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Zamacois - La Alegría de Andar-1920

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LA ALFXiRÍA DE AMí'AR
OBRAS COMPLETAS
DE

EDUARDO ZAMACOIS A^^.

En prensa:

TOMO 11

EUROPA SE VA.

\.

i
/
EDUARDO ¿AMACOIS

OBRAS COMPLETAS
I

LA alegría
DE ANDAR
CROQUIS DEUN VIAJE POR TIERRAS DE PUERTO RICO Y CUBA,
ESTADOS UNIDOS, CENTRO-AMÉRICA Y AMÉRICA DEL SUR

(1916-1920)

í \

RENACIMIENTO
SAN MARCOS, 42
MADRID
1920
ES PROPIEDAD ,

Será ilegal todo ejemplar que


no esté sellado por el autor.

impmiia <lf Jimio Pn^o, Luna» 29.—Telel. 14-30.— Madrid.


W>\'
Para las almas inquie-
tas, para las voluntades
ávidas de emociones nada ^

más interesante que una


Mujer, un Libro y un
Camino.
8 EDUARDO 2AMAC0IS

de tni propiedad, iré a descubrir tierras insospecha-


das aún?...
Y, en otro orden de emociones:
—¿A qué mujer o a cuántas mujeres daré mi co-
razón?...
|Oh, el excelso, el supremo, el deleite Único, de
poder elegir!..
Nuestra alegría de entonces era la del pájaro que
canta, en el extremo de una rama, bajo el sol de
abril. Y mientras vacilábamos, el abanico, lenta-
mente, sin trepidaciones, sin ruido, iba cerrándose.
Era el Tiempo, eran las Horas, con sus dedos sigi-

losos—sus dedos de enguate los que lo cerraban.
El varillaje se superponía; como los años, las vari-
llas simbólicas caían unas sobre otras: ya no que-
daban libres más de diez; luego nueve; después
ocho... siete... |y por momentos el horizonte era

más pequeño, y nosotros~-¡torpes! no lo veíamosl
De pronto echamos a andar, pero sin saber fija-
mente adonde; porque nuestra decisión más tuvo de
instintiva que de razonada. Pronto reconocimos que
nuestro camino no era aquel, y retrocedimos para
buscar otro... ¡que tampoco era el nuestro!..
Y el abanico fatal, entretanto, continuaba cerrán-
dose; hasta que se cerró del todo, y sólo hubo ante
nosotros un camino recto, absolutamente recto,
inexorable, sin sorpresas ni horizonte. El horizonte
se había convertido en una cruz. Entonces com-
prendimos,..
]Ah!... ¡Qué dolor, qué tremendo dolor este de
marcharnos del mundo sin haber escrito la página,
precisamente, que hubiésemos querido escribir; sin
darle a nuestro espíritu su verdadero pan, ni a
nuestro corazón su alegría legítima, ni a nuestra
cara su expresión cierta!... ¡Oh!... (Qué indescripti-
ble tortura ésta de morir sin haber hallado la oca-
sión ni los medios de «darnos a conocer», ni de ser
leales ni aun con nosotros mismos!...
Parque hay en nosotros doíb vidas, tal que dos
s^urcos paralelos: la grotesca que vivimon^, y aqueHa
LA ALEGRÍA DS AKDAR 9

Otra altísima, sagrada, que hubiésemos querido


vivir.

La invencible inquietud*

*Lohengrín" dice:
*Si quieres que te ame, Elsa, si quieres que pro-
teja tus Estados, y que tu suerte sea siempre igual,
no intentarás saber cuál es mi patria, mi raza ni
mi ley.**
Elsa acepta esta condición, hasta que, al fin, su
curiosidad se impone a su juramento.
^üa deseo ardiente —le grita Elsa a su esposo
combate mi corazón. Aunque me costase la vida,
habla: ¿quién eres?...**
El héroe, tristemente, descubre su misterio y
vuelve la espalda; se va, y nada ni nadie podrá de-
tenerle; el Cisne —la Ilusión —
que le trajo, se lo
lleva. Por saber quién es Lohengrín, Elsa pierde a
Lohengrín.
Para los inquietos, el Horizonte es nuestro Lo-
hengrín. Gomo el semidiós wagneriano, aquél nos
advirtió:

Si deseas la dicha, si quieres eternizar la loza-
nía de las rosas que hoy aroman el jardín de tu co-
razón, cierra los párpados; no intentes acercar-
te a raí.
Pero nuestra alma es la pobre alma mariposea-
dora de Elsa, y un día se nos escapó la pregunta
aciaga:

Aunque me costase la vida, habla, Horizonte:
¿quién eres, qué sortilegio divino se disimula
enti?...
Y embarcados en blanco de nuestra ilu-
el cistie
sión bogamos hacia y cuando supimos que su
El;
enigma po escondía nada, e^iperimentanios un des-
encanto infinito, y las encendidas rosas de nuestro
corazón 3e volvieron negras.
Ahora que estamos ciertos de qüC Lohengrín no
lo EDUARDO ZAkACOlS

volverá nunca, ¿qué será de nosotros?. Todo via-


.

je implica una rebeldía, un malestar, una protesta


tácita contra el sitio de donde nos vamos, pues es
indudable que nos vamos "por algo**...; acaso, sen-
cillamente, porque lo Pasado siempre es bello, por-
que todas las cosas idas lo son... Pero entonces,
¿por qué apenas nos vamos sufrimos la melancolía
de irnos?... ¿Cómo el júbilo de las manos que nos
acogen, en ün puerto, no basta a consolarnos com-
pletamente del dolor que movía aquellas otras que
nos despidieron en el puerto anterior?...
En los viajes largos por mar siempre guardamos
un poci de ropa sucia en nuestro baúl, y así en el
larguísimo viaje de la vida, donde es casi imposi-
ble que nadie, ni aun los más limpios, dejen de
llevar una o varias páginas sucias en la conciencia.
¿Será una ansia de mejoramiento, de purificación,
lo que nos hace andar?...
Para salvarse en un naufragio basta un leño;
parÁ salvarse del gran naufragio de la Vida basta
un Ideal, porque los ideales son las boyas del océa-
no del vivir. Pero ¿dónde hallar ese Ideal? ¿Qué
absurda sed de ubicuidad nos mueve? ¿De qué nace
esta ansia torturadora y selecta de amarlo todo y a
todos, y de no querer, sin embargo, envejecer al
lado de nadie?

Habla labore.

Reconozco, aunque un poco tarde, que no debo


buscar ni pedirle ai mundo una alegría que no ha-
llaré jamás porque no está en mí, y el secreto úni-
co de la felicidad es que todo esté en nosotros. El
espíritu es múltiple y sabe desdoblarse a cada mo-
mento, y transmutarse en "objeto** o término del
propio conocer. Podemos hablar con nosotros mis-
mos. Cada hombre lleva, dentro de sí, un crítico, un
púbhco, un teatro completo, y, de consiguiente,
nada necesita; nuestro naufragio o nuestra salva-
ción caminan con nosotros.
LA ALEGRÍA DE ANDAR IX

"jHijo mío— le dice Rubindranath Tagore a un


peregriao— en el mundo no hay más posada que
',

la que cada uno lleva dentro. ¡Y si quieres salvarte,


éntrate en ella, agárrate biea a tí!...«
jOh, excelso poeta indosíánico, de barbaí'y ojos
nazarenos, bañados en reposol... ¿Cómo conven-
certe a tí, tan recogido, de que no hay solitarios
más grandes qué los vagabundos?... A los que me
odian, a los que me desdeñan, a los pequeños en-
vidiosos que sembraron mis caminos de cortantes
cristales, yo les respondo con palabras tuyas:
•Nada puede tocarme, porque yo siempre estoy
lejos de todo, en lo infinito.**
Y a la mujer vulgar, a la que parece acompañar-
me y no es mi compañera, la siehto sobre mis ro-
dillas, y mientras acaricio sus cabellos, repito aque-
llas otras divinas palabras que el •Sanyasi** de tu
poema dice a la hija del Raghu:
**Puedes quedarte conmigo, pero no estarás nun-
ca conmigo.*
Maestro Tagore: tu filosofía, ungida de silencio,
no se opone a lo que Wagner eiaseñara. El secreto
de la felicidad consiste en rerrar las puertas de
nuestro corazón después que el cisne haya entrado
en él.

El dolor de volvor»

Tras un prolongadísimo éxodo el viajero regresa


a «su ciudad^; a la ciudad que él, a solas, cuando
dialoga con sus recuerdos, suele llamar enternecido
«miMadrid...* «mi París...« o «mi Buenos Aires...*
Al salir de la estación del ferrocarril subió a un
coche después de indicarle al cochero unas señas;
y ahora va emocionado, en los labios una sonrisa,
avizorándolo todo, relucientes los ojos, la nariz
aplastada contra los cristales del vehículo. Trope-
les de diminutas
y empolvadas sensaciones le sa-
len al encuentro. Nada ha cambiado:
ni tos frontis
12 EDUARDO ZAMAC0I3

de las viviendas, ni el aspecto de los transeúntes,


ni la cadencia— rica en evocaciones— de los prego-
nes callejeros; jni siquiera las ropas tendidas a se-
car en los balcones pobres, y que si no las mismas,
hermanas son, al menos, de aquellas otras que años
antes, abanicadas por el viento, parecían despedir-
le cuando él se marchaba!... Y esto le apena un
poco: ¿por qué el mundo objetivo no se renovará
como se renueva nuestro corazón?
Ai llegar a su casa el viajero es acogido en el za-
guán por una portera a quien no conoce, pero que
es exactamente igual a ''la otra**, a la que él dejó
allí, y, por lo visto, o se murió o se fué.
—Buenos días, don Fulano; ¡ya sabíamos que
vendría usted hoyl
*Ya sabían que llegaba hoy...** — piensa don Fu-
lano; y, sin advertirlo, sufre una leve decepción.
Su regreso carecerá de teatralidad. En las novelas
y en los dramas existe *la sorpresa**, por eso son
bellos; pero de nuestro vivir vulgar el divino Im-
previsto desapareció: lo mataron el teléfono y el
cable, que suelen contar lo que hicimos... y lo que
no hicimos; lo que dijimos que pensábamos hacer...
y también lo que nunca pensamos hacer...

—¿Y qué tal por aquí? pregunta el viajero obe-
diente a esa falsa cortesía que consiste en "decir
algo", sea preciso o no.

Por aquí, como siempre —responde la portera.
"¡Como siempre!..."— repite el viajero para su
corazón, y se queda triste. "¡Como siempre!" ¿No
evocan estas dos palabras la pesadez, la frialdad,
la expresión inmóvil de las piedras tumbales?
Aquella tarde el viajero va a la peluquería, a "su
peluquería", y piensa complacido en la emoción
amistosa que producirá su aparición. Llega. La ma-
yoría de los oficiales que él dejó, y de cuyos ros-
tros - en virtud de una sutil asociación de imá-
genes—ahora recuerda, siguen allí. Uno de ellos
mira al recién llegado, le remira atentamente, va-
dla... pero al reconocerle sonríe y exclama:
LA alegría de andar 13

— iHola, don Fulanol... ¿Ya estamos


Don Fulano ocupa un sillón.
de vuelta?

El peluquero. ~ ¿Qué va a
**
ser?"
Don Fulano. — Afeitar.
El peluquero (mientras cubre la cara de su citen»
te de ya(&cf«y.— Pues... ¡ya lo ve usted!... Nosotros
aquí, como siempre.
Yya no hablan más: o acaso hablarán de si hace
frío, o de si hace calor... ¡como siempre!
Camino de su casa don Fulano tropieza con
Pérez, el eterno cesante. El viajero le abraza, casi
con alegría, aunque seguro de que el encuentro va
a costarle dinero.
Don Fulano.- ¿Qué hace usted ahora?
Pérez (que convirtió en profesión el no hacer nada).
¿Yo?... Esperar... esperar a que **esto" cambie.
(Alude a la situación politica») Creo que, al fin,
conseguiré "meter la cabeza" en Hacienda.
Pérez acaba pidiéndole a don Fulano dos duros, y
don Fulano se los da... ¡como siempre!
Al siguiente día el viajero se dirige a la oficina
donde, desde hace veinte años, trabaja su amigo,
su gran amigo fraternal, Pepe. Una de las mil mi-
núsculas razones que movieron a don Fulano a
emprender su viaje de regreso era esa alegría, la
alegría de volver a abrazar a Pepe.

Don Fulano. ¿Está don José?
Un portero (con cara de aburrido).— SU señor;
ahí en su despacho. ¿Sabe usted el camino?
Don Fulano {desapareciendo por un corredor),—
Perfectamente.
Son las cinco de la tarde y el viajero recuerda
que a esa hora— precisamente a esa hora exacta su —
amigo acostumbra a tomar un vaso de leche. Don
Fulano empuja, con mano trémula, una mampara,
y sus ojos ven lo que segundos antes viera con los
ojos de su espíritu: ve a Pepe sentado a una
mesa delante de un gran vaso de leche, ¡Como
siempre!
Don Fulano (emocionadisimoy radiante). --iPtpel
X4 EDUARDO ZAUACOiS

Don José (volviendo la caro^w— ¡Holal... ¿de dónde


vienes?
Se levanta y le abraza con al^^ía, pero sin pa-
sión, sin fe, porque la rutina de su liso vivir le ha
anquilosado los nervios, le ha enmohecido los ner-
vios. Don José repite su pregunta: '^¿De dónde
vienes?..." Contó Si le hubiesen visto la víspera, en
algún café; y el visitante no sabe qué contestarle,
porque acaba d^gntir que aquel camarada, aquel
nermano que iMFentre sus brazos, está infinita-
mente lejos dolí.
Otro día don Fulano va a Correos a recoger eu
correspondencia y los empleados, acostumbí ados a
ver irse y a vtr llegar tantas cartas, le acogen im-
pasibles. Uno de ellos le ha dicho:
—¿Ya está usted aquí otra vez?...
Don Fulano observa a su interlocutor y cree pro-
ducirle la impresión de "un certificado devuelto".
-^¿Seré yo, efectivamente— piensa— un "certifi-
cado" que devuelven de todas partes?... ¿Y por
qué?... ¿Iré mal diíg^do?...

Cerca de cuat:9 años ha durado mi segundo


viaje ¿América. El maravilloso continente lleno
de sorpresas, lleno de aventuras, que primero tenía
delante y era para mí una interrogación, ahora
queda a mi espalda... \y es una respuesta! Se ago-
taron los caminos; "el abanico" se ha cerrado.
¡Ah, pero mientras la Vi4a dure hay que pelearla!
Corazón mío, todavía sediento: yo sabré abri^ de
nuevo el abanico, aunque para abrirlo necesite
romperme las manos...
EL PORTERO DE «LA TRASATLÁNTICA*

Evidentemente los cronistas constituyen una


fuente de investigación y conocimiento muy supe-
rior a la de las agencias telegráficas. Los recursos
de que éstas disponen son, claro es, infinitamente
más rápidos; pero también sus noticias adolecen
de fragmentarías, de obscuras y. hasta de contradic-
torias: frecuentemente las agencias disimulan lo
sucedido; otras se equivocan, y el hecho de no ir
las informaciones firmadas^eja a sus autores en
las cómodas penumbras dé^na relativa irrespon-
sabilidad El cronista no puede proceder así; su la-
bor es personalísima; lo que nos cuenta lo ha oído
o ha pasado ante sus ojos, y el honor de su nom-
bre le obliga en todos los momentos a ser sincero.
Las cuartillas corren menos que el telégrafo y el
teléfono, pero son más concienzudas, más leales y
se ahincan más hondo en la verdad.
Ahora bien: el director de un periódico debe te-
ner muy en cuenta, no solamente la amplitud men-
tal, sino también la sensibilidad, la emotividad, el
carácter y temperamento de la persona encarga-
da de escribir las cuartillas. Pero aquí surge un
problema:
¿Quién será capaz de realizar mejor una infor-
mación gráfica? ¿Un buen fotógrafo o un gran pin-
tor?... Indudablemente el primero, porque su espí-
ritu es más vulgar, y nada tan vulgarni cosido ala
tierra como la realidad; un fotó^afo hábil fijará
1 EDUARDO EÁMACOIS

siempre en sus placas *lo que es* y "como es", sin


añadir, ni quitar, ni modificar... fiel a esa exactitud
inexorable de las cosas mecánicas. De un paisaje,
cuarenta fotógrafos, operando desde el mismo si-
tio, obtendrán cuarenta "clichés** exactamente igua-
les o casi iguales...
En cambio, cuarenta pintores sacarán de un pai-
saje único cuarenta paisajes distintos. Zuloaga, por
ejemplo, dará preferencia a los tonos negros, a las
tintas clásicas y trágicas, allí precisamente donde
Sorolla sólo verá las energías luminosas del ocre
y del verde; lo que en aquél sonará a elegía, en
los nervios del colorista levantino será madrigal.
Y esto obedece a que los artistas fuertes, lejos de
doblegarse a los imperativos del mundo exterior,
le imponen su personalidad, y sin advertirlo lo des-
coyuntan un poco, lo mudan, lo obligan, lo avasa-
llan. El verdadero genio crea generalmente dentro
de un miraje feliz, pero falso, de la realidad. Un ge-
nio como Miguel Ángel, es a la vez sujeto y objeto:
quiero decir que ve únicamente lo que su ex-
traordinario poder imaginativo le permite ver; o lo
que es rgual: que no mira con los ojos, sino con el
alma.
A los escritores les sucede lo propio, y así no
estamos ciertos de si las cuartillas de un novelista,
de un dramaturgo o de un ilustre profesional de la
crónica, nos informarán mejor de un hecho y serán
más acreedoras a nuestra confianza que las escritas
por un humilde repórter; porque éste, como el ob-
jetivo de una máquina fotográfica, reproducirá lla-
namente "lo que es", sin cuidarse de exornar con
arrequives retóricos su narración; mientras aqué-
llos, fieles a su conríatural costumbre de aderezar
la realidad y aun de torcerla un poquitín con tal
de decir "una frase" o de sacar adelante la armonía
de un párrafo, suelen preocuparse más de lo boni-
to que de lo cierto, y mejor prefieren ver las cosas
según desean que fuesen, que como son. A su jui-
cio, una verdad fea no merece nada, mientras una
LA ALEGRÍA DE ANDAR 17

ficción bella, armoniosa o heroica, lo vale todo. Los


maestros— y aun los aprendices— del teatro y de la
novela se parecen a Don Quijote— genio también
de primera clase—, para quien eran de Holanda
finísima las camisas de arpillera de Maritornes.
En vísperas de emprender un largo viaje por tie-
rras de América y ya dispuesto a ir fijanao en cró-
nicas las etnociones de mi peregrinación, la Con-
ciencia pregunta severa a la Fantasía:
**
¿Sabrás ver lo que efectivamente vaya desfilan-
do ante ti, o lo alborotarás y desfigurarás todo, con-
forme a tu gusto y capricho?...**
La Fantasía, la encantadora **señorita Locura*,
ha prometido callar y enmendarse, y esconder sus
trajes de cascabeles en lo más arcano del alma.
Yo, sin embargo, desconfío, y creo hacer bien:
como la conozco...
Durante varios días he necesitado ir a las oficinas
que tiene establecidas en Madrid la Compañía Tras-
atlántica, y se hallan en un espléndido inmueble
de la calle de Alcalá, esquina a la flamante Gran
Vía. Al penetrar en el zaguán, amplio, suntuoso y
revestido de mármoles, me sale al encuentro el por-
tero. El portero de la Compañía Trasatlántica es un
individuo alto, recio, sobrio de ademanes, tranqui-
lo de rostro y metido «ntre un sombrero de copa y
un levitón con grandes botones de plata, que le lle-
ga a los pies. Representa cuarenta y siete años,
cuarenta y ocho... Tiene unos ojos grandes y sere-
nos, medio verdes, medio azules, y una barba bron-
ca, autoritaria y decorativa, que fué negra y ahora
es casi blanca...
— —
¿El señor Aicón? preguntó.
— En el piso principal— responde el portero.
Subo una escalera ricamente alfombrada y dis-
puesta en ^uave espiral. Varios vitrajes de colores
diluyen en el ambiente una luz blanda, melancólica,
recogida. Aquella claridad duke, aquella alfombra
densa, aquella escalera en espiral, aquel pasamanos
dorado, curvo, semejante a una rúbrica de bronce
l8 EDUARDO ZilMACOIS

iKícha tn la pared, me recuerdan el aspecto de las


cámaras xle los grandes vapores trasoceánicos. A
esta evocación ayuda la idea de mi próximo viaje,
las emociones, todas de destierro y despedida, que
me cercan, e inmediatamente pienso:
**Ese portero con quien acabas de hablar debe de
haber sido marino. Cansado de navegar, el pobre
hombre buscaría un oficio más tranquilo, y la Com-
pañía, para corresponder a su honradez y buenos
servicios, le colocaría aquí..."
Mientras esperaba en un saloncito del piso prin-
cipal la llegada del señor Alcón, mi fantasía resuci-
taba la figura del portero: alto, ancho, con sus pu-
pilas enverdecidas por el reflejo de las olas y su
áspera barba de contramaestre-
Mi descubrimiento me había llenado de candoro-
sa vanidad; estaba satisfecho de mi perspicacia.
^Solamente— discurría yo— un novelista, un cronis-
ta» utitemperamento acostumbrado a viajar y a ob-
servar, sería capaz de deducir, como yo acabo de
hacerlo, del aspecto de un hombre, su historia y su
oficio/ Y seguidamente me pareció que la expre*
sión de los ojos del. portero de la Trasatlántica no
era de serenidad, sino <ie resignación, de melanco-
lía, de desasimiento hacia todo; porque seguramen-
te ahora, en su retiro, de cuando en cuando echaba
de menos la vida errante de otros tiempos. Al mar-
charme le miré con ese afecto, con esa pena, que
nos produce un cóndor enjaulado.
En días sucesivos esta creencia echó en mi
ánimo nuevas raíces, y al ver al portero le de-
dicaba aquel saludo cordial y discreto qi^ reser-
vamos para las personas **que han venido a me-
nos". El; por su parte, no fué insensible a la consi-
deración de que yo le hacía objeto, y en cuanto me
divisaba acudía a prepararme el ascensor.
*He adivinado quién es, y él lo sabe** —
pensa-
ba yo.
La última tard<5 que fui a visitar al señor Alcón
se desencadenaba sobre Madr jid un vejidaval horro-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 1

roso: llovía, y en la calle de Alcalá Ips árboles, des-


hojados, se doblaban bajo el viento. En las chime-
neas y en los hilos del teléfoáo el huracán ululaba
con gemidos de tragedia y profecía. La Prensa de
aquellos días hablaba de una furiosa tormenta en
el Mediterráneo. Yo miré al portero de la Tras-
atlántica, queriendo decirle:
—No crea usted aue me da miedo embarcarme
con un tiempo así. Yo, aunque no haya viajado
tanto como usted, sé lo que es eso...
Entré en el ascensor, y ya el portero iba a apoyar
un botón, cuando detuve su ademán con esta pre-
gunta:
—¿Usted ha sido marino, verdad?....
Me miró, sonrió:
•n?i.No, señor.

Experimenté esa sensación tan conocida del que


está soñando y le despiertan:
— jCómo? ¿No ha sido usted marino?— repetí.
—No, señor,
Y añadió, moviendo a un lado y otro la cabeza:
—Es más... ¡parece mentiraL. Pero le diré al se-
ñor que yo... ¡nunca he visto el marl...
No respondí; ¿qué iba a responder? Partió el ai^-
censor: yo iba inerte, aniquilado... ¿Era posible que
en aquella barba de pirata, en aquel rostro grave,
en aquellos ojos medio azules, medio verdes, no
hubiese otra poesía que la que yo quise darles?...
¡Luego no había tal cóndor enjaulado!. ¡Luego lo
que yo juzgué nostalgia de libertad y de perdidos
horizontes era el natural aburrimiento de pasarse
la vida en un zaguán, las manos a la espalda y me-
tido entre unas botas de paño y un sombrero de
copal...
Después de un fracaso tan evidente, la imagina-
ción de un ciudadano cualquierar- obrero, médico o
notario —
} ibría presentado la dimisión**; la mía,
**

no, porque la fantasía del escritor, como la de *Qui-


jano el Bueno*, ignora la derrota, y de cada des-
calabro resurge con unasonrisa nueva en los labios.
20 EDUARDO ZAMAC0I8

Llegué ai piso principal:


—¿El señor Alcón?
— Aguárdele usted un instante; vendrá en se-
guida...
Pasé a un despacho, me acerqué al balcón, abier-
to sobre la Gran Vía, y esperé. Largo rato perma-
necí inmergido en mis cavilaciones. Ya no me acor-
daba del portero... ni del señor Alcón...
Continuaba lloviendo copiosamente, y las gotas
caían sobre los grandes charcos de agua que espe-
jeaban aquí y allá, en la obscuridad de la calle;
cruzaban el espacio apretados batallones de nubes;
el viento silbaba y hacía vibrar los cristales con fu-
rioso aletazo. De pronto, olvidé el sitio donde esta-
ba, <ú barandal del balcón me pareció una borda y
sentí que el piso de la estancia oscilaba cual si, bajo
los cimientos del edificio, acabase de pasar una
ola...

¡^h, la Imaginación: la maga excelsa, la loca


divina siempre victoriosa y danzarina y cubierta de
sedas joyantes!...
Lector: perdón para esos artistas que a intervalos
disfrutan, como "Tartarín*, de la gracia inefable de
no ver la verdad; perdón para cuantos, sin ánimo
de burlarte, ennoblecen lo ruin y corrigen lo feo, y
ponen sobre lo más prosaico un trino de alondra.
Dirás que no es discreto fiarse de ellos porque, en-
gañándose, te engañan... Pero ¿qué importa silo
que te contaron fué bello y arrancó un latido de in-
quietud a tu corazón?...
EL TREN SE VA

Todas las despedidas, aun las de mayor momen«


taneidad, son un poco tristes, porque implican la
idea de no rever lo que dejamos. Así, la emoción
de la despedida es siempre melancólica, y por ello,
íntima, grave y procer.
Los diarios publican con frecuencia:
«Esta noche, a «tal» hora, saldrá para X
nuestro
ilustre amigo, etc.»
En estos casos, de una teatralidad mercantil, el
prohombre se convierte en cartel anunciador; la
despedida, en exhibición y trivial pasatiempo. El
viajero ha de olvidarse, para atender a cuantos por
interés egoísta, por cumplir fórmulas de la cor-
tesía social, o, sencillamente, por desocupación ^ le
acompañaron al andén. El mozo portador de nues^
tro equipaje camina delante de nosotros, y ni si-
quiera hallamos coyuntura de recomendarle que
nos busque un buen asiento. Todas las personas
que nos circundan se ofenderían si apartásemos de
ellas un sólo instante la atención, porque esta amis-
tad que se ejercita y manifiesta en público, es tan
susceptible como los celos. Debemos reir el do-
naire del uno, tener una frase oportuna para
la observación del otro, oir lo que un tercero nos
explica. La comitiva se detiene delante del vagón
adonde luego subiremos. Parados a nuestro alre-
dedor, todos nos hablan a la vez, llevándonos a un
estado de tensión nerviosa, febril, congestiva, que
Ctít EDtJARDO ZAHAC0Í8

acelera baldíamente el latir de nuestré corazón.


Y, de pronto, doce, quince, veinte manos que bus-
can la nuestra; brazos que nos oprimen; recomen-
daciones, saludos... palabras... Ya rueda el tren, y
aun deberemos asomarnos a la ventanilla pafa agi-
tar nuestro sombrero en honor de aquel grupo de
leales amigos. No hemos tenido tiempo de exami-
nar nuestro asiento, ni de ver a nuestros compafM^-
ros de viaje, ni de «$entirnos» en el momento, ex*
quisitamente nostálgico, de partir. Un sabor de
fastidio, una ola amarga de desgana y misantropía,
nos sube a los labios...
Para despedirnos, en un muelle o en un andén,
basta una persona. Ella condensará el perfume,
abreviará las emociones, guardará el calor, será el
símbolo, en ñn, de la ciy[^|d que vamos a dejar.
Esa persona, en corto tienMrtal vez, habrá sabido
acercarse a nuestra inti];|ipRÍ y conocerá muchos
de nuestros pequeños secretos. Como su carácter y
el nuestro tendrán, seguramente, perfiles comunes,
no nos estorbaremos, no nos distraeremos el uno al
otro de aquello en que cada cual, gozosamente, va
meditando; al contrario...
En pie, a nue&tro lado, silencioso, atento, ese
amigo nos ayudará íi comprender la emoción agri-
dulce, la emoción que así es pena como alegría—
soikisa y suspiro a la yez—de marcharnos. El ve-
lará sobre todos los detalles:

Yo cuidaré-^dice— de ir al hotel a recoger
cuantas cartas lleguen para usted, y así ninguna se
perderá.
Luego de m silencio, añade:
—No pase^usted cuidado por nuestros amigos
Fulano, Mengano, Zutano y Perencejo; yo le des-
pediré a usted de ellos y les demostraré que no
tuvo ustedjtiempo de d^ecirles adiós.
Hay otra pausa, durante la cual nuestro intisrlo-
cutor prosigue registrando cariñosamente todo
cuanto dejamos atrás. Sü afecto quiere semos
útil.
LÁ ALEC^RÍA DE Ain>AR ^3

—Esas fotografías y esos libros que usted desea


yo se los enviaré...
Su fraternal solicitud es dulce, minuciosa, abri-
gadora, y sentimos que, gracias a ella, no nos
vamos del todo. Nuestra voluntad, siempre qu^ sea
preciso, florecerá en él. También sube con nosotros
al vagón y se sienta a nuestro lado, para que des-
pués podamos instalarnos com mayor holgura. Su
devoción lo atisba y lo previene todo: la novela,
que Ha de acompañarnos; la almohada, qile nos
ayudará a conciliar el sueño... y es porque el afecto
más viril, el más brusco, si es hondo, tiene algo de
mujer.
Estamos tristes, porque nos vamos; estamos con-
tentos, porque nos vamos... ¡Oh, la eterna, la inso-
luble, la devorante paradoja de nuestro corazónl...
Acaso en aquella ciudad queda, como una serpen-
tina enredada a un balcón, una página sentimental*
Momentáneamente, este recuerdo nos aflige: los
ojos se han llenado de abatimiento. Nuestro amigo
comprende, pues él quizá conoce ese brebaje, he-
cho de remordimientos y de ingratitud, que la vida
nos obliga a beber tantas veces. Discreto, callado,
nos mira, nos oprime una mano:
—No se preocupe usted—murmura— ; ya arre-
glaremos eso...
Todo tiende a la unidad, a la simplicidad de la
síntesis: en Ja historia de las naciones, toda la im-
portancia de un siglo suele condensarse alrededor
de un sabio ilustre o de un gran artista; en nuestra
propia biografía, épocas enteras se reducen a un
negocio o a un nombre de mujer; en nuestros via-
jes, una población frecuentemente no es más que
un camarada.
Lector: tú acaso te embarcaste para ultramar y a
despedirte fueron al muelle varios amigos. Según
el buque dejaba la costa, los pañuelos que te salu-
daban poco a poco desaparecían. Al tremolar, eran
como llamas blancas sacudidas por el viento, y
como llamas, iban apagándose. Al principio había
24 EDUARDO ZAMACOIS

muchos; luego menos, después menos aún; los bra-


zos se cansaban de decirte adiós. Ya no quedaban
más que cinco pañuelos, ya no quedaban más que
cuatro; ahora sólo quedan tres... dos... Ahora uno,
el más constante, el más firme, el de la mano que
más te quiso.
Quédate con él, lector, y no busques otro. Sería
pedir mucho. Créeme: para el llanto de nuestros
ojos, basta un pañuelo.
LOS GRANDES TRASATLÁNTICOS

El Montevideo^ que zarpó de Valencia a las seis


de la tarde del día ii de Diciembre de 1916, nave-
gó toda la noche con mar gruesa. Ni un pasajero
sobre cubierta, y en aquella soledad húmeda las lu-
ces que iluminaban el puente tenían una rara ex-
presión dolorosa; luces sin alegría, luces inútiles,
como las que se consumen baldíamente en la paz
de las criptas. El viento se rompía gárrulo contra
la arboladura, de la que arrancaba notas musicales.
Las olas, hinchadas, teñíanse momentáneamente
de plata, de rojo, de verde, al acercarse el buque,
veloces escapaban hacia atrás, a perderse en la ti-
y
niebla in'finita del piélago A
y del cielo sin luna.
intervalos, muy lejos y a ras del mar, un faro parpa-
deante, tal que una pupila soñolienta, nos hablaba
de España.
En los grandes trasatlánticos, la vida urbana se
repite exactamente, pero más enérgica,
más viril,
más fuerte: los divanes, los lavabas, hállanse suje-
tos sólidamente a las paredes; los sillones
del co-
medor se afianzan al suelo por medio de recios
tornillos; las puertas cierran mejor que en
tierra, y
al hacerlo es con un golpe seco; las camas, aun las
^P^^^^"^^«^os de lujx), carecen de voluptuo-
-A A
sidad. Todo es duro, sobrio y dispuesto a luchar
contra el peligro. Un misoginismo instintivo
dirigió
hasta los menores detalles, cual si para
los cons-
tructores de buques la mujer no existiese.
Ni una
a6 EDUARDO ZAMAC0I8

blandura: las viejas maderas de pino, de haya, de


cedro, de caoba, tienen la resistencia del hierro; los
peldaños de las escaleras ofrecen revestimientos
de bronce; por todas partes planchas y columnatas
de acero, cabezas de clavos y de tornillos enormes,
solados de hormigón y de mármol. Si un balance
nos tira al suelo o contra una pared, siempre nos
haremos daño; va usted a cerrar un "ojo de gato",
que este es el nombre técnico y pintoresco de las
ventanillas circulares de los camarotes, y se deja
usted una uña. indiscutiblemente, dentro de la exis-
tencia astral de nuestro planeta, la tierra es *ia hem-
bra** y la mar macho*.
*el
Aun para observador menos perspicaz, cada
el
trasatlántico expresa una síntesis admirable de
nuestra pobre arquitectura civil: los viajeros de
* primera clase" significan la aristocracia; los "de
segunda", la mesocracia; los "de tercera" y la ma-
rinería, simbolizan el pueblo. Existen un jefe, rey o
presidente de república, el capitán; una especie
de ministro de Hacienda, el sobrecargo, repre-
sentado a bordo del Montevideo, por don Rafael
Abella, gordo, simpático y canonjil; un ministro de
la Guerra— el piloto— y otros varios tipos y em-
pleos correspondientes exactamente a los más altos
de la farsa social. Hay en estos barcos, como en l^s
ciudades, amos y servidores, explotadores y explo-
tados, gentes que viven en la luz y parias que, como
los fogoneros^ se arrastran perpetuamente en la
sombra.
Esos gigantes de las inmensidades del Atlántico
v del Pacífico son a manera de satélites de la
Tierra, puesto que giran en torno de ella, y
se parecen a nuestro mundo en que no podemos
salir de ellos sino para dar en la muerte. Tienen,
finalmente, la inquietud roedora, enloquecedora,
la inquietud abracadabra, de la Vida; y io que les
sostiene, su entraña, su esencia— el mar-^es mor-
talt traidora... amarga... {como la Vidal...
LA ALEGRÍA PE ANDAR 97

{Puerto!...

Amanecía cuando el Montevideo se puso a media


máquina, lo que llenó instantáneamente el interior
del buque de un extraño silencio.
*jTierral^-— pensamos.
Alegres saltamos del lecho, corremos a la du-
cha, y luego, con la ufanía del preso que acaba de
expiar su condena, subimos a cubierta. Muy cer-
ca, Málaga extiende la belleza meridional de su ca-
serío blanco, y el castillo sarraceno de Gibralfaro
enarca su jiba ceñida de aspillerados muros, que
las gestas de la Cruz y de la Media Luna tiñeron
de sangre mil veces. La víspera llovió abundante-
mente y el aguacero dejó grandes charcos en las
partes bajas del muelle. A través de la conjunción
triste del mar obscuro y del cielo nuboso, el Mon-
tevideo avanza callado, lento, y su presencia no pa-
rece suscitar emoción entre los cargadores que es-
peran su llegada en los malecones, la chaquetilla
al hombro, las manos en las faltriqueras del pan-
talón. Pocos barcos—que la guerra limpió el mar
de navegantes—, pero entre ellos reconozco el/rf-
tivaf de la Compañía Correos de África, en el cual
realicé hace años un viaje bohemio— amor, hambre
y risa-^ que contaré algún día.
A las diez de la mañana tendieron el puente y
los hombres saltamos a tierra; únicamente las mu-
jeres, por su afición innata al hogar, sin duda, se
quedaron a bordo.
Todos conocemos las emociones— iguales, siem-
pre - de estos desembarcos, que amenizan la mo-
notonía de los viajes a ultramar. Solos o en pe-
queños grupos los pasajeros recorren la ciudad, y
al encontrarse en los resiaurants o en los bazares
donde entraron a mercar alguna chuchería, cam-
bian sonrisas amistosas; a bordo, el enemigo co-
mún— el mar— acerca a los hombresw Llegada la
98 EDUARDO ZAMACOIS

noche también suelen tropezarse en las callejas so-


litarias, de costumbres malsanas; y cuando vuelven
a reunirse en el buque, todos se alegran de hallar-
se otra vez juntos. Las mujeres, que se aburrieron
solas durante diez o doce horas, rodean a los re-
cién llegados y hay en ellas una curiosidad de
pecado.
—¿Qué tal ese paseo— preguntan— se divirtie-
ron ustedes mucho?
Ellos ríen, se miran y las regalan bombones y
postales; a veces, con la precipitación de los salu-
dos, dejan caer una tarjeta pequeftita, una tarjetita
galante, que se aceleran a recoger y que las mu-
jeres procuran leer de soslayo, mientras bajan los
ojos...
Cuando nosotros determinamos regresar al Aíon-
ievideo no eran buque zarpaba a media
las once; el
noche. Mientras caminábamos hacia el puerto pen-
samos en nuestras compañeras de viaje. Un piani-
Uo de manubrio, colocado sobre un cochecillo de
dos ruedas y arrastrado por un borriquito soño-
liento, pasaba...
—¿Lo alquilamos para bailar a bordo? — exclamó
alguien.
La proposición fué aceptada y el pianillo avanzó
delante de nosotros, oscilando grotesco sobre el
empedrado irregular de lá calle.
Subimos al buque. Como la temperatura es tibia,
las pasajeras no se han retirado todavía; unas dor-
mitan, otras leen. De pronto, allá abajo, el pianillo
comienza a sonar; es un vals lo que su cilindro des-
grana, rimado por un tintinear canallesco de tim-
bres. Las mujeres se levantan alegres y corren ha-
cía la borda para mirar. Risas.
—¿Qué es eso?- exclaman.
Y empieza el baile, al que los hombres casados
asisten con ojos indulgentes.
Acodado sobre la obra muerta, contemplo el pa-
norama: delante de mí, la ciudad, muda, blanca,
bajo el hechizo fantasmal del plenilunio; desiertos
LA ALEGRÍA DE ANDAR tg

los muelles; y en el silencio profundo de la bahía,


el chirriar lamentable de las grúas del Montevi-
deo, que aun no ha terminado de cargar, y los
acordes, impregnados de no sé qué rara melancolía,
del pianillo mecánico. A
mi lado las parejas danza-
rinas giran cadenciosas, se alejan, vuelven... Junto
al piano, el borriquillo, dormido, alarga el cuello y
abandona sus largas orejas a la acción deprimente
de la gravedad.
Era más de media noche cuando la música se fué
y el Montevideo levó anclas.

Se dice**.

No hay taller de obreras, casa de vecindad, ni


compañía de comediantes— y cito estas personas y
lugares, por considerarlos los más favorables a los

mil enredijos de la murmuración donde la chis-
mografía halle un terreno mejor preparado que a
bordo. Abonada por la vida en común, la irritación
de los apetitos contenidos, y la ociosidad, los gran-
des trasatlánticos son campos admirablemente pre-
parados para toda laya de acechanzas, invenciones
y cizañas, graves o pequeñas. Én el obligado reposo
de tantos días, la calumnia teje fácilmente, entre
cuchicheos y risas, sus arabescos infernales. La
gente se aburre y para matar su fastidio habla; aca-
so no hemos creído lo que acaban de contarnos,
pero lo repetimos, y con el suave veneno que hay
en cada boca humana, los hechos se hinchan y des-
figuran,A bordo se dice todo cuanto ha sucedido,
y también todo lo que no ha sucedido ni puede su-
ceder.
Es inverosímil, es diabólica, es realmente cosa de
brujería y maravilla, la rapidez eléctrica con que
las noticias
van de proa a popa, penetran en lasco-
cmas, trepan a la toldilla, bajan a las bodegas...
A poco de salir de Málaga, Eugenio Agacino, a
30 EDUARDO ZAMACOIS

quien acabo de saludar sobre cubierta, me llama


aparte, ¿He dicho que el capitán del Montevideo
es utt hombre dotado de un extrordinario don de
amistad?...
—¿Cuántos pasajeros van con usted en su cama-
rote? —pregur^a.
—Dos— respondo.
— ¡Y se aburre usted con los dos, claro!
Hizo un gesto discreto, uno de esos pequeños
ademanes que no confiesan nada, y, de consiguien-
te, no ofenden a nadie. Agacino ríe y su rostro co-
brizo se baña en luz blanca: yo creo qt^e Agacino
podría vender su risa, como anuncio, á cualquier
fabricante de dentífricos.
—-Es natural que se desespere usted— añade
dentro de cuatro o cinco días, en cuanto salgamos
de Santa Cruz de la Palma, yo le daré un camarote
para usted solo; un camarote de lujo.
Insinuó otro gesto:
—Le advierto que *eso" no va a costarle nada.
¿Le conviene a usted el precio?
A mí, el precio me conviene.
—Pues, ya lo sabe usted— concluye el capitán—:
pero... ¡cuidado!... no hable de esto con nadie; no
quiero celos.
Nos separamos y voy a reunirrae con un gr.4po
de viajeros que, desde hace rato, no me quitan ojo.
A los pocos momentos me encuentro con Rafael
Abella en el pasillo que hemos convenido en llamar
"Rambla de las Flores". La figura lucia y plácente*
ra del señor sobrecargo alegra el corredor. Abella
me da la mano.
— Enhorabuena— murmura — ; me han dicho que
pronto cambiará usted de camarote.
Sus palabras no me sorprenden; a bordo, el capi-
tán y el sobrecargo marchan siempren muy unidos.
En el comedor, el médico se sienta enfrente de
mí: hablamos del mareo, de las incomodidades del
viaje...
—Cuando hayamos salido de Santa Cruz dt la
LA ALEGRÍA DE ANDAJl 3t

Palma, donde desembarcará mucho pasaje, estare-


mos mejora-declara el doctor.
Y me mira, y yo comprendo al corriente de lo
le
que una hora antes, y con el mayor sigilo, me co-
municó el capitán.
Aquella misma tarde, Pepe Fernández Doran y
Eduardo Atané, compañeros míos de cámara, me
dicen a boca de jarro:
—¡Caramba, qué calladito lo tenía usted!...
—¿El qué?
—No se haga usted el chiquito; nos referimos al
nuevo camarote.
Me marcho humillado: ¿para qué me habrá reco-
mendado Agacino el secreto...?
Entro en el fumadero, donde veo a Lebredo, al
pobre Alfredo Lebredo, durmiendo, entre cojines,
su incurable borrachera del mar.
— Este sí que no sabe nada— pienso.
Pero me equivoco: Lebredo, a pesar de pasar-
se las noches y los días metido entre su gorra gris
y su gabán inglés a cuadros, también *lo sabe
todo".
—¿Quién se ío ha dicho a usted? —
grito estupe-
facto—. ¿Ha sido^ Fernández Doran? ¿Ha sido
Atané?...
—No han sido Fernández Doran ni Atané — re-
plica Lebredo con voz de agonía, mientras vuelve
a cerrar los ojos—; ha sido... jno sé quién!...
Estoy cierto de que Alfredo Lebredo no miente;
no es Fernández Doran quien le llevó la noticia;
tampoco son ni el capitán, ni el médico, ni el sobre-
cargo, ni Atané ..¡Es que en los barcos, hasta lo
más secreto lo sabe todo el mundo!...
He aquí uno de los perfiles más interesantes de
la existencia de a bordo.
32 ED0ARDO ZAMAC02S

La moraL

Un un precioso guía para


viaje trasoceánico es
descender a las capas arcanas del alma, y, de
consiguiente, un observatorio psicológico de orden
magnífico.Nada desnuda mejor los caracteres que
el mareo y el fastidio: mujeres que en tierra vi-
ven esclavas de la elegancia y de la moda, a bor-
dó se muestran desceñidas y olvidadas de todo afei-
te, cual si la primera náusea hubiese arrancado de
ellas el dilecto prurito de agradar; caballeros que
en la vida de los salones recuerdan, por su correc-
ción y prestancia, la historia de Tamames, de Ca-
rrick o de Brummel, no es raro verles sobre cu-
bierta repantigados en un sillón, estirar los brazos
y bostezar torpemente.
El mareo y el fastidio combinados descubren
pronto el poso ramplón, el légamo de incultura y
descortesía de cada individuo. Así, de la perso-
na que, durante diez y ocho o veinte días de tra-
vesía supo mantener sin intermitencias la correc-
ción de su trato y de sus actitudes, podemos afir-
mar que es específicamente elegante.
A bordo, la moral o virtud femenina suele sufrir
graves descaecimientos. El galán que en tierra fra-
casaría, triunfa con la complicidad del mar. Los
constantes vaivenes del buque turban simultánea-
mente las funciones digestivas y las cerebrales, y
ambas perturbaciones marchan paralelas y conca-
tenadas.
El «Yo* fitscheano— diga lo que quiera Descar-
tes—reside más bien en el estómago que en la ca-
beza, de donde resulta que cuando aquél flaquea,
la voz de la conciencia se debilita. Vacilan los pies...
vacila el espíritu...
El barco se mueve, se mueven las olas, cambia
de segundo en segundo de las nubes, has-
el perfil
ta los mismos astros se desplazan, y esta unánime
LA AU:6RÍA DE ANDAR 33

mutación física, esta universal ¡renovación de co«


lores, formas y lugares, este perpetuo derivar en el
que ni las manos ni los ojos hallan jamás el reposo
confortador de un punto fijo, produce desgarradu-
ras gravísimas aun en nuestras opiniones éticas más
recias.
Del estómago sube al cerebro un vaho de eclec-
ticismo, una neblina de amoralidad, que en los
hombres adquiere el gesto emprendedor de la osa-
día, y en las mujeres la blandura de la condescen-
dencia.
A bordo más que en tierra comprendemos la fuga
de la Vida, el vacío de la Vida, y la necesidad de
aprovecharla dando placer a los sentidos. {Que na-
die nos hable de principios transcendentales!... Y
cuando la pobre conciencia, batiéndose en retirada,

se opone a algo, un diablillo interior el demonce-
jo del vértigo— pregunta risueño:
—«¿Por qué no?...
Y cerramos los ojos, y con los ojos del cuerpo
los del alma, lámparas del deber.
Sobre el mar, como en los sueños^ todo parece
fácil, hasta lo monstruoso, lo irreparable. Después
de un viaje largo, cuando el trasatlántico llegó al
puerto último, yo he visto a muchas mujeres apo-
yarse en la borda y con pupilas llenas de sombras,
de dudas, mirar tristes, hondamente tristes, acer*
carse los botes en que sus maridos o sus padres
acudían a recibirlas.
El buque acababa de anclar y apenas quedó in-
móvil, el mareo huyó de las frentes, y una voz lan-
cinante musitó en el corazón de las adúlteras, de
un áspero:
las livianas,
"¿Qué has hecho?...«
iPobres esposos burlados! jPobres ''Ellas** tam-
bién, las traidoras, que al disiparse el encanto fin-
gido del mar, se llevaron en la memoria la amargu-
ra infinita de su azull...
jAhl.^ No es entre los brazos del hijo de Tar-
quino, sino a borde, donde el cronista hubiese
34 ^VARDO ZAMACOIS

querido ver sometida a prueba la virtud de Lu-


crecia...

Cádiz.

A Cádiz arribamos a media tarde, y la mayoría


del pasaje *de primera*, desembarcó, no obstante
la lluvia, el viento y la desapacible nerviosidad del
oleaje.
Un grupo de viajeros que dejamos el Montevideo
con intención de cenar juntos, en tierra, cansados
de recorrer la ciudad en todos sentidos y de m^ir
las aceras de la calle Duque de Tetuán, fuimos al
teatro, a oir Marina, zarzuela que por su ambiente
playero no carecía para nosotros de cierta actuali-
dad* El teatro estaba, según vulgarmente se dice,
*de bote en bote", y cuando el tenor, de pie todavía
sobre una ridicula lancha de tramoya, saludó, som-
brero en mano, las **costas de Levante**, por el nu-
tridísimo público que invadía el local pasó un tem-
blor de emoción... exactamente como sucedió hace
treinta y cinco o cuarenta años, cuando Arrieta es-
trenó su obra. Evidentemente en ouestiones de
arte, el alma española se renueva poco.
La noche la pasamos en un hotel, cuyo nombre
callaré por respeto a los intereses de su dueño, pero
que figura entre los mejores de la población: el te-
cho de la habitación, alto, el moblaje sólido y ele-
gante, la cama muelle, silenciosa y limpia...
A la mañana siguiente, bien temprano, apoyé
un timbre. Una camarera joven, con delantal
blanco y cuidadosamente peinada, acudió en se*
guida:
-^Buenos días.

"Bueno día**,..— repuso la moza, avara, como
andaluza, de las letras y aun de las silabas finales
de cada palabra.
—¿Puedo pasar— pregunté-»—a tomar la ducha?
Aoirió los ojoSi la boca... No había comprendido:
LA alegría de andar 35

— ¿Laque?...
— La ducha.
—¿La ducha?
-Sí.
—¿La dr :ha?... Y «ezo« qué «é«?...

— A.h! ¿No sabe usted lo que es una ducha?


I

— Yo no oío habla de ezo* nunca.


**é

— Pues, una ducha— repuse algo picado —es un


chorro de agua que le cae a usted en la cabeza, ha-
ciendo girar una llave o tirando de una cadena...
Mi colocutora se echó a reir.
— *¡Ay, qué coza tan grasiosal*...
Acabé de amoscarme; estaba cómicamente in-
dignado.
—¡Holal— exclamé— : ¿usted cree que tomar una
ducha tiene gracia?...
—A mí, "zí zeñó**. Ezo, aquí, no lo conóceme...
Esta fué la última impresión que me dio Europa*
VIENTO DE PROA

Al salir de Santa Cruz de la Palma con la inten-


ción y el rumbo bien enderezados hacia San Juan
de Puerto Rico, sorprende al Montevideo ese terri-
ble enemigo que los marinos llaman **viento de
proa*. El buque oscila de delante a atrás y muéve-
se en toda su eslora como el brazo de una balanza;
el tajamar alternativamente sube, cae, vuelve a su-
bir y torna a hundirse para levantarse invicto al-
gunos metros más allá con un gran gesto afirmativo
de fe, y unas veces las olas derivan bajo él pro-
celosas y verdeantes, otras se estrellan contra
su audacia, y al deshacerse en nevadas espumas
parecen la humareda de un cañonazo. Esta inquie-
tud se aprecia mejor colocándonos en uno de los
extremos del eje longitudinal del barco: allí tan
pronto descendemos al abismo cual si las aguas
amargas fuesen a devorarnos, como nos sentimos
lanzados hacia el espacio azulj diríase que vamos
en un ascensor...
Estos vaivenes ofrecen cierta gracia, una especie
de coquetería, de presunción voluptuosa. El viejo
Montevideo^ con su proa optimista que llama, que
invita, que repite femenina "sí... sí,., sí...*,
y su
popa turgente, redonda, provocadora, recuerda el
anadear dé esas janiónas que todavía no han renun-
ciado al deiséo.
Este oscilar implacable debe de adquirir en la
fantasía de los viajero» atátádos del mareo eJEpre-
38 EDUARDO ZAMAC0I8

siones absurdas. El Montevideo^ verbigracia, con su


tajamar erguido sobre el lomo de una ola, luce la
despreocupación, la osadía, el guiño baratero, de
un sombrero echado hacia atrás; en cambio, cuando
es su ancha popa redonda la que emerge del agua,
su ademán se afemina y es dócil, sumiso y sen-
sual, como la actitud de una mujer puesta de ro-
dillas...

Los camarotes*

La máquina del trasatlántico ocupa, claro es, el


comedio del buque, y constituye su verdadero cen-
tro de gravedad, A
ambos lados de la máquina-
parodia del infierno abrasado y rugiente— hay dos
corredores, limpios y blancos como trajes nupcia-
les, a lo largo de los cuales se hallan los camarotes
de primera clase. Los pasajeros hemos conferido a
estos pasillos o crujías nombres pintorescos. Al de
la izquierda — según vamos de popa a proa— qgie
es donde habitan el capellán y el médico, lo llama-
mos Paseo de Gracia**, y al corredor de la dere-
«el
cha, embellecido por la gran hermosura y mucha
juventud de dos señoritas que van a la Habana,
lo denominamos galantemente "la Rambla de las
Flores**.
Es muy interesante la vida de esos camarotes,
habitaciones minúsculas en las cuales la destreza y
previsión de los constructores de^ buques supo co-
locar tres, cuatro y hasta seis literas. Nada falta en
esta especie de baúles que apenas miden doce pies
de longitud. Las camas hállanse unas encima de
otras, en la misma disposición que los entrepaftos
de los armarios, y caüa una se recata v aisla tras una
de percal. Debajo de fas literas infe-
cortinilla sutil
riores queda el espacio necesario para alojarlos
baúles o maletas más indispensajíles al viajero. Di-
shnulados hábilmente en la pared hay uno o dos
lavabos y en todos los rincones, perchan y redeci-
Um destoadas a colocar ropa. ^
LA ALEGRÍA DE ANDAR 39

Al instalamos en un camarote, lo que más nos


preocupa no son sus dimensiones, ni siquiera la
luz y la ventilación, siempre exiguas, que tendre-
mos en él, sino la crianza de las personas que for-
zosamente habrán de compartir nuestra intimidad
durante quince o veinte días.
¿Quiénes serán esos hombres, ignorados aho-
ra y que, transcurridos unos instantes, vivirán fra-
ternalmente iunto a nosotros? ¿Serán agradables?
¿Serán limpios? ¿Padecerán la terrible enfermedad
del mareo?... Y un tropel de inquietudes que así
amenazan nuestro olfato, como nuestros oídos,
como nuestros ojos, nos acomete.
Para conocerles, la primera noche que dormimos
a bordo procuramos acostarnos los primeros. Des-
de nuestra litera, cuyas cortinillas dejamos desco-
rridas adrede, observamos. La luz quedó encendi-
da. De pronto se abre la puerta y aparece un señor.
Saluda.
—Buenas noches.
—Buenas noches— contestamos.
Una oscilación insólita le fuerza a dar un tras-
piés,que él juzga oportuno comentar.
—Me parece— dice -que el barco se mueve de-
masiado; esta noche vamos **a bailar*.
— ¿Usted se marea?— preguntamos.
— Nunca; no sé qué es eso.
Su respuesta categórica nos infunde una honda y
alegre serenidad estomacal. Asimismo nos compla-
ce su carácter expansivo; con estos temperamentos
comunicativos se vive mejor. Nuestro compa-
ñero empieza a desnudarse y distribuye sus ro-
pas en las perchas que ve libres. Ya está en calzon-
cillos, y sentado en un baúl se quita las botas. Aquel
hombre puede ser gordo o flaco, viejo o joven; en
todo caso su figura, dentro de aquella indumenta-
ria íntima y sumarísima, ofrece un perfil ligeramen-
te cómico. Después le vemos realizar varios movi-
mientos acrobáticos para .subir a su cama, que es
de *las de arriba^. En cste^rimer ensaya to frc
4X> EDUARDO ZAMACOIS

cuente es que la cabeza del viajero choque cofitra


el techo, demasiado bajo, detalle que añade ^ la
escena un seguro regocijo. El se palpa la parte las*
timada, lanza sin cólera un por vi da o juramento
netamente español, y al mirarnos le sonreimos con
cara de compasión y de cruel hilaridad. Nue5?lro
compañero se desliza entre la colchoneta y las
mantas, mulle las almohadas, bosteza, suspira a
algún recuerdo y corre las cortinillas. Desde su
misterio se despide:
—Hasta mañana; buenas noches.
—Hasta mañana— respondemos.
Con nuestros otros camaradas de
cuarto sucede
lo mismo, poco más o menos. Ya se acostaron to-
dos y probablemente duermen, y en la quietud de
la ambulante alcobita las cortinillas de las literas y
las prendas colgadas, allá y aquí, de las perchas, se
mecen a compás, dóciles a los cuneos del buque. A
la vez, todo va, todo viene, con perfecto isocronis-
mo, y llama mi atención una camiseta azul cuyos
brazos, tendidos hacia abajo, se mueven cadencio-
sos como los del director de una orquesta de pesa-^
dilla...
El alma de estos camarotes es un alma atormen-
tada, un espiritu esclavo de fieros y arcanos sufri-
mientos, que sin tregua solloza, gime, trema, ruge;
el dolor de algo que va rompiéndose, despedazán-
dose poco a poco y se revela a nosotros por medio
de un silabario bárbaro y extraño; ese alfabeto ex-
travagante con que, según los espiritistas, los muer-
tos se acercan a los vivos.
A
la tercera noche, todas las voces de nuestro
camarote nos son familiares. A cada esfuerzo déla
máquina, a cada cabeceo del navio, a cada ola que
resbala mugidora a lo largo de las bordas, las pa-
redes albas de nuestra habitación responden de un
modo característico, y el maderamen entero parece
jadear como el ijar de una bestia cansddá' ^ la
ní^ve se inclina hacia babor, cruie el marco de la
puerta; si lo hace a estribor, algo metáUco tintinea
LA ALEGRÍA DE ANDAR 4

dentro del lavabo; si el balanceo es de popa a proa,


son el suelo y el techo los que se afligen y lancen-
tan. La repetición prolongada, durante horas, de
estos ruidos, produce efectos alucinantes: cada cru-
jido parece, de pronto, modularse sobre una vocal;
luego estas vocales se relacionan mediante otros
restallidos y frotamientos subalternos, que son a
manera de consonantes; y, finalmente, de súbito
también varias sílabas se asocian y surge una pa-
labra.
En aquella tercera noche de viaje, las lenguas
brujas de mi camarote articulan claramente:
** Acuático... acuático... acuático... acuático...*
Todo él cruje como un papel que se arruga,
como unjs botas nuevas de charol. Yo, despabila-
do, acechj en la penumbra lechosa que filtran den-
tro de la mezquina estancia las luces de *la Ram-
bla de las Flores."
Mis compañeros duermen y cada literaj con sus
paa y el hermetismo de
cortinillaás corridas, tieae la
un nicho; todos los objetos describen a compás
idéntico vaivén negativo; el maderamen dice: íí>
<'A-cuá-ti-co... a-cuá-ti co../
Este adjetivo repetido mil veces
y que yo solo
escucho, adquiere !de repente para mí, tan aÍ5GÍona-
do al mar, la expresión de uña ironía* ->

El Inareo*

El alma de a bordo, la verdadera pslqulsrde la


vida dé a bordo, es lo que los ingleses llaman ¿sea
sickness», o «enfermedad del mar»; y hasta las mis-
mas personas que, físicamente, %oú inaccesitóes a
ella, no pueden sustraerse moralmenté
a su ittflujt^
reyolucionario. Yo malicio que ni aun los ca^pifaiies
disfrutan, sobre el puente de su bi^ue, de aquel
aplomOi de aquel hotído, robusto y cabal domióiÓ
de sí propios, que sienten en tierra.
4
43 EDUARDO ZAMACOIS

Tengo dasiñcados a los turistas del mar en dos


grandes grupos: el de las personas sencillas que se
marean y lo dicen, y el de aquellas gentes orgullo-
sas que, aunque el alma se les salga por la boca,
no lo dicen. En el "Salón de fumar*, donde se jue-
ga al tresillo y al pocker, o durante las horas inter-
minables de ociosidad pasadas sobre cubierta, cada
pasajero espía celosamente en su interlocutor los
síntomas desemblantadores del implacable mal.
—Buenos días, don Fulano. ¿Qué le sucede a
usted?... ¿Se mareó usted anoche?...
El interpelado niega, dispuesto a morir cen be-
lleza.»
—No, señon precisamente he dormido muy
bien.
-^|Lo celebro!... Así, al pronto, me pareció que
traía usted mala cara..«
Esta fiscalización cruel se agrava a las horas del
yantar. El pasaje se distribuye en pequeñas mesas
y este momento suele ser aciago para los débiles
cíe estómago, porque el olor de los guisos agrava
la acción emética del mareo. El oleaje es recio; las
mesas oscilan, y dentro nuestro plato la sopa dibuja
niveles distintos; el asiento que ocupamos vacila
también; los aparadores cargados de loza, el res <
paldo de los divanes^ las columnas que sustentan
el artesonado, realizan reverencias quiméricas y
los atacados por el diablillo sofístico del vértigo
comienzan a experimentar una angustia inexorable:
sus ojos se turban, sus ideas se embrollan, un asco
que sabe a hieles y a vinagre les sube a la boca; un
sudor frío les moja la frente. •«
Bruscamente uno de los comc^nsales se levanta,
saluda y se marcha extendidas las manos^ el andar
indeciso» Los circunstantes le miran con fingida
piedadi luego sonríen y ponen a su derrota un co-*
mentario burlón. En esos días de mar abormscado
en que se marean bata los rdojeSi únicamente
*los privilegiados'* tendrán el hcaroismo de sentarse
alamesai
LA ALEGRÍA DE AMDAR 4Í

El mareo triunfa de todos los miramientos, de


tedas las cortesías: la niü^r más pf ecupada de **la
línea*, el hombre más correcto, sacrificarán sus
preocupaciones sagradas al demonio verde del
mar. Frecuentemente nos hemos cruzado en un
pasillo con un caballero con'qüien momentos antes
departimos amablemente y que ahora pasa a nuef¿-
tro lado sin saludarnos; va mareado y no nos ha
reconocido; en sus manos, que buscan inútilmente
a lo largo de la pared un punto de apoyo, sobre
sus mejillas lí^ndas, como las de Pierrot, se refleja
la muerte.
De noche^ en el silencio de los corredoi-es alfom*
brados y bañados en la luz lechosa de las lampari-
llas, el vértigo del mar arranca a Sus vítthjiás diso-
nancias desgarradotas.
El mareo es una tortura, un" sinso$iégoSiináágo-
nía interior, un deseo tan fiero de extraemtí^ el estó-
mago, que debería describirse con los ihimnos re-
buscados giros que Teresa de Jesús empleara para
comunicarlos su vehementísimo deseo de unirse
pronto a Dios. A imitación de la Santa, una persona
mareada podría explicar su aflicción diciendo: *vívo
sin vivir en mí**... Y también, por Ib éxactaiiiente
que define su anhelo de librarse de tan rudo Sufrir,
hacer suyo aquel verso sutil de: •quetrmefo pjofque
no muero*... * ' "*
;

Estas congojas se traducen en lameatácioties


y
suspiros. Aquí y allá, en el recogiraíttito obscuro
de los camarotes, voces ásperas de hombres
y vo-
ces süpll(E*antes y dulces dé tííi^r, duélense de
agüella fatiga, semejante a una mano que les audu-
viese arañando y como rebafiáñdó las palrédes del
estómago. El mareo, en cuanto a sus medios de
expresión, tieíié mucho de copla áMidalttZá:
/lAy, ay, ayL. jiladrecita mía... madre de mi
alma!... jAy, las fatíguiffa que yo
tstoy p^satído!...

Los síntomas del truculeato suplicio son cosmo-


politas; esto es, comttaé9«4Wfilét4dttOB di? todas
44 EDUARDO ZAMACOI8

las naciones; y así cabe decir que, al iguat de aos-


otros, los ingleses, los alemanes, los yanquis, los
chinos, los turcos..* para declarar su dolor recurren
a ''la malagueña'^,..
Ha
transcurrido la noches y uaa claridad aíechu^
gada y suda comienza a invadir ^1 oriente. De
súbito ^el horizonte se insinúa entre el espacio y el
I^lago, negro todavía; negro cual si la enorme
tiniebla nocturna se hubiese inmergido y d^uído
en él. Asomados a laclaraboya del camarote, abier-
ta precisamente a la altura de nuestra litera, asis-
timos a la resurrección del sol. Estas claraboyas
reciben un nombre de singular elocuencia: llaman-
las •ojos degato\¿Por qué...? Evidentcmeníre por-
que son redondas y su cristal lleno de la iníitiita
inquietud de lias olas filantes, y teñidas por ellas
de vierde, de amarillo, de violeta, de azul... tienen
toda la iodecible movilidad y toda la riqueza polí-
croma, de las pupilas felinas.
De buen humiH" brincamos al suelo y cottemos a
la ducha. Ya desayunados subimos a cubierta, don-
de sáludajEUOs a varios pasajeros. A
bordo se ma-
druga mucho.
—¿Qué tal pasó usted la noche?^se preguntan
unos a otros.
— Perfectwnentc.
—¿No se mareó usted?
—Nada. ¿Y usted?
—Tampoco*. #

Resulta que tod^s aquellas ''malagueñas* qu9i


oímos sollozar trás <iéíá puerta de algunos dor-
míít^iioSy son mentiras. ¡Nadie se ha mareadot...
Conozco, sin embargo, un medio infalible parg
distinguir al viajero irancp del mentiroso, al que
no se ha maread^ del que se mareó y no lo diDe:
el tsübacó. Del fumador que, al levantarse de dor-
mir, no nos acepte un cigarriliOi aseguremos que
ha pasado una mala noche.

A báa^ 4el «MoaJ»vid9Q»i 1916.


TIPOS DE A BORDO

La pequeña humanidad que peregrina en los


grandes buques trasoceánicos merece dividirse en
tres grupos capitales. Constituyen el peinero **la
crema*, los distinguidos, los que, apenas se acer-
can a nosotros, adquieren un relieve, una persona-
lidad. Inmediatamente conocemos sus nombres: se
llaman don Fulano, don Zutano, don Mengano...; y
sabemos también su profesión o carrera, y hasta si
tienen familia o nó.
Forman el otro grupo, los individuos de silueta
más débil, los de figura menos vertical y definida;
los sujetos, en el escenario de la vida, a las grises
penumbras del "segundo término*. Nunca conoce-
remos sus Hombres, y si át^ien nos Wk dice, los
olvidaremos en seguida. Viajan en la clase qtie nos^
otros, parecen acreedores a análogas consideracio-
nes o a igual prestigio, y no sobresalen sitt embar-
go. Para distinguirles, les adjudicaremos remoque-
tes caprichosos:
«El caballero de la nariz larga*... •£! joven del
traje azul*. «El
. papá de la niña*... *La señorita de
la cara triste"...
Componen la tercera y última categoría los cau-
tivos perpetuos de H obscuridad y del anónimo; los
«sin carácter", los "láin perfil", los "ceros" del hu-
mano enjambre, quienes, aun después dé viajar
3ttince o veinte días a nuestro lado, no habrán teni-
la virtud dé atraemos la atención ni un instante
46 EDUARDO ZAMAC013

siquiera.Pasan ante nosotros, y no les vemos; con-


versamos con ellos, y no les olmos...
Dentro de las agrupaciones primera y segunda,
existen vanos tipos.
A saber:

Los qne aman*

Sin razón nos quejamos de nuestras preocupa-


ciones económicas o sentimentales: cada día debe
traernos una inquietud, un trabajo, porque las horas
desprovistas de finalidad se hacen intolerables. El
vacío» aun ea.jp más trivial, asfixia. Dos amigos
acuerdan dar un paseo, y lo primero, que se pregun-
tan es: "¿Adonde vamos?...* Maldecimos del estó-
mago, que nos obliga a la conquista epopéyica del
f)an, y
renegamos del corazón, el gran príncipe
oco de nuestro jardín interior. ¡Mal h«:hol Seamos
justos. ¿Cómo negíu- que, sin la doble guerra civil
de esas dos visceras, a todos, probablemente, nos
hubiese matado el fastidio antes de los cuarenta
años?...
Un viaje trasoceánieo.es un silencio, una tregua,
eja elfragor de nuestros combates. Suspendida mo-
mentáneamente nuestra acción, la voluntad toma
sus vacaciones y el espíritu se recoge en sí mifiípio.
Pero la contemplación— aristocracia suprema del
alma— aquel dilecto placer de andar solitarios y
conversar con nosotros nwsmos, no satisface a la
mayor4: dos, tres semanas de reposo, entre los re*
cuerdos derla playa que dejamos y las ilusiones
qiie esperan t^as del nuevo horizonte, son un inter-
valo que nuestra vulgaridad aprecia demasiado lar*
go: los hombres, en general, necesitan, para sentir-
se contentas, de la trivialidad -?r la grosería, podría-
mos decir— del presenta de indicativo.
De ahí el incremento, lá exaltación, dfl amor a
bordo. Es mijy difícil que un hombre, espéx;ialmen-
te si nació español, fríecuente el trato de una mujeir
LA ALEGRÍA DE ANDAR 47

más allá de ocho días sin enamoriscarse de ella, y


contribuye a empujarle hacia este dulce peligro la
ociosidad. ^
Generalmente el marinero encargado de la lim-
pieza y custodia de los sillones que cada pasajero
alquila al embarcar, coloca nuestro asiento en el
mismo lugar, lo que no tarda en inculcarnos una
consoladora noción de propiedad. A cada momento
decimos: "Mi sillón*... Mi sitio*...
La viajera que la casualidad puso a nuestro lado
nos parece fea: ni una gracia hay en su rostro; ¡qué
lástimal... Sin embargo, por coquetería, procuramos
testimoniarla nuestra devoción; ella ríe y bajo su
risa cortés nuestra vanidad se esponja. A la maña-
na siguiente, la saludamos con una respetuosa in-
clinación de cat)eza; al otro día, con una sonrisa; al
otro, con un ligero apretón de manos. Ella nos ha
obsequiado con bombones, y nosotros la hemos
prestado un libro.
Hemos murmurado— |sin safla, por supuesto!—
de algunos compañeros de viaje, y esto nos ha acer-
cado. Transcurren dos días más. De repente adver-
timos que nuestra amiga tiene los ojos bonitos,
y
hallamos que las líneas de su boca y del cuello son
perfectas. EX descubrimiento nos regocija,
y como
su alma va pasando, quizás, por análogos estados,
pronto surge entre ambos ese exquisito matiz que
los novelistas franceses denominaron "amistad
amorosa*.
Una tarde, Ella se levantó, y en aquel instante, el
viento, escultor prodigioso, la envolvió en una rá-
faga. Bajo el vestido, el cuerpo juvenil se dibujó
ágilf garrido... y la gran marinos de fuego de la
tentación pasó ante nuestros ojos.
Una noche Ella y su galán se han encontrado, sin
saber cómo, acodados sobre la borda, el uno junto
al otro. Nadie a su alrededor.
Las pupilas de El
tienen una expresión tremante felina,
y y Ella sien-
** ^^^^^ acarkla su cabeza y se agarra a sus
^*5H?
cabellos semejante a ana mano invisible, tTágemé
48 EDUARDO ZAMACOIS

y sensual. Abajo, a lo largo del buque, las aguas


espumosas y amargas huyen raudas, como las ho-
ras de la vida. Titilan en el cielo todas las estrilas
que alumbraron el balcón de Verona; la, luna cubre
con su rocío de plata la inmensidad marina...
El, U-émulo, con ganas de llorar, don la angustia
del que ha de morir, murmura: '

—¿Por qué no amarnos?... La quiero a usted....


Usted podría ser para mí *'la de toda la vida**...
Y Ella, vencida por el hechizo nupcial del paisa-
je,ha suspiradoy ha dicho **sí", con la cabeza; e in-
mediatamente ha sentido frío en lo» hombros y ha
bajado a su camarotes ponerse un chai.

Los ^rack^sos.

Existen otras subclases, muy curiosas, de pasaje*


ros: *los jugadores*, por ejemplo, que desde 4as
primeras horas de la mañana hasta la noche, frater-
nizan en las emociones del "pocker** y del **tute
arrastrado*; **los mareados*, que permanecen se-
manas enteras inmóviles en sus sillones, la cara es-
condida bajo la visera de sus gorras de viaje, y con
un libro, que no leen, sobre las rodillas; *1oíí elcr
gantes*, que cambian detraje tres veces al día
y
que, preocupados con su persona, suelen dedicar
escasa atención a las mujeres; *los padi¿s de fami-
lia*, que viven una existencia fuerte y de perpetuo
sacrificio, consagrados a cuidar de la esposa, ma-
reada y sin corsé, y de los niños; *los proretas*, em-
peña:dos en anunciarnos los caihbios atmosférií:o»,
y que siempre rematan sus vaticinios con la misma
frase, un si es no es amenazadora, de: * Acuérdese
usted de loque le digo*; *los misioneros*, a quie-
nes su fe conduce a playas lejanas, y constante»
mfnte releen su breviario; *los graciosos*...
I Ah, lois profesionales del buen humorl... Cuan-
tos hacen de la risa una especie de obligación, se
asocian en seguida. Nunca suelen ser miichos; tres^
LA ALEGRÍA DE AKDAR 49

cuatro, cinco... cuando más: son los que cantan, los


atormentadoresi del piano, los organizadores de las
tómbolas, de los bailes y de los juegos de prendas.
Todos ellos, claro es,son inaccesibles al mareo y
los últimos en retirarse a dormir, y en el comedor
se granjean la pública admiración por su extraor-
dinario apetito.
Casisiempre "operan* juntos y les tropezamos
en todas partes. Una alegría estudiantil les acom-
paña. A primera hora de la noche, después de ce-
nar, **los graciosos" se acercan a un grupo de via-
jeros que se aburren hablando seriaiftente:

—¿Ha salido el Heraldo? preguntan;
Una saludable carcajada responde a la ocurren-
cia; a bordo la risa es fácil.
Después llaman a la puerta de la cámara del ca-
pitán, donde éste juega al pocker cpn sus amigos.
El capitán áéí MontevideOf don Eugenio Agacino,
no ha cumplido todavía cuarenta añoi^i alto^ esbelto,
tiene en la vivacidad tropical de sus ojos negros,
en la blancura de sus dientes y en su rostro de
bronce, algo que regocija e invita a frotarse las
manos.
A Agacino le gusta que *los graciosos* vayan a
verle.
•— jAdelantel— grita su voz ruda.
Con su venia *los graciosos* se adelantan, y uno
de ellos habla:
—Vengo a decirle, mi capitán, que tenemos otra
vez viento Sudeste...
—¿Quemas?
—Que haga usted el favor de decirme lo que
hacemos con la carga del Pacífico... y con esa se-
ñora de segunda clase que está enamorada del ma-
yordomo. También le recordamos el bicarbonato
para ablandar los garbanzos...
Agotado él tema, los importunos se llevan su
buen humor a otra parte.
El axote de *los que aman* son "los graciosos*;
éstos, efectivamente, les acechan y hacen cuanto
5^ EDUARDO ZAMACOIS

pueden por molestarles. Nunca les faltan recursos.


*La señorita de la cara triste*, por ejemplo, deja
su asiento y se dispone, con su aire más desolado
e inocente, a dirigirse hacia el rincón donde, desde
hace rato, la espera «el joven del traje azul*.
*Los
graciosos*, qne han sorprendido el movimiento,
dorren hacia su víctima.
—Señorita, venimos én comisión a rogar a usted
que toque el piano.
La interpelada, que comprende el verdadero
objeto de aquella invitación, se ruboriza, quiere
excusarse... Pero ellos insisten, la hacen reir,
la
aturden; el más alto la ofrece su brazo; el más
pequeño, para dar a su ruego mayor fuerza, se
hinca de rodillas, y «la señorita de la cara triste*
cede al fin. iSe la llevan!... Y *el joven del traje
azul*, al verlo, se muerde una uña desesperado.
En ocasiones *los graciosos*, en vez de diriirirse
a *Ella*, cierran contra *El*.
--¿Qué hace usted aquí?
El galán balbucea la primera razón que le baja
a
los labios.
—Tomaba el fresco. ¿Qué hermosa luna, verdad?
—Véngase a jugar al pocker con nosotros.
—No sé jugar al pocker.
—¿Y al dominó?
—Tampoco.
—Le enseñaremos; no pase cuidado; la luna nó
se va...
Le agarran de los brazos y se le llevan; el galán
suspira; *los graciosos*, sus enemigos, que ni
aman
m dejan amar, no le devolverán su libertad hasta
media noche; seguros de que a esa hora *Ella*,
cansada de esperarle, ya se ha ido.

El hércitlttfft

A poco de zarpar el Montevideo de Cádiz, adver-


timos la presencia a bordo de un bombín terrible.
LA ALEGRÍA DE ANDAR 51

Era, sin duda, elmás corpulento de cuantos íbamos


allí, ya
su lado nos sentíamos desprestigiados y
como en ridículo. Evidentemente, aquel individuo,
según la locución infantil, *nos podía a todos". Las
hazañas de "Atar-Gull" debían de ser pequeñas
para él; sus movimientos expresaban un arrebato
extraño. La? mujeres le miraban sorprendidas, y él
lo sabía y procuraba lucirse. Tenía una melena
byroniana y un rostro huesudo, firme y cuadrado,
de boxeador. Recorría la cubierta a zancadas tre-
mendas, cual si estuviese furioso, y al sentarse,
todos los sillones gemían bajo sus posaderas.
Cuando se levantaba, yo le seguía con los ojos
seguro de que quien se ponía en pie con tanto
ímpetu era para efectuar algo heroico: arrojar algún
viajero al mar, por ejemplo, partir una cadena de
un mordisco, o tragarse un paraguas...
Al saber mi nombre, se apresuró a darme su
mano, y yo le abandoné la mía, que me devolvió
estrujada, planchada y casi sin jugo. ¡Qué simpático
bárbarol En aquel momento la alegría de conocerme
aumentó su vigor físico; pensé que me arrancaban
el brazo.
Hecho
esto trató de maravillarme, lo que consi-
guió en seguida.
—¿Qué edad cree usted que tengo?— preguntó.
Le inspeccioné atentamente y repuse:

^Treinta y cinco años?
—Veintidós.
—¡Qué precocidad I

Se desabrochó la americana, y echó ambos brazos


hacia atrás.
—¿Quiere usted examinar un pecho bien des-
arrollado?... Toque usted aquí.
Y luego:
— Tóquem^ usted los bíceps.
Yo obedecía: comenzaban a dolerme los dedos;
aquel hombre era de piedra;, varios pasajeros, tan
atónitos como yo, se habían acercado y mirabáin.
Adeíaiás, mi interlocutor era de esos temperamen-
53 BDUARÜO a^AUACOIS

tos hiperbólicosque gritan todo lo que hablan, cual


si cada una de sus frases la situasen entre dos
signos de admiración.
Interrogué, por decir algo:
—¿Tiene usted hermanos?
—Seis; cuatro varones y dos hembras; advirtién*
dolé que mis hermanas tienen la misma fuerza
que yo.
Suspiré; sin saber por qué, me había puesto a
considerar lo difícil que sería entrar a robar en el
domicilio de una familia así.
Aquella noche no hablamos más. Desde luego
supuse que tamaño gigante se habría embarcado
en Cádiz para darle la vuelta al mundo y traerse de
Bengala un par de tigtes; un hombre como él no
podía hacer menos. Después supimos que se que-
daba en Santa Cruz de la Palma... ¡Lo que engañan
las aparíenciasl...

Don Alfredo.

Este caballero figura entre los individuos que lla-


maremos "substantivos**, o sea los investidos de
real e inconfundible personalidad.
Don Alfredo es un señor bajito, afeitado, vestido
según los cánones de la elegancia inglesa; sabe dar
la mano, tiene una sonrisa indulgente y blanca,
y
unos ojos verdosos, ecuánimes y astutos, de hombre
de mundo. Don Alfredo bulle muy poco y apenas
habla, porque se marea horrorosamente. Todos,
sin embargo, le estimamos; algo cordial y señoril
se desprende de él: conocemos su nombre, sus ape-
llidos, su profesión, y cuando pasamos por delante
del sillón en que dormita, metido entre un gabán a
cuadros y una gorra gris, nos acercamos a é\ afec-
tuosamente para informarnos de su sáhid.
Una mañana subió a cubierta la noticia de que
don Alfredo estaba enfermo, y entonces i*ecéraa-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 53

mos que hacía dos días no le veíamos en el come-


dor. Alguien propuso:
— ¿Vamos a su camarote?
Acept<5se la idea y designamos una comisión com-
puesta de dos señoritas y varios "distinguidos*.
Como estas ceremonias no deben verificarse con
excesiva gravedad, las señoritas llevaban en sua
lindas manos, para el paciente, una copa de cham-
pagne y un racimo de uvas.
A don Alfredo le hallamos caído, más que acos-
tado, a medio vestir y con una bota puesta; ¡sólo
unal... El pie descalzo colgaba fuera de la litera,
y
oscilaba inerte; parecía un péndulo.
Los qué marchábamos ala vaoguárdía tlte'lá comi-
sión detallamos, a la primera ojeada, la indumenta-
ria del enfermo, y volvemos la cabeza para signifi-
car a las señoritas que podían entt-ar.
Don Alfredo entreabre sus ojos ver4es, burlones
y dulces, y reconocernos se incorpora sobre un
al
brazo para agradecernos ni^stra atención. Uña se-
ñorita le ofrece uvas, la oirá le enseña la copa teñi-
da de oro por el champagne y don Alfredo sonríe
feliz. Después refiere con voz convaleciente sus
trabajos de aquella mañana: su lucha contra el vér-
tigo había sido terrible: a fuerza de voluntad pudo
vestirse el pantalón y la camisa,
y ponerse loí pu-
ños; lo que le perdió fué la corbata, es decir, el
momento en que trató de anudarse el lazo de la
corbata: vacilaba él sobre sus piernas débiles, tem-
biaba six imagen, cada vez más lívida, en el fondo
del espejo; don Alfredo apenas se reconocía en el
cristal; su figura cadavérica se emborronaba, s\i
cabeza iba de un lado a otro, hai^ta que, de súbito,
el mareo le agarró del cuello
y le tiró, como a un
pobre pelele roto, sobre la litera/ Con ua gesto
picaro y humilde nos mostraba su cin turón mal
ceñido, su catiaisa a medio abrochar...
y placen-
teramente voívió a reclinarse sobre la almohada
y
cerró los párpados; de nuevo !a conciencia se le iba...
v^uando a la tarde siguiente don Alfredo^apro ve-
54 EDUARDO ZAHACOZS

chando unas horas de mar tranquilo, reapareció


sobre cubierta, hundido entre su gorra gris y su ga-
bán de cuadros, fué recibido con aplausos.

El se&or que está triste*

No he conocido persona más ingenua, más sen-


cilla, más buena, en suma, que este viajero moreno
y barrigón, de bigote negro y ojos grandes y since-
ramente cuyos rasgos culminantes <íe carác-
tristes,
ter fueron siempre la resignación y la melancolía.
En este hombre, joven aún, que viajaba con su
señoia y tres o cuatro niños, que disfrutabí^ de sa-
lud excelente y era rico, según después supimos, la
tristeza y el constante suspirar no constituían una
pose. "Pérez*... (¿vamps a llamarle así, puesto que
era español?...), no se las echaba de taciturno,
ni se desgarraba a entrecortados suspirones el
pecho, por darse importancia, sino por acendrado
altruismo y blandura exquisita de corazón. Pérez
aplicaba sus cinco sentidos a mostrarse triste, con-
vencido de que el dolor propio alivia y distrae el
ajeno. Desde el primer instante, en el comedor,
como en la biblioteca, en el fumadero, eñ la sala del
piano o allá arriba, sobre cubierta, Pérez ofreció
aquel gesto nostálgico que había de conservar todo
el viaje. Resuelto a ser triste, hasta lo más alegre
parecía afligirle.
Una tarde Pérez se acercó a nosotros, la gorra
bien encasquetada, los ojos lánguidos, las manos
en los bolsillos del pantalón, la oronda barriga cor-
tada por una cadena de oro.
—¡Qué azul está hoy el marl—suspiró*
Efectivamente, el día era espléndido; pero *el
hombre triste*, en su afán de consolarnos de nó
sabemos qué dolor, añadió:

|AyL.* £1 mar azul me da pena...
Todas las mañanas, su saludo iba acompañado
LA ALEGRÍA DE ANDAR 55

de la siguiente reñexión, alusiva a la terminación


del viaje:

|Va falta menos!...
Y se alejaba suspirando.
Pérez no se mareaba, pero aseguro que, más de
una vez, debió de renegar de su fortaleza y hacer
cuanto pudo **por acompañar** a su señora, que se
mareaba horrorosamente
Era muy avanzada la noche cuando el Montevideo
salió de IVlálaga: la luna llena parecía deshacerse en
una magnífica catarata de luz por las aguas
lívida;
dormidas, refulgentes, como de de la bahía,
plata,
una goleta se deslizaba silenciosa, fantasmal; sobre
la obscuridad, el castillo de Gibralfaro recortaba
sus perfiles heroicos, propicios a la leyenda.
Cruzados de brazos, contemplábamos desvane-
cerse la ciudad de donde nuestra alma errante se ha
llevado recuerdos. Sin embargo, estábamos conten-
tos: un viaje largo es como un regreso a la primera
juventud; una excursión trasoceánica tiene la ale-
gría, la nerviosidad, de una vida que empieza.
Ja-
más fulguraron en el cielo tantas estrellas...
Creyéndonos dolidos, «el señor triste** se acercó
a nosotros, observó el espectáculo y sollozó:
— |Adiós, Málaga!...
Su pena nos interesó, nos conmovió; acabábamos
de vislumbrar, en el fondo de aquella exclamación
trivial, un amor desgraciado; una novia
muerta, tal
vez... Nadie sabe la cantidad de dolor que
puede
haber en el suspiro de un hombre gordo.
—¿Ha vivido usted en Málaga?— inquirimos.
—No---repuso sencillo— no la conozco...
Volvió a suspirar y se marchó lento, balanceando
sus espaldas cuadradas y su vientre redondo.
Yo hubiera querido regalarle a Pérez unas cas-
tañuelas, para ver lo que hacía con ellas; probable-
mente echarse a llorar.
EL CORAZÓN DEL BUQUE

Siempre que alguien cuyos negocios marchan


bienme participa su decisión de comprar un hotel,
me quedo triste. ¿Envidia?,.. \Uo\ |Lo contrarío, pre-
cisamente!... Afecto, conmiseración hacia quien me
habla. Porque ese hotel es *la solución"^ el •des-
enlace" burgués de un largo camino de privaciones,
trabajos y vigilias. Ese hogar propio, donde cada
hombre ansia pasar «sus últimos años*, implica un
concepto de reposo, de quietud, que le convierte
en un atrio o preámbulo del cementerío. Adquirír
una ca9^ para meternos a envejecer en ella es po-
nerle a nuestra muerte una introducción. Un peque-
ño propietario de esos no necesita ser un gran
imaginativo para fantasear su propia agonía y asis-
en cierto modo, a sus funerales. Rodeado de
tir,

muebles sólidos, de muebles que durarán más que


él, lees fácil pensar:
"Moriré en la alcoba. El salón será convertido en
capilla ardiente. Llegado el momento, sacarán mi
ataúd «por ahí*...
Esto es repugnante: tiene la monotonía, el abu-
rrimiento horrible, de lo muy
previsto.
Yo, por rico que llegase a ser, nunca compraría
una casa. ¿Para qué vincularnos a lo material? ¿Para
qué meter el perpetuo y divino sobresalto de nues-
tro corazón entre la estrechez carcelaria de cuatro
paredes?... Un inmueble es algo que oprime, que
sofoca; es una espede de enorme raíz que de pnm-

5
58 EDUARDO ZAMACOIS

to nos sujetase a la tierra. Una casa es el primer


paso que los hombres, fatigados de luchar, dan ha-
cia la tierra...

