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La Mula de Taita Ramun

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La mula de taita Ramun

I
Taita Ramun, como le llamaban todos en el pueblo al señor don Ramón Ortiz, español de Andalucía y cura de Chupán, a mucha
honra, según decía él con un resabio de ironía bastante perceptible, habíase levantado aquel día más temprano que de
costumbre. No había dormido bien, no porque el insomnio le hubiera removido en la noche el acervo de todas aquellas
buenas o malas cosas que yacen en la conciencia de un pastor de almas serranas, sino porque la avaricia, aguijoneada por la
impaciencia, le había estado haciendo echar cálculos sobre no sé qué clase de derechos parroquiales, que no le salían del todo
bien, es decir, a su gusto. Lo que tenía que recibir esa mañana, en forma de discos relucientes y acordonados, no le parecía
bastante. Por cada una de las dos misas veinticinco soles y cincuenta centavos; por el canto —porque según decía él, nada
tenía que hacer la misa con el canto— otros veinticinco cincuenta. Total: ciento dos soles. La cuenta estaba muy clara, más
clara que el jacha-caldo [*] de sus feligreses; pero no llegaba a los doscientos veinte que había pensado. Y de lo que se trataba,
precisamente, era de que llegara a esta suma. ¿Cómo inflar un poco más los derechos? Apenas si se le había ocurrido lo de
separar el canto de la misa, cosa que hasta entonces no había hecho ninguno de sus antecesores. Ni cabía tampoco lo de
enredar la cuenta. Porque, eso sí, en materia de cuentas, los chupanes podían darle quince y raya al contador más hábil, así
como a la hora de pagarle al señor cura tampoco había nadie que los ganara a exactos y escrupulosos. Todo esto tenía
malhumorado y cejijunto a taita Ramun. De otro lado, la estadística matrimonial venía demostrándole anualmente, con una
crueldad alarmante, la disminución progresiva de los matrimonios. Dos años antes, en la redada del primero de enero, los
decuriones habían logrado coger y llevar a la casa cural sólo quince parejas. Un escándalo, que lo había excitado y le había
hecho decir cosas terribles en el púlpito. Y el año pasado (se le revolvía la bilis al recordarlo) la redada había sido un fracaso
completo, un fracaso que habría hecho clamar a gentes menos bestias que las de Chupán y dejar el curato a otro sacerdote
menos capaz de sacrificio y menos evangélico que taita Ramun. ¡Cuánta mudanza en tan poco tiempo! Cinco años antes era de
ver la sumisión, la religiosidad y el desprendimiento de su rebaño: el desprendimiento sobre todo. El vicio del regateo no había
contaminado todavía el alma sencilla de los chupanes, y los mozos que vivían amancebados, apenas veían rayar el segundo día
del año, comenzaban a invadir la casa cural, graves y sumisos, mientras sus compañeras, alegres, limpias, enjoyadas,
marchaban detrás, dándole vueltas al huso, símbolo de la 1 labor doméstica andina. ¿Y qué cosa más digna, ni más edificante
que esas uniones celebradas bajo el imperio de la tradición y a la sombra bienhechora de la iglesia? ¿Quién venía a ser
entonces el cura sino el paladín de la unión conyugal, el ángel tutelar de la legitimación de la prole? Entonces no era menester
la captura y el encierro; bastaban las prevenciones hechas en la plática del día anterior. Y nadie faltaba. Los cincuenta o
sesenta amancebados del pueblo durante el año tenían cuidado de preparar seis meses antes, a raíz de la cosecha, todos los
menesteres indispensables al futuro estado: los cortes de castilla para las faldas y las catas [*] ; los anillos y los aretes de cobre
para la desposada; el trípode para el hilado; la callgua [*] y la shaguana [*] para el tejido; la mesa y los dos bancos para la
merienda; los cacharros para la cocina; el candil para la velada; el arcón para la ropa, y los pellejos de carnero para las camas…
Y también los veinte soles y cincuenta centavos para la bendición del señor cura y unos cincuenta más para la comida de boda,
la coca y la chacta. Hasta el fiscal había descuidado sus sagradas obligaciones. Ya no sabía, como antes, compeler a los
mayordomos a que cumplieran con proveer puntualmente la despensa cural. El credo y el fervor venían cada día a menos. El
pueblo estaba enteramente dañado, pervertido por el demonio y por esa ley maldita de la conscripción militar, que se llevaba
todos los años a los mozos por junio y antes de que esa otra ley, más fuerte que todas, la de la especie, los pusiera en el
camino de entendérselas con el señor cura. No era posible seguir pastoreando almas en un pueblo así. Y no era esto lo peor.
Lo peor era que ya habían, los muy piojosos, comenzado a discutirle los diezmos y las primicias; que ya no le mandaban, como
antes, las papas más gordas y los granos más frescos; los carneros más cebados y la leche más pura, sino que le demoraban la
remisión, y en cada cosa que recibía iba trasluciendo la malquerencia, la socarronería, la sordidez y hasta la burla. Y en cuanto
a su ama de llaves, doña Santosa, no la obsequiaban ya como en otros tiempos. Cuspinique, el sacristán, después de muchos
rodeos y de rascarse dos o tres veces la cabeza, le había contado un día que en casa del alcalde no se decía ya doña Santosa
cuando se referían a ella, sino la mula de taita Ramun, y que cuando así la llamaban todos se echaban a reír estrepitosamente
y escupían, lo cual significaba que habían perdido por ella toda consideración y por él, todo respeto. Por eso taita Ramun, que
no había dormido bien aquella noche, después de hacerse las cuatro santiguadas de costumbre, abotonarse la sotana, y
ponerse el poncho, enroscarse al cuello la bufanda y calarse el solideo, gritó: —Cuspinique, anda a ver si ha llegado el primer
mayordomo de la fiesta, y si está allí, que pase.
