La Maldicion de La Lanza Sagrada Laura Falco Lara

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Eliza es una reconocida médium inglesa que se gana la vida, junto a su familia,

poniendo en contacto a los vivos con sus seres queridos fallecidos. En una de sus
sesiones, algo incontrolable y aterrador se comunica a través de ella para encomendar
a una de sus hijas, Abby, una extraña y peligrosa misión: recuperar la lanza de
Longinos. Desde ese momento Abby se ve abocada a viajar has¬ta Alemania en busca
del objeto sagrado pero maldito que, según ha averiguado, se encuentra en poder del
mismísimo Hitler. Para poder llegar hasta él deberá adoptar una identidad falsa e
infiltrarse en las filas de los jerarcas nazis en plena Segunda Guerra Mundial.
Laura Falcó Lara

La maldición de la lanza sagrada


Título original: La maldición de la lanza sagrada
Laura Falcó Lara, 2020

Revisión: 1.0
20/08/2020
A mis padres,
sin cuya insistencia en que leyera nunca me hubiese
lanzado a este maravilloso mundo de las letras.

A Cristian y a mis hijos,


por aguantarme mientras dedicaba
más horas a escribir que a ellos.
«La mejor manera de predecir el futuro es crearlo».

FERDINAND DRUCKER

«Solo una cosa convierte en imposible un sueño:


el miedo a fracasar».

PAULO COELHO

«El futuro tiene muchos nombres.


Para los cobardes es lo inalcanzable.
Para los temerosos, lo desconocido.
Para los valientes es la oportunidad».

VICTOR HUGO
1
De entre los muertos

Junio de 1939, Portsmouth, Inglaterra.


Como cada sábado por la noche desde que nos vinimos a vivir a Portsmouth, cerramos las
viejas persianas de madera y apagamos las luces del salón dejando únicamente un par de velones
rojos encendidos al lado de aquella especie de confesionario de madera con tupidas cortinas
negras que papá había fabricado para que mamá estuviese cómoda durante sus contactos. La sala,
que no tenía más de sesenta y cinco pies cuadrados, terminaba siempre por llenarse. El rojo de las
velas que poníamos a cada lado del salón daba a la estancia un aire inquietante que ayudaba a
crear la atmósfera correcta. Todo estaba perfectamente medido. Las veinte sillas se colocaban
alineadas en cinco filas, justo enfrente de mamá, para que los clientes pudiesen ver todo lo que
ocurría sin perder detalle. Era muy importante que saliesen con la sensación de haberlo visto todo
y de haber comprobado que no había trampa posible. Aquello era mucho más que un espectáculo,
debía ser para todos ellos una experiencia única. El éxito de las sesiones estaba basado en el boca
oreja y alguien que salía satisfecho era, sin dudarlo, la mejor publicidad que podíamos tener.
Los asistentes empezaron a entrar y poco a poco la sala se llenó. A diferencia de lo que
muchos podían pensar, las personas que acudían a casa eran gente con estudios y de un nivel
económico desahogado; personas que probablemente jamás reconocerían haber estado allí en
público, aunque sí lo hacían en sus círculos más cercanos.
Por aquel entonces, mamá tenía una verdadera legión de seguidores que creían ciegamente que
sus habilidades para establecer conexión con el más allá eran únicas. La gente quería y necesitaba
creer, necesitaba saber que sus seres queridos estaban bien allí donde quiera que estuviesen.
Desde hacía algunos años habían proliferado las sesiones espiritistas y en casi toda Europa la
moda de las mesas parlantes estaba en auge.
Una noche más, mamá se sentó dentro de aquella especie de enorme armario de madera, en el
viejo sillón de roble que había en su interior, vestida con su larga toga negra y se preparó para
entrar en trance, pidiendo a todos los asistentes que estuviesen en silencio y se concentraran
pensando en sus difuntos. Inspiró hondo un par de veces y empezó con el ritual.
—Yo os invoco. Invoco a aquellos que ya no están con nosotros y que desde el más allá
quieran comunicarse con los vivos. Venid a mí… entrad en mí… yo os lo pido.
El aspecto de mamá no era precisamente el de una mujer delicada o espiritual, sino más bien
todo lo contrario: era una mujer morena, de tez clara y bastante obesa; una mujer sin estudios y tan
normal y terrenal como cualquier ama de casa. Tampoco se vestía de forma llamativa, como
hacían algunas embaucadoras de la época; ella tan solo se ponía aquella bata negra para que el
ectoplasma pudiese verse todavía mejor. Eso convertía todo lo que ocurría en las sesiones en algo
mucho más creíble, más cotidiano. Ella era tan cercana, tan humana y normal como cualquiera de
sus clientes, solo que tenía ese don que utilizaba para ayudar al prójimo. Eso sí, a cambio de algo
de dinero. Al fin y al cabo, tenía que comer, vestirse y mantener a seis hijos y ese era el único
ingreso que entraba en casa.
Mientras mamá ocupaba su sitio, yo me dedicaba a controlar que todo, a ese lado de la sala,
estuviese preparado. Desde la otra punta de la habitación, papá y mi hermana Lillian se
encargaban de acomodar a los clientes y de controlar las luces.
Tras unos instantes, mamá cerró lentamente sus párpados y comenzó a susurrar aquella especie
de mezcla de quejidos, sollozos y notas musicales tratando de crear el ambiente necesario para la
invocación. El silencio era máximo. Los asistentes, no sin algo de temor a lo desconocido,
aguardaban con nerviosismo a contactar con sus seres queridos. Mamá abrió nuevamente los ojos
dejándolos esta vez en blanco y convulsionándose ligeramente. Era obvio que había entrado en
trance y que dentro de su cuerpo había algo más que ella.
—Queremos hablar con vosotros, con aquellos que ya no están aquí y quieren dar algún
mensaje a sus seres queridos —dije yo, para conducir la sesión una vez que la médium había
perdido la consciencia.
Frente a ella, los presentes se debatían ya entre las ganas de contactar con sus difuntos y un
miedo indescriptible, que crecía por instantes, a lo que podía ocurrir en aquella estancia. Aquella
fase del proceso solía impactar bastante a los asistentes y en alguna ocasión, alguno había
preferido abandonar la sala.
En ese momento, mamá comenzó a temblar de forma violenta y a contorsionarse como si algo
estuviese moviendo su cuerpo desde el interior y contra su voluntad. De su boca empezaron a salir
alaridos y ruidos inconexos que terminaron por intranquilizar aún más a los presentes. Entonces,
una masa blanda y blanquecina, que los espiritistas denominaban ectoplasma, empezó a emanar
lentamente de su boca formando un cuerpo gelatinoso que parecía suspendido en el aire. En su
extremo superior comenzó a dibujarse entonces una imagen; era la cara de un hombre. Esa masa
que permaneció allí unos instantes impactando de forma sin igual en los asistentes, en especial
sobre aquellos que habían reconocido el rostro del supuesto difunto retrocedió luego lentamente
replegándose sobre sí misma y volviendo al interior de la médium hasta desaparecer. En ese
instante mamá abrió los ojos de par en par dispuesta a hablar.
—¿Quién eres? —pregunté con firmeza.
—Edwin —respondió el ente a través de ella, con voz profunda y ronca para nada confundible
con la de mamá.
—¿Alguien conoce a Edwin en esta sala? —indagué.
Durante unos segundos nadie parecía reaccionar. Tras la impresión inicial, una mujer enjuta y
de níveos cabellos perfectamente ovillados en un elegante recogido, temblorosa y entre lágrimas,
alzó el brazo. Al lado, su hija parecía observar la escena sin dar crédito a lo que estaba
aconteciendo.
—Por favor, pónganse ambas de pie —les pedí, esperando el siguiente mensaje.
—¿Eres tú, Marie? —preguntó la voz del difunto con emoción contenida—. Amor mío… ¿eres
tú?
—Sí, Ed, soy yo —respondió la mujer entre lágrimas—. He venido con tu hija. ¿Estás bien?
Pero entonces algo cambió en la sala, algo que fue primero sutil y luego cada vez más notable;
algo inesperado que nos hizo darnos cuenta de que aquel día iba a ser diferente. Todo empezó con
las llamas de las velas. Ambas comenzaron a dibujar, de forma coordinada y con movimientos
rítmicos, figuras casi imposibles. Eran como lenguas de fuego, serpientes caprichosas que
parecían bailar al mismo son reflejándose sobre el papel pintado de la pared. Mamá me miró
fijamente con ojos de sorprendida, pero continuó, tratando de no perder el hilo, con su trabajo
mientras las llamas de las velas parecían haber cobrado vida propia. Nerviosa, yo no podía
apartar mis ojos de ellas.
—¿Dónde estoy? —quiso saber aquella voz masculina.
—Estamos aquí, en el mundo de los vivos, con tu mujer y tu hija que quieren hablar contigo —
dije yo, más atenta a las velas que a lo que estaba comunicando aquel ente.
En ese instante, de forma inexplicable, la lámpara de araña que colgaba en medio del salón
empezó a tambalearse de un lado a otro, como empujada por una mano invisible. Mi madre y yo
nos miramos atónitas, sin entender nada. Al fondo, papá y Lillian observaban incrédulos lo que
estaba aconteciendo en el techo. Los asistentes, absortos en las mujeres y en las palabras de mi
madre parecían no darse cuenta de aquello.
—¿Edwin? —preguntó su viuda sin ser consciente de que lo que estaba ocurriendo no era lo
habitual.
Las ventanas se abrieron en ese momento de par en par dando sendos golpes contra las
paredes y dejando que un fuerte viento entrase por ellas. Varios de los objetos que estaban en los
estantes de la sala salieron despedidos contra los muros y el suelo de la estancia como lanzados
con inusual fuerza. Aquello no entraba en el guión y, aunque para los presentes eso podía ser una
prueba más de que los difuntos estaban allí, para nosotros era algo sin explicación alguna que no
podíamos controlar y que empezaba a asustarnos.
—¿Qué está pasando? —me preguntó mamá con expresión de desconcierto en su rostro.
Lillian dio entonces un grito tan fuerte y agudo, que terminó por desatar el pánico entre los
asistentes. Aterrorizados y conscientes de que ni nosotros mismos entendíamos aquello, los
presentes empezaron a incorporarse presos del miedo y entre gritos y empujones comenzaron a
salir de la estancia corriendo, sin pagar siquiera el servicio. Mamá me miraba desencajada
mientras sorteaba los objetos que, como balas, cruzaban la sala. Y yo, de pie a su lado,
boquiabierta, intentaba comprender todo aquello. Papá y Lillian se acercaron con rapidez hasta
nosotras, no sin llevarse algún que otro impacto, ya que los objetos salían despedidos de un lado a
otro de la habitación sin control. Pasaron unos minutos que nos parecieron horas y, de pronto, todo
paró en seco. Nos quedamos inmóviles, sin atrevernos a hablar. Tan solo mirábamos a todos lados
viendo el caos que se había desatado. ¿Qué lo había producido? En ese mismo instante mamá cayó
desplomada sobre la silla, como si estuviese muerta. Sus negros cabellos se precipitaron
dispersos sobre su rostro, mientras que sus flácidos brazos colgaban de los reposabrazos como
los de un títere. Asustada, me abalancé sobre ella con la intención de ver si se encontraba bien,
pero cuando estaba a punto de tocarla, levantó la cabeza de forma brusca y tras girarla sobre sí
misma trescientos sesenta grados, dijo con una voz profunda y escalofriante:
—Yo no soy Edwin.
Sin poder evitarlo, retrocedí de un salto hasta topar con la pared lateral de la habitación. Papa
y Lillian también se apartaron de ella sin saber qué hacer. Aquello no estaba preparado, aquello
era real y daba muchísimo miedo. Ni siquiera sabíamos si mamá seguía ahí dentro, y si estaba
viva o no.
—Eliza, ¿estás bien? —preguntó papá con preocupación.
Después de girar la cabeza de aquella forma ningún ser humano podía estar bien, pensé. Era
incapaz de pronunciar ni una sola palabra y mi barbilla temblaba sin contención, como una hoja
seca con el viento. Traté de acercarme a mi madre, pero cada paso que daba me parecía un abismo
y mis pies se habían vuelto tan pesados como bloques de piedra maciza. Inspiré con fuerza e
intenté armarme de valor para hablar con aquello, fuese lo que fuese.
—¿Quién eres? —pregunté con voz temblorosa y sin tener claro si en realidad quería saber
nada sobre aquel ser.
—No es importante —replicó aquella voz que parecía proceder de los infiernos.
—Vale… —respondí, todavía sin ser capaz de reaccionar. Traté entonces de frenar el temblor
de mi boca apretando mi mandíbula, pero mis dientes empezaron a castañear.
En ese instante pensé que quizás aquello era un escarmiento por algunos de los engaños que
habíamos realizado. Mamá no siempre conseguía contactar; ningún médium poseía la capacidad
de estar trescientos sesenta y cinco días al año enchufado y a veces no quedaba más remedio que
fingir. Era imposible que siempre las cosas fueran rodadas y en ocasiones la única forma de
cumplir con el público era improvisar. El caso es que pensando que quizás se debía a ello, no se
me ocurrió nada mejor que pedir perdón a aquel ente y tratar de negociar con él.
—¿Y si prometemos no volver a mentir nunca más te irás? Nosotros no queríamos hacer daño
a nadie, entiendo que no estuvo bien, pero nosotros…
—¡Basta! —ordenó aquella voz de forma contundente y enérgica.
Tragué saliva y retrocedí los únicos dos pasos que había conseguido avanzar volviendo a
apoyarme contra el muro al lado de la ventana. Noté cómo un hilo de sudor frío recorría mi
espalda hasta perderse más allá de mi cintura. Papá trató entonces de acercarse a mi madre, pero
cuando estaba a punto de tocarla, una fuerza invisible lo lanzó volando hasta el otro lado de la
sala. Lillian miraba la escena aterrorizada y sin parar de llorar.
—¿Qué quieres? —conseguí balbucear muerta de miedo.
—¡A ti!
—¿Qué? ¿Cómo…? Yo… yo no valgo gran cosa. En verdad nada, no valgo nada. Del montón
tirando para abajo, y con los años vamos a peor…
—¡Silencio! —espetó la voz con tal fuerza, que hasta los cristales de las ventanas se
sacudieron a punto de romperse.
Mi corazón latía tan fuerte que creí que me iba a estallar en el pecho. Lillian, que era más
joven y temerosa que yo, empezó a gritar presa del pánico y salió corriendo de la sala.
—Longinos —dijo la voz, ahora más serena.
—¿Perdón?
—La lanza de Longinos —repitió con un tono algo exasperado.
—Yo no… No tenemos nada así por aquí. No nos gustan las armas. Creo que se equivoca de
personas.
Enfadado, aquel ser alzó el brazo de mamá y dio un enorme puñetazo sobre el reposabrazos
que hizo que hasta las velas cercanas se tambaleasen.
—Busca la lanza y custódiala; es importante —ordenó la voz—. Regresaré cuando la tengas
—concluyó, haciendo que mamá cayese desvanecida al suelo.
—¿Buscar? ¿Dónde? ¿Se ha perdido? ¿Hola? —pregunté, tratando de encontrar respuestas.
Mientras mamá parecía volver en sí, aunque con un terrible dolor de cuello y de cabeza, yo
intentaba procesar la situación sin saber exactamente qué era lo que aquel ser pretendía. Papá se
acercó corriendo y ayudó a mamá a levantarse.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó ella, que a duras penas conseguía abrir los ojos. Yo la miraba
conmocionada y perpleja. Solo podía contemplar la escena como si de una película se tratase—.
¿Vais a decirme qué está ocurriendo? —repitió ella mientras masajeaba su dolorido cuello y
miraba su mano enrojecida y algo dolorida tras el tremendo puñetazo.
—No sé cómo explicar lo que acaba de pasar aquí —intervino mi padre desconcertado.
—¿Conoces a un tal Longinos? —le pregunté yo.
—¿Eso no es una marca de relojes? —señaló mamá, todavía aturdida.
Encogí los hombros sin saber qué responder. La verdad es que me daba igual qué o quién
fuese el susodicho Longinos, pero la sola idea de que ese ser de ultratumba regresase de vuelta a
pedirme explicaciones me aterrorizaba. Pensativos, echamos una ojeada a la estancia que parecía
la escena de un terremoto. Entonces Lillian regresó a la sala con el resto de mis hermanos.
Sorprendidos, miraban la habitación sin entender qué había pasado allí. Lillian corrió hasta mi
madre abrazándola con todas sus fuerzas y sin poder parar de llorar.
—¡Jamás vuelvas a asustarme así mamá! —le dijo, enfadada, entre lágrimas.
Mientras, yo, todavía con el susto en el cuerpo, seguía pensando en aquel extraño mensaje. Si
aquello iba a por mí y amenazaba con regresar debía saber qué era lo que buscaba. Pero ¿por
dónde iba a empezar? Lo único que se me ocurría para poder saber más sobre el tal Longinos era
esperar a la mañana siguiente y acercarme a la biblioteca municipal. Quizás allí, tirando de
hemeroteca podría averiguar algo. Mientras yo seguía absorta en mis pensamientos, mis hermanos
empezaron a recoger los restos de aquel terrible desaguisado.
—Bueno, vamos a preparar la sesión de mañana y luego terminamos de recoger todo esto. ¿Os
parece? —dijo mamá tan tranquila, como si no hubiese pasado nada. —Todos la miramos
sorprendidos y ella, sin dejar tiempo a que reaccionásemos prosiguió—. Mañana vendrán los
señores Stewart. Según me explicó el marido, perdieron a su hijo pequeño ahogado en el lago
Duddingston el mes pasado —apuntó mamá—. También han confirmado los…
—Pero… ¿no has tenido bastante con lo de hoy? ¡Por Dios! Yo estoy todavía conmocionada
—la interrumpí, incrédula ante su tranquilidad.
—Tampoco ha sido para tanto, ¿no? La lámpara se tambaleó un poco, se abrieron las ventanas
y algunos objetos se cayeron por culpa del viento… nada que no podamos arreglar.
—Por no contar con el hijo puta que se metió en tu cuerpo, te dejó inconsciente, giró tu cabeza
trescientos sesenta grados y pretende que busque una lanza, ¿no?
—Emm… creo que me he perdido algo.
Papá, que siempre había sido el más tranquilo y sereno de todos, la miraba sin poder
reaccionar y con preocupación.
—Casi me da un infarto —añadí.
—Abby, basta ya. Si es broma, que sepas que me estás asustando un poquito…
—Mamá, esta vez pasó de verdad y no fue precisamente agradable. Si vuelve a ocurrir algo
así, yo no paro de correr o de nadar hasta llegar a Francia.
—Cariño, lo que dice Abby es cierto, lo de hoy no ha sido normal —añadió mi padre, que
todavía trataba de entender lo ocurrido—. No me gustaría volver a pasar por algo parecido. Sé de
sobra que muchas veces contactas de verdad y consigues información del otro lado, pero lo de hoy
ha sido muy distinto…
—¿Y me podéis explicar cómo vamos a llegar sin esto a final de mes?
—No lo sé; no lo sé, pero ya pensaremos en algo —dijo papá preocupado.
—Pues no sé en qué…
Mamá se había dedicado a aquello desde que yo tenía uso de razón y, a sus cuarenta y tres
años, ese era su único modo de vida. Tampoco papá podía pensar en ninguna alternativa. Según
mamá explicaba, desde niña siempre tuvo facilidad para ver y sentir cosas que otros ni tan
siquiera intuían. De hecho, en la escuela habían llamado en más de una ocasión a su madre al
orden, ya que asustaba a sus compañeros con todo tipo de extraños vaticinios. La abuela, al
principio, no quiso dar a aquellos episodios mayor relevancia; pensaba que eran simples
chiquilladas. Luego, con el tiempo, algo asustada por las experiencias de su hija, la llevó a un
médico para que la examinara. Evidentemente, el médico no halló nada anormal en la niña, al
menos nada que la medicina pudiese evidenciar. Mamá no dejó que aquellas habilidades aflorasen
de forma desinhibida hasta 1916, cuando se caso con mi padre. Ya no necesitaba ocultarse de nada
ni de nadie; para papá eran un don. Después de casarse y de traer seis hijos al mundo, con su
mísero sueldo como operaria en la fábrica de productos de limpieza y los pingües ingresos de mi
padre que, además, acababa de sufrir un infarto que limitaba su capacidad laboral, no podían
sobrevivir y no les quedó más remedio que pensar en otra forma de ganarse la vida. En ese
instante se dieron cuenta de que aquella habilidad podía convertirse en su tabla de salvación. Papá
la había animado siempre a que desarrollara aquel regalo que Dios le había dado; para él nunca
fue un problema, sino una bendición. Así que, sin dudarlo, papa pasó a ser su mánager y a
gestionar sus actuaciones. Por lo que a mí se refiere, en cuanto tuve edad suficiente para
ayudarles, empecé a compaginar mis estudios con aquello; todas las manos eran necesarias para
un negocio en plena expansión.
Mamá era muy buena como médium; seguramente la mejor. Casi toda Inglaterra y gran parte de
Irlanda estaban rendidas a sus pies. Era la médium más famosa de la época y gente de todas las
clases sociales y rincones del continente acudía a su consulta, deseosa de que ella les ayudase a
contactar con sus difuntos. Muchos llenaban nuestro buzón con cartas pidiéndole que los
escuchara. Su facilidad para producir materializaciones de ectoplasma durante las sesiones era
espectacular, aunque esa actividad la agotaba y minaba su salud de forma notable. Mamá también
sufría del corazón y tenía claras dificultades respiratorias debidas sobre todo a su peso y aquello
no la ayudaba a mejorar. Por el contrario, despertaba en ella unas ganas tremendas de comer,
según decía, que la hacían engordar, con lo que sus problemas coronarios empeoraban.
Mamá había sido invitada en diversas ocasiones por la Sociedad Escocesa de Espiritistas y
otros organismos interesados en sus habilidades. La gente pagaba, y mucho, para que ella fuese a
sus casas a realizar una sesión. Sin embargo, como toda persona famosa vinculada al mundo de la
espiritualidad, también tenía muchos detractores, gente escéptica que consideraba aquellas
prácticas una farsa y que trataban de que no volviese a ejercer. A veces, el miedo a lo
desconocido, a aquello que no podemos controlar hace que arremetamos con furia y de forma
injustificada contra algunas personas. Mamá sabía que, a algunos, aceptar la posibilidad de que
hubiese vida después de la muerte, les hacía sentir inseguros y vulnerables. Admitir aquello hacía
que temblaran todos los cimientos de su mundo y eso les incomodaba profundamente. Esos
detractores en 1933 la denunciaron por estafa. El tribunal de Edimburgo la halló culpable de los
cargos que se le imputaban y la multó con diez libras. Demostrar que existía el más allá con
pruebas empíricas y creíbles delante de un juez era una tarea casi imposible, así que mamá optó
por no defenderse y no contratar a ningún abogado. Era preferible pagar la multa que perder
tiempo y dinero en una causa perdida.
Sin embargo, en aquel entonces hasta el propio Gobierno inglés terminaría por creer en las
paraciencias. Sin ir más lejos, el mismo Winston Churchill, en un intento por atisbar los posibles
planes de Adolf Hitler, sabiendo que este consultaba algunas de sus decisiones a su propio
astrólogo, Karl Ernst Krafft, crearía el Departamento de Investigación Psicológica en 1940. Al
frente de este pondría a Louis de Wohl, un reputado astrólogo, cuya misión sería básicamente
tratar de predecir los futuros pasos de Hitler a través de las estrellas. Sin embargo, este fue
finalmente despedido pocos meses después, cuando no logró mostrar evidencia alguna sobre los
planes del Fürher.
2
Longinos

A quella noche ninguno de nosotros pudo dormir y yo menos que nadie. Aunque papá me pidió
que me olvidase de aquel estúpido mensaje, algo en mi interior me decía que era importante.
¿Quién era el tal Longinos? La curiosidad es quizás uno de los motores con mayor fuerza que hay
en este mundo; muchos avances de la humanidad son consecuencia de ella. Pero la curiosidad
también nos lleva en ocasiones a actos impulsivos y a veces algo temerarios. Sabía que, fuese lo
que fuese aquel mensaje, no iba a llevarme a ningún camino de rosas, pero como se suele decir…
la curiosidad mató al gato. Así que, a diferencia de otros sábados por la noche, puse mi
despertador a las ocho y media de la mañana del domingo para acercarme a la biblioteca local.
Mientras daba vueltas en la cama, Broke, que dormía en la litera de abajo, me preguntó:
—¿Crees de verdad en los fantasmas? Es la primera vez que he visto miedo en tus ojos y en
los de papá.
—¡Claro que creo, Broke, y tú también deberías! No olvides que vivimos de ellos. Pero es
que lo de hoy… lo de hoy ha sido otra cosa.
—¿Otra cosa?
—No puedo decirte qué, porque ni yo misma lo sé, pero era diferente. —Broke se quedó en
silencio sin saber qué añadir—. Vamos a dormir; ha sido un día muy largo —concluí, tratando de
zanjar el tema.
A la mañana siguiente, me levanté con un terrible dolor de cabeza; la falta de sueño y la
tensión de la noche anterior me estaban pasando factura. Tras una relajante ducha en el único baño
que había en toda la casa, sequé mi rubia y larga melena y la recogí para salir del paso en una
coleta. La persistente migraña, que se resistía a desaparecer, me obligaba a entrecerrar los ojos.
Sin dudarlo, antes de bajar a desayunar, agarré las gafas de sol del cajón de la mesita de noche. Si
el color aguamarina de mis ojos ya era de por sí sensible a la luz del sol, aquella mañana parecía
impensable salir a la calle sin cubrirlos.
Los domingos eran días tranquilos; en casa nadie madrugaba y en la ciudad apenas había
actividad. Era extraño que alguno de mis hermanos, o mi padre, bajasen a desayunar antes de las
diez o diez y media de la mañana. Mamá solía ser siempre la primera en despertarse. Descendí las
escaleras con sigilo y la vi sentada en la mesa de la cocina con un tazón de leche fresca frente a
ella. Nuestra cocina era el corazón de la casa. Dado que el salón se había convertido en nuestro
sitio de trabajo, la cocina ocupaba ahora su lugar. Con una vieja mesa de madera que terminaba
siendo usada por turnos, una oxidada nevera y un fregadero de mármol, aquella parte de la casa
era la más transitada.
—¿A qué se debe tanto madrugar? —preguntó extrañada mientras mojaba una magdalena en la
taza.
—Quiero acercarme a la biblioteca del centro y los domingos solo abren por la mañana.
Pensativa, levantó la vista y frunció ligeramente el ceño; me conocía demasiado bien.
—No seguirás empeñada en averiguar algo sobre lo de ayer, ¿no? Te recuerdo que tu padre te
pidió que lo olvidaras.
—Mamá, ¿cuándo empezaste a tener intuiciones?
—Ni lo recuerdo, era muy joven; una niña. ¿Por?
—Pues mi intuición me dice que esto es importante y que debo hacer algo al respecto.
—Ah, no. No me uses como excusa para salirte con la tuya.
—Solo voy a la biblioteca, no creo que eso sea tan grave —rebatí mientras me preparaba un
tazón de leche con cacao—. Para cuando papá se levante ya estaré de vuelta.
—Eso espero, jovencita.
Así que en cuanto terminé de desayunar me subí a la bicicleta y puse rumbo al centro. Por
aquel entonces vivíamos en Milton Road, en Portsmouth, una ciudad portuaria y base naval de la
costa sur de Inglaterra, cuna de Dickens, que se encuentra a unas dos horas y media en coche de
Londres. Al principio, cuando nos mudamos desde Dundee, se nos hizo difícil aclimatarnos a las
altas temperaturas del sur del país, sobre todo en verano. Ahora creo que ya no regresaría a
Escocia. No es porque tuviésemos una gran casa, aunque tampoco me podía quejar. Nuestro hogar
era una casita típica inglesa de ladrillo pintada en blanco, de dos alturas y grandes ventanas de
madera. Tenía tan solo cuatro habitaciones y un baño; más bien justa para ocho personas, aunque
nos apañábamos. Mi preferencia hacia Portsmouth tenía más que ver con las amistades que había
hecho con el tiempo. Después de cinco años se me hubiese hecho impensable volver a dejarlo
todo atrás.
La biblioteca de Carnegie, en la calle Fratton, era un hermoso edificio Victoriano construido a
principios de los años veinte. Su estilo renacentista con detalles art nouveau, sus grandes
cristaleras y la combinación de sus rojos ladrillos con la piedra gris eran un deleite para la vista.
Atravesé aquellas coloridas puertas de cristal soplado del vestíbulo y subí a la segunda planta.
Allí, la señorita Johnson, que parecía estar medio adormecida sobre la mesa, era la que se
ocupaba de los préstamos de libros. Más allá de sus estudios de letras, Marie llevaba tanto tiempo
entre libros que era como consultar una enciclopedia. Sabía de casi todo. A veces, cuando se
acercaba la hora del cierre y si no estaba muy liada, se entretenía hablando conmigo, o con otras
usuarias y nos contaba cosas interesantísimas de las que jamás habíamos oído hablar. Marie tenía
más de cuarenta años, pero su cabello cobrizo y su rostro pecoso la hacían parecer mucho más
joven. Jamás se había casado y la gente que la conocía afirmaba que el problema residía en que
una mujer con tantos conocimientos asustaba a los hombres. A mí me parecía una persona muy
inteligente e interesante y me costaba entender que un hombre no apreciase esos valores en una
mujer.
—¿Qué haces por aquí un domingo, Abby? —preguntó sorprendida al verme entrar.
—Buenos días, señorita Johnson. Pues necesito averiguar algunas cosas sobre un personaje.
—¿Un personaje? Déjame ver si puedo ayudarte.
—¿Sabe qué es la lanza de Longinos? —pregunté, temiendo que fuese algo muy obvio y hacer
un ridículo espantoso.
—¿Qué os enseñan hoy en día en los colegios? ¿De verdad que no sabes de qué se trata? —
Encogí los hombros bastante avergonzada mientras Marie me miraba sorprendida de mi ignorancia
—. Longinos es el nombre del centurión romano que clavó su lanza en el costado de Jesús —
respondió ella—. ¿Te suena ahora?
—¡Vaya! —exclamé, extrañada de que el tal Longinos existiese en realidad.
—¿Y a qué viene el interés en ese personaje?
—Emmm… pues… leí su nombre en algún sitio y como soy muy curiosa… —Traté de salir
del paso.
—Ajá, ¿y eso te lleva un domingo por la mañana a madrugar? —observó ella, levantando una
ceja y sin creerse mi respuesta. Desvié la mirada para evitar dar respuesta a aquella pregunta—.
Sección tres, primer estante —informó ella, sacándome del apuro—. Hay un par de libros que te
pueden servir. Uno sobre reliquias cristianas y otro sobre leyendas del cristianismo. El último es
una edición reciente, así que estará bastante actualizado.
—¡Gracias!
Nerviosa, me acerqué a la sección y saqué del estante ambos tomos. A juzgar por el polvo de
sus lomos, se notaba que hacía bastante que nadie los leía. Lo mejor iba a ser que me los llevase
en préstamo, pensé. Si me ponía a leer en la biblioteca iba a tirarme un buen rato y no tenía mucho
tiempo. Por otro lado, si tardaba demasiado en regresar a casa, mi padre sabría que había ido a la
biblioteca y a buen seguro que se iba a enfadar conmigo por no hacerle ni caso. Sin embargo, una
vez en casa, era fácil esconderlos para que él no los encontrase.
—Me los voy a llevar. —Coloqué ambos libros sobre el mostrador.
—¿No sería mejor que te llevases uno y luego el otro? Recuerda que tienes que devolverlos en
una semana…
—Tranquila, solo me interesa el capítulo que habla de Longinos; no pretendo leer todo el
libro.
—De acuerdo, déjame tu carné de socia —me pidió Marie, anotando en la ficha de salida
todos mis datos.
—Muchas gracias por todo y que tenga un buen día —me despedí, dirigiéndome a la escalera.
—Da recuerdos a la familia.
Miré el reloj de pared que había en la planta baja y vi que iban a dar las diez. Debía
apresurarme si quería llegar a casa antes que papá bajase a desayunar. Me subí de vuelta en la
bici y pedaleé con todas mis fuerzas. Entré en casa como alma que lleva el diablo, con la tez
enrojecida y algo acalorada. Sin casi ni saludar a mamá y a Leo y Lillian, que estaban
desayunando, dejé los libros escondidos en el zaguán, dentro de una caja grande de zapatos que
estaba vacía, en el suelo, bajo el banco de madera.
Seguro que allí papá jamás miraría. Me senté a toda prisa en la mesa de la cocina, junto a
mamá mientras oía los pasos de papá bajando las escaleras. Mamá cerró los ojos y suspiró con
alivio; cinco minutos más y la tragedia hubiese estado servida.
Papá era un buen hombre. No recuerdo haberle visto nunca alzar la voz a mamá, ni tan siquiera
cuando se enfadaba y tenía sobrados motivos para ello. Además, tras el infarto, aprendió a
controlar el exceso de genio y se convirtió en un hombre especialmente tranquilo. De firmes
convicciones y algo chapado a la antigua, papá seguía hecho un figurín a pesar de los años. Con su
pelo rubio engominado tiznado ligeramente por alguna que otra cana, su boina ladeada, su pipa y
casi siempre vestido de traje y corbata, parecía haber nacido para codearse con la nobleza.
—Sí que has madrugado hoy, Abby —dijo al verme en la cocina vestida ya de calle.
—No he dormido demasiado bien. Creo que la sesión de ayer me ha hecho pasar una mala
noche —respondí, tratando de justificar el haberme levantado tan temprano.
—¿No seguirás emperrada en buscar cosas sobre el tal Longi…? Ya ni recuerdo el nombre.
—No, no, tranquilo. Supongo que todo fue una tontería.
Mamá me miraba de pie desde el fregadero con ojos inquisitorios. No soportaba las mentiras.
—Imagino que Broke ya se habrá despertado. Creo que voy a subir al cuarto a leer un rato. —
Cogí la caja de la entrada.
—Despierta, por favor, al resto de tus hermanos —me pidió mamá mientras subía los
escalones.
Aunque nuestra casa no era demasiado grande, tenía tres habitaciones pequeñas con literas y
una un poco más espaciosa, que era la de papá y mamá. Yo era la hermana mayor y dormía con
Broke, con la que me llevaba tan solo un año. Lillian, que era tres años menor, compartía
dormitorio con la más pequeña, Karen, y mis hermanos, Leo y Mike ocupaban una tercera
habitación.
—¡Arriba, dormilones! —grité, abriendo de par en par las puertas de sus habitaciones.
Aprovechando que Broke estaba en el baño, abrí la persiana del cuarto y me tumbé en la cama
con mi caja de zapatos, dispuesta a leer.
—¿Qué es tan apasionante como para estar un domingo por la mañana tumbada en la cama
leyendo? —preguntó Broke, a la que no le gustaba nada leer y cuyo único interés por aquel
entonces era rodearse de chicos guapos y bastante más mayores que ella.
—Es un libro de historia.
—¿Historia? Si aún fuese una novela lo entendería, pero… ¿historia?
—Pues está interesante.
—No lo dudo —respondió con escepticismo mientras salía del cuarto dispuesta a bajar a
desayunar.
Indiferente a sus comentarios, me zambullí con ansia en la lectura del capítulo dedicado a
Longinos y la famosa lanza.

En el Evangelio de San Juan se habla de un soldado romano, cuyo nombre no es


mencionado, y que se dice que fue al que Pilatos encargó, junto con otros, la
crucifixión. Según las escrituras, este clavó una lanza en el costado de Jesús con el
propósito de certificar su muerte. Al rajar su costado con la lanza, cuentan que de Jesús
emanó sangre y agua. Los escritos revelan que este centurión, que sufría algún tipo de
ceguera desde su nacimiento, recuperó la visión al salpicarle la sangre y el agua del
cuerpo de Jesús en la cara. Tras la muerte de Jesús, horrorizado y abatido, exclamó:
«En verdad este era el Elijo de Dios».
En el escrito apócrifo conocido como Evangelio de Nicodemo y en las Actas de
Pilatos, es donde se menciona por primera vez el nombre de Cayo Casio Longino, el
soldado en cuestión. La leyenda de Longino se originó en la Baja Antigüedad y en el
Medievo. En los escritos de ese periodo se recogen otros datos de interés sobre el
centurión, como su nacimiento en Lanciano, Italia, su conversión al cristianismo o su
muerte. Posteriormente, llegó a ser considerado santo por la Iglesia católica y se le
veneró incluso como mártir, fijando su muerte en la localidad de Gabbala, en
Capadocia.

—¿Reliquias cristianas? —dijo Lillian desde la puerta de la habitación. Sobresaltada, cerré el


libro de golpe levantando una pequeña nube de polvo. Ella no era como Broke, ella sabía de qué
iba todo aquello—. No seguirás con lo de ayer, ¿verdad? ¡Júrame que no es lo que parece! —
insistió con preocupación. La miré con ojos de culpabilidad sin saber qué responder. Lillian se
acercó a la cama y se sentó en el borde—. ¿Sabe papá que andas leyendo esto? —preguntó,
levantando las cejas.
—¿Tú qué crees? Lillian, entiéndeme, tengo que averiguar quién fue Longinos y qué es lo que
ocurre con esa lanza. Sé que tengo que hacerlo.
—Pero te lo prohibió expresamente.
—No tiene por qué enterarse. Mamá lo sabe y no piensa decirle nada —respondí, buscando su
apoyo.
Pensativa, Lillian bajó la mirada y tras unos instantes prosiguió:
—¿Y qué has averiguado?
—Por lo visto, Longinos era un centurión romano que clavó una lanza en el costado de Jesús
para verificar su muerte.
—Y eso… ¿qué tiene que ver contigo, con nosotros?
—No lo sé, pero sé que es importante. Algo me dice que tengo que hacer esto, que si no me
arrepentiré.
—Abby, me cuesta entender tus razones. Siempre terminas por meterte en líos.
—Confía en mí, por favor.
—Ufff… Está bien, pero ve con cuidado. Lo de ayer me dio mucho miedo. Sabes que no fue
normal y que algo, que ninguno de nosotros controlaba, irrumpió en la sala.
—Lo sé, Lillian, lo sé.
—Y ya te aviso de que, si se entera papá, no vas a volver a salir sola a la calle en lo que te
queda de vida.
Lillian era con mucho la más sensible y espiritual de toda la familia. Su delicada tez rosada,
su inocente mirada color miel y aquel sedoso cabello color trigo le daban un cierto aire de
fragilidad. No sin cierta preocupación, me miró nuevamente desde la puerta y salió del cuarto.
Saqué de nuevo el libro de la caja y me dispuse a seguir con la lectura. Más allá de enterarme de
quién había sido aquel personaje y sus acciones, necesitaba saber qué era tan importante con
respecto a esa lanza y por qué había que encontrarla.

LA LANZA DE LONGINOS

El paradero de la lanza fue desconocido hasta el 570, cuando san Antonio de


Piacenza en un viaje a Jerusalén, dijo estar convencido de haberla visto en el monte
Sion, justo al lado de la corona de espinas que llevó Jesús antes de su muerte.
Años más tarde, en 615 cuando Jerusalén fue saqueada por el rey persa Khosrau II,
las reliquias fueron llevadas a Constantinopla. Este mismo año se decidió dividir la
lanza en partes y la punta fue entregada a Nicetas quien según se relata, la guardó en la
iglesia de Santa Sofía. Más de seiscientos años después, en 1244, la punta fue vendida
por Balduino II de Constantinopla a Luis IX de Francia. A partir de este momento,
vuelve a ser custodiada junto con la corona de espinas, pero en la hermosa iglesia de la
Sainte Chapelle de París. Durante la Revolución Francesa, por seguridad, las reliquias
fueron trasladadas a la Bibliotheque Nationale, pero en ese instante se les pierde el
rastro durante años. Una hipótesis sostiene que los pedazos más grandes de la lanza
fueron llevados a Constantinopla y depositados en varias iglesias, aunque el destino de
la punta parece que fue otro.
En 1357 sir Juan Mandeville declaró haber visto la famosa punta de lanza en dos
lugares; París y en Constantinopla, siendo esta última más grande que la de París.

LA LANZA DEL VATICANO

Según esta versión, la reliquia de Constantinopla fue sustraída por los turcos y en
1492 el sultán Bayaceto la obsequió a Inocencio VIII en Roma, para persuadir al Papa
de que siguiese teniendo preso a su hermano Zizim.
Siempre ha habido dudas sobre la autenticidad de la lanza, pues había otras puntas
de lanza similares como La Lanza de Viena y La Lanza de Echmiadzin, en Armenia. La
Santa Lanza que está custodiada en el Vaticano se exponía a los fieles en importantes
celebraciones litúrgicas, aunque actualmente, ya no se muestra al público.

LA LANZA DE ECHMIADZIN, Armenia

Se encuentra en Armenia y se descubrió durante la Primera Cruzada. En 1098 Pedro


Bartolomé dijo tener una visión en la que san Andrés le explicaba dónde se encontraba
la lanza; enterrada debajo de la Catedral de San Pedro en Antioquía. Tras excavar la
zona la Lanza fue descubierta y esto hizo que los cruzados se armasen de valor para
derrotar a los musulmanes y conquistar Antioquía.

LA LANZA DE VIENA
Fue en el año 1000 cuando Otón III obsequió a Boleslao I de Polonia una punta de la
Lanza en el Congreso de Gniezno. En 1084 Enrique IV hizo ponerle a esta una banda de
plata con la inscripción «Clavus Domini» que quería decir «El Clavo del Señor». Más
tarde, en 1350 Carlos IV hizo que la recubrieran con una banda de oro sobre la
existente con una inscripción que reza: «Lancea et Clavus Domini». (La Lanza y el
Clavo del Señor). En 1424 el emperador Segismundo trajo desde Praga a su natal
Núremberg un conjunto de reliquias, incluida la famosa Lanza, dando órdenes de que se
atesorara ahí de forma definitiva. Esta colección recibió el nombre de Reichskleinodien.
Cuando en la primavera de 1796 los franceses se aproximaban a Núremberg, vieron que
era prudente mover las Reichskleinodien a Viena, Austria, con el fin de que estuvieran a
salvo. La colección fue custodiada por el barón Von Hügel, cuya misión era guardar el
tesoro y devolverlo a la firma de la paz, pero, en 1806 Von Hügel aprovechó la
desaparición del Sacro Imperio Romano para vender la colección a los Habsburgo.
Cuando los responsables de las reliquias reclamaron las Reichskleinodien al barón, no
consiguieron nada. La Lanza fue entonces almacenada en la Schatzkammer en Viena.

Cerré el libro, impresionada por la cantidad de información que acababa de digerir. ¿Cuál se
suponía entonces que era la verdadera lanza? ¿Cómo iba yo a buscar algo que ni tan siquiera se
sabía a ciencia cierta dónde estaba? Eso sin entrar a considerar cómo se supone que iba a
conseguir robar esa pieza de los lugares en donde se hallaba confinada. Aquello parecía
complicarse por momentos. Cuanto más leía sobre ese objeto, más lejos veía la posibilidad de
cumplir con la orden de aquel ser. En cualquier caso, seguía sin saber qué peculiaridad poseía esa
lanza, aparte de su valor histórico. Fuese cual fuese el motivo que llevaba a su búsqueda, era
evidente que no podía ser un tema de coleccionismo de antigüedades, tenía que haber algo más.
¿Por qué iba a molestarse si no en venir alguien desde el más allá para buscarla?
Estaba tan enfrascada con aquella apasionante lectura que cuando quise darme cuenta ya era
casi la hora de comer. Mamá era, además de una increíble médium, una excelente cocinera y el
delicioso aroma a stovies ya se percibía desde la segunda planta. Hambrienta, bajé las escaleras
de dos en dos y ayudé a Lillian a poner la mesa mientras mis hermanos jugaban a la pelota en el
exterior de la casa y Broke entretenía a la pequeña Karen. A Broke siempre se le habían dado bien
los niños; tenía una paciencia infinita. Mientras mamá preparaba la comida, papá permanecía
sentado en su butaca del salón, habitación que solo usábamos para las actuaciones de mamá,
donde él cada día leía tranquilamente la prensa local sin prestarnos atención. Únicamente los
rayos de aquel impertinente sol que entraban por la ventana iluminándolo todo y se reflejaban en
las páginas del diario parecían molestarle. De fondo, la radio no dejaba de dar noticias sobre los
acuerdos entre Inglaterra y Francia para afrontar juntos aquella terrible guerra contra Alemania.
Europa estaba revuelta y los alemanes parecían avanzar implacables en su afán por conquistarlo
todo. Estábamos viviendo una época muy convulsa e Inglaterra había tenido que decidir sobre si
luchar junto con Francia contra los alemanes o permanecer neutral. Chamberlain creía firmemente
que la única alternativa era luchar y que no hacerlo podría suponer terminar invadidos a la larga,
así que había pactado con los franceses. Cada vez se reclutaban a más jóvenes y, de hecho, se
empezaba a rumorear que, si seguíamos en guerra, no tardaría en haber recortes en la comida. Para
nuestra familia el hecho de que papá hubiese sufrido un infarto y que Leo y Mike fuesen aún
menores de edad, nos convertía en auténticos privilegiados. Muchos de nuestros vecinos y amigos
ya estaban alistándose y con ellos también sus hijos varones. Posiblemente tendrían que abandonar
a sus mujeres e hijas para ir al frente.
3
Sueños

A quella noche volvió a ser extraña. Daba la sensación de que el insólito ser que nos había
disturbado la noche anterior, fuese lo que fuese, seguía presente de algún modo. Pesadillas
repetitivas y angustiantes en las que parecía estar observando la punta de la lanza encerrada en
alguna suerte de escondite no me dejaban dormir. En ellas veía unos hombres uniformados que
hablaban en alemán, idioma que yo reconocía por haberlo estudiado en la escuela desde niña.
Aquellos militares parecían custodiar la reliquia. En sus palabras, entrecortadas y lejanas, podía
identificar términos tan claros como lanza, escondite o incluso el nombre de Hitler. Inquieta, traté
en varias ocasiones de despertarme, pero hasta las cinco de la mañana no conseguí salir de aquel
agobiante sueño, envuelta en sudor y sobresaltada. Broke seguía durmiendo como si nada,
mientras que yo, sentada en la cama, era incapaz de volver a pegar ojo. Tomé el otro libro de
debajo de mi cama y bajé de puntillas hasta el salón. Tras coger un vaso de leche de la nevera, me
senté en la butaca de papá y encendí el candil dejándolo sobre la mesita.
Abrí el libro de leyendas del cristianismo por el capítulo dedicado a la dichosa lanza y
empecé a leer con voracidad. Algo me decía que el tiempo era apremiante. Tras releer la ya
conocida historia sobre los orígenes de la lanza y el centurión, encontré lo que buscaba.

Actualmente existen cuatro lanzas santas conocidas, la más famosa de las cuales se
conserva en el Vaticano. La segunda de ellas está en París, adonde fue llevada por san
Luis en el siglo XIII, cuando regresó de la última cruzada de Palestina. La tercera es la
que se custodia en el museo del palacio Hofburg, en Viena (Austria), también llamada
Casa del Tesoro, y la cuarta que se encuentra en Armenia.
La tercera es la que posee una historia más interesante. Esta punta de lanza se halla
expuesta en el museo del palacio Hofburg, en Viena, Austria. También se conocer al
lugar como la Casa del Tesoro. Esta fue la que estuvo en poder de personajes tan
emblemáticos como Constantino el Grande, Carlomagno y Federico Barbarroja. Es la
que tiene un recorrido más curioso y sin duda también es la más antigua de todas, ya
que según los estudiosos dataría de la prehistoria; de la Edad de Hierro. Posee una
longitud de casi doce pulgadas. Según cuenta la historia fue un herrero llamado Galas
quien la forjó tras una revelación. Los trozos de hierro con los que hizo la pieza habían
pertenecido a la lanza de Longinos, aquella que penetró en el costado de Cristo. Nunca
se supo cómo esas piezas llegaron a sus manos. La tradición oral explica que tardó tres
años en forjarla y que lo hizo bajo una mano divina que le sirvió de guía hasta
finalizarla. Cuando remató la obra se encontró frente a una hoja técnicamente perfecta.
A pesar de que él ha había hecho, era consciente de que el destino de aquella pieza no
era quedarse con él, sino otro. La lanza se compone de dos trozos unidos por una fina
funda de plata. Fue en el siglo XIII cuando a esta reliquia se le añadió uno de los clavos
que se supone sujetaron a Cristo en la cruz. Este clavo se encuentra justo en la punta,
en la ranura central. Este se une a la lanza gracias a unos hilos de oro, plata y cobre.
En la empuñadura existen dos pequeñas cruces de oro. La reliquia está guardada en un
antiguo estuche de cuero forrado por la parte interna con terciopelo de color rojo.
Esta era la lanza que pasó por las manos de personajes históricos de la talla de
Constantino, Alarico el Valiente (410 d. C.), el visigodo Teodorico (452 d. C.) o
Justiniano, hasta que finalmente llegó a manos de Carlos Martel durante la batalla de
Poitiers en el siglo VIII, en la que derrotó a los musulmanes (732 d. C.). Tuvo que pasar
casi un siglo para que la famosa lanza reapareciese. Esta vez lo hizo en manos de
Carlomagno, vencedor en más de medio centenar de batallas hasta que perdió el
preciado objeto. Tras su muerte, estuvo en poder de Enrique I el Pajarero, de la Casa de
Sajonia. Con ella se supone que venció a los polacos. Años después pasó a los
Hohenstauffen de Suabia, al famoso Federico Barbarroja, que gracias a esta lanza
conquistó Italia. Tras todas estas peripecias se empezó a creer que la posesión de esta
reliquia dotaba a su propietario de un poder casi divino, de ahí que ahora que Austria
ha sido incorporada al III Reich, Hitler haya ordenado trasladar desde Viena a
Núremberg el tesoro de los Habsburgo. La lanza está expuesta en la actualidad en la
cripta de Santa Catalina, escenario de los maestros cantores y custodiada por cuerpos
de las SS.
Cuenta la leyenda que el que posea la lanza será el amo del mundo y ganará cuantas
batallas quiera, pero el que la pierda entrará en una vorágine destructiva y de
percances que terminarán con su propia muerte.

Cerré el libro de golpe sin evitar soltar un «caramba» en voz alta. Aquello ya no era absurdo,
pensé. Ahora sí podía entender el supuesto valor de aquella reliquia, incluso podía deducir los
motivos por los que cualquiera que creyese en su poder, podría desear verla lejos de Hitler. Pero
aquello me superaba. ¿Qué iba a hacer yo, una simple chica escocesa de veintidós años, con
respecto a aquello?
¿Cómo podría acercarme a Hitler? No tenía ni idea de por dónde empezar. Traté de
tranquilizarme y pensar con claridad. Era evidente que lo mejor que podía hacer era devolver
ambos libros a la biblioteca y olvidarme de aquella locura. Bebí de un sorbo la leche que aún
quedaba en el vaso tratando de suavizar aquella sensación amarga que invadía mi garganta. Nadie
podía culparme por dejar tan descabellada misión, pensé mientras me levantaba del sillón
dispuesta a regresar a mi cama. Apagué el candil, lo dejé de vuelta sobre la cómoda del salón y
subí las escaleras con cuidado de no despertar a nadie. Metí el libro de nuevo en la caja debajo
de la cama y me tumbé en mi lecho absolutamente desvelada. Broke, que me había oído entrar,
preguntó en voz baja:
—¿Estás bien?
—Sí, tranquila, solo he ido al baño —respondí, convencida de que con que yo estuviese
despierta ya era suficiente.
A la mañana siguiente mi cara parecía la de alguien que hubiese visto un fantasma. Con ojeras
y sin parar de bostezar traté de lavarme a conciencia. Aunque sabía que iba a hacer lo correcto, en
mi cabeza los sueños sobre aquella maldita lanza y las palabras de aquel extraño ser no dejaban
de dar vueltas, atormentándome.
—Cariño, tienes mala cara —me dijo mamá al verme aparecer por la cocina—. ¿Has dormido
bien?
—No mucho, la verdad —admití mientras Lillian me miraba circunspecta.
—¿Y eso?
—Estoy hecha un lío.
—No tendrá que ver con el maldito Longinos, ¿no? —preguntó Lillian con preocupación.
—¡Shhh! —exclamé, indicándole que estaban mis hermanos pequeños delante.
Mamá alzó la mano pidiéndonos paciencia mientras Karen, Leo y Mike terminaban de
desayunar y ella los acompañaba a coger el autobús escolar. Afortunadamente, papá seguía
todavía durmiendo. El hecho de que solo trabajase con mamá, lo convertía en un afortunado. En
cuanto mamá regresó a casa, me miraron expectantes.
—Bueno… es que ayer leí quién era y por qué es tan importante esa lanza.
—¿Y? —preguntó mamá.
—Que esto me supera y que no sé qué tengo que hacer.
—Vamos a ir a dar un paseo y me lo cuentas todo.
—Sí, mejor, porque si se entera papá, se enfadará mucho —añadió Lillian.
—Anda, que alguna le diga a vuestro padre que hemos ido al centro a por algunas cosas que
nos faltan.
—¡Pero yo también quiero ir con vosotras! —respondió Lillian.
—¡Y yo! —añadió Broke.
—Está bien, pero que una le avise.
—¡Hecho! —exclamó Lillian mientras subía las escaleras de tres en tres.
Por suerte, la mañana había amanecido clara y fresca; no había atisbo de lluvia de momento.
Así que, tras ponernos las chaquetas, salimos a la calle. A diferencia del día anterior, el lugar era
ahora un hervidero de gente yendo a trabajar o a la escuela. Todas me observaban con curiosidad
mientras yo buscaba la mejor manera de contarles lo que sabía.
En cuanto les expliqué todo lo que había descubierto, las reacciones no se hicieron esperar.
—¡Vaya historia más fantasiosa! —exclamó Broke, con su ya habitual escepticismo. De hecho,
ella nunca había ayudado en las sesiones de mamá porque detestaba aquel modo de ganarse la
vida.
Broke era la más conservadora y práctica de la casa. Su máxima ambición era encontrar a su
príncipe azul, casarse cuanto antes y dedicarse a ama de casa. Para mí y para Lillian, aquello era
la antítesis de lo que queríamos hacer con nuestras vidas. Ambas soñábamos con seguir
estudiando, con descubrir mundo, con trabajar y ganarnos la vida sin depender de ningún hombre.
Aunque, dada la tesitura económica y social del momento, debíamos conformarnos con haber
terminado la escuela y estar ayudando a nuestros padres con su trabajo. Físicamente, Broke no
podía negar sus orígenes escoceses; pelo color caoba, ojos claros y de piel blanca algo pecosa,
era el vivo retrato de nuestra abuela paterna. Había que reconocer, sin embargo, que era la que
más pretendientes tenía. No sé si por las horas que dedicaba a conocer a todos los hombres con
posibles del lugar o únicamente por aquella mezcla entre aniñada y seductora de la que hacía gala.
Mientras yo discutía sobre la veracidad de la historia con Broke, mamá y Lillian seguían
pensativas.
—Si lo que cuentas es cierto, robar esa lanza a Hitler podría ser el final de esta maldita guerra
—señaló Lillian, reflexionando en voz aita.
—¡Lilli! ¿Cómo crees que va tu hermana a hacer algo así? Seamos realistas —exclamó mamá,
tratando de parar aquella insensatez.
—¿Y si no importa lo que podamos pensar, y si ese es mi destino? —añadí yo, que seguía con
la sensación de que todo aquello no era opinable.
—¡Lo que faltaba! Ahora resulta que estás predestinada a salvar a la humanidad… jajajaja —
replicó Broke entre carcajadas—. Pero… ¿te estás oyendo? Pareces una loca iluminada.
—¡Broke! No es necesaria esa falta de respeto —la reprendió mamá, algo molesta por aquel
comentario—. Abby, creo que deberías olvidarte de toda esta historia. Esto no va a traer nada
positivo, y lo sabes.
—¿Y si la historia no se olvida de mí?
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Lillian.
Las tres me miraron con preocupación dándose cuenta de que algo en mi interior me decía que
aquello no iba a cesar tan fácilmente, por mucho que me lo propusiese.
—Está bien, está bien. Lo intentaré, mamá, dejaré esto, te lo prometo —añadí, viendo la cara
de desasosiego de las tres.
—Y ni palabra del tema a papá. ¿Queda claro? —Las tres asentimos con la cabeza y seguimos
caminando en silencio—. Y ahora vamos a acercarnos al mercado a comprar algunas cosas que
justifiquen este paseo —apuntó mamá.
Llegamos a casa y papá estaba como casi siempre, sentado en su butaca escuchando la radio.
Al oírnos entrar se levantó y se acercó a la cocina.
—¿Qué vamos a hacer con lo de esta noche? —dijo, mirando a mamá.
—Mi opinión ya la sabes: no estamos para dejar de trabajar en estos momentos —insistió.
A mí, la sola idea de que aquel ser volviese a aparecer me aterraba, pero mi opinión no
contaba demasiado.
—Está bien, entonces repasemos bien los clientes y sus historias —dijo papá, sentándose a la
mesa.

***
Debían de ser cerca de las ocho de la tarde cuando los primeros asistentes a la sesión llegaron
a casa. La mayoría de nuestros clientes era gente adinerada que podía pagar nuestros servicios sin
inmutarse. Algunos incluso llegaban en coches conducidos por sus chóferes, algo realmente
reservado a las grandes fortunas. Como siempre, Broke, que no quería participar de aquello, cogió
a los tres pequeños y los subió para acostarlos. Mientras papá y mamá recibían a los clientes en la
puerta, Lillian y yo aguardábamos en el salón para ir acomodándolos. Era obvio que todos
estábamos más nerviosos de lo habitual. Algo en mi interior me decía que aquella sesión no debía
realizarse.
Una vez hubo llegado el último participante y estuvieron todos sentados, mamá entró en la sala
y ocupó su lugar dentro del habitáculo de madera. Tras concentrarse como de costumbre, comenzó
con el ritual. Con voz solemne pronunció las palabras de siempre:
—Yo os invoco. Invoco a aquellos que ya no están con nosotros y que desde el más allá
quieran comunicarse con los vivos. Venid a mí… entrad en mí… yo os lo pido.
Pero esta vez, antes incluso de que mamá pudiese cerrar los ojos y proferir los sonidos y
lamentos habituales tras la invocación, las cosas empezaron a torcerse. Nuevamente, las velas
emprendieron aquel inesperado baile demoníaco y la lámpara del techo inició aquel sutil
bamboleo que vaticinaba lo peor. Papá nos miró angustiado, echándose la mano a la frente sin
saber qué hacer. Mamá, que como buena sensitiva ya percibía a su lado aquella fuerte presencia,
espetó con enfado y desespero:
—¿Quién eres? ¿Qué quieres de nosotros? —Tras una breve pausa y para sorpresa de los
presentes que parecían no entender nada de lo estaba ocurriendo, prosiguió—: ¡No eres
bienvenido! ¡Vete!
Asustada, yo empecé a retroceder hasta topar con la esquina trasera de la sala. No me parecía
que a aquel ser le importase demasiado si era bienvenido o no. Por segunda vez, las ventanas se
abrieron de par en par, con fuerza, golpeando las paredes y un vendaval azotó la sala. Entonces,
como en la última ocasión, mamá cayó, sin poder resistirse, en un trance profundo y tras girar la
cabeza en dirección a mí, una voz tan reconocible y desagradable como la de la vez anterior
manifestó:
—¡Tráeme la lanza o alguien pagará las consecuencias!
Sin poder evitarlo, y presa de un miedo irreprimible, salí corriendo y gritando de la estancia
generando, nuevamente, un ataque de pánico entre los asistentes que se abalanzaron hacia la salida
sin control. Tras la desbandada, mamá volvió lentamente en sí, aunque esta vez con una debilidad
y un malestar bastante preocupantes. Entré de vuelta en la sala sabiendo que, de algún modo, yo
era responsable de lo que estaba ocurriendo. Todos miramos a mamá expectantes.
—Esto no va a parar así como así —dijo Lillian—. Esto no cesará basta que consiga su
objetivo.
—Deberíamos llevarte a un hospital, Eliza —recomendó papá al ver que mamá tenía serias
dificultades para tenerse en pie.
—Pero, Lillian, ya lo hemos hablado esta mañana, Abby no puede hacer lo que le pide este ser
—dijo mamá, que a duras penas era capaz de mantener los ojos abiertos.
—¿Esta mañana? —preguntó mi padre—. ¿Acaso habéis seguido con esta historia a mis
espaldas? —añadió mientras que yo, cabizbaja, observaba la escena desde la puerta.
—Lo siento, papá, es culpa mía. Necesitaba saber qué o quién era el tal Longinos; ellas no
tienen la culpa de nada.
—¡Muy bonito!
—¡Leonard, espera! —exclamó mamá, tratando de retenerle. Enfadado, papá salió de la casa
dando un enorme portazo.
—Tengo que hacer algo. Si no resuelvo el tema, esto va a volver a pasar una y otra vez y no
vamos a poder seguir con nuestra vida. No vas a poder hacer ni una sola sesión más, y lo sabes.
Eso si esto no te mata antes.
—¿De qué vamos a vivir sin las sesiones? —apuntó Lillian con preocupación.
—Mamá, tenéis cinco hijos que mantener además de mí. Esto no puede seguir así —añadí.
Broke, que tras el revuelo había bajado a ver qué ocurría y había tenido tiempo de ver parte
de los inexplicables sucesos, nos miraba sin saber qué decir. Hasta desde su escepticismo,
aquello era difícil de explicar.
—Papá no va a dejar que te vayas. Es una locura… ¿Es que no lo ves? —dijo mamá entre
lágrimas.
—No pensaba pedirle permiso a nadie. Si no me voy, alguien puede salir mal parado; ya lo
habéis oído.
—Pero ¿cómo vas a llegar hasta esa dichosa lanza, Abby? —preguntó Broke asombrada.
—No lo sé, no tengo ni idea. ¿Acaso crees que estoy deseando irme, que no tengo nada mejor
que hacer?
—Si está en poder de los nazis, tendrás que infiltrarte en sus filas y no creo que sea tarea fácil.
Pondrás tu vida en peligro.
—Necesitarás crearte un personaje alemán; no creo que un inglés pueda infiltrarse teniendo en
cuenta que estamos en guerra —observó Lillian.
—Por lo menos, de algo te servirán los años de alemán que hiciste en la escuela —apuntó
Broke, tratando de poner algo de humor a la situación.
—¡Buscaremos trabajo de lo que sea, pero tú no te vas a ninguna parte! —exclamó mamá—.
No estoy dispuesta a perder a una hija.
—Da igual lo que hagas, esto no va a desaparecer. ¿Es que no lo entiendes? Este ser no te va a
dejar, a menos que le traigamos la maldita lanza —dije, saliendo de la estancia.
—¡Nadie se va a ir de aquí! —oí decir a mamá con decisión.
A diferencia de lo que ocurrió la vez anterior, esa noche fue muy distinta. Algo parecía
haberse quedado allí; algo nos acechaba entre las sombras. En mi habitación, la angustiosa
sensación de no estar solas nos acompañó hasta bien entrada la madrugada. Había instantes que
incluso una respiración masculina, profunda y entrecortada parecía acompañar nuestros
infructuosos intentos de conciliar el sueño. Broke, cuya lucha interna entre su analítica mentalidad
y lo inexplicable de los hechos empezaba a generarle un claro conflicto, decidió trasladarse a mi
cama presa de un miedo incontrolable. Pero quizás lo más turbador de todo fue el mensaje que
descubrimos grabado con sangre en la pared de nuestro cuatro al despertar.

«TRÁEME LA LANZA O ALGUIEN MORIRÁ».

Ahora ya no había duda, ahora tenía claro que debía partir. Bajé a desayunar y senté a mis
hermanas y a mi madre; teníamos que hablar. Quisieran o no, deberían aceptar la realidad. Las tres
me miraron en silencio sin saber qué responder ante aquella rotunda declaración de intenciones. A
pesar del miedo que tenían a que pudiese pasarme alguna cosa, sabían que lo que habían vivido
aquella noche no era una broma y que su aviso había sido contundente y muy claro.
Desgraciadamente, papá seguía sin querer escuchar; en su mente cartesiana, que su hija le
desobedeciese no era algo que estuviese dispuesto a aceptar.
4
Construyendo un alter ego

P ensar en cómo meterse dentro del entorno cercano a Hitler parecía una tarea casi imposible y
hubo varios momentos en los que pensé en abandonar. Luego recordaba la última sesión y el
hecho de que desde ese día mamá no podía entrar en trance sin que apareciese ese ser y me daba
cuenta de que no me quedaba más opción que seguir adelante. Cada vez que ese ente la poseía,
mamá regresaba más debilitada y su salud parecía empeorar. Durante varias semanas me dediqué
únicamente a leer todo lo que caía en mis manos sobre el Führer y sus generales, tratando de
buscar cuál sería la forma más lógica de acercarme a sus filas. Diarios, libros, noticias, todo era
útil para tratar de imbuirme de aquel mundo. Mi alemán era correcto, pero difícilmente pasaría
por el de un nativo. Quizás el tema no era querer pasar por alemana, sino por una extranjera que
llevaba tiempo viviendo allí y que comulgaba con sus ideales. También cabía la posibilidad de
que alguna abuela o abuelo hubiese sido alemán y tras casarse con alguien de otro país hubiese
vivido con su familia fuera de sus fronteras. Eso explicaría mi interés por el alemán, el regreso a
mis raíces y el amor por la raza aria.
Pasé muchas tardes en la biblioteca hablando con la señorita Johnson y leyendo libros y
periódicos que pudiesen familiarizarme con la vida y las costumbres de la aita sociedad alemana
y en especial con las actividades y los foros que frecuentaban los cercanos al régimen. También
dediqué mucho tiempo para repasar mi alemán. Necesité casi medio año para recabar todo lo
necesario para iniciar aquella aventura. Pero para que mi padre lo aceptase y me perdonase,
necesitaría mucho más. Mientras aquella situación se prolongaba, Broke fue capaz de conseguir un
trabajo de camarera y así ayudar a la economía familiar. Mamá no podía seguir realizando
sesiones y papá difícilmente iba a encontrar, a su edad y con sus problemas de corazón, un trabajo.
Broke, pese a su escepticismo inicial, fue mi mejor aliada; su objetividad y rigor a la hora de
analizar las cosas eran de gran ayuda para encontrar todo tipo de brechas en la estrategia a seguir.
Lillian y mamá también pusieron todo su ahínco a la hora de ayudarme a buscar información o
idear planes de lo más descabellado. Durante días, ellas fueron mi tribunal, las que examinaron y
juzgaron mis conocimientos, mis recién aprendidas costumbres, todo lo que podría ayudarme a
sobrevivir. Aquella fue la época en el que las tres estuvimos más unidas, pero también fue el
periodo en la que el matrimonio de mis padres se tambaleó y estuvo a punto de quebrarse. Papá
seguía sin aceptar aquella locura y culpaba a mamá de darme alas.
Una noche antes de partir, sentada en el salón de casa, repasé una y otra vez con la ayuda de
mis hermanas todo lo relativo al personaje que tanto esfuerzo nos había costado crear. Tras mucho
trabajo llegamos a la conclusión de que lo mejor era partir de un personaje real cuya genealogía
pudiese ser investigada sin despertar sospechas. Si en algún instante alguien buscaba en mi
pasado, todo debía cuadrar como una pieza en un reloj de joyería fina. Seguras de que lo mejor
era optar por alguien con raíces alemanas, buscamos en los registros del ayuntamiento a hombres
que a finales de 1800 emigrasen a Inglaterra. Nos costó bastante dar con un alemán que cumpliese
con las condiciones y edad requeridas y que tuviese una nieta de una edad parecida a la mía. Tras
meses de investigación dimos con la pieza maestra de toda la trama. Ella era, sin lugar a duda,
nuestro unicornio.
Nuestra protagonista era Kristin Schneider de veintiún años, hija de Olaf Schneider y nieta del
alemán Hermann Schneider. Este último, hijo mayor de un importante empresario alemán, se casó
en 1881 con la inglesa Florence Morton, a la que conoció en Alemania durante una estancia de
esta con su familia por vacaciones. Esto hizo que, al año de desposarse, se trasladase a Brighton,
donde fundarían su hogar. Su primogénito, Olaf, tuvo en 1919 a su única hija Kristin, fruto de su
matrimonio con Karen Byrne. Habiendo muerto su madre durante el parto, Kristin y su padre se
fueron a vivir con los padres de él. Así que Kristin fue educada en los valores propios de las
clases pudientes de la Alemania de la época. Cuando su padre murió de cáncer cinco años
después, Kristin pasó a ser tutelada por sus abuelos hasta que fue mayor de edad.
Kristin era perfecta, solo cabía esperar que jamás se le ocurriese ir de turismo a Alemania,
porque su alter ego iba a estar allí también, aunque con un pasaporte falso que, todavía hoy, no
quiero saber cómo, o a cambio de qué consiguió Broke. Broke podía ser muy persuasiva con los
hombres y, para su fortuna, solía obtener de ellos todo tipo de regalos y favores. Mamá solía
ocultar aquellas indiscreciones, sobre todo a papá, que no hubiese dudado en casarla, internarla o
echarla de casa.
También debíamos determinar los motivos que nuestro personaje iba a tener para salir de
Inglaterra y establecerse en Berlín. Aunque la maldita lanza estaba en la cripta de la iglesia de
Santa Catalina en Núremberg, llegar a ella era solo posible de la mano de alguien cercano al
Führer y, por tanto, la única opción era viajar a la capital y allí, establecer relación con el círculo
cercano a Hitler. Solo de esa forma podría acercarme a la apreciada reliquia. Tras valorar varias
alternativas, decidimos que mis motivos para ir a Alemania iban a ser políticos; era posiblemente
lo más fácil de defender. Como nieta de un alemán orgulloso de sus raíces, Kristin no vería con
buenos ojos el reciente papel adoptado por Inglaterra contra Alemania. Es más, cada vez se sentía
más incómoda con aquella nueva tesitura. Ese iba a ser el motivo de que esta joven se hubiese
planteado emigrar a la tierra de sus ancestros y establecer allí su residencia.
Por prudencia, también habíamos investigado qué familiares de Hermann Schneider quedaban
vivos en Alemania. Afortunadamente, tan solo quedaba una hija por parte su hermano Frank, con
la que la familia apenas había tenido contacto desde que Hermann se fue del país. Ilka Schneider
Bauer, de cincuenta y cuatro años, soltera y sin hijos, vivía en Berlín. Quizás ella podía ser un
buen punto de partida para instalarse en la ciudad, aunque tendría que ver, una vez allí, cuán
hospitalaria era aquella señora.
Ahora quedaba preparar el viaje a Berlín. Cruzar Bélgica o Suiza no iba a ser un problema,
pero entrar en Alemania quizás sí. Aunque tenía mi pasaporte, muchas de las rutas habituales de
acceso al país habían sido cortadas y las fronteras se habían endurecido. La opción más razonable
era coger el tren que todavía conectaba París con Bruselas y desde ahí tomar el expreso del norte.
Ese era el único convoy que partía de Bélgica con destino a Moscú haciendo parada en la capital
alemana. Esta era posiblemente la ruta más realista. Una vez en Alemania tendría que buscar un
lugar donde dormir, al menos las primeras noches y algún trabajo que me permitiese subsistir,
pero mejor si este me acercaba a mi objetivo. Como inglesa que hablaba y escribía bastante bien
el alemán y que era capaz de traducir todo tipo de comunicados del enemigo, una opción era tratar
de entrar a trabajar como secretaria en la Cancillería de Reich. En cualquier caso, esto no parecía
un objetivo excesivamente fácil, al menos no de entrada. Era casi seguro que el personal de ese
organismo sería escogido con lupa. Quizás, si eso no era factible, siempre me quedaba tratar de
introducirme en los círculos de la ópera donde el propio Hitler y muchos de sus generales y sus
mujeres solían moverse. Aunque tuviese que empezar limpiando los camerinos, ese era
posiblemente el camino menos arriesgado. Una vez allí, ya buscaría el modo de acercarme a
aquella gente.
La noche antes de partir, hice mi equipaje tratando de meter toda mi vida en él; no sabía cuánto
tiempo iba a estar fuera, ni qué iba a necesitar. En el fondo, aunque jamás lo compartí con la
familia, mi temor era que nunca pudiese regresar a casa. Broke, que como siempre era la más
previsora, sacó de su armario su mejor vestido de fiesta y me lo dio.
—¿Y esto? —pregunté, sabiendo que aquel era uno de sus más preciados bienes.
—Esa gente tiene mucho dinero y se mueven en fiestas y círculos muy selectos. Si no tienes un
par de buenos vestidos, difícilmente vas a poder meterte en su mundo.
Lillian, que estaba apoyada en el marco de la puerta, corrió sin dudarlo a su habitación y me
trajo también su único vestido de noche.
—Os voy a echar mucho de menos chicas, mucho —respondí, tratando que no se notase
demasiado que tenía un enorme nudo en mi garganta.
Creo que aquella noche ninguno pudimos pegar ojo, ni siquiera papá, que todavía trataba de
mostrar indiferencia ante aquella insensata iniciativa. Irme viéndole tan enfadado me partía el
alma, pero no tenía más remedio. Como no tenía sueño decidí bajar a la cocina y escribirle unas
líneas de despedida; quizás eso suavizase mi partida. Tomé papel del cajón de la cómoda del
salón y sentada sobre el taburete de la cocina comencé a escribir:

Querido padre:
Para cuando leas esto yo ya estaré lejos y solo espero que me puedas perdonar por
no haber contado con tu aprobación. Tú nos enseñaste a ser fuertes, a tomar decisiones,
a ser generosos y a tener buen corazón. Creo que lo que estoy haciendo responde a todo
ello. Tomar esta decisión es posiblemente lo más difícil que he hecho en mi vida y la
única razón para hacerlo sois vosotros. Jamás me perdonaría que por no intentarlo os
pasase algo. Espero que sepas perdonarme.
Tu hija que te quiere.