Mi burgués es muy otro: yo, a poder, com-


ideal
prr'^ríaun automóvil, un buque, t^n tren... Algo que
me liberase de cuanto me circunda y no se mueve;
algo que me permitiese huir...
Esta idea no es nueva en mí. Hace algunos años,,
hallándome de paso en Valencia, Ikgué a ver
reunidas niil pesetas. Posiblemente lo eiiiguo de la
cantidad hará sonreír a muchos; pero conste que no
hago de ella donaire; antes la consigno por respeto
a la verdad histórica: en la vida del arte mil pesetas
juntas es un fenómeno que se produce raras veces.
Aquella tarde— un suave crepúsculo de Agosto—
salí a rondar por el puerto en bote. Dormía el mar
bajo el cielo azul y sin viento. El botero remaba ca-
denciosamente, lai^ piernas abiertas, los déBnudos
pies, de dedos sueltos y poderosos, bien afianzados*
sobre el banquillo <}ue tenía delante. Alrededor de
la embarcación íás olas musitaban su canción sire-
na, y su filar acariciaba, adorníecíá y era cómo un
sedante para el redolóí" cauteloso de los recuerdos.
— ¿Cuánto iírie costaría una lanéha como ésta?—
pregunté al barquero. '

—De doscientas a doscientas cincuenta pesetas—


repuso.
—¿Nada más?- exclamé asombrado y feliz.
—Nada más— repitió, ^
Sus palabras me llegaron al coraión y dieron S(i-

bita vida a una ambición vieja en mí: la de compirar


un btíque.
•*¿En <3[ué más lucida empresa podría emplear mH
mil pesetas?**— pensé.
Apen&s concebida la idea, la ima^naclón— formi-
dable amazona— echóse a cábalgatisobt^ ella.
LA Alegría de andar T
59

*Si esta lancha— discurría la incorregible travie-


sa—cuesta doscientas cincuenta pesetas, otra de
doble eslora costará quinientas, y si doblamos aún
su longitud— lo que ya comienza a representar un
tonelaje de cierta consideración— su precio ascen-
derá a doscientos duros exactamente, jo no hay ma-
temáticas en el raundol...*
Parecióme que mi vida, mal encauzada siempre,
había hallado su refugio, su rumbo. Yo necesitaba
trabajar mucho y aislarme,
y para aislarme nada
mejor que un buque.
La imaginación continuaba tejiendo su prodigio-
sa red de araña.
Un velero no gasta en locomoción. Podían acom-
pañarme a bordo dos marineros y un grumete.
¿Para qué más gente?. .

Mi programa reducíase a escribir sin descanso


durante los viajes; cuando llegase á un puerto de-
positaría mis crónicas en el correo, cobraría su im-
porte a los corresponsales de mis periódicos, paga-
ría a mi tripulación, compraría víveres...
¡y al mar
otra vez! ¡Oh, qué existencia tan aventurera, tan
fuerte, tan bella, tan librel...

^
A partir de aquel momento roe dediqué a buscar
mi buque*. La investigación duró varios días: á
unas embarcaciones las desdeñaba por pequeñas;
otras me parecían demasiado grandes;
llegué a sa-
berme todos los rincones del puerto de ftiemoria.
Al cabo descubrí un bergantín que, a la primera
ojeada, satisfizo todos mis anhelos: era
alto de
guinda, de corte elegantísimo
la luz matmal parecía
y pintado de blanco;
bahario en la alegría de una
sonrisa de novia. Varios
cargadores desembarca-
nan de él madera. Gravemente,
con esa parsimonia
lacua de los Jiombréá
adinerados, acostumbrados a
caprichos, me acerqué al capataz de
la Skdríír^
^n"^?!**?^^^ ^®\^ '^'^''^^^^^ dije-^^usted sabe si
su dueño lo vendería?...
w interpelado demostró un asombra que, franca-
6o EDUARDO ZAMACOIS

mente, me molestó un poquito. ¿De qué se pasma-


ba? ¿Ño tenía yo trazas de poder comprar un
barco?...
—Sí, señor— repuso— ; tal vez... Diríjase usted a

la casa armadora.
Yme dio unas señas que yo, con lentitud estu-
diada y teatral, apunté en un papel. Luego...
—¿Cuánto cree usted qué costaría este buque?...
Mi interlocutor miró hacia el bergantín, y sus ojos
tasadores fueron desde el casco a la arboladura.
—Este barco, según está— afirmó— no vale me-
nos de sesenta mil pesetas.
¡Catorce mil duros!... ¡¡Me había equivocado en
sesenta y nueve mil pesetas! I...
Este fracaso, que acredita mi exiguo sentido de
la realidad, ha servido para ratificar mi devoción,
mi fervor ardiente, por los barcos de vela. Admiro
el ágil donaire con que jinetean sobre las olas; su
destreza para servirse del viento hasta cuando han
de avanzar contra él; la femenina gracia que hay
en las turgencias de su velamen; la gárrula polifo-
nía de su cordaje; la suprema elegancia, la impeca-
ble euritmia con que su trapío, intensaniente blan-
co, bajo el sol, se balancea en el regio esmalte azul
del horizonte. Las fragatas, las corbetas, los ber-
gantines, son los aventureros del mar, los artistas
del mar; son, por antonomasia, los barcos románti-
cos, los barcos líricos, en que la voluntad del hom-
bre lo dispone todo.,.

.
m *

Por el contrario, los grandes trasatlánticos mo-


dernos, con sus hélices y su telegrafía sin hilos^ ca-
recen de poesía: los vientos y las olas significan
para ellos casi nada; saben la fecha en que llegarán
a puerto; esquivan fácilmente los ciclones y cono-
cen milla a milla el derrotero qi^e han de seguir. Su
vida es mecánica, y el cálculo expulsó de ellos, cual
LA ALEGRÍA DE ANDAR 6l

si le hubiese tirado por la borda, al duende nove-


lesco de lo imprevisto. En los trasatlánticos, el ca-
pitán pierde su personalidad. ¿Es joven? ¿Es viejo?
¿Es impaciente? ¿Es reflexivo?... Nada sabemos, ni
importa: dentro del tremendo dinamismo de esos
colosos del océano, el capitán es una rueda más.
Los trasatlánticos de hoy, con sus magníficos come-
dores, sus camarotes de lujo y sus jardines, donde
por las tardes suena una orquesta, repiten la vul-
garidad, la frialdad, de los hoteles de viajeros.
Quise conocer la máquina del Montevideo; aque-
lla vieja máquina que día y noche, pero particular-
mente de noche, desde el silencio de mi camarote
sentía latir infatigable, como un corazón.
Provistos de pelotones de estopa, para no ensu-
ciarnos las manos demasiado, descendimos por una
empinadísima escala de hierro. El primer maqui-
nista, don Miguel Miró Benlliure—pariente del fa-

moso escultor es nuestro "Virgilio* en esta ex-
cursión a las entrañas bárbaras, ardorosas y rugien-
tes, del buque.
Llegamos a un puente o rellano de hierro^ que
constituye una especie de "primer piso", y hacemos
alto. Bajo nuestros pies, en la tiníebla del abismo,
el titán forcejea, y su musculatura de acero brilla
trágicamente a la luz de las lamparillas, inteligentes
y atisbadoras como pupilas. La atmósfera es tan ar-
diente, que abrasa el rostro; la excéntrica prolonga
un jadeo enorme, un treno formidable de agonía,
que parece subir desde el mismo fondo del mar y
sacude las paredes de la sima.
El ruido ensordece, enloquece; es necesario ha-
blar a gritos. Miramos sin cansamos, porque cada
miembro del monstruo tiene una expresión, un ges-
to cottisciente, ¿asi humano.
Las bielas que ponen en movimiento al eje mo-
tor, parecen brazos desesperados: los cigüeñales
remedan hombros; el eje de transmisión, tendido en
el suelo de un largo túnel, es como una fabulosa
larva que se retorciese incesantemetite sobre isí
62 EDUARDO ZAMAC0I3

misma; el cojifiete de empuje, destinado a resis-


tirlos esfuerzos de la hélice, semeja, en sii inmo-
vilidad, una silenciosa y extraña estalagmita; hay,
pendientes de los muros, alambres y complejas
tuberías que parecen telarañas, que simulan
raíces...
Algo muy poderoso, sobrehumano, nos circunda
y domina con la idea de hallarnos presos entre las
patas de un ipmenso y absurdo pulpo de hierro. El
demonio inexplicable del movimiento piruetea de
un extremo a otro, convertido, por la acción con-
certada de la excéntrica y de las bielas, de circular
en rectilíneo, de rectilíneo en circular. La maraña
de órganos, todos tremantes, en la ingente armonía
del conjunto, es indescriptible; a compás de los
miembros vitales que reparten la fuerza, las má-
quinas auxiliares realizan sus cometidos respecti-
vos: tal es la hidráulica, encargada de mover las
grúas de carga y descarga, y el molinete de levar
anclas; la eléctrica, que alimenta con su energía
toda la red de alumbrado del barco, y los dínamos
de la telegrafía Marconi; el refrigerador, destinado
a mantener en los depósito^ de legumbres y de car-
nes una temperatura glacial; los automáticos que
inyectan el agua a las calderas; la bomba que surte
los tanques sanitarios, baños, lavaderos y retre-
tes... y otros varios mecanismos inferiores, cuyas
enmarañadas tuberías cuelgíin de las paredes mis-
teriosos festones.
Hemos bajado otros dos pisos, y nos hallamos
en la parte más arcana del buque.
El calor llega a ser asfixiante: un calor de volcán
o de báratro: sudor nos empapa la frente y el
el
cuello; ahora, vistos tan de cerca los miembros tra-
jinantes de la máquina, parecen más atormenta4qs,
más temibles y mayores. En la seimoscuridad torva
^dela sima, las mangas de aire, hinchadas por el
viento que tragan saulá arriba, en cubierta, se estrCf
mecen, se hinchan, vibrantes y grotescas, y son
como las pernera^ de un pantalón de locura*
LA ALEGRÍA DE ANDAR 63

El personal de la máquina lo componen cuatro


"maquinistas", cáda uno de' los cuales tiene un
"ayudante" a sus inmediatas órdenes; seis ''engra-
sadores" que sin cesar van y vienen, lubrificando
las articulaciones del titán; Un "pañolero", un "cal-
derero", tres "cabos de agua", encargados de vigi-
lar el servicio de los hornos; diez y ocho "fogone-
ros" y doce "paleros", cuya misión es transportar
el carbón desde los depósitos a Iüs hornos. Todos
estos hombres, los más comprometidos, los más
abocados a morir en caso de naufragio, se relevan
cada cuatro horas.
Por una puertecilla enana penetramos en la cá-
mara de las calderas, verdadero "corazón del bu-
que", en cuya tiniebla los diez y ocho hornos que
mantienen su vida bermejean como pupilas inferna-
les. Allí lo que no es negro, es rojo, y el choque de
estos dos colores apasionados y supremos teje ma-
tices alucinantes. Silba el fuego, mientras las llamas
se retuercen epilépticas con una alegría de destruc-
ción; los fogoneros y paleros, casi desnudos, calla-
dos, enjutos, dantescos, se atrafagan 3obre lofe
montones de carbón y de ganga humeante; los re-
flejos del incendio tiñen de púrpura las rodillas sa-
lientes y los pechos secos y velludos. El aliento de
los hornos quema; es como una brasa que nos acer-
casen al rostro, y retrocedemos. Bruscamente he-
mos sentido el deseo de escapar pronto de aquel
pozo apocalíptico, donde a cada momento nos pa-
rece que un estallido horrísono va a produ-
cirse.
Ya estamos sobre cubierta; la región apacible,
soleada y azul. Los viajeros forman grupos: unos
leen, otros charlan o dormitan, ajenos a la tortura
de "los de abajo", de los paleros, tiznados de car-
bón y jadeantes; de los fogoneros, siempre sedien-
tos ante los hornos que les abrasan la boca y los
ojos.
El corazón del buque bate isócrono, con un ulu-
leode plegaria y de suplicio; y ese ululeo es la can-
64 EDUARDO ZAMACOIS

ción del barreno que, de continente a continente,


las hélices clavan en el mar.

|Ah, mi velero, que no compraré nunca! A tener-


lo,en él no hubiese habido jamás ruido, ni calor, ni
dolor; hubiera sido alegre, blanco, liviano, como
una sombra en un espejo...
FIESTAS PASCUALES

La Nochebuena a bordo.

La tarde languidece plácidamente en un magní-


fico terceto rosa, esmeralda y azul. Cruzados de
brazos» en pie a la hila de la borda» varios viajeros
contemplan la lejanía sumidos en esa serenidad
nostálgica que inspira el mar. De pronto, casi en la
línea misma del abrasado horizonte, descubrimos
una manchita blanca: es un velero, que boga en di-
rección contraria a la nuestra.
— Parece inmóvil —observa a mi lado una voz.
Me vuelvo. Es la señorita María la que acaba de
hablar: una señorita muy linda, muy discretamente
elegante, a quien, por lo silenciosa y la dulzura con-
templativa de sus ademanes^ llamamos ''la Niña
Calladita''. Sonrío: ''la Niña Calladita" tiene razón;
aquel barco se muestra quieto y como clavado en
el bruñido añil del horizonte.
—Esta vez, sin embargo —respondo-*- podemos
asegurar que las apariencias nos mienten. Si ese ve-
lero no marchase tan lejos, lo veríamos cabecear;
acaso lleve viento de proa... Y así, como él, son mu-
chas vidas: tranquilas y ecuánimes, miradlas a dis-
tancia; secretamente despedazadas y acaso dramá-
ticamente tempestuosas, si tuviésemos la curiosi-
dad de acercamos a ellas...
66 EDUARDO ZAMACOIS

Ahora es **la Niña Calladita** la que sonríe; su


inocencia busca en mí una amargura.
^Está usted triste -dice— porque hoyes No-
chebuena?
Hago gestos negativos y sinceros. jNo!... A bordo
nadie puede sentirse irremediablemente triste: el
Dolor, señor y déspota de la tierra inmóvil; los re-
cuerdos, raíces malditas ccn que nuestra pobre
alma se agarra al tremendo fracaso de lo ido, nau-
fragan o al menos se debilitan sobre la aturdidora
y desmoralizadora inquietud del mar.
A
nuestro alrededor, efectivamente, todas son ri-
sas: a la hora del almuerzo el capitán anunció su
propósito de festejar la Nochebuena, y cada cual se
dicta hacer algo en pro del general regocijo. Hay
concesiones mutuas: "los que aman* interrumpen
de vez en cuando su ilusionado picotear para acer-
carse a nosotros; **don Alfredo** parece menos ma-
reado qué otros días; los bien informados aseguran
que después de la Misa del Gallo habrá baile, cena,
y una tómbola a la que cada viajero contribuirá con
un objeto, y cuyo producto será enviado al Monte-
pío Naval. Entretanto *los graciosos* se han pro-
curado unos carrizos y fabricado, con latas de pi-
mientos, unas zambombas que llenan el barco de
un estrépito disonante y morisco, y como tal, neta-
mente español. Las muchachas van de corrillo en
corrillo pidiendo a unos y a otros aquellos obj etos—
una corbata, un frasco de esencia, un pañuelo, un
libro— que a la noche serán pujados en la tómbola.
Nadie esquiva el compromiso y cada cual se retra-
ta en lo que ofrece. Don Alfredo dona un par de
guantes nuevos; don Eduardo A tañé, una botella
de Jerez; "un gracioso* regala un calcetín, juno
solo!... y su donaire arranca una ovación.
Las horas que siguen a la de la temida transcu-
rren alegres; el buque vadla y con él las amargas
memorias de cüantd dejamos atrás. Como en tierra,
«Esta noche es Nóchebuepa,
y mañana Navidad»...
LA ALEGRÍA DE ANDAR 67

Cunde la
risa; la vida desarruga el ceño para con-
vertirseen una pirueta. Se recuerdan cuentos, se
disponen juegos "de prendas" y se cantan villanci-
cos h^sta que las zambombas quedan rotas. Des-
pués, como todavía es temprano, asaltamos el salón
y comienza a cada momento los danzarines
el baile;
pierden el equilibrio;
"los graciosos" desafinan
""a coro"; don Eduardo Atané, gordo
y zumbón,
anuncia que, en obsequio a la concurrencia, canta-
rá el vals del "Caballero de Gracia", viejo de más
de treinta años. Un viajero se ofrece a acompañarle
al piano,
y entre protestas y risas de los circuns-
tantes, Átané, carirredondo
y grave, y n^uy erguido,
como para hacer resaltar mejor la convexidad feliz
de su panza, ataca las primeras notas dei vals ran-
cio y famoso. iEmpeño imposible! El cantante va
por un lado y por otro el pianista, a quien los fuer-
tes balanceos del barco sustraen, a cada momento,
el teclado de debajo de los dedos. Lo3>artistas, sin
embargo, no cejan, y hubiesen llegado heroicos al
último' compás, si Fernández Doran, en medio del
cortés silencio de todos, no se hubiera llevado una
mano a la boca para lanzarles —o " empujarles" -r-
según se dice en Cuba, una irreverente "trompeti-
lla". Y así, entre carcajadas
y a filo del ridículo,
terminó él concierto.
Poco antes de Ja media noche, un marinero abrió
las hojas, revestidas de espejos, de un armario que
guardaba un altar, encendió las velas con que éste
había de alumbr«csc, y así, por arte de tramoya, el
salón quedó transmutado en capilla.
Sobre la alfombra en que minutos ant^s estuvie-
ron bailando, las mujeres van arrodillándose con-
tritas, los semblantes cubiertos de uncióo, el mirar
grave, aquietado, como inmergido en la contempla-
ción de algo inmenso y distante. De los hombres,
algunos, los viejos, también se prosternan; los de-
más nos mantenemos de pie junto a las puertas,
abiertas esa noche a la devoción de todos los habi-
tantes del bizque: es la ^niea vez en qi^e, igualadas
68 EDUARDO ZAMACOIS

por la mansedumbre del Evangelio, las ''tres cla-


ses" pueden mezclarse.
A la primera campanada de las doce, humilde,
solemne, peregrinamente magnificada por el mar,
lleno de luna, que nos sostiene, que nos mece; por
el mar que es camino, y puede ser abismo y sepul?
ero para nosotros, comienza la Misa...
El sacerdote, a pasos lentos y escénicos, va y
viene bajo el prestigio de su casulla blanca, floreci-
da de oro; el aroma litúrgico del incienso invade el
salón; todos los labios repiten maquinales la misma
plegaria; clarineante, imperativa, tal que una voz de
profecía, ha tintineado una campanilla y las frentes
se doblan hacia el suelo. Y en aquel instante, sobe-
ranamente estético, prodúcese un acre contraste
entre el místico sacrificio que significa lo Eterno, lo
Inmóvil, y la barroca cabalgata exterior del viento
y de las olas.
Terminada la Misa, bajamos todos al comedor y
renace la hilaridad. Después de la tómbola y de la
cena, remojada con champagne^ la mayoría de los
pasajeros se reintegran a sus camarotes. Están can-
sados. Son más de las tres. Únicamente vuelven a
cubierta ''los que aman*, devotos de los rincones y
de la media luz; y "los graciosos", resueltos, con tal
de amargarles a aquéllos la Nochebuena, a presen-
ciar el orto del Sol.

Día de Inocentes*

A bordo, el famoso "día de Inocentes" añade, al


natural mareo de la navegación, el aturdimiento
que ocasionan en nosotros los hechos imprevistos
y absurdos; el pasmo desconcertador de lo extrava-
gante. En los trasatlánticos, como en las Academias
mititares, la jornada del veintiocho de Diciembre
reviste caracteres terrorífico?. Nadie se fía de nadie,
porque cada cual salió de su camarote decidido a
no hablar en serio. Degollando nifltos, Herodes ins-
LA ALEGRÍA PE ANDAR 69

tituyó la "fiesta de la Mentira*. Ese día mentirán


los hombres más graves; mentirán el sobrecargo, el
médico... Todo a nuestro alrededor es incongruente
y nos acecha. ¿No habrá una broma escondida en
el vaso de agua que nos trae el camarero? El bom-
bón que esa señorita va a ofrecernos, ¿no será de
madera o de acibar? "Nuestra silla", la silla en que
acostumbramos a sentarnos y ostenta nuestro nom-
bre, ¿no estará desclavada?... En cada persona que
se acerca a hablarnos, en cada viajera que nos
mira sonriendo, nuestra malicia recela una burla,
un peligro. Lo que la víspera nos hubiera halagado,
en ese día aciago nos tortura. El mismo capitán,
que minutos antes vimos pasar con ceño de pocos
amigos, como si hubiese bajado el barómetro, lleva
preparada su mentira...
Un camarero habla a don Alfredo:
— De parte del médico, que tenga usted la bondad
de ir a verle.
—¿A mí?— balbucea don Alfredo entreabriendo
en la penumbra de su visera sus ojuelos azules y
mareados.
— Sí, señor; y usted también...
Se dirige "al caballero de la nariz larga".
— jYo?... ¿Para qué?
— No Sabría decírselo; cumplo una orden.
El criado sonríe con la humildad de un irrespon-
sable, saluda y se marcha.
Casi a la vez, todos, "la Niña Calladita", "el jo-
ven del traje azul", *'el señor que está triste", yo...
hemos recibido igual aviso. ¿A qué obedecerá esto?
¿Por qué nos molestan?... Desconfiados, procura-
mos explorarnos unos a otros. Se forman corrillos.
— ¿A usted le ha llamado el médico?
—Sí, señor.
—Y a mí.
— ¿También a usted?
—Creo que no han exceptuado a nadie.
Reflexionamos: sin duda quieren informarnos de
algo concerniente a la visita de inspección que ha
70 EDUARDO 2AMAC0IS

de hacernos, en Puerto Rico, la Sanidad. Ya tran-


quilizados, casi felices— porque hay algo que ha*
cer —nos encaminarnos al camarote del médico.
Parado en la puerta, las manos en los holgachones
bolsillos de un guardapolvo, el buen doctor, son-
riente, a todos nos acoge con las mismas palabras:
—¡Otro ''inocente**!... ¿Pero, no había usted com-
prendido que es una bromita del sobrecargo?...
Al volver a cubierta, ligeramente amohinados—
¿a qué negarlo? ~ sabemos que la noche antes una
pobre pasajera "de tercera" ha dado a luz. El capi-
tán ha permitido que en el cuadro de las Noticias
Oficiales, se fije un aviso donde se invita *a las
personas de buena voluntad* a socorrer la afligidí-
sima situación de la enferma; los donativos deberán
entregarse al señor sobrecargo. El aviso no va
autorizado por ningún sello, y la firma puesta al
pie de él es ilegible; la gente, sin embargo, no duda,
y aquellos de más compasivo y misericordioso co-
razón son los primeros en morder el engaño; sy
ejemplo arrastra a otros. Alegres, con la dilecta
alegría que nace del ejercicio de la caridad, van en
busca del señor sobrecargo. Don Rafael Abella,
que está escribiendo, se levanta al oirles llegar y
tiende hacia ellos sus manos amables y tranquilas,
de hombre gordo; una dulce sonrisa episcopal des-
cubre la blancura de los dientes en la magnífica
placidez del rostro redondo y*afeitado; lacáiva bri-
lla bajo la cruda luz que llena el "ojo de gato*.
—Hemos leído el aviso, y veníamos...
— jAh, sí!... Muy bien...
—¡Pobre mujer!... ¿Cómo sigue?...
El señor sobrecargo se distrae removiendo urids
papeles, y contesta evasivamente:
—Yo no la he visto todavía; parece que sigue
igual...
No quiere comprometerse. "Los iiíocéntes** abren
sus bolsas: quién da dos pesetas, quién da cinco...
Es un dinero que, cu^n^do llegue la noche, se disi-
pará en champagne.
LA ALEGRÍA DE ANDAR 7

A media mañana varios emigrantes truzan el


puente, de popa a proa, llevando en hondas game-
llas de hojalata grandes porciones de rancho hu-
meante. Caminan de urío en fondo y sus cuerpos
mal vestidos, sus pies descalzos de dedos separa-
j

dos y fuertes, causan entre los viajeros *de cáma-


ra** una impresión molesta. Las mujeres, más sen-
sibles, apartan de ellos los ojos. Al llegar a la esca-
lerilla que conduce a cubierta, el hombre que mar-
cha delante resbala y cae; la gamella escapa de
sus manos; el rancho se derrama. Casi al mismo
tiempo, el individuo que caminaba tras él, patina y
viene al suelo. Todos miramos: la primera caída
ha producido estupor, piedad; la segunda ha cau-
sado risa. Los emigrantes, sin rechistar, huyen
avergonzados. Dos camarerps, provistos de es-
cobas y de baldes de agua, acuden a fregar lo
sucio.
En un rincón, "los graciosos* ¿e convulsionan de
risa:son ellos los autores del desaguisado; ellos,
que minutos antes untaron el suelo de jabón para
que los emigrantes se cayesen.
En el comedor, a la hora del almuerzo, la des-
confianza que todos nos inspiramos mutuaúiente se
agrava. Con la venia del capitán, el cocinero dejó
volar su fantasía por los fértilísimos campos de la
travesura, y, verdaderamente, los platos, aún los
más burgueses, no inspiran apetito a nadie. Nos
miramos, nos espiamos, y cada cual desea que su
compañero de mesa ''empiece^. Poco a poco nos
convencemos de que nuestros recelos son justifica-
dos: el agua de las botellas es de mar; en el interior
de cada barra de pan hay una cuerda; los pasteles
son de serrín; en los saleros una mano burlona ha
puesto azúcar...
El miedo cunde entre los comensales, las cucha-
ras, los tenedores, permanecen ociosos; hubo plato
que, a pesar de no encubrir ninguna travesura,
regresó intacto 9 la cocina. Muchos se levantaron
de la mesa casi en ayunas; y todos nos reíamos de
72 EDUARDO ZAMAC0I8

todos: del que comía y recibía un chasco, y también


de quien, por no recibirlo, no comía...
¿A qué ese horror a ser engañado, cuando es tan
dulce creer?...
|Díá de Inocentes!... ¿Porqué llamarlo así? ¿Acaso
para la ilusa y pobre humanidad, sobre el mar,
como en tierra, todo el año no es "dia de Ino-
centes**?.,.
MI PRIMERA CONFERENCIA

Peqnefias confesl<Hies«

La noche del 31 de Diciembre la pasó el Monte


video dando vueltas, a menos de un cuarto de nUl«
quina, frente a la bahía de San Juan de Puerta Rico;
un retraso como de media hoja nos vedó entrajc en
ella, y necesitamos esperar al día siguiente.
Ésa noche memorable la viví solo, en un rincón
de la toldilla: nadie fué a buscarme, nadie llegó a
importunábame con pláticas triviales, y en verdad
que mi elocuencia y mi agradecimiento, puestos de
acuerdo, no hallarían frases con c^ué festejar este
olvido de mis compañeros de viaje.
Pocas veces eí mundo exterior y mi espíritu latie-
ron tan al unísono, ni se compenetraron tan íntima-
mente, ni parecieron derramarse y fundirse tan sa-
brosamente el uno en el otro: era como si la natu-
raleza entera estuviera pendiente de mt y me
hablase con sigilosas voces de amistad; era como
si todas las brisas y rumores del mar, y todas las
suaves claridades astrales, se me hubiesen metido
en el corazón'. Delante de mí, erAtlántieo inmenso,
negro y tranquilo, y el cielo copiosamente estrella-
do, bañado en la lividez argentina de k luna; y en
mi alma^ todíi la serenidad mística del espacio^ al
par que todas las peores inquietudes y amarguras
del piélaga

6
74 EDUARDO 2AMAC0IS

A
pocas millas, en la obscuridad ligeraraente azu-
losa de la distancia, la ciudad de San Juan, a la iz-
quierda; y luego, a la derecha mano, los caseríos de
Miramar, Santurce, Hatorrey, Martín Peña y otros,
prendían a lo largo de la costa ondulante un alegre
festón de luces.
Yo meditaba:
cEn esa playa comienza para mí un camino.»
Puerto Rico podía hundirme o impulsarme, ser-
vir de tumba a mis planes o de poderoso trampolín
a mis ambiciones, darme un par de alas aquilíferas
para volar, o ceñirme un grillete a los pies...
¿Qué me esperaba allí?
Acodado sobre la borda, mi pensamiento se de-
tenía en aquella tierra donde la Realidad salía a
proponerle a mis esperanzas un duelo a muer-
te. Algo irreparable iba a decidirse. Al salir de
Europa, mi optimismo le había dicho a mi con
ciencia:
«San Juan de Puerto Rico será para ti un lugar
de ensayo: si triunfas en tu empresa, seguirás ade-
lante; si fracasas, como la ciudad es pequeña, nadie
lo sabrá. No te asustes: más que de un verdadero
debut se trata de un ensayo general,
Con tales palabras me sentí satisfecho. ¿Para qué
apurarme cuando entre mi proyecto y su realización
estaba todavía la vastedad del Atlántico? El barco
podía hundirse, o haber un incendio a bordo. El
dios maravilloso de lo Imprevisto camina siempre
a nuestro lado. ¿A qué, pues, torturarme prematura-
mente?
Pero ya el Atlántico había quedado atrás; ya era
llegado el crítico momento en que mi presente y lo
que debía de ser mi porvenir, iban a estrecharse
las manos. ¡La Realidad I... jQué fuerza terrible la
de esa Realidad en donde no hay términos medios
ni penumbras, jy así, cuando no se humilla a nos-
otros y nos favorece, es porque nos ahogál... ílasta
entonces pude complacer a los demás y esperanzar-
me a mí mismo con frases amables; de allí en
LA ALEGRÍA DE AHDAR 75

adelji0te, para colocarme en airoso lugar, las bellas


fiases necesitaban mudarse en victorias.
Emociones innúmeras, semejantes a pájaros ne-
gros, a pájaros de agorería, surcaban mi espíritu.
Era media noche y a esa hora, la más propicia a la
confesión, quizás porque el cansancio de una larga
vigilia distendió nuestros nervios y los inclinó a la
sinceridad, una gran luz de verdad iluminó mi in-
terior. Según soy, me vi, y durante larguísimo rato
pude reconocerme sin modestia ni orgullo.
Unas veces me decía:
«De eso eres capaz.»
Y otras:
«Eso no lo harás nunca; no lo intentes siquiera,
por mucho que te lo aconsejen, porque los mismos
que te animen a ello no serían los últimos en reirse
de ti.»
También experimenté la pena de hallarme tan
solo en trance tan difícil. Pero en el acto reaccioné.
Una voz sabia musitaba en mi oído:
«Procura no desempeñar nunca el papel de re-
molcador: la misión de los remolcadores es arras-
trar objetos útiles, sí, pero abúlicos
y pesados; y
por eso, aunque sus máquinas sean prepotentes,
los verás avanzar despacio. Tú estás bien precisa-
mente porque estás solo. Sé egoísta: para ti todas
tus iniciativas, todo tu esfuerzo.»
El caminar del Montevideo era tan soñoliento que,
por instantes, apenas se advertía. Una indescripti-
ble serenidad religiosa sublimaba las vastedacks
del espacio y del mar, y bajo el cielo empapado en
la llovizna fría y blanca de ía luna, la proa del bu-
que se adelantaba— toda voluntad -rcon un magní-
fico ademán afirmativo; durante unos segundos
aquella proa me pareció un altar* Detrás del trasat-
lántico Idí estela cbbujabii un camino fantasmal; aquél
por donde nosotros acabábamos de pasar y que es
el mismo que sigue el pensamiento de los que nos
i*ccuerdan* (Obi Si es verdad que las almas viajan
de nocbíc duinnte su 8u«ft0p {cuántaB irán y vendrán
7^ EDUARDO ZAMACCHS

bajo I9 luz lunar, por el piélago, acompañando ál


ser amado! Coro de sombras lívidas, filantes, suti-
les, como mallas de neblina, sobre el penacho cano
de las olas.
A estas imaginaciones, cada unade la cuales, a
su modo, me y empavorecía, vino a aña-
solicitaba
dirse otra que, por ampararse en una rara coinci-
dencia, ayudó no poco a turbarme.
Era la noche del 31 de diciembre...
Un año desaparecía y otro comenzaba; el hilo
cabalístico del Tiempo iba a romperse, como para
insinuarme que dentro de mí algo moriría tambiény,
de consiguiente, que me importaba ir aderezándome
para una nueva vida. |Ahl... jQué emoción de pa-
vura la de aquella noche en que cabían dos año^I

El d<Meiii|»Hr4iie«

Al siguiente día, muy de mañana, no bien terminó


la inspección sanitaria y apenas los aduaneros su-
bieron a bordo y los vaporcitos que habían de tras-
portarnos al muelle atracaron al Montevideo^ co-
menzó el alyo de pasajeros y equipajes.
El registro de las maletas y baúles ''de camarote'',
se verificaba arriba, sobre cubierta, bajo la luz ruda
del sol. Era una exposición de prendas íntiitia^, ün
atropello grosero de secretos, que a veces hacía
sonreír a los mironeb; luego aquellos equipajes
desaparecían a hombros de los marineros, por la es-
calerilla de desembarque. Todos andábamos'inquie-
tos y no nos deteníamos a saludarnos, como otros
días; diríase que no nos conocíamos. He aquí un
fenómeno curioso y triste, que se repite invariable-
mente: durante do$ o más semanas los viajeros de
un trasatlántico han convivido, han fraternizado; a
jui^arles por la cordial animación de sus charlas,
por lo$ apretones de manos que cambian todas las
mi^anas, al levaiMarse, y por el interés con que tada
eaal acude a mfermarse m
cómo su interloettitorl»
LA alegrU de andar 77

pasado la noche, creeríase que entre ellos existe


una amistad cierta; y, sin embargo, un ochenta
por ciento de estos afectos desaparecen —
como el

mareo en cuanto el barco larga anclas; de donde
fácilmente sé deduce quie, sin advertirlo, dócil a
un imperativa ancestral y subconsciente, la huma-
nidad se repele, se odia, y así nos huímos unos a
otros no bien la ocasión aparece de perdemos de
vista.
De los pasajeros del Montevideo^ unos se quedan
en Puerto Rico, la mayoría va a la Habana, otros
a Centro América. Ha llegado el momento de res-
tituirnos los libros que nos prestamos durante la
travesía, de despedirnos y de cambiar nuestras tar-
jetas. Todos— unos sabiendo que mienten, aquellos
ingenuamente —prometemos no olvidarnos y en-
viarnos una postal, de cuando en cuaitido.
Una señora francesa, que también desembarca en
San Juan, viene a devolverme una novela de León
Daudet, que yo la di a leer. En la última página del
volumen, ella había escrito con lápiz: '95 de Di-
ciembre. Abordo del Montevideo*. Días después
me dijo que una señorita, compañera nuestra de
viaje, solicitaba un autógrafo mío.
—¿Cómo se llama?— pregunté.
Y ella había añadido, también conlápiz, y a con-
tinuación de lo arribaescrito: *Julia JBattlé*
Ahora, al separarnos, observ^:
—Convendría romper esta hoja.
—¿Razón?
•—Porque ese nombre puesto al pie de esa fecha
y por la misma mano, parece indicar que entre esa
señorita y yo hubo un *flirt^, lo que no. es cierto.
Meditó unos instantes:
—Es verdad - dijo:— jqué original!... Hay coinci-
dencias que luego parecen historias. «•

El vaporcito.que me llevaba a tierra cruzaba rápi-


do la bahía, inmóvil, tersa, refulgente, como un
inmenso espejo Heno de solí y» según ayauípiba, la
78 U>UARDO ZAMACOIS

población iba definiendo ante mí su seductora poli-


cromia tropical. A la izquierda, el glorioso Castillo
del Morro, donde subsiste un convento desde el
cual unas monjitas españolas saludan ¡todavíal con
su bandera a cuantos barcos de España entran o
salen; luego^ la alegre mancha blanca del Palacio
del Gobernador; inmediatamente el apretado case-
río de la ciudad, y después, a la derecha, el aristo-
crático arrabal de Santurce, con sus hoteíitos sumi-
dos en la perenne fiesta verde de sus jardines.
Era más de mediodía cuando pisé tierra.
¡San Juan de Puerto Rico! ¿Cómo olvidarte, cómo
no amarte, si nunca, bajo ningún cielo, latió mi co-
razón con mayor ansiedad que lo hizo bajo el tuyo?

El plan.

La idea de las conferencias que titulo •Mis Con-


temporáneos*, surgió en mi espíritu como se imagi-
nan los argumentos de una novela o de un drama,
o Según sorprendemos una crónica en el revuelto
derivar de la vida cotidiana: de pronto... Porque las
ideas van madurándose en el alma al igual que las
simientefs bajo la tierra, y no rompen su obscuridad
V quietud, ni renuncian a su germinar cauteloso^
hasta que salen a la superficie. Entonces experimen-
té una Tortísima alegría, y dentro de mí prodújose
una gran luz, exactamente cual si mi cerebro acaba*
ra de bañarse en sol. Momento divino. En mi alma,
jamás desengañada, los diablillos, color de esme-
ralda, de la Ambición, de la Curiosidad y de la
Aventura, cogidos de las manos bailaban un aque-
larre primaveral. Volví a tener veinte años: recto,
limpio, diáfano, atlte mí se extendía un camino.
Rápidamente, sin esfuerzo, alrededor de la idea
matriz se arracimaron los detalles; la obra se com-
pletaba.
Mis Cotiferendas irían ayudadas-^^mejor dicho,
LA ALEGRÍA DE ANDAR 79

"adornadas"— con proyecciones cinematográficas»


Me veía paseándome por un escenario, en tanto
hablaba de mis amigos y maestros. Estas diserta-
ciones durarían diez, quince, veinte minutos. Luego
me acercaría a una mesa para apoyar el botón de
un timbre que repicaría dentro de la caseta *dei
operador"; en el acto el teatro quedaría a obscuras
y sobre la pantalla aparecería la confirmación o ra-
de cuanto yo acababa de exponer.
tificación gráfica
Después, a una nueva señal, la sala volvería a ilu-
minarse, para que yo continuase hablando, y así,
con estas alternativas de sombra y de luz, hasta
concluir. El espectáculo podía durar muy bien tres
horas, cuatro horas*..
En el trazado o composición de estas Conferen-
cias que, desde el primer instante, cahfiqué de "fa-
miliares", pues deseaba exponerlas en estilo amis-

toso o de sobremesa el masen armonía con mi ca-
rácter—proponíame atender principalmente a la
amenidad, y limitar mi empeño al bosquejo de los
retratos físico y moral de cada autor. Antes que
erudito, deseaba ser ameno. Quédense las diser-
taciones doctas y los severos análisis críticos, para
la austeridad inquisitiva de los paraninfos o el re-
cogimiento de los ateneos; pues el teatro, donde
la aglomeración de personas y la presencia de
mujeres bonitas dispersan la atención, reclama
espectáculos menos enojosos y, por consiguiente,
de más fácil, somera y divertida comprensión. En
estas pláticas donde lo personal y anecdótico cons-
tituiría precisamente "lo culminante", habría "vis-
tas fijas" que reproducirían la imagen de los me-
jores escritores españoles modernos, cuando eran
jóvenes, y otras que darían a conocer su escri-
tura, pues juzgué interesante insinuar aquellas re-
laciones estrechas que, según los grafólogos, me-
dian entre el carácter y la letra délos individuos.
Finalmente las proyecciones cinematográficas mos-
trarían a cada artista en su intimidad y con toda la
suprema emoción de su propia vida. Es decir: es-
8o EDUARDO ZAMACOIS

críbiendo, o dictando una poesía, o dirigiendo un


ensayo, etc.
El proyecto no podía ser más bello, ni más edu-
cativo, ni más original; lo que no evitó que, apenas
intenté realizarlo, mil dificultades insospechadas
acudieran a cerrarme el paso: dificultades materia-
les o de dinero, y dificultades nacidas de la repug-
nancia que, a la mayoría de las gentes, inspira lo nue-
vo. Algunos de mis compañeros se alarmaron; pa-
recíales que dejarse ^filmar* era más propio de co*
ittediantes que de autores; les sobresaltaba el res-
quemor de hacerlo que nadie en España había
hecho, y de no parecer bastante "serios**... Afortu-
nadamente los verdaderamente "serios* aceptaron:
don Benito Pérez Galdós, el primero...
Después sucedió lo que no podía menos de ocu-
rrir, y fué el sinnúmero de pequeñas rencillas, de
rozamientos y de celos, que acompañan a toda em-
presa. Los doce o quince ilustres autores que elegí
f>ara mi *film*, no
demostraron agradecerme la prc-
iercncia.
—"Para eso soy ilustre* — pensaría cada uno de
ellos.
En cambio, todos los escritores de segunda, de
tercera y aun de cuarta fila, se molestaron secreta-
mente conmigo: sentíanse desdeñados, preteridos,
y cuando les hablaba de mi proyecto me auguraban
un completo naufragio.
—Sus Conferencias— decían— no interesarán en
América, porque América no lee.
Yo procuraba convencerles de su error, pero mis
razonamientos fracasaban.
—En cada ciudad americana— insistían— hallará
usted "media docena" de intelectuales, y nada más;
y con el dinero de esas "medias docenas* de seño-
res, que seguramente serán periodistas y no paga-
rán su entrada en el teatro, no tendrá usted ni para
cubrir gastos de viaje.
Mis íntimos agregaban, con esa crueldad que da
la confianza:
LA ALEGRÍA DE ANDAR 8

—Por lo gue pudiese troüar, te aconáejamosqufe,


al mismo tiempo que el pasaje de ida, te procures
el pasaje de vuelta.
Tanto me lo repitieron, que comencé a dudar, si
no del éxito moral del éxito económico, de mi
empeño; y cediendo a consejos vulgares preparé,
bajo el rótulo de *La España Trágica*, una confe-
rencia relativa al arte del toreo.

~ En España— pensé donde un escritor fracasa,
un torero triunfa; lo que Benavente no consigue, lo
consigue Belmonte. Por si en América sucede lo
mismo, |bueno sefá ir prevenidosl...
Conste, pues, que mi conferencia *de toros" la
dispuse sin gusto, sin entusiasmo, y sólo para cu-
rarme del descalabro que había de sufrir si acaso
los escritores españoles no interesaban...
Con estos elementoS) y sin ayuda de nadie, em-
prendí el camino. ¡Y con qué júbilo!
Más tarde la experiencia me demostró que era
yo, y no el vulgo^ quien tenía razón. En América,
un escritor merece más y es má3 aplaudido que un
''Espada.*

La tndkmieiltarla.

Ya embarcado en el Montevideo^ comenzó a mo-


lestarme la duda de si serviría yo para la tarea
x^ue, tan precipitadamente, me había impuesto. Esto
me quitaba el sueño muchas noches. Yo había des-
arrollado un plan y lo había • visto** clarametíte
dentro de mí, con los maravillosos ojos del alma.
Pero.., ¿sería capaz de realizarlo, dé llevarlo a la
práctica?... ¿Dispondría del Valor necesario para
que la idea pura se convirtiese en acción?... ¿Halla-
ría el gesto feliz, hallaría la voz persuasiva, que
dan el tríunfo?.^ Hahlar en público es ser autor,
porque el orador va improvisando lo que dice; y
también comediante, porque eso mismo que dice lo
821 EDUARDO ZAHAC0I3

adereza con ademanes y expresiones. ¿Serviría yo


para tanto?... Una vez delante de mi auditorio, ¿no
se me secaría la boca? Al verme en presencia de
tantas personas que en la taquilla del teatro com-
praron, con su localidad, el derecho a rechazarme y
a manifestarme su desagrado, ¿no se me apagaría
la voz, lio se me quedarían inertes los brazos, no se
me paralizaría el pensamiento?...
Algunos de mis compañeros de viaje— gente sen-
cilla -^ noticiosos del designio que me llevaba a
América, me decían:
— jPor supuesto, que usted, cuando se lanza a esta
campaña, es porque tiene mucha costumbre de ha-
blar en públicol
Yo les contestaba afirmativamente, temeroso de
desprestigiarme, y hasta me permitía sonreir con un
airecillo petulante. Ellos entonces demostraban tran-
quilizarse y me referían anécdotas de personas in-
tehgentes que, habiéndose subido a una tribuna a
perorar, de pronto, sin saber por qué, se quedaron
mudas. Yo, que no había hablado nunca en públi-
co... ¡nunca!... ni siquiera en los banquetes, les es-
cuchaba aterrado. ¿Qué iba a ser de mí?... Sus pala-
bras me producían, en la nuca, el efecto de un tro-
zo de hielo...
En San Juan de Puerto Rico, día tras día aquel
hondo malestar fué agravándose. Mis Conferencias,
que debían de celebrarse en el Teatro Municipal,
constituían el tema de todas las conversaciones. La
"actualidad" era yo. Diariamente El Boletín, El
Tiempo, La Correspondencia^ La Democracia^ He-
raido de las Antillas, Puerto Rico Ilustrado,.., pu-
blicaban mi retrato y hablaban de mí; mi nombre
vivía en todos los labios; las señoritas me envia-
ban sus álbums de autógrafos para que yo pusiese
en ellos mi firma... La ciudad entera se ocupaba
de míy de cuanto hacía, de cuanto decía... ¡Qué
placer y qué angustial... Yo era como un hom-
bre que viviese sobre la cúpula de una torre, a la
vista de todo el mundo. El público no cesaba de pe-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 83

dir localidades para mis Conferencias: los palcos se


agotaron en seguida; las butacas también... Evi-
dentemente, el «éxito de taquilla** estaba asegura-
do... ¡Ayl.. Pero no era la taquilla— ¡oh nobilísimo

desinterés del artel lo que me preocupaba, sino yo
mismo, mi «debut*; y este miedo iba apretándome
la garganta poco a poco... poco a poco... con un
nudo corredizo inexorable...
Diferentes veces mis amigos más adictos— Pérez
Pierret, Pérez Losada, Guerra Mondragón, Romual-
do Real, Luis Díaz Caneja y otros - me habían in-
terrogado respecto del traje que yo había de llevar
a mis Conferencias.
--Como se trata de verdaderas «conversaciones

familiares* —les respondí yo pienso «vestirlas* de
americana o saco. Hallo impropio meterse dentro
del rigor de un traje de etiqueta para recordar la
alegría de «nuestros días de hambre*. Yo quiero
que mis pláticas tengan mucho sabor bohemio; que
sean muy íntimas, muy cálidas, muy madrileñas,
muy «Puerta del Sol«...
Ellos sonreían, meneaban la cabeza en señal de
tibia aquiescencia, y mostrábanse convencidos.
—Evidentemente— exclamaban usted dispone
de autoridad suficiente para imponer su gusto...
Pero yo comprendía qué «otra« les quedaba den-
tro, que su dictamen leal no era aquel.
El mismo día de mi primera Conferencia^ a lá
hora del almuerzo, esta conversación se repitió. Las
urbanas ambagiosidades de nüs camaradas roe in-
quietaron y decidí atacar de frente el asunto.
—Concluyamos — les dije— y séanme sinceros:
¿Debo o nó, presentarme en el palco escénico,
bajo la sencillez de un traje de calle? Hablemos
clarito.
Pérez Pierret replicó, terminante:
—De ninguna manera: pues que nos pide usted
parecer, yo le aconsejo a usted el frac. Es la cos-
tumbre.
Más conciliador Pérex Losada, añadió:
84 IIDUARDO 2AMAC0I8

—Y si no quiere usted el frac, al menoSi el


smoking...
Intenté defenderme recordándoles rai deseo de
dar a mis charlas la menor tiesura acadéimca posi-
bles. No les convencí. A todas mis razones ellos
oponían argumentos eficaces: el público podía cr^er
desdén hacia él lo que realmente era en mí senci-
llez. El teatro esa noche estaría deslumbrante: las
señoras irían escotadas y los hombres de etiqueta:
yo no podía quedarme atrás. ..


—Es la costumbre concluyeron.
{Pemasiado sabía yo que tenían razón! {Era la
costumbre!... ¿Cómo triunfar de la costumbre? De-
bía rendirme.
—Bien— les dije— conformes; dispuesto estoy a
hacer lo que ustedes me aconsejan; mas hay un
obstáculo q«e me lo impide.

;Cuál?

Un obstáculo insuperable...
—¿Que no tiene usted frac?

íli smoking.
--No importa —
replicaron levantándose—; el
smoking se lo compra usted hecho. ¡Véngase con
nosotros!
—Pero ¿habrá tiempo? Son las dos de la tarde.
—Sobra tiempo; vamonos.
Inmediatamente y casi tirando de mí me arranca-
ron del hotel para llevarme a un bazar de ropas he-
chas. Creo que fué el mismo dueño el señor Gold*
,

smith, quien nos recibió. Me endosaron un smoking


que no me servía, y a continuación tres o cuatro
más, que tampoco me aprovechaban; me las po-
nían, me los quitaban, y yo, abúlico, metía los bra>
zos por cuantas mangas me presentaban. Luego
daba vueltas ante un espejo, bajo la mirada fría
y azul del señor Goldsmith.

—Le está estrecho declaraba flemáticamente el
señor Goldsn^th.
El último que me probaron también había ^4o
cortado para un hombre menoi recio que yo; me
tA ALEGRÍA DE ANDAR 85

oprimía los Sobacos y la espalda, y se abrochaba


mal; pero como era *el último**, todos mis amigos
convinieron en que rae estaba "pintado**.
—Lo que le sucede a usted— concluyó el señor
Goldsmith mirándome con cierta superioridad com-
pasiva, que me humilló un poco —
es que no está us-
ted acostumbrado a vertirse así.
Me quedé con el traje. ¿Qué iba a hacer? Mis ca-
maradaá the felicitaron: según ellos, una cuarta par-
de mis Conferencias acababa de quedar
te del éxito
asegurado. ¡Almas generosas! Hacían suya mi cau -
sa y estaban contentos.
—¿Usted sabe— repetían— la autoridad, el im-
perio, la fascinación, que ejefce sobre las multitu-
des un traje de etiqueta?...
Escuchándoles me acordaba de las maravillosas
pecheras de don Antonio Maura, y hacía con la ca-
beza signos afirmativos»
Completé mi indumentaria con unos gemelos,
que parecían de oro, y una corbata negra.

La noche terrible*

En curso de aquella tarde memorable recibí la


el
visitade muchos amigos nuevos: los devotos de '*la
Actualidad**. Venían a conocer **al héroe**. Yo, tur-
bado, desconcertado, muerto de miedo, era **el
héroe*.
Uno me decía:
—Yo pensaba marchar hoy a Ponce, donde resi-
do, pero me quedé aquí para tener el gusto de oirle
a usted.
Y el otro, el poeta Enrique Zorrilla, muy sim-
pático:
— Yo vivo en Manatí; hevenido a San Juan con
el exclusivo objeto de aplaudirle a usted esta no-
che. Y como yo, muchas personas.
Estas declaraciones, lejos de eavanecerme, me
amilanaba» y deprimían. Yo consideraba que mi
86 EDUARDO ZAMACOIft

responsabilidad era enorme ante aquellos señores


que, en honor mío, turbaban su vida y suspendían
sus negocios. ¿Y si yo fracasaba? ¿Y si no hallaban
en mí al "elocuente orador** que suponían?... De bo-
nísima gana les hubiera llevado aparte, a un rincón,
para decirles:

Yo les agradeco infinito su atención, pero... ¡no
se molesten uste<lesl,.. Yo nunca he hablado en pú-
blico y, la verdad, temo fracasar... Vayase usted a
Ponce; y usted, amigo Zorrilla, regrese a Manatí.
Créanme: mis Conferencias no tienen "nada de
particular".
Yo era sincero, rotundamente sincero: yo rivali-
zaba en honradez con aquel pescador que no en-
cebaba sus anzuelos porque no quería engañar a
nadie...
A hs seis de la tarde me trajeron mi traje de
smoking, que coloqué sobre la cama cuidadosamen-
te» entre una camisa y los zapatos de charol con que
debía de marchar al triunfo... ¡quizás al sacrificio!
Me rodeaba un ambiente tremante de nerviosidad,
de electricidad. La función se anunciaba para las
ocho y media en punto.
A las siete, comencé a vestirme; temía no llegar
a tiempo... a pesar |clarol de la convicción en que
estaba de que el espectáculo no podía empezar
sin mí.
Ideas pueriles, ideas de pequenez ridicula, me
asaltaban. Por ejemplo: como sospechase que los
inquilinos de las habitaciones contiguas a la mía
atisbaban mis actos, me puse a cantar mientras me
afeitaba.
—Deeste njedo— pensé— les demostraré que no
tengo miedo...
Momentos antes de las ocho y media, don Abe -
lardo de la Haba, presidente de la Casa de España,
liego en su automóvil a mi Hotel para llevarme al
teatro. Varios amigos me rodeaban, "me custodia-
ban", mejor dicho. Todo el mundo me miraba, o,
al menos, a mi me lo páreciai y aquellos ojos atis-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 87

badores expresaban unánimes este pensamiento:


-—Ese señor da en el teatro, esta noche, una Con-
ferencia...
Evidentemente mis palabras, mis actitudes, mis
menores gestos, eran espiados. Yo, en aquellos mo-
mentos, asumía toda la emoción ¿olorosa, todo el
interés trágico, de un condenado a muerte. Así, casi
en calidad de ''condenado a muerte**, subí al auto-
móvil.
Cuando llegamos al que deberíamos llamar *lu-
gar de la ejecución**, los palcos, las butacas, los pa-
sillos, las galerías altas, del Teatro Municipal, re-
bosaban gente. Yo me hallaba con **mis fieles** de-
trás del telón de boca, sumido en la gran sombra
bruja del escenario, y hasta nosotros llegaba dis-
tintamente ese rumor de las muchedumbres que,
aunque sea alegre, siempre es amenaza; ese rumor
confuso que por igual suena a victoria y a desastre,
y que tan bien conocen y tanto exalta y tanto tortu-
ra, a los artistas.
Mis amigos -vestidos todos de frj^c o de smo-
king—me interrogaban chanceros:
— ¿Cómo anda ese ánimo?
•—Bien... bien...— respondía yo.
Pero dentro de mí sentía un raro silencio, una
obscuridad, una terrible ausencia de ideas.
Por dos veces había vibrado la campana que en
los teatros advierte a los espectadores distraídos
el comienzo de la representación. Un tramoyista me
dijo:
— Son cerca de las nueve.
Tedas las miradas se fijaron en mí; los circuns-
tantes esperaban una orden, una decisión mía, para
seguir acompañándome o retirarse: yo, allí, era el
arbitro, el amo, el responsable único dé cuanto iba
a suceder.
—¿La orquesta ha tocado la sinfonía?— pregunté.
—Sí, señor.
--¿Ya?...
Mi asombro fué inmenso*
88 EDUARDO ZáMACOlS

—Sí, señor; hace rato.


{La orquesta había tocado la sinfonía;^ a dos pa-
sos de mí, y yo no la había oído! Entonces medí mi
turbación. ¿Qué era fuello? ¿Dónde estaban mi
alma y^ mis sentidos?»..
El tramoyista, el hombre que en aquellos mo-
mentos simbolizaba a mis ojos lo irremediable,
agregó:
—Cuando usted quiera doy tía tercera» y empe-
zamos.
Como un eco débil, como un eco desangrado y
abúlico, contesté:
—Bueno; pues... dé usted <la tercera».
El peligro, el tremendo peligro del debut me ro-
zaba, me quemaba ya. Mis acompañantes empeza-
ron a despedirse de mí «hasta el entreacto»; me
apretaban la mano, me deseaban «buena suerte»» y
uno a uno les veía alejarse lentamente y desapare-
cer en la amplitud del escenario negro.,.; y yo adi-
vinaba que apenas saliesen de allí, apenas llegasen
al público, apenas <rfuesen público», de amigos se
convertirían inconscientemente en enemigos míos,
puesto que iban a juzgarme.
Don Abelardo de la Haba, el último en despedir-
se de mí, me preguntó:
—¿No se le olvida a usted nada?
-Nada.
Al yo había cogido un peine y una
salir del hotel
x:ajitade polvos; exactamente lo que una «cocota»
lleva a una cita.
—Pues si no me necesita usted replicó don —
Abelardo—hasta luego; le deáeo buen ánimo y
buen éxito.
Entonces fué cuando verdaderamente me sentí
solo, trágicamente solo, desamparado como una
víctima...
—¿Vamos? —me gritó el individuo que manejaba
el telón.
—Vamos.
En el silencio prodüjose un Trrrrr,., 8U9urrante:
LA ALEGRÍA DE ANDAR 89

era el telón de boca que se alzaba, semejante a un


párpado. El escenario se inundó de luz... yo di al-
gunos pasos y, de súbito, me hallé ante el público,
en plena claridad. ¡Oh, momento imborrablel Sin
ver nada, todo lo vi. Por todas partes caballeros
en traje de ceremonia, damas elegantes, hombros
desnudos, manos y gargantas enjoyadas, gemelos
que me observaban tercos, profundos, agoreros.
Un gran aplauso unánime, lleno de cortesía, des-
cendió sobre mí...
Esperé a que aquel maravilloso trueno de gloria
cesase, y luego, automáticamente, inconsciente,
porque todo cuanto pensaba decir, de pronto, lo
había olvidado, comencé:
-—Señoras...' señores...
Tenía los labios secos, y en el espíritu un vacío
no sentido jamás. Al mismo tiempo experimentaba
en los músculos faciales una extraña tirantez: sin
duda la sangre había huido de los capilares; debía
de estar lívido. Continué hablando despacio, pero
sin equivocarme; a ratos observaba que ciertas pa-
labras de las más corrientes se me olvidaban, se me
escabullían, por obra de no sé qué extravagantes
fenómenos de amnesia cerebral; pero al punto ha-
llaba otras, y la disertación proseguía mansa. Tam-
bién en virtud de esos pasmosos «desdoblamien-
tos» que tiene el espíritu, volvía a meditar en lo
que mis oyentes pudieran estar pensando de i|aí.
— ¿Me encontrarán bien?... ¿No comprenderán
que mi traje lo he adquirido esta tarde en un bazar
de ropas hechas?... ¿No se me conocerá demasiado
el miedo que tengo?...
La conferencia continuaba; mis frases iban ca*
yendo unas tras otras, ni torpes ni elocuentes, en el
silencio expectante del salón. Cuando entre tantos
rostros vueltos hacia mí distinguía uno conocido,
recibía un notable consuelo, cual si en él hallase un
punto de apoyo. Hacía quince minutos, lo menos,
que había empezado a hablar. De pronto, el puño
almidonado de mi camisa-^el puño de la mano de-
7
90 EDUARDO ZAMACOIS

recha-~se salió completamente de la manga» dema-


siado estrecha , de mi smoking Traté de volverlo
,

a su sitio y fracasé; mis esfuerzos reiterados no


conseguían reducirlo a la obediencia; imposible re*
integrarlo á su prisión; diríase que, repentinamen-
te, había crecido.
Yo seguía, entretanto:
—De todos los novelistas españoles,Pérez Cal-
dos indudablemente...
es,
Mi escasa inspiración vacilaba; el maldito puño,
añadido a todas las preocupaciones que me morti-
fícabán, me distraía y era más fuerte que yo; él iba
a ser la causa de mi derrota. Intenté arreglarlo di*
simuladamente, poniéndome ambas manos atrás, y
tampoco. £1 público, de un momento a otroi podía
percatarse de mis tribulaciones y burlarse de
ellas...
Advertí que dos señoras, sentadas a mi derecha
en la cuarta o quinta fíia de butacas, después de
observarme cuchicheaban rápidamente y sonreían.
Varias señoras^ sentadas un poco más lejos, a la
izquierda, también sonrieron. Ya sabemos que, en
cuestiones de ironía, las divinas mujeres toiúan
siempre la ofensiva... Finalmente, otras muchas
sonrísitas femeninas comen^ron a correr de palco
en palco, y como las mujeres tieiien las dentaduras
tan blancas, su risa se ve más...
Y no era esto lo peor, sino que el ejemplo de las
damas iban a imitarlp los hopibrés...
Me consideré en ridículo, me sentí perdido. Y en-
tonces tuve una audacia que me salvó. Resuelta-
mente avancé algunos pasos hacia la batería, y,
compODiéndome la cara más burlona que pude:
—¡Sil— exclamé— lya sé de qué se ríen ustedes!,..
(De que se me ha salido el puñol...
El público, que ya tenía ganas de reir, prorrum-
pió en una carcajada unánime. Comprendí que ha-
bía triunfado, y todo mi valor, todo mi aplomo, me
volvif^on al cuerpo.
-^Pues la culpa no es m(ft-*continué«»8ino de
LA ALEGRÍA DE ANDAR 9I

mis amigos, que, contra mi voluntad, me zambulle-


ron en este smoking...
Seguidamente referí la historia de mi traje, mi
visita al bazar de ropas hechas, etc., etc. La hilari-
dad de mi auditorio duró largo rato. Así me salvé,
y gracias, tal vez, a este incidente cómico, mi histo-
ria de conferencista no terminó allí mismo.
Cuando aquella noche regresé victorioso a mi
hotel, me parecía soñar; pero era tan grande m^
cansancio, que apenas me permitió gozar de mi ale-
gría.
Sin embargo, al día siguiente sufría ante los ami-
gos que iban a felicitarme un rubor, un empacho
análogos a los que experimentan las mujeres des-
pués de su primera claudicación. Ellas miran al
hombre a quien ya pertenecen, y piensan:
—¿Seguiré gustándole, ahora que ya no guardo
secretos para él?...
Así discurría yo:
—¿Esperaría el público de mí más de lo que le
he dado?... ¿Serán sinceros estos parabienes que
recibo?... Y si efectivamente gusté, ¿seguiré gus-
tando?...

San Juan de Puerto Rico, enero de 191 S.


A PROPÓSITO DE MIS CONFERENCIAS

Co«aii de Baroja*

En Teatro Municipal de Barranquilla (Colom-


el
bia), en curso de una de mis «Charlas* dije algo
el
así: «Y ya que hemos hablado de «Azorín*, hable-
mos también de Pío Baroja, el gran amigo de
"Azorín*.
Una ola unánime, turbadora, de enfoscadas pro*
testas^ ahogó estas palabras.
—¡No queremos saber nada de Barojal—-repetían
centenares de voces—; ¡Baroja, no, nol...
Yo estaba desconcertado; ignoraba la razón de
aquel odio. Varios espectadpres mozos— la moce-
dad es siempre impulsiva—se habían levantado con
ademán de marcharse. Afortunadamente, un señor,
desde un palco y en breves y correctas palabras,
me informó de lo que sucedía.
-—Nuestra actitud responde— dijo— a que el se-
ñor Baroja, en su último hbro^ afirma que « Amé^
rica es por excelencia el continente estúpido,
y que
el americano^ no ha pasado de ser un mono que
^
imita". ^
Merced a esta e^LpUcaciónv y más aún, gracias ala
cortesía del público, y acaso también a algoopor^
tuno que supe decir, mi '^charla* siguió adelante;
hasfca creo recordar que hubo aplausos para el autor
átElárMdelaciimia.
Despu6«, y por mis prtípios ojos, he sabido que
94 EDUARDO ZAMACOIS

Pío Baroja, no satisfecho con ofender gravemente


a los americanos y a los españoles que viven en
América, también **se mete* conmigo.
Lo primero me ha disgustado mucho, porque es
injusto, y toda injusticia produce dolor. Lo segundo
me ha apenado más, pues en lo que de refilón dice
deiní, Baroja añade a la injusticia la ingratitud.
Baroja no conoce América, y yo, que le estimo,
querría persuadirle de que hablar de América o de
la misma Europa **desde la puerta del Sol*, es una
temeridad. A Rusia no la debemos jurgar por sus
bailarines, ni a Francia por sus cupletistas, ni a la
enorme América por los "rastacueros" y los niños
*bien*,que vienen de allí. Américaconstituyeactual-
mente un misterio: es aquella una humanidad en
formación, una especie de nebulosa gigantesca, cuya
misión en lo futuro nadie sabe. América es un
enigma. América carece de "pasado*; casi podemos
afirmar que la mayorík de sus Repúblicas carecen
asimismo de "presente". Pero, en cambio y ésta —
es su gran fuerza—-el "mañana" es suyo. Despre-
eiar América, señor Baroja, es tan arbitrario como
despreciar a un niño. -*'
Evidentemente, allí no abundan esos espíritus
cumbres que parecen patrimonio exclusivo de Euro-
pa: Tolstoi, Ibsen, JD^Annunzio, Cájal, Lesseps,
Marconi... son "nuestros**... Pero, en cambio, el ni-
vel intelectual de aquellos pueblos es muy superior
a! que nosotros padecemos acá. Es indispensable
haber recorrido esos países de habla española, para
comprender y maravillamos' de cómo siguen paso
a paso todos los latidos de nuestro pensamiento;
de cómo conocen a nuestros esciitores, a nuestros
pintores, a nuestros músicos... y, lo que es más
meritorio: de cómo acertarofii a formarse juicios
exactos de todos ellos.
América tiene *hamfere" de saber: tiene "sicd^ de
saber, de aprender, de leer... Allí no son los autores
americanos, sino los españoles, quieneis triunfan.
Los novelistas franceses, antes m¿y en boga, ya no
LA ALEGRÍA DE ANDAR 95

gustan, Ailí admiran, pero férvidamente, a Pérez


Gaídós, a Blasco Ibáftez, a Benavente^ a Valle In-
clán, a * Azoríú*, a Baroja...; allí me preguntaron
mil veces por Altamira, por Ortega Gasset, por
Unamuno, por Ramiro de Maeztu...
I Y
Pío Baroja se revuelve desdeñoso contra esos
millares de adeptos que nos leen, y porque nos
quieren y nos imitan, esto es: porque procuran
«^acercarse a nosotros*^, les llama *monos*. ¿Verdad
que la actitud de Baroja no es airosa?...
Lo que escribe respecto de los españoles que vi-
ven en América, acaso lo comentaremos en otra
ocasión, pues el asunto merece crónica aparte.
Ahora, con permiso del lector, hablaré de mí.,.
Hace cuatro años, Baroja halló admirable mi pro-
pósito de recorrer Amérka dando conferencias,
ilustradas con proyecciones cinematográficas, acerca
de los principales escritores españoles; y yo recuer-
do el gusto y la diligencia con que se dejó "filinar*.
Su adhesión me satisfizo muchísimo, y por ella, y
públicamente ahora, vuelvo a darle las gracias.
—Lo que va usted a hacer- decía— constituye
una formidable propaganda para nosotros... Los
editores madrileños debían subvencionarle a us-
ted..., etc., etc.
¿No es cierto que sus palabras de entonces
armonizan malxon lo que luego ha dicho de Amé-
rica y de mí?...
''Odas a la Argentina, salutaciones a Chile. Fies-
tas a la Raza, elogios a Colón y a su señora ma-
dre"...-~escribe Pío Baroja en su libro Las horas
solitarias.
No, compañero: yo no soy ''orador'r y al no serlo,
es evidente que no pertenezco al grupo de esos
señores que peroran al final de los banquetes. No
me gusta el champagne; eii cuanto a don Emilio
Castelar, tampoco me entusiasma.
Mi labor en América ha sido otra muy distinta:
yo, en t^rca de cuatro años de constante peregri-^
nar, he recorrido el inmenso continente americano'
96 EDUARDO ZAMACOIS

por el Atlántico y por el Pacífico, desde New York


hasta Valparaíso y Buenos Aires, "charlando*
con aquellos públicos y explicándoles llanamente,
amistosamente, con palabras fraternales y de sobre-
mesa, la vida, las costumbres y los altos prestigios
de nuestros mas ilustres escritores. A éstos yo les
he ensalzado, les he defendido, y no h j tenido, ni
para ellos ni para su obra, una sola frase amarga.
¿Qué más?... Yo he seguido hablando bien de Ba-
roja, después de saber que Baroja había hablado
mal de mí... Y así lo acredita el ntenü-^que guar-
do—de un banquete con que varios amigos de
Mérida de Yucatán me agasajaron, y que dice:
*A... (aquí mi nombre). El único escritor que no
habla mal de sus compañeros.**
El caso, realmente, es extraordinario; único,
quizá...
Pero yo temo que Pío Baroja, que confunde de-
plorablemente la ironía con la bilis, no sienta la
espirítualidad de esa dedicatoria ..

Nuestros poetas en el teatro*

La psicología de las multitudes es primitiva, ins-


tintiva y por ende sujeta a las afirmaciones fuertes
ya los sentimientos rotundos. Se impondrá a una
asamblea el tribuno que la ofusque, deslumbre y
efervorice con grandilocuencias oratorias, o éicau-
seur habilidoso, elegante y picaro, que sepa hacerla
reir. En cambio, el pensador, el razonador adusta,
fracasarán, porque al corazón sencillo - infahtil
más bien—- de las muchedumbres, sólo se llega con
alardes demostenianos o por los atajos sagaces de
la Maridad.
El espíritu gregalemplebeyece y desluce cuanto
hay en nosotros de personal y de genuinamcnte
procer. Los individu<?^, al reuhirse— y por el mfero
hecho de hallarse juntos — pierden algo de su
acostambrada jerarquía intelectual. Sin qtie ló sos-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 97

pechemos, *'el rebaño* nos sugestiona y su vaho


hipnótico nos rebaja. Instantáneamente, y como por
decreto de un escamoteo espiritual, perdemos nues-
tras capacidades discursivas; la razón apaga sus
nobles luminarias, la atención rompe sus hilos de
oro y la vida sentimental desborda. Nos vulgariza-
mos, y porque nos hacemos vulgo, sólo sabremos
llorar, indignarnos, reir...
Una reunión de sabios, según Le Bon— y es esta
una idea básica en la que el ilustre escritor insiste
mucho — no es superior, intelectualmente, a una
reunión de obreros. Lo que triunfa de una muche-
dumbre no es el talento del orador, sino... *otra
cosa*... muy difícil de definir, por cierto,
y que pue-
de ser la figura del tribuno, o su aplomo, o el volu-
men de su voz o su gracia. La pobre Lógica camina
muy detrás. La oratoria es "teatro", y por ello el
disertante tiene siempre mucho de actor; y he aquí
la razón de que un verboso cualquiera, repleto de
lugares comunes, triunfe sobre la misma tribuna,
verbigracia, en que Víctor Hugo fracasó.
Por eso disertar desde un escenarto es tan fácil...
iy también tan difícill... Es mi personal experiencia
la que habla: desde aquel terrible momento en que
eltelón se alza, el conferenciante, "solo contra mu-
chos", parece caminar por un hilo de brujería, tan
cercano del éxito como de la derrota.
De los tres poetas de quienes me he ocupado
preferentemente durante mi viaje por América,
Francisco Villaespesa era el más "teatral", el que
antes "llegaba al público" con la sonante ampulosi-
dad musical de sus estrofas. Nada más llano que
hacerse aplaudir recitando versos de Villaespesa...
Emilio Carrére interesaba más, conmovía mejor
que el autor de El alcázar de las perlas; y, sin em-
bargo, no triunfaba tan inmediatamente. ¿Cómo ex-
plicarme?... Las ovaciones a Carrére eran más pro-
longadas y más férvidas que las tributadas a Villa-
espesa, lo que me convencía de que su inspiración
doliente cavaba más hondo; pero el aplauso con él
98 EDUARDO ZAMACOIS

tardaba unos segundos en llegar. El éxito^ en cam-


bio, de ViUaespesá era inftiedig^to, y los últimos ver-
sos de sus poesías se perdían en el estruendoso
crepitar de las aclamaciones.
El poeta peor acogido era Manuel Machado. Su
musa ligera, versallesca, irónica, fría... — la ironía
únicamente se produce en las temperaturas "bajo
cero** del corazón -no entusiasmaba.
Al hablar de Machado, yo decía:
— Es el poeta de todas las elegancias, porque es
el poeta del desdén, y nada hay más elegante que
el desdén...
*A continuación recitaba Fryné y otras páginas
exquisitas— páginas que el travieso Watteau hu-
biese ilustrado— de su libro El mal poenta, y mis
oyentes permanecían impasibles. El donaire galán,
la gracia frivola, el escepticismo a flor de piel del
artista, *no llegaban* al público. Creeríase que
aquellas composiciones terminaban demasiado pron-
to y que *la sala" se preguntaba:
- ¿Qué ha dicho?... ¿Se acabó ya?...
La menos afortunada de estas poesías— no obs-
tante ser acaso la niás bella— era la titulada Otoño:

£n el parque yo solo...
hati cerrado,
y olvidado
en el parque viejo, solo
me han dejado.

La hoja seca
vagamente
indolente
roza el suelo,..
Nada sé,
nada quiero,
nada espero,
nada...
iSoIo
en el parque me han dejado
olvidado
^.. y han cerrado!...
LA AI^EGRÍA DE ANDAR 99

Terminada la recitactón, desvanecíase la proyec-


ción cinematográfica que la aubrayaba, y nadie
aplaudía.
iQué decepción!... Por añadidura, nunca faltaba
algún espectador que bostezase; otros me dacdea*
ban con los ojos» como significándome:
—¿Eso es todo?...
Yo me sentía molesto, porque la derrota del poe-
ta me humillaba a mí también. De no triunfar él^
parecíame que naufragábamos los dos.
Una noche, yo acababa de repetir con la mayor
desolación posible:

;9oio
en el parque me han dejado
olvidado
... y han cerrado!,..

Cuando un señor, desde un palco, exclamó jugan-


do conel consolante y lo bastante alto para que
toda la sala le oyese:
— {Manuel Machadol
Impertinencia que me molestó, tanto más cuanto
que hizo reir a muchos. Entonces pensé:
— Esto no ha de repetirse. Necesito un ardid para
que esos versos sean aplaudidos.
Y lo conseguí a la noche siguiente; pero tan lla-
namente, que la misma facilidad de mi victoria, al
par que encantado, me dejó suspenso.
Un prólogo brevísimo, ua proemio de veinte pa-
labras, me ganó la victoria.
-—Para acabar de poner bien de relieve la ins-
piración de este poeta— dije acercándome a la ba-
tería y como clavando una a una mis palabras en
mis oyentes —voy a darme el deleite de recordar su
poesía Otoño; la recito muy pocas veces porque ño
gusta; los públicos, generalmente, ño la compren-
den. Pero yo sé que gustará hoy, porque está no-
che, en este teatro, hay muchos •atenienses*...
Y allá fueron los versos, y aun no había termina-
lOO EDUARDO EAMACOIS

do de decirlos, cuando el aplauso, deseado y mere-


cido, estalló delirante.
Mi satisfacción fué grande, pues comprendí que
acababa de hacer blanco. Haoía hablado al "senti*
miento* de mis oyentes y la zancadilla fué infalible.
Nadie quiso ser *bcocio*, y los que no aplaudieron
por convicción, lo hicieron por vanidad, para que
les viesen aplaudir. Este éxito se repitió otras mu«
chas noches. En cuanto yo manifestaba el concepto
excelentísimo que mis oyentes me merecían, ellos,
unánimemente, se disponían al elogio. Ni una vez
falló mi astucia, y es porque la censura, como la
alabanza, en las muchedumbres son subconscientes.
— —
El arte de torear decía Lagartijo— es muy
sencillo: ¿Que viene el toro?... Se aparta usted.
¿Que no se aparta usted?... Le aparta a usted el
toro...
Del arte de hablar en público podría escribirse
algo igual:
—¿Encuentra usted la frase oportuna?... Es usted
elamo. ¿No la encuentra usted?... Pues hágase car-
go de que ha entrado en la jaula del tigre.
ELOGIO DE LOS HOTELES

Su alma»

Todos los hoteles del mundo se acercan y con-


funden en el mismo tinte de cosmopolitismo; es un
«aire de familia» que se deriva, precisamente, de la
continua mezcolanza de razas y tipos diversos.
Dentro, claro es, de las tres categorías, mala, buena
y excelente, en que personas y cosas deben clasifi-
carse, indudablemente los hoteles de Washington
y los de Buenos Aires, los de Calcuta y los de Pa-
rís, tienen rasgos comunes: el Internacional, ver-
bigraciaj de Cartagena de Indias, en Colombia, es
hermano del Majestic colosal, de New York: en
unos y otros igfuales carteles policromos anuncia-
dores de compañías navieras y de estaciones bal-
nearias, el mismo «Salón», el mismp ambiente mo-
ral distraídoy ligero, el mismo «Bureau»...
Son interesantísimos esos dueños o gerentes
de hotel, que viven en la fiebre de todas las reco-
mendaciones, de todas las imp^tcicncias, de todas
las preguntas— ¿y, por por <^ué no decirlo?—, de to-
dais las impertinencias también, de cuantos viajeros
Uegaa o se marchan.
Generalmente son psicólogos prácticos de pri-
mer orden, catadores de almas de sagacidad extra-
I02 EDÜARlM> ZAMAC0I8

ordinaria, que, según conversan con nosotros, pron-


to nos miden el humor, el bolsillo y las intenciones.
Ellos no estiman a los forasteros por su traje o sus
joyas, ni siquiera por la buena calidad de sus ma-
letas; quédense tan burdas argucias para los meso-
neros vulgares: sólo juzgan a los hombres por el
«oo sé qué» de cada cual, y así hay personas mal
trajeadas y de aspecto modestísimo que les inspi-
ran notable confianza, y otras de porte aristocrático
y seguidas de criados y de magníficos baúles a quie-
nes no concederían «1 menor crédito.
Debemos aprender a amar a esos servidores núes»
tros que, aunque interesadamente, se apresuran a
remediar todas nuestras necesidades. Cuando fati-
gados del barco o del ferrocarril echamos pie a tie-
rra en un hotel, «el hombre del mostrador» -— al
señor gerente le llamaremos así— que nos ha vis-
to llegar, toca un timbre, a cuyo repique hnpferati-
vo acuden a favorecernos varios camareros: éste
cargará nuestras maletas, aquél nos desembarazará
del impermeable, un tercero nos pedirá las llaves
de nuestro equipaje para, sin tkmora, ir a sacarlo
de la Aduana. Nos sentimos amparados, defendidos,
y experimentamos un suave agradecimiento hacia
nuestros bienhechores. Cruzamos él zaguán, reci-
biendo en nuestros pies cansados la caricia muda y
tibia de la alfombra. «El hombre del mostrador»
nos sonríe, nps mira, nos tasa...
¿Qué buscamos? ¿Una habitación?... |A1 momen-
tol Un criado nos guía al ascensor: Uegamos^al cúar^
to que nos han designado, y una puerta^ sobre la
cual hay ün número, se abre hospitalaria ante nos-
otros. Acabamos de tomar posesión de la que va a
ser, durante cierto tiempo, «nuestra casa». Nada
nos faltará. Un poder invisible y munífico nos pro-
tege. Ninguno de nuestros deseos se discute» y el
gesto más leve de nuestro semblante tendrá para
los semdores que nos rodean la autoridad de una
orden. ¿Hace frío?... Manos solícitas arreglarán en
seguida lacalefacdón. ¿Tenemos calor? Los venti»
LA ALEGRÍA DE ANDAR IO3

ladores, ^n el acto,
comenzarán a giran ¿Queremos
comer? La cena nos aguarda. ¿Queremos bañarnos?
El baño nos espera. ¿Necesitamos afeitarnos? El
peluquero del establecimiento vendrá al instante. Y
mientras un criado nos quita las botas que traíjamos
puestas y nos calíalas zapatillas, una camarera jo-
ven, limpia, entra a mullir el colchón y tender las
sábanas de nuestro lecho
Los hoteles, pese a su frialdad, son agradables.
En las casas particulares la comida peca de monó-
tona, los criados andan peor vestidos, y no suelen
abundar los buenos muebles, ni haber calefacción,
ni ascensores, ni teléfono, ni aquel sempiterno vai-
vén de personas cuyas conversaciones e inquietuc}
generalmente nos inclinan al regocijo. Y luego
la frivolidad, la ligereza, la inconstancia de que
nos impregnan; la alegría con que llamamos a sus
puertas, y la ninguna pesadumbre con que les de-
cimos adiós. Los hoteles refieian la Vida, donde
todo y nada es nuestro; la servidumbre, los muebles,
los automóviles, nos pettenecen... y no nos perte-
necen; sQiQos dueños de mil cosas y, sin embargo,
ni de lo más mínimo somos propietarios. Las habi-
taciones perduran, V por ellas los huéspedes pasan
fantasmagóricos. Es el anónimo de los asilos. AUí
nuestro nombre significa muy poco: en los hoteles,
sólo somos "un número.*
En ellos, además, apreciamos mejor la rapidez
con que la Vida, nuestra pobre vida, queda atrás.
Muchas veces, en la víspera de emprender un viaje,
me he dicho:
-—Mañana, a f^sta hora, ya no estarás aquí. Este
es tu último almuerzo, tu última cena bajo el techo
que hoy te cobija. Lo que ves, acaso no vuelvas a
verlo nunca...
Lo que produce un deseo ferviente de ser bueno
y de abrir bien los ojos.
I04 EDUARDO ZAMACOIS

Los cuartos*

¡Qué interesantes esas habitaciones provisiona-


les—refugios de undía— en donde rara vez clava-
mos bien lo que colgamos de sus paredes!...
El moblaje es análogo en todks; únicamente varía
la calidad: lo componen sillas de rejilla o de tercio-
pelo, según los climas; un sofá, un tocador con es-
pejo, una mesita con enseres de escritorio, un ar-
mario de luna y dos camas, una más pequeña y
humilde que la otra. No faltarán tampoco la alfom-
bra, ]as colgaduras que disimulan el vano de las
puertas, y en las cuales solemos lustrar el charol
de nuestras botas cuando vamos a salir; y aquí y
allá,perchas, cuadros, el teléfono y las pequeñas
puertas llamadas «de comunicación», que acaso nos
permitan atisbar a la inquilina del cuarto inmediato,
y cuyo inventor debió de ser un arquitecto socarrón
y perverso, que leía a Petronio.
Nadie crea que las habitaciones de hotel, a pesar
de su simplicidad, puedan conocerse a la primera
ojeada. Su tamaño, la distribución de los muebles,
sí, enseguida se aprecian; pero «su alma» ñola
constituyan estos grandes tópicos, sino los porme-
nores delicados, los perfiles esquivos, que son los
ruidos y las luces. Ambas circunstancias merecen
examinarse despacio. Recuerdo habitaciones que,
al pronto, nos fueron antipáticas, y, sin embargo,
más tarde llegaron a parecemos excelentes. El
honibre, aun sin advertirlo, impone su personali-
dad a cuanto le rsdea, y las habitaciones son como
ios trajes, que no suelen agradarnos completamente
hasta después de vivir dentro dfe ellos unos cuan-
tos días.
No hay dos personas que dispongan el mobilia-
riode un cimrto de igual manera, como es imposi-
ble que dos individuos lleven el sombrero de la
misma traza. Prueba evidente de ello es quCí tratan-
LA ALEGRÍA D? ANDAR 10$

dose de estancias donde habremos de habitar cierto


tiempo, siempre modificaremos, según nuestro gus-
to, la ordenación de los muebles: la mesa de escri-
bir, que para nosotros es lo principal, la acercamos
al balcón; el lecho lo empujaremos más allá; las
cortinas las dispondremos de suerte que la luz no
nos despierte demasiado temprano, según ocurrió
la primera mañana que pasamos allí...

Pausadamente calor de nuestra alma espanta


el
el frío de la habitación arisca y mercenaria: los li-
bros invaden el sofá; nuestros retratos y las foto-
grafías de personas favoñtas de nuestro corazón,
alegran los muros y decoran el mármol de la chi-
menea; nuestros enseres de tocador, nuestro calza*
do, nuestros trajes, comienzan a ocupar lugares de-
terminados, fijos, en los cuales poco a poco nos
acosturabramos a buscarlos. Vamos conociendo
todos los reflejos de los espejos, todos los gemidos
de las puertas al abrirse o cerrarse, todos los ecos
lejanos del hotel; y estas pequeñas manifestaciones
del hondo espíritu de las cosas son eual gnomos
que, unos tras otros, fuesen acercándose a rendir-
nos Encasillamos nuestros actos: tenemos
pleitesía.
un par^ afeitarnos, otro para hacernos el lazo
sitió
de la corbata, otro para leer. Cierta noche, al re-
gresar de la calle, advertimos ufanos que nuestra
habitación huele ^'a nosotros", mientras desde la
mesa un retrato de mujer parece decirnos:
''¿Cómo tardaste tanto?...**
Y, un instante, el Pasado vuelve...
Hasta que suena el momento de irnos: el hogar
se deshace; ropas, cachivaches, retratos, libros, car-
tas por contestar, húndense rápidamente éri la an-
cha panza hambrienta de^ nuestros baúles. Frecuen*
temen te quedan olvidados el cepillo, el jabón... |Ab,
qué desamparo, qué frío, el dé los armarios vacíos,
el de la& paredes desnudas, el de las ventanas cu-
yos cortinajes fueron r^cogído^ violentamente para
dar brusda entrada ^ la luz. En los ángulos los pa-
pales inútiles» las cartas rotas, se amontonan tal
8
I06 EDUARDO 2AMAC0IS

que hojas secas. Nos vamos y nada dejamos atrás


si no es la escarcha glacial de las despedidas. Un
camarero acaba de llevarse nuestro equipaje, y le
seguimos con paso ágil, el gabán al brazo, el taba-
co en la boca...
Y la habitación queda muda, triste, incolora,
como una memoria de la cual el Olvido se hubiese
llevado todos los recuerdos.

