El Gato Que Curaba Corazones - Rachel Wells

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Como a cualquier otro gato, a Alfie le encanta pasarse el día dormitando en

el sofá, delante de la chimenea. Le basta con unas cuantas caricias y algún


que otro ronroneo para ser feliz. Pero, de repente, se ve obligado a
abandonar el hogar en el que se ha criado y se encuentra solo y perdido en
las calles de Londres. Todo cambia en cuanto llega a Edgar Road, una calle
llena de jardines y preciosas casitas unifamiliares. Alfie comprende
enseguida que solo allí conseguirá sentirse de nuevo como en casa. Solo allí
podrá encontrar una nueva familia.
Y, sin embargo, los habitantes del barrio aún no están preparados para
acogerlo. Demasiados absortos en sus problemas, no tienen tiempo para
ocuparse de él. Pronto, sin embargo, descubrirán que Alfie no es un gato
cualquiera, sino que tiene un don especial: es capaz de intuir los deseos
mejor guardados de las personas. Porque alfie es capaz de curar lo que el
destino ha roto en ellos y de escuchar la melodía silenciosas de sus
corazones.
Rachel Wells

El gato que curaba corazones


Alfie - 1

ePub r1.0
Titivillus 13.02.2021
Título original: Alfie the Doorstep Cat
Rachel Wells, 2014
Traducción: Montse Triviño
Imagen de la cubierta: Artem Vasilenko
Retoque de cubierta: Titivillus
 
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Para Ginger, mi primer gato, que me dejaba
llevarlo a pasear con correa y jugar con él como si fuera
una muñeca. Ya hace mucho que no estás entre nosotros,
pero jamás te olvidaremos.
Capítulo uno

– N odijocreoLinda.
que tardemos mucho en vaciar la casa —

—Linda, eres demasiado optimista. Mira toda la


porquería que había acumulado tu madre —respondió
Jeremy.
—Eso no es justo. Algunos de esos objetos de
porcelana son muy bonitos y, quién sabe, tal vez tengan
algún valor. Me estaba haciendo el dormido, pero en
realidad tenía las orejas bien tiesas para escuchar lo que estaban diciendo
mientras intentaba, al mismo tiempo, no sacudir la cola por los nervios. Me
había acurrucado en el sillón favorito de Margaret —o, mejor dicho, en el
que había sido su sillón favorito— y desde allí observaba a su hija y a su
yerno hablar de lo que iba a ocurrir y decidir mi futuro. Los últimos días
habían sido tremendamente confusos, sobre todo porque ni siquiera
entendía bien qué había pasado. Sin embargo, lo que sí entendí mientras los
escuchaba, haciendo un gran esfuerzo por no llorar, era que la vida jamás
volvería a ser como antes. —Ojalá. En fin, creo que lo mejor será llamar a
una empresa de vaciado de casas. Porque, desde luego, no queremos nada
de todo esto.
Traté de echar un vistazo sin que me vieran. Jeremy era un hombre alto,
canoso y malhumorado. Nunca me había caído especialmente bien, pero la
mujer —Linda siempre se había portado muy bien conmigo.
—Me gustaría poder guardar algunas cosas de mi madre. La voy a echar
mucho de menos.
Linda rompió a llorar y a mí me entraron ganas de ponerme a maullar
con ella, pero me contuve.
—Lo sé, amor mío —dijo Jeremy, en tono algo más suave—. Lo que
pasa es que no podemos quedarnos aquí para siempre. Ahora que ya la
hemos enterrado, tenemos que empezar a pensar en poner la casa a la venta.
Si la vaciamos, podremos marcharnos dentro de pocos días.
—Es que me parece tan definitivo… Pero tienes razón, claro —suspiró
—. ¿Y qué hacemos con Alfie?
Se me erizó el pelo. Eso era lo que estaba esperando: ¿qué iban a hacer
conmigo?
—Pues supongo que tendremos que llevarlo a la protectora —dijo.
Se me puso todo el pelo de punta.
—¿La protectora? Pero mamá lo quería muchísimo. Abandonarlo me
parece una crueldad —dijo.
Deseé poder expresar que estaba de acuerdo con ella. Era peor que una
crueldad.
—Pero ya sabes que no nos lo podemos llevar a casa. Tenemos dos
perros, cariño. No podemos tener también un gato, ya lo sabes.
Me indigné muchísimo. Tampoco es que quisiera irme a vivir con ellos,
pero de ninguna manera estaba dispuesto a ir a la protectora.
«Protectora». Me estremecí solo de escuchar esa palabra: qué nombre
tan inapropiado para lo que la comunidad gatuna llama «corredor de la
muerte». Puede que de vez en cuando realojaran, con suerte, a algún que
otro gato, pero quién sabe qué podía ocurrirle. ¿Cómo podían estar seguros
de que la nueva familia adoptiva lo trataría bien? Todos los gatos a los que
conocía estaban de acuerdo en que la protectora no era un buen sitio. Y
todos sabíamos muy bien que los gatos a los que no se conseguía realojar
estaban prácticamente sentenciados a muerte.
Por mucho que yo me considerara un gato apuesto y con cierto encanto,
no tenía la menor intención de correr el riesgo.
—Tienes razón, los perros se lo comerían vivo. Y hoy en día, esas
protectoras funcionan muy bien, seguro que lo realojan rápidamente. —
Linda hizo una pausa, como si estuviera dándole vueltas al tema—. Sí, hay
que hacerlo. Mañana llamaré a la protectora y a la empresa de vaciado de
casas. Y luego, supongo que ya podremos contactar con alguna agencia
inmobiliaria.
Parecía más segura de sí misma y supe, en ese instante, que mi destino
estaba decidido a menos que actuara enseguida.
—Ahora estás pensando con la cabeza. Ya sé que no es fácil, pero,
Linda, no olvides que tu madre era ya muy mayor y, bueno, tampoco es que
te haya cogido por sorpresa.
—Ya, pero eso no hace que sea más fácil, ¿verdad?
Me tapé las orejas con las patas. La cabecita me daba vueltas. A lo largo
de las dos últimas semanas había perdido a mi dueña, el único ser humano
al que de verdad había conocido. Mi vida estaba patas arriba y estaba
desconsolado, triste, y ahora, al parecer, también abandonado. ¿Qué bigotes
iba a ser de un gato como yo?
Yo era lo que se conoce como un «gato de sofá». Tenía un sofá
calentito, comida y toda clase de comodidades, así que nunca había sentido
la necesidad de pasarme la noche cazando, merodeando o haciendo amigos
por ahí. Y también tenía compañía: una familia. Pero de repente me lo
habían arrebatado todo y me habían partido el corazón gatuno. Por primera
vez en mi vida, estaba completamente solo.
Había vivido en aquella casita adosada con mi dueña, Margaret,
prácticamente toda mi vida. También tenía una hermana gata, que se
llamaba Agnes, aunque era bastante mayor que yo y, más que una hermana,
era como una tía para mí. Pero cuando Agnes se fue al cielo gatuno, hace un
año, experimenté un dolor que jamás había creído posible. Me dolía tanto
que creí que no me recuperaría jamás. Pero tenía a Margaret, que me quería
muchísimo, y nos aferramos el uno al otro para soportar el dolor. Los dos
adorábamos a Agnes y, unidos en nuestro sufrimiento, la echábamos de
menos con todas nuestras fuerzas.
Hace poco, sin embargo, aprendí lo cruel que puede llegar a ser la vida.
Un día, hace un par de semanas, Margaret no se levantó de la cama. No
sabía qué le ocurría, ni tampoco qué hacer, pues solo soy un gato, así que
me tendí junto a ella y maullé tan alto como pude. Por suerte, ese día venía
la enfermera que visitaba a Margaret una vez por semana, así que cuando oí
el timbre me separé a regañadientes de mi querida dueña y salí por la
gatera.
—Ay, señor, ¿qué ocurre? —preguntó la enfermera, mientras yo
maullaba a voz en grito.
Cuando la enfermera volvió a llamar al timbre, la toqué con la pata,
suavemente pero con insistencia, para hacerle comprender que algo iba mal.
Ella usó entonces la llave de repuesto y encontró el cuerpo sin vida de
Margaret. Me quedé junto a ella, a sabiendas de que la había perdido,
mientras la enfermera hacía unas cuantas llamadas. Poco después, entraron
unos hombres y se la llevaron. No podía dejar de maullar, pero no me
permitieron ir con Margaret y fue entonces cuando supe que mi vida, tal y
como la conocía hasta entonces, se había terminado. Llamaron a los
familiares de Margaret y yo seguí maullando. Maullé hasta quedarme
afónico.
Mientras Jeremy y Linda seguían hablando, bajé silenciosamente del
sillón y salí de casa. Merodeé un rato por los alrededores, en busca de algún
otro gato al que pedir consejo, pero ya era casi la hora del té, así que no
había nadie por allí. Sin embargo, conocía a una simpática y anciana gata,
llamada Mavis, que vivía en la misma calle, así que fui a buscarla. Me senté
delante de su gatera y empecé a maullar ruidosamente. Mavis sabía que
Margaret había muerto, pues había visto cómo se la llevaban y, poco
después, me había encontrado a mí llorando su ausencia. Era una gata muy
maternal, un poco como Agnes, y se había ocupado de mí: me había dejado
maullar hasta que ya no pude maullar más. Después se quedó conmigo y
compartimos su comida y su leche hasta que llegaron Jeremy y Linda.
Al oírme llamarla, salió por la gatera y le conté cuál era la situación.
—¿No pueden quedarse contigo? —preguntó mirándome con ojos
tristes.
—No, dicen que tienen dos perros y, bueno, tampoco es que quiera vivir
con perros —dije.
Los dos nos estremecimos solo de pensarlo.
—Y quién querría… —dijo Mavis.
—No sé qué hacer —me lamenté, mientras hacía esfuerzos por no
echarme a llorar otra vez.
Mavis se acurrucó a mi lado. Hasta hacía poco, no habíamos sido
especialmente amigos, pero era una gata muy bondadosa y yo agradecía
mucho su amistad.
—Alfie, no dejes que te lleven a la protectora —dijo—. Quisiera
ocuparme de ti, pero no creo que pueda. Ya soy vieja y estoy cansada y
tampoco es que mi dueña sea mucho más joven que Margaret. Tienes que
ser un gatito valiente y buscarte una nueva familia —dijo, al tiempo que
frotaba el cuello contra el mío en un gesto cariñoso.
—Pero… ¿cómo voy a hacerlo? —le pregunté.
Jamás me había sentido tan solo y perdido.
—Ojalá tuviera las respuestas, pero piensa en lo que has aprendido
sobre la fragilidad de la vida y trata de ser fuerte.
Nos frotamos el hocico y supe que tenía que irme. Regresé a casa de
Margaret por última vez, para poder recordarla antes de marcharme
definitivamente. Quería una imagen para atesorarla en la memoria y
llevármela en mi viaje. Esperaba que me diera fuerzas. Contemplé las
baratijas de Margaret, sus «tesoros», como ella los llamaba. Contemplé las
fotografías de las paredes, que me eran tan familiares. Contemplé la
moqueta, gastada allí donde yo la había arañado cuando era demasiado
pequeño para saber lo que hacía. Yo era aquella casa y aquella casa era yo.
Y ahora no tenía ni idea de lo que iba a ser de mí.
No tenía mucha hambre, pero me obligué a engullir la comida que
Linda me había puesto (al fin y al cabo, no sabía cuándo volvería a comer).
Luego dediqué una última y prolongada mirada al que había sido mi hogar,
al lugar en el que había estado calentito y a salvo de peligros. Pensé en las
lecciones que había aprendido. En los cuatro años que llevaba en aquella
casa, había comprendido muchas cosas acerca del amor y de la pérdida.
Hasta ese momento, habían cuidado de mí, pero eso ya se había acabado.
Recordé la época en que había llegado a aquella casa, cuando era apenas un
gatito recién nacido. Al principio, no le había caído demasiado bien a
Agnes, que me veía como una amenaza. Pero después me la había ganado y
Margaret nos había tratado siempre a los dos como si fuéramos los gatos
más importantes del mundo. Pensé en lo afortunado que había sido, pero
finalmente se me había acabado la fortuna. Mientras lloraba el fin de la
única vida que había conocido, supe por instinto que debía sobrevivir,
aunque no tenía idea de cómo. Me preparé para dar un salto hacia lo
desconocido.
Capítulo dos

C on el corazón destrozado, y temiendo no encontrar


una alternativa razonable, abandoné el único hogar
que había conocido. No tenía ni idea de adónde dirigirme
ni de cómo salir adelante, pero sabía que confiar en mí
mismo y en mis limitadas aptitudes era mejor que confiar
en la protectora. Y también sabía que un gato como yo
necesitaba amor y un hogar. Mientras me adentraba en la
oscura noche, temblando de miedo, traté de buscar la forma de ser valiente.
Sabía pocas cosas, pero sí estaba seguro de que no quería volver a estar solo
jamás. Era un gato que necesitaba desesperadamente un sofá —o unos
cuantos sofás— en el que sentarse. Así, con un firme propósito, traté de
reunir coraje. Recé y deseé que no me fallara.
Eché a andar, dejando que me guiara el instinto. No estaba
acostumbrado a deambular por las calles durante noches tan oscuras y poco
invitadoras, pero tenía buen oído y buena vista, así que me repetí una y otra
vez que no me pasaría nada. Traté de escuchar las voces de Agnes y de
Margaret mientras recorría las calles, para que me animaran a seguir.
La primera noche fue dura, aterradora y muy larga. En un momento
determinado, a la luz de la luna, encontré un cobertizo al fondo del jardín
trasero de alguien. Y fue una suerte, porque para entonces ya me dolían las
patas y estaba agotado. La puerta estaba abierta y, si bien el cobertizo estaba
cubierto de polvo y de telarañas, me sentía tan cansado que no me importó.
Me acurruqué en un rincón, sobre el frío y sucio suelo, y enseguida me
quedé profundamente dormido.
Me despertó en plena noche un agudo maullido y me encontré con un
enorme gato negro que estaba prácticamente encima de mí. Asustado, di un
salto. El gato me observó, furioso, y traté de mantenerme firme, aunque me
temblaban las piernas.
—¿Qué haces aquí? —bufó, escupiendo con un gesto muy agresivo.
—Solo estaba durmiendo —respondí, tratando sin éxito de parecer muy
seguro de mí mismo.
Era imposible que pudiera zafarme de él con facilidad, así que me puse
de pie, temblando, y traté de parecer muy amenazador. El gato sonrió, con
una sonrisa malvada, y casi se me doblaron las patas. Se abalanzó sobre mí
y me arañó la cabeza con las garras. Grité de dolor al notar el arañazo y
quise hacerme un ovillo, pero sabía que tenía que huir de aquel gato infame.
Se abalanzó de nuevo sobre mí y vi el destello de sus garras cuando me las
acercó a la cara, pero por suerte yo era más ágil. Eché a correr hacia la
puerta y pasé velozmente junto a él, rozándole casi el áspero pelo, pero
conseguí salir del cobertizo. Él se volvió y bufó de nuevo. Escupí en su
dirección y eché a correr todo lo rápido que me permitieron las patitas. En
un momento determinado me detuve y, casi sin aliento, me volví, pero
estaba solo. Aquel había sido mi primer encuentro con el peligro y supe que
tenía que curtirme si quería sobrevivir. Me alisé el pelo con una pata y traté
de ignorar el arañazo, que aún me escocía. Comprendí que podía ser muy
rápido si quería, lo cual era algo que me resultaría muy útil a la hora de
esquivar los peligros. Sollocé un poco más mientras seguía caminando: el
miedo me atenazaba, pero también me impulsaba a seguir. Contemplé el
cielo nocturno y las estrellas y me pregunté, una vez más, si Agnes y
Margaret me estarían viendo, estuvieran donde estuvieran. Deseé que así
fuera, pero no lo sabía. Sabía muy pocas cosas, en realidad.
Para cuando me atreví a detenerme de nuevo, estaba muerto de hambre
y tenía mucho frío. Acostumbrado a sentarme día tras día junto a la
chimenea de Margaret, aquella vida me resultaba desconocida. Sabía que si
quería comer, tendría que cazar, algo que en el pasado no había tenido que
hacer casi nunca y que no se me daba especialmente bien. Me dejé guiar por
el olfato y encontré unos cuantos ratoncillos que correteaban entre los cubos
de basura, delante de una gran casa. Aunque me daba cierto asco —estaba
acostumbrado a la comida de lata, excepto en las contadas ocasiones en las
que Margaret me daba pescado—, conseguí acorralar a uno de los ratones
en un rincón y me abalancé sobre mi presa. Tal vez porque no estaba
acostumbrado a pasar tanta hambre, me pareció delicioso y me proporcionó
la energía que necesitaba para continuar.
Seguí deambulando durante toda la noche, hasta que empezó a
amanecer. Mientras me perseguía la cola y practicaba mis saltos, trataba de
no olvidar que seguía siendo yo, Alfie, el gato juguetón. Intenté cazar un
moscardón, pero entonces recordé que debía ahorrar energías, porque no
sabía cuándo volvería a comer ni cómo obtendría la comida.
Sin saber todavía hacia dónde me llevaban mis pasos, llegué a una calle
ancha y comprendí que no me quedaba más remedio que cruzarla. No
estaba acostumbrado a las calles ni al tráfico. Margaret me había
sermoneado, cuando aún era muy pequeño, acerca de los peligros de cruzar
una calle. Había mucho ruido y me daban miedo los coches y las furgonetas
que pasaban junto a mí a toda velocidad. Me quedé en la acera, con el
corazón desbocado, hasta que vi un hueco. Estuve a punto de cerrar los ojos
y echar a correr, pero conseguí que me dejaran de temblar las piernas antes
de cometer alguna estupidez. Asustado, coloqué una patita en la calzada y
percibí el estruendo del tráfico, cada vez más cerca. Oí entonces una
estridente bocina y, al volverme hacia la izquierda, vi dos enormes faros que
se me echaban encima. Salí disparado y corrí más rápido de lo que había
corrido jamás. Para mi horror, sin embargo, noté que algo me rozaba la
cola. Grité y, tras saltar lo más lejos que pude, aterricé en la otra acera. Con
el corazón desbocado, me volví y vi pasar un coche a toda velocidad. Supe
que me había faltado muy poco para acabar bajo aquellas ruedas. Me
pregunté entonces si habría gastado una de mis siete vidas: estaba
convencido de que sí. Finalmente, recuperé el aliento: el miedo me
impulsaba de nuevo y, pese a notar las piernas como si fueran de gelatina,
me alejé de la calzada y conseguí caminar durante unos cuantos minutos
antes de desplomarme ante la verja de alguien.
Transcurridos unos minutos, se abrió una puerta y salió una señora que
llevaba un perro atado a una correa. El perro se lanzó hacia mí, ladrando
como un loco, y una vez más tuve que huir para eludir un peligro. La mujer
tiró de la correa y le gritó algo al perro, que me gruñó. A modo de
respuesta, le bufé.
Estaba aprendiendo muy deprisa que el mundo era un lugar hostil y
peligroso, a años luz de distancia de mi hogar, que eran Agnes y Margaret.
Empecé a preguntarme si no habría sido más seguro dejar que me llevaran a
la protectora.
Sin embargo, ya no había vuelta atrás, pues a esas alturas ya ni siquiera
sabía dónde estaba. Cuando decidí marcharme, no sabía muy bien adónde
dirigirme ni tampoco qué me ocurriría, pero tenía ciertas esperanzas. Creía
que tendría que viajar un poco, pero en algún rincón de mi mente estaba
convencido de que alguien, tal vez una afectuosa familia o una encantadora
niñita, me recogerían y me llevarían a mi nuevo hogar. Y trataba de no
olvidar esa imagen mientras me enfrentaba a los horrores diarios, me veía
obligado a huir para salvar el pellejo o estaba tan hambriento que no me
tenía en pie.
Estaba desorientado, sediento y cansado. La adrenalina que me había
ayudado a seguir adelante hasta ese momento me estaba abandonando,
sustituida por una pesadez en las extremidades.
Conseguí llegar hasta un callejón y pensé que si saltaba a una valla y
caminaba en equilibrio sobre ella, podría seguir avanzando y, al mismo
tiempo, tener una perspectiva desde lo alto para sentirme seguro. Hice
acopio de mis reservas de energía para conseguirlo y vi un cuenco de agua
sobre un poste de madera. Margaret solía hacerlo para que los pájaros
pudieran beber. Bajé de la valla, trepé el poste y conseguí subir hasta el
cuenco: estaba tan desesperado por beber que hubiera subido hasta la
montaña más alta. Bebí con avidez y disfruté del alivio inmediato que me
proporcionó el agua. Espanté a unos cuantos pájaros, pues no estaba
dispuesto a compartir el agua. Tras dejar el cuenco prácticamente vacío,
regresé a las vallas y me alejé más y más de mi antigua vida.
Por suerte, pasé una noche sin incidentes. Me topé con algún que otro
gato, pero en general me ignoraron, pues estaban demasiado ocupados con
sus llamadas y rituales de apareamiento como para fijarse en mí.
Casi todo lo que sabía de los otros gatos lo había aprendido de Agnes,
que ya apenas podía moverse cuando yo la conocí, y de los demás gatos de
la calle, quienes por lo general se mostraban afectuosos. Sobre todo Mavis,
que siempre había sido muy amable conmigo. Quería acercarme a los gatos
que iba encontrando para pedirles ayuda, pero parecían demasiado
ocupados y, además, tenía miedo después del incidente del gato negro, así
que decidí prudentemente seguir mi camino.
A la mañana siguiente, tenía la sensación de haber recorrido una distancia
considerable. Sin embargo, volvía a tener hambre, así que decidí parecer lo
más atractivo posible con la esperanza de que algún gato generoso me
ayudara a encontrar comida. Me topé con un gato que estaba holgazaneando
al sol delante de una casa de reluciente puerta roja. Me acerqué tímidamente
y empecé a ronronear.
—Madre mía —dijo el gato, que en realidad era una enorme gata
atigrada—. Estás horroroso.
Estuve a punto de mostrarme ofendido, pero luego recordé que no me
había acicalado como Dios manda desde que había abandonado la casa de
Margaret porque había estado demasiado ocupado tratando de sobrevivir y
de no meterme en líos.
—No tengo casa y me muero de hambre —maullé.
—Acompáñame, podemos compartir mi desayuno —ofreció—. Pero
luego tendrás que marcharte enseguida. Mi dueña volverá enseguida y no
creo que le guste encontrar un gato callejero en casa.
De repente, me di cuenta de que, efectivamente, me había convertido en
un gato callejero. No tenía casa ni familia, nadie que me protegiera. Me
contaba entre los pobres gatos que tenían que valerse por sí mismos, que
vivían con miedo, pasaban hambre y estaban siempre cansados. Que nunca
tenían buen aspecto, ni nada que se asemejara al buen aspecto. Me había
unido a sus filas y la sensación era espantosa.
Comí, bebí y luego, tras darle las gracias a la amable gata y despedirme
de ella, seguí mi camino. Ni siquiera le pregunté su nombre.
Mi estado mental era un reflejo de mi estado físico. El sufrimiento
formaba parte de mí: echaba de menos a Margaret con todas las fibras de mi
ser y eso me causaba un dolor físico en el corazón. Pero había conocido el
amor: el amor de mi dueña y de mi hermana gata y, aunque solo fuera por
ese amor, debía seguir adelante. Ahora, con el estómago lleno, volvía a
sentirme rebosante de energía y me preparé para seguir mi camino.
Capítulo tres

T ranscurrieron unos cuantos días, en los que se


incrementó la distancia entre mi viejo hogar y el
lugar al que me dirigía, fuera cual fuese. Conocí a algunos
gatos simpáticos, a otros no tan simpáticos y a unos
cuantos perros malos que se divertían ladrándome, aunque
por suerte ninguno de ellos consiguió atraparme. Me
mantenía constantemente alerta mientras saltaba, brincaba
y corría, y me daba cuenta de que las fuerzas se me iban acabando. Sin
embargo, aprendí a defenderme cuando era necesario: aunque atacar era
algo que no me salía de forma natural, de algún modo tenía facilidad para
sobrevivir. Y, mientras aprendía a esquivar coches, perros y gatos, me iba
convirtiendo en un gato más avispado.
Sin embargo, adelgazaba más y más cada día. Mi pelo, en otros tiempos
reluciente, se me había caído ahora en algunas partes. Estaba cansado y
tenía frío. Ni siquiera sabía cómo había conseguido sobrevivir, ni tampoco
imaginaba que la vida pudiera ser tan dura. Me sentía más triste de lo que
jamás había estado y más solo de lo que creía posible. Cuando dormía, tenía
pesadillas; y cuando me despertaba, recordaba la situación en la que me
encontraba y lloraba. Estaba pasando un momento muy duro y, a veces, lo
único que deseaba era que todo acabara pronto, pues no sabía muy bien
cuánto tiempo podría seguir aguantando.
Estaba aprendiendo que la calle era cruel e implacable. Me estaba
pasando factura, física y mentalmente, y empezaba a sentirme tan
desanimado que para mí era un suplicio poner una pata delante de la otra.
El tiempo reflejaba mi estado de ánimo. Hacía fresco y llovía, y yo tenía
el frío metido en los huesos porque nunca conseguía estar seco del todo.
Durante el tiempo que llevaba sin hogar —buscando sin descanso mi
futuro, es decir, la familia afectuosa—, la niñita encantadora no había
aparecido como por arte de magia. Nadie, hasta el momento, había acudido
a rescatarme y empezaba a pensar que ya nadie lo haría. Decir que
lamentaba mi suerte es quedarse corto.
Una vez más, llegué a una avenida principal. Las calles seguían
aterrorizándome. Se me daba un poco mejor cruzarlas, pero seguía teniendo
la sensación de que me estaba jugando la vida cada vez que bajaba un
bordillo. Había aprendido a tomarme mi tiempo para cruzar, aunque tuviera
que esperar mucho. Así, me quedé sentado, volviendo la cabeza de un lado
a otro, hasta que vi un hueco en el tráfico que me pareció lo bastante seguro.
Por si las moscas, eché a correr a toda velocidad y llegué al otro lado sin
aliento. Lo malo era que había estado tan concentrado en cruzar la calle que
no me había fijado en el perrito gordo que estaba sentado al otro lado de la
avenida. Se cuadró nada más verme: gruñó, babeando, y me enseñó los
afilados dientes. Por desgracia, no había dueño ni correa a la vista.
—Ffiiiii —le respondí para tratar de disuadirlo de sus intenciones,
aunque en realidad yo estaba aterrorizado.
Lo tenía tan cerca que incluso podía olerlo. Me ladró y, de repente, se
abalanzó sobre mí. Pese a lo cansado que estaba, di un salto hacia atrás y
eché a correr, pero notaba su aliento pegado a la cola. Tras aumentar la
velocidad, me atreví a mirar hacia atrás y vi que lo tenía tan cerca que casi
me mordía los talones. Para estar tan gordo, corría mucho. Mientras seguía
corriendo, lo oía ladrar ferozmente. Doblé una esquina y, de repente, me
encontré en un callejón. Viré bruscamente y seguí corriendo todo lo rápido
que me permitían las patas. Cuando ya estaba convencido de haber
recorrido varios kilómetros, aminoré la marcha y, al no oír más que silencio,
me atreví a volverme. Por suerte, no había ni rastro del perro; le había dado
esquinazo.
Con el corazón desbocado, aminoré un poco más la marcha y seguí
recorriendo el callejón, que discurría entre varios huertos donde los vecinos
plantaban verduras. Puesto que aún llovía torrencialmente, no vi por allí
más que a un par de personas. Así, a pesar de estar empapado y exhausto,
resolví atreverme a buscar cobijo. En uno de los huertos vi un cobertizo que
tenía la puerta entreabierta. Estaba tan cansado que ni siquiera me
preocupaba lo que pudiera aguardarme en el interior, de modo que empujé
suavemente la puerta con el hocico. Tenía tanto frío y me sentía tan
desprotegido que temía ponerme muy enfermo si no encontraba pronto un
lugar seco en el que descansar un poco.
Entré sigilosamente en el cobertizo y me alegró descubrir una manta en
un rincón. Estaba cubierta de moho y era áspera al tacto. Desde luego, aquel
cobertizo no tenía nada que ver con los lujos a los que me había
acostumbrado durante mi antigua vida, pero en aquel momento se me
antojó un palacio. Me acurruqué en la manta y traté de secarme el pelo lo
mejor que pude. Pese a estar medio muerto de hambre, no me sentía con
fuerzas de salir a buscar comida.
Oí el golpeteo de la lluvia en el techo del cobertizo mientras sollozaba
en silencio. Siempre había sido un gato muy mimado, pero solo ahora me
daba cuenta de ello. Si pensaba en todas las cosas que daba por sentadas
cuando vivía con Margaret, la verdad es que me salía una lista muy larga.
Tenía comida, cariño, calor y cuidados. Los días fríos, me los pasaba
sentado delante del fuego, en el salón de Margaret, o tomando el sol junto a
la ventana. Me consentían y llevaba una vida de lujo. Curiosamente, solo
después de haberme marchado me daba cuenta de lo afortunado que había
sido.
Pero ahora… ¿qué sería de mí? Cuando Mavis me había dicho que me
marchara, lo cierto es que no había previsto lo que podía ocurrir. No había
pensado que podría encontrarme en un lugar como aquel cobertizo,
preguntándome si tendría fuerzas para seguir adelante. Y lo cierto era que
no estaba seguro de poder continuar. ¿Acabaría allí mi viaje, en aquel
cobertizo, sobre una apestosa manta? ¿Era ese mi destino? Deseé que no,
pero desconocía la alternativa. Sabía que no estaba bien lamentarse de la
propia suerte y, sin embargo, no podía evitarlo. Echaba de menos mi vida
anterior, muchísimo, y no sabía qué iba a ser de mí.
Debí de quedarme dormido, porque me desperté al notar un par de ojos
que me observaban fijamente. Parpadeé. Tenía justo delante una gata negra
como la noche cuyos ojos relucían como antorchas.
—No tengo malas intenciones —dije enseguida, pensando que si
aquella gata quería pelea, la dejaría que acabara conmigo de una vez.
—Ya me parecía a mí que olía a gato. ¿Qué haces aquí? —me preguntó,
en un tono que no era agresivo.
—Quería descansar. Un perro me ha perseguido y he acabado aquí no sé
cómo. Se está calentito y aquí no me mojo y…
—¿Eres un gato callejero? —me preguntó.
—Pues se supone que no, pero creo que en estos momentos sí lo soy —
contesté con tristeza.
La gata arqueó el lomo.
—Oye, este es mi territorio de caza. Soy una gata callejera y me gusta
serlo. Me llevo la mejor parte de las criaturas que vienen aquí en busca de
comida: ratones, pájaros, en fin, ya sabes. Vamos, que lo considero mi
territorio. Solo te lo digo por si se te había ocurrido pensar que puedes
arrebatármelo.
—¡Por supuesto que no! —respondí, indignado—. Solo quería
resguardarme de la lluvia.
—Con el tiempo, te acostumbrarás a la lluvia —afirmó.
«¡Dios me libre!», quise decir, pero no deseaba ofender a mi nueva
amiga. Me puse de pie, despacio, y me acerqué a ella.
—¿Y me resultará más fácil? —dije, al tiempo que me preguntaba si de
verdad era aquello lo que me deparaba el futuro.
—Pues no lo sé, pero te acabas acostumbrando —dijo, mientras se le
ensombrecía la mirada—. En fin, si me acompañas te dejaré cazar conmigo
y te enseñaré dónde puedes beber, pero por la mañana te largas, ¿de
acuerdo?
Acepté las condiciones. Comí y bebí, pero eso no hizo que me sintiera
mejor. Cuando me acurruqué de nuevo en la manta, después de que mi
nueva amiga se marchara, recé para que se obrara un milagro, porque tal y
como estaban las cosas, no me veía capaz de salir con vida de aquel viaje.
Capítulo cuatro

A l día siguiente, tal y como había prometido, me puse


de nuevo en marcha, pero me sentía desanimado.
Pasaron unos cuantos días y me enfrenté a un gran número
de contradicciones. Un día ya no me creía capaz de
continuar, pues el mal tiempo, el hambre y la soledad me
horrorizaban, y al día siguiente me obligaba a continuar, repitiéndome una y
otra vez que no debía rendirme, que se lo debía a Margaret y a Agnes. Era
un tira y afloja: unas veces pensaba que mi búsqueda era inútil y, otras,
estaba decidido a no fracasar.
Me las iba apañando con la comida y la bebida y, poco a poco, fui
aprendiendo a valerme por mí mismo. Hasta me fui acostumbrando al
tiempo, aunque seguía detestando los días lluviosos. Me defendía mejor a la
hora de cazar y, si bien no disfrutaba con ello, había aprendido a ser un
poco más duro. Sin embargo, no estaba convencido de ser lo bastante
fuerte. Aún no.
Una noche en que me sentía de un humor algo más positivo, me topé
con un grupo de humanos. Estaban apiñados junto a un amplio portal.
Estaba todo lleno de cartones y olía muy mal. Todos tenían una botella en la
mano y, algunos de ellos, casi tanto pelo como yo en la cara.
—Un gato —dijo uno de los hombres peludos, arrastrando las palabras.
Bebió un trago y agitó la botella en mi dirección. El hedor era tan
intenso que retrocedí, tambaleándome. Se echaron a reír mientras yo seguía
retrocediendo lentamente, sin saber muy bien a qué peligro me enfrentaba.
El hombre que había hablado me lanzó entonces la botella. La esquivé por
los pelos antes de que se hiciera añicos junto a mí.
—Me haría con él un gorro bien calentito —se echó a reír otro de los
hombres, con un aire que me pareció ligeramente amenazador.
Retrocedí un poco más.
—No tenemos comida, largo de aquí —dijo un tercero, en un tono muy
poco cordial.
—Lo despellejamos para hacernos un gorro y luego nos lo comemos —
dijo otro, riendo.
Abrí mucho los ojos, horrorizado, y me marché. Y entonces, como por
arte de magia, apareció un gato.
—Sígueme —bufó.
Eché a correr tras él calle abajo. Estaba a punto de desfallecer cuando,
por suerte para mí, nos detuvimos.
—¿Quiénes eran? —pregunté, casi sin aliento.
—Los borrachos del barrio. Viven en la calle. Será mejor que no te
acerques a ellos.
—Pero yo también vivo en la calle —sollocé.
Me entraron ganas de ponerme a maullar otra vez.
—Lo siento mucho, pero de todas maneras es mejor que no te acerques
a ellos. No son precisamente buena gente.
—¿Qué es un borracho? —pregunté.
Me sentía, de nuevo, como un gatito que no sabe nada del mundo.
—Algo que les gusta hacer a los humanos. Beben cosas y se ponen
raros. Y no me refiero a leche o agua. Ven conmigo, anda. Puedo
conseguirte algo de comida y leche y buscarte un lugar seguro para dormir
esta noche.
—Eres muy amable —ronroneé.
—He pasado por lo mismo que tú: yo también viví en la calle durante
un tiempo —dijo el gato.
Luego echó a andar y me hizo un gesto con la pata para que lo siguiera.
Se llamaba Botón, que según él era un nombre bastante estúpido para un
gato, pero tenía una dueña muy jovencita que decía de él que era
«pequeñito como un botón».
La casa a la que fuimos estaba a oscuras, y si bien me alegró entrar y
encontrarme por fin en un lugar seguro y calentito, también me recordó que
necesitaba urgentemente encontrar un hogar. Le conté mi historia a Botón.
—Es muy triste —dijo—. Pero has aprendido, como yo, que con un solo
dueño no basta. Yo suelo visitar otra casa de mi calle, a veces.
—¿En serio? —pregunté, intrigado.
—Me gusta considerarme un gato de portal.
—¿Y eso qué es?
Sentía curiosidad.
—Bueno, pasas la mayor parte del tiempo en una casa, pero vas también
a otras y te quedas en el portal hasta que te dejan entrar. No siempre te
dejan, pero yo por ejemplo tengo otra casa y, aunque no vivo allí, me
tranquiliza saber que si pasa algo tengo una alternativa.
Yo seguí preguntando y él me fue explicando que los gatos de portal
comían muchas veces al día, en casa de varias familias, que recibían
muchos mimos y cuidados y que, por lo general, se sentían muy seguros.
Lo mismo que yo, Botón detestaba la vida en la calle y, a diferencia de
mí, a él sí había acudido a rescatarlo la niñita encantadora. Sin embargo,
confesó que lo había planeado él mismo: tras encontrar a la que ahora era su
familia, había intentado parecer lo más desamparado posible, para
asegurarse de que se compadecieran de él y lo adoptaran.
—¿O sea, que fingiste que necesitabas comida y cuidados? —pregunté,
con las orejas bien tiesas.
—Bueno, es que lo necesitaba. Pero ¿sabes?, tuve suerte. Supliqué
ayuda y alguien me acogió. Si quieres, puedo ayudarte.
—Oh, me encantaría —respondí.
Me acurruqué con él en su cesto y hablamos hasta bien entrada la
noche. Y si bien no pude dormir mucho, porque al día siguiente debía
madrugar para marcharme antes de que se despertaran los dueños de Botón,
me sentí seguro por primera vez desde que había abandonado la casa de
Margaret. Además, había empezado a trazar un plan: convertirme en un
perfecto gato de portal.
Capítulo cinco

A l día siguiente me marché de la casa de Botón. Me


entristecía irme, después de haber dormido una
noche en lugar seguro, pero al menos me había aconsejado
adónde dirigirme y me había indicado cuáles eran las calles
más agradables de la zona. Me propuso que fuera hacia el
oeste, hacia una zona habitada principalmente por familias,
y que buscara una calle que me pareciera ideal. Debía
confiar en mi instinto, dijo, pues estaba convencido de que cuando llegara a
esa calle ideal, lo sabría. Después de una noche de sueño reparador, y con el
estómago lleno, me encaminé hacia donde me había sugerido, tratando de
esquivar peligros y de seguir mi olfato.
Me sentía algo más optimista, aunque tampoco es que mi vida hubiese
cambiado de la noche a la mañana después de haber conocido a Botón.
Hubo días en que tuve que estar alerta y también muchos en los que me
sentí hambriento y cansado; días en los que tuve que seguir caminando a
pesar de que las patas me temblaban de agotamiento y el pelo se me pegaba
al cuerpo debido a la lluvia. Sobreviví, pero fue un viaje largo y difícil. Sin
embargo, no dejaba de repetirme que al final habría valido la pena.
Y, finalmente, llegué a una callecita preciosa y, tal y como Botón me
había dicho, supe de inmediato que allí encontraría lo que buscaba. No sé
muy bien cómo lo supe, pero lo supe. Supe que mi lugar estaba allí. Me
senté junto a un letrero que decía EDGAR ROAD y me relamí los labios. Por
primera vez desde que me había marchado de la casa de Margaret, tuve la
sensación de que todo iba a salir bien.
Edgar Road me gustó enseguida. Era una calle larga en la que se
alzaban distintos tipos de casas: casas adosadas de estilo victoriano, casas
modernas, casas enormes y algunos bloques de pisos. Lo que más me gustó,
sin embargo, fue ver muchos carteles de «En venta» y «Se alquila». Botón
me había contado que esos carteles significaban que no tardarían en llegar
nuevos inquilinos. Y yo estaba convencido de que lo primero que
necesitarían esos nuevos inquilinos era un gato como yo.

Durante los siguientes días fui conociendo a algunos de los gatos del barrio.
Cuando les conté lo que me proponía, insistieron en ayudarme. Así, no
tardé en descubrir que los gatos de Edgar Road eran, en general, bastante
simpáticos. Al fin y al cabo, para mí era importante vivir en un buen barrio,
rodeado de amables vecinos gatunos. Había un par de «machos alfa» y una
gatita muy guapa que se mostraba especialmente desagradable con todo el
mundo, pero los demás gatos eran muy simpáticos y compartían su agua y
su comida conmigo cuando más necesitado me veían.
Me pasaba el día hablando con los otros gatos, para obtener de ellos
toda la información posible, y explorando las casas vacías, en busca de un
hogar potencial. De noche salía a cazar para poder comer.
Una de esas noches, cuando ya llevaba más o menos una semana en
Edgar Road, un macho especialmente malo me encontró sentado frente a
una de las casas vacías a las que había echado el ojo.
—Tú no vives aquí. Ya va siendo hora de que te largues —me bufó.
—Pienso quedarme —respondí, bufando también y tratando de parecer
muy valiente.
Era más grande que yo y, además, yo no estaba precisamente en mi
mejor forma. Después de todo lo que había tenido que pasar, me sentía
como si ya no me quedaran fuerzas para luchar, pero no podía rendirme. De
repente, me distrajo un ruido y, al mirar hacia arriba, vi un pájaro que
volaba muy bajo. El macho aprovechó mi distracción para lanzarme un
zarpazo y me arañó justo encima del ojo.
Maullé. Me dolía mucho y enseguida me di cuenta de que sangraba. Le
escupí al macho cuando se acercó, con intenciones al parecer de morderme.
Me juré que, en lo sucesivo, no debía perder de vista a aquel gato.
Junto a aquella casa vacía vivía una preciosa gata rayada que se llamaba
Tiger y nos habíamos hecho amigos. Tiger apareció justo en ese momento y
se interpuso entre el macho y yo.
—Lárgate, Bandit —le bufó.
Bandit parecía dispuesto a iniciar una pelea, pero finalmente giró sobre
sus talones y se alejó.
—Estás sangrando —dijo Tiger.
—Me ha cogido desprevenido, estaba distraído —dije, con cierta altivez
—. Pero habría podido con él, te lo aseguro.
Tiger sonrió.
—Mira, Alfie, no lo dudo, pero aún estás débil. En fin, ven conmigo y te
conseguiré algo de comer.
Mientras la seguía, supe que aquella gata sería mi mejor amiga en toda
la calle.

—No tienes muy buen aspecto —comentó Tiger, mientras yo comía.


Le estaba muy agradecido, así que traté de no parecer molesto.
—Lo sé —respondí con tristeza.
Era cierto. Al llegar a Edgar Road, estaba más delgado de lo que jamás
había estado en mi vida. Ya no tenía el pelo brillante y estaba desnutrido y
agotado de tanto dormir en la calle. No tenía ni idea de cuánto había tardado
en llegar hasta allí, pero a mí me parecía una eternidad. El tiempo había
cambiado: empezaba a hacer calor y las noches ya no eran tan frías. Era
como si el sol se estuviera preparando para hacer su entrada.
A medida que Tiger y yo nos íbamos haciendo amigos, también me iba
acostumbrando a mi nueva calle. Había dedicado muchas horas a recorrerla,
así que la conocía como si fuera la almohadilla de mi pata. Sabía dónde
vivía cada gato, sabía qué gatos eran amables y cuáles no. Sabía dónde
vivían los perros malos y, después de haber tenido que huir de ellos en unas
cuantas ocasiones, sabía muy bien a qué casas no debía acercarme bajo
ningún concepto. Me había subido a todas las vallas y muros de Edgar
Road. Y sabía que aquel era mi nuevo hogar. O, para ser más exacto,
hogares.
Capítulo seis

P ermanecí sentado mientras observaba a los dos tipos


fornidos descargar los últimos muebles del camión
de mudanzas. Hasta el momento, me gustaba lo que estaba
viendo: un sofá azul de aspecto cómodo; grandes cojines
con estampado de flores; un elegante sillón tapizado que
parecía bastante antiguo, aunque tampoco es que yo fuera
un experto en esas cosas. También había visto a los
hombres descargar otras muchas cosas del camión —armarios, cómodas y
montones de cajas embaladas—, pero a mí me interesaban más los muebles
blandos.
Mientras sacudía la cola, satisfecho, sonreí y me relamí los bigotes. Al
parecer, acababa de encontrar mi primer hogar potencial: el 78 de Edgar
Road.
Mientras los hombres de la mudanza hacían una pausa para beber agua
de sus botellas de plástico, aproveché la oportunidad para colarme en la
casa. Aunque sentía una gran curiosidad, lo primero que hice fue ir a
comprobar la puerta trasera. Si bien ya había estado en todos los jardines de
la calle y estaba convencido de que esta casa también tendría gatera,
prefería cerciorarme de que así fuera. No me había equivocado. Asombrado
de mi propia inteligencia, ronroneé de placer y salí por la gatera, dispuesto a
esconderme en el jardín.
Tras dedicar un rato a perseguir mi propia sombra en el minúsculo
jardín y a buscar moscas para atormentarlas, me estremecí de emoción y
decidí acicalarme de arriba abajo una vez más. Estaba hecho un flan cuando
entré de nuevo en la casa y no dejaba de pensar en lo bonito que sería
volver a ser un gato doméstico. Cuánto ansiaba un sofá en el que sentarme,
o disponer de leche y comida en abundancia. Necesidades modestas, como
ya había aprendido, pero que no debía dar por sentadas. Nunca jamás debía
volver a dar nada por sentado.
Yo no era un gato estúpido. Había aprendido mucho gracias al viaje y
también gracias a todos los gatos a los que había ido conociendo. Ni hablar
de volver a jugarme los bigotes a una sola carta. Era una lección que había
aprendido a base de cometer errores. Los peores errores. Algunos de mis
colegas gatunos eran demasiado confiados y otros demasiado vagos, pero
yo había descubierto que no podía permitirme ser ni una cosa ni otra. Por
mucho que quisiera ser un gato leal con un único dueño, era demasiado
arriesgado. No podía volver a pasar por lo que ya había pasado. No
soportaba la idea de volver a encontrarme solo algún día.
Noté cómo se me ponía el pelo de punta mientras trataba de ahuyentar
el terror de las últimas semanas y concentrarme en mi nuevo dueño.
Esperaba que fuera tan agradable como sus muebles blanditos.
Mientras paseaba sigilosamente por la casa, me di cuenta de que el cielo
había empezado a oscurecer y de que la temperatura había caído de golpe.
Me pregunté por qué alguien querría llevar los muebles a la casa y, sin
embargo, no instalarse. No era lógico. El dueño al que aún no había
conocido empezó a inspirarme cierto temor, pero luego me dije que debía
relajarme y me lamí un poco los bigotes para calmarme. Debía tener el
mejor aspecto posible cuando llegaran los nuevos inquilinos. Me estaba
preocupando sin motivo.
El problema era que llevaba demasiado tiempo viviendo en la calle y ya
no podía soportarlo más. Justo cuando tenía la sensación de que estaba
empezando otra vez a preocuparme sin motivo, oí el ruido de la puerta
principal al abrirse. Levanté de inmediato las orejas y estiré todo el cuerpo.
Había llegado el momento de conocer a mi primera familia nueva. Esbocé
mi sonrisa más cordial.
—Ya lo sé, mamá, pero no he podido evitarlo —dijo una voz femenina.
Siguió una pausa—. No he podido llegar porque el puñetero coche se ha
estropeado cuando solo llevaba dos horas de viaje y me he pasado las tres
últimas horas con un tipo del RAC muy parlanchín que, si quieres que te
diga la verdad, ha estado a punto de volverme loca. —Otra pausa. La mujer
tenía una voz bonita, pensé, aunque parecía claramente exasperada. Me
acerqué sigilosamente—. Sí, ya está. Parece que están todos los muebles y,
tal y como les pedí, me han dejado las llaves en el buzón de la puerta. —
Pausa—. Tampoco es que Edgar Road sea un gueto, mamá, seguro que
estaré bien. Bueno, acabo de entrar en mi nueva casa después de un día
francamente horroroso, así que ya te llamaré mañana, ¿vale?
Doblé una esquina y me encontré cara a cara con una mujer. Parecía
bastante joven, aunque a mí no se me daba especialmente bien eso de
calcular la edad. Lo único que podía decir era que no tenía un montón de
arrugas en el rostro, como Margaret. Era bastante alta, muy delgada, llevaba
la melena de color rubio oscuro un poco despeinada y en sus ojos azules se
adivinaba una mirada triste. Mi primera impresión fue que me transmitía
buenas vibraciones y que su mirada triste me atraía poderosamente. El
instinto gatuno me dijo que ella me necesitaba a mí tanto como yo a ella.
Yo, como la mayoría de los gatos, no juzgo a los humanos por su aspecto.
Los gatos somos capaces de adivinar el carácter y, por lo general, poseemos
un talento especial para distinguir a las personas buenas de las malas. «Es
perfecta», pensé enseguida, muy satisfecho.
—¿Y tú quién eres? —dijo, con una voz de repente dulce.
Era la clase de voz que la mayoría de las personas reservan para
mascotas y bebés, como si unos y otros fuéramos tontos. Me hubiera
gustado dedicarle una mirada desdeñosa, pero tenía que mostrarme
encantador. Así, lo que hice fue dedicarle una de mis mejores sonrisas. Se
arrodilló junto a mí y me puse a ronronear al tiempo que me acercaba muy
despacio a ella y le rozaba suavemente una pierna. Ah, sí, cuando me pongo
a coquetear, no tengo rival.
—Oh, pobrecillo, pareces medio muerto de hambre. Y el pelo… se te ha
caído en algunos sitios, como si te hubieras peleado. ¿Te has peleado?
Me hablaba con mucha dulzura, así que ronroneé a modo de
agradecimiento. Últimamente, solo había visto mi reflejo en el agua, pero
sabía gracias a Tiger que no tenía demasiado buen aspecto. Mientras me
restregaba de nuevo contra sus piernas, deseé que mi aspecto no la
desanimara.
—Eres una monada. ¿Cómo te llamas? —dijo, mientras le echaba un
vistazo al disco plateado que llevaba colgado al cuello—. Alfie. Bueno,
pues hola, Alfie.
Me cogió en brazos y me acarició el pelo «que se me había caído en
algunos sitios». Después de tanto tiempo, me sentí en la gloria. Tuve la
sensación de estar estrechando un lazo con aquella mujer: registré su olor, le
transmití el mío y recordé mi pasado, mis días de gatito recién nacido. Me
relajé como no había hecho en mucho tiempo. A no ser en sueños, claro.
Le dediqué de nuevo mi mejor ronroneo y me acurruqué entre sus
brazos.
—Bueno, Alfie, yo me llamo Claire. Estoy convencida de que tú no
venías incluido en el precio de la casa, pero de todas maneras te buscaré
algo de comida y ya llamaré luego a tus dueños.
Sonreí de nuevo. Podía intentarlo todas las veces que quisiera, porque
en el número de la placa no iba a contestar nadie. Caminé triunfalmente a su
lado con la cola bien tiesa, que era mi forma de saludar educadamente a mi
nueva amiga. Ella regresó a la puerta principal, cogió dos bolsas de plástico
y las llevó a la cocina.
Mientras guardaba la compra, yo eché un vistazo como es debido a mi
nueva zona de alimentación. La cocina era pequeña pero moderna. Los
muebles eran de un blanco reluciente y las superficies, de madera. Estaba
muy limpia y despejada. Bueno, qué tonto, me dije, si es que hasta ahora
aquí no vivía nadie. En mi antigua casa, cuyo recuerdo aún me entristecía,
la cocina era muy antigua y estaba abarrotada de cosas. El elemento
dominante era un aparador gigantesco, pero también había platos
decorativos por todas partes. Cuando yo era aún muy pequeño, rompí sin
querer uno de esos platos. Margaret se había disgustado tanto que jamás
volví a acercarme a los platos. Sin embargo, no creía que Claire tuviera
muchos platos decorativos. No parecía de esa clase de personas.
—Bueno, aquí tienes —dijo en tono triunfal, mientras me ponía delante
un cuenco que acababa de desempaquetar y lo llenaba de leche.
Después abrió un paquete de salmón ahumado y puso un poco en un
plato.
«Oh, qué maravillosa bienvenida», pensé. Lógicamente, no esperaba
que tuviera comida para gatos, pero tampoco esperaba que me agasajara de
aquella manera. Me hubiera conformado con cualquier cosa, aunque fuera
solo un poco de leche. Decidí, allí mismo, que Claire me caía bien.
Mientras yo comía, ella sacó una copa de la misma caja que contenía el
cuenco y luego cogió una botella de vino de la bolsa de la compra. Se llenó
la copa, la bebió ávidamente y enseguida se sirvió otra. La miré,
sorprendido. Debía de estar muerta de sed.
Cuando terminé de comer, me restregué de nuevo contra las piernas de
Claire para darle las gracias. Parecía un poco distraída, pero luego me miró.
—Ay, pero si tengo que llamar a tus dueños —dijo, como si ya no se
acordase.
Maullé para decirle que no tenía dueños, pero no pareció entenderme.
Se acuclilló y le echó un vistazo a mi placa. Luego marcó los números en su
teléfono y esperó. Aunque yo ya sabía que no iba a contestar nadie, me puse
un poco nervioso.
—Qué raro —dijo—. La línea está cortada. Debe de haber algún error.
No te preocupes, que no te voy a echar. Esta noche puedes dormir aquí y
mañana por la mañana lo volveré a intentar.
Ronroneé en voz bien alta para darle las gracias y sentí un inmenso
alivio.
—Pero si te vas a quedar esta noche, tenemos que bañarte —dijo, al
tiempo que me cogía.
Estiré de golpe las orejas, horrorizado. ¿Bañarme? Pero si era un gato,
me lavaba yo solo. Chillé, a modo de protesta.
—Lo siento, Alfie, pero es que hueles fatal —añadió—. Voy a sacar
unas cuantas toallas y enseguida te arreglamos.
Contuve el deseo de saltar de sus brazos y echar a correr de nuevo.
Odiaba el agua y sabía lo que un baño significaba, pues ya me habían
bañado en casa de Margaret mucho tiempo atrás, en una ocasión en que
había vuelto a casa cubierto de barro. Había sido una experiencia espantosa,
aunque no tan espantosa como vivir en la calle, así que decidí ser un gatito
valiente una vez más.
Claire me dejó delante de un gran espejo, en su habitación, y se fue a
buscar las toallas. Me miré y se me escapó un grito de sorpresa. De no
haber sabido que era yo, habría pensado que estaba viendo a otro gato: tenía
peor aspecto de lo que al principio había creído. Se me había caído el pelo
en varias partes del cuerpo y estaba tan delgado que se me marcaban todos
los huesos. A pesar de mis esfuerzos por lavarme, Claire tenía razón: estaba
muy sucio. De repente, me sentí triste: al parecer, había cambiado mucho
desde la muerte de Margaret, tanto por dentro como por fuera.
Claire me cogió y me llevó al cuarto de baño, abrió el grifo y luego, con
delicadeza, me metió en la bañera. Chillé y me revolví un poco.
—Lo siento, Alfie, pero necesitas un lavado a fondo. —Cogió un bote y
lo observó, un tanto indecisa—. Bueno, es champú neutro, supongo que te
irá bien. Ay, no sé, nunca he tenido gato. —Parecía preocupada—. Pero
bueno, qué digo, si tú no eres mi gato. Espero que tus dueños no estén
inquietos. —Se le escapó una lágrima—. Se suponía que no tenían que ir así
las cosas.
Quise consolarla, pues era evidente que lo necesitaba, pero no pude
porque aún estaba en la bañera, convertido en una especie de enorme
pompa de jabón.
Tras el baño, que parecía no acabar nunca, Claire me envolvió en una
toalla y me secó.
Cuando por fin me sentí seco del todo, seguí a Claire hasta la sala de
estar, donde ella se dejó caer en el sofá recién descargado. Subí de un salto
y me arrellané. Era tan confortable como había imaginado y Claire no me
dijo que bajara, ni trató de echarme al suelo. Permanecimos sentados como
dos educados desconocidos, ella en un extremo del sofá y yo en el otro.
Claire cogió su copa y bebió un traguito. La observé mientras ella echaba
un vistazo a su alrededor y contemplaba la estancia como si fuera la primera
vez que la veía. Quedaban aún cajas por abrir, había un televisor en el
centro del salón y una mesa con sus sillas en un rincón. Aparte del sofá, lo
demás estaba aún sin ordenar y, de hecho, la casa ni siquiera parecía un
hogar. Como si me hubiera leído el pensamiento, Claire bebió otro sorbito
y, de repente, se echó a llorar.
—¿Qué coño he hecho? —dijo, sollozando en voz alta.
A pesar del ruido que Claire estaba haciendo, me preocupó que de
repente pareciera tan apenada. Sin embargo, sabía lo que tenía que hacer:
era como si mi presencia en aquella casa obedeciera a un motivo, como si
tuviera un propósito. ¿Y si yo pudiera ayudar a Claire tanto como me había
ayudado ella a mí? Me desplacé sobre el sofá para acurrucarme junto a ella
y le apoyé la cabeza en el regazo, con mucha delicadeza. Ella empezó a
acariciarme maquinalmente y, si bien aún no había dejado de llorar, me
sentí como si en cierta manera le estuviera ofreciendo el consuelo que
necesitaba… que era, justamente, lo mismo que estaba haciendo ella por
mí. Y lo comprendí porque, en aquel preciso instante, tuve la certeza de que
Claire y yo éramos almas gemelas.
Había encontrado un nuevo hogar.
Capítulo siete

Y a llevaba una semana viviendo con Claire y


habíamos establecido una rutina bastante cómoda,
aunque no del todo saludable. Ella lloraba mucho y yo me
acurrucaba mucho a su lado, lo cual me parecía bien. Me
encantan los mimos y tenía que recuperar todo el tiempo
perdido. Solo que… me hubiera gustado poder hacer algo
para que Claire no llorara tanto. Era evidente que
necesitaba mi ayuda y yo estaba dispuesto a ofrecérsela
como mejor pudiese.

