Ángel Rama La Caza Literaria Es Una Altanera Fatalidad
Ángel Rama La Caza Literaria Es Una Altanera Fatalidad
Ángel Rama La Caza Literaria Es Una Altanera Fatalidad
Crónica, y no novela, prefirió el autor para el título. Aunque siempre ha defendido, aun tratándose
de sus más fantasiosas invenciones, la estricta realidad de los sucesos que cuentan sus libros,
nunca como ahora en esta última obra ha sido tan explícito e insistente. Se trata de una crónica y
es consciente de las dos definiciones que del término da el Diccionario, las cuales se combinan
elusivamente en su libro: “Historia en que se observa el orden de los tiempos” y “Artículo
periodístico sobre temas de actualidad”. Hará historia, aunque no conservará el orden de los
tiempos y actuará como el periodista que recaba información aunque su tema no sea de
actualidad, dado que desentierra un episodio ocurrido 27 años atrás en un pequeño pueblecito de
la costa colombiana.
Esta petición de principios ha sido acompañada por la sociedad colombiana que rodeó la aparición
del libro de la máxima expectativa: la nunca vista tirada inicial (un millón de ejemplares), la lectura
casi pública por todos los sectores sociales, la reconstrucción periodística de los sucesos que sirven
de base a la novela. Magazín al día, la nueva revista colombiana, comisionó a dos perspicaces
periodistas, Julio Roca y Camilo Calderón, para que hicieran, paralelamente al libro, la crónica del
trágico episodio ocurrido el 22 de enero de 1951 en el municipio de Sucre donde “el joven sucreño
Cayetano Gentile Chimento, de 22 años, estudiante de tercero de medicina en la Universidad
Javeriana de Bogotá y heredero de la mayor fortuna del pueblo, cayó abatido a machetazos,
víctima inocente de un confuso lance de honor y sin saber a ciencia cierta por qué moría”.[1]
La crónica de los jóvenes periodistas colombianos construye el doble fantasmal de la crónica que
escribió García Márquez: también ellos fueron al pueblo de los hechos, también ellos interrogaron
a los testigos, también ellos reconstruyeron los sucesos, y luego cotejaron su información con la
manejada por el autor en la novela, estableciendo identidades y semejanzas pero, sobre todo, di-
ferencias. Pues éstas no sólo delimitan el territorio de ambas pesquisas, sino que además fijan la
frontera entre la crónica periodística y la literatura.
Escribiendo su Crónica, García Márquez pudo haber repetido la frase de Federico García Lorca
justificando la que veía como una mutación de su estilo al redactar La casa de Benarda Alba a
partir de un episodio de la vida pueblerina andaluza: “Realidad, realidad, ni una gota de poesía”.
Tal como pasó en este ejemplo, los lectores de García Márquez no dejaran de percibir en su obra
al Autor, que francamente asume, como en ninguna otra producción anterior, el papel de “Deus ex
machina”. No meramente en esos artilugios del estilo que, como los similares de Borges, han
pasado a ser la marca de fábrica que se pone en el orillo de la tela y que por su repetición han
dejado de maravillar como lo hicieran inicialmente (la moneda de oro que se tragó a los cuatro
años Santiago Nasar y es descubierta durante la autopsia; la raya que traza en la tierra el dedo del
Bayardo San Román borracho atravesando el pueblo entero, etc.) sino sobre todo en esa sutil
distancia respecto a la realidad que también los periodistas dicen haber reconstruido. Los lectores
que cotejen ambas crónicas convendrán que la obra de García Márquez no ofrece la desnuda,
aséptica, objetiva enunciación de hechos ocurridos en la realidad, en un pueblo real con seres
reales, sino esa otra cosa que es la literatura, ese tejido de palabras y de estratégicas ordenaciones
de la narración para transmitir un determinado significado, que sean cuales fueren sus fuentes, no
es otra cosa que una invención del escritor. En el mejor de los casos, una lectura de la realidad; en
el más común, una interpretación; en el más afinado, una invención a la manera de la realidad,
que vale tanto como decir, un artificio. Un juego de palabras que nos fascina y engaña con sus
pases de prestidigitación, sabiendo bien que no es magia, que no es realidad, pero que lo parece
tal cual, porque es de la estofa de nuestros sueños, de nuestros deseos y nuestras culpas.
La investigación de los periodistas se sumará a las habituales, múltiples, declaraciones del Autor; a
sus respuestas a los previsibles, numerosos, reportajes; a sus artículos de autoanálisis,
componiendo lo que en retórica llamamos los paralipómena, ese cumulo de materiales anexos
que, a partir de los Cien años de soledad, han venido acompañando sus obras, rodeándolas,
invadiéndolas, anegándolas en la interpretación. Es un bosque de palabras que bajo su confesado
propósito explicativo, acarrea el subrepticio afán de todo bosque: esconder con azoro la “rama
dorada” que abra el camino hacia el reino subterráneo. Digamos: demarcar el camino para
después confundirlo; caer hacia la confesión y rehusarse repentinamente; proclamar la verdad
sobre algo trivial; golpear la puerta del infierno para afirmar que allí no hay nada, nadie. Las vías
maestras de estos vínculos sutiles llevan los pesados nombres de las diosas de la tropología
clásica: Metáfora, Metonimia, Sinécdoque. Como las Parcas, también ellas tejen: construyen el
destino literario.