Los criados*

Enlos grandes hoteles, y aun en los pequeños, el


anónimo triunfa. Para los criados los huéspedes ca-
recen de nombre, y les designan por el número de
su habitación. Algo semejante les sucede al dueño
o encargado del establecimiento. Mil veces les he-
mos oído decir:
—Aquí hay una carta para "el número nueve**.
O bien:
—Hace media hora que está llamando "el treinta
y cinco**...
Los señores viajeros tampoco saben nunca cómo
se llaman los criados.
—¿Dónde está el portero?... ¡Que venga un ca-
marero en següidal— dicen.
En esto los señores viajeros hacen muy mal y co-
meten una falta que redunda en perjuicio suyo. El
criado que— ¡naturalmente l—no tiene el menor in-
terés en sacrificarse por nosotros, aprovecha la pe-
numbra del substantivo calificativo, con que le de-
signamos, para servirnos peor. La circunstancia de
sentirse innominado favorece su poltronería^ los A
criados debemos tratarles amablemente— aunque
tal amabilidad no borre lamas la distancia que ha
de separar al que sirve de quien se deja servir—
llamarles siempre por su nombre. Apenáis instala-
dos en un hotel, nuestro primer cuidado es ese:.
—¿Cómo se llama usted?— preguntamos a nues-
tro camarero^
LA ALEGRÍA DE ANDAR IO7

—Pedro, señor.
Esta precaución nos reportará beneficios incal-
culables. No es lo mismo decir: "Camarero, el des-
ayuno**... Que: "Pedro, el desayuno"... Lo primero,
evidentemente, requiere un tono rápido y autorita-
rio, una ingrata sequedad de expresión; es algo
que implica un desprecio o, al menos, un templado
desdén. En lo segundo deslizamos un afecto, una
condescendencia, una leve blandura: algo como una
reconciliación de castas.
Otro día nos informaremos del pueblo donde Pe-
dro nació, y le hablaremos discretamente de aquel
rincón al cual él, indudablemente^ desea volver. Con
esto nada más habremos ganado su corazón y con-
seguiremos que respete la botella de coñac que
tenemos sobre nuestra mesa de trabajo, y que no se
lleve nuestra Agua de Colonia, ni use nuestra na-
vaja de afeitar, ni nuestro cepillo de dientes...
Las mujeres son aún más sensibles a estos sen-
cilios halagos» ¿Queréis que vuestra camarera os
sirva bien y hasta llegue a quereros?... No incurráis
en la vulgaridad, por no decir la grosería, de galan-
tearla. El remedio es infalible.
En el hotel Lupone, de Managua, la camarera
que cuidaba de mi habitación se llamaba Matilde.
Iba descalza siempre y era joven y de buen talle.
Había nacido en Blewfields, de madre nicaragüense
y padre alemán, y de aquella unión libre la hija he-
redó el mirar dócil y la tez cobriza de la india, y la
distinción del europeo.
Una tarde, junto a mi tintero, vi una rosa dentro
de un vaso de agua. Era Matilde quien la había pues*»
to allí, y a partir de aquel día encontré flores en to-
das partes: en el tocador, sobre mi mesa de trabajo,
f itre
las páginas del übro que estuviese leyendo...
Una noche, al acostarme, me sorprendió ver que
unas manos afectuosas y artistas habían cubierto
el lecho de pétalos de rosas.
La taMe en que me fui de Managua, mientras los
empleados de una agencia de transportes se lleva*
108 EDÜARPO ZAUACOtú

ban mis baúles, Matilde, de pie en un rincón, llo-


raba amargamente. ¿Por amor? No; al revés: preci-
samente porque no hubo amor, si no cortesía y
buen trato. ¿De qué maravillarnos? jEs tan fácil lle-
gar al corazón de los inferiores a quienes todos
tratan con el pie!...

Hoteles memorables*

En el enjambre gris de hoteles por donde pasó


nuestra historia errante, algunos nombres descue-
llan coa el agjridulce recuerdo de ciertas horas amar-
gLS o de risa, vividas en ellos. ¿Cómo olvidaros,
óteles de lá Paix y de France, en París; Hotel
Jura, en Berna; Hotel de Inglaterra, en Milán; Hotel
Central, en Buenos Aires; Hotel Pasaje, de la Ha-
bana; Hpiel Félix Portland, de New York?
Da pena, mucli^a pena, consid<;:rar que algún día
este existir ambulante forzosamente ha de concluir,
y que al retirarnos al hogar donde esperamos aca-
bar nuestra vida, una noche en que nos retiremos
tarde de la calle, la persona que rija los destinos
de la casa ha de decirnos, acaso con cierta acritud:
— ^Tianes que corregirte: aquí no estás en una
fonda...
Lo que equivale a significarnos que allí hay ho-
ras de comer y de dormir, y que aquel ordtn es
algo sagrado que no debe alterarse.
Ya nuestros baúles descansan vacíos en la pe-
numbra de algún desván; ^ya no estamos en una
fonda^,.. |Es verdad)... jQué lástima, tener que des-
pedirnos de tantas cosas bellas, por ser transito-
rias!.».

Barranquilla (Cplombia)^ Mayo 1918.


DE SAN JUAN A PONCE

En el automóvil de mi fraternal amigo Agustín


Pérez-PJerret— aquel bohemio que un día malroté
en Madrid la alegría aventurer¿t de sus veinte años
he recorrido las principales ciudades de Puerto
Rico: Piedras, Manatí, Mayagüez, Ya^uco, Ponce,
Guayama, Coamo, Juana Díaz, Humacao, Baya--
món... y ese viaje de vacias semanas ha dejado en

mi espíritu la impresión risueña blanca y verde^
de un domingo en el campo.
La isla de Puerto Rico es una Suiza tropical, un^
Helvecia con mar y sin nieves. Puerto Rico se pa-
rece a Suiza por su vegetación pujante, por la
abundancia y sorprendente limpieza de sus carre-
teras, por lo muy nutrido y diseminado de su po-
blación, y porque aííí los automóviles no sirven
para correr dentro de las ciudades, que son todas
pequeñas, si no para ir de una ciudad a otra. No
existen simas inexploradas, ni selvas vírgenes, ni
rincón abrupto en que el hombre no haya dejado
su imdla civilizadora. Adonde no pudo llegar el
arado llegó el machete. Toda la isla, de orilla a
orilla, es un maravilloso parque: o, si se quiere,
una especie de ciudad «ünica>, constituida por mul-
titud de cbarrios», separados unos de otros por
bloques de verdura; porque las rutas poftorrique-
ft as tienen la pulcritud, la umbría y la elegancia
urbana, de los caminares de un jardín
Salimos a media mañana de San Juan, y ya hemos
lio EDUARDO ZAMACOIS

dejado atrás el delicioso arrabal costero de San tur-


ce,tendido a lo largo de una playa de arena. Ahora
acabamos de entrar en la carretera «obra de Espa-
ña» y modelo de carreteras militares— según los
yankis— que guía de la capital a Ponce, y que puede
«cubrirse» en cinco o seis horas de buen andar.
La ruta serpea nerviosamente de norte a sur
entre llanos y montes verdinos. Los árboles que la
bordean y se inclinan sobre ella, como para mirar-
la, la cubren de grata sombra. Marea la flexible
inquietud del camino; sube, baja, vuelve a subir;
describiendo rapidísimas curvas; ya lo vemos de-
lante de nosotros y arriba, muy alto, casi en la cum-
bre que hemos de trasponer, y al mismo tiempo lo
divisamos a nuestra espalda, lejos y en las profun-
didades de una garganta. Aparece, se esconde,
vuelve a mostrarse y de nuevo se oculta en Ja fron-
da: indeciso, angosto, grisáceo, parece el rastro que
hubiese dejado una serpiente en un campo herbado.
A
nuestro alrededor todo es verde, cual si la isla
entera sólo se alumbrase con el cuarto color del
espectro solar. Abundan los mangos gigantescos,
los plátanos, las palmeras... y, principalmente, los
cañaverales, los interminables cañaverales que re-
zuman oro, porque no hay oro de más quilates que
su azúcar: y desde el verdescuro de los barrancos
al verdegay de las montañas, el paisaje compone
una sinfonía de esmeralda. La única nota aparte la
da el framboyán, que con su follaje púrpura y sus
hojas sangrientas esparcidas por el suelo, en torno
del tronco, yérguese semejante a un gallo herido.
También, de cuando en cuando, surge la mancha
alegre de un^ Escuela Pública: son casitas de ma-
dera sobre las cuales ondea el pabellón yanki, con
sus cuarenta y dos estrellas blancas en campo azul,
y sus siete barras bermejas. Desde las ventanas
la

chiquillería nos mira pasar, sonríe y mueve sus


manecitas, despidiéndonos. Esas escuelas, preám-
bulo de la vida, representan los poros por donde
el alma americana va penetrando en la psicología
LA ALEGRÍA DE ANDAR 11

estudio del inglés es obligatorio, y el


criolla; allí el
viajero se entristece un instante porque comprende
que entre aquellas paredes claras, rientes, el verbo
de España agoniza...
Es mediodía cuando llegamos a Aibonito, el lugar
más elevado y agreste del camino. Allí hacemos
alto, y en un mesón entramos a beber un vaso de
cerveza. El mesonero, que conoce a Pérez-Pierret,
se alegra de verle y trinca con nosotros. Hablamos
del tráfico creciente entre Ponce y San Juan, y del
incesante ir y venir de automóviles. Se ha pronun-
ciado el nombre de Ford, el popularísimó millona-
rio y filántropo que de día en día abarata el precio
de sus coches porque, según declaración suya,
quiere «que todo ciudadano americano vaya a su
trabajo en automóvil». Ford es un hombre de quien
el dinero— ¡caso único, tal vez!— no ha desterrado
la espiritualidad.
Se recuerdan anécdotas:
En un restorán de New- York, durante la alegría
de una sobremesa, alguien tuvo la ocurrencia de
escribir a Ford una carta, diciéndole:
«Ahí le mando esas tres latas vacías de petróleo
para que con ellas me haga usted un coche...>
Al día siguiente, Ford contestaba «al gracioso»:
«Me apresuro a remitirle el automóvil que desea.
De las tres latas que me envió le devuelvo una, que
ha sobrado...» ^
La charla continúa, y luego, ya desentumecidos
y sin sed, reanudamos la carrera. Ahora el camino
desciende y a intervalos, en las líneas rectas y ape-
sar del freno, nuestro vehículo adquiere velocida-
des vertiginosas. Guía Pérez-Pierret con el aplomo
y la destreza de un «virtuoso del volante». Eíi las
curvas más rápidas, el coche gira oportunamente, y
sus ruedas pintan sobre el camino dos rayas para-
lelas, armoniosas, de impecable elegancia, como
hechas a cincel. Hay virajes que merecían aplau-
dirse; Pérez-Pierret es un «orfebre».
El caserío de Aibonito hállase enclavado en la
na EDUARDO ZAMACOIS

cordillera qué corta la isla de este a oeste, y da a


Puerto Rico dos fisonomías distintas. La parte norte
constituye la que pudiéramos llamar, parte «hem-
bra»: es la de más lozano verdor, la mis primave-
ral, la más alegre, la que se adorna con lejanía^
azules y ondulaciones más suaves. La parte sur,
con su coloración severa, representa el «macho»; la
vegetación es menos exuberante, los perfiles de las
montañas más bruscos; abundan las fuertes masas
rocosas y la tierra de las hondonadas es obscura;
recuerda los Pirineos. ;

Transcurre otra hora. Según adelantamos el pai-


saje va apaciguándose, los montes son más peque-
ños, más extensos los valles. El equilibrio se resta-
blece. Es como si la tierra, de pronto amansada,
acudiese humilde a la cita que a lo largo de las pla-
yas le ha dado el mar.
Al anochecer llegamos a la bella ciudad de Ponce,
que cual todas sus hermanas de la ínsula, tiene una
plaza sembrada de palmeras, y una vieja iglesia
hispana de muros densos y frontis adusto, que pa-
rece un fortín.
No obstante el enorme poder de la raza invasora,
Puerto Rico es y continuará siendo español durante
mucho tiempo. Las leyes de la herencia lo quieren
así. En ese pedazo virgiliano del mundo, España
grabó fuertemente su nombre y su rúbrica. El nom-
bre, es el Castillo del Morro, de San Juan; la rúbri-
ca, la carretera que ya de San Juan a Ponce.
UNA cCENTRAL»

La industria azucarera en Puerto Rico es muy


antigua; España fomentó activamente el cultivo de
la caña para extirpar el gengibre, que ocupaba gran
parte de la isla, y de ello habla el hijo de Ponce de
León en una carta dirigida al rey Felipe II y que se
conserva en el Archivó de Indias.
¿Es beneficiosa o adversa, para el pueblo por-
torriqueño, la explotación de la caña de azúcar en
las formidables proporciones en que actualmente
se hace?
Acerca de este problema, que afecta a la vida de
uno de los países de población más copiosa, la opi«
nión del viajero imparcial forzosamente ha de ser
pesimista. Los llamados en Cuba «Ingenios» y en
Puerto Rico «Centrales», enriquecen rapidísima-
mente, con una velocidad que podríamos calificar
de "insolente* a unas cuantas Compañías o perso-
nas, pero arruinan a las clases obreras; pues aun-
que es cierto que los jornales que en ellos se co-
bran son magníficos, ni todos los trabajadores se
dedican a las faenas azucareras, ni tampoco los
tales jornales corresponden al extraordinario enca-
recimiento tic la vida actual. El arroz, las patatas,
las cebollas, los plátanos y otras muchas hortalizas
y frutas, que antes se exportaban en cantidades
considerables, ahora se importan de los Estados
Unidos, porque el suelo portorriqueño las produce
en cantidad insuficiente. La caña de azúcar invade
Ií4 EDUARDO ZAMAC0I3

los campos, tala los^ bosques y, por momentos,


forma horizonte; la ola dulce ocupa las llanuras,
paraliza en ellas los demás cultivos, y no cabiendo
ya en los terrenos que la son propicios, desborda
y orgullosamente gana las montañas. Pronto lo
nabrá dominado todo. Puerto Rico es como un
panal inmenso, capaz de endulzar él solo la vida del
mundo. En Puerto Rico, la pobreza y la prosperi-
dad, se miden por el azúcar; ella constituye una es-
pecie de termómetro en cuyo depósito hubiese, en
vez de mercurio, guarapo. ¿Sube el precio del gua-
rapo? |AlbriciasI La riqueza aumenta. ¿Decrece, por
el contrario, el precio de aquél? El dinero y la ale-
gría se declararán en bancarrota.
Después del ingenio «Chaparra», en Cuba, <La
Guánica», de Puerto Rico, es acaso la Central más
fuerte del mundo. La Guánica sirvió de base a un
pueblecito: sus cañaverales miden más de cien mil
cuerdas, o acres, y su producción asciende próxi-
mamente, por temporada, a medio millón de sacos,
de a trescientas diez y ocho libras cada saco.
La industria azucarera es una de las manifesta-
ciones más enérgicas, más pintorescas y, al propio
tiempo, más comprensivas, de la vida tropical.
La zafra dura alrededor de siete meses; desde
Junio a Diciembre, La caña se reproduce general-
mente por retoño, dos, tres y hasta cuatro veces al
año, según la varia fertilidad del terreno; y si el re-
toño o tocón no bastase, se recurre a la semilla. La
altitud media de la caña debe ser de cuatro varas.
El trajín de las Centrales es intenso y varonil, y
a cooperan por igual los músculos y la inteligen-
él
cia del hombre, entre cuyas manos la solemnidad
verde de las tierras cultivadas se convierte en oro.
Antes de romper el día, las cuadrillas de trabaja-
dores salen al campo y atacan al machete las plan-
taciones de cañas: desnudos van de medio cuerpo
arriba, inclinados sobre su labor, y caminan espa-
rrancados y con aquel balanceo tardo de los se-
gadores. Los machetes de punta roma> tajantes
LA ALEGRÍA DE ANDAR 1 15

y bruñidos, adelantan y retroceden a ras de tierra


y en semicírculo; son como lenguas sedientas de la
frescura de tanto verdor. Los obreros operan en
fila, y con la mano izquierda van tirando hacia
atrás, en manojos, las cañas cortadas. A poco de
comenzar la faena, desaparecen; el cañaveral lo-
zano, verde, ondulante bajo la brisa, semejante a
un mar, se los ha tragado. Pero si no se les ve, se
les oye, y en la enorme paz rústica, llena de sol,
resuena el morder cadencioso, áspero, seco, breve
y cruel, de los machetes incansables. Detrás de
cada hombre va quedando un espacio libre, pero
triste: es el rastro de melancolía de las cañas se-
gadas.
Es interesante ptear desde una colina el aspecto,
rico en actividades, de estas formidables empresas
antillanas. En medio de los cañaverales desacota-
dos surge la Central, alta como una casa de tres
pisos, con sus muros obscuros, sus techumbres de
teja o de cinc, y una o más elevadísimas chimeneas
de ladrillo que arrojan contra el purísimo cobalto
celeste interminables columnas de humo. Aquella
fábrica, tiznada por el carbón y las lluvias, cálida,
trepidante, plena de impaciencias, tal que un enor-
me corazón, late día y noche, y su palpitar sobre-

humano se percibe se presiente, para decirlo me-
jor— desde muy lejos. A intervalos vemos serpear
a través de los plantíos un ferrocarril diminuto: son
los trenes cuidadosos de acarrear a la Central las
cañas cortadas; los vagones, pequeñines, desapare-
cen bajo su carga, y el convoy parece un largo gu-
sano verde, con cabeza negra: la locomotora.
Estamos en un patio de la Central donde, con una
bñscula, se procede a pe$ar los vagones, uno a uno,
para conocer exactamente la cantidad de caña traí-
da. Hecho esto, los coches son empujados a cierto
sitio, y sobre ellos desciende una especie de tre-
menda araña dé hierro que izará la carga para in-
mediatamente volcarla en un gigantesco embudo,
desde el cual pasará a un plano inclinado — seme«
H6 EDUARDO ZAMACOIS

jante, por su movimiento, a una correa sin fin —y


se llama * hamaca**
y también «ladrón**.
Aquí da principio el bárbaro, él feroz, el inena-
rrable suplicio de las pobres cañas mutiladas, ro-
badas a la alegría virgiliana de los campos, pof la
humana codicia.
Llevadas por «el ladrón», las cañas se precipitan
con crujir ininterrumpido, entre los dientes voraces
de la cdesmenuzadora», monstruo compuesto de
dos largos cilindros que giran paralelamente el uno
casi encima del otro, y en sentido inverso. La «des-
menuzadora» romp^e, quiebra, parte, tritura las ca-
ñas que luego irán pasando entre los engranajes,
más crueles aún, de tres «mazas>, situadas a pocos
metros de distancia una de otra, ya manera de di-
ques o represas sobre la corriente de astillas mise-
rables que arrastra «el ladrón». Gada «maza» la
constituyen o integran tres poderosos cilindros den-
tados y agí'upados paralelamente en forma de trián-
gulo. Los cilindros de la «maza» primera trabajan
más apartados entre sí que los de la segunda; como
los de ésta se hallan a su vez más distanciados que
los de la tercera; y con este artificio se consigue
gradualmente la total pulverización de las cañas.
Así puede decirse que la «desraenuzadora», encar-
gada de realizar el esfuerzo inicial, el más rudo, es
«el macho»; y «las mazas», cuidadosas de prolon-
gar la tortura, de aplastar, de laminar, de exprimir,
son «las hembras».
Al salir de la segunda maza, la caña, ya comple-
tamente rota, comienza a sudar el zumo o guara-
po—oro líquido— por ansia del cual los hombres la
condenan a muerte. La tercera hlaza acaba de sepa-
rar el guarapo del bagazo, especie de madera ya
casi seca por efecto de las terribles preisiones que
ha sufrido. Este bagazo es inmediatamente arreba-
tado por el «conductor»— otra rampa movible— al
cuarto de las calderas, y de aquí desciende a los
hornos que aHraentan la marcha de todos los meca-
nismos de la Central, y de este modo la caña muer-
LA ALEGRÍA 0E ANDAR II7

ta coopera a la rtúna y destrucción de la caña toda-


vía viva.
El guarapo, entretanto, realiza un éxodo compli-
cadísimo y pasa por más metamorfosis que las quq
soñara Ovidio.
Primeramente el guarapo, dé un tono amarillento
sucio, cae en un depósito^ de donde una bomba lo
remonta a una romana situada en la parte superior
del edificio, para ser pesado y conocer exactamente
la proporción entre la caña triturada y el guarapo
obtenido, Después este zumo baja, obediente a la
ley de gravedad, al «tanque de encalar»; donde se
le añade la cantidad de cal muerta suficiente para
limpiarlo de impureisas químicas, lo que se calcula
merced a una solución de fenalzalina. Inmediata-
mente el guarapo es llevado a través de calentado-
res sujetos a una violentísima temperatura, y, ya
convenientemente preparado, sufre «la decanta-
ción», que lo subdivide en el guarapo limpio, trans-
parente, de color amarillo canario, y el guarapo
sucio o «cachaza», que más tarde será sometido a
nuevas purificaciones. Terminada la decantación, el
guarapo primero pasa al «evaporador», que lo con-
vertirá en sirop, y de allí a los «tachos», donde cris-
talizará en granos de una azúcar de color brea, lla-
mada «mascuita». La mascuita cae luego en el
«mezclador», que la transportará a «las centrífugas»
para su completa y definitiva purificación. Las cen-
trífugas, que giran a más de dos mil revoluciones
por minuto, realizan su misión lustral, y el azúcar,
ya perfectamente blanca, cae en una «serpentina»
que la asciende a una habitación de donde, por un
embudo, pasará a llenar los sacos. Todo este pro-
ceso es laboriosísimo, y, no obstante, desde que la
caña recibió el primer mordisco de la desmenuza-
dora, hasta que aparece limpia, alba, según nos la
sirven en la mesa, han transcurrido únicamente
diez y ocho horas.
El vehemente trajín de una de esas grandes Cen-
trales es algo que impresiona fuertemente launa*
Il8 EDUARDO ZAMACOIS

ginación, por el ruido, por el calor sofocante, pot


el olor del guarapo; aroma pertinaz, dulzón, que
casi se paladea.
Las cañas que descienden por la «hamaca> o «la-
drón», filan entre las mandíbulas de la desmenuza-
dora y de las mazas con un lamento áspero, un
treno lúgubre que restalla en todos los ángulos del
edificio, y, al romperse y chorrear su zumo, compo-
nen una verdadera catarata de mieles; porque la
cafia, asiáticade origen, creeríase que, fiel al pre-
cepto del poeta indio, quiere pagar con la dulzura
de su savia el dolor que recibe.
Los ojos curiosos van de un lado a otro, interro-
gadores y pasmados: tan pronto nos cautiva la fuga
del bagazo que alimenta el silbador incendio de las
calderas, como procuramos seguir la marcha del
guarapo que sube o baja a lo largo de enmaraña-
das tuberías, como nos interesan los mi) latidos
que por todas partes nos cercan y aturden. Y entre
tantos ruidos discordes, entre tan gárrulo fragor de
ruedas, de cadenas y de bruñidas palancas que,
cual brazos heroicos, vienen y van; entre tantas
maquinarias aplicadas a la conquista del oro, des-
cuellan el «regulador», brillante y alegre, con su
aspecto de sonajero, que girando marca la veloci-
dad con que toda la fábrica trabaja; y la rueda «ca-
talina», enorme, poderosísima, y que bien merece
denominarse «rueda déla fortuna», si atendemos a
lo que produce.
Y también cautiva nuestra atención el cuarto del
químico; laboratorio modesto, obscuro, dond^ un
hombre inteligente examina las evoluciones del
guarapo y aprueba lo que fué bien hecho y conde-
na lo que está mal. Esta habitación silenciosa, en la
que la frivolidad de los visitantes no repara nunca,
es «la conciencia» del establecimiento.
En las inmediaciones de Mayagtiez (Puerto Rico)
hemos visitado una Central cuyo propietario sufría
de diabetes. Era un individuo sexágenaríO| gordo
y simpAtico, que se abogaba tú hablar. Todos sus
LA ALEGRÍA DE ANDAR 1 19

hijos estaban ya casados, y él, que vivía solo, hacía


más de veinte años que acariciaba la ilusión de
realizar un viaje a España.
— —
Pero nunca puedo clamaba suspirante—; ¡hay
siempre tanto que hacer aquí!...
Aquel hombre era un terrible goloso. Conocía su
enfermedad, sabía que el azúcar le envenenaba, le
asesinaba, y, no obstante, se la comía a puñados.
Adoraba en ella: la quería por capricho de su pa-
ladar, acaso también por agradecimiento, conside-
rando que le había enriquecido...
Y allí seguía, preso ante aquel edificio obscuro,
abrasador, fragoroso y humeante, que ahora le
daba la muerte con lo mismo que antes le dio la
vida.
EL FAMOSO CIPRIANO CASTRO

Europa no ha olvidado todavía al general don


Cipriano Castro; aquel presidente de Venezuela
que, hace algunos años, asombró al mundo acep-
tando el desafío con que Alemania, Inglaterra, Ita-
lia y Francia, puestas de acuerdo, creyeron asustar-
le. El día en que los cañones de Maracaibo — unos

viejos cañones españoles, casi inservibles dispa-
raron sobre el crucero alemán Pantera Castro man-
dó abrir las puertas de todas las cárceles de la re-
pública. Necesitaba hombres.
— Pues la patria peligra—exclamó— en estos mo-
mentos, bajo nuestra bandera, no hay más que ve-
nezolanos.
Y una ráfaga saludable de libertad limpió los ca-
labozos de prisioneros. Fué un gesto magnífico que
un Miguel Ángel hubiese llevado a la piedra.
A pesar del tiempo transcurrido desde entonces,
la figura de Castro no ha menguado. Malicio que su
voluntad indomable no renuncia al Poder; allí don-
de él esté, habrá un germen de rebelión, un soplo

de tormenta, un peligro. Desterrado recluido, me-
jor dicho— en Puerto Rico, acecha, vigila, presiente
el momento oportuno para la acción, y dentro del
cuerpo enfermizo el ambicioso espíritu arde con
savias inexhaustas.
122 EDUARDO 2AMAC0IS

Cuando pasé por la capital borinqueña, quise


tratarle. Estaba seguro de que me daría *una sen-
sación**.
—Algo extraordinario encerrará ese hombre-
pensé— al que un día todas las grandes potencias
europeas rechazaron, y sobre el cual los ojos que le
espían desde Washington, nunca llegan a cerrarse
completamente.
De Cipriano Castro yo sólo conocía la siguiente
anécdota, en la que revive el espíritu admirable y
salvaje de los conquistadores.
En el villorrio de Capacho Nuevo vivía un cura
de familia noble y muy popular, apellidado Cárde-
nas. Un hermano suyo, calavera, rico y mozo, se-
dujo a una hermana de Castro. Informado éste del
hecho obligó al seductor a reparar su falta, y dis-
puso que una madrugada, y con discreto sigilo, el
Padre Cárdenas celebrase el matrimonio. Negóse a
ello el cura; aquella boda le parecía absurda; su
hermano merecía algo mejor. La disputa áurgió en
la iglesia. Exasperado Cipriano Castro, de un pis-
toletazo mató al cura.
Inmediatamente montó a caballo, y seguido de
los novios, fuese en busca de otro sacerdote, a
quien refirió lo que acababa de hacer.
— —
Creo añadió con esa íuerza persuasiva que
en ocasiones dan a nuestras palabras las armas de

fuego que le conviene a usted casarles...
Asustado el clérigo, obedeció. Terminado el acto,
Cipriano Castro despidió a su cuñado:
—Ahora— dijo— que ha cumplido usted su deber,
márchese; yo me llevo a mi hermana. Usted no ia
merece
Y escapó a Colombia.
Este fué el hazañoso prólogo que el futuro gene-
ral y presidente, que entonces apenas tenía diez
y nueve años, puso a su vida.
m
LA ALEGRÍA DE ANDAR 123

Cipriano Castro me recibe en un salón amuebla-


do modestamente. Son las dos de la tarde. El céle-
bre expresidente cuenta poco más de sesenta años,
puesto que nació el día 12 de Octubre de 1858. Es
un hombrecillo mezquino y enjuto, de color cobri-
zo, metido en un traje de vicuña azul. Las piernas
descarnadas, menudos los pies, el tórax angosto,
las manos nerviosas, amarillas, extraordinariamen-
te locuaces. El cuello, demasiado ancho de su
camisa, exagera la delgadez avellanada del pescue-
zo. Lo más interesante de su figura es la cabeza;
una cabeza macrocéfala y calva, en la que el rostro,
de mejillas flacas y alargado por una barbilla rucia,
parece, aplastado, devorado por el frontal alto,impe-
rioso y enorme. Lleva los escasos cabellos, casi
blancos, cortados al rape. Las orejas son grandes,
los ojos negros y terriblemente vivaces; la boca de
labios gruesos, dura, amarga, despreciativa y sen-
sual. Una expresión de dolor, una expresión tan
habladora, tan evidente como una luz, ilumina su
semblante broncíneo. Castro no es "decorativo**.
Su entrecejo severo pregona voluntad. En él se
adivina al impulsivo, acaso al epiléptico. Lo mismo
pudo ser un guerrero que un místico. Cipriano Cas-
tro se parece a Trotsky; también se parece a Feli-
pe II...
El antiguo dictador me acoge fríamente; dema.sia-
do adivino que me observa, que me sondea, que
desconfía de mí, y va midiendo una a una sus pa-
labras, que sabe ha de ver impresas algún día. A
Castro, sin embargo, le gusta hablar; a ratos, satis-
fecho de sí, se escucha, y entonces deja el sillón que
ocupa y su ademán es tribunicio.
A largas pinceladas esboza su biografía. A los
treinta y cuatro años, y habiendo llegado, por la
fuerza de las armas, a presidente del departamento
del Táchira, tuvo que retirarse a Colombia, donde
permaneció escondido en la hacienda de Bella- Vis-
ta hasta el día 23 de Mayo de 1899, en que invadió
Venezuela al frente de sesenta horilbres. Cinco me-
124 EDUARDO ZAMACOIS

scsmás tarde, precisamente el 23 de octubre del


mismo año, y después de ganar las batallas de La
Popa, Tononó, Cordero, Zumbador, Tovar, Nir-
gua, Parapara y la muy reñida acción de Tocuyito,
donde le hirieron, Cipriano Castro entraba victo-
rioso en Caracas y se proclamaba Presidente. Aque-
lla ruta de doscientas cincuenta leguas, obscurece
las mejores marchas de Bolívar, **£1 Libertador**.
Al evocar estns visiones de gesta, el famoso
aventurero se exalta, y su brazo derecho traza en
el aire un gesto soberbio y dominador, impropio de
la parverdad de su figura. Se ha puesto en pie; ar-
den sus ojos.
— —
Yo he peleado exclama— cerca de cuarenta
años y no he preguntado nunca: **¿Cuántos son mis
enemigos?** Sino: ¿Dónde están?..,
Habla luego de sus esfuerzos por mejorar las
situaciones moral y económica de su patria^ y de
las numerosas revoluciones que tuvo que sofocar,
de Jas cuales la más peligrosa fué la de Matos, a
quien Alemania favorecía, y al cual la Compañía
americana de asfalto, La Bermúdez, ayudó con un
donativo de ciento cincuenta mil dólares.
—Aunque eran muchos a combatirme— prosigue
Castro —yo hubiese triunfado definitivamente de to-
dos, sin la gravísima enfermedad al vientre de que
me operaron en Berlín. Fué entonces, durante mi
ausencia y hallándome entre la vida y la muerte y
acribillado de dolores, cuando la felonía de Juan
Vicente Gómez me arrebató el poder.
Al pronunciar el nombre aborrecido del actual
presidente de Venezuela, los labios de Castro, ins-
tantáneamente, se quedan blancos. En su alma trá-
gica, el odio tiene el color de la espuma.
—Presintiendo lo que iba a suceder— con tinila—
abrevié el tiempo de mi convalecencia y regresé a
Venezuela: necesitaba recobrar el mando y dispo-
ner, con arreglo a la ley, las elecciones de la per-
sona que había de reemplazarme, pues yo quería,
así por amor a mi patria como por personal vani-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 1 25

dad, que mi sucesor hallase la nación semejante


«a un tren bien formado, en marcha y con su pe-
nacho de humo". Pero mi diligencia resultó in-
útil, pues cuando llegué a las costas venezolanas,
en el sillón presidencial ya se había sentado la
traición.
El general Castro se explica copiosamente, y yo
me sorprendo de que un hombre *de acción" como
él hable tanto. Y con el rencoroso apasionamiento
que va invadiéndole y ya le domina, su color ha
vuelto a cambiar. Antes se puso blanco; ahora está
amarillo. El bronce de su tez se ha transmutado
en oro...
El ilustre proscripto me asegura que su patria rue-
da actualmente hacia un abismo de opresión, de ti-
ranía, de envilecimieuto, y la expresión acida de
sus labios, y el dolor acerbo— amargura de impo-

tencia con que se cruza de brazos, me demuestran
que Cipriano Castro, a pesar de todos los horrores
que entenebrecen su vida política, es un buen pa-
triota.
Sugestionado por su propia oratoria, el expresi-
dente comienza a ensalzar sus virtudes, su filantro-
pía, su fe en un *más allá"... Su verbo, hasta en-
tonces claro, padece eclipses momentáneos bajo el
recuerdo de lecturas mal asimiladas. El guerrillero
quiere mostrarse docto y habla de astronomía... de
teología...
— Yo— dice cruzando las manos— soy un cristia-
no dentro del catolicismo...
Le interrumpo porque me fatiga su actitud, que
no creo sincera.
— ¿Usted me permite exponerle la principal cu-
riosidad que rae ha traído aquí?
El semblante del general se nubla; la desconfian-
za reaparece; aprieta los labios.
—Expliqúese usted— dice'.
— —
Yo desearía— prosigo que usted me hablase
'
de su vida, de sus aventuras... ¡de su leyenda de
hombre!
126 EDUARDO 2AMACOIS

Los ojos del expresidente, fijos en mí, tienen un


guiño rápido, indefinible, intraducibie. ,,
— No le comprendo — murmura.
Continúo:
— En Europa la figura de usted aparece nimbada
de rojo. Allí hablamos de usted como hablaríamos
de un príncipe oriental o de un Borgia. Yo no le
comprendo así, como ahora le veo, con las manos
cruzadas. Usted es un conquistador, con gestos de
millonario y de pirata, que atravesó la vida embo-
zado en un manto regio, bárbaro, pero magnífico,
de lujuria y de sangre. Usted conoce el placer de
violar, el placer de matar... "Dicen" que su fama,
como el león que miraba a Francia desde Water-
loo, tiene un basamento de cadáveres...
Callo y espero la respuesta a mis palabras, de-
masiado atrevidas tal vez. El general Castro me
me mira...
mira...
—¿Eso dice Europa de mí?— murmura con vela-
da voz.
Y añade:
—Pues todo es falso. ¡Pobre de mil Esas son las
patrañas con que mis enemigos procuran acabar de
perderme. Es cierto que en ocasiones mandé cortar
algunas cabezas... pero ¿cuándo fué crueldad la
justicia?...
Estas palabras vehementes le lian arrancado un
gesto decisivo, terrible. La visión de aquellas ca-
bezas odiadas y segadas le obligaron a extender el
brazo, su mano derecha colocada horizontalmente,
la palma vuelta hacia arriba, cortó el aire como una
espada, e instantáneamente, al calor del recuerdo,
su frente se cubrió de sudor. Es la ola epiléptica...
— —
Pero esos son episodios prosigue recobrán-
dose—; mi vida está ahí. Indague usted; mi historia
la conoce todo el mundo. Mi biografía es la de un
hombre que sacrificp cuanto tenía a su familia y a
su patria.
Vuelvo a pedirle autorización para referirle los
lances de crueldad o de galanía que se le atribuyen.
LA ALEGRÍA DE ANDAR 1 27

Sin embargo, mis ardides fracasan; su negativa es


absoluta, vertical.
—Calumnias, calumnias — repite—: todas esas
son calumnias...
Comprendo que no le ai anearé ninguna confe-
i

sión y me levanto para marcharme. Mi visitaba


durado cinco horas: desde las dos de la tarde alas
siete, y me voy vencido.
No obstante, sigo creyendo que el célebre ex
presidente es un tigre empeñado en disimularse
bajo una piel de cordero. Su mansedumbre es dolo,
farsa...
Cipriano Castro, que siendo casi un niño disparó
su revólver sobre el padre Cárdenas, es el mismo
rebelde que años más tarde declara la guerra a
Europa, Nada le acobarda ni le vence. Aunque des-
terrado, vale tanto como una nación, y los Estados
Unidos lo saben. Minúsculo, raquítico, enfermo...
pero arisco y autónomo, es un hombre que— para
él solo —necesita una bandera. Dentro de su trajeci-
11o de vicuña azul, Cipriano Castro lleva un Estado.
LA ISLA DEL ESPANTO

Frente a San Juan de Puerto Rico, fuera ya de la


bahía y como a dos millas del Castillo del Morro
está la isla de las Cabras. Larga, angosta,
con su
suelo pétreo sin vegetación y sus márgenes
sinuo-
sas, casi a ras del mar, semeja el lomo
rugoso de
un caimán muerto. No crecen árboles allí, que el
aliento salitroso del océano no lo consiente;
apenas
si a trechos, en las pequeñas hondonadas, hay un
poco de hierba. Cuando el viento se aborrasca, las
olas rugidoras brincan sobre el islote,
cruzándolo
de orilla a orilla; y entonces el ingrato peñasco, in-
mergiéndose y resurgiendo alternativamente de las
aguas espumeantes, parece moverse, y es como la
quilla de un buque náufrago. . , j i
Y es ahí, en ese arrecife inhospitalario, donde loslas

autoridades yanquis, tan desdeñosas para con


el
pueblos que no son de su raza, han establecido
lepro-
hospital de leprosos. ¿Por qué no llevaron la
del
sería a un paraje alto, fresco y bien arbolado
los ad-
interior de la isla portorriqueña?... ¿Ignoran
sales
ministradores de la caridad púbÜca que las
para lepra?
marinas y la humedad son fatales la

Es inexplicable el miedo — un miedo que casi es


un odia — con que la humanidad mira a los lepro-
sos. Las razas propicias a la lepra o malatia
son la
Nació este dolor en los siglos
negra y la amarilla.
el Asia;
primitivos, junto al Nilo, y pronto invadió
luego ganó las costas de Grecia, y fueron los sóida-
130 EDUARDO ZAMACOIS

dos de Pompeyo los que, siglos más tarde, lo traje-


ron a España.
La lepra, llamada también gafedad, parece vincu-
lada al pueblo hebreo; Moisés habla de ella, y una
ley mosaica obligaba a los aquejados de esta enfer-
medad a vivir en despoblado, a llevar la cabeza ra-
pada y al aire y tapada la boca, y a decir su mal
a grandes voces para que nadie les aproximase y
evitar el contagio.
Ese asco, ese aborrecimiento al malato, son uni-
versales: los sintieron los pueblos más anti^os, los
smúó la &^td lAedia, y bi Amériqa actual los siente
también.
¿Por qué? No es un movimiento irreflexivo de
conmiseración, sino la misma etiología del mal^ la
que nos dicta esa pregunta.
Motiva la lepra el bacilo de Hansen, que se halla
frecuentemente en las mucosidades nasales, lo que
ha sugerido la hipótesis de que su asimilación se
verifica por la nariz. Toda la evolución de la terri-
ble enfermedad ha sido perfectamente estudiada.
Hay en ella tres momentos, tres fases capitales. El
período de ^incubación", durante el cual los gérme-
nes van desarrollándose, y que puede durar de diez
a treinta años; período de ^invasión", caracterizado
por síntomas de anemia progresiva, caquexia, cefa-
lalgia, disnea, vértigos, etc.; y período de * estado**,
que señala el triunfo definitivo de ese mal irreduc-
tible ante el que la Ciencia ¡todavía! se cruza de
brazos. Tampoco sabemos fijamente cómo el daño
Sé propagat unos lo creen hereditario, otros conta-
gioso, y ambaá aseveraciones se cimentan en razo-
namientos y datos de gran peso.
Esta diversidad de criterios demuestra cuan ar-
bitraria es la persecución de que son víctima loS le-
prosos. Si su carroña es hereditaria, no debemos
temerla; si es contagiosa, sí; pero en este caso, ¿por
qué la sociedad, tan tolerante con la sífilis y la tu-
berculosis — los dos azotes contaeiosos por exce-
lencia— persigue implacable a la lepra?... Losin-
LA alegría de andar I31

felices leprosos llevan en su cara una sentencia a


cadena perpetua; se les delata, se les encierra. En
cambio, nadie se opone a que un sifilítico se case;
y en cuanto a la tisis, ha llegado a Ser una enferme-
dad "literaria" y hasta una "moda". ¿Cuántos milla-
res de mujeres, diespués del primer desengaño
amoroso, no habrán querido —
a imitación de Mar-
garita Gautier — escupir su juventud en su pañuelo
de encajes?...
El origen, por tanto, de la repulsión que esa po-
dredumbre inspira es quizás una cuestión de esté-
tica: el horror a esas manos sin dedos, a esos ros-
tros de pesadilla, sin nariz, sin labios, que mues-
tran a veces los maxilares por entre pingajos de
carn^leonada o verdosa; de carnes qiie tienen el
color de las aguas corrompidas. Acaso también el
odio a la lepra lleve consigo reminiscencias religio-
sas: la antipatía secular a la raza judaica, ese extra-
ño pueblo maldito y sin patria...
¿Quién sabe?... Lo indudable es que la crueldad
y el asco con que se trata a los leprosos es uno de
los crímenes colectivos más graves de que la huma-
nidad debe avergonzarse.

« 4>

En esta isla que llaman de las Cabras, y que mi


corazón llamará siempre "la isla del espanto*, había
cerca de cuarenta pacientes, de los cuales el más
antiguo, el decano, llevaba veintisiete años encerra-
do allí. La vigilancia a que la Sanidad les condena
es severísima, y muchos, desesperados, convenci-
dos de su dolor sin término, han querido suicidar-
se arrojándose al mar.
Exceptuando a la^ familias de los málatos, que
pueden ver a sus deudos cada quince días, nadie,
que no lleve una autorización especial, desembarca-
rá en el peñón maldito. Un peluquero va a prestar
sus servicios allí hebdomadariamente. Los alimen-
132 EDUARDO ZAMACOIS

tos son enviados desde San Juan, al por mayor, una


vez mes. El tratamiento médico se reduce a una
al
inyección semanal de aceite de chaulmoogra, que
no extirpa el mal, pero que lo alivia; esto es, que lo
prolonga. No hay cura. Cuando algún enfermo fa-
llece, se le entierra sin ceremonias. Los reclusos vi-
ven aislados, o en grupos de tres o cuatro, en pe-
queñas casucas de madera, las mujeres a un lado y
los hombres a otro, y de noche dos serenos reco-
rren el islote para impedir que el amor, más fuerte
que las peores abominaciones de la carne, encienda
su antorcha. Pero el Deseo triunfa de todo: de la
fealdad, de la podre, de las leyes; y en aquel centro
de muerte y de oprobio, casi todos los años nace
un niño..
El fotógrafo que nos acompaña pretende retratar
a algunos enfermos. Ellos, los hombres, acceden en
seguida, abúlicos, inertes, y se dejan colocar como
si ignorasen de qué se trata. Las mujeres, en cam-
bio, se esconden; a pesar de su horrible laceria, su
prurito de agradar no se ha extinguido; nadie las
verá; su fealdad quedará sepultada allí, bajo aque-
lla misma tierra que hoy huellan con sus pies, pero
que en un día cercano ha de cubrirlas.
Sin embargo, transcurridos algunos minutos,
vuelven a mostrarse: han reflexionado...
— Nosotras nos retrataríamos —
dicen —
si us-
tedes nos permitiesen arreglarnos un poco.
— Sí, sí — exclamamos conmovidos—; lo que
ustedes quieran.
Reaparecen a poco: unas vuelven vestidas de
blanco, otras de azul o de rosa; ésta se ha rizado
los cabellos; aquélla se ha calzado unos zapatos
bonitos, o ha ceñido graciosamente a su garganta la
policromía criolla de un pañuelo de seda. Las hay
chinas, negras..., y todas nos miran, y sus rostros
desfigurados, tumefactos, parecen máscaras de pe-
sadilla. Una dice:
— Si ustedes me dan un retrato se lo enviaré a
. mi madre.
LA ALEGRÍA DE ANDAR 1 33

Otra, que escribe versos, habla de la alegría que


lasproduce ver pasar los barcos.
— Estamos histéricas — agrega— ;una mañana,
por ejemplo, nos levantamos alegres y cantando;
reímos; parecemos colegialas. De pronto una de
nosotras, por cualquier motivo, se echa a llorar...
y todas lloramos... ¡sin saber tampoco por quél...
La Medicina señala tres clases principales de le-
pra: la anestésica, la tuberculosa y la asiática o mu-
tilante. La última es, si no la peor, la de aspecto
más trágico. Es la que roe los pies y los convierte
en muñones amorfos; es la que se lleva las orejas,
la nariz, los dedos de las manos... Lo característico
de este mal es que priva a las extremidades del
cuerpo de su sensibilidad. En el leproso, el sistema
nervioso periférico es incompleto, particularmente
en los miembros, y así su tacto suele desvanecerse
a la altura de los codos, o de las muñecas, o de las
rodillas. Su conciencia termina ahí, lo que debe
producirles la emoción de no tocar al suelo, de ha-
llarse suspendidos en el aire. Es una soledad nue-
va, dentro de la espantosa soledad de su cárcel.
Las enfermas, a quienes nuestra visita ha rego-
cijado, ya no quieren separarse de nosotros; y los
adornos que se colgaron efervorizan el contentó de
aquellos cuerpos moribundos que, vestidos de fies-
ta, tienen la alegría triste de las tumbas florecidas.
— Aquí — exclama una de las más jóvenes — ce-
lebramos la Nochebuena cantando y bailando. Tam-
bién festejamos mucho el ^cuatro de Julio", aniver-
sario de la independencia de los Estados Unidos.
Ese día el comercio de San Juan nos envía flores y
dulces, y viene un cura a decirnos misa.
Estas palabras han sido oportunas. Alrededor de
la que acaba de hablar, los rostros amarillentos,
verdosos, mutilados, sonríen...
Hemos visitado la malateria: la cocina, el come-
dor, los pequeños dormitorios, adornados con imá-
genes religiosas, postales y retratos, y en los que
zumba, agorero, un enjambre de moscas. Salimos
134 EDUARDO ZAMACOIS

luego a recorrer el islote, y saltando por entre ma-


lezas y peñascos llegamos ál camposanto, formado
por una veintena de toscas cruces de madera, hin-
cadas a capricho entre la hierba. Ni una piedra, ni
un nicho.
jNi hace falta!
Porque has de saber, lector, que jamás vieron
ojos humanos cementerio más solemne que ese mi-
serable cementerio de leprosos. Es allí donde los
cuerpos medio podridos en vida continúan ahora
pudriéndose —
¡y qué aprisa lo harán! —
es allí
;

donde aquellas almas, obligadas por las leyes a


perpetua reclusión y a perpetuo silencio, siguen ca-
llando en el anónimo definitivo de sus fosas sin epi-
tafio; y sobre esos seres a quienes se les negó el
derecho a amar y a pensar... —¿para qué nacieron
entonces? —la eternidad del océano y la eternidad
de la cruz, que abre sus brazos cual si entre ellos
quisiera serenar y endulzar toda la amargura del
piélago.
jOhl... ¿qué artista sabría decirnos la desolación
infinita de una cruz en una playa?...

Cuando me separé de tu
*ílsla del Espanto!**...
orilla era tal la pesadumbre, tanta la piedad que
rebosaban de mi corazón, que en la lancha que me
llevábame senté de espaldas a tu*, y ya no tuve el
valor de volver la-cabeza,
EN TISCORNIA

Desde un costado del Esperanza, que acaba de


fondear en la paz tersa y azul de la bahía, una lan-
chita automóvil nos lleva al desembarcadero de
Tiscornia, donde habremos de pasat seis días de
cuarentena.
Cuba celebra el aniversario del famoso **gnto de
Yara**— semilla roja de su independencia— y mu-
chos barcos se adornan con banderas y gallardetes
multicolores. Todo ríe a nuestro alrededor en la
transparencia lilial de aquella mañana de octubre:
las lejanías verdes de Regla y de Guanabacoa, la
española silueta del castillo del Morro, los muelles
y tras ellos la Habana, con su zumbido confuso
de
ciudad moderna, sus torres y sus millares de azo-
teas y de fachadas limpias, como dentaduras de
mujer, bañadas en sol. Aespaldas de Casa Blanca,
en lo alto de un cerro escarpado, se levanta el laza-
reto. Ninguno de mis compañeros de reclusión tie-
nde ganas de hablar; una nube de melancolía
cubre
los rostros; evidentemente aquella perspectiva de
encierro les entristece, y es lógico. ¡Hallarse tan
cerca, tan cerca de sus hQgares, y no poder correr
a ellos!... jVerlos, tal vez, y haber de conformarse
con verlos!.. Es uní^ tortura análoga a la del niño
.

que no gozará de los dulces puestos en la mesa si


antes no come una serie de platos odiosos.
Desembarcamos por un camino pendiente, re-
y
torcido, nervioso, tal que un relámpago, ganamos en
1 36 EDUARDO ZAMACOIS ^

automóvil la cumbre de Tiscornia. Estamos en la


oficina del establecimiento y su director interi-
no, don Miguel Caballero, en nombre del doctor
Franck Menocal, acude a recibirnos: este don Miguel
Caballero es un hombre cincuentón, delgado, inte-
ligente y cordial, que tiene para cuantas personas
se le acercan un apretón de manos, una sonrisa y
una frase amable. Ef médico nos toma la temperatu-
ra y luego pasamos a conocer nuestros dormitorios.
-^ Venga usted conmigo, pronto -> me dice Luis, el
camarero—; porque siendo usted el primero, podrá
escoger la habitación que más le agrade.
—-¿No hay nadie en el hotel?
—Nadie.
Luis camina delante: es un español bajito, de
hombros cuadrados, muy ágil, muy servicial, muy
risueño. Yo creo que si existiese la costumbre de
estatuar a nuestros buenos servidores, según sole-
mos haces con nuestros malos generales y nuestros
malos políticos, este Luis Escobedo tendría un mo-
numento.
Todos los departamentos son iguales y tienen
exactamente el mismo moblaje: una cama de hie-
rro, un tocador con espejo, dos mecedoras y una
mesita. Los pisos de madera, los techos altos, las
paredes blanquísimas, las ventanas y los montantes
de las puertas defendidos por sutiles redes metáli-
cas. A cada momento mi guía se vuelve a mirarme,
orgulloso de que yo lo vea todo limpio y en orden.
Subimos al primer piso
—No ando más—exclamo-; me quedo en esta
habitación.
—¿No quiere usted que le enseñe las otras?
¡Quedan muchas!
—No.¿Para qué?... ¿No son todas iguales?
todas son iguales; y, no obstante, sin razón,
Sí,
aquélla acaba de parecerme diferente; he sorpren-
do en ella como una simpatía; una especie de aire
tibio, de calorcillo inesperado,.., familiar...
Luis sonríe.
LA alegrIa de andar t37

—En esta misma habitación — dice— estuvo el ac-


tordon Emilio Thuíllier, a quien usted conocerá...
Después llegó don Enrique Borras.
~¿Ah?
— En otra ocasión tuve hospedados aquí también
al señor don Rafael Altamira y señor Cavestany.
al
—¿Es posible tanta casualidad?— interrumpí ató-
nito.
— Según usted oye. Últimamente vino poe-
lo el
ta mexicano Antonio Médiz Bollo. Con todos ellos
hice lo que con usted: darles a elegir habitación, y
todos, ¡todosl . . eligieron ésta.
El hecho, realmente, es notable. Siendo los cuar-
tos idénticos y habiendo tantos, ¿por qué preferí
aquel que mis amigos habían ocupado? ¿Dejarían
rtlgo de su personalidad en aquellos muebles y en
la serenidad impoluta de aquellos muros? ¿Thuillier,
el primero, atraería subconscientemente a su com-
pañero Borras, y los dos tirarían más tarde de Al-
tamira y de Cavestany, quienes, a su vez, captura-
ron a Médiz Bolio, y finalmente, el magnetismo de
todos influyó en mí? ¿Será necesario creer en lo
que algunos psicólogos denominaron *^influencia de
los lugares*? ¿Será cierto que nuestra piel "oye"
no hallo medio mejor de expresión— el lenguaje **

mudo de las cosas**?...


Losdías transcurren en Tiscornia muy dulce-
mente: la. aumentación es buena, el trato exquisito^
los paisajes bellísimos, de noche especialmente,
cuando la Habana enciende sus luminarias inconta-
bles, y el mar brilla tranquilo, cabalístico y magnífi-
co, al claror fantasmal de la luna. La brisa sopla,
blanda, sigilosa; sobre la lejanía negra, hileras múl-
tiples de faroles señalan el rumbo vacilante de los
caminos más excéntricos de los distintos arrabales;
abajo, en la bahía de aguas coruscantes, inmóviles,
los grandes navios, en los que arde una luz roja o
verde, insinúan sus perfiles vagabundos, y una lan-
chita, su vela latina desplegada al viento, resbala
cautelosameate» como un alma...

9
I3B EDUARDO ZAMACOIS

Las primeras horas de encierro fueron bastante


duras para nosotros; la impaciencia y el aburri-
miento—los dos peores alacranes del corazón— nos
atenaceaban sin piedad. Entonces todos nos acor-
damos de algún amigo influyente - periodista, di-
putado o ministro —
para encomendarle nuestra
liberación inmediata. Cada cual decía:
—{Esta reclusión es absurda! Yo, en cuanto llame
;

a Fulano, salgo de aquí!...


Aquel desasosiego, aquella pena, finaron pionto,
sin embargo. Rápidamente iba penetrándonos el
espíritu vigoroso y sedante del campo. El orden
monástico del establecimiento, la escasez de visitas,
el hondo olvido que parecía descender sobre nos-
otros con la lluvia que, durante horas, empapaba
pertinaz, musitadora, los caminares del jardín, aflo-
jaban nuestros pobres nervios y los pensamientos
se sumergían en el **mar muerto* de la Serenidad.
Al tercer día todos estábamos resignados, y has-
ta contentos, de descansar allí. Según sus tempera-
mentos, unos dormían, otros se olvidaban sobre las
páginas, llenas de compacta lectura, de los *ma-
gazines* americanos; algunas mujeres hacían la-
bores. Era un reposo que evocaba las costumbres
de la vida de a bordo.
Terminada la cena, en el vasto salón destinado a
comedor, mujeres y hombres nos reuníamos a tocar
el piano, a cantar, a bailar, a recitar versos, y éra-
mos alternativamente comediantes o espectadores.
Cada momento del día nos aportaba una obligación
y con ella una vigilancia. En las habitaciones cam-
paba un horario que recordaba a los inquilinos sus
deberes: había horas para desayunarse, para re-
cibir la visita del médico, para almorzar... para
dormir...
Este orden nos rejuvenecía, nos infantilizaba,
porque nos devolvía recuerdos de colegio. A la
puerta del Lazareto habíamos dejado nuestro albe-
drío, nuestra personalidad verdadera. Una volun-
tad indiscutible dictaba cuanto debíamos hacer, y
LA AL£GKÍA DS AKDAR 139

nosotros, obedeciendo, declinábamos responsabili-


dades: ahora éramos niftos. Teníamos gan-as de ju-
gar, de divertirnos un poco a costa del señor mé-
dico y del señor director. Entre nosotros se desen-
tumía aquel risueño espíritu de solidaridad que, en
los bancos de las escuelas, anima a los muchachos
contra su profesor.
Nos habían recomendado:
— Si alguno de ustedes advierte en su cuarto mos-
quitos, dígalo en seguida.
A la mañana siguiente, apenas abrí los ojos,
llamé a Escobedo.
— Ha de saber usted que en mi habitación hay
un mosquito. Llévele la noticia a los señores de la
Directiva.
—¿Un mosquito?
— Sí, Luis; un mosquito: la cosa es grave.
Luis, que al pronto se mostró incrédulo, de re-
pente pareció consternado.
— ;Lo raro es que don Rafael Domínguez me ha
dicho lo mismo: que en su cuarto había mosquitos!...
— — —
Se conoce repuse yo que anoche,! el viento
ha lanzado sobre nosotros toda una nube de ellos.
¡Corra, Luis, corra a la Dirección, e informe a los
señores cancerberos de la higiene pública de esta
infame conflagración mosquill
A la hora del almuerzo, el señor Domínguez me
susurró al oído:
—Ha de saber usted que, por pasar el rato, dije
al camarero que en mi cuarto había tnosquitos;
pero no es cierto.
—Lo mismo, exactamente, le he dicho yo— re-
pliqué— y tampoco es cierto.
Participamos en voz baja a los presentes nuestra
invención, y todas fueron risas. Aquella tarde, a la
ho-ra de la inspección médica, Luis compareció en
elsaloncito a decirnos **que, aunque registró hasta
debajo de las camas, no había podido hallar ningún
mosquito*. El «eñor Domínguez y yo nos miramos,
luego miramos al médico... ¡Carcajeo generall... To-
1 40 EDUARDO ZAlíACOIS

dos veíannos a la Dirección inquieta y a Luis, ar*


mado de una escoba, persiguiendo detrás de los
baúles y bajo las camas al terrible díptero portador
de lamuerte.
La víspera de salir del Lazareto, y momentos an-
tes de la visita médica, varios pasajeros nos meti-
mos un buen trozo de hielo en la boca para asom-
brar al doctor con nuestra pérdida de temperatura...
De Tiscornia conservo un buen recuerdo, una
impresión de frescura, de equilibrio, de paz; fueron
aquellos seis días de reclusión días de reposo fí-
sico, pero de altísima actividad mental; días dilectos,
días proceres, contemplativos, en que los horizon-
tes interiores se intensifican y se hacen más gran-
des. Y
para mejor embellecerlos, la amabilidad, la
cortesanía, con que en aquella casa se recibe al via-
jero; una elegancia que recuerda algo de esa dul-
zura que aplicamos a los convalecientes...
OCHES HABANERAS

El Vedado.

El barrio más hermoso y aristocrático de la Ha-


bana—la ciudad seductora— es El Vedado. Fronte-
rizo del mar, comieiiza en la plaza Maceo, en cuyo
centro el general libertador, a caballo, recorta sobre
el violento azul del cielo caribe su severa silueta de
bronce, y llega hasta la desembocadura del río
Almendares.
Con sus calles arboladas trazadas a cartabón, sus
jardines y sus parques de frondas tupidísimas, y
sus hételes, muchos de ellos de aspecto suntuario,
El Vedado da una impresión de paz, de contempla-
ción y apartamiento. Su belleza, aun en primavera,
es una belleza otoñal. Campos feraces sembrados
de palmeras, lo ciñen por el lado de tierra, y el
mar— de noche especialmente —lo entristece con la
voz milenaria de su inquietud. Recibe, de consi-
guiente, de la tierra, el impreciso dolor de las cosas
inmóviles, y del océano, aquel otro dolor de despe-
dida de sus olas errantes.
[El Vedado!,., Por rara coincidencia encubre este
nombre una idea de prohibición. Efectivamente,
allí donde no hay comercios, ni fábricas, ni casas
de
vecindad, los pobres no pueden adaptarse; el pre-
cio exorbitante de los alquileres
y de los alimentos
<io prohibe», £1 Vedado es el arrabal predilecto
de
14a EDUARDO ZAMAC0I3

los herederos ricos, de los fabricantes opulentos,


délos buenos burgueses que consiguieron formarse
una rentita tras cinco o más lustios de ásperos com-
bates. El ensueño de todo habanero trabajador y
medianamente ambicioso es «poseer un hotehto en
El Vcdado> cuyo precio nunca será inferior a veinte
,

mil duros. Siempre que el marido reahza un nego-


cio feliz, el matrimonio sonríe: la cifra ha bailado
ante sus ojos aurífera, deslumbrante.
— Ya falta menos —dice la esposa.
—Sí; ya íalta menos- repite él.
Los niños, que mil veces oyeron hablar de aque-
lla casa dónde habrá rosas y árboles y pájaros
habladores, también sonríen. El ensueño va acer-
cándose... y llega al fip, pero sin alegría. ¡Curioso
y mortificante contrasentido! El Vedado, que sim-
boliza el finar de tantos afanes, el sosiego de tantas
vigilias, el ramo de olivo de tantas batallas, es pro-
fundamente melancólico. La vida perpetúa un inter-
cambio de fuerzas; no hay acción que no acarree
una reacción; los objetos y paisajes que nos rodean
nos influyen y asimismo nosotros los influímos y
modificamos; somos yunque y martillo. De aquí, tal
ve¿, la nostalgia dulce, lentamente invasora, de El
Vedado. Es la tristeza de todos los desenlaces; la
tristeza de la hoguera que ^e apaga, del viaje que
termina; la melancolía con que el telón desciende,
semejante a un enorme párpado, sobre la emoción
de la última escena. Aquellos hotelitos de aparien-
cias pompeyanas, de jardines enflorecidos, rezuman
la secreta pesadumbre de sus propietarios; lucha-
dores que ya no pelean, ni ambicionan, ni dudan,
ni ríen, como en su juventud.
De noche, esta pena nos sobrecoge me|or.
Él transeúnte camina distraídame«te, mientras
observa. Las calles rectais, sohtarias, se abren entre
el denso follaje umbrío con que la hiedra cubrió las
verjas de los parques. De cuando en cuando, lejos,
el momentáneo estrépito de un tranvía que pasa, o
el trompíeteó de un automóvil. En algunas esquinas
LA ALEGRÍA DE ANDAR I4g

llega hasta nosotros, traída por el viento, la voz del


mar. Hace calor. En el pórtico de los hoteles, al
amparo del techo sostenido por varias columnas
que dan al atrio cierta gracia de templete griego,
las familias buscan la frescura nocturna. Un arco
voltaico vierte su raudal de luz alechigada sobre la
albura de las paredes, y dibuja las figuras, maci-
lentas y elegantes. Cada cual ocupa una mecedora:
los padres, viejos y gordos; las hijas, gráciles, ner-
viosas, trepidantes, vestidas de blanco; aquéllos, se
balancean de un modo; éstas, de otro; sin embargo,
todos lo hacen decaídamente: los vie j os, porque aquel
hoteli to es el colofón de su vida; no pasarán de allí;
las niñas, por lo contrario, exactamente: porque su
verdadera vida no está en aquel hotel... sino en
otro... ¿Cuál?... Tienen esos retiros de El Vedado
una dalzura sedante de sanatorio, un reposo de

playa; pero también tienen especialmente en el
hechizo fantasmal de las noches lunadas—la emo-
ción pasional de una reja andaluza.
Luego, bajo el silencio lleno de aromas y de sa-
vir.s, lleno de sombras, vibran las notas de un piano.
¿Quién lo toca? Una mujer que se aburre, sin duda;
porque cEllas» desahogan así, por medio de la
música, esos grandes dolores arcanos que nunca
nos dirán. En vez de echarse a llorar,^ abren el
piano; las notas fatigan y sosiegan sus nervios como
si fuesen lágrimas. ¿Para qué florar, cuando Beethb-
ven lloró por todos nosotros y lo hizo tan bien?...
Calla después el piano, y el silencio entonces pa-
rece adquirir una densidad nueva. El Vedado, con
la blancura de mausoleo de sus hotelitos hundidos
en la fronda tupida, es como un cementerio en el
que acabase d^ cantar un pájaro.
r44 EDUARDO ZAMACOtS

Los teléfonos.

En la Habana se emplea, desde hace muchos


años, el teléfono automático, que permite comuni-
carnos (directamente con quien deseamos hablar; es
decir, sin necesidad de implorar la desvaída dili-
gencia de las señoritas empleadas de la Oficina
Central. Sin duda este teléfono es el mejor, por ser
el más rápido, al par que el más cómodo, el más
seguro y el más secreto.
El amigo genial, el camarada insubstituible de las
^

mujeres que se fastidian, es el teléfono. Las haba-


neras lo adoran y ellas saben por qué. A su lado
no existen penas. Varias muchachas se aburren en
una casa» Agotáronse las conversaciones y las ri-
sas; media la tarde y aún faltan dos horas para que
venga el automóvil que ha de llevarlas al Malecón.
¿Qué hacer? Una de ellas pregunta:
—¿Hay teléfono?
—Sí.
—Pues vamos a hablar.
—¿Con quién?
— [No sé!Con cualquiera. iVenidl...
Todas aplauden y corren atropellándose hacia el
aparato brujo que sabe traernos al oído la caricia
de las voces amadas que viven lejos de nosotros. El
teléfono sustituye ventajosamente al piano; distrae
más. Por teléfono llamamos al médico o preparamos
una cita. Es sincero: por teléfono decimos verdades
quei de otro modo, no saldrían de nuestros labios.
Él teléfono es la broma, el chisme, la calumnia, la
fantasía desenfrenada... ¡todo! Es la humanidad sin
careta. Esa bocina que se lleva nuestras palabras,
tiene mucho de confesonario y de carnaval.
El teléfono es la suprema alegría de El Vedado,
?r por sus hilos, en el silencio augusto de sus ve-

adas, millares de palabras y cataratas de risas


vuelan sigilosas hada y desde la capital. Primera-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 145

mente hablamos con nuestros amigos, y si alguno


de ellos sabe música y de su aparato
la colocación
telefónico lo permite, le rogamos que toque o cante
algo al piano. Cuando hemos agotado el número de
nuestros conocidos llamamos a cualquiera: para
esto buscaremos en la Guía de Abonados aquellas
personas que, a causa de la extravagancia de su
apellido, invitan a serembromadas.
Cuatro hermanas empujan, se pellizcan
ríen, se
y devanan diabluras, al pie de un teléfono. La me-
nor acaba de cumplir trece años; la mayor no pasará
de los veinte. Son las diez de la noche. Los papas
duermen a pierna suelta al otro extremo del hotel.
Blanca (la primogénita^ arrebatando la Guía
de manos de Fanny). —¡Trae, tú no sabes!...
Fanny.— Busca en la C.
Eva. — Busca en la M. En la M hay apellidos
muy graciosos.
María Luisa. — ¡Mejor es la G!
Blanca. — No, señoras. Dejadme a mí. Aquí está
la C. (Leyendo.) Campos... Conde... Cordero...
Cuervo...
Eva
Todas

(interrumpiéndola), lEse es buenol...
(impacientes), —¡Ese es buenol {Pal-
motean,)
Blanca. — Aguardaos... aguardaos... jConejol
¡Este es mejorl...
Todas.— ¡Sí, sil... ¡Conejo, Conejo!... (Coro de
risas)¿Qué vamos a decirle?...
Blanca.— ¡Silencio, que vais a despertar a papá!...
(Descuelga el auricular y hace funcionar el aparato.
Una pausa,) ¿El señor Conejo?...
Silencio. María Luisa, Eva y Fanny procuran
ahogar su hilaridad metiéndose un pañuelo en la
boca. AEva, con la risa, se le aflojan las rodillas
y viene al suelo. Vibra un timbre.
Todas (en voz baja).— Ahí está...; ahí está...
Blanca (grave), --lEl señor Conejo?
El Teléfono.— ...

Blanca.— Muy señor mío. Óigame, señor: antes


146 EDUARDO ZAMACOtS

de pasar adelante yo le ruego que diga su edad...


El Teléfono.—...
Blanca.-— Después le explicaré mi pregunta.
El Teléfono.—...
Blanca {que comienza a perder su seriedad). —
¿Cuarenta años?,.. Va usted a estar algo duro; pero,
en fin. Le he molestado a usted porque mafVana he
invitado a ahuorzar en mi casa a varias personas,
y me gustaría comérmelo a usted con arroz
El Teléfono {dice una grosería),
Blanca {reventando de nsíi^.— Esa contestación
es impropia de la timidez que caracteriza a los
conejos.
El Teléfono {replica con otra grosería),
Blanca {soltando la carcajada), — jPeor para ti,

animalejo ridículo! Dispararemos contra ti nuestros


fusiles vengadores. ¡Muere! ¡jPumll
Todas {acercando sus labios a la éoerma).— |Pum,
pum, prurrumpumpumí...
Blanca.-— ¡Muriól...
Convulsionadas de risa, las cuatro hermanas se
dejan caor, unas en un sofá, otras en el suelo. Una
tregua.
La voz de papá, desde las profundidades de la
casa:
— {Niñasl... ¿Qué algazara es esa?
Nadie responde, y las cuatro delincuentes, que
habrán conservado exactamente las mismas acti-
tudes en que las sorprendió la voz, se miran lle-
vándose un índice a los labios. Otro silencio. Papá
no ha vueUo a hablar; evidentemente papá se ha
dormido, Albricias!
j


FAninY {hojeando la Gufa), Aquí tenemos un se-
flor Pedro Pi, admirable. Veréis...
El teléfono responde.
Fanny.— ¿El señor Pi?...

Fanny.— Le llamo para preguntarle si es usted


un hombre, un mosquito o un ferrocarril.»
LA ALEGRÍA DE ANDAR 1 47


Fahny. Mis hermanas y yo Je odiamos. Día y
noche está usted haciendo: Piiiii... piiiiii... piiiiiii,.,
A Fanny la estrangula una ola de risa, y suelta
el auricular, que va a chocar violentamente contra
una mesa. Una estatuilla de porcelana viene a tierra
y se rompe.
Aparece el padre; cejijunto, bigotudo y barrigón.
Viste pityama; su figura se recorta del fondo negro
de la habitación contigua, como un retrato que, de
pronto, hubiese llenado el ancho marco vacío de la
puerta

jNiñasl... ¿Qué es esto? jFuera de aquíl...
Ellas escapan
El Papá {mientras arregla la bocina que quedó
colgando, y sin saber que lo mejor de la Vida es la
Risa),—'Estos demonios de chiquillas no hacen más
que jugar.
*-
Apaga la luz. Una tristeza juiciosa invade el hotel.
CUBA PINTORESCA

El bandido Manuel García y Ponce de León, cu-


yas tristes hazañas le valieron el teatral sobrenom-
bre de "Rey de los campos de Cuba**, pertenece a
la dinastía de aquellos pintorescos bandoleros es-
pañoles amigos de robar y de repartir el bien, a la
vez crueles y compasivos, codiciosos y espléndidos,
caballeros andantes a su modo de un ideal iguali-
tario, que tanto dieron que hacer a la fantasía de
los novelistas y a los remingtons de la Guardia Ci-
vil. Manuel García no guarda semejanza ninguna
con esos ladrones de frac que "operan* y seducen
marquesas en los Jilnts de la Casa Pathé: con su lin-
do talle, su juventud y sus prestigios de enamora-
do, de generoso y de valiente; con su ancho som-
brero echado sobre el rostro moreno y de corvo
perfil, su largo machete, su cuchillo de monte, su
rifle a la espalda y sus buenos caballos, encarnaba
y resucitaba las leyendas rojas de José María, el
Tentpramllo, y de üiego Corrientes. Dentro de su
aperreado oficio, García era "un clásico". Exami-
nando su biografía, puede asegurarse también que,
aun prescindiendo de la orientación política que
inspirase sus últimos actos, el célebre facineroso
cubano parodia a los más célebres capitanes de to-
das las eenturias. La civilización ha reconocido
que, conquistadores y bandidoé, hermanos son de
la gran Cofradía de la Rapiña, y sin otra diferencia
entft tUosiiiiela puramente formal nacida de que
150 EDUARDO ZAIÍACOIS

los primeros, cuando robaban, hacíanlo en nombre


de la civilización, y los segundos, no. La mitad de
los éxitos de un hombre deben atribuirse a su
época: Manuel García, ciudadano cartaginés, hubie-
se llegado a ser quizá un Aníbal; Escipión, ciuda-
dano del siglo XX, probablemente habría finado sus
días en una cárcel. Hay que nacer a tiempo.

Manuel García nació en las inmediaciones del


puebiecito de Alacranes, el 15 de Julio de 1850, y
en el curso de su terrible historia surgen, a cada
momento, coincidencias y presentimientos que vier-
ten sobre ella la luz sangrienta - luz de Fatalidad-
de la tragedia griega. Diríase que, desde la cuna,
una mano roja avanzaba, el índice extendido, de-
lante de él, señalándole un camino de perdición.
El día de su bautizo, doña Isabel y don Vicente,
padres de Manuel, organizaron una fiesta: hubo
merendona y baile, y el vino corrió copiosamente.
De pronto, por una trivial cuestión de caballos, dos
invitados comenzaron a discutir; a poco salieron de
sus vainas los machetes, y como uno de los conten-
dientes, apellidado González, resultase gravemente
herido, el dueño de la casa dispuso que le traslada-
sen a su lecho. La sangre del herido empapó las
sábanas. Entonces doña Isabel, la madre del recién
nacido, se echó a llorar.
— iQué desgracia -*- repetía supersticiosa — qué
desgracial ¡Esto ha de traerle a nuestro hijo el *mal
hechizo**!
Hasta los diez años el muchacho no aprendió a
leer; aficionóse entonces, con febril entusiasmo, a
los gallos y a los naipes, y fué para jugar para lo
que realizó su primer robo. En estas andanzas pe-
ligrosas le acompañaba y servíale de mentor y es-
cudero un negro esclavo, joven^, llamado Tomás.
No obstante la notable diferencia de edades, To-
más y Maoqel frateroaabim, y apoyábanse mutua-
LA ALEGRÍA DE ANDAR I51

mente en sus designios y propósitos con notable


eficacia. El niño, precozmente aventurero y bravo,
comprendía al hombre.
Cierta noche se jugaba a "los prohibidos** en un
bohío. Componían la partida Manuel y su amigo, y
otros tres individuos de la peor calaña. Los dos
primeros perdían, y era evidente que sus contra-
rios tiraban con ventaja. Como Tomás lo recono-
ciese así, insultó a uno de los ganadores, apodado
Tojueguifiy quien, ofendido, sacó su machete. Echó
mano Torneas al suyo, y se acometieron. La pelea
fué larga y feroz. Tomeguin recibió dos golpes te-
rribles: el primero, en la cara; el segundo, en un
hombro. A poco, desfallecido, dio un mal paso y
cayó, soltando su arma, y Tomás, viéndole ya
indefenso, le macheteó con encarnizamiento salvaje
hasta matarle. Los amigos de Tomeguin escaparon,
llevándose el dinero. Llorando Tomás, abrazó a
Manuel.
—Tengo que huir— le dijo — ; adiós para siem-
pre...
Y desapareció en la enorme tiniebla de la noche
y del bosque. El muchacho regresó a su casa por
caminos extraviados, para no ser visto; el abrazo
del negro le había cubierto de sangre la camisa. La
jettatura se repetía.
Ya era Manolo García un mozo muy pinturero,
muy buen jinete y muy holgazán, cuando se ena-
moró de Rosarito Vázquez. Ella le correspondió.
Poco después, en un ''guateque*, un alcalde de ba-
rrio se empeñó en danzar con Rosario; negóse la
muchacha, diciéndole que ella no bailaba más que
con su novio, y como el indiscreto insistiese y afta*
diera a su porfía frases descorteses, Manuel García
le abofeteó. Contra toda justicia, el galán fué preso.
Cuando recobro la libertad, el mozo se casó,
aplicóse al trabajo, y durante cerca de un año ob-
servó intachable conducta. Entretanto, su madre,
cansada dfe soportar los crueles tratos de su segun-
do marido, habiase marchado a vivir con ua ejión
152 EDUARDO 2AMAC0IS

José García Gallardo, rico hacendado. Transcurrían


los meses tranquilos, felices, monótonos, iguales.
Una tarde, Manuel llegó de visita a casa de su ma-
dre en el momento en que Gallardo la maltrataba
de obra. Cególe, como es lógico, la ira, y acome-
tiendo a Gallardo, le hirió gravemente. Tambi*én en
— —
este caso según casi siempre acontece los tribu-
nales de justicia, contra toda razón, favorecieron al
más fuerte, y Manuel García fué procesado y lle-
vado a la cárcel por segunda vez.
Al acabar de cumplir su condena, el futuro **Rey
de los campos de Cuba** ya era un bandido. Las
qKe pudiéramos llamar ''primeras letras** del ban-
dolerismo, las cursó bajo la dirección del entonces
famoso salteador Carlos García; pero pronto apar-
tóse de su jefe y organizó una cuadrilla. Todavía,
sin embargo, sus faltas no eran demasiado graves
y podía redimirse; todavía no había desnudado su
machete para robar...
Los accidentes que definitivamente le aherroja-
ron en elcrimen, vinieron después. Fué en 1883.
Manuel tenía relaciones secretas, en el pueblo de
Quivicán, con una joven de rara hermosura llamada
Juana María. Cierta noche, y sin que nadie averi-
guase cómo el incendio se produjo, la casa de Juana
María ardió; Manuel acudió al peligro, y con riesgo
inminentísimo de su vida, libró de las llamas a su
amada y a su familia. Ya en salvo, el padre de la
moza acusó, sin razón, a Manuel García de incendia-
rio. Protestó éste con exasperada vehemencia de
tan abominable delito; enredáronse las palabras y,

con ellas, los denuestos, que crispan los puños y ca-
lientan la sangre; salieron los machetes a pedir ven-
ganza de las ofensas, y el padre de Juana María
quedó herido de gravedad. Manuel volvió a la
cárcel.
Cuando salió de ella, gracias a los mañosos em-
peños de cierto abogado, Manuel, con una honra-
dez impropia de su oficio, comenzó a buscar las
teinte onzas que su defensor le había pedido. Un
,

LA ALEGRÍA DE ANDAR 1 53

propietaria, bien porque le estimase o porque le te*;


miesei la facilitó doce onzas^- faltaban ocho, y para
hallarlas Manuel García determinó robar una yunta
de bueyes. Pero tampoco esta Vez el aísjar le, fué
propicio: una pareja de guardias civiles, de las va-
rias que iban siempre siguiéndole los pasos, le dio
el «alto»,^ y Manuelpde dos machetazos, mató a uno
de ellos.
Entonces, considerándose irremisiblemente per-
dido, escribió a su mu je» la siguiente carta:
*Todo el mundo sabe que yo soy el autor del cri-
men de la Gía; pero nadie sabe que las circunstan-
cias me han obligado a cometerlo. Desde aquella
mañana soy un bandido míls, y Dios disponga de mi
suerte. Las doce onzas que te dejé para entregár-r
selas al abogado, quédate con ellas, pues te harán
más falta que a él seguramente. Por cumplir mi pa*
labra me he perdido. Que sea lo que Dios quiera.
Tu esposo, ManueL*^
Es un documento curiosísimo: su autpr, refirién-
dose a su crimen^ dice: *^las circunstancias me han
obligado a conleterlo**; por dos veces invoca el
nombre de Dios, y acaba sometiéndose meíancólica-
mente, pero sin protestas, a la voluntad divina. M^*
nuel García, que, por descender de españoles, des-
ciende también de árabes, se entrega a la Fatalidad.
Enlo sucesivo, la historia, tristemente ha2a|\osa>
del Rey de los campos de Cuba* devana una pe*
** >

lícula bermda, de horror y pesadilla. Primero le


vemos en Cayo-Hueso, foco entonces del separa-
tismo cubano; luego regresa a su patria, y pront<^
su nombre llega a ser popular. Baldíamente s^ .le
persigue; él, osado y astuto, manirroto con cuantos
le ayudan y feroz con los que le venden, es más
fuerte que todos. Uno tras otro, los generales Sa-
lamanca, Lachambre, Polavieja, Chinchilla, Ma-*
fin, etc.; iJcsplegaa sus recursos mejores para capt
turarle. Nadar consiguen. El número de sus aliadlos
es iiicontableí porque él sabe derrochar entre eiloif
su dinero: un pañuelo anudado ml^barfindife^^^i^
10
154 S^UARDO 2AMAC0X8

uti baleen, unas ropas puestas a secar sobre unas


matas, la décima que un boyero va cantando dentro
de su carreta..., son otros tantos avisos para el ban-
dolero. Manuel García, satisfecho de sí mismo,
ama su gbría, su infame gloria de gran criminal,
y procura aumentarla. Le vemos cuidarse como lo
haría un artista, un torero o un boxeador. El insig-
ne forajido no bebe, no juega, huye de las muje-
res y se es fue^rzá— ¡contrasentido admirablel—en
que todos los hombres de su cuadrilla observen
conducta ejeróplar. A los cuarenta años, Manuel
García, Sétuestrador, cuatrero, incendiario y asesi-
no, era un hombre de buen talle, delgado y hercú-
leo, de labios risueños y finos, que vestía bien,
jineteaba en buenos caballos, hablaba urbanamente
y se burlaba de la Guardia civil.
A fines de 1894 se dijo que el *Rey de los cam-
pos cubanos*' había muerto, lo que no era verdad,
por cuanto meses después le vemos reaparecer,
mas no ya con su antiguo carácter de bandolero,
sino como guerrillero o cabecilla, al servicio del
grito de independencia lanzado en^aire.
La noche del aj de Febrero de 1895 marchaba
Manuel García rumbo a Matanzas y al frente de
unos cuarenta hombres que pudo reclutar en los al-
rededores de Geiba-Mocha, Entre ellos iban su her-
mano Vicente, el mulato Plasencia, Callo Sosa,
Asunción la Muerte y otros bandoleros que habían
peleado largo tiempo a sus órdenes y gozaban de
su confianza; los demás eran campesinos, gentes
honradas a quienes animaba un ideal impreciso de
libertad y niejormmiento.
Al enfrentar la tienda de comestibles de José
Fragüela, situada al borde del camino, los subleva-
dos €e detuvieron, y Manuel García penetró solo en
la fcasa a pedirle a su dueño, y en nombre de **la fu-
tura república cubana**, todo el dinero que tuviese.
Aloque Fragüela -acaso por patriotismo >r accedió
ioIídtOi entregándole fmventa centeni^Sr tres Luises
y Beéenta pesos en plata* :
LA ALEGRÍA DE AHDAR I55

Mieutras el cabecilla» sentado ante una ancha


mesa que por allí había, redactaba el •recibo** co*
rrespondiente a la cantidad que Fragüela acababa
de donarle, se oyeron por él lado del camino voces
y ruido de lucha, sonaron varios tiros, y cuando
Manuel se levantaba para informarse de lo que ocu-
rría, lanzóse en la trastienda el sacristán de Cana-
sí, don Felipe Díaz, a quien Piasencia y otros per-
seguían. El acosado corrió a refugiarse detrás de la
mesa. Mai:iuel García procuró salvarle, gritando:
—¡No matadle, no matadlel.,.
Pero su intervención fué inCtil; el mulato Plaseji-
cia, sobre todo, parecía borracho de sangre, y el
sacristán sucumbió a machetazos.
Consumado el Crimeii, la partida reanudó su
marcha.
Serían las diez y media de la noche cuando los
sublevados se cruzaron en la carretera de Matan-
zas con un individuo de a pie, llamado González.
Piasencia, que cabalgaba al lado de García, adelan-
tóse para dañé el "jquién vive!** El interpelado
repuso:
— jEspañal...
Piasencia disparó contra él su revólver, matando^
le. Casi al mismo tiempo sonó un segundo disparo,

y Manuel García vaciló sobre su silla y cayó al sue-


lo, Hubo unos instantes de indescriptible
niuerto.
pái>ico. Al quedarse $in jefe, los sublevados, mo-
mentos antes tan animosos» perdieron todo su va-
lor.Cpmo obedeciendo a un instinto» varias voces
gritaron:
— jLa Guardia civil!... ¡La Guardia civil!...
Y en pocoa segundos, aquellos cuarenta hombres,
desbandándose, desaparecieron en'la obscuridad
de los campos sin lunr..
¿Quién mató a Manuel García? No se sabe. Di-
cen que un individuo de su partida. Dicen también
que González, el cual, al caer, disparó contra sus
agresores. Otros aseguran que a Manuel se le dis-
paró ciasufldm^íate el revólver qu^ Ucvab|i en la
ÍJÓ ¿DUARDO ZAllACÓtó

mano.*. Pero si fué González, coincide— azar extf^-


ño-rreste apellido con el del herido que, el día del
bautizo del "Rey**, lé vaticinó, cotí §u sangre, su
jeUaiura.
El s0or Rabadán, a la sazón teniente dé la Guart
dia civiL recogió el cadáver, que tardó varios día^s
en ser láentifi jado. Los vecinos de Ceiba -Mocha
tíO recordaban haberle visto nunca; pero les sor-
prendía ^1 aspecto de aquel hombre rú&tico al
parecer, y que, sin embargo, iba vestido limpia-
mente y tenía las manos cuidadas. Al cabo, el ne-
gro Osma, enemigo personal del cabecilla, le reco-
noció:
—¡Es el.|nismo Manuel Garcíal—cuentan que ex-
clamó apenas le viera—; |miren cómo se ríe!...
Efectivamente: aquella sonrisa iría, irónica, cruel,
era ^'el gesto** del famoso **Rey*; la expresión que
llevó, siempre encendida en su rostro como una
luz...


Volvíamos de Matanzas, en automóvil, el doctor
Antonio Covlas Gueí-rero y yo. Ante nosotros, la
carretera re\^erberaba bajo el sol, amarilla como un
arroyo de champagne. Cuando cruzábamos el pue-
blo de Ceiba-Mocha, cuyo caserío de planta baja,
humilde, genulnamente criollo, se levanta' a ambos
lados del camino, CovasGuerrero éxclanió: :^

-—En el tJeniertteríd dé aquí fué énterrátfo^ Mahuel


García,
Delante dé una tienda, un cura bajito,' apoyado
en un grueso paraguas, platicaba con varias pérso-
días. La figura del ensotartádo y el reeüerdó del
bandidp célebrj^ se asociaron en mi espíritu. Mandé
parar él autombvil, y eché píe a tierra.
—¿Usted sabría decirme si la tumba dé Manuel
Gtrcía se halla en el camposanto, de Criba-
Mbchá?... V
El cfiritá,^ pequeño, détrihó y étíjutO,mé húró
LA ALEGRIa de andar I57

atentamente; quitóse el sombrero para mejor secar-


se el rostro, y púsose su paraguas debajo dé un
brazo. ,^
— Efectivamente—iTepuso— a Manuel García se
lé inhumó aquí; pero años más taí-de, sus restos,
que iban a ¿ér llevados al osario, desaparecieron...
Había truntído el ceñó y |)arecía recordar. Sus
ojuelos curiosos parpadeaban molestados por el $ól.
-Quien podría informarle bien de todo cstb es
el señor Mouriflo. Vaya a verle; él vive allí..,
Y la ct)htera de su Voluminoso paraguas n^c se-
ñalaba una dirección y una casa. El señor- Luis
Mouriño rae acogió muy amablemente: era iki hom-
bre cuarentón, alto, cenceño, nervioso, en quiealos
ademanes, de una vivacidad completamente tropi-
cal, adompáftaban, y a veces precedían, a la palabra.
Mouriño conserva las ^Partidas* de casamiento y
de def\jnción de Manuel García; el certificado mé-
dico de los dos profesores que le hicieron h. autop-
sia; la mesa tras la cual se refugió Felipe Díaz, y
en la que el machete del sanguinario Plasencia trazó
pavorosas cicatrices, y otros objetos y documentos
interesantes.

