Clarisa
Clarisa
Clarisa
Clarisa nació cuando aún no existía la luz eléctrica en la ciudad, vio por televisión al primer
astronauta levitando sobre la superficie de la luna y se murió de asombro cuando llegó el Papa de
visita y le salieron al encuentro los homosexuales disfrazados de monjas. Había pasado la infancia
entre matas de helechos y corredores alumbrados por candiles de aceite. Los días transcurrían
lentos en aquella época. Clarisa nunca se adaptó a los sobresaltos de los días de hoy, siempre me
pareció que estaba detenida en el aire color sepia de un retrato de otro siglo. Supongo que alguna
vez tuvo cintura virginal, porte gracioso y perfil de medallón, pero cuando yo la conocí ya era una
anciana algo estrafalaria, con los hombros alzados como dos suaves jorobas y su noble cabeza
coronada por un quiste sebáceo, como un huevo de paloma, alrededor del cual ella enrollaba sus
cabellos blancos. Tenía una mirada traviesa y profunda, capaz de penetrar la maldad más
recóndita y regresar intacta. En sus muchos años de existencia alcanzó fama de santa y después
de su muerte muchos tienen su fotografía en un altar doméstico, junto a otras imágenes
venerables, para pedirle ayuda en las dificultades menores, a pesar de que su prestigio de
milagrera no está reconocido por el Vaticano y con seguridad nunca lo estará, porque los
beneficios otorgados por ella son de índole caprichosa: no cura ciegos como Santa Lucía ni
encuentra marido para las solteras como San Antonio, pero dicen que ayuda a soportar el malestar
de la embriaguez, los tropiezos de la conscripción y el acecho de la soledad. Sus prodigios son
humildes e improbables, pero tan necesarios como las aparatosas maravillas de los santos de
catedral.
La conocí en mi adolescencia, cuando yo trabajaba como sirvienta en casa de La Señora, una
dama de la noche, como llamaba Clarisa a las de ese oficio. Ya entonces era casi puro espíritu,
parecía siempre a punto de despegar del suelo y salir volando por la ventana. Tenía manos de
curandera y quienes no podían pagar un médico o estaban desilusionados de la ciencia tradicional
esperaban turno para que ella les aliviara los dolores o los consolara de la mala suerte. Mi patrona
solía llamarla para que le aplicara las manos en la espalda. De paso, Clarisa hurgaba en el alma de
La Señora con el propósito de torcerle la vida y conducirla por los caminos de Dios, caminos que la
otra no tenía mayor urgencia en recorrer, porque esa decisión habría descalabrado su negocio.
Clarisa le entregaba el calor curativo de sus palmas por diez o quince minutos, según la intensidad
del dolor, y luego aceptaba un jugo de fruta como recompensa por sus servicios. Sentadas frente a
frente en la cocina, las dos mujeres charlaban sobre lo humano y lo divino, mi patrona más de lo
humano y ella más de lo divino, sin traicionar la tolerancia y el rigor de las buenas maneras.
Después cambié de empleo y perdí de vista a Clarisa hasta un par de décadas más tarde, en que
volvimos a encontrarnos y pudimos restablecer la amistad hasta el día de hoy, sin hacer mayor
caso de los diversos obstáculos que se nos interpusieron, inclusive el de su muerte, que vino a
sembrar cierto desorden en la buena comunicación.
Aun en los tiempos en que la vejez le impedía moverse con el entusiasmo misionero de antaño,
Clarisa preservó su constancia para socorrer al prójimo, a veces incluso contra la voluntad de los
beneficiarios, como era el caso de los chulos de la calle República, quienes debían soportar,
sumidos en la mayor mortificación, las arengas públicas de esa buena señora en su afán
inalterable de redimirlos. Clarisa se desprendía de todo lo suyo para darlo a los necesitados; por lo
general sólo tenía la ropa que llevaba puesta y hacia el fin de su vida le resultaba difícil encontrar
pobres más pobres que ella. La caridad se convirtió en un camino de ida y vuelta y ya no se sabía
quién daba y quién recibía.
