LLA 113. Cuentos Venezolanos

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La I latina.

José Rafael Pocaterra


  
¡No, no era posible!, andando ya en siete años y burrito, burrito, sin conocer la o
por lo redondo y dando más que hacer que una ardilla.
¡Nada!, ¡nada! -dijo mi abuelita-. A ponerlo en la escuela...
Y desde ese día, con aquella eficacia activa en el milagro de sus setenta años,
se dio a buscarme una maestra. Mi madre no quería; protestó que estaba todavía
pequeño, pero ella insistió resueltamente. Y una tarde al entrar de la calle,
deshizo unos envoltorios que le trajeron y sacando un bulto, una pizarra con su
esponja, un libro de tipo gordo y muchas figuras y un atadito de lápices, me dijo
poniendo en mi aquella grave dulzura de sus ojos azules: ¡Mañana, hijito, casa de
la señorita que es muy buena y te va a enseñar muchas cosas...!
¡Yo me abracé a su cuello, corrí por toda la casa, mostré a los sirvientes mi
bulto nuevo, mi pizarra flamante, mi libro, todo marcado con mi nombre en la
magnífica letra de mi madre, un libro que se me antojaba un cofrecillo
sorprendente, lleno de maravillas! Y la tarde ésa y la noche sin quererme dormir,
pensé cuántas cosas podría leer y saber en aquellos grandes librotes forrados de
piel que dejó mi tío el que fue abogado y que yo hojeaba para admirar las viñetas
y las rojas mayúsculas y los montoncitos de caracteres manuscritos que llenaban
el margen amarillento.
Algo definitivo decíame por dentro que yo era ya una persona capaz de ir a
la escuela.

II
¡Hace cuántos años, Dios mío! Y todavía veo la casita humilde, el   —largo
corredor, el patiecillo con tiestos, al extremo una cancela de lona que hacía el
comedor, la pequeña sala donde estaba una mesa negra con una lámpara de
petróleo en cuyo tubo bailaba una horquilla. En la pared había un mapa desteñido
y en el cielo raso otro formado por las goteras. Había también dos mecedoras
desfondadas, sillas; un pequeño aparador con dos perros de yeso y la
mantequillera de vidrio que fingía una clueca echada en su nido; pero todo tan
limpio y tan viejo que dijérase surgido así mismo, en los mismos sitios desde el
comienzo de los siglos.
Al otro extremo del corrector, cerca de donde me pusieron la silla enviada de
casa desde el día antes, estaba un tinajero pintado de verde con una vasija rajada;
allí un agua cristalina en gotas musicales, largas y pausadas iba cantando la
marcha de las horas. Y no sé por qué aquella piedra de filtrar llena de yerbajos,
con su moho y su olor a tierras húmedas, me evocaba ribazos del río o rocas
avanzadas sobre las olas del mar...
Pero esa mañana no estaba yo para imaginaciones, y cuando se marchó mi
abuelita, sintiéndome solo e infeliz entre aquellos niños extraños que me
observaban con el rabillo del ojo, señalándome; ante la fisonomía delgadísima de
labios descoloridos y nariz cuyo lóbulo era casi transparente, de la Señorita, me
eché a llorar. Vino a consolarme, y mi desesperación fue mayor al sentir en la
mejilla un beso helado como una rana.
Aquella mañana de «niño nuevo» me mostró el reverso de cuanto había sido
ilusorias visiones de sapiencia... Así que, en la tarde, al volver para la escuela, a
rastras casi de la criada, llevaba los párpados enrojecidos de llorar, dos soberbias
nalgadas de mi tía y el bulto en banderola con la pizarra y los lápices el virginal
Mandevil tamborileando dentro de un modo acompasado y burlón.

III
Luego tomé amor a mi escuela y a mis condiscípulos: tres chiquillas feúcas,
de pelito azafranado y medias listadas, un gordinflón que se hurgaba la nariz y
nos punzaba con el agudo lápiz de pizarra; otro niño flaco, triste, ojerudo, con un
pañuelo y unas hojas siempre al cuello y oliendo a aceite; y Martica, la hija del
Letrero de enfrente que era alemán. Siete u ocho a lo sumo: las tres hermanas se
llamaban las Rizar, el gordinflón José Antonio, Totón, y el niño flaco que   —
murió a poco, ya no recuerdo cómo se llamaba. Sé que murió porque una tarde
dejó de ir, y dos semanas después no hubo escuela.
La Señorita tenía un hermano hombre, un hermano con el cual nos
amenazaba cuando dábamos mucho que hacer o estallaba una de esas extrañas
rebeldías infantiles que delatan a la eterna fiera.
- ¡Sigue!, ¡sigue rompiendo la pizarra, malcriado, que ya viene por ahí
Ramón María!
Nos quedábamos suspensos, acobardados, pensando en aquel terrible Ramón
María que podía llegar de un momento a otro... Ese día, con más angustia que
nunca, veíamosle entrar tambaleante como siempre, oloroso a reverbero, los ojos
aguados, la nariz de tomate y un paltó dril verdegay.
Sentíamos miedo y admiración hacia aquel hombre cuya evocación sola
calmaba las tormentas escolares y al que la Señorita, toda tímida y confusa,
llevaba del brazo hasta su cuarto, tratando de acallar unas palabrotas que nosotros
aprendíamos y nos las endosábamos unos a los otros por debajo del Mandevil.
- ¡Los voy a acusar con la Señorita! -protestaba casi con un chillido Marta, la
más resuelta de las hembras.
-La Señorita y tú... -y la interjección fea, inconsciente y graciosísima, saltaba
de aquí para allá como una pelota, hasta dar en los propios oídos de la Señorita.
Ese era día de estar alguno en la sala, de rodillas sobre el enladrillado, el
libro en las manos, y las orejas como dos zanahorias.
-Niño, ¿por qué dice eso tan horrible? -me reprendía afectando una severidad
que desmentía la dulzura gris de su mirada.
- ¡Porque yo soy hombre como el señor Ramón María!
Y contestaba, confusa, a mi atrevimiento:
-Eso lo dice él cuando está «enfermo».

IV
A pesar de todo, llegué a ser el predilecto. Era en vano que a cada instante se
alzase una vocecilla:
- ¡Señorita, aquí «el niño nuevo» me echó tinta en un ojo!
-Señorita, que «el niño nuevo» me está buscando pleito.
A veces era un chillido estridente seguido de tres o cuatro mojicones:
- ¡Aquí...!
Venía la reprimenda, el castigo; y luego más suave que nunca, aquella mano
larga, pálida, casi transparente de la solterona me iba enseñando con una santa
paciencia a conocer las letras que yo distinguía por un método especial: la A, el
hombre con las piernas abiertas y evocaba mentalmente al señor Ramón María
cuando entraba «enfermo» de la calle-; la O, al señor gordo -pensaba en el papá
de Totón-; la Y griega una horqueta -como la de la china que tenía oculta-; la I
latina, la mujer flaca -y se me ocurría de un modo irremediable la figura alta y
desmirriada de la Señorita... Así conocí la Ñ, un tren con su penacho de humo; la
P, el hombre con el fardo; y la & el tullido que mendigaba los domingos a la
puerta de la iglesia.
Comuniqué a los otros mis mejoras al método de saber las letras, y Marta -
¡como siempre! - me denunció:
- ¡Señorita, «el niño nuevo» dice que usted es la I latina!
Me miró gravemente y dijo sin ira, sin reproche siquiera, con una amargura
temblorosa en la voz, queriendo hacer sonrisa la mueca de sus labios
descoloridos:
- ¡Sí la I latina es la más desgraciada de las letras... puede ser!
Yo estaba avergonzado; tenía ganas de llorar. Desde ese día cada vez que
pasaba el puntero sobre aquella letra, sin saber por qué, me invadía un oscuro
remordimiento.

V
Una tarde a las dos, el señor Ramón María entró más «enfermo» que de
costumbre, con el saco sucio de la cal de las paredes. Cuando ella fue a tomarle
del brazo, recibió un empellón yendo a golpear con la frente un ángulo del
tinajero. Echamos a reír; y ella, sin hacernos caso, siguió detrás con la mano en la
cabeza... Todavía reíamos, cuando una de las niñas, que se había inclinado a
palpar una mancha oscura en los ladrillos, alzó el dedito teñido de rojo:
-Miren, miren: ¡le sacó sangre!
Quedamos de pronto serios, muy pálidos, con los ojos muy abiertos.
Yo lo referí en casa y me prohibieron, severamente, que lo repitiese. Pero
días después, visitando la escuela el señor inspector, un viejecito pulcro, vestido
de negro, le preguntó delante de nosotros al verle la sien vendada:
- ¿Como que sufrió algún golpe, hija?
Vivamente, con un rubor débil como la llama de una vela, repuso azorada:
-No señor, que me tropecé...
-Mentira, señor inspector, mentira -protesté rebelándome de un modo brusco,
instintivo, ante aquel angustioso disimulé- fue su hermano, el señor Ramón
María que la empujó, así... contra la pared... -y expresivamente le pegué un
empujón formidable al anciano.
-Sí, niño, si ya sé... -masculló trastumbándose.
Dijo luego algo más entre dientes; estuvo unos instantes y se marchó.
Ella me llevó entonces consigo hasta su cuarto; creí que iba a castigarme,
pero me sentó en sus piernas y me cubrió de besos; de besos fríos y tenaces, de
caricias maternales que parecían haber dormido mucho tiempo en la red de sus
nervios, mientras que yo, cohibido, sentía que al par de la frialdad de sus besos y
del helado acariciar de sus manos, gotas de llanto, cálidas, pesadas, me caían
sobre el cuello. Alcé el rostro y nunca podré olvidar aquella expresión dolorosa
que alargaba los grises ojos llenos de lágrimas y formaba en la enflaquecida
garganta un nudo angustioso.

VI
Pasaron dos semanas, y el señor Ramón María no volvió a la casa. Otras
veces estas ausencias eran breves, cuando él estaba «en chirona», según nos
informaba Tomasa, única criada de la Señorita que cuando ésta salía a gestionar
que le soltasen, quedábase dando la escuela y echándonos cuentos maravillosos
del pájaro de los siete colores, de la princesa Blanca-flor o las tretas siempre
renovadas y frescas que le jugaba tío conejo a tío tigre.
Pero esta vez la Señorita no salió; una grave preocupación distraíala en mitad
de las lecciones. Luego estuvo fuera dos o tres veces; la criada nos dijo que había
ido a casa de un abogado porque el señor Ramón María se había propuesto
vender la casa.
Al regreso, pálida, fatigada, quejábase la Señorita de dolor de cabeza;
suspendía las lecciones, permaneciendo absorta largos espacios, con la mirada
perdida en una niebla de lágrimas... Después hacía un gesto brusco, abría el libro
en sus rodillas y comenzaba a   señalar la lectura con una voz donde parecían
gemir todas las resignaciones de este mundo: -vamos, niño: «Jorge tenía un
hacha...».

VII
Hace quince días que no hay escuela. La Señorita está muy enferma. De casa
han estado allá dos o tres veces. Ayer tarde oí decir a mi abuela que no le gustaba
nada esa tos...
No sé de quién hablaban.
VIII
La Señorita murió esta mañana a las seis...

IX
Me han vestido de negro y mi abuelita me ha llevado a la casa mortuoria.
Apenas la reconozco: en la repisa no están ni la gallina ni los perros de yeso; el
mapa de la pared tiene atravesada una cinta negra; hay muchas sillas y mucha
gente de duelo que rezonga y fuma. La sala llena de vecinas rezando. En un
rincón estamos todos los discípulos, sin cuchichear, muy serios, con esa inocente
tristeza que tienen los niños enlutados. Desde allí vemos, en el centro de la salita,
una urna estrecha, blanca y larguísima que es como la Señorita y donde está ella
metida. Yo me la figuro con terror: el Mandevil abierto, enseñándome con el
dedo amarillo, la I, la I latina precisamente.
A ratos, el señor Ramón María que recibe los pésames al extremo del
corredor y que en vez del saco dril verdegay luce una chupa de un negro
azufroso, va a su cuarto y vuelve. Se sienta suspirando con el bigote lleno de
gotitas. Sin duda ha llorado mucho porque tiene los ojos más lacrimosos que
nunca y la nariz encendida, amoratada.
De tiempo en tiempo se suena y dice en alta voz:
- ¡Está como dormida!

X
Después del entierro, esa noche, he tenido miedo. No he querido irme a
dormir. La abuelita ha tratado de distraerme contando lindas historietas de su
juventud. Pero la idea de la muerte está clavada, tenazmente, en mi cerebro. De
pronto la interrumpo para preguntarle:
- ¿Sufrirá también ahora?
-No -responde, comprendiendo de quién le hablo- ¡la Señorita no sufre
ahora!
Y poniendo en mí aquellos ojos de paloma, aquel dulce mirar inolvidable,
añade:
¡Bienaventurados los mansos y humildes de corazón porque ellos verán a
Dios!...

Panchito Mandefuá. José Rafael Pocaterra.


