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III Carta Pastoral

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Tercera Carta Pastoral - Iglesia Y Las Organizaciones Políticas

Populares

Cartas Pastorales

Tercera Carta Pastoral de


Monseñor Oscar A. Romero
Arzobispo de San Salvador

Y Primera de
Monseñor Arturo Rivera y Damas
Obispo de Santiago de María

A nuestros queridos hermanos y hermanas:


El Señor Obispo Auxiliar de San Salvador;
los Presbíteros,
los Religiosos,
las Religiosas
y el Laicado de la Arquidiócesis de San Salvador y de la Diócesis de
Santiago de María.

Para ustedes y para todos los hombres de Buena Voluntad.

LA PAZ DE JESUCRISTO, NUESTRO DIVINO SALVADOR.


IGLESIA Y ORGANIZACIONES POLÍTICAS Y POPULARES

A la luz de la transfiguración y del recuerdo de Pablo VI.

Ya habíamos pensado, el Arzobispo de San Salvador y el Obispo de


Santiago de María, dirigir a nuestras Diócesis esta Carta Pastoral, al
regresar de nuestra visita “ad limina apostolorum” y como un
homenaje al Divino Salvador en la fiesta patronal de la
Transfiguración.

Pero nunca nos imaginamos que la sorpresiva muerte de Su Santidad


Pablo VI, ya de feliz memoria, vendría a avalar con resplandores de
nuevas motivaciones una y otra circunstancia.

En efecto, quien hubiera imaginado esta expresiva coincidencia de la


pascua de Pablo VI con nuestra fiestas titulares de la Transfiguración.
Por eso el último mensaje de su luminoso magisterio, la breve
alocución que había escrito para leerla en el “ángelus” del 6 de agosto
–se nos ocurre una querida herencia de familia, pues se la inspiró el
Divino Patrono de El Salvador: “Aquel cuerpo que se transfigura ante
los ojos atónitos de sus discípulos –comentó Su Santidad- es el
Cuerpo de Cristo –nuestro hermano, pero es también nuestro cuerpo
llamado a la gloria. Aquella luz que lo inunda es y será nuestra parte
de herencia y esplendor. Estamos llamados a compartir esta gloria
porque somos participantes de la naturaleza divina”. Y tras el éxtasis
de la trascendencia que iluminó el último día de su vida mortal, la
mirada del Pontífice volvía a la tierra en angustiosa preocupación por
los pobres y en un reclamo de justicia social al mundo, al pensar que
las circunstancias económicas y sociales no permiten a muchos
disfrutar el merecido descanso de las vacaciones anuales festivas.

También nuestra reciente con el Pastor Supremo de la Iglesia y sus


sabios consejos pastorales, recobran con su muerte el carácter
solemne de una despedida y un testamento. Las mismas perspectivas
de trascendencia hacia lo definitivo y eterno y la misma preocupación
por las necesidades concretas de nuestro pueblo “confirmaron”
nuestro servicio episcopal cuando, aquel inolvidable 21 de junio, nos
hablaba con la ternura de un padre que ya presiente cercana la
muerte, pero con la firmeza y luminosidad de un profeta que conoce,
desde hace mucho tiempo y muy de cerca, la situación histórica de El
Salvador y exhorta a sus pastores a guiarlos y confortarlo por los
caminos de la justicia y del amor del Evangelio.

Sentimos pues, que la luz con que nuestra carta quiere iluminar el
camino de nuestras Diócesis, es la luz auténtica del Evangelio y del
Magisterio de la Iglesia. Sentimos que la Transfiguración de Cristo que
en la hora suprema de un gran Pontífice iluminó la vocación divina de
los hombres y descubrió las desigualdades injustas de la tierra, tiene
claridades y energías muy válidas para ofrecer –desde el análisis de
los acontecimientos que nos anegan en un mar de amarguras y
confusiones- una respuesta eficaz a los serios interrogantes que se
nos hacen acerca de un posible camino de salida para el difícil
momento que atraviesa el país.

En la línea del Magisterio Universal.

Por eso el Padre nos ofrece al Divino Transfigurado como Hijo de sus
complacencias y nos ordena escuchando como Salvador y Maestro
del mundo.

La Iglesia, que es prolongación de la enseñanza y de la salvación de


Cristo, nunca se ha callado ante situaciones concretas. Los
testimonios del Concilio Vaticano II, que siempre fue el punto de
referencia del Magisterio de Pablo VI; su aplicación a América Latina
en los Documentos de Medellín; los últimos Papas, numerosos
episcopados latinoamericanos y la propia tradición de la Iglesia
salvadoreña, nos manifiestan que la Iglesia ha estado siempre
presente cuando la situación de una sociedad aparece claramente
como “situación de pecado” (Med. Paz, 1) y necesita de la iluminación
de la Palabra de Dios y de la palabra histórica de la Iglesia. Esta
misión profética de la Iglesia en defensa de los pobres, que siempre
han sido los privilegiados del Señor g(Pablo VI E.N. I2), cuenta en
América Latina apóstoles como Fray Antonio de Motesinos, Fray
Bartolomé de las Casas, el Obispo Juan del Valle y el Obispo
Valdivieso asesinado en Nicaragua por oponerse al terrateniente y
gobernador Contreras.

A estos elocuentes testimonios de la Iglesia Universal y local, unimos


hoy nuestra modesta voz. Esperamos que sirva, como nos recomendó
Su Santidad, de orientación y de aliento al querido pueblo que
servimos como pastores.

La verdad de nuestra intención.


Comprendemos el riesgo de ser mal interpretados o de ser juzgados,
por malicia o por ingenuidad, como inoportunos o necios. Pero la
verdad de nuestra intención es colaborar a sacudir la inercia de
muchos salvadoreños indiferentes a la miseria de nuestro país, sobre
todo en el campo. Porque es cierto que hay alguna sensibilidad social
acerca de los obreros, o de los pequeños comerciantes que sufren las
consecuencias de criminales incendios, y hasta de las densas zonas
de mesones y tugurios. Pero nos preocupa la indiferencia que en
muchos sectores urbanos se siente ante la miseria campesina. Parece
que se ha aceptado ya como destino inevitable que la mayoría de
nuestro pueblo sea presa del hambre y del desempleo y que sus
sufrimientos, violencias y muertes, principalmente en el campo, se
conviertan en rutina y hayan perdido la fuerza para interrogarnos ¿Por
qué ocurre eso? ¿Qué tenemos que hacer todos para evitarlos?
¿Cómo podemos responder a la eterna pregunta del Señor a Caín:
“¿Qué has hecho a tu hermano?” (Gen. 4, 9)?.

Deber y riesgo de hablar.

También es nuestra intención esclarecer una vez más la posición de la


Iglesia ante situaciones humanas que, por su naturaleza, implican
problemas económicos, sociales y políticos. Se repite que “la Iglesia
se mete en política”, como si eso fuese ya prueba irrefutable de que se
ha desviado de su misión. Pero aún más, se la tergiversa y calumnia
con el fin de desprestigiarla y enmudecerla porque los intereses de
algunos son contrarios a las consecuencias lógicas que de la misión
religiosa y evangélica de la Iglesia en el mundo alude también nuestra
fiesta patronal cuando Pedro, testigo de la Transfiguración la compara
con “la lámpara que luce en la noche” y a la que deben atender los
cristianos para no ser seducidos por “Fábulas artificiosas” y opiniones
del mundo (2Pedro 1, 19).

Sabemos pues, que lo que tenemos que decir, como toda siembra del
Evangelio, correrá la suerte de la semilla de la parábola del
sembrador: habrá quienes, aun con buena voluntad, no comprenderán
por qué la miseria de los pobres y sobre todo de los campesinos les
está lejana y trágicamente forma parte de una historia de su propio
país a la que se han acostumbrado. Habrá también quienes “oyendo
no entiendan y mirando no vean” (Mt. 13, 14). Habrá también quienes
prefieran las tinieblas a la luz porque sus obras eran malas (Jn. 3, 19).
Pero, gracias a Dios, estamos seguros también de contar con quienes
honesta y valientemente aceptan acercarse a la luz, no adaptarse a
este mundo (Rom. 12, 2) y quieran cooperar a “los dolores de parto”
de una nueva creación (Rom. 8, 22).

Dos Temas: Organizaciones Populares y violencia.

La realidad de nuestro país y la continua interrogación de nuestros


cristianos, especialmente de los campesinos, nos impulsa a iluminar
urgentemente y hasta donde sea posible estos dos problemas: el de
las llamadas “organizaciones populares”, y que podrían quizá recibir
calificativos más precisos de acuerdo con su naturaleza y sus
objetivos; y el problema de la violencia que cada día necesita más las
distinciones y clasificaciones de una prudente moral cristiana.

Dividiremos pues, nuestra Carta Pastoral en tres partes:

1. Situación de las “organizaciones populares” en El Salvador.


2. Relación entre la Iglesia y las “organizaciones populares”.
3. Juicio de la Iglesia sobre la violencia.

Nuestra limitación llama al Diálogo.