II
2 Y el mayordomo, un indio sesentón, que en lo de madrugar había ganado a taita Ramun, pues hacía una hora que estaba
esperando que abrieran las puertas de la casa cural, entró haciendo genuflexiones y dejando entrever en la eclosión de una
falsa sonrisa el verdusco y recio teclado de su dentadura de herbívoro. —Buenos días, taita —dijo el indio. Y sin esperar
respuesta, añadió, sacando un paquete del huallqui: —Aquí te traigo lo que me toca por los derechos de la fiesta: cincuenta
soles, taita. Don Ramón arrugó el entrecejo, se rascó la punta de la nariz, señal de que algo le disgustaba, y, midiendo de arriba
abajo al indio, con una de esas miradas que quisieran adivinar lo que hay en el bolsillo de las gentes, contestó: —Hola, buen
mozo, ¿conque me traes ya eso? —Sí, taita, cincuentiún soles. —¿Cincuenta y uno no más? —Lo mismo que te pagaron el año
pasado los demás mayordomos. —Sí, pero el año pasado fue el año pasado. Hoy las exigencias de la vida son mayores. Hace
cuatro meses que los mayordomos salientes no me mandan ni leña, ni leche, ni nada. ¿Con qué compenso yo todo esto? Y,
como para inspirarle más confianza y ver si así podía halagarle un poco, añadió: —Pero siéntate, hombre, siéntate. Aquí estás
como en tu casa. —Gracias, taita. Y Marcelino, que, como buen indio, cuando más dulzura ve en el trato, más desconfianza
siente, después de desparramar una mirada recelosa y de tantear la silla que se le brindaba, se apartó de ella, diciendo: —Así
estoy bien, taita. —Bueno, hombre, sigue como te dé la gana, y vamos a nuestro asunto. Te he dicho que cincuentiún soles me
parece poco por las misas del primero y del dos. Hay que hacer mucho, ¿me entiendes? —Lo mismo que el año pasado, taita.
Todos los años lo mismo: dos misas cantadas y una procesión. Cincuentiún soles está bien. —Es que hay que cantar, y cuando
canto, al día siguiente ataque de asma seguro; y esto hay que pagarlo. Ya se lo había hecho advertir a todos vosotros. —Por
eso son veinticinco cincuenta por cada misa, taita. —No. ¿Y el canto? O si tú quieres diré la misa del 2 rezada y entonces
pagarás veinticinco cincuenta menos. ¿Te parece bien? La amenaza de decir la misa rezada aquel día conturbó al indio. ¿Qué
dirían los de Obas, los de Chavinillo, los de Pachas, los de Patay-Rondos…? Una vergüenza para Chupán y una deshonra para él,
el primer mayordomo de la fiesta, y para su familia. ¿Cómo, misa rezada el día en que los rucucuna le entregaban sus cargos a
los moshocuna [*] , el día del Capac Eterno [*] y del rigcharillag [*] , en que todos los cabildantes tienen que hacerle coro al
señor cura? Pero el indio se serenó repentinamente y, con todo el arte de un actor que sabe fingir la expresión que quiere,
repuso: —Está bien, taita. Se te darán los cincuentiún soles más, taita. Esta noche los buscaré y mañana temprano los tendrás,
taita. —No, mañana no; ahora mismo. Vosotros no me la jugáis dos veces ¡recontra! ¿Que no me acuerdo de la que me
hicisteis hace dos años por esta misma época? Os comprometisteis, bajo mi garantía, a pagarle a los de Obas antes de un año
los cincuenta escudos que les estáis debiendo, para que nos dejasen celebrar tranquilamente la fiesta, y hasta hoy no habéis
cumplido con abonarles un centavo, ¡recontra! ¿Os habéis figurado que yo he venido aquí para hacerme responsable de
vuestros líos? Cincuenta escudos, que no sé de dónde vais a sacarlos si continuáis tan cicateros. Porque los cincuenta soles no
son realmente cincuenta escudos, sino mucho más. —Verdad, taita. —¿Y de dónde os salió a vosotros eso de prestar en
escudos, cáspita? ¿Por qué no fue en soles, que es vuestra moneda? —No sé, taita. El préstamo fue hecho hace muchos años.
Ni yo ni mi padre habíamos nacido. —¡Recontra! ¿Y vosotros estáis respondiendo por aquello? ¡Si seréis bobos vosotros! Y el
padre Ramón, a quien se le había despertado la curiosidad de saber el origen de una deuda tan sonada y tan callada a la vez,
que hacía más de cincuenta años venía ensangrentando a dos pueblos, se resolvió a preguntar: —¿Y cómo fue eso del
préstamo? ¿Lo sabes tú, Marcelino? —Sí, taita. Un año no hubo cosechas en todas las tierras de Chupán. Se sembró papas,
maíz y trigo, y en vez de trigo, maíz y papas salieron unos gusanos pintados y peludos, con unos cuernos como demonios, que
mordían rabiosos el chaquitaclla [*] cuando éste, al voltear el terreno, los partía en dos. Entonces el taita cura aconsejó a los
chupanes sacar a patrón Santiago en procesión y llevarlo a pasear por todas las tierras de nuestra comunidad. —¡Buena idea!