Vivía en un destartalado caserón de tres pisos, con algunos cuartos vacíos y otros alquilados
como depósito a una licorería, de manera que una ácida pestilencia de borracho contaminaba el
ambiente. No se mudaba de esa vivienda, herencia de sus padres, porque le recordaba su pasado
abolengo y porque desde hacía más de cuarenta años su marido se había enterrado allí en vida,
en un cuarto al fondo del patio. El hombre fue juez de una lejana provincia, oficio que ejerció con
dignidad hasta el nacimiento de su segundo hijo, cuando la decepción le arrebató el interés por
enfrentar su suerte y se refugió como un topo en el socavón maloliente de su cuarto. Salía muy
rara vez, como una sombra huidiza, y sólo abría la puerta para sacar la bacinilla y recoger la
comida que su mujer le dejaba cada día. Se comunicaba con ella por medio de notas escritas con
su perfecta caligrafía y de golpes en la puerta, dos para sí y tres para no. A través de los muros de
su cuarto se podían escuchar su carraspeo asmático y algunas palabrotas de bucanero que no se
sabía a ciencia cierta a quién iban dirigidas.
- Pobre hombre, ojalá Dios lo llame a Su lado cuanto antes y lo ponga a cantar en un coro de
ángeles -suspiraba Clarisa sin asombro de ironía; pero el fallecimiento oportuno de su marido no
fue una de las gracias otorgadas por la Divina Providencia, puesto que la ha sobrevivido hasta hoy,
aunque ya debe tener más de cien años, a menos que haya muerto y las toses y maldiciones que
se escuchan sean sólo el eco de ayer.
Clarisa se casó con él porque fue el primero que se lo pidió y a sus padres les pareció que un
juez era el mejor partido posible. Ella dejó el sobrio bienestar del hogar paterno y se acomodó a la
avaricia y la vulgaridad de su marido sin pretender una fortuna mejor. La única vez que se le oyó
un comentario nostálgico por los refinamientos del pasado fue a propósito de un piano de cola con
el cual se deleitaba de niña. Así nos enteramos de su afición por la música y mucho más tarde,
cuando ya era una anciana, un grupo de amigos le regalamos un modesto piano. Para entonces
ella había pasado casi sesenta años sin ver un teclado de cerca, pero se sentó en el taburete y
tocó de memoria y sin la menor vacilación un Nocturno de Chopin.
Un par de años después de la boda con el juez, nació una hija albina, quien apenas comenzó a
caminar acompañaba a su madre a la iglesia. La pequeña se deslumbró en tal forma con los
oropeles de la liturgia, que comenzó a arrancar los cortinajes para vestirse de obispo y pronto el
único juego que le interesaba era imitar los gestos de la misa y entonar cánticos en un latín de su
invención. Era retardada sin remedio, sólo pronunciaba palabras en una lengua desconocida,
babeaba sin cesar y sufría incontrolables ataques de maldad, durante los cuales debían atarla
como un animal de feria para evitar que masticara los muebles y atacara a las personas. Con la
pubertad se tranquilizó y ayudaba a su madre en las labores de la casa. El segundo hijo llegó al
mundo con un dulce rostro asiático, desprovisto de curiosidad, y la única destreza que logró
adquirir fue equilibrarse sobre una bicicleta, pero no le sirvió de mucho porque su madre no se
atrevió nunca a dejarlo salir de la casa. Pasó la vida pedaleando en el patio en una bicicleta sin
ruedas fija en un atril.
La anormalidad de sus hijos no afectó el sólido optimismo de Clarisa, quien los consideraba
almas puras, inmunes al mal, y se relacionaba con ellos sólo en términos de afecto. Su mayor
preocupación consistía en preservarlos incontaminados por sufrimientos terrenales; se preguntaba
a menudo quién los cuidaría cuando ella faltara. El padre, en cambio, no hablaba jamás de ellos,
se aferró al pretexto de los hijos retardados para sumirse en el bochorno, abandonar su trabajo,
sus amigos y hasta el aire fresco y sepultarse en su pieza, ocupado en copiar con paciencia de
monje medieval los periódicos en cuaderno de notario. Entretanto su mujer gastó hasta el último
céntimo de su dote y de su herencia y luego trabajó en toda clase de pequeños oficios para
mantener a la familia. Las penurias propias no la alejaron de las penurias ajenas y aun en los
períodos más difíciles de su existencia no postergó sus labores de misericordia.
Clarisa poseía una ilimitada comprensión de las debilidades humanas. Una noche, cuando ya
era una anciana de pelo blanco, se encontraba cosiendo en un cuarto cuando escuchó ruidos
desusados en la casa. Se levantó para averiguar de qué se trataba, pero no alcanzó a salir, porque
en la puerta tropezó de frente con un hombre que le puso un cuchillo en el cuello.
