Mansedumbre - Giovanna Rivero

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Mansedumbre

- Givanna Rivero -
I
¿Era caliente el líquido viscoso que te dejaron ahí?
¿Caliente?
—Tibio. Viscoso. ¿Era un líquido como la clara del huevo? La clara, Elise, cuando recién quiebras el
cascarón...
—Sí. Creo que sí. No lo sé. Pensé que era sangre del mes.
—Y sin embargo no era. Era la semilla de un varón.
—Sí, Pastor Jacob. Digo la verdad.
—La verdad siempre es más grande que los siervos. Y más si la sierva se ha distraído, si no se ha
cuidado como lo exige el Señor. Nosotros vamos a determinar cuál es la verdad. Según hemos grabado en
tu primer testimonio, tú estabas sumida en un sopor extraño como si hubieras ofrecido tu voluntad al
diablo.
—Yo jamás le ofrecería mi voluntad al diablo, Pastor Jacob.
—No digas “jamás”, Elise. Somos débiles. Tú eres muy débil, ya ves.
—Yo estaba dormida, Pastor Jacob.
—Eso lo tenemos en cuenta.
¿...Vendrá mi padre a la reunión de los ministros?
—No. El hermano Walter Lowen no puede formar parte de la reunión. Ya la deshonra y la tribulación lo
tienen muy ocupado. Anda, Elise, dile a tu madre que traiga las sábanas de esa noche, vamos a
examinarlas. Que ya nadie las toque. Todo es impuro ahora, ¿me entiendes?
—Sí, hermano Jacob.
II
Su padre la mira por unos segundos y luego aparta los ojos, avergonzado, piensa Elise, o
enojado. O ambas cosas. De inmediato vuelve a ocuparse del tema que los ha llevado hasta allí,
hasta esa villa en los márgenes de la vida. Ese conjunto de casas no se parece en nada a la
colonia. Son construcciones dispersas, obstinadas en alcanzar algún retazo de ese cielo sucio, sin
pájaros. Dos o tres horribles edificios de ladrillo visto y ventanas mezquinas reinan en todo ese
lodo. Elise mira sus zapatos y piensa que debería quitárselos, cuidarlos mejor por si el pie le
crece. Tiene quince, es cierto, pero ha escuchado que a su abuela Anna el pie le creció hasta que
tuvo su primer hijo, a los dieciocho. Ella es muy parecida a la vieja Anna: los ojos casi
transparentes, la frente redonda, como ideando soluciones o alabanzas. A ella también, cuando
canta, se le brotan azules como riachuelos subterráneos las venas de las sienes. Eso es cantar
con amor, dice su padre. O decía. Porque después del último turbión el mundo se precipitó sobre
ella.
Elise entiende palabras salpicadas del español que su padre utiliza para hacer las transacciones
con el indio. “Tractor”, “luna” y “quinientos pesos” es lo que Elise comprende. Aunque no está muy
segura de la última. También podría ser “quinientos quesos”. El año anterior, cuando el turbión de
junio desbordó el río y los cauces artificiales y ahogó sin un ápice de piedad las plantaciones de
soya, Walter Lowen, su padre, salió del paso aumentando la producción de queso. Ella le rogó con
humildad que le permitiera
acompañarlo a la feria de Santa Cruz para ayudarle a vender los quesos. Eran más de quinientos
rectángulos perfectamente cuajados, con la mejor leche, apenas dorados por los pocos rayos de
sol que se colaban entre las altas ventanas del galpón donde las mujeres se encargaban del
desmolde. Esa vez comprendió poco, casi nada, de lo que su padre hablaba con los compradores.
Algunos la miraban sin disimulo, tal vez elaborando razones genéticas descabelladas para
entender los inquietantes ojos albinos, y murmuraban algo o le sonreían directamente. ¿Era bonita
Elise? No precisamente, pero tenía que agradecerle al Señor la composición definida de su rostro,
la manera en que el mentón se apretaba contra el labio inferior, un poco más grueso que el
superior, y que era lo que según la propia abuela Anna leexigía ser más sencilla, protegerse mejor.