A ti que esta noche irás a sentarte a la mesa de los tuyos, rodeado de
tus hijos, sanos y gordos, al lado de tu mujer que se siente feliz de
tenerte en casa para la cena de navidad; a ti que tendrás a las doce de
esta noche un puesto en el banquete familiar, y un pedazo de pastel y
una hallaca y una copa de excelente vino y una taza de café y un
hermoso “Hoyo de Monterrey”, regalo especial de tu excelente vicio;
a ti que eres relativamente feliz durante esta velada, bien instalado en
el almacén y en la vida, te dedico este cuento de Navidad, este cuento
feo e insignificante, de Panchito Mandefuá, granuja billetero, nacido
de cualquiera con cualquiera en plena alcabala, chiquillo astroso a
quien el Niño Dios invitó a cenar.
II
Como una flor de callejón, por gracia de Dios no fue palúdico, ni
zambo, ni triste; abrióse a correr un buen día calle abajo, calle arriba,
con una desvergüenza fuerte de nueve años, un fajo de billetes
aceitosos y paltó de casimir indefinible que le daba por las corvas y
que era su magnífico macferland de profundos bolsillos profundos,
con bolsillito un pequeño para los cigarrillos, que era su orgullo, y que
le abrigaba en las noches del enero frío y en los días de lluvia hasta
cerca de la madrugada, cuando los puestos de los tostaderos son como
faros bienhechores en el mar de niebla, de frío y de hambre que rodea
por todas partes en la soledad de las calles, al pobre hamponcillo
caraqueño. Hasta cerca de medianoche, después de hacer por la
mañana la correría de San Jacinto y del Pasaje y el lance de doce a una
en las puertas de los hoteles, frente a los teatros o por el boulevard del
Capitolio, gritaba chillón, desvergonzado, optimista:
–Aquí lo cargooo… El tres mil seiscientos setenta y cuatro, el que no
falla nunca ni fallando, ¡archipetaquiremandefuá…!
El día bueno, de tres mil billetes y décimos, Panchito se daba una
hartada de frutas; pero cuando sonaban las doce y sólo –después de
soportar empellones, palabras soeces, agrios rechazos de hombres
fornidos que toman ron– contaban en la mugre del bolsillo catorce o
dieciséis centavos por pedacitos vendidos, Panchito metíase a
socialista, le ponía letra escandalosa a “La maquinita” y aprovechaba
el ruido de una carreta o el estruendo de un auto para gritar
obscenidades graciosísimas contra los transeúntes o el carruaje del
General Matos o de cualquiera de esos potentados que invaden la calle
con un automóvil enorme entre una alarido de cornetas y una
hediondez de gasolina…; y terminaba desahogándose con un
tremendo “Mandefuá” donde el muy granuja encerraba como en una
fórmula anarquista todas sus protestas al ver, como él decía, las
caraotas en aeroplano.
Quiso vender periódicos, pero no resultaba; los encargados le quitaron
la venta: le ponía el “mandefuá” a las más graves noticias de la guerra,
a las necrologías, a los pesares públicos:
–Mira hijito –le dijeron– mejor es que no saques el periódico, tú eres
muy Mandefuá.
III
Tuvo, pues, Panchito su hermoso apellido Mandefuá, obra de él
mismo, cosa esta última que desdichadamente no todos son capaces de
obtener, y él llevaba aquel Mandefuá con tanto orgullo como Felipe,
Duque de Orleans, usaba el apelativo de Igualdad en los días un poco
turbios de la Convención, cuando el exceso de apellidos podía traer
consecuencias desagradables.
Pero Panchito era menos ambicioso que el Duque y bastábale su
“medio real podrido”–como gritaba desdeñosamente tirándoles a los
demás de la blusa o pellizcándoles los fondillos en las gazaperas del
Metropolitano.
–Una grada para muchacho, bien ¡Mandefuá!
De sus placeres más refinados era el irse a la una del día, rasero con la
estrecha sombra de las fachadas, y situarse perfectamente bajo la oreja
de un transeúnte gordo, acompasado, pacífico; uno de esos directores
de ministerio que llevan muchos paqueticos, un aguacate y que bajan a
almorzar en el sopor bovino del aperitivo:
–El mil setecientos cuarenta y siete ¡mandefuá!
–Granuja ¡atrevido!
Y Panchito, escapando por la próxima bocacalle, impertérrito:
–Ese es premiado, ¡no se caliente mayoral!
El título de Mayoral lo empleaba ora en estilo epigramático, ora en
estilo
Elevado, ora como honrosa designación para los doctores y generales
del interior a quienes les metía su numeroso archipetaquiremandefuá.
Y con su vocablo favorito, que era panegírico, ironía, apelativo –todo
a su tiempo–, una locha de frito y un centavo de cigarros de a puño
comprado en los kioscos del mercado, Panchito iba a terminar la
velada en el Metro con “Los misterios de Nueva York”, chillando
como un condenado cuando la banda apresaba a Gamesson
advirtiéndole a un descuidado personaje que por detrás le estaba
apuntando un apache con una pistola o que el leal perro del
comandante Patouche tenía el documento escondido en el collar.
Indudablemente era una autoridad en materia de cinematógrafo y tenía
orgullo de expresarlo entre sus compañeros, los otros granujas:
–Mira, vale, para que a mí me guste una película tiene que ser muy
crema.
IV
Panchito iba una tarde calle arriba pregonando un número “premiado”
como si lo estuviese viendo en la bolita… Detúvose en una rueda de
chicos después de haber tirado de la pata a un oso de dril que estaba
en una tienda del pasaje y contemplando una vidriera donde se
exhibían aeroplanos, barcos, una caja de soldados, algunos diávolos,
un automóvil y un velocípedo de “ir parado” … Y, de paso rayó con el
dedo y se lo chupó, un cristal de la India a través del cual se exhibían
pirámides de bombones, pastelillos y unos higos abrillantados como
unas estrellas.
En medio del corro malvado, vio una muchachita sucia que lloraba
mientras contemplaba regada por la acera una bandeja de dulces; y
como moscas, cinco o seis granujas, se habían lanzado a la
provocación de los ponqués y de los fragmentos de quesillo llenos de
polvo. La niña lloraba desesperada, temiendo el castigo.
Panchito estaba de humor; cinco números enteros y seis décimos
¡ochenta y seis centavos! La sola tarde después de haber comido y
“chuchado” … Poderoso. Iría al Circo que daba un estreno, comería
hallacas y podría fumarse hasta una cajetilla. Todavía le quedaban dos
bolívares con que irse por ahí, del Maderero abajo para él sabía qué…
¡Una noche buena crema!
Seguía llorando la chiquilla y seguían los granujas mojando en el
suelo y chupándose los dedos…
Llegó un agente. Todos corrieron, menos ellos dos.
–¿Qué fue? ¿Qué pasó?
Y ella sollozando:
Que yo llevaba para la casa donde sirvo esta bandeja, que hay cena
para esta noche y me tropecé y se me cayó y me van a echar látigo…
Todo esto rompiendo a sollozar.
Algunos transeúntes detenidos encogiéronse de hombros y
continuaron.
–Sigan, pues –les ordenó el gendarme.
Panchito siguió detrás de la llorosa.
–Oye, ¿cómo te llamas tú?
La niña se detuvo a su vez, secándose el llanto.
–¿Yo? Margarita
–¿Y ese dulce era de tu mamá?
–Yo no tengo mamá.
–¿Y papá?
–Tampoco
–¿Con quién vives tú?
–Vivía con una tía que me “concertó” en la casa en que estoy.
–¿Te pagan?
–¿Me pagan qué?
Panchito sonrío con ironía, con superioridad:
–Guá, tu trabajo: al que trabaja se le paga, ¿no lo sabías?
Margarita entonces protestó vivamente:
–Me dan la comida, la ropa y una de las niñas me enseña, pero es muy
brava.
–¿Qué te enseña?
–A leer… Yo sé leer, ¿tú no sabes?
Y Panchito, embustero y grave:
–¡Puah! Como un clavo… Y sé vender billetes, y gano para ir al cine
y comer frutas y fumar de a caja…
–Dicho y hecho, encendió un cigarrillo… Luego, sosegado:
–¿Y ahora qué dices allá?
–Diga lo que diga, me pegan… –repuso con tristeza, bajando la
cabecita enmarañada.
–¿Y cuánto botaste?
–Seis y cuartillo, aquí está lista –y le alargó un papelito sucio.
–¡Espérate, espérate! –le quitó la bandeja y echó a correr.
Un cuarto de hora después volvió:
–Mira, eso era lo que se te cayó, ¿nojerdá?
Feliz, sus ojillos brillaron y una sonrisa le iluminó la carita sucia.
–Sí… eso.
Fue a tomarla, pero él la detuvo:
–¡No, yo tengo más fuerza, yo te la llevo!
–Es que es lejos –expuso tímida.
–¡No importa!
Por el camino él le contó, también que no tenía familia, que las
mejores películas eran en las que trabajaba Gamesson y que podían
comerse un gofio…
–Yo tengo plata, ¿sabes? –y sacudió el bolsillo de su chaquetón
tintineante de centavos.
Y los dos granujas echaron a andar.
Los hociquillos llenos de borona, seguían charlando de todo. Apenas
si se dieron que llegaban.
–Aquí es… dame.
Y le entregó la bandeja.
Quedaronse viendo ambos los ojos:
–¿Cómo te pago yo? –le preguntó con tristeza tímida.
Panchito se puso colorado y balbuceó:
–Si me das un beso.
–¡No, no! ¡Es malo!
–¿Por qué…?
–Guá, porque sí…
Pero no era Panchito Mandefuá a quien se convencía con razones
como ésta; y la sujetó por los hombros y le pegó un par de besos
llenos de gofio y de travesura.
–Grito…, que grito…
Estaba como una amapola y por poco tira otra vez la dichos dulcera.
–Ya está, pues, ya está.
De repente se abrió en ante portón. Un rostro de garduña, de solterona
fea y vieja apareció:
–¡Muy bonito el par de vagabunditos estos! –gritó.
El chico echó a correr. Le pareció escuchar a la vieja mientras metía
dentro a la chica de un empellón.
–Pero, Dios mío, ¡qué criaturas tan corrompidas éstas desde que no
tienen edad! ¡Qué horror!
V
¡Era un botarate! No le quedaban sino veintiséis centavos, día de
Noche Buena… Quien lo mandaba a estar protegiendo a nadie…
Y sentía en su desconsuelo de chiquillo una especie de loca alegría
interior… No olvidaba en medio de su desastre financiero, los dos
ojos, mansos y tristes de Margarita. ¡Qué diablos! El día de gastar se
gasta “archipetaquiremandefuá…
A las once salió del circo. Iba pensando en el menú: hallacas de “a
medio”, un guarapo, café con leche, tostadas de chicharrón y dos
“pavos rellenos” de postre. ¡Su cena famosa! Cuando cruzaba hacia
San Pablo, un cornetazo brusco, un soplo poderoso y Panchito
Mandefuá apenas quedó, contra la acera de la calzada, entre los rieles
del eléctrico, un harapo sangriento, un cuerpecito destrozado, cubierto
con un paltó de hombre, arrollado, desgarrado, lleno de tierra y de
sangre…
Se arremolinó la gente, los gendarmes abriéndose paso…
–¿Qué es? ¿Qué sucede allí?
–¡Nada hombre! Que un auto mató a un muchacho “de la calle”
–¿Quién…? ¿Cómo se llama…?
–¡No sé sabe! Un muchacho billetero, un granuja de esos que están
bailándole a uno delante de los parafangos… –informó, indignado, el
dueño del auto que guiaba un “trueno”.
VII
 Y así fue a cenar en el Cielo, invitado por el Niño Jesús esa Noche
Buena, Panchito Mandefuá…

El que sigue es uno de los relatos de la colección Cuentos grotescos,


de José Rafael Pocaterra.
“La mista”, con la ternura de la mala pronunciación infantil, retrata la
dureza alegre de un país devastado por una posguerra que se hace
interminable, y la universalidad del reclamo de un maestro de escuela
pública al que la vida se le hace más amarga al calor de la tiranía militar
que definió el siglo XX venezolano.
***

La mista
Al «maestro desconocido”

I
Don Epaminondas Heredia nació en uno de los Tiznados —San José o San
Francisco—. Todavía hacia el ochenta y tantos se podía nacer allí. A esta
fecha la gente ha emigrado, o está muerta. De los poblados ribereños, el sitio:
casas caídas; plazoletas enyerbadas con el zócalo de algún busto de héroe que
se decretó y no llegó a fundirse; las barrancas rojizas, el ancho río con sus
rebalses patinados por los mosquitos que de día danzan y de noche inyectan
malaria.

Don Epaminondas, sobreviviente —a través de escuelas federales que desde


San Juan Bautista del Pao hasta Valencia fueron marcando su vía-crucis
pedagógico—, casi a pie, con mujer y ocho hijos, vivía a principios del siglo
en un barrio lejano, “Pele el Ojo”, entre las peladeras del camino real y algo
como quebrada torrentosa que ya, tras la casuca, con los aguaceros de
setiembre, le había llevado media tapia de adobes y una cuarta parte del
fogón.

—¡Para lo que hay que cocinar! —dijo, viendo el agua metérsele por el corral.

Guerras civiles, viruelas y el presupuesto de instrucción pública le fueron


esquilmando al maestro de escuela sin escuela que conservaba “empeñados”
sus libros de textos y el reloj. Una heroica vocación docente le hizo perder el
crédito casa de Pancho, el de la esquina: dos puertas, un mostrador, algunos
víveres, sardinas, el rollo de tabaco en rama, el pote del guarapo y, a lo ancho
del alero bajo: “Francisco de P. Bermejo y Compañía. Mayor y Detal”.

Allí le ayudaba en las cuentas hasta el día de la disputa:

—Pues, aunque te disgustes y no me fíes más, Boulton se escribe: b, o, u, l, y


no “burton”, como tú dices.

El gordo, con su vil franela listada, los brazos en pringue:

—¿Y qué hace usted con todo lo que sabe? ¡Pa’ morirse de hambre no es
menester saber eso!

Su mujer, la buena Ana Tomasa Romero, de “los Romero” del Paso Sanchero,
fecundísima y demostrándolo aún bajo el fustán, clamaba esa tarde con las
manos en la cabeza:

—¡Pero, Paminondas!, ¿y para qué fuiste a pelear con el único pulpero que


todavía nos fiaba, ¿qué van a comer tus hijos?
Ayuno, austero:

—Prefiero todo, Tomasita, todo, a escuchar disparates y que se abuse del buen
decir.

—¿El buen decir? ¿Vamos a pagar la casa con el buen decir, y a comprarle
alpargatas a Antenor Segundo y a ver cómo míster Blau nos da otro frasco de
“lamedor” para Cristina Augusta, que con esa tos se nos está quedando en los
puros huesos?

Don Epaminondas sonreía amargamente:

—Es que ese ignaro, porque yo le llevo la contabilidad del establecimiento y


él es capitalista, se imagina que nosotros los intelectuales proletarios… ¡Pues
no, señor! Otro me fiará.

II
La casuca —seis pesos de alquiler— tenía sala, cuarto de dormir, un socavón
que debió ser baño —falto de pago hacía tres meses, el servicio de agua fue
cortado e iban a buscarla los chicos a la quebrada vecina por cubos…—. En la
salita quedaba un pizarrón roto, un viejo mapa de Venezuela con el autógrafo
de Guzmán Blanco “ilustre americano”, dos sillas y la media de otra, el
“chinchorro” conyugal, vasto nido de cuerdas con almohadas e hilachas
colgando, algún incierto comodín al que faltaba una gaveta. Con un cancel
dividíase la pieza en dos para que tres niñas, de cuatro a nueve años durmieran
en camastro y medio. Otras tres, en lo que fue baño; y los dos varones,
Antenor Segundo y Paminonditas, se acomodaban por ahí, en el tinglado.
Único lujo, aquel viejísimo retrato del comandante Antenor Heredia, muerto
en la rota de Coplé, con sable y patillas, vago creyón entre inciertos trazos de
humedad que le daban al fondo un ambiente de torbellino de batalla o de culo
de escudilla mal lavada.
Era todo lo que rodeaba a aquel hombre cincuentón, menudo, con antiparras
montadas en cobre, camisa muy limpia de cuello duro, botas coloraduzcas,
ropilla tenue en un paño amarillento que iba adquiriendo tonos de esmalte
antiguo.

Ya cuando la causa de los alquileres vencidos, sacaron de la casa la vieja


cama de caoba, mueble gigantesco y absurdo con dos copetes, donde Ana
Tomasa, toda encendida en los rubores de sus dieciocho años, abandonó una
lejana noche de boda pueblerina su corona de azahares no pudo contenerse al
ver, con los ojos preñados de lágrimas, cómo forcejeaban los cargadores
sacando los largueros por la estrecha puertecita:

—¡Y yo que soy la que cocino, la que lavo, la que aplancho, la que paro!

Conmovido, cortó bruscamente:

—No te aflijas, que ya vendrán días como cuando “la mixta”.

En aquella existencia, “la mixta” era una frase mágica. Las chiquillas
mayores, que la habían entrevisto en forma de zapaticos nuevos, muñecas de
verdad, ¡hasta golosinas!, decíanle a los más chicos:
—¡No llores, que cuando papá tenga “la mista” tú vas a ver…!
Y a los nenes, que se retorcían con la dentición y con los cólicos de hambre,
que son peores que los de hartura; o a los grandes, cuando carecían de
alpargatas, se les solía consolar:

—Ya volveremos a tenerlo todo y se le pondrá leche al guarapo… Dejen que


llegue “la mixta”.

