El Gato Que Curaba Corazones - Rachel Wells
El Gato Que Curaba Corazones - Rachel Wells
El Gato Que Curaba Corazones - Rachel Wells
ePub r1.0
Titivillus 13.02.2021
Título original: Alfie the Doorstep Cat
Rachel Wells, 2014
Traducción: Montse Triviño
Imagen de la cubierta: Artem Vasilenko
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Para Ginger, mi primer gato, que me dejaba
llevarlo a pasear con correa y jugar con él como si fuera
una muñeca. Ya hace mucho que no estás entre nosotros,
pero jamás te olvidaremos.
Capítulo uno
– N odijocreoLinda.
que tardemos mucho en vaciar la casa —
Durante los siguientes días fui conociendo a algunos de los gatos del barrio.
Cuando les conté lo que me proponía, insistieron en ayudarme. Así, no
tardé en descubrir que los gatos de Edgar Road eran, en general, bastante
simpáticos. Al fin y al cabo, para mí era importante vivir en un buen barrio,
rodeado de amables vecinos gatunos. Había un par de «machos alfa» y una
gatita muy guapa que se mostraba especialmente desagradable con todo el
mundo, pero los demás gatos eran muy simpáticos y compartían su agua y
su comida conmigo cuando más necesitado me veían.
Me pasaba el día hablando con los otros gatos, para obtener de ellos
toda la información posible, y explorando las casas vacías, en busca de un
hogar potencial. De noche salía a cazar para poder comer.
Una de esas noches, cuando ya llevaba más o menos una semana en
Edgar Road, un macho especialmente malo me encontró sentado frente a
una de las casas vacías a las que había echado el ojo.
—Tú no vives aquí. Ya va siendo hora de que te largues —me bufó.
—Pienso quedarme —respondí, bufando también y tratando de parecer
muy valiente.
Era más grande que yo y, además, yo no estaba precisamente en mi
mejor forma. Después de todo lo que había tenido que pasar, me sentía
como si ya no me quedaran fuerzas para luchar, pero no podía rendirme. De
repente, me distrajo un ruido y, al mirar hacia arriba, vi un pájaro que
volaba muy bajo. El macho aprovechó mi distracción para lanzarme un
zarpazo y me arañó justo encima del ojo.
Maullé. Me dolía mucho y enseguida me di cuenta de que sangraba. Le
escupí al macho cuando se acercó, con intenciones al parecer de morderme.
Me juré que, en lo sucesivo, no debía perder de vista a aquel gato.
Junto a aquella casa vacía vivía una preciosa gata rayada que se llamaba
Tiger y nos habíamos hecho amigos. Tiger apareció justo en ese momento y
se interpuso entre el macho y yo.
—Lárgate, Bandit —le bufó.
Bandit parecía dispuesto a iniciar una pelea, pero finalmente giró sobre
sus talones y se alejó.
—Estás sangrando —dijo Tiger.
—Me ha cogido desprevenido, estaba distraído —dije, con cierta altivez
—. Pero habría podido con él, te lo aseguro.
Tiger sonrió.
—Mira, Alfie, no lo dudo, pero aún estás débil. En fin, ven conmigo y te
conseguiré algo de comer.
Mientras la seguía, supe que aquella gata sería mi mejor amiga en toda
la calle.
Al cabo de un par de días, Claire dijo que tenía que ir a trabajar y se marchó
por la mañana, muy temprano. Después de ponerse ropa elegante y
cepillarse el pelo, tenía bastante mejor aspecto. Hasta me pareció que había
ganado un poco más de color en el rostro, aunque no creo que fuera del
todo natural. Yo también empezaba a tener mejor aspecto, a pesar de que
habían transcurrido solo unos pocos días. Me había vuelto a crecer el pelo y
estaba ganando peso otra vez, pues comía mucho y hacía poco ejercicio. Al
verme junto a ella, reflejado en el gran espejo de su habitación, pensé que
formábamos muy buena pareja. O llegaríamos a formarla, por lo menos.
Aunque Claire me dejaba comida antes de marcharse, echaba de menos
su compañía cuando se iba a trabajar y me entristecía volver a sentirme
solo. Tenía a Tiger, claro, y solíamos pasar tiempo juntos: nuestra amistad
se iba consolidando mientras cazábamos moscas, dábamos cortos paseos o
nos tumbamos al sol en su jardín trasero. Pero no dejaba de ser una amistad
gatuna y yo sabía que lo que más necesitaba en ese momento eran humanos
en los que poder confiar.
Cuando Claire estaba trabajando, me asaltaban los recuerdos
desagradables, lo cual me hizo pensar que había llegado el momento de
seguir adelante con mi plan. Si lo que quería era asegurarme de no volver a
estar solo jamás, necesitaba más de un hogar: ésa era la triste realidad.
Había visto un cartel que decía «Vendido» delante del número 46 más o
menos al mismo tiempo que el de la casa de Claire y, de hecho, había estado
vigilando ambas casas, pero Claire había llegado antes, lógicamente. Sin
embargo, ahora el número 46 también estaba ocupado. La casa estaba lo
bastante lejos de la de Claire como para permitirme dar un corto paseo.
Estaba en la parte de la calle en la que se habían construido las casas más
grandes: la zona «elegante», según me habían dicho —con bastante orgullo
y hasta un poco de chulería— los gatos que vivían allí. No parecía un mal
lugar para vivir, pensé, al menos durante una parte del día.
Edgar Road era una calle curiosa: debido a que había distintos tipos de
casas, las personas que allí vivían también eran muy distintas. La casa en la
que yo había vivido con Margaret —la única casa que había conocido, en
realidad— era una casa pequeña en una calle minúscula. No se parecía en
nada a las enormes casas que ocupaban el extremo más alejado de Edgar
Road.
La de Claire era de tamaño medio, pero aquella —el número 46—
estaba entre las mejores de la calle. Era más grande que la de Claire: más
ancha, más alta y provista de unas ventanas grandes e imponentes. Me
imaginé a mí mismo sentado en el alféizar de una de aquellas ventanas,
contemplando la calle, y me pareció una imagen agradable. Puesto que se
trataba de una casa grande, supuse que allí vivía una familia y me gustó la
idea de ser un gato familiar. Bueno, que no me malinterprete nadie: Claire
me caía muy bien y me había encariñado muchísimo con ella. No tenía la
menor intención de abandonarla, pero necesitaba tener más de un hogar…
para asegurarme de no volver a estar solo jamás.
Ya casi amanecía cuando me concentré en el número 46. Justo delante
vi aparcado un reluciente coche de dos plazas, lo cual me preocupó, pues no
parecía muy adecuado para una familia. Pero en fin, ya había tomado una
decisión, así que quería seguir investigando. Me dirigí a la parte trasera de
la casa donde, para mi gran alegría, encontré una gatera esperándome.
Entré en una habitación muy ordenada con una lavadora, una secadora y
un frigorífico enorme. Era altísimo, casi como un gigante, y emitía un
zumbido tan intenso que me provocó dolor de oídos. Crucé una puerta
abierta y me encontré en una cocina inmensa, presidida por una gran mesa.
Al verla, creí que me había tocado la lotería: con una mesa tan grande,
seguro que había un montón de niños en la casa y todo el mundo sabe que a
los niños les encantan los gatos. Me mimarían muchísimo. De repente, me
entusiasmó la idea. Deseaba con todas mis fuerzas que me mimaran.
Mientras soñaba con la comida, los juegos y los mimos que iba a
recibir, un hombre y una mujer entraron en la cocina.
—No sabía que tuvieras un gato —dijo la mujer, con una voz
ligeramente chillona.
Su tono era bastante agudo, casi como el de un ratón. Me decepcionó
bastante ver que no tenía un aspecto precisamente maternal: llevaba un
ajustadísimo vestido y unos tacones casi más altos que yo. Me pregunté
cómo se las apañaba para respirar y caminar. También tenía aspecto de no
haberse peinado en bastante tiempo. Bueno, por norma general no soy un
gato criticón, pero me enorgullezco de cuidar mucho mi aspecto. Empecé a
lamerme las patas y el pelo con la esperanza de que aquella mujer captara la
indirecta.
Tenía la misma voz que las mujeres de una telenovela que Margaret y
yo solíamos ver juntos. Gente de barrio, creo que se llamaba.
Parpadeé para decirle «hola» al hombre, pero no me devolvió el gesto.
—No tengo gato —respondió con voz gélida.
Lo observé. Era alto, de pelo oscuro y rostro considerablemente
apuesto, pero no parecía muy amable. De hecho, cuando me miró parecía
bastante enfadado.
—Me he mudado hace solo un par de días y no me di cuenta de que
había una puta gatera. La voy a tener que cerrar antes de que todos los gatos
pulgosos del barrio se me instalen aquí.
Me fulminó con la mirada, como si quisiera dejar bien claro que estaba
hablando de mí. Intimidado, me encogí.
Apenas podía creer lo que acababa de oír. Aquel hombre era odioso y,
además, me disgustaba tremendamente saber que en la casa no vivían niños.
No se veían juguetes en la cocina y, desde luego, aquellos dos no parecían
muy capaces de ocuparse de nadie, fueran gatos o niños. Al parecer, me
había equivocado de medio a medio. Pues vaya con mi instinto gatuno.
—Oh, Jonathan —dijo entonces la señora—. No seas tan malo. Si es un
gatito muy mono… Y a lo mejor tiene hambre.
Me arrepentí al instante de lo que acababa de pensar: puede que aquella
señora fuera un poco desaliñada, pero era amable. Sentí renacer la
esperanza.
—No sé casi nada de gatos y no tengo el menor interés en aprender —
respondió él, en tono bastante altivo—. Pero sí sé que si se les da comida,
vuelven, así que mejor lo dejamos correr. De todas maneras, tengo cosas
que hacer: te acompaño a la puerta.
Mientras Jonathan la conducía a la puerta, la mujer pareció tan ofendida
como yo. Me acurruqué a la espera de que volviera, tratando de parecer lo
más pequeñito y mono posible. Pero en lugar de ablandarse, como yo
esperaba, el hombre me cogió y me lanzó —literalmente— a la calle desde
la puerta. Aterricé sobre las patas, así que por suerte no me hice daño.
—Casa nueva, vida nueva, no puñetero gato nuevo —dijo, al tiempo
que me daba con la puerta en el hocico.
Sacudí el cuerpo entero, ofendidísimo. ¿Cómo se atrevía aquel hombre
a tratarme de ese modo? También me dio pena la mujer a la que acababa de
echar y deseé que a ella no la hubiera lanzado igual que a mí.