Protegerse. Contra el turbión que todo lo destruía a puro dentelladas de electricidad y agua.
Protegerse, sí, ¡contra los designios del Señor! Y que Walter Lowen jamás la escuchara
blasfemando así.
Aunque es probable que su padre también blasfemara. Lo había encontrado llorando con ira en
los cobertizos, mientras les prendía fuego a las sábanas ensangrentadas cuando por fin se las
devolvieron, después de días de discusión en la reunión de ancianos y ministros. Y llorando
cuando en medio de la noche, como si fueran ladrones de lámparas, de luces ajenas, subieron las
cosas más importantes al buggy: el cofrecito oxidado con los ahorros, los bolsos con ropa, el
edredón de cuidadosos tulipanes bordados en puntos rellenos tan gorditos que provocaba tocarlos
y tocarlos, los álbumes y los casetes con las imágenes y las voces de sus muertos. No eran ellos
los que debían marcharse. Pero eran ellos los que se marchaban. “No miren atrás”, les ordenó
Walter Lowen, y entonces ella apoyó su cabeza cubierta únicamente con la pañoleta sobre el
hombro blando de su madre y se concentró en el traqueteo del buggy que registraba, bajo sus
ruedas de hierro, cada bache, cada uno de los tajos que el turbión había hendido en los caminos.
Su cabeza contra el pecho oloroso a suero, a cebolla y vainilla de su madre, el deseo más fuerte
que su joven espíritu de dejar todo atrás, de no mirar, como exigía Walter Lowen, que repitió
justamente eso, “no miren atrás”, hasta que la frase no tuvo sentido porque ya otro pueblo con sus
tentaciones modernas comenzó a prefigurarse inevitable en lo que debía ser el horizonte.
III
—Mientras el diablo te poseía, Elise, ¿te decía algo? ¿Te susurraba cosas al oído? El diablo susurra. Su voz
no ha de haberte parecido muy autoritaria, ¿verdad? El diablo seduce.
—¿El diablo me ha seducido, Pastor Jacob? Es que yo pensé que era el hermano Joshua Klassen. Creo que
tenía sus ojos y el lunar de arroz cerca de la boca... Yo pensé...
—¡Cuántos detalles, Elise! Pero dices que “crees”. El diablo hace esas cosas en la imaginación cuando la
imaginación se rebela, y somete también a la observancia, al temor de Dios. Tus padres, Elise, ¿en qué
andaban? Hemos sabido que el hermano Walter Lowen intentaba firmar unos tratos con un supermercado
en Santa Cruz. Si él hubiera repartido esas tareas con la comunidad, habría cubierto todos sus deberes. El
hambre de posesión le ha corroído la templanza. Tus padres no han vigilado tu educación, Elise. Ellos han
fallado en mantener la disciplina bajo su techo; ellos también son responsables de este episodio de maldad.
Eres una víctima de las tentaciones del mundo y por eso los ministros hemos clamado al Señor por piedad.
Piedad para ti, pequeña Elise, y piedad para tus padres y hermanos que están tan avergonzados.
—¿Qué pasará con nosotros, Pastor Jacob?
—Tienen que recogerse mucho, Elise. Hay que mirar adentro, a las cosas del hogar. Por un tiempo no
trabajarás en la tierra ni en la quesería de tu padre. Puedes perfeccionar otras virtudes, Elise. La asamblea
va a hacer algunos negocios con la gente de Urubichá. Ellos tejen hamacas coloridas, pero son malos con
las flores, con las representaciones de la naturaleza, que es siempre el mejor adorno. Tú puedes tejer o
bordar piezas así, modelos humildes y armoniosos que agraden al Señor. Todo desde la cabaña. Ahora
tendrás que cuidar ese fruto, ¿verdad?
—¿Este... fruto?
—Es tuyo, Elise. Si el Señor permite sus latidos en tu seno joven, hay que dar gracias. Es fruto de tu cuerpo.
—Pero... ¿acaso este fruto no es del diablo, Pastor Jacob? ¿No es el fruto de esa seducción que usted dice?