—No muy buena, taita, porque no había plata para la fiesta y el pobrecillo patrón Santiago estaba muy pobre: su manto estaba
muy lleno de zurcidos; su sombrero, sin plumas; sus espuelas, que habían sido de buena plata piña, se las habían cambiado los
mistis que pasaron por aquí cuando los chilenos, con unas de soldado, y su caballo, un caballo blanco muy hermoso, que nos
envidiaban mucho los de Obas, y que de noche salía a morder a los sacrílegos que pasaban cantando delante de la iglesia y de
la casa cural, estaba sin orejas y sin hocico porque se los había comido la polilla. —¡Qué horror! ¡Y vosotros consintiendo
tamaña vergüenza e iniquidad!… ¡Recontra! Si parece mentira que tales cosas pasen entre cristianos. Ahora me explico por
qué se perdieron las cosechas de que me has hablado. ¡Claro! ¿Por qué os había de dar Dios, nuestro Señor, de comer si
teníais a Santiago, uno de sus santos más queridos, como un pordiosero? —Cierto, taita. Por eso nuestros abuelos, para
desenojar a patrón Santiago le pusieron todo de nuevo ese año: su sombrero, con su tuquilla [*] y sus plumas de cóndor
tierno, que habían sido traídas de la cordillera; su manto de paño colorado, con hilados de oro, que de noche brilla como
candela. Y en la cintura le pusieron una espada con empuñadura de oro y piedras ricas, de muchos colores, que le mandó un
señor de Huánuco, muy devoto suyo, porque le había curado las piernas. Y al caballo le cambiaron la cabeza con la que ahora
tiene, la que ya no se apolillará más porque es de laupi [*] , cortado en buena luna. Y entonces patrón Santiago, bien vestido,
estuvo quince días seguidos caminando por todas las tierras de la comunidad, acompañado del pueblo, con veinte clases de
danzas que le bailaban por delante y sirviendo los mayordomos grandes pachamancas [*] en los linderos. —Vaya, hombre,
echasteis la casa por la ventana y os reconciliasteis con Dios y vuestro patrón. —Así es, taita, pero Chupán quedó con deuda.
Como no había plata para pagarle a taita cura, que pedía cien pesos por acompañar a patrón Santiago por todas nuestras
tierras, patrón Santiago le pidió a patrón San Pedro de Obas cincuenta escudos y se los dio. Pero no se los dio sin papel. Patrón
Santiago tuvo que ir a Colquillas y allí se vio con patrón San Pedro, que lo estaba esperando, y le firmó el contrato en que se
puso que el patrón de Obas le daba al patrón de Chupán cincuenta escudos al diez por ciento, con plazo de cinco años y con la
garantía de nuestra pampa de Colquillas, que es la que hoy nos quieren quitar los obasinos. —¡Hombre, hombre, en qué líos
os han metido vuestros patrones! ¿Y desde entonces están San Santiago y San Pedro queriéndose comer crudos?… ¡Recontra!,
que me habéis hecho decir una herejía. ¿Digo, desde entonces data el odio que os tenéis ambos pueblos? —Sí, taita. —¿Y en
tanto tiempo no habéis podido cancelar una deuda tan insignificante? ¡Cuidado si os pasáis de tramposos! Porque, mirándolo
bien, ¿qué son cincuenta escudos para un pueblo como Chupán, con tantas tierras y tantos ganados, vamos a ver? Cincuenta
escudos son… cincuenta escudos. Una bicoca, que, reducidos a la moneda de hoy y con el interés del diez por ciento, en cinco
años, suman cosa de ciento cincuenta soles, a los que hay que agregar los intereses corridos desde que venció el plazo, que,
por mucho que sean, no han de ser tanto que os asustéis. ¿No es así? —No, taita. No es así. —¿Cómo que no? Te digo que es
una bicoca. Lo que pasa es que vosotros, por un descuido imperdonable, que pone de manifiesto vuestro desdén por las cosas
de la iglesia, que deben de ser acatadas y cumplidas de preferencia, habéis dejado crecer la deuda hasta el punto de que hoy
os parezca una enormidad, y con la amenaza de perder Colquillas. El indio, que había escuchado la fraseología del cura sin
pestañear, pero atendiendo más a la cuenta que acababa de sacarle que al reproche, contestó: —Ciento cincuenta soles no,
taita; ya los habríamos pagado. Obasinos cobran más, obasinos están orgullosos de lo que les debemos. Dicen que con la plata
que les debe Chupán podrían techar Colquillas. ¿Cómo será, pues, taita? —Una exageración más grande que las narices de
Cuspinique. ¿Cuántos años tiene la deuda? —Hasta junio del año pasado, ciento cuarentitrés soles, taita; ni uno menos. Ahí
está en el documento que todos los años se pasan los escribanos. —Pues con todo, la deuda no llega a los dos mil soles. Y
Colquillas vale veinte veces más. Y si los obasinos sienten codicia por esas tierras, pues ya tienen unos diez siglos que esperar
todavía. —Estás equivocado, taita. —¿Qué dices, hombre? Sería curioso que me enseñaras tú a sacar una cuenta de intereses.