Supongo que ahí tendría que haber dado por terminado mi intento de
encontrar un nuevo hogar en el número 46, pero soy un gato que no se rinde
fácilmente. Me costaba creer que aquel hombre, Jonathan, fuera tan odioso
como parecía. Mis sentidos gatunos me decían que, más que ser malo, lo
que le pasaba a aquel hombre era que estaba triste. Al fin y al cabo, se había
quedado solo después de que la señora se marchara… y yo sabía
perfectamente lo espantoso que es estar solo.
Volví corriendo a casa de Claire justo a tiempo de verla antes de que se
marchara a trabajar. Me di cuenta de que había estado llorando, porque se
estaba poniendo un montón de cosas en la cara para disimularlo. Cuando
terminó de acicalarse (tarea que le llevaba bastante más tiempo que a mí),
me dio de comer y me acarició un poco antes de coger su bolso para salir de
casa. La acompañé a la puerta, me restregué contra sus piernas y ronroneé,
con la esperanza de hacerle saber que podía contar conmigo.
Deseé poder hacer algo más para conseguir que Claire se sintiera mejor.
—Alfie, ¿qué haría yo sin ti? —me dijo antes de irse.
Para mí fue como una recompensa y me vanaglorié de ello. Era
agradable sentirse querido, después de la horrible forma en que Jonathan
me había rechazado. Me estaba enamorando de aquella triste jovencita y
sabía, de algún modo, que tenía que ayudarla. La gente cree que los gatos
somos interesados y egoístas, pero la verdad es que eso se aleja bastante de
la verdad. Yo era un gato dispuesto a ayudar a quienes lo necesitaran. Era
un gato afable y generoso con una misión nueva y muy especial: ayudar a
los demás.
Tendría que haberme olvidado de Jonathan y del número 46, pero algo me
impulsaba a volver. Mi Margaret solía decir que las personas enfadadas
eran, en realidad, personas infelices y ella es la persona más sabia que he
conocido. Cuando me instalé en su casa, Agnes se enfadó mucho y
Margaret dijo que era porque temía que yo ocupara su sitio. Y Agnes me lo
confirmó más tarde, cuando empezó a cogerme cariño. Y, de ese modo, yo
había aprendido que la rabia y la infelicidad suelen ir de la mano.
Así pues, volví al número 46. El coche no estaba en la puerta, lo cual
significaba que no había moros en la costa. Envalentonado, entré por la
gatera y eché un vistazo a la casa. No me había equivocado: la casa era
grande, lo bastante para toda una familia, pero ciertos detalles me hicieron
pensar que aquel era un espacio básicamente masculino. No había toques
románticos, ni diseños florales ni nada de color rosa. Era una casa de
superficies relucientes, toda cristal y detalles cromados. El sofá era como
los que había visto en los escaparates de algunas tiendas de muebles
elegantes: metal y tapicería de color crema, poco apropiado para niños… o
gatos. Me paseé por el sofá y lo recorrí varias veces de un lado a otro,
satisfecho. Tenía las patas limpias, así que tampoco me estaba portando tan
mal. Solo quería probar la consistencia del sofá. Subí a la planta superior,
donde descubrí cuatro habitaciones: en dos de ellas vi camas, la tercera era
un despacho y la cuarta estaba llena de cajas. En aquella casa faltaba el
toque personal. No había fotos alegres, ni nada que hiciera pensar que allí
vivían personas y no solo muebles. Era tan fría como el enorme y espantoso
frigorífico.
Decidí que el tal Jonathan iba a ser un auténtico desafío. Después de
habérmelas arreglado solo durante tanto tiempo, sabía muy bien de qué era
capaz: era evidente que yo no le caía bien a aquel hombre —ningún gato, en
realidad—, pero tampoco podía decirse que aquello fuese una novedad para
mí. Mientras pensaba de nuevo en Agnes, me vino a la mente la imagen de
su carita casi negra y sonreí. La echaba mucho de menos, era como si me
faltara una parte de mi propio cuerpo.
Agnes era mi antítesis en todos los sentidos: una gata anciana y muy
afable. Se pasaba la mayor parte del tiempo sentada en un cojín especial
junto a la ventana y se dedicaba a ver pasar la vida.
Cuando llegué yo, una juguetona bola de pelo, vio rápidamente
amenazada su tranquila existencia.
—Si crees que te vas a quedar en mi casa, ya te lo puedes ir quitando de
la cabeza —me bufó cuando nos conocimos.
Intentó atacarme en un par de ocasiones, pero yo era bastante más
rápido que ella. Margaret la castigaba a ella y a mí me consentía aún más,
por ejemplo ofreciéndome algún caprichito para comer o comprándome
algún juguete. Al cabo de algún tiempo, y aunque a regañadientes, Agnes
decidió aceptarme con la condición de que yo no la molestara. Poco a poco,
la encandilé y me la fui ganando. Cuando el veterinario dijo que había
llegado el momento de que se fuera al cielo gatuno, ya éramos como una
familia y nos queríamos muchísimo. Sentí un dolor físico al recordar cómo
me lavaba Agnes, igual que había hecho mi madre cuando yo había nacido.
Y si había conseguido ganarme a la imponente Agnes, sin duda
Jonathan no sería para mí más que un juego de gatos.
Tras pasearme por toda la casa mientras me preguntaba para qué querría
Jonathan tanto espacio, decidí salir para buscarle un regalito. Cazar no era
mi pasatiempo favorito, desde luego, pero quería que Jonathan y yo
fuéramos amigos y aquella era la única forma de conseguirlo que se me
ocurría.
Mis amigos gatunos de la época en que vivía en la calle me habían
transmitido mensajes distintos: algunos de ellos llevaban constantemente
regalos a sus amos, a pesar de que estos no parecían precisamente
contentos. Otros, como yo, elegían solo los momentos apropiados. Al fin y
al cabo, era nuestra manera de demostrar cariño. Tenía la sensación de que
Jonathan era un hombre al que le gustaba la caza, pues tenía bastante
aspecto de macho alfa. Así, estaba convencido de que apreciaría mi regalo.
Con él le demostraría que teníamos algo en común.
Fui a ver a Tiger y le pregunté si quería acompañarme.
—Estaba durmiendo. ¿Por qué no puedes comportarte como un gato
normal y cazar de noche? —suspiró, aunque accedió a regañadientes a
acompañarme.
Tenía razón, los gatos suelen cazar de noche, pero durante el tiempo que
había vivido en las calles había aprendido que era posible encontrar presas
también en horario diurno, cosa que yo prefería. Empecé a merodear y no
tardé mucho en localizar un sabroso ratón. Me agazapé, dispuesto a saltar, y
de inmediato me abalancé sobre mi presa. El ratón echó a correr de un lado
a otro, así que me costó un poco atraparlo con la pata. Le lanzaba un
zarpazo tras otro, pero él los esquivaba una y otra vez.
—Eres malísimo cazando —se rio Tiger, que se había quedado un poco
apartada y observaba la escena.
—Podrías ayudarme —le bufé, pero ella se echó a reír otra vez.
Finalmente, justo antes de que se me acabara la paciencia, el ratón se
quedó sin fuerzas. Me abalancé sobre él una vez más y por fin conseguí
atraparlo.
—¿Quieres acompañarme a llevárselo a Jonathan? —le pregunté.
—Sí, me gustaría ver tu segunda casa —respondió Tiger.
Puesto que mi intención era caerle bien a Jonathan, decidí no decapitar
al ratón. Lo sujeté entre los dientes con sumo cuidado y entré por la gatera.
Lo dejé junto a la puerta de la calle, donde sin duda lo vería. Deseé poder
escribir para dejarle también una nota que dijera «Bienvenido a tu nuevo
hogar», pero tuve que conformarme con la esperanza de que captara mi
afectuoso mensaje.
Capítulo ocho
Horas después, esa misma tarde, dejé el pájaro sobre el felpudo, tal y como
había hecho con el ratón. Sin duda, Jonathan comprendería esta vez que
quería ser su amigo. Me sentía bastante feliz, así que decidí dar un paseo
hasta el final de la calle para disfrutar del sol. No hacía exactamente calor,
pero era un día radiante y, si se encontraba el lugar adecuado, se podía
tomar el sol. Encontré un precioso rinconcito soleado justo delante de una
de las casas modernas más feas, que había sido dividida en dos pisos. Había
dos puertas idénticas, una junto a la otra: 22A y 22B.
Las dos tenían el cartel de «Alquilado» justo delante y en él figuraba un
logotipo que ya había visto varias veces en la calle. Me quedé un rato
tumbado, disfrutando del sol. Aún no se veían señales de presencia humana
en ninguna de las dos casas, pero tomé nota mental de volver más adelante,
pues sabía que los nuevos inquilinos no tardarían en llegar. Y, al fin y al
cabo, mi vida seguía siendo bastante precaria. Claire me quería, pero no
estaba en casa de día y el fin de semana tenía pensado marcharse. En cuanto
a Jonathan, bueno, aún no estaba claro qué iba a ocurrir, a pesar de mis
esfuerzos. Necesitaba más opciones.
Había descubierto que podía apañármelas yo solo, pero no era la clase
de vida que yo necesitaba. No quería ser un gato asilvestrado, no quería
pelear. Lo que quería era estar en el sofá de alguien, o sobre una manta
calentita; que me ofrecieran comida de lata, leche y mucho cariño. Yo era
de esa clase de gatos. Era algo que no podía cambiar y tampoco deseaba
hacerlo.
Aún conservaba en la memoria el recuerdo de las noches frías y
solitarias de los últimos meses; del miedo que me había atenazado
constantemente; del hambre; del cansancio. Era algo a lo que no quería
tener que volver a enfrentarme jamás, algo que no olvidaría fácilmente.
Necesitaba una familia, amor y seguridad. Eso era todo lo que quería, todo
lo que ansiaba; lo único que le pedía a la vida.
Cuando el sol empezó a ponerse, regresé paseando. Pensé en lo curiosa que
podía ser la vida: tras la muerte de Agnes, me había sentido tan solo que
incluso había enfermado. La echaba muchísimo de menos. Mi dueña me
había llevado a la temida consulta del veterinario porque había dejado de
comer y de hacer mis necesidades. Kathy, la veterinaria, le había dicho que
tenía infección de vejiga. Mientras me hurgaba y toqueteaba, había dicho
que era porque estaba muy triste. Margaret se quedó muy sorprendida, pues
no sabía que los gatos pudieran sentir emociones como los humanos. Tal
vez no fuera exactamente lo mismo, pero tampoco era agradable. Estaba
Agnes y eso me había hecho enfermar. Y Claire estaba de duelo por Steve,
el hombre del traje, mientras que Jonathan esta de duelo por algo llamado
«Singapur». Vi en ellos el mismo dolor que yo había experimentado. Y, por
tanto, decidí quedarme con ellos por si me necesitaban, que es justo lo que
haría cualquier gato decente.