—¿Y los restos de Manuel García? pregunté.
El semblante del señor Mouriño resplandeció:
— Esos los tengo yo desde hace mucho tiempo
Cuando los exhumaron, para echarlos a la fosa co-
mún, yo los recogí, y aquí están, guardados en un
cajón que va usted a ver.
En efecto; abierto el cajón a golpes de formón y
martillo, apareció un puñado de huesos bastante
deteriorados, más que por el tiempo, por la hume-
dad. Para retratarlos los sacamos al patio, lleno de
sol, y los colocamos sobre una mesa: ¡la mesa, pre-
cisamente, de que antes hablé!
Varios individuos, vecinos o camarad&s de Moi'-
riño, se acercaron; les animaba una emoción hecha
de curiosidad y de tristeza. Algunos, ya viejos, ha-
bían conocido y tratado a Manuel García. Mientras
el fotógrafo calculaba distancias y disponía su má-
quina, lo$ circunstantes guardaban un ^encíd eiro*
cativo.
Alguien dijo, refiriéndose al "Rey*:
-r^Fué un hombre todo nervio; un hombre que,
para hablar, no se arrimó jamás a la pared..»
pbservactón que, bajo el clima de Cuba,^ tieiie
una elocuencia defínití^^a.
Otro, después de suspirar, cogió el cráneo del
•Rey*, y, lentamente, fué dejando caer estas pala-
bras sencillas, trágicas, dignas de los lívidos labios
de tíamlet:
—¡Quién iba a decírtelp, Manuel!... ¡Tú, que tan-
tas veces nos hiciste correr a todosl...
Detalle final, precioso:
Esta crónica ha Sido escrita con el mismo mangó
de pluma con que, en la tienda de Fragüela, Manuel
García, minutos antes de mQ;rir, escribió su nombre
por última vez.
LAS ADMIRAtíORAS

El tipo de Don Juan es multiforme. Ademán dtel


clásico Don Juan de trusa, gorrilla etnplumada y
capa carmesí, que inspiró a Tirso de Molin^, y de
aquel Marqués de Frióla^ que escribió La vedan,
conocemos r\ Don Juan artista, el Don Juan militar^
el Don Juan boxeador, el Dort Juan jockey y el Don
Juan torero... Porque, para decirlo de una vé2, las
mujeres-calmas de alondra ~- hállanse indinadas
siempre a prendarse 'del hombre del día*; de aquel
a quien sus bien cimentados prestigios, b aca^ un
hecho o alarde cualquiera, subió mom:entáneamcnte
a las cimas refulgentes, cautivadoras y escandálóisás,
de la Actualidad. Deslümbradas por ese brillo-, no
consideran los peligros de acercarse a un perító-
naje así, ni los caudales de fatiga y de melancolía
que suelen am^^argar su corazóiiv ni cuan difícil es
encauzar un espíritu que jamás conoció rombo. Por
no mirar Ellas—*^las eternas, las adorables soñado-
ras— tatnpoco se detienen a considerar que este
Doh Juan que ahora pasa, rii siquiera es joven...
La acción puede desarrollarse, si queréis, en Ma-
drid, o en lá Habana, o en Guatemala, o eti Méxi-
co..
. ¿qué importa el escenario si la humanidad, en
todas partes, es la miisma?:..
El empleado del 6«r^a«' del hotel acaba de élítre*
gar una carta at)oñ Juan, que en aquél momento
Va, canóho át ta talle, poniéndioá^ los^uiáütes, ^el
X60 EDUARDO ZAMACOIS

gabán al brazo, un tabaco entre los blancos dientes,


elmirar ávido, vanidoso y feliz.
— —
¿Otra aventura? le pregunto.
*E1 hombre del día** sonríe disimuladamente,
pues él sabe que la discreción es virtud que las mu-
jeres tasan en mucho.
—Sí— responde -un anónimo, con una cita para
esta noche. [Seis citas en dos días! No debo que-
jarme.
Luego, mienírftá c^tiiinamds pausados bajo la
alegría de los primeros faroles encendidos, este
Don Juan, en cuyas sienes el Tiempo y la Emoción
sembraron abundantes hilos de plata, se anima a
disertar «Mcerca c|q I4 admiración y del amor en la
y dielos ségurísímps filamentoso raicillas mujer,
qi^e ligan ambos sentimientos.
-—El amor— explica— es que podríamos llamar
lo
^
uri Tíséntimíento-térmiiio", o /sentimiento-límite";
porque.es tan fuerte, tan absoluto, que lo invade
todo y de manera quede él no puede derivarse
ningún otro. Ante su imperio despótico, la razón
desaparece y hasta el sentido cqmún escapa tapán-
dose los oídos. El amor campea, tal que un gallar-
*
deíe en la cumbre de nuestra gama emocional^ y
como se nutre de sí pis^o, de su propia substancia,
I
no necesita de extraños íibonos. una rau¿er ornará,
siri explicármelo, a un borracho, a un ruin, a un la-
drón, aun deforme. Uña niujer, puede despreciar a
un íiombjrf con toda su alma, y adorarle. con toda su
atm^..,4Se ama ''porque sí**!

'Al decir esto hay un sileilicio, y^en el rosero, tan


de mi interlocutor, tiembla una sombra;
e;!Lpr^sivó,
ía S€)mbra de un remordimiento, tal vez. Siji duda
B^cuerda. Y continúa: v ;

N^Et amor es como su hermano ^1 fuego. La


muerte le sigue: su' rastro és de cenizas, de dolor;
del ániorqué sé apagóno nace nada. No así la ad-
.
miración; implifca una' nipqión dq inferioridad y un
, deseo yágp pe sacrificio. Por es$o la considero emi-
f Jiea^^fl^.;|fea<^toa^;y |p<)r uaa de las
I.A AUGÜÍ A DE Alf OAR Jía

fujeüt^ idas ablandantes del amor: en multitud de


ocasiones suele ser su alcahueta máa astuta^ su abo-
gado más elocuente. La admiración es una cama-
rera que alfombra de rosas el camino por donde su
dueño, el Amor, el dios de los pies desnudos, ha de
cruzar después. La mujer que admira a un hombre
i^e halla ^n inminentísimo peligro de quererle; taji-
to, que bastará un gesto de él para que aquella ve-
neración se transmute en cariño. ¡Claro es que, al
hablar así, me refiero casi exclusivamente a las mu-
jeres inteligentes, a las impresionables, a. quienes
hace vibrar más una palabra que una caricia!... ¡A
las dilectas, que se embriagan por igual con los
paisajes y los besosl...
Donjuán, que ha encontrado su inagotable vena
lírica, va a proseguir* Yo le interrumpo:
— ¿Pero cree usted que una mujer llegue a incH-
narsei coa afecto sensual, hacia un hombre viejo y
feoí por el mero hecho de admirarle?
—^^jEvidentementeJ...
Muevo la cabeza a un ladp y otro, en señal de
duda.
— Evidentemente —
repite, acalorándosC'-r-y las
biografías de los grandes conquistadores y do los
más ilustres artistas, colmadas están de anécdotas
,

que confirman mi aseveración. ¿Un ejemplo? El


vizconde de Chateaubriand, ya octogenario, y, sin
einl^argo, adorado, perseguido, por u^a muchacha
de diez y sietq abriles* Las mujeres poseen el don
maravilloso, divino, mejor dicho, de magnificar las
cosas, de cambiar en suprema belleza lo que, acaso
sea definitiva fealdad*
Se interrumpe para sonreír a una memoria hala-
güeña, y concluye:
—Yo, en Mérida de Yucatán, conocí a una rubia
exquisita, adorable dos veces, por hermosa y por
espiritual^ ía cual, después de leer Fatts/o, se ena-
moró— y enamorada estuvo mucho tiempo-*de un
retrato de Goethe...,
La feliz, exp^rieacia 4e Don Juan idivi4e a 1
l&l EDUARDO ZAHACOfS

mujeres que escriben cartas de amor a los artistas


célebres en tres grupos
-^En el primero, según el orden cronológico—
dice— figuran las * provisionales* del arrior^ las im-
pacientes que, apenas averiguan la llegada del "gran
héímbr^^ por los periódicos, se apresuran a cono-
cerle: unas, por curiosidad sensual; otrad, por sno-
Aís^tt) elegante.
En todas las ciudades que he visitado tropecé con
un ramillete de diez, de quince o de veinte mujeres,
que tienen a gala ser siempre •las primeras*^ y en
cuyos salones vi, dedicados, los retratos de nues-
tras celebridades contemporáneas: escritores, lu-
chadores, cantantes, profesores de esgrima, * vir-
tuosos* del violín...
El segundo grupo es menos numeroso y, por de
contado, menos apasionado: lo forman las que nos
escriben por seguir o imitar el ejemplo de * las pri-
meras*, y no ser menos que elfai^; las que nonos
conocen, verdaderamente, y así se enamoran de
nosotros de un modo que podríamos denominar
•reflejo*, en fuerza de oir nuestro nombre y de ver
nuestro retrato en todas partes^..
Calla Don Juan para suspirar; sus ojos se han nu-
blado y comprendo que acaba de rozarle un mat i^c-
cuérdo:
—En el tercer grupo— conduye con una voz sor-

da^ nueva etl él están *las caprichosas* dé mayor
aristocracia y de mayor recato, las más inteligentes,
las más selectas-^séftoritas y señoras casadas—
qué únicamente escriben al hombre en boga a úl-
tima hora, la víspera o la antevíspera de su parti-
da, para así tener la seguridad de que él nd tendrá
tiempo de referir a sus amigos su aventura. Estas
citasson las supremas, las más dulces: ellas consti-
tuyen comiO *el postre* del festín dé ilusiones que
cada ciudad ofrece, éñ sus alcobas perfumadas, al
hombre Ilustre qtíe pasa. ¿.
La conversación ha terminado, eí tarde y me se-
psúto úé tiá intertodütor, qué prosigue sti camino
LA ALEGRÍA DE ANDAR 163

con ese andar flexible y ligero de todos los felices.


jPobre Don Juan triunfadorl jPobre sediento de
un Ideal que no hallará jamási... Su frivolidad, esa
frivolidad que tanto se parece a la dicha, no ha re-
parado en un cuarto grupo de mujeres, el más nu-
meroso sin duda, y también el más hermoso y el
más melancólico: lo constituyen las incontables
enamoradas del arte, que reverencian en el aventu-
rero más que al hombre ai artista; las solitarias, las
contemplativas, las que no le llaman, porque no se
atreven; las que llenan los teatros solamente por
verle, nada más que por verle; las que se contenta-
rán con un autógrafo suyo, trazado distraídamente
sobre una postal cualquiera, y con una crónica en
la que El, cortésmente al despedirse, llamará *boni*
tas* a todas las mujeres de la ciudad que va a dejar.
En esta devoción silenciosa, en esta devoción sin
palabras, Don Juan no ha parado mientes.
|Si él supiese que entre esa muchedumbre feme-
nina que baja los ojos cuando le ve pasar, está
Ellal... jAh!... |Si acertase a descubrir a la que había
de ser su Felicidad entre esos millares de mujeres
que no le escribieron, que no le escribirán nuncal.».
r,y:L ^d .M>-*:
EL «SIN IGUAL-

Hemos trepado al pequeño cerro del Manchen en


la s^rpfiídad rutilante, todo plata y añil, de una tem-
plada itiaftaha de sol. Ni una piaüca dé vier^to. CMl?Xi
losin^í^ctos encelados y Igs pájaros; en los altóles
las hojas inn^ó viles callan también, y su silencio
recjuerda la melancolía y el divino lirismo de una
oráci<5n. Un suspiro amargo nos^ sube a los labios.
]Extraña congojal Siispiramos por lo que fué y no
vimos, por lo que ha de ser y tampoco verdinos...
A nuestros pies la Antigua Guatemala, la his-
tórica capital* noy casi desierta, duerme el sueño,
varias veces centenario, de sus recuerdos: un re-
poso y un dolor de mu^eo invaden sus calles* soli-
tarias, rectas, abiertas entre constr^cclOBes de plan-
ta baja, pobres y huniildes, como arrodilladas. Cas-
tigada pbstiní^dán^eiite por implacables terremotos,
la ciudad torturada parece supíicar clemrócia a lá
tierra crüetíio, sometida aún a los conqmstádores,
y hay. cfl elja tal que un mi^dQ a vivir. JEÍste pe^si*
mismo jtjs un contagio; lo recibe er^h^rencU de sus
ruinas gloriosas^ son los robustos pared^fi^s en- ,

negrp^dos^ y las bóvedas medio rotas, y. los solehi-


nes patios ciiiustradps obstruidos por la maleza, de
San Francisco, de.^Ia Recolección, de la Catedral,
de San Agustín, de! ^^nta Rosa, dje li^ Candelarias,
de la Iglesia de Belén, de lá de Santa Clara^ y cíe
otros %ucbpsj?t%^ cpni^enJtos^ Ip gue ss^tura
de nostalgia la vieja éxtáetrópoU. Es un árbiná de
l66 IDUARDO ZAMACOn

renunciainiento, un de profundis sin palabras que


cautelosamente gana el ánimo de los antigüenos y
les sumerge en una honda paz triste.
"Aprended de nosotros — parecen decirles los
enormes muros carcomidos— que fuimos más fuer-
tes que vosotros y ya no somos nada...*
Y así, sobre la ciudad actual, el Pasado vierte,
día tras día, sigiloso, su rocío de dolor.
*A1 fondo, lejos, entre I4 quietud verde del valle
Panchoy— nombre qué ¿n el antiguo dialecto cachi-

quel significa ^'laguna seca* y el clarísimo azul ce-
leste> se curvan las moles gigantescas de los volca-
nes de Acatenango y de Fuego, y junto a ellos el
volcán de Agua, al que los indios precolómbianos
denoinínaron poéticamente *E1 Solitario*, ( (^Ad/-
Híójí^j y también "Si
jCón cuánta raáórtl... Nunca los ojos de ningún
viajero admiraron otro monte tan belíoi Altó de más
de tres mi] Setecientos metros, sus laderas dibujan
un cono; perfecto, un seno de absoluto equilibrio,
de suprema armonía, de inefable y religiosa sere-
nidad. Haciéndolo a compás la mano difcha de un
geómetra no lo hubiese tra;&ado mejor. lOh, la irtia-
ginácíón pintoresca, y exacta siempre, de los primi-
tivos! jEl «Sin Igual»!.,, Pero ¿cómo llamarlo dé otro
n^odo si es único por su majestad y su gracia?...
"El «Sin Igual» ofrece tres gestos distintos admi-
rables, tres expresiones radicales dé fascinante
emoción: cuando yergue stt eíioi'midad cerúlea so-
bi-e la palidez a¿ül de la tarde, es un héroe ó un
poeta líMco maghíñco; su personalidad octípa el ho-
rizonte; no hay nada fuera de él. Si su cresta se
pierde tras un nubarrón inmenso, semejante a la
humareda de algún incendio colosal, entonces ád-
Süiere el enignia de un taumaturgo o de un Viejo
ió». Finalmente, si se reboza en una franja blanca
de nubes, ligera como un boa.de blutnas, por erici-
má del cüaíTa cúspide asDOi^ ten ora una expresión
ide mujer.
El volean atrmet nd es |)bsibt^ t<»Dit<^m|ilarlo sin
LA A]4£aRÍA DE ANI>AR 167

que los ojos, primero, y luego el corazón y los pies,


nos arrastren a él...
Ha transcurrido el dia, que empleamos en visitar
algunas ruinas. Dala las siete de la tarde cuando
nos sentamos a cenar en una enflorecida galería del
Hotel Manchen Somo^ cuatro: Pepe Márquez, mi
secretario; don Federico Coloma, un español que
tuvo la gentileza de abandonar sus asuntos, en Gua-
temala, para acompañarme en esta excursión, y un
estudiante salvadoreño que también quiso sumarse
a la partida. Se llama Salvador Escalón: tiene vcinr
te años; es de color macilento, alto, av^^ro de ca:r-
nes, inteligente y callado, pero lo poco que dice es
siempre oportuno y discreto; en su rostro, casi lam-
piño todavía, brillan los cristales de unos espe-
juelos.
Alrededor de la mesa voltijea, sirviéndonos de
comer, y a veces brinda a nuestra salud> don Gabi-
no Alonso, el dueño del Hotel; es un español de
nariz larga y ojos ladinos, que fué soldado y ejer-
ció diversos oficios hasta dar en este de hospjedero.
— Pero... ¿de verdad está usted bien re3uelto a
subir mañana al volcán?— interroga don Gabinp.
Haga un gesto de asentimiento parsimonioso, se-
guro, que bien claramente expresa lo inexorable de
mi decisión.
— }No seré yo quien le acompañeí-— exclaina él.
—Ni hace falta—mascullo desabridamente.
Desde que llegué a Guatemala— y va para mes y
medio— no hay guatemalteco que, después de cele-
brarme las bellezas innúmeras del volcán, no ter-
mine sq jaculatoria aconsejándome ^no subir*; o al
menos, no intentar la ascensión sin adoptar, previa-
mente, varias precauciones. Y ahoraj al mismo pie
de la montaña sirena, ya cuando es casi imposibl<e
retroceder, don Gabino llega a repetirme lo que to-
dos me han diqho. Le miro con displicencia, con
rabia...
Alguien le pregunta:
-"-¿Tan difíeii es el viaje?
l6d CBÜARDÓ ZAHAC0I8

'--Delbmásmolesío-^fésponde-—; en primer lugar


la subida a la cumbre deben realizarla ustedes de
noche, si quieren asistir desde alíi al orto del sol
En tal caso necesitan salir de aquí mañana por la
tarde, en diligencia, para el pueblo de Santa María;
iqtié digo, pueblo!... cuatro casas y una ermita mal
ágíu-radás a la falda del volcán. En Santa María
descansarán hasta la una de la madrugada, ya esa
hoí-a echarán monte arriba.
Salvador Escalón, cuyos espejuelos parecen in-
flamarse súbitamente con las fosforescencias de la
curiosidad, desea informarse de si en Santa María
hallaremos tamas.
--¿Camas?— interrumpe don Gabino triunfante—;
¡usted sueñal Mi camas ni habitaciones: si quieren
dormir, tendrán que hacerlo al aire libre y en al-
gún soportal.
—¿Hay buenos guías? — pregunto. otro lado, es-
Alonso ttiueve la cabeza a uno y
céptico.
— ¿Quién sabe eso? No hay indio que,
jPschl...
cíort afán de ganarse una propina, no jure cono-
el
cer lá trionta ña; pero luego, a medio camino, le dice
a usted: «Patroncito, yo no sé más».*, y le deja
plantado.
—¿Y las caballerías?
^
-Tampoco son seguras. Para esa clase de ascen-
siones precisan animales muy fuertes de manos, y
qué sepan de memoria* la ruta. La veredita es an-
gostísima y la menor desviación bastaría a precipi-
tarle a usted en el abismo.
La perspectiva de morir despedazado así, de no-
che y entre breñas, me empavorece uti poco, y para
que el hostelero no se percate de mi desmayo len-
áitnente me lleno hasta los bordes mi vaso de vino.
Don Gítbino, en efecto, no advierte mi flaqueza;
{prueba dé ello é^ que, pira alarmar mi prudencia, co-
mienza a hablar del frío y de la rarificación del aire
que hacen apenas posible lá vida en el cráter del
volcán; son muchos los viajeros qué, rio püdtendo
LA ALEGRÍA DE ANDAR 169

resistir una tan considerable depresión atmosféri-


ca, sangraron por los oídos o la nariz. También re-
cuerda el fin de ciertos turistas alemanes acuchilla-
dos en el Volcán de Fuego por unos indios brujos;
el drama del Volcán de Fu;ígo podía repetirse en
el Volcán de Agua. Don Gabino se exaJta; a don
Gabino le han asegurado que en el «Sin IguaU hay
tigres, nietos de aquellos que vio el reverendo Pe-
dro Betancourt; don Gabino me aconseja proveer-
me de perlas de éter y de unas tabletas de aspirina,
—Sobre todo— concluye— si padece usted del co-
razón, no intente subir...
Se lanza a reseñar la trágica historia de una se-
ñora — Fernanda Berger de Vasseaux — que era car-
díaca, y al pisar la cima del volcán, cayó al suelo
muerta. Un gesto mío interrumpe a don Gabino en
medio ce su lamentable folletín.
— ¡Basta, señor Alonso— exclamo —
; todo cuanto

imagine usted para torcer mi empeño, será inútil;


yo mañana subiré al volcán aunque sepa que en el
cráter está aguardándome la sepultural
Estas palabras, altamente dramáticas, tienen la
virtud de deslumhrar a don Gabino, cuyos ojos pi-
caros un instante se llenan de asombro y reveren-
cia hacia mí. Una pausa. En el silencio de estupor
que ha producido mi heroísmo, don Federico Colo-
ma, Márquez y Escalón, imitándome, se han puesto
de pie,
Al siguiente día, al subir a la diligencia que vie-
ne a recogernos, Máiquez se declara enfermo y no
nos rxompaña. Den Federico tampoco demuestra
hallarse bien de sahr y el viaje es nrenos alegre
de ló que mi optimÍL:v. ^jresumía. El carricoche
.

rueda con grave estré(.ito sobre las calles mal pa-


vimentadas; las gentes n^s miran con €urio^:idac',
con ascmb'O...
~ -^Ebot; van al volcán** - piensan. Y
en aquellos
ojos, tío ^os que hay como una amargura de despe-
dida, leo la ratificación silenciosa de cuantos males
^los han vaticinado. A mi lado, agujereando la pc-

12
XJO EDUARDO ZAMACOI8

numbra del vehículo, que trepida sin cesar entre nu-


bes densísimas de polvo, los redondos espejuelos
de Salvador Escalón vigilan impertinentes, seme-
jantes a dos pupilas de maleficio.
Salimos de la ciudad, dejamos atrás el río Pen-
sativo, y nuestras muías atacan al trote una fatigosa
cuesta. El mayoral, de pie en el pescante, las acucia
con las riendas, la tralla y la voz. El crepúsculo es
breve, que entre los árboles anochece pronto. En
escaso tiempo hemos subido mucho; hace frío, y
advertimos que, casi de repente, el espacio se ha
cubierto de estrellas y de luces el valle: son los
faroles de La Antigua, de Santa Lucía» de San
Lucas, de San Bartolomé, de Mixco... disemina-
dos aquí y allá, por grupos, en la vastedad torva
del campo, como archipiélagos de puntitos bri-
llantes.
Son las siete de la tarde cuando llegamos a San-
ta María, y mientras devoramos una cena demasía-
db sencilla, tal vez, pero aderezada con la salsa de
un apetito lobuno, una charanga absurda, formada
Íor tres o cuatro instrumentos de metal, toca allá
lera y en honor nuestro valses de aquelarre. El
tomandante Valdés, a quien el general Barrios, go-
bernador de La Antigua, nos ha recomendado por
teléfono, nos dice que si hemos de dormir las cinco
horas que faltan aún para la de la partida, pondrá
a nuestro servicio dos colchones y una mesa. Acep-
tamos. Empiezo a convencerme de que el señor
Alonso ha exagerado: él nos anunció que nos que-
daríamos sin comer, y estamos comiendo; él nos
aseguró que pasaríamos la noche al raso, y no sólo
nos hallamos bajo techado, sino que disponemos de
una mesa y dos colchones... La cena, sin embargo,
carece de alegría; hablamos poco y los vasos de
cerveza se apuran en silencio; el buen humor se ha
ido. En Escalón, alto, flaco y vestido de negro, pá-
lido y mudo tras los cristales de sus espejuelos, hay
una inquietud; su gesto es el del hombre que espía
un ruido en la noche. Don Federico Coloma de
LA ALEGRÍA DE ANDAR I7I

cuando en cuando suspira y hace con los labios un


mohín amargo.
—¿Le duele a usted el estómago?-— le pregunto.
— —
Sí murmura.
Y retira su plato, significándonos que no come-
rá más.
Terminada la cena, nos jugamos a "cara o cruz**,
con una moneda lanzada al aire, el sitio donde cada
cual ha de dormir. A Escalón y a mí nos correspon-
den en suerte los colchones; don Federico descan-
sará en la tabla durísima de la mesa. ¡Evidentemen-
te don Federico tiene el santo de espaldas!
Transcurren quince, veinte minutos...; hemos
apagado la luz, pero nadie duerme; en la doble ne-
gación de la obscuridad y del silencio, nuestros sen-
tidos hiperestesiados acechan un peligro. ¿Cuál?...
De improviso las paredes vibran; gimen las vigas,
la puerta, el techo; bajo nosotros y a nuestro alre-
dedor, durante varios segundos, todo se ha estre-
mecido; fué como un calofrío de la Tierra; como si
la madre Tierra hubiese suspirado...
— ¿Sintieron ustedes? — exclama Escalón.
—Sí — responde don Federico
Y yo repito:
—Sí...
Encendemos una vela y nos miramos: a Escalón,
que se acostó con los lentes puestos, los ojos pare-
cen relücirle de un modo extraordinario. Todos es-
tamos ligeramente acobardados, pero nos esforza-
mos en mostrarnos tranquilos. ¡Mostrarse tranqui-
lo! Yo creo que el valor, en la mayoría de los ca-
sos, se circuni cribe a eso. Nueva pausa. Apenas
serenados, im segundo temblor, más fuerte que el
precedente, raja en toda su longitud uno de los mu-
ros; es una grieta profunda, de trazado irregular, ne-
gra, amenazadora, en la blancura indecisa de la pa-
red. Lue^^o, nada; el silencio otra vez, el reposo enor-
me del campo, interrumpido por el clarinear con que
los gallos ahuyentan el maleficio de la media noche.
A la una de la madrugada y sin necesidad de que
f*j3 CDÚABDO rABSACOjCS

nos llamen, salimos al soportal donde varios indios


es;tán enjaezando nuestras cabalgaduras. Don Fe-
derico desaparece unos momentos; le hemos visto
encaminarse al campo, de donde regrisp más amus-
^
tiado y taciturno que se fué

—•¿Está usted peor? le interrogamos.
— — —
Sí suspira ; permítanme ustedes que ijo les
acompañe... Me voy a acostar...
Con gran pena nos resignamos a y em-
dejarle,
prendemos la marcha hacia cuya mole
el volcán,
obscura se levanta, semejante al alcartaz de un ni-
gromante, en la noche estrellada. Delante camina el
guía, a pie, con un machete desenvainado en la
diestra; le seguimos Escalón y yo, a caballo; y des-
pués cuatro indios, también a pie, cargados con las
niuniciones de boca: todos yan descalzos y cada
cual Ueva cruzado delante del pecho, y sostenido
por la correa que sujeta la mochila, su machete
de&nudo, cuya hoja albea inquietante a la lívida pe-
numbra astral.
Estas siluetas desconocidas y armadas, que oímos
conversar en un dialecto intraducibie, y la soledad
en que estamos, vuelve a mi memoria la historia de
aquellos alemanes mutilados bárbaramente en el
Volcán de Fuego por unos brujos.
— ¿ Lleva usted armas ? -— le grito a Escalón en
francés..
— No, señor— responde.
Yo tampoco voy armado; y esta circunstancia,
que aumenta mi temor a ser asesinado, cuelga nue-
vas exquisiteces a la aventura.
El camino asciende en pendiei^te durísima, e
inclinándqse así a un lado como al opuesto Es tan.

angosto, que a veces mide lo indispensable para


que pase un caballo, y a nuestro lado, alucinante,
el tajo del monte, la sima, por momentos más hon-
da, más llena de procelosas a^raccipnes, ^egún va-
mos escapando de eilg. No hay luna, io que da al
espacio una transparencia severa y profunda; a in-
tervalos, un bólido, tal qué lin ddan^ñte, raya el
LA ALEGRÍA DE ANIXAR 173

maravilloao cristal celeátc. A


intervalos también,
y por entre el bosque cuyas ramas nos azotan
la Cara» vislumbramos estrellas que, mostrándose y
ocultándose alternativamente entre la fronda, pare-
cen luciérnagas. ¿Serán estos los ojos de aquellos
tigres con que nos acobardara la melodramática
fantasía de don Qabino?...
Al llegar & cierto paraje, más peligroso que los
recorridos hasta allí, los indios encienden las antor-
chas de que iban provistos, y entonces, al claror de
aquellas luminarias primitivas, aparece rotundo el
extraordinario interés de sus ojos, grandes, negros,
incurablemente tristes, en la humildad de ios ros-
tros, cetrinos,escuálidos y hambrientos; hambrien-
con un hambre de muchas generaciones; un
tos, sí,
hambre de piedad, de justicia y de pan... porque
no es la raza negra, sino la india, la más desven-
turada del inundo.
De cuando en cuando, para cerciorarse de .que
nadie quedó rezagado, el guía gritaba:
— {Pachin—scho ualél,..
Que significa: «¿Dónde van?»
O también:
—l/am-baleyl,..
Que equivale a la pregunta: «¿Vamos todos?»
Y, uno tras otro, nuestros acompañantes contes-
taban, rítmicos y musicales:
— /am-baleyl,,.
¡

—-iJafn-baleyU,,
•— /am-baleyl,,,
I

—| /am-baleyl...
Al igual que la del guía, la voz del primer indio
de la retaguardia era alegre; la del segundo sonaba
triste y como fatigada; la del tercero venía de muy
lejos; la del último, resonando allá abajó, a más de
veinte metros de profundidad, nos daba una noción
admirable de la considerable altura a que estábamos.
La caravana prosigue, tenaz, la más. ascensión;
por instantes el aire e^ más frío, más sutil. Un silen-
cio absoluto, que parece descender de las estrellas,
174 EDUARDO ZAMAOOtS

el infinito silencio de las cumbres, nos rodea; y en


aquel reposo, más lleno de eternidad que el reposo
de los cementerios, los indios descalzos, lívidos,
de ademanes escurridizos y rampantes, tienen un
andar fantasmal.
Son las tres de la madrugada cuando hacemos
alto, para encender fuego y calentar un poco de
café. Mojados de rocío, los hierbajos y las ramas
que han de nutrir la hoguera, arden mal, pero pren-
den al fin, y en la doble tiniebla de la noche y del
bosque, la fogata rojea cual la boca de un dios bien-
hechor y risueño. Ya recobrados, reanudamos la
marcha; esta vez las antorchas resinosas flamean
entre espirales de negro humo, y a su reflejo sangui-
nario los semblantes parecen más exangües y más
siniestros los machetes.
'^l Jam-baleyL.,— grita, a intervalos el guía.
Yesta palabra, repetida una vez, otra... otra...
otra... rueda, como una piedra, monte abajo.
Inesperadamente prodúcese a nuestro alrededor
una ficción óptica superior a toda fantasía y des-
cripción: las nubes han tejido delante de nosotros
una especie de océano semi-azulado, semi-lechoso,
que la carencia completa de viento deja en absoluta
y fascinante inmovilidad; y de este mar quimérico,
a lo lejos, las cumbres de las montañas que circun-
dan al «Sin Igual» y son más bajas que él, emergen
como islas. ¡Oh, qué rara belleza alucinante la de
este panorama!... Arriba, el cielo límpido, aljofarado
de estrellas; abajo el piélago de nubes quietas, im-
f)regnadas de claror astral, y entre ambos abismos,
as cimas, que componen islotes, o archipiélagos, o
playas vagarosas, playas de pesadilla ¿Dónde, a
.

no ser en las ilustraciones que Doré, el loco, hizo


para «El Infierno» del Dante, vieron ojos humanos
aquellas riberas negras, muertas, sembradas de
pinos?... Y, para que nada faltase al hechizo y esté-
tica soberanía del cuadro, el resplandor de las luces
de La Antigua, iluminando desde abajo y flojamen-
nubes, producían un maravilloso «efecto de
te las
LA ALEGRÍA. DE ANDAR 1 75

luna» El espacio, convertido en un mar sin oleaje


.

y sin ruido;
el volcán, convertido en playa. Misideas
se nublaban; sentí deseos de lanzarme de cabeza al
abismo. Comparado con este cuadro maravilloso,
¿qué podía valer más tarde la belleza vulgarísima
del amanecer?...
Eran las siete de la mañana cuando conquista-
mos cumbre; allí almorzamos y a la una de la
la
tarde regresamos a Santa María.
Don Federico, notablemente mejorado, nos abra-
zó fraternal; sin duda pensó, cuando nos despedi-
mos de él doce horas antes, que no había de volver
a vernos. Don Federico nos miraba, nos palpaba
nos molía a preguntas.
y
—Pero ¿de verdad llegaron ustedes al cráter?—
repetía.
—Sí, don Federico, hasta el mismísimo cráter,
y
cerciórese por sus propias manos de que no nos
falta ningún hueso.
—¿Y es cierto, según dicen, que es grande como
Ja Plaza de Armas, de Guatemala?
—No, señor; el cráter del «Sin Igual* es una es-
pecie de agujero de corta profundidad, puesto que
está cegado, que no medirá más de treinta metros
y
de diámetro.
Poco a poco, mientras almorzábamos, Escalón
yo fuimos convenciéndole de que los guías nos
y
condujeron muy bien, de que los caballos eran bue-
nos, de que no sentimos el ''mal de las montañas",
y de consiguiente, que no hubimos necesidad de
recurrir a las tabletas de aspirina ni a las perlas de
éter; y, finalmente, que no vimos nieve, ni indios
brujos, ni tigres...
Escalón y yo levantamos, para brindar, nuestras
copas de vino, satisfechos de nuestra entereza. En
verdad que para subir al **Sin Igual" necesitamos
Mejor dicho,
valor. lo necesitamos—y en grado te-
merario— nó para subir, precisamente, sino para
desoir a cuantos, candidamente, nos
aconsejaban
que no subiésemos.
«su EXCELENCIA** ESTRADA CABRERA

La misma noche en que llegué a la ciudad de


Guatemala recibí la que * Varios espa-
una carta en
ñoles**- así iba firmada la misiva- me rogaban so-
licitase del señor presidente de la República \? in-
mediata liberación del aragonés don Lucas Ibáñez,
encerrado en estrechísima celda desde hacía más de
ocho meses por un imaginario contrabando de som-
breros.
"Lo que el ministro de España, don Pedro Quar-
tín, r»o-hasabido obtener— añadían los comunican*
tes— n?idi« mejor que usted t)uede conseguirlo/
Con lo cual» al par que me elogiaban, obligában-
me suavemente a interceder en favor del preso»
si no por dilecta filantropía, por consejos mezqui-
nos de mi personal vanidad al menos. La carta in-
teresaba; había en ella un gran dolor, y yo i!»ohe
aprendido todavía a encogerme de hombros ante fel
Dolor. Semejante a un proyectil bien dirigido^ el
ruego de aquellos compatriotas hizo blanco; yo lo
sentí en el corazón
Desde luego—y más conociendo el fracaso del
ministro de España— supuse que la misión que me
enóomendabán no era fácil, y que solamente un
gesto magnánimo de Su Excelencia don Mailuel Es-
trada Cabrera podía sacarme victorioso de mi buen
empefio.
Pero ese g:«sto magnífico, ¿llegaría á producirse?
To<ia3 las pi-obabilidades, todos los antecedentes
178 EDUARDO ZAMAOOtS

que yo iba recogiendo aquí y allá respecto a la


biografía y humor de Su Excelencia, me decían
•que no**.
Los guatemaltecos —
he aquí una observación
comprobada njl veces— cuando hablan de su presi-
dente, y aunque sus palabras sean elogiosas, lo ha-
cen bajando la voz. Hay en ellos un miedo incons-
ciente a ser espiados, a ser traicionados, y ese mie-
do evita los motines, pues en el azaroso camino de
la rebeldía pocos se atreven a ser *los primeros".
Como todos recelan de todos, nadie se mueve; el
Miedo fraterniza con la Traición.
A propósito de esto refieren que una noche, ya
muy tarde, presentóse ante la guardia que custodia
la entrada del Palacio presidencial un individuo,
pretendiendo a todo trance hablar con Su Exce-
lencia.
— Le va en vida— repetía.
ello la
El visitante fué recibido.
—Señor— comenzó a decir — hay en Guatema-
la ocho hombres, juramentados, resueltos a asesi-
narle. Uno de ellos soy yo. Pero hace unos momen-
tos la conciencia me reprochó la mala acción que
iba a cometer y vengo dispuesto a descubrirle los
nombres de sus enemigos.
Su Excelencia le contempló despreciativamente,
apoyó un timbre y varios soldados acudieron.

Amarrad bien a este hombre— ordenó— y dad-
It hasta cincuenta palos.
La víctima, aterrada, se hincó de rodillas:
— ¡Señorl ¿Por qué?,..
..

— rorque es usted último el en decírmelo; sepa


que sus siete compañeros, uno ya han es-
tras otro,
tado aquí.
El viejo proverbio mundial **alegría de la calle,
dolor de casa**, debe aplicarse en **la tierra del
quetzal** al revés: en su hogar, después de cercio-
rarse de que todas las puertas están bien cerradas a
la delación, el guatemalteco es jovial y comunicati-
vo; en la calle se muestrai por el contrario, tacitur-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 179

no y reservado, cual si una sombra de maleficio se


cerniese sobre él. El pueblo bajo suele llamar a Su
Excelencia ^El Señor**, como si en realidad lo fuese
de vidas y haciendas; también le apodan **El Amo**,
pues parece que de hecho lo es. Los cultos, con
ciertaamarga ironía, le dicen **El Hombre**. ¿Acaso
no hay otro? Se le teme, y su retrato no falta en
ningún hogar, en ninguna oficina, y hasta en los
dormitorios de los prostíbulos se le encuentra, se-
mejante a esos santos que deseamos tener propi-
cios. Es una obsesión. Mas sea este miedo justifi-
cado o no, lo indiscutible es quesolo nombre del
el
licenciado don Manuel Estrada Cabrera inspira a
sus gobernados una emoción más de pavura que de
respeto; algo de aquel terror supersticioso que,
cuando niños, nos producía el Dios vengativo y bar-
budo del Sinaí.
— Créanme ustedes —
cuentan que decía cierto

viejo general a sus amigos que si Su Excelencia
nos ordenase acudir mañana a su palacio para be-
sarle los pies, nc sería yo el último en asistir a la
ceremonia...
Este era el hombre con quien yo tenía que habér-
melas.
Una tarde, acompañado del gran simpático Fer-
nando Alcalá Galiano, secretario entonces de nues-
tra Legación, fui a conocer a don Lucas Ibáñez en
su calabozo. Descuidando etiquetas, no le habíamos
anunciado nuestra visita; pero, como teníamos se-
guridad de hallarle en casa... Estaba paseándose,
las manos a la espalda y la cabeza sobre el pecho,
cuando llegamos. Me encontré en presencia de un
hombre como de cuarenta y seis años, alto y hue-
sudo, cenceño de rostro y de cuerpo, y muy discre-
to en el hablar. Sus actitudes, sus palabras, hasta
el metal de su voz, expresaban nobleza.
Mesuradamente, sin lamentos y sin cólera, don
Lucas nos explicó el desdichado lance que allí le
condujo. El había desembarcado en Puerto-Barrios
un cargamento de sombreros; abonó en la Aduana
l80 EDUARDO .ZAMACOIS

los derechos que, con arreglo a tarifa, le exigieron,


y se trasladó a la capital. Una noche, hallándose
acostado, asaltaron su habitación varios policías,
los cuales, después de incautarse de toda su docu-
mentación, de su mercancía y de algunos miles de
dólares que le quedaban, le llevaron a la cárcel.
Desde entonces nadie había vuelto a ocuparse de él,
ni siquiera para tomarle declaración; probablemen-
te—y esta era su mayor desesperación —nadie sa-
bía que estaba allí, ni él tampoco sabía **por qué es-
taba allí". Don Lucas np pretendía que le devol-
viesen su dinero, ni sus sombreros.
— —
Lo único que pido concluyó resignado y ecuá-
nime—es mi libertad
Prometíle— y asíme lo juré a mí mismo hacer —
cuanto pudiera en sn favor, y nos despedimos. Por
la noche fué a ccnccerme al hotel donde yo me alor
jaba otro español, buenazo y epicúreo, alegre, ba-
rrigón, con la cara sanguínea, mofletuda y sensual,
a lo Arcipreste de Hita, llena de malicias y de hila-
ridad... Se llamaba don Aquilino Slnchez, y su no-
table simpatía personal, añadida a su estrecha amis-
tad con don Lucas y con Alcalá Galiano, hizo qué
mi afecto hacia él medrase en seguida. Casi todas
láis noches, después de comer, nos íbamos a gozar
del ambiente de aventura que envolvía a la noble
ciudad, callada y solitaria, y cuando a don Aquilino
se le descomponían los grifos de su abundantísimo
reir, lo que acontecía con frecuencia, sus carcajadas
tamborileaban en la paz de las calles como una dia-
na de cascabeles.
Una madrugada— las horasdel amanecer fueron
favorables siempre a la confesión— don Aquilino
Sánchez me explicó la situación crítica en que se
hallaba:
El era propietario, en el pueblo de San Felipe,
de un hotd y de una fábrica de licores, con cuyas
industrias^ durante algunos años, vivió tranquilo y
^nó dinefj0. Después, y sin que él acertara a expli-
carse bien la causa, granjeóse la enemistad del go-
LA ALEGRÍA DE ANDAR l8l

bernador de aquella provincia, quien le obligó a ce-


rrar el hotel y la fábrica. Entonces don Aquilino,
recelando males mayores, trasladóise a Guatemala,
habló con Su Excelencia y le informó de su des-
gracia y de su inocencia.
—Yo me —
ocuparé de usted le contestó el señor
presidente —pero, si no quiere usted exponerse a
;

que le prendan, quédese en la capital.


Desde aquella conversación había traiiscurrido
cerca de un año— en América, como en Europa,
"las cosas de Palacio van despacio"— y don Aquili-
no, separado de sus negocios y con ia ciudad por
cárcel, yeía agotarse sus ahorros y consumarse su
ruina.
—Es necesario —
agregó despatarrándose y
echando fuera su barriga íeliz de gran comedor—
que usted me salve. Yo quiero que cuando vaya
usted a gestionar el indulto de Lucas Ibáftez, apro--
veohe la ocasión para hablarle a Su Exceleucia de
mí. Tiene usted que hacerlo, porque yo se lo ruego^
y usted no puede negarse.
Continuamos andando y callados. Yo estaba pcí-
piejo.
— Don Aquilino — exclamé al fin— yo bien qui-
siera servirle a usted; pero, seamos razonables. Si
el ministro de España, con todo su prestigio oficial,
no ha conseguido la excarcelación de don Lucas,
yo, que no tengo su influencia, que soy, sencilla-
mente, un viajero, "un señor que pasa**, ¿cómo voy
a arreglar de sopetón la causa de Ibáñez y la de
usted?... A mi juicio, uno de los dos ha de sacrifi-
icarse por el otro; o usted renuncia a su pleito, para
que yo pueda abogar con más brío por la causa de
don Lucas, o viceversa. No nos hagamos ilusiones,
no vayamos, por querer ganarlo todo, a perderlo
todo. Uno de ustedes, bien... ¡quizá se salve!... Los
dos, imposible. Quien mucho abarca, amigo mío...
Don Aquilino me arrebató el refrán de ios labios
para terminarlo y glosarlo a su gusto:
*~Quien mucho abarca— excíamó— si aprieta bien,
I&i ELUARDO ZAMAC0I8

podrá con todo. Conque... ¡no se haga usted el chi-


quito!
Así nos separamos.

* «

La víspera de salir de Guatemala fui a despedir-


me de Su Excelencia en su palacio de la Palma, si-
tuado a pocos kilómetros de la capital. Eran las tres
de la tarde cuando llegué, y vi más de cien perso-
nas—ministros, generales y también gentes humil-

des que aguardaban en el jardín, al aire libre,
sentados sobre largos bancos de madera, la hora de
audiencia. No necesité declinar mi nombre. Inme-
diatamente, con una solicitud que estimé de buen

agüero pues comprendí que venía "de arriba**
un militar de alta graduación acudió a recibirme y
me condujo a un pabellón aislado en medio del
parque, donde me dejó solo.
Tomé asiento. Yo llevaba mi plan: me proponía
charlar con Su Excelencia despreocupadamente, ale-
gremente, por creer este el modo mejor de captarse
la simpatía del hombre abrumado siempre, por im-
perativos de su alto cargo, de graves preocupacio-
nes; y al final, cuando ya le tuviese algo de mi parte,
manifestarle el verdadero motivo de mi visita. No
obstante, el miedo a fracasar, la consideración de
que el porvenir de don Aquilino y la libertad de
don Lucas dependían de mí, y que en aquellos ins-
tantes decisivos sus espíritus estaban allí conmigo,
acompañándome, suplicándome, me producían una
honda turbación. Mis manos inquietas se buscaban
para refregarse nerviosamente una contra otra.
— Veremos lo que me dice ''El Hombre**, **E1 Se-
ñor**, **El Amo**— pensaba yo febril.
Apareció otro militar:
— Puede usted venir: el señor presidente le es-
pera.
Recorrimos un trozo de jardín, subimos las gra-
das que dan acceso al vestíbulo del palacio presi-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 183

dencial, y fui introducido en un salón; el célebre sa-


lón que— dice la leyenda popular—está acribillado
de mirillas por las cuales una especie de "guardia
roja** espía al visitante, pronta a disparar sobre él.
Yo meditaba:
—¿Dónde se ocultarán? ¿Me estarán viendo?...
Pronto me distrajo el aspecto del salón espacio-
so, adornado con moderación y buen gusto: el mo-
blaje era sencillo y de calidad; las alfombras, las
cortinas, los objetos artísticos de bronce o mármol,
todo armonizaba discretamente en una claridad de
tonalidades suaves. Transcurrieron hasta cinco mi-
nutos... Luego unos pasos, un leve crujir de made-
ras y en seguida, súbitamente, bajo la onda del
cortinaje de una puerta, aparece **E1 Hombre*.
Como su llegada no podía sorprenderme, consigo
agarrarle bien, todo entero, con la mirada. Mani-
fiesta sesenta años o pocos más; es calvo, de media-
na estatura y bien proporcionado; ni delgado ni
grueso, muy erguido, muy sobre sí. Viste corbata
blanca, levita y botas de charol. El pantalón negro,
de limpio corte americano, desciende a plomo, im-
pecable, sin insinuar una arruga.
Su Excelencia me examina unos instantes y avan-
za apausado, con lentitud ensayada y efectista; al
llegar a mí me ofrece su diestra pulida y pequeña,
y con una languidez al par amable y fatigada— el
ademán de alguien que va cansándose de ser dema-
siado indulgente, demasiado bueno— me autoriza
a sentarme. Obedezco. Yo ocupo un sillón. Su Ex-
celencia se ha instalado a mi izquierda, en la som-
bra, sobre un diván. Su sitio es superior al mío; es
un lugar estratégico", desde el cual me observa y
**

escruta mejor que yo a él^ puesto que yo estoy en


la luz; y un segundo vuelvo a acordarme de aque-
llos cancerberos que— según aseguran —
desde las
habitaciones y pasillos contiguos al salón apuntan
con sus revólveres a los visitantes. Mas apenas
pienso en ello, cuando la visión siniestra se va...
Desde el primer momento tomo ''la ofensiva'^;
"^164 EDUARDO ZAMACOIS

Quiero decir, que tomo la palabra, pues para dar


oichoso remate al asunto que allí me lleva, más que
conocer a Sü Excelencia, me urge y conviene que
Sü Excelencia me conozca.
Le hablo de las impresiones que las feracísimas
tierras de Guatemala me han producidor de mis
"Conferencias" en el hermoso teatro de Colón; de
mi visita a La Antigua y de mi ascensión al volcán
de Ag'ja, desde cuya cima se contempla la soberana
majestad verde de dos Océanos... Comprendo, con
una coquetería genuinamente femenina, que mi
conversación interesa a Su Excelencia, y continúo
hablando. El señor don Manuel Estrada Cabrera no
ha subido al volcán de Agua; no ha tenido tiempo;
sus múltiples obligaciones de jefe supremo del
Estado no le permitieron, a través de tantos años de
mando, ni siquiera una tregua...
Al contestarme así, su semblante expresivo se
cubre de tristeza; es la melancolía del ambicioso,
que, después de sacrificar su vida al Triunfo, reco-
noce que ei Triunfo no es nada. Yo, entretanto, le
inspecciono atentamente, ávidamente: el señor Es-
trada Cabrera no acciona y parece medir sus pala-
bras. Tiene una frente surcada de arrugas inquie-
tantes, y la color broncínea del rostro da al bien
poblado bigote una blancura inesperada y fuerte.
Sus ojos negrísimos son escrutadores, de una tena-
cidad molesta; es la mirada comOn a todos los
•conductores de multitudes** En general los rasgos
.

principales de su carácter son el hermetismo y la


energía
Prolongar una entrevista de esta clase más allá
de quince minutos envuelve indiscreción, y como
considero que ese cuarto de hora ha transcurrido
ya, me levanto para despedirme. Su Excelencia
también se levanta, y lo hace con cierta precipita-
ción, coritento quizás de que yo me vaya. ¡Tiene
aún que recibir a tantos!... Sin embargo...
— —
Espere-üsted murmura—; quiero dedicarle, f:n
recuerdo dé nuestra conversación, un retrato mío...
LA ALBiMtÍA DS ÁMBAR 1S5

Me incÜQo en una reverenda át sincero agrade-


cimiento tiacia su cortesía. El señor presidente se
marcha unos instantes y, mientras vuelve, pienso
en el pobre don Aquilino y en el infortunado don
Lucas, que me esperan...
Su Excelencia reapareció con su obsequio, y,
mientras le saludaba con otra zalema, leí la dedica-
toria escrita con una letra apacible, monótona, de
rasgos finos. ¿Es que la grafología se equivoca?...
— Le deseo a usted un buen viaje dijo. —
Correspondí a su saludo con las frases de ritual,
y busqué la salida. El mantúvose de pie, rífldo,
austero, los brazos pegados militarmente al cuerpo.
Al ir a trasponer la puerta, me rerolví brusca*
mente; el momento "teatral*, elegido por mí para
interceder por mis defendidos, había llegado.
— iPerdón, Ezcelencial— exclamé con estudiado
aturdimiento y dando hacia él algunos pasos ; ¡me —
dejaba en el tintero lo más importante!
El señor presidente no contestó; mejor dicho
contestó a mis palabras con un tembloi de cejas,
que significaba:
*¿Qué deseaba usted? Sea breve.*
—Deseaba pedirle algo...
Hubo un corto silencio, durante el cual se mostró
receloso, y yo pude complacerme refinadamente en
su inquietud y sorpresa.
—Sé perfectamente— continué sonriendo — que
todos mis amigos... mejor dicho... todos mis com-
pañeros de profesión, que pasaron por aquí, soüci-
taron algo de Su Excelencia...
Al hablar así desfilaban por mi memoña, en ca-
balgata rutilante, los nombres del gran nocta José
Santos Chocano, el de Pedro González Blanco, el
^^y lleno de luz de Rubén Darío, con quien don
Manuel Estrada Cabrera se comportó tan genero-
samente...
—Según..,— repuso grave don Manuel.
-^¡No, Excelencial —
interrumpí ristíefto— ; yo
estoy seguro de que todos mis camaradas le pidie^
13
l86 EDUARDO ZAMAC0I8

ron algo... y de que usted fué condescendiente con


todos.
El seguía impenetrable; no se movía, no sonreía;
ni siquiera sus ojos negrísimos parpadeaban. Era
como si con el mirar quisiera registrarme el fondo
del alma.
— Por lo mismo— añadí con una jovialidad en la

que presentía mi triunfo yo deseo pedirle algo...
¡como los otros!... No hacerlo sería, evidentemente,
una falta de compañerismo...
Replicó glacial:
—Hable usted.
— Yo pido la
le libertad de don Lucas Ibáñez,
recluido en inhospitalario calabozo desde hace
varios meses; y el sobreseimiento de la causa que,
a modo de excomunión medioeval, pesa sobre don
Aquilino Sánchez.
Expliqué sucintamente las acusaciones que tan
fieramente abrumaban a don Aquilino y a don
Lucas.
— Supongamos— dije deslizando unas savias de
ironía en mi alegato —
que los licores que don Aqui-
lino fabrica en sus destilerías no son del todo
buenos. ¿Qué importa?... ¡Allá el público con éll...
Supongamos también que don Lucas no pagó en la
Aduana de Puerto Barrios los derechos de introduc-

ción de sus sombreros que sí los pagó, porque yo

he leído el recibo correspondiente ; ¿qué trascen-
dencia puede tener eso?...
Aquí una pausa astuta, comprometedora, en la
que yo esperaba que Su Excelencia interpolase
una respuesta de benevolencia. Como no llegase,
concluí:
—•Esto es lo que imploro: la liberación de esos
dos amigos que en nada ofendieron a Su Excelen-
cia. Yo quisiera llevarme de Guatemala la impre-
sión de que si las manos de Su Excelencia suelen
cerrarse para castigar inexorables, también, en oca-
siones, saben abrirse paternales v misericordiosas
sobre la cabeza del condenado. Yo sospecho que»
LA ALEGRÍA DE ANDAR 187

a espaldas de Su Excelencia y al amparo de su


nombre, los servidores del gobierno suelen incurrir
en equivocaciones, de las cuales, naturalmente,
Su
L^elencia en manera alguna es responsable...
Hubo otra tregua que me hizo sufrir horrible-
mente; mi corazón latía apresurado; la emoción me
secó la garganta. Parecíame que las sombras
de don
Aquilmo y de don Lucas cruzaban un abismo sobre
un alambre,
—Está bien— replicó, al cabo. Su Excelencia—;
será usted complacido. Sus amigos quedan indulta-
dos. Dígale a don Aquilino Sánchez
que venga a
verme, y yo le daré un salvoconducto para
que
pueda regresar a San Felipe. En cuanto al señor
Ibáñez, mañana mismo quedará libre.
Experimenté una alegría infinita: instantáneamen-
te mi alma se inundó de
luz; fué como si dentro de
mí surgiese una aurora. ¡Oh, qué felicidad
la de ha-
cer bienl...
—Gracias, Excelencia, muchas gracias—repetí
estrechándole las manos sin ceremonias.
Yluego:
—¿Puedo ir a comunicarle a don Lucas Ibáftez la
fausta nueva?
—Cuando usted guste.
—¿Ahora mismo, si quiero?
—Ahora mismo.
Miré la hora en mi reloj:

^
—Las cuatro. ¿Me dejarán entrar en la cárcel,

—A usted—contestó amistoso— le dejan entrar


en todas partes.
---¿Y, si voy... me dejarán saUr, Excelencia?...
iJon Manuel Estrada Cabrera
se echó a reir con
^na risa juvenil, franca
y leal, que yo no le conocía,
^^^^^ ^^^ miedol— repuse— ; además,
nn Vi^í^
gor teléfono, anunciaré su visita al director de la
^emtenciaría.

41
* «
l88 EDUARDO ZAMACOX8

Por la noche, y ante un cenáculo numeroso de


amigos, referí, ya de sobremesa y con lujo abundan-
te de pormenores, mi visita a Su Excelencia.
—No le dejaría a usted hablar apenas— me dije-
ron a coro aquellos señores-aporque Su Excelen-
cia es un conversador inagotable.
— Al contrario —rectifiqué con cierta precipita-
cióii vanidosa —
fui yo quien habló todo el tiempo
;

que duró la entrevista: él escuchaba.


Mis oyentes demostraron asombro. "{Su Exce-
lencia callado!... |ImposibleI... ¿Estaría enfermo?...**
— ¡Si no deja hablar a nadie! porfiaban.—
De cuya afirmación unánime deduje que si el se-
ñor presidente charlaba tanto no era por gusto, sino
sencillamente porque muchos de los que le pedían
audiencia *no se atrevían* a despegar los labios en
su presencia, y él, cortés, se creía obligado a brin-
darles una conversación.
Esta sorpresa aumentó y llegó a lo cómico al re-
ferir yo mis dudas relativas a si me permitirían
•entrar* en la cárcel, y a si me dejarían *salir* de
ella.
—Pero ¿se lo dijo usted así?...
—Así; ¿por qué no?... ¿Hay en ello acaso falta de
respeto?
—¿Y qué contestó? — interrogaban ansiosos.
— Pues respondió afirmativamente y so echó a
rcir.
—jDe verdad se echó a reir?
— jlDe veras!
La noticia increíble, semejante a una mariposa
maravillosa, revoloteaba alrededor de la niesa:
— Dice que Su Excelencia se echó a reir.
— ¿Se echó a reir?
—¿Dice usted, en serio, que Su Excelencia se
echó a reir?...
Todos se consultaban y felicitaban con los ojos;
luego me miraban como se mira a un hombre que
ha escapado a un peligro inaudito. Por lo visto se
trataba de una novedad sin precedentes. Llegué a
LA ALEGRÍA DB ANDAR X89

tener miedo; yo había entrado en la jaula del león


y no lo sabía...
A la mañana siguiente salí de la ciudad de Gua-
temala, hacia el puerto de San José, donde embar-
aué, a bordo del Perúy para Acajutla. A los pocos
días de hallarme en San Salvador recibí un telegra-
ma, que decía:
*Ayer salió don Lucas. Semana entrante voime
San Felipe. Reciba usted nuestra gratitud más ex-
presiva. Saludos.*
Firmado: **Lucas Ibáftez, Aquilino Sánchez.**
Esta es la historia íntima, el * subsuelo**, si así
puede llamarse, de este pequeño drama bello y sin
sangre.

nos, tal

Pero, en resumidas cuentas preguntarán algu-
vez—, ¿cómo es don Manuel Estrada Ca-
brera?...
En verdad que lo Ignoro. Para muchos será un
tirano. Libros y folletos conozco que dilatan alre-
dedor de su figura un nimbo neroniano, un resplan-
dor rojo, y le presentan como a un felino, blando
en los ademanes y en la intención terrible...
Pero, para mí, el presidente de Guatemala, por
haber sabido ser generoso y cumplir luego libre-
mente su promesa de serlo, es un caballero. Decir
lo contrario equivaldría a pagarle con barro el oro
que me dio perdonando,

Guatemala, 1917.
GUATEMALA FUÉ...

Era Guatemala»..
¡Gran dolor, este de tener que empezar así: «era
Guatemala»... Como si hablásemos de Nínive, o de
Sagunto,odePompeya, o deCartago...; pues la bella
ciudad que conoció los bríos de su fundador el ma-
riscal don Martín de Mayorga, carece en los mo-
mentos actuales de presente de indicativo. Guate-
mala ya no existe; **fué**: sus perfiles, tan rotundos
hasta hace poco tiempo, deshiciéronse en la infinita
tiniebla de las cosas idas; de ella no subsisten ni
una torre, ni un muro, ni un cimiento, ni una tum-
ba, yaque los mismos muertos escaparon de sus
criptas cuando la tierra comenzó a temblar; lo tan-
gible hízose sombra, lo palpitante mudóse en re-
cuerdo, y hogaño es el viento lo que insensiblemen
te continúa la obra destructora del terremoto lle-
vándose hacia los horizontes el cadáver de la capi-
tal reducida a polvo. ¡Ciudad infortunada!... De tu
magnificencia pretérita, de cuanto significaste, de
cuanto reiste, de cuantos empeños de galanía, de
sacrificios o de ambición, exaltaron tus pulsos, sólo
queda ese polvo que, de aquí en adelante, se cepi-
llarán refunfuñando los viajeros que pasen junto
a ti.

Era, pues, Guatemala, una ciudad de calles largas


y amplias, con hermosos paseos, buenos templos y
casas de cómoda y segura edificación que evocaban
ese espíritu señorial, al par grave y afectuoso, que
193 EDISARDO JÍAM ACOI8

distingue a las viejas capitales españolas. Hija de


Castilla» losratgos cnlminantes dé la raza perdura-
ban en ella, y así» no obstante la desbordante mu-
nificencia vernal desús alrededores, guardaba la
sobñedad de costumbres y la melancolía esquiva
de su recia madre y era, como aquélla, mística, hi-
dalga, brava y triste
Lo que los indios llaman tnaiarchia, Que en sm
dialecto significa "miedo a lo futuro*, era la impr^
sión inicial que recibíamos de la ciudad; una nos-
talgia indefinible, un miedo impreciso — miedo d«
espera— flotaban sobre ella y parecían infundirla xe-
sonandias claustrales. El número de sus tranvías á%
muías, de sus automóviles y de sus coches, era muy
mezquino; las gentes canünaban despacio y como
las personas los negocios. No se vivía, se soñaba.
Las espadañas conventuales y las torres centenarias
de los templos, dibujaban notas de renunciamiento
ea el límpido azul. Todas las ventanas aparecían
mudas y las casas, con sus portales constantemente
cerrados, mostrábanse refractarias a esa alegría de
exotismo, de lejanía, que parecen repartir los car-
teros: nadie esperaba nada.
Aqufclla tarde, una de las últimas de Noviembre
de 1917, el crepúsculo tuvo un desfallecimiento
fuerte y nuevo. El cronista, asomado a un balcón del
Gran Hotel, miraba distraídamente la escasa vida
Callejera. Un silencio denso, hondo, subía, semejan-
te a una evaporación del suelo, hacia el espacio.
Molestaba el frío. Los faroles del alumbrado públi-
ca» acababan de encenderse; varios comercios ilu-

minaron sus escaparates, y estas claridades rompían


bienhechoras la monotonía de los frontis obscuros.
La mayoría de los transeúntes era gente plebeya*
hombres mal vestidos y mozas de cutis broncíneo
y «abellos negrísimos y lasos, vestidas pintoresca-
mente, y euya resuelta afición a las medias de color
carne corresponde quizás a su costumbre de ir des-
nudas de pie y pierna, ya que así apenas advierten
d&fireMia entre las ^nalidades de lo que f ubre y
LA KUtmÍA DS AflDAR I93

de lo cubierto. La obscuridad creciente vigprlzal^a


el callado hechizo del cuadro: ni un ladrido, ni una
canción, ni siquiera el lejano rodar de un coche. To-
das las sensaciones eran negativas: de una parte la
sombra, cada vez más completa; de otra el silencio,
cada vez más intenso. Pasaron dos mujeres sin za-
patos; varios paisanos, un grupo de soldados, un
policía, y otros tipos que transitaban por allí, en
aquel momento, iban lo mismo.
Aquel andar lento, aquellos pies miserables, pa-
recían dejar sobre las aceras rastros de dolor, de
abandono, de abulia. ¿Contribuiría a la tristeza y al
silencio que envolvían la ciudad el haber tanta gen-
te descalza?...
Anochecido rompió a llover; no se movía el vien-
to, y la lluvia caía en gotitas apretadas y menudas.
El aguacero persistió todo el tiempo que duró la
comida; un jesuseo sonaba monótonamente en la
calle y en el ancho patio, sembrado de árboles, del
hotel, y evocaba la contenida pesadumbre de un
llanto sin sollozos. El aire era húmedo, frío; flota-
ba, además, en la atmósfera, t^^mo un malestar.-
Despierto poco antes de la media noche. Yo dor-
mía profundamente, cuando algo desconocido, in-
sólito y violento, se produce. Es como si la mano de
un hércules me hubiese zamarreado. La lamparilla
eléctrica suspendida del techo, en el comedio de la
habitación, acaba de encenderse sola. Me incorporo
y con ambas manos me palpo el rostro, el pecho,
los brazos, para reintegrarme a mí mismo.
Estoy soñando... pienso. Instantes después vuel-
vo a acostarme, pero inquieto; aquella lamparilla,
encendida espontáneamente, tiene la emoción de un
^alerta", de un consejo. Parece decirme: *No duer-
nias.* Casi inmediatamente, oigo rumor de conver-
saciones y carreras de gentes que se apresuran por
las galerías del hotel. Creo que una mujer ha gri-
tado.
Súbitamente el fenómeno se repite; pero esta vez
con vehemencia redoblada. Todo oscila^ la cama $^
194 EDUARDO ZAMACOIS

separa del muro; mis enseres de toeador patinan


de un lado a otro sobre el mármol del lavabo, y
después ruedan por el suelo; los frascos de cristal
saltan en añicos. Caen asimismo los libros y las
maletas que ocupaban un sillón.
Los muebles, poseídos de una vida inexplicable,
parecen perseguirse. Comprendo que la tierra tiem-
bla, y que al primer movimiento, que fué de «trepi-
dación», sucede otro de cbalanceo», incalculable-
mente más grave. Mi asombro y mi curiosidad, sin
embargo, son tales, que no pienso en huir. El fenó-
meno continúa con intermitencias de reposo y sacu-
didas que apenas durarán quince o veinte segundos.
La luz guiña y amenaza extinguirse en la extensión
amarillenta de los muros; un espejo de marco
dorado titubea con gestos negativos que desparra-
man por la habitación reflejos incongruentes y ca-
balísticos; los cuadros resbalan de sus clavos; cru-
jen el piso, las paredes, el techo, del que se preci-
pita sobre mí una sofocante cantidad de polvo, y en
los balcones estalla un tamborileo frígido de crista-
les. Un viento de hechicería, que nadie explicaría
por dónde entró, hincha los cortinajes. Casi a la
vez la puertecilla de la mesitade noche es arrancada
de sus goznes, y las ventanas y la puerta, cerrada
con llave, de la habitación, se abren con violencia
tal que golpean los muros. Creeríase que algún
espíritu irritado acaba de penetrar en el dormitorio,
y lo recorre y desordena con furioso aletazo.
En este momento llega Márquez, mi secretario;
trae cara de miedo; los cabellos alborotados, avis-
pados los ojos, los tirantes a medio ceñir y la ame-
ricana y el chaleco debajo del brazo.
— ¡Levántese ustedl—me grita—. ¡Pronto!... ¡La

tierra tiemblal... Y desaparece, cual llevado por
el aire.
Entonces salto del lecho, me visto con una rapi-
dez que cualquier artista transformista hubiese ad-
mirado, y bajo al zaguán, donde el dueño y muchos
huéspedes del hotel se bailan ya reunidos: éste se
LA alegría de andar I9S

anuda la corbata, aquél concluye de arreglarse las


botas, y todos hablan a la vez contándose lo que
vieron, lo que sintieron. Después unos cuantos
salimos a la calle.
El cuadro es imponente. Debemos caminar con
cuidado porque la mayoría de los cables de la
fuerza eléctrica se han desprendido y se enroscan
por el suelo como sierpes mortales. Una niebla de
color rojo turbio ensucia el cielo con la tonalidad
que determinarían en un vaso de leche unas gotas
de sangre. Duerme el viento; los gallos vigilantes
callan, asustados quizá, y su mudez insinúa una
agorería. Los relojes todos de la capital se han
parado cual si señalasen aquella hora, aquel mi-
nuto, en que, según ^lo escrito**, la vida ha de
detenerse. Un silencio teúrgico llena la ciudad, que
parece escuchar. Guatemala tiene miedo; Guatemala
presiente algo trágico ingente; Guatemala, que adi-
vina su muerte, semeja un corazón que hubiera
cesado de latir...
A intervalos, las palpitaciones sísmicas vuelven;
los arboles, estremecidos hasta en sus raíces, se
curvan y sus ramas, al tocar el suelo, parecen
saludar algún fantasma; los pájaros escapan al tra-
vés del cielo con aleteos de maleficio. Muchas cor-
nisas y balcones se han desprendido.
No obstante, en las primeras horas de la madru-
gada el aspecto de la capital tiene más de pinto-
resco que de dramático, porque en el ánimo aven-
turero y confiado de los latinos, el miedo fué siem-
pre menos fuerte que la curiosidad. En el anchu-
roso Paseo de la Reforma", en la Avenida del
**

Hipódromo, en el Cerro del Carmen, en la plazoleta


de la pequeña iglesia de San Sebastián y en otros
lugares espaciosos, los vecinos improvisaron dies-
tramente verdaderos campamentos. En aquellas
barracas construidas con cañas y frazadas, se ríe,
se bebe coñac y se olvida el peligro; los colchones
ocupan el suelo. Otras familias se han acomodado,
para pasar la noche, en sus automóviles, o ea los
196 EDUARDO ZA1IACOI8

tranvías, o en los vagones del ferrocarril. Ya de


madrugada, el vaho bermejo que manchaba el espa-
cio descendió tanto que obscureció los faroles.
Los días sucesivos fueron de gran inquietud:
r^oticias venidas de provincias nos informaban de
que en Villanueva y en Moran las trepidaciones
telúricas adquirieron intensidad terrible. También
supimos qye, a consecuencia de un brusco cambio
de temperatura, todos los peces del maravilloso
lago de Amatitlán habían muerto. Esto aumentaba
el general sobresalto; nadie quería volver a su casa;
los tranvías, convertidos en dormitorios por obra
de las circunstancias, llegaron a alquilarse a razón
de ciento cincuenta pesos por noche.
Pero esto no fué más que el prólogo, o en otros
términos, ''el boceto* del incurable drama que en
los arcano» de la tierra iba madurándose. Los gran-
des temblores vinieron después, en los días postre-
ros de aquel mismo año; el definitivo, el irresisti-
ble, que redujo a la ciudad a un hacinamiento infor-
me de escombros, se produjo el 24 de Enero del
año siguiente. Sumacfos todos, es posible que su
duración no llegas^ a quince minutos, y, sin em-
bargo, los sitios de Reims y Verdun, los horrores
del Marne y del Yser^ con sus minas y contraminas,
sus tanques, sus gases asfixiantes y las nubes de
metralla que arrojaban los aeroplanos y cañones,
no bastarían a dar una idea de este inimaginable
cataclismo.
En el arte de componer tragedias, la Naturaleza
es superior a Esquilo.
El drama comenzó la Nochebuena, a poco de ex-
tinguirse los últimos villancicos de la Misa del Gallo;
gracias a lo cual las desgracias personales fueron
escasas.
Súbitamente la tierra echóse a temblar con vai-
venes cortos, pero violentísimos, que derribaban
los coches y obligaban a las personas a tirarse al
suelo* Parecía que algo sobrehuniano nos escamo-
taba, el piso bajo los pies, pues sentíamos ciue
LA ALEGRÍA DE Ain>AR I97

perdíamos sn contacto. El fenómeno subía de lo


hondo, trepaba desde lo ignorado a la superficie,
como las burbujas de un líquido en ebullición.
¿Cómo describirlo?...
La muchedumbre huía sin dirección, presa del
pánico, por las calles sumidas en absoluta obscuri-
dad, pues la actividad de la fábrica de electricidad
había cesado; las gentes perdían el equilibrio y ro-
daban por las rúas, cuyas piedras se salían de la
tierra,desentendiéndose unas de otras; enloquecidos
de terror los fugitivos se levantaban, adelantaban
algunos pasos, volvían a caer. Por todas par!;es gri-
tos, llantos^ imprecaciones, oraciones recitadas fer-
vorosamente entre sollozos desesperados; brazos
extendidos hacia arriba, en el horror de la inmensa
tiniebla. Muchos llamaban en su auxilio al cielo, y
como por obra de ensalmo los indestructibles re-
sabios místicos de la raza, retoñaban:
—Jesús, socorro!... [Señor del gran Poder, dame
una buena muertel...
— Virgen mía, no me desamparesl^.
I

Palpitaba el suelo, palpitaban con él de miedo los


corazones, aun los más animosos, y el pánico ha-
cíase locura. ¿Qué significaba el deber ante el ins-
tinto de conservación?...
En la Octava Avenida Sur, una de las más cén-
tricas, los individuos que transportaban en hom-
bros un cadáver, hacia el camposanto, huyeron des-
pavoridos dejando el féretro recostado contra una
reja. Durante horas, la fúnebre caja permaneció in-
móvil; los transeúntes la miraba, r* distraídos, sin
preguntarse por qué estaba allí, y seguían su cami-
no aterrados. Llegó la noche; las trepidaciones sís-
micas persistían. De súbito el ataúd se abrió; la
tapa, después de ir y venir varias veces con un ale-
teo de abanico, cayó al suelo y quedó el difunto
en pie, vestido de negro, las manos cruzadas. Tres
días después, casi sepultado bajo los cascotes, con-
tinuaba allí.
La multitud escapaba sin rumbo, buscando a Üén-
198 EDUARDO ZAUACOI8

tas las afueras de la población; mujeres y hombres


llevaban aquel mismo en que les sorprendió
traje
la catástrofe; desmelenados, desemblantados, con
la verdosa palidez de los espíritus lívidos del mie-
do. Los que no se veían, procuraban reconocerse
por la voz:
—¡Juan!...
— ¡Pedro!...
—¡Hijo, hijo!,.. ¿Dónde estás?... ¡Dámela mano!...
— ¡Madre!...
Rompiéronse las cloacas y las cañerías del agua
y del gas,
y Jas calles trocáronse en fangales nau-
seabundos. Los tejaroces, los balcones, y, final-
mente, las fachadas de los edificios, se desploma-
ban; asfixiaba el polvo. En lo alto de los campana-
rios las campanas, movidas por las manos invisi-
bles del terremoto, doblaban tristemente, lúgubre-
mente, como tocando a muerto: ''Din, don... din,
don...*, y luego las torres, las recias torres secula-
res que levantó la fe española, se rendían, rotas en
mil pedazos, con fragoroso estrépito; desconectá-
ronse millares de timbres, lo que promovió un ru-
mor delirante, y cuando aquel repique fué apaci-^
guándose hasta extinguirse, el silencio pareció más
profundo . Los árboles, cansados de hacer reveren-
cias, abatiéronse completamente desarraigados, cual
si la tierra, cansada de sostenerlos, los despidiese.
En el cementerio los cadáveres salieron de sus se-
pulcros en número mayor de veinte mil; abiertos
los nichos, desplazadas las piedras tumbales, los
finados surgían en actitudes diversas: unos acosta-
dos, otros sentados o de rodillas, según los Libros
Sagrados cuentan que ha de verificarse en la mara-
villa del Juicio Final.
|Y todo esto en el compendioso intervalo de al-
gunos minutos!...
Hoy los viajeros que visitan las ruinas de Gua-
temala aseguran que es imposible reconocerla: la
Plaza de Armas quedó sepultada bajo los escom-
bros de los viejos soportales que la enmarcaban y
LA ALEGRÍA DE ANDAR 1 99

de la Catedral; elTeatroCjión,el edificio de Correos,


el templo de San Francisco, la iglesia de la Merced,
que guardaba numerosas momias de frailes españo-
les; los Bancos, el Palacio Presidencial, la cárcel,
los cuarteles, han desaparecido en el caótico haci-
namiento de los muros derruidos. De la Guatemala
que visitamos nada queda, si no es su dolor; la tie-
rra la maldijo, la expulsó de su seno. De aquí en
adelante el silencio, aquel tremendo silencio que
tanto nos impresionó la primera vez que arribamos
a ella, será más hondo. Todo acabó. Ahora, sobre
el Cerro del Carmen, donde un ermitaño echó los
primeros cimientos de la ciudad sin ventura, exan-
güe, fantasmal, los ojos llenos de lágrimas, sólo
vela enlutado el Recuerdo.

Febrero, 191 8,
EL AMOR PATRIO

En Sevilla hay un ganadero de reses bravas, alto,


gordo, campechano y simpático; Félix Urcola se
llama Sucedió que, en el brevísimo espacio de uña
tarde, ardieron en Sevilla tres casas, propiedad una
de ellas de Urcola. Aquella noche, en el Círcu-
lo de Labradores, don Félix, invariablemente ale-
gre bajo su sombrero de alas descomunales, gri-
— —
taba o por orgullo o por gracia con su vocerrón
saludable, ante un grupo de amigos:
— jNada! Dejarse de discusiones. jEt mejor in-
cendio ha sido el mío!...
El caso no es nuevo. Usted, lector, seguramente
incurrió alguna vez en la ligereza de referirle ''sus
penas" o sus enfermedades a un amigo íntimo,
y
cuando le creía usted conmovido y en trance de ver-
ter amarguísimas lágrimas, él, con una leve son-
risita desdeñosa en los ojos, le ha contestado:
— Todo eso que acaba usted de decirme, xiomp^'
rado con lo que a mí me ha sucedido, no tiene
"nada de particular**.
La humanidad fué siempre así; nuestra egolatría
no claudica, no se doblega, ni aun ante la fuerza
abrumadora del ridículo: queremos ser *los prime-
ros* etí lodo; ser más fieos que nadie, más bellos
que nadie y más que nadie también influyentes, gl©-
riosos, elegantes
y afortunados con las mujeres; y
SI se
habla de dolores, tampoco consentiremos que
14
202 EDUARDO ZAMACOIS

nuestros oyentes nos echen el pie delante en los


caminos de la infelicidad. Para la envidia nunca
hubo puertas; el envidioso lo es, por igual, de la
ventura y del sufrimiento ajenos. Son legión los
individuos que, por asombrar a las gentes, se que-
darían con **el mejor incendio**.
El prurito masculino de haber sido muy amado,
la ostentación, el egotismo artístico y el amor a los
hijos y a la patria, son semilleros fértilísimos de
extravagancias cómicas. Especialmente el cariño a
la patria: por cariño incondicional al pedacito de
tierra en donde fuimos a nacer, raras son las per-
sonas que no se exalten, y llevadas de su férvido
entusiasmo no toquen al ridículo. De ahí la dificul-
tad de conocer bien el país que visitamos, porque
sus naturales, como añadidura a las mentiras que
deliberadamente o de buena fe nos refieren, procu-
ran mostrarnos cuanto juzgan recomendable y ocul-
tarnos lo que, a su juicio, es malo.
Una tarde paseaba yo con varios amigos por los
alrededores de Santa Cruz de Tenerife. El sol mo-
ría magníficamente; a nuestro alrededor los campos
verdes y las montañas violáceas y azules, compo-
nían un cuadro soberbio; al fondo, el Teide, de una
grandiosidad religiosa, desvanecía su cima en la
profundidad celeste.

—¿Ve usted aquella loma? señaló un compa-
ñero.
Hice un gesto afirmativo.
— Fué allí—continuó con voz velada —
donde el
célebre barón de Humboldt, vencido por la belleza
de nuestros crepúsculos, se hincó de rodillas y de-
claró ser éste **el paisaje más hermoso del mundo**.
Cierta o falsa, la leyenda me pareció interesante,
y mi emoción aumentó al comprender que los ca-
maradas allí reunidos — todas personal inteligen-
tes— la conocían y creían en ella. Por la noche es-
cribí en mi cuaderno de impresiones: **En las cer-
canías de Santa Cruz de Tenerife, una tarde el ba-
rón Alejandro Humboldt, etc. '^
LA ALEGRÍA DE ANDAR 20g

Meses después, yendo en automóvil de San Juan


de Puerto Rico a la ciudad de Ponce, a una se-
ñal de mis compañeros de excursión el coche se
detuvo. Alguien quiso saber lo que rne parecía
aquel **momento" del paisaje.
— ¡Magnífico... — repuse sincero.
definitivol...
— Aquí fué — añadió otro de lo3 presentes— don-
de el barón de Humboldt se hincó de rodillas y de-
claró hallarse "ante el paisaje más hermoso del
mundo**.
— ¿También aquí? — pensé decepcionado.
Y mi fe en esta bella anécdota acabó de derrum-
barse cuando me aseguraron en Guatemala que, a
la vista del Volcán de Agua, el autor del Cosmos
había caído de hinojos. A
la cuenta, como a otros
les arquea las cejas o les abre la beca, al ilustre
Humboldt la admiración le aflojaba las rodillas.
De donde deduzco: o que tan gran viajero fué un
adulador que, por complacer a unos y otros, no te-
nía reparo en andar a gatas, o que todos los paí-

ses y esto es lo más creíble —
se apropiaron lo que
él, si acaso, sólo dijo una vez.

Nadie ignora lo muy frecuentes que son en la


América Central los temblores de tierra. Puede de-
cirse que no existen allí verdaderos bienes inmue-
bles, y esto Viegó a constituir para los centroameri-
canos un motivo de orgullo. Así cuando un chileno
hablaba de los temblores de Valparaíso, los cen-
troamericanos sonreían despreciativos, dando a en-
tender que **eso" lo tenían ellos en su casa todos
los días. Los salvadoreños, especialmente, mani-
festábanse encantados de ser los protagonistas del
formidable cataclismo que arruinó su capital en po-
cas horas. Cuando un salvadoreño hablaba de **sus
temblores", hondurenos, panameños, nicaragüen-
ses y costarricenses, humillados
y celosos quizás,
guardaban silencio. En tratándose de exaltaciones
Sísmicas, la hegemonía de El Salvador era indiscu-
tible.

Hasta que el Dolor puso §us negros ojos en Gua-


EDUARDO ZAMACOI3

témala.Los sacudimientos telúricos que redujeron


a escombros aquella hermosa ciudad, fueron tre-
mendos, particularmente el último, de una intensi-
dad irresistible. Tan enorme resultó el desastre,
que los guatemaltecos se sintieron orgullosos de ék
la tragedia de Lieja, el bombardeo de Verdún,
comparados con el hundimiento de Guatemala fue-
ron juegos de niños. /

Entonces los salvadoreños tuvieron celos; querían


arrancarles el cetro de los terremotos, y protesta-
ron. Adujeron razones: Guatemala se desplomó tan
pronto, poi que sus casas eran de ladrillo y cemen-
to y pesaban mucho, que a ser livianas como las de
San Salvador hubiesen resistido intactas.
Los salvadoreños quieren, a todo trance, que los
mejores temblores continúen siendo los suyos.
Al salir de Guatemala, un amigo me dijo:
— ¿Piensa usted visitar Nicaragua? ¿Sí?... Pues
ya puede usted tomar precauciones contra el polvo.
En Managua, la capital, hay días en que el polvo
abruma de tal manera que los comercios se cierran
y nadie transita por las calles. Bástele a usted saber
aue las criadas van al mercado en coche. Las cria-
a^ se ajustan *^con coche* o •'sin coche^; pero es
necesario que una familia sea muy pobre para que
su sirvienta vaya al mercado a pie.
Bajo esta impresión antipática llegué a Managua.
Las personas que tuvieron la cortesía de salir a re-
cibirme a la estación, y de acompañarme luego al
Hotel, me hablaron de Corinto, de la ciudad de
León, del volcán Momotombo, del lago de Managua
y, finalmente, del polvo. Yo declaré honradamente
que no había encontrado tanto polvo como espe-
raba.
—En San Salvador-— agregué-~hay más polvo
que aquí.
Prodújose un silencio. Mis palabras acababan de
determinar en mis oyentes cierta decepción; pare-
cían quejosos de que yo estimase el polvo de su cíí-
pital inferior al de otras ciudades. Uno de ellos dijo:
LA ALEGRÍA DE ANDAR 205

—Me parece que está usted equivocado.


