LLA 113. Cuentos Venezolanos
LLA 113. Cuentos Venezolanos
LLA 113. Cuentos Venezolanos
II
¡Hace cuántos años, Dios mío! Y todavía veo la casita humilde, el —largo
corredor, el patiecillo con tiestos, al extremo una cancela de lona que hacía el
comedor, la pequeña sala donde estaba una mesa negra con una lámpara de
petróleo en cuyo tubo bailaba una horquilla. En la pared había un mapa desteñido
y en el cielo raso otro formado por las goteras. Había también dos mecedoras
desfondadas, sillas; un pequeño aparador con dos perros de yeso y la
mantequillera de vidrio que fingía una clueca echada en su nido; pero todo tan
limpio y tan viejo que dijérase surgido así mismo, en los mismos sitios desde el
comienzo de los siglos.
Al otro extremo del corrector, cerca de donde me pusieron la silla enviada de
casa desde el día antes, estaba un tinajero pintado de verde con una vasija rajada;
allí un agua cristalina en gotas musicales, largas y pausadas iba cantando la
marcha de las horas. Y no sé por qué aquella piedra de filtrar llena de yerbajos,
con su moho y su olor a tierras húmedas, me evocaba ribazos del río o rocas
avanzadas sobre las olas del mar...
Pero esa mañana no estaba yo para imaginaciones, y cuando se marchó mi
abuelita, sintiéndome solo e infeliz entre aquellos niños extraños que me
observaban con el rabillo del ojo, señalándome; ante la fisonomía delgadísima de
labios descoloridos y nariz cuyo lóbulo era casi transparente, de la Señorita, me
eché a llorar. Vino a consolarme, y mi desesperación fue mayor al sentir en la
mejilla un beso helado como una rana.
Aquella mañana de «niño nuevo» me mostró el reverso de cuanto había sido
ilusorias visiones de sapiencia... Así que, en la tarde, al volver para la escuela, a
rastras casi de la criada, llevaba los párpados enrojecidos de llorar, dos soberbias
nalgadas de mi tía y el bulto en banderola con la pizarra y los lápices el virginal
Mandevil tamborileando dentro de un modo acompasado y burlón.
III
Luego tomé amor a mi escuela y a mis condiscípulos: tres chiquillas feúcas,
de pelito azafranado y medias listadas, un gordinflón que se hurgaba la nariz y
nos punzaba con el agudo lápiz de pizarra; otro niño flaco, triste, ojerudo, con un
pañuelo y unas hojas siempre al cuello y oliendo a aceite; y Martica, la hija del
Letrero de enfrente que era alemán. Siete u ocho a lo sumo: las tres hermanas se
llamaban las Rizar, el gordinflón José Antonio, Totón, y el niño flaco que —
murió a poco, ya no recuerdo cómo se llamaba. Sé que murió porque una tarde
dejó de ir, y dos semanas después no hubo escuela.
La Señorita tenía un hermano hombre, un hermano con el cual nos
amenazaba cuando dábamos mucho que hacer o estallaba una de esas extrañas
rebeldías infantiles que delatan a la eterna fiera.
- ¡Sigue!, ¡sigue rompiendo la pizarra, malcriado, que ya viene por ahí
Ramón María!
Nos quedábamos suspensos, acobardados, pensando en aquel terrible Ramón
María que podía llegar de un momento a otro... Ese día, con más angustia que
nunca, veíamosle entrar tambaleante como siempre, oloroso a reverbero, los ojos
aguados, la nariz de tomate y un paltó dril verdegay.
Sentíamos miedo y admiración hacia aquel hombre cuya evocación sola
calmaba las tormentas escolares y al que la Señorita, toda tímida y confusa,
llevaba del brazo hasta su cuarto, tratando de acallar unas palabrotas que nosotros
aprendíamos y nos las endosábamos unos a los otros por debajo del Mandevil.
- ¡Los voy a acusar con la Señorita! -protestaba casi con un chillido Marta, la
más resuelta de las hembras.
-La Señorita y tú... -y la interjección fea, inconsciente y graciosísima, saltaba
de aquí para allá como una pelota, hasta dar en los propios oídos de la Señorita.
Ese era día de estar alguno en la sala, de rodillas sobre el enladrillado, el
libro en las manos, y las orejas como dos zanahorias.
-Niño, ¿por qué dice eso tan horrible? -me reprendía afectando una severidad
que desmentía la dulzura gris de su mirada.
- ¡Porque yo soy hombre como el señor Ramón María!
Y contestaba, confusa, a mi atrevimiento:
-Eso lo dice él cuando está «enfermo».
IV
A pesar de todo, llegué a ser el predilecto. Era en vano que a cada instante se
alzase una vocecilla:
- ¡Señorita, aquí «el niño nuevo» me echó tinta en un ojo!
-Señorita, que «el niño nuevo» me está buscando pleito.
A veces era un chillido estridente seguido de tres o cuatro mojicones:
- ¡Aquí...!
Venía la reprimenda, el castigo; y luego más suave que nunca, aquella mano
larga, pálida, casi transparente de la solterona me iba enseñando con una santa
paciencia a conocer las letras que yo distinguía por un método especial: la A, el
hombre con las piernas abiertas y evocaba mentalmente al señor Ramón María
cuando entraba «enfermo» de la calle-; la O, al señor gordo -pensaba en el papá
de Totón-; la Y griega una horqueta -como la de la china que tenía oculta-; la I
latina, la mujer flaca -y se me ocurría de un modo irremediable la figura alta y
desmirriada de la Señorita... Así conocí la Ñ, un tren con su penacho de humo; la
P, el hombre con el fardo; y la & el tullido que mendigaba los domingos a la
puerta de la iglesia.
Comuniqué a los otros mis mejoras al método de saber las letras, y Marta -
¡como siempre! - me denunció:
- ¡Señorita, «el niño nuevo» dice que usted es la I latina!
Me miró gravemente y dijo sin ira, sin reproche siquiera, con una amargura
temblorosa en la voz, queriendo hacer sonrisa la mueca de sus labios
descoloridos:
- ¡Sí la I latina es la más desgraciada de las letras... puede ser!
Yo estaba avergonzado; tenía ganas de llorar. Desde ese día cada vez que
pasaba el puntero sobre aquella letra, sin saber por qué, me invadía un oscuro
remordimiento.
V
Una tarde a las dos, el señor Ramón María entró más «enfermo» que de
costumbre, con el saco sucio de la cal de las paredes. Cuando ella fue a tomarle
del brazo, recibió un empellón yendo a golpear con la frente un ángulo del
tinajero. Echamos a reír; y ella, sin hacernos caso, siguió detrás con la mano en la
cabeza... Todavía reíamos, cuando una de las niñas, que se había inclinado a
palpar una mancha oscura en los ladrillos, alzó el dedito teñido de rojo:
-Miren, miren: ¡le sacó sangre!
Quedamos de pronto serios, muy pálidos, con los ojos muy abiertos.
Yo lo referí en casa y me prohibieron, severamente, que lo repitiese. Pero
días después, visitando la escuela el señor inspector, un viejecito pulcro, vestido
de negro, le preguntó delante de nosotros al verle la sien vendada:
- ¿Como que sufrió algún golpe, hija?
Vivamente, con un rubor débil como la llama de una vela, repuso azorada:
-No señor, que me tropecé...