Abby
Tras colocar la nota sobre el sofá del salón donde él solía sentarse por las mañanas, regresé a
la cama.
A la mañana siguiente, nos levantamos muy temprano. La lluvia azotaba las paredes y ventanas
de casa con una fuerza desmedida. Parecía que hasta el cielo se rebelaba contra aquella decisión.
Tras un breve desayuno donde reinó el silencio salvo por las voces de los pequeños que parecían
ajenos a todo, cogí mi maleta y uno de los paraguas del zaguán, dispuesta a irme. Mamá, que unos
días antes había vaciado la hucha que tenía guardada para emergencias y había cambiado en el
banco local una parte importante a marcos alemanes y otra pequeña a francos franceses, me dio el
sobre y se quedó llorando en la puerta de casa junto con los pequeños, mientras yo me alejaba
acompañada de Broke y Lillian camino al puerto. Allí tomaría el primer barco con destino al
puerto francés de El Havre. Luego, me desplazaría hasta París para coger el tren hasta Bruselas y
después hasta Berlín.
Antes de seguir con nuestro camino, me detuve un momento y miré atrás, como intentando
retener en mi retina todo aquello. El recuerdo sería lo único que iba a mantenerme viva y ligada a
casa. Esperé unos segundos por si papá decidía bajar, pero no fue así. Seguía tan profundamente
disgustado, que ni siquiera quiso despedirse la noche anterior. Pero finalmente le pude ver
agazapado, mirando por la ventana del cuarto de los chicos.
El trayecto hasta el puerto transcurrió en el más desapacible de los silencios, un mutismo que
albergaba en su seno dolor, miedo y desazón. La lluvia y los truenos eran la única melodía que
arropaba aquel recorrido. Las tres sabíamos que el porcentaje de éxito de aquella misión era tan
ínfimo que lo más probable era que terminase muerta o presa en algún calabozo. Aquello era una
realidad que nadie mencionaba por si el mero hecho de nombrarla podía darle fuerza. Al llegar al
puerto, mientras Broke se acercaba a averiguar los horarios del próximo barco a Francia y a
comprar el pasaje, Lillian rompió a llorar con absoluto desconsuelo.
—No te vayas. Si te pasa algo yo me muero —dijo entre sollozos—. Alguien debería ir
contigo; deja que te acompañe.
—Lilli, esto tengo que hacerlo sola. Te prometo que todo va a ir bien. Antes de que puedas
darte cuenta estaré de vuelta —le respondí, estrechándola entre mis brazos.
En mi fuero interno un miedo feroz me devoraba, pero sabía que no había más salida. Broke,
que llevaba el billete en la mano, se acercó a nosotras y se unió a aquel emotivo abrazo. Hasta la
chica de hielo había sucumbido a aquella desgarradora despedida.
—Espero que el billete de regreso no se haga esperar. Haz el favor de cuidarte —masculló
Broke, tratando de ahogar las lágrimas que afloraban contra su voluntad.
—Lo haré.
—Tu barco sale a las diez y media, pero en cinco minutos se puede embarcar —añadió Broke.
—¿Cogiste la comida que te preparó mamá para el viaje? —preguntó Lillian, preocupada.
—Tranquila, lo tengo todo. Cuidad de mamá y papá, os necesitarán más que nunca.
—Recuerda, ya no eres Abby Evans, sino Kristin Schneider. No lo olvides, te puedes meter en
líos si lo haces —me advirtió Broke, dándome el pasaporte a nombre de Kristin.
—Pero ¿qué hago entonces con mi verdadero pasaporte? —dije yo.
—Si te lo encuentran estás muerta. Pero no llevarlo puede dificultarte el regreso a casa —dijo
ella—. Así que guárdalo donde nadie pueda encontrarlo, pero no lo pierdas.
Tras un nuevo abrazo me alejé de ellas con los ojos llenos de lágrimas dispuesta a subirme a
aquel barco. Un barco que iba a llevarme al destino más incierto y más peligroso de toda mi vida.
Iban a ser unas siete horas de travesía, horas que usaría para dar un último repaso a todo lo que
durante tanto tiempo había estado estudiando. El barco no era precisamente un crucero de lujo,
sino más bien un ferri bastante oxidado que cruzaba regularmente el canal. Allí había gente de
todo tipo, pero sobre todo hombres que por trabajo iban y venían en el mismo día. Tras mostrar la
documentación, subí a bordo. La lluvia parecía habernos dado un pequeño respiro; cosa que
agradecí. Con dolor, apoyada en la baranda de estribor, miré la ciudad. Era extraño pensar que iba
a dejar Portsmouth y todo lo que quería por mucho tiempo.
—¡Espero que tengas una buena razón para todo esto! —exclamé con rabia, mirando al cielo.
Hacía unos siete meses desde que aquella pesadilla había empezado, estábamos a mediados
de enero de 1940 y tras la invasión en septiembre del año anterior de Polonia, Francia y el Reino
Unido se habían aliado y habían declarado la guerra a Alemania. Sin embargo, reinaba una extraña
tranquilidad que los franceses aprovecharon para replegarse y preparar junto con nuestras tropas,
una línea defensiva a lo largo de la frontera con Bélgica, que se había declarado neutral. Ambos
confiaban, por aquel entonces, en la derrota alemana, pero aquella acción les puso en alerta. La
población se hallaba dividida, algunos tenían claro que había que ir a la guerra, pero otros,
temerosos, abogaban por llegar a algún tipo de pacto con Hitler.
De momento, la situación hacía prever que, hasta llegar a Alemania, podría cruzar las
fronteras con relativa calma. Sin embargo, mi estómago no pensaba lo mismo y se replegaba sobre
sí mismo retorciéndose de angustia ante aquel viaje. Aquellas siete horas de trayecto marítimo se
me hicieron eternas.
Hacía bastante frío y decidí sentarme en mi asiento en el interior y observar el horizonte a
través del ojo de buey. Era la primera vez en mi vida que montaba en un barco y todo era nuevo
para mí. El mar, algo encabritado, hizo que además me marease y perdiese por completo el
apetito. Mi tez debía de estar tan sumamente blanca, que uno de los chicos de la tripulación,
preocupado, se me acercó para interesarse por mi estado.
—¿Se encuentra bien, señorita? —me preguntó amablemente.
—Algo mareada, la verdad.
—¿Puedo traerle un vaso con agua, limón y azúcar? Suele ser de bastante ayuda en estos
casos.
—Se lo agradecería.
El muchacho se alejó momentáneamente en busca de aquel remedio casero que yo siempre
había asociado a las náuseas del embarazo.
—Tómeselo con calma y trate de descansar; ya solo nos queda la mitad del trayecto —añadió,
como si tres horas más de mareo fuesen coser y cantar.
—Muchas gracias —respondí, implorando que aquello surtiese efecto con premura.
Tras tres horas más de oleaje y gran parte del pasaje mareado, llegamos a puerto. Cogí mi
maleta, y todavía algo aturdida, me dirigí a la salida para desembarcar. Ya estaba en Francia, y al
pisar tierra firme una extraña sensación de vértigo me hizo tambalear; ni era tan fuerte, ni tenía
tanta seguridad como había querido demostrar. Mientras la gente iba bajando del barco yo no
podía dejar de pensar que, en cualquier momento, en cualquier lugar, el destino podía depararme
una trampa mortal. Ya en tierra nos hicieron pasar un nuevo control de pasaportes; esta vez por
parte de las autoridades francesas. Desde allí tenía que ir hasta la estación del Norte de París y
para ello todavía tenía por delante unas dos horas y media o más de trayecto. Es decir, que si todo
iba bien me plantaría en la taquilla sobre las siete y media de la tarde.
Nunca con anterioridad había abandonado mi país y un extraño desasosiego me acompañaba
sin poder remediarlo. Nunca había estado tan sola y desprotegida. Comencé a andar, rezando para
que no volviese la lluvia y sabiendo que tenía por delante un paseo de unos veinte minutos. Andar
acarreando la dichosa maleta se iba a hacer duro, sin embargo, traté de disfrutar del paisaje y
olvidarme un poco del peso. Algo cansada, llegué a la estación de El Havre y subí al tren
dirección a la estación de Saint-Lazare de París. Por fin, mi estómago se había asentado lo
suficiente como para tomarme uno de aquellos deliciosos bocadillos vegetales que mamá me
había preparado. Iban a ser dos horas y cuarto de trayecto, así que, tan pronto como llené la tripa,
apoyé la cabeza contra el cristal usando mi chaqueta como almohada y traté de echar una
cabezada. Sabía que Saint-Lazare era la última parada, así que no tenía riesgo de pasarme de
estación. El traqueteo del vagón actuó como somnífero emulando el suave meneo de una cuna.
—Madame, réveillez vous. Vous êtes arrivé à Saint-Lazare —dijo una voz de hombre
mientras me tocaba en el hombro.
Abrí los ojos y miré alrededor. El tren estaba prácticamente vacío. Aquel hombre uniformado,
que seguramente pertenecía al personal de la estación, me miraba sorprendido de que no me
hubiese percatado de nada. Medio adormilada me incorporé y tras comprobar que habíamos
llegado a la estación, respondí con una de las pocas palabras que sabía de francés.
—Merci.
Bajé del tren y me acerqué a la taquilla para averiguar cómo ir hasta la estación de París
Norte. Era tal mi ignorancia que a ojos de cualquiera debía parecer una paleta de pueblo en medio
de una gran ciudad. El hombre que estaba en el interior de la taquilla revisando unos papeles, me
miró expectante. Aquello iba a ser un verdadero reto; yo no sabía nada de francés y él no hablaba
otro idioma.
—Gare du Nord? —dije, leyendo las notas en francés que Lillian me había preparado.
El hombre frunció el ceño y levantó ligeramente la punta derecha de su afilado bigote dándose
cuenta de que no era francesa y que tampoco dominaba el idioma. Tras mostrarle el papel con el
texto escrito, salió de la taquilla y trató de mostrarme en un mapa desplegable del metro el
recorrido. A juzgar por las indicaciones y las anotaciones que me hizo, debía salir de allí y andar
unos ciento sesenta metros hasta la gare Haussmann y desde ahí coger el metro y bajar en la
siguiente estación: Magenta. A escasos tres minutos de ahí estaba la estación Norte. En apariencia
no era tan complicado, pero lo cierto era que no tenía demasiada confianza en mí misma y menos
en mi nulo conocimiento de la lengua local. Asustada como un pequeño conejillo en mitad de la
selva, avancé hacia la gare Haussmann.
Tal y como había previsto, alcancé mi destino sin perderme casi a las ocho menos cuarto de la
tarde. Me sentía orgullosa de haber sido capaz de llegar. Un gélido viento del norte acompañaba
mis pasos y el cielo, oscuro y encapotado hacía prever lluvia. Alcé los ojos y admiré aquella
hermosa construcción que, imperturbable, se erguía ante mí. Aquella estación, inaugurada en 1846,
era una verdadera obra de arte arquitectónica. Por lo que había podido leer sobre ella en los
libros antes de partir, su fachada de grandes bloques de piedra grisácea se erigía alrededor de un
hermoso arco de triunfo. Estaba decorada con veintitrés estatuas, que representaban las ciudades a
donde llegaba la compañía ferroviaria. Las más impresionantes eran las que coronaban el edificio
y representaban los destinos internacionales como París, Londres, Berlín… mientras que los
destinos nacionales estaban simbolizados por estatuas menores situadas sobre la fachada. Durante
un instante me quedé absorta mirándolo todo. Era una lástima que no tuviese tiempo para
aprovechar mi estancia en París; había tantos lugares que visitar en aquella ciudad, que no me
hubiese bastado con una semana. Antes de entrar en la estación me prometí a mí misma que cuando
todo terminase, de vuelta a casa, me quedaría una semana allí de turismo. Eso siempre que fuese
capaz de regresar.
Tras comprar mi pasaje, descendí hasta el andén y me subí al tren con destino a Bélgica, a la
estación de Bruxelles-Midi para ser exactos. Atravesar el país, incluso cruzar Bélgica, no debería
ser un problema, pero entrar en Alemania podía ser harina de otro costal. Ahora sí que la
inseguridad y los temores estaban dejando paso al miedo.
Eran casi las ocho y media de la tarde cuando el tren se puso en marcha y empezó a avanzar
con aquel característico y ensordecedor sonido de la locomotora de vapor que se dejaba oír,
sobre todo en los primeros vagones. Sentada, miré a través de la ventana al exterior; había
empezado a lloviznar y las gotas se deslizaban aún temerosas por los cristales. A mi lado, una
mujer de mediana edad de repeinados cabellos y enfundada en un raído vestido verde botella,
aprovechaba para retocarse el maquillaje con un diminuto espejo de mano. Al otro lado del
pasillo, un par de caballeros ataviados con pantalones de pana y gruesas chaquetas conversaban
animadamente mientras la noche caía implacable sobre la ciudad de París. Yo, que tras las horas
que llevaba de viaje estaba bastante cansada, cerré los ojos y apoyé mi cabeza en el cristal. Con
aquellos hombres hablando difícilmente conciliaría el sueño, pero al menos podría descansar un
rato.
5
Llegada a Berlin

E l trayecto hasta Bruselas fue tranquilo; salvo por la acalorada conversación de aquellos dos
hombres, el resto del vagón iba en silencio. Tan solo nos detuvimos una vez y fue al llegar a
la frontera. Los policías entraron en los vagones y nos pidieron los documentos a todos los
pasajeros, como solía ser habitual. Apenas quedaba media hora hasta llegar al final del trayecto y
cuando lo hiciésemos, tendría que buscar donde pasar la noche. Al menos, en Bélgica, además del
neerlandés y el francés, hablaban alemán y sería más sencillo hacerme entender. Era tarde y me
encontraba tan cansada que los párpados se resistían a permanecer abiertos; ni tan siquiera me
apetecía cenar. Tan solo soñaba con una cama y poco más.
En cuanto llegamos a la estación, bajé del tren y arrastré aquella pesada maleta por todo el
andén; a juzgar por la hora, aquel debía de ser uno de los últimos trenes. El cortante frío se hacía
sentir incluso dentro de la estación y aunque me había abrigado a conciencia, noté que mis piernas
y mis pies se entumecían. Agotada, me acerqué a uno de los chicos que trabajaban en la estación y
le pregunté por hoteles baratos en la zona. El muchacho, que no debía superar por mucho mi edad,
enseguida me indicó que debía salir y dirigirme a la parte trasera del edificio; a la avenue Fonsny.
Allí había un par de establecimientos económicos donde podría pernoctar.
Antes de salir de la estación me acerqué a la taquilla de información para averiguar los
horarios a Berlín del día siguiente. Por lo visto, ese era un trayecto bastante frecuente, aunque con
la guerra había menos franjas horarias disponibles. Ahora se podía elegir tan solo entre el de
última hora de la mañana y el de media tarde. Abandonar la estación fue toda una experiencia. El
viento me azotaba la cara con fuerza y la lluvia, desatada, parecía querer inundarlo todo. Agarré
como puede con una mano el paraguas y con la otra la maleta. Mi nariz, cuya punta parecía el pico
de un pingüino, comenzó a gotear y mis labios, secos como ripios, se cuarteaban por instantes.
Nunca había agradecido tanto tener unos guantes como ese día. Caminar enfrentándose al huracán
cuya voluntad pretendía doblegar mi paraguas, se convirtió en todo un reto. Tras rodear la
estación, entré en un oscuro callejón que parecía sacado de una película de terror. Sin apenas
luces que lo iluminaran, aquel estrecho paso se adivinaba idóneo para ser asaltada por cualquier
delincuente. Algo temerosa, empapada y sin dejar de mirar a todos lados, avancé hasta toparme
con una primera pensión. Desde fuera no parecía gran cosa, aunque al menos se veía limpia. En la
entrada, sentada en la recepción, una mujer, que a buen seguro superaba los sesenta años, parecía
realizar serios esfuerzos por mantenerse despierta. Al verme entrar dio un respingo y abrió los
ojos de par en par. Tras registrarme, y asegurarme de que le podía pagar con francos franceses o
en marcos, subí a la habitación y sin deshacer la maleta, ni desnudarme, me tumbé sobre aquella
especie de cama, que más que cama parecía un saco de ruidosos muelles, y me quedé dormida. Ya
me levantaría cuando me hartase de dormir, pensé, no tenía intención alguna de madrugar. Sin
embargo, el no poder comunicarme con mi casa me hacía sentirme mal. Sabía que todos estarían
sufriendo, pensando qué sería de mí.
Sobre las diez de la mañana me desperté; ni la luz que entraba por la ventana, cuya persiana
me olvidé de cerrar, había conseguido alterar mi sueño. Me asomé al exterior temiendo que el
tiempo siguiese igual de revuelto que la noche anterior, pero, por suerte, la lluvia había cedido el
paso a un cielo nítido y a un sol radiante. Con aquella luz hasta aquel lúgubre callejón parecía
hermoso. Tras darme una ducha rápida en aquel desvencijado baño cuyas baldosas a duras penas
conservaban su pátina cerámica, me vestí y bajé con la maleta dispuesta a desayunar algo antes de
regresar a la estación: el siguiente tren para Berlín partía a las doce.
Algunos de los expresos a Berlín habían dejado de funcionar por la caída del invierno y las
necesidades del ejército y, los que aún daban servicio, solían estar tan llenos que era bastante
difícil encontrar asientos disponibles. Algunos, desesperados por llegar a su destino, optaban por
viajar de pie y en algunas ocasiones incluso hacinados. En mi caso, por fortuna, pude adquirir una
plaza con asiento asignado. Entré en el vagón, me senté junto a la ventana y, nerviosa, abrí mi
pasaporte, escudriñándolo a conciencia, como si de aquel modo fuese a prevenir cualquier
contratiempo. En realidad, no había motivo para que desconfiasen de mí, pero el miedo era libre.
La mujer de pelo cano y pequeños ojos turquesa que estaba sentada al otro lado del pasillo me
miró y me regaló una breve sonrisa de complicidad. Detrás de ella, un hombre cuya barriga
sobresalía poderosamente por encima del cinturón y desbordaba con creces los límites de su
asiento, comenzó a roncar al poco rato de partir y lo hacía con tal fuerza, que todo el vagón
parecía moverse a su son. Al rato, un joven con aspecto algo despreocupado se sentó junto a mí.
Era un chico bastante joven, de pelo castaño, de tez y ojos claros que posiblemente rondaba mi
edad y cuyo rostro estaba parcialmente oculto por la gorra de pana que llevaba puesta.
—Guten Morgen —dijo con una amplia sonrisa, dándome los buenos días en alemán.
—Guten Morgen —respondí, viendo en aquel joven una posibilidad de poder hablar con
alguien durante el trayecto.
En cuanto el tren emprendió la marcha, un deslumbrante sol entró por las ventanas caldeando
el ambiente. El muchacho se quitó entonces la chaqueta y la gorra y tras dejar un libro que llevaba
en ella sobre el asiento, puso sus cosas en la repisa superior.
Furcht und Elend des Dritten Reiches (Terror y miseria del Tercer Reich), de Bertolt Brecht,
pude leer en la cubierta. Espantada por lo temerario de portar aquel libro prohibido camino de
Berlín no puede evitar mirarle de forma incisiva.
Viendo mi reacción, agarró el libro entre sus manos y le puso una sobrecubierta distinta
encima de la real. Robert Koch. Roman eines grossen Lebens (Robert Koch. Novela de una gran
vida) podía leerse ahora.
—Mehr leise? —dijo, tratando de tranquilizarme—. Deutsch? —preguntó, intentando saber
de dónde era.
—Nein, Englisch.
—Así que inglesa. Lo cierto es que es un alivio —respondió él en un inglés más que digno—.
Y… ¿qué te trae por aquí?
—Voy a visitar a una tía en Berlín.
—Así que eres medio alemana.
—Algo así.
—¿Y tal y como está la situación entre Inglaterra, Francia y Alemania, crees que es el mejor
momento para venir?
Viendo que la conversación podía llevarme a contradicciones o a mentiras innecesarias decidí
cortarla en seco.
—Tampoco creo que leer ese libro sea de lo más inteligente.
El chico soltó una breve risotada y prosiguió:
—Veo que tienes carácter; eso me gusta. Joel, encantado —dijo, tendiendo la mano.
Por un instante estuve a punto de decir Abby, pero tras un leve titubeo estreché su mano y me
presenté:
—Igualmente, mi nombre es… Kristin.
—¿Conoces Berlín?
—No, la verdad es que no he tenido la oportunidad de viajar demasiado.
—Pues estoy seguro de que te gustará. De hecho, no me importaría ser yo quien te la enseñase
—respondió con aquella bonita sonrisa.
Tras algunos minutos de distendida conversación y viendo que parecía una buena persona no
demasiado afín al régimen, decidí que podía ser interesante tener algún conocido en la ciudad.
—Y si decidiese pasear contigo por Berlín, ¿dónde te localizo?
Joel metió la mano en el bolsillo trasero de su pantalón y sacó la cartera.
—Creo que por aquí tengo algún papel donde anotar mis datos. ¿Tienes algo para apuntar?
Saqué un lápiz del bolso y él anotó su nombre completo, su dirección y teléfono en el reverso
de un viejo tique.
—Es el teléfono del taller de mi tío, en casa no tengo teléfono. Esperaré a que me llames —
comentó mientras sacaba de su chaqueta un bocadillo—. Y ahora, con tu permiso, me voy a
adentrar en el libro que casi causa un incidente diplomático mientras como algo. ¿Quieres? —Me
ofreció parte de su comida.
—No gracias, he desayunado muy tarde. Todavía no tengo hambre.
Mientras Joel se sumergía entre las páginas de aquel conflictivo libro, yo me puse a observar
el paisaje a través de la ventana. Teníamos por delante casi siete horas de trayecto, así que me iba
bien tener un rato de tranquilidad.
Adormecida, con la cabeza apoyada en el cristal, apenas me di cuenta cuando llegamos a la
frontera con Alemania. El sonido de las fuertes voces de unos hombres aproximándose por el
pasillo me despertaron. Abrí los ojos y me percaté de que el asiento de mi lado estaba vacío;
igual Joel había aprovechado para ir al baño, pensé. Fue entonces cuando lo vi: en el suelo, boca
arriba, con la falsa cubierta prácticamente fuera y casi en mitad del pasillo, estaba aquel maldito
libro. Si los policías alemanes veían eso íbamos a tener muchos problemas. Estaban tan solo a dos
asientos de nosotros y en cualquier instante podían descubrirlo. Sentí que iba a desfallecer. Sin
dudarlo, de un salto cambié de asiento y dejé caer el bolso sobre él arrastrándolo sutilmente hasta
mis pies. Estaba convencida de que, pese a no haber sufrido nunca un infarto, el dolor de pecho
que en aquel instante me aprisionaba y cortaba prácticamente mi respiración, debía ser algo muy
similar. Un hombre corpulento de gran mandíbula, prominentes ojos claros y ataviado con
uniforme se acercó a mí y poniendo su mano sobre mi hombro espetó:
—Reisepass, bitte!
Sentí cómo una gota de sudor resbalaba por mi frente hasta plantarse en la comisura de mis
labios. Con cuidado, temblorosa, tratando de no levantar el bolso del suelo, saqué mi
documentación tal y como me solicitaba. Solo esperaba que aquel policía no se diese cuenta de mi
nerviosismo. Por un momento creí que no iba a ser capaz ni de reaccionar.
—Kristin Schneider… —leyó aquel hombre mientras recorría con sus ojos el documento y mi
cara—. Gründe für Ihren Besuch in Berlin? —dijo, tratando de indagar los motivos de mi viaje a
la capital.
Con un nudo en la garganta y sintiendo que las palabras parecían atorarse en mi boca, le
respondí que iba a pasar una temporada con una tía que vivía en la ciudad.
—Geht es dir gut? —preguntó al ver que tartamudeaba y mi rostro palidecía por momentos.
—Sí, sí, me encuentro bien. Solo que estoy algo mareada por el traqueteo del tren —respondí
en alemán, simulando una tranquilidad que para nada sentía.
—Richtig, Danke. —Y dio por concluido el interrogatorio mientras yo creía morir.
En ese instante apareció Joel por el pasillo que, sorprendido, frunció el ceño; no terminaba de
comprender qué hacía yo sentada en su lugar, ni el color blanquecino de mi rostro. Con
tranquilidad, se acercó al agente y le mostró su documentación. El policía, tras mirar su pasaporte,
siguió avanzando sin más por el pasillo. Fue entonces cuando, ante la sorpresa de Joel levante el
bolso y tomé aquel libro entre mis manos recolocando la sobrecubierta. Impactado, cerró los ojos
y se llevó las manos a la cara.
—¡Dios! Fui al baño y lo puse arriba, en la repisa; se debió escurrir. No quiero pensar qué
hubiese pasado si… Lo siento, lo siento… Uffff. Te debo una.
—Una y gorda. En mi vida he pasado tanto miedo; te lo puedo asegurar.
Ambos nos quedamos unos segundos en silencio, como reflexionando sobre lo que podía haber
pasado.
—Has sido muy valiente. No tengo ni idea de cómo hubiese reaccionado yo en tu lugar.
—Pues imagino que mal, porque ¿de dónde ibas a sacar tú un bolso para cubrir el libro? —
añadí con una sonrisa para quitar hierro al asunto.
—Con carácter, lista e ingeniosa; una combinación poco frecuente. Espero que no dejes de
ponerte en contacto conmigo en cuanto estés instalada. Me gustaría volver a verte.
—A mí también me gustaría —dije. Para mis adentros sabía que, pese al susto, había ganado
un amigo en Berlín.
Tras un cuarto de hora aproximadamente, el tren emprendió la marcha de nuevo. Lo peor había
pasado y ya podía decir que estaba en Alemania. Una gran sensación de alivio me invadió. Viendo
que eran casi las dos, saqué de mi bolso el bocadillo que había comprado en el bar por la mañana
y me dispuse a comer. Fuera, algunos tímidos copos de nieve empezaban a teñir el paisaje de
blanco dibujando curiosas formas en el cristal. Recordé entonces con nostalgia la primera vez que
vi nevar en Dundee y cómo mi padre me mostró sobre la cristalera del salón la forma real que
tenían los copos cuando los mirabas de cerca. Aquello me hizo entristecer; haberme ido de casa
de aquella forma, sin que él me hablase, me partía en corazón. Era la primera vez que salía de
Inglaterra y no podía evitar que una cierta sensación de vacío me acompañase.
Tras más de seis horas de trayecto y un terrible dolor de espalda, el tren paró en la estación de
Anhalter, en la Askanischer Platz de Berlín. A pesar del contratiempo con el libro, el viaje había
sido más tranquilo de lo que había imaginado y la compañía resultó ser muy agradable. Miré al
exterior satisfecha, pensando que parecía imposible haberlo conseguido. Ahora mi principal
preocupación debía ser encontrar un lugar donde dejar mi equipaje y pasar la noche. Agarré mi
pesada maleta y, con la ayuda de Joel, bajé del tren.
—¿Dónde vive tu tía? ¿Quieres que te acompañe?
—No voy a su casa de momento —respondí, algo contrariada por tener que dar explicaciones.
—¿Y eso?
—Porque no sabe que estoy aquí y hace mucho que no sabe nada de mí.
—Pensaba que ibas a pasar unos días con ella —inquirió Joel, que no terminaba de entender
aquello.
—Sí, pero ella aún no lo sabe. Así que por el momento voy a hospedarme en un hotel y
mañana ya me acercaré a verla.
—Entiendo… si quieres puedes quedarte en mi casa. Vivo solo y cerca de aquí. Aunque mi
casa es pequeña hay un sofá cama que no está del todo mal.
La verdad es que, aunque no le conocía de nada, aquella idea parecía bastante más apetecible
que pasar otra noche en un frío hotelucho cerca de la estación. Al menos podría cenar
conversando con alguien y no a solas en cualquier bar de mala muerte. Sabía que si mis padres
pudiesen verme por un agujero desaprobarían tajantemente aquella decisión, pero para mi suerte,
no estaban allí.
—Pues creo que te voy a tomar la palabra —respondí con una amplia sonrisa—. Gracias, no
sabes lo poco que me apetecía volverme a quedar en un frío hotel.
Salimos de la estación y durante unos instantes observé con gran entusiasmo y curiosidad la
ciudad que se abría ante mis ojos. Lo había logrado, por fin pisaba Berlín. Esta vez sí que estaba
dispuesta a disfrutar del paisaje y no pensar en nada más. La nieve que tímidamente había
comenzado a teñir la ciudad de blanco parecía no querer arreciar y las calles amenazaban con
cubrirse de níveas capas que de madrugada a buen seguro serían de hielo. Estaba siendo un mes
de enero de lo más frío. Los coches y los tranvías llenaban aquella imponente plaza y la avenida
residencial que frente a ella se erguía. Sus señoriales edificios de ladrillo y piedra presidían el
amplio paseo. Por unos minutos olvidé la finalidad de aquel viaje y disfruté como una turista más
de aquella gran ciudad. El inmenso y hermoso edificio de la estación de 1841, se alzaba en la
plaza majestuoso y desconocedor del negro futuro que la guerra le auguraría. Serían los
bombardeos del cuarenta y tres y del cuarenta y cinco que llevarían a su posterior cierre en 1951.
Joel, que estaba demostrando ser un muchacho encantador, llevaba mi maleta mientras yo tan
solo cargaba con su pequeña mochila. El aire gélido parecía querer colarse entre la ropa y mis
manos y mis orejas se asemejaban a témpanos de hielo. Poco a poco nos adentramos por las
callejuelas colindantes hasta la calle en donde vivía Joel. Era curioso como a muy pocos metros
de distancia el ambiente podía ser tan distinto. Allí ya no había edificios señoriales, ni gente
elegante, sino más bien calles sombrías y angostas que no debían ser demasiado recomendables
entrada la noche.
—Como puedes ver, esto es una zona obrera. Lo cierto es que no me puedo permitir nada más.
—¿Acaso crees que yo vengo de la aristocracia? —respondí, en un intento de hacerle sentir
bien.
—El lugar es modesto y la casa pequeña, pero limpia —añadió cuando subíamos por la
escalera—. Pero algún día tendré una hermosa casa en la avenida principal, ya lo verás.
—Todo es posible, aunque por ahora, con poder darme una buena ducha y dormir, me sobra.
Joel vivía en una tercera planta sin ascensor. La casa tenía tan solo tres estancias, un salón
cocina donde estaba el sofá cama en el que yo iba a dormir, su habitación y un pequeño baño.
Tanto el salón como su cuarto daban a la calle principal, mientras que el baño daba a un angosto y
oscuro patio interior. En total aquel piso no debía llegar a los cincuenta metros cuadrados.
Decorada en tonos grises y azules y en un estilo nórdico minimalista, era obvio que aquella
vivienda pertenecía a un hombre.
—Ponte cómoda —dijo Joel, abriendo el sofá—. Ahora te saco unas toallas para que puedas
ducharte y pongo sábanas y manta en la cama.
—Eres muy amable.
—Y, por cierto, ¿no me has dicho a qué te dedicas? —preguntó, obligándome a improvisar.
—He hecho casi de todo. Dejé de estudiar al acabar la escuela y desde entonces he trabajado
de administrativa, ayudante de bibliotecaria, también he ayudado entre bastidores en el teatro
local…
—Una superviviente, vamos.
—Más o menos. ¿Y tú?
—Pues estudié historia, pero trabajar en ello ya es más complicado. Así que también hago un
poco de todo.
—Entiendo —respondí mientras toallas y pijama en mano me dirigía al baño dispuesta a
darme una ducha caliente.
—Bueno, dejo que te duches y voy preparando algo de cenar. ¿Te parece?
—Como sigas siendo así de amable me quedo aquí para siempre —respondí sonriendo.
Cansada, dejé que el agua caliente se deslizase por mi espalda mientras me relajaba y
conseguía recuperar la temperatura corporal perdida con el frío de la calle. Mientras tanto, mi
cabeza, que no paraba de dar vueltas, ideaba cómo iba a hacer para infiltrarme en las filas nazis y
llegar así hasta la dichosa lanza. La tarea pintaba ser muy complicada. Quizás conocer a Ilka
Schneider Bauer, mi supuesta tía, podría abrirme puertas o igual no. Solo esperaba que Ilka fuese
una mujer agradable y que me quisiese conocer. De eso podía depender el éxito de la misión.
Conocer a Ilka y tratar de integrarme en su mundo iba a ser mi prioridad en cuanto me despertase a
la mañana siguiente. Un agradable olor a carne se coló en el baño sacándome de mis pensamientos
y haciendo que la sensación de hambre que casi había olvidado volviese a mí.
—¡Qué bien huele! ¿Estás cocinando? —exclamé mientras secaba mi cabello con la toalla.
—Es kassler con chucrut. —Joel, pinzas en mano, daba la vuelta a aquel filete de cerdo
ahumado—. Espero que te guste la comida de la zona.
—Así que también cocinas. Si al final resultará que eres hasta un buen partido. —Sonreí.
—Bueno, a decir la verdad, el chucrut es una receta de mi difunta tía. Es uno de los pocos
platos que aprendí a cocinar. Pero aun así no dudes de que soy un hombre bastante apañado.
—Eso parece.
Tras terminar de secarme el pelo y ponerme el pijama, salí del baño dispuesta a cenar. Que un
completo desconocido me viese con pijama no era lo más apropiado, pero nada de aquel viaje lo
era.
6
Ilka Schneider Bauer

A currucada y envuelta en las mantas del sofá sentía que fuera la temperatura había caído de
forma notable. A duras penas podía abrir los ojos. Mis pestañas permanecían pegadas entre
las legañas y los restos del rímel del día anterior. Cuando finalmente logré abrir una delgada
línea, un molesto haz de luz que se colaba entre las finas cortinas del salón me cegó. Miré con el
ceño algo fruncido el reloj que colgaba de la pared de la cocina y vi que eran tan solo las siete de
la mañana. Demasiado temprano, pensé, pero difícilmente volvería a dormirme. Me incorporé, y
aún en estado letárgico abrí las cortinas y miré al exterior. El día había amanecido gélido,
inhóspito y las calles, bañadas en blanco, parecían el lienzo perfecto para una estampa navideña.
Al fondo, en la habitación, todo parecía permanecer en calma. Sigilosa, avancé hacia el baño
para lavarme la cara. No quería despertar a mi anfitrión. Las baldosas estaban tan frías que ni tan
siquiera los calcetines me protegían los pies.
Debían de ser cerca de las ocho y media cuando Joel se levantó. Yo ya me había duchado,
vestido y bajado en busca de una panadería para comprar algo de desayunar. Era lo mínimo que
podía hacer.
—¿Huele a cruasán y a café recién hecho? —dijo Joel, asomándose al salón con el pelo
todavía algo enmarañado.
—Sí, llevo un rato despierta y he preparado el desayuno.
—A ver si el que se va a acostumbrar a tu presencia voy a ser yo —añadió sonriendo.
—Eres una buena compañía y eso, hoy en día, es difícil de encontrar —le devolví el
cumplido.
Nos sentamos a desayunar en la pequeña mesa que había en la cocina casi en silencio,
mientras el sol que a duras penas calentaba, entraba por la ventana iluminándolo todo. Joel
permanecía un poco somnoliento y perezoso y yo andaba sumergida en mis pensamientos.
—Esta mañana iré a casa de mi tía. ¿Te importa si dejo las cosas aquí hasta que vea si puede
alojarme?
—No, tranquila. Yo voy a estar justo enfrente, en un pequeño taller que tiene mi tío. Dos o tres
días a la semana le echo un cable; el hombre está solo y necesita ayuda. Te anoto los datos por si
tienes que entrar en casa y necesitas las llaves.
—¡Muchas gracias!
Ahora solo me quedaba cruzar los dedos y rezar para que Ilka Schneider fuese una mujer
encantadora que quisiese alojar en su casa a una sobrina lejana, a la que nunca había visto. Según
me comentó Joel, la calle donde vivía mi tía, correspondía al mejor barrio de todo Berlín; el
Mitte, en el centro de la ciudad, cerca de la hermosa plaza de Gendarmenmarkt. Eso me hacía
suponer que Ilka era una mujer con holgados recursos económicos y posiblemente muy bien
relacionada. Aquello podía ser de gran ayuda para mis propósitos, aunque primero debería
conquistar su corazón y no sabía si eso iba a ser demasiado fácil.
Terminamos de desayunar y aunque el frío no invitaba precisamente a abandonar el
apartamento, ambos teníamos muchas cosas que hacer. Fuera la nieve hacía bastante complicado
caminar por la ciudad; había que ir con cuidado de no resbalar con una de las muchas placas de
hielo que se habían formado durante la noche sobre las aceras. Anduve de vuelta hasta la estación
central y allí, tal y como me indicó Joel, tomé la línea S9 hasta Hackescher Markt, que estaba a
escasos cinco minutos andando de la casa de Ilka, mi supuesta tía. Afortunadamente, el recorrido
no era demasiado largo. Salí del metro y una bocanada de aire helado me hizo estremecer y
temblar como si no llevase apenas ropa. Hacía tanto frío que mis labios resecos, amenazaban con
agrietarse y mi mandíbula, que parecía haber cobrado vida propia, no dejaba de temblar
provocando un ligero tintineo entre mis dientes. Miré un segundo el plano que Joel me había
dibujado sobre la servilleta de papel y con cuidado avancé por la acera. Tras un corto paseo, me
planté ante la casa de mi supuesta tía. Era un edificio hermoso, clásico, de piedra grisácea y muy
señorial. Tan solo tenía tres plantas de grandes y hermosos ventanales y un sótano cuyas pequeñas
ventanas nacían casi pegadas al suelo. La entrada era, sin lugar a duda, la de un edificio de gente
muy adinerada. Encima de la puerta, enmarcándola, había dos grandes columnatas que sostenían
un increíble balcón decorado a ambos lados con dos esculturas neoclásicas. Nerviosa, temiendo
que me echasen a patadas de allí, me acerqué a la puerta y miré durante unos segundos las
campanillas de los diferentes pisos. Hasta ese instante no me había planteado otra opción distinta
a la de triunfar, pero un atisbo de inseguridad me hizo pensar en cuáles serían los pasos que seguir
si fracasaba.
«¿Y si se daba cuenta de que era una impostora?», pensé, sintiendo que el corazón se me iba a
salir del pecho.
Tomé aire y, sin pensarlo, tiré de la cuerda para que la campanilla sonase. En el fondo, era tal
mi miedo, que casi prefería que no estuviese en casa. A los pocos minutos una chica con delantal y
cofia de color blanco salió a abrir el portón de la calle. A juzgar por el color tostado de su piel y
su fisonomía, se podía adivinar que procedía de algún país oriental.
—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó en un alemán tiznado de un acento difícilmente
reconocible.
—Sí, estoy buscando a Ilka Schneider.
—¿De parte de quién?
—Mi nombre es Kristin Schneider; soy la hija de su primo Olaf Schneider.
—Pase por favor —dijo mientras me acompañaba hasta la entrada del piso—. Ahora mismo la
aviso.
Al abrir la puerta me di cuenta de que estaba en la casa de una mujer con clase, gusto y mucho
dinero. La decoración, sobria pero escogida con un criterio exquisito, causaba en el visitante una
intensa sensación de bienestar y paz interior. Los tonos grises y lavanda de telas y paredes,
armónicamente dispuestos, y la cálida iluminación de la sala, convertían aquella estancia en un
deleite para los sentidos. Me senté en un hermoso tresillo antiguo y aguardé a que Ilka viniese a
recibirme mientras en mi interior un auténtico volcán de emociones hacía difícil pensar en nada
más. Traté de distraerme contemplando los cuadros que colgaban de las paredes, pero, por suerte,
Ilka no tardó en llegar.
—¿Kristin? —dijo una voz serena y aterciopelada desde el fondo de la sala.
—Sí, soy yo —respondí.
Me incorporé inquieta y ávida por conocer a mi supuesta tía. Ilka no aparentaba en absoluto
los cincuenta y cuatro años que tenía. Delgada, elegante, con el pelo teñido de rubio platino y
recogido en un elaborado moño bajo, aquella mujer de profundos y grandes ojos turquesa
destilaba clase por todos sus poros. Incluso su forma de caminar era más propia de las modelos
de una casa de moda de aita costura que de la calle. Su rostro que poseía la delicadeza de la
porcelana todavía retenía gran parte de la belleza que un día hizo, seguramente, enloquecer a más
de uno. Sin ningún tipo de pudor por su parte, sentí que sus ojos almendrados recorrían lentamente
toda mi anatomía escudriñando cada rincón de mi ser. La inexpresividad de su rostro no me
dejaba entrever qué opinión se estaba formando de mí, pero a juzgar por las diferencias en las
formas y en el atuendo, era obvio que sería consciente del abismo social que separaba su mundo
del mío. Temerosa de su posible rechazo y de lo mucho que me jugaba en ese instante, aguardé su
veredicto como lo haría un reo frente a un tribunal.
—Me ha comentado mi asistenta que eres hija de mi primo Olaf.
—Sí, era mi padre.
—Lo cierto es que le vi en contadas ocasiones. Alguna vez de niño, cuando el tío Hermann
todavía venía a ver al abuelo. Desde que se fue de Alemania apenas hemos tenido contacto con
esa parte de la familia.
—Lo sé.
—Y ¿qué te trae por Berlín en estos momentos tan aciagos?
—Pues sobre todo la guerra de Alemania y Reino Unido. No puedo estar más disconforme con
las decisiones de Chamberlain y no podía seguir ahí. Quizás es que me siento más alemana que
inglesa… y bueno, decidí emigrar. Aparte llevaba tiempo queriendo conocer Berlín. Y como sabía
de su existencia, quise pasar a saludarla.
—Veo que el tío Hermann dejó huella en ti. Y, por cierto, puedes tutearme; aunque lejana,
somos familia.
—El abuelo fue como un padre para mí y más desde que murió papá.
—¿Cómo? No sabía que Olaf hubiese muerto; lo siento mucho. Me enteré del fallecimiento de
tu madre, pero no del de él.
—Tranquila, ya hace tiempo de eso. Un cáncer se lo llevó cinco años después que a mamá.
—¡Vaya! Veo que tuviste una infancia complicada.
—Sí, un poco.
—Bueno, acompáñame al salón. ¿Quieres tomar algo?
—Un poco de agua estaría bien, gracias.
—Trisha, traiga agua para la señorita y un café con leche para mí.
—Tienes una casa preciosa —dije al entrar en aquel espectacular salón.
—Muchas gracias. Y tú… ¿dónde te hospedas?
—Pues aún no he tenido tiempo de buscar un hotel. Llegué ayer por la tarde noche y mi
compañero del tren me ofreció quedarme en su casa a pasar la noche. Hoy buscaré dónde
alojarme.
Ilka frunció el ceño y entornó la cabeza ligeramente, como desaprobando lo que acababa de
oír. Pensativa, parecía dudar en cómo responder a aquella insólita e inapropiada situación. Tras
unos minutos que se me antojaron casi horas respondió:
—Una chica sola no debería jamás dormir en casa de un extraño. No solo está mal visto, sino
que puede ser muy peligroso —apuntó con tono firme y aleccionador—. Seguro que Olaf lo
hubiese desaprobado.
—Supongo que no debí hacerlo, pero tampoco tenía a dónde ir, y como era tarde…
—Está decidido, te quedarás conmigo hasta que te sitúes. Total, vivo sola y la casa es muy
grande.
—Pero, yo… yo no quiero molestar, tan solo quería conocerte.
—No es molestia, de veras. Me vendrá bien un poco de compañía, en el fondo me hace hasta
ilusión tener gente joven en casa. Voy a decirle a Trisha que te prepare una habitación.
—No sé cómo voy a poder compensarte por esto. Muchísimas gracias.
—De nada, lo hago encantada. Llevo demasiado tiempo sola y eso agria el carácter. En cuanto
terminemos, vas a por tu equipaje y te instalas. Yo te espero para comer.
Era como si las piezas del puzle fueran encajando de forma natural casi sin esfuerzo. Mientras
Ilka terminaba su café con leche, yo seguí observando aquel entorno digno de la aristocracia.
—Supongo que necesitarás encontrar un trabajo además de un techo —apuntó Ilka.
—Por supuesto. Mañana mismo iba a iniciar la búsqueda. Afortunadamente, hablo con
bastante fluidez el alemán.
—¿Te puedo preguntar en qué tienes experiencia?
—La verdad es que un poco de todo. He hecho de administrativa, de cajera, de ayudante de
bibliotecaria y también he trabajado entre bambalinas en el teatro local. La verdad es que esto
último me encantó, acabé incluso siendo la asistente de algunos artistas locales…
—Quizás también pueda echarte una mano con eso.
—¡Sería increíble! Pero no me gustaría ser una carga; ya has hecho mucho por mí dándome un
techo.
—¡Qué va! No te preocupes. Esto hasta me parece divertido. Además, tengo muy buenos
contactos en la Staatsoper y no creo que sea difícil que te encuentre algo.
—¡Moriría por trabajar ahí, sería todo un sueño!
—¡Pues dalo por hecho!
—No sé cómo voy a poder agradecerte todo esto.
Ilka sonrió satisfecha.
—Lo dicho, ve a por tus cosas y te veo a la hora de comer. Si me disculpas, ahora debo salir.
—Por supuesto. Y muchísimas gracias de nuevo.
—No hay de qué.
Salí de casa de mi nueva tía eufórica con la propuesta; entrar en la ópera me facilitaría
bastante el poder acceder a los círculos sociales cercanos al Führer. Las cosas no podían ir mejor.
Tomé de vuelta el metro hasta casa de Joel para recoger mi equipaje y despedirme de él. Tal y
como me dijo, estaba trabajando en el taller de su tío, casi enfrente de su casa.
—Buenas —le saludé al verlo apoyado en la entrada del taller.
—Hola. ¿Ya fuiste a ver a tu tía?
—Sí, y vengo a recoger el equipaje.
—¿Así que tu tía está feliz con que te hospedes con ella?
—Eso parece.
—Me alegro, pero espero que no olvides que me debes un paseo por Berlín.
—Eso nunca. ¿Dónde iba a encontrar mejor cicerone?
—Tienes el número del taller de mi tío, así que prométeme que cuando estés instalada me
llamarás —respondió, dándome las llaves.
—Te lo prometo, y muchísimas gracias por todo.
—Lo volvería a hacer con los ojos cerrados. —Me guiñó un ojo.
—Ahora te las devuelvo.
—Aquí estaré.
Tras recoger mis cosas y despedirme de Joel, salí de vuelta con la intención de llegar a casa
de Ilka antes de la hora de comer. El sol, que ahora acariciaba mi rostro con ternura, había
derretido gran parte del hielo e hizo más sencillo el llevar la maleta hasta la estación. Me senté en
uno de los vagones del metro, pensativa, dejando que mi mente volase lejos de allí. Estaba
emocionada, nerviosa y sentía un terrible respeto por el futuro incierto que iba a vivir. De hecho,
por un momento quise olvidar mi misión y sentirme como una joven afortunada a la que su tía le
iba a abrir un sinfín de oportunidades, una vida de lujos y comodidades que seguramente no
tendría en su Inglaterra natal. Una vida que sus padres nunca podrían darle. Por un instante, deseé
ser el personaje al que representaba y olvidarme de las sesiones de espiritismo y de aquella
terrible pesadilla.
Pero la realidad era bien distinta y apremiante. Sabía que desde aquel momento mi principal
misión era infiltrarme en el mundo del nazismo. Mi objetivo era saber quién era quién en la cúpula
cercana a Hitler y averiguar cuál de todos esos militares era el responsable de custodiar la
codiciada lanza. Quizás, acercarme a ellos a través del mundo de la ópera y de sus esposas sería
menos arriesgado, aunque igual de complejo. Cuanto más supiese de sus rutinas, de sus
debilidades, de sus familias, de su trabajo y de sus obligaciones, más fácil sería detectar la forma
de alcanzar mi objetivo. Debía avanzar con mucha cautela, con paciencia, evitando que nadie
pudiese sospechar que poseía un interés más allá de lo social y, una vez tuviese claro dónde y
quién custodiaba la reliquia, tendría que urdir un plan para apropiarme de ella sin ser detectada.
Esa sería la parte más difícil y peligrosa de toda la operación. Me esperaban meses intensos y
algo en mi interior me decía que no estaba preparada para ello y que nunca lo estaría, pero que no
contaba con otra opción.
Bajé del vagón y me dirigí de nuevo a aquel imponente edificio. Eran casi las doce y media
del mediodía y era de imaginar que la comida se serviría antes de la una. Nerviosa miré el portal,
sabía que en cuanto cruzase aquella puerta mi vida cambiaría para siempre y que posiblemente no
habría vuelta atrás. Por primera vez desde que salí de casa sentí que Abby había desaparecido y
que Kristin ganaba fuerza y presencia por momentos. Necesitaba identificarme por completo con
ella si quería ser creíble y sobrevivir. Pero también iba a necesitar de mucha valentía e incluso
rezar por que nadie descubriese el engaño. No solo estaba en juego mi vida, sino también la de mi
familia que había sido amenazada de muerte por un ser incorpóreo del que ni tan siquiera conocía
la identidad. Respiré hondo y llamé nuevamente a la campanilla.
«La suerte está echada», me dije tal y como se cuenta que hizo Julio César al cruzar el río
Rubicón.
Enseguida salió Trisha a recibirme.
—La señora todavía no ha regresado, pero no tardará. Pase, le enseñaré su cuarto y el resto de
la casa. Por cierto, mi nombre es Trisha —añadió presentándose.
—Gracias, Trisha.
—De comer hay gulasch. ¿Es de su agrado o prefiere otra cosa?
—Si le soy sincera, todavía no conozco mucho de la gastronomía local, pero como de todo; no
se preocupe.
—El gulasch es un guiso a base de carne de vaca. Está muy rico.
—Perfecto.
Entramos en la casa y Trisha me llevó hasta una amplia y luminosa habitación que había al
final del pasillo.
—¿Cuántas habitaciones tiene la casa?
—Cinco habitaciones dobles, una sala de estar, cinco baños, comedor y cocina con habitación
para el servicio.
—Es muy grande.
—Dígamelo a mí que la limpio cada día —respondió ella sonriendo—. El armario está vacío;
puede poner aquí sus cosas. Esa puerta del fondo comunica con su baño privado. En él también
encontrará un armario vacío. Cuando haya terminado me avisa y le enseñaré el resto de la casa.
—Muchas gracias.
Era una bonita y confortable habitación decorada en tenues tonos rosados. Una blanca cama de
matrimonio con dosel y sus dos mesitas de noche presidían la estancia y, justo enfrente, había un
gran armario empotrado de dos cuerpos. Junto a la ventana, un delicado tocador decapado en
blanco, con su taburete a juego, le daba al lugar un claro aire femenino. Dejé la maleta sobre la
cama y abrí la puerta del baño. Acostumbrada a compartir baño con cinco hermanos aquello me
parecía un verdadero lujo. Cubierto con suelo de pizarra, con lavabos de piedra natural tallada y
de paredes estucadas de estilo veneciano, el diseño moderno y exclusivo de aquel cuarto era
digno de aparecer en cualquier revista de interiorismo. Jamás había estado en un lugar así y la
elegancia y ostentación de aquella casa me hacían sentir algo insegura.
«¡Creo que es más grande que la cocina de nuestra casa!», exclamé para mis adentros atónita
ante aquel despliegue de metros. Acostumbrarse a vivir así seguro que era muy fácil, pensé, lo
difícil sería volver después a mi realidad.
Tras colocar toda mi ropa en el armario salí en busca de Trisha que, amablemente, me mostró
el resto de aquel increíble apartamento.
—Esta noche la señora tiene una invitada a cenar. Supongo que en cuanto llegue le comentará
algo al respecto.
—¿Suele tener invitados muy a menudo?
—Bastante, la señora tiene una vida social intensa. Suele celebrar al menos una cena cada
diez días y atiende a una media de un evento semanal.
—¿Sabe si esta noche hace falta arreglarse mucho?
—Imagino que con un vestido intermedio bastará. No es una cena de gala. En cualquier caso,
haría bien comprándose algunos trajes de vestir; tarde o temprano los necesitará.
—Gracias por el consejo —respondí algo agobiada por mi incapacidad económica para
atender a aquella propuesta.
—Puede esperar a la señora en el salón, o si lo prefiere en su habitación —añadió la chica
tras terminar el recorrido.
—Esperaré en la habitación —dije, deseosa de tener un rato a solas para escribir una carta a
mi familia.
Sentada junto a la ventana, apoyada en aquel hermoso tocador de estilo romántico, me dispuse
a escribir todo lo que me había pasado durante aquellos días. Seguro que en casa estaban todos
esperando noticias mías, aunque de momento no sabía cómo iba a enviar aquella misiva. El correo
postal entre Alemania e Inglaterra se hallaba suspendido y la censura sobre el correo era notable.
Por otra parte, debía ir con mucha prudencia ya que para tía Ilka yo no tenía a nadie en el mundo a
quien escribir, ni que me escribiera.
Ilka apenas tardó veinte minutos en llegar y desde el salón ya podía olerse la deliciosa comida
que Trisha estaba preparando. Cerré la carta, la escondí en mi bolso y salí a su encuentro.
—¿Ya te has instalado? —dijo Ilka, aproximándose a la puerta de la sala—. Espero que todo
esté a tu gusto.
—Sí, ya he puesto mis cosas en el armario. La verdad es que me sobra espacio; ojalá tuviese
tanta ropa como para llenar ese armario.
—Pues si me das cinco minutos para que me lave las manos pasamos a la mesa.
—Perfecto.
Sentadas a ambos extremos de aquella enorme mesa, apenas podíamos hablar.
—Creo que Trisha te ha comentado que tengo una cena esta noche.
—Sí, algo me ha avanzado.
—¿Tienes algún vestido mejor? —preguntó Ilka, mirándome como quien observa a un
pordiosero frente a la puerta de la iglesia.
—Sí, he traído un par de vestidos más elegantes.
—Supongo que valdrán. De todas formas, mañana te llevaré al centro y compraremos algo de
ropa. Tengo una vida social intensa y si vas a formar parte de ella deberás vestirte acorde a la
ocasión.
—Pero… yo no tengo dinero suficiente para…
—No te preocupes, eso corre de mi cuenta.
—No sé cómo voy a poder devolverte todo lo que estás haciendo por mí.
Tras la comida, Ilka, que estaba cansada, se retiró a sus aposentos a descansar un rato, y yo,
que no tenía nada mejor que hacer, decidí aprovechar para darme una vuelta sola por Berlín hasta
la hora de cenar. Sabía que no muy lejos de ahí se encontraba la famosa Puerta de Brandeburgo,
así que decidí que podía ir a verla. Tan solo tenía que ir hasta la avenida Unter den Linden, que
estaba a una manzana de la casa de Ilka y andar unos veinte o veinticinco minutos hasta toparme de
frente con ella en la plaza de París. Con ganas de hacer un poco de turismo, pero no de helarme de
frío, cogí el abrigo, los guantes y la bufanda del armario y, envuelta a capas como una cebolla, me
dispuse a pasear.
Según había leído en los libros, tras su construcción a finales del siglo XVIII, la inmensa puerta
fue durante años la entrada principal a la ciudad de Berlín a través de su muralla. Este
impresionante monumento fue construido en su totalidad con piedra arenisca y tenía la nada
desdeñable altura de veintiséis metros. Era sin lugar a duda, uno de los símbolos de la ciudad que
había que ver y también uno de sus monumentos más hermosos.
Para cuando regresé a casa de Ilka, el olor de la cena ya se hacía perceptible desde la puerta
de entrada y Trisha me avisó de que debía estar preparada en unos cuarenta minutos para recibir a
la invitada junto con mi tía. Me apresuré para cambiarme y ponerme uno de los vestidos que mis
hermanas me habían dejado. Solo esperaba estar a la altura de las circunstancias y no hacer el
ridículo más espantoso. Con su acostumbrada mirada inquisitiva, Ilka repasó atentamente mi
vestimenta y me instó a acompañarla hasta su habitación para buscar algún complemento adecuado
a la ocasión.
—Deja que te ponga uno de mis collares; se te verá todavía más hermosa —dijo mientras
abría la puerta de su tocador.
Había que reconocer que con aquella fina gargantilla de brillantes al cuello cualquiera podría
pasar por una reina.
7
Los amigos de Ilka

A l cabo de breves instantes el timbre de la puerta sonó y Trisha acudió a abrir. Con ella, una
mujer no muy aita, con el pelo castaño recogido en una gruesa trenza que rodeaba en forma
de diadema su cabeza, entró en la casa. Ataviada con un recatado vestido negro de terciopelo y
cuello de piqué blanco, que le llegaba hasta los tobillos, Gertud, nombre al que respondía la
peculiar dama, era, al parecer y pese a ser bastante más joven que Ilka, una de sus mejores
amigas. Nada más entrar en el salón, aquella mujer de gélida mirada me observó con detenimiento
y sorpresa.
—No tengo el gusto de conocerte, ¿verdad?
—No creo —respondí.
—Su nombre es Kristin y es mi sobrina.
—Mi nombre es Gertud, Gertud Scholtz. —Dijo, estrechando mi mano no sin una cierta
frialdad—. Encantada.
—Igualmente.
—Kristin acaba de llegar hoy a Berlín desde Inglaterra —explicó Ilka.
—¿Inglaterra?
—Sí, es la hija de mi difunto primo Olaf, y aunque hasta hoy no tenía el placer de conocerla,
me alegro de tenerla aquí.
El nombre de aquella mujer me era muy familiar. Como en trance, repasé en mi cabeza toda la
información que había digerido antes de partir de Inglaterra. Por aquel entonces me quedaba
mucho por aprender sobre quién era quién en los círculos cercanos al Führer, pero había datos que
tenía grabados a fuego. Durante mucho tiempo me había empapado de todo lo que procedía de los
medios de comunicación británicos sobre las filas nazis. Nombres como Heinrich Himmler,
Rudolf Hess, Joseph Goebbels, Hermann Goering, Reinhard Heydrich o Gertud Scholtz-Klink no
me podían pasar desapercibidos. Gertud era una mujer muy bien considerada por el Reich y había
sido calificada por la prensa británica como «la más perfecta mujer del ideario nazi».
A primera vista, Gertud parecía una mujer de carácter jovial, con fuerte personalidad y
facilidad de palabra, pero su vida había sido intensa y muy cercana a las filas nazis por lo que
había leído sobre ella. Estando en Berlín con su primer marido y sus seis hijos, impresionada con
un discurso de Hitler, se unió al NSDAP, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán. En esa
época realizó muchos trabajos sociales que llamaron la atención del partido e hicieron que la
nombrasen líder de las mujeres nazis de Berlín. Un año después enviudaba, pero no tardó mucho
en contraer nuevamente matrimonio y tener dos hijos más. Gertud creía que el papel de la mujer
era dar todos los hijos arios posibles para criarlos bajo el ideario del nazismo. Ahora, divorciada
de su segundo marido hacía un par de años, se la relacionaba con August Heissmeyer, un
Obergruppenführer-SS, jefe de las Schutzstaffel. Desde que se había juntado con aquel hombre su
carácter se había vuelto todavía más desconfiado, según me confesaría más tarde Ilka.
—¿Y dices que hasta hoy no conocías a esta jovencita? —espetó Gertud con cierta
desconfianza mientras esperábamos a que Trisha nos sirviera el primer plato.
—Pues no, la relación con su abuelo se interrumpió hace tiempo, cuando se fue a vivir a
Inglaterra y aunque sabía de su existencia, no nos habíamos visto nunca —anotó Ilka.
—Interesante —respondió Gertud con tono reflexivo, generándome algo de inquietud.
—Me crie con mi abuelo; mis padres murieron cuando yo era pequeña y siempre me sentí más
alemana que inglesa. Y ahora, con la guerra que se ha desencadenado, no podía seguir allí —
apunté para justificar mi presencia en Berlín.
—Ajá… —respondió de aquella forma tan fría y cortante que no auguraba nada bueno.
Al igual que había hecho Ilka al conocerme por la mañana, Gertud parecía estar
escudriñándome a conciencia y eso me hacía sentir muy insegura. Inquieta, noté cómo aquellos
incisivos ojos se clavaban sobre mí como agujas. Afortunadamente, la entrada de Trisha con el
primer plato rompió la tensión.
—Estoy deseosa de probar la cena; Trisha cocina francamente bien —dijo Gertud sonriente.
—Gracias, señora —agradeció ella y acto seguido salió del comedor.
—¿Y dónde te alojas? —preguntó aquella mujer que parecía querer someterme a un tercer
grado.
—De momento se quedará conmigo y más adelante ya veremos —intervino Ilka sonriente.
—Te hará bien, ya sabes que nunca he entendido que no te casases y tuvieses hijos.
—Lo sé, si por ti fuese hubiese tenido la casa repleta de mocosos.
—Bueno, a estas alturas mejor nietos, ¿no? —puntualizó Gertud con ironía—. ¿Y tú no estás
casada ni tienes novio? —preguntó, haciendo que casi me atragantase.
—De momento, no.
—Pues eso habrá que solucionarlo. Yo, a tu edad, ya estaba casada y tenía tres hijos.
«¿Cómo?», espeté en voz baja para mis adentros.
En aquel instante sentí que, por momentos, se me estaba indigestando la cena. Ilka, que como
mujer independiente y soltera podía entenderme perfectamente, salió en mi defensa.
—Todo llegará, Gertud. Estas cosas no se pueden forzar.
—Eso espero —añadió ella, como si de mi futuro matrimonio dependiera la nación.
Dispuesta a que el foco de la velada dejase de estar sobre mí, aproveché los postres para
preguntarle a Gertud a qué se dedicaba. Toda aproximación a los círculos cercanos al Führer era
importante y esa parecía una buena ocasión para empezar a acercarme.
—En estos momentos soy presidenta de la DFW y del NSV —respondió, orgullosa de sus
cargos.
—¡Ahora ya sé quién es! —exclamé, fingiendo no haberla reconocido antes—. Lo cierto es
que su nombre me sonaba mucho, pero hasta ahora no he atado cabos. Creo que leí un artículo
sobre usted en la prensa británica.
—Espero que hablasen bien.
—Bueno, recuerdo que decían que era usted algo así como un ejemplo a seguir para las
mujeres alemanas que comulgaban con los idearios nacionalsocialistas.
—Algo así… —dijo Ilka, mirándome sin terminar de entender mi interés y a dónde iba a
llevar aquella conversación—. De hecho, trabajamos juntas en el departamento.
—Ah, ¿sí? No me habías dicho dónde trabajabas.
—¿Y qué opinas tú de todo esto? —preguntó Gertud, intrigada con mi postura.
—Bien, estoy aquí, ¿no? De momento, no estoy por la labor de tener hijos como usted, pero
comparto posiblemente gran parte de la filosofía que defiende el nacionalsocialismo.
—Quizás deberías apuntarla al partido, Ilka.
—Quizás…
Ilka me miraba pensativa y con cierta curiosidad; no tenía claro si aquello era positivo o
negativo, así que decidí no seguir con aquella conversación y dejar que fuesen ellas las que
hablasen. Para el poco tiempo que hacía que conocía a mi supuesta tía, quizás había hablado más
de la cuenta y había sido algo imprudente.
Para cuando la cena hubo concluido y las copas de más empezaron a surtir efecto, en especial
en Gertud, yo ya me había hecho una composición de lugar bastante precisa del tipo de mujer a la
que me enfrentaba. Aquel no iba a ser un hueso fácil de roer. Aquella mujer era en esencia
desconfiada, fría y con una personalidad arrolladora. Si bien era capaz de parecer cercana y
jovial, en especial con una copa de más, Gertud estaba siempre con la guardia aita y con ese
instinto casi asesino que poseen los perros de presa. Tenerla cerca no era posiblemente la mejor
opción, al menos hasta que no tuviese mayor seguridad y control de la situación.
—No sabía que te interesase tanto la política —dijo Ilka, tras despedir a su peculiar amiga.
—Bueno, siempre me ha gustado estar informada. Como te comenté, me vine porque no
comulgaba con la postura inglesa y me siento más cercana a las ideas políticas que sostiene Hitler.
—Ya veo… —respondió pensativa.
—¿Acaso te ha incomodado que sacase el tema durante la cena? —pregunté intranquila.
—No, Gertud es un tanto absoluta y extrema en sus opiniones y prefiero no tocar algunos temas
con ella, solo eso.
—Lo siento. No lo sabía.
—No pasa nada, tú no la conocías.
Aquella respuesta en Ilka me sorprendió. Me dio la sensación de que, aunque se codeaba con
la élite de la Alemania nazi, no terminaba de sentirse cómoda con su forma de pensar. Quizás la
había prejuzgado a la ligera y había mucho más que rascar en ella de lo que yo había imaginado.
Solo el tiempo me haría descubrir la verdadera naturaleza de Ilka, pero de momento debía ser más
comedida con mis opiniones ya que, fuese cual fuese su postura política, no me interesaba que
desconfiase de mí. Si se veía amenazada por mi presencia, perdería todo su apoyo.
—Creo que se ha hecho tarde. Con tu permiso, yo me voy a acostar —me dijo mientras
abandonaba la sala.
—¿A qué hora sueles desayunar?
—Muy temprano; demasiado. Levántate a la hora que quieras, Trisha te servirá el desayuno en
tu habitación. Si quieres comer en casa avísala, y si no, siéntete libre de hacer lo quieras; yo no
regresaré hasta la hora de cenar.
—Perfecto. Buenas noches, tía Ilka, y gracias por todo —respondí, tratando de mostrarme
cariñosa.
—Buenas noches, Kristin, que descanses.
—Hasta mañana.
Entré en mi habitación y, desvelada, abrí el balcón de par en par. La noche era clara y bastante
fría. En la ciudad, de belleza ahora sombría, parecía reinar el silencio. El cielo, desnudo de nubes
y repleto de estrellas que encumbraban una blanca y nítida luna llena, se abría ante mí tan
expectante de sucesos que rompiesen la paz como lo estaba mi alma. Aquella era la calma que
precede a la tormenta, una tranquilidad inquietante, que, tarde o temprano, se vería interrumpida
de forma brusca por el devenir de los sucesos que estaban por llegar. Entonces me acordé de Joel
y de su promesa de enseñarme la ciudad. Si al día siguiente Ilka iba a estar ocupada, podía ser una
buena oportunidad para llamarle y recorrer junto a él las calles berlinesas. Fue entonces cuando
un leve viento que parecía suspirar entre las ramas de los árboles me hizo temblar de pies a
cabeza y cerrar el balcón. Destemplada, me puse el pijama y me acurruqué bajo las mantas
esperando entrar en calor. Aquella enorme y confortable cama poco tenía que ver con la incómoda
litera que compartía con mi hermana en Portsmouth. Aunque si hubiese podido elegir, seguiría allí,
junto a mi familia. Hacía tan solo tres días que había salido de mi hogar, pero me parecían siglos.
Cansada, apagué la luz y cerré los ojos tratando de conciliar el sueño.
Me desperté sobre las diez de la mañana. En cuanto abrí la puerta, Trisha se acercó para
preguntarme qué deseaba desayunar. Mientras ella lo preparaba, aproveché para pegarme una
ducha rápida y vestirme.
—¿Puedo pasar? —preguntó ella desde detrás de la puerta de la habitación.
—Sí, claro, adelante.
Ver entrar a Trisha con aquel apetitoso y generoso desayuno me hizo enmudecer. Sobre la mesa
del tocador colocó una cesta repleta de bollos, una cafetera y una lechera junto a una hermosa taza
de porcelana y una jarra con zumo de naranja recién exprimido.
—He pensado que al no estar su tía preferiría desayunar tranquila en su habitación.
—¿Todo eso es para mí?
—Sí, claro —respondió ella sonriendo—. ¿Para quién sino? Por cierto, ¿va a venir a comer?
—¿Puedo decírselo dentro un rato? Todavía no sé lo que voy a hacer.
—Por supuesto —dijo ella.
—¿Podría telefonear antes de desayunar?
—Claro, acompáñeme. —Me condujo hasta el teléfono que había en la sala de estar.
Sin dudarlo llamé al número que me había dado Joel esperando encontrar a su tío en el taller y
que me pudiese poner con él.
—Hier spricht Gustav.
—¿Está Joel?
—Un momento —dijo aquel hombre en un alemán cerrado que costaba entender.
Tras unos minutos oí la voz de Joel al otro lado.
—¿Quién es?
—Hola, Joel, soy Kristin.
—¡Hola! Me alegra que te acuerdes de mí. ¿Qué tal fue tu primer día en Berlín?
—Bien, no me puedo quejar. Ilka es una mujer muy agradable y su casa es fantástica.
—Ya veo que ahora mi humilde morada será poco para ti…
—¡Qué va! Te recuerdo que yo no vengo de Buckingham Palace precisamente.
—¿Y a qué debo el placer de tu llamada? —preguntó él con curiosidad.
—¿Estás libre hoy para enseñarme la ciudad?
—¿Cuándo paso a recogerte? —respondió sin dudar.
—Pues cuando quieras. Aunque mejor si quedamos en algún punto. Acabo de llegar y no sé
qué tal vería mi tía que quedase con un chico al que prácticamente ni conozco.
—¿Acaso no tengo la suficiente categoría?
—No, no es eso. Es que tendrías que haber visto la cara que puso cuando le dije que pasé la
primera noche en la casa de un chico que conocí en el tren.
—Tranquila. ¿Te parece si nos vemos en tres cuartos de hora en la salida de la estación de al
lado de tu casa?
—Perfecto, allí estaré.
Tras colgar el teléfono me acerqué a la cocina para decirle a Trisha que no me esperase para
comer. Luego, me apresuré a desayunar y a vestirme; no quería llegar tarde a mi primera cita en
Berlín. Puse la carta para mi casa en el bolsillo de mi abrigo, por si Joel sabía cómo hacérsela
llegar, y salí.
Aunque la temperatura seguía siendo baja, a diferencia del día anterior el sol lucía en lo alto y
las calles, libres de nieve, invitaban a pasear. Nerviosa, aceleré el paso hasta la estación. Allí,
con la cabeza cubierta por su gorra, Joel esperaba imperturbable mi llegada.
—Buenos días —saludó al verme llegar.
—Gracias por venir.
—Es un placer y lo sabes. La verdad es que tenía ganas de que me llamaras —respondió,
haciéndome sonrojar.
—¿Adónde vamos?
—Enseguida lo verás. —Me cogió de la mano y empezó a caminar—. ¿Te ha dado tiempo a
ver algo de la ciudad?
—Ayer por la tarde salí a dar un paseo y me acerqué hasta la Puerta de Brandeburgo.
—Pues hoy verás otras cosas. No vamos a ir muy lejos de aquí, pero vas a viajar por medio
mundo.
—¿Y eso?
—Ya lo verás.
Anduvimos durante algunos minutos hasta la cuenca del río Spree. Allí, delante de nosotros, en
una especie de islote rodeado por las aguas, se erigían los mejores museos de la ciudad. Aquellos
hermosos edificios neoclásicos formaban un sólido y armonioso conjunto arquitectónico.
—Hay un total de cinco museos, cuatro en la isla y otro al otro lado, junto a la catedral.
—¿Y… los vamos a ver todos? —pregunté algo asustada.
—Nooo, sería una locura; son enormes. Solo visitaremos el de Pérgamo y un trozo del Neues
Museum. Creo que te van a fascinar.
—Sorpréndeme.
—Mira —señaló justo delante—, el que está más al fondo es el Kaiser-Friedrich-Museum y
junto a él puedes ver el de Pérgamo. A continuación, están la Alte Nationalgalerie y el Neues
Museum. El que está al lado de la catedral es la Alte.
Cruzamos el río hasta alcanzar la puerta del Museo de Pérgamo. Pasear entre aquellos
edificios de piedra era como estar deambulando por un trozo de la historia de aquella ciudad.
—Los alemanes, al igual que los franceses y tus compatriotas, los ingleses, fueron los grandes
expoliadores del mundo antiguo. Ni te imaginas hasta qué punto llegaron —recalcó Joel.
—Siempre he pensado que, si no llega a ser por ellos, a lo mejor muchas piezas jamás
hubiesen visto nuestro siglo. Cuando llegaron a esos países nadie apreciaba sus tesoros y en
muchos casos estos yacían en la más absoluta dejadez.
—Es posible, pero ¿no crees que lucirían más hermosas en su entorno natural? Yo estoy
convencido de ello.
—Supongo que habrás visitado el Museo Británico.
—Sí, hace años, con mis padres. Es impresionante.
—Pues espera a ver este.
Nada más entrar en la primera sala, tras el vestíbulo, enmudecí. «¿Cómo han sido capaces de
llevarse todo un templo helenístico?», pensé mientras el vello de mis brazos parecía erizarse de
emoción al ver tal belleza clásica.
—Estás ante el altar de Pérgamo. Impresiona, ¿verdad?
Incapaz de articular palabra, observaba absorta aquel espectáculo. Aquello superaba con
creces los frisos del Partenón que había en el Museo Británico.
—Sígueme, que esto es solo el principio.
De esa sala pasamos a la que estaba a su derecha donde, para mi mayor estupefacción, se
hallaba la entrada del antiguo mercado de Mileto, una construcción de mármol datada del siglo II.
—¿Sabes lo que hace falta para trasportar y montar y desmontar todo esto? ¡Es de locos! —
exclamé presa de una extraña mezcla entre admiración, indignación y casi enajenación.
—Por eso te decía que ibas a viajar, porque estas piezas son tan increíbles que te transportan a
su lugar de origen.
—Ya lo creo.
Seguimos recorriendo las salas dedicadas a Roma y Grecia para terminar subiendo a la
segunda planta donde una imponente puerta azul, la puerta de Ishtar, una de las ocho puertas
monumentales de la muralla interior de Babilonia, a través de la cual se tenía acceso al templo de
Marduk, nos daba la bienvenida.
—¿Qué opinas ahora de los alemanes? —preguntó Joel cuando salimos del museo.
—Que me parece increíble que a alguien se le pase por la cabeza la posibilidad de llevarse
todo un edificio piedra a piedra.
—Todo lo que pueda enseñarte ahora será menos impresionante. Solo hay una pieza que no
tanto por su tamaño como por su belleza y su valor histórico te gustará ver. Se trata del busto de
Nefertiti en el Neues Museum.
Lo cierto es que aquella hermosa escultura de piedra caliza policromada del siglo XIV a. C.
era de una gran belleza y de extraordinaria técnica y modernidad. Parecía inaudito que una imagen
de una mujer de rasgos tan actuales pudiese corresponder al busto de la esposa principal de
Akenatón.
—¿Y ahora? —pregunté al salir del museo.
—Creo que podríamos comer algo y dejar la catedral para más tarde. ¿Te parece?
—Me parece bien. La verdad es que no hemos parado.
—¿Qué tipo de comida te apetece?
—Algo rápido, ¿no?
—¿Quieres probar unas Frankfurter Würstchen buenísimas? Conozco un sitio que tiene las
mejores salchichas de todo Berlín y está muy cerquita.
—Pues vamos.
Durante la comida tuve tiempo de conocer un poco más a Joel. Pese a su carácter extrovertido,
Joel era un chico solitario y más bien desconfiado. Quizás el hecho de haber perdido a sus padres
cuando era un niño había hecho de él una persona más dura. De antiguas raíces judías, su familia
se había visto acosada en los últimos tiempos por los defensores de la raza aria y algunos de sus
allegados habían emigrado lejos de Alemania. Ahora contaba tan solo con su tío Gustav, un viudo
de cincuenta y dos años, que tenía un taller de fundición justo enfrente de su casa. Ambos habían
aprendido a vivir ocultando su pasado judío y haciéndose pasar por arios. Por suerte, sus cabellos
castaño claro y sus ojos color añil, heredados de su madre, le habían ayudado a pasar
desapercibido.
—Ahora cuéntame algo más de ti —indagó él.
—Primero voy a ir al baño —respondí contrariada.
—Sí, claro, aquí te espero.
Mi cabeza iba a mil por hora tratando de pensar qué podía contar y qué no. Mentirle no era
algo que me apeteciese hacer, pero decirle la verdad era muy peligroso. Por otra parte, sabía que
me iría bien tener a alguien con quien poder hablar y en quien confiar. Quizás él supiese cómo
hacer para escribir a mi familia.
Tras cavilar un poco, encontré una solución adecuada. Así que regresé a la mesa.
—Bueno, a ver. Cuéntame tu historia.
—Pues verás, soy la única hija de un descendiente de alemanes que murió hace ya algunos
años tras un cáncer y de una británica que nunca se volvió a casar. Pero a efectos de mi tía soy
huérfana de padre y madre.
—¿Y eso?
—Ella y mi madre se odiaban a muerte y si no fuese porque piensa que está muerta, ni me
hubiese abierto la puerta de su casa.
—Vaya…
—Así que mejor olvídate de su existencia; lo último que querría es que un día, en caso de que
coincidieras con ella, se te escapara algo y se enterase de la verdad.
—Tranquila, soy una tumba.
—Gracias, Joel —respondí aliviada—. Dime, ¿te podría pedir un favor?
—Sí, claro.
—Necesito una forma para poder enviar y recibir cartas de mi madre y claro, no sé cómo
hacerlo.
—La única forma es a través de un país neutral como Suiza. No hay otra alternativa. Las pocas
que no viajan de este modo son interceptadas y además de pasar la censura, casi nunca llegan a
destino.
—¿Y tú no sabrás…?
—Pues has tenido suerte, tengo un gran amigo en Ginebra al que suelo usar para este tipo de
cosas. Desde que las cosas se empezaron a poner feas tuvimos que buscarnos soluciones
ingeniosas para todo. Nosotros también tenemos parte de la familia fuera de estas fronteras.
—Vaya…
—Anda, apúntate su dirección y dile a tu madre que las envíe aquí, pero a mi nombre. En tu
caso, házmelas llegar a mí y yo se las mandaré a mi colega.
—Pues llevo encima la primera. Déjame que le añada la dirección de tu amigo y te la confío.
Ya me dirás cuánto te cuesta el sello.
—Perfecto.
—Muchas gracias Joel. Te debo una.
—Una no, varias. Pero ya me las cobraré —respondió sonriendo.
Tras la comida Joel me llevó a ver la Berliner Dom, la catedral y al Palacio real, dos de los
más bellos e importantes edificios de la ciudad. Lo que por aquel entonces nadie podía imaginar
es que unos años más tarde, tras la Segunda Guerra Mundial, el que fuese la residencia principal
de los Hohenzollern desde el siglo XVIII hasta la caída del Imperio alemán, al final de la Gran
Guerra, terminaría derruido.
Llegué a casa casi a la hora de cenar. Joel me acompañó hasta la puerta.
—Muchas gracias, Joel, me lo he pasado genial.
—Espero que repitamos la experiencia. Te quedan muchas cosas todavía por ver.
—Cuenta con ello, aunque solo sea para recoger las cartas —dije yo en tono irónico mientras
me acercaba para darle un beso en la mejilla.
En cuanto Joel se alejó, llamé al timbre y Trisha salió a mi encuentro. Ilka llevaba cerca de
una hora en casa.
—¿Qué tal el día? —preguntó al verme entrar.
—Muy bien. He aprovechado para hacer un poco de turismo por el centro. Los museos, la
catedral, el palacio… —respondí procurando no mencionar a Joel.
—Esta mañana he hablado de ti con Johannes Schüler.
—¿Johannes S…?
—Es uno de los directores al mando de la ópera de Berlín, la Staatsoper.
—¡Dios santo! Perdona mi desconocimiento —dije, emocionada por las posibilidades
laborales que aquello podía suponer—. ¿Y?
—Quiere conocerte. Te espera en la mismísima ópera mañana por la mañana, a las once.
—¡Gracias, tía, gracias! No sabes la ilusión que me hace esta oportunidad. Es increíble…
—Todavía no me lo agradezcas. No adelantemos acontecimientos, esperemos a ver qué tal va
la entrevista.
—Vaya como vaya, el mero hecho de que me reciba ya es un milagro. Nunca hubiese
conseguido acceder a él si no fuese por ti.
—De todas formas, eso te ocupará como mucho un par de días a la semana, así que he pensado
que también podrías colaborar conmigo en el NSDAP.
—Eso también sería estupendo.
Entrar en el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán era lo que más me facilitaría poder
alcanzar mis objetivos. Allí estaban los principales oficiales de Hitler.
Ilka sonrió satisfecha; le gustaba saber que sus acciones generaban en mí semejante reacción.
—Pueden pasar a la mesa —interrumpió Trisha.
—¿Así que recorriste el centro de Berlín? —preguntó Ilka mientras íbamos hacia el salón.
—Sí. La verdad es que tenéis unos museos fantásticos, aunque de todos me quedo sin lugar a
duda con el Museo de Pérgamo; es impresionante.
—Sí que lo es, es una maravilla. ¿Y fuiste sola?
Aquella pregunta me suponía un problema. Hubiese preferido no mentirle, pero no tenía claro
si hablarle de Joel iba a ser una gran idea, y menos sabiendo que su tío y él eran judíos conversos.
Era evidente que debía valorar con cuidado si Joel tenía cabida en la estrategia que debía seguir
o, por el contrario, podía convertirse en un futuro e innecesario riesgo. De momento, no tenía
razones para pensar que Ilka desconfiase de mí, pero toda precaución era poca.
—Sí, sola, ¿con quién iba a ir? No conozco a nadie en Berlín.
—Bueno, como te quedaste en casa de aquel chico del tren la primera noche…
—Ah, sí, pero no le he vuelto a ver.
—Comprendo —respondió.
Sin embargo, aquella pregunta no parecía ni mucho menos tan casual como ella pretendía que
pareciese. Estaba convencida de que no tenía ni idea de quién era él, ni de que había pasado el día
en su compañía, pero toda precaución era poca. Bien fuese por las compañías o por su trabajo,
Ilka parecía una mujer algo desconfiada.
8
La Staatsoper Unter den Linden de Berlín

