedican sus espeluznantes sonrisas desnudas.
¿Oh? Qué arrogante te has vuelto, pequeño lobito. Mi ira estalla al oírlos
emplear mi viejo mote, y en respuesta, los susurros aplauden entusiasmados.
Eso te pone furiosa, ¿verdad? Eres arrogante, mi reina. Vaya, mira. El chico
ya ha vuelto en tu busca.
Abro el ojo de nuevo y echo un vistazo a mi alrededor. Allí, de pie en la
sala justo frente a mí, está el chico con sus ojos serios. Me mira sin decir ni
una palabra.
Mi ira vuelve a arder con fuerza y los fantasmas de varias ilusiones
parpadean en un rincón de mi consciencia.
—Creí haberte dicho que te marcharas.
El chico no contesta. En vez de eso, da un paso hacia mí. ¿Eso que brota
de sus ojos son lágrimas de sangre? La fiebre de la sangre. Mi ira se torna en
incertidumbre. Entonces, el chico da un alarido y se abalanza sobre mí con un
cuchillo.
Página 76
Doy un grito, me tambaleo hacia atrás e instintivamente levanto los brazos
para protegerme la cara. A través de mi neblina de pensamientos, veo al chico
desaparecer. Le sustituye una enorme bestia. Forúnculos negros cubren su
espalda encorvada, y sus largas garras arañan y repiquetean contra el suelo.
Se planta delante mí, sus colmillos dan la vuelta entera a su cabeza. La
encarnación de mis susurros.
¿Qué ocurre, Majestad? ¿Tienes miedo de tus propios salones?
Arremete contra mí con los brazos estirados, la boca muy abierta. Es una
ilusión, solo una ilusión. No está ahí realmente. La nota de Raffaele me ha
distraído, ha alterado mi energía de modo que he vuelto a perder el control.
Eso es todo. Si consigo quedarme quieta, desaparecerá envuelto en una nube
de polvo cuando llegue a mí. No puede hacerme daño.
Pero no logro quedarme quieta. Estoy en peligro. Tengo que correr. Y eso
hago. Corro mientras el monstruo me persigue, sus garras van arrancando la
piedra del suelo. Puedo sentir su aliento caliente sobre mi espalda. El pasillo
se extiende interminable ante mí, parece una boca abierta, y cuando parpadeo,
salen brazos de cada una de sus paredes, intentan agarrarme.
Despiértate, me grito a mí misma mientras corro. Despierta. ¡Despierta!
Me tropiezo. Intento recuperar el equilibrio, pero no puedo y caigo sobre
las rodillas y las manos. El monstruo me alcanza y levanto la vista hacia él,
horrorizada.
Pero ya no es una bestia. Veo la cara de mi padre, contorsionada en la
imagen perfecta de la ira. Me agarra de la muñeca y tira de mí hacia delante,
me arrastra por el suelo.
—¿Dónde has puesto a tu hermana, mi Adelinetta? —pregunta con su voz
callada y tenebrosa mientras forcejeo para liberarme de sus garras—. ¿Qué
has hecho con ella?
Ella me abandonó. No fue culpa mía. Se fue por voluntad propia.
—¿Qué he hecho para acabar con una hija como tú? —Mi padre sacude la
cabeza. Doblamos la esquina y entramos en el espacio cavernoso de la cocina
de nuestra vieja casa familiar. Ahí, mi padre agarra un cuchillo de carnicero
de la encimera. No, no lo hagas, por favor—. Abres la boca y solo brotan
mentiras. ¿De quién aprendiste a hacer eso, Adelina? ¿De uno de nuestros
mozos de cuadra? ¿O es que naciste así?
—Lo siento. —Mis mejillas están empapadas de lágrimas—. Lo siento
tanto. No estoy mintiendo. No sé dónde está Violetta… —Sé que no soy una
niña atrapada en mi vieja casa. Estoy en el palacio de Estenzia y soy la reina.
Quiero volver a la fiesta. ¿Por qué no puedo despertarme?
Página 77
Mi padre baja la vista hacia mí. Tira fuerte de mi brazo y estampa mi
mano contra el suelo. Estoy llorando, con tal fuerza que casi me ahogo.
Coloca el cuchillo de carnicero por encima de mi muñeca, luego lo levanta
bien alto por encima de la cabeza. Aprieto el ojo y espero el golpe.
Por favor, dejad que me despierte ahora, suplico.
Los susurros se ríen de mi súplica. Como desees, Majestad.
—¿Majestad? Adelina.
La mano que sujeta mi brazo se suelta de repente. Levanto la vista para
descubrir que pertenece a Magiano. La cocina ha desaparecido y estoy tirada
en el suelo del pasillo de palacio otra vez, Magiano me abraza mientras sigo
sollozando. Aunque su expresión es de preocupación, parece aliviado de que
le sostenga la mirada Me aprieto contra él y me agarro con fuerza. Mi cuerpo
tiembla contra el suyo.
—¿Cómo es que siempre consigues encontrar el peor pasillo en el que
quedarte tirada? —dice Magiano, burlándose solo a medias. Acerca la cara a
mi oído y murmura algo que apenas puedo entender, una y otra vez, hasta que
los susurros de mi cabeza se desvanecen entre las sombras.
—Estoy bien —digo al fin, asintiendo contra su hombro.
Se aparta lo suficiente como para lanzarme una mirada escéptica.
—No estabas bien hace unos segundos.
Aspiro una temblorosa bocanada de aire y me paso una mano por la cara.
En cualquier caso, ¿por qué has subido aquí? ¿Me oíste llamarte? ¿Es por
lo que ha sucedido ahí afuera?
Magiano parpadea.
—¿Me estabas llamando? —pregunta, luego niega con la cabeza. Sus
labios se aprietan en una línea fina—. Esperaba que vinieras a buscarme. —
Estudio su cara, preguntándome si aún se está burlando de mí, pero ahora
parece serio. Por primera vez, veo que hay Inquisidores detrás de él. Hay una
patrulla entera con él, buscándome.
De repente, me siento completamente exhausta. Magiano ve que me
abandonan las fuerzas y de inmediato me pasa un brazo por detrás y me coge
en brazos sin ningún esfuerzo. Le dejo. Murmura una orden a los
Inquisidores, que empiezan a salir de ahí. Después de eso, cierro el ojo,
contenta de dejar que Magiano me lleve de vuelta a mis aposentos.
Página 78
Existencias:
pan negro para un día
cecina para un día
agua para 6 días
Desechos:
pan para 12 días, mohoso
agua para 12 días, no apta para beber
Adelina Amouteru
M e viene muy bien que zarpemos hacia Tamura al día siguiente, bajo
un brillante cielo azul.
Las semanas de navegación me obligarán a concentrarme en nuestra
nueva misión, a olvidarme de cómo perdí el control de mis ilusiones en ese
pasillo anoche. Magiano tampoco vuelve a mencionar el tema. Nos
dedicamos a hacer nuestro trabajo en el barco como si todo fuera bien;
celebramos reuniones estratégicas con Sergio como si nadie recordara el
incidente. Pero sé que mis Inquisidores ya se han enterado de lo sucedido. De
vez en cuando, los veo murmurando entre las sombras, me miran con
suspicacia.
Nuestra reina se está volviendo loca, deben de estar diciendo.
A veces, no soy capaz de saber si es mi locura la que está conjurando esas
imágenes, haciéndome perder la confianza. Así que intento ignorarlas, como
siempre. ¿Qué importa si estoy loca? Tengo cien barcos. Veinte mil soldados.
Mis Rosas a mi lado. Soy reina.
Mi nueva bandera es blanca y plateada, por supuesto. En el centro, el
estilizado símbolo negro de un lobo rodeado de llamas. Soy una criatura que
Página 79
estaba destinada a morir en la hoguera… pero no lo hice y quiero recordarlo
cada vez que miro esa imagen. A cada día que pasa en el mar, las banderas
blanco y plata parecen destacar más contra el oscuro y extraño gris del
océano, como una bandada de pájaros que se dirige a nuevos territorios para
anidar. Una semana se confunde con la siguiente y luego con una tercera, los
vientos flojos ralentizan nuestra marcha y debemos maniobrar alrededor de
las Cataratas de Laetes.
Al final de la tercera semana, de pie sobre la cubierta de mi nave,
contemplo el mar de barcos que nos sigue. Cada uno de ellos enarbola mi
estandarte. Sonrío ante esa imagen. La pesadilla de las pesadillas me ha
visitado otra vez anoche. Esta vez había cambiado un poco, de modo que me
despertaba una y otra vez en mi cama a bordo de este barco. Es un alivio que
mi ejército me distraiga del recuerdo.
—Nos estamos acercando a las costas de Tamura —me informa Sergio
cuando llega a mi lado. Esta mañana lleva la armadura completa, con
cuchillos amarrados al pecho y dagas cruzadas a la espalda, las empuñaduras
de otras armas sobresalen por la parte superior de ambas de sus botas. Tiene
el pelo bien peinado hacia atrás para que no se le meta en la cara, y parece
inquieto, impaciente por entrar en acción—. ¿Quieres que dé la orden de
intercambiar los estandartes?
Asiento.
—Hazlo. —Yo también estoy vestida para la guerra. Mi túnica sustituida
por armadura y el pelo recogido en una serie de trenzas apretadas, un peinado
kenettrano. Me he quitado el turbante tamurano. Era una idea tentadora, volar
por encima de Alamour con el aspecto de una chica tamurana, pero quiero
que sepan qué nación viene a conquistarlos.
—Como desees, Majestad —contesta Sergio.
Le miro de reojo. Una profunda arruga se ha formado entre sus cejas.
¿Estará pensando también en Violetta?
—Esta vez, tendremos éxito —digo. En conquistar Tamura. En encontrar
a mi hermana.
—Lo tendremos —repite él. Me ofrece un escueto gesto afirmativo, su
cara inexpresiva.
El cielo por encima de nuestras cabezas, de un azul cegador cuando
zarpamos de Kenettra, está ahora de un gris amenazador. Nubes negras
cubren el horizonte delante de nosotros. Sergio se ciñe mejor la capa
alrededor de los hombros, sus ojos fijos y concentrados en la tormenta que se
avecina. Lleva trabajando en esta tempestad desde que zarpamos y ahora es
Página 80
tan fuerte que puedo sentir las chispas en el aire, el cosquilleo sobre los
brazos.
—Mares negros, —musita Sergio, señalando a las aguas oscuras—. Un
mal presagio.
—¡Majestad! —La voz de Magiano nos llega desde la cofa. Los dos
levantamos la vista hacia el cielo—. ¡Tierra a la vista! —Su brazo emerge por
un lado de la cofa para señalar hacia el horizonte y, cuando lo sigo, veo una
franja de tierra gris asomar debajo del cielo oscuro. Incluso desde esta
distancia, puede verse la vaga silueta de una alta muralla, reforzada por un
lado que no es nada más que un escarpado acantilado.
Un segundo después, Magiano aterriza a nuestro lado. Ni siquiera le había
visto bajar por el mástil.
—Eso es Alamour, mi amor —dice, señalando hacia el acantilado y la
muralla.
La última vez que mis fuerzas avistaron Tamura, fue para conquistar sus
territorios del noroeste. Ahora voy a invadir su capital. Los truenos retumban
a través del océano y los destellos de los relámpagos hacen brillar las nubes.
Envuelvo los brazos alrededor del cuerpo y me estremezco. Mi madre me
contaba historias sobre este lugar, de donde eran originarios mis antepasados,
y sobre las muchas veces que los ejércitos habían fracasado en su intento de
penetrar sus murallas.
Pero esta vez será diferente.
Si Violetta estuviese aquí, estaría temblando a causa de los truenos. ¿Lo
estará haciendo ahora mismo, en alguna parte de Tamura?
Sergio tiene la mano apoyada sobre la empuñadura de su espada.
—No he oído sonar sus cornetas, pero si todavía no nos han visto, lo
harán pronto. La mitad de nuestra flota va a entrar en su bahía occidental. —
Dibuja una imagen invisible en el aire, haciendo un gesto hacia las dos bahías
de la ciudad y los acantilados que discurren a lo largo de su frontera norte—.
El del oeste es su puerto principal, difícil de entrar debido al estrecho canal de
acceso. En la bahía del este es más fácil entrar, pero está llena de rocas
afiladas y cortantes. Ahí es por donde llegará la otra mitad de nuestra flota,
por donde llegaremos nosotros mismos. Podemos entrar, pero no podemos
atracar, así que entonces llamaremos a nuestras baliras—. Sergio hace una
pausa para mirarme—. Espero que estés descansada, porque vamos a
necesitar que conjures una enorme ilusión de invisibilidad para todos
nosotros.
Página 81
Asiento. Aunque los tamuranos alcancen a ver nuestros barcos ahora
mismo, no esperarán que desaparezcan todos de golpe. La invisibilidad, a
pesar de toda mi experiencia, sigue siendo la más difícil de mis ilusiones.
Volverme invisible en una ciudad suele requerir una gran dosis de
concentración, pues debo pintar por encima de mi apariencia lo que sea que
hay a mi alrededor, constantemente, a medida que me muevo. Pero aquí fuera
en mar abierto, todo lo que tengo que hacer es tejer una ilusión de cielo y olas
repetitivas para cubrir nuestros barcos. Incluso aunque cometa unos cuantos
errores, los tamuranos estarán observándonos desde lejos. Debería de ser fácil
engañarlos. Si soy capaz de tejer un manto de invisibilidad por encima de la
flota entera, no sabrán dónde estamos hasta que estemos sobre ellos.
—¿Y las baliras están preparadas? —pregunto, acercándome a la
barandilla para mirar al océano en lo bajo. Sergio asiente.
—Están preparadas. —Pero siento una inquietud inmediata en él y levanto
la vista. Cuando ve mi expresión, suspira y niega con la cabeza—. Las baliras
han estado nerviosas toda la noche. No soy un experto en su comportamiento,
pero algunos de los otros miembros de la tripulación me dicen que parecen
enfermas. Algo en el agua, quizás.
—Siempre supe que el pescado de este estrecho sabía raro —bromea
Magiano, aunque apenas lo dice como una broma. Estudio a las baliras que
rozan la superficie del agua mientras nadan. No sé distinguir si están sanas o
no, pero las palabras de Sergio me asustan.
—¿Estarán lo bastante fuertes como para llevarnos volando por encima de
la bahía oriental? —pregunto justo cuando una de ellas brota de entre las olas
con un grito tenebroso.
Sergio cruza los brazos.
—Dicen que las baliras volarán lo suficiente como para llevarnos al otro
lado de la muralla. Aunque no sé si serán capaces de sobrevivir a una larga
batalla.
—Así que tenemos que hacer que sea rápida y limpia —dice Magiano.
—En resumen, sí.
Magiano arquea una ceja en mi dirección. No lo dice, pero sé que está
deseando que tuviéramos a alguien como Gemma con nosotros. Puede que la
hubiésemos tenido, si la historia se hubiese desarrollado de manera diferente.
Pero Gemma está muerta. De todas formas, te odiaba, añaden los susurros, y
blindo mi corazón antes de permitirme pensar en ella mucho más. Los Dagas
nos estarán esperando, junto con el ejército tamurano. La idea de obligarlos a
Página 82
arrodillarse ante mí me proporciona cierta satisfacción. Por fin, suspiran los
susurros.
Al unísono, nuestros estandartes blancos y plateados se tiñen de negro y
se confunden con el cielo cada vez más oscuro. Nuestros tambores de guerra
retumban con un ruido sordo y rítmico por encima del mar. Las orillas de
Tamura se acercan más y más, y ya puedo ver las torres de la capital. Varios
barcos se han congregado en el puerto, algunos apelotonados en el estrecho
canal de entrada, listos para detenernos. Pero la tormenta de Sergio ya está
haciendo su trabajo. El océano se estrella con fuerza contra las rocas del
puerto, lanza espuma blanca muy alto por los aires y zarandea a la flota
tamurana.
Las olas también golpean con fuerza nuestros propios barcos y cuando
una se estrella contra el costado del nuestro, me inclino peligrosamente hacia
la barandilla. Mis manos la encuentran y se agarran a ella por seguridad. A mi
espalda, Magiano da un salto hacia el borde de la vela y se encarama en ella
en un abrir y cerrar de ojos. Hace una pirueta hasta la escala que sube por el
mástil mayor.
—Vas a necesitar una vista mejor —grita—. Ven aquí conmigo.
Tiene razón. Cojo su mano y me ayuda a subir el primer peldaño. Poco a
poco, trepo hacia arriba mientras el barco cabecea violentamente. La negrura
ya ha cubierto casi por completo el cielo, no queda más que un resquicio de
azul por encima de la capital, rodeado de furiosas nubes de tormenta. Gruesos
goterones de lluvia han empezado a caer sobre nosotros. Un sonoro trueno
nos sacude. Desde aquí, puedo ver la costa entera de Tamura: la bahía más
pequeña a un lado de la ciudad y la más ancha, junto a la cual navegamos
ahora peligrosamente. La boca de la bahía se abre ante nosotros y las rocas
que la bordean son afiladas e irregulares, como si las fauces de un monstruo
asomaran por la superficie del océano. Directamente detrás de ella hay una
fila de barcos de guerra tamuranos, todos aproados hacia nuestra flota y listos
para la batalla. Mientras miramos, una explosión de fuego de cañón brota de
uno de los barcos. Un disparo de advertencia.
Echo un vistazo al océano a nuestra espalda. Mis barcos de guerra
kenettranos esperan nuestra orden.
Magiano me regala su perfecta sonrisa torcida.
—¿Vamos allá, Lobo Blanco?
Me giro hacia la enorme bahía y los barcos tamuranos, levanto las manos
y tiro de mi energía. Los susurros en mi mente se despiertan, emocionados
por su libertad, y la energía en torno a mí riela en una telaraña de hebras.
Página 83
Todo mi interior es oscuridad, y mi oscuridad se estira hacia fuera, busca el
miedo en los corazones de los soldados enemigos, la ansiedad en los
corazones de los de mi propia flota. Crece en mi pecho hasta que no puedo
reprimirla más.
Así que la dejo salir… y tejo.
Las nubes por encima de nuestra propia flota brillan de un tenue color
azulado. Entonces, de repente, una criatura fantasmagórica brota del agua,
una figura de humo negro que se convierte en el fantasma de un lobo blanco,
cada uno de sus colmillos tan grande como uno de nuestros barcos, sus ojos
rojos refulgen entre la tormenta. Levita por encima de nuestra flota con la
vista fija en los barcos tamuranos. Suelta un rugido justo cuando otro trueno
ensordecedor revienta el cielo.
La flota tamurana dispara una salva entera de cañonazos en nuestra
dirección; pero sonrío de oreja a oreja, porque puedo sentir la repentina
oleada de terror en los corazones de sus soldados. Lo único que ellos ven es la
cara de un demonio.
Miro de reojo a Magiano.
—¿Preparado? —pregunto.
Me guiña un ojo. La lluvia nos empapa a ambos ya, cae a mares, y el agua
cae en cascada de su alto moño de trenzas.
—Para ti siempre estoy preparado, mi amor.
Me sonrojo un poco, contra mi voluntad, y giro la cara apresuradamente
antes de que pueda darse cuenta. Entonces, aparto mi concentración de mi
ilusión. Ahora es Magiano el que se estira con su energía. Se hace cargo de la
ilusión del lobo blanco y, mientras la mantiene en su sitio, yo tejo un enorme
manto de invisibilidad por encima de todos nuestros barcos, convirtiéndolos
en una imagen de océano negro y cielos tormentosos. Desaparecemos de la
vista entre las agitadas olas.
Las naves tamuranas siguen disparando, pero ahora me doy cuenta de que
apuntan a ciegas, solo en la dirección general de su último ataque. Ya estamos
lo suficientemente cerca de la entrada de la bahía como para ver a los
soldados tamuranos corriendo de acá para allá por las cubiertas de sus barcos,
sus turbantes empapados por la lluvia. Se me acelera el corazón, excitado al
verlos. Vengo a por todos vosotros.
Vengo a por mi hermana.
Desde abajo, me llega la voz de Sergio:
—¡Fuego!
Página 84
Nuestros cañones braman al unísono. Hacen pedazos los costados de los
barcos tamuranos y el humo y los gritos lejanos llenan el aire. Contestan a
nuestro ataque con otra salva, pero no pueden vernos. Nuestro barco alcanza
la bocana de la bahía, todavía resguardado por la invisibilidad, y Sergio nos
guía por el canal, evitando por poco las escarpadas rocas a ambos lados.
De repente, Magiano me agarra por la muñeca y tira de mí para que me
esconda mejor dentro de la cofa. Me agacho instintivamente a su lado. Un
instante después, veo lo que ha llamado su atención: baliras, provistas de
armaduras plateadas, vuelan hacia nosotros. Tardo un segundo en reconocer a
uno de los jinetes. Y el reconocimiento se produce solo por las llamas que
salen disparadas hacia nosotros.
Enzo.
Los Dagas están aquí.
Nuestro estandarte se prende por un instante, antes de que una enorme ola
vuelva a estrellarse contra nosotros y apague las llamas. Pero el fugaz atisbo
del fuego deja nuestro barco expuesto por un momento y los cañones
tamuranos apuntan en nuestra dirección. Disparan todos a una, lanzando balas
de cañón hacia nosotros.
Me estampo contra Magiano cuando uno de los cañonazos se incrusta
contra el costado de nuestro bajel. Pierdo la concentración un instante y mi
ilusión parpadea el tiempo suficiente para dejar otra vez al descubierto
nuestros barcos, como fantasmas que se mueven contra la tormenta, antes de
volver a ocultarlos a toda prisa. Desde lo alto, Enzo nos lanza otra bola de
fuego. Esta vez, impacta contra uno de los barcos que viene detrás y sus velas
delanteras estallan en llamas.
Desde otras baliras enemigas empiezan a dispararnos una lluvia de
flechas. Aprieto los dientes y me acurruco contra Magiano en busca de calor
en la cofa, escuchando el silbido de las flechas que cortan por los aires.
Nuestro barco, junto a otros dos, ha conseguido colarse en la bahía, pero no
nos movemos con la velocidad suficiente como para repeler a la flota
tamurana que nos espera. El vínculo con Enzo tira fuerte de mi corazón y
puedo sentirle estirarse hacia mí mientras yo le llamo instintivamente. Sabe
exactamente dónde estoy. En esos mismos momentos puedo verle dar media
vuelta, un jinete aparte de todos los demás, me persigue a mí.
Príncipe bastardo.
—Necesito volar —le digo a Magiano en un murmullo, mientras me
levanto agarrándome a los laterales de la cofa—. Tenemos que estar en el
aire.
Página 85
En cuanto las palabras salen por mi boca, una ráfaga de viento nos golpea.
La respuesta de Magiano se pierde en el aire mientras me coge por la cintura
y me sujeta contra la cofa, protegiendo nuestras caras del impacto. Es un
ventarrón tan fuerte que amenaza con hacernos salir volando. Solo la fuerza
de Magiano agarrado al puesto de vigía logra impedir que el viento nos lance
directamente al océano. Al mismo tiempo, una ola se estrella contra el barco
que viene detrás de nosotros con un ímpetu mucho mayor que el de las olas de
la tormenta.
—¡Veo a la Caminante del Viento! —me grita Magiano. Cuando levanto
la cabeza para mirar, señala a una balira que pasa por nuestro lado como una
exhalación, lo bastante cerca como para que vea los rizos de un rubio cobrizo
que ondean a la espalda de su amazona. Hay alguien más con Lucent, que va
encorvada, como si estuviera exhausta. Pero eso no le impide mirar en nuestra
dirección y, cuando lo hace, nos golpea otra impresionante ráfaga de viento.
El impacto me lanza por los aires. Caigo justo cuando otra ola se estampa
contra el costado del barco, después me pongo en pie tambaleándome,
parpadeo para quitarme el agua de los ojos. Magiano me coge del brazo otra
vez y logro ver el mundo un poco más nítido. La artimaña de Lucent ha hecho
que pierda la concentración por completo y ahora mi manto de invisibilidad
ha desaparecido del todo, dejando mis barcos totalmente al descubierto. Me
obligo a tragarme mi frustración, me estiro hacia mi energía de nuevo y tejo.
Poco a poco, los barcos desaparecen de nuevo en la tormenta. A lo lejos,
los jinetes tamuranos se dirigen hacia nuestra segunda flota que se aproxima
peligrosamente al margen occidental de la capital. Mi invisibilidad ha
despistado a la flotilla de barcos tamuranos que defendían la bahía principal y,
mientras observamos, varios de los nuestros logran dar un rodeo y disparar
sus cañones contra los flancos vulnerables de los bajeles enemigos más
cercanos.
Magiano me conduce hasta la barandilla del barco. Hace gestos frenéticos
a una de nuestras baliras.
—¡Nuestra! —le grita al soldado que va encaramado sobre ella.
La balira vira hacia nosotros. Vuela más bajo al acercarse al barco, luego
ameriza sobre la superficie del agua con un enorme splash. La ola nos
zarandea. Magiano se encarama a la barandilla de la cofa, se agarra bien y yo
sigo sus pasos. Cuando la balira se acerca nadando para colocarse justo a
nuestra altura, saltamos por encima de la borda y aterrizamos sobre su lomo.
El jinete original se apea zambulléndose en el agua para después trepar por el
casco.
Página 86
Magiano me sujeta con fuerza a lomos de la balira. Esta resbaladiza por la
lluvia, y agradezco las correas que nos proporcionan unos buenos puntos de
apoyo sobre su piel. La balira espera inquieta en el agua. Se gira bruscamente,
luego se impulsa hacia delante preparada para despegar.
Al hacerlo, una ola de agua oceánica me empapa las piernas. Contengo la
respiración de repente.
Sergio había mencionado antes que algo en el agua parecía estar haciendo
enfermar a las baliras. Ahora sé lo que quería decir. Algo parece estar mal en
el océano. Aquí hay una presencia venenosa, una oscuridad que parece a un
tiempo familiar y enfermiza. Me estremezco ante la sensación y frunzo el
ceño, intentando identificar qué es. He sentido esta oscuridad antes, en mis
pesadillas. La conozco. Los susurros en mi cabeza se alborotan, excitados.
Mis pensamientos se desperdigan en todas direcciones cuando el vínculo
entre Enzo y yo se tensa de repente. Doy un grito ahogado. Al mismo tiempo,
Magiano tira de las riendas de la balira y hace que subamos casi en vertical
hacia el cielo. Gira bruscamente a la derecha, uno de sus brazos agarrado con
fuerza a mi cintura. Estoy a punto de soltar un grito cuando una bola de fuego
alcanza el sitio en el que habíamos estado justo hace un momento.
Enzo aparece en el cielo a poca distancia de nosotros. Su pelo oscuro
ondea a su espalda, azotado por el viento y la lluvia, empapado por completo;
me recuerda de inmediato a la última batalla entre nosotros, cuando le miré a
los ojos y solo vi vacío. Siento dolor en el corazón, aun cuando al mismo
tiempo le odio. Vuelvo a soltar una exclamación cuando su poder empuja con
fuerza contra el mío e hinca sus garras en él. Los susurros intentan, en vano,
cortar las hebras mientras estas amenazan con convertirme en una marioneta.
Entonces, Magiano arremete contra Enzo. Imita la energía del
Exterminador y veo hilos de chispas brotar de sus manos y cruzar por los
aires en dirección a Enzo, estallan en llamas al impactar. La balira de Enzo
aparta bruscamente la cabeza del fuego, lo que le aleja de nosotros, y la
presión sobre mi energía se aligera. Vuelvo a respirar. Y entonces le ataco.
Enzo no te puede matar sin matarse a sí mismo. Solo te quiere derrotar.
Mantengo este pensamiento cerca de mí y me da fuerzas.
Doy media vuelta a nuestra balira para mirarle de frente. Al mismo
tiempo, agarro la correa que nos une y la inundo con mi oscuridad, mis hebras
se enganchan a su corazón y ahogan su energía. Enzo tiembla visiblemente,
aprieta mucho los ojos, tira fuerte de las riendas de su propia balira y la
criatura vira para alejarse de mí. Empieza a bajar en picado. Su energía
empuja contra la mía, caliente y abrasadora, el fuego quema mi negrura. Me
Página 87
estremezco. Volamos más y más bajo, hasta que Enzo vuela rozando el agua.
La lluvia azota mi cara y me paso la mano desesperadamente por el ojo para
despejarme la vista.
A través de nuestro vínculo, la energía de Enzo se abalanza sobre mí. Los
bordes de mi visión se vuelven borrosos, se difuminan por un momento, y un
destello de siluetas sombrías empieza a ocupar su lugar. No. No puedo
permitirme sucumbir a mis ilusiones ahora. Entre el caos, puedo sentir la voz
de Enzo como si estuviese hablándome directamente a mí.
No perteneces aquí, Adelina. Vuelve atrás.
Sus palabras despiertan mi ira y empujo a nuestra balira para que vaya
más deprisa. Ya estamos muy cerca de la orilla y varios de nuestros barcos
han abierto brecha en la defensa tamurana. La idea de la victoria baila en mi
mente. Pertenezco donde me da la gana. Y conquistaré Tamura del mismo
modo que te arrebaté Kenettra a ti.
Pero el fuego de Enzo me abrasa las entrañas, se enrosca alrededor de mi
propio corazón, lo encierra en un puño hecho con sus hebras. Otra capa de
sudor me cubre por entero y se me enturbia la visión todavía más. Me puedo
ver a mí misma estirándome e intentando tejer algo en el aire. No. No puedo
dejar que me controle.
Eres mía, Adelina, gruñe Enzo. Vuelve tus poderes contra tu propia flota.
No puedo detenerle. Mis manos se levantan, preparadas para cumplir sus
órdenes. Entonces siento que el mundo corta a través de mí y echo la cabeza
hacia atrás en agonía. Un manto de invisibilidad cubre de pronto la flota
tamurana, ocultándola de la mía. Al mismo tiempo, conjuro un velo de dolor
imaginario y lo lanzo sobre mis propios jinetes en medio del aire.
Los hombres aúllan. Observo la escena impotente, incapaz de respirar a
través de mi arrebato de poder, mientras mis jinetes caen de sus baliras.
Forcejeo en busca de aire. El mundo se vuelve borroso. Me obligo a
concentrarme en el vínculo. Es como si las mismísimas manos de Enzo
estuviesen apretadas alrededor de mi corazón, estrujando y estrujando hasta
que estoy a punto de reventar. Tengo que soltarme de sus manos.
Una voz clara resuena por encima de nosotros.
—¡Adelina! ¡Para! —Incluso antes de levantar la cabeza y verle, sé que es
Raffaele.
Pero no está solo. Delante de él a lomos de la balira hay una figura
pequeña y delicada, tumbada inerte sobre la piel de la enorme criatura. Es
Violetta, su pelo una oscura cortina de seda ondeando al viento. Los brazos de
Raffaele la rodean con firmeza.
Página 88
Está aquí. Con ellos.
Por un momento, todo lo que hay a mi alrededor desaparece. Todo lo que
puedo hacer es observarlos mientras Raffaele se vuelve hacia mí y abre la
boca para decir algo.
Algo pasa como un fogonazo por delante de mis ojos. Una capa blanca.
Uno de mis Inquisidores. Solo tengo tiempo de echar un vistazo a un lado
antes de ver a uno de mis propios soldados sobre una balira, abalanzarse sobre
nosotros con un garrote en alto. No tengo tiempo de pensar… ni de levantar
los brazos para protegerme. Nadie lo tiene. El Inquisidor columpia el garrote
y me da tal golpe en el hombro que salgo volando de lomos de mi balira. Los
susurros en mi cabeza chillan. El mundo parece cerrarse en torno a mí, se
vuelve más y más oscuro, hasta que no veo nada y solo oigo los gritos de
Magiano desde algún lugar muy lejano.
Entonces, todo se pone negro.
Página 89
Por el presente acordamos que, si llegara el día, mis tropas, los aristanos,
tomarán posesión del este de Amadera hasta la boca del río, y vuestras tropas,
los salanos, tomarán posesión del oeste de Amadera hasta el mismo punto. No
se derramará sangre alguna.
Adelina Amouteru
Página 90
Hay un pasillo y escaleras y la fresca brisa nocturna. Y por ahí cerca, una
voz que conozco muy bien. Magiano. Me vuelvo, anhelo su compañía, pero
no parezco capaz de ver dónde está. Suena enfadado. Su voz flota cerca de mí
y luego lejos, hasta que no le oigo en absoluto. Le van a hacer daño. Ese
pensamiento hace que toda mi energía aflore con furia a la superficie, gruño y
lanzo golpes a diestro y siniestro. Los mataré si le hacen algo. Pero mi ataque
es débil, descoordinado. Oigo gritos a mi alrededor y las cadenas se aprietan
dolorosamente sobre mis brazos. Mis fuerzas se diluyen de nuevo.
¿Dónde están todos los demás? Esa idea se me ocurre de pronto e intento
aferrarme a ella. ¿Dónde está Sergio? ¿Mi flota? ¿Dónde estoy yo? ¿Estoy
perdida en otra de mis pesadillas?
Mi recuerdo de la batalla vuelve poco a poco a mí, pedazo a pedazo. El
poder de Enzo se había hecho con el control del mío. Me atacó uno de mis
propios Inquisidores. Hasta ahí lo recuerdo. La imagen parece borrosa, pero
perdura el tiempo suficiente como para que la procese. Los Saccoristas, la
rebelión en mi contra.
Un topo, dicen los susurros. Siempre se cuelan entre las grietas.
La noche se convierte en escaleras otra vez. Estamos en el exterior y unos
soldados, soldados enemigos, me están conduciendo escaleras arriba. Levanto
la cabeza débilmente. Las escaleras se extienden sin fin a ambos lados de
nosotros y parecen conducir hasta los cielos. Imponentes torres en lo alto,
velas arden con su luz dorada en los alféizares de las ventanas y, delante de
nosotros, una serie de enormes arcadas cruzan por encima de las escaleras.
Miro más arriba, hacia donde las escaleras dan paso a una grandiosa entrada
tallada, enmarcada por columnas y cubierta de miles de círculos y cuadrados.
Hay palabras grabadas en seis de las columnas más altas.
LEALTAD. AMOR. CONOCIMIENTO. DILIGENCIA. SACRIFICIO.
PIEDAD.
Las palabras están en tamurano, pero las reconozco. Son las seis famosas
columnas de Tamura.
Entonces, me tropiezo con las escaleras y alguien me levanta en volandas.
Se me cae la cabeza.
La siguiente vez que me despierto, estoy tendida en el centro de una
enorme habitación circular. Un sordo runrún de voces resuena por todas
partes a mi alrededor. Hay velas alineadas por los bordes de la sala y la luz
proviene de algún lugar por encima de mí, suficiente para iluminar todo el
lugar. Una presión terrible empuja contra mi pecho; el habitual vínculo entre
Enzo y yo está tenso, la energía que hay en él late y tiembla. Enzo debe de
Página 91
estar en la habitación. Todavía tengo grilletes en las manos y me duele la
cabeza a rabiar, pero está vez el mundo se enfoca lo suficiente como para que
pueda pensar con cierta lógica. Me enderezo hasta quedar sentada.
Estoy en el centro de un círculo dibujado en el suelo, los bordes
adornados por círculos más pequeños. Hay tres tronos distribuidos por el
perímetro, a igual distancia unos de otros, todos ellos miran hacia mí. En cada
trono, veo sentada a una figura vestida con las mejores telas de seda dorada,
el pelo recogido bajo un turbante tamurano. La Tríada Dorada. Estoy en el
salón del trono de Tamura, sentada ante su trío de reyes.
Parpadeo para aclarar del todo mi mente y echo un rápido vistazo por la
sala. Varios soldados se enderezan y tensan desconfiados al ver que me
muevo. De inmediato, por instinto, me estiro hacia mi energía, las hebras de
miedo e incertidumbre en la sala me llaman, y tejo una red de ilusiones. La
habitación se sume en una repentina oscuridad, se llena de gritos, y un
remolino de dolor se enrosca alrededor de los soldados tamuranos más
próximos a mí. Varios de ellos chillan. Enseño los dientes y fijo mi siguiente
objetivo en los reyes.
—Estate quieta, Adelina. —Es la voz de Raffaele.
Me retuerzo en el suelo, hasta que mis cadenas no me dejan ir más lejos, y
le busco con la mirada. Está de pie al lado de uno de los tronos, las manos
cruzadas dentro de las mangas. Se le ve serio, pero su expresión no le resta un
ápice de belleza. Esta noche lleva el pelo suelto y liso, negro con mechas
color zafiro que reflejan la luz de las velas. Justo como le recordaba. Me
devuelve la mirada con calma. Los colores de sus ojos cambian con la luz.
A su lado hay varios arqueros, sus ballestas apuntan hacia mí.
—Deja caer tus ilusiones —dice Raffaele—. Estás a merced del rey Valar,
el rey Erna y el rey Joza, regentes del gran imperio de Tamura. Levántate,
reprime tus poderes y preséntate a Sus Majestades.
Me pongo furiosa, aunque sé que Raffaele tiene razón. Mis poderes no
dejan de ser solo ilusiones, no sería capaz de actuar con la rapidez suficiente
para que esas ballestas fallaran sus disparos. Me matarían en cuestión de
segundos. Varios pensamientos cruzan mi mente. ¿Por qué me ha traído
Raffaele a este lugar? ¿Por qué no me ha matado todavía? Podía haberlos
dejado disparar sus flechas sin advertirme.
Y el pensamiento más acuciante: si Violetta está aquí en Tamura, ¿por qué
no ha utilizado su habilidad contra mí? ¿Por qué no me han quitado mis
poderes?
Página 92
Aunque lo que realmente me impide atacar de nuevo es una figura
envuelta en sombras a pocos metros de Raffaele, sus ojos clavados en mí y
sus manos apoyadas en las empuñaduras de las dagas que lleva a la cintura.
Cuando mi mirada se cruza con la de Enzo, el vínculo que nos une se tensa
con tal fuerza que suelto un gritito. Nunca antes había sentido nuestra
conexión tan intensa, tan violenta. Él parece sentirlo también; incluso desde
donde estoy, noto cómo tensa la mandíbula, el movimiento de sus músculos.
Nunca había visto los ojos de Enzo tan oscuros. No brillan con la pátina
de vida que se supone que deben tener los ojos. Se ven mortecinos, apagados
y profundos, desprovistos del fuego escarlata que solía llenarlos en el pasado,
duros y vacíos. Me mira como si apenas me conociera. No dice ni una
palabra. Hago otra mueca de dolor cuando nuestro vínculo se tensa aún más,
luego se queda flácido, y se tensa de nuevo. Igual que durante nuestra batalla
en los cielos, está intentando hacerse con el control de mi poder. Pero en el
vínculo también siento su dolor, entrelazado con mi propia energía. Enzo fue
herido durante la batalla, y yo lo noto.
Me tenso indignada. ¿Cómo te atreves a intentar controlarme?
Poco a poco, dejo ir las ilusiones que mantenía sobre los soldados y
guardo mi energía con cuidado dentro de mi pecho, la protejo de la de Enzo.
Varios de los soldados caen de rodillas, todavía tiemblan a causa del dolor
fantasmal. Después, alargo ambas manos con cautela para que Raffaele pueda
verlas. Si está estudiando mi energía en estos momentos, sabrá que no estoy a
punto de atacar.
Pero no me inclinaré ante un poder extranjero. Miro a uno de los reyes
con cara de pocos amigos y me satisface ver que me devuelve la mirada.
Siento la tentación de mirar a mi alrededor por el resto de la sala, de mirar a
los ojos de los otros dos reyes, pero eso me obligaría a girar por el suelo como
una pordiosera. No estoy dispuesta a hacer tal cosa.
—Mi flota —digo en cambio, levantando la barbilla sin apartar los ojos
del rey—. Mis Rosas.