Claire había intentado llamar de nuevo al número que figuraba en mi placa;


luego había llamado a la compañía telefónica y le habían dicho que la línea
estaba dada de baja. Concluyó que me habían abandonado y, al parecer, eso
hizo que se encariñara aún más conmigo. Se puso a llorar y dijo que no
entendía cómo alguien podía haberme hecho algo así. Luego dijo que en
realidad sí lo entendía porque a ella le había ocurrido lo mismo, aunque yo
aún desconocía los detalles. Sin embargo, supe que había encontrado un
hogar junto a ella. Empezó a comprarme leche especial y comida de gatos.
También me compró un arenero, aunque no es que me gustara mucho
usarlo, y empezó a hablar —por suerte, solo a hablar— de llevarme al
veterinario. Los veterinarios tienen la costumbre de hurgar donde no deben,
pero de momento Claire aún no lo había llamado, así que crucé las patas
con la esperanza de que se le olvidara.
A pesar de que siempre estaba llorando, Claire era muy eficiente. Abrió
todas las cajas y colocó los muebles en tan solo un par de días. Organizó la
casa de arriba abajo y consiguió que se pareciera bastante a un hogar. Colgó
fotos en las paredes, llenó literalmente la casa de cojines y, de repente, todas
las habitaciones me parecieron muy acogedoras. Había elegido bien mi
nuevo hogar.
Como ya he dicho, sin embargo, no era un hogar feliz. Mientras Claire
abría las cajas, yo la observaba para tratar de averiguar su historia. Colocó
muchas fotografías en la sala de estar y me fue diciendo quiénes eran las
personas que en ellas aparecían: su madre y su padre, ella de niña, su
hermano pequeño, amigos y otros parientes… Durante cierto tiempo,
pareció un poco más animada y contenta, y yo recompensé ese optimismo
suyo restregándome contra sus piernas, pues me había hecho saber que le
gustaba. Lo hacía siempre que podía: al fin y al cabo, necesitaba que me
quisiera, para no tener que volver a la calle. Y yo también necesitaba
quererla a ella, aunque eso me resultaba cada vez más fácil.
Una noche, sacó una foto de una caja y no me contó nada. En la foto
aparecía ella con un vestido blanco, de la mano de un hombre que también
iba muy elegante. Sabía lo bastante acerca de los humanos como para
darme cuenta de que aquello era lo que ellos llamaban una «foto de boda»,
es decir, del día en que dos humanos se unían y prometían aparearse solo
entre ellos. Algo impensable para un gato, desde luego. Claire se dejó caer
en el sofá, con la foto pegada al pecho, y empezó a sollozar en voz alta. Me
senté a su lado y le ofrecí el equivalente gatuno del llanto, que era una
especie de agudo maullido, pero Claire ni siquiera pareció reparar en mi
presencia. Fue entonces cuando empecé a maullar a pleno pulmón. Lo
mismo que Claire, no podía parar, pues de repente me había vuelto a la
memoria todo lo que había perdido. Aunque no sabía si el hombre del traje
la había abandonado o había muerto igual que mi Margaret, supe en ese
momento que Claire estaba sola. Como yo hasta hacía muy poco. Seguimos
sentados el uno junto al otro, ella llorando y yo maullando, los dos a voz en
grito.

Al cabo de un par de días, Claire dijo que tenía que ir a trabajar y se marchó
por la mañana, muy temprano. Después de ponerse ropa elegante y
cepillarse el pelo, tenía bastante mejor aspecto. Hasta me pareció que había
ganado un poco más de color en el rostro, aunque no creo que fuera del
todo natural. Yo también empezaba a tener mejor aspecto, a pesar de que
habían transcurrido solo unos pocos días. Me había vuelto a crecer el pelo y
estaba ganando peso otra vez, pues comía mucho y hacía poco ejercicio. Al
verme junto a ella, reflejado en el gran espejo de su habitación, pensé que
formábamos muy buena pareja. O llegaríamos a formarla, por lo menos.
Aunque Claire me dejaba comida antes de marcharse, echaba de menos
su compañía cuando se iba a trabajar y me entristecía volver a sentirme
solo. Tenía a Tiger, claro, y solíamos pasar tiempo juntos: nuestra amistad
se iba consolidando mientras cazábamos moscas, dábamos cortos paseos o
nos tumbamos al sol en su jardín trasero. Pero no dejaba de ser una amistad
gatuna y yo sabía que lo que más necesitaba en ese momento eran humanos
en los que poder confiar.
Cuando Claire estaba trabajando, me asaltaban los recuerdos
desagradables, lo cual me hizo pensar que había llegado el momento de
seguir adelante con mi plan. Si lo que quería era asegurarme de no volver a
estar solo jamás, necesitaba más de un hogar: ésa era la triste realidad.

Había visto un cartel que decía «Vendido» delante del número 46 más o
menos al mismo tiempo que el de la casa de Claire y, de hecho, había estado
vigilando ambas casas, pero Claire había llegado antes, lógicamente. Sin
embargo, ahora el número 46 también estaba ocupado. La casa estaba lo
bastante lejos de la de Claire como para permitirme dar un corto paseo.
Estaba en la parte de la calle en la que se habían construido las casas más
grandes: la zona «elegante», según me habían dicho —con bastante orgullo
y hasta un poco de chulería— los gatos que vivían allí. No parecía un mal
lugar para vivir, pensé, al menos durante una parte del día.
Edgar Road era una calle curiosa: debido a que había distintos tipos de
casas, las personas que allí vivían también eran muy distintas. La casa en la
que yo había vivido con Margaret —la única casa que había conocido, en
realidad— era una casa pequeña en una calle minúscula. No se parecía en
nada a las enormes casas que ocupaban el extremo más alejado de Edgar
Road.
La de Claire era de tamaño medio, pero aquella —el número 46—
estaba entre las mejores de la calle. Era más grande que la de Claire: más
ancha, más alta y provista de unas ventanas grandes e imponentes. Me
imaginé a mí mismo sentado en el alféizar de una de aquellas ventanas,
contemplando la calle, y me pareció una imagen agradable. Puesto que se
trataba de una casa grande, supuse que allí vivía una familia y me gustó la
idea de ser un gato familiar. Bueno, que no me malinterprete nadie: Claire
me caía muy bien y me había encariñado muchísimo con ella. No tenía la
menor intención de abandonarla, pero necesitaba tener más de un hogar…
para asegurarme de no volver a estar solo jamás.
Ya casi amanecía cuando me concentré en el número 46. Justo delante
vi aparcado un reluciente coche de dos plazas, lo cual me preocupó, pues no
parecía muy adecuado para una familia. Pero en fin, ya había tomado una
decisión, así que quería seguir investigando. Me dirigí a la parte trasera de
la casa donde, para mi gran alegría, encontré una gatera esperándome.
Entré en una habitación muy ordenada con una lavadora, una secadora y
un frigorífico enorme. Era altísimo, casi como un gigante, y emitía un
zumbido tan intenso que me provocó dolor de oídos. Crucé una puerta
abierta y me encontré en una cocina inmensa, presidida por una gran mesa.
Al verla, creí que me había tocado la lotería: con una mesa tan grande,
seguro que había un montón de niños en la casa y todo el mundo sabe que a
los niños les encantan los gatos. Me mimarían muchísimo. De repente, me
entusiasmó la idea. Deseaba con todas mis fuerzas que me mimaran.
Mientras soñaba con la comida, los juegos y los mimos que iba a
recibir, un hombre y una mujer entraron en la cocina.
—No sabía que tuvieras un gato —dijo la mujer, con una voz
ligeramente chillona.
Su tono era bastante agudo, casi como el de un ratón. Me decepcionó
bastante ver que no tenía un aspecto precisamente maternal: llevaba un
ajustadísimo vestido y unos tacones casi más altos que yo. Me pregunté
cómo se las apañaba para respirar y caminar. También tenía aspecto de no
haberse peinado en bastante tiempo. Bueno, por norma general no soy un
gato criticón, pero me enorgullezco de cuidar mucho mi aspecto. Empecé a
lamerme las patas y el pelo con la esperanza de que aquella mujer captara la
indirecta.
Tenía la misma voz que las mujeres de una telenovela que Margaret y
yo solíamos ver juntos. Gente de barrio, creo que se llamaba.
Parpadeé para decirle «hola» al hombre, pero no me devolvió el gesto.
—No tengo gato —respondió con voz gélida.
Lo observé. Era alto, de pelo oscuro y rostro considerablemente
apuesto, pero no parecía muy amable. De hecho, cuando me miró parecía
bastante enfadado.
—Me he mudado hace solo un par de días y no me di cuenta de que
había una puta gatera. La voy a tener que cerrar antes de que todos los gatos
pulgosos del barrio se me instalen aquí.
Me fulminó con la mirada, como si quisiera dejar bien claro que estaba
hablando de mí. Intimidado, me encogí.
Apenas podía creer lo que acababa de oír. Aquel hombre era odioso y,
además, me disgustaba tremendamente saber que en la casa no vivían niños.
No se veían juguetes en la cocina y, desde luego, aquellos dos no parecían
muy capaces de ocuparse de nadie, fueran gatos o niños. Al parecer, me
había equivocado de medio a medio. Pues vaya con mi instinto gatuno.
—Oh, Jonathan —dijo entonces la señora—. No seas tan malo. Si es un
gatito muy mono… Y a lo mejor tiene hambre.
Me arrepentí al instante de lo que acababa de pensar: puede que aquella
señora fuera un poco desaliñada, pero era amable. Sentí renacer la
esperanza.
—No sé casi nada de gatos y no tengo el menor interés en aprender —
respondió él, en tono bastante altivo—. Pero sí sé que si se les da comida,
vuelven, así que mejor lo dejamos correr. De todas maneras, tengo cosas
que hacer: te acompaño a la puerta.
Mientras Jonathan la conducía a la puerta, la mujer pareció tan ofendida
como yo. Me acurruqué a la espera de que volviera, tratando de parecer lo
más pequeñito y mono posible. Pero en lugar de ablandarse, como yo
esperaba, el hombre me cogió y me lanzó —literalmente— a la calle desde
la puerta. Aterricé sobre las patas, así que por suerte no me hice daño.
—Casa nueva, vida nueva, no puñetero gato nuevo —dijo, al tiempo
que me daba con la puerta en el hocico.
Sacudí el cuerpo entero, ofendidísimo. ¿Cómo se atrevía aquel hombre
a tratarme de ese modo? También me dio pena la mujer a la que acababa de
echar y deseé que a ella no la hubiera lanzado igual que a mí.
Supongo que ahí tendría que haber dado por terminado mi intento de
encontrar un nuevo hogar en el número 46, pero soy un gato que no se rinde
fácilmente. Me costaba creer que aquel hombre, Jonathan, fuera tan odioso
como parecía. Mis sentidos gatunos me decían que, más que ser malo, lo
que le pasaba a aquel hombre era que estaba triste. Al fin y al cabo, se había
quedado solo después de que la señora se marchara… y yo sabía
perfectamente lo espantoso que es estar solo.
Volví corriendo a casa de Claire justo a tiempo de verla antes de que se
marchara a trabajar. Me di cuenta de que había estado llorando, porque se
estaba poniendo un montón de cosas en la cara para disimularlo. Cuando
terminó de acicalarse (tarea que le llevaba bastante más tiempo que a mí),
me dio de comer y me acarició un poco antes de coger su bolso para salir de
casa. La acompañé a la puerta, me restregué contra sus piernas y ronroneé,
con la esperanza de hacerle saber que podía contar conmigo.
Deseé poder hacer algo más para conseguir que Claire se sintiera mejor.
—Alfie, ¿qué haría yo sin ti? —me dijo antes de irse.
Para mí fue como una recompensa y me vanaglorié de ello. Era
agradable sentirse querido, después de la horrible forma en que Jonathan
me había rechazado. Me estaba enamorando de aquella triste jovencita y
sabía, de algún modo, que tenía que ayudarla. La gente cree que los gatos
somos interesados y egoístas, pero la verdad es que eso se aleja bastante de
la verdad. Yo era un gato dispuesto a ayudar a quienes lo necesitaran. Era
un gato afable y generoso con una misión nueva y muy especial: ayudar a
los demás.

Tendría que haberme olvidado de Jonathan y del número 46, pero algo me
impulsaba a volver. Mi Margaret solía decir que las personas enfadadas
eran, en realidad, personas infelices y ella es la persona más sabia que he
conocido. Cuando me instalé en su casa, Agnes se enfadó mucho y
Margaret dijo que era porque temía que yo ocupara su sitio. Y Agnes me lo
confirmó más tarde, cuando empezó a cogerme cariño. Y, de ese modo, yo
había aprendido que la rabia y la infelicidad suelen ir de la mano.
Así pues, volví al número 46. El coche no estaba en la puerta, lo cual
significaba que no había moros en la costa. Envalentonado, entré por la
gatera y eché un vistazo a la casa. No me había equivocado: la casa era
grande, lo bastante para toda una familia, pero ciertos detalles me hicieron
pensar que aquel era un espacio básicamente masculino. No había toques
románticos, ni diseños florales ni nada de color rosa. Era una casa de
superficies relucientes, toda cristal y detalles cromados. El sofá era como
los que había visto en los escaparates de algunas tiendas de muebles
elegantes: metal y tapicería de color crema, poco apropiado para niños… o
gatos. Me paseé por el sofá y lo recorrí varias veces de un lado a otro,
satisfecho. Tenía las patas limpias, así que tampoco me estaba portando tan
mal. Solo quería probar la consistencia del sofá. Subí a la planta superior,
donde descubrí cuatro habitaciones: en dos de ellas vi camas, la tercera era
un despacho y la cuarta estaba llena de cajas. En aquella casa faltaba el
toque personal. No había fotos alegres, ni nada que hiciera pensar que allí
vivían personas y no solo muebles. Era tan fría como el enorme y espantoso
frigorífico.
Decidí que el tal Jonathan iba a ser un auténtico desafío. Después de
habérmelas arreglado solo durante tanto tiempo, sabía muy bien de qué era
capaz: era evidente que yo no le caía bien a aquel hombre —ningún gato, en
realidad—, pero tampoco podía decirse que aquello fuese una novedad para
mí. Mientras pensaba de nuevo en Agnes, me vino a la mente la imagen de
su carita casi negra y sonreí. La echaba mucho de menos, era como si me
faltara una parte de mi propio cuerpo.
Agnes era mi antítesis en todos los sentidos: una gata anciana y muy
afable. Se pasaba la mayor parte del tiempo sentada en un cojín especial
junto a la ventana y se dedicaba a ver pasar la vida.
Cuando llegué yo, una juguetona bola de pelo, vio rápidamente
amenazada su tranquila existencia.
—Si crees que te vas a quedar en mi casa, ya te lo puedes ir quitando de
la cabeza —me bufó cuando nos conocimos.
Intentó atacarme en un par de ocasiones, pero yo era bastante más
rápido que ella. Margaret la castigaba a ella y a mí me consentía aún más,
por ejemplo ofreciéndome algún caprichito para comer o comprándome
algún juguete. Al cabo de algún tiempo, y aunque a regañadientes, Agnes
decidió aceptarme con la condición de que yo no la molestara. Poco a poco,
la encandilé y me la fui ganando. Cuando el veterinario dijo que había
llegado el momento de que se fuera al cielo gatuno, ya éramos como una
familia y nos queríamos muchísimo. Sentí un dolor físico al recordar cómo
me lavaba Agnes, igual que había hecho mi madre cuando yo había nacido.
Y si había conseguido ganarme a la imponente Agnes, sin duda
Jonathan no sería para mí más que un juego de gatos.
Tras pasearme por toda la casa mientras me preguntaba para qué querría
Jonathan tanto espacio, decidí salir para buscarle un regalito. Cazar no era
mi pasatiempo favorito, desde luego, pero quería que Jonathan y yo
fuéramos amigos y aquella era la única forma de conseguirlo que se me
ocurría.
Mis amigos gatunos de la época en que vivía en la calle me habían
transmitido mensajes distintos: algunos de ellos llevaban constantemente
regalos a sus amos, a pesar de que estos no parecían precisamente
contentos. Otros, como yo, elegían solo los momentos apropiados. Al fin y
al cabo, era nuestra manera de demostrar cariño. Tenía la sensación de que
Jonathan era un hombre al que le gustaba la caza, pues tenía bastante
aspecto de macho alfa. Así, estaba convencido de que apreciaría mi regalo.
Con él le demostraría que teníamos algo en común.
Fui a ver a Tiger y le pregunté si quería acompañarme.
—Estaba durmiendo. ¿Por qué no puedes comportarte como un gato
normal y cazar de noche? —suspiró, aunque accedió a regañadientes a
acompañarme.
Tenía razón, los gatos suelen cazar de noche, pero durante el tiempo que
había vivido en las calles había aprendido que era posible encontrar presas
también en horario diurno, cosa que yo prefería. Empecé a merodear y no
tardé mucho en localizar un sabroso ratón. Me agazapé, dispuesto a saltar, y
de inmediato me abalancé sobre mi presa. El ratón echó a correr de un lado
a otro, así que me costó un poco atraparlo con la pata. Le lanzaba un
zarpazo tras otro, pero él los esquivaba una y otra vez.
—Eres malísimo cazando —se rio Tiger, que se había quedado un poco
apartada y observaba la escena.
—Podrías ayudarme —le bufé, pero ella se echó a reír otra vez.
Finalmente, justo antes de que se me acabara la paciencia, el ratón se
quedó sin fuerzas. Me abalancé sobre él una vez más y por fin conseguí
atraparlo.
—¿Quieres acompañarme a llevárselo a Jonathan? —le pregunté.
—Sí, me gustaría ver tu segunda casa —respondió Tiger.
Puesto que mi intención era caerle bien a Jonathan, decidí no decapitar
al ratón. Lo sujeté entre los dientes con sumo cuidado y entré por la gatera.
Lo dejé junto a la puerta de la calle, donde sin duda lo vería. Deseé poder
escribir para dejarle también una nota que dijera «Bienvenido a tu nuevo
hogar», pero tuve que conformarme con la esperanza de que captara mi
afectuoso mensaje.
Capítulo ocho

V olví tarde al número 78 porque Tiger y yo nos


habíamos entretenido acechando entre los arbustos
y jugando con las hojas caídas mientras esperábamos a que
regresara Jonathan. Pero se hizo tarde, el cielo se oscureció
y a mí me entró hambre. Puesto que había renunciado a
zamparme el ratón, llevaba desde el desayuno sin comer nada, así que volví
a regañadientes a casa de Claire.
Entré por la gatera y la encontré en la cocina.
—Hola, Alfie —dijo, al tiempo que se agachaba para acariciarme—.
¿Dónde has estado todo el día? —me preguntó.
Respondí con un ronroneo. Ella abrió un armario y cogió una lata de
comida para gatos. Luego abrió un cartón de leche especial para gatos.
«Con tu permiso», pensé, mientras empezaba a engullir. Cuando hube
terminado, me limpié a fondo los bigotes y observé a Claire mientras esta
recogía la cocina. Cada día que pasaba la iba conociendo un poco mejor.
Pese a parecer siempre deprimida, era una joven muy limpia y ordenada…,
cosa que explicaba el porqué de mi espantoso baño. Nunca dejaba un vaso
vacío en la encimera de la cocina. Todo lo lavaba y lo guardaba en su sitio.
Y lo mismo sucedía con la ropa. La casa estaba siempre inmaculada, pues
Claire limpiaba con frecuencia todas las superficies. Más frecuencia de la
necesaria, en mi opinión. Me había comprado unos platos especiales para
comer y siempre me los dejaba en el suelo, pero en cuanto yo había
terminado, los recogía de inmediato, los lavaba, para después rociar el suelo
con un producto especial y limpiarlo bien. Yo ya era de por sí un gato
bastante maniático con el tema de la higiene, pero al vivir con Claire me
lavaba más de lo habitual. No quería que me considerara indigno de su
inmaculada casa. Y, sobre todo, no quería que me diera otro baño.
Todos los días, cuando Claire regresaba del trabajo —según me había
contado, trabajaba en una gran oficina haciendo algo que se llamaba
«marketing»—, se duchaba —siempre se estaba quejando de la suciedad de
Londres—, se ponía el pijama, se servía una copa y luego se sentaba en el
sofá. Normalmente, empezaba a llorar. En el poco tiempo que yo llevaba
allí, ya se había convertido en una rutina establecida.
Comía, pero muy poco, y no pude evitar fijarme en que estaba
realmente delgada, igual que yo cuando había llegado a aquella casa. Sabía
que debía obligarla a comer más, pero no tenía ni idea de cómo conseguirlo.
Bebía mucho, sin embargo, de un vaso muy elegante. Siempre tenía una
botella de vino en la nevera y se la bebía casi entera prácticamente todas las
noches. Me recordó a aquellos vagabundos que me habían amenazado con
comerme. Sabía que Claire no era como ellos, pero Botón me había
explicado el concepto «emborracharse» y yo tenía la sensación de que
Claire se pasaba bastantes noches en ese estado. Al fin y al cabo, era
habitual que después de beberse un par de esas copas se echara a llorar. Y si
bien yo siempre intentaba consolarla cuando se ponía así, por mucho que
me esforzara no conseguía que dejara de llorar. Y eso me entristecía, porque
lo que más deseaba yo era hacerla sonreír o, al menos, detener sus lágrimas.
Hasta el momento, había intentado jugar a esconderme detrás de las
cortinas para hacerla reír, pero se había comportado como si yo fuera
invisible. En una ocasión, hasta me caí del alféizar durante uno de mis
intentos por animarla, pero ni siquiera se dio cuenta, y eso que grité de
dolor. También intenté llorar con ella, ronronear, acariciarla con mi cálida
cabecita y hasta dejarle mi valiosa cola para que jugara con ella…, pero
nada. Cuando estaba triste se alejaba de todo, incluido yo.
Por la noche, cuando iba a acostarse, yo la acompañaba y dormía en un
sillón, a su lado. Me había puesto una mantita, así que estaba la mar de
cómodo y, además, desde allí podía vigilarla. Echaba alguna que otra
cabezadita, pero en realidad me pasaba casi toda la noche mirándola
mientras dormía y tratando de hacerle saber que no estaba sola. Cuando
sonaba su despertador, por la mañana, saltaba a su cama y le lamía
suavemente la nariz. Deseaba que se sintiera querida todos los días al abrir
los ojos, igual que yo.
Y, sin embargo, yo también me sentía triste a veces. Velar por Claire era
emocionalmente agotador, pero estaba convencido de que si me atenía a mi
plan de ayudarla, tarde o temprano sabría cómo hacerlo. La respuesta debía
de estar en alguna parte.
Aquella noche acabábamos de entrar en la salita —ella con su copa, yo
con el juguete relleno de menta gatuna que tan amablemente me había
regalado— cuando sonó el timbre. Claire, un tanto sorprendida, fue a abrir
la puerta. Yo la seguí, pegado a sus piernas para protegerla. En el umbral
había un hombre. Al principio pensé que era el hombre de la foto, pero
después de observarlo más atentamente descubrí que no era él. Sin
embargo, recordaba haberlo visto en algunas de las fotos. Era el hermano de
Claire, Tim. Claire no parecía muy contenta de verlo.
—No has tardado mucho en abandonarte al cliché —dijo.
—¿De qué estás hablando? —le espetó ella.
—Solterona con gato. Lo siento, Claire, es broma.
Tim sonrió, pero ni Claire ni yo lo imitamos. Nos apartamos los dos
para dejarlo pasar y lo seguimos hasta la salita.
—¿Qué haces tú por aquí, Tim? —le preguntó, al tiempo que le
indicaba con un gesto que se sentara.
Yo permanecí junto a ella.
—¿Es que no puedo visitar a mi hermana? —respondió el joven. Intentó
acariciarme, pero yo arqueé el lomo para alejarme de él, pues aún no sabía
si era amigo o enemigo—. ¿Y este quién es?
—Alfie, venía incluido en el precio de la casa. Bueno, da igual, ¿por qué
no me has dicho que ibas a venir? No creo que pasaras casualmente por
aquí.
—Solo estoy a hora y media de aquí, Claire, y se me ha ocurrido así, sin
más.
Claire observó atentamente a su hermano mientras este se sentaba en un
sillón. Salté a su regazo al tiempo que le lanzaba a Tim una mirada altiva,
aunque no estoy seguro de que tuviera el efecto deseado. A veces es
complicado ser tan mono como yo, porque ni las personas ni los demás
gatos me toman en serio.
—Bueno, al menos podías haber llamado, ¿no? —insistió Claire.
—Vale, vamos al grano. ¿No me vas a ofrecer ni una copa? —preguntó.
Ella negó firmemente con la cabeza—. Mamá me ha pedido que viniera.
Está preocupada por ti. Solo han pasado seis meses desde que Steve te dejó.
Lo vendes todo, te trasladas a cuatro horas en coche de tu hogar, de papá y
mamá, de tus amigos y de tu trabajo… para irte a Londres, que no es
exactamente una ciudad cordial, sino un lugar en el que jamás has vivido y
en el que no conoces a nadie. Pues claro que estamos preocupados. Más que
preocupados. Y mamá está muy angustiada.
—Vale, pues ya podéis dejar de preocuparos. Mírame, estoy la mar de
bien —dijo, aunque tanto su voz como su expresión denotaban enfado.
—Claire, te estoy mirando y no me parece que estés precisamente bien.
Claire suspiró.
—Tim, necesitaba marcharme, ¿por qué no puedes entenderlo? Steve
me dejó por otra mujer y ahora vive con ella en la misma calle en la que
teníamos nuestra casa. O sea, muy cerca de papá y mamá. No soportaba la
idea de verlo a diario con la otra, que es lo que habría sucedido si me
hubiera quedado. Creo que tendríais que estar orgullosos de mí: me divorcié
sin hacer ningún alboroto, como quería, he vendido nuestra casa, he
encontrado un trabajo estupendo y me he comprado esta casa. Y todo eso lo
he hecho con el corazón destrozado.
Se interrumpió para secarse las lágrimas de la mejilla. Yo me acurruqué
junto a ella todo lo que pude.
—Y eso es genial, Claire —dijo Tim, que también hablaba con voz más
suave—. Pero lo que nos preocupa es cómo estás de verdad. Todo lo que
has hecho es fantástico, pero no eres feliz y mamá cree que estás demasiado
lejos. ¿Por qué no me haces un favor? Ve a pasar un fin de semana a casa
cuando puedas y así la tranquilizas.
A mí me pareció una buena idea: Claire vería a su familia y yo tendría
la oportunidad de explorar mi entorno un poco más a fondo, sin tener que
preocuparme por ella. ¿Era una actitud muy egoísta por mi parte? Deseé
que no.
—Mira, Tim, vamos a hacer un trato. Yo prometo ir a casa un fin de
semana si tú prometes decirle a mamá que me has visto y que te parece que
estoy bien.
—Vale, hermanita, lo haré, pero… ¿No podrías ofrecerme ni una taza de
té antes de emprender el largo camino de vuelta?
Cuando comprendí que Tim podía ser un aliado para ayudar a Claire,
decidí que podíamos ser amigos. Jugamos juntos con algunos de mis
juguetes y me gustó que se pusiera a cuatro patas para corretear conmigo,
sin que al parecer le preocupara estar haciendo el ridículo. Me tumbé sobre
el lomo, con las patas en alto, y le permití que me hiciera cosquillas en la
barriga, una de las cosas que más me gusta en este mundo. Mientras
jugábamos me pidió que cuidara de su hermana y yo traté de decirle que lo
haría. Noté el peso de la responsabilidad que acababa de asumir, pero estaba
dispuesto a soportarlo. Cuando despedimos a Tim, me pregunté si sería un
buen momento para escabullirme e ir a ver si Jonathan ya había vuelto a
casa, pero Claire me cogió en brazos y me llevó a la cama.
Capítulo nueve

L legué de nuevo al número 46 cuando empezaba a


amanecer. Claire me había dicho que ese día entraba
a trabajar muy temprano y, si bien se tomó la molestia de
dejarme comida, se marchó corriendo sin hacerme ni una
caricia. Traté de no mostrarme ofendido: los humanos son
así, siempre tienen muchas más cosas en la cabeza que
nosotros los gatos. Sin embargo, ese detalle reforzó mi convicción de que
necesitaba más personas dispuestas a cuidar de mí.
Entré por la gatera. La casa estaba muy silenciosa, tanto que casi
resultaba inquietante. También estaba a oscuras, pues las cortinas estaban
corridas y las persianas bajadas. Sin embargo, como los gatos somos
animales básicamente nocturnos, se nos da muy bien ver en la oscuridad y
utilizar los otros sentidos para movernos. Yo ya era todo un experto en
esquivar los peligros de interior, como muebles, y los de exterior, como
árboles y otros animales.
Me pregunté por un momento qué se sentiría siendo Jonathan, con todo
aquel espacio pero sin nadie con quien compartirlo. Cuando vivía en mi
antiguo hogar y tenía mi cestita, me acurrucaba en un ladito y trataba de
estar lo más cómodo posible. Si la cesta hubiese sido de mayor tamaño, no
me habría parecido un hogar. De hecho, cuando mejor me sentía era cuando
Agnes se metía en mi cesta y dormíamos juntos. Me encantaba la sensación
de calidez y comodidad que experimentaba cuando estaba a su lado. Y eso
es algo que echaré de menos todos los días de mi vida. Me pregunté si
Jonathan se sentía igual y si ese era el motivo de que aquella mujer
estuviera en la casa el día anterior. ¿Se acurrucaban el uno junto al otro
como hacíamos Agnes y yo? Probablemente sí, pensé. Aunque dado que
Jonathan no la trataba demasiado bien, lo más probable era que la mujer no
volviera.
Me senté en el recibidor, a los pies de la escalera. Uno de los muchos
inconvenientes de la casa de Jonathan era la ausencia de moqueta. Todos los
suelos eran de madera, cosa que para un gato podía ser de lo más divertido
—me lo había pasado en grande deslizándome sobre el trasero—, pero
también era muy frío y, además, echaba de menos una moqueta que arañar.
Encima, en lugar de cortinas con las que poder jugar, había unas cosas
rígidas que no eran demasiado divertidas. Comprendí, una vez más, que
aquella casa no estaba pensada para un gato, pero aun así me sentía
irresistiblemente atraído.
Tras lo que me pareció una eternidad, en lo alto de la escalera apareció
un desaliñado Jonathan vestido aún con el pijama. Parecía cansado y no
muy aseado. Vamos, como yo antes de acicalarme. Se detuvo y me observó
fijamente, aunque no puede decirse que pareciera contento de verme.
—Por favor, dime que no has sido tú quien ha dejado el ratón muerto en
mi felpudo —dijo, irritado.
Le dediqué mi mejor ronroneo, como si quisiera decir «De nada».
—Puñetero gato. Creía haberte dicho que no quiero verte por aquí.
Parecía muy enfadado cuando pasó junto a mí, camino de la cocina.
Cogió una taza de un armario y empezó a toquetear los botones de una
máquina. Vi caer el café en la taza. Luego se dirigió a la nevera, que parecía
más bien una nave espacial, y sacó un cartón de leche. Mientras vertía un
poco en su taza, me relamí los bigotes, esperanzado. Jonathan me ignoró,
así que maullé a voz en grito.
—Si crees que te voy a dar leche, lo tienes claro —me soltó.
Sinceramente, me lo estaba poniendo difícil. Maullé de nuevo para
expresar mi desaprobación.
—No necesito una mascota —prosiguió, mientras bebía un sorbo de su
taza—. Lo que necesito es paz y tranquilidad para intentar reorganizar mi
vida. —Estiré bien las orejas para demostrarle que estaba interesado—. No
necesito ratones muertos en la puerta, muchas gracias, ni tampoco necesito
a nadie que interrumpa mi tranquilidad.
Ronroneé de nuevo, esta vez con la intención de ganármelo un poquito.
—Ya es lo bastante malo estar de nuevo en este puñetero país, con el
frío que hace.
Me miró como si estuviera hablando con un ser humano. De haber
podido, le habría contestado que tampoco hacía tanto frío, pues al fin y al
cabo estábamos en verano.
—Echo de menos Singapur —prosiguió—. Echo de menos el calor y el
estilo de vida. Cometí un error y ya está, se acabó, de vuelta aquí. Ni trabajo
ni novia. —Hizo una pausa para beber otro sorbo. Entorné los ojos al darme
cuenta de que estaba empezando a abrirse—. Ah, sí, le faltó tiempo para
dejarme cuando perdí el trabajo. Tres años pagándoselo todo y no dedicó ni
un día a consolarme antes de largarse. Y sí, fue una suerte que tuviera
dinero para comprar esta casa, pero no nos engañemos, tampoco es que esto
sea el puñetero Chelsea, ¿verdad?
No sabía muy bien qué era Chelsea, pero intenté expresar que estaba de
acuerdo con él. Satisfecho, sacudí la cola en un gesto triunfal. No me había
equivocado: estaba triste y se sentía solo. No era solo un tipo gruñón,
aunque desde luego lo era bastante. Sin embargo, vi una oportunidad. Una
oportunidad pequeña, pero oportunidad al fin y al cabo. Jonathan necesitaba
un amigo y aquí servidor podía ser el mejor de los amigos.
—¿Y por qué estoy hablando con un puñetero gato? Ni que pudieras
entenderme…
Qué poco sabía, pensé mientras él apuraba el resto del café. Para
demostrarle que sí lo entendía, me restregué contra sus piernas y le ofrecí el
cariño que sin duda tanto necesitaba. Pareció sorprendido, pero no se apartó
de inmediato. Decidí tentar a la suerte y salté a su regazo. Pareció de nuevo
sorprendido. Justo cuando parecía a punto de ablandarse, sin embargo, se
enfureció.
—Vale, voy a llamar a tus dueños para decirles que vengan a recogerte
—dijo, furioso.
Cogió suavemente mi placa e hizo lo mismo que había hecho Claire:
marcar el número. Al ver que no daba señal, chasqueó la lengua y pareció
contrariado.
—¿Dónde narices vives? —dije. Ladeé la cabeza para mirarlo—.
Bueno, tienes que irte a casa. No puedo pasarme el día aquí encerrado
ocupándome de ti. Tengo que buscar un trabajo y quitar una gatera —dijo.
Antes de marcharse, me lanzó una mirada perversa. Sin embargo, yo
estaba bastante satisfecho. En primer lugar, había empezado a hablar
conmigo, lo cual era muy buena señal y, en segundo lugar, no me había
echado. Había salido de la cocina sabiendo que yo aún estaba en su casa.
Tal vez estuviera empezando a caerle bien. Puede que aquel hombre fuera
un caso claro de perro ladrador poco mordedor.
Tímidamente, lo seguí arriba, pero me mantuve apartado mientras
echaba un vistazo. Quería saber más cosas de él, así que pensé que
observarlo sería una buena idea.
Era un hombre alto y sin un gramo de grasa. Yo me enorgullecía de mi
aspecto y, según parecía, Jonathan también del suyo. Es decir, que en ese
sentido también teníamos algo en común. Se dio una larga ducha en una
habitación que comunicaba con su dormitorio y, cuando salió, abrió un
largo armario empotrado y eligió un traje. Una vez vestido, estaba muy
elegante, como aquellos hombres de las pelis en blanco y negro que tanto le
gustaban a mi Margaret. Decía que aquellos hombres eran «apuestos
galanes, de los que ya no quedan». Estoy convencido de que Margaret le
habría dado el visto bueno al aspecto de Jonathan.
Bajé silenciosamente, para que no descubriera que lo había estado
observando, y lo esperé de nuevo al pie de la escalera.
—¿Sigues ahí, Alfie? —dijo, aunque ya no parecía tan hostil como
antes.
Maullé a modo de respuesta. Él sacudió la cabeza, pero yo me sentí
reconfortado por dentro. ¡Me había llamado por mi nombre!
Se dirigió al armario que estaba bajo la escalera, donde guardaba una
hilera de relucientes zapatos negros, y eligió un par. Se sentó en las
escaleras para ponérselos. Luego cogió una chaqueta del perchero y las
llaves que estaban en la mesa del recibidor.
—Bueno, Alfie, supongo que esta vez puedes salir tú solito, pero espero
no encontrarte aquí cuando vuelva. Y tampoco quiero encontrar ningún
bicho muerto.
Cuando cerró la puerta, estiré las patas, complacido. Sabía que podía
ayudar a Jonathan. Estaba triste, enfadado y solo y, lo mismo que Claire, me
necesitaba de verdad. Lo que ocurría es que aún no se había dado cuenta.
Se estaba ablandando… y muy deprisa. Pensé en lo que podía hacer
para ganármelo y se me ocurrió que, pese a lo que había dicho, necesitaba
otro regalo. Pero esta vez no podía ser un ratón, tenía que elegir algo más
bonito. ¡Un pájaro! Sí, eso era, le traería un pájaro. Al fin y al cabo, nada
mejor que un pájaro muerto para decirle a alguien «¿quieres ser mi
amigo?».

Horas después, esa misma tarde, dejé el pájaro sobre el felpudo, tal y como
había hecho con el ratón. Sin duda, Jonathan comprendería esta vez que
quería ser su amigo. Me sentía bastante feliz, así que decidí dar un paseo
hasta el final de la calle para disfrutar del sol. No hacía exactamente calor,
pero era un día radiante y, si se encontraba el lugar adecuado, se podía
tomar el sol. Encontré un precioso rinconcito soleado justo delante de una
de las casas modernas más feas, que había sido dividida en dos pisos. Había
dos puertas idénticas, una junto a la otra: 22A y 22B.
Las dos tenían el cartel de «Alquilado» justo delante y en él figuraba un
logotipo que ya había visto varias veces en la calle. Me quedé un rato
tumbado, disfrutando del sol. Aún no se veían señales de presencia humana
en ninguna de las dos casas, pero tomé nota mental de volver más adelante,
pues sabía que los nuevos inquilinos no tardarían en llegar. Y, al fin y al
cabo, mi vida seguía siendo bastante precaria. Claire me quería, pero no
estaba en casa de día y el fin de semana tenía pensado marcharse. En cuanto
a Jonathan, bueno, aún no estaba claro qué iba a ocurrir, a pesar de mis
esfuerzos. Necesitaba más opciones.
Había descubierto que podía apañármelas yo solo, pero no era la clase
de vida que yo necesitaba. No quería ser un gato asilvestrado, no quería
pelear. Lo que quería era estar en el sofá de alguien, o sobre una manta
calentita; que me ofrecieran comida de lata, leche y mucho cariño. Yo era
de esa clase de gatos. Era algo que no podía cambiar y tampoco deseaba
hacerlo.
Aún conservaba en la memoria el recuerdo de las noches frías y
solitarias de los últimos meses; del miedo que me había atenazado
constantemente; del hambre; del cansancio. Era algo a lo que no quería
tener que volver a enfrentarme jamás, algo que no olvidaría fácilmente.
Necesitaba una familia, amor y seguridad. Eso era todo lo que quería, todo
lo que ansiaba; lo único que le pedía a la vida.
Cuando el sol empezó a ponerse, regresé paseando. Pensé en lo curiosa que
podía ser la vida: tras la muerte de Agnes, me había sentido tan solo que
incluso había enfermado. La echaba muchísimo de menos. Mi dueña me
había llevado a la temida consulta del veterinario porque había dejado de
comer y de hacer mis necesidades. Kathy, la veterinaria, le había dicho que
tenía infección de vejiga. Mientras me hurgaba y toqueteaba, había dicho
que era porque estaba muy triste. Margaret se quedó muy sorprendida, pues
no sabía que los gatos pudieran sentir emociones como los humanos. Tal
vez no fuera exactamente lo mismo, pero tampoco era agradable. Estaba
Agnes y eso me había hecho enfermar. Y Claire estaba de duelo por Steve,
el hombre del traje, mientras que Jonathan esta de duelo por algo llamado
«Singapur». Vi en ellos el mismo dolor que yo había experimentado. Y, por
tanto, decidí quedarme con ellos por si me necesitaban, que es justo lo que
haría cualquier gato decente.
Capítulo diez

P asé a ver a Tiger a eso de la hora de comer, pues


quería enseñarle los pisos del número 22. Fuimos
paseando tranquilamente hasta allí —a Tiger no le gusta
correr a menos que sea estrictamente necesario— y solo
nos detuvimos para tomarle el pelo a un perro muy grande
y muy feo que estaba encerrado en su jardín. El juego consistía en
acercarnos a la verja e introducir una patita para atraerlo. Cuando se lanzaba
hacia la verja, Tiger y yo retrocedíamos de un salto, cosa que nos divertía
un montón. El perro se enfadó muchísimo: ladraba como un loco y nos
gruñía, enseñando mucho los dientes. Era divertidísimo. El chucho trató de
saltar la verja, pero todo el mundo sabe que los gatos pueden saltar mucho
más alto que los perros. Me gustaba tanto aquel juego que creí que no nos
cansaríamos nunca, pero Tiger quiso dejarlo al cabo de un rato.
—Me parece que ya lo hemos molestado bastante —dijo.
Mientras nos alejábamos, le dediqué al perro mi mejor sonrisa gatuna.
De haber estado libre, no se lo habría pensado dos veces a la hora de
perseguirnos y darnos un susto de muerte. Pero así es la vida.
Los pisos del número 22 seguían vacíos, pero cuando nos acercamos al
césped de la entrada, Tiger les dio el visto bueno. Para cambiar un poco,
decidimos volver a casa por los callejones, donde podíamos saltar las vallas
de los jardines y hacer equilibrios sobre ellas. También cazamos algún que
otro pajarillo, para entretenernos un poco. Fue una tarde maravillosa.

Tras una breve siesta gatuna, me dediqué a esperar a Claire, que pareció
complacida de encontrarme allí a su llegada y me dedicó una sonrisa
radiante.
—Alfie, esta noche tenemos invitados para cenar —dijo, entusiasmada.
Se fue a la ducha y, cuando bajó, no llevaba el pijama, sino unos
vaqueros y un jersey. Empezó a cocinar y, si bien se sirvió una copa de vino
como tenía por costumbre, esta vez no lo hizo llorando. Me dio de comer y
me acarició un poco. Luego sacó varias cosas de la nevera y las puso en una
sartén. Canturreaba para sus adentros y parecía mucho más contenta de lo
que yo la había visto jamás, por lo que me pregunté si acaso era el hombre
de la fotografía quien venía esa noche. Temí por ella, pero también me sentí
optimista.
Sonó el timbre y Claire fue corriendo a la puerta. Cuando la abrió, vi a
una mujer que parecía más o menos de la misma edad de Claire. Sostenía en
las manos un ramo de flores y una botella de vino.
—Hola, Tasha, pasa —le sonrió Claire.
—Hola, Claire, tienes una casa preciosa —exclamó Tasha alegremente
mientras entraba.
Las observé mientras Tasha se quitaba el abrigo y Claire le preguntaba
si quería una copa de vino. Luego se sentaron a la pequeña mesa del
comedor.
—Eres mi primera invitada como Dios manda —dijo Claire.
Me ofendí un poco. ¿No había sido yo su primer invitado como Dios
manda?
—Bueno, ¡pues brindo por eso y bienvenida a Londres! Me alegra verte
fuera de la oficina.
—¿Siempre es tan estresante el trabajo? —preguntó Claire.
—¡Sí, o peor! —se echó a reír Tasha.
Me cayó bien de inmediato. Me metí bajo la mesa y me restregué contra
su pierna. Ella me lo recompensó acariciándome la cola con mucha
delicadeza, cosa que me encantaba. Quería que Claire y Tasha se hicieran
muy amigas, porque así yo también podría ser amigo de Tasha.
No me había equivocado: la visita de Tasha parecía estar haciéndole
mucho bien a Claire, pues comió bastante y, por un momento, pensé que
estaba empezando a pasar página. Yo había recuperado el apetito solo al
superar el dolor por la muerte de Agnes. Tal vez le estuviera ocurriendo lo
mismo a Claire.
—Bueno, dime, ¿y qué te ha traído a Londres? —preguntó Tasha.
—Es una larga historia —respondió Claire.
Antes de empezar a hablar, sirvió más vino en las dos copas. Yo
permanecí debajo de la mesa, acurrucado al calorcito de la pierna de Tasha,
y escuché mientras Claire iba completando la historia de su vida. La voz le
iba cambiando a medida que hablaba, pero no estaba llorando: pasó de la
tristeza a la rabia y, luego, otra vez a la tristeza.
—Me casé con Steve tres años después de conocerlo. Llevábamos un
año viviendo juntos y él me lo había pedido nada más mudarnos.
—¿Cuándo os casasteis? —preguntó Tasha.
—Hace poco más de un año. La verdad es que yo no había tenido
mucha suerte en el amor. Mi madre siempre dice que empecé un poco tarde.
¡Ni siquiera había tenido novio hasta que fui a la universidad! Supongo que
me concentraba en los estudios. Pero luego conocí a Steve. Yo estaba
viviendo en Exeter, Devon, y trabajaba en una consultoría de marketing.
Nos conocimos en una fiesta y me pareció muy guapo y encantador. Me
colé por él al instante.
—Ya —dijo Tasha.
Apuró su vino y volvió a llenar las dos copas.
—Me pareció el hombre perfecto: divertido, amable, encantador… Y
cuando me propuso matrimonio, me sentí la persona más feliz del mundo.
Estaba a punto de cumplir treinta y cinco y me moría de ganas de tener
niños. Él estaba de acuerdo. Dijimos que nos casaríamos, disfrutaríamos un
poco de nuestra luna de miel y luego iríamos a buscar un bebé.
Claire se secó una lágrima del ojo. Se mostraba más fuerte de lo que yo
la había visto jamás, pero su tristeza flotaba en el aire.
—¿Seguro que quieres hablar de todo esto? —le preguntó Tasha con
dulzura.
Claire asintió y bebió un sorbito de vino antes de proseguir.
—Perdona, pero es que no se lo he contado a casi nadie.
—No, no tienes que disculparte —dijo Tasha.
Decididamente, Tasha me caía muy bien.
—Pero luego, más o menos tres meses después de la boda, cambió.
Estaba siempre de mal humor, se volvió irascible y cuando le preguntaba
qué le ocurría, me contestaba mal. Hasta el punto de que me daba miedo
hablar en mi propia casa.
Mientras escuchaba a Claire, experimenté distintas emociones: tristeza,
rabia y verdadero afecto por la mujer que me cuidaba. Si alguna vez me
encontraba con aquel odioso individuo, le arañaría toda la cara. Y que
conste que no soy un gato violento.
—Unos ochos meses después de la boda, me contó que había cometido
un terrible error. Se había enamorado de otra mujer, así que me dejó y se fue
a vivir con ella. Sé quién es: trabajaba en el gimnasio al que iba Steve. Qué
típico, ¿verdad?
—Qué gilipollas, más bien —dijo Tasha.
—Lo sé, pero me sentí como una idiota. Creía que era el hombre de mi
vida y no tenía ni idea de que probablemente llevaba meses poniéndome los
cuernos. Y por eso vine a Londres. Viven en la misma zona en la que yo
vivía con Steve. Exeter es una ciudad pequeña y sabía que me los
encontraría a menudo. No soportaba la idea.
Entendí, finalmente, qué hacía Claire en Londres y por qué siempre
lloraba tanto. Y solo sirvió para que me encariñara aún más con ella: quería
cuidarla igual que ella me cuidaba a mí.
—A veces pienso que jamás se llega a conocer del todo a las personas
—dijo Tasha con voz triste.
—Lo siento —dijo Claire, que de repente irguió el cuerpo y pareció
recobrar la compostura—. No te he preguntado nada sobre ti. ¿Tu marido se
llama Dave, has dicho?
—Para ser políticamente correctos, es más un «novio» o «compañero».
Ya hace diez años que estamos juntos, ninguno de los dos quiere casarse,
pero eso tiene que ver más con la figura del matrimonio en sí que con
nuestra relación. Espero. Somos felices. No tenemos niños, pero tenemos
pensado ponernos con ese tema el año que viene más o menos. Dave juega
al fútbol y es muy desordenado, y seguro que yo también tengo cosas que
no le gustan, pero nos entendemos —dijo Tasha, casi como si estuviera
disculpándose.
—Pues me alegro, porque eso significa que aún tengo esperanzas —
sonrió Claire.
Me di cuenta en ese momento de que, si bien era evidente que Claire
lloraba por Steve, también se sentía sola en otros sentidos. Y Tasha podía
ser de gran ayuda. Sí, Claire me tenía a mí, pero no soy tan presuntuoso
como para no darme cuenta de que mi amiga también necesitaba compañía
humana.
—Mira, yo estoy en un grupo de lectura. En realidad, lo que hacemos es
beber y cotillear, más que hablar de libros, pero… ¿te apetece unirte a
nosotros? Te iría muy bien conocer a gente nueva y la verdad es que somos
todos muy majos, modestia aparte.
—Me encantaría. Tengo que rehacer mi vida: para eso he venido a
Londres.
—Pues brindemos por eso —dijo Tasha levantando su copa—. Por los
nuevos comienzos.
No pude contenerme. Salté a la mesa, aun a sabiendas de que a los
humanos no les gusta nada, y levanté una patita para tocar las copas, que
era mi forma de unirme al brindis. Las dos me miraron y se echaron a reír.
—Tienes un gato alucinante —dijo Tasha, mientras me colmaba de
mimos.
—Lo sé, venía incluido en el precio de la casa. Aunque ya sabes que no
debes subir a la mesa, Alfie.
Claire, sin embargo, no estaba enfadada, porque se echó a reír. Le
dediqué mi mejor sonrisa gatuna y salté de la mesa.
Las dos parecían muy contentas, así que pensé que era un buen
momento para ir a ver qué tal se encontraba mi otro amigo, Jonathan, y
comprobar si había recibido mi último regalo. Al parecer, ni Tasha ni Claire
se dieron cuenta de que me escabullía por la gatera, pues las dos seguían
riendo. Tasha hacía feliz a Claire y eso me alegraba muchísimo.