Él pronunciaba con x, pero los niños decían la mista.


Esta vez, a la sacada de la cama, su mujer no pudo más:

—¡Y este otro, este, pobrecito que viene antes de que llegue la fulana mista,
nacerá en hamaca!
III
Pero no nació. El pobrecillo creyó que aumentaba la ya numerosa hueste del
pobre Heredia. Le lloraron como si con el muertecito no les librara la suerte
de un pedazo de miseria sobrante. Dolor de verse arrancar la escara de una
úlcera que así y todo ya es cosa propia…

Ante esta “desgracia terrible” de que se perdiera una boca donde nueve iban
ayunando, don Epaminondas protestó:

—¡Carrizo! ¡Lo que es el otro hijo que venga no se me muere por falta de
recursos!

Entró bruscamente una tarde llevando un pliego de papel florete y un sobre de


oficio:

—¡Tomasita! —gritaba en el zaguán—, ya me reconcilié con Pancho, el de la


esquina, y hasta me fió esto… ¡Nos salvamos!

Ella lo miraba, alejada, desde el fondo de la hamaca, con la ojeras hasta las
orejas.

Y él, triunfante:

—¡Conseguimos “la mixta”!

La recién parida se incorporó de un golpe:

—¿La mista?
—¡Sí: le voy a escribir al general Castro!

—¿Al presidente?
—¡Al Restaurador en persona! Hay que olvidar las pasiones políticas… Los
venezolanos debemos ser unidos… Bolívar mismo nos lo ordenó… Yo fui
consecuente con el otro gobierno y… ¡ya ves!, por renunciar “la mixta”.

IV
“La mixta” fue una escuela que un vago pariente de Heredia le había obtenido,
años atrás, durante la Administración Andrade. “El plantel” —que así
ordenara a los chicos llamarle— estaba en una casa grande, del Gobierno, con
agua pagada. Podía vivir, al fondo, la familia. ¡Llegó a inscribir hasta setenta
alumnos! ¡Y sesenta “venezolanos” de sueldo, sesenta y pico de pesos
macuquinos que se le pagaban con relativa puntualidad! Una tablilla a la
puerta, que él sacudía al entrar o salir con su pañuelo, rezaba: “Escuela
Federal Mixta núm. 29”. Hubo exámenes lucidísimos. Él hablaba en sus notas
a los superintendentes oficiales en el tono digno y pediátrico de su magisterio:
“…aunque algunas goteras que afean el salón del recibo de este plantel no han
sido reparadas, los cursos ordinarios y los extraordinarios —geografía
universal y elementos de higiene— fueron altamente satisfactorios, etc…”.

—¡Ay, si mi angelito intercediera con la Santísima Virgen del Socorro! —


clamaba desde su yacija puerperal la madre—. La Virgen es madre y, por más
Virgen que sea, ella sabe…

Releyendo el primer párrafo de su carta oficio “al Benemérito Restaurador


General presidente de la República”, trazado en excelente cursiva inglesa,
recitaba, sin oír a su mujer, con la pluma en alto sobre una tilde:

“…ya que, al conjuro de vuestra espada, vencedora en Tononó y en las


Pilas…”.

V
Temblando echó aquella carta al correo. Pasaron días. Pasaron semanas.
Pasaron hambre.

Pancho amenazó con el crédito y a las atribuladas explicaciones del otro:

—Compadre, usted se imagina que una carta que llega a Miraflores… Eso
tiene sus trámites; y además, el General Castro me conoce y me está probando
a ver si yo me violento como cuando le renuncié “la mixta”.

—Le contestaba fríamente con un escepticismo feroz:

—¡Qué va; esa la echaron al canasto sin verle ni la firma…! ¡En este país, pa’
pedir argo y que le atiendan a uno, tiene que ser General!
Compungido, protestaba:
—No, Pancho, no; el poder civil tiene sus fueros… El apostolado de la
instrucción sus derechos…

Iba a la oficina de Correos mañana y tarde. Asaltaba en la calle a los


repartidores. Y ya le gritaban a media cuadra de distancia, aunque el pobre
fuera por ahí, a otra cosa:

—¡No le ha venido nada!

Abandonábase, en un mutismo sombrío a forjar intrigas maquiavélicas urdidas


en su contra por los secretarios o los políticos locales…

—Ese viejo vagabundo del Registrador, que se la pasa escribiendo para


Caracas…

—¿Pero por qué ha de ser él, Paminondas?


—¿Por qué? Porque es liberal amarillo y como no lo invité a los exámenes
cuando “la mixta” …

Y un día, transfigurada, entró su mujer gritando:

—Paminondas de mi alma, contestó el presidente.


Un sobre de vitela, con un pequeño escudo tricolor. Dentro, una tarjeta:
“General Cipriano Castro, Benemérito Restaurador y presidente de los
Estados Unidos de Venezuela, saluda a su estimado amigo y compatriota,
señor Epaminondas Heredia Q.”

—¿Cu, qué? —interrúmpele su mujer.

—Cu… nada…, tonta. Es que como yo hago la rúbrica como una Q allá
creyeron… “Y al acusarle recibo de su apreciable carta le es grato informarle
que toma nota de sus justas aspiraciones. Miraflores, etc.”.

—Yo sí decía. Al fin el Restaurador va encarrilando el país…

Pero su mujer, releyendo la cartulina, con los ojos empañados por la emoción,
se plantó de repente, resuelta.

—Mira, Paminondas, nosotros en tantos años no hemos tenido ni un sí ni un


no. Pero si vuelves a renunciar “la mixta” … te dejo tus muchachos grandes y
yo me voy con Cristina Augusta y los chiquitos para la casa de Beneficencia.
VI
La tarjeta fue releída y comentada hasta en el vecindario. El pulpero renovó
sus precarios créditos. Y como si una hada compasiva se hubiera detenido un
instante en el caballete de la casita de “Pele el Ojo”, otra tarde entró el
maestrescuela como una tromba:

—El jueves llega el General Castro. Viene a pasarse unos días en Valencia.
Lo dice la prensa.

Los niños, de días antes, soñaban con aquello. En las noches calurosas, entre
dos accesos de aquella tos asesina, Cristina Augusta apuntaba el dedito al
espacio:

—“¡La mista”, “la mista”!

En la turquesa velada del cielo, todo el Carro de repartir estrellas las había
dejado caer sobre la ciudad muerta. Y el bólido, como chorro de polvo de su
compuerta, iba trazando un caminito de hormigas luminosas que se perdía y se
borraba luego allá, donde los cerros sacan la cabeza por sobre los jabillales del
río:

—¡Pide, Antenorcito, pide “la mista” para mi papá! Y el rapazuelo aplaudía


hacia las estrellas impasibles.

VII
Con mil sacrificios, acepillando el viejísimo palto levita de su boda, la chistera
abollada, a fuerza de mentiras y de exageraciones, mostrando la tarjeta,
haciéndole notar al zapatero lo de “su estimado amigo” y el significativo “le
es grato informarle”, extrajo al fin, fiados, un par de botines de esos que en los
saldos que se quedan les llaman “maulas” los del oficio. Hasta la noche antes,
a las doce, Tomasita aplanchábale la mejor camisa de las dos que aún tenía.

Desde días antes los chicos soñaban despiertos y dormidos con aquello.
Comerían golosinas sin tener que pegarle de paso la lengua a las vidrieras de
las confiterías. Irían a pasear en tranvía y, como les pondrían el agua, se
evitarían el viaje a la quebrada con tanto barro y la lata que pesa tanto… Hasta
los traviesos sabían ya el poder moderador que en los pueblos y en los niños
tienen las ilusiones:

—Mamá, que si no se está tranquilo y se saca esos dedos de la nariz, cuando


venga “la mista” no va a comer conserva de batata.

“La mixta” tardaba. Pero Castro llegó. De repente, en un tren expreso, entre
un tropel de gendarmes y de señores enlevitados que daban carreras y voces; y
circulando, huidizo, por entre el humo de los cohetes y las corcheas de los
estrombones, don Epaminondas, en un grupo que los de la policía aculaba a
empellones, sacudió triunfalmente un pañuelo gritando sin que le oyesen:
—¡Vivaaa!

Llegó a su casa, sudado, estrujado, con los zapatos empolvados,


entusiasmadísimo.

VIII
Tres largos días estuvo allí de paso el presidente, alojado en casa amiga. Gran
casaquinta al fondo de un jardín lleno de palmas tropicales y de diosas de
cemento romano… Entre el vasto grupo de curiosos que se apretujaban frente
a la verja, la cabeza despeinada de don Epaminondas surgía a ratos, como un
coco flotando en una “creciente”, haciendo visajes desesperados para llamar la
atención a algunos conocidos que entraban o salían y defendiendo
enérgicamente su sombrero de copa de nuevas abolladuras:

—Oiga, jefe; oiga, jefe —suplicaba al polizonte de la puerta exterior—: Es


que yo estoy citado con el presidente: mire, vea la tarjeta, vea la fecha…

El otro, invariablemente, blandía un sable ancho y corto:

—¡Pa’ arriba o pa’ abajo!

Y como, desesperado, tratase de abalanzarse a la entrada blandiendo su


cartulina, uno de los oficiales se le encaró:

—Mire, viejito, el del pumpá abollado: usté tiene tres días perdiendo su


tiempo… “El general” no recibe a más nadie ahora… Y se regresa para
Caracas en el tren de las once. Tarjetas como la suya tiene todo el mundo.
Esas se las mandan a la gente para quitárselos de encima. Puede estar un año
allí parado haciendo morisquetas y… nada. Mejor es que despeje.
El otro, furibundo, arremetió peinilla en mano:

—¡Vamos, vamos, vamos! ¡Pa’ arriba o pa’ abajo, o le echo plan para que no
moleste tanto!

En una última ojeada de desesperado, como quien cae de un barco al mar y ve


las luces de posición borrarse en la noche, don Epaminondas creyó distinguir
un hombrecito calvo, cabezón, hacia el interior de la casa, seguido de unos
hombres muy altos y muy gordos que reían sujetándose el chaleco de fantasía.

***

¿Los Heredia de don Epaminondas? Cualquiera sabe el rumbo de esas nuevas


existencias. Veinte años atrás, en la esquina de esos suburbios donde es mala
la vida y peor el aguardiente, se le veía desastrado, dando traspiés. Era difícil
identificar al pulcro y sufrido pedagogo con aquel borracho consuetudinario, a
no ser por su discurso monótono e incoherente que terminaba siempre así:

—… lo único que puede salvar a este país es “la mixta”!

Y los chicos arrojándole piedras y cuchufletas, le corrían detrás:

—“¡La mista!” “¡La mista!”.

—————————————
Autor: José Rafael Pocaterra. Título: Cuentos
grotescos. Editorial: Caobo. Venta: Amazon.

El DIFUNTO YO. Julio Garmendia. (1898-1977)