—Choursdaem —le dice Raffaele al rey—. Rosaem.
El rey le dice algo a Raffaele en respuesta. No entiendo prácticamente
nada, pero si capto el deje burlón que le añade a mi nombre.
Raffaele inclina la cabeza respetuoso, luego se vuelve hacia mí.
—La guerra sigue sin cuartel en estos mismos momentos, reina Adelina
—traduce—. Nuestros ejércitos están ahora en un precario punto muerto,
porque tus fuerzas saben que te hemos hecho prisionera. Otro de tus Rosas
también está en nuestras manos. Ileso… por ahora.
Página 93
Otro prisionero. Debe de ser Magiano. Después de todo, él era el único
que iba conmigo sobre la balira y antes he oído su voz. Mi energía hierve otra
vez y Raffaele me lanza una mirada de advertencia. Con gran dificultad, trago
saliva y me contengo. La vida de Magiano depende de mí, de cómo actúe.
—Parece que te ha traicionado uno de tus Inquisidores —comenta
Raffaele.
Uno de los míos. El hecho de que Raffaele lo haya visto suceder ante sus
propios ojos me ciega de ira.
—Has infiltrado a un rebelde en mis tropas —espeto cortante—. ¿A que
sí?
—No tuve que hacerlo —contesta Raffaele—. En cualquier caso, hubieras
perdido esta batalla.
—No te creo.
Raffaele no pierde la calma.
—Que uno de tus hombres te ataque… ¿Es insólito?
No, No es insólito. Se me aparecen intentos anteriores en la mente, aunque
intento en vano reprimir su recuerdo. Los rebeldes están por todas partes.
Aprieto los dientes. Haré que despellejen vivo a ese traidor.
El rey habla otra vez y Raffaele traduce.
—¿Qué harías tú en nuestro lugar? —Un atisbo de sonrisa asoma a los
labios del rey tamurano—. Harías que nos cortaran la cabeza, estoy seguro, y
la sujetarías en alto para que la vieran bien nuestros ejércitos. He oído que eso
es lo que haces en otras ciudades conquistadas. Quizás debamos hacer
nosotros lo mismo, colgar tu cuerpo de los mástiles de nuestros barcos. Eso
debería poner fin a esta guerra con bastante celeridad.
Se me acelera el corazón, pero me niego a dejar que vea mi miedo. Me da
vueltas la cabeza. ¿Cómo voy a escapar de este lugar? Miro a Raffaele otra
vez. ¿Qué trato han hecho los Dagas con Tamura?
Y Violetta.
—¿Dónde está mi hermana? —exijo saber, la ira hace que me tiemble la
voz.
Raffaele da un paso hacia mí.
—Está descansando.
Quiere decir que no está bien. Frunzo el ceño.
—Estás mintiendo. La vi montada sobre la balira contigo durante la
batalla.
—No estaba en condiciones de luchar contra ti —explica Raffaele—. La
llevé conmigo solo para que pudieras verla.
Página 94
¿Será que Violetta no me ha quitado mis poderes porque… está
demasiado débil para hacerlo?
—Has mentido tan a menudo, Mensajero —digo con una calma
deliberada—. ¿Por qué habrías de dejar de hacerlo ahora?
—Por todos los demonios, Adelina no se merece esto —musita Michel
entre las sombras. Tiene un aspecto diferente de como le recordaba: más
delgado, las mejillas huecas; y tiene los ojos fijos en mí con un odio abrasador
—. Cortadle la cabeza y enviadla de vuelta a Kenettra. Tirad el resto de ella al
océano para que sea pasto de los peces. Siempre ha pertenecido al
Inframundo. Quizás eso lo arregle todo.
Frunzo el ceño, atónita ante la dureza de sus palabras y ante el hecho de
que provengan del mismo chico que una vez alabó mi ilusión de una rosa.
Michel sentía tanto cariño por Gemma…; cualquier amistad que hubiera
podido tener conmigo terminó el día en que la hice caer del cielo. La chica
que una vez fui se remueve inquieta en mi interior, empuja a un lado a la reina
oscura para sumirse apenada en otros recuerdos. Me doy cuenta de que no soy
capaz de recordar el sonido de la risa de Michel.
Raffaele no me quita los ojos de encima. Para mi sorpresa, los tres
regentes parecen estar esperando a que él hable. Después de otro breve
momento de silencio, da un paso al frente.
—Hay mil cosas que podríamos hacer, contigo aquí en nuestras manos —
dice—. Pero lo que vamos a hacer es dejarte ir.
Parpadeo una vez.
—¿Dejarme ir? —repito, frunciendo el ceño confusa.
Raffaele asiente una vez.
Ya está con sus manipulaciones otra vez. Él nunca quiere decir
exactamente lo que está diciendo.
—¿Qué es lo que quieres de verdad, Mensajero? —digo cortante—. Habla
claro. Estamos en guerra. No esperarás que me crea que tú y los tamuranos
me vais a soltar por la pura bondad de vuestros corazones.
En el silencio subsiguiente, uno de los reyes se vuelve hacia Raffaele y
levanta una mano enjoyada.
—Bueno, Mensajero —dice, su voz resuena por toda la sala—. Sa
behaum. —Díselo.
Raffaele se acerca a mí.
—Adelina —empieza despacio—, te soltamos porque necesitamos tu
ayuda.
Página 95
De todas las cosas que pensé que podría decir, esta no es una de ellas.
Solo puedo quedarme ahí mirándole con cara de pasmo. Entonces me echo a
reír y los susurros se unen a mis risas. Realmente debes de estar volviéndote
loca.
Algo en la cara de Raffaele hace que por fin deje de reír.
—Vas en serio —digo, ladeando la cabeza en una imitación burlona de
ese gesto suyo tan familiar—. Debes de estar desesperado para pensar que
trabajaría contigo y con los Dagas.
—No tendrás mucha elección. La vida de tu hermana depende de ello, así
como las nuestras. —Hace un gesto con la cabeza en mi dirección—. Así
como la tuya.
Más mentiras.
—¿Es por esto que me escribiste para hablarme de ella? ¿Por lo que
querías que viera a Violetta contigo? ¿Para poder utilizarla en mi contra? —
Sacudo la cabeza sin dejar de mirarle—. Eso es cruel, incluso para ti.
—Yo la acogí —contesta Raffaele—. ¿Qué hiciste tú?
Como siempre, sus palabras dan en el blanco. Esto es lo que querías,
Adelina, me adulan los susurros. Querías encontrar a Violetta, por tus
propias razones. Pues ya lo has hecho.
Raffaele continúa, interrumpiendo el silencio.
—Tu hermana cogió una vez unos documentos míos del barco real
beldeño. ¿Te acuerdas de lo que decían?
Se refiere a los pergaminos que Violetta me había enseñado el día que se
fue de mi lado. Que todos los Élites están condenados a morir jóvenes,
destruidos desde el interior por nuestros poderes. Como siempre, solo pensar
en esa teoría me deja helada. Recuerdo la testaruda herida de Teren, la sed
constante de Sergio. Mis propias ilusiones, que están escapando de mi control
con paso firme.
—Sí —digo—. ¿Qué tienen que ver conmigo?
Raffaele mira a los reyes uno a uno. Asienten una vez en silencio, dándole
algún tipo de permiso tácito. Al hacerlo, varios soldados tamuranos se acercan
a mí desde donde habían estado montando guardia por los bordes de la sala.
Me pongo tensa a medida que se acercan. Raffaele me hace un gesto con la
cabeza, luego empieza a andar hacia la entrada de la sala.
—Ven conmigo —dice.
Enzo se mueve un poco donde está, como si él también quisiese
acompañarnos, pero se detiene cuando Raffaele niega con la cabeza.
Página 96
—Su poder te afecta demasiado —me dice Raffaele—. Tienes que estar
sola para esto.
Varios de los presentes van tras él. Unos soldados me levantan con
rudeza, sueltan las cadenas del suelo y me instan a avanzar. Salimos de la sala
y entramos en un pasillo, a continuación abandonamos el recinto del palacio y
bajamos en dirección a la orilla del mar. La presión de mi pecho se aligera y
todo mi cuerpo se relaja, aliviado, cuando las paredes y las colinas se
interponen entre mí y el vínculo que me ata a Enzo. Es una noche oscura; la
única luz proviene de dos delgados rayos de luz de luna que puedo ver asomar
entre las nubes. La tormenta que Sergio arrojó sobre los océanos ya se ha
dispersado, pero el olor a lluvia todavía cuelga denso en el aire y las hierbas
están mojadas y relucientes. Estiro el cuello, buscando. En algún sitio allá
afuera, entre las olas, están mis barcos. Y Sergio. Me pregunto lo que está
pensando. Me pregunto a dónde habrán llevado a Magiano.
Seguimos adelante hasta que llegamos a la orilla. Allí, Raffaele se acerca
a nosotros y les murmura algo a los soldados. Me empujan hacia el agua. De
repente, me da la sensación de que quieren ahogarme en el océano, de que eso
es de lo que trata todo este ritual. Forcejeo un momento, pero no sirve de
nada.
Avanzo a trompicones. Para mi sorpresa, Raffaele se pone a mi lado.
Estamos pisando ya la arena mojada; miro al frente mientras las olas vienen
hacia nosotros. El agua y la espuma del mar suben rodando por la playa.
Contengo la respiración de pronto cuando el agua fría resbala por encima de
mis pies. Raffaele también la deja correr por sus piernas, empapa los bajos de
su túnica.
Lo vuelvo a sentir de inmediato. Durante la batalla, no había sentido más
que un rápido fogonazo de la extraña oscuridad del océano, y luego lo había
olvidado. Pero ahora, con el mundo a mi alrededor lo suficientemente
silencioso como para que pueda concentrarme, puedo sentir la muerte en el
agua. El mar retrocede, luego avanza de nuevo. Y de nuevo empapa la mitad
inferior de mis piernas. Y de nuevo, doy un grito ahogado al sentir la gélida
energía que ronda por las profundidades.
Raffaele me mira, sus ojos brillan de colores diferentes en la noche.
—Tú, más que nadie, deberías estar familiarizada con esta energía.
Frunzo el ceño. La sensación me revuelve el estómago, todo lo malo que
hay en ella me da náuseas; pero al mismo tiempo, me doy cuenta de que
deseo que me vuelva a alcanzar la siguiente ola, anhelo otra dosis de esta
oscura energía.
Página 97
—Sí —digo automáticamente, casi contra mi voluntad.
Raffaele asiente.
—¿Te acuerdas del día en que puse a prueba tus poderes por primera vez?
—me pregunta—. Recuerdo bien tus alineaciones. Ambición y pasión, sí…
pero sobre todo, miedo e ira. Tú eres la única persona que conozco nacida de
los dos ángeles que custodian el Inframundo. Tu energía está vinculada al
Inframundo más que la de cualquier otra persona que haya conocido jamás.
Este poder que siento en el agua… es energía del Inframundo.
Raffaele está muy serio.
—Los Élites existen solo a causa de un desequilibrio entre el reino mortal
y el inmortal. Las fiebres de la sangre mismas fueron temblores en nuestro
mundo provocados por un desgarro accidental entre esos reinos. Nuestra
existencia desafía al orden natural, desafía a la Muerte misma. Que la reina
Maeve trajera a Enzo de vuelta solo ha acelerado el proceso. Se está
produciendo una fusión entre los dos reinos que está envenenando poco a
poco todo lo que hay en nuestro mundo.
Me estremezco. El agua vuelve a subir por la arena y yo cierro el ojo, a un
tiempo asqueada y atraída por aquella energía oscura.
—La razón por la que convencí a los reyes tamuranos de que te soltaran, a
condición de que haya una tregua —continúa Raffaele, sus ojos fijos en el
horizonte nocturno—, es porque necesitamos tu ayuda para solucionar esto.
Tamura ya está sintiendo los efectos en sus costas. Si no hacemos algo pronto,
no solo morirán todos los Élites, sino que también lo hará el mundo entero.
Me quedo ahí mirando al horizonte, reacia a dejar que Raffaele tenga
razón. Obviamente, esto es ridículo.
—¿Qué tienen mis alineaciones que ver con todo esto? —digo al final.
Raffaele suspira e inclina la cabeza.
—Creo que más vale que te llevemos a ver a tu hermana.
Página 98
He probado todas las raíces, hojas y medicinas que conozco, pero no ha
funcionado nada con ninguno de mis pacientes. Solo dos han sobrevivido,
ambos con las manos descoloridas. Mencionó usted a un niño de seis años con
cicatrices en la cara. ¿Aún vive?
Adelina Amouteru
V ioletta.
Apenas la reconozco.
Su piel, antes de un precioso y profundo color aceitunado, está ahora de
un blanco ceniciento, y oscuras marcas moradas, parecidas a moratones,
cubren sus brazos y piernas. Incluso suben por su cuello. Sus ojos están
hundidos por la enfermedad y su cuerpo está mucho más delgado de lo que
recuerdo. Se remueve al oírnos entrar en su habitación. Me pregunto si
todavía puede sentir nuestros poderes por ahí cerca.
Raffaele se acerca hasta ella, después se sienta con cuidado sobre el borde
de la cama. Al cabo de un momento, yo también me acerco. Quizás esta ni
siquiera sea mi hermana, sino una chica que han confundido con ella. Violetta
no tiene marcas. Ella no tiene la piel pálida. Esta no puede ser ella. Me acerco
más, hasta que la estoy mirando directamente a la cara, estudio sus facciones
de cerca. Tiene el pelo húmedo, la piel perlada de sudor. Su respiración es
superficial, como si no consiguiera aspirar el aire suficiente.
Mira lo que han hecho, sisean los susurros, y me encaro con Raffaele.
—Tú le has hecho esto —digo en voz baja y amenazadora. Mis cadenas
entrechocan con un ruido metálico. Los soldados alineados por las paredes de
la alcoba de Violetta tensan sus ballestas, las flechas emiten un pequeño
chasquido cuando apuntan hacia mí—. Esos moratones en sus brazos y
Página 99
piernas… —Hago una pausa para echar otro vistazo a las marcas que la
desfiguran—. Has hecho que le dieran una paliza, ¿verdad? Sí que la estás
utilizando en mi contra.
—Sabes que eso no es verdad —contesta Raffaele. Y aunque no quiero
creerle, puedo ver en sus ojos que tiene razón. Trago saliva, intento reprimir
mi propio miedo y revulsión ante el aspecto de mi hermana.
—¿Desde cuándo tiene Violetta estas marcas? —pregunto.
Esperaba que Raffaele no fuera capaz de sentir el cambio en mi energía,
pero me mira y ladea la cabeza en un gesto sutil y familiar, los labios
ligeramente fruncidos.
—Cuando te escribí aquella carta, las marcas habían aparecido justo la
noche anterior.
Ha pasado apenas un mes desde entonces.
—Es imposible que haya cambiado tan deprisa.
—Nuestros poderes nos afectan a cada uno de formas diferentes, a
menudo al revés de como nos dan nuestras fuerzas —explica Raffaele con
una calma exasperante—. Las habilidades de Violetta la hacían inmune a las
marcas de la fiebre de la sangre, igual que los poderes de vuelo de Lucent la
hacían ligera y fuerte. Ahora se han revertido. El contacto del mundo inmortal
con el nuestro es venenoso.
Vuelvo a mirar a Violetta. Se mueve un poco, como si sintiera mis ojos
sobre ella, y mientras la miro, su cara se vuelve hacia mí en la almohada. Sus
párpados aletean. Entonces abre los ojos por un instante y me mira. Me quedo
boquiabierta al ver el color de sus iris. Son grises, como si los colores
intensos y oscuros que siempre habían estado ahí estuviesen ahora
difuminándose poco a poco. No dice nada.
Siento una chispa de indignación. No es posible que Raffaele sienta
compasión del estado de Violetta, su compasión siempre viene con un precio,
una petición. Porque necesitamos tu ayuda, dice. Igual que me necesitaba
cuando fui miembro de la Sociedad de la Daga y luego me expulsó cuando ya
no le servía.
¿Por qué habría yo de ayudar ahora a un mentiroso y un traidor? Después
de todo lo que me han hecho pasar los Dagas, ¿cree sinceramente Raffaele
que voy a luchar por sus vidas solo porque esté usando a mi hermana
moribunda en mi contra? Soy el Lobo Blanco, reina de las Tierras del Mar,
pero para Raffaele, simplemente soy útil otra vez y eso hace que esté
interesado en mí de nuevo.
Página 100
Uno de los otros Dagas habla antes de que pueda hacerlo yo. Es Lucent,
se frota los brazos sin parar, como si intentara mantener a raya un dolor.
—Esto es absurdo —masculla—. El Lobo Blanco no nos va a ayudar, ni
siquiera por el bien de su hermana. Y aunque lo haga, nos traicionará, como
ha hecho siempre. Solo está interesada en sí misma.
La miro con cara de odio y ella me devuelve la misma mirada. Solo
cuando Raffaele le hace un gesto cortante aparta la mirada, cruza los brazos y
deja escapar un gruñido. Raffaele se vuelve hacia mí.
—Conoces el mito de Laetes, ¿verdad? El ángel de la Alegría.
—Sí. —Los pasillos de la Corte Fortunata habían estado decorados con
cuadros del hermoso Laetes cayendo de los cielos. Teren me había contado la
leyenda una vez, cuando me enfrenté a él en la Torre de la Inquisición y le
arrebaté a Violetta. ¿Recuerdas la historia de cuando Denarius desterró a
Laetes de los cielos y le condenó a vagar por el mundo como un hombre
hasta que su muerte le enviara de vuelta con los dioses? Me hace pensar en
Magiano y su alineación con la alegría, en que Magiano probablemente esté
en las profundidades de los calabozos ahora mismo, donde no puedo
alcanzarle.
—Las estrellas y el paraíso celestial se mueven a un ritmo distinto al
nuestro —explica Raffaele—. Lo que les sucede a los dioses no se siente en
nuestro mundo hasta varias generaciones más tarde. La caída de la Alegría al
mundo mortal abrió una brecha en las barreras entre lo mortal y lo inmortal.
Fue su caída la que provocó las oleadas de fiebre de la sangre que barrieron
nuestras tierras. La que dio lugar a los Élites. —Raffaele suspira—. El
plateado siempre cambiante de tu pelo. Las mechas color zafiro del mío. Mis
ojos. Son reminiscencias de las manos de los dioses al tocarnos, sus
bendiciones. Y es el veneno que nos está matando.
El fantasma de las palabras de Teren vuelve a mí con tal fuerza que me
siento como si estuviera otra vez en la Torre de la Inquisición, mirando a sus
ojos color hielo. Eres una abominación. La única forma de curarte de esta
culpa es expiarla salvando a tus compañeros de abominación. No debíamos
existir, Adelina. Nunca debimos ser. Y de repente, sé por qué necesita
Raffaele mi ayuda. Lo sé antes de que pueda decirlo.
—Necesitas mi ayuda para cerrar la brecha entre nuestros mundos.
—Todo está conectado —dice Raffaele, una frase que me dijo Enzo
cuando estaba vivo—. Estamos conectados al punto en donde cayó Laetes,
donde la inmortalidad se toca con la mortalidad. Y para arreglar lo que se ha
Página 101
torcido, tenemos que sellar el lugar que nos dio vida, con las alineaciones de
cada uno de nosotros.
Tenemos que devolver nuestros poderes.
—Somos los hijos de los dioses —termina Raffaele, confirmando mi
miedo—. Solo nosotros podemos entrar en el reino inmortal como mortales.
—¿Y si me niego? —pregunto.
La naturaleza tranquila de Raffaele siempre me ha calmado y me ha
puesto nerviosa al mismo tiempo. Baja los ojos.
—Si no lo haces —contesta—, en cuestión de unos pocos años, el veneno
del mundo inmortal lo matará todo.
Miro a mi hermana otra vez. El cuerpo de Violetta se está colapsando bajo
el peso de sus poderes. Los huesos cada vez más huecos de Lucent. El
cansancio y la sed perpetua de Sergio. Las heridas sin curar de Teren. Y yo.
Mis ilusiones cada vez peores, mis pesadillas dentro de pesadillas, los
susurros en mi cabeza. En estos mismos momentos están parloteando,
parloteando, parloteando.
—No —digo. Las voces le bufan al cuerpo de mi hermana. No le debes
nada, gruñen, se agitan y salen reptando de sus cuevas.
Raffaele me observa.
—Te estás quedando sin tiempo —dice—. Violetta no durará mucho así.
Le miro furiosa.
—¿Y qué te hace pensar que me importa si se muere?
—Todavía la quieres. Lo noto.
—Siempre crees que lo sabes todo.
—¿Y? ¿No haces tú lo mismo?
—No.
Raffaele entorna los ojos.
—Entonces, ¿por qué venir desde Tamura en su busca? ¿Por qué
preguntar por ella? ¿Por qué ir tras sus pasos por todo el mundo con la excusa
de conquistar nuevos territorios?
Al oír eso, los susurros se convierten en gritos. Porque ella no es quién
para darme la espalda.
Ataco tan repentinamente con mis ilusiones que los arqueros de las
paredes ni siquiera tienen tiempo de reaccionar. Mis poderes se abalanzan
sobre los otros como un tsunami: puñales en vuestros corazones, se retuercen,
se clavan, desgarran; apenas soy capaz de controlarlos. Incluso yo puedo
sentir el dolor, como si también se hubieran vuelto contra mí y buscaran mi
propio corazón. Lucent suelta un grito de agonía, se tambalea hacia atrás con
Página 102
los ojos como platos mientras Raffaele se agarra el pecho con una mano y
palidece. Las ballestas se tensan.
—¡Deprisa! —consigue ordenar Raffaele.
Algo pesado me golpea. No es una flecha, logro pensar antes de caer al
suelo. Me quedo sin aire de golpe. Intento respirar desesperadamente y, en ese
instante, mis poderes parpadean y se apagan, escapan de mis manos. Alguien
ha conseguido lanzar una red, pienso mareada. No, ha caído del techo…
Raffaele había adivinado cómo podría reaccionar. Unas manos rudas me
agarran de los brazos y me los ponen detrás de la espalda sin ningún cuidado.
Hago todo lo posible por reunir mi poder otra vez y defenderme, pero los
susurros se han vuelto ahora tan ruidosos y desorientadores que no consigo
concentrarme.
Abandona este lugar y termina tu conquista, espetan los susurros.
Enséñale por qué se arrepentirá de lo que te ha hecho, Violetta se agita
inquieta en la cama, ajena a nuestra presencia y perdida en alguna pesadilla
particular.
Te odio. Le lanzo el pensamiento a ella, deseosa de que lo oiga. Pienso en
cómo se acobardó durante nuestra infancia, incapaz de protegerme, y cómo se
había vuelto contra mí antes de abandonarme, cómo había intentado quitarme
algo que es mío por derecho propio. Intento retener esas imágenes en la
cabeza mientras Raffaele ordena a los soldados tamuranos que me saquen de
ahí. A lo largo del último año me he vuelto muy diestra en recordar esos
momentos, en dejar que me fortalezcan. Enumero los defectos de Violetta
para encumbrar mi poder a nuevas alturas.
Pero ahora, las imágenes que inundan mi cabeza son de una especie
diferente. Nos veo a Violetta y a mí correteando entre las altas hierbas de
detrás de nuestra vieja casa, escondidas en las tardes de verano bajo la sombra
de árboles gigantes. Está Violetta abrazándome en una sala iluminada por luz
de luna, consolándome mientras sollozo por Enzo. Y Violetta acurrucada a mi
lado durante una tormenta, temblando. Sus manos en mi pelo, entretejiendo
flores entre los mechones.
No quiero ver estas imágenes. ¿Por qué no puedo borrarlas de mi mente?
Si ella muere, te pierdes a ti misma. Esta vez no es la voz de mis
susurros… es mi propia voz. Si no vas, tú también morirás.
Mientras los soldados me obligan a ponerme en pie, Raffaele se acerca a
mí.
—Nunca estuvo previsto que existiéramos, Adelina —me dice—. Y nunca
existiremos otra vez. Pero no podemos llevarnos al mundo entero con
Página 103
nosotros. —Me mira a los ojos—. Independientemente de lo mal que este nos
haya tratado.
Entonces les hace un gesto a los soldados. Intento defenderme de nuevo,
esta vez con Raffaele como objetivo, pero algo me golpea en la parte de atrás
de la cabeza y el mundo se oscurece de golpe.
Página 104
Raffaele Laurent Bessette
C uando Raffaele va a ver a Violetta otra vez por la tarde, ella está
despierta, su fiebre un poco más baja. Aunque había estado inconsciente
mientras Adelina estuvo en su habitación, parecía como si la presencia de su
hermana le hubiese ofrecido a Violetta cierto grado de consuelo, por pequeño
que fuera. Algo que la ayudó a luchar contra el deterioro de su cuerpo.
Es el efecto contrario al que Adelina parece ejercer sobre Enzo. Raffaele
había dejado al príncipe inquieto, caminando arriba y abajo por su habitación.
La energía oscura que le rodea siempre parecía exacerbada por la proximidad
de Adelina, revuelta y lista para atacar.
—Adelina nunca accederá —le dice Lucent a Raffaele mientras
contemplan con Michel los barcos tamuranos del puerto, que todavía hierven
de marineros cargando mercancías—. E incluso si lo hiciera, ¿cómo
viajaremos con el Lobo Blanco? Apenas puedo soportar estar cerca de ella.
¿No os pasa lo mismo?
—Es una pena que le enseñara a definir bien sus ilusiones —comenta
Michel—. Ya viste lo que ocurrió en la habitación de Violetta. Atacó a los
soldados y le faltó poco para intentar matarte a ti. —Señala a Raffaele con un
gesto de la barbilla—. Tú mismo has dicho que ya no tiene remedio. ¿Qué te
hace pensar que un viaje con ella funcionará?
—No lo pienso —admite Raffaele—. Pero la necesitamos. Ninguno de
nosotros tenemos vínculo con la ira y no seremos capaces de entrar en el
mundo inmortal sin cada una de las alineaciones de los dioses. No si las
leyendas son ciertas.
—Esto podría no ser más que una pérdida de tiempo —dice Lucent—. Te
lo estás jugando todo a una teoría de algo que, según los mitos, sucedió hace
cientos de años.
—Tu vida depende de esto, Lucent —contesta Raffaele—. Igual que la de
todos nosotros. Es todo lo que podemos hacer y tenemos muy poco tiempo
para hacerlo.
Michel suspira.
Página 105
—Entonces depende de que Adelina piense que su vida también depende
de esto o no.
Raffaele niega con la cabeza.
—Si Adelina se niega, tendremos que obligarla. Aunque ese es un juego
peligroso…
Lucent parece dispuesta a responder, pero en ese instante, un joven
guardia se acerca a ellos a toda prisa. Apretado entre las manos lleva un
pergamino recién llegado.
—Mensajero —dice, haciendo una escueta inclinación de cabeza en
dirección a Raffaele antes de entregarle el papel—. Otra paloma mensajera.
Esta es de Beldain, de la reina.
La reina Maeve. Raffaele intercambia una mirada con Lucent y con
Michel, luego desenrolla el mensaje. Lucent se queda callada y abre mucho
los ojos mientras echa un vistazo al papel junto con los otros.
Raffaele lee el mensaje. Después lo lee otra vez. Le tiemblan las manos.
Cuando Lucent le dice algo, no lo oye; en lugar de palabras, oye como un
sonido amortiguado proveniente de debajo del agua, de algún lugar muy
lejano. Todo lo que oye son las palabras escritas en el pergamino, con la
misma claridad que si Maeve estuviese ahí con ellos diciéndoselas de viva
voz.
Raffaele mira por encima del hombro hacia palacio. Siente una repentina
punzada de miedo. No.
—Enzo —susurra.
Y antes de que los otros puedan impedírselo, da media vuelta hacia el
palacio y echa a correr.
Página 106
Perdió la vida apuñalado al sacrificarse por su hijo.
Descanse en paz entre los brazos de Moritas, a la deriva en la paz eterna del
Inframundo.
Adelina Amouteru
Página 107
Se me sube el corazón a la garganta. Me pongo de pie a toda prisa, avanzo
a trompicones e intento cerrar la puerta. Pero no importa lo fuerte que la
empuje, Teren entra poquito a poco, hasta que puedo ver sus ojos dementes y
sus muñecas empapadas de sangre. Cuando aparto la vista y miro otra vez al
interior de mi celda, veo el cuerpo de mi hermana tumbada en un rincón, su
cara pálida en la muerte, los labios desprovistos de color, sus ojos me miran
vacíos e inexpresivos.
Me despierto de sopetón. En el exterior, el viento aúlla. Tiemblo sobre las
piedras del suelo de mi celda… hasta que oigo mi puerta chirriar al abrirse de
nuevo. Una vez más, corro hacia ella en un intento de impedir la entrada a los
Inquisidores. Una vez más, ellos empujan más fuerte. Una vez más, miro
hacia otro lado y veo a Violetta muerta en el suelo, sus ojos me miran sin
verme. Me despierto de sopetón.
La pesadilla se repite una y otra vez.
Al final, me despierto con un grito terrible. El viento todavía aúlla al otro
lado de la puerta de mi celda, pero puedo sentir el suelo frío debajo de mí con
una solidez que me indica que debo de estar despierta. Aun así, no puedo
estar segura. Me siento bien recta, temblando, y miro a mi alrededor por la
celda. Estoy en Tamura, me recuerdo. Violetta no está aquí conmigo. Teren
está en Estenzia. Mi aliento se convierte en vaho, iluminado por la luz de la
luna.
Después de un rato, encojo las rodillas hasta la barbilla e intento dejar de
tiritar. Por los bordes de mi visión, fantasmas de figuras con garras y pezuñas
se mueven entre las sombras. Miro hacia fuera al cielo nocturno a través de la
ventana enrejada e intento imaginarme mis barcos esperándome en alta mar.
Simplemente accede a la petición de Raffaele. Accede a ayudar a los
Dagas.
La indignación bulle en mi pecho ante la mera idea de ceder a las
exigencias de Raffaele. Pero si no lo hago, me quedaré impotente en esta
celda, esperando a que Sergio asalte el palacio con mi ejército. Si me limito a
decir que los ayudaré, tendrán que acordar una tregua y dejarme en libertad.
Liberarán a Magiano. La idea da vueltas y vueltas en mi cabeza, cada vez a
mayor velocidad.
Raffaele te ha traicionado muchas veces en el pasado. ¿Por qué no usar
esto como oportunidad para traicionarle a él? Accede. Simplemente accede.
Entonces podrás atacarlos cuando menos se lo esperen.
Parece demasiado fácil para ser verdad, pero es la única forma que tengo
de salir de esta prisión. Levanto la vista e intento deducir cuándo se producirá
Página 108
la siguiente rotación de soldados ante mi puerta.
Las hebras tiran otra vez, fuerte. Una punzada de dolor me atraviesa de
lado a lado. Me agarro el pecho, frunzo el ceño… esto es lo que sentí en mi
sueño, cuando la corriente tiraba de mí hacia el fondo. Pero mi pesadilla ya ha
terminado. Me invade un repentino temor y aprieto el ojo con fuerza. Quizás
todavía esté metida en una.
El tirón de nuevo. Esta vez duele lo suficiente como para que se me
agarrote todo el cuerpo. Echo una ojeada hacia la puerta. El tirón es de Enzo.
Ahora reconozco el fuego de su energía, sus púas en mi corazón, igual de
clavadas que las mías en el suyo. Algo va mal. Cuando el tirón llega de nuevo,
la puerta chirría… y después, se abre.
Los guardias no están ahí. En su lugar veo a Enzo, envuelto en sombras.
Se me atasca el aire en la garganta. Sus ojos son pozos de negrura,
completamente desprovistos de cualquier chispa de vida. Su expresión es
inexistente, sus facciones parecen talladas en piedra. Mis ojos bajan hacia sus
brazos. Esta noche los lleva descubiertos, una masa de carne destrozada.
Se me hiela el corazón.
¿Le ha enviado Raffaele? Debe de haberles dicho a los guardias que se
apartaran y le dejaran pasar. Me quedo ahí mirándole, no tengo muy claro lo
que hacer a continuación.
—¿Por qué estás aquí? —susurro.
No responde nada. Ni siquiera sé si me ha oído. A cambio, sigue
avanzando. Su forma de andar parece distinta, aunque no consigo identificar
por qué parece extraña. Hay algo… irreal en ella, algo rígido e irregular,
inhumano.
Lleva dagas en ambas manos.
Todavía debo de estar en una pesadilla. Enzo entorna los negros pozos de
sus ojos. Intento empujar a través de nuestro vínculo para leer sus
pensamientos, pero esta vez no siento nada excepto una oscuridad que todo lo
consume. Está más allá incluso del odio o la ira; no es una emoción en
absoluto, sino una falta de toda emoción y vida. Es la Muerte en persona, se
extiende por el recipiente que es el cuerpo de Enzo y tira de mí a través de las
hebras de energía que nos atan. Al tacto, parece fría como el hielo. Me
estremezco, retrocedo y me aprieto contra la pared. Pero las frías garras de la
energía cambiada de Enzo siguen estirándose hacia mí, se acercan más y
más… hasta que se enganchan a mí y tiran con fuerza.
Mi energía da una sacudida. Los susurros en mi cabeza escapan de mi
control y rugen en mis oídos. La abrumadora sensación me hace gritar.
Página 109
Empiezo a perder el control de mi energía y los susurros adoptan poco a poco
la voz de Enzo… y después, un tono nuevo, uno del Inframundo.
—¿Qué quieres? —Intento retroceder más aún, arrastrando las cadenas
conmigo, hasta que ya no puedo ir más lejos. Enzo se acerca a mí hasta que
entre nosotros solo se interponen su armadura y mi túnica. Sus ojos sin alma
me miran fijamente mientras envaina sus dagas. Sus manos se cierran en
torno a mis cadenas hasta que se vuelven de un blanco incandescente. Caen
ruidosamente al suelo. Enzo hace una mueca.
—Tienes algo que es mío —murmura Enzo, con una voz que no es la
suya. Resuena en mis entrañas y la reconozco de inmediato como la voz de
Moritas, hablando desde el Inframundo.
Ha venido a por Enzo. El vínculo entre nosotros se tensa de nuevo, me
hace gritar de dolor. Me matará con tal de llevárselo de vuelta.
—¿Por qué no saltas, pequeño lobito? —susurra Enzo.
Y, de repente, siento un deseo acuciante de salir de la celda, de subir por
la muralla y tirarme de la torre. No. El pánico revolotea por mi mente cuando
mi energía se vuelve contra mí y Enzo toma el control. Una ilusión se enrosca
a mi alrededor: ya no estoy en el piso más alto de esta torre, sino sujetando las
manos esqueléticas de la diosa de la Muerte en persona, me agarro
desesperada mientras floto en las aguas del Inframundo, intentando no
ahogarme. Unas manos frías tiran de mis tobillos.
—Tú perteneces a este lugar —dice Moritas, inclinando su cara sin
facciones hacia mí. Siempre lo has hecho.
—No me sueltes —suplico. Las palabras suenan silenciosas en mis oídos.
¡Magiano!, grito. Esto debe de ser una pesadilla, pero no logro despertarme.
Es imposible que sea real. Quizás Magiano esté por aquí cerca y me salve de
mi ilusión como hace siempre.
¡Magiano, ayúdame! Pero no está aquí.
Parpadeo y ahora estoy de vuelta en la torre de la prisión, saliendo por la
puerta abierta de mi celda, llego hasta la escalera exterior azotada por el
viento. Enzo me sigue de cerca mientras continúo avanzando. Las manos de
la Muerte atenazan mi corazón a través de nuestro vínculo y el hielo de su
contacto me quema. Varias llamas protegidas dentro de farolillos de colores
iluminan el camino con parches de luz. Guiño los ojos en la oscuridad, luego
giro la cara hacia donde las escaleras suben en espiral en torno a mi celda.
Doy un paso hacia delante, luego otro y otro. Aparece una estrecha abertura
entre las celdas, donde una delgada muralla se abre sobre el paisaje nocturno
y luego el océano más allá. Fuerzo la vista para intentar ver algún signo de
Página 110
mis barcos, pero está demasiado oscuro. El viento entumece mis dedos. Me
acerco al murete y me agarro al borde con ambas manos. El vínculo me
empuja hacia delante, me insta a saltar por encima de la muralla.
Los susurros aúllan por encima del viento. ¿Por qué no saltas, pequeño
lobito?
—¡Enzo!
Una voz nítida corta a través de mi ilusión. El Inframundo parpadea,
luego se desvanece en un remolino de humo. Estoy de vuelta en la torre,
encogida al pie de la muralla. Enzo da media vuelta para ver a Raffaele detrás
de nosotros, una ballesta en la mano. Está pálido, la cara tensa por el miedo,
los labios apretados con determinación. El viento azota su pelo hasta
convertirlo en un río furioso, y sus pálidas túnicas ondean a su espalda en olas
de seda y terciopelo. ¿Se habría despertado él también al sentir lo extraña que
está la energía de Enzo? Sus ojos saltan hacia mí un instante antes de volver
al príncipe.
Raffaele levanta más la ballesta. No me está apuntando a mí.
—Enzo —repite. Sus ojos brillan húmedos en la noche—. Déjala.
En el pasado, Enzo hubiese vacilado. Sus ojos se hubiesen aclarado, los
pozos de mortecina oscuridad hubiesen dejado paso a esos que tan bien
conozco: oscuros y cálidos, veteados de un escarlata intenso. Pero esta vez, ni
siquiera la presencia de Raffaele hace nada por borrar la muerte de la mirada
de Enzo. No siento nada de Enzo en absoluto a través de nuestro vínculo.
Antes de que pueda pensar nada más, Enzo me da la espalda, saca una
daga y arremete contra Raffaele. Las manos de la muerte sueltan mi corazón
por un instante y me aparto horrorizada de la muralla. Raffaele se queda
quieto el más breve de los instantes… luego, aprieta los dientes y dispara su
ballesta. La flecha se le clava a Enzo en el pecho. Se tambalea, pero no cae.
Raffaele levanta un brazo para defenderse, pero su instante de duda le cuesta
caro. La fuerza de Enzo es mucho mayor que la de cualquier ser humano.
Coge a Raffaele del cuello y le estampa contra la pared. Raffaele deja escapar
un grito ahogado. La daga de Enzo centellea en el aire.
No pienso, tan solo actúo. Me estiro a través de nuestro vínculo y agarro
las hebras de energía de Enzo con todas mis fuerzas. Luego tiro de ellas hacia
mí.
Enzo suelta un gruñido de irritación que apenas suena humano. Vuelve
sus ojos negros hacia mí otra vez. Mil pensamientos cruzan por mi mente. Las
hebras de su energía que estoy sujetando están tan frías que parecen quemar a
través de mi conciencia, tan tensas que parecen a punto de romperse. Echo la
Página 111
vista atrás, al momento en que Maeve le trajo de vuelta del Inframundo,
pienso en cómo le había atado a mí. Ahora la tensión de los hilos de su
energía corta mi mente.
Este no es él.
Raffaele vuelve a cargar el arma, aprieta las manos en torno a la ballesta y
dispara a bocajarro. Esta flecha le da a Enzo en la espalda. Dispara de nuevo.
Otra flecha. Enzo se encorva, el ataque por fin ralentiza sus movimientos,
pero la expresión de su rostro no cambia. Vuelve su atención a mí y, una vez
más, noto las manos de Moritas a través de nuestro vínculo.
Todavía no soy tuya, pienso entre el caos, y empujo contra ella con
determinación. La oscuridad en mi interior anega mi pecho, lucha contra el
poder de Enzo, que se estremece una vez al sentir mi contacto. Las escaleras a
nuestro alrededor se vuelven negras y están manchadas de ilusiones de
sangre; el cielo por encima de nuestras cabezas adopta un tinte escarlata.