U bicado en el bulevar Unter den Linden, apenas a diez minutos andando desde casa, la
Staatsoper de Berlín era uno de los tres edificios de ópera que albergaba la ciudad,
probablemente el más importante. Era una gran edificación de estilo neoclásico cuya construcción
encargó Federico II de Prusia en 1741, aunque fue reconstruida tras un terrible incendio en 1843.
Tras la llegada al poder de Hitler, todos los miembros que eran de origen judío fueron despedidos
y muchos músicos alemanes decidieron exiliarse. Ahora, Robert Heger, Johannes Schüler y
Herbert von Karajan eran los encargados de seguir con el proyecto.
Al entrar, una mujer de mediana edad que estaba limpiando el hall salió a mi encuentro, con
cara de enfadada, para decirme que estaba cerrado.
—Tengo cita con el señor Schüler. Me llamo Kristin Schneider —le dije mientras, absorta,
contemplaba de reojo los artesonados dorados del techo y las hermosas lámparas de araña que
colgaban del mismo.
Tras cambiar ligeramente el gesto de su cara a uno algo más afable, aquella mujer entró a
buscar a algún responsable del teatro que pudiese atenderme. Mientras tanto, yo me esperé en uno
de los asientos tapizados en terciopelo granate que había en el vestíbulo. Una mujer, vestida con
un traje color crema, salió enseguida a mi encuentro y me pidió que la acompañase. De delgada
fisonomía, su estatura era bastante superior a la de otras mujeres de la época. Sus grises y regios
cabellos, finamente recogidos en un elegante moño alto resaltaban su esbelto y delicado cuello.
—El señor Schüler la está esperando. Acompáñeme —dijo, llevándome hasta un pequeño
despacho lateral.
—Así que tú eres la famosa sobrina de Ilka —dijo aquel hombre de oscuros cabellos y rostro
alargado y pálido.
—Así es. Encantada de conocerle.
—Lo mismo digo. Siéntate por favor. Según me ha comentado Ilka, te gustaría trabajar aquí, en
la ópera.
—Me encantaría, sería un sueño.
—Cuéntame, ¿qué experiencia tienes?
—La verdad es que poca. Estuve un par de veranos ayudando en el New Theatre Royal de
Portsmouth en Inglaterra. Me ocupaba de preparar y recoger los camerinos y también de ayudar
durante las actuaciones.
—Hummm… —exclamó, pensativo.
—Ya sé que no es mucho, pero soy muy trabajadora y si es necesario puedo ayudar gratis el
primer mes —insistí, temerosa de perder aquella inigualable oportunidad.
—Está bien, vente el jueves sobre las cinco de la tarde y te presento al equipo. Estarás un mes
a prueba, ¿de acuerdo?
Sin dudarlo, me lancé sobre él emocionada y le di un abrazo y un par de besos como si le
conociese de toda la vida. El hombre, sorprendido e incluso algo incómodo por mi exceso de
efusividad, sonrió de forma algo forzada.
—Gracias, muchas gracias. No se arrepentirá.
—Eso espero, Kristin. Y ahora, si me disculpas, tengo mucho trabajo pendiente.
—Hasta el jueves —me despedí, saliendo de su despacho como una niña con zapatos nuevos.
La mujer que me había acompañado a la entrada estaba esperándome fuera del despacho para
llevarme a la salida.
—Parece que te veremos pronto por aquí, ¿no?
—Sí, eso parece.
—Bienvenida, mi nombre es Sylvia.
—Kristin, un placer —dije, estrechando su mano.
—Nos vemos el jueves. Sé puntual, al señor Schüler le horroriza que la gente llegue tarde.
—Lo seré. Muchas gracias. —Y salí del edificio.
De momento, aunque todavía estaba a años luz de mi objetivo parecía que todo estaba
saliendo bien. Solo esperaba que la ópera fuese la puerta para poder conocer a la gente cercana al
Tercer Reich.
En aquellos momentos hubiese querido tener a mis hermanas conmigo para poder comentar el
tema. Me sentía tan sola que incluso aquellos pequeños triunfos no me resultaban dulces lejos de
mi hogar. Eso sin contar que todavía me quedaba un larguísimo camino por recorrer y muchas
incógnitas que resolver.
En casa me esperaba Ilka.
—Me acaba de llamar Johannes y ya me ha dicho que empiezas el jueves.
—Sí, estoy muy contenta.
—Dice que le has causado muy buena impresión. Ya verás cómo te irá bien.
—Te prometo que no te defraudaré.
—Sé que no lo harás —dijo Ilka.
—Gracias por todo, tía, no sé qué hubiese hecho sin ti.
—¿Sabes? Cada día que pasa me recuerdas un poco más al abuelo. Tienes su misma fuerza y
decisión.
—Me alegro mucho de estar aquí, contigo —respondí para ganarme su cariño, aunque
sintiéndome un poco mal por el engaño al que la estaba sometiendo.
—Y yo de que hayas venido. Por cierto, la semana que viene me acompañarás a la NSV, así te
irás familiarizando también con tu otro trabajo —añadió sonriendo.
—Perfecto.
***
El jueves no se hizo esperar. Nerviosa, me vestí y salí de casa dispuesta a aprender todo sobre
los entresijos de la ópera. Más allá de lo idóneo del trabajo, la idea de estar cerca del mundo
artístico me fascinaba. Nada más llegar a aquel señorial edificio pregunté por el señor Schüler y
Sylvia salió a mi encuentro.
—Vente conmigo, te enseñaré esto y te presentaré a tus compañeros.
Atravesar aquel espectacular auditorio me dejó sin palabras. Sus techos pintados con
querubines y escenas de época, sus artesonados repujados con pan de oro, su enorme lámpara de
araña presidiendo la sala y frente a mí, imperturbable, el escenario que había visto pasar a los
mejores músicos y bailarines de toda Europa. Sylvia, consciente de la emoción que estaba
sintiendo, se detuvo unos instantes y me miró como ensimismada en sus propios pensamientos.
—Aún recuerdo cuando pisé esta sala por primera vez; yo también me quedé abrumada por
una emoción indescriptible. Ya no es solo su belleza, es todo lo que representa.
—Es muy hermosa, espectacular.
—Lo es. Si te giras y miras detrás, verás el palco principal. En ese suelen estar el Führer y sus
generales.
Giré la cabeza y observé con detenimiento aquel palco que sobresalía del resto. Engalanado y
rodeado con cortinajes lujosos y ocupando el espacio de tres o cuatro palcos normales, aquel
lugar recordaba en cierto modo a una lujosa jaima árabe.
—¿Y suele venir todas las noches? —pregunté, aprovechando la ocasión.
—Nooo, aunque viene siempre que puede. Es un gran amante de la ópera. Pero siempre hay
algunos de sus generales y sus esposas.
—Interesante.
—Si te parece vamos entre bastidores. —Tomó una de las puertas laterales cercanas al
escenario.
—Sí, claro.
Como en casi todos los teatros, la parte posterior del escenario era de lo más entretenido. Allí
uno podía ver todos los entresijos y las poleas que hacían posible que los telones, los fondos, las
luces y otras muchas cosas funcionasen correctamente durante las representaciones. Desde allí
también se tenía acceso a los camerinos, a la sala de vestuario, a la de maquillaje… era como
entrar en otra dimensión. Al fondo, en una gran sala que parecía comunicar con los camerinos, se
veía a bastante gente hablando.
—Kristin, te presento a tus nuevos compañeros. No creo que te acuerdes de todos sus nombres
ahora, pero poco a poco te irás familiarizando —apuntó mientras me los señalaba—. A la derecha
tienes a Anne; ella es la directora de todo esto y tu jefa directa. A su lado tienes a Kay, que es el
encargado junto con Thomas y Liese de los telones y los fondos y cualquier elemento que salga a
escena. Detrás están Viktor, Franco, Sasha y Yanik, que se ocupan de la limpieza de sala y de los
camerinos. Y luego está el equipo de vestuario y el de maquillaje. Veronika, Úrsula, Carina, Lena
y Florián, que es el figurinista principal. Creo que no me dejo a nadie.
—¿Cómo qué no? Te dejas a lo mejorcito del teatro, a Frank y a servidor; los de las luces —
dijo un atractivo joven de aspecto atlético, cabello corto, a mechones, entre castaño y trigueño, y
de cejas pobladas que acababa de entrar en la sala—. Daniel, encantado —añadió, dándome la
mano—. Frank sigue arriba, encaramado a uno de los focos.
—Igualmente —respondí, sintiendo que mis mejillas se sonrojaban por la forma en que aquel
apuesto hombre me miraba.
—Bueno, acabas de conocer al más gamberro de todo el equipo —dijo Sylvia sonriendo—.
Yo me tengo que ir ya, Anne te dirá lo que tienes que hacer. Te dejo, luego nos vemos.
—Gracias, Sylvia.
—Como puedes ver, esta es la zona de descanso. Aquí estamos antes de las funciones y
cuando hemos terminado —explicó Anne—. De momento, trabajarás con Sasha limpiando sala y
camerinos. Con el tiempo iremos viendo. Así que, manos a la obra. Sasha, enséñale lo que hay que
hacer.
—Vente conmigo —contestó ella.
Sasha era una joven peculiar. Pequeña, delgada, con aspecto algo aniñado, y era de todo
menos discreta. Su maquillaje, en un intento por enmarcar sus prominentes pómulos, se tornaba
desmedido, y sus labios, voluminosos y teñidos de carmín intenso, parecían querer saltar de su
pecoso rostro. Sus cabellos, de color rojizo, emulaban largas y onduladas serpientes que
sobresalían de su cabeza con furia. Enfundada en un escaso y excesivo corpiño que ponía de
innecesaria relevancia sus atributos femeninos y en una corta e insinuante falda que a duras penas
llegaba a cubrir sus rodillas, Sasha se parecía más a una cabaretera del lejano Oeste que a una
trabajadora de la ópera.
—El trabajo aquí no es gran cosa, pero pagan bastante bien y Anne es un encanto. Verás cómo
te adaptas enseguida.
—Eso espero.
—¿Eres de aquí, de Berlín?
—No. Soy inglesa, aunque de abuelo alemán.
—Vaya… ¿Y hace mucho que estás en Berlín?
—Todavía no hace ni una semana.
—Y… ¿qué te parece de momento la ciudad?
—Muy bonita, la verdad. Y tú, ¿eres de aquí?
—Sí, soy de aquí y no he salido nunca de Berlín. Pero en cuanto ahorre un poco quiero viajar
por Europa. Bueno, eso si la guerra lo permite.
—Me temo que, por desgracia, todavía tenemos guerra para un tiempo.
—Eso parece. Mira, este es el cuarto de limpieza —señaló, abriendo una puerta—. Aquí
tienes todo lo necesario para dejar el teatro y los camerinos perfectos. Antes de la función
repasamos el escenario y los camerinos. También comprobamos que haya agua o lo que necesiten
los artistas. Y cuando termina la función, limpiamos todo el auditorio y los camerinos de vuelta.
—Entendido.
—Hoy y mañana vendrás conmigo para aprender y luego ya irás por libre. ¿Te parece?
—Perfecto.
—Y, por cierto, ándate con cuidado con Daniel. Ya ha seducido a medio teatro y, por
desgracia, no busca nada serio.
Debían de ser las siete de la tarde cuando se abrieron las puertas de la Staatsoper al público.
La gente, vestida con sus mejores galas, entraba en la sala e iba sentándose en sus localidades.
Durante esos últimos minutos, los técnicos, frenéticos, terminaban de hacer las últimas
comprobaciones. Los músicos, nerviosos, afinaban sus instrumentos mientras el director de la
orquesta repasaba las partituras de la obra. Desde un lateral, miré al palco principal intrigada y,
aunque la distancia tampoco permitía distinguir con claridad quienes estaban allí sentados,
tampoco me pareció que el Führer estuviese presente.
—¿Qué obra interpretan hoy? —pregunté a Sasha.
—Peer Gynt, de Werner Egk.
—¿Sabes qué autoridades hay hoy en el palco?
—Ni idea, pero te puedo decir que Hitler seguro que no. Cuando él asiste la seguridad es
enorme y revisan todo el teatro de arriba abajo como una media hora antes de que acuda. ¿Te
interesan los políticos y militares?
—No especialmente; era curiosidad.
—Ya. Hay muchas chicas que morirían por liarse con alguno de ellos y pasar a formar parte de
la élite cercana al Führer —comentó ella, como tratando de sondearme.
La sala estaba ya repleta, algunos permanecían aún de pie hablando cuando el telón se abrió
para dejar ver a los músicos que, impacientes, aguardaban las señales del director. De pronto,
todos se sentaron y se hizo el silencio más absoluto. Aquello estaba a punto de empezar.
Ocupé un lugar junto a mis compañeros y cerré los ojos dejando que la melodía invadiese
todos mis sentidos. Hacía mucho que no iba a Londres a ver un gran espectáculo teatral y lo que
llegaba a Portsmouth no era comparable con aquello. La calidad de aquellos músicos era
extraordinaria incluso para una neófita como yo. Sentí que hasta el vello de mis brazos se erizaba
fruto de la emoción.
—La verdad es que no hay tanta diferencia si lo escuchas desde aquí o desde el otro lado,
pero debe de ser tan increíble estar sentada fuera, vestida de noche y de la mano de un apuesto
caballero… —dijo Lena suspirando.
—Pues sí, ha de ser una maravilla.
—Algún día te llevaré de mi mano —apuntó Daniel, acercándose y susurrándome al oído.
Nuevamente sentí que mis mejillas ardían y observé cómo Sasha me miraba con ojos de
advertencia y desaprobación. Sonreí amablemente y traté de abstraerme de nuevo sumergiéndome
otra vez en aquel hermoso cóctel de acordes que nos envolvía. Pensar en asistir como invitada a
una de las funciones era posiblemente el sueño de la mayoría de las chicas de familias humildes,
no solo porque fuese una distracción cara, sino porque suponía codearse con lo mejor de la
sociedad berlinesa.
Al rato, llegó el intermedio. Los músicos se retiraron al interior a beber y comer alguna cosa
mientras gran parte de los asistentes salían al bar. Eran apenas quince minutos, pero daban mucho
de sí. La ópera era, más allá de una fantástica experiencia musical y artística, un gran momento
social, sobre todo en la zona cercana a los palcos. Allí se habían fraguado grandes negocios,
matrimonios, conspiraciones políticas y hasta operaciones militares. Ese momento entre acto sera
perfecto para codearse con la alta sociedad alemana. Al rato sonó el primer timbre anunciando
que la gente debía regresar a la sala. Al tercer timbre se cerraría la puerta y nadie podría entrar.
El segundo acto solía ser algo más corto que el inicial y a mí se me hizo particularmente fugaz.
Tras el escenario esperamos pacientemente a que la sala se vaciara para poder acceder a ella y
limpiar el lugar. Como mínimo, terminaríamos una hora más tarde tras el cierre de puertas; eso si
no surgía ningún imprevisto.
Llegué a casa de Ilka algo cansada y con muchas ganas de meterme en la cama sin cenar. De
hecho, había tenido suficiente con el medio sándwich que Sasha me había dado. Para otro día ya
sabía que debía llevarme algo de comer. Entré, con las llaves que Ilka me había prestado, tratando
de no hacer demasiado ruido, pero mi tía me esperaba despierta en el salón para saber qué tal
había sido mi primer día.
—¿Estás despierta? —pregunté asombrada.
—Quería saber si te había ido bien.
—Sí, ha sido una gran experiencia. La gente es además muy agradable.
—¿Cansada?
—Mucho, la verdad.
—No me extraña. ¿Tienes hambre? En la cocina queda parte de la cena.
—No, gracias. Comí algo allí.
—Pues entonces vamos a la cama —dijo ella, dándome un beso en la mejilla.
Aquella mujer, que en un principio creí algo fría y distante, estaba mostrando una nueva cara.
A cada día que pasaba podía ver en ella un mayor acercamiento, algo que para mi propósito era
perfecto, pero que internamente me hacía sentir fatal. Yo también le estaba cogiendo cariño y no
podía permitir que aquello me llegase a afectar. Era evidente que el hecho de tenerme en su vida
le estaba ofreciendo la oportunidad de actuar casi como una madre y, al parecer, le estaba
gustando. Sin embargo, yo no podía evitar sentirme culpable ya que, tarde o temprano, terminaría
por traicionar su confianza y debería usarla para llevar a cabo mi misión.
—Un día de estos vendrás conmigo a la ópera y te enseñaré a disfrutar de la música. Hay que
tener el oído entrenado para percibir la ópera con toda su plenitud.
—Sería increíble poder acompañarte. Ya sabes que me apasiona todo lo relacionado con el
mundo del arte —afirmé, sabiendo que aquello sería perfecto para mis propósitos.
—Gertud tiene un palco al lado del principal y suele invitarme. Allí podrás conocer a gente
muy influyente.
—Me encantaría.
Ya en mi habitación, me tumbé sobre la cama, pensativa. Estaba impaciente por saber de mi
familia, y aunque hacía algo menos de una semana que me había ido, me parecía que hacía meses.
No estaba acostumbrada a pasar tanto tiempo fuera de casa y estar lejos de ellos se me estaba
haciendo interminable. Tumbada, dejé que mis pensamientos volasen lejos de allí; solo deseaba
que toda aquella aventura terminara pronto para poder regresar a casa.
9
El NSDA

T ras trabajar también el sábado por la noche en el teatro y descansar el domingo, llegó el
lunes y con él mi primer día en el NSDAP. Allí sería bastante fácil conocer a alguno de los
principales oficiales de Hitler.
En sus inicios, el discurso del partido se centró en la lucha contra las grandes empresas, con
una marcada retórica antiburguesa y anticapitalista; sin embargo, luego suavizaron
interesadamente estos postulados y no tardaron en obtener el apoyo y financiación de grandes
empresas y ricas personalidades. Desde la década de 1930, el partido se orientó al antisemitismo
y al antimarxismo. De hecho, era de todos conocido su apoyo a las SS, artífices de la matanza
conocida como «Noche de los cuchillos largos», el 30 de junio de 1934, en la que gran parte del
cuerpo de líderes de las SA fue detenido y ejecutado sin ningún juicio. También participaron en
los hechos de la «Noche de los cristales rotos», el 9 y 10 de noviembre de 1938, cuando miles de
tiendas judías fueron destruidas, saqueadas y quemadas en toda Alemania.
—¿Estás lista? —preguntó Ilka desde el pasillo.
—Sí, ya salgo.
Por suerte, íbamos a ir en su coche, algo bastante excepcional entre las mujeres de aquel
entonces. En ese sentido Ilka era una verdadera adelantada a su tiempo. El hecho de estar sola y
no haberse casado nunca la había llevado a realizar varias tareas más típicas del sexo masculino
que del femenino; algo de lo cual se sentía especialmente orgullosa.
—Antes de que lleguemos te voy a contar por encima cómo funcionamos allí dentro.
—Vale.
—Como ya te imaginas, la máxima autoridad es el Führer. De él depende toda la organización
—explicó, realizando una breve pausa antes de proseguir—. Debajo de él están los jefes del
Reich, un equipo de ministros sin cartera y algunos líderes del partido. Estos llevan la
organización, el personal, las finanzas, la propaganda y la jurisdicción. También hay secciones de
política exterior, censura, archivo, etc. El siguiente nivel es el Gau o el distrito. Cada Gau se
divide en varias unidades llamadas Kreise y cada Kreise en grupos locales. De hecho, estos son la
unidad básica del NSDAP y están formados por unos quince militantes.
—Creo que ya me he perdido… jajajaja.
—Pues aún te queda un poco —respondió Ilka, sonriendo—. Cada grupo se divide a su vez en
células y estas en bloques. Y cada director de bloque es responsable de cuarenta o sesenta
hogares, a cuyos habitantes evalúa. Ahora sí que hemos terminado.
—Madre mía… qué complicado.
—Al principio parece muy complicado, pero no lo es tanto. Ya te irás familiarizando.
—Y tú, ¿en qué área estás?
—Yo estoy en la unidad de propaganda del partido, por eso conozco a varios de los ministros
y oficiales del Reich.
—¡Qué interesante! Y yo, ¿en qué voy a trabajar?
—Conmigo; siempre nos faltan manos.
—¡Vaya responsabilidad!
—Ya hemos llegado.
Ya frente al enorme edificio sentí que mi estómago, algo nervioso, se contraía. ¿Sería capaz de
estar al nivel de lo que aquella operación requería? Y lo que era más relevante, ahora era
susceptible de ser investigada. Seguro que el partido no iba a dejar al azar la incorporación de
nuevos miembros, y menos de origen inglés.
Tras pasar el control de seguridad de la entrada del edificio, acompañé a Ilka a su puesto de
trabajo. Cuando accedimos a una de las primeras salas, Ilka saludó a un grupo de cuatro mujeres
que tecleaban enérgicamente en sus máquinas de escribir.
—¿Es tu sobrina? —preguntó una de ellas.
—Sí, os presento a Kristin —respondió Ilka—. Son las secretarias de Goebbels —añadió
Ilka, dirigiéndose a mí—. ¿Ha llegado ya el jefe?
—Sí, hoy, para variar, ha madrugado.
—Pues, antes que nada, te lo voy a presentar —dijo mientras llamaba a la puerta.
—Pase —respondió la voz profunda de un hombre permitiéndonos el paso.
—Perdona que te moleste, Joseph, pero quería presentarte a mi sobrina Kristin. Tal y como te
comenté, se incorpora hoy.
—Sí, ya recuerdo; la inglesa, ¿no? Joseph, Joseph Goebbels, encantado de conocerte Kristin.
Tu tía me ha hablado mucho de ti —dijo, levantándose de la mesa y acercándose a estrechar mi
mano.
—Encantada.
Goebbels era un hombre de aspecto refinado, aunque algo extraño e inquietante. Más bien
bajo, delgado, de facciones angulosas, finos labios y cabello negro eficientemente engominado,
Joseph parecía una persona más bien arrogante. Sus ojos, de color oscuro, se hundían en su rostro
de forma algo siniestra, dándole un cierto aire de dureza. Al verle andar pude observar una
notable cojera en la pierna derecha que, según Ilka me comentó después, era fruto de una nefasta
operación con la que sus padres habían pretendido solucionar una poliomielitis de infancia.
—Joseph es el ministro de Propaganda del partido. Una de las piezas claves de esta
institución —añadió Ilka.
—Bueno, bueno… no es para tanto —respondió él con una innegable dosis de falsa modestia
—. Por cierto, ya que te tengo aquí… Magda quiere organizar una cena el próximo sábado en
casa. Algo informal, tranquilo, para los amigos y compañeros del partido. ¿Cuento con vosotras?
—Por supuesto, Joseph, allí estaremos.
—Perfecto. Magda estará encantada. Bueno, siento tener que dejaros, pero el deber… y
bienvenida de nuevo.
—Gracias —dije mientras salíamos de su despacho.
—Recuérdame que vayamos de compras; necesitarás un vestido adecuado para la ocasión —
declaró Ilka de camino hasta mi futura mesa—. Aquí trabajarás tú.
—Pues ya me dirás qué tengo que hacer.
—Dame unos minutos que deje las cosas en mi sitio y enseguida te digo con qué puedes
empezar.
—Bien.
Mientras Ilka se alejaba, aproveché para echar un vistazo al lugar. El sitio era muy tranquilo,
de elegante, aunque sobria decoración; la atmósfera relajada del espacio hacía que trabajar allí
fuese un verdadero lujo. Al otro lado, había una sala contigua repleta de archivos de madera que
se alzaban ante mis ojos como rascacielos y cubrían gran parte de las paredes. El centro de la sala
estaba ocupado por varias mesas donde la gente realizaba diversas funciones. Algunos, sentados
frente a máquinas de escribir, parecían estar redactando interminables informes mientras otros
iban y venían de un lado a otro de la habitación organizando y clasificando papeles.
—Tú debes de ser la sobrina de Ilka, ¿no? —dijo uno de los hombres que, de pie, junto a los
clasificadores, parecía estar archivando documentos.
—Sí, es ella. —Ilka se acercó a nosotros—. Kristin, te presento a uno de tus nuevos
compañeros de trabajo, Hans Müller.
—Encantada.
—Hans lleva más de diez años con temas de archivo y documentación. De momento,
trabajarás con él.
—¿Hace mucho que estás en Berlín?
—¡Qué va! Algo más de una semana, pero tengo la sensación de llevar meses.
—Conociendo a tu tía no me extraña lo más mínimo. Es de todo menos tranquila.
—Tampoco es para tanto —respondió Ilka sonriendo—. Bueno, Hans, la dejo en tus manos.
Nos vemos en la puerta para ir a comer. —Me miró en busca de confirmación.
—Sí, claro.
Hans era un hombre de mediana edad, de pelo cano y barriga prominente que a duras penas le
permitía verse los pies. Su perfilada perilla y su bigote repeinado le daban, junto con aquellas
gruesas gafas redondas, el aspecto de un hombre bastante culto. Al hablar, un sutil pero persistente
seseo adornaba sus palabras de forma algo molesta.
—¿Piensas quedarte mucho tiempo? —se interesó, al tiempo que dejaba sobre mi mesa un
pliego de documentos y carpetas.
—Pues no lo sé. Me vine porque no compartía la decisión inglesa de entrar en guerra con
Alemania y supongo que seguiré aquí mientras esta cuestión no se resuelva.
—Pues parece que va para largo.
—Eso me temo.
—Así que compartes nuestros ideales, ¿no?
—Sí, claro. ¿Cómo sino iba a trabajar para el partido? —respondí no sin cierta suspicacia.
—Pues si te parece te voy a enseñar todo lo que sé.
El tiempo allí se me hizo eterno. Era obvio que clasificar documentos y fichas no era para
nada emocionante, ni algo que me entusiasmase, pero debía hacerlo. Cuando llegó la hora de
comer la sensación de sueño y el aburrimiento eran máximos. Afortunadamente, Ilka apareció para
recogerme a las doce y media.
—¿Qué tal la mañana? —preguntó mientras dejábamos el edificio.
—Bueno…
—Lo sé, archivar documentos es muy aburrido, pero es la única forma de empezar. Te prometo
que, si todo va bien, en un mes te cambiarán de puesto.
—Eso espero. No es que no te lo agradezca, pero es que el tipo de trabajo y Hans…
—Jajajaja. ¡Pobre Hans! Con lo que él disfruta entre documentos. —Ilka se rio con ganas—.
Es un buen hombre.
—Si eso no lo dudo, pero es que tampoco es que sea demasiado divertido el pobre.
Tras aquel inocente comentario, Ilka rompió a reír como nunca la había visto hacerlo.
La semana se me hizo insufrible y larguísima, salvo por una carta de mi familia que Joel me
trajo a escondidas el viernes. Tenía tantas ganas de saber de ellos, que el mero hecho de recibirla
ya me hizo sentir mucho mejor. Me encerré en mi cuarto, nerviosa, y tras sentarme en la cama la
abrí. Enseguida distinguí la hermosa letra de Lillian; era la que mejor caligrafía tenía de todos. En
ella me contaba que en casa todo seguía igual, pero que me echaban mucho de menos, en especial
papá, que, en el fondo y más tras leer mi nota, ya me había perdonado. Mamá continuaba con sus
sesiones y aquel ente no había vuelto a aparecer. Broke había empezado a verse con un muchacho
que trabajaba en los astilleros y la cosa pintaba que iba muy en serio. De hecho, Broke quería que
le prometiese que si al final se casaba yo iba a regresar para asistir a su boda. También me
contaba que Karen, que estaba algo más revoltosa de lo habitual, había insinuado que quería dejar
de estudiar y mamá se había enfadado muchísimo con ella y que los dos enanos seguían igual de
diablillos. Me comentaba que la señorita Johnson le había preguntado varias veces por mí y
también mis amigas y que, en general, todos tenían muchas ganas de que volviese a casa lo antes
posible.
Cerré la carta algo nostálgica y sentí un terrible vacío en mi interior. Angustiada, la guardé
concienzudamente entre mi ropa para que nadie pudiese encontrarla, y tras cerrar el cajón, no pude
evitar ponerme a llorar. Aquello estaba siendo más duro de lo que imaginaba y todavía me
quedaba mucho por hacer antes de poder regresar a casa. Entonces oí los pasos de Trisha
acercándose por el pasillo hacia mi cuatro. Tras la puerta, me avisó que ya estaba la cena. Me
lavé la cara, traté de tranquilizarme y salí dispuesta a seguir fingiendo que nada iba mal.

***
La semana se me había hecho tediosa, pero por fin llegó el ansiado sábado y la fiesta en casa
de los Goebbels. Al menos aquello sería más ameno que mis jornadas en el NSDAP. Ilka, que
quería verme guapa, me había acompañado el martes por la tarde a comprar un traje, unos zapatos
y un abrigo para la ocasión. Aquel vestido rojo de gasa y escote palabra de honor era el traje más
hermoso que había visto en mi vida.
—Estás preciosa, Kristin. Todos los hombres de la cena van a enloquecer cuando te vean —
dijo Ilka, al verme aparecer vestida y peinada ante la puerta de su habitación.
—Con un vestido así es fácil. No sé cómo te lo voy a agradecer —dije llena de gratitud. En
aquel momento hubiese deseado que mamá y mis hermanas me hubiesen podido ver—. Nunca
había tenido un vestido así, tía. Muchas gracias.
—De nada. No sabes lo que estoy disfrutando con todo esto.
—Tú también estás guapísima.
—Bueno, a mi edad me conformo con estar elegante —respondió ella, con aquella ironía y
saber estar que tenía.
Goebbels vivía casi al lado del Ministerio de Propaganda, en una hermosa y vasta mansión.
Llegamos puntuales, sobre las siete de tarde y aquello ya parecía un verdadero hervidero.
—¿Y a esto le llama una pequeña fiesta?
—Magda siempre ha sido espléndida; de hecho, es mejor relaciones públicas que él —
observó Ilka.
—Hola, Ilka, no sabes la ilusión que me hizo cuando Joseph me comentó que vendrías con tu
sobrina —dijo una mujer, aproximándose al hall de entrada.
—Te presento a Kristin. Kristin, ella es Magda Goebbels.
—Muchas gracias por invitarme.
—A ti por venir. Tenía muchas ganas de conocerte, tu tía habla maravillas de ti.
Magda era una mujer elegante y con mucha clase. De cabellos claros, recogidos en la nuca y
de grandes ojos color miel, no destacaba por ser especialmente hermosa, sino más bien por ese
porte afable y cercano que te hacía sentir como en casa.
—¿Y tu marido? —preguntó Ilka.
—Creo que Joseph anda allí al fondo con el resto. Ya sabes, arreglando el mundo.
—Ahora nos acercamos a saludarle —dijo Ilka mientras el servicio nos recogía los abrigos.
Avanzamos por la sala parándonos a cada paso para saludar a alguien. Ilka conocía a mucha
gente y para mí era casi imposible recordar tantos nombres. Al final de aquella enorme sala,
Joseph Goebbels nos observaba con atención.
—Buenas noches a ambas —nos saludó al vernos llegar.
—Buenas noches, Joseph. Magnífica fiesta —respondió Ilka.
—Ya conoces a Magda…
—Sí, la conozco.
Algo en la forma de mirar de aquel hombre había cambiado de manera drástica desde la
primera vez que le vi. Ahora, a diferencia del día en que me lo presentaron, sus ojos hendidos y
siniestros parecían devorarme lentamente haciéndome sentir muy incómoda. Había algo perverso,
pervertido, en su mirada.
—Tu sobrina está… —dijo, iniciando una frase cuyo final parecía tener que medir—…
increíblemente bella esta noche.
—Gracias —respondí, algo tensa.
—¿Habéis visto ya a Magda?
—Sí, está radiante, guapísima como siempre —intervino Ilka.
—Por cierto, venid conmigo un segundo, quiero que conozcas a la persona más importante del
Reich después del Führer —dijo, mirándome.
Tras dirigirnos hacia un lado de la sala, Joseph se acercó a un hombre de mediana estatura con
gafas redondas y un casi ausente bigote.
—Herr Himmler, supongo que se acordará de Frau Ilka Schneider.
—Por supuesto, Frau Ilka, un placer volver a verla.
—Le imaginaba en Múnich —apuntó Ilka.
—Sí, de hecho, llegué ayer por la noche a Berlín —respondió él, que puntualmente usaba la
casa oficial que Hitler le había regalado en la ciudad.
—Permítame que le presente a su sobrina Kristin —interrumpió Joseph—. Acaba de
incorporarse también al ministerio.
—Encantado de conocerla —dijo, tendiéndome la mano.
—Igualmente —contesté, casi temblando al reconocer frente a mí al máximo responsable de
las SS y mano derecha de Hitler.
A su lado estaba su mujer Margarete, que ya tan solo lo acompañaba a los actos oficiales.
Según contaban las malas lenguas cuando conoció a Hedwig Potthast, su actual secretaria, la
relación matrimonial con Margarete empezó a ser prácticamente inexistente.
Entonces, sin darnos tiempo a poder hablar mucho más con él, otro de aquellos militares
interrumpió la conversación para llevárselo de nuestro lado. Si alguien en Alemania sabía del
poder de la lanza de Longinos, además del Führer, era él. Heinrich Himmler era la persona a
cargo de la búsqueda de objetos sagrados para el Tercer Reich y seguramente de su custodia.
Todavía estaba conmocionada cuando de pronto apareció Gertud acompañada de August
Heissmeyer, que acababan de llegar a la fiesta.
—Gertud, August… —dijo Joseph, tomando la mano de ella entre las suyas—. Me alegro de
que hayáis podido venir.
—¿Cómo no íbamos a venir? —respondió August—. Ya sabes que me encantan vuestras
recepciones.
—Además, queríamos aprovechar la ocasión para daros una muy buena noticia —añadió
Gertud, mirando de reojo a August y luego a Ilka—. August me ha pedido en matrimonio —
anunció, mostrando un precioso anillo de compromiso—. Nos vamos a casar en unos meses.
—¡No sabes cuánto me alegro por los dos! —exclamó Ilka.
—Felicidades, August, te llevas a una gran mujer —apuntó Joseph.
—Gracias, Joseph —dijo ella sonriente.
—Esto hay que celebrarlo. Voy a pedir que nos traigan champán para brindar —sugirió
Joseph, que con la vista buscaba a algún camarero que nos atendiera.
—Con vuestro permiso, yo voy a ir un momento al baño. ¿Dónde… está? —pregunté.
—Yo te acompaño y así de paso busco a un camarero —respondió Joseph mientras el resto
seguía hablando—. Y dime, ¿cómo vas con el trabajo? Llevas una semana con nosotros, ¿no?
—Bien. Muy bien.
—¿Sabes? Creo que serías más útil y aprenderías más si trabajases directamente conmigo.
Sorprendida por la propuesta, me paré en seco y le miré fijamente. Sentí que aquel
ofrecimiento iba algo más allá del campo puramente laboral, pero me interesaba, no podía
rechazarlo. Tras unos segundos de desconcierto, respondí.
—Yo iré dónde me digáis.
—Bien, perfecto. Luego hablaré con Ilka y el lunes pasarás a depender de mí. Seguro que nos
lo pasaremos bien.
Aquel «seguro que nos lo pasaremos bien» no auguraba nada bueno. En aquel instante pensé en
mi hermana Broke, y en la facilidad que tenía para sacar cosas de los hombres y jugar con ellos. O
al menos la capacidad de hacer ciertos sacrificios a cambio de favores. Ahora envidiaba aquella
cabeza fría, la falta de escrúpulos y su practicidad. Quizás había llegado el momento que esperaba
para poder acercarme a mi objetivo, pero solo pensar que aquel ser enclenque, tarado y oscuro,
me pudiese poner una mano encima, me ponía los pelos de punta.
—¿Estás bien? —preguntó Ilka al verme volver del baño con la mirada ausente.
—Sí, claro.
—Parece como si hubieses visto una aparición.
—No, no es eso. Es que Joseph me ha propuesto trabajar directamente con él y no sé si estaré
a la altura.
—¿Con él?
—Sí, eso me dijo.
—Ummm…
Ilka me miró con preocupación y desasosiego. Parecía que aquella propuesta no le gustaba lo
más mínimo. Entonces, separándome ligeramente del grupo, me comentó un par de cosas.
—Kristin, yo jamás vi nada, pero me consta que Joseph tiene fama de mujeriego, y la forma en
que te ha mirado hoy, sus palabras… no pinta nada bien.
—Lo sé, pero ¿qué se supone que debo hacer?
—Si no lo ves claro, ya hablaré yo con él. No tienes por qué hacerlo.
—Ya, pero, por otro lado, es una gran oportunidad. Y tampoco sé cómo podría afectarnos a
ambas una negativa.
—Bien, eres mayor para tomar tus propias decisiones, pero vete con mucho cuidado.
—Lo haré.
10
Joel

A l día siguiente, Ilka amaneció con una terrible resaca. Sentada en la mesa del salón, todavía
en bata, apenas era capaz de tomarse el café con leche. Al oírme entrar en el comedor giró
ligeramente la cabeza, no sin que le costase un verdadero esfuerzo.
—Creo que ayer abusé del champán. Parece que me va a estallar la cabeza.
—¿Has tomado algo?
—No, ni creo que sea capaz.
—Entonces mejor descansa.
—Eso voy a hacer.
—Pues yo saldré a dar una vuelta y, si acaso, nos vemos para comer.
—Perfecto.
Tras desayunar, decidí llamar a Joel. Salvo por los pocos minutos que le había visto cuando
me llevó la carta, no había podido hablar con tranquilidad desde el día de los museos. Con él
sentía que volvía a ser yo misma, aunque no pudiese contarle toda la verdad. Como siempre,
quedamos lejos de mi casa para que Ilka no le viese. La mañana se había levantado clara y el sol,
que brillaba en lo alto, hacía apetecible el pasear por la ciudad. Llegué a la Pariser Platz y via
Joel en un banco esperándome. Sentados en aquella pequeña, aunque acogedora cafetería cerca de
la Puerta de Brandeburgo, empezamos a charlar.
—¿Qué tal va todo?
—Pues estoy algo preocupado, la verdad —respondió Joel con semblante algo contrariado.
—¿Y eso?
—Pues parece ser que ahora van a exigir a los judíos alemanes que lleven una especie de
distintivo, una insignia amarilla cosida en la ropa. Por lo visto, ya lo están haciendo en otros
países.
—¿En serio? Pero ¿por qué? De todas formas, vosotros estáis consiguiendo pasar
desapercibidos, ¿no?
—De momento; pero no es nada fácil, y mi tío lo lleva muy mal. Algunos de sus mejores
amigos han sido despojados de sus negocios o incluso perseguidos.
—Vaya…
—Aparte, corre el rumor de que algunos judíos están siendo deportados.
—¿Deportados? ¿Adónde?
—Nadie lo sabe con certeza, pero huele fatal. ¿Y tú? ¿Qué tal te va con tus trabajos?
—Bueno, el teatro es bastante distraído, pero estar en el partido es muy aburrido.
—Y entonces, ¿por qué estás ahí? No creo que comulgues con sus ideales.
—No, ¡qué va! Es solo que mi tía trabaja ahí y quería que estuviese con ella.
—¿Por qué tengo siempre la sensación de que me ocultas cosas? Hay algo en toda tu
historia…
—¿Por qué tendría que ocultarte nada?
—Pues no lo sé.
Por un instante estuve tentada de contarle toda la verdad, pero, luego, el miedo a que hablar de
la misión pudiese ponerla en riesgo, me hizo recapacitar. Tras terminamos el café dimos un largo
paseo por el centro hasta llegar al río.
—¿Así que ayer estuvisteis en una fiesta en casa de uno de los jefazos del partido?
—Sí, de Goebbels, el ministro de Propaganda.
—¿Y te sientes cómoda con esa gentuza?
—No demasiado, pero ese es el mundo de Ilka y debo integrarme y respetarlo. Ya sabes que
no comparto sus ideas.
—Yo no creo que pudiese.
—Ya, pero tú no tienes que vivir con ella.
—Mientras que no cambies…
—Eso nunca —respondí, pensando que en algún momento aquella frase se me podía volver en
contra.
Tras estar un buen rato conversando miré mi reloj.
—Deberíamos ir hacia casa, ya son las doce y media y mi tía me espera para comer, aunque
hoy igual ni come.
—¿Y eso?
—Porque no veas con qué resaca ha amanecido.
—Pues vaya… venga, te acompaño.
—Perfecto.
Cuando estábamos a dos calles de mi casa me detuve para evitar que llegáramos hasta el
portal.
—¿Por qué no me dejas que te lleve hasta la puerta?
—Porque Ilka querría saber más de ti y no creo que le gustase averiguar que ando con un chico
con posibles raíces judías, ¿no crees?
—¿Acaso te avergüenzas de mí?
—¡No! ¡Qué va! Tan solo te protejo de ella.
—Creo que es la primera vez que una chica quiere protegerme —replicó Joel con ironía—. ¿Y
sabes? Creo que me gusta.
En ese instante se acercó más de lo normal y por un momento sentí que más allá de la amistad
y de dos besos de despedida, Joel buscaba mis labios. Nerviosa, aparté ligeramente el rostro y
traté de disimular. Lo último que necesitaba era complicar más las cosas enamorándome de
alguien.
—Lo siento, no pretendía incomodarte —apuntó él, que parecía bastante dolido por mi
reacción.
—Joel, yo…
—No hace falta que digas nada, el error es mío por creer… Me voy, será mejor.
—Joel, por favor, no te vayas de esta forma. Entiende que no es una buena idea.
—¿Una buena idea? No creo que los sentimientos sean buenas o malas ideas, simplemente se
tienen o no, y está claro que no son recíprocos —respondió, girándose y marchándose sin mirar
atrás.
—Pero…
Me sentí fatal. Sabía que en otro contexto aquel beso hubiese seguido su curso. Joel me
gustaba y mucho, pero no podía permitirme aquello.
Llegué a casa de tía Ilka bastante disgustada y pensando que quizás no volvería a ver a Joel.
Nada más entrar, Trisha me avisó de que iba a comer sola porque Ilka seguía en cama y no se
sentía con fuerzas. Así que, sentada ante aquella enorme mesa, sola, y con cincuenta cosas en mi
cabeza traté de no venirme abajo.

***
Al día siguiente, Ilka parecía haber recuperado toda su energía y ambas nos dirigimos hacia el
ministerio. Al llegar al NSDAP, una de las secretarias me avisó de que el señor Goebbels ya me
estaba esperando. Ilka se fue para dentro no sin antes pedirme que fuera con mucho cuidado.
—Lleva unos días irreconocible; antes difícilmente venía temprano por las mañanas —me
explicó la chica mientras me acompañaba hasta su despacho.
—Gracias, Hilda.
—Buenos días, Kristin. Siéntate. —Goebbels señaló una de las butacas que había al lado de
su mesa y ocupó él la otra.
—Buenos días.
—Dime, ¿qué tal escribes a máquina?
—Muy bien.
—Perfecto, porque desde hoy vas a ser mi secretaria personal. Vamos a trabajar mano a mano.
—Yo… bien, será un honor —respondí, algo sorprendida y no sin temer todo lo que aquello
podía conllevar.
—Quiero que me acompañes incluso en mis viajes. Espero que eso no sea un problema.
—No, no, ninguno.
—Creo que nos entenderemos bien. —Y colocó su mano sobre mi rodilla.
Desde aquel instante supe sin duda alguna que aquello no terminaría bien, pero que quizás era
el peaje que pagar por llegar hasta la maldita lanza. Entonces, Joseph se levantó y pulsó el
intercomunicador que tenía sobre la mesa para hablar con su secretaria.
—Hilda, necesito que ponga otra mesa junto a la suya. La señorita Kristin va a trabajar para
mí a partir de ahora. Es urgente. —Tras cerrar el intercomunicados se sentó nuevamente a mi lado
y tomando mis manos entre las suyas prosiguió—: Vamos a hacer grandes cosas juntos. Solo tienes
que dejar que cuide un poco de ti.
Al salir de su despacho pude comprobar que la forma de mirarme de las chicas había
cambiado. En sus ojos observé que ya me habían prejuzgado, incluso antes de que pasase nada
entre Goebbels y yo. Al cabo de cinco minutos, un par de hombres aparecieron por el fondo con
una nueva mesa que, tal y como Joseph había dicho, fue instalada al lado de la de Hilda. Me senté
en ella mientras el resto de las empleadas evitaban mirarme; más bien me ignoraban aposta. De
pronto, Hilda, que era la más veterana de todas ellas, se giró bruscamente y me dijo:
—¿Te ha propuesto ya ir a Villa Bogensee?
—¿Cómo? —pregunté yo sin terminar de entender aquella pregunta—. ¿Villa qué?
—¿Acaso crees que eres la primera que pasa por ese despacho? Ha habido muchas antes que
tú.
—No sé de qué me estás hablando. Yo tan solo hago lo que me ordenan —respondí algo
dolida.
Las tres me miraron preguntándose si en realidad era tan ingenua como aparentaba.
—Villa Bogensee es la casa que tiene en las afueras. Si te propone ir allí, date por jodida —
comentó Jenell.
—A menos que no tengas escrúpulos y no te importe acostarte con él —añadió Adalia.
—¿En serio? Yo solo quiero trabajar para él. —Fingí estar horrorizada.
—Ya hemos visto pasar a muchas, Kristin —dijo Hilda.
—Pues no es mi intención, pero tampoco quiero perder el trabajo —traté de zanjar el tema.
Era evidente que todas sabían cómo acabaría aquello y la única pregunta que debía hacerme
era hasta dónde estaba dispuesta a llegar para conseguir mi objetivo.
Al salir para comer, Ilka, que había terminado un poco antes, me estaba esperando en la
entrada.
—¿Qué tal con Joseph? —preguntó inquieta mientras subíamos al coche.
—Quiere que sea su asistente personal.
—¿Es que no es consciente de que tú no eres cualquiera? Debería darse cuenta de que si
intenta algo contigo Magda terminará por enterarse.
—Me temo que Magda lo sabe y deja que ocurra. Hoy las chicas me han puesto al día de las
múltiples aventuras de tu amigo.
—Siento habértelo presentado, Kristin —dijo Ilka con preocupación.
—Tranquila, ya veremos cómo sigue la cosa, siempre puedo renunciar al trabajo, ¿no?
—Supongo.
—No te preocupes por mí.
Pensativa, miré a Ilka y sintiendo que el momento de confianza que se había generado me daba
la posibilidad de acercarme más a ella, me atreví a indagar sobre algo que desde el principio
había captado mi curiosidad.
—¿Te puedo preguntar una cosa?
—Sí, claro.
—¿Nunca te planteaste casarte y tener hijos?
Ilka bajó la mirada algo sorprendida e incómoda, como si aquella pregunta hubiese abierto un
apartado doloroso de su vida, algo de lo que no quería hablar. Entre nosotras se instaló un
embarazoso silencio.
—Si no quieres responder… —dije, viendo en su mirada cierta falta de comodidad.
—Tranquila, no importa. Hubo un tiempo y una persona que podrían haber cambiado esa
realidad, pero la vida a veces es injusta, y él…
—Lo siento, no tienes por qué contestar, yo no debía… no quería ser indiscreta —la
interrumpí al darme cuenta de que lo estaba pasando mal.
—No es nada, ya está superado; hace bastante tiempo de aquello. Se llamaba Hans y era piloto
de caza de la Luftwaffe. Era un hombre guapísimo. Nos queríamos mucho y pensábamos en
casarnos; cómo no. Una tarde en unas maniobras militares, pasó lo inesperado. Su avión sufrió un
absurdo fallo mecánico y se estrelló y con él todos mis sueños de formar una familia. Supongo que
me aislé del mundo y me centré solo en mi trabajo. No quise o no supe pasar página. Cuando me
di cuenta de que me había convertido en una solterona amargada, ya era demasiado tarde para
cambiar.
—Pero nunca es tarde.
—A veces sí lo es, Kristin. Ahora eres joven, imprudente, optimista y tienes toda la vida por
delante. Pero, a veces, el tren adecuado pasa por delante de nosotros una sola vez, y si no nos
subimos, o si lo perdemos, ya no regresa.
—¡Pero siempre habrá más trenes!
—No para mí. A la semana de aquello descubrí que estaba embarazada y para mi padre fue
intolerable. Una mujer soltera embarazada y sin posibilidad de casarse con el futuro padre de la
criatura… era algo inaceptable. Me obligaron a abortar y, por desgracia, por culpa de aquella
intervención, perdí cualquier posibilidad de volver a ser madre —dijo mientras secaba
disimuladamente la lágrima que caía sin su autorización por el rabillo de su ojo derecho.
—Lo siento mucho, no debí sacar el tema —me entristecí.
—No te preocupes, cielo, tú no sabías nada —respondió, haciendo una breve pausa—. Con
Hans se fueron muchas cosas, muchas promesas y la única posibilidad de formar un hogar.
Además, sé que no hubiese podido olvidarle y menos reemplazarle con otro hombre.
Aquella conversación me hizo pensar y descubrir una cara muy humana de Ilka que hasta el
momento no había visto. Por otro lado, no podía evitar preguntarme si Joel sería mi último tren.
¿Y si le perdía para siempre? Era innegable que la situación con él me estaba afectando más de lo
que pensaba. Tumbada sobre la cama no podía dejar de pensar en cómo recuperarle. Sin embargo,
mi cabeza no dejaba de decirme que ese chico solo iba a traerme problemas. Si al final necesitaba
liarme con Joseph Goebbels para llegar a mi objetivo, Joel no podría entenderlo y sería un claro
impedimento para conseguir mi objetivo. Pero si dejaba que mis sentimientos por Joel tomasen
forma, difícilmente podría llevar a cabo mi misión. Quizás lo mejor era que la situación se
enfriase un poco y luego tratar de recuperar su amistad. Intentar conciliar el sueño aquella noche
iba a ser una tarea bastante complicada.
11
Una cena distinta

P asó algo más de un mes desde mi desencuentro con Joel y el distanciamiento con él crecía
cada vez más. Traté de llamarle al taller de su tío en un par de ocasiones, pero siempre había
alguna excusa por la que no podía ponerse al teléfono. Aquella situación me entristecía porque en
realidad no podía evitar sentir algo más que una mera amistad por él y tenía muchas ganas de
verle.
Por otra parte, cada día me resultaba más difícil mantener a Joseph Goebbels a raya. A ojos de
los que no le conocían Joseph daba la imagen de un sumiso y atento esposo incapaz de matar una
mosca. Pero nada más lejos de la realidad, aquel ser enjuto y repulsivo, era un depredador sexual.
Cualquier situación parecía idónea para que él intentase ir un paso más allá y sobrepasarse
conmigo. Hasta la fecha había conseguido esquivar sus múltiples embates, pero era plenamente
consciente de que tarde o temprano tendría que tomar una decisión. Por desgracia, la decisión no
iba a estar en mis manos. Unos días más tarde todo explotó de la forma menos previsible.
Aquel sábado por la noche pedí permiso para abandonar la ópera algo antes ya que algunos
amigos del partido iban a venir a cenar a casa de Ilka. Ella adoraba aquellas reuniones, aunque yo
las detestaba porque mezclaban de forma poco sana el trabajo y la amistad y me hacían sentir algo
incómoda. Pero para Ilka, una mujer sin familia, con una vida algo vacía y una terrible sensación
de soledad, aquellas veladas la hacían sentir necesaria, importante y aceptada. Yo siempre me
quedaba con la desagradable impresión de que en realidad ninguno de ellos era amigo del resto,
tan solo lo aparentaban, les movía el interés y que no dudarían en traicionarse si la situación así lo
requería.
Aquella noche, Trisha había preparado, como siempre, una deliciosa y abundante cena cuyo
olor impregnaba ya la cocina y parte del salón. Era imposible que aquel aroma no despertase el
apetito de cualquiera. Ilka, que ya hacía un rato que se había vestido y lucía un hermoso traje de
raso en tonos azules muy elegante, repasaba que todo estuviese en orden para la cena. Los
primeros en llegar fueron Gertud y August Heissmeyer que, como siempre, hacían gala de una
puntualidad casi británica. Gertud, que en apariencia era la mejor amiga de Ilka, trajo un detalle
para agradecer la invitación.
—¡Sabes que no tienes que traerme nada! —exclamó Ilka, que egoístamente prefería no recibir
nada y así no tener que exponer y guardar, cada vez que Gertud venía a casa, la innombrable lista
de horribles objetos que le había regalado a lo largo de los años.
Minutos después, llegaron Hermann Göring y su segunda mujer, la actriz alemana Emmy
Sonnemann, a la que había conocido al poco de fallecer su primera esposa, Karin, de un fallo
cardíaco en 1931. Y, por último, Joseph Goebbels y Magda a los que, muy a nuestro pesar, no
podíamos dejar fuera de aquella cena.
—Así que esta es la famosa sobrina de la que tanto he oído hablar —dijo Hermann,
acercándose a mí.
—Sí, ella es Kristin. Kristin, te presento a Hermann y a su mujer Emmy —apuntó Ilka
sonriente.
—Encantada de conoceros —dije, dándole la mano a Hermann y a su mujer—. Yo también he
oído hablar mucho y bien de vosotros —añadí sonriente.
Hermann era un hombre no muy alto, robusto y bastante entrado en carnes. De hecho, su mujer
Emmy le sacaba algún que otro centímetro a él. De cara peculiarmente redonda, papada más que
prominente, tez blanca y cabello rubio oscuro con entradas, había algo en la mirada de aquel
hombre que sembraba en mí una cierta desconfianza. Era como si en sus profundos ojos, de tácita
frialdad, habitase la maldad o al menos la ausencia completa de bondad. Ella, en cambio, poseía
en su rostro un atisbo de dulzura y de ingenuidad, que la hacían parecer más cercana y bastante
más fiable que su marido. Pese a los años, Emmy era una mujer hermosa y extrañamente moderna
para la época. Sus cabellos castaños, cortos y marcados, eran la última tendencia y no muchas se
atrevían a llevarlos. ¿Qué habría visto una mujer así en aquel hombre?, pensé sin poder apartar la
vista de aquella inquietante mirada. ¿Eran quizás el poder y el dinero tan o más afrodisíacos que
el atractivo sexual?
—¿Y cuánto tiempo hace que estás en Berlín? —preguntó Emmy mientras daba su chaqueta a
Trisha.
—En breve hará tres meses que llegué, pero me han pasado tantas cosas en tan poco tiempo,
que me parece que llevo una eternidad aquí. —Sonreí.
—¿Y te está gustando la ciudad?
—Es espectacular. Tienen una ciudad preciosa —respondí mientras Trisha nos indicaba que
pasásemos al comedor.
—¿Cómo nos sentamos? —interrumpió Magda, esperando a que Ilka nos indicase.
—¡Ah no! Hoy no. Sentaos dónde os apetezca; es una cena informal —anunció Ilka, sin
percatarse de que Joseph, sin encomendarse a nadie, ya había tomado asiento a mi lado.
—¿Y piensas quedarte en Berlín mucho tiempo o piensas regresar pronto a Inglaterra? —
insistió Emmy, que parecía estar sometiéndome a un tercer grado.
—Me vine cuando estalló la guerra y de momento no tengo intención de volver. Aquí me siento
como en casa y no hay nada que me ate a Inglaterra —respondí, mirando a Ilka.
—La verdad es que me he acostumbrado a su compañía y si ahora se fuese… la echaría mucho
de menos. —Ilka me sonrió.
—Y yo a ti.
Al principio la cena se desarrolló con tranquilidad y de forma muy amena, pero cambió al
final del segundo plato, convirtiendo aquella velada en algo inesperado y muy violento, al menos
para mí. Justo al terminar el primero, mientras Trisha estaba recogiendo los servicios, sentí cómo
la mano de Joseph se posaba sobre mi rodilla, primero con suavidad y luego con mayor firmeza.
Traté sutilmente de desplazar mis piernas en diagonal para evitarle, pero no se daba por vencido.
Noté que iba reptando por mi pierna acariciándola lentamente, haciéndome sentir extremadamente
incómoda y sin saber cómo reaccionar. Frente a mí Magda, ignorante de la desagradable e
inapropiada situación, sonreía mientras August conversaba de forma animada con ella. No podía
creer que tener a su mujer delante le dejase indiferente. Ni tan siquiera la presencia del resto de
los comensales hizo que Joseph recapacitase y desistiese de aquella insólita actitud, sino que, muy
al contrario, parecía que aquello le provocase, le excitase todavía más. Nerviosa traté de mover
mis piernas nuevamente y sacudir así su mano fuera de mí, pero él insistía una y otra vez. Era
evidente que no pensaba cejar en su intento.
Angustiada, percibí cómo su mano cálida y algo sudorosa subía con decisión hasta mi ingle y
que sus dedos, ávidos de experiencias, buscaban con ansia traspasar el límite de mi ropa interior.
No sabía qué hacer ni tampoco si denunciar su actitud podía ser contraproducente. Si le delataba,
ponía en riesgo todo por lo que había estado luchando e inevitablemente iba a provocar una
situación muy desagradable para todos. Si decidía tomar ese camino sabía que ya podía irme
olvidando de mi trabajo en el NSDAP y posiblemente del de tía Ilka. Eso, sin contar que la versión
que probablemente saldría a la luz no sería la verdadera, sino una adulterada que me dejaría a mí
a la altura de betún. Pero, si no le descubría, si permitía que aquello continuase, me iba a sentir
tan sucia, tan despreciable, que jamás podría volver a mirar a Magda a los ojos o a mí misma en
un espejo. Mi corazón latía de forma acelerada y mi cabeza, sobrepasada por la situación, parecía
querer volar lejos de allí. Nerviosa, me incorporé de un brinco con la excusa de ir al baño y
ausentarme unos instantes de la mesa. Ilka, sorprendida por mi brusco movimiento, me miró sin
entender qué estaba ocurriendo. Desesperada, me encerré en el aseo de la entrada sin saber cómo
actuar. Apoyada en la fría pared tomé aire intentando tranquilizarme. Sabía que, en cuanto
regresase a la mesa, aquel enano cojo, repulsivo y sátiro trataría nuevamente de alcanzar su
objetivo. Pero quedarme toda la velada en aquel baño tampoco era una alternativa viable, pensé.
Respiré hondo armándome de valor y sabiendo que no poseía demasiadas opciones. Era
consciente de que tarde o temprano aquello iba a ocurrir y que, por desgracia, era, probablemente,
la única forma de acercarme a mi objetivo. Resignada, regresé a la mesa como en trance,
aceptando mi destino.
Al entrar en la sala miré a Ilka sonriente intentando mostrar normalidad. A los pocos segundos
de sentarme, sentí nuevamente aquella nauseabunda mano ascendiendo por mi temblorosa pierna.
Esta vez iba a permitir que pasase; no tenía más remedio. Tragué saliva e intenté dejar mi mente
en blanco, aunque dada la situación era muy difícil. Era tal el sentimiento de aversión hacia aquel
ser, que notaba cómo mi estómago se replegaba sobre sí mismo tratando de rechazar, de huir de
aquella asquerosa encrucijada. Entonces, su mano llegó hasta mi ingle y noté cómo su dedo
meñique se colaba de forma furtiva por el perfil de mis bragas llegando a acariciar mis labios y
provocándome un escalofrío que subió por mi espalda haciéndome estremecer. Ilka, que notó algo
extraño en mi expresión, frunció el ceño tratando de ver en mi rostro cuál era el problema. No
podía enterarse, si lo hacía perdería mi oportunidad de llegar hasta la lanza, debía seguir con
aquello por repugnante y sucio que me pareciese.
Aparenté tranquilidad, sonreí y seguí comiendo como si nada, aunque mi estómago estuviese
más dispuesto a vomitar que a ingerir ninguna sustancia. Con cuidado, Joseph dejó que el resto de
sus dedos llegasen a su objetivo y comenzó a rozar mis partes íntimas de forma rítmica,
lentamente, una y otra vez, mientras yo, sin poder casi evitarlo, iba perdiendo el control de la
situación hasta dejarme llevar por aquella imparable y deleznable locura. Sentí cómo todo mi
cuerpo respondía, de forma involuntaria, a aquel estímulo, haciendo que mi entrepierna se
humedeciese cada vez más. Miré discretamente hacia él con odio, con rabia e indefensión, pero él,
astutamente, disimulaba, como si no pasase nada, hablando con el resto de los comensales,
mientras bajo la mesa se alzaba, con fuerza, el símbolo de su virilidad. Entregada, abrí
ligeramente mis piernas deseando que terminase cuanto antes con lo que estaba haciendo. Ya no
podía resistirme mucho más, mi piel, encendida, me encaminaba irremediablemente hacia el
clímax y yo, colapsada por lo disparatado e indeseable de aquella situación, tan solo rezaba
porque nadie se percatase de lo que estaba ocurriendo. Alterada, excitada y con ganas de llorar,
apreté mis labios, mordiéndomelos con fuerza, en un intento por sofocar el grito de placer
prohibido que luchaba por salir de mi boca. Tan solo una leve caída de mis párpados y mi mano
agarrando con fuerza el mantel, hicieron patente que aquella denigrante e inoportuna tortura había
tocado a su fin. Joseph, orgulloso y conocedor de su victoria, me miró, sonrió con suma
satisfacción y retiró con delicadeza su mano de mi cuerpo. Sin apenas inmutarse, siguió hablando
con el resto de los invitados, bromeando, como si allí no hubiese pasado nada. Yo, avergonzada,
devastada, me levanté temblorosa y me fui nuevamente al baño tratando de recuperar parte de la
dignidad perdida.
Encerrada entre aquellas cuatro paredes recogí con rabia mi pelo en una cola, me saqué la
ropa casi arrancándola de mi ser y me metí en la ducha; me sentía tan sucia… Destrozada me dejé
resbalar hasta el suelo y rompí a llorar con una extraña mezcla de cólera, dolor y humillación.
Sabía que no había tenido opción, que tenía que hacerlo, que esa era la forma, pero aquello no iba
a hacerme sentir mejor. Lo que acababa de acontecer tenía un nombre, aquello había sido una
violación. Consciente de que no podía tardar en regresar a la mesa o Ilka, extrañada, vendría a por
mí, me solté el pelo y me vestí de nuevo tratando de recuperar algo de mi perdida dignidad. Tras
unos minutos, me tragué el dolor y los lloros, me arreglé el maquillaje y salí de nuevo con la
cabeza muy aita.
Sin embargo, en mi interior necesitaba resarcirme de algún modo. Aquello no podía quedar
así, pensé. Si quería jugar, jugaríamos, me dije a mí misma con tono vengativo. Tenía que hacer
algo para sentirme mejor. Decidida me senté de nuevo a la mesa y pensé que ahora iba a ser él
quien estuviese en apuros. Esperé con frialdad a que la velada transcurriese tranquila y a que el
momento oportuno estuviese próximo. Tras los postres, cuando íbamos a empezar con las copas,
supe que había llegado mi ocasión. Con tranquilidad y sangre fría, puse mi mano entre su
entrepierna y abrí su bragueta con cuidado para no ser vista por los demás. Sorprendido, Joseph
dio un respingo en su asiento y me miró atónito sin terminar de entender a qué estaba jugando. En
sus ojos pude ver esa extraña mezcla de emociones entre lo prohibido y lo deseado, entre el
temor, el pudor y la fascinación. Sin dudarlo, metí mi mano dentro de su ropa interior y agarré con
fuerza su miembro y lo acaricié, lo masajeé hasta sentirlo completamente erecto, duro como una
piedra. Sus ojos, inyectados de placer, parecían querer salírsele de las órbitas. Poseso por un
vaivén insostenible de sensaciones, Joseph enmudeció asintiendo únicamente con la cabeza
mientras el resto de los asistentes conversaba. Nervioso, no paraba de pasar su mano por la
barbilla una y otra vez. Al rato, su gestó fue cambiando y, agarrado con fuerza con la mano
derecha a la propia silla, la tensión era palpable en todo su ser. Cuando supe que estaba a punto
de correrse, cuando su expresión estaba punto de delatarlo, paré en seco y me levanté de pronto de
la mesa, dejando su miembro fuera de su ropa y proponiendo hacer un brindis por la anfitriona.
Todos, como era de esperar y como dicta la educación, se incorporaron para el brindis, todos
menos Joseph que, sonrojado, miraba la escena sin saber qué hacer. Magda, extrañada y
horrorizada por la falta de educación de su marido, le hizo una señal con la mano para que se
levantase, pero él seguía allí, sentado, levantando su copa, sonriendo apurado con cara de tonto,
pero incapaz de ponerse en pie. Mientras el resto de los comensales lo miraba desconcertado, él
trataba por todos los medios de meter su miembro de vuelta dentro de su pantalón y poder, así,
cerrar su bragueta.
—¿Acaso no quieres brindar por tía Ilka? —le dije yo, mirándole fijamente a los ojos.
Sentí cómo su profunda e inquietante mirada se clavaba en la mía de forma incisiva. Nervioso
y contrariado, miraba a los asistentes sin saber qué decir o qué hacer. Al final, notablemente
alterado, tras cerrar su bragueta, trató de empujar sutilmente su miembro para abajo mientras se
incorporaba con prudencia, intentando disimular con el otro brazo la aparatosa situación. Su frente
algo sudorosa le delataba. Tras el brindis me miró con rabia.
—No vuelvas a jugar sucio conmigo; nunca más —le dije en voz baja cerca de su oído
mientras nos volvíamos a sentar tras aquel incómodo brindis.
Aquel fue el principio de la perdición de Joseph Goebbels; ninguna mujer hasta la fecha se
había atrevido a tratarle así, con sus mismas armas, a desafiarle sin miedo alguno a las
represalias. Tampoco ninguna fémina le había parecido tan sexy, salvaje y excitante como yo.
Ahora era yo la que tenía la sartén por el mango. Aquella situación había hecho que se
tambaleasen todos sus cimientos y que perdiese el control por primera vez en su vida.
A la mañana siguiente, tumbada en mi cama, una extraña, pero placentera sensación de
satisfacción y éxito me invadía. Aunque sabía que jamás olvidaría la desagradable realidad que
me había hecho vivir, desde la noche anterior era consciente de que mi relación con Joseph había
cambiado para siempre y que ya no podría volver atrás. No obstante, ahora, a diferencia del
principio de la velada, el sentimiento de dominio, de control de la situación latía en mi pecho
conocedor de la fuerza y el poder que tenía sobre él. Goebbels conseguiría hacerme suya; eso era
un hecho, pero lo haría con mis reglas, con mis tiempos y tan solo con el objetivo de alcanzar mi
fin. Sin saberlo, sin poder ni intuirlo, Joseph iba a convertirse en el mayor idiota de todos, en el
traidor que haría que Hitler cayese, en el inútil mamarracho que me facilitaría acceder a la lanza.
Nunca una venganza había sido tan deliciosamente dulce y atractiva como aquella.

***
Villa Bogensee era un lugar idílico, rodeado de bosques y ubicado a tan solo cuarenta y cinco
minutos en coche del centro del corazón de la ciudad. Esa hermosa y vasta mansión fue el regalo
que la ciudad de Berlín le hizo a Joseph Goebbels por su treinta y nueve cumpleaños. Cuando las
obras de remodelación fueron finalizadas, en 1939, la villa contaba con cuarenta habitaciones
normales, otras setenta para el personal de servicio, varios salones, una sala de cine de cien
metros cuadrados y un búnker para su uso personal. Aquello tenía las dimensiones de un auténtico
palacio.
La finca, por desgracia para Magda, pronto se convirtió en el nido de amor del ministro, un
hombre de mente sucia y pervertida e incontrolable apetito sexual, que apoyaba o hundía las
carreras cinematográficas de las actrices de la época, dependiendo de si estas estaban dispuestas
a tener una cita amorosa en su refugio. Por aquel entonces, muchos ya le conocían como el Macho
de Babelsberg.
Aquella soleada mañana todo el servicio que trabajaba en el lugar había librado por órdenes
expresas de Joseph y teníamos toda la finca a nuestra entera disposición. Con la excusa de repasar
algunos documentos que estaban fuera del despacho, salimos de la oficina hacia el mediodía ante
la mirada inquisidora del resto de las secretarias. Era consciente de que, desde ese día, ya no
volverían a tratarme como una más; pero tampoco era ese mi objetivo, ni mi prioridad. Todas
sabían que había caído en las garras de aquel ser despreciable. Tras acercarme a la mesa de Ilka
para avisarla de que no iría a comer a casa, subí a su coche sintiéndome como el reo al que meten
en un vehículo que va a conducirlo hasta el cadalso.
—Puedo ser muy agradecido. No te arrepentirás —dijo él, orgulloso de haber por fin
conseguido su objetivo.
—Eso espero —respondí con cierta frialdad.
A mí aquella frase tan solo me reconfortó por un motivo, y es que ya tenía una excusa perfecta
para pedirle que me llevase a ver la iglesia de Santa Catalina en Núremberg y los tesoros en ella
custodiados en una visita privada, fuera de los horarios de apertura al público. De cara a él debía
parecer una persona interesada en la historia de los objetos allí expuestos y en el arte, en ningún
caso podía dejar que intuyese algo sobre mi verdadero interés por la lanza. Era previsible que
accediese y, por tanto, no me quedaba más que planificar con esmero cuál iba a ser la estrategia
que seguir. Llegamos a la finca y tras enseñarme aquella vasta propiedad y sus hermosos jardines,
regresamos al salón principal.
—Espérame unos instantes, enseguida estoy de vuelta contigo —dijo saliendo de la sala.
Al rato regresó con una botella de champán de la nevera y dos copas y se sentó al piano de
cola que tenía frente a la gran ventana central con el fin de deleitarme con alguna pieza.
—Siéntate a mi lado —instó.
Sentada junto a él escuché con atención aquella hermosa sonata de Franz Schubert que tocaba,
para mi sorpresa, con gran maestría. Lo cierto es que se le podía considerar un brillante pianista.
Luego llenó ambas copas y brindamos. Después se acercó a mí y tras algunas caricias empezó a
besarme y a manosearme de forma bastante decidida haciéndome sentir sumamente incómoda.
Aunque sabía que aquello terminaría pasando aún no me sentía con fuerzas.
—Joseph… no lo he hecho nunca y no creo estar preparada —dije, no sin un cierto temor.
Él me miró con extrañeza y fascinación, como si de un trofeo se tratase. Sus ojos llenos de
deseo, su mirada libidinosa se asemejaba a la de un cazador frente a su presa. Por segunda vez,
me hizo sentir mal.
Tranquila, creo que puedo esperar. Iremos paso a paso. No haremos nada que tú no quieras.
—Eso espero —repetí yo con temor.
—Todo a su debido tiempo —añadió—. Lo bueno se hace esperar. Hace mucho que aprendí
eso.
—Te lo agradezco —respondí aliviada.
12
La fuerza del destino

L levaba varios días pensando en Joel, incluso en la posibilidad de presentarme en su casa si


no se ponía al teléfono del taller, cuando la casualidad quiso que nuestros caminos se
cruzasen. Aquel miércoles de finales de abril, justo después de comer, a pesar de que el cielo
auguraba tormenta, decidí salir a pasear y el destino me impulsó a terminar mi recorrido en el
parque zoológico de la ciudad. Había oído decir que era uno de los zoológicos más grandes,
hermosos y antiguos de Alemania y que poseía una de las mayores cantidades de especies
animales en cautividad del mundo. Así que bajé en la estación del Zoologischer Garten y me
acerqué hasta allí andando. Tampoco tenía nada mejor que hacer. Lo primero que llamó mi
atención fueron los dos edificios y la enorme arcada de la entrada construidos imitando el estilo
nipón. Con artesonados rojizos y amarillos y con techado verde, aquella entrada te trasportaba sin
duda alguna a China o a Japón. Bajo aquel formidable arco de entrada, dos enormes elefantes de
piedra, majestuosos, parecían sostener a modo de columnas aquella impresionante puerta y
custodiar la entrada al zoo. Tras comprar la entrada, avancé dando un paseo, atravesando los
recintos de los pandas, los bisontes y las gacelas hasta llegar a la zona de los pingüinos. Aquellos
divertidos y pequeños seres eran, junto con los felinos, mis animales preferidos. En aquel
zoológico tenían dos especies distintas, los pingüinos emperador y los africanos, bastante más
pequeños que los anteriores. Me apoyé en la baranda del cercado y absorta observé cómo
aquellas hermosas criaturas nadaban y se tambaleaban con su peculiar y graciosa forma de andar.
Fue entonces cuando sentí una mano que me cogía del hombro.
—Lo último que esperaba era verte aquí —dijo una voz masculina a mi espalda.
Era él, era Joel, que casualmente había decidido, al igual que yo, pasar la tarde en el zoo.
Parecía que el destino, caprichoso y oportuno, volvía a darme una oportunidad.
—¡Benditos los ojos! —exclamé al verle—. ¿Por qué no respondías a mis llamadas?
Un silencio algo incómodo se creó tras aquella pregunta. Se me encogió el estómago y aquella
extraña y perturbadora sensación de mariposas revoloteando en él se hizo, muy a mi pesar,
palpable. Era obvio que sentía por él muchas más cosas que las que quería reconocer, o de las que
me convenían. Por mucho que tratase de disimularlo, Joel se había convertido en algo más que un
simple amigo.
—¿Sabías que los pingüinos macho escogen a su pareja regalándole una piedra y si la acepta,
siguen con ella para toda la vida? —dijo, mirándome a los ojos con mezcla de intencionalidad e
inocencia.
—Sí, ya lo sabía. Adoro a estos pequeñajos. Son bastante más fieles y nobles que los seres
humanos. Aunque su realidad es también mucho más sencilla, ¿no crees?
—Es posible, aunque las personas nos complicamos a veces la vida sin razón aparente para
ello.
—Ya… supongo.
—Cuando me siento solo o algo triste, suelo venir aquí. Me gusta mucho verlos, me relaja.
—No sabía que compartiésemos la afición por estos entrañables y ocurrentes animales.
—Yo tampoco —sonrió—. ¿Quieres tomar algo? Hay una terraza aquí cerca.
—Sí, claro —accedí, deseosa de recuperar mi amistad con él.
Por unos instantes me olvidé de quién era y de lo que estaba haciendo en Berlín y centré toda
mi atención en Joel. Sentados en aquella terraza parecía que el tiempo no había pasado desde
nuestras primeras citas en el café de al lado de la Puerta de Brandeburgo. Sin embargo, ambos
sabíamos que los sentimientos estaban a flor de piel y que no sería fácil recuperar nuestra antigua
amistad; al menos no por su parte.
—¿Un café, un refresco…? —me preguntó Joel.
—Un café estará bien. Gracias.
—Pues que sean dos cafés bien cargados —le pidió al camarero.
—¿Y qué tal sigue tu tío?
—De momento, bien. Parece que las aguas han vuelto a su cauce y aunque los nazis siguen
persiguiendo a los judíos, nosotros hemos conseguido pasar desapercibidos.
—Me alegro por vosotros.
—Lo sé. ¿Y tú? ¿Cómo te va por el NSDAP y por la ópera?
—Bien, el NSDAP es bastante más aburrido, pero ahí estamos.
—¿Puedo preguntarte algo? —Joel cambió de tema con aquella mirada entre dulce y
penetrante, que no pronosticaba nada bueno.
—Por supuesto.
—¿Hay alguien más? ¿Estás con alguien?
Aquella pregunta se me clavó como un puñal traicionero en las entrañas. ¿Qué se supone que
debía contestarle? Si le decía que no, estaría en cierto modo mintiendo y tarde o temprano se iba a
enterar y, si le decía que sí, sabía que no iba a volver a verle en la vida. Nerviosa y hecha un
verdadero lío, bajé la mirada sin saber qué contestar.
—Entiendo… —dijo él, dando por supuesto que aquel silencio era una respuesta afirmativa.
—No, no, verás… no estoy con nadie… No es eso, es que todo es algo complicado… —
respondí, levantando la mirada y topándome con la de él que parecía querer escudriñar mi alma en
busca de respuestas.
Entonces Joel miró al suelo y, agachándose, agarró una piedra, como lo harían los pingüinos, y
me la dio. Le miré sonriendo y sabiendo que debía decidir. Como ya pasó en la anterior ocasión,
él acercó su rostro al mío, lentamente, con miedo al rechazo, aunque buscando besarme. Esta vez
iba a ser distinto, esta vez quería que me besara, aunque sabía que aquello iba a complicarme
mucho las cosas. No estaba dispuesta a perderle de nuevo; esta vez no. Sin dudarlo, acerqué mis
labios a los suyos y dejé que aquel volcán de sentimientos nos envolviese sin pensar en nada más.
Hacía mucho que no sentía nada parecido por nadie. De hecho, ni tan siquiera creía que lo que
pude haber sentido un par de años atrás por Roger Mackensie, el hijo mayor de la mejor amiga de
mi madre se pareciese a lo que estaba sintiendo en aquel momento. También era cierto que mi
relación con Roger no pasó de cuatro besos mal dados en la trastienda de la carnicería de Clarise.
Si su madre o la mía se hubiesen percatado de aquello, seguro que hubiesen puesto el grito en el
cielo, o hubiesen intentado casarnos.
En ese mismo instante, en el cielo, un gran resplandor, seguido de un enorme estruendo
anticipó la que iba a ser una de las mayores tormentas de la temporada. Parecía como si el cielo,
testigo de lo que terminaba de ocurrir, hubiese eclosionado también dejando toda su furia y
belleza al descubierto. Sin dudarlo, nos incorporamos y corrimos fuera del zoo, hacia la estación
de metro más cercana antes de que la lluvia, que ya había empezado a caer con fuerza, nos calase
hasta los huesos. El olor a hierba mojada lo impregnaba todo.
—¿Vamos a mi casa? —preguntó Joel mientras bajábamos a toda prisa las escaleras de la
estación.
—Vale, me parece bien —respondí, sabiendo que estaba iniciando un camino sin retorno.
Sentados en el vagón, con el pelo y la ropa humedecida, no podíamos parar de mirarnos con
unas ganas inmensas de comernos a besos. Mi blusa, mojada e indiscreta, dejaba entrever de
forma sugerente el sujetador, y los ojos de Joel no podían evitar recorrer mi cuerpo de forma
lasciva. Sin poder evitarlo me besó ante la mirada de desaprobación de la gente que nos rodeaba.
Inmersos en una espiral incontenible de emociones, salimos de la estación y corrimos hasta la
portería de Joel. Encendidos, subimos los escalones de la entrada de dos en dos, como si la casa
fuese a partir a algún destino sin nosotros. Tan solo abrir la puerta, Joel, en estado casi febril,
empezó a quitarme la ropa con tal ímpetu que por un segundo temí que fuera a romperla. Apoyada
en la pared, podía sentir su aliento en mi cuello y sus manos sobre mi pecho.
—Ve poco a poco, por favor. Verás, es que… es mi primera vez.
Joel paró en seco sorprendido y algo inquieto por aquella inesperada afirmación.
—¿Soy el primero? —dijo él, con una mezcla de satisfacción, temor y emoción contenida.
—Sí, lo eres.
—¿Estás segura de esto?
—Por supuesto.
Con dulzura, acarició mi rostro, me cogió en brazos y me condujo en volandas hasta su
habitación. Pocas veces en mi vida había estado tan convencida de algo.

***
Nerviosa, miré el reloj. Nos habíamos quedado dormidos y eran más de las nueve de la noche.
Ilka se estaría preguntando dónde demonios estaba y por qué, sin avisar, no había ido a cenar. Me
levanté de la cama como si tuviese un resorte y Joel me miró sin entender mi reacción.
—¡Tendría que haber regresado a casa como mínimo hace una hora! —exclamé, apurada.
—¿Y si te ha surgido algo?
—Lo normal es que avise y no lo he hecho. Ilka estará extrañada y preocupada.
—¿Y si llamas desde el taller?
—No creo que sea una buena idea. ¿Acaso quieres que mi tía investigue dónde o con quién
estoy?
—Pues entonces te toca correr y aguantar el chaparrón.
—Eso creo.
—¿Qué vas a contarle?
—No lo sé, ahora no puedo ni pensar. Algo se me ocurrirá de camino.
—¿Quieres que te acompañe?
—¿Para qué? Si tampoco puedes dejarme en la puerta.
—Eso es cierto —respondió, mordiéndose ligeramente el labio—. ¿Cuándo nos volvemos a
ver?
—Te llamo al taller, ¿vale? —Me acerqué a la cama a darle un beso de despedida.
—¡Por cierto, me olvidaba! —exclamó Joel, incorporándose y tomando un sobre de encima
del mueble de la entrada—. Anteayer llegó otra carta de tu familia.
—¡No sabes lo feliz que me haces!
—Lo sé. Anda, vete y cuídate mucho, preciosa.
—Y tú también.
Salí a toda prisa sabiendo que debía inventarme una historia creíble antes de llegar a casa.
Sentada en el vagón, mi cabeza parecía una cafetera en plena ebullición. Corrí hasta la puerta de
entrada y tan pronto llamé al timbre, la propia Ilka acudió a abrir.
—Jovencita, ¿acaso es tan difícil avisar de que uno no viene a cenar?
—Lo siento, lo siento mucho, no ha sido mi intención.
—Estaba muy preocupada.
—Lo imagino y no sabes cuánto lo siento.
—Espero que tengas una buena justificación.
—Lo que ocurrió es que estaba en el zoológico cuando empezó la tormenta y al irme a
resguardar tropecé y golpeé mi reloj. No me di cuenta de que tras el golpe se había parado y
cuando la lluvia arreció, convencida de que aún era temprano, me acerqué a un bar a tomar algo.
Me di cuenta al rato, cuando volví a mirar el reloj y vi que seguía marcando las siete y cinco de la
tarde.
Ilka me miró con incredulidad, como lo haría cualquier padre que piensa que su hijo intenta
engañarlo. Tratando de disipar sus dudas le mostré el reloj, que había parado mientras estaba en
el metro.
—Está bien, te creo. A todo esto… ¿has cenado algo?
—¡Qué va!
—Si no me equivoco queda algo de puré y de carne en la nevera. Ahora le digo a Trisha que te
lo caliente.
—Gracias, Ilka, y perdona de nuevo.
—Está bien, tranquila. Ahora empiezo a entender a los padres cuando dicen lo que se sufre
con los hijos.
Me acerqué a ella y le di un abrazo y un gran beso en la mejilla. Sin quererlo, le estaba
cogiendo cariño y de ser una simple desconocida había pasado a ocupar parte de mi vida y
también de mi corazón.
Tras la cena, me encerré en el cuarto ansiosa por leer la última carta de mi familia.