Examiné apresuradamente la extraña situación en que me hallaba. Debía, sin


perder un segundo, ponerme en persecución de mi alter ego. Ya que
circunstancias desconocidas lo habían separado de mi personalidad, convenía
darle alcance antes de que pudiera alejarse mucho. Era necesario, mejor dicho,
urgente, muy urgente, tomar medidas que le impidieran, si lo intentaba,
dirigirse en secreto hacia algún país extranjero, llevado por el ansia de lo
desconocido y la sed de aventuras. Bien sabía yo, su íntimo -iba a decir
“inseparable”-, su íntimo amigo y compañero, que tales sentimientos venían
aguijoneándole desde tiempo atrás, hasta el extremo de perturbarle el sentido
crítico y la sana razón que debe exhibir un alter ego en todos sus actos, así
públicos como privados. Tenía, pues, bastante motivo para preocuparme de su
repentina desaparición. Sin duda acababa él de dar pruebas de una reserva sin
límites, de inconmensurable discreción y de consumada pericia en el arte de la
astucia y el disimulo. Nada dejó traslucir de los planes que maestramente
preparaba en el fondo de su silencio. Mi alter ego, en efecto, hacía varios días
que permanecía silencioso; pero en vista de que entre nosotros no mediaban
desavenencias profundas, atribuí su conducta al fastidio, al cual fue siempre
muy propenso, aún en sus mejores tiempos, y me limité a suponer que me
consideraba desprovisto de la amenidad que tanto le agradaba. Ahora me
sorprendía con un hecho incuestionable: había escapado, sin que yo supiera
cómo ni cuándo.
Lo busqué en seguida en el aposento donde se me había revelado su brusca
ausencia. Lo busqué detrás de las puertas, debajo de las mesas, dentro del
armario. Tampoco apareció en las demás habitaciones de la casa. Notando,
sorprendida, mis idas y venidas, me preguntó mi mujer qué cosa había perdido.
-Puedes estar segura de que no es el cerebro -le dije. Y añadí hipócritamente:
-He perdido el sombrero.
-Hace poco saliste, y lo llevabas. ¿No me dijiste que ibas a no sé qué periódico
para poner un anuncio que querías publicar? No sé cómo has vuelto tan pronto.
Lo que decía mi mujer era muy singular. ¿Adónde, pues, se había dirigido mi
alter ego? Dominado por la inquietud, me eché a la calle en su busca o
seguimiento. A poco noté -o creí notar- que algunos transeúntes me miraban
con fijeza, cuchicheaban, sonreían o guiñaban el ojo. Esto me hizo apresurar el
paso y casi correr; pero a poco andar me salió al encuentro un policía, que,
echándome mano con precaución, como si fuera yo algún sujeto peligroso o
difícil de prender, me anunció que estaba arrestado. Viéndome fuertemente
asido, no me cupo de ello la menor duda. De nada sirvieron mis protestas ni las
de muchos circunstantes. Fui conducido al cuartel de policía, donde se me acusó
de pendenciero, escandaloso y borracho, y, además, de valerme de miserables y
cobardes subterfugios, habilidades, mañas y mixtificaciones para no pagar
ciertas deudas de café, de vehículos de carrera, de menudas compras ¡Lo juro
por mi honor! Nada sabía yo de aquellas deudas, ni nunca había oído hablar de
ellas, ni siquiera conocía las personas o los sitios - ¡Y qué sitios!- en donde se me
acusaba de haber escandalizado. No pude menos, sin embargo, de resignarme a
balbucir excusas, explicaciones: me faltó valor para confesar la vergonzosa fuga
de mi alter ego, que era sin duda el verdadero culpable y autor de tales
supercherías, y pedir su detención. Humillado, prometí enmendarme. Fui
puesto en libertad, y alarmado, no ya tanto por la desaparición de mi alter ego
como por las deshonrosas complicaciones que su conducta comenzaba a hacer
recaer sobre mí, me dirigí rápidamente a la oficina del periódico de mayor
circulación que había en la localidad con la intención de insertar en seguida un
anuncio advirtiendo que, en adelante, no reconocería más deudas que las que yo
mismo hubiera contraído. El empleado del periódico, que pareció reconocerme
en el acto, sonrió de una manera que juzgué equívoca y sin esperar que yo
pronunciara una palabra, me entregó una pequeña prueba de imprenta, aún
olorosa a tinta fresca, y el original de ella, el cual estaba escrito como de mi puño
y letra. Lo que peor es, el texto del anuncio, autorizado por una firma que era la
mía misma, decía justamente aquello que yo tenía en mientes decir. Pero
tampoco quise descubrir la nueva superchería de mi alter ego - ¿de quién otro
podía ser?- y como aquel era, palabra por palabra, el anuncio que yo quería,
pagué su inserción durante un mes consecutivo. Decía así el anuncio en
cuestión:
“Participo a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que
no reconozco deudas que haya contraído otro que no sea yo. Hago esta
advertencia para evitar inconvenientes y mixtificaciones desagradables.
Andrés Erre.”
Volví a casa después de sufrir durante el resto del día que las personas
conocidas me dijeran a cada paso, dándome palmaditas en el hombro:
-Te vi por allá arriba…
O bien:
-Te vi por allá abajo…
Mi mujer, que cosía tranquilamente, al verme llegar detuvo la rueda de la
máquina de coser y exclamó:
-¡Qué pálido estás!
-Me siento enfermo -le dije.
-Trastorno digestivo -diagnosticó-. Te prepararé un purgante y esta noche no
comerás nada.
No pude reprimir un gesto de protesta. ¡Cómo! La escandalosa conducta de mi
alter ego me exponía a crueles privaciones alimenticias, pues yo debería purgar
sus culpas, de acuerdo con la lógica de mi mujer. Esto desprendíase de las
palabras que ella acababa de pronunciar.
Sin embargo, no quería alarmarla con el relato del extraordinario fenómeno de
mi desdoblamiento. Era un alma sencilla, un alma simple. Hubiera sido presa de
indescriptibles terrores y yo hubiera cobrado a sus ojos las apariencias de un ser
peligrosamente diabólico. ¡Desdoblarse! ¡Dios mío! Mi pobre mujer hubiera
derramado amargas lágrimas al saber que me acontecía un accidente tan
extraño. Nunca más hubiera consentido en quedarse sola en las habitaciones
donde apenas penetraba una luz débil. Y de noche, era casi seguro que sus
aprensiones me hubieran obligado a recogerme mucho antes de la hora
acostumbrada, pues ya no se acostaría despreocupadamente antes de mi vuelta,
ni la sorprendería dormida en las altas horas, cuando me retardaba en la calle
más de lo ordinario.
No obstante, los incidentes del día, todavía conservaba yo suficiente lucidez
para prever las consecuencias de una confidencia que no podía ser más que
perjudicial, porque si bien las correrías de mi alter ego pudiera suceder que, al
fin y al cabo, fuesen pasajeras, en cambio sería difícil, si no imposible, componer
en mucho tiempo una alteración tan grave de la tranquilidad doméstica como la
que produciría la noticia de mi desdoblamiento. Pero los acontecimientos
tomaron un giro muy distinto e imprevisto. La defección de mi alter ego, que
empezó por ser un hecho antes risible que otra cosa, acabó en una traición que
no tiene igual en los anales de las peores traiciones… Este inicuo individuo…
Pero observo que la indignación -una indignación muy justificada, por lo
demás- me arrastra lejos de la brevedad con que me propuse referir los hechos.
Helos aquí, enteramente desnudos de todo artificio y redundancia:
Salí aquella noche después de comer frugalmente porque mi mujer lo quiso así y
me dijo, no obstante, mis reiteradas protestas, que me dejaría preparado un
purgante activísimo para que lo tomara al volver. Calculaba que mi regreso
sería, como de ordinario, a eso de las doce de la noche.
Con el fin de olvidar los sobresaltos del día, busqué en el café la compañía de
varios amigos que, casi todos, me habían visto en diferentes sitios a horas
desacostumbradas y hablaban maliciosamente de ciertos incidentes en los
cuales hallábase mezclado mi nombre, según pude colegir, pues no quise
inquirir nada directamente ni tratar de esclarecer los puntos. Guardé bien mi
secreto. Disimulé los hechos lo mejor que pude, procurando despojarlos de toda
importancia. Una discusión de política nos retuvo luego hasta horas avanzadas.
Eran las dos de la madrugada cuando abrí la puerta de casa, empujándola
rápidamente para que chirriara lo menos posible. Todo estaba en calma, pero mi
mujer, a pesar de que dormía con sueño denso y pesado, despertó a causa del
ruido. Los ojos apenas entreabiertos, me preguntó entre dientes cómo me había
sentado el purgante.
-¡El purgante! -exclamé-. ¡Llego de la calle en este momento y no he visto
ningún purgante! ¡Explícate, habla, despierta! ¡Eso que dices no es posible!
Se desperezó largamente.
-Sí -me dijo- es posible, puesto que lo tomaste en mi presencia… y estabas
conmigo… y…
– … ¡Y!…
Comprendí el terrible engaño de mi alter ego. La traición de aquel íntimo amigo
y compañero de toda la vida me sobrecogió de espanto, de horror, de ira. Mi
mujer me vio palidecer.
-Efecto del purgante -dijo.
Aunque nadie, ni aun ella misma, había notado el delito de mi alter ego, la
deshonra era irreparable y siempre vergonzosa a pesar del secreto. Las manos
crispadas, erizados los cabellos, lleno de profundo estupor, salí de la alcoba en
tanto que mi mujer, volviéndose de espaldas a la luz encendida, se dormía otra
vez con la facilidad que da la extenuación; y fui a ahorcarme de una de las vigas
del techo con una cuerda que hallé a mano. Al lado colgaba la jaula de Jesusito,
el loro. Seguramente hice ruido en el momento de abandonarme como un
péndulo en el aire, pues Jesusito, despertándose, esponjó las plumas de la
cabeza y me gritó, como solía hacerlo:
- ¡Adiós, Doctor!
Tengo razones para creer que mi alter ego, que sin duda espiaba mis
movimientos desde algún escondrijo improvisado, a favor de las sombras de la
noche, se apoderó en seguida de mi cadáver, lo descolgó y se introdujo dentro de
él. De este modo volvió a la alcoba conyugal, donde pasó el resto de la noche
ocupado en prodigar a mi viuda las más ardientes caricias. Fundo esta creencia
en el hecho insólito de que mi suicidio no produjo impresión ni tuvo la menor
resonancia. En mi hogar nadie pareció darse cuenta de que yo había
desaparecido para siempre. No hubo duelo, ni entierro. El periódico no hizo
alusión a la tragedia, ni en grandes ni en pequeños títulos. Los amigos
continuaron chanceándose y dándole palmaditas en el hombro a mi alter ego,
como si fuera yo mismo. Y Jesusito no ha dejado nunca de gritar:
- ¡Adiós, Doctor!
Sin duda, mi alter ego desarrolló desde el principio un plan hábilmente
calculado en el sentido de producir los resultados que en efecto se produjeron.
Previó con precisión el modo como reaccionaría yo delante de los hechos que él
se encargaría de presentarme en rápida y desconcertante sucesión. Determinó
de antemano mi inquietud, mi angustia, mi desesperación; calculó exactamente
la hora en que un cúmulo de extrañas circunstancias había de conducirme al
suicidio. Esta hora señalaba el feliz coronamiento de su obra; y es claro que sólo
un alter ego que gozaba de toda mi confianza pudo llevar a cabo esta empresa.
En primer lugar, el completo conocimiento que poseía de los más recónditos
resortes de mi alma le facilitó los elementos necesarios para preparar sin error
el plan de inducción al suicidio inmediato. En segundo término, si logró hacerse
pasar por mí mismo delante de mi mujer y de todas las personas que me
conocían, fue porque estaba en el secreto de mis costumbres, ideas, modos de
expresión y grados de intimidad con los demás. Sabía imitar mi voz, mis gestos,
mi letra y en particular mi firma, y además conocía la combinación de mi
pequeña caja fuerte. Todos mis bienes pasaron automáticamente a poder suyo,
sin que las leyes, tan celosas en otros casos, intervinieran en manera alguna
para evitar la iniquidad de que fui víctima. También se apoderó del crédito que
había alcanzado yo después de largos años de conducta intachable y correctos
procederes; y en el mismo periódico continúa publicando a diario, autorizado
con su firma, que es la mía, el mismo aviso que dice:
“Participo a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que
no reconozco deudas que haya contraído otro que no sea yo. Hago esta
advertencia para evitar inconvenientes y mixtificaciones desagradables.
Andrés Erre.”
La tienda de muñecos. Julio Garmendia
No tengo suficiente filosofía para remontarme a las especulaciones
elevadas del pensamiento. Esto explica mis asuntos banales, y por qué trato
ahora de encerrar en breves líneas la historia -si así puede llamarse- de la
vieja Tienda de Muñecos de mi abuelo que después pasó a manos de mi
padrino, y de las de éste a las mías. A mis ojos posee esta tienda el encanto
de los recuerdos de familia; y así como otros conservan los retratos de sus
antepasados, a mí me basta, para acordarme de los míos, pasear la mirada
por los estantes donde están alineados los viejos muñecos, con los cuales
nunca jugué. Desde pequeño se me acostumbró a mirarlos con seriedad. Mi
abuelo, y después mi padrino, solían decir, refiriéndose a ellos:
- ¡Les debemos la vida!
No era posible que yo, que los amé entrañablemente a ambos, considerara
con ligereza a aquellos a quienes adeudaba el precioso don de la existencia.
Muerto mi abuelo, mi padrino tampoco me permitió jugar con los muñecos,
que permanecieron en los estantes de la tienda, clasificados en orden
riguroso, sometidos a una estricta jerarquía, y sin que jamás pudieran
codearse un instante los ejemplares de diferentes condiciones; ni los
plebeyos andarines que tenían cuerda suficiente para caminar durante el
espacio de un metro y medio en superficie plana, con los lujosos y
aristocráticos muñecos de chistera y levita, que apenas si sabían levantar
con mucha gracia la punta del pie elegantemente calzado. A unos y otros,
mi padrino no les dispensaba más trato que el imprescindible para mantener
la limpieza en los estantes donde estaban ahilerados. No se tomaba ninguna
familiaridad ni se permitía la menor chanza con ellos. Había instaurado en
la pequeña tienda un régimen que habría de entrar en decadencia cuando yo
entrara en posesión del establecimiento, porque mi alma no tendría ya el
mismo temple de la suya y se resentiría visiblemente de las ideas y
tendencias libertarias que prosperaban en el ambiente de los nuevos días.
Por sobre todas las cosas él imponía a los muñecos el principio de
autoridad y el respeto supersticioso al orden y las costumbres establecidas
desde antaño en la tienda. Juzgaba que era conveniente inspirarles temor y
tratarlos con dureza a fin de evitar la confusión, el desorden, la anarquía,
portadores de ruina así en los humildes tenduchos como en los grandes
imperios. Hallábase imbuido de aquellos erróneos principios en que se
había educado y que procuró inculcarme por todos los medios; y viendo en
mi persona el heredero que le sucedería en el gobierno de la tienda, me
enseñaba los austeros procederes de un hombre de mando. En cuanto a
Heriberto, el mozo que desde hace un tiempo atrás servía en el negocio, mi
padrino le equiparaba a los peores muñecos de cuerda y le trataba al igual
que a los maromeros de madera y los payasos de serrín, muy en boga
entonces. A su modo de ver, Heriberto no tenía más sesos que los muñecos
en cuyo constante comercio había concluido por adquirir costumbres
frívolas y afeminadas, y a tal punto subían en este particular sus escrúpulos,
que desconfiaba de aquellos muñecos que habían salido de la tienda alguna
vez, llevados por Heriberto, sin ser vendidos, en definitiva. A estos
desdichados acababa por separarlos de los demás, sospechando tal vez que
habían adquirido hábitos perniciosos en las manos de Heriberto.
Así transcurrieron largos años, hasta que yo vine a ser un hombre maduro y
mi padrino un anciano idéntico al abuelo que conocí en mi niñez.
Habitábamos aún la trastienda, donde apenas si con mucha dificultad
podíamos movernos entre los muñecos. Allí había nacido yo, que así,
aunque hijo legítimo de honestos padres, podía considerarme fruto de
amores de trastienda, como suelen ser los héroes de cuentos picarescos.
Un día mi padrino se sintió mal.
-Se me nublan los ojos -me dijo- y confundo los abogados con las pelotas
de goma, que en realidad están muy por encima.
-Me flaquean las piernas -continuó, tomándome afectuosamente la mano- y
no puedo ya recorrer sin fatiga la corta distancia que te separa de los
bandidos. Por estos síntomas conozco que voy a morir, no me prometo
muchas horas de vida y desde ahora heredas la Tienda de Muñecos.
Mi padrino pasó a hacerme extensas recomendaciones acerca del negocio.
Hizo luego una pausa durante la cual le vi pasear por la tienda y la
trastienda su mirada ya próxima a extinguirse. Abarcaba así, sin duda, el
vasto panorama del presente y del pasado, dentro de los estrechos muros
tapizados de figurillas que hacían sus gestos acostumbrados y se mostraban
en sus habituales posturas. De pronto, fijándose en los soldados que
ocupaban un compartimiento entero en los estantes, reflexionó:
-A estos guerreros les debemos largas horas de paz. Nos han dado buenas
utilidades. Vender ejércitos es un negocio pingüe.
Yo insistía cerca de él a fin de que consintiera en llamar médicos que lo
vieran. Pero se limitó a mostrarme una gran caja que había en un rincón.
-Encierra precisamente cantidad de sabios, profesores, doctores y otras
eminencias de cartón y profundidades de serrín que ahí se han quedado sin
venta y permanecen en la oscuridad que les conviene. No cifres, pues,
mayores esperanzas en la utilidad de tal renglón. En cambio, son deseables
las muñecas de porcelana, que se colocan siempre con provecho; también
las de pasta y celuloide suelen ser solicitadas, y hasta las de trapo
encuentran salida. Y entre los animales -no lo olvides-, en especial te
recomiendo a los asnos y los osos, que en todo tiempo fueron sostenes de
nuestra casa.
Después de estas palabras mi padrino se sintió peor todavía y me hizo traer
a toda prisa un sacerdote y dos religiosas. Alargando el brazo, los tomé en
el estante vecino al lecho.
-Hace ya tiempo -dijo, palpándolos con suavidad-, hace ya tiempo que
conservo aquí estos muñecos, que difícilmente se venden. Puedes
ofrecerlos con el diez por ciento de descuento, lo equivaldrá a los diezmos
en lo tocante a los curas. En cuanto a las religiosas, hazte el cargo que es
una que les das.
En este momento mi padrino fue interrumpido por el llanto de Heriberto,
que se hallaba en un rincón de la trastienda, la cabeza cogida entre las
manos, y no podía escuchar sin pena los últimos acentos del dueño de la
Tienda de Muñecos.
-Heriberto -dijo, dirigiéndose a éste-: no tengo más que repetirte lo que
tantas veces antes ya te he dicho: que no atiples la voz ni manosees los
muñecos.
Nada contestó Heriberto, pero sus sollozos resonaron de nuevo, cada vez
más altos y más destemplados.
Sin duda, esta contrariedad apresuró el fin de mi padrino, que expiró poco
después de pronunciar aquellas palabras. Cerré piadosamente sus ojos y
enjugué en silencio una lágrima. Me mortificaba, sin embargo, que
Heriberto diera mayores muestras de dolor que yo. Sollozaba ahogado en
llanto, se mesaba los cabellos, corría desolado de uno a otro extremo de la
trastienda. Al fin me estrechó en sus brazos:
- ¡Estamos solos! ¡Estamos solos! -gritó.
Me desasí de él sin violencia, y señalándole con el dedo el sacerdote, el feo
doctor, las blancas enfermeras, muñecos en desorden junto a lecho, le hice
señas de que los pusiera otra vez en sus puestos.
Durante muchísimos años, el pequeño cementerio había sido un verdadero lugar de
reposo, dentro de sus amarillentos paredones, detrás de la herrumbrosa y alta puerta
cerrada. Algunos árboles, entretanto habían crecido; se habían vuelto coposos y
corpulentos; al mismo tiempo, la ciudad fue creciendo también; poco a poco fue
acercándose al cementerio, y acabó, finalmente, por rodearlo y dejarlo atrás, enclavado
en el interior de un barrio nuevo. Los muertos, dormidos en sus fosas, no se dieron
cuenta de estos cambios, y siguieron tranquilos algunos años más.