Con estas páginas yo también compongo mi crónica a la manera de una investigación, salvo que
no pretendo predicar sobre la realidad del mundo, sino sobre esa otra deleitosa y trágica de la
literatura, trazando un sendero en el bosque de las palabras.
Crónica, sí, pero no de un crimen, ni de la inmolación del inocente, ni siquiera de la reparación del
honor, sino de una muerte anunciada. Bien diferente, por lo tanto, de lo consignado en las
crónicas de los periodistas. En éstas encontramos una historia trivial que no por anacrónica, era y
sigue siendo menos común en muchas sociedades pueblerinas, en América Latina, como en la
propia Europa, la cual se agota en el mismo acontecimiento cuyas acciones se encadenan
rígidamente mediante articulaciones causales. La sucreña Margarita Chica (Angela Vicario) casa
con el joven Miguel Reyes Palencia (Bayardo San Román) quien la devuelve esa misma noche a sus
familiares porque “la muchacha no tenía sus prendas completas”, lo que ella atribuye a su anterior
novio, Cayetano Gentile (Santiago Nasar), quien era amigo de su fugaz marido y que ni siquiera
apareció por la fiesta de boda; los hermanos de la deshonrada, Víctor Manuel (Pablo) y José
Joaquín (Pedro), que no eran gemelos, persiguen y matan a machetazos al culpable; los esposos se
divorciarán, Miguel Reyes volverá a casar y tendrá larga descendencia, en tanto Margarita
esconderá su vergüenza en otro pueblo de la costa colombiana sin volver a ver a su ex-marido.
El cotejo de este suceso trivial y, por qué no decirlo, trágico-cómico, con la mera línea de acciones
de la novela de G. G. M., demuestra que la realidad ni siquiera sabe imitar al arte, disolviendo toda
pretensión de que estuviéramos ante un ejemplo latinoamericano de non fiction novel como las
de Truman Capote, Norman Mailer o Doctorow. Este subgénero narrativo moderno se distingue
del tradicional uso de fuentes reales por su estricta sujeción al acontecer de un hecho público y
escandaloso, al que procura enriquecer mediante una investigación igualmente documentada de
las motivaciones de ese hecho y de las personalidades de sus principales actores. De otro modo
construye García Márquez: desde los Cien anos viene contando, no la realidad lógica del mundo,
sino otra tan legítima como ella, la realidad de la imaginación de los pueblos. Tanto vale decir, su
coruscante soñar sobre el mundo, sabiendo, como Jorge Guillen, que “los sueños buscan el mayor
peligro”.
Algo queda, no obstante, de esa maraña tartajosa que compone los acontecimientos del mundo,
como la semilla que permite que se despliegue el árbol, pero aun ella es un erizamiento de la
imaginación, más que la demasía del crimen, ya que implica la transgresión de las no escritas leyes
de lo humano. Lo que queda es la manera de matar, esa atroz carnicería con que se cumple la
venganza, la cual ha fijado la historia trivial en el imaginario de todos sus testigos, incluido el
autor. Ella lo obliga a hacer de los victimarios criadores y sacrificadores de cerdos y a transformar
los machetes en “los útiles del sacrificio”; a anunciar desde la segunda pagina que Santiago Nasar
“fue destazado como un cerdo una hora después” de salir de su casa; a desplazar esa escena, del
lugar cronológico que le hubiera cabido en el primer capítulo para llevarla al final de la novela
culminándola con su operativo espanto, tal como en el Edipo rey que le sirve de secreta guía; a
preanunciarla mediante una escena que es cronológicamente posterior pero que él traslada a su
penúltimo capítulo, donde se cuenta la autopsia torpe del cuerpo de Nasar con la terminología
científica que ya Onetti había usado en “La cara de la desgracia”, aunque exacerbándola con
toques de grotesco.
Todavía es poco. Para completar la atmósfera trágica y la cualidad sacrificial, el inocente debe ser
entregado por su madre al verdugo: Plácida Linero “corrió hacia la puerta y la cerró de un golpe”
en el instante en que enhebrándose por ella su hijo se hubiera salvado. Más aún: el pueblo es
convocado, como coro trágico. Su presencia va creciendo a lo largo del relato, como
arborescencias en torno a los personajes centrales. En el último capítulo es enumerado con
plurales nombres hasta que cobra una existencia multitudinaria que pueda agruparse bajo un
nombre genérico. Inicialmente es: “La gente que regresaba del puerto, alertada por los gritos,
empezó a tomar posiciones en la plaza para presenciar el crimen. Pero pronto estos espectadores
actúan: “La gente se había situado en la plaza como en los días de desfiles. Todos lo vieron salir y
todos comprendieron que ya sabía que lo iban a matar”. Por último entonan el planto, que es, sin
embargo, el de los culpables: “No oyeron los gritos del pueblo entero espantado de su propio
crimen”.