Pero esta vez no puedo controlarle. Los ojos sin alma de Enzo se clavan
en los míos, sus dagas vuelan hacia mí.
Entonces, sin previo aviso, hinca una rodilla en el suelo. Deja caer la
cabeza. Detrás de él, Raffaele baja la ballesta, y veo una última flecha
enterrada en la espalda de Enzo, la que por fin ha dado en el blanco. La
sangre gotea sobre las piedras bajo nuestros pies. De su garganta sale un
gemido sordo y forzado cuando cae sobre la segunda rodilla y la daga se le
escapa de las manos. El vínculo entre nosotros tiembla sin control y, por un
instante, puedo sentir el dolor de sus heridas como si las hubiera sufrido yo
misma. Me desplomo en el suelo delante de él, incapaz de apartar la mirada.
Se está muriendo.
Ya no importa. El Enzo al que yo conocía murió hace mucho tiempo.
Enzo levanta la vista hacia mí. De repente, la negrura de sus ojos parece
difuminarse, sustituida por el familiar marrón de sus iris, las vetas rojas, la
chispa de vida. Veo ahí un atisbo de su viejo ser, luchando a través de la
oscuridad del Inframundo para mirarme una última vez. Es la mirada que me
dedicaba cuando bailábamos.
Este es el Enzo de verdad.
—Déjame ir —susurra. Es su voz. Es la voz que me consoló en el pasado,
la que me dio fuerzas. Y mientras intento asimilar sus palabras, los últimos
hilillos del vínculo que nos une se desenredan de mi corazón y me dejan libre.
Enzo se colapsa. Cuando los últimos retazos de mi vida y mi luz le
abandonan, parece volverse gris, como si ya no pudiera retener los colores del
mundo de los vivos. Gira la cabeza débilmente en dirección al océano. Los
Página 112
pozos negros de sus ojos por fin desaparecen y un nombre escapa de sus
labios. Lo dice tan bajito que casi no lo oigo. No es mi nombre, sino el
nombre de otra chica, una a la que conoció y amó hace años.
Después, cierra los ojos y resbala hacia el suelo. Su cuerpo se queda
inmóvil. Sé, sin duda alguna, que se ha ido.
Raffaele no dice nada. Se queda pegado a la pared, los ojos fijos en Enzo.
A continuación, tira del cuerpo del príncipe y se inclina por encima de su
cabeza. El silencio se alarga. Doy unos pasos aturdida y me arrodillo junto a
ellos. Ahora estoy lo bastante cerca para oír el silencioso llanto de Raffaele.
No me presta ninguna atención; de hecho, es como si ni siquiera supiera que
estoy ahí.
Después de un buen rato, Raffaele se aparta un poco y levanta sus ojos
color joya hacia mí, los tonos verde y oro aguados por las lágrimas. Nos
miramos sin movernos. Puedo ver la confusión en su mirada con la misma
claridad que él debe de verla en la mía.
No hacía falta que me salvaras.
Estoy aturdida. No sé qué hacer. La ausencia de mi vínculo con Enzo es
un abismo insondable, un vacío que sentí por primera vez cuando Teren mató
a Enzo en la arena de Estenzia. ¿Cuánto tiempo había sido Enzo parte de mi
mundo? ¿Cómo había sido mi vida hasta que él entró en ella? Todo lo que
puedo pensar es que le estoy perdiendo otra vez, excepto que ya le había
perdido.
No estoy preparada para morir.
Esta certeza me golpea con fuerza. El terror que había sentido mientras
estaba de pie al borde de la muralla me hace temblar sin control, atormenta a
mis sentidos. No, no estoy preparada para morir y solo hay una forma de
evitar que ocurra.
Mientras el sol empieza a asomar, contemplo a Raffaele inclinado sobre el
cuerpo de Enzo; los dos lloramos al príncipe al que ambos amábamos.
Página 113
Queridísima Madre, tengo miedo, pues hay algo que él no me está diciendo.
No tiene nada que ver con nuestra deuda, creo, ni con su conversación con el
rey.
Pero le lleva a tener terribles berrinches cada noche.
Adelina Amouteru
Página 114
En mi soñoliento estado de duermevela, puedo ver un fantasma de Enzo
caminando a nuestro lado, una ilusión que desaparece en el mismo instante en
que intento enfocar la vista en ella. Enzo ya no está, ha regresado al
Inframundo donde pertenece. ¿Cuándo se reunirá Violetta con él?, me
preguntan los susurros. ¿O Magiano? ¿Cuándo lo harás tú?
Al final, unos días más tarde, llega Raffaele rodeado de soldados. Me
sueltan. Siento las muñecas extrañamente ligeras sin las cadenas que las
lastraban. Recorremos juntos los pasillos del palacio sin decir ni una palabra.
Algo parece diferente ahora en la energía que hay entre nosotros… no sé si es
una barrera levantada o una tensión aligerada. Sin embargo, no nos llamemos
a engaños, no nos fiamos el uno del otro, ni en el mejor de los sueños. Quizás
Raffaele esté jugando con mis emociones, como ha hecho tantas veces. Desde
luego, no descartaría que fuera capaz de tal cosa.
Por supuesto que lo es, espetan los susurros. No seas tonta. Esperará
hasta que estés despistada.
Pero, por una vez, no me cuesta nada ignorar a los susurros. Hay algo en
la pena compartida que simplifica las cosas, que corta a través de la discordia.
Aunque es posible que Raffaele me esté manipulando, puede que el cambio
sea genuino. Recuerdo lo que me dijo una vez:
Adelina, yo también le quería.
Igual que yo.
Mantengo cierta distancia entre Raffaele y yo mientras caminamos. El
parece hacer lo mismo; no nos miramos mientras bajamos las largas escaleras
de las verjas principales del palacio tamurano, donde nos esperan unos
caballos. Desde ahí, cabalgamos bajo un cielo nublado que amenaza con más
lluvia.
Varios de mis barcos kenettranos han fondeado en la bahía occidental de
Alamour. Tras ella, hay una amplia extensión de llanura, salpicada de
arbustos ralos y hierbas bajas; el perfil cortante de las rocas bordea el
horizonte donde empieza la ciudad. El sol del amanecer pinta una neblina roja
por todo el paisaje, hace que la espuma del mar se vea roja y naranja. Cerca
de la orilla, las banderas de mis barcos ondean al viento. Siento que se aligera
la pesadumbre de mi pecho al verlos y los susurros se remueven alegres. Ya
no soy una prisionera. Vuelvo a ser una reina.
La comitiva avanza más despacio a medida que nos acercamos. Ahora
puedo ver mis propias tropas en formación a lo largo de la orilla,
esperándonos. Las túnicas blancas de los Inquisidores también parecen
naranjas y crema bajo esta luz tempranera, y delante de ellos espera Sergio,
Página 115
todavía ataviado con la armadura roja oscura de las Rosas. Al verme, se
ponen firmes.
A pocos pasos de mis tropas hay soldados tamuranos, encabezados por
uno de los tres reyes y flanqueados por Michel y Lucent. Entonces, veo a
Violetta. Está lejos de mí, rodeada por una patrulla de soldados tamuranos.
Uno de ellos, un enorme hombre barbudo, la lleva en brazos. Esta mañana
está despierta y más alerta que cuando la vi por primera vez. Sus ojos están
clavados en mí.
No puedo apartar la mirada de su cara. ¿Qué piensa cuando me mira? Una
extraña oleada de alivio brota en mi pecho, seguida inmediatamente por un
destello de ira. Me había pasado la mayor parte de un año conduciendo a mis
tropas a otros territorios, imaginando cómo sería encontrar a Violetta
escondida entre extraños. Ahora la he encontrado y ella me mira con
desconfianza. Tiene la habilidad de quitarles los poderes a los Dagas, pero
elige no hacerlo. Unas marcas oscuras recorren su cuello y desaparecen bajo
su túnica. Verlas me recuerda lo que le está ocurriendo, por qué estamos todos
aquí ahora mismo. Me da un escalofrío.
Violetta me mira fijamente. Por un instante, creo que va a estirarse hacia
mis poderes y arrebatármelos, como hizo una vez. Siento una repentina oleada
de pánico, pero entonces aparta la mirada. No dice ni una palabra.
Dejo escapar una pequeña exhalación. Te tiene miedo, dicen los susurros,
pero yo también aparto la mirada.
Entonces veo a Magiano. Había estado oculto debajo de una gruesa
túnica, esperando con los tamuranos, pero ahora que me ve salta del caballo
sobre el que había estado sentado. Una sonrisa me ilumina la cara de manera
automática y giro a mi caballo instintivamente hacia él. A mi lado, Raffaele
me observa en silencio; sin duda puede sentir mis emociones. Pero no me
importa. Incluso desde tan lejos, puedo ver la sonrisa de Magiano, la habitual
alegría que refleja su cara.
Las dos comitivas se reúnen por fin. Raffaele asiente en dirección a las
tropas tamuranas, que entonces permiten a Magiano venir hacia mí justo
cuando me apeo de mi propio caballo. Mantengo las manos cruzadas delante
de mí mientras se acerca. Nos detenemos a escasos centímetros el uno del
otro. Magiano parece cansado, como todos nosotros, pero por lo demás tiene
buen aspecto. Hoy lleva las largas trenzas sueltas y ondean en la brisa.
—Bueno, Majestad —dice, su deje burlón de vuelta en su voz—. Parece
que te cogieron.
—Y a ti —contesto, incapaz de reprimir mi propia sonrisa.
Página 116
Raffaele es el primero en adelantarse, completamente desprotegido, y
saluda a Sergio con un gesto de la cabeza.
—Hola, Hacedor de Lluvia —dice.
Sergio le devuelve el gesto con frialdad.
—Un placer verte de nuevo, Mensajero.
Raffaele nos echa un vistazo, luego vuelve a mirar a Sergio.
—Los tamuranos han decidido soltar a vuestra reina. Tenemos que
discutir unas cuantas cosas.
Página 117
—Recuerdo las tuyas con bastante nitidez, Adelina —comenta—. Miedo e
ira. Ambición. Pasión. Sabiduría. Cinco de las doce. —Me hace un gesto
afirmativo—. Tu hermana también se alinea con el miedo.
Miedo. No me sorprende en absoluto. El miedo es, desde luego, algo que
Violetta y yo hemos compartido desde que éramos niñas.
—Además de eso, se alinea con la alegría y la empatía… con la felicidad
y la sensibilidad.
Alegría. Sensibilidad. Pienso en los bailoteos infantiles de Violetta, su risa
chisposa, la forma cuidadosa en que solía trenzar mi pelo. Ella es todas esas
cosas; no dudo de Raffaele ni por un segundo. Me duele el corazón solo de
pensar en ella. En esos momentos, Violetta está descansando en su propio
camarote del barco. Todavía no me ha dicho ni una palabra.
—¿Cuáles son las tuyas? —le pregunta Sergio a Raffaele, incapaz de
ocultar la antipatía en su voz—. Nunca las has mencionado.
Raffaele le dedica una ligera inclinación de cabeza.
—Sabiduría —responde—. Y belleza. —Por supuesto. Sergio suelta un
gruñido, reacio a admitir las palabras de Raffaele mientras este continúa—.
Incluida la alineación de Lucent con el tiempo, nosotros solos reunimos a
nueve de los doce dioses. Sergio, tus alineaciones se solapan con estas, igual
que las de Michel. Así que tenemos que encontrar a otros con las tres
alineaciones restantes: muerte, guerra y avaricia. —Se queda callado para
mirar a Magiano—. Me gustaría hacerte la misma prueba que les hice a los
Dagas.
Magiano cruza los brazos, indignado de repente, pero después cede al ver
mi mirada. Raffaele le hace un gesto. A regañadientes, se levanta de la mesa y
va a colocarse en medio de la habitación.
—Supongo que no me creerías si me limito a adivinar mis propias
alineaciones y te las digo —masculla Magiano.
Raffaele coge un saquito que contiene una serie de gemas en bruto y sin
pulir, igual que hizo conmigo. En silencio, coloca las doce piedras en un
círculo alrededor de Magiano, que se queda muy quieto, todo el cuerpo rígido.
Puedo sentir un aura de miedo por encima de él, una nube de desconfianza
con respecto a las intenciones de Raffaele, pero no se mueve. Cuando
Raffaele termina, da una vuelta alrededor de Magiano para ver qué piedras
responden a su energía. Después de un momento, tres de las piedras empiezan
a brillar.
Diamante, de un blanco pálido. Cuarzo prasio, de un verde sutil. Y zafiro,
de un azul tan intenso como el del océano.
Página 118
Raffaele empieza a invocar a cada una de las gemas en relación a
Magiano, del mismo modo que había invocado recuerdos de mi pasado
cuando me hizo la prueba a mí. ¿Es esta la razón por la que Magiano tenía tal
inclinación por los zafiros, por la que intentó robar un tesoro entero de ellos
en el pasado, por la que deseaba el broche del Rey Nocturno con tal
desesperación?
Magiano se estremece ligeramente cuando Raffaele entra en sus primeros
recuerdos. Me pregunto qué ve y, por un instante, desearía poder ver también
esos fragmentos del pasado de Magiano. Mientras tanto, Magiano reacciona a
cada una de las pruebas de Raffaele, pero mantiene la calma a lo largo de todo
el ejercicio. Por fin llegan a la última piedra, el cuarzo prasio verde pálido.
De repente, Magiano se aparta bruscamente y sale del círculo. Tiembla de
los pies a la cabeza, la pequeña aura de miedo que flotaba por encima de él ha
explotado en una lluvia de chispas, suficientes para despertar a mi propio
poder. Raffaele retira la mano.
—Apártate de mí —le espeta Magiano.
Nunca le he visto tan alterado. Pasa por mi lado sin dedicarme ni una
mirada, se abre paso hasta el otro lado de la mesa y se acerca al ojo de buey
que da al océano nocturno. Frunzo el ceño y mi corazón se encoge por él. Su
reacción me recuerda tanto a cuando Raffaele invocó por fin al miedo y la ira
en mi interior, y provocó una tormenta de energía y recuerdos desagradables.
¿Qué había despertado en Magiano?
—Cuidado, Mensajero —le advierto, entornando el ojo en su dirección—.
Nuestra alianza no es tan sólida como para que no te mate si le haces daño.
En el silencio subsiguiente, Raffaele suspira y cruza los brazos de nuevo.
Me devuelve la mirada.
—Yo no puedo controlar cómo responde a sus alineaciones. Magiano se
alinea con la alegría y la ambición. Y con la avaricia. Tiene que venir con
nosotros, si es que quiere. —No menciona nada más sobre la prueba ni sobre
la reacción de Magiano a ella.
Respiro aliviada, voy a tener a Magiano conmigo en este viaje. Empiezo a
preguntar qué ha visto Raffaele, pero me muerdo la lengua. Se lo preguntaré a
Magiano más tarde. Alegría, ambición, avaricia. Ya tenemos diez de doce.
—Necesitamos una alineación con Moritas y con Tristius —continúa
Raffaele—. Con la muerte, por la mortalidad de los seres humanos, y con la
guerra, por el eterno salvajismo del corazón.
Guerra y muerte. Sé de inmediato que no encontraremos esas
características entre los Élites que nos acompañan, si no existen ya en mí.
Página 119
—La reina Maeve —dice Lucent en voz baja, mirando a Raffaele de reojo
—. Ella seguro que se alinea con Moritas.
Un silencio incómodo. Sé por la expresión de todo el mundo que Lucent
tiene razón, incluso sin la prueba de Raffaele. Maeve, cuyo mismísimo poder
la conecta con la muerte en persona, es sin duda hija de Moritas. Pero ¿estará
dispuesta a viajar con nuestro grupo, conmigo, que destruí su flota no hace
tanto tiempo?
—¿Y la guerra? —contesta Raffaele—. ¿Qué pasa con ella?
Lucent sacude la cabeza.
—Eso, no lo sé.
De repente, me doy cuenta de algo. Me golpea con tal fuerza que me hace
soltar una exclamación. Raffaele mira hacia mí.
—¿Qué pasa? —pregunta.
Lo sé. Sé con una certeza absoluta y abrasadora qué Élite se alinea con el
último dios. Pero no es ningún aliado mío… ni de nadie más. Y está
esperando encadenado en Kenettra.
—Teren Santoro —contesto, volviéndome hacia Raffaele—. Él seguro
que se alinea con la guerra.
Página 120
Magiano
Página 121
ordenó a los otros que le inmovilizaran. El niño chilló cuando ella le murmuró
versos cariñosos e hincó un cuchillo en el borde de su marca.
En el tercer recuerdo, el niño estaba a punto de cumplir doce años. La
niña le encontró y le habló de Magiano, un pueblo de pescadores a la orilla
del río Rojo de Domacca. Le contó que ahí había un barco que zarpaba una
vez a la semana hacia las Islas de las Brasas cargado de especias. ¿Te reunirás
ahí conmigo? ¿Esta noche?, le había preguntado la niña. Él asintió, deseoso
de ir con ella. La niña le cogió las manos y sonrió, diciéndole:
Independientemente de lo que ocurra, debemos mirar siempre hacia delante.
La alegría está ahí fuera, más allá de estas paredes.
Esa noche, el chico envolvió algunas frutas y dátiles en una manta y se
escabulló del templo. Casi había superado las verjas cuando oyó los gritos de
la niña provenientes de algún lugar próximo al altar. Volvió atrás,
desesperado por salvarla… pero ya era demasiado tarde. El Niño y la Niña de
Mensah no necesitaban nombres porque debían ser sacrificados a la edad de
doce años, el número sagrado.
Así que el niño hizo lo único que podía hacer. Huyó del templo mientras
los sacerdotes le buscaban, y no dejó de correr hasta que llegó al pueblo de
Magiano. Allí, se ocultó en la oscuridad entre las mercancías hasta que llegó
el barco. Mientras se alejaba navegando hacia la oscuridad, se hizo dos
promesas.
Una: siempre tendría un nombre, y ese nombre sería Magiano.
Y dos: independientemente de lo que ocurriera, siempre llevaría la alegría
consigo. Casi como si la llevara a ella.
Página 122
Si tu barco es capaz de capear los mares tormentosos desde las Islas de las
Brasas hasta las Tierras del Cielo, te encontrarás navegando por aguas de lo
más tranquilas, tan tranquilas que puedes estar en peligro de quedar varado.
Adelina Amouteru
Página 123
Deambulo hasta la cubierta yo sola. Incluso los marineros encargados de
los mástiles están dormidos a estas horas y el mar está tan quieto que apenas
oigo el chapoteo de las olas lamiendo el casco de nuestro barco. A poca
distancia de nosotros, navega el barco tamurano que transporta a Raffaele y a
los Dagas, varios farolillos desperdigados por él brillan en la noche. Levanto
la vista de su barco hacia el cielo. La noche está despejada. Las estrellas
salpican la oscuridad en lo alto, constelaciones familiares de los dioses y los
ángeles, mitos y leyendas de hace mucho tiempo, capas y capas tan densas
que el cielo entero centellea. Esta noche, el océano refleja su luz, de manera
que vamos navegando por un mar de estrellas.
Mi ojo se posa en una constelación consistente en un medio círculo y una
línea larga. La Catarata de Laetes. Si lo que Raffaele nos ha dicho es verdad,
no duraremos mucho en este mundo con nuestros poderes.
Independientemente de lo que suceda, de si nuestro viaje es un éxito o si
morimos por el camino, abandonaré este mundo sin poderes. Los susurros en
mi cabeza retroceden furibundos ante semejante idea. Abro y cierro las manos
sobre la barandilla. Tengo que encontrar una forma de evitar semejante
destino. Debe de haber una forma de poder seguir viviendo y conservar lo que
me hace fuerte.
Todavía puedes darles la espalda. Puedes…
El sonido de unas pisadas hace que me gire a toda prisa. A la tenue luz de
las antorchas, veo a Violetta que se dirige hacia mí, una gruesa capa por
encima de los hombros. Tiene un aspecto sombrío y enfermizo, los ojos
hundidos en las cuencas, pero se sujeta por sí sola. Se queda helada al verme.
—Adelina —dice.
Es la primera palabra que oigo de su boca desde que me dejara hace
meses. Incluso su voz suena diferente ahora: frágil y ronca, como si pudiera
romperse en cualquier momento. Hostil. Distante.
Me pongo tensa y le doy la espalda.
—Estás despierta —murmuro. Después de tanto tiempo, esas son las
únicas palabras que se me ocurre decir en respuesta.
Violetta no me contesta de inmediato. En vez de eso, se ciñe mejor la capa
alrededor del cuerpo, se acerca a la barandilla y levanta la vista hacia el cielo
nocturno.
—Sergio dice que viniste a Tamura en mi busca.
Me quedo callada un buen rato.
—Fui por muchas razones. Una de ellas da la casualidad de que tenía que
ver contigo y con el rumor de que estabas ahí.
Página 124
—¿Por qué querías encontrarme? —Violetta deja de mirar al cielo para
mirarme a mí. Cuando no respondo, frunce el ceño—. ¿O solo te acordaste de
mí después de que tu invasión fracasara?
El tono gélido de su voz me sorprende. Supongo que no debería.
—Quería decirte que volvieras a Kenettra —contesto—. Que ahí estarías a
salvo y que lo que hice…
—¿Querías decirme que volviera? —Violetta se ríe un poco y sacude la
cabeza—. Me hubiese negado, si me hubieses encontrado en circunstancias
diferentes.
Los susurros me dicen que no me preocupe por sus palabras, que son
insignificantes, pero aun así su mordacidad me duele.
—Mírate —murmuro—. Ya estás pensando otra vez lo noble que eres.
—¿Y tú? Convencida de que mejoras esos países que invades… piensas
que haces una buena acción…
—Nunca he pensado eso —espeto cortante—. Lo hago porque quiero,
porque puedo. Eso es lo que todo el mundo pretende en realidad cuando
adquiere poder y lo llama altruismo, ¿no? Yo simplemente no tengo miedo de
admitirlo. —Suspiro y aparto la mirada otra vez. Casi espero que Violetta
haga un comentario sobre mi arrebato de ira, pero no lo hace.
—¿Por qué querías encontrarme? —vuelve a preguntar Violetta, su voz
más suave.
Apoyo todo mi peso contra la barandilla, busco una respuesta sincera.
—Duermo mal cuando no estás cerca —musito al final, irritada—. Hay…
voces que me distraen cuando estoy sola.
Violetta frunce los labios.
—No importa. Aquí estoy y aquí estás tú. ¿Ya estás contenta? —Deja que
pase otro momento de silencio entre nosotras—. Raffaele me ha dicho que
llevo semanas delirando y que solo desperté después de que tú llegaras.
Lo dice con amargura, como si no quisiera reconocerlo, pero consigue que
la vuelva a mirar. Estudio su cara mientras intento averiguar lo que piensa en
realidad; pero no dice nada más. Me pregunto si sus palabras significan que
ha lamentado mi ausencia, que quizás ella tampoco podía conciliar el sueño
por las noches, si miraba el lado de su cama y se preguntaba por qué no estaba
ahí con ella. Me pregunto si sus sueños están plagados de pesadillas.
Espero a que se vaya de mi lado y regrese a su camarote, pero por alguna
razón, decide quedarse en cubierta conmigo. Ninguna de las dos estamos
dispuestas a disculparnos, ambas intentamos descifrar el mensaje oculto en las
Página 125
palabras de la otra, ninguna queremos pasar la noche sola. Así que esperamos
juntas, mientras nos deslizamos en silencio entre las estrellas.
Página 126
Cuando llegamos a la puerta del calabozo de Teren, Sergio les hace un
gesto a los guardias apostados a ambos lados. Se apartan para dejarnos pasar.
—No —les indica, cuando empiezan a seguirnos al interior, como suelen
hacer—. Entraremos solos. —Los guardias intercambian una mirada
dubitativa, pero Sergio se limita a asentir con seriedad. Inclinan la cabeza y
no se oponen a su orden.
Entramos en la sala.
Sergio ya había mandado un mensaje diciendo que los Inquisidores del
interior de la sala debían marcharse. Así que la celda está vacía, los sonidos
del agua del foso amplificados por su ausencia. La única figura que hay aquí
está sentada, encorvada, en el centro de la isla rocosa, su andrajosa túnica de
presidiario desplegada a su alrededor en un círculo. Levanta la vista cuando
entramos. Las ojeras de debajo de sus ojos parecen aún más profundas y
oscuras de lo que las recordaba; le dan un aspecto tenebroso. Sus muñecas
muestran círculos concéntricos de sangre seca y, cuando las miro más de
cerca, veo también la mancha más brillante y más húmeda de la sangre fresca.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto? —pregunta Magiano cuando
nos reunimos al borde del foso—. Puedes hablar con él desde aquí, ¿no?
—Podría hacerlo —contesto, aunque los dos conocemos la respuesta real
—. Pero no podemos viajar con alguien que tiene que estar separado de
nosotros por cadenas y un foso.
Magiano no me lo discute. En vez de eso, le da a mi mano un sutil
apretón. Su contacto me produce una sensación de calidez.
Raffaele le echa un vistazo a Violetta. Yo miro a mi hermana, que
descansa contra el hombro de Sergio. Se mueve un poco, su cara de una
palidez cenicienta, luego deja que Sergio la ayude a ponerse de pie con
cuidado. Su energía da una sacudida al acercarse a mí y una nube de miedo
flota por encima de ella. No logro distinguir si su miedo es debido a Teren o a
mí; o a ambos. Aun así, no retrocede. Concentra toda su atención en Teren,
cierra el puño y tira.
Teren abre los ojos como platos. Deja escapar una brusca exclamación,
luego se encorva aún más y araña la roca bajo sus pies. Me encojo solo de
verlo. Conozco bien esa sensación: es como si me sacasen de golpe todo el
aire de los pulmones y tensasen tanto las hebras que componen mi cuerpo que
amenazan con romperse. Teren deja escapar un gruñido suave, después nos
mira otra vez con odio en los ojos.
Violetta baja el brazo y respira hondo. Está temblando un poco; la luz de
los farolillos resalta el temblor de su túnica. ¿Tiene la suficiente fuerza
Página 127
siquiera para utilizar su poder?
—Está preparado —susurra.
Sergio coloca el puente de cuerda que nos llevará al otro lado del foso.
Teren observa cómo nos acercamos, los ojos fijos primero en mí, luego en
Raffaele. Mantiene la vista en el rostro de Raffaele; yo miro a este por encima
del hombro, para ver si su cara muestra alguna reacción. Pero fiel a su
entrenamiento como consorte, ha retomado su actitud tranquila, su miedo es
ahora una sutil corriente subyacente bajo un velo de acero. Mira a Teren a los
ojos sin pestañear y sin mostrar emoción alguna. Si se ha dado cuenta de las
heridas de las muñecas de Teren, no se nota.
—Bueno, Majestad —dice Teren en su habitual tono burlón, dirigiéndose
a mí sin apartar los ojos del rostro de Raffaele. Una sonrisita juguetea en sus
labios y hace que un escalofrío recorra mi columna—. Esta vez has traído
contigo a un enemigo mutuo. Tus gustos en materia de tortura parecen haber
evolucionado.
—Vaya, es incluso más simpático de lo que le recordaba —musita
Magiano desde el otro lado del foso.
Yo no digo nada. En lugar de eso, espero hasta estar reunidos a pocos
metros de él, nos quedamos a la distancia de seguridad hasta la que Teren no
puede llegar con sus cadenas.
Los ojos de Teren vuelven a encontrar los míos.
—¿Por qué está él aquí? —pregunta en voz baja.
Me vuelvo hacia Sergio y hago un gesto afirmativo.
—Quítale las cadenas.
Un destello de sorpresa cruza la cara de Teren. Se pone tenso cuando
Sergio se le acerca, con una mano apoyada en la empuñadura de su espada, y
se agacha hacia sus muñecas. Sergio gira una llave en la cerradura de los
grilletes. Caen ruidosamente al suelo uno tras otro.
Me preparo. Teren se abalanzó a por mí la última vez que le visité en los
calabozos, puede que vuelva a hacer lo mismo ahora, incluso sin sus poderes.
Sin embargo, se limita a ponerse de pie y mirarme fijamente.
—¿Y ahora qué quieres, pequeño lobito? —pregunta.
En la orilla del otro lado del foso, Magiano se mueve. Puedo sentir su
nerviosismo y mi energía se estira para cogerlo. Dejo que me fortalezca. Ya le
he mentido antes a Teren, puedo hacerlo otra vez.
—¿No has odiado siempre la existencia de los Élites, Teren? —pregunto
—. ¿No has deseado siempre vernos destruidos, desterrados al Inframundo?
Página 128
Teren no responde. No necesita hacerlo, obviamente, todo el mundo
conoce sus respuestas a estas preguntas.
—Bueno —continúo—, pues creo que, después de todo, los dioses quizás
te concedan tu deseo.
La sonrisa tenebrosa de Teren se desvanece.
—No juegues con los dioses, Adelina —me advierte.
—¿Quieres saber más?
Teren se ríe irónico. Da un paso hacia mí, ya está lo bastante cerca como
para alargar los brazos y cogerme del cuello, si quisiera.
—¿Tengo alguna opción?
—Podemos irnos, por supuesto. Podemos volver a ponerte los grilletes.
Puedes quedarte ahí encogido por toda la eternidad, sin volver a ver la luz del
día, sin morir jamás. Eso es también parte de tu poder, ¿no? Demasiado
fuerte, demasiado invencible para morir y poner fin a tu propia miseria… Qué
ironía. —Ladeo la cabeza en su dirección—. ¿Entonces? ¿Quieres saber más?
Teren sigue mirándome sin pestañear.
—Siempre con tus jueguecitos —dice al final.
Miro a Raffaele de reojo.
—Vas a tener que confiar en nosotros por un momento.
Teren se ríe al oír eso, sacude la cabeza.
—¿Qué ha significado nunca la confianza para ninguno de vosotros? —
Pero cuando Raffaele se adelanta para colocar sus gemas en un amplio círculo
alrededor de Teren, este no reacciona. Observa sus movimientos, toma nota
de cada una de las piedras. Al acabar, Raffaele da un paso atrás y cruza los
brazos. Yo también estiro el cuello, curiosa de pronto. ¿Qué recuerdos del
pasado de Teren verá Raffaele? ¿Con qué se alinea?
¿Qué pasa si después de todo no se alinea con lo que necesitamos?
La sala se queda en silencio. Raffaele frunce el ceño en señal de
concentración mientras estudia cada una de las gemas. Mientras observamos
la escena en la oscuridad, tres de las gemas se iluminan con un resplandor
sutil. Una es blanca, la reconozco al instante como diamante, como ambición;
luego, una azul, llamativa y brillante; por fin, una de un escarlata tan intenso
que parece que la gema esté sangrando. Suelto el aire que estaba conteniendo.
Reconozco el resplandor azul, es el mismo que el de una de mis propias
alineaciones, la alineación con Sapientus, por la sabiduría y la curiosidad.
Pero la escarlata…
Cuando Raffaele estira la mano, Teren se pone tenso, luego suelta una
exclamación ahogada. Sus ojos parecen desenfocados, como si estuviera
Página 129
reviviendo un recuerdo… entonces hace una mueca de dolor, cierra los ojos
con fuerza y mira hacia otro lado. Le observo, fascinada, recordando mis
propias pruebas. Nunca había visto a Teren tan vulnerable como ahora, su
mente abierta no solo a otra persona, sino a alguien que es su enemigo. Una y
otra vez, Raffaele se estira, y una y otra vez, Teren se encoge y se aparta de
él. Ambición. Sabiduría. Y…
De repente, Teren suelta un gruñido y se abalanza sobre Raffaele.
Raffaele da un rápido paso atrás justo cuando Sergio se interpone entre
ambos. Ha desenvainado la espada antes de que yo haya tenido tiempo de
parpadear. Golpea a Teren en el pecho con la empuñadura, fuerte, luego le
empuja rudamente hacia atrás. Teren se tambalea y cae de rodillas. Espero,
con el corazón en la boca, mientras Teren se queda ahí tirado con la cabeza
gacha. Está resollando. No dice nada.
Raffaele está pálido. Asiente, confirmando lo que ya habíamos adivinado.
—Rubí —dice, y su voz resuena por toda la mazmorra—. Por Tristius,
hijo del Tiempo y la Muerte—. Su mirada se desliza hacia mí—. El ángel de
la Guerra.
Vuelvo a soltar al aire retenido. Teren tiene la alineación que nos faltaba y
tanto necesitamos.
—¿Por qué estáis aquí? —bufa Teren entre dientes. Todo atisbo de su
naturaleza burlona ha desaparecido, sustituida ahora por una ira cruda—.
¿Qué quieres? ¿Qué queréis?
Doy un paso hacia él y me agacho hasta que nuestros ojos quedan a la
misma altura.
—Teren —digo con suavidad—. Algo le está ocurriendo al mundo. A ti, a
mí, a todos los que estamos aquí. El Inframundo inmortal se está filtrando en
el mundo real, envenenando todo lo que hay en él. —Le explico lo que
Raffaele me ha contado, lo del veneno en las aguas oscuras, las baliras
moribundas, sus heridas que ahora se curan más despacio de lo que lo habían
hecho jamás—. Creemos que somos los únicos que podemos detenerlo. Los
Élites. Y tú te alineas con el mundo inmortal de un modo que aún
necesitamos. —Teren mantiene la cabeza gacha y, en cierto modo, una parte
de mí se compadece de él. ¿Qué había desenterrado Raffaele de su pasado?—.
Quiero que vengas con nosotros.
Teren deja escapar una risa entrecortada. Levanta la cabeza y contengo la
respiración cuando sus ojos incoloros encuentran los míos, ventanas llenas de
locura y tragedia.
Página 130
—Tenemos una historia desagradable los dos juntos, pequeño lobito —me
dice—. ¿Qué te hace pensar que puedo tener ganas de ayudarte?
—La última vez que trabajamos juntos, otra persona se interponía entre
nosotros —le contesto.
Teren se inclina hacia delante. Está tan cerca que puedo sentir su aliento
sobre mi piel.
—La persona que se interpone entre nosotros dos eres tú —espeta cortante
—. Solo podemos ser enemigos.
Reprimo el odio que siento por él.
—Cuando nos conocimos, me dijiste que me merecía regresar a las aguas
del Inframundo. Que todos los Élites son abominaciones, que nunca estuvo
previsto que camináramos por este mundo. —Entorno el ojo al mirarle—.
Pero dime, Teren. Si tú eres un demonio y yo soy un demonio, abominaciones
a los ojos de los dioses, entonces ¿por qué me han dado los dioses el trono de
Kenettra? ¿Por qué gobierno las Tierras del Mar, Teren, y todos los ejércitos
caen ante mis pies? ¿Por qué, Teren, siguen los dioses recompensándome?
Teren me mira con cara de odio.
—Tú naciste hijo de un Inquisidor en Jefe —continúo—. Toda la vida te
han enseñado que eras menos que un perro, y te lo has creído. Incluso la
mujer a la que amabas te dijo que no eras nada. Te dio la espalda, de un modo
que me hace palidecer en comparación. —Entonces levanto la cabeza y le
miro a los ojos—. ¿Qué pasa si estás equivocado? ¿Qué pasa si los dioses te
enviaron, así como al resto de nosotros, no porque nunca estuvo previsto que
existiéramos, sino porque siempre estuvo previsto que existiéramos?
—Eso no es posible —contesta Teren con calma, pero no responde a mi
pregunta.
—¿Es posible que los dioses nos crearan para salvar al mundo, en lugar de
para destruirlo? —insisto, conociendo bien las palabras que le ablandarán—.
¿Es posible que nos crearan para deshacer algo que se había roto, para que
pudiéramos sacrificarnos un día?
Teren se queda callado.
—Entonces —dice al fin— ¿quieres que me una a vosotros en esta misión
de arreglar la fisura entre los mundos? ¿Por qué haría yo eso?
—Porque te necesitamos —respondo—. Y tú sigues siendo el Élite más
poderoso que conozco.
Sin previo aviso, Teren estira el brazo a la velocidad del rayo y me agarra
de la muñeca. Su agarre es como el hierro, doloroso, implacable. Contengo la
Página 131
respiración bruscamente al sentir su contacto. Sergio empieza a desenvainar
su espada, aunque se queda a medias. Magiano grita una advertencia.
—Podría matarte ahora mismo, Adelina —susurra Teren—. Podría
romperte todos los huesos del cuerpo; podría convertirlos en polvo, y no hay
nada que tus hombres pudieran hacer para detenerme. Eso debería
demostrarte que los dioses no están de tu lado. Sigues siendo la misma
chiquilla temblorosa que até al poste de la hoguera aquella mañana.
Mi odio hacia Teren arde con fuerza, negro y furioso, rebasa a mi miedo y
al dolor de mi muñeca entre sus manos. Detrás de mí, la energía de Magiano
se mueve inquieta. Miro a Teren a los ojos, sin alterarme.
—Y aun así, aquí sigo, de pie ante ti. Tu reina.
Mis palabras han despertado la duda en su interior. Noto un destello en
sus ojos que no había visto nunca antes. Se está preguntando si es posible que
tenga razón. Y tengo razón, ¿verdad? Los dioses me han bendecido. Han
librado a este mundo del rey kenettrano que nos despreciaba, luego de su
reina que nos había utilizado y manipulado. Los dioses pusieron en el trono a
una chica nacida de un padre que quería verla muerta. Me han salvado la vida
una y otra vez. Me lo han dado todo.
Y tú apartaste a tu hermana. Asesinaste a un hombre al que habías
amado. Eres un recipiente vacío. Nada. Los dioses te han dado un poder que
te está matando.
—Teren, les vamos a devolver nuestros poderes a los dioses.
Arreglaremos el mundo renunciando a nuestra abominación. Es la única
forma de hacerlo y es el único mantra que has seguido en tu vida. —Lo digo
como si también estuviese intentando convencerme a mí misma de unirme a
este viaje, de que no temo perder mi poder, que no estoy todavía intentando
estafar a lo inevitable—. No tengo ninguna otra razón para aliarme con
Raffaele. Ni contigo. —Respiro hondo—. Esto es lo que siempre has querido.
Teren me mira durante un momento. Su cara cambia de un extremo al
otro, para adoptar al final una expresión que no puedo entender. Hay una luz
ahí, detrás de su locura, un destello de algo que le empuja hacia delante. Esto
es lo que siempre has querido, ¿no es así, Teren?, pienso.
Me suelta. Sergio afloja la mano sobre su espada y el resto de los
presentes se permiten cambiar de postura. Me relajo, dejo salir el aire retenido
en mis pulmones, intento mantener la compostura. Mi corazón golpea con
fuerza contra mis costillas.
Lentamente, Teren esboza una sonrisa.
—Veremos quién tiene razón, mi Adelinetta —dice.
Página 132
Teren Santoro
Página 133
recibido Teren, siguieron su ejemplo y se arrodillaron. Teren inclinó la cabeza
y cerró los ojos mientras su padre recitaba el juramento del Eje de la
Inquisición.
Teren era puro. Superior. Y seguiría los pasos de su padre.
Página 134
un grito al sentir la punzada de dolor. La sangre brotó de inmediato sobre su
piel.
Pero entonces… la herida se cerró. Teren vio cómo se cerraba, observó
con la boca abierta cómo uno de los lados de la carne cortada se juntaba con
el otro y la raja se sellaba y se cerraba. El dolor desapareció.
Teren parpadeó varias veces. Después intentó cortarse la muñeca otra vez.
Y otra vez, la herida manó sangre… antes de cerrarse.
No puede ser. Teren lo intentó unas cuantas veces más. Apretaba los
dientes por el dolor y luego por el horror cuando el dolor desaparecía casi al
instante. Se cortó y se cortó, cada vez más desesperado, intentando derramar
más sangre. Pero no podía. Cada vez, la herida se cerraba por sí sola como si
no hubiera existido jamás.