Querida Abby:
Esperamos que sigas tan bien como la última vez que tuvimos noticias tuyas. Aquí
todos te echamos muchísimo de menos, en especial papá, que ahora se siente muy
orgulloso de ti. Está tan arrepentido de que te fueses de aquella manera y de no haberse
despedido…
A mamá tuvimos que ingresarla la semana pasada por uno de sus achaques
respiratorios, pero nada que deba preocupante. Le han recomendado algunos días de
descanso; eso es todo. Así que, de forma provisional, hemos tenido que suspender todas
las sesiones.
Mike ha decidido que quiere ser arquitecto y papá está entusiasmado con la idea,
salvo porque esos estudios son bastante más caros de lo que seguramente podremos
pagar. Pero mamá dice que ya lo sacarán de alguna parte; eso si el mes que viene no ha
cambiado de idea. Ya sabes que Mike cambia de gustos con mucha facilidad. A Karen ya
se le pasó la tontería de abandonar los estudios, aunque ahora amenaza con que quiere
ser actriz y, claro, papá está de los nervios. Solo imaginarla sobre un escenario o de
gira le pone enfermo. Leo y yo seguimos igual, sin novedades que contarte. Y ahora lo
más importante… ya es un hecho que Broke se va a casar. ¿Qué te parece? El enlace
será para el mes de septiembre; aún falta tiempo y para esa fecha tienes que estar aquí.
Vamos, que no puedes perderte su boda bajo ningún concepto. Papá dice que ahora va a
ser bastante más difícil tanto salir como entrar en Alemania y más siendo inglesa. Que
las cosas han empeorado bastante. Lo cierto es que le preocupa mucho tu seguridad.
Pero ninguno puede imaginar la boda sin estar tú en ella. ¿Crees que para entonces
habrás concluido con la misión? Esperamos que así sea y que podamos tenerte con
nosotros lo antes posible.
¡¡¡¡Te queremos mucho!!!! Regresa pronto.

Lillian

Broke se iba a casar y yo sabía que, salvo que ocurriese un milagro, difícilmente podría
regresar a casa para el enlace. Las cosas iban mucho más lentas de lo que hubiese querido y salir
del país antes de terminar con lo que había venido a hacer era un suicidio. Además, ahora, tras lo
ocurrido con Joel, tampoco sabía dónde estaba mi lugar.
¿Qué sería de nosotros si yo regresaba? No me había parado a reflexionar sobre ello hasta ese
mismo momento. Quizás había más motivos de los que inicialmente había pensado para no iniciar
una relación con él. Pero ahora ya era tarde para arrepentirse y solo quedaba seguir adelante.
Guardé como siempre la carta en una caja de zapatos encima de mi armario y tomé un papel
para responder, aunque una extraña sensación de tristeza e impotencia me complicaba, como
nunca, poder volcar sobre el papel todo lo que me inquietaba y me estaba ocurriendo. Era
evidente que no podía contarles que me había dejado seducir por Goebbels, ni que tenía un medio
novio judío con el que me había acostado; papá se hubiese vuelto loco. Eso tendría que quedar
enterrado en mi memoria, al menos de momento.
13
Santa Catalina de Núremberg

M ayo no tardó en traer algo de mejor tiempo a la capital, pero también algunos posibles
problemas, que flotaban en el ambiente ahogándome cada día un poquito más. Llevar en
paralelo mi relación con Joseph y con Joel empezaba a ser arriesgado. ¿Cuánto tardaría alguno de
ellos en descubrir la existencia del otro? Aquella probabilidad me angustiaba, no solo porque
ponía en peligro toda la misión, sino porque podía perder a la persona de la que estaba
enamorada. Compaginar el trabajo con aquella locura se estaba convirtiendo en una tarea casi
imposible, así que me planteé dejar el teatro. Desde que había entrado en el NSDAP, trabajar en la
Berlin Staatoper ya no era tan relevante. En realidad, dado el tipo de relaciones sociales que
había empezado a establecer gracias a Ilka, limpiar camerinos había dejado de ser apropiado.
Tras hablarlo con tía Ilka, presenté mi dimisión. Aunque perder de vista a mis compañeros me
sabía mal, eso iba a dejarme algo más de disponibilidad para centrarme en lo verdaderamente
importante.
A medida que transcurrían los meses, las visitas a Villa Bogensee iban en aumento y más
después de acostarme finalmente con Joseph y hacerle creer que había sido el primero. Ahora,
aquel hombre fetichista, seguro de sí mismo y algo arrogante, se había convertido en un adicto a
mí, en un hombre posesivo y celoso que, sin ningún derecho, pretendía encerrarme en una urna de
cristal. Cada vez resultaba más complicado ocultar aquella relación a tía Ilka, o a su propia mujer,
que muy probablemente ya supiera de sus múltiples infidelidades. Aquel era el momento idóneo
para conseguir de él lo que yo quería: acceder al tesoro de los Habsburgo. Aquel lunes, como
otros muchos días nos ausentamos a media mañana de la oficina para ir a su nido de vicio y
perversión. Tumbada sobre aquel frío lecho de presuntuosas sábanas de satén, con aquel ser
repugnante cuyo olor a duras penas soportaba, medio dormitando abrazado a mi espalda, comencé
a preparar el terreno.
—¿Te acuerdas de que te comenté que me apasiona el arte?
—Ummm… —respondió él todavía algo adormecido.
—Cariño… ¿me estás escuchando?
—Sí, sí, claro.
—¿Sabes qué me encantaría ver?
—Ni idea —dijo, balbuceando.
—He oído hablar mucho del tesoro de los Habsburgo. Dicen que tiene piezas increíbles. Dos
coronas, un cetro, joyas originales de Isabel de Austria… incluso una lanza que comentan que fue
la que atravesó el costado de Jesucristo.
—Ajá… Sí, así es.
—Me encantaría que me llevases a verlo. Poder contemplarlo con calma, no con el resto de
los turistas, sería increíble. Seguro que puedes conseguir una visita privada.
—¿Tanto te interesa eso? Está en Núremberg, no en la capital —apuntó sin apenas abrir los
ojos.
—Lo sé… pero sería extraordinario poder verlo, tocarlo. No sabes lo que daría yo por ello.
Aunque si tú no puedes, quizás se lo pida a algún otro cargo del NSDAP. Seguro que alguno se
prestaría…
—¿Por qué no habría de poder? —respondió, alzando la cabeza sin atisbo del sueño que
parecía haberle secuestrado minutos antes.
—Bueno, no sé, como no parecía interesarte…
—Está bien. El sábado te llevo. Le diré a Magda que tenemos una de esas conferencias del
partido en el Reichsparteitagsgelände, a las afueras de Núremberg; que nos ha convocado el
Führer. Así podemos pasar el fin de semana juntos.
—¡Gracias, amor! No sabes la ilusión que me hace.
—Mañana mismo avisaré para que nos preparen la visita privada.
Satisfecha, cerré los ojos y seguí un rato más tumbada en la cama dormitando. Ahora el
problema sería cómo explicarle a Joel que no podríamos quedar durante el fin de semana. Tenía
varios días por delante para preparar el terreno y buscar una buena justificación.
Por suerte, aquel terrible sentimiento de suciedad que me invadía cada vez que estaba con
Joseph fue dejando lugar a una extraña pero conveniente sensación de resignación. Cuando estaba
con él, me limitaba a cerrar los ojos y a evadirme, a pensar en cosas banales que me transportasen
lejos de allí. El problema llegaba cuando estaba con Joel. En mi cabeza la culpabilidad que sentía
por engañarle no me dejaba vivir. Sabía que en algún momento tendría que explicarle todo, pero
la idea de perderlo para siempre me hacía recular.

***
Al llegar a casa me senté en el sofá de la sala de estar tratando de pensar en qué hacer cuando
estuviese en Santa Catalina. Aunque Joseph consiguiese una visita privada, aunque pudiese tocar
con mis manos la maldita lanza, no había ninguna forma de que me pudiese hacer con ella. ¿Cómo
iba a robarla ante sus narices? Sentía que, sin ayuda, sin un esquema más elaborado, aquello iba a
ser un fracaso.
—¿Qué es lo que te preocupa? —preguntó Ilka al entrar a la sala y verme tan pensativa.
—Nada, nada importante —contesté yo, sabiendo que muy posiblemente no creyese mi
respuesta.
Ilka era una mujer observadora y suspicaz. A veces parecía tener un peligroso sexto sentido.
—Kristin… sabes que puedes confiar en mí, ¿no? La familia es siempre lo primero —dijo,
dándome a entender que ni siquiera iba a anteponer su relación con el régimen.
—Lo sé, tía, y no sabes cómo agradezco todo lo que has hecho por mí y lo que me has
demostrado en estos meses.
—¿Qué tal con Joseph?
—Bien. Creo que le tengo más o menos bajo control.
—Me alegro, pero no le subestimes. Es un hombre peligroso.
—No lo hago.
—Si necesitas hablar de algo… yo…
—No te preocupes, estoy bien.
—Comeremos en unos minutos.
—Perfecto.
Ilka salió de la sala con mirada de preocupación; era obvio que no había conseguido
convencerla. Sabía que tarde o temprano insistiría, pero por el momento se había resignado a no
obtener respuesta.
Ofuscada, seguí dándole vueltas a la cabeza, tratando de buscar un plan que al menos
pareciese factible. Quizás la solución no pasaba por robar la pieza, pensé, sino por sustituirla.
Aunque la dificultad inicial seguía siendo la misma; apoderarse de la pieza original sin ser vista,
el cambiazo facilitaba la salida y que no saltase la alarma. Pero para llevar a cabo tal hazaña ya
no bastaba con mi habilidad para sustraer la lanza, sino que, además, necesitaba que alguien
realizase una réplica exacta del original. Alguien con la destreza y las herramientas necesarias
para realizar un impecable trabajo de orfebrería y que también conociese la pieza al detalle.
Respiré hondo dejándome caer en el sofá abatida. Aquello era una misión para un agente infiltrado
y no para una pobre desgraciada que no tenía ni dónde caerse muerta. Cada vez que creía estar un
poco más cerca de mi objetivo surgían nuevos retos infranqueables que me hacían querer tirar la
toalla.
—La comida está en la mesa —dijo Trisha, asomándose—. Voy a avisar a la señora.
—Ya voy yo, Trisha. —Me incorporé. Me acerqué al dormitorio de Ilka y llamé a su puerta.
—Adelante —dijo ella desde el otro lado.
Abrí la puerta y me asomé para avisarla de que ya estaba la comida en la mesa, cuando sobre
la cómoda de su habitación pude ver una de aquellas magníficas cámaras fotográficas. Era
probable que aquel aparato llevase allí bastante tiempo, pero yo no me había fijado en él hasta
aquel preciso instante. Una cámara podía ser la solución a la hora de realizar una réplica exacta
de la pieza, pensé algo menos agobiada.
—Por cierto… —dije, sin mostrar un interés excesivo que pudiese delatarme.
—Dime… ¿Te importaría si tomo prestada tu cámara el fin de semana? La verdad es que
nunca he usado ninguna y me encantaría tomar unas fotografías.
—No, cógela cuando quieras. ¿A dónde vas a ir?
—Pues verás, las chicas del teatro me han invitado a acompañarlas a pasar el fin de semana en
el campo, y si no te importa…
Ilka me miró con incredulidad.
—¿Las… chicas del teatro? Kristin, sé que sigues viéndote con ese chico; el del tren. No es
que me entusiasme, pero me gusta mucho menos que me mientas. ¿Te crees que no he sido joven?
En aquel instante sentí que mis mejillas se sonrojaban y que mi corazón se aceleraba. Aunque
el hecho de que Ilka supiese mi relación con Joel no me favorecía, era quizás la mejor excusa y la
más creíble para ausentarme durante un par de días.
—Lo siento. No pretendía mentirte.
—Kristin, no creo que pasar un fin de semana a solas con un chico fuese algo que tu padre
hubiese aprobado.
—No vamos a estar a solas, tía. Vamos un grupo de amigos.
—Y… ¿a dónde vais?
—A algún pueblecito por aquí cerca.
Sentía que la mirada inquisitiva de Ilka pendía sobre mí sin darme tregua como la espada de
Damocles.
—¿Debo creerte? —dijo ella con gesto preocupado.
—Soy mayor y responsable. Confía en mí.
—Está bien, pero no vuelvas a mentirme.
—No lo haré —respondí, sintiéndome fatal porque sabía que tarde o temprano descubriría que
todo había sido una farsa.
Tras darme la cámara, me miró con curiosidad y preguntó:
—¿Cómo se llama el afortunado?
—Joel.
—¿Joel qué más?
—Joel König.
Ilka frunció el ceño, algo en su rostro me decía que lo que acababa de oír no la tranquilizaba
demasiado. Nerviosa, empezó a mover la cabeza de un lado a otro como negando.
—Kristin, ese apellido es de raíz judía. ¿Es ese chico judío? ¿Te has vuelto loca? —Sin saber
qué contestar bajé la mirada—. ¡Dios! ¿Acaso no sabes dónde te estás metiendo y el peligro que
corres? —espetó con voz enérgica.
—¿Desde cuándo elegimos de quién nos enamoramos? —respondí yo sin levantar la vista.
—¡No digas estupideces! —respondió fuera de sí.
—No es mi intención fastidiarte… te lo puedo asegurar. Pero ¿qué voy a hacer si le quiero?
Sin responder, se dirigió con paso firme hasta el comedor y se sentó a la mesa. Entonces entró
Trisha con la bandeja y un silencio sepulcral se cernió sobre nosotras mientras servía la comida.
En cuanto Trisha salió de la sala, Ilka, algo más serena, prosiguió con su discurso.
—Enamorarse de un judío en este país y en este momento no es algo que te convenga,
jovencita. Hay tantas cosas de este régimen que todavía desconoces…
—¿Que les obligan a coserse una estrella amarilla en su ropa para diferenciarlos del resto?
¿Que cierran sus negocios? ¿Que se les restringe el acceso a la comida? ¿Qué están siendo
deportados a Polonia? Lo sé… ¡y tanto que lo sé! Y me avergüenza formar parte de ello.
Tras cerrar con fuerza sus ojos y tomar aire prosiguió:
—No es solo eso, es todavía peor y mucho más peligroso. Esto solo acaba de empezar. Los
planes de Hitler son bastante más horribles que todo eso. Las deportaciones son en realidad viajes
de no retorno a guetos o aún peor, a campos de concentración, lugares donde pretenden hacerles
trabajar como esclavos y si no sirven, matarlos. Pretende exterminarlos, borrarlos de la faz de la
tierra. Para él no son ni personas.
—¡Santo cielo! Me pregunto cómo puedes comulgar con esas ideas… —repliqué,
olvidándome de que yo misma estaba en el NSDAP y se suponía que aprobaba sus ideales—. ¡Es
horrible! ¿Cómo puedes estar tan tranquila sabiendo eso?
Ilka me miró sin saber qué responder y permaneció en silencio unos minutos que me
parecieron horas.
—Hay muchas cosas que no comparto, muchas, pero he aprendido a sobrevivir y a que, a
veces, hay que enterrar las emociones y actuar con la cabeza. ¿Crees que es fácil para una mujer
sola estar donde yo estoy? ¿Crees que no he tenido que sacrificar muchas cosas? Nunca lo he
tenido fácil.
—Lo siento, yo… no pretendía juzgarte —balbuceé viendo el dolor en sus ojos.
—Lo sé, y quiero que entiendas que tan solo me preocupo por ti. No quiero que te pase nada.
No quiero verte sufrir —añadió Ilka con rostro apenado.
—Sé que tus intenciones son buenas, pero esta batalla debo librarla yo sola. No me puedes
proteger, ni tampoco pedirme que deje de sentir lo que siento por él —insistí tratando que me
comprendiese.
—Te entiendo más de lo que piensas, yo también fui joven y me enamoré de quien no debía.
Pero esto… Kristin… esto es harina de otro costal. Te aviso de que puede llegar el momento en
que, aunque quiera, no pueda ayudarte.
—No te pediría eso. Tranquila, sé cuidarme. Pero gracias por tus consejos, sé que son con la
mejor de las intenciones.
—Eso espero, Kristin, que vayas con mucho ojo. Quizás no haya tenido hijos, pero me
preocupo por ti tanto como si fueras hija mía, y no soportaría que te pasase nada.
—Lo sé y yo también te quiero como si fueses una segunda madre. Supongo que lo sabes, ¿no?
La comida prosiguió en silencio; ambas teníamos muchas cosas en que pensar y muy pocas
ganas de hablar. La tensión se palpaba en el ambiente. Ahora tan solo faltaba que por alguna
fatídica casualidad Ilka se enterase de mi relación sentimental con Joseph. Eso sería ya la
hecatombe. Las cosas parecían complicarse por momentos y para llevar a cabo mis planes eso era
lo último que necesitaba. Respiré hondo y traté de serenarme.

***
Eran cerca de las cuatro y media de la tarde cuando salí de casa al encuentro de Joel. Aunque
tenía muchas ganas de verle, en mi cabeza las palabras de Ilka resonaban con fuerza haciéndome
sentir mal. Estaba mintiendo a todas las personas que me querían y eso no me hacía sentir
precisamente orgullosa. Fuera, el cielo de color gris plomizo parecía amenazar con vaciar su furia
sobre mí y el viento, revoltoso, arremolinaba mis cabellos con insistencia. Sentí como si el
mismísimo universo estuviese diciéndome que todo en mi vida estaba mal, que me estaba
equivocando, debía cambiar.
—Buenas tardes, princesa —me saludó Joel, agarrándome de la cintura y dándome un beso.
—Hola, cielo —respondí con voz desanimada.
—¿Qué ocurre? ¿Estás bien?
—No, no lo estoy. No estoy bien —fui incapaz de ocultar mis sentimientos por más tiempo.
—¿Y eso?
—Es una larga historia.
—Pues tengo todo el tiempo del mundo.
—Lo sé, pero lo que tengo que decirte no te va a gustar. —Trataba de ganar tiempo porque no
sabía cómo empezar a explicarle la verdad.
Quizás había llegado el momento de contarle todo a Joel, aunque el miedo a su reacción hacía
que la voz me flaquease y se me paralizasen los latidos del corazón. Sentía como si una mano
invisible estuviese apretando con fuerza mi garganta ahogando las palabras. Mi estómago se
revolvía por momentos y el ritmo de mi respiración se aceleraba muy por encima de la normal.
—Kristin, me estás preocupando de verdad. ¿Qué es lo que pasa? —dijo él con insistencia.
—Tengo que contarte muchas cosas y solo espero que después sigas queriéndome igual.
—¿Por qué iba a dejar de quererte? ¿Qué es tan grave para que pienses que eso pueda ocurrir?
—Mejor sentémonos y pidamos algo de beber antes; tengo la garganta seca —dije,
dirigiéndome a la terraza en la que solíamos quedar.
—Está bien.
14
La hora de la verdad

T ras pedir las bebidas y esperar a que las sirvieran, Joel me miró expectante sin imaginarse la
bomba que iba a soltar. Tomé un sorbo de agua y me dispuse a hablar.
—Antes de empezar, quiero que me prometas, necesito que me jures que nada de lo te diga
saldrá de aquí. Es muy importante.
—Kristin… ¿de qué va todo esto? Me estás asustando.
—¿Lo prometes?
—Sí, claro, lo prometo.
Respiré hondo y le miré fijamente sabiendo que habría un antes y un después de aquella
confesión; como si no fuese a volver a verle. Era consciente de que el resultado de aquella
conversación era completamente imprevisible y que iba a ser difícil que entendiera y aceptara
todo lo que le iba a contar.
—No soy quien tú crees, no soy la persona cuya identidad ostento. No soy Kristin.
—¿Cómo?
—Kristin Schneider existe, pero no soy yo. Usurpé su identidad para poder venir a Berlín e
infiltrarme entre las filas nazis. Necesitaba un pasado alemán creíble. Mi verdadero nombre es
Abby Evans.
—No entiendo nada… —respondió Joel que, estupefacto, no sabía qué hacer, o cómo asimilar
toda aquella información—. ¿Acaso es una broma?
—No, no es ninguna broma, Joel. Jamás te he mentido sobre mis sentimientos por ti; te quiero,
eso no lo dudes, pero todo el resto es falso. Siento mucho haberte mentido, pero cuando te conocí
no entraba en mis planes enamorarme de nadie.
—¿Por qué?
—Porque era la única forma de llevar a cabo mi misión, la única forma de llegar a mi
objetivo.
—¿Misión? ¿Objetivo? ¿Acaso eres espía, agente del SIS, de la KGB?
—Ojalá, supongo que todo hubiese sido más fácil. Solo soy una humilde chica del sur de
Inglaterra a la que un ser de otro mundo encomendó una misión suicida; robarle al Führer la lanza
de Longinos.
—¿Un ser de otro mundo? ¿La lanza de qué…?
—La lanza de Longinos.
Joel me miraba como si no me reconociese, como si frente a él tuviese a una completa extraña;
a una loca perturbada. Mientras le contaba toda la historia, podía sentir que entre él y yo se estaba
creando un abismo enorme. Cuanto más sincera era con él, cuantos más datos le daba, mayor era
su desconfianza.
—Joel, sé que parece una locura, pero si me quieres, solo te pido que confíes en mí y me
creas. Es más importante de lo que crees.
—Es decir, que debo creer que un muerto, o algo así, te ha ordenado rescatar esa lanza, que tu
tía no es tu tía y que estás intentando robar ese objeto. ¿Me dejo algo?
—Básicamente, no.
Sabía que debía decirle también que estaba liada con Joseph, pero si lo hacía en ese instante,
era obvio que se iba a levantar y nunca volvería a verle. Así que opté por obviar aquella parte de
la historia, al menos de momento. Ya se lo diría más adelante, cuando al menos me creyese.
—¿Y cómo piensas hacer tal proeza? Porque más allá de lo increíble e inverosímil de tu
historia, sabrás que esa lanza debe estar protegida y custodiada.
—Lo sé y no creas que no le he dado cincuenta mil vueltas al asunto.
—Pues ilumíname…
—Por eso quería entrar en el NSAP y trabajar para Joseph Goebbels; para poder acercarme a
la lanza.
—¿Y él te la va a dar sin más?
—¡Claro que no! Pero tiene acceso a ella y ha prometido llevarme a Santa Catalina de
Núremberg a verla.
—Pero sigue siendo una hazaña imposible. ¿Cómo vas a hacerte con ella? ¿Te la vas a llevar
bajo el brazo por tu cara bonita?
—Claro que no. Creo que lo más fácil es fotografiarla durante la visita y realizar una réplica
exacta con el fin de sustituirla. Estoy convencida de que tu tío podría realizar una copia en su
taller y luego tramar un plan para efectuar el cambio.
—¿Mi tío? ¿Una réplica? ¿Sustituirla? ¿Algo más? Definitivamente, estás loca de remate.
—Joel, si no lo hago, mi familia morirá, ese ser nos amenazó de muerte y tiene la capacidad
de poder hacerlo. Pero también vosotros estáis en peligro.
—¿Nosotros? ¿Qué tenemos nosotros que ver en todo esto?
—Esta mañana Ilka se enteró de nuestra relación y sabe que eres judío.
—¿Cómo? ¡Joder… tengo que avisar a mi tío! —exclamó, dando un brinco de su asiento.
—No, tranquilo, no va a denunciaros ni nada parecido, pero… me ha comentado que los
planes de Hitler para los judíos son terribles.
—¿Qué quieres decir?
—Los están deportando y los quieren exterminar.
—¿Exterminar?
—Las deportaciones son solo el principio. Los están llevando a guetos y a campos de
concentración y terminarán por matarlos.
Joel se quedó en silencio sin saber qué responder. Si aquello era cierto, muchos conocidos
podrían estar muertos. Con voz entrecortada trató de responder.
—No. No puede ser cierto. ¿Cómo van a…?
—Me temo que sí. Ilka está muy bien relacionada y tiene información de primera mano. De ahí
su preocupación por ambos cuando supo tu apellido.
—¡Joder!
Sus ojos, enrojecidos, en una mezcla de dolor e ira me miraban atónitos sin poder asumir todo
lo que le estaba contando.
—¿Lo entiendes ahora? Tienes que ayudarme. Juntos tendremos más probabilidades de éxito.
—¿Y quitarle al Reich esa maldita lanza de qué coño va a servir? No te sigo.
—«Cuenta la leyenda que el que posea la lanza será el amo del mundo y ganará cuantas
batallas quiera, pero el que la pierda entrará en una vorágine destructiva y de percances que
terminarán con su propia muerte» —respondí recitando casi de forma literal el texto que había
leído—. Eso dicen los escritos sobre ella.
—Pero eso es una leyenda, solo una leyenda, Kristin… También existen leyendas de vampiros
y hombres lobo y la gente no va por la calle abriendo ataúdes con estacas o pistolas cargadas de
balas de plata.
—Una leyenda que se ha cobrado ya varias vidas, entre ellas la de personajes tan famosos
como Carlomagno o Barbarroja. Un mito tan real que hizo que el propio Führer ansiara poseer ese
objeto desde que de joven tuvo conocimiento de su existencia. Una ficción que le llevó a invadir
Austria y a llevar la lanza a Núremberg y custodiarla como si de ella dependiese su propia vida.
Tras un breve, aunque interminable silencio, Joel respondió:
—Imagínate que te hago caso, que decido creerte y embarcarme en esta fantástica historia.
¿Cómo lo vamos a hacer? Es una misión suicida. ¿Eres consciente de ello?
—Este fin de semana, Joseph Goebbels me va a llevar a Núremberg e iremos a Santa Catalina
en una visita privada. Es mi oportunidad para fotografiar la lanza y fijarme en las medidas de
seguridad del lugar en cuestión.
—¿Este fin de semana? ¿Una visita privada? ¿Me he perdido algo?
—Bueno, verás…
—¿Verás? ¿Qué es lo que tengo que ver, Kristin? ¿O acaso debo decir Abby?
—La única forma que encontré para meterme en las altas esferas, de poder llegar hasta la
reliquia, era acercarme a algún alto mandatario del Reich y Goebbels era mi jefe, tenía fama de
mujeriego y él…
—¿Y él qué Kristin? —me interrumpió Joel fuera de sí y mirándome como si de una furcia se
tratara.
—Él se encaprichó de mí y vi una posibilidad…
—¡No me lo puedo creer! Me estás diciendo que mientras tú y yo estábamos… ¿tú y él…?
Increíble.
—Joel, no es como lo pintas. Fuera de contexto suena fatal. No imaginas lo duro, lo
repugnante, por lo que he tenido que pasar…, pero no había otra forma, no…
—No sigas… hazme el favor. Me das asco —dijo, incorporándose con el rostro desencajado
—. No vuelvas a llamarme nunca más.
En aquel instante me quise morir, me sentí sucia, tan sucia como la noche en casa de tía Ilka,
cuando Goebbels me forzó. Con los ojos repletos de lágrimas traté de rogarle que me escuchara,
pero él, tras dejar dinero sobre la mesa para pagar las bebidas, se fue decidido y sin mirar atrás.
Ahora sí que mis peores augurios se habían hecho realidad.
Sentía cómo la gente de las otras mesas me miraba con curiosidad; pero me daba igual.
Completamente abatida, me levanté y me fui andando sin saber a dónde ir. No había perdido solo
al hombre al que amaba, sino también la única posibilidad de ayuda que podía tener. ¿Quién iba
ahora a realizar una réplica? ¿Quién me ayudaría con aquella misión? El cielo enfurecido crujía
con fuerza sobre mí y las primeras gotas de lluvia no tardaron en caer con tesón y rabia. Parecía
como si el desasosiego que me carcomía internamente hubiese alcanzado al cielo. Me daba igual
el agua o el frío, en mi interior hacía rato que tan solo había hielo, vacío y desazón. Mientras la
lluvia, intensa, calaba mi ropa me senté en un banco, como en trance y rompí a llorar desesperada.
Ya no había nada que me importase. Pasaron las horas y yo seguía allí, imperturbable, ida, como
una muñeca rota a la que han tirado a la basura.
No sé a qué hora llegué a casa, ni tan siquiera recordaba el camino que había seguido, pero, a
juzgar por la preocupación en la expresión de Ilka, debía de ser muy tarde. Con la ropa empapada
y temblando de frío, sentí que se me nublaba la vista y casi sin poder evitarlo, me dejé caer al
suelo, medio inconsciente, al traspasar el umbral. De fondo podía oír cómo Ilka llamaba a Trisha
alarmada por mi estado. Mi cuerpo parecía no querer, o no poder responder. Me dejé llevar por
aquel trance, por aquella especie de alienación hasta perder por completo el control de todos mis
sentidos.

***
Abrí los ojos con dificultad; era como si los hubiesen pegado con cola. La luz de fuera me
molestaba más de lo habitual. Tras unos segundos conseguí ver a mi alrededor con cierta
normalidad. Estaba en una habitación de paredes claras, níveas y desnudas, tumbada en una cama
y a mi lado tan solo había una silla blanca y un pequeño mueble que parecía una mesa aita con
ruedas del mismo color. Ilka me miraba desde el lateral de la cama con expresión de alivio.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estamos? —pregunté, todavía algo aturdida por la medicación.
—Estamos en el hospital. Llevas tres días inconsciente y con una fiebre altísima —respondió
ella—. No sabes el susto que me has dado.
—¿Qué ha pasado?
—Apareciste en casa muy tarde y empapada por la lluvia. Nada más entrar te desmayaste.
—No recuerdo casi nada. Estuve hablando con Joel y nos enfadamos y después… —respondí.
—Fuera hay alguien con quien creo que deberías hablar. Os dejo solos. —Y salió de la
estancia.
Ilka abrió la puerta y Joel entró en la habitación, cabizbajo y cerró la puerta tras de sí. Me
miró fijamente y tras tomar aire comenzó a hablar.
—Tu tía me buscó. No sabía qué había pasado, ni por qué su sobrina había llegado a casa a
las doce de la noche empapada y en estado febril.
—Siento tanto lo ocurrido… Yo no sabía cómo hacerlo, yo solo… Sé que me equivoqué.
—Abby, mejor dejemos el tema. A tu tía tan solo le dije que nos habíamos peleado y que te
había dejado. Nada más. De momento, es mejor así.
—Joel, nunca quise hacerte daño; lo juro. Y aunque no quieras saber nada más de mí como
pareja, tienes que ayudarme. No eres consciente de lo importante que es esa lanza… para todos.
—Estos días he tenido tiempo para pensar y para hablar con Ilka. Tu tía me ha aconsejado que
coja a mi tío y huya de esta ciudad mientras pueda. A pesar de sus amistades, es buena persona.
—¿Cómo?
—Es buena gente y se preocupa mucho por ti.
—Lo sé y no te imaginas cuánto me angustia su reacción el día en que sepa la verdad sobre mi
identidad. Lo cierto es que le he cogido mucho cariño.
—Te creo, y no quisiera estar en tu lugar.
—¿Y has decidido qué vais a hacer tu tío y tú? ¿Os vais a ir?
—Aún no le he contado nada, pero mi tío no va a irse de Berlín jamás; le conozco. Se negará a
abandonar su casa, su taller, su vida… y yo no puedo, no voy a dejarle solo.
—¿Y entonces?
—He estado leyendo sobre esa maldita lanza y aunque no creo en objetos de poder y en todas
esas historias, es cierto que Hitler y muchos de sus secuaces lo hacen. Si él está tan convencido
como dices del poder de ese objeto, perderla puede que le suponga un verdadero problema. Y
quién sabe de lo que es capaz la sugestión.
—¿Entonces, vas a ayudarme? —Traté de incorporarme.
—Tengo que pensarlo bien, pero no lo descarto. Si puedo hacer algo para terminar con estos
putos nazis, bienvenido sea. ¿Cuándo tenías que ir a Núremberg?
—Este fin de semana. ¿Hoy a qué día estamos?
—Jueves. ¿Crees que para mañana estarás bien?
—Sí, seguro. Pero a Ilka le dije que iba a pasar el fin de semana contigo y unos amigos. Si se
supone que lo hemos dejado… ¿qué le explico ahora?
—Lo mejor es que piense que seguimos juntos. Así además me aseguro de que nos proteja.
—De acuerdo, pero deberíamos hacernos algunas fotos fuera de Berlín, o en algún lugar que
no sea reconocible. Le dije que cogía su cámara prestada porque quería sacarme unas fotos
contigo.
—Está bien, no te preocupes. Las haremos. ¿A qué hora salís hacia Núremberg?
—Imagino que temprano por la mañana. Joseph me dijo que me recogería cerca de casa.
—Perfecto; es por si tu tía me pregunta.
Ilka entró entonces en la habitación acompañada de un doctor y una enfermera.
—¿Cómo te encuentras esta mañana? —preguntó el médico, acercándose a la cama para
auscultarme.
—Como nueva. De hecho, hacía mucho que no me sentía tan descansada y fresca —respondí
mientras aquella joven mujer de bata blanca me tomaba la temperatura.
—Vaya susto le diste a tu tía. Afortunadamente, tan solo fue frío y cansancio. Nada que no
resuelva una buena dosis de cama y algo de medicación. Pero no vuelvas a andar bajo la lluvia de
esa forma; esta vez fue poca cosa, pero las neumonías no se curan con tanta facilidad.
—Lo siento, fue una estupidez, lo sé; no volverá a pasar.
—Eso espero —añadió Ilka, sonriendo—. Otra como esta y a la que entierras del susto es a
mí.
—Bueno, creo que puedes irte a casa —apuntó él mientras rellenaba el aita.
—Muchas gracias por todo, doctor —respondí, deseosa de abandonar el hospital.
—Bueno, vamos a dejarte unos minutos para que te vistas —dijo Ilka e invitó a Joel a salir de
la habitación.
Cuando todos hubieron abandonado la estancia, me incorporé, me vestí y me peiné un poco.
Por suerte, Ilka, que era una mujer previsora, me había traído una maleta pequeña con ropa limpia
y un neceser con mis cosas. Al rato, llamaron a la puerta preguntando si ya podían entrar.
—Ya me ha comentado Joel que habéis hecho las paces, ¿no? —dijo Ilka.
—Sí, todo está más que solucionado; solo fue un malentendido. Las parejas a veces discuten,
¿no?
—Me alegra mucho que estéis bien, pero óyeme una cosa… lo de dejarse morir por amor ya
no se lleva. Se supone que hemos avanzado bastante desde Romeo y Julieta. Así que, si volvéis a
pelearos, haz el favor de no organizar otra escena como esta.
—Descuida, creo que he aprendido la lección.
Joel se acercó, me agarró de la cintura y me besó en la mejilla tratando de aparentar que
estábamos bien. Sin ganas, sonreí fingiendo que todo iba bien entre nosotros, aunque en mi interior
mi estómago se replegaba de dolor y seguía queriendo morirme.
—Gradas por todo —dije, mirando a Ilka—. Sé que te llevaste un buen susto.
—Tranquila, todos hemos hecho alguna tontería en nuestra vida.
—Dame la maleta, Kristin; ya la llevo yo hasta el coche —se ofreció Joel, agarrándola.
—Por cierto, mañana nos iremos hacia las nueve. Joel pasará a recogerme.
—¿Estás segura de que estás bien como para irte?
—Sí, tranquila. Además, piensa que Joel estará cuidado de mí.
—Por supuesto, no te preocupes por ella —confirmó Joel.
15
Núremberg

A unque Ilka era reacia a dejarme marchar tan pronto tras estar en cama medio inconsciente,
no tuvo más remedio que aceptar que me iba a ir. Ahora lo más importante era que no
sospechase que me iba con Goebbels, aunque, conociéndole, el primer interesado en que
pasáramos desapercibidos era él. Se suponía que había pedido permiso a Joseph para ausentarme
aquella mañana y que, por tanto, no la iba a acompañar hasta el ministerio. Según le había
contado, había quedado cerca de casa con Joel y unos amigos para salir temprano hacia
Núremberg. Esperé a que fuese a trabajar y, maleta en mano, caminé hasta el callejón donde
Joseph pasaría a recogerme.
No tardó en aparecer en el punto acordado. Montado en un imponente y lujoso Mercedes-Benz
negro modelo 260 D, coche que muy pocos se podían permitir en aquel momento, Joseph abrió la
ventana y me hizo señales para que me apresurase en subir al coche. Por miedo a que alguien
pudiese reconocerle, evitó bajarse; así que tuve que poner yo misma la maleta en el maletero.
Teníamos por delante unos cuatrocientos kilómetros, es decir, a una media de cincuenta kilómetros
la hora y contando con parar a comer, unas nueve, o nueve horas y media de trayecto. Por ese
motivo quedamos antes de la diez y media de mañana. La previsión era hacer una breve parada a
mitad de camino, seguramente en Leipzig, una hermosa y floreciente ciudad comercial, y llegar a
nuestro destino a las nueve de la noche, como muy tarde.
—Buenos días, gatita, ¿preparada para un fin de semana romántico? —dijo él besándome nada
más entrar en el auto.
—Sí, claro, estoy encantada.
No imaginaba cuánto me asqueaban aquellas palabras edulcoradas que me recordaban la
manera en que algunos hombres se dirigían a sus amantes o a las prostitutas de turno.
—No sabes lo que deseaba poder estar todo un fin de semana contigo. Lo vamos a pasar muy
bien —añadió él.
—Seguro que sí —respondí con ironía.
Aunque el paisaje era hermoso y el coche grande y confortable, el trayecto se hizo muy pesado
y cuando llegamos al Hotel & Weinrestaurant Steichele de Núremberg, la noche ya había hecho
acto de presencia. Aquel era un pequeño y acogedor establecimiento familiar construido en 1897,
en el mismo centro de la ciudad. El edificio, de piedra grisácea, tan solo tenía tres plantas y la
última era abuhardillada. Con tan solo ocho habitaciones, la intimidad en aquel lugar estaba más
que garantizada.
—¡Bienvenido, señor Goebbels! —dijo aquel hombre de cara redonda que parecía conocer a
Joseph a juzgar por la familiaridad de su cálido recibimiento.
—Hola, Max. Veo que todo sigue bien por aquí. ¿Sabes si podríamos cenar algo, aunque sea
tarde?
—El restaurante está cerrado, pero si quieren cenar, mi mujer les prepara alguna cosa mientras
yo les subo las maletas a la habitación —dijo el propietario del inmueble.
Era evidente, dada la confianza con la que nos hablaba, que Joseph había estado allí en más de
una ocasión.
—Perfecto —respondió él, tomándome del brazo y dirigiéndose al restaurante mientras aquel
hombre de aspecto sonriente y algo entrado en carnes agarraba nuestro equipaje.
—¿Cansada? —preguntó Joseph mientras me retiraba la silla de la mesa para que me pudiese
sentar.
—Un poco, pero seguro que valdrá la pena. Solo de pensar en la visita privada de mañana se
me pone la carne de gallina.
—¿No has estado nunca en Núremberg?
—No, pero he oído que es una ciudad muy bonita.
—Eso dicen, aunque yo cuando vengo no suelo tener mucho tiempo para hacer turismo. Ya
sabes… trabajo.
—Buenas noches —dijo una joven de rubios cabellos trenzados y enrollados sobre su cabeza
en un moño bajo.
—Tú debes de ser Leyna, la hija de Maxim —Joseph parecía conocer bastante bien a la
familia.
—Sí, exacto. Mamá ya estaba acostada, así que hoy les atenderé yo. ¿Qué les apetece cenar?
—Yo agradecería algo ligero, verdura quizás —respondí, mirando a Joseph en busca de su
aprobación.
—Para mí también. Tráenos algo de verdura para ambos.
—¿Les apetece algo caliente o mejor una ensalada con tomate, cebolla y lechuga? —preguntó
la muchacha.
—La ensalada sería perfecta —respondió Joseph.
—Veo que conoces bien a esta gente —comenté mientras la mujer se alejaba.
—Llevo años hospedándome aquí. Es tranquilo, acogedor y apenas hacen preguntas.
—Ya veo. ¿A cuántas has traído antes que a mí?
—¿Acaso importa? No creo que te afecte demasiado.
—No, la verdad es que nada en absoluto.
—He quedado mañana por la tarde para ir a Santa Catalina, así que si quieres podemos pasear
por la mañana y ver el centro de la ciudad. —Cambió de tema.
—Sí, claro. Me parece un buen plan.
Al finalizar la cena subimos a la habitación. El día había sido agotador y estábamos tan
cansados que nos acostamos sin deshacer la maleta. Joseph, que no paraba de bostezar, ni siquiera
trató de ponerme una mano encima, algo poco habitual en él. Si odiaba que me tocase, llegué a
odiarlo más aquella noche. Sus ronquidos, más propios de un animal salvaje que de un ser
humano, apenas me dejaron pegar ojo. Despierta y dando vueltas en la cama, no podía dejar de
pensar en Joel, en lo mucho que le quería y en lo lejos que ahora estaba de mí. Parecía poco
probable que terminásemos juntos y aquello me partía el corazón. Tampoco podía evitar
acordarme de mis padres y en lo que hubiesen pensado de todo aquello. Casi era preferible que
estuviesen lejos y no supiesen nada de nada.
Joseph era un hombre madrugador y sobre las ocho de la mañana ya había empezado a dar
vueltas en la cama sin saber qué hacer. Tal era su impaciencia que todavía no eran las nueve y ya
estábamos abajo terminando de desayunar y dispuestos a recorrer la ciudad. El día había
amanecido despejado y la temperatura era ideal para salir a pasear. A diferencia de cuando
estábamos en Berlín, donde procuraba que nunca nos viesen juntos en público, aquí Joseph se
sentía libre de actuar como quisiese, así que, sin dudarlo, me agarró de la mano como si fuésemos
una pareja de enamorados.
—¿Sabías que la palabra Núremberg significa monte rocoso? —me preguntó.
—¡Qué va!
—Pues así es, y el término apareció por vez primera en un documento de 1050. Luego, en
1219, Federico II le otorgó el privilegio de ser ciudad libre, cualidad que preservó hasta 1806.
Pero hasta los siglos XV y XVI no alcanzó su máximo esplendor, cuando los comerciantes
monopolizaron el comercio con Oriente y desarrollaron talleres convirtiéndola en el centro
cultural más importante de Alemania.
—Para no haber hecho nunca turismo en la zona veo que te sabes bastante bien su historia —le
dije, sorprendida por los conocimientos que demostraba tener del lugar.
—Bueno, que no tenga tiempo para pasear, no significa que no me interese la ciudad. Veo que
has traído una cámara.
—Sí, me la ha prestado tía Ilka. ¡Cómo iba a venir aquí y no hacer fotos de recuerdo!
—Pero no se te ocurra hacerme ninguna foto a mí, solo faltaría que tu tía sospechase algo.
—Tranquilo, pensaba hacer fotos del paisaje y de las reliquias… a ti te tengo muy visto —
respondí sonriendo.
Núremberg era una importante y hermosa ciudad medieval de edificios bajos y bien
conservados. Su castillo, una impresionante fortaleza cuya construcción se inició en 1140 con
Conrado III, se alzaba majestuoso sobre la ciudad, al igual que las tres iglesias de la Altstadt o
ciudad antigua. El centro histórico estaba enmarcado por lo que quedaba en pie de las imponentes
murallas que un día rodearon el lugar. Pasear por sus calles era como mirar atrás en el tiempo.
Lugares como el Handwerkerhof o Patio de los Artesanos, situado enfrente de la estación central
de estilo neobarroco, hacía pensar en cuando los antiguos viajeros accedían a la ciudad
atravesando sus ya extintas puertas.
Debían de ser en torno a las doce y media de la mañana cuando Joseph miró el reloj y propuso
buscar un restaurante para comer. Había quedado sobre las tres de la tarde con los guardias de
Santa Catalina para realizar la visita privada, así que, aunque teníamos tiempo más que suficiente
para comer con tranquilidad, había que ir buscando sitio.
A medida que se acercaba la hora estaba cada vez más nerviosa, como si el mero hecho de
observar la pieza fuera ya a delatarme. Aunque la comida era deliciosa, apenas pude comer nada;
mi estómago estaba completamente cerrado.
—¿Te encuentras bien? —preguntó él, viendo que no comía apenas.
—Sí, tranquilo, es que desayuné mucho y ahora no tengo hambre —respondí, tratando de
disimular.
A las tres menos cuatro nos plantamos frente a la iglesia. De estilo gótico tardío, la iglesia de
Santa Catalina, aquella de la que tras los bombardeos de 1945 solo quedarían las ruinas, no era la
construcción más importante de la zona, ni tan siquiera la más grande, pero había sido la elegida
por el Führer para albergar aquellas reliquias.
—Dicen que Hitler planea cambiar el tesoro de ubicación —comentó Joseph antes de entrar.
—Ah, ¿sí?
—Con la guerra y los posibles bombardeos, ya no se fía de tener las piezas expuestas al
público y posiblemente las haga trasladar en breve a una cámara acorazada bajo el castillo de la
ciudad.
—¿Y cuándo piensa hacerlo? —pregunté, consciente de que aquello podía suponer un gran
problema.
—Pues me temo que antes del verano.
—Pues suerte que me has traído; hubiese sido una verdadera pena no poder verlas.
—Bueno, estén donde estén, puedes dar por sentado que los más cercanos a Hitler seguiremos
teniendo acceso. De algo tiene que valer el ser el ministro de Propaganda, ¿no?
—Claro, es lógico. Interesante saberlo.
Entramos en la iglesia y un par de fornidos vigilantes de indudable aspecto ario vinieron a
nuestro encuentro. Los guardias saludaron a Joseph de forma reglamentaria y nos invitaron a pasar.
Una vez en el interior del templo cerraron la puerta detrás nuestro para que nadie nos
interrumpiese y nos acompañaron hasta la zona donde estaba expuesto el tesoro. Me fijé en que
aquella iglesia era más bien sobria y su decoración algo austera. Joseph les pidió entonces que
abriesen las urnas para que pudiésemos contemplar y tocar las piezas y que nos dejasen solos
durante un rato. Una extraña mezcla de emoción y nerviosismo recorría mi estómago.
—Increíble. No sabes lo que significa para mí poder observar y tocar estas maravillas.
—Espero que luego me lo agradezcas en condiciones… —replicó Joseph, haciendo una vez
más que sintiese verdadero asco por su persona.
—¿Puedes hacerme una foto con algunas de las piezas?
—Sí, claro.
Miré aquellos tesoros por encima y lejos de ver la maldita lanza, mis ojos tan solo parecían
encontrar joyas y coronas con piedras espectaculares. Tomé el primer objeto que captó mi
atención, una ostentosa y reluciente corona, y la puse sobre la cabeza mientras seguía de reojo
escudriñando con la vista aquel enorme ajuar.
—Con esa corona estás preciosa; pareces una reina —apuntó Joseph mientras me sacaba una
fotografía.
—Creo recordar que leí en algún libro que perteneció a Rodolfo II y que luego se convirtió en
la corona imperial austríaca.
—Así es. Si te fijas está hecha con oro, esmaltes, perlas, diamantes, rubíes, espinelas, zafiros
y terciopelo… es una maravilla.
—Y lo que debe valer…
—Espera, que te doy también el cetro y te hago otra foto.
Fue minutos después, al dejar la corona en su sitio, cuando la vi. De hecho, no era una lanza
completa, sino tan solo la punta de un arma antigua que probablemente perteneciese a algún tipo
de puñal de la Edad de Hierro, como había leído en los libros antes de salir de Inglaterra. Debía
de medir unos treinta centímetros y estaba partida como en dos pedazos idénticos que se unían
entre sí gracias a una funda central de plata y una de oro. Según contaba la historia, fue en 1084
cuando Enrique IV le agregó esa primera banda de plata con la inscripción «Clavus Domini». («El
clavo del Señor»). Aquel epígrafe hacía referencia a la creencia de que esa era la lanza de
Constantino el Grande y que encerraba dentro de sí, como reliquia, un clavo usado para la
crucifixión. Se le añadió ese clavo, supuestamente de los que sujetaron a Cristo en la cruz, en la
punta, justo en el canalillo central. Este se sujetó a la lanza con hilos de oro, plata y cobre. Pero
no fue hasta 1273 que se utilizó la misma por primera vez en una ceremonia de coronación. Más
tarde, alrededor de 1350, Carlos IV mandó poner sobre la banda de plata la actual banda de oro
donde se podía leer la inscripción «Lancea et clavus Domini». («La lanza y el clavo del Señor»).
Además, en el mango también se podían observar dos diminutas cruces de oro. Depositada dentro
de un antiguo estuche de cuero repujado con terciopelo en su interior, la lanza descansaba
protegida dentro aquella vitrina, imperturbable y desconocedora de todo el poder y el mal que
acarreaba su posesión. Parecía mentira que algo tan pequeño y aparentemente insignificante
pudiese despertar tanto interés y acarrear tantos problemas.
—Y ahora hazme una foto con la famosa punta de lanza —pedí, sacándola con delicadeza de
su estuche y colocándola entre mis manos, plana frente a mi pecho.
Joseph, que ya empezaba a estar cansado de tanta foto, me miraba con paciencia mientras
enfocaba las lentes antes de disparar.
—Espera, hazme otra de este otro lado. —La coloqué de forma que se viese bien el reverso.
—¿Conoces bien la historia de este objeto? —preguntó Joseph—. Es posiblemente la pieza
más valiosa de toda la colección.
—Ah, ¿sí? Bueno, sé alguna cosa que he leído sobre ella —respondí, tratando de que mi
interés no llamase la atención—. Pero seguro que tú sabes bastante más.
—Pues la santa lanza tiene asociada una historia que data incluso de antes de Jesús. Por lo
visto, fue forjada de forma muy especial por el profeta Fileas y pasó por las manos de algunos
antiguos patriarcas cristianos antes de que su historia apareciese reflejada, tal y como la
conocemos, en los Evangelios.
—Se supone que con ella atravesaron a Jesús, ¿no?
—Efectivamente, de ahí su nombre; el del centurión que se la clavó. De hecho, cuentan que
mientras la sangre y el agua manaban de su costado, curando de forma milagrosa la ceguera de
Longinos y convirtiendo a este en creyente, José de Arimatea la guardó junto a otros objetos de
Jesús, llegando así a manos de San Mauricio, comandante de la legión de Tebas.
—¡Qué interesante!
—Se supone que luego fue pasando por las manos de grandes personajes de la historia
haciéndoles casi invencibles. Celebridades de la talla de Constantino, Carlomagno, Federico
Barbarroja y ahora nuestro Führer. Dicen que tiene un gran poder.
—¿Y cómo sabes tanto de ella?
—Porque Hitler está obsesionado con esta pieza. Por eso la hizo traer aquí tras anexionar
Austria al imperio. Cree firmemente que la victoria del Tercer Reich depende de ella, de que esté
en su poder. De hecho, según tengo entendido la leyenda dice que «quien posea la lanza gobernará
el mundo».
—¿Y tú te lo crees? Vamos, que parece un relato fantástico —dije, ridiculizando la historia.
—¡Qué más dará si yo me lo creo o no! Quien sí parece hacerlo es Hitler. Bueno, y Himmler,
al que tiene dando vueltas por Europa buscando objetos de poder.
—Pues a mí me parece una auténtica majadería, un retraso que a estas alturas creamos en
supercherías y leyendas. Y todavía más cuando hablamos de la persona que dirige un país. ¿Qué
será lo próximo? ¿Consultar a un astrólogo?
—Quién sabe…
Joseph, que conocía de sobra las creencias ocultistas del Führer y algunas de las prácticas que
frecuentaba, encogió los hombros evitando opinar sobre aquello.
—Creo que ya tienes fotos de todo, ¿no? —zanjó el tema, sonriente, aunque con bastantes
ganas de salir de allí—. Quisiera pasar por el hotel antes de ir a cenar.
—Sí, creo que sí. Aunque espera solo un segundo… Déjame la cámara, que haré alguna foto
más de las piezas solas —dije con el fin de poder captar los detalles de las inscripciones de la
lanza con mayor precisión.
—Tranquila, hay tiempo.
Cuando salimos del lugar tenía fotos suficientes como para empapelar la iglesia entera. Tras
despedirnos de los guardias, nos dirigimos paseando hasta el hotel. Ahora tan solo me quedaba
hacer varias fotos con Joel y con alguna persona más al regresar a casa para llevar el carrete a
revelar lo antes posible y poder enseñar algo creíble a tía Ilka.
—¿Y el tesoro está siempre tan bien custodiado? Quiero decir… ¿también lo vigilan por la
noche?
—Sí, incluso de noche, cuando se cierra la iglesia, se queda al menos un vigilante a cargo.
—Yo no podría trabajar en algo así; qué aburrimiento, seguro que me entraría un sueño
terrible.
—Bueno, se supone que cuando la pasen a la sala acorazada del castillo ya no hará falta que
nadie la custodie veinticuatro horas. Imagino que bastará con la propia construcción.
—Es posible… —añadí pensativa.
Ensimismada, caminé como ausente a su lado mientras él, que hablaba sin parar agarrado a mi
cintura, me comentaba cosas sobre la ciudad y sobre el partido. Yo tan solo podía pensar en la
misión y en lo complicado que parecía que llegase a buen puerto. Hacer la réplica de la lanza era
el menor de nuestros problemas; con las fotos y la ayuda del tío de Joel, el objetivo podría
resultar alcanzable. Lo que parecía a todas luces una empresa imposible era cómo sustituir la
pieza. En cualquier caso, Joseph seguiría siendo necesario, imprescindible para poder acceder a
ella. La sola idea de tener que seguir soportando durante más tiempo sus manos sobre mi piel me
hacía enfermar.
—Estaba pensando que esta noche podíamos hacer que nos subiesen una botella de champán a
la habitación —dijo él de pronto, sacándome de mis pensamientos.
—¿Acaso celebramos algo?
—Es nuestro primer fin de semana juntos y espero que sea el primero de muchos —respondió
él con entusiasmo.
—Claro, ¡cómo no había caído! —contesté, aparentando una emoción que no sentía. «El
primer fin de semana de muchos», repetí para mis adentros, horrorizada.
Desde luego, eso no era en absoluto lo que yo deseaba; para mí era una verdadera pesadilla;
un calvario. Mi único anhelo era terminar con aquella locura cuanto antes y no volver a verle en
toda mi vida. Por desgracia, todavía me quedaban, al menos, unos largos meses de suplicio antes
de poder librarme de él. Tomé aire y seguí caminando en silencio, como debió hacer Jesucristo
camino de la cruz. Desesperarme no iba a servir de nada. Aquella noche prometía ser muy larga y
lo mejor que podía hacer era emborracharme con el dichoso champán. Por suerte, tras un par de
asaltos y alguna que otra copa, Joseph cayó rendido. Por desgracia, los ronquidos de la noche
anterior se repitieron haciéndome casi enloquecer.
Al día siguiente, a primera hora, tras desayunar y con una resaca inmensa que a duras penas
me dejaba concentrarme, recogimos las cosas y nos pusimos en marcha. Pocas veces había tenido
tantas ganas de perder a alguien de vista y regresar a casa. Todavía teníamos por delante nueve
largas horas, aunque el mero hecho de saber que aquel hombrecillo repulsivo ya no intentaría
quitarme la ropa suponía un alivio.
16
La réplica

L legué a casa rendida y con muy pocas ganas de hablar, entre el dolor de cabeza y lo pesado
del viaje, solo soñaba con cenar algo rápido y meterme en la cama, pero Ilka me esperaba,
ávida de información.
—Mientras Trisha te trae algo de comer, cuéntame qué tal ha ido el fin de semana. ¿Lo habéis
pasado bien?
—Muy bien, ha sido muy divertido. Ya te enseñaré las fotos cuando las revele —respondí,
dándome cuenta de que, por desgracia, mentir ya no me suponía ningún problema.
—Y… ¿qué tal con Joel? ¿Habéis resuelto ya vuestras diferencias? —Sí, lo hemos
solucionado.
—Las parejas a veces discuten y las relaciones a veces se acaban, pero no puedes hundirte de
la forma en que lo hiciste. Tú vales mucho, Kristin, y no necesitas de ningún hombre para brillar.
—Lo sé, tía.
—Ningún hombre lo vale. ¿Y no me vas a contar nada más? —insistió, ansiosa por que le
explicase anécdotas de un fin de semana imaginario que nada tenía que ver con la realidad.
—Pues ya sabes, muchas risas, paseos… —dije, tratando de salir del paso.
Era obvio que Ilka había dejado de ser aquella solterona algo fría y distante para actuar tal y
como lo haría una madre. Pensar en la decepción que se llevaría cuando todo terminase me hacía
sentir especialmente mal.
Aquella noche me dormí pensando en la lanza y en el tiempo que se necesitaría para realizar
una réplica de calidad. Solo esperaba que Gustav König, el tío de Joel estuviera dispuesto a
colaborar.
Aquel lunes me desperté llena de energía, por fin parecía que las cosas avanzaban, aunque
fuese poco a poco. Era la primera vez desde que había llegado a Berlín en que creía ver algo de
luz al final del túnel. Tras pasar media mañana tratando de evitar a Joseph, llegó la hora de salir.
Como Ilka iba a comer con algunos miembros del partido, aproveché y fui directa a casa de Joel.
—¿Qué tal tu fin de semana romántico? —me espetó nada más verme aparecer.
—Sabes perfectamente que me repugna ese hombre, que no estoy con él por gusto. ¿Tanto
cuesta entenderlo? —Joel, que todavía parecía dolido por aquella situación, ignoró mi respuesta y
no contestó—. Deberíamos hacer las fotos que comentamos y llevar el carrete a revelar.
Necesitaremos más personas para hacerlo creíble y algún paisaje que Ilka no pueda reconocer. Me
he traído ropa diferente para que las fotos parezcan de días distintos.
—Ya he pensado en ello. He quedado a primera hora de la tarde con algunos amigos en las
afueras; les he dicho que las necesitas para un proyecto y que a cambio les invitaríamos a unas
cervezas. También caí en lo de la ropa. Supongo que llevarán alguna muda.
—Perfecto; imagino que servirá. Compraremos un carrete nuevo; en el que hay puesto quedan
pocas fotos.
—Vale. A última hora llevaremos ambos carretes a revelar. Imagino que, si las encargamos
como urgentes, podremos tener las fotos hacia el miércoles o jueves lo más tardar.
—¿Has hablado con tu tío?
—No, esperaba que lo hiciéramos juntos. Y necesito que me cuentes todo lo que sabes de esa
lanza y de cómo vamos a actuar.
—Te hablo de todo ello mientras comemos algo. ¿Te parece?
Tras contarle toda la leyenda que rodeaba al objeto, me centré en su localización y en las
posibilidades que nos podíamos plantear.
—Actualmente la lanza se encuentra en una pequeña iglesia de Núremberg, la iglesia de Santa
Catalina. Pero contrariamente a lo que pudieses pensar, está muy protegida. Está encerrada en una
vitrina de seguridad y está custodiada por dos hombres veinticuatro horas al día.
—¿Y cómo piensas llegar hasta ella?
—Llegar no es el problema, el problema es quedarse solo y poder hacer el cambio.
—¿Sabes cómo funcionan las visitas en los horarios de apertura al público? —preguntó Joel.
—No tengo ni idea, pero por ese lado es del todo imposible: la vitrina está cerrada.
—Lo sé, pero mi idea no es robarla en ese instante, sino que alguien pudiese quedarse oculto
en el recinto.
—¿Oculto? No te sigo.
—Imagina que alguien se queda horas antes o un día antes escondido en el interior y que
cuando tú vuelvas con Joseph, con la vitrina abierta y la lanza en la mano, algo amenazase con
entrar a la iglesia y, segundos después, la persona que sigue dentro saliese gritando y montando un
buen espectáculo. ¿Qué crees que ocurriría?
Me quedé pensando unos instantes y respondí:
—Que primero los guardias abrirían la puerta para ver qué pasaba fuera, que luego, al oír
ruido de dentro al menos uno iría a comprobar lo que estaba ocurriendo y que Joseph seguro que
me dejaría sola para ver qué estaba pasando.
—Exacto. Segundo que tú aprovecharías para hacer el cambio.
—Ya, pero ese plan tiene lagunas. A ver… no creo que sea tan fácil que alguien pueda
quedarse dentro. Imagino que cuentan a la gente.
—A menos que alguien vestido igual y de aspecto parecido esté justo en la puerta simulando
haber sido el primero en salir.
—Puede, aunque me ofrece dudas. Segunda pregunta… ¿qué le pasa al que se queda dentro?
Porque lo van a detener.
—Bueno, en realidad, no ha hecho nada, solo quedarse ahí, ¿dormido?
—No sé si ellos lo verán igual.
—A menos que alguien los convenza de que si lo apresan deberán explicar cómo se les ha
colado un individuo y que es más inteligente sacarlo y olvidarse del asunto. Total… no ha pasado
nada, ¿no?
—Visto así…
—Cuento que tu capacidad como actriz es infinita. A mí me convenciste del todo.
—¿Piensas pasarte el resto del tiempo atacándome? Porque si es así, prefiero seguir sola.
—Lo siento.
—Joel, yo jamás he actuado contigo. Te quiero, ¿me oyes? Con quien sí he actuado y sigo
haciéndolo es con Goebbels. Y ojalá no hubiese sido necesario, pero lo era. ¿Por qué crees que no
quise besarte la primera vez? Porque sabía lo que debía hacer y que enamorarme de ti lo iba a
complicar todo. —Joel bajó la vista y evitó responder, era obvio que todo aquello todavía le
dolía demasiado como para poder olvidar. Con los ojos enrojecidos le miraba sin saber qué más
podía decir para convencerle—. Has de saber que tenemos otro problema —añadí tras un
incómodo y largo silencio.
—¿Cuál?
—Que en un mes o dos como máximo, la lanza y el resto del tesoro serán trasladados a la
cámara acorazada bajo el castillo de Núremberg. Y aunque ahí es posible que no haya personal de
seguridad, la ecuación se complica muchísimo.
—Vaya.
—Entrar en el castillo, recorrer la galería de túneles sobre los que se erige sin perderse,
encontrar la cámara, abrirla y salir ileso parece bastante más complicado.
—Pues es necesario darse prisa.
—¿Cuánto puede tardar tu tío en hacer la réplica?
—Habrá que preguntárselo a él.
Sobre las cuatro de la tarde llegamos a Falkensee, un municipio situado en el distrito de
Havelland, en el estado federado de Brandeburgo, al noroeste de la capital. Allí, en una zona
boscosa a pocos metros de la estación de tren y cerca del lago, nos esperaban dos chicos y dos
chicas de nuestra edad. Tan pronto como nos vieron llegar fueron a nuestro encuentro.
—Te presento a Hans, Janna, Katerina y Olaf, son amigos de la escuela. Ella es Kristin, la
chica de la que os hablé.
Oír a Joel referirse a mí como «la chica de la que os hablé» en vez de decir «mi novia» o «mi
chica» me dolió terriblemente.
—Encantada de conoceros. —Les di la mano.
—Pues cuando quieras empezamos —dijo uno de ellos, que parecía tener prisa.
Tan solo hizo falta una hora para tener un buen surtido de fotografías. Ahora debíamos regresar
y llevarlas a revelar.
—¡Mañana nos vemos para invitaros a unas cervezas! —les dijo Joel a sus amigos mientras
nos íbamos.
Cuando llegamos a la tienda de revelado más cercana a la estación central estaban a punto de
cerrar. Por suerte, el muchacho que tenía ya la persiana a medio bajar nos dejó entrar y tomó nota
del pedido. Nos aseguró que las tendría el miércoles a última hora.
—Bueno, pues me voy a casa antes de que Ilka salga a buscarme. Si quieres, el miércoles,
antes de recoger las fotos, hablamos con tu tío.
—Me parece bien. Acércate sobre las cuatro y media y vamos a verle al taller.
—Pues hasta el miércoles —respondí, mirándole a los ojos, deseando que, como en otras
ocasiones, me acompañase hasta casa y luego me estrechase entre sus brazos. Pero era consciente
de que eso no iba a ocurrir.
—Hasta el miércoles —contestó sin mirarme a la cara.

***
Afortunadamente, el miércoles llegó más rápido de lo que imaginaba y con él la posibilidad
de volver a ver a Joel. Solo esperaba que el tiempo ablandara su corazón y le hiciese ver que todo
lo que había hecho había sido por pura necesidad.
—Mi tío nos espera en el taller.
—¿Le has explicado algo?
—Muy por encima y no tengo claro si termina de creerme. Imagino que habrá que convencerle
y es muy cabezón.
—Pues no sé a quién me recuerda…
Por primera vez en mucho tiempo, Joel me miró y sonrió como solía hacerlo antes de saber la
verdad. Entramos y vimos a Gustav sentado sobre una banqueta, con una cerveza, haciendo un
pequeño descanso. Aquel taller, que no dejaba de ser el bajo de una casa habilitado a tal efecto,
era todo lo que Joel y Gustav tenían para ganarse la vida.
Canoso, algo encorvado y de aspecto huraño, era obvio que Gustav no había tenido una vida
fácil. Hijo mayor de una familia muy humilde, tuvo que empezar a trabajar desde muy joven. Se
casó con solo veintidós años, con su novia de toda la vida, a la que había dejado embarazada, y al
poco tiempo nació Alfred, su único hijo. Pero la mala suerte quiso que tanto su pequeño como su
mujer falleciesen de neumonía en 1919, dejándole completamente solo. Cuando su hermano y su
cuñada murieron un año después en aquel terrible accidente, Joel se convirtió en su única familia.
A cargo de un niño de cuatro años y teniendo que trabajar un sinfín de horas en su taller, Gustav,
por pura necesidad, había buscado la ayuda de muchos de sus vecinos. Eso había supuesto que la
relación entre él y Joel no fuera la idónea. El niño se sintió abandonado y con la sensación de que
su tío no le quería y que lo único que hacía era pasar de casa en casa. Hasta que creció no se dio
cuenta de lo duro que había sido para aquel hombre criarle solo. Ahora, con solo cincuenta y dos
años, su apariencia era la de un hombre bastante más mayor. Parecía como si todo el sufrimiento
que la vida le había causado se reflejase en los profundos surcos que se dibujaban en su rostro. Él
solía decir que las arrugas las daba la experiencia, aunque en su fuero interno supiese que, en su
caso, eran fruto de la desesperación. Sus orígenes judíos tampoco se lo habían puesto fácil.
Perseguido y acosado por el régimen como tantos otros, luchaba por mantener su negocio a flote
intentando ocultar su verdadera identidad.
—Hola, tío. Esta es Kristin, la amiga de la que te hablé —dijo Joel solo al entrar.
El hombre, que habría oído hablar de mí en otras ocasiones, se incorporó y me miró de arriba
abajo; incluso por detrás, como si fuese ganado. Tan solo le faltaba inspeccionarme la dentadura.
—Tienes buen gusto, sí señor —replicó, haciendo que Joel se ruborizara.
—Me gustaría que escucharas lo que tiene que decir. Sé que lo que te he contado yo te parece
muy fantasioso, pero, por favor, dale una oportunidad.
—Encantada de conocerle, señor König. —Tendí mi mano.
—Llámame Gustav. —Se acercó y me dio la mano.
El hombre asintió con la cabeza, y ocupó de nuevo su lugar, invitándonos a sentarnos junto a
él. Viendo que iba a encontrarme con un hueso difícil de roer decidí empezar por aquello que
pudiese parecerle más creíble y más cercano.
—Verá, supongo que sabe que se están deportando judíos alemanes a Polonia. Los mandan a
guetos y a campos de concentración. La finalidad de ello es exterminarlos a todos.
Joel frunció el ceño sin terminar de entender hacia dónde quería llevar aquella conversación.
—Sabía que los estaban deportando a Polonia, pero jamás pensé que llegarían tan lejos; Joel
me contó lo que le estuvo explicando tu tía.
—¡Hay tantas cosas que jamás hubiésemos pensado que podrían pasar! Tan solo la mente de
un enfermo es capaz de matar a gente inocente sin más razón que su raza.
—Son escoria…
—Bien, pues esa escoria cree ciegamente que su éxito depende de un objeto, de una punta de
lanza.
—Algo me ha adelantado mi sobrino. Te escucho.
—Creamos o no en su leyenda, en su poder, Hitler lo hace y eso debería bastar para querer
arrebatársela. Sus propios ministros están convencidos de que si la perdiese enloquecería.
—Pero ¿qué hay de real en toda esa historia? A mi entender son cuentos de viejas —incidió
aquel hombre que ahora, tras aquella introducción, parecía más dispuesto a escuchar.
—Por lo que sabemos, muchos líderes históricos han perseguido poseerla y cuando lo han
hecho, han ganado batallas, vencido donde nadie antes lo había hecho. Pero cuando la han
perdido, su poder ha desaparecido y sus imperios se han desmoronado llevándolos, en la mayor
parte de los casos, hasta la muerte.
—¿Y si es mera casualidad?
—Bueno, no digo que no pueda ser así, pero la casualidad no deja de ser un tema de
estadística, ¿no? ¿Qué porcentaje de coincidencias hace falta para que la casualidad deje de ser
tal y pase a ser un hecho constatado? —El hombre me miraba expectante, analizando cada una de
mis palabras sin abrir la boca—. E incluso si fuese casualidad, dime, ¿cuál es la probabilidad de
que un enfermo megalómano y convencido del poder de esa lanza se derrumbe ante su pérdida?
—Pero si la intención es cambiarla por una falsa, Hitler no llegaría jamás a percatarse de su
pérdida. Entonces estaríamos únicamente apostando a que la leyenda fuese real.
—Bueno, si es necesario, todo se puede replantear. Siempre podemos hacer que alguien filtre
la noticia y que Hitler la haga analizar para descubrir que lo que está en su poder no es más que
una mera réplica. En cualquier caso, eso podemos resolverlo después. Lo importante ahora es
fabricar la réplica y hacer el cambio.
—Además de guapa es inteligente… —apuntó el hombre, sonriente, mirando a Joel, que,
sonrojado, no sabía dónde meterse—. ¿Tenemos alguna foto del objeto?
—Ahora mismo íbamos a buscar las fotos que Kristin le hizo; se están revelando —intervino
Joel.
—No os prometo nada, pero id a por ellas y seguimos hablando. Al menos siento auténtica
curiosidad por ver esa pieza.
Salimos de allí eufóricos; parecía que había sido capaz de crear una cierta duda en la analítica
mente de aquel hombre.
—¿Sabes? No dejas de sorprenderme. Has sabido llevarlo a tu campo con gran maestría.
Deberías dedicarte a la política —dijo Joel al salir del taller.
—No, gracias, creo que he tenido políticos para toda una vida. Sin embargo, todavía no nos
felicitemos. Hay que rematar la faena y tu tío es un hombre duro.
—Lo sé.
Nos dirigimos al centro, y tras recoger las fotos regresamos de nuevo al taller.
—Aquí las tenemos por fin —exclamó Joel, que también las iba a ver por primera vez.
—Veamos de qué se trata —dijo Gustav, tomando ansioso aquellas fotografías entre sus
manos.
—¡Vaya, si eres tú disfrazada de princesita! Qué guapa estás con la corona y el cetro —dijo
Joel entre risas.
—Dame eso, por favor —dije, retirando del montón las fotos innecesarias y enseñando a
Gustav las de la lanza—. Leí en un libro que se trata de un puñal de la Edad de Hierro
reconvertido en punta de lanza —añadí mientras él examinaba las fotografías con detalle.
—Sí, es posible que ese sea su origen… aunque posee muchos más elementos. Filamentos,
láminas de oro, inscripciones… no será un trabajo fácil.
—Dudo que algo así se te resista. Si alguien puede hacerlo eres tú —animó Joel, tratando de
incentivar a su tío.
—Habría que ver con qué materiales económicos podemos sustituir el oro y la plata. Dudo
que tengamos presupuesto para reproducirla tal cual está —señaló Gustav, que no dejaba de
tocarse la barbilla con la mano, pensativo—. ¿Y… para cuándo haría falta tenerla lista?
Joel y yo nos miramos con entusiasmo. Aquella pregunta hacía suponer que finalmente Gustav
estaba por la labor de ayudarnos.
—¿Cuál sería el menor plazo en que crees que se podría hacer? —pregunté yo, práctica.
—Hombre, si dejo todo lo que estoy haciendo y me centro solo en ella… quizás un mes.
—¿Habría alguna forma de que fuese menos? —inquirió Joel, que sabía cuán importante era
hacerlo cuanto antes.
—Bueno, quizás si contase con ayuda, pero… imagino que nadie más puede saber de este
tema.
—¿Y si te ayudo yo? Llevo años haciéndolo y controlo casi todas las técnicas.
—Quizás ganaríamos una semana, diez días a lo sumo.
—Esperemos que sea suficiente —respondí mientras cruzaba los dedos rezando para que no
trasladasen el tesoro antes de ese plazo.
—Haré todo lo que esté en mi mano.
17
Empieza la cuenta atrás

M ientras Gustav y Joel se centraban en la fabricación de una lanza idéntica a la de Longinos,


yo seguía enfrascada en buscar el mejor plan para llevar a cabo el robo. Lo cierto era que
la idea de Joel no era del todo descabellada, aunque hacía falta pulirla. En primer lugar, había que
asistir a una visita pública para poder ver cuál era su funcionamiento y qué probabilidades
existían de que alguien se quedase en el edificio sin ser detectado. En segundo lugar,
necesitaríamos implicar a más gente; como mínimo a un par de personas más. Uno que
acompañaría a Joel en la visita y otro que se haría pasar por Joel una vez este se hubiese
escondido y el grupo estuviese llegando al exterior. Un par de señuelos que también serían los que
creasen alboroto en la puerta al día siguiente, facilitando el robo. Sin embargo, había algo que no
parecía tan sencillo, y era cómo convencer a Goebbels para que me volviese a llevar al lugar.
Tras llegar a casa y cenar, seguí dándole vueltas a todo el plan en mi cabeza hasta caer dormida de
puro agotamiento.
Afortunadamente, aquel jueves, Joseph no iba a estar en Berlín, así que podía trabajar
tranquila sin que nadie me acosase. En el ministerio se rumoreaba que el Führer había reunido a
sus principales ministros en el Felsennest, o Nido en la Roca, ante la inminente invasión de
Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo con el objetivo final de emprender la conquista de
Francia. Si eso era así, no iban a ser buenos tiempos para los franceses y tampoco para sus
aliados, entre los que estaban los ingleses. Tanto Noruega como Dinamarca ya había sido
anexionadas a finales de febrero, principios de marzo tras el Incidente del Altmark, colocando al
imperio británico como el principal enemigo alemán. Si ahora caía Francia, la situación se iba a
tornar cada vez más complicada.
Aquella tarde, justo después de comer, me acerqué de vuelta hasta el taller. Allí, enfrascados
con varios materiales, estaban Joel y su tío.
—Hola, ¿qué tal va la obra? —me interesé, dirigiéndome hasta la mesa central.
—Pues de momento decidiendo qué materia prima usar —respondió Gustav—. Lo más
complejo será la lámina de oro, aunque quizás con bronce bien pulido…
—¿Y tú? ¿Tienes claro el operativo? —preguntó Joel.
—Más o menos, aunque aún me inquieta el cómo convencer a Goebbels de regresar allí.
—Eso es fácil. Dile que se te veló el carrete al sacarlo. ¿No era ese el motivo de ir allí, hacer
las fotos? Aparte, si el carrete no era nuevo, si estaba en la cámara, es fácil que se hubiese
caducado.
—Bien visto; eso puede ser factible.
—¿Y el resto?
—Tu plan me gusta, pero hay algunos flecos. Necesitamos implicar a dos personas más. Una
que se hará pasar por ti a la salida y otra que irá contigo en el interior y ayudará a distraer a los de
seguridad. Al día siguiente, serán los encargados de crear alboroto en la puerta de la iglesia y
hacer salir a los guardias.
—Creo que me he perdido algo. ¿Puede alguno de los dos explicarme ese plan con
detenimiento? —interrumpió Gustav.
—Bueno verás… la idea es —empezó a explicar Joel con voz entrecortada sabiendo que su
tío no iba a aprobar esa locura.
—Ni hablar, tú no harás eso, seré yo el que me quede dentro —replicó Gustav con voz firme.
—¿Cómo? Tú no puedes…
—Joel, si te pasase algo no me lo perdonaría en la vida. Y si tan convencidos estáis de que
saldrá bien, ¿qué más da quién sea el que se quede dentro? Tú puedes ser quien me acompañe al
interior y luego sales. ¿Entendido? Yo me encargo de buscar a mi doble.
Ambos nos miramos sin saber qué responder. Lo cierto era que, de cara a los guardias, parecía
más increíble que un señor de esa edad y con cara de pocos amigos, tratara de quedarse dentro sin
motivo aparente.
—Joel, he vivido como para llenar tres vidas y si no consigo escapar, nadie, salvo tú, me
echará de menos. Tú tienes toda la vida por delante y una mujer guapísima esperándote.
—Bueno, Joel y yo… —Intenté contar la verdad.
—Nos queremos mucho y sí, sería una pena que alguno cayese preso —me cortó Joel,
agarrándome de la cintura con firmeza.
Extrañada, le miré sin entender a qué venía aquella farsa, pero le seguí la corriente.
—Bien. ¿Cuándo haremos la visita de inspección? —preguntó Gustav a su sobrino.
—Sería aconsejable que la visita la hiciese otro. No nos interesa que cuando regresemos
alguien pueda recordarnos. Creo que tendremos que involucrar a una tercera persona —observó
Joel pensativo.
—No necesariamente. Puedes ir tú solo, pero con bigote, una peluca, gafas de sol… —
propuse—. Piensa que pasará casi un mes y tu aspecto será diferente. Además, necesitamos que la
información sea lo más fiable posible y que puedas dibujar luego un plano del lugar.
—Tiene razón. No me fiaría de otro. Necesito que seas tú, que veas qué rincones hay, los
tiempos…
—De acuerdo. El sábado me acerco.
—Yo mejor no voy, seguro que me reconocerían. Aparte, no es aconsejable que vuelva a
desaparecer; Ilka podría hacer preguntas innecesarias.
—Si me disculpáis; la naturaleza me llama —interrumpió Gustav, que necesitaba ir al baño.
Aprovechando ese momento a solas, le pregunté a Joel qué respuesta le había dado a su tío
sobre nuestra relación.
—No le conté nada de nuestra ruptura y tampoco me apetece que sepa lo de Goebbels. ¡Le
encantas, joder! No quiero darle un disgusto. Además, esa información solo haría que pudiese
echarse atrás.
—Entiendo. Por un momento pensé que igual…
Joel evitó mirarme a los ojos y cambió bruscamente de tema.
—Esperemos que todo salga bien. Por cierto, vete pensando cómo enfocar con Goebbels el
tema de regresar a Núremberg.
—Sí, claro. Y tú vete mirando los horarios de tren para el sábado; por suerte tardarás bastante
menos que yo en coche.
—Si quieres, mañana vamos a por la peluca y el bigote.
—Perfecto, te espero a las cuatro, como siempre, en el centro —respondí, tratando de
mantenerme fría y no derrumbarme.
Regresé a casa algo triste; por un instante había creído ver una posibilidad de que todo entre
Joel y yo pudiera arreglarse. Tras la cena me senté en mi habitación, papel en mano, dispuesta a
escribir a la familia. Hacía días que no sabía nada de ellos y a buen seguro que estarían ansiosos
por tener noticias mías. Necesitaba hablar con alguien, aunque tan solo fuese por carta. En ese
momento al menos, tenía muchas novedades que contarles, aunque a medida que nos acercásemos
al momento del robo, iban a estar bastante más nerviosos y preocupados.
Aquel viernes amaneció tormentoso. Desde la cama podía oír los truenos mientras que por la
ventana veía cómo aquellos enormes rayos que iluminaban el firmamento parecían querer rasgar el
cielo en dos. La semana se estaba haciendo muy larga y aunque ya estábamos a viernes, me
invadía una cierta pereza y tenía pocas ganas de ir a la oficina. Desde la puerta, Ilka, que todavía
en pijama se asomaba somnolienta, me animó a levantarme. Tras tomar un vaso de zumo y una
magdalena, salimos hacia el ministerio.
Las calles, que se habían convertido en auténticos lodazales, entorpecían el paso a los
peatones que, cubiertos con paraguas y chubasqueros corrían por las aceras tratando de no
mojarse.
—Ya estamos a viernes —dijo Ilka, al percatarse de mi desgana por ir a trabajar.
—Es que llevo unos días más cansada de lo normal.
—Quizás tengas un poco de astenia primaveral.
—Puede.
—De todas formas, vaya primavera; tan pronto hace un sol de justicia como diluvia —
exclamó Ilka, que odiaba conducir con lluvia.
—Pues no parece que vaya a remitir en breve y yo esta tarde he quedado. Así que me voy a
mojar.
—Nada de deambular bajo la lluvia, ¿eh?
—¡Qué va! Tranquila.
—¿Has quedado con Joel?
—Sí, claro.
—¿Qué tal estáis?
—Mucho mejor, parece como si nunca nos hubiésemos enfadado.
—Me alegro por vosotros, pero id con mucho cuidado, las cosas van a empeorar para Joel y
su tío.
Aquel viernes 10 de mayo, al llegar a la oficina los rumores se habían convertido en una
realidad: Alemania había bombardeado Francia durante la noche y tan solo era el principio. Las
chicas revoloteaban al lado de un transistor, aparentemente orgullosas de su país, tratando de
saber la última hora, pero sin pararse a pensar en cuál sería la reacción de Gran Bretaña. Por otro
lado, el primer ministro británico, Neville Chamberlain, había dimitido y había sido sustituido por
Winston Churchill. Lo cierto era que aquella guerra no era buena para nadie.
En cuanto terminé mi jornada regresé con tía Ilka a casa más convencida que nunca de mi
misión. Si quitarle la lanza a aquel loco suponía parar aquella guerra, bienvenido fuera.
Ilka, que empezaba a conocerme, podía ver la preocupación en mi rostro.
—Estás preocupada, ¿no?
—Gran Bretaña no se va a quedar quieta y las cosas se van a complicar.
—Es muy probable, pero no podemos hacer nada más que esperar y rezar porque esto pase
rápido —respondió.
—No, siempre se puede hacer algo. —Ilka me miró con inquietud sin poder imaginar cuáles
eran mis planes—. Dime, si supieses cómo detener esta locura, ¿lo harías? —pregunté de forma
algo imprudente.
—Bueno, yo… ¿qué se supone que podría hacer?
—Si vieses una mínima posibilidad, ¿lo pararías? —insistí.
—Supongo que sí, pero… ¿a qué vienen estas preguntas tan raras?
Tragué saliva y encogí los hombros, después enmudecí; ya había hablado más de la cuenta.
Eran casi las cuatro cuando Joel apareció en la puerta del metro.
—Hoy todo el mundo habla del bombardeo sobre Francia —dijo.
—Lo sé; imagínate lo que es en el ministerio.
—Al menos tu amiguito te dejará estos días más tranquila; supongo que andará muy liado.
—Pues sí, ayer se fue y no tengo ni idea de cuándo piensa regresar a Berlín.
—Bueno, si te parece vamos a lo nuestro —apuntó, entrando de nuevo al metro para llevarme
a comprar su atrezo.
—¿Hay que ir muy lejos?
—No demasiado, pero como puedes comprender prefería una tienda de pelucas y postizos que
una de disfraces; solo falta que me descubran.
—Tienes razón; más vale que hagamos las cosas bien. ¿Cómo vais con la lanza?
—Estamos en ello, pero lleva su tiempo.
—¿Sabes? Lo único que ahora me preocupa de la inminente guerra es si Goebbels va a tener
tiempo para llevarme de vuelta a Santa Catalina o si esto va a provocar que aceleren los planes de
trasladar la reliquia al castillo.
—¿Puedes controlarlo?
—¡No, claro que no!
—Pues relájate y ya lo resolveremos sobre la marcha.
Al entrar en la tienda la situación se tornó bastante divertida; ver a Joel poniéndose pelucas y
bigotes no tenía desperdicio. Finalmente optamos por una peluca de color negro azabache y un
bigote a juego. Cuanto menos se pareciesen a su color natural, mucho mejor. Ya de regreso,
sentados en el vagón, comentamos un poco más el atuendo.
—Creo que también llevaré una gorra y gafas de sol.
—Buena idea; cuanto menos te identifiquen, mejor —respondí—. Como si te pones ropa ancha
y un cojín para aparentar más peso.
—No es mala idea. —Tras un breve silencio añadió—: Hoy he cogido el billete para mañana
a las nueve; supongo que regresaré tarde. Si quieres, podemos vernos el domingo por la mañana
en el taller y comentamos todo.
—Perfecto. Estaré allí sobre las diez y media. —Me incorporé, ya que estábamos llegando a
mi estación.
—Hasta el domingo, Kristin.
—Hasta el domingo y buen viaje.