Todas las criaturas y también todas las circunstancias fortuitas sirven al designio de la fatalidad.
Ella transcurre fuera de las conciencias y también fuera de cualquier mandato divino. Es una fuerza
ciega e incontenible y sin embargo parece tener una lógica o al menos trabajar sobre una
compensatoria economía de la vida y la muerte. Es lo que piensa nuestro puntual narrador desde
la cama de María Alejandrina: “Pensaba en la ferocidad del destino de Santiago Nasar, que le
había cobrado 20 años de dicha no solo con la muerte, sino además con el descuartizamiento del
cuerpo y con su dispersión y exterminio”.
Fatalidad, inocencia, sacrificio bárbaro, forman el trípode que sostenía la tragedia griega y, de
igual modo, el tremolante folletín del siglo XIX. Su persistencia en las literaturas vulgares (cantares
de ciego, pliegos de cordel) y en las bastardeadas expresiones que las prolongan en la industria
cultural contemporánea (radionovela o telenovela) dice a las claras la desamparada cosmovisión
popular que lo engendra. Estos lugares comunes siguen conservando su modelo prístino en la
tragedia griega, la cual vive potencialmente en todas las comunidades rurales del mundo. En la
misma época en que se produjeron los sucesos trágicos de Sucre, García Márquez escribía La
hojarasca que lleva un epígrafe extraído de la Antígona de Sófocles. Ya entonces dice haber
pensado escribir la historia de esos sucesos y en las conversaciones que sobre ese tema habría
sostenido con sus amigos de Barranquilla, según habrá de contar treinta años después en un
artículo destinado a apoyar el lanzamiento de su novela, es de los trágicos griegos que se trata. Al
parecer, Alfonso Fuenmayor, el joven director de El Heraldo, le habría dicho: “Poco importa que la
historia haya sido inventada. Sófocles las inventaba del mismo modo y mira si eso le ha
resultado''[2].
Sin embargo, el componente que habrá de decidirlo a escribir la historia ya no pertenecerá a ese
repertorio augusto, sino que procederá francamente del folletín romántico: la pasión amorosa.
Conviene, pues, que tomemos esa otra vía para revisar la novela.
Según dice, la noticia le aclaró, repentinamente, el sentido oscuro que el episodio aún guardaba
para él: “Debido a mi afecto por la víctima, siempre pensé que era la historia de un crimen atroz,
cuando en realidad debía ser la historia secreta de un terrible amor”.
Las simetrías opositivas del folletín romántico ingresan por esta vía a la novela, generando series
coordinadas de acciones y, sobre todo, construyendo personajes-tipos sobre los que descansara
una elusiva relación amorosa. Si el primer capítulo de la novela toma como guía a Santiago Nasar
para recorrer esa hora inocente que va de su despertar a las 5.30 de la mañana hasta su muerte a
las 6.30, el segundo se concentra en la pareja Bayardo San Román-Ángela Vicario desde el anterior
mes de agosto en que él llegó al pueblo hasta las 2 de la mañana en que devuelve a su mujer, la
noche de la boda. Toda esta secuencia es la que ampara el curioso epígrafe del libro, tomado de
un poema de Gil Vicente: “La caza de amor es de altanería”, trasladando la imagen de la caza “que
se hace con halcones y otras aves de rapiña de alto vuelo” al combate amoroso de seres altivos y
soberbios, quienes no se dan cuartel para vencerse.
De ahí procede el trazado de Bayardo San Roman, el forastero arrollador, dominante, seguro y
altanero, el hombre que tiene todo y puede todo, ante quien nadie se resiste, lo que ilustran dos
subsecuencias iniciales: el progresivo rendimiento de la desconfiada madre del narrador ante la
fascinación sin fisuras del forastero y el sometimiento del viudo Xius que concluye vendiéndole la
mejor casa del pueblo en la que seguía rindiendo culto desconsolado a su esposa muerta. Esa
misma imposición la ejerce respecto a Angela Vicario: no busca seducirla sino someterla, para lo
cual cuenta con la ayuda de su misma familia pobretona, interesada en emparentar con hombre
rico y de buena presencia. Sólo Angela Vicario se resiste, en lo que debe verse como indirecto
indicio de su temple. Años después se lo dice a nuestro interesado narrador: “Ella me confesó que
había logrado impresionarla, pero por razones contrarias del amor. “Yo detestaba a los hombres
altaneros y nunca había visto uno con tantas ínfulas” me dijo, evocando aquel día”.