Cincuenta escudos, que son cien soles, al diez por ciento anual… —Perdona, taita, que te interrumpa. El interés es mensual.
Cada mes diez soles. —¡Demonio! —exclamó taita Ramun, dando un respingo—. ¿Diez por ciento mensual? ¿Que estabais
locos vosotros cuando hicisteis el préstamo? Una usura, merecedora de la horca. —¿Te parece mucho, taita? —¿Y me lo
preguntas, animal? —Doña Santosa, tu ama, taita, pide dos reales a la semana por cada sol que nos presta, y cuando se vence
el plazo y no le pagamos nos manda a embargar la vaca o el caballo con los decuriones. ¿Qué te parece, taita? —¿Cómo que la
Santosa hace con vosotros tales cosas? ¿Y por qué no me lo habéis dicho, pedazo de bestias? —¿Qué vamos a decirte, taita, si
ella misma cuando nos presta dice: «Cuidado con hacerme una trampa, porque les advierto que el señor cura tiene muy mal
genio»? —¡Recontra! ¿Eso dice esa mala pécora? Pues mañana mismo la despido. Bueno es el hijo de mi madre para consentir
que le tomen su nombre en esas cochinadas… —No te molestes, taita. Chupanes no creemos lo que dice doña Santosa;
chupanes sabemos que taita Ramun es generoso. —Hombre, tanto como generoso no; la generosidad es el vicio de los
manirrotos, un pecado que inventó el demonio de la vanidad. El que da parte de lo que tiene, sin tener obligación de darlo, sin
saber las necesidades que puede tener mañana, comete un pecado contra sí mismo y se expone a tener que pedir alguna vez y
a pasar por el dolor de que se lo nieguen. ¿Verdad? —Verdad, taita. —Dar un pan, dar un plato de comida, dar una noche de
posada, está bien; pero dinero… ¡dinero!… El dinero es una perdición. Con un sol puedes emborracharte, puedes despertar la
codicia del vecino, puedes comprar un puñal y cometer un asesinato… No, hombre; te repito que yo no soy generoso con el
dinero y que tus paisanos están en un error al suponerlo siquiera. Sobre todo, que el dinero en manos de gentes como
vosotros es causa de perversión. —Marcelino emplea bien la plata, taita. Tengo muchos hijos, como tú sabes; el mayor está en
Huánuco, en el Seminario, y me cuesta mucho sostenerlo. Por eso te pedía, taita, que me perdonaras los veinticinco solcitos…
—¡Ah, pillo! —replicó el cura, dándole al indio un tirón de orejas—. Ya te veía venir. Cualquiera al oírte diría que se trata de un
pobrecito que no tiene en qué caerse muerto. ¿Y las sesenta vacas lecheras que tienes pastando en Colquillas, por una de las
cuales me pediste cien soles? ¿Y los mil y tantos carneros con que te tiene apuntado el escribano? ¿Y la piara de mulas con
que trajinas por todas partes, pidiendo por cada carga un dineral? ¿Acaso no me acuerdo de lo que me cobraste por traerme
de Huánuco dos cajones de petróleo? ¡Recontra!, que el flete me salió más caro que el artículo. Desde entonces te las estoy
guardando. Anda, anda, suelta los veinticinco soles cincuenta, ni un centavo menos, y déjame en paz, que todavía no he
desayunado. —Cinco soles siquiera rebajarás, taita. —Te he dicho que ni un centavo. Lo más que te ofrezco, como yapa, es
pedirle a vuestro patrón, en la misa del primero, que les haga perder la memoria a los obasinos para que no se acuerden más
de Colquillas. El indio se resignó y, receloso, abrió el huallqui, sacó dos paquetes largos y gruesos, los partió y comenzó a
contar y recontar lentamente, con una lentitud que exacerbaba al cura hasta lo indecible: —Diez… veinte… treinta… cuarenta…
y cincuenta y uno… y ciencuenta. ¿Está bien, taita? —No hombre, no; ya te he dicho que son ciento dos soles; veinticinco
cincuenta por cada misa y veinticinco cincuenta por cada canto. ¿Me has entendido? —Ciento dos, pues, taita… —¿Y cómo
dices cincuenta y uno cincuenta? —Cincuenta y uno cincuenta, pues, por las misas, taita. —¡Dale! ¿Y los cincuenta y uno del
canto? —Cincuenta y uno, pues, por el canto, taita. Si rebajaras siquiera el piquito… —No seas necio, Marcelino. Paga los
ciento dos soles o no hay misa cantada en ninguno de los dos días, aunque me lo mande el nuncio. Y pronto, que ya me estás
cargando. El indio, después de separar en dos porciones el precio tradicional correspondiente a cada servicio religioso,
concluyó diciendo, con una resignación hipócrita, que parecía un reproche a la sordidez del cura, al mismo tiempo que
volteaba el huallqui:—Te llevas toda mi cosecha, taita. Por eso me decía Niceta: «Oye, Marcelo, ¿no te parece bueno que
Benito estudie también para cura?». «¿Para qué?», le respondí yo. Y ella me contestó, no te vayas molestar, taita: «Para que
trabaje menos y gane más, como taita Ramun». Don Ramón, que no había perdido una palabra de lo dicho y que en lo de
contar y recontar lo hacía más calmosamente que el mayordomo, se apresuró a responder, ceñudo y sin alzar la cabeza: —¡Eh!