Al final, Teren arrojó la espada a un lado. Se dejó caer a los pies de
Sapientus, sollozando. Ni siquiera podía acabar con su vida. Estaba maldito
para siempre por la fiebre de la sangre.
Se quedó en el templo un día más. Luego otro. Unos cuantos amigos,
otros jóvenes aprendices, vinieron a ver cómo estaba. Rechazó su compañía,
se negó a contestar a sus preguntas. No quería decirles la razón por la que se
negaba a hablar con ellos: que era porque ya no era su igual, sino un perro que
osaba hablar con un hombre. No quería hablar porque estaba aterrorizado por
el horrible poder secreto que la fiebre de la sangre le había dejado.
La pregunta le atormentaba cada noche que se quedó en el templo. ¿Por
qué los dioses le habían permitido sobrevivir a la fiebre de la sangre marcado
y humillado, y luego le habían quitado la capacidad de terminar con su propia
vida? ¿Para qué le querían en el mundo? ¿Por qué le estaban obligando a
quedarse?
En su última noche en el templo, dio un fuerte puñetazo al suelo por la
frustración. Para su sorpresa, el mármol del suelo se resquebrajó bajo sus
nudillos, dejando un centenar de líneas irregulares en la piedra. Teren se
quedó helado. Levantó la mano a la luz de la luna, vio que sus nudillos se
habían curado, sin dejar ni una marca, ni lesión alguna.
Los dioses le habían convertido en una abominación… y luego le habían
dado una fuerza casi invencible.
Quizás me hayan castigado para algo, pensó Teren. Se quedó arrodillado
ante Sapientus en silencio durante el resto de la noche, pensando. A la
mañana siguiente, abandonó el templo.
Página 135
Teren tenía dieciséis años en el tercer recuerdo.
Aunque el legado de su padre le protegía de ser castigado, le habían
echado a patadas del Eje de la Inquisición por ser una abominación. Pero eso
no impedía que siguiese siendo fiel a la corona, que intentara constantemente
encontrar una forma u otra de demostrar que quería dedicar su poca valía a
servir al trono, a servir a los dioses.
Así que investigaba por su cuenta, ayudaba en secreto a la Inquisición a
purgar a los malfettos sin darse a conocer. Seguía por toda la ciudad a las
personas de las que sospechaba, observaba cómo hablaban y reían con sus
familias. Siempre que encontraba a un malfetto, se acercaba a hurtadillas a su
puerta durante la noche y la marcaba con el símbolo de la Inquisición. Los
Inquisidores no sabían que era él el que lo hacía, pero debían de estar
agradecidos de su espionaje secreto.
Entonces, una tarde, se topó con una apoteca.
Era una tiendecita encantadora, regentada por un anciano de pelo blanco y
su alegre hija, una preciosa chica tamurana de sonrisa rápida y risa
contagiosa. Teren se detenía ante la tienda varias veces a la semana y
observaba cómo atendían las solicitudes de los clientes. Notaba algo extraño
en la chica. Su nombre era Daphne. A veces, Teren la veía hacer encargos por
la ciudad. Tomaba caminos tan enrevesados que siempre la acababa
perdiendo por las ajetreadas calles. Cuando Teren volvía a la apoteca por las
tardes, se preguntaba a dónde habría ido la chica.
Hasta que oyó rumores sobre un grupo llamado la Sociedad de la Daga,
un supuesto equipo de malfettos demoníacos con poderes aterradores no
propios de este mundo. Aparentemente, Daphne utilizaba la apoteca de su
padre como lugar donde fabricar pastas con las que cubrir las marcas de los
malfettos. Ayudaba a los Dagas y a otros a maquillar sus marcas. Teren
decidió que Daphne era la responsable de mantener a los Dagas ocultos.
Una noche, Teren siguió a Daphne cuando salió de la apoteca de su padre
en dirección a la Universidad de Estenzia. ¿Qué estaba haciendo una chica
por la calle a estas horas? Desapareció durante largo rato en la universidad,
pero Teren por fin la encontró en una estrecha callejuela. Estaba hablando con
una figura encapuchada y le entregó una pequeña bolsita.
Teren la denunció de inmediato. Varios días después, la Inquisición llegó
para llevarse a Daphne. La llevaron a rastras hasta la Torre de la Inquisición,
no lejos de los muelles, y aunque no vio lo que le sucedió, sabía lo que hacían
esos soldados en los calabozos cuando querían extraerle información a
alguien.
Página 136
Daphne debía morir en la hoguera, pero no vivió lo suficiente para salir de
prisión.
Más tarde, Teren fue llamado ante el rey de Kenettra y la joven reina
Giulietta. Teren se arrodilló delante de sus tronos mientras el rey alababa su
lealtad por identificar a un traidor en su seno. El rey le reincorporó a la
Inquisición y le dijo al público que después de todo Teren no tenía marcas.
Que no era un malfetto.
En ese momento, Teren lo supo. Supo por qué los dioses habían elegido
mantenerle con vida, por qué le habían quitado la opción de decidir morir.
Era una abominación enviada a liberar al mundo de las abominaciones, a
impedir que esos demonios corrompieran el reino de Kenettra. Estaba
destinado a expiar sus propias culpas protegiendo todo lo que era puro y
bueno.
Esa era su razón para vivir.
Esa era su razón, y ahora los dioses le han dado una oportunidad para
demostrarlo.
Página 137
Yo soy el viento, tranquilo y feroz y profundo.
Yo soy el alma de la vida, el aullido de las tormentas, el aliento del sueño.
Adelina Amouteru
Página 138
nuestro barco por una pasarela colocada entre ambos para mantener una
reunión con nosotros. Violetta se queda cerca de él, mientras yo intento
mantener tanta distancia con ellos como me es posible—. Tardaremos varias
semanas si seguimos la ruta más corta, la de la migración de las golondrinas
marinas del norte.
—¿Cómo sabes a dónde ir? —pregunto—. Mencionaste el origen de los
Élites. ¿Dónde está?
Raffaele desliza un dedo por la mesa, dibuja una línea invisible que
representa la frontera entre las Tierras del Cielo y el mar, y luego señala a un
punto muy al norte de la orilla.
—Al norte de Amadera, escondido muy profundo en sus montañas —nos
mira uno a uno—. La Oscuridad de la Noche.
—¿Como en los mitos? —pregunta Magiano con la boca llena de cecina.
Yo también he oído hablar de esas leyendas, así que miro a Raffaele y levanto
una ceja.
Raffaele asiente, mechones de su pelo sedoso resbalan por encima de su
hombro mientras continúa hablando.
—Existen cuatro lugares por los que los espíritus aún vagan —contesta,
citando algún viejo tomo—. La siempre nevada Oscuridad de la Noche, el
paraíso olvidado de Sobri Elan, los Pilares de Cristal de Dumor, y la mente
humana, ese reino eternamente misterioso en el que vagarán por siempre los
fantasmas.
—Se dice que la Oscuridad de la Noche es un remanente de los dioses —
añade Lucent—. Es tierra sagrada. Los sacerdotes van en peregrinación a ese
lugar.
—Si estudias la cronología de los mitos —continúa Raffaele—, las
primeras menciones de la Oscuridad de la Noche coinciden con la caída de
Laetes desde los cielos. Se conoce como un lugar sagrado, sí. —Asiente,
confirmando lo dicho por Lucent—. Creo que surgió por el desgarro entre el
mundo inmortal y el mortal. Es un lugar de noche eterna, no destinado a los
mortales. Los sacerdotes que mencionaste, Lucent, visitan las tierras de los
alrededores, pero no entran realmente en la Oscuridad de la Noche. No
existen leyendas sobre lo que hay dentro de ese lugar.
Una tierra de mitos, nuestro destino se basa únicamente en las
predicciones de Raffaele.
—Y tú crees que es el lugar en el que solo los Élites pueden entrar —
concluyo.
Raffaele asiente.
Página 139
—Es tierra de dioses.
—¿Y la reina Maeve se reunirá con nosotros por el camino? —pregunta
Magiano. Está sentado a mi lado, su mano roza el borde de la mía—. ¿En
cuanto entremos en las Tierras del Cielo?
Raffaele le mira.
—Nos encontraremos con ella en el trayecto entre Beldain y Amadera.
—¿Después de nuestro último enfrentamiento? —Magiano chasquea la
lengua con escepticismo—. ¿Estás seguro de que querrá unirse a nosotros?
Cuesta creer que la reina beldeña nos vaya a dejar atravesar su territorio
indemnes después de que destruyéramos toda su flota… no digamos ya
cabalgar a nuestro lado durante semanas.
—Va en beneficio de la propia Maeve que esta expedición tenga éxito —
contesta Raffaele con frialdad.
Mientras Magiano se encoge de hombros, yo estudio el mapa. Kenettra es
una nación pequeña vista en papel, igual que las otras naciones de las Tierras
del Mar. Las Tierras del Sol, incluida Domacca y Tamura, parecen extenderse
sin fin. Incluso más grandes que ellas es el mar, la gran división entre el
mundo de los vivos y el Inframundo.
El alcance de mi poder de repente parece insignificante. Nuestro viaje será
un fracaso y pagaremos por ello con nuestras vidas.
Al alba del día siguiente, navegamos a la tenue luz de una mañana oscura. El
océano ha adoptado un inquietante color azabache. Desde el ojo de buey de
mi camarote, puedo ver las nubes acumularse unas encima de otras hasta que
da la impresión de que no existe tal cosa como el cielo y oigo el sordo
retumbar de los truenos desde algún lugar en la lejanía. Si Sergio hubiera
estado a bordo con nosotros, nos hubiese podido dar detalles sobre la
tormenta que se avecina… y haber hecho algo al respecto. Pero esta no es una
tormenta que hayamos elegido nosotros; esto es algo que han creado los
dioses.
Mi estómago de una voltereta cuando el barco cabecea sobre las olas. Un
cosquilleo de miedo recorre mi columna y los susurros se alborotan. El
Inframundo te está llamando, quiere que vuelvas a casa, Adelina.
Para cuando por fin logro subir las escaleras y salir a la cubierta superior,
los cielos se han oscurecido aún más. Oteo el horizonte para ver que los
Página 140
relámpagos ya zigzaguean por el extremo del cielo. Los truenos siguen
retumbando a lo lejos. Magiano está ayudando a dos miembros de la
tripulación a amarrar los barriles y asegurar los cañones. Hoy lleva ropa de
tela basta: una gruesa capa bien ceñida alrededor de una túnica oscura,
pantalones y botas. Y sus trenzas están recogidas en un moño alto.
—Todavía le llevamos la delantera a la tormenta —dice cuando me acerco
a él—, pero sus brazos son muy largos. Si tenemos suerte, podremos
esquivarla antes de que lo peor nos golpee.
Oteo el horizonte en busca de algún indicio de tierra, pero no veo nada
excepto las ominosas nubes oscuras. Esta tempestad es diferente de la
tormenta a la que nos enfrentamos cuando luchamos contra los tamuranos, en
la que era capaz de conjurar imágenes que infundían terror a los soldados
contra los que peleábamos. ¿Pero de qué sirven las ilusiones cuando el
enemigo al que nos enfrentamos es la naturaleza misma? Desde el agua, oigo
otro eco de los gemidos de las baliras. Hay un banco de criaturas nadando a
cierta distancia de nosotros, va en dirección contraria a la tormenta.
—¿Dónde está Violetta? —pregunto—. ¿La has visto esta mañana?
—Todavía no ha subido. —Magiano señala la escalera con la barbilla—.
Tú también deberías quedarte bajo cubierta. Yo me encargo de esto. Puede
que se ponga desagradable.
Quizás esté muerta, se ríen los susurros. Qué alivio. Por fin te librarías de
su tormento.
Gruesos goterones de lluvia han empezado a caer. Sacudo la cabeza,
intentando repeler un nubarrón de ilusiones incontrolables, y doy media
vuelta para volver a bajar por las escaleras. El aire está cada vez más cargado,
los susurros suenan más altos, suben de volumen hasta que están gritando en
mis oídos. El miedo de mi tripulación flota pesado en el viento, alimenta mi
energía hasta que me da la impresión de que mi pecho podría reventar. En un
rincón del barco, veo a mi padre recostado contra la barandilla de madera, me
mira con ojos salvajes. Trago saliva y bajo la mirada. Mis ilusiones no pueden
tomar el control ahora, aquí no.
Los primeros goterones se convierten en un aguacero. Desde el puesto de
vigía, uno de los marineros grita:
—¡Amarraos a algo!
Mientras me dirijo a trompicones hacia la escalera que conduce a los pisos
inferiores, capto un atisbo del barco de Raffaele zarandeado entre las olas,
casi perdido entre la espuma. Apenas consigo mantenerme de pie sobre la
escalera. En el piso de abajo, los farolillos oscilan sin control en los estrechos
Página 141
pasillos y creo oír gritos provenientes del piso de debajo de mí. Me detengo.
Los susurros en mi cabeza no paran quietos… pero esto sonaba real. Aun así,
no logro estar segura de nada. Sigo andando por el pasillo hasta que llego a
mi puerta. Aquí, todo parece amortiguado y distante, alejado del aullido del
viento en el exterior y del océano que se estrella contra la madera del casco.
Llego tambaleándome hasta la puerta de Violetta, llamo una vez y entro
en el camarote.
Violetta se mueve en la cama, pero no me mira. Un solo vistazo me basta
para ver que está febril, sus párpados aletean, su pelo oscuro húmedo y
apelmazado sobre la cabeza. Sus marcas se ven de lejos, recorren su cuello y
brazos, azules y moradas y negras. Musita algo entre dientes. Incluso en su
inconsciencia, se agita inquieta cuando los truenos retumban en el exterior.
Está empeorando, pienso mientras estoy ahí a su lado. Raffaele había
pensado que quizás tenerme cerca ralentizaría su deterioro… pero ahora
parece aún más frágil que cuando la vi por primera vez en Tamura. La
observo durante un minuto mientras da vueltas en su cama, la frente
empapada de sudor, y luego me siento a su lado y le rozo la mano con los
dedos.
¿Qué pasará si ni siquiera logra sobrevivir hasta el origen, si no puede
ayudarnos a completar el viaje?
Estás perdiendo el tiempo aquí, dicen los susurros.
Un fuerte golpe sacude los tablones del suelo. Doy un respingo y me giro
para mirar a la puerta. Sonaba como si proviniera no de la cubierta, sino de
nuestro pasillo. Espero oír el sonido de botas de la Inquisición pasar, un grupo
de voces… pero en lugar de eso, el barco se sume de nuevo en el silencio.
Frunzo el ceño. Por un instante, quiero ignorarlo, pero después me levanto
y dejo sola a Violetta. Vuelvo a salir al pasillo de farolillos oscilantes.
Ahí no hay nadie.
Me agarro la cabeza y me apoyo contra la pared para no perder el
equilibrio. A mi alrededor, todo parece estar moviéndose y, a pesar de mis
intentos por concentrarme, las paredes se confunden con el suelo y el suelo se
confunde con las paredes, la luz de los faroles se concentra borrosa para
formar caras y formas. Los susurros se convierten en gritos. Aprieto una
mano sobre una de mis orejas, como si eso pudiera callarlos, pero solo los
empeora, bloquea el sonido del océano tormentoso y da alas a mis ilusiones
que se han vuelto locas.
Piensa en Magiano. Recuerdo su mano sobre mi muñeca en aquel pasillo
oscuro del palacio, la luz reflejada sobre su piel en la casa de baños. Después
Página 142
obligo a mi respiración a serenarse. Uno, dos, tres. Las afiladas garras en mi
mente se aquietan, aunque sea solo por un instante, y el suelo y las paredes se
ven nítidos otra vez. El sonido de las olas y los gritos de los hombres vuelven
a mis oídos desde las cubiertas.
Luego, otro golpe.
Proviene de la cubierta inferior. Donde hemos recluido a Teren.
Un mal presagio se apodera de mi estómago. Ha ocurrido algo, puedo
sentirlo. Vacilo un instante, preguntándome si mis ilusiones escaparán de mi
control de nuevo. Sin embargo, el mundo parece bastante estable y los
susurros han bajado de volumen hasta no ser más que un runrún sordo. Me
dirijo a la escalera que lleva a la cubierta inferior y empiezo a bajar por ella.
El barco da una violenta sacudida que me hace tropezar con el último escalón.
Un trueno amortiguado suena en el exterior. La tormenta está empeorando a
toda velocidad.
El final del pasillo está negro como el carbón y, con el cabeceo del barco,
un farol apagado rueda por el suelo de madera, su cristal está roto. Tanteo a
mi alrededor con mi poder, con cautela. Aquí hay miedo, el miedo que
provoca el dolor. Cuando me acerco más, me doy cuenta de que hay dos
formas tiradas en el suelo, una de ellas inmóvil, la otra gime suavemente. Los
guardias que custodiaban a Teren.
La puerta de Teren está abierta de par en par.
Se me sube el corazón a la boca de terror. Está suelto, pienso, justo
cuando un trueno ensordecedor sacude todo el barco. Doy media vuelta y
corro hacia la escalera. Se me ponen todos los pelos de punta, el pánico me
invade mientras me pregunto si Teren estará escondido entre las sombras.
Pero sé que ya no está aquí abajo.
Subo por la escalera a toda prisa y corro por el pasillo de nuestros
camarotes.
—¿Violetta? —grito mientras corro—. ¡Magiano! ¡Teren ha escapado!
No contesta nadie. Mientras el barco se escora, haciendo que los faroles se
bamboleen violentamente por las paredes, corro a la escalera que conduce a
cubierta y empiezo a subir por ella. ¿A dónde iría Teren en medio de una
tormenta como esta? No podemos perderle. Le necesitamos en este viaje.
Le…
Oigo el silbido de una hoja por el aire incluso antes de verla. Algo me
salva (el destino, mi instinto…) y me agacho en el último instante. Una daga
se clava bien hondo en la madera de la escalera. Miro por encima del hombro
Página 143
para ver a uno de mis Inquisidores cargando contra mí, una mueca de odio
dibujada en la cara. Un rebelde.
Levanto los brazos y arrojo una ilusión de invisibilidad por encima de mí.
Desaparezco de la vista y me aparto de un salto. El Inquisidor apuñala el aire
vacío, luego parpadea confuso y gira sobre los talones. Ahora él también tiene
miedo y su terror alimenta mi fuerza.
—¡Muéstrate, demonio! —grita.
Mi corazón late con fuerza contra mis costillas. Así que hay otro rebelde,
igual que el que me había atacado durante nuestra batalla. Aprieto los dientes
y le lanzo al hombre una ilusión de dolor, pero mi concentración parpadea y
aparezco rielante ante sus ojos por un instante; suficiente para que el
Inquisidor me vea. Me ataca con otra daga, incluso mientras aúlla de dolor a
causa de mi ilusión.
Me escabullo por su lado y empiezo a subir por la escalera. ¿Era uno de
los guardias que había apostado a la puerta de Teren? ¿Acaso le había
liberado él, pensando que Teren me mataría? ¿Le había sido leal a Teren
durante sus días de Inquisidor en Jefe?
El hombre arremete contra mí de nuevo. Reacciono a ciegas: agarro la
daga incrustada en la madera, giro en redondo y contraataco. Mi hoja da en
carne. Los ojos del hombre parecen saltarse de sus órbitas y su boca se abre
de par en par. Se queda ahí un instante mirando mi cara desfigurada, luego se
desploma a mis pies.
Otro intento de asesinato.
Cojo la daga con una mano y subo a trompicones hasta la cubierta
superior. Un viento gélido me azota y me empapa de lluvia. Me quedo helada
y levanto la vista hacia el cielo para ver nubes tan bajas que parece que
pudieran tocar la cofa, nubes tan negra y ominosas que tengo la sensación de
estar mirando directamente a la boca abierta de la Muerte en persona.
—¡Adelina! —un Magiano calado hasta los huesos me grita desde cerca
de la proa del barco, donde cuelga desesperado de las jarcias de las velas.
Señala hacia donde debe de estar el barco de Raffaele. Frenética, miro por
toda la cubierta. Todo parece borroso: una masa de tripulación grisácea
luchando contra la tempestad, agua por todas partes. Giro en redondo, como si
mi asesino en potencia estuviera detrás de mí.
—¡Teren! —le grito a Magiano—. ¡No está! ¡Se ha…!
En cuanto las palabras salen por mi boca, le veo. Bajo el resplandor del
zigzag de un relámpago, veo a Teren abriéndose paso hacia Magiano. De las
muñecas de Teren todavía cuelgan los grilletes, y cuando se mueve hacen un
Página 144
estrepitoso ruido metálico. Se me escapa una exclamación ahogada. No. Grito
otra vez y me preparo para atacar con mi energía, pero una enorme ola se
estampa contra el costado del barco y me tambaleo por el impacto. Una
cuerda se suelta de pronto de algún sitio y golpea a Magiano violentamente en
el costado, sobre su marca nunca curada del todo.
Magiano se dobla por la cintura muerto de dolor y pierde pie. Sus manos
intentan agarrarse de las jarcias. Subo de un salto a la cubierta justo cuando
llega Teren. Le va a matar. Esa idea cruza mi mente a la velocidad del rayo, y
mis poderes brotan con fuerza, rugen a la superficie cuando me encaro con
Teren.
Pero Teren agarra el cabo y lo columpia hacia Magiano con todas sus
fuerzas. A pesar del dolor, Magiano logra cogerlo. Se columpia de vuelta
hacia el mástil e impacta contra el palo con un golpe sordo. Le falta muy poco
para caer por la borda. Se colapsa sobre la cubierta, agarrándose el costado.
Me quito el agua de los ojos. ¿Teren acaba de salvarle la vida a Magiano?
Al mismo tiempo, otra ola se estrella contra la cubierta, la inunda.
Arrastra a uno de mis Inquisidores al mar. Yo me tambaleo y caigo de
rodillas. Delante de mí, Teren pierde pie y se tropieza. Corro hacia él. Desde
algún lugar entre la tempestad, Magiano me chilla:
—¡Adelina! ¡No! —grita.
El agua barre a Teren por encima de la borda. Le necesitamos, es todo lo
que logro pensar. Necesitamos a Teren si queremos vivir. Llego a la
barandilla para ver a Teren colgando del costado del barco. Sus cadenas
repiquetean en el viento. Levanta los ojos y me ve.
Deja que se ahogue, dicen los susurros. Deja que el Inframundo se lo
lleve. Deja que se hunda. Se lo merece.
Vacilo un instante, temblando por el esfuerzo de escuchar a las voces. Sí
que se lo merece. Por un momento, la idea llena mi mente y los susurros
graznan como si hubieran ganado. La cara de Teren cambia y se transforma,
riela con una ilusión fuera de mi control, cambia de un rostro humano a uno
de un demonio irreconocible, el monstruo que mora debajo de su piel.
Entonces recuerdo por qué estamos ahí. Me inclino hacia delante, cierro la
mano firmemente en torno a su muñeca y tiro tan fuerte como puedo. Teren
trepa despacio, sube paso a paso. Sus ojos reflejan los relámpagos y la lluvia
torrencial. Cuando suba a bordo de nuevo, pienso, tendremos que cerrar
mejor su camarote.
—¡Cuidado! —grita alguien. Levanto la vista justo a tiempo de ver a
Magiano saltar hacia mí. Pero es demasiado tarde… un instante después, una
Página 145
ola golpea el costado del barco como un ariete, se me sueltan las manos de la
barandilla y salgo volando por los aires. Todo lo que veo es un manchurrón de
océano y cielo negro. Magiano sigue de pie en cubierta, su brazo estirado
hacia mí. Después, desaparece de la vista cuando la lluvia y la espuma del
mar se interponen entre nosotros. Miro hacia abajo para ver el oscuro océano
acercarse a mí a toda velocidad.
El Inframundo ha venido a por ti, gritan los susurros.
Entonces caigo al agua. Y el océano me engulle.
Página 146
Le dijo el hombre al sol:
—¡Cómo desearía que pudieras iluminar con tu brillante luz todos los días de
mi vida!
Le dijo el sol al hombre:
—Pero solo con la lluvia y la noche podrías reconocer mi luz.
Adelina Amouteru
Página 147
perder la sensibilidad en las piernas. La energía del Inframundo se filtra bajo
mi piel y baja por mi garganta. Parece que haya monstruos nadando en este
mar, sus enormes siluetas negras enmarcadas por el azul oscuro, que parece
extenderse hacia las profundidades sin fin.
¿Me echará de menos? Recuerdo la cara de Magiano, retorcida de miedo
al verme caer por encima de la borda. ¿Está él a salvo?
¿Me echará de menos Violetta?
Entonces, una mano. Los dedos son rudos, las uñas se me clavan en la
piel, me agarra con tal fuerza que creo que se me van a romper los huesos.
Abro la boca para gritar, pero el esfuerzo es insonoro en el mar. A través de la
oscuridad, alcanzo a ver un atisbo de unos desquiciados ojos blancos y
salvajes y un destello de pelo rubio. Teren. Es Teren el que está en el agua,
lucha por salir a la superficie conmigo, está tirando de mi brazo.
Por fin sacamos la cabeza del agua y aparecemos en el corazón de la
tormenta. Intento aspirar una bocanada de aire, me atraganto con agua de mar.
A través de una difusa neblina de lluvia, veo nuestro barco escorado a varias
docenas de metros de nosotros. Encaramado en los mástiles, Magiano está
haciéndoles señas a los otros para que nos busquen entre las olas. Estoy aquí.
Intento agitar el brazo, pero el mar se lo traga.
—No eras invencible después de todo, ¿eh, pequeño lobito? —grita Teren.
Unas ilusiones oscurecen el mundo a nuestro alrededor. Estoy intentando
respirar en la Torre de la Inquisición y Teren tiene su espada apretada contra
mi cuello. Me va a matar; me va a rajar de arriba abajo con su espada. Una
salvaje oleada de terror se instala en mi garganta… y me da un ataque de
pánico, forcejeo como loca para huir de Teren.
Teren emite un gruñido y se limita a apretar más la mano en torno a mi
brazo. Soy vagamente consciente del océano a nuestro alrededor. Otra ola se
estrella contra nuestros cuerpos y un torrente de agua de mar me entra por la
boca. Me atraganto, toso y escupo. Te está ahogando, chillan los susurros.
Cualquier otro hubiese perdido su agarre en un mar tan embravecido como
este, pero Teren, todavía imbuido de sus poderes, consigue seguir agarrado a
mí como un grillete.
—Suéltame —digo farfullando y sin parar de dar manotazos a Teren. El
acre olor de la sangre llena de repente mis fosas nasales y me doy cuenta de
que es sangre de sus muñecas, está extendiendo una película escarlata a
nuestro alrededor. En algún lugar delante de nosotros, aparece imponente la
silueta de nuestro barco. Nos estamos acercando.
Página 148
—Ojalá pudiera —escupe Teren, la voz cargada de veneno—. No hay
nada que ansíe más que verte a ti en el Inframundo, Adelina.
Sus palabras avivan mi furia. Nunca tuvo la intención de terminar este
viaje contigo. Teren me vuelve a coger del brazo con tanta fuerza que grito de
dolor. Está llevándonos a los dos hacia el barco, su rostro muestra una
sombría determinación.
Entonces le oigo gritar:
—Pero no lo haré.
Pero no lo haré. Mi furia vacila, se convierte en desconcierto.
Ya estamos muy cerca del casco del barco, tan cerca que Magiano nos ha
visto. Puedo oírle gritar por encima del viento, veo su brazo señalándonos
entre las olas. Teren agita el brazo para que le vea y, mientras la tripulación se
afana por cubierta, siento un repentino empujón del agua que tenemos por
debajo. Una ráfaga de viento la aparta y, por un instante, se forma un cráter en
el mar a nuestro alrededor. El viento nos empuja a ambos hacia arriba.
Sorprendida, echo un vistazo hacia el barco de Raffaele, que da bandazos
detrás del nuestro. Lucent está encaramada al mástil, sus brazos apuntan en
nuestra dirección. El viento se intensifica y el mundo se emborrona a medida
que nos levanta por los aires, arriba y arriba, por encima de la barandilla de la
cubierta de nuestro barco. Un remolino de agua de mar llueve sobre el barco
con nosotros.
Entonces caemos. Impacto contra la cubierta con la fuerza suficiente
como para sacarme todo el aire de los pulmones. Teren por fin suelta mi brazo
y de golpe me siento más ligera, sin su puño de hierro sobre mí. Varios
Inquisidores se arremolinan a nuestro alrededor. Magiano, agarrándose
todavía el costado herido, grita pidiendo mantas. En medio de todos ellos, veo
la cara de Violetta. Unos brazos cálidos se agarran a mi cuello frío y tiran de
mí hacia ella; para mi sorpresa, me da un fuerte abrazo. Su pelo me cae por
encima del hombro.
—Pensé que te habíamos perdido —dice, y me encuentro devolviéndole el
abrazo antes de darme cuenta siquiera de lo que estoy haciendo.
A mi lado, los Inquisidores rodean a Teren y le obligan a poner las manos
detrás de la espalda de nuevo. Me mira con un lado de la cara pegado al suelo.
Sus labios todavía están retorcidos en una sonrisa torcida. Sus ojos palpitan
con algo inestable. Me quedo ahí mirándole, intentando comprender lo que ha
hecho. Ha salvado a Magiano de caer por la borda. Me ha salvado a mí. Se
está tomando esta misión en serio, por mucho que nos odie.
Página 149
—Quizás la próxima vez —me dice con esa sonrisa—, no tengas tanta
suerte.
Página 150
Laetes no tenía ni un céntimo, pero eso no importaba. Exudaba tal encanto, le
traía tal felicidad a todo aquel con el que se cruzaba que le invitaban a sus
casas, le alimentaban con su pan y su estofado, y le protegían de los ladrones y
los vagabundos, de modo que pasó la frontera entre Amadera y Beldain sin
ningún problema.
Adelina Amouteru
Página 151
Es extraño ver el océano tan tranquilo esta noche, cuando hace solo unas
pocas horas, las olas casi devoran a nuestros barcos.
Me acurruco en una silla, envuelta en mantas y con una taza de té amargo;
aunque me había dado el baño más caliente que había podido, no soy capaz de
dejar de tiritar. Para mi irritación, mi mente sigue volviendo a Violetta.
Después de su repentino despliegue emocional en cubierta, ha vuelto a su
habitual silencio tenso en mi presencia, aunque sí me lanzó una mirada
preocupada antes de retirarse a su camarote. No sé lo que pensar de ello, pero
esta noche estoy demasiado cansada para darle más vueltas al asunto. Ya solo
queda Magiano, que descansa cerca del ojo de buey más próximo, mientras
Teren está encorvado en su silla, comiéndose la cena en silencio.
Todavía tiene un juego de grilletes alrededor de las muñecas, además de
dos Inquisidores a los lados; pero las cadenas no hacen demasiado por
restringir sus movimientos y le dejan comer con libertad. Sus muñecas
también están vendadas con gasas limpias y tiene una manta alrededor de los
hombros. Parece que nuestra dura prueba en el océano no le ha afectado
demasiado. Supongo que sus poderes aún no le han abandonado.
—¿Por qué me has salvado? —le pregunto a Teren, interrumpiendo el
silencio.
—Probablemente por la misma razón que los Dagas nos salvaron la vida a
ambos. Ha sido la Caminante del Viento, ¿no? —Teren no se molesta en
levantar la vista del plato al hablar. Es su primera comida caliente
propiamente dicha en mucho tiempo y parece estar saboreándola.
—¿Y qué razón es esa?
—Como dijiste, estoy aquí solo para cumplir los deseos de los dioses. Ni
loco dejaría que tu forma absurda de actuar diera al traste con este viaje.
Deja que él se encargue de mantenerte a salvo. Mis susurros están
sorprendentemente tranquilos esta noche, suavizados quizás por las hierbas
que Magiano ha echado en mi té. Hago un gesto afirmativo en dirección a
Teren.
—Quitadle las cadenas —ordeno a los Inquisidores que están a su lado.
—¿Majestad? —responde uno de ellos, parpadeando.
—¿Acaso tengo que repetiros las cosas? —gruño. El Inquisidor palidece
al oír el tono de mi voz, luego se apresura a hacer lo que le he dicho. Teren
me mira mientras sus cadenas caen al suelo, aterrizan con un estrépito
Página 152
metálico. Después suelta una risita. El sonido me resulta familiar y chirría en
mi memoria.
—Confiar en mí —murmura Teren—, es un juego peligroso, mi
Adelinetta.
—Estoy haciendo más que eso —le contesto—. Durante el resto de este
viaje, tú serás mi guardia personal.
Al oír eso, los ojos de Teren se abren como platos, sorprendido y
enfadado.
—Yo no soy tu lacayo, Majestad.
—Y yo no soy Giulietta —le contesto airada—. Podías haberme matado a
bordo del barco, cuando escapaste. Podías haberme ahogado en el océano.
Pero no lo hiciste y eso te hace más digno de confianza aún que cualquiera de
mis propios hombres. Está claro que no puedo fiarme de toda mi tripulación
y, por una vez, tenemos los mismos objetivos. Así que, durante el resto de
este viaje, sí serás mi guardia personal. Va en nuestro mutuo interés personal.
La mención de Giulietta, como de costumbre, parece golpear a Teren con
fuerza. Hace una mueca de dolor, luego vuelve a su cena.
—Como desees, Majestad —contesta—. Supongo que veremos qué tal
nos va juntos.
Respiro hondo.
—Todo esto acabará pronto —digo—, y habrás cumplido tu deber para
con los dioses.
Teren deja el plato en la mesa. Intercambiamos una larga mirada. Al final,
se levanta y se planta delante de uno de los Inquisidores. El hombre traga
saliva cuando Teren agarra la empuñadura de su espada y se la quita del
cinturón. Teren mira de reojo a Magiano, después a mí.
—Necesitaré un arma —masculla, sosteniendo la espada en el aire antes
de salir del camarote.
Hasta que sale de la habitación, no me doy cuenta de la tensión que ha
provocado en mí su presencia sin cadenas. En su ausencia, relajo los hombros.
—Le mantendré vigilado —dice Magiano. Se acerca a mí y me ofrece la
mano para ayudarme cuando me pongo de pie—. Un acto heroico no hace que
un hombre sea digno de confianza. ¿Qué pasa si decide volverse contra ti?
Sigo a Magiano fuera de la sala y tomo el pasillo hacia nuestros
camarotes.
—No puedes vigilarme todo el tiempo —le digo con voz cansada—.
Teren será mejor que dejarme a merced de cualquier otro rebelde que pueda
haber a bordo.
Página 153
Magiano aprieta los labios, pero no discute. Sus ojos recorren mi cara, se
detienen una décima de segundo en mis cicatrices. Sus trenzas están atadas en
una espesa maraña, despeinadas por el agotamiento, y la luz de los farolillos
del pasillo resalta el brillo dorado de sus ojos.
—Esta noche no estás bien —me dice con dulzura.
Antes de que pueda responder, los susurros bufan de nuevo, luchando
contra el té de hierbas, y me froto las sienes en un intento de aliviar mi dolor
de cabeza. Magiano me coge de la mano y me conduce al interior del
camarote.
—Ven —dice. Le sigo hasta la cama, donde me siento con cuidado
mientras él se acerca al escritorio, enciende una vela y me prepara otra taza de
té. Al otro lado del ojo de buey, un extraño lamento resuena por todo el
océano. Me quedo sentada en la cama un rato y lo escucho. Es un sonido
grave y persistente, como el susurro de un fantasma en el viento y, mientras
sigo escuchándolo, siento cómo proviene directamente de debajo de las olas.
Mi energía tiembla ante la llamada, aunque algo en ella me resulta familiar,
incluso atrayente, para mis oídos. Es un sonido del Inframundo.
Las sombras en los rincones del camarote parecen doblarse y moverse,
aunque Magiano esté apenas a unos metros de distancia. Debo de estar viendo
alucinaciones de nuevo, mis ilusiones retorcidas fuera de control. Las
sombras se convierten en formas con garras y dientes, diminutas cuencas
vacías por ojos, y mientras las miro, las formas se vuelven más y más nítidas,
hasta que sus rostros adoptan las características de personas desaparecidas
hace mucho tiempo. Pugnan por salir de entre las sombras y deslizarse hacia
los rayos de luz de luna que pintan el suelo. Me hundo más en la cama,
intento ignorar el sonido del exterior y me subo las mantas hasta la barbilla.
Tengo que encontrar una forma de recuperar el control de las hebras de mi
energía. Practico respirando hondo, inspiro y espiro.
El lamento del exterior se va apagando, luego aumenta, luego vuelve a
perder intensidad. Después de un rato, apenas lo oigo ya. Las sombras de las
paredes pierden sus formas amenazadoras, vuelven a su oscuridad inerte y
anodina.
—Adelina. —Un susurro de Magiano. Ni siquiera le había visto acercarse
y sentarse en el borde de la cama. Me ofrece una taza humeante.
La cojo aliviada.
—¿Has oído ese lamento? —le pregunto.
Se inclina y mira con cautela por el ojo de buey, sujeta con una mano su
lado marcado. Si las lunas fueran nuevas esta noche, el océano sería una masa
Página 154
negra, reflejaría tan solo un cielo lleno de estrellas. Pero esta noche las nubes
de tormenta se han despejado y el agua está muy iluminada. Mientras
contemplamos la escena, veo las ondas que ha producido un banco de baliras
que nada por las inmediaciones.
—Nunca las había oído llorar de este modo —digo mientras pasan por
nuestro lado.
—Yo las oí hace varias noches —contesta Magiano—. Cuando vino a
nuestro barco, Raffaele me dijo que él también las había oído. Es el sonido de
una balira moribunda, envenenada por esta agua.
Sus palabras hacen que se me encoja el corazón. Vuelvo a mirar por el
ventanuco y alcanzo a ver las últimas baliras del grupo, no dejan más que
pequeñas olas triangulares a su paso. Deja que mueran, dicen los susurros.
Cuando todo haya terminado, puedes darles la espalda. A todos. Escapar con
tus poderes. No puedes renunciar a ellos.
Sí, podría hacer eso. Esperar a que lleguemos a la frontera de Amadera y
Beldain y empecemos nuestra expedición hacia el norte. Entonces Magiano y
yo podemos regresar a Kenettra. Sacudo la cabeza, frunzo el ceño y bebo un
trago más del brebaje de hierbas. ¿Volvería Violetta conmigo? ¿Sería capaz
de irme sin ella? ¿Abandonaré a los demás? Me quedo muy quieta, concentro
mis pensamientos en seguir adelante con este plan. Me imagino navegando de
vuelta a mi país, regresando a mi trono. Me obligo a sentirme contenta de
ello.
Pienso en Raffaele y Lucent, que me han salvado la vida, y luego en
Teren, que se ha vuelto en contra de todas sus convicciones para hacer lo que
cree que es lo correcto.
Magiano me mira. Su cuerpo está pegado al mío, su piel caliente y llena
de vida.
—Tengo miedo —le susurro al final—. Todos los días me despierto
preguntándome si ese será o no el último día que vivo en el mundo real. —Le
miro—. Ayer por la noche, volví a tener esa pesadilla. Duró más de lo que
había durado jamás. Incluso hace un momento, cuando estabas de pie aquí a
mi lado, podía ver a las sombras de los rincones estirando sus garras hacia mí.
Incluso en este mismo instante. Mis ilusiones se están haciendo más fuertes,
están escapando completamente de mi control. —Me callo cuando los
susurros me regañan por hablar mal de ellos.
Este chico te traicionará, igual que todos los demás. Está aquí por la
bolsa de oro que le das. Desaparecerá en el mismo instante en que toquéis
tierra, se irá en busca de compañeros mejores.
Página 155
—Entonces, menos mal que vamos a encontrar una forma de arreglar esto
—contesta Magiano, sus ojos vueltos hacia mí. Sus palabras suenan como si
se estuviese burlando, pero su voz es grave, su cara seria—. No será así para
siempre.