-Mentira, señor inspector, mentira -protesté rebelándome de un modo brusco,
instintivo, ante aquel angustioso disimulé- fue su hermano, el señor Ramón
María que la empujó, así... contra la pared... -y expresivamente le pegué un
empujón formidable al anciano.
-Sí, niño, si ya sé... -masculló trastumbándose.
Dijo luego algo más entre dientes; estuvo unos instantes y se marchó.
Ella me llevó entonces consigo hasta su cuarto; creí que iba a castigarme,
pero me sentó en sus piernas y me cubrió de besos; de besos fríos y tenaces, de
caricias maternales que parecían haber dormido mucho tiempo en la red de sus
nervios, mientras que yo, cohibido, sentía que al par de la frialdad de sus besos y
del helado acariciar de sus manos, gotas de llanto, cálidas, pesadas, me caían
sobre el cuello. Alcé el rostro y nunca podré olvidar aquella expresión dolorosa
que alargaba los grises ojos llenos de lágrimas y formaba en la enflaquecida
garganta un nudo angustioso.
VI
Pasaron dos semanas, y el señor Ramón María no volvió a la casa. Otras
veces estas ausencias eran breves, cuando él estaba «en chirona», según nos
informaba Tomasa, única criada de la Señorita que cuando ésta salía a gestionar
que le soltasen, quedábase dando la escuela y echándonos cuentos maravillosos
del pájaro de los siete colores, de la princesa Blanca-flor o las tretas siempre
renovadas y frescas que le jugaba tío conejo a tío tigre.
Pero esta vez la Señorita no salió; una grave preocupación distraíala en mitad
de las lecciones. Luego estuvo fuera dos o tres veces; la criada nos dijo que había
ido a casa de un abogado porque el señor Ramón María se había propuesto
vender la casa.
Al regreso, pálida, fatigada, quejábase la Señorita de dolor de cabeza;
suspendía las lecciones, permaneciendo absorta largos espacios, con la mirada
perdida en una niebla de lágrimas... Después hacía un gesto brusco, abría el libro
en sus rodillas y comenzaba a señalar la lectura con una voz donde parecían
gemir todas las resignaciones de este mundo: -vamos, niño: «Jorge tenía un
hacha...».
VII
Hace quince días que no hay escuela. La Señorita está muy enferma. De casa
han estado allá dos o tres veces. Ayer tarde oí decir a mi abuela que no le gustaba
nada esa tos...
No sé de quién hablaban.
VIII
La Señorita murió esta mañana a las seis...
IX
Me han vestido de negro y mi abuelita me ha llevado a la casa mortuoria.
Apenas la reconozco: en la repisa no están ni la gallina ni los perros de yeso; el
mapa de la pared tiene atravesada una cinta negra; hay muchas sillas y mucha
gente de duelo que rezonga y fuma. La sala llena de vecinas rezando. En un
rincón estamos todos los discípulos, sin cuchichear, muy serios, con esa inocente
tristeza que tienen los niños enlutados. Desde allí vemos, en el centro de la salita,
una urna estrecha, blanca y larguísima que es como la Señorita y donde está ella
metida. Yo me la figuro con terror: el Mandevil abierto, enseñándome con el
dedo amarillo, la I, la I latina precisamente.
A ratos, el señor Ramón María que recibe los pésames al extremo del
corredor y que en vez del saco dril verdegay luce una chupa de un negro
azufroso, va a su cuarto y vuelve. Se sienta suspirando con el bigote lleno de
gotitas. Sin duda ha llorado mucho porque tiene los ojos más lacrimosos que
nunca y la nariz encendida, amoratada.
De tiempo en tiempo se suena y dice en alta voz:
- ¡Está como dormida!
X
Después del entierro, esa noche, he tenido miedo. No he querido irme a
dormir. La abuelita ha tratado de distraerme contando lindas historietas de su
juventud. Pero la idea de la muerte está clavada, tenazmente, en mi cerebro. De
pronto la interrumpo para preguntarle:
- ¿Sufrirá también ahora?
-No -responde, comprendiendo de quién le hablo- ¡la Señorita no sufre
ahora!
Y poniendo en mí aquellos ojos de paloma, aquel dulce mirar inolvidable,
añade:
¡Bienaventurados los mansos y humildes de corazón porque ellos verán a
Dios!...
La mista
Al «maestro desconocido”
I
Don Epaminondas Heredia nació en uno de los Tiznados —San José o San
Francisco—. Todavía hacia el ochenta y tantos se podía nacer allí. A esta
fecha la gente ha emigrado, o está muerta. De los poblados ribereños, el sitio:
casas caídas; plazoletas enyerbadas con el zócalo de algún busto de héroe que
se decretó y no llegó a fundirse; las barrancas rojizas, el ancho río con sus
rebalses patinados por los mosquitos que de día danzan y de noche inyectan
malaria.
—¡Para lo que hay que cocinar! —dijo, viendo el agua metérsele por el corral.
—¿Y qué hace usted con todo lo que sabe? ¡Pa’ morirse de hambre no es
menester saber eso!
Su mujer, la buena Ana Tomasa Romero, de “los Romero” del Paso Sanchero,
fecundísima y demostrándolo aún bajo el fustán, clamaba esa tarde con las
manos en la cabeza:
—Prefiero todo, Tomasita, todo, a escuchar disparates y que se abuse del buen
decir.
—¿El buen decir? ¿Vamos a pagar la casa con el buen decir, y a comprarle
alpargatas a Antenor Segundo y a ver cómo míster Blau nos da otro frasco de
“lamedor” para Cristina Augusta, que con esa tos se nos está quedando en los
puros huesos?
II
La casuca —seis pesos de alquiler— tenía sala, cuarto de dormir, un socavón
que debió ser baño —falto de pago hacía tres meses, el servicio de agua fue
cortado e iban a buscarla los chicos a la quebrada vecina por cubos…—. En la
salita quedaba un pizarrón roto, un viejo mapa de Venezuela con el autógrafo
de Guzmán Blanco “ilustre americano”, dos sillas y la media de otra, el
“chinchorro” conyugal, vasto nido de cuerdas con almohadas e hilachas
colgando, algún incierto comodín al que faltaba una gaveta. Con un cancel
dividíase la pieza en dos para que tres niñas, de cuatro a nueve años durmieran
en camastro y medio. Otras tres, en lo que fue baño; y los dos varones,
Antenor Segundo y Paminonditas, se acomodaban por ahí, en el tinglado.
Único lujo, aquel viejísimo retrato del comandante Antenor Heredia, muerto
en la rota de Coplé, con sable y patillas, vago creyón entre inciertos trazos de
humedad que le daban al fondo un ambiente de torbellino de batalla o de culo
de escudilla mal lavada.
Era todo lo que rodeaba a aquel hombre cincuentón, menudo, con antiparras
montadas en cobre, camisa muy limpia de cuello duro, botas coloraduzcas,
ropilla tenue en un paño amarillento que iba adquiriendo tonos de esmalte
antiguo.
—¡Y yo que soy la que cocino, la que lavo, la que aplancho, la que paro!
En aquella existencia, “la mixta” era una frase mágica. Las chiquillas
mayores, que la habían entrevisto en forma de zapaticos nuevos, muñecas de
verdad, ¡hasta golosinas!, decíanle a los más chicos:
—¡No llores, que cuando papá tenga “la mista” tú vas a ver…!