¿Qué estás ahí diciendo, animal? ¿Que toda tu cosecha es para mí? ¿Y mis misas, y mis rezos, y mis preces, y mis cantos, y mis
ayunos, para que el diablo no cargue con vosotros, para quiénes son, desagradecidos? ¿Por quién he venido yo de tan lejos,
corriendo peligros y abandonando mis comodidades, sino por vosotros, pedazo de bestias? —Verdad, taita. Y levantando más
la voz y eclipsando los ojos como dos oes mayúsculas: —¿Y sabéis vosotros por qué vine yo aquí? ¿No lo sabéis? —No, taita. —
¡Qué habéis de saberlo! Vosotros apenas sabéis comer esas porquerías que llamáis tocus [*] y jacha-caldo. Yo vine aquí
porque el señor obispo, ¿me entiendes?, que se desvive por vosotros y se conduele de la barbarie en que vivís sumidos todos
los de estas tierras, me dijo un día allá en Huánuco: «Padre Ramón, ¿quisiera usted ir a Chupán de párroco?». «¿Y adónde es
eso?», dije yo. «A unas catorce leguas de aquí. Esa gente está sin cura y entregada al desborde, y necesito un hombre como
usted para que la meta en el buen camino». Y, naturalmente, acepté. Y aquí estoy desde hace seis años, desbravándoos y más
empeñado cada día en que el demonio no cargue con vosotros; y mediando de tarde en tarde para que los de Obas no vengan
a cobraros a tiros la cuenta, y os arrasen el pueblo, y os hagan cuartos a vosotros y a mí me metan un tiro en la sesera, que, al
paso que vamos, me parece que me lo van a meter. Y cambiando de tono: —¿Pero qué es esto? ¡Recontra! ¿De dónde habéis
sacado este sol más falso que tú, Marcelino, y más colorado que los mofletes de vuestros granujas? —No es falso, taita; sol
bueno. —¡Qué ha de serlo, hombre! Si al verme ha enrojecido de vergüenza y está pidiendo a gritos que lo vuelvas al huallqui.
Y, haciendo saltar la moneda sobre la mesa, añadió: —Para que se lo des a los de Obas a cuenta de los escudos. El indio
recogió el sol con mano temblorosa, y después de cambiarlo y de echarle una mirada aviesa a don Ramón, enarboló su garrote
y salió, no sin dispararle antes, a manera de parto, esta flecha envenenada: —¡Cómo ha de ser falso, taita, si ayer no más me
lo dio doña Santosa en pago de un carnero

III
Y pasó el primer día del año en Chupán, celebrado con el ceremonial de costumbre. La fidelidad, la exactitud, la unción, se
habían observado en todos los actos religiosos y cívicos. La entrega de las cosas del pueblo, como la iglesia, el panteón, la casa
cural y los batanes de moler el ají para los cuyes y el maíz para las humitas del señor cura, a los nuevos concejales, se había
realizado, tan luego como el sol comenzó a prender las crestas de las cumbres. Después de esta ceremonia, celebrada en
presencia de todo el pueblo, había seguido la misa del vara-trucay [*] , en la que las varas de los concejales entrantes,
adornadas de claveles, son colocadas en el altar mayor para ser bendecidas. Y terminada la misa, entre el traquido
ensordecedor de las girándulas y de los petardos, y la cacofonía de los apabullados cobres y el gemir monótono de los violines
y de las arpas, había comenzado el desfile por una callejuela de sauces, un desfile solemne, a pesar de lo grotesco y
abigarrado, en el que la policromía rabiosa de las catas y de los faldellines parecía envolver en flamas ondulantes la oscura y
triste vestimenta de los hombres. Y a la cabeza del cortejo, el señor alcalde pedáneo [*] , prosopopéyico, dominador, feliz a
pesar de su desgaire, que hacía resaltar hasta lo risible la capa de bayeta negra que llevaba sobre los hombros a manera de
dos alas plegadas y mustias. Y luego, detrás, los regidores, los cuatro campos [*] , el escribano, el capillero, el sacristán y el
fiscal, todos ellos seguidos de sus respectivos decuriones, especie de esbirros, altos y musculosos, cuya misión, como la de los
perros de presa, es la de coger y atarazar en caso necesario a los que incurren en el enojo de los concejales y de los yayas.