No se me ocurre ninguna respuesta. Después de un rato, apoyo la mano
sobre la suya.
—Todavía te duele.
—Es solo mi vieja herida molestándome otra vez —contesta a toda prisa
—. Pero mi declive es más lento que el tuyo, mi amor. Puedo soportarlo.
—Déjame verla —murmuro con amabilidad—. Quizás debas vendarla.
Al principio, Magiano se aparta, pero cuando le lanzo una mirada
penetrante, suelta un suspiro y cede. Se mueve un poco para quedar de
espaldas a mí, luego levanta las manos y se quita la camisa por encima de la
cabeza, dejando su torso al descubierto. Mis ojos se dirigen directamente a la
enorme marca de su costado. Se extiende desde la región lumbar hasta un
lado de su pecho. Me muerdo el labio. La herida se ve hinchada, roja e
irritada por el golpe contra el mástil.
—Quizás Raffaele le pueda echar un vistazo mañana —le digo,
frunciendo el ceño ante lo que veo. Mis pensamientos se vuelven hacia los
sacerdotes de la infancia de Magiano, los que le hicieron esta herida al
intentar extirpar la marca de su piel. La imagen hace hervir mi ira.
—Estoy bien. No te preocupes.
Le miro a los ojos. Tiene un aspecto dulce y vulnerable, sus pupilas
redondas y oscuras.
—Magiano, yo… —empiezo a decir, luego hago una pausa, dubitativa.
Incluso después de nuestros momentos de besos compartidos, nuestro
encuentro en la casa de baños, nunca le he confesado mis sentimientos. No lo
hagas, chica tonta. Solo lo usará en tu contra. Pero decido continuar—.
Puede que nunca regresemos de este viaje. Ninguno de nosotros. Puede que
todos perdamos la vida cuando lleguemos al final y ni siquiera sabremos si
nuestro sacrificio cambió algo para mejor.
—Sí será para mejor —me interrumpe Magiano—. No podemos
simplemente morir, no sin intentarlo. No sin luchar.
—¿De verdad lo crees? —pregunto—. ¿Por qué estamos haciendo esto, de
todas formas? Para conservar mi propia vida, y la tuya… ¿Pero qué ha hecho
el mundo por nosotros para merecer nuestro sacrificio?
Magiano frunce el ceño por un momento, luego se acerca más a mí.
Página 156
—Existimos porque el mundo existe. Es responsabilidad nuestra,
independientemente de si después lo recuerda alguien o no. —Me hace un
gesto afirmativo—. Y lo harán. Porque regresaremos y nos aseguraremos de
ello.
Ahora está lo bastante cerca como para que sienta su aliento sobre mis
labios.
—Estás tan lleno de luz —digo después de un momento—. Te alineas con
la alegría, y yo con el miedo y la ira. Si pudieras ver mis pensamientos,
seguro que te apartarías de mí. ¿Así que, por qué habrías de quedarte
conmigo, incluso si regresáramos a Kenettra y retomáramos nuestras vidas?
—Me pintas como a un santo —murmura—. Pero me alineé con la
avaricia solo para no serlo.
Como de costumbre, consigue hacer que se me curven los labios en una
sonrisa.
—Estoy hablando en serio, Magiano.
—Y yo. Ninguno de nosotros somos santos. Yo he visto tu oscuridad, sí, y
sé cuánto luchas contra ella. No lo voy a negar. —Me toca la barbilla con una
mano. Con ese gesto, los susurros parecen apaciguarse, empujados a un lugar
donde no puedo oírlos—. Pero también eres apasionada y ambiciosa y leal.
Eres mil cosas, mi Adelinetta, no solo una. No te reduzcas a eso.
Bajo la vista, no tengo muy claro cómo sentirme.
—Ninguno de nosotros somos santos —repite Magiano—. Todos
podemos hacerlo mejor.
Todos podemos hacerlo mejor. Me inclino hacia él. Todos los huesos de
mi cuerpo anhelan mantener a este chico a salvo, siempre.
—Magiano… —empiezo a decir—. No quiero abandonar este mundo sin
haber estado nunca contigo.
Magiano parpadea una vez. Estudia mi cara, como si intentara
comprender el verdadero significado de mis palabras.
—Estoy contigo ahora mismo —susurra.
—No —digo con voz queda, acercando los labios a los suyos—. Todavía
no.
Magiano sonríe. No dice nada. En vez de eso, se inclina hacia delante y
cierra el espacio que nos separa, aprieta los labios sobre los míos. La luz de su
energía me anega las entrañas, expulsa a las sombras oscuras y las sustituye
por calidez. Apenas puedo respirar. Doy un gritito ahogado cuando me toca la
espalda y me acerca más a él. Su movimiento me hace perder el equilibrio y
caigo de espaldas sobre la cama, le atraigo conmigo. Magiano cae hacia
Página 157
delante encima de mí. Sus besos continúan, recorre con los labios el hueco de
mi cuello. Sus dedos tironean de los hilos de mi corpiño, que se afloja. Me lo
saca por encima de la cabeza y lo tira al pie de la cama. Mi piel está desnuda
contra la suya y me doy cuenta de que estoy temblando.
Magiano hace una pausa para mirarme, busca algún indicio de mis
emociones. Estudio su cara en la oscuridad.
—Quédate conmigo —susurro—. Esta noche. Por favor. —Las palabras,
dichas en voz alta, me asustan de repente y me aparto, preguntándome si he
debido abrirme a él de este modo. Pero la idea de dormir sola, rodeada por
mis ilusiones, me resulta insoportable.
Magiano me acaricia el pelo con una mano, retira unos mechones sueltos,
contempla el lado izquierdo de mi rostro. Besa la cicatriz con dulzura. Sus
labios tocan mi frente, luego mi boca. Y después, como si me comprendiera
mejor que nadie en el mundo, susurra:
—Hará que esta noche sea un poco menos oscura.
Página 158
Esa noche soñó con un lugar lleno de columnas de color blanco perla, que
subían y subían hacia el cielo. Y esa mañana, los soldados de su enemigo
lograron atravesar las verjas de entrada.
Adelina Amouteru
Página 159
Cada día, avanzamos más hacia el norte. Cada día, el aire se vuelve más frío.
Pronto, tengo que ponerme una capa más abrigada y unas botas más gruesas
cada vez que subo a cubierta. Magiano parece incómodo en este lugar, en este
clima tan frío. Tiene menos aguante que yo, y sus raíces de las Tierras del Sol
se ven reflejadas en su ceño fruncido.
Esta mañana, cuando vemos los primeros signos de tierra en el horizonte,
se une a mí en la cubierta con dos capas bien ceñidas alrededor del cuello. Su
brazo roza el mío.
—¿Por qué no puede estar el origen de los Élites en un paraíso tropical?
—se queja.
Incluso en estas circunstancias, contemplando este desolado océano
oscuro, tengo que sonreír ante sus palabras. Hemos compartido camarote
todas las noches desde que estuvimos juntos por primera vez y, como
resultado, los susurros se han acallado a lo largo de las últimas semanas. Pero
ahora que nos acercamos a las Tierras del Cielo, las voces han regresado con
mayor intensidad.
—Al menos llegaremos a Beldain hoy. Me voy a alegrar de estar en tierra
firme otra vez.
Magiano emite un gruñido. Me pregunto a qué pobre soldado le ha robado
la segunda capa.
—Pequeñas victorias —admite.
Teren está cerca de nosotros, observa la tierra que se aproxima sin decir ni
una palabra. No nos ha causado ningún problema durante las semanas que
lleva sin sus cadenas y, cumpliendo con su cometido, se ha mantenido cerca
de mí, una mano siempre sobre la empuñadura de su espada. Sin embargo, las
nuevas vendas limpias que lleva alrededor de las muñecas ya están rojas otra
vez. Sus heridas son testarudas.
Un murmullo de voces a mi espalda capta mi atención, Violetta está
hablando en voz baja con Raffaele. Están sentados sobre fardos de
mercancías, señalan a la franja de tierra que crece ante nuestros ojos. Los
observo por encima del hombro. Raffaele se unió a nosotros poco después de
mi accidente en el mar y lleva aquí desde entonces. Desde aquella noche,
Violetta se ha ido mostrando poco a poco más confiada conmigo, pero aún
mantiene las distancias y habla con Raffaele más a menudo de lo que lo hace
conmigo. Se recuesta contra él y tiembla, sus labios secos y agrietados. Su
voz es más débil de lo que lo fue jamás y sus mejillas ahora están hundidas
como resultado de su poco apetito. Verla así hace que mi energía se revuelva,
no con ira sino con pena.
Página 160
Me gustaría que recurriese a mí en busca de consuelo.
—Dijiste que los beldeños se reunirían con nosotros aquí, con sus propias
tropas —le digo a Raffaele desde donde estoy—. Pero no veo banderas
beldeñas en ninguno de los barcos del horizonte. —Me callo y hago un gesto
hacia el puerto al que nos aproximamos—. ¿Alguna noticia de la reina
Maeve?
—Estará ahí —contesta Raffaele. Al igual que Magiano, tiene aspecto de
no estar muy feliz, y se ciñe mejor la capa alrededor de los hombros. No debe
de haber disfrutado de sus semanas en Beldain la última vez que vino en
busca de refugio—. Pero tenemos que darnos prisa en salir de esta ciudad.
—¿Qué ciudad es esta?
—Laida, una de las ciudades portuarias más populosas de Amadera. —
Raffaele se recoge el pelo negro en una sola coleta gruesa por encima de un
hombro—. Corre el rumor de que los Saccoristas tienen una base aquí, así que
puede que te estén esperando.
Le sonrío con amargura, después tejo una ilusión de su cara sobre la mía.
La expresión de Raffaele titubea, sorprendido por un momento, antes de
volver a su remanso de calma.
—Quizás les cueste encontrarme —contesto.
Raffaele me devuelve una sonrisa tensa.
—No subestimes a tus enemigos, Majestad —dice.
Levanto una ceja. Con mi ira alborotada, los susurros se despiertan. Ah, sí.
Tú sabes eso mejor que nadie, ¿verdad?
—¿Es una amenaza, Raffaele?
Mis palabras provocan un terco silencio entre nosotros. Raffaele sacude la
cabeza, luego me lanza una mirada seria.
—Estás buscando gresca en el lugar equivocado, Majestad —responde.
No le contesto. En lugar de eso, me vuelvo hacia el mar e intento
controlar mis emociones. A mi lado, Magiano pone una mano sobre mi brazo.
Tranquila, parece decir, pero ni siquiera él puede mantener a los susurros a
raya para siempre.
Quizás estoy empeorando, igual que Violetta.
El puerto está atestado de barcos de todas las ciudades y naciones, y sus
banderas forman un arcoíris de colores sobre la bahía, se refleja en el agua.
Nuestras propias banderas van escondidas bajo una ilusión que imita un
escudo amaderano y, para mi alivio, nadie parece estar prestándonos ninguna
atención. Mientras nuestros dos barcos atracan, respiro hondo y observo los
bulliciosos muelles. La sal del mar y el olor a sangre y pescado cuelgan
Página 161
densos en el aire. Las gaviotas vuelan en círculo por encima de nuestras
cabezas, de vez en cuando se lanzan en picado y se zambullen en el agua en
busca de entrañas lanzadas al mar. Grupos de hombres con espesas barbas
llevan lo que parecen pesados martillos colgados a la espalda y largos cabos
alrededor de los hombros. Mujeres vestidas con capas de piel y faldas bastas
se afanan a lo largo de los muelles, guisan acurrucadas en torno a pequeños
fuegos. Sostienen boles en una mano y una moneda de plata amaderana en la
otra, gritan en una lengua extraña de la que no entiendo ni una palabra. La
gente del lugar es grande y robusta, tan pálida que sus pecas destacan contra
su piel. Solo Lucent se confunde del todo con ellos; Teren parece pasable, con
sus ojos pálidos y pelo rubio. Aunque mis Inquisidores y acompañantes no
van vestidos con ropa tamurana, atraemos unas cuantas miradas por nuestra
complexión más enjuta y nuestra piel más oscura.
Estás en tierra enemiga, me recuerdan los susurros. ¿Recuerdas las
leyendas de las guerras civiles de Amadera? Cuando los aristanos
conquistaron a los sálanos, se lo llevaron todo: sus joyas, su honor y sus
hijos, algunas veces directamente del vientre materno. ¿Qué harán contigo,
cuando averigüen quién eres?
Raffaele sostiene que Maeve se reunirá con nosotros aquí, pero todavía no
hay señal de la reina beldeña y sus hombres. Mientras descargamos parte de
nuestros víveres sobre un caballo que nos espera, tejo poco a poco ciertas
diferencias sobre mi aspecto: aclaro mi piel, salpico la nariz de pecas, me rizo
el pelo, oculto mis cicatrices. Contestar indignada a Raffaele no quiere decir
que no me tome sus palabras en serio. Si los Saccoristas están aquí, seguro
que hallarán una manera de encontrarnos en la ciudad. Cuando termino
conmigo, me dedico a alterar el aspecto de Magiano, Raffaele y Violetta.
—Deja a los otros —me dice Magiano en voz baja mientras nos
preparamos para dejar los muelles atrás. Hace un gesto sutil hacia donde
esperan nuestros Inquisidores y soldados tamuranos—. Iremos solos a
encontrarnos con la reina Maeve.
Tiene razón, por supuesto. Llevar a una patrulla de soldados detrás de
nosotros llama demasiado la atención, incluso en una bulliciosa ciudad
portuaria. Asiento para mostrar mi acuerdo.
—Vamos solos —confirmo.
Pero en cuanto empezamos a avanzar con los Dagas, descubro que me da
miedo llevar la espalda al descubierto. Los susurros solo alimentan mi
paranoia, dibujan siluetas negras que entran y salen de la multitud. Te están
buscando, pequeño lobito. ¿Qué se siente siendo la presa? Solo la idea de que
Página 162
Teren camina a mi lado me recuerda que él, al menos, está preparado para
defenderme. Magiano también se mantiene cerca de mí.
Aprieto los dientes y sigo a Raffaele. Que vengan. He cortado cuellos
antes y puedo volver a hacerlo ahora.
Violetta está demasiado débil para andar mucho, así que la primera parada
que hacemos es para comprarle un caballo. Mi hermana descansa sobre su
lomo con los ojos cerrados. Le aclaro el pelo hasta que en mi ilusión parece
rojo. Tiene un aspecto tan enfermizo que su piel ya es casi tan pálida como la
de cualquier habitante de las Tierras del Cielo. No se mueve mientras nos
adentramos más en las entrañas de la ciudad.
Magiano olisquea al aire cuando pasamos por delante de altos edificios de
piedra caliza, sus ventanas diminutas y provistas de cortinas.
—¿Hueles eso? —me pregunta.
Sí. Huele como a huevos cocidos, también a algo agrio y ácido, como una
planta cortada en tiras que comí una vez en el puerto de Dalia, Kenettra. Me
suenan las tripas. De repente, estoy harta de las semanas de cecina y pan
rancio a bordo del barco.
—Huele a desayuno —contesto, girando en dirección a los aromas—.
Algo que podríamos hacer más a menudo.
Magiano me sonríe. Cuando lo hace, su cara de repente se convierte en
una diferente: es la de mi padre, oscura y sonriente, las rudas líneas de sus
arrugas se ven profundas y prominentes. Suelto un gritito, luego doy media
vuelta y cierro el ojo. Ahora no, me regaño, mientras mi energía se enciende
con mi miedo. No puedo perder el control de mis ilusiones en medio de esta
calle atestada de gente.
—¿Estás bien? —susurra Magiano. Cuando reúno el valor suficiente para
volver a mirarle, ha vuelto a su ser.
Mi corazón late débilmente dentro de mi pecho. Enderezo los hombros e
intento olvidar las imágenes.
—No te preocupes —le tranquilizo—. Solo estoy impaciente por
encontrar a los beldeños.
Cerca de mí, Violetta frunce el ceño preocupada, pero no dice nada.
Raffaele camina más despacio para ponerse a mi altura. Señala con la barbilla
hacia donde la ciudad por fin termina.
—Tus ilusiones —dice—. Para disfrazarnos. Te están agotando, ¿verdad?
La energía en mi pecho va forzada al límite mientras continuamos
avanzando por la ciudad. Desearía que no hubiese tanta gente aquí; los
Página 163
constantes cambios en sus movimientos y sus colores y formas hacen que me
resulte difícil mantener la ilusión sobre mí y sobre los demás.
—Estaré bien —murmuro.
—Ya estamos lo bastante cerca del origen como para que sienta su ligera
fuerza de atracción. Recuerda, todo está conectado a todo lo demás. —
Raffaele sacude la cabeza y frunce el ceño—. Su energía interferirá con la de
todos nosotros. Ten cuidado.
Hasta ahora no me había dado cuenta de que también hay cierta tensión en
la cara de Raffaele, como si estuviera cansado no solo por nuestro viaje. Miro
a mi alrededor, preguntándome quién más está sintiendo los efectos. A
Magiano no parece irle demasiado mal, aparte de su mal humor, pero el rostro
de Violetta parece agotado y Lucent está mucho más callada que de
costumbre.
Según avanzamos, continúo parpadeando para eliminar pedacitos sueltos
de ilusiones. El cielo parece oscurecerse y un aire denso y pesado cuelga por
encima de la ciudad. Caras enmascaradas aparecen y desaparecen en las
estrechas callejuelas por las que transitamos, sus destellos plateados me
recuerdan al aspecto que solían tener los Dagas. Los susurros están agitados,
aparecen en las esquinas de las calles y entre las sombras de los voladizos.
¿Por qué no abandonas este viaje, Adelina?, me dicen. Regresa a
Kenettra. Vuelve y gobierna tu imperio.
Aparto la vista y procuro mantener mi concentración por delante de mí. Es
buena idea. Intento borrar ese pensamiento de mi cabeza. Todos estamos
cansados y cuanto antes logremos disfrutar de una buena noche de descanso,
más fuertes nos sentiremos por la mañana. Quizás Maeve se reúna con
nosotros para entonces.
Pero ¿qué pasa si no se reúne con nosotros en absoluto? ¿Qué pasa si
decide enviar tropas a atacarnos? ¿Qué pasa si no tiene ningún interés en
participar en este viaje con nosotros? Raffaele debe estar convencido de su
buena fe, de que vendrá porque ama a Lucent, pero eso es todo. Miro a un
lado, a donde camina Lucent en silencio. ¿Qué pasa si esta es la forma en que
Maeve busca vengarse por lo que le hice a su flota, hacer que nuestro viaje
sea inútil?
Es lo que haría yo, si fuera ella. Así que ¿por qué no iba a hacerlo ella
también?
Salimos de la calle principal y bajamos por un camino estrecho con
escaleras, que conduce alrededor de la falda de una colina hacia la taberna.
Cuando pasamos por la intersección con una pequeña callejuela, las caras
Página 164
enmascaradas aparecen y desaparecen. A mi lado, Magiano frunce el ceño, se
pone tenso y estira el cuello para echar otra ojeada por la callejuela.
—¿Has visto algo? —le pregunto.
Magiano asiente, sus ojos todavía fijos en la callejuela que acabamos de
pasar.
—Un destello de plata —dice después de un momento—. Como una
máscara. —Me mira a los ojos. Me da un retortijón en el estómago.
No había sido solo una ilusión de mi propia creación.
De repente, Raffaele se detiene. Delante de nosotros hay varias personas
de pie, nos bloquean el camino. Aunque mis ilusiones siguen firmes en su
sitio, parecen saber que no somos de por aquí. Su líder sale de entre la
multitud. Este hombre no parece de las Tierras del Cielo: su piel es más
morena y sus ojos son profundos y oscuros. Lleva un cuchillo en una mano.
—Vaya, vaya —dice—. Una troupe extranjera cruzando nuestro territorio.
Los susurros suenan más altos en mi cabeza.
—No queremos problemas, señor —consigo decir. Mantengo la barbilla
alta y la voz tranquila, y trabajo por mantener estables las ilusiones que he
tejido por encima de nuestras caras.
El hombre me mira y asiente.
—¿De dónde sois?
Mátale. Ha pasado mucho tiempo. Será muy fácil. Las voces son
persuasivas. Podría envolverle en agonía ahora mismo, hacerle creer que le
estoy arrancando el corazón del pecho. Pero no puedo permitirme hacerlo
aquí, no sin saber si hay más hombres como ellos más allá de esta estrecha
calle; y no con Violetta tan enferma. Magiano me salva de responder
regalándole al hombre una sonrisa llena de dientes blancos.
—De un lugar mucho más amistoso que este, eso os lo aseguro —
proclama—. ¿Recibís con cuchillos a todos los extranjeros que están de paso?
Eso debe de ocupar muchísimo de vuestro tiempo.
El hombre frunce más el ceño, aunque nos mira con expresión dubitativa.
Raffaele se adelanta para colocarse al lado de Magiano.
—Tenemos una amiga que está muy enferma —dice, señalando a Violetta
—. ¿Podríais decirnos dónde está la posada más cercana?
El hombre guarda silencio. Detrás de nosotros se han congregado más de
sus hombres, gente a la que había tomado por pescaderos y transeúntes; se
han reunido en las escaleras para bloquear el camino por el que hemos
venido. Hay miedo en el aire, punzante y oscuro, me llama… y yo ansío
Página 165
llamarlo también, agarrar las hebras enroscadas a nuestro alrededor y tejer. La
ilusión que cubre mi cara vacila, solo por un instante.
El hombre me mira con suspicacia.
—Dijeron que vendríais disfrazada, Lobo Blanco. Sabemos que sois la
reina Adelina de Kenettra.
Parpadeo fingiendo sorpresa.
—¿Qué? —contesto, manteniendo el tono de sorpresa en mi voz—.
Venimos de Dumor para…
El hombre me interrumpe con una risotada.
—Dumor —repite—. Queréis decir uno de vuestros estados títeres.
Magiano desenvaina dos de sus propias armas. Sus pupilas se han
entornado hasta no ser más que dos finas ranuras y tiene todo el cuerpo en
tensión. Cerca de Raffaele, Teren se mantiene bien erguido con la espada a
medio desenvainar, listo para actuar. Por primera vez, me siento agradecida
de tenerle con nosotros.
No tiene ningún sentido seguir alargando esto. Ya he tenido suficiente.
—Dejadnos pasar —digo, intentando abrirme paso entre ellos. Mi ira está
empezando a aumentar y esa energía se convierte en mi defensa—. Y les
perdonaremos la vida a tus hombres.
El grupo se mueve inquieto. El líder saca un segundo cuchillo del
cinturón. Debajo de su valiente fachada, puedo sentir bullir su temor. Tiene
miedo de morir hoy.
—Por las Tierras del Mar —susurra—. Por las Tierras del Sol.
Entonces asiente y sus hombres se abalanzan sobre nosotros desde ambos
lados.
Magiano se mueve tan deprisa que apenas le veo meterse en la refriega.
Sus dagas lanzan destellos plateados bajo la luz. Delante de nosotros, Teren
arremete contra dos de los primeros hombres con un gruñido de furia, arroja
toda su rabia acumulada contra ellos. Acaba con ellos sin mayor problema.
—¡Moveos! —grita Magiano, empujándonos hacia delante. Echamos a
correr mientras Teren abre una brecha para nosotros, pero la estrecha calle
continúa llenándose de gente y nos obligan a detenemos de nuevo. ¿Cuántos
hay? Deben de llevar esperando nuestra llegada desde hace meses. El caballo
de Violetta se encabrita en medio del caos, deja escapar un relincho agudo, y
la lanza por los aires. Lucent la atrapa, por los pelos, con una cortina de
viento. Violetta cae sobre las escaleras e, instintivamente, la empujo detrás de
mí y la obligo a pegarse a la pared. Ahora está despierta, su cuerpo tiembla
como una hoja.
Página 166
Uno de los hombres se abalanza a por ella, pero Lucent columpia su
espada y le da al hombre un tajo en el estómago. Delante de nosotros, Teren
nos abre camino mientras otros hombres siguen llegando. Le alcanzan con
varias espadas, le hacen profundos cortes, pero él parece ajeno a sus heridas,
su cuerpo intenta curarse lenta y laboriosamente después de cada ataque.
Ahora está incluso más claro: se cura mucho más despacio de lo que
recuerdo. Detrás de nosotros, Magiano se encarama de un salto sobre la tapia
del edificio y gira en medio del aire, le hace un corte limpio en el cuello a un
hombre y en el pecho a otro. El olor de la sangre y del miedo llena mis
sentidos y noto cómo las voces se alimentan de la oscuridad, se hacen más y
más altas a cada momento que pasa, me fortalecen incluso mientras me alejan
cada vez más de lo que puedo controlar. Me tambaleo hacia delante,
intentando reprimir la oleada de ilusiones que amenazan con sobrepasarme.
Las sonrisas de nuestros atacantes se vuelven esqueléticas, sus formas
monstruosas. Sus manos se extienden como garras hacia nosotros, como si
fueran árboles muertos en un bosque; y de repente estoy forcejeando contra
ellas, intento respirar. Sigue moviéndote. Esto no es real. Me lo digo una y
otra vez. Teren continúa llevándonos hacia delante a través de la pelea y,
detrás de nosotros, Magiano mantiene a los demás a raya. Intento
concentrarme en ellos. Tenemos que encontrar una forma de salir de esta
calle.
Entonces, delante de nosotros, Raffaele tropieza. Hace una mueca de
dolor, luego cae de rodillas.
Lucent corre a su lado. Mientras los miro, Lucent le coge del brazo e
intenta ayudarle a levantarse, pero Raffaele hace otra mueca, se lleva las
manos a la cabeza y vuelve a tropezar. Se queda allí arrodillado, encogido de
dolor, el pelo cae por encima de sus hombros como una cortina negra.
Su miedo le cubre como un manto y mi energía se lanza a cogerlo. Echo
un vistazo a nuestro alrededor. Aquí hay demasiado caos como para hacernos
desaparecer a todos detrás de una cortina de invisibilidad y quiero ahorrar mi
poder… pero veo que dos de los atacantes ya se han dado cuenta del estado de
Raffaele. Si no le oculto ahora, no saldrá de esta reyerta con vida.
Concentro mi energía sobre Raffaele. Luego tejo un manto de
invisibilidad por encima de él. Se volatiliza. Corro hacia donde está con
Lucent mientras las hojas de las espadas centellean por todas partes a nuestro
alrededor. Cuando llego hasta ellos, paso uno de los brazos de Raffaele por
encima de mi hombro y ayudo a Lucent a levantarle. Magiano mira en nuestra
dirección desde donde está repeliendo a un atacante.
Página 167
Unos pasos más adelante, Teren da un repentino salto atrás cuando un
grupo de atacantes se abalanzan al unísono hacia él. Uno de ellos consigue
superarle. Ahora somos invisibles, pero aunque el atacante no puede vernos,
columpia la espada en un gran arco hacia nosotros. Solo tengo el tiempo
suficiente de captar un atisbo de su máscara plateada.
Una flecha silba por el aire desde los tejados. Atraviesa el cuello de
nuestro atacante de lado a lado. El hombre se queda helado a medio
movimiento, atónito, luego deja caer el arma y se agarra el cuello en vano.
Mientras le observo, cae hacia atrás por las escaleras.
Más flechas cortan por el aire desde los tejados. Todas y cada una de ellas
da en su objetivo. Rebusco por los tejados, hasta que veo un destello de
armadura corriendo por lo alto. A nuestra espalda, Magiano deja escapar una
alegre risa. En un abrir y cerrar de ojos, ha saltado sobre uno de los carteles
que cuelga delante de una puerta y se ha columpiado hacia delante, lanzando
una daga hacia abajo a los atacantes.
Cuando levanto la vista para ver a otra figura corriendo por los tejados,
por fin alcanzo a ver a una mujer joven y alta con trenzas recogidas bien alto
por encima de su cabeza, los mechones medio negros y medio rubios. Está en
cuclillas, con un codo apoyado en la rodilla. Tiene un arco cargado y
apuntando hacia abajo en dirección a uno de nuestros atacantes. Deja escapar
la flecha.
La reina beldeña por fin ha llegado.
Más y más de sus soldados aparecen en los tejados. Los Saccoristas, al
reconocer el escudo de los hombres de la reina, empiezan a separarse
confusos. Varios de los guardias de Maeve aparecen al final de la calle.
Verlos parece la gota que colma el vaso de los Saccoristas. Alguien grita una
orden de retirada y los atacantes restantes se desperdigan de inmediato, dejan
caer sus armas y echan a correr. Teren continúa peleando, pero la batalla ya
ha terminado. Los atacantes se desvanecen a la misma velocidad que
aparecieron, hasta que todo lo que queda en la calle son los cuerpos de los
caídos.
Retiro la ilusión de encima de todos nosotros. Mis fuerzas me abandonan
y, de repente, Raffaele da la impresión de pesar un quintal. Magiano corre a
nuestro lado y coge el cuerpo inerte de Raffaele en sus brazos. Entonces miro
a Violetta. Sigue acurrucada contra la pared donde la dejé, enroscada en un
apretado ovillo y con aspecto de estar concentrada en no perder la conciencia.
Me acerco a ella y le ofrezco una mano.
Página 168
Violetta levanta la cara hacia mí. Parte del persistente miedo y distancia
de sus ojos que en tan gran medida había definido nuestras últimas semanas
juntas se ha difuminado, sustituido por un brillo familiar. Es una luz que
recuerdo de cuando solía caminar a mi lado por Merroutas, cuando éramos
toda la compañía que necesitábamos en el mundo.
Los susurros todavía rondan por el aire a mi alrededor, pero me niego a
escucharlos y los empujo al fondo de mi mente. Violetta me coge la mano y la
ayudo a levantarse. Se apoya contra mí, apenas capaz de mantenerse en pie.
—Teren —digo cuando le veo acercarse a nosotras. Hay cortes en su
túnica y manchas de sangre en su armadura, pero por lo demás parece ileso.
Le lanza a Violetta una mirada fría, luego se la echa a la espalda sin ningún
esfuerzo y sin decir ni una palabra.
—Tenemos un campamento —nos grita Maeve desde los tejados. Espesos
polvos negros perfilan sus ojos y una raya de pintura de guerra dorada decora
sus mejillas—. Me da la impresión de que a todos os vendría bien un buen
descanso.
Veo a Maeve buscándome desde su atalaya y, cuando nuestros ojos se
cruzan, nos miramos durante largo rato. Me pongo tensa. Un aire de
incertidumbre flota a su alrededor ante mi presencia. Echo la vista atrás y
pienso en la última vez que nos vimos, cuando observó cómo convocaba el
poder de Enzo para destrozar un devastador número de barcos de su flota.
Incluso ahora, todavía soy capaz de visualizar las llamas rugiendo por todas
partes a nuestro alrededor.
Se endereza y hace un gesto hacia las afueras de la ciudad.
—Mis hombres os conducirán ahí. —Después desaparece por el otro lado
del tejado.
Página 169
La tragedia persigue a aquellos que no pueden aceptar su verdadero destino.
Adelina Amouteru
Página 170
—Estaremos listos.
Maeve pasa por delante de mí sin reaccionar a mis palabras. Me giro y la
veo desaparecer dentro de nuestra tienda. Enséñale lo que eres capaz de hacer
y entonces te respetará. La reina de Beldain y yo puede que seamos aliadas
forzosas ahora mismo, pero llegará el día en que todos volvamos a nuestro
lado y a nuestro estado enemigo.
Detrás de sus soldados viene Magiano. Cuando me ve, se quita la capa y
me la echa por encima de los hombros. Me relajo cuando bloquea un poco el
viento cortante; el calor de Magiano perdura y me reconforta al entrar en
contacto con mi piel.
—No logro convencerle de que se meta dentro de una tienda —dice,
gesticulando por encima del hombro mientras cristales de hielo caen como
copos de sus trenzas. A cierta distancia de las tiendas, donde la tierra se
confunde con la negrura de las montañas, veo una solitaria figura rubia
arrodillada entre el viento, la cabeza gacha mientras reza. Teren.
Pongo una mano en el brazo de Magiano.
—Déjale —le digo—. Hablará con los dioses hasta que se sienta
reconfortado. —Pero sigo mirando a Teren un poco más. ¿Será que él, como
Raffaele, siente ahora la atracción del origen de los Élites llamando desde
algún lugar en las entrañas de las montañas? Ahora siento un pulso en la parte
de atrás de mi mente, un nudo de poder y energía escondido en algún lugar
más allá de lo que puedo ver.
Magiano suspira exasperado.
—Le he dicho a los hombres de Maeve que le vigilen —me dice—. Sería
una tragedia haber venido hasta tan lejos solo para perderle víctima de la
congelación. —Entonces da media vuelta y me acompaña hacia nuestra
tienda.
Dentro hace calorcito. Lucent está sentada en una esquina, hace una
mueca de dolor mientras se venda el brazo con un trapo caliente. Se ha vuelto
a lesionar la muñeca durante la batalla, pero cuando se da cuenta de que la
estoy mirando, aparta la vista a toda prisa. A su lado, Raffaele se levanta de
su silla e inclina la cabeza en dirección a Maeve. La reina está cerca de la
entrada de la tienda, su cuerpo girado inconscientemente hacia Lucent, sus
ojos fijos en la cama de Violetta.
Incluso a la luz de los farolillos, Violetta sigue estando mortalmente
pálida. Sus pestañas aletean de vez en cuando, como si estuviera perdida en
una pesadilla, y una película de sudor cubre su frente. Sus oscuras ondas de
pelo se despliegan en abanico por encima de la capa doblada bajo su cabeza.
Página 171
—Viene nieve del norte —dice Maeve, rompiendo el silencio—. Cuanto
más tiempo pasemos aquí, mayor riesgo corremos de que nuestras rutas
queden cortadas. Los rompenieves ya van camino de las montañas.
—¿Rompenieves? —pregunta Magiano.
—Hombres que suben a las zonas donde se ha acumulado más nieve.
Ellos la rompen en pequeñas avalanchas controladas para prevenir otras
mayores. Es probable que los hayáis visto en la ciudad, con sus picos para el
hielo. —Maeve le hace un gesto a Raffaele—. Mensajero. —Con la sola
mención de su nombre, la pétrea cara de la reina se suaviza un pelín. Me
sorprende la chispa de envidia que siento por que Raffaele pueda atraer a los
demás hacia sí mismo con semejante facilidad—. ¿Estás bien?
—Mejor —contesta Raffaele.
—¿Qué pasó? —pregunto—. Te vimos quedarte paralizado… caíste de
rodillas.
Los ojos color joya de Raffaele captan la luz y centellean de una docena
de tonos diferentes de verde y dorado.
—La energía a mi alrededor era abrumadora —explica—. El mundo se
difuminó. No era capaz de pensar y no podía respirar.
Esa sensación fue superior a él. El poder de Raffaele es sentir todas y
cada una de las hebras en el mundo, todo lo que conecta con todo lo demás.
Eso debe de ser la manera en que se están deteriorando los poderes de
Raffaele, el equivalente a mis ilusiones espontáneas fuera de control, a las
atroces marcas de Violetta, a la fragilidad de los huesos de Lucent. A menos
que nuestra misión sea un éxito, su poder será su perdición, igual que nos
pasa a todos.
Por la cara de Raffaele, veo que está pensando lo mismo que yo, pero se
limita a dedicarle a Maeve una sonrisa cansada.
—No es preocupante. Estaré bien.
—Parece que os tropezasteis con nuestra expedición justo en el momento
preciso —le dice Magiano a Maeve.
En el silencio subsiguiente, Lucent se pone de pie con esfuerzo y una
mueca de dolor, y se dirige a la solapa que hace las veces de puerta de la
tienda.
—Entonces, todos deberíamos intentar descansar un poco —murmura.
Vacila un instante al pasar al lado de Maeve. Un destello de sentimiento…
algo solitario, nostálgico… cruza su cara, pero nada más que eso y, antes de
que Maeve pueda reaccionar, Lucent sale de la tienda y desaparece.
Maeve la observa marchar, luego la sigue. Sus soldados salen tras ella.
Página 172
Raffaele me mira y se vuelve a sentar en la silla.
—Tu hermana se está debilitando —me dice—. Nuestra cercanía al origen
de la caída de Laetes ha intensificado nuestra conexión con los dioses y está
destrozando nuestros cuerpos. No aguantará mucho más.
Contemplo la cara de Violetta. Frunce el ceño, como si sintiera mi
presencia cerca de ella, y me encuentro recordando el tiempo que pasamos
lado a lado en camas idénticas, postradas por la fiebre de la sangre. En cierto
modo, nunca nos ha abandonado.
Miro a Magiano de reojo, después a Raffaele.
—Dejadme a solas con ella un momento —les pido.
La agradezco a Magiano su silencio. Me da un apretoncito en la mano,
luego da media vuelta y sale de la tienda.
Raffaele se me queda mirando, la duda reflejada en su cara. No se fía de
dejarte a solas con ella. Eso es lo que suscitas, pequeño lobito, una nube de
suspicacia. Quizás sea eso lo que expresa su cara… o quizás sea culpabilidad,
una persistente chispa de arrepentimiento por todo lo que ha sucedido entre
nosotros, todo lo que podía haberse evitado. Signifique lo que signifique,
desaparece con la siguiente respiración. Aprieta el cierre de su capa y cruza
las manos dentro de las mangas, luego se dirige a la entrada de la tienda.
Antes de salir, se vuelve hacia mí.
—Intenta descansar —me dice—. Lo necesitarás, mi Adelinetta.
Mi Adelinetta.
Contengo la respiración; los susurros se aquietan. El recuerdo vuelve a mí
con fuerza, claro como el agua: una tarde hace mucho tiempo, cuando estuve
sentada con él al borde de un canal estenziano, escuchándole cantar. Con el
recuerdo viene una oleada de alegría nostálgica, seguida de una tristeza
insoportable. No me había dado cuenta de lo mucho que añoraba ese día.
Quiero decirle que espere, pero ya se ha marchado. Sin embargo, su voz
parece perdurar en el aire, palabras que no había oído de su boca desde hacía
años… y en alguna parte, en el fondo de mi pecho, se reaviva la presencia de
una chica enterrada hace mucho tiempo.
En la cama, Violetta suelta un gemido suave y se mueve, interrumpiendo
mi torbellino de pensamientos. Me acerco más a ella. Aspira una profunda y
rasposa bocanada de aire, luego sus párpados aletean y abre los ojos.
Le doy la mano, entrelazando los dedos con los suyos. Su piel abrasa al
tacto, oscurecida por marcas solapadas, y a través de ella puedo sentir el
vínculo de sangre que nos une, reforzado por nuestros poderes de Élite. Sus
ojos recorren la habitación, confusos, y luego suben hasta mi cara.
Página 173
—Adelina —susurra.
—Estoy aquí… —empiezo a contestar, pero Violetta me interrumpe y
cierra los ojos.
—Estás cometiendo un error, Adelina —dice, la cara ahora vuelta hacia
un lado. Parpadeo, intento entender lo que quiere decir, hasta que me doy
cuenta de que está hablando en un estado febril y quizás ni siquiera sea
consciente de dónde está.
—Quiero volver contigo —susurra—, pero tus Inquisidores… me están
buscando por todas partes. Llevan las espadas desenvainadas. Pienso que
quizás les hayas ordenado que me maten cuando me encuentren. —Su voz se
quiebra, seca, ronca y débil—. Quiero ayudarte. Estás cometiendo un error,
Adelina. —Suspira—. Yo también cometí un error.
Ahora lo entiendo. Me está contando lo que sucedió después de que
huyera de palacio, después de que mis ilusiones tomaran el control y Violetta
se volviera contra mí… igual que yo me había vuelto contra ella. Se me hace
un nudo en la garganta. Me siento en la silla de Raffaele y me inclino hacia
ella de nuevo.