Pero, después, hubo sorpresas. La ciudad seguía ensanchándose, año tras año, y por
todas partes se buscaba ahora, como el más preciado bien, cualquier sobrante de terreno
aún disponible, para aprovecharlo y negociarlo; hasta los olvidados camposantos de otro
tiempo, eran arrasados, excavados y abolidos, para dar asiento a modernas
construcciones. Una noche llegaron, en doliente caravana, los muertos que habían sido
arrojados de otro distante cementerio (en donde una compañía comenzaba a levantar sus
imponentes bloques), y pidieron sitio y descansos a sus hermanos; estos refunfuñaron;
pero les dieron puesto, al cabo, estrechándose un poco, y juntos durmieron todos
nuevamente. Pero más tarde aún, cuando fueron arregladas las calles adyacentes, el
camposanto vino a quedar mucho más elevado que el nivel de la calzada, de modo que
desde la calle podía verse un abrupto y rojizo talud, y sobre éste, la vieja tapia del
cementerio, coronada por el follaje de los árboles y las enredaderas; brotaban éstas,
igualmente, por entre el carcomido resquicio del portón, y por todos lados alargaban sus
brazos y sus ganchos y zarcillos, dispuestos a agarrarse de lo primero que encontraron
para sostenerse y extenderse más aún.

Pronto pasaron por allí cerca de los autobuses y los camiones, y esto empezó a molestar
mucho más a los muertos, sobre todo a los que estaban enterrados del lado del barranco
que lindaba con la calle. La tierra se estremecía, trepidaba y los removía en sus fosas,
cada vez que una de aquellas máquinas pasaba. Ellos se daban vuelta, se tapaban los
oídos, se acomodaban lo mejor que podían. Pero el poderoso y confuso rumor de la
ciudad vino, al fin, a sacarlos de aquel inquieto sueño intermitente; empezaron, entre
ellos, a cambiar misteriosas señales subterráneas, y una noche, previo acuerdo
probablemente, salieron varios muertos de sus tumbas, y acordaron ir en busca del
Celador del cementerio para exponerles sus quejas. A poco andar, no sin sorpresa,
descubrieron que ya no había ni celador, ni capilla, ni nada que se les pareciera. El
camposanto había sido clausurado —esto era evidente— desde incontables años atrás, y
nadie del mundo de los vivos entraba nunca allí…

—Esto ha cambiado mucho, mucho… —dijo uno de los difuntos, echando un vistazo en
derredor—. Recuerdo muy bien que, cuando a mí me trajeron a enterrar, quedé
materialmente cubierto de rosas, azucenas y jazmines del cabo; no veo ahora ninguna de
estas flores por aquí, sólo paja; paja y verdolaga, en significantes florecillas, de esas que
no tienen nombre alguno…

—Mi tumba— dijo otro —era un riente jardín; mil flores lo adornaban; daba gusto
sentarse ahí debajo. No podía yo verlas ni deleitarme con sus aromas y sus colores;
pero, en cambio, pasé años y años entretenido, viendo desarrollarse y avanzar las mil y
mil raíces que crecían junto a mi fosa. Nada hay tan interesante y apropiado para un
buen observador subterráneo; el crecimiento, el forcejeo, los juegos y las luchas de las
raíces entre sí; sus tácticas y astucias, constituyen el más apasionante espectáculo que
puede contemplarse bajo el haz de la tierra.

Casi un siglo he pasado yo observándolo y no me parece más que cortos minutos. Pero
ocurrió, finalmente, algo tremendo… Una enorme raíz, un verdadero gigante
subterráneo, que desde hacía unos setenta años se acercaba a paso lento y cauteloso,
acabó por llenar completamente el sitio, desalojando y empujando a todas las demás
raíces, grandes o pequeñas. Yo mismo me vi casi tapiado y comprimido por este
horrible monstruo del subsuelo…

—Me acuerdo ahora— murmuró alguien, de repente, interrumpiendo estos discursos —;


me acuerdo ahora que por aquí mismo fue enterrado cierta vez, Pompilio Udano, quien
fuera nuestro Celador Principal por largo tiempo…

Se pusieron a mirar entre las cruces, casi todas caídas, torcidas o medio hundidas en la
tierra. De pronto, descubrieron bajo un oscuro ciprés lo que buscaban, y acercándose
bastante, pudieron leer, a la luz de sus propias cuencas vacías – aunque
dificultosamente, a la verdad -, el borroso epitafio del antiguo celador del camposanto.

Tocaron, discretamente, en la losa. Dieron luego fuertes golpes en el suelo, con los
puños cerrados. Como nadie respondió tampoco, dobló el espinazo uno de los presentes
y acercando el hueco de la boca al hueco de una de las grietas del terreno, lanzó por allí
insistentes llamadas en voz alta.

—¡Pompilio! ¡Pompilio Udano! ¡Señor Pompiliooo!

Se deslizó él mismo, todo entero, por la grieta, y desapareció completamente de la vista.


A poco pudo oírse el rumor de una animada conversación entablada en el fondo de la
cueva, no tardó en surgir de nuevo el visitante, a la vez que por una segunda grieta
aparecía, un poco más lejos, el propio Pompilio Udano.
Discutióse el asunto un buen rato, y Pompilio opuso una fría negativa a reasumir la
responsabilidad del orden y la paz del camposanto, pues no se consideraba ya obligado
a ella, dándose por muerto.

—A causa de mi lamentable desaparición —explicó, con franca egolatría, el señor


Pompilio—, el camposanto fue definitivamente clausurado; desde entonces, en todo ese
tiempo, sólo una vez subí a la superficie, por un rato, llamado, lo recuerdo, por el
médico…

— ¿Por el médico? —preguntaron varias voces.

—Sí; ¿no saben que tenemos aquí un médico?

—No lo sabíamos; no lo sabíamos —respondieron todos a la vez.

—Bueno es saberlo —añadió uno—. Aunque a mí nunca me duele nada —agregó al


punto, tocando madera a una cruz vecina.

—¡Claro! —le replicó, sin más tardar, un amargado esqueleto allí presente—. ¡Claro! Si
tú estás instalado en una tumba de las mejores; en la más seca y tranquila de todo el
cementerio, y si no fuera por el barranco…

—Llamemos al médico a ver qué opina —propuso alguien, volviendo a dirigirse al


celador y tratando, al parecer, de evitar que resurgieran, juntos con los restos de los
difuntos, recriminaciones y suspicacias que para nada venían ahora al caso.

—Nos dará algo para dormir, tal vez —insinuó una voz.

—Pues… por allí —dijo entonces el señor Pompilio, señalando con el descarnado dedo
—. Pero… ¿qué razón habría para llamarle en tan altas horas como éstas? Nadie parece
enfermo grave aquí…

—¡Yo! —proclamó ruidosamente, sin mayor preámbulo, otro de los del grupo, a tiempo
que se echaba al suelo, como atacado por fulminante enfermedad, a la entrada de un
panteón semiderruido—. Díganle que estoy a la puerta del sepulcro…del sepulcro de la
Familia Torreitía —completó, leyendo desde el suelo la inscripción del mausoleo.

A poco llegaba ya el doctor. Miró con fijeza al paciente y allí mismo procedió al
reconocimiento y examen.

—Respire.

—Otra vez.

—Ruidos…ruidos —murmuró el facultativo, frunciendo el ceño.


—Estoy aquí echado sobre hojas secas, doctor —explicó el enfermo, incorporándose a
medias en su lecho de crujiente hojarasca—; es ese, tal vez, el ruido que…

—¡Hum! —gruñó el doctor, sin interrumpirse en su tarea.

—Pero ¡doctor! ¡Si yo me hice el enfermo sólo como pretexto para poder llamarle a
usted a estas horas! Y no siento nada, absolutamente nada; sólo el insomnio causado
por…

—¿No siente nada? ¡Pudiera ser! —dijo el doctor—. Pero usted presenta síntomas…
síntomas alarmantes… síntomas inequívocos… en una palabra, ¡síntomas de vida!

—¡Oh! —exclamaron los difuntos, retrocediendo, todos, con movimientos de horror.


¡Síntomas de vida! ¡Síntomas de vida!

—¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer, doctor? —suplicaba, al mismo tiempo, por su
parte, el asustado esqueleto, que parecía palidecido, más aún, súbitamente.

—Por lo pronto —dijo el doctor—, meterse en un fosito. Quedarse quietecito. Pero ¡no
tema! —añadió dándole ánimos—. Pudiera ser que yo… la ciencia… el tratamiento ¡Ya
veremos!

No se movió más el esqueleto, y el grupo se llevó al doctor hacia otro lado.

—Este cálido vaho… Este efluvio falaz… Esta hipócrita noche… —murmuraba,
extrañamente, el buen doctor, como hablando, ahora, sólo para sí mismo, oteando en
torno suyo.

—De todos modos —dijo uno—, se me ocurre una idea…

El médico lo miró con atención.

—¡Hum…!

Pero se oyó en aquel instante otra voz, un susurro, más bien, que parecía venir de muy
cerca, a la vez que de muy lejos:

—Doctor… doctor…

Se entristeció el médico, deteniéndose para observar.

Desde el fondo de la tierra, llegaba hasta su oído algo así como la última, débil,
resonancia de una remota y juvenil voz de mujer.

—Cada vez que vuelve la primavera, doctor…


—¡Hum…!

—Quisiera andar, cantar, reír, llorar…

Desapareció el médico penetrando en la agrietada superficie de donde la misteriosa voz


había salido…

Cuando volvió a reunirse con el grupo, la luna había hecho su aparición entre las nubes;
flotaba dulcemente en el espacio. Ligeras ráfagas de brisa acariciaban el follaje de las
ceibas y los mangos. Confundido tal vez por el intenso resplandor de la luna —o en
sueños, quizás—, un pájaro llamaba, piando, por momentos, como al despuntar del día,
desde algún hueco del muro. Nuevas hojas brillaban, húmedas y relucientes, en los
enormes brazos de una ceiba. Otra ceiba, al lado, aparecía cubierta, toda ella de
blancuzcas flores, compactas y apretujadas entre sí, que exhalaban un acre y penetrante
aroma. Lanzando sus silbidos, revoloteaban, en torno, los murciélagos, como alrededor
de una inmensa golosina; se detenían en el aire, en suspenso ante las flores: libaban en
los cálices. De todos lados a la vez llegaba el chirrido de los grillos. Y las
insignificantes florecillas silvestres y rastreras —esas que no tienen nombre alguno, ni
fragancia ni esplendores—, por todas partes recubrían, piadosamente, sin embargo, la
tierra del camposanto. Nadie fijaba en ellas la mirada, pero el médico sí las veía; como
también veía los mil tupidos brotes de hojas tiernas; como escuchaba el canto de los
grillos, o sentía el vivo perfume de la tierra; y de los árboles…

—Habrá que precaverse… resguardarse —dijo, de pronto, estremeciéndose, como presa


de violento escalofrío.

—Ja…ja… —rió el amargado esqueleto que ya antes había hablado alguna vez—. Eso
quisiera yo también, ¡cómo no! Estar bien al abrigo, y al seguro, bajo tierra, con mi
buena lápida encima, por tan feo tiempo como el de esta noche… Horrible tiempo de
primavera, con pimpollos, nidos, luna, brisas, fragancias, cuchicheos… un tiempo como
para estarse uno encerrado, allá abajo, quieto y serio… ¡Pero a cada momento estoy
temiendo que se desmoronen el barranco en donde estoy y vayan a parar mis pobres
huesos quién sabe dónde!

—Cuando me contaba entre los vivos —volvió a decir el médico, siguiendo el hilo de
sus pensamientos—. Cuando me contaba entre los vivos, y era médico entre ellos, ¡qué
vano y quimérico trabajo, el de luchar contra la muerte! A veces, el desaliento me
invadía, y no aspiraba ya entonces más que a la muerte misma, para lograr al fin la
certidumbre que nunca hallaba en la existencia… Y ahora —añadió, con una como vaga
o dolorosa turbación en la voz—, ahora soy el médico de los muertos…estoy muerto yo
mismo… y bastante sé ya, después de todo, sobre este incurable mal que nos acosa,
noche y día, bajo la aparente quietud del camposanto… esta implacable e invencible
vida, que por todas partes recomienza, a cada instante —fuera y dentro de nosotros—,
su trabajo de zapa interminable… ¡Alucinante morbo! ¡Espeluznante enfermedad!

Echó a andar, por entre las cruces y las losas —o por lo que de ellas aún quedaba aquí o
allá—, y fue a hundirse, blandamente, en aquel mismo punto del ciprés, que era lo suyo.
Pudo escucharse con cuánto cuidado y precauciones se encerraba, procurando tapar toda
grieta o hendija por donde filtrara algo, todavía, hasta allá abajo, del soplo de la brisa o
de la magnificencia de la noche, o del suave e insistente llamar desde su nido, del pájaro
engañosamente despertado por el claror de la luna. Sacando uno de sus brazos por un
restante agujero aún abierto, acomodó mejor, sobre sí, la mohosa lápida, cual sábana o
cobija, y cerró finalmente desde adentro, esta última abertura al exterior. Junto al
nombre desvaído, había unas cifras ya borrosas, unas cifras que habían sido doradas, en
su tiempo, y que lo mismo podían ahora significar las fechas del nacimiento y de la
muerte del doctor, que las nocturnas horas de consultas del médico… ¡Del Médico de
los Muertos!

Era ya muy tarde, y los mil ruidos que venían de la ciudad habían cesado por completo.
De modo que los muertos se olvidaron del motivo mismo de su salida, y todos imitaron
el ejemplo del doctor. ¡Volvieron los difuntos a sus cruces, así como retornan, a cierta
hora, a sus olivos los mochuelos! Y la paz volvió a reinar, por el momento, en el
pequeño camposanto abandonado. La luna seguía su curso por el cielo. Los grillos
cantaban con pasión. Brillaban los cocuyos. A ratos, como una ráfaga del mundo, un
murciélago hendía el aire. Y poco a poco iban cayendo, como pesadas gotas de algún
licor capitoso, las pequeñas flores blancuzcas y viscosas de concentrado y denso aroma
embriagador; blanqueaban en el suelo, al pie del árbol, a la luz de la luna, como
huesecillos esparcidos… Ya los muertos reposaban y dormían nuevamente, cada uno en
su sitio, cada cual, bajo su lápida o su túmulo, o bajo su montículo y sus piedras…
¡Engañosas apariencias, sí!