Y a los nenes, que se retorcían con la dentición y con los cólicos de hambre,
que son peores que los de hartura; o a los grandes, cuando carecían de
alpargatas, se les solía consolar:
—¡Y este otro, este, pobrecito que viene antes de que llegue la fulana mista,
nacerá en hamaca!
III
Pero no nació. El pobrecillo creyó que aumentaba la ya numerosa hueste del
pobre Heredia. Le lloraron como si con el muertecito no les librara la suerte
de un pedazo de miseria sobrante. Dolor de verse arrancar la escara de una
úlcera que así y todo ya es cosa propia…
Ante esta “desgracia terrible” de que se perdiera una boca donde nueve iban
ayunando, don Epaminondas protestó:
—¡Carrizo! ¡Lo que es el otro hijo que venga no se me muere por falta de
recursos!
Ella lo miraba, alejada, desde el fondo de la hamaca, con la ojeras hasta las
orejas.
Y él, triunfante:
—¿La mista?
—¡Sí: le voy a escribir al general Castro!
—¿Al presidente?
—¡Al Restaurador en persona! Hay que olvidar las pasiones políticas… Los
venezolanos debemos ser unidos… Bolívar mismo nos lo ordenó… Yo fui
consecuente con el otro gobierno y… ¡ya ves!, por renunciar “la mixta”.
IV
“La mixta” fue una escuela que un vago pariente de Heredia le había obtenido,
años atrás, durante la Administración Andrade. “El plantel” —que así
ordenara a los chicos llamarle— estaba en una casa grande, del Gobierno, con
agua pagada. Podía vivir, al fondo, la familia. ¡Llegó a inscribir hasta setenta
alumnos! ¡Y sesenta “venezolanos” de sueldo, sesenta y pico de pesos
macuquinos que se le pagaban con relativa puntualidad! Una tablilla a la
puerta, que él sacudía al entrar o salir con su pañuelo, rezaba: “Escuela
Federal Mixta núm. 29”. Hubo exámenes lucidísimos. Él hablaba en sus notas
a los superintendentes oficiales en el tono digno y pediátrico de su magisterio:
“…aunque algunas goteras que afean el salón del recibo de este plantel no han
sido reparadas, los cursos ordinarios y los extraordinarios —geografía
universal y elementos de higiene— fueron altamente satisfactorios, etc…”.
V
Temblando echó aquella carta al correo. Pasaron días. Pasaron semanas.
Pasaron hambre.
—Compadre, usted se imagina que una carta que llega a Miraflores… Eso
tiene sus trámites; y además, el General Castro me conoce y me está probando
a ver si yo me violento como cuando le renuncié “la mixta”.
—¡Qué va; esa la echaron al canasto sin verle ni la firma…! ¡En este país, pa’
pedir argo y que le atiendan a uno, tiene que ser General!
Compungido, protestaba:
—No, Pancho, no; el poder civil tiene sus fueros… El apostolado de la
instrucción sus derechos…
—Cu… nada…, tonta. Es que como yo hago la rúbrica como una Q allá
creyeron… “Y al acusarle recibo de su apreciable carta le es grato informarle
que toma nota de sus justas aspiraciones. Miraflores, etc.”.
Pero su mujer, releyendo la cartulina, con los ojos empañados por la emoción,
se plantó de repente, resuelta.
—El jueves llega el General Castro. Viene a pasarse unos días en Valencia.
Lo dice la prensa.
Los niños, de días antes, soñaban con aquello. En las noches calurosas, entre
dos accesos de aquella tos asesina, Cristina Augusta apuntaba el dedito al
espacio:
En la turquesa velada del cielo, todo el Carro de repartir estrellas las había
dejado caer sobre la ciudad muerta. Y el bólido, como chorro de polvo de su
compuerta, iba trazando un caminito de hormigas luminosas que se perdía y se
borraba luego allá, donde los cerros sacan la cabeza por sobre los jabillales del
río:
VII
Con mil sacrificios, acepillando el viejísimo palto levita de su boda, la chistera
abollada, a fuerza de mentiras y de exageraciones, mostrando la tarjeta,
haciéndole notar al zapatero lo de “su estimado amigo” y el significativo “le
es grato informarle”, extrajo al fin, fiados, un par de botines de esos que en los
saldos que se quedan les llaman “maulas” los del oficio. Hasta la noche antes,
a las doce, Tomasita aplanchábale la mejor camisa de las dos que aún tenía.
Desde días antes los chicos soñaban despiertos y dormidos con aquello.
Comerían golosinas sin tener que pegarle de paso la lengua a las vidrieras de
las confiterías. Irían a pasear en tranvía y, como les pondrían el agua, se
evitarían el viaje a la quebrada con tanto barro y la lata que pesa tanto… Hasta
los traviesos sabían ya el poder moderador que en los pueblos y en los niños
tienen las ilusiones:
“La mixta” tardaba. Pero Castro llegó. De repente, en un tren expreso, entre
un tropel de gendarmes y de señores enlevitados que daban carreras y voces; y
circulando, huidizo, por entre el humo de los cohetes y las corcheas de los
estrombones, don Epaminondas, en un grupo que los de la policía aculaba a
empellones, sacudió triunfalmente un pañuelo gritando sin que le oyesen:
—¡Vivaaa!
VIII
Tres largos días estuvo allí de paso el presidente, alojado en casa amiga. Gran
casaquinta al fondo de un jardín lleno de palmas tropicales y de diosas de
cemento romano… Entre el vasto grupo de curiosos que se apretujaban frente
a la verja, la cabeza despeinada de don Epaminondas surgía a ratos, como un
coco flotando en una “creciente”, haciendo visajes desesperados para llamar la
atención a algunos conocidos que entraban o salían y defendiendo
enérgicamente su sombrero de copa de nuevas abolladuras:
—¡Vamos, vamos, vamos! ¡Pa’ arriba o pa’ abajo, o le echo plan para que no
moleste tanto!
***
—————————————
Autor: José Rafael Pocaterra. Título: Cuentos
grotescos. Editorial: Caobo. Venta: Amazon.
Pero, después, hubo sorpresas. La ciudad seguía ensanchándose, año tras año, y por
todas partes se buscaba ahora, como el más preciado bien, cualquier sobrante de terreno
aún disponible, para aprovecharlo y negociarlo; hasta los olvidados camposantos de otro
tiempo, eran arrasados, excavados y abolidos, para dar asiento a modernas
construcciones. Una noche llegaron, en doliente caravana, los muertos que habían sido
arrojados de otro distante cementerio (en donde una compañía comenzaba a levantar sus
imponentes bloques), y pidieron sitio y descansos a sus hermanos; estos refunfuñaron;
pero les dieron puesto, al cabo, estrechándose un poco, y juntos durmieron todos
nuevamente. Pero más tarde aún, cuando fueron arregladas las calles adyacentes, el
camposanto vino a quedar mucho más elevado que el nivel de la calzada, de modo que
desde la calle podía verse un abrupto y rojizo talud, y sobre éste, la vieja tapia del
cementerio, coronada por el follaje de los árboles y las enredaderas; brotaban éstas,
igualmente, por entre el carcomido resquicio del portón, y por todos lados alargaban sus
brazos y sus ganchos y zarcillos, dispuestos a agarrarse de lo primero que encontraron
para sostenerse y extenderse más aún.