—Les dije a mis soldados que te trajeran de vuelta —murmuro—. Sana y
salva. Te busqué durante semanas, pero tú ya me habías dejado atrás.
La respiración de Violetta suena superficial e irregular.
—Con las primeras luces del día, cogí un barco con destino a Tamura —
susurra. Su mano se aprieta alrededor de la mía.
—¿Por qué acudiste a los Dagas? —Ahora mi voz suena amarga y mis
ilusiones se avivan, dibujan a mi alrededor una escena de los días posteriores
a la partida de Violetta. Cómo me quedé sentada en mi trono, agarrándome la
cabeza, rechazando las bandejas de alimentos de los sirvientes. Cómo conjuré
una profunda negrura por encima de los cielos de Kenettra, sumiendo a la
ciudad en oscuridad durante días. Cómo quemaba los pergaminos en la
chimenea después de que mis patrullas de Inquisidores me escribieran, una
tras otra, para informarme de que no conseguían encontrarla—. ¿Cómo
pudiste?
—Seguí la energía de otros Élites a través del mar —murmura Violetta en
un trance. Gotas de sudor resbalan por los lados de sus mejillas mientras
vuelve a removerse inquieta—. Seguí a Raffaele y le encontré. Él me
encontró a mí. Oh, Adelina… —Su voz se pierde por un momento—. Creí
que él podría ayudarte. Se lo supliqué de rodillas, con la cara apretada contra
el suelo. —Ahora también tiene las pestañas mojadas, apenas consigue
reprimir las lágrimas. Debajo de los párpados, sus ojos se mueven inquietos
Página 174
—. Se lo supliqué todos los días, incluso cuando oímos que habías enviado a
tu nueva flota a invadir Merroutas.
Mi mano se aprieta en torno a la de Violetta. Merroutas, les había
ordenado a mis hombres. Domacca. Tamura. Dumor. Cruzad los mares,
sacad a rastras de sus camas a los que no tienen marcas, traedlos ante mí.
Mi furia aumentaba día a día.
—No pude encontrarte —espeto cortante, irritada por las lágrimas que
brotan en mi ojo—. ¿Por qué no me enviaste una paloma mensajera? ¿Por qué
no me dijiste lo que sucedía?
Violetta se queda callada largo rato, perdida en su mundo febril. Abre los
ojos de nuevo, vacíos y grises, desangrándose de color, y me encuentran.
—Raffaele dice que eres un caso perdido. Que no tienes remedio. Yo creo
que está equivocado, pero él derrama lágrimas por ti y sacude la cabeza.
Estoy intentando convencerle de lo contrario. —Sus susurros se tornan
urgentes—. Creo que volveré a intentarlo mañana.
Me llevo la mano a la cara y seco con rabia mis lágrimas.
—No te entiendo —le susurro de vuelta—. ¿Por qué tienes que seguir
intentándolo?
Los labios de Violetta tiemblan del esfuerzo.
—No puedes endurecer tu corazón al futuro solo a causa de tu pasado. No
puedes utilizar la crueldad que has sufrido para justificar la crueldad contra
otros. —Sus ojos grises se deslizan hacia abajo, se apartan de mi cara, hasta
que su mirada se posa en el farolillo casi consumido que arde cerca de la
entrada de la tienda—. Es difícil. Sé que lo estás intentando.
Toda mi vida, he intentado protegerte.
La sala se vuelve borrosa tras mi cortina de lágrimas.
—Lo siento —susurro. Mis palabras flotan en el aire, persistentes y casi
inaudibles. Delante de mí, Violetta suspira y sus párpados vuelven a cerrarse
poco a poco. Murmura algo más, pero demasiado bajito como para que pueda
oírlo. Le aprieto la mano sin tener muy claro a qué me estoy aferrando, deseo
que despierte y me reconozca, no en un sueño febril ni en una pesadilla, sino
aquí a su lado. Me quedo hasta que su respiración se vuelve regular, y luego
un buen rato más. Al final, cuando el farolillo está ya tan bajo que la tienda
está prácticamente sumida en la oscuridad, apoyo la cabeza sobre su cama y
escucho el viento aullar en el exterior hasta que, al final, un sueño
misericordioso me llama.
Página 175
Maeve Jacqueline Kelly Corrigan
M aeve oye a Lucent llamándola, pero esta no la alcanza hasta que llega
a la entrada de su tienda. Maeve se gira para mirar a su antigua
compañera. Delante de la tienda, los guardias personales de la reina ponen las
manos sobre la empuñadura de sus espadas sin quitarle el ojo de encima a
Lucent.
Maeve vacila un instante al ver la mirada seria de Lucent. Habían puesto
fin a su relación hacía un año, en la cima de los acantilados blancos de
Kenettra. Debería dejarlo estar; después de todo, Lucent le había dicho que no
cumpliría los deseos de Maeve. No seré tu amante, había dicho. Entonces,
¿por qué parece Lucent tan desesperada por hablar con ella ahora?
—¿Sí? —pregunta Maeve con frialdad. La chica parece enferma, y ver su
piel macilenta y sus extremidades doloridas hace que a Maeve le dé un vuelco
al corazón.
Lucent duda un poco, sin saber de repente lo que decir. Se pasa una mano
por los rizos rubios rojizos, luego le dedica a Maeve una reverencia
apresurada.
—¿Estás bien? —pregunta al fin, pero se le quiebra la voz.
—¿Lo estás tú? —pregunta Maeve de vuelta—. Tienes un aspecto
horrible, Lucent. En su última carta, Raffaele mencionó que estabas…
sufriendo.
Lucent niega con la cabeza, como si su propia salud no fuese importante.
—Me he enterado de lo que ocurrió —contesta—. Tristan. Tu hermano.
—Inclina la cabeza de nuevo y el silencio se alarga.
Tristan. Esa es la razón de que Lucent esté aquí. La debilidad de su voz
resquebraja la determinación de Maeve y se descubre ablandándose hacia
Lucent a pesar de que había pretendido no hacerlo. Cómo ha echado de
menos la presencia de Lucent, qué deprisa se habían separado otra vez
después de la última batalla contra Adelina. Gira la cabeza y les hace un único
gesto afirmativo a sus guardias. Con el estrépito metálico de las armaduras, se
alejan de ahí y dejan a las dos a solas.
Página 176
—Nunca estuvo destinado a quedarse tanto tiempo —contesta Maeve
después de un rato. Se sacude de encima la imagen de los ojos muertos de su
hermano, la incongruencia de su ataque. No era él, por supuesto—. Ya estaba
en el Inframundo.
Lucent hace una mueca y aparta la mirada.
—Todavía te culpas —continúa Maeve, la voz más dulce ahora—. Incluso
después de tanto tiempo.
Lucent no dice nada, pero Maeve sabe lo que debe de estar pasando por su
mente. Es el recuerdo del día de invierno en que Tristan murió, cuando los
tres habían decidido ir de caza juntos a los bosques.
Tristan había evitado acercarse al lago. Siempre le había tenido miedo al
agua.
Maeve cierra los ojos y, por un instante, revive la escena: Lucent,
larguirucha y risueña, arrastra a Tristan entre los arbustos para ver al ciervo
cuyas huellas había encontrado y seguido; Tristan, mira al ciervo que había
conseguido abrirse paso hasta la mitad del lago helado en su intento de
cruzarlo; Maeve, se agacha en silencio para ponerse en cuclillas, levanta el
arco hasta sus ojos. Habían estado demasiado lejos de la criatura. Uno de
nosotros tendrá que acercarse, había sugerido Maeve. Y Lucent había
pinchado y animado a Tristan.
Deberías ir tú.
Habían jugado sobre el hielo muchas veces y nunca había pasado nada.
Así que, al final, Tristan cogió su arco y una flecha y se arrastró por el lago
helado sobre los codos y la barriga. Habían jugueteado con la muerte mil
veces, pero aquel día tendría un desenlace diferente. Había una grieta
imperceptible en el hielo, en un punto fatídico. Quizás la habían causado las
pezuñas del ciervo, quizás el peso de la criatura hizo que el hielo fuese
inestable, o quizás el invierno no era lo bastante frío y no había helado el lago
con la suficiente solidez. Quizás eran las mil veces que habían engañado a la
muerte, volviendo todas de golpe a por ellos.
Oyeron el crujido del hielo un instante antes de que Tristan se colara por
la abertura. Había tenido justo el tiempo suficiente de mirarlas antes de caer al
agua bajo sus pies.
—Fue culpa mía —dice Maeve, Hace un gesto como para levantarle la
barbilla a Lucent, luego se detiene. Elige en cambio dedicarle una sonrisa
triste—. Yo le traje de vuelta. —Baja los ojos—. Ya no soy capaz de llegar
hasta el Inframundo. Se ha filtrado al mundo mortal, su ruda presencia es
como hielo sobre mi corazón. Mi poder me matará, si elijo utilizarlo de
Página 177
nuevo. Quizás —añade en voz baja— parte de todo esto sea mi castigo por
desafiar a la diosa de la Muerte.
Lucent se queda ahí mirándola un buen rato. ¿De verdad había pasado
tanto tiempo desde que eran jóvenes? Maeve se pregunta si este será el último
viaje que harán juntas, si las predicciones de Raffaele se harán realidad, si se
adentrarán en los senderos de la montaña para no regresar jamás.
Al final, Lucent hace una reverencia.
—Si debemos ir todos —dice, mirando al suelo—, entonces me siento
honrada de ir contigo, Majestad. —Después da media vuelta para marcharse.
Maeve alarga una mano y la coge del brazo.
—Quédate —le dice.
Lucent se queda helada. Abre los ojos como platos, mira a la reina. Maeve
siente cómo se le sonrojan las mejillas, pero no aparta la mirada.
—Por favor —añade, con mayor dulzura—. Solo hoy. Solo esta vez.
Por un momento, parece como si Lucent fuera a irse. Las dos se quedan
quietas donde están, ninguna quiere ser la primera en moverse. Entonces,
Lucent da un paso hacia la reina.
—Solo esta vez —repite.
Página 178
Toda mi riqueza, poder, territorios, poderío militar… nada de eso importa ya.
Se ha ido, y con ellos he de irme yo.
Adelina Amouteru
Página 179
demás, están despejados. Los rompenieves ya han pasado por ahí. —Veo
cómo la reina toca brevemente la bota de Lucent antes de dirigirse hacia su
propia montura. Noto una nueva cercanía entre ellas.
Magiano y Raffaele vienen a ayudarme a asegurar a Violetta sobre una
camilla detrás de dos de los caballos de Maeve. Se agita inquieta mientras
trabajamos, murmura algo que no logro entender. Sus marcas parecen ahora
más oscuras, casi negras, como si Moritas estuviese reclamando su cuerpo
lentamente para el Inframundo, Aprieto los dientes al verlas.
Magiano me observa mientras me quedo ahí de pie al lado de la camilla
de Violetta.
—Lo conseguirá —me dice, poniendo una mano sobre mi brazo, pero
noto la duda en su voz.
A medida que nos acercamos a los caminos que llevan a las primeras
montañas, la estrechez de los valles empieza a servir de embudo para el
viento, de manera que azota nuestras mejillas y corta a través de cada abertura
de nuestra ropa. Me calo bien la capucha por encima de la cabeza y la ato con
fuerza; intento subirme más la capa para cubrir la mitad inferior de mi cara.
Incluso así, mi aliento se congela contra la tela y crea un parche de escarcha
blanca. Con el viento llegan los susurros, aúllan en mis oídos a cada ráfaga.
Sus palabras son un batiburrillo tal que no soy capaz de entender lo que están
diciendo; aunque hacen que se me acelere tanto el corazón que voy encorvada
por el agotamiento. De vez en cuando, creo ver siluetas oscuras de pie entre
las grietas de las montañas, observándonos con ojos invidentes. Solo las veo
por la periferia de mi visión… cuando giro la cabeza, desaparecen.
Magiano sigue frunciendo el ceño al mirar al cielo.
—¿Soy yo, o el cielo se está oscureciendo? —Hace un gesto con la cabeza
hacia las nubes—. No es que las nubes sean más espesas, solo da la impresión
de que el día estuviera pasando más deprisa de lo debido.
Yo también levanto la vista. Tiene razón. Lo que debería ser la luz de un
sol de mediodía oculto tras las nubes parece más bien un sol que ya se esté
poniendo. Las sombras del valle se oscurecen a medida que avanzamos, se
alargan a nuestro alrededor dibujando formas silenciosas, mientras las
cordilleras montañosas que nos rodean se vuelven cada vez más escarpadas.
El camino bajo los cascos de nuestros caballos cruje por la escarcha y el hielo.
Página 180
Pierdo la noción de cuántas horas viajamos envueltos en esta extraña
penumbra. Vamos todos en silencio. Cabalgo al lado de la camilla de Violetta
para no perderla de vista. De vez en cuando, se le abren los ojos, grises e
inquietos, pero nunca parecen enfocarse sobre nada ni sobre nadie. Es como si
ya se hubiese ido a otro sitio.
Todavía está aquí, me recuerdo, pero los susurros en mi mente suenan
ahora como si fuesen el viento, ahogan todos mis pensamientos, y mi
agotamiento y preocupación hacen que me lata frenéticamente el corazón.
Esto debe de ser la forma en que me está afectando la atracción del origen.
Esa noche, una noche que parece caer de forma prematura, nos detenemos
en una hondonada que nos protege en parte de los elementos. El viento es tan
violento en este estrecho desfiladero que nos resulta imposible montar un
campamento decente. Nuestros caballos también están apáticos, apelotonados
todos juntos para mantener el calor cerca de la hoguera que hemos encendido.
—Este crepúsculo tempranero se producirá con mayor frecuencia en los
días por venir —explica Raffaele mientras nos reunimos todos a su alrededor.
Dibuja una línea curva en la tierra con un palo, luego marca varios puntos a lo
largo de ella, incluido donde estamos ahora mismo—. Nos estamos
acercando. —Señala un punto al final de la línea, enclavado entre dos
montañas—. La Oscuridad de la Noche.
Raffaele habla con calma y con gracia, como hace siempre, pero debajo
de su voz parece haber una chispa de duda. Mi mano descansa sobre las pieles
que cubren a Violetta, que se remueve inquieta en su sueño febril. Nos
dirigimos hacia un reino del que solo hemos oído hablar en leyendas y
cuentos populares. ¿Qué pasará cuando lleguemos?
—Puede que allí las leyes de nuestro mundo rijan de manera diferente —
dice Raffaele después de un instante—. Las cosas pueden no ser lo que
parecen. Tendremos que tener cuidado. —Al decir esto, me mira a mí—.
Siento la atracción de ese lugar. ¿Y tú?
Asiento. A mi alrededor, los demás hacen lo mismo. Deslizo los ojos
hacia donde está sentado Teren a cierta distancia, su capa abierta,
aparentemente ajeno al frío. Está afilando metódicamente su espada y sus
cuchillos. Mis susurros se están intensificando, y alrededor de Magiano
parece flotar un aura de oscuridad. Violetta se está apagando y los sentidos de
Raffaele están siendo apabullados por hebras de energía desde todas las
direcciones. ¿Qué sentirá Teren aquí, tan cerca del origen? ¿Le acercará este
viaje aún más a la locura?
Página 181
Antes de instalarnos para pasar la noche, le pido a Maeve que destine a
más centinelas a la custodia de Teren. Incluso así, me despierto varias veces a
horas intempestivas y miro hacia donde está Teren, preguntándome si le veré
perder el control.
A la mañana siguiente, el amanecer no parece llegar nunca. En vez de eso,
el mundo se aclara solo hasta la tenue penumbra que habíamos experimentado
el día anterior; el paisaje parece aterrador en su oscuridad. Ha empezado a
caer una ligera nevada, espolvoreando una capa de blancura por todas partes a
nuestro alrededor. Magiano duerme pegado a mí, con un brazo por encima de
mis hombros. Esta mañana mis susurros están ruidosos, inquietos y rugientes
e interminables. Cuando miro detrás de nosotros, no veo nada más que las
huellas de nuestras pisadas que se extienden hada las montañas solitarias. Veo
lo mismo cuando miro hacia delante. En mi periferia, siguen acechando
ilusiones de siluetas oscuras, mis propios fantasmas que se niegan a dejarme
en paz.
Me sacudo una fina capa de nieve fresca del pelo, luego me levanto con
cuidado de no despertar a Magiano. Estiro mis piernas doloridas. Solo están
despiertos unos pocos centinelas apostados cerca de Maeve, de pie a cierta
distancia, su atención fija en el inhóspito terreno que nos rodea. Analizo la
escena y me doy cuenta de que, si quisiera, podría eliminarlos a todos en este
momento de debilidad.
Hazlo.
Los susurros suenan tan fuerte esta mañana que casi obedezco sus
órdenes. Frunzo el ceño, sacudo la cabeza y me llevo las manos a las sienes.
¿Por qué son tan insistentes de repente? Nos debemos de estar acercando
mucho a la Oscuridad de la Noche. Intento ignorarlos, me froto las manos
entre sí y decido dar un paseo alrededor del campamento. Teren no está
durmiendo en su sitio. Me recorre una oleada de pánico antes de ver que está
a varios pasos de sus centinelas, la cara inclinada hacia los cielos, rezando. Le
observo durante un momento, luego me dirijo hacia donde duerme Violetta.
Cuando llego a su catre, me arrodillo a su lado. Su pelo oscuro está
apelmazado y congelado; su piel pálida parece casi escarchada. Aquí hace
muchísimo frío para ella; tendremos que encontrarle más pieles. Se puede
quedar con las mías hasta la próxima vez que paremos, pero aun así, no sé si
eso será suficiente.
—Violetta —susurro, tocándole el hombro con suavidad.
No se mueve.
Página 182
Vacilo un instante, luego me quito uno de los guantes y le toco la mejilla
con el dorso de la mano. Su piel está fría como el hielo. No sale aliento cálido
por su nariz, ni por su boca.
Los susurros me rodean, pero los empujo hacia atrás con violencia.
Seguro que está respirando. Esto debe de ser una ilusión. Estoy creando una
pesadilla para mí misma otra vez. Me despertaré una y otra vez hasta que
Magiano me despierte de este sueño. La sacudo de nuevo, esta vez con más
fuerza.
—Violetta —digo, más alto. Mi voz atrae la atención de Raffaele ahí
cerca. Se sienta y mira hacia mí. Entonces sus ojos se posan en Violetta. La
expresión que cruza de inmediato su cara confirma mis peores temores.
No. Es imposible. Ayer por la noche me dormí contemplando el rítmico
subir y bajar de su pecho. Había estado murmurando algo que no pude
entender. Gotas de sudor perlaban su frente, y su piel estaba caliente al tacto.
Esto no es real. La sacudo de nuevo, mis manos agarran sus hombros con
fuerza.
—¡Violetta! —grito. Esta vez, todos los demás se despiertan sobresaltados
y los centinelas me miran, pero no me importa. Sigo sacudiéndola hasta que
siento las manos de alguien sobre mí, obligándome a parar. Es Raffaele. Se
arrodilla a mi lado, sus ojos clavados en la figura inmóvil de Violetta. La
tristeza que veo en su cara me rompe el corazón de nuevo.
—¿Puedes revivirla? —le pregunto.
—Lo intentaré —murmura Raffaele, pero la forma en que lo dice me
indica lo que estoy desesperada por no oír.
Todo irá bien. Me despertaré de esto, tantas veces como haga falta, hasta
que vuelva a la realidad. La ilusión desaparecerá, como hace siempre, y
después pasaré otra mañana con Violetta.
Entonces también se levanta Maeve, así como Lucent y Magiano, y se
dirigen hacia mí.
—Majestad —le digo. Es la primera vez que me dirijo a ella con
propiedad—. Vos os alineáis con Moritas. Vos podréis traerla de vuelta, si
fuera necesario. —Miro a Raffaele—. Despiértala —le increpo indignada, mi
voz es ahora una orden.
—Adelina —susurra Magiano.
La mano de Raffaele se aprieta sobre el hombro frío de Violetta. La
desliza hacia arriba y pone la palma sobre su mejilla. Me pregunto si está
obrando su magia con ella, tirando suavemente con su energía de las hebras
de su corazón, quizás la esté avivando con su contacto calmante. Me pongo en
Página 183
cuclillas mientras trabaja, mis ojos fijos en la cara de Violetta, esperando ver
sus ojos grises abrirse de nuevo.
—Adelina —dice Magiano otra vez. Su mano toca la mía y la aprieta con
delicadeza.
Maeve niega con la cabeza.
—Se ha ido —dice en voz baja, agachando la cabeza.
—Entonces traedla de vuelta —espeto cortante. La oscuridad que hay en
mi interior brota de las profundidades de mi pecho—. Os he visto hacerlo.
Maeve me mira con ojos fríos.
—No puedo.
—Mentira —digo entre dientes—. La necesitamos. No podemos entrar en
la Oscuridad de la Noche sin ella. Yo…
Miro a un lado, hacia donde Teren todavía tiene la cara dirigida a los
cielos. Es el único de nosotros que no se ha reunido aquí en un círculo. Los
susurros, ya antes un guirigay caótico, explotan ahora como un ciclón a mi
alrededor. Él, dicen, sus voces se funden con mi propia voz. Teren la ha
matado. Él es la única explicación. Sabías que no se podía confiar en él.
—Tú —digo. La palabra sale temblorosa de mis labios con toda la rabia y
oscuridad de mi corazón. Teren baja la cabeza y se gira para mirarme a los
ojos—. Esto es cosa tuya. —En este momento, no veo a un exprisionero mío.
No veo al hombre que me salvó de morir ahogada en las aguas revueltas del
mar. Todo lo que veo es al Inquisidor en Jefe que una vez se rio de mí con sus
venenosos ojos blancos, el que me había robado a Violetta y la había utilizado
en mi contra. Los susurros repiten las viejas amenazas de Teren, palabras que
me había escupido con un cuchillo apretado contra el cuello. Tienes tres días.
El eco de su voz burlona me llega desde el pasado. Si vuelves a incumplir tu
palabra, le meteré a tu hermana una flecha por el cuello y se la sacaré por la
parte de atrás de la cabeza.
La ha matado cuando todos los demás dormíamos. Raffaele ya nos había
advertido de que podríamos comportarnos de manera diferente aquí, de que
nuestros poderes podrían ser inestables. Teren siempre ha querido que
Violetta muriera para poder hacerme daño. Todo el mundo a mi alrededor se
vuelve ahora escarlata con mi ira. Ha sido él.
Teren me mira, completamente inexpresivo.
—Adelina —se oye la voz de Magiano otra vez, pero suena como si
viniera de muy lejos.
La energía oscura que hay en mí estalla fuera de control.
Página 184
Le lanzo una ilusión de dolor a Teren. Te están despellejando vivo,
arrancando el corazón del pecho, tus ojos sangran en sus cuencas. Te
destruiré. Los demás parecen desaparecer de mi vista. Todo lo que logro ver
ante mí es a Teren cayendo de rodillas a causa de mi violento ataque. Corro
hacia él. El camino montañoso en el que nos encontramos se vuelve negro y
carmesí, siluetas demoníacas brotan de entre la nieve enseñando los dientes.
En mi ira, intensifico la ilusión alrededor de Teren y saco una daga de mi
cinturón. Luego me abalanzo sobre él.
Teren emite un gruñido animal, tiene su espada entre las manos antes de
que yo pueda pestañear. La columpia hacia mí en un arco centelleante. La
esquivo hacia un lado y aprieto el puño contra él. Teren suelta un agudo
chillido de dolor cuando mi ilusión le cubre con una red. Le ataco con la daga,
pero levanta la mano a la velocidad del rayo y me agarra de la muñeca. Su
fuerza, incluso en su estado de agonía, casi me rompe los huesos. Hago una
mueca y forcejeo hasta soltarme de su agarre; se me cae la daga al suelo. Ya
apenas consigo ver nada nítido a través de mis ilusiones. Estoy rodeada por
siluetas y noche, capas blancas y fuego.
Entonces, un chico con los ojos dorados y oscuras trenzas se planta ante
mí. Entre nosotros. Sus pupilas están rasgadas hasta no ser más que dos finas
ranuras negras y su mandíbula está apretada con determinación. Viene hacia
mí sin miedo.
—¡Adelina, para! —me dice.
—Quítate… de… mi… camino. —Le ataco con mis ilusiones, pero él
entorna los ojos, levanta un brazo y se quita mis ilusiones de encima sin
esfuerzo. Se disipan en una nubecilla de humo a su alrededor. Continúa
avanzando hacia mí.
—Adelina, para.
Es Magiano. Magiano. Para. El nombre no es más que una pequeña luz,
pero está ahí y me aferró a ella en al ciclón de ilusiones que me rodea. Vacilo
un instante cuando llega hasta mí y me abraza con fuerza.
—Él no la ha matado —está susurrando Magiano—. Para. Para. —Su
mano me acaricia la nuca.
Mi fuerza me abandona de golpe. El mundo que nos rodea se ilumina, las
siluetas de los demonios se desvanecen. Teren está acuclillado delante de mí,
con una rodilla en el suelo, apoya todo su peso sobre su espada, resollando.
Sus pálidos ojos están clavados en el mío. Aparto la mirada de él y me
concentro en los brazos de Magiano que sigue abrazándome con fuerza. Teren
no la ha matado.
Página 185
Pero Violetta se ha ido. Es demasiado tarde.
Rompo a llorar. Mis lágrimas se hielan sobre mi cara. En mi agotamiento,
me aparto de Magiano y me alejo tambaleándome hacia donde yace el cuerpo
de Violetta en el frío suelo. Los demás observan en silencio mientras caigo de
rodillas. Cojo a mi hermana entre mis brazos, retiro su pelo congelado de su
cara, repito su nombre una y otra vez hasta que se convierte en un bucle
constante en mi mente. Un lamento angustiado escapa de mis labios entre
sollozos. Veo una visión de la noche en que escapé de nuestra casa, cuando
tocamos frente con frente durante un rato al despedirnos. Hago lo mismo
ahora, apoyo mi frente contra la suya y la mezo adelante y atrás, suplicándole
otra vez, en vano, que no me abandone.
Página 186
Es el lugar más sagrado de todos, donde las estrellas brillan sobre las rocas y el
crepúsculo no termina nunca.
Hay que tener cuidado, pues los peregrinos pueden verse tan atraídos por su
poder que pueden perder la cabeza por completo.
Adelina Amouteru
Página 187
Raffaele no contesta de inmediato. Quizás, por una vez, no sepa la
respuesta. Se limita a seguir mirando el montículo de piedras, mientras
mechones sueltos de pelo le azotan la cara. Esa pregunta se repite una y otra
vez en mi propia mente. Dejo que los susurros den vueltas y vueltas a mi
alrededor, su presencia es ya muy familiar.
Es culpa tuya. Siempre es culpa tuya.
—Seguimos adelante —contesta Raffaele al cabo de un rato. Y ninguno
de nosotros se lo discutimos. En cualquier caso, después de haber llegado tan
lejos, ya es demasiado tarde para dar la vuelta, incluso aunque quizás no
seamos capaces de entrar en nuestro destino.
Debí hacer caso a Violetta, hace muchos meses. Cuando intentó quitarme
mis poderes, debí dejar que lo hiciera. Quizás aún estaría viva, si lo hubiera
hecho. Quizás podríamos haber actuado antes, de algún modo. Quizás
hubiéramos disfrutado de más tiempo juntas. El sentimiento de culpa es como
una losa en mi pecho.
Debí haber escuchado, pero ya no importa. Nada de esto parece importar
ya.
Cuando los soldados empiezan a apilar más piedras a los pies de mi
hermana, saco un cuchillo que llevo en el cinturón, alargo la mano y corto un
mechón de su pelo. El calor de mi mano derrite el hielo del cabello. Lo
enrosco alrededor de un mechón de mi propio pelo plateado, admiro el
contraste durante un rato, recuerdo las tardes perezosas en las que ella solía
juguetear con mis trenzas. Te quiero, Adelina, solía decirme. Las lágrimas
secas de mis mejillas se agrietan cuando me muevo.
Nos quedamos ahí todo el tiempo que podemos, hasta que al final Maeve
da la orden de seguir avanzando. Miró hacia atrás e intento mantener la tumba
de Violetta a la vista, hasta que desaparece al doblar una curva.
Una mañana se confunde con la siguiente. La penumbra se hace más
oscura cada día y la nieve cae sin cesar. No nos cruzamos con nadie. Es como
si estuviéramos viajando por el borde del mundo. Nuestro trayecto está lleno
de largos silencios en los que ninguno de nosotros se siente con ánimos de
hablar. Incluso Magiano cabalga a mi lado en silencio, su expresión sombría.
La energía de este territorio nos empuja hacia delante, nos llama. De noche
veo ilusiones y, durante los días crepusculares, solo la luz de nuestras
hogueras las ahuyenta. A veces, el fantasma de Violetta camina al lado de mi
caballo. Su pelo oscuro no ondea al viento y sus botas no dejan huellas en la
nieve. Nunca mira hacia mí. El camino se vuelve estrecho y se abre en una
docena de senderos diferentes cada pocas horas; cada camino conduce a otro
Página 188
conjunto de montañas recónditas. Sin Raffaele para guiarnos, estoy segura de
que nos perderíamos aquí fuera en el frío.
Entonces, un día, nos detenemos delante de una enorme cueva.
Es una entrada siniestra, oscura y sombría, su boca bordeada por rocas
afiladas conduce a una completa y absoluta oscuridad. En cualquier caso,
jamás hubiésemos encontrado este lugar sin la fuerza de atracción de su
energía. Aquí puedo sentir la presencia tangible del poder latiente que nos
llama, tan fuerte como mil hebras tirando de cada uno de los músculos de mi
cuerpo.
—Tenemos que ir solos —dice Maeve, acercándose al trote hasta nosotros
—. Mis hombres no nos pueden seguir al lugar donde vamos. —Hace un
gesto hacia los caballos, algunos de los cuales tienen hilillos de sangre
goteando de los ollares. Su sufrimiento es mayor cuanto más se acercan a la
entrada. Mi propio caballo se niega a dar un solo paso más. Miro por encima
del hombro a las tropas de Maeve. Ellos también se muestran reacios a
avanzar. Nunca había pensado en cómo una energía lo suficientemente
poderosa como para afectar a todos los Jóvenes de la Élite podría acabar
afectando al común de los mortales, pero ahora lo veo claramente reflejado en
sus caras. Algunos tienen la piel cubierta de una película de sudor frío,
mientras que otros se ven pálidos y débiles. Han ido tan lejos como pueden.
Si entran en esta cueva con nosotros, morirán.
Maeve echa pie a tierra y le hace un gesto a uno de sus soldados.
—Lleváoslos con vosotros —le dice, señalando a nuestros caballos.
El soldado vacila un momento. Detrás de él, los otros también se mueven
incómodos.
—Os abandonaríamos en una tierra baldía y congelada, Majestad —
responde, echando un vistazo a nuestro alrededor—. Vos… sois la reina de
Beldain. ¿Cómo regresaréis?
Maeve le fulmina con la mirada.
—Nos las apañaremos por nuestros propios medios —le dice—. Si venís
con nosotros, no sobreviviréis. Esto no es una solicitud. Es una orden.
Aun así, el soldado duda un instante más. Me descubro contemplando la
escena con anhelo y envidia, amargura y pesar. ¿Me serían igual de leales mis
soldados en Kenettra? ¿Me seguirían por amor, si no utilizara el miedo contra
ellos?
Al final, asiente e inclina la cabeza.
—De acuerdo, Majestad. —Se lleva una mano al pecho, luego se arrodilla
en la nieve ante ella—. Os esperaremos al pie del desfiladero. No nos iremos
Página 189
hasta que os veamos regresar. No nos pidáis que os dejemos del todo,
Majestad.
Maeve asiente. Su dura compostura se resquebraja, la única vez que la he
visto así. De repente la reina parece muy joven.
—Muy bien —contesta.
El soldado se pone en pie y grita una orden a las tropas. Saludan a su reina
antes de dar la vuelta a sus caballos y enfilar el camino por el que habíamos
venido. Me quedo ahí en silencio, observando cómo se alejan. ¿Me saludarían
mis soldados alguna vez en muestra de honor?
Cuando el ruido de los cascos ya no es más que un lejano rumor, Maeve
regresa para unirse a nosotros en la entrada de la cueva. Por mucho que
intente forzar la vista, no logro ver nada excepto negrura. Es como si solo
hubiese la nada al otro lado y fuésemos a caer en ella si entramos. Raffaele se
sitúa al borde mismo y cierra los ojos. Respira hondo, luego se estremece. No
tiene que hablar para que sepa lo que está a punto de decir. Puedo sentir la
fuerza de atracción. Todos la sentimos.
La Oscuridad de la Noche está al final de esta cueva.
Teren desenvaina su espada y un cuchillo largo; Lucent y Magiano le
imitan. Me quedo cerca de Magiano cuando emprendemos el camino a lo
desconocido. La ausencia de Violetta es un inmenso vacío a mi lado. Si
estuviera aquí, le diría que no se alejara. Ella asentiría en silencio. Pero no
está aquí.
Así que me dispongo a enfrentarme a la oscuridad sin ella. Entro en la
cuerva. Tengo demasiado miedo de preguntarme si seremos capaces de salir.
Al principio no veo nada y eso me hace dudar a cada paso que doy. El eco
de nuestras pisadas resuena en la oscuridad, acompañado del sonido del metal
arañando de vez en cuando contra la roca. Los otros deben de estar
empleando sus espadas como guía, arrastrándolas por las paredes de la cueva.
El aire aquí dentro es gélido y huele a algo arcaico, sal y piedra y viento.
Trago saliva una y otra vez, intento evitar pensar que las paredes se están
cerrando sobre nosotros. Si solo pudiera ver… si solo pudiera ver. Mi viejo
temor a la ceguera brota de nuevo, toma forma propia en esta oscuridad, y
creo poder ver ojos de monstruos aquí dentro, todos clavados en mí.
No saldrás de aquí jamás, canturrean los susurros, encantados con mi
creciente terror. Vivirás en la oscuridad para siempre, justo como te mereces.
Doy un respingo cuando una mano, cálida y callosa, toca la mía.
—Estás bien —la voz de Magiano brilla en la oscuridad como un faro, y
me vuelvo hacia él. Estás bien. Estás bien. Obligo a los susurros en mi cabeza
Página 190
a repetir esto y, poco a poco, el mantra me da la fuerza necesaria para dar un
paso tras otro.
Después de lo que parece una eternidad, mis ojos por fin empiezan a
adaptarse a la oscuridad. Consigo ver las sutiles hendiduras en la piedra del
techo de la cueva, varios palmos por encima de nuestras cabezas, y del
interior de las hendiduras proviene un tenue resplandor azul pálido. Poco a
poco, a medida que otras partes de la cueva se vuelven más nítidas, logro ver
el resplandor emanar de casi todas las grietas del techo. Ralentizo el paso para
intentar verlo mejor.
La luz proviene de millones de diminutas gotas colgantes de hielo.
Centellean y lanzan destellos, laten con un patrón fijo, y parecen brillar con
más intensidad allá por donde pasamos. Por un momento, me olvido de mi
miedo y me quedo ahí parada, incapaz de apartar la mirada de su belleza.
—Hadas de hielo —explica Raffaele, su voz nos llega desde algún lugar
más adelante—. Minúsculas criaturas del norte. Deben de haberse despertado
por las ondas de nuestro movimiento en el aire. He leído descripciones de
ellas en las anotaciones de los sacerdotes sobre sus peregrinajes a este lugar.
Este es el sitio al que los viajeros rinden culto como la Oscuridad de la
Noche, pero no van más allá.
El resplandor ilumina nuestro camino, nos lleva por una senda pintada de
nebulosa.
Pasan minutos. Horas. En un momento dado, siento el débil soplo de una
brisa fría contra la cara. Debemos de estar acercándonos a la salida de la
cueva. Me pongo tensa y me pregunto qué nos espera al otro lado. A mi lado,
el fantasma de Violetta aparece y desaparece entre las sombras, desvaída y
grisácea. El viento se vuelve más constante, hasta que doblamos un recodo de
la caverna y nos encontramos ante una salida.
Contengo la respiración al ver el reluciente mundo de nieve al otro lado.
He oído las leyendas sobre este lugar, la Oscuridad de la Noche. Pero
ahora estoy ante él, contemplando un mundo mágico e inexplorado. Esta es la
entrada que conecta nuestro mundo con los dioses. Y no podemos entrar sin la
alineación de Violetta, su vínculo con la empatía.
Raffaele llega hasta el borde de la entrada y alarga una mano con cautela.
Se estremece, y yo también. La energía que hay más allá de esta entrada es
sobrecogedora, un millón de hebras conectadas a todos y cada uno en el
mundo de los mortales, algo tan intenso que temo que me aplaste si oso cruzar
al otro lado. Cuando los sacerdotes vienen en busca de este lugar, ¿es aquí
donde se detienen? ¿Se sientan bajo la luz de las hadas de hielo y admiran las
Página 191
gotas de hielo que cuelgan del techo de la caverna? Quizás los meros mortales
ni siquiera sean capaces de ver que esta entrada está aquí. Quizás la energía
aquí sea tan intensa que no les hace efecto.
Raffaele se queda ahí de pie largo rato, titubeando entre un espacio y otro.
Entonces nos mira. Va a entrar.
—Ya somos fantasmas —susurra. Abro la boca con la intención de
detenerle, pero la vuelvo a cerrar. Tiene razón, como siempre. Si es así como
debemos acabar, entonces que así sea. Raffaele respira hondo; estudio su
silueta recortada por esta tenue luz azulada, este reino mágico, perfilada por
un halo como por última vez. A mi lado, Magiano asiente y me coge de la
mano. Maeve y Lucent están juntas. Teren mira al frente sin miedo.
Hay un espacio a mi lado donde hubiera estado Violetta. Sin ella, tengo
menos miedo de morir. Sin ella, el mundo es mucho más oscuro.
Raffaele cruza el umbral. Y nosotros le seguimos.
Página 192
Se dice que en la Oscuridad de la Noche solo pueden entrar aquellos que han
conocido y sufrido una verdadera pérdida; que solo sobreviviendo a
semejante agonía puede un mortal comprender lo que se siente entrando en el
reino de los dioses.
Adelina Amouteru
Página 193
Nos abrimos paso por la tierra intacta. El latido del origen tiene ahora un
ritmo constante que nos guía a todos hacia delante. La nieve cruje suavemente
bajo nuestras botas. Tiemblo por el frío. Los susurros en mi cabeza estallan en
voces caóticas a cada paso que doy, más y más altas a medida que nos
acercamos al origen. Vuelvo a intentar mantenerlos a raya, pero poco a poco,
empiezan a ahogar el silencio a mi alrededor, hasta que ni siquiera soy capaz
ya de oír nuestras pisadas ni nuestra respiración. Ahora los susurros dicen
tonterías, en un idioma demasiado arcaico para que pueda entenderlos. Los
árboles de este bosque parecen difuminarse y cambiar cada vez que parpadeo.
Me froto el ojo para intentar obligarlo a enfocarse.
De vez en cuando, un destello de algo cruza por delante de mi visión. Una
forma, una figura, no estoy segura. Otras veces, veo casas abandonadas,
cubiertas de nieve y cristales rotos. Cada vez, sacudo la cabeza y expulso las
imágenes de mi mente, y me repito que debo concentrarme. Puedo controlar
mis ilusiones. Este es mi poder, aunque ahora estemos en el reino de los
dioses.
Otra forma brota de entre los árboles y se desvanece. Me paro a mirarla.
No sirve de nada… ya ha desaparecido. Miro a Magiano de reojo.
—Hay algo en el bosque —susurro.
Frunce el ceño, luego echa un vistazo a los huecos entre los árboles.
En ese momento, me detengo. Levanto la vista hacia la copa de los
árboles. Me paro en seco. A mi lado, Magiano se gira y me lanza una mirada
de preocupación.