- Silencio, puta, o te despacho de un solo corte -la amenazó.
- No es aquí, hijo. Las damas de la noche están al otro lado de la calle, donde tienen la música.
- No te burles, esto es un asalto.
- ¿Cómo dices? -sonrió incrédula Clarisa- ¿Y qué me vas a robar a mí?
- Siéntate en esa silla, voy a amarrarte.
- De ninguna manera, hijo, puedo ser tu madre, no me faltes el respeto.
- ¡Siéntate!
- No grites, porque vas a asustar a mi marido, que está delicado de salud. Y de paso guarda el
cuchillo, que puedes herir a alguien -dijo Clarisa.
- Oiga, señora, yo vine a robar -masculló el asaltante desconcertado.
- No, esto no es un robo. Yo no te voy a dejar que cometas un pecado. Te voy a dar algo de
dinero por mi propia voluntad. No me lo estás quitando, te lo estoy dando, ¿está claro? -fue a su
cartera y sacó lo que le quedaba para el resto de la semana -. No tengo más. Somos una familia
bastante pobre, como ves. Acompáñame a la cocina, voy a poner la tetera.
El hombre se guardó el cuchillo y la siguió con los billetes en la mano. Clarisa preparó té para
ambos, sirvió las últimas galletas que le quedaban y lo invitó a sentarse en la sala.
- ¿De dónde sacaste la peregrina idea de robarle a esta pobre vieja?
El ladrón le contó que la había observado durante días, sabía que vivía sola y pensó que en
aquel caserón habría algo que llevarse. Ese era su primer asalto, dijo, tenía cuatro hijos, estaba sin
trabajo y no podía llegar otra vez a su casa con las manos vacías. Ella le hizo ver que el riesgo era
demasiado grande, no sólo podían llevarlo preso, sino que podía condenarse en el infierno, aunque
en verdad ella dudaba que Dios fuera a castigarlo con tanto rigor, a lo más iría a parar al
purgatorio, siempre que se arrepintiera y no volviera a hacerlo, por supuesto. Le ofreció
incorporarlo a la lista de sus protegidos y le prometió que no lo acusaría a las autoridades. Se
despidieron con un par de besos en las mejillas. En los diez años siguientes, hasta la muerte de
Clarisa, el hombre le enviaba por correo un pequeño regalo en Navidad.
No todas las relaciones de Clarisa eran de esa calaña, también conocía a gente de prestigio,
señoras de alcurnia, ricos comerciantes, banqueros y hombres públicos, a quienes visitaba
buscando ayuda para el prójimo, sin detenerse a especular sobre cómo sería recibida. Cierto día
se presentó en la oficina del diputado Diego Cienfuegos, conocido por sus incendiarios discursos y
por ser uno de los pocos políticos incorruptibles del país, lo cual no le impidió ascender a ministro y
acabar en los libros de historia como padre intelectual de un cierto tratado de la paz. En esa época
Clarisa era joven y algo tímida, pero ya tenía la misma tremenda determinación que la caracterizó
en la vejez. Llegó donde el diputado a pedirle que usara su influencia para conseguirles una nevera
moderna a las Madres Teresianas. El hombre la miró pasmado, sin entender las razones por las
cuales él debía ayudar a sus enemigas ideológicas.
- Porque en el comedor de las monjitas almuerzan gratis cien niños cada día, y casi todos son
hijos de comunistas y evangélicos que votan por usted -replicó mansamente Clarisa.
Así nació entre ambos una discreta amistad que habría de costarle muchos desvelos y favores al
político. Con la misma lógica irrefutable conseguía de los jesuitas becas escolares para muchachos
ateos, de la Acción de Damas Católicas ropa usada para las prostitutas de su barrio, del Instituto
Alemán instrumentos de música para un coro hebreo, de los dueños de viñas fondos para los
programas de alcohólicos.
Ni el marido sepultado en el mausoleo de su cuarto, ni las extenuantes horas de trabajo
cotidiano, evitaron que Clarisa quedara embarazada una vez más. La comadrona le advirtió que
con toda probabilidad daría a luz otro anormal, pero ella la tranquilizó con el argumento de que
Dios mantiene cierto equilibrio en el universo, y tal como El crea algunas cosas torcidas, también
crea otras derechas, por cada virtud hay un pecado, por cada alegría una desdicha, por cada mal
un bien y así, en el eterno girar de la rueda de la vida todo se compensa a través de los siglos. El
péndulo va y viene con inexorable precisión, decía ella.