Ante la novedad de estos problemas se comprende la inquietud con


que muchos, principalmente campesinos, preguntan: ¿Cómo juzgar
las “organizaciones populares “ independientes del gobierno, sobre
todo cuando paralelamente y en un cruel antagonismo crecen
organizaciones gubernamentales...? ¿Si para ser cristiano hay que
enrolarse necesariamente en alguna “organización popular” que
busque cambios radicales en nuestro país...? ¿Cómo se puede ser
cristiano y aceptar las exigencias del Evangelio sin inscribirse en
organizaciones por las que no sienten credibilidad ni simpatías...?
¿Cómo debe un cristiano resolver el conflicto que surge entre la
lealtad al Evangelio y las exigencias no evangélicas de una
organización...? ¿Cuál es la relación entre la Iglesia y las
organizaciones...?

Y acerca de la violencia se pregunta ¿cuáles son, en la situación del


país, los límites de lo lícito y de lo ilícito a la luz de la ley de Cristo?.

Los pastores del pueblo tenemos el deber de dar una respuesta


cristiana y eclesial a estos problemas que inquietan a tantas
conciencias. Pero somos también conscientes de nuestra limitación. El
mismo Concilio la reconoce cuando aconseja a los laicos que “no
piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poderles
dar inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun
graves, que surja” (G. S. 43b). Porque, aunque estos problemas que
vamos a tratar son antiguos, muchas de sus expresiones son nuevas
en la historia reciente de nuestro país.

Por eso, por lo nuevo del tema y por la natural limitación de los
pastores, nuestra Carta Pastoral es muy consciente de que sólo va a
ofrecer los principios cristianos de solución y con ellos llamar a todo el
Pueblo de Dios a reflexionar desde sus comunidades eclesiales y en
común con sus pastores y con la Iglesia Universal sobre estos temas a
la luz del Evangelio y desde auténtica identidad de nuestra Iglesia.

Esto no significa una evasión de la gravedad del problema sino seguir


el espíritu del Magisterio de la Iglesia que Pablo VI definió así en la
carta “Octogesima Adveniens”: “Incumbe a las comunidades analizar
con objetividad la situación propia de su país esclarecida mediante la
luz de la palabra inalterable del Evangelio, deducir principios de
Reflexión, norma de juicio y directrices de acción según las
enseñanzas sociales de la Iglesia... y discernir, con la ayuda del
Espíritu Santo, en comunión con los obispo responsables, en diálogo
con los demás hermanos cristianos y con todos los hombres de buena
volutad, las opciones y los compromisos que conviene asumir para
realizar las transformaciones sociales, políticas y económicas que
aparezcan necesarias con urgencia en cada caso...” (n. 4).

Para facilitar esta reflexión comunitaria ofrecemos, en un folleto


separado, trenzotas aclaratorias (que por tanto no son partes
integrantes del texto de nuestra Carta, sino simples notas auxiliares
para suscitar opiniones y estimular el estudio). 1- La realidad nacional
en que la Iglesia desarrolla su misión; 2- La Palabra de Dios ante la
miseria humana; y 3- La doctrina más reciente de la Iglesia. A pesar
de los defectos que se puedan encontrar en estas notas, creemos muy
conveniente su estudio para entender mejor los problemas de esta
Carta en el conjunto de nuestra situación nacional y desde las
orientaciones bíblicas y eclesiales. Pues sólo escuchando, por una
parte, a partir de los datos y de sus análisis, el clamor de nuestro
pueblo y oyendo, por otra parte la Palabra de Jesús y de su Iglesia,
podemos encontrar la solución y la respuesta pastoral para los
problemas que vamos a tratar.

También recomendamos tener muy en cuenta, para dicha reflexión,


las dos primeras Cartas Pastorales del Arzobispo de San Salvador:
“Iglesia de la Pascua” y “La Iglesia, Cuerpo de Cristo en la Historia” ya
que ellas enfocan ex profeso la naturaleza misma de la Iglesia de las
cuales –naturaleza y misión- aquí sólo haremos las referencias
necesarias para nuestro tema central.

PRIMERA PARTE
SITUACIÓN DE LAS “ORGANIZACIONES POPULARES” EN EL
SALVADOR

En el marco de nuestra realidad nacional, la proliferación de


“organizaciones populares” es uno de los acontecimientos a que alude
el Concilio cuando, llamando a reflexión y discernimiento a los
cristianos, dice: “El Pueblo de Dios movido por la fe... procura discernir
en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa
juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la
presencia o de los planes de Dios”. (G. S. 11).

No es intención ni competencia de esta Carta Pastoral estudiar los


orígenes, la historia y los objetivos de tales “organizaciones”.
Solamente queremos, en la primera parte, recordar el derecho
humano de organización y denunciar su violación entre nosotros; y, en
una segunda parte, confrontar las relaciones entre la Iglesia y las
organizaciones populares.

1. El derecho de organización.

La Declaratoria Universal de los Derechos Humanos de las Naciones


Unidas, de la cual nuestro país es signatario, y el artículo 160 de
nuestra Constitución Política proclaman el derecho de todos los
ciudadanos reunirse y a asociarse.

Este derecho, cuya proclamación es un logro de nuestra civilización,


ha sido también repetidamente proclamado por la Iglesia: “De la
sociabilidad natural de los hombres se deriva el derecho de reunión y
de asociación”, dijo el Papa Juan XXIII en la Encíclica “Pacem in terris”
(n. 23). El Concilio Vaticano II volvió a recordar que “entre los
derechos fundamentales de la persona debe contarse el derecho de
los obreros a fundar libremente asociaciones que representen
auténticamente al trabajador” (G. S. 68). Y Medellín recordó para
nuestro continente que “la organización sindical campesina y obrera, a
la que los trabajadores tienen derecho, deberá adquirir suficiente
fuerza y presencia en la estructura intermedia profesional” (Justicia n.
I2).

2. Su violación en el país.

Lamentablemente entre las declaraciones jurídicas y la realidad


concreta de nuestro país, hay una enorme distancia. Es cierto que
existe en el país diversas asociaciones políticas, sindicales, obreras,
campesinas, culturales, etc. Algunas de estas asociaciones tienen
personería jurídica, otras no; algunas de ellas pueden –con o sin
personería jurídica- actuar libremente y otras no. Pero ahora no
queremos concentrar nuestra atención en el aspecto legal de la
personería jurídica. “Nos interesa más bien ver la capacidad real que
tiene todo grupo humano de ejercer su derecho natural de asociarse y
el apoyo y fuerza coordinadora con que cuenta de parte de una
autoridad de auténtico bien común para lograr con mayor plenitud y
facilidad su propia perfección” (Concilio G. S. 74). Es aquí, ante este
vacío de la realidad, donde tenemos que denunciar la violación del
derecho humano de asociación proclamado por nuestra Carta Magna
y por un compromiso internacional de nuestro país.

En concreto observamos, sobre este particular, las siguientes tres


anomalías:

a) Se discrimina a los ciudadanos.

Lo primero que resalta en un análisis imparcial del derecho de


asociación, es que las agrupaciones consonantes con el Gobierno o
protegidas por él, funcionan como tales; mientras que las
organizaciones que representan una voz discordante a la del
Gobierno, ya sea encauzada a través de partidos políticos, de
sindicatos industriales, u organizaciones gremiales o campesinas se
ven, de hecho, dificultadas o simplemente imposibilitadas de ejercer su
derecho a organizarse legalmente, a trabajar por sus objetivos,
aunque éstos sean justos.

Es pues, una realidad que viola el derecho fundamental enunciado.

b) Se daña a las mayorías.

Y esta discriminación resulta aún más violatoria de nuestra estructura


democrática –no olvidemos que el origen griego de esta palabra
“demos” designa la totalidad de los ciudadanos- el hecho, comprobado
a diario, de que las minorías económicamente poderosas pueden
organizarse en defensa de sus intereses minoritarios y, muchas veces,
con desprecio de los intereses de la mayoría del pueblo.

Ellos pueden montar campañas publicitarias hasta de oposición al


Gobierno; ellos pueden influir en piezas importantes de la legislación
como en el caso de la transformación agraria y de la ley de defensa y
garantía del orden público. Mientras que otros grupos, en la base del
pueblo, sólo encuentran dificultades o represión, cuando quieren
defender organizadamente los intereses de las mayorías.

Esta situación trae a nuestro pueblo por lo menos estos dos grandes
daños: el desprecio a su dignidad, a su libertad, y a su igualdad en la
participación política; y la falta de protección a los más necesitados.

“La aspiración a la igualdad y la aspiración a la participación son dos


formas de la dignidad del hombre y de su liberad”, dijo Pablo VI en la
“Octogesima Adveniens” (n. 22).

En efecto, salta a la vista, en este estado de cosas, la enorme


desigualdad en que quedan los ciudadanos a nivel de participación
política según pertenezcan a las minorías poderosas o a las mayorías
necesitadas y según goce o no de la aprobación oficial.
Y, en cuanto a la desprotección de los necesitados, recordemos, como
lo hicimos en nuestro mensaje del 1º de enero, que en el origen
histórico de las verdaderas leyes está la protección de los más
desvalidos, de aquellos que sin la ley son más fácilmente presa de los
poderosos. Así también la protección hacia los más desvalidos es el
origen histórico de las diferentes agrupaciones de las mayorías, de los
sindicatos modernos de obreros y campesinos. Lo que las ha forzado
a asociarse en primer lugar no es meramente el derecho cívico de
participar en la gestión de la política y economía del país, sino la
simple necesidad vital de subsistir, de ejercer sus derechos para que
sus condiciones de vida se hagan, al menos, tolerables. Así, en la
necesidad vital es donde coinciden la necesidad de legislación y la
necesidad de organización. Y por ello resulta tan absurdo el que sin
discernir lo falso de lo verdadero, se repriman indiscriminadamente
como fuerzas clandestinas de subversión las luchas de quienes
realmente quieren mejorar la sociedad y sus leyes para que sus
beneficios e ideales no marginen a quienes también contribuyen a
producir la riqueza –mucha o poca- del país.

c) Se provoca el enfrentamiento de los campesinos.