Estaba oscuro y la temperatura había bajado mucho cuando me dirigí hacia


el número 46, entre los jardines traseros de las casas. El macho gordinflón
que ya me había atacado antes trató de asustarme, pero le chillé todo lo alto
que pude y retrocedió. De todas formas, estaba tan gordo que tampoco
hubiera podido alcanzarme. Entré en la inmaculada cocina de Jonathan por
la gatera. La casa estaba a oscuras, pero no tardé en encontrar a Jonathan
sentado en el sofá de su salita. Tenía delante un ordenador, en cuya pantalla
se veía el rostro de un hombre que parecía estar hablando.
—Gracias, tío, te lo agradezco de verdad —dijo Jonathan.
—Tranquilo.
El hombre de la pantalla hablaba en inglés, pero con un acento bastante
gracioso. Parecía tener más o menos la edad de Jonathan, pero no era tan
guapo.
—Me alegra muchísimo tener por fin un empleo, no soporto estar sin
hacer nada.
—No es lo mismo que SSV, pero es una buena compañía y seguro que
te irá bien.
—Si alguna vez vienes al Reino Unido, te invito a cenar —dijo
Jonathan.
—Lo mismo digo si tú vienes a Sidney. Bueno, hasta pronto, tío.
Jonathan cerró el ordenador y decidí que ese era un buen momento para
hacer mi entrada. Arqueé el lomo todo lo que pude y alcé majestuosamente
la cola. Entré en la salita con mis mejores andares gatunos, es decir,
cruzando una pata delante de la otra, y me dirigí despacio, pero
resueltamente, hacia el lugar en el que estaba sentado Jonathan.
Suspiró profundamente al verme.
—Otra vez tú. Y supongo que has sido tú quien me ha dejado el pájaro
muerto, ¿no?
No parecía tan enfadado como la otra vez. Ya imaginaba yo que se
pondría contento. Ladeé la cabeza y maullé, convencido de que el pájaro le
había gustado de verdad.
—¿Por qué los gatos no queréis entender que a los humanos no nos
gusta que nos dejen animales muertos en nuestras casas?
Lo observé con curiosidad. Sabía que eso era cierto en muchos casos,
pero en el suyo… Él era un cazador, le gustaba perseguir a sus presas, no
me cabía duda. Y sabía que no lo admitiría jamás, pero estaba convencido
de que Jonathan empezaba a disfrutar de mis regalitos. Se puso de pie.
—Vamos a hacer un trato. Si te doy de comer, ¿me dejarás en paz? —
Ladeé de nuevo la cabeza. Una vez más, me constaba que no estaba
hablando en serio—. Tal vez funcione. Total, hasta ahora no te he dado de
comer y sigues volviendo. Puede que seas la clase de gato que prefiere la
psicología inversa.
No entendí ni jota de lo que estaba diciendo, pero se fue a la nevera,
sacó unos langostinos y los dejó en un cuenco. Luego me puso un poco de
leche en un platillo.
—Que conste que lo hago solo porque estoy de buen humor. Tengo
trabajo, ¿sabes? —dijo, mientras yo, encantado de la vida, me concentraba
en el banquete que me acababa de servir.
Jonathan se dirigió de nuevo a la nevera, cogió una botella, la abrió y
bebió un trago.
—Es un alivio, empezaba a pensar que jamás encontraría otro empleo
—dijo estremeciéndose. Yo seguí comiendo—. Pero… ¿qué narices me
pasa? —preguntó—. Estoy hablando con un puñetero gato. Seguro que es la
segunda señal de locura.
Me pregunté, vagamente, cuál sería la primera señal.
Cuando terminé de comer, me lamí las patas para dejarlas bien limpias y
me di cuenta de que Jonathan me estaba observando, con la botella de
cerveza aún en la mano. Completado mi aseo, me acerqué y me restregué
contra sus piernas para mostrarle agradecimiento. Luego me marché tan
rápido como había llegado.
Sabía cómo manejar a aquel hombre: no quería que me viera como un
gato necesitado. A los machos alfa no les gustan los necesitados, cosa que
también había aprendido en las telenovelas. Y bueno, hasta yo me
sorprendía de lo que había conseguido: de ser un gatito aterrorizado, triste y
solo, a ser un gato que había sobrevivido a las calles y ahora tenía dos
nuevos amigos de los que ocuparse. Deseé que Margaret y Agnes pudieran
verme, allí donde estuvieran, y que se sintieran orgullosas de mí.
Pensar en mi vida de antes me entristeció, pero a pesar de ello no dejé
de sonreír durante todo el camino de vuelta a la casa de Claire. No solo
había cenado dos veces esa noche, sino que ahora ya no me cabía la menor
duda de que Jonathan me apreciaba y de que era cuestión de tiempo que su
gran casa se convirtiera también en un hogar para mí.
Pensé en el fin de semana que tenía por delante: Claire me había dicho
que se iba a ver a sus padres, pero sabía que no se marcharía sin dejarme
comida. Y aunque estaba convencido de que la iba a echar de menos, me
alegraba de que se marchara, porque eso me proporcionaría la oportunidad
de consolidar mi vínculo con Jonathan. Estaba convencido de que cuanto
más tiempo pasáramos juntos, más irresistible me encontraría. Al fin y al
cabo, solo había necesitado un par de días para ganarme a Agnes y eso que
era bastante más temperamental y obstinada que Jonathan.
Capítulo once

M e di cuenta de que Claire estaba nerviosa mientras


preparaba su maleta. Se mordía el labio una y otra
vez, y se paraba de vez en cuando para sentarse, como si
las piernas no le funcionaran bien. Me vanagloriaba de ser
un gato muy intuitivo, así que deduje que le daba miedo
encontrarse con aquel hombre tan odioso, Steve, y su
nueva novia. A pesar de ese revés, sin embargo, Claire se
estaba recuperando. Ella y Tasha se habían hecho buenas amigas y Claire
había aceptado acudir la semana siguiente a la reunión del grupo de lectura.
Estaba leyendo un libro, no sé qué de una mujer que planeaba matar a su
marido. Claire dijo que, de haber seguido aún casada, seguro que podría
haber sacado alguna idea de aquella novela: le habría salido más barato que
el divorcio, al parecer. Recé para que encontrara nuevos amigos en el grupo
de lectura, pues deseaba por encima de todas las cosas que Claire volviera a
ser feliz. En cierto modo, tenía la sensación de que mi felicidad estaba
irrevocablemente unida a la suya.
Solo llevaba un par de semanas con Claire, pero ya la quería
muchísimo. Y lo sabía porque ya antes había sentido lo mismo por Agnes y
por Margaret. Margaret era una persona maravillosa: siempre sonreía,
incluso cuando lo estaba pasando mal, y siempre deseaba ayudar a los
demás, aunque en muchas ocasiones fuera ella quien necesitaba ayuda.
Siempre había sido para mí una fuente de inspiración y, gracias a ella, me
había convertido en el gato que era.
Claire necesitaba mi cariño y mi deber era dárselo. Me quedé junto a
ella mientras seguía preparando la maleta, y le hice más mimos de los
habituales, solo para que supiera que me tenía allí. Cuando se disponía a
bajar la bolsa, se dio la vuelta y me cogió en brazos.
—¿Seguro que estarás bien mientras estoy fuera? —me preguntó con
una mirada preocupada.
Ladeé la cabeza, como si quisiera decir «Pues claro».
—Te he dejado mucha comida. Cuídate.
Me dio un besito en la punta de la nariz, cosa que no había hecho nunca.
Ronroneé para agradecérselo.
Un coche tocó el claxon en la calle y Claire me acarició una última vez,
antes de marcharse y cerrar con llave la puerta. Deseé que le fuera todo muy
bien y que el detestable de Steve no la molestara ese fin de semana; luego
salí de casa.
Saludé a un par de gatos jóvenes que estaban jugando en la calle y seguí
caminando hasta el final de la avenida para echar otro vistazo a la casa
dividida en dos. Me pregunté si ya habrían llegado inquilinos a alguno de
los dos pisos y frené en seco al ver, justo delante de la puerta del 22A, a un
hombre y a una mujer. La mujer llevaba algo atado al pecho y, al fijarme
con más atención, descubrí que se trataba de un bebé que lloraba a voz en
grito. El hombre tenía un brazo sobre los hombros de la mujer, que era muy
guapa: alta, de larga melena rubia y con unos ojos verdes que, para ser
sincero, habrían sido la envidia de cualquier gato. Me mantuve algo alejado,
para poder observarlos mientras cerraban con llave la puerta de su nuevo
hogar. Por dentro, sin embargo, daba saltos de alegría: eran tres y, si bien
uno de ellos era más pequeño que yo, aquello significaba un hogar con tres
personas —tres, no una— dispuestas a cuidar de mí.
Me acerqué un poco más para escuchar lo que decían.
—No te preocupes, Pol, quedará precioso cuando nos traigan los
muebles.
El hombre era más alto que la mujer y parecía muy afable, aunque
estaba un poco calvo.
—No lo sé, Matt, es que estamos tan lejos de Manchester… Y la casa es
mucho más pequeña que la que teníamos allí.
—Piensa que es solo temporal. Es de alquiler, así que cuando nos
hayamos establecido podremos buscar algo mejor. Cariño, sabes que no
podía rechazar este trabajo, por el bien de nuestro futuro. El nuestro y el del
pequeño Henry.
Se inclinó un poco y le besó la cabecita al bebé, que había dejado de
llorar.
—Lo sé, pero tengo miedo. Estoy aterrorizada.
De hecho, parecía tan asustada como yo el día que había empezado mi
viaje hacia Edgar Road.
—Todo irá bien, Polly, de verdad. Podemos instalarnos mañana mismo,
cuando lleguen los muebles. Salimos de esa abarrotada habitación de hotel
y estrenamos nuestra primera casa en Londres. Eso es bueno, ¿no? Es un
nuevo comienzo para nosotros. Para nuestra familia.
Matt me cayó bien de inmediato en cuanto lo vi abrazar a su mujer y a
su hijo exactamente como debería hacer un padre y esposo. Sí, supe
instintivamente que aquel sería un buen hogar para mí. Se alejaron los tres
juntos y decidí volver a visitarlos cuando se hubieran instalado. Ese sería el
momento adecuado para darme a conocer.
Alegre y confiado, entré en casa de Jonathan por la gatera. Sabía que yo
le caía bien, pues no había cumplido con su amenaza de librarse de mí. Lo
encontré sentado en el sofá, de nuevo con el ordenador. Eché un vistazo a la
pantalla, pero no vi ningún rostro: solo fotografías de coches relucientes.
Salté al sofá y me senté a su lado.
—¿Tú otra vez? Me parece que no has acabado de entender nuestro
pacto de anoche.
Quise decirle que sí lo había entendido pero que no estaba de acuerdo,
así que maullé a voz en grito con la esperanza de que eso bastara.
—Bueno, supongo que tengo que darte las gracias ya que por lo menos
hoy no me has traído ningún bicho muerto.
Se me cayó el alma a las patas. Me sentía fatal por haberme presentado
con las garras vacías, así que me tumbé y apoyé la cabeza en el teclado.
Pensé que Jonathan se enfadaría, pero por suerte se echó a reír.
—Vale, puedes comerte los langostinos que quedan. Si no, los voy a
tener que tirar.
Me relamí los labios y lo seguí a la cocina. Puso los langostinos en un
cuenco y los devoré ávidamente. No es que tuviera mucha hambre, pero los
langostinos frescos son todo un lujo. Cuando terminé de comer, me fijé en
que Jonathan iba bien vestido esa noche: no llevaba traje, pero tampoco se
lo veía desaliñado. Lo observé con aire suspicaz, al tiempo que entornaba
los ojos.
—Bien, Alfie el No Deseado, esta noche me voy de fiesta por la ciudad.
Yo que tú no esperaría despierto.
Se echó a reír y, antes de que me diera cuenta, ya se había marchado
sigilosamente.
Tenía dos hogares y, sin embargo, seguía estando solo. En mi antiguo
hogar casi nunca me quedaba solo. Aunque Margaret saliera, Agnes seguía
estando allí. Y después de morir Agnes, Margaret salía de casa tan poco que
cuando lo hacía, yo casi ni me daba cuenta de que no estaba.
Me moría de ganas de que la familia del 22A se instalara. Como gato,
tenía mis necesidades: comida, agua, un hogar calentito, sofás y amor. Eso
era lo único que pedía, pero después de todo lo que había sufrido en mi
corta vida, no quería correr más riesgos. Decidí dormir en el carísimo sofá
de Jonathan y, a pesar de su advertencia, esperararlo despierto. Porque, en
ausencia de Claire, él era mi única familia.
Capítulo doce

E staba soñando despierto con el pasado. Soñaba que


vivía en mi antigua casa, con Margaret y Agnes. El
día era muy frío y Agnes tenía muchos dolores. Margaret
había llamado a la veterinaria, quien le había dicho que se
acercaba el final. Si quería llevarla a la consulta, podía
darle algo para aliviar el dolor. O eso, o sacrificarla.
Margaret sollozaba, igual que solía hacer Claire, y le caían lágrimas de
dolor por las hundidas mejillas. Quería llorar con ella, pero Agnes se estaba
esforzando tanto por ser valiente que reprimí mis sentimientos y me
acurruqué junto a ella, con la esperanza de no incrementar su dolor.
Margaret se estaba preparando para llevarla a la consulta de la veterinaria,
lo cual no era tarea fácil, porque Margaret era muy anciana y ni siquiera
tenía coche. De hecho, apenas podía levantar ya el transportín. Avisó a un
vecino, un hombre muy amable que se llamaba Don. No es que fuera
mucho más joven que Margaret, pero se ofreció a llevarla. Siempre se
alegraba de poder ayudar a Margaret. Agnes me había dicho que en algún
momento había pensado que acabarían juntos, pues la esposa de Don había
muerto ya hacía unos años, pero Margaret disfrutaba mucho de su propia
compañía, como ella misma decía a menudo.
«Solo me necesito a mí misma y a mis gatos», solía decir riendo. Casi
me parecía oír su voz.
Aquel día, tuve que quedarme en casa mientras llevaban a Agnes a la
consulta. A solas en casa, maullé mucho más alto de lo que había maullado
jamás. Me daba muchísimo miedo perder a Agnes. Y, aunque la trajeran de
vuelta a casa, sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida, pues se lo
había oído decir a Margaret.
Agnes volvió a casa y yo me puse muy contento. Me sentí tan
agradecido que la lamí. Creía que no volvería a ver su rostro jamás. Y sin
bien estaba muy silenciosa, estaba allí, a mi lado, que era el lugar en el que
debía estar. Me sentía eufórico. Por la mañana, sin embargo, ya se había
ido. Lo sé porque dormí con ella y en un momento determinado, al
despertarme en plena noche, me di cuenta de que su corazón había dejado
de latir. En cuestión de unas pocas horas, yo había pasado de la felicidad
absoluta a la mayor desesperación.
En aquel momento, lo consideré el peor día de mi vida.

Mis lúgubres pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido de una


llave en la cerradura, seguido de carcajadas y ruido de tacones. La casa
permanecía a oscuras. Oí ruido de pasos en el salón y, justo cuando iba a
desperezarme, alguien se me sentó encima.
Chillé lo más alto que pude. Oí un grito femenino. Jonathan encendió la
luz y me di cuenta de que parecía enfadado.
—¿Qué haces tú en mi sofá? —preguntó con voz airada.
A mí me habría gustado hacerle la misma pregunta, pues al fin y al cabo
yo había llegado primero. Pero me limité a bajar del sofá de un salto y a
permanecer en la sala para supervisar la situación.
No era la misma mujer de la otra vez. Era alta y delgada y llevaba una
falda cortísima que dejaba a la vista unas piernas muy largas.
—¿Es tu gato? —preguntó la mujer, arrastrando un poco las palabras.
¿Por qué a los humanos les gustaba tanto emborracharse?
—No, es mi puñetero okupa —respondió Jonathan, al tiempo que me
fulminaba con la mirada.
No sabía qué era un okupa, pero no sonaba precisamente bien. La mujer
se acercó de nuevo a Jonathan y le echó los brazos al cuello. Cuando
empezaron a besarse, decidí que había llegado el momento de marcharse.
Después de todo, y como había oído decir en muchas ocasiones, tres son
multitud.
Ya era de día cuando me desperté en la cama de Claire. Bajé a saltos la
escalera y, antes de salir a dar un paseo matutino, me detuve para comer de
uno de los cuencos de comida que Claire me había dejado y para beber un
poco de agua. No era exactamente como los langostinos de Jonathan, pero
al menos no me faltaba comida. Decidí evitar a Jonathan hasta más tarde,
con la esperanza de que su invitada ya se hubiera marchado, así que me fui
a ver cómo iban las cosas en los pisos del número 22.
Aunque era muy temprano, la mujer y el bebé estaban en el jardín
delantero y el hombre estaba descargando muebles de una furgoneta blanca.
La mujer era muy guapa, pero parecía preocupada. Se mordía el labio
inferior una y otra vez, y suspiraba todo el rato. Una vez más, tenía la
sensación de que la vida me había conducido hacia un humano que
necesitaba ayuda, aunque yo aún no supiera muy bien qué clase de ayuda.
—Tengo que darle de mamar a Henry —dijo cuando se oyó el agudo
llanto de un bebé.
—De acuerdo, Polly, yo sigo con esto.
Seguí a la mujer al interior de la casa. Era un apartamento sin escaleras:
todas las habitaciones estaban en la misma planta. Se trataba de un espacio
bastante pequeño, aunque parecía listo para entrar a vivir. Quedaban
muchas cosas por ordenar, pero ya habían colocado un gran sofá gris con un
sillón a juego, en el que Polly se sentó con el bebé. Se lo acercó al pecho y
el niño dejó de llorar al momento. Sentí una enorme curiosidad: lo había
visto hacer en la tele, pero no en la vida real. Evoqué recuerdos muy vagos
y poco fiables de cuando mi madre me amamantaba antes de que nos
destetaran a todos y yo me fuera a vivir con Margaret. El recuerdo aumentó
aún más mi nostalgia del pasado. De repente, la mujer me miró. Parpadeé a
modo de saludo, pero cuando me preparaba para presentarme, ella gritó. El
bebé empezó a llorar y el hombre entró corriendo en la casa.
—¿Qué pasa? —preguntó con voz angustiada.
—¡Hay un gato! —chilló la mujer mientras intentaba colocarse de
nuevo al bebé.
Me ofendí un poco, la verdad. Nunca hasta entonces había despertado
esa reacción en nadie. Ni siquiera en Jonathan.
—Polly, solo es un gato, no creo que tengas que preocuparte tanto.
Matt hablaba con dulzura, como si se estuviera dirigiendo a un niño. El
bebé se había calmado, pero ahora era Polly la que estaba llorando. Me di
cuenta de que tal vez hubiera cometido un error fatal, pues aquella mujer
sufría, al parecer, de una forma grave de fobia a los gatos. Bueno, no tenía
muy claro que eso existiera, pero, desde luego, mi presencia parecía
aterrorizarla.
—Pero he leído que los gatos matan a los bebés.
Chillé como si me hubieran pegado. A lo largo de mi vida, me habían
acusado de muchas cosas: de matar pájaros, ratones y, si era necesario,
hasta algún conejo. Pero jamás había matado a ningún bebé. ¡Dios me libre!
—Pol —dijo el hombre, al tiempo que se acercaba a la mujer y se
arrodillaba junto a ella—. Los gatos no matan a los bebés. Solo lo dicen
para que los padres se aseguren de no dejar al gato en la habitación del bebé
cuando este está durmiendo en la cunita, porque el gato podría meterse en la
cuna, quedarse dormido y asfixiarlo accidentalmente. Pero este gato está
despierto y tú tienes a Henry en brazos.
Aquel hombre me cayó aún mejor que la primera vez, pues hablaba con
voz serena y era la paciencia en persona.
—¿Estás seguro?
Me pareció que aquella mujer estaba más que obsesionada y supe que le
pasaba algo. No como a Claire, era una sensación distinta, pero había algo
allí que no encajaba.
—¿Y cómo iba este gato a matar a Henry si estás tú aquí?
Se acercó y me cogió. Decidí que era un hombre muy cordial. Me
sujetaba con firmeza, pero sin hacerme daño. Se puede decir mucho de un
hombre por su forma de coger a un gato: Jonathan era un poco brusco, pero
aquel hombre lo hacía a la perfección.
—Matt, es que no… —dijo Polly, que aún parecía preocupada.
—Se llama Alfie —dijo mientras leía mi placa—. Hola, Alfie —añadió,
al tiempo que me acariciaba.
Tenía unas manos muy suaves y me restregué contra él.
—De todas formas, no vive en esta casa, así que no tienes de qué
preocuparte. Debe de haberse colado mientras estaba abierta la puerta.
¿Dónde vives? —me preguntó, a lo que respondí con el más encantador de
mis maullidos.
—¿Cómo sabes que no vive aquí?
—Lleva una placa con su nombre y un número de teléfono. Si quieres
llamo y te quedas más tranquila.
—No, no, seguro que tienes razón. Pero haz que se vaya.
Polly seguía pareciendo nerviosa. El bebé se había dormido entre sus
brazos y pensé que, si bien el hombre era muy cordial, en aquella habitación
pequeña y cuadrada reinaba la tristeza.
—Bueno, pues voy a terminar de descargar. Vamos, Alfie, hora de irse a
casa.
Me llevó fuera y me dejó con cuidado en la entrada. No había tenido la
oportunidad de echar un vistazo al resto del piso, pero no quería
arriesgarme a volver a incomodar a Polly.
Tenía unas cuantas horas por delante antes de la próxima comida, así
que se me ocurrió aprovecharlas para conseguirle otro regalito a Jonathan.
Al fin y al cabo, ya había empezado a ganármelo, así que había llegado el
momento de intensificar mi campaña de seducción. Me iría muy bien
solucionar las cosas con él, porque iba a tener que concentrar todos mis
esfuerzos en Polly.
Capítulo trece

D ejé atrás el 22A tras decidir que iría a buscar otro


regalito para Jonathan, pero me distraje con la luz
del sol. Me habían repetido muchas veces que los gatos
deben cazar de noche, que esa era supuestamente nuestra
actividad nocturna preferida, pero la verdad es que yo
nunca había sido un gato muy dado a salir de noche y,
después de mi espantoso viaje, solo salía de noche si no me
quedaba más remedio.
Había montones de pájaros que volaban sobre mi cabeza, pero al
sentarme en la hierba, junto al parque del barrio, vi unas cuantas mariposas
que revoloteaban. Salté varias veces, tratando infructuosamente de
alcanzarlas, pero se me escapaban todo el rato. Finalmente, vi que unas
cuantas se habían posado en un arbusto cercano y, sin poder contenerme,
empecé a perseguirlas. Cuando vivía con Margaret, aquel era uno de mis
juegos favoritos. Salté de un lado para otro, pero las mariposas seguían
escapándose. Cuando ya empezaba a quedarme sin aliento, decidí intentarlo
por última vez y salté a un arbusto de grandes hojas. Sin embargo, calculé
mal la distancia, me caí y aterricé sobre el trasero. Un pájaro que pasaba por
allí en aquel momento se rio de mí. Aunque estaba magullado y un poco
avergonzado, lo cierto es había sido divertido. Recobré la dignidad, me puse
de pie y decidí dejar la caza y las persecuciones para otro día.
Encontré un rinconcito soleado para descansar y, casi sin darme cuenta,
me quedé dormido. Debí de dormir mucho rato, porque cuando me desperté
—al oír a dos gatos del vecindario que discutían a grito pelado para decidir
cuál de los dos era el más guapo— ya estaba oscureciendo. La discusión no
era nada del otro mundo, pues los gatos son muy presumidos. Me pidieron a
mí que decidiera, pero conocía muy bien los peligros de involucrarse en
esas cosas, así que les dije que a mí me parecían muy apuestos los dos y,
discretamente, me escabullí.
Dado que Claire aún no había regresado, me fui a casa de Jonathan.
Entré por la gatera y descubrí la casa a oscuras. Crucé la cocina vacía y me
dirigí a la salita. Me sorprendió encontrar a Jonathan tumbado en el sofá.
Había apoyado la cabeza en un cojín, como si estuviera durmiendo, pero
tenía los ojos abiertos. No vi por ningún lado a la mujer de la noche
anterior: una vez más, estaba solo. Me miró cuando entré y me sentí mal
por presentarme con las manos vacías, pues Jonathan tenía pinta de
necesitar un regalo.
—Has vuelto —dijo secamente—. Casi te voy a decir que me alegro de
verte, al menos así la casa no está tan vacía.
Maullé un «gracias», aunque no tenía muy claro si lo que me había
dicho era o no un cumplido. A pesar de ello, decidí tentar a la suerte, salté
al sofá y me senté junto a él. Me miró, pero no me dijo que bajara del sofá,
lo cual era un avance, en cierta manera.
—¿Adónde vas cuando no estás aquí? —preguntó de repente. Maullé—.
¿Te dedicas a vagar por la calle? Porque empiezo a tener la sensación de
que vives conmigo —dijo. Parecía perplejo, así que ronroneé para dar mi
conformidad—. Tiene gracia, Alfie, pero acabo de darme cuenta de que esta
es ahora mi vida. Vivo en una casa vacía y demasiado grande para mí solo y
apenas tengo amigos. —Pensé en las dos mujeres que había visto en la casa
hasta entonces—. Y los ligues de una noche no cuentan. No sé cómo he
llegado a los cuarenta y tres años sin tener algo que valga la pena en esta
vida —prosiguió en tono lastimero—. Ni esposa ni familia, solo un puñado
de amigos, la mayoría de los cuales viven en otros países.
Me acerqué más a él y ronroneé para intentar transmitirle mi
solidaridad.
—Solos tú y yo, Alfie. Lo único que tengo, a mis cuarenta y tres años,
es un puñetero gato con el que hablo. Eso si es que eres mi gato, cosa que ni
siquiera sé.
Lo miré con la cabeza ladeada, tratando de consolarlo.
—Supongo que tienes hambre —dijo, a lo que respondí con un sonoro
maullido.
Aquello ya me gustaba más, pues me moría por comer algo. Lo seguí
hasta la cocina y esperé mientras él sacaba de la nevera un poco de salmón
ahumado. Aunque quería muchísimo a Claire, las cenas en casa de Jonathan
eran verdaderamente especiales. Puso el salmón en un plato, que dejó en el
suelo, y me acarició con una dulzura hasta entonces desconocida cuando
empecé a comer. Al parecer, estábamos forjando una especie de vínculo
masculino.
Aunque el gesto me sorprendió, me concentré en la comida. Como gato,
soy bastante sensible y noté el corazón reconfortado; estaba emocionado.
Nunca había dudado de que conseguiría ablandar a Jonathan, pues de lo
contrario no habría seguido visitando su casa, pero no tenía ni idea de que
acabaría ocurriendo tan deprisa. De no ser porque estaba muy ocupado
comiendo, me habría puesto a dar saltos de alegría.
Cuando los dos hubimos terminado de cenar, regresamos a la salita.
Formábamos una pareja un tanto extraña: un hombre grandote y un gato
pequeñito. Noté el corazón henchido de felicidad cuando nos sentamos
juntos en el sofá. Jonathan encendió un televisor enorme y empezó a ver un
programa en el que salían hombres armados y muchas escenas violentas.
Apenas podría creerme que me dejara sentarme con él, que nos
acurrucáramos los dos en el sofá. Me acariciaba distraídamente mientras
veía su programa y, si bien no me interesaba mucho lo que daban en la tele,
me gustaba la sensación reconfortante que estaba experimentando, así que
no me moví ni un centímetro. Me reafirmé en ese momento en mi decisión
de ofrecerle a Jonathan toda la ayuda que, en el fondo de mi corazón, yo
sabía que necesitaba.
Capítulo catorce

M e desperté muy temprano. Lo supe porque aún no


clareaba. Me sorprendió comprobar que aún estaba
en el sofá de Jonathan. No me había echado a patadas, sino
que me había dejado seguir durmiendo. Sin duda, debía de
haberme quedado dormido mientras él veía aquella
película tan truculenta. No me apetecía marcharme, pero quería ir a casa de
Claire a desayunar y luego volver al 22A a la espera de nuevos
movimientos. Me pregunté si el 22B ya estaría ocupado y cómo sería la
nueva familia. Tal vez solo visitara a la más amable de las dos familias,
pues aún no había perdonado a Polly por llamarme asesino de bebés.
Cuando llegué, después del desayuno, vi una furgoneta delante del
edificio. La puerta del otro piso estaba abierta. No era un vehículo elegante,
como el que había llevado hasta allí los muebles de Polly y Matt el día
anterior, sino que estaba bastante destartalado: era una furgoneta de color
azul oscuro con aspecto de haber chocado contra varias farolas y de haber
atropellado a unos cuantos animales. Me estremecí y deseé que no hubieran
sido gatos. Dos hombres estaban descargando muebles del vehículo, que
luego entraban en la casa. Eché un vistazo a través de la puerta abierta. El
piso 22B era el de encima. Nada más abrir la puerta, había un minúsculo
recibidor y luego una escalera. Sentí el deseo de entrar, pero me contuve
cuando los dos hombres entraron en el piso cargados con una mesa.
Tuvieron que hacer unas cuantas maniobras para cruzar el estrecho
recibidor con aquel mueble, así que no me pareció muy seguro entrar.
Hablaban en un idioma que no acerté a reconocer. Sus voces eran animadas,
escandalosas incluso, como si se estuvieran peleando, aunque no parecía
que fuera así. De todas formas, tampoco habría sido tan extraño que se
estuvieran peleando, teniendo en cuenta que intentaban subir un mueble por
un empinado tramo de escaleras. Me quedé fuera, pues; me moría de ganas
de entrar, pero tenía miedo y no me sentía seguro. No solo porque aquellos
hombres fuesen muy corpulentos, sino también porque hablaban en un
idioma desconocido para mí. ¿Y si eran de algún país en el que se comían a
los gatos? No sabía si existía tal sitio, pero tampoco estaba dispuesto a
arriesgarme. Agnes me había contado historias de países en los que comían
carne de perro. Al parecer, era normal en ciertas culturas. Me estremecí otra
vez. No quería acabar mi vida en la cazuela de nadie.
Sin embargo, deseaba averiguar más cosas acerca de las personas que
vivían allí. Me tendí a la sombra y vi a los dos hombres bajar la escalera.
Aunque yo creía estar siendo muy discreto, uno de los hombres me vio y se
acercó a acariciarme. Parpadeé para decir «hola» y me pareció que el
hombre también parpadeaba. Era muy corpulento, pero me acarició con una
sorprendente delicadeza y yo lo recompensé con un ronroneo. El hombre
parpadeaba mucho mientras me hablaba en su extraño idioma. En ese
momento, se le unió una mujer. Era menuda pero muy guapa, de pelo
oscuro y ojos marrones. Se agachó para acariciarme.
—No habla polaco —dijo el hombre, al tiempo que le daba un beso a la
mujer.
—Gatos no hablan, Thomasz —respondió ella con un acento muy
marcado.
Los dos se echaron a reír y luego siguieron comunicándose en el mismo
idioma de antes. Aparentaban más o menos la misma edad que Polly y
Matt, y parecían muy amables y simpáticos. La sonrisa de la mujer era
realmente contagiosa y me dieron ganas de sonreír a mí también, aunque
lógicamente lo hice entornando los ojos. No sé muy bien si se dio cuenta o
no, pues estaba muy ocupada hablando con los dos hombres y yo seguía sin
entender ni jota de lo que decían.
—Sigue ahí —dijo la mujer, volviéndose de repente hacia mí.
—Quiere dar bienvenida, quizá —bromeó el hombre.
—Quizá. Parece gato simpático.
Su sonrisa, sin embargo, desapareció de repente. Se volvió hacia el
hombre, se aferró a él y pareció asustada. Ladeé la cabeza, intrigado,
cuando la mujer volvió a decir algo en aquel idioma tan curioso.
—Franceska, todo irá bien. Venimos aquí para vida mejor. Por nosotros
y los chicos. Te prometo que irá bien.
Él la rodeó con sus grandes brazos y la mujer, aunque estaba llorando,
hizo un esfuerzo por sonreír. Otra amiga que me necesitaba. Al parecer, yo
tenía una especie de radar y estaba convencido de que aquella calle me
había ofrecido un objetivo en esta vida: ayudar a los demás.
Feliz de saberme necesitado, sonreí para mis adentros: estaba
empezando a aprender que los humanos eran más complicados de lo que yo
creía. Pero también eran simpáticos y, si bien aquella mujer parecía triste, vi
en ella una fuerza que ni Claire ni Polly parecían poseer. Supe en ese
momento que sería bienvenido en aquel hogar y ya ansiaba el momento de
volver. Vi a la mujer entrar en la casa y solo entonces me di cuenta de que
el sol ya brillaba con fuerza, por lo que había llegado la hora de mi segunda
comida del día.

Me colé por la gatera y encontré a Jonathan sentado a la mesa de la cocina,


bebiendo café y comiendo una tostada. Vestía ropa de deporte. Maullé en
voz alta para hacerle saber que estaba allí.
—Hola, tú. Supongo que quieres comer, ¿no?
Salté a la silla de al lado y Jonathan se echó a reír.
—Vale, amiguito, pero espera un segundo. Déjame terminar la tostada.
Me quedé sentado y esperé pacientemente, mientras pensaba que
Jonathan había cometido un tremendo error: no me refiero a lo que me
había contado sobre el trabajo, sino a la casa. Estaba tan vacía… que era
casi como si se burlara de él, como si quisiera recordarle que estaba solo.
En su lugar, yo habría elegido algo más pequeño, un espacio que no
pareciera tan vacío, dado que solo estábamos él y yo para llenarlo.
Sin duda, habría sido mucho mejor uno de los pisos del número 22.
Entendí en ese momento por qué Jonathan hablaba conmigo: como en el
caso de Claire, era debido a la soledad. Empecé a darme cuenta de que yo
no era el único que había experimentado la soledad en sus propias carnes: lo
veía en Claire, lo veía en Jonathan y también veía algo parecido —aunque
tal vez no fuera exactamente lo mismo— en Polly y en Franceska.
Muchas reflexiones para un gato tan pequeño como yo. Y mucho
trabajo por delante, si quería conseguir que todo se solucionara.
Jonathan me ofreció atún de lata, que no era tan delicioso como el
salmón o los langostinos, pero, en fin, tampoco soy tan remilgado.
—Me voy al gimnasio, Alfie. Tengo que cuidarme, porque si sigo
viviendo aquí solo, hablando con un gato como si estuviera chiflado,
acabaré engordando.
Aquella afirmación me sobresaltó, pero entonces Jonathan se echó a reír
y sentí alivio. No estaba chiflado, claro, solo estaba confuso.
Decidí salir yo también a hacer un poco de ejercicio. Ya había comido
dos veces y el hecho de que me estuvieran alimentando en dos casas era un
factor a tener en cuenta. Lógicamente, no estaba dispuesto a renunciar a
toda esa comida. El recuerdo de la época en que me había pasado días
enteros casi sin probar bocado me había enseñado algo: que jamás debía
hacerle ascos a un plato. Pero si los inquilinos del número 22 empezaban
también a darme de comer, entonces no sería Jonathan quien engordara,
sino yo. Y eso sí que no podía permitirlo porque, para empezar, no podría
seguir colándome por las gateras.
Pese al hecho de que estaba visitando varias casas de la calle, cosa que
me obligaba a corretear de un lado para otro, me di cuenta de que me había
vuelto un pelín perezoso, un poco como en mi anterior vida, cuando vivía
en casa de Margaret. Eso sí, tenía un aspecto más saludable porque había
ganado peso. Sin embargo, no podía arriesgarme a mostrarme perezoso ni
displicente. ¿Y si me veía obligado a buscarme otra vez la vida? Aunque
me estremecía sólo de pensarlo, sabía que esa posibilidad existía. Esperaba
no tener que encontrarme en esa situación, pero debía estar preparado por si
acaso: no estaba dispuesto a tentar nunca más a la suerte.
Capítulo quince

E staba hecho un ovillo en la cama especial para gatos


que Claire me había comprado cuando oí el ruido de
su llave en la cerradura. Mi nueva cama era azul y blanca,
a rayas, y si bien no era tan cómoda como mi viejo cesto,
era muy bonita. Claire vino directa hacia mí y me hizo
montones de mimos, cosa que le agradecí de corazón.
También me sentí aliviado, pues temía que volviera a casa
llorando. De hecho, en algún momento me había inquietado la posibilidad
de que no regresara.
—Te he echado de menos, Alfie —dijo, y me sentí reconfortado—.
Espero que tú también me hayas echado de menos a mí.
Sonreía y tenía mejor aspecto. Seguía estando muy delgada y me
recordaba a mí mismo el día en que nos habíamos conocido. Pero tenía el
pelo radiante y hasta había cogido un poco de color en las mejillas. Al
parecer, el fin de semana le había sentado la mar de bien.
Por un momento, me entró el pánico: ¿y si eso significaba que se
trasladaba definitivamente allí, al lugar del que había venido? Luego intenté
relajarme. Estaba aquí, ¿no? Había vuelto y eso era lo que importaba. Para
ser un gato, me preocupaba demasiado por las cosas, aunque eso era en
realidad una secuela de mi pasado. Estaba empezando a descubrir que
sentía la necesidad de ayudar a las personas que habían vivido lo mismo
que yo. La atracción era tan fuerte que no me cabía duda de que mi deber
era hacer por ellas todo lo que estuviera en mi pata.
Claire fue a la cocina, me puso comida y luego colocó el hervidor al
fuego para prepararse una taza de té.
Cuando terminé de comer, Claire fue en busca de una bolsa y regresó
con varios juguetes para mí: un objeto que recordaba vagamente a un ratón
atado a un cordel, una pelota, otro objeto relleno de menta gatuna y algo
que tintineaba. Me restregué contra sus piernas para darle las gracias
aunque, en realidad, me habría conformado con un simple cordón de
zapatos. Nunca he sido gato de muchos juguetes, ni siquiera cuando era
pequeño, aunque eso es solo porque Agnes despreciaba esa clase de objetos.
Puesto que en aquella época yo quería impresionarla, también me
comportaba como si los juguetes fueran indignos de mí. Delante de Claire,
sin embargo, me esforcé por jugar con ellos para que no me considerara
desagradecido.
Perseguí la pelota hasta que se coló debajo del sofá y a punto estuve de
quedarme atrapado mientras intentaba recuperarla. Le di un golpecito con
una pata y salió rodando. Cuando reaparecí, vi que Claire se estaba riendo.
Empezó a aplaudir, entusiasmada, así que intenté coger con las patas aquel
objeto que tintineaba, pero se me escurrió y se deslizó por el suelo. Intenté
cogerlo de nuevo y tintineó con un sonido muy extraño. Cuando me
convencía de que por fin lo había cogido, se me volvía a escurrir, con lo que
me dedicaba a perseguirlo de un lado a otro de la sala. Me resultaba
irritante, pero Claire lo encontraba divertidísimo, al parecer. Yo,
sinceramente, no le veía la gracia por ninguna parte.
Poco después se fue arriba, diciendo no sé qué de deshacer las maletas,
y yo decidí echarme otro ratito. Jugar era muy cansado y, además, la comida
que me acababa de zampar me había dado sueño…, así que era un buen
momento para otra siesta gatuna. Me desperté al escuchar risas: se trataba
de un sonido bastante inusual en casa de Claire, de modo que me puse en
guardia de inmediato. Tasha apareció en ese momento: me cogió en brazos,
apoyó la cabeza en mi cuello y me hizo muchos mimos.
—Hola, preciosidad —dijo.
Decididamente, Tasha adoraba a los gatos y me pregunté por qué no
tendría uno también ella, en vista de que yo le gustaba tanto. Sabía que no
tenía gato, porque de lo contrario habría captado su olor.
Claire volvió en ese momento, con dos copas.
—Si lo mimas tanto, querrá irse a vivir contigo —dijo riendo.
Pero bueno, ¿qué había sido de la Claire triste? Parecía haberse
convertido en una persona distinta. Me moría de ganar de saber qué había
motivado aquel cambio.
—Ojalá pudiera llevármelo a casa, pero, por desgracia, mi media
naranja es alérgica a los gatos, así que tendré que conformarme con
disfrutarlo aquí.
—Oh, qué lástima… ¿Muy alérgico?
—Sí, tengo que ducharme y lavar la ropa cuando llego a casa después
de haber estado aquí, así que imagínate. Aunque claro, si ese día no se ha
portado bien conmigo, a lo mejor se me olvida…
Las dos se echaron a reír, pero yo me sentí ofendido. No veía muy claro
que tenerme alergia fuera un asunto gracioso. Además, ¿qué clase de
persona era alérgica a los gatos?
Claire salió de nuevo y regresó al poco con varios platos. Los dejó sobre
la mesa del comedor y se sentaron las dos. Para mi sorpresa —y alegría—,
Claire comió. Más de lo que la había visto comer hasta entonces. Me
entraron ganas de dar saltos de alegría, pues ya era obvio que mi Claire se
estaba recuperando, pero decidí contenerme para no sobresaltarla.
—Bueno, cuéntame —dijo Tasha—. Está claro que el fin de semana te
ha sentado muy bien.
—Ay Dios, me siento muchísimo mejor. Como si hubiera completado la
primera parte de una misión o algo así: ¡me he enfrentado a mis demonios y
he sobrevivido! Ya me entiendes, me refiero a volver a casa y
encontrármelos. ¡Porque eso es lo que pasó!
Claire parecía contentísima y traté de entender los motivos pero, de
momento, se hallaban lejos de mi limitada capacidad de comprensión.
—¿Dónde? —preguntó Tasha, con unos ojos como platos.
—Mi madre y yo fuimos al supermercado. Me sigue tratando como si
tuviera cinco años e insistió en hacerme la compra para que me la llevara a
casa. Vamos, que se comporta como si en Londres no hubiera
supermercados.
—Ve al grano, Claire —la animó Tasha, entre risas.
—Ay, sí, perdona. Total, que estamos en la sección de frutas y verduras
y, de repente, aparecen los dos. Él empujaba un carrito y ella iba quejándose
de no sé qué. Los vi yo primero y, si te digo la verdad, ninguno de los dos
parecía muy feliz.
A Claire, sin embargo, sí se la veía feliz.
—¿De qué hablaba ella? —preguntó Tasha, que, como yo, estaba
fascinada.
—Ni idea, pero te voy a decir una cosa: estaba gorda. Quiero decir más
gorda que cuando se fueron a vivir juntos. Por un momento, pensé que
estaba embarazada —dijo Claire.
—¿Y lo está?
—No, pero ahora llego a esa parte. Mi madre me tenía agarrada del
brazo por lo que pudiera ser y fue entonces cuando Steve y yo nos vimos
cara a cara. La verdad es que no tenía buen aspecto, pero supongo que es
porque, por primera vez, yo lo estaba viendo tal y como es en realidad.
—¿Quieres decir sin tus gafas de cristal rosa?
—Exacto. Total, que me dijo «hola» y yo contesté «hola». Ella se quedó
boquiabierta y, mira, me alegré de ir bien vestida y de haberme arreglado el
pelo.
—Ya te lo dije, ve siempre muy arreglada por si te encuentras a ese
cabrón.
—Pues sí, ¡menos mal que te hice caso!
Se echó a reír y a mí me entraron ganas de darle un beso, cosa que hice
pero en el brazo, pues Claire había empezado a hablar otra vez.
—Total, que les pregunté qué tal les iba y ellos murmuraron que bien,
aunque a mí no me lo pareció. Quiero decir, vale, yo ya sé que estoy muy
delgada, me doy cuenta, pero… ¿cómo puede ella haber engordado quince
kilos en solo un par de meses? No se parece en nada a la mujer por la que
me dejó. En fin, lo peor es que mientras yo me esforzaba por ser educada,
mi madre, que hasta ese momento había estado a mi lado más silenciosa
que una tumba, va y les pregunta, así sin venir a cuento, que para cuándo
esperaban el bebé.
—¡Nooooo! ¿En serio?
—En serio. Tendría que haberme sentido eufórica cuando ella se
marchó hecha una furia y Steve murmuró que no esperaban ningún bebé,
pero en realidad me dieron pena. No sé por qué. O sea, ella sabía que Steve
estaba casado cuando se acostaba con él y lo que me hicieron ha estado a
punto de acabar conmigo, pero la verdad es que me dieron pena. ¡Lo cual es
fantástico!
Tasha y Claire se abrazaron y se echaron a reír como niñas, mientras yo
maullaba para expresar mi aprobación. Tal vez yo no sepa gran cosa, pero
gracias a la tele he aprendido que una relación le puede arruinar la vida a un
humano, hasta el extremo de que me pregunto si el mundo no sería un lugar
más agradable si los humanos fueran gatos. Los gatos conocemos el amor,
claro, pero en lo que se refiere a los idilios, sabemos bien cómo es el mundo
gatuno y no nos jugamos los bigotes a una sola carta. Somos mucho más
pragmáticos. Encuentro atractivas a muchas gatas —bueno, a casi todas—,
pero no soy tan ingenuo como para creer que practicaremos eternamente la
monogamia. Los gatos suelen estar juntos unos pocos días o semanas. Tal
vez, con suerte, unos cuantos meses. Pero luego o tenemos gatitos, o
seguimos nuestro camino. Tal vez si los humanos no se empeñaran en pasar
toda la vida con una misma persona, descubrirían que las cosas les van
mucho mejor.
—Bueno, así que volver a casa no ha estado tan mal, a pesar de tus
reticencias, ¿verdad?
—Exacto. Y no solo porque los he visto y no me ha resultado tan
doloroso como esperaba, sino también porque he tenido la sensación de que
trasladarme aquí ya no es, para mí, una forma de huir. Quiero vivir en
Londres. Con mi nuevo trabajo, mis perspectivas de futuro, mi preciosa
casita, Alfie y, desde luego, mis nuevos amigos. He estado a gusto en
Exeter, pero tenía ganas de volver. Aún no estoy al cien por cien, es verdad,
pero reconozco que ya no tengo tanto miedo.
—Bueno, pues esto hay que celebrarlo. A finales de esta semana,
organizo una noche de fiesta solo para chicas. ¡Arrasaremos la ciudad!
Iremos a los mejores bares de Londres, ya verás. Montones de cócteles y
chicos guapos.
—¿Sabes una cosa? Creo que ya estoy preparada.
—¿En serio había engordado quince kilos? —preguntó Tasha.
—Bueno, exactamente no lo sé, pero desde luego había engordado
mucho. Y te aseguro que a ella, a diferencia de mí, no le hacía precisamente
falta…
Estaba debajo de la mesa y me restregué contra las piernas de Claire
para hacerle saber que estaba muy orgulloso de su transformación. Era
similar, claro está, a la mía, pero ahora Claire necesitaba comer como Dios
manda y beber menos vino para llegar a estar tan bien como yo. Era obvio
que ya estaba lista para su nuevo comienzo.
—Por los nuevos comienzos —dijo, al tiempo que levantaba la copa.
Me pregunté si me había leído la mente mientras saltaba a la mesa y
trataba de unirme al brindis.
Cuando Claire y Tasha ya casi se habían terminado la segunda botella y
habían empezado a decir tonterías, decidí escabullirme para hacerle una
visita a Jonathan. Ahora que Claire empezaba a ser más feliz, pensé que
había llegado el momento de concentrarme en encontrar la sonrisa de
Jonathan. Había descubierto en Claire una necesidad que me resultaba
familiar porque, a mi manera, había experimentado lo mismo que ella. Así,
me había sentido preparado para consolarla y sosegarla. Y ahora debía
hacer lo mismo por Jonathan. Habíamos avanzado bastante, pero todavía
quedaba mucho camino por delante. Iba a tener que esforzarme mucho, eso
estaba claro.
Entré por la gatera y encontré a Jonathan en el salón, de nuevo tendido
en el sofá. Me miró, pero no dijo nada, lo cual era impropio de él. Ni me
ofendió ni me saludó. De hecho, fue como si ni siquiera me hubiera visto.
Se concentró de nuevo en la tele, pero no tenía muy buen aspecto: estaba
despeinado y llevaba puesto el pijama. Parecía como si llevara allí mucho
tiempo.
No sabía qué hacer, así que me limité a sentarme junto a él y a maullar
en voz baja.
—Si tienes hambre, no es tu día de suerte, porque no pienso moverme
de aquí —dijo en tono irritado.
Luego, sin embargo, se inclinó hacia mí y me acarició, como si quisiera
decirme que no estaba enfadado. Otra vez mensajes contradictorios. Quería
decirle que acababa de disfrutar de una buena comida y que solo estaba
intentando ser amable con él, pero no estoy muy seguro de que mis
maullidos transmitieran exactamente ese mensaje. Lo intenté, sin embargo.
Jonathan no era la clase de humano que me resultara fácil comprender, pero
bueno, supongo que yo tampoco era un gato fácil de entender. Lo único que
sabía era que, bajo esa apariencia de tipo duro, en realidad se sentía solo y
asustado. Reconocí su miedo, porque era el mismo que había sentido yo.
Ladeé la cabeza e intenté decirle que no tenía hambre, que solo estaba
preocupado por él. Me acurruqué a su lado, restregué la cabeza contra su
cuerpo y traté de hacerle saber que podía contar conmigo. Cuando vi que
me estaba mirando con los ojos bañados en lágrimas, supe sin la menor
duda que me había entendido.
—¿Por qué tengo la sensación de que puedes ver mi puñetera alma? —
dijo, de nuevo en tono irritado. No supe qué responder—. Bueno, si la ves,
seguro que no es más que un agujero negro. O tal vez no veas nada, porque
no hay nada que ver. En fin, mañana tengo que trabajar en mi nuevo empleo
de mierda —suspiró—. Por lo menos tengo un trabajo, que es mejor que
estar en casa muerto de asco. Bueno, si te vas a quedar, puedes subir a
dormir conmigo.
Para mi gran sorpresa, me cogió en brazos y me llevó arriba. Me dejó
caer sobre el sillón de su dormitorio, cubierto por la manta más suave que
yo había tocado en mi vida.
—Debo de haberme vuelto loco, esa es mi manta de cachemira, la mejor
que tengo —suspiró, mientras me dejaba.
Se metió en la cama y, casi de inmediato, empezó a roncar
escandalosamente.
Capítulo dieciséis

L a mañana siguiente fue muy ajetreada y agotadora.