Clarisa pasó sin prisa el tiempo de su embarazo y dio a luz un tercer hijo. El nacimiento se
produjo en su casa, ayudada por la comadrona y amenizado por la compañía de las criaturas
retardadas, seres inofensivos y sonrientes que pasaban las horas entretenidos en sus juegos, una
mascullando galimatías en su traje de obispo y el otro pedaleando hacia ninguna parte en una
bicicleta inmóvil. En esta ocasión la balanza se movió en el sentido justo para preservar la armonía
de la Creación y nació un muchacho fuerte, de ojos sabios y manos firmes, que la madre se puso
al pecho, agradecida. Catorce meses después Clarisa dio a luz otro hijo con las características del
anterior.
- Estos crecerán sanos para ayudarme a cuidar a los dos primeros -decidió ella, fiel a su teoría
de las compensaciones, y así fue, porque los hijos menores resultaron derechos como dos cañas y
bien dotados para la bondad.
De algún modo Clarisa se las arregló para mantener a los cuatro niños sin ayuda del marido y
sin perder su orgullo de gran dama solicitando caridad para sí misma. Pocos se enteraron de sus
apuros financieros. Con la misma tenacidad con que pasaba las noches en vela fabricando
muñecas de trapo o tortas de novia para vender, batallaba contra el deterioro de su casa, cuyas
paredes comenzaban a sudar un vapor verdoso, y le inculcaba a los hijos menores sus principios
de buen humor y generosidad con tan espléndido efecto que en las décadas siguientes estuvieron
siempre junto a ella soportando la carga de sus hermanos mayores, hasta que un día estos se
quedaron atrapados en la sala de baño y un escape de gas los trasladó apaciblemente a otro
mundo.
La llegada del Papa se produjo cuando Clarisa aún no cumplía ochenta años, aunque no era
fácil calcular su edad exacta, porque se la aumentaba por coquetería, nada más que para oír decir
cuán bien se conservaba a los ochenta y cinco que pregonaba. Le sobraba ánimo, pero le faltaba
el cuerpo, le costaba caminar, se desorientaba en las calles, no tenía apetito y acabó
alimentándose de flores y miel. El espíritu se le fue desprendiendo en la misma medida en que le
germinaron las alas, pero los preparativos de la visita papal le devolvieron el entusiasmo por las
aventuras terrenales. No aceptó ver el espectáculo por televisión, porque sentía una desconfianza
profunda por ese aparato. Estaba convencida de que hasta el astronauta en la luna era una
patraña filmada en un estudio de Hollywood, igual como engañaban con esas historias en las
cuales los protagonistas se amaban o se morían de mentira y una semana después reaparecían
con sus mismas caras, padeciendo otros destinos. Clarisa quiso ver al Pontífice con sus propios
ojos, para que no fueran a mostrarle en la pantalla a un actor con paramentos episcopales, de
modo que tuve que acompañarla a vitorearlo en su paso por las calles. Al cabo de un par de horas
defendiéndonos de la muchedumbre de creyentes y de vendedores de cirios, camisetas
estampadas, policromías y santos de plástico, logramos vislumbrar al Santo Padre, magnífico
dentro de una caja de vidrio portátil, como una blanca marsopa en su acuario. Clarisa cayó de
rodillas, a punto de ser aplastada por los fanáticos y por los guardias de la escolta. En ese instante,
justamente cuanto teníamos al Papa a tiro de piedra, surgió por una calle lateral una columna de
hombres vestidos de monjas, con las caras pintarrajeadas, enarbolando pancartas en favor del
aborto, el divorcio, la sodomía y el derecho de las mujeres a ejercer el sacerdocio. Clarisa hurgó en
su bolso con mano temblorosa, encontró sus gafas y se las colocó para cerciorarse de que no se
trataba de una alucinación.
- Vámonos, hija. Ya he visto demasiado -me dijo, pálida,
Tan desencajada estaba, que para distraerla ofrecí comprarle un cabello del Papa, pero no lo
quiso, porque no había garantía de su autenticidad. El número de reliquias capilares ofrecidas por
los comerciantes era tal, que alcanzaba para relenar un par de colchones, según calculó un
periódico socialista.