Pronto pasaron por allí cerca de los autobuses y los camiones, y esto empezó a molestar
mucho más a los muertos, sobre todo a los que estaban enterrados del lado del barranco
que lindaba con la calle. La tierra se estremecía, trepidaba y los removía en sus fosas,
cada vez que una de aquellas máquinas pasaba. Ellos se daban vuelta, se tapaban los
oídos, se acomodaban lo mejor que podían. Pero el poderoso y confuso rumor de la
ciudad vino, al fin, a sacarlos de aquel inquieto sueño intermitente; empezaron, entre
ellos, a cambiar misteriosas señales subterráneas, y una noche, previo acuerdo
probablemente, salieron varios muertos de sus tumbas, y acordaron ir en busca del
Celador del cementerio para exponerles sus quejas. A poco andar, no sin sorpresa,
descubrieron que ya no había ni celador, ni capilla, ni nada que se les pareciera. El
camposanto había sido clausurado —esto era evidente— desde incontables años atrás, y
nadie del mundo de los vivos entraba nunca allí…
—Esto ha cambiado mucho, mucho… —dijo uno de los difuntos, echando un vistazo en
derredor—. Recuerdo muy bien que, cuando a mí me trajeron a enterrar, quedé
materialmente cubierto de rosas, azucenas y jazmines del cabo; no veo ahora ninguna de
estas flores por aquí, sólo paja; paja y verdolaga, en significantes florecillas, de esas que
no tienen nombre alguno…
—Mi tumba— dijo otro —era un riente jardín; mil flores lo adornaban; daba gusto
sentarse ahí debajo. No podía yo verlas ni deleitarme con sus aromas y sus colores;
pero, en cambio, pasé años y años entretenido, viendo desarrollarse y avanzar las mil y
mil raíces que crecían junto a mi fosa. Nada hay tan interesante y apropiado para un
buen observador subterráneo; el crecimiento, el forcejeo, los juegos y las luchas de las
raíces entre sí; sus tácticas y astucias, constituyen el más apasionante espectáculo que
puede contemplarse bajo el haz de la tierra.
Casi un siglo he pasado yo observándolo y no me parece más que cortos minutos. Pero
ocurrió, finalmente, algo tremendo… Una enorme raíz, un verdadero gigante
subterráneo, que desde hacía unos setenta años se acercaba a paso lento y cauteloso,
acabó por llenar completamente el sitio, desalojando y empujando a todas las demás
raíces, grandes o pequeñas. Yo mismo me vi casi tapiado y comprimido por este
horrible monstruo del subsuelo…
Se pusieron a mirar entre las cruces, casi todas caídas, torcidas o medio hundidas en la
tierra. De pronto, descubrieron bajo un oscuro ciprés lo que buscaban, y acercándose
bastante, pudieron leer, a la luz de sus propias cuencas vacías – aunque
dificultosamente, a la verdad -, el borroso epitafio del antiguo celador del camposanto.
Tocaron, discretamente, en la losa. Dieron luego fuertes golpes en el suelo, con los
puños cerrados. Como nadie respondió tampoco, dobló el espinazo uno de los presentes
y acercando el hueco de la boca al hueco de una de las grietas del terreno, lanzó por allí
insistentes llamadas en voz alta.
—¡Claro! —le replicó, sin más tardar, un amargado esqueleto allí presente—. ¡Claro! Si
tú estás instalado en una tumba de las mejores; en la más seca y tranquila de todo el
cementerio, y si no fuera por el barranco…
—Nos dará algo para dormir, tal vez —insinuó una voz.
—Pues… por allí —dijo entonces el señor Pompilio, señalando con el descarnado dedo
—. Pero… ¿qué razón habría para llamarle en tan altas horas como éstas? Nadie parece
enfermo grave aquí…
—¡Yo! —proclamó ruidosamente, sin mayor preámbulo, otro de los del grupo, a tiempo
que se echaba al suelo, como atacado por fulminante enfermedad, a la entrada de un
panteón semiderruido—. Díganle que estoy a la puerta del sepulcro…del sepulcro de la
Familia Torreitía —completó, leyendo desde el suelo la inscripción del mausoleo.
A poco llegaba ya el doctor. Miró con fijeza al paciente y allí mismo procedió al
reconocimiento y examen.
—Respire.
—Otra vez.
—Pero ¡doctor! ¡Si yo me hice el enfermo sólo como pretexto para poder llamarle a
usted a estas horas! Y no siento nada, absolutamente nada; sólo el insomnio causado
por…
—¿No siente nada? ¡Pudiera ser! —dijo el doctor—. Pero usted presenta síntomas…
síntomas alarmantes… síntomas inequívocos… en una palabra, ¡síntomas de vida!
—¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer, doctor? —suplicaba, al mismo tiempo, por su
parte, el asustado esqueleto, que parecía palidecido, más aún, súbitamente.
—Por lo pronto —dijo el doctor—, meterse en un fosito. Quedarse quietecito. Pero ¡no
tema! —añadió dándole ánimos—. Pudiera ser que yo… la ciencia… el tratamiento ¡Ya
veremos!
—Este cálido vaho… Este efluvio falaz… Esta hipócrita noche… —murmuraba,
extrañamente, el buen doctor, como hablando, ahora, sólo para sí mismo, oteando en
torno suyo.
—¡Hum…!
Pero se oyó en aquel instante otra voz, un susurro, más bien, que parecía venir de muy
cerca, a la vez que de muy lejos:
—Doctor… doctor…
Desde el fondo de la tierra, llegaba hasta su oído algo así como la última, débil,
resonancia de una remota y juvenil voz de mujer.
Cuando volvió a reunirse con el grupo, la luna había hecho su aparición entre las nubes;
flotaba dulcemente en el espacio. Ligeras ráfagas de brisa acariciaban el follaje de las
ceibas y los mangos. Confundido tal vez por el intenso resplandor de la luna —o en
sueños, quizás—, un pájaro llamaba, piando, por momentos, como al despuntar del día,
desde algún hueco del muro. Nuevas hojas brillaban, húmedas y relucientes, en los
enormes brazos de una ceiba. Otra ceiba, al lado, aparecía cubierta, toda ella de
blancuzcas flores, compactas y apretujadas entre sí, que exhalaban un acre y penetrante
aroma. Lanzando sus silbidos, revoloteaban, en torno, los murciélagos, como alrededor
de una inmensa golosina; se detenían en el aire, en suspenso ante las flores: libaban en
los cálices. De todos lados a la vez llegaba el chirrido de los grillos. Y las
insignificantes florecillas silvestres y rastreras —esas que no tienen nombre alguno, ni
fragancia ni esplendores—, por todas partes recubrían, piadosamente, sin embargo, la
tierra del camposanto. Nadie fijaba en ellas la mirada, pero el médico sí las veía; como
también veía los mil tupidos brotes de hojas tiernas; como escuchaba el canto de los
grillos, o sentía el vivo perfume de la tierra; y de los árboles…
—Ja…ja… —rió el amargado esqueleto que ya antes había hablado alguna vez—. Eso
quisiera yo también, ¡cómo no! Estar bien al abrigo, y al seguro, bajo tierra, con mi
buena lápida encima, por tan feo tiempo como el de esta noche… Horrible tiempo de
primavera, con pimpollos, nidos, luna, brisas, fragancias, cuchicheos… un tiempo como
para estarse uno encerrado, allá abajo, quieto y serio… ¡Pero a cada momento estoy
temiendo que se desmoronen el barranco en donde estoy y vayan a parar mis pobres
huesos quién sabe dónde!