—¿Qué pasa? —pregunta alarmado.
Pero no puedo contestarle. Todo lo que puedo hacer es mirar fijamente los
cuerpos muertos que cuelgan de los árboles.
Cuelgan de todas las ramas a nuestro alrededor, oscilan al final de cuerdas
atadas al cuello. Sus cuerpos se ven grises, sus caras cenicientas y, mientras
los contemplo horrorizada, empiezo a reconocer a todos y cada uno de ellos.
El más cercano a mí es mi padre. Su pecho es esquelético, como siempre,
hundido, y gotas de sangre manchan la nieve blanca bajo sus pies. Cerca de él
está Enzo, su pelo de un oscuro escarlata negruzco, el cuello roto, los mismos
goterones de sangre debajo de su cuerpo oscilante. Detrás de él está Gemma,
su rostro familiar todavía medio oculto por su marca morada. Está el Rey
Nocturno de Merroutas, al que atravesé con una espada. Está Dante, su cara
contorsionada de dolor. Hay guardias de la Inquisición a los que he matado,
soldados de tierras extranjeras que he conquistado, y rebeldes que ejecuté por
desafiar mi mandato. Y está mi hermana, mi última víctima.
Página 194
Están todos aquí, sus ojos abiertos fijos en mí, sus labios agrietados, su
expresión solemne. Los susurros en mi cabeza aumentan hasta convertirse en
un rugido y me doy cuenta de que las voces siempre han sido sus voces, las
voces de aquellos a los que he matado, aumentaron y aumentaron a lo largo
de los años a medida que moría más gente a mis manos.
¿Qué lobo? No eres más que un corderito. Este susurro era la voz de
Dante.
Hundida tan fácilmente. Enzo.
Los muertos no pueden existir en este mundo por sí solos. Gemma.
No te vas hasta que yo lo diga. El Rey Nocturno de Merroutas.
Adelante. Termina el trabajo. Mi padre.
Durante todo este tiempo, las voces han sido los susurros de los muertos,
aumentando en número, burlándose de mí, atormentándome, volviéndome
loca en venganza por la sangre que mancha mis manos.
Me tambaleo hacia atrás con una exclamación ahogada. Magiano corre a
cogerme antes de que caiga sobre la nieve.
—¡Adelina! —exclama. Los otros se paran también para mirarme—.
¿Qué está pasando? ¿Qué estás viendo?
—Los veo a todos —digo entre sollozos—. Enzo. Gemma. Mi padre. Mi
hermana. Están todos aquí, Magiano. Oh, por todos los dioses, no puedo hacer
esto. No puedo seguir adelante. —Mis rodillas ceden y me caigo, sigo siendo
incapaz de apartar la mirada de los cuerpos. Esto no es real, intenta decir la
parte racional de mí. Es todo una ilusión. Solo una ilusión. Solo una
pesadilla. Esto no es real.
Excepto que sí es real. Excepto que todas estas personas están realmente
muertas. Y están muertas por mi culpa.
—No me obliguéis a entrar ahí dentro —susurro, aferrada a los brazos de
Magiano que está inclinado sobre mí.
Raffaele se acerca y se arrodilla en la nieve a mi lado; un poco más allá,
Maeve, Lucent y Teren contemplan la escena. Raffaele coge una de mis
manos. Mientras pugno por recuperar el control de mi poder, él empieza a
utilizar el suyo. Puedo sentir sus hebras entrelazarse con mi corazón, buscar el
pánico y el miedo en mi interior y reprimirlo con suavidad. Mis ojos
desesperados pasan de los cuerpos colgados al precioso rostro de Raffaele, su
piel aceitunada y su pelo negro enmarcado por la nieve, el hielo que perfila
sus largas pestañas, el verde y oro de sus ojos.
—Respira, mi Adelinetta —susurra—. Respira.
Página 195
Intento hacer lo que me dice. Raffaele no es Violetta. Él no me puede
salvar de mi poder, pero lentamente, poco a poco, su consuelo empieza a
suavizar las irregulares oleadas de energía en mi pecho que amenazan con
volverme loca. Noto cómo se apacigua la energía y, al hacerlo, los cuerpos
empiezan a difuminarse. Parecen fantasmas, traslúcidos y flotantes. Después
se hacen tan tenues que ya no los veo. Mi respiración se hace vaho en el aire.
Siento las extremidades débiles, como si llevara horas nadando. Apoyo todo
mi peso contra Magiano.
Al cabo de un rato, Raffaele deja de trabajar. Él también parece exhausto,
como si aquí le resultara más difícil usar su magia contra la mía. Respiro
hondo, luego asiento y me aparto de Magiano.
—Estoy bien —digo, intentando convencerme de ello—. La energía de
este lugar me sobrepasa.
Raffaele asiente una vez.
—A mí también me afecta —me dice con amabilidad—. Tira de mí en un
millón de direcciones diferentes. Este no es un sitio fácil en el que estar, un
reino entre nosotros y los dioses.
Lucent se acerca a mí y me ofrece la mano. La miro sorprendida. Cuando
la cojo, me ayuda a levantarme. A su lado, Maeve me hace un gesto
afirmativo con la cabeza. Se le ilumina la cara, parece que se acaba de dar
cuenta de algo de repente.
—Tu hermana —me dice—. Has dicho que la has visto ahí detrás, como
una ilusión. Un fantasma de los muertos.
—Sí —susurro.
—Esa es la razón —murmura Maeve—. Por supuesto. —Mira a Raffaele
—. Dijiste que todas nuestras alineaciones con los dioses deben estar en el
reino inmortal para que podamos estar aquí. —Maeve vuelve a mirarme a mí
—. Pero pudimos entrar sin las alineaciones de Violetta.
—Porque su alma ya está en el mundo inmortal —termina Raffaele,
comprendiendo todo de pronto. Sus ojos se suavizan al mirarme—. En el
Inframundo.
Ya está aquí, pienso. Y de algún modo, este pensamiento me provoca una
salvaje oleada de esperanza. Ya está aquí. Quizás pueda verla otra vez.
—No podemos estar lejos —comenta Maeve, dando media vuelta y
continuando camino abajo por el sendero nevado a través del bosque—. El
pulso sigue haciéndose cada vez más fuerte.
Los demás también lo sienten; no estoy sola. No estamos lejos. Casi
hemos llegado. Me lo repito una y otra vez, dejo que eso me reconforte y
Página 196
calme mi energía. No estamos lejos de Violetta, nos espera en el reino de
Moritas.
Los otros siguen su camino y yo empiezo a andar tras ellos. Magiano se
queda a mi lado, su mano ahora entrelazada con la mía. Intento concentrarme
en el calor que emana de él. Tengo demasiado miedo de mirar hacia atrás a
las copas de los árboles, por temor a ver otra vez los cuerpos colgados. Temo
que esta vez pueda ver cuerpos de los que aún viven, de los que todavía
pueden morir.
A medida que avanzamos, las lunas parecen moverse en los cielos, se
acercan las unas a las otras, se hacen aún más grandes, hasta que dan la
impresión de ir a precipitarse directamente contra nosotros. De pronto
comprendo que se van a alinear, a solaparse una sobre otra, cuando lleguemos
al punto de origen. Por la periferia de mi visión, formas oscuras revolotean
todavía a través del bosque, aunque se desvanecen cuando intento fijar la vista
en ellas. Agarro las hebras en mi pecho e intento sujetarlas tan fuerte como
puedo para detener mi inconsciente actividad tejedora. Las figuras parpadean
y desaparecen durante un rato, pero no del todo.
Al final, delante de nosotros, Maeve y Teren ralentizan el paso. A través
del bosque y la noche, se ve un fino rayo de luz brillando en un claro. Yo lo
veo primero. Resplandece sobre la corteza de los árboles y, al doblar una
esquina, el resplandor se intensifica y baña el paisaje en una etérea luz blanco
azulada. Guiño el ojo. Los árboles se vuelven más escasos, luego desaparecen
por completo. Salimos a un enorme claro de nieve prístina. Desde aquí,
vemos un valle asentado bien hondo en el centro de unas escarpadas y
empinadas cordilleras montañosas; extensos bosques crecen sin control a
ambos lados.
En medio de este valle está la fuente de la luz blanco azulada: un estrecho
rayo que parece provenir de otro reino.
Al mismo tiempo, el pulso de la energía que llevo sintiendo desde hace
unos días se multiplica de repente por diez; me provoca una atroz punzada de
dolor en el pecho que me recuerda a la forma en que tiraba el vínculo que me
unía a Enzo. Doy un grito ahogado. Los otros hacen lo mismo; deben de
haber sido afectados de maneras similares. Magiano gime y se lleva las manos
a la cabeza, mientras Raffaele se encoge y hace una mueca de dolor. Delante
de nosotros, Maeve cae de rodillas, mientras Teren hinca su espada en la
nieve y se apoya en ella. Mis ilusiones estallan fuera de control, producen
chispas de siluetas oscuras que bailan entre la nieve a nuestro alrededor.
Página 197
Este es el origen, el lugar a donde descendió Laetes desde los cielos para
convertirse en mortal, donde la energía del mundo inmortal se desgarró por
primera vez para filtrarse luego en nuestro mundo, donde la Oscuridad de la
Noche se formó a su alrededor, retorcida por energía divina. Donde comenzó
la historia de los Élites. Incluso sin Raffaele, puedo sentir la energía que
emana de este lugar, compuesta de hebras de todos los dioses: Guerra y
Sabiduría, Miedo e Ira, Ambición y Pasión.
Me arrimo más a Magiano, le toco el brazo, y me dirijo hacia Raffaele. Al
hacerlo, algo centellea en los bosques del valle. Al principio, pienso que
deben de ser mis ilusiones otra vez. Formas oscuras, siluetas que parecen
monstruos.
Excepto que Teren también se vuelve para mirarlas. Levanta su espada al
mismo tiempo que lo hace Maeve.
—¿Qué es eso? —pregunta.
En cuanto las palabras salen por su boca, una de las sombras sale
tranquilamente del bosque y aparece en el claro. Hace un ruido cortante con
los dientes, como un chasquido. Retrocedo horrorizada. La criatura no tiene
ojos, solo dos cuencas blandas y vacías, donde puede que estuvieran en el
pasado, y una gran boca llena de dientes afilados. Se desplaza dando
pequeños pasos a cuatro patas, dejando huellas en la nieve inmaculada. Detrás
de ella flota un manto de ira, una energía tan oscura y vil que me hace
sentirme enferma. Tras esa criatura viene otra. Luego, una tercera. Emergen
de todos los rincones del bosque, relamiéndose.
—Nuestra energía las atrae —susurra Raffaele, los ojos como platos.
Monstruos, me dicen los susurros de los muertos. Monstruos del
Inframundo.
Miro por encima del hombro al camino por el que hemos venido. Más
sombras se mueven por el bosque a nuestra espalda. De repente, están por
todas partes, atraídas por nuestros poderes. El chasquido de sus dientes
resuena entre los árboles.
Corre.
Todos emprendemos una veloz carrera hacia el haz de luz. Nuestro
repentino movimiento hace que varias de las criaturas giren sus cabezas hacia
nosotros. Olisquean el aire, luego abren las fauces de par en par para enseñar
unos dientes afiladísimos. Echan a correr.
Solo consigo aspirar pequeñas bocanadas entrecortadas pues el aire gélido
me quema los pulmones. Delante de mí, Lucent se tropieza en la nieve; alargo
un brazo y la sujeto antes de que caiga. Maeve se aparta de nosotras, deja algo
Página 198
de espacio entre ella y Teren, y hace girar su espada entre las manos. Entorna
los ojos hasta que no son más que dos finas ranuras. Enseña los dientes,
levanta el arma al ver a una de las criaturas acercarse y arremete contra ella.
La criatura gruñe y se abalanza sobre ella. La espada de Maeve corta justo
a través de sus fauces abiertas, le hace un profundo tajo a ambos lados de la
boca. La criatura chilla. El sonido es ensordecedor. Un escalofrío de ira y de
miedo me atraviesa de arriba abajo por el ataque. Es como si Maeve me
hubiese cortado a mí a la vez que a la criatura. Maeve misma también hace
una mueca.
Las dos nos alineamos con el Inframundo. Estas criaturas son monstruos
del reino inmortal, criaturas que son parte de nosotras, que están conectadas a
nosotras.
Maeve ataca a la criatura de nuevo. Esta vez, la estocada da en el costado
y la hace caer rodando por la nieve. Se retuerce en el suelo, mientras Maeve
sigue corriendo.
—¡Daos prisa! —nos grita. Detrás de ella, la criatura empieza a levantarse
otra vez.
Teren se abre hacia el otro lado. Mientras corremos como alma que lleva
el diablo entre los árboles hacia el rayo azulado, Teren arremete contra las dos
criaturas que vienen hacia nosotros desde la derecha. Su espadazo es tan
poderoso que corta limpiamente el cuello de la primera criatura, la decapita,
antes de incrustarse muy profundo en el pecho de la segunda. La primera cae
retorciéndose sobre la nieve, derrama sangre negra por doquier, mientras la
segunda chilla y lanza manotazos a diestro y siniestro. Doy un grito ahogado
ante la oleada de dolor que me produce su muerte, me tambaleo y me llevo las
manos a la garganta. Lucent hace lo mismo. Maeve llega hasta nosotras a
trompicones, nos ayuda a levantarnos y nos hace señas para que continuemos
adelante. Corremos más deprisa.
Magiano se aparta de mi lado. Gira sobre los talones para encararse con
una criatura que gruñe a nuestra espalda, saca un par de dagas y las clava
hasta el mango en la cara del monstruo. Otra punzada de dolor me recorre de
la cabeza a los pies. Magiano extrae las hojas de un tirón. Seguimos corriendo
mientras la criatura se colapsa, aullando.
Yo soy la primera en llegar al valle. Aquí, los árboles están tan juntos que
parecen formar un laberinto que lleva al centro del punto de origen. Mientras
corremos, miro entre los troncos y veo mi reflejo centellear en pequeños
parches de hielo entre la nieve, fugaz y distorsionado. Mi cara está pálida, mi
pelo un río de plata. Parezco aterrorizada.
Página 199
—¡Cuidado! —le grito a Raffaele cuando veo a una criatura atravesar el
laberinto de árboles hacia nosotros. Raffaele da un salto hacia atrás justo a
tiempo de que la criatura encaje la cara dentro de un tronco partido. Gruñe y
araña a través de la estrecha abertura, chasqueando los dientes sin parar.
Raffaele se tambalea hacia atrás y cae en la nieve. Una espada sale de ninguna
parte para cortar a la criatura casi por la mitad. Es Teren. Sujeta fuerte la
empuñadura de la espada con las dos manos, se coloca delante de Raffaele
como un extraño guardián. Más criaturas se abalanzan sobre él. Les lanza
estocada tras estocada y las obliga a retroceder. Otra criatura muere
atravesada por su espada.
—Muévete —le ladra Teren a Raffaele por encima del hombro—. No me
obligues a salvarte de nuevo.
Raffaele no necesita que se lo diga dos veces. Se pone en pie de un salto y
continúa corriendo hacia el rayo de luz. Yo hago lo mismo. Detrás de
nosotros, Teren saca un cuchillo largo y apuñala a una criatura más.
Entonces, otra da un salto y se planta delante de nosotros, se hunde mucho
en la nieve polvo al aterrizar. Vuelve sus cuencas invidentes hacia nosotros y
sonríe con su boca llena de dientes. A mi lado, Lucent se levanta de su
dolorosa posición acuclillada y aprieta los dientes, luego desenvaina su propia
espada y arremete contra la criatura. Los susurros estallan en una cacofonía en
mi cabeza y casi puedo entender lo que quiere ese monstruo. Me mira a mí.
Mátalos, me dice.
Un escalofrío recorre todo mi cuerpo. La criatura da un paso al frente. No,
pienso a modo de contestación.
Eres uno de nosotros. No los necesitas para visitar el Inframundo. Tú
perteneces ahí por derecho propio. Es tu hogar.
El veneno de los susurros se cuela muy profundo en mi mente. Me vuelvo
para mirar a Raffaele y mis pensamientos se llenan de un repentino influjo de
odio. Raffaele debe de ver el cambio en mi expresión, porque se aparta de mí
de pronto. Lucent abre los ojos de par en par.
—¡No, Adelina! —grita. Aprieto los puños.
No, pienso, aferrándome al grito de Lucent. No.
La criatura gruñe. Se abalanza hacia mí… solo para ensartarse en la
espada de Lucent, que se había colocado delante de mí tan deprisa que ni
siquiera la vi. La criatura grita, y un espasmo de dolor recorre mi cuerpo con
sus estertores de muerte. Lucent da un fuerte tirón y extrae la hoja de su
pecho con un gruñido de esfuerzo, y junto con Raffaele, retomamos nuestra
carrera esquivando el cuerpo y sus espasmos.
Página 200
Ya estamos muy cerca del origen, pero más y más criaturas brotan de
todos lados, sus enormes cuerpos informes se apiñan cerca del rayo de luz y a
nuestra espalda. Seguimos corriendo. Delante de nosotros, un puñado de
criaturas rodea la luz, vuelven sus horrendas caras en nuestra dirección.
Aparece Maeve, les enseña los dientes y se abalanza sobre ellas. Yo me estiro
hacia mi interior y tejo una nube de ilusiones a su alrededor y en torno a los
otros, intento hacerlos tan invisibles como puedo. Somos demasiados y todos
en movimiento. No logro mantener bien la ilusión, pero es suficiente para
proporcionarles algo de protección.
Entonces, de alguna parte, llega Teren. Está resollando, los ojos salvajes
de furia, la boca retorcida en una amplia sonrisa. Sus armas están cubiertas de
sangre negra, mientras que su propia ropa está manchada de rojo. Nuestras
miradas se cruzan, luego se vuelve para encararse con las criaturas. Con un
rugido, carga contra ellas.
Las criaturas se abalanzan sobre él como un enjambre, pero aun así no
parecen capaces de derribarle. Teren sigue luchando como una bestia mientras
los demás nos reunimos junto al origen. La luz es aquí tan intensa que tengo
que proteger mi ojo de ella. Vuelvo a mirar a Teren otra vez. Una de las
criaturas le clava los dientes bien hondo en el hombro; Teren suelta un rugido
de agonía. En el mismo momento, gira en redondo y apuñala a la criatura en
el cuello. Hago una mueca de dolor. La criatura saca los colmillos de su
hombro con un alarido. Lanzo mi energía en dirección a Teren, intento evitar
que él sufra el dolor.
Magiano pasa por delante de mí a toda velocidad, junto con Maeve.
—¡Danos algo de cobertura! —me grita por encima del hombro. Echa un
rápido vistazo a los otros—. ¡Seguid adelante!
Antes de que pueda decirle que pare, ya se ha ido; corre hacia donde
Teren sigue intentando deshacerse de los monstruos. Saca sus dagas y lanza
una hacia una criatura que está arañando la espalda de Teren. Al mismo
tiempo, Maeve saca una flecha de su aljaba y apunta con ella hacia la segunda
criatura que se está preparando para abalanzarse sobre Teren. Dispara. Ambos
ataques dan en el blanco. Las criaturas gritan y caen hacia atrás… pero siguen
viniendo más. En medio de todo ello, Teren lucha como si él mismo fuera un
demonio. Tardo un momento en darme cuenta de que se está riendo. Cierra
los ojos.
—¡Los dioses hablan! —grita mientras las criaturas se ceban con él. Y un
instante más tarde, uno de los monstruos clava sus afiladas garras
Página 201
directamente a través de la espalda de Teren. Las uñas negras sobresalen por
su pecho.
Me estremezco, aturdida. Maeve deja escapar un grito ahogado, mientras
Magiano se queda helado. Pero en seguida se ponen en marcha otra vez.
Corren hacia Teren, pero tiene los ojos como platos y la boca abierta de par
en par. Dos hilillos de sangre resbalan por las comisuras de su boca. Su
cuerpo intenta curarse alrededor de las garras de la criatura, pero estas siguen
clavadas en su corazón. Teren sufre espasmos. La imagen del cuerpo
moribundo de Enzo se me aparece en la mente, seguida del recuerdo del
último hálito de vida de Giulietta.
Magiano se abalanza sobre la criatura que todavía tiene a Teren ensartado.
Es lo bastante fuerte como para lanzar a la criatura hacia atrás, está
canalizando el poder de Teren. Tiro más fuerte, intento infligir una ilusión de
dolor sobre las criaturas. Me chillan, pero mi ilusión no logra hacerlas caer.
Maeve columpia su espada en dirección a la criatura que Magiano acaba de
atacar y que aún avanza. La hoja corta de cuajo el brazo del demonio.
Mientras la criatura se retuerce, Teren se desploma. Sé, antes incluso de que
su cuerpo toque la nieve, que no saldrá de esta. Un zumbido tapona todo el
sonido en mis oídos. Apenas puedo creerlo, pero Teren todavía está
sonriendo. Sus ojos están dirigidos hacia mí.
Se produce un momento de silencio. Nos quedamos ahí de pie, aturdidos
ante lo que estamos viendo.
Maeve y Magiano hacen rodar el cuerpo de Teren con sumo cuidado,
hasta que queda de espaldas, mientras yo acudo a toda prisa a verle. Está
inerte, su respiración lenta y superficial. Tiene los ojos velados. La herida de
su pecho se está curando, pero no a la velocidad suficiente.
—Teren —digo, agachándome sobre su cuerpo.
Sus párpados aletean y se abren por un momento. Le cuesta enfocar la
vista en cualquiera de nosotros; sus ojos acaban en cambio fijos en alguna
parte del cielo nocturno en lo alto.
—Ahora estoy perdonado —murmura, tan quedo que creo que le he
entendido mal.
Espero a que su pecho suba de nuevo, pero no lo hace.
Me quedo allí parada, mirando la nieve, haciendo todo lo posible por
recordar mis primeros encuentros con él: cómo me había atado al poste de la
hoguera y había deseado que ardiera en ella; cómo había amenazado a mi
hermana y acabado con la vida de Enzo; cómo incluso después de eso,
continuó atormentando a los malfettos y Élites sin distinción; cómo le volví lo
Página 202
suficientemente loco como para que acabara con la vida de su propia amante.
Sé, sin lugar a dudas, que merecía morir.
Entonces, ¿por qué estoy tan triste? Me llevo una mano a la cara y noto
lágrimas resbalar por mis mejillas. ¿Por qué me importa lo que le suceda? Yo
misma le había encarcelado y encadenado, le había odiado y torturado.
Debería de estar encantada en este momento de ver su sangre derramada por
la nieve, el blanco de sus ojos ausentes y sin vida.
Teren está muerto, y no sé por qué estoy llorando por él.
Yo también he matado y destruido. He hecho daño. Quizás siempre hemos
sido iguales, justo como él solía decirme. Y ahora que se ha ido, siento una
repentina oleada de agotamiento, una pena liberadora. Su muerte marca el
final de un largo capítulo de mi vida.
Él estará en el Inframundo. Esperándonos.
Los monstruos de los bosques siguen acercándose. Maeve y Magiano
corren hacia la luz. Yo los sigo aturdida, el mundo todavía silencioso a mi
alrededor, la nieve borrosa. Con las criaturas a nuestra espalda, ganando
terreno a toda velocidad, y la cegadora luz blanco azulada delante de
nosotros, me obligo a apartar la mirada de Teren, respiro hondo… y cruzo el
umbral al mismo tiempo que los otros.
Página 203
MEDINA. ¿He llegado? ¿Es este, de verdad, el océano del Inframundo?
FORMIDITE. Habla, hijo, pues estás ante las puertas de la muerte.
MEDINA. ¡Oh diosa! ¡Oh ángel del Miedo! No me atrevo a mirarte.
Adelina Amouteru
Página 204
altera su superficie. Un espejo del eterno cielo gris que la rodea, el reino entre
los cielos y la tierra, el espacio en el que no estás ni aquí ni allí. El agua es
oscura, casi negra, pero completamente transparente. En las profundidades se
deslizan las siluetas de enormes criaturas, las mismas que he visto incontables
veces en mis pesadillas con el Inframundo. Excepto que ahora estamos aquí.
Adelina.
El susurro resuena por todas partes a nuestro alrededor, reverbera en el
fondo de mi corazón. Es una voz que conozco bien. Levanto la vista al mismo
tiempo que lo hacen todos los demás. Allí, a cierta distancia, una figura pálida
con largo pelo negro camina por la superficie del océano hacia nosotros. A
medida que se acerca, soy incapaz de moverme. Los otros se quedan
congelados en el sitio. Un frío gélido se me clava en el pecho.
Adelina. Después susurra también los nombres de los otros. No
pertenecéis aquí. Sois del mundo de los vivos.
Formidite. El ángel del Miedo. Ha venido a reclamarnos.
Su pelo flota tras ella por todo el océano, se extiende más allá del
horizonte, de modo que el mar a su espalda no es más que una pradera de
cabello oscuro. Tiene el cuerpo de una niña, pero hecho solo de huesos. Su
rostro no tiene facciones, como si tuviera piel estirada con fuerza por encima
de él, y es más blanca que el mármol. De repente, recuerdo la primera vez que
la vi en mis pesadillas, la noche en que Raffaele me había hecho la prueba
para la Sociedad de la Daga.
Hago una reverencia a medida que se acerca a nosotros y los demás
hacen, lo mismo. Raffaele es el primero en dirigirse a ella, mantiene lo ojos
bajos en dirección al agua.
—Diosa Formidite —dice—. Guardiana del Inframundo. —Los demás
murmuramos nuestro propio saludo.
Debajo de su piel a capas, da la impresión de que sonríe a Raffaele.
Regresad al mundo mortal.
—Estamos aquí para salvar a los que son como nosotros —contesta
Raffaele. Debe de tenerle miedo, como todos nosotros, pero su voz suena
estable y amable, implacable—. Estamos aquí para salvar al mundo mortal.
La sonrisa de Formidite desaparece. Se agacha hacia nosotros. El miedo
que crece en mi interior aumenta y mi poder aumenta con él, amenaza con
hacerme perder el control. La diosa mira primero a Raffaele y luego se vuelve
hacia Maeve. Algo en Maeve capta su atención. Se acerca más a la reina
beldeña, después ladea la cabeza en lo que solo puede describirse como
Página 205
curiosidad. Tienes un poder, pequeña. Has arrancado almas del reino de mi
madre en el pasado, y las has llevado de vuelta al mundo de los vivos.
Maeve inclina más la cabeza. Puedo ver su mano temblar visiblemente
sobre la empuñadura de la espada.
—Perdóname, diosa Formidite —dice—. Me concedieron un poder que
solo puedo decir que provenía de los dioses.
Yo soy la que te dejó entrar, contesta Formidite. Sé que has aprendido
desde entonces que canalizar los poderes de los dioses trae consecuencias.
—Por favor, déjanos entrar —dice Maeve—. Debemos arreglar lo que
hemos hecho.
Formidite todavía duda. Mira a Lucent, después a Raffaele. Hijos de los
dioses, comenta al mirarlos. Y después, me mira a mí.
El miedo en mi pecho entra en ebullición. Formidite da otro paso hacia
delante, hasta que su figura se alza imponente sobre mí y proyecta una suave
sombra por encima del océano. Se agacha, estira una mano huesuda hacia mí
y me toca suavemente la mejilla.
No puedo reprimir mi poder. Una ilusión de oscuridad estalla de todas
partes a nuestro alrededor, siluetas de brazos fantasmagóricos y ojos rojos,
visiones de noches lluviosas y los ojos desorbitados de un caballo, un barco
de guerra en llamas y largos pasillos de un palacio. Me tambaleo hacia atrás,
apartándome bruscamente de su contacto.
Hija mía, dice Formidite. Su extraña sonrisa informe regresa. Tú eres mi
hija.
Estoy hipnotizada por su cara. El miedo que bulle en mi interior me hace
delirar.
Formidite se queda callada por un momento. Los fantasmagóricos gritos
de criaturas de las profundidades llegan hasta nuestros oídos, como si nuestra
presencia las hubiese despertado. Al final, nos hace un gesto afirmativo.
Cuando vuelvo a mirar hacia abajo, las formas de las criaturas están más
cerca de la superficie y se amontonan las unas sobre las otras. Se me acelera
el corazón. Sé lo que significa esto y quién nos está esperando bajo la
superficie. El ángel gemelo de Formidite.
El agua bajo nuestros pies cede. Caigo a las profundidades y mi cabeza se
sumerge. El mundo se llena de sonidos submarinos. Por un instante, estoy
ciega en la oscuridad y me estiro instintivamente hacia Magiano. Hacia
Raffaele. Hacia Maeve y Lucent. No encuentro nada. Las siluetas de enormes
criaturas se deslizan a mi alrededor en un círculo. Mientras sigo
hundiéndome, capto un atisbo de la cara de una de las criaturas.
Página 206
Sin ojos, con aletas, con colmillos, monstruosa. Abro la boca para gritar,
pero solo salen burbujas. No puedo respirar. La energía del Inframundo tira
de mí hacia abajo, tira fuerte de mi pecho, y no tengo más opción que
seguirla.
Una de las criaturas pasa nadando cerca de mi cara. Es Caldora en
persona, el ángel de la Ira. Abre las fauces hacia mí, y un eco grave y
embrujado reverbera por el agua. Aunque no consigo ver a los otros, siento su
presencia. No estoy sola en este lugar.
Sígueme, dicen los pensamientos de Caldora en mi mente. Da media
vuelta y su larga cola escamosa dibuja un tirabuzón en el agua. Nado más y
más profundo con ella.
Sígueme, sígueme. El siseo de Caldora se vuelve un ritmo constante en el
agua. Su voz se fusiona con mis propios susurros, forman una armonía
sobrecogedora. El agua se vuelve más y más negra, hasta que la presión
aumenta y ya no consigo ver nada, ni siquiera a Caldora nadando delante de
mí, ni siquiera las siluetas de las otras criaturas que rondan por las aguas. No
hay más que un espacio profundo, negro, insondable, en todas direcciones,
hasta la eternidad.
Me hundo en el reino de la Muerte.
Página 207
Cuán noble debe de ser el dolor de Moritas, para ser la eterna guardiana de las
almas silenciosas, para juzgar una vida y elegir llevársela.
Adelina Amouteru
Página 208
Algo en su cara parece atemporal, congelado para siempre en la flor de la
vida. Le miro un rato más.
Esta es su alma, me doy cuenta de repente.
Me aparto de él y miro a mi alrededor a las columnas que se extienden
hasta donde alcanza la vista. Cada una de estas columnas es el lugar de
descanso final de un alma del mundo mortal, lo que queda de esa persona
mucho después de que su carne y sus huesos hayan sido reclamados por la
tierra. Esta es la biblioteca de Moritas, todos los que han existido jamás.
Me empiezan a temblar las manos. Si aquí es donde residen todas las
almas de los muertos, aquí es también donde encontraré a mi hermana.
Miro a mi alrededor, busco a los otros. Tardo un buen rato en percatarme
del rayo de luz que ilumina mi cuerpo; parece estar ahí para marcarme como
un momento de vida en este mundo de difuntos. Hay otros cuatro rayos
desperdigados por el laberinto de columnas lustrosas, su resplandor destaca
contra el fondo plata y gris. Dan la impresión de estar muy lejos, cada uno de
nosotros separados de los demás por lo que parece una cantidad de espacio
infinita.
Todo el mundo entra en el reino de la Muerte solo.
Desde algún lugar de este fantasmagórico paisaje me llega un susurro. Se
cuela en todos los espacios vacíos a mi alrededor y su eco sube hacia el
océano en el cielo. Algo oscuro se desliza hacia mí, algo más grande que
ninguna otra cosa que haya visto jamás, una nube negra que se extiende desde
los cielos hasta el mar. Sigue avanzando.
Adelina.
Es Moritas, la diosa de la Muerte. Sé, más allá de toda duda, que esa es su
voz.
Has venido a negociar conmigo, Adelina.
—Sí —contesto en un susurro—. He venido, todos hemos venido, a
arreglar el roto entre tu mundo y el nuestro.
Sí, los otros. La nube se alza imponente ante mí. Hace mucho tiempo que
falta vuestra energía inmortal en nuestro reino.
Mis poderes, empiezo a decir, pero las palabras se quedan atascadas en mi
lengua, aun ahora, después de haber recorrido todo este camino. Los susurros
se revuelven furiosos en mi cabeza, enfadados por que pueda plantearme
renunciar a ellos.
Ven, Adelina, me ordena Moritas.
Vacilo un instante. La nube que tengo ante mí es una aterradora maraña
de curvas y moratones negros, formas de monstruos unidas las unas con las
Página 209
otras. El terror me deja clavada en el sitio. He cruzado bosques en medio de la
noche. He viajado a través de la oscuridad de cuevas. Pero introducirme en la
Muerte en persona…
El miedo es tu espada.
Mi espada, mi fuerza. Doy un paso tras otro. Me acerco a la enorme nube,
más y más. Doy otro paso y entonces estoy dentro de ella, consumida por
entero.
Camino por una tierra de neblina negra e iridiscentes columnas blancas.
Dentro de cada estructura color perla, flota una persona en un sueño eterno y,
por encima de ellas, puedo ver un débil reflejo de mí misma mirándolas,
preguntándome cómo solía ser su vida mortal. Mi corazón late rítmicamente
en mi pecho. Me alegro de sentirlo, de saber que no estoy aquí muerta. De vez
en cuando, un susurro llega flotando entre la neblina, la voz de Moritas,
llamándome. La sigo, aunque no tengo ni idea de a dónde me lleva. Paso una
hilera de columnas tras otra. Su resplandor luminoso se refleja sobre mi piel.
Camino hasta que pierdo la cuenta de cuántas columnas he pasado y, cuando
miro por encima del hombro al camino por el que he venido, no logro ver
nada más que hileras e hileras de columnas por todas partes.
¿Estarán los otros deambulando también por su propia pesadilla de
columnas, buscándome? De vez en cuando, veo también figuras
fantasmagóricas caminando entre la piedra lunar, figuras a las que nunca
puedo mirar directamente. Quizás sean almas errantes, fantasmas. Quizás
Moritas esté hablando con los otros, cada uno a su vez.
Adelina.
Ahora su voz suena más cercana. Vuelvo a centrarme en el camino que
tengo delante. Y entonces me paro en seco. La cara que está dentro de la
columna más próxima a mí, sus ojos cerrados y su expresión serena,
pertenece a la anterior reina de Kenettra. Giulietta. Su pelo oscuro parece
flotar dentro de la columna de piedra lunar y tiene los brazos desnudos
cruzados delante del pecho. Doy un paso vacilante hacia ella. No hay ninguna
señal de heridas en su cuerpo, ninguna evidencia de que la espada de Teren le
atravesara el pecho. Está intacta, conservada para siempre en el Inframundo.
Estudio su cara como no hice jamás cuando estaba viva. Era preciosa. Enzo se
parecía tanto a ella.
Continúo caminando. Entonces me doy cuenta de que las columnas que
ahora están más cerca de mí pertenecen, todas ellas, a gente a la que conocí
alguna vez.
Página 210
Hay soldados de la Inquisición. El Rey Nocturno de Merroutas también
está aquí, su frente ya no está fruncida por el enfado. Dante también flota por
aquí cerca. Está Gemma, su marca morada se extiende por su rostro sereno.
Rezo una brevísima oración susurrada al pasar por delante de ella, le ruego
que me perdone, y luego me obligo a seguir adelante. Reconozco una cara tras
otra. Me detengo un momento ante Teren, que ahora está encapsulado en su
propia columna, los brazos cruzados delante del pecho, perdido en la noche
eterna. Es lo más sereno que le he visto jamás y me descubro deseando que
haya encontrado por fin algo semejante a la paz.
Y está Enzo. Me detengo ante su columna. Parece como si tan solo
estuviera dormido, su rostro tranquilo e inmaculado. Sus brazos todavía
muestran las quemaduras que siempre tuvo, la piel deformada y cubierta de
cicatrices. Me quedo ahí delante largo rato, como si quizás fuera a despertarse
si le miro el tiempo suficiente. Pero no lo hace.
Al final, sigo adelante. Los rostros parecen mezclarse los unos con los
otros a mi alrededor.
Me detengo de nuevo cuando llego a mi madre, que está sepultada al lado
de mi padre. Ha pasado tanto tiempo desde que la viera por última vez que
podría no haberla reconocido… si no fuera porque Violetta había sido una
réplica casi exacta de ella de joven. Separo un poco los labios y se me encoge
el pecho de pena. Apoyo una mano sobre la fría superficie de la columna. Si
me concentro lo suficiente, siento como si pudiera oír su voz, suave y dulce,
cantando una tonadilla que recuerdo de cuando era muy pequeña. Recuerdo
sus manos sobre su vientre hinchado y a mí misma preguntándome quién
saldría de él. La miro durante largo rato, quizás una eternidad, antes de ser
capaz por fin de seguir adelante.
No me molesto en mirar a mi padre. Estoy buscando a alguien mucho más
importante.
Entonces la encuentro. Violetta.
Está preciosa. Impresionante. Tiene los ojos cerrados, pero si pudieran
abrirse, sé que me encontraría con sus familiares ojos marrones, no los ojos
grises y sin vida que tenía cuando se acercaba el final de su vida. Alargo las
manos hacia ella, pero la piedra lunar me corta el paso, y me tengo que
contentar con apoyar la mano sobre su superficie y mirar el rostro de mi
hermana. Mi cara está empapada de lágrimas. Está aquí, en el Inframundo.
Puedo verla de nuevo.
Adelina.
Página 211
Aparto la mirada. Y ahí, lo veo. Sé al instante que esto es para lo que
hemos venido.
En el centro de este paisaje de columnas iridiscentes hay una losa oscura,
una columna negra en medio de tanta piedra lunar. Corta a través del aire y
sube hacia el cielo, tan alto como alcanza la vista, y a su alrededor flota un
remolino de niebla oscura, una herida que se extiende desde el Inframundo
hacia arriba, hasta el mundo mortal, y más allá hasta el paraíso celestial. Las
palabras de Raffaele vuelven a mí a la velocidad del rayo. Este es el corte, el
antiquísimo roto, que abrió el mundo inmortal al mortal cuando Alegría
descendió a la tierra como humano y luego pasó por el Inframundo otra vez.
Esta columna negra es donde fue encapsulado Alegría en persona después de
su fallecimiento mortal, antes de regresar a los cielos. Donde la fiebre de la
sangre tuvo su origen. Incluso desde donde estoy, puedo sentir el poder
oscuro, su impropiedad. Recuerdo el tacto de una mesa de madera bajo mi
cuerpo y, sobre los labios, el sabor del coñac que prescribió el doctor para mi
enfermedad, el sonido del médico al entrar en mi alcoba cuando yo tenía tan
solo cuatro años, cómo sujetó un cuchillo al rojo vivo sobre mi ojo infectado,
a pesar de que yo chillé y lloré y le supliqué que no lo hiciera.
Este es el origen de la fiebre que ha afectado a la vida de cada uno de
nosotros. Cuanto más me acerco, más oscuro se vuelve el espacio de detrás de
la columna, hasta que da la impresión de que estoy entrando directamente en
un mundo de noche, que me está engullendo esta niebla.
Llego hasta la columna. Cuando lo hago, el remolino de oscuridad
cambia, se convierte en la forma de una inmensa figura, oscura y elegante, su
cuerpo envuelto en túnicas de vapor y niebla, un par de cuernos se retuercen
bien alto sobre su cabeza. Me mira fijamente con ojos de negrura. Abro la
boca para decir algo, pero no sale ni una palabra.
Moritas, la diosa de la Muerte.
Hija mía, dice. Su mirada de ojos negros se clava en mí. Su voz es
profunda y poderosa, un sonido que resuena por todo el paisaje y dentro de mi
pecho, una vibración tan arcaica que hace que me duelan todos los huesos.