- Estoy muy vieja y ya no entiendo el mundo, hija. Lo mejor es volver a casa.
Llegó a su caserón extenuada, con el fragor de campanas y vítores todavía retumbándole en las
sienes. Partí a la cocina a preparar una sopa para el juez y a calentar agua para darle a ella una
infusión de camomilla, a ver si eso la traquilizaba un poco. Entre tanto Clarisa, con una expresión
de gran melancolía, colocó todo en orden y sirvió el último plato de comida para su marido. Puso la
bandeja ante la puerta cerrada y llamó por primera vez en más de cuarenta años.
-¿Cuántas veces he dicho que no me molesten? -protestó la voz decrépita del juez.
- Disculpa, querido, sólo deseo avisarte que me voy a morir.
- ¿Cuándo?
- El viernes.
- Está bien -y no abrió la puerta.
Clarisa llamó a sus hijos para darles cuenta de su próximo fin y luego se acostó en su cama.
Tenía una habitación grande, oscura, con pesados muebles de caoba tallada que no alcanzaron a
convertirse en antigüedades, porque el deterioro los derrotó por el camino. Sobre la cómoda había
una urna de cristal con un Niño Jesús de cera de un realismo sorprendente, parecía un bebé recién
bañado.
- Me gustaría que te quedaras con el Niñito, para que me lo cuides, Eva.
- Usted no piensa morirse, no me haga pasar por estos sustos.
- Tienes que ponerlo a la sombra, si le pega el sol se derrite. Ha durado casi un siglo y puede
durar otro si lo defiendes del clima.
Le acomodé en lo alto de la cabeza sus cabellos de merengue, le adorné el peinado con una
cinta y me senté a su lado, dispuesta a acompañarla en ese trance, sin saber a ciencia cierta de
qué se trataba, porque el momento carecía de todo sentimentalismo, como si en verdad no fuera
una agonía, sino un apacible resfrío.
- Sería bien bueno que me confesara, ¿no te parece, hija?
- ¡Pero qué pecados puede tener usted, Clarisa!
- La vida es larga y sobra tiempo para el mal, con el favor de Dios.
- Usted se irá derecho al cielo, si es que el cielo existe.
- Claro que existe, pero no es tan seguro que me admitan. Allí son bien estrictos -murmuró. Y
después de una larga pausa agregó -: Repasando mis faltas, veo que hay una bastante grave...
Tuve un escalofrío, temiendo que esa anciana con aureola de santa me dijera que había
eliminado intencionalmente a sus hijos retardados para facilitar la justicia divina, o que no creía en
Dios y que se había dedicado a hacer el bien en este mundo sólo porque en la balanza le había
tocado esa suerte, para compensar el mal de otros, mal que a su vez carecía de importancia,
puesto que todo es parte del mismo proceso infinito. Pero nada tan dramático me confesó Clarisa.
Se volvió hacia la ventana y me dijo ruborizada que se había negado a cumplir sus deberes
conyugales.
- ¿Qué significa eso? -pregunté.
- Bueno... me refiero a no satisfacer los deseos carnales de mi marido, ¿entiendes?
- No.
- Si una le niega su cuerpo y él cae en la tentación de buscar alivio con otra mujer, una tiene la
responsabilidad moral.
- Ya veo. El juez fornica y el pecado es de usted.
- No, no. Me parece que sería de ambos, habría que consultarlo.
- ¿El marido tiene la misma obligación con su mujer?
- ¿Ah?
- Quiero decir que si usted hubiera tenido otro hombre, ¿la falta sería también de su esposo?
- ¡Las cosas que se te ocurren, hija! -me miró atónita.
- No se preocupe, si su peor pecado es haberle escamoteado el cuerpo al juez, estoy segura de
que Dios lo tomará en broma.
- No creo que Dios tenga humor para esas cosas.
- Dudar de la perfección divina ése... sí es un gran pecado, Clarisa.
Se veía tan saludable que costaba imaginar su próxima partida, pero supuse que los santos, a
diferencia de los simples mortales, tienen el poder de morir sin miedo y en pleno uso de sus
facultades. Su prestigio era tan sólido, que muchos aseguraban haber visto un círculo de luz en
torno de su cabeza y haber escuchado música celestial en su presencia; por lo mismo no me
sorprendió, al desvestirla para ponerle el camisón, encontrar en sus hombros dos bultos
inflamados, como si estuviera a punto de reventarle un par de alas de angelote.