Capítulo diez
Tras una breve siesta gatuna, me dediqué a esperar a Claire, que pareció
complacida de encontrarme allí a su llegada y me dedicó una sonrisa
radiante.
—Alfie, esta noche tenemos invitados para cenar —dijo, entusiasmada.
Se fue a la ducha y, cuando bajó, no llevaba el pijama, sino unos
vaqueros y un jersey. Empezó a cocinar y, si bien se sirvió una copa de vino
como tenía por costumbre, esta vez no lo hizo llorando. Me dio de comer y
me acarició un poco. Luego sacó varias cosas de la nevera y las puso en una
sartén. Canturreaba para sus adentros y parecía mucho más contenta de lo
que yo la había visto jamás, por lo que me pregunté si acaso era el hombre
de la fotografía quien venía esa noche. Temí por ella, pero también me sentí
optimista.
Sonó el timbre y Claire fue corriendo a la puerta. Cuando la abrió, vi a
una mujer que parecía más o menos de la misma edad de Claire. Sostenía en
las manos un ramo de flores y una botella de vino.
—Hola, Tasha, pasa —le sonrió Claire.
—Hola, Claire, tienes una casa preciosa —exclamó Tasha alegremente
mientras entraba.
Las observé mientras Tasha se quitaba el abrigo y Claire le preguntaba
si quería una copa de vino. Luego se sentaron a la pequeña mesa del
comedor.
—Eres mi primera invitada como Dios manda —dijo Claire.
Me ofendí un poco. ¿No había sido yo su primer invitado como Dios
manda?
—Bueno, ¡pues brindo por eso y bienvenida a Londres! Me alegra verte
fuera de la oficina.
—¿Siempre es tan estresante el trabajo? —preguntó Claire.
—¡Sí, o peor! —se echó a reír Tasha.
Me cayó bien de inmediato. Me metí bajo la mesa y me restregué contra
su pierna. Ella me lo recompensó acariciándome la cola con mucha
delicadeza, cosa que me encantaba. Quería que Claire y Tasha se hicieran
muy amigas, porque así yo también podría ser amigo de Tasha.
No me había equivocado: la visita de Tasha parecía estar haciéndole
mucho bien a Claire, pues comió bastante y, por un momento, pensé que
estaba empezando a pasar página. Yo había recuperado el apetito solo al
superar el dolor por la muerte de Agnes. Tal vez le estuviera ocurriendo lo
mismo a Claire.
—Bueno, dime, ¿y qué te ha traído a Londres? —preguntó Tasha.
—Es una larga historia —respondió Claire.
Antes de empezar a hablar, sirvió más vino en las dos copas. Yo
permanecí debajo de la mesa, acurrucado al calorcito de la pierna de Tasha,
y escuché mientras Claire iba completando la historia de su vida. La voz le
iba cambiando a medida que hablaba, pero no estaba llorando: pasó de la
tristeza a la rabia y, luego, otra vez a la tristeza.
—Me casé con Steve tres años después de conocerlo. Llevábamos un
año viviendo juntos y él me lo había pedido nada más mudarnos.
—¿Cuándo os casasteis? —preguntó Tasha.
—Hace poco más de un año. La verdad es que yo no había tenido
mucha suerte en el amor. Mi madre siempre dice que empecé un poco tarde.
¡Ni siquiera había tenido novio hasta que fui a la universidad! Supongo que
me concentraba en los estudios. Pero luego conocí a Steve. Yo estaba
viviendo en Exeter, Devon, y trabajaba en una consultoría de marketing.
Nos conocimos en una fiesta y me pareció muy guapo y encantador. Me
colé por él al instante.
—Ya —dijo Tasha.
Apuró su vino y volvió a llenar las dos copas.
—Me pareció el hombre perfecto: divertido, amable, encantador… Y
cuando me propuso matrimonio, me sentí la persona más feliz del mundo.
Estaba a punto de cumplir treinta y cinco y me moría de ganas de tener
niños. Él estaba de acuerdo. Dijimos que nos casaríamos, disfrutaríamos un
poco de nuestra luna de miel y luego iríamos a buscar un bebé.
Claire se secó una lágrima del ojo. Se mostraba más fuerte de lo que yo
la había visto jamás, pero su tristeza flotaba en el aire.
—¿Seguro que quieres hablar de todo esto? —le preguntó Tasha con
dulzura.
Claire asintió y bebió un sorbito de vino antes de proseguir.
—Perdona, pero es que no se lo he contado a casi nadie.
—No, no tienes que disculparte —dijo Tasha.
Decididamente, Tasha me caía muy bien.
—Pero luego, más o menos tres meses después de la boda, cambió.
Estaba siempre de mal humor, se volvió irascible y cuando le preguntaba
qué le ocurría, me contestaba mal. Hasta el punto de que me daba miedo
hablar en mi propia casa.
Mientras escuchaba a Claire, experimenté distintas emociones: tristeza,
rabia y verdadero afecto por la mujer que me cuidaba. Si alguna vez me
encontraba con aquel odioso individuo, le arañaría toda la cara. Y que
conste que no soy un gato violento.
—Unos ochos meses después de la boda, me contó que había cometido
un terrible error. Se había enamorado de otra mujer, así que me dejó y se fue
a vivir con ella. Sé quién es: trabajaba en el gimnasio al que iba Steve. Qué
típico, ¿verdad?
—Qué gilipollas, más bien —dijo Tasha.
—Lo sé, pero me sentí como una idiota. Creía que era el hombre de mi
vida y no tenía ni idea de que probablemente llevaba meses poniéndome los
cuernos. Y por eso vine a Londres. Viven en la misma zona en la que yo
vivía con Steve. Exeter es una ciudad pequeña y sabía que me los
encontraría a menudo. No soportaba la idea.
Entendí, finalmente, qué hacía Claire en Londres y por qué siempre
lloraba tanto. Y solo sirvió para que me encariñara aún más con ella: quería
cuidarla igual que ella me cuidaba a mí.
—A veces pienso que jamás se llega a conocer del todo a las personas
—dijo Tasha con voz triste.
—Lo siento —dijo Claire, que de repente irguió el cuerpo y pareció
recobrar la compostura—. No te he preguntado nada sobre ti. ¿Tu marido se
llama Dave, has dicho?
—Para ser políticamente correctos, es más un «novio» o «compañero».
Ya hace diez años que estamos juntos, ninguno de los dos quiere casarse,
pero eso tiene que ver más con la figura del matrimonio en sí que con
nuestra relación. Espero. Somos felices. No tenemos niños, pero tenemos
pensado ponernos con ese tema el año que viene más o menos. Dave juega
al fútbol y es muy desordenado, y seguro que yo también tengo cosas que
no le gustan, pero nos entendemos —dijo Tasha, casi como si estuviera
disculpándose.
—Pues me alegro, porque eso significa que aún tengo esperanzas —
sonrió Claire.
Me di cuenta en ese momento de que, si bien era evidente que Claire
lloraba por Steve, también se sentía sola en otros sentidos. Y Tasha podía
ser de gran ayuda. Sí, Claire me tenía a mí, pero no soy tan presuntuoso
como para no darme cuenta de que mi amiga también necesitaba compañía
humana.
—Mira, yo estoy en un grupo de lectura. En realidad, lo que hacemos es
beber y cotillear, más que hablar de libros, pero… ¿te apetece unirte a
nosotros? Te iría muy bien conocer a gente nueva y la verdad es que somos
todos muy majos, modestia aparte.
—Me encantaría. Tengo que rehacer mi vida: para eso he venido a
Londres.
—Pues brindemos por eso —dijo Tasha levantando su copa—. Por los
nuevos comienzos.
No pude contenerme. Salté a la mesa, aun a sabiendas de que a los
humanos no les gusta nada, y levanté una patita para tocar las copas, que
era mi forma de unirme al brindis. Las dos me miraron y se echaron a reír.
—Tienes un gato alucinante —dijo Tasha, mientras me colmaba de
mimos.
—Lo sé, venía incluido en el precio de la casa. Aunque ya sabes que no
debes subir a la mesa, Alfie.
Claire, sin embargo, no estaba enfadada, porque se echó a reír. Le
dediqué mi mejor sonrisa gatuna y salté de la mesa.
Las dos parecían muy contentas, así que pensé que era un buen
momento para ir a ver qué tal se encontraba mi otro amigo, Jonathan, y
comprobar si había recibido mi último regalo. Al parecer, ni Tasha ni Claire
se dieron cuenta de que me escabullía por la gatera, pues las dos seguían
riendo. Tasha hacía feliz a Claire y eso me alegraba muchísimo.
Tuve suerte. Aún era temprano, pero Franceska estaba en el jardín delantero
con los niños. El hombre también estaba con ellos. Parecían estar
preparándose para salir.
—Alfie —gritó Aleksy, al tiempo que echaba a correr hacia mí.
Me tendí de espaldas, para que pudiera hacerme cosquillas en la barriga.
—Ah, le gusta el gato —dijo el hombre, Thomasz.
—Sí, Alfie le gusta mucho.
—Me voy a trabajar, kochaine. Intentaré volver antes de servicio de la
noche.
—Te quiero. Ojalá no tenías tanto trabajo.
—Lo sé, pero así son restaurantes. Muchas horas y mucha comida —
dijo, y se echó a reír, al tiempo que se daba una palmadita en el estómago.
—Echo de menos nuestro hogar, Thomasz.
—Lo sé, pero todo va bien.
—¿Prometido?
—Sí, kochaine. Pero ahora tengo que ir ganar dinero.
—En inglés. Se dice «cariño».
—A mí no suena bien, tú eres mi kochaine, no mi cariño.
Se echó a reír y, antes de irse, besó a su mujer y a los dos niños.
Franceska parecía cansada cuando se sentó en el escalón y miró a los niños,
que estaban jugando. Me senté junto a ella.
—Por lo menos hay sol. Antes de venir a Inglaterra, creía que aquí
llueve siempre.
Me acurruqué junto a ella y nos quedamos allí sentados los dos un buen
rato, en un agradable silencio. Aleksy estaba haciendo no sé qué para que
Thomasz se riera. Era una escena muy tierna, pero aquí también percibí
cierta tristeza. Aunque de forma distinta, todos los hogares que había
elegido —el de Claire, el de Jonathan, el de Polly y este— tenían una
característica en común: la soledad. Y creo que por eso me había sentido
tan atraído hacia ellos. Sabía que aquellas personas necesitaban mi amor y
mi generosidad, mi apoyo y mi cariño. A medida que iban pasando los días,
estaba más convencido de ello.