Más nunca os voy a decir: «¡Quedad en paz! ¡Descansad en paz!». Ya sé lo que es


vuestro descanso, vuestro eterno descanso… ¡Momentánea pausa apenas!

¡Efímero intermedio!
Cuento de Arturo Uslar
Pietri: La lluvia

 
Cuento de Arturo Uslar Pietri: La lluvia
La luz de la luna entraba por todas las rendijas del rancho y
el ruido del viento en el maizal, compacto y menudo como la
lluvia. En la sombra acuchillada de láminas claras oscilaba
el chinchorro lento del viejo zambo; acompasadamente
chirriaba la atadura de la cuerda sobre la madera y se oía la
respiración corta y silbosa de la mujer que estaba echada
sobre el catre del rincón.
La patina dura del aire sobre las hojas secas del maíz y de
los árboles sonaba cada vez más a lluvia, poniendo un eco
húmedo en el ambiente terroso y sólido. Se oía en lo hondo,
como bajo piedra, el latido de la sangre girando
ansiosamente.
La mujer sudorosa e insomne prestó oído, entreabrió los
ojos, trató de adivinar por las rayas luminosas, atisbó un
momento, miró el chinchorro, quieto y pesado, y llamó con
voz agria:
—¡Jesuso!
Calmó la voz esperando respuesta y entretanto comentó
alzadamente.
—Duerme como un palo. Para nada sirve. Si vive como si
estuviera muerto…
El dormido salió a la vida con la llamada, desperezóse y
preguntó con voz cansina:
—¿Qué pasa, Usebia? ¿Qué escándalo es ese? ¡Ni de noche
puedes dejar en paz a la gente!
—Cállate, Jesuso y oye.
—¿Qué?
—Está lloviendo, lloviendo, ¡Jesuso! y no lo oyes. ¡Hasta
sordo te has puesto!
Con esfuerzo, malhumorado, el viejo se incorporó, corrió a
la puerta, la abrió violentamente y recibió en la cara y en el
cuerpo medio desnudo la plateadura de la luna llena y el
soplo ardiente que subía por la ladera del conuco agitando
las sombras. Lucían todas las estrellas.
Alargó hacia la intemperie la mano abierta, sin sentir una
gota. Dejó caer la mano, aflojó los músculos y recostóse en
el marco de la puerta.
—¿Ves, vieja loca, tu aguacero? Ganas de trabajar la
paciencia. La mujer quedóse con los ojos fijos mirando la
gran claridad que entraba por la puerta. Una rápida gota de
sudor le cosquilleó en la mejilla. El vaho cálido inundaba el
recinto. Jesús tornó a cerrar, caminó suavemente hasta el
chinchorro, estiróse y se volvió a oír el crujido de la madera
en la mecida. Una mano colgaba hasta el suelo resbalando
sobre la tierra del piso.
La tierra estaba seca como una piel áspera, seca hasta en el
extremo de las raíces, ya como huesos; se sentía flotar sobre
ella una fiebre de sed, un jadeo, que torturaba los hombres.
Las nubes oscuras como sombras de árbol se habían ido, se
habían perdido tras de los últimos cerros más altos, se
habían ido como el sueño, como el reposo. El día era
ardiente. La noche era ardiente, encendida de luces fijas y
metálicas. En los cerros y los valles pelados, llenos de
grietas como bocas, los hombres se consumían torpes,
obsesionados por el fantasma pulido del agua, mirando
señales, escudriñando anuncios…
Sobre los valles y los cerros, en cada rancho, pasaban y
repasaban las mismas palabras.
—Cantó el carrao. Va a llover…
—¡No lloverá! Se la daban como santo y seña de la angustia.
—Ventó del abra. Va a llover…
—¡No lloverá!
Se lo repetían como para fortalecerse en la espera infinita.
—Se callaron las chicharras. Va a llover…
—¡No lloverá!
La luz y el sol eran de cal cegadora y asfixiante.
—Si no llueve, Jesuso, ¿qué va a pasar?
Miró la sombra que se agitaba fatigosa sobre el catre,
comprendió su intención de multiplicar el sufrimiento con
las palabras, quiso hablar, pero la somnolencia le tenía
tomado el cuerpo, cerró los ojos y se sintió entrando al
sueño.
Con la primera luz de la mañana Jesuso salió al conuco y
comenzó a recorrerlo a paso lento. Bajo sus pies descalzos
crujían las hojas vidriosas. Miraba a ambos lados las largas
hileras del maizal amarillas y tostadas, los escasos árboles
desnudos y en lo alto de la colina, verde profundo, un cactus
vertical. A ratos deteníase, tomaba en la mano una vaina de
frejol reseca y triturábala con lentitud haciendo saltar por
entre los dedos los granos rugosos y malogrados. A medida
que subía el sol, la sensación y el color de aridez eran
mayores. No se veía nube en el cielo de un azul llama.
Jesuso, como todos los días, iba, sin objeto, porque la
siembra estaba ya perdida, recorriendo las veredas del
conuco, en parte por inconsciente costumbre, en parte por
descansar de la hostil murmuración de Usebia.
Todo lo que se dominaba del paisaje, desde la colina, era
una sola variedad de amarillo sediento sobre valles
estrechos y cerros calvos, en cuyo flanco una mancha de
polvo calcáreo señalaba el camino.
No se observaba ningún movimiento de vida, el viento
quieto, la luz fulgurante. Apenas la sombra si se iba
empequeñeciendo. Parecía aguardarse un incendio. Jesuso
marchaba despacio, deteniéndose a ratos como un animal
amaestrado, la vista sobre el suelo, y a ratos conversando
consigo mismo.
—¡Bendito y alabado! ¿Qué va a ser de la pobre gente con
esta sequía? Este año ni una gota de agua y el pasado fue un
inviernazo que se pasó de aguado, llovió más de la cuenta,
creció el río, acabó con las vegas, se llevó el puente… Está
visto que no hay manera… Si llueve, porque llueve… Si no
llueve, porque no llueve… Pasaba del monólogo a un
silencio desierto y a la marcha perezosa, la mirada por
tierra, cuando sin ver sintió algo inusitado en el fondo de la
vereda y alzó los ojos.
Era el cuerpo de un niño. Delgado, menudo, de espaldas, en
cuclillas fijo y abstraído mirando hacia el suelo.
 
Jesuso avanzó sin ruido, y sin que el muchacho lo
advirtiera, vino a colocársele por detrás, dominando con su
estatura lo que hacía. Corría por tierra culebreando un
delgado hilo de orina, achatado y turbio de polvo en el
extremo, que arrastraba algunas pajas mínimas. En ese
instante, de entre sus dedos mugrientos, el niño dejaba caer
una hormiga.
—Y se rompió la represa… y ha venido la corriente…
bruum… bruuuum… bruuuuuum… y la gente corriendo… y
se llevó la hacienda de tío sapo… y después el hato de tía
tara… y todos los palos grandes… zaaas… bruuuuum… y
ahora tía hormiga metida en esa aguazón…
Sintió la mirada, volvióse bruscamente, miró con susto la
cara rugosa del viejo y se alzó entre colérico y vergonzoso.
Era fino, elástico, las extremidades largas y perfectas, el
pecho angosto, por entre el dril pardo la piel dorada y sucia,
la cabeza inteligente, móviles los ojos, la nariz vibrante y
aguda, la boca femenina. Lo cubría un viejo sombrero de
fieltro, ya humano de uso, plegado sobre las orejas como
bicornio, que contribuía a darle expresión de roedor, de
pequeño animal inquieto y ágil.
Jesuso terminó de examinarlo en silencio y sonrió.
—¿De dónde sales muchacho?
—De por ahí…
—¿De dónde?
—De por ahí.
Y extendió con vaguedad la mano sobre los campos que se
alcanzaban.
—¿Y qué vienes haciendo?
—Caminando.
La impresión de la respuesta dábale cierto tono autoritario y
alto, que extrañó al hombre.
—¿Cómo te llamas?
—Como me puso el cura.
Jesús arrugó el gesto, degradado por la actitud terca y
huraña.
El niño pareció advertirlo y compensó las palabras con una
expresión confiada y familiar.
—No seas malcriado —comentó el viejo, pero desarmado
por la gracia bajó a un tono más íntimo—. ¿Por qué no
contestas?
—¿Para qué pregunta? —replicó con candor extraordinario.
—Tú escondes algo. O te has ido de casa de tu taita.
—No, señor.
Preguntaba casi sin curiosidad, monótonamente, como
jugando un juego.
—O has echado alguna lavativa.
—No, señor.
—O te han botado por maluco.
—No, señor.
Jesuso se rascó la cabeza y agregó con sorna:
—O te empezaron a comer las patas y te fuiste, ¿ah,
vagabundito?
El muchacho no respondió, se puso a mecerse sobre los
pies, los brazos a la espalda, chasqueando la lengua contra
el paladar.
—¿Y para dónde vas ahora?
 
—Para ninguna parte.
—¿Y qué estás haciendo?
—Lo que usted ve.
—¡Buena cochinada!
El viejo Jesuso no halló más que decir; quedaron callados
frente a frente, sin que ninguno de los dos se atreviese a
mirarse a los ojos. Al rato, molesto por aquel silencio y
aquella quietud que no hallaba cómo romper, empezó a
caminar lentamente como un animal enorme y torpe, casi
como si quisiera imitar el paso de un animal fantástico,
advirtió que lo estaba haciendo, y lo ruborizó pensar que
pudiera hacerlo para divertir al niño.
 
—¿Vienes? —preguntó—. Calladamente el muchacho se vino
siguiéndolo.
En llegando a la puerta del rancho halló a Usebia atareada
encendiendo el fuego. Soplaba con fuerza sobre un
montoncito de maderas de cajón de papeles amarillos.
—Usebia, mira —llamó con timidez—. Mira lo que ha
llegado.
—Ujú —gruñó sin tornarse, y continuó soplando.
El viejo tomó al niño y lo colocó ante sí, como
presentándolo, las dos manos oscuras y gruesas sobre los
hombros finos.
—¡Mira, pues!
Giró agria y brusca y quedó frente al grupo, viendo con
esfuerzo por los ojos llorosos de humo.
—¿Ah?
Una vaga dulzura le suavizó lentamente la expresión.
—Ajá. ¿Quién es?
Ya respondía con sonrisa a la sonrisa del niño.
—¿Quién eres?
—Pierdes tu tiempo en preguntarle, porque este
sinvergüenza no contesta.
Quedó un rato viéndolo, respirando su aire, sonriéndole,
pareciendo comprender algo que escapaba a Jesuso. Luego
muy despacio se fue a un rincón, hurgó en el fondo de una
bolsa de tela roja y sacó una galleta amarilla, pulida como
metal de dura y vieja. La dio al niño y mientras este
mascaba con dificultad la tiesa pasta, continuó
contemplándolos, a él y al viejo alternativamente, con aire
de asombro, casi de angustia.
 
Parecía buscar dificultosamente un fino y perdido hilo de
recuerdo.
—¿Te acuerdas, Jesuso, de Cacique? El pobre.
La imagen del viejo perro fiel desfiló por sus memorias. Una
compungida emoción los acercaba.
—Ca-ci-que… —dijo el viejo como aprendiendo a deletrear.
El niño volvió la cabeza y lo miró con su mirada entera y
pura. Miró a su mujer y sonrieron ambos tímidos y
sorprendidos.
A medida que el día se hacía grande y profundo, la luz
situaba la imagen del muchacho dentro del cuadro familiar
y pequeño del rancho. El color de la piel enriquecía el tono
moreno de la tierra pisada, y en los ojos la sombra fresca
estaba viva y ardiente.
Poco a poco las cosas iban dejando sitio y organizándose
para su presencia. Ya la mano corría fácil sobre la lustrosa
madera de la mesa, al pie hallaba el desnivel del umbral, el
cuerpo se amoldaba exacto al butaque de cuero y los
movimientos cabían con gracia en el espacio que los
esperaba.
Jesuso, entre alegre y nervioso, había salido de nuevo al
campo y Usebia se atareaba, procurando evadirse de la
soledad frente al ser nuevo. Removía la olla sobre el fuego,
iba y venía buscando ingredientes para la comida, y a ratos,
mientras le volvía la espalda, miraba de reojo al niño.
Desde donde lo vislumbraba quieto, con las manos entre las
piernas, la cabeza doblada mirando los pies golpear el suelo,
comenzó a llegarle un silbido menudo y libre que no
recordaba música.
Al rato preguntó casi sin dirigirse a él:
—¿Quién es el grillo que chilla?
Creyó haber hablado muy suave, porque no recibió
respuesta sino el silbido, ahora más alegre y parecido a la
brusca exaltación del canto de los pájaros.
—¡Cacique! —insinuó casi con vergüenza—. ¡Cacique!
Mucho gozo le produjo al oír el “¡ah!” del niño.
—Cómo te está gustando el nombre.
Una pausa y añadió:
—Yo me llamo Usebia.
Oyó como un eco apagado:
—Velita de sebo…
Sonrió entre sorprendida y disgustada.
—¿Cómo que te gusta poner nombres?
 
—Usted fue quien me lo puso a mí.
—Verdad es.
Iba a preguntarle si estaba contento, pero la dura costra que
la vida solitaria había acumulado sobre sus sentimientos le
hacía difícil, casi dolorosa, la expresión.
Tornó a callar y a moverse mecánicamente en una
imaginaria tarea, eludiendo los impulsos que la hacían
comunicativa y abierta. El niño recomenzó el silbido.
La luz crecía, haciendo más pesado el silencio. Hubiera
querido comenzar a hablar disparatadamente de todo
cuanto le pasaba por la cabeza, o huir de la soledad para
hallarse de nuevo consigo misma.
Soportó callada aquel vértigo interior hasta el límite de la
tortura, y cuando se sorprendió hablando ya no se sentía
ella, sino algo que fluía como la sangre de una vena rota.
—Tú vas a ver cómo todo cambiará ahora, Cacique. Ya yo no
podía aguantar más a Jesuso…
La visión del viejo oscuro, callado, seco pasó entre las
palabras. Le pareció que el muchacho había dicho
«lechuzo», y sonrió con torpeza, no sabiendo si era
resonancia de sus propias palabras.
—…No sé cómo lo he aguantado toda la vida. Siempre ha
sido malo y mentiroso.
Sin ocuparse de mí…
El sabor de la vida amarga y dura se concentraba en el
recuerdo de su hombre, cargándolo con las culpas que no
podía aceptar.
—…Ni el trabajo del campo lo sabe con tantos años. Otros
hubieran salido de abajo y nosotros para atrás y para atrás.
Y ahora este año, Cacique…
Se interrumpió suspirando y continuó con firmeza y la voz
alzada, como si quisiera que la oyese alguien más lejos:
—…No ha venido el agua. El verano se ha quedado viejo
quemándolo todo. ¡No ha caído ni una gota!
La voz cálida en el aire tórrido trajo un ansia de frescura
imperiosa, una angustia de sed. El resplandor de la colina
tostada, de las hojas secas, de la tierra agrietada, se hizo
presente como otro cuerpo y alejó las demás
preocupaciones.
Guardó silencio algún tiempo y luego concluyó con voz
dolorosa:
—Cacique, coge esa lata y baja a la quebrada a buscar agua.
Miraba a Usebia atarearse en los preparativos del almuerzo
y sentía un contento íntimo como si se preparara una
ceremonia extraordinaria, como si acaso acabara de
descubrir el carácter religioso del alimento.
Todas las cosas usuales se habían endomingado, se veían
más hermosas, parecían vivir por primera vez.
—¿Está buena la comida, Usebia? La respuesta fue tan
extraordinaria como la pregunta.
—Está buena, viejo.
El niño estaba afuera, pero su presencia llegaba hasta ellos
de un modo imperceptible y eficaz.
 