Tampoco podemos ignorar, aún sin entrar en mayor detalles, el trágico


espectáculo que se está ofreciendo, en el país, entre organizaciones
fundamentalmente integradas por campesinos y campesinas que
luchan entre sí y que últimamente están en pugna violenta.

Lo más grave es que no son –únicamente o fundamentalmente-


ideologías las que han logrado desunirlas y enfrentarlas. No es que los
miembros de estas organizaciones piensen en su mayoría de forma
distinta sobre la paz, sobre el trabajo, sobre la familia. Lo más grave
es que a nuestra gente del campo la esté desuniendo precisamente
aquello que la une más profundamente: la misma pobreza, la misma
necesidad de sobrevivir, de poder dar algo a sus hijos, de poder llevar
pan, educación, salud a sus hogares.

Lo que pasa es que, para salir de la misma miseria, unos se dejan


seducir por ventajas que les ofrecen organizaciones
progubernamentales en las que, a cambio, se les utiliza para distintas
actividades de represión que incluyen con frecuencia, delatar,
atemorizar, capturar, torturar y, en algunos casos y situaciones,
asesinar a sus mismos hermanos campesinos. Otros militan en
organizaciones independientes del Gobierno u opuestas a él en busca
de cambios más eficaces de su precaria situación. Finalmente
merecen especial atención los grupos de comunidades cristianas a las
que muchas veces se ha querido manipular y mal interpretar. Estos
grupos se reúnen a reflexionar sobre la Palabra de Dios que, si es una
palabra encarnada en la realidad, siempre despierta la conciencia
cristiana del deber de trabajar por un país más justo según las
opciones concretas políticas que le inspiren su misma fe y su
conciencia.

3. ¿Por qué el derecho de organización?; y ¿Por qué pensamos


preferentemente en los campesinos?

Es muy doloroso tener que presentar al Divino Patrono de la Nación


en sus fiestas titulares, un campesinado que paradójicamente se
organiza para dividirse y destruirse. Por eso, al recordar aquí,
pensando esta vez preferentemente en los campesinos, el derecho
fundamental que todos los hombres tienen para organizarse,
queremos invitarlos a elevar las mentes y los corazones hasta nuestro
Divino Salvador. El es la explicación suprema de todos los derechos y
de todos los deberes que regulan las relaciones de los hombres.

El no es Dios de muerte ni de enfrentamientos fratricidas. El nos hizo


de naturaleza social no para destruirnos en organizaciones
antagónicas, sino para que complementáramos nuestras limitaciones
con la fuerza de todos en el amor. Bajo la ley de su justicia y su
mandato nuevo del amor deben usarse los derechos humanos para
que no se conviertan en fuerzas fraticidas. La organización no es un
derecho absoluto que legitime fines o métodos injustos, sino un
derecho de aunar esfuerzos para lograr por medios honestos
finalidades también honestas y de bien común.

La organización es un derecho que debe realizarse sobre la base de la


organización de la persona. El criterio de organización en cualquiera
de sus niveles políticos, culturales o gremiales es la defensa de los
legítimos intereses, estén éstos o no en una determinada legislación o
interpretación de ella.

Por esto mismo declaramos, a propósito del derecho de organización,


nuestra conformidad con la Constitución cuando recuerda los límites
de lo moral y el repudio de doctrinas anárquicas en el uso de los
derechos. Efectivamente nuestra intención al defender el derecho de
asociación de todos los salvadoreños, enfatizado sobre nuestro
campesinado, no es amparar agrupaciones de terror ni afiliaciones a
fuerzas anárquicas o ideológicas irracionales subversivas. Muchas
veces hemos denunciado ya todo fanatismo de la violencia o del odio
de clases y hemos repetido el principio de nuestra moral cristiana de
que el fin no justifica los medios criminales y de que no existe una
libertad para perpetrar el mal.

Pero, por eso, defendemos el derecho de las justas reivindicaciones y


denunciamos que, con un simplismo peligroso y mal intencionado, se
las quiera confundir y condenar como terrorismo o subversión ilícita.

Nadie puede, por tanto, privar a los hombres del derecho de


organización y menos a los pobres porque proteger a los débiles es la
razón principal d las leyes y de la organización.

Por eso, hemos dicho que queremos subrayar en esta Carta el


derecho de organización de los campesinos porque son hoy los que
más dificultades tienen para ejercer ese derecho.

Históricamente son los campesinos por quienes menos se ha


preocupado la sociedad. Juan XXIII, que nunca se avergonzó de su
origen campesino, abogó por los cambios necesarios para que los
campesinos “no padezcan un complejo de inferioridad” (Mater et
Magistra n. 125) y aconsejó que “eran muy conveniente que se
asociaran..., porque, como se ha dicho con razón, en nuestra época
las voces aisladas son como voces dadas al viento” (ibid n. 146). El
Concilio Vaticano II recordó que los campesinos no sólo quieren
mejores condiciones de vida sino también “participar activamente en la
ordenación de la vida económica, social, política y cultural” (G. S. 9). Y
Pablo VI en su viaje a Colombia afirmó solemnemente ante los
campesinos de Mosquera: “Habéis tomado conciencia de vuestras
necesidades y de vuestros sufrimientos y, como otros muchos en el
mundo, no podéis tolerar que estas condiciones perduren siempre sin
poner solícito remedio”. Y les recordó que debían pertenecer a la
familia humana sin discriminaciones, en un plano de hermandad (Disc.
A los camp. Agosto 1968).

Por ello Medellín recalcó este derecho (Justicia nn. 11 y 12) y desde
diversos Episcopados Latinoamericanos lo han repetido (por ejemplo:
Colombia, Julio de 1969. Honduras 8 de Enero de 1970. Perú 4 de
diciembre de 1975, etc). También nuestra Conferencia Episcopal se
pronunció ya claramente en defensa del derecho de asociación de los
campesinos. Consecuentes con esa posición de nuestro Episcopado,
no dudamos en reafirmar el derecho de organización para los hombres
y mujeres del campo e incluso animar a que existan esas
organizaciones, no lo hacemos, al hablar como pastores con una
visión política determinada, sino con la visión cristiana de que los
pobres tengan la suficiente fuerza para no ser víctimas de los
intereses de unos pocos, como lo demuestra la historia (Medellín Paz
nn. 20 y 27).

SEGUNDA PARTE
RELACIONES ENTRE LA IGLESIA Y LAS ORGANIZACIONES
POPULARES

Un problema nuevo.

Ya no se trata de la posición de la Iglesia ante los diversos partidos


políticos, pues ésta ya ha sido estudiada y es conocida. Se trata de
cómo la Iglesia debe mirar y cumplir sumisión específica en este
proceso de organización que está surgiendo tan notoriamente en
nuestro pueblo, principalmente entre los campesinos. Se podría
pensar con razón que esta proliferación de organizaciones populares
constituye, entre nosotros, uno de esos “signos de los tiempos” que
retan a la Iglesia a desarrollar su capacidad y su obligación de
discernimiento y orientación a la luz de la Palabra de Dios que se le ha
encomendado aplicar a los problemas de la historia.

Se trata pues, como ya lo dijimos, de un problema nuevo tanto para la


Iglesia, como para las mismas organizaciones y para la sociedad en
general. Por eso, la reflexión de todos, con la ayuda del Espíritu Santo
y en comunión con los obispos responsables, tal como nos aconseja la
Carta “Octogesima Adveniens” de Pablo VI, ya recordada arriba, será
aquí un camino seguro de compresión y equilibrio evangélico entre la
identidad y el deber de la Iglesia y las inquietudes sociales y políticas
de los sectores populares.

Haremos, en primer lugar, tres declaraciones de principios (I) y


después las aplicaciones a nuestra situación (II).

I- TRES DECLARACIONES DE PRINCIPIOS

Desde dos niveles se pueden considerar las relaciones de la Iglesia


con las organizaciones populares: a niveles más concretos y a nivel
más fundamental.

A niveles más concretos y que dependen mucho de Coyunturas y


procesos históricos, es decir, cuando tiene que asesorar o dar
consejos a quienes le pidan orientación evangélica acerca de
compromisos políticos concretos, la Iglesia debe estudiar
pastoralmente la situación en cada caso, respetar un legítimo
pluralismo de soluciones, sin identificarse con ninguna de ellas porque
debe también respetar la autonomía que tienen las Opciones políticas
más concretas.

Por lo que toca al nivel fundamental de la relación de la Iglesia con


cualquier tipo de organización humana que tiene objetivos de
Reivindicaciones sociales y políticas, queremos declarar estos tres
principios relacionados con nuestro problema:

1. La Naturaleza propia de la Iglesia.

El primer principio que queremos recordar lo tomamos textualmente


del concilio Vaticano II (G. S. 42): “La misión propia que Cristo confió a
su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le
asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión
religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para
establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina”.