IV
El terreno al que se mudaron es vecino de esa villa. No tuvieron que llegar a levantar cabañas
porque antes de ellos habían desertado los Welkel y fue ese clan el que los acogió mientras
construían sus propios cuartos. La mano derecha que ayuda a la izquierda. Nadie ha prohibido
que lo digan: “hemos desertado”, no es necesario mentir. Elise todavía extraña la luz brillante de
Manitoba, pero este sol atónito tampoco les ha permitido esconder ningún secreto. No es un
éxodo más, es una fuga. Comienzan otra historia. Un día dirán: Mateo Welkel respaldó a Walter
Lowen con los trámites del crédito y la compra de un tractor.
Ese fue el génesis. Antes del turbión, después del turbión. Y luego el tractor. Desde hace tres
meses, a riesgo compartido, comenzaron a alquilar la maquinaria y su propio trabajo a las obras
que proliferan en la zona. Es increíble cómo aquel tractor con fantásticas ruedas de goma puede
alzar tales cantidades de material. Hay algo de conmovedor en la fuerza empecinada del tractor
arrastrando los residuos de un lado para otro como lo haría una bestia. ¡Es un verdadero Goliat!
Cuando los contratos concluyen y la bestia duerme su cansancio, los quince chicos Welkel,
excepto Leah Welkel, se montan presurosos en ese trono alto de comandos y palancas. Leah los
mira desde abajo y se despide de sus hermanos con exagerados gestos e infinitas bendiciones
como si el tractor fuese a alzar vuelo en cualquier momento hacia un lugar del universo donde
solo van los varones.
—Ven, Leah —la llama Elise.
Elise prefiere dejar que Leah le haga un dédalo precioso de trenzas en su pelo rojizo.
—¿De dónde has sacado este pelo, Elise? —pregunta una y otra vez Leah, como si Elise no le
hubiera explicado incontables veces que ella es el espejo en el tiempo nuevo de su abuela Anna,
que en el clan de Canadá las mujeres nacen con esas hebras casi púrpuras. Pero a Leah Welkel
hay que tenerle paciencia porque pertenece a ese tipo de seres humanos que nace con dificultad
para guardar en la cabeza tantas cosas que ocurren en una jornada. También el mayor y el
séptimo de los Welkel son incapaces de atesorar la realidad en su cabeza. Dios los ha querido
pobres y pequeños en todo aspecto. Es el precio de haberse quedado en la misma colonia por
tanto tiempo, generación tras generación. Finalmente te casas con tu primo, aceptas que parte de
tu cosecha se dañará, renuncias a la perfección.
A Leah también la han poseído, y Leah le ha contado que lo mismo ha sucedido con dos de sus
hermanos. Su padre les ha ordenado no hablar de eso, purificar la herida con el silencio.
—Pero yo no sé cómo ser obediente —le ha dicho Leah con los celestes ojos húmedos, llenos de
culpabilidad.
Elise no siente más pena por la estupidez santa de Leah que la que siente por sí misma. Sentir
pena por uno mismo es un modo en que la soberbia, el más fino de los pecados, se escurre por
los resquicios del alma, dijo en una prédica el Pastor Jacob, pero Elise no puede evitarlo. En algún
lugar tiene que haber misericordia para ella. Al Pastor Jacob no lo han poseído. El Pastor Jacob
no se quedará solo por el resto de su vida, larga vida, porque su mujer le ha dejado esa
descendencia vasta. Elise, en cambio, tendrá que cuidar de sus padres hasta el final,
especialmente porque el Señor ha segado el vientre de su madre y ella, Elise, es la última Lowen
de Manitoba.
—No tendrás esposo, es verdad —le dijo durante su primer testimonio el Pastor Jacob,
apretándole los hombros—, pero tendrás un hijo, un fruto.
A la pobre Elise se le estremecieron sus pezoncitos cuando el Pastor Jacob la sentenció de esa
manera.
Miró a los pájaros y solo vio orgullo y belleza en su vuelo alto. Miró a las vacas, sus ojos lánguidos
y piadosos, y se sintió mejor. Si no fuera pecado, si todo no fuera pecado, se habría sentado a
mugir allí mismo, en medio de la granja. Sí, porque aunque en ese momento no lo sabía, de entre
todas las cosas, eran las vacas las criaturas que Elise iba a extrañar con el corazón hecho un
escarabajo. No a esos ruiseñores sin alma ni a los árboles colosales y de panza inflamada como
una hembra encinta.