Miré hacia la puerta de Matt y de Polly y me di cuenta de que la
respuesta estaba allí mismo. Franceska necesitaba una amiga, lo mismo que
Polly. A fin de cuentas, Claire era mucho más feliz desde que había
conocido a Tasha. Ay, señor, pero qué fácil era. Solo tenía que encontrar la
forma de conseguirlo.
Franceska se puso de pie y llamó a los niños.
—Vamos, chicos, nos ponemos los zapatos y vamos al parque.
Entraron en el piso. Me pregunté qué podía hacer, a sabiendas de que
debía actuar con rapidez. Arañé la puerta de Polly y maullé en voz muy
alta. Luego grité y maullé. Si no me respondía enseguida, me iba a quedar
sin voz.
Al cabo de un rato, Polly abrió la puerta y me miró, sorprendida.
—¿Qué pasa? —preguntó, con una mirada de preocupación. Seguí
maullando y ella se agachó—. ¿Te has hecho daño?
Seguí armando jaleo, con la esperanza de que Franceska se diera prisa
en volver. Estaba claro que Polly no sabía qué hacer conmigo y me sentí un
poco culpable por inquietarla, pero la causa bien lo merecía.
—Ay, señor, no lo soporto. No sé qué hacer. Por favor, gatito, por favor,
no hagas ruido.
Polly parecía tan angustiada que estuve a punto de parar, pero me
obligué a seguir. Y justo cuando ya casi no me quedaba aliento, se abrió la
otra puerta y salió Franceska con los niños.
—¿Qué es este ruido? —preguntó Franceska.
—No sé qué le pasa —respondió Polly.
Guardé silencio. Tuve que tumbarme un rato para recobrar el aliento.
Aleksy se acercó a hacerme cosquillas y se lo agradecí restregándome
contra él.
—¿Parece que ahora bien? —dijo Franceska, aunque no muy
convencida.
—Pero estaba armando un jaleo horrible. Parecía que lo estuvieran
torturando.
«Gracias», quise decirle. Evidentemente, era tan buen actor como los
que salían en la tele.
—¿Es vuestro gato?
—No, viene a visitarnos. He intentado llamar a número de collar, pero
no funciona.
—No quiero gatos. O sea, bastante tengo ya. —Y, de repente, Polly se
echó a llorar. Justo en ese momento se oyó un llanto en el interior de la casa
—. Ay, Dios. Henry está durmiendo en el cochecito. O estaba.
Entró en el piso y regresó de nuevo tratando de empujar el gigantesco
cochecito. Franceska se acercó a ayudarla. Una vez que hubieron salido las
dos, Polly empezó a llorar otra vez.
—No pasa nada. Siéntate un minuto. —Franceska la ayudó a sentarse en
el escalón de la entrada—. Aleksy, empuja un rato cochecito de bebé.
Aleksy hizo lo que su madre le había pedido y, de repente, el bebé dejó
de llorar.
—Mamá, se ha callado —dijo Aleksy alegremente.
Hasta Polly se echó a reír.
—Lo siento —repitió.
—¿No duermes? —le preguntó Franceska.
—No. Dios, no duermo nunca. Él… Henry… no duerme. De noche.
Solo echa varias siestas de día. Y luego llora. Llora, llora y llora.
—Polly, ¿verdad? —preguntó Franceska. Polly asintió—. No pasa nada,
sé lo que es. Tengo dos. Aleksy de pequeño nunca duerme. Thomasz un
poco mejor.
—¿De dónde eres?
—Polonia.
—Nosotros de Manchester. —Franceska pareció no entender—. Está en
el norte de Inglaterra. Mi marido, Matt, encontró un trabajo aquí y dijo que
era demasiado bueno como para dejarlo escapar. Es un buen trabajo, sí, pero
echo de menos mi casa.
—Yo también. Mi marido, misma cosa. Es chef, y aquí en Londres
encuentra trabajo en restaurante muy bueno. Para tener una vida mejor, lo
sé, pero da miedo y sentimos solos.
—Sí, yo también me siento sola. Matt, bueno, pasa muchas horas en el
trabajo y eso que solo llevamos una semana en Londres. He llevado a
Henry al parque y he ido a ver a la comadrona…, pero no es como en casa.
No he conocido a nadie más.
—¿Qué es comadrona?
—Ah, aquí, cuando tienes un bebé, es como una enfermera a la que
puedes acudir si tienes dudas. En Manchester eran encantadoras, pero aquí
apenas me han hecho caso. La que me atendió parecía muy ocupada y
cuando le dije que Henry casi no duerme, se limitó a responder que algunos
bebés duermen muy poco.
—Bueno, puede ser. Pero eso no ayuda, ¿verdad? Aleksy de pequeño no
duerme, pero era porque él tiene hambre siempre. Él come siempre. Así que
le compré una leche especial para la noche y así él duerme un poco más.
—Henry siempre tiene hambre, pero no quería darle leche de fórmula
hasta que tuviera un año. Quería amamantarlo exclusivamente.
—¿Eso qué es?
—Solo pecho, me refiero.
—Ah, yo también, pero me estaba, cómo se dice, poniendo loca.
—Volviendo loca. Sí, lo sé, así es exactamente como me siento.
—Alguien me dice una vez que la mejor cosa que puedes hacer por tus
hijos es ser capaz de cuidarlos adecuadamente. Y para eso tienes que
dormir. Yo amamanta Aleksy de día y luego daba esa leche de noche.
Escuché atentamente su conversación. Cada una a su manera, aquellas
dos mujeres eran frágiles: Franceska porque estaba en un país extranjero en
el que no conocía a nadie; y Polly porque también se había mudado y,
encima, no conseguía dormir. Presentí que allí se estaba empezando a forjar
una amistad y, modestia aparte, tuve la sensación de que el mérito era mío.
Aunque para ello hubiera tenido que darle a Polly un susto de muerte. Estas
mujeres, las dos con hijos, las dos solas y confusas, eran perfectas la una
para la otra. Pensé que había llegado el momento de recordarles mi
presencia, así que empecé a maullar.
—Ah, Alfie, todavía aquí —dijo Franceska.
Polly extendió una mano y me acarició sin demasiado entusiasmo. Fue
una caricia casi sin vida.
—El otro día estaba en nuestro piso. Me preocupé porque he oído que
los gatos pueden matar a los bebés.
Palidecí de nuevo. No me gustaba mucho que fuera diciendo por ahí que
me creía un asesino.
—Ay, yo nunca he oído eso. Me gustan gatos. Y este muy inteligente.
—¿Cómo lo sabes?
—Bueno, más o menos ha presentado a nosotras, ¿no? ¿Qué te parece si
vamos a tienda a comprar leche para bebé y luego paseamos hasta parque
para que Henry duerme?
—Me encantaría. Gracias, la verdad es que me vendrá muy bien un
poco de compañía femenina. Y tienes razón, probaré la leche de fórmula.
Total, creo que tampoco tengo nada que perder.
—Bien, porque yo también necesito la compañía. Mis niños son
adorables, pero necesito el adulto. Disculpa mi mal inglés.
—Para nada, ¡lo hablas genial! Fíjate, yo ni siquiera sé idiomas.
Y, al verlas charlar, tuve la sensación de que estaban sellando su
amistad.
Los observé a todos mientras se preparaban para salir. Thomasz se había
sentado, a regañadientes, en una sillita de paseo, Aleksy caminaba junto a él
y Polly empujaba su gigantesco cochecito, en el que Henry seguía sin llorar.
Polly era altísima, delgada y rubia, mientras que Franceska era lo que yo
llamaría robusta. No estaba gorda, pero si Polly parecía capaz de
derrumbarse a poco que yo le rozara las piernas, Franceska parecía capaz de
soportar cualquier tempestad. Era muy guapa: morena, de pelo corto y
reluciente, con unos ojos marrones que se le iluminaban al sonreír. Tenía
una de las sonrisas más bonitas que he visto jamás.
Antes de salir del jardín, se detuvieron un momento para despedirse de
mí. Aleksy me pidió que volviera pronto y yo ronroneé porque, sí, volvería
a visitar a aquel encantador muchacho. Presentía que íbamos a ser grandes
amigos.
Desde luego, parecían el punto y la i mientras se alejaban calle abajo,
una rubia y alta, la otra bajita y morena, pero supe instintivamente que se
llevarían muy bien. Y también supe que, sin proponérmelo, yo había
colaborado a que así fuera. No pretendía alardear de nada, pero creo que se
me debería conceder parte del mérito.
Sentía curiosidad por la historia de ambas mujeres y ansiaba de verdad
pasar más tiempo con ellas. Me gustaba la idea de estar todos juntos en el
jardín delantero, pues estaba convencido de que jamás me cansaría de ello.
Y, de ese modo, afianzaría mi amistad con Aleksy y con Thomasz, porque
todo niño merece tener un gato. Sí, en conjunto había sido un buen día.
Habían surgido amistades y… ¿quién sabe adónde nos conducirían?
Capítulo veinte
Las siguientes noches las pasé en casa de Claire, que no había vuelto a ser
la misma desde el incidente de la borrachera. Seguía yendo al trabajo todos
los días, pero parecía triste cuando volvía a casa por la tarde y, si bien yo
desconocía los motivos, le dediqué una atención especial durante unos
cuantos días. No sabía exactamente qué era lo que necesitaba, pero quería
que supiera que estaba allí para apoyarla. Que estaba dispuesto a hacer lo
que fuera para asegurarme de que estuviera bien.
Mientras cenábamos juntos, le sonó el teléfono. Claire echó un vistazo a
la pantalla, parpadeó y respondió enseguida.
—Hola —dijo. Parecía un poco perpleja—. Ah, Joe, hola. —Se produjo
una pausa y no pude oír lo que él decía—. Siento mucho lo de la otra noche,
estaba muy borracha. No suelo beber tanto.
La verdad es que no, nunca bebía tanto. Tal vez le gustara el vino, pero
nunca la había visto tan mal. Charlaron un ratito más y, mientras hablaban,
una amplia sonrisa le empezó a iluminar el rostro. Cuando colgó, me cogió
en brazos y empezó a acunarme como si yo fuera una muñeca de trapo.