En las dos primeras Cartas Pastorales del Arzobispo de San Salvador


pueden estudiarse estos aspectos más religiosos del misterio eclesial
que no son el objeto directo de esta Carta, pero que los tenemos muy
en cuenta para mantener la verdadera naturaleza y misión de la Iglesia
en sus relaciones con otras organizaciones humanas.

Pablo VI en la exhortación “Evangelii Nuntiandi” (nn. 13 y 23) describe


los dos principales vínculos religiosos que dan cohesión y estilo muy
propio a la comunidad Iglesia: “Quienes acogen con sinceridad la
Buena Nueva, mediante tal acogida y la participación en la fe, se
reúnen en le nombre de Jesús para buscar juntos el Reino, construirlo,
vivirlo. Ellos constituyen una comunidad que es a la vez
evangelizadora... Tal adhesión, que no puede quedarse en algo
abstracto y desencarnado, se revela concretamente por medio de una
entrada visible, en una comunidad de fieles. Así pues, aquellos, cuya
vida se ha transformado, entran en una comunidad, que es en sí
misma signo de la transformación, signo de la novedad de vida: la
Iglesia signo visible de la salvación. Pero a su vez, la entrada en la
comunidad eclesial se expresará a través de muchos otros signos que
prolongan y despliegan el signo de la Iglesia. En el dinamismo de la
evangelización, aquel que acoge el Evangelio como palabra que salva
lo traduce normalmente en estos gestos sacramentales: adhesión a la
Iglesia, acogida de los sacramentos que manifiestan y sostienen esta
adhesión, por la gracia que confieren”.

No se debe pues perder de vista esta tarea específica de la Iglesia: la


evangelización que por la Palabra de Dios crea una comunidad-Iglesia
unida entre sí y con Dios mediante signos sacramentales, siendo el
principal de ellos la Eucaristía. Por eso el Concilio sintetiza: “La Iglesia
es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la
unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (L.G.
1).

Pero, al aceptar esta Palabra de Dios, los hombres experimentan que


se trata de una Palabra que concientiza y exige, es decir, los hace
conscientes de lo que es el pecado y de los que es gracia, de lo que
hay que combatir y de lo que hay que construir en la tierra; es una
Palabra que exige a la conciencia y a la vida no sólo juzgar al mundo
con los criterios del Reino de Dios sino a actuar de conformidad. Es
una Palabra de Dios que no sólo se debe escuchar sino también
realizar.

Esto es lo que ha venido haciendo la Iglesia en sus planes de pastoral:


congregar a los hombres en torno de la Palabra de Dios y de la
Eucaristía. Y no podemos renunciar a este derecho que es también un
deber exigido por la misma naturaleza y misión de la Iglesia. A estos
planes de pastoral pertenece nuestro esfuerzo por crear y fomentar las
“Comunidades Eclesiales de Base” (CEB). Es el tipo de comunidad
organizada que surge alrededor de la Palabra de Dios que convoca,
concientiza y exige; y alrededor de la Eucaristía y demás signos
sacramentales para celebrar la vida, la muerte y la resurrección de
Jesús, celebrando a la vez el esfuerzo humano por abrirnos al don de
una humanidad mejor. De estas “Comunidades Eclesiales de Base”
dijo Pablo VI, “...nacen de la necesidad de vivir todavía con más
intensidad la vida de la Iglesia; o del deseo y de la búsqueda de una
dimensión más humana que difícilmente pueden ofrecer las
comunidades eclesiales más grandes... Estas comunidades son un
lugar de evangelización, en beneficio de las comunidades más vastas,
especialmente de las Iglesias particulares, y una esperanza para la
Iglesia Universal” (E. N. 58).

Estas comunidades se deben mantener y fortalecer porque son células


vitales de la Iglesia. Ellas mismas realizan el concepto de Iglesia y su
misión específica. Los pastores y sus colaboradores deben cuidar de
mantener esa identidad y esa misión en toda su pureza y autonomía
para que no se confunda con otras organizaciones ni mucho menos se
deje manipular por ellas.

Por esto es muy conveniente que los pastores y demás agentes de la


pastoral tengan en cuenta las oportunas advertencias que el mismo
Pablo VI y los obispos sinodales de 1974 hicieron al señalar los
peligros muy posibles que pueden desvirtuar la naturaleza eclesial y
los objetivos evangelizadores de estas comunidades. Entre estas
advertencias queremos destacar, a propósito de nuestro tema, la de
“no dejar aprisionar por la polarización política o por las ideologías de
moda, prontas a aprovechar del inmenso potencial humano de estas
comunidades” (E. N. 58).

Pero la Iglesia sabe por su experiencia histórica que la comunidad


típicamente eclesial puede también suscitar vocaciones cristianas
explícitamente políticas. Hemos dicho que la Palabra de Dios que
alimenta la comunidad eclesial es una palabra concientizadora y
exigente, que no debe sólo escucharse sino también realizarse. Y esa
exigencia y realización puede despertar en un cristiano el compromiso
político. Más aún, el mismo Concilio recomienda: “hay que prestar
gran atención a la educación cívica y política, que hoy día es
particularmente necesaria para el pueblo, y sobre todo para la
juventud, a fin e que todos los ciudadanos puedan cumplir su misión
en la vida de la comunidad política. Quienes son o pueden llegarán a
ser capaces de ejercer ese arte tan difícil y tan noble que es la política,
prepárense para ella y procuren ejecutarla con olvido del propio interés
y de toda ganancia venal” (G. S. 75).

En el caso en que surjan vocaciones políticas en la comunidad


eclesial, la Iglesia ya no tiene un rol específico en cuanto a los medios
concretos que se elijan para alcanzar una sociedad más justa.
Respetando la autonomía de la política seguirán manteniéndose ella
misma en su fisonomía específicamente eclesial tal como queda
descrita.

2. La Iglesia al servicio del Pueblo.

El segundo principio que debemos declarar es que la Iglesia tiene una


misión de servicio al pueblo. Precisamente de su identidad y misión
específicamente religiosa “derivan funciones, luces y energías que
pueden servir para establecer y consolidarla comunidad humana
según la ley divina” (G. S. 42).

A la Iglesia le compete recoger todo lo que de humano haya en la


causa y lucha del pueblo, sobre todo de los pobres. La Iglesia se
identifica con la causa de los pobres cuando éstos exigen sus
legítimos derechos. En nuestro país, estos derechos, en la mayoría de
los casos, son apenas sólo derechos a la supervivencia, a salir de la
miseria.

Esta solidaridad con los objetivos justos no está condicionada a


determinar organizaciones. Llámense cristianas o no, están
protegidas, legal o realmente, por el Gobierno o sean independientes u
opuestas, a la Iglesia sólo le interesa una condición: que el objetivo de
la lucha sea justo para apoyarlo desde afuera de su Evangelio. Así
como también denunciar con sincera imparcialidad lo que es injusto en
cualquiera organización donde se detecte. En virtud de este servicio
que la Iglesia debe prestar, desde su fe, a la sed de justicia de los
hombres, se pronunció en Medellín, como línea de pastoral
latinoamericana, “alentar y favorecer todos los esfuerzos del pueblo
por crear y desarrollar sus propias organizaciones de base, por la
reivindicación y consolidación de su derechos y por la búsqueda de
una verdadera justicia” (Paz n. 27).

La Iglesia no ignora la complejidad de la actuación política; ella –lo


reiteramos nuevamente- no es ni debe ser experta en ese tipo de
actuación, pero puede y debe dar un juicio sobre las intenciones
globales y los mecanismos concretos de los partidos y organizaciones
precisamente por su interés en una sociedad más justa, ya que las
esperanzas económicas, sociales, políticas y culturales de los
hombres no son ajenas a la liberación definitiva por Jesucristo, que es
la esperanza trascendente de la Iglesia. (Cfr. Pablo VI E. N. 29-36).

A esta opción tampoco puede renunciar la Iglesia: a defender la causa


del débil y objetivamente necesitado, cualesquiera que sean los
grupos o personas que reivindiquen esas justas causas.

“Es bien sabido –comentaba Pablo VI- en qué términos hablaron


numerosos Obispos de todos los continentes, durante el Sínodo (de
1974), con un acento pastoral en el que vibraban las voces de millones
de hijos de la Iglesia que forman tales pueblos. Pueblos, ya lo
sabemos, empeñados con todas sus energías en el esfuerzo y en la
lucha por superar todo aquello que los condena a quedar al margen de
la vida: hambre, enfermedades crónicas, analfabetismo,
depauperación, injusticia en las relaciones internacionales y,
especialmente, en los intercambios comerciales, situaciones de
neocolonialismo económico y cultural, a veces tan cruel como el
político, etc. La Iglesia, repitieron los Obispos, tienen el deber de
anunciar la liberación de millones de seres humanos, entre los cuales
hay muchos hijos suyos; el deber de ayudar a que nazca esta
liberación, de dar testimonio de la misma, de hacer que sea total. Todo
esto no es extraño a la evangelización” (E. N. 30).
En este servicio de solidaridad con las causas justas de los pobres, no
hemos descuidado los reclamos de sus deberes y las exigencias de
respeto a los derechos ajenos. En las mediaciones de conflictos, en
las denuncias de atropellos a la dignidad, a la vida o a la libertad y en
otras actuaciones de este servicio al pueblo, hemos tratado de ser
justos y objetivos y jamás nos ha movido ni hemos predicado el odio o
el resentimiento, sino que hemos llamado a conversión y hemos
señalado la justicia como base indispensable de la paz que es el
verdadero objetivo cristiano. La Iglesia cuenta también, entre sus
tareas de servicio al pueblo, incontables obras de beneficencia, de
promoción y de educación cristiana de los pobres, obras que
desmienten a quienes la culpan de sólo instigan y no hacer.