V
—Elise, nos hemos equivocado. Tú no eres la única muchacha que ha sido tomada durante la noche.
—¿No?
—Hay muchas otras, Elise. Muchas. Esto es una terrible abominación.
—¿Y qué van a hacer para procurar justicia?
—Tenemos que reunir fuerzas, Elise. El consejo de ancianos ayunará. Las madres ayunarán.
—¿Y después del ayuno, Pastor Jacob?
—El ayuno nos dará luz, Elise. Que no te gobierne la desesperación. El diablo se aprovecha de esas
miserias.
—Pero si la comisión ya sabe que no ha sido el diablo, ¿verdad, Pastor Jacob? Ha sido el hermano Klassen,
en mi caso. O entonces, ¿por qué lo han enjaulado? ¿Y las otras, Pastor Jacob? Margareta, Katarina,
Aganetha y Lorrae acusan al hermano Dick Fuster.
—El diablo se apodera de nuestras voluntades, Elise, pequeña. ¿Acaso tus padres no te han enseñado eso?
Yo mismo, en la prédica, ¿no les he advertido de las trampas del diablo? El hermano Klassen ha caído, igual
que tú, igual que Katarina, que Aganetha o que el hermano Fuster. Nos ha faltado observancia.
—Pastor Jacob...
—Dime, Elise.
—Van a castigarlos, ¿verdad?
—Tendrán que hacer mucha penitencia, sí. Tendrán que trabajar mucho para la comunidad, mucho más que
los otros hombres...
—Pero van a castigarlos, ¿no es así? La penitencia no es un castigo, Pastor Jacob.
—Estas querellas intelectuales en tu mente joven son ociosas, Elise. En adelante conversaré con tu
padre únicamente. Ya tenemos todos los testimonios que necesitamos. Tus palabras, ya las tenemos. Tú y las
otras estaban dormidas. El Señor las ha bendecido con ese sueño profundo para que no haya traumas, para
que perdonen sin dificultad. A todos nos duele esta tragedia tanto como a ti, Elise.
—¿Tanto como a mí, Pastor Jacob?
—Vete, Elise Lowen. Entra a casa y ayuda a tu madre.
VI
Esta vez, lejos de las leyes de Manitoba, Walter Lowen ha permitido que Elise lo acompañe a las
obras que dirige el indio, mientras el resto de las mujeres hornea galletas y desmolda quesos —
ahora no muchos—en un cuarto tan pequeño que es imposible no salir hediendo a ese aroma
dulcemente agrio de las vacas.
El indio y su padre han trabajado todo el día, turnándose para excavar y remover la tierra que
brota y brota inagotable del pozo que se va formando. Elise se acerca de a ratos y espía esa tripa
angosta y siente angustia y vértigo, entonces se acomoda el sombrero de paja encima de la
pañoleta y vuelve a sentarse sobre los materiales de construcción a mirar a los dos hombres. Qué
pálido y qué alto se ve su padre junto al hombrecito de facciones contundentes, los pómulos
desafiantes cual piedras ígneas que el sol fuera a rasgar a fuerza de luz. Que su padre hubiera
llorado en la cabina telefónica mientras marcaba el número de Canadá de la abuela Anna le
parece ahora increíble. Entendió que la vieja Anna dijo: “tienes que hacer algo”. Así fue como en la
madrugada subieron las cosas al buggy y no miraron atrás.
Cuando el pozo es ya un cilindro negro, una obra bien hecha, los dos hombres beben la limonada
que les ofrece Elise. Huelen a animales, a las vacas que los granjeros traían de regreso después
de aparearlas, no una, sino muchas veces. El trabajo hace eso, saca todo lo de animal que el
Señor ha permitido que permanezca en nosotros, pero también lo purifica. Elise siente náuseas y
le pregunta a su padre si puede
regresar a la casa; sabe que pregunta una idiotez, que no se le permitiría caminar sola en ese
mundo de lodo al que se han mudado; pero es que sus vidas mismas han cambiado, no pueden
negarlo, y quizás Walter Lowen ahora decida que lo importante es sobrevivir, estar juntos,
perdonarla inclusive.