Me desperté en casa de Jonathan: aún no había
amanecido y él ya se estaba preparando para acudir a su
nuevo empleo. Murmuraba para sus adentros cuando se
dirigió a la ducha: aún mojado y con la piel reluciente,
pero envuelto en una toalla, bajó a hacer café. No comió
nada, aunque se apresuró a dejarme un platillo con leche. Subió otra vez y
bajó al poco: iba muy elegante, pero seguía murmurando para sus adentros
mientras intentaba hacerse el nudo de la corbata. Salí con él de casa y traté
de transmitirle mi apoyo mientras lo seguía por la casa. Maldecía, resoplaba
y se enfurruñaba por todo, que era —como muy bien sabía yo— su forma
de disimular los nervios.
—Bueno, Alfie —dijo—. Será mejor que me marche y me enfrente a mi
primer día de vuelta al mundo real. Deséame suerte. —Obedecí,
restregándome contra sus piernas—. Fantástico, más te vale no haberme
dejado los pantalones llenos de puñetero pelo de gato —murmuró, aunque
luego se agachó y me dio una palmadita en la cabeza antes de echar a correr
calle abajo.
Era evidente que Jonathan me quería, pero también era evidente que no
le gustaba mostrar su lado tierno.
Lo seguí y me esforcé por mantener su ritmo con mis cortas patitas,
pues quería que fuera consciente de mi apoyo. Sacudió la cabeza y se echó
a reír, al tiempo que aceleraba el paso. Casi sin aliento, llegamos los dos al
final de la calle y él se dispuso a cruzarla, momento en el que supe que
debíamos separarnos. Me parecía arriesgado alejarme mucho de Edgar
Road, pues sabía que no me sentiría tranquilo.
Todavía un poco cansado tras la carrera, me dirigí a casa de Claire, que
en ese momento acababa de salir de la ducha.
—Ah, estás aquí —dijo, al tiempo que me cogía en brazos y me daba un
beso—. ¿Dónde narices has estado? Me tenías preocupada. —Me acurruqué
entre sus brazos, para asegurarme de que no estuviera enfadada conmigo—.
A ver si vas a ser de esos gatos que se pasan la noche merodeando por
ahí… —Parecía un poco perpleja cuando pronunció esas palabras, pero, por
suerte, no parecía enfadada—. Bueno, si es eso lo que haces, ten cuidado —
concluyó.
Me dejó en el suelo y yo subí al sillón que estaba junto a la cama, para
observarla mientras se preparaba. Los humanos son muy graciosos: usan un
artilugio para ducharse —nosotros venimos ya con ducha incorporada— y
luego se envuelven en toallas y ropa. Ser gato es mucho más fácil. No nos
quitamos nunca el pelo y podemos lavarnos cuando nos apetezca. De hecho,
nos lavamos y peinamos el pelo de forma simultánea. Vamos, que los gatos
están mucho mejor diseñados que los humanos. Y, desde luego, no tenemos
que ir a trabajar, que es algo con lo que ellos parecen tremendamente
obsesionados. Sin embargo, me daba la sensación de que mantener felices a
mis nuevas familias era un trabajo agotador, de modo que quizá estuviera
empezando a comprender un poco mejor a los humanos. Claire necesitaba
consuelo, Jonathan paciencia. Y los dos necesitaban cariño y ayuda. Al
mismo tiempo, intentaba ganarme la atención de las familias que se habían
instalado en los pisos del número 22. Y hablando del tema, ya iba siendo
hora de ir a ver qué tal estaban las cosas por allí.
La falta de ejercicio ya no era un problema para mí, de modo que recorrí
de excelente humor gatuno la calle en dirección al 22A y el 22B. Era una
mañana soleada y ya se notaba la calidez en el aire. Íbamos a tener otra
calurosa jornada, no me cabía duda, lo cual significaba que yo, con mi
maravilloso abrigo de pelo, tendría que buscarme un rinconcito soleado,
pero ni demasiado caluroso ni demasiado fresco. Me gusta el sol como a
cualquier gato, pero no achicharrarme. Dormir en un rinconcito agradable y
sombreado es una de mis actividades preferidas en este mundo.
Me entusiasmé al ver que la puerta del 22B estaba abierta y que dos
niños jugaban en el pequeño jardín que estaba justo frente al edificio.
Aunque el 22B compartía ese espacio con el 22A, no vi por ningún lado a
Polly ni a su lloroso bebé, aunque lo oí claramente al acercarme a los dos
niños que jugaban en el jardín. Los berridos de aquel bebé eran más
escandalosos que cualquier maullido que se me pudiera escapar a mí en mis
momentos de mayor tristeza.
Los dos niños eran de distinto tamaño, pero ambos bastante pequeños.
Uno de ellos parloteaba solo, aunque no conseguí entender lo que estaba
diciendo. De repente, me vio y se me acercó.
—Gato —dijo, con voz muy clara mientras se echaba a reír.
Dispuesto a hacerme amigo suyo, me acerqué y le restregué la cabeza
contra las piernas, cosa que lo hizo reír. El niño más pequeño, que estaba
sentado jugando con un coche, también se echó a reír. En ese momento
apareció en la puerta la mujer a la que ya conocía, Franceska.
—Hola, gato Alfie —me saludó. El niño le dijo algo—. En inglés,
Aleksy —le respondió la mujer con dulzura.
Una vez más, me pregunté de dónde vendrían.
—Mamá, gato —repitió el niño.
La mujer se le acercó y le dio un beso.
—Eres chico muy inteligente —le dijo, antes de coger en brazos al niño
más pequeño—. ¿Le damos comida?
—Sí, mamá —dijo Aleksy.
Echó a correr hacia la casa y Franceska se quedó atrás.
—Ven, Alfie —me ordenó.
Me conmovió la invitación, pero también el hecho de que recordara mi
nombre. Tenía un acento muy marcado, pero me caía bien. Era una mujer de
modales dulces y amables; cualidades que, desde luego, Jonathan no poseía.
Subimos la escalera que llevaba a su piso. Franceska llevaba en brazos
al niño pequeño mientras yo iba pensando que era muy extraño eso de partir
una casa en dos. El piso en sí era muy bonito: moderno y luminoso, pero
también cuadrado y bastante pequeño. La escalera terminaba en un pequeño
recibidor y, mientras exploraba un poco, entré en una salita provista de dos
sofás pequeños pero blanditos que ocupaban casi todo el espacio. Había
juguetes por todas partes y una mesita baja de madera. Al fondo se
encontraba la mesa de comedor y, tras ella, una puerta que daba a una
pequeña cocina. A diferencia de la casa de Claire, había cosas por todas
partes, lo cual le daba un aire caótico pero acogedor. Y, a diferencia de la
casa de Jonathan, escaseaba el espacio.
Pensé en lo extraños que eran los humanos. Jonathan tenía una casa
enorme para él solo y, sin embargo, en aquel espacio tan reducido vivían
cuatro personas (por mucho que dos de ellas fueran aún pequeñas). No
entendía muy bien cómo funcionaba ese tema, pero no me parecía del todo
justo. Mientras Franceska estaba ocupada con los niños, me fui a echar un
vistazo por ahí. Vi un pequeño pasillo que partía desde la escalera y
descubrí dos habitaciones: en una de ellas había una cama y una cuna y, en
la otra, una cama de matrimonio. Delante del dormitorio grande había un
cuarto de baño, blanquísimo. La habitación de la cuna y la cama era un
desastre, pues había juguetes tirados por todas partes. La otra habitación era
muy sencilla y estaba más ordenada. Aquel piso no tenía nada malo, pero
me preocupaba que fuera demasiado pequeño para una familia tan grande.
Cuando terminé de curiosear, me reuní con ellos. Los niños estaban
sentados en uno de los sofás, uno junto al otro. El más pequeño tenía en la
mano una galleta empapada. Aleksy se alegró de verme y empezó a
acariciarme y a hacerme cosquillas en el cuello. Era agradable. Muchos de
mis amigos y conocidos gatunos ensalzaban las virtudes de los niños y, al
ver las manitas de Aleksy y su cálida sonrisa, empecé a comprender por
qué.
Franceska volvió en ese momento a la sala.
—Cuando comemos, le damos pescado —dijo. Estiré mucho las orejas,
entusiasmado—. Y luego, practicas tu inglés con él. Y yo también —se
echó a reír—. Luego tendré que llamar a número de placa para ver si se ha
perdido.
Entorné los ojos. Ni Claire ni Jonathan me habían cambiado la placa, así
que por suerte el número que figuraba en ella seguía siendo el de Margaret.
Por el momento, mis planes no peligraban.
—¿Puede vivir aquí?
—No, kochaine. Vivimos en piso. No permiten mascotas.
Me quedé de piedra. No me cabía en la cabeza que me estuviera
prohibido vivir en un sitio. ¡Menuda injusticia!
—No es fácil —me dijo Aleksy, con tristeza, mientras Franceska
regresaba a la cocina—. En mi casa de antes hablo polaco. Aprendo inglés
para venir aquí, pero difícil.
Me acurruqué junto a él, pues parecía a punto de echarse a llorar, y él
me abrazó con tanta fuerza que, por un momento, tuve que luchar para
respirar. Lo dejé abrazarme, sin embargo, al menos durante todo el tiempo
que resistí antes de tener que escurrirme de entre sus manos. Una vez más,
había dado con personas que me necesitaban. Estaban muy lejos de su
hogar, tal vez incluso más lejos que yo del mío, y desprendían una tristeza
para la cual, últimamente, yo parecía haber desarrollado un instinto gatuno.
El niño más pequeño me devolvió al presente al empezar a toquetearme
con las sucias manitas. Si bien en ese momento no me importó, tomé nota
mental de lavarme a fondo cuando me marchara de aquella casa.
No había tenido mucho contacto con niños pequeños. Cuando vivía con
Margaret, conocía a una niña que me visitaba de vez en cuando y era muy
graciosa: siempre quería jugar conmigo y me dejaba comer de su plato, pero
esa era toda mi experiencia con niños. Luego, cuando empecé mi existencia
nómada y conocí a otros gatos, una de las sugerencias que me hicieron fue
que me buscara una familia con niños. Me contaron que era de lo más
divertido, como tener amigos…, pero amigos que te dan de comer, te
quieren, te cuidan y juegan contigo. Y tenía la sensación de que eso era,
precisamente, lo que había encontrado en aquel piso.
Aunque me había encariñado mucho con Jonathan y con Claire, no
podía engañarme: ellos no me ofrecían todo lo que yo necesitaba. Sí, me
daban de comer y me mimaban de vez en cuando, pero por lo general me
dejaban a mi aire. Llegados a ese punto, pensé vagamente que mis andanzas
como gato de portal podían meterme en líos, aunque en realidad tenía una
especie de plan.
No podía depender solo de Claire. No sabía que estaba sola cuando
elegí su casa; esperaba encontrar al menos a dos personas. Y cuando había
entrado en casa de Jonathan, esperaba encontrar una familia, no a un soltero
gruñón, así que eso tampoco había salido exactamente como yo esperaba.
Me preocupaba que mi vida hogareña siguiera siendo un tanto precaria y
era ese temor el que me había llevado hasta allí. Todo empezaba a cobrar
sentido en mi mente. Los pisos del número 22 podían convertirse en mi
hogar durante el día y las otras casas, en mi morada nocturna. Estaba seguro
de que podía funcionar y tomé la determinación de conseguirlo.
Así, me tendí de espaldas y dejé que Aleksy me hiciera cosquillas en la
barriga; luego, cuando volví a estar a cuatro patas, sacudí alegremente la
cola. Después Aleksy quiso que me escondiera debajo de la silla y que le
saltara encima. No sé por qué ese juego les gustaba tanto a él y a Thomasz,
pero a mí me encantaba hacerlo. Luego fingí que estaba cazando un pájaro
invisible, cosa que hizo desternillarse de risa a los dos chicos.
Cuando ya llevábamos un rato jugando, Franceska regresó y cogió en
brazos al más pequeño de los niños.
—Número de teléfono no funciona. A lo mejor lo cambiaron sin
cambiar placa —dijo, con aire pensativo—. Thomasz, hora de dormir.
Se llevó al niño por el pasillo y volvió un poco más tarde sin él. Lo oí
llorar un rato y luego guardó silencio. Aleksy dibujaba algo en la mesita de
café y yo estaba sentado en el sofá: no estaba muy seguro de lo que debía
hacer a continuación, pero me sentía muy cómodo.
—Bueno, Aleksy. Thomasz duerme, ahora repasamos inglés —dijo.
—Vale, mamá.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó.
Los observé a los dos mientras mantenían una conversación, desviando
alternativamente la mirada de uno a otro.
—Seis. Y Thomasz tiene dos.
—Muy bien. ¿Dónde vives?
—Londres. Somos de Polonia, pero ahora está muy lejos —dijo en un
tono de tristeza.
Franceska entrecerró los ojos.
—Algún día vamos a casa —dijo, en voz baja.
—Papá dice que esta nuestra casa ahora —respondió el niño.
—Sí, pues entonces tendremos dos casas —dijo Franceska, tratando de
sonar alegre.
Quise decirle a Aleksy que aquella era una idea genial, que yo también
tenía más de una casa, así que maullé.
—Ja, gato hace ruidos.
—Gato se llama Alfie.
—¿Alfie?
Aleksy lo repitió muy despacio, como si estuviera ensayando el sonido
de aquella palabra. Pensé en lo difícil que debía de ser tener que aprender
un idioma nuevo cuando ni siquiera debía de hacer tanto tiempo que había
aprendido a hablar.
—Sí. ¿Nos visitará mucho? —dijo, al tiempo que me observaba con una
mirada interrogante.
Ladeé la cabeza para intentar decirle que sí, que los visitaría mucho.
—Mamá, ¿y si no me gusta colegio? —preguntó Aleksy, con sus
grandes ojos marrones anegados en lágrimas.
—Te gustará. Al principio será difícil, pero estarás bien.
—Vale.
—Tenemos que ser valientes. Papá tiene buen trabajo aquí y todo saldrá
bien si todos esforzamos mucho.
—Vale. Echo de menos a papá.
—Tiene que trabajar mucho, pero pronto lo veremos más. Hace todo
esto por nosotros.
Se acercó a Aleksy y se sentó junto a él. El niño había dibujado una
casa, pero no era la casa en la que estábamos: era un edificio bastante
curioso, lleno de ventanas.
—Yo también echo de menos nuestra casa —dijo Franceska con dulzura
mientras le acariciaba el pelo—. Pero aquí estamos bien. Solo tenemos que
ser valientes.
Me pregunté, sin embargo, si estaba tratando de convencer a Aleksy o a
sí misma. No podía moverme: al ver juntos a madre e hijo, me entraron
ganas de llorar a mí también. Estaba conociendo a personas que se
esforzaban mucho y empezaba a aprender que, para los humanos, la vida
podía ser tan difícil y triste como lo es a veces para los gatos.
De repente, Franceska se puso en pie.
—Bueno, vamos a preparar comida, Aleksy. Ven a ayudar y le das de
comer a Alfie.
Aquella idea animó al niño, que siguió a su madre a la cocina. Yo
también los seguí y observé a Franceska mientras sacaba unas sardinas de la
nevera y las depositaba en un plato.
«Ñam ñam», dije para mis adentros, aquello sí que era un lujo. Salmón,
langostinos y ahora sardinas. Desde luego, había elegido la calle perfecta
para vivir.
Capítulo diecisiete

N o había tenido en cuenta la logística del piso. No


disponía de gatera y solo había una entrada. Tenía
un jardincito posterior, pero se accedía a él por el lateral de
la casa y, como el jardín delantero, se compartía con el otro
piso. La única manera de salir del 22B era utilizar la puerta
delantera, es decir, el mismo camino por el que había
entrado. Lo cual no era fácil, teniendo en cuenta que la
puerta estaba cerrada. Tenía que pensar en esa cuestión. Mientras tanto,
comí montones de sardinas, bebí agua y jugué con Aleksy, que parecía algo
más contento. Aunque la mayoría de sus juguetes no estaban exactamente
pensados para gatos, nos dedicamos a perseguir una pelota por la casa, lo
cual parecía divertir mucho a Aleksy. Cada vez tenía más claro a qué venía
tanto entusiasmo por los niños: cuando se reían, le entraban a uno ganas de
echarse a reír también y su alegría era lo más contagioso que yo había
conocido hasta entonces. Aunque, por otro lado, Aleksy era muy exigente y
apenas me dejaba tiempo para descansar, por lo que empezaba a estar
exhausto. Era una experiencia nueva para mí y, si bien la estaba disfrutando
mucho, también me resultaba agotadora.
Thomasz, el pequeño, no tardó en despertarse y en echarse a llorar.
Franceska fue a buscarlo y volvió con él a la sala: le dio un biberón lleno de
leche y se sentó con él en el sofá. Me di cuenta en ese momento de que
tenía que volver a mis otras casas para ver qué tal estaban Jonathan y Claire
pero, para poder hacer tal cosa, tendría que hacerles entender que quería
salir. Cuando Thomasz se terminó la leche, maullé ruidosamente, para luego
dirigirme a la escalera y quedarme delante de la puerta.
—Ay, señor, ¿quieres salir? —dijo Franceska mientras bajaba detrás de
mí con Thomasz en brazos, seguida de Aleksy.
La mujer me abrió la puerta y yo me volví para despedirme de ellos
como es debido. Intenté transmitirles con la mirada que volvería y ronroneé
también, para decirles que me lo había pasado genial. Aleksy se agachó y
me dio un beso en la cabeza. Yo le lamí la nariz, cosa que lo hizo reír.
Thomasz, cuya voz aún no había escuchado, gritó «gato» y tanto su
hermano como su madre se echaron a reír.
—Tenemos que contarle a papá que esa es la primera palabra de Aleksy
en inglés —dijo Franceska—. Alfie, muy listo, le has dado a Thomasz su
primera palabra en inglés.
Parecía muy contenta y yo me sentí orgulloso. Salieron los tres
conmigo. El sol aún brillaba con fuerza y el jardín delantero me pareció un
lugar cálido y sugerente. Mientras nos dirigíamos a la verja común, se abrió
la puerta del 22A y apareció Polly. Parecía bastante aturullada mientras
intentaba cruzar la puerta con un cochecito. Oí al bebé, que lloraba dentro
de la casa.
—Espera, te ayudo.
Franceska dejó en el suelo a Thomasz, que automáticamente se puso de
pie y caminó hacia su hermano. Franceska tiró del cochecito, que a pesar de
estar plegado seguía siendo demasiado grande, lo sacó por la puerta y lo
desplegó con un rápido movimiento.
—Gracias —dijo Polly—. Me cuesta bastante manejar este trasto —
añadió, sonriendo con tristeza—. Es enorme.
—Muy grande. Franceska —dijo, al tiempo que le tendía la mano.
Polly se la estrechó con gesto vacilante. En realidad, me di cuenta de
que apenas había rozado la mano de Franceska antes de retirar rápidamente
la suya.
—Polly. Tengo que entrar a buscar…
Desapareció de nuevo y volvió al poco con Henry y una bolsa enorme.
Dejó en el cochecito al niño, que enseguida empezó a gritar. Polly movió un
poco el cochecito, mientras Franceska se acercaba para ver al bebé y le
acariciaba una mejilla. La joven parecía aterrorizada y percibí en sus ojos la
misma mirada que la primera vez que me había visto a mí. Tal vez creyera
que también Franceska quería matar al bebé.
—Hola, bebé. ¿Cómo se llama? —dijo Franceska, al tiempo que miraba
a Polly y sonreía.
—Henry. Lo siento, tengo hora con la comadrona y llego tarde. Nos
vemos pronto, adiós.
Se volvió para cerrar la puerta de su casa, pero no antes de que yo me
hubiera colado.

Cuando me desperté, no sabía dónde estaba. Poco a poco, me di cuenta de


que aún seguía en el piso de Polly. Eché un sigiloso vistazo a mi alrededor,
pero no había nadie. Estaba en el gran sofá gris, en el que debía de haberme
quedado dormido después de tanto juego agotador y tanta sardina. Había
recorrido el piso después de que Polly cerrara la puerta. Tenía las mismas
dimensiones que la vivienda de encima, pero no era tan acogedor ni
confortable. Aparte del sofá y de un sillón, en la salita solo había un baúl de
madera —que hacía las veces de mesita de café—, una especie de manta en
el suelo de la que colgaban varias cosas —debía de ser de Henry, supuse—,
y una tele enorme. Por lo demás, las paredes aparecían desnudas y me
pregunté si no tendrían fotos que colgar o si, simplemente, no habían tenido
tiempo de hacerlo.
En la habitación grande había una cama de matrimonio y dos mesillas,
pero poco más. Las paredes eran muy blancas. La habitación pequeña, en
cambio, tenía una decoración infantil: dibujos de coloridos animales en las
paredes y una cunita sobre la cual colgaban también diversos animalitos. El
suelo estaba cubierto por una alfombra de vivos colores y por una gran
cantidad de juguetes blanditos. Tuve la sensación de que aquella habitación
era el único toque alegre en una casa por lo demás desprovista de color. Me
pareció bastante raro y tuve la sensación de que allí pasaba algo, aunque no
sabía muy bien qué.
Me pregunté qué hora sería y supuse que tenía que empezar a moverme.
Pero al buscar una salida me di cuenta, con una repentina sensación de
pánico, de que estaba otra vez atrapado y de que no tenía manera de salir.
Allí no había nadie que pudiera ayudarme, así que… ¿cómo iba a salir? Si
al menos se hubieran dejado abierta la ventana de la salita, podría haberme
escabullido por allí, pero en aquella calle nadie dejaba las ventanas abiertas
a no ser que estuviera en casa. Me empezó a invadir el pánico: ¿y si se
había marchado para siempre? Nadie sabía que me había quedado
encerrado: ¿iba a morir allí dentro? Después de un viaje tan largo y
peligroso… ¿así se acababa todo? Me entró miedo y noté la respiración
agitada.
Justo cuando empezaba a pensar que me iba a quedar allí para siempre,
sin comida, ni agua ni compañía, se abrió la puerta de la calle y entraron
Matt y Polly con el cochecito. El cochecito era casi tan grande como el
piso, así que entró primero Polly seguida de Matt, seguido del cochecito.
—Este trasto es demasiado grande, me cuesta mucho moverlo —le
espetó Polly al borde de las lágrimas.
—Este fin de semana buscamos algo más manejable y lo compramos,
cariño, no te preocupes.
Henry estaba durmiendo, así que lo dejaron en el pasillo, dentro del
cochecito, y se dirigieron a la cocina. Habían cerrado la puerta demasiado
rápido y no me había dado tiempo de salir pero, por otro lado, ahora sentía
curiosidad, así que los seguí a la cocina.
—Ay, Dios, ¿cómo has entrado? —dijo Polly, que parecía preocupada.
—Hola otra vez —me saludó Matt, al tiempo que se agachaba para
acariciarme—. ¿Quieres beber algo?
Me relamí los labios y él se echó a reír mientras vertía un poco de leche
en un platillo.
—Matt, ¿estás seguro de que es una buena idea animarlo? —preguntó
Polly—. No quiero que piense que puede venir aquí cuando le apetezca.
—No es más que un poco de leche y, de todas formas, es evidente que le
gusta venir a visitarnos, así que podemos recibirlo como es debido, ¿no?
—Bueno, si tú lo dices —concluyó, no demasiado convencida, aunque
tampoco discutió—. ¿Y sus dueños?
—Polly, solo ha estado aquí dos veces, no te preocupes. Seguro que va a
su casa después de visitarnos. Bueno, ¿cómo te ha ido con la comadrona?
—preguntó Matt.
—No es como la que teníamos antes. Muy poco simpática y, desde
luego, demasiado ocupada para escucharme, así que le ha faltado tiempo
para librarse de mí. Sabía que Henry es prematuro y, por tanto, muy
delicado, pero igualmente se ha librado de mí.
—Pero Henry ya está bien, Polly, ¿lo sabes, no? —dijo Matt con una
voz dulce y reconfortante.
—Ya no podía más. Y por eso me he sentado en el parque con Henry
hasta que has terminado de trabajar. No sabía qué hacer.
Se le ensombreció el hermoso rostro y se echó a llorar. Matt también
parecía afligido.
—Todo irá bien, Pol, en serio. Siento no estar contigo, pero sabes que
puedo presentarte a las esposas de los compañeros de trabajo y, si quieres,
podemos buscar algún grupo posparto.
—No sé si puedo con esto. Me cuesta respirar, Matt, a veces tengo la
sensación de que me cuesta respirar.
La respiración de Polly sonaba irregular, como si quisiera hacer
hincapié en lo que acababa de decir. Tenía los ojos bañados en lágrimas y
era evidente que estaba muy afectada. Al mirarla, intuí que aquello era
grave, que a aquella mujer le pasaba algo. Yo me daba cuenta pero Matt, al
parecer, no. O tal vez no quisiera darse cuenta. No sabía muy bien qué era
lo que preocupaba a Polly, pero mi instinto me dijo que tenía que ver con
Henry. A veces pasa también en el mundo gatuno: he oído historias de gatas
que dan a luz y que luego tienen problemas para establecer vínculos con sus
crías. No estaba del todo seguro, pero tuve la sensación de que aquello era
lo que estaba ocurriendo en aquella casa. Y aunque estuviera equivocado,
sabía en lo más profundo de mi corazón que Polly necesitaba ayuda.
—Han sido muchos cambios, pero saldremos adelante —concluyó Matt.
Justo entonces se oyó un llanto procedente del pasillo. Polly consultó su
reloj.
—Ya le toca comer.
Se dirigió al cochecito y yo me escabullí entre sus piernas, con la
esperanza de llegar a la puerta. Polly me miró, se inclinó sobre el cochecito
y abrió torpemente la puerta. Le dediqué mi mirada más afectuosa, pero ni
siquiera pareció advertirlo, pues ya estaba sacando a Henry con gesto
cansino. Luego, sin molestarse en mirarme, cerró la puerta. En fin, por lo
menos había conseguido salir del piso.
Capítulo dieciocho

M ientras iba calle abajo, me pregunté a qué casa


debía dirigirme en primer lugar. No sabía qué hora
era: aún era de día, pero dado que Matt ya había vuelto del
trabajo, suponía que los demás también estarían en casa.
Pensé que lo primero que debía hacer era ir a ver qué tal
estaba Jonathan, puesto que aquella mañana se había
marchado un poco nervioso para enfrentarse a su primer
día en su nuevo empleo. Me sentí fatal por presentarme de nuevo con las
manos vacías: al fin y al cabo, la rata y el pájaro muertos nos habían
ayudado a establecer un vínculo, así que decidí salir más tarde y conseguirle
un regalito, solo para celebrar su nuevo empleo. Lo encontré en la cocina
cuando entré por la gatera (qué lástima que no todas las casas tuvieran
gatera).
—Hola, Alfie —me saludó, en un tono inesperadamente afectuoso.
Ronroneé.
—Bien, pues el día no ha sido tan espantoso como imaginaba. De
hecho, el empleo de mierda no es tan de mierda y los compañeros son
simpáticos. Así que, para celebrarlo, he comprado sushi. Bueno, la verdad
es que no sé si los gatos comen arroz, así que también he comprado
sashimi.
No sabía de qué estaba hablando, pero sacó varias bandejas de una bolsa
marrón de papel y vi que era pescado. Pescado crudo. Me puso un poco en
un plato y guardó el resto en la nevera. Lo observé con gesto interrogante.
—Me voy al gimnasio, ya comeré cuando vuelva.
Maullé para darle las gracias y empecé a engullir. Me encantaba el
sashimi ese y deseé que Jonathan volviera a comprármelo alguna otra vez.
Tuve la sensación de que estar con Jonathan se estaba empezando a
convertir en una exquisita aventura gastronómica, así que deseé que no se
cansara de repente y empezara a darme la misma comida enlatada que
Claire.
—No te acostumbres —dijo—, que esto es solo para las ocasiones
especiales.
Vaya, al parecer tenía un talento especial para leerme la mente.
Mientras yo comía, Jonathan se cambió de ropa y se fue al gimnasio, y
yo aproveché para ir a hacerle una visita a Claire.

Claire estaba en el salón viendo la tele cuando llegué. Ya nunca estaba


triste, de modo que pensé que tal vez aquella fuera la nueva Claire.
—Hola, Alfie. Me estaba empezando a preguntar dónde te habías vuelto
a meter.
Me hizo unos cuantos mimos y ronroneé de satisfacción. Claire y yo
habíamos establecido una relación armoniosa y satisfactoria para los dos. El
de Claire seguía siendo mi hogar preferido y no solo porque hubiera sido el
primero, sino también porque ella y yo habíamos forjado muy rápidamente
un estrecho vínculo. Aún no tenía muy claro en qué punto me hallaba con
Jonathan, aunque empezaba a intuir, en secreto, que yo le caía bastante
bien. Y en los pisos del número 22, bueno, las cosas aún estaban en una
etapa muy temprana. Claire y yo, sin embargo, éramos como una familia y
solo por eso ya la quería muchísimo.
—Bueno, Alfie, me voy a cambiar —dijo. La observé con una mirada
interrogante. ¿Adónde iba?—. Me voy al gimnasio municipal, he decidido
que esta vez quiero empezar a cuidarme un poco mejor.
Sonrió para sus adentros mientras empezaba a subir la escalera.
¿Qué obsesión tenían los humanos con los gimnasios? Me pregunté si
iría al mismo sitio al que solía ir Jonathan y, en el fondo, deseé que no se
encontraran. O al menos aún no, ya que ambos me consideraban su gato y
podía resultar un poco incómodo.
En lugar de preocuparme por esas cosas, pensé, lo que me convenía era
salir a dar un paseo para bajar todo lo que había comido. Me encontré con
Tiger justo cuando salía.
—¿Te vienes a dar un paseo? —le pregunté.
—Pensaba vaguear un poco y salir más tarde —me respondió.
—Ven conmigo, por favor. Quiero conseguirle un regalito a Jonathan.
Finalmente conseguí convencerla para que me acompañara, aunque tuve
que prometerle que ella sería la primera en elegir cuando atrapáramos
alguna presa. ¡Ah, mujeres!
Tomamos la ruta panorámica para ir al parque municipal y nos
cruzamos con varios gatos muy simpáticos por el camino y también con
algunos perros no tan simpáticos. Uno de esos perros, que más o menos me
doblaba en tamaño, no iba atado. Empezó a ladrar escandalosamente y echó
a correr hacia mí, gruñendo en un tono muy agresivo y enseñándome sus
afilados dientes. Tiger, bastante más belicosa que yo, le bufó, pero yo traté
de no hacerlo enfadar. Aunque había aprendido a enfrentarme a los peligros,
seguía teniendo miedo, así que di media vuelta, llamé a Tiger, eché a correr
todo lo rápido que me permitían mis cortas patitas y trepé al árbol más
cercano. Por suerte, Tiger era tan rápida como yo y me siguió enseguida. El
perro se quedó a los pies del árbol, ladrando enojadísimo, hasta que su
dueño se lo llevó a rastras. Estábamos agotados cuando por fin pudimos
recuperar el aliento.
—Alfie, ya te he dicho que tendríamos que habernos quedado en casa
—me advirtió Tiger.
—Sí, pero salir huyendo es un ejercicio excelente para los dos —
repliqué.
Durante el camino de vuelta, recordé que supuestamente debía
conseguir un regalito para Jonathan. Quiso la suerte que dos hermosos y
suculentos ratoncitos estuvieran en ese momento hurgando junto a los cubos
de la basura de una de las casas. Menos mal que no tenía nada de hambre,
porque de lo contrario habría sentido la tentación de zampármelos allí
mismo. De hecho, Tiger se ventiló uno de ellos de un solo bocado.
Le dejé el ratón a Jonathan delante de la puerta y luego deambulé por
ahí sin rumbo fijo. Pasé un agradable rato con Tiger en su jardín, antes de
decidirme a volver a casa de Claire.
Claire tenía la cara muy roja y brillante cuando entró. No estaba
especialmente guapa y, desde luego, tampoco olía demasiado bien, pero
parecía feliz.
—Madre mía, Alfie, estoy muerta. Pero la verdad es que me siento
mejor después de haber hecho ejercicio. Dicen que es por las endorfinas y
supongo que es verdad, que algo tendrán que ver.
Mientras hablaba, me cogió en brazos y empezó a dar vueltas sin parar
de reír. Intenté no ofenderme, porque estaba siendo muy afectuosa conmigo,
pero lo cierto es que Claire necesitaba un buen lavado.
—Bueno, hora de ir a la ducha —dijo.
Me sentí aliviado y decidí que era un buen momento para lavarme yo
también a conciencia.
Capítulo diecinueve

A l día siguiente desayuné con Claire y luego,


mientras ella se preparaba para ir a trabajar, me fui a
ver a Jonathan.
Por las mañanas mi rutina era frenética, pero quería
que los dos me vieran antes de irse a trabajar, así que
comía a toda prisa y no tenía ni tiempo de lavarme los
bigotes antes de dirigirme a la siguiente casa. Para mí, era muy importante
dedicar la suficiente atención tanto a Claire como a Jonathan. Quería que
los dos me consideraran «su» gato. Cuando llegué, Jonathan estaba a punto
de salir de casa.
—Vaya, me preguntaba dónde te habías metido. Gracias por el regalito,
pero la verdad es que no hacía falta. Y lo digo en serio. Seguro que muchos
de los vecinos se alegrarán de que limpies la calle de ratones, pero te
agradecería que no acabaran en mi felpudo.
Aunque me estaba reprendiendo, yo sabía que en el fondo —sí, vale,
muy en el fondo— agradecía mis regalos. Al fin y cabo, no había vuelto a
echarme de su casa, ¿no? Soy un gato y no puedo hacer regalos como los de
los humanos. A Margaret, por ejemplo, le gustaba regalar flores a sus
amigas, así que yo lo estaba haciendo lo mejor que podía. Tal vez Jonathan
lo comprendía mejor de lo que me dejaba entrever. Lo miré, me relamí los
labios y maullé.
—Te he dejado un cuenco con restos de la cena de anoche. Tengo que
irme a trabajar, pero nos vemos cuando vuelva. Espero.
Se agachó y me hizo cosquillas bajo la barbilla, cosa que me encanta.
Ronroneé todo lo alto que pude y él sonrió, satisfecho. Cuando se marchó,
dejé la comida intacta, me lavé otra vez a conciencia y salí de casa para
dirigirme a los pisos del número 22, mientras me recordaba que debía estar
atento para no volver a quedarme encerrado. Al fin y al cabo, tenía una
deliciosa comida esperándome en casa de Jonathan y no quería que se
echara a perder.

Tuve suerte. Aún era temprano, pero Franceska estaba en el jardín delantero
con los niños. El hombre también estaba con ellos. Parecían estar
preparándose para salir.
—Alfie —gritó Aleksy, al tiempo que echaba a correr hacia mí.
Me tendí de espaldas, para que pudiera hacerme cosquillas en la barriga.
—Ah, le gusta el gato —dijo el hombre, Thomasz.
—Sí, Alfie le gusta mucho.
—Me voy a trabajar, kochaine. Intentaré volver antes de servicio de la
noche.
—Te quiero. Ojalá no tenías tanto trabajo.
—Lo sé, pero así son restaurantes. Muchas horas y mucha comida —
dijo, y se echó a reír, al tiempo que se daba una palmadita en el estómago.
—Echo de menos nuestro hogar, Thomasz.
—Lo sé, pero todo va bien.
—¿Prometido?
—Sí, kochaine. Pero ahora tengo que ir ganar dinero.
—En inglés. Se dice «cariño».
—A mí no suena bien, tú eres mi kochaine, no mi cariño.
Se echó a reír y, antes de irse, besó a su mujer y a los dos niños.
Franceska parecía cansada cuando se sentó en el escalón y miró a los niños,
que estaban jugando. Me senté junto a ella.
—Por lo menos hay sol. Antes de venir a Inglaterra, creía que aquí
llueve siempre.
Me acurruqué junto a ella y nos quedamos allí sentados los dos un buen
rato, en un agradable silencio. Aleksy estaba haciendo no sé qué para que
Thomasz se riera. Era una escena muy tierna, pero aquí también percibí
cierta tristeza. Aunque de forma distinta, todos los hogares que había
elegido —el de Claire, el de Jonathan, el de Polly y este— tenían una
característica en común: la soledad. Y creo que por eso me había sentido
tan atraído hacia ellos. Sabía que aquellas personas necesitaban mi amor y
mi generosidad, mi apoyo y mi cariño. A medida que iban pasando los días,
estaba más convencido de ello.
Miré hacia la puerta de Matt y de Polly y me di cuenta de que la
respuesta estaba allí mismo. Franceska necesitaba una amiga, lo mismo que
Polly. A fin de cuentas, Claire era mucho más feliz desde que había
conocido a Tasha. Ay, señor, pero qué fácil era. Solo tenía que encontrar la
forma de conseguirlo.
Franceska se puso de pie y llamó a los niños.
—Vamos, chicos, nos ponemos los zapatos y vamos al parque.
Entraron en el piso. Me pregunté qué podía hacer, a sabiendas de que
debía actuar con rapidez. Arañé la puerta de Polly y maullé en voz muy
alta. Luego grité y maullé. Si no me respondía enseguida, me iba a quedar
sin voz.
Al cabo de un rato, Polly abrió la puerta y me miró, sorprendida.
—¿Qué pasa? —preguntó, con una mirada de preocupación. Seguí
maullando y ella se agachó—. ¿Te has hecho daño?
Seguí armando jaleo, con la esperanza de que Franceska se diera prisa
en volver. Estaba claro que Polly no sabía qué hacer conmigo y me sentí un
poco culpable por inquietarla, pero la causa bien lo merecía.
—Ay, señor, no lo soporto. No sé qué hacer. Por favor, gatito, por favor,
no hagas ruido.
Polly parecía tan angustiada que estuve a punto de parar, pero me
obligué a seguir. Y justo cuando ya casi no me quedaba aliento, se abrió la
otra puerta y salió Franceska con los niños.
—¿Qué es este ruido? —preguntó Franceska.
—No sé qué le pasa —respondió Polly.
Guardé silencio. Tuve que tumbarme un rato para recobrar el aliento.
Aleksy se acercó a hacerme cosquillas y se lo agradecí restregándome
contra él.
—¿Parece que ahora bien? —dijo Franceska, aunque no muy
convencida.
—Pero estaba armando un jaleo horrible. Parecía que lo estuvieran
torturando.
«Gracias», quise decirle. Evidentemente, era tan buen actor como los
que salían en la tele.
—¿Es vuestro gato?
—No, viene a visitarnos. He intentado llamar a número de collar, pero
no funciona.
—No quiero gatos. O sea, bastante tengo ya. —Y, de repente, Polly se
echó a llorar. Justo en ese momento se oyó un llanto en el interior de la casa
—. Ay, Dios. Henry está durmiendo en el cochecito. O estaba.
Entró en el piso y regresó de nuevo tratando de empujar el gigantesco
cochecito. Franceska se acercó a ayudarla. Una vez que hubieron salido las
dos, Polly empezó a llorar otra vez.
—No pasa nada. Siéntate un minuto. —Franceska la ayudó a sentarse en
el escalón de la entrada—. Aleksy, empuja un rato cochecito de bebé.
Aleksy hizo lo que su madre le había pedido y, de repente, el bebé dejó
de llorar.
—Mamá, se ha callado —dijo Aleksy alegremente.
Hasta Polly se echó a reír.
—Lo siento —repitió.
—¿No duermes? —le preguntó Franceska.
—No. Dios, no duermo nunca. Él… Henry… no duerme. De noche.
Solo echa varias siestas de día. Y luego llora. Llora, llora y llora.
—Polly, ¿verdad? —preguntó Franceska. Polly asintió—. No pasa nada,
sé lo que es. Tengo dos. Aleksy de pequeño nunca duerme. Thomasz un
poco mejor.
—¿De dónde eres?
—Polonia.
—Nosotros de Manchester. —Franceska pareció no entender—. Está en
el norte de Inglaterra. Mi marido, Matt, encontró un trabajo aquí y dijo que
era demasiado bueno como para dejarlo escapar. Es un buen trabajo, sí, pero
echo de menos mi casa.
—Yo también. Mi marido, misma cosa. Es chef, y aquí en Londres
encuentra trabajo en restaurante muy bueno. Para tener una vida mejor, lo
sé, pero da miedo y sentimos solos.
—Sí, yo también me siento sola. Matt, bueno, pasa muchas horas en el
trabajo y eso que solo llevamos una semana en Londres. He llevado a
Henry al parque y he ido a ver a la comadrona…, pero no es como en casa.
No he conocido a nadie más.
—¿Qué es comadrona?
—Ah, aquí, cuando tienes un bebé, es como una enfermera a la que
puedes acudir si tienes dudas. En Manchester eran encantadoras, pero aquí
apenas me han hecho caso. La que me atendió parecía muy ocupada y
cuando le dije que Henry casi no duerme, se limitó a responder que algunos
bebés duermen muy poco.
—Bueno, puede ser. Pero eso no ayuda, ¿verdad? Aleksy de pequeño no
duerme, pero era porque él tiene hambre siempre. Él come siempre. Así que
le compré una leche especial para la noche y así él duerme un poco más.
—Henry siempre tiene hambre, pero no quería darle leche de fórmula
hasta que tuviera un año. Quería amamantarlo exclusivamente.
—¿Eso qué es?
—Solo pecho, me refiero.
—Ah, yo también, pero me estaba, cómo se dice, poniendo loca.
—Volviendo loca. Sí, lo sé, así es exactamente como me siento.
—Alguien me dice una vez que la mejor cosa que puedes hacer por tus
hijos es ser capaz de cuidarlos adecuadamente. Y para eso tienes que
dormir. Yo amamanta Aleksy de día y luego daba esa leche de noche.
Escuché atentamente su conversación. Cada una a su manera, aquellas
dos mujeres eran frágiles: Franceska porque estaba en un país extranjero en
el que no conocía a nadie; y Polly porque también se había mudado y,
encima, no conseguía dormir. Presentí que allí se estaba empezando a forjar
una amistad y, modestia aparte, tuve la sensación de que el mérito era mío.
Aunque para ello hubiera tenido que darle a Polly un susto de muerte. Estas
mujeres, las dos con hijos, las dos solas y confusas, eran perfectas la una
para la otra. Pensé que había llegado el momento de recordarles mi
presencia, así que empecé a maullar.
—Ah, Alfie, todavía aquí —dijo Franceska.
Polly extendió una mano y me acarició sin demasiado entusiasmo. Fue
una caricia casi sin vida.
—El otro día estaba en nuestro piso. Me preocupé porque he oído que
los gatos pueden matar a los bebés.
Palidecí de nuevo. No me gustaba mucho que fuera diciendo por ahí que
me creía un asesino.
—Ay, yo nunca he oído eso. Me gustan gatos. Y este muy inteligente.
—¿Cómo lo sabes?
—Bueno, más o menos ha presentado a nosotras, ¿no? ¿Qué te parece si
vamos a tienda a comprar leche para bebé y luego paseamos hasta parque
para que Henry duerme?
—Me encantaría. Gracias, la verdad es que me vendrá muy bien un
poco de compañía femenina. Y tienes razón, probaré la leche de fórmula.
Total, creo que tampoco tengo nada que perder.
—Bien, porque yo también necesito la compañía. Mis niños son
adorables, pero necesito el adulto. Disculpa mi mal inglés.
—Para nada, ¡lo hablas genial! Fíjate, yo ni siquiera sé idiomas.
Y, al verlas charlar, tuve la sensación de que estaban sellando su
amistad.
Los observé a todos mientras se preparaban para salir. Thomasz se había
sentado, a regañadientes, en una sillita de paseo, Aleksy caminaba junto a él
y Polly empujaba su gigantesco cochecito, en el que Henry seguía sin llorar.
Polly era altísima, delgada y rubia, mientras que Franceska era lo que yo
llamaría robusta. No estaba gorda, pero si Polly parecía capaz de
derrumbarse a poco que yo le rozara las piernas, Franceska parecía capaz de
soportar cualquier tempestad. Era muy guapa: morena, de pelo corto y
reluciente, con unos ojos marrones que se le iluminaban al sonreír. Tenía
una de las sonrisas más bonitas que he visto jamás.
Antes de salir del jardín, se detuvieron un momento para despedirse de
mí. Aleksy me pidió que volviera pronto y yo ronroneé porque, sí, volvería
a visitar a aquel encantador muchacho. Presentía que íbamos a ser grandes
amigos.
Desde luego, parecían el punto y la i mientras se alejaban calle abajo,
una rubia y alta, la otra bajita y morena, pero supe instintivamente que se
llevarían muy bien. Y también supe que, sin proponérmelo, yo había
colaborado a que así fuera. No pretendía alardear de nada, pero creo que se
me debería conceder parte del mérito.
Sentía curiosidad por la historia de ambas mujeres y ansiaba de verdad
pasar más tiempo con ellas. Me gustaba la idea de estar todos juntos en el
jardín delantero, pues estaba convencido de que jamás me cansaría de ello.
Y, de ese modo, afianzaría mi amistad con Aleksy y con Thomasz, porque
todo niño merece tener un gato. Sí, en conjunto había sido un buen día.
Habían surgido amistades y… ¿quién sabe adónde nos conducirían?
Capítulo veinte

L a vida de gato de portal no está hecha para los


pusilánimes.
A medida que iban pasando las semanas, yo estaba
cada vez más ocupado y tenía que hacer malabarismos
entre mis cuatro hogares. Estaba empezando a darme
cuenta de que ser un gato con cuatro familias no era tan
fácil como yo había pensado al principio. Era reconfortante, sí, pero
también muy complicado. Me había planificado una especie de horario,
pero cumplirlo no era tarea sencilla.
Claire parecía más relajada a medida que pasaban los días y yo sabía,
porque lo había experimentado en mis propias carnes, que estaba en fase de
curación. Veía en ella lo que yo ya había vivido.
Tampoco puede decirse que uno se llegue a curar por completo. Siempre
queda una parte que sigue curándose, que sigue doliendo, pero acaba
convirtiéndose en una parte de nuestra personalidad y acabamos
aprendiendo a vivir con ella. Bueno, al menos eso es lo que yo creo que
ocurre, porque así es como me siento. Pero me encantaba ver sonreír a
Claire y comprobar que tenía mucho mejor aspecto. También había
empezado a ganar algo de peso, es decir, que ya no parecía un escuálido
espantapájaros. Había recuperado el color en las mejillas y estaba más y
más guapa a medida que iban pasando los días.
Por la casa de Jonathan habían pasado muchas mujeres. Aunque ya no
aparecían con tanta frecuencia como antes, el caso es que seguían siendo
muchas, o al menos eso creía yo. Pero debo reconocer en honor de Jonathan
que, ahora que había empezado a trabajar otra vez, se organizaba mucho
mejor el tiempo: se acostaba temprano y, por las tardes, o bien trabajaba o
bien iba al gimnasio. Y también tenía mejor aspecto: siempre había sido
muy atractivo, eso es verdad, pero ahora que no se enfadaba tanto estaba
aún más guapo.
Hasta ese momento, yo repartía las tardes entre Claire y Jonathan.
Mientras me vieran en algún momento, ellos se daban por satisfechos. Por
lo general, Claire llegaba del trabajo antes que Jonathan, así que cenábamos
y pasábamos un rato juntos. Nos acurrucábamos en el sofá mientras ella
leía, veía la tele o charlaba por teléfono con una copa de vino en la mano.
Normalmente, ese era el momento en que iba a ver a Jonathan.
Salía corriendo para recibirlo cuando llegara a casa del trabajo. Con
frecuencia, Jonathan trabajaba en casa por la noche, lo cual no me resultaba
precisamente divertido. Así pues, había establecido una nueva rutina
nocturna: salía a dar un largo paseo o a correr, para hacer un poco de
ejercicio. Con tanta comida extra, había engordado un poco, aunque aún no
estaba tan gordo como el gato anaranjado que vivía unas cuantas casas más
abajo. El pobre apenas podía moverse, por lo que cualquier ratoncillo era
más rápido que él.
Salía a ver a Tiger y de vez en cuando pasábamos algún rato en
compañía de los otros gatos del barrio. Hasta los gatos mezquinos parecían
haberse acostumbrado a mí. Después de alternar un poco, decidía dónde ir a
dormir. Iba cambiando entre la casa de Claire y la de Jonathan, pero el
problema era que a los dos parecía gustarles mucho verme en cuanto se
despertaban por la mañana. Si dormía en casa de Claire, me despertaba a la
misma hora que ella y luego salía pitando para ir a ver a Jonathan antes de
que se marchara a trabajar, y viceversa. Llegaba a resultarme agotador, pero
me esforzaba por contentar a todo el mundo. Hacerlos felices a todos, sin
embargo, no era tarea fácil, por lo que mi vida resultaba asombrosamente
compleja.
Durante el día, mientras Jonathan y Claire estaban en el trabajo, me iba
a los pisos del número 22. Para mí, era ideal. Solía plantarme delante de la
puerta de Franceska y empezaba a maullar, hasta que al cabo de un rato ella
o Aleksy me dejaban entrar. Me daban pescado —sardinas, por lo general
—, pero lo mejor de todo era que Aleksy jugaba conmigo y nos lo
pasábamos en grande. Yo me tumbaba de espaldas y él me hacía cosquillas
en la barriguita, lo cual se había convertido en mi nuevo juego favorito. Era,
casi siempre, un hogar feliz. A veces, cuando Thomasz dormía y Aleksy
jugaba, veía a Franceska en la cocina, apoyada en la encimera y con la
mirada perdida, como si estuviera muy lejos de allí. Sabía que aún echaba
de menos su país, aunque de entre todos los adultos que yo frecuentaba, ella
era la más fuerte y procuraba que el suyo fuera siempre un hogar alegre.
Pero a veces tenía la sensación de que la mente de Franceska estaba en
Polonia, aunque su cuerpo estuviera allí. Lo mismo me ocurría a mí cuando
vivía en las calles: tenía la mente y el corazón muy lejos de allí, con
Margaret y con Agnes, aunque ni siquiera supiera dónde se encontraban.
Un fin de semana, estaba yo en el piso de Franceska. Claire había salido
a pasar el día con Tasha y Jonathan había quedado con unos amigos para
hacer algo que había llamado brunch, así que fui a casa de Franceska y su
esposo, Thomasz padre, me dejó entrar. Como de costumbre, todos me
recibieron con mimos y Thomasz me pareció un hombre muy agradable. Se
dedicó a jugar con los niños mientras Franceska preparaba una gran
comilona para todos. Se mostraba muy cariñoso, tanto con ella como con
los niños, y me di cuenta de que si bien a Franceska la vida se le hacía muy
cuesta arriba en algunos momentos, estaba rodeada de amor. Y eso me hizo
sentir mejor, porque sinceramente lo merecía. Era una familia tan cálida y
afectuosa que me escocían los bigotes de la emoción.
Algunas veces veía a Polly y al pequeño Henry con Franceska. Puesto
que era verano, salían a menudo al jardín delantero. Se habían
acostumbrado a tomar juntas un café mientras los niños estaban sentados en
una manta. Bueno, Henry estaba más bien tumbado, pero ya no lloraba
tanto, pues al parecer la presencia de los otros niños lo relajaba. Sacudían
sonajeros delante de él y hasta conseguían hacerlo reír de vez en cuando.
Polly, sin embargo, seguía pareciendo bastante tensa y casi nunca la veía
sonreír. Había algo en su comportamiento que me resultaba inquietante.
Aquellas dos mujeres no solo eran distintas en cuanto al aspecto físico,
sino que como madres no podrían haberse parecido menos. Franceska era
pura calma con sus hijos y los niños parecían muy felices. Polly, en cambio,
parecía tensa y nerviosa y cogía a Henry como si fuera de cristal. Sus gestos
eran algo torpes, incluso cuando lo amamantaba, y al parecer lloraba tanto
como Claire cuando yo la había conocido. Franceska insistía en que era
cansancio y decía que por eso estaba tan sensible, pero yo me preguntaba si
de verdad era ese el motivo. Desde que le daba leche de fórmula a Henry,
este dormía más, al parecer. No muchísimo más, pero lo bastante para que
se notara la diferencia. ¿Por qué, entonces, no estaba mejor Polly?
Franceska los invitaba a menudo a entrar en su piso y, mientras ella
daba de comer a los niños, Polly intentaba hacer lo mismo con Henry. El
bebé también parecía más feliz cuando estaba allí. No lloraba tanto; al
contrario, sonreía y reía. A veces me preguntaba si Polly se daba cuenta.
Estaba tan triste que ni siquiera parecía enterarse de la mitad de las cosas
que ocurrían a su alrededor. Me preocupaba más ella que cualquiera de los
demás adultos y, sin embargo, había decidido no entrar más en su piso: no
me parecía buena idea. Polly me toleraba, pero aún me trataba con recelo.
Y, aun así, yo tenía la sensación de que me necesitaba mucho más que los
demás. Lo que no entendía era por qué.
Mientras observaba a aquellos humanos, pensaba en lo distintos que
eran de mi Margaret. No solo porque eran mucho más jóvenes y tenían
menos arrugas, sino también en otros sentidos. Claire estaba floreciendo y
ya prácticamente no se parecía a la mujer delgada, frágil y llorosa que yo
había conocido. Aún tenía momentos de tristeza, normalmente cuando
estábamos a solas ella y yo, pero cada vez eran menos. Jonathan seguía
siendo un hombre complicado, pero él también parecía cada vez más feliz.
Creo que no era solo por su nuevo empleo, sino porque estaba haciendo
amigos en el trabajo. Y no solo mujeres de tetas grandes y melena
reluciente. Sin embargo, yo seguía pensando que estaba muy solo. Aparte
de aquellas mujeres, no solía llevar a nadie a su enorme casa vacía. Salía de
vez en cuando, más o menos como Claire, pero en algunos momentos aún
tenía el aspecto de quien ha perdido algo. El mismo que tenía yo todos los
días al despertarme después de que Agnes muriera. Me despertaba y, un
segundo antes de recordar lo que había ocurrido, la buscaba. Era como si
Jonathan también buscara a alguien que no estaba allí.
Franceska se parecía a Margaret más que los demás. Era una mujer
fuerte y sensata y, si bien echaba mucho de menos su hogar, en mi opinión
era la más serena de todos. Polly era el polo opuesto. Era tan frágil que
parecía estar a punto de romperse de un momento a otro. A veces me
preguntaba si no se habría roto ya.
Cada uno de ellos, a su manera, me necesitaba y yo me había prometido
que estaría allí día tras día y que los ayudaría a todos.
Yo había sobrevivido y mi deber, ahora, era ayudar a otros a sobrevivir.
El problema era que llevaba una vida muy ajetreada y no podía estar en
cuatro sitios a la vez. Pero no me quedaba más remedio, si quería que mi
plan funcionara.
—Es mucho trabajo —le dije a Tiger.
—Normal, son cuatro hogares. Cuatro grupos de humanos a los que
hacer felices —dijo Tiger, al tiempo que se estremecía—. A mí me sobra y
me basta con un hogar, aunque te entiendo.
—No quiero volver a estar solo. Tengo que asegurarme de que siempre
haya alguien para cuidarme, Tiger.
—Lo sé. De todas maneras, muchos gatos piensan que eso de la lealtad
está sobrevalorado.
—Pero yo soy tremendamente leal, solo que a cuatro familias distintas.
Tengo que aprender a repartirme bien.
—Alfie, deja ya de ser tan dramático. Mis dueños están casados y
aunque no tienen hijos, si les ocurriera algo… Bueno, antes de conocerte a
ti ni siquiera había pensado en esa posibilidad.
—Espero que no te ocurra lo que me ocurrió a mí. Pero tú tienes suerte
porque, si eso pasara, me tienes a mí para cuidarte.
—Gracias, Alfie, eres un buen amigo.
—Tiger, no quiero que nadie, sea gato o humano, pase por lo que yo he
pasado. He aprendido a base de golpes lo importante que es la compasión.
Sé lo que se siente cuando no se tiene a nadie. Y si bien yo tuve la suerte de
encontrar amigos durante mi viaje y ahora, en mis nuevas casas, sé que
tener a alguien es vital para la supervivencia. La de todos.
—Ya nunca volverás a estar solo —dijo Tiger con dulzura.
Era cierto, la compasión necesitaba de los demás. Si había sobrevivido
tras la muerte de Margaret, era gracias a la compasión de otros gatos y
también de otros humanos. Y eso me había hecho darme cuenta de que la
vida es muy curiosa: si por una parte había deseado fervientemente
reunirme con Agnes y con Margaret, por otra había deseado sobrevivir,
seguir adelante con mi vida. Y entenderlo no me resultaba fácil.
Capítulo veintiuno