Esta pista conduce a reinterpretar las acciones de Ángela Vicario la noche de bodas. Su desdén por
los consejos de las amigas que le proponen engañar al marido derramando mercurio cromo en las
sábanas para fingir una virginidad perdida, no se debería simplemente a miedo o incapacidad, sino
a una voluntad de enfrentamiento que detectaría asimismo un enamoramiento no querido. La
reacción de Bayardo, a quien se le hace sufrir la mayor humillación imaginable para hombre de su
temperamento y carácter, sería lo que Stendhal llamaba la “cristalización” del proceso
subterráneo de enamoramiento: “Bayardo San Roman estaba en su vida para siempre desde que
la llevó de regreso a su casa. Fue un golpe de gracia”. Se trataría, entonces, de un duelo amoroso
de seres igualmente altaneros, capaces por lo tanto de herirse a fondo en las lides que los acercan.
Para sostener esta interpretación es necesario inferir un carácter de Ángela Vicario que el narra-
dor que nos trasmite toda la información está lejos de evidenciar, al menos en todas las acciones
que llevan hasta la boda. Al contrario, los datos que proporciona parecerían confirmar el dictamen
de Santiago Nasar sobre ella: “Ya está de colgar en un alambre tu prima la boba”. Pero los actos
posteriores a la boda muestran otro personaje: son las dos mil cartas que a razón de “una carta
semanal durante media vida” escribe a Bayardo San Roman, hasta conseguir que éste vuelva a ella
cuando ambos pisan la cincuentena. Este tesón sobrehumano se da como consecuencia de un
repentino cambio, dentro de los habituales mecanismos narrativos de García Márquez que
remedan los recursos folletinescos, y hace de ella, repentinamente, una “garza guerrera”.
¿Flagrante contradicción entre los dos periodos del personaje, transmutación misteriosa y brusca
del carácter o información insuficiente o deformada sobre su edad juvenil y los sucesos anteriores
a la boda? Las tres explicaciones parecen igualmente validas y todas tres pueden calzar en el
régimen de puntos de vista que maneja la novela.
Sin embargo, no es a Ángela Vicario a quien se aplica la definición “garza guerrera”, sino a otra
mujer de la novela: a la María Alejandrina Cervantes en quien revive la Nigromante de los Cien
años de soledad, esa mujer que dirige el burdel del pueblo y quien, según el narrador, “arrasó con
la virginidad de mi generación”. Tal denominación nunca se predica de Ángela Vicario sino que
esta desplazada a quien se presenta como un personaje secundario de la acción. Pero es motivada
por un episodio, también secundario, en que interviene Santiago Nasar. Éste se enamora
férvidamente de María Alejandrina y el narrador le advierte con un verso de Gil Vicente: “Halcón
que se atreve con garza guerrera, peligros espera: Pero el no me oyó, aturdido por los silbos
quiméricos de María Alejandrina Cervantes. Ella fue su pasión desquiciada, su maestra de lágrimas
a los 15 años, hasta que Ibrahim Nasar se lo quitó de la cama a correazos y lo encerró más de un
año”. Todavía agrega esta información: “Desde entonces siguieron vinculados por un afecto serio,
pero sin el desorden del amor, y ella le tenía tanto respeto que no volvió a acostarse con nadie si
el estaba presente”.
No es sin embargo un episodio sin repercusión, dado que en el participa quien ha de ser víctima,
aparentemente inocente, de la relación principal de ambos altaneros, según la directa acusación
que formula Angela Vicario: “Lo buscó en las tinieblas, lo encontró a primera vista entre los tantos
y tantos nombres confundibles de este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con su
dardo certero, como a una mariposa sin albedrío cuya sentencia estaba escrita desde siempre. -
Santiago Nasar- dijo.” Podría pensarse que Santiago Nasar es dos veces víctima de las garzas
guerreras, aunque debe recordarse que el narrador lo define como “demasiado altivo”, con lo cual
pasa a integrar la fauna combatiente de halcones y aves de rapiña que cazan por lo más alto del
cielo.
En la misma página en que se cuenta la antigua relación de María Alejandrina y Santiago Nasar,
inmediatamente después se cuenta otra de María Alejandrina, aunque está estrictamente secreta:
“En aquellas ultimas vacaciones nos despachaba temprano con el pretexto inverosímil de que
estaba cansada, pero dejaba la puerta sin tranca y una luz encendida en el corredor para que yo
volviera a entrar en secreto”. No es la relación en sí, entre María Alejandrina y el narrador, lo que
puede sorprender, sino su secreto, máxime cuando es uno de los escasos datos que el narrador da
sobre sí mismo y cuando ocurre dentro de ese grupo de inseparables cuatro amigos (Santiago
Nasar, Cristo Bedoya, el Narrador y su hermano Luis Enrique) que al parecer compartían todas las
informaciones: “He tenido que repetir esto muchas veces, pues los cuatro habíamos crecido juntos
en la escuela y luego en la misma pandilla de vacaciones, y nadie podía creer que tuviéramos un
secreto sin compartir, y menos un secreto tan grande”.