Pero Walter Lowen le ordena quedarse. El indio y él esperan a una tercera persona y Elise debe
acompañarlo hasta el final, hasta terminar la jornada. ¿No es eso lo que ella quería? ¿No es esto
lo que deseas, Elise? ¿Ocupar con hidalguía el lugar del hijo varón?... No importa si estás
preñada, mejor aun si estás preñada de un niño. Un pequeño Lowen. Necesitaremos muchos
cuerpos para sacar adelante estas
vidas en Santa Cruz, para mantenernos fieles a Dios cuando todo está en contra. Y es que,
aunque parezca increíble, en la ciudad Dios se debilita, se asusta, se arrincona en la oscuridad de
los actos. Elise se incorpora, se alisa el vestido de flores gigantes y mete su nariz en los bordes de
la pañoleta que, además de cubrirle la cabeza avellana, casi púrpura, le da una vuelta al cuello;
supera las náuseas; se acaricia instintivamente el bulto que le sembraron adentro, ella en la
profunda inconsciencia, como una anunciación bastarda.
El indio le mira el vientre por un instante y luego parece olvidarlo, distraído por el breve desfile de
colegialas que a esa hora salen o se escapan descosidas y exultantes de las aulas. También Elise
se olvida por un rato del bulto vivo que le come la juventud desde dentro, allí donde nadie nunca
había estado antes, no hasta esa noche, después del turbión. Mira a las chicas con sus uniformes
blancos y azules y siente sus risas como agujas de oro bordando texturas invisibles en el aire,
flotando sobre la música de
sus celulares, una música que es una vibración furiosa y feliz. Mira sus zapatos deportivos, sus
pantorrillas bronceadas, las melenas cortas, las mejillas altas, sin pecas, solo rubor y una
intensidad desconocida. Y en esa contemplación se sabe absurda y sola.
Walter Lowen, en cambio, no se distrae. Es un hombre todavía joven, acostumbrado a
transacciones rápidas y a llevar cuentas muy claras. Igual, Elise intuye una inquietud, un
nerviosismo distinto en los gestos rudos de su padre. No encuentra entre las palabras que va
aprendiendo en español ninguna que le permita comprender la conversación entre los dos
hombres. No puede saber que, en cierto modo, ahora hablan de política.
—¿No tienes miedo de que venga la prensa? Los periodistas son bien metiches —dice el indio.
Con la boca apretada mastica bollitos de coca que saca de una bolsa de plástico. También a eso
huele aquel hombre. Desde que lleva el bulto adentro, moviéndose con un regocijo que le va
partiendo las caderas adolescentes, para Elise todo es olor. Pero el olor del indio, de su boca
oscura exprimiendo el jugo vegetal, le gusta. Huele a bosque. A un bosque sucio y hondo.
—Por eso hemos desertado también —explica Walter Lowen—. Es una vergüenza —dice,
moviendo la cabeza para espantar a los cuervos invisibles de los recuerdos.
—En tu religión está prohibido matar, ¿no? —dice el indio casi sonriendo, los dientes fuertes
manchados de aquel bosque agrio.
—Esa potestad es de Dios nomás, eso te enseñan, así aprendemos toditos —dice Walter Lowen.
Al indio le causa gracia el acento fuertemente oriental del menonita, las palabras mutiladas por la
respiración llena de oxígeno. ¿Cómo sería Walter Lowen de haber llevado a su familia a un pueblo
montañoso? A El Alto, por ejemplo. Allí nada habría quedado impune. Los hombres se habrían
alzado llenos de coraje y hambre de lobos, y las mujeres, esas peor, esas sí. Gasolina, kerosene,
alcohol, palos, dinamita, piedras, lo que sea habrían agarrado para hacer justicia. Y el culpable,
¡ay del culpable!, convertido en inmensa antorcha de redención, habría clamado piedad hasta que
se le reventara la
garganta mientras las gentes le espetarían su delito. Pero estos menonitas cambas confían
demasiado. A lo mucho, como este señor, el Walter Lowen, desertan, según dice, como si fuera
soldado de la Guerra del Chaco. Pero la Pachamama no entierra así nomás el pasado. Ni aunque
sean alemanes cambas, o de dónde serán pues, pero ni así se hace tres cruces al daño.