—Cuando me contaba entre los vivos —volvió a decir el médico, siguiendo el hilo de
sus pensamientos—. Cuando me contaba entre los vivos, y era médico entre ellos, ¡qué
vano y quimérico trabajo, el de luchar contra la muerte! A veces, el desaliento me
invadía, y no aspiraba ya entonces más que a la muerte misma, para lograr al fin la
certidumbre que nunca hallaba en la existencia… Y ahora —añadió, con una como vaga
o dolorosa turbación en la voz—, ahora soy el médico de los muertos…estoy muerto yo
mismo… y bastante sé ya, después de todo, sobre este incurable mal que nos acosa,
noche y día, bajo la aparente quietud del camposanto… esta implacable e invencible
vida, que por todas partes recomienza, a cada instante —fuera y dentro de nosotros—,
su trabajo de zapa interminable… ¡Alucinante morbo! ¡Espeluznante enfermedad!
Echó a andar, por entre las cruces y las losas —o por lo que de ellas aún quedaba aquí o
allá—, y fue a hundirse, blandamente, en aquel mismo punto del ciprés, que era lo suyo.
Pudo escucharse con cuánto cuidado y precauciones se encerraba, procurando tapar toda
grieta o hendija por donde filtrara algo, todavía, hasta allá abajo, del soplo de la brisa o
de la magnificencia de la noche, o del suave e insistente llamar desde su nido, del pájaro
engañosamente despertado por el claror de la luna. Sacando uno de sus brazos por un
restante agujero aún abierto, acomodó mejor, sobre sí, la mohosa lápida, cual sábana o
cobija, y cerró finalmente desde adentro, esta última abertura al exterior. Junto al
nombre desvaído, había unas cifras ya borrosas, unas cifras que habían sido doradas, en
su tiempo, y que lo mismo podían ahora significar las fechas del nacimiento y de la
muerte del doctor, que las nocturnas horas de consultas del médico… ¡Del Médico de
los Muertos!
Era ya muy tarde, y los mil ruidos que venían de la ciudad habían cesado por completo.
De modo que los muertos se olvidaron del motivo mismo de su salida, y todos imitaron
el ejemplo del doctor. ¡Volvieron los difuntos a sus cruces, así como retornan, a cierta
hora, a sus olivos los mochuelos! Y la paz volvió a reinar, por el momento, en el
pequeño camposanto abandonado. La luna seguía su curso por el cielo. Los grillos
cantaban con pasión. Brillaban los cocuyos. A ratos, como una ráfaga del mundo, un
murciélago hendía el aire. Y poco a poco iban cayendo, como pesadas gotas de algún
licor capitoso, las pequeñas flores blancuzcas y viscosas de concentrado y denso aroma
embriagador; blanqueaban en el suelo, al pie del árbol, a la luz de la luna, como
huesecillos esparcidos… Ya los muertos reposaban y dormían nuevamente, cada uno en
su sitio, cada cual, bajo su lápida o su túmulo, o bajo su montículo y sus piedras…
¡Engañosas apariencias, sí!
¡Efímero intermedio!
Cuento de Arturo Uslar
Pietri: La lluvia
Cuento de Arturo Uslar Pietri: La lluvia
La luz de la luna entraba por todas las rendijas del rancho y
el ruido del viento en el maizal, compacto y menudo como la
lluvia. En la sombra acuchillada de láminas claras oscilaba
el chinchorro lento del viejo zambo; acompasadamente
chirriaba la atadura de la cuerda sobre la madera y se oía la
respiración corta y silbosa de la mujer que estaba echada
sobre el catre del rincón.
La patina dura del aire sobre las hojas secas del maíz y de
los árboles sonaba cada vez más a lluvia, poniendo un eco
húmedo en el ambiente terroso y sólido. Se oía en lo hondo,
como bajo piedra, el latido de la sangre girando
ansiosamente.
La mujer sudorosa e insomne prestó oído, entreabrió los
ojos, trató de adivinar por las rayas luminosas, atisbó un
momento, miró el chinchorro, quieto y pesado, y llamó con
voz agria:
—¡Jesuso!
Calmó la voz esperando respuesta y entretanto comentó
alzadamente.
—Duerme como un palo. Para nada sirve. Si vive como si
estuviera muerto…
El dormido salió a la vida con la llamada, desperezóse y
preguntó con voz cansina:
—¿Qué pasa, Usebia? ¿Qué escándalo es ese? ¡Ni de noche
puedes dejar en paz a la gente!
—Cállate, Jesuso y oye.
—¿Qué?
—Está lloviendo, lloviendo, ¡Jesuso! y no lo oyes. ¡Hasta
sordo te has puesto!
Con esfuerzo, malhumorado, el viejo se incorporó, corrió a
la puerta, la abrió violentamente y recibió en la cara y en el
cuerpo medio desnudo la plateadura de la luna llena y el
soplo ardiente que subía por la ladera del conuco agitando
las sombras. Lucían todas las estrellas.
Alargó hacia la intemperie la mano abierta, sin sentir una
gota. Dejó caer la mano, aflojó los músculos y recostóse en
el marco de la puerta.
—¿Ves, vieja loca, tu aguacero? Ganas de trabajar la
paciencia. La mujer quedóse con los ojos fijos mirando la
gran claridad que entraba por la puerta. Una rápida gota de
sudor le cosquilleó en la mejilla. El vaho cálido inundaba el
recinto. Jesús tornó a cerrar, caminó suavemente hasta el
chinchorro, estiróse y se volvió a oír el crujido de la madera
en la mecida. Una mano colgaba hasta el suelo resbalando
sobre la tierra del piso.
La tierra estaba seca como una piel áspera, seca hasta en el
extremo de las raíces, ya como huesos; se sentía flotar sobre
ella una fiebre de sed, un jadeo, que torturaba los hombres.
Las nubes oscuras como sombras de árbol se habían ido, se
habían perdido tras de los últimos cerros más altos, se
habían ido como el sueño, como el reposo. El día era
ardiente. La noche era ardiente, encendida de luces fijas y
metálicas. En los cerros y los valles pelados, llenos de
grietas como bocas, los hombres se consumían torpes,
obsesionados por el fantasma pulido del agua, mirando
señales, escudriñando anuncios…
Sobre los valles y los cerros, en cada rancho, pasaban y
repasaban las mismas palabras.
—Cantó el carrao. Va a llover…
—¡No lloverá! Se la daban como santo y seña de la angustia.
—Ventó del abra. Va a llover…
—¡No lloverá!
Se lo repetían como para fortalecerse en la espera infinita.
—Se callaron las chicharras. Va a llover…
—¡No lloverá!
La luz y el sol eran de cal cegadora y asfixiante.
—Si no llueve, Jesuso, ¿qué va a pasar?
Miró la sombra que se agitaba fatigosa sobre el catre,
comprendió su intención de multiplicar el sufrimiento con
las palabras, quiso hablar, pero la somnolencia le tenía
tomado el cuerpo, cerró los ojos y se sintió entrando al
sueño.