Los hijos de los dioses. A sus lados, aparecen ahora otras figuras, altas y
silenciosas. Reconozco a Formidite, con su largo pelo negro y su rostro sin
facciones. A Caldora, sus aletas enormes y monstruosas.
Después, un hombre envuelto en una capa dorada llena de joyas.
Denarius, el ángel de la Avaricia. Fortuna, diosa de la Prosperidad, con una
centelleante túnica de diamantes. Amare, dios del Amor, de una hermosura
imposible. Tristius, el ángel de la Guerra, con su espada y su escudo.
Página 212
Sapientus, dios de la Sabiduría. Están Avietes, dios del Tiempo, y Pulchritas,
ángel de la Belleza. Compasia, ángel de la Empatía.
Laetes, ángel de la Alegría.
Los dioses y las diosas están todos aquí, han venido a reclamar a sus hijos.
—Moritas —susurro, la palabra apenas suena en mis labios. Mi poder
bulle furioso en su presencia, amenaza con destrozar mi moribundo cuerpo
mortal.
Nunca estuvo previsto que poseyerais nuestros poderes, dice ella. Hemos
observado desde el reino inmortal cómo vuestra presencia cambiaba el
mundo mortal.
Moritas agacha la cabeza y cierra los ojos. A mi lado, los otros se
materializan ahora de entre la neblina negra. Raffaele, Lucent, Maeve,
Magiano. Quiero andar, ansío ir hacia ellos, hacia él… pero todo lo que puedo
hacer es mirar. Ellos también parecen estar en un trance.
—¿Qué quieres, para arreglar esto? —susurro. Conozco la respuesta, pero
por alguna razón, no consigo decirla en voz alta.
Moritas vuelve a abrir los ojos. Su voz resuena al unísono con las de sus
hermanos. Vuestros poderes. Entregadlos y todos seréis devueltos al reino de
los vivos. Dádnoslos a nosotros y el mundo estará curado.
Para reparar el mundo, debemos devolver nuestros poderes. Seremos los
últimos de los Jóvenes de la Élite.
Los susurros se encabritan en mi cabeza, arañan y hunden sus garras bien
hondo en mi carne. No. Grito por el dolor. ¿Cómo te atreves?, rugen. Después
de todo lo que hemos hecho por ti. ¿Cómo te atreves a pensar en la vida sin
nosotros? No puedes sobrevivir sin nuestra ayuda. ¿Has olvidado lo que se
siente cuando no estamos contigo? ¿Ya no te acuerdas?
Sí que me acuerdo. El recuerdo de Violetta arrebatándome mi poder me
golpea ahora con tanta fuerza que me tambaleo hacia atrás. Parece incluso
cien veces peor de lo que lo recordaba, como si alguien me hubiese
desgarrado el pecho, hubiese metido la mano en el hueco, hubiese cerrado el
puño en torno a mi corazón palpitante e intentara arrancarlo de cuajo.
Tiemblo por el dolor atroz. Es insoportable.
¿Y para qué? ¿Para proteger al resto del mundo? No les debes nada; tú
reinas sobre ellos. Regresa a tu palacio y continúa con tu reinado.
Es una oferta tan tentadora.
—No puedo hacer esto —le digo a Moritas, pero se me quiebra la voz—.
No puedo entregaros mi poder.
Página 213
Entonces morirás aquí. Moritas levanta los brazos. Si renunciáis a
vuestros poderes, voluntariamente, podréis salir de nuestro reino y regresar a
vuestro mundo mortal, sanos y salvos. Vuestros poderes no pueden regresar
con vosotros. Todos vosotros debéis hacerlo.
Todos nosotros. Si todos renunciamos a nuestros poderes, se nos permitirá
regresar al mundo de los vivos.
La oscuridad engulle el paisaje a nuestro alrededor. Aspiro una profunda
bocanada de aire, me lleno de él y me estremezco al sentirlo. El poder que hay
en mi interior, toda la oscuridad que he sentido, y toda la oscuridad que he
sido capaz de invocar en mi vida, palidecen en comparación con el poder de
la oscuridad de la diosa de la Muerte. Moritas controla un millón, un billón,
infinitas hebras todas a la vez, y bajo la terrible influencia de su poder, puedo
percibir de un solo vistazo todo el sufrimiento que ha tenido lugar desde el
principio de los tiempos. Las visiones me engullen por entero.
Veo los fuegos que crearon el mundo, el gran océano que existía antes de
que los dioses crearan la tierra. Está el descenso de Alegría al mundo mortal y
la primera oleada de la fiebre de la sangre. Se extiende por los pueblos y
ciudades y reinos, infecta a los vivos con sus toques de inmortalidad, mata a
muchos, deja cicatrices en unos pocos malditos… dota de poderes inmortales
a menos aún. Veo los gritos y los gemidos de terror de Kenettra. Veo a los
malfettos que murieron quemados en la hoguera, y luego a los Élites,
defendiéndose. Me veo a mí misma.
Veo la oscuridad que el mundo infligió sobre nosotros, y nosotros sobre
él.
Pobrecita, dice Moritas. A su lado, las formas de Caldora y Formidite me
observan en silencio. ¿Morirías con la oscuridad agarrada entre las manos?
No. Envuelvo los brazos a mi alrededor y miro hacia atrás desesperada,
cómo si alguien pudiera venir a salvarme. Violetta. Ella había estado ahí para
mí, en el pasado. Nos habíamos querido, en el pasado.
Moritas ladea la cabeza en mi dirección con curiosidad. Estás atada a tu
hermana.
Y entonces, se me ocurre algo. Teníamos que entrar en el reino de los
muertos con todas nuestras alineaciones, juntas, incluso las de los que habían
perecido por el camino. Teren. Violetta. Si devolvemos nuestros poderes a los
dioses, ellos nos darán nuestras vidas a cambio, podremos salir de este reino
inmortal y regresar entre los vivos. ¿Significa eso… si realmente renunciamos
a nuestros poderes, si yo renuncio al mío, que todos los que vinimos a ofrecer
Página 214
nuestros poderes podremos regresar al mundo mortal? ¿Que incluso Teren
viviría de nuevo?
¿Que Violetta podría regresar? ¿Traería esto a mi hermana de vuelta?
La escena cambia otra vez. Soy una niña, camino con Violetta de la mano.
Estoy tumbada en la cama, perdiendo mi lucha con la fiebre de la sangre.
Observo cómo se aclara mi pelo, pasa del oscuro al claro para asentarse por
fin en un color plateado. Veo mi cara desfigurada, observo cómo hago añicos
mi espejo. Luego veo mi futuro. Soy la reina de Kenettra, gobierno sobre el
mar, el sol y el cielo. Estoy sola en mi trono, contemplando mi imperio. La
imagen reaviva mi ambición y los susurros en mi cabeza me jalean. Sí, esto es
lo que quieres. Esto es todo lo que siempre has querido.
Pero entonces me veo hecha un ovillo sobre el suelo de mármol en la sala
del trono, sollozando, rodeada por ilusiones que no logro borrar. Observo
horrorizada cómo persigo a mi propia hermana hasta que huye de la sala,
cómo le pongo un cuchillo en el cuello y amenazo con matarla. Me veo
atacando a Magiano, ordenando su ejecución después de que intentara
impedir que me autolesionara. Me veo sollozando, deseando poder deshacer
lo que acabo de hacer. Miro mientras me encierro en mis aposentos, chillando
para que las ilusiones que arañan con sus largas garras negras me dejen en
paz. Me quedo encerrada durante una eternidad, desquiciada y enfadada y
aterrada, hasta que, por fin, una noche, vuelvo a tener mi pesadilla.
Me despierto horrorizada, una y otra vez, solo para perderme en otro
capítulo del sueño. Corro hasta la puerta, intentando en vano impedirle la
entrada a la oscuridad. Me despierto y hago lo mismo otra vez. Grito pidiendo
ayuda. Me despierto. Empujo inútilmente contra la puerta que se abre. Me
despierto. Recorro el ciclo una y otra vez… excepto que esta vez, no consigo
salir de él. No consigo despertarme en el mundo real. En vez de eso, el ciclo
continúa hasta que ya no soy capaz de mantener la puerta cerrada y se abre de
par en par. Al otro lado, hay una oscuridad interminable, las fauces abiertas
del Inframundo, la Muerte que ha venido a reclamarme. Intento cerrar la
puerta una vez más, pero la oscuridad se cuela en el interior. Me enseña los
dientes. Luego se abalanza sobre mí y, aunque intento protegerme, me hace
pedazos y devora mi alma.
Esa sería mi vida.
Pienso en el montículo de piedras que tuvimos que dejar atrás en las
montañas. Recuerdo la sensación del cuerpo de mi hermana acunado entre
mis brazos, mis propios sollozos enterrados en su pelo congelado, diciéndole
una y otra vez que lo sentía, suplicándole que no me dejara.
Página 215
Si le entrego mis poderes a la diosa de la Muerte, si todos nosotros lo
hacemos, entonces quizás, solo quizás, ella me devolverá a mi hermana.
Violetta podría vivir de nuevo; quizás todos salgamos caminando de este
lugar. La posibilidad es remota, pero existe y hace que me recorra un
escalofrío de esperanza salvaje. Violetta podría vivir. Puedo, al menos,
deshacer este entuerto. Puedo arreglar lo que estropeé entre nosotras.
Y me puedo salvar a mí misma.
Lentamente, me pongo de pie. Todavía tengo miedo, pero levanto la
cabeza bien alto. Los susurros en mi mente empiezan a aullar de repente. Me
llaman, me ruegan que no los deje, me bufan por mi traición. ¡¿Qué estás
haciendo?!, me gritan. ¿Acaso lo has olvidado? ¿Las manos de tu padre,
cuando te golpeaba… tus enemigos, cuando se reían de ti? ¿El poste de la
hoguera? Eso es la vida sin poder.
Me mantengo firme contra su arenga. No, esa no es mi vida sin mi poder.
Mi vida sin poder será una vida de caminar entre la muchedumbre sin la
oscuridad tirando de mi corazón. Será ver a Violetta en el mundo de los vivos,
sonriendo de nuevo. Será montar a caballo con Magiano mientras coronamos
otra montaña en busca de aventuras. Será una vida sin estos susurros en mi
cabeza. Será una vida sin el fantasma de mi padre.
Será una vida.
Miro a Moritas. Después me estiro hacia mi interior, agarro las hebras que
llevan enredadas alrededor de mi corazón desde que era niña. Las arranco de
cuajo. Y se las entrego.
Los susurros aúllan.
Al mismo tiempo, veo… de algún modo, veo… a los otros hacer lo
mismo. Veo a Magiano ofrecer al mundo inmortal su poder de imitación; veo
a Raffaele sacrificar su conexión; veo a Lucent devolver su dominio del
viento; veo a Maeve renunciar a su derecho a entrar en el Inframundo.
El mundo a mi alrededor entra en erupción. La potencia de la onda
expansiva me tira al suelo. Cojo aire y chillo por el dolor que siento cuando
me arrebatan mi poder. La oscuridad gira en espiral y los susurros de repente
son ensordecedores. Gritan en mis oídos, su dolor es el mío. Me hago un
ovillo para defenderme.
Y entonces, de repente, desaparecen. Los susurros que me han
atormentado durante tanto tiempo. Cada palabra, cada bufido, cada garra.
Cada brizna de oscuridad enroscada en los rincones de mi pecho.
Desaparecen.
Página 216
Una sensación punzante, de furia y pesar y alegría, anega mi corazón,
sustituye al vacío. Me estiro hacia el interior, pero no hay nada en el otro
extremo. Ninguna hebra que agarrar. Ya no soy una Élite.
Marchaos, dice Moritas, y las voces de los otros dioses repiten sus
palabras. Regresad al mundo mortal con los otros. No pertenecéis aquí.
Me llevo las manos al pecho, sobrecogida por el vacío que siento en el
corazón. Nos vamos a casa.
Entonces veo, por encima de las ruinas de la columna ennegrecida, la
figura de mi hermana. Violetta. Sigue encapsulada en su tumba opalescente,
su cara serena en la muerte, sus brazos cruzados delante del pecho. Flota ahí
ante mí. Alargo los brazos hacia ella. Espero verla hacer algún movimiento y
volver a la vida.
Pero Violetta no se despierta. Mi entusiasmo vacila. En este sobrecogedor
silencio, espero desesperada a que Violetta abra los ojos.
Moritas me mira de nuevo. Apenas logro verla entre la revuelta neblina
negra.
Tu hora de venir al Inframundo no ha llegado aún, Adelina, me dice. Al
renunciar a tu poder, yo ofrezco devolverte la vida. Se vuelve hacia Violetta.
Pero su tiempo en el mundo mortal ha terminado.
Mi euforia se desvanece. Violetta ya ha muerto. Moritas no devolverá su
alma. Violetta no regresará a la superficie con nosotros.
—Por favor —susurro, volviéndome hacia la diosa—. Debe de haber algo
que pueda hacer.
Moritas me mira desde lo alto con sus silenciosos ojos negros. Un alma
debe ser sustituida por otra alma.
Para que Violetta viva, debo sacrificar algo que no me proporciona ningún
beneficio.
Para que Violetta viva, debo entregarle a Moritas mi vida.
No. Me aparto bruscamente, me tambaleo hacia atrás. Todas esas cosas
que he visto para mi futuro, puedo tenerlas. Todas. Pienso en Magiano, en
reírme con él, en él sonriéndome y abrazándome con fuerza. Si entrego mi
alma, no haré esas cosas nunca más. Jamás pasearé por las calles de su brazo,
ni oiré la música de su laúd. Mi corazón se retuerce de agonía. No veré
ningún amanecer más, ni otro atardecer. No volveré a ver las estrellas, ni
sentiré el viento sobre la cara.
Sacudo la cabeza. No puedo ocupar el lugar de mi hermana.
Y aun así.
Página 217
Me quedo mirando la figura inerte de Violetta, sellada para siempre
dentro de la columna. Sé, con una convicción aplastante, que la Violetta que
vino con nosotros en este viaje no dudaría ni un segundo en ofrecer su vida
por la mía.
He matado y he hecho daño. He conquistado y he saqueado. He hecho
todo eso en nombre de mis propios deseos, he hecho todo lo que he hecho a
causa de mi propio egoísmo. Siempre he cogido lo que he querido y eso
nunca me ha proporcionado felicidad. Si regreso a la superficie, sola,
recordaré este momento para siempre, el momento en el que decidí elegir mi
propia vida por encima de la de mi hermana. Incluso con Magiano a mi lado,
esa decisión me atormentará hasta el día de mi muerte. Lo que vi en mi futuro
es un futuro que no puedo tener, no con el pasado que ya he creado. Es una
ilusión. Nada más.
Quizás, después de todas las vidas que he arrebatado, mi expiación sea
devolver al menos una.
Instintivamente, alargo los brazos hacia mi hermana. Me pongo de pie,
camino hacia ella entre la neblina y pongo una mano sobre la columna
iridiscente.
Violetta abre los ojos.
—¿Adelina? —susurra, parpadeando. Y todo lo que puedo ver ante mí es
la hermana pequeña que solía trenzarme el pelo, que me cantaba y lloriqueaba
bajo las estrellas, que me vendó el dedo roto y acudía a mí cuando los cielos
tronaban. Es mi hermana, siempre, incluso en la muerte, incluso más allá.
Se me retuerce el corazón de nuevo cuando pienso en lo que estoy
haciendo y reprimo un sollozo. Oh, Magiano. Echaré de menos los días que
nunca tendremos, todos los momentos que jamás compartiremos. Perdóname,
perdóname, perdóname.
Abro la boca. Tengo la intención de decirle a mi hermana que lo siento,
que siento no haber podido salvarla en las montañas, que siento no haberla
escuchado, que siento no haberle dicho más a menudo que la quiero. Estoy
preparada para decir mil palabras.
Pero no pronuncio ninguna de ellas. En cambio, digo:
—Trato hecho.
Un débil resplandor rodea a Violetta. La columna desaparece. Aspira una
profunda bocanada de aire, luego cae de rodillas. Está viva. Puedo sentir
incluso los latidos de su corazón, la vida que le dan, la vida que se esparce por
su interior como una ola y proporciona color a su piel y luz a sus ojos. Sacude
Página 218
la cabeza, luego estira el brazo para cogerme de la mano mientras me
arrodillo a su lado.
—¿Qué ha pasado? —murmura. Mira a su alrededor. Detrás de ella, se
alza acechante la forma de Moritas, me espera con paciencia.
Trato hecho.
Violetta tira de mi mano.
—Vámonos —me dice, sus dedos apretados con fuerza en torno a los
míos.
Pero ya puedo sentir la debilidad que invade mi cuerpo. Dejo caer los
hombros. Hago un gran esfuerzo por aspirar mi siguiente bocanada de aire.
Por todas partes a mi alrededor, las hebras de oscuridad que una vez
estuvieron atadas a mi cuerpo se hincan profundo en la tierra gris y, cuando
intento resistirme a ellas, siento como si cada una me hubiese perforado la
piel, un millón de ganchos en un millón de sitios. La muerte ya ha venido a
buscarme.
—No puedo —le susurro a Violetta.
—¿Qué quieres decir? —Violetta frunce el ceño, sin comprender lo que
pasa—. Vamos, deja que te ayude —insiste. Se inclina hacia mí, pasa uno de
sus brazos alrededor de mis hombros e intenta levantarme. Su tirón solo
refuerza el tirón de las hebras y doy un grito cuando el dolor me atraviesa.
—Estoy atada a este lugar, Violetta —murmuro—. He hecho un trato con
Moritas.
Violetta abre los ojos como platos. Mira a la acechante oscuridad que nos
rodea, la enorme y difuminada imagen de Moritas que nos observa en
silencio. Entonces Violetta se vuelve hacia mí. Ahora lo entiende.
—Has intercambiado tu vida por la mía —dice—. Viniste aquí por mí.
Niego con la cabeza. No, vine aquí por mí misma. Ese fue mi objetivo
desde el principio, salvarme mientras simulaba salvar al mundo. Me he
pasado la vida entera luchando por mi propio bienestar y poder, destruyendo
lo que hiciera falta para lograrlo. Quería vivir. Todavía quiero vivir.
Pero no quiero vivir como lo hacía.
Violetta me agarra por los hombros. Me sacude una vez, fuerte.
—¡Era yo la que tenía que irse! —chilla—. Estaba débil, muriéndome. Tú
eres la reina de las Tierras del Mar, tenías toda la vida por delante. ¿Por qué
lo has hecho? —Se le anegan los ojos de lágrimas. Son iguales que los de
nuestra madre, tristes y amables.
Esbozo una sonrisa débil. La oscuridad palpita, me está esperando, y los
hilos que me amarran al suelo continúan tensándose.
Página 219
—Todo irá bien —susurro, retirando la mano de Violetta de mi hombro y
apretándola con la mía—. Todo irá bien, hermanita, todo irá bien.
Violetta, desesperada, levanta la cara hacia Moritas.
—Devuélvela —dice. Un sollozo distorsiona sus palabras—. Por favor.
Esta no es la manera… yo no debía vivir. Déjala. No quiero regresar al
mundo mortal sin ella.
Pero Moritas simplemente guarda silencio, observa la escena. El trato está
hecho.
Violetta llora. Baja la vista otra vez hacia mí, luego enrosca su cuerpo
alrededor del mío, me atrae hacia ella. Estiro los brazos y los envuelvo a su
alrededor y, ahí, entre la neblina, nos abrazamos. Mis fuerzas flaquean,
incluso el mero hecho de abrazar a Violetta parece requerir todo mi esfuerzo,
pero me niego a soltarla. Las lágrimas ruedan por mis mejillas. De repente
tomo consciencia de que me estoy muriendo, y me aferró a Violetta con más
fuerza. Jamás volveré a ver la superficie. Jamás volveré a ver a Magiano.
Siento cómo se me rompe el corazón y de repente tengo miedo.
El miedo es tu espada.
—Quédate conmigo —murmuro—. Solo un ratito.
Violetta asiente contra mi hombro. Empieza a tararear una vieja tonadilla,
una canción familiar, una que no he oído desde hace mucho tiempo. Es la
misma nana que yo solía cantarle cuando éramos pequeñas, la que Raffaele
me cantó una vez a la orilla de un canal estenziano, una historia sobre una
doncella ribereña.
—Las primeras Lunas de Primavera —susurra—. ¿Te acuerdas?
Sí que me acuerdo. Era una tarde soleada, y arrastré a Violetta a través de
los campos de larga hierba dorada que se extendían por detrás de nuestra casa.
Violetta reía, preguntándome repetidas veces a dónde la estaba llevando, pero
yo seguí riendo como una chiquilla y me llevé un dedo a los labios. Nos
abrimos paso a través de la vegetación hasta que llegamos a un escarpado
peñasco de roca que tenía vistas al centro de nuestra ciudad. Mientras el sol
pintaba el cielo de morado, rosa y naranja, reptamos sobre la barriga hasta el
mismísimo borde de la roca. Chispas de color y de luz bailaban en las calles
de la ciudad a nuestros pies. Era la primera noche de las Lunas de Primavera
y la gente había empezado a acudir a los festejos. Contemplamos encantadas
los primeros fuegos artificiales iluminar el cielo, estallaban en grandes
explosiones de todos los colores del mundo, el ruido nos ensordecía con su
alegría.
Página 220
Recuerdo nuestra risa, la familiaridad con la que nos dábamos la mano, el
mudo sentimiento compartido de que estábamos, por un momento, lejos del
alcance de nuestro padre.
—Hermanas para siempre —había declarado Violetta, con su diminuta
voz de chiquilla.
Hasta la muerte, incluso en la muerte, incluso más allá.
—Te quiero —dice Violetta. Se niega a soltarme aunque mis fuerzas estén
flaqueando.
—Yo también te quiero. —Me apoyo contra ella, exhausta—. Violetta —
murmuro. Me siento extraña, delirante, como si una fiebre me hubiese
envuelto en un sueño. Las palabras emergen, débiles y etéreas, de boca de
alguien que me recuerda a mí misma. Pero ya no puedo estar segura de seguir
estando aquí.
¿Soy buena?, estoy intentando preguntarle.
De los ojos de Violetta cae un torrente de lágrimas. No dice nada. Quizás
ya no pueda oírme. En este momento soy pequeña, me estoy volviendo cada
vez más pequeña. Mis labios apenas logran moverse.
—Después de una eternidad de oscuridad, quiero dejar algo atrás que esté
hecho de luz.
Pone ambas manos sobre mis mejillas. Violetta me mira con
determinación, luego me atrae hacia ella y me abraza con fuerza.
—Tú eres una luz —responde con dulzura—. Y cuando brillas, brillas con
gran intensidad.
Sus palabras empiezan a oírse lejanas y su figura empieza a difuminarse.
O quizás sea yo la que se está difuminando. Los susurros en mi mente ya no
están, han dejado mi interior en silencio, pero no los echo de menos. En su
lugar, está el calor de los brazos de Violetta, el latido de su corazón, que
puedo oír contra su pecho, la certidumbre de que saldrá de este lugar y
regresará entre los vivos.
—Por favor —susurro, y mi voz sale tan callada como la de un fantasma
—. Dile a Magiano que le quiero. Dile que lo siento. Que estoy agradecida.
—Adelina —dice Violetta, alarmada mientras sigue difuminándose. El
contacto con ella se está volviendo imperceptible—. Espera. No puedo…
—Márchate —le digo con dulzura, esbozando una sonrisa triste. Nos
miramos hasta que ya casi no puedo verla. Después desaparece en la
oscuridad y el mundo a mi alrededor se vuelve borroso.
Siento el suelo frío debajo de la mejilla. Siento que el latido de mi corazón
se va apagando. Por encima de mí, la enorme figura de Moritas se agacha
Página 221
para envolverme entre sus brazos, me cubre en un misericordioso manto de
noche. Aspiro una lenta bocanada de aire.
Algún día, cuando no sea más que polvo y viento, ¿qué dirán las leyendas
sobre mí?
Otra lenta bocanada de aire.
Otra.
Una última exhalación.
Página 222
Violetta Amouteru
Página 223
Soy la muerte. Y mediante la muerte, entiendo la vida
Adelina Amouteru
Página 224
Raffaele Laurent Bessette
Página 225
¿Había sucedido todo eso de verdad? Raffaele se endereza un poco y se
sienta en la nieve. Alarga una mano. Su puño agarra solo el aire frío y sus
dedos no tocan nada. Ahora hay un vacío en su pecho, una ligereza, y cuando
se estira en busca sus hebras de energía, descubre que ya no están. Es como si
parte de él hubiese muerto, permitiendo al resto de sí mismo continuar
viviendo.
La Oscuridad de la Noche está fantasmagóricamente silenciosa. Todo lo
que queda son la nieve y el bosque, los restos de las criaturas se están
volatilizando poco a poco, se hunden en la blancura. El tiempo se alarga. Su
visión se va haciendo más nítida, Al final, Raffaele encuentra la fuerza para
levantarse. A su alrededor están los otros. Ve primero a Lucent, se está
sacudiendo la nieve de los rizos. A su lado, Maeve, que se levanta con ayuda
de su espada, clavada bien hondo en la nieve. Magiano está en cuclillas ahí
cerca, agarrándose la cabeza. Deben de estar sintiendo el mismo vacío que
siente ahora Raffaele, todos ellos intentan en vano invocar los poderes que
antes tenían siempre al alcance de la mano. Por instinto, Raffaele se estira
para sentir sus emociones… pero todo lo que siente es el aire gélido.
Es extraña, esta nueva realidad.
—Se ha ido —susurra Maeve la primera. Cierra los ojos, respira hondo y
levanta la cabeza hacia los cielos. Una expresión curiosa en el rostro, una que
Raffaele comprende de inmediato. Es una expresión de pena. De paz.
—¿Dónde está Adelina? —Es la voz de Magiano. Mira frenético a su
alrededor, intentando encontrarla. Raffaele frunce el ceño. Había visto a
Adelina, estaba seguro de ello. Su pelo plateado centelleaba entre la neblina
negra; sus pestañas blancas, su cara desfigurada; su barbilla, siempre
levantada. Había estado en el Inframundo con ellos. Raffaele escudriña el
paisaje, se le empieza a hacer un nudo en el estómago, mientras Magiano
sigue llamándola por su nombre.
Ahí está.
Hay una chica moviéndose ahí cerca, su pelo espolvoreado de plata y
blanco por la nieve le cae por la cara. Raffaele siente un alivio inmediato al
verla… hasta que levanta la cabeza.
No, no es Adelina. Es Violetta, la nieve oculta el color de su pelo oscuro.
Las marcas que habían estropeado su piel han desaparecido y el color ha
vuelto a sus mejillas. Sacude la cabeza, parpadeando, y mira a su alrededor.
Tiene los ojos rojos de tanto llorar, pero está aquí, sana y salva, viva.
Raffaele solo puede mirarla en silencio. Imposible. ¿Cómo ha llegado
hasta aquí?
Página 226
¿Dónde está Adelina?
Magiano ya ha conseguido ponerse en pie y camina por la nieve hacia
ella.
—Violetta —la llama. Tiene los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadas.
Da la impresión de no poder creerse lo que está viendo. Entonces la abraza y
la levanta en volandas por encima de la nieve. Violetta suelta una
exclamación de sorpresa—. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo es que estás…?
Imposible, se repite Raffaele. ¿Cómo ha regresado Violetta del
Inframundo? No tiene el aspecto que tenía Enzo cuando Maeve le trajo de
vuelta, con pozos negros en los ojos y un aura de energía a su alrededor que
solo emanaba muerte. No, Violetta parece sana y viva, incluso radiante, tiene
el mismo aspecto que tenía cuando Raffaele la conoció. Raffaele tiene ganas
de lanzar vítores, de mostrar su alegría por su regreso…
Pero la cara de Violetta le dice lo contrario.
Magiano la baja al suelo y la aparta un poco para mirarla. Frunce el ceño.
—¿Cómo es que estás aquí? —exclama—. ¿Dónde está Adelina?
Violetta le devuelve la mirada con una expresión de profundo dolor en los
ojos. Al verla, la sonrisa de Magiano titubea. La sacude una vez.
—¿Dónde está Adelina? —pregunta de nuevo.
—Hizo un trato con Moritas —dice al final Violetta, se le quiebra la voz.
Magiano frunce el ceño, sin comprender nada todavía.
—Todos hemos hecho un trato con Moritas —contesta—. Yo estaba ahí
en el Inframundo; todos hemos estado ahí, con los dioses y las diosas. —Mira
hacia donde están Maeve y Lucent, aún aturdidas, y hace una pausa para
levantar la palma de una mano. La hace girar—. Es como si me hubieran
arrancado una capa del corazón.
Violetta levanta la vista hacia el cielo. No parece capaz de mirar a
Magiano a los ojos.
—No —dice—, Adelina ha hecho un trato con su vida.
Incluso cuando Magiano toma consciencia de lo sucedido, no se atreve a
reconocerlo en voz alta. En lugar de eso, se quedan todos ahí, inmóviles en la
nieve. Intentan asimilar todo el significado de las palabras de Violetta, con la
esperanza de que está equivocada y Adelina emerja de algún modo del bosque
y se reúna con ellos. Pero no lo hace.
Magiano asiente de manera imperceptible, luego suelta a Violetta. Resbala
lentamente hasta quedar sentado sobre la nieve.
La primera vez que Raffaele había visto a Adelina, fue en una noche de
tormenta que le cambió la vida a ella y también al mundo entero. Recuerda
Página 227
mirar por la ventana de su alojamiento en Dalia y ver a una chica con el pelo
de un brillante color plateado conjurar una ilusión de oscuridad que él no
había visto jamás. Recuerda el día en que Adelina fue por primera vez a sus
aposentos en Estenzia, cuando Enzo aún estaba vivo y ella aún era inocente, y
la forma en que levantó la vista hacia él con su mirada dañada e insegura.
Raffaele recuerda su prueba y lo que le había dicho a Enzo aquella noche. Lo
lejos que quedaba todo aquello. Cómo se había equivocado al juzgarla.
Raffaele mira a su alrededor por todo el claro, en busca de una última
figura. Mira arriba y abajo, busca huellas en la nieve o sombras en la línea del
bosque. Desearía poder sentir todavía la energía de los vivos, entonces podría
saber dónde está. Pero incluso así, sabe que llegaría a la misma conclusión
que los otros.
Adelina se ha ido.
Página 228
Después de que ella muriera, envainé su espada en mi cinturón, me eché su
capa sobre los hombros, cogí su corazón entre mis brazos y, de algún modo,
seguí adelante.
Violetta Amouteru
Página 229
Una noche estrellada, cuando comenzamos la última etapa de nuestro
viaje de vuelta a Kenettra, encuentro a Magiano de pie en la cubierta del
barco, solo, la cabeza gacha. Da un respingo, luego aparta la mirada cuando
me acerco a él,
—El barco está demasiado quieto —murmura, como si le hubiese
preguntado por qué está despierto—. Necesito unas cuantas olas para dormir
bien.
Sacudo la cabeza.
—Lo sé —respondo—. Tú también la estás buscando.
Nos quedamos ahí de pie un rato, observando las estrellas que se reflejan
sobre la tranquila superficie del mar. Sé por qué no me mira Magiano. Le
recuerdo demasiado a Adelina.
—Lo siento —susurro después de un largo silencio.
—No lo hagas. —Una pequeña y triste sonrisa toca sus labios—. Ella lo
eligió.
Aparto la mirada para estudiar las constelaciones otra vez. Están
especialmente brillantes esta noche, visibles incluso con las tres lunas
colgadas en un gran triángulo dorado. Encuentro el Cisne de Compasia, la
delicada curva de estrellas que destaca entre la negrura como la luz de una
antorcha. Me había arrodillado a los pies de mi diosa, le había suplicado con
la voz entrecortada por las lágrimas, y ella me había hecho una promesa. ¿No
es así? ¿Qué pasa si nada de aquello fue real? ¿Qué pasa si lo soñé?
Entonces, Magiano se endereza a mi lado. Sus ojos enfocan algo a lo
lejos.
Yo miro hacia allí también. Y por fin veo lo que he estado esperando.
Allí, bien prominente en el cielo… está una nueva constelación. Está
compuesta de siete estrellas brillantes que alternan el azul y el rojo
anaranjado. Forman un par de bucles finos que se alinean con el Cisne de
Compasia.
Me llevo las manos a la boca. Se me anegan los ojos de lágrimas.
Cuando Compasia se apiadó de su amante humano, le salvó de morir con
el resto del mundo y le colocó en el cielo, donde se convirtió en nebulosa.
Cuando Compasia se apiadó de mí, se estiró hacia el Inframundo, tocó el
hombro de Moritas y suplicó su perdón. Entonces, Compasia cogió a mi
hermana entre los brazos y la colocó en el cielo, donde ella también se ha
convertido en nebulosa.
Magiano me mira con los ojos muy abiertos. Parece como si ya, de algún
modo, lo entendiera.
Página 230
—Mi diosa me hizo una promesa —susurro.
Solo ahora me doy cuenta de que nunca le había visto llorar.
En las leyendas, Compasia y su amante humano descendían cada noche de
las estrellas para vagar por el mundo mortal, antes de desaparecer al salir el
sol. Así que nos quedamos ahí juntos, mirando al cielo, esperando.
Página 231
—Te puedes quedar, lo sabes… —empiezo a decir, a sabiendas de que
mis palabras no servirán de nada—. Siempre habrá un lugar para ti en palacio
y la gente te adora. Si hay algo que desees, dímelo y será tuyo.
Magiano se ríe un poco y niega con la cabeza. Los aretes de oro de sus
trenzas repiquetean melodiosamente entre sí.
—Lucent ya ha regresado a Beldain con su reina. Quizás ahora sea mi
turno.
Lucent. Al otro lado de los océanos, la reina Maeve había decretado que,
cuando llegara el momento, su sucesora fuera la hija recién nacida de su
hermano Augustine. Así, por fin era libre de casarse con Lucent, lo que
devolvió a la Caminante del Viento a la tierra natal que la había exiliado
durante tantos años.
—Siempre he sido un nómada —añade Magiano para romper el silencio
—. Necesito salir de palacio, a pesar de la estupenda compañía. —Se queda
callado, su sonrisa se suaviza—. Es hora de que me vaya. Hay aventuras
esperándome ahí afuera.
Echaré de menos el sonido de su laúd, la alegría de su risa, pero no intento
persuadirle de que se quede. Sé a quién echa de menos, a quién ambos
echamos de menos. Le he visto deambular por los jardines al atardecer,
encaramado en los tejados a medianoche, de pie en los muelles al amanecer.
—Los otros… Raffaele, Sergio… querrán verte antes de que te marches
—digo, a cambio.
Magiano asiente.
—No te preocupes. Me despediré de todos. —Alarga el brazo y apoya una
mano en mi hombro—. Eres amable, Majestad. Supongo que Adelina podría
haber gobernado como tú, en una vida diferente. —Estudia mi cara, como
hace a menudo últimamente, en busca de un destello de mi hermana—.
Adelina querría verte llevar esta antorcha. Serás una buena reina.
Agacho la cabeza.
—Tengo miedo —admito—. Todavía hay tantas cosas por arreglar. No sé
si puedo hacer esto.
—Tienes a Sergio a tu lado. Tienes a Raffaele como consejero. Eso es un
equipo extraordinario.
—¿Dónde irás? —le pregunto.
Ante eso, Magiano baja la mano y gira los ojos hacia el cielo. Es tal
costumbre ahora que mis ojos se vuelven también hacia el cielo, a donde las
primeras estrellas han empezado a asomar.
Página 232
—Voy a seguirla, por supuesto —dice Magiano—. Giraré con el cielo
nocturno. Cuando ella aparezca al otro lado del mundo, ahí estaré yo, y
cuando regrese aquí, lo mismo haré yo. —Magiano me sonríe—. Esta
despedida no es para siempre. Volveré a verte, Violetta.
Le devuelvo la sonrisa, luego doy un paso adelante y envuelvo los brazos
alrededor de su cuello. Nos abrazamos con fuerza.
—Hasta que regreses, entonces —susurro.
—Hasta que regrese.
Entonces nos separamos. Dejo a Magiano solo para que prepare su viaje,
sus botas ya apuntan hacia donde aparecerá la constelación de Adelina en el
cielo. Espero que, cuando él regrese, ella venga con él y podamos vernos de
nuevo.
Página 233
La leyenda la cuentan tanto miembros de la realeza como vagabundos, nobles y
campesinos, cazadores y granjeros, los ancianos y los jóvenes.
La leyenda proviene de todos los rincones del mundo, pero no importa dónde
se cuente, es siempre la misma historia.
Un chico a caballo, deambula por la noche, atraviesa bosques o cruza llanuras o
recorre orillas. El sonido de un laúd flota en el aire del atardecer. En lo alto
están las estrellas de un cielo despejado, un manto de luz tan brillante que el
chico alarga los brazos, intenta tocarlas. Se detiene y baja de su caballo.
Entonces espera. Espera exactamente hasta la medianoche, cuando la
constelación más reciente en el cielo se ilumina de pronto.
Si te quedas muy callado y no apartas la mirada, puede que veas la estrella más
brillante de la constelación aumentar de intensidad a un ritmo constante. Se
hace más y más brillante hasta que ensombrece a todas las demás estrellas del
cielo, hasta que parece tocar el suelo, y entonces el resplandor desaparece y en
su lugar hay una chica.
Su pelo y sus pestañas están pintados de un plateado rielante, y una cicatriz
cruza un lado de su cara. Va vestida con trajes de las Tierras del Mar y un collar
de zafiro. Algunos dicen que, érase una vez, tenía un príncipe, un padre, una
sociedad de amigos. Otros dicen que en el pasado fue una reina malvada, una
ilusionista, una chica que cubrió las tierras de oscuridad. Y otros dicen que
tenía una hermana y que la quería con toda su alma. Quizás todas estas
versiones sean verdad.
Camina hasta el chico, levanta el rostro hacia él y sonríe. Él se agacha para
besarla. Después la ayuda a subir al caballo y los dos se alejan cabalgando hacia
algún lugar lejano, hasta donde alcanza la vista. Esto son solo rumores,
obviamente, y constituyen poco más que un cuento que contar alrededor del
fuego. Pero se sigue contando.
Y así, siguen existiendo.
Página 234
Agradecimientos
Página 235
Gracias, querida Amie, por leer los primeros borradores de este libro final
y por ser una amiga increíble, siempre, indefectiblemente. ¡¡Onsenmosis!! A
JJ, mi primerísimo amigo del mundillo de la escritura, te estaré por siempre
agradecida por tus ánimos y tu inteligencia y tu genialidad. A Tahereh y
Ransom, gracias por vuestras risas y calor y citas temáticas e interminable
amabilidad. A Leigh, algunas personas tienen el don de iluminar una
habitación y así eres tú; gracias por saber siempre cómo alegrarme y hacerme
reír. A Cassie, Holly, Sarah y Ally: recuerdo vadear las lodosas aguas de este
borrador en un retiro con todas vosotras, y estoy eternamente agradecida por
vuestra ayuda, sabiduría, perspicacia e hilarante ingenio (y dramas coreanos).
A Sandy; creo que puede que tú hayas visto la primerísima versión de Los
Jóvenes de la Élite; gracias por todas aquellas primeras palabras (y por ser
asombrosa). A Kami, Margie y Mel; vosotras marcáis el baremo de la bondad
en este mundo. Me siento muy honrada de conoceros a todas y me inspiráis
todos los días.
A mi marido, Primo. Te quiero por todos nuestros maravillosos
momentos. A mi madre, Andre, y a mi familia, por vuestro amor y apoyo
incondicional. A mis amigos, sin los cuales no sé lo que haría. Me acuerdo a
cada momento de lo afortunada que soy.
Por último, a mis lectores: gracias tanto, tanto, tanto, por seguirme en este
viaje y por el regalo de poder contaros historias.
Página 236