E staba durmiendo en casa de Claire, en el sofá de su


salón. No es que tuviera prohibido dormir en el sofá,
pero Claire me animaba —amablemente, eso sí— a utilizar
mi cama gatuna. Sin embargo, el sol se colaba por la
ventana y convertía el rincón en el que me había instalado
en un lugar cálido y bastante irresistible. Dicho de otra
manera, en lo que necesitaba después de una tarde
complicada. Había vuelto de casa de Franceska bastante
hambriento: había estado jugando con Aleksy durante
horas, pero no me habían dado sardinas, ni tampoco nada
de beber. Nada de nada. Franceska no estaba tan animada como de
costumbre: parecía distraída y, aunque yo había intentado pasar algún rato a
solas con ella, ni siquiera había reparado en mi presencia. Me había
ofendido un poco eso de que me ignoraran. Sabía que los humanos tenían
problemas, pero esa no era excusa para ignorarme. Al fin y al cabo, ¡estaba
allí para ayudarlos cuando las cosas se ponían difíciles! Y no se veía ni se
oía a Polly ni a Henry por ninguna parte. Habían llegado a casa con Matt
justo cuando yo estaba a punto de marcharme. Matt empujaba el cochecito
y, por una vez, Polly parecía algo más relajada que de costumbre. Sin
embargo, estaban absortos en su conversación y ni siquiera me habían visto.
Al parecer, me había vuelto invisible para los adultos de los pisos del
número 22.
Y eso era solo el principio, pues a medida que la tarde se convertía en
noche, la cosa había empeorado.
Claire estaba en casa preparándose para salir y, si bien me había dejado
comida para gatos y un poco de leche, no tenía tiempo para charlar ni para
mimos de ningún tipo. Se la veía muy contenta y preocupada por su
atuendo. Llevaba un vestido negro realmente bonito y al llegar a la puerta
de la calle se puso unos zapatos de tacón. Nunca la había visto llevar
zapatos de tacón tan alto, ni siquiera cuando iba a trabajar. También había
dedicado una eternidad a arreglarse el pelo y a ponerse cosas en la cara.
Cuando terminó, pensé que ya no se parecía en absoluto a mi Claire.
—Alfie, no me esperes despierto, hoy salgo con las amigas —dijo muy
sonriente.
Sin embargo, no me cogió en brazos ni me acarició, seguramente
porque pensaba que le dejaría el vestido lleno de pelos. ¡Como si yo hiciera
esas cosas! Me sentí ofendido otra vez, aunque sabía que ese sentimiento
era mezquino, porque lo que quería en realidad era que ella fuera feliz. Así
pues, intenté alegrarme por ella. Ahora bien, ni ronroneé ni me molesté en
levantar los bigotes cuando se marchó. La verdad es que me había puesto
bastante tristón.
Como estaba aburrido y me sentía un poco solo, me fui a casa de
Jonathan, pero no había ni rastro de él. Al parecer, aún no había vuelto del
trabajo y tampoco me había dejado comida. Mis platos del desayuno,
vacíos, seguían en el suelo tal y como yo los había dejado por la mañana.
Aunque había comido más que suficiente, me sentí un tanto decepcionado,
no solo por la falta de comida, sino también por la falta de atención.
Me sirvió para darme cuenta de que los gatos siempre tenemos que estar
alerta. Que ya no fuera un gato callejero no significaba que pudiera darlo
todo por sentado. Los humanos no eran ni estables ni de fiar. No era mi
intención exagerar: sabía que estaban allí si los necesitaba, pero yo debía
mostrarme más independiente y quizá un poco menos sensible. Al fin y al
cabo, había sido un gato callejero durante cierto tiempo, así que no tenía
motivos para volver a convertirme en un blandengue.
Y, sin embargo, lo era. Y me sentía bastante confuso. Salí a dar un
paseo, pero no me apetecía charlar con los otros gatos, ni siquiera con Tiger.
Me compadecía de mí mismo. Me dediqué a deambular por la casa de
Jonathan, incluidas las habitaciones que no usaba, pero no me resultaba
divertido. Pensé en salir a cazar un regalito para él, pero en el fondo no me
apetecía: ¿por qué iba yo a recompensarlo, si él no me hacía ni caso? Me
entristecí y decidí volver a casa de Claire. Fue entonces cuando me quedé
dormido en el calentito rincón del sofá.
Me desperté al oír el ruido de una llave en la cerradura y unas risas.
Eché un vistazo al exterior: era negra noche. Claire entró en la salita, en
brazos de un hombre al que yo jamás había visto. Cuando se encendió la
luz, me puse de pie de un salto y levanté la cola, receloso y preparado para
rescatarla.
—Ay, Alfie, estás aquí. Hola, Alfie, precioso —dijo Claire con una voz
graciosa, arrastrando las palabras.
Me aparté de ella al instante. Sabía que estaba borracha. No era mala ni
mezquina, como los borrachos a los que había visto en las calles, pero
compartía ciertos rasgos con ellos, decididamente. Conociendo mi suerte, lo
más probable era que me dejara caer al suelo si me cogía en brazos.
—Bueno, Claire, ya estás en casa sana y salva, así que mejor me voy —
dijo el hombre.
Parecía incómodo, como si no supiera muy bien qué hacer.
—Noooo, Joe, quédate a tomar un café —le pidió Claire, y enseguida se
echó a reír, como si aquello fuera lo más gracioso que había dicho en su
vida.
A mí, en cambio, no me parecía gracioso.
—Gracias, pero mejor me marcho, Claire. Sinceramente, mañana por la
mañana me lo agradecerás.
El hombre parecía bastante simpático, pero tenía el pelo del mismo
color anaranjado que el gato gordinflón que vivía en nuestra calle, un poco
más abajo.
Claire se abalanzó sobre él, literalmente, y cayeron los dos sobre el sofá.
Di un bote y escapé por los pelos, pues a punto estuvieron de aplastarme.
Claire se echó a reír de nuevo, pero Joe parecía estar haciendo esfuerzos por
librarse de ella.
—Claire, estás un poco bebida —insistió, en un tono de impaciencia. En
mi opinión, se había quedado corto—. De verdad que me tengo que ir. Ya te
llamaré, te lo prometo.
—No te vayas, por favor —repitió Claire, arrastrando las palabras.
Él, sin embargo, se puso de pie, la besó en la mejilla y se marchó.
—Ay, señor, soy una fracasada —exclamó Claire en cuanto se cerró la
puerta.
Lo más alarmante, sin embargo, fue que se echó a llorar como en los
viejos tiempos. Luego, en lugar de irse a la cama, se acurrucó en el sofá y
empezó a roncar.
Aunque yo ya había presenciado ese comportamiento, no tenía ni idea
de lo que debía hacer. En realidad, no había nada que yo pudiera hacer,
excepto acurrucarme a su lado y echarme a roncar como ella.

Claire se despertó al día siguiente, aún en el sofá, y lo cierto es que tenía un


aspecto lamentable.
—Ay, Dios —dijo mientras se cogía el pelo—. ¿Qué narices hice
anoche? —Me miró—. Ay, Alfie, lo siento. Estás bien, ¿verdad? —Intentó
ponerse de pie—. Tengo la cabeza como un bombo. —Se dejó caer de
nuevo—. Ay, Dios. Ay, Dios —gimoteó, al tiempo que se sujetaba la
cabeza.
Empecé a maullar para darle a entender que tenía hambre.
—Vale, Alfie, baja la voz, que pareces una sirena de barco.
No tenía ni idea de lo que era eso, así que seguí maullando. No entendía
por qué Claire se hallaba en ese estado, pero si esas eran las consecuencias
de emborracharse, entonces… ¿por qué bigotes se emborrachaban los
humanos?
Finalmente, Claire se puso de pie y fue a la cocina. Bebió un vaso de
agua y luego, casi sin respirar, otro entero. Se dirigió a la nevera y sacó un
poco de comida para mí. Mientras me la dejaba en el plato, la cara se le
puso de un color muy raro.
—Ay, no, creo que voy a vomitar —dijo.
Dejó el plato y salió corriendo. Mientras desayunaba, no supe muy bien
qué pensar. Ese día Claire no tenía que ir a trabajar, lo cual sin duda era una
suerte, porque tenía un aspecto horrible. Cuando volvió, estaba pálida,
aunque aún conservaba pegados a la cara los restos del maquillaje de la
noche anterior. Y también olía fatal (no tanto como los borrachos callejeros,
eso es verdad), aunque admito que al ser un gato, tengo el sentido del olfato
muy desarrollado.
—Ay, Alfie… ¿Anoche me acompañó a casa aquel hombre, Joe?
Maullé, con la esperanza de que lo interpretara como un sí.
—Es que no me acuerdo. Ay, debe de odiarme. Seguro que ya no quiere
saber nada de mí. Lástima, porque me gustaba bastante. A mi edad ya no
debería comportarme así. ¡Ojalá me tragara la tierra!
Grité en voz muy alta. Lo que menos deseaba en aquel momento era
perderla.
—No literalmente, claro —añadió, como si me hubiera entendido—. Lo
siento, Alfie, pero me voy a la cama y creo que me quedaré allí el resto del
día.
Y abandonó la estancia, mientras yo la seguía con una mirada
nostálgica. Mis humanos eran bastante complicados, eso estaba claro.
Empezaba a creer que jamás llegaría a comprenderlos del todo.
Me fui a casa de Jonathan, pues era obvio que ese día Claire no estaba
para muchas fiestas. Jonathan, sin embargo, aún no había regresado. Me
pregunté si habría pasado por casa y habría vuelto a salir temprano, pero
mis platos del desayuno seguían en el suelo y estaba claro que no se había
acordado de dejarme más comida. Me pregunté vagamente si debía empezar
a preocuparme, aunque Jonathan no era la clase de hombre por la que un
gato se preocupa. Si yo era capaz de cuidar de mí mismo, él también, desde
luego. Sin embargo, no me gustaba mucho la idea de que no hubiera vuelto
a casa desde el día anterior por la mañana, cuando se había marchado a
trabajar. Y, muy especialmente, no me gustaba la idea de que ni siquiera
hubiera pensado en mí, porque si hubiera pensado en mí, no me habría
hecho perderme dos comidas. Me pregunté también qué podía hacer para
transmitirle mi irritación.
Estaba a punto de dejarlo plantado y largarme. Obviamente, no podía
recompensar su comportamiento con otro regalito, así que se me ocurrió
que si le daba plantón como él me lo había dado a mí, tal vez entendiera lo
que se sentía. Pero cuando estaba a punto de salir, oí el ruido de la puerta al
abrirse y entró Jonathan. Aún llevaba puesta la ropa del día anterior, pero se
lo veía muy fresco y descansado. Nada que ver con Claire, desde luego.
—Alfie, lo siento —dijo, al tiempo que me acariciaba y me dedicaba
una sonrisa que hasta entonces yo no le había visto nunca—. Espero que no
tengas demasiada hambre… No pensaba estar tanto tiempo fuera de casa.
Maullé muy enfadado para hacerle saber que no, no lo iba a perdonar
tan fácilmente y que sí, sí que me hubiera gustado encontrarlo en casa. Al
fin y al cabo, él no sabía que yo ya había desayunado.
—Ay, Alfie, tú eres un hombre de mundo. Ya sabes cómo van las cosas
cuando te sonríe la suerte —dijo guiñándome el ojo.
Parpadeé y lo observé con los ojos entrecerrados. No sabía cómo iban
las cosas. Y, desde luego, no era de esa clase de gatos. Jonathan se echó a
reír.
—Si no fuera porque te conozco bien, diría que no lo apruebas.
Se echó a reír de nuevo. Su teléfono emitió un pitido en ese momento.
Leyó algo y sonrió. Me pregunté si aún estaría borracho, como Claire la
noche anterior, porque desde luego no parecía el mismo. Se le veía feliz, era
evidente, pero también un poco ido.
—Perdona, debes de tener hambre. Voy a buscarte algo de comer.
Recogió mis platos vacíos con una expresión de perplejidad y luego me
ofreció unos cuantos langostinos. Tal vez ese fuera uno de mis platos
favoritos pero, desde luego, no me iba a dejar convencer tan fácilmente.
Mientras yo comía, Jonathan jugueteaba con su teléfono. Escribía algo,
luego el teléfono emitía un pitido, él sonreía y volvía a escribir algo. En
realidad, me pareció bastante irritante: teniendo en cuenta mi estado de
ánimo, habría preferido que me dejara comer en paz.
—Alfie —dijo al fin—. Me gusta la mujer con la que salí anoche. La
conozco desde hace tiempo, aunque no demasiado bien, pero la semana
pasada la volví a ver. En fin, es atractiva, divertida, elegante y tiene un buen
trabajo. Y creo que me hace tilín…
Me negué a mirarlo y me concentré en mis cada vez más escasos
langostinos.
—Venga ya, no puedes estar enfadado toda la vida… ¿No te alegras un
poco por mí?
Noté cómo se me erizaba el pelo y quise decirle que desde luego que no.
¿Cómo iba a alegrarme por él, si su felicidad significaba olvidarse de mí?
Bueno, en realidad sí me alegraba, porque su felicidad significaba que ya no
volvería a estar tan triste, pero no estaba dispuesto a hacérselo saber.
—Mira, precisamente por esto no quería yo tener gato. Soy libre, voy a
mi aire y si me apetece pasar la noche fuera, lo hago. Caramba, ¿me enfado
yo cuando tú pasas toda la noche por ahí? Soy un adulto, Alfie. —Seguí sin
volverme—. Vale, Alfie, déjalo ya. La próxima vez que salga con ella, la
traeré aquí. —Me volví hacia él, pero no le ofrecí ni una sonrisa—. ¿Por
qué coño le estoy pidiendo disculpas a un puñetero gato? —dijo con una
expresión de perplejidad.
Le dediqué una mirada indignada y luego salí por la gatera. Pero nada
más poner una pata en el exterior, me di cuenta de que estaba lloviendo.
Estaba tan enfadado que ni se me había ocurrido pensar en el tiempo, por lo
que acababa de meterme en un buen lío. Claire dormía y Jonathan había
caído en desgracia, así que no me quedaba más alternativa que mojarme —
cosa que odiaba— y echar a andar calle abajo en dirección a los pisos del
número 22.
Con una opinión bastante negativa tanto de Claire como de Jonathan —
Margaret, desde luego, nunca había hecho tonterías de ese tipo—, pensé que
tal vez hubiera llegado el momento de acelerar la ofensiva para conquistar a
Polly y Franceska con mi encanto. Quizá ellas fueran más de fiar.
Quiso el destino que la suerte me sonriera, pues Matt —el esposo de
Polly— estaba entrando en casa con el cochecito cuando llegué y me dejó
pasar.
—Hola, Alfie —dijo.
Me alegré muchísimo, tanto de que me hablara como de poder
refugiarme en un lugar seco. Se quitó los zapatos y dejó el cochecito junto a
la puerta. Ronroneé.
—Sssh —dijo en voz baja—. Acabo de conseguir que Henry se duerma.
Polly se ha quedado en la cama, que buena falta le hacía. Ven, voy a buscar
algo para secarte y te pondré un poco de leche.
Lo seguí hasta la cocina, pequeña pero muy limpia y ordenada. Cogió
un paño de cocina y me frotó con él, lo cual me resultó muy agradable, para
después sacar la leche de la nevera y llenar el hervidor. Tuve la sensación de
que nos unía una especie de camaradería cuando, en silencio, me puso un
poco de leche en un platillo y me dio una palmadita. Lamí la leche lo más
silenciosamente que pude, mientras Matt se preparaba una bebida. Se la
llevó al comedor y yo lo seguí. Nos sentamos en el sofá, el uno junto al
otro. Matt cogió un libro, empezó a leer y yo me quedé a su lado para
demostrarle que podía ser un buen gato. Me hice un ovillo y, al poco, me
empecé a adormilar. Me desperté poco después, cuando apareció Polly.
—¿Cuánto tiempo he dormido? ¿Dónde está Henry? —preguntó.
Parecía aterrorizada.
—No te preocupes, cariño. Está durmiendo en el cochecito y tú te has
echado una siestecita de un par de horas.
—Pero… ¿no tiene que comer?
—Ha desayunado y aún no es la hora de comer. Pol, ya tiene más de
seis meses, así que puede tener unos horarios más regulares para las tomas.
—Eso es lo que me dijo la comadrona. Y Franceska.
—Pues entonces seguramente tienen razón. ¿Quieres que te prepare una
taza de té?
—Me encantaría, gracias.
Matt se levantó y Polly se sentó a mi lado.
—Hola, gato —dijo con frialdad. Le dediqué una mirada altiva. Sabía
perfectamente cómo me llamaba—. Perdón, Alfie —se corrigió.
Se me empezaba a dar muy bien eso de comunicarme con los humanos,
porque estaba practicando mucho. Extendió una mano y me tocó el pelo con
suavidad. Permanecí inmóvil. Polly parecía tenerme miedo; para ser más
exactos, parecía tener miedo de todo. Una de las cosas que había constatado
era que, decididamente, su bebé la asustaba. Era como si el pequeño Henry
la aterrorizara.
Matt volvió con el té y lo dejó sobre la mesita de café, delante de ella.
Luego me cogió, se sentó y me colocó sobre su regazo.
—Espero que Henry no sea alérgico al pelo —dijo Polly.
—Pues claro que no. Mi madre tiene un gato y siempre estaba por allí
cuando íbamos.
—Ah, sí, no me acordaba —respondió, distraída.
Matt frunció el ceño; no se le veía precisamente feliz.
—¿Estás bien, Polly? Quiero decir, ¿bien de verdad? Ya sé que la
mudanza ha sido mucho jaleo y no sabía que tendría que trabajar tantas
horas ya desde el principio, pero me preocupas.
—Estoy bien.
Echó un vistazo a la estancia con una expresión confusa, como si no
tuviera ni idea de dónde se hallaba. La sala seguía bastante vacía, igual que
cuando se habían instalado. Aparte del sofá, de la mesa y del baúl que hacía
las veces de mesita de café, el mobiliario era bastante escaso. A pesar de la
mantita de bebé y de los juguetes del suelo, seguía sin asemejarse a un
hogar y no se parecía en nada al piso de al lado.
—Es que todo es muy complicado y estoy cansada —prosiguió—.
Estoy cansada y echo de menos mi casa, y aunque ahora tengo a Franceska,
me siento muy sola. Echo de menos a mi familia.
Era más de lo que le había oído decir hasta entonces. Ni siquiera a
Franceska.
—Haré lo que sea para ayudarte —dijo Matt—. Tal vez podamos ir
pronto a Manchester, ¿te gustaría? O, si de verdad tienes muchas ganas,
¿por qué no os vais Henry y tú una semanita a casa de tu madre? Os puedo
llevar en coche el domingo e ir a recogeros el fin de semana siguiente —
dijo.
Parecía bastante satisfecho de sí mismo.
—Así que quieres librarte de nosotros, ¿no? —dijo ella en un tono
cargado de pánico.
—No, os echaré muchísimo de menos. Es que pensaba que te gustaría
pasar un poco de tiempo con tu madre.
Polly le lanzó a Matt una mirada hostil, pero la conversación quedó
interrumpida por el llanto de Henry.
—Voy a darle el pecho.
—¿Quieres que le prepare papilla de cereales o un biberón? —preguntó
Matt.
Parecía muy triste; derrotado, casi.
—No, me duelen los pechos. Le voy a dar de mamar.
Desapareció y seguí oyendo el llanto de Henry hasta que llegaron a la
habitación. Oí cerrarse la puerta y, luego, silencio. Matt suspiró, pero
parecía estar muy lejos de allí. Tenía la misma expresión que ponía a veces
Franceska. Empezó a acariciarme con aire ausente y, si bien yo sabía que
Matt estaba pensando en otras cosas, el contacto me pareció igualmente
agradable.
Poco después, Polly volvió con Henry. Lo dejó sobre la mantita y el
niño empezó a coger los juguetes.
—Tenemos que empezar a ayudarlo para que se aguante sentado —dijo.
—Muy bien, le podemos poner unos cuantos cojines detrás.
Matt procedió a colocar unos cuantos cojines y, por un momento,
pareció sentir alivio de tener algo que hacer. Luego apoyó en ellos a Henry
y lo animó a permanecer sentado agitando los juguetes delante de él. A
Henry pareció gustarle el juego y empezó a reír. Matt también se echó a reír
y hasta Polly sonrió. Deseé que sacaran una foto para poder mirarla algún
día y recordar que formaban una familia feliz. Porque, en ese momento, lo
parecían.
—Bien, Pol, ¿qué te parece si nos vamos a comprar una sillita de paseo
más pequeña y nos libramos de ese puñetero tráiler? —sugirió Matt.
Henry ya se había cansado de estar sentado y se había tendido de
espaldas otra vez. Se estaba contemplando atentamente los pies.
—Sí, podemos ir a la tienda que descubrimos Franceska y yo el otro día
—dijo, algo más animada.
—¿Quieres que lo lleve en la mochila?
Polly asintió y empezaron a prepararse para salir, por lo que interpreté
que había llegado el momento de marcharme. Los observé mientras se
alejaban calle abajo y luego empecé a maullar con ganas delante de la casa
de Franceska. Pero no había ni rastro de nadie y las luces de la casa estaban
apagadas. Probablemente habían salido. Al parecer, todo el mundo tenía un
sitio al que ir excepto yo.
Así pues, me fui a ver a Tiger. La comunidad que estaba construyendo
no la formaban únicamente mis nuevas familias, sino también mis amigos
del mundo gatuno. Finalmente, sabía que disponía de una red de apoyo en
la que dejarme caer si algún día lo necesitaba. Y esa red era más y más
sólida a medida que pasaba el tiempo. No es que tuviera intención de volver
a meterme en líos, pero por si las moscas…
—Bueno, ¿qué te apetece hacer? —me preguntó Tiger.
—Vamos al estanque del parque a contemplar nuestro reflejo.
Era uno de nuestros pasatiempos favoritos. Tiger y yo nos quedamos en
la orilla, lo más cerca del estanque que nos atrevimos, y nos observamos en
el agua. Teníamos un aspecto muy gracioso, porque el agua distorsionaba el
reflejo. Era una forma muy agradable de pasar la tarde.
Luego nos dedicamos a explorar los jardines traseros de la calle, a saltar
a las vallas y a los cobertizos, y nos divertimos de lo lindo durante un rato y
dejé de pensar en todas las historias a las que había tenido que enfrentarme
últimamente.
—Eh, mira qué perrito tan gracioso —señaló Tiger.
Le bufamos ruidosamente desde el ventajoso lugar que ocupábamos en
la valla y el perrito empezó a gañir, al tiempo que corría en círculos en su
jardín trasero. Era un divertimento inocente y sano. Me gustaba estar con
Tiger, era una agradable compañera aquel día: dócil, no muy ruidosa y, en
general, divertida.
Capítulo veintidós

U na tarde de unos cuantos días después, cuando


estaba entrando en casa de Jonathan, me llegó un
delicioso olor. Encontré a Jonathan en la cocina haciendo
algo que no le había visto hacer jamás: cocinar. Tenía en el
aparador una botella de vino abierta y, justo al lado, su
cerveza.
—Hola, Alfie. ¿Aún no me has perdonado? —
preguntó.
Ronroneé. No lo había visto mucho en los dos últimos
días, pero sí, lo había perdonado con la condición de que
me ofreciera una cena suculenta. Aunque quería mucho a mis demás
adultos, él era el que me daba la comida más apetitosa. Se fue a la nevera y
cogió un paquete abierto de salmón. Me puso un poco en un plato y me
dedicó una afectuosa sonrisa. Lo observé con los ojos entrecerrados. Había
algo distinto en él, pero no conseguía adivinar de qué se trataba. Así pues,
me limité a comer y luego me acomodé en el alféizar, desde donde podía
observarlo a él y, al mismo tiempo, ver la calle.
Me gustaba verlo cocinar. Se había cambiado de ropa y estaba muy
guapo con su camisa blanca y sus vaqueros. También olía muy bien. Silbaba
mientras cocinaba y, en general, desprendía una energía nueva cuando se
movía: lo que un gato llamaría mostrarse alegre y confiado.
Sonó el timbre y Jonathan se dirigió a saltitos a la puerta. Esperé. Volvió
instantes después, seguido de una mujer, y entendí por qué estaba de tan
buen humor. Era alta y delgada, de larga melena cobriza. Llevaba vaqueros
y una blusa blanca; en realidad, vestía más o menos como él. No se parecía
a la clase de mujer que yo había visto hasta entonces en esa casa, desde
luego. Era atractiva, pero no como las otras mujeres. Supongo que porque
vestía con elegancia en lugar de ir medio desnuda.
—¿Te apetece una copa de vino, Philippa?
—Sí, me encantaría, gracias —respondió con voz muy engolada.
—¿Tinto o blanco?
—Eeh… Tinto, por favor.
Jonathan le indicó que se sentara a la mesa de la cocina y le llevó una
copa de vino tinto.
—Gracias.
Yo aún estaba en el alféizar, pero la mujer ni siquiera me había mirado.
Maullé para informarla de que estaba allí.
—¿Eso es un gato? —preguntó.
«¿Cómo? —pensé—. Pues claro que soy un gato. Qué pregunta tan
tonta».
—Sí, se llama Alfie —respondió Jonathan.
—No pareces el típico amante de los gatos —dijo ella con frialdad.
De nuevo, me sentí insultado.
—Digamos que venía incluido en el precio de la casa. Y aunque yo
estaba convencido de que no quería mascotas, menos aún gatos, la verdad
es que me he encariñado con él.
«Chúpate esa, malvada. Jonathan me adora», me pavoneé.
—No me gustan los gatos —dijo ella. No podía creerme lo que estaba
oyendo. Me entraron ganas de arañarla, pero sabía que eso no estaba bien
—. No les veo la gracia. —Esperé a que Jonathan interviniera y me
defendiera.
—Bueno, supongo que si tuviera una serpiente o una iguana parecería
más masculino —bromeó.
—O un perro. Pero… ¿gato?
—Es majo, ya te acostumbrarás a él, como me pasó a mí. ¿Más vino?
Estaba tan ofendido que salté del alféizar y bufé lo más alto que pude,
antes de salir indignado de la cocina.
—Mira, me parece que lo has ofendido —dijo Jonathan.
Sin embargo, se estaba riendo y no parecía nada enfadado, que hubiera
sido lo lógico.
—Es un puñetero gato, por el amor de Dios.
Y esas fueron las últimas palabras que escuché antes de abandonar la
casa.

Las siguientes noches las pasé en casa de Claire, que no había vuelto a ser
la misma desde el incidente de la borrachera. Seguía yendo al trabajo todos
los días, pero parecía triste cuando volvía a casa por la tarde y, si bien yo
desconocía los motivos, le dediqué una atención especial durante unos
cuantos días. No sabía exactamente qué era lo que necesitaba, pero quería
que supiera que estaba allí para apoyarla. Que estaba dispuesto a hacer lo
que fuera para asegurarme de que estuviera bien.
Mientras cenábamos juntos, le sonó el teléfono. Claire echó un vistazo a
la pantalla, parpadeó y respondió enseguida.
—Hola —dijo. Parecía un poco perpleja—. Ah, Joe, hola. —Se produjo
una pausa y no pude oír lo que él decía—. Siento mucho lo de la otra noche,
estaba muy borracha. No suelo beber tanto.
La verdad es que no, nunca bebía tanto. Tal vez le gustara el vino, pero
nunca la había visto tan mal. Charlaron un ratito más y, mientras hablaban,
una amplia sonrisa le empezó a iluminar el rostro. Cuando colgó, me cogió
en brazos y empezó a acunarme como si yo fuera una muñeca de trapo.
—Oh, Alfie, pues resulta que no he metido la pata. Va a venir a cenar,
mañana. Dios, estaba convencida de haber hecho el ridículo. Ay, señor, ¿y
qué me pongo mañana? ¿Qué preparo para cenar? Hace años que no tengo
una cita. ¡Años! Ay, mi madre. Tengo que llamar a Tash.
Se puso de pie de un salto y empezó a bailar por la sala.
Yo estaba intentando ayudar, pero al parecer la llamada de un hombre al
que apenas conocía había resultado mucho más eficaz. Humanos… No
había quien los entendiera, ni siquiera un gato tan listo como yo.

De camino a casa de Jonathan me detuve a observar a Tiger, que en esos


momentos intentaba sin éxito cazar pajaritos. Había dejado a Claire más
que entusiasmada, hablando por teléfono con Tasha. Mientras seguía mi
camino en dirección a casa de Jonathan, me pregunté qué me esperaba allí.
Entré por la gatera y descubrí que la cocina estaba limpia, pero vacía. Seguí
hacia el salón y allí lo encontré, pegado al teléfono.
—No te preocupes, me gustó mucho cocinar para ti. —Se produjo una
pausa—. Estoy liadísimo en el trabajo, pero… ¿qué tal te va el miércoles?
—Otra pausa—. Genial, yo reservo restaurante. Hasta el miércoles,
Philippa.
Colgó y, justo entonces, pareció reparar en mi presencia.
—Alfie, colega —dijo en tono afectuoso, al tiempo que me cogía en
brazos—. Ahora mismo estoy la mar de feliz. Creo que ya te dije que
conocí a Philippa hace años, antes de irme a Singapur. Los dos estábamos
comprometidos en aquella época; de hecho, ella vivía con uno de mis
excompañeros de trabajo. Así que imagínate cómo me sentí cuando nos
encontramos por casualidad hace unos días y descubrimos que ahora
estamos solteros los dos. Vale, puede que tener un gato no sea muy
masculino, pero estoy convencido de que eres mi amuleto de la suerte.
Se echó a reír y, de inmediato, fue a prepararse para el «gimnasio».

Mientras volvía a casa de Claire, me sentí como una especie de yoyó. Claire
estaba sentada a la mesa de la cocina, escribiendo algo.
—Hola, guapo —dijo.
Tuve que echar un vistazo a mi alrededor para cerciorarme de que
estuviera hablando conmigo. Me senté en el sillón, junto a ella, y deseé ser
capaz de leer lo que estaba garabateando. En ese momento sonó el timbre y
Claire se dirigió a la puerta. Regresó al poco, con Tasha.
—Muchísimas gracias por venir, de verdad, eres una gran amiga.
—No estés tan segura. Aquella noche tendría que haberte insistido más
para que vinieras a mi casa en lugar de dejarte sola —dijo Tasha, al tiempo
que me acariciaba.
—Estaba muy borracha.
—Y yo. Por eso te dejé con los demás. En fin, no pasa nada. Es evidente
que a Joe le gustas, que a ti te gusta él y que mañana tenéis una cita.
—Ay, me siento como si fuera una adolescente, pero también estoy
aterrorizada. Ay, señor. En fin, ahora que estás aquí, mira, esto es lo que
quería cocinar para la cena. —Las dos echaron un vistazo a la lista—. No sé
si le gusta la comida italiana, pero creo que lasaña casera y una ensalada
verde… Vale, ya sé que no es nada del otro mundo, pero debería servir,
¿no?
—A mí me parece genial. De todas maneras, la comida le dará igual
cuando vea lo que te vas a poner.
—Pero ¡si aún no sé lo que me voy a poner! —protestó Claire.
—Vamos arriba, enseguida lo averiguarás.
Y se echaron a reír las dos. Las seguí a la habitación de Claire, donde
Claire y yo nos dejamos caer sobre la cama mientras Tasha abría el armario
y empezaba a rebuscar entre la ropa.
—¿Qué te apetece ponerte? —le preguntó.
—Bueno, pensaba en un vestido, porque los vestidos me quedan bien.
Pero no sé, al fin y al cabo estamos en casa y tampoco quiero exagerar.
—Vaqueros. Yo creo que mejor unos vaqueros y una camiseta sexy —
dijo, mientras empezaba a sacar camisetas del armario—. Si aciertas con los
vaqueros y la camiseta, estarás transmitiendo el mensaje correcto. Además,
tienes un tipazo de muerte. Harás con él lo que quieras.
—Eso espero, porque me gustó mucho.
—No me acuerdo muy bien de él, pero era pelirrojo, ¿verdad?
—Sí, tiene un pelo precioso y es muy divertido.
—Mejor, te mereces un poco de diversión.
—Pues sí, ¿verdad? —dijo Claire echándose a reír.
—Bueno, pruébate esto y a ver qué tal te queda.
Me quedé en la cama, siguiendo de cerca el desfile de moda mientras las
dos chicas se reían. Era agradable escuchar sus risas, después de haber visto
a Claire tan angustiada los últimos días, pero me preocupaba. Si un hombre
al que apenas conocía era capaz de hacerla sentir así… ¿estaba realmente
preparada para una cita? Tal vez yo no fuera ningún experto, pero había
visto en qué estado se encontraba Claire al llegar a Londres y, en los
últimos días, había tenido una especie de minirrecaída. Incluso me atrevería
a decir que aún seguía siendo muy vulnerable. No debía perderla de vista.
Finalmente, eligieron la ropa y bajaron la escalera.
—¿Te apetece una taza de té? —propuso Claire.
—No, gracias, será mejor que me vaya. Dave ha decidido que esta
noche tenemos que cenar juntos sí o sí.
—Ay, pues perdona por haberte hecho venir hasta aquí.
—No seas tonta, me he divertido mucho. En fin, nos vemos en el
trabajo, y por si acaso no hablaré antes, recuerda, una cita tiene que ser
divertida. Tal vez no sea «el hombre de tu vida», así que tú diviértete y
punto. Y recuerda, solo es una cita.
—Lo sé, no tengo que tomarme las cosas tan en serio. Aún es muy
pronto, pero lo estoy intentando.
En cuanto Tasha se fue, Claire se acomodó en el sofá y yo hice lo propio
a su lado.
—Lo siento, últimamente soy un desastre. Te quiero, Alfie —me dijo, a
lo que correspondí con mi mejor sonrisa gatuna—. Las cosas empiezan a ir
bien, ¿sabes?
Ronroneé para expresar mi acuerdo pero, en el fondo, no estaba del todo
convencido.
Capítulo veintitrés

L legaba tarde. Tuve que salir pitando del 22B, donde


Franceska y Aleksy se habían dedicado a
disfrazarme y a hacerme fotos. Horas de diversión para
ellos —Thomasz no podía parar de reír— y de humillación
para mí. Me habían puestos gorros y gafas de sol, bufandas
y todo lo que habían encontrado por ahí. Me habían hecho
fotos con el teléfono de Franceska y se habían reído aún
más al verlas. Aquel juego era indigno de mí, claro, pero al parecer ellos no
pensaban lo mismo. Así que solo me habían quedado dos opciones:
enfadarme y salir huyendo, o hacer de tripas corazón. Por suerte, quería a
aquella familia lo bastante como para saber que tarde o temprano (al día
siguiente, sin duda) los perdonaría con la condición de que me volvieran a
dar sardinas.
El juego de los disfraces duró casi toda la tarde. No vi ni a Polly ni a
Henry, pero no tenía tiempo de ocuparme de esa cuestión porque quería
volver a casa para ver a Claire antes de su cena con Joe y asegurarme de
que estuviera contenta.
Entré a toda prisa por la gatera y casi choqué contra una de sus piernas.
Se la restregué, a modo de saludo, y me fijé en que estaba muy guapa y en
que la cena olía muy bien.
—Ah, ya estás aquí. Empezaba a preocuparme. ¿Quieres tu cena? Date
prisa, que Joe llegará en cualquier momento.
Parecía bastante aturullada cuando me dejó la comida en los cuencos,
que ahora colocaba siempre en una esterilla especial. Cené en silencio y
luego me lavé a conciencia. Yo también quería estar guapo para Joe.
Aunque Claire estaba muy ocupada cocinando, lavando mis platos y
arreglándose el pelo, no parecía estresada, sino más bien eufórica. Yo
también estaba eufórico. Cuando sonó el timbre, los dos dimos un brinco.
Ella se retocó de nuevo el peinado y yo me pasé la pata por el pelo. Luego
la acompañé a abrir la puerta.
Joe estaba detrás de un enorme ramo de flores, pero aun así lo reconocí
al instante: aquel pelo rojo era inconfundible.
—Pasa, Joe.
Joe entró, besó a Claire en ambas mejillas y le ofreció las flores.
También había traído una botella de vino.
—Muchas gracias, son preciosas. Ven, vamos a la salita y te sirvo un
poco de vino. ¿Blanco te va bien?
—Perfecto. No te preocupes, ya sé dónde está la salita —dijo, al tiempo
que le guiñaba un ojo.
Traté de no indignarme por el hecho de que me hubiera ignorado, así
que los seguí a los dos a la salita. Joe se sentó en el sofá y yo en el suelo,
delante de él.
—¿Llegaste a conocer a Alfie la otra noche? —le preguntó Claire.
—No que yo recuerde. Hola, Alfie —dijo, al tiempo que se inclinaba
para acariciarme—. Un gato muy mono —dijo sonriendo.
Sin embargo, supe al instante que no lo decía de corazón. Para empezar,
la otra noche prácticamente se me había sentado encima, por lo que tenía
que haberme visto. Y, en segundo lugar, sé lo que de verdad sienten las
personas por su forma de acariciarme. Hay otras formas de saberlo, por
supuesto, pero si a una persona le gustan los gatos de verdad, los acaricia de
forma sincera. Supongo que es el equivalente gatuno del apretón de manos.
He visto a muchas personas estrechar la mano con una vigorosa sacudida,
mientras que otras apenas tocan la mano que les tienden. Joe, con su
desganada caricia, me había dejado claro que no era sincero y eso me
entristeció. No solo la amiga de Jonathan me despreciaba abiertamente, sino
que Joe, aunque en secreto, también. Las cosas no estaban saliendo tal y
como esperaba, la verdad.
Como si quisiera demostrarme que no me había equivocado, Joe se
dedicó a contemplar la sala sin dirigirme siquiera la mirada cuando Claire
se fue a servir el vino. Traté de acercarme a él, pero me lanzó una mirada
hostil.
—Largo, gato —dijo.
Me sentí profundamente dolido, así que me escabullí sigilosamente y fui
a sentarme bajo una silla. Desde allí podría seguir el desarrollo de la velada,
ya que obviamente no se me había invitado a participar de ninguna manera.
Claire parecía bastante feliz y él se mostraba encantador con ella, pero
supe al momento que era un farsante y no solo por su comportamiento hacia
mí. La hacía reír, aunque no llegué a entender por qué: nada de lo que decía
resultaba divertido.
—Me encanta trabajar en publicidad —dijo—. Me gusta la parte
creativa y el trato con el cliente. Lo que más me gusta, de hecho, es el trato
directo.
—Te entiendo, aunque yo prefiero no tener que tratar directamente con
el cliente. Así me resulta más fácil hacer mi trabajo.
—Cierto, Claire. Pero para mí es un desafío. Por ejemplo, cuando tienes
una idea genial y al cliente le parece horrible. Pero tú estás seguro de lo que
quieres y al final consigues convencer al cliente. Es la mejor sensación del
mundo.
—Bueno, supongo que a ti se te da mejor que a mí. Aunque la verdad es
que me estoy empezando a acostumbrar, desde que vivo en Londres.
—Supongo que es muy distinto de Exeter, ¿no?
—Bastante. Pero en fin, me alegro mucho de haberme trasladado aquí.
—Pues brindemos por ello. Vida nueva, amigos nuevos —dijo, y
entrechocaron las copas.
—Bueno, amigo nuevo, ¿qué tal si cenamos? Espero no envenenarte.
Me senté debajo de la mesa mientras ellos cenaban y me dediqué a
escuchar a escondidas, sin demostrar el menor interés por la comida. Decidí
que tal vez Joe fuera atractivo, con aquel pelo tan rojo y aquellos ojos tan
azules, pero era muy aburrido. Hablaba continuamente de sí mismo, pero lo
que más me sacaba de quicio era que Claire parecía encandilada mientras lo
escuchaba. Por lo general era divertida, inteligente y encantadora, pero
durante la cena daba la sensación de tener la cabeza hueca, un poco como
las mujeres con las que solía salir Jonathan. Le daba la razón en todo, hasta
cuando él dijo que le gustaba ir a cazar. Yo sabía perfectamente que Claire
odiaba la caza. En una ocasión, poco después de que me instalara en su
casa, me había dicho que no le llevara ningún animal muerto, porque no le
parecía bien matar así porque sí. De haber podido hablar, le habría dicho
que esa es la forma en que los gatos demostramos cariño y afecto, pero me
limité a respetar sus deseos. Y allí estaba ahora aquel idiota, hablando de
temporadas de caza y de desplumar faisanes y Claire ni siquiera se
molestaba en decirle lo mismo que me había dicho a mí. Me entraron ganas
de regalarle un pájaro muerto, solo para darle una buena lección.
Sin embargo, me limité a quedarme debajo de la mesa, enfurruñado e
ignorado, hasta que ellos se levantaron y fueron a sentarse al sofá.
Empezaron a besarse de una forma algo inquietante, como si estuvieran
luchando entre sí. No sabía si interponerme entre ellos para defender a
Claire o no, aunque la verdad es que no parecía necesitar ayuda.
—Eres guapísima —dijo Joe, cuando consiguió apartar los labios de ella
un segundo.
—Y tú. Venga, vamos a la cama.
Subieron prácticamente corriendo la escalera, sin molestarse en
mirarme. Al parecer, los dos se habían olvidado por completo de mí.

Mientras contemplaba el cielo nocturno, me sentía más y más inseguro. Me


preocupaba que Claire y Jonathan no me consideraran indispensable y
esperaba de todo corazón que ese no fuera el caso. Incluso con cuatro
familias, la vida me seguía pareciendo incierta. Sobre todo ahora que, al
parecer, Jonathan y Claire habían encontrado «amigos» que no me
apreciaban. Era un giro de los acontecimientos que no había previsto.
Una cosa era conquistar a mis dueños y a otros gatos, pero aquellos dos
eran harina de otro costal. Incluso en Agnes, que al principio se había
mostrado increíblemente fría conmigo, había percibido un buen corazón. Y
lo mismo había ocurrido con Jonathan: sabía que en el fondo —muy en el
fondo, eso sí— era una buena persona. Pero no conseguía ver nada bueno ni
en Philippa ni en Joe y me aterraba la idea de que quisieran hacerme daño.
Capítulo veinticuatro

E ra una escena insólita: Franceska estaba llorando.


Aquel día Thomasz no tenía que ir a trabajar, así que
había salido con los niños para que Franceska pudiera tener
un poco de tiempo para sí misma y «se tumbara un rato
para relajarse». Franceska, sin embargo, no había hecho tal
cosa, sino que había cogido su ordenador y se había
preparado un café bien cargado antes de hablar con alguien a través de la
pantalla. Supuse que era su madre porque se parecía bastante a ella, aunque
tenía el pelo muy gris y bastantes arrugas en la cara. En un momento
determinado, me senté en el regazo de Franceska y las dos mujeres se
echaron a reír. Oí a Franceska pronunciar mi nombre y deduje que estaba
haciendo las oportunas presentaciones.
Hablaron en polaco durante bastante tiempo y luego Franceska se echó
a llorar. Ya hacía rato que yo había saltado de su regazo, pero volví a
acercarme a ella todo lo rápido que pude. Franceska me cogió en brazos y
me estrechó con fuerza. Sentí un gran cariño hacia aquella mujer, mucho
más que hacia cualquier otra persona de Edgar Road, y eso que no soy
precisamente dado a los favoritismos.
—Ay, Alfie —dijo sollozando de una forma que me partía el corazón—.
Echo tanto de menos a madre. Y a toda familia: padre, hermanas… A veces
pienso que nunca más los volveré a ver.
La miré y traté de transmitirle que la entendía. Y era cierto. Fuera a
donde fuera, siempre me acompañaba esa sensación de pérdida: la tenía
grabada en el pelo, en las patas y en el corazón.
—Quiero muchísimo a Thomasz y chicos. Sé que venido aquí para vida
mejor, que Thomasz gusta el trabajo. Es buen chef y aquí tiene oportunidad.
Sé que tenía ambiciones cuando casamos. Sé que quiere restaurante propio
y que conseguirá algún día. Tengo que apoyarlo. Y lo hago, pero estoy muy
sola y asustada.
Entendía perfectamente cómo se sentía.
—Estoy bien cuando están niños aquí, pero cuando estoy sola siento
muy triste. No quiero decir a Thomasz, porque trabaja mucho y se esfuerza
mucho por tener todo en orden. Aquí tiene mejor trabajo, pero Londres es
muy caro y él se preocupa. Todos nos preocupamos y a veces pregunto si
vale la pena. ¿Por qué no quedarnos en Polonia? Pero entiendo que él
quiere algo más. Para él, para mí, para niños.
Y mi Franceska, mi querida y preciosa amiga, ocultó la cara entre las
manos y se echó a llorar. Nos quedamos allí los dos durante lo que me
pareció una eternidad. Finalmente, me dejó despacio en el suelo, se puso de
pie y se dirigió al cuarto de baño. Se lavó la cara y se puso algo de
maquillaje, como solía hacer Claire. Luego se irguió y practicó la sonrisa
mientras se contemplaba en el espejo.
—Tengo que dejar hacer esto —dijo.
Me pregunté entonces si le ocurría muy a menudo y deseé que no fuera
así. Nunca había estado a solas con ella cuando se encontraba así. Le había
visto en varias ocasiones una mirada ausente, pero eso era solo cuando
conseguía robar unos pocos instantes para sí misma.
El timbre sonó justo después de que hubiera recobrado la compostura.
Bajó descalza los escalones enmoquetados. Polly estaba al otro lado de la
puerta, muy sonriente y con una botella de vino en la mano.
—¡Hola! —dijo Franceska, que parecía tan sorprendida como yo.
Polly raramente sonreía y aquella era, sin duda, la sonrisa más relajada
que yo le había visto jamás.
—¿Sabes qué? Hemos ido a buscar a Matt al trabajo y cuando
volvíamos a casa nos hemos encontrado con Thomasz, tu Thomasz. —
Estaba tan eufórica que respiraba con dificultad y se la veía más guapa que
nunca, si es que eso era posible—. Total, que se han puesto los dos a charlar
y ha salido el tema del fútbol y Matt ha invitado a Thomasz a ver no sé qué
partido en nuestra tele gigante, que es su mayor tesoro. Y no solo eso, sino
que se han comprometido los dos a dar de cenar a los niños. Lo que
significa que tú y yo tenemos una horita para nosotras, además de un poco
de vino. ¡Voilà!
Franceska pareció confusa al principio, pero luego sonrió.
—Será mejor que entres antes de que cambian idea —dijo, y las dos se
echaron a reír.
—Ya sé que no suelo alejarme mucho de Henry, pero desde que come
sólido está mucho mejor y, además, me he sacado un poco de leche. Así
pues, como ha dicho Matt, no hay razón para que no disfrute de un poco de
tiempo para mí sola. Por no hablar de una copa de vino.
Polly siguió a Franceska a la cocina y sirvió dos copas de vino.
—Na zdrowie —dijo Franceska, al tiempo que levantaba su copa.
—Supongo que eso significa «salud» —respondió Polly.
Se sentaron las dos en la salita y yo las imité. Traté de no mostrarme
dolido por el hecho de que Polly ni siquiera se hubiera fijado en mí, porque
no lo hacía casi nunca. Era como si siempre se fijara en mí en el último
momento, pero en su caso no era porque no me apreciara, sino porque en
aquel momento de su vida no apreciaba nada ni a nadie. En el fondo, sabía
que no era una mala persona, a diferencia de los últimos recién llegados a
mi vida.
—Bueno, ¿estás bien?
—Creo que sí. Ya sé que parece una barbaridad, pero no me he separado
de Henry desde que nació. Ni una sola hora. Bueno, algunas veces lo cuida
Matt mientras yo duermo, pero jamás en una casa distinta. Esto es lo
máximo que me he alejado de él.
—A veces, madres también necesitamos un descanso.
—Sí, es verdad. Pero cuando lo hago me siento culpable.
La mirada de Polly se ensombreció, como si su alegría anterior se
hubiera esfumado.
—La culpa maternal aparece en cuanto quedas embarazada —dijo
Franceska, que se echó a reír sin demasiado entusiasmo.
—Supongo, es lo mismo que me dijo mi madre. La echo mucho de
menos —admitió Polly, con un destello de tristeza en la mirada.
—Y yo a mía. Mucho.
—Pues ya ves, tenemos mucho en común —sonrió Polly.
Tenía unos dientes perfectos y blanquísimos. Estaba convencido de que
aquella mujer podría haber sido modelo.
—En ese caso, mejor aceptar regalos cuando maridos nuestros los
ofrecen. El mío demasiado ocupado para hacer esto a menudo.
—Y el mío. Vale, basta de lamentarse, vamos a disfrutarlo. Solo
tenemos una hora, así que es mejor que la aprovechemos al máximo.
—Eso. ¿Sabes, Polly? Eres mi primera amiga inglesa.
—Y tú eres mi primera amiga en Londres, y la única amiga polaca que
tengo, además. Me alegra que vivas justo al lado.
Se estaban poniendo sentimentales las dos y yo también estaba un poco
emocionado. Era uno de esos días en los que todo me afectaba.