Con la primera luz de la mañana Jesuso salió al conuco y
comenzó a recorrerlo a paso lento. Bajo sus pies descalzos
crujían las hojas vidriosas. Miraba a ambos lados las largas
hileras del maizal amarillas y tostadas, los escasos árboles
desnudos y en lo alto de la colina, verde profundo, un cactus
vertical. A ratos deteníase, tomaba en la mano una vaina de
frejol reseca y triturábala con lentitud haciendo saltar por
entre los dedos los granos rugosos y malogrados. A medida
que subía el sol, la sensación y el color de aridez eran
mayores. No se veía nube en el cielo de un azul llama.
Jesuso, como todos los días, iba, sin objeto, porque la
siembra estaba ya perdida, recorriendo las veredas del
conuco, en parte por inconsciente costumbre, en parte por
descansar de la hostil murmuración de Usebia.
Todo lo que se dominaba del paisaje, desde la colina, era
una sola variedad de amarillo sediento sobre valles
estrechos y cerros calvos, en cuyo flanco una mancha de
polvo calcáreo señalaba el camino.
No se observaba ningún movimiento de vida, el viento
quieto, la luz fulgurante. Apenas la sombra si se iba
empequeñeciendo. Parecía aguardarse un incendio. Jesuso
marchaba despacio, deteniéndose a ratos como un animal
amaestrado, la vista sobre el suelo, y a ratos conversando
consigo mismo.
—¡Bendito y alabado! ¿Qué va a ser de la pobre gente con
esta sequía? Este año ni una gota de agua y el pasado fue un
inviernazo que se pasó de aguado, llovió más de la cuenta,
creció el río, acabó con las vegas, se llevó el puente… Está
visto que no hay manera… Si llueve, porque llueve… Si no
llueve, porque no llueve… Pasaba del monólogo a un
silencio desierto y a la marcha perezosa, la mirada por
tierra, cuando sin ver sintió algo inusitado en el fondo de la
vereda y alzó los ojos.
Era el cuerpo de un niño. Delgado, menudo, de espaldas, en
cuclillas fijo y abstraído mirando hacia el suelo.
Jesuso avanzó sin ruido, y sin que el muchacho lo
advirtiera, vino a colocársele por detrás, dominando con su
estatura lo que hacía. Corría por tierra culebreando un
delgado hilo de orina, achatado y turbio de polvo en el
extremo, que arrastraba algunas pajas mínimas. En ese
instante, de entre sus dedos mugrientos, el niño dejaba caer
una hormiga.
—Y se rompió la represa… y ha venido la corriente…
bruum… bruuuum… bruuuuuum… y la gente corriendo… y
se llevó la hacienda de tío sapo… y después el hato de tía
tara… y todos los palos grandes… zaaas… bruuuuum… y
ahora tía hormiga metida en esa aguazón…
Sintió la mirada, volvióse bruscamente, miró con susto la
cara rugosa del viejo y se alzó entre colérico y vergonzoso.
Era fino, elástico, las extremidades largas y perfectas, el
pecho angosto, por entre el dril pardo la piel dorada y sucia,
la cabeza inteligente, móviles los ojos, la nariz vibrante y
aguda, la boca femenina. Lo cubría un viejo sombrero de
fieltro, ya humano de uso, plegado sobre las orejas como
bicornio, que contribuía a darle expresión de roedor, de
pequeño animal inquieto y ágil.
Jesuso terminó de examinarlo en silencio y sonrió.
—¿De dónde sales muchacho?
—De por ahí…
—¿De dónde?
—De por ahí.
Y extendió con vaguedad la mano sobre los campos que se
alcanzaban.
—¿Y qué vienes haciendo?
—Caminando.
La impresión de la respuesta dábale cierto tono autoritario y
alto, que extrañó al hombre.
—¿Cómo te llamas?
—Como me puso el cura.
Jesús arrugó el gesto, degradado por la actitud terca y
huraña.
El niño pareció advertirlo y compensó las palabras con una
expresión confiada y familiar.
—No seas malcriado —comentó el viejo, pero desarmado
por la gracia bajó a un tono más íntimo—. ¿Por qué no
contestas?
—¿Para qué pregunta? —replicó con candor extraordinario.
—Tú escondes algo. O te has ido de casa de tu taita.
—No, señor.
Preguntaba casi sin curiosidad, monótonamente, como
jugando un juego.
—O has echado alguna lavativa.
—No, señor.
—O te han botado por maluco.
—No, señor.
Jesuso se rascó la cabeza y agregó con sorna:
—O te empezaron a comer las patas y te fuiste, ¿ah,
vagabundito?
El muchacho no respondió, se puso a mecerse sobre los
pies, los brazos a la espalda, chasqueando la lengua contra
el paladar.
—¿Y para dónde vas ahora?
—Para ninguna parte.
—¿Y qué estás haciendo?
—Lo que usted ve.
—¡Buena cochinada!
El viejo Jesuso no halló más que decir; quedaron callados
frente a frente, sin que ninguno de los dos se atreviese a
mirarse a los ojos. Al rato, molesto por aquel silencio y
aquella quietud que no hallaba cómo romper, empezó a
caminar lentamente como un animal enorme y torpe, casi
como si quisiera imitar el paso de un animal fantástico,
advirtió que lo estaba haciendo, y lo ruborizó pensar que
pudiera hacerlo para divertir al niño.
—¿Vienes? —preguntó—. Calladamente el muchacho se vino
siguiéndolo.
En llegando a la puerta del rancho halló a Usebia atareada
encendiendo el fuego. Soplaba con fuerza sobre un
montoncito de maderas de cajón de papeles amarillos.
—Usebia, mira —llamó con timidez—. Mira lo que ha
llegado.
—Ujú —gruñó sin tornarse, y continuó soplando.
El viejo tomó al niño y lo colocó ante sí, como
presentándolo, las dos manos oscuras y gruesas sobre los
hombros finos.
—¡Mira, pues!
Giró agria y brusca y quedó frente al grupo, viendo con
esfuerzo por los ojos llorosos de humo.
—¿Ah?
Una vaga dulzura le suavizó lentamente la expresión.
—Ajá. ¿Quién es?
Ya respondía con sonrisa a la sonrisa del niño.
—¿Quién eres?
—Pierdes tu tiempo en preguntarle, porque este
sinvergüenza no contesta.
Quedó un rato viéndolo, respirando su aire, sonriéndole,
pareciendo comprender algo que escapaba a Jesuso. Luego
muy despacio se fue a un rincón, hurgó en el fondo de una
bolsa de tela roja y sacó una galleta amarilla, pulida como
metal de dura y vieja. La dio al niño y mientras este
mascaba con dificultad la tiesa pasta, continuó
contemplándolos, a él y al viejo alternativamente, con aire
de asombro, casi de angustia.
Parecía buscar dificultosamente un fino y perdido hilo de
recuerdo.
—¿Te acuerdas, Jesuso, de Cacique? El pobre.
La imagen del viejo perro fiel desfiló por sus memorias. Una
compungida emoción los acercaba.
—Ca-ci-que… —dijo el viejo como aprendiendo a deletrear.
El niño volvió la cabeza y lo miró con su mirada entera y
pura. Miró a su mujer y sonrieron ambos tímidos y
sorprendidos.
A medida que el día se hacía grande y profundo, la luz
situaba la imagen del muchacho dentro del cuadro familiar
y pequeño del rancho. El color de la piel enriquecía el tono
moreno de la tierra pisada, y en los ojos la sombra fresca
estaba viva y ardiente.