—Oh, Alfie, pues resulta que no he metido la pata. Va a venir a cenar,
mañana. Dios, estaba convencida de haber hecho el ridículo. Ay, señor, ¿y
qué me pongo mañana? ¿Qué preparo para cenar? Hace años que no tengo
una cita. ¡Años! Ay, mi madre. Tengo que llamar a Tash.
Se puso de pie de un salto y empezó a bailar por la sala.
Yo estaba intentando ayudar, pero al parecer la llamada de un hombre al
que apenas conocía había resultado mucho más eficaz. Humanos… No
había quien los entendiera, ni siquiera un gato tan listo como yo.
Mientras volvía a casa de Claire, me sentí como una especie de yoyó. Claire
estaba sentada a la mesa de la cocina, escribiendo algo.
—Hola, guapo —dijo.
Tuve que echar un vistazo a mi alrededor para cerciorarme de que
estuviera hablando conmigo. Me senté en el sillón, junto a ella, y deseé ser
capaz de leer lo que estaba garabateando. En ese momento sonó el timbre y
Claire se dirigió a la puerta. Regresó al poco, con Tasha.
—Muchísimas gracias por venir, de verdad, eres una gran amiga.
—No estés tan segura. Aquella noche tendría que haberte insistido más
para que vinieras a mi casa en lugar de dejarte sola —dijo Tasha, al tiempo
que me acariciaba.
—Estaba muy borracha.
—Y yo. Por eso te dejé con los demás. En fin, no pasa nada. Es evidente
que a Joe le gustas, que a ti te gusta él y que mañana tenéis una cita.
—Ay, me siento como si fuera una adolescente, pero también estoy
aterrorizada. Ay, señor. En fin, ahora que estás aquí, mira, esto es lo que
quería cocinar para la cena. —Las dos echaron un vistazo a la lista—. No sé
si le gusta la comida italiana, pero creo que lasaña casera y una ensalada
verde… Vale, ya sé que no es nada del otro mundo, pero debería servir,
¿no?
—A mí me parece genial. De todas maneras, la comida le dará igual
cuando vea lo que te vas a poner.
—Pero ¡si aún no sé lo que me voy a poner! —protestó Claire.
—Vamos arriba, enseguida lo averiguarás.
Y se echaron a reír las dos. Las seguí a la habitación de Claire, donde
Claire y yo nos dejamos caer sobre la cama mientras Tasha abría el armario
y empezaba a rebuscar entre la ropa.
—¿Qué te apetece ponerte? —le preguntó.
—Bueno, pensaba en un vestido, porque los vestidos me quedan bien.
Pero no sé, al fin y al cabo estamos en casa y tampoco quiero exagerar.
—Vaqueros. Yo creo que mejor unos vaqueros y una camiseta sexy —
dijo, mientras empezaba a sacar camisetas del armario—. Si aciertas con los
vaqueros y la camiseta, estarás transmitiendo el mensaje correcto. Además,
tienes un tipazo de muerte. Harás con él lo que quieras.
—Eso espero, porque me gustó mucho.
—No me acuerdo muy bien de él, pero era pelirrojo, ¿verdad?
—Sí, tiene un pelo precioso y es muy divertido.
—Mejor, te mereces un poco de diversión.
—Pues sí, ¿verdad? —dijo Claire echándose a reír.
—Bueno, pruébate esto y a ver qué tal te queda.
Me quedé en la cama, siguiendo de cerca el desfile de moda mientras las
dos chicas se reían. Era agradable escuchar sus risas, después de haber visto
a Claire tan angustiada los últimos días, pero me preocupaba. Si un hombre
al que apenas conocía era capaz de hacerla sentir así… ¿estaba realmente
preparada para una cita? Tal vez yo no fuera ningún experto, pero había
visto en qué estado se encontraba Claire al llegar a Londres y, en los
últimos días, había tenido una especie de minirrecaída. Incluso me atrevería
a decir que aún seguía siendo muy vulnerable. No debía perderla de vista.
Finalmente, eligieron la ropa y bajaron la escalera.
—¿Te apetece una taza de té? —propuso Claire.
—No, gracias, será mejor que me vaya. Dave ha decidido que esta
noche tenemos que cenar juntos sí o sí.
—Ay, pues perdona por haberte hecho venir hasta aquí.
—No seas tonta, me he divertido mucho. En fin, nos vemos en el
trabajo, y por si acaso no hablaré antes, recuerda, una cita tiene que ser
divertida. Tal vez no sea «el hombre de tu vida», así que tú diviértete y
punto. Y recuerda, solo es una cita.
—Lo sé, no tengo que tomarme las cosas tan en serio. Aún es muy
pronto, pero lo estoy intentando.
En cuanto Tasha se fue, Claire se acomodó en el sofá y yo hice lo propio
a su lado.
—Lo siento, últimamente soy un desastre. Te quiero, Alfie —me dijo, a
lo que correspondí con mi mejor sonrisa gatuna—. Las cosas empiezan a ir
bien, ¿sabes?
Ronroneé para expresar mi acuerdo pero, en el fondo, no estaba del todo
convencido.
Capítulo veintitrés
Con Claire tampoco me iba mucho mejor. Mi querida y dulce Claire estaba
tan locamente enamorada de Joe que, al parecer, él se creía el amo del
universo. Cada vez que aquel tipo abría la boca, Claire le daba la razón o se
echaba a reír como si hubiera dicho algo muy divertido, cuando casi nunca
era así. El problema de aquella relación era que siempre era Joe quien venía
a nuestra casa. Decía que la suya era muy pequeña y que tenía un
compañero de piso muy quisquilloso, así que desde aquella primera cena
había pasado muchísimo tiempo en casa de Claire. En realidad, daba la
sensación de haberse instalado. Y si bien no decía nada malo de mí delante
de Claire, era mucho peor que Philippa, porque fingía que yo le gustaba y
luego, cuando ella no estaba, me miraba como si yo fuera auténtica basura.
En una ocasión, hasta había tratado de apartarme de una patada. Había
conseguido esquivarlo solo gracias a mi rapidísima capacidad de reacción,
cosa que lógicamente lo había enfurecido aún más. Sin embargo, nunca se
comportaba así delante de Claire. Y si bien Claire se aseguraba de que
nunca me faltara comida, la verdad es que prácticamente me ignoraba
cuando Joe estaba en casa. Ya no era bienvenido. Y yo sabía cuándo estaba
de más.
En mi Margaret había podido confiar siempre, pero en aquellas personas
no. Le pregunté a Tiger al respecto, pero no supo responderme. Sus dueños
nunca se iban sin antes ocuparse de ella y no eran personas mezquinas. Pero
es que ambos eran grandes amantes de los gatos. Deseé que tanto Jonathan
como Claire lo fueran. Sabía que para tener el futuro asegurado, debía
expulsar a Joe y a Philippa de mi vida y, por tanto, también de las vidas de
Claire y Jonathan. Lo malo es que no tenía ni la más remota idea de cómo
conseguirlo.
Mi otro problema era el tiempo. Siempre había sido un gato amante del
buen tiempo, hasta que me había visto en la calle. Me había enfrentado a los
elementos y había sobrevivido, pero como es lógico odiaba el mal tiempo.
Llevaba toda la semana lloviendo. Según Claire, era porque el verano había
empezado muy pronto, pero yo no entendía por qué eso provocaba lluvias.
La lluvia era incesante y los chaparrones intensos, por lo que solo me había
aventurado a ir hasta el número 22 en una ocasión. Así, ya hacía unos
cuantos días que no veía ni a Franceska, ni a Polly ni a los demás. Me
quedaba en el alféizar de Claire o de Jonathan y, desde allí, contemplaba
con el corazón apesadumbrado la lluvia que azotaba los cristales.
Estaba en casa de Claire, mirando por la ventana, cuando bajaron Joe y
ella.
—Lo siento, cariño, pero le doy de comer a Alfie y luego me voy
corriendo, tengo una reunión a primera hora.
—¿No tienes tiempo para tomar un café conmigo? —preguntó él.
—Si llego tarde es por tu culpa —se echó a reír ella—. ¿Te importa si
me voy y te tomas tú el café?
—En absoluto —dijo él, al tiempo que le pellizcaba el trasero y sonreía.
No me lo podía creer: Claire fue a la cocina para dejarme la comida,
luego se puso el abrigo y se marchó. Joe esperó a que se marchara y
después me miró.
—No te apetecerá pasear bajo la lluvia, ¿verdad? —dijo. Maullé,
intranquilo—. Pues te fastidias.
Me cogió por el cuello sin la menor delicadeza y me lanzó desde la
puerta. Aterricé sobre las patas, pero estaba disgustado: me dolía el cuello
justo por donde me había agarrado y, encima, me estaba mojando.
Temblando de rabia, me marché ofendidísimo.
Puesto que ya estaba mojado, pensé que podía arriesgarme a ir a ver qué tal
estaban mis amigos del número 22. Tenía el pelo completamente empapado
cuando llegué. Maullé y arañé la puerta de Franceska, pero nadie me abrió.
En el piso de Polly tampoco se oía nada, así que supuse que habían salido
todos juntos. Hacía tan mal tiempo, sin embargo, que no entendí por qué
bigotes se les habría ocurrido salir. Me sentía muy desanimado. Cuando la
lluvia empezó a remitir, me dirigí al estanque del parque. El día había
empezado tan mal que decidí animarme un poco intentando cazar alguna
mariposa o pajarillo. No se me ocurrió pensar que tanto unas como otros se
habrían resguardado de la lluvia, y al llegar al estanque lo encontré desierto.
Así pues, me contenté con perseguir mi reflejo. Me acerqué al agua todo lo
que pude, pero la hierba estaba embarrada y, casi sin darme cuenta, resbalé.
Utilicé las garras para tratar de sujetarme a la orilla, pero no sirvió de nada.
El suelo estaba tan resbaladizo que por más que tratara de alejarme de las
oscuras aguas, lo único que conseguía era deslizarme más y más hacia las
gélidas profundidades. Maullé lo más alto que pude, aterrado, pues no sabía
qué hacer en caso de caerme al frío estanque. No sabía nadar y no tenía ni
idea de cómo salir de allí. Busqué desesperadamente la orilla, mientras veía
esfumarse otra de mis siete vidas. Traté de aferrarme a algo —lo que fuera
— con las patas. Grité tan alto como pude, pero toda esperanza me
abandonó cuando comprendí que ya no podía resistir más y me precipité de
cola al estanque. Choqué ruidosamente contra el agua. Lo primero que noté
al hundirme fue el frío. Chillé de nuevo mientras intentaba salir del agua,
pero no conseguía mantener la cabeza a flote. Las fuerzas me empezaron a
abandonar y creí que me iba a ahogar.