Pero todo esto resultaba pálido ante el segundo día. El primero es como el pórtico del segundo, bajo el cual los entusiasmos,
las alegrías y los excesos no logran sobrepasar los límites de la temperancia y el orden (si es que orden y temperancia puede
haber en las fiestas de los indígenas) y la brutalidad parece dormitar en espera de la hora propicia. Es el segundo el verdadero
día de la expansión, día sagrado y profano a la vez, en que la idolatría, la superstición, la sensualidad y la glotonería se chocan,
se mezclan y bullen en torno de una imagen grotesca, que la ingenuidad pasea en triunfo, como símbolo de ostentación y
cartel de reto a la religiosidad de los pueblos vecinos. Y, sin embargo, ningún día más esperado ni más temido que éste, ni
tampoco más lleno de ritualidad, ni más rebosante de concupiscencia, de hartura y embriaguez. Día en que los viejos se
complacen en hacerle sentir a los mozos todo el peso de su venerabilidad y en que éstos, con sumisión verdaderamente
incaica, se apresuran a honrar la sabiduría de la vejez; en que las mujeres, tímidas y curiosas, atisban desde el umbral de su
puerta las ceremonias públicas en espera del hartazgo pantagruélico; en que los chiquillos, vocingleros y alegres, disputan a
carreras y golpes las cañas de los cohetes de arranque —esos heraldos de las fiestas indígenas— y en que el ama de llaves del
señor cura, comisionada por éste, se desliza hasta el cabildo a escuchar la relación de los que en ese día deben casarse y están
obligados a pagar primicias. Ni el verdadero día de San Santiago, ni el en que principian las cosechas, ni el del ushanam-jampi
superan en importancia al 2 de enero. Y es que ese día la ambición adormecida, por lo general, del indio se sacude su letargo y
se yergue combativa y ruidosa. Es entonces cuando aquél siente el deseo de ser algo más que una simple bestia reproductora
y de labor; cuando el sentimiento del poder, comprimido el resto del año por el peso de un servilismo milenario, de una
igualdad de bestias, le da la sensación de una fuerza propia, brotada de repente de su personalidad, para hacerle saborear a
los unos el placer de mandar y a los otros la resignación de ser mandados.

IV
Y todo fue pasando bien aquel día. El pueblo había escuchado más satisfecho que nunca el Capac Eterno y el rigcharillag,
cantado por los nuevos concejales. Sobre la melancolía del crepúsculo cayó de pronto la noche, con esa prontitud con que cae
en los pueblos andinos, dispersando al bullicioso gentío en pequeñas bandas, que iba a refugiarse bajo los aleros de las
casuchas y en torno a las vacilantes hogueras de los corrales. Y, mientras en la casa cural don Ramón sostenía violento diálogo
con doña Santosa sobre la exigüidad de las primicias que ésta había anotado en la mañana y la miseria de los potajes que le
habían remitido, en el cabildo, los moshos y los yayas, rodeados de gran parte de los vecinos, se preparaban a la solemne
catipa, llamada a predecir los futuros sucesos del año. Era éste el punto más importante de aquellos dos días. ¿De qué servía la
elección de los moshos, la entrega del pueblo, el canto del Capac Eterno, el paseo de las varas, el maranshay [*] , si la regla de
conducta a que debían sujetar los concejales sus actos habría de quedar ignorada por un simple desconocimiento del porvenir,
fácil de remediar con una catipa? Las funciones públicas no podían quedar entregadas a la voluntad o capricho de los
hombres, aunque éstos fueran los personeros legítimos de la comunidad y estuvieran repletos de sabiduría. El público tenía
necesidad de saber de antemano cómo se le iba a gobernar, qué daños, qué desgracias, qué calamidades iban a pesar sobre él,
para por medio de sus jircas, burlar su nefasto poder. Y, sobre todo, para desviar a tiempo de sus tierras benditas todos
aquellos genios malignos que suelen cernirse sobre la cosechas. Por eso tan luego como los decuriones, presididos del alguacil
mayor, que ronzal en mano marchaba espantando a la granujería, se presentaron delante del cabildo, conduciendo las doce
ventrudas tinajas de la chicha y las doce tinajuelas de la chacta, el gentío prorrumpió en ruidosas exclamaciones y el señor
alcalde pedáneo enarbolaba la florida vara y, pegada la capa sobre los hombros, con el desafío del que, a fuerza de usar una
cosa, ha acabado por familiarizarse con ella, interrogoles con la frase sacramental: —¿Dónde está lo de atrás? A lo que el
decurión que iba a la cola, contestó: —Aquí está, taita. Y lo de atrás eran las doce tinajuelas de chacta, por las que se debía
preguntar forzosamente para evitar que volviera a repetirse lo que en cierta vez aconteciera: que la mitad de ellas desapareció
mientras el alborozado gentío aplaudía la aparición de las doce tinajas de chicha. Inmediatamente después de descargado y
colocado en círculo el precioso convoy, el hombre del ronzal, que parecía tener también la función de escanciador, comenzó a
servir, principiando por el alcalde. —Vaya, taita; para que el año te venga bien y tu sabiduría y vigilancia no dejen que el