***
Aquel sábado noche Gertud Scholtz daba una cena en su casa y, cómo no, Ilka y yo estábamos
invitadas. Se suponía que algunas mujeres como Magda acudirían solas, ya que sus maridos
estaban fuera de la ciudad. En contrapartida, otros invitados menos habituales nos acompañaron.
Cuando llegamos, la mayoría ya estaba allí, copa en mano, revoloteando por el salón. Gertud tenía
una casa de decoración más bien sobria; grandes y luminosos espacios y no demasiados muebles
eran el claro reflejo de una personalidad fría, directa y algo masculina.
—¿Así que Hitler le ha encargado convertir esta hermosa ciudad en la capital del mundo? —
preguntó Gertud a un hombre alto y delgado, de prominentes entradas y rostro afable.
—Germania la quiere llamar, para ser exactos —respondió él, sonriente.
—¡Ilka, Kristin! Acercaos —exclamó Gertud al vernos entrar—. Creo que no conocéis a
Albert Speer y a su mujer Margarete —nos anunció.
—No creo tener el gusto —respondió Ilka.
—Os presento. Ilka y su sobrina Kristin trabajan con Joseph Goebbels en el Ministerio de
Propaganda del NSDAP y Albert es el mejor arquitecto de todo Berlín. De hecho, es el arquitecto
del Führer.
—He oído hablar mucho de usted y de sus prometedores proyectos —reconoció Ilka.
—Encantada —me limité a decir yo, saludando a ambos.
Margarete, cuyos oscuros y cortos cabellos lucían recogidos hacía los lados de la cabeza, era
una mujer discreta y poco habladora.
—Un placer —dijo, dándonos la mano y quedándose en un segundo plano poco después.
En aquel instante se acercó a nosotros Emmy Göring.
—Hola a ambas. ¡Cuánto tiempo sin vernos! Creo que hoy va a ser una noche muy femenina —
miró a Albert—. La mayoría de los hombres están fuera.
—Eso parece —corroboró Ilka, dándole un par de besos.
—Señoras, no se olviden de mí. —Desde el fondo de la sala se acercó un hombre de altura
media, pelo engominado y nariz aguileña.
—Tranquilo, Artur, te hemos visto. Por cierto, muchas felicidades. Me ha dicho un pajarito
que te acaban de nombrar jefe de las Juventudes Hitlerianas.
—¿Y Baldur von Schirach? —preguntó Ilka, sorprendida.
—Digamos que ya no cuenta con la aprobación de Hitler —respondió Gertud.
—¿Os conocéis? —preguntó Emmy dirigiéndose a Ilka.
—Yo sí le conozco, pero Kristin no.
—Encantada —dije tendiendo mi mano.
—Igualmente.
En ese momento, en mitad de aquella animada conversación un objeto que estaba sobre la
cómoda llamó mi atención. Parecía una lámpara, pero algo extraña, distinta, en especial su
pantalla cuyo color y textura no recordaban a ningún material de los habituales; era bastante más
traslúcida de lo normal. Destacaba sobre todo porque parecía tener muy poco que ver con la
sobria decoración del resto de la estancia. Con curiosidad me acerqué a ella y pude ver que en
uno de sus lados había una especie de dibujo que parecía como una embarcación rodeada de
pájaros. Alargué mi mano y toqué la pantalla. Su tacto era muy suave.
—Curiosa, ¿verdad? Es una pieza única, inimitable —dijo Gertud, que siempre parecía estar
observándome.
—Sí, no había visto ninguna así. ¿De qué material es?
Gertud sonrió y acercándose a mi oído respondió en voz baja:
—De piel humana.
—¿Cómo dices? —respondí anonadada.
—Piel judía, de los campos de concentración. Mi querida amiga Ilse Koch es una verdadera
artista, ¿no crees? —explicó, orgullosa de aquel objeto. En aquel momento, sentí que me mareaba,
que mi vista se nublaba y que me faltaba el aire—. Use y su esposo Karl están en el campo de
concentración de Buchenwald.
Sin poder evitarlo, sentí que las náuseas, incontenibles, llegaban hasta mi boca y como si fuera
un volcán en erupción vomité sobre la alfombra para el asombro de todos los presentes.
—¡Kristin! ¿Estás bien? —dijo Ilka, cogiéndome del brazo y acompañándome hasta el baño
mientras el servicio trataba de limpiar el desaguisado.
—¿Has visto esa lámpara? —pregunté mientras ella intentaba limpiarme el rostro con agua.
—¿Qué lámpara?
—La del salón. Gertud afirma que está hecha de piel humana; de judíos, para ser más exactos.
Ilka enmudeció sin saber qué responder. A juzgar por su rostro, tampoco compartía aquella
terrible barbarie. Pensativa, parecía que su cabeza estaba fuera de allí.
—Al salir diremos que llevas unos días sin sentirte del todo bien y nos iremos a casa, ¿vale?
—¿Y ya está? ¿Como si no pasase nada? —repliqué, sintiendo que me embargaba la ira.
—No, no está, claro que no está. Pero no podemos posicionarnos en contra del régimen.
¿Quieres que nos aparten de todo, que nos encierren o algo peor?
—No.
Por primera vez vi el desconcierto y el miedo en sus ojos.
—Intenta disimular, Kristin —añadió—. Sé que no es fácil, pero te lo pido por favor.
—Está bien —claudiqué, buscando la forma de serenarme—. Vámonos a casa.
Cuando salimos del baño todos nos miraban intrigados sin terminar de entender lo que estaba
pasando.
—Lo siento, Gertud, lleva varios días algo mala de la tripa y la copa le debe haber sentado
mal.
—Tranquila, no pasa nada —respondió ella con aquella mirada gélida, que no presagiaba
nada bueno.
18
Últimos planes

A quella noche me costó un montón conciliar el sueño. Dando vueltas en la cama, cada vez que
cerraba los ojos venía a mi mente la imagen de aquel horrible tatuaje del barco rodeado de
pájaros que parecían cobrar vida. Para Ilka, que tampoco lo había pasado bien con lo sucedido, la
noche también fue algo complicada. Aunque creía en el nazismo y en el Führer, jamás imaginó que
aquello implicara torturas y el exterminio de seres humanos. Una extraña mezcla de sentimientos
la afligía creándole serios problemas de moral.
A la mañana siguiente, muerta de sueño, aquella grotesca imagen seguía en mi cabeza
atormentándome. Sabía que debía ir al taller del tío de Joel; había quedado con ellos, pero en mi
interior algo me decía que iba a ser muy difícil mirarlos a los ojos y no contarles la barbarie de la
que había sido testigo. Ilka, sentada junto a mí en el salón, desayunando, me miraba preocupada
sin saber muy bien cómo aconsejarme.
—Lo siento. Jamás debiste ver esa atrocidad —apuntó, sintiéndose en parte culpable.
—¿Cómo puede un ser humano matar a otro a sangre fría, sin motivo y encima hacer una
lámpara con su piel? ¿Y cómo puede Gertud exponerla en su salón con tanto orgullo?
—Si te sirve de algo, yo tampoco puedo entenderlo, pero tenemos que ir con mucho cuidado.
—Lo sé.
La miré en silencio sabiendo que era lo que había que hacer, al menos de momento.
—Me voy a pasar el día con Joel.
—Si me admites un consejo, no se lo digas a él. Su posible reacción, aunque justificada, no
nos hará ningún bien.
—Supongo que tienes razón, pero no puedo evitar pensar que el próximo podría ser él o su tío.
—No lo permitiría, Kristin.
Abracé a Ilka y sin poder contenerme, rompí a llorar.
—Tranquila, cariño, siempre vas a poder contar conmigo, siempre. —Aquella frase retumbó
en mi interior haciéndome sentir mal por mentirle.
Salí de casa sintiendo que estaba fallando a todo el mundo. A Ilka por mentirla y engañarla
cuando no lo merecía y a Joel porque le había hecho daño innecesariamente. Debían ser cerca de
las diez y media cuando llegué al taller. Gustav, sudoroso, golpeaba una y otra vez el metal
candente para darle forma mientras Joel le observaba. De fondo se oía la radio.
—Buenos días —dije desde la puerta.
—Buenos días —respondió Gustav, haciéndome una señal para que entrase.
—¿Qué tal por Núremberg?
—Bastante mejor de lo que pensaba. No será un camino de rosas, pero hay opciones —
anunció Joel aproximándose—. Por cierto, esto es para ti. —Me entregó una carta de mis padres
—. Debió de llegar ayer a media tarde.
—¡Muchas gracias, Joel! No te imaginas cuántas ganas tengo de saber de ellos.
—Lo imagino, pero guárdala y luego la lees con calma. Ahora centrémonos en lo nuestro.
—Perfecto. Pues cuéntame cómo te fue —dije impaciente.
—Como dijiste, hay dos guardias. Al entrar, uno se coloca delante del grupo y otro detrás
cerrando la puerta tras de sí. En ese sentido no parece fácil despistarlos, o que un doble esté en la
puerta esperando, pero creo haber descubierto una solución.
—¿Cuál?
—El baño.
—¿El baño?
—Sí, verás. Con nosotros iban una mujer con un crío y este pidió ir al baño. A los guardias no
les entusiasmó la idea, pero accedieron. Al abrir la puerta de este, se puede ver una ventana al
exterior cerrada, pero sin llave ni rejas.
—¿Estás proponiendo ir al baño, abrir la ventana y dejar entrar al doble? —pregunté ante la
mirada expectante de Gustav.
—Exacto, aunque no puede ser alguien muy grande. La ventana no es pequeña, pero tampoco
enorme.
—Tampoco yo soy un hombre demasiado grande —puntualizó Gustav—. Pero desde la calle
la gente verá a alguien saltando y pueden dar la voz de alarma.
—No creo, esa ventana da a un pasadizo donde no suele haber nadie —respondió Joel que
parecía haberlo verificado.
—Entonces no hay problema.
—Pues por eso puede funcionar. Entra uno al baño y sale el otro. Aunque no creo que pueda
quedarse oculto ahí; tarde o temprano los guardias entrarán a hacer sus necesidades.
—Pero quizás sí que pueda salir y esconderse mientras los de seguridad abren la puerta y
salen los turistas, ¿no? —preguntó Gustav.
—Efectivamente, tienes razón. Son unos segundos, a lo sumo un minuto, minuto y medio, pero
bastarán para llegar a la capilla lateral y esconderse en un pequeño confesionario de madera que
hay al lado del altar.
—Siempre he querido meterme dentro de uno de esos —añadió Gustav, riendo.
—De todos modos, estaría bien que dibujases toda la planta y que tratásemos de reproducir de
algún modo la escena cronometrando tiempos.
—Me parece una buena idea —respondió Joel—. ¿Has encontrado ya a ese doble? —Miró a
su tío.
—Creo que sí, tengo un conocido que podría colar, aunque no sé si será fácil convencerlo. No
termina de creerse que los nazis nos estén deportando y aún menos exterminando.
—¿Por qué no le traes? Yo me encargo de hacerle ver la realidad —dije, recordando aquella
infame lámpara.
—Está bien, si os parece voy a buscarle; vive cerca. Aunque os aviso que es terco como una
mula.
—No creo que lo sea aún más que tú —respondió Joel mientras Gustav dejaba sus
herramientas sobre la mesa y salía del taller.
—¿Llegaste muy tarde a casa? —pregunté.
—Sobre las siete y media de la tarde. ¿Y tú? ¿Qué tal fue tu sábado?
—Intenso.
—¿Y eso?
—Mejor no quieras saberlo —repliqué ante su mirada inquisitiva—. ¿Cómo vais con eso? —
señalé la lanza.
—Bien, la tendremos a tiempo.
Mientras esperábamos a Gustav, se hizo un silencio algo incómodo. Era como si fuera de
aquel tema ya no tuviésemos nada de qué hablar; algo que me hacía sentir fatal.
Joel, que trataba de relajar el ambiente, puso música en la radio. En ese momento sonaba una
de las canciones que se harían más famosas: «Lili Marleen». Aquella pegadiza melodía compuesta
en 1937 y basada en un poema que un soldado había escrito durante la Gran Guerra fue estrenada
en 1939 por Lale Andersen.
—¿No te asquea ya esta canción? ¡Hasta en la sopa! —exclamó Joel, cambiando de emisora.
Mientras Joel se peleaba con la radio buscando otra emisora, apareció Gustav acompañado de
su amigo.
—Este es Alder —dijo nada más entrar en el taller.
—Hola, yo soy Kristin y el de la radio es Joel.
El hombre, que era más bien parco en palabras, aunque parecía agradable, sonrió y levantó la
mano saludándonos. Antes de bombardearlo con información, le escudriñé con la mirada tratando
de ver su parecido con Gustav. Ciertamente su altura y su complexión eran similares a las de este
y, aunque su rostro era diferente, bien caracterizados podían llegar a parecerse razonablemente.
—¿Qué le has contado? —quiso saber Joel.
—Bueno, que los alemanes nos están jodiendo y que queremos intentar devolvérsela.
—Muy explícito y concreto, ya veo… —añadió Joel con ironía—. ¿Es una persona de fiar?
—Daría la vida por tu tío —intervino Alder con seriedad—. Cuando éramos jóvenes, yo era
un auténtico pieza y tu tío me salvó de más de una bronca.
—Perfecto. Pues ahora me dejáis a mí —dije, sabiendo que era la que tenía mejor capacidad
oratoria.
Al igual que hice con Gustav, le conté toda la historia a aquel hombre, aunque a juzgar por su
mirada, no parecía demasiado impresionado por mi relato. Al terminar sonrió y preguntó:
—¿Qué pruebas tenéis de todo esto?
—Mi tía y yo trabajamos en el NSDAP y, por desgracia, sabemos y hemos visto muchas cosas.
—¿Cosas cómo cuáles? —insistió.
En aquel instante vino a mi mente la imagen de aquella lámpara y no pude evitar que mis ojos
se empañasen. Joel, que me conocía muy bien, me miró y frunció el ceño percatándose de que
había más de lo que él sabía.
—Kristin, ¿qué ha pasado? Hay algo nuevo en tu modo de hablar de esto —dijo Joel con
preocupación—. Kristin… me estás asustando. ¿Quieres decirnos qué ocurre? —reclamó con voz
apremiante.
Ya no pude contener las lágrimas y dejé salir todo el horror que llevaba dentro.
—Ayer vi algo tan atroz, no os lo podéis ni imaginar. —Respiré hondo—. Fue algo tan
horrible que no puedo quitármelo de mi cabeza —añadí.
—¿De qué hablas? —preguntó Gustav.
—¿Sabéis quién es Use Koch?
—¿Use Koch? —repitió Gustav.
—Ni idea —admitió Joel.
—¿Deberíamos Conocerla? —dijo Alder.
—Es una guardiana nazi, una mujer que junto a su marido Karl custodia y dirige el campo de
concentración de Buchenwald. Una de las peores guardianas que hay.
—¿Y qué ocurre con ella? —me apremió Gustav.
—Que disfruta haciendo artesanía de lo más variado: bolsos, lámparas, libretas que regala a
los ministros del régimen… Eso sí, nunca imaginarías lo que usa para ese fin —expliqué,
sabiendo que resultaría difícil creer la verdad.
—¿Qué usa? —inquirió Joel, no sin miedo a mi respuesta.
Respiré hondo y tragué saliva antes de poder hablar.
—La piel de los judíos torturados y asesinados por ella en el campo de concentración. Ayer vi
una de esas inauditas lámparas y aún tengo pesadillas. —Los tres hombres enmudecieron
incapaces de reaccionar mientras yo, con los ojos inundados de lágrimas y la voz entrecortada
trataba de seguir hablando del tema—. La piel todavía tenía un tatuaje de un barco que su
propietario debió hacerse.
Joel, que seguía todavía anonadado, se acercó y me abrazó con todas sus fuerzas mientras
Gustav y Alder hacían verdaderos esfuerzos por contener las lágrimas. Durante varios minutos
ninguno de ellos tuvo la fuerza necesaria para hablar.
—¿Qué hay que hacer? —preguntó Alder, al que ya no le hacían falta más explicaciones.
—Creo que necesitamos unos minutos para tomar aire; yo al menos los necesito —apuntó
Gustav, mirándome fijamente—. No puedo ni imaginar lo que sentiste al ver semejante horror.
—Mejor que no tengas que verlo nunca —respondí, recuperando poco a poco la serenidad—.
Creo que difícilmente volveré a ver algo tan atroz en mi vida.
Mientras Gustav y Alder hablaban sobre lo que les acababa de contar, Joel me sacó fuera del
taller para que me diese un poco el aire y así poder hablar un momento a solas.
—¿Puedo preguntarte dónde viste ese objeto? —inquirió, incapaz de imaginar que alguien
tuviese en su hogar tal atrocidad.
—En casa de Gertud Scholtz-Klink. Fue horrible; indescriptible. Lo peor fue ver la frialdad
con la que hablaba del objeto; como si fuera una obra de arte y esa tal Use una artista. Tenía la
lámpara sobre la cómoda del salón, como si fuese algo que enseñar.
—¡Dios mío!
—Me mareé tanto que vomité sobre la alfombra. Ilka, preocupada, me llevó al baño sin saber
qué era lo que había pasado. Cuando se lo conté trató de tranquilizarme y nos fuimos de allí
fingiendo que llevaba algunos días indispuesta.
—¿Os creyeron?
—No sé qué decirte. La mirada gélida de Gertud no me hizo presagiar nada bueno. Ella sabe
que estaba perfectamente al llegar y vio mi reacción con la maldita lámpara.
—Siento que hayas tenido que pasar por esa experiencia —dijo Joel, acariciando mi rostro.
—Supongo que cuando vine desde Inglaterra sabía que no sería fácil, pero no estaba
preparada para esto.
—¿Y quién lo está? A veces me cuesta recordar cuando todo era normal, cuando ser judío no
era algo malo.
—Pero es que no es algo malo… en absoluto —repliqué, apenada por aquella observación.
—Lo sé, pero ellos no parece que lo vean del mismo modo. Nos miran por encima del hombro
como si fuésemos una raza inferior.
—En el fondo, si lo piensas bien, no deja de ser irónico que un hombre cuyo físico es todo
menos el prototipo de la raza aria sea quien abandere toda esta locura.
—Pues no, no tiene mucho sentido.
—Creo que deberíamos volver a la faena. Cuanto antes nos pongamos a ello mejor.
—Tienes razón. Iré un momento a mi casa a por un reloj. Necesitamos cronometrarlo todo.
—Estaría bien que simulásemos también un hueco de tamaño similar al de la ventana de la
iglesia —añadí—. Hay que comprobar que realmente Gustav pueda colarse por ella.
—Eso lo resuelve mi tío con unos hierros y un poco de soldadura. Cuando entres dile que lo
vaya preparando.
—Bien, pues te espero dentro —regresé al taller.
—¿Alguien quiere una cerveza antes de seguir? Creo que nos la hemos ganado —preguntó
Gustav al verme regresar.
—Sí, yo tomaré una; creo que me sentará de maravilla. —Notaba mi garganta muy reseca.
Alder me miraba en silencio desde la otra esquina pensativo. Era obvio que estaba
maquinando alguna cosa.
—¿Y tú qué ganas exactamente con todo esto? Quiero decir… no eres judía, vives bien, tu tía
y tú trabajáis en el NSDAP… algo no me cuadra en toda esta historia —espetó de pronto.
—Déjame darle un trago a la cerveza y te cuento cómo he llegado hasta aquí —respondí,
abriendo la botella.
—Si le costó creer en que los nazis nos están exterminando, ya no quiero ni imaginar qué
pensará de tu relato de maldiciones, objetos de poder y fantasmas —intervino Gustav riendo.
—¿Cómo?, ¿maldiciones?, ¿fantasmas? —Alder no pudo evitar un gesto de sorpresa mientras
Gustav y yo no podíamos dejar de reír—. Me parece que estoy en un grupo de locos.
Cuando Joel bajó con el reloj, yo ya había terminado de explicarle a Alder cuáles eran mis
verdaderas motivaciones para estar al mando de aquel extraño fregado. Aunque de entrada le
pareció todavía más increíble y sorprendente que la narración acerca de la lanza me dio el
beneficio de la duda. Joel, que no sabía de qué habíamos estado hablando en su ausencia, al entrar
miró a Alder cuya cara, tras oír la historia, era todavía un poema y preguntó:
—¿Se puede saber qué te ocurre? A juzgar por tu expresión, parece que hayas visto un
fantasma.
Esta vez los tres rompimos a reír ante el desconcierto de Joel que no entendía si nos reíamos
de él o simplemente nos estábamos volviendo todos locos.
19
Bombardeos sobre Alemania

P asamos toda la mañana realizando diversas pruebas y recreando un escenario que pudiese
parecerse al real, hasta que nos dio la una del mediodía. Muertos de hambre, empezamos a
pensar en salir y buscar un bar donde poder comer, pero Gustav, que vivía justo encima del taller,
nos invitó a subir a su casa.
—No soy un gran cocinero, pero algo haremos —dijo cuando accedimos a su humilde morada.
Al igual que en el caso de Joel, el piso de Gustav era de tamaño bastante reducido. Con algo
menos de cincuenta metros, las únicas estancias independientes de aquella casa eran el baño y su
propia habitación. El salón, que también hacía las veces de cocina, con unos treinta metros, era la
pieza más grande de la casa. Decorado de forma sobria y con un gusto un tanto deficiente, era
obvio que para él aquel espacio era únicamente algo funcional. Sin apenas muebles, a excepción
del mármol de la cocina y un pequeño sofá, la estancia parecía bastante desangelada. Gustav abrió
entonces desde una de las paredes laterales una mesa abatible que, atornillada a la pared, aparecía
o desaparecía según sus necesidades. Era una forma inteligente de ahorrar espacio. A juzgar por
su apariencia algo rústica, se podía deducir que aquel artilugio había sido fabricado en su taller.
—Joel, saca las sillas plegables del armario —dijo mientras encendía el fuego dispuesto a
cocinar—. Cuando uno tiene poco espacio hay que ser ingenioso, ¿no crees? —afirmó mirándome.
—¿Has vivido siempre aquí? —pregunté.
—Sí, aunque cuando Joel vivía conmigo, teníamos dos camas en vez de una en la habitación.
Esa cama grande la puse cuando se independizó.
—Imagino que debió de ser difícil el intentar rehacer la vida sentimental con un niño y sin
apenas intimidad —apunté, sin evitar pensar en lo complicada que había sido la vida para Gustav
—. Criar a un niño tú solo seguramente no fue fácil.
—Al principio mi cabeza no estaba para eso; hacía poco que había perdido a toda mi familia y
me pasaba las noches llorando. Luego, con los años, supongo que me acomodé y pensar en rehacer
mi vida sentimental no formaba parte de mis prioridades. Tenía más cosas en las que pensar.
—Bueno… algún lío sí que tuviste —apostilló Joel sonriendo—. Que no las llevases a casa
no quiere decir que yo no me enterase. Era pequeño, pero no tonto.
—¡Hombre! Uno tampoco es de piedra. —Gustav sonrió.
—A mí no deja de parecerme admirable —apunté.
—Espero que os guste el pollo —dijo Gustav, sacando una bandeja de la fresquera—. Salvo
pollo y huevos no me quedan muchas más cosas en esta triste fresquera.
—El pollo es perfecto, a todos nos gusta, ¿no? —dijo Alder, mirando al resto, tratando de que
Gustav se sintiese bien.
Tras comer unas escasas pechugas de pollo con un huevo frito, unas patatas y un buen café,
bajamos de vuelta al taller.
—Vamos a realizar una prueba completa —dijo Joel, tomando el reloj de encima de la mesa.
Con el reloj en la mano, Joel se dispuso a cronometrar toda la operación. En un extremo,
fijada con escuadras sobre un mueble para que no se cayese, estaba la supuesta ventana del baño
que Gustav había recreado con unos hierros, en la otra punta un viejo armario metálico que hacía
las veces de confesionario y casi al lado de la puerta del taller estaba yo, emulando la posición
que tendrían los vigilantes.
—Vamos a ver… Me acerco al baño con el grupo y Gustav va conmigo. Me pide ir al baño y
una vez dentro abre la ventana y Alder accede al recinto —dije mientras reproducíamos los pasos.
—Creo que desde la calle no podré encaramarme; no soy tan alto —observó Alder tras hacer
un par de intentos—. Hará falta algo o alguien que me ayude.
—Pues entonces tendrá que llevar algo con él para subirse encima; no podemos contar con
nadie más —dije pensativa.
—Tengo una de esas sillas que se abren y se convierten en escalera. Creo que puede servir —
propuso Gustav—. Yo la uso para limpiar el polvo de los estantes altos.
—Creo que eso valdrá. Voy a por ella —dijo Joel y se marchó al piso de su tío.
En cuanto Joel bajó con la banqueta, volvimos a empezar a cronometrar desde el inicio.
—Bien, vamos allá de vuelta —dije al lado de Gustav frente a la puerta del supuesto baño.
—Entro, cierro la puerta, abro la ventana y Alder entra. Alder sale ahora del baño en mi lugar
y se va contigo y con Joel hacia la puerta de la iglesia. Y entonces yo… ¿cómo demonios sé
cuándo debo salir del baño?
—Buena pregunta —respondí con preocupación.
—Fácil… ya me ocupo yo de hacer algún ruido al salir. ¿Te parece un estornudo de esos tan
exagerados? —planteó Joel.
—Perfecto. Creo que eso funcionará.
—Pues seguimos. —Y retomé la historia donde la habíamos dejado—. Llegamos a la puerta,
la abro, salen los primeros, Joel va al final y estornuda.
—Yo abro un poco la puerta del baño, nadie mira y corro al confesionario —completó Gustav.
—Veinticinco segundos: perfecto —incidió Joel, reloj en mano.
—Eso siempre que no miren —remarqué yo—. Si lo hacen tendrá que ir probando hasta
encontrar el momento.
—También puedo intentar distraerlos preguntándoles alguna cosa —apuntó Joel.
—Bien visto. Eso seguro que le dará unos segundos más.
—Bueno, y al salir recojo la banqueta del callejón —prosiguió Joel—. No queremos que
nadie encuentre pruebas.
—Sí, por favor, le tengo un cierto cariño —dijo Gustav.
—Bien, creo que lo tenemos. Ahora falta la segunda parte —recalqué—. Tendrás que pasar la
noche y parte del día siguiente escondido hasta que lleguemos Joseph y yo.
—Espero que no venga ningún párroco a confesar a nadie —añadió Alder.
—La iglesia no parece tener demasiado uso —respondí.
—¿Y cómo calculamos los tiempos al día siguiente? —preguntó Joel.
—Contad unos diez minutos desde que entremos para empezar a liarla fuera. Y luego, en
cuanto los guardias abran la puerta y oigas el escándalo, sales tú del confesionario gritando.
—Imagino que un guardia vendrá a mi encuentro —dijo Gustav.
—Y yo haré que Joseph también lo haga, dejándome a mí sola con la maldita lanza.
—A falta de terminar la réplica, creo que el plan funcionará —dijo Alder, que prefería
escuchar que intervenir.
—Crucemos los dedos porque no tendremos otra oportunidad —añadí mientras recogía mis
cosas.
—Saldrá bien —afirmó Joel.
Miré la hora en el reloj de Joel y viendo que eran casi las siete y media de la tarde me puse la
chaqueta y me dispuse a marcharme. Me despedí de todos algo apresurada y me fui a coger el
metro; Ilka me estaría esperando como cada día para cenar y no le gustaba que llegase tarde a
casa. Sentada en uno de aquellos fríos vagones del metro aproveché para abrir la carta que Joel
me había entregado y que tan pacientemente había guardado en mi chaqueta. Tenía tantas ganas de
tener noticias sobre mi familia que aquella espera se me había hecho eterna, pero prefería leer
aquellas misivas, a solas. Les echaba mucho de menos y ya ni tan siquiera sus cartas conseguían
llenar el vacío que sentía en mi interior, aunque, al menos, lo hacían más llevadero. Nerviosa, abrí
el sobre y empecé a devorar aquel texto.

Querida Abby:
Cada día que pasa te echamos más de menos. Cuando llega alguna de tus cartas nos
sentamos todos en el salón y nos turnamos para leerlas en voz aita. Incluso a veces
algunos releemos a solas las antiguas tratando de sentirte más cerca de lo que estás.
Aunque hay que decir que esta vez, debido al contenido de tu misiva, no demasiado
apropiado para menores, mamá mandó a Karen, a Leo y a Mike a su habitación. Con lo
curiosa que es Karen estaba muy enfadada con mamá; no hacía más que repetir que ella
ya es mayor y que puede oírlo todo…
Como puedes imaginar, papá y mamá andan bastante preocupados con todo lo que
haces en Berlín; imaginarte flirteando con ese hombre casado, aunque sea la única
forma de llegar a la lanza, no es plato de gusto para ningún padre. Supongo que tan
solo has contado una décima parte de lo que realmente ha pasado y has hecho bien.
Dudo que ni papá, ni mamá (aunque sea algo más abierta de mente) pudiesen
comprender ciertas cosas. Estoy convencida de que no debe ser nada fácil estar en tu
lugar. A mí me daría mucho miedo.
Por aquí las cosas siguen igual. Los preparativos para la boda van viento en popa y,
como puedes figurar, Broke está más insoportable que de costumbre. Además, con su
chico en el frente y sin saber si para septiembre podrá librar y llegar a tiempo para
desposarla, anda más pesada de lo que ya era previsible. Dice que quiere un vestido de
novia como los de las revistas, que merece lo mejor, pero papá ya le ha dicho que puede
ir quitándoselo de la cabeza, que no podemos pagarlo. Así que hace horas extra de
camarera en un bar del pueblo. ¡Como si con eso le fuese a alcanzar! Al final, como
siempre, se saldrá con la suya y conseguirá que mamá le ponga lo que le falte, ya lo
verás. Por cierto, ¿te has sacado ya el billete para venir? Tan solo quedan cuatro meses
y el tiempo pasa volando. No puedes fallar, Broke no te lo perdonaría en la vida y el
resto tampoco. ¡Sácate ya el billete en cuanto puedas!
Por lo que se refiere a esta maldita guerra, cada vez quedan menos hombres jóvenes
en las ciudades y las restricciones han aumentado. Si antes era difícil conocer a chicos
interesantes, ahora se ha vuelto misión imposible. Cada vez cuesta más encontrar
ciertos alimentos y hay bastante miedo ante la posible amenaza de bombardeos en la
capital. Nosotros somos de los pocos vecinos que no tienen a nadie en el frente; somos
unos privilegiados. También se rumorea que Churchill tiene previsto bombardear varios
núcleos alemanes en breve. Solo espero que no bombardeen Berlín. Por favor, ve con
mucho cuidado y no te expongas innecesariamente.
En cuanto al trabajo, mamá continúa con sus sesiones y como siempre las llena.
Desde que te fuiste no ha vuelto a aparecer ese ser y espero que nunca regrese.
Por favor, ándate con mucho cuidado.
Te queremos mucho.

Lillian

Leer aquellas cartas siempre me dejaba un extraño sabor de boca. Por un lado, me alegraba
tener noticias de casa, pero, por otro lado, me entristecía mucho estar tan lejos. Era consciente de
que a ellos tampoco les resultaría fácil leer las mías. Para mis padres tener a su hija tan lejos y en
una situación tan peligrosa debía ser todo un calvario.
Llegué a casa e Ilka ya estaba sentada en el comedor esperándome impaciente.
—¿Por qué siempre llegas tan justa de tiempo? —preguntó al verme aparecer por la puerta—.
Sabes que me gusta cenar a las ocho, puntual.
—Lo siento, a veces se me pasa la hora —respondí, dejando mis cosas en la entrada para no
hacerla esperar más.
Cuando terminamos de cenar, le dije a Ilka que estaba muy cansada y me retiré a mi cuarto
para poder leer de nuevo la correspondencia con más tranquilidad. Como solía hacer siempre que
recibía una carta, me tumbé en la cama y la releí varias veces. Aunque pudiese parecer una
tontería, aquello me hacía sentir que tenía a la familia algo más cerca. Luego; antes de dormir, la
guardé con el resto dentro de la caja de zapatos que tenía escondida en lo alto de mi armario.
Aquella noche del 12 de mayo de 1940 todo cambió en Alemania. Los aviones ingleses
bombardearon las zonas residenciales de Mönchengladbach-Rheydt y todos sabíamos que aquel
calvario no había hecho más que empezar. Desde ese instante se dejó de respirar aquella idílica
sensación de tranquilidad en Berlín.
Por la parte alemana la cosa tampoco mejoró. Durante la invasión de los Países Bajos, los
alemanes amenazaron al Gobierno holandés con bombardear Róterdam con el fin de acelerar su
rendición. Las negociaciones fracasaron y el 14 de mayo se dio la orden de bombardear la ciudad.
En el último momento los neerlandeses cambiaron de opinión y accedieron a negociar, de modo
que se dio la contraorden de cancelar el bombardeo, pero esa orden no fue recibida a tiempo por
los cazas alemanes y, por desgracia, las bombas cayeron sobre la parte oriental de la ciudad. En
total, se lanzaron sobre Róterdam noventa y siete toneladas de bombas que destrozaron más de
veinte iglesias y hasta cuatro hospitales. En el ataque fallecieron unos novecientos civiles y más
de mil personas resultaron heridas de diversa gravedad. Cerca de setenta y ocho mil personas se
quedaron sin hogar y fueron destruidos más de dos mil comercios. Casi ochocientos almacenes y
fábricas y unas sesenta escuelas fueron arrasadas casi por completo. Gran Bretaña, interesada en
sacar rédito de lo sucedido, manipuló y multiplicó el número de víctimas con el fin de cargarse de
razones y justificar una nueva contienda. Tras este bombardeo, los alemanes amenazaron con
atacar Utrecht y los Países Bajos que, incapaces de hacer frente al conflicto que se avecinaba,
decidieron rendirse.
Después de este triste episodio, los bombarderos de la RAF recibieron autorización para
acometer varios objetivos alemanes al este del Rin. El 15 de mayo se ordenó al mariscal Charles
Portal lanzar una ofensiva en el Ruhr, con la intención de no excluir ningún objetivo que pudiese
contribuir a mermar el frente alemán. El motivo de estos ataques se encontraba en la necesidad de
desviar parte de la fuerza aérea alemana que estaba en el extranjero para evitar nuevos
bombardeos sobre Francia.
En la noche del 15 al 16 de mayo, casi cien bombarderos británicos atacaron de forma
incesante Alemania. El primer bombardeo intensivo sobre una ciudad alemana con objetivos que
incluían a la población civil tuvo lugar en Duisburg. La gran mayoría de las ofensivas tenían en
principio por objetivo la destrucción de refinerías y centros de procesamiento o almacenamiento
de petróleo, pero aquello parecía estar cambiando. Dos días después de ese ataque, la RAF
bombardeó instalaciones petroleras en Hamburgo, Bremen y Colonia. Por desgracia, esas
acciones bélicas tuvieron más consecuencias de las que nos hubiesen gustado. Ante el posible
bombardeo a ciudades estratégicas como Berlín, el Führer dio la orden de trasladar el tesoro de
los Habsburgo a la cámara acorazada que había hecho construir debajo del castillo de Núremberg.
Por lo visto, la cámara estaba casi finalizada y no había motivo alguno para retrasar más su uso y
poner en peligro el preciado tesoro real. Cuando Joseph me lo contó como una mera anécdota, me
costó horrores disimular y no ponerme a llorar. Ahora nuestra misión se había complicado hasta
límites insospechados. Según él me explicó se trataba de un complejo subterráneo de hormigón
enorme e increíblemente sofisticado. Era una ampliación de las antiguas bodegas que se
encontraban justo debajo del castillo de Núremberg. La cámara estaba forrada de acero, tenía
cerraduras especiales y en sus paredes poseía diferentes materiales para combatir la humedad.
Era un recinto dotado incluso de su propio sistema de ventilación, generador, baños, cocina…
Aquello tenía visos de ser una verdadera fortaleza de carácter inexpugnable que haría casi
imposible llevar a cabo nuestra misión.
Debía avisar a Joel y a su tío de la nueva situación, pensé. Aquella misma tarde trataría de
hablar con ellos. Este nuevo contratiempo hacía, por primera vez, peligrar nuestros planes.
20
Cambio de planes

A quella mañana salí del despacho bastante preocupada. Parecía que todo podía irse al traste.
Ilka, que comenzaba a conocerme bastante bien, notó que algo me rondaba.
—¿Se puede saber por qué estás tan seria? —preguntó al subirnos al coche.
—Es solo que estoy cansada, nada más —respondí, tratando de disimular mientras observaba
a la gente paseando tranquilamente bajo aquel cálido sol de junio—. Hemos tenido mucho trabajo
esta mañana.
—¿Seguro que es tan solo eso? —inquirió, sin terminar de creerse mi respuesta—. A ver si
vas a estar enferma.
—Tranquila, me encuentro bien. Tan solo es cansancio. Después de comer en casa y de
intentar disimular mi preocupación, llamé a Gustav y los convoqué a todos en el taller. Era muy
urgente compartir aquella noticia. Para cuando llegué allí, todos me esperaban impacientes y
muertos de curiosidad.
—Tengo muy malas noticias —espeté sin más.
—¿Qué ocurre? —preguntó Joel.
—Los últimos bombardeos han hecho que el Führer acelere sus planes de mover el tesoro. Así
que… —expliqué ante la mirada atónita de los tres.
—¿Qué significa «acelere»? —increpó Alder algo nervioso.
—Que acaban de trasladar el tesoro a la cámara acorazada por miedo a que alguna bomba
pueda caer sobre la iglesia.
—¡Joder! —exclamó Gustav—. ¿Pero no se supone que todavía estaba en obras?
—Sí, pero está lo suficientemente avanzada como para poder albergar las piezas sin peligro.
De hecho, ha ordenado traer un altar de Cracovia expresamente para poder poner la lanza encima.
—¡Pues qué bien! —respondió—. Estamos jodidos, completa y absolutamente jodidos.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? Este es el fin de la operación —afirmó Joel, dando todo el
trabajo por perdido.
—No lo sé, pero me niego a darme por vencida, a pensar que todo lo que hemos hecho haya
sido en vano.
—¡Ahora que había terminado con la dichosa lanza! —exclamó Gustav disgustado.
—Buscaremos la forma —traté de infundir unos ánimos que yo no tenía.
—Bueno, al menos, si termino en una cámara de gas que sea por algo verdaderamente sonado
y no únicamente por entrar a una iglesia, o por el hecho de ser judío —añadió Gustav con aquel
curioso sentido del humor del que a veces hacía gala.
—Llegar a la lanza va a ser muy complicado, ni tan siquiera sabemos cómo son esos túneles, y
eso sin mencionar que no tenemos forma de acceder —señaló Alder—. Eso estará más vigilado
que los tesoros de la casa real británica.
—Bueno, sigue existiendo Joseph; él sí que puede entrar —repliqué, sin pensar que aquella
frase no le iba a hacer ni pizca de gracia a Joel, que me miraba intentando contenerse.
—¿Acaso le vas a pedir un plano y las llaves? No sé, igual sois tan amiguitos que te los da sin
hacer preguntas —añadió con aquel tono propio de un animal herido.
Gustav, que desconocía la verdadera historia, le miró sin terminar de comprender de qué iba
todo aquello.
—¡Claro que no! Pero del mismo modo que iba a actuar para que me volviese a llevar a la
iglesia puedo hacerlo para que me lleve a la cámara, ¿no crees?
—En la iglesia nosotros podíamos entrar, había un plan muy claro y factible. En la cámara ni
lo sueñes. Ahí vas a estar sola y a menos que envenenes a Goebbels, veo muy difícil que puedas
hacerte con la lanza —observó Gustav.
—Estoy segura de que tarde o temprano encontraremos el modo —me empeciné.
—Eso espero. Si lo encontráis, avisad —dijo Alder, y salió del taller un tanto desanimado.
—Se le pasará. No os preocupéis, siempre tiene ese primer pronto —le disculpó Gustav.
—Más vale, porque no podemos prescindir de nadie.
Me marché del taller algo triste y muy preocupada. No tenía ni idea de cómo íbamos a
continuar. Aquel sábado regresé a casa abatida y sin apenas ganas de cenar. Aunque había tratado
de no derrumbarme ante Alder, Joel y su tío, sabía que estábamos perdidos y que era posible que
no pudiésemos llevar a buen puerto aquella misión. Cabizbaja, llegué a casa y tras saludar a
Trisha y a Ilka y decirles que no me apetecía cenar, decidí encerrarme en mi cuarto a meditar.
—¿No piensas cenar nada? —preguntó Ilka, preocupada, desde el otro lado de la puerta.
—Hemos estado picando algo y no tengo hambre, lo siento —respondí, intentando aparentar
normalidad.
—¿Pero estás bien? —insistió ella, que ya empezaba a conocerme lo suficiente como para
intuir que algo andaba mal—. Llevas un día muy raro.
—Sí, tranquila, todo va bien. Solo estoy desganada —contesté—. Hasta mañana, tía.
—¿Seguro que no quieres hablar?
—No pasa nada, tranquila —insistí.
—Está bien. Hasta mañana, Kristin, descansa —concluyó, convencida de que había algo que
no le contaba.

***
Aquel final de mayo y el mes de junio fueron especialmente intensos. Las tropas inglesas
persistieron con los ataques sobre ciudades como Mannheim, Fráncfort y Bochum. Los británicos
no tenían todavía el equipo necesario para guiarse correctamente sobre el territorio alemán y
como consecuencia de ello las bombas acababan dispersas en un radio demasiado amplio,
demostrando ser, afortunadamente para los alemanes, poco efectivas.
La Luftwaffe intensificó sus ofensivas sobre Dunkerque, enviando más aviones y conquistando
finalmente aquella difícil plaza el 4 de junio. En ese momento Winston Churchill, abatido, dio la
orden de evacuar al BEF de modo preventivo, antes de que se tomasen los puertos atlánticos, algo
que no tardaría en ocurrir. Por su parte, el Führer abandonó su búnker en Münstereifel para iniciar
una visita a Bélgica orgulloso de su hazaña. Durante su corta pero fructífera estancia aprovechó
para reunirse y ordenar al almirante Canaris que abandonase sus arriesgados planes de atacar
Gran Bretaña con armas bacteriológicas. Si eso sucedía, ya no habría vuelta atrás; difícilmente se
podría llegar a un tratado de paz con los británicos.
Por primera vez, el 8 de junio una escuadra francesa bombardeó Berlín como respuesta al
bombardeo que sufrió París pocos días antes. Aún puedo recordar el miedo que pasé aquella
noche. Las sirenas avisaron a la población civil de la presencia de bombarderos enemigos sobre
la ciudad y la gente empezó a salir despavorida de sus casas hacia los refugios antiaéreos. Por
fortuna, aquel ataque fue más una llamada de atención que algo realmente destructivo; aunque el
susto no nos lo quitaba nadie. Nunca había vivido una situación parecida y el ruido de aquellas
ensordecedoras sirenas se grabó en mi mente de forma indeleble.
Finalmente, a mediados de junio las tropas alemanas entraron triunfantes en París
sorprendiendo incluso al propio Hitler, que no contaba con obtener tan pronto aquella deseada
victoria. Tras aquello y ante la Cámara de los Comunes, el primer ministro británico ratificó que
la batalla de Francia había terminado pero que una nueva batalla, esta vez con Inglaterra, iba a
comenzar. Su discurso fue radiado por la BBC y muchos, entre ellos mi familia, lo pudieron
escuchar: «La furia y el poder del enemigo pronto se volverán hacia nosotros. Hitler sabe que
debe vencernos en esta isla o perder la guerra… si el imperio británico y la Commonwealth duran
mil años, la gente dirá que esta fue su hora decisiva», afirmó para horror de la población que,
asustada, no apartaba la oreja de sus transistores.
Ese sábado 22 de junio y tras días de mucha tensión, el general francés Huntziger firmó
finalmente el armisticio y Francia quedó partida en dos: al noroeste quedaba la Francia ocupada.
La no ocupada, al sureste, con capital en Vichy, sería administrada con independencia por el
gabinete del mariscal Pétain.
Al día siguiente de este episodio, Adolf Hitler abandonó satisfecho su cuartel de Brûly de
Pesche y su personal retornó a Berlín, orgulloso por la victoria. Al poco tiempo, a la Cancillería
del Reich comenzaron a llegar todo tipo de telegramas y cartas felicitando al Führer por su
aplastante victoria.
Bastante triste por los acontecimientos, me senté frente a la ventana de mi cuarto y contemplé
la calle, a la gente regresando a sus casas tras una larga jornada de trabajo completamente ajena a
todo lo que estaba aconteciendo en el resto de Europa; parecía que todo seguía igual. Por otra
parte, el persistente frío de dos meses atrás había dejado por fin paso a un inicio de verano
bastante agradable y las personas podían pasear sin chaqueta, incluso una vez había caído el sol.
Deseando no sentirme tan sola y melancólica, decidí que podía ser una buena idea escribir a mi
familia; eso siempre me reconfortaba y me ayudaba a purgar todos mis demonios. Saqué papel y
pluma del cajón, me senté frente al escritorio y me puse manos a la obra.

Hola a todos:
Parece que con el mes de junio ha llegado el buen tiempo a Berlín y la verdad es que
ya era hora. Aunque estoy acostumbrada a las incesantes lluvias de Inglaterra, ver el
sol de vez en cuando también se agradece y ya sabéis que yo prefiero el calor al frío, no
como mamá. Poder pasear por las calles en mangas de camisa es todo un lujo.
A diferencia de lo que os conté hace unos días, aquí las cosas parecen haberse
complicado ligeramente. Teníamos un plan casi infalible para robar la dichosa lanza,
pero los elementos no parecen querer ayudarnos y las cosas se han torcido. Tras los
últimos bombardeos en Alemania, Hitler ha decidido por seguridad trasladar el tesoro
de los Habsburgo al castillo de Núremberg complicándonos muchísimo la vida a todos.
De todas formas, aunque en estos instantes estoy algo desanimada, ya me conocéis, no
es fácil que me dé por vencida. Seguro que tarde o temprano se nos ocurre otro plan
para conseguir nuestro objetivo.
El tiempo aquí pasa volando, y sin apenas darme cuenta, llevo meses fuera de casa,
y parece que fue ayer. Por suerte, aquí también hay gente que me quiere y hace que las
cosas sean más llevaderas. Pero, aun así, no os podéis imaginar lo que os añoro. Echo
de menos esas mañanas desayunando todos juntos en la cocina, mis conversaciones
nocturnas con Broke, mis peleas y desacuerdos con Lillian, el olor de la pipa de papá,
las travesuras de Karen y el correteo de los enanos en el jardín. Ojalá pudiese
escaparme unos días e ir a veros, pero eso no es viable y menos en estos momentos en
que la guerra parece estar recrudeciéndose y las fronteras endureciéndose por
instantes. Eso también va a afectar a mis probabilidades de asistir a tu boda, Broke. No
sabes cuánto lo siento. Sabes que nada me gustaría más, pero no creo que eso vaya a ser
posible, al menos por ahora, salvo que ocurra un milagro. Desde aquí estaré pensando
en ti y deseándote lo mejor. Aun así, no me doy por vencida y cruzaré los dedos a ver si
ocurre algo que lo cambie todo.
Solo espero que estéis todos bien y que toda esta locura termine pronto para poder
regresar.
Os quiere y os echa de menos.

Abby

Con tristeza, doblé la carta, cerré el sobre y la guardé en el cajón para hacérsela llegar a Joel
al día siguiente. Cada vez me costaba más escribirles y mostrarme contenta, pero sabía que debía
hacer el esfuerzo por papá y mamá; no quería que se preocupasen más de lo necesario.

***
Aquel lunes por la mañana acudí como siempre a la oficina con Ilka. Nada más llegar a mi
puesto, oí cómo Joseph abría la puerta de su despacho deseoso de verme. Tras pasar sábado y
domingo sin poder quedar conmigo, el lunes siempre se convertía en el día en que más madrugaba
y en el más intenso de la semana, por lo menos para mí. Como siempre, entré en aquella
dependencia sabiendo que iba a cerrar la puerta tras de sí para poder manosearme a gusto durante
al menos una media hora. Sin embargo, aquel lunes yo no estaba con el mejor de los ánimos, así
que recé para que terminase lo antes posible.
—Ven aquí conmigo —dijo sentado en el sillón mientras abría la bragueta de su pantalón,
deseoso de sentirme encima de su miembro.
—Joseph, esta mañana no estoy de humor… de veras —esgrimí, intentando evitarlo.
—No seas tonta, ven aquí y verás cómo enseguida te animas, gatita —respondió, sin darse por
vencido.
—Está bien…
Resignada como de costumbre, me acerqué a él y dejé que me bajase la ropa interior y me
penetrase por detrás mientras que, con sus sucias manos, exprimía mis senos de forma brusca,
como si fuesen los del ganado. Por suerte, había aprendido a evadirme y a llevar mi mente lejos
de ahí. En cuanto terminó, y tras fingir que aquella relación había sido igual de placentera para mí
que para él, me limpié en su baño privado como buenamente pude dispuesta a salir de su
despacho.
—Por cierto, cariño… —interrumpí, aprovechando la tesitura para mis propios intereses—.
¿Has estado ya en la famosa cámara bajo el castillo?
—¿Cómo?
—Bueno, me comentaste que habían trasladado las reliquias a la cámara acorazada y me
acordé de que no te había explicado algo bastante importante.
—¿El qué?
—Verás, cuando fuimos, hice las fotos con la cámara de Ilka y el carrete debía de llevar ahí un
tiempo. El caso es que cuando lo llevé a revelar me dijeron que ese carrete estaba velado y que no
habían podido salvar ninguna foto.
—¿En serio?
—Y tan en serio. Pensaba decirte que me volvieses a llevar, pero ahora… imagino que ya es
imposible. Con la ilusión que me hacían esas fotos.
Joseph me miró contrariado.
—¡Qué desastre! ¿Y esto no podías haberlo dicho antes? ¿Cuánto hace que lo sabes?
—Bueno, se me pasó, y cuando luego me dijiste que las habían llevado al castillo… pues eso,
que no me atreví. Tranquilo, ya sé que no puedes acceder a esa cámara, que solo los más cercanos
al Führer deben poder entrar.
—¿Quién dice que yo no pueda?
—Yo pensaba… —respondí, haciéndome la ingenua.
—Déjame que mire un par de cosas y te llevo. ¿Vale?
—No sabes lo feliz que me harías; tenía tal disgusto…
Salí de allí expuesta, para variar, a las miradas críticas e incriminatorias de mis compañeras,
pero no me importaba. Siempre y cuando alcanzase mi objetivo habría valido la pena.
21
Un día para olvidar

P or suerte, aquella tarde, tras casi un mes sin vernos, había quedado de nuevo con Joel en la
plaza para analizar la situación y, aunque todavía no había conseguido que me perdonase por
las mentiras y por mi relación con Goebbels, al menos seguía teniéndole como amigo. Verle era
siempre motivo de alegría y me ayudaba a olvidar esos otros momentos tan desagradables a los
que me veía sometida cada día. Desde lejos pude observarle mientras estaba sentado en la terraza
con sus bonitas gafas de sol.
—Hola —dijo al verme llegar—. ¿Quieres tomar algo? —Me apartó una silla para que me
pudiese sentar junto a él en la terraza—. Gracias, Joel. Creo que pediré un té.
—¿Alguna novedad? —preguntó mientras esperaba que nos atendiese la camarera.
—Bueno, Goebbels cree que me puede meter en la cámara. Le conté el rollo de las fotos
veladas y parece que se lo tragó.
—¡Bien!
—Pero lo más importante no lo tenemos resuelto. Sola no puedo hacer nada. ¿Cómo haré el
cambio?
—Tiene que haber algún modo.
—Pues no se me ocurre ninguno, así que de momento le daré largas hasta que sepamos qué
hacer. Hay que pensar un buen plan —añadí, sabiendo que les necesitaba.
—Sí, supongo que será lo más inteligente. Hablaré con mi tío a ver si a él se le ocurre algo.
—¿Y Alder? ¿Sigue desaparecido?
—Es posible que no podamos contar con él. Según Gustav no está demasiado por la labor.
—¿Y eso?
—Los últimos acontecimientos no le han hecho mucha gracia. Será mejor olvidarnos de él.
Después de tomar mi té, entregarle la carta para mi familia y de estar casi dos horas de
cháchara con Joel, me fui dando un largo y agradable paseo hasta casa. Siempre recordaré aquel
lunes 1 de julio como uno de los peores días desde mi llegada a Berlín. Era como si todos los
astros se hubiesen alineado para crear el caos más absoluto en el universo y en mi vida. Fue el día
en que más ganas de volver a Inglaterra tuve, sobre todo porque no esperaba lo que me iba a
encontrar al volver a casa de tía Ilka.
Como en muchas otras ocasiones llegué para la hora de cenar y tras abrir la puerta y cerrarla
con llave, saludé a Trisha que se asomó desde la cocina y me dirigí a mi habitación para dejar las
cosas y lavarme las manos, como siempre solía hacer antes de cenar. Me extrañó bastante no ver a
mi tía en el salón o en el comedor esperándome, como era habitual, pero pensando que quizás
estuviese también en el baño, me fui hacia mi cuarto sin darle mayor importancia al asunto. La
sorpresa vino cuando al abrir la puerta la encontré, sentada sobre mi cama, con la caja de zapatos
donde guarda las cartas y su contenido esparcido sobre la colcha. Conmocionada, no salía de su
asombro. Al verme entrar levantó la cabeza bruscamente y llena de dolor y rabia espetó:
—¿Por qué? —preguntó con la voz quebrada y los ojos inundados de lágrimas.
—¿Cómo?
—Te pregunto que por qué —repitió con ira.
Durante unos segundos el tiempo se congeló para mí en aquella estancia. La miré fijamente sin
ser capaz de articular ni una sola palabra sintiendo que mis ojos se humedecían también. Con el
corazón encogido, consciente del dolor que le había causado, cerré la puerta de la habitación y me
senté a su lado con la firme intención de contarle toda la verdad. Ya no importaba lo que pudiese
pasarme, me daba igual. El plan era inviable y para colmo había hecho daño a las dos únicas
personas que me importaban, Joel y ahora Ilka. Ilka, incapaz de continuar mirándome a los ojos,
tenía la vista perdida en algún punto indeterminado entre el suelo y la pared y parecía negar con su
cabeza. Imaginé que esperaba oír de mis labios algo que pudiese mitigar su desazón, algo que la
hiciese comprender por qué había jugado con ella de aquella manera. Yo, que ni tan siquiera sabía
cómo empezar a disculparme, trataba infructuosamente de ordenar las ideas que de forma caótica
se amontonaban en mi cabeza. Quizás era mejor así, pensé. Recoger mis cosas y salir huyendo
antes de que nos apresasen a todos. Pero luego, algo en mi interior, algo que todavía poseía el
valor para seguir luchando por lo que creía y la decencia de afrontar lo hecho, salió de mis
entrañas y decidió dar la cara y una explicación.
—Yo…
Ilka levantó la mirada y en silencio esperó una aclaración que justificase de algún modo todo
aquello. Algo que la ayudase a entender por qué alguien a quien ella había abierto su casa y su
corazón de par en par la había defraudado de aquella forma. Su mirada, rota por el dolor y la
decepción que proporciona la traición, escudriñaba mi ser haciéndome sentir desnuda ante sus
ojos.
—Lo siento —dije desde lo más hondo de mi alma—. Si te sirve de consuelo, jamás quise
hacerte daño y, de hecho, te he querido como si fueses de verdad, parte de mi familia.
Sin dirigirme la palabra y como reacción al dolor que sentía en sus entrañas, alzó la mano y
me abofeteó con todas sus fuerzas. Aquello era lo mínimo que me merecía, pensé.
—Gertud tenía sospechas, sobre todo después de tu reacción el otro día en su casa —dijo con
voz firme—. No quería creerla, pero tuve un momento de duda tras verte tan rara estos últimos
días y por eso revisé tu armario. Ojalá lo hubiese hecho antes… o no lo hubiese hecho nunca.
Ahora te juro que no sé ni cómo actuar.
—Deja que te cuente toda la historia y después decide qué hacer; asumiré las consecuencias.
Ilka respiró hondo como tratando de insuflar a su alma el aliento que había perdido.
—Está bien. Te escucho, pero más vale que lo que tengas que contar sea brillante, porque por
ahora lo que me pide el cuerpo es que te entregue —respondió con bastante reticencia.
Ni tan siquiera^recuerdo cuánto tiempo pasamos encerradas hablando en aquella habitación, la
noche cayó oscura y desalmada fuera en la calle y ni tan siquiera Trisha se atrevió a
interrumpirnos para avisar que la cena estaba lista. A buen seguro que se estaría quedando helada.
Era la primera vez en muchos meses que, aunque triste, me sentía liberada. Ahora se habían
terminado todas las mentiras y pese a que los resultados podían ser terribles, algo en mi interior
me decía que estaba, por fin, haciendo lo correcto. Al menos, me sentía bien conmigo misma y eso
era bastante más de lo que llevaba sintiendo desde que llegué a aquella casa. En silencio aguardé
pacientemente a que Ilka respondiese a todo lo que le terminaba de contar.
Ella, que me observaba con los ojos como platos, atónita y a caballo entre la desazón y la
incredulidad, sin saber qué parte de aquella fantástica historia creer, reflexionaba en silencio. Al
cabo de unos eternos minutos, se dispuso a responder.
—¿Sabes? Creo que de algún modo siempre he sabido que no eras Kristin, pero quería,
necesitaba, que lo fueses. Supongo que a la verdadera Kristin jamás le importé un comino y
deseaba con todas mis fuerzas importarle a alguien. Llevo mucho tiempo sola, y eso no es bueno
para nadie.
—Y yo he querido ser esa persona desde el primer instante en que conocí a una mujer
generosa e increíble, desde que vi está preciosa casa y que tuve acceso a un mundo fascinante con
el que jamás pude soñar. No imaginas cuántas veces deseé ser Kristin y olvidarme del resto…
pero no podía. No puedo negar quién soy, ni las razones que me han traído hasta aquí.
Ilka respiró hondo como intentando recuperar la serenidad que había perdido y tras levantarse
de la cama, espetó:
—Ahora estoy demasiado cansada para poder pensar con claridad. Y la historia que me has
contado es cuanto menos increíble. Así que, de momento, te propongo que descansemos y mañana
sigamos hablando. A menos que decidas huir durante la noche, en cuyo caso no me dejarías más
alternativa que denunciarte.
—No voy a ir a ninguna parte; todavía me queda una pizca de honestidad. Te prometí acatar
las consecuencias y pienso hacerlo. Puedo ser muchas cosas, pero no soy una cobarde.
—Eso te honra. Entonces hasta mañana… por cierto, ¿cuál es tu verdadero nombre?
—Supongo que Abby, aunque me temo que ya no sé ni quién soy en realidad.
—Buenas noches, Abby.
—Buenas noche, tía —respondí de modo inconsciente.
—Ah, si quieres cenar algo, Trisha puede recalentar la cena. Imagino que la pobre no sabrá
qué tiene que hacer.
—No tengo hambre; ni pizca. Gracias de todas formas.
—Pues ahora le diré que tire todo; yo tampoco tengo el cuerpo como para cenar.
Ilka suspiró contrariada y cerró la puerta tras de sí dejándome a solas con mi conciencia.
Aunque estaba agotada, me parecía casi imposible poder conciliar el sueño después de aquella
debacle. Todo lo que había pensado, todos mis planes se habían venido abajo en solo veinticuatro
horas. La pregunta era… ¿y ahora qué? Quizás aquella era una señal del destino que me estaba
diciendo a gritos que renunciase de una vez a toda aquella locura y regresase pronto a casa.
Tras pasar casi toda la noche en vela dando vueltas en la cama, a las ocho de la mañana decidí
salir de la habitación. Ya no aguantaba ni un minuto más tumbada. En el salón Ilka, que al parecer
tampoco había dormido demasiado, me esperaba sentada a la mesa, con los ojos entrecerrados por
el sueño y una gran taza de té. Al oírme llegar levantó la mirada y me invitó a acompañarla con un
gesto de su mano. A juzgar por su rostro, la rabia y el dolor habían dado paso a la serenidad.
—Veo que tú tampoco has dormido demasiado bien —dijo mientras me sentaba enfrente.
—Nada, para ser más exactos.
—Que sepas que sigo sin digerir que te acostases con Joseph. De toda esta locura es quizás lo
más…
—¿Repulsivo? ¿Desagradable? ¿Contra natura? Lo sé, pero no vi otra forma.
—¿Y te extraña que Joel no quiera saber nada más de ti? Ahora lo entiendo todo. La bronca, tu
disgusto…
—No, no me extraña, lo entiendo, pero me duele porque sigo queriéndole —admití, cabizbaja.
—Y él a ti. Eso se aprecia con tan solo mirarle. Solo hace falta que le des algo de tiempo…
—Todo se ha ido al traste por mi culpa, lo sé, pero no tenía muchas opciones.
—¡Cielo santo, Kristin! Bueno, Abby, ¿de verdad crees en toda esa historia demencial?
—¿Piensas que si tuviese la más mínima duda hubiese arriesgado mi vida de esta forma? Tú
no viste de lo que era capaz aquel ser… no te lo puedes ni imaginar.
—Respecto a la lanza, me consta que el Führer tiene a Himmler paseando por toda Europa
buscando todo tipo de objetos míticos. Y sí que era consciente de que, cuando se invadió Austria,
Hitler hizo traer el tesoro de los Habsburgo, pero nunca pensé que su locura llegase a tal extremo.
—Esa lanza es más importante pará él de lo nadie pueda imaginar —respondí.
Ilka me miró en silencio sin saber qué hacer o qué decir. En su interior se estaba desatando
una encarnizada lucha entre lo que le dictaba la cabeza y lo que sentía su corazón, entre
entregarme a las autoridades, ayudarme, o dejarme escapar.
—Hay una cosa que no te he dicho y que quiero que sepas —dije desde una serenidad
inesperada—. Hay algo en lo que jamás te mentí, algo que, aunque quisiera, no podría fingir.
—¿El qué?
—Pues que en estos meses has sido para mí como una segunda madre y que, aunque pueda
sonar extraño, te quiero, Ilka, más de lo que te puedas imaginar. Y eso hace que aún me sienta peor
por haberte mentido y haberte metido en toda esta locura —añadí con un nudo en la garganta y los
ojos llenos de lágrimas.
—No sigas, haz el favor. Creo que ya he superado el cupo de lágrimas por lo que queda de
año —me pidió ella, intentando contener la emoción.
—He sido muy feliz en esta casa. Si Joel estuviera aquí, te diría que cada palabra que te estoy
diciendo es absolutamente cierta, porque hemos comentado el tema en varias ocasiones.
—Uffff… —soltó, procurando no romperse aún más.
Sentada frente a mí, Ilka, aunque me miraba, estaba ausente. Su cabeza parecía estar a muchos
kilómetros de allí. Tras algunos instantes pareció salir del trance en el que se hallaba inmersa.
—Bien, vamos a ser prácticos —dijo con aire renovado.
—¿Cómo?
—Lo primero que hay que hacer es convencer a Gertud de que está equivocada —respondió
para mi absoluta sorpresa—. Es una persona muy peligrosa y necesitamos que esté tranquila y no
sospeche para nada de ti.
—¿Vas a ayudarme? —pregunté con la voz entrecortada—. ¿Lo dices en serio?
—¿Tengo otra alternativa? Aunque no compartamos la misma sangre, para mí eres como mi
sobrina y jamás permitiría que te pasase nada. No me lo podría perdonar.
—No sé qué decir…
—¿Sabes? Yo ya había renunciado a ser madre y posiblemente también había renunciado a
querer a nadie más. Vivía sola y me iba bien. Pero apareciste tú y cambiaste de un plumazo todo
mi mundo y me alegro mucho de ello. Yo también te quiero, Kristin, o Abby, o como quiera que te
llames.
Sin poder parar de llorar, me levanté y me abracé a Ilka con todas mis fuerzas, como si fuese
mi madre. Durante un buen rato en la sala tan solo se podían oír nuestros sollozos y nuestra
respiración agitada.
—¿Y dices que han trasladado la lanza a los subterráneos del castillo? —se interesó Ilka,
recuperando la serenidad.
—Eso fue lo que Joseph me contó el otro día.
—Bien, creo que todavía puede existir una posibilidad de éxito. No será fácil, pero tampoco
es imposible. Aunque hará falta tiempo y planificación.
—Pero… ¿existe una opción?
—Es posible que la haya; déjalo en mis manos.
Sorprendida, no daba crédito a sus palabras. Ilka parecía dispuesta a ayudarnos a robar la
lanza, algo que ni en mis mejores sueños hubiese creído posible. Por fin parecía que los astros se
habían alineado a nuestro favor.
22
Los planes de Ilka

L o último que podía esperar era que Ilka estuviese dispuesta a arriesgar su bienestar y su
posición solo por mí. Si algo salía mal, yo podía regresar a casa, pero ella… ¿qué iba a ser
de ella si aquello salía mal? Conmovida por aquel gesto me di cuenta de que era mejor persona de
lo que yo había demostrado ser con ella.
—¿Lo estás diciendo en serio, Ilka? —pregunté desconcertada.
—Sí, lo digo en serio. En primer lugar, porque quiero ayudarte, y si algo te ocurriese, no me lo
perdonaría jamás. Pero, en segundo lugar, porque no comparto la barbarie en la que ha derivado
este régimen. Yo me comprometí con algo que pretendía construir un futuro mejor, no con una
sociedad cuyas manos están manchadas de sangre y fabrica lámparas con la piel de los inocentes.
—¿Eres consciente de que esto puede terminar mal? ¿De que posiblemente luego no puedas
volver a tu antigua vida? ¿Qué harás entonces?
—¿A qué mierda de vida te refieres? ¿A una solitaria y sin amigos de verdad? ¿Y si pasa lo
peor, dime, quién me va a echar de menos además de ti? —respondió sonriente—. Eso sí, no
vuelvas a mentirme nunca más.
—Eso te lo juro. Pero prométeme tú otra cosa.
—¿Cuál?
—Que cuando todo esto acabe, si no puedes seguir aquí, te vendrás conmigo a Inglaterra.
—¿Cómo dices?
—Lo has oído perfectamente. Sé que mi familia te querrá tanto como lo hago yo —añadí.
Los ojos de Ilka se humedecieron mientras que ella no podía ni tan siquiera contestar.
—Tomaré ese silencio como un sí —dije, librándola de delatar el nudo que oprimía su
garganta.
Tras unos instantes y recuperando la entereza prosiguió:
—Y ahora centrémonos en tu historia personal. Espero que no haya ninguna laguna que Gertud
pueda detectar. No imaginas cuán fría y calculadora puede llegar a ser.
—Todo lo que se refiere a Kristin es cierto. Por eso buscamos alguien real; para que si
escudriñaban en su pasado no pudiese descubrirme.
—Bien, pues a partir de ahora nada de cartas. Quemaremos las que tienes y vas a escribir una
última de despedida hasta nueva orden. A partir de ese instante nadie mandará ninguna más hasta
que todo termine. Ni tú, ni tu familia. De ello puede depender nuestra seguridad.
Aquella frase se clavó en mi interior como una daga punzante. Escribir a mi familia y saber de
ellos era de las pocas cosas que me hacía permanecer viva y con fuerza para seguir con la misión.
Sin embargo, sabía que Ilka tenía razón en sus argumentos.
—De acuerdo.
—Y lo mismo de cualquier foto u objeto que pueda relacionarte con Abby.
—Lo entiendo perfectamente —afirmé.
—También tenemos que ser muy prudentes con Joel y su tío. Si alguien os viera juntos
estaríamos en peligro. Nada de quedar en el taller. Hay que buscar otro lugar que no despierte
sospechas.
—Vale, hablaré con ellos.
—Hablaremos —me corrigió—. Cuando terminemos esta charla vas a llamarles y quedaremos
en algún punto de la ciudad.
—¿Qué te parece el zoológico? Creo que es un lugar lo suficientemente grande y lleno de
gente como para pasar desapercibidos.
—Es una buena idea. Convócalos allí, en algún punto del recinto sobre las once.
—Quedaremos donde los pingüinos —respondí y esbocé una sonrisa al recordar la vez
anterior con Joel.
—Me parece bien.
—Pues mientras les llamas me voy a duchar y a vestir —dijo Ilka, pasándome el teléfono—. A
ver si con un buen chorro de agua fría recupero mis ojos.
Con el teléfono en la mano y todavía petrificada por la inesperada reacción de Ilka me
preguntaba cuál iba a ser la respuesta de Gustav y de Joel al conocer la nueva situación que ahora
se planteaba. Marqué el número del taller, nerviosa, y esperé a que Gustav me respondiese.
—¿Diga?
—¿Gustav? Soy Kristin, ¿está ahí Joel?
—No, todavía debe estar durmiendo.
—Pues despiértale, es urgente. Necesito veros, pero fuera del taller.
—¿Y eso?
—Ha habido cambios. Ya os cuento cuando nos veamos. Quedamos a las once en el zoológico,
junto a los pingüinos. Joel sabe cuál es el sitio. —Era mejor que descubriesen los cambios en
persona.
—De acuerdo, nos vemos en un rato.
Tan pronto como colgué el teléfono, me senté frente a la mesa de mi habitación dispuesta a
escribir esa última misiva a mi familia. Cuanto antes lo hiciese mejor para todos, pensé. Incapaz
de plasmar en palabras todos los sentimientos que habían aflorado esos últimos días, me limité a
explicarles las razones de mi futuro silencio y a rogarles que se abstuviesen de escribirme hasta
nuevo aviso. Escribir aquella carta se me hizo bastante más duro de lo que podía prever.

Querida familia:
Espero que todos estéis muy bien por ahí. No os podéis ni imaginar cuánto os echo
de menos todos los días y la cantidad de sucesos que han acontecido este último mes.
Parece que fue ayer que partí y, sin embargo, ha pasado ya más de medio año.
Parece que las cosas ya empiezan a tomar forma y todo el trabajo que llevo
realizado durante este tiempo va a concretarse en breve. Por fin se acerca el momento
decisivo de esta interminable misión y, por ese motivo, no voy a poder escribiros en
algunos meses; sería una gran imprudencia por mi parte. Espero que vosotros tampoco
respondáis a mi carta, aunque os cueste mucho, ya que eso podría ponerme en peligro
también. Si alguien interceptase alguna de estas cartas, tendría serios problemas.
Aunque sé que os parecerá un momento muy duro, en realidad no deja de ser una gran
noticia, pues, al fin y al cabo, este era el motivo de mi viaje.
Ahora, más que nunca, hemos de ser muy fuertes y creer que todo va a salir bien.
Para vuestra tranquilidad he de deciros que no estoy sola en esto. Hay gente importante
y poderosa muy comprometida con la causa que va a ayudarme. Sé que todo saldrá como
esperamos y pronto podré estar de regreso en casa. No os preocupéis por mí.
Disculpadme con Broke, pero, como podréis imaginar, ahora sé seguro que no voy a
poder asistir a su boda, aunque nada me hubiese hecho más feliz. Sé que será un
momento muy importante en su vida, pero, por desgracia, me lo voy a tener que perder.
Espero que sea una boda preciosa y estoy segura de que ella será la novia más guapa
que jamás se haya visto. Haced muchas fotografías para que pueda verlas cuando
regrese.
Os quiero muchísimo.

Abby
PD. En caso de que ocurriese algo muy urgente, siempre podéis escribirme a la
dirección que os di.