—Yo primero pensé que habías desertado por el gobierno. Ahora ya no es posible tener tanta
tierra para uno solito ni aunque seas un grupo grande como los menonitas —dice el indio—. En el
Paraguay también les han expropiado. Antes, claro, ustedes los gringos de las sectas llegaban
invitados por los gobiernos. El MNR ha sido el más abierto. El Víctor Paz Estenssoro, con su
Revolución de la Reforma
Agraria del 52, ha repartido tierras como si fuera chicha o singani. Toma, para ti, a los japoneses;
toma, para ti, a los menonitas. Obreros en las minas, campesinos a sembrar, diciendo. Claro que
eran tierras cerradas, ¿no? Bien duro les ha tocado a ustedes trabajar la tierra, doblegar la selva,
abrir caminos, alzar sus casitas, ¿no? Pero si te das cuenta, señor Lowen, no hay mal que por
bien no venga; así es nomás,¿no? Lo que le ha pasado a tu hija te ha obligado a salir como alma
que lleva el diablo —Ríe el indio de su ironía, contento de esa sagacidad cultural que le nace de
algún lugar más profundo que su propio temperamento.
—Ha sido una tragedia...
—Disculpame, señor Lowen, pero es verdad. Has dejado tu Manitoba justo antes de que llegue el
gobierno a parcelar esas tierras. Bien lindas deben ser esas tierras. Bien a tiempo has desertado,
señor Lowen. Bienvenido a esta parte, señor Lowen —Ríe el indio, a tiempo de meterse otro bollo
de ese oro verde maravilloso que a Elise le produce tanto deseo. No ser vaca y comer loca de
alegría el pasto tierno de las praderas.
VII
“Serás mi mujer, Elise Lowen. Cuando yo quiera. Como esta noche. Hoy eres mi hembra. Yo entraré en ti en
las noches, en tus sueños. Vendré siempre y me llevaré tu aliento. Qué tibio es tu aliento. Y el sabor de tu
cuello”.
—Elise, Elise, levántate, Elise.
—¿Madre?
—¿Con qué soñabas, Elise? Ya no sueñes así, hija mía. Olvida, olvida.
—Madre...
—Nos vamos, Elise. Ayúdame. Recoge la ropa. Mete nuestros zapatos en una caja.
—¿Nos vamos? ¿Adónde?
—Lejos, Elise. A Santa Cruz. Allá vas a parir.
VIII
Este es, dice Walter Lowen, señalando con su mentón rubio al hombre de overol azul que se
acerca. El indio se mete otro bollo de coca, Elise también quisiera meterse algo a la boca, un
bosque completo, hojas y flores, espinas incluso, para aquietarse ella y aquietar al bulto que ahora
se ha ensañado con su pelvis golpeándola con terquedad, como si el cuerpito de la joven no fuera
hogar suficiente para nadie, como una asfixia que crece adentro y afuera. Es que Elise ha
reconocido al hombre del turbión. Es decir, no lo ha reconocido, no debería reconocerlo, no
tendría cómo, pero el lunar de arroz de ese hombre le sirve como esos puntos desde los que se
comienza un dibujo. Es su miedo el que completa los rasgos de aquella cara tan cerca de la suya.
No confía en sus recuerdos y sin embargo todavía siente el aguijón que le parte el pecho y
permite que un vendaval negro la atraviese, rasgándola como se rasga un corte de tela, de
extremo a extremo, sin posibilidad de volver a zurcirse. Recuerda que ella dormía, cansada de
acarrear los moldes de queso del galpón al comedor de la cabaña, pues el río descuajado por el
turbión avanzaba como un demonio, un monstruo que se rompía en mil tentáculos de agua,
metiéndose en los galpones. Las cabañas se salvaban porque estaban sostenidas por fortísimas
estacas que los hombres de la comunidad habían anclado en las colinas, ayudándose unos a
otros. Ella dormía, sí, cuando ese olor pestilente, esa mezcla de veneno, detergente y sudor, la
tomó como un vaho, el vaho de azufre que el Pastor Jacob decía que el diablo dejaba al pasar.