La imagen del pequeño rostro agudo y huroneante les
provocaba asociaciones de ideas nuevas. Pensaban con
ternura en objetos que antes nunca habían tenido
importancia. Alpargatitas menudas, pequeños caballos de
madera, carritos hechos con ruedas de limón, metras de
vidrio irisado.
El gozo mutuo y callado los unía y hermoseaba. También
ambos parecían acabar de conocerse, y tener sueños para la
vida venidera. Estaban hermosos hasta sus nombres y se
complacían en decirlos solamente.
—Jesuso…
—Usebia…
Ya el tiempo no era un desesperado aguardar, sino una cosa
ligera, como fuente que brotaba.
Cuando estuvo lista la mesa, el viejo se levantó, atravesó la
puerta y fue a llamar al niño que jugaba afuera, echado por
tierra, con una cerbatana.
—¡Cacique, vente a comer!
El niño no lo oía, abstraído en la contemplación del insecto
verde y fino como el nervio de una hoja. Con los ojos
pegados a la tierra, la veía crecida como si fuese de su
mismo tamaño, como un gran animal terrible y monstruoso.
La cerbatana se movía apenas, girando sobre sus patas,
entre la voz del muchacho, que canturreaba
interminablemente:
—» Cerbatana, cerbatanita, ¿de qué tamaño es tu
conuquito?»
El insecto abría acompasadamente las dos patas delanteras,
como mensurando vagamente. La cantinela continuaba
acompañando el movimiento de la cerbatana, y el niño iba
viendo cada vez más diferente e inesperado el aspecto de la
bestezuela, hasta hacerla irreconocible en su imaginación.
—Cacique, vente a comer.
Volvió la cara y se alzó con fatiga, como si regresase de un
largo viaje. Penetró tras el viejo en el rancho lleno de humo.
Usebia servía el almuerzo en platos de peltre desportillados.
En el centro de la mesa se destacaba blanco el pan de maíz,
frío y rugoso.
Contra su costumbre, que era estarse lo más del día
vagando por las siembras y laderas, Jesuso regresó al
rancho poco después del almuerzo. Cuando volvía a las
horas habituales, le era fácil repetir gestos
consuetudinarios, decir las frases acostumbradas y hallar el
sitio exacto en que su presencia aparecía como un fruto
natural de la hora, pero aquel regreso inusitado
representaba una tan formidable alteración del curso de su
vida, que entró como avergonzado y comprendió que Usebia
debía estar llena de sorpresa. Sin mirarla de frente, se fue al
chinchorro y echóse a lo largo. Oyó sin extrañeza como lo
interpelaba.
—¡Ajá! ¿Cómo que arreció la flojera?
Buscó una excusa.
—¿Y qué voy a hacer en ese cerro achicharrado?
Al rato volvió la voz de Usebia, ya dócil y con más simpatía.
—¡Tanta falta que hace el agua! Si acabara de venir un
aguacero, largo y bueno. ¡Santo Dios!
—La calor es mucha y el cielo purito. No se mira venir agua
de ningún lado.
—Peo si lloviera se podría hacer otra siembra.
—Sí, se podría.
—Y daría más plata, porque se ha secado mucho conuco.
—Sí, daría.
—Con un solo aguacero se pondría verdecita toda esa falda.
—Y con la plata podríamos comprarnos un burro, que nos
hace mucha falta. Y unos camisones para ti, Usebia.
La corriente de ternura brotó inesperadamente y con su
milagro hizo sonreír a los viejos.
—Y para ti, Jesuso, una buena cobija que no se pase.
Y casi en coro los dos:
—¿Y para Cacique?
—Lo llevaremos al pueblo para que coja lo que le guste.
La luz que entraba por la puerta del rancho se iba haciendo
tenue, difusa, oscura, como si la hora avanzase y sin
embargo no parecía haber pasado tanto tiempo desde el
almuerzo. Llegaba brisa teñida de humedad que hacía más
grato el encierro de la habitación.
Todo el medio día lo habían pasado casi en silencio,
diciendo sólo, muy de tiempo en tiempo, algunas palabras
vagas y banales por lo que secretamente y de modo basto
asomaba un estado de alma nuevo, una especie de calma, de
paz, de cansancio feliz.
—Ahorita está oscuro —dijo Usebia, mirando el color
ceniciento que llegaba a la puerta.
—Ahorita —asintió distraídamente el viejo.
E inesperadamente agregó:
—¿Y qué se ha hecho Cacique en toda la tarde?… Se habrá
quedado por el conuco jugando con los animales que
encuentra. Con cuanto bichito mira, se para y se pone a
conversar como si fuera gente.
Y más luego añadió, después de haber dejado desfilar
lentamente por su cabeza todas las imágenes que suscitaban
sus palabras dichas:
 
—…y lo voy a buscar, pues.
Alzóse del chinchorro con pereza y llegó a la puerta. Todo el
amarillo de la colina seca se había tornado en violeta bajo la
luz de gruesos nubarrones negros que cubrían el cielo. Una
brisa aguda agitaba todas las hojas tostadas y chirriantes.
—Mira, Usebia —llamó.
Vino la vieja al umbral preguntando:
—¿Cacique está allí?
—¡No! Mira el cielo negrito, negrito.
—Ya así se ha puesto otras veces y no ha sido agua.
Ella quedó enmarcada y él salió al raso, hizo hueco con las
manos y lanzó un grito lento y espacioso.
—¡Cacique! ¡Caciiiique!
La voz se fue con la brisa, mezclada al ruido de las hojas, al
hervor de mil ruidos menudos que como burbujas rodeaban
a la colina.
Jesuso comenzó a andar por la vereda más ancha del
conuco. En la primera vuelta vio de reojo a Usebia, inmóvil,
incrustada en las cuatro líneas del umbral, y la perdió
siguiendo las sinuosidades. Cruzaba un ruido de bestezuelas
veloces por la hojarasca caída y se oía el escalofriante vuelo
de las palomitas pardas sobre el ancho fondo del viento
inmenso que pasaba pesadamente. Por la luz y el aire
penetraba una frialdad de agua.
Sin sentirlo, estaba como ausente y metido por otras
veredas más torcidas y complicadas que las del conuco, más
oscuras y misteriosas. Caminaba mecánicamente,
cambiando de velocidad, deteniéndose y hallándose de
pronto parado en otro sitio.
Suavemente las cosas iban desdibujándose y haciéndose
grises y mudables, como de sustancia de agua.
A ratos parecía a Jesuso ver el cuerpecito del niño en
cuclillas entre los tallos del maíz, y llamaba rápido:
 
—Cacique —pero pronto la brisa y la sombra deshacían el
dibujo y formaban otra figura irreconocible.
Las nubes mucho más hondas y bajas aumentaban por
segundos la oscuridad.
 
Iba a media falda de la colina y ya los árboles altos parecían
columnas de humo deshaciéndose en la atmósfera oscura.
Ya no se fiaba de los ojos, porque todas las formas eran
sombras indistintas, sino que a ratos se paraba y prestaba
oído a los rumores que pasaban.
—¡Cacique!
Hervía una sustancia de murmullos, de ecos, de crujidos,
resonante y vasta.
Había distinguido clara su voz entre la zarabanda de ruidos
menudos y dispersos que arrastraba el viento.
—Cerbatana, cerbatanita…
Entre el humo vago que le llenaba la cabeza, una angustia
fría y aguda lo hostigaba acelerando sus pasos y
precipitándolo locamente. Entró en cuclillas, a ratos a
cuatro patas, hurgando febril entre los tallos de maíz, y
parándose continuamente a no oír sino su propia
respiración, que resonaba grande. Buscaba con rapidez que
crecía vertiginosamente, con ansia incontenible, casi
sintiéndose él mismo, perdido y llamado.
—¡Cacique! ¡Caciiiique!
Había ido dando vueltas entre gritos y jadeos, extraviado, y
sólo ahora advertía que iba de nuevo subiendo la colina.
Con la sombra, la velocidad de la sangre y la angustia de la
búsqueda inútil, ya no reconocía en sí mismo al manso viejo
habitual, sino un animal extraño presa de un impulso de la
naturaleza. No veía en la colina los familiares contornos,
sino como un crecimiento y una deformación inopinados
que se la hacían ajena y poblada de ruidos y movimientos
desconocidos.
El aire estaba espeso e irrespirable, el sudor le corría
copioso y él giraba y corría siempre aguijoneado por la
angustia.
—¡Cacique!
Ya era una cosa de vida o muerte hallar. Hallar algo
desmedido que saldría de aquella áspera soledad
torturadora. Su propio grito ronco parecía llamarlo hacia
mil rumbos distintos, donde algo de la noche aplastante lo
esperaba. Era agonía. Era sed. Un olor de surco recién
removido flotaba ahora a ras de tierra, olor de hoja tierna
triturada.
Ya irreconocible, como las demás formas, el rostro del niño
se deshacía en la tiniebla gruesa; ya no le miraba aspecto
humano, a ratos no le recordaba la fisonomía, ni el timbre,
no recordaba su silueta.
—¡Cacique!
Una gruesa gota fresca estalló sobre su frente sudorosa.
Alzó la cara y otra le cayó sobre los labios partidos, y otras
en las manos terrosas.
—¡Cacique!
Y otras frías en el pecho grasiento de sudor, y otras en los
ojos turbios, que se empañaron.
—¡Cacique! ¡Cacique! ¡Cacique!…
Ya el contacto fresco le acariciaba toda la piel, le adhería las
ropas, le corría por los miembros lasos.
Un gran ruido compacto se alzaba de toda la hojarasca y
ahogaba su voz. Olía profundamente a raíz, a lombriz de
tierra, a semilla germinada, a ese olor ensordecedor de la
lluvia.
Ya no reconocía su propia voz, vuelta en el eco redondo de
las gotas. Su boca callaba como saciada y parecía dormir
marchando lentamente, apretado en la lluvia, calado en ella,
acunado por su resonar profundo y basto. Ya no sabía si
regresaba. Miraba como entre lágrimas al través de los
claros flecos del agua la imagen oscura de Usebia, quieta
entre la luz del umbral.
Arturo Uslar Pietri
(Caracas, 1906 - Caracas, 2001)

EL GALLO (1949)
Treinta hombres y sus sombras
(Buenos Aires: Losada, 1949)