3. Inserción de las esfuerzos liberadores en la Salvación Cristiana.

Este es el tercer principio que, a nivel fundamental, orienta nuestra


reflexión sobre las relaciones entre la Iglesia y las organizaciones
populares.

Estas organizaciones son esfuerzos de reivindicaciones sociales,


económicas y políticas del pueblo, especialmente de los campesinos.
La Iglesia, hemos dicho, alienta y fomenta los anhelos justos de
organización y apoya, en lo que tienen de justo, sus reivindicaciones.
Pero no estaría completo el servicio de la Iglesia a estos esfuerzos
legítimos de liberación si no los ilumina con la luz de su fe y de su
esperanza cristiana, enmarcándolos en el designio global de la
salvación operada por el Redentor Jesucristo.

El designio global de liberación que la Iglesia proclama:


a) Abarca al hombre entero, en todas sus dimensiones, incluida su
apertura al absoluto que es Dios. Va, por tanto, unido a una cierta
concepción del hombre... concepción que no puede sacrificarse a las
exigencias de una estrategia cualquiera, de una praxis o de un éxito a
corto plazo;
b) Está centrado en el Reino de Dios; no circunscribe su misión al sólo
terreno religioso, pero “reafirma la primacía de la vocación espiritual
del hombre” y anuncia la salvación en Jesucristo;
c) Procede de una visión evangélica del hombre, se apoya en
motivaciones profundas de la justicia en la caridad, entraña una
dimensión verdaderamente espiritual y su objetivo final es la salvación
y la felicidad en Dios;
d) Exige una conversión de corazón y de mente y no se satisface con
sólo cambiar estructuras;
e) Y excluye la violencia, la considera “no cristiana ni evangélica”,
ineficaz y no conforme con la dignidad del pueblo (Cfr. E. N. 33-37).

Si la Iglesia, por apoyar a cualquier grupo en sus esfuerzos de


liberación temporal, perdiera esta perspectiva global de la salvación
cristiana, entonces “la Iglesia perdería su significación más profunda,
su mensaje de liberación no tendría ninguna originalidad y se prestaría
a ser acaparado y manipulado... no tendría autoridad para anunciar,
de parte de Dios, la liberación...” (E. N. 32).

En cambio, cultivando en el corazón de los hombres la fe y la


esperanza de ese designio global de la salvación en Cristo, la Iglesia
predica las verdaderas razones de vivir y pone las motivaciones más
sólidas para sentirse libre de verdad y para trabajar con serenidad y
confianza en la verdad y para trabajar con serenidad y confianza en la
verdadera liberación del mundo. Haciéndolo así, la Iglesia “suscita
cada vez más cristianos que se dediquen a la liberación de los demás;
a estos cristianos “liberadores” les da una inspiración de fe, motivación
de amor fraterno, una doctrina social a la que el verdadero cristiano no
sólo debe prestar atención sino que debe ponerla como base de su
prudencia y de su experiencia para traducirla concretamente en
categoría de acción, de participación y de compromiso” (Pablo VI E. N.
38).

Fue un carisma de Pablo VI.

Al finalizar esta declaración de principios, de donde podemos con


menos dificultad derivar aplicaciones a las relaciones entre Iglesia y
organizaciones de reivindicación social, nuestro pensamiento se
detiene reverente y agradecido ante la memoria inmortal del Papa
Pablo VI. Agradecimiento por la carismática luminosidad de su
magisterio doctrinal y por el amor pastoral que explicitó para nuestro
pueblo salvadoreño.
Su magisterio, dotado de una maravilloso carisma al exponer la
teología de la Iglesia y sus relaciones con el mundo, ha iluminado la
reflexión de nuestro tema y puede seguirnos guiando, con sus
numerosos documentos eclesiológicos y sociales, en la reflexión a que
hemos invitado a toda la comunidad de nuestra Diócesis para ir
precisando más la doctrina, los compromisos y actuaciones en este
delicado campo.

Y el amor pastoral que el Papa nos explicó como un encargo


testamentario para El Salvador, estimula nuestros sentimientos
pastorales hacia una comprensión y apoyo equilibrado a las justas
reivindicaciones que con angustia y esperanza busca nuestro pueblo.

II- APLICACIÓN A LOS PRINCIPIOS

Con estos tres criterios eclesiológicos que acabamos de declarar,


podemos juzgar las relaciones de la Iglesia con los grupos sociales
que se organizan para luchar por la justicia en el campo político.
Desde estos principios podemos deducir qué pueden las
organizaciones esperar y aún exigir a la Iglesia, porque es su misión, y
también que no deben esperar de ella porque no es de su
competencia.

Prosigamos pues, nuestro diálogo haciendo una aplicación de


principios a varios problemas que presentan las relaciones de la
Iglesia con las organizaciones populares.

1. Una relación de origen.

Hay organizaciones populares que se reconocen de inspiración


cristiana y hasta se denominan como tales. Su origen histórico se
entrelaza con la vida y actividad de alguna comunidad cristiana. Este
hecho, que no es exclusivo de nuestro tiempo ni de nuestro país, se
ha tratado aquí de distorsionar calumniosamente hasta querer
identificar a la Iglesia con algunas organizaciones populares y
atribuirle la responsabilidad de las opciones concretas que dichas
organizaciones han tomado para sus reivindicaciones con plena
autonomía y bajo su responsabilidad.
Ya explicamos, como es posible y natural esta relación de origen
cuando nos referimos a la fuerza concientizadora y exigente de la
Palabra de Dios que alimenta la fe cristiana de la comunidad eclesial.
En muchos campesinos esa Palabra hizo crecer paralelamente la
toma de conciencia de la fe y de la dimensión de justicia exigida por la
fe, la cual puede conducir también a una vocación política.

2. Fe y Política: Unificación pero no Identificación.

Y aquí surge el problema: fe y política deben estar unidas en el


cristiano que tiene vocación política, pero no identificarse. La Iglesia
desea que ambas dimensiones estén presentes en la vida total de los
cristianos, por eso ha tenido que recordar que no es verdadera fe la
que vive separada de la vida. Pero también advierte que no se puede
identificar la tarea de la fe y una determinada tarea política. El cristiano
con vocación política debe procurar lograr una síntesis entre la fe
cristiana y la acción política; pero sin identificarlas. La fe debe inspirar
la acción política del cristino pero sin confundirse.

Esto es necesario tenerlo muy claro en el caso en que las mismas


personas que pertenecen a comunidades eclesiales pertenecen
también a organizaciones políticas populares. Si estas personas no
tienen en cuanta la distinción entre su fe cristiana y su organización
política, pueden caer en estos dos errores: o sustituir lo típico de la fe
y de la justicia cristiana por lo típico de una determinada organización
política; o afirmar que sólo dentro de una determinada organización se
puede desarrollar la exigencia cristiana de justicia que proviene de la
fe.

3. Lo que se puede y no se puede exigir a la Iglesia.

Por ello, cuando los cristianos se organizan en cualquier tipo de


asociación: partido político, gremio u “organizaciones populares”,
deben ser conscientes de lo específico de la dimensión de la fe y de la
dimensión política, y deben respetar por lo tanto, la autonomía de
ambas dimensiones. Como organizador políticamente, deben tener
idea muy clara de lo que pueden pedir y aun exigir a su Iglesia y
también de lo que no le pueden pedir porque le pedirán lo que no les
puede dar y porque comprometerían seriamente la legítima autonomía
de la dimensión política.

En todo lo que hemos dicho al precisar la naturaleza y la misión de la


Iglesia, queda dicho también lo que las organizaciones –sena o no de
inspiración cristiana- pueden pedir a la Iglesia. Incluso pueden pedirle
que recuerde los derechos cívicos, como el de la organización, la
huelga, la manifestación y libre expresión.

Pero ninguna organización, aunque sea de inspiración o nombre


cristiano, puede exigir que la Iglesia como tal o sus símbolos más
claramente percibidos como símbolos eclesiales (como las
ceremonias, la predicación, las procesiones, etc.) se conviertan en
mecanismos concretos de propaganda para fines políticos. Ya hemos
dicho que la Iglesia por su parte siempre estará dispuesta a hacer uso
del único poder que posee, el de su Evangelio para iluminar cualquier
tipo de actividad que mejor instaure la justicia.

4. Lealtad del cristiano político a su Fe.

Esto nos lleva a otro problema que queremos plantear con toda
sencillez. Para luchar por la justicia en una “organización popular” no
es necesario ser cristiano ni reconocer explícitamente la fe en Cristo.
Se puede ser un buen político o trabajar bien por la realización de una
sociedad más justa sin ser cristiano, con tal que se respete y se tenga
en cuenta el valor humano y social de la persona.

Pero los que se profesan cristianos y como tales se organizan, tienen


la obligación de confesar su fe en Cristo y de usar, en su actividad
social y política, aquellos métodos que están de acuerdo con dicha fe.