ganado que tienes delante se lo coma el zorro. —Y para que ustedes no me coman a mí, si es que el zorro puede más que yo
— contestó el alcalde, vaciando en seguida, de un trago, el jarro de chicha. Y al alcalde siguieron los campos; a los campos, el
escribano; al escribano, el capillero; al capillero, el fiscal; al fiscal, el sacristán. Y así hasta el pueblo. Aquello se convirtió en una
ronda interminable, sólo interrumpida a cortos intervalos por las lentas y silenciosas masticaciones de la catipa. Y habrían
continuado así toda la noche, hasta que en el fondo de la última tinaja hubiese comenzado a rascar el jarro insaciable, si una
vocería atronadora, rociada de descargas, salida de repente de las inmediaciones de la plaza, no hubiese repercutido
fatídicamente en el corazón de los chupanes. —¡Obasinos! ¡Obasinos! —llegó diciendo un hombre a grandes gritos—. El
Chuqui viene con ellos. He conocido su voz. El alcalde blandió su vara, indicó con ella una dirección en la sombra y exclamó: —
¡Perros del demonio! Les beberemos la sangre. ¡A coger las carabinas! A esta voz, todos comenzaron a correr en distintas
direcciones. Pero una avalancha como de cien jinetes, desaforada, torbellinesca, rugiente, incontenible, invadió la plaza por
sus cuatro bocas, atropellando aquí, descalabrando allá, barriendo todo lo que encontraban al paso y disparando y
esgrimiendo sus armas con rapidez asombrosa. La banda se detuvo bruscamente delante del cabildo. Uno de los que parecía el
jefe comenzó a dar órdenes imperativamente. —Cincuenta hombres a rodear el pueblo; veinte, a buscarme a los moshocuna y
a los mayordomos, y otros veinte, a pegarle fuego a las casas. Al que se oponga, mátenlo. Sólo la iglesia y la casa de taita
Ramun no tocarán. ¿Me han oído? Y los jinetes partieron a cumplir las terribles y terminantes órdenes. El que así hablaba era
un indio joven, con aspecto de mestizo y aire de resolución, uniformado militarmente, ceñidas las exuberantes pantorrillas con
azules bandas de paño, capote gris sobre la cuadrada espalda y sombrero de paño negro, desmesuradamente alado, que le
sombreaba el rostro siniestramente. Desmontose y fue a sentarse sobre el mismo taburete que momentos antes había
ocupado la figura prosopopéyica del alcalde, seguido hasta por unos doce individuos, que parecían formar su estado mayor,
quienes al verse frente a las veinticuatro tinajas abandonadas y a medio consumir, pusiéronse a beber y a brindar
ruidosamente mientras el jefe, receloso y despreciativo, se concretó a decir: —¿Y si las tinajas estuviesen envenenadas? —No
han tenido tiempo, Chuqui —contestó uno que parecía ser también jefe de la banda—. Han salido corriendo como venados. —
Mejor sería vaciarlas, Marcos, para que cuando nuestra gente vuelva no le provoque beber, y se emborrache y corramos el
peligro de que los chupanes lleguen y nos acaben. —Me parece bien, Chuqui… ¡Perros chupanes! Tienen plata para
bebezones, pero no para pagarnos nuestros cincuenta escudos. —Ahora van a pagar todo —respondió el Chuqui sonriendo
extrañamente. —Todo no. Después de quemar Chupán hay que tomarnos Colquillas. —¿Y no crees tú, Chuqui —dijo un
indiecito de rostro feroz que se movía de un lado a otro, llevando medio a rastras un rifle mánlincher, más grande que él—,
que sería bueno llevarnos el manto de San Santiago y la espada para nuestro patrón San Pedro, y que le cortáramos la cabeza
a su caballo para que no vuelva a morder a la gente, como dicen? Una carcajada general acogió la idea, y ya se preparaba el
jefe a ejecutarla, comisionando para ello a su mismo autor, cuando el estallido del incendio lo interrumpió en su posición,
arrancándole exclamaciones impías y llenas de arrogancia diabólica. —¡Qué hermoso es el fuego, Sabelino! Así quiero ver
arder yo a todo Chupán. ¡Que venga ahora su patrón Santiago a defenderlos del Chuqui! Si vinieran le haría entender lo que
valen los obasinos… ¡Puche!… ¡Tramposo!… Él es el que aconseja todas las picardías y daños que nos hacen los chupanes. Al
reflejo del incendio, el rostro pálido del indio parecía retocado con sangre y sus ojos negros, desmesurados y saltones,
brillaban como los de un felino en la noche. Sus palabras retadoras, a excepción de Sabelino, fueron mal recibidas por sus
compañeros, capaces, tratándose de los hombres, de todas las atrocidades imaginables, pero supersticiosos y cobardes hasta
la asquerosidad ante las cosas de la iglesia. —No digas así —murmuró el llamado Marcos—. Patrón Santiago puede oírte,
Chuqui, y es vengativo. No olvides que estás delante de su casa, y que cuando está molesto sale a la plaza en su caballo blanco
y comienza a darle a comer gente como pasto.

—¡Qué bestias! ¿Hasta cuándo estarán ustedes creyendo en las patrañas del caballo blanco? —¡Calla tu boca, Chuqui! —
replicó Marcos, más escandalizado aún—. Te juro que yo he visto una noche, que vine a esta plaza con unos amigos a llevarnos
las linternas de la iglesia, salir a San Santiago detrás del campanario, con una espada brillante y montado en su caballo blanco,
que al andar echaba chispas más grandes que una brasa. Te juro, Chuqui. Por eso yo no he querido que atacásemos de noche.