Contrariamente a tal parecer del pueblo, hay este secreto que los cuatro no comparten: la relación
de María Alejandrina y el Narrador. Obviamente el hecho abre la puerta a todas las incertidumbres
informativas, ya de suyo alimentadas por las múltiples contradicciones entre los testigos de la
acción que pone en evidencia el Narrador. Santiago Nasar, o cualquier otro del grupo, pudo haber
sido el causante de la deshonra de Ángela Vicario, a pesar de los rotundos “nadie” que preceden
las informaciones sobre Ángela y Santiago: “Nadie hubiera pensado, ni lo dijo nadie, que Ángela
Vicario no fuera virgen”. “Nadie los vio nunca juntos y mucho menos solos”. En este nuevo
manglar, no de la realidad sino de la literatura, donde comienzan a oscilar todos los datos respecto
a la tragedia, hay una sola cosa segura: que el Narrador, ya hablando en su nombre, ya en el de
otros personajes que le han pasado noticias, asegura categóricamente que no hubo ninguna
relación entre Santiago Nasar y Angela Vicario. Es lo único cierto que puede decirse, junto a la
comprobación de que las relaciones amorosas de las aves altaneras están trianguladas sobre el
modelo principal Bayardo-Angélica-¿Santiago?, el cual reencontramos en el triángulo secreto de
Narrador-María Alejandrina-Santiago Nasar. Los triángulos son diacrónicos, dado que aquí solo
pueden componerse si se suman sucesivas parejas, pues hay eliminación de uno de los halcones
anteriores, para dar nacimiento a una nueva pareja: la eventual relación Santiago-Angélica, da
paso a la oficial Bayardo-Angélica, como la anterior relación Santiago-María Alejandrina, da paso a
la nueva y secreta Narrador-María Alejandrina.
Ese Narrador está presentado como un personaje secundario y no como un protagonista: cuenta
lo que le ocurre a sus más cercanos familiares y amigos, actos de los cuales ha sido testigo y
colaborador, salvo del capital: la inmolación de Santiago Nasar. Sin embargo la obra no es la
evocación de sus recuerdos personales, sino que es ofrecida como una investigación cumplida en
por lo menos dos fechas bien alejadas de los sucesos, mediante entrevistas con sus participantes,
principales o secundarios, mediante el cotejo de sus diversas informaciones, mediante añadidos
posteriores y desde luego, mediante su propio conocimiento del lugar, los personajes, y los
hechos. Esta investigación narrativa es idéntica a una investigación periodística o a una
investigación policial. Es llevada con rigor y precisión, como lo testimonia el múltiple uso de
recursos de la novela policial. Aunque es bien conocido el manejo estricto del código temporal que
caracteriza toda la literatura de García Márquez, es aquí donde alcanza una precisión de relojería
como en las novelas de detectives por lo cual también el Narrador es asimilado a un periodista y a
un detective, puestos todos a la búsqueda de una verdad elusiva porque se anega en la memoria y
en las subjetividades deformantes .
Desde el comienzo de la novela se anuncia el propósito: “Cuando volví a este pueblo olvidado
tratando de recomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de la memoria”. En el último
capítulo se agrega una precisión. No se trata simplemente de “ordenar las numerosas casualidades
encadenadas que habían hecho posible el absurdo”, que son esas “tantas casualidades prohibidas
a la literatura para que se cumpliera sin tropiezos una muerte tan anunciada” que dice en otro
lado el Narrador, certificando que el encadenamiento de los hechos no esta en ninguna voluntad
sino en la franca acción de la fatalidad. Se trata más bien de “saber con exactitud cuál era el sitio y
la misión que le había asignado la “fatalidad” a cada uno de los participes, incluyendo al propio
Narrador. Esta precisión confiere un significado a la búsqueda; de algún modo la traslada al plano
de la conciencia moral que, sin embargo, parece esfumarse en una novela donde hasta la madre,
Placida Linero, que ha cerrado la puerta en el instante en que su hijo hubiera podido salvarse, “se
liberó a tiempo de la culpa”. La atribución a la fatalidad, a esa moira externa que a través del azar
rige las vidas humanas, parece disolver la conciencia moral. Y sin embargo, se perciben regímenes
compensatorios en que las culpas, por distraídas que hayan sido, se pagan con sufrimientos y
trabajos: la lista está al comienzo del capítulo quinto e incluye a Hortensia Baute, Flora Miguel,
Aura Villeros, Rogelio de la Flor y hasta Placida Linero que sucumbe a la perniciosa costumbre de
masticar semillas de cardamina.
Curiosa investigación policiaca: reconstruye parsimoniosamente los hechos, que son de todos
conocidos y ya figuraban en el sumario del juez, y concluye en el mismo punto ciego a que este
había llegado: “Lo que más le había alarmado al final de su diligencia excesiva, fue no haber
encontrado un solo indicio, ni siquiera el menos verosímil, de que Santiago Nasar hubiera sido en
realidad el causante del agravio”. Del mismo modo, el Narrador, después de certificar esa
inocencia, concluye con el testimonio de Angela Vicario, quien contaba todos los pormenores “
salvo es secreto que nunca se había de aclarar: quién fue y cómo y cuándo, el verdadero causante
de su perjuicio”. Los periodistas que rehicieron la crónica en Sucre, coinciden en los mismos
términos: “Queda pendiente un misterio, que la novela no resuelve y que obliga a que los
habitantes de Sucre continúen preguntándose, como los lectores del libro: ¿Quién fue?, ¿quién
perjudicó a Margarita?”