— No, señores — repuse sin advertir e) daño que
mi defensa de Managua producía — En San Salva-
.

dor el polvo es más denso porque el viento lo


arranca, no solamente del suelo, sino también de
las fachadas, medio derruidas, de las casas. Es un
polvo calcáreo, blanco...
— Será se^ún usted lo explica— interrumpió mi
colocutor—; pero si aquí tenemos menos polvo,
el nuestro, en cambio, es peor que aquél, porque es
negruzco y ensucia más.
Y como todos ratificaran calurosamente esta opi-
nión, hube de rendirme.
El amor a "la patria chica*', o en otros términos,
el patriotismo de campanario, es todavía más pro-
picio a la burla.
Vayan ejemplos:
La república de El Salvador dispone de tres
puertos importantes, a saber: el de Acajuda, el de
la Unión y el de la Libertad. Cuentan que en la so-
bremesa de un banquete, un comensal tomó la pa-
labra y luego de abusar de ella terminó su discurso
brindando por la unión y la libertad. Con lo que un
acajutleño, allí presente, se consideró ofendido
y
airado levantóse a protestar:
—No es correcto que el señor Equis, que ba brin-
dado por la Libertad y por la Unión, no levante
también su copa por Acajutla... Etc.
Y la sobremesa acaba mal a no mediar explica-
ciones.
La escena, en una peluquería salvadoreña. El ca-
lor abruma*Yo dormito beatífico, las manos cruza-
das, la cara cubierta de jabón. El peluquero es un
hombrecillo macizo y pequeño, sudoroso. Tiene un
entrecejo hostil. Sus dedos carecen de agilidad; di-
ríase que también tienen sueño. A intervalos creo,
con inquietud, que la navaja se detiene y apoya en
mis mejillas más de lo prudente.
El hombrecito parece absorto: al principio reali-
zó algunas pesquisas encaminadas a esclarecer mi«
206 EDUARDO ZAMACOIS

impresiones de viaje, y aunque le respondí festiva-


mente, sus cejas pobladas y negrísimas mantienen
su expresión amenazadora. De súbito, como quien
necesita resolver una duda que le suplicia, pre-
gunta:
— ¿Ha estado usted en Chalatenango?
— Sí, señor — conteoto sin molestarme en levantar
los párpados.
— ¿Y en Zacatecoluca?
— También.
Pausa breve Mi interlocutor, curioso:
— Y dígame verdad: ¿qué gusta a usted más:
la le
Chalatenango o Zacatecoluca?
Esta vez abro y despabilo bien los ojos. El pelu-
quero ha dado un paso hacia atrás; en su diestra la
navaja reluce. El hombrecillo me observa: su mirar
es fijo, exigente, amenazador, inquisitivo; lo enar-
dece unH sed de verdad. Yo, realmente^ no rae
acuerdo mucho ni de Zacatecoluca ni de Chalate-
nango, pero deseo díjar al peluquero obligado con
mi respuesta... ¿Por qué desagradarle en asunto tan
sin importancia?
Y pienso:
*¿Dónde habrá nacido este majadero?**
Le contemplo y remiro, y con el ansia de descu-
brir y acertar, mis dudas aumentan. ¿Será de Cha-
latenango? ¿Será de Zacatecoluca? ¡Pavoroso mis-
terio! Visto de frente me parece— sin saber por
qué - que es de Zacatecoluca. Pero si le observo de
perfil- también sin saber por qué— le imagino de
Chalatenango... Bruscamente, dócil a una inspira-
ción, exclamo con acento seguro y conmovido:
— A mí, la verdad, me gusta más Zacatecoluca...
El semblante carirredondo del peluquero se baña
en luz; acabo de hacerle íeliz.
— —
—Celebro que opine usted así dice porque yo
he nacido en Zacatecoluca.
Respiro libremente; a partir de aquel instante la
navaja de mi interlocutor resbalará sobre mis ca-
rrillos con la suavidad de la seda.
LA ALtSRÍA DE ANDAR 207

¿A qué seguir, si en todas partes — en América


como en Europa -la humanidad es la misma?
No comprendo bien el amor patrio; lo juzgo un
sentimiento retardatario que, afortunadamente, poco
a poco va debilitándose, fosilizándose, con el pro-
greso universal. Cultivemos las ideas generales, los
horizontes amplios. El verdadero amor patrio, el
patriotismo útil y fecundo, no es el que se fatiga
cantando la historia, los montes, los árboles y los
pájaros de un país, sin el que mejora las industrias
y la agricultura y el comercio de ese país; el que
abre caminos y ferrocarriles, y así tiende a borrar
las fronteras mezquinas y hacer del planeta, de todo
el planeta, una patria única, incansablemente pro-
gresiva, intensamente fraternal.
LA VERDAD HISTÓRICA

La empresa del teatro Cecilia, en Panamá, estre-


nó una película— por cierto muy mala— titulada
'^Los crímenes del kaiser**. No obstante sus defec-
tos—quizás a causa de ellos— la tal película atrajo
la atención y fué comentadísima. La opinión pública
unánimemente la condenó

—Vea usted me decían el juez Mr, Jackson y su
señora—; en ese **film* todo aparece falseado. Al
kaiser, verbigracia, que es un hombre pequeño,
lo representa un individuo de proporciones atlé-
ticas.
—¡Üiantrel— interrumpí atónito—; ¡qué sorpresa
me dan ustedes!... Yo me imaginaba al emperador
Guillermo recio y alto.
El matrimonio Jackson negó rotundamente.
—No, señor; rtosotros conocemos perfectamente
al emperador; pudimos mirarle durante toda una
noche en un teatro de Berlín (nuestro palco se ha-
llaba inmediato al palco regio) y aseguramos a us-
ted que Guillermo es delgado y bajito.
Como yo no acabase de manifestarme persuadi-
do, la señora Jackson agregó:
—El kaiser parece alto merced a sn casco, que
«s muy decorativo, y a los enormes tacones que
usa; pero él es de mediana estatura, o poco meno»,
y de mirada afectuosa.
Al fin, mis amigos me convencierop; trabajillo ks
«ostó, pero me convencieron^
2IO EDUARDO ZAMACOIS

Días después hablaba yo con el señor Gutiérrez-


Alcaide, ministro de Cuba en Panamá, del '^film'*
estrenado en el teatro Cecilia.
—No pierda usted su tiempo en ir a verlo— decía
yo - ; es una película desprovista de interés y de
arte.
Y añadí con la vanidad, muy disculpable, de
mostrarme bien informado:
— La figura central, por ejemplo, la del kaiser,
que es un hombre enjuto y pequeño...
Gutiérrez-Alcaide no me dejó concluir.
— ¿Quién le ha dicho a usted eso?
Tentado estuve de contestarle que nadie, que lo
sabía por el testimonio de mis propios ojos («así se
escribe la Historia >); pero no me atreví.
— —
No, señor prosiguió el ministro de Cuba — el;

kaiser es un hombretón corpulento y fornido, y de


un mirar duro^ avasallador, lleno de imperio. Tiene
unas pupilas azules y frías, que hacen daño. Yo es-
tuve muy cerca de él toda una tarde en el Hipó-
dromo de Berlín, y viéndole como le veo a usted
ahora.
Me despedí de Gutiérrez-Alcaide sumido en la
más torturadora de las perplejidades. Los señores
Jackson y el ministro de Cuba son tres personas

igualmente inteligentes y centímetro más o me-
nos—de la misma estatura; y, sin embargo, el kai-
ser le ha parecido al matrimonio Jackson pequeño
y delgado, y al señor Gutiérrez- Alcaide grande y
membrudo. ¿En qué quedamos? ¿Es que no existe
la Realidad? ¿Es que todo depende del tempera-
mento del observador?
De este hecho y de otros análogos nace la men-
guadísima fe que? me inspiran las historias, las le-
yendas y las ruinas; porque si nadie se conoce a sí
mismo, si nadie es capaz de fijar, día tras día, la
biografía de su propio corazón, ¿cómo penetrar
en la historia de los demás?... Este escepticismo mío
no es de ahora, sino de siempre.
Cuando llegué a Sonsonate, uno de los puc-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 2II

blecitos más lindos de El Salvador, mis amigos me


persuadieron de que fuese a visitar las ruinas fa-
mosas de Izalco. Verdaderamente no necesitaron
insistir mucho, pues disfruto de uno de esos carac-
teres que se dejan convencer en seguida. Y, según
se pensó, se hizo. Salimos de Sonsonate en tranvía
de muías, y a las dos de la tarde llegamos al caserío
de Izalco, callado y como muerto bajo un sol que
— —
valga la frase popular «rajábalas piedras»; mas
nada nos arredró, y con juvenil compás de pies
visitamos la iglesia y los escasos restos de un cas-
tillo de fábrica española, Lu^^go, engañada por
nuestra animosa voluntad, dora Teresa, la esposa
de nuestro buen amigo don José González Asturias,
se empeñó en mostrarnos el barrio de los Dolores
y «la piedra de don Pedro».
A mí, francamente, con el calor y el mucho an-
dar, los entusiasmos se me habían apagado bastan-
te, y así quise saber en seguida de qué barrio
y,
sobre todo, de qué piedra se trataba.
— Se trata— replicó doña Teresa - del barrio in-
dio; estos indios se mantienen aislados y descen-
dientes son de aquellos que tanto dieron que gue-
rrear a los conquistadores. También hemos de ir a
la piedra en qee don Pedro de Alvarado, derrotado
y herido gravísimamente en una pierna, se sentó a
descansar.
De todo ello sabia yo algo gracias a la "Verdade-
ra Historia de la Conquista de la Nueva España*,
del soldado Bernal Díaz del Castillo, y tanto por esta
circunstancia como por no desagradar a doña Te-
resa, me manifesté dispuesto a seguir la marcha.
Largo rato invertimos en recorrer el barrio abo-
rigen, llamado de "Los Dolores", y con razón,
acaso por los muchos y muy acerbos que se pade-
cen andando por él. No hay calle§, sino rutas her-
bosas y sin rumbo, que vacilan caprichosamente
entre los ranchos o bohíos, con paredes de ta-
blazón y techumbre de gu^no, levantados aquí y
allá, sobre un terreno desigual y carrascoso, sem-
212 EDUARDO 2AMACOIS

brado de arbolillos miserables. Mujeres y hom-


bres de piel cobriza y medio desnudos, y chiquillos
completamente en cueros, nos espiaban curiosos
desde las puertas entornadas o a través de las ren-
dijas de las sebes. Nuestros pies fatigados resbala-
ban o tropezaban en los mil accidentes del suelo
ingrato; el sol deslumhraba, mordía. Ni un soplo de
brisa. Estábamos empapados en sudor.
Doña Teresa, que caminaba delante, quiso reafir-
mar sus recuerdos preguntándole a una india la di-
rección más breve para ir a «la piedra de don
Pedro».
— Vuelvan ustedes atrás— contestó la mujer—
sigan por cauce del río.
el
—¿Está muy lejos?— preguntó uno de los excur-
sionistas.
—Pues .. ¡quién sabe, señor!...
—Está cerca— dijo doña Teresa — ; ¡sigamos!
Tras un silencio, la india repitió impasible:
— Pues... ¡quién sabe!...
He aquí una modalidad de expresión que impre-
siona en seguida al forastero: los indios de México,
como los de Guatemala, como los de toda Centro-
América, nunca afirman; tampoco niegan nunca...
**[Quién sabe!...**— dicen. Y quizás esta duda, esto
de suponerlo todo, de admitirlo todo sea el rasgo que
,

mejor traduce la honda sabiduría de su vieja raza.


Otra particularidad curiosa: los indios guatemal-
tecos, y más aún los del Salvador, jamás dicen
**Alvarado**, sino **Don Pedro**, cual si el temible
conquistador viviese todavía. No obstante las cen-
turias transcurridas, el nombre del glorioso aven-
turero es familiar allí, y persiste con la energía
amenazadora de un presente de indicativo. "Don
Pedro**— dicen. ¡Como si le conocieran, como si
acabaran de verle pasar!...
Caminábamos, de dos en fondo, por el cauce pe-
dregoso, completamente seco, de una torrentera,
que no de un río. En ambas orillas se alineaban
multitud de árboles, deshojados por el rigor esti-
LA ALEtSRÍA DE ANDAR 21

val, que nos quitaban el aire y apenas nos defen-


dían del sol. El suelo granítico, coruscante, rever-
beraba a la luz, y a despecho de nuestro calzado
percibíamos su espantoso calor. Afortunadamente
marchábamos cuesta abajo.
Yo, entretanto, iba cavilando en la extraordina-
ria resistencia del buen don Pedro; pues si era
cierto que la batalla por él perdida se libró en las
alturas que me señalaron cuando salimos de Izalco,
y que la herida que peleando recibiera en una pier-
na fué de tal gravedad que le dejó "lisiado para el
resto de sus días", según Bernal Díaz escribe, no
era verosímil que el héroe hubiese arrastrado sü
cojera hasta tan lejos. Lo humano, lo discreto, lo
higiénico, hubiera sido sentarse mucho antes. Una
caminata así carecía de sentido común.
Participé mis dudas a la señora de González As-
turias.
— Óigame, doña Teresa, por amor de Dios: no
es posible que mi señor don Pedro, desangrado y
vestido de hierro, zancajease tanto... Que fué hom-
bre ágil ya lo sabemos, y así lo demostró en Méxi-
co en "la noche triste"; ¡mas nunca como ahora!
Acabará usted por convencerme de que don Pedro
fué una bailarina...
Doña Teresa sonreía y proseguía ía marcha.

— Señora— porfiaba yo, jadeante usted no pre-
:

tenderá que yo imite la resistencia de don Pedro:


yo no he venido a América con Cortés, ni he naci-
do en Extremadura, ni en el siglo xv... ¿Para qué
diablos quiere usted llegar a la piedra de don Pe-
dro?... Como nadie la conoce, designe usted cual-
quiera de las muchas que vamos encontrando— yo
la aconsejaría que se fijase en la más próxima —
dice usted que en ella se sentó don Pedro, todos
nuestros acompañantes lo creen... |y asunto con-,
cluídol... No es necesario pujar la honradez históri-
ca tan lejos!...
Desgraciadamente mi» razonables consejos caye-
ron en el vacio.
mi EDUARDO ZAMACOIS


Al fin llegamos— ¡todo llega! ante un canto ro-
dado poco más alto que un banco.

¡Esta es la piedra de don Pedro!— exclamó
doña Teresa triunfante.

Yo lo creí ¿cómo dudar de una guía de tan bue-

na fe? y me dejé caer con cierto orgullo, allí don-
de Alvarado detúvose a cobrar alientos. |En ver-
dad que no lo necesitaba menos que éll...
Pero esta fe, esta candida alegría, subsistieron
en mí menos de un instante; y fué la misma doña
Teresa, llevada de su inmoderado prurito de ilus--
trarme, la causante de mi desilusión. Cerca de la
piedra memorable, grabado en un denso bloque de
granito, aparecía la huella de una mano de dedos
finos,largos...La señora de González Asturias dijo:

Aquí tiene usted la mano de don Pedro.
Me sublevé.
—Niego, señora; no es posible que don Pedro
Alvarado^ tan ducho en el arte de partir cabezas a
golpe de mandoble, tuviese unas manos tan pe-
queñas.
Doña Teresa, asustada de mi rebeldía, se apre-
suró a rectificar:
—Acerca de esto hay dos leyendas: unos dicen
que es la mano de don Pedro; quién, que la mano
de la Virgen...
Esta segunda explicación me pareció aún menos
admisible que la primera. ¿A qué Virgen aludía la
leyenda? ¿A la madre de Jesús? Imposible. ¿A una
Virgen india? Tampoco, pues don Pedro, a quien
los aztecas, a causa de su magnífica belleza varonil,
llamaban ''el sol** (**tonatiuh**), no era hombre capaz
de permitir que hubiera doncellas en sus domi-
nios...
Después me mostraron unas señales hechas en
laroca viva por los cascos del caballo del conquis-
tador.Me incliné a examinarlas, y en el acto mi cu-
riosidad se trocó en desencanto y burla: las tales
huellas apenas si tenían el tamaño de una moneda
de cinco pesetas.
LA AJLEGEÍA DE AKDiVR 21

— ;Pero sen ores I—-exclamé ~ ^ustedes creen que


:

don Pedro pudo venir de Guatemala a El Salvador


montado en una cabra?...
Y allí, una vez más, quedó muerta mi fe en la
verdad histórica. Cuando regresé a Sonsonate no
creía en las ruinas de Izalco, ni en las huellas del
caballo de don Pedro, ni en la piedra de don Pe-
dro... ¡ni en el mismo don Ptídrol

¡Manes irritados deTucídides y de Xenofonte, de


Herodoto y de Salustio, de Mariana y de Lafuente,
de Macaulay y de Micheletl... Perdonadme si digo
que vuestros bellos libros no me inspiran confian-
za. ¡Sombras amables de cuantos rebuscadores de
antigüedades fueron y han de serl... Excusadme si
pienso que la Historia Universal, con su relación
interminable de batallas y de atropellos, no pasa
de ser el melodrama o el novelón con que se di-
vierten las personas eruditas.
Las tareas del historiador y del folletinista son,
en el fondo, tan semejantes, que a ratos se herma-
nan, y de ahí el éxito de las novelas históricas. Los
límites de la verdad y de la leyenda nadie los sabrá
nunca. La sola diferencia entre el novelista y el
historiador estriba en que el primero "sabe que in-
venta*, mientras el segundo ''inventa sin saberlo".
Pero, realmente, su labor es la misma. César Cantú
es una Carolina Invernizzio, en serio...
LA manía de hablar

A les oradores —
a imitación de lo que alguien
hizo con los profesionales de la pluma—
se les debe
clasificar en tres grupos: los que,
antes de levan-
tarse a hablar, piensan o recapacitan
lo que van a
decir; son los menos. Los que
piensan al mismo
tiempo que hablan; de éstos hay muchos.
Y, final-
mente los innumerables que hablan sin
meditar ni
saber lo que dicen.
^
España sehalla convaleciente todavía de aquella
mamade hablar" con que los maravillosos tribu-
nos de hace veinte años la colocaron
en extremadí-
simo trance de morir; por dicha, esa
terrible ''fobia*'
^^edina rápidamente
y nuestros prohombres van
Habituándose a dedicar a la acción el precioso
tiem-
po que antes malgastaban en inútiles
retóricas.
Desgraciadamente, en la América llamada «latí-
llamarla «española", que sería lo
"^""^ """
f,L"~;^P''f
jiisto.r» ^ ,a reacción contra la oratoria
insustancial
no aparece aún. Ciertos
espíritus selectos han pro-
testado; ya algunas inteligencias
de vanguardia di-
jeron que los pueblos jóvenes
hacen mal en deiar
ir sus
energías por las bocas de sus oradores;
eí^tas voces de
pero
aristocracia y profecía son obscure-
cidas por
el zumbador enjambre de
individuos va-
n.aosos y acéfalos que, apenas
ven ocho personas
tXuf^ ^^ u'^'''' obligados a «decir algo«; y a de-
cirio «de pie«,
que es lo grave.
15
21 EDUARDO ZAMAGOIS

Esto lo escribo sin rencor. En los incontables


banquetes a que asistí, ya en calidad de protagonis-
ta, ora como simple comparsa, los oradores **por
generación espontánea** no sólo no me molestaron,
sino que me divirtieron grandemente, y hasta me
sirvieron de digestivo.
Hay oradores que se reservan para la solemnidad
de la sobremesa; otros, más impacientes, o temerosos
acaso de no hallar ocasión de largar su discurso, se
levantan al tercer plato, "después del pollo**. Yo
gozo lo indecible viéndoles erguirse, un poco tur-
bados, inclinarse ante la asamblea mientras se apo-
yan con la punta de los dedos sobre la albura del
mantel, y pronunciar conmovidos el "señores*, de
ritual. Luego me complazco, con complacencia cruel,
en seguirles en su labor: les miro palidecer, enroje-
cer, embrollarse, luchar desesperados por redondear
una frase rebelde, buscar inútilmente el adjetivo
oportuno y fugitivo, y no hallándolo, endilgar otros
que no vienen a cuento; naufragar después en un
mar de repeticiones, de solecismos, de lugares co-
munes, lanzados con teatral acompañamiento de
gritos y de gestos, hasta llegar, como a una playa,
al ansiado "he dicho...", que la buena crianza de los
oyentes ahogará en una breve salva de aplausos.
Entonces, mientras el orador, visiblemente emocio-
nado, sonríe a los más próximos y se enjuga el su-
dor, mis manos, que durante su discurso anduvieron
distraídas modelando una miga de pan, aplauden
también.
Bodas, bautizos, inauguraciones de carreteras o
de puentes, descubrimientos de estatuas o de lápi-
das, banquetes literarios, entierros... todo sirve de
pretexto a los devotos de la oratoria para tomar la
palabra.
En San Juan de Puerto Rico, donde según parece
no hay sepelio de cierto viso sin oración fúnebre,
tuve la dicha de asistir a una escena aderezada con
lá salsa de una ironía maestra.
La triste comitiva habíase detenido cerca de U
LA ALEGRÍA DE ANDAR 2If

sacramental. En mi memoria los detalles del paisa-


je, alumbrado por un crepúsculo de invierno, se
dibujan indecisamente. Sólo recuerdo las líneas ge-
nerales, los perfiles máximos; a la izquierda una
hilera de casas desiguales; a la derecha algunos
lienzos aspillerados y negruzcos, perfectamente
conservados, de una recia muralla española, y al
fondo, bañada en sol, alba, bajita, casi a ras de tie-
rra, como una novia muerta, la ciudad del Olvido.
Cerca de nosotros, suelta y feUz entre los altos her-
bazales que cubrían los fosos de los viejos reduc-
tos, había una cabrita blanca, con limpieza de nie-
ve, más blanca quizás de lo que realmente era, por
el contraste entre su blancura y la robusta entona-
ción verde de la hierba.
Desde el repecho que me servía de observatorio,
yo veía la carroza mortuoria, llena de severidad, y
en primer término el centenar de personas que
aproximadamente componían el séquito: era una
muchedumbre callada, negra, enfundada en esas
largas levitas, librea de las grandes solemnidades
y de los dolores definitivos. Los sombreros de copa
brillaban a la luz.
De pronto, todas las cabezas se descubrieron. Un
caballero, calvo y barbado, de aspecto tribunicio,
acababa de ponerse de pie en un coche. Aquel ca-
ballero contempló a sus oyentes, y después de cer-
ciorarse de que su levita estaba bien abrochada,
abrió los brazos.
—Señores: un deber, un tristísimo deber, me
obliga...
Sus palabras, en el silencio rosado de la tarde,
llegaban a mis oídos diáfanamente. Todos los ros-
tros se hallaban vueltos hacia el orador, y la cabrita,
inmóvil, revelando sorpresa, parecía escucharle
también. Su cabeza pequeña, con sus cuernos y su
hocico alargado por una perilla blanca, recortaba
sobre la hierba un perfil burlesco. De repente baló:
— iMmeeeeél
El orador continuaba, dirigiéndose al cad&ven
220 EDUARDO ZAMACOIS

— Todos le conocimos, todos disfrutamos de su


amistad. ¿Dónde hubo un hombre más afectuoso,
más probo, más inteligente, para los negocios?...
— —
¡Mmeeeeé!... contestó la cabrita.
La fúnebre oración seguía devanándose lenta-^
mente entre los tópicos mas vulgares del elogio.
— Esposo ejemplar, padre araantísimo, ciudadano
modelo, fiel cumplidor de todos los deberes socia-
les, el iiueco que deja en nuestros corazones es de
ios que no se llenan nunca.
— ¡MmeeeeéI...— comentó cabrita.
la
— Su vida fué una existencia dedicada al trabajo,
al a la virtud.
sacrificio...
— ¡Mmeeeeé!...
— jPorque yo. entiendo, señores, que la virtud es
la... es lo... es aquello...
El discurso se embrollaba. Y
la cabrita, con la
cabeza erguida y quieta sobre sus cuatro patitas
muy juntas:
— iMmeeeeéI...
Aquel diálogo absurdo no llevaba trazas de con-
cluir. Los circunstantes, enterados ya de lo que su-
cedía, empezaban a sonreír y a cuchichear. Al octa-
vo, al noveno, al décimo "¡Mmeeeeé!", el orador
también miró al animal comentarista de una mane-
ra fulminante y terrible.
La cabrita, apacible, curiosa, inocente de todo,
repitió:
— jMmeeeeéI...
La hilaridad pública estalló. No era posible con-
tinuar hablando con aquel "leitmotiv" grotesco. Fu-
rioso el orador, bruscamente descendió del coche.
Estos oradores que pudiéramos calificar de "in-
condicionales", se parecen al "Primer Principio**
de las cosas en que ellos también de la nada sacan
un discurso. El hecho más trivial, el asunto más
conocido, más resobado por todo el mundo, lo ha-
llan bueno para una improvisación. ¿Que no poseen
acerca del tema que van a desenvolver ninguna
idea propia? ¿Que las frases que tienen preparadas
LA ALEGRÍA DE ANDAR 231

las sabemos ya de memoria...? jNo importa!... Pues-


to que lo único que les interesa es no estarse ca-
^
llados.
A
los pocos días de desembarcar en El Salvador,
debí acompañar al entonces presidente de aquella
República, señor don Carlos Meléndez, a la inaugu-
ración del ferrocarril que boy une a Zacatecoluca
con la pequeña ciudad de San Vicente. Dando es-
colta al automóvil presidencial salieron de la capital
muchos coches. Yo iba en uno de mi excelente ami-
go Antonio Sanz Agero. La excursión prometía ser
alegre y ofrecía, por añadidura, un cariz político
muy interesante: el señor Meléndez iba a cesar
pronto en su alto cargo; los doctores Palomo y Qui-
ñones aspiraban a sustituirle, y tanto para el uno
como para el otro aquél era un verdadero "viaje de
propaganda" y la inauguración del ferrocarril un
pretexto airoso para reverdecer amistades y atizar
entusiasmos.
Los
partidarios de los dos candidatos beligeran-
tes no se habían descuidando; a lo largo del camino
todo sonaba a fiesta: en unos caseríos éramos re-
cibidos con música; en otros con flores y cohetes y
arcoi triunfales, improvisados con tablas y percali-
nas de gayos colores.
Llegamos a Zacatecoluca cuando ya se apagaba
el crepúsculo. Todo el vecindario, exaltado por el
fervor político y por las libaciones, estaba en las
calles. El estallido de los cohetes, los "j Vivas!" dis-
cordes a Palomo y a Quiñones y la alegría de una
charanga militar, llenaban de estrépito el ambiente.
Sin perder .instante, el señor Presidente se dirigió
al Palacio del Ayuntamiento, situado en la plaza
principal de la ciudad. Al pie del edificio la multi-
tud se arremolinaba tempestuosa; la noche había
cerrado y los faroles daban al cuadro una claridad
de misterio. El vocerío era ensordecedor:
—¡Viva el doctor Palomo!...
-^iViva el doctor Quiñones!...
—¡Viva don Carlos Meléndezl...
2^9 EDUARDO ZAMACOIS

Apremiado, acosado por las personas que le ro-


deaban, el señor Meléndez, que entre otras excelen-
tes cualidades tiene la de no gustarle la oratoria, se
asomó al largo balconaje que decora la fachada del
Ayuntamiento. Este era el momento que **los tribu-
nos" acechaban para desatarse:
— —
¡Pido la palabra! gritaron a coro más de cinco
individuos, quién subido en una silla, quién encara*
mado sobre un par de amigos de buena voluntad.
Pero nadie quería oirles, y la muchedumbre, seme-
jante al mar, les envolvía en su oleaje y les tiraba
al suelo. La
multitud repetía:
— ¡Viva doctor Palomo!.».
el
— ¡Viva el doctor Quiñones!...
Los ánimos iban enardeciéndose: los más ternes
blandían garrotes y miraban a los partidarios del can-
didato enemigo con aire hostil. La policía, temien-
do una colisión, comenzaba a repartir empujones...
De improviso, un hombrecito mal vestido, mal
afeitado, descolorido por ?a anemia y por la escasa
limpieza, consiguió encaramarse a la verja que ro-
deaba la plaza. Un chiquillo, como de doce años —
hijo suyo, sin duda— trepó tras él. Aquel individuo
sacó del bolsillo un grueso paquete de cuartillas y
se dispuso a leer.
Le oímos gritar por dos veces:
— ¡Señor Presidente!... ¡Señor Presidente!...
El muchacho alumbraba con una vela. Pero había
brisa, la vela flameaba mucho, amenazaba apagar-
se, y hombrecillo no veía bien y tartamudeaba.
el
De los espectadoresunos se reían de él, otros le in-
sultaban. El hombrecillo acabó por quitarse su som-

brero un pobre sombrero de paja color de li-
món—^y se lo dio a su adlátere para que le sirvie-
se de reflector, al par que de abrigo contra el aire.
El orador.— ¡Señor Presidente!
El público.— Ya te hemos oído: bájate.

El orador, El noble pueblo de Zacatecoluca, a
quien tengo el inmerecido honor de representar en
estos momentos...
LA ALEGRÍA DE ANDAR 223

El Publico. — ¡Fuera!,., jfuera!... ¡que lo bajen


de ahíl...


El ORADOR (desgañitándose). Quiere que su se-
ñoría tenga presente el entusiasmo, el agradeci-
miento, la emoción, que ha encendido en nuestros
corazones ese ferrocarril que... que...
El público.— Viva el doctor Palomo!... ¡Viva el
j

doctor Quiftonesl...
Nuevas voces.— ¡¡Viva!!...
En estas, por un descuido del muchacho, la llama
vacilante de la vela prendió en el sombrero y éste
empezó a arder como una antorcha. Risa general.
El disertante, saltándosele las lágrimas de cólera,
hubo de renunciar a su discurso. Cuando se desli-
zaba desde la verja al suelo, sus oyentes más pró-
ximos tuvieron la crueldad de administrarle varias
nalgadas humillantes. Se le silbó, se le empujó. En
honor suyo algunas hortalizas volaron por el aire. jY
considerar que ese hombre no habrá escarmentado
aún, y lejos de romper sus infelices cuartillas las
tendrá guardadas por si, transcurridos cinco o más
años, recibe Zacatecoluca otra visita presidencial!...
¡Porque es curioso ver cómo estos discursos, a imi-
tación de los gabanes ingleses, parecen hechos a la
medida de todo el mundo!...
De algo más cómico aún he sido testigo o para —
expresarme con mayor propiedad, causa ocasio-
nal —y fué en Colombia.
Cuando después de varios días de navegación por
el Magdalena desembarcamos en Girardot el señor
Vidal Caro, nuevo ministro de Cuba en Colombia,
y yo, fuimos acogidos por el ministro cubano sa-
liente, don Rafael Rodríguez Altunaga, y el minis-
tro de España, donjuán Manuel Aristegui, quienes
tuvieron la muy hidalga cortesía de salir a recibir-
nos hasta allí. Horas después yo me quedaba en
La Esperanza, y ellos continuaban el viaje a Bo-
gotá.
Al llegar a la famosa ciudad que muchos lla-
man **la Atenas sudamericana** —
otros creen que
224 EDUARDO ZAMACOIS

la Atenas sudamericana** es Montevideo un gru- —


po de señores graves y correctamente vestidos se
acercó al vagón donde iban los tres ministros. Es-
tos, un tanto sorprendidos, se habían detenido en
la plataforma del coche. Entretanto varios fotógra-
fos, **armados** de **kodaks*, cumplían con su de-
ber: **Tic... tic...**

Mi amigo don José Vidal Caro es un hombre de


mediana estatura, grueso y dueño de un magnífico
bigote blanco; se parece bastante al mariscal Joffre.
Digo esto para significar que, a no ser por haber
cumplido, como yo, los veinticinco años, no se ase-
meja a mí absolutamente en nada; lo que no evitó
que aquellos caballeros severamente trajeados de
que antes hablé le confundiesen conmigo, y así acu-
dieron a él, y uno de ellos comenzó a leer:

Nosotros, los modestos intelectuales de esta
altiplanicie...
Al principio todo marchó bien: el orador hablaba
de **la madre patria**, de las Repúblicas hispano-
americanas, de cómo los viejos rencores que antaño
separaban a tantos países hermanos van desapare-
ciendo, etc., y luego se dirigía a **un hornbre que
venía a visitarles desde muy lejos**.
Vidal Caro escuchaba, sin desconfianza: efectiva-
mente aquel hombre, que venía **de muy Jejos**,
podía ser él...
Hasta que el propinante nombró **al autor de
Punto iVi?g-ro**... Entonces Aristegui, expeditivo y
franco, le interrumpió:
-^jLe advierto a usted que el autor de Punto
Negro se quedó en La Esperanza!...
Y allí,sin más comentarios, finó el discurso a
manos del ridículo. ¡Qué escenal Los señores de la
Comisión acogedora que escapan avergonzados, el
público que se desbanda riendo... Es un jcuadro
bufo que aprovecharía Carlos Arniches para un
final de acto.
Y ahora el cronista pregunta:
¿Por qué ésos señores bogotanos no tuvieron la
LA ALEGRÍA DE ANDAR 2?5

precaución elemental de cerciorarse de qqién era


yo? ^Por qué el hombrecillo de Zacatecoluca arros-
tró, sin necesidad, las burletas y los azotes de sus
conciudadanos? ¿Es que las ganas de perorar, como
la tos, como estornudo, no pueden contenerse?...
el
¡S^ñor!..» En
los banquetes, en los Congresos, en
la? Academias, en ios Ateneos, en todos esos lu-
gares donde los hombres— que nada tienen que de-
cirnos —
se levantan a hablar, ¡qué falta hace, para
bien de los pueblos, la cabrita de San Juan de
Puerto Rico!...
Aquella cabrita que yo no cambiaría por el me-
jor epigrama:
— jMraeeeeé!...
BAÑOS

En general los países ibero-americanos se ba-


ñan bastante más que Italia y España, aunque no
todo lo que la comodidad y la higiene prescriben.
Los viejos refranes: "La corteza guarda el palo**...
*Más vale tierra en cuerpo que cuerpo en tie«
pasaron el Atlántico con los primeros
rra^, etc., etc.,
conquistadores y todavía se recuerdan. En las ciu-
dades de segundo orden, especialmente, el baño no
es indispensable; se aceptan sus excelencias, pero
se le olvida con frecuencia deplorable; es una nece-
sidad, pero nunca "una primera necesidad**, de
lo que deben congratularse no poco los construc-
tores de casas de alquiler.
Cuando a un hotelero le preguntamos si en su
establecimiento hay baño, siempre responderá afir-
mativamente; pero ¡qué libro delicioso podría com-
ponerse con la descripción de esos baños de Hotel,
cuyo defecto mayor no suele ser la falta de agual...
En éste no funcionará la ducha; aquél no tendrá
puerta; en otro, instalado junto al departamento
más fétido, umbrío y secreto de la casa, pulularán
las cucarachas, las hormigas, las arañas y los ala^
cranes venenosos, los mosquitos transmisores del
paludismo, las ratas, los sapos... y de noche su si-
lencio se llenará con el chirriar desapacible de los
murciélagos. En Centro América es popular la his-
toria de cierto inglés que, para ir a bañarse, lle-
vaba siempre su revólver.
228 EDUARDO ZAMACOIS

—Nadie sabe— decía— lo que puede sucederle a


uno allí...
Lances pintorescos, lances cómicos, relacionados
con ei jabón y el agua corriente, conozco muchos;
diríase que, en ciertos países, el problema del baño
es algo inclinado a la pirueta y a la risa.
Un caso...
Yo había llegado a una pequeña ciudad, cuyo
nombre no importa; tomé posesión de mi cuarto,
abrí mis baúles, me endosé un pijama y salí al co-
rredor. Allí estaba el dueño en mangas de camisa;
pequeño, vivaracho, el chaleco abierto sobre un
abdomen redondo y alegre; la barriga del comer-
ciante cuyos negocios marchan bien.
— —
¿Hay baño en la casa? interrogué,
— ¡Cómo no, Sieñorl Allí, al fondo del patio.
Su brazo extendido me señalaba un rumbo, un
oriente, a través del jardín arbolado, que era bas-
tante grande. Aun lado estaba la cocina, al otro la
caballeriza y el gallinero Delante de una pila había
dos mujeres lavando ropa, y poco más allá una pa-
rodia o remedo de kiosco formado por unos lienzos
o tabiques hechos con telas de sacos, y sujetos a
tres troncos de árbol. Aquel era **el cuarto de
baño**. Estupefacto metí en él la cabeza, y vi que lo
amueblaban un platón de zinc, un banquillo y una
escalera. ¿Y el aparato de la ducha?... ¿Y el agua?...
En estas acudió un muchacho portador de una
enorme regadera.
—Aquí está el agua, señor...
¿Qué hacer?... Iba a indignarme, pero todavía la
cólera no me había subido a los ojos cuando se re-
solvió en risa. Acepté, pues, la situación; la verda-
dera superioridad del individuo consiste en su adap-
tación al medio: vence quien se adapta.
Mientras me desnudaba, mi acompañante se en-
caramó en la escalera, dispuesto a regarme, y de
este modo yo, pantado y como sembrado en el reci-
piente de zinc, quedé convertido en planta, y él
transformado en nube, como proveedor que era de
LA ALEGRÍA DE ANDAR 229

Había yo comenzado a enjabonarme, y mí


la lluvia.
ayudante, obediente a mis indicaciones, me regaba
o suspendía el riego. El viento, entretanto, hincha-
ba las paredes del kiosco, las entreabría y yo oía
reir sofocadamente a las dos lavanderas con quie-
nes antes hablé, de cuya mal represada hilaridad
deduje que me veían y se builaban de mí. Y no fué
esto lo más aflictivo, sino que cuando mejor enja-
bonado me hallaba el agua se acabó, y el muchacho
debió marcharse en busca de una segunda regadera.
También es digna de recordación la ducha de
cierto hotel centroamericano.
Aquella mañana, muy temprano, salí de mi ha-
bitación envuelto en un peinador, los desnudos
pies metidos en unas chinelas orientales, una toalla
en la mano izquierda, una pastilla de jabón en la
mano derecha, los cabellos mal peinados sobre el
rostro, todavía soñohento, y la traza, en fin, tímida
y siempre un poco cómica, del individuo que siente
frío y va a bañarse.
—¿Los baños?— pregunté a un camarero que pa-
saba.
—Sí, señor; siga usted este pasillo; luego, a la
derecha verá usted una escalera. Baja usted esa
escalera, y en seguida, a la derecha, por un corre-
dor, llegará el señor a un patio. Después, otra vez
a la derecha... ¡Siempre a la derecha!...
Dime por informado y caminé, aunque sin gran-
des esperanzas de llegar; aquella ruta en espiral
me parecía confusa. Pero no, pues a poco me ha-
llaba en una habitación de madera, con solado de
cemento, en cuyo centro y junto al techo, vi el apa-
rato, en forma de regadera, de la ducha. Se movía
con ayuda de una cadenita. Desgraciadamente la
cadenita se había roto a considerable altura, y no
era fácil sujetarla a ninguna parte. Además, el
ganchito destinado a este menester que sin duda
hubo en la pared, había desaparecido, lo cual, como
demostraré después, representaba para los bañistas
un grave inconveniente»
230 EDUARDO ZAMACOIS

Sin embargo, me desnudé, tiré de la cadena y


durante medio minuto recibí sobre las espaldas un
copioso y frígidísimo chaparrón. En seguida me
enjaboné concienzudamente. Hasta allí todo fué a
pedir de boca; mis tribulaciones empezaron des-
pués, cuando quise quitarme el: jabón. Si tiraba de
la cadena con la mano derecha, sólo disponía de
la izquierda para desenjabonarme, y victversa;
y yo necesitaba de mis dos manos a la par, para
bien a mis anchas restregarme y limpiarme. ¿Qué
hacer?... Ocurrióseme, de pronto, la siguiente astu-
cia: tirar de la cadenita con los dientes. Para conse-
guirlo hube de ensayar una actitud poco envidia-
ble; a saber: me puse de puntillas, la cara vuelta
hacia arriba y el cuello alargado cuanto podía,
como una jirafa, hasta que el extremo colgante de
la cadena quedó al alcance de mis incisivos. En-
tonces hice presa en ella, me agaché un poco para
halar y recibí en pleno rostro el chaparrón de la
ducha. Comencé a restregarme. Pero la frialdad del
agua me arrancó una inspiración demasiado fuerte,
abrí los dientes y la cadenita se me escapó, con lo
cual la ducha quedó interrumpida. De este modo,
entre sobresaltos, contorsiones, estiramientos y fati-
gas, acabé de bañarme.
En otra población conocí una ducha digna, como
las anteriores, de figurar en alguna película fes-
tiva.
El mecanismo se manejaba con auxilio de dos ca-
denitas suspendidas a los extremos de un eje o
palanca, exactamente cual los platillos de una
balanza. Cuando la palanca se hallaba colocada
horizontalmente, la ducha no funcionaba; pero tirá-
bamos de la cadenita derecha, y el agua caía abun-
dante; tirábamos, por el contrarío, de la izquierda,
y cesaba la mojadura. Ahora bien: el mecanismo
estaba tan gastado, que bastaba no ya la presión
más leve, sino el liviano estremecimiento de aire
producido por una tos o el golpe de una puerta al
cerrarse» para inclinar la balanza a un lado u otro y
LA ALEGRÍA DE AWDAR 23I

producir así, a destiempo, la lluvia o la sequía.

Afortunadamente para los artistas o políticos cé-


lebres, los periodistasque van a entrevistarles para
luego hablarnos de sus ^intimidades", no se han
atrevido todavía a sorprenderles en el baño...
LA PESCA DEL CAIMÁN

Estábamos en San Miguel, pequeña ciudad de la


República de El Salvador. Al propietario del Hotel
París, donde yo me hospedaba, le llamaban Luis^
Stirnemann: era un ingeniero suizo, joven aún, fla-
co, de ojos azules y con un semblante anguloso
prolongado por una barbita rala y rubia. Usaba
cuellos a la marinera, tenía el pescuezo seco y cre-
cido, y caminaba a largos pasos. Hablaba poco. Le
caracterizaban una notable frialdad de ademanes,
y
un pleno y elegante dominio de sí mismo. Stirne-
mann salió de Europa contratado por una Compañía,
al parecer fuerte, que acababa de fundarse en San
Miguel; pero cuando el ingeniero llegó a su destino
la Compañía había quebrado. Entonces» para arbi-
trar recursos con qué vivir, abrió un hotel. Stirne-
mann entiende de carpinteríai de fotografía, de jar-
dinería, de decorado, de cocina; entiende de todo. A
fuer de buen suizo, es un andarín heroico: maneja
perfectamente toda clase de armas; es un infatiga-
ble cazador; sabe pescar, nadar, montar a caballo;
en él se reconoce inmediatamente tí. hombre que ha
vivido en contacto con la naturaleza.
Luis Stirnemann, después de llevarme a pescar
caimanes de día, me invitó a atacarlos de noche;
según él, serios peligros y, de consi-
ello ofrecía,
una muy tremante emoción.
guiente,
— kemos—*dijo--al lago de Olomega, y dirigirá
16
2^ EDUi\RDO ZAMAC0I8

la batida don Emilio González, que posee allí vas-


tas haciendas, y es el mejor cazador de caimanes
de la región.
Al siguiente día se unieron a nosotros, en la esta-
ción del ferrocarril, los tres amigos que habían de
acompañarnos: el suizo Max Haltmayer, notable
tirador también, gran comedor, gran bebedor y gran
sensual, obeso, rojo y alegre, como una figura del
retablo de Rabelais; el periodista Salvador Guerre-
ro, y un turco llamado Julio Lahud; caravana babé-
lica sobre la que podían ondear las banderas de cua-
tro patrias distintas. Estas agrupaciones cosmopo**
litas son muy frecuentes en América, país de aven-
turas.
El tren corría entre un bosque torturado por las
llamas de la sequía y del sol; las hierbas pahdecían
sobre la tierra ardiente y polvosa; en las ramas
el follaje desjugado amarilleaba; los árboles tenían,
bajo el tórrido añil celeste, un gesto de sed.
En poco más de una hora quedaron atrás las es-
taciones de Miraflores, San Antonio y El Carmen,
cuyos nombres españolísimos trajeron a nuestra
memoria visiones de Castilla, y a las cuatro de la
tarde echamos pie a tierra en Olomega. Ante nos-
otros el lago terso, dormido, fulgurando al sol
como una armadura, extiende su cristal inmenso,
cristal sin contornos, que parece diluirse allá, muy
lejos, en una evaporación dorada medio verde, me-
dio azul. A lo largo de las orillas planas, tan hu-
mildes que apenas descuellan del agua, los junca-
res erigen la muchedumbre de sus bayonetas de
esmeralda. Descansa el viento; la luz abrasa; en la
superficie del lago no hay ningún temblor.
La tarde la pasamos cazando patos: nuestra em-
barcación resbalaba suavemente, dócil al empuje
Earsimonioso de los remos. Apenas hablábamos,
os ojos perspicaces de los tiradores registraban el
espacio, mientras los rifles descansaban sobre las
rodillas. A intervalos, un disparo, y un pato que
buye volando y luego se desploma desde lo azul
LA ALEGRÍA DE ANDAR 335

en una línea vertical; el agua salta, blanca, alrede-


dor del cadáver, con la gracia ligera de una fuente.
A la hora del crepúsculo Ja matanza aumenta: el
espacio ha ido tiñéndose con las agonías violetas
del sol, y el averío regresa a los parajes adonde
acostumbra pasar la noche; son éstos los viejos ár-
boles que, de trecho en trecho, decoran las orillas.
Allá nos lleva nuestra crueldad: de pie sobre la
lancha disparamos a porfía nuestras armas; en la
obscuridad creciente, los pobres animales, asus-
tados, tropiezan con las ramas y sucumben por
docenas; en el fondo del bote hay un charco de
sangre.
Es
casi de noche cuando desembarcamos frente a
la casuca de tablas donde don Emilio González nos
espera: allí cenamos sardinas y otros fiambres al
resplandor doliente de tres o cuatro velas que lu-
cen ahincadas en el cuello de otras tantas botellas
vacías. El apetito es bueno, y vehementes los de-
seos de salir a pelear con los saurios del lago. Los
riesgos de la lucha exaltan nuestro fervor combati-
vo. En el Olomega los caimanes se cuentan por mi-
llares; es muy improbable, por tanto, que la perso-
na que caiga en él, sobre todo si es de noche, vuel-
va a salir.
—Yo he visto muchos caimanes de tres metros,
lo menos, de longitud— dice Max Haltmayer.

Esos son pequeños—interrumpe Lahud — yo
;
he visto matar uno de cinco metros. No creo que el
Nilo los críe mayores.
Don Emilio González corrobora, con su indiscu-
tible autoridad de experto cazador, las palabras
del
turco.
—Sí, señor— dice— aquí, en Olomega, hay cai-
;

manes viejos de cuatro y cinco metros; verdaderas


fieras...
Explican las costumbres de los temibles reptiles;
algunas son interesantísimas: su afición a la carne
de perro, por ejemplo> Los canes lo saben así,
y
cuando tratan de atravesar un río, se acercan a la
dio mVARDO ZáMACO»

orilla y prorrumpen en ladridos furiosos para atraer


a los caimanes y concentrarlos allí; su ladrar dura
largo rato; después se apartan de aquel lugar y se
arrojan al agua. Todas estas glosas y el afán con
que los boteros van preparando los arpones y cu-
chillos que hemos de llevar, acucian nuestros en-
tusiasmos cinegéticos.
— ¿A qué hora saldrá la luna?—preguntó doil
Emilio.
— Tarde; nunca antes de las diez.
Respondiendo a una mirada mía, que era una in-
terrogación, don Emilio González repuso:
—A los caimanes sólo puede cazárseles en no-
che^ obscuras, pues de lo contrario la luz de carbu-
ro que el arponero lleva en la frente no tendría
fuerza suficiente para deslumhrarlos.
A poco, terminados ya todos los preparativos,
saltamos a bordo de dos botes: son embarcaciones
ligerísimas, sin quilla, como las célebres piraguas
precolombianas, y de consiguiente muy fáciles de
zozobrar. Aquella en que yo tomé pasaje la mane-
jaban dos remeros. Stirnemann se había sentado a
popa, con su rifle entre las rodillas; González iba a
proa, de pie, con un arpón en la diestra y en la
frente una luz de carburo. Yo, a su lado, en cucli-
llas, espiaba.
A nuestro lado el paisaje componía una extraña
aguafuerte. Tinieblas por todas partes: negra el
cielo, negra el agua, negras también—más negras

aún las orillas inciertas. Al fondo del cuadro, re-
cortándose del espacio obscuro, el volcán de San
Miguel arrojaba una enorme sombra triangular so-
bre la obscuridad, menos densa, del lago quieto.
Las estrellas parecían no alumbrar, cual si su luz se
agotase mucho antes de descender a la tierra. De
cuando en cuando, a trechos, un temblor metales-
cente mordía el espejo del lago, y nada más. Era
una visión de Wagner^ una siafonía pavorosa de
acero y hollín: el acero, oue da la muerte; el hollín,
que puede simbolizar la Nada.
LA ALEGRjtA DE ANDAR 237

Avanzábamos bordeando, porque entre los jun-


cales la afluencia de caimanes es mayor, y a veces
íbamos tan cerca de la orilla que el fondo de la
embarcación rozaba el suelo. Como el menor ruido
podía espantar la pesca, nadie hablaba; el mismo
González dirigía las maniobras por medio de ges-
tos: mover el brazo derecho significaba que los bo-
teros debían bogar hacia aquel lado, y lo contrarío
si el brazo que agitaba era el izquierdo. La lámpa-
ra de carburo sujeta, por medio de correas, a la
frente del cazador, pintaba en la vastedad entintada
un vigoroso chorro de luz al que acudían millares
de insectos. Esta claridad divagaba rauda de un
lado a otro: unas veces iluminaba los juncales ver-
des, entre los cuales cuchicheaba el agua; otras las
márgenes si«i vegetación, blandas, fangosas, en
donde los gjl^^ndes reptiles gustan de tender$e;
otras, la seré<if4átí muda del lago.
De súbito, muy cerca de nosotros, a ras del agua,
aparecieron dos puntos rojos, encendidos, como ru-
bíes. Eran los ojos de un caimán que iba nadando
y que, al ser sorprendido por la luz, quedóse
deslumhrado e inmóvil. Con nuestra ansiedad pa-
reció aumentar nuestro silencio. Dócil a un ade^
man de González, la liviana embarcación ció lige-
ramente hacia babor. Los dos rubíes, de una expre-
sión antes asustada que hostil, iban aproximándose:
los veíamos subir, bajar; comprendíase que flota-
ban. Don Emilio González levantó el arpón, sujeto
por el extremo del astil a un grueso ovillo de cor-
del encerado; lo balanceó varias veces de arriba a
abajo, para rectificar la puntería, y al fin lo clavó,
con destreza admirable, en el cráneo del saurio. Al
sentirse herido, el animal lanzó un grito, un "¡ayl*
calof ríante, perfectamente humano; un *iayl" que
era una súplica, que era también una acusación,
una imprecación, y se sumergió.
Comenzó la lucha. El caimán, en su huida, arras-
traba nuestra embarcación tras sí; los boteros, que
apreciaban todos sus movimientos por la mayor o
^dfi EDUARDO ZAMA€OI&

menor tensión del cordel, tan pronto lo dejaban co-


rrer como procuraban sujetarlo. Este artero tira y
afloja, añadido al dolor de la herida, debían de fati*
gario muy pronto. Cuando, transcurridos algunos
minutos, conseguimos volverlo a la superficie, lo
enlazamos por la cola para paralizarlo, y luego por
las mandíbulas y de manera que no pudiese cerrar-
las. Diríase que bostezaba y sus dientes agudos
blanqueaban siniestros en la palidez de las fauces.
La presa resistía, haciendo oscilar violentamente la
pequeña embarcación; sus ojos parpadeantes ha-
bíanse tornado verdosos y expresaban odio, angus-
tia, terror infinito» Uno de los remeros, pasándole
atrevidamente una mano por detrás de la cabeza,
le hundió su cuchillo en el cuello, y como la herida
no le pareciese bastante grande, empezó a ensan-
charla moviendo el arma de un lad%fi:Otro. Enton-
ces el animal prorrumpió en grit<9ifi^^que, poco a
poco, iban apagándose:

*'¡Ay... ay... ay... ayl... —
decía jayl..."
Su último lamento, al apagarse en el infinito si-
lencio, pareció extender un temblor de pánico por
las orillas. Después se le arrancó el arpón, y el cuer-
po inerte quedó tendido en el fondo del bote y nos
servía de rodrigón. Un olorcillo nauseabundo olor —
a podrido— se desprendía de él.
La cacería continuó y al poco tiempo cobramos
otra presa, más importante que la anterior; por lo
mismo su captura ofreció mayores riesgos y más
satisfactorio triunfo. La embarcación filaba callada,
fantasmagórica, sobre el agua muerta, bajo cuya
mansedumbre los reptiles, verdosos y hambrientos,
nos acechaban tal vez. Los remos trabajaban sin
ruido; prolongados y rápidos sacudimientos grises,
de un gris metálico, reflejos de algún remotísimo
claror astral, estremecían la embetunada superficie
del lago; lejos, cerca, unas veces sobre el agua,
otras a lo largo de la orilla, los caimanes encendían
y apagaban los fieros rubíes de sus ojos; mientras
den Emilio, erguido siempre sobre la proa, lanzaba
LA ALEGRÍA DE ^lNDAR 339

a través de la noche el venablo luminoso, semejante


a un zodiaco, de su lámpara.
Alguien, que tenía frío, preguntó:
— ¿Seguimos?
Su insinuación fracasó; todos, enardecidos, re-
plicamos:
—¡Sí; sigamosl
Mucho rato la embarcación adelantó ondulando
ante la línea insegura de la orilla; González, rígido,
inmóvil y con el brazo derecho en alto, parecía
arengar algo invisible. Eran las diez. De pronto,
sobre una crestería lejana, apareció la luna, redon-
da, amarillenta, con su enfermiza lividez de oro vie-
jo. Al principio creeríase que rodaba por el lomo
de un monte; después, casi sin interrupción, alzóse
en el espacio taciturno, y el Olomega cubrióse ins-
tantáneamente de una triste claridad plateada. Esta
claridad nos descubría, nos hacía visibles, nos in-
utilizaba: la pesca había terminado. En el horizon-
te, el volcán de San Miguel, orlado de un halo le-
choso, dibujaba en el cielo un triángulo colosal.
La noche la pasamos en un islote donde Max
Haltmayer ha levantado un hotel, un verdadero
capricho suizo. Su dueño lo llama *el hotel del
amor**... ¡él sabrá por qué!...
A la mañana siguiente, bañados en sol, examina-
mos losdos caimanes pescados la víspera; todavía
alentaban. El más grande, tumbado panza arriba,
con el cuello estirado y la cabeza echada hacia
atrás, como si cantase, su cola semejante a los fal-
dones de un chaquet, y un brazo doblado sobre
el pecho, tenía el gesto teatral de un tenor mori-
bundo.
DE EL SALVADOR A HONDURAS

La filosofía de Sócrates.

Anochecía cuaiido llegué al puertecillo salvado-


reño de La Unión, sobre el lago Fonseca, con un
apetito de cazador.
En un malísimo mesón, bautizado con el sono^
ro nombre de Hotel de Italia, hallé alojamiento y
comida. La mesa me la habían aderezado en un
corredor, y era el mismo dueño quien me servía.
Me trajo pan, aceitunas y un par de huevos fritos.
En seguida se retiró.
— —
¡Amol grité— tráigame una botella de vino.
El hostelero reapareció y..., ¡no cabía dudaL.«,
volvía cambiado. Aquel hombre, un milanés, alto,
gordo y con cara de bueno, repentinamente se había
quedado triste.
— ¿Deseaba usted?...— balbuceó.
— Quiero vino, tinto o blanco; me es igual.
Hizo un ademán vacilante, impreciso, y se fué.
Su melancolía me preocupó; pensé: *¿Por qué se
habrá puesto así?...**
A poco, detrás de una puerta le oí cuchichear, y
a su voz, otra voz regañona de mujer respondía.
Volvió:
— Señor, no hay vino.
La noticia me supo a agua de Loeches.
SM9 lEDíMRDO ZéOiACOJS

—¿Y cómo quiere usted que cene sin vino?... Us-


ted es Italiano, usted me comprende...
Vi claramente que una nueva ráfaga de dolor cu-
bría su rostro, y hasta me pareció que
las largas
guías de su bigote rucio languidecían.
—Yo le comprendo a usted muy bien—
repuso-s
el agua, efectivamente, es muy
desagradable... iMuv
desagradablel... * -^

Me consternó su humildad; además, en sus pala-


bras vibraba el magnetismo de los grandes
conven-
cimientos.
—No pase usted apuros— exclamé—y pues no
queda vino, déme usted cerveza.
Lejos de alegrarse, según yo esperaba, mi inter-
locutor continuó afligiéndose. Yo juraría
que sus
ojos se humedecieron. Comprendí:
—¿Tampoco hay cerveza?
—No, señor; tampoco.
Resignado con mi infame suerte, llené de agua
mi v^o, que apuré de un trago. Seguí comiendo.
Agradecido a mi docilidad y cristiana paciencia, el
hostelero se decidió a sentarse al otro lado
de la
mesa, enfrente de mí. Chariamos, como el buen
y
charlar acerca tanto, pronto surgió entre
ambos una
simpatía. Llegó el café...
—Pero exphquese: ¿por qué en su Hotel no ex-
pende usted cervezas ni vinos? ¿No ganaría usted
más?
—Sí, señor— Suspiró—; ganaría mucho más: lya
'-^
lo creo!... '

Volvió a suspirar y adoptó en su silla una actitud


de gran postración.
—Yo, en su lugar— proseguí— tendría siempre a
mano unas cuantas botellas.
—Av, sí— replicó— usted lo haría... ¡pero yo no
;

puedol Porque... yo me conozco; yo... jme


las be-

Su respuesta sencilla me dejó admirado. Confie-


so que muy contadas veces he oído o
leído pala-
bras tan definitivas^ tanhilarantcsy tan
profundas.
hA AUEGRÍA de ^VNDAjI 343

Aquel hombre, al parecer rústico, poseía el supre-


mo conocimiento, puesto que *se conocía** Mi ho-
.

telero había leído a Sócrates.

Amapala*

A la mañanasiguiente, muy temprano, nos plan-


tamos en muelle; serían las seis y media. Nos ha-
el
bían dicho que la lancha gasolinera que nos lleva-
ría a Amapala, primer puerto hondureno, zarparía
a las siete en punto. Varios hombres, desnudos de
medio cuerpo arriba, embarcaban los equipajes. Los
viajeros iban llegando, jadeantes bajo el sol. El
golfo Fonseca, sin olas, absolutamente inmóvil, re-
fulgía cegador: imposible mirarlo. La brisa cálida
nos producía, al rozarnos, la impresión de un
aliento.
Dieron las ocho, las ocho y media... las nueve.,.
V la gasolina no desatracaba. ¿A qué esperábamos?
Nadie lo sabía. Nos rodeaba un silencio profundo,
y en aquel silencio el calor parecía intensificarse,
porque toda nuestra atención hallábase concentra-
da en nuestra piel. De pronto el motor de la lancha
comenzó a latir, y seguidamente la embarcación se
apartó de la orilla, dejando tras sí, en la estela, un
coruscante rebullir de cristales.
Los pasajeros nos habíamos sentado a popa bajo
un toldo. Eramos pocos. Una señorita inglesa, pe-
queñita, flaca, rubia y vestida de blanco; otra seño-
rita, en buenas carnes, y vestida de negro; un señor
gordo, con lentes y provisto de un Kodak y de un
voluminoso paraguas de algodón, que miraba tier-
namente a la señorita vestida de negro; y un yan-
qui alto, que fumaba en pipa y llevaba en sus ma-
nos huesudas y en su mandíbula fuerte la enérgica
voracidad de su raza.
De repente advertimos que el timonel roaliaa ocml
944 EDUARDO ZAMAQ0I8

maniobra para acostar al vapor San Jo^é, que va a


Acajutla. Esta detención nos irrita a todos. El San
José rezuma calor; aturde el chirriar de sus grúas;
nos asfixiamos; del agua quieta se exhalan olores
nauseabundos a carnes y a verduras podridas. Los
pasajeros se enjugan el sudor, y los tripulantes ha-
cen lo mismo; ninguno se mueve. Es de presumir,
sin embargo, que estamos allí **por algo". Trans-
curre un cuarto de hora...
La inglesita, muy nerviosa, pregunta por dos
veces:
— Pero ¿a qué esperamos?
Nadie responde. Yo, a saber inglés, hubiese con-
testado:
— ¡Ah^ eso no se sabe, señorital... En estos paí-
ses, demasiado amados del sol, las gentes esperan
siempre algo **que no saben lo que es**. Esperan,
esperan... Yo creo que cada cual espera a que, como
de milagro, alguien haga lo que él tenía que hacer...
Cuando menos lo aguardábamos, el mptor vuel-
ve a palpitar y la lancha se aparta del San José.
¿Quién ha dado la orden? Lo ignoro; probablemen-
te nadie; ha sido que el motor, espontáneamente,
se ha puesto a funcionar.
Hace más de una hora que navegamos, y el case-
río de La Unión se ha esfumado, casi por comple-
to, en la distancia azul. Enfrentamos unas grandes
rocas alrededor de las cuales las aguas, aunque
tranquilas, gemebundean un poco. El "señor gor-
do", -deseando interesarla curiosidad de "la seño-
rita vestida de negro", ha empezado a contarnos la
leyenda de una mujer a quien unos piratas tuvieron
cautiva en aquellos peñascales, y que para liber-
tarse pidió a Dios la convirtiese en sirena.
A cada momento el narrador se interrumpía para
exclamar, ingenuo:
' —Eso es lo que cuentan...
Lo que nos hizo comprender que era un varón
prudente, enemigo de contraer responsabilidades.
Hecha esta advertencia, continuaba:
LA ALEGRÍA DE ANDAR 245

—Dios, al fin, por complacerla, la transmutó en


sirena; y, desde entonces, todas las noches viene a
cantar aquí...
Como nadie hablaba, fué inevitable escuchar la
historia hasta el fin, y advertí con satisfacción que
**la señorita vestida de negro" no se había enterne-

cido. Ella, como yo, debía hallar ilógico que Dios


se metiese a fabricante de sirenas, lo que era incu-
rrir en delito de paganía. Además, no parecía vero-
símil que la joven raptada se aburriese tanto entre
piratas; y, sobre todo, ¿a qué obedecía aquel su em-
peño de seguir cantando?
A mediodía llegamos a Amapala. Es un islote
riscoso y fonnan la ciudad la Aduana, la cárcel y
un centenar de casas.
En Amapala había un español. He escrito *ha-
bía* como pude escribir "hay**. Porque si aquel es-
pañol—Mario Ribas, se llamaba— no está ya allí,
habrá "otro".
Grandes viajeros me han asegurado que en to-
dos los rincones del mundo, por apartados y ab-
surdos que sean, siempre hay un español.

Hacia San Lorenzo»

Hemos cenado frugalmente y dormido- también


"frugalmente"— en el Hotel Morazán, hasta las dos
de la madrugada. A esa hora vienen a decirnos
que la lancha-automóvil que ha de transportamos a
San Lorenzo^ segundo puerto de Honduras, va a
salir en seguida.
Llegamos medio dormidos al muelle, que apare-
ce sumergido en las tinieblas de que habla el Gé-
nesis. Como no hay ni un solo farol encendido,
caminamos a tientas; esto es, adelantando las ma-
nos al mismo tiempo que los pies. Imposible reco-
nocer nuestros baúles, ni a nuestros amigos, en me^
dio de tal obscuridad. Algunos empleaidos de U
S46 EDUARDO ZAMACOIS

Aduana esgrimen una linterna sorda para guiarse


entre la multitud de equipajes amontonados. Ain-
tervalos, en la negrura ilimitada de la noche sin
luna y sin estrellas, distinguimos un rápido albear
de espumas, mientras el mar cuchichea abajo, entre
los machones del muelle.
Ásperamente una voz anuncia:
— ¡No podemos irnos; no hay gasolina!...
Estas palabras encienden nuestra cólera. ¡No
hay gasolina! {Bonita administración!... ¿Y para eso,
para decirnos que no había gasolina, nos sacaron
de la cama?... Nosotros protestaríamos, nosotros
asesinaríamos a alguien... ¿pero a quién, si con la
falta absoluta de luz no vemos a nadie?...
Transcurren diez, veinte... minutos, durante los
cuales esperamos, a fuer de buenos españoles, a
que *todo se arregle**... Ha pasado media hora...
Otra voz varonil grita:
— Ya pueden ustedes marcharse; pero conste
que es a mí a quien tienen que agradecérselo, por-
que yo acabo de prestarle mi gasolina a la Admi-
nistración de transportes.
Vemos pasar una silueta vanidosa y triunfal,
Eero no llegamos a distinguir sus facciones. Aquel
ombre magnánimo ha realizado su sacrificio en la
sombra; es un héroe. Mañana, a la luz del sol, no
le reconoceremos, y como no hemos conseguido
ver ni su nariz, ni sus ojos, ni siquiera su cuerpo,
nuestro agradecimiento, en lo sucesivo, no tendrá
sobre qué apoyarse.
Ya la lancha se ha separado del muelle, y al hen-
dir el agua dormida, sobrecargada de fosfatos, la
percusión de la proa enciende fosforescencias tan
mtensas, que a su resplandor podríamos fácilmen-
te escribir una carta. Nuestros equipajes, hacina-
dos delante, a barlovento, nos quitan la brisa. Es-
tamos sentados a popa y a obscuras, bajo un toldo
que nos impide ponernos en pie. Somos unos quin-
ce pasajeros; todos los asientos se hallan ocupa-
tiofl; asáxia el calor.
LA ALEGRÍA DE ANDAR «47

Y pronto, al calor se añade la sed; una sed ho-


rrible que nos seca las fauces, que nos sube a las
sienes...
Alguien, que se ahoga, pregunta a los que nos
ahogamos con él:
— ¿Tienen ustedes un poco de agua?
— No — responde una voz.
—¿Y naranjas?
— Tampoco.
En la obscuridad columbro las siluetas de la in-
glesita ataviada de blanco, de ''la señorita vestida
de negro**, del "señor gordo* y del yanqui, atlético
y rubio, que ronca a nuestros pies, tendido en el
fondo de la barca. Todos somos españoles, o sal-
vadoreños, u hondurenos, o nicaragüenses... esto
es, latinos; gentes imprevisoras que, por no saber
mirar al porvenir, no recapacitaron en los incon-
venientes de un viaje largo... Abrasado de sed, co-
mienzo a reflexionar en el suicidio seriamente. La
embarcación ñla, con una rapidez de saeta, sobre
el golfo encalmado; a nuestro alrededor el agua ad-
quiere fulgores astrales que la nimban de luz: la
lancha, vista desde arriba, debe de parecer la ca-
beza de un santo.
De pronto el "americano* despierta, se incorpo^
ra,bosteza, se restriega los ojos e inmediatamente
sus manos enormes registran en un cajón. Allí
guardaba, perfectamente metidas en hielo, naran-
jas,manzanas y varias botellas de wisky y de cer*
veza. También llevaba copas y un sacacorchos. El
"gringo", como los centro-americanos llaman a los
yanquis^ enciende una lámpara de carburo, a cuyo
resplandor amarillean en la obscuridad nuestros
rostros sutibundos.
—-¿Ustedes gustan?— interroga cordial.
Todos aceptamos, y nuestro anfitrión nos da el
ejemplo comiéndose media docena de naranjas y
trasegando generosísimos tragos de cerveza y d%
wisky. Después encendió su pipa y se puso a can-
tar La Marsellesa. Nosotros estábamos a^mbrados
343 EDUARDO 2AMAC0XS

de SU juventud, de su fuerza expansiva. Finalmen-


te charló algunas palabras con la inglesita, la dio
muchos besos, la pidió autorización para apoyar su
cabeza en sus rodillas, y se quedó dormido.
Alboreaba cuando llegamos a San Lorenzo, y
como la lancha no podía atracar al muelle por ha-
berse iniciado ya el reflujo, unos hombres se acer-
caron a nosotros, con el agua a Ja cintura, para
transportarnos a tierra en brazos. Yo, como los
demás, me dejé llevar, pero estaba indignado: me
humillaba el sentirme aupado, como si fuese un
niño. Únicamente el yanqui, que acababa de des-
pertar, se negó a desembarcar así.
—Yo no necesito ayuda— decía.
Quiso dar un brinco, resbaló y cayó al agua. Nos-
otros nos reíamos, viéndole pernear. En el fondo le
admirábamos y reconocíamos su superioridad: era
el único de nosotros que, en menos de una hora,
había tenido tiempo de comer bien, beber larga-
mente, besar a una mujer, dormir y tomar un baño.

Cuesta arriba.

En San Lorenzo descendimos casi a tientas; este


viaje de El Salvador a Honduras el viajero puede
decir que lo realiza **al tacto". Es un viaje para
ciegos.
En elmuelle un empleado me dijo:
—rEl automóvil para Tegucigalpa lo tomará us-
ted en la plaza. Corra usted, porque va a salir.
—¿Y mi equipaje?— repliqué.
— Su equipaje no puede ir con usted porque el
automóvil sólo admite viajeros. Su equipaje saldrá
de aquí pasado mañana, en un camión de carga.
Yo contemplaba melancólicamente mis baúles,
colocados bajo un sotechado, al aire libre, sobre la
acera y, de consiguiente, al alcance de todo el mun-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 949

do. Aunque resignado con mi suerte, quise formu-


lar una última objeción:
— ¿Y sise los llevan?. .

— jNo se preocupe usted! — replicó el empleado


alzándose de hombros—no se los llevará nadie.
Me callé y me fui a buscar el automóvil. **¡No se
los llevará nadie!** —rumiaba yo ¿por qué?... Y de
- ;

mis cavilaciones saqué en consecuencia que los ve-


cinos de San Lorenzo eran muy honrados, o te-
nían muy poca fuerza.
En el automóvil que *cubre** dos veces por se-
mana la distancia del puerto de San Lorenzo a la
capital, nos acomodamos la señorita vestida de ne-
gro y la inglesita vestida de blanco, el **señor gor-
do*, el yanqui de mandíbula cuadrada y otras cinco
personas más. El chauffeur era un gringo**, her-
**

cúleo y albino, con los cabellos» cortados al rape,


del mismo color que el polvo de la carretera. El
pesado automóvil partió a gran velocidad. Rodába-
mos cuesta arriba, el viento era duro y a poco em-
pezó a lloviznar, lo que refrescó el ambiente y nos
sirvió a todos de notable alivio.
De improviso, una ráfaga le arrancó al **señor
gordo** de la cabeza su sombrero de paja, que fué
a chocar contra la nariz del yanqui. Este, que iba
dormido, refunfuñó algo, apretó el entrecejo y vol-
vió a dormirse. El **señor gordo** recobró su som-
brero, íbamos venciendo una cuesta y al ganar la
cumbre, el viento volvió a quitarle al **seftor gor-
do** su sombrero; éste revoló por el interior del co-
che, con un ruido áspero semejante al aleteo de un
pájaro, y por segunda vez cayó sobre el rostro del
yanqui.
—Si usted no sujeta mejor su sombrero dijo el —
"americano** amenazador— se lo tiraré al camino.
El **seftor gordo**, cautamente, no replicó. Este
accidente estuvo a punto de repetirse otras dos ve-
ces,
y yo, con el propósito de evitar disgustos, acabé
por aconsejar al "señor gordo* que, pues su som-
brero no quería vivir con él, lo dejase marchar, o,

17
SI5« JKDUARDO ZAUACOÍA

de lo contrario, se sentase encima. El ''señor gor-


do*, embarazado con su Kodak y su paraguas
de algodón, decidió ponerse el sombrero debajo
del brazo.
Empinado, ondulante, caprichoso, este camino de
San Lorenzo a Tegucigalpa tiene la ligereza y la
elegancia de una espiral de humo. Fs, sin duda,
uno de los más bellos de América, y al recorrer
aquel otro que guía de La Guaira a Caracas, nues-
tro corazón, emocionado, le dedicó un recuerdo.
Esa carretera tiene momentos suizos'': a ratos tre-
**

[•a flexible, cual una serpiente, hacia el remate de

os montes; otros domina los abismos y se convier-


lo
te en balcón, y así, a veces, las nubes nos envolvían
y cegaban, o bien las veíamos rodar allá abajo, le-
{08, sobre la oquedad de los valles profundos sem-
brados de pinares. Y para que nada ialtase, las mil
fragancias a flores, a resinas, a savias rústicas, y,
sobre todas, ese olor a tierra mojada, que es acaso
el mejor perfume del mundo.
A mediodía, empapados por una lluvia sigilosa y
compacta, llegamos a la capital.

El «eftor Bertrán*

Una tarde tuve el placer de saludar al entonces


presidente de la República de Honduras, don Fran-
cisco Bertrán. Considerándose tal vez poco aislado
del mundo en Tegucigalpa, el señor Bertrán vivía
en una casona situada a tres o cuatro kilómetros de
la ciudad. Era el señor presidente un hombre mo-
reno, enjuto y pequeño, que accionaba apenas y

— «Yomuy
hablaba poco.
sueño" — empezó diciendo señor Ber-
el
trán — con realizar unión de todas las Repúblicas
la
centroamericanas. Es indispensable oue estos pue-
blos de raza española se conozcan... Etc.
LA ALEGRÍA DE ANDAR 25I

Yo le escuchaba pensando que esto me lo decía


un hombre en los alrededores de una ciudad, para
llegar a la cual —
y siguiendo la vuta más breve
son indispensables dos viajes en lancha-gasolina y
uno en automóvil.
— **Yo sueño**... — había empezado a decir el se-
ñor presidente.
Fué lo mejor que dijo.
LA TUMBA DE RUBÉN DARÍO

El más personal, el más fuerte y abundante su-


geridor de emociones, el más glorioso y *sin fron-
teras* de los poetas hispanoamericanos, quien re-
volucionó con flexibilidades insospechadas toda
nuestra lírica —evidente es que hablo de Ruí)én

Darío nació en Metapa, aldehuela nicaragüense

de ciento veinte casas, de las cuales según un

cronista *sólo una es de tejas**.
Su biografía, tantas veces comentada, no reserva
secretos. El autor de Los Raros fué un gran errante
taciturno. Apoco de casarse abandonó a su esposa
en Panamá, y se entregó a su pasión favorita: los
viajes. Estuvo en Buenos Aires y en Río de Janeiro,
embarcó para Europa y visitó Francia, España, Ita-
lia, Inglaterra, Holanda...; luego cruzó de nuevo el

Atlántico y conoció los Estados Unidos. Pero en


aquel pueblo de **las terribles velocidades" su alma
contemplativa se sintió mal y regresó a Europa, y

otra vez bajo el cielo de París la Ciudad Única— el
ruiseñor de su corazón volvió a cantar. Entretanto
los años huían y con ellos la vida alegre por fuera,
infinitamente desolada por dentro, de Rubén.
Un día el poeta hallóse más postrado que nunca;
voces proféticas interiores le advirtieron, sin duda,
que su camino iba a concluir, y experimentó el de-
seo de tornar a Centro- América. ¿Por qué este de-
seo?... Probablemente él no se lo explicó: fué sdgo
254 EDUARDO ZAMACOXS

instintivo, fué como si su país, *su tierra**, aquel


suelo donde sus progenitores dormíah, le llamase a
sí. Rubén Darío llegó a Guatemala y enfermó. Ad-
vertida de la extremidad de su mal su esposa co-
rrió a buscarle, y con mil cuidados pudo volverle a
Nicaragua; y fué en la ciudad de León y entre los
brazos de la Olvidada, donde el maravilloso artista
cerrólos ojos. Días después la viuda telegrafiaba
al doctor Martínez:
Tengo en mi poder el cerebro de Rubén Darío.
¿Quiere usted hacer su estudio?*
La pobre Abandonada no meditó tal vez en la
elocuencia conmovedora del telegrama en que se

declaraba '^dueña** ¡al fin!— de un cerebro que
nunca fué suyo, acaso porque habiendo tenido mu-
cho en qué pensar, jamás pensó en ella.
¡Darío ha muerto!... Cuando llegó la noticia a Ma-
drid me pareció que en las calles se producía un si-
lencio nuevo. Darío ha muerto!... Una tarde varios
I

poetas mozos se fueron en grupo al parque de El


Retiro a leer en alta voz, de pie sobre los bancos,
los versos más fatnosos del maestro: Sonatina, ^Re-
cuerdas que querías ser una Margarita Gautter?,..
Era un aire suave,,. La marcha triunfal, Los cis-
nes,,.;y la gente vulgar que pasaba se detenía a
oirles y vibraba con ellos. Este fué, quizás, el ho-
menaje más espontáneo, más emocionante, más ju-
venil, de cuantos sé hayan tributado a la memoria
de Rubén.

El autor de Cantos de Vida y Esperanza tuvo que


expatriarse temprano, porque sus conciudadanos
no le comprendieron. El caso se repite mucho. Las
multitudes lo primero que admiran en los hombres
ilustres es su parte plástica: su juventud, su elegan-
cia, su simpatía; la parte decorativa...; y Rubén Da-
río, desaliñado, melancólico, huraño, tímido con las
mujeres como un seminarista, no era decorativa
LA az^egrIa ue andar 255

Muy al contrario, su espíritu, hecho de aristocracia


y de armonía, esquivaba dolorido el contacto del
rebaño. La bambolla ''oficial* le aterraba. Recor-
demos aquella Letanía maestra dedicada a Nuestro
Señor Don Quijote, y escrita a propósito de alguno
de esos Aniversarios** o * Centenarios'* con que
**

afligimos a las grandes sombras, y que "los Insig-


nificantes** aprovechan diestramente para ponerse
de puntillas:

*|Salud, porque juzgo que hoy muy poca tienes,


entre los aplausos o entré los desdenes,
y entre las coronas y los parabienes
y las tonterías dq la multitud!...''

Y proseguía con amargo buen humor:


"„. Soportas elogios, memorias, discurses;
resistes certámenes, tarjetas, concursos..."

Contra toda su voluntad, exceláo poeta vivió


el
así siempre, entre veladas, banquetes y apoteosis
teatrales. En su muerte— jbien a despecho suyo,
claro esl— hubo asimismo detalles grotescos, por no
decir crueles, Ah, **los Insignificantes* no retroce-
j

den ante nada con tal de brillar un poquitol... A


Rubén le retrataron agonizando; después le extra-
jeron el cerebro para examinarlo—
Hablando de esto con el doctor Debeile, amicísi-
mo de DáT(o, pedíle informes de un folleto en que
el doctor Martínez describe el cerebro de Rubén. El
doctor Debeile, que también es responsable de otro
folleto sobre igual tema, tuvo una sonrisita elocuen-
te y no dijo nada. Cuando, más tarde, conocí al
doctor Martínez, quise saber el concepto que le me-
recía el trabajo de su colega, y el doctor Martínez
sonrió... [también con elpcuencial...
Creo que ambos doctores se juzgan discretamen-
te. Er doctor Debeile tiene derecho a sonfeirsc del
35^ EDUARDO ZAMACOlt

opúsculo del doctor Martínez; por su parte, al doc-


tor Martínez le asiste muchísima lazón para echar
a broma el estudio del doctor Debeile.
Verdaderamente para decirnos que el cerebro de
Rubén pesaba mucho y que en él abundaban la
substancia gris y las circunvoluciones profundas

pormenores todos muy de sospechar no debie-
ron jamás abrirle el cráneo. ¿Por qué lo hicieron?
Porque en aquel cerebro había dos folletos: uno
que firmaría Debeile y otro que firmaría Mar-
tínez...
¡Pobre Rubén!...

Apenas llegué a la ciudad de León, mi primer


cuidado fué llevar una corona de flores a la tumba
de Rubén Darío. Varios amigos, entre ellos el poe-
ta Luis Aviles, me acompañaron. Penetramos en la
catedral, majestuosa, ecoica, solemne, con esa so-
lemnidad y esa tristeza— dolor de Raza, dolor de
siglos— de que están impregnadas las solidísimas
catedrales españolas. De los muros elevados y re-
negridos descendía una penetrante sugestión mís-
tica. Dimos algunos pasos inciertos...
— ¿Dónde está la tumba de Rubén?
—Ahí— me dijeron.
Nos habíamos detenido ante una verja tras la cual
yacía un león de blanquísimo mármol; un león enor-
me y ridículo, con cara de académico. Sobre él, des-
tacándose de la obscuridad de una columna, apare-
cía una lápida, alba y risueña como un cartel, que
recordaba a un "Monseñor Deán Dcctor Rafael
Jerez"...
—Pero ¿dónde estará Darío?— me interroga-
ba yo.
Al fin leí su nombre glorioso abajo, esculpido so-
bre una especie de escudo que la fiera llorosa y
grotesca sujetaba entre sus garras.
¡Qué pena, qué desacato, qué ofensa al buen gus-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 257

¿Cómo la distinguida sociedad de León y los


tol...
centros culturales de Managua consintieron seme-
jante atropello? ¡El espíritu tan libre, tan iconoclas-
ta, de Rubén, metido en un ataúd adornado con
águilas y caballos, aplastado bajo la pesadumbre de
un león y defendido por una verjal... Águilas, ca-
ballos, leones... ¡como si se tratase de un general!...
Pero ¿qué relación puede haber entre toda esa
fauna bélica y el alma dulce, soñadora, infantil, de
Darío?... ¡Ohl... ¿Cómo *ios atenienses** de Nicara-
gua no impidieron que la Beocia oficial triunfase
esta vez?... ¡Desdichado poetal Cuando él hablaba,

"... de las epidemias de horribles blasfemias

de las Academias..."

debió de presentir algo semejante a ese león que


hoy simboliza, sobre su tumba, el alcaloide de la
cursilería y de lo absurdo.
La condición entera del artista se retrata en estas
palabras:

**...¥ muy siglo diez y ocho y muy antiguo


y muy moderno..."

Así fué Darío. Su sepulcro, de consiguiente, sólo


debe adornarse con un "motivo* griego: una don-
cella desnuda que deshoje flores sobre la piedra
tumbal, y un bajorrelieve donde, entre frondas, el
dios Pan y su cortejo de ninfas celebren la ale-
gría de vivir. O también un grupo de ''princesitas
Watteau**, que fuese como la ilustración de aquella
página de oro cuyo primer verso dice:
"Era un aire suave, de pausados giros...**

El cronista habla con tanto fuego porque Rubdn,


aunque nicaragüense, es también español, es mun-
dial,
y por igual pertenece a cuantos ¡gracias a
éll— un instante hemos temblado de emoción.

958 EDUAlRDO ZAMACOI8

Hay que deshacer lo hecho; hay que liberar a


Darío de la atroz pesadilla de ese león académico.
Para ello recurro a las iniciativas del doctor Urte-
cho; al ilustre poeta Santiago Arguello; a los dipu-
tados y periodistas Mario Sancho, Gabry Rivas,
Juan Ramón Aviles, Sáenz Morales, Castrillo... y a
cuantos espíritus de selección, en fin, apasionan es-
tas cuestiones de Belleza.
Saquemos a Rubén de la vieja catedral umbría,
medrosa y resonante, y coloquemos su tumba en un
parque donde haya rosas y donde haya sol y resue-
nen canciones infantiles, y parejas de enamorados
pasen lentamente mirándose a los ojos. Llevemos a

Rubén a **nuestro Rubén"—-a un jardín: en los
jardines la tierra pesa menos...
CAMINO DE COSTA RICA

La hecatombe europea ha perturbado hasta los


servidos marítimos más modestos y locales del
Océano Pacifico. Especialmente desde que los Es-
tados Unidos entraron en guerra, no hay barco
con itinerario seguro, nidias fijos de salida. Oga-
ño ningún empleado de la Pacific-Mail sabría
decirnos cuándo los vapores de esta poderosa com-
pañía llegan o zarpan: ello depende de la carga, de
que haya pocos o muchos pasajeros, a veces de un
aerograma que alcance al buque en alta mar e in-
típinadámente lo obligue a cambiar de rumbo.
De aquí el fracaso completo de cuantas gestiones
realizamos para inquirir si habría o nó barco desde
el puerto nicaragüense de Corínto, al de Puntare-
nas, en Costa Rica. Imposible obtener informes
ciertos: las respuestas que nuestro testarudo pre-
guntar conseguía eran siempre imprecisas; por lo
cual decidime a emprender por tierra mi viaje a Cos-
ta Rica. Busqué informes, y aunque nadie supo
proporcionarme los datos que yo solicitaba, aqué-
llos fueron, en general, optimistas. Mis amigos
de Managua sabían que a Puntarenas * podía irse
por tierra"... y esto debía bastarme. jEs curioso
el desdén que aquí, en América, lo mismo que
allá, en Europa, inspira la pobre geografía!*.* |Y
t6o aOHJARDO ZAMAOOIS

hiego, en las sobremesas de tanto banquete intMH,


hablamos ''de acercamiento* y *de unión"! Todas
estas pequeñas repúblicas centro-americanas po-
drían decir:
— * Hermana Guatemala, hermana El Salvador,
hermana Honduras, hermana Nicaragua, hermana
Costa Rica, hermana Panamá: tu sangre es la mía,
tu corazón es mi corazón... ¿Pero cómo ir hacia ti
a través de esta horrible tiniebla producida por ]r
ausencia de barcos, de carreteras y de ferroca-
iriles?...**
jOh, dolorl Los políticos separaron regiones
ligadas por montañas y ríos comunes; la obra de
fraternidad que hizo la Naturaleza, la rompió el
hombre. ¿Hasta cuándo el hombre tendrá más
fuerza que las montañas y los ríos?...
En Managua el ministro de Relaciones Exterio-
res, mi querido amigo don José Andrés Urtecho,
me dijo:
— En el viaje de Granada a Puntarenas no in-
vertirá usted más de tres o cuatro días.
Yo, que acababa de releer la Historia de la con»
quista de México, por Solís, me sentí casi decepcio-
nado ante la brevedad de la ruta.
— ¡Nada másl — exclamé.
— A lo sumo, cuatro días — afirmó Urtecho, que
es un temperamento optimista.
¿Cabe dudar, en asuntos de esta índole, de las
palabras de un ministro de Relaciones Exteriores?...
Luego, los cuatro días se alargaron a nueve...

Los Tres HosqvRteros*

Los héroes de tan memorable jornada fuimos


no menos maravillosos que aquellos que, con
tres,
•Monte-Cristo", ganaron para el vi^jo Dumas la in-
mortalidad.
LA ALEGRÍA DE ANDAR 26K

Merece ser citado el primero don José Márqmex,


mi secretario. Nos conocimos en Cuba, me demos*
tro siempre buen afecto, me ayudó bien duranti
mis seis meses de viaje por aquella república, y
aquí está conmigo. Su edad ñuctúa entre los cua-
renta y dos y los cuarenta y cinco años; escaso de
estatura y de carnes, la naríz larga, el bigote rubio
y caído, el rostro cenceño, el mirar afectuoso y as-
tuto. En seguida se comprende que ha visto mu-
cho y que no echó en saco roto nada de cuanto le
pasó ante los ojos. Tiene un envidiable conoci-
miento de todos los perfiles y detalles de la vida, y
una admirable memoria para acordarse de las ho-
ras de llegada v salida de los trenes, y del costo de
cada billete, y de los nombres de los Hoteles donde
estuvimos, y de los apellidos y fisonomía de cuan-
tas personas le fueron presentadas.
¿Pues Qué diré de aquella insuperable destreza
con que, horas después de llegar a una ciudad, apa-
rece informado de quién vende buenos tabacos, y
de dónde está el edificio de Correos, y de a qué
horas se certifican las cartas, y de cuantos porme-
nores, en fin, pueden sernos más necesarios? Nun-
ca sabríamos decir el alivio que recibimos de estos
hombres minuciosos cuya voluntad marcha delante
de nuestra memoria, y cuyo espíritu parece consu-
mirse perpetuamente en la sagrada luz de la Previ-
sión. Cuando yo me acuerdo de hacer una cosa,
Márquez vuelve de hacerla; los objetos o papeles
que yo pierdo o tiro, él los recoge, los examina v,
si los considera útiles, los guarda. Después, cuando
yo me lamento de su pérdida, me los devuelve, y
así me abruma con su superioridad. El conoce lo
que guardan mis baúles mejor que yo mismo...
A menudo, para proporcionarme la exquisita vo-
luptuosidad de olvidar algo, le he dicho:
— Márquez, acuérdese usted de "eso**...
Y, efectivamente, a despecho del tiempo, a dea^-
pecho también de tantas emociones y de tantas
fronteras que degamos atrás, él se acuerda siemprec
262 Ei;ÜARDO ZAHACOI3

fechas, tipos, paisajes, escenas, todo perdura en su


memoria. Márquez es una especie de Diccionario
Lárousse...
Diré además que este don José Márquez sufre
dos enfermedades que le manera providencial
hiperestesian y mejoran las ya felicísimas incli-
naciones de su espíritu. Estos males, que hicie-
ron de él la imagen o personificación del "secreta-
rio ideal**, son la dispepsia y el insomnio: la dis-
Eepsia, que le obliga a, ser un abstemio incorrupti-
le capaz de levantarse tranquilo de las sóbreme*^
sas más peligrosas; y el insomnio, que le hace
refractario a la pereza. No hay temor, a su lado, de
perder esos trenes «homicidas» que salen de
madrugada. Márquez vela: desde mi habitación yo
le oigo ir y venir por su cuarto, encender cigarri^
líos, remover papeles... La obra de constante acti-
vidad y vigilancia que comienza su dispepsia, la
completa el insomnio.
En cambio Mr. Ward, el otro "mosquetero",
3ulero decir, mi segundo camarada de viaje, no pa-
ecede nada.
¡Bravo tipo, este Enrique Wardl
Es inglés; fué marino, y ahora se dedica a asun-
tos comerciales. Alto, ancho, hercúleo, rubio, san-
guíneo y alegre. Cuarenta años. No usa barba ni
bigote, y posee unos dientes de oro que llenan su
boca de luz y dan a su risa un regocijo saludable y
faunesco. Enrique Ward come bien, bebe bien,
duerme profundamente, y cuando ve una mujer bo-
nita sus ojos azules se cubren de un brillo acerado,
sus mejillas se arrebolan y una ola roja le incendia
el cuello, las orejas y la frente.
"¡Una mujer bonita!"— dije. ¿Para qué especifi-
car? Después de ciertas venturas suyas que conoz-
co, debo asegurar que la belleza femenina no le es
indispensable. Tratándose de faldas, a Mr, Ward
todo le parece bien; su indulgencia es infinita; tiene
unos brazos hospitalarios que no rechazan nada, y
un paso largo y firme, de oso que va de oaJA. ^
LA AJU£GRÍA DE ANDAR s6^ :

Mr. Ward es "El libro del buen amor", de) Arci-


preste de Hita, traducido al inglés.
Hablando de cuestiones espiritistas y teosóficas,
a las cuales Mr. Ward dedica una atención harto
escurrida, éste me contaba cómo cierta señora le
aseguró que él, en otra encarnación, "había sido
pirata".
Recuerdo esta frase para acabar de describirle,'
sin —
ánimo naturalmente— de molestar a los pi-
ratas.