¿Te gusta esto, Elise? ¿Lo habías hecho antes? Ni en sueños, ¿verdad?
Walter Lowen tuvo que aceptar que su hijita, la virgen Elise Lowen, había sido la elegida del
enemigo.
Era una prueba para todos. Al principio, Elise no negó, no corrigió, no compartió sus sospechas.
Luego se impuso la visión de Joshua Klassen rociándole el espray que usaba para dormir el
ganado cuando lo intervenían, ya fuese para castrarlo, curarle los cascos o arrancarle terneros
muertos. Fue él, dijo entonces Elise. Pero el rumor de que el diablo había instalado un reino
temporal en Manitoba era ya una verdad inmensa, como verdad era la media luna de su pancita
de niña.
¿Lo habías hecho antes?
Pero allí está otra vez, Joshua Klassen. Allí, como un fantasma olfativo, la estela nefasta de ese
espray narcotizante que esa noche aplastaba para siempre la dignidad de la cabaña Lowen.
Serás mi mujer. Yo entraré en tus noches, en tu cuerpo, en tu cuello. Siempre. Entraré, Elise. Y
toma la mano joven de Elise y con ella se rodea el miembro hinchado, la obliga a conocer, incluso
en la inconsciencia vil, que es en ese áspid donde el diablo fermenta lo suyo. Hueles a ternero,
Elise. Así me gusta. Así. Y tu llanto, Elise, cuánto me enciende. Anda, llórame en la oreja, ternerita
Lowen.
No, no es la conciencia de Elise la que recuerda a Joshua Klassen suspendiéndole el camisón,
quitándole el calzón de hilo, ensalivando su vulva apretada, montándola como una vez ella misma
lo había sorprendido, qué horror, haciéndoselo a la pobre vaca de los Welkel, a la que ella
secretamente llamaba “Carolina”, como en un cuento canadiense que le había narrado la vieja
Anna, advirtiéndole, eso sí, que era un agravio darles nombres a los animales porque el Señor los
había puesto sobre la faz de la tierra para que el hombre los dominara. Y sí, Joshua Klassen
había dominado a Carolina con la misma asquerosa lascivia con que la había tomado a ella en el
sueño de azufre.
Entraré en ti como he entrado en Carolina. Vas a mugir en mi oído, Elise Lowen.De modo que no
entiende por qué su padre, Walter Lowen, la ha obligado a quedarse. ¿Acaso busca que ella pida
perdón por su pecado, por la vergüenza, por la deserción? ¿Que aclare que no fue ella quien cayó
en la terrible tentación, en la trampa hedionda de espray y baba, y que sus susurros le produjeron
asco aun en la inconsciencia? No está bien que Elise sienta lo que siente, pero el relámpago de la
abominación la hace desear ser hija del indio. Cuánto mejor protegida se habría sentido.
Elise, sin embargo, se aferra a su última mansedumbre cuando Walter Lowen le pasa la mano por
la espalda, sosteniéndole suavemente esa columna de muchachita que va cediendo, curvándose
ante las demandas del útero crecido. Confía en él y en lo mucho que su padre la ama. Por otra
parte, lo conoce muy bien y sabe que es capaz de dar la otra mejilla sin pestañear. Como cuando
invitó a cenar en su propia mesa al ladrón que le había arrebatado la mochila con la ganancia de
seis meses. Le pagó al viaje desde Santa Cruz hasta Manitoba e hizo servir abundantes platos.