      —¡GUÁ! ESE COMO que es José Gabino —dijeron las gentes


al mirarlo en el recodo.
       —Sí, es. Mírenle el sombrero. Mírenle el modo de andar.
       José Gabino, con su sombrero negro, polvoriento y
deshecho, con su nariz roja, con el lío de trapos atado al palo
sobre el hombro, oyó las voces que lo alcanzaban. No volvió
la cabeza.
       Estaba esperando el grito de algún muchacho. Algún
muchacho vendría con ellos y gritaría:
       —¡José Gabino, ladrón de camino!
       Estaba como encogido, esperando. Pero no se oyó el
grito. Las voces y las gentes lo alcanzaron en el recodo.
       —Buen día, José Gabino.
       —Buen día.
       —Buen día, José Gabino.
       Era un viejo de bigotes con dos mozos. Llevaban
alpargatas nuevas y mudas de ropa planchada que brillaban
al sol. Ya lo pasaban. El viejo llevaba en el brazo un saco de
tela abultado en el fondo. José Gabino lo vio y se le animaron
los ojos.
       —¿Para dónde llevan ese gallo?
       Alejándose le contestaron:
       —Para la fiesta del Garabital. Tenemos una pelea casada
con veinte pesos.
       José Gabino sonrió con sus dientes desportillados y
oscuros. Los tres hombres adelantaban por el camino. El
camino faldeaba unos cerros de yerba sin árboles. Allá detrás
del cerro, junto a los cañaverales del río, estaba Garabital. No
se veía. Se veían los cerros y el cañaveral del río que
ondulaba por en medio de los potreros y de los tablones de
caña de azúcar.
       —Algún pataruco llevan en la busaca. Gallo fino no será.
       En su soliloquio avanzaba lentamente por el camino.
       «Yo sí sé de gallos finos. Yo sí sé cómo se coge un pollo.
Cómo se enraza. Cómo se cría. Cómo se tusa. Mi compadre
Nicanor, con aquella mano que tenía para los gallos, me lo
decía: compadre, mire, si usted se pusiera a criar gallos le
quitaba el copete a todo el mundo. Es que usted, compadre,
sabe coger un pollo. Eso se conoce hasta en el modo de ver.
En el modo de meter la mano para agarrar un gallo. Ellos
mismos saben. Cuando la mano se le acomoda bien por
delante entre el buche y las patas, se aflojan tranquilos en la
palma. Así los agarraba yo».
       Levantaba la mano vacía en el aire como soportando el
peso de un gallo y miraba hacia ella con los ojos entornados.
Por entre los dedos entreabiertos miraba el camino desnudo.
Ya los hombres habían desaparecido tras el recodo.
       Bajó la mano con desgana. Cerca del camino se alzaba
una casa de teja y de corredor. José Gabino, que se había
detenido a contemplarla, se fue acercando.
       —Algo se puede conseguir aquí. Quién quita. Como que
no hay nadie
       No se veía a nadie. La puerta que daba al corredor estaba
cerrada. Un perro, echado junto a uno de los horcones del
corredor, alzó la cabeza soñolienta y gruñó. José Gabino se
detuvo. Bajó con disimulo el palo que llevaba terciado a la
espalda. Tomó el lío de trapos en la mano izquierda y con la
derecha empuñó el palo con fuerza. El perro lo miraba sin
moverse.
       —Buen día —dijo con voz ronca.
       Esperó un rato, sin oír respuesta.
       —Buen día —volvió a clamar con voz más alta.
       Ningún ruido, ninguna voz, ninguna señal de
movimiento venía de la casa. Los ojos de José Gabino se
iluminaron, Miró al perro con cautela. Permanecía tranquilo
viéndolo. Pensó un momento y luego, sin quitar la vista del
perro, fue rodeando lentamente hacia la parte posterior de la
casa. La lisa tapia desnuda terminaba atrás en una cerca de
bambúes rota a trechos. Había árboles copudos, arbustos,
yerbas, piedras. José Gabino miraba por sobre la cerca.
Sobre unas piedras había ropa tendida. Cerca de las piedras
había una estaca. Atado a la estaca por una cuerda estaba un
gallo. Era negro con brillos dorados y manchas blancas. La
roja y descrestada cabeza picoteaba en el suelo.
Desplumados tenía el lomo y los muslos. Dos largas, finas y
curvas espuelas oscuras le sobresalían de las patas amarillas.
       —Bonito el giro —dijo.
       Tragó saliva y miró a todos lados recelosamente.
       «Mírele el corte del pico y la manera de poner la cabeza.
Seguro por el pico y ligero por la espuela. Se parece a aquel
pollo del general Portañuelo que siempre ganaba con un
golpe de zorro. A los primeros barajos se aseguraba y
mandaba las espuelas para el gañote. Y ahí mismo estaba el
otro gallo tendido en el suelo y con ese chillido».
       Se había ido acercando. El gallo, erguido, lo miraba
inquieto. Movía la cabeza roja con rápidos movimientos
cortos. Se había ido agachando junto a él. Chasqueando la
lengua hacía un ruido monótono mientras extendía la mano.
El gallo cloqueó asustado cuando lo alzó en la palma. Se
incorporó con él y lo puso a la altura de su cabeza. El sol le
brillaba en las plumas metálicas. Con su grueso pulgar sucio
y cuarteado le fue tanteando las espuelas y el pico.
       —Así se coge un pollo. ¡Ah, buen gallero hubiera sido yo!
       Detrás del sombrero negro y la nariz roja, los ojos turbios
sonreían.
       «Tú, lo que quieres, José Gabino, es comerte el gallo. Irlo
a desplumar a la orilla del río. Ponerlo a asar en un palo
sobre unas rajas de leña. Para ponerte ese hocico lustroso de
comer fino. Y después acostarte en la arena, debajo de las
cañas bravas, boca arriba a dormir. Eso es lo que tú quieres,
José Gabino».
       Sonreía y miraba al gallo alzado en su palma y
deslumbrante de color y de sol. Se pasó la lengua por los
labios resecos y por los pelos ralos de la barba. Escupió.
Volvió a ver con recelo a su alrededor. Nadie había. Todo
estaba quieto.
       Metió el gallo con cuidado en el lío de trapos. Lo tomó
con la mano izquierda. Salió cautelosamente por el boquete
de la cerca. Con lentitud pasó junto al corredor. Llevaba el
palo apretado en la mano. Allí estaba el perro echado junto al
horcón. Gruñó de nuevo al verlo, pero sin moverse.
       Se apresuró a salir al camino. Dos hombres llegaban en
ese momento.
       —¡Ah, malhaya! Ya me vieron. A lo mejor son de la casa.
Estás de mala, José Gabino; no te van a dejar comerte el
gallo con tranquilidad.
       Miró hacia los cercanos cañaverales del río con angustia.
En la mano le pesaba sólidamente el lío.
       —Buen día.
       Eran dos campesinos. Sombreros de cogollo, blusas de
liencillo rayado, uno con alpargatas y otro sin ellas.
       Ninguno lo nombró. Era un alivio. Él les miró con
disimulo las caras desconocidas. Cobrizas, lampiñas, chatas.
       «Raro que no me conozcan. No son de aquí».
       —Buen día—contestó entonces con desgano.
       Uno de los hombres llevaba una abultada mochila de
gallero. José Gabino la vio al momento.
       El hombre a su vez le miraba el lío de trapos con
insistencia.
       —Vamos para la fiesta de Chiribital. Con este pollo para
jugarlo, que no es ni malo.
       —Ajá. ¿Y no son de por aquí? —dijo José Gabino para
salir del paso.
       Lo que quería era que se acabaran de ir.
       «Cuándo se acabarán de ir, ño entrépitos. Para yo
bajarme a la costa del río a comerme mi almuerzo
completo».
       —No. Somos del otro lado. Hemos venido para la fiesta.
¿Y usted, cómo que lleva también un gallo?
       El hombre señalaba con la mano el lío colgante.
       José Gabino tosió, escupió y tartamudeó un poco.
       —Este. No. Pues, sí. Es un pollito que está encañonando.
No es como para pelearlo en la fiesta.
       Los hombres se habían detenido.
       —¿Ustedes sí deben tener un gallo fino?
       Sin hacerse rogar, el que llevaba la mochila la abrió y
asomó por la boca un pollo rechoncho, de mala figura,
aunque tusado como gallo de pelea.
     «¡Ah, gente cuando era mundo! —pensaba José Gabino
mirándolo—. A cualquier cosa llaman un gallo. Eso lo que
parece es un pato lagunero. Si yo les enseñara este gallo, ¡qué
cara pondrían! ¡Cómo se les pondrían los ojos! Pero si les
enseño se van a achantar a conversar y no me van a dejar
irme para el río. Ya debería estar prendiendo la candela».
       —Está bueno el pollo. Se ve que es nuevo. Ojalá casen
una buena pelea. Yo…
       «Mejor es que no se lo enseñes, José Gabino, porque te
vas a enredar. Pero cómo pondrían la cara los pobrecitos si
vieran ese gallo».
       —Yo, lo que pasa, es que… no voy hace tiempo a la
gallera. Siempre crío mis pollos. Pero por no dejar. Este…
       «Ya lo vas a enseñar, José Gabino, ya no aguantas las
ganas».
       —Este, por ejemplo.
       Había sacado en la mano el gallo al sol. Se encendieron
sus colores en la luz.
       Los dos campesinos lo miraron arrobados.
       —Cosa linda, sí señor.
       —¿Y usted con ese gallo no va a la fiesta? Si nosotros con
este triste pollo nos hemos echado esta caminata.
       José Gabino empezó a reír complacido. Con su rugosa
mano peinaba las plumas del gallo. Se pavoneaba. Cogió
tierra con los dedos y le limpió el pico con gestos precisos.
       —¿Quién sabe? Ya no tengo gusto en las peleas. Ya no se
ven buenos gallos. Las buenas cuerdas se han ido acabando.
Los buenos galleros ya no se encuentran. Una pila de
lambucios, mejorando lo presente, que no saben distinguir
una gallineta de un pollo fino es lo que van ahora a esas
fiestas del pueblo. No es como antes. ¡Qué va!
       Se había ido animando y encendiendo. Los dos hombres
le oían embobados.
       —Este gallo no es nada. Vieran ustedes lo que yo llamo
un gallo. Este pollón lo recogí esta mañana para llevárselo a
una comadre para sus gallinas. Yo no me extraño de que
sirva para pelearlo en el pueblo. Con los patarucos que llevan
ahora. Pero esto para mí no es gallo.
       Había vuelto a meter el ave dentro del lío. Había
empezado a caminar con los dos campesinos. Ya no pensaba
en otra cosa sino en lo que iba diciendo.
       —Y eso se los digo porque yo sí sé de gallos. ¿Ustedes
saben quién soy yo?…
       Los hombres lo oían suspensos sin decir palabra.
       —¿Quién soy yo…?
       ¿Quién iba a decir que era? José Gabino le daba vueltas
en la cabeza a los nombres de galleros que había oído
nombrar o que había conocido. Nombres. Rostros de
hombres de blusa. Gallos atados a estacas. Gallos bajo jaulas
de madera. Olor de gallinero.
       —Yo soy… yo fui… el gallero del general Portañuelo. ¿No
lo ha oído mentar? ¡Esa sí era una cuerda de gallos! Los
pollos finos se los traían de todas partes. Y el general no
cogía sino los mejores. Me parece estarlo viendo. «José —esa
es mi gracia, me decía—: si a ti no te gusta este pollo, yo no lo
cojo». Y yo lo miraba, le tanteaba las espuelas, le tanteaba el
pico, le miraba las plumas, le echaba una careada. Y el
general parado allí, viendo lo que yo iba a decir, hasta que
decía, para adentro o para afuera.
       Seguían avanzando por el camino. José Gabino, cada vez
más animado, gesticulaba y alzaba la voz. Los hombres lo
miraban con extrañeza. Aquellas ropas tan sucias y tan rotas.
Aquella cara de borracho o de enfermo. Y con aquel gallo tan
fino.
       —Imagínese usted si a mí me van a hablar de gallos.
Imagínese usted si yo tendré ilusión de coger un pollo para ir
al pueblo y jugárselo a unos desgraciados, mejorando lo
presente, que cuando apuestan veinte pesos se les sale el
corazón por la boca. Yo, por eso, no he vuelto más. Siempre
crío mis pollos, por no dejar. Se los regalo a los amigos. Esta
mañana, como les digo, cogí este, para llevárselo a la
comadre. Para que se lo eche a las gallinas.
       —Eso es lástima —aventuraba el campesino del gallo—.
Con un animal tan bueno se podría ganar plata.
       Y cuando decía estas palabras le miraba el traje a José
Gabino. José Gabino se miró a su vez aquella raída ropa que
ya no tenía color.
       —Yo no necesito plata, sabe. Aquí donde me ve no me
ahorcan por mil pesos. Lo que pasa es que cada uno tiene su
manera. A mí no me gustan las echonerías. Eso de andar
estrujándoles a los demás sus reales en la cara. Eso no es
conmigo. Pero a la hora de afrontar la plata de verdad ahí
estoy yo.
       Ya estaban llegando al recodo de la falda del cerro. Al
doblar fue apareciendo el pueblo. Los techos amarillos de
paja, los techos oscuros de teja, la blancuzca torre de la
iglesia chorreada de negro por los aguaceros. Cerca, delante
del pueblo, a la orilla del camino, se veían muchas gentes
agolpadas alrededor de un cobertizo de paja.
       —Ahí está la gallera —dijo uno de los campesinos—. ¿Por
qué no se llega hasta allá con nosotros un saltico, y puede
que se anime a jugar el gallo?
       Fue entonces cuando José Gabino se dio cuenta de dónde
estaba, y se acordó de lo que tenía pensado hacer. Iba para el
río a comerse el gallo. Ya allí había mucha gente para poder
hacerlo. Tendría que regresarse de nuevo para un lugar más
solitario.
       —¡Ah, caramba! Mire usted adónde he venido por la
habladera. Si yo para donde iba era para casa de mi comadre.
Pero es que en lo que me hablan de gallos ya estoy perdido.
Empiezo a hablar y no sé cuándo acabo.
       —No se vaya todavía. Acérquese con nosotros. Aunque
no sea nada más que a ver…
       «Vete. José Gabino, ¿qué haces tú aquí? Con quién vas a
jugar un gallo, si todo el mundo te conoce. En lo que te vean
van a saber que te lo robaste. Ahorita sale por ahí un
muchacho y pega el grito: José Gabino, ladrón de camino».
       —Entre con nosotros —insistía el hombre—. Se le puede
presentar una buena proporción y jugar su gallo. Y se vuelve
a acordar de sus buenos tiempos.
       —A eso es que le tengo miedo, ¿no ve? Yo me conozco.
Empiezo a jugar y me entusiasmo y entonces ya no sé lo que
hago. No. Mejor es que me vaya.
       Ya estaba envuelto en el vocerío de la gallera. Adentro la
algazara de voces se agitaba y pasaba como humo por entre
las cabezas apiñadas y los brazos alzados y gesticulantes.
José Gabino se había ido acercando. Con su gallo dentro del
lío, bajo el brazo. Junto a él había una boca abierta
clamorosa:
       —¡Pica mi gallo! ¡De al partir doy! ¡Pica mi gallo! ¡De al
partir doy! ¡Pica mi gallo! ¡De al partir doy!
       Otras bocas, otras voces, otros gritos, otros brazos
flotaban en aquello espeso.
       —¡Diez cuentas de a cinco!
       —¡Pago!
       —¡Diez cuentas de a cinco!
       —¡Pago!
       Eran manos estiradas con dos dedos rígidos en el aire.
Abajo como entre sombras de ramas dos gallos sangrientos
crujían y palpitaban saltando en el aire.
       —¡Gana el talisayo!
       —Gana el talisayo —le dijo José Gabino también al
hombre que estaba a su lado.
       Relampagueaban las patas pálidas sobre las pechugas
oscuras y sangrientas. José Gabino miraba detrás de dos o
tres filas de hombros.
       «Gana el talisayo. Baraja muy bien el pollo. Cada vez que
suelta las espuelas hiere. Se parece. Se parece a aquel gallo…
¿A qué gallo se va a parecer, José Gabino? A alguno que te
comiste asado en la orilla del río».
       Él también iba siguiendo con los hombros, con las
manos, con la expresión del rostro cada instante de la pelea.
A cada golpe hacía una contracción. Una contracción igual a
la del hombre que estaba a su lado y a la del que estaba
enfrente. Y un pujido que a veces se hacía grito. Y subía en el
hervor de los otros gritos.
       —¡Pica mi gallo! ¡Pica mi gallo! ¡De al partir doy!
       —Va a ganar el talisayo… No puede perder. Está más
entero que el otro. Mire cómo lo sacude cuando lo asegura
con el pico. ¡Va a ganar el talisayo! ¡Gana mi gallo!
       José Gabino grita en un paroxismo. Su brazo rígido se
sacude en el aire marcando los golpes. Ya aquel es su gallo.
Ya no ve sino aquel gallo rojo de sangre, brillante de sangre
entre el ruido de abanico cerrado de las alas. Aquel es su
gallo.
       —¡Diez cuentas de a cinco al talisayo! —grita.
       Y repite el grito cada vez con más violencia.
       —¡Diez cuentas de a cinco!
       Su grito cae sobre los otros gritos y crece con ellos. Aquel
es su gallo. Y a quien grita es a aquella cara roja y gritona que
está enfrente.
       —¡Diez cuentas de a cinco al talisayo!
       A aquella cara que está enfrente y que lo mira sin oírlo.
       —¡Diez cuentas de a cinco!
       —¡Adiós corotos! José Gabino apostando a un gallo.
       Fue como si se hubieran apagado todas las voces. Como
si lo hubieran puesto solo en medio del redondel.
       Ya no sabía lo que estaba haciendo allí, lo que estaba
diciendo.
       «José Gabino, ¿dónde te has metido? Estas perdiendo los
papeles. ¿Quién no te va a conocer? ¿Quién no va a saber
quién eres? ¿Quién va a creer que eres gallero, ni que sabes
de gallos, ni que tienes un centavo para apostarle a un gallo?
Te paran de cabeza y no te sale un centavo».
       Empezó a mirar con recelo el gentío. Escondió los ojos
debajo del sombrero y metió la cabeza en el pecho. Poco a
poco se fue zafando de la masa y de la grita. Mirando hacia el
suelo veía, por entre las piernas y las alpargatas, caminar a
aquellos zapatos rotos por donde asomaban los dedos, que
eran los suyos.
       El gallo se movió dentro del lío.
       Se iban retirando las voces.
       «Si me hubieran cogido la apuesta. Gana el talisayo. Te
hubieras fondeado, José Gabino. Diez cuentas de a cinco».
       Se iba acercando al río. Las altas espigas de las cañas
amargas se agitaban en fila.
       «Le hubieras puesto esa plata a este giro. Y hubieras
casado una pelea, una pelea de flor».
       Había sacado el gallo del lío. Pero no parecía verlo. Se
sentó cansadamente en una piedra junto a la orilla del agua.
       «La cara que hubieran puesto viendo a ese giro.
Afirmado en el pico y largando esas patas».
       Distraídamente, con un gesto mecánico, tomó el gallo
por la cabeza y lo hizo voltear rápidamente en el aire,
quebrándole el pescuezo. Aleteó en una rápida convulsión.
       —Veinte cuentas de a cinco al giro.
       Y a cada una de aquellas palabras como adormecidas,
arrancaba un puñado de plumas al gallo muerto y las iba
lanzando al aire.
       —Se te va a poner el hocico lustroso, José Gabino —dijo
sonriendo.
       Algunas plumas negras volaban lentas en el aire hasta
caer sin peso en el río.

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