Lances de mar y tierra.

Embarcamos en la bella ciudad de Granada un


lunes, a mediodía, a bordo del Nicarao. El lago
de Granada, el lago inmenso cuyas aguas dibujan
horizontes y que los conquistadores de Centro
América denominaron Mar Dulce, extendía ante
nosotros su cristal inquieto, furiosamente reverbe-
rante bajo el sol. A
un lado, el volcán Mombacho,
de trágico inmergía en las aguas su som-
historial,
bra gigantesca y cerúlea, y las orillas verdes esca-
paban hacia la lejanía zigzagueando, semejantes a
rúbricas de esmeralda.
A poco el viento comenzó a picarse hasta con-
vertirse en tempestuoso, y la embarcación, que era
de poco aguante, dióse a ejecutar, así en su línea
de
eslora como en la de manga, toda clase de aflictivas
piruetas. Fué necesario amarrar sólidamente los
equipajes, y nosotros hubimos de asirnos a la bor-
da para no rodar por el suelo. Una ola tiró el bote
salvavidas a! agua y lo dejó sin remos; otra se
llevó varios tablones; toda la
armazón del buque
^Nía» ¿Y a esto le llamaron nuestros glori9Sos
abuelos Mar Dulce?... En verdad que quien lo
bautizó así debió de ser un terrible ironista.
T^ hostil se mostró el tiempo, que el patr<>Q
904 ED0ARDO ZAMACOTS

desistió de llegar al puertecillo de San Jorge, tér-


mino del viaje, y a las siete de la tarde fondeamos
al abrigo de la isla Ometepe, cerca del caserío de
Moyogalpa. Allí las ondas se mostraban pacíficas, y
el volcán de la Concepción, plantado delante de
nosotros, extendía sobre ellas una sombra aquie-
tadora, severa y enorme. Un hondo silencio llenaba
el paisaje; cesó el trajín de la hélice, callaron los
gemidos del maderamen y el Nicarao se balanceó
con la alegría del caballo a quien se le acaba de
quitar la silla. La noche la pasamos a bordo, en
pintoresca promiscuidad con todos nuestros com-
pañeros de viaje: Márquez sobre un banco; mís-
ter Ward en una litera; yo hundido —
y como

pescado entre las mallas de una hamaca.
A la mañana siguiente, muy temprano, desem-
barcamos en San Jorge, de donde nos trasladamos
en coche al vecino pueblo de Rivas. Allí almor-
zamos, subimos nuestros equipajes a una ca-
rreta, y a media tarde saUmos a caballo hacia San
Juan ciel Sur, el puerto más meridional de Nica-
ragua.
Márquez, que no había jineteado nunca, dio a la
excursión un sabrosísimo interés festivo, que ni
Enrique Ward ni yo le agradeceremos bastante.
Gracias a él, toda la ruta fué de risas. Mi secreta-
rio se afianzaba con ambas manos a las crines de
su cabalgadura, a cada momento los estribos se le
escapaban de los pies, y tan pronto el cuerpo se le
iba a un lado como a otro. Ni un instante consi-
guió mantenerse erguido en la silla.
— —
|No galopen ustedesl nos gritaba.
Eran las nueve de la noche cuando descabalga-
mos en el corral de la única posada que hay en
San Juan del Sur, y mientras nos aderezaban las
camas y la cena, Márquez se paseaba por el come-
dor con las piernas muy abiertas y las manos pues-
tas en aquella parte que más le maltrató la silla del
caballo. Cada movimiento le obligaba a exhalar un
<)uejidOy y contribuía a acrecentar la comicidad di
LA ALEGRÍA DE ANDAR 96$

SU figura las extrañas arrugas de su traje: repenti-


namente, cual por obra de un ensalmo burlesco, las
mangas se le habían quedado cortas y el pantalón
a media pierna. ¿Cómo surgieron de proato aque-
llas coderas, aquellas desvergonzadas rodillera»,
aquellos fondillos de botarga?...
La sola idea de tener que sentarse para cenar, le
arrancaba ayes amarguísimos.
— —
Aseguro a ustedes decía— que el menor roce
me hace ver las estrellas. Esta noche no voy a po-
der dormir ni boca abajo.
Para convencernos de que no exageraba, nos en-
señó, a la luz de un quinqué, puesto en una silla, la
parte lastimada. Aquello era un cuadro de SoroUa.
iQué ocres, qué violetas, qué azulesl A Mr, Ward y
a mí, semejante espectáculo nos llenó de admira-
ción; aquel trasero equivalía a un arco iris o a una
puesta de sol, y así aconsejamos a Márquez que en
la primera oportunidad concediera a sus posaderas
los honores de la fotografía, con cuya ocurrencia él
mismo acabó por echarse a reir, y de pronto se haltó
más aliviado.
Al otro día, ya muy adelantada la mañana, deja-
mos San Juan del Sur embarcados en una lancha
de gasoUna; una lanchita poco más grande que un
zapato.
Habíamos colocado nuestros baúles en el sollado
de la embarcación, los cubrimos con varias telas
impermeables y encima nos instalamos los tres,
quedando así expuestos a cuantas inclemencias pu-
dieran sobrevenir. Les tripulantes se pusieron a
popa, al cuidado de la máquina y del timón.
Durante los cinco o seis primeros minutos todo
marchó bien: el piélago verdoso y terso, el espacio
añilado, el pueblecito blanco, tendido q. lo largo del
rubio arenal de la playa; y al fondo una hilera de
montañas azules, y en el muelle varias manos ami-

gas las últimas manos nicaragüenses
— que nos
decían **adiós*... No faltaba, de consiguiei^te, nin-
guno de los tópicos indispensables « tpáf buen
IS
266 EDUARDO ZAMACOIS

paisaje. Mas no bien doblamos la boca de la rada,


cuando el viento se nos puso de proa, y con él su
inseparable aliado el mar. Las olas espumeantes
brincaban en ininterrumpido galope sobre la minús-
cula embarcación, empapándonos de pies a cabeza;
a los pocos minutos nos hallamos completamente
mojados. Apenas pudimos comer porque con el
agua, los alimentos se nos deshacían en las manos;
los cigarrillos quedaron inservibles, de suerte que
hasta el alivio de fumar nos faltó; a veces las olas
se sucedían con tan apretado ahinco, que costaba
trabajo respirar. Enrique Ward, a fuer de buen
inglés, sufría en silencio; en cuanto a Márquez, que
no cesaba de maldecir de su sino, yo procuraba
consolarle asegurándole que el agua salada era ex-
celente para curar las despellejaduras. ¡Cinco horas
duró el chapuzónl...
En El Tamarindo, que este es el nombre del apea-
dero adonde nos dirigíamos, nos aguardaban va-
rios jinetes, militares unos y otros paisanos, y todos
de muy gentil presencia. El Mayor, don Aquiles
Martínez y Quesada, se adelantó, y cuadrándose
delante de mí, pronunció estas palabras generosas
e hidalgas:
— Os traigo el saludo de mi Gobierno, al cual me
permitiréis añadir el mió. Sed bienvenido a esta
tierrade Costa Rica que os conoce y os quiere.
Entrad, señor: estáis en vuestra casa.
Después me alargó su diestra, flaca y nerviosa,
y yo experimenté una emoción hondísima, una
emoción de raza. Era el presentimiento, confirmado
después de mil delicadas maneras, de que todo un
gran pueblo acababa de estrecharme la mano.
Inmediatamente la cabalgata se puso en camino,
y anochecía cuando llegamos a La Cruz, donde
dormimos; o para hablar más exactamente, donde
nos acostamos, pues el mucho molimiento de nues-
tros huesosde una parte, y de otra el frío del lar*
guísimó remojón sufrido, apenas nos dejaron cerrar
k)s papados.
LA ALSGRÍA VÉ ANDAR 267

A salimos de La Cruz a caballo


la tarde siguiente
y escoltados por comandante don Julio Ugalde,
el
el mayor Martínez y Quesada y el profesor don
Otoniel Vega, quienes nos acompañaron hasta un
lugar del bosque denominado Tierra Blanca. Allí
nos despedimos de ellos y reanudamos nuestro
éxodo tras el guía, cuya figura blanqueaba en las
cerradas penumbras del crepúsculo como una apa-
rición.
Cabalgábamos de uno en fondo por un angostí-
simo camino, bajo la tiniebla, por momentos más
densa, que descendía de los árboles. Detrás del
guía iba Mr. Ward; luego yo; Márquez cerraba el
convoy.
— ¿Cuándo llegaremos a Santa Rosa? — pregunté
al *vaqueano**,
— No descuidándonos—repuso— dentro de cinco
horas.
A mi lado, en la obscuridad, oí suspirar a mi se-
cretario: suspiro que de parte a parte debió de tras-
pasarle, ya que no era su corazón, sino sus cuita-
das posaderas, las que se quejaban.
Seguí averiguando:
—¿Y de Santa Rosa para dónde salimos?
— Para Liberia; el camino podemos hacerlo en
seis o siete horas. Allí dormiremos.
—Y desde Liberia a Puntarenas, ¿verdad?...
— No, señor; desde Liberia vamos a la hacienda
de El Viejo, residencia de don Alfonso Salazar, go-
bernador del departamento de Guanacaste,
— ¿Siempre a caballo?
—Siempre a caballo. En El Viejo haremos
noche.
— ¿Y en seguida a Puntarenas?
-— jQuia, no seftorl Desde El Viejo tienen ustedes
que ir a Puerto Ballena.
Este diálogo, sostenido a voces en la tiniebla v el
silencio de la noche, parecía lloviznar un tenue des*
aliento sobre la caravana. ¿Adonde íbamos? ¿Exis-
ta Puntarenas? ¿Qué significaba aquella sucesión
968 EDUARDO ZAMACOfil

ioAcabable de cortijadas y de pueblos, que gradttalr


mente aparecerían ante nosotros? Y
aquel guía^ ¿no
sería un fantasma, el San Juan de un más allá qui-
mérico?
— ¿Y en Puerto Ballena? -insistí febril.

—En Puerto Ballena— replicó tomarán ustedes
la gasolina para Puntarenas.
— ¡Luego Puntarenas es una realidad!— grité con
el júbilo del náufrago que, tras larguísima inmer»
sión, vuelve a flor de agua.
El guía giró la cabeza para mirarnos, y en el co-
bie de su rostro la risa dejó blanquear los dientes.
--I Claro que sil— exclamó— De Puerto Ballena
.

a Puntarenas no tardarán ustedes más de ocho


horas.
Efectivamente, el programa del guía fué cum-
pliéndose punto por punto. Hemos vadeado nume-
rosos ríos: el Tempisque, ^1 de Los Ahogados, el
Colorado, el Blanco, etc.; hemos cruzado llanuras
con un sol de infierno a la espalda; hemos visto ser-
pientes, y ciervos, con ojos dulces de mujer, y co-
codrilos verdosos y enormes, y monos vocingleros
y cariblancos que parecían burlarse de nuestra fa-
tiga desde la copa de los árboles; y en el polvo del
eamino hemos reconocido las huellas del león. Fué
un viaje fatigoso, ciertamente, pero, por lo acciden-
tado, inolvidable y exquisito.
— —
Con la diferencia nos explicaba Márquez des-
pués a Ward y a mí-^que ustedes lo hicieron sen-
tados, mientras yo he venido parado sobre los es-
tribos.
—¿Todo el trayecto?
— odo trayecto.
1 el
—¿Sin sentarse una vez?
— una vez. ¡Palabral
x^i
Y su cara se iluminó con la noble luz de la sin-
ceridad. Era evidente que no exageraba, que no
mentía.
iHonibre estoico, te creemos! Puedes decir que
TOuste desde La Cruz a Puntarenas a pie; bazaf^a
LA ALIQRÍA DE ANDAR t^
que habrán efectuado muy pocos, y con la rara par-
écularidad de que no fueron tus pies los que se es-
tropearon en el camino. Y así, la mayor gloria de
estas esforzadas aventuras de mar y tierra 9erá
para ü, porque Hayo fué el más gmve dolor.
VISION PESIMISTA

Al recordar mis laboriosas andanzas por tierras


de Centro-América, las impresiones de entonces
gracias ai tiempo transcurrido - se diseñan mejor,
y tn mi memoria resurgen impolutos tipos y paisa-
jes, y la emoción de humildad que dieron a mi
alma Guatemala, San Salvador, Tegucigalpa, Ma-
nagua y San José de Costa Rica...; las cinco her-
manas perezosas y tristes favoritas del dios Si-
^

lencio.
De Panamá no hablemos; de Panamá, en donde
el idioma español va extinguiéndose, no queda más
que el nombre vinculado a una bandera — ¡pobre
bandera!— que por altas razones de política inter-
nacional y como de caridad, flota todavía. De allí el
soplo latino se fué ya: Panamá es yanqui.
La
visión de esta crónica, de consiguiente, abar-
cará únicamente las cinco repúblicas centrales. Nada
supone que la capital guatemalte ra sea más gran-
de, y que las ciudadas de San José de Costa Rica
y de San Salvador muestren alguna mayor activi-
dad y alegría que sus hermanas. |La diferencia es
tan corta, el esfuerzo tan débil.,.!, que bien puede
decirse que todas son iguales, porque el alma de
todas es la misma.
El autor deploraría molestar el amor patrio de
esos pueblos que tan hidalgamente le acogieron, y
que españoles son por decretos del idioma y de la
27^ EDUARDO ZAMACOIS

herencia; pero el autor los quiere y, porque los


quiere, no puede abstenerse de preguntarles: *¿Por
qué os separasteis de España?... ¿Para qué Quisis-
teis ser libres» si luego, en tantos años de indepen-
dencia, no habíais de hacer nada?../
Es la suya una anquiJosis desoladora, una para-
lización rotunda de iniciativas: son las industrias
muertas, la agricultura rudimentaria y miserable, él
comercio constreñido a su expresión mínima: co-
mercio ''al por menor*. En la mayoría de los puer-
tos Qo hay muelles; tampoco existe marina mer-
cante. Faltan carreteras, faltan puentes y todo el
dinamismo de la nación se reduce al ferrocarril
que conduce a la capital. Esto no sucede siempre:
en Honduras, por ejemplo, no hay ferrocarril.
De aquí la enorme postración, el descaecimiento
horrible de esas ciudades donde la vida "oficial*—
tpero es que la "vida oficial* es vida?— se refugia,
«as edificaciones, modestísimas; las calles solita-
rias,mal urbanizadas y anegadas en silencio. Como
es raro que pasen artistas por allí, los teatros
permanecen cerrados, o exhiben películas. Las mu*
jeres, como no tienen en qué emplearse^ lo esperan
todo del matrimonio. Los hombres, que aborre-
cen—odio muy español, por cierto— el comercio y
la agricultura, se hacen abogados o médicos, para
oirse llamar "doctores*, y en seguida se dedican a
la política y a la búsqueda de un destinillo. La
Prensa languidece, ayuna de noticias y de anuncios.
Nadie ofrece, liadie compra. De noche, a falta de
otras diversiones, el elemento masculino se va a los
Casinos, a beber: el alcohol es también algo "ofi-
cial*. Y siendo los medios de comunicación moles-
tísimos y costosos, casi nadie viaja, por cuanto el
vecindario de cada población no cambia, y los ma-
trimonios entre parientes se repiten con frecuencia
malsana. Allí, en grados diferentes, todos son so-
brinos, o primos, o tíos, de todos. Aquella huma-
nidad, como las aguas de los pantanos, no se re-
nueva, y esta falta de renovación lleva en sí gér-
LA AtSfiüU DE AMDAJl 9^^

menea gravísimos de corrupción; hay tamilias biif


merosas cuyos miembros sélo se casan entre sí. A
estas dos eausas: a la acción del alcohol y a las re-
laciones entre consanguíneos, debe atribuirse la
despoblación creciente de esas repúblicas.
La política, pero no aquella que es patriotismo,
desinterés y sacrificio, sino la otra, la ruin^ la polí-
tica egoísta y de campanaño, acarrea asimismo ma«
les innúmeros.
Zn esas pequeñas naciones— que no son nacio-
nes propiamente dichas, sino feudos— no hay le-
Íes, pero sí policías. {Imposible^maginar nada peorl
«a oligarquía lo ha vulnerado todo. La mayoría de
los Presidentes son verdaderos déspotas; ante la
voluntad atropelladora de Su Majestad el Caciquei
los derechos más respetables del ciudadano se en-
corvan, y así los ciudadanos se convierten en sier-
vos. Centro* América vive ahora su Edad Media;
una Edad Media que no ofrece, iclarol, la grandio-
sidad bárbara de la otra; una Éaad Media de cha-
qué..., pero no menos trágica que aquélla.
Estas vejaciones de que son víctimas las clases
pobres y la empleomanía, que paraliza las activi-
dades de la juventud estudiosa, producen un am-
biente militarista muy peligroso. Los pronuncia-
mientos se suceden; los machetes nunca están envai-
nados del todo, y basta que un «doctor» o un
«general» consiga reunir un centenar de facciosos,
para que estalle una revolución. Todo el mundo
conspira; es la lucha, unas veces solapada, otran
sangrienta, entre los gobernados, oue quieren go-
bernar, y los Poderes públicos. Los Gobiernos
caen, se levantan, vuelven a caer; los Presidentes,
o sucumben en algún encuentro o son fusilados, o
consiguen huir al extranjero, desde donde inme-
diatamente se ocuparán en reorganizar a sus parti-
darios. De la Revolución, así 'los de arriba* como
•los de abajo', lo esperan todo: ella, según la suef
te dÜBponga, acrecentará el imperio de los que man-
dan o áf^ÉL al éxito a los que estaban vencidos. La
974 EDUARDO 2AMACOI8

Revolución es una especie de Lotería Nacional;


una Lotería roja...
Nada, de consiguiente, ofrece garantías; nada es
durable.
Cuentan que debutaba, en un teatro de Centro*
América, una compañía de ópera. Momentos antes
de alzarse el telón, la prima donna recibió en su
camerino la visita del señor Presidente de la Repú-
blica, cortesía que ella agradeció muchísimo. El se-
ñor Presidente estuvo amabilísimo, y ofreció a la
insigne artista un ramo de flores. Inmediatamente
se retiró. Terminaba el tercer acto, cuando la ar-
tista recibió aviso de que el señor Presidente de la
República quería merecer el honor de conocerla.
— IPero si ya me conoce!
— jEse era el Presidente anterior— la informa-
ron—; ahora, cuando salga usted a escena, verá
que en el palco presidencial hay otro Presidente.

La penetración pacifica.

Los yanquis, entre tanto, suave y rápidamente,


sin dispararun tiro, realizan la conquista segura
de Centro-América. Ya en los litorales Pacífico y
Atlántico de aquel continente se habla tanto inglés
como español. Pasado un siglo o dos, en el interior
de esos países, probablemente, sólo se hablará in-
glés. Es asunto de tiempo: el coloso del Norte caza
«a esperaré
Guatemaltecos, salvadoreños, hondurenos, nica-
ragüenses y costarricenses, odian al yanqui* Es un
odio de razas. Pero es odio baldío, puramente **lí-
rico*, que se desvanece en odas a Colón y a Cer-
vantes, y crepita al final de los banquetes en honor
a España, en brillantes discursos. Ese amor ala
Jtfadre» me parece muy justificado; es más: creo
que no debían limitarse a amarla; creo que debían
volver a ella... porque, de no hacerlo, irán desapa-
LA ALEGRÍA DE ANDAR ^75

reciendo poco a poco, como Panamá ha desapare-


cido.
El odio, para ser útil, deberá realizar una labor
afirmativa, esto es, oponer algo contrario a la enti-
dad o persona odiadas. Las únicas armas con que
lo^ centro- americanos pueden combatir a los yan-
quis son la agricultura, el comercio y la industria,
y mientras no consigan desenvolver estos tres
grandes aspectos del esfuerzo humano de manera
que basten a satisfacer sus propias necesidades,
vivirán de un modo adjetivo y como de misericor-
dia. Yo desearía que esos pueblos sacudiesen la
tutela, de año en año más absorbente, que gravita
sobre ellos. Para eso necesitan politiquear menos ó
nada, y trabajar infinitamente más. Trabajar es
"hacer patria**, es odiar al yanqui; pero aborrecer
al yanqui y no trabajar^ es ingratitud.
Porque lo que el viajero encuentra en la riquísi-

ma Centro-América fuera de lo poco que de la ci-

vilización española resta allí es yanqui.
— —
El calzado, ¿es nacional? preguntamos.
—No, señor: nuestro calzado viene de los Esta-
dos Unidos.
—¿Y las ropas?
—De los Estados Unidos.
— ¿Y los sombreros?...
Y nuestro interlocutor, que es guatemalteco o ni-
caragüense o costarricense, responde:
— Los sombreros también son de los Estados
Unidos. Todo lo que vea usted aquí es importado;
viene del norte. Hasta los alimentos...
¡Todo viene del nortel... De modo que si el Norte
se negase a exportar, esos países regresarían a la
edad precolombiana, o poco menos. ¿Cómo de-
testarlo entonces si— aunque sea cobrando sus fa-

vores a muy elevadísimo precio es el bienhe-
chor?...
Lo más peligroso no es que los yanquis sean los
dueños únicos de la vida comercial centroameri-
cana, sino que, por añadidura y, como siempre«^la
a76 EDUARDO ZAMACOtS

historia lo dice— la mujer se ha puesto al lado de


los nuevos conquistadores.
Las mujeres centro^ameñcanas, por razones de
idioma y de simpatía, querrían, sin duda, casarse
con hombres de su raza. Pero el centro-americano
es sedentario y poco emprendedor: le gusta la po-
lítica, el Casino le atrae, y un destinillo que le per-
mita *ir viviendo*, le basta. El yanqui, en cambio,
viaja mucho, es ambicioso, gasta, ama las empresas
arriesgadas y el hogar, y la mujer centro-americana
prefiere al yanqui.
En San José de Costa Rica visité la Exposición
fotográfica de Hernández. El gran artista supo ele-
gir sus modelos: había mujeres de suprema belleza
y de insuperable distinción. Verdaderos * ejempla-
res* de raza.
—¿Quién es esta hermosura?— pregunté.
Hernández, que caminaba a mi lado, repuso:
—La señora de un americano.
Seguí adelante:
—¿Y esta otra *diosa*?...
—También es señora de un americano.
-^jY que no cede en gentileza a ninguna?
ésta,
— Lo mismo.
Instintivamente me sentí humillado.
—Pero, ;en qué piensa — exclamé— la juventud
masculina de Costa Rica, que así se deja quitar sus
meioies mujeres?
A mi ademán, a mis palabras, el señor Hernán-
dez replicó con esta declaración terrible; ladéela-
ración de un "fin de raza*.
— Aquí, las mujeres más bellas, las más distin-
guidas, las más ricas, se casan con "americanos*.
La célebre frase del presidente Monróe va cum-
f)liéndose con tal exactitud, que ya es realidad. A
os yanquis no se les llama ;?llí yanquis, si no "ame-
ricanos*; como si los únicos verdaderos americanos
de América, fuesen ellos.
Y para esos *americanos* son los puertos, los fe-
rrocarriles» los buques, las minas, las grandes in-
LA MJSGSáA DE AJNDAR 977

duatrias» las mujeres... Esas mujeres en quienes la


sangre española perderá su último combate, y que
luego enseñarán a sus hijos a hablar en inglés.
Pueblos de Centro-América, oid estas palabras
de sinceridad: si no procuráis vivir bajo el protec-
torado de Castilla, vuestros días están contados.
El americano** os ganó la batalla, en el terreno
económico, primero, y en el sentimental después.
Ya es muy difícil—escribo difícil* por no escribir
**


•imposible*^ expulsarlo de vuestras tierras. En sus
manos centellean las dos varitas mágicas de todas
las victorias: el Amores suyo... y el Dinero tam-
bién.

El preseute de indicativo.

Los hispano-amerícanos hablan y escriben a


cada rato de Cristóbal Colón, de Hernán Cortés, de
Pizarro, de Valdivia... como si éstos viviesen toda-
vía; lo cual explica qu^ muchas veces también re-
firiéndose a España, recuerden "la tiranía del opre-
::.or"-,. **la crueldad del invasor*... etc., etc. Y si esto

lo dijesen los indios, descendientes de aquellos que


sucumbieron bajo la espada de los conquistadores,
me parecería bien, porque su rencor sería hasta —
cierto punto —disculpable. Lo incomprensible es que
los propagandistas— pocos, afortunadamente— de
tales ideas, se llaman Pérez, González, Vargas, Ro-
dríguez, Martínez... hijos, según lo acreditan sus
apellidos y la pureza aria de sus facciones, de aque-
llos heroicos Pérez, González, Vargas, Rodríguez
y Martínez, que marcharon al descubrimiento y
asalto del Nuevo Mundo.
Esos antiespañoles hacen gala de un *americanis-
mo* furibundo:
— *En tiempos de España*— exclaman— en estos
países no había nada; ¡ni siquiera higienel... Ahora,
en cambio, gracias a los * americanos*...
378 EDUARDO ZAIIACOIS

Tienen razón, pero yo les interrumpiría para de-


cirles:
—No comparen ustedes a la España, sin ferroca-
de a principios del siglo xix,
rriles, ni luz eléctrica,
por ejemplo, con los Estados- Unidos del siglo xx.
Conozco, en cambio, hispanófilos a outrance; hiS'
panófilos tan exaltados, que con titularse *hijos de
Cortés* o «hijos de Vasco Núñez de Balboa**, creen
tenerlo todo conseguido.
—Nuestra raza es inmortal me decía uno de—
ellos —
todavía en nuestras selvas se oye galopar
;

el caballo del Cid,..


Estábamos en un hotel de Quito, y las calientes
frases de mi interlocutor vibraban raramente en el
silencio gélido del salón. Agonizaba la tarde y la
lluvia tamborileaba melancólica en los cristales.
Como respondiendo a sus palabras, llegaron a
nuestros oidos los compases de un fox-trot.

Esa es mi contestación exclamé — —
escuche...
;

Los Estados- Unidos, que viven deprisa, cultivan —


los *dos tiempos** del fox-trot; esos **dos tiempos**
bastan a su sentimentalidad, todavía ruda. Europa,
en cambio, adora los *tres tiempos» del vals; y ese
"tercer tiempo** con que Europa sueña, es, en las
actuales circunstancias, **tiempo perdido**. ;En todo,
hasta en el arte de divertirse, la gran vieja gloriosa
va atrasadal... Los ecuatorianos, como todas las re-
públicas de la América española, necesitan reaccio-
nar, necesitan producir, si no quieren que el gigan-
te norteño las devore. ¡Ya ve ustedl... Usted creía
oir el galope del caballo del Cid, y era un fox-trot^
lo que estaba usted oyendo...
Estos hechos aislados, al parecer triviales, reco-
gidos por el viajero a lo largo del camino, encie-
rran una robusta elocuencia, y la síntesis que de
ellos se deriva es desoladora para nosotros.
Unos estudiantes me decían:
—Queremos reformar el diccionario español. La
necesidad de un idioma nuevo, de un idioma ''nues-
tro**, empieza a sentirse^ El español no basta a ex-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 279

presar las "penumbras* del espíritu contempo^


raneo.
—Pues... ¡mano a la obra— les respondí yapri- —
sal... Porque aquí, dentro de poco, todos los niños
hablarán inglés...
En otras ocasiones me han hablado de «ligas an*
tiasiáticas», para impedir que la emigración amari-
lla, más caudal cada vez, siga invadiendo las costas
del Ecuador y del Perú.
Yo les diría a todos esos funestos líricos que sue-
ñan con Diccionarios** y con "Ligas":
**

—¡No más discursos, no más veladas conmemo-


rativas! ¡Basta de fuegos pirotécnicos en verso o
prosa!... Lo que urge es crear industrias, explotar
las riquezas incalculables del subsuelo, abrir vías
fluviales, hacer fábricas, ferrocarriles, carreteras,
muelles, barcos y chiquillos; ¡muchos chiquillos!...
Porque cuando aquí sobre gente, ni los yanquis ni
los amarillos vendrán.
Es preciso llevar los ojos tapados con las densí-
simas vendas del prejuicio, para no comprender-
lo así.
¡Pobre América española! El ilustre doctor don
Pedro Acc ita Delgado, de Caracas, propone la idea
de erigir una estatua a Simón Bolívar, y al cabo los
directores del proyecto acuerdan levantarla en Pa-
namá. ¡Precisamente en Panamá!
También he sabido que el «Monumento a la In-
dependencia", construido con matericiles yanquis en
una plaza de Guayaquil, está cayéndose porque
pesa demasiado y el suelo no ofrece la resistencia
necesaria.
¿Pero no hay en tales coincidencias algo burles-
co, lamueca de una predestinación irónica?... ¡Ahí...
Bolívar, con su gran olfato de guerrillero, «venteó»
algo de cuanto iba a suceder; pero no «lo vió> ple-
namente, que a adivinar la inutilidad de su heroís-
nio, antes que sacar su espada contra España la
hubiese roto.
Estas palabras mías no son de acusación ni de
9i8o EDUARDO ZAMACOIS

átBdéat son, por el contrario, palabras laales, ée


aviso y dé afecto.
Gentro-América, particularmente, sí consame en
la inacción. Esos pueblos contemplativos acarician
ensueños irrealizables, comen mal y hablan mucho:
solí el Pasaxlo. Los yanquis, todo acción, hablan
mucho menos y comen muchísimo' mejor. Aquéllos
pi nsaa hacer», y los segundos chacen»; son el
presente de indicativo. Y, ¿qué fuerza hay superior
a la virtud del presente de indicativo?...
DE BARRANQUILLA A BOGOTÁ

En Barranquilla, el puerto más importante y de


mayor actividad de Colombia, me dieron un catá-
logo desconcertante de los sufrimientos y peligros
que había de arrostrar antes de llegar a Bogotá.
— Si ello es como cuentan — discurría yo — al Go-
bierno colombiano yo le pido una cruz,
— No tiene usted idea de los pésimos ratos que
le aguardan — insistían mis amigos— ;
por lo largo
y lo molesto, un viaje a la capital de nuestra que-
rida república es algo verdaderamente heroico.
Tome usted nota de Jas etapas siguientes: se em
barca usted en Barranquilla, y por el río que, en
esta su parte más inmediata al mar, es llamado
^Bajo Magdalena", navega usted contra corriente
hasta el puerto fluvial de La Dorada. En La Dora-
da se va por tren a Beltrán, primer puerto del **Alto
Magdalena**. Allí tomará usted otro barco, más pe-
queño que el anterior, que le llevará a Girardot.
De Girardot se sigue el viaje, en ferrocarril de vía
estrecha, a Facatativá, donde subirá usted al tren
que ha de dejarle en Bogotá.
Mis amigos parecían tener razón; aquel éxodo,
eíecti.vamente, con sus cuatro o cinco trasbordos,
era laborioso. Inquiero si aquellos trenes son **de
confianza", y me informan de que los descarrila-
mientos, los choques y otras averias, se cuentan por
meses* A cada una de estas réplicas empavoréce-
lo
96ft EDUARDO ZAMACOIS

doras sucede una pausa. Quiero saber lo que dura


el viajecito.
— Si el río trae —
bastante agua me dicen— puede
ttsted llegar a Bogotá en diez o doce días.
—¿Y si trae poca?
— Entonces... ¡nadie sabel... Cuando el barco
encalla no hay manera de sacarlo a flote, y si eso
ocurre forzoso ^s armarse de paciencia y esperar.
Lo mismo puede usted aguardarun mes, que dos...
Todo depende de que las nubes digan: • Allá vamos
nosotras**... y hagan subir el caudal del río.
Había en mis interlocutores como un propósito
de amedrentarme, y enflaqueciéndome el ánimo mo-
terme a corregir mi itinerario. Los más vehementes
y comunicativos charlaban arrel acándose la palabra
unos a otros: los sesudos, los graves, se compla-
cían en escuchar, y cada vez que yo les miraba pi-
diéndoles su parecer, hacían con la cabeza y los
párpados un doble gesto afirmativo, que signifi-
caba: *Sí, señor; todo eso que le dicen a usted es
cierto**... Me hablaron de la intolerable comida
de los vapores, del calor asfixiante, de los te-
rribles mosquitos —
denominados allí zancudos—
>iansmisoi es del paludismo, que en nubes nutridí-
tims caen sobre el barco apenas éste embarranca, o
se detiene a aprovisionarse de leña; de aquellos hi-
f^ares abruptos donde el río se angosta tanto que
os árboles tienden sobre el viajero un palio de ver-
dura, y centenares de monos, enlazados por las ce-
las, pasan de orilla a orilla; de las piraguas, mane-
jadas por indios emplumados, extrañamente tatua-
dos y semidesnudos; de losj caimanes que escoltan
el buque y que, de no espantarlos a balazos, subi-
rían a bordo...
Instas descripciones, lejos de amilanarme, me
cfervorizaban, y no bisn me entraban por los oídos
cuándo me parecía verlas materializarse ante mis
ojos. Esa, precisamente, era la Colombia soñada; la
de los prodigiosos yacimientos de esmeraldas, la
Cdombia enigmática de los conquistadores, que iba
LA ALBMIa DB ANOAft

hombre del siglo zx» tal eomo la


a ofretter»f a mí,
'

conocferon los soldados de hierro de Jiménez de


Qüesada.
Terminada la enumeración de los trabajos que
iba a padecer, comenzaron los consejos. ¿Cómo
pretendler que la humana discreción llegue al ex-
tremo selectísimo de no dar consejos?
— —
De todos modos me dijeron— ¿usted está re-
suelto a continuar su viaje a Bogotá?...
— ¿Qué puedo hacer sino seguir?...
Yo me hallaba en la comprometida situación del
bañista que, cuando el agua le llega a la cintura, la
siente muy fría y, sin embargo, marcha adelante
porque sabe que retroceder sería ridiculizarse...
— —
En tal caco continuaron mis amigos debe —
usted proveerse de un catre de tijera con su petate,

una o dos almohadas las que usted acostumbre a

usar y un par de sábanas, pues €tn estos vapores
al pasajero se le da únicamente el camarcte. PaiU
defenderse de los insectos le conviene comprar un
mosquitero, una grasa cuyo olor pose* la virtud de
ahuyentar los zancudos^ y con la cual tendrá us-
ted la precaución, al acostarse, <ie embadurnarse
cuidadosamente el cuello y las manos. Procúrese
también unos guantes de gamuza, densos; unos
guantes de chauffeur, que le resguarden los ante-
brazos.
—Yo tengo guantes de hilo.
—No le servirían de nada. ¡Usted no sospéchala
fuerza que tienen los zancudos en el aguijónl
Todo esto lo sabía yo; me lo habían dicho dife-
rentes personas en Panamá, y ahora eran colom-
bianos los que ratificaban tales noticias; a ser fal-
sas las hubiesen desmentido, y no lo hacían. ¿Cómo
dudar, pues, de su certeza?...
—Asimismo sería oportuno— continuó otro acon-
sejador --que llevase usted a mano un traje, cuando
menos, de invierno. Bogotá se halla a unos cuatro
mil metros sobre el nivel del marj el frío que haec
*Uí e» horroroso.
aS4 SDUAKDO SAMÁCOIB

Y
luego me hablaron de turbaciones cardíacas y
respiratorias producidas por el aire rarificado de
las alturas; de todo lo cual deduje c^ue el mero
hecho de Tivir en Bogotá merecía constituir una pa-
tente de heroísmo.
Yo
había tomado pasaje en el vapor Lopes-Pe-
nha.Cuando subí a bordo me reconocí en un buque
muy distinto del que esperaba encontrar. El inte-
rior, pintado de blanco, producía una amable im-
presión de limpieza y de claridad; los camarotes
eran bastante^^capaces y tenían rentanas apercibi-
das por una red metálica contra los insectos. Ha-
bía luz eléctrica, ventiladores y timbres. En el co-
medor general, muy espacioso, los viajeros podía-
mos disponer de una pianola para bailar.
J^La alimentación era buena. Teníamos bebidas
de todas'clases,' hielo...
Casi de noche el Lopes- Penha soltó amarras y su
proa comenzó a romper la corriente. A popa una
rueda de aspas gigantescas, azotaba ruidosamente
las aguas. La mayoría"del pasaje se hallaba sobre
cubierta; una ráfaga frescachona y constante de
viento, nos envolvía y despeinaba a las mujeres;
algunas de ellas luchaban contra la indiscreción de
sus faldas estivales, demasiado cortas, demasiado
sutiles. Desde el cénit una luna magnífica iluminaba
el paisaje, de un azul cerúleo, empapado en silen-
cio y en amplitudes de eternidad. Las ondas man-
sas, albazanas, turbias, de aquel río que venía de
tan lejos, infundían, al pasar, estremecimientos di-
lectos de inquietud. ¿Por qué ignorados cauces de-
rivaron hasta caer en el anchurosísimo cauce del
Magdalena? Y cuando diesen en el océano, ;qu<^
sería de ellas?... Y más tarde, al evaporarse bajo
el sol y escalar los espacios convertidas en nubes,
¿a dónde irían a precipitarse para ser otra vez
agua, flor, sangre?... ¡Oh, el eterno, el polifacético,
el delirante circular de la Vidal. A derecha e iz
.

quierda, muy lejos, las orillas prolongaban dos


líneas negras, interminables. A nuestra espalda 1^
LA ALSGRiA DE ANDAR 285

lucesde Barranquilla iban debilitándose, hasta des-


aparecer una a una.
Cuando bajé a mi camarote, llamé al cama-
rero:
—Se le ha olvidado a usted colgarme el mosqui-
tero.
—No, señor— repuso— no se me ha olvidado.
;

Es que no hace falta: ¿para qué lo quiere el seftor


ti aquí apenas hay mosquitos?...
La sorpresa me dejó boquiabierto v pasmado. El
camarero prosiguió con aire de íntimo convenci-
miento:
—Yo estoy cierto de que el caballero dormirá
muy bien.
—¿Qué hago entonces de unos guantes y de una
grasa que mis amigos me recomendaron contra los
"zancudos*?
— jSon cosas que se dicenl Las dice uno y las re-
piten todos, sin detenerse a pensar. Los guantes,
puede usted guardarlos, que ya le servirán para
otra cosa; en cuanto a la grasa, tírela usted. Nada
de eso hace falta.' Aqu0hayfmenos4>mo8quitos que
en tierra.
Dormí perfectamente, el camarero tenía razón; y
atentos a este eiemplo y a otros análogos que, por
centenares, podrían citarse, debemos reconocer que
lo único malo de^'bs viajes es lo pintoresco] que

contamos de ellos, por darnos importancia.^


Desde el día siguiente' cada pasajero eligió el^lu-
gar que juzgó más simpático,
y la existencia a bor-
do adquirió ese carácter tranquilo, íntimo, ecuá-
familiar, que conservaría hasta el fin. Infor-
'^ittie,

JQados de que habíamos de vivir juntos dos o


^res semanas— acaso más— por egoísmo quisimos
desde el primer momento sernos agradables los
Jínos a los otros, y lo conseguimos: no conozco cor-
^^ía más segura que la inspirada en el cálculo.
Los madrugadores estaban en' mayoría. Al ama-
°^cer laatmósfera tenía una limpidez suprema, y el
Panorama, qon sus a&ileSi sus púrpuras^ sus verdes
9S6 BDCAtlOO ZAMACKXS

7 sus ocres, parecía incendiado. Arboles de majes-


tad druídica festoneaban las márgenes, j al incli-
narse reverentes sobre el agua sumergían en ella
sombras enormes y temblantes. Ni un caserío, ni
un camino, rompían la uniformidad de la selva vir-
gen. Limitaba el remoto horizonte una larguísima
cadena de montañas azules. Sobre los bancos de
arena formados en mtdio del río, y en las orillas
cenagosas, caimanes de color terroso dormían al
sol. Más tardcr s^n adelantaba el día, la claridad
hacíase tan estuante, tan irresistible y cegadora,
que todos los verdes, todos los azules, todos los
ocres, se resolvían y anulaban en una inmensa y
prepotente llamarada de albayalde y oro; el río, el
cielo, el bosque, las montañas, todo se barajaba,
descoloraba y se hacía luz. El aire insolado abrasa-
ba los rostros. Los viajeros entonces retirábanse a
descansar, unos a sus camarotes, otros a proa, a la
sombra de los toldos, y diríase que un nuevo silen-
cio caía sobre el buque: en aquel encalmamiento de
modorra, el ruido húmedo de la gran rueda que
impulsaba al Lopes-Pénha parecía agrsiidarse. A la
hora vesperal, ja después de comer, el pasaje volvía
a cubierta. El viento tornaba a refrescar y su fres-
cura producía una impresión sedante en las sienes.
La agonía de la luz llenaba el espacio de rápidos
tempTores polícromos; no había dos iguales: los
verdes se obscurecían, los anaranjados y los añi-
les se apagaban; todo se descomponía en una es-
pecie de neblina violeta— humo de nostalgia— que
ponía un dolor de suspiro en los árboles y en el
río; en los árboles inmóviles que se quedaban, Y
en el río filante que se iba. El violeta es el color de
los adioses. Entre el bosque gritaban, invisibles,
millares de cotorras. Según la sombra crecía lenta-
mente, aquellos ruidos iban apaciguándose. D«
cuando en cuando algunos viajeros disparaban sus
piatolas contra un caimán, y el reptil asustado, he-
rido, acaso moribundo, se hundía en el agua. El
délo iba poblándose de estrella^ de pronto surgía
LA ALEGRÍA DE ANDAR 167

U hnia, y una llovizna de plata aljofaraba el negro


terciopelo del río.
Llevábamos tres días de navegación, y por elloB
adivinábamos lo que sería el viaje hasta su termi-
nación. Las graves penalidacíes que tanto nos pon-
deraron, no aparecían. No eran necesarios los mos-
quiteros, y mucho menos la grasa antidiptérica

llamémosla así ni los altos guantes de gamuza;
las orillasen ningún momento se acercaban lo su-
ficiente para que sus árboles se abrazasen; no ha-
bía monos, ni indios tatuados, y los caimanes que
veíamos, no se manifestaban animados a subir a
bordo. Yo, lejos de felicitarme por esto, me sentía
decepcionado y como estafado; mis amigos de Ba-
rranquilla le habían dedicado a mi viaje un proemio
verdaderamente robinsónico, mas apenas me sepa-
ré de ellos, cuando la realidad comenzó a deshojar
una a una mis gentiles quimeras de explorador. Yo
espero que mis lectores sabrán apreciar la rara
lealtad con que escribo lo que mis ojos vieron, y
nada más. Yo, para mi mayor honra, podría men-
tir un poquito; ¿quién me atajaría?... pero con ello

cooperaría a sostener una leyenda de sabor preco-


lombiano, que perjudica a Colombia, lo que no está
bien.
Viajaban en el Lopes'Pénha varias personas inte-
resantes: citaré a la familia Casabianca, aue volvía
de Europa, a los hermanos Holguín Cá^ o, al capitán
del buque, don Julio Acosta, y al médico de a bor-
bo, el simpático doctor Chapman de Lima, impla-
cable ajedrecista, que iba de pasajero en pasajero
a quien ganarle una partida.
sin hallar
También recordaré—pero en párralu iparte, por-
que su originalidad no merece menos— a un ancia-
no alto, seco y pajizo de bigote blanco, con una go-
rra a cuadros demasiado grande y una sordera que,
obligándole a cada momento a inclinarse ante su
nterlocutor, para oirle, constituía para él una ver-
dadera fuente de elegancias. De frac, aquel hom-
re hubiera estado admirable. Tenía los ojos azules
288 EDUARDO ZAMACOIS

e "incompatibles*; quiero decir, que bizqueaban del


modo más raro y desagradable, pues mientras el
derecho miraba a estribor, miraba a babor el iz-
quierdo. Aquel señor, que se desvivía por serme
agradable, únicamente sabía decir cosas inconcusas.
Por ejemplo:
— Hace calor.
He aquí una aseveración que si los termómetros
seftalan cuarenta grados a la sombra, es indiscu-
tible.
Otras veces decía, refiriéndose al viaj e:
— Ya falta menos que cuando salimos de Barran*
quilla...
¿Cómo contradecirle? ¿Cómo oponer a sus obser-
vaciones, tan sabias, tan prudentes, tan irrebatibles,
ni siquiera un sofisma?...
Una noche, ya tarde, sentí que me tocaban en un
hombro. Me volví; era El:
— Ya ha salido la luna— dijo.
No cabía duda; la luna estaba allí. ¿Qué comen-
tarios poner a sus palabras? Yo me desesperaba
con aquel hombre, que sin duda era muy bueno;
hubiese querido ser amigo suyo, hablarle, entre-
tenerle... pero ¿de qué manera sostener con él un
diálogo que exigiese más allá de un gesto afir-
mativo?
Las márgenes del Magdalena continuaban pro-
longando a uno y otro lado su monotonía verde. A
muy espaciados intervalos el barco se arrimaba a
la orilla para cargar la leña con que alimentaba sus
calderas, y entonces el trajín de la rueda impulsa-
dora cesaba y el silencio parecía más hondo y el
calor más pegajoso. Hecho esto seguíamos río arri-
ba. Todo era soledad selvática, y así nos sorpren-
día ver de tarde en tarde algún caserío ribereño;
quince o veinte chozas hundidas y como olvida-
das, en el bosque; en seguida quedaban atrás.
Luego, otra vez, la selva interminable. Cuando co-
mentábamos esto, todos, hasta los mismos colom-
bianos, nos extrañábamos de que Jiménez de Que-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 289

sada hubiese tenido el capricho —mejor dicho, el


aliento— de ir a fundar la capital tan lejos del mar.
Al cuarto o quinto día de navegación desembar-
camos en La Dorada, de donde, una hora después,
salíamos en ferrocarril hacia puerto Beltrán, primer
embarcadero del Alto Magdalena.
A cada rato oía decir:
—Varaos subiendo; desde Barranquilla hasta Bo-
gotá no hacemos más que subir. La Dorada está a
mayor altura que Barranquilla; Beltrán a mayor al-
tura que la Dorada; Girardot a mayor altura que
Beltrán; Facatativá a mayor altura que Girardot...
y así siempre.
*Pues señor— pensaba yo— el camino que lleva a
Bogotá debe de llevar también a Júpiter. ¿A que re-
sulta que para salir de Bogotá, el viajero no tiene
más que "dejarse caer*^?...
Cuando en una rubia tarde otoñal y tras once días
de marcha, llegamos a la capital colombiana, nues-
tras ansias de descansar eran grandes. La fatiga de
las vastas distancias nos invadía. El corazón, más
que los pies, nos exigía un alto, una tregua. Los
conquistadores, cuando se detuvieron allí, debieron
de sentirse rendidos también, y esto quiere expli-
carnos el nombre agudo de la bella ciudad: Bogotá.
Es un nombre truncado, inconcluído, A su fundador
Jiménez de Quesada, al bautizarla, le faltó el aüento
tal vez; abrió la boca y no pudo cerrarla; se aho-
gaba...
A Bogotá, como a Bilbao, parece faltarle una
sílaba...
SOBRE EL RfO MAGDALENA

TreB dfaa hace que el vaporcito Lopes-Penha^ quesaiió


de Barranquiüa en la tarde de un lunes, 27 de Mayo
de 19 18, repionta el caudaloso Magdalena con rumbo
a Bogotá. El río, ancho, manso, de color barroso^
arrastra su enorme lomo de cristal entre orillas cu-
biertas de lozano verdor. A intervalos, un grupo de
palmeras, una ranchería con techumbres de palma,
un potrero, en el cual los caballos y las vacas contem-
Í)lativa9 salpican de manchas ocres, negras o blancas,
a bruñida esmeralda de la hierba. Muy lejos una lí-
nea de montañas azules. Hemos dejado atrás loi
puertecillos fluviales de Calamar, Zambrano, Magan-
gué, El Banco, La Gloria, Gamarra... y otros.
Son las ocho de la no :he. La escena en el comedor. Dos
camareros, vestidos con uniforme de color kaki, aca-
ban de servir la sopa. Un enjambre de sanguinario»
dípteros, de diversos colores y tamaños, zumba glotón
sobre las cabezas de los comensales

PERSONAJES
Una señora que tiene las pantorrillas gordas. Una seño'
rita que las tiene delgadas, pero muy lindas. Don En^
riqui, ctiarenta años. Joven /.*, Joven 2,^, Joven j,\
Don Pablo y don José, caballeros de edad indeñniblc.
Otra señora
Seis ventiladores giratorios combaten la temperatura
tórrida, y su zumbido monorrítmico llena las pausas
de la conversación.

Ddn Enrique. —¿Han reparado ustedes? Los ven*


tiladores en movimiento tienen una expresión se*
292 EDUARDO ZAMACOIS

mihumana. (Los circunstantes siguen la dirección de


los ojos de don Enrique) Observen: su redondez
recuerda una cara. Cuando en su vaivén dirigen su
rostro hacia nosotros, ci'eeríase que acabamos de
deci- algo interesante, y que nos miran. Luego mi-
ran a otra parte, vuelven la cabeza... {Un silen-
cio,)
Joven i.**— Es verdad.
Joven 2.°— Es verdad.
Joven 3.*— Bonita observación.
Don J08Í.— Los ventiladores sirven contra el ca-
lor pero no contra los mosquitos.
Don Pablo {dándose un pezcozón).--\^siQ ya
cayól
Don José.— ¿Un mosquito?
Don Pablo {mostrando triunfal a la concurrencia
la palma de la mano
insecticida).—-Mírenlo ustedes.
Don José {escudriñando a su alrededor). Si yo —
pudiera hacer lo mismo con otro que oigo por
aquí... {Da una terrible palmada creyendo atraparlo
en el aire), ¡Se escapó!
El joven i.®, que ha seguido con ojos de lince la fuga
del mosquito, trata de aplastarlo entre sus manos.

Don José. — ;Lo mató usted?


Joven i.* — No.
Joven 2.® Joven 3.' La señora de las pantorrillas gor-
das, y la señorita que las tiene delgadas, don Enrique
y don Pablo, tratan de exterminar al feroz insecto.
Suenan^ casi a la vez, seis, ocho, diez palmadas.
Don Enrique.— Diríase que estamos en un teatro.
Un camapero (desde abajo).-— \Va en seguidal
Don José (rascándose desesperadamente detrás de
una orefa).— Es muy feo rascarse, lo comprendo;
pero no nos queda otro recurso.
ÍovEN I.* (rascándose también) —¡íiaturalmentel
oven 2.** (imitándoles). —
¡Es clarol
La SEÑORITA DE LAS PANTORKILLAS GORDAS.— (VíS-
lUiando una mano debajo de la mesa y rascándose con
furia).'^Pk mí me devoran.
LA AlEGRÍA D£ ANDAR 993

La SEfíORITA
DE LAS PANTORRILLAS DELGADAS.—
Y a mí. ¡A poder los mataría con un cuchillo!
Don Pablo.— ¿Por qué no a balazos?

Joven i.<> Realmente, el mosquito es un ser
odioso. Lo que le hace más desagradable es su in-
gratitud. |Pase que nos piquel... pues al cabo goza,
como nosotros, del derecho a vivir. Lo imperdona-
ble es el veneno, la ponzoña que nos deja en la car-
ne después de haber comido. ¡El miserable se bebe
nuestra sangre, y no nos lo agradecel...
Joven 2.°.— Yo tengo divididos los mosquitos en
dos grupos: el grupo noble, el más valiente, *?ope-
ra" sobre las mesas, en plena claridad, y nos asesta
sus picotazos en las manos o en la cara. Son los
mosquitos "aeroplanos**, que zumban y se dejan
ver. La otra categoría la constituyen los mosquitos
cobardes, los mosquitos "submarinos", que nos ata-
can por debajo de la mesa, validos de la obscuri*
dod, y alevosamente nos secan las pantorrillas.
Don Pablo (sirviéndose un vaso de agua wm«-
ra/^.— Hallo muy oportuna esa clasificación. Y aña-
diré que los mosquitos del segundo grupo me pa-
recen, amén de cobardones y crueles, unos pobres
animales privados de lógica y hasta de instinto.
(Sonríe malicioso). ¿Una prueba? Allá va: a mí, des-
de que nos sentamos a la mesa, están devorándome
las pantorrillas.
Joven 2.°— A mí también.
Joven s-"*— Y a mí.
Don Pablo.— ¡Ello corrobora mi opiniónl Porque
si esos terribles dípteros fuesen inteligentes, no
malgastarian su tiempo en picarnos las pantorrillas
teniendo, como tienen, a su disposición, las de estas
señoras. (Risas), Quién, que no sea imbécil, prefe-
rirá una canilla desjugada, velluda, dura y seca, a
un trozo de suave y sabrosa carne blanca.
Joven i.**.— Efectivamente.
Don Pablo.— ¡y no hablemos de la descortesía
que implica el acto de no distinguir una pierna de
hombre de una pierna de mift|€iT...
«94 BDCJARDO tAMACOIt

Don José.— |Falta de cortesía evidentel


La señora de las pí^ntorrillas gordas (rascán-
dose sañudaptente), -^¡Ayl Pues crea usted que en-
tre los mosquitos de este barco hay unos cuantos
que me son particularmente adictos.

Don José (travieso). Todos hallamos muy justa
esa adhesión. Yo, mosquito, no saldría de debajo
de la mesa.
La señorita de las pantorrillab delgadas. —
I
Yo no aguanto másl (Arroja su servilleta sobre su
plato y se levanta).
Don Pablo.— ¿Adonde va usted?
La señorita de las pantorrillas delgadas. —
Van ustedes a saberlo. (Entra en su camarote y
reaparece a poco trayendo una sábana con la cual^
después de sentarse, se envolverá las piernas). |No —
quiero enfermar de anemi^i!

Don Pablo. ¡Traición, traiciónl
Todos ríen sin explicarse bien la causa)
Í
-A SEÑORITA DE las PANTORRILLAS DELGADAS. —
¿Traición? ¿Por qué?
Don Í^ablc— Porque deserta usted, porque nos
abandona usted en esta hora de dolor... Si usted se
cubre las piernas de ese modo, **sus mosquitos* re-
fluirán sobre nos^: iros. (Cómicamente.) [Por Dios,
señorita, no nos niegue usted su sangrel ¡Sacrifi-
qúese ustedl
La SEÑORITA DE LAS PANTORRILLAS DELGADAS.—
Muchas gracias; le cedo a usted mis ^abonados*.

Don José. ¿Y a usted, don Enrique, no le pican
los mosquitos?
Don Enrique. Sí, señor.—
Don José.— Como usted no se queja...
Don Enrique.— ¿Mejoraría con quejarme?... Na
Pero conste para su consuelo que me tienen acri-
billadas las pantorrillas.
Joven i.**— Admiramos su estoicismo. ¿Mas por
qué no lucha usted contra ellos al igual que nos-
otros?
Don Enrique (A«f>foWs/aj'^ar/i<tóyíco).---No put-
LA AM»RÍA DS ANDAH 306

dof yo soy oapaz de aplastar a uno y a cien mos-


quitos que fuesen a picarle a usted, por ejemplo;
pero nunca mataré al mosquito que venga contra
mí. Y no lo mato por cálculo, por voluptuosidad; por
consejo de una sutil y ultrarrefínada voluptuosidad;
porque si es verdad que matándolo me evito el do-
lor del aguijonazo, también pierdo con ello el ex-
quisito placer de rascarme la parte picada.
Do» PABLO.-'-Ingeniosa teoría.
La SEi^ORA DE LAS PANTORRILLAS GORDAS.— ¿Tan
bueno es rascarse?
Don Enrique. - No hay delicia comparable. E» un
estremecimiento íntimo que a veces llega a reco-
rrernos la espalda, tai que ung descarga epiléptica.
Toda nuestra sensibilidad interviene en esto. Yo,
que he sufrido de sarna, se lo aseguro a usted. El
rascarse es un deleite solitario, reconcentrado, que
podemos administrar enteramente según nuestro
capricho, y nos regocija desde las plantas de los
pies a la punta dé los cabellos. La mujer más in-
teligente, la más perversa, no acertaría a rascamos
como nosotros sabemos hacerlo. Al rascarnos dis-
frutan simultáneamente la parte activa, la que ras-
ca, y la parte rascada; son dos goces en uno. {Sen--
tencioso) Yo tengo mucho que agradecerle a los
mosquitos: en mis noches de insomnio o de aburri-
miento ellos fueron mis amigos mejores.

Don Pi^LO. Aceptamos la explicación; pero
después que un mosquito le ha picado, con lo cual
ya le proporcionó la ocasión de refregarse, ¿por
qué no lo mata?
Don José.— Por agradecimiento. (Risas.)
Don Enrique.—-No; por agradecimiento no, aun-
que pudiera ser. Aquí el problema aparentemen-
te se complica un poquito. Para medir bien la
transcendencia de mi respuesta es indispensable
que todos nos coloquemos en un plano intelectual
más alto, más comprensivo. {Coria pausa.) Yo no
mato a los mosquitos que me han ^picado por un
escrúpulo de eonsanguinidad. {Ris^ gemrai.) |No
396 EDUARDO ZAMAC0X8

hay para qué echarlo a chacota! Seamos reñezivos.


Desde que el díptero clava en nuestro cuerpo su
aguijón y bebe nuestra sangre pasa a ser un poco
pariente njaestro.
La señora dk las pantqrrillas gordas (Va<fcd«-

dose a dos manos por debajo de las faldas). Según
esa teoría, yo estoy creándome en estos momentos
un familión.
Don Enrique.— Afírmelo usted, y no olvide que
esos insectos, más que parientes o primos herma-
nos de usted, por ser en cierto modo carne de su
carne y sangre de su sangre, debe considerarlos
como a hijos suyos.
La señora, —
No podré, don Enrique.
etc.
Don Enrique. —¿Por qué? Nada más fácil: limpie
usted de prejuicios su espíritu, deje que el instinto
hable en su corazón... y llegará a quererlos con
amor de madre. ¿No ha oído usted hablar de «la
voz de la sangre»?...
Joven c,** (aplastando un mosquito contra el man
/^//— ¡No quiera descendencia! ¡Viva Saturnol...
¿Serían de esta clase los hijos que devoraba el
dios?. .

Don Enrique. — Toman ustedes a risa una opinión


que será discutible, pero que tiene más de filosófica
que de extravagante. (Muy serio). Un mosquito nu-
trido con nuestra sangre, es casi como un hijo na-
tural. Ellos prolongan nuestra raza. ¿Que sufrimos
con ellos? La paternidad fué siempre sacrificio. Re-
cordemos a Molleschott: en la naturaleza nada se
pierde. Yo he leído, no sé dónde, que en cierta
ocasión se reunieron en Roma varios cardenales,
arzobispos y otros altos mandatarios de la Iglesia,
para acordar lo que debía hacerse con unos ratpn-
cillos que habían devorado unas sagradas formas:
y al cabo resolvieron quemarlos y guardar religio-
samente sus cenizas. Pues a la opinión de aquellos
doctos y piadosos varones, ajusto mi teqría.
Don Pablo (dándose una palmada en la frente) »—
(Abajo la faioilial
LA ALEGRÍA DE ANDAR 297

Don Enrique. — Cuando por las mañanas veo en-


tre las cortinas demi lecho media docena de mos-
quitos dormidos y rebosando sangre mía, siento
hacia ellos una inefable ternura paternal.

La cena ha concluido y los comensales se levan-


tan: unos se dirigen a sus camarotes y otros a
la toldilla. Hay luna.

Don Enrique (apoyándose amistosamente en un



brazo de don José). ¿Quiere oirme usted una con-
fesión?
Don José. — Será deliciosa.
Don Enrique (en voz baja). Una mañana reventé
contra la pared un mosquito que durante la noche
me había mortificado mucho. ¿Y, sabe usted lo que
sentí al ver su sangre?... Pues fué algo así como si
acabase de darme una puñalada.
(Desaparecen por una escalerilla.)

20
. HISTORIA DE UN SACACORCHOS

£1 vapordto remonta cachazudamente el Alto


Magdalena. Ocho días hace que perdimos de vista
el mar, y aun habrán de transcurrir cuarenta y ocho
horas antes de q^ue lleguemos a Bogotá. El aburri-
miento nos asedia: nadie baila, ni refiere cuentos,
ni juega al ajedrez; los mismos tiradores ya no se
molestan en disparar sus revólveres contra los cai-
manes verdinegros que duermen sobre el fango de
Todas las distracciones se agotaron.
las orillas!...
Congestiona el calor, y el fastidio diluye en el aire
su tósigo sutil. Acabaremos por odiarnos unos a
otros.
Aquella mañana fui al camarote de mi secretario,
señor Márquez, no sé con qué motivo. Empujé la
puerta. No había nadie. Márquez es un espíritu or-
denado y conservador, que da mucha importancia
a las cosas. Sobre una mesita tenía dispuestos, en
líneas paralelas, el írasquito de la brillantina, el ce-
pillo de dientes, la navaja de afeitar, una lima para
las uñas, unas tijeritas, un sacacorchos... En la se-
guridad de darle a Márquez un disgusto terrible,

cogí el sacacorchos que él estimaba mucho y me
lo eché en un bolsillo.

No volví a acordarme del sacacorchos. Ya ano-
checía, y yo me hallaba a proa charlando con un
pasajero, cuando Márquez se me acercó miste-
rioso.
300 EDUARDO ZAKAC0I8

— ¿Qué hay?~le pregunté.


Mirándome bien a los ojos, repuso:
—¿Ha entrado usted hoy en mi camarote?
-«No.
—Dígame usted la verdad.
—Le repito que no he ido a su camarote, ¿Qué
sucede?...
Comprendí que en aquellos momentos mi secre-
un melodrama espantoso. Su rostro se
tario "vivía"
cubrió de ferocidad.
—jEntonces— rugió— es lo que yo temía!... |Me
han robado el sacacorchosl
— ¿Quién?
— El camarero; no puede ser nadie más que el
camarero.
Todos los camareros de a bordo eran chinos, y
Márquez se desató en improperios contra los natu-
rales del Extremo Oriente. Al mismo Confucio le
tocó algo. Para exasperarle, puse a sus insultos este
comentario venenoso:
— Si el sacacorchos fuese mío, yo sabría reco-
brarlo; pero usted lo pierde, usted no hace más que
hablar.
El señor que nos oía quiso informarse del hecho,
y Márquez satisfizo su curiosidad con abundancia
tropical. El señor, no obstante su gordura y su bo-
nachería, no tardó en vibrar con la tempestad de
cólera que asolaba el corazón de mi secretario, y
ambos reconocieron que el sacacorchos debía apa-
recer, "no por lo que valiese, sino para castigar el
abuso".
Un marinero pasaba, y Márquez le ordenó bus-
car al camarero. Este llegó momentos después, pe-
queñito y delgado; en su cara amarilla, sus ojuelos
brillaban oblicuos y humildes.
Márquez.- Cuando esta mañana arreglaste mi
camarote, ¿no viste un sacacorchos?
El chino.— No, señor.
Márquez.— Estaba sobre mi mesa. Ese sacacor-
chos se ha perdido y tiene que aparecer.
LA ALEGRÍA DE ANDAR 3OI

El chino.— Bueno, señor. ¿Quiere que lo busque


ahora?
Márquez {hecho un /afta//).-- ¡¡Naturalmente! I...
¡Búscalo ahora mismo!...
Se va el chino, y nosotros continuamos hablan-
do. El señor bonachón y gordo, que parece poseer
acerca de la propiedad ideas muy exactas, insiste
en que el sacacorchos debe aparecer, *nó por lo
que valiese, sino para castigar el abuso".
El camarero vuelve:
— Señor, el sacacorchos no está,
Márquez quiere arrojarse sobre el chino y apre-
tarle el gaznate, como si aquél se hubiese tragado
el sacacorchos y lo tuviese allí. Nosotros le conte-
nemos; el minuto criminal pasa. El chino, asustado:
— Quizás el señor lo llevase al comedor para
descorchar alguna botella, y lo haya dejado allí. Se
lo preguntaré al otro camarero.
Se marcha, y Márquez queda bufando. ¡Bien se-
guro está él de no haber llevado el sacacorchos al
comedor!... El señor gordo, testigo de todo este in-
teresante drama, dice:
— Ha estado usted muy bien; ha sabido usted
mostrarse enérgico; el sacacorchos aparecerá. Co-
nozco a esta gente.
Yo creo lo mismo, y así lo declaro con gran
suficiencia:
—Sí: ahora es cuando el sacacorchos aparecerá.
Mi afirmación satisface a Márquez, y el señor
gordo repite por vigésima vez que debemos reco-
brar el sacacorchos, **no por lo que vale..., etc.**
El chino vuelve, acompañado de otro chinito, y
son tan semejantes el uno al otro, que parecen ge-
melos.
—Señor, el sacacorchos no está.
Márquez se pone lívido.

Chino primero. Lo hemos buscado debajo de la
mesa y no está,
Márquez se pone rojo. Yo le observo y acaricio
la esperanza de que le dé una congestión.
302 EDUARDO ZAMAOOIS

Chino SEGi7ra>o.— Lo hemos buscado en la basu-


ra y no está.
Márquez {recobrando el uso de la palabrd), —
¡Pues ha de aparecer! Ya lo saben. |E1 sacacorchos
ha de aparecerl De lo contrarío, se lo diré al capitán.
Lo» CHINOS {a dúo),-— El señor puede hacer lo
que quiera: el sacacorchos no está.
Márquez (agarrando fuertemente a cada chino
por un brazo).— ¿Síf eh?... ¿Dónde anda el capí*
tan?... {Granujas!... ¡A la cárcel vais a ir!...
Se marchan los tres forcejeando, y el señor gor-
do suspira; a él le aflige el malísimo rato que nü se-
cretario está sufriendo.
—Veremos— añade— la actitud del capitán.
Me echo a reir.
—¡No pase usted apurosl '|E1 sacacorchos está
aquí!...
Y se lo enseño en la palma de mi mano de-
recha.
El «iHor gordo (echando los ojos fuera de sus ór-
bitas).— Pero.,. jNo comprendo!... ¿Por qué ha he-
cho usted eso?...
Yo.— Por nada... para que suceda algo a bordo...
para destruir la monotonía...
El srtlOR GORDO.— Es que esos chinos, con el va-
lor que les da su inocencia, pueden agredir al se-
ñor Márquez... {Hace ademán de dirigirse hacia
donde él supone que continúa desarrollándose la tra-
gedia.)
Yo (deteniéndole).— ]lL>é}t\ts usted que se ma-
ten! Lo más que puede ocurrir es que los chinos
asesinen a Márquez o que el capitán mate a los chi-
nos...¡Qué importal... Lo que suceda siempre será
para nosotros una distracción.
Ha cerrado la noche. Lejos, a popa, se oyen vo-
ces de gesta. De pronto, casi seguidas... ipam,
pam!... suenan dos bofetadas.
—Vamos— exclamo, tomando a mi interlocutor
por un brazo—; venga usted a conocer el resulta-
do de mi farsa. ¡Creo que ha sido un éxito!.. •
JOSÉ ASUNCIÓN SILVA

Al día siguiente de llegar a Bogotá, quise visitar


la tumba de aquel gran torturado que fué José
Asunción Silva.

A cuantos somos buenos buenos y misericor-
diosos hasta el suicidio, no obstante los siete man-
tos de pecado con que nuestra pobre vida se emboza

y disimula los cementerios nos sugieren emocio-
nes inefables de paz: son como playas, como refu-
gios claustrales, y se perfuman con la fragancia de
silencio de los libros místicos. Acudimos a ellos en
un deseo impreciso de confesión; nos parece que
para todos cuantos allí duermen no tenemos secre-
tos, ya que la muerte les hizo omniscientes, y así no
necesitamos hablarles para que de corrido lean en
nuestro afligido corazón.
En el **Hotel Nacional* me dijeron que los hue-
sos del autor de Nocturno reposaban en el cemen-
terio "de los suicidas*.
—No obstante haber transcurrido veintidós años

desde que se mató— agregó mi informante la Igle-
sia no ha querido perdonarle.
Subí al primer coche que pasaba.
— —
Varaos a la tumba de Asunción Silva dije al
cochero.
El vehículo recorrió varias calles. De pronto el
cochero me habló: él no quería engañarnie, nó que-
ría abusar de mi ignorancia de forastero: él era un
hombre honrado.
304 EDUARDO ZAMACOIS

— Usted sabe que José Asunción Silva no tiene


monumento...
— No, no lo sabía.
— Por eso se lo advierto: el lugar donde se halla,
realmente, nada tiene que ver.

—No importa— repuse sigamos.
Llegamos a las afueras de la ciudad. íbamos
por una calle, mejor la llamaremos avenida, an-
cha, arbolada y polvorienta. El crepúsculo hilaba
sobre ella la dulzura de su agonía. Pocos tran-
seúntes.
— ¿Y por qué no han levantado un
le monumen-
— exclamé.
to a Silva?
El cochero tomó a mirarme.
— Como se mató... — dijo.
Una sonrisa triste acompañó y dio relieve a sus
palabras; una sonrisa que aludía a una injusticia y
significaba: **Como el pobre seí mató y la Iglesia no
le perdona... y Bogotá no se ocupa de obtener su
perdón..."
Al fondo de la necrópolis, traspuesto un terreno
enarenado, especie de plazoleta cuadrangular que
lo separa y aisla del camposanto católico, aparece
el cementerio de los suicidas. Redúcese a un fron-
tis que un largo pórtico, sostenido por columnas
vulgares, resguarda de la lluvia; numerosos nichos
distribuidos en andanas horizontales y simétricas,
tal que los anaqueles de una librería, lo ocupan, y
cada nicho es como el tejuelo de un libro trágico,
cerrado para siempre. ¡Coincidencia impresionan-
te! Casi la totalidad de aquellos suicidas— entre los

que no hay ninguna mujer **se fueron** en los me-
ses de Octubre, de Noviembre, de Diciembre, de
Enero... cual si hubiese habido una concatenación
arcana y fatal entre la desesperación de sus almas
y la melancolía del invierno. José Asunción Silva,
no; el poeta enfermo de tristeza y de ambición, en-
fermo de Ideal, herido en el alma por la que podría-
mos llamar **la divina desgracia** de ser joven, se
suicidó antes de los treinta y cinco años, en la noche
LA ALEGRÍA DE ANDAR 305

de un domingo de Mayo, impelido a ello tal veie por


la desgarrada disonancia entre el mundo objetivo,
adornado con todas las lozanías vernales, y la se-
creta nieve de su corazón.
Cuando José Asunción Silva nació, su familia era
rica, y su casa uno de los centros predilectos de la
alta sociedad bogotana. Su niñez, de consiguiente,
se desarrolló en un ambiente de lujo, de elegancias
y de arte. Su juventud fué triunfal. Muy mozo via-
jó por Europa y rápidamente comprendió y supo
asimilarse el espíritu exquisito de las razas-madres.
Los que le conocieron me hablan de su magnífica
belleza varonil, de su talento, de su bondad, de la
aristocracia de sus ademanes y costumbres, de
aquella exquisitez refinada con que sabía elegir sus
lecturas, sus trajes y sus muebles...

"Todo respiraba en él escribe el ilustre Guiller-

mo Valencia distinción y rareza: tenía del Des
Esseintes, de Huysmans, y áelDorian Gray, de
Osear Wilde; del señor de Phocás, de Juan Lorrain,
y del infatigable creador Pío Cid^ de Ángel Ga-
nivet**
Y así debió
de ser, efectivamente, a juzgarle por
los dos únicos retratos que de él se conservan.
Aquel en donde aparece vivo nos recuerda, por la
majestad de la frente, la dulzura de los largos ojos
serenos, y el esplendor abundante y viril de la ne-
gra barba, la cabeza del gran poeta indio Rabin-
dranath Tagore, y el busto del emperador Lucio
Vero, con que se ennoblece el Museo del Louvre.
En la fotografía que nos le presenta cadáver, el
autor de Gotas amargas, con su nariz aguileña, sus
párpados herméticos y esa honda quietud sabia que
la Muerte infunde a las cosas, se parece al Bau-
tista.
¿La razón del suicidio de Silva?...
He aquí una pregunta ociosa. Los hombres com-
plicados contadísimas veces llegan a la acción por
la virtudde un hecho concreto; en ellos la voluntad
no se mueve si no es bajo la presión de una alianza
306 EDUARDO ZAMACOIS

de motivos, muchos de los cuales suelen ser de ín-


dole tan privada, tan personalísima, tan arcana,
que jamás se manifiestan.
Sabemos que la fortuna de la familia de Silva su-
frió, de súbito, quebrantos irreparables y que el
poeta, para hacer frente a las necesidades prosai-
cas del vivir, se lanzó eu aventuras comerciales
para las cuales, evidentemente, no estaba prepara-
do. A la pesadumbre de estos descalabros deben
añadirse otros dolores, más graves aún: en primer
lugar lá muerte, casi fulminante, de su hermana El-
vira, a quien adoraba; y luego su ansia descome-
— —
dida ansia enfermiza de conocer, de aprender;
la pérdida de sus manuscritos más amados en el
naufragio del vapor América^ frente a las costas co-
lombianas; y, finalmente, el criterio rutinaiio y la
gazmoñería asfixiante, de sus contemporáneos. Ese
espíritu pacato, esa tacaña mentalidad de sacristía
que ha osado modificar, y aun suprimir, de las edi-
ciones postumas de los libros de Silva las compo-
siciones, precisamente, que él amó más, fué lo que
con mayor eficacia empujó al poeta a la muerte.
José Asunción Silva era un desorbitado, un inadap-

table tenía que serlo— y el medio le mató.

*Su rebeldía— dice Guillermo Valencia recorrió
todas las formas, y la sociedad, que no logró com-
prenderle, llegó, si mucho, a tolerarle, pero jamás
a amarle,** Así fué: el artista se sintió solo, ¡solo en
medio de tantas personas que le saludaban sin sa-
ber a quién saludaban, que le conocían sin cono-
cerlel... y por eso resolvió irse...
La víspera de suicidarse visitó a su íntimo amigo
el doctor Manrique, y fingiendo enfermedades y
aparentando dolores, llegó a rogarle que le expli-
case el emplazamiento exacto del corazón.

«Me presté gustoso a satisfacerle cuenta el doc-
tor —
Manrique y con un lápiz demográfico tracé so-
bre el pecho del poeta toda la zona mate de la re-
gión precordial. Le aseguré que estaba normal ese
Órgano, y para dar más seguridad a mi añrmacióUi
LA ALEGRÍA DE ANDAR 307

le dije que la punta del corazón no estaba des-


viada.>
El poeta quiso saber el lugar donde latía exacta-
mente esa punta o vértice, y el médico repuso de*
terminando el sitio con una cruz,
—Aquí.
—Muy bien— contestó Silva tranquilamente—;
acaba usted de ha«erme un Inmenso favor.
Aquella noche, acostado en su cama y vestido de
frac, con toda minuciosidad, con toda limpieza, cual
si fuese a un gran baile, el poeta, de un tiro, se
rompió el corazón. Detalle: sobre la mesilla de no-
che—que era para él *mesita de lectura*— dejó un
libro; el último que hojearon sus manos: El triunfo
de la muerte^ de Gabriel D^ Annunzio...

Más de veinte aftos filaron desde entonces y, a pe-


sar de la gloria y del tremendo dolor que santificó
los últimos días del escritor, Bogotá no se ha re-
suelto a erigirle un monumento que asegure y glo-
rifique su memoria. jNi un busto en el Parque del
Centenario, bajo aquellos viejos eucaliptus, que el
poeta amó tanto! ¡Ni siquiera una lápidal... |Aquí,
en donde— como en todos los países, desgraciada-
mente—se malgasta tanto bronce en estatuar gene-
rales!...
Cuando hablamos deesto, nuestro interlocutor,
sies colombiano, pondrá una cara ñiuy triste.
—Es que el clero se opone...— dirá.
No; yo no puedo ci eer esto de una Iglesia que
extrae toda *u fuerza de su indulgencia, precisa-
mente; de una Iglesia afirmada sobre los inconmo-
vibles cimientos del perdón; y sus representantes-
hombres, al fin, de su época— son fíemasiado inte-
ligentes para no indultar a Silva del delito— si en
ello hay delito— de haberse "suprimido*.
Bogotá debe determinarse a corregir, hoy mejor
que mañana, esa grave ingratitud;
y yo, modesto
viajero, la incito a ello en nombre de los muchos
tíúuarea de españolea que conocen y adniiran a
3o8 EDUARDO ZAMACOIS

Silva. Hay que estatuar al poeta que, después de


rendir a la Emoción, tuvo la suprema elegancia de
despreciar la vida. Una estatua blanca, entre la
fronda verde de un jardín, es siempre, para el fo-
rastero que pasa, una sonrisa de cultura.
TIPOS DEL CAMINO

Artista hermano: escritor, pintor, escultor, músi-


co, loque fueses... Si quieres producir obra dura-
dera, no inventes. ¿Para qué inventar cuando la
Realidad nos lo brinda todo hecho? Lo trágico, lo
folletinesco y también lo más cómico, lo bufo. Ella
lo posee y distribuye, y de hora en hora suavemen-
te resbala ante nosotros. La Vida es un lienzo que
las Musas brujas de la Sorpresa, de la Emoción y
de la Risa, bordan sin cesar; \y con qué amor pro-
lijo, con qué dulzura, con qué lógica aparecen tren-
zados en sus dibujos irónicos los hilos de lo dra-
mático y de lo grotesco!...
Así el artista debe disciplinar y asotilar su aten-
ción de modo que nada le pase inadvertido. El se-
creto de su triunfo está en **saber ver**. Quien "sabe
ver** va en camino de conocerlo todo.

jLa vida!... Comparados con Ella la Eterna, la
Inagotable — Cervantes, Shakespeí^re, Dickens,
Goethe, Dumas, Balzac. fueron unos pobres hom-
bres sin imaginación.

Don Paco*
A este gran sin ventura, ya cincuentón, que con-
servaba, no obstante el ruin pelaje de su indumen-
taria! restos de una vida holgada y señoril, le cono-
3IO EDüAkDO ZAMACOIS

cíen Barcelona. De desdichado que era^ don Paco


movía a risa: flaco, raquíticoi amarillento, a lo largo
de su cuerpeciilo devorado lentamente por la ane-
mia de los crueles ayunos, sus ropas lamentables
se escurrían. Sus manos lívidas perdieron la cos-
tumbre de accionar. Hablaba quedamente, como
quien sabe que nunca ha de ser escuchado; y su
corbata grasienta, su sombrero descolorido bajo las
inclemencias de varios inviernos, sus botas torci-
das por las caminatas inútiles en busca de coloca-
ciones inhallables, componían una desgarradora
sinfonía en tono menor. Don Paco era infortunado
en la calle, donde todas las puertas parecían cerrár-
sele sistemáticamente; pero dentrp de su hogar su
situación era más añictiva aún, pues ai no comer
añadíanse las exigencias de una esposa, bruta y
obesa, que a cada rato le humillaba reprochándole
su tibieza sentimental.
¡Pobre don Pacol...
Cierta noche de negra miseria, de absoluto aban-
dono, recurrió a la candad de un amigo casi tan
desvalido como él.
—Si pudiese usted socorrerme con algo... |Hoy
no he almorzadoL..
El otro repuso:
—Yo le ayudaría a usted de muy buen grado;
pero... sólo tengo dos pesetas... encuna pieza.
—^No necesito más.
—Es que son falsas...
El pedigüeño abrió los ojos y la boca; luego Át
rascó la cabeza con el aire perplejo de quien en-
frenta un problema difícil. Vaciló.
—No importa— suspiró al fin— démelas usted;
veremos si las paso...
En una taberna pidió de comer. Cuando llegó la
hora fatídica de pagar, don Paco acercóse al mos-
trador, reclamó su cuenta, que apenas ascendía a
seis reales, y dio sus dos pesetas.
El tabernero cogió la moneda, miró a su cliente
de hitó en hito> y exclateó:
LA ALEGRÍA DE ANDAR 3I

—¿Quién le ha dado a usted esta basura?


— ¿Cómo?... ¿Son malas?...
—Si las hubiesen heeho con un pedazo del alma
de Judas no serían más falsas.
Don Paco enroieció y comenzó a mascullar dis-
culpas. Su deseo de quedar bien le autosugestionó
de manera que estaba sinceramente sorprendido de
que aquellas dos pesetas no fuesen buenas. Y las
miraba y remiraba con un aire vergonzoso y per-
plejo que ningún comediante hubiese igualado.
Después agregó suplicante:
—Lo peor es que no llevo más dinero...
La cortesía de sus palabras, la distinción triste
de su persona y, sobre todo, su ingenua turbación,
le salvaron.
— Es igual— replicó generoso
el tabernero—; ma-
ñana me pagará usted.
Don Paco escapó; iba feliz; dentro de su pobre
estómago los alimentos ingeridos entonaban una
canción optimista.
Alo largo de varios días esta escena se repitió en
distintas tabernas con el mismo resultado brillante,
y cada vez don Paco se sentía más contento, más
esperanzado y dueño de sí mismo, como el actor
que ha ensayado mucho y domina *'su papel*.
Cerca de un mes vivió don Paco así, y por su
.

gusto hubiese vivido años... Hasta que una noche


se ruborizó tan magistralmente e hizo de su turba-
ción una tan perfecta obra de arte, que el tabernero
se apiadó de él.
—No se apure usted— exclamó aquel hombre

magnánimo ; vengan las dos pesetas; como a us-
ted se las dieron yo se las daré a otro... ¡y en paz!...
Vaya usted con Dios... jy tan amigos!...
Don Paco salió a la calle renegando de su estre-
lla; había perdido su talismán. Se sentía cesante:

aquellas dos pesetas representaban para él un des-


tino. Al otro día don Paco se acostó sin comer.
312 EDUARDO ZAMACOIS

Una Comisión*
En un hotel de Centro-América tuve un camare-
ro que llegó a dedicarme el afecto abnegado y leal
de un **hermano mayor*. Aquel hombre, no satis-
fecho con quererme, me protegía, me aconsejaba:
— Usted no debía levantarse tan tarde, porque el
mucho dormir le quita las ganas de almorzar... Us-
ted, bañándose todas las mañanas en agua fría, que-
branta su salud... Usted hace mal en recibir a tanto
indocumentado que viene a visitarle. Créame: usted
se prodiga...
Sus palabras, llenas de sana intención, fueron
ganándome poco a poco, y como es tan cómodo y
tan blando dejarse conducir, acabé por hacer de él
una especie de administrador general**. ¡Y qué
**

bien supo agradecérmelo!.,


Se llamaba Luis.
Una tarde, ya anochecido, vino a mi cuarto a ma-
nifestarme que varios señores me aguardaban en el
salón. La noticia me contrarió mucho.
— —
—¿No he dicho le grité que hoy no recibo a
nadie? ¿Qué necesito hacer para que me entien-
dan?...
Luis no se inmutó.
-—Creo— repuso conciliador— que le conviene a
usted atender a esos caballeros. A ser individuos
de poco más o menos, yo no le molestaría; pero se
trata de una Comisión constituida por lo mejorcito
de la ciudad.
Empecé a humanizarme. El prosiguió:
—El señor A, el señor B, el señor C, el señor D.
Son seis, me parece... todas personas de viso...
—Bien— repuse vencido—; diles a esas notabili-
dades que allá voy; que esperen un minuto...
Y mientras me abrochaba las botas, pensaba:
*^Cuando Luis insiste en que les reciba, por algo
será.*
LA ALEGRÍA DE ANDAR 313

En el salón saludé a media docena de señores


correctamente vestidos, con botas de charol, levita,
corbata blanca y sombrero de copa. Sobre las pare-
des y los muebles, de una tonalidad clara, aquellas
figuras enlutadas se recortaban fúnebremente. A la
sonrisa de mi saludo, mis visitantes correspondie-
ron con una circunspecta inclinación de cabeza.
Ninguno de aquellos rostros expresó alegría, ni si-
quiera emoción, al verme. Allí, ;qosa raral, el único
que parecía contento era yo.
— ¡Siéntense ustedes!— exclamé.
Uno replicó:
— Muchas gracias; estamos bien así.
La seriedad de sus semblantes rimaba extraña-
mente con la negra severidad de sus trajes. Mi son-
risa, evidentemente, había sido inoportuna.
— — —
Estos pensé o vuelven de algún entierro o
vienen a proponerme un desafío...
El que había hablado recobró la palabra:
— Los aquí reunidos componemos la Junta direc-
tiva del Ateneo de esta culta ciudad; Ateneo que
tengo la honra inmerecida de presidir...
Yo le interrumpí con algunas frases de cortesía,
a las que él correspondió con otras, semejantes,
muy almibaradas y pulidas. Repliqué yo galante...
tornó a replicarme él... Entonces, pareciéndome que
el hielo de los primeros instantes **se había roto**,
me atreví a insistir:
—Pero... ¡siéntense ustedes!..*
Ellos se negaron ceremoniosos y protocolarios:
—Todavía no; así estamos bien.
Tuve un impulso de cólera contra mí mismo.
¿Por qué seré tan risueño, tan llano? ¿Cuándo
aprenderé a fingir que doy importancia a esas tri-
vialidades sociales que el vulgo imbécil toma tan
en serio?...
El señor presidente del Ateneo continuó:
—Cuando los periódicos anunciaron la llegada
de usted, el secretario de nuestra Asociación, el se-
ñor X, a(^uí presente...
314 EDUARDO ZAMACOIS

El aludido, que llevaba en las manos un largo pa-


pel enrollado, se inclinó, cerrando los ojps beatífi-
co. Y de nuevo, en el silencio del salón, volvió a
resonar la voz firme, un tanto enfática, del señor
*
presidente:
—El señor secretario, teniendo presentes los al-
tos merecimientos del escritor que nos visitaba,
convocó a todos los miembros de la Junta directiva
a "sesión extraordinaria*, y, una vez reunidos,
propuso nombrar a usted "presidente honorario**
del Ateneo de esta capital...
Al recibir este honor, que llegaba a mí adulador
semejante a una tufarada de incienso, fui yo quien
se inclinó conmovido.
—Y —
debo hacer constar agregó el señor presi-
dente—que la proposición del señor secretario fué
aprobada en el acto *por unanimidad*.
Una pausa, durante la cual yo no sabía si levan-
tar o no los ojos de la alfombra, que era en donde
mi lastimada modestia los había puesto. Finalmen-
te, el señor presidente, tras algunas frases retóri-
cas de notable paramento, tuvo la discreción de
concluir:
—Señor secretario, entregue usted a nuestro
"ilustre huésped" el título que le hemos extendido...
Lo recibí con manos temblorosas; en mi vida me
había sucedido nada igual. Era un gran papel aper-
gaminado, ennoblecido por una orla de oro dentro
de la cual mi título — un alarde caligráfico de—
*pre«ideiite honorario", surgía bellamente escrito
con letras de complicados rasgos, negras, rojas y
azules.
Terminada la ceremonia todos nos sentamos y
el diálogo se generalizó frivolo y cordial. Se habló
"del tiempo", de las fatigas de los viajes, de lo mu-
cho que la ciudad había progresado en aquellos úl-
timos años... Más de una hora duró la conversa-
ción; se acercaban las nueve y yo temía quedarme
sin cenar.
Cuando aquellos señores decidieron fetirarseí yo
LA ALEGRÍA DE ANDAR 315

les manifesté mi agradecimiento y mi intención de


visitar el Ateneo al día siguiente.
—Díganme la hora más a propósito; por la tar-
de...o por la noche... cuando ustedes digan... Deseo
ser recibido amistosamente: sin etiquetas, sin cham-
pagne, sin discursos... ¡Como a un antiguo her-
manol...
Noté, sorprendido, que mis interlocutores se mi-
raban desconcertados unos a otros. Añadí:
—Si mañana tuviesen ustedes algo que hacer,
aplazaré mi visita. ¡Ustedes disponenl...
El señor presidente tomó la palabra:
—Señor, nosotros... Usted lo ignora y debemos
decírselo: nosotros somos muy pobres. Hasta hoy
nuestras reuniones se han celebrado unas veces en
mi domicilio particular, otras en el domicilio par-
ticular del señor secretario...
El señor SECRETARIO (suspirando). ^PorquQ el
Ateneo no existe.
El SEÑOR PRESIDENTE (suspiratido también y con

cara de Dolorosa), Nuestro Ateneo no existe aún;
esa es la verdad.
Todos {moviendo las cabezas con ademán negativo
y desolado), —
Así es; no existe.