—¿Eres tú, Alfie? —gritó una voz que me resultaba familiar.
Conseguí asomar un instante la cabeza a la superficie y vi a Matt.
Intenté gritar de nuevo, pero no me salió sonido alguno. Lo único que oía
era el chapoteo del agua mientras subía y bajaba la cabeza.
—Intenta nadar, Alfie, para que pueda cogerte —gritaba Matt.
Intenté chapotear desesperadamente con las patas y vi a Matt, que
estaba arrodillado sobre el barro y trataba de inclinarse hacia delante.
—Tengo un palo, intenta cogerlo —dijo.
Lo vi un instante agitar una rama en mi dirección. Intenté sujetarme a
ella con las patas, pero estaba demasiado lejos y volví a hundirme. Cuando
conseguí de nuevo salir a la superficie, vi que Matt estaba prácticamente
dentro del estanque.
—Alfie, ya casi estoy. Quédate quieto, por favor —lo oí decir, en tono
suplicante.
Noté un brazo que intentaba sujetarme y después el agua me arrastró de
nuevo. Ya no me quedaban fuerzas, pero traté desesperadamente de
alcanzar la superficie una vez más. Ya tenía los ojos cerrados cuando un
brazo me agarró. Chillé cuando Matt me sujetó con fuerza y, de repente, se
hizo el silencio. Al abrir los ojos, me encontré en la orilla del estanque,
encima de Matt, que estaba empapado de lluvia y cubierto de barro.
—Ay, señor, pensaba que te había perdido —dijo, al tiempo que me
estrechaba entre los brazos.
Estaba tan agotado que ni siquiera podía maullar. Me desplomé entre
sus brazos.
—Te llevaré a casa para secarte y ver si tenemos que ir al veterinario.
Sentí un gran alivio, pero estaba tan débil que ni siquiera me moví.
Cuando llegamos al piso de Matt, me llevó al cuarto de baño, me
envolvió en una suave toalla y fue a cambiarse de ropa. Me acurruqué en la
toalla, demasiado débil aún como para moverme. Matt me llevó despacio a
la salita y me dejó sobre el sofá. Luego me trajo un cuenco lleno de leche y
me la bebí toda, agradecido.
—¿Qué has hecho para caerte al estanque? —me preguntó. Chillé—.
Bueno, a partir de ahora no te acercarás cuando esté mojado y lleno de
barro. Pobrecito. ¿Ya estás mejor?
Ronroneé. Poco a poco iba recuperando las fuerzas y Matt me hacía
sentir bien. Estaba enfadado conmigo mismo por haberme arriesgado, pero
al menos aún me quedaban cinco de mis siete vidas.
—¿Te estás preguntando dónde están todos? ¿Polly, Franceska y los
niños? —dijo. Maullé en voz baja—. Se han ido. Franceska se ha ido unas
semanas a Polonia con los niños. Thomasz reservó el viaje para darle una
sorpresa. Polly cogió un virus y pensamos que era mejor que se fuera a casa
de su madre hasta que se recuperara. Yo iré todos los fines de semana hasta
que ella pueda volver. —Me acarició el pelo, ya casi seco—. Se supone que
esta tarde trabajo desde casa, ¡así que puedes quedarte a hacerme compañía!
Se mostraba tan alegre y amable que me sentí momentáneamente mejor.
Le estaba muy agradecido a Matt, pero me entristecía que ni Franceska ni
Aleksy estuvieran allí para consolarme tras aquella experiencia casi mortal.
Sabía que me estaba compadeciendo de mí mismo, básicamente por culpa
del odioso Joe, pero la bondad de Matt me había hecho sentir mejor. Noté
que la soledad empezaba a regresar en parte: echaba de menos a mis
familias.
Lógicamente, no habían podido decirme que se marchaban debido a que
en los últimos días no los había visitado por culpa del mal tiempo. Por la
última vez que había visto a Franceska, sabía que necesitaba a su madre y
también que Polly necesitaba algo. Así que traté de ser un poco menos
egoísta y pensé que, si bien se habían marchado, tarde o temprano
volverían. Solo serían unas pocas semanas, lo cual no era mucho tiempo ni
siquiera para un gato tan inseguro como yo.
Tras beber la leche, me hice un ovillo y me quedé dormido en el sofá de
Matt y de Polly. Soñé con todas las personas a las que amaba. Con las del
pasado, Margaret y Agnes, y con las del presente: Claire, Jonathan,
Franceska, los niños, Polly, Matt y Henry. Que las cosas no fueran perfectas
no me daba derecho a quejarme. No había pasado tanto tiempo desde que
estaba completamente solo, así que debía dar gracias por encontrarme
donde me encontraba.
Me desperté varias horas más tarde, algo más seco y recuperado. Me sacudí
y bajé del sofá. Dejé allí la toalla, mojada a causa de mi pelo aún húmedo.
Salté al regazo de Matt para llamar su atención y luego me dirigí a la
puerta.
—Ah, ¿quieres irte? —Sonrió—. Bueno, al menos eso significa que ya
estás bien. Es curioso, pero todos nos preguntamos adónde vas cuando te
marchas. Supongo que tienes otro hogar en el que te esperan. —Ladeé la
cabeza y Matt abrió la puerta—. Adiós, Alfie, ven a vernos cuando quieras.
Fui a casa de Claire y esperé a que volviera del trabajo. Aún
conmocionado por los acontecimientos de aquella mañana, me enrosqué en
mi camita y traté de calentarme. Aunque ya estaba seco, seguía teniendo
frío después de haberme mojado y aún estaba un poco traumatizado.
Oí las llaves de Claire en la cerradura y al poco entró en casa. Estaba
sola, así que me acerqué para saludarla con muchos mimos. Necesitaba su
cariño. Lo necesitaba de verdad, más que nunca. Ella me recompensó con
un afectuoso abrazo antes de dejarme de nuevo en el suelo, y procedió a
prepararme la comida.
—Hoy estás muy mimoso —dijo, al tiempo que me dejaba la comida
sobre la esterilla. Me quedé prácticamente pegado a sus piernas—. Bueno,
no es que me moleste —se echó a reír—. Pero últimamente tenía la
sensación de que estabas enfadado conmigo. Tash dice que a lo mejor estás
celoso porque le dedico mucha atención a Joe.
Quise decirle que Tasha se equivocaba. No estaba celoso, estaba
enfadadísimo. Pero, lógicamente, solo pude maullar y no estaba seguro de
poder transmitirle así lo que sentía.
—Ay, Alfie, tú sigues siendo mi chico preferido —dijo, al tiempo que
me hacía cosquillas—. Pero prometo esforzarme más para que no se te
olvide.
Se echó a reír otra vez y me entraron ganas de decirle que a mí no me
parecía un asunto gracioso.
Mientras yo comía, le sonó el teléfono.
—Ah, hola, Tasha, gracias por llamar —dijo alegremente. Se produjo
una pausa—. No, lo siento, quería ir a la reunión del grupo de lectura, pero
Joe me ha llamado mientras volvía a casa y me ha dicho que ha tenido un
día malísimo en el trabajo. Le he dicho que viniera a casa, así que esta
noche no puedo ir. —Otra pausa—. No, claro que no lo antepongo a mis
amigos, pero es que parecía tan desanimado… Parece que un cliente se ha
quejado de él. No sé, muy desagradable. —Otra pausa—. Ay, gracias, eres
muy comprensiva. Quedamos mañana para tomar algo, ¿vale? Te prometo
que no te daré plantón.
Me enfadé con Tasha. ¿Por qué era tan comprensiva? ¿Y por qué tenía
Claire que anteponer a aquel tipo tan odioso a los demás? Decidí que él era
el culpable de que yo casi me hubiera ahogado. Al fin y al cabo, era él quien
me había echado de casa aquella mañana.
Cuando Joe llegó, Claire ya se había cambiado de ropa, se había puesto más
maquillaje y había ordenado su ya impecable casa.
—Hola —le dijo mientras le daba un cariñoso abrazo.
—¿Tienes cerveza? —dijo él, sin devolverle el gesto ni molestarse en
decir hola.
—Sí, te la he comprado. Te traigo una —dijo.
Parecía perpleja y dolida. Oí de nuevo la señal de aviso. Ya no se
mostraba tan amable con ella como cuando habían empezado a verse. En
realidad, no era solo que no me apreciara a mí, sino que estaba empezando
a comportarse como si tampoco apreciara a Claire. No era la clase de
hombre que yo quería para Claire. De repente, tuve miedo de que aquello
no tuviera que ver simplemente con mi frágil ego, de que fuera algo más
grave. Joe se sentó en el sofá y encendió la tele con el mando a distancia.
Claire le llevó la cerveza y se sentó a su lado.
—Bueno, ¿quieres hablar de lo que ha pasado? —le preguntó
tímidamente.
—En realidad, lo que quiero es ver el partido de fútbol. Está a punto de
empezar. ¿Ya has hecho la cena?
—No, tenía pensado ir a la reunión del grupo de lectura cuando me has
llamado, así que no tengo nada.
—Vale. Bueno, ¿y si pedimos comida china?
—Ah. Vale, ¿qué te apetece?
Parecía tan dolida por la frialdad de Joe que la compadecí. Aquel tipo ni
siquiera se había molestado en decir por favor o gracias.
—Costillas, cerdo agridulce y arroz frito con huevo.
Joe se concentró de nuevo en la tele y Claire abandonó la salita. La
seguí mientras se dirigía a la cocina, abría un cajón y cogía la lista de
comida a domicilio. Me restregué contra sus piernas.
—Está así porque ha tenido un mal día en el trabajo —me susurró.
A modo de respuesta, bufé. Estaba así porque era un tipo despreciable.
Se estaba demostrando que yo tenía razón. Había intuido que era una mala
persona nada más verlo. Mi instinto gatuno me lo había dicho y mi instinto
gatuno no fallaba nunca.
Todo en él era fingido: había fingido que yo le gustaba, había fingido ser
amable con Claire. Pero ahora se estaba desprendiendo de su amabilidad. Al
parecer, a Claire no se le daba bien elegir a los hombres, aunque era
evidente que conmigo había dado en el clavo. Sin embargo, Claire
desconocía mi regla número uno en esta vida: nunca te fíes de un hombre al
que no le gustan los gatos.
Quería ver a Jonathan, pero no me atrevía a dejar a Claire en una
situación tan delicada. Tenía la sensación de que me iba a necesitar más que
nunca. Mientras esperaba que trajeran la comida, sentada en silencio al lado
de Joe, me pareció obvio que se sentía aturdida y confusa. Cuando llegó la
comida, Joe ni siquiera se movió ni se ofreció a pagar. Fue Claire quien
pagó y puso la comida en los platos.