Cuando Polly se marchó, solo se habían tomado un par de copas de vino,


pero estaban las dos muy felices y risueñas. Thomasz volvió a casa con los
niños y Polly se marchó con el mismo aspecto feliz que lucía al llegar.
—Adiós, Frankie —dijo, besando a su amiga en ambas mejillas y
dirigiéndose a ella por aquel diminutivo cariñoso, que a Franceska le
gustaba más.
—Matt es muy agradable —dijo Thomasz cuando se quedaron solos.
—Familia muy agradable. Podemos ser amigos.
—Sí. Yo pensaba que nos miraban mal porque nosotros polacos —dijo
Thomasz, mientras el rostro se le ensombrecía.
—Lo sé, pero no todo mundo así. Tenemos suerte de que nuestros
vecinos no son así —dijo Franceska, con la mirada empañada.
—Pero hay otros que…
—No hablemos de eso ahora, Thomasz. No quiero hablar de eso —dijo
Franceska, con una expresión tensa en el rostro.
—Lo siento, pero creo que debemos hablar.
—Solo es una mujer, se cansará pronto. Una vieja, no entiende mundo
moderno.
—Pero nosotros no cobramos prestaciones, no quiero que te
avergüencen en calle.
—Déjalo, Thomasz, por favor. Nunca tienes día libre, no lo estropees
con esas cosas.
Franceska se marchó de la salita para ir a ver a los niños y yo me
pregunté qué habría querido decir, qué era lo que me había perdido. Daba la
sensación de que alguien le había dicho algo desagradable a Franceska. Si
descubría quién había sido, le escupiría y le arañaría por haber entristecido
a mi Franceska.
Cuando me senté delante de la puerta para que me dejaran salir, tenía
más preguntas que respuestas, pero era hora de ir a ver qué tal estaban
Claire y Jonathan. Y, sobre todo, era hora de ver qué me habían preparado
para cenar.
Capítulo veinticinco

L a cosa iba a peor y yo me estaba convirtiendo en un


gato muy preocupado. Hasta ese momento, mi plan
había sufrido algún que otro revés, pero en conjunto había
salido a pedir de boca. Durante el último mes, sin embargo,
todo había empezado a ir mal.
Jonathan pasaba cada vez más tiempo fuera de casa y,
por lo general, se le olvidaba dejarme comida. Luego,
cuando volvíamos a vernos, parecía muy arrepentido
aunque no dejaba de sonreír como un tontorrón, así que no me creía ni una
palabra de lo que decía. De repente, se lo veía de lo más feliz con la
malvada Philippa. Y ella no parecía muy contenta conmigo. Cuando venía a
nuestra casa, montaba un número cada vez que yo me subía a los muebles y
no dejaba de repetir lo antihigiénico que era yo. Una mentira podrida,
porque en realidad soy uno de los gatos más limpios del mundo. Yo estaba
muy orgulloso de mi aspecto, pero no había forma de gustarle a Philippa.
La tarde anterior había llegado a casa de Jonathan a la hora de cenar. Ella
—Philippa— estaba sentada en el sofá —mi sofá— junto a Jonathan. Él leía
un periódico enorme y ella una revista; estaban los dos allí sentados como si
ya llevaran mucho tiempo juntos. Me sentí tan irritado que se me erizó el
pelo. Jonathan alzó la vista.
—Alfie, me preguntaba dónde te habías metido. Te he dejado un poco
de comida en la cocina.
Lo observé, perplejo. Al pasar por la cocina, no había visto comida.
—Ah, no, la he metido en la nevera. Es muy desagradable eso de dejar
comida por ahí —dijo Philippa.
Le dediqué una mirada de lo más hostil y hasta Jonathan arqueó las
cejas. Se levantó y se dirigió a la cocina. Lo seguí. Abrió la nevera, cogió
mi comida y la dejó en el suelo.
—Lo siento, amigo —dijo mientras regresaba al salón.
Cuando terminé de comer, los encontré a los dos sentados en el mismo
sitio. Salté al regazo de Jonathan para darle las gracias por la comida.
—¿No te molesta? —preguntó Philippa, mientras observaba a Jonathan
con una mirada de desaprobación.
Si he de decir la verdad, la expresión de aquella mujer era de lo más
altanera.
—No, en absoluto. Es un gato muy bueno.
—A mí no me parece muy sensato dejar que los animales suban a los
muebles.
—No pasa nada, no suelta mucho pelo.
Me resultaba gracioso oír a Jonathan defenderme. Al fin y al cabo,
cuando nos habíamos conocido me había lanzado toda clase de reproches y
no quería ni verme encima de sus muebles. Para ser exactos, no quería ni
verme en su casa.
—Bueno, pues a mí no me parece buena idea. ¿Qué hace cuando tú te
vas a trabajar? ¿Dónde ha pasado la noche?
Me entraron otra vez ganas de arañarla. Pero ¡qué maleducada!
—Pues hace lo mismo que todos los gatos. Cazar y pasear por ahí con
otros gatos. Se le ve feliz y, tarde o temprano, siempre vuelve a casa, así
que ¿por qué preocuparse?
—Para las personas como nosotros, no es práctico tener una mascota —
dijo—. Pero si a ti no te molesta no saber adónde va…
—¿Por qué tengo la sensación de que estamos hablando de un
adolescente y no de un gato? —dijo, echándose a reír.
Ella le dedicó una sonrisa tan tensa que, por un momento, tuve la
sensación de que se le iba a partir el rostro.
—En fin, Jon, ¿te importa llevarme a casa? Me encantaría quedarme y
seguir hablando del gato, pero tengo que preparar cosas para el trabajo.
—Claro, cariño. Voy a buscar las llaves. Pero tendré que volver
enseguida: tengo que revisar unos números.
Cuando Jonathan se fue a buscar las llaves, Philippa me observó con
una mirada ciertamente desagradable. Le bufé y ella se echó a reír.
—No te creas que puedes competir conmigo —me ladró.
Cuando Jonathan regresó, instantes después, ella parecía tan
encantadora como siempre.
Lo más triste de todo era que cuando se iban a la cama, yo me quedaba
sin mi manta de cachemira. En una ocasión los seguí hasta el dormitorio y
Philippa empezó a gritar como si yo pretendiera matarla. ¡Ojalá pudiera!
Jonathan me cogió, me dejó en el descansillo de la escalera y cerró la
puerta, impidiéndome así la entrada. Al parecer, solo me quería cuando ella
no estaba.
Y aunque Jonathan hacía caso omiso de las críticas de Philippa hacia
mí, en realidad yo no tenía la sensación de que estuviera de mi parte, lo cual
me resultaba decepcionante. Durante un tiempo, yo había sido su único
amigo y, al parecer, ya se le había olvidado. ¡Menudo Judas!

Con Claire tampoco me iba mucho mejor. Mi querida y dulce Claire estaba
tan locamente enamorada de Joe que, al parecer, él se creía el amo del
universo. Cada vez que aquel tipo abría la boca, Claire le daba la razón o se
echaba a reír como si hubiera dicho algo muy divertido, cuando casi nunca
era así. El problema de aquella relación era que siempre era Joe quien venía
a nuestra casa. Decía que la suya era muy pequeña y que tenía un
compañero de piso muy quisquilloso, así que desde aquella primera cena
había pasado muchísimo tiempo en casa de Claire. En realidad, daba la
sensación de haberse instalado. Y si bien no decía nada malo de mí delante
de Claire, era mucho peor que Philippa, porque fingía que yo le gustaba y
luego, cuando ella no estaba, me miraba como si yo fuera auténtica basura.
En una ocasión, hasta había tratado de apartarme de una patada. Había
conseguido esquivarlo solo gracias a mi rapidísima capacidad de reacción,
cosa que lógicamente lo había enfurecido aún más. Sin embargo, nunca se
comportaba así delante de Claire. Y si bien Claire se aseguraba de que
nunca me faltara comida, la verdad es que prácticamente me ignoraba
cuando Joe estaba en casa. Ya no era bienvenido. Y yo sabía cuándo estaba
de más.
En mi Margaret había podido confiar siempre, pero en aquellas personas
no. Le pregunté a Tiger al respecto, pero no supo responderme. Sus dueños
nunca se iban sin antes ocuparse de ella y no eran personas mezquinas. Pero
es que ambos eran grandes amantes de los gatos. Deseé que tanto Jonathan
como Claire lo fueran. Sabía que para tener el futuro asegurado, debía
expulsar a Joe y a Philippa de mi vida y, por tanto, también de las vidas de
Claire y Jonathan. Lo malo es que no tenía ni la más remota idea de cómo
conseguirlo.
Mi otro problema era el tiempo. Siempre había sido un gato amante del
buen tiempo, hasta que me había visto en la calle. Me había enfrentado a los
elementos y había sobrevivido, pero como es lógico odiaba el mal tiempo.
Llevaba toda la semana lloviendo. Según Claire, era porque el verano había
empezado muy pronto, pero yo no entendía por qué eso provocaba lluvias.
La lluvia era incesante y los chaparrones intensos, por lo que solo me había
aventurado a ir hasta el número 22 en una ocasión. Así, ya hacía unos
cuantos días que no veía ni a Franceska, ni a Polly ni a los demás. Me
quedaba en el alféizar de Claire o de Jonathan y, desde allí, contemplaba
con el corazón apesadumbrado la lluvia que azotaba los cristales.
Estaba en casa de Claire, mirando por la ventana, cuando bajaron Joe y
ella.
—Lo siento, cariño, pero le doy de comer a Alfie y luego me voy
corriendo, tengo una reunión a primera hora.
—¿No tienes tiempo para tomar un café conmigo? —preguntó él.
—Si llego tarde es por tu culpa —se echó a reír ella—. ¿Te importa si
me voy y te tomas tú el café?
—En absoluto —dijo él, al tiempo que le pellizcaba el trasero y sonreía.
No me lo podía creer: Claire fue a la cocina para dejarme la comida,
luego se puso el abrigo y se marchó. Joe esperó a que se marchara y
después me miró.
—No te apetecerá pasear bajo la lluvia, ¿verdad? —dijo. Maullé,
intranquilo—. Pues te fastidias.
Me cogió por el cuello sin la menor delicadeza y me lanzó desde la
puerta. Aterricé sobre las patas, pero estaba disgustado: me dolía el cuello
justo por donde me había agarrado y, encima, me estaba mojando.
Temblando de rabia, me marché ofendidísimo.
Puesto que ya estaba mojado, pensé que podía arriesgarme a ir a ver qué tal
estaban mis amigos del número 22. Tenía el pelo completamente empapado
cuando llegué. Maullé y arañé la puerta de Franceska, pero nadie me abrió.
En el piso de Polly tampoco se oía nada, así que supuse que habían salido
todos juntos. Hacía tan mal tiempo, sin embargo, que no entendí por qué
bigotes se les habría ocurrido salir. Me sentía muy desanimado. Cuando la
lluvia empezó a remitir, me dirigí al estanque del parque. El día había
empezado tan mal que decidí animarme un poco intentando cazar alguna
mariposa o pajarillo. No se me ocurrió pensar que tanto unas como otros se
habrían resguardado de la lluvia, y al llegar al estanque lo encontré desierto.
Así pues, me contenté con perseguir mi reflejo. Me acerqué al agua todo lo
que pude, pero la hierba estaba embarrada y, casi sin darme cuenta, resbalé.
Utilicé las garras para tratar de sujetarme a la orilla, pero no sirvió de nada.
El suelo estaba tan resbaladizo que por más que tratara de alejarme de las
oscuras aguas, lo único que conseguía era deslizarme más y más hacia las
gélidas profundidades. Maullé lo más alto que pude, aterrado, pues no sabía
qué hacer en caso de caerme al frío estanque. No sabía nadar y no tenía ni
idea de cómo salir de allí. Busqué desesperadamente la orilla, mientras veía
esfumarse otra de mis siete vidas. Traté de aferrarme a algo —lo que fuera
— con las patas. Grité tan alto como pude, pero toda esperanza me
abandonó cuando comprendí que ya no podía resistir más y me precipité de
cola al estanque. Choqué ruidosamente contra el agua. Lo primero que noté
al hundirme fue el frío. Chillé de nuevo mientras intentaba salir del agua,
pero no conseguía mantener la cabeza a flote. Las fuerzas me empezaron a
abandonar y creí que me iba a ahogar.
—¿Eres tú, Alfie? —gritó una voz que me resultaba familiar.
Conseguí asomar un instante la cabeza a la superficie y vi a Matt.
Intenté gritar de nuevo, pero no me salió sonido alguno. Lo único que oía
era el chapoteo del agua mientras subía y bajaba la cabeza.
—Intenta nadar, Alfie, para que pueda cogerte —gritaba Matt.
Intenté chapotear desesperadamente con las patas y vi a Matt, que
estaba arrodillado sobre el barro y trataba de inclinarse hacia delante.
—Tengo un palo, intenta cogerlo —dijo.
Lo vi un instante agitar una rama en mi dirección. Intenté sujetarme a
ella con las patas, pero estaba demasiado lejos y volví a hundirme. Cuando
conseguí de nuevo salir a la superficie, vi que Matt estaba prácticamente
dentro del estanque.
—Alfie, ya casi estoy. Quédate quieto, por favor —lo oí decir, en tono
suplicante.
Noté un brazo que intentaba sujetarme y después el agua me arrastró de
nuevo. Ya no me quedaban fuerzas, pero traté desesperadamente de
alcanzar la superficie una vez más. Ya tenía los ojos cerrados cuando un
brazo me agarró. Chillé cuando Matt me sujetó con fuerza y, de repente, se
hizo el silencio. Al abrir los ojos, me encontré en la orilla del estanque,
encima de Matt, que estaba empapado de lluvia y cubierto de barro.
—Ay, señor, pensaba que te había perdido —dijo, al tiempo que me
estrechaba entre los brazos.
Estaba tan agotado que ni siquiera podía maullar. Me desplomé entre
sus brazos.
—Te llevaré a casa para secarte y ver si tenemos que ir al veterinario.
Sentí un gran alivio, pero estaba tan débil que ni siquiera me moví.
Cuando llegamos al piso de Matt, me llevó al cuarto de baño, me
envolvió en una suave toalla y fue a cambiarse de ropa. Me acurruqué en la
toalla, demasiado débil aún como para moverme. Matt me llevó despacio a
la salita y me dejó sobre el sofá. Luego me trajo un cuenco lleno de leche y
me la bebí toda, agradecido.
—¿Qué has hecho para caerte al estanque? —me preguntó. Chillé—.
Bueno, a partir de ahora no te acercarás cuando esté mojado y lleno de
barro. Pobrecito. ¿Ya estás mejor?
Ronroneé. Poco a poco iba recuperando las fuerzas y Matt me hacía
sentir bien. Estaba enfadado conmigo mismo por haberme arriesgado, pero
al menos aún me quedaban cinco de mis siete vidas.
—¿Te estás preguntando dónde están todos? ¿Polly, Franceska y los
niños? —dijo. Maullé en voz baja—. Se han ido. Franceska se ha ido unas
semanas a Polonia con los niños. Thomasz reservó el viaje para darle una
sorpresa. Polly cogió un virus y pensamos que era mejor que se fuera a casa
de su madre hasta que se recuperara. Yo iré todos los fines de semana hasta
que ella pueda volver. —Me acarició el pelo, ya casi seco—. Se supone que
esta tarde trabajo desde casa, ¡así que puedes quedarte a hacerme compañía!
Se mostraba tan alegre y amable que me sentí momentáneamente mejor.
Le estaba muy agradecido a Matt, pero me entristecía que ni Franceska ni
Aleksy estuvieran allí para consolarme tras aquella experiencia casi mortal.
Sabía que me estaba compadeciendo de mí mismo, básicamente por culpa
del odioso Joe, pero la bondad de Matt me había hecho sentir mejor. Noté
que la soledad empezaba a regresar en parte: echaba de menos a mis
familias.
Lógicamente, no habían podido decirme que se marchaban debido a que
en los últimos días no los había visitado por culpa del mal tiempo. Por la
última vez que había visto a Franceska, sabía que necesitaba a su madre y
también que Polly necesitaba algo. Así que traté de ser un poco menos
egoísta y pensé que, si bien se habían marchado, tarde o temprano
volverían. Solo serían unas pocas semanas, lo cual no era mucho tiempo ni
siquiera para un gato tan inseguro como yo.
Tras beber la leche, me hice un ovillo y me quedé dormido en el sofá de
Matt y de Polly. Soñé con todas las personas a las que amaba. Con las del
pasado, Margaret y Agnes, y con las del presente: Claire, Jonathan,
Franceska, los niños, Polly, Matt y Henry. Que las cosas no fueran perfectas
no me daba derecho a quejarme. No había pasado tanto tiempo desde que
estaba completamente solo, así que debía dar gracias por encontrarme
donde me encontraba.

Me desperté varias horas más tarde, algo más seco y recuperado. Me sacudí
y bajé del sofá. Dejé allí la toalla, mojada a causa de mi pelo aún húmedo.
Salté al regazo de Matt para llamar su atención y luego me dirigí a la
puerta.
—Ah, ¿quieres irte? —Sonrió—. Bueno, al menos eso significa que ya
estás bien. Es curioso, pero todos nos preguntamos adónde vas cuando te
marchas. Supongo que tienes otro hogar en el que te esperan. —Ladeé la
cabeza y Matt abrió la puerta—. Adiós, Alfie, ven a vernos cuando quieras.
Fui a casa de Claire y esperé a que volviera del trabajo. Aún
conmocionado por los acontecimientos de aquella mañana, me enrosqué en
mi camita y traté de calentarme. Aunque ya estaba seco, seguía teniendo
frío después de haberme mojado y aún estaba un poco traumatizado.
Oí las llaves de Claire en la cerradura y al poco entró en casa. Estaba
sola, así que me acerqué para saludarla con muchos mimos. Necesitaba su
cariño. Lo necesitaba de verdad, más que nunca. Ella me recompensó con
un afectuoso abrazo antes de dejarme de nuevo en el suelo, y procedió a
prepararme la comida.
—Hoy estás muy mimoso —dijo, al tiempo que me dejaba la comida
sobre la esterilla. Me quedé prácticamente pegado a sus piernas—. Bueno,
no es que me moleste —se echó a reír—. Pero últimamente tenía la
sensación de que estabas enfadado conmigo. Tash dice que a lo mejor estás
celoso porque le dedico mucha atención a Joe.
Quise decirle que Tasha se equivocaba. No estaba celoso, estaba
enfadadísimo. Pero, lógicamente, solo pude maullar y no estaba seguro de
poder transmitirle así lo que sentía.
—Ay, Alfie, tú sigues siendo mi chico preferido —dijo, al tiempo que
me hacía cosquillas—. Pero prometo esforzarme más para que no se te
olvide.
Se echó a reír otra vez y me entraron ganas de decirle que a mí no me
parecía un asunto gracioso.
Mientras yo comía, le sonó el teléfono.
—Ah, hola, Tasha, gracias por llamar —dijo alegremente. Se produjo
una pausa—. No, lo siento, quería ir a la reunión del grupo de lectura, pero
Joe me ha llamado mientras volvía a casa y me ha dicho que ha tenido un
día malísimo en el trabajo. Le he dicho que viniera a casa, así que esta
noche no puedo ir. —Otra pausa—. No, claro que no lo antepongo a mis
amigos, pero es que parecía tan desanimado… Parece que un cliente se ha
quejado de él. No sé, muy desagradable. —Otra pausa—. Ay, gracias, eres
muy comprensiva. Quedamos mañana para tomar algo, ¿vale? Te prometo
que no te daré plantón.
Me enfadé con Tasha. ¿Por qué era tan comprensiva? ¿Y por qué tenía
Claire que anteponer a aquel tipo tan odioso a los demás? Decidí que él era
el culpable de que yo casi me hubiera ahogado. Al fin y al cabo, era él quien
me había echado de casa aquella mañana.
Cuando Joe llegó, Claire ya se había cambiado de ropa, se había puesto más
maquillaje y había ordenado su ya impecable casa.
—Hola —le dijo mientras le daba un cariñoso abrazo.
—¿Tienes cerveza? —dijo él, sin devolverle el gesto ni molestarse en
decir hola.
—Sí, te la he comprado. Te traigo una —dijo.
Parecía perpleja y dolida. Oí de nuevo la señal de aviso. Ya no se
mostraba tan amable con ella como cuando habían empezado a verse. En
realidad, no era solo que no me apreciara a mí, sino que estaba empezando
a comportarse como si tampoco apreciara a Claire. No era la clase de
hombre que yo quería para Claire. De repente, tuve miedo de que aquello
no tuviera que ver simplemente con mi frágil ego, de que fuera algo más
grave. Joe se sentó en el sofá y encendió la tele con el mando a distancia.
Claire le llevó la cerveza y se sentó a su lado.
—Bueno, ¿quieres hablar de lo que ha pasado? —le preguntó
tímidamente.
—En realidad, lo que quiero es ver el partido de fútbol. Está a punto de
empezar. ¿Ya has hecho la cena?
—No, tenía pensado ir a la reunión del grupo de lectura cuando me has
llamado, así que no tengo nada.
—Vale. Bueno, ¿y si pedimos comida china?
—Ah. Vale, ¿qué te apetece?
Parecía tan dolida por la frialdad de Joe que la compadecí. Aquel tipo ni
siquiera se había molestado en decir por favor o gracias.
—Costillas, cerdo agridulce y arroz frito con huevo.
Joe se concentró de nuevo en la tele y Claire abandonó la salita. La
seguí mientras se dirigía a la cocina, abría un cajón y cogía la lista de
comida a domicilio. Me restregué contra sus piernas.
—Está así porque ha tenido un mal día en el trabajo —me susurró.
A modo de respuesta, bufé. Estaba así porque era un tipo despreciable.
Se estaba demostrando que yo tenía razón. Había intuido que era una mala
persona nada más verlo. Mi instinto gatuno me lo había dicho y mi instinto
gatuno no fallaba nunca.
Todo en él era fingido: había fingido que yo le gustaba, había fingido ser
amable con Claire. Pero ahora se estaba desprendiendo de su amabilidad. Al
parecer, a Claire no se le daba bien elegir a los hombres, aunque era
evidente que conmigo había dado en el clavo. Sin embargo, Claire
desconocía mi regla número uno en esta vida: nunca te fíes de un hombre al
que no le gustan los gatos.
Quería ver a Jonathan, pero no me atrevía a dejar a Claire en una
situación tan delicada. Tenía la sensación de que me iba a necesitar más que
nunca. Mientras esperaba que trajeran la comida, sentada en silencio al lado
de Joe, me pareció obvio que se sentía aturdida y confusa. Cuando llegó la
comida, Joe ni siquiera se movió ni se ofreció a pagar. Fue Claire quien
pagó y puso la comida en los platos.
—¿Vienes a comer? —le preguntó, mientras preparaba la mesa.
—Estoy viendo el partido, ¿no puedo comer aquí? —le espetó él.
Claire lo observó con una mirada triste.
—No me gusta comer en el sofá, la verdad —dijo ella, de nuevo con
voz tímida—. Y desde aquí puedes ver la tele.
—Oh, por el amor de Dios —gritó él en tono agresivo.
Claire dio un respingo y yo me erguí todo lo que pude para bufarle.
—A mí no me bufes —dijo Joe, poniéndose de pie.
Claire parecía confusa, pero a mí Joe no me daba miedo. Le escupí y
bufé de nuevo.
—¡Bola de pelo pulgosa! —me gritó, como si se dispusiera a matarme.
Me hice un ovillo y maullé, asustado.
—Pero ¿tú qué te has creído, Joe? ¿Por qué le gritas así a Alfie? —dijo
Claire, en tono bajo pero firme.
Joe la miró y me di cuenta de que estaba planeando el siguiente
movimiento.
—Lo siento —dijo, aunque en realidad no parecía sentirlo—. Lo siento,
no debería haberle gritado. Lo siento, Alfie, sabes que yo nunca te haría
daño. Es por el trabajo, que es un horror. Claire, lo siento muchísimo.
Vamos a cenar. Te compensaré, te lo prometo.
Claire no parecía muy convencida, pero lo siguió y se sentaron juntos a
la mesa. Joe le cogió una mano.
—Lo siento, lo siento de verdad, cariño —dijo.
Su falsedad era casi palpable.
—No pasa nada. Pero… ¿por qué no me lo cuentas? ¿Qué ha pasado en
el trabajo?
—Un cliente mío cometió un error tremendo. Se ve que no entendió
bien el presupuesto de la campaña y ahora, al ver la factura que le hemos
enviado, se ha puesto hecho una fiera. Y para no reconocer que se equivocó
él, me está echando la culpa a mí.
—Es horrible.
—El problema es que es un buen cliente y nos está amenazando con
buscarse otra agencia. Así que, por lo que respecta a nuestra agencia, me he
convertido en el chivo expiatorio. Me han suspendido de empleo y sueldo
mientras se abre una investigación, bla bla bla.
—Pero se descubrirá la verdad, ¿no? —dijo Claire, que parecía muy
preocupada.
—Claro, todo irá bien, es puro politiqueo, pero mientras tanto me han
dicho que no vaya a trabajar la próxima semana. Es humillante, de verdad.
—Lo entiendo, cariño, y sabes que estoy de tu parte.
—Lo siento muchísimo y te estoy muy agradecido, de verdad —dijo Joe
sonriendo.
Había recuperado su aspecto encantador y Claire bebió de él como si
fuera un platillo lleno de leche. Quise gritarle, decirle que aquel tipo no era
más que un montón de basura. Ya me imaginaba la clase de apoyo que
necesitaba: mucha comida china y mucho fútbol en la tele mientras ella le
llevaba una cerveza tras otra. Ya había oído hablar antes de esa clase de
hombres.
Mi instinto gatuno me dijo que el propio Joe era la causa de sus
problemas en el trabajo. Todo era culpa suya, sin la menor duda, y en ese
momento comprendí que no era lo bastante bueno, ni de lejos, para mi
Claire.
Capítulo veintiséis

E staba en casa de Jonathan, esperando a que regresara


del trabajo y rezando para que no tardara mucho.
Había transcurrido otra semana y las cosas habían
empeorado aún más. Cuando mi instinto gatuno me había
dicho que Edgar Road era el lugar perfecto, había creído
que mis problemas se habían acabado para siempre. La
ilusión por encontrar nuevos hogares y nuevas familias ya se había
esfumado mucho tiempo atrás. Ahora tenía demasiadas preocupaciones,
demasiadas incertidumbres, pero estaba tan implicado emocionalmente en
las vidas de mis nuevos amigos que no podía marcharme sin más. Por no
hablar, claro, de que no tenía ningún otro lugar al que ir.
Echaba de menos a las familias del número 22. No tenía mucho sentido
ir de visita, pues aún no habían regresado. De vez en cuando, sin embargo,
no podía evitar acercarme hasta allí para echarlos de menos.
Ir a casa de Jonathan no estaba tan mal. A pesar de que la despreciable
Philippa pasaba allí mucho tiempo, no me importaba demasiado. Al menos,
sabía lo que sentía hacia mí, y si bien conmigo no se mostraba amable, con
Jonathan sí. Bueno, casi siempre, excepto cuando lo estaba mangoneando
(cosa que hacía a menudo). A él, sin embargo, no parecía importarle mucho.
Cuanto más tiempo pasaba con los humanos, más me costaba entenderlos.
Esa noche, cuando Jonathan volvió a casa, me mimó muchísimo, lo cual
me sorprendió.
—Philippa se ha ido de viaje por el trabajo, así que los próximos días
vamos a estar tú y yo solos.
Me relamí los labios, contentísimo. No debería haberme mostrado tan
feliz: al fin y al cabo, Jonathan solo me quería porque la tonta de su novia
estaba de viaje, pero yo le agradecía que me demostrara afecto y cariño.
Decidí aprovechar al máximo aquel tiempo juntos. Si Jonathan recordaba de
nuevo lo encantador que yo era, tal vez no le permitiera a Philippa volver a
criticarme ni decirme cosas feas.

Si bien de vez en cuando me acercaba a ver qué tal estaba Claire (y el cada
vez más vago Joe), Jonathan y yo pasamos unos estupendos días juntos.
Restablecimos nuestro vínculo a través del tacto y del olfato y hasta le llevé
un par de regalitos para demostrarle que volvía a ser santo de mi devoción.
Lo curioso era que, si bien Jonathan hablaba con Philippa todas las
noches, a mí me daba la sensación de que era más feliz sin ella. Era raro,
pero cuando Philippa estaba en casa, él siempre parecía tenso, o se
mostraba excesivamente educado, pulcro y ordenado. Cuando ella no
estaba, sin embargo, se ponía el chándal, dejaba los platos sucios para el día
siguiente y, en general, se lo veía mucho más relajado. Por otro lado, no sé
si el desorden era bueno o no, pues yo nunca he sido un gato descuidado. El
caso es que no dejaba de preguntarme cómo pueden ser tan estúpidos los
humanos. Claire era mucho más feliz antes de conocer a Joe y Jonathan era
mucho más feliz sin Philippa. Cuando Claire había vuelto, después de ir a
visitar a su madre, se había concentrado en su amistad con Tasha y en el
grupo de lectura y yo la había visto feliz. Pero ahora que estaba con Joe,
volvía a faltar algo: la chispa había desaparecido. A Jonathan, por otro lado,
lo veía nervioso cuando Philippa estaba en casa y, de hecho, parecía
contento de que se hubiera marchado.
No entendía a los humanos, por mucho que me esforzara.
A lo largo de los siguientes días, Jonathan y yo establecimos una
especie de rutina. Me aseguraba de seguir pasando el suficiente tiempo con
Claire, pero estaba con Jonathan mucho más que con ella. Comíamos juntos
y, sí, me daba tanto pescado fresco que me parecía estar en el paraíso. Ni
siquiera echaba de menos las sardinas. Veíamos juntos la tele: él se
despatarraba en el sofá con una cerveza y yo me acurrucaba a su lado y le
permitía que me acariciara distraídamente. Nos íbamos juntos a dormir y
pude disfrutar de nuevo de la manta de cachemira. Y me hablaba, también:
del trabajo, que le gustaba mucho; de sus nuevos amigos, con los que salía
de copas el fin de semana; y del gimnasio, al que iba con mucha frecuencia
porque no quería «dejarse». De lo único que no me hablaba era de Philippa,
lo cual en realidad lo decía todo.
Pero aun así, todas las noches charlaban por teléfono y él terminaba la
conversación diciéndole que la echaba de menos. Incluso le decía que la
quería. Me parecía asombroso, porque en realidad yo no creía que la
quisiera de verdad.
Fue justo entonces cuando empecé a urdir otro plan. Todas las
experiencias vividas me habían hecho cambiar y me habían proporcionado
nuevas ideas, de modo que empecé a ver claramente lo que debía hacer.
Jonathan no podía ser verdaderamente feliz con Philippa y Joe no era lo
bastante bueno para mi Claire, así que se me ocurrió la brillante idea de
emparejar a Jonathan y a Claire. Al fin y al cabo, ¡Franceska y Polly se
habían hecho amigas gracias a mí! Tanto Claire como Jonathan me querían
y yo sabía que estaban hechos el uno para el otro. Solo tenía que pensar en
la forma de conseguir que se conocieran.
Un día empecé a maullar a voz en grito, como si hubiera ocurrido algo,
para que Jonathan me siguiera hasta la calle justo cuando yo sabía que
Claire pasaría por allí cerca. Pero entonces le sonó el móvil y, cuando por
fin terminó de hablar, ya era demasiado tarde para forzar un encuentro. En
otra ocasión, traté de que Claire me siguiera hasta la casa de Jonathan, para
lo cual chillé y eché a correr. Pero Claire creyó que estaba jugando y me
dijo que no hiciera «payasadas». Después de eso, no se me ocurrió nada
más para conseguir que se conocieran, pero soy un gato muy obstinado y no
estaba dispuesto a renunciar.
No podía renunciar, en realidad. Estaba muy, pero que muy preocupado
por Claire. Joe no había salido de la casa de Claire desde la noche de la
comida china. Bueno, en realidad sí había salido, pero solo para ir a buscar
sus cosas. Se pasaba todo el día sentado viendo la tele, comiéndose la
comida de Claire. Cuando ella regresaba por la noche, la trataba mal; luego
le pedía perdón y le decía que estaba estresado por su situación laboral.
Había intentado darme patadas en varias ocasiones y, si bien hasta el
momento yo había conseguido esquivarlo, se estaba volviendo más y más
agresivo. No podía marcharme, porque estaba preocupado por Claire, pero
la verdad es que estar en aquella casa me ponía cada vez más nervioso.
No había ni rastro de Tasha y yo la echaba de menos. Solo estaba Joe,
sentado en el sofá de Claire —y, al parecer, nada dispuesto a moverse de
allí—, y la propia Claire, correteando a su alrededor como un tímido
ratoncillo.
Por la forma en que Joe la trataba, supe que tenía que echarlo de
nuestras vidas cuanto antes. Pero era como si Joe la hubiera hechizado.
Claire ya no parecía feliz, pero creo que ni siquiera se daba cuenta, pues
cada vez dedicaba más tiempo a intentar complacer a Joe. Otra
contradicción de los humanos que no conseguía entender. Ojalá hubiera
podido hablar con Tasha, porque estoy convencido de que entre los dos
habríamos ideado algo. Estaba seguro de que ella se habría dado cuenta de
lo que le estaba ocurriendo a su amiga, pero claro, no había nada que yo
pudiera hacer. Así que me convertí en un gato invisible, sigiloso. Aprendí a
esconderme detrás de los muebles para apartarme del camino de Joe, pero
siempre con las orejas bien tiesas para no perder detalle. Joe hablaba mucho
por teléfono cuando Claire no estaba en casa: así fue como supe que no iba
a recuperar su trabajo porque, tal y como yo había intuido desde el
principio, todo había sido culpa suya. Además, me constaba que no tenía la
menor intención de marcharse de la casa de Claire, puesto que ya había
dejado su piso. Las cosas se estaban complicando cada vez más.
Solo me dejaba ver cuando Claire estaba en casa. Aún me mimaba y me
daba de comer, pero yo me daba cuenta de que la presencia de Joe estaba
empezando a afectarla. Siempre parecía cansada y angustiada y, desde
luego, había empezado otra vez a perder peso.
Esa noche, cuando volvió a casa, lo primero que Joe le preguntó era qué
había para cenar.
—He comprado filete —respondió ella, como si estuviera muy cansada.
—Vale. Avísame cuando esté listo.
Cuando Claire estaba en casa, él se dedicaba a ver la tele y a beber
cerveza, y dejaba que ella lo hiciera todo. No ordenaba la casa ni limpiaba,
no hacía la compra ni cocinaba. Y ella jamás le decía nada, aunque yo sabía
que debía de molestarle muchísimo, pues era la personificación del orden.
Tanto que hasta yo había aprendido a no dejar mis juguetes tirados por ahí.
Estaba convencido de que Joe jamás se marcharía, pero lo peor de todo
era que no creía que Claire llegara a pedírselo nunca. Me daba cuenta de
que no podía dejarla en manos de aquel hombre despreciable en el que ni yo
confiaba. Mi tarea en aquella calle, por tanto, era cada vez más importante:
en los momentos aciagos era cuando más se me iba a necesitar.
Me preguntaba, prácticamente a diario, cómo había llegado hasta allí.
Había pasado de un hogar acogedor y sencillo con Margaret a una lucha por
la supervivencia y, finalmente, a una vida repartida entre dos hogares
principales y otros dos a tiempo parcial. Y, por si eso fuera poco, todos mis
amigos parecían sumidos en el caos. Yo era solo un gato, por favor. No
podía lidiar con tantos problemas.
Capítulo veintisiete

M enos mal. ¡Por fin había llegado el día del regreso!


Mientras me dirigía al número 22, vi a Polly a
través de la ventana de su piso. Tenía a Henry, que parecía
dormido, en brazos. Vi también que Franceska y los niños
estaban con ella. Salté al alféizar de la ventana y oí a
Aleksy gritar alborozadamente «Alfie». Franceska le dijo
algo a Polly y esta se acercó a la puerta para abrirme.
Ah, qué bienvenida. Aleksy se me echó encima, lo mismo que
Thomasz. Me fijé en que este último parecía haber crecido. Franceska me
sonrió mucho y hasta Polly pareció contenta de verme. También a ella se la
veía más feliz y con un aspecto más saludable; ya no tenía las ojeras de
antes.
—Te he echado de menos, te he echado de menos —repetía Aleksy, una
y otra vez.
Fue todo tan bonito que, de haber podido llorar, se me habría escapado
una lagrimita de felicidad. En lugar de eso, lo que hice fue conservar
durante toda la tarde una enorme sonrisa gatuna.
—¿Cómo te sientes, ahora que has vuelto? —le preguntó Polly a
Franceska, mientras dejaba a Henry en la cunita y luego se dirigía a la
cocina para preparar un té.
—Estoy bien. Ha sido bonito volver a casa, ver familia. Me ha ido bien.
Pero echaba de menos Thomasz, y niños también, y nuestro hogar está aquí.
Triste cuando marché y feliz ahora que he vuelto. ¿Tiene sentido?
—Sí. Y yo me alegro mucho de veros, pero no quería volver. Bueno,
echaba mucho de menos a Matt, claro, pero tener a mi madre para que me
ayudara con Henry me ha sentado tan bien… Hasta cuando me empecé a
sentir mejor seguía prefiriendo estar allí que aquí, lo cual suena fatal. Ya sé
que tendría que pensar más como tú acerca de vivir en Londres, pero la
verdad es que me aterrorizaba la idea de volver —dijo.
Una vez más, pareció triste.
—Ay, Polly, siento mucho. Pero tienes que decírselo a Matt.
—No servirá de nada. Su carrera es muy importante. Yo era modelo,
¿sabes? Pero ahora, después de haber tenido a Henry, ya no puedo volver a
trabajar y tampoco es que quiera. Así que tenemos que hacer lo más
conveniente para nuestro futuro y es estar aquí, porque el trabajo de Matt
está aquí. No es solo que gane mucho más de lo que ganaba en Manchester,
sino también que aquí tiene muchas más oportunidades. Pero ojalá se me
diera mejor esto de ser madre.
—Ay, Polly, eres madre buena. Pero no es fácil. A mí siempre pareció
muy complicado, pero ahora que niños son mayores, es más fácil. ¿Y si
viene tu madre aquí?
—¿Tú has visto cómo es el piso? Bueno, claro que lo has visto, ¡es igual
que el tuyo! —dijo.
Se echó a reír, lo cual era una buena señal.
—No hay sitio, lo sé. Pero en fin, cosas se hacen lo mejor que se puede,
¿no?
—Sí, Frankie, es cierto. Y a ti se te da muy bien, ¿sabes?
—Me esfuerzo. Polly, antes de irnos no te conté por qué
marchábamos… Thomasz me obligó. Una persona, en la calle, dijo a mí
cosas muy feas. Me oye hablar con Aleksy en polaco, porque se me olvida
hablar inglés, y me dice: «Los extranjeros solo venís para quitarnos nuestro
dinero y vivir gratis, volved a vuestro país».
—¡Eso es horrible!
En ese momento, comprendí de quién estaba hablando Franceska antes
de marcharse y por qué lloraba. Mi pobre Franceska.
—Sí, pero no era chico joven ni… ¿cómo llamáis vosotros?
—¿Gamberro?
—No, era anciana. Con pelo gris. Lo dice cada vez que me ve. Y
nosotros no recibimos nada gratis.
—Ya sé que no. En serio, no hagas caso de esa gente. Siempre habrá
quien tenga prejuicios, pero es porque son intolerantes.
—Pero duele pensar que dicen esas cosas a mis hijos.
—Mira, cuando Aleksy empiece el cole, a finales de verano, le irá muy
bien. Hará montones de amigos y ya verás como no es tan terrible como
crees.
Me resultaba gracioso escuchar a Polly hablar en aquel tono positivo y
tranquilizador… porque por lo general era Franceska quien se expresaba
así.
—Gracias. Conocerte me ha hecho tener esperanzas de que otras
personas sean como tú. No como esa vieja.
—Por lo general, ¡eres tú la que me tranquiliza a mí! —dijo Polly, como
si me hubiera leído la mente.
Luego se acercó a Franceska y la abrazó. En el fondo de mi corazón
gatuno, me sentí reconfortado. Pensé que había desempeñado un papel
positivo en la hermosa amistad que había nacido entre aquellas dos mujeres,
que había logrado algo bueno. Me asustaba la idea de estar perdiendo a mi
Claire y de que Jonathan ya no pasara tanto tiempo conmigo cuando
Philippa regresara, así que decidí aferrarme a lo que sentía en ese momento,
porque me serviría para recuperar la sonrisa cuando estuviera triste.

Cuando Franceska volvió a su piso para preparar el té a los niños, dejé a


Polly y me dirigí a casa de Claire. No estaba. Pensé que por fin había
decidido salir después del trabajo y me alegré por ella. Luego vi a Joe
despatarrado en el sofá y me escabullí rápidamente. Me dirigí a casa de
Jonathan y entré por la gatera. Al ver a Philippa sentada a la mesa de la
cocina, delante de un ordenador, me llevé un susto de muerte. Llevaba un
vestido, cosa poco habitual en ella. En realidad, daba la sensación de que se
había arreglado mucho y me pregunté vagamente cómo habría entrado, ya
que era evidente que Jonathan no estaba. Maullé ruidosamente.
—Otra vez el puñetero gato —exclamó, dando un respingo—. Esperaba
no encontrar gatos al volver a casa. Largo.
¿Cómo que «al volver a casa»? Aquella no era su casa. Me empezó a
entrar el pánico. ¿Y si, lo mismo que Joe, se había mudado aquí? Corrí al
salón, enfurruñado, y me escondí debajo de una silla para esperar a
Jonathan.
—¿Hola? —dijo al abrir la puerta.
—En la cocina —respondió Philippa.
Él se dirigió a la cocina y yo lo seguí. Philippa se puso de pie, le echó
los brazos al cuello y lo besó. De hecho, pareció como si quisiera chuparle
la vida. Me restregué contra la pierna de Jonathan para recordarle que,
durante la última semana, yo había sido su mejor amigo.
—Ah, mis dos personas favoritas. Bueno, persona y gato —bromeó,
mientras se agachaba para acariciarme.
—¿Puedes dejar en paz al gato y concentrarte en mí? Mejor aún, vamos
arriba…, tenemos que recuperar el tiempo perdido.
—Vale, pero déjame primero ponerle la comida —dijo Jonathan, lo cual
me complació. Philippa, en cambio, puso cara de pocos amigos.
Jonathan me dejó unos cuantos langostinos en un cuenco y luego se
fueron los dos arriba. Sé reconocer una derrota, pero por lo menos había
conseguido unos cuantos langostinos.
Bajaron bastante más tarde. Philippa llevaba una de las camisetas de
Jonathan y él un albornoz.
—¿Qué te apetece comer? —preguntó él.
—¿Aparte de a ti? —respondió ella, con una risita tonta.
Se comportaba de una forma muy rara. A lo mejor era que había bebido
demasiado vino, como Claire, aunque yo ni siquiera la había visto probarlo.
—¿Por qué no pedimos un curry? Sé que es tu plato favorito. Y
podemos abrir el champán que he traído.
—Me parece perfecto.
Dedicaron unos minutos a decidir qué querían comer y luego Jonathan
pidió la comida, abrió el champán y llenó dos copas muy finas y elegantes.
—Brindemos —dijo Philippa.
—Vale. ¿Por qué?
—Por nosotros y por el hecho de que, en mi opinión, deberíamos vivir
juntos.
Me alegré de no estar bebiendo en ese momento, porque de lo contrario
me habría atragantado.
—¿Lo dices en serio? ¿Vivir juntos? —dijo Jonathan. Me complació ver
que él también estaba un tanto perplejo—. Pero si tampoco llevamos tanto
tiempo juntos…
—Ya lo sé, pero hace años que nos conocemos y de todas maneras…
¿por qué no? O sea, es evidente que nos entendemos y, bueno, a nuestra
edad ya no tiene mucho sentido posponerlo, ¿no?
—Bueno, es que ha sido un poco repentino y, la verdad, no me lo
esperaba. ¿No crees que deberíamos hablarlo antes?
No sabía muy bien si Jonathan estaba perplejo o aterrorizado. Yo estaba
aterrorizado, desde luego, y tenía la sensación de que mi vida había iniciado
un descenso en picado.
—Venga ya, no seas tan típico. Mira, he estado de viaje y te he echado
de menos. Hemos estado juntos desde que empezamos a salir, así que este
es el paso lógico.
—Ya, pero…
—Sí, ya lo sé, solo llevamos un par de meses saliendo, pero estas cosas
se saben. Johnny, tú tienes cuarenta y tres y yo estoy a punto de cumplir
cuarenta. Los dos tenemos buenos trabajos, somos guapos e inteligentes.
¿Qué sentido tiene esperar?
No me quedó más remedio que admirar la seguridad en sí misma que
demostraba. Era evidente que sabía muy bien lo que quería.
—Es que no estoy seguro.
Me fijé en que Jonathan ni siquiera había tocado su burbujeante copa.
En realidad, se había empezado a poner un poco verde.
—¿De lo que sientes por mí? —le espetó Philippa.
—No, no es eso. Estoy seguro de lo que siento por ti, pero no tengo
claro todo esto. Por ejemplo, ¿dónde viviríamos? —dijo.
Pareció algo aliviado al formular esa pregunta.
—Bueno, aquí no, desde luego. Quiero decir, la casa está muy bien,
pero la zona no es nada del otro mundo. Mi apartamento de Kensington es
perfecto para los dos.
—Ya sé que tu apartamento es muy bonito y está en una zona
inmejorable, pero a mí me gusta mi casa.
Me dio la sensación de que le había dolido aquella crítica hacia nuestro
hogar. Me fascinó el hecho de que Jonathan, que al principio me había
parecido tan arrogante y pagado de sí mismo, considerara siquiera la
posibilidad de vivir con aquella mujer. Por descontado, Philippa no estaba
nada mal físicamente, pero su personalidad dejaba bastante que desear.
—Es bonita, desde luego, pero está un poco lejos del centro, por lo que
resulta poco práctica. Además, podrías alquilársela a una familia; seguro
que te pagarían bien.
—Ya, pero es que me acabo de instalar aquí, como quien dice.
—Jonathan, ¿se puede saber qué te pasa? Me estoy ofreciendo a mí
misma, a tiempo completo, en mi precioso apartamento de Kensington.
Imagínatelo: recibiremos a nuestros amigos en un entorno de lujo, lo cual
será bueno para nuestras respectivas carreras. No quiero decir que aquí no
se pueda invitar a nadie, pero… tienes que reconocer que no está en la
mejor zona.
—Vale, Philippa —le espetó Jonathan—. Ya lo he pillado. Lo que pasa
es que no estoy seguro de querer mudarme a tu casa.
—No seas tonto, pues claro que quieres —afirmó.
Me parecía fascinante que no perdiera ni un ápice de confianza en sí
misma.
—Me gustas de verdad y lo hemos pasado muy bien juntos, pero… ¿por
qué no podemos seguir como hasta ahora? Durante un tiempo, al menos.
Jonathan parecía estar suplicándoselo. Empecé a sentirme feliz por
dentro. Hasta el momento, Jonathan me había demostrado que aquella
mujer le gustaba de verdad y, si bien Jonathan no actuaba como Claire, que
por lo general se mostraba tímida y asustada, era evidente que Philippa
ejercía un gran poder sobre él.
—No, Jonathan, no podemos. Quiero establecerme. Tengo treinta y
nueve años. Quiero ser socia de la compañía este mismo año y, por lo
general, prefieren a las personas casadas, o al menos emparejadas. Quiero
casarme. Quiero tener un hijo antes de los cuarenta y uno. No puedo
esperar.
—Caramba, Phil, para el carro. ¿A qué viene todo eso? —dijo.
Retrocedí un poco, pues Jonathan también parecía estar alejándose
físicamente de ella—. Como tú misma has dicho, solo hace un par de meses
que salimos. Antes de que te fueras de viaje, lo pasábamos la mar de bien
juntos: salíamos a cenar, pasábamos tiempo aquí… Todo era genial, pero la
cosa no era tan seria. No puedes volver de un viaje de trabajo a Nueva York
y exigirme que me vaya a vivir a tu casa, me case contigo y te deje
embarazada —dijo.
Se echó a reír, aunque parecía inquieto.
—Puedo hacerlo y lo he hecho. Escucha, Jonathan, es lo más sensato.
Mírate: tenías una prometedora carrera en Singapur y ahora, aquí, te has
visto obligado a dar un paso atrás en lo que a trabajo se refiere.
—Gracias por recordármelo.
No parecía muy contento, así que me acerqué a él y me restregué contra
sus piernas por debajo de la mesa.
—Lo que quiero decir es que yo tengo un trabajo estupendo y buenas
perspectivas. Puedes apoyarme y, al mismo tiempo, rehacer tu carrera.
Formaremos un equipo fantástico. Yo te doy buena imagen a ti y tú a mí.
—Tal y como lo dices, suena a relación profesional —dijo él en tono
triste.
—Claro que no, pero bueno, ya me conoces, no soy una persona
precisamente romántica. En fin, eso es lo que quiero y yo siempre consigo
lo que quiero.
Parecía decidida y su mirada era férrea. Permanecieron en silencio
durante unos minutos. Me pregunté, de repente, qué consecuencias tendría
para mí un traslado de esas características. No sabía dónde estaba
Kensington, ni siquiera sabía si estaba muy lejos, pero tenía la espantosa
sensación de que no me sería posible ir a visitar a Jonathan. Tendría que
quedarme allí, en aquella casa, con los nuevos inquilinos. Quería a
Jonathan, pero también a Claire, y a la familia de Franceska, y además me
había empezado a encariñar con Polly y con Matt. Me entró el pánico y se
me erizó el pelo. No quería que se marchara porque… ¿y si no volvía a
verlo nunca? Comprendí en ese momento lo mucho que lo quería.
—¿Y qué pasa con Alfie? —preguntó Jonathan de repente.
Me entraron ganas de dar saltos de alegría. Philippa lo observó con los
ojos entrecerrados.
—En mi edificio no se permiten gatos —dijo en tono cruel.
—No puedo abandonarlo —respondió Jonathan, muy despacio.
—Oh, por el amor de Dios. No es tan difícil realojar a un gato. Ya le
buscaremos una familia, podemos poner un anuncio. Además, ¡si ni siquiera
es tuyo!
—Philippa, ¿es que de verdad te da igual? Alfie es mi gato. Lo quiero.
Se me erizó de nuevo el pelo debido a la emoción. Jonathan también me
quería. Le dediqué un ruidoso bufido a Philippa.
—El puñetero gato de las narices —aulló Philippa—. ¿Has oído cómo
me ha bufado? —dijo, iracunda.
—Bueno, no haberlo insultado —respondió Jonathan, muy serio.
—Por el amor de Dios, Jonathan. Si venía incluido en el precio de la
casa… No hace ni cinco minutos que lo conoces. No es bueno para tu
imagen y, reconócelo, no es más que un puñetero gato.
—Llevo con él más tiempo que contigo —dijo Jonathan, despacio—.
Cuando volví a Londres, estaba hecho polvo, así que podría decirse que él
me salvó.
Noté el pecho henchido de orgullo. ¡Yo lo había salvado! Así que se
había dado cuenta…
—¿Qué te salvó?
—Se quedó a mi lado cuando yo me sentía solo.
Jonathan pareció sorprendido de su propia afirmación y yo saboreé la
gloria de aquellas palabras.
—Bueno, vale, pues si te vas a comportar como un idiota por una
porquería de gato, entonces es que no eres el hombre que yo creía. Me voy
a casa, así te doy tiempo para entrar en razón.
Se puso de pie, le lanzó a Jonathan una mirada asesina y se fue arriba a
recoger sus cosas. La oímos dar golpes y rabiosos portazos, pero Jonathan
no se movió y yo tampoco. Me hice un ovillo, pegado a su pierna.
Philippa apareció poco después y se detuvo junto a la puerta.
—Lo lamentarás. ¿Qué clase de idiota prefiere a su gato antes que a mí?
No me extraña que seas un fracasado —le escupió, con más crueldad que lo
haría cualquier gato que yo hubiera conocido hasta entonces.
—Adiós, Philippa —dijo Jonathan en tono áspero.
Luego nos quedamos los dos allí, contemplando cómo temblaba la
puerta después de que Philippa la cerrara de un violento portazo.
—Esto no me lo esperaba —dijo Jonathan, al cabo de un rato—. Madre
mía… Menudo elemento. ¿Cómo ha podido pasar de ser una novia
divertida a una psicópata? —Me entraron ganas de decirle que a mí nunca
me había parecido divertida, pero no pude—. En fin, parece que me he
librado de una buena. Y, Alfie, parece que me has vuelto a salvar.
Ronroneé, orgulloso. Me sentía muy feliz y quise decirle a Jonathan que
no hacía falta que me diera las gracias. Los dos nos habíamos salvado de
aquella bruja malvada. Y lo mejor de todo era que, si bien Jonathan aún
estaba algo aturdido, no parecía triste. Lo único que esperaba era que no se
arrepintiera y cambiara de opinión. De momento, no me quedaba más
remedio que confiar él. Al fin y al cabo, se había ganado mi confianza.
—Seguro que la mujer perfecta está a la vuelta de la esquina.
Esas palabras me recordaron mi plan. «No está a la vuelta de la esquina,
está en esta misma calle», quise decir. Nos habíamos librado de Philippa:
ahora solo teníamos que librarnos de Joe y conseguir que Claire y Jonathan
se conocieran. No tenía ni idea de cómo hacerlo, pero sabía que si lo
lograba, me convertiría en el gato más feliz del mundo. El corazón me
empezó a latir desbocado al comprender que había dado un paso más hacia
mi objetivo ideal.
Capítulo veintiocho