Yo. ¿Cómo?
El señor presidente.— Hasta ahora nuestra Aso-
ciación, que, como he manifestado a usted, es muy
pobre, sólo ha podido adquirir el solar que ocupará
nuestro edificio.
Yo {con ganas de reir, pero muy úerioy—iY cuán-
do quedarán las obras concluidas?
El señor presidente {con la melancolía de quien

no tiene fe en sus palabras). Según mis cálculos,
dentro de tres o cuatro años...
La Comisión se despide; frases mutuas de felici-
tación: **He tenido mucho gusto..." "El placer ha
sido para mí..." Sonrisas, reverencias, apretones
de manos..., etc., etc.
Regresé a mi cuarto y no sabía si indignarme o
si reir de cuanto acababa de sucederme... "|Y0| pre«
3l6 £DUAia)0 ZAMACOIS

sidente honorario!*.. • Pero **presidente honorario «


¿de qué? ¿De un solar?... iBonita presidencial
¿Qué significaba aquella farsa? ¿Era creíble que
para una escena de tan poca substancia, seis hom-
bres, que parecían serios, se hubiesen vestido de
levita?...
Al cabo mi buen humor prevaleció, y con el ges-
to tranauilo del filósofo que comprende la vacui-
dad de IOS honores humanos, en mi título flamante
de *^presidente honorario*^ envolví un par de botas...
EL GENERAL GÓMEZ

El viajero que se dirige a Venezuela, recibe en


todas partes el mismo consejo*
—Procure usted no decir nada molesto para Gó-
mez^ y si le sucediese algo desagradable, cállese;
de lo contrario, se expone usted a no salir más del
país. Si *el silencio es oro«, en Venezuela el silencio
es la libertad, „.j , ,

A lo largo del litoral colombiano, el apellido del


terrible Presidente proyecta una especie de sombra
procelosa. ¡Son tanta» las crueldades que se cuen-
tan de éll... Ese malestar lo sentimos también a
bordo: nos lo traen los ojos que nos observan, y se
agrava en la isla de Curagao, donde hay muchos
venezolanos fugitivos, y en la cual, por lo mismo,
aseguran que el temido general mantiene un seve-
rísimo servicio de espionaje. El viajero que, al pa-
sar por Curasao, hubiese saludado algún venezola-
no refugiado allí, puede estar cierto de que cuando
horas después desembarque en Puerto Cabello o
en la Guaira, las autoridades, aviladas ya, le mira-
rán como *a sospechoso".
Llegué a Caracas una tarde de Julio; y después
de atravesar un paisaje tan bello como los más be-
llos de Suiza o de Asturias. Lloviznaba y el agua
había desempolvado las calles y la fronda de los
árboles, y bruñido el asfalto de las aceras.
Caracas es una de las ciudades más lindas de
3l8 EDUARDO ZAMACOIS

América, y su clima tan delicioso como sus alrede-


dores, perpetuamente verdes.
Desde un balcón del hotel oteo la plaza a la que
el frontis de la catedral da prestigio: de repente se
oyen las notas, cada vez más próximas, de una cor-
neta, y luego un rumor de pasos. Son soldados. Su
indumentaria y la disciplina de sus movimientos me
sorprenden: el armamento es bueno; son soldados
bien vestidos, bien calzados, decorativos, ágiles;
soldados **de Europa*...
El caraqueño es afectuoso y llano, y en su cora-
zón, de consiguiente, el sentimiento de la amistad
camina de prisa. Hay, además, allí un grupo de
personas interesantísimas, tanto por su cultura
como por su personal simpatía-— Andrés Mata, ver-
bigracia, Benavides Ponce, Vallenilla Lanz, Carlos
Villanueva, Acosta Delgado, López de Ceballos,

Manrique Pacanins y otros junto a los cuales el
forastero, inmediatamente, se halla bien y «como en
su casa>.
A todos ellos, reiteradas veces, les interrogué
acerca del general don Juan Vicente Gómez.
— ¿Cómo es? ¿Se deja entrevistar fácilmente?
Cuéntenme ustedes detalles de su vida y de su ad-
venimiento al poder...
Pero ninguna de las personas a quienes iban di-
rigidas estas preguBtas temerarias me respondía.
Los más atrevidos, después de pronunciar el nom-
bre del Presidente suspiraban y miraban al cielo,
cual si el nombre aquel envolviese un maleficio.
Un día llegué a decirles:
—No me extraña lo bien que Caracas recibe a
los artistas que la visitan; porque cada uno de nos-
otros es «un pretexto» para que la prensa local
hable de algo que no sea de «los hechos y dichos»
del señor Presidente...
Poco a poco, relacionando insinuaciones y frases
recogidas aquí y allá, fui conociendo el inmenso
dolor de la vida venezolana. Allí donde el despo-
tismo impera, la alegría de pensar no existe. El
LA ALEGRÍA DE ANDAR 319

machete ha matado al espíritu. De los intelectuales


que había en Venezuela, unos están en las cárceles,
otros en el destierro^ y sólo han podido salvarse
los que tuvieron la fortuna de callar a tiempo. Des-
orientada, oprimida, acobardada por los fantasmas
del espionaje y la delación, sin libertad para aso-
ciarse ni tribunales fuertes que la defiendan, la ju-

ventud aurora de la patria—langr.idece bajo las
altas botas del señor Presidente, cuyas espuelas se
oyen en toda la República.
Con esto, mi deseo de conocer al antiguo lugar-
teniente de Cipriano Castro llegó a ser tan agudo,
que se hizo obsesión. Acabé por decir a cuantas
personas iba conociendo:

¿Usted se atrevería a presentarme al general
Gómez?
Todos contestaban afirmativamente, pero llegado
el momento de precisar la fecha de la visita, las fa-
cilidades trocábanse en obstáculos y aplazamientos.
Evidentemente los venezolanos no quieren presen-
tar al señor Presidente; sin duda le creen **impre-
sentable** y le esconden "por patriotismo" para
evitar que el viajero se lleve una mala impresión...
Al cabo, una mañana, fui presentado a El...
Pero semejante acontecimiento merece, en el cur-
so de este relato, unos asteriscos.

Don Juan Vicente Gómez reside en Maracay, un


pueblecito que él ha convertido en ciudad y se le-
vanta a pocas leguas de la capital. La casa presi-
dencial se halla frente a una plaza magníficamente
arbolada; centinelas armados, oficiales del ejército
e individuos de la policía, custodian día y noche la
puerta, ante la cual está rigurosamente prohibido
transitar. Aquel trocito de calle es un "lugar sagra-
do" que nadie tiene defecho a ensuciar con sus
pies.
320 EDUARDO ZAMAC0I3


¿Y para esto y pata abusos peores— dio Simón
Bolívar la libertad a América?...
El señor Gómez, que antes que militar fué cam-
pesino y continúa siendo campesino, me recibe en
un establo, rodeado de sus vacas. También le acom-
pañan—pero en un justo ''segundo término"— algu-
nos generales y varios ministros. Entre éstos reco-
nozco al doctor Márquez Bustillos, titulado presi-
**

dente provisional"... y con razón, pues allí, mientras


Gómez gobierne, todo es "provisional".
El general Gómez representa la edad de su pro-
tector don Cipriano Castro: sesenta años. Es un
hombre de corpulencia atlética, de mandíbula fuer-
te, de cuello atorado; un verdadero tipo de andino,
astuto, imperioso y sensual. Dicen que tiene setenta
y dos hijos... Viste rústicamente, calza unas botas
que le llegan arriba de las rodillas y ciñen unas
piernas musculosas y ágiles de caballista. En sus
ojos pequeños, de mirar sondeador y ladino, hay
siempre una luz de ironía. Un denso bigotazo corta
el semblante, bronceado y montaraz. El general ca-
mina a largas zancadas y balanceando el cuerpo.
Cuando acciona lo hace cerrando los puños. Con
su voz dominadora, sus ademanes resueltos, su
occipital aplastado y ancho, y la inclinación de sus
yugulares a hincharse de sangre, este hombre pa-
rece *una fuerza de la Naturaleza".
La fortuna de don Juan Vicente Gómez asciende
a varios millones. Puede decirse que es propiedad
suya "media Venezuela". Por esto, quizás, gobierna
en amo "la otra media".
Solamente en Maracay posee diez y si^te mil cabe-
zas de ganado vacuno, y más de trece mil vacas
"de vientre". En sus hatos de La Cruz Rubiera, La
Candelaria, Santa Isabel, Santa Rosa, La Guanota,
El Silvero y otros situados en el llano, el número
de cabezas de ganado bovino pasa de medio millón.
Los caballos y cerdos son incontables. Cosecha,
además, cantidades fabulosas de algodón y de maíz,
y son tantas las garzas blancas que hay en sus do-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 331

minios, que la venta de sus plumas llegó a produ-


cirle, en sólo un año, trescientos ocho mil bolívares.
El general Gómez va a Caracas muy poco; pre-
fiere vivir en Maracay; aquél es "su centro": para
sentirse dichoso necesita respirar el olor agrio de
los establos, oir el balar de sus ovejas, el bramar de
sus toros, ^y ver cómo los cubos que alimentan sus
queseras rebosan a diario de leche recién ordeña-
da... Es evidente que el general prefiere los anima-
les de sus haciendas a los hombres. Es lógico, des-
pués de lo que hizo con Castro...
El señor Presidente recorre sus posesiones de
Maracay dos veces al día: por la mañana muy tem-
prano y por la tarde, y siempre acompañado de un
grupo de prohombres.

Agesta gente"— me decía el general— quiero in-
amor a la Naturaleza, porque la tierra es
culcarles el
lamadre de todas las riquezas. La prosperidad de
una nación nace de sus ganados, de sus campos y
de sus minas.
El procedimiento que el general Gómez emplea
para infiltrar en "sus satélites" el cariño a la Natu-
raleza, es origen de incidentes muy cómicos. Gómez
no se satisface con que el doctor Márquez Bustillos,
por ejemplo, prorrumpa en frases admirativas ante
la magnificencia sexual de un toro cebú: quiere que
el pobre doctor se aproxime al toro, que lo huela,
que lo palpe y lo oiga... jque le dedique sus cinco
sentidos!...
Una tarde el señor Presidente penetró en un es-
tablo con todo su séquito, y se detuvo extasiado
ante una vaca. De sus labios salieron los elogios más
férvidos:
— jNo hay en todo el departamento ubres mayo-
res... ino las hay!... Toquen ustedes... ¡toque usted,
doctor!...
El señor Márquez Bustillos, caminando con gran-
des precauciones sobre el estiércol, se había acer-
cado bastante, dócil al imperativo presidencial,
pero no se atrevía a palpar. £1 animal volvía la ca-
$22 EDUARDO ZAMACOXS

beza. De súbito, comenzó a satisfacer una nece-


sidad...
Impávido, don Juan Vicente insistía:
— Es la mejor vaca que tengo. No conozco otra
más lechera.
Los circunstantes no sabían qué hacer para no
ensuciarseel calzado. Por su gasto se hubiesen ido;
pero miedo a disgustar al general les retenía allí.
el

Fué un momento a la vez bufo y triste— de primer
orden.

Al otro día, ya en Caracas, muchas personas me


preguntaron:
—¿Y bien?,.. ¿Qué le ha parecido a usted nuestro
Presidente?
— —
—El general Gómez les dije me ha interesado
extraordinariamente, porque es rectilíneo y bravo,
y posee el don dificilísimo de conocer a los hombres
a la primera ojeada. Tiene la sencillez pasional de
los instintivos, y por lo mismo le creo capaz así de
lo bueno como de lo peor. Gómez es un macho in-
teligente que pisa fuerte, que va con la cabeza bien
alta, que es **amo de sí mismo**... Los desagradables
son los aduladores que le rodean y seguramente
le aconsejan mal; todos esos pobres individuos
que siguen al jefe, no por cariño, sino por miedo,
y que, a poder, le asesinarían a traición. Lo más
curioso de esta farsa es que ellos creen engañar al
"amo", y no es as>í. El Presidente comprende que no
debe fiarse de ninguno de esos ex hombres; les des-
precia; el Presidente sabe que en la espalda de cual-
quiera de ellos, cuando guste, puede limpiarse las
botas...

En Panamá he conocido al coronel venezolano


don Sebastián Alegrett, que peleó a las órdenes de
Cipriano Castro. Con sus ojos de un verde muy
claro, su cráneo rapado y su rostro seco, anguloso
LA ALEGRÍA DE ANDAR 323

y amarillento, el coronel Alegrett parece una figura


de marfil antiguo.
Me dice Alegrett que sus ideas políticas le impi-
den volver a su país y que hay setenta mil venezo-
lanos en el mismo caso de él.
— — —
¿Usted desearía pregunto que Cipriano Cas-
tro recobrase el poder?
— —
jNol responde—. Ni Castro, ni Gómez. ¡Basta
de generales barateros!... Es indispensable que un
día Venezuela, toda Venezuela, como un solo hom-
bre se ponga en pie para limpiarse de tanto oprobio.
Hablamos después de las supuestas industrias
iementadas por el señor Presidente, y sale a cola-
ción la fábrica de papel de Maracay. ¡Curiosas iro-
nías de la suerte!
El general Gómez, amo supremo de la prensa,
funda una fábrica de papel, acaso para que los pe-
riodistas tengan siempre dónde citarle y alabar su
nombre; y sucede que después de mil ensayos, la
fábríca sólo acierta a producir papel de estraza.
Para tales prestigios, tal papel...
MAS TIPOS DEL CAMINO

El comisionista y el fmile.

El vapor Legazpi sale de la Habana, un anoche-


cer de julio, conrumbo a Colón: luego irá a Puerto
Colombia, Curagao, Puerto Cabello y La Guaira;
después, antes de enderezar su fatigado tajamar a
España, tocará en Puerto Rico. El Legazpi es un
"veterano* que camina de nueve a diez millas por
hora, con lo que demuestra no ser un dechado de
velocidad. Abochorna el calor, el sol caribe abrasa
y su lumbrarada, implacable, es tan fuerte, que el
océano pierde su azul.
Somos pocos pasajeros y la mayoría se quedará
en Colón. Viajan con nosotros ocho franciscanos
descalzos que se dirigen a Colombia. |Es curioso!...
Cuantos frailes he conocido en mis andanzas, o
iban, a Colombia o venían de allí. Por algo llaman a
Colombia el c convento» de América. Pero la frase
no es exacta; peca de modesta. Yo llamaría a Co-
lombia * el convento del mundo*.
Viene también a bordo un andaluz, cordobés por
más señas, y representante de bodegas jerezanas:
se llama don Antonio.
Entre los frailes hay uno regordetillo, bajito, jo-
ven aún, muy rosado de mejillas y muy risueño,
con largas barbas rubias, y unos pies que, bajo la
severidad parda del sayal, parecen de blanquísimo
mármol.
336 EDUARDO ZAJtfACOIS

Es sabido que a los andaluces, por la gracia de


su ceceo y por aquel agudo donaire y amable frivo-
lidad con que aderezan cuanto dicen, se les per-
miten pullas y confianzas que no toleraríamos
a ningún español de otra región. Valido de esto,
don Antonio ha emprendido la tarea de convencer
al fraile de las barbitas doradas de que use calceti-
nes. La empresa es ardua. El fraile, como es de su-
poner, se niega, y hace tres días que dura el litigio,
con gran alegría de los pasajeros testigos del
combate. El religioso ya no puede más. Por las ma-
ñanas, cuando don Antonio aparece sobre cubierta,
el pobre fraile escapa.
Comienza el cuarto día de navegación, y todos
nos hemos apresurado a salir de nuestro camarote
para gozar de la brisa matutina. La borda de barlo-
vento es la preferida.
Don Antonio {acercándose a un grupo). Seño- —
res, buenos días.
Uno {indicando con el gesto al fraile rubio que^
sentado en un banco^ lee un breviario), Ahí tiene—
usted a «su hombre».
DüN Antonio.— ¡Y con las ganitas que tenía yo
de agarrarle por mi cuenta!... Voy a darle la pun-
tilla. .

Alguien.— ¿Cómo marcha el asunto?


Don Antonio.— El hombre {alude al fraile) se re-
siste bien, pero caerá. Me parece que hoy le con-
venzo. ¡Por supuesto, que a mí los clientes me gus-
tan así, que sepan defenderse!... {Dirigiéndose al
fraile,) Buenos días, padre.
El fraile {procurando sonreir). —
Buenos días.
¿Quiere usted sentarse? (Receloso.)
Don Antonio.— Yo lo iba a hacer; pero ahora
que usted me invita lo haré con más gusto.
Le ofrece un cigarrillo, que el religioso acepta.
Nosotros, los mirones, vamos acercándonos a ellos
para mejor oir la conversación.
El fraile {guiando el diálogo por caminos de
pais).'^iD\xrnúó usted bien anoche?
LA ALEGRÍA DE ANDAR 327

Don Antonio. -- No, señor; y la culpa la tuvo


usted.
El fraile.--¿Yo?...
Don Antonio. —Usted mismo.
El fraile {adivinando el pensamiento de su in-
terlocutor), — ¿Porque todavía no me he resuelto a
usai calcetines?
Don Antonio.— ¡Precisamente! No tenía sueño y
di...¡como siemprel... en pensar en usted y en pre-
guntarme: **¿Por qué el padre estará tan colorado?"
¡Fíjese usted {mira a los circunstantes) en que aquí
el único que luce colores es usted!... Hasta que caí


en la cuenta: **Eso es—me dije porque como el
franciscano no lleva calcetines, la sangre se le sube
a la cabeza."
El fraile ríe y nos observa.
Don Antonio {hablando despacio y muy serio), —
¿Se ríe usted? ¡Me gustaría que estuviese presente
el médico de a bordo para que me diese la razón...
{Doctoral,) Le advierto, padre, que es muy malo
andar con los pies fríos y que le va a dar a usted
una congestión. {Pausa^ ¿Se apuesta usted cinco
pesetas a que ahora mismo tiene usted los pies
como la nieve?
El fraile sonríe bondadoso, mueve la cabeza y
trata de leer en su breviario.
Don Antonio.—|No lea usted!... ¡Si en ese libro no
va usted a encontrar verdades más grandes que es-
tas que yo le voy explicando!... Usted ahora se halla
a gusto porque hace calor; los termómetros, a la
sombra, marcan cuarenta grados...; pero dentro de
un rato, quizás antes de almorzar, atravesaremos
una zona de frío que le van a salir sabañones a la
chimenea del buque, y hasta los fogoneros van a
comprarse mitones... {Examinando detenidamente
los pies del religioso,) ¿rero usted no ve que todos
usamos calcetines?... ¿O es que anda usted así por
llamar la atención?...
Los circunstantes ríen. El franciscano balbucea
xraseiÉt que nadie comprende, y tt ruboriza.
3^3 EDUARDO ZAMACOIS

Don Antonio.— Yo, el primer día que le vi a us-


ted así, con los pies al aire, pensé: cSerá una dis-
tracción...» Pero a la mañana siguiente me dije:
''Pues no es una distracción; es que el padre no
tendrá calcetines; se le habrán concluido... {Transí-
Clon.) ¿Usted se marea?
El fraile.— Algunas veces.
Don Antonio.— ¿Ve usted? Para librarse del ma-
reo nada mejor que llevar los pies abrigados.
El fraile {por decir a/^-o).— Acabará por con-
vencerme.
Don Antonio.— De eso estoy yo tan seguro como
de que no seré fraile.{Amistoso) Yo comprendo
que usted me aborrece... yo sé que se alegraría de
que yo, verbigracia, me cayese al mar. {El deS'
. .

calzo hece con la cabeza enérgicos movimientos ne--


gativos,) Pero... ¿usted conoce la razón de que
insista tanto?... Se la voy a decir: yo, además de
vinos, represento una importante casa de géneros
de punto; yo tengo .familia... ¿usted me entiende?
El fraile {ingenuo), —^o muy bien.

Don Antonio. Que si el día de mañana, yo, ¡un
pobre viajante de comerciol, puedo decir que he
conseguido que un fraile franciscano use calcetines,
el pan de mis hijos está asegurado; porque eso de
persuadir a un fraile no lo hace todo el mundo.
(Pausa) Bueno. ¿Qué tiene usted que contestarme?
¿Se declara usted vencido?... Esta tarde, cuando
estemos solitos, yo le enseñaré a usted los mues-
trarios que traigo: hay calcetines de todos colores:
negros, blancos, azules, a rayas... que hacen la pier-
na muy bonita... ¡Hombre, se me ocurre una idea!
Llévese usted una docenita de calcetines de color
de carne, y as(í apenas se ven...
Transcurrieron otros dos días; ya Colón había
quedado atrás, y del lado de estribor, muy lejos,
las costas panameñas insinuaban una línea azul. £1
fraile, lejos de molestarse con las bromas de don
Antonio, se hizo amigo de éste» El franciscano era
alegre, sabía granjearse simpatías y I^ noche vis-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 5«9

pera de nuestra llegada a Puerto Colombia, subió


a cubierta... ¡con calcetinesl... En seguida se los
quitó, pero es lo cierto que se los puso. El fraile
fué calurosamente ovacionado y a don Antonio le
costó su victoria una botella de champagne.

«Quinito*»

No bien hablamos tres o cuatro veces con una


persona, y la conversación establece entre ella y
nosotros cierta confianza, esa persona nos dice:

Si yo le refiriese a usted mi historia podría
usted componer una novela.
Los escritores suelen burlarse de estas declara-
ciones, en las que sólo ven ingenuidad y vanidad
pueriles. Mi crueldad, sin embargo, no va tan lejos;
yo no me río. Nuestra pobre vida, con su larguísi-
mo acompañamiento de enfermedades, de afanes
y de reveses, trasuda amargura, y así no puede ne-
garse que cualquiera de nosotros, chicos y gran-
des, mujeres y hombres, llevamos un drama den-
tro. La única diferencia esencial que advierto entre
estos millones de dramas redúcese a que unos, los
menos, son teatrales^ y los otros no...; aquéllos in-
teresan, los segundos abarren, y por eso los pri-
meros únicamente despiertan la curiosidad. Nues-
tro egoísmo no transige con el dolor ajeno sino a
condición de que ese dolor ha de divertirnos.
A los pocos días de llegar a Caracas conocí a
Quinito; así firmaba él la carta donde me anuncia-
ba una visita y su seguridad de que yo extraería,
cuando n^cnos, de su biografía, **un par de nove-
las".¡Dos novelas!...
— "Gracias — pensé yo—que me sirvas para una
cróaica."
La figura de Quinito ratificó mi pesimismo. Ves-
tía modeetiaraente y sus ademanes ignoraban la
22
330 EDUARDO ZAMACOI3

gran elocuencia silenciosa del aplomo. £n su mira^


da no había voluntad. Tenía unas muñecas pueri-
les. Era pequeño, cenceño, cuellilargo... Quinitope-
saría escassimente cincuenta kilos...
Comenzó a explicarse inientras sus manos daban
vueltas y más vueltas a su sombrero de paja.
— —
Tengo tanto que contarle—decía que no sé
empezar...
Poco a poco fui enterándome de que nació en
Madrid, de que a los veinte años se marchó de su
casa. Conoció la bohemia,,, Acada momento se in-
terrumpía para exclamar:
-^¡Oh, si yo le explicasel...
Y entornaba los ojos, cual si alguna cabalgata de
espantables visiones desfilase ante él. Según habla-
ba, yo iba convenciéndome de que Quinito era de
esos hombres inofensivos que, desorbitados por na-
die sabría qué extraño virus folletinesco, procuran
desacreditarse, avillanarse, y persuadirnos de que
son unos redomados bñbones. Él tipo abunda mucho.
Inesperadamente mi colocutor cesó en sus diva-
gaciones. {Basta de generalidades! Quinito quería
concretar.
—¿Cuánto tiempo puede usted dedicarme?-— in-
terrogó.
Aunque nada tenía que hacer, arrugué el entre-
cejoy adopté un aire preocupado. Miré mi reloj.
Yo no conseguía tomar a Quinito *en serio**.
—Media hora—insinué.
—Es poco.
—¿Una hora?
— río, señor. Es poco.
— {PuñaUsl... Supongo que la biografía de usted
no será tan laboriosa como la de Chateaubriand.
El semblante seco y amarillento de Quinito se
cubrió de gravedad.

—•Yo—dijo para contar mi historia necesito
dos horas.
Viéndole así, sentado en una silla, tan pequefiín,
tan insignificante, y encogido en la actitud del hom-
LA ALEGRÍA ÚE ANDAR 331

bre que descorcha una botella, me parecía un mu-


ñeco *de cuerda*. Quinito calculaba exactamente lo
que había de prolongarse su confesión; hablaba
con taxímetro... Y me asaltaron unos furiosos y
descorteses impulsos de reir.
— ¿Nada menos de dos horas necesita usted para
entreabrirme su corazón?
— Nada menos.
Quien hubiese llegado en aquel instante hubiera
creído que yo deseaba comprarle algo a Quinito^ y
que regateábamos el precio.
— —
Porque yo no aspiro únicamente continuó—
a que usted conozca escuetamente los hechos de
mi vida; quiero, además, que descienda al fondo de
mi espíritu y se empape en el ambiente de las cri-
sis psicológicas por que he pasado.
—¡Gasearas!
—Como usted lo oye. Sabrá usted cosas que, de
no haber venido usted a Caracas, hubieran bajado
a la tumba conmigo.
— jPero eso equivale a leerse un volumen de
trescientas páginasl...
— Poco más o menos.
Curioso de ver lo que Quinito haría, repuse:
—Entonces otro día hablaremos; hoy no dispon-
go de tiempo.
—Perfectamente; yo volveré por aquí.
— Cuando usted guste.
Y se fué, inexorable, llevándose a la calle su se-
creto.
Yo almorzaba todos los días en el Hotel Klindt
que, dicho sea de pasada, sólo me atreveré a reco-
mendar a mis enemigos— y muchas tardes^ a través
de la puerta de cristales del comedor, veía ir y venil-
la figura macilenta, minúscula y vigilante de Quiñi"
io, que me atisbaba, apuntándome con su historia

como con un fusil.


Volvió a visitarme y apenas nos saludamos, qui-
so informarse del tiempo que mis quehaceres le
otorgaban. Por atormentarle repliqué:
333 EDUARDO ZAMACOIS

—^Dispongo de una hora.


—Necesito dos: ya se lo dije.
Procuré ablandarle.
— Pero seamos razonables. ¿Qué edad tiene
usted?
— Cuarenta años.
—Muy bien; ¿a qué edad dejó usted el hogar de
sus padres?
— A los veinte.
— Le quedan a usted, de consiguiente, veinte años
de vida aventurera. ¿Y no cree usted que una his-
toria de veinte años — aunque esa historia sea la
mismísima biografía de Hernán Cortés— cabe en
una hora de conversación?
A Quinito, que me miraba fijamente, le tembla-
ron los párpados. Yo creí que iba a rebajar diez,
quince minutos, de «su cuenta>... Pero me equi-
voqué.

No, señor; me son indispensables dos horas; mi
vida no cabe en menos de dos horas... y eso... ¡ha-
blando de prisa!
—¡Qué tozudo es usted!— interrumpí —
Supon-.

gamos que usted es un personaje de tragedia grie-


ga, un héroe de Sófocle». Admitamos que usted,
como Edipo, se ha enamorado de su madre y ha
matado a su padre, y que más tarde envenenó us-
ted a sus hermanas para heredarlas... ¿Cuánto he
tardado en hilvanar estos horrores? Apenas medio
minuto. Ea, desembuche usted: ya le oigo. Crea bs-
ted que una hora bien administrada da mucho de sí.
No imitemos a Castelar.
Quinito luchó desesperadamente por arrancar-
me fuella otra hora que yo le negaba, y al fin se
retiró vencido, pero sin descoser sus labios. Hoy
me arrepiento de mi actitud. ¿Por qué le dejé mar-
char cuando yo aquella tarde, realmente, no tenía
nada que hacer? ¿Quién sabe si su historia guarda-
ba uú capítulo,una página, una frase, siquiera, ¡in-
teresante!... ¿Por qué no le hice hablar? ¿Por qué no
le permití acercarse a mi corazón?
LA ALEGRÍA DE ANDAR 333

Ahora, según el tiempo huye, la figura de Qui-


nito se agranda. El misterio de lo que quiso decir,
y no dijo^ le envuelve, le magnifica, le exalta, y con
su sombrerillo de paja parece tocar a las nubes.
Quinito se ha convertido a mis ojos en un signo
de interrogación. En el desierto de mi vida, llanura
cubierta por la arena gris de las horas tediosas, de
las horas vulgares. Quinito es la Esfinge...
OTRAS SILUETAS PINTORESCAS

El irreductible

Este tipo no abunda; solemos encontrarlo en las


pequeñas ciudades, y cuando nos tropezamos con
él nos produce, en los primeros momentos, una in-
quietud. Su frialdad, su corrección, imperceptible-
mente desdeñosa, clavan sutilísimos alfileres en
nuestra vanidad.
— ¿Por qué este hombre me acoge así?— pen-
samos.
Procuraremos atraerle, capturarle entre las ma-
llas de una conversación que sabemos ha de serle
grata. Muy pocas veces conseguimos vencerle;
como luchamos contra su propósito, bien delibe-
rado, de **no amarnos*, generalmente los vencidos
somos nosotros. Luego le olvidamos: entre la mu-
chedumbre de personas efusivas, bondadosas, ale-
gres, progresistas, curiosas, que vienen a traernos
las dulzuras de su hospitalidad, la figura esquiva,
casi siempre pálida, cual roída por los vinagres de
la envidia, del ^^irreductible*, se olvida pronto.
Le conocimos en una estación de ferrocarril, en-
tre elgrupo de amigos que nos aguardaban; o en
una carretera, a ocho o diez kilómetros de la po-
blación adonde nos dirigíamos. En este segundo
caso la escena tiene más fuerza.
Desde nuestro automóvil acabamos de divisar,
33^ EDUARDO 2AMAC0IS

allá lejos, otros automóviles que corren veloces ha-


cia nosotros. •* Deben de — —
ser pensamos Fulano y
Mengano que salen a recibirnos**...; y el corazón ex-
perimenta un sobresalto y una alegría. Miramos
atentamente y vemos la blancura de unos pañuelos
que nos saludan: imposible dudar; son "Ellos"... Ya
estamos muy cerca; ya se distinguen las caras.
Nuestro chauffeur acorta la marcha; los coches que
llegan acaban de detenerse casi en fila, y componen
una especie de trinchera que cierra el camino. Tam-
bién nosotros hacemos alto e inmediatamente echa-
mos pie a tierra. **Ellos** hacen lo mismo, y son
más de veinte personas las que se acercan. Sus tra-
jes son democráticos, familiares; trajes **de campo".
Al frente de "la Comisión encargada de recibirnos",
marchan Mengano y Fulano, los dos únicos amigos
a quienes anunciamos nuestro viaje ya los que
sólo conocemos "por carta" Ellos nos presentan a
.

los demás, y los saludos de bienvenida comienzan.


— El señor alcalde...
Un apretón de manos.
—El señor Equis, presidente de la Colonia Espa-
ñola.
Otro apretón de manos, muy fuerte.
—El señor presidente del Ateneo.
Lo mismo.
—El señor A, periodista...; el señor B, también
periodista. .; el señor C, rentista...; el señor D, con-
cejal...; el señor E, juez de instrucción...; el señor F,
dueño del hotel donde va usted á hospedarse...
Las figuras van desfilando ante nosotros senci-
llas y cordiales, y cada cual, con la mano que nos da
a estrechar, parece prendernos en el alma una sim-
patía. Después Mengano y Fulano, a dúo, nos pre-
sentan al señor R; un señor en quien ya habíamos
adivinado el deseo de no ser presentado o de ser
presentado el último.
— —
—El señor R nos dicen es un hombre muy
culto; un hombre cultísimo... jHa estado en Eu-
ropa.ol
LA ALEGRÍA DE ANDAR 3g7

El señor R
hace gestos y mira al suelo polvo-
riento,pero sin ruborizarse.
— —
Es prosiguen —
dicho sea sin intención de
,

adularle, de lo mejorcito que tenemos.


Con la mejor voluntad estrechamos la mano, poco
expresiva en esta ocasión, del señor R.
'^Pertenece al grupo antipático, enfermo de pre-
sunciones, de "los irreductibles" pensamos.—
Efectivamente; después sabemos que aquel señor
tan callado, tan incoloro, es un terrible "indepen-
diente", un iconoclasta furibundo que aborrece todo
lo español.
Los que le dirigen estos cargos lo hacen son*
riendo, y él, escuchándoles, también sonríe. El se-
ñor Rse cree un hombre "aparte", un hombre de
"ideas" e imagina demostrar superioridad no es-
timando a nadie. Al señor R
podría argüírsele que,
con arreglo a su criterio, el salvaje emplumado que
no admira a Cervantes ni a Marconi, es un hombre
superior.
Fulano y Mengano— buenos muchachos — añaden:
— Nuestro amigo R no quería venir con nos-
otros: ¡él es asíl... Pero, al
fin, se decidió...
El señor R
replica, dedicándonos una leve incli-
nación de cabeza:
— Ahora me alegro de haber venido.
Y sonríe, feliz de haber hallado, tan a tiempo,
una frase urbana.
Emprendemos el regreso a la ciudad. El señor R
ha vuelto a hallar su actitud iría, su silencio que
parece disimular una reprobación. Durante el viaje,
primero, y luego en el salón del hotel adonde la
cortesía de nuestros nuevos amigos le ha arras-
trado, cultiva el mismo gesto expectante. El señor
R nos observa atentamente, cor perseverancia mo-
lesta, y si acertamos a decir algo que interesa o hace
reir a los circunstantes, él nos mirará inmuta-
ble, complaciéndose en darnos a entender que
nuestras palabras no le sorprenden, que está acos-
tumbrado a oir mucho bueno y que lo» vericuetos
^ EDUARDO ZAMACOJ»

que conducen a su simpatía están muy defendidos.


Después de permanecer a nuestro lado lo estric-
tamente mandado por los cánones de la buena
crianza, el señorR desapareció casi sin hablar.
No volvió a visitarnos y siempre que le vimos
fué de lejos.
No sabemos si *el irreductible" es alto o bajo,
rubio o moreno; diríase que los contornos de su
figura se esfumaron en el grave hermetismo de sus
labios. Allá se quedó, en su pueblo, con sus celos,
con sus envidias. Ahora de él sólo vemos los ojos:
unos ojos que nos miran tenaces, aviesos, descon-
fiados, cual si envidiasen nuestra libertad, y nos
odiasen sólo por eso: por libres...

£1 aconsejador*

He aquí un tipo internacional muy conocido, muy


frecuente. ¿Quién no ha encontrado en su ruta un
individuo—un "fracasado", casi siempre— que le
dé consejos?... Y no debe sorprendernos que la
especie abunde, pues los dictámenes, si se formu-
lan con cierta prestancia, producen estimación y
dinero a quien los reparte.
En la mayoría de los casos, y esto es lo que antes
nos pica y enciende la ira, los aconsejadores dedi-
can su sabiduría a "lo irreparable"; lo que significa
— —
que su experiencia si alguna tienen no sirve para
nada. Comentarán prolijamente lo pasado, nunca lo
futuro; nada o muy poco dirán referente a lo que
intentamos hacer, y en cambio serán inagotables en
la tarea baldía de demostrarnos que lo que hicimos
fué mal hecho. Generalmente pasan de los cincuenta
años: son unos pobres diablos que, no obijtante la
tremenda derrota de su vida, se creen por su edad
capacitados para dirigimos y aptos para salvar
cualquier negocio. De teatros, de periódicos, de mi-
LA ALEARÍA DE ANDAR 339

ñas, de industrias, de comercio, de agricultura... de


todo hablarán con suficiencia pasmosa.
—Ya sé— nos dice cualquiera de ellos —que ha
emprendido usted "taP asunto.
— Sí—respondemos — es cierto.
Nuestro interlocutor arquea las cejas, mira al
suelo como para evitar que leamos en sus ojos su
pensamiento, y suspira. Permanece callado unos
instantes, titubea la cabeza... vuelve a suspirar...
— iQué lástimal— exclama.
— ¿Por qué?...
Al hacer esta pregunta hay en nosotros una pe-
queña ansiedad.
—Porque sí: el asunto es bueno... imuy buenol...
pero... ¡no ha sabido usted enfocarlo!... ¡Si me lo
hubiese usted dicho a mil...
— ¿Usted entiende de eso?
— jCómo, si entiendo!... Tengo más de veinte
años de experiencia. ¿Cuánto arriesga usted en esa
empresa? ¿Cuatro mil dólares? Pues yo, ««n mil...
iqué digo con mil!... con quinientos dólares... ¡sólo
con quinientos dólares... me comprometo a sacarle
al negocio más provecho que usted!
Estos desdichados se parecen a los vendedores
de billetes de lotería, que pregonan: "¡A quién le
doy la suerte! ¡Llevo el premio mayor!...* Mientras
vagabundean por las calles con el fondillo roto y
los pies descalzos...
En New York conocí a un indiv^.duo que había
sido empresario de teatros. Le llamaremos *Pérez*.
Este hombre fué rico varias veces y otras tantas se
arruinó; conoció toda clase de vicisitudes, recorrió
muchos países, enviudó, y tras mil andanzas, ha-
llándose viejo y pobre, se casó con una mujer muy
linda. El heroísmo se manifiesta de diversos modos.
Pérez era un ^aconsejador" implacable; y lo que
es aún peor, un aconsejador que cobraba los con-
sejos que nadie le pedía. Al menos yo, durante más
de quince días, estuve pagándoselos a diez pesetas,
uno con otro.

34^ EDUARDO ZAMACOIS

Buen madrugador, como todos los necesitados,


fué a verme una mañana; estos pequeños sinsabo-
res económicos me los daba siempre por las maña-
nas: los disgustos, aJ igual que los purgantes, en
ayunas producen más efecto.
--¿Cuándo da usted su primera conferencia?
entró diciendo.
—No lo sé— repliqué — no
; tengo teatro.
—¿Por qué no alquila usted "Carnegie Hall*?
el
— Porque está pedido hasta mediados de abril y
nos hallamos en febrero; yo no puedo aguardar
tanto tiempo.
Pérez sonrió con lástima:

Si usted me hubiese dicho que quería el **Car-
negie Hall*^, el *Carnegie Hall" sería suyo a estas
horas. Yo soy íntimo amigo del administrador.
— No sabía... \Sí que lo siento!
Pérez creyó en mi pena, lo que le hinchó de sa-
tisfacción.
— Usted no me concede importancia— dijo — y no
me extraña. ¡Claro!... Como ando tan mal vestido...
Me regañó un poco, hizo algunas consideraciones
relativas a la humana ingratitud, censuró agriamen-
tea quienes, como yo, juzgan del mérito de los
hombres por su traje, y antes de marcharse me sacó
dos dólares.
Al día siguiente sucedió lo mismo, y al otro y al
otro... Todas las mañanas hallaba palabras nuevas
con que celebrar mis facultades de artista, me daba
un consejo y me quitaba ríos dólares. No he visto
jamás una constancia superior a la suya. Al princi
pió solía agradecerme el favor con frases corteses;
luego, ni eso; el cobro cotidiano de aquellas diez
pesetas se había convertido para él, en un hábito. Y
no es lo raro que Pérez se hubiese acostumbrado
tan pronto a cobrar; lo fabuloso es que yo, en vir-
tud de la fuerza envolvente de la costumbre, me
habitué de tal modo a pagar, que apenas le veía en-
trar en mi cuarto, a la vez que la mano le daba
*lo suyo*.
LA ALEGRÍA DE ANDAR 34

Una mañana le dije que ya había encontrado tea-


tro. La noticia le supo a confites.
—¿Cttói?
— El de
—lapreguntó.
calle Treinta y nueve, esquina a
Broadway.
Tras una pausa bien calculada hizo un guiño des-
deñoso.
—¿No gusta a usted?
le
— no es malo!
¡Psch...
Después de otro silencio agregó:
—¿Cuánto le cuesta a usted?
— Doscientos dólares.
.

— llPor noche!!... Parecía aterrado.


— Evidentemente: ¿creía usted que era a la se-
mana?...
Comenzó a recorrer a zancadas presurosas la ha-
bitación, los brazos en alto, las manos abiertas.
— ¡Qué atrocidad!... repetía — — ¡qué disparate!...
;

Le han estafado a usted y lo celebro mucho. ¡Dos-


cientos dólares!... ¡Qué robo! Ese teatro, ¿entiende
usted?, ese mismo teatro, si usted me lo dice, lo al-
quilo yo por cincuenta duros... ¡Sí, señor!... Y me
he excedido: por cuarenta duros se lo alquilo a us-
ted. Hay muy pocas personas que sepan de asun-
tos teatrales más que
yo. Usted es un inocente...
No le dejé concluir; acababan de salírseme los
pies de lo5^ estribos:
— ¡Señor Pérez!— grité — quien como usted llegó
a viejo sin haber triunfado, ni como hombre de ne-
gocios ni como artista, no tiene derecho a emitir su
opinión en ninguna parte. Si, desde que nació, ca-
minó usted de fracaso en fracaso, ¿quién tendrá fe
en sus palabras?... ¡Se acabaron los consejosl Már-
chese con ellos y con su *^inutilidad* a otra parte.
No le aguanto ni medio minuto más. ¡Largúese de
aquí!
Pérez se fué; llevaba los ojos húmedos. ¡El po-
brel...Quizás pequé de duro en aquella ocasión, y
por eso, ahora, al recordarle, sufro muy hondo, muy
leve, el dolorcillo de un remordimiento.
34^ EDUARDO ZAMACOI8

Un IMMrkMlüita*

La escena en el ''Hotel Inglaterra*, de San Juan


de Puerto Rico. Son las tres de la tarde. Yo cruzo
el patio, decorado con macetas y mecedoras de
mimbre, que sirve de salón al establecimiento,
cuando me sale al encuentro un joven de buen
talle, de ojos inteligentes, de aspecto simpático
y
exótico. Enmarca su rostro descolorido una de
aquellas melenas negras y rebeldes que amaba
Mürger.
—Deseaba hacerle a usted una interview — me
dice—; ¿no recibió usted mi carta? Yo soy Equis.
—|Ah, síl¿..

—¿Puede usted complacerme?


Vacilo un poco:
—Sí; bien... pero...
— ¿Dispone usted de poco tiempo?
—De una hora.
— Es lo suficiente.
Y añade, indicándomv: una mecedora:
—Puede usted sentarse.
Obedezco, sorprendido; yo creía hallarme en mi
casa... Equis saca un paqnete de cuartillas en blan-
co y un lápiz, y exclama con un entusiasmo alta-
mente halagador para mí:
— iQuién iba a decirme que un dia estaríamos
juntos! Yo tenía muchos, muchísimos deseos, de
conocer a usted. Cuando leí su primera novela, yo
no habría cumplido aún los doce años. Voy a con-
tarle a usted cómo empecé a escribir...
Equis, que pertenece a esos conversadores que en
su hablar jamás hacen apunto y aparte*, sino ''pun-
to y seguido*, me refiere la historia— poco intere-

sante, en verdad de sus primeros pinitos literarios.
Yo procuro dedicarle una atención correcta. Cuan-
do termina son las tres y quince minutos.
LA ALEGRÍA DE ANDAR 343

— Supongo—continúa — que la primera juventud


de usted, allá en Madrid y en París, habrá sido ac-
cidentadísima...
Yo, francamente, no sé qué responder. Al fin me
resuello a decir algo, pero él me interrumpe:
—La juventud de usted habrá sido como la mía.
Mis veinte años fueron espantosos; un verdadero
vértigo. Yo tuve relaciones con una mujer...
Sin piedad me informa de cómo conoció aquella
mujer y de cuanto le aconteció con ella. Yo me
duermo; la historia es larguísima y no me parece
extraordinaria. Además... ¡hace tanto calor!... Dan
las tres y media.
Ahora Equis, siempre férvido, siempre copioso,
se declara un sensual, un terrible sensual, y con
alegría estudiantil va confesándome todos sus de-
fectos, de los cuales el defecto de hablar* no es
**

seguramente el menor; jpero él no lo sabe!... Equis


pone un afán irrevocable en convencerme de que le
gustan las mujeres, el juego y el vino. ¿A qué ese
empeño de ofrecerse a mis ojos como un perdula-
rio? ¿Para qué tanta modestia?... Además, todo ello
me parece bien...

—¿Conoce usted ya la isla? pregunta.
—•río, señor; todavía no.
—Yo, sí: es bellísima.
Yme la describe. Después, con gesto desengaña-
do, me asegura que en San Juan de Puerto Rico no
existe verdadero ambiente literario.
— —
Sin embargo— continúa optimista yo publiqué
aquí un libro que obtuvo un éxito enorme.
Me cuenta la historia de aquel primer libro: cómo
lo concibió, cómo lo escribió, cómo lo imprimió,
cómo lo vendió...; y yo asisto, los párpados medio
cerrados, a la venta, ejemplar por ejemplar, de toda
la edición. Afortunadamente la bibliografía de Equis
ts muy corta. Miro con disimulo mi reloj; las cuatro
y diez...
Doy un salto, mi aquerido compañero** comprende
y se pone de pie. ¡Dios se lo premiel
344 EDUARDO ZAMACOIS

— —
Perdone usted exclama— ahora recuerdo que
usted tenía que hacer...
Mira sus cuartillas, en las que no ha escrito ni un
solo renglón, y se echa a reir.
— La interview ha resultado "al revés", porque
de los dos el único que hizo declaraciones fui yo.
Usted no ha dicho nada.
— No me ha dado usted tiempo.
— ¡Es verdadl... ¿En qué estaría yo pensando?
Parece muy contrariado y se muerde los labios;
antes debió mordérselos.
— Mañana— dice— volveremos a reunimos, y ma-
ñana será usted quien hable.
— Si usted me lo permite...
NUEVOS PERFILES PINTORESCOS

El asustado*

Le conocí a bordo de la Santa Rosa, una de las


lanchas-gasolinas que cubren en cuatro horas apro-
ximadamente la distancia entre Puerto Limón y la
playa de Gandoca, inmediata a la desembocadura
del río Sixaola, que por el litoral atlántico separa
la república de Costa Rica de la panameña.
Aquel hombre llevaba cinceladas en su rostro
afeitado y amarillo las mil arruguitas que traducen
la inquietud, el miedo, el sobresalto, los remordi-
mientos, la inseguridad en uno mismo...; todas las
depresiones, en fin, del ánimo. Cuando le vi apare-
cer cargado de maletas, el débil cuerpecillo incli-
nado en la actitud humilde de la persona "que pide
permiso**, las mejillas y los labios descoloridos, y
las cejas dibujando un acento circunflejo sobre la
frente, pensé:
—Este hombre se ha fugado de alguna parte y
viene huyendo...
Esta opinión debió de ser general, pues la ma-
yoría de los pasajeros comenzaron a observar al
desconocido de un modo insistente. Durante el
viaje, el hombre sospechoso se mantuvo aparte
y solitario, junto a la borda.
Yo meditaba, compasivo:
—¿Qué sucederá en su alma? ¿Qué mala acción
23
34^ EDUARDO ZAMACOIS

habrá cometido?... Quizás el desdichado trata de


elegir entre la prisión que le acecha y el suicidio.
La Sania Rosa había fondeado a menos de una
milla de Gandoca; el pésimo humor del mar y las
insuaves condiciones de la costa impedían al timo-
nel acercarse más. Para desembarcar necesitába-
mos ganar la playa a remo en unas embarcaciones
que ya se aproximaban, y al llegar a cierto sitio
arenoso que los botes no podían trasponer, dejar
que los remeros nos llevasen a tierra en brazos,
Claro es que, merced a este sistema primitivo
de locomoción, puedo decir que en muchos países
centroamericanos me recibieron "con los brazos
abiertos**; pero ello, sin embargo, me molesta: hay
algo depresivo en esto de sentirnos separados del
suelo y cargados y manejados como peleles.
La expresión pusilánime del Desconocido se
agravó y exageró en términos que me apiadé de éL
— No tenga usted miedo— le dije—; no corremos
ningún peligro; este litoral es poco profundo.
El sonrió con la sonrisa exangüe de un senten-
ciado a muerte.
— —
No, señor repuso — ; si yo no tengo miedo; yo
nado como un pez.
Reconocí que mi interlocutor, efectivamente, no
estaba asustado. El pánico que afligía su rostro no
alcanzaba a «u corazón; era puramente epidérmico.
Aquel hombre tenía la expresión empavorecida,
como otros la tienen perpleja, o risueña o terrible,
y esta circunstancia le hacía sospechoso. Cada sem-
blante nos sugiere uüa disposición de alma: vemos,
verbigracia, una cara fosca, y, sin advertirle, la
nuestra se enfosca también; nos irritamos con quien
se irrita y sonreímos al que nos aborda risueño y
cordial. Aquel pobre hombre, con su rostro asusta-
do, sólo ideas de desconfianza inspiraba. Verle y
sentir deseos de gritarle: **;Alto a la Guardia ci-
vil!...*', era todo uno.

En la aduana de Colón, minutos antes de tomar


¿I
tren para Panamá, le detuvieron; sus miradas
LA ALEGRÍA DE ANDAR 347

oblicuas, lo cohibido de sus ademanes, la timidez


que revelaba al caminar, al sentarse, al comprar su
billete, interesaron la atención de la policía; sin
duda le creyeron espía alemán. Inmediamente fué
conducido a una oficina de Vigilancia, donde le re-
gistraron y desnudaron. ¡La cara que, a pesar de
su inocencia, pondría el desdichado al verse entre
las uñas de la Justicia!..
Verdaderamente, las personas que nacieron con
la desgracia de un semblante así, no debían viajar.
Porque las gentes consideran que si "la cara es el
espejo del alma**» un rostro asustado delata una
alma poco limpia.

Las pequefias vanidades.

En una ciudad de Colombia me presentaron a un


señor cuarentón, alto, gordo, afeitado, de aspecto
sencillo y bonachón. Se llamaba—ojaíá continúe

llamándose así larguísimos años don Pedro. Al
pronto no reparamos en él; luego sí. Era un hom-
bre tranquilo, de inteligencia mediocre, pero muy
cortés y de una lenta y certera simpatía personal.
A esta gran fuerza añadía el mérito de una positi-
va modestia. Jamás le vi descubrir empeño en sig-
nificarse, y su constante ecuanimidad le permitía
aceptar sin trabajo todas las opiniones. Si hallán-
donos varios amigos juntos en una casa, queríamos
ir de una habitación a otra^ el último que pasaba
la puerta era él; si éramos muchos a hablar, la
última voz que se dejaba oir, pastosa, cachazuda
y cordial, era la suya.
A poco de tratarnos nació entre nosotros un muy
buen afecto. Don Pedro nunca se confiaba, pero el
reposo de su espíritu se comunicaba rápidamente
a su interlocutor y a su lado, bajo el mirar de sus
ojos apacibles y leales, se hallaba uno bien. En sus

mocedades había sido guerrillero ; ¿qué hispano-
americano no lo fué alguna vez?... Cuando le co-
348 EDUARDO ZAMAGOIS

nocí disfrutaba de medios de fortona y se dedicaba


al comercio.
Un día, hallándonos de sobremesa los dos, don
Pedro me abrió su corazón un poco más que de
costumbre y pude registrar mejor el fondo de su
alma: ¡qué sorpresa la míal Aquel hombre llevaba
oculto en los arcanos hondísimos de su conciencia
un formidable vanidoso. ¿Lo hubiese creído nadie?
— Donde usted me ve— decía— yo soy un indivi-
duo de extraordinaria voluntad. ¿Usted cómo anda
de voluntad?
— Muy mal; en palotes.
— Yo, muy bien.
— ¿Cómo lo sabe usted?
—rorque en mis temporadas de ocio, que fueron
frecuentes y largas, para distraerme y hacer algo
me dediqué a contrariarme, a prohibirme aquello,
cabalmente, que más me gustaba, y siempre mi de-
cisión derrotó a mi deseo. Es una gimnasia moral
excelente.
Don Pedro se animaba y en sus ojos placenteros
fulguraban luces extrañas de rebeldía.
— ¿Quiere usted ejemplos?— continuó—. Pues illá
va uno. Yo era antes un señor que se fumaba vein-
ticinco y treinta tabacos al día; era un vicio que me
dominaba y no me hacía daño. Una noche, en un
banquete, se me ocurrió decir:
—Yo sería capaz de dejar de fumar.
—¿A que no?— exclamaron mis amigos.
—¿Que n )?... A partir de este instante. Y tiré al
suelo el tabaco que tenía en la boca.
—Y I —
no ha vuelto usted a fumarl exclamé con-
gestionado de asombro.
—Ni un pitillo: y hace de esto que le cuento más
de dos años.
No paraban aquí los hazañosos alardes de don
Pedro.
— Yo, por aquella época— prosiguió— bebía bas-
tante; no era un alcohólico, precisamente, pero en-
tre los mejores bebedores figuraba yo: vinos, lico-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 349

res, ceiveza, coñac, ron, wiski, ginebra... todo me


parecía bueno. Hasta que un día dije, así también,
de repente, por capricho: *No bebo más". Y
no he
vuelto a beber.
El espíritu nietzscheano de don Pedro me pare-
ció tan extrahumano, que hablé de él con varias
personas que le conocían de muy atrás, y todas se
manifestaban tan pasmadas como yo.

—Es cierto declararon—; una vez dijo: *No
fumo más**; y no volvió a fumar. Otra vez dijo: «No
bebo más*; y no volvió a beber.
Consideremos ahora las inaccesibles cumbres de
amor propio, los caudales ingentes de vanidad que
necesita un hombre para imponerse y verificar ta-
maños sacrificios.

La mayoría de las personas por no decir todas
las personas —
que reahzan algo notable, es **para
que se sepa*. Sin el humo áureo de la gloria, sin la
esperanza de vivir en la memoria de la posteridad,
no hubiera habido sabios, ni artistas, ni conquista-
dores, ni mártires.
En el teatro, reflejo de la vida, los comediantes,
si ven que no hay público, trabajan peor.
Por eso don Pedro, hundido en el silencio de su
tierra colombiana, es admirable y es heroico. Su
orgullo lo abarca todo, su vanidad se extiende de
horizonte a horizonte. El principal aplauso lo busca
en sí mismo. Don Pedro es *un selecto* que no ne-
cesita del incienso de las muchedumbres para com-
portarse de un modo extraordinario; le basta el elo-
gio de tres o cuatro amigos: sólo para ellos, para
que le admirasen, cesó de fumar y se declaró *esta-
do seco.*
La verdad es que si esta voluntad la hubiese
aplicado a abrir un agujero en la tierra, habría lle-
gado a los antípodas
350 EDUARDO ZAMACOIS

El po^ta-hérculea*

Yo iba a salir a escena cuando^ precipitadamen-


te, me detuvieron cinco o amigos que llegaban
seis
acompañando a una especie de gigantón vestido de
smoking. Sobre aquel grupo de hombres de es-
tatura vulgar, la cabeza, orlada de cabellos absaló-
nicos del coloso, sobresalía lo menos dos palmos.

El señor B, distinguidísimo poeta.
Los labios del jayán se distendieron risueños so-
bre la blancura lobuna de una enorme caja dental,
apoderóse de mi mano que, aunque grande, puesta
en la suya parecía la mano de un niño, me la es-
trujó y en testimonio de afecto me sacudió el brazo
con tal rudeza que su amistad me llegó al hombro.
Era el caso que B había "improvisado** un sone-
to en mi alabanza, y deseaba recitárselo al público.
Para obtener mi autorización iban a verme. Yo ac-
cedí gustosísimo, y acordamos que B recitase en
**el intermedio**.
— Hasta luego, pues.
Comenzóel espectáculo. Al finar la primera par-
te delprograma y después de inclinarme varias ve -
ees, modesto y alegre, bajo los aplausos de la sala,
avancé hacia la batería con la diestra extendida y
el semblante reidero del hombre que va a dar una
buena noticia:
— Señores...
Cesóel murmullo de las conversaciones, detúvo-
se el vaivén coquetón de los abanicos, los impa-
cientes, que ya se levantaban para salir a f umar>
volvieron a sentarse. En aquel silencio, ante la es-
pectación de tantos rostros vueltos hacia mí, con-
tinué:
—Tengo ti honor de anunciarles que el ilustre
poeta señor B pide permiso para decir un soneto
que me dedica y que acaba de improvisar...
Varias voces:— |Sí!... ;Sí!...
LA ALEGRÍA DE ANDAR 35

Las damas sonríen, los hombres aplauden, los


fumadores se resignan considerando que un soneto
es "cosa corta", y yo me eclipso haciendo reve-
rencias.
Junto a la primera caja, mis amigos y el gigante
me esperan. El gigante parece emocionadísimo,
—Vamos—-exclama cogiéndome de un brazo.
—¿Adonde?
— A escena; usted viene conmigo.
Trata de arrastrarme; yo me defiendo y lo hago
con heroísmo ejemplar.
—¿Para qué quiere usted que le acompañe?
—Es indispensable.
—¿Por qué es indispensable?
—Sí, hombre; en mi soneto digo: * Aquí le teñe-
comprende? Es preciso que el publi-
mos**. ¿Usted
cóle vea...
—No es preciso; el público ya me conoce, el pú-
blico sabe que estoy aquí... Cuando usted termi-
ne, entonces sí, saldré...
Él hizo un gesto desesperado que sacudió, que
convulsionó, todo su ciclópeo corpachón.
Su mano entretanto continuaba pesando sobre
mi hombro. Yo, disimuladamente, para no descu-
brir flaqueza, me había agarrado a las cuerdas del
telón. Esta porfía, sostenida en voz baja en la obs-
curidad de los bastidores, tenía una vehemencia an-
gustiadora. Los circunstantes, cuya alianza yo soli-
citaba con los ojos, no decían nada; se limitaban a
oir: ni aprobaban mi negativa, ni la desaprobaban.
—Pero ¿no comprende usted— insistía yo— que
si le acompaño ahí fuera voy a colocarme en una
actitud ridicula?... Usted, seguramente, me dirá en
su soneto cosas agradables... ¿Qué haré yo entre-
tanto?... ¿Dónde pondré las manos?... ¿Adonde mi-
raré? ¿Quiere usfed que me ruborice como "primar
premio" de un Concurso de virtud?...
El hércules no hizo caso.
— ¡Venga!... ¡Sígame!...
Tirando de mí, a la fuerza, me sacó a escena. Un
352 EDUARDO ZAMACOIS

aplauso formidable estalló en la sala. Yo me había


quedado junto al telón' de foro, con los pies vuel-
tos, quizás, un poco hacia adentro y los pulgares
metidos en los bolsillos del chaleco. B adelantóse
orondo, triunfal, y su prepotente vocerrón llenó
los ámbitos.
-—¡Sonetol— gritó —
* ¡Improvisación!. .*
. .

Y allá fué soneto, con la violencia de la piedra


el
que sale de una honda. Las frases rimbombantes,
los adjetivos, caían como granizada sobre los es-
pectadores. Una estruendosa ovación premió la la-
bor del poeta, que se curvaba con una ñexibilidad
de efebo ante aquel aroma de gloria. Yo no había
comprendido el egotismo ni la vanidad infinita de
los comediantes hasta entonces. ¿Por qué? No sa-
bría decirlo; pero de súbito tuve celos crueles; celos
del hombre que venía a triunfar sobre el mismo es-
cenario donde yo estaba triunfando, y a llevarse
unos pocos de aquellos aplausos que eran míos.
Momentáneamente me sentí eclipsado y la envidia
— —
vergüenza me da confesarlo rebosó de mi cora-
zón. ¿Cómo derrotar al rival que tan fácilmente
me convertía en plataforma de su victoria? ¿Cómo
volverle a la sombra? ¿Cómo conseguir que en tal
instante la última ovación fuese para mí?...
Instantáneamente hallé el ardid, y dando algunos
pasos:
—¡Noble púbhcol— grité— [Agradecido a este
.

pueblo, que tantas cortesías tuvo conmigo, yo lo


abrazo en la persona de su poetal...
Y abriendo los brazos enlacé a B por la cintura;
no mefué posible llegarle más arriba. La concu-
rrencia, en pie, aplaudía. Yo pensaba, en tanto pro-
longaba mi ^abrazo de Judas^:
— Fastídiate; te he ^pisado** el éxito.
Pero mi alegría íué efímera; yo no calculé que el
poeta hércules iba a medirme con la mismísima vara
con que yo acababa de medirle a él. Probablemen-
te B experimentó los celos que yo acababa de su-
frir, porque librándose de mí y aproximándose a la
La ALEiSRÍA t)E ANDAR 353

batería cual si fuese a precipitarse de cabeza sobre


los músicos, exclamó:
—¡Y yo, noble pueblo, interpretando tus deseos,
doy a nuestro insigne huésped aquel estrecho abra-
zo de hermano que tú quisieras darle!...
Uniendo a la palabra la acción, me agarró y estru-
jó contra su pecho; yo sentí que mis pies se sepa-
raban del suelo y que debía de tener, suspendido
así en el aire, el aspecto lamentable de un muñeco.
Aquel torneo de cortesías amenazaba convertirse
en una parodia de lucha greco-romana, y me di
por vencido.
Cuando descendió el telón y B y yo regresamos
a bastidores, me
hallaba humillado. Los últimos
aplausos habían sido para él.

Artistas isrnorados*

En casi todas las pequeñas ciudades el viajero


saludó a un hombre sencillo, ecuánime, sobrio de
palabras y un poco triste, enamorado fervoroso de
Nuestra Señora la Belleza.
A veces ese hombre solitario es joven.
Ha ido a visitarnos con esa emoción que le ins-
piran las personas que sólo ha de ver una vez; los
errantes que venimos de muy lejos y que pronto
volveremos a marcharnos muy lejos... Tiene el re-
cién llegado una silueta imprecisa de bohemio mont-
martrés, que le infunde en estos lugares tan apar-
tados del Sena una melancolía de destierro: el ros-
tro descolorido por las largas vigilias, ahondada la
expresión de los ojos por el mucho imaginar y el
mucho apetecer, la melena crecida, la corbata flo-
tante, el traje negro, enlutado como la alegría...
Este solitario, que leyó bastante, ha sufrido con
todos los refinamientos de Europa, y espera cono-
cer algún día las tertulias literarias de Madrid, los
bulevares de París, las nieblas londinenses, los ca-
nales venecianos, las ruinas sagradas de Roma. |Sí,
354 EDUARDO ZAMACOIS

ver todo ésol... (Verlo una vez siquiera y morir!...


Y remover estas hondas y amarguísimas ansias
al
de su espíritu, su voz tiembla, se apaga y parece
cubrirse de sombras.
—Aquí es inútil trabajar —
suspira —
aquí un es-
;

critor no encuentra lectores. De los cinco periódi-


cos que tenemos, el de mayor circulación tira ocho-
cientos ejemplares. ¿Qué milagros pueden hacerse
con una Prensa así?...
Hay en su interrogación una pesadumbre resig-
nada, infinita, que nos lastima el corazón... ¿Cómo
desvanecerá la obscuridad de su nombre? ¿Cómo
se impondrá a la desidia mental de los que no leen,
y a la envidia burlona de cuantos se ríen de sus es-
fuerzos?...
Y aquel hombre, que colocado ?n otro ambiente
más respirable, quizás llegase a ser un buen artis-
ta,. m^ remuérdanla» agonía lenta de esos pececillos
que los pescadores, al recoger sus redes, dejan
olvidados, ahogándose sobre la arena, a orillas
del mar.
— ¿Ha publicado usted algún libro? pregunto,
—No he podido. La impresión de—un volumen
de tres cientas páginas, exige un desembolso supe-
rior a mis recursos. Además, desconocido como soy,
¿quién compraría mi obra?...
Sft interrumpe, descorazonado, y sobre nosotros
el silencio vuelve a caer, solemne. Lejos se oye el
rodar de un coche, pero pronto aquel ruido se es-
fuma en la paz de la ciudad muerta.
— ¡Si yo fuese a Europa! —
murmura el soilador.
Calla otra vez.
— ¿Qué edad tiene usted? - interrogo.
— Veinticuatro años.
— ¿Sin familia?...
*El ignorado** fija en mí un mirar de indescrip-
tible, de incurable dolor, y responde:
—Casado y con cinco hijos.
¡Pobre esclavo! Siervo, primero, de sus impa-
ciencias de vivir; siervo, después, de las más impe-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 355

riosas cadenas de nuestro corazón!... ¿Cómo resti-


tuirle a la libertad? ¿Cómo aliviarle de las enormes
obligaciones, de las tremendas responsabilidades,
que le abruman? {Imposible...! Su miserable vida
ya no es suya. En aquel pueblo— con ínfulas de

ciudad nació; allí envejece; allí morirá..,
A su abatimiento uno el mío; ni una frase de op-
timismo he conseguido que suba a mis labios.
— — —
Realmente le digo el pozo donde ha caído
usted, es demasiado hondo. Desde esa sima ve us-
ted la luz: ipero, está tan lejos...!
En otro país conocí a otro * vencido", también
escritor. Era un sexagenario encorvadillo y rugoso,
de ojos azules y pueriles, de cabellos blancos, de
manos de abuelo, rugosas e inseguras. Dirigía,
desde hacía cuarenta años, un diario que contaba
con un núcleo de trescientos suscripciones; y había
conocido en México al poeta Zorrilla, cuando el
cantor de Granada era joven. A esto se reducía su
historia, tan corta... ¡tan corta!... a pesar de ser tan
larga.
Al despedirnos me regaló tres folletos, impresos
en un papel sutil, amarilleado por el tiempo y la
humedad, en cuya anteportada su mano trémula,
fatigada de escribir sin éxito, había trazado una
dedicatoria.
¡Artistas ignorados!... Que estos renglones del
hermano que pasa, tengan para vuestras frentes
cansadas, la dulzura de una caricia, la suavidad
cristiana de una oración.
MUJERES

La mujer tiende con notable tenacidad a conser-


var los rasgos del padre; en esto, como en otras mu-
chas virtudes, supera al hombre. La naturaleza lo
ordenó así porque la misión de aquélla es ser ma-
dre; ser raíz, fuente, origen... y la naturaleza, que
en su eterna ruta de selección busca '^lo heterogé-
neo y definido**, quiere que las sangres sean limpias.
Sorprende, pues, la pureza con que bajo la di-
versidad de climas del inmenso continente america-
no resurge, a intervalos, el tipo de la mujer españo-
la, y si consideramos que a esta pluralidad de lati-
tudes y de condiciones geográficas ha de añadirse
una mezcolanza babélica de pueblos, nos maravi-
llará doblemente tropezamos allá, en las profundi-
dades de Colombia o del Perú, con un talle flexi-
ble y ágil de doncella andaluza, o con uno de esos
rostros morenos, aguilenos y graves, que son el
yerbo de Castilla, Yo recuerdo haber visto en una
iglesia de Panamá, las manos cruzadas y de hino-
jos ante un Cristo, una vieja sarmentosa y enlutada,
de nariz corva, de labios sumidos, de mejillas es-
queléticas; una figura admirable y amarga, hecha
de ocre y hollín, que era toda el alma d. £1 Es-
corial.
Una de las primeras preguntas que los naturales
de cada país hacen al viajero, es:
-—¿Qué le parecen a usted nuestras mujeres?...
Y esta interrogación, aunque harto traída y vul-
35^ EDUARDO ZAMACOW

garísima, no debe desdeñarse, pues son Ellas, ma-


cho antes y muy por encima del cielo azul y del
mar y de la nieve y de las flores y de las noches
estrelladas y de todos los trinos con que los pája-
ros acogen el orto del sol la síntesis de toda her-
,

mosura y el alquitarado compendio de toda delicia.


Las tres armas capitales que se esgrimen en los
duelos del amor, son la belleza, la elegancia y la
bondad. Evidentemente las dos cualidades prime-
ras, porque impresionan antes y a traición, son las
más temibles: ellas constituyen la vanguardia, las
íuerzas que cada persona lleva de avanzada**, y
**

disparan de un modo aue sus saetas van a clavár-


senos en los ojos. La elegancia y la belleza "se
ven** ,..¿y quién esquivará su imán después de ha-
berlo visto?... Nadie; que son los ojos, con respec-
to a nuestro enamoradizo corazón, como puertas
que jamás hubiesen tenido llave.
La bondad es una virtud cristiana, que en estas
peligrosas gestas del cariño representa una espe-
cie de segunda trinchera o de artillería gruesa. Su
— —
encanto por cierto de los más seguros se expe-
rimenta "después**. La acción de la bondad no es
fulgurante, como las de sus hermanas de conquis-
ta; el caminar de la bondad es lento; pero quizás
por lo mismo las huellas que su dulzura deja en las
almas, sean más hondas.
De estas tres excelencias las mujeres hispano-
americanas fueron dotadas próvidamente. Tienen
la bondad, belleza del corazón; y conocen además
la elegancia, que es aquel divino momento, todo
ritmo, en el cual la materia parece dejar su pesan-
tez, y diafanizarse y transmutarse en espíritu...
y
el espíritu, a su vez, pierde algo de su incorporei-
dad y se hace línea y carne rosada...
Finalmente, poseen la hermosura.
|Y si Europa, la brumosa Europa, supiese cuan
difícil le es a una mujer ser bella, completamente
bella, en esos países donde la luz excesiva descu-
bre los defectos más nimiosl—
LA ALEGRÍA DE ANDAR 359

¿Habéis pasado algún invierno en New- York?...


Los inviernos neoyorquinos son trágicos: nieva,
llueve, graniza, uluíean los vientos, yel frío es tan
punzante, tan sutil, que susper>de la circulación ca-
pilar y determina congestiones. Hay mañanas en
que ladensidad de la niebla interrumpe el tráfico
de vehículos, y semanas enteras durante la3 cuales
el alumbrado público no se apaga. El claror lechoso
de las calles nevadas, y las brum?is que ensucian el
espacio, vierten sobre la metrópoli una rara luz di-
fu minada, mentirosa, incopiable...
En aquel ambiente lleno de penumbras y fértilí-
simo, de consiguiente, en medias tintas, conocí a
una señora cuya belleza, desde el primer momento,
juzgué extraordinaria. Vestida de negro y envuelta
en pieles, su silueta elegante adquiría, bajo la cla-
ridad sofística de las lamparillas eléctricas y so-
bre el fondo de las paredes grises y del moblaje
obscuro del hotel, prestigios novelescos. Tenía la
color mate, azabachados los cabellos, los ojos ne-
grísimos, inmensos, dolientes, como el cristal de los
pozos profundos...; y luego sus dientes blancos,
blancos... que daban a su sonrisa una expresión
malsana... la expresión de una novia muerta que
sonriese todavía...
Meses después volví a verla en la Habana. Me
un salón anegado en sol:
recibió en muros eran
los
claros, de rejilla los muebles, el suelo de mármol
blanquísimo. **Ella** misma apareció
vestida de
blanco, desnudos los brazos y el cuello... Y en el
acto sentí que su recuerdo, aquella imagen suya,
grácil, felina, que vivía en mi memoria, se desplo-
maba. No reconocí sus ojos, ni la sed de sus labios:
me pareció njás carnosa, más pequeña... y la ilusión
se fué, muñó; la había matado, con sus invisibles
puñales, la luz tropical.
De esto deduzco que las mujeres que son hermo-
sas en las tierras favoritas del sol, pueden triunfar
en todas partes...
Las mujeres de España, dentro de los grandes
36o EDUARDO ZAMACOX&

trazos o perfiles raciales Gomunes a todas ellas,


iranifiestan cualidades morales y rasgos anatómi-
cos ligados severamente a las líneas étnicas propias
de cada región ibérica: y así es facilísimo, a pri-
mera vista, diferenciar una andaluza de una cata-
lana, o una vascongada de una castellana, o una
aragonesa de una gallega, etc..
Pues de igual modo cada región de la América
española produce mujeres que son «suyas», y, de
consiguiente, que jamás podrán confundirse con las
nacidas en ninguna otra parte; que así es, fuerte
como «la marca> que cada ganadero pone, a fuego,
en el anca de sus reses, la huella que la tierra, tan
madre y tan inexorable a la vez, graba en los autóc-
tonos de cada país.
Las cubanas, gruesas, perezosas, sensuales, oji-
negras, exquisitamente imaginativas, perpetúan, a
despecho de la influencia de los Estados-Unidos, la
leyenda romántica y salvaje -un Beso, una Puña-
lada, y una Cruz—de las mujeres andaluzas, nietas
del Islam: la palmera de hojas lánguidas compren-
de el dolor de las columnas de la mezquita cordo-
besa; la «Media-Luna» pasó el mar y llora en los
medios tonos de la güagira; Las mil y una noches
pudieron escribirse bajo el cielo, maravilloso como
la cola de un pavo real, de la isla de Cuba.A nacer
dos siglos más tarde, Shackespeare hubiese puesto
en Cuba el balcón de Veroiia...
La mujer guatemalteca, distinguida, señorial,
melancólica, con algo de aquella melancolía devota
que debió de informar el carácter de la muy sin
fortuna doña Beatriz de Alvarado, perpetúa la se-
veridad de Aragón y de Castilla.
La colombiana es procer, como sus hermanas de
Guatemala; pero por viajar más, su aristocracia es
más moderna, más en consonancia y armonía con
las liberalidades de nuestra época.
La nicaragüense, aunque obligada a vestir sen-
cillamente—los rigores del clima no permiten com-
plicados alardes de indumentaria—posee, en grado
máximo, el don de la etegancia.
LA ALEGRÍA DE ANDAR 36

Las mujeres de Costa-Rica, ágiles, delgadas y


conocedoras de la magia musical de los movimien-
tos, son tal vez, juntamente con sus hermanas de
El Ecuador, las más «andaluzas> de la América
hispana.
Y no olvidemos en esta relaciónj harto sucinta y
hecha a vuela pluma, el garbo mimbreante de las
caraqueñas; ni la espiritualidad frivola, genuína-
mente europea, de las peruanas; ni la alta jerarquía
intelectual de las chilenas; ni tampoco a las argen-
tinas, de pupilas de ébano y cabellos de sol, porque
quizás fué en Buenos Aires donde el cruce violento
de pueblos distintos produjo las mujeres más bellas -
del mundo; como si allí, en aquella New -York del
sur, brotase con ellas, para bien de la vieja raza
latina, un amanecer nuevo...
A estos tesoros de elegancia y de hermosura,

debemos añadir ya lo dijimos— un fondo enorme,
un verdadero cimiento, de bondad. Ese caudaloso
venero de pasión, de fidelidad y de rebeldías, que
informa toda la ética de la hembra española; porque
las mujeres nacidas en esta bravia tierra nuestra
no son castas, precisamente, si no buenas, pues la
castidad y la bondad o fidelidad no deben confun-
dirse, dicho sea con permiso de los «señores mora-
listas»...
Hay mujeres absolutamente castas muy malas,
porque su castidad se deriva de la dureza de su co-
razón; y otras que amaron libremente a un hombre,
y no obstante son de bondad ejemplar, pues jamás,
ni por codicia ni por amenazas, le engañarían. En
España— resultado de influencias climatológicas,
sin duda— la pasión ciega es ley. Sobre nuestra
raza, tan prolífica, los imperativos del deseo pesan
como una jeitaiura. Recordemos que la Historia de
España es la única que nos habla (ie una reina loca
de amor...

Hace mucho tiempo más de diez y siete años-^
los periódicos refirieron un crimen repugnante, per-
petrado en el pueblo extremeño de Don Benito. El
24
362 EDUARDO ZAMAC0I8

hecho fué así: dos o tres individuos penetraron de


noche, y con alevosía, en el domicilio de una mu-
chacha de gran hermosura, llamada María Calde-
rón; y como ella les hiciese frente y se defendiera
con furores de leona, ellos la cosieron a puñaladas.
Y comentando este lance bárbaro escribimos enton-
ces que España mucho debe esperar de esas muje-
res suyas que, cuando no quieren saben resistir
>

hasta la muerte...

Pues yo afirmo ahora que María Calderón, aunque


muñó doncella, ha dejado en la América española
numerosas hijas; y que entre los brazos de hembras
que saben odiar o querer así, hasta más allá de la
perdición, la raza puede salvarse todavía.
días de encierro

El vapor Zacapa, de la United Fruit Company,


nos trajo en poco más de treinta y ocho horas des-
de el minúsculo muelle de Santa filarla, en las cos-
tas colombianas, a la Aduana de Colón, en Panamá.
Aquí, bajo los horrores de una temperatura hórri-
da y entre un infernal hric-a-brac de personas y
maletas, los empleados examinaron nuestro equi-
paje y luego, en automóviles, fuimos conducidos al
Lazareto
El Lazareto de Cristóbal, situado a orillas del mar
y circundado de cocoteros, es una casa de madera
instalada, según el estilo **americano", sobre me-
dias columnas de ladrillo. Tres pisos, paredes pin-
tadas de gris, ventanas verdes, espaciosas galerías
exteriores defendidas por una red metálica, tan su-
til, que parece cristal, etc., etc. La techumbre, pen-

diente y muy salediza, tiende sobre las cuatro tacha-


das de la finca una especie de visera.
Personajes principales:— Don Amado. Cincuen-
ta años. Rentista. Estatura mediana, grueso, san-
guíneo, las sienes desguarnecidas por las vigilias
de una existencia consagrada al trabajo, y el bigote
teñido de un negro magnífico. Viste de blanco,
Dulce Lorenza, esposa de don Amado. Veinti-
trés años. Alta, rubia, cimbreante, bonita, pavoro-
samente delgada y maestra en ciertas coqueterías y
languideces estudiadas de actriz, que tienen la vir-
tud de exasperar a su marido y de revolverle todas
3^4 EDUARDO ZAMACOI3

las bilis...Lorenza, que vivió en París algún tiem-


po, se desarticularía por parecer francesa: habla
mimosamente, con los labios casi cerrados; arrastra
las rr, desfallece los ojos' y a cada momento se re-
mira en un espejito que lleva en un boisillín de plata.

Personajes secundarios: El matrimonio Ramí-
rez: ella joven y él viejo. El matrimonio Díaz: ídem,
ídem. Una señorita yanqui, que viaja sola. Otra se-
ñorita inglesa, que también viaja sola. Un colom-
biano, buen mozo. Un peruano, que tampoco es feo.
Dos turcos, comerciantes. Un venezolano, enfermo
de apendicitis, que viene a operarse en el ya famo-
so Hospital de Panamá. Un chino. Un negro.
Las seis de la tarde. Llueve abundantemente y
don Amado, desde una galería del piso tercero, ve
descender la lluvia- A un lado, el cielo y el mar se
barajan y pierden en el mismo gris sucio; al otro,
aparece un paisaje criollo: grupos de cocoteros y
de lozanos bananales, y casitas de planta baja cbn
techumbres bermejas de cinc. Una carretera asfal-
tada, de un negro lavado y reluciente, cruza el cam-
po sobre el cual la pertinacia del aguacero comien-
za a formar grandes charcos. Por la carretera pasan,
a cada momento, automóviles y coches, y viandan-
tes con paraguas abiertos. Siempre que divisa uno
de esos coches, don Amado se acuerda de aquel en
donde "León", tuvo, por primera vez, entre sus
brazos, a "Madame Bovary".
"Hay libros— piensa don Amado rememorando
sus escasas lecturas que siempre, de jóvenes como
de viejos, nos producen la misma impresión.
Permanece absorto considerando cuanto podía
ocurrir dentro de aquellos coches que escapan bajo
el triple misterio del campo, del crepúsculo y de la
lluvia. Luego recuerda que pronto llamarán a cenar,

y que hace mucho tiempo que Dulce Lorenza dijo


que iba a vestirse.
Don Amado (empujando la puerta de su habita-
ción, que automáticamente se cierra tras
él). ¿Pue-
do entrar? (Sorprendido). ¿Qué te sucede?
LA ALEGRÍA DE ANDAR 36$

Lorenza(en camisa y corsé, el aire aburrido^ me


dita profundamente sentada a los pies de una
cawo^. -~|Déjame! ¡Estoy furiosa! |No sé qué traje
ponermel...
Don Amauo (por decir algo). — Yo elegiría azul el
pálido.
Lorenza (que pensaba lo mismo). — Si ese es tu
gusto...
Don Amado. — ¡ Pero date prisa I
; Las seis y
cuarto!

Lorenza. ¿Prisa? Si crees que voy a presentar-
me en el comedor, delante de todo el mundo, hecha
una cursi, te equivocas.
Don Amado (impacientándose poco a poco).— ¡Pre'
sumida!
Lorenza. —¿Yo? ¿Presumida yo? Cualquiera mu-
jer lo es más que yo.
I>oN Amado.— ¿Más?... Tú reúnes todas las pre-
sunciones de veinte, de cuarenta, de cien mujeres
juntas. >

Dulce Lorenza, con aquella parsimonia de des-


perezo que tanto encoieriza a su marido, se acerca
al espejo y se observa los ojos, la lengua, las en-
cías... De cuando en cuando se compone un rizo
con un leve toque de sus dedos ensortijados.
Dcw Amado (rencoroso) —-Si no estás arreglada
cuando llamen a comer, cenaré solo.

Lorenza. Mejor: justamente me conviejie adel-
gazar...
Don Amado.— jAdelgazar! ¿Tú quieres morir?
Lorenza.— Con tal de morir bonita...
Don Amado. — ¡Ser bonita! He ahí tu obsesión,
tu gran defecto. Unas mujeres presumen de tener
buen cuerpo; otras de poseer buena dentadura, o
hermosos ojos... Tú presumes con todo: con el cuer-
po, con los dientes, con los ojos, con los pies, con
las uñas...
Lorenza (sacándole la lengua). -^Me aburres.
Don AMADO.—Mal criada.
LoRENSA.—Necio.
366 EDUARDO ZAMACOIS


Don Amado. Tienes menos substancia gris que
una mariposa.
Lorenza —
Grosero
,

Don Amado.— ¿Acaso he olvidado lo que sucedió


esta mañana a la hora de la consulta?
Lorenza (mirando fijamenie a su marido y mien-
tras se estira una media), —
¿Qué sucedió?

Don Amado. Cuando el médico fué colocándo-
nos a todos un termómetro en la boca.
Lorenza.-— No sucedió nada, si no que todos nos
reíamos.
Don Amado. — Exacto; pero tú, por distinguirte,
le pediste a ese joven colombiano... ¡el de la bar-
bal... una caja de fósforos, e hiciste ademán de en-
cender tu termómetro como si fuese un ciga-
rriUo.
Lorenza— ¿Y qué? Se trataba de una escena
cómica. ¿Qué pecado hay en eso?...
Don Amado.— El grave pecado de querer signifi-
carte, de querer llamar la atención haciendo tonte-
rías. Lo peor vino después, cuando empe-
(Pausa),
zaste a chupar el termómetro, como quien chupa
un dulce, y a entornar los ojos y a mirar a los hom-
bres... Acuérdate de que los dos turcos cuchichea-
ron no sé qué, en su lengua, y se echaron a reir.
Después me miraban.
Lorenza.-— No quiero contestarte porque acaba-
ríamos ríñendo, y hoy estoy contenta; hoy me en-
cuentro hermosa...
Su marido se desploma en una mecedora, saca
sus lentes y se abisma en la sección de telegramas
de La Estrella de Panamá, Diez minutos de si-
lencio.
Don Amado (mirando a Dulce Lorenza por encinta
—¿Vas a ponerte los
del periódico, y casi gritando).
zapatos blancos?
Lorenza.— ¿Hago mal?
Don Amado.— ¿Olvidas que cometiste la ridiculez
de comprártelos dos números más pequeños de lo
que te convienen?
LA ALEGRÍA DE ANDAR 367

Lorenza. — Sufriré un poquito. El dolor purifi-


ca... {Ircnica).
Don Amado.— Es que no te caben en ellos los
pies.
Lorenza.-— Creo que sí: cortándome bien las
uñas...
Don Amado.— Mejor sería que te quitases las me»
dias (Se oyen repicar^ en diferentes tonos^ varios tint"
bres.) Ya están dándonos el primei aviso. Las siete.
Lorenza.— No tardo cinco minutos en vestirme.
Son las ocho menos cuarto cuando Dulce Loren-
za y don Amado hacen su entrada en el comedor.
Ella se apoya desmayadamente en el brazo de su
esposo, y, al andar, mueve exageradamente las ca-
deras. Viste un traje azul pálido y lleva alrededor
del talle y enredado a los brazos, un trozo de tul
blanco.
Lorenza {pensando que su aparición no ha impre-
sionado bastante a los comensales),— \Pky, ayl...
Don Amado (en voz ¿o/a) —¿Has perdido algo?
.