Es ese un nombre que nunca se pronuncia en la novela. Podría ser cualquiera, ya hemos anotado,
pero en todo caso ninguno de los nombrados en la novela, porque todos resultan liberados de
sospechas a través de las plurales informaciones recogidas por el Narrador y su sosias el juez
sumariante. Forzoso es convenir que ese halcón que se ha alzado con la virginidad de Ángela
Vicario es el más astuto de todos, pues ha obrado en sigiloso secreto y nunca se ha dado a
conocer. Es una oquedad del relato a la cual interrogan sin cesar actores y espectadores del
drama: “La versión más corriente, tal vez por ser la más perversa, era que Ángela Vicario estaba
protegiendo a alguien a quien de veras amaba, y había escogido el nombre de Santiago Nasar
porque nunca pensó que sus hermanos se atreverían contra él”. Por su parte Angela Vicario,
contra toda evidencia, continúa afirmando impertérrita que el causante fue Santiago Nasar, si nos
atenemos a lo que nos cuenta el Narrador reseñando su entrevista. En el sumario utiliza una
enigmática formula: “Cuando el juez instructor le pregunto con su estilo lateral si sabía quién era
el difunto Santiago Nasar, ella le contestó impasible: “Fue mi autor”. Así consta en el sumario,
pero sin ninguna otra precisión de modo ni de lugar”. También esta información nos llega a través
del Narrador y no ignoramos, de Henry James a Juan Carlos Onetti, las sutiles distorsiones, las
subjetivaciones y los escamoteos de información de que pueden ser capaces los narradores
personales y como esta pantalla aparentemente transparente y neutral que finge la primera
persona narrativa, es pasible de ser movida por las pasiones, los intereses, los miedos, las codicias.
Sobre todo si nos preguntamos “cuál era el sitio y la misión que le había asignado la fatalidad” al
Narrador, repitiendo por lo tanto la pregunta que él hace en la novela pero volviéndola sobre él.
En una entrevista concedida a Manuel Pereira por el tiempo en que escribía la Crónica de una
muerte anunciada (Bohemia, La Habana, 1979) García Márquez contesta una repentina pregunta
acerca de su visión de la novela policiaca, diciendo: “La novela policiaca genial es el Edipo rey de
Sófocles, porque es el investigador quien descubre que es él mismo el asesino, eso no se ha vuelto
a ver más. Después de Edipo, El misterio de Edwyn Drood, de Charles Dickens, porque Dickens
murió antes de acabarla y nunca se ha sabido quién era el asesino. Lo único fastidioso de la novela
policiaca es que no te deja ningún misterio. Es una literatura hecha para revelar y destruir el
misterio”.[4] Es la iluminación racionalizadora y lógica de la policial la que es rechazada, pero no su
capacidad de ir tejiendo el ovillo misterioso que rodea, sin tocarlo, al culpable. De tal modo que el
culpable quede anunciado también pero no revelado ni desnudado por una luz excesivamente
cruda. Efectivamente como dice en su respuesta, el modelo magistral seria el Edipo rey
sofocleano, en que su protagonista busca empecinadamente al asesino sin saber que es él,
contemplado por quienes muy pronto descubren esa verdad terrible y se concentran, expectantes,
sobre el instante en que Edipo concluya descubriéndola. Pero no es una técnica que no haya
vuelto a repetirse, desde ángulos más tramposos y menos inocentes. Ya Roland Barthes llamó la
atención sobre las celadas de que fue autora Agatha Christie en Las cinco y veinticinco
describiendo un personaje desde dentro a pesar de que ya era el criminal, pero escamoteando
esta información.[5]
Uno de los procedimientos de ese Narrador es, como vimos, el desplazamiento metonímico de la
información: la denominación de “garza guerrera” se aplica a María Alejandrina, pero en la medida
en que la obra cuenta una altanera caza de amor, se aplica a Ángela Vicario. Del mismo modo el
lector puede preguntarse, cuando el juez sumariante escribe con tinta roja en los márgenes de su
investigación, refiriéndose a la entrada de Nasar a casa de Flora Miguel por nadie de los presentes
registrada, “La fatalidad nos hace invisibles”, si esa invisibilidad que es regida por la terrible moira
no es más estrictamente la del Narrador que no sólo está minuciosamente liberado de cualquier
sospecha, sino que además es tan invisible dentro de la acción como para que nadie lo llame por
su nombre. O puede preguntarse si no es posible leer sobre un nivel metalingüístico la respuesta
de Ángela Vicario acerca de quién fue el culpable de su deshonra: “Fue mi autor”.