Comprendemos que a veces es difícil deslindar lo que es


específicamente cristiano de lo que no lo es, pues también la fe
cristiana, por ser histórica, debe confrontarse con nuevas situaciones
que exigen nuevas respuestas. Comprendemos, por lo tanto, la
confusión que puede originar una nueva situación. Pero una cosa
debe quedar bien clara: que lo último y absoluto de un cristiano,
integrado también en una actividad política, debe ser la fe en Dios y la
exigencia a realizar la justicia según el Reino de Dios.
Comprendemos también que la actividad política tiende a absorber e
incluso a monopolizar el interés de las personas. Es éste un fenómeno
normal de entusiasmo humano, y de ahí que surja a veces la tensión
entre dos lealtades: la lealtad a la fe y la lealtad a la organización. A
veces no será fácil vivir esa tensión y aquí también, como en todo lo
nuevo, habrá que ir aprendiendo a vivir en ella. Pero es nuestro deber
pastoral, aun comprendiendo las dificultades expuestas, recordar que
cualquiera que sea esa tensión entre las dos lealtades, la lealtad
definitiva y última de un cristiano no puede ser a una organización por
más ventajas que ofrezca sino a Dios y a los pobres que son “los
hermanos más pequeños” de Jesucristo.

5. Autenticidad, no Instrumentalización.

Por ello, estimulamos a los cristianos pertenecientes, de derecho o de


hecho, a cualquier organización de justas reivindicaciones sociales,
políticas y económicas, a mantener explícita su fe, a que ella sea su
último marco referencial y a que crezca en ella. Pero en sus
convicciones teóricas y en los mecanismos y detalles concretos no
caigan en la tentación del orgullo y de la intransigencia, como si la
legítima opción política que su fe les inspiró fuera el único modo de
realizar con intensidad el trabajo por la justicia.

Les recordamos también el deber de explicar su fe mediante una leal


solidaridad con la Iglesia y la apertura a la trascendencia de Dios
mediante los signos sacramentales de su gracia, la oración y la
meditación de la Palabra de Dios. Sólo así se puede garantizar que
crezca paralelamente la dimensión del compromiso por la justicia y de
la vocación política cristiana. Esta mutua interacción entre la
explicitación de la fe y de la dedicación a la justicia, será la garantía de
que su fe no es vacía, sino que va acompañada de obras, y a la vez
de que se busca en verdad la justicia del Reino de Dios y no otra.

Pero si algunos cristianos, habiendo sido motivados en un principio por


su fe cristiana para tomar un compromiso a favor de los pobres,
lamentablemente perdieron aquella fe y, la consideran ahora sin valor,
los exhortamos a la sinceridad y a no utilizar una fe, que ya no tienen,
para conseguir sus objetivos políticos por más justos que fueren.
6. No se puede empujar a todos a la “organización”.

No se puede empujar a un cristiano a participar en un partido u


organización política concreta. Hay que tener en cuenta, por una parte,
que toda acción humana tiene y no puede evadir una repercusión
política en sentido amplio, y por ello es imprescindible cierta política,
cierta capacitación de discernir entre unas y otras opciones políticas y
sobre todo mucho sentido crítico. Por otra parte, hay que tener en
cuenta que no todo cristiano tiene vocación política, es decir,
cualidades y deseos para luchar por la justicia desde el campo de la
acción específicamente política.

Existen otras cauces para canalizar esta lucha: por ejemplo, una
educación liberadora (Medellín), una evangelización no ajena a los
derechos humanos ni al proceso de liberación de los pueblos (E. N. 30
y 31).

La política como vocación y dimensión legítima del hombre y del


cristiano no tiene derecho a considerarse la única vocación posible
para el ineludible deber de todo salvadoreño de trabajar por establecer
un orden más justo en el país.

Pero esto lo decimos no para amparar una evasión o una pereza, sino
para que cada uno reflexione en la vocación de su vida al servicio de
los demás.

7. Sacerdotes y Laicos es colaboración jerárquica.

Ahora queremos dirigirnos a nuestros queridos sacerdotes y a


nuestros estimados laicos que como los sacerdotes prestan a la
Iglesia un servicio más cerca no a su jerarquía y que, por eso necesita
una misión o encargo autorizado por el cual tienen, en la medida de
esa misión, cierta función representativa del magisterio y del ministerio
de la Iglesia ante el pueblo.

Con gran alegría constatamos que el trabajo de nuestros presbíteros y


laicos es cada vez más encarnado y comprometido con las causas del
Divino Pastor y de nuestra realidad; cada vez nuestra pastoral va
teniendo más en cuenta la liberación integral que nos exige el
Evangelio y el magisterio jerárquico de la Iglesia Universal y del
Episcopado Latinoamericano reunido en Medellín; cada vez es más
claro que el llamamiento a la conversión dirigido a todos los hombres
tiene más eficacia y autenticidad cuando sigue la estrategia del
Evangelio en dar la Buena Noticia de la salvación a partir de los
pobres a quienes también recuerda las exigencias de su conversión
(Lucas 4, 18).

Esta es nuestra línea pastoral que encuentra su respaldo más


autorizado y más actual en la Exhortación “Evangelii Nuntiandi” de
Pablo VI y su aplicación concreta a nuestra Diócesis en la semana de
Pastoral en San Salvador (5-10 de enero de 1976). Y de esta línea no
podemos apartarnos sin ser infieles a nuestra conciencia y a las
esperanzas del pueblo y sobre todo a la Palabra del Señor.

Por eso encarecemos a todos los queridos sacerdotes y laicos cuidar


la pureza evangélica de esa línea y, cuidándola así, no tener miedo a
la audacia que muchas veces nos exigirá. Comprendemos bien los
riesgos que supone esta pureza y esta audacia. Es normal y frecuente
que los mismos sacerdotes y sus más íntimos colaboradores laicos,
precisamente por interesarse en una evangelización encarnada y
comprometida, sientan al vivo los problemas políticos, y, como
personas y ciudadanos sientan más simpatías por un partido u
“organización popular” que por otros; incluso es comprensible que
cuando se les pida, colaboren en orientar cristianamente la dirección
de actividades políticas de los cristianos a favor de la justicia.

Pero es nuestro deber recordarles y pedirles que en cualquier trabajo


sacerdotal, en cualquier labor pastoral que les pidan las personas,
partidos u organizaciones, tengan siempre, como primer objetivo, ser
animadores y orientadores en la fe y en la justicia que la fe exige,
según los grandes principios cristianos que aquí hemos recordado.

Este es el servicio inapreciable, necesario e insustituible que podemos


prestar al mundo. Sobre los problemas concretos que origina la
actividad cotidiana política, normalmente habrá políticos y expertos
más capacitados para su análisis y sus encauzamientos. En cualquier
caso, lo que el sacerdote le toca, es la animación que da el Espíritu del
Señor, no una animación desencarnada ciertamente, pero auténtica
animación en la fe. Al sacerdote corresponde principalmente mantener
viva la norma evangélica de pensamiento y acción, recordar, como
Jesús, el amor del Padre a los hombres y urgir el seguimiento de
Jesús hacia la implantación del Reino de Dios entre los hombres. El
inspirar y acompañar en esta tarea –cuya concreciones siempre serán
parciales y limitadas- será de incalculable valor para la fe de toda la
Iglesia, para unificar, sin identificaciones ni reduccionismos, la
dimensión de la fe y la exigencia de justicia y también –así lo creemos
como cristianos- para que los avances reales en la justicia sean según
el plan de Dios, sin lo cual ningún mejoramiento social puede ser
auténtico ni duradero.

Si, en un caso excepcional, a un sacerdote concreto se le pidiera una


mayor colaboración en los mecanismos concretos del quehacer
político, además de considerarle como caso excepcional porque
actuaría en un papel supletorio, que no le corresponde como algo
normal a la vocación y ministerio sacerdotal, tocaría al Obispo, en
diálogo sincero con ese sacerdote a la luz de la fe, hacer un
discernimiento cristiano sobre el valor apostólico de dicho trabajo.

Los laicos que han sido asumidos al servicio de la Iglesia para una
especial misión jerárquica, como los catequistas, celebradores de la
Palabra, etc., no deben olvidar esta circunstancia que los constituye
representantes conspicuos de la jerarquía, de su ministerio y de su
magisterio. Son, como debe ser la jerarquía y el Presbiterio, signo de
la unidad de todos los hijos de la Iglesia particular y universal. Esta
responsabilidad que los coloca en la dirigencia y en la fuerza unitiva
del Pueblo de Dios, los debe hacer muy prudentes al simpatizar o
inscribirse en una organización popular. Si la militancia en una
organización quita, al agente de pastoral ante el Pueblo de Dios,
credibilidad o eficacia, hay una fuerte razón pastoral para optar por
una de las dos dirigencia, después de hacer un serio discernimiento
ante el Señor.