Tras sellar la carta, me senté unos instantes sobre la cama, pensativa y algo triste. Sabía que en
cuanto recibiesen aquella misiva, los nervios en casa estarían a flor de piel y que no volverían a
estar tranquilos hasta que supiesen nuevamente de mí. También era consciente de que a Broke, que
poseía muchas cualidades menos la de ser una persona racional, le duraría bastante el enfado por
no haber asistido a su boda, pero aquello era a todas luces imposible.
Algo compungida, me incorporé y me fui de cabeza a la ducha, aunque, de pronto, me asaltó un
atisbo de duda. ¿Y si Ilka había montado aquello para que nos pillasen a todos juntos? Pero de ser
así, ¿qué sentido tenía quedar en el zoo? Hubiese sido más sencillo hacerme ir al taller, donde
además se encontraba la réplica de la lanza, pensé. Enfadada conmigo mismo por dudar de ella,
procuré tranquilizarme y desechar aquellas absurdas ideas de mi cabeza.
En torno a las once menos diez Ilka y yo llegamos a la parada de metro del zoo. Por fortuna, el
día había amanecido despejado y, aunque el aire todavía no era tan cálido como en pleno agosto,
se hacía muy agradable pasear al aire libre: por ese motivo Ilka prefirió dejar el coche en casa. El
sol brillaba alto en el horizonte y el canturreo de los gorriones parecía querer acompañar nuestros
pasos. En cuanto viese a Joel le daría la última carta para mi familia. Ilka me miraba atenta,
sabiendo cuánto me iba a costar estar unos meses sin saber nada de los míos.
—Cuando quieras darte cuenta estarás de vuelta en casa —dijo, agarrándome del hombro.
Entramos en el parque y nos acercamos caminando hasta el recinto de los pingüinos donde
Joel y Gustav ya nos estaban esperando. Ambos me miraron sorprendidos al verme llegar con mi
tía.
—¿Se puede saber qué ocurre? —preguntó Joel desconcertado—. ¿Acaso estamos en peligro?
—inquirió, pensando que la presencia de Ilka estaría relacionada con la persecución a los judíos.
—No, nada de eso. Tranquilos —los calmé—. Ilka tan solo nos quiere ayudar con la misión.
—¿Cómo? ¿Ayudar? —dijo Gustav, incrédulo— ¿Por qué iba a hacer algo así? Es una de
ellos.
—Era… —respondió Ilka, indicando que aquello formaba parte de su pasado—. Lo sé todo y
no voy a permitir que Kristin haga esto sola; ni hablar. Así que, os guste o no, vais a contar
conmigo.
—¿Cómo sabemos que no nos vas a traicionar? ¿Que no vamos a terminar todos detenidos? —
preguntó Joel, que no terminaba de fiarse de ella.
—No lo sabéis, pero no tenéis más remedio que confiar.
Los dos se miraron, incapaces de dar crédito a lo que estaban oyendo. ¿Quién podía imaginar
que una alemana afín al régimen y fiel a Hitler pudiese prestarse a traicionarlo? Aunque ninguno
de ellos lo veía claro, decidieron escuchar.
—Si queréis robar la lanza, me necesitáis —añadió, captando toda nuestra atención—. Debéis
saber que el Führer prepara una fiesta en el castillo de Núremberg para finales de noviembre y
todos los ministros o allegados al régimen estamos invitados. Ese es el mejor momento; es nuestra
única opción.
—¿Y nosotros dos, cómo demonios piensas que podamos entrar en el castillo? —preguntó
Gustav, algo escéptico a juzgar por el tono de su voz.
—Yo me encargo de que estéis entre el personal que atenderá la velada. Imaginaos la cantidad
de camareros, cocineros y personal de seguridad que habrá —propuso Ilka.
—O sea, tenemos cinco meses para aprendernos de memoria todo el castillo, sus túneles y los
sistemas de seguridad —añadí, convencida de que ahora, con la ayuda de Ilka, sí podríamos
lograrlo.
—Al menos, la lanza ya está a punto —remarcó Joel.
—Pues no deberíais guardarla en el taller. Si por un casual hubiese alguna redada en la zona,
podría ser incautada. Os recuerdo que ahora la situación de los de vuestra etnia no es para nada
segura —puntualizó Ilka.
—¿Y qué propone? —preguntó Gustav, algo molesto porque los hubiese llamado «etnia».
—Os diría de guardarla en mi casa, pero tampoco me fío, dada la desconfianza de Gertud.
—La ocultaré yo en mi piso. Es más difícil que puedan atar cabos con el taller y en estos
momentos andan sobre todo cerrando negocios de judíos —apuntó Joel.
—Me parece bien —convine.
—Esta semana trataré de saber quién custodia los planos del castillo. Es posible que lo haga
Albert Speer, el famoso arquitecto del Führer. De hecho, fue él quien diseñó la tribuna desde la
que Hitler da las conferencias cuando está en ese lugar. Al menos, si no los tiene él, seguro que
sabe algo al respecto.
—Es posible —estuve de acuerdo.
—Bien. En cuanto tenga nueva información os llamamos para volvernos a ver. Hasta entonces
y por seguridad, mejor mantenernos alejados. ¿De acuerdo? —remarcó Ilka—. Si alguien llega a
sospechar, podemos darnos por muertos.
—Está bien. Esperaremos vuestra llamada —se mostró conforme Joel, dándole la mano.
—Toma, es una última carta para mi casa. ¿Podrás mandarla? —interrumpí.
—Sí, claro —dijo tomándola en su mano.
—Nos vemos pronto —apuntó Gustav, despidiéndose.
Ambos empezaron a caminar hacia la salida alejándose. Los seguí con la mirada, desesperada,
deseando que se encontrarse con la de Joel, pero él, esquivo, siguió su camino sin molestarse en
mirar atrás. Miré su forma de caminar, con tristeza y sensación de abandono, hasta que
desaparecieron entre la gente que paseaba tranquilamente por el zoo. Esa fue la última vez que vi
a Joel durante lo que quedaba de aquel mes. Ilka, que se dio cuenta tanto de la frialdad existente
entre ambos, como de mi malestar al verle marchar sin más, me miró intrigada y preguntó:
—Sigues enamorada de él, ¿no? —Cabizbaja y con ganas de romper a llorar me limité a
asentir con la cabeza; ya no me quedaban fuerzas para hablar y tampoco para seguir fingiendo ni
un día más—. Cuando quieras hablamos de tema —añadió ella, cogiéndome del hombro y
asumiendo que aquel no era el mejor momento para comentar la situación—. El corazón solo se
cura con el tiempo, pero me tienes aquí para lo que necesites.
—Lo sé —respondí con un hilillo de voz.
—De todas formas, sigo pensando que todavía te quiere, aunque es posible que necesite más
tiempo para perdonar y darse cuenta de que no puede estar lejos de ti.
—Ojalá tengas razón porque no te imaginas cuánto duele —admití, sintiendo que cada rincón
de mi interior parecía querer romperse en mil pedazos.
—Por desgracia, sí lo sé. Todos tenemos un pasado.
23
Preparándonos para la gran fiesta

A mediados de agosto, la necesidad imperiosa de prepararnos para la fiesta de noviembre nos


hizo volver a reunirnos. La idea de estar en el mismo recinto que Hitler y la mayoría de sus
generales no dejaba de inquietarme, pero sabía que esa iba a ser la única posibilidad que
tendríamos de robar la lanza. Si cometíamos algún error o no lo conseguíamos, era muy probable
que terminásemos muertos o encarcelados por aita traición. Por otra parte, las ganas de volver a
ver a Joel apenas me dejaban concentrarme en nuestro plan; le echaba muchísimo de menos.
Durante aquel mes, Ilka había hecho todo lo posible por convencer a Gertud de que estaba
equivocada y de que sus temores respecto a mí eran infundados. Quedamos con ella en diversas
ocasiones y, afortunadamente, el hecho de que mi personaje fuese alguien real, con historia y
documentos, ayudó a generar confianza. Aun así, conociéndola, no podíamos bajar la guardia;
Gertud era una mujer muy peligrosa. En paralelo, yo había seguido trabajando mi relación con
Joseph, preparando el terreno para la gran noche. Era obvio que si alguien podía acceder a la
cámara del castillo aquella velada era yo acompañada de Goebbels. Pero para ello hacía falta que
creyese que las fotos de la vez anterior habían salido veladas y que el mejor momento para hacer
otras era aprovechar la fiesta en la que ambos íbamos a estar. Conociéndole, parecía sencillo
tentarle con la excitación que le produciría el riesgo de tener unos minutos de lujuria en un sitio
prohibido y aún más justo debajo del suelo en que su esposa estaría paseándose tranquilamente.
Joseph no dejaba de ser un hombre con unos instintos básicos muy desarrollados, tanto que incluso
se podía afirmar que rozaban la perversión. Para Ilka, descubrir aquella relación supuso un
verdadero disgusto. Ya no era tan solo el hecho de que fuese el marido de una buena amiga y yo su
supuesta sobrina, sino lo repulsivo que le parecía que un hombre se aprovechase de aquella forma
de su posición de poder para seducir a chicas bastante más jóvenes que él. Aunque era
conocedora de los rumores que siempre le habían rodeado, nunca se había imaginado la cantidad
de mujeres que habían pasado por Villa Bogensee. Cuando aquello terminase, afirmaba que poseía
la firme intención de hablar con Magda y contarle todo lo que sabía de su marido. Aunque yo tenía
la sensación de que ella hacía tiempo que había tirado la toalla y conocía a la perfección cuál era
el talante de su miserable esposo, al que solo soportaba por los hijos que compartían y el nivel
socioeconómico que este le aportaba.
Aquellos días me sirvieron para conocer mejor a Ilka y para que ella conociese a la verdadera
Abby: alguien bastante parecida a Kristin, salvo por sus ideas políticas y los objetivos que
perseguía. Lo cierto era que, a diferencia de lo que pudiese haber imaginado, Ilka no comulgaba
con algunas de las directrices del régimen, pero había aprendido a acatarlas o a disimular. Para
ella, una mujer sola en un momento político tan convulso, adherirse al NSDAP había sido básico
para sobrevivir. Muchos de sus conocidos eran grandes defensores del ideario nazi y, por tanto, o
se desvinculaba de todo y se iba de Alemania, o se dejaba llevar por la corriente política del
momento, aunque a veces la rechazase.
Ese periodo también nos sirvió para poder indagar algo más sobre los planos de los túneles
que recorrían gran parte de la ciudad y los bajos del castillo. Durante la Edad Media se construyó
la red de pasadizos excavados en la dura arenisca del castillo y en gran parte de la ciudad. Según
se rumoreaba, Hitler había elegido la bodega de piedra bajo el número cincuenta y dos de la calle
Obéré Schmiedgasse para renovarla y convertirla en el sitio donde proteger las obras de arte de
Núremberg de los ataques aéreos. Quizás fuese esa su localización, o quizás cualquier otra
estancia a lo largo de aquel laberinto, habilitada a tal efecto, pero lo que sí nos constaba era que
el lugar estaba siendo convertido en una cámara acorazada, una verdadera fortaleza a prueba de
bombas y que estaba dotada de un sistema propio de ventilación y suministros.
Ahora la gran pregunta no era cómo llegar a la cámara, sino cómo se iba a efectuar el cambio.
Nadie podría acercarse al lugar salvo yo y parecía imposible que pudiese engañar o despistar a
Joseph.
Aquella tarde del 16 de agosto volvimos a quedar con Joel y Gustav en el zoo. Sentadas en la
terraza, con aquel agradable sol acariciando nuestros rostros, les esperamos tomando algo
mientras, a nuestro alrededor, varias familias paseaban y los críos jugueteaban alegremente.
—Buenas tardes —dijo Joel, acercándose a nosotras.
—Hola —le saludé yo—, encantada de volverte a ver. Sentaos, por favor.
—¿Alguna novedad? —preguntó Gustav, impaciente.
—Tengo buenas noticias —interrumpió Ilka, que había estado trabajando las últimas semanas
en averiguar quién iba a encargarse del servicio de comidas—. Creo que ya podéis contar con una
plaza entre el personal que atenderá la fiesta en el castillo.
—Es una gran noticia —respondió Joel—. Pero seguimos sin saber dónde está la cámara o
cómo cambiar la lanza.
—De hecho, da un poco igual dónde esté la cámara, porque solo Kristin podrá acceder a ella y
Goebbels sí sabe a dónde tiene que ir —apuntó Gustav—. Pero no hemos resuelto el otro
problema; el central.
—Pero yo… sí —dije, sorprendiendo a los tres.
—¿Cómo? —exclamó Ilka.
—Acabo de darme cuenta —añadí—. Si Joel y Gustav están entre el servicio, será bastante
fácil que puedan echar alguna sustancia en la bebida de Joseph.
—¿Alguna sustancia? ¿Acaso pretendes matarlo? —exclamó Ilka con preocupación.
—Ya me gustaría, pero no, no es el caso. Tan solo pretendo dormirlo un rato.
—Creo que veo por dónde vas —respondió Joel.
—Si le dais la sustancia y acto seguido bajamos a la cámara, es fácil imaginar que se
desvanezca una vez dentro. Yo cambio los objetos y luego trato de despertarle, fingiendo que le ha
dado un mareo o algo parecido.
—Bien pensado, aunque habrá que medir muy bien qué sustancia y la cantidad. No queremos
que se caiga en mitad del baile, ni que no se le pueda despertar en días. Cualquiera de las dos
cosas podría acarrear una investigación —remarcó Gustav.
—¿Alguien conoce a un químico, un médico o un farmacéutico? —preguntó Joel.
—Creo que yo me puedo encargar de eso —respondió Gustav, que se relacionaba con gente de
diversos ramos.
—Bien, entonces es muy importante que sepas en qué momento vais a bajar a los túneles. Si no
se ajustan bien los tiempos podemos tener muchos problemas —apuntó Ilka.
—En cuando Kristin nos avise, le servimos la copa con la droga y listos —dijo Joel.
—Calculemos que la sustancia hace efecto a los veinte minutos, media hora a lo sumo.
—Entre que bajáis a la cámara y haces fotos, Joseph cae desplomado —observó Ilka.
—Cambias una lanza por la otra y… ¿dónde vas a llevar la réplica? —interrumpió Joel,
dándose cuenta de aquel importante detalle.
—¡Vaya! —exclamé con preocupación.
Todos nos miramos y por unos segundos nos quedamos pensativos.
—De eso me ocupo yo —dijo Ilka—. Habrá que poner una funda cosida en el forro interior
del vestido para poder ocultarla. Con una falda de vuelo no habrá problema.
—Buena idea —contesté, viendo cada vez más claro que el plan empezaba a tomar forma.
—Pues ahora lo importante es encontrar a algún entendido en fármacos —Ilka miró a Gustav
—, y saber con certeza en qué momento de la velada Joseph te llevará a la cámara. —Y me miró a
mí—. Si hay que distraer a Magda, cuenta conmigo.
—Perfecto, parece que todas las piezas van encajando —dijo Gustav entusiasmado.
—¿Os parece si quedamos aquí dentro de una semana para repasarlo todo? —preguntó Joel.
—Me parece bien. —Ilka se incorporó.
—Perfecto —concluí yo.
Pero aquella semana trajo consigo más cosas de las necesarias, algunos sucesos que nadie
podía esperar, sucesos que cambiarían a Joel y al resto de nosotros para siempre.

***
La noche del jueves 22 de agosto, un día antes de reunirnos con Joel y Gustav en el zoo,
recibimos a las dos de la madrugada una llamada de teléfono imprevista que nos hizo saltar a
ambas de la cama. Al otro lado, la voz desesperada de Joel nos decía que los alemanes habían
apresado esa noche a Gustav y a otros judíos y se los habían llevado. Y aunque algunos afirmaban
que seguramente ya estarían muertos, nadie sabía en realidad si estaban presos, si habían sido
deportados a algún gueto, o trasladados a algún campo de concentración. Su voz entrecortada y
llorosa delataba el dolor y el miedo que sentía por no saber qué había sido de su tío.
Ilka, que también se había despertado con el sonido del teléfono, escuchaba horrorizada
aquella conversación.
—¡Tenemos que ayudarle! —Miré a Ilka con angustia.
—Pero… ¿qué quieres que hagamos? ¿No ves que si decimos algo podemos terminar todos
presos?
Joel, que, desesperado, escuchaba nuestra conversación, aguardaba en silencio nuestra
respuesta.
—No podemos no hacer nada —admití.
—Lo sé, pero no se me ocurre nada coherente —respondió ella—. Dile que, de momento, se
venga a nuestra casa. Aquí, al menos, estará a salvo.
—Joel, dice Ilka que…
—Ya he oído su respuesta —musitó al otro lado de la línea—. Cojo un par de cosas y voy.
—Sobre todo, vigila que no te siga nadie —le advirtió Ilka, tomando el auricular.
—Iré con cuidado.
Ilka, que parecía haber perdido la serenidad de la que solía hacer gala, colgó el teléfono y se
sentó en el sofá sin saber qué rumbo tomar. Golpeando de forma nerviosa y rítmica con sus uñas
sobre la mesita, trataba de pensar en alguna alternativa. Aquella situación no iba a tener una
solución sencilla, y ella, consciente de ello, se sentía fatal.
—Menos mal que Joel guardó la lanza, sino hubiésemos tenido otro problema añadido —
apuntó pensativa.
—¡Y qué más da eso ahora!
—Que Gustav esté preso no cambia nada; el plan debe proseguir, Kristin.
—¿Dónde crees que lo tendrán retenido?
—No tengo ni idea, y aunque mañana consiga averiguar algo sobre lo sucedido, ¿crees que
podré hacer alguna cosa al respecto? Si alguien llegara a sospechar que tenemos relación con
judíos, ni te imaginas qué podría ser de nosotras.
—¿Y entonces? No podemos quedarnos de brazos cruzados como si no pasase nada —
repliqué.
—Pues vete haciendo a la idea de que esa es una posibilidad.
—¿Eso es lo que le vas a decir a Joel cuando llegue por esa puerta? —la increpé con
nerviosismo—. ¿Que no vamos a mover ni una pestaña por su tío?
—¿Qué quieres de mí? ¿Que me lance a una misión suicida? Porque si me lo pides lo haré,
pero me temo que hay otra misión más importante que esta. Dime, ¿qué crees que opinaría Gustav
de todo esto? Porque, por lo poco que le pude conocer, tenía las ideas muy claras.
La miré sin poder responder nada coherente. En el fondo, sabía que tenía razón, pero ¿cómo
íbamos a decirle eso a Joel?
Cuando Joel apareció en nuestra casa, la sensación de incapacidad para solucionar aquel
problema era absoluta. Nada más entrar por la puerta, Joel dejó caer sus cosas al suelo y corrió a
mis brazos rompiendo a llorar como un niño pequeño.
—No tengo a nadie más que a mi tío —sollozó—. No puedo perderle.
Ilka, con los ojos llorosos, miraba la escena sintiéndose impotente. Verle llorar así nos partía
el alma a ambas.
—Mañana intentaré averiguar alguna cosa, pero no va a ser nada fácil; podemos ponernos
todos en peligro —nos advirtió Ilka, tratando de infundir algo de serenidad a Joel.
—Gracias —respondió él con un hilo de voz.
—¿Sabemos quiénes fueron los responsables?
—En la calle dicen que fueron los de las SS, pero no puedo saberlo con exactitud.
—No puedo aseguraros nada, pero haré lo que pueda —añadió Ilka con preocupación.
—Por cierto… —dijo Joel, metiendo la mano en el bolsillo de su chaqueta—, esta es la
sustancia que un farmacéutico conocido facilitó hace un par de días a mi tío. Por suerte, me la dio
para que la guardara junto con la lanza.
—Pues menos mal —exclamó Ilka—. Lástima que no sea él mismo quien me la estuviese
dando.
—Desde luego. —Joel era la imagen de la tristeza.
Ilka tomó el frasco en sus manos y lo observó con atención.
—¿Te explicó cómo funciona?
—Según me dijo, unas pocas gotas le dejarán inconsciente durante un cuarto de hora, veinte
minutos aproximadamente.
—¿Y el efecto es inmediato? —pregunté.
—Inmediato no, pero tampoco tarda mucho. Unos cinco o seis minutos a lo sumo.
—Eso es muy justo, Joel. ¿Y si se desmaya antes de bajar a la cámara? No serviría de nada —
interrumpí.
—Mañana pensaremos en ello —dijo Ilka—. Creo que ahora no es el momento. Esta noche no
podemos pensar con claridad. Además, deberíamos intentar descansar un rato; en dos horas hemos
de levantarnos para ir a trabajar y no debe parecer que hemos pasado la noche en vela.
—Yo me quedo en el sofá —propuso Joel, en un intento por no molestar todavía más.
—Ni hablar, hay habitaciones libres de sobra —respondió Ilka—. Sígueme y te digo dónde
puedes dormir.
—Muchas gracias.
En cuanto Ilka se despidió y cerró la puerta de su habitación, Joel se acercó a la mía sin hacer
apenas ruido.
—¿Te importa si me quedo contigo? No quiero estar solo esta noche; no me siento bien.
—No, no pasa nada, tranquilo, estas camas son enormes —respondí, dejándole espacio a mi
lado.
—¿Te molesta si te abrazo? —preguntó él, no sin cierto temor a mi posible respuesta.
—En absoluto —contesté, deseando sentir sus brazos a mi alrededor.
—Sé que quizás he sido algo duro contigo estos últimos meses, pero tienes que comprender
que…
—Shhhh… ya hablaremos de eso en otro momento. Descansa, que te hace falta —le
interrumpí, sabiendo que en el estado que estaba cualquier cosa que dijese no podía ser tenida en
consideración.
Aquellas escasas horas de sueño apenas sirvieron para nada. El amanecer llegó enseguida
iluminando de forma tenue la habitación y me sorprendió todavía despierta y dando vueltas,
pensativa. Conciliar el sueño en aquella situación me resultaba casi imposible. Junto a mí,
abrazándome como si fuese un muñeco de felpa, estaba Joel, que seguía durmiendo a pierna suelta
como si no hubiese ocurrido nada. Imaginé que el cansancio y la tensión vivida le habían hecho
caer rendido. Me giré con cuidado de no despertarle y le observé unos instantes deseando besarle,
aunque sabiendo que no debía hacerlo. Viéndole ahí, tumbado a mi lado, indefenso, parecía como
si todo fuese todavía idílico entre nosotros y, sin embargo, habían pasado tantísimas cosas…
Ojalá le hubiese conocido en otra situación, pensé para mis adentros algo triste. Ahora, con la
desaparición de Gustav, las prioridades habrían cambiado, especialmente para Joel. ¿Y si no
podíamos hacer nada por su tío? ¿Acaso iba a seguir con nuestro plan si Gustav no regresaba junto
a él?
Ilka, con la intención de avisarme de que ya era la hora de levantarse, abrió la puerta de mi
habitación por si me había dormido. Lo que no esperaba era encontrase con alguien en mi cama.
La pobre apenas supo cómo reaccionar.
—¡Ay, Dios…! Lo… lo siento —balbuceó, cerrando la puerta súbitamente y haciendo que Joel
abriese los ojos.
—¡Tranquila, no…! —Traté de explicarle, aunque ni tan siquiera tuve tiempo a terminar la
frase.
Al oír el ruido de la puerta, Joel se sentó sobresaltado en la cama sin saber qué había
ocurrido.
—¿Qué… ha pasado? —masculló con los ojos medio cerrados y absolutamente desorientado.
—Buenos días —dije mientras él, medio dormido, me miraba todavía sin saber qué ocurría.
—¿Esa era tu tía o lo he soñado? —preguntó algo contrariado.
—Era ella, sí, pero no pasa nada, tranquilo; sigue durmiendo. Por desgracia, yo tengo que ir a
trabajar, pero tú puedes quedarte y descansar.
—Y… ¿regresáis para comer?
—Sí, claro. Nos veremos al mediodía.
—Bien.
—Si necesitas cualquier cosa pídesela a Trisha.
—Perfecto.
24
Gustav

A unque aquella mañana tenía demasiado sueño como para ir a trabajar, me incorporé, me lavé
la cara, me vestí y salí de la habitación al encuentro de Ilka. Las bolsas y las prominentes
ojeras debajo de mis ojos delataban la falta total de descanso de la noche anterior. Me costaba un
verdadero esfuerzo el mantener los ojos abiertos y no bostezar continuamente.
Sentada en el salón, con aspecto de estar muy cansada, estaba Ilka que, al parecer, trataba de
reanimarse con un buen café y unas magdalenas recién hechas. Tan pronto me acerqué al comedor
pude percibir esa mirada sonriente y quizás algo irónica de la que ya había aprendido a
desconfiar. Su sonrisa no auguraba nada bueno. Tras invitarme a acompañarla y esperar a que
Trisha entrase en la cocina, espetó:
—Por lo que veo, ya habéis hecho las paces, ¿no es así? —dijo con aquella medio sonrisa
irónica—. ¿Qué tal habéis pasado esta noche juntos?
—No, no es lo que parece; tan solo hemos dormido. No seas mal pensada. Joel se sentía muy
mal y no quería pasar la noche solo, únicamente eso. Me preguntó si podía dormir conmigo y le
hice sitio —respondí, algo molesta.
—Pues… ¡qué lástima! —añadió, todavía con tono socarrón—. En cualquier caso, estabais
muy guapos, ahí juntitos.
—¡Tía! ¡Ya vale! Veo que te has levantado de buen humor —rebatí.
—Bueno, ahora en serio. Antes de irte, dile que, por prudencia, hoy no salga de casa. Solo
faltaría que alguien lo viese salir de aquí y le identificase.
—Tranquila, no pensaba ir a ningún lado. Tampoco sabría a dónde ir después de lo de anoche
—dijo él, entrando en el comedor.
—Buenos días Joel —respondió Ilka con aquella sonrisa irónica que le hizo sonrojar.
—Anda, ven a sentarte con nosotras y desayuna algo, que te sentará bien —le invité.
—Gracias. La verdad es que ayer con todo el ajetreo ni tan siquiera cené. Aunque tampoco
tenía demasiada hambre. Creo que ahora podría comerme una vaca entera.
—Pues aprovecha, que Trisha es una fantástica cocinera —apunté yo, que sabía que disfrutaría
con los desayunos tan copiosos que Trisha solía servir.
—¿Has podido dormir? —preguntó Ilka.
—Algo —respondió él de forma escueta.
Aquella mañana Ilka se fue a trabajar especialmente nerviosa. Indagar en el NSDAP sobre el
destino de un judío podía acarrearle serios problemas y tampoco veía claro cómo hacerlo. Quizás
lo menos arriesgado era empezar preguntando sobre la redada a alguna de las secretarias; siempre
se enteraban de todo y había algunas de ellas que eran especialmente indiscretas. Aunque, si la
acción había sido cosa de las SS, sería bastante más complicado saber algo al respecto.
—Quizás si le pregunto a Joseph… —dije mientras nos acercábamos al NSDAP en el coche.
—Ni se te ocurra. Si Joseph llegase a sospechar algo, podrías echar por tierra toda la
operación —se sobresaltó Ilka—. Además de ponerte en peligro.
—Pero entonces, ¿qué vamos a hacer si nadie sabe nada? —inquirí con cierta impaciencia.
—Pues Joel tendrá que vivir con ello.
—Pero…
—¿Acaso pensabais que bromeaba cuando os avisé de lo que estaba pasando?
—No —respondí de forma escueta.
Lo cierto era que tenía toda la razón; les había avisado, y Gustav no había querido escuchar y
menos pensar en moverse de su casa. Pero aun así parecía poco compasivo no hacer algo por
ayudarles. Yo no podía quedarme de brazos cruzados.

***
La mañana se me hizo eterna. Angustiada, esperé a Ilka al mediodía a la salida de edificio
como de costumbre. Cuando la vi salir por la puerta principal supe, por la expresión de su cara,
que las cosas pintaban mal. Nerviosa, traté de sonsacarle:
—¿Qué has averiguado?
—Espera al coche, aquí no es seguro —respondió en voz baja. Tan pronto estuvimos sentadas
en el automóvil, dijo—: Tan solo sé que fue obra de la Gestapo, y eso es lo peor que podría pasar.
—¿La Gestapo?
—Es la división de las SS que se ocupa de los civiles y su fama les precede. Cuentan
auténticas barbaridades sobre ellos; es lo peor que podía ocurrir —repitió.
—¿Y?
—Ahí no tenemos forma de enterarnos de nada. La única persona que conozco es quien está al
mando; Heinrich Himmler y créeme que no es alguien a quien preguntar.
—¿Ahora qué vamos a hacer?
—Ahora nada, Kristin; se acabó. Puede estar en un campo de concentración, en un gueto o
incluso muerto, pero nosotros no podemos hacer nada para averiguarlo —respondió Ilka, sabiendo
que no iba a aceptar fácilmente un no por respuesta.
—¿Y qué le vamos a decir a Joel?
—La verdad, que no podemos hacer nada más. Pero ¿qué es lo quieres hacer?
—¡Dios, pobre Joel!
—Lo sé, pero ¿sabes una cosa? Lo mejor que puede hacer por su tío es seguir con el plan y
derrocar a Hitler.
—Va a ser muy duro para él; su tío era como un padre.
—Lo sé, Kristin, nadie dice que sea algo agradable. Pero no podemos seguir con esto, deberá
aceptarlo. Siempre nos va a tener a nosotras para ayudarle a superarlo.
Sabía que en cuanto llegásemos a casa Joel estaría esperando ansioso a que tuviésemos
noticias de Gustav y aquello me rompía el corazón. Nada más abrir la puerta vino a nuestro
encuentro.
—¿Habéis averiguado algo? —espetó impaciente.
Ambas nos miramos apenadas, sin saber cómo lidiar con aquella delicada conversación.
—¿Qué ocurre? —insistió al ver nuestros rostros.
Ilka, que prefería ser ella la portadora de malas noticias, le respondió:
—Verás, Joel, pinta muy mal. —Intentó mostrarse serena—. La acción fue llevada a cabo por
la Gestapo y saber algo más es misión imposible.
—¿Imposible? ¿Qué quieres decir con imposible? —respondió él algo alterado.
—Joel, esa organización es muy peligrosa y especialmente hermética —traté de que
entendiese de qué estábamos hablando.
—Son soldados entrenados para perseguir a los supuestos enemigos del Estado nazi,
neutralizar cualquier oposición, apresar y exterminar si es necesario —apuntó Ilka.
—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Resignarme a perder a mi tío? Esa no es una opción —
respondió colérico—. Tengo que sacarle de donde esté.
—Sé que es muy duro, pero por ahora no tenemos ninguna alternativa —añadí—. Hay que
esperar.
Absolutamente fuera de sí, Joel cogió su chaqueta de la habitación y salió por la puerta de la
casa dando un gran portazo tras de sí. Ilka, que vio mi intención de ir tras de él, me paró.
—Necesita estar solo; ahora no puedes ayudarle. Deja que se desahogue y verás cómo regresa.
—Sé que tienes toda la razón, pero me siento tan mal, es todo tan… —dije con tristeza.
—Lo sé, Kristin, pero debemos mantener la cabeza fría. Las guerras no se ganan en un día.
—¿Crees que después de esto querrá seguir con el plan? No sé si será capaz.
—Espero que sí lo sea. Por suerte, todavía tenemos un mes por delante para que se serene.
En el fondo, ambas éramos conscientes de que era casi imposible que Joel volviese a ver a su
tío con vida. Lo más lógico era pensar que si no estaba muerto, lo habrían enviado a algún campo
inaccesible.
Aquella noche Joel no volvió a casa, y yo, que no podía evitar estar muy preocupada, me
quedé en el sofá esperándole hasta altas horas de la madrugada. Debían de ser en torno a las seis
de la mañana cuando oí el timbre de la puerta. Nerviosa corrí a abrirla, esperando que Ilka no se
despertase. Trisha, que se asomó, al verme abrir regresó a la cama. En la calle, apoyado en la
pared, estaba Joel, en un estado de embriaguez más que lamentable.
—¿Acaso crees que vas a solucionar algo así? —Le sermoneé mientras le sujetaba para que
no perdiese el equilibrio.
Sin poder ni articular palabra, se agarró a mí y entró dando tumbos en casa. Al llegar al
interior se dejó caer a plomo sobre el sofá de la entrada como si de un saco de patatas se tratase.
—Ah, no, aquí no puedes quedarte. No quiero que Ilka te vea así. Vamos a mi habitación. —Le
ayudé a levantarse.
—¿Ssssabessss una cossssa? —preguntó él con voz seseante y difícilmente comprensible.
—A ver, ¿qué tengo que saber? —respondí mientras le tumbaba en mi cama.
—Queee teee quiero —soltó, quedándose acto seguido semiinconsciente.
—¿Cómo dices? —le increpé sorprendida por aquella revelación inesperada—. ¡Ahora no te
puedes quedar dormido!
Los ronquidos empezaron a retumbar con fuerza por toda la habitación haciendo temblar hasta
los cristales del salón. Definitivamente, aquello había sido un breve espejismo del que a la
mañana siguiente no quedaría ni rastro. Resignada le saqué con cuidado los zapatos y los
pantalones, y le tapé con las mantas.
—Mejor hoy dormiré en tu habitación —le dije, aun sabiendo que no me oía—. Bueno… lo
que es dormir, más bien no —rectifiqué, viendo la hora en mi reloj—. Pero con estos ronquidos
seguro que aquí no duermo ni media hora.
De seguir muchos más días así iba a terminar enferma, pensé a la mañana siguiente. Nadie
podía aguantar tanto tiempo sin dormir una noche entera. Rendida, entré en el baño dispuesta a
darme una ducha antes de desayunar. Al menos eso me ayudaría a seguir despierta unas horas más.
Cuando entré en el comedor, Ilka, que había dormido toda la noche como un tronco, me
esperaba en la mesa.
—Tienes mala cara.
—¿Seguro? Porque después de dos noches en vela, no entiendo por qué no estoy
resplandeciente —respondí con ironía.
—¿Y eso? ¿Tampoco has dormido hoy?
—Esperé a Joel en el sofá y llegó a las seis de la mañana con una borrachera descomunal.
—¡Vaya! Al menos ya está de vuelta en casa —ironizó—. Lo cierto es que siempre vuelven.
—Sí, pero veremos cómo estará cuando recupere la consciencia —respondí.
—Pues con un magnífico dolor de cabeza —apuntó—. Dile a Trisha que cuando se levante le
prepare uno de esos batidos que ella sabe hacer. Nunca he sabido qué llevan exactamente, pero
son maravillosos para la resaca.
—Veo que tienes una cierta experiencia.
—Una también ha sido joven y a veces aún sigue siendo algo irresponsable —señaló—. Por
cierto, ¿has pensado ya cómo vas a convencer a Joseph para bajar a la cámara?
—De momento, ya sabe que las fotos se velaron y que necesitaré repetirlas.
—¿Y?
—Que me dijo que ahora el tesoro estaba en la cámara y que era más complicado. Pero en
cuanto cuestioné su capacidad y jerarquía para acceder a él, prometió llevarme.
—Bien hecho.
—Ahora solo me falta rematarlo pidiéndole que lo haga durante la fiesta; pero prefiero ir poco
a poco. No quiero que ate cabos.
—Me parece perfecto.
Hasta casi la hora de comer no me reencontré con Joel. Al vernos entrar, se levantó del sofá y
vino a nuestro encuentro con el rostro como un tomate.
—Siento muchísimo el número de ayer noche. —Me miró avergonzado.
—Tranquilo, podemos entender por lo que estás pasando. ¿Te encuentras mejor? —se interesó
Ilka.
—La verdad es que me desperté con una resaca tremenda, pero Trisha me dio un menjunje que
sabe fatal, pero ha sido milagroso. ¿Qué diablos lleva?
—Me temo que ese secreto se irá con ella a la tumba —sonrió Ilka—. Con vuestro permiso,
voy a cambiarme para comer.
Viendo que Ilka entraba en su habitación aproveché para hablar con Joel a solas.
—¿Recuerdas algo de ayer noche?
Joel, que seguramente no era consciente de nada, me miró con cierta preocupación sufriendo
por lo que podía haber hecho o dicho en aquel lamentable estado.
—¿Qué tengo que recordar?
—Supongo que nada, no tiene importancia —respondí, viendo que no sabía de qué le hablaba.
—Siento si te dije algo que pudiera molestarte, pero no era yo mismo.
—Lo sé, tranquilo. Voy a lavarme las manos y ahora vengo. —Me dirigí al baño mientras él
me miraba preocupado por su actuación.
Ya en la mesa, Ilka aprovechó para retomar el tema de la fiesta en el castillo.
—Sé que quizás aún es pronto para que estés al cien por cien, pero la fecha de la fiesta se
acerca y debemos repasar todo el plan.
—Lo sé. No te preocupes por mí; Gustav hubiese querido que todo siguiese adelante.
—Bien.
—Os recuerdo que teníamos un problema con el tiempo de reacción del medicamento —dije.
—Estuve pensando en ello —respondió Ilka—. Y la única solución que le encuentro es que
seas tú misma la que le sirvas la bebida una vez estéis en la cámara.
—¿Cómo? —exclamé con preocupación.
—Llévate una botella de champán con dos copas a la cámara… parecerá de lo más romántico.
La sustancia puede estar ya en una de ellas.
—Es una posibilidad, no lo niego, aunque no deja de darme un cierto respeto —contesté, algo
agobiada por la responsabilidad.
—Tú te acercas a pedírmela y yo te la doy justo antes de bajar —apuntó Joel.
—¿Y si algo sale mal? ¿Y si Joseph se percata de que hay algo en la copa o nota un sabor
extraño?
Ambos me miraron sin saber exactamente qué contestar.
—Bueno, el estupefaciente solo adormece un rato, nada grave. Quizás podemos probar su
efecto antes y salir de dudas. Tenemos cantidad suficiente para hacer una prueba —propuso Joel.
—Puede que sea una buena idea —admití—. ¿Cuál es la cantidad recomendada?
—Según me comentó Gustav bastaría con un cuarto de cucharilla de café.
—Pues con vuestro permiso, dejad que sea yo quien la pruebe —decidió Ilka, que bajo ningún
concepto iba a permitir que Joel o yo hiciéramos la prueba.
—¿Estás segura? —preguntó Joel.
—Tranquilo, no creo que sea peor que una resaca.
Con expectación, pusimos la cantidad exacta en el fondo de una copa y la llenamos de
champán hasta la mitad. Cronómetro en mano, iniciamos el experimento. Ilka ingirió la bebida y
empezamos a contabilizar el tiempo que tardaba en hacer efecto.
—¿A qué sabe? —le pregunté a Ilka unos segundos después.
—En principio, no sabe a nada, lo cual es ideal.
Tras esperar tres minutos Joel le preguntó sobre lo que estaba sintiendo.
—¿Qué notas?
—Es como si llevase alguna copa de más; la cabeza empieza a darme vueltas, pero todavía es
controlable.
—Llevamos tres minutos y medio… —apuntó Joel.
—Ahora empiezo a encontrarme algo peor. Estoy algo mareada y me pesa todo —siguió
relatando Ilka.
—Algo más de cuatro minutos…
—Creo que voy a sentarme, esto empeora por segundos.
—Cinco…
—Creo que me voy a…
Ilka no pudo ni terminar la frase y su cabeza cayó de lado inconsciente sobre mí, que estaba de
pie a su derecha.
—Unos cinco minutos y medio para ser exactos.
—Ya le sujeto la cabeza —le dije a Joel—. Ahora pon el cronómetro a cero y veamos cuánto
tarda en despertar.
Pasaron casi veinte minutos cuando Ilka volvió en sí.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.
—Algo aturdida, pero no más que si llevara alguna copa de más. No tengo la sensación de
haber sido drogada.
—¡Perfecto! —exclamó Joel con entusiasmo.
25
Una noche en la ópera

A quella noche del 24 de agosto fueron atacadas zonas residenciales de Londres. Era la
primera vez desde 1918 que ocurría algo parecido. Las noticias sobre la barbarie corrían
como la pólvora y hacían temer lo peor. Alemania, sabiendo que aquella agresión indiscriminada
contra civiles podría suponer una escalada notable de la violencia, pidió perdón a Reino Unido
por el error, pero jamás recibió una contestación. La respuesta llegó al día siguiente, en forma de
bombas lanzadas por la RAF sobre Berlín. Nuevamente las sirenas nos hicieron correr a los
refugios y no únicamente aquella noche, sino algunas más. Alemania ya no parecía tan tranquila e
invulnerable como hasta entonces.
Como respuesta al ataque de la capital, el 28 del mismo mes, los alemanes comenzaron los
bombardeos nocturnos masivos contra las ciudades británicas de Londres, Liverpool, Manchester,
Sheffield, Birmingham, Derby y Coventry, ataques que fueron nuevamente contrarrestados con más
violencia sobre el cielo de Berlín. Por otra parte, las noticias de bombardeos sobre otras
poblaciones inglesas hacían que no saber nada de mi familia se hubiese convertido en un auténtico
calvario. Imaginaba que para ellos tampoco estaría siendo nada fácil el no saber nada de mí.
El 4 de septiembre, Hitler anunció la destrucción total de Londres como respuesta a los
numerosos bombardeos británicos sobre Berlín. Solo pensar que la capital de mi país hubiese
sido arrasada hacía que tuviese unas enormes ganas de llorar y de regresar a casa.
Aquella guerra, que cada vez se podía sentir más cerca, empezaba a afectar a la población
civil y el miedo a apoderarse de sus calles. Pocos eran ya los que se aventuraban a pasear
tranquilos por el centro de Berlín cuando caía el sol.
Sin embargo, en aras de conservar una cierta normalidad, la ópera y otros lugares luchaban
por mantener sus actividades lúdicas, aunque no fueran tan frecuentes como de costumbre. Ilka,
cuyos compromisos no habían cesado a pesar de los sucesos, acudía aquella noche a la ópera.
Gertud y su marido nos habían invitado aquel viernes a su palco para ver a Karajan dirigiendo la
Die Bürger von Calais, del compositor rumano-alemán Rudolf Wagner-Régeny. Según Gertud,
gran apasionada de la música clásica y de la ópera, no haber asistido jamás a un concierto de
Karajan era algo así como un sacrilegio.
Sin demasiadas ganas de acudir a aquel evento, me vestí con mis mejores galas y salí de mi
habitación para que Ilka me dejase alguna de aquellas hermosas joyas que tenía. Joel, que jamás
me había visto vestida de noche, me observaba atónito desde el salón.
—Tengo que reconocer que estás muy, pero que muy guapa, Kristin; bueno… las dos estáis
fantásticas —trató de corregir por cumplir con Ilka.
—A mí no hace falta que me piropees, ya hace tiempo que se me pasó la edad —respondió
ella, sonriendo.
—Me sabe fatal que no puedas acompañarnos —dije con tristeza.
—Pues a mí no me sabe mal; no creo que aguantase más de dos horas de concierto —contestó
entre risas—. Igual terminaba por tirarme del palco abajo.
—Trisha está para lo que necesites. No nos esperes para cenar; picaremos algo en el
intermedio —añadió Ilka mientras esperábamos a que el chófer que nos había mandado Gertud
llamase a la puerta—. Por cierto, necesitarás esto. —Y me entregó unos prismáticos.

***
Entrar en aquel hermoso edificio de día a trabajar o de noche para asistir a un concierto no
tenía nada que ver. La noche siempre daba a los lugares un halo casi mágico, íntimo y algo
misterioso. Las luces que iluminaban el exterior, las hermosas arañas que colgaban de los techos,
los tapices, los vestidos de gala, la impresionante escalinata, todo parecía sacado de un cuento de
hadas.
—Ilka.
—Dime.
—¿Podría acércame a saludar a mis antiguos compañeros antes de subir? —pregunté,
deseando que me viesen de aquel modo.
—Vale, pero date prisa, no podemos hacer esperar a Gertud. Estaré aquí hablando con un par
de conocidos.
—Dame cinco minutos y estaré de vuelta.
—No tardes.
Contenta por volver a ver a mis compañeros y vestida con mis mejores ropas, pedí al
encargado de sala que me dejase pasar a saludar. Sin dudarlo, Raimon, que me conocía de cuando
trabajaba allí, me abrió la puerta para que pudiese pasar. Tan pronto me metí entre bastidores, me
topé de frente con Daniel y Frank que enseguida se acercaron.
—Vaya, vaya… —exclamó Daniel al verme entrar—. Siempre supe que tenías muchas
posibilidades. Si me esperas unos segundos, me cambio y te acompaño al palco —añadió con
ironía.
—¡Kristin! Qué alegría verte… —dijo Frank, abrazándome—. Chicos, ha venido Kristin. —El
resto dejaron lo que estaban haciendo y como si fuesen duendes fueron apareciendo uno tras otro
de los diferentes recovecos del teatro.
—¡Hola, Sasha! —dije, viendo aparecer frente a mí a aquella pequeña y divertida pelirroja.
—¡Cuánto tiempo sin verte y qué guapa vienes! —respondió ella, acercándose para darme un
par de besos.
—Mi tía que me ha invitado a venir, y ya sabes… uno ha de ponerse sus mejores galas.
Mientras daba besos y abrazos a todo el equipo, apareció Anne algo enfadada, ya que no
entendía por qué había desaparecido todo el mundo. Al verme relajó el rictus.
—¡Benditos los ojos! ¿Cómo tú por aquí? Estás estupenda —dijo mientras hacía indicaciones
al equipo de que volviesen a sus puestos—. Espero que puedas regresar al terminar porque ahora
necesito a todos estos. Estamos a punto de empezar la función y tú deberías ocupar también tu
lugar.
Miré el reloj y vi que llevaba allí casi diez minutos, Ilka estaría de los nervios, pensé. Casi
sin tiempo para despedirme, salí a la carrera hasta el vestíbulo, donde, con cara de pocos amigos,
me estaba esperando mi tía.
—¡Venga, criatura, que vamos a llegar tarde! Si es que lo tuyo con la hora…
—Lo siento, se me pasó volando.
—Pues como suene el timbre y no estemos en el palco, no podremos entrar.
Gertud, que aguardaba en la puerta algo nerviosa por nuestra tardanza, resopló aliviada al
vernos aparecer.
—Pensé que no llegabais. ¿Se puede saber qué hacíais? —nos increpó, cerrando la puerta del
palco detrás de nosotras—. ¿Es que no sabéis que si suena el timbre no podéis entrar?
—Lo siento, me entretuve hablando con unos conocidos y cuando me di cuenta de la hora, ya
se había hecho tarde —respondió Ilka, prefiriendo asumir la culpa antes que hablar mal de mí
delante de aquella arpía.
—Hola, Kristin —me saludó August Heissmeyer—. Ven. Siéntate aquí. —Apartó la butaca
que tenía a su lado.
—Muchas gracias.
—¿Has estado antes en un concierto?
—No, es la primera vez.
—Seguro que luego repites; es una experiencia única —respondió, tomando asiento—.
Además, estrenarse con Herbert von Karajan es lo mejor que te puede pasar.
—¿Sabes quién está hoy en el palco principal? —preguntó Ilka a Gertud, que siempre se
enteraba de todo.
—Creo que han venido Hermann con Emmy, Martin con Gerda y también Hess con Lise.
—Luego aprovecharé para saludarlos.
Entonces sonó el timbre anunciando el inicio del concierto y se hizo un silencio sepulcral en la
sala. A los pocos minutos, se abrió el telón y tras él apareció la orquesta que, preparada, esperaba
las indicaciones de Karajan para empezar a tocar. En los palcos de enfrente se podía ver a la
gente observando el escenario con sus anteojos. Si bien era cierto que para un concierto no eran
tan imprescindibles como para asistir a una ópera, o una obra de teatro, el deporte de poder
observar al resto de asistentes con aquellos discretos binoculares era una afición bastante
extendida. Asistir a la ópera no era únicamente un acto cultural y artístico, era sobre todo un gran
acto social que llevaba implícito una gran dosis de chismorreos.
Karajan levantó en ese instante la batuta y todos los músicos empezaron a tocar sus
instrumentos llenando aquel enorme espacio de mil exquisitas notas. La acústica de la sala era
perfecta y la música llegaba a todos los rincones con la misma fuerza y arrojo. De hecho, tuve la
curiosa sensación de que los sonidos graves vibraban en mi pecho como si yo fuese una caja de
resonancia. Ilka, que enseguida se dio cuenta de cómo estaba disfrutando de aquella experiencia,
sonrió con satisfacción.
—Debería haberte traído antes —me susurró al oído.
La primera parte concluyó antes de lo esperado; de hecho, se me hizo incluso corta.
—Me temo que hemos creado un monstruo —exclamó August, consciente de lo mucho que me
había gustado—. Ahora querrá venir a todos los estrenos.
—Pues me alegro mucho de que sea así. Saber apreciar la buena música, la danza, la ópera, es
un privilegio que no está al alcance de todo el mundo —apuntó Gertud mientras salíamos a la zona
común.
—¡Rudolf, cuánto tiempo! —exclamó Ilka, dirigiéndose hacia la derecha de nuestro palco,
camino al palco central.
—¡Ilka Schneider, tan elegante como siempre! —respondió él, acercándose a ella—. Ven, Lise
—tomó a su mujer de la mano.
Rudolf era un hombre de altura media, de aspecto duro y mirada penetrante. Sus espesas cejas
negras, sus enjutos y profundos ojos y aquella mandíbula tan cuadrada y prominente le daban un
aire poco entrañable, aunque aquellos que lo conocían afirmaban que era la cara más humana de
régimen. De origen egipcio, a sus cuarenta y seis años, Hess había conseguido posicionarse como
el segundo en la jerarquía nazi. Se decía de él que conoció a Adolf Hitler en un mitin en 1919 y se
quedó fascinado con su figura. En julio de 1920 se incorporó al NSDAP y tomó parte activa en el
Putsch de Múnich en el veintitrés, por lo que fue a prisión. Hasta 1925 no asumió el cargo de
secretario político de Hitler. Cinco años después, pasaría a ser presidente del Comité Central
Nazi y, en el treinta y tres, parlamentario del Reichstag. Tras ascender Hitler al poder fue
designado jefe del Partido Nazi y ministro de Estado.
—Os presento a mi sobrina —dijo Ilka, invitándome a que me acercase—. Kristin, estos son
Rudolf Hess y su mujer.
—Ella es Lise, mi esposa.
—Encantada —le di la mano.
—Igualmente —dijo ella.
Lise era una mujer no muy aita, de aspecto sosegado y prudente, incluso en su forma de vestir,
que la hacía pasar más bien desapercibida. De cabello castaño ondulado y más bien corto, poseía
una belleza discreta y sobria. Siempre en un segundo plano, esperó a que su marido la introdujese
para sumarse a la conversación.
—¿Y qué tal el pequeño Wolf? ¿Sigue tan revoltoso? Hará dos años que le vi por última vez
—preguntó Ilka, que parecía conocer bastante bien a la familia.
—Pues a punto de cumplir cuatro años; no para quieto —respondió Lise.
—Entonces debéis de estar muy entretenidos.
—Ya te puedes imaginar —enfatizó él.
Mientras hablábamos, se acercaron Hermann y Martin con sus respectivas esposas a saludar
antes de que sonara nuevamente el timbre avisando del inicio del segundo acto.
—Hola a todos —dijo Martin, estrechando la mano de August mientras Hermann saludaba a
las mujeres.
—¿Qué sabemos del Führer? —interrumpió Gertud, mirando a Martin—. ¿Ha regresado ya a
Berghof?
—Anda de un lado a otro —explicó Martin—. A veces llega, pasa unos días y vuelve a
marcharse. Lo normal es que estén su hermana Ángela, Eva y Gretl solas en casa.
—Está centrado en derrotar a los ingleses y la verdad es que no lo están poniendo nada fácil
—respondió Hermann—. Está siendo una contienda complicada.
Rudolf, que observaba atento la conversación, interrumpió:
—Soy de la opinión de que quizás sería más inteligente que iniciásemos conversaciones de
paz; no son un enemigo fácil de batir y es posible que nos saliese más a cuenta si centrásemos los
esfuerzos en otros objetivos.
—No creo que Hitler se plantee la posibilidad de renunciar a derrotar a Churchill —afirmó
Martin.
—Mejor que no le propongas eso si quieres seguir a su lado —insinuó Gertud, sorprendida
por aquella propuesta—. Ya sabes que la palabra derrota no está en su particular diccionario.
—Por cierto —interrumpió Ilka—. ¿Qué hay de cierto sobre la apertura de un nuevo campo de
concentración al sur de Brandeburgo?
Rudolf la miró sorprendido y no sin un cierto recelo.
—Se supone que esta información es reservada. ¿Cómo ha llegado a tus oídos? —preguntó.
—No sabía que fuese reservada. Si es así, tenéis un gran problema de seguridad en el NSDAP;
me llegó por los pasillos.
—¡Vaya! —exclamó Gertud, horrorizada de que en el NSDAP se cometiesen semejantes
indiscreciones.
August, que posiblemente sabía igual o más que Rudolf sobre el tema, respondió a la pregunta:
—Es el campo de Schwarzheide, un campo estratégico, pensado para que los prisioneros
construyan los búnkeres para los alemanes que trabajaban para la Brabag. De hecho, depende del
de Sachsenhausen.
—Hace muy poco que está en funcionamiento y creo que se surte de prisioneros de
Sachsenhausen y de las nuevas redadas de judíos realizadas en Berlín —añadió Rudolf.
—Era tan solo curiosidad —dijo Ilka, tratando de restarle importancia—. Lo oí en una de las
muchas conversaciones de pasillo que se dan a diario y tampoco creí que fuese un secreto.
—Ya me dirás quién te lo comentó —apuntó Gertud—. Alguien ha hablado más de la cuenta.
Al oír aquello sentí que el pulso se me aceleraba; era muy posible que el tío de Joel se
encontrase allí. Ilka se había arriesgado mucho sacando aquel tema y, conociendo a Gertud, eso
podía acarrearle serios problemas.
En ese preciso momento sonó nuevamente el timbre del teatro instándonos a regresar a
nuestros puestos. Así que, después de despedirnos, volvimos a nuestro palco. Tras sentarnos, la
intensidad de las luces se redujo y la orquesta se dispuso a seguir con el concierto. Nuevamente
aquel silencio ensordecedor se hizo presente en la sala. Karajan levantó la batuta y la música
volvió a invadir nuestros sentidos y transportándonos muy lejos de allí.
Debíamos de llevar a lo sumo unos quince minutos escuchando aquella hermosa melodía
cuando, de pronto, la alarma antiaérea sonó interrumpiendo la apacible velada y convirtiendo la
noche en un mayúsculo delirio. En cuestión de segundos se desató el pánico en todo el teatro.
Prácticamente apagaron la mayor parte de las luces interiores y todas las exteriores del lugar con
el fin de no ser vistos desde el cielo. La gente, presa del pánico, gritaba y corría por los pasillos a
veces a ciegas, empujándose los unos a otros. Horrorizados, pudimos ver cómo algunos caían
rodando escaleras abajo arrollados por la masa que, ajena a ellos, al descender pisoteaba sus
cabezas. Con cuidado, tratamos de salir del edificio arrimados a las paredes con el fin de evitar
ser arrastrados por aquella marabunta enloquecida. Fuera, los sonidos de las bombas hacían
prever una noche tan intensa como triste. Al pisar la calle nos dirigimos a toda prisa al refugio
más cercano, que en la mayoría de los casos eran las estaciones de metro, mientras el cielo se
teñía por momentos de rojo carmín intenso.
—¿Qué habrá hecho Joel? ¿Estará bien? —pregunté a Ilka algo preocupada.
—Trisha sabe a dónde hay que ir; estarán juntos —respondió Ilka, tratando de tranquilizarme.
Durante dos largas horas, el ensordecedor ruido de aquella maldita guerra nos mantuvo bajo
tierra, encerrados sin saber qué nos encontraríamos una vez que pudiésemos salir. Algunos niños,
asustados, no paraban de llorar.
Cada bombardeo dejaba tras de sí a una población más indefensa y atemorizada y una ciudad
menos habitable.
26
El campo de Schwarzheide

S alimos de los búnkeres algo nerviosos, sin saber qué íbamos a encontrarnos fuera y con
muchas ganas de regresar a casa, pero la calle era un verdadero caos. El humo, que en
algunos lugares apenas dejaba ver y hacía prever lo peor, salía de diversos puntos del centro de la
ciudad, vistiéndola de un gris casi apocalíptico. Las sirenas de los coches de bomberos
acompañaban nuestros pasos generando un mayor malestar. Algunas casas se veían ligeramente
dañadas, con los techos agujereados, pero otras, destrozadas por las bombas, a duras penas
aguantaban parte de su estructura en pie. Las personas, atemorizadas, corrían por la avenida hacia
sus hogares, rezando para que estos siguiesen intactos. En algunas vías, los boquetes en mitad de
la calzada hacían imposible el paso de vehículos, así que nos vimos obligados a regresar andando
a nuestras casas.
Por primera vez desde que aquella maldita guerra había empezado, me sentí insegura, me
atenazó el miedo; era más que evidente que aquello era tan solo el principio y que la destrucción y
las muertes serían cada día más frecuentes. Apagones, incendios, desolación, heridos…, todo a
nuestro paso hacía intuir el final de la vida tal y como la conocíamos hasta entonces. ¿Cuánto
tardaría aquella barbarie en hacernos indiferentes al dolor ajeno? ¿Cuánto tiempo hacía falta que
pasara para que caminar entre edificios destrozados por las bombas dejara de afectarnos? Viendo
aquel panorama era difícil no romper a llorar de pura impotencia y lo peor era saber que mi
familia, a miles de kilómetros de distancia, lejos de mí, estaría viviendo algo parecido.
Aproveché el camino de regreso a casa para hablar con Ilka sobre la conversación del teatro,
sin que Joel estuviese delante. Era obvio que con su forma de obrar pretendía protegerme y asumir
ella los riesgos, pero aquello me parecía algo temerario y sobre todo muy injusto.
—¿Desde cuándo sabías lo de Schwarzheide? —pregunté, rompiendo el silencio.
—Desde la mañana siguiente a la desaparición de Gustav, pero preferí no decirte nada hasta
verificar mis sospechas —respondió Ilka en voz baja—. Toda precaución es poca.
—¿Sabes que Gertud estará ahora con la mosca detrás de la oreja? Hasta que no sepa quién te
lo contó no parará y sabes que esa mujer puede ser muy persistente.
—Lo sé, pero no había otra forma. De todos modos, al no haber sacado el tema al día
siguiente, sino al cabo de varios días, es complicado que pueda relacionarlo con la redada del
otro día y la desaparición de Gustav.
—Sí, pero cuando te pida que le des un nombre, ¿qué vas a hacer? ¿Cómo vas a salir del
paso?
—Tendré que decir la verdad, que me lo comentó su secretaria sin darle mayor importancia.
Que tampoco yo pensaba que fuese algo tan delicado.
—Sabes que la va a despedir, ¿no?
—Sí, lo sé, pero es el menor de los males —asumió—. Al fin y al cabo, ser indiscreta en su
posición es un peligro para todos. Quién sabe qué podría llegar a contar.
—Tienes razón, pero no deja de darme pena. Crucemos los dedos para que todo se quede ahí.
—Más nos vale.
—¿Piensas decirle algo a Joel?
—No sé qué hacer. El problema es que, aunque esté ahí, cosa que tampoco sabemos, no vamos
a poder sacarle —respondió Ilka, haciéndome bajar a la realidad.
—Lo sé, pero ocultarle esto a Joel tampoco creo que sea la mejor de las ideas.
—Pues ya me dirás qué hacer.
Pensativas, seguimos andando en aquel mutismo casi invasivo y limitándonos a observar,
horrorizadas, el paisaje aterrador que íbamos encontrándonos a nuestro paso. La gente caminaba
por la calle sin terminarse de creer lo que había ocurrido; nadie pensaba que Berlín pudiese ser
atacada. Quizás en algún momento pensaron que serían intocables.
Llegamos a casa casi una hora más tarde, exhaustas y con los pies doloridos de caminar tanto
rato con tacones. Trisha y Joel nos esperaban con el corazón en un puño.
—¡Menos mal que estáis bien! Empezábamos a estar muy preocupados —exclamó Joel al
vernos entrar.
—Lo mismo digo —respondí, dándole un abrazo—. No sabíamos si os encontraríais a salvo.
—Hemos pasado mucho miedo, señora —comentó Trisha con los ojos llorosos.
—Por suerte, estamos todos fuera de peligro. —Ilka intentó rebajar la tensión del ambiente.
—Creo que necesito darme un baño y cambiarme de ropa. Estos zapatos me están matando —
dije, dirigiéndome con los zapatos en la mano a la habitación.
—Con vuestro permiso, yo me voy a la cama. Ya he tenido suficientes emociones por esta
jornada —añadió Ilka, que prácticamente parecía arrastrarse por el pasillo—. Y el resto deberíais
hacer lo mismo; es tarde y estamos todos muy cansados.
Aquella noche pese al agotamiento que sentía me costó mucho dormirme. Las imágenes de las
calles de Berlín llenas de humo y ruinas habían calado tan hondo en mi mente que se repetían una
y otra vez atormentándome en insufribles pesadillas que me hacían despertarme, hora tras hora,
envuelta en sudor. Desvelada, sin ser capaz de conciliar nuevamente el sueño, me asomé a la
ventana para descubrir una ciudad todavía humeante. La luna se reflejaba sobre las calles y los
edificios generando un extraño espectáculo de luces y sombras.
En mi cabeza, la información sobre el campo de Schwarzheide tampoco me dejaba estar en
paz. ¿Y si Gustav estaba ahí encerrado? Tal y como afirmaba Ilka, sacar a alguien de un campo de
concentración no era una opción demasiado verosímil, pero ocultarle esa información a Joel
tampoco me parecía algo que me sintiese capaz de hacer. Si volvía a ocultarle algo, si volvía a
mentirle de nuevo, le perdería para siempre. Pero ¿qué sería capaz de hacer si sabía esa
información?
***
El amanecer me sorprendió sentada en la cama, triste y pensativa, como si no hubiese habido
noche. El sol salió pese a todo, como cada mañana, iluminando la gran ciudad, ignorante del
estado de los edificios, de las calles o de las pérdidas humanas y materiales que pudiesen haberse
cobrado las bombas de la noche anterior. Lo curioso era que, pese a ser sábado, las calles lucían
casi desiertas, como si la gente tuviese un miedo atroz a abandonar sus casas y luego no poder
volver a ellas nunca más. Intentar colocarse en la cabeza de aquellos que se habían quedado sin
hogares, sin sus pertenencias, sin nada, resultaba cuanto menos angustiante. Debían de ser cerca de
las diez de la mañana cuando finalmente, tras tomar un largo y relajante baño de espuma, me
acerqué hasta el comedor para desayunar; Ilka y Joel ya estaban sentados allí desde hacía rato.
—¡Benditos los ojos! Buenos días, dormilona —dijo Joel al verme aparecer.
—No creas, me costó horrores conciliar el sueño y llevo muchas horas despierta. De un
tiempo a esta parte parece que la prioridad de mi cabeza y mi cuerpo no es la de dormir, sino la
de darle mil y una vueltas a las cosas.
—Tranquila, es una tendencia que parece estarse poniendo de moda —observó Ilka, que, a
juzgar por sus ojeras, tampoco había pasado muy buena noche.
—Y tú, ¿has dormido bien? —pregunté a Joel, que parecía el más despierto de los tres.
—Como un tronco. Hay pocas cosas que consigan quitarme el sueño.
Ilka, que, aunque nos escuchaba mientras hablábamos, estaba algo ausente, me observó
entonces pensativa, como preguntándome con la mirada qué debía hacer. Sin tener tampoco la
respuesta, encogí los hombros aceptando con resignación su decisión. Tras unos segundos que se
me hicieron eternos y cuyo fin era posiblemente reunir el valor suficiente para explicar lo que
sabía, se decidió.
—Joel, creo que hay una cosa que deberías saber —soltó con rosto serio.
—¿El qué? ¿Habéis averiguado algo sobre mi tío? —interrogó él, inquieto, temiendo lo peor
—. ¿Está muerto?
—No, no es eso —respondí yo.
—¿Entonces?
—Existe la posibilidad de que esté preso al sur de Brandeburgo, en un nuevo campo de
concentración —apuntó Ilka.
—¿Cómo? ¿Dónde?
—El campo de Schwarzheide se abrió hace muy poco con el fin de que los presos que están
recluidos en él construyan los nuevos búnkeres —explicó.
—Por lo que sabemos, muchos de ellos provienen del campo de Sachsenhausen, pero hay
otros de recientes redadas de judíos en Berlín y en otras poblaciones cercanas —dije—. Por eso
creemos que es probable que esté ahí.
—¿Y cómo podemos sacarle de ese lugar? —preguntó, tal y como Ilka había predicho.
—Joel, en primer lugar, no tenemos la seguridad de que esté ahí, aunque parece lógico pensar
que sí —respondí yo.
—Y, en segundo lugar, sacar a alguien de un campo de concentración es una misión casi
imposible, suicida —remató Ilka, sumiendo a Joel en un estado de ansiedad incontrolable—. No
es un objetivo factible.
—¡Hay que hacer algo! —gritó, agitando los brazos completamente fuera de sí.
—¿Cómo pretendes luchar contra alambradas electrificadas, muros, soldados, armas…? —Me
sentía fatal por él—. Tenemos que ser realistas.
—De momento, Schwarzheide no parece estar concebido como un campo de exterminio, solo
de trabajo. Con un poco de suerte, cuando esto acabe, él seguirá con vida —trató de animarle Ilka.
—¿Con un poco de suerte, cuando esto acabe? Cómo puedes decir… —No pudo finalizar la
frase, enloquecido.
—No pagues esto con nosotras, solo intentamos ayudarte —traté de apaciguarlo.
—¿Acaso crees que Gustav opinaría diferente? ¿Crees que te animaría a ir a por él en una
misión suicida? —añadió Ilka para que entrase en razón—. Por favor, Joel, tienes que
tranquilizarte.
—¿Que me tranquilice? —exclamó—. Si fuese Kristin la que estuviese allí seguro que no
dirías esto.
—¡Joel!
Sin ser capaz de seguir con aquella conversación, Joel se fue a su habitación cerrando la
puerta tras de sí de un portazo. Ilka y yo nos miramos en silencio sabiendo que decírselo había
sido la decisión correcta pero que, para él saber aquello y no poder hacer nada al respecto tenía
que resultar un auténtico calvario.
—Dale tiempo, no es fácil. Me temo que nadie en su situación podría reaccionar de otra forma
—comentó Ilka, viendo la preocupación en mi rostro.
—Es que no puedo evitar que me duela verle así. Lo tiene que estar pasando fatal.
—Lo sé.
Tras aquella intensa conversación, Ilka se fue a su habitación a vestirse y yo me senté sola a la
mesa e intenté desayunar algo, aunque había perdido todo el apetito. Luego decidí ponerme ropa
cómoda, unas zapatillas y salir a dar un paseo por el barrio, necesitaba desintoxicarme. Quizás
ver los destrozos de las bombas me entristeciese todavía más, pero necesitaba respirar un poco de
aire fresco y desconectar de toda aquella locura durante un rato. Solo esperaba que cuando
regresase a casa Joel estuviese más calmado y se pudiese razonar con él.
La mañana cálida y soleada calentaba con fuerza mi espalda mientras paseaba por la
extrañamente tranquila ciudad. La poca gente que, como yo, deambulaba por sus calles, parecía
caminar medio sonámbula y sin acabar de creerse que su capital hubiese sido alcanzada. Por
desgracia, muchos alemanes, imbuidos de la temeridad y la soberbia de Hitler se habían creído
invencibles y la posibilidad de ser bombardeados no entraba en sus planes. Y mientras la lógica
dictaba que aquello no había hecho más que empezar y que iría a peor, las palabras del Führer en
los medios de comunicación seguían trasmitiendo esa seguridad en la victoria más propia de un
loco megalómano que del líder de una nación.
Todos éramos conscientes de que aquello no iba a terminar así, que Hitler devolvería aquel
golpe multiplicado por diez. Y, tal y como sospechábamos, la respuesta alemana no se hizo
esperar y tan solo seis días más tarde de aquella terrible noche, el 13 de septiembre para ser
exactos, varios bombarderos alemanes lanzaron cinco bombas sobre el área sur y la capilla del
palacio de Buckingham que, afortunadamente en ese instante, no contaba con la presencia de los
reyes en su interior. Según pudimos oír en la radio, tan solo tres trabajadores que se encontraban
realizando algunas reparaciones en las cristaleras de la capilla resultaron heridos de gravedad.
Varios explosivos fueron también lanzados sobre Downing Street en un intento por terminar con
Churchill, pero afortunadamente, no hubo que lamentar ningún daño personal.
A la hora de comer regresé a casa, pero Joel ya no estaba. Según Ilka había decidido regresar
a su casa, con los suyos. Aquellas no eran buenas noticias; de seguir en aquel barrio tarde o
temprano lo apresarían a él. Después de la comida, me dirigí a su encuentro.
Nada más entrar en la calle pude verle asomado a la ventana de su casa mirando con tristeza
hacia el taller de su tío. Subí aquellos tres pisos y llamé insistentemente a la puerta.
—¡Vete, no tengo ganas de hablar! —respondió desde el otro lado.
—No pienso irme hasta que hables conmigo —traté de que entrase en razón—. Y te puedo
asegurar que los porrazos en la puerta y mis gritos harán que se quejen todos los vecinos.
Temiendo que cumpliese mis amenazas, finalmente abrió la puerta y me dejó entrar.
—¿Qué es lo que quieres? —me increpó.
—Que regreses conmigo a casa. Sabes que este ya no es un lugar seguro. No puedes seguir
aquí.
—Este es mi sitio y si vienen a por mí, quizás tenga suerte y me manden a donde quiera que
esté mi tío.
—¿Qué estupidez es esa? ¿Quieres terminar muerto? Así no vas a conseguir nada. ¿Es que
acaso ya no crees en nuestro plan?
—Ni tan siquiera sabes si servirá de algo.
—Seguro que de algo más que quedarse aquí sin hacer nada.
Joel me miró sin saber qué responder, pensativo. En sus ojos se podía percibir que se había
dado por vencido, que había perdido la fuerza interior y la confianza en sí mismo.
—Joel, te necesitamos. Sin ti nada saldrá bien.
—Puedes hacerlo sola; tienes el veneno y el resto lo realizarás tú sin ayuda de nadie, así
que…
—Te necesito cerca, sé que, si no, no seré capaz de hacerlo.
—Eres capaz de eso y de mucho más. Creo que nunca he conocido a alguien con tanto valor,
fuerza y resolución.
—Yo sí, y lo tengo enfrente.
Joel bajó los ojos y respiró hondo.
27
Complicaciones

C uando conseguí que Joel recuperase la sensatez, ya había empezado a anochecer. Apoyada
en el marco de su ventana, observando cómo las sombras caían sobre aquel callejón
prácticamente desierto, no podía evitar preguntarme qué sería de todos nosotros cuando las cosas
volviesen a la normalidad. En mi caso, era previsible que regresara a Portsmouth, con mi familia,
pero ¿qué sería de Ilka? Tras todo lo que estaba pasando era difícil imaginarla retomando su vida
anterior sin más. A veces imaginaba que se venía conmigo y que, como si de mi verdadera tía se
tratara, pasaba a formar parte de mi familia. Pero luego me daba cuenta de que seguramente ella
no querría dejar su casa y su vida atrás. ¿Qué iba a hacer en Inglaterra, donde no conocía a nadie?
Y, en cuanto a Joel, pese a todo lo ocurrido, no podía evitar desear que las cosas entre nosotros
volviesen a ser como antes. Aunque, pensando en mi futuro regreso a Inglaterra, quizás la
situación actual facilitase las cosas un poco más. En el supuesto de que todavía siguiésemos
juntos, no era fácil saber quién de los dos estaría dispuesto a renunciar para siempre a su ciudad.
Joel, que había ido a su habitación para recoger sus cosas, salió y se acercó a mí abrazándome
por detrás.
—No sé qué haría sin ti. —Me besó en la mejilla.
Aquel gesto inesperado y tan cercano, hizo que todo mi ser se pusiese en alerta. Todavía no
estaba preparada para que sus gestos, sus caricias no me afectasen. Cabía imaginar que él,
inocentemente, tan solo buscaba agradecer mi apoyo, pero yo, todavía enamorada, no podía
controlar mis emociones como hubiese querido.
—No… no hagas eso, por favor —le pedí, sintiendo que el corazón, todavía abierto de par en
par, se me aceleraba.
—¿Que no haga qué? —respondió él, ignorante quizás de que mis sentimientos eran todavía
demasiado fuertes para poder tratarlo tan solo como a un amigo.
—Joel, yo todavía no puedo…
Durante un segundo se creó un extraño e incómodo silencio al que Joel puso solución. Sin
dejarme continuar con la frase, me dio la vuelta, me miró fijamente a los ojos, acarició mi rostro y
me besó con todas sus fuerzas haciendo que todo mi cuerpo se erizase. Sorprendida por aquel
beso me separé de él algo bruscamente y le miré atónita, sin saber exactamente qué debía hacer.
Por un lado, deseaba con toda mi alma que aquello fuese una reconciliación, un nuevo inicio,
pero, por otra parte, la idea de que tan solo fuese un momento de debilidad y nada más me
asustaba. No podía permitirme el lujo de bajar la guardia y volver a caer en sus redes otra vez;
eso si es que en algún momento había dejado de estar en ellas.
—Lo siento —se disculpó—. Bueno, no siento haberte besado, sino el haber sido tan egoísta e
infantil como para no haber querido entender por lo que estabas pasando. No digo que perdone tu
falta de sinceridad, ni el hecho de que te acostases con ese… pero creo que ahora lo entiendo.
—¿Y eso qué significa?
—Que te quiero y que quiero estar contigo. Que no pienso volver a separarme de ti y que
siento mucho haberte hecho daño —soltó de corrido, desarmándome.
—¿Aunque todavía tenga que seguir viéndole? —pregunté, no sin miedo a su respuesta.
—Aun así.
Cerré los ojos con fuerza mientras las lágrimas se deslizaban por mi cara hasta llegar a la
barbilla. Incapaz de articular ni una sola palabra, me lancé de vuelta a sus brazos y le besé como
hacía tiempo que deseaba hacerlo.
—No te imaginas cuántas veces me he odiado por no haber sido sincera desde el principio. Lo
siento —admití, abrazada a él y con la voz entrecortada.
—Lo sé, y yo siento haber sido tan duro contigo.
—Supongo que si yo hubiese estado en tu lugar tampoco hubiese reaccionado demasiado bien.
Durante un buen rato nos olvidamos por completo de la hora y permanecimos abrazados sin
poder despegarnos. Por suerte, al rato, Joel miró su reloj dándose cuenta de que se estaba
haciendo tarde.
—Deberíamos regresar; imagino que tu tía ya estará esperándote para cenar.
—Sí, es muy tarde. —Yo sabía lo importante que era para Ilka la puntualidad a la hora de
comer o cenar.
Cuando entramos en casa mi tía, algo nerviosa por la tardanza, nos esperaba ya sentada a la
mesa.
—Me alegro de que hayas regresado, Joel —dijo al vernos entrar—. Dejad las cosas y venid
a la mesa, ya sabéis que no soporto la falta de puntualidad. —Y me guiñó un ojo.
—Dadme cinco minutos —dijo él, dirigiéndose a su habitación.
Mientras Joel dejaba sus cosas de vuelta aproveché para contarle a Ilka todo lo que había
pasado.
—No sabes cuánto me alegro de que volváis a estar juntos. Era obvio que él seguía
queriéndote y que tan solo era una cuestión de tiempo —dijo, agarrándome de las manos.
—Yo no lo tenía tan claro. Había empezado a pensar que nunca volveríamos a ser pareja.
—Bueno, no sé si ahora tiene mucho sentido que siga en la otra habitación. —Me sonrió con
picardía.
—¡Tía! —exclamé, algo avergonzada por aquella afirmación.
Aquella noche, tal y como Ilka había sugerido, Joel terminó en mi habitación y, aunque no
dormimos demasiado, amanecimos más descansados y con mucha más energía que cualquiera de
los días anteriores.
***
Durante los días siguientes nos limitamos a hacer una vida más o menos normal. Pero ese no
era el caso de Joel, que ya no podía regresar al taller de Gustav y, por tanto, disponía de mucho
tiempo libre. Para él, pensar que cada mañana iba a estar cerca de Joseph, era un verdadero
calvario. Con el fin de no convertir aquello en una innecesaria tortura, acordamos no hablar más
sobre ello, ni tan siquiera de aquellas tardes en las que no me quedaba más remedio que
acompañar a Goebbels a Villa Bogensee.
Quedaban algo menos de veinte días para la fiesta en el castillo y todo lo necesario estaba
preparado, así que únicamente nos quedaba realizar un último ensayo unos días antes. En cuanto a
Gertud, tras despedir por indiscreta a su pobre secretaria, parecía que las posibles sospechas
sobre la integridad de Ilka se habían disipado. Yo, por mi parte, seguía haciendo que Goebbels
comiese de mi mano sin llegar a sospechar en ningún momento que estaba durmiendo con su
enemigo.
Aquella misma mañana, en el despacho de Joseph, aproveché para cerciorarme de que tenía
claro que bajaríamos a la cámara en mitad de la fiesta; aquella idea le parecía de lo más excitante.
Así que ahora tan solo nos quedaba esperar. Pero aquella horrible tarde del 17 de septiembre
ocurrió algo completamente imprevisto, algo que pondría nuevamente mi mundo patas arriba. Joel,
que había regresado a la casa de su tío en busca de algunos recuerdos y que había aprovechado
para pasar por su piso en busca del correo, descubrió que había llegado una carta urgente para mí;
una carta que hubiese preferido no leer.
—Ha llegado una carta de tu familia. En el sobre han escrito que es urgente.
—¿Una carta? —me extrañé.
De un salto salí despedida de la cama mientras Joel me observaba con curiosidad. Nerviosa,
arrebaté la carta de sus manos de un zarpazo, como si de una presa se tratase, temiendo que
aquellos papeles portasen malas noticias.
—¿No quedaste con tu familia en que no ibais a escribiros hasta que todo hubiese terminado?
—preguntó él, conocedor de las instrucciones que había dado Ilka.
—Así es, por eso me preocupa tanto recibir esta inesperada misiva —dije mientras me
sentaba, intranquila, a los pies de la cama dispuesta a leerla.
Tomé aquellos papeles entre mis manos temblorosas y comencé a leer en voz aita para que
Joel, que miraba expectante, pudiese enterarse también de lo que había pasado:

Querida Abby:
Hace bastante que no sabemos de ti y espero que estés bien. Los bombardeos sobre
Berlín no han hecho más que ponernos bastante nerviosos, aunque sabemos que las
bajas civiles han sido muy pocas.
Siento tener que escribirte porque soy plenamente consciente de que nos pediste que
no lo hiciésemos, salvo que hubiese alguna urgencia, que si te llegaban cartas podíamos
ponerte en peligro. Pero, por desgracia, ha ocurrido algo muy grave y creo que, aunque
no puedas hacer nada al respecto, tienes derecho a saberlo. Papá no sabe cómo actuar y
aquí estamos todos francamente preocupados. De hecho, él ni tan siquiera sabe que te
estoy escribiendo y si lo supiese se enfadaría mucho conmigo; no quiere preocuparte.
Pero yo te conozco y quizás a ti, que siempre has sido la más lista de la familia, se te
ocurra cómo podemos salir de esta absurda e incomprensible situación.
Como bien sabes, el jueves 19 de este mes tuvo lugar la esperada boda de nuestra
hermana Broke, y aunque fue muy duro tener que celebrar tal evento sin contar con tu
presencia y con la situación actual del país, todo fue de maravilla. Supongo que sabrás
que los bombardeos sobre Londres, Liverpool y otras ciudades son bastante frecuentes,
pero, por suerte, aquí nos hemos librado, de momento. La boda fue perfecta, como
siempre había soñado y ella estaba como de costumbre: increíblemente guapa. Al día
siguiente ambos se marcharon felices a pasar unos pocos días a Irlanda; para él no fue
fácil conseguir un permiso tan largo y querían aprovecharlo al máximo. Todo fue tan
bien que nadie podía esperar lo que ocurrió al día siguiente.
Ese sábado, tras desayunar, mamá comenzó a preparar su sesión de la tarde, como
hacía todos los días. Desde que esta maldita guerra empezó, las sesiones están más
llenas que nunca y en especial de madres, hermanas y mujeres que preguntan por sus
hombres; aquellos que marcharon al frente. Así que, para el negocio, aunque no quede
muy bien decirlo, la guerra está siendo todo un filón.
Esa tarde mamá estuvo especialmente lúcida y como si viese los hechos reflejados en
un espejo, narró con todo tipo de detalles una escena que vino a su mente. En ella decía
que veía a varios hombres ahogándose dentro de un submarino y pereciendo bajo las
aguas del canal, sin que nadie pudiese hacer nada para evitarlo. El submarino se
hundía lentamente, y con él, toda esperanza de recuperar a la tripulación con vida. Una
de las víctimas, que respondía al nombre de Tom Halter, vino entonces a despedirse
desde el más allá de su pobre madre que, presente en la sala y desconsolada, no dudó en
reconocer a su hijo en las cosas y las palabras que mamá le decía. Hasta ahí todo
parecía perfecto, es más, había sido una de sus mejores sesiones y la publicidad de la
misma seguro que atraería a nuevos clientes. No obstante, todo cambió a la tarde
siguiente cuando una patrulla de la policía local llamó a la puerta de casa buscando a
mamá; decían que querían interrogarla. Nadie entendía el porqué, pero se la llevaron a
la comisaría. No fue hasta más tarde que nos enteramos de que el día de la boda de
Broke, el 19 de septiembre, un submarino había sido hundido en las costas del canal y
que la noticia no se había hecho todavía pública; tan solo lo sabían las autoridades
estatales. Cuando aquella madre se acercó a la mañana siguiente de la sesión al
ayuntamiento reclamando información del suceso, completamente fuera de sí, todas las
alarmas saltaron.
¿Cómo podía una vulgar médium saber lo que había ocurrido en el Canal de la
Mancha con tanta exactitud y tal cantidad de detalles? ¿Quién le había podido dar
aquella información confidencial?
En un primer momento las conjeturas apuntaban a que podía ser un caso de
espionaje y, de hecho, se desató una auténtica caza de brujas en Londres. Pero tras
retenerla durante cuarenta y ocho horas e investigarla, se dieron cuenta de que
acusarla de aquello no tenía ningún sentido ni fundamento. Entonces decidieron
cambiar su acusación y lo que resolvieron fue si cabe todavía más estúpido e
inverosímil: la acusaron de brujería y estafa. Era evidente que, creyesen lo que
creyesen, nadie se atrevía a dejar suelta a una mujer que en cualquier momento podía
desvelar una futura operación secreta y poner en jaque a todo el ejército. Fuese una
vidente o una espía, había pasado a ser un supuesto peligro para la seguridad nacional.
Así que hace un par de días que mamá fue llevada a una farsa de juicio en la que fue
declarada culpable y encarcelada hasta nueva orden. ¿Alguien se puede creer que en
pleno siglo XX se pueda juzgar y encarcelar a alguien según un epígrafe de la ley de
brujas de 1735, en el que se estipula que sus actos son una ofensa y crimen contra el
público? Le han impuesto nada menos que dos cargos de estafa, dos cargos por
contravenir la ley de brujas y uno por vandalismo. Nadie entiende nada. Nunca hubiese
imaginado que todavía se pudiese encarcelar a alguien por brujería.
Abby, no sé cuánto tiempo tardará en llegarte esta carta y ya sé que tienes bastantes
problemas con lo tuyo, que no puedes venir y ayudarnos, pero la cuestión es que no
sabemos qué podemos hacer. Papá, que nunca fue demasiado resolutivo, está
desesperado sin saber cómo proceder. Aparte, sin mamá tampoco tenemos modo de
generar ingresos y las cosas en casa van de mal en peor. Broke todavía no sabe nada de
lo ocurrido; no ha regresado aún de Irlanda y lo único que hago es intentar hacerme la
fuerte para que los pequeños no se asusten todavía más. Ojalá te tuviese a mi lado en
estos momentos, tú siempre encuentras soluciones para todo. Si se te ocurre alguna de
tus ingeniosas propuestas sabes que será bienvenida. Nunca te hemos echado tanto de
menos; al menos yo.
Te quiero mucho.