Hemos debido atacar a los chupanes de día para que a su patrón Santiago no se le vaya a ocurrir ayudarles. —¡Calla tú,
cobarde! Para los hombres como yo lo mismo es atacar de día que de noche. Y de noche más bonito el incendio. Marcos no
tuvo tiempo de replicar. Una extraña aparición, salida de repente de un costado de la casa cural, los dejó a todos suspensos. El
mismo Chuqui no pudo menos que estremecerse. Era un jinete rojo, que avanzaba dando tajos con una espada descomunal,
precedido por una especie de fantasma alto y esbelto, que, a manera de heraldo, marchaba cabeceando lentamente y
haciendo tintinear una campanilla, como un acólito delante del viático. La gente del Chuqui se crispó de terror y comenzó a
gritar: —¡San Santiago! ¡San Santiago! ¡Patroncito San Pedro, líbranos de San Santiago! Y saltando sobre sus peludos y
matalones caballejos, la banda partió como una tromba por entre los grupos de incendiarios, los que, poseídos también del
terror, se echaron a correr locamente cuesta abajo. El Chuqui, de pie, mudo, amenazador, soberbio, impaciente, al verse solo,
dirigiole a los que huían una mirada de profundo desprecio, amartilló después la carabina, apuntó y disparó sobre el fantasma.
Un traquido seco y silbante repercutió en el fondo de la quebrada, dominador, a pesar de los mil ruidos que retumbaban esa
noche. El fantasma, en vez de caer, estiró más el cuerpo y dio una cabezada tan grande que la sombra que proyectaba, a la luz
del incendio, vino a lamerle los pies al Chuqui, mientras el jinete rojo, más visiblemente excitado, dio una espoleada tan
terrible a su cabalgadura que la hizo pararse en dos pies y relinchar extrañamente. El indio no pudo más. Al ver que su
puntería, infalible hasta entonces —una puntería que iba ya despertando celos en el famoso illapaco Juan Jorge— había
errado esta vez, con gran asombro suyo, y que el grupo misterioso seguía avanzando, al parecer indiferente a la voz
demasiado expresiva de su winchester, un temor supersticioso sacudió sus nervios y lo hizo saltar también sobre su caballo y
huir, murmurando: —Estos perros chupanes son capaces de haberse concertado con el diablo para no pagarnos la deuda.
¡Pero ya volveré, ya volveré! Una risotada respondió a la amenazadora frase del Chuqui. —¡Bájese, don Ramón, que ya no
puedo más! —gimió más que habló una voz en el centro de la plaza—. ¡Caramba! Pesa usted más que un tercio de coca, así,
tan chupadito como es. —¡Silencio, mujer!, que todavía me parece que no se han largado esos canallas. Cuspinique, ¿les ves
todavía el pelo a esos lobos? Y Cuspinique, que no era otro el fantasma de la campanilla, saliendo del negro armazón en que
estaba metido, exclamó: —¡Carache, taita! ¡Qué susto me dio el maldito cuando disparó! Ha zumbado la bala por encima de
mi cabeza. Si en vez de apuntar al ombligo apunta a las rodillas ésta sería la hora en que estaría yo con un hueco más en la
cara. —Déjate de lamentaciones, Cuspinique. Te pregunto si se han marchado ya todos esos marranos. —No hay nadie, taita.
—Entonces me apeo. Y el jinete rojo se desmontó. Tirole el sable a Cuspinique y después, la manta colorada en que había
estado envuelto, el sombrero alón de plumas blancas, todo aquello que le había servido para imitar, más grotescamente, si
cabe, al santo patrón de los chupanes. El ama de llaves, libre ya de tan estrafalaria carga, arrebatole la manta al sacristán y
empezó a cubrirse, lo mejor posible, todo aquello que la ligereza de una camisa dejara al descubierto y que había estado
provocando a aquél hacía rato, al mismo tiempo que, tiritando, murmuraba, con un dejo de enojo mal fingido: —¡Las cosas en
que me mete usted, don Ramón! ¡Yo, una mujer a quien no le gusta enseñar ni la punta de los pies, en camisa, a medianoche
en una plaza, y convertida en caballo! ¡Un pecado mortal! —En caballo no —contestó chungueándose el taita cura—; en yegua
querrás decir, mujer, y de mucho pulso y brío, ¡recontra! Como que a la espoleadita que te di te paraste en dos pies y casi
echas por el suelo a San Santiago. Lo que me habría desacreditado ante esos diablos de obasinos. Cuspinique, que no había
perdido palabra del coloquio, por más musitado que había sido, terció, hablando como para sí y rebosando en socarronería: —
En yegua, tampoco; en mula. —¡Cómo! ¿Qué estás tú ahí diciendo? —gritó don Ramón, dándole un soplamocos al taimado
sacristán—. ¡Lárgate a tu perrera a dormir! ¡Y cuidado con contar nunca lo que hemos hecho! Si hablas te ahorco. Ya sabes tú
cómo las gasto con los habladores. Cuspinique, que le conocía el genio a don Ramón y sabía que no le gustaba repetir sus
órdenes, se esfumó en la sombra. Y mientras doña Santosa y don Ramón tornaban a la casa, aquélla, llena de curiosidad,
preguntole: —¿Qué ha dicho ése? —Una brutalidad, como todo lo que dice. Y empujándola cariñosamente hacia adentro,
murmuró: —No; la verdad es que ese bestia de Cuspinique tiene razón. Eres una mulita de 7 la que no da ganas de apearse
cuando se está encima. Di, tú… Doña Santosa se ruborizó por primera vez esa noche y se limitó a contestar con toda su malicia
de zamba costeña, no sin hacerle antes una mamola al señor cura: —¡Y qué jinetazo que había sido usted, don Ramón!…

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