El rumor de la agonía de Clarisa se regó con rapidez. Los hijos y yo tuvimos que atender una
inacabable fila de gentes que venían a pedir su intervención en el cielo para diversos favores o
simplemente a despedirse. Muchos esperaban que en el último momento ocurriera un prodigio
significativo, como que el olor a botellas rancias que infectaba el ambiente se transformara en
perfume de camelias o su cuerpo refulgiera con rayos de consolación. Entre ellos apareció su
amigo, el bandido, quien no había enmendado el rumbo y estaba convertido en un verdadero
profesional. Se sentó junto a la cama de la moribunda y le contó sus andanzas sin asomo de
resentimiento.
- Me va muy bien. Ahora me metó nada más que en las casas del barrio alto. Le robo a los ricos
y eso no es pecado. Nunca he tenido que usar violecia, yo trabajo limpiamente. Como un caballero
-explicó con cierto orgullo.
- Tendré que rezar mucho por tí, hijo.
- Rece, abuelita, que eso no me puede hacer mal.
También La Señora apareció compungida a darle el adiós a su querida amiga, trayendo una
corona de flores y unos dulces de alfajor para contribuir al velorio. Mi antigua patrona no me
reconoció, pero yo no tuve dificultad en identificarla a ella, porque no había cambiado tanto, se veía
bastante bien, a pesar de su gordura, su peluca y sus extravagantes zapatos de plástico con
estrellas doradas. A diferencia del ladrón, ella venía a comunicarle a Clarisa que sus consejos de
antaño habían caído en tierra fértil y ahora ella era una cristiana decente.
- Cuénteselo a San Pedro, para que me borre del libro negro -le pidió.
- Qué tremendo chasco se llevarán estas buenas personas si en vez de irme al cielo acabo
cocinándome en las pailas del infierno... -comentó la moribunda, cuando por fin pude cerrar la
puerta para descansar un poco.
- Si eso ocurre allá arriba, aquí abajo nadie lo sabrá, Clarisa.
- Mejor así.
Desde el amanecer del viernes se congregó una muchedumbre en la calle y a duras penas sus
hijos lograron impedir el desborde de creyentes dispuestos a llevarse cualquier reliquia, desde
trozos de papel de las paredes hasta la escasa ropa de la santa. Clarisa decaía a ojos vista y por
primera vez dio señales de tomar en serio su propia muerte. A eso de la diez se detuvo frente a la
casa un automóvil azul con placas del Congreso. El chofer ayudó a descender del asiento trasero a
un anciano, que la multitud reconoció de inmediato. Era don Diego Cienfuegos, convertido en
prócer después de tantas décadas de servicio en la vida pública. Los hijos de Clarisa salieron a
recibirlo y lo acompañaron en su penoso ascenso hacia el segundo piso. Al verlo en el umbral de la
puerta, Clarisa se animó, volvieron el rubor a sus mejillas y el brillo a sus ojos.
- Por favor, saca a todo el mundo de la pieza y déjanos solos -me sopló al oído.
Veinte minutos más tarde se abrió la puerta y don Diego Cienfuegos salió arrastrando los pies,
con los ojos aguados, maltrecho y tullido, pero sonriendo. Los hijos de Clarisa, que lo esperaban en
el pasillo, lo tomaron de nuevo por los brazos para ayudarlo; y entonces, al verlos juntos, confirmé
algo que ya había notado antes. Esos tres hombres tenían el mismo porte y perfil, la misma
pausada seguridad, los mismos ojos sabios y manos firmes.
Esperé que bajaran la escalera y volví donde mi amiga. Me acerqué para acomodarle las
almohadas y vi que también ella, como su visitante, lloraba con cierto regocijo.
- Fue don Diego su pecado más grave, ¿verdad? -le susurré.
- Eso no fue pecado, hija, sólo una ayuda de Dios para equilibrar la balanza del destino. Y ya ves
cómo resultó de lo más bien, porque por dos hijos retardados tuve otros dos para cuidarlos.
Esa noche murió Clarisa sin angustia. De cáncer, diagnosticó el médico al ver sus capullos de
alas; de santidad, proclamaron los devotos apiñados en la calle con cirios y flores; de asombro,
digo yo, porque estuve con ella cuando nos visitó el Papa.