Lorenza {palpándose el se«o).— El pañuelo... pero,


no; lo llevo aquí, amor mío.
Las últimas palabras las dice de modo que pue-
dan ser oídas. Todos la miran: los Ramírez, los
Díaz, la señorita yanqui, la señorita inglesa, el jo-
ven colombiano, el peruano, el venezolano, los tur-
cos, el chino, el negro. El levantamiento de cabezas
ha sido isócrono y unánime. Don Amado se ha
puesto encendido.
Durante la comida, Dulce Lorenza charla conti-
nuamente a su marido, pero sin dejar de observar
a los circunstantes. Todo es para ellos. Si a don
Amado se le ocurre alguna agudeza, ella reirá cla-
vando sus bellísimos ojos en el hermoso colombia-
no; y si ella es quien habla, lo hará mirando al ve-
nezolano^ al peruano, a los Ramírez, a los Díaz, al
negro, al chino... No la interesa ninguno aislada-
mente, pero la interesan todos. Su esposo no es
más que el pretexto para que ella dé animación a
su rostro y luzca las perfecciones de su dentadura
3^8 EDUARDO Zi^ACOIS

y la atrayente claridad verde de sus pupilas, y


adopte en la silla diversas actitudes de voluptuosi-
dad y solicitación. Tan pronto comienza a ensan-
char yfruncir los ojos cual si quisiera leer algün
cartel colgado en un punto distante del comedor;
como vuelve la cabeza aparentando interés y sor-
presa. Dulce Lorenza está z;ieWos^ siempre, y esta
autoinspección ininterrumpida la permite ir deta-
llándose, gesto tras gesto, como delante de un es-
pejo. Dulce Lorenza se parece a esos malos come-
diantes que todo lo dicen de cara al público.
Don Amado (de pronto^ irritadísimo),— ¿Con quién
hablas? ¿Con los turcos? ¿Con el chino? ¿Con el
negro?
Lorenza {mostrándose ingenua),-— ¡Conúgol
Don Amado.— Como miras a todo el mundo me-
nos a mí...
Lorenza.— ¿Tienes celos?... jAh! {Con acento ul-
traf ranees.) iMi pobre amigo! ¡Nunca serás un hom-
bre cA/cl... (Un silencio) Te adoro. (Un pellizquito)
Eres mi ideal. (Otro pellizquito.) [Deja que yo mis-
ma, con mi servilleta, te limpie los labiosl

Don Amado. ¡Coqueta maldita! ¿No ves que la
gente mira? (Atragantándose con un trozo de pan de-
masiado grande).
LoRENZA.—Por eso lo hago; para que rabie la
gente con lo que te quiero.

Don Amado {tojo de indignación). Es imposible
vivir así, en exhibición perpetua iQué cuarentena,
.

Seflorl... jQué cuarentenal...


Sin querer vierte sobre la blancura dtel mantel
una salsa picante.
Ala hora del café se acerca a saludarles el bello
colcnabiano, y su presencia reanima la conversa-
ción. Dulce Lorenza ríe, entorna los párpados,
mordisquea golosa un terroncito de azúcar, enseña
la punta de la lengua y hace, en suma, toda clase
de monadas y de melindres.
Lorenza.— ¿No me encuentra usted hoy muy pá-
Uda?
LA ALEARÍA DE ANDAR 369

El Colombiano.— No, señora.



Lorenza. No mienta usted.
El Colombiano {comiéndosela con los o/os).— EHgo
la verdad. A mí me parece... {Se interrumpe cohibí'
do por la presencia de don Amado).

LoíiENZA. Fíjese usted en mis manos.

El Colombiano. Muy blancas,
LoRqrízA.-— Demasiado blancas. {Muestra sus uñas
preciosamente talladas y pulidísimas.) Vea usted
qué uñas...
El Colombiano {batiéndose en retirada).-^LíLS en-
cuentro perfectas...
Lorenza.— Manos y uñas de enferma; sí, señor;
ide enferma!
Don Amadq {deseando concluir), — No hagamos
caso. Cuando las mujeres están satisfechas de sus
sortijas es cuando más procuran convencernos de
que están enfermas. Vuelvo en seguida, {Se levanta
y sale del comedor).
El Colombiano {confidencial) —¿Seha incomodado?
Lorenza.— ¿Por qué? {Angelical).
El Colombiano.— No había motivo.
Lorenza. — Vea: yo insisto en que examine usted
bien mis manos: la izquierda me parece más pálida
aún que la derecha... {Siguen hablando).
Media hora después Dulce Lorenza sube al piso
tercero,donde tiene su habitación, y encuentra a
don Amado en la galería, en mangas de camisa y
sumido ante el paisaje lleno de sombras.
Lorenza {carirtosaf poniéndole una mano sobre el

hombro). ¿Qué haces? ¿Me quieres?
Don Amado {seco^ como si no hubiese bebido agua
en tres días.—-Sí.

Lorenza. Hay un poco de luna, ¿Salimos a pa-
sear por el iardín? {Pausa,)Yo vuelvo ahora de allí.
(Suspira la brisa de un modo tan dulce entre los
cocoteros 1

Don Amado,— ¿Callarás?... {Dando un grito.) ¡Es-


taba sacando unas cuentas y con tus tonterías me
has equivocado una suma!..»
370 EDUARDO ZAMACOI8

Lorenza (oscilando sobre sus zapatitos nticroscóin-


íos/—; Tonterías?... ¡Hi». hi... hil... (Rompe a llo-
rar. Llora de fastidio^ llora sin saber por qué).
Don Amado (furibundo).— ¿LagnmitSLS ahora?
Lorenza. — Hi... hi... hi...
Don Amado (sudando).— Hay que ponerte en cura.
Estás neurasténica.
Lorenza.— ¡Neurasténical... Eso faltaba; que me
acusases de neurasténica. ¿Sabes lo que te digo?
¿Sabes lo que digo?... {Con rayos en los ojos).
Don Amado (hecho «w6flSí7isco).—j Acaba!

Lorenza. Que la neurastenia es la palabra con
que cuatro necios designan la espiritualidad de las
mujeres, el exceso de poesía de nuestras almas, el
lirismo divino de nuestras almas... jTodo eso ex-
Suisito que nunca, nunca, nunca, vuestra grosería
e machos podrá comprender! ¡Te odio, te odio!...
¡Te engañaré con el primer neurasténico que en-
cuentrel...
Se marcha llorando y desaparece en sus habita-
ciones dando un tremendo portazo.
Don Amado (filosófico y prendiendo un cigarro). —
jBuenoI...
Momentos después la oye silbar una canción de
café-concierto.
PANAMÁ

Dotada de perfiles propios, Panamá interrumpe Ja


monotonía de las ciudades centroamericanas. Há-
llase dividida la capital panameña en dos partes,
radicalmente distintas: la parte americana o zona
del Canal, formada por el barrio új Balboa, y aque-
lla otra que aun pudiéramos llamar ** española*.
Balboa tiene ese aspecto ligero y rústico, común
a todos los pequeños pueblos norteamericanos. Es
un arrabal aristocrático, apacible, verde, en cuyo
silencio, a la puesta del sol, se oyen cantos de pája-
ros: las calles, pulquérrimas y asfaltadas, serpean
entre jardines; las casas de madera, en su mayoría
nuevecitas, bien pintadas, con persianp.s de colores,
son de planta baja y edificadas coVe pequeños ma-
cizos de ladrillo a manera de columnas. Por todas
partes amplios trozos de iurf, flores, árboles, apre-
tados telones de hiedra, en los cuales los ruidos y
el polvo parecen detenerse. De noche, cuando los
fenestraies se iluminan, todo aquel parque — por-

que Balboa es eso, un gran parque ofrenda al pa-
seante la alegría de un árbol de Noel.
La verdadera Panamá, o "Panamá la vieja**, es
una población fea, de callejones sórdidos que zig-
zaguean sobre un terreno desigual, de casas con
anchos aleros y colgadizos al aire libre, donde siem-
pre hay ropas tendidas; pero bulliciosa, alegre y
muy activa. Numerosos Bancos y cerca de mil
automóviles» los más de alquiler, la llenan de ruido
37^ EDUARDO ZAMACOIS

y de fiebre. Allí se trabaja intensamente, y la gente


desprecia el calor tórrido y camina de prisa. A veces
tiene "gestos" de ciudad grande. Su Avenida Cen-
tral recuerda la arteria principal, calle-eje, de Gibral-
tar: en ambas flota cierto indefinible abigarramien-
to; son los mismos comercios exóticos, donde se
venden marfiles y sedas orientales; son los mismos
tipos, amarillos, o negros o bronceados, venidos de
muy lejos. El viajero tarda en acostumbrarse a la
algarabía multicolor de esos bazares donde refulgen
las púrpuras ardientes, los violetas dolorosos y los
escandalosos ocres nacidos bajo el sol de Asia; y al
trato de esos hombres de leyenda— árabes, persas,

indostánicos, japoneses, chinos que suelen ador-
narse con un fez y chapurrean todos los idio-
mas; individuos de piel aceitunada, trapaceros y
flexibles, de sonrisa triste y cruel, en cuyos ojos
negros parece vivir toda la experiencia de sus vie-
jas razas.
Caracteriza justamente a la capital panameña su
"falta de carácter", su heterogeneidad, su cosmopo-
litismo. Las personas, los comercios, hasta los edi-
ficios,parecen estar allí "provisionalmente". Si un
día leyésemos: "Panamá se ha ido"... la noticia no
nos sorprendería mucho, porque Panamá huele a
muelle y a estación de ferrocarril.
Examinando el aspecto sedentario y retraído de
otros pueblos, el observador piensa:
— Estas mujeres y estos hombres nunca saldrán
de aquí. Como sus padres, aquí nacieron y aquí
morirán...
El vecindario panameño produce la impresión
opuesta: son gentes que parecen recién llegadas y
que van a irse en seguida; gentes? "de tránsito"; y
ái alguien nos dice que reside allí hace veinte años,
cuesta trabajo creerle.

Esa dudad en donde ¡oh ingratitud humana!
nada recuerda el nombre glorioso de Fernando Les-
sep3r ha sido llamada con razón "la garganta del
mundo". Efectivamente, Panamá, con su perímetro
LA ALEGRÍA DE ANDAR 373

largo y estrecho, paralelo al Canal, tiene la silueta


de un esófago o de un camino. La vida es cara allí,
porque la asimilación del dinero de los extranjeros
ha de ser rápida; Panamá, a imitación de los hote-
les, vive de los que llegan y de los que se marchan.
Los pasajeros que arriban a Colón, o cruzan el Ca-
nal o por ferrocarril siguen viaje a la capital y lue-
go a Balboa, o viceversa.
Panamá es una especie de frontera, y es alegre
porque no nos invita a quedarnos. Según de donde
vengamos, será para nosotros la ruta de Europa o
el camino de Oriente. Panamá es un puente; el
alma del Canal es la suya. Panamá se ha hecho
**para pasar"...

Oficinas ''americanas*'*

En poco tiempo han sabido conven-


los yanquis
cer a los panameños de que un objeto
el reloj es
de verdadera importancia. Antes, los panameños,
desmoralizados por el terrible calor de su país, no
comprendían bien la diferencia que puede haber
entre las nueve de la mañana y las dos de la tarde;
hasta que al cabo reconocieron su error, y hoy
se manifiestan casi tan activos como sus protec-
tores.
^A la tierra que fueres, hai lo que vieres"— ha
dicho elpueblo, que presintió mucho antes que
Darwin la necesidad de adaptarse al medio. Pero
esta regla, como todas las reglas y leyes del mundo,
tiene excepciones.
El viajero que llega, supongamos, a un país de
poderosas actividades, si quiere afianzarse en él y
medrar, deberá desenvolver una notable diligencia
en todo, aunque no siempre. Diré más, y es: que en
determinados momentos, no solamente no deberá
seguir el ejemplo común, sino contradecirlo. En el
caso de tener que despachar asuntos en alguna ofi-
cina, v,.rbigracia.
374 EDUARDO 2AMACOIS

Un español recién llegado a Panamá, y que iba


a Colombia, me decía:
—Mañana he de madrugar para visar mi pasa-
porte en el consulado. Las horas de despacho son
de nueve a doce.
— ¿A qué consulado va usted?
— Al americano.
— Entonces no se apresure. Vaya usted a las
once y media.
—¿Cómo?... ¿No sabe usted lo puntual que es
**esa gente**?
— —
Por lo mismo repuse con aquella seguridad

nacida de la personal experiencia no se arrepen-
tirá usted de seguir mi consejo. Si el consulado fue-
se mexicano» o peruano, o español... yo le recoi::en-
daría ir temprano, ¡bien tempranol; pero siendo
yanqui, vaya usted tarde y le atenderán en seguida.
Esta opinión mía trene la mueca de una parado-
ja, pero no lo es.
A las oficinas, como esa del consulado americano,
donde se trabaja *de nueve a doce*, los yanquis,
reloj en mano, acuden preguntando:
— ¿Han abierto ya? Son las nueve y un minuto.
Un español, en cambio, también reloj en mano,
llegará diciendo:
—¿Han cerrado ya? Falta un minuto para las
doce...
Y es porque "nosotros* lo dejamos todo para **lo
último**.
Este hecho, repetido mil veces, me ha convenci-
do de que, tratándose de oficinas latinas, debemos
ir temprano, porque *'todavía** no habrá nadie; pero
si la oficina es americana, será prudente ir tarde,
porque **ya** no habrá nadie.
Esta es una de las contadísimas circunstancias en
que importa hacer lo contrario de lo que hace
la mayoría; y la única vez, quizás, en que la ma-
drugadora diligencia yanqui y la proverbial indo-
lencia latina engranaron bien.
LA ALEGRÍA DE ANDAR 375

El carácter yanqui»

Para el turista estudioso que desembarca en


New- York con intención de conocer la idiosincrasia
yanqui, más eficaz y precioso que un psicólogo, a
lo Paul Bourget, le sería un cartero. Un buen carte-
ro que, en cada esquina, le repitiese:

Vea usted qué calle tan derecha...
El yanqui se retrata en sus ciudades de tal ma-
nera, que cada calle merece considerarse como
el gesto representativo de cuantas personas habitan
en ella.
Lafigura síntesis del espíritu yanqui es la línea
recta, en cualquiera de sus dos trayectorias máxi-
mas: la vertical y la horizontal. Su carácter es fran-
co, sencillo, sin recovecos, diáfano, en fin; y nada
más claro que la línea recta: también es impaciente
y eficaz en la acción; ¿pero no dice la Geometría
que **el camino más corto entre dos puntos es la
línea recta**?... Asimismo su actividad voluntariosa
es primitiva, ingenua, con un algo infantil: ¿Y no es
la línea recta la más al alcance de los niños?...
En ese gigantesco pueblo pueril los medios tonos
se ignoran; allí los hombres, o fracasan completa-
mente o ganan millones; o no hacen nada, o de re-
solverse a la acción, lo acometen todo. Si quisiése-
mos expresar esto de un modo gráfico, diríamos
que el yanqui, para pasar del día a la noche y vice-
versa, no necesita de los crepúsculos.
La línea recta aplicada a la Arquitectura, a la
Mecánica o al Comercio, produce— según los peri-
tos—beneficios inmejorables. Pero, aplicada a nues-
tra parte moral, sus utilidades son muy diferentes.
La Ley es buena, sí, mas a condición de que tenga
**un margen*; es decir, con tal de que el juez pueda
aplicarla íntegra, o dulzurarla según su buen crite-
rio; o lo que es igual: siempre que deje de ser rec*
37^ EDUARDO ZAMACaiS

tilínea, siempre que aquella parte "humana**, aque-


lla parte "palpitante**, que tanto se echa de menos
en los Códigos, ondule...
El pueblo americano** no sabe de
** esto, y cuantos
viajeros llegan a Panamá, especialmente los que
pasaron por allí durante la guerra, podrían referir-
nos mil episodios grotescos de puro graves y pro-
tocolarios.
En la Aduana, los interrogatorios policíacos se
prolongaban, inacabables: **¿De dónde viene us-
ted? ¿Adonde va usted? ¿Qué amigos tiene usted?
¿De quién son esas cartas que lleva en su baúl?
¿Cómo acredita usted que la señora que le acom-
paña es su esposa legítima?...** Aquel registro de
conciencias, más escrupuloso aán que el celosísimo
registro de los equipajes, producía vértigos. Prohi-
bido el uso de armas, prohibido en absoluto el uso
de alcoholes. Recuerdo la solemnidad, la prestan-
cia heroica, con que un señor aduanero extrajo de
la misérrima maleta de un emigrante media botella
de vino. El representante de la Ley, membrudo,
macizo, hecho de líneas rectas por fuera como por
dentro, miró la botella al trasluz, la destapó con un
guiño de precaución, como si se tratase de un líqui-
do infllamable, la oHsqueó y empleando un ademán
magnífico vació su contenido en el man
Salir de Panamá era también dificilísimo. El pa-
saporte presentado en los Consulados correspon-
dientes «veinte días» antes del señalado para el
embarque, y autorizado por todas las rúbricas y
sellos necesarios, no bastaba. Era indispensable,
además, responder por escrito **y bajo juramento**,
a las **Pregüntas** impresas en unos largos pliegos^
titulados: Pormenores y antecedentes del pasajero
**

que se exigen en cumplimiento de la Ley de Inmi-


gración.**
Perdón por los barbarismos gramaticales inser-
tos a continuación. Quien los lea comprenderá que
el autor no pudo substraerse al placer de copiarlos
**al pie de la letra**:
LA alegrIa de andar 377

Artículo 21, "¿Ha estado usted alguna vez en


prisión o en hospital de caridad?"
Claro es que a esta impertinencia se responde
negativamente.
Artículo 22, "¿Es usted polígamo?"
Articulo 2). "¿Es usted anarquista?"
También es evidente que el interrogado, aunque
sea ácrata activo y disponga de más esposas que
Barba-Azul, con las ganas que tiene de marcharse,
responderá: «No.»
El mejor «artículo» es el 24. Dice:
"Cree usted en o abogar por derrocar por fuerza
o violencia el Gobierno de los Estados Unidos, o
toda forma de ley, o desaprueba y se opone a toda
forma de gobierno organizado, o aboga el asesinar
a empleados públicos, o predica usted la ilegal des-
trucción de propiedades; o es usted miembro o afi-
liado de cualquier organización que se opone a
todo gobierno organizado^ o que predica y acon-
seja la destrucción de la propiedad, o enseña la
necesidad, deber y correcto proceder en asaltar o
riiatar a oficiales del Ejército de los Estados Uni-
dos..." etc., etc.
Este cuestionario inútil, marea, desazona; nos
produce el efecto de hallarnos acostados y con una
pesa de cincuenta kilos sobre el vientre.
Lo que no impide, claro esl, a los escritores
;

europeos puestos al servicio de la "frase hecha",


seguir hablándonos de "la libre América".
Pero como nada de esto ej? serio, ¿a qué inco-
modarnos?
En fuerza de ser candoroso, el yanqui nos trae
una emoción de infancia. El alma «americana»,
recta y simple, amiga de la libertad y acribillada de
prejuicios, sin embargo, tiene a ratos el perfil có-
mico de un hércules con cabeza de muchacho. Sobre
la "Victoria de Samotracia", los cabellos rizados de
''un niño" de Rubens.

25
CAPITULO ÚNICO

(En donde sl autor ruega a Dios le libre d los malos cronistas.)

Del p8ÍtacüiiiM>«

Muchos pensadores ilustres, tales Voltaire, Mon-


taigne, Pascal, Diderot, Rousseau y muy espe-
cialmente el gigantesco Leibnitz, hicieron observa-
ciones interesan tísiiuas relativas al «psitacismo», o
«lenguaje de los loros».
El psitacismo nace de la no comprensión exacta
de aquellas ideas que recibimos o emitimos creyen-
do comprenderlas; y también de la desarmonía en-
tre la idea y las palabras. El psitacismo significa un
desequilibrio, una secreta incoherencia mental de la
que todos andamos aquejados más o menos grave-

mente. En los espíritus inferiores esto es, en la

mayoría de los espíritus esa depresión representa
una normalidad que conturba las pulsaciones todas
de su mundo interior; en los espíritus selectos, por
el contrario, dicha depresión es fortuita; pero segu-
ramente nadie ha dejado de caer alguna vez en las
ridiculeces ornitológicas del psitacismo,
El psitacismo es un mal formidable cuyas vícti-
nias, a cada momento, nos tropiezan y nos conta-
gian. En la calle un amigo nos saluda con un efusi-
vo apretón de manos:
—¿Cómo está usted?.,.
38o EDUARDO ZAMACOIS

Y sin darnos tiempo a responderle, añade:


—Yo, bien, muchas gracias. ¿Y usted, cómo si-
gue?...
Ana! icemos estas palabras, que parecen las de un
diálogo, y en realidad sólo forman un monólogo.
Nuestro amigo nos ha preguntado por nuestra sa-
lud, pero lo hizo maquinalmente, lo hizo de un
modo subconsciente, o, en términos más vulgares, lo
hizo **sin saber lo que hacía". (Caso de psitacismo).
Después "le pareció" que nosotros le contestába-
mos (segundo caso de psitacismo) y agregó: "Yo,
bien, muchas gracias". Finalmente repitió sin acor-
darse de que ya lo había dicho: "¿Y usted, cómo si-
gue?"... Véase que nuestro colocutor habla sin saber
lo que dice, y cómo cree haber oido una respuesta
qué ño negaron a dar nuestros labios.
Lo peor es, que de tan lamentable aturdimiento
se hallan más o menos inficionados nuestros pen-
saraientos, nuestras conversaciones y hasta núes
tros sentidos. El mito admirable de la Torre de Ba-
bel dura todavía. El hombre no entiende al hombre,
y esto le separa de su hermano. Sobre las mil
dolencias que alteran nuestro funcionamiento sen-
sorial, existe otra enfermedad gravísima nacida de
la "no aplicación" de nuestra atención a los senti-
dos. El Evangelio lo dice: "Hay quien tiene ojos y
no ve; hay quien tiene oídos y no oye"... Y es por-
que el espíritu se halla ausente.
El psitacismo nace en la escuela. A los niños no
les enseñamos ideas, ni les descubrimos sensaciones,
ni les revelamos los caminos de la investigación;
sólo les enseñamos palabras, y esta obsesión de las
palabras llenará más tarde su vida intelectual de
ruidos inútiles. Ejercitamos su memoria, no su ra-
zón, y así ésta raras veces conseguirá romper la
epidermis de las cosas. "El niño retiene las pala-
bras y rechaza las ideas; los que le escuchan las
comprenden; sólo él no las comprende" —
escribe
Rousseau.
Las fuentes del psitacismo son innumerableSt La
LA ALEGRÍA DE ANDAR 381

primera, en el orden cronológico, y acaso la más


temible, reside en nosotros mismos. Nace de la di-
ficultad primordial de conocer los objetos según
son, y luego del trabajoso arte de vestir nuestras
ideas adecuadamente, de hallar la palabra justa:
esto es, de decir **lo que queremos decir". Del des-
acuerdo entre el pensamiento y el lenguaje resulta
qne nuestras ideas salen deformadas, adulteradas,
de nuestra boca, para caer en los oidos de nuestro
interlocutor, quien a su vez y sin advertirlo, al re-
pstirlas las someterá a nuevas tergiversaciones.
Esta es la segunda gran raíz del psitacismo. El he-
cho es tan frecuente que ha llegado a constituir uno
de esos llamados **juegos de sociedad**.
En un salón donde se celebre un baile, lancemos
una afirmación cualquiera. Por ejemplo:
— Anoche, al cocinero de don Fulano le mordió
un gato.
La noticia vuela de boca en boca, y sucede que
éste no la oye bien, que otro la sazona con un co-
mentario, y cada cual la sopla o la mutila o la tuer-
ce, según los capriehos de su imaginación. Quién
añade... quién suprime... y la pobre noticia va des-
pedazándose como un cuerpo desnudo que rueda
entre zarzas. Dos horas después el amigo que ehar-
la a nuestro lado, nos dirá:
— ¿Sabe usted lo ocurrido?... Que anoche el coci-
nero de don Fulano le dio a comer a su amo un
gato...
Otro poderoso origen de psitacismo son las lec-
turas mal digeridas. De cien personas que conozcan
el abecedario, noventa y cinco *no saben leer**;
y
no saben leer porque leen de prisa, por distraerse;
leen *por pasar el rato**, y sin que su atención esté
allí. De aquí que no asimilen nada, o que si algo

asimilan lo hagan muy imperfectamente.


*No conozco escritores más claros, más diáfanos,

que La Fontaine y La Bruyére declara Emilio Fa-
guet— y, no obstante, tengo la certeza absoluta de
que, aun leyéndolos por la veinteava Yez, se en-
382 EDUARDO ZAMACOIS

cuentran párrafos, se descubren bellezas y se ha-


llan observaciones que pasaron inadvertidas en lec-
turas anteriores.^
Si esto le acaecía a un lector tan benemérito
como Faguet, ¿qué no les sucederá a esas personas
que únicamente recurren a la lectura cuando quie-
ren distraer el fastidio de un viaje en ferrocarril?
**Por la sola razón de que ningún hombre se pa-

rece completamente a otro dice Diderot nunca —
comprendemos perfectamente, tampoco somos
ni
perfectamente comprendidos; siempre hay de más
o de menos en todo, y nuestras palabras se quedan
más acá o van más allá de la sensación.*
Los oradores, y más aún los innumerables Cán-
didos que creen {todavía!... en la eficacia educativa
de la oratoria, debían reflexionar minuciosamente
en todo esto.
Si no comprendemos bien al camarada que con-
versa con nosotros en la paz de un salón, ¿qué asi-
milaremos del discurso oído en el exaltado tumulto
de un '^mitin** al que asisten cinco o seis mil perso-
nas?...
Examinemos la psicología cierta de uno de esos
lances que suceden, casi a diario, y a los cuales los
periódicos no dan importancia:
*Pérez**, en política, tiene "sus ideas**, o cree "te-
ner ideas", y quiere oir lo que aquella noche dirá
en un mitin don Alejandro Lerroux. Al salir de su
casa, su mujer le grita:
— jTen cuidadol... No te metas en jaranas... Si
hay palos, procura que no ninguno.
te alcance
Férez mira a su consorte despreciativamente, en-
ciende un tabaco y se lanza a la calle con un tre-
mendo garrote debajo del brazo.
En el local donde el mitin se celebra, se apretuja
una muchedumbre enorme, exaltada y ruidosa. Se
oyen gritos, los ojos relucen; un ambiente de bata-
lla enardece las frentes. Individuos de la policía
guardan las puertas. De pronto estalla un ensorde-
cedor y larguísimo aplauso, al que sucede un pro-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 383

fundo silencio. Don Alejandro ha subido a la tribu-


na. Al principio su palabra es templada, cordial;
luego se exalta, levanta los brazos y pide *^la muer-
te** de algo... o de alguien... La multitud no ha com-

prendido bien, pero responde iracunda:


— ¡Muera!... jMueral...
Don Alejandro, maestro en el arte de desencade-
nar los entusiasmos populares, gritaí
— ¡Abajo la!...
Su voz se pierde. No obstante, la asamblea res-
ponde furiosa:
~ ¡Abajo!... jMueral...
El escándalo crece y la Guardia civil trata de des-
alojar el salón. En lo alto de la tribuna Lerroux lu-
cha a brazo partido con dos policías que quieren
detenerle. Suena un tiro y la Guardia civil arremete
contra los revoltosos, a culatazos. Pérez, en lugar
de huir, enarbola su garrote y pega sobre lo que
tiene delante; luego recibe un golpe terrible en la
cebeza, siente que un líquido caliente le moja el ros-
tro y cae desvanecido. Más tarde, acusado de haber
hecho armas contra la autoridad, será condenado a
ocho o diez años de presidio...
Y sucede que Pérez va a presidio sin saber por
qué, pues él no entendió nada de lo que dijera Le-
rroux; él gritó ¡Muera **!... lo mismo que pudo gri-
**

tar: **¡CaféI"... Pérez no es víctima de ''sus ideas**;


lo que a Pérez le perdió y le llevó a presidio, fué su
psitacismo.
Llegamos, pues, a la dolorosísima conclusión de
que nadie comprende bien a nadie. El niño aprende
palabras... ¡nada más que palabras!... El profesor
estudia libros que no acierta **a leer del todo**, y de
ellos extrae conceptos y teorías que sus alumnos
tampoco digieren completamente, lo que no les im-
pedirá explicarlas después...
¡Palabras, siempre palabras!... A
nuestro alrede-
dor, desde que nacemos, sólo hay palabras. Las pa-
siones, las ideas, todo lo positivo, lo que vive, lo
genuinamente humano, desaparece bajo las artifí-
3^4 EDUARDO ZAMAC0I8

ciosidades, más O menos dichosas, del estilo. Bus-


camos amor, y tropezamos con una palabra; busca-
mos ciencia, y nos cierra el camino otra palabra.
¡Y qué triste es llegar al convencimiento de que
la mitad de los hombres no saben lo que hablan,
mientras la otra mitad, la que permanece callada,
no sabe lo que oyel...

El señor coronel.

Pirrón y Abelardo negando, casi absolutamente»


la ^realidad objetiva y porfiándonos que todo se
reduce a ipalahras—flatus-vocis—á^iaton sentada
una verdad inconmovible. Las palabras no sólo
avasallan las ideas y las deforman, sino que obscu-
recen nuestra propia conciencia al extremo de ha-
cernos barajar lamentablemente lo soñado con lo
vivido, lo que asimilamos leyendo con cuanto bro-
tó espontáneamente de nuestro espíritu, lo que en
una conversación dijimos y lo que nos dijeron.
El Perüf de la Pacific Steamship Navigation Com-
pany^ deriva hacia el sur ante las costas del Ecua-
dor. Son las ocho de la noche y sobre cubierta ape-
nas quedan pasajeros. Navegamos combatidos por
un rabioso viento de proa; a cada momento el taja-
mar desaparece bajo las olas encoraginadas y espu-
meant;es. Llovizna.
Caminando lentamente y esparrancado, el coro-
nel Z., se aproxima a nosotros.
— —
Buenas noches, coronel le gritamos.
AI hablarle sentimos que el ventarrón nos arranca
de los labios las palabras y que sílaba a sílaba—

esto es, en pedazos se las lleva.
Z. es un coronel italiano que, a pesar de haberse
batido heroicamente en *el frente* austríaco— las

cruces que ennoblecen su uniforme lo dicen pare-
ce un coronel de vaudevil. Z. es grueso, pequeño,
nalgudo y muy rosado de mejillas; lleva los cabe-
llos rizados, usa camisas de sport y se afeita el pe-
LA AhE^KtA DE ANDAR 385

cho para parecer más blanco. El pobre cree que a


las mujeres las importa eso...
Informado de mi profesión y de lo que hago en
América, Z. quiere hablarme de sí mismo con la

esperanza de sugerirme una crónica muy diferen-
te, claro es —
de ésta que su gran ingenuidad me ha
inspirado.
Z. charla extensamente. Los mayores honores
militaras le fueron otorgados: tiene la cruz A., la
cruz B., la medalla C, la medalla D...
Yo.— ¡Ahí...
Z. describe la guerra en las montañas, casi
inaccesibles, ganadas y perdidas cien veces bajo la
espantosa conflagración de la metralla y de la nie-
ve: el fragor de las baterías atruena el horizonte;
hay asaltos delirantes a la bayoneta; los pies de los
combatientes patinan sobre la sangre de los que
cayeron; los abismos de la cordillera abrupta van
rellenándose de cadáveres...
Yo.— iOhl...
La imaginación cálida del bizarro coronel evoca
las —
márgenes cuyas arenas no son más abundan-
tes que sus recuerdos históricos— del Adriático
azul; la melancolía de Trieste, la serenidad con que
Venecia se dispuso a morir...
Z. perora sin interrupción, apenas si se detie-
ne lo estrictamente indispensable para tomar aire.
Los únicos signos ortográficos que emplea en su
discurso son la coma y, de tarde en tarde, el punto
y coma. Z. parece ignorar la existencia del "punto
y aparte.*
Yo continúo asombrándome, mas no puedo aña-
dir ni siquiera una palabra a mis exclamaciones
porque Z. no me da tiempo.
Z. habla de Fiume.
Yo- ¡Ah!...
En seguida habla de D'Annunzio.
Yo- I Ahí...
Se esfuerza en convencerme de que la interven-
ción de Italia dio la victoria a "los aliados;" o, más
3B6 EDUARDO ZAMACOIS

exactamente: que fué Italia, nada más que Italia,


quien ha ganado la guerra. Y como el tema es, sin
duda, de muy difícil demostración, el bravo coronel
emplea en su alegato unos cuarenta minutos, apro-
ximadamente.
No puedo mas; mis ideas se van; mis pierdas
se doblan; les ojos se me cierran; siento que voy a
marearme. Cuando Z. se despide mí —
¡con qué
alegría, por mi parte— van a dar las once. El mo-
nólogo de Z. ha durado cerca de tres horas.
Al día siguiente, durante el almuerzo, un viajero
me llena de confusión con estas palabras:
— El coronel Z. me ha hablado de usted. Dice que
es usted un maestro de la conversación, y que
anoche le dio usted una conferencia admirable
acerca de la intervención de Italia en el conflicto
europeo...
Hechos tan elocuentes como el precitado, de-
muestran que nada existe fuera de nosotros, y que
escribir acerca del arte de la conversación, como
hizo La Bruyére, es perder el tiempo. El psitacismo
hace estragos en nosotros. Unas veces nos hablan
y no oímos; otras, en cambio, nuestro interlocutor
no nos oye. Esto proviene de que, generalmente,
cada cual únicamente habla de lo que le interesa y
para sí mismo. El coronel Z. quedó tan satisfecho
de mí, porque, al decirme adiós, se iba satisfecho
de sí, de su ingenio, de cuanto había dicho...
Para bien de todos la Higiene PúbHca no ha pen
sado en recluir en Sanatorios a los enfermos de
psitacismo: de hacerlo, nuestras ciudades se que-
darían vacías.

Las entrevistas.

El interés pintoresco, así como la utilidad comer-


cial de las interviews, es innegable: una informa-
ción hábil puede disponer en pro o en contra de un
artista a toda una ciudad. Lo que nos infunde po-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 387

quísima confianza es lo que haya de real o de falso


en las interviews.
Conocemos reporteros biliosos, sistemáticamente
hostiles a todo, que mientras se dirigen al hotel
donde **la figura del día"—-escritor, torero o políti-
co—les aguarda, van diciéndose irónicos, como
aquel señor Penitenciario, de Galdós, en Doña Per-
fecta: *Vamos a conocer a ese prodigio."
Todas las atenciones, todas las cortesías que de-
diquemos a estos "queridos compañeros," serán
pocas; mejor dicho: serán estériles. Su carácter
seco, impermeable a la simpatía, les mantendrá
alejados de nosotros; no sentirán la afectuosidad
leal con que les hemos recibido, ni el calor de
nuestras confesiones. Esos hombres que, antes de
tratarnos, ya nos odiaban, no serán nunca nuestros
amigos.
Otros reporteros, por el contrario, nos son adic-
tos, desde el primer instante, con adhesión incondi-
cional.
Tanto en el espíritu de éstos, los optimistas, los
cordiales, como en el de aquellos, los discutidores
y picajosos, el psitacismo cuelga densísimos corti-
najes de sombras. El señor reportero verá en nos-
otros lo que él esperaba ver, y pondrá en nuestros
labios cuanto él hubiese querido oírnos decir. Nos-
otros exclamaremos, "blanco"; y él escribirá en su
cuaderno de notas: "negro". Porque pensaba que
nosotros íbamos a decirle: "negro". Inútil luchar
contra su apriorismo: no nos entenderá, ni nos
verá, ni nos oirá, más que muy in partibus. El
psitacismo levanta entre los hombres reductos inex-
pugnables. En cada alma hay un Verdún.
De aquí el horror que a los señores ministros y
a los grandes diplomáticos, especialmente, les ins-
piran las informaciones periodísticas; nó porque
desdeñen la pequeña notoriedad que de aquellas
reciben, sino por el miedo a que les atribuyan afir-
maciones que no han hecho.
En este vidrioso cempo de la política, unas pala-
3^8 EDUARDO ZAHACOIS

bras imprudentes pueden provocar una ruptura de


relaciones entre dos países.
Acerca de esto el cronista, recurriendo a su per-
sonal experiencia, podría referir casos, muy hila-
rantes, de psitacismo visual y auditivo.
Yo tengo los ojos verdosos, pequeños y alegres.
Lo siento: a poder elegir hubiese escogido otrosi..
Con ellos, pues, llegué a la muy bella y muy espa-
ñola ciudad de Cartagena de Indias, en Colombia.
Un periodista me entrevistó, charlamos largo rato y
después nos fuimos a pasear en automóvil. Cena-
mos juntos.
AI otro día el reportero, en su artículo, me descri-
bía así:
**Es alto, viste bien, tiene los ojos tristes, rasga-
dos e intensamente negros**...
¿Por qué me embelleció tanto? No me lo explico:
acaso su imaginación **me vio** así, y aun después
de conocerme, lo soñado continuó imponiéndose
en su memoria a lo verdadero. O quizás esos ojos
admirables eran los de alguna cupletista de quien él
habló en otra ocasión, y gustándole su descripción
la aplicó a mí. Meses después recibí una carta de
mi madre, que decía: **Me ha causado mucha pena
lo que he leído en uno de los periódicos que nos
envías. ¿Es posible que te pintes los ojos?"...
En Lima me sucedió algo semejante.
Yo charlaba, y el reportero — que era un joven
inteligente — me escuchaba atento. Un camarero me
trajo una Las cartas ejercen sobre mí una
carta.
fascinación extraña. Desde hace años espero una
que ha de cambiar toda mi vida. Yo sé que no ven-
drá, pero la espero... Resumen: que no puedo per-
manecer indiferente ante un sobre cerrado.
Yo.— ¿Me permite usted leer la firma?...
Reportero. —
(Gesto urbano de consentimiento,)
Y o. --(Mientras rasgo el sobre,) ¡Qué atracción
diabólica tienen las cartas para mí!... En esto no me
parezco a Anatole France. (Dejo la misiva sobre
la mesa.) Escribirle a France es perder el tiempo.
LA ALEGRÍA DE ANDAR 389

*Las cartas que recibo las echo al fuego sin leer-


las—me decía el maestro una tarde—; estoy tan
viejo, que no espero nada, ni nada me interesa.,/
Continúo hablando; mi interlocutor toma notas y
a cada momento me mira, sonríe, hace signos de
asentimiento. No debo dudar, pues, de que nada
. .

de lo que voy explicando escapa a su atención.


Al día siguiente aparece la interview^ y uno de
sus párrafos dice:
...•A Zamacois le traen una carta. Zamacois sus-
pira y, sin leerla, la rompe. ^ ¡Estoy tan triste-
dice— tan viejo, que nada me interesa.* Etc.
Las sienes se me hincharon de cólera. ¿Qué pen-
saría de mí la sociedad limeña, tan obsequiosa, tan
culta, tan deferente conmigo?.!. **Si todo le aburre
murmurarían con razón mis amigos — ¿para qué
viaja?**
¡Rectificarl... ¿Para qué rectificar?... Unos leerían
mi rectificación, otros no... Y aunque rectifiquemos,
¿no es cierto que siempre queda **algo** de lo que
quisimos borrar?...
Las informaciones periodísticas, de consiguien-
te, son siempre peligrosas para el señor entrevis-
tado, y más cuando el reportero le pide su opinión
acerca de tal o cual autor; o, lo que es más grave,
respecto a tal o cual país.

El reportero. ¿Conoce usted la república de
El Ecuador?
El viajero.— Sí, señor.
Reportero.— ¿Qué me cuenta usted del puerto
de Guayaquil?
Viajero.— Me gustó mucho.
Reportero.— [Calle ustedl... Un puerto pequeño,
sin tráfico...
Viajero. —No podrá comparársele al de Buenos
Aires, pero está bien.
Reportero.— ¿Se atrevió usted a subir hasta Qui-
to?... Hábleme con toda franqueza, porque yo no
soy ecuatoriano.
Viajero.— Fui a Quito, y me alegro, porque es
SgO EDUARDO ZAMAOOIS

uno de loscaminos más interesantes de América.


Reporter(j. —
Un camino de cabras.
Viajero.— Por eso, por temerario, es bellísimo.
Reportero.— Muy peligroso.
Viajero.— El peligro añade al viaje una emoción
que también es belleza.
Prosigue el diálogo, y el viajero, torturado a pre-
guntas, reconoce que en Guayaquil le molestó el
calor, que Quito es una ciudad triste y que cuando
llegó a Ríobamba estaba fatigadísimo, etc..
Lo suficiente para que luego el reportero le cuen-
te a sus lectores:
'*Don Fulano tiene frases de cortesía para El
Ecuador; yo comprendo que no quiere molestar a
sus amigos de allá... Pero al fin declara que Guaya-
quil es un puerto insignificante donde se achicharró
de calor, que el viaje a la capital es penosísimo y
expuesto, y Quito la ciudad más triste del mundo**...
Un reportaje, no lo olvidemos, no es realmente
un diálogo entre el reportero y el reportado, sino
un monólogo: el periodista, sin advertirlo, habla
consigo mismo y nada más.

A nadie extrañe, pues, que el autor— dentro de


su insignificancia y aunque poco devoto— ruegue a
Dios le libre de los malos cronistas.
LAS PALMERAS

¿Habéis meditado en la expresión, casi humana,


de los árboles?... Las flores, que aprisionaron en
sus pétalos, unas el radioso azul de los cielos ver-
nales, otras la púrpura cruel de la sangre, o el
amarillo del oro, o la extraña esmeralda de los
estanques muertos, les aventajarán en gracia y lige-
reza; pero aquéllos las sobrepujan en profundidad
y misterio. Las vidas de las rosas, la de las mag-
nolias, la de los lirios... son demasiado breves para
entristecernos, porque sólo lo que dura nos entris-
tece. Las primaveras se van y, con ellas, las flores;
los azahares que hogaño mayo nos trajo, no fueron
nunca, ni volverán a ser...
No así los árboles. Todo cuanto bajó a la tierra y
en sus incansables entrañas se descompone, a ellos
refluye, y con inesperadas savias, maravillosamen-
te, en ellos renace. La inmovilidad les hace fuertes.
Viven mas que nosotros, y esta conciencia que
tenemos ds su duración les magnifica y a nuestros
ojos les inviste de un raro poder fascinante.
Todos, hace tiempo, al salir de la casa paterna
por vez primera, levantamos los ojos hacia un ár-
bol, que parecía decirnos:
—Pero... ¿te vas?... ¿Y por qué te vas, si lo tie-
nes todo aquí?...
Y rodaron los años, muchos..., y, al reintegrar-
nos al hogar olvidado, el nüsmo árbol nos dijo:
39^ EDUARDO ZAMACX)I8

—¿Para qué vuelves, ingrato? ¿Qué vienes a bus-


car, ahora que ya todo se fué?...
Los árboles, que acaso nos hablan y acaso nos
ven, son seres extraños compuestos de dos manos.
Con una de ellas se aferran a la tierra; sus dedos
largos, torcidos, ávidos como tentáculos de pulpo,
se llaman raíces. La otra mano, vuelta hacia arriba,
se abre bajo la alegría del sol; sus dedas son las
ramas. La primera e? agresiva, desjugadora: las
plantas nacidas en su vecindad mueren desecadas;
la segunda, por el contrario, es cordial, oxigena el
ambiente y brinda al caminante fatigado el benefi-
cio de su sombra. Cuanto más se ahincan las raíces
en la inmensa tiniebla fangosa del suelo, cuanto
más profundas son, mayor tamaño alcanzan las
ramas,
Toda la fiebre de barro, la sed de podre, que hay
en aquéllas, resurge en éstas trocada en codicia dé
limpieza y de azul. Los árboles, hechos están de
claridad y de sombra; son el nexo entre la tierra y
el espacio añilado.
Los árboles más interesantes, los de mejor al-
curnia y elocuencia, los más **humanos^, y así me-
recen ser llamados porque sus siluetas responden
exactamente a gestos precisos de nuestra alma, son
tres: ^1 sauce, el ciprés y la palmera.
El sauce es el llanto, el renunciamiento, el hbro
de oraciones; es la tumba abierta: las viudas, los
huérfanos, las madres, lloran con él. En cada una
de sus hojas menudas hay una Ligrima suspendida.
El follaje tiene la expresión de una cabellera des-
peinada por el dolor. Un sauce, por frondoso que
sea, por alegre y lozano que parezca, siempre está
de rodillas.
El ciprés es la plegaria; la pena hermética, rígi-
da y sin palabras. Al acercarse a él, los vientos se
amansan; su fronda, densa, tiene el silencio del
terciopelo. Negros, erguidos, callados, los cipreses
parecea almas que, para morir, se hubiesen puesto
en pie.
LA ALEGRÍA DE ANDAR 393

La palmera, ornato máximo de los países tropi-


cales y del viejo Oriente, representa la laxitud, la
indiferencia, el desdén. Por eso es refinadamente
elegante; porque nada hay tan elegante como el
desdén.
Resbala la Vida y, ante la momentaneidad de
sus formas, los tres árboles magos hacen comen-
tarios:
El sauce dice:
— Quiero morir.
Y el ciprés:
—Espero.
Y la palmera:
—¿Para qué?...
Ella, la gracia del Desierto, la favorita del sol, la
eterna sedienta, no quiere morir. "¿Para qué?...*
Tampoco espera. '*¿Para qué?.,.** Y allá, en el re-
mate de su tronco blanco, como de plata, sus hojas
lánguidas, sus hojas que desprecian a la tierra, de-
masiado baja, y que no quieren mirar al espacio,
parecen encogerse de hombros. La palmera es la
quietud, la fatalidad, la contemplación, el Destino.
Ella, cuyo perfil melancólico rima con el andar par-
simonioso de los camellos, aconsejó a Mahoma. El
Koran fué escrito con una hoja de palmera.
Este árbol romántico, que algunos pueblos anti-
guos consideraron sagrado, y que dictó a la arqui-
tectura árabe el secreto de su alada armonía, es el
adorno supremo de los campos cubanos. Es el ár-
bol novelesco, por antonomasia: las palmeras se
aman, y este obscuro deseo de amor es constante
en ellas y orienta en un rumbo o en otro su forma
doliente. Cuando veamos que las pencas— semejan-
tes a brazos implorantes— de una palmera solitaria
se tienden, a pesar del viento, en cierta dirección,
aseguremos que en ese rumbo otra palmera res-
ponde a su deseo nupcial y la llama y se ofrece.
A la luis del sol, y sobre el dúo verde y turquí
del campo y del cielo, el tronco albo y sutil de las
palmeras— altas, muchas de ellas de cincuenta y
26
394 EDUARDO ZAKACOia

aun de setenta metros— sus troncos verticales, ru-


tilantes, pareceq rayas hechas por un diamante en
un cristal. De noche, al claror alechigado e impre-
ciso de la luna, su belleza adquiere reflejos meta-
físicos,y son como las lanzas de algún ejército
enterrado Son armoniosas, sugeridoras; la
allí.
palmera es epitalamio y es la elegía, y es tam-
el
bién el templo. Los iluminados que levantaron la
mezquita de Cck-doba y la catedral de Milán, se ins-
piraron en ella.
El alma de Cuba es la palmera.
Los viajeros no se cansan de remirar ese árbol
admirable, impregnado de tristeza elegante, ungido
de silencio, si ía brisa duerme; desesperado, como
la cabellera de las Furias, cuando el huracán lo
combate
Al tramontar el sol, en el término de la llanada
feracísima, los ojos divisan una línea de palmeras,
y es tal su gracia, tan alucinante su ligereza, tan
armoniosos sus perfiles, que, aun estando quietas,
parecen andar... Vistas así, a larga distancia, en la
quietud ineiable de los crepúsculos tropicales, sus
copas, desmayadas, inmóviles, formadas por hojas
perezosas, llenas de abatimiento, semejan gigan-
tescas arañas muertas, colgadas en lo azul, y sus
troncos, plateados, cilindricos y erectos, de impe-
cable esbeltez, tienen la emoción de la aguja gótica.
Muéstranse gráciles como una tenue columna de
humo blanco, y nostálgicas, místicas y dulces, como
una oración. Son la esperanza. Son como dedos
que señalasen al hombre la ruta de un más allá
mejor. Vibra en ellas, cuyo follaje huye del suelo,
una perpetua sed de Ideal^ un ansia de espacio,
una fiebre de azul, un miedo procer a la tierra, a lo
vulgar.
¡Árbol lírico, que llevas enredada en tu fronda la
poesía del lontano Orientel Árbol aristocrático, po-
seído de una divina repugnancia a todo Jo feo, a
todo lo sucio, a todo cuanto se arrastra por el sue-
lo y vive en el polvo... Tú eres el rezo sin palabras
LA ALEGRÍA DE ANDAR 395

que elevan de noche, bajo las estrellas, los campos


de Cuba,
Árbol brujo: tú, que escapas de la tierra para
abrir tus ramas en la luz, ¿no serías el símbolo de
aquellas ideas generosas que nacen en nosotros
y
luego se desgranan y subdivideri en muchas?...
Las ideas geniales, las grandes ideas libres
y
puras, son las palmeras de nuestro corazón.
FRASES HECHAS

La calumnia es una especie de orín, de cuyas


corrosivas mordeduras nadie escapa; pues lo que
no sabemos de nuestro prójimo lo Inventamos, y
en esto del imaginar la jorobadíslma condición
humana propende a lo sucio: «que Fulanita tiene
relaciones secretas con don Fulano».., «que si Jas
manos de don Mengano no están limpias...»
Por dicha, el radio de acción de la calumnia es,
de ordinario, limitadísimo; esto que apasiona aquí,
ocho kilómetros más allá a nadie interesa, y luego
viene el Olvido, el divino Olvido, que serena las
cosas y las viste de blanco. Hay excepciones, sin
embargo, y el autor sabe de cuatro grandes calum-
nias vencedoras del Espacio y del Tiempo: cuatro
calumnias que podrían denominarse «clasicas» y
«universales», pues triunfan sobre todas las latitu-
des desde hace siglos.

Las entidades así calumniadas son las citaré de
Oriente a Occidente, según va alumbrándolas el
sol—: Aoia, la diosa Venus, Suiza y San Francisco
de California.
Sería interesante averiguar la ruta seguida por
esas mentiras hasta llegar a ser centenarias y cos-
mopolitas.
Asia, la historia entera de Asia, redúcese en el
cerebro de millares de millones de individuos, á
Babilonia, cuyas vicisitudes, a su vez, se fundan y
desaparecen en la biografía del fastuoso Baltasar.
39^ EDUARDO ZAMACOIS

Sabemos que este rey vivía espléndidamente en un


palacio de oro y mármol; que tenía más favoritas
que minutos caben en un año, y que dio un festín...
•|E1 festín de Baltasar!.,.** A
Baltasar nos le imagi-
namos siempre apoltronado entre almohadones de
seda, circundado de esclavas desnudas que le aba-
nicaban, y comiendo; no sabemos que hiciese otra
cosa. Debió de venir al mundo con la dentadura
completa, y así, en cuanto nació, se sentó a comer,
y moviendo las regias mandíbulas estuvo hasta la
hora de su muerte. La biografía del rival de Ciro
queda reducida a una digestión.
Véanse ahora los arcanos, los tortuosos, los in-
imaginables caminos, de la calumnia. Como Baltasar
es Babilonia, y Babilonia es Asia, sucede que lle-
gamos a París o a Río de Janeiro o a Fernando
roo — no importa el lugar, porque la humanidad
ofrece una monotonía aplastante— en ocasión que
don Fulano — un personaje — acaba de comprar un
piano, una vajilla de quinientas pesetas y un arma-
riode luna. En seguida un amigo nos dice:
—Quiero que conozca usted a don Fulano: es un
hombre que vive con un lujo "asiático".
Y nosotros nos dejamos llevar, y don Fulano,
que quiere lucir su vajilla, nos ofrece un almuerzo
que nos recuerda a todos— ¡la comparación era in -

evitablel —
"el festín de Baltasar".
Lo primero que en un país se le pregunta al
viajero es:
—¿Qué Je parecen a usted nuestras mujeres?
Generalmente, el interrogado, que acaba de
apearse del ferrocarril, no sabe responder; no ha
tenido tiempo de informarse. Entonces uno de los
señores allí presentes, exclama:
— Ya tendrá usted ocasión de ir conociéndolas.
Nuestras mujeres tienen fama: aquí hay verdaderas
Venus...
En cuanto una doncella tiene los ojos algo gran-
des o boca un poquito pequeña, ya oímos decir
la
que Venus ha resucitado. ¡Diosa infelizl... ¡Tú, toda
LA ALEGRÍA DE ANDAR 399

gracia, toda serenidad, toda armonía, cómo sufri-


rías,cómo tremarían de dolor tus carnes de espu-
ma, si conocieses la audacia con que los hombres
te calumnian I...
Otra gran víctima de la calumnia es Suiza, y
es tan equivocado el concepto que la humanidad
tiene de ese país de belleza única, que con el dolor
de las comparaciones que Suiza padece, la madre
Venus casi... casi... podría consolarse.
Unos amigos nos han invitado a dar un paseo en
automóvil. Aceptamos. ¿Quién se negaría sin expo-
nerse a rozar susceptibilidades?...
El coche rueda entre nubes cegadoras de polvo,
por una carretera absurda. Todos son obstáculos,
y cuando salimos de un bache es para tropezar con
una piedra. Más que correr el automóvil parece
danzar un furibundo "garrotín**. Nadie habla, que
el miedo a mordernos la lengua nos cierra la boca.
De pronto, alguien pregunta, mirándonos:
—¿Le gusta á usted el paisaje?
Nosotros respondemos «sí», con la cabeza.
El paisaje lo componen un cielo azul, una línea
de montañas escuetas, y al pie de un cerro mondo
y seco como un fósil, una casita con techumbre de
paja, un árbol y junto a una noria, un grupo de ga-
llinas.
—Esto recuerda a Suiza— agrega nuestro inter-
locutor con eseaplomo que suele servir de librea y
paramento a los mayores desatinos.
Y si tardamos en contestar, otra voz cualquiera
repetirá:
-— |Qh, sil... No cabe duda. Esto es «enteramente»
un rincón de Suiza.
Una vez me atreví a decir:
—Quizás... no recuerdo... ¿Ustedes han estada
en Suiza?...
—No, señor; pero lo dice todo el mundo.
Yo me quedo pensando: **Todo aquel mundo qoe
no ha estado en Suiza?...
La ciudad que comparte con la República helvé-
400 EDUARDO ZAMACOI8

tica, con la diosa Venus y con el rey Baltasar, las


torturas de la calumnia, es San Francisco de Cali-
fornia. El Palacio de lo extraordinario está allí o en
sus alrededores; lo han decretado así los periodis-
tas y las agencias telegráficas. La mujer que lleva
en sus entrañas un niño con cabeza de camello irá
a darlo a luz en San Francisco de California. En
San Francisco ocurren los mayores incendios, los
descarrilamientos más terribles, los crímenes más
espeluznantes. Allí vivirá un hombre que nació
hace doscientos años; allí será pescada una ballena
que sabía leer... Las musas de ese pueblo son la
señorita Extravagancia y la señorita Sorpresa. San
Francisco es algo así como una comedia de magia:
en cada esquina hay un peligro y en cada ciudada-
no un prestidigitador...
Sin embargo...
Hallándome en Nueva York quise conocer San
Francisco, la fabulosa metrópoli de la Aventura.

—No vaya usted me dijo un señor \ perderá
usted su tiempo. Yo vengo ahora de allí.
~¿Y?...
— San Francisco es la ciudad más aburrida del
mundo.
TIPOS DE A BORDO

La señora sola.

En todo viaje largo por mar, a los dos o tres días


de perder de vista el último puerto, la humanidad
masculina advierte la presencia de una señora ''que
viaja sola*. Al pronto nadie se percató de ello; lue-
go sí, y las miradas la siguen interrogantes, porque
en toda mujer que viaja sola nuestra vanidad sos-
pecha "una página" que añadir a nuestra biografía.
En el comedor, la desconocida, observa actitudes
irreprochables: es de las primeras en sentarse a la
mesa, y de las primeras también en levantarse. Ma-
druga poco, y cuando sale a cubierta lleva siempre
un libro. Por las tardes, después de una corta sies-
ta, reaparecerá con otro peinado y otro traje. De
noche es la última pasajera que se retira a su ca-
marote. Representa treinta años, treinta y cinco...
Viste con sencillez y elegancia y demuestra dedicar
a sus pies un cuidado especial: las medias transpa-
rentes, bien tersas sobre la dura pantorrilla; el cal-
zado nuevecito. Es la mujer "estío", discretamente
carnosa, en cuyos movimientos los recuerdos nos-
tálgicos del "abril" desvanecido, y el ansia de vivir
su otoño, deslizan languideces insinuantes. Sus ojos
bellos y tristes, que parecen buscar, nos inquietan.
-—"¿De quién se habrán despedido? ¿Por quién

habrán llorado?" pensamos unas veces.
402 EDUARDO ZAMACOIS

Y otras:— *¿A quién irán ?«


a ver?*
Su presencia va imponiéndose al espíritu des-
ocupado de los viajeros, y llega una mañana en
que, al salir de nuestro camarote, nos bulle en el
corazón la alegría de tropezamos con ella, Un día
la hemos saludado descubriéndonos, graves; otro,
la sonreimos al pasar; al fin hallamos ocasión de
hablarla. Luego averiguamos —
nadie sabe cómo
algo de su historia: nos dice su nombre; se llama
doña María; es rica, es viuda y va a unirse con su
segundo esposo; un buen señor, treinta años mayor
que ella...
Estos informes inflaman la condición galanteado-
ra de muchos, y cuando la desconocida se acerca,
en sus paseos, a un grupo de pasajeros, todas las
miradas la esperan, la siguen...
Alguien se llega al corrillo en que estamos:
—¿Quieren ver ustedes a nuestra compañera de
viajer
No hemos comprendido bien. Una voz averigua:
•—¿A quién se refiere usted?
—¿A quién había de ser? A *esa señora que va
sola"...Vengan; no se molestarán en balde; está
guapísima.
Algunos acompañan al indiscreto, y más tarde se
congratulan, y entre risas picaras reconocen haber
hecho bien. *La señora sola**, de pie, mira a proa
dando el rostro al viento, que la sofalda atrevido, y
con sus millares de dedos invisibles le modela las
turgencias del busto. Evidentemente doña María,
sin perder su aire ingenuo y burgués, sabe atraerse
la atención; adopta en la silla donde distrae largas
horas leyendo, actitudes interesantes; recogerse
provocativamente jsl vestido al subir una escalera;
detenerse ante las puertas llenas de sol para lucir,
al trasluz, la esbelta escultura de sus piernas;
aprovechar una oscilación del buque para mimbrear
el cuerpo de un modo gracioso; elegir, en fin, aque-
llos lugares más descollados y visibles donde, con
el favor del viento^ su hermosura lucirá mejor...
LA ALEGRÍA DE ANPAR 403

Al sexto día de navegación uno de nosotros, el


señor Equis, se acerca a la dama que, apoyada so-
bre una borda, contempla el piélago, extática.
— ¿Usted no se marea, señora?
(Son las palabras que podrían llamarse *de ri-
tual ^)
—No, señor; nunca...
— Es raro; las señoras, generalmente...
El diálogo prosigue. Varios **mirones** observa-
mos desde lejos a los dos interlocutores y envidia-
mos la juvenil audacia del señor Equis, que ha he-
cho lo que todos hubiésemos querido hacer: *^La
conquista**— piensan... ihasta los mejor pensados!
Tras un laborioso palique el señor Equis vuelve
a nuestro lado. Manifiéstase alegre y le brillan un
poco los ojos. Le rodeamos, codiciosos de inquirir,
y él nos cuenta lo que ya sabíamos. "Que doña Ma-
ría es viuda y va a reunirse con su segundo marido,
viejo y millonario...** Al decir esto de "viejo", el
señor Equis se yergue, significando así que él es
mucho más joven. Añade:
—¡Pero ustedes ignoran la desgracia que aflige
a esa pobre señora! Al salir de R (aquí el nombre
de un puerto) le robaron todas sus alhajas y cuanto
dinero traía: cerca de sesenta mil pesetas en bille-
tes... Ella sospecha de cierto individuo que desem-
barcó en N... (Aquí el nombre de otro puerto.)
—Crean ustedes termina el señor Equis suspi-
rando—que al conocer su peua se me quitaron las
ganas de reir. "Señora— la dije— si algo necesita
usted, disponga de mí; hágalo sin reparo; mi carte-
ra está a su disposición.»
Así se habla, y el ademán "estatuario" de nues-
tro compañero merece la aprobación de todos.
En lo sucesivoEquis y "la señora sola" se re-
unirán a cada momento. En el salón de lectura les
veremos pasar muchas tardes ante un velador cu-
bierto de revistas que ninguno de los dos se acor-
dará de hojear; cuando él se halle jugando al tre-
u
sillo o al "pocker" con un grupo de amigos, "Ella''
404 EDUARDO ZAMACOI8

que ha salido a recorrer la cubierta, acercará su


rostro a los cristales del fumadero** y Equis, soli-
**

citado, atraído por aquellos ojos que le buscan,


acudirá a su llamamiento: de noche sus sombras
resbalarán, casi abrazadas, por los lugares obscu-
ros...
Lo cierto es que el señor Equis ha cambiado; pa-
rece esquivar nuestro trato, y cuando se reintegra
a su camarote para dormir, sus ademanes, su mirar,
el color acarminado de sus orejas, tienen la petu-
lancia de la felicidad.
Un día sabemos que Equis— él mismo lo dijo
ha facilitado a su amiga cinco mil pesetas **para los
primeros gastos**.

En los grandes trasatlánticos, el tipo de **la seño-


ra sola** a quien han robado sus alhajas se repite
mucho, pero siempre con éxito. Es una especie de
**figurín** que no pasa de moda.

£l capitán*

**A bordo — enseña un viejo apotegma marino


después de Dios, el capitán.**
Esta frase célebre, contemporánea de los prime-
ros veleros que surcaron el Atlántico, se repite aún

y todavía ;oh fuerza maravillosa de la tradición!
conserva íntegro su prestigio secular. Apenas se-
parado de la tierra, dentro de su barco el capitán
adquiere atribuciones de juez, de notario» de sacer-
dote y de emperador. Un capitán significa tanto o
más que un rey constitucional, ya que nadie ataja
los fueros de aquél, mientras la Constitución es un
acotamiento o anquilosis de la realeza. Un capitán
puede casar, puede recoger la postrera voluntad de
un moribunda, y, llegado el caso, dictará su albe-
drío revólver en mano. Nada limita su autoridad.
LA ALEGRÍA D£ ANDAR 405

De c antas figuras adornaron el retablo cruel y vio-


lento del Pasado, la suya es la única que impone su
gallardía despótica a la frivolidad de nuestra épo-
ca. La leyenda le ayuda. Sus determinaciones no
se discuten. Es el cómitre; es la Ley; es la Muerte;
es también el Altar. El capitán vale lo que un obis-
po sobre cuyo traje morado reluciese un hacha de
abordaje.
En periódicos y carteles las compañías navieras
anuncian sus vapores así:
**El día tantos... saldrá de... para... y puertos in-
termedios, el hermoso vapor A, de equis toneladas.
Capitán R...«
El público no sabe quién es R, pero aquel ape-
llido, escrito en tipos versales, lo acredita, y es cual
una garantía de que el barco confiado a su direc-
ción no ha de perderse.
De aquí nuestra preocupación, apenas embarca-
dos, de ver al capitán.

**¿Es joven?... ¿Es viejo?— se preguntan los
pasajeros.
Y todos, egoístamente, deseamos que sea viejo,
porque la ancianidad implica experiencia. Alguien
insinúa:

El capitán es viejo; tiene barba blanca.
Otro, que parece mejor informado, le ataja:
—Se equivoca usted: la persona a que usted se
refiere es el médico; el capitán usa bigote nada más.

Una voz. ¿Bigote blanco?
Voz SEGUNDA.— Gris.
Voz TERCERA.— I íegro.
Esta diversidad de opiniones exalta nuestra an-
siedad, porque de ella deducimos que al hombre,
arbitro de nuestros destinos, nadie le conoce.
Hasta hace pocos años el capitán era un ser re-
lativamente asequible, que solía mostrarse a las ho-
ras de comer y hasta se allanaba a conversar con
el pasaje. El progreso tiende a suprimir estas con-
descendencias democráticas. En los mejores tras-
oceánicos de hoy el capitán vive aislado. Sabemos
4o6 EDUARDO ZAMACOIS

que está arriba, en el puente; que tiene su claró-


te en el puente, que come allí y que no recibe vi-
sitas. Es, de consiguiente, una especie de oficina
radiotelegráfica con la que no conseguiremos ^rela-
cionarnos si no es valiéndonos de ciertas estacio-
nes intermedias: elprimer oficial, por ejemplo, el
segundo oficial, elsobrecargo, etc.. Tal aislamien-
to le cubre de enigma y le otorga entorchados he-
roicos. Es ''el amo**. Cada vez que el cielo se nu-
bla y el mar ensombrecido parece enojarse, pensa-
mos en él, en su inteligencia previsora, en su vo-
luntad infatigable, en sus ojos sin sueño. El capi-
tán se parece a Dios; nadie le ha visto, pero todo
el mundo habla de El...
Llevamos dos semanas de navegación y ya el
puerto adonde nos dirigimos nos ha enviado sus
primeras gaviotas.

Un anochecer, un hombre vestido según la esta-
ción—de blanco o de azul, cruza la cubierta. Sobre
su flamante uniforme los botones y los dorados ga-
lanes brillan autoritarios y teatrales. ¡Es el capitán!...
La noticia corre de popa a proa, de banda a banda.
Hay como un murmullo de corazones. Sin saber por
qué, los hombres desean saludarle, y las mujeres,
adoradoras de la fuerza, le contemplan arrobadas;
sin reparar en si es joven o viejo, más de una le
ofrecería sus labios. A todos, sin discusión, nos ha
parecido "simpático**. Nuestra admiración le sigue
y con ella le acompaña nuestro agradecimiento.
¿Cómo pagarle lo que hace por nosotros?... ¡Hom-
bre superior!.,. Mientras nosotros dormimos vulgar-
mente a pierna suelta, él vela y anda en tratos ca-
balísticos con las estrellas; nuestras pobres vidas
dependen de la suya; el rumbo seguido por el barco
no es más que la materialización de su voluntad...
En realidad la misión del capitán, al igual de la
de los reyes constitucionales, es meramente decora-
tiva. Desde el momento en que un marino llega a
capitán^ su actividad cesa, sus iniciativas se apagan.
Un capitán vive de *»su pasado*, del impulso adqui-
LA ALEGRÍA DE ANDAR 407

rido durjante los años, positivamente batalladores y


fructuosos, de su juventud. Vive de **lo que hizo**.
Luego, nada. ¿Trabajar? ¿Para qué?... El trabajóse
lo repartirán entre los oficiales prin;-ro, segunda,
tercero y cuarto; primero y segundo sobrecargo;
mayordomo, maquinistas, fogoneros, etc., etc.; es
algo precioso que se diluirá a lo largo de numerosí-
simas personas hasta alcanzar al último grumete.
El capitán deberá limitar sus obligaciones a no con-
versar con nadie, y si alguna rara vez se resuelve
a salir de su encierro será después de haberse com-
puesto un rostro grave, taciturno, impenetrable. Su
camarote es su tabernáculo, su Sinaí. Un perfecto
**

capitán" no saludará a nadie, no sonreirá nunca, y


llevará siempre entre las dos cejas una temerosa
arruga vertical.
Pero si es cierto que el capitán no tiene que des-
empeñar personalmente casi nada, en cambio pesa
sobre él algo terrible: «la responsabilidiid* de cuan-
to le suceda al barco. De bs torpezas de sus oficia-
les, el responsable único es él. Lo que hacen sus
subordinados él lo firma. Por esto todo capitán pun-
donoroso llevará consigo un revólver para "elimi-
narse", en caso de siniestro. Es su obligación: afor-
tunadamente las tragedias marítimas, merced a los
tanques de aire, a las compuertas que cruzan la
bodega y a la telegrafía sin hilos, son rarísimas; y
así hay millares de capitanes que en veinticinco o
treinta años deservicio no tuvieron que hacer... ¡ni
eso!...

PildoraSf |pota«M«i etc«

Cuatro o cinco viajes largos, por mar, bastarían


a documentarnos lo suficiente para componer un
Manual de la Salud. Los médicos, los profesio-
nales de la psicología y los novelistas, debían ado-
rar el mar, porque la enorme fuerza de sinceridad
que hay en él 3e transmite a nosotros y nos hace
4oS EtHJARDO ZAMAGOI3

veraces. Aquellas máculas morales o físicas que eh


tierra llevábamos gentilmente escondidas bajo el
traje— sin poros ni costuras— de la más ^-everísima
reserva, a bordo emergen y se manifiestan de mil
indiscretas maneras.
Al tercer día de navegación, la noble luz meri-
diana de la verdad, comienza a imponerse: los ca-
bellos rizados a tenacilla se alisan y dan a los sem-
blantes una expresi¿n mística; palicece la púrpura
de muchas bocas femeninas; los bellos lunares ar-
tificiales se borran o cambian de lugar, y los pseu-
do elegantes fracasan deplorablemente. Es el mal
implacable del mareo quien realiza el milagro. Los
humores se amotinan y las ideas también; éste ha-
bla de sus enfermedades, aquel lleva a flor de labio
palabras que, a no moverse el barco, nunca hubiese
dicho; una viajera dejará **sus postizos** en su ca-
marote y no los recobrará hasta el día del desem-
barque; la conciencia, en fin, es como una cárcel
cuyas puertas, dóciles al sésamo del océano, de
pronto se hubiesen quedado abiertas. Hemos per-
dido nuestra eubolia; estamos desorbitados. A bor-
do al señor Maura jamás se le habría ocurrido de-
cir: **Nosotros somos nosotros*...
Este deseo de confesión se acentúa a las horas
de comer. Momentos antes de que los camareros
sirvan la sopa, aparecen sobre la blancura de los
manteles cajitas de pildoras y frasquitos verdes,
azules o negros, guardadores de misteriosos líqui-
dos. Un poco avergonzados todos los pasajeros se
creen constreñidos a explicar a sus compañeros de
mesa el por qué se medicinan, y cada cual procura
embellecer **sü gesto". Quién se queja de reuma,
quién de cefalalgia o de disnea...
Otro suspira:
—Mi salud es admirable; desde ayer, sin embar-
go, mi estómago no trabaja bien.
Ninguno es franco. Realmente aquellos frasqui-
tos que vemos derramarse gota a gota, como si llo-
rasen, dentro de las copas de agua o de vino, sólo
LA ALEGRÍA DE ANDAR 409

contienen remedios, más o menos ineficaces, contra


el mareo; ese terrible azote de los barcos, que por
grosero y sucio y enemigo de toda poesía, nadie se
atreve a declarar.
Las mujeres, más artistas, más cuidadosas de «la
línea** que nosotros, no hablarán de jaquecas, ni de
ácido úrico, ni de desarreglos intestinales... ¡Ho-
rror!.. Ellas están bien, ellas no se quejan de nada,
.

ni siquiera de los pies, que era de lo que todas las


mujeres— ipobres víctimas adorables de la modal—
debían quejarse a gritos.
Las señoras hicieron de la terapéutica un apén-
dice del arte del tocador, y si se medicinan a bordo
es únicamente por estética. De aquí, también, que
prefieran las pildoras a las gotas. Aquéllas sirven
mejor a la coquetería: una pildora sujeta entre los
dedos índice y pulgar, da ocasión a lucir unos mo-
mentos la elegancia de la mano, las sortijas que en-
joyan los dedos y el nácar pulidísimo de las uñas;
y sostenida entre los incisivos servirá de pretexto
para mostrar, como en una sonrisa, la blancura de
íes dientes.
BLas mujeres, según ellas nos cuentan, se medici-
nan exclusivamente para engrosar o para enflaque-
cer; según... Pero en esto su vanidad deslizará un
exquisito contrasentido.
Una señora gorda que ha llegado a extirpar de
su escultura la línea recta, y cuyos cien kilos surgen
triunfales a primera vista, nos dice con el más deli-
cioso aplomo:
—Los médicos me han recomendado estas pildo-
ras para engordar. El mar no me prueba. En estos
ocho días que llevamos de navegación, **me he que-
aado en la mitad**.
La miramos, procurando disimular la sorpresa
que nos produce su revelación. **|Cómo estaría
antesl**— pensamos— Y yo, curioso, examino la
.

cajita del medicamento


y me llevo en la memoria
el nombre del
fabricante por si algún día una flaca
auténtica me pidiese un consejo para embarnecer.

27
4IO EDUARDO ZAM AC0I8

En otro viaje, una señorita delgada, trágicamen-


te delgada, nos decía:
—No se asusten ustedes de verme tomar estas
pildoras; no son venenosas. Las tomo para enfla-
quecer...
Y nos registraba los ojos, procurando adivinar
si laseriedad con que la escuchábamos era cortesía,
o si, efectivamente, nos ^tragábamos la pildora*.
Continuó, palpándose el seno:
— Apenas me embarco, comienzo a engruesar.
¡Qué aflicción! En menos de una semana todas las
blusas se me han quedado estrechas...

Lo interesante es que estas pildoras que segu-
ramente eran purgantes— con que la señorita ahi-
lada pretendía enflaquecer, eran las mismas que la
señora obesa utilizaba para engordar.
Lo cual demuestra que en el mar vacila y naufra-
ga todo, menos la coquetería femenina, y antes se
marearán los peces que las mujeres renuncien com-
pletamente a su excelsa decisión— que es misión
de Arte, apostolado de Belleza— de parecemos bo-
nitas. Grecia lo dijo: lo primero que la madre
Venus hizo al salir de las aguas, íúé mirarse a un
espejo.

De receso*

Contituyen la familia • Pérez* el padre y la ma-


dre, ya cincuentones, y tres hijas: Irene, de diez y
seis años; Clotilde, de diez y ocho; Georgina, de vein-
tiuno. La madre es una señora peliblanca y distin-
guida como una duquesa; sus ademanes, su indo-
lencia al sentarse, el estudio que hizo del arte de
saludar, sobre todo, son de un perfecto estilo *se-
gundo imperio*. El padre suele pertenecer al cuer-
po diplomático: es un caballero amable y melancó-
Uco que al acercarse a nosotros lo hará sonriendo
y frotándose lentamente las manos.
LA ALEGRÍA DE ANDAR 4I

En cuanto a «las niñas» —así las llamamos a bor-


do — no conservarán ni en su carácter, ni en su in-
dumentaria, ni menos en su modo de expresarse,
nada, absolutamente nada, del tipo hispano-ameri-
cano. Pudieron nacer en Honduras, o en Nicaragua,
o en la república de El Ecuador... ¿qué importa, si
ninguna de ellas guardará resquicios de la psicolo-
gía de su país?... Eran niñas todavía las tres cuando
fueron trasplantadas íi Europa: Irene tenía cuatro
años, Clotilde seis, Georgina nueve... y Europa, la
enorme Europa, con su poderosa civilización tantas
veces centenaria, buriló sus almas, modificó su léxi-
co y el color de sus cabellos, presidió sus gustos.
Son tres criaturas encantadoras para quienes no
hay propósito extravagante, ni escote demasiado
bajo, ni falda demasiado corta...
— A mi me gustaría naufragar — exclama con fre-
cuencia Clotilde.
—Yo preferiría saber lo que es un temblor de
tierra — responde Georgina.
—¡Yo quisiera vivir entre esquimalesl— suspira
Irene.
El señor Pérez ha permanecido en Europa doce
años seguidos, y— según propia confesión— no co -
noce España.
— Cuando salí de mi país— dice— fui destinado a
nuestra Legación en París; despHés hemos vivido
temporadaslargas en Roma, v^n Londres, en Suiza
y en Berlin... En Madrid estuvimos "de paso*...
Esta declaración la he oído muchas veces. ¿Por
qué los hispano-americanos, que tan hispanófilos
saben mostrarse en las sobremesas de los banque-
tes en honor de «la raza», cuando embarcan para
Europa no sienten el deseo de conocer España?.,.
¿Por qué la ven «de paso», únicamente? ¿No es Es*
paña, por imperativos inexorables de la Historia,
la madre, «la fuente»?... ¿A qué debemos atribuir
ese enfriamiento, por no decir esa ingratitud? ¿A
influencias literarias, tal vez?...
Lo cierto es que entre el diplomático señor Pé-
412 EDUARDO ZAMACOIS

rez, que alardea de saberse de memoria capítulos


íntegros de Andrés Bello y de JuanMontalvo, y sus
tres hijas, no existen lazos intelectuales. Ni Geor-
gina, ni Irene ni Clotilde, han leído a Cervantes, si
bien conocen perfectamente la obra literaria de
Marcel Prévost, los aburrimientos peligrosos de
'^Ciaudina*', las invenciones pedantescas de Farrére
y de Loti, y la vida nocturna de Montmartre. Estas
tres chiquillas de narices respingueñas, de ojos
azules y de cabellos dorados, que repiten todas las
actitudes vulgarizadas por los Catálogos del «Lou-
vre> y del «Printemps», charlan con volubilidad
ornitológica, adoran las darizas yanquis y pasean
sobre el mar la leyenda de Babel. La mayor
luce
trajes blancos, deliciosamente transparentes. (Ella
sabe que son transparentes.) La segunda viste de
rojo; la tercera de verde. Todas suben a cubierta,
por las mañanas, provistas de Kodaks, y cuando
juegan se complacen en demostrarnos qae conocen
las guardias del *^boxe**. ¿Y para qué decir que
aman el pocker, el foot-ball y el tennis?,,.
Sus padres conversan en castellano y con cierta
melancolía, como personas **de otra época", de una
época **pasada de moda**; pero ellas prescinden,
casi en absoluto, del español. Irene, habitualmente,
se expresa en francés; Clotilde, en inglés; Georgi-
na, que es morena, prefiere el italiano. El castella-
no, tan rico, tan sonoro, tan jugoso, es, a juicio de
las tres,un idioma rígido, anticuado, que no alcanza

a traducir las "penumbras" es^a es la palabra
del alma moderna.
Son las nueve de la mañana. Duerme el mar, in-
tensamente azul. La cubierta se baña en sol. Los
señores de Pérez descansan alargados, el uno al
lado del otro, sobre sus catrecillos de viaje; y Clo-
tilde, Irene y Georgina, giran bulliciosas en torno
de sus coautores.
Yo {acercándome al grupo).— Bwenos días. (Pren-
do un cigarrillo,)

Irene. Bonjour.
LA ALEGRÍA VE ANDAR 4I3

Clotilde, — Good morning.


Georgina {riendo).—'Non capisco.
El señor Pérez me observa y sonríe. Su sonrisa
significa: "No se enoje con ellas; hablan tres idio-
mas; son deliciosas.**
Yo, a Georgina— ¿No me comprende usted?
Georgina— Sí; perdone usted lo de "non capis-
co"; fué por decir algo,
Clotilde.— ¿Papa, why are you so sorry?
Todas miran al autor de sus días y ríen.
Irene.— C'est parce quMl a mis ses chaussettes k
Tenvers.
Carcajada general, y yo miro el semblante ama-
rillento y desengañado del honorable señor Pérez,
cuyos ojos bondadosos rae dicen: «Reconózcalo
usted; verdaderamente son deliciosas; yo no he po-
dido educarlas mejor.»
Luego piensa:
«Acaso las he educado demasiado bien para su
país; el pobre país obscuro donde han de vivir
y
que no sabrá apreciarlas...»
Suspira. Conforme el puerto de llegada se acer-
ca, el señor Pérez reconoce — —
aunque tarde ^^que
educar a nuestras hijas "demasiado bien" puede ser
para ellas casi tan adverso como el no haberlas
educado bastante.
También a ellas el misterio de su destino incierto
comienza a preocuparlas. ^Cómo será Tegucigalpa?
¿Cómo será Medellín? ¿Y Quito?... De estas ciuda-
des llegaron a sus oídos, a través de los diálogos
paternales escuchados fragmentariamente durante
su infancia, descripciones inseguras. Son pueblos
minúsculos, tediosos, callados, católicos, propicios
al espionaje, y de consiguiente, al chismorreo, don-
de no hay Exposiciones, ni Conferencias, ni espec-
táculos teatrales; donde todas las vidas son para-
lelas, y el miedo a distinguirse dispone que las
conversaciones se parezcan al igual de los trajes,
que por algo aquéllas son como los trajes del espí-
ritu; y en los cuales las mujeres no salen solas
4^4^ EDUARDO ZAMACOIS

nunca, y en donde •todo se sabe*... Y según


aquellos pozos de silencio van aproximándose,
Georgina, Irene y Clotilde, sienten el miedo, el
espantoso miedo, *de llegar." La alegría y la triste-
za sacuden sus almas por ráfagas. De pronto su
regocijo estalla en risas y frases trilingües. Clotilde
se recoge la falda hasta las rodillas para saltar.
— That gentleman is looking at me— exclama —
^perhaps my dress must be short?...
Nueva hilaridad. Georgina enciende un cigarrillo,
Clotilde se deja caer sobre las rodillas del seiJtor Pé
rez, que acababa de rendirse bajo la dulce modorra
de la siesta, y abre los ojos con un empavoreci-
miento que nos hace sonreír a todos. De súbito,
también, las tres hermanas, enmudecen y se aislan.
¿Qué las aguarda allá, en su casa? ¿Encontrarán
amistades agradables? ¿Hallarán el esposo desea-
do?... Y, sin advertirlo, sus conciencias balbucean
estas palabras acusadoras: "Padre, si habías de
fracasar en tu carrera, ¿por qué nos llevaste con-
tigo?...»
jPobres almas niñas, pobres maripositas desti-
nadas a eterna obscuridad! Si vuestro padre, al sa-
caros de América, en vez de trasplantaros a Fran-
cia, a Inglaterra o a los Estados -Unidos, os huWese
llevado a España— que en el sentido histórico o
artístico vale tanto come cualquiera otra nación—
ahora vuestro destierro, el trío destierro que os
acecha dentro de vuestro propio país, os parecería
menos duro: porque sentiríais en español y os ex-
presaríais en español. Esto es: porque nada habría
cambiado substancialmente en torno vuestro, ya
que el idioma era el mismo; que por algo quieran —

o no los americanos el alma española será^ por los
siglos de los siglos, el alma de América.
Madrid, Diciembre, 1920.

FIN
IND?CE

El mundo espera 7
La invencible inquietud 9
Habla Tagore 10
El dolor de volver 11
El portero de La Trasatlántica 15
El tren se va . -. . . 2\
Los grandes trasatláíiticos 25
¡Puerto! 27
Se dice 29
La moral 3»
Cádiz , 34
Viento de proa J7
Los camarotes 3*
El mareo 4^
Tipos de a bordo 45
Los que aman 46
Los graciosos 48
El hércules 50
Don Alfredo 5»
El señor que está triste S4
El corazón del buque. 57
Fiestas pascuales:
La Nochebuena a bordo . . 65
Día de Inocentes ^8
Mi primera conferencia:
Pequeñas confesiones 73
El desembarque. 7ó
El^lan .. 78
La induiuentaria 81
4t6 índice

La noche terrible 85
A propósito de mis conferencias:
Cosas de Baroja 93
Nuestros poetas en el teatro 96
Elogio de los hoteles:
Su alma loi
Los cuartos . 104
Los criados 106
Hoteles memorables 108
De San Juan a Ponce 109
Una Central 1^3
El famoso Cipriano Castro 121
La isla del Espanto 129
En Tiscornia .... i35
Noches habaneras:
El Vedado. 141
Los teléfonos 144
Cuba pintoresca i^9
Las admiradoras ... ... IS9
El «sin igual» 165
«Su excelencia» Estrada Cabrera I77
Guatemala fué. 19^
El amor patrio 201
La verdad histórica 209
La manía de hablar 217
Baños 227
La pesca del caimán 233
De El Salvador a Honduras:
La filosofía de Sócrates 241
Amapala 243
Hacia San Lorenzo . . . 245
Cuesta arriba 248
El señor Bertrán 250
La tumba de Rubén Darío . 263
Camino de Costa Rica 259
Los Tres Mosqueteros , 260
Lances de mar y tierra 263
Visión pesimista 27
La penetración pacífica 274
El presente de indicativo 277
De Barranquilla a Bogotá 281
Sobre el tío Magdalena 291
ÍNDICE 417

Pági.

Historia de un sacacorchos 299


José Asunción Silva 303
Tipos del camino:
Don Paco 309
Una comisión 312
El general Gómez 317
Más tipos del camino:
El comisionista y el fraile 325
«Quinito» 329
Otras siluetas pintorescas:
El irreductible 335
El aconsejador 338
Un periodista 342
Nuevos perfiles pintorescos:
El asustado 345
Las pequeñas vanidades 347
El poeta-hércules 350
Artistas ignorados 353
Mujeres 357
Días de encierro 363
Panamá. 37^
Oficinas «americanas» 373
El carácter yanqui 375
Capítulo único:
Del psitacismo 379
El señor coronel 384
Las entrevistas , 386
Las palmeras . 391
Frases hechas 397
Tipos de a bordo:
La señora sola 401
El capitán. 4^4
Pildoras, gotas..., etc 407
De regreso . . 410

28
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Andar.

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