Lillian

Me quedé congelada, como una estatua de hielo. Durante unos instantes fui incapaz de
reaccionar y tan solo me pude limitar a releer la carta una y otra vez desde la más absoluta
incredulidad; aquello no podía ser cierto, no podía estar pasando. Angustiada, me levanté y
empecé a dar vueltas de forma compulsiva por la habitación como lo haría cualquier animal
salvaje que acaba de ser apresado.
Joel, al que tampoco parecía llegarle la sangre al cerebro, se incorporó y se sentó en el borde
de la cama sin saber cómo reaccionar.
—Vaya situación… ¿Qué… qué vas a hacer? —balbuceó todavía impresionado.
—Ni idea —respondí como en trance.
—Parece como si los elementos estuviesen conspirando para hacernos la vida imposible.
¿Qué más puede salir mal? —exclamó Joel lleno de furia.
—Tengo que ir a casa.
—¿Cómo?
—Me necesitan, tengo que regresar a Portsmouth —dije sin pensar en nada más.
—Kristin, no creo que sea el momento. ¿Acaso crees que es tan fácil salir de Alemania?
¿Cómo vas a cruzar Francia?
—No lo sé, pero tengo que ir con ellos.
—Para los alemanes eres medio inglesa, para los franceses y los ingleses medio alemana y
encima constas como parte del NSDAP. Me temo que no es tan sencillo.
—Y ¿qué se supone que tengo que hacer? No puedo quedarme parada y no hacer nada al
respecto.
—Lo mismo que yo con mi tío. Puedes rezar y esperar que todo salga bien —me devolvió mis
propias palabras y me dejó sin una posible respuesta.
Con los ojos enrojecidos, le miré sabiendo que tenía razón, que debía ser responsable y
terminar con lo que había venido a hacer antes de regresar a casa.
—Aunque deberías salir ahí fuera y contárselo a Ilka —me recomendó mientras me abrazaba
intentando insuflarme las fuerzas que no tenía.
Salí del cuarto con el rostro desencajado, intentando contener las lágrimas y me acerqué al
salón donde Ilka leía una novela tranquilamente tumbada en el diván, cerca de la ventana. Los
rayos rojizos del sol previos al ocaso entraban por la ventana, se reflejaban sutilmente en las
páginas del libro iluminando sus mejillas. Al oír mis pasos levantó la vista y con tan solo ver la
expresión de mi cara supo que algo no iba bien.
—Kristin, ¿qué es lo que ocurre? —preguntó tras incorporarse y acercándose hasta mí.
—Es mi madre —respondí, blandiendo la carta en mi mano con desesperación—. Está presa.
—El nudo que tenía en la garganta apenas me permitía hablar—. La han encarcelado —añadí,
dándole el documento y rompiendo a llorar.
—¿Cómo dices? —preguntó Ilka, que no terminaba de entender lo que estaba pasando.
Me abracé a ella, rota de dolor, hundiendo mi cabeza entre su pecho y su hombro, como lo
haría una niña pequeña con su madre. Ilka, con cara de incredulidad, me rodeó con un brazo
intentando consolarme, mientras que, con el otro, trataba de sostener la carta para poder leerla.
Joel, que nos miraba desde la esquina de la sala, se acercó en silencio y se sentó en el sofá
esperando a que ella terminase. Trisha, que a juzgar por mi llanto imaginó que eran malas noticias,
se retiró a la cocina dejándonos solos.
28
Veinte días antes de la gran fiesta

I lka, que tampoco podía dar crédito a lo que Lillian narraba en aquella carta, me invitó a
sentarme en el diván a su lado. Sin saber demasiado bien qué podía decir para tranquilizarme,
probó a reflexionar en voz aita, como si ello fuera a darnos la solución.
—No parece muy sensato que a estas alturas se pueda juzgar a nadie por brujería —exclamó
desconcertada—. Eso parece tan solo una estrategia para quitársela de en medio por una
temporada.
—Lo sé, pero no podemos quedarnos de brazos cruzados. Al menos, yo no soy capaz.
—Y tu madre, ¿siempre acierta tanto? —preguntó Joel, bastante sorprendido ya que todavía no
terminaba de asumir que su futura suegra era médium.
—Sí, bastante —me limité a responder.
Ilka levantó la cabeza fundiéndole con la mirada por lo inoportuno de aquella apreciación.
—Porque si bien es cierto que Hitler tiene su propio astrólogo y que Churchill ha hecho
contratar a uno para intentar adelantarse a los movimientos del Führer, me niego a creer que el
Estado inglés crea aún en brujas —prosiguió, en un intento por poner algo de sentido común a
aquel despropósito.
—Y todo eso, ¿a mí de qué me sirve? —respondí yo—. Mamá sufre de problemas
cardiovasculares y también tiene insuficiencia respiratoria. ¿Cómo va a sobrevivir allí dentro?
—El problema es que no sé qué podemos hacer. Tampoco resolverías nada estando allí.
—Pero es que esto no se limita tan solo a que ella esté encarcelada y a su pésima salud.
¿Cómo van a sobrevivir sin ella? En esa casa todos vivimos de sus sesiones.
—Entiendo… —Pensativa, Ilka se incorporó y descolgando uno de los cuadros de la pared de
enfrente, dejó a la vista una antigua caja de seguridad—. En eso sí que puedo ayudarte —dijo,
abriéndola y sacando de su interior cuatro lingotes macizos de oro.
—¿Cómo? No, no puedo aceptarlo —respondí, conmovida por aquel impensable acto de
generosidad—. Ya has hecho muchísimo por mí, más de lo que podía esperar.
—Kristin, no tengo a nadie a quien dejar mis bienes cuando muera y muy probablemente
terminarán en manos de una sobrina a quien ni tan siquiera conozco y a la que no le importo nada.
Por favor, acéptalo; tú lo mereces mucho más que ella.
La miré fijamente mientras sentía que el labio inferior temblaba reflejando el desasosiego que
reinaba en mi corazón. Jamás hubiese imaginado un acto así proveniente de Ilka. En mi garganta un
nudo parecía estrangular las palabras mientras yo luchaba por no ponerme a llorar.
—Tan solo lo aceptaré si tú me prometes una cosa.
—Tú dirás —respondió ella, expectante, sin intuir a dónde la iba a llevar aquella
conversación.
—Que tal como te propuse, cuando todo esto termine regresarás a Portsmouth conmigo, como
la tía que siempre quise tener.
—Pero…
—¿Qué te ata a Berlín? Nada, y lo sabes. Es más, cuando todo esto acabe va a ser muy difícil
seguir vinculada al NSDAP y a tus antiguas amistades, ¿no crees?
—Yo… —Las palabras se atoraron en su boca.
Ilka, que, aunque ya había oído esa misma propuesta antes, nunca le dio la credibilidad
suficiente, me miraba desconcertada mientras realizaba verdaderos esfuerzos por no ponerse a
llorar. Aquella mujer fría y distante a la que conocía desde hacía casi un año parecía venirse
abajo por momentos. Entonces, desde el otro extremo de la habitación, Joel, que escuchaba
atentamente aquella emotiva escena, rompió el silencio sobrepasado por el cúmulo de
sentimientos que nos embargaban a todos.
—¡Joder, chicas, ya vale! Podéis estar contentas; ya me habéis hecho llorar y hoy no me
tocaba a mí —dijo, haciendo que tanto Ilka como yo rompiésemos a reír a carcajadas—. Que uno
está últimamente más sensible de lo normal.
—Bueno, y a ti también te incluyo en el trato. Tampoco pienso irme sin ti —añadí sonriente.
—Y ahora haz el favor de coger papel y responder a esta carta enviándoles junto a ella los
lingotes en un paquete. Eso no sacará a tu madre de la cárcel, pero al menos hará el trance más
llevadero —me dijo Ilka, secándose los ojos y besándome en la mejilla.
—Lo haré, pero recuerda que tenemos un trato.
Algo menos angustiada la besé y tras agarrar aquel montón de oro, me fui decidida a mi
habitación. Aquello les ayudaría a salir adelante durante una buena temporada. Sentada frente a la
ventana, con el atardecer dejando paso a la primera oscuridad de la incipiente noche, agarré la
pluma y empecé a escribir:

Querida Lillian:
No te imaginas cuánto me alegra saber de ti, aunque seas portadora de malas
noticias. Por suerte, yo estoy bien, y aunque la ciudad ha sido bombardeada en varias
ocasiones y algunos edificios y calles se han visto afectados, nosotros no tenemos que
lamentar daños. Oír sirenas y correr a los búnkeres en mitad de la noche empieza a ser
algo demasiado habitual, aunque no creo que pueda acostumbrarme en la vida. Yo
también os echo muchísimo de menos. Estar aquí sola, lejos de todos vosotros y más con
todo lo que está pasando, está siendo muy duro, y no te miento si te digo que en diversas
ocasiones he estado a punto de dejarlo todo y regresar sin más.
Saber que mamá está encarcelada me entristece y angustia muchísimo, aunque,
como bien dices, no creo que pueda hacer nada por ella desde aquí, pero tampoco,
aunque regresase a casa. No entiendo cómo en mitad de una guerra pueden perder el
tiempo en estupideces de este calibre. La única cosa en la que de momento os puedo
ayudar, es en haceros llegar estos lingotes de oro para que al menos no tengáis que
preocuparos por la supervivencia. Por suerte, la mujer de la cual finjo ser sobrina y que
a estas alturas conoce y acepta la verdadera razón de mi estancia en Berlín, está
dispuesta a ayudarnos y posee mucho dinero y propiedades. Ilka Schneider ha dejado de
ser una completa extraña y ha pasado a ser algo así como parte de nuestra familia;
alguien sin quien no creo que hubiese sido de capaz de sobrevivir aquí o de tirar
adelante con todo esto. De hecho, ella nos va a ayudar a robar la pieza de la cámara del
castillo exponiéndose a ser descubierta.
Si todo va como tenemos planeado, el próximo sábado 19 de octubre por la noche
estaré en la fiesta que dará Hitler en Núremberg apoderándome de la maldita lanza y
con un poco de suerte espero poder estar de vuelta en casa para Navidades junto con
Ilka y mi actual pareja; Joel. Nada me haría más feliz que poder celebrar las fiestas a
vuestro lado.
Volviendo al tema de mamá, quiero pensar que esta locura no puede durar
demasiado. Entiendo que las autoridades estén desconcertadas y no sepan dónde ubicar
las habilidades de mamá, pero juzgarla por tal anacronismo parece impensable. Yo de
vosotros intentaría hacer llegar una carta a Downing Street, a la atención del primer
ministro, Winston Churchill, para que interceda en su favor y la haga salir de prisión
cuanto antes. Quiero pensar que una persona tan inteligente y sensata como él no va a
permitir que se prolongue esta sinrazón. En cualquier caso, deberíais avisar a los que
la tienen presa de lo delicado de su salud y de qué medicamentos debe tomar por
prescripción médica. Solo faltaría que encima enfermase estando allí dentro. Esperemos
que este malentendido se resuelva en breve y todo pueda volver a la normalidad cuanto
antes.
Dales muchos besos a Karen, a los enanos y también a papá, que a buen seguro
andará completamente perdido sin mamá a su lado. Espero poder regresar a vuestro
lado cuanto antes.
Os quiere mucho.

Abby

Doblé aquel par de hojas y las puse dentro de un sobre y este a su vez dentro de una caja de
zapatos, la cual envolví a conciencia. A la mañana siguiente Joel se ocuparía de que alguien de
confianza hiciese llegar el paquete a Suiza.

***
El martes 1 de octubre empezó la verdadera cuenta atrás. Aquella fría y ventosa mañana me
levanté más temprano que de costumbre sin necesidad del despertador. En la calle la oscuridad
todavía bañaba las calles y el sol, tímido, era todavía reticente a brillar en el horizonte. Se notaba
que el otoño estaba afianzándose rápidamente. Cuando llegué a la oficina los primeros rayos
empezaban a despuntar. Sin demasiadas ganas de hacer nada y con la mente a miles de kilómetros
de allí, traté de centrarme en el trabajo, aunque solo fuese a modo de distracción. Pensar que mi
madre estaba presa en una lúgubre celda me hacía sentir una impotencia tan grande, que a duras
penas conseguía evadirme.
A los pocos minutos de llegar a la oficina, Joseph salió de su despacho y me pidió que entrase.
Algo en la expresión de su rostro vaticinaba tormenta.
—Buenos días, Kristin —dijo con un porte más formal y seco de lo habitual—. ¿No hay nada
que deba saber? —Le miré desconcertada, encogiendo los hombros, sin tener la más remota idea
de a qué se refería, pero sabiendo, a juzgar por su expresión, que no era nada bueno—. Dime una
cosa… —añadió, cerrando la puerta tras de sí y subiendo el tono de voz—. ¿Te estás viendo con
alguien más? ¿Te acuestas con otro? —¿Có… mo?
Fue tal la impresión que aquella pregunta me ocasionó, que empecé a tartamudear sin saber
qué responder. Mi cabeza parecía incapaz de dar una contestación sensata y por más que intentaba
articular un discurso adecuado, parecía haber enmudecido.
—Te han visto —prosiguió—. Pensaba que entre tú y yo no había mentiras. ¿Quién es él?
Exijo saber con quién te estás viendo.
—¿Él? No existe un él —rebatí, sabiendo que cualquier otra respuesta podría poner en peligro
a Joel.
—¿Crees que soy idiota?
—No, no lo creo. Verás, no es nadie en concreto, solo que a veces quedo con «amigos» —
respondí, tratando de que no pensase que tenía una pareja fija.
—¿«Amigos»?
—Joseph, tú tienes a tu mujer y yo… ¿qué demonios tengo yo? —Me hice la dolida—. Yo
también necesito tener una vida; no me basta con ser tu putita de unas horas a la semana.
Sin dudarlo, fuera de sí, Joseph levantó la mano propinándome un gran bofetón que hizo que
cayese de espaldas al suelo.
—Jamás vuelvas a hablarme así. ¿Me oyes? —dijo con voz rotunda e irritada—. ¿Acaso te ha
faltado algo?
—Sí, claro que sí —respondí colérica—. Me falta una pareja con la que pueda pasear de la
mano, a quien pueda presentar y con quien pueda plantearme un futuro. ¿Eres tú ese hombre?
Noooooo.
Pensativo, me ayudó a levantarme y tras disculparse por la bofetada, se sentó en el sofá
mirándome fijamente.
—Ahora no puedo ofrecerte nada más, Kristin, lo sabes. Es un momento muy complicado; la
guerra, el Führer, mis hijos… Pero cuando acabe todo esto yo…
—¿Tú qué? ¿Dejarás a Magda y a los niños? Ahora el que miente eres tú, Joseph.
—Bueno… yo…
—Joseph, yo he asumido que esta es la única forma de tenerte y lo acepto; no tengo más
remedio que compartirte. Acepta tú también que yo pueda no ser solo tuya.
—¿Compartirte con otro?
A juzgar por la expresión de su rostro, los celos le estaban consumiendo por dentro y eso
podía poner en riesgo toda la misión. Un hombre desconfiado, celoso y despechado era lo último
que nos hacía falta en ese instante. Necesitaba que estuviese tranquilo, que se sintiese seguro de
nuestra relación, al menos unos días más; así que pensé en cambiar de táctica.
—Está bien, está bien —añadí, intentando adaptarme a las circunstancias—. Haremos un trato.
—¿Un trato?
—Sí, un trato. No volveré a quedar con nadie más si tú prometes que cuando todo esto acabe
dejarás a Magda para estar solo conmigo.
—Emmm… yo… no será fácil, pero está bien, te lo prometo. Quiero estar contigo, Kristin, y
lo sabes. Nunca en mi vida he querido a alguien tanto como a ti.
—Y yo a ti, Joseph. Si no fuese así, si no te quisiera, ¿para qué me iba a complicar la vida con
un hombre casado? —Le besé con fingida pasión.
Tras unos instantes de besos y caricias, Joseph, que parecía haber recuperado la serenidad,
retomó la conversación.
—Es que cuando Gertud me comentó ayer tarde que te había visto paseando por la ciudad en
actitud cariñosa con un muchacho, creí enloquecer. No te imaginas la noche que he pasado; sin
poder hablar contigo y dándole vueltas a la cabeza.
—¿Gertud? ¿Hablas de Gertud Scholtz?
—Sí, claro, ¿de quién si no? ¿Conoces a muchas más Gertuds que tengan relación con ambos?
—No, no. Pero… ¿acaso sabe algo de lo nuestro?
—¡Nooo! ¡Qué va! ¿Cómo iba a contarle nada a esa arpía?
—¿Entonces?
—Me lo dijo para que investigase quién era ese chico. Ya sabes que es muy amiga de tu tía
Ilka e imagino que le preocupa con quién puedas relacionarte.
—Pero ¿qué fue exactamente lo que te dijo? —pregunté, nerviosa, temiendo que supiese quién
era Joel.
—Bueno, tan solo dijo que te había visto paseando cerca de la estación con no sé qué
muchacho y que estaría bien saber quién era y a qué familia pertenecía. Pero… ¿qué más da lo que
me dijera?
—No, nada, solo que no recuerdo haber coincidido con ella y me extrañaba que, si me vio, no
se acercara a saludar. Si hubiese sido al revés, yo me hubiese acercado.
—Bueno, quizás al verte acompañada de un chico le diese apuro.
—Sí, quizás…
Aquello era más peligroso de lo que había pensado. Ahora sí que debíamos extremar las
precauciones y no mostrarnos nunca más juntos en público, al menos no hasta después del acto.
Además, teniendo en cuenta que tanto Gertud como Joel iban a coincidir en la misma fiesta, las
cosas podían complicarse por momentos. Si Gertud le reconocía durante el acto, íbamos a tener
serios problemas.
29
Empieza la cuenta atrás

L a mañana se me hizo especialmente larga. Tan solo tenía ganas de que llegase el mediodía
para poder comentar todo con Ilka. Saber que Gertud estaba de nuevo en alerta no era algo
que nos ayudase demasiado. En cuanto me subí a su coche y nos alejamos un poco del NSDAP, le
conté lo sucedido. Ilka, que hasta el momento creía que tenía a Gertud más o menos controlada,
resopló sabiendo que aquello iba a ser un problema.
—Gertud no parará hasta encontrar algo; es como un perro de presa —dije, temerosa de lo que
pudiese hacer.
—Por eso te pedí que fueseis muy prudentes. Afortunadamente, quedan pocos días para que
esto acabe, pero será mejor que esta semana Joel no salga a la calle y menos contigo.
—Está claro.
—El problema ya no es que lo vea contigo y averigüe quién es, es que si Gertud lo ve salir de
mi casa estamos todos muertos —añadió Ilka con preocupación.
—No estaría de más que a la fiesta fuese caracterizado. No sabemos si Gertud podría
reconocerle.
—Tienes razón.
—Creo que todavía guardará la peluca y el bigote que utilizó para entrar en Santa Catalina.
—¿Peluca y bigote? Creo que me he perdido algo —Ilka no estaba al tanto de los detalles de
la anterior operación.
—Lo disfrazamos para que, si luego volvía allí, los de seguridad no pudiesen identificarlo.
Joel, que, aburrido, nos esperaba para comer sentado en el salón hojeando algunos de los
libros que Ilka tenía en su biblioteca, vio en nuestro semblante que algo no iba bien.
—Hola. Menos mal que ya habéis llegado; estaba muerto de hambre —dijo al oír la puerta.
—Hola, Joel. —Me acerqué a darle un beso.
—¿Qué es lo que ocurre aquí? —inquirió, al ver la cara de preocupación de Ilka.
—Por lo visto, Gertud nos vio juntos y se lo ha dicho a Goebbels —expliqué, trasladándole
nuestra inquietud.
—¡Mierda! —exclamó—. ¿Y sabe quién soy?
—No, no creo. Por eso fue a preguntarle a Joseph si te conocía, o si podía averiguar algo
sobre ti.
—Vaya… ¿y cómo se lo ha tomado él?
—¿Tú qué crees?
—¿Sabes? Aunque entiendo que no nos conviene esto, no puedo evitar alegrarme. Me hubiese
gustado ver la cara de ese cabrón cuando supo que estabas con otro.
—No, como bien dices, no nos conviene ni lo más mínimo —me mostré de acuerdo, cortando
aquella conversación.
—Es muy importante que esta semana nadie te vea, y menos saliendo de esta casa con Kristin
—intervino Ilka.
—Lo entiendo, me quedaré en casa.
—Y a la fiesta irás como fuiste a Santa Catalina. No queremos que Gertud pueda reconocerte
—dije mientras él me miraba horrorizado.
—¿Otra vez? Con lo que pica el puto bigote… ¡Joder! —exclamó con desagrado.
—No es negociable —incidí.
En aquel momento Trisha se asomó a la puerta para avisar de que la comida ya estaba en la
mesa. El olor de la carne asada acompañada de verduras impregnaba toda la sala haciendo que
Joel, que hacía rato que tenía hambre, casi empezase a salivar, como si de un perro se tratara.
—¡Qué bien huele! —profirió mientras se dirigía ansioso hacia la mesa. Trisha, que disfrutaba
cocinando, sonrió orgullosa mientras dejaba el comedor.
Sentados a la mesa, decidimos dejar la conversación sobre la fiesta para más tarde.
Estábamos terminando los postres cuando el timbre de la calle sonó insistentemente. Ilka, que no
esperaba a nadie y que con los años había aprendido a ser desconfiada, me miró extrañada.
—¡Trisha, espere! —exclamó, deteniéndola cuando ya iba camino de la puerta.
—Kristin, recoge los platos de Joel y ponlos en el fregadero.
—Trisha, abra la puerta, pero sin prisa, y no diga a nadie que Joel ha estado aquí; estamos las
dos solas, ¿de acuerdo?
—Sí, señora.
—¿Cómo? —se sorprendió Joel, que todavía estaba degustando la tarta de arándanos.
—Ve a tu habitación, comprueba que no hay nada tuyo a la vista y escóndete en el baño. Cierra
luego la puerta con pestillo y no salgas de ahí hasta que yo lo diga; toda precaución es poca.
—De acuerdo —admitió él, sorprendido por la reacción de Ilka que, a su parecer, era algo
exagerada.
Tras recoger las cosas de Joel a toda prisa, me senté con urgencia a la mesa conteniendo la
respiración y fingiendo que todo era normal. Mientras Trisha acompañaba sin inmutarse a la visita
hasta el comedor, Ilka y yo seguimos comiendo con tranquilidad, como si nada hubiese pasado.
—¡Gertud! ¿Cómo tú por aquí? —exclamó Ilka, incorporándose al verla entrar en la sala—.
¿Se me olvidó que habíamos quedado? —añadió con ironía.
—No, no, tranquila. Es que pasaba por aquí, y como me sobraban unos minutos antes de
regresar a casa, he decidido pasar a tomar un té con vosotras. Espero no molestar.
—¡Qué va! Tú nunca molestas. Siéntate, por favor —la invitó a acompañarnos—. Trisha, por
favor, traiga un poco de té para la señora Scholtz.
—Enseguida, señora.
—Encantada de volver a verte. —Me levanté para darle un par de besos.
—Igualmente, jovencita —respondió—. Por cierto, ¿cómo va todo en el departamento de
Joseph? Hace mucho que no hablo con él —preguntó con cinismo y mirándome de forma
extrañamente desafiante.
—Perfecto, como siempre. La verdad es que no podría estar más contenta con mi trabajo.
—Me alegro mucho por ti; Joseph siempre fue un gran maestro —señaló con orgullo.
—Sí, lo es. Gracias por interesarte.
—¿Y qué tal va tu vida sentimental? —demandó sin ningún tipo de reparo—. Imagino que con
el tiempo que hace que está en Berlín, ya habrá algún muchacho que la pretenda, ¿no? —Se dirigió
a Ilka—. A ver si también se va a quedar soltera como tú.
—No, no te preocupes, tengo algún que otro «amigo»; pero nada serio de momento.
—¿Algún que otro «amigo»? Pero eso es completamente inapropiado —replicó, algo
horrorizada por la frivolidad y falta de decoro de aquella respuesta.
—Gertud, no te angusties; no hay nada por lo que preocuparse. Tan solo tiene amigos; nada
serio. Cuando haya algo de lo que hablar serás la primera en saberlo, te lo aseguro —intervino
Ilka, buscando atajar aquella incómoda situación mientras Trisha servía el té.
—Entiendo. Pero recuerda que las apariencias son muy importantes —respondió algo dolida
—. ¿Puedo ir al baño? —pidió, buscando una excusa para moverse libremente por la casa.
—Sí, claro, ya sabes dónde está.
Miré a Ilka preocupada, sabiendo que lo de ir al baño era tan solo un pretexto para fisgonear,
pero ella parecía estar sumamente tranquila.
—Como mucho asomará la cabeza a las habitaciones; jamás llegará hasta los baños de estas
—susurró mientras Gertud avanzaba por el pasillo.
—¿Estás segura?
—Trisha, por favor, compruebe que la señora Gertud encuentra el baño. Si la ve en cualquier
otro sitio, pregúntele si necesita algo más —añadió sonriendo—. No queremos que se pierda. —
Hizo una mueca de lo más irónica.
Al cabo de unos pocos minutos Gertud volvió a aparecer en el comedor con cara de pocos
amigos. Era más que evidente que no había conseguido lo que andaba buscando.
—Hay que ver lo rápido que pasa el tiempo —dijo, dando un par de sorbos desganados al té
mientras miraba el reloj de su muñeca—. Creo que me voy a ir ya; al final se me va a hacer tarde.
—¡Qué pena! ¡Qué visita tan corta! —exclamó Ilka, no sin cierta ironía—. ¿Tienes que irte tan
pronto?
—Pues sí, lamentablemente no puedo retrasarme. A ver si organizamos en breve otra de esas
cenas tuyas; ya sabes que me encantan —sonrió.
—Sí, claro. En cuanto pase la fiesta del Führer, organizo una cenita en casa.
—Pues nada, un beso a ambas. —Se levantó—. Entonces nos vemos la próxima semana en la
fiesta.
—Sí, por supuesto. Hasta la semana que viene, Gertud —dije, deseosa de que se fuera.
—Adiós, querida. Trisha te acompaña hasta la puerta —dijo Ilka, sentándose de nuevo a la
mesa.
En cuanto estuvo fuera de casa corrí a avisar a Joel que, deseando terminar su tarta, esperaba
pacientemente sentado sobre la taza del váter.
De vuelta en el comedor nos miramos sabiendo que Gertud no iba a darse por vencida con
facilidad. Era obvio que tenía el ojo puesto sobre nosotros. Ahora más que nunca debíamos ser
muy cautos con nuestras actuaciones y repasar concienzudamente el plan; no había margen para
ningún error.
—En cuanto termines con la tarta vamos a revisar paso por paso todo el plan.
—Hay que pensar hasta el más mínimo detalle —dijo Ilka, levantándose de la mesa.
Minutos más tarde, nos sentamos en la sala y empezamos a poner en papel todos los pasos que
debíamos seguir el día de autos.
—La convocatoria es a las ocho y media de la tarde, pero entre una cosa y otra no entraremos
en el castillo hasta casi las nueve —apuntó Ilka.
—La primera hora podemos descartarla; Joseph tendrá que estar con Madga y no podrá
escaparse. Así que, hasta las diez, diez y media estaremos tranquilos —añadí yo.
—A partir de esa hora el horario lo marcarás tú, Kristin —dijo Ilka—. En cuanto veamos que
Joseph sale de la sala y tú nos hagas una señal, empieza la cuenta atrás.
—En ese momento yo ya tendré la botella y las copas preparadas. Recuerda que en una estará
el veneno. Cógela de forma que no se vea —indicó Joel.
—Perfecto. Yo esperaré unos minutos, cogeré la cámara de fotos y saldré discretamente
después de él.
—Ahí comienza el momento más delicado de la velada. Estarás sola y cualquier fallo podría
ser catastrófico, porque nadie podrá ayudarte —señaló Ilka.
—Lo más importante es que llenes primero su copa, de modo que no le dé tiempo a ver la
sustancia en el fondo de esta —le recordó Joel—. Y no olvides que le hará efecto a los diez
minutos como mucho.
—Hagas lo que hagas, no dejes que vea el doble fondo que llevas en la falda del vestido —
remarcó Ilka.
—Y antes de que caiga dormido verifica que la lanza está a tu alcance, es decir, que no está
encerrada en una vitrina o algo parecido —advirtió Joel.
En aquel momento, una cuestión de la que no había sido consciente hasta ese momento asaltó
mi mente.
—Hay algo en lo que no hemos pensado —dije con preocupación.
—¿El qué? —preguntó Ilka.
—«El que posea la lanza será el amo del mundo y ganará cuantas batallas quiera, pero el que
la pierda entrará en una vorágine destructiva y de percances que terminarán con su propia
muerte».
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Joel.
—Que una cosa es cogerla para observarla y devolverla a su vitrina y otra robarla. En el
momento que la robe pasaré a ser la portadora de esa maldición.
—¿Cómo? —exclamó Ilka.
—Es cierto —verificó Joel.
Ilka enmudeció sin saber qué responder. Si aquello realmente funcionaba así, ¿cómo íbamos a
solventarlo?
—¿Y si no llegas a tocarla? —preguntó Ilka.
—¿Y cómo quieres que la coja?
—Con guantes —respondió, dejándome a mi pensativa.
—Quizás eso podría valer —dije, dubitativa, sin depositar demasiada confianza en aquella
alternativa.
—No podemos jugárnosla a apostar por algo que no sea seguro —observó Joel.
—¿Se te ocurre otra idea? —pregunté.
Joel se quedó callado mientras Ilka y yo valorábamos dónde esconder los guantes.
—Hay otra opción mucho mejor y más segura —anunció él con un cierto aire victorioso.
—¿Cuál? —inquirimos ambas al unísono.
—Que nunca pierdas la lanza.
—¿Cómo dices? —respondí, sorprendida por lo insólito de aquella afirmación.
—¿Quién ha dicho que haya que reponerla algún día? —dijo Joel, dejándome fuera de juego.
—Bueno, yo siempre pensé que, pasada la guerra, ese mismo ser que exigió que la cogiese, me
pediría que la devolviese a su sitio original: al museo de Austria.
—¿Por qué? ¿Para que otro loco fanático se apodere de ella?
—No tiene por qué ser así —añadí.
—¿Qué te pidió exactamente ese ser? Te pidió que se la llevases, nada más. El resto son
deducciones tuyas.
—Ahora que lo dices…
—Si tal y como sospecho, ese ser te envió a por la lanza para parar a Hitler, no creo que esté
por la labor de que nadie más pueda usarla —apuntó.
—Lo que dice Joel tiene mucha lógica, parece sensato —interrumpió entonces Ilka.
—Pero ¿y qué se supone que debo hacer?
—Pues robarla y guardarla bajo llave en algún lugar donde jamás otro ser humano pueda
encontrarla. De esa forma, no la estarás perdiendo, pero tampoco correrás el riesgo de que nadie
más pueda usarla.
—La verdad es que desde que esto empezó, jamás pensé en esa posibilidad —respondí.
—Aun así, no está de más que use los guantes —añadió Ilka, para quien toda protección
parecía poca.
—Sí, por qué no, me parece bien. Se pueden hacer las dos cosas —concluyó Joel.
—Pues si estamos todos de acuerdo, ¿podemos seguir con el plan? —Intenté reconducir aquel
debate—. ¿Dónde nos habíamos quedado?
—Estábamos en el momento en que le dabas el champán a Joseph y en intentar que no viese el
falso forro de tu falda —retomó Ilka.
—Bien, pues dejaré que pasen los cinco o diez minutos y en cuanto caiga desplomado, me
pondré los guantes que llevaré dentro del forro de la falda, dejaré la falsa lanza y cogeré la
auténtica. La guardaré en el falso forro junto con los guantes y esperaré junto a él a que se le pase
el efecto del veneno —proseguí.
—Cuando despierte, agobiada, le cuentas que se ha desvanecido y que no sabías qué hacer. Le
dices que deberíais regresar a la fiesta, ya que si le vuelve a pasar algo así no tendrías más
remedio que avisar a alguien y que su mujer terminaría por enterarse —apuntó Joel.
—Conociéndole, subirá sin dudarlo con la velocidad de un rayo; si Magda se llega a enterar
de que la engaña le supondría una tragedia —dije con convencimiento.
—Además, sé por ella que es bastante aprensivo, así que no te extrañe que empiece a
encontrarse peor de lo que debería —añadió Ilka que, por desgracia, comenzaba a conocerle
bastante bien.
—¡Pues vaya hombre más valiente! —exclamó Joel que, por razones obvias, no lo tenía en
muy buen lugar.
—La verdad es que nunca destacó precisamente por eso. —Ilka sonrió—. Tiene otras
cualidades, pero… ¿valiente…? No sé yo.
—¿Podemos seguir con el plan? —interrumpí, viendo que la conversación estaba derivando a
otros temas que no venían al caso.
—Sí, claro —dijo Ilka.
—Antes de regresar a la fiesta haré cuatro fotos rápidas para que Joseph no tenga dudas sobre
cuál era mi verdadero interés a la hora de bajar a la cámara y luego subiremos.
—Bien visto —señaló Joel.
—Deberíamos ponernos un tiempo límite —añadió Ilka.
—¿Tiempo límite? —pregunté.
—Sí, es decir, si pasan más de… ¿cuarenta?, ¿cincuenta minutos?, desde que salgas de la sala,
tendremos que pensar que algo ha ido mal —contestó.
—Pongamos cincuenta minutos por si tarda en volver en sí. ¿Si eso ocurre qué hacemos? —
inquirió Joel.
—En ese caso, seré yo la que baje a buscarte. Tras casi una hora, es normal que tu tía se
preocupe y con tanta gente es probable que alguien te haya visto bajar. Aparte, puede que sepa de
tu interés por fotografiar las piezas, incluso que Joseph se prestó a enseñártelas…
—Y como no subáis en los siguientes diez minutos, bajaré yo —advirtió Joel.
Los tres nos miramos satisfechos; el plan parecía lo bastante sólido como para salir bien. Por
desgracia, la alegría de aquella tarde se esfumó a la mañana siguiente cuando la radio difundió la
noticia sobre los bombardeos que habían tenido lugar la noche anterior. Aquella madrugada los
aviones alemanes habían sobrevolado diversas ciudades inglesas, entre ellas Londres,
Manchester, Liverpool, Southampton y Portsmouth dejando sobre ellas su destructiva carga.
Aunque no parecía que los ataques hubiesen causado demasiadas bajas civiles, el
desconocimiento de cómo estaba mi familia convertía aquella noticia en un calvario. Solo pensar
que les hubiese podido pasar algo era una tortura. Todavía quedaban al menos diecisiete días para
poder pensar en regresar a casa, y eso si no surgía ninguna complicación y si el transporte y las
fronteras nos lo permitían. No podía más que rezar porque aquel ataque no hubiese afectado a mi
familia.
—Hay otra cosa que deberíamos hacer —observé.
—¿Nos hemos dejado algo? —dudó Ilka.
—Un par de días antes de irnos, deberíamos empaquetar todas las cosas de valor que quieras
conservar y enviarlas vía Suiza a algún almacén en Portsmouth.
—¿Por? —quiso saber Joel.
—No podremos llevar más que una maleta con nosotros en el viaje de huida. De este modo,
sus cosas llegarán aproximadamente un par de días después que ella.
—¿Confiáis en Trisha? —preguntó, temiendo que pudiese hablar más de la cuenta.
—Pongo la mano al fuego por ella. Es como de la familia —dijo Ilka, tranquilizándole—.
Jamás me delataría.
—Siempre puedes dejarle la casa en compensación —añadí—. Dudo que podamos regresar.
—Me parece una gran idea —suscribió Ilka.
Durante los días siguientes convertimos la casa en un caos de cajas y enseres perfectamente
organizados y preparados en espera que de viniese un camión con un conductor amigo de Joel
para recogerlos y cruzar con ellos la frontera hasta Suiza. Ahora solo faltaba rezar para que, a
Gertud, o a cualquier otra persona conocida, no se les ocurriera pasar a saludar.
30
Los últimos días

D urante los siguientes días tratamos de tomárnoslo con calma.


Sabíamos que Joel no debía salir de casa, aunque para él fuese increíblemente aburrido
pasar tantas horas solo entre aquellas paredes. Por su parte, Gertud seguía tan desconfiada e
inoportuna como de costumbre, pero al menos ahora Joseph, con el cual yo había hecho
verdaderos esfuerzos para que no dudase de mi fidelidad, ya no le daba credibilidad alguna. Por
su parte, Ilka se esforzaba por reforzar su amistad con ella.
Lo peor aconteció la noche de 8 de octubre cuando Inglaterra bombardeó nuevamente Berlín
sembrando el terror en nuestras calles durante más de cinco horas. El ensordecedor ruido de las
bombas cayendo sobre nuestras cabezas retumbaba una y otra vez a modo de tortura haciéndonos
enloquecer. Nadie que no haya vivido una guerra puede entender lo que supone emocionalmente
encontrarse bajo un bombardeo de estas características. La sensación de indefensión, de miedo y
vulnerabilidad que generaba saber que en cualquier momento tenías que abandonar tu casa en
mitad de la noche y salir corriendo hasta el refugio más cercano era algo indescriptible. La
posibilidad de que uno de esos artefactos pudiese terminar con tu vida, con la de tus seres
queridos, o dejarte sin hogar, pasó a ser una variable con la que convivíamos a diario hasta casi
parecer normal. La gente se volvía cada día un poquito menos sensible a las crudas imágenes que
la guerra nos dejaba y lo único positivo, si había algo bueno que destacar, era que una extraña y
desconocida solidaridad parecía aflorar en las personas. La gente era más compasiva, más
colaboradora. En medio de la miseria surgía lo mejor y lo peor del ser humano, lo más ruin, lo
más miserable pero también lo más puro, lo más extraordinario.
El camino de regreso a casa era cada vez más duro, más inhumano. Las imágenes de
destrucción, el fuego, las sirenas, los bomberos y la gente caminando cabizbaja, muchos en
pijama, casi como sonámbulos en plena noche, nos enfrentaban a una realidad que, aún lejos de
ser asumida, generaba desesperación y rabia. Por desgracia, éramos conscientes de que aquello no
había hecho más que empezar y que todavía nos esperaba mucho dolor y sufrimiento.
Por suerte, los siguientes días fueron tranquilos y poco a poco se fue restableciendo la
normalidad. La noche del 19 estaba cada vez más cerca y los nervios nos hacían estar
especialmente irritables. Sabíamos que cualquier error podía llevarnos a una muerte casi segura y
que, aunque todo saliese bien, escapar del país tampoco iba a ser una aventura sencilla. Aunque el
plan se había repasado una y otra vez, todavía quedaban algunos flecos por solventar.
—Creo que todavía tenemos algunas cosas que resolver —dijo Joel la mañana antes del acto
mientras comíamos.
—¿Hablas de cómo salir del país? —pregunté mientras terminaba el postre.
—Ese es un tema, pero el otro es si finalmente optamos por hacer que Hitler sepa que ya no
tiene la verdadera lanza en su poder —añadió Joel.
—¿Y eso de qué sirve? —preguntó Ilka.
—Esta cuestión surgió a raíz de una conversación entre Kristin y Alder. Todos vimos claro
que, más allá de la leyenda, el hecho de que el Führer fuese consciente de la pérdida de la lanza
ayudaría a generar en él la inseguridad necesaria para precipitar la debacle de su carrera.
—Es cierto; ya no me acordaba de eso —admití, pensativa.
—Pero si se entera de que alguien ha cambiado la lanza, es muy fácil que sepa que Joseph te
bajó al bunker —remarcó Ilka—. La lista de sospechosos es muy corta.
—Tampoco tiene por qué enterarse antes de que estemos fuera de Alemania —apuntó Joel.
—Eso suena bastante mejor. Siempre puedo mandar una carta de despedida a mi querida
amiga Gertud con esa información. Con la dudosa opinión que ya posee de Goebbels y sus ansias
por destacar ante Hitler, no tengo duda de que le faltará tiempo para sacar todo a la luz.
—Lo único que me sabe mal de todo esto es no poder ver la cara de ese malnacido cuando
sepa que ha sido utilizado —dije, sabiendo que en breve me libraría de esa condena.
—Pues si a ti te gustaría, a mí ya ni te cuento —añadió Joel con sonrisa irónica.
—Y respecto a salir del país, creo que lo más sensato es hacerlo en algún tren a media tarde,
en cuanto regresemos de Núremberg. El destino debería ser probablemente Suiza. Una vez fuera
de Alemania será más fácil cruzar el resto de Europa —indicó Ilka.
—Para ir tranquilos, deberíamos averiguar horarios —dijo Joel, tratando de no olvidarse de
nada.
—Ya me encargo yo. En cuanto termine de comer, me acerco a la estación central.
—Perfecto —dijo Ilka.
Antes de salir a la calle miré por la ventana del salón y vi cómo la insistente lluvia con la que
habíamos amanecido había convertido las calles más estrechas en pequeños riachuelos. Era obvio
que al invierno apenas le quedaban quince días para hacerse con la ciudad y las temperaturas se
habían desplomado llegando a los tres grados en cuanto desaparecía el sol tras el horizonte.
Abrigada, con las botas de agua y un paraguas, me dirigí a la estación. Avancé por la calle
peleándome con la fuerza del viento que hacía difícil avanzar sin que el paraguas se doblegara o
volteara. Una vez en el metro traté de sacudir el exceso de agua del paraguas y de mi gabardina.
Sentada en aquel vagón recordé mi llegada a Berlín y el día que aparecí en la casa de Ilka.
Aunque pronto transcurriría un año de aquello, en mi cabeza parecía una eternidad. Sentía que Ilka
y Joel formaban ya parte de mi familia, como si llevase ahí toda la vida.
Ya en la estación central, me acerqué a la taquilla donde una muchacha de rubios cabellos
atendía a una pareja de ancianos. En cuanto terminaron, pregunté por los trenes que saldrían de
Berlín en dirección a Suiza el día 20 a media tarde. Según me comentó aquella joven —que, algo
congelada por el frío que hacía allí, no paraba de restregarse las manos contra sus piernas—,
aunque muchos de los recorridos habituales estaban interrumpidos, había trenes locales de
pasajeros que llegaban hasta Frankfurt y allí se podía tomar otro tren con destino a Suiza. Sin
embargo, me dijo que lo que no podía asegurarme era si podríamos viajar sentados o deberíamos
hacerlo de pie. Desde que había empezado la guerra, la compañía vendía prácticamente el mismo
número de billetes, pero había bastantes menos horarios y vagones. Por lo visto, el descenso del
número de trenes y el uso de muchos de ellos para fines militares, habían limitado mucho las
opciones y eso hacía que los pocos que todavía funcionaban fuesen abarrotados. Por otra parte,
también me comentó que, aunque en teoría los horarios marcaban unas horas de salida a veces
había retrasos y que me aconsejaba llegar antes y no ir demasiado cargados, ya que, debido al
exceso de viajeros, muchos no podían entrar y se veían obligados a esperar al siguiente tren. Algo
preocupada por aquella perspectiva, preferí no comprar ningún billete concreto y decidirlo sobre
la marcha el día en cuestión. Así que regresé a casa. Según supe tiempo después, muchos de
aquellos vagones habían pasado a ser el modo de transporte para trasladar a los judíos a los
campos de concentración. Hacinados como bestias, sin comida, sin agua y ni tan siquiera un
retrete donde poder hacer sus necesidades, algunos de ellos enfermaban o incluso morían en el
propio tren sin llegar a destino. Aunque lo cierto era que, sabiendo el terrible final que aquel
trayecto les deparaba, quizás era mejor así.
Aquella noche apenas dormimos, la ansiedad y saber que en cuestión de horas estaríamos en el
castillo o de camino a Inglaterra, convirtieron el descanso en una misión casi imposible. Las
primeras luces de la mañana nos encontraron con los ojos abiertos de par en par y los nervios a
flor de piel. Sentados a la mesa antes incluso de las ocho de la mañana, casi sin cruzar ni palabra,
la tensión era palpable en el ambiente. Ilka, que parecía ausente, estaría probablemente pensando
en toda la vida que iba a dejar atrás y el cambio que eso iba a suponer. Nunca más regresaría a su
hogar, a su tierra natal. Llegaría a un país en principio enemigo, en donde le costaría que la
admitiesen y en el que debería empezar de cero. Joel, que tampoco estaba por la labor de abrir la
boca y cuya mirada parecía perdida en algún punto difuso más allá de la ventana, estaría
seguramente pensando en su tío Gustav y en si volvería a verle algún día. Para él, partir, dejar
Alemania, no era únicamente dejar atrás a su país, sino la sensación de estar abandonando para
siempre a su única familia. Y yo, que, por una parte, estaba deseosa de regresar a casa con los
míos pero que, por otra, temía que algo pudiese torcerse, no dejaba de repasar una y otra vez todo
el plan en mi cabeza, como si aquella práctica obsesiva fuera a asegurarnos de algún modo la
victoria final. En mitad de aquel incómodo mutismo, Joel interrumpió:
—Me pregunto si una vez lleguemos a Inglaterra nos dejarán cruzar la frontera. Tanto Ilka
como yo somos cien por cien alemanes y no creo que nos reciban con los brazos abiertos.
Ilka y yo le miramos sin saber qué responder; aquel era un riesgo que todos sabíamos que
existía. De hecho, éramos conscientes de que había habido algunas deportaciones de alemanes,
incluso de algunos perseguidos por el régimen cuyos motivos para estar en Inglaterra eran más que
incuestionables. El Gobierno no quería asumir el riesgo de tener espías o enemigos en casa. Pero
pensar en aquello a esas alturas, no iba a ayudar en nada. Era algo que tendríamos que afrontar
llegado el momento y que, en el peor de los casos, no iba a evitar que tuviésemos que salir de
Alemania cuanto antes.
—Hay una posibilidad que no hemos explorado —planteó Ilka, quebrando aquel silencio—.
¿Y si… os casáis? —espetó de repente para nuestra sorpresa.
—¿Có… cómo dices? —pregunté atónita.
—Si Joel fuese tu marido, sería más fácil que le dejasen entrar. ¿No lo veis? Es perfecto.
—¿Perfecto? —pregunté.
Joel la observaba estupefacto, incapaz de reaccionar.
—Aquí dejan elegir qué apellido de familia quieren adoptar los cónyuges y, por tanto, si
escogéis el tuyo no habrá problema —explicó Ilka, mirándome.
—Un momento… vamos a ver… —interrumpió Joel—. ¿Nos hemos vuelto completamente
locos?
Absorta en aquella imprevista y explosiva reflexión enmudecí. Aunque a priori pudiese
parecer una auténtica locura, era evidente que aquello podría facilitar las cosas para Joel, aunque
no para Ilka. Nuevamente la bondad y la generosidad de aquella mujer no dejaban de
sorprenderme.
—Todavía tenemos la mañana y parte de la tarde por delante —añadió Ilka con entusiasmo—.
Seguro que en el ayuntamiento nos pueden hacer un hueco.
—O sea, que habláis en serio —replicó Joel, anonadado por la tranquilidad con la que ambas
nos estábamos tomando aquello—. No me lo puedo creer.
—Bueno, si lo miras fríamente, tampoco es tan grave y si eso facilita la entrada… —apunté—.
Pero, Ilka, eso ayudará a que acepten a Joel… ¿y tú?
—Cada cosa a su tiempo —respondió ella con serenidad.
—¡Hablamos de casarnos! —exclamó Joel, retomando el tema—. Digo yo que debería tener
algo que decir al respecto. ¿Qué hay de aquello de hasta que la muerte os separe? ¡Joder! —Tenía
cara de agobio—. ¡Que no hablamos de ir al cine!
—¿Quieres un tranquilizante o prefieres un anillo para la pedida? Porque si es por eso te
presto uno —respondió Ilka, riéndose descaradamente de él.
—Ya veo que esta mañana te has levantado muy graciosa —dijo, algo molesto por las burlas.
—Joel, Ilka tiene razón. Ya sé que suena extraño, pero eso facilitará bastante las cosas; piensa
que ya tendremos que lidiar con su apellido —señalé a Ilka—. Si nos podemos ahorrar un
problema contigo, mejor.
—Está bien, está bien… vale. Lo haremos —respondió a regañadientes.
—Joel, tan solo es un mero trámite. Siempre podemos romper el papel al llegar a Inglaterra.
Nadie tendrá constancia de ese matrimonio. ¿Me entiendes?
—Por ahora todavía estoy anonadado —admitió él.
—Dadme un par de minutos y llamo al ayuntamiento para preguntar. —Ilka se levantó
entusiasmada mientras agarraba el teléfono y marcaba el número.
—Creo que antes de nada deberíamos dejar las maletas listas y en el portaequipaje del coche
para mañana, así no hará falta volver a casa —dije.
—Bien pensado —observó Joel.
—Recordad que no podemos llevarnos demasiadas cosas —añadí.
—La verdad es que la mayoría de las cosas las puse en las cajas, así que me queda poco por
empaquetar —dijo Ilka mientras esperaba que le cogiesen el teléfono.
—Coge ya tu disfraz; no sea que nos lo dejemos —dije, temerosa de que con tanto lío al final
se lo olvidase.
***
Así fue como, sin haberlo planificado, a las once de aquella mañana estábamos en el
ayuntamiento dispuestos a contraer matrimonio. Ante el alcalde y vestidos de calle, nos
disponíamos a convertirnos en marido y mujer. Ilka disfrutó de la ceremonia como nadie; a pesar
de saber que todo aquello era tan solo un teatro, no podía dejar de llorar de la emoción. Joel, en
cambio, cuyo rictus había tomado una apariencia de extrema seriedad, parecía que estuviese
asistiendo a su propio entierro. Había que reconocer que la situación era cuanto menos extraña, o
más bien cómica, pero la trascendencia que desprendía aquella liturgia no dejaba de hacerme
pensar en mis padres y mis hermanos. Nunca habría imaginado mi boda así, tan fría e
improvisada, con un novio al que parecía que fuesen a degollar, sin mi familia y en un gélido
ayuntamiento alemán. De todas las cosas que había soñado desde niña, tan solo se cumplía una:
nos queríamos con locura, pero aquello no parecía suficiente para convertir aquel evento en la
boda ideal. Por ese motivo, me dije a mí misma que aquello no era real, tan solo un artificio para
cruzar la frontera. Si Joel quería que algún día fuese su mujer debería pedírmelo como Dios
manda y celebraríamos una boda por todo lo alto, una boda con la que cualquier niña sueña.
Tras recoger los papeles provisionales que certificaban que acabábamos de contraer
matrimonio y que nuestro nombre de familia iba a ser Evans, dejamos a Joel en la estación central,
ya que él debía reunirse en el castillo unas horas antes con la empresa que se encargaba del
servicio de comidas y evidentemente no podíamos llegar juntos. Nosotras regresamos a casa para
comer y prepararnos a fin de salir en coche hacia Núremberg lo antes posible. Teníamos por
delante un largo trayecto.
Al llegar a casa nos encontramos a Trisha que, algo compungida, nos esperaba con la comida
en la mesa.
—Les echaré mucho de menos, señora —dijo desde la entrada del comedor, rompiendo a
llorar—. ¿Qué haré yo aquí sola? Es mucha casa para mí y estará tan vacía sin usted…
—Yo también te echaré de menos a ti —respondió Ilka, abrazándola.
—¿Y a dónde se van?
—Es mejor que no lo sepas. Recuerda que nadie debe enterarse de que nos hemos ido hasta
que estemos muy lejos. Estaríamos todos en peligro —le recordó Ilka—. Cuida de esta casa por
mí; ahora es tuya.
—Lo haré señora, se lo prometo —respondió entre lágrimas mientras se dirigía de vuelta a la
cocina.
Era extraño pensar que aquella iba a ser nuestra última noche en Alemania, que tras pasar la
velada en el castillo regresaríamos por la mañana a Berlín y partiríamos a media tarde destino a
Suiza. De hecho, aquella comida iba a ser la última en aquella casa.
Ilka, a la que todavía le costaba hacerse a la idea de que iba a dejar todo su mundo atrás,
paseaba por las habitaciones casi desiertas como hipnotizada; despidiéndose de cada estancia y
cada rincón antes de partir. En el fondo una mezcla extraña de emociones la embargaba haciéndola
entristecer. Sobre las doce y media, tras despedimos de Trisha, subimos al coche destino al
castillo; teníamos al menos ocho horas y media de trayecto y eso, contando con no parar. Con el
sol calentando agradablemente nuestros rostros emprendimos el camino.

***
Según constaba en el texto de la invitación, la fiesta empezaba sobre las nueve y media, pero
aquellos invitados que íbamos a pasar la noche alojados allí estábamos convocados a partir de las
ocho y media de la tarde, con el fin de tener tiempo de dejar las maletas en nuestras respectivas
habitaciones y cambiarnos de ropa. Sobre las nueve menos cinco llegamos a los pies de aquel
imponente castillo medieval fortificado, una construcción que se había convertido en un símbolo
más de la desmedida megalomanía del Führer. Subimos la empinada cuesta hasta la entrada y
atravesamos el gran arco de piedra que daba acceso al interior. Allí, en el patio central, estaban
los aparcacoches, con sus uniformes perfectamente planchados, esperando para recoger los
automóviles de todos los invitados. Lleno de vehículos y de oficiales que, acompañados de sus
esposas lucían sus mejores galas, el castillo, que habitualmente parecía vacío y casi abandonado,
evocaba ahora sus mejores épocas recobrando todo el auge y el esplendor perdidos. Aquella
hermosa construcción de piedra gris y rojos tejados parecía resplandecer como hacía mucho
tiempo que no ocurría. La luna que aquella noche apenas iluminaba el cielo se ocultaba envidiosa
tras las iluminadas colmenas de aquel formidable gigante centenario.
Entramos en el edificio y subimos las majestuosas escalinatas de piedra hasta llegar a una sala
rectangular repleta de regias columnas de piedra que hacía las veces de vestíbulo de entrada. Allí,
el servicio nos mostró dónde estaba la sala principal en la que se iba a desarrollar la fiesta y
luego nos acercó hasta nuestras habitaciones para que pudiésemos dejar las maletas y cambiarnos
de ropa, o lo que necesitásemos.
—Estaba pensando… ¿pongo ya la dichosa punta de lanza en el doble forro de la falda o
espero y subo después? —pregunté a Ilka mientras repasaba mi maquillaje en su habitación.
—Yo subiría a por ella más tarde, tampoco vas a bajar ahora con la cámara de fotos encima.
—Tienes razón, con la excusa de la cámara haré ambas cosas.
—Cuanto menos tiempo lleves ese maldito objeto encima mejor. De hecho, en cuanto tengas la
auténtica lanza, vuelves a subir al cuatro a dejar la cámara y la metes, junto con los guantes, en la
maleta —respondió Ilka mientras se enfundaba en su vestido de gasa verde musgo.
—Perfecto. Así lo haré.
Tras vestirnos y maquillarnos, bajamos al impresionante salón de baile donde nos esperaba la
recepción. Era como entrar en un lugar exclusivo reservado solo a unos pocos. Era obvio que
aquellos que no habían sido invitados a pasar la noche en el castillo se encontraban en otro nivel
distinto al nuestro y los muchos que ni tan siquiera habían recibido la invitación para asistir a tan
magnífica velada, no gozaban ni tan siquiera de las simpatías del Reich. Estar o no estar en
aquellos actos que convocaba Hitler era muy significativo y podía acarrear muchas consecuencias.
31
La fiesta

E ntre tantísima gente me parecía casi imposible descubrir a Joel o llegar a encontrar a Joseph.
Solo rezaba porque todo fuese saliendo bien. Ilka, que estaba tan o más nerviosa que yo,
trataba de ver dónde se encontraba nuestra peor enemiga: Gertud. Era importante que aquella
arpía no me viese en ningún momento con Joseph o llegase a identificar a Joel. Ilka iba a ser la
encargada de entretenerla.
Durante unos instantes, embriagada, observé con atención aquella exquisita sala cuyos techos,
repletos de antiguos artesonados de oscura madera y de pinturas con todos los escudos de la
región, hacían enmudecer a cualquiera. El brillo que se desprendía de las lámparas de araña que,
elegantes, iluminaban el enorme salón, resaltaba todavía más los tapices que forraban las sobrias
paredes y se reflejaban inmutables sobre los centenarios suelos de mármol que recubrían aquella
estancia.
Entonces, desde atrás, la sutil mano de Joel rozó mi cintura dándome a entender que ya nos
había localizado. Caracterizado con una tupida barba y aquella horrible peluca, me acercó una
bandeja con copas de champán.
—Estás preciosa de rojo —dijo en voz baja, haciendo alusión al vestido de escote bañera de
color carmín que llevaba puesto.
Sin darme ni tiempo a responder, se desplazó hacia un lado de la sala dejándonos actuar con
libertad y sin entorpecernos. A medida que íbamos avanzando por la estancia, Joel lo hacía
también, aunque a varios pasos de distancia para no despertar sospechas.
El salón, que albergaba como mínimo a unas trescientas personas, estaba repleto de camareros
que iban sacando bandejas llenas de bebida y de un suculento surtido de canapés. Solo podía
pensar que todo aquello era un acto innecesario de ostentación en mitad de una guerra. Al cabo de
un rato, por fin nos encontramos con Göring, Hess, Bormann y Himmler, a los que nos acercamos a
saludar. Absortos, ligeramente apartados de sus mujeres y hablando de la reciente invasión de
Egipto por parte de las fuerzas italianas y del pacto tripartito que Japón, Italia y Alemania
acababan de firmar, parecían por completo ajenos a la fiesta. Al vernos llegar interrumpieron
educadamente su debate para saludarnos.
—¡Cuánto tiempo sin verte, Ilka! —exclamó Heinrich, alargando la mano para saludarnos.
—Hola, Heinrich. ¿Recuerdas a mi sobrina Kristin?
—Sí, claro que me acuerdo de ella —afirmó, dándome la mano—. Me la presentaste en casa
de Joseph, ¿no?
—Exacto —dije, dándole la mano.
—¡Margarete! —exclamó, girándose para avisar a su mujer—. Mira quién acaba de llegar.
—Debería haber fiestas a diario, aunque solo fuera para ver a nuestras mujeres tan hermosas
—apuntó Martin Bormann, que siempre destacaba por ser exageradamente galante con las damas
—. Tienes a Gerda ahí atrás.
—Ahora iré a saludar a vuestras mujeres, que seguro que tienen una conversación más
interesante que la vuestra —bromeó Ilka.
—Hola, Ilka —saludó Rudolf acercándose a nosotras.
—Kristin, ¿te acuerdas de Rudolf?
—Sí, claro, nos presentaste en la fiesta de Magda —dije estrechando su mano—. Encantada
de volver a verle.
—Igualmente.
Pasaron varios minutos hasta que por fin vimos aparecer a Goebbels y a su mujer entre la
multitud. Magda, que como siempre hacía gala de una esmerada elegancia al vestir, nos vio desde
lejos y ambos se acercaron. Mientras Goebbels saludaba al resto de los hombres, Magda no dudó
en entablar conversación con nosotras.
—¡Qué impresionante que estás, Kristin! —remarcó con entusiasmo—. Si es que no hay como
ser joven y guapa.
—Gracias, Magda. Tú llevas también un vestido precioso —le devolví el cumplido, sin poder
evitar un cierto cargo de conciencia por la infidelidad de su marido conmigo.
—Desde que tengo sobrina ya nadie comenta mi atuendo —protestó Ilka, sonriendo.
—Es el precio que hay que pagar por ir acompañada de una joven tan hermosa —intervino
Joseph, aproximándose a saludar y haciéndome sentir especialmente incómoda.
—Por ahí llegan Gertud y su marido —apuntó Magda—. No sé si sabías que finalmente ella y
August se han casado casi en secreto —añadió en voz baja.
—Pues no tenía ni idea. Últimamente hablo poco con ella —se sorprendió Ilka—. ¿Así que no
ha invitado a nadie a la boda? —preguntó extrañada.
—Qué va, por lo visto, fueron a solas al juzgado; no querían publicidad. Aunque a estas
alturas y siendo su tercer matrimonio… también lo entiendo.
—Pues no descartes que tenga más hijos. Ya sabes cuán defensora es del modelo ideal de
mujer que promulga el Reich.
—¿Qué quieres decir? Ya tiene ocho.
—No la menosprecies.
En cuanto Gertud se acercó, ambas enmudecieron.
—Hola, Gertud… August. —Ilka besó a Gertud y dio la mano a su flamante esposo.
—Buenas noches, señoras —respondió August, inclinando levemente la cabeza.
—Dicen las malas lenguas que habría que felicitaros —soltó Magda en tono socarrón.
—Pues sí, finalmente decidimos legalizar nuestra situación, aunque sin festejos. Vamos, que en
realidad fue una mera formalidad —respondió ella, sin darle mayor relevancia.
—Pues felicidades a ambos. Aunque sea una formalidad, uno no se casa todos los días —dijo
Ilka, estrechando la mano de August.
—Muchas gracias.
Mientras las tres estaban enzarzadas conversando aproveché para ir al baño y al regresar a la
sala, Joseph se aproximó por detrás con cuidado, susurrándome al oído.
—Al fondo, tras esa puerta grande que ves enfrente, hay unas escaleras que bajan al búnker.
¿Nos vemos abajo en una hora?
—Perfecto, a las once estaré abajo —respondí mirando mi reloj—. Yo me encargo del
champán y las copas.
—No olvides la maldita cámara de fotos; solo faltaría tener que volver una tercera vez.
—Tranquilo.
Ahora solo tenía que avisar discretamente a Joel y esperar a que llegara la hora. Unos minutos
antes, subiría a la habitación a por la cámara y la punta de la lanza. Mientras, Joel iría a por la
botella y las copas y tendría a punto el veneno en una de ellas.
En ese preciso instante, la música cesó y una voz en off interrumpió la velada para dar paso al
esperado discurso de bienvenida de Hitler. Sobre un pequeño pero elevado púlpito, tras un atril,
Hitler se dispuso a hablar y la gente comenzó a aplaudir con entusiasmo y a vitorear «Führer» una
y otra vez. Entonces, él hizo un sutil gesto con la mano con el fin de acallarles y los presentes
enmudecieron prestándole toda la atención:
—Buenas noches a todos. Espero que lo estéis pasando bien. Veo entre los asistentes muchas
caras amigas y eso me alegra. Hombres como Martin Bormann, Goebbels, Himmler, entre otros
que, juntamente con sus esposas, se unieron a mí por propia voluntad, hombres a los que aprecio y
respeto por su trabajo leal como camaradas. Y es que todos ellos, como yo, somos conscientes del
hecho de que nuestra obligación es la de continuar con la construcción del Estado
Nacionalsocialista, signifique el trabajo que signifique, un Estado que colocará a cada persona
individualmente, bajo la obligación de servir siempre al interés común y subordinar sus propios
intereses a ese fin. Y es que, desde hace casi dieciséis años, he actuado únicamente por amor y
lealtad a mi pueblo en todos mis pensamientos, actos y vida.
»No es cierto que yo, o alguien más en Alemania, quisiera la guerra. Fue deseada e instigada
exclusivamente por esos hombres de Estado quienes han sido judíos o han trabajado para intereses
judíos. He hecho muchas ofertas para el control y limitación de armamentos, las cuales no podrán
ser olvidadas por la posteridad, para que la responsabilidad del inicio de la guerra sea echada
sobre mí. Ahora, que la propuesta que fue hecha en su momento al embajador británico en Berlín
para reconducir el problema germano-polaco fracasó y que la guerra ya es un hecho, afirmo que la
ganaremos sin lugar a duda. Nuestra gloria llegará del sacrificio de nuestros soldados contra los
enemigos de nuestra madre patria. ¡Viva nuestro pueblo y nuestro Reich! ¡Sieg!».
La gente levantó su mano y gritó con fuerza y firmeza «¡Heil!» mientras nuevamente el Führer
gritaba «¡Sieg!»; así hasta cinco veces seguidas aumentando en cada una de ellas el tono de voz.
La sala ardía, enardecida en una especie de emoción colectiva incontrolada más propia de los
predicadores de una secta que de un líder político. Entre sus ministros el hecho de haber sido o no
nombrados durante el discurso pasó a ser un tema recurrente a lo largo de la velada.
Mientras que aquel carismático hombre de ladeado flequillo e inconfundible bigote descendía
de su púlpito, muchos trataban de acercarse a él para congratularlo por su brillante discurso.
Ganarse la confianza del Führer no era una tarea fácil y requería de tesón y hechos. Tras unos
instantes se acercó hasta donde estábamos nosotros para hablar con algunos de sus colaboradores
más fieles y cercanos. Su sola presencia me generaba tal animadversión que sentí como si los
canapés que acababa de ingerir se revolviesen en mi tripa. Ilka, que conocía perfectamente
aquella expresión en mi rostro, me regaló una de sus miradas más incisivas. Mientras Martin y
Hermann Göring hablaban con el canciller, Gertud se aproximó como si fuese un guepardo en
busca de su presa: ágil, rápida, audaz, tratando de ganar posiciones frente al Führer. Ilka, que tan
solo se limitó a saludarle, enseguida se retiró dejando espacio al resto de aves de rapiña.
—Me temo que no sientes ningún interés por que te lo presente, ¿verdad? —Incidió con ironía.
—Francamente, creo que es un personaje deleznable, ruin, posiblemente lleno de
inseguridades y miedos que esconde tras esa apariencia de soberbia inmensa.
—Baja la voz, si no quieres que terminemos la noche en el calabozo —apuntó ella,
haciéndome callar.
Miré el reloj, inquieta, para controlar cuánto tiempo quedaba para bajar. Faltaba tan solo un
cuarto de hora y Goebbels parecía absorto en la conversación con Hitler sin darse cuenta de la
hora que era. Respiré hondo y traté de tranquilizarme. Hasta que no le viese mirar el reloj no iría
a por la cámara; estar allí abajo sola podía ser peligroso. Desde el otro extremo, Joel me miraba
inquieto sin saber si ir a por la botella y las copas o esperar. Ilka, que era consciente de la
situación, interrumpió:
—Sube. Yo me encargo de que Joseph se dé cuenta de la hora y se aleje de Hitler.
—¿Estás segura?
—Tranquila, sé lo que hago.
—De acuerdo. —Le hice una señal a Joel para que fuese preparándose.
Subí hasta la habitación y cerré la puerta. Abrí la maleta y saqué la réplica de la reliquia para
ponerla en el falso forro de mi vestido. Nerviosa, guardé allí también los guantes para no tocar la
lanza con mis manos. Sentí que mi corazón había acelerado su ritmo haciendo que incluso me
doliese el pecho.
—Solo faltaría que ahora me diese un infarto —me dije en voz alta.
Tomé la cámara y me dispuse a abandonar la estancia. Mientras bajaba las escaleras no podía
evitar pensar en todo lo que podía salir mal. Tratando de disimular la cámara detrás de mi falda,
llegué al salón donde Ilka me hizo una señal conforme estaba todo controlado y Joseph ya había
ido hacia el lugar de encuentro; al otro lado, Joel me esperaba con todo a punto. Decidida, crucé
el salón y tras colgarme la cámara al cuello cogí la botella y las copas y salí. Allí, a escasos
metros estaban las escaleras que llevaban al sótano. Miré a mi alrededor asegurándome de estar
sola y descendí a toda prisa. En cuanto llegué abajo, me encontré con Joseph que, paciente, me
esperaba con otra botella y otras dos copas en la mano. Sentí que una gran punzada cruzaba mi
pecho.
—¿Pero no quedamos que del champán y las copas me ocupaba yo? —pregunté nerviosa por
lo que podía suponer aquel imprevisto.
—Sí, pero luego pensé que yo conseguiría mejor champán que tú si lo pedía a quien controla
la bodega del Führer.
—Ah… claro —respondí, tratando de pensar a toda prisa una solución.
—Venga, sígueme —dijo él, avanzando por el pasillo.
Echamos a andar por aquella confusión de túneles excavados en la roca de la montaña cuya
disposición era más propia de un laberinto que del sótano de un castillo. A los lados del principal,
que era bastante más ancho, nacían otros más angostos y peor iluminados. Según me dijo Joseph,
aquella ciudad subterránea tenía en algunos puntos hasta cuatro niveles y había sido ideada sobre
todo para usarse como bodegas. Que aquellos pasadizos, en la medida que se adentraban bajo la
ciudad, pasaban a estar formados por arenisca roja y en algunos puntos se usaban cómo búnkeres
para que los civiles se pusiesen a salvo durante los bombardeos. Según caminábamos por su
interior, íbamos dejando atrás grandes rejas que, en aquel momento estaban abiertas, pero que, en
ocasiones, se cerraban por seguridad. Joseph miró entonces de reojo mi cámara, y dijo:
—Deja que la lleve yo escondida debajo de la chaqueta. Es posible que si la ven nos pongan
problemas —argumentó.
Sin dudarlo se la di. A los pocos metros, al fondo de uno de los corredores, un par de guardias
armados custodiaban el acceso, delante de una gran reja cerrada, a uno de los túneles en el que,
supuestamente, se encontraba la cámara acorazada. Al vernos llegar, ambos se pusieron en alerta y
nos apuntaron con las armas haciendo que me pusiese bastante nerviosa.
—¿Y ahora? —pregunté, francamente alterada.
—Tranquila, tú sígueme la corriente. —Se acercó a ellos con seguridad—. ¡Heil, Hitler! —
exclamó, elevando su brazo.
—¡Heil, Hitler! —respondieron ambos levantando igualmente el brazo y dando un golpe seco
con sus tacones.
—Buenas noches. —Sacó su identificación—. Tengo autorización expresa del Führer para
acceder a la cámara.
Uno de aquellos militares sujetó el documento mientras el otro revisaba una lista donde, en
teoría, constarían los nombres del personal autorizado a entrar a partir de aquel punto. A juzgar
por la expresión de sus caras todo parecía estar en orden, cosa que me tranquilizó bastante.
—Adelante —dijo uno de ellos.
—Muchas gracias —respondió Joseph, volviendo a guardar su documentación.
32
La lanza del destino