8. Organizaciones no Cristianas.

Hasta aquí nuestra reflexión acerca de las relaciones de la Iglesia con


las organizaciones populares, ha tenido en cuenta principalmente a las
organizaciones que se profesan cristianas. Pero no hemos olvidado
que muchos otros hermanos salvadoreños militan en organizaciones
que se profesan cristianas. Las relaciones de la Iglesia no tienen
mucho que cambiar con estas últimas pues tanto para ellas como para
las otras su criterio fundamental es lo que ya queda dicho: apoyo al
derecho humano de asociación, sobre todo cuando en las
circunstancias del país, se considera la “organización popular” como
uno de los medios más importantes para la implantación de la justicia;
apoyo también a la libertad que cada uno tiene en sus opciones
concretas de modo que a nadie se puede obligar a inscribirse en
determinado grupo: apoyo a los objetivos justos de cualquier
organización; respeto a la autonomía del quehacer político y social de
las organizaciones así como ella, la Iglesia, también exige a cualquier
persona u organización que le respeten la propia autonomía de su
naturaleza y de su misión y que por tanto, no se le use o subordine a
ninguna finalidad de la organización. También tiene la Iglesia, el deber
y el derecho de ejercer ante cualquier organización, aunque no se
profese cristiana, su función profética de animar lo que está conforme
con la revelación de Dios en el Evangelio y denunciar todo lo que está
en desacuerdo con esa revelación y constituya pecado del mundo.

Existe otra relación más de fondo y de fe entre la Iglesia y las


“organizaciones populares” aunque no se profesen cristianas. Y es
que la Iglesia cree que la acción del Espíritu que resucita a Cristo
muerto en los hombres es más grande que ella misma. Más allá de los
límites de la Iglesia hay mucha fuerza de la redención de Cristo; y los
intentos libertarios de los hombres y de los grupos, aun sin profesarse
cristianos, son impulsados por el Espíritu de Jesús; y la Iglesia tratará
de comprenderlos así para purificarlos y animarlos e incorporarlos –al
igual que los esfuerzos de los cristianos- en el proyecto de la
redención cristiana.

Nos damos cuenta de que, a pesar de nuestra buena voluntad y de


nuestro esfuerzo por dar una orientación adecuada a la dimensión
política de la fe de nuestros hermanos, principalmente campesinos,
todavía flotan muchas interrogantes. Queda pues, por delante un largo
camino de reflexión que juntos, Pastores y Pueblo de Dios, y nunca
separados de nuestra comunión en Cristo tenemos que recorrer a la
luz de nuestra fe y de la realidad social de nuestro país.
TERCERA PARTE
JUICIO DE LA IGLESIA ANTE LA VIOLENCIA

Motivo y esquema de esta parte.

Junto al tema de las organizaciones populares surge


espontáneamente el problema de la violencia porque en el esfuerzo
por las reivindicaciones sociales, políticas y económicas de estos
grupos es natural que ocurra también el recurso a la violencia como
una fuerza reivindicativa. Por eso nuestra misión pastoral nos obliga
ahora a ofrecer estos elementos de juicio de la moral de la Iglesia para
orientar la reflexión de nuestras comunidades.

En esta reflexión ofrecemos:


1. Diversas clases de violencia;
2. Juicio moral de la Iglesia acerca de la violencia; y
3. Aplicación a la situación de El Salvador.

I- NUESTRA REALIDAD Y NUESTRO IDEAL.

Porque, en efecto, qué penoso es tener que ofrecer a nuestro Divino


Salvador, junto con la plegaria esperanzada de su pueblo, congregado
bajo la luz de la Transfiguración, el horroroso panorama de nuestra
realidad nacional manchando de tanta sangre y atropellos a la
dignidad, a la libertad y a la vida misma de los salvadoreños. Vivimos
en una realidad nacional explosiva, fértil de frutos de violencia. Con
frecuencia vemos manifestaciones populares que terminan en
derramamiento de sangre de los manifestantes y, a veces, también de
miembros de cuerpos de seguridad. Últimamente, en muchos lugares,
sobre todo en el campo, se ha venido sucediendo conflictos violentos ,
que llegan incluso a tomar forma incluso de operativos militares,
desplegados en zonas enteras del campo salvadoreño. Son muchos
los hogares que lloran víctimas del secuestro, del asesinato, de la
tortura, de la amenaza, del incendio criminal, etc.

Ante esta situación que puede llegar a insensibilizar las conciencias,


tenemos que volver a repetir aunque sea voz que clama en el desierto,
la voz de la Iglesia: “no a la violencia, si a la paz”.
Este ideal de la Iglesia es bien claro por más que la calumnia y la
persecución hayan tratado de distorsionarlo:
“Reafirmamos con fuerza nuestra fe en la fecundidad de la paz –fue
también la voz del Episcopado Latinoamericano en Medellín- . Ese es
nuestro ideal cristiano... no ponemos nuestra confianza en la violencia
(Paz nn. 15 y 19).

Hoy cumplimos también, en esta Carta Pastoral, encargo


testamentario que nos hizo Pablo VI en la audiencia de nuestra visita
“ad limina” el 21 de Junio al recomendarnos la solidaridad pastoral con
nuestro pueblo, mencionó el esfuerzo que éste está haciendo por sus
justas reivindicaciones y nos encareció orientarlo por el camino de una
paz justa y prevenirlo contra la fácil tentación de la violencia y el odio.

1. Diversos tipos de violencia.

Pero si es fácil formular el ideal de la paz, es muy difícil enfrentarse a


la realidad de la violencia que históricamente perece inevitable
mientras no se eliminen sus causas reales. Pues normalmente y salvo
en casos patológicos, la violencia no es una cualidad de hombres que
se realizan sometiendo a otros hasta el extremo de humillarlos,
herirlos, secuestrarlos, torturarlos o matarlos. La violencia tiene otras
raíces que es necesario descubrir. Para ello debemos analizar las
diversas formas de violencia, siguiendo un camino abierto por los
Obispos de América Latina en Medellín.

a) La “violencia institucionalizada”.

La forma más aguda que presenta la violencia en nuestro continente y


también en nuestro país, es la que llamaron los Obispos en Medellín
“violencia institucionalizada” (Paz n. 16), producto de una situación
injusta en la que la mayoría de los hombres y mujeres –sobre todo de
los niños- en nuestro país se ven privados de lo necesario para vivir.

Se expresa esta violencia en las organizaciones y en el


funcionamiento diario de un sistema socioeconómico y político que
acepta como normal y corriente que el progreso no es posible sino
mediante la utilización de las mayorías como fuerza productiva
manejada por una minoría privilegiada. Encontraremos históricamente
esta clase de violencia siempre que la maquinaria institucional de la
vida social funcione en beneficio de una minoría o sistemáticamente
discrimine a los grupos o personas que defiendan el verdadero bien
común.

Son responsables de esta violencia hecha institución, además de las


estructuras internacionales injustas que la condicionan, los que
acaparan el poder económico sin compartirlo, “los que retienen
celosamente sus privilegios y, sobre todo... los que los defienden
empleando ellos mismos medios violentos; y todos los que no actúan a
favor de la justicia con los medios de que disponen, y permanecen
pasivos por temor a los sacrificios y a los riesgos personales que
implica toda acción audaz y verdaderamente eficaz” (Medellín Paz nn.
17 y 18).

Esta “violencia institucionalizada” se da dramática y establemente en


nuestro país.

b) Violencia represiva del Estado.

Paralela a la “violencia institucionalizada” suele surgir la violencia


represiva, es decir, la empleada por los cuerpos de seguridad del
Estado en la medida en que el Estado trate de contener los anhelos de
aquellas mayorías, sofocando violentamente cualquier manifestación
de protesta ante la injusticia que acabamos de mencionar.

Es una verdadera violencia y es injusta porque con ella el Estado


defiende, por encima de todo y con sus poderes institucionales, la
pervivencia del sistema socio-económico y político que está vigente,
impidiendo toda verdadera posibilidad de que el pueblo, en uso de su
derecho primordial de autogobernarse –como sujeto último de la
voluntad política-, puede hallar un nuevo camino institucional hacia la
justicia.

c) Violencia sediciosa o terrorista.

Existe otra clase de violencia peligrosa que algunos llaman


“revolucionaria” pero que preferimos calificarla como terrorista o
sediciosa, ya que el término “revolucionaria” no siempre tiene un
sentido peyorativo como el que aquí deseamos definir. Se trata de
aquella violencia que Pablo VI llamó “las revoluciones explosivas de
desesperaciones” (Bogotá, 23-VIII-68, citado en Paz n. I7). Esta
violencia suele organizarse e intentarse en forma de guerrilla o
terrorismo y equivocadamente es pensada como último y único modo
eficaz para cambiar la situación social.

Es una violencia que produce y provoca estériles e injustificables


derramamientos de sangre, lleva la sociedad a tensiones explosivas,
racionalmente incontrolables y desprecia por principio toda forma de
diálogo como posible instrumento solución para los conflictos sociales.

d) Violencia espontánea.

Llamamos violencia espontánea a la que reacciona espontáneamente


ano de forma calculada ni organizada, y surge de parte de grupos o
persona, cuando son atacadas violentamente al hacer uso de sus
derechos legítimos como son: reclamos, manifestaciones, huelgas
justas, etc. Por ser espontáneos y no buscada, esta violencia tiene las
características de la desesperación y de la improvisación y por eso no
puede tener eficacia en el reclamo de los derechos ni en las
soluciones justas de los conflictos.

e) Violencia en legítima defensa.

Se da también la violencia en legítima defensa cuando una persona o


un grupo repelen por la fuerza una agresión injusta de que han sido
objeto. Esta violencia busca anular o por lo menos lograr un control
eficaz –no necesariamente la destrucción- del peligro inminente y
efectivo que injustamente amenaza.

f) Violencia de la no violencia.