A quella noche no volví a casa de Claire, pues no


quería dejar solo a Jonathan. Él me había
demostrado lealtad y yo quería corresponder del mismo
modo. Después de que Philippa se marchara, vimos juntos
la tele; luego me llevó a su habitación y me dejó sobre mi
queridísima manta de cachemira. Aquella noche tuve
sueños maravillosos en los que me sentía calentito, amado y bien recibido.
Buena falta me hacía, después del caos y la inseguridad que había
experimentado durante las últimas semanas. Fue mi mejor noche de sueño
reparador en bastante tiempo.
Al día siguiente no era laborable, pero me desperté temprano y, tras
sentarme sobre el pecho de Jonathan, empecé a empujarlo suavemente con
el hocico. Gruñó, abrió los ojos un tanto sorprendido y me apartó con
delicadeza. Correspondí acariciándole la nariz con una patita.
—Eh, Alfie, me has asustado —gruñó. Sin embargo, yo estaba tan
contento que no me importó que me regañara—. Ay, señor, supongo que
tienes hambre. Vale, vamos. Dame el tiempo de ir a hacer pis y enseguida te
preparo el desayuno. —Maullé alegremente—. Dios, creo que tendría que
haberme quedado con Philippa, no es tan pesada como tú. —Lo miré,
sorprendido, pero él se echó a reír—. Es broma. Bueno, nos vemos abajo
dentro de un minuto.
Jonathan entró en el cuarto de baño de su habitación y yo bajé a esperar
mi desayuno.
No teníamos ninguna prisa, pero cuando los dos terminamos de
desayunar, Jonathan me comunicó que se iba al gimnasio, así que decidí
que era un buen momento para hacerle una visita a Claire. Me armé de
valor, por lo que pudiera esperarme: a saber lo que habría hecho Joe desde
la última vez que nos habíamos visto.
Entré y me encontré a Claire en la cocina, preparando un abundante
desayuno.
—Me preguntaba dónde te habrías metido —dijo—. Estaba empezando
a preocuparme, Alfie.
Parecía tan triste que me restregué contra sus piernas desnudas para
animarla. Me pregunté por qué los humanos no entendían que si algo no los
hacía felices, debían cambiarlo. Claire tendría que haber echado a Joe a
patadas, pues era evidente que él no la hacía feliz. Cuando se agachó para
acariciarme, le lamí afectuosamente la nariz. Ella se echó a reír y aquel
sonido me pareció muy agradable en una casa en la que últimamente no se
oían muchas risas.
Claire estaba fatal. Se parecía mucho a la Claire del principio: pálida y
delgada, con ojeras y los labios apretados en un gesto tenso.
—¿Está listo el desayuno? —preguntó Joe, que acababa de aparecer en
la puerta de la cocina vestido con unos pantalones de chándal y una
camiseta arrugada.
—Casi. Siéntate y enseguida te lo llevo.
Claire llenó un plato de comida, lo llevó a la salita y lo dejó sobre la
pequeña mesa. Joe se sentó y empezó a comer sin una sola palabra de
agradecimiento.
—¿Tú no desayunas? —preguntó al final, al darse cuenta de que ella
seguía de pie.
Claire se sentó con su taza.
—No, tomaré solo café, no tengo hambre.
—Buena chica, así no te engordas —dijo él, en tono burlón, antes de
volver a concentrarse en la comida.
No dejaba de sorprenderme la capacidad de aquel tipo despreciable para
tratarla cada vez peor, con lo encantadora que era mi Claire. Tenía el plato
lleno de comida, pero no se esforzaba en absoluto por conservar los
modales. En un momento determinado le resbaló por la barbilla un poco de
yema de huevo, pero él se limitó a limpiarse con la mano. Al mirar a Claire,
me di cuenta de que no soportaba esa clase de comportamiento. Se me
empezó a partir el corazón una vez más, pero seguía sin saber qué hacer.
Unas cuantas horas más tarde, después de que Claire hubiera lavado los
platos, me hubiera dado un poco de huevo frito (que, por cierto, me gustó
mucho) y hubiera ordenado la casa, Joe bajó vestido con vaqueros y camisa.
Estaba algo más elegante, casi parecía normal. Pero yo sabía bien que aquel
no era el verdadero Joe.
—¿Vas a salir? —preguntó Claire, con una voz que era apenas un
susurro.
—Ya te lo dije: es el cumpleaños de Garrick y nos vamos a la bolera y
luego de copas.
—Oh, lo siento, se me había olvidado.
—Ya, bueno, no me esperes levantada.
—Que te diviertas.
Claire le sonrió, pero él no le devolvió el gesto.
—Seguro. Por cierto, ¿podrías dejarme treinta libras? Solo hasta dentro
de unos días. En el trabajo aún no me han pagado lo que me deben, pero me
han dicho que me lo ingresarán sin falta esta semana.
Yo sabía perfectamente que era mentira. Hacía mucho tiempo que Joe le
pedía dinero prestado a Claire, pero nunca se lo devolvía. Me entraron
ganas de emprenderla a arañazos y mordiscos con él, pero sabía que eso
sólo empeoraría las cosas.
Claire fue a buscar su monedero y volvió con tres billetes. Se los
entregó y Joe los cogió sin dignarse siquiera a mirarla. Se los guardó sin dar
las gracias y ni tan solo se molestó en darle un beso a Claire antes de
marcharse. Claire lo siguió con la mirada, como si no entendiera qué era lo
que estaba ocurriendo, y yo creo que realmente no lo entendía. Estaba cada
vez más convencido de que Claire no sabía por qué aquel hombre, que al
principio se había mostrado tan encantador con ella, vivía ahora en su casa,
se zampaba su comida, se gastaba su dinero y ni siquiera tenía una palabra
amable para ella. Por su mirada, intuí que se estaba preguntando cómo
había podido meterse en esa situación, pero también que no tenía ni idea de
cómo salir de ella.
Me sentí tan desconsolado cuando Claire se fue arriba a darse una ducha
y vestirse que la seguí, dispuesto a ofrecerle mi apoyo. No era mucho, pero
era todo lo que podía hacer. Una vez aseada y vestida, su aspecto mejoró,
pero entonces se puso a limpiar a fondo la casa y pude percibir su tristeza.
Sentí un gran alivio cuando sonó el timbre y, al abrir Claire la puerta, vi
a Tasha al otro lado. Me alegré tanto de verla que eché a correr hacia ella y
prácticamente le salté a los brazos. No nos había visitado mucho desde que
Joe se había instalado en casa y eso me entristecía. La echaba terriblemente
de menos y deseé que ella supiera qué hacer para ayudar a Claire.
—No sabía que ibas a venir —dijo Claire, observándola con una mirada
recelosa.
—Perdona, es que pasaba por aquí. ¿Puedo entrar? —preguntó.
Claire asintió y se hizo a un lado. Algo no iba bien, pues no se
saludaron afectuosamente como hacían siempre.
—¿Está Joe? —preguntó Tasha.
—No, ha salido. ¿Te apetece un café? —preguntó Claire.
—Sí, gracias. —Se dirigieron a la cocina y Claire se concentró en la
cafetera y en las tazas—. ¿Estás bien, Claire? —preguntó Tasha.
—Muy bien, perfectamente —respondió a la defensiva.
—Hace más de un mes que no nos vemos fuera del trabajo, Claire.
Pensaba que éramos amigas.
Vi a Claire encogerse de hombros.
—Somos amigas, Tash, lo que pasa es que Joe y yo andamos muy
agobiados últimamente. Pero estoy bien, ya te lo he dicho.
—A mí me parece que deberías comer más —dijo Tasha.
—Solo estoy controlando un poco el peso.
—Pero si estás en los huesos.
—Me gusta estar delgada —respondió Claire en un tono algo áspero.
—Claire, cuando te conocí estabas igual que ahora. Todo era culpa de tu
exmarido, pero poco a poco empezaste a superarlo. ¿Te acuerdas de lo
mucho que nos reíamos? Te encantaba el trabajo y el grupo de lectura.
—Mira, Tasha, ya te lo dije el otro día. Estoy bien y me esfuerzo por ser
feliz. El único problema es que Joe lo está pasando mal con el trabajo y
necesita mi apoyo. Me necesita —dijo.
Al mencionar a Joe, lo hizo en tono decidido.
—Pero ya nunca hablamos. Ya nunca vienes al grupo de lectura y me
dices que no cada vez que te propongo quedar. Y luego, cuando vienes a
trabajar, agachas la cabeza y me evitas. ¡No entiendo por qué me rehúyes!
Tasha parecía sinceramente preocupada y disgustada, así que decidí
protagonizar un gesto valeroso y le salté a los brazos: quería transmitirle
que tenía razón y que debía hacer algo. No estoy muy seguro de que me
entendiera, pero me abrazó como si lo hubiera captado.
—No te estoy evitando, Tasha, no seas paranoica. ¿Cuántas veces tengo
que decirte que va todo bien?
Contemplé a las dos mujeres: ninguna de las dos parecía dispuesta a dar
su brazo a torcer. Cuando Tasha me dejó suavemente en el suelo, crucé las
patas con la esperanza de que Tasha consiguiera hacer entrar en razón a
Claire.
—Bueno, tampoco es que conozcamos muy bien a Joe. Cada vez que os
propongo quedar para salir, me dices que no. ¿Es cosa tuya o de él?
—De los dos. Joe no está en su mejor momento por lo del trabajo.
Pensaba que entendías que lo que tengo que hacer ahora es estar a su lado.
—Bueno, mira, igual me matas por lo que te voy a decir, pero ahí va:
apenas conocías a Joe cuando se vino a vivir aquí hará… ¿cuánto tiempo?
¿Un mes? Te trata como si fueras un felpudo, todos lo hemos visto. Puede
que vaya diciendo por ahí que lo del trabajo no fue culpa suya, pero… ¿de
verdad te lo crees? Hoy en día, no echan a nadie del trabajo sin un motivo
justificado. Si de verdad fuera inocente, como dice, ya habría denunciado a
la empresa.
—Está negociando con Recursos Humanos y con los abogados. Ya
sabes que estas cosas son lentas —respondió Claire, aunque no parecía muy
convencida—. Y no se ha instalado aquí. Solo es algo temporal porque
necesita mi apoyo.
—¿Estás segura? Por lo que yo he visto, sales corriendo del trabajo
todos los días para venir a verlo.
—Pues sí, Tasha, estoy segura. Joe aún tiene su piso y, de todas formas,
me gusta que esté aquí.
No me pareció demasiado convencida. Ni a Tasha.
—¿En serio? Pues yo te veo triste. Y los demás compañeros de trabajo
también. Estamos preocupados por ti. Ya no vienes cuando quedamos para
tomar una copa. No respondes a mis mensajes. Y, para serte sincera, tienes
muy mal aspecto. Pero en fin, si esa es tu idea de la felicidad, allá tú.
Tasha había levantado la voz y se había puesto roja. Quise gritar para
decirle que estaba de acuerdo con ella, pero me limité a quedarme allí,
observando. Claire le estaba mintiendo a Tasha y tal vez a sí misma. Por lo
que yo sabía, Joe y Claire no lo habían hablado abiertamente, pero sí, era
evidente que Joe se había instalado en aquella casa.
—Tasha, te agradezco que te preocupes, pero es mi vida. Después de mi
desastroso matrimonio, creía que ya nadie me querría. Pero Joe me quiere.
Y no solo eso, también me necesita. Está pasando un momento muy
complicado y necesita mi apoyo. Quiero a Joe y somos felices. No necesito
que ni tú ni nadie venga a entrometerse en nuestra vida.
—Si lo hago, es solo porque me importas. Lo sabes, ¿verdad? Estoy
preocupada por ti.
De repente, Tasha parecía muy triste, derrotada.
—Pues no te preocupes —le dijo Claire, en un tono frío que yo nunca le
había escuchado—. Tengo muchas cosas que hacer hoy, así que si no te
importa marcharte, te lo agradecería.
Claire le dio la espalda a Tasha, que salió retrocediendo lentamente de
la cocina. Antes de seguirla hasta la calle, vi a Claire tirar al fregadero el
café intacto. Tasha se apoyó en la verja de entrada y yo me quedé a su lado.
—Ay, Alfie, ¿por qué no se da cuenta de que es un aprovechado? —
Ladeé la cabeza y Tasha se acuclilló como si quisiera mantener una
conversación conmigo—. Es mala persona, ¿sabes? Lo veo, pero ¿qué
podemos hacer? Se niega a escuchar. Ay, si pudieras conseguir que ese tipo
le muestre su verdadera cara. —Ladeé la cabeza en la otra dirección, en un
gesto interrogante—. ¿Sabes? No es la primera vez que veo una situación
como esta. Las mujeres que cambian de este modo cuando están con un
hombre suelen sufrir algún tipo de abuso. Tú vives con ellos, Alfie, seguro
que has visto más que yo. Ojalá pudieras contármelo. Ay, señor, estoy
hablando con un gato —dijo, al tiempo que se echaba a reír con amargura
—. No te lo tomes a mal, Alfie, pero creo que ni tú ni yo podemos hacer
nada para arreglar esta situación.
No soporto que los humanos me subestimen, pero lo cierto es que tenía
razón. No se me ocurría ninguna forma de resolver aquella situación. Sin
embargo, y dado que confiaba bastante en mí mismo después de haber
solucionado el tema de Philippa —creo, sinceramente, que parte del mérito
era mío—, tal vez se me ocurriera algo. Repetí mentalmente las palabras de
Tasha, «conseguir que ese tipo le muestre su verdadera cara», y recé para
que me viniera la inspiración.
Entré de nuevo por la gatera y busqué a Claire. Estaba sentada a la mesa
de la salita y parecía muy triste. Subí a la mesa de un salto y le di un rápido
beso gatuno, es decir, le lamí suavemente la nariz. Ella sonrió con tristeza y
ni siquiera se preocupó de hacerme bajar de la mesa. La cosa era muy pero
que muy grave.
—A veces tengo la sensación de que tú eres el único que no me juzga
—dijo. Ronroneé. En realidad, sí la juzgaba, pero sabía que necesitaba mi
apoyo—. Alfie, te quiero, pero tengo que ir al supermercado. No te
preocupes, te traeré algún regalito para cenar.
Se puso de pie y se preparó para salir, mientras yo seguía sentado sobre
la mesa.

Vi a Jonathan volver del gimnasio, así que me acerqué a ver qué tal estaba.
Quería disponer de un poco de tiempo para hacer una visita a los pisos del
número 22, pero no deseaba alejarme mucho de Claire. Estaba muy
preocupado por ella. Jonathan estaba hablando por teléfono y, tras colgar,
me sonrió.
—He quedado con unos amigos del trabajo para celebrar mi recién
adquirida libertad —bromeó—. Antes de irme te dejaré un poco de salmón,
pero te sugiero que no me esperes levantado.
Se echó a reír y yo maullé. Entonces me cogió y empezó a dar vueltas
conmigo entre los brazos.
—¿Sabes, Alfie? Los seres humanos somos de lo más raro. Tan
convencido estaba de querer una relación seria, que me dejaba mangonear
por Philippa. Pero la verdad es que estoy mejor sin ella. ¡Y solo ahora me
doy cuenta!
Se echó a reír de nuevo. Ay, si Claire pudiera vernos. Jonathan tenía
razón: ahora era más amable, mucho más amable de lo que había sido
jamás. Tal vez había hecho falta la relación con una mala bruja como
Philippa para que Jonathan se diera cuenta del vínculo tan especial que nos
unía.
Recuerdo que Margaret decía que las personas crecen. Una veces crecen
rectas y otras se tuercen, pero los seres humanos evolucionan y cambian a
menudo. También decía que a veces es necesario que ocurra algo muy malo
para que una persona florezca. Yo nunca le había encontrado mucho sentido
a esa afirmación, hasta que yo mismo tuve que enfrentarme a cosas muy
malas. Por aquel entonces era un gatito muy joven, pero me vi obligado a
crecer deprisa y a aprender a base de escarmentar, cosa que no siempre me
gustaba pero que sin duda me sería muy útil en el futuro. Jonathan también
había crecido, pero mi pobre Claire se estaba marchitando. Esperaba que
solo se hubiera torcido un poco, como decía Margaret, y que no tardara
mucho en volver a crecer recta.
Tenía que asegurarme de que mis familias estuvieran bien, pero esa era
una responsabilidad muy grande para un gatito tan pequeño.
Capítulo veintinueve

J oe volvió tarde aquella noche y nos despertó a Claire y


a mí. Empezó a mostrarse amable con Claire de una
forma espantosa, besuqueándola y toqueteándola, y decidí
marcharme antes de que me echaran ellos.
Regresé a casa de Jonathan a pasar la noche. Me
encontré con una casa vacía y, como ya era habitual,
Jonathan no apareció en toda la noche. ¡Menuda pandilla de humanos me
había tocado!
Por la mañana, mientras volvía a casa de Claire para desayunar, me
sentí como una especie de pelota de pingpong. Curiosamente, estaban los
dos desayunando la mar de sonrientes. Claire hasta comió algo, aunque muy
poquito. La vi morderse el labio, como si estuviera nerviosa.
—Joe, ¿puedo hacerte una pregunta? —dijo con voz tímida. Él asintió
—. Bueno, es que llevas aquí casi un mes y, no sé, es como si te hubieras
instalado a vivir aquí, pero la verdad es que no hemos hablado del tema.
A Joe se le ensombreció la mirada.
—¿Estás diciendo que no me quieres aquí? —preguntó.
—No, claro que no. Pero es que no hablamos de tu trabajo, ni de tu piso
ni de lo que ha ocurrido. ¿Estamos viviendo juntos? —preguntó.
Parecía inquieta y asustada.
—Claire, te lo quería preguntar, pero me daba miedo que dijeras que no.
Me da mucha vergüenza, pero he dejado mi piso. En el trabajo no me han
pagado lo que me deben y tuve que hacerle un adelanto al abogado que me
está ayudando, así que no pude pagar el alquiler —dijo, al tiempo que
ocultaba la cabeza entre las manos—. Pero me daba miedo contártelo.
Claire parecía perpleja y me di cuenta de que no sabía cómo afrontar
aquella situación.
—Si necesitas un sitio donde vivir, puedes quedarte aquí. Solo tienes
que decírmelo. Joe, yo jamás te juzgaría, te quiero.
—Oh, Claire, me gustaría de verdad que viviéramos juntos. ¡Esta misma
semana iré a buscar el resto de mis cosas! —dijo con la expresión de quien
se ha llevado el gato al agua—. Va a ser genial, ya verás. Y en cuanto
resuelva lo del trabajo, lo podemos hacer oficial y, ya sabes, compartir
gastos y todo eso.
Entrecerré los ojos, perplejo. ¿Cómo bigotes lo había conseguido? Sabía
que estaba mintiendo. Había dejado el piso ya hacía un par de semanas y le
había pedido a un amigo que le guardara sus cosas durante un tiempo. Lo
sabía porque se lo había oído decir por teléfono. Deseé que Claire le dijera
que se las pirara, como Jonathan a Philippa. Sin embargo, y aunque no
demasiado convencida, Claire sonrió.
—Claro que quiero que te vengas a vivir conmigo. Es solo que no sabía
si ya vivíamos juntos.
—Oh, no, yo jamás haría algo así sin consultarte. Bueno, pues, ¿qué te
parece si hoy hacemos algo especial para celebrarlo?
—Hay una exposición en la National Gallery que me gustaría
muchísimo ver —dijo ella tímidamente.
—Pues vayamos. Hoy mandas tú, cariño: haremos lo que a ti te
apetezca.
Joe se inclinó y la besó. Hacía mucho tiempo que no lo veía
comportarse así y me pregunté qué habría motivado aquel cambio. Me
pregunté si se habría dado cuenta del mal aspecto que tenía Claire, o de lo
triste que estaba. Y también me pregunté si en realidad le importaba,
aunque seguía inspirándome muy poca confianza.
—No sabes lo feliz que me haces —se echó a reír ella, complacida.
—Pues eso es lo único que importa —respondió él con voz tensa.
En el fondo de mi corazón, supe que no estaba siendo sincero.

Me dirigí sin prisas a los pisos del número 22. El sol había regresado, hacía
un día precioso y, a pesar de los dramáticos sucesos, yo me sentía alegre y
confiado. Cuando llegué a los pisos, las dos familias estaban en el jardín
delantero, rodeadas de bolsas. Tanto Franceska como Polly llevaban
vestidos veraniegos; los niños y los hombres vestían pantalón corto y
camiseta y todos parecían felices y contentos.
—Alfie —exclamó Aleksy, al tiempo que echaba a correr hacia mí—.
Vamos de pícnic.
—Hola, Alfie —dijo Thomasz padre, acercándose también para
acariciarme.
—¿Puede venir Alfie? —preguntó Aleksy, esperanzado.
—No, vamos en tren, gatos no pueden subir a tren.
—Vamos a playa —me explicó Aleksy, aunque algo triste por el hecho
de que yo no pudiera acompañarlos.
Yo también me llevé una desilusión. No me habría ido mal un cambio
de aires. Mientras ellos charlaban animadamente y organizaban sus muchas
bolsas, me llegó un apetitoso aroma. Atún. ¡Me encanta el atún! Seguí mi
olfato y descubrí en la bolsa más grande una manta y unos cuantos paquetes
envueltos que, sin la menor duda, contenían atún de algún tipo. Metí la
cabeza para echar un vistazo y, sin saber cómo, me encontré de repente
dentro de la bolsa. El interior era cómodo y blandito y olía muy bien.
Aspiré hondo el embriagador perfume del pescado, pero antes de que me
diera tiempo a volver a salir, vi una mano —la de Thomasz padre— que
cogía la bolsa y la introducía en el coche. Mi primera reacción fue de
pánico, así que estuve a punto de gritar, pero luego recordé que estaba con
mis familias. Al parecer, yo también me iba a la playa.
Sabía que tenía que guardar silencio, pero de todas formas me quedé
dormido en cuanto subimos al tren. Cuando me dejaron en el suelo, me hice
un ovillo y el traqueteo no tardó en transportarme al reino de los sueños. Me
pareció notar vagamente que el tren se detenía y que alguien cogía la bolsa.
Oí mucho ruido y volvieron a dejarme en el suelo. Asomé tímidamente la
cabeza, pero lo único que vi fue un bosque de piernas. Vislumbré a un perro
que olisqueaba a su alrededor, así que volví a esconderme enseguida.
Alguien cargó la bolsa un rato, luego otro trayecto en coche y luego
alguien volvió a cargar la bolsa, hasta que finalmente nos detuvimos. Me di
cuenta de que fuera hacía mucho calor y oí los chillidos de las gaviotas
hambrientas, además de muchas voces humanas. Oí a los hombres hablar de
las sillas de playa y a Franceska decir que iba a preparar el pícnic. En ese
momento abrió la bolsa y yo salí de un salto. De haber podido, habría
gritado «¡sorpresa!». Todo el mundo enmudeció durante unos segundos,
hasta que Aleksy soltó una alegre carcajada y fue seguido de inmediato por
el pequeño Thomasz. Hasta a Henry se le escapó la risa en su sillita cuando
me acerqué a saludarlo. Franceska me cogió en brazos.
—Nuestro pequeño polizón.
Todo el mundo se echó a reír y, de repente, sentí una alegría que
últimamente brillaba por su ausencia en muchos de nosotros. Aun así, supe
que una vez más había hecho lo correcto por mis familias.
—No te alejes, Alfie —dijo Matt, en tono bastante severo, cuando por
fin dejaron todos de reírse—. Estamos muy lejos de casa, así que quédate
por aquí cerca.
Le dirigí una mirada de indignación. ¿Por qué clase de gato me tomaba?
El pícnic fue de lo más divertido. Me senté en una esquina de la manta,
un poco deslumbrado por el sol, y me dediqué a comer lo que me iban
dando y a observar a mi alrededor. Eran muchas las personas que me
señalaban, tal vez porque no era costumbre que los gatos fueran a la playa.
Ciertamente, no me apetecía nada meterme en el agua a chapotear, como
hacían algunos de mis amigos. No había olvidado mi experiencia en el
estanque, así que me mantuve lo más alejado que pude de la orilla. Me
quedé sentado junto a Polly mientras los demás, Henry incluido, se
bañaban.
Aunque hasta ese momento la había visto feliz, la tristeza regresó a su
mirada en cuanto se quedó sola. Me permitió sentarme a su lado y hasta me
acarició con aire ausente, pero yo no dejaba de preguntarme dónde estaba
en realidad, porque desde luego no estaba sentada conmigo en la playa. Me
pregunté qué podía hacer para ayudarla. Lo único que se me ocurrió fue
acurrucarme junto a ella y tratar de transmitirle mi amor.
Nos quedamos así largo rato, hasta que los demás regresaron
empapados.
—¡Alfie! —dijo Aleksy, al tiempo que se sacudía el agua junto a mí.
Chillé y me aparté de un salto.
—A los gatos no les gusta el agua —le explicó Matt, al tiempo que me
guiñaba un ojo.
—Lo siento —dijo Aleksy.
Ronroneé para demostrarle que no estaba enfadado.
Pasamos una tarde maravillosa. Las dos familias parecían más felices
que nunca. Se reían tanto y parecían tan alegres que noté el corazón
henchido de orgullo. Oía en lo alto el chillido de las gaviotas. El sol era
intenso, pero cuando empezó a quemar demasiado me tumbé a la sombra
junto a la sillita de Henry. Aleksy y Thomasz se dedicaron a recoger
piedras, pues en la playa había muchísimas para elegir. En un momento
determinado, los hombres se fueron a buscar helados y ¡hasta me
compraron uno a mí!
Ah, fue maravilloso lamer mi primer helado. Al principio vacilé un
poco porque estaba muy frío. Arrugué el hocico y me estremecí, cosa que
hizo reír a todo el mundo, pero luego volví a probarlo y me pareció
riquísimo. ¡Cremoso cremoso! De repente, una gaviota enorme aterrizó
junto a nosotros y me observó con aire amenazador. Thomasz niño chilló,
asustado, pero yo arqueé el lomo todo lo que pude (aun así, la gaviota
seguía siendo más grande que yo) y le lancé un feroz bufido. La gaviota me
observó como si estuviera considerando la posibilidad de atacarme, pero
volví a bufar, escupí y, finalmente, emprendió el vuelo.
—Alfie valiente —dijo Aleksy, y me acarició mientras yo me
concentraba de nuevo en mi helado.
Puede que le hubiera parecido valiente a Aleksy, pero reconozco que
por dentro estaba temblando. De haber acabado la cosa en pelea, ¡no sé si
habría sobrevivido!
—No te preocupes, Alfie, te hubiéramos salvado —dijo Thomasz padre.
En mi opinión, sin embargo, ni siquiera él era rival para una gaviota
hambrienta y enfadada. En el mundo gatuno, las gaviotas son famosas por
su crueldad.
Cuando el sol empezó a ocultarse, Franceska dijo que era hora de volver
a casa, así que los niños se vistieron con ropa limpia, mientras los mayores
recogían los desperdicios y preparaban las bolsas. Me dijeron que me
escondiera en una bolsa que después colocarían en el compartimento
inferior de la sillita de Henry. En realidad, era una forma bastante cómoda
de viajar, así que no me importó en absoluto. Dormí casi todo el trayecto y
soñé con montones de helados.
Descargaron las bolsas delante de los pisos del número 22. Me despedí
de todo el mundo y emprendí, agotado, el camino de vuelta a casa de Claire.
—Me pregunto adónde irá cuando se marcha de aquí. ¿Dónde vivirá
realmente? —dijo Matt.
Todos me miraron como si yo fuera a darles la respuesta.
Capítulo treinta

A l día siguiente, tras mis rondas habituales, me dirigí


al número 22 para jugar. Me apetecía muchísimo
divertirme como en la playa y hacer reír a los chicos como
el día anterior. Saber que era capaz de aportar felicidad a
sus vidas me llenaba de orgullo.
Me disponía a llamar la atención de Franceska o de
Aleksy cuando un ruido me hizo detenerme sobre mis pasos. Era un ruido
extraño que hasta entonces nunca había oído. Como el de un gato a punto
de ahogarse, aunque procedía del piso de Polly. Luego oí llorar a Henry y,
una vez más, el ruido extraño. No me cupo duda de que era Polly quien
hacía ese ruido.
Supe, instintivamente, qué debía hacer. Arañé desesperadamente la
puerta y maullé lo más alto que puede, hasta que Franceska me abrió.
—Ah, Alfie, entra —dijo, haciéndose a un lado. Sin embargo, me quedé
donde estaba y ella me miró, extrañada—. ¿Qué quieres?
Me dirigí a la puerta de al lado y me quedé frente al piso de Polly,
maullando. Franceska se me acercó tímidamente y, justo entonces, Polly
volvió a emitir aquel sonido. En esta ocasión, Franceska también lo oyó.
—¿Qué ocurre? —exclamó con una mirada horrorizada—. Ay, señor,
alguien se encuentra mal.
Dejó la puerta entornada, le dijo a Aleksy que tardaría solo un minuto y
luego nos plantamos los dos ante la puerta de Polly.
Franceska llamó al timbre y aporreó la puerta. Tras lo que me pareció
una eternidad, Polly abrió y le entregó a Henry.
—Llévatelo, por favor, llévatelo. No puedo más.
Estaba espantosa, con el pelo alborotado y el rostro de porcelana bañado
en lágrimas.
—Polly —le dijo Franceska con dulzura, mientras cogía a Henry.
El niño dejó de llorar al instante.
—No, llévatelo. Ya no puedo más. Soy una madre horrible, ni siquiera
consigo querer a mi bebé.
Se dejó caer al suelo, ocultó el rostro entre las manos y se echó a llorar.
—Polly —dijo Franceska en voz baja—. Tengo que ir a darle de comer
a Henry. Tiene hambre. —Le hablaba muy despacio, como se hace con los
animales y los niños pequeños. Polly no respondió—. Dejo puerta
entornada, ¿vale? Voy a llamar Matt. ¿Me das número?
—No, no lo llames. No puedo más. Si me ve así, no me lo perdonará
nunca. No te doy su número.
Empezó a llorar de nuevo. Franceska entró en el piso y regresó
enseguida con la leche de Henry y unos cuantos biberones. Cogió la bolsa
que Polly tenía siempre junto a la puerta y se llevó a Henry a su casa. Sin
embargo, parecía aterrorizada, como si no supiera qué hacer.
Llamó a Thomasz mientras le preparaba un biberón a Henry, pero
hablaron en polaco, así que no entendí lo que decían. Franceska parecía
muy alterada. Mientras daba de comer a Henry y se ocupaba de sus dos
hijos, pensé que nunca la había visto tan nerviosa. Intenté jugar con Aleksy
para distraerlo, pero parecía demasiado preocupado, como si no le
apeteciera divertirse.
Thomasz llegó algo más tarde.
—Tienes que llevarla a médico —afirmó, después de que Franceska le
hablara otra vez de Polly—. Ahora, es urgente. Yo me quedo con niños
aquí. No pasa nada.
Se acercó a ella y la abrazó para tranquilizarla.
—¿Y el trabajo?
—Hoy tenemos día tranquilo, no te preocupes.
—Me alegra que tu jefe sea buen amigo.
—Es buen hombre. Entiende que yo trabaja duro y que no me marcharía
si no fuera necesario.
—Eso espero.
Franceska le dio algunas instrucciones sobre lo que debía hacer con los
niños y con Henry, que se había quedado dormido en el sofá, rodeado de
cojines.
—Después de médico, llamamos a Matt.
—Polly me ha suplicado que no lo llamamos.
—Pero lo necesita, es solo que ahora no puede pensar. Creo que Polly se
alegrará luego si llamamos a Matt.
—¿Tienes número?
—Sí. Llévala a médico y luego, cuando vuelvas, llamamos a Matt.
Fuimos al piso de Polly y Franceska abrió la puerta. Polly seguía en el
mismo sitio del suelo donde antes se había dejado caer.
—¿Polly? —dijo Franceska en voz baja.
—¿Henry está bien? —preguntó, sin levantar la mirada.
—Muy bien. Ha comido y ahora duerme. Tengo que llevarte a médico.
—No puedo ir a ninguna parte.
—Tenemos que ir. Tienes bebé que te necesita, pero estás enferma y
hasta que no vayas a médico, no podrá curarte —dijo Franceska.
Se sentó en el suelo, al lado de Polly, y yo me senté junto a las dos.
—¿Crees que estoy enferma? —le preguntó a Franceska, con una
mirada triste en sus hermosos ojos.
—Creo que tienes tristeza de la maternidad. Es frecuente y creo que es
eso que tú tienes.
Polly miró entonces a Franceska.
—¿Pueden ayudarme?
—Sí, tienes que ver a médico. Él te ayuda y entonces estás mejor y
disfrutas de tu bebé.
—¿A ti también te pasó?
—Durante un tiempo, con Aleksy. Era más pequeño que Henry y yo
pensaba que no lo quería, pero era solo depresión. Yo toma pastilla y luego
lo quise mucho más de lo que imaginaba.
—Pero Henry llora todo el tiempo. A veces tengo la sensación de que el
sonido de su llanto me taladra el cerebro. Y entonces pienso que me voy a
morir y a veces hasta me parece que morirme es lo mejor que puedo hacer.
—Sí, Henry llora, como todos bebés. Si tú más feliz, él también más
feliz.
—Creo que estaría mejor con una madre que lo mereciera de verdad —
dijo, mientras se le volvían a escapar las lágrimas.
—Polly, tú eres su madre y lo quieres. A lo mejor aún no lo sientes,
pero lo quieres, y él a ti. A mí pasó lo mismo. Mi madre ve algo raro y me
hace ir a médico, como yo ahora a ti.
—Mi madre me dijo algo el fin de semana. Me dijo que no parecía yo,
que estaba preocupada por mí. Ella creía que la mudanza y el nuevo trabajo
de Matt me estaban pasando factura, pero yo no podía contárselo, no podía
decirle que no quiero a mi bebé. ¿Qué clase de monstruo soy?
—Eres persona enferma, no monstruo. Sé que quieres a Henry, de
verdad, pero no lo sientes por culpa depresión. Te entiendo, de verdad. Yo
sentía igual hasta que pedí ayuda. Pasa a muchas mujeres.
Franceska le pasó un brazo por los hombros a Polly y esta se apoyó en
ella.
—Muchas gracias. ¿Sabes que me siento mucho mejor al saber que no
estoy sola? Pero Matt…
—Lo entenderá. Es buen hombre. Pero primero vamos a médico a pedir
ayuda.
Observé a Franceska mientras ayudaba a Polly a ponerse de pie. Luego
la ayudó a ponerse los zapatos y a coger el bolso y, finalmente, se
marcharon. Le hablaba a Polly como si fuera un niño y su voz resultaba
reconfortante. Me sentí algo más tranquilo mientras las seguía hasta la calle.
Franceska cerró con llave la puerta de Polly, pero la suya aún estaba
entornada, así que pude volver tranquilamente a su piso.
Jugué con Aleksy, que parecía algo más contento mientras se dedicaba a
sacar juguetes.
—Mamá —repetía una y otra vez el pequeño Thomasz.
Su padre lo abrazó y le ofreció unas galletas. Lo mismo que Franceska,
se mostraba tranquilo y relajado. De vez en cuando le echaba un vistazo a
Henry y trataba de leerle cuentos a Thomasz, aunque este parecía más
interesado en la tele. A cierta hora, les dio la cena a los niños y a mí me
ofreció un poco de pescado. Quería quedarme con ellos y esperar a que
volvieran para asegurarme de que Polly estaba bien.
Esperamos lo que me pareció una eternidad. Hasta Thomasz empezó a
ponerse nervioso. Henry se despertó y Thomasz le cambió el pañal. Luego
puso a dormir a Thomasz hijo en su cunita. Aleksy le hizo muchas
preguntas a su padre, pero en polaco, así que no conseguí entender de qué
hablaban.
Pasó aún más tiempo. Thomasz parecía preocupado, pero le preparó
otro biberón a Henry con la leche especial. Cuidaba a los tres niños como si
lo hubiera hecho toda la vida. Se mostraba básicamente tranquilo, sereno y
muy eficiente. Nunca había visto a ningún padre ocuparse de sus hijos de
aquel modo. En el mundo gatuno, los machos no solemos «ejercer de
papás», pero Thomasz se mostraba más tranquilo que Franceska, si eso era
posible. Aun así, me di cuenta de que por dentro estaba nervioso. Todos lo
estábamos. Me restregué contra su pierna para reconfortarlo, pues supuse
que lo necesitaba tanto como los demás.
Pensé entonces que los había visto a todos —a unos más y a otros
menos— en un momento de debilidad: la nostalgia de Franceska, el
desamor de Claire, la soledad de Jonathan y los esfuerzos de Polly por
adaptarse a Henry y a su nuevo hogar. Justo en ese momento sonó el
teléfono e interrumpió mis pensamientos. Thomasz descolgó al instante.
Habló durante unos minutos en polaco. Luego colgó y, muy serio, marcó
otro número.
—Matt, soy Thomasz, tu vecino de al lado. —Se produjo una pausa—.
Henry está bien, está conmigo, pero Polly no está bien. Franceska la ha
llevado a médico. —Otra pausa—. No, ahora vuelve a casa. Pero necesita
descanso y alguien que la ayude con Henry. —Pareció claramente nervioso
mientras Matt hablaba al otro lado—. ¿Puedes venir a casa? Te lo explicaré,
pero es complicado. Todo saldrá bien.
Matt llegó casi enseguida. Cogió a Henry de inmediato, pero no tenía
buen aspecto: estaba pálido y preocupado.
—No sé cómo daros las gracias —dijo, mientras Thomasz preparaba el
té.
—No es nada. Para eso están amigos. Pero Matt, lo de Polly es grave.
Mi esposa, bueno en realidad Alfie, la encontró hoy en mitad de crisis
nerviosa, eso dijo Franceska. Nosotros cuidamos a Henry y ellas van al
médico. Ya hace mucho rato, pero enseguida vuelven.
—Estoy avergonzado, todo es culpa mía. Yo la he obligado a trasladarse
a Londres siendo Henry tan pequeño. Creía estar haciendo lo correcto —
dijo, con los ojos anegados en lágrimas.
—Lo sé, porque nosotros hemos hecho lo mismo. Mis hijos son algo
mayores, pero para ellos también es gran trastorno. Matt, no hay culpable.
Es una enfermedad, a veces pasa. Franceska también estuvo así cuando
Aleksy nació y preocupas mucho. Pero pidió ayuda y ahora es feliz y está
encantada de ser mamá.
Matt tenía la cabeza oculta entre las manos.
—Tendría que habérmelo imaginado. Después de la semana que pasó en
Manchester, se la veía mucho mejor. Y desde que conoce a Franceska está
más contenta, así que lo atribuí todo al traslado. Y ayer… lo pasamos tan
bien todos juntos… ¿Cómo he podido estar tan ciego? ¿Qué puedo hacer?
Tengo un trabajo de locos y lo necesitamos, necesitamos el dinero.
Por un momento, dio la sensación de que estaba a punto de echarse a
llorar.
—Matt, Polly tiene a madre, ¿verdad?
—Sí, es estupenda.
—¿Por qué no viene unos días, solo para ayudar mientras Polly se
recupera?
—Es una gran idea. Voy a llamarla ahora mismo —dijo. La idea parecía
haberlo animado un poco—. Tenemos una cama de camping que está muy
bien, la podemos poner en la habitación de Henry. Aunque el piso es
demasiado pequeño para tanta gente —dijo, angustiado.
—Eso no importa. Al menos, Polly tiene a alguien que ocupe de ella —
dijo. Matt observó a Thomasz como si este acabara de resolver el problema
—. Puede que tarde unos días. Tiene que tomar medicación y pastillas
tardan un poco en hacer efecto —añadió con cautela.
—Sí, pero al menos es una ayuda. Muchísimas gracias, de verdad, y
sobre todo a ti, Alfie. Creo que nos has salvado.
Matt se deshizo en mimos conmigo y yo me vanaglorié: me sentía
orgulloso y feliz. Al parecer, hacía el bien allí donde iba y, sin duda, aquella
había sido mi mejor buena obra. En vista de todos los elogios que estaba
recibiendo, traté de pasar por alto el hecho de que, en realidad, era la suerte
la que me había conducido al piso de Polly en el momento preciso.
Desde que vivía en Edgar Road, había aprendido que las cosas no
siempre eran sencillas. Al principio, creía haber ayudado tanto a Jonathan
como a Claire. Y, sin embargo, Claire estaba fatal. No había conseguido que
mejorara. Aún necesitaba mi ayuda y la necesitaba desesperadamente. Pero
hasta que yo no descubriera cómo narices podía ayudarla, debía permanecer
cerca de Polly y de su familia. Aleksy se había encariñado mucho conmigo
y, aunque lo más probable era que no entendiera exactamente qué estaba
ocurriendo, sin duda intuía que algo no iba bien. Así pues, lo dejé que se
encariñara un poquitín más.
—Eres mi mejor, amigo, Alfie —me dijo.
Me entraron ganas de llorar, como hacen los humanos cuando se
emocionan. Si lo que los hombres habían dicho era cierto, a Polly aún le
quedaba un largo camino por recorrer.

Finalmente, Franceska volvió a casa, pero lo hizo sola.


—Polly está durmiendo. Necesita pastillas para dormir y médico ha
dicho que debe tomarlas ahora, que necesita mucho descansar después de…
—¿Después de qué? —preguntó Matt, visiblemente preocupado.
—Hoy Polly ha tenido especie de crisis nerviosa. Os quiere a ti y a
Henry, pero está confusa. Médico ha dado pastillas para ayudar a corto
plazo, pero tiene que ver a alguien. Psicólogo. Y tiene que descansar y no
estar sola con Henry. Es demasiada presión.
—He telefoneado a su madre y vendrá mañana mismo —dijo Matt—. Y
he pedido un par de días libres en el trabajo. Saben que Polly está enferma y
que aquí no tenemos familia.
—Nos tenéis a nosotros —se limitó a decir Franceska.
—Sí, y no sé qué habríamos hecho sin vosotros. Muchísimas gracias.
—No tienes que darnos gracias. Ve a cuidar a tu mujer y a tu hijo. Si
necesitáis algo, aquí estamos.
—He dejado tantas cosas en manos de Polly que lo mínimo que puedo
hacer ahora es cuidar de mi hijo. Soy el peor padre y marido del mundo,
¿verdad?
—No, Matt, trabajas mucho. No es fácil darse cuenta. Y Polly, ella no
quiere que la veas sufrir, ni que tú preocupes. Es un círculo malo.
—Un círculo vicioso —dijo Matt.
—¿Qué?
—Así es como se dice, círculo vicioso. Perdona, no era mi intención
corregir tu inglés.
—No, tranquilo. Tenemos que aprender. Escucha, te acompaño y te
enseño a preparar biberón de Henry, así come bien. Tengo que decirte que
médico ha dado a Polly pastillas para parar leche. Dice Polly que dar pecho
la hace sentir peor aún. Henry está bien y ya come sólidos, la leche de
fórmula le irá bien. Y así puedes tú también, y madre de Polly, darle
biberón. Polly ahora necesita mucho descansar.
—Me ocuparé de que así sea. Pero sigo sintiéndome fatal, como si
hubiera escondido la cabeza bajo el ala y me hubiera convencido a mí
mismo de que no era nada, de que Polly se recuperaría enseguida.
—No es fácil. Depresión posparto es una enfermedad, pero se pondrá
bien. Ya ha dado primer paso. Tú buen hombre, Matt, ella te quiere mucho.
Me sentí un tanto inquieto cuando Franceska, Henry, Matt y yo nos
dirigimos a casa de Polly. Sin embargo, quería estar cerca de Matt. Aunque
él no lo supiera, me sentía más tranquilo si estaba cerca de él. Así pues, me
quedé en silencio en la salita mientras él seguía las instrucciones de
Franceska y le daba el biberón a Henry, luego lo bañaba y por último lo
acostaba. Me senté con Matt en el sofá cuando regresó a la salita y lo vi
llorar como si fuera un niño. Al cabo de un rato, sin embargo, se sentó más
erguido.
—Que yo me desmorone no va a ayudar a nadie. Vamos, Alfie, ¿qué te
parece si preparo la cena para los dos? Tiene que haber una lata de atún en
algún armario.
Era la primera vez que cenaba en aquella casa, pero la verdad es que la
comida me daba igual. Lo que me inquietaba era la idea de dejarlos solos.
Era consciente de que no podía hacer nada, pero esperaba al menos que mi
presencia les resultara reconfortante.
Un poco más tarde, Matt fue a ver qué tal se encontraba Polly. Lo
acompañé. La joven abrió sus hermosos ojos y miró a su esposo.
—¿Qué hora es? —preguntó, adormilada aún.
—No te preocupes. Henry está durmiendo. Según la lista que me ha
dejado Franceska, puedes tomarte otra pastilla. Tienes que dormir —dijo.
Polly intentó sentarse.
—¿Se encuentra bien? —preguntó con los ojos bañados en lágrimas.
—Sí, está perfectamente. Y sé que en cuanto empieces a sentirte mejor,
tú también pensarás lo mismo.
—Me siento como si hubiera fracasado. Soy una madre patética y una
mala esposa, y lo peor es que no sabía qué hacer para no sentirme así.
Matt le acarició el pelo con dulzura.
—Cariño, creo que soy yo quien os ha fallado a los dos. Tendría que
haber cuidado mejor de ti, haberme dado cuenta de que no eras la de
siempre. Yo también me siento fatal.
—Bueno, no va a servir de nada que nos sintamos culpables o nos
culpemos el uno al otro, ¿verdad? —preguntó Polly, al tiempo que abría
mucho los ojos. Matt negó con la cabeza—. Es lo que me ha dicho Frankie.
Me ha dicho que seguramente nos culparemos el uno al otro, pero que no va
a servir de nada, así que mejor dejar de hacerlo. Lo voy a intentar. La
doctora ha sido encantadora, de verdad: me ha comprendido, o por lo
menos esa es la sensación que he tenido. Yo no quería tomar nada, pero sé
que necesito las pastillas. Necesito ayuda y la voy a aceptar. Me pondré
bien y cuidaré de mi bebé. Nuestro bebé. Lo único que deseo es ser una
buena madre.
—Pues claro que lo serás, cariño —dijo Matt, que tenía los ojos
anegados en lágrimas—. Y yo estaré a tu lado en todo momento. Te quiero
muchísimo, Pol, no lo olvides nunca.
—Lo había olvidado, pero solo porque tenía la mente confusa. Ahora lo
sé y yo también te quiero muchísimo.
Matt la estrechó entre sus brazos y yo pensé que aquella era la escena
más conmovedora que había visto jamás entre humanos.
—Ah, y mañana viene tu madre. Lo siento, pero la necesitamos aquí,
porque no puedo faltar mucho en el trabajo. Ojalá pudiera.
—No, Matt, estábamos los dos de acuerdo en venir a Londres para que
tú pudieras progresar laboralmente. No tienes por qué sentirte culpable. Y
tener aquí a mi madre, bueno, para mí será un alivio.
Permanecieron en silencio unos minutos. Yo me tendí en el suelo,
agotado de repente por todos los acontecimientos de aquel día. Había sido
todo muy intenso.
—Era como si tuviera un enorme agujero negro en el interior; así me
sentía. Quería llevar a Henry a alguna parte y dejarlo allí. Huir y volver a
ser la misma de antes. Lo quiero, sé que en el fondo de mi corazón lo
quiero, pero aún no siento ese amor. No siento esa felicidad de la que
hablan otras madres. Es espantoso, Matt, espantoso.
Polly se echó a llorar y Matt la abrazó.
—Ni siquiera me imagino lo que debe de ser sentirse así, pero te
apoyaré pase lo que pase. Sin embargo, tienes que contarme las cosas,
Polly. Por muy mal que te sientas, tienes que contármelo. Yo no te
abandonaré. Te quiero y quiero a mi familia. Hagas lo que hagas, eso no
cambiará nunca.
—No sabes lo que significa para mí oírtelo decir. Ojalá hubiera sido más
sincera contigo. Cuando me sentía como si estuviera enferma, poco después
de que naciera Henry, creí que debía esconderlo a cualquier precio. Y a
punto he estado de pagar un precio muy alto.
—Polly, creo que eres una mujer maravillosa y valiente y sé que juntos
lo superaremos. Puede que nos lleve mucho tiempo, pero no importa. Lo
conseguiremos.
—¿Podemos ir a ver a Henry? No quiero despertarlo, solo verlo. Lo
necesito —dijo, al tiempo que derramaba nuevas lágrimas.
—Vamos.
Matt la cogió en brazos como si fuera igual de ligera que Henry. Yo
estaba ya medio adormilado y no me sentí capaz de seguirlos.
—Parece que Alfie se queda a dormir con nosotros esta noche —dijo
Matt, cuando yo ya me estaba quedando frito.
—Se lo ve tan cómodo y calentito… No lo molestemos —oí decir a
Polly.
Y al instante me dormí.
Capítulo treinta y uno