¿Para demostrar qué? ¿Que Dios lo
había bendecido con un espíritu más generoso? ¿Que tenía la habilidad de convertir una ofensa
en amistad? “Solo se trata de dinero; no me ha robado nada importante”, explicó Lowen en esa
ocasión. Esta vez no se trata de dinero y, de todas maneras, su padre está dispuesto a entregar
de nuevo esa mejilla tantas veces lastimada. Esta vez se trata de ella. En todo caso, piensa Elise,
conteniendo las ganas de llorar, es su mejilla, es su vientre, es su futuro agraviado, embarrado,
sucio. Elise mira turbada a su padre, quiere que él le explique por qué ha citado al hermano
Klassen a esa absurda reunión. Por favor, que le explique.
Ajeno a esas ideas que pelean como aves carroñeras en la cabeza de Elise, Walter Lowen mira
fijamente a Joshua Klassen y le da la bienvenida. En plautdietsch le dice:
—Qué bueno que has venido, hermano Joshua, hoy vamos a hacer negocios.
Y Joshua Klassen sonríe y se atreve a sonreírle a Elise sin ceder ni por un segundo a bajar la
vista hasta ese vientre en el que ha dejado una semilla indeseada. Pobre Elise, pobre Carolina.
El indio también se acerca. Le extiende la mano al recién llegado.
—Así que tú eres el Joshua —Sonríe el indio. Elise comienza a simpatizar con esa sonrisa,
comienza a comprenderla. El lodo, los horribles edificios de ladrillo visto, esa naturaleza urbana de
árboles amarillentos, ya no le parecen tan feos. Hay algo que el indio puede hacer por ella, por los
Lowen, intuye Elise.
—Este es el negocio —Comienza su explicación el indio, invitando a los menonitas a acercarse
hasta el pozo de tierra todavía fresca—. No puedes levantar nada próspero, ni una humilde choza,
si no pides perdón.
—¿Perdón? —Enarca las cejas Joshua Klassen—. —¿Perdón a quién? —Mira furibundo,
colorado, al hermano desertor, con el que quizás no ha debido reunirse ahora que toda la colonia
se avergüenza de su cobardía. Huir, huir de su destino. ¡Vaya hijo de Dios!
—A la Pachamama, pues, ¿a quién más va a ser? No es nomás pedirle solidez para el cimiento,
¿no?
Hay que ofrendarle algún fruto, un feto de llama, unos caramelos, ¡algo! —Se ríe el indio con
convulsiones de felicidad. Elise quiere volver a sentir eso, las cosquillas, los pulmones a punto de
explotar porque la vida entera es demasiado brillante para soportarla en su desnudez.
Joshua Klassen se contagia de la risa portentosa del indio. Elise lo ve temblar en esa risa
prestada, embriagándose de algo, de un bienestar inmerecido, supone, tambaleando el enorme
cuerpo al que su padre no ha sido capaz de enfrentarse, las manos velludas, todo lo de animal
que el Señor ha permitido en nosotros. Elise lo odia. Quizás por eso no puede distinguir el destello
de felicidad cuando los hechos se desencadenan perfectos en su violencia, súbitos y hermosos en
su sencillez: el indio, todavía riendo, empuja a Joshua Klassen al pozo hondísimo, mientras Walter
Lowen, desertando una vez más de su propia
salvación, se sube de un salto al tractor y comienza a devolver a las fauces de la obra lo que le
han usurpado durante toda esa jornada. Montón a montón, la tierra va cubriendo los gritos,
primero iracundos, incrédulos, luego desmadejados, de Joshua Klassen
—Sacrificio es —dice el indio, mientras rocía su hoja de resina apetitosa sobre esa improvisada
chullpa
—Tranquila estarás, Pachamama —parece que reza—. Sacrificio es —dice.
Elise no sabe qué significa esa palabra en español, “sacrificio”, pero no es su conciencia la que
necesita entender, sino su corazón de chica. Ese corazón asustado que ahora la obliga, como un
animal fiel, a estirar sus manos blancas y callosas y tomar puñados de tierra, con cuidadito, con
furia, quebrándose las uñas. Mira esos puñados como si fuera la primera vez que entra en
contacto con la consistencia granulosa de su materia y los arroja sobre el promontorio como una
ofrenda propia, un ramito de flores sucias y preciosas. Por ella, por Leah Welkel y por Carolina.
También por Carolina.

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