Poco a poco las cosas iban dejando sitio y organizándose
para su presencia. Ya la mano corría fácil sobre la lustrosa
madera de la mesa, al pie hallaba el desnivel del umbral, el
cuerpo se amoldaba exacto al butaque de cuero y los
movimientos cabían con gracia en el espacio que los
esperaba.
Jesuso, entre alegre y nervioso, había salido de nuevo al
campo y Usebia se atareaba, procurando evadirse de la
soledad frente al ser nuevo. Removía la olla sobre el fuego,
iba y venía buscando ingredientes para la comida, y a ratos,
mientras le volvía la espalda, miraba de reojo al niño.
Desde donde lo vislumbraba quieto, con las manos entre las
piernas, la cabeza doblada mirando los pies golpear el suelo,
comenzó a llegarle un silbido menudo y libre que no
recordaba música.
Al rato preguntó casi sin dirigirse a él:
—¿Quién es el grillo que chilla?
Creyó haber hablado muy suave, porque no recibió
respuesta sino el silbido, ahora más alegre y parecido a la
brusca exaltación del canto de los pájaros.
—¡Cacique! —insinuó casi con vergüenza—. ¡Cacique!
Mucho gozo le produjo al oír el “¡ah!” del niño.
—Cómo te está gustando el nombre.
Una pausa y añadió:
—Yo me llamo Usebia.
Oyó como un eco apagado:
—Velita de sebo…
Sonrió entre sorprendida y disgustada.
—¿Cómo que te gusta poner nombres?
—Usted fue quien me lo puso a mí.
—Verdad es.
Iba a preguntarle si estaba contento, pero la dura costra que
la vida solitaria había acumulado sobre sus sentimientos le
hacía difícil, casi dolorosa, la expresión.
Tornó a callar y a moverse mecánicamente en una
imaginaria tarea, eludiendo los impulsos que la hacían
comunicativa y abierta. El niño recomenzó el silbido.
La luz crecía, haciendo más pesado el silencio. Hubiera
querido comenzar a hablar disparatadamente de todo
cuanto le pasaba por la cabeza, o huir de la soledad para
hallarse de nuevo consigo misma.
Soportó callada aquel vértigo interior hasta el límite de la
tortura, y cuando se sorprendió hablando ya no se sentía
ella, sino algo que fluía como la sangre de una vena rota.
—Tú vas a ver cómo todo cambiará ahora, Cacique. Ya yo no
podía aguantar más a Jesuso…
La visión del viejo oscuro, callado, seco pasó entre las
palabras. Le pareció que el muchacho había dicho
«lechuzo», y sonrió con torpeza, no sabiendo si era
resonancia de sus propias palabras.
—…No sé cómo lo he aguantado toda la vida. Siempre ha
sido malo y mentiroso.
Sin ocuparse de mí…
El sabor de la vida amarga y dura se concentraba en el
recuerdo de su hombre, cargándolo con las culpas que no
podía aceptar.
—…Ni el trabajo del campo lo sabe con tantos años. Otros
hubieran salido de abajo y nosotros para atrás y para atrás.
Y ahora este año, Cacique…
Se interrumpió suspirando y continuó con firmeza y la voz
alzada, como si quisiera que la oyese alguien más lejos:
—…No ha venido el agua. El verano se ha quedado viejo
quemándolo todo. ¡No ha caído ni una gota!
La voz cálida en el aire tórrido trajo un ansia de frescura
imperiosa, una angustia de sed. El resplandor de la colina
tostada, de las hojas secas, de la tierra agrietada, se hizo
presente como otro cuerpo y alejó las demás
preocupaciones.
Guardó silencio algún tiempo y luego concluyó con voz
dolorosa:
—Cacique, coge esa lata y baja a la quebrada a buscar agua.
Miraba a Usebia atarearse en los preparativos del almuerzo
y sentía un contento íntimo como si se preparara una
ceremonia extraordinaria, como si acaso acabara de
descubrir el carácter religioso del alimento.
Todas las cosas usuales se habían endomingado, se veían
más hermosas, parecían vivir por primera vez.
—¿Está buena la comida, Usebia? La respuesta fue tan
extraordinaria como la pregunta.
—Está buena, viejo.
El niño estaba afuera, pero su presencia llegaba hasta ellos
de un modo imperceptible y eficaz.
La imagen del pequeño rostro agudo y huroneante les
provocaba asociaciones de ideas nuevas. Pensaban con
ternura en objetos que antes nunca habían tenido
importancia. Alpargatitas menudas, pequeños caballos de
madera, carritos hechos con ruedas de limón, metras de
vidrio irisado.
El gozo mutuo y callado los unía y hermoseaba. También
ambos parecían acabar de conocerse, y tener sueños para la
vida venidera. Estaban hermosos hasta sus nombres y se
complacían en decirlos solamente.
—Jesuso…
—Usebia…
Ya el tiempo no era un desesperado aguardar, sino una cosa
ligera, como fuente que brotaba.
Cuando estuvo lista la mesa, el viejo se levantó, atravesó la
puerta y fue a llamar al niño que jugaba afuera, echado por
tierra, con una cerbatana.
—¡Cacique, vente a comer!
El niño no lo oía, abstraído en la contemplación del insecto
verde y fino como el nervio de una hoja. Con los ojos
pegados a la tierra, la veía crecida como si fuese de su
mismo tamaño, como un gran animal terrible y monstruoso.
La cerbatana se movía apenas, girando sobre sus patas,
entre la voz del muchacho, que canturreaba
interminablemente:
—» Cerbatana, cerbatanita, ¿de qué tamaño es tu
conuquito?»
El insecto abría acompasadamente las dos patas delanteras,
como mensurando vagamente. La cantinela continuaba
acompañando el movimiento de la cerbatana, y el niño iba
viendo cada vez más diferente e inesperado el aspecto de la
bestezuela, hasta hacerla irreconocible en su imaginación.
—Cacique, vente a comer.
Volvió la cara y se alzó con fatiga, como si regresase de un
largo viaje. Penetró tras el viejo en el rancho lleno de humo.
Usebia servía el almuerzo en platos de peltre desportillados.
En el centro de la mesa se destacaba blanco el pan de maíz,
frío y rugoso.
Contra su costumbre, que era estarse lo más del día
vagando por las siembras y laderas, Jesuso regresó al
rancho poco después del almuerzo. Cuando volvía a las
horas habituales, le era fácil repetir gestos
consuetudinarios, decir las frases acostumbradas y hallar el
sitio exacto en que su presencia aparecía como un fruto
natural de la hora, pero aquel regreso inusitado
representaba una tan formidable alteración del curso de su
vida, que entró como avergonzado y comprendió que Usebia
debía estar llena de sorpresa. Sin mirarla de frente, se fue al
chinchorro y echóse a lo largo. Oyó sin extrañeza como lo
interpelaba.
—¡Ajá! ¿Cómo que arreció la flojera?
Buscó una excusa.
—¿Y qué voy a hacer en ese cerro achicharrado?
Al rato volvió la voz de Usebia, ya dócil y con más simpatía.
—¡Tanta falta que hace el agua! Si acabara de venir un
aguacero, largo y bueno. ¡Santo Dios!
—La calor es mucha y el cielo purito. No se mira venir agua
de ningún lado.