No hay, sin embargo, develación de culpable. La novela juega dos tendencias enfrentadas: por una
parte acrecienta la expectativa, por la otra rehusa contestarla, conservando el misterio. A falta de
otro eventual destinatario de las sospechas, éstas no pueden sino concentrarse sobre esa
invisibilidad que es el Narrador innominado. No es otro que el propio Gabriel García Márquez. Si,
como el Narrador informa, los diversos personajes se interrogan sobre el sitio y la misión que les
asignó la fatalidad, ¿el lector no podrá interrogarse a su vez sobre cuál es el sitio y la misión que le
fue deparada al Narrador? La novela propone, por boca del Narrador, una pareja culpabilidad e
inocencia de todos, según el modelo estatuido por la tragedia griega. Todos contribuyen, sin
quererlo, al avance de la fatalidad y a la consumación del sacrificio del inocente, al punto de que,
llegados a la escena final, el pueblo entero contempla su propio crimen, aunque todos puedan
decir que no lo han buscado y ni siquiera lo han aceptado. No es distinta la situación del Narrador,
aunque si es quien mejor es justificado durante los sucesos trágicos. Él es el único que no se
enteró de los rumores que corrían por el pueblo, pues estaba en la cama de María Alejandrina
donde nadie podría ir a buscarlo dado el secreto de sus relaciones, y él llega a la escena cuando ya
se ha perpetrado el sacrificio y Santiago Nasar agoniza. Nada supo, nada pudo hacer, al menos en
ese lapso. ¿Sería el único sobre el cual no hubiera operado la fatalidad? ¿O ésta usó de él con
anterioridad, haciendo que fuera el responsable de la pérdida de la virginidad de su prima, Ángela
Vicario? ¿Sería éste el sitio y ésta la misión que le cupo en el agenciamiento de la tragedia?
Si Angela Vicario designó a Santiago Nasar como culpable, convencida de que sus hermanos no se
atreverían contra él y de ese modo protegiendo a quien de veras amaba (al menos hasta ese
momento), es comprensible que una vez producida la catástrofe haya preferido no extenderla
designando a otro causante. Este sentimiento de lo irreparable es el mismo que justificaría el
silencio del Narrador. Todas las confesiones de Ángela Vicario nos son transmitidas directamente
por el Narrador, no consignándose ningún otro receptor de sus palabras, y el otro actor principal,
Bayardo San Roman, se niega a hablar con el (“me recibió con una cierta agresividad y se negó a
aportar el dato más ínfimo que permitiera clarificar un poco su participación en el drama”). Si los
silencios posteriores al drama pueden estar justificados, en cambio podría caber, en ese juego de
compensaciones de la conciencia moral que se produce en los diversos participes culpables-
inocentes, una obligación: la de escribir toda la historia, para realzar, de ella, lo que había tenido
de altanera caza de amor; más aun, la de sólo poder escribir la historia cuando a consecuencia del
tardío reencuentro (cierto o imaginado) de Ángela y Bayardo, el crimen atroz se hubiera
trasmutado en terrible amor.
Este último es el componente que perturba la pasiva aceptación del encantamiento convencional
con que la novela aspira a fascinar a sus lectores. La elaboración literaria es de sutil complejidad y
refinamiento, a pesar de los toques que allí y acá prolongan esa marca-de-fábrica que ha fijado el
estilo del autor en sus millones de lectores. Es una elaboración cuya modernidad resulta alejada
del universo pueblerino simple y nítido, de la historia de amor y muerte que para muchos
remedera las “bodas de sangre” lorquianas, incluso de la cosmovisión que la alimenta y que se
diría popular e invariable. Todos estos elementos aparenciales, los más visibles por cierto, se
conjugan en la ya sabida visión popular -jocunda, brillante, intrépida- del autor. Pero algo nuevo se
le ha sumado que no pertenece al orbe de los ingredientes sino a su elaboración: la precisión y
destreza del diseño narrativo, el riguroso “acabado” literario, la complejidad de la construcción
que sabiamente se esconde tras la difícil sencillez, la cautelosa acidez subyacente que se
contrapone al irisamiento seductor de las superficies.
A esa transmutación atribuimos la aparición del narrador personal, quien está sumido dentro de la
novela y al mismo tiempo está fuera de ella manejando coordenadas implícitas menos afines.
Sustituye a los variados narradores apersonales que en las obras anteriores del autor certificaban
el acontecer del mundo, decretando que aun las mayores inverosimilitudes aparenciales eran
certidumbres objetivas, porque si no estaban en los hechos del mundo estaban en la imaginación
de quienes los vivían de ese modo. Ahora, el narrador personal introducido atestigua un margen
de incertidumbre. No veo que pueda equipararse a la ambigüedad individual que sabiamente ha
manejado Juan Carlos Onetti, poniendo sucesivas veladuras personales sobre la realidad para que
solo a través de ellas podamos verla. Parece ser una versión modernizada de una tradición que
han cultivado Juan Rulfo y João Guimarães Rosa: los narradores orales que reinterpretan el
universo. El Narrador de la Crónica de una muerte anunciada podría hacer suya la reflexión del
Narrador de Gran sertão: veredas: “Sertón es esto, el señor sabe: todo incierto, todo cierto”.