S i hasta entonces me había parecido que ser un gato de


portal era agotador, era porque no tenía ni idea de lo
estresante que se iba a volver la situación. Había
construido a mi alrededor una pequeña comunidad, cuyos
miembros —cada uno a su manera— se habían convertido
en personas muy importantes para mí. Lo malo era que no
podía estar en cuatro sitios a la vez.
Iba de una casa a la otra, tratando de estar allí donde se
me necesitaba y, al parecer, se me necesitaba en todas partes.
La distancia entre las casas no era muy grande, pero la recorría muchas
veces al día. Estaba en forma, sí, pero tanta caminata me acababa resultando
agotadora. Cuando llegué a los pisos del número 22, me encontré a
Franceska y a Matt en el jardín delantero, con los niños. Estaban jugando en
el césped, como ya habían hecho antes con Polly. Como de costumbre,
Aleksy me recibió como si yo fuera su mejor amigo. Matt y Franceska
sostenían sendas tazas en la mano. Henry estaba tumbado bocabajo en su
mantita y Thomasz estaba mirando un libro. Aleksy empezó a hacerme
cosquillas y yo me tendí de espaldas.
—Ha estado durmiendo a ratos desde que volvió ayer del médico.
Espero que eso la ayude —decía Matt en ese momento.
—Le irá bien. Está tan cansada que parte de la depresión es por
agotamiento. Como vosotros decís, es círculo vicioso —dijo.
Se echaron a reír los dos, aunque con aire triste.
—Luego tengo que ir a la estación a recoger a su madre. Tenerla aquí
nos será de gran ayuda, creo, pero tampoco es que pueda quedarse
eternamente.
—Matt, no hará falta. Polly se recuperará y antes de lo que crees tú.
Se me llenaron los ojos de lágrimas al pensar en aquella hermosa y
frágil joven, pero deseé que Franceska estuviera en lo cierto y que Polly se
recuperara.
Antes de la crisis nerviosa, yo había tenido la sensación de que estaba
algo mejor, pues se la veía mucho más animada. Sin embargo, Claire
también parecía estar mejor antes de conocer a Joe. Estaba empezando a
aprender que con los humanos, lo mismo que con la comida, no se podía
dar nada por sentado.
Después de dejar jugar a los niños un rato más, Franceska empezó a
preparar la comida y Matt decidió acompañarlos. Dijo que no quería
molestar a Polly, pero yo me di cuenta de que en realidad estaba nervioso y
no quería quedarse solo.
—Tú prepara biberón para Henry y yo trituro verdura —dijo Franceska.
—¿Seguro que no te importa?
—No digas tonterías. Preparo verduras para mis niños y luego trituro
unas pocas para Henry. Fácil. Más fácil que comemos todos juntos. Para
nosotros tengo sopa. Es sopa polaca de… remolacha, borscht.
—No la he probado nunca —dijo Matt, en tono algo dubitativo.
—Thomasz la prepara en su restaurante. Muy buena. ¿Quieres probar?
—Claro, me encantaría —respondió Matt educadamente, aunque por su
tono deduje que no estaba muy convencido.
Y cuando vi el intenso color rojo de aquel mejunje, yo tampoco lo tuve
del todo claro. Por suerte, Franceska tenía sardinas para mí.
Después de comer salieron todos a dar un paseo, tras lo cual Franceska
se quedó con Henry para que Matt pudiera acercarse a ver qué tal se
encontraba Polly antes de ir a la estación a recoger a su suegra. Yo me
quedé un rato más para jugar con los niños. Thomasz parecía cada vez más
interesado en mí, como si quisiera imitar a su hermano, por lo que los
juegos me resultaban el doble de agotadores. Cuando empecé a rascar la
puerta para que me dejaran salir, estaba agotado de tanto jugar y atiborrado
de sardinas. Por una vez, el paseo hasta mis otras casas me sentó la mar de
bien.
Primero fui a ver qué tal se encontraba Claire, pues estaba convencido
de que Jonathan aún no habría regresado del trabajo. Mientras entraba por
la gatera, me di cuenta de que aquella casa me había empezado a dar miedo,
pues tenía el pelo de punta. No era una sensación agradable. Claire había
sido mi primera dueña y siempre me había hecho sentir tan bien recibido
que la sensación de ser un intruso en mi propio hogar me inquietaba. Claire
estaba en la cocina, y cuando se volvió hacia mí, no me cupo duda de que
había estado llorando.
—¡Alfie, por fin has vuelto! —dijo, al tiempo que me cogía en brazos
—. Me estaba empezando a preocupar. Han pasado casi dos días. En serio,
Alfie, me gustaría mucho saber adónde vas cuando no estás aquí. ¿Es que te
has echado una novia? —me preguntó. Yo maullé con un aire de
culpabilidad—. Bueno, te voy a dar algo de comer. Ya sé que eres un gato y
que te gusta andar de un lado para otro, pero recuerda que si no te veo me
preocupo por ti.
Me hablaba con dulzura, pero tuve la sensación de que me estaba
reprendiendo. Maullé para intentar decirle que si se libraba de Joe a mí no
me pondría tan nervioso volver a casa. Pero sabía que no me entendería, así
que me limité a frotarle el cuello con el hocico para pedirle perdón.
—¿Qué es todo este jaleo? —preguntó Joe, que en ese momento entraba
en la cocina.
Iba vestido como de costumbre, con vaqueros y camiseta, pero me fijé
en que le estaba empezado a salir barriga. Cuanto más adelgazaba Claire,
más engordaba él.
—Alfie ha vuelto, voy a darle algo de comer —dijo Claire mientras me
dejaba en el suelo y se dirigía al armario en el que guardaba la comida para
gatos.
—Tratas a ese gato mejor que a mí —dijo Joe en tono molesto.
—No digas tonterías —le respondió Claire, riendo.
—No te rías de mí, joder —aulló Joe, de repente.
Me encogí, lo mismo que Claire.
—No me estaba ri… —empezó a decir Claire.
—Sí que te estabas riendo. ¿Y sabes qué? Ya estoy harto. Me tratas
como si fuera idiota. Solo porque me he quedado sin trabajo, aunque no
fuera culpa mía, te crees que me puedes pisotear.
Me hice un ovillo, literalmente, junto a los armarios de la cocina. Estaba
aterrorizado, pero no sabía qué hacer. Teniendo en cuenta que Joe ya había
intentado hacerme daño en varias ocasiones, no sabía de lo que era capaz.
Empezó a acercársenos, pero entonces pareció cambiar de idea. Giró sobre
los talones y le dio un puñetazo a la pared. Fue una reacción violenta y
repentina, así que Claire gritó. No nos había hecho daño, ni a ella ni a mí,
pero nos había asustado a los dos. Se produjo un largo silencio.
—Joe, creo que deberías marcharte —dijo Claire al fin, con voz
temblorosa.
Yo me desenrosqué y a punto estuve de empezar a dar saltos de alegría.
A Joe se le ensombreció el rostro, pero enseguida cambió de expresión.
—Lo siento, caray, lo siento muchísimo —dijo frotándose la mano—.
He perdido los nervios. Nunca me había pasado.
Se acercó a Claire, pero ella se encogió aún más. Yo me coloqué delante
de ella, dispuesto a protegerla. Quería decirle que Joe era un mentiroso,
pero no podía.
—Joe, me acabas de hacer un agujero enorme en la pared, ¿y encima me
dices que no era tu intención perder los nervios? —señaló.
Por su tono de voz, no parecía enfadada sino asustada.
—Oh, Dios, lo siento. ¿Qué he hecho?
Y entonces, para mi asombro, se echó a llorar.
—Joe, no llores —dijo Claire ablandándose.
—Lo siento. ¿Qué habrás pensado de mí? Claire, yo jamás me he
comportado así, pero es que estoy tan angustiado por haber perdido el
trabajo y el piso… Y encima me siento como si fuera un auténtico gorrón,
viviendo a tu costa.
—Pero a mí eso no me importa. Sé que no es para siempre, que pronto
encontrarás otro trabajo y volverás a levantar cabeza.
Claire ya no parecía molesta. A Joe se le daba tan bien manipularla que
empecé a perder toda esperanza.
—Ojalá, pero estamos en plena recesión. Nadie contrata. Podría
ponerme a trabajar por mi cuenta, pero me siento como un auténtico
fracasado. Tenía un buen trabajo y ahora, mírame.
—Joe —dijo Claire acercándose a él. Para mi disgusto y desesperación,
le rodeó el cuello con los brazos—. Te quiero y estoy aquí para ayudarte en
todo lo que necesites. Y ahora, deja de hacer el tonto, nunca vuelvas a
perder los nervios de esa manera.
Tenía gracia oír hablar a Claire como si hubiera recuperado el control,
pero a mí me daba rabia que lo hubiera perdonado con tanta facilidad. Era
evidente que Joe volvería a perder los nervios, porque así son los hombres
como él. Y, encima, no la hacía feliz. Si Claire creía que sí, es que se había
vuelto loca.
—Te lo prometo, Claire. Te quiero muchísimo y te compensaré, te lo
prometo.
—Pues empieza por arreglarme la pared —se echó a reír ella, aunque
sin demasiado entusiasmo.
Me marché ofendido, aunque mi protesta pasó inadvertida, y me fui a
casa de Jonathan. Ya hacía rato que había regresado del trabajo, pues
llevaba la ropa del gimnasio.
—Ah, estás aquí. Me preguntaba dónde te habías metido. Bueno,
supongo que habrás estado ligando con alguna gatita.
Maullé, aunque en realidad lo que quería decir era: «Pues no, he estado
con un chiflado que me ha dado mucho miedo y me gustaría que fueras a
meterlo en cintura».
—Bueno, cena un poco y luego descansa, que ligar es agotador. —
Ronroneé—. Chócala —dijo. Yo me lo quedé mirando, sin entender—. Ya
sabes, tú levantas la mano, bueno, la pata, y yo igual.
Levanté una pata y él la chocó con la palma de la mano.
—Qué gato tan listo, acabas de aprender tu primer truco. Ya sabía yo
que hacía bien en deshacerme de Philippa y no de ti —dijo riendo.
Lo miré, sorprendido. Y esa reacción, ¿solo por haber levantado una
pata? Ni que me hubiera puesto a hablar o a bailar. Francamente, los
humanos se contentaban con muy poca cosa.
Jonathan y yo cenamos juntos y luego se marchó. No me apetecía
volver a salir. Después del día que había tenido, estaba cansadísimo, tanto
en lo físico como en lo mental. Así, fui en busca de mi manta de cachemira
y me tumbé a descansar. Reviví mentalmente los sucesos del día y empecé a
ver las cosas con claridad. Franceska y su familia estaban bien y, en
comparación con los demás, no se enfrentaban a ningún problema
demasiado grave. Al menos, esa era mi impresión. Polly seguía enferma,
pero estaba convencido de que se iba a recuperar. Y Jonathan, bueno, aún
estaba solo —aparte de este menda— en aquella casa tan grande, pero
parecía muy optimista. La verdad es que me había empezado a caer muy
bien. Por tanto, solo me quedaba Claire.
Esa mañana había visto, con mis propios ojos, lo peligroso que podía
resultar Joe. Y sabía que no se trataba de un incidente aislado. Estaba
seguro de que volvería a ponerse violento y de que la próxima vez le haría
daño a Claire. No me cabía la menor duda.
La idea de que aquel bestia pudiera hacerle daño a mi Claire me
inquietaba muchísimo. Era evidente que ejercía un dominio sobre ella y yo
no sabía hasta dónde podían llegar las cosas, pero mi instinto me decía que
iban por muy mal camino. ¿Cuándo acabaría todo aquello? No tenía ni idea,
pero debía acabar. Mi instinto gatuno me decía que debía de haber algo que
yo pudiera hacer para poner fin a aquella situación, solo que aún no sabía el
qué. Mientras me iba quedando dormido en mi preciosa y suave mantita,
recé una oración gatuna para que se me ocurriera la respuesta. Y antes de
que fuera demasiado tarde.
Capítulo treinta y dos

C uando me desperté, ya sabía la respuesta. En la calle


aún era oscuro, pero el coro del amanecer no
tardaría en empezar. No me extraña que los gatos cacemos
y matemos pájaros, porque el alboroto que montan a
primera hora de la mañana es realmente insoportable. Miré
a Jonathan, que estaba durmiendo. Se lo veía tranquilo y
satisfecho. Aunque por dentro me aterrorizaba lo que
estaba a punto de ocurrir, traté de que su presencia me
resultara reconfortante.
Iba a ser arriesgado, lo sabía muy bien. El plan, que de alguna manera
se había fraguado durante el sueño, era como poco temerario. Sin embargo,
sabía bien que aquello era exactamente lo que debía hacer. Debía
aprovechar la oportunidad y desear con todas mis fuerzas que todo saliera
bien.
Me acurruqué junto a Jonathan. Si algo tenía claro, era que ese día todo
iba a cambiar y deseaba hacerle saber que, pasara lo que pasase, no dejaría
de quererlo. Durmió profundamente junto a mí durante un rato más, hasta
que empezó a sonar el despertador y se sentó en la cama.
—¿Qué haces en mi cama, Alfie? —preguntó, aunque en tono amable.
Maullé. Él se echó a reír, me dio una cariñosa palmadita y luego se
levantó.
Conseguí bajar la escalera, aunque notaba las patas un poco flojas.
Nunca me había considerado un gato valiente. Seamos sinceros, al principio
de vivir con Margaret y Agnes yo era cualquier cosa menos valiente. Y
luego, cuando Agnes decidió que yo le caía bien, ya no me hizo falta ser
valiente. Pero más tarde, después de perderlas a las dos, el coraje anidó en
mi interior. Un coraje que ni siquiera creía tener, pero gracias al cual había
sobrevivido. Así que ya podían temblarme las patas, que las fuerzas no me
iban a flaquear.
Esperé en la cocina a que Jonathan bajara. Cuando lo hizo, preparó café,
me sirvió un poco de leche, puso una rebanada de pan en la tostadora y me
ofreció un poco de salmón frío que tenía ya cocinado. Saboreé mi
desayuno, pues tal vez fuera el último durante algún tiempo.
—Bueno, Alfie, me voy, pero te veo después del trabajo —dijo Jonathan
al tiempo que se ponía de pie.
Crucé las patas para que así fuera.
Me encaminé a casa de Claire. Cuando la vi, me pareció que no había
pegado ojo en toda la noche. Tenía un aire ausente mientras me acariciaba y
por su mirada supe que también estaba asustada. No era feliz con Joe,
cualquiera podía verlo, pero también parecía creer que estar sola era malo.
No era la primera vez que veía esa actitud en los humanos: algunas
personas preferían estar con alguien, aunque no fueran felices, a estar solas.
Y, al parecer, Claire era de esas personas. Pero al verla así, en aquel estado,
y comprobar que el agujero de la pared seguía estando en el mismo sitio,
me convencí aún más de que debía llevar a cabo mi plan.
Cuando Claire se fue a trabajar, salí de casa con ella. La acompañé un
trecho calle abajo, hasta el punto en el que se desviaba.
—Cuídate, Alfie, te veo esta noche —dijo.
Me restregué contra su pierna y supe que sí, que me vería aquella noche.
Había llegado el momento de dirigir mis temblorosas patitas a los pisos
del número 22, donde arañé la puerta para que Franceska me dejara entrar.
—¡Alfie! —exclamaron al unísono Aleksy y Thomasz, para después
prodigarme incontables mimos.
Me mostré cariñoso con los dos y ellos me recompensaron haciéndome
cosquillas en la barriguita cuando me tendí de espaldas. Se pasaron horas
con ese juego y yo aproveché para disfrutar al máximo de aquella
maravillosa sensación. Jugué con ellos hasta que Franceska dijo que era
hora de ir a ver a Polly. No la había visto desde el día de la doctora, así que
me alegré de poder acompañarlos.
La mujer que abrió la puerta no era Polly, sino una señora mayor,
bastante elegante pero no tan anciana como Margaret.
—Franceska, me alegro de verte —dijo sonriendo.
—Hola, Val. Queríamos saber cómo está Polly. ¿Podemos ayudar en
algo?
—Sí, sí, pasad, seguro que se alegra mucho de veros. Y los niños
pueden jugar con Henry. —La mujer se hizo a un lado y yo seguí a los
demás al interior del piso—. Ah, hola, tú debes de ser Alfie, el gato heroico.
Ronroneé y decidí que aquella mujer me caía bien.
Polly llevaba el pijama, pero estaba muy guapa y tenía mejor aspecto.
Franceska la abrazó afectuosamente mientras los chicos iban directamente
hacia Henry, que estaba sentado en su mantita rodeado de cojines.
—Frankie, qué alegría verte —dijo Polly—. He dormido tanto que me
siento un poco mejor.
—Bien, pero toma con calma.
—Voy a poner el hervidor al fuego, ¿os parece? —preguntó la madre de
Polly.
—Sí, mamá, gracias.
—¿Te ayudo?
—No, guapa, tú siéntate y hazle compañía a mi hija —dijo, y salió de la
habitación.
—Bueno, ¿cómo estás, Frankie?
—Muy bien. Aleksy empieza colegio próxima semana y he encontrado
guardería para Thomasz. Es bueno para él estar con otros niños y yo
buscaré empleo a media jornada. Dependienta o lo que sea, pero me irá
bien.
—Me parece genial. Mejorarás tu inglés, conocerás gente nueva…
Nunca te lo he preguntado, ¿de qué trabajabas en Polonia?
—Mi familia tenía colmado y yo trabajaba allí. No es maravilla, pero
me gusta. Me gusta atender clientes y charlar.
—¿Aleksy? —dijo Polly.
El niño se volvió. Me quedé perplejo: era la primera vez que oía a Polly
hablar directamente con él, pero supongo que ella ni siquiera se había dado
cuenta.
—¿Sí? —dijo Aleksy.
—Sí, Polly —lo corrigió su madre.
—Perdón. ¿Sí, Polly?
Polly se echó a reír.
—¿Tienes ganas de empezar el cole?
—Sí, muchas ganas, pero también tengo un poco de miedo.
—Bueno, ¿sabes qué? Creo que tendríamos que irnos de tiendas para
que escojas una cartera y un estuche bien chulos. Te los regalamos Matt y
yo para que empieces bien el cole.
—Hala, ¿de verdad? ¿Puede ser de Spiderman?
—De lo que tú quieras.
—Polly… —empezó a decir Franceska.
—No, por favor, Frankie. Jamás te podré compensar lo que has hecho
por mí y espero que jamás me necesites como yo te necesitaba a ti. Por
favor, déjame al menos hacer un regalo a los niños. Además, dentro de poco
me irá bien salir, no puedo pasarme la vida encerrada aquí. Salir para
comprar una cartera de Spiderman me sentará muy bien.
—Bueno, pues gracias.
Val volvió con el té y se pusieron las tres a charlar como si fueran viejas
amigas. Los niños jugaron con Henry y conmigo y yo me emocioné, pues
sabía lo que estaba a punto de ocurrir. Y si bien no tardaría en separarme de
ellos, sabía que no les ocurriría nada. Eran felices; Polly aún no había
vuelto a la normalidad, pero se la veía mucho más animada que antes. Lo
supe cuando se levantó, cogió a Henry en brazos y le dio un beso. Nunca,
hasta entonces, la había visto hacer tal cosa. Durante todo el tiempo que
estuve allí, apenas oí a Henry llorar. Era como si en los pisos del número 22
se hubiera obrado un milagro.
Antes de comer, decidieron dar un paseo hasta el parque.
—Necesito un poco de aire fresco —dijo Polly—. Esperad un momento,
que me pongo algo encima.
La expresión me pareció curiosa, pero Polly no tardó en regresar vestida
con vaqueros y una camiseta. Todos se pusieron los zapatos y sentaron a
Henry en su sillita. Thomasz insistió en caminar. Cuando ya se alejaban, se
volvieron hacia mí, que me había quedado junto a la verja de entrada.
—Adiós, Alfie —dijo Aleksy.
—Adiós, Alfie —lo imitó Thomasz.
Tanto Polly como Franceska se agacharon para acariciarme.
—Te compraré un poco de pescado cuando volvamos del parque, por si
acaso vienes a comer —me dijo Polly.
Maullé alegremente.
—Parece que te ha entendido —se maravilló Val.
—Es gato muy inteligente —respondió Franceska—. Claro que lo ha
entendido.
Después de marcharme, me fui corriendo a ver a Tiger. Cogí el callejón
trasero, que era algo más rápido aunque tuviera que saltar vallas y esquivar
perros gruñones. Cuando llegué, Tiger estaba tomando el sol en el jardín
trasero. Le conté inmediatamente mi plan y se horrorizó. En realidad, lo que
hizo fue regañarme, enfadada, pero traté de explicarle los razonamientos
que se ocultaban tras mi plan. Me lanzó un montón de insultos gatunos y
me dijo que era un idiota. Luego se echó a llorar y me dijo que temía por
mí, porque ni ella ni yo sabíamos cómo acabaría la cosa. Me dijo que era un
gato muy valiente, pero también muy estúpido, y a mí no me quedó más
remedio que darle la razón. Finalmente nos despedimos, muy emocionados
los dos, y le prometí que haría todo lo posible para regresar de una sola
pieza.
Mientras volvía apresuradamente al número 22 para degustar mi
pescado, traté de no pensar en mi encuentro con Tiger.
—Vamos a mi piso —dijo Franceska cuando me reuní con ella y los
niños en el jardín delantero—. Henry duerme y Val intenta que Polly
descansa también, así que yo tiene tu pescado.
Ronroneé, complacido, y los seguí escalera arriba. Aleksy encendió la
tele y Thomasz se sentó en el suelo, todo lo cerca que pudo del aparato.
—Demasiado cerca, Thomasz, aléjate —le gritó Franceska desde la
cocina, al tiempo que se echaba a reír.
Me pregunté si era capaz de ver a través de las paredes. Los gatos
tenemos una vista muy aguda y podemos intuir los objetos, pero ni siquiera
yo puedo ver a través de las paredes. Me dirigí a la cocina, en busca de mi
comida. Tal y como se me había prometido, Franceska cocinó el pescado y
me lo sirvió. Me sentí como si fuera un humano, con la única diferencia de
que yo comía en el suelo. Comí apresuradamente y luego me lavé, mientras
Franceska y los niños comían.
Después de comer, Franceska acostó a un reacio Thomasz para que
durmiera la siesta y se puso a leer con Aleksy.
—Es difícil leer en inglés —se quejó el niño.
—Sí, pero lo haces muy bien. Pronto lees mejor que mamá.
—¿Me gustará el cole? —preguntó, con expresión preocupada.
—Te encantará, como en Polonia.
—Pero en otro idioma.
—Sí, pero maestros han prometido que te ayudarán, así que no tienes
que preocuparte.
Me di cuenta de que, por mucho que intentara tranquilizar al niño,
Franceska también estaba preocupada.
—Y si Polly me compra la cartera, me pondré muy contento.
Aleksy se retorció cuando su madre quiso darle un beso y abrazarlo.
Después de leer durante un rato, Aleksy fue en busca de sus coches de
juguete y se dedicó a lanzármelos para que yo los persiguiera. Yo estaba
cada vez más nervioso y aunque intenté disfrutar con aquel juego, lo cierto
es que no podía concentrarme. Me reprendí a mí mismo: si aquella iba a ser
la última vez que jugábamos juntos durante algún tiempo o, me estremecí al
pensarlo, durante mucho tiempo, lo mínimo que podía hacer era tratar de
divertirme. Así, dejé que Aleksy empujara su cochecito, para después ir a
buscarlo y tratar de devolvérselo con una pata. No es que fuera fácil, pero
Aleksy se reía entusiasmado cada vez que yo lo intentaba. Jugamos durante
lo que me pareció una eternidad, hasta que llegó el momento de irme. Iba
siendo hora de marcharme y poner mi temerario plan en acción.
Al despedirme de todos, memoricé sus rostros y deseé con toda mi alma
volver a verlos algún día.
Capítulo treinta y tres

A l acercarme a casa de Claire, me temblaban las


piernas. Tiger me estaba esperando frente a la
puerta. Me acarició brevemente con el hocico y me deseó
suerte. Me pidió que me lo volviera a pensar, pero le dije
que no podía. Algo en mi interior me decía que debía
hacerlo por el bien de Claire, a la que tanto quería. Tal vez
estuviera enfadado con ella, tal vez me molestara que fuera
tan débil, pero la quería y ella me necesitaba. Me sentía como si yo fuera lo
único que le quedaba a Claire. De acuerdo, no es que yo fuera gran cosa,
pero deseaba que a Claire le bastara.
Salté con más ánimo del que en realidad sentía y me colé por la gatera.
Me quedé inmóvil unos instantes: Claire aún no había vuelto a casa. Joe
estaba en la salita, viendo la tele. Respiré hondo y se me erizó el pelo.
Recordé que había experimentado un terror parecido tras convertirme en un
gato callejero. El corazoncito gatuno me latía tan rápido que casi se me
salía del cuerpo.
Me senté junto a la puerta de la salita y esperé. No sé muy bien cuánto
tiempo pasé allí antes de oír los pasos de Claire en el camino de entrada,
pero le agradecí a Dios que hubiera dotado a los gatos con un sentido del
oído tan agudo. Calcular bien el tiempo era fundamental. Entré corriendo en
la salita y salté directamente al regazo de Joe. Al principio pareció
sorprendido pero luego, tal y como había imaginado, se enfadó.
—¡Quítate de encima, bicho asqueroso! —gritó.
Bufé y, un instante después, le arañé el brazo. Cerré los ojos, pues ya
sabía lo que ocurriría a continuación.
—¡Puñetero gato! ¡Te odio! —dijo justo antes de lanzarme al otro lado
de la sala.
Me hice un ovillo y cuando noté que estaba a punto de caer, extendí las
patas y aterricé de pie. Claire acababa de entrar en casa, así que maullé lo
más alto que pude. Joe cruzó en ese momento la salita y empezó a patearme
una y otra vez. Noté un dolor tan intenso en todo el cuerpo que ni siquiera
pude maullar.
—Oh, Dios mío, ¿qué leches estás…? ¡Déjalo, déjalo en paz, cabrón! —
oí gritar a Claire, justo antes de que todo se volviera negro.

A pesar de haber visto muchas series de hospitales con Margaret, no sabía


muy bien si estaba consciente, inconsciente o en algún otro estado
intermedio. Sabía que no estaba muerto porque no había visto ni a Agnes ni
a Margaret y yo estaba convencido de que al morir las vería. Me sentía
calentito, sin embargo, aunque notaba un dolor muy intenso y tenía la
sensación de que nos estábamos moviendo. Oí voces, vagamente, y me
tranquilizó reconocer la de Claire.
—¿Qué he hecho? —lloraba—. Dejé que me utilizara y ahora ha estado
a punto de matar a Alfie. Ay, Dios, si se muere no me lo perdonaré nunca.
—Claire —dijo otra voz, que reconocí como la de Tasha—. Te
encontrabas en una situación muy vulnerable después del divorcio.
Creíamos que estabas mejor, pero en realidad no era así, ¿verdad? Aún
creías que no servías para nada y yo tendría que haberme dado cuenta. Joe
sí lo vio, porque los hombres como él siempre ven estas cosas. Tú no tienes
la culpa. Mira, Alfie se pondrá bien, ya casi hemos llegado al veterinario y
sé que saldrá adelante. —Sin embargo, por su voz intuí que no estaba del
todo segura—. Te ha salvado, ¿sabes?
—Alfie vio a Joe darle un puñetazo a la pared el otro día. Seguro que
pensó que la próxima vez me lo haría a mí.
—Y te lo habría hecho si no lo hubieras echado de casa.
—Ahora lo sé. Cuando lo he visto dándole patadas a un pobre gato
indefenso, se me han abierto los ojos de repente y he encontrado las fuerzas
que no creía tener. Lo he apartado de Alfie, estaba tan enfadada que lo he
empujado y hasta le he pegado. Pero entonces ha empezado otra vez con el
rollo del «lo siento». ¡Increíble! Esta vez no me lo he tragado. Le he dicho
que si no se largaba en cinco minutos, llamaba a la policía.
—¿Y él que ha hecho?
—Ponerse a llorar, como cuando le dio el puñetazo a la pared, pero yo
me he mantenido firme. Estaba tan asustada que ni me atrevía a coger a
Alfie, por eso te he llamado. Estaba todo lleno de sangre y no se movía. Joe
seguía ahí, no quería irse, así que le he vuelto a decir que se largara y
entonces se ha puesto muy desagradable. He cogido el teléfono, he marcado
el 999 y le he dicho que si se atrevía a dar un paso más, pulsaba el botón de
llamada.
—¿Y entonces se ha ido?
—Sí, pero antes me ha dicho de todo y más.
—Es un animal.
—¿Cómo no me he dado cuenta?
—Si te soy sincera, no lo sé. Estaba convencida de que él te tenía
dominada. Pero cuando una persona desea muchísimo una cosa, solo ve lo
que quiere ver. Claire, no debes olvidar lo que has aprendido: por desgracia,
el mundo está lleno de hombres como Joe.
—Lo lamento tanto y me siento tan estúpida… Si le ocurre algo a Alfie,
no me lo perdonaré jamás.
—Esa clase de actitud, es decir, llamarte estúpida a ti misma, es la que
te ha metido en este lío.
Me di cuenta de que Tasha estaba siendo muy sincera con Claire, cosa
que me gustaba, y que Claire estaba llorando, cosa que no me gustaba. Pero
justo entonces todo se volvió oscuro, por lo que ya no había nada que yo
pudiera hacer.
Mi plan había funcionado y por fin me había librado de Joe. Solo
esperaba no tener que pagar un precio muy alto.
Capítulo treinta y cuatro

N o sé cuántos días llevaba en aquel extraño lugar.


Estaba en un hospital para animales y el veterinario
me había hecho varias cosas. Había dicho que tenía que
quedarme allí, pues apenas había recobrado el
conocimiento. Me había parecido oír, vagamente, algo
sobre una operación y me habían puesto inyecciones que hacían que todo se
volviera negro otra vez. De vez en cuando oía voces, aunque no siempre
entendía qué decían. Me daban unos calmantes que hacían desaparecer el
dolor, pero me dejaban atontado. Ya no tenía miedo, porque ni siquiera
tenía fuerzas para sentir nada. Básicamente, tenía la sensación de estar
durmiendo todo el rato, pero no como cuando dormía normalmente y
soñaba con montones de peces: era un sueño en el que no pasaba nada ni
parecía que fuese a pasar nada.
Un día me desperté y abrí los ojos. Moví los bigotes, que aún seguían en
su sitio. Aunque apenas podía moverme, tuve la sensación de que mi
cerebro volvía a ser más o menos normal.
—Alfie —dijo una mujer. La miré: llevaba una bata verde y el pelo
recogido en la nuca. Parecía bastante amable—. Soy Nicole, una de las
enfermeras que te han estado cuidando. Qué bien poder verte los ojos por
fin. El veterinario vendrá enseguida a visitarte.
Y entonces supe que me estaba recuperando. El veterinario me toqueteó
y me hurgó por todas partes. Molesto, le bufé, pero él se echó a reír. Nicole
me acarició y luego dijo que ya estaba lo bastante recuperado como para
que Claire pudiera venir a visitarme.
Estuve a punto de llorar de felicidad cuando Claire vino a verme,
acompañada por Tasha. Me costaba bastante mantener los ojos abiertos,
pero lo conseguí el tiempo suficiente como para comprobar que tenía
mucho mejor aspecto. Como cuando había vuelto de aquel fin de semana en
Exeter. Como era ella antes de conocer a Joe.
—Ay, Alfie, me han dicho que te vas a poner bien —exclamó.
Le empezaron a rodar lágrimas por las mejillas, pero supuse que eran de
felicidad.
—Menos mal que ya te pareces un poco más al precioso gatito de antes.
Esta ha sido la semana más larga de mi vida —prosiguió Claire—. Pero si
las cosas van tan bien como hasta ahora, dentro de otra semana ya podrás
volver a casa conmigo.
—Y no te preocupes, que Joe ya no está —añadió Tasha.
—No, ya se ha marchado y nadie más volverá a interponerse entre
nosotros. Me has salvado, Alfie, estoy convencida de que así ha sido.
—¿No te parece que es muy raro? —dijo Tasha.
—¿El qué? —preguntó Claire.
—Que haya pasado lo que ha pasado.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, pues que parece como si lo hubiera planeado. Joe le da un
puñetazo a la pared y os asusta a los dos; y luego, un día más tarde, vuelves
a casa y te encuentras a Joe dándole patadas a tu gato.
—Porque es un bestia. No soporto pensar en lo que ha hecho.
—No, lo que quiero decir es… Él afirma que Alfie lo atacó, ¿no? ¿Y si
es cierto? ¿Y si lo que hizo fue provocar a Joe para asegurarse de que jamás
te hiciera daño a ti?
—Ya sé que Alfie es inteligente, pero no creo que sea tan inteligente.
¿Te has vuelto loca, Tash? Solo es un gato.
Sonreí para mis adentros y me abandoné de nuevo al sueño.
Claire me visitó en muchas ocasiones a lo largo de los siguientes días y,
poco a poco, fui recobrando las fuerzas. Pude volver a ponerme de pie, pues
por suerte no tenía nada roto, pero aún sentía dolor y el veterinario me dijo
que tal vez ya no volviera a ser tan ágil como antes. Me daba igual porque
aún podía andar y porque, a pesar de tener heridas internas, al parecer era
un gato muy afortunado. En ese momento no lo pensaba, ni tampoco más
tarde, pero tal vez fuera cierto.
Pocos días antes de que me mandaran a casa, Claire vino a visitarme,
aunque en esta ocasión no la acompañaba Tasha. Yo estaba despierto, pero
muy atontado porque me acababan de dar la medicación, y me costaba
bastante mantener los ojos abiertos. Pero la voz que oí era inconfundible.
—¡Alfie! —exclamó la voz—. ¡Dios! ¿Qué te ha pasado?
¡Mi Jonathan! Traté, sin éxito, de abrir los ojos.
—¿Y dices que Alfie es tu gato? —preguntó Claire, que parecía
molesta.
—¡Ya te he dicho que es mi gato! Llevo días buscándolo por todas
partes, caray.
—Vi los carteles, pero no pensaba que fuera el mismo gato, porque este
es mío —afirmó Claire.
—¿Cómo? ¡Pero si los carteles decían que había perdido a un gatito gris
de nombre Alfie! —dijo Jonathan, que hablaba en el mismo tono airado que
cuando nos habíamos conocido.
—Sí, bueno, entiendo que pienses eso —dijo Claire, algo arrepentida.
—O sea, que a pesar de que es exactamente igual y se llama igual, ¿tú
creías que se trataba de un gato distinto?
Me alegró pensar que mi ausencia no había cambiado en absoluto a
Jonathan.
—Bueno, es que, no sé, este es mi gato.
—Eso es lo que tú dices, pero… ¿cuántos gatos que se llamen Alfie y
sean exactamente como este crees que puede haber en una misma calle de
Londres?
—Es que yo no… Lo siento, supongo que estaba viviendo con los dos.
—Eso explicaría por qué desaparece tanto.
—A mí también me intrigaba —dijo Claire.
—Me cuesta creer que me haya pasado una semana pegando carteles y a
ti ni se te haya ocurrido llamarme.
—Lo vi el otro día y además, como ya te he dicho varias veces, no
pensé que pudiera ser el mismo gato. Así que esta tarde, cuando te he visto
pegando más carteles, por fin se me ha encendido la luz, ¿vale?
Claire no parecía tan apocada como de costumbre. De hecho, le estaba
plantando cara a Jonathan, lo cual me divertía.
—Pues estaba preocupadísimo.
—Claro, lo entiendo y te pido disculpas. De corazón. Pero ¡yo pensaba
que era mi gato!
Traté de maullar para recordarles que estaba allí, pero no me salió
sonido alguno.
—¿Y el niño?
Estiré las orejas. ¿Se referían a Aleksy? Me empezaba a sentir querido.
Jonathan me había echado de menos y se había puesto a buscarme. ¿Y si las
familias del número 22 también me estaban buscando?
—Mira, si te digo la verdad solo vi tu cartel. El otro, el que tenía el
dibujo de un gato, no lo había visto hasta que tú me lo has enseñado —dijo
Claire, que ahora parecía aturullada—. Y aunque lo hubiera visto, creo que
el dibujo no se parecía en nada a mi Alfie —añadió con una risita.
—Pero el niño, bueno, supongo que es un niño, a menos que se trate de
un adulto totalmente negado para el dibujo… Debe de estar muy
preocupado.
—Lo sé y me siento fatal, pero ¡no sabía que Alfie fuera tan ligón! —
dijo echándose a reír—. Supongo que le daban de comer en todas partes.
—Sí, me parece a mí que este pícaro estaba muy bien alimentado y
cuidado. Ya son tres casas, que sepamos, a saber cuántas más tendrá por ahí.
¿Qué te parece si vamos a ver al chaval cuando salgamos de aquí? Si es
como yo, estará preocupadísimo.
—Lo siento de verdad.
—Como me encuentre al cabrón que le ha hecho esto a Alfie, lo mato.
¿Quién es capaz de hacerle algo así a un gato indefenso? ¡Menudo cerdo!
—dijo Jonathan, mientras una sombra le cruzaba el rostro.
—Lo sé. Ojalá hubiera llamado a la policía o algo. Me siento fatal, yo
soy la responsable de lo que le ha ocurrido.
—Bueno, creo que la culpa no es del todo tuya —dijo Jonathan, que no
se había calmado exactamente pero parecía un poco menos enfadado.
—Lo es. Y ese es el problema, que toda la culpa es mía.
—Para ti no tiene que haber sido fácil ver cómo le hacían daño —
admitió Jonathan.
Claire se echó a llorar. Conseguí abrir un ojo y vi a Jonathan darle una
torpe palmadita en el hombro. De repente, y aunque estaba medio
adormilado y veía un poco borroso, pensé que hacían muy buena pareja.
—Lo siento, Jonathan.
—Pues no lo sientas. Se pondrá bien —dijo.
Vi a Claire asentir.
—Ay, Alfie —dijo, mientras introducía una mano entre los barrotes de
la jaula para acariciarme—. Parece que eres un gato muy querido.
Supe en ese momento que mi recuperación sería rápida, porque eran
muchas las personas que me querían y porque yo las quería a todas y a cada
una de ellas. Y, además, tenía un nuevo plan —bastante menos peligroso,
por suerte— que poner en marcha.
Capítulo treinta y cinco

H abía llegado el día de volver a casa y estaba


entusiasmado. Se acabó la jaula: no es que se
estuviera mal, pero tampoco era exactamente el Ritz. Y si
bien me habían dicho que tenía que hacer ejercicio, allí
encerrado me resultaba imposible. Por fin iba a volver a mi
vida y a mis paseos por Edgar Road: tal vez no pudiera
saltar las vallas como hacía antes, pero al menos lo
intentaría. Tenía muchísimas ganas de ver a mis familias y
también a Tiger, aunque temía que estuvieran todos
enfadados conmigo ahora que sabían que no tenía una única familia. Deseé
que no fuera así.
Claire vino a buscarme y, si bien no me hizo mucha gracia, ella y el
veterinario me arroparon y me metieron en un cesto para gatos. Chillé,
aunque no por el dolor sino porque me parecía indignante que me metieran
en una de aquellas cosas.
—Lo mejor para él es que de momento se quede en una sola casa. Es
recomendable que haga ejercicio suave. Él mismo lo entenderá, pero quiero
que se quede en casa por lo menos una semana y después me lo traéis para
una revisión —ordenó el veterinario.
Observé a Claire con el ceño fruncido desde el transportín. La idea no
me parecía muy divertida y no se ajustaba a lo que yo tenía planeado.
—No te preocupes, lo cuidaré muy bien.
Jonathan estaba en el mostrador, esperándonos a Claire y a mí. Me
alegré mucho de verlo.
—Pago la cuenta y nos vamos —dijo Claire cuando la mujer que estaba
en el mostrador le entregó la factura.
—Caray —silbó Jonathan—. Qué caro, joder.
—Bueno, puesto que también es tu gato podemos pagar a medias —dijo
Claire. Jonathan la observó, perplejo, pero entonces Claire se echó a reír—.
Es broma. Tengo seguro.
—¿Tienes seguro? —preguntó Jonathan en tono de incredulidad, como
si jamás hubiera oído hablar de tal cosa.
—Sí. Alfie es mi gato y lo tengo asegurado.
—Nunca se me habría ocurrido —dijo Jonathan.
—Bueno, no me sorprende —replicó Claire—. Supongo que cuando te
vas fuera se te olvida darle de comer, ¿no?
Jonathan tuvo la decencia de parecer avergonzado, porque era cierto.
—Bueno, con cuatro casas no creo que pase mucha hambre.
—Esa no es la cuestión. Bueno, ¿nos ponemos en marcha? Tenemos que
ir a una fiesta.
Me sentí dolido. El primer día de mi vuelta a casa… ¿y se iban a una
fiesta?
Jonathan aparcó el coche delante de su casa y cogió el transportín.
Claire lo siguió. Se habían pasado todo el trayecto discutiendo sobre mí:
estaba convencido de que no era más que una cuestión de tiempo que se
dieran cuenta de que estaban hechos el uno para el otro. Tal vez no fuera
aún evidente, porque no hacían más que discutir y porque Claire acababa de
salir de una relación muy complicada, pero en mi opinión encajaban a la
perfección. Su forma de discutir era distinta: era cordial, nada agresiva. Y
no solo eso, sino que Claire trataba a Jonathan igual que él a ella. No se
mostraba nada tímida. Era la Claire que yo deseaba que fuera. Será el
instinto gatuno, pero en el fondo de mi corazón estaba convencido de que
aquellos dos podían llegar a quererse tanto como los quería yo a ellos.
Me sentía más y más feliz. Sobre todo al pensar en langostinos y en mi
manta de cachemira, en Aleksy y en nuestros juegos con la pelota, en cómo
estaría Polly, en Henry y en los dos Thomasz y, por supuesto, en mi
queridísima Franceska. Ay, cuánto los había echado de menos, pensé,
mientras sonreía abiertamente y aguardaba a que me permitieran salir del
transportín.
Jonathan dejó la jaula en el pasillo y abrió la puerta. Me cogió y me
llevó a la cocina. Yo estaba enfadadísimo porque creía que me iban a dejar
allí para irse a una fiesta, pero cuando la puerta se abrió, se me escapó un
maullido de sorpresa.
—¡Alfie! —exclamó Aleksy, al tiempo que corría hacia mí.
Se detuvo justo delante de Jonathan. De la pared colgaba una alegre
pancarta y, en torno a la mesa de Jonathan, se encontraban Franceska, los
dos Thomasz, Matt, Polly y Henry. Apenas me lo podía creer. Aquellas
personas ni siquiera se conocían entre sí, pero allí estaban, todas juntas.
—Te hemos calado, Alfie —dijo Matt, echándose a reír.
—¿Qué es calado? —preguntó Aleksy.
—Hemos descubierto que tiene cuatro casas. Bueno, con nosotros no
vive exactamente, pero nos visita —dijo Franceska, riendo también.
—Sí, Alfie, te hemos estado buscando. Yo hace dibujo, pero no te
encontramos y estamos preocupados. Y luego nos dicen que te han hecho
daño —dijo Aleksy, que parecía al borde de las lágrimas.
—Ven, Aleksy, si tienes mucho cuidado lo puedes coger.
Jonathan me dejó en brazos de Aleksy, que me dio un beso. Claire
también había entrado en la cocina. Me hacía mucha gracia ver juntas a
todas mis familias. Los observé, acurrucado entre los brazos de Aleksy.
Polly estaba más guapa que nunca y, decididamente, tenía mucho mejor
aspecto mientras hacía saltar a Henry sobre su regazo. Thomasz y Matt
estaban igual que siempre. Franceska parecía tan serena como de costumbre
y Thomasz hijo parecía haber crecido durante mi ausencia. Pero mi Claire
estaba preciosa: ya la había visto en la consulta del veterinario, pero en
realidad no me había fijado mucho. Al verla ahora, me di cuenta de que
estaba empezando a florecer de nuevo; hasta había ganado algo de peso —
suelo fijarme en esas cosas— y había recobrado el color en las mejillas. Era
muy guapa, pensé, lo mismo que Jonathan.
Jonathan me cogió de los brazos de Aleksy y me depositó en la camita
que solía estar en casa de Claire. Me pusieron delante la comida: salmón y
langostinos, lo más delicioso del mundo.
Me mimaron muchísimo y me hicieron regalos. ¡Como si fuera mi
cumpleaños! Aleksy y Thomasz me habían hecho dibujos, en los que
aparecían un gato y un coche. A los niños les habían contado que me había
atropellado un coche cuando cruzaba la calle, para que no les afectara lo
que realmente había ocurrido. Me molestó un poquitín, pues me había
cruzado medio Londres esquivando el tráfico y, por favor, ¡sé perfectamente
cómo cruzar una calle!
—Tienes que vigilar cuando cruces calle —me dijo Aleksy.
Jonathan le guiñó un ojo.
—Bueno, queda un último regalo —dijo.
—Que ya tardaba —añadió Claire.
Con mucho cuidado, me quitó el collar. Retiró la placa que aún me
vinculaba a Margaret y mostró una nueva. Todo el mundo aplaudió.
—Alfie, esta placa lleva tu nombre y todos nuestros números de
teléfono grabados. De tus cuatro familias, para que no vuelvas a perderte.
La gente dice que los gatos no lloran, pero juro que en ese momento se
me llenaron los ojos de lágrimas.

Estaba agotado, pero todos se mostraban muy amables y cariñosos


conmigo, y me repetían una y otra vez lo mucho que me habían echado de
menos. Sentía una emoción tan grande en el pecho que creí que el corazón
me iba a estallar. Ver a todas mis familias sentadas en torno a la mesa de
Jonathan era el mejor regalo que podían hacerme.
Se pusieron a hablar de turnos. Debía quedarme en casa de Claire hasta
que estuviera mejor, pues ella se había cogido unos días libres en el trabajo
para cuidarme. Jonathan dijo entonces que él también se había cogido unos
días para ocuparse de mí. Al parecer, tenía que tomarme la medicación
regularmente y, sobre todo, necesitaba descanso.
—Hay una gatita muy mona que también te ha estado buscando —dijo
Claire—. Vive en la casa que está al lado de la mía.
Me pregunté entonces si Tiger también vendría a visitarme, porque con
ella completaría mi lista de amigos y familias.
Finalmente, cuando le prometieron a Aleksy que podría venir a
visitarme después del cole y Polly dijo que ella y Henry vendrían a hacerme
compañía cuando Claire tuviera que salir a comprar, me besaron uno por
uno, me acariciaron con dulzura, y se marcharon.
Jonathan me llevó de vuelta a casa de Claire y me acomodó en el piso
de abajo. Decían que aún no estaba preparado para subir y bajar la escalera
y, dado que me sentía muy débil, supongo que tenían razón.
—¿Te quedas a tomar una copa? —le preguntó Claire a Jonathan,
cuando yo ya me había enroscado para dormir.
—Claro. ¿Te apetece que pidamos algo para comer? Estoy muerto de
hambre. Bueno, solo si quieres un poco de compañía, claro —dijo, y no me
cupo duda de que se había ruborizado un poco.
—Me parece genial. Me alegro mucho de que por fin esté en casa —
respondió ella mirándome.
—Bueno, en una de sus casas —dijo Jonathan, y los dos se echaron a
reír.
Me reconfortó escuchar en sus voces algo que oía a menudo en la mía:
amor. Tal vez ellos no lo supieran aún, pero yo sí. Porque soy un gato muy
inteligente.
Epílogo

H abía ido a visitar a Tiger. Se había propuesto hacer


más ejercicio conmigo, en vista de que quería
perder un poco de peso. Me contó que, durante mi
ausencia, se había dedicado a comer sin moverse mucho,
de tanto como me echaba menos. Me pareció un bonito
detalle, aunque en realidad creo que estaba siendo simplemente perezosa, lo
cual era una tendencia natural en ella.
Habían transcurrido muchos meses desde «el incidente», que era como
lo llamábamos. No me daba cuenta de que, si bien mi plan había sido muy
peligroso y casi me había costado la vida —no era del todo consciente de lo
cerca que había estado de la muerte—, el resultado había sido incluso mejor
de lo que jamás podría haber imaginado. A medida que iban pasando las
estaciones, sin embargo, yo recuperaba las fuerzas. Era otra vez verano. El
sol brillaba, las tardes eran más cálidas y largas. Y yo lo había superado
todo: el ataque de Joe y el frío invierno posterior, que me había hecho
detestar la idea de salir. Finalmente, sin embargo, me había obligado a mí
mismo a poner los pies en la calle para recuperar mi rutina de visitar todos
mis hogares: el de Jonathan, los pisos del número 22 y, por supuesto, la casa
de Claire. Tras mi recuperación, me había convertido de nuevo en un gato
de portal, pero con una diferencia, porque todo era distinto. Y, ahora, las
cosas habían cambiado más que nunca.
Franceska y Thomasz se habían marchado de Edgar Road. Por suerte,
solo se habían ido a la vuelta de la esquina, donde habían encontrado un
piso más grande. No los visitaba mucho, porque era una buena caminata,
pero ellos iban mucho a casa de Polly y Matt o de Jonathan y Claire. Al
parecer, yo había propiciado aquella amistad entre todas mis familias, lo
cual me hacía muy feliz. Se caían bien unos a otros, que era justo lo que yo
deseaba.
Thomasz era ahora socio del restaurante y le iba muy bien. A Aleksy le
encantaba el colegio y ya hablaba inglés mejor que sus padres. Thomasz
hijo también hablaba mucho y tan bien que casi parecía británico.
Franceska trabajaba en una tienda y solía regalarme pescado. Decía que
cada vez sentía menos nostalgia de su país.
Polly estaba mucho mejor y disfrutaba de la maternidad. Le había salido
barriga, lo cual —según me dijeron— quería decir que había otro bebé en
camino. ¡Otro compañero de juegos para mí! Ella, Matt y Henry eran muy
felices. Henry ya había empezado a caminar y me tiraba mucho de la cola,
pero lo hacía sin mala intención, solo para jugar, así que no se lo tenía en
cuenta. El cambio más significativo es que ahora vivían en una casa nueva
que casualmente estaba justo enfrente de la de Jonathan. Estaban mucho
más cerca y, si bien la casa no era tan grande como la de Jonathan, era un
hogar muy acogedor y familiar.
Claire y yo vivíamos todo el tiempo en el 46 de Edgar Road, con
Jonathan. Mi idea de emparejarlos había funcionado (aunque había tardado
un poco). Había sido el mejor plan del mundo, aunque aparentemente lo
habían hecho todo ellos solitos, con muy poca ayuda por mi parte. Eran
muy felices juntos, aunque Jonathan aún se mostraba un poco gruñón de
vez en cuando y Claire se burlaba de él. Claire no le tenía miedo y él nos
trataba, a los dos, como si fuéramos de la realeza. Tasha venía mucho a
visitarnos, y también otros amigos, además de Franceska y su familia, Polly
y Matt. La casa estaba siempre llena de gente, que era lo que yo siempre
había deseado.
Claire y Jonathan decían que yo era su gato de los milagros, porque al
parecer era mucho lo que había hecho por ellos. La verdad era que me
alimentaban mucho el ego: por la forma en que hablaban de mí, cualquiera
diría que yo había salvado el mundo entero, en lugar de ayudar a unas pocas
familias. Pero, al parecer, así era, gracias a lo cual mi vida era mucho mejor
y mucho más completa.
Una vez que adoptamos la rutina que más cómoda nos resultaba a todos,
me di cuenta de que tenía muchos motivos para dar las gracias: por mis
amigos, por mi familia, por todo el amor que me rodeaba… Aquellos días
en que deambulaba asustado por las calles, esquivando coches, perros y
gatos salvajes, buscando comida y refugio, quedaban ya tan lejos que a
veces tenía la sensación de que aquella vida le pertenecía a otro gato. Pero
sabía que todo aquello lo había vivido yo, porque el pasado me acompañaba
siempre. Las lágrimas, el miedo y la forma en que mis familias me habían
necesitado…, todo eso ya formaba parte de mí. Jamás olvidaría a Joe ni
tampoco lo que me había hecho porque, si bien había pagado un precio muy
alto, era mucho más lo que había obtenido a cambio. Jamás olvidaría el día
en que Aleksy había vuelto a casa con una medalla por la redacción que
había escrito sobre su mejor amigo, que casualmente era yo. Jamás
olvidaría las palabras de Franceska cuando me había contado que, al
principio, vivir en Inglaterra le había resultado muy difícil, pero que yo se
lo había hecho más fácil. Jamás olvidaría a Claire diciendo que yo la había
salvado, ni a Polly expresando lo mismo. Ni olvidaría a Jonathan
burlándose de mí por haberlo convertido en un amante de los gatos o
diciéndole a Claire que yo lo había salvado de la malvada Philippa. No
olvidaría jamás el largo viaje que me había llevado hasta allí y lo único que
deseaba era que la parte más difícil hubiera terminado y pudiera, por fin,
relajarme.
Porque a mí seguía haciéndome feliz ser un gato de sofá y ahora tenía el
número perfecto de sofás en los que acomodarme. Algunas noches salía a
contemplar las estrellas. Observaba el cielo y deseaba que Agnes y
Margaret estuvieran allí arriba, guiñándome el ojo, porque aunque al
parecer yo había hecho muchas cosas buenas desde que las había perdido a
ambas, todo era gracias a lo que ellas me habían enseñado y a lo mucho que
me habían querido. Gracias a ellas y a todo lo que había vivido, era mejor
gato. Y había aprendido que así era como funcionaba la vida.
Agradecimientos

Escribir este libro ha sido todo un placer gracias al equipo


con el que he tenido el privilegio de trabajar. Gracias, muy
especialmente, a mi maravillosa editora, Helen Bolton: ha
sido una experiencia muy divertida y tú has sido una fuente
de inspiración, ánimos y consejos en esta mi primera
novela. El entusiasmo demostrado por el equipo de Avon ha sido, también,
de enorme ayuda. Me alegra haber contado con unos agentes tan
estupendos, así que muchísimas gracias a Kate Burke y a todo el equipo de
Diane Banks Associates.

Mi familia también me ha ayudado muchísimo, alimentándome y


dejándome escribir hasta bien entrada la noche. Gracias también a mis
amigos, por su sinceridad cada vez que les comentaba alguna idea. Este
proyecto también es vuestro.

Y, finalmente, gracias también a los gatos que han formado parte de mi


familia a lo largo de toda mi vida. Este libro es para todos vosotros: habéis
sido mi familia, mis amigos, mi inspiración y, en más de una ocasión, el
apoyo que necesitaba. No sois solo mascotas, sois mucho más.
RACHEL WELLS es madre, escritora y amante de los gatos. Vive en
Devon con su familia y sus mascotas y cree en la magia de los animales. Se
crio en esa misma ciudad, pero cuando tenía veinte años se trasladó a
Londres para trabajar en el sector del marketing, Allí convivió en un piso
minúsculo con Albert, en viejo gato recogido en la calle.
Siempre ha tenido gatos y siempre ha querido escribir, por lo que se siente
muy feliz de haber podido compaginar, al fin, sus dos pasiones.

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