S eguimos andando y, a los pocos metros, al lado izquierdo de aquel largo y gélido pasillo,
incrustada en la centenaria piedra gris una gran puerta acorazada nos esperaba. Joseph metió
la mano en su bolsillo y de él sacó una llave.
—Está construida con una aleación de metales en forma de paneles fijados a los muros. Va con
llave y con código para reforzar la seguridad. Como puedes ver no sería fácil acceder a esta sala
sin alguien con autorización.
—Desde luego que no. —Aquella fortaleza inexpugnable me impresionó.
—Está diseñada a prueba de incendios o explosiones. Su finalidad es que en caso de un
bombardeo el tesoro no sea destruido.
Abrió aquella pesada puerta apoyando su cuerpo contra ella y tras entrar en la estancia, la
cerró detrás de nosotros. Era un recinto especialmente amplio y repleto de grandes cajas de
madera. En el centro estaba el gran altar de la iglesia de Cracovia sobre el que supuestamente
descansaba el famoso tesoro austríaco.
—Está pensada para funcionar como búnker; por eso verás que goza de todo tipo de
comodidades: hasta tiene una cocina. Hitler la diseñó pensando en la posibilidad de tener que
pasar un tiempo dentro de ella.
Sorprendida, observé que tenía hasta un pequeño aseo y dos o tres camas abatibles que,
amarradas a la pared, esperaban no tener que ser usadas. Mientras yo miraba con curiosidad el
lugar, Joseph aprovechó para dejar la cámara, las copas y la botella encima de una mesita y coger
las mías. Asustada, recé para que no se diese cuenta de la sustancia blanquecina que se veía al
fondo de una de ellas. Por suerte, las dejó sobre la mesa sin mirarlas y se giró hacia mí.
—Bueno, ya estás de vuelta ante el tesoro de los Habsburgo. Ahora haz el favor de
comprobarlo todo para que no tengamos que regresar —me advirtió con sorna—. Prefiero hacer
otro tipo de actividades contigo.
—Ya he comprado una película nueva y no debería ocurrir ningún imprevisto más —respondí
sonriendo—. Pero reconoce que, más allá de las reliquias, estar ahora aquí, solos, tiene su morbo.
—Por supuesto, preciosa; eso fue lo que más me gustó del plan —dijo, agarrándome de la
cintura y estrechándome con sus brazos hasta hacer que sus labios se posasen sobre los míos.
Esa sería la última vez que tendría que soportar aquella cruz, pensé para mis adentros. A pesar
del tiempo que hacía que estaba con él, no terminaba de acostumbrarme a que un hombre que me
parecía repulsivo me tocase.
Mientras me abrazaba y besuqueaba vi claro cómo hacer que tomase el veneno; si él abría la
botella lo lógico era que yo sujetase las copas con mis manos y por tanto no debería ser un
problema que bebiese de la copa que a mí me interesaba.
—Lo primero es lo primero. Haz las fotos ahora y luego nos entregamos al placer. ¿Te parece?
—dijo mientras yo miraba fijamente la copa con el veneno.
—Bien, dame unos minutos y enseguida acabo —respondí, tomando la cámara de la mesa y
desplazando sutilmente la copa con la sustancia detrás de una de las botellas.
—No tardes mucho, preciosa.
Mientras yo hacía las fotografías él comenzó a bajar una de las camas de la pared y a quitarse
la levita.
Allí estaba la lanza de Longinos, sobre aquel hermoso altar hecho traer expresamente para tal
efecto. El altar de la Santa Cruz de Cracovia que había sido construido en 1735 en mármol negro
con incrustaciones de mármol rosa estaba ahora ante mis ojos. En la iglesia de la Santa Cruz, este
se encontraba ubicado justo debajo de uno de los más increíbles retablos góticos de madera de
todos los tiempos, ahora desmontado a trozos y guardado también en aquella sala. Según había
leído, había sido realizado por el escultor Veit Stoss entre 1477 y 1489. Aquella obra de arte
estaba ornada con doscientas sublimes esculturas que representaban a la Virgen María con los
apóstoles, a la Sagrada Familia, la Ascensión y otras escenas bíblicas.
Deseando terminar con todo aquello cuanto antes, comencé a realizar las fotografías de todos
los elementos. Joseph, que me observaba en silencio, esperaba con impaciencia a que concluyese.
—Creo que esto está listo. Ahora ya puedo dedicarme solo a ti —dije, abrazándole y mirando
de reojo las copas.
—¿Una copa de champán? —preguntó él, cogiendo la botella con una mano.
—Ya sujeto yo las copas y tú lo abres —propuse, tomando en mi mano las copas adecuadas.
—Perfecto —respondió mientras abría la botella con destreza.
Con cuidado, acerqué la copa con el veneno, cogiéndola por la parte baja a fin de tapar su
contenido mientras él vertía la bebida en su interior, desconocedor de mis intenciones. Sentí que
los nervios que hasta ahora había conseguido dominar, se reactivaban dejándome a expensas de
aquellos incómodos retortijones de vientre y de un incontrolable temblequeo de manos que
parecía haberse apoderado de mí.
—¿Por qué tiemblas? —preguntó extrañado, al ver que mi mano era incapaz de sujetar la copa
sin poder controlar aquel temblor.
—Supongo que la sensación de riesgo de que nos pillen me pone algo nerviosa. —Traté de
justificarme.
—A mí el riesgo me pone más caliente —afirmó, acercándose y besando mi cuello mientras
entre mis piernas podía sentir el vigor de su miembro.
—¿Te parece que brindemos? —interrumpí, intranquila, tras hacer que llenase mi copa.
—Por nosotros y por estos encuentros. —Levantó la copa y apuró su contenido de un solo
trago.
—Por nosotros —respondí, aliviada, al ver que había injerido todo el veneno.
Respiré hondo intentando recuperar la serenidad perdida; parecía que las cosas seguían su
curso y no había nada que temer. Ahora solo tenía que esperar a que aquella sustancia hiciese su
efecto. Poseído por un deseo sexual incontrolable, Joseph empezó a besarme mientras apretaba de
forma casi molesta mis pechos y se restregaba contra mis muslos. A veces, estando con él tenía la
sensación de que en vez de acariciarlos pretendía ordeñarlos y sacar de ellos leche para el
desayuno. Sentir sus manos sobre mi cuerpo seguía siendo algo tan desagradable como sucio.
Cada día me costaba un poco más hacer ver que estaba a gusto entre sus asquerosos brazos.
Sabía que, pasase lo que pasase, bajo ningún concepto podía dejar que me subiese o me
bajase la falda. Si desabrochaba el corpiño no había problema, pero si me sacaba la falda, el
falso forro y su contenido podían quedar a la vista. Tenía que ganar tiempo para dejar que el
veneno hiciese efecto.
—Tranquilo, fiera… —dije, separándome ligeramente—. ¿A qué viene tanta prisa? Quiero
disfrutar de este momento.
Algo desconcertado por mi reacción, me miró sin terminar de entender a qué venía aquella
frase.
—Te recuerdo que arriba está Magda que empezará a echarme en falta en cualquier momento.
No tenemos demasiado tiempo —observó, algo molesto.
—Ya, pero a mí no me gustan estas prisas. Además, que me hables de ella en este momento es
bastante inapropiado —fingí estar algo dolida.
—Lo siento, gatita… pero no seas tonta… Tú sabes que te quiero solo a ti —susurró en mi
oído.
—¿De verdad me quieres?
—Ya sabes que sí —respondió, besándome de nuevo.
—¿Me sirves más champán? Está delicioso —le pedí para su desesperación y para ganar algo
de tiempo.
Joseph, que empezaba a impacientarse, tomó la botella de champán y rellenó ambas copas.
—¿Por qué brindamos esta vez?
—Por lo que tú quieras, mi amor —dijo con voz cansina ligeramente exasperado.
—Pues por el futuro, porque nos depare la felicidad que merecemos —respondí llena de
ironía, levantando la copa.
—Que así sea —dijo para concluir aquel brindis cuanto antes y seguir donde lo habíamos
dejado.
Nuevamente vació la copa de un trago y volvió al ataque.
—¿Sabes? Se me está poniendo algo de dolor de cabeza… no sé, quizás sea el champán,
aunque tampoco he bebido tanto —interrumpió de pronto.
—Lo cierto es que no tienes muy buena cara. —Le miré, esperando que cayese de un momento
a otro.
—No sé, me siento incluso algo mareado. —Sudoroso, se apoyó en la pared.
—¿Por qué no te sientas un momento? Quizás así se te pase —le insté y lo acerqué a la cama
que antes había abierto.
—No te preocupes, princesa. Enseguida estaré bien, seguro que es una tontería…
Sin ni poder terminar la frase cayó redondo deslizándose sobre la cama y golpeando
ligeramente su cabeza contra la pared.
—¿Joseph? ¿Estás bien? —Comprobé que ya no había respuesta.
Le miré, y tras cerciorarme de que realmente estaba inconsciente, coloqué sus pies en alto y
me dispuse a cambiar la maldita lanza no sin antes ponerme los guantes como protección. Con el
corazón a mil por hora, me acerqué al altar y la miré fijamente. Me parecía increíble que por fin
fuese a concluir aquella misión suicida.
—Ya eres mía —suspiré en voz baja sin terminar de creer que todo estuviese saliendo como
habíamos planeado.
Levanté con rapidez mi falda y saqué la réplica del forro colocándola sobre el altar para
sustituir a la auténtica cuando de pronto Joseph, que parecía haberse despertado antes de lo
debido, abrió los ojos de par en par sorprendiéndome con la falda levantada y la reliquia en la
mano. Nerviosa, traté de pensar a toda prisa qué hacer. Sin dudarlo, me acerqué a él con la lanza
en la mano y me senté a horcajadas encima de él, como si de un juego sexual se tratase. Como, por
fortuna, no había nada dentro del falso forro de la falda, que se confundía con las enaguas del
vestido, estaba convencida de que no recordaría haber visto nada anormal que le pudiese hacer
sospechar de mis verdaderas intenciones.
—¿Qué haces? —dijo él, balbuceando medio adormecido.
—¿Qué te parecería si te rasgo la ropa con la lanza…? —dije con voz sensual, deslizando
sutilmente la punta sobre su pecho.
Todavía medio aturdido, me miró sin soltar palabra y volvió a caer nuevamente inconsciente
dejándome los segundos necesarios para guardar la lanza a toda prisa en el forro junto con los
guantes. Luego bajé mi falda y me senté de un salto junto a él tratando de aparentar normalidad.
¿Por qué no había surtido el veneno el mismo efecto en él que en Ilka?, pensé tratando de entender
lo que había pasado. Era evidente que Joseph pesaba bastante más que mi tía y que la cantidad de
veneno que sobre ella hizo el efecto buscado, sobre él debería haber sido algo superior.
—Cariño… ¿estás bien? ¿Qué te pasa? ¡Joseph contesta! —insistí, haciendo ver que estaba
preocupada por su desvanecimiento—. Joseph, me estás preocupando… —Dejé pasar unos
instantes y moviéndole ligeramente repetí la operación—. ¿Estás bien, Joseph? Responde…
Poco a poco pareció volver en sí. Al rato abrió de nuevo los ojos y fue recuperando la
consciencia.
—¿Qué ha…? Ufff, la cabeza, me va a estallar… ¿Qué demonios ha pasado? —Se incorporó
con dificultad, aún en estado medio letárgico.
—¿Te encuentras bien, cariño? —Fingí estar muy preocupada.
—No demasiado, la verdad. Me siento como si hubiese pasado toda la noche bebiendo.
—Me has dado un buen susto —mentí—. Estábamos besándonos, me levanté un momento a
por más champán y al regresar y colocarme encima de ti, de repente…
Todavía aturdido, Joseph me miraba pensativo, como tratando de recomponer las piezas de un
puzle que no terminaba de cuadrar. Tras unos instantes preguntó:
—¿Es… es posible que te viese sentada sobre mí con la lanza? —inquirió, descolocado.
—Sí, claro. Fui a por un trago de champán y regresé con la lanza y me puse sobre ti y…
—¿Y para qué demonios querías la lanza? —dijo, sujetándose la frente por las sienes, como
tratando de apaciguar el dolor que parecía querer partir su cabeza en dos.
—Fue una estupidez, lo sé. Pensé que podía ser divertido, morboso jugar con ella. Pero
entonces te desmayaste y me asusté muchísimo; no sabía qué hacer.
—Cada día me sorprendes un poco más —dijo, extrañado por la respuesta.
—Pero ¿te encuentras bien?
—Creo que sí. —Entonces, preocupado por la hora, Joseph miró su reloj—. ¡Qué tarde que se
ha hecho! —exclamó—. Creo que deberíamos dejar esto y subir, hace más de media hora que
hemos bajado y Madga empezará a buscarme.
—¡Vaya fracaso de velada! —me lamenté.
—Lo sé, y prometo compensarte… No entiendo qué es lo que me ha pasado. —Se incorporó,
algo mareado y miró de reojo la lanza que, para su tranquilidad seguía sobre el altar.
—Tranquilo, lo importante es que estés bien. —Le besé en la mejilla.
Tras ayudarle a colocarse de nuevo la levita, cogimos el champán y las copas y salimos de la
cámara acorazada dejando todo recogido. Tan solo cuando dejase la lanza a buen recaudo en la
habitación respiraría tranquila, me dije mientras avanzábamos por el pasillo hacia el control de
seguridad. Arriba seguro que Ilka y Joel estarían de los nervios, pensé.
Al llegar al pie de las escaleras de ascenso a la planta principal, Joseph me paró y espetó:
—Espera unos minutos abajo; saldré yo primero —dijo, colgándome la cámara al cuello y
dándome las dos botellas y las copas a mí.
—Pero…
—Si me pillan a mí con esto será más complicado poder explicarlo que si te pillan a ti. Tú no
estás casada —apuntó, dándome una nueva señal de cuán miserable podía llegar a ser—. Déjalo
en el primer mueble que veas al salir.
—Entendido —asentí con la cabeza con cara de pocos amigos.
Al subir, enseguida vi a Joel que, asomado al exterior de la sala, esperaba impaciente a verme
aparecer.
—¡Menos mal! —exclamó con el rostro descompuesto—. Estaba angustiado.
—Todo ha ido bien —expliqué y miré a ambos lados que nadie nos viese hablar.
—Dame las botellas y las copas; yo me ocupo —dijo mientras yo me dirigía a la sala.
Justo al entrar vi a Ilka, que aparentando estar tranquila daba conversación a Gertud y Magda
mientras Joseph se sumaba al grupo de los hombres. Esperé unos minutos para que nadie
sospechase que habíamos desaparecido juntos y me acerqué a ella. Al verme llegar su rostro se
iluminó; ahora podía respirar tranquila.
33
Regreso a Berlín

A unque la noche había sido todo un éxito, el estado de ansiedad del que todos hacíamos gala
apenas nos dejó dormir. Ilka fue la primera en retirarse y yo, aunque cansada, esperé hasta
que casi todo el mundo se fuese con el fin de indicar a Joel dónde estaba mi habitación. Tras
terminar el servicio y disimulando a mi lado, logró subir hasta la planta superior.
—Lo de la cantidad de veneno fue un fallo que nos podía haber costado muy caro —dije
mientras nos quitábamos la ropa.
—Menos mal que fuiste rápida. ¿Crees que pudo quedarse con alguna duda?
—No, no lo creo, piensa que, además, al irnos, pudo ver la lanza en su sitio. Aunque ten por
seguro que en cuanto se descubra el pastel odiará haberme conocido.
—Eso espero y deseo —afirmó.
—¡Dios! ¡Cómo me duelen los pies! —Me quité aquellos zapatos de tacón que llevaban
torturándome toda la noche.
—No te quejes, que yo llevo toda la velada sin sentarme y cargando bandejas. No siento mis
riñones.
—También es cierto.
Todos éramos conscientes de que debíamos madrugar y salir temprano. Joel iba a quedarse en
mi habitación; no tenía otro sitio donde dormir, pero sabíamos que Gertud, que era la única capaz
de identificarle, no podía verle salir bajo ningún concepto de ahí. Por otra parte, cuanto menos
tiempo siguiésemos en Alemania, mucho mejor. Solo de pensar que Joseph se hubiese podido
quedar con alguna duda y decidiese revisar la lanza a la mañana siguiente me ponía los pelos de
punta. Ilka, que como siempre era la más madrugadora, llamó a nuestra habitación sobre las ocho
de la mañana.
—Casi hemos terminado —dije, abriéndola.
—¿Joel ha acabado ya? Lo digo para que baje conmigo y se esconda ya en el coche. Cuanta
menos gente le vea mejor.
—Ya estoy —dijo, cogiendo su maleta.
—Nos vamos ya al coche —añadió Ilka—. Si alguien me para, tú sigue andando como si no
nos conociésemos. Nos encontraremos en el coche: toma las llaves.
—Perfecto.
—Yo termino un par de cosas y salgo.
Revisé a fondo la habitación y tras recoger mis enseres del baño, cerré la maleta y dejé la
estancia. Una temprana ilusión de victoria flotaba en el ambiente haciéndonos sentir fuertes,
aunque todavía quedaba un largo trayecto hasta estar a salvo fuera del país.
Fue al bajar cuando el primer imprevisto nos sorprendió. Cuando ellos iban a mitad de camino
por la escalera, vieron a Gertud que regresaba de desayunar. Joel, asustado, retrocedió
escondiéndose en un recoveco del rellano mientras Ilka se adelantó para despedirse de ella, que,
como de costumbre, parecía controlar nuestros movimientos. Si Gertud veía a Joel sin caracterizar
estábamos perdidos. Así que me uní a la conversación para intentar tapar el ángulo de visión de
aquella mujer y facilitar que Joel pudiese pasar sin ser visto. Nerviosa, avancé escaleras abajo y
me paré frente a ella. Joel, que enseguida averiguó mis intenciones, aprovechó el momento para
bajar al lado de otro caballero que en aquel instante descendía. En cuanto conseguimos
deshacemos de Gertud, salimos a la calle para buscar a Joel que, inquieto, nos esperaba dentro
del coche.
—¡Qué mujer tan pesada! —exclamó al vernos llegar—. Parece que tenga un imán para
seguirnos.
—Ni que lo digas. Por suerte, espero que sea la última vez que la vemos —apunté, montando
delante al lado de Ilka.
—Hasta que estemos fuera, escóndete en el suelo y tápate con la manta que hay sobre el
asiento. Solo faltaría que por diez minutos alguien te viese —pidió Ilka, al tiempo que encendía el
coche.
Parecía increíble que al cabo de un año de llegar a Berlín hubiese podido hacerme con la
maldita lanza. Pensativa, miré al horizonte sabiendo que sin Ilka, sin Joel o sin Gustav, jamás lo
hubiese conseguido.
En cuanto salimos de los límites de la ciudad Joel se incorporó.
—¿Sabes? —Me giré hacia atrás—, no puedo evitar pensar que sin la réplica que hizo tu tío
jamás lo hubiésemos conseguido. Espero que cuanto esto acabe podamos encontrarle. —Incapaz
de responder, Joel desvió su mirada al exterior intentando aguantar las lágrimas. Pensar o hablar
de él era todavía demasiado doloroso—. Y… ¿sabéis otra cosa? —pregunté a ambos.
—A ver, sorpréndenos —respondió Ilka.
—¡Que no voy a tener que volver a ver al hijo puta de Goebbels!
—Esa sí es una fantástica noticia —admitió Joel, recuperando la normalidad.
—Bueno, todavía nos queda un largo trayecto hasta la frontera, así que no cantemos victoria
antes de tiempo —remarcó Ilka.
—¿Tenemos claro qué recorrido vamos a hacer?
—Primero iremos hasta Suiza, que es neutral, y desde ahí cruzaremos a la Francia no ocupada
para llegar después a España —avanzó Ilka—. Desde el norte será más sencillo tomar un barco
rumbo al sur de Inglaterra. Cualquier otra opción implica pasar por territorio ocupado.
—Pues tal y como estuve comprobando, habrá que coger el tren a Frankfurt y de ahí otro a
Suiza.
—Exacto —concluyó Joel.
Hasta casi las cuatro y media de la tarde no llegamos a la estación central. Tras unas ocho
horas y media de trayecto sin parar ni para comer, estábamos agotados, pero ahora no podíamos
detenernos. Sabíamos que al día siguiente empezarían las sospechas. Tan pronto como viesen que
ni Ilka ni yo acudíamos a trabajar saltarían todas las alarmas. Seguramente Gertud, que era la más
desconfiada, llamaría a casa y aunque Trisha no respondiese, o le diese cualquier excusa, no
pararía hasta acercarse y comprobar que no solo no había nadie, sino que la casa estaba
prácticamente vacía. Eso ocurriría a partir de las dos de la tarde, como mucho. Esto nos daba un
margen de algo más de veinte horas para llegar a Suiza. Lo más sencillo era tomar un tren hasta
Frankfurt y desde allí otro hasta Zúrich. En total, sin contar las esperas, el recorrido podía
llevarnos unas ocho horas.
Aparcamos el coche delante de la estación, cogimos las maletas y fuimos directos hasta las
taquillas.
—¿A qué hora sale el próximo tren hasta Frankfurt? —preguntó Ilka.
—En una hora —informó el encargado.
—Pues deme tres billetes.
—Lo siento, pero tan solo me quedan dos. Si quiere tres tendrá que esperar al de mañana a las
diez de la mañana —expuso el hombre.
—¿Cómo? —dije con preocupación.
—Está bien, deme dos en el de las cinco y media y uno para el de mañana por la mañana a las
diez —respondió Ilka.
—¡No, no! Iremos los tres juntos —exclamé yo.
—Kristin, es mejor así. Al menos nos aseguramos de que vosotros dos estéis a salvo.
—Id vosotras —propuso Joel.
—Ni hablar —replicó Ilka, elevando el tono de voz—. Viajaréis vosotros como matrimonio y
me esperaréis ya en Suiza. Si a la hora de llegada del tren de conexión de mañana desde Frankfurt
no estoy ahí, es que algo ha ido mal.
—No, no voy a dejarte —repliqué alterada.
—Kristin, de momento nadie sospecha nada. Lo harán si faltamos ambas, pero si mañana a
primera hora yo aparezco y digo que estás mala, nadie pensará nada raro —explicó—. Aparte de
que, si por alguna razón me pillaran, siempre puedo decir que no sabía nada de tu verdadera
identidad y que hiciste todo a mis espaldas. Si te detienen a ti no hay solución posible.
Con un nudo en el estómago enmudecí sabiendo que tenía razón.
—Pero ¿cómo explicarás lo de tu casa medio vacía?
—No hará falta contar nada. Nadie tiene por qué aparecer en casa hasta al menos un día
después.
—Ilka tiene razón —se mostró de acuerdo Joel.
—Deme esos dos billetes —dijo, mirando al hombre de la taquilla—. Y vosotros id ya al
andén; puede que esté demasiado lleno y tenéis que cogerlo como sea.
En cuanto me dio los billetes la miré con los ojos llenos de lágrimas y me abracé a ella si
querer soltarla.
—Nos vemos en unas horas. Ya verás como todo sale bien. —Me estrechó con todas sus
fuerzas.
—Ilka, no te puedo perder. —No podía contener las lágrimas.
—No lo harás, tranquila. —Y nos invitó a irnos—. Toma esto y daos prisa —añadió, dándome
un sobre con billetes.
—¡No puedo aceptarlo! —exclamé.
—No puedes, debes —insistió—. Cámbialos en cuanto llegues a Zúrich, fuera de Alemania no
te valdrán para nada.
—Te esperamos mañana en Zúrich —dijo Joel con rostro serio.
—Allí estaré.
Después de que Ilka se despidiese de Joel nos fuimos hacia el andén, no sin antes comprar
unos bocadillos para el trayecto. Sin desayunar, estábamos hambrientos, eso sin contar que
también tendríamos que cenar de camino a Frankfurt. Junto a las vías la gente esperaba hacinada e
impaciente la llegada de los respectivos trenes. El gélido invierno y el atardecer empezaban a
pasar factura y aquellos menos abrigados no dejaban de moverse tratando de entrar en calor. Al
rato, justo en la vía de enfrente vimos cómo tras abrir las puertas del tren con dirección a Bruselas
la gente se abalanza al interior empujándose unos a otros. Tal y como me había explicado la chica
de la taquilla el día anterior, las condiciones de aquellos trenes locales no eran para nada las
idóneas. Recordé entonces mi llegada a Berlín desde Bruselas y la comodidad con la que viajé;
nada que ver con lo que estaba sucediendo ahora.
—Estar aquí me hace pensar en el día que te conocí —dijo Joel y me agarró de la cintura.
—Parece que fue ayer y ha pasado casi un año.
Viendo en mi rostro la preocupación y la tristeza por tener que dejar a mi tía atrás Joel añadió:
—No te preocupes por Ilka, sabe valerse sola; siempre lo ha hecho. Es una superviviente.
—Lo sé, pero no se merece pasar por nada más. Ha hecho tanto por mí, por nosotros…
—Verás como todo se soluciona.
Tras una larga espera llegó nuestro medio de trasporte. Tal y como habíamos visto en el tren
anterior, la gente se abalanzó al interior como si no hubiese un mañana y las plazas para poder
viajar sentado se llenaron en pocos minutos haciendo que el resto del pasaje tuviese que viajar de
pie. Las maletas apiladas en algunos espacios de los vagones parecían auténticas columnas que
amenazaban con caer sobre la gente al menor movimiento brusco. A diferencia del viaje de ida, en
aquellos trenes no había calefacción. El único consuelo era que éramos tantos que contábamos con
el calor humano para ahuyentar el frío. Tras algunos minutos el tren cerró sus puertas e inició la
marcha. Como muy pronto, a las nueve de la noche alcanzaríamos nuestro destino y a esa hora era
muy posible que ya no hubiera trenes de conexión, así que era casi seguro que tendríamos que
buscar algún lugar donde alojarnos hasta el siguiente tren.
Llegamos la estación de Frankfurt a las nueve menos diez de la noche. Las ventanas de los
vagones lucían llenas de escarcha y vaho. Aquellos que había hecho todo el recorrido de pie y
apretujados en los espacios libres y los pasillos, suspiraban por bajar del tren y sentarse en alguna
parte. Solo pensar en pasar casi cuatro horas en aquellas condiciones se me hacía inhumano.
—Creo que lo mejor es ir a la taquilla y coger ya los billetes de mañana —propuso Joel
mientras bajábamos del vagón.
—A ver cuál es el primer horario disponible.
Cuando llegamos a las taquillas, que estaban a punto de cerrar, un hombre de mediana edad y
aspecto risueño nos atendió.
—El primer tren a Zúrich sale de Frankfurt a las ocho de la mañana —dijo.
—¿Y el siguiente? —Pensé en Ilka.
—Hay otro a la una y media del mediodía, otro a las cinco de la tarde y el último es a las ocho
treinta —explicó, sonriente.
—¿Y si esperamos al de las cinco para ir con Ilka? —pregunté a Joel.
—Kristin, si hay algún problema que no sepamos, a esa hora ya no podríamos salir del país.
Ilka no me lo perdonaría en la vida.
Le miré cabizbaja sabiendo que, aunque me costase aceptarlo, tenía toda la razón. Cogiendo el
tren de las ocho estaríamos en Suiza sobre las doce. Ilka iba a estar en la oficina a primera hora y
luego se iría a la estación. Seguramente no notarían su ausencia hasta dos o tres horas más tarde.
—Deme dos billetes para el tren de las ocho —pedí con el estómago encogido.
—Sé que no es fácil, pero ella lo querría así. —Joel me dio la mano.
—Lo sé, pero es muy duro.
Salimos de la Frankfurt Hauptbahnhof am Main en busca de un lugar donde pasar la noche.
Como solía ser habitual cerca de las grandes estaciones, el barrio que rodeaba el lugar no era
precisamente el mejor de la ciudad y los solitarios y oscuros callejones que había justo enfrente,
cruzando las vías del tranvía, no invitaban precisamente a pasear. Allí vimos un par de pensiones
que podrían servirnos para pasar la noche. Pese a los nervios que habíamos vivido, caímos a
plomo en la cama; tras casi trece horas de viaje desde Núremberg, estábamos rendidos. Las
primeras luces de la mañana nos sorprendieron ya en pie, preparándonos para abandonar la
habitación y dirigirnos de vuelta a la estación. Ahora, a la luz del día, aquellas calles parecían
algo menos lúgubres, aunque era evidente que era una zona degradada. Frankfurt era una de las
ciudades más importantes de Alemania. Durante la Gran Guerra no sufrió apenas daños y logró
conservar la mayor parte de sus infraestructuras en buen estado. Tras la derrota en la guerra,
después del Segundo Reich y pese a la crisis general del país, tomó un especial empuje que
culminó en 1930 llevándola a su máximo momento de esplendor. Por desgracia, sería
prácticamente destruida por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en el
ataque de finales de enero de 1944, debiendo ser reconstruida casi en su totalidad.
Entramos en la estación, cuyos techos acristalados ya habían sufrido los efectos de un
bombardeo y se hallaban parcialmente dañados, y nos dirigimos a nuestro andén para tomar el
primer tren a Suiza. Sabíamos que, si nos paraban en el camino, deberíamos enseñar nuestra
documentación alemana, pero que, una vez allí, empezaríamos a ser los señores Evans y yo podría
recuperar mi verdadero nombre. Afortunadamente, a finales de 1940, las autoridades suizas
todavía estaban dispuestas a dejar que los judíos entrasen a su país y Alemania a que estos
emigrasen; fue a finales de 1941 cuando la frontera se endureció y pocos países estaban
dispuestos a aceptar refugiados, obstaculizando así el ingreso de aquellos que trataban de huir de
una muerte casi segura.
Sentada junto a la ventana, miré al exterior sabiendo que, si lográbamos salir, no volveríamos
a pisar aquella tierra durante muchos años. Que hasta que terminase aquella horrible guerra y
Hitler fuese destituido, seríamos prófugos de la justicia y enemigos del Reich. Joel, que estaba
como ausente, parecía estar pensando en todo lo que dejaba atrás, en su vida, su casa y sobre todo
en su tío, al que no sabía si volvería a ver. Desde que aquella aventura había empezado, todos
habíamos encajado alguna que otra pérdida y las cicatrices pasarían a formar parte de nuestra vida
para siempre.
34
Llegada a Suiza

E l viaje hasta la frontera fue muy tranquilo, incluso bastante más de lo que habíamos
imaginado. Que los alemanes no hubiesen detenido el tren durante el recorrido era señal de
que, de momento, todo iba bien. Al llegar a la aduana el tren paró y la guardia suiza subió a bordo
pidiéndonos a todos los papeles. El aire gélido que entraba por las puertas del vagón hizo que un
escalofrío recorriese mi espalda. Fuera, el paisaje nevado iluminado por la clara luz de la mañana
parecía sacado de un cuento de Navidad. Los agentes se acercaron lentamente por el pasillo hasta
nosotros pidiéndonos los documentos. Poder mostrar mi pasaporte original me parecía algo
emocionante e incluso extraño. Joel, que algo inquieto sostenía junto con el suyo el documento que
demostraba que estábamos casados, se sentía algo menos confiado con aquella situación.
—¿Abby Evans? —preguntó el guardia, tras revisar con atención mi pasaporte.
—Sí, soy yo —respondí, consciente de lo que significaba volver a oír mi nombre.
Luego, tras devolverme la documentación, el mismo hombre tomó los papeles de Joel y tras
examinarlos le miró y espetó:
—¿Mister Joel Evans? —preguntó el agente.
—Sí, el mismo —respondió Joel con temor.
—¡Muchas felicidades! —exclamó aquel hombre felicitándonos con entusiasmo al ver el
papel de nuestra reciente boda.
—Gracias —respondimos, sonriendo aliviados.
Parecía que por fin la suerte y el destino estaban de nuestra parte; el resto del trayecto hasta
Inglaterra no debía suponer un problema; lo peor había pasado. Ahora tan solo nos quedaba llegar
a Zúrich y esperar al tren de Ilka que no llegaría hasta casi las nueve de la noche, si todo iba
según lo planeado.
—¿Te parece si cambiamos algunas divisas y comemos algo en la misma estación? —preguntó
Joel que, más tranquilo, había recuperado el hambre.
—Sí, yo también estoy hambrienta —afirmé, asiendo la maleta para bajar del tren—. ¿Crees
que Ilka llegará bien? —Me sentía todavía intranquila por la situación.
—Estoy convencido, ¿por qué no habría de hacerlo?
—Espero que tengas razón.
—Nadie sospecha nada.
Cansados de tantas horas de viaje nos sentamos en un bar de la estación y pedimos algo de
comer y un par de cervezas. Saber que ya estábamos fuera de Alemania y que habíamos
conseguido llevarnos la lanza, parecía casi un sueño hecho realidad.
—Estaba pensando en que no sé si me acostumbraré a llamarte Abby —soltó Joel, mirándome
pensativo—. Me temo que me va a costar mucho cambiar.
—Lo entiendo, si fuese al revés no sé si sería capaz.
—Bueno, quizás a base de oír al resto llamarte Abby acabe por adoptarlo —sonrió.
—Por cierto, ¿qué haremos cuando terminemos de comer? Tenemos como poco unas ocho
horas y media por delante —dije, mirando el reloj.
—Podemos dar una vuelta por la ciudad y buscar un hotel decente para pasar la noche; con
estar aquí un cuarto de hora antes de la hora de llegada del tren es suficiente.
—Me parece una buena idea —afirmé, hastiada de haber estado dos días seguidos viajando.
—Ahora le preguntaremos al camarero qué merece la pena ver por aquí cerca.
La estación central se encontraba ubicada justo por debajo del lugar donde el río Sihl se unía
con el Limago y muy cerca, algo más abajo, estaba el Lindenhof y el famoso jardín botánico. Al
otro lado del río estaba la Grossmünster, la catedral, que, aunque según decían no tenía la belleza
y la grandiosidad de otras catedrales europeas, bien merecía una visita. Según nos comentó aquel
flaco muchacho de casi níveos cabellos, la parte baja de la estación estaba repleta de hoteles que
nos íbamos a ir topando de camino a los lugares que nos había indicado. Así que, con la prioridad
de encontrar cuanto antes un alojamiento digno donde dejar las maletas y pasar la noche,
emprendimos nuestro camino en dirección al Lindenhof. Sobre las aceras la nieve había sido
combatida con sacos de sal, sin embargo, todavía quedaban algunas placas de hielo que
convertían aquel paseo en arriesgado. Agarrada al brazo de Joel por si resbalaba, bajamos sin
prisa por la Bahnhof Strabe Strasse. Aquella era una avenida bastante ancha, repleta de comercios
y bares y de gente paseando. En cuanto vimos el primer hotel que nos pareció aceptable, entramos
y pedimos dos habitaciones: una para nosotros y otra para Ilka. Tan pronto como subimos, fuimos
al baño y dejamos el equipaje, salimos a dar un paseo.
Aunque hacía frío, el sol permitía andar a gusto por la calle. Cuando llegamos a la cima de la
colina de Lindenhof, vimos que se trataba de una pequeña plaza de piedra con una fuente central
frente al río Limago. Su pasado tenía mucho que ver con la historia de la ciudad. En sus inicios
había sido un asentamiento celta y posteriormente, en el siglo IV, un fuerte romano. Los restos de
los muros de la fortaleza y una antigua tumba romana todavía eran visibles. Posteriormente,
Carlomagno construyó allí su palacio, convirtiendo la zona en un lugar de referencia y en un
enclave privilegiado para contemplar la ciudad y el río. Desde allí decidimos acercarnos hasta el
jardín botánico que, medio cubierto por la nieve que evidenciaba todavía más las tres enormes
cúpulas acristaladas que hacían de invernaderos, estaba principalmente destinado al cultivo de
plantas para la investigación y para la enseñanza de la Universidad de Zúrich. Después,
decidimos cruzar el río para visitar la catedral. Era obvio que, en un país nada creyente, la
importancia de aquel monumento no podía ser comparable a otros de Europa, pero, aun así, era
uno de los puntos históricos que decían que valía la pena visitar. La Grossmünster era una
construcción austera de finales del siglo XII y principios del XIII, de estilo románico, aunque con
ventanales y arcos góticos, que jugó un papel trascendental en la reforma protestante. Construida
sobre un cementerio romano y un posterior templo carolingio, fue fundada por Carlomagno. Sus
torres con los campanarios gemelos fueron posteriores y, aunque en origen eran agujas de madera,
un incendio a finales del 1600 terminó con ellas dando lugar a los actuales capiteles de estilo
barroco. Sus vidrieras y las puertas de bronce fueron los últimos elementos que se incorporaron a
la famosa construcción ya entrado el siglo XX.
—Todavía nos quedan más de tres horas hasta que llegue Ilka y si te soy sincero estoy algo
cansado —admitió Joel al salir de la catedral.
—Sí, a mí tampoco me apetece seguir paseando. Creo que podríamos ir al hotel y descansar
hasta un rato antes de ir a la estación a buscarla —propuse.
—Te tomo la palabra —se mostró de acuerdo.
En su rostro era visible la paliza de horas de viaje que llevábamos encima. Regresamos al
hotel y nos tumbamos un rato en la cama a descansar. Sobre las nueve menos cuarto llegamos a la
estación. De pie, justo a la salida de los andenes, esperamos impacientes a que apareciese Ilka,
pero los minutos pasaron y aunque el tren procedente de Frankfurt llegó, ella no aparecía.
Angustiada, me acerqué al personal de la estación para saber si todavía podían quedar pasajeros
por salir, pero su respuesta fue que el tren estaba ya totalmente vacío y que el próximo no llegaba
hasta el día siguiente sobre las doce del mediodía. Desesperada y sin saber qué hacer, miré a Joel
en busca de respuestas.
—Joel, ¿y ahora qué hacemos? —pregunté con el corazón en un puño.
—Lo único que se me ocurre es intentar llamar a su casa y ver si Trisha sabe algo de ella.
—Busquemos una cabina —planteé, mirando alrededor en busca de alguna.
En el otro extremo de la estación, junto a los servicios, había una cabina pública. Corrí hacia
ella y nerviosa saqué del monedero las pocas monedas que nos habían dado de cambio con la
comida. Agarré el auricular rezando porque la operadora nos pudiese poner en contacto con su
casa. En mi cabeza suspiraba porque solo fuese una falsa alarma y que Trisha nos dijese que
simplemente se le había complicado la mañana y había decidido tomar otro tren. Sin embargo, en
cuanto Trisha respondió supe que algo no iba bien.
—Hola, Trisha, soy Kristin. ¿Está Ilka en casa?
—Hola, señorita Kristin, la señora Ilka salió a una cena con amigos y volverá más tarde —
dijo con voz seca y casi cortante.
—¿Una… cena? —pregunté, algo descolocada por aquella respuesta que, dada la situación, no
tenía sentido alguno—. ¿Ocurre algo? ¿Ilka está bien?
Tras un breve silencio más que significativo prosiguió:
—Por cierto, me ha dicho que si llamaba le preguntase a dónde puede llamarla o escribirle;
quería comentarle algo acerca de un cambio de planes —añadió, haciendo caso omiso a mis
preguntas.
Aquello era un dato más que definitivo. Trisha sabía que huíamos y que Ilka jamás le daría
nuestro destino a nadie; ni tan siquiera a ella. Con un nudo en la garganta, colgué el teléfono sin
darle respuesta alguna e imaginando lo peor. Apoyada en la pared con la mano todavía sobre el
auricular y temblando, sentí que las piernas me fallaban por momentos. Joel, que a juzgar por mi
reacción intuía que algo había salido mal, me miraba esperando saber lo ocurrido. Sin capacidad
para poder explicar nada y con un tremendo dolor de pecho, rompí a llorar dejándome caer al
suelo de rodillas, rota por el dolor. Joel, preocupado, se agachó junto a mí tratando de
consolarme.
—¿Qué ha pasado? —Me abrazó—. Por favor, cariño, dime algo.
Me faltaba hasta el aire y entre sollozos y lágrimas, no podía ni hablar.
—La tienen presa… o algo peor —conseguí balbucear con la voz completamente quebrada.
—Pero… ¿estás segura de eso? ¿Qué te hace pensar algo así? ¿Te lo ha dicho Trisha?
—Era evidente que Trisha no podía hablar, que alguien la escuchaba.
—¿Qué te dijo?
—Me dijo que Ilka había ido a una cena y que le diese nuestros datos para poder ponerse en
contacto luego con nosotros.
Joel me miró pensativo sabiendo que mi análisis sonaba más que correcto y aquello no
auguraba nada bueno.
—Lo que no termino de entender es qué ha podido despertar sus sospechas. No saben lo del
cambio; solo que tú no estás y quizás que ella iba a irse.
—Si Joseph sabe que yo me he ido y que Ilka iba a hacer lo mismo, seguro que ha hecho
revisar la lanza a conciencia. Piensa que me vio con ella en la mano y subiéndome la falda. La
explicación que le di cuando abrió los ojos fue tan rara… que no sé si me creyó —dije, pensativa.
—Siento decirte que, si es así, no hay nada que podamos hacer. Aunque si te soy sincero, me
extrañaría que ese cobarde reconociese ante Hitler el error que cometió dejándote entrar al
búnker. Le costaría la carrera o incluso algo más.
—¿Piensas que todo es solo obra suya?
—Muy probablemente.
—Pero entonces, ¿dónde está Ilka?
—Quizás la ha apresado, o incluso la ha asesinado, pero dudo que Hitler conozca la verdad
sobre la lanza.
—¡Dios! ¿Y qué hacemos? ¡No puedo abandonarla! —exclamé, sintiéndome culpable—. Se lo
debo todo…
—No tienes otro remedio, y sabes que si ella estuviera aquí te diría que te fueses cuanto antes.
Si regresáramos a buscarla, correríamos la misma suerte.
—Pero… es como mi familia…
—Mucho más lo era Gustav para mí y no tuve elección —respondió Joel, haciéndome
consciente de lo que él había vivido—. Lo siento, amor, pero no hay nada que puedas hacer, salvo
esperar a que termine esta guerra y rezar porque siga viva.
—No sé si seré capaz.
Aquella noche me la pasé entera llorando y con Joel abrazándome. Mi madre estaba
encarcelada y tanto Ilka como Gustav podían estar muertos. ¿Qué más podía salir mal? Sentí que
la vida me había puesto en muy poco tiempo demasiadas pruebas y que igual no poseía la fuerza ni
el tesón necesarios para seguir adelante. Todo el aguante y la fuerza con la que me fui de casa se
habían desvanecido ahora y una terrible sensación de vacío me carcomía internamente. Quizás
había llegado la hora de darme por vencida y negociar el intercambio de Ilka y Gustav por aquella
maldita lanza. Nada podía compensar aquellas pérdidas. Solo pensar en la posibilidad de no
volver a ver nunca más a Ilka, me producía tal dolor que quería morirme.
Con las primeras luces de la mañana me incorporé y me senté al borde de la cama harta de dar
vueltas sin poder conciliar el sueño. Joel, que había notado que me había levantado, abrió los ojos
y se incorporó.
—¿Cómo estás? —preguntó, aunque casi sabía la respuesta.
—He decidido que voy a devolver la lanza a Joseph —respondí con contundencia ante su
asombro.
—¿Cómo dices? ¿Que vas a hacer qué? ¿Te has vuelto completamente loca?
—Que la voy a cambiar por Ilka y Gustav.
—¿Tú crees que esto es un mercadillo de segunda mano o qué? —añadió, anonadado por el
cúmulo de incongruencias que estaba soltando por mi boca.
—¡Tengo que hacer algo!
—Creo que has olvidado todo lo que me dijiste cuando se llevaron a Gustav —dijo, dolido—.
Ah, no, claro… que ahora se trata de tu tía y eso es distinto, ¿no?
Le miré sabiendo que tenía toda la razón, que estaba siendo injusta y muy egoísta.
—Lo siento, supongo que es fácil hablar cuando no le afecta directamente a uno —admití
avergonzada.
—¿Crees que no te entiendo? Sé perfectamente cómo te sientes, pero no puedes retroceder.
Alguien me dijo hace algún tiempo que el futuro de la humanidad dependía de esta maldita lanza y,
por desgracia, eso está por encima de nosotros y de nuestros seres queridos.
Enmudecí, sabiendo que nuevamente decía lo correcto, pero mis ojos se llenaron de lágrimas
que se deslizaban continuamente por mi rostro. Joel se sentó en la cama junto a mí y me abrazó
con fuerza.
—Además, ¿crees que negociando conseguirías que nos devolviesen a Gustav y a Ilka? Yo lo
dudo. Es posible que Joseph te lo hiciese creer, pero ten por seguro que terminaríamos todos
presos o puede que muertos —añadió.
—Sé que tienes razón, pero duele tanto…
—Ilka es una mujer fuerte, sabrá sobrevivir hasta que esta guerra acabe —me animó.
—Ojalá tengas razón.
Tras unos minutos conseguí serenarme ligeramente y Joel, al verme más tranquila, prosiguió:
—Deberíamos seguir nuestro viaje. Todavía tenemos por delante tres fronteras y más de tres
mil kilómetros hasta llegar a Portsmouth. Eso si me dejan entrar en Inglaterra.
—Pobres de ellos como no lo hagan —respondí con ironía—. Estoy yo para tonterías… —
Joel me abrazó nuevamente y me besó—. Está bien, pongámonos en marcha —suspiré—. Bajemos
a desayunar y luego nos acercamos a la estación.
Al llegar a la estación comprobamos todas las combinaciones posibles para, atravesando la
Francia no ocupada, llegar al norte de España y allí tomar un barco con dirección a Inglaterra. Lo
más sencillo parecía que era viajar hasta Toulouse en el tren de las once y media de la mañana,
que llegaría sobre las once y media de la noche a su destino. Dormiríamos allí y, al día siguiente
tomaríamos el primer convoy hasta el norte de España, en concreto hasta San Sebastián. Una vez
allí tendríamos que ver qué barcos podrían conducirnos hasta Portsmouth.
Así que, tras comprar algunos bocadillos y unas bebidas en el bar de la estación para el
trayecto y esperar aproximadamente una hora emprendimos nuestro viaje de regreso a casa. Desde
la ventana observé con tristeza el paisaje nevado que poco a poco íbamos dejando atrás, tan atrás
como a Ilka y a Gustav. Aunque era consciente de que no había nada que pudiésemos hacer, una
terrible sensación de culpabilidad me embargaba haciendo que todo mi ser se retorciese
internamente de dolor. Si realmente habían averiguado que la lanza que había en la cámara no era
la auténtica, el futuro de Ilka era del todo incierto. Tampoco descartaba que, si alguien más se
había enterado del cambiazo, Joseph hubiese sido arrestado o ajusticiado por lo imprudente de sus
acciones. Solo esperaba que el futuro le hiciese sufrir tanto como él nos había hecho sufrir a
nosotros. En mi cabeza tan solo la idea de poder algún día reencontrarme con la persona que tanto
me había ayudado, me hacía seguir adelante.
Dos días más tarde, sentados en un banco, contemplábamos el mar desde el paseo marítimo de
la playa de la Concha de San Sebastián. Por suerte, el tiempo allí era algo más benevolente que el
de Suiza, y aunque el aire era frío, el sol calentaba nuestros rostros dejándonos disfrutar de
aquellas hermosas vistas. Ahora tocaba investigar qué barcos, de pasajeros o de mercancías,
podían llevarnos hasta las costas inglesas.
35
La vuelta a casa

A primera hora de la mañana recorrimos varios de los puertos más cercanos preguntando por
los barcos que salían dirección al Canal de la Mancha. Encontrar un navío que nos llevase
hasta Portsmouth no fue una tarea fácil. No había ningún barco de pasajeros que hiciese esa ruta en
esos momentos y menos con los riesgos que suponían los bombardeos constantes en la zona. Salvo
faeneros y mercantes, el resto de las embarcaciones se limitaban a recorrer el litoral con fines
puramente turísticos. Finalmente, conseguimos que un barco de mercancías que partía del puerto
de Pasajes con dirección a Brighton se comprometiese a acercarnos a cambio de una buena suma
de dinero.
Aunque el trayecto fue algo movido y Joel no paró de vomitar, llegamos al puerto de
Portsmouth de madrugada. Con el sol todavía medio oculto tras las casas, perezoso de alzar el
vuelo con el nuevo día, regresé a casa. Salvo por algunos pescadores, la actividad del puerto se
había visto reducida drásticamente después de iniciarse la guerra y el habitual trajín de las
mañanas era ahora mucho menor. Tras casi un año fuera, volvía por fin a mi ciudad habiendo
cumplido con una misión casi imposible. Una misión a la que partí con el miedo en el cuerpo e
incluso contra la voluntad de mi padre. En ella dejé atrás para siempre a la niña que aún llevaba
dentro cuando me despedí de mis hermanas en aquel puerto y perdí la inocencia de una forma
quizás algo cruel. Las cicatrices que aquel viaje había dejado en mi alma, probablemente las
llevaría conmigo hasta mi muerte y sabía que, lo contara a quien lo contara, jamás podría trasmitir
la dureza de todo lo vivido. Regresaba sintiéndome huérfana de una tía que jamás tuve, pero a la
que quise como a poca gente he querido en esta vida. Volvía habiendo probado lo más sórdido de
la naturaleza humana, la cara más pervertida y deleznable de las relaciones entre un hombre y una
mujer. Tornaba a mis raíces casada con el hombre al que quería, aunque no del modo que hubiese
deseado, pero, en resumen, había vuelto por fin a mi hogar. Con las emociones a flor de piel y el
corazón latiendo con la fuerza de un caballo desbocado, recorrí con la mirada la ciudad que un
año atrás me vio marchar. El lugar era el mismo, pero yo ya no; yo había cambiado y mucho.
Bajamos del barco y respiré con todas mis fuerzas el aire húmedo de mi tierra, y aunque
todavía teníamos que pasar el control de entrada, estaba convencida de que nada más podía ir mal,
no allí, no en mi Inglaterra natal. Juntos nos acercamos al puesto de seguridad y mostramos
nuestros pasaportes y el papel que demostraba que éramos familia; un concepto cuya definición
había sido modificada para siempre por aquella experiencia. Los agentes nos miraron y tras
algunas preguntas protocolarías nos dejaron entrar al país. A pesar del cansancio y de las horas
invertidas en aquel insufrible y largo trayecto, decidimos pasear hasta casa. Joel, todavía algo
mareado, prefirió también andar y sentir la fría brisa de la mañana en su cara mientras se
despejaba. Comencé a avanzar embebiéndome paso a paso de mi ciudad, de sus añoradas calles,
de aquel verde paisaje que tanto había echado de menos. Sabía que la Abby que volvía tenía más
de Kristin de lo que hubiese querido reconocer y que, seguramente, nunca volvería a ser la misma
por mucho que quisiera. Pero aquella experiencia también me había hecho crecer como persona y
me había enseñado mucho de la vida y de lo que realmente merecía la pena.
De camino a casa, repasé en mi mente todo lo que había vivido y, me di cuenta de que, pese al
dolor y al sufrimiento, pese a todo lo negativo, no cambiaría ni una coma de lo ocurrido porque
cada uno de los sucesos de aquel maldito viaje formaban parte de la persona que ahora era y, sin
lugar a duda, era mucho mejor que aquella que se fue.
Ya delante de la puerta de casa observé con detenimiento mi barrio que parecía haber
permanecido congelado en el tiempo, inalterable. Me detuve y me demoré unos instantes para
tomar aire, el que seguro me faltaría en cuanto cruzase aquel umbral y abrazase de nuevo a mi
familia. Joel, que era perfectamente consciente de todo lo que estaba sintiendo, me observaba en
silencio dándome el espacio y el tiempo que necesitaba para entrar.
—Tienes miedo, ¿verdad? Miedo a que nada sea igual, miedo al futuro, miedo a olvidar el
pasado… —reflexionó en voz aita.
—Estoy aterrada, como si cruzar esa puerta fuese a transportarme a otra realidad. Temo que
nada vuelva a ser igual y a la vez temo que lo sea y ya no me baste —expresé, sintiendo que mi
vida no dejaba de dar tumbos.
—Bueno, en cierto modo la vida es eso, obstáculos y cambios. ¿Acaso crees que yo no siento
vértigo?
—Supongo que sí: para ti tampoco ha de ser fácil —admití.
—Tranquila, pase lo que pase, son tu familia y todo terminará por encajar. Ya lo verás.
—Eso espero.
De pronto, la voz aguda y chillona de Kate, que se acababa de asomar a la ventana al vernos
llegar, rompió el silencio de la mañana y de las calles e hizo que todo el mundo en la casa saliese
a la puerta a recibirnos.
—¡Abby ha vuelto! ¡Abby está aquí! —gritaba una y otra vez, haciendo que incluso nuestros
vecinos se asomasen a sus ventanas.
Sin poder evitarlo, rompí a llorar de emoción al verlos aparecer tras la puerta. Había habido
tantos momentos durante aquella odisea en los que pensé que jamás podría regresar, que no
volvería a ver sus caras, que estar allí de vuelta junto a mi familia me parecía un sueño casi
imposible de alcanzar. Sin cruzar ni una sola palabra, se montó una especie de piña en mitad del
jardín que Joel observaba un poco separado, no sin cierta envidia y algo de tristeza al pensar en
Gustav y en el mundo que había dejado atrás. Cuando los abrazos y besos dejaron por fin lugar a
las palabras, me acerqué hasta Joel y tomándolo de la mano aproveché para presentárselo.
—Quiero presentaros a alguien —dije con la voz todavía entumecida por la emoción—. Este
es Joel, una de las personas que han estado a mi lado desde que empezó esta locura y mi…
Lillian, que me conocía demasiado bien, sonrió y entre gritos de alegría espetó a los cuatro
vientos:
—¡¡Noooo, no puede ser!! ¿Te has casado…? ¡Te has casado…!
¡¡¡¡¡Uualllaa!!!!!
—¿Cómo? ¿Sin nosotros? ¿Cuándo? —preguntó Leo mientras papá, atónito, contemplaba a
Joel con una expresión algo extraña.
Viendo el alboroto que se había montado en torno a él, Joel enrojeció sin saber a dónde mirar.
—Bueno, era la única forma de que pudiese entrar sin problemas en Inglaterra. —Expliqué—.
Si no llega a ser por eso, lo hubiésemos hecho de otra forma.
—Eso seguro —añadió Joel tímidamente.
Kate, que no dejaba de dar brincos como si llevase un resorte en los pies, se acercó a papá y
sin apenas darle tiempo a responder, le dijo que iba a casa de Broke a avisarla y salió corriendo
calle abajo. Aquella mañana fue una de las mejores en mucho tiempo, salvo por un detalle; que
mamá no estaba allí para recibirnos.
Al rato, entramos en la casa y tras dejar el equipaje en mi antigua habitación, que ahora, con la
falta de Broke había ocupado Lillian, bajamos al salón donde, además de papá, ya nos esperaban
Broke y su marido.
—¡Broke! —exclamé eufórica—. Tengo tanto que contarte.
—Y yo a ti. —Se lanzó a mis brazos—. Espera, que no te he presentado a Tom. —E invitó a su
marido a acercarse.
—Ni yo a Joel —dije para su asombro.
—¿Cómo?
—No eres la única que se ha casado —expliqué, sonriendo y diciéndole a Joel que se
acercase—. Lo nuestro seguro que fue menos romántico que lo vuestro, pero ya te contaré.
—¡Más te vale! —dijo, dándole dos besos a Joel mientras yo hacía lo propio con su marido.
—Pero antes de nada, ¿qué sabéis de mamá? —pregunté, rompiendo la magia del momento.
—Bueno, enviamos una carta a Churchill pidiéndole que interviniese en su favor, pero no
hemos tenido respuesta —comentó papá con gesto de preocupación—. Lo cierto es que ya no sé
qué hacer. Si no llega a ser por el oro que nos mandaste, hubiésemos pasado por serios
problemas.
—Mañana mismo me pongo a buscar la forma de sacarla de ahí —repuse con tristeza.
—No es algo sencillo —intervino Lillian desde la puerta—. Habría que pagar a un buen
abogado, y eso es mucho dinero.
—Pues lo pagaremos —respondí.
—¿Con qué? —preguntó mi padre con tristeza.
—Con esto. —Saqué el fajo de billetes que Ilka me dio antes de marchar y que oportunamente
había cambiado por francos en Suiza.
—¡Dios santo! —exclamó Broke para la que un fajo de billetes o una joya eran casi una visión
divina—. ¿De dónde puñetas has sacado todo ese dinero?
—Creo que Ilka estaría contenta de que lo usases para esto —apuntó Joel.
—¿Quién es Ilka? —preguntó Lillian, ante la mirada atenta del resto de los presentes.
—Ilka es… —Comencé a explicar con voz entrecortada—. Ella fue la persona que me acogió
en su casa como parte de su familia, la que me ayudó a infiltrarme y a la que apresaron antes de
marchar. El dinero es suyo.
—No quiero ni pensar por todo lo que has tenido que pasar —dijo papá, viendo el dolor en
mis ojos.
—Más de lo que hubiese querido —respondió Joel—. Y seguramente mucho más de lo que
ninguno nos merecíamos.
—¿Conseguiste la lanza? —preguntó Broke.
—Por supuesto. ¿Acaso lo dudabas?
—¡Quiero verla! —exclamó Lillian, emocionada.
—Luego la bajo. Pero sobre todo recordad que nadie debe cogerla con las manos desnudas —
remarqué.
—Por cierto —interrumpió Joel—. Hay otro tema que deberíamos resolver cuanto antes.
Sorprendida, le miré sin tener ni idea de a qué se refería.
—Te recuerdo que hay un almacén en el sur de la ciudad que de un momento a otro recibirá
todas las cosas de Ilka; si no lo ha hecho ya —dijo con tristeza en su mirada—. Alguien debería
hacerse cargo de ello sin falta.
—No sé si seré capaz —repliqué apesadumbrada.
—No hay más remedio; habrá que acudir y ocuparse de todo —respondió—. Recuerda que el
envío viene a nombre de ella y al tuyo; yo no puedo encargarme solo.
—Lo sé. Mañana, si me siento con fuerzas, nos acercamos.
Tumbada en mi vieja cama, abrigada con aquellas mantas que olían a hogar, parecía que el
tiempo no había pasado. Aquella noche fue la primera que conseguí dormir de un tirón en mucho
tiempo. A pesar de todas las cosas que todavía quedaban por resolver, el hecho de estar en casa
me había dado la paz interior necesaria para seguir adelante.
A la mañana siguiente acudí al centro junto con papá para contratar al mejor abogado
disponible. En cuanto le explicamos el caso vio, según él, bastante claro cómo ganarlo. En su
opinión, además de lo estrambótico de juzgar a alguien por brujería en pleno siglo XX, el proceso
tenía diversos errores de forma que eran la clave para anular el juicio y liberar a mamá antes de
Navidad. En menos de un mes y con el beneplácito de Churchill, que tampoco comulgaba con
aquel anacronismo, mamá estaría en breve de vuelta en casa.
Por la tarde, después de comer con toda la familia, Joel y yo acudimos al almacén que había
cerca del puerto, para comprobar si las pertenencias de Ilka habían llegado. Al ver sus cosas y sus
cajas allí apiladas en una de las naves, sentí que el corazón se atoraba. Estar frente a aquellos
objetos sabiendo que quizás nunca volvería a verla hacía que me sintiese culpable.
—¿Qué vamos a hacer con todo esto? —Miré a Joel horrorizada.
—Pues quedártelo; es lo que ella querría.
—Pero no sé qué uso dar a más de la mitad de sus cosas.
—Sé que hay cosas que no vas a utilizar, pero deberíamos guárdalas por si un día, cuando
acabe esta pesadilla, aparece viva.
—Oírte hablar así de ella me pone los pelos de punta. —Me negaba a darla por muerta.
—Lo sé, pero has de ser consciente de que, por desgracia, las probabilidades de volver a
verla son muy bajas.
—Ojalá te equivoques.
Tras firmar todos los documentos, la mercancía era nuestra. Sin embargo, necesitamos un par
de meses para sacarla de allí y llevarla, poco a poco, hasta nuestra humilde casa.

***
Domingo, 24 de noviembre de 1940.

Cerramos las viejas persianas de madera y apagamos las luces del salón como siempre
habíamos hecho, dejando únicamente un par de velones rojos encendidos al lado del confesionario
de madera. El reflejo rojizo iluminaba la sala creando el ambiente necesario para empezar las
invocaciones. Mamá, vestida con su larga túnica negra, se sentó una vez más en el viejo sillón de
roble. Todo estaba perfectamente preparado para iniciar la sesión, aunque esta vez no había
invitados de fuera, esta vez los únicos asistentes éramos nosotros.
Papá, Broke, Lillian, Joel y yo misma esperamos sentados frente a ella a que aquel ente que
había cambiado para siempre nuestras vidas se manifestase de nuevo en nuestra casa y reclamase
para sí el objeto que tantos dolores de cabeza nos había causado.
—Yo te invoco. Invoco a aquel ser que hace casi un año nos encomendó recuperar la lanza de
Longinos. Ven a mí… entra en mí… manifiéstate, yo te lo pido.
Joel, que jamás había visto algo así, me miraba sin saber qué pensar de todo aquello.
De pronto, algo cambió en la sala, algo que, como en anteriores sesiones, fue primero muy
sutil y luego cada vez más notable; algo inesperado que nos hizo darnos cuenta de que aquel ser ya
estaba con nosotros. Las llamas de las velas comenzaron a dibujar, de forma coordinada y con
movimientos rítmicos, aquellas hipnóticas figuras, figuras que recordaban lenguas de fuego,
serpientes majestuosas que parecían bailar al mismo son reflejándose misteriosamente sobre el
papel pintado de la pared. Mamá me miró entonces fijamente sabiendo que ya habíamos
contactado con él y que en breve perdería la consciencia. Como las anteriores veces, la lámpara
de araña del salón empezó a temblar y luego a tambalearse de un lado a otro, como empujada por
una mano invisible. Las ventanas se abrieron de par en par golpeando violentamente las paredes y
haciendo que los objetos volasen por la habitación generando el ya acostumbrado caos. Joel se
incorporó asustado sin saber cómo reaccionar ante aquella situación tan poco habitual. Lo agarré
de la mano y le tranquilicé haciendo que volviese a tomar asiento a mi lado. En ese instante, mamá
cayó inconsciente, convulsionándose de forma contundente y emitiendo aquellos inquietantes
alaridos hasta que aquel ser tomó posesión de su cuerpo.
—¿Hola? ¿Estás aquí? —pregunté, esperando su respuesta.
—¡Veo que has traído la lanza! —exclamó aquella voz profunda y escalofriante.
—Sí, aquí la tienes —respondí, sosteniéndola entre mis manos con los guantes.
—Bien.
—¿Y ahora qué?
—Custódiala donde nadie pueda verla, donde nadie más pueda volver a usarla —dijo.
—¿Cómo?
—¡Que la hagas desaparecer!
—Pero… ¿Yo? —pregunté incrédula—. ¿Dónde la escondo? —exclamé, deseosa de
sacármela de encima de una vez y sin saber qué hacer con ella.
—Sí, tú. Entiérrala si es necesario.
—Pero… ¿quién eres? —pregunté tratando de resolver la pregunta que desde un inicio me
quitó el sueño.
—No es importante.
Y como en las anteriores sesiones, tras algunas convulsiones, tal como había llegado allí, se
fue, dejando a mamá medio inconsciente, mareada y absolutamente desconcertada.
—¿Y ahora qué? —dije yo, sin saber qué hacer con aquel dichoso objeto.
Joel, que todavía no salía de su asombro, era incapaz de reaccionar. Papá me miró y tras unos
instantes respondió:
—Ponía en una caja con candado y yo excavaré mañana en el jardín un agujero tan profundo
que nadie jamás volverá a saber de su existencia —afirmó con decisión.
—¿Quieres decir?
—Sí, parece la mejor solución —añadió Broke, que asistía por primera vez a una de aquellas
sesiones.
Y así fue como al día siguiente a más de dieciséis pies bajo el suelo dentro de una caja
metálica cerrada con un candado y cubierta por cemento, la famosa lanza del destino desapareció
para siempre de nuestras vidas junto con aquel ser. Jamás volvimos a saber de él y tampoco
supimos nunca el nombre del responsable de aquella búsqueda, ni tampoco si sus verdaderas
razones fueron las que nosotros imaginamos. En cualquier caso, la paz y la normalidad regresaron
a nuestra casa dejando que mamá pudiese recuperar su trabajo.
36
El final de la guerra

A l año siguiente de regresar a Portsmouth, Joel y yo decidimos casarnos de nuevo, pero esta
vez con la familia y con una gran ceremonia, como siempre había deseado. Y aunque de
momento seguíamos viviendo en casa de mis padres y a ellos no les corría prisa que no fuésemos,
decidimos que debíamos mudarnos, sobre todo si queríamos tener nuestra propia familia. Broke,
que ya tenía una preciosa niña de tan solo dos meses, estaba ansiosa de que su hija tuviese pronto
una primita con quien poder jugar. Así fue como finalmente tomamos la decisión de, con el dinero
que nos quedaba de Ilka, pagar la entrada de una casita cerca de la de mis padres y de la de
Broke.
Por desgracia, fuera de nuestro pequeño mundo, la vida seguía casi igual. La guerra con
Alemania todavía duró casi tres años y medio más, hasta el 30 de abril de 1945 cuando Hitler,
sabiéndose derrotado y encerrado en el búnker de la Cancillería del Reich en Berlín, decidió
suicidarse junto con Eva Braun. Según se hizo público, él se suicidó por medio de un disparo en
la cabeza y ella recurrió al envenenamiento con cianuro. El 8 de mayo, en el día que pasaría a ser
recordado como el día de la victoria de Europa, se firmaba la paz. Sin embargo, la suerte del
Führer, fruto de la maldición de la lanza o quizás de sus propias imprudencias, había empezado a
empeorar mucho antes.
En junio de 1941, las cosas empezaron a cambiar para este ególatra y es que además de tener
los frentes inglés y francés abiertos, decidió, con la Operación Barbarroja, embarcarse en otro
más: el soviético. Desde un inicio, sabían que la velocidad a la hora de atravesar aquellas tierras
era primordial para vencer y aunque de entrada avanzaron con decisión y sin apenas detenerse
hasta casi las puertas de Moscú, Hitler decidió desviar momentáneamente parte de las tropas para
reforzar el sur, en contra de la opinión de sus propios generales. Eso ocasionó la perdida de todo
un mes, tiempo crucial para que los soviéticos reforzasen sus posiciones y contraatacasen.
Además, el invierno cayó con toda su crudeza sobre unos soldados que no estaban acostumbrados
a combatir en aquellas condiciones climatológicas tan adversas. Su oportunidad de vencer a los
rusos y entrar en Moscú se desvaneció por momentos y buena parte de su ejército murió de
hambre y frío a lo largo de aquella contienda que duró más de dos años.
A finales de ese mismo año, el Führer cometió un nuevo error fruto de la soberbia y de su
obsesión por infravalorar el poder del resto de las potencias: declarar la guerra a los Estados
Unidos de Norteamérica. Un acto que a ojos de las fuerzas abadas fue suicida y que pagaría muy
caro.
A comienzos de 1944, Hitler era plenamente consciente de que su situación se había
complicado y que la lucha por el control del norte de Europa era inminente; los aliados no
tardarían en cruzar el canal. Sin embargo, convencido que el paso a defender era el de Calais,
hasta julio no decidió mover parte de sus tropas hasta Normandía, pero llegaría tarde. Por si todo
esto no bastase, Hitler estaba rodeado de personas que nunca discutieron sus acciones y empezó a
creerse invencible, incluso cuando ya no había motivos para estar tan seguro de ello.
Incluso su fiel astrólogo, Karl Ernst Krafft, a quien había creído a pies juntillas todos aquellos
años, comenzó a ser cuestionado cuando insinuó el riesgo de un bombardeo británico sobre el
Ministerio de Propaganda en Berlín, algo que desde luego ocurrió. De hecho, el hombre mandó
una carta a la Gestapo con la información y se consideró un acto de traición. Krafft fue entonces
encarcelado, falleciendo a principios de enero del cuarenta y cinco cuando era llevado al campo
de concentración de Buchenwald.
El 13 de octubre de 1944, los aviones norteamericanos bombardearon la ciudad de
Núremberg, causando graves desperfectos en la puerta del castillo donde se hallaba la lanza de
Longinos y dejando la cámara a la vista. Hitler, aparentemente desconocedor de que el objeto que
obraba en su poder ya no era el auténtico, ordenó que la lanza fuese trasladada con urgencia a los
sótanos de la Escuela de Panier Platz. Sin embargo, los soldados confundieron la lanza de San
Mauricio con la santa lanza, lo que hizo que la réplica de la lanza del destino permaneciese en el
castillo.
Los campos de concentración y de exterminio nazis fueron liberados a medida que los
ejércitos aliados avanzaban hacia Berlín. Las primeras liberaciones tuvieron lugar gracias al
Ejército Rojo en julio de 1944 en el campo de Majdanek, Polonia y las últimas el 8 de mayo con
la capitulación incondicional de Alemania. Joel no podía evitar pensar que quizás Gustav
estuviese entre los afortunados, pero aún era pronto para poder viajar hasta Berlín con garantías.
Cuando el 20 de abril de 1945 Núremberg fue ocupada por el Tercer Ejército estadounidense
del general George Patton, este, conocedor de la existencia de la santa lanza y del supuesto poder
que se le otorgaba, ordenó buscarla. El día 30 del mismo mes el teniente Waltern Horn encontró
dicho objeto en el búnker del castillo, de donde nunca se movió. Casualmente, el mismo día,
Hitler se quitó la vida. La lanza fue llevada a Estados Unidos y, tiempo después, el general
Dwight Eisenhower obligó a devolver la reliquia a sus antiguos dueños. Así fue como Patton
entregó la lanza de Longinos al Museo Hofburg de Viena.
En la noche del 1 de mayo de 1945, consciente de la muerte de Hitler y de la futura rendición,
Goebbels, encerrado también en el búnker junto con su familia, llamó a un dentista de las SS, para
que inyectase morfina a sus seis hijos. Una vez inconscientes, les vertió una ampolla de cianuro en
sus bocas con la intención de causarles la muerte. Luego, el matrimonio subió a los jardines y tras
un breve paseo bajo la luna, se suicidó.
Gerda Bormann y sus hijos marcharon a Italia el 25 de abril, justo después de un ataque aéreo
aliado, mientras que su marido permanecía junto al Führer. El 1 de mayo, tras el suicidio del
Hitler, Martin abandonó el Führerbunker llevando consigo una copia del testamento y la última
voluntad de Hitler. Sin embargo, desapareció sin dejar rastro y hasta muchos años después sus
restos no fueron encontrados, confirmando que nunca pudo dejar Berlín.
Al finalizar la guerra, Gertud Scholtz fue apresada por los soviéticos y enviada a un campo de
concentración, pero logró escapar junto a su marido, pasando a vivir en la clandestinidad gracias
a documentos falsos. Se refugiaron en un castillo de Bebenhausen y hasta 1948 el tribunal de
Núremberg les dio por fallecidos. A finales del mismo año fueron detenidos y juzgados en
Francia. Su condena tan solo fue de un año y medio de prisión y dos años y medio de trabajos
forzados.
Alemania quedó dividida a partir de aquel momento en cuatro zonas militares de ocupación:
estadounidense, británica, francesa y soviética. En 1949, las tres zonas ocupadas por Estados
Unidos, Gran Bretaña y Francia se convirtieron en la Alemania Occidental y la zona soviética en
la Alemania Oriental.

***
A principios de 1946 Joel y yo regresamos a Berlín. Sabíamos que era muy poco probable que
Gustav o Ilka estuviesen vivos, pero teníamos que intentarlo; se lo debíamos. Tomamos un avión
directo desde Londres hasta la capital alemana; llegar allí en tan poco tiempo se nos hacía
extraño.
La ciudad que un día fue majestuosa apenas parecía la misma. Los más de trescientos
cincuenta bombardeos de las fuerzas aliadas y los soviéticos castigaron la ciudad de tal forma que
destruyeron su belleza y también su arquitectura. Se hacía difícil reconocer lugares míticos entre
los escombros de aquella terrible guerra. Ni siquiera el palacio real se había salvado tras aquella
barbarie. La gente sobrevivía como buenamente podía, incluso en casas cuya estructura amenazaba
con caerse; no tenían otro sitio a donde ir. Ver aquella ciudad así nos produjo una gran tristeza.
Avanzamos hasta la zona donde Gustav y Joel habían vivido, pero el barrio era tan solo un montón
de escombros. Joel miraba el enclave donde un día estuvo su casa y el taller de Gustav con el
alma encogida. Ahora tan solo quedaban las ruinas de lo que un día fuera su vida. Con los ojos
repletos de lágrimas era incapaz de pronunciar ni una sola palabra. La propia estación había sido
destruida y era completamente impracticable. Rastreamos la ciudad, sin demasiadas esperanzas en
busca de pistas, pero todo rastro de aquellos que habían vivido allí parecía haberse volatilizado
para siempre. La gente, que parecía haber perdido la ilusión por vivir, se limitaba a seguir con su
día a día sin esperar nada de un futuro absolutamente incierto.
Al cabo de unas horas nos acercamos hasta la antigua casa de Ilka, que, afortunadamente,
todavía seguía en pie, aunque su fachada reflejaba ennegrecida el terror vivido en aquellas calles.
Esperando algo así como un milagro que en el fondo sabía que no iba a ocurrir, llamé al timbre
varias veces. Aguardamos algunos minutos, pero nadie parecía abrimos. Cuando estábamos ya a
punto de irnos, alguien abrió la puerta: era Trisha.
—¡Señorita Kristin! —exclamó con los ojos repletos de lágrimas.
—¡Trisha! —La abracé con todas mis fuerzas.
En su rostro se reflejaba el sufrimiento causado por lo que había vivido. Al verla andar hacia
mí percibí una ligera cojera en su pierna izquierda. Tras unos instantes en que las palabras
cedieron paso a las emociones y los abrazos, nos invitó a entrar. Volver a pisar aquella casa sin
Ilka era algo para lo que no estaba preparada, ni lo estaría jamás. Trisha nos hizo sentar y nos
contó lo que ocurrió aquella horrible mañana de octubre.
—La señora Ilka se fue a trabajar muy temprano y regresó hacia las nueve y cuarto de la
mañana para coger algunas cosas e ir a la estación. Por desgracia, no se dio cuenta de que la
seguían —explicó con dolor—. Tan pronto abrí la puerta, el señor Goebbels, acompañado de dos
hombres más, entraron tras ella empujándola y tirándola al suelo.
—¿Y qué ocurrió después? —pregunté horrorizada.
—Cuando vieron que la casa estaba medio desmantelada y que usted no estaba, Goebbels
enfureció y empezó a golpearla una y otra vez con fuerza. La señora no soltaba ni palabra.
—¡Dios mío! —exclamé con los ojos empañados por las lágrimas.
—¡Tenía que ser él! —añadió Joel con rabia.
—Luego nos ataron a las dos y nos interrogaron violentamente durante horas; pero yo no sabía
nada y ella no iba a hablar, aunque la matasen. Así que finalmente aquel asesino que nos había
golpeado hasta la extenuación optó por pegarle un tiro en la nuca y amenazó con hacer lo mismo
conmigo si no colaboraba —relató, llorando.
—No puedo ni imaginar por lo que tuvisteis que pasar —sollocé.
Joel me abrazó con fuerza temiendo que me derrumbase.
—Cuando usted llamó, traté de avisarla como buenamente pude. No podía permitir que
también la apresasen.
—Lo sé, gracias, Trisha. Siento tanto todo lo que pasó —añadí entre lágrimas—. Daría lo que
fuera por que siguiera viva.
—Aquel día su amigo se despidió dejándome este regalo —dijo mientras subía su larga falda
para mostrarnos una pierna deforme fruto de varias balas. La miré, rota de dolor sin ser capaz de
decir nada, tan solo podía llorar mientras sostenía con fuerza su mano entre las mías—. Ella la
quería como a una hija.
—Y yo a ella como a una madre.
—¿Sabe qué fue del cuerpo? —preguntó Joel.
—Se lo llevaron sin más; supongo que lo harían desaparecer —apuntó con tristeza.
Aquella noche y la siguiente nos quedamos allí, entre los recuerdos de un pasado que se
habían ido para no volver jamás. Encontrarme de nuevo entre aquellas paredes era lo más cerca
que conseguiría estar de ella de nuevo.
Desvelada, recorrí la casa a oscuras reviviendo pasajes de mi vida que nunca podría olvidar y
que me habían cambiado para siempre.
A la mañana siguiente, reemprendimos la búsqueda de Gustav, pero parecía como si la tierra
lo hubiese engullido. Tras preguntar en varios organismos y patear los pocos lugares donde
todavía vivían algunos judíos, localizamos a su viejo amigo Alder. Aquel hombre enérgico y lleno
de vida que una vez conocí ya no era el mismo. Medio ausente y muy envejecido tras haber pasado
parte de aquellos años en un campo de concentración, apenas hablaba. En su mente, los recuerdos
previos a aquella traumática experiencia eran como iglús dispersos en la memoria que tenía que
rescatar con prudencia para no terminar de perderse a sí mismo para siempre. Su juicio,
distorsionado por la tortura y las barbaridades que había visto, a duras penas alcanzaba a
reconocernos. Atorado en aquella realidad lejana desde la que nos observaba, tuvo un momento
de lucidez.
—¡Joel! —exclamó, reconociendo al sobrino de su amigo—. ¿Dónde has dejado a Gustav? —
soltó para nuestro asombro y horror—. ¿Está en el taller?
Alder no sabía ni en qué lugar estaba y menos en qué momento. Joel le abrazó como si al
hacerlo pudiese abrazar también su tío. Tras despedirnos de él y de su hermana, que era quien le
cuidaba, decidimos dejar anotadas nuestras señas, por si la casualidad quería que algún día
Gustav le encontrara. Aquella noche para Joel fue terriblemente dura. Ver lo que aquellos salvajes
habían hecho con Alder le hacía pensar en las cosas que posiblemente había tenido que vivir su
tío. Imaginar que Gustav podía seguir vivo de la forma en la que lo estaba su compañero no le
parecía para nada una opción deseable. Para él hubiese sido preferible saber que su tío estaba
muerto; por lo menos eso le dejaría descansar.
A la mañana siguiente, tras recoger nuestras cosas y despedirnos de Trisha, regresamos a casa.
Por desgracia, allí ya no había nada que pudiésemos hacer. El viaje de vuelta fue especialmente
doloroso para ambos; no estábamos preparados para saber que no íbamos a ver nunca más a Ilka y
a Gustav.
37
En la actualidad

A quel sábado de principios del mes de julio era especialmente cálido. El sol se reflejaba en
las ventanas de la casa calentando los cuartos e iluminándolo todo. Los niños, que hacía
apenas una semana que habían terminado sus clases, empezaban eufóricos las vacaciones de
verano. Entre risas y gritos, muchos salían a los jardines del vecindario a jugar mientras sus
madres terminaban de recoger los desayunos y de hacer las camas. Era la mejor época de todas y
en la que más vida se podía hacer en la calle. A diferencia del resto del año, frío y lluvioso, los
primeros calores eran siempre bien recibidos en la zona.
Lisa, que, como siempre, recién levantada disfrutaba asomándose a la ventana de su habitación
para observar al resto de los niños jugando en la calle, miró sorprendida a su jardín. Aquella
mañana la entrada de su casa lucía muy distinta.
—¡Lisa! —llamó Susan desde debajo de las escaleras—. Baja ya a desayunar.
—¡Mamá, mamá! ¡Tienes que ver esto! —gritó ella emocionada mientras seguía mirando la
calle.
—¿Quieres bajar ya? —insistió su madre.
—¡Es increíble, mamá, tienes que verlo! —vociferó la niña mientras descendía por aquellos
viejos escalones saltándolos de tres en tres.
—¿Qué ocurre, a qué viene tanto alboroto tan temprano?
—¿Sabes que tenemos topos en el jardín? ¿Podemos quedárnoslos? ¿Puedo darles de comer?
—¿Topos? Pero… ¿qué tonterías dices?
—Sí, mamá, han hecho un agujero inmenso en nuestra entrada —contestó, haciendo enmudecer
a Susan cuyo rostro cambió rápidamente su expresión risueña por una de preocupación.
Sin responder a la pequeña, Susan corrió hasta la puerta y tras abrirla vio aquel enorme cráter
ante su puerta.
—¡Tom, baja! —gritó alterada.
—¿Qué ocurre? —respondió él, asomándose por la barandilla de la primera planta.
—Baja ahora… —ordenó Susan, inquieta.
—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Lisa, que no terminaba de entender cuál era el problema.
Tom que, asustado por el tono de voz de Susan, bajó corriendo las escaleras miró al exterior
sin saber qué decir o qué hacer.
—Lo han encontrado —dijo ella preocupada—. La tía Abby nos avisó, nos dijo que esto
podía ocurrir, pero no le hicimos demasiado caso.
—¿Y ahora qué? —preguntó Tom.
—No lo sé, pero te anticipo que se avecinan problemas. Cuando la lanza está en poder de
alguien es que algo horrible va a ocurrir.
Nota de la autora

S iempre he afirmado que la inspiración para escribir una novela es algo que surge en el
momento y en el lugar que uno menos espera y que, cuando te asalta esa chispa creadora,
nada puede detenerla. Así fue como nació La maldición de la lanza sagrada, tras una
conversación con Isabel Margarit, directora de la revista Historia y Vida, en la que me habló de
un personaje apasionante, aunque poco conocido: Helen Duncan.
Esta famosa médium inglesa, juzgada por brujería en plena Segunda Guerra Mundial, se
convirtió en el detonante de una historia donde el más allá y la leyenda se entremezclan con la
historia real de la lanza que atravesó el costado de Cristo y la obsesión por las reliquias
históricas de la que el propio Hitler y algunos de sus generales hacían gala. Para aquellos que
quieran saber más sobre este personaje, o sobre la lanza y su maldición, dejo aquí unos enlaces:

https://elretohistorico.com/helen-duncan-la-bruja-peligrar-desembarco normandia/
http://helenduncan.org/
https://www.espaciomisterio.com/misterios/heilige-lance-la-lanza-del-destino_18764
http://misterioresuelto.com/index.php/2016/09/17/la-lanza-de-cristo-que-hitler-robo/
LAURA FALCÓ LARA (17 de marzo de 1969, Barcelona). Estudió Filología Inglesa en la
Universidad de Barcelona y cursó el Máster en Dirección de Empresas en la ESADE. Comenzó a
trabajar en el mundo editorial en 1995 y desde entonces ha dirigido varios sellos del Grupo
Planeta, entre ellos Martínez Roca, Minotauro, Timun Más, Cúpula, Esencia y Zenith. Más
adelante Falcó Lara se convirtió en la presidenta de Prisma, la división de revistas del mismo
grupo editorial. Además de trabajar como editora colabora en programas radiofónicos como La
rosa de los vientos de Onda Cero y también en espacios televisivos como Hora punta en TVE. En
lo literario, Falcó Lara es autora de novelas como Gritos antes de morir, Amanecer de hielo y La
maldición de la lanza sagrada, entre otras.

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