—Peo si lloviera se podría hacer otra siembra.
—Sí, se podría.
—Y daría más plata, porque se ha secado mucho conuco.
—Sí, daría.
—Con un solo aguacero se pondría verdecita toda esa falda.
—Y con la plata podríamos comprarnos un burro, que nos
hace mucha falta. Y unos camisones para ti, Usebia.
La corriente de ternura brotó inesperadamente y con su
milagro hizo sonreír a los viejos.
—Y para ti, Jesuso, una buena cobija que no se pase.
Y casi en coro los dos:
—¿Y para Cacique?
—Lo llevaremos al pueblo para que coja lo que le guste.
La luz que entraba por la puerta del rancho se iba haciendo
tenue, difusa, oscura, como si la hora avanzase y sin
embargo no parecía haber pasado tanto tiempo desde el
almuerzo. Llegaba brisa teñida de humedad que hacía más
grato el encierro de la habitación.
Todo el medio día lo habían pasado casi en silencio,
diciendo sólo, muy de tiempo en tiempo, algunas palabras
vagas y banales por lo que secretamente y de modo basto
asomaba un estado de alma nuevo, una especie de calma, de
paz, de cansancio feliz.
—Ahorita está oscuro —dijo Usebia, mirando el color
ceniciento que llegaba a la puerta.
—Ahorita —asintió distraídamente el viejo.
E inesperadamente agregó:
—¿Y qué se ha hecho Cacique en toda la tarde?… Se habrá
quedado por el conuco jugando con los animales que
encuentra. Con cuanto bichito mira, se para y se pone a
conversar como si fuera gente.
Y más luego añadió, después de haber dejado desfilar
lentamente por su cabeza todas las imágenes que suscitaban
sus palabras dichas:
—…y lo voy a buscar, pues.
Alzóse del chinchorro con pereza y llegó a la puerta. Todo el
amarillo de la colina seca se había tornado en violeta bajo la
luz de gruesos nubarrones negros que cubrían el cielo. Una
brisa aguda agitaba todas las hojas tostadas y chirriantes.
—Mira, Usebia —llamó.
Vino la vieja al umbral preguntando:
—¿Cacique está allí?
—¡No! Mira el cielo negrito, negrito.
—Ya así se ha puesto otras veces y no ha sido agua.
Ella quedó enmarcada y él salió al raso, hizo hueco con las
manos y lanzó un grito lento y espacioso.
—¡Cacique! ¡Caciiiique!
La voz se fue con la brisa, mezclada al ruido de las hojas, al
hervor de mil ruidos menudos que como burbujas rodeaban
a la colina.
Jesuso comenzó a andar por la vereda más ancha del
conuco. En la primera vuelta vio de reojo a Usebia, inmóvil,
incrustada en las cuatro líneas del umbral, y la perdió
siguiendo las sinuosidades. Cruzaba un ruido de bestezuelas
veloces por la hojarasca caída y se oía el escalofriante vuelo
de las palomitas pardas sobre el ancho fondo del viento
inmenso que pasaba pesadamente. Por la luz y el aire
penetraba una frialdad de agua.
Sin sentirlo, estaba como ausente y metido por otras
veredas más torcidas y complicadas que las del conuco, más
oscuras y misteriosas. Caminaba mecánicamente,
cambiando de velocidad, deteniéndose y hallándose de
pronto parado en otro sitio.
Suavemente las cosas iban desdibujándose y haciéndose
grises y mudables, como de sustancia de agua.
A ratos parecía a Jesuso ver el cuerpecito del niño en
cuclillas entre los tallos del maíz, y llamaba rápido:
—Cacique —pero pronto la brisa y la sombra deshacían el
dibujo y formaban otra figura irreconocible.
Las nubes mucho más hondas y bajas aumentaban por
segundos la oscuridad.
Iba a media falda de la colina y ya los árboles altos parecían
columnas de humo deshaciéndose en la atmósfera oscura.
Ya no se fiaba de los ojos, porque todas las formas eran
sombras indistintas, sino que a ratos se paraba y prestaba
oído a los rumores que pasaban.
—¡Cacique!
Hervía una sustancia de murmullos, de ecos, de crujidos,
resonante y vasta.
Había distinguido clara su voz entre la zarabanda de ruidos
menudos y dispersos que arrastraba el viento.
—Cerbatana, cerbatanita…
Entre el humo vago que le llenaba la cabeza, una angustia
fría y aguda lo hostigaba acelerando sus pasos y
precipitándolo locamente. Entró en cuclillas, a ratos a
cuatro patas, hurgando febril entre los tallos de maíz, y
parándose continuamente a no oír sino su propia
respiración, que resonaba grande. Buscaba con rapidez que
crecía vertiginosamente, con ansia incontenible, casi
sintiéndose él mismo, perdido y llamado.
—¡Cacique! ¡Caciiiique!
Había ido dando vueltas entre gritos y jadeos, extraviado, y
sólo ahora advertía que iba de nuevo subiendo la colina.
Con la sombra, la velocidad de la sangre y la angustia de la
búsqueda inútil, ya no reconocía en sí mismo al manso viejo
habitual, sino un animal extraño presa de un impulso de la
naturaleza. No veía en la colina los familiares contornos,
sino como un crecimiento y una deformación inopinados
que se la hacían ajena y poblada de ruidos y movimientos
desconocidos.
El aire estaba espeso e irrespirable, el sudor le corría
copioso y él giraba y corría siempre aguijoneado por la
angustia.
—¡Cacique!
Ya era una cosa de vida o muerte hallar. Hallar algo
desmedido que saldría de aquella áspera soledad
torturadora. Su propio grito ronco parecía llamarlo hacia
mil rumbos distintos, donde algo de la noche aplastante lo
esperaba. Era agonía. Era sed. Un olor de surco recién
removido flotaba ahora a ras de tierra, olor de hoja tierna
triturada.
Ya irreconocible, como las demás formas, el rostro del niño
se deshacía en la tiniebla gruesa; ya no le miraba aspecto
humano, a ratos no le recordaba la fisonomía, ni el timbre,
no recordaba su silueta.
—¡Cacique!
Una gruesa gota fresca estalló sobre su frente sudorosa.
Alzó la cara y otra le cayó sobre los labios partidos, y otras
en las manos terrosas.
—¡Cacique!
Y otras frías en el pecho grasiento de sudor, y otras en los
ojos turbios, que se empañaron.
—¡Cacique! ¡Cacique! ¡Cacique!…
Ya el contacto fresco le acariciaba toda la piel, le adhería las
ropas, le corría por los miembros lasos.
Un gran ruido compacto se alzaba de toda la hojarasca y
ahogaba su voz. Olía profundamente a raíz, a lombriz de
tierra, a semilla germinada, a ese olor ensordecedor de la
lluvia.
Ya no reconocía su propia voz, vuelta en el eco redondo de
las gotas. Su boca callaba como saciada y parecía dormir
marchando lentamente, apretado en la lluvia, calado en ella,
acunado por su resonar profundo y basto. Ya no sabía si
regresaba. Miraba como entre lágrimas al través de los
claros flecos del agua la imagen oscura de Usebia, quieta
entre la luz del umbral.
Arturo Uslar Pietri
(Caracas, 1906 - Caracas, 2001)
EL GALLO (1949)
Treinta hombres y sus sombras
(Buenos Aires: Losada, 1949)