—¿Vienes a comer? —le preguntó, mientras preparaba la mesa.
—Estoy viendo el partido, ¿no puedo comer aquí? —le espetó él.
Claire lo observó con una mirada triste.
—No me gusta comer en el sofá, la verdad —dijo ella, de nuevo con
voz tímida—. Y desde aquí puedes ver la tele.
—Oh, por el amor de Dios —gritó él en tono agresivo.
Claire dio un respingo y yo me erguí todo lo que pude para bufarle.
—A mí no me bufes —dijo Joe, poniéndose de pie.
Claire parecía confusa, pero a mí Joe no me daba miedo. Le escupí y
bufé de nuevo.
—¡Bola de pelo pulgosa! —me gritó, como si se dispusiera a matarme.
Me hice un ovillo y maullé, asustado.
—Pero ¿tú qué te has creído, Joe? ¿Por qué le gritas así a Alfie? —dijo
Claire, en tono bajo pero firme.
Joe la miró y me di cuenta de que estaba planeando el siguiente
movimiento.
—Lo siento —dijo, aunque en realidad no parecía sentirlo—. Lo siento,
no debería haberle gritado. Lo siento, Alfie, sabes que yo nunca te haría
daño. Es por el trabajo, que es un horror. Claire, lo siento muchísimo.
Vamos a cenar. Te compensaré, te lo prometo.
Claire no parecía muy convencida, pero lo siguió y se sentaron juntos a
la mesa. Joe le cogió una mano.
—Lo siento, lo siento de verdad, cariño —dijo.
Su falsedad era casi palpable.
—No pasa nada. Pero… ¿por qué no me lo cuentas? ¿Qué ha pasado en
el trabajo?
—Un cliente mío cometió un error tremendo. Se ve que no entendió
bien el presupuesto de la campaña y ahora, al ver la factura que le hemos
enviado, se ha puesto hecho una fiera. Y para no reconocer que se equivocó
él, me está echando la culpa a mí.
—Es horrible.
—El problema es que es un buen cliente y nos está amenazando con
buscarse otra agencia. Así que, por lo que respecta a nuestra agencia, me he
convertido en el chivo expiatorio. Me han suspendido de empleo y sueldo
mientras se abre una investigación, bla bla bla.
—Pero se descubrirá la verdad, ¿no? —dijo Claire, que parecía muy
preocupada.
—Claro, todo irá bien, es puro politiqueo, pero mientras tanto me han
dicho que no vaya a trabajar la próxima semana. Es humillante, de verdad.
—Lo entiendo, cariño, y sabes que estoy de tu parte.
—Lo siento muchísimo y te estoy muy agradecido, de verdad —dijo Joe
sonriendo.
Había recuperado su aspecto encantador y Claire bebió de él como si
fuera un platillo lleno de leche. Quise gritarle, decirle que aquel tipo no era
más que un montón de basura. Ya me imaginaba la clase de apoyo que
necesitaba: mucha comida china y mucho fútbol en la tele mientras ella le
llevaba una cerveza tras otra. Ya había oído hablar antes de esa clase de
hombres.
Mi instinto gatuno me dijo que el propio Joe era la causa de sus
problemas en el trabajo. Todo era culpa suya, sin la menor duda, y en ese
momento comprendí que no era lo bastante bueno, ni de lejos, para mi
Claire.
Capítulo veintiséis
Si bien de vez en cuando me acercaba a ver qué tal estaba Claire (y el cada
vez más vago Joe), Jonathan y yo pasamos unos estupendos días juntos.
Restablecimos nuestro vínculo a través del tacto y del olfato y hasta le llevé
un par de regalitos para demostrarle que volvía a ser santo de mi devoción.
Lo curioso era que, si bien Jonathan hablaba con Philippa todas las
noches, a mí me daba la sensación de que era más feliz sin ella. Era raro,
pero cuando Philippa estaba en casa, él siempre parecía tenso, o se
mostraba excesivamente educado, pulcro y ordenado. Cuando ella no
estaba, sin embargo, se ponía el chándal, dejaba los platos sucios para el día
siguiente y, en general, se lo veía mucho más relajado. Por otro lado, no sé
si el desorden era bueno o no, pues yo nunca he sido un gato descuidado. El
caso es que no dejaba de preguntarme cómo pueden ser tan estúpidos los
humanos. Claire era mucho más feliz antes de conocer a Joe y Jonathan era
mucho más feliz sin Philippa. Cuando Claire había vuelto, después de ir a
visitar a su madre, se había concentrado en su amistad con Tasha y en el
grupo de lectura y yo la había visto feliz. Pero ahora que estaba con Joe,
volvía a faltar algo: la chispa había desaparecido. A Jonathan, por otro lado,
lo veía nervioso cuando Philippa estaba en casa y, de hecho, parecía
contento de que se hubiera marchado.
No entendía a los humanos, por mucho que me esforzara.
A lo largo de los siguientes días, Jonathan y yo establecimos una
especie de rutina. Me aseguraba de seguir pasando el suficiente tiempo con
Claire, pero estaba con Jonathan mucho más que con ella. Comíamos juntos
y, sí, me daba tanto pescado fresco que me parecía estar en el paraíso. Ni
siquiera echaba de menos las sardinas. Veíamos juntos la tele: él se
despatarraba en el sofá con una cerveza y yo me acurrucaba a su lado y le
permitía que me acariciara distraídamente. Nos íbamos juntos a dormir y
pude disfrutar de nuevo de la manta de cachemira. Y me hablaba, también:
del trabajo, que le gustaba mucho; de sus nuevos amigos, con los que salía
de copas el fin de semana; y del gimnasio, al que iba con mucha frecuencia
porque no quería «dejarse». De lo único que no me hablaba era de Philippa,
lo cual en realidad lo decía todo.
Pero aun así, todas las noches charlaban por teléfono y él terminaba la
conversación diciéndole que la echaba de menos. Incluso le decía que la
quería. Me parecía asombroso, porque en realidad yo no creía que la
quisiera de verdad.
Fue justo entonces cuando empecé a urdir otro plan. Todas las
experiencias vividas me habían hecho cambiar y me habían proporcionado
nuevas ideas, de modo que empecé a ver claramente lo que debía hacer.
Jonathan no podía ser verdaderamente feliz con Philippa y Joe no era lo
bastante bueno para mi Claire, así que se me ocurrió la brillante idea de
emparejar a Jonathan y a Claire. Al fin y al cabo, ¡Franceska y Polly se
habían hecho amigas gracias a mí! Tanto Claire como Jonathan me querían
y yo sabía que estaban hechos el uno para el otro. Solo tenía que pensar en
la forma de conseguir que se conocieran.
Un día empecé a maullar a voz en grito, como si hubiera ocurrido algo,
para que Jonathan me siguiera hasta la calle justo cuando yo sabía que
Claire pasaría por allí cerca. Pero entonces le sonó el móvil y, cuando por
fin terminó de hablar, ya era demasiado tarde para forzar un encuentro. En
otra ocasión, traté de que Claire me siguiera hasta la casa de Jonathan, para
lo cual chillé y eché a correr. Pero Claire creyó que estaba jugando y me
dijo que no hiciera «payasadas». Después de eso, no se me ocurrió nada
más para conseguir que se conocieran, pero soy un gato muy obstinado y no
estaba dispuesto a renunciar.
No podía renunciar, en realidad. Estaba muy, pero que muy preocupado
por Claire. Joe no había salido de la casa de Claire desde la noche de la
comida china. Bueno, en realidad sí había salido, pero solo para ir a buscar
sus cosas. Se pasaba todo el día sentado viendo la tele, comiéndose la
comida de Claire. Cuando ella regresaba por la noche, la trataba mal; luego
le pedía perdón y le decía que estaba estresado por su situación laboral.
Había intentado darme patadas en varias ocasiones y, si bien hasta el
momento yo había conseguido esquivarlo, se estaba volviendo más y más
agresivo. No podía marcharme, porque estaba preocupado por Claire, pero
la verdad es que estar en aquella casa me ponía cada vez más nervioso.
No había ni rastro de Tasha y yo la echaba de menos. Solo estaba Joe,
sentado en el sofá de Claire —y, al parecer, nada dispuesto a moverse de
allí—, y la propia Claire, correteando a su alrededor como un tímido
ratoncillo.
Por la forma en que Joe la trataba, supe que tenía que echarlo de
nuestras vidas cuanto antes. Pero era como si Joe la hubiera hechizado.
Claire ya no parecía feliz, pero creo que ni siquiera se daba cuenta, pues
cada vez dedicaba más tiempo a intentar complacer a Joe. Otra
contradicción de los humanos que no conseguía entender. Ojalá hubiera
podido hablar con Tasha, porque estoy convencido de que entre los dos
habríamos ideado algo. Estaba seguro de que ella se habría dado cuenta de
lo que le estaba ocurriendo a su amiga, pero claro, no había nada que yo
pudiera hacer. Así que me convertí en un gato invisible, sigiloso. Aprendí a
esconderme detrás de los muebles para apartarme del camino de Joe, pero
siempre con las orejas bien tiesas para no perder detalle. Joe hablaba mucho
por teléfono cuando Claire no estaba en casa: así fue como supe que no iba
a recuperar su trabajo porque, tal y como yo había intuido desde el
principio, todo había sido culpa suya. Además, me constaba que no tenía la
menor intención de marcharse de la casa de Claire, puesto que ya había
dejado su piso. Las cosas se estaban complicando cada vez más.
Solo me dejaba ver cuando Claire estaba en casa. Aún me mimaba y me
daba de comer, pero yo me daba cuenta de que la presencia de Joe estaba
empezando a afectarla. Siempre parecía cansada y angustiada y, desde
luego, había empezado otra vez a perder peso.
Esa noche, cuando volvió a casa, lo primero que Joe le preguntó era qué
había para cenar.
—He comprado filete —respondió ella, como si estuviera muy cansada.
—Vale. Avísame cuando esté listo.
Cuando Claire estaba en casa, él se dedicaba a ver la tele y a beber
cerveza, y dejaba que ella lo hiciera todo. No ordenaba la casa ni limpiaba,
no hacía la compra ni cocinaba. Y ella jamás le decía nada, aunque yo sabía
que debía de molestarle muchísimo, pues era la personificación del orden.
Tanto que hasta yo había aprendido a no dejar mis juguetes tirados por ahí.