El lugar que ha hecho el éxito artístico y popular de la literatura de García Márquez es un cruce de
dos coordenadas dispares: la que impulsa una modernización narrativa abasteciéndose en el gran
repertorio de la vanguardia del siglo XX (tal como lo reclamó tesoneramente en sus juveniles
“jirafas” de El Heraldo de los años cincuenta) y la que conduce la tradición cultural interna de su
tierra con sus sabores, sus juegos, sus grandes lugares comunes que, en la medida en que
responden a una rica cosmovisión popular, arrastran una sabiduría milenaria y son capaces de
revivir en cualquier lugar del planeta. Ese cruce de coordenadas se refleja en cada una de sus
obras y se traduce en los componentes temáticos o los tratamientos literarios. Si en este último
ejemplo que es la Crónica de una muerte anunciada no produce el espectacular deslumbramiento
que originó Cien años de soledad, es porque viene tras una serie magnificente y, además, porque
maneja una disociación sutil de las dos lanzaderas con que García Márquez ha tejido su espléndida
tela.
Se lo puede apreciar con nitidez en el campo temático. La dualidad fiesta/tragedia que sostiene
toda la historia tiene una nítida procedencia romántica, donde el baile de máscaras esconde y
disuelve la responsabilidad de la puñalada vengativa, pero al encarnar en un lugar americano y en
un universo casi familiar de entretejidas relaciones, se trasmuta en un tópico no solo de la
literatura de García Márquez sino aun de esa vasta área del trópico en que juegan mancomunados
el esplendor de la vida y la corrupción orgánica. La dicotomía amor/ muerte se traslada a dos
intensidades complementarias y enemigas: el coruscante despliegue de vitalidad a través de una
desbordada fiesta concurre a la carnicería de un asesinato pesadillesco, a la autopsia repulsiva, a
los olores descompuestos. Estos ambiguos lazos ya estaban en El otoño del patriarca, pero
también en las narraciones poemáticas de Jorge Zalamea.
Por otra vía llegamos así a una equiparación: la fatalidad, que es el motor que articula acciones y
criaturas, aprovechando tangencialmente lo que de todas ellas sirve a su propósito fatal, el cual va
trazando como un impecable laberinto por encima de la voluntad expresa de quienes
forzadamente no son otra cosa que coyunturas de su construcción, esa fatalidad es el Narrador. Él
la origina, él la consuma. Por eso es indispensable su presencia, objetivada dentro del relato, con
la misma cualidad de sombra subyacente que en el juega la Fatalidad, con su misma invisibilidad.
Si no de la realidad, es si la fatalidad del relato y, como ella, usa como divisa un verso de Balbuena:
“El reloj de la libre fantasía”, combinando de este modo la absoluta libertad (el absoluto poderío)
con la precisión de lo que debe estar sujeto a leyes rigurosas (la escritura literaria) suficientemente
persuasivas para ser aceptadas por los lectores.
Es una hazaña de la literatura, una hazaña escondida, pues prefiere retirarse a la sombra, al
misterio, para que nos seduzca su juego malabarista, al que nos entregamos. Todos sabemos que
el prestidigitador no es un mago, pero tampoco desearíamos saber cómo hace sus trucos, porque
es la limpieza, sencillez y elegancia de sus pases, lo que nos fascina. Para resguardar el halo mágico
podemos ascender las operaciones del psiquismo a diosas menores, y hacer de las analogías y
condensaciones de la Metáfora, de los desplazamientos y marginaciones de la Metonimia, de las
absorciones de los conjuntos en los componentes significativos menores de la Sinécdoque,
poderes superiores. Pero aun así deberíamos sentarlas a la mesa para que compartieran los naipes
y el juego con un cuarto poder, que combate con ellas y contra ellas, el Autor. La sapiencia con
que este lo hace da prueba de su madurez artística.
[1] “García Márquez lo vio morir” por Julio Roca y Camilo Calderón, en: Magazín al día, Bogotá , Nº
1, 28 de abril de 1981, pp. 52-60, 108-109.
[2] Utilizo el dossier que consagró a la traducción francesa de la novela el Magazine Littéraire,
París, noviembre de 1981. Nº 178. Bajo El título “Le récit du recit” se publica el análisis del autor
sobre su propia novela.
[3] “Sí. La devolví la noche de bodas" por Julio Roca, en: Magazín al día, Bogotá, N.° 3, 12 de mayo
de 1981, pp. 24-27.
[4] En el citado número de Magazine Littéraire, pp. 20-25 ("Dix mille ans de littérature").
[5] "Introducción al análisis estructural del relato', en Análisis estructural del relato, Buenos Aires,
Tiempo Contemporáneo, 1970, p. 35.