Estaba convencido de que Joe jamás se marcharía, pero lo peor de todo
era que no creía que Claire llegara a pedírselo nunca. Me daba cuenta de
que no podía dejarla en manos de aquel hombre despreciable en el que ni yo
confiaba. Mi tarea en aquella calle, por tanto, era cada vez más importante:
en los momentos aciagos era cuando más se me iba a necesitar.
Me preguntaba, prácticamente a diario, cómo había llegado hasta allí.
Había pasado de un hogar acogedor y sencillo con Margaret a una lucha por
la supervivencia y, finalmente, a una vida repartida entre dos hogares
principales y otros dos a tiempo parcial. Y, por si eso fuera poco, todos mis
amigos parecían sumidos en el caos. Yo era solo un gato, por favor. No
podía lidiar con tantos problemas.
Capítulo veintisiete
Vi a Jonathan volver del gimnasio, así que me acerqué a ver qué tal estaba.
Quería disponer de un poco de tiempo para hacer una visita a los pisos del
número 22, pero no deseaba alejarme mucho de Claire. Estaba muy
preocupado por ella. Jonathan estaba hablando por teléfono y, tras colgar,
me sonrió.
—He quedado con unos amigos del trabajo para celebrar mi recién
adquirida libertad —bromeó—. Antes de irme te dejaré un poco de salmón,
pero te sugiero que no me esperes levantado.
Se echó a reír y yo maullé. Entonces me cogió y empezó a dar vueltas
conmigo entre los brazos.
—¿Sabes, Alfie? Los seres humanos somos de lo más raro. Tan
convencido estaba de querer una relación seria, que me dejaba mangonear
por Philippa. Pero la verdad es que estoy mejor sin ella. ¡Y solo ahora me
doy cuenta!
Se echó a reír de nuevo. Ay, si Claire pudiera vernos. Jonathan tenía
razón: ahora era más amable, mucho más amable de lo que había sido
jamás. Tal vez había hecho falta la relación con una mala bruja como
Philippa para que Jonathan se diera cuenta del vínculo tan especial que nos
unía.
Recuerdo que Margaret decía que las personas crecen. Una veces crecen
rectas y otras se tuercen, pero los seres humanos evolucionan y cambian a
menudo. También decía que a veces es necesario que ocurra algo muy malo
para que una persona florezca. Yo nunca le había encontrado mucho sentido
a esa afirmación, hasta que yo mismo tuve que enfrentarme a cosas muy
malas. Por aquel entonces era un gatito muy joven, pero me vi obligado a
crecer deprisa y a aprender a base de escarmentar, cosa que no siempre me
gustaba pero que sin duda me sería muy útil en el futuro. Jonathan también
había crecido, pero mi pobre Claire se estaba marchitando. Esperaba que
solo se hubiera torcido un poco, como decía Margaret, y que no tardara
mucho en volver a crecer recta.
Tenía que asegurarme de que mis familias estuvieran bien, pero esa era
una responsabilidad muy grande para un gatito tan pequeño.
Capítulo veintinueve
Me dirigí sin prisas a los pisos del número 22. El sol había regresado, hacía
un día precioso y, a pesar de los dramáticos sucesos, yo me sentía alegre y
confiado. Cuando llegué a los pisos, las dos familias estaban en el jardín
delantero, rodeadas de bolsas. Tanto Franceska como Polly llevaban
vestidos veraniegos; los niños y los hombres vestían pantalón corto y
camiseta y todos parecían felices y contentos.
—Alfie —exclamó Aleksy, al tiempo que echaba a correr hacia mí—.
Vamos de pícnic.
—Hola, Alfie —dijo Thomasz padre, acercándose también para
acariciarme.
—¿Puede venir Alfie? —preguntó Aleksy, esperanzado.
—No, vamos en tren, gatos no pueden subir a tren.
—Vamos a playa —me explicó Aleksy, aunque algo triste por el hecho
de que yo no pudiera acompañarlos.
Yo también me llevé una desilusión. No me habría ido mal un cambio
de aires. Mientras ellos charlaban animadamente y organizaban sus muchas
bolsas, me llegó un apetitoso aroma. Atún. ¡Me encanta el atún! Seguí mi
olfato y descubrí en la bolsa más grande una manta y unos cuantos paquetes
envueltos que, sin la menor duda, contenían atún de algún tipo. Metí la
cabeza para echar un vistazo y, sin saber cómo, me encontré de repente
dentro de la bolsa. El interior era cómodo y blandito y olía muy bien.
Aspiré hondo el embriagador perfume del pescado, pero antes de que me
diera tiempo a volver a salir, vi una mano —la de Thomasz padre— que
cogía la bolsa y la introducía en el coche. Mi primera reacción fue de
pánico, así que estuve a punto de gritar, pero luego recordé que estaba con
mis familias. Al parecer, yo también me iba a la playa.
Sabía que tenía que guardar silencio, pero de todas formas me quedé
dormido en cuanto subimos al tren. Cuando me dejaron en el suelo, me hice
un ovillo y el traqueteo no tardó en transportarme al reino de los sueños. Me
pareció notar vagamente que el tren se detenía y que alguien cogía la bolsa.
Oí mucho ruido y volvieron a dejarme en el suelo. Asomé tímidamente la
cabeza, pero lo único que vi fue un bosque de piernas. Vislumbré a un perro
que olisqueaba a su alrededor, así que volví a esconderme enseguida.
Alguien cargó la bolsa un rato, luego otro trayecto en coche y luego
alguien volvió a cargar la bolsa, hasta que finalmente nos detuvimos. Me di
cuenta de que fuera hacía mucho calor y oí los chillidos de las gaviotas
hambrientas, además de muchas voces humanas. Oí a los hombres hablar de
las sillas de playa y a Franceska decir que iba a preparar el pícnic. En ese
momento abrió la bolsa y yo salí de un salto. De haber podido, habría
gritado «¡sorpresa!». Todo el mundo enmudeció durante unos segundos,
hasta que Aleksy soltó una alegre carcajada y fue seguido de inmediato por
el pequeño Thomasz. Hasta a Henry se le escapó la risa en su sillita cuando
me acerqué a saludarlo. Franceska me cogió en brazos.
—Nuestro pequeño polizón.
Todo el mundo se echó a reír y, de repente, sentí una alegría que
últimamente brillaba por su ausencia en muchos de nosotros. Aun así, supe
que una vez más había hecho lo correcto por mis familias.
—No te alejes, Alfie —dijo Matt, en tono bastante severo, cuando por
fin dejaron todos de reírse—. Estamos muy lejos de casa, así que quédate
por aquí cerca.
Le dirigí una mirada de indignación. ¿Por qué clase de gato me tomaba?
El pícnic fue de lo más divertido. Me senté en una esquina de la manta,
un poco deslumbrado por el sol, y me dediqué a comer lo que me iban
dando y a observar a mi alrededor. Eran muchas las personas que me
señalaban, tal vez porque no era costumbre que los gatos fueran a la playa.
Ciertamente, no me apetecía nada meterme en el agua a chapotear, como
hacían algunos de mis amigos. No había olvidado mi experiencia en el
estanque, así que me mantuve lo más alejado que pude de la orilla. Me
quedé sentado junto a Polly mientras los demás, Henry incluido, se
bañaban.
Aunque hasta ese momento la había visto feliz, la tristeza regresó a su
mirada en cuanto se quedó sola. Me permitió sentarme a su lado y hasta me
acarició con aire ausente, pero yo no dejaba de preguntarme dónde estaba
en realidad, porque desde luego no estaba sentada conmigo en la playa. Me
pregunté qué podía hacer para ayudarla. Lo único que se me ocurrió fue
acurrucarme junto a ella y tratar de transmitirle mi amor.
Nos quedamos así largo rato, hasta que los demás regresaron
empapados.
—¡Alfie! —dijo Aleksy, al tiempo que se sacudía el agua junto a mí.
Chillé y me aparté de un salto.
—A los gatos no les gusta el agua —le explicó Matt, al tiempo que me
guiñaba un ojo.
—Lo siento —dijo Aleksy.
Ronroneé para demostrarle que no estaba enfadado.
Pasamos una tarde maravillosa. Las dos familias parecían más felices
que nunca. Se reían tanto y parecían tan alegres que noté el corazón
henchido de orgullo. Oía en lo alto el chillido de las gaviotas. El sol era
intenso, pero cuando empezó a quemar demasiado me tumbé a la sombra
junto a la sillita de Henry. Aleksy y Thomasz se dedicaron a recoger
piedras, pues en la playa había muchísimas para elegir. En un momento
determinado, los hombres se fueron a buscar helados y ¡hasta me
compraron uno a mí!
Ah, fue maravilloso lamer mi primer helado. Al principio vacilé un
poco porque estaba muy frío. Arrugué el hocico y me estremecí, cosa que
hizo reír a todo el mundo, pero luego volví a probarlo y me pareció
riquísimo. ¡Cremoso cremoso! De repente, una gaviota enorme aterrizó
junto a nosotros y me observó con aire amenazador. Thomasz niño chilló,
asustado, pero yo arqueé el lomo todo lo que pude (aun así, la gaviota
seguía siendo más grande que yo) y le lancé un feroz bufido. La gaviota me
observó como si estuviera considerando la posibilidad de atacarme, pero
volví a bufar, escupí y, finalmente, emprendió el vuelo.
—Alfie valiente —dijo Aleksy, y me acarició mientras yo me
concentraba de nuevo en mi helado.
Puede que le hubiera parecido valiente a Aleksy, pero reconozco que
por dentro estaba temblando. De haber acabado la cosa en pelea, ¡no sé si
habría sobrevivido!
—No te preocupes, Alfie, te hubiéramos salvado —dijo Thomasz padre.
En mi opinión, sin embargo, ni siquiera él era rival para una gaviota
hambrienta y enfadada. En el mundo gatuno, las gaviotas son famosas por
su crueldad.
Cuando el sol empezó a ocultarse, Franceska dijo que era hora de volver
a casa, así que los niños se vistieron con ropa limpia, mientras los mayores
recogían los desperdicios y preparaban las bolsas. Me dijeron que me
escondiera en una bolsa que después colocarían en el compartimento
inferior de la sillita de Henry. En realidad, era una forma bastante cómoda
de viajar, así que no me importó en absoluto. Dormí casi todo el trayecto y
soñé con montones de helados.
Descargaron las bolsas delante de los pisos del número 22. Me despedí
de todo el mundo y emprendí, agotado, el camino de vuelta a casa de Claire.
—Me pregunto adónde irá cuando se marcha de aquí. ¿Dónde vivirá
realmente? —dijo Matt.
Todos me miraron como si yo fuera a darles la respuesta.
Capítulo treinta