Para completar esta clasificación de la violencia es conveniente


agregar la fuerza de la no violencia que encuentra hoy conspicuos
estudiosos y seguidores. La recomendación del Evangelio de volver la
otra mejilla ante un injusto agresor, lejos de ser pasividad o cobardía,
es la manifestación de una gran fuerza moral que deja moralmente
vencido y humillado al agresor. “El cristiano es capaz de combatir pero
prefiere la paz a la guerra”, se dijo en Medellín aludiendo a esta fuerza
moral de la no violencia (Paz n. I5).

II- JUICIO MORAL DE LA IGLESIA SOBRE LA VIOLENCIA

Cuando hacíamos nuestra “visita ad limina”, L’Observatore Romano,


vocero oficioso del pensamiento de la Santa Sede, publicaba un
valioso artículo sobre la violencia titulado en italiano: “Lo Stato
democrático e la violenza” (23-VI-78). Creemos muy oportuno valernos
de sus conceptos para actualizar la tradicional doctrina católica sobre
la violencia que también recordaron los Obispos en Medellín.

“El recurso a la violencia –comenta L’Observatore- es un triste resabio


de las generaciones humanas y una de las señales más evidentes,
tanto de la imperfección que acompaña al hombre en cualquier latitud
y bajo cualquier régimen, como de la necesidad de recomenzar
siempre desde el principio la obra de perfeccionamiento personal y del
bien social a fin de contener y disciplinar los instintos que siempre
renacen en el hombre y lo conducen a la lucha del hombre contra el
hombre”.

Pero a pesar de que la Iglesia considera cualquier tipo de violencia


como una señal de “la imperfección que acompaña al hombre”; y, a
pesar de recalcar siempre su preferencia y su amor por el ideal de la
paz, la Iglesia a cada tipo de violencia da un juicio distinto que va
desde la prohibición y condenación hasta la licitud bajo ciertas
condiciones:

Enunciamos a continuación unos cuantos principios morales que debe


respetar la conciencia de cualquier hombre honrado:
a) La Iglesia ha condenado siempre la violencia buscada en sí misma
o usada abusivamente en contra de algún derecho humano, o como
primero y único medio para defender y alcanzar un derecho humano.
No se puede hacer un mal para alcanzar un bien.
b) La Iglesia permite la violencia en legítima defensa, pero bajo las
siguientes condiciones:
- que la defensa no exceda el grado de la agresión injusta (por
ejemplo, si basta defenderse con las manos no es lícito disparar un
balazo al agresor);
- que se acuda a la violencia proporcionada sólo después de agotar
los medios pacíficos posibles;
- y que la defensa violenta no traiga como consecuencia un mal mayor
que el que se defiende: por ejemplo una mayor violencia, una mayor
injusticia.
c) Por ser raíz de mayores males, la Iglesia ha condenado la violencia
institucionalizada, la violencia represiva del gobierno, la violencia
terrorista y toda la violencia que pueda provocar una legítima defensa
también violenta.
d) El documento de Medellín sobre la paz y citando un texto de la
Encíclica “Populorum Progressio” de Pablo VI (n. 31), menciona la
legitimidad de una “insurrección” en el caso muy excepcional “de
tiranía evidente y prolongada que atentase gravemente a los derechos
fundamentales de la persona y damnificase peligrosamente el bien
común del país, ya provenga de una persona ya de estructuras
evidentemente injustas”. Pero inmediatamente advierte el peligro de
engendrar con ello “nuevas violencias... nuevas injusticias... y nueva
ruina, lo cual haría condenable también esta insurrección”.
e) Por eso también ha enseñado la Iglesia –y las circunstancias
actuales dan una trágica actualidad a esta enseñanza- que un
gobierno debe usar su fuerza moral y coactiva para garantizar un
Estado verdaderamente democrático, basado en un orden económico
justo en el cual se defiendan la justicia y la paz y el ejercicio de los
derechos fundamentales de todos los ciudadanos. Así el Gobierno
logrará hacer “cada vez más hipotético e irreal el caso en el cual el
recurso a la fuerza por parte de los individuos y grupos pueda ser
justificado por la existencia de un régimen tiránico en el cual las leyes,
las instituciones y el gobierno en vez de reconocer y promover,
conculcan las libertades fundamentales y los demás derechos del
hombre, reduciendo los súbditos a la condición de oprimidos”
(L’Observatore Romano, artículo citado).
f) La Iglesia prefiere el dinamismo constructivo de la no violencia: “El
cristiano es pacífico y no se ruboriza de ello. No es simplemente
pacifista, porque es capaz de combatir, pero prefiere la paz a la
guerra. Sabe que los cambios bruscos y violentos de las estructuras
serían falaces, ineficaces en sí mismos y no conformes ciertamente a
la dignidad del pueblo” (Paz n. 15).

III- APLICACIÓN A LA SITUACIÓN DE EL SALVADOR


Entresacamos de la doctrina general de la Iglesia sobre la violencia,
estas breves aplicaciones y orientaciones para la realidad de nuestra
Diócesis.

• Crecer en la Paz.

Proclamamos la supremacía de nuestra fe en la paz y hacemos un


llamamiento a todos a hacer esfuerzos positivos en su construcción.

No podemos poner toda nuestra confianza en métodos violentos si


somos cristianos de verdad o simplemente hombres honrados.

• Trabajar por la Justicia.

Pero la paz en la que creemos en fruto de la justicia: “opus institiae


pax”. Los conflictos violentos como lo muestra un simple análisis de
nuestras estructuras y lo confirma la historia, no desaparecerán hasta
que no desaparezcan sus últimas raíces. Por lo tanto, mientras se
mantengan las causas de la miseria actual y se mantenga la
intransigencia de las minorías más poderosas que no quieren tolerar
mínimos cambios, se recrudecerá más la explosiva situación y, si se
requiere seguir usando la violencia represiva, desgraciadamente no se
hará más que aumentar el conflicto y “hacer menos hipotético y más
real el caso en el cual el recurso a la fuerza, como legítima defensa,
podrá ser justificado”. Por eso creemos que ésta es la tarea más
urgente: La construcción de la justicia social.

Todo hombre tiene un potencial de sana agresividad con que la


naturaleza lo ha dotado para superar los obstáculos de la vida. El
valor, la audacia, el no tener miedo a los riesgos, son virtudes y
valores notables de nuestro pueblo, que han de ser incorporados, en
la vida de la sociedad, no para segar vidas sino para construir derecho
y justicia para todos pero especialmente para quienes hoy parecen
marginados de esos bienes.

• Repudio a la Violencia Fanática.

Está haciendo mucho mal a nuestro pueblo esa violencia fanática que
casi se hace “mística” o “religión” de algunos grupos o individuos.
Endiosan la violencia como fuente única de justicia y la propugnan y
practican como método para implantar la justicia en el país. Esta
mentalidad patológica hace imposible detener la espiral de la violencia
y colabora a la polarización extrema de los grupos humanos.

• Agotar los Medios Legítimos.

Aun en los casos legítimos, la violencia siempre debe ser el último


recurso. Antes hay que agotar los medios pacíficos. La hora es
explosiva y se necesita mucha cordura y serenidad. Invitamos
fraternalmente a todos, pero especialmente a las “organizaciones” que
se empeñan en la lucha por la justicia, a que prosigan sin desánimo y
con honradez, a tener siempre objetivos justos, y a que hagan uso de
los legítimos medios de presión y a no poner toda su confianza en la
violencia.

CONCLUSIÓN.

Violentos junto a Cristo.

Queremos terminar nuestra reflexión mirando la espléndida visión de


paz que es el Señor Transfigurado. Es notable que los cinco
personajes escogidos para acompañar al Divino Salvador en aquella
teofanía del Monte Tabor, hayan sido cinco hombres te temperamento
y hechos violentos. De Moisés, Elías, Pedro, Santiago y Juan se
puede decir lo que dijo Medellín de los cristianos: “no son simplemente
pacifistas porque son capaces de combatir, pero prefieren la paz a la
guerra”. Jesús encauzó hacia una labor de construcción, de la justicia
y de la paz en el mundo, la agresividad de aquellos ricos
temperamentos.

Pedimos al Divino Patrono de El Salvador que transfigure también en


el mismo sentido el rico potencial de este pueblo con el que quiso
compartir su propio nombre.

Ser un instrumento para que realice esta transfiguración de nuestro


pueblo es la razón de ser la Iglesia. Por eso hemos tratado de
reafirmar su identidad y su misión a la luz de Cristo, porque sólo
siendo como El la quiere, podrá prestar, con mejor comprensión y
eficacia, su servicio y apoyo a las justas aspiraciones del pueblo.

Este es mijo Amado: ¡Escúchelo!

La voz del Padre en aquella Santa Montaña es el mejor aval de la


misión de la Iglesia entre los hombres: señalar a Cristo como el Hijo
predilecto de Dios y único Salvador de los hombres y recordar a los
hombres el supremo deber de escucharlo si quieren ser de verdad
libres y felices.

Escuchémoslo! Tiene mucho que decir al verse rodeado por nuestro


pueblo que lo mira con confianza en una de las horas más trágicas e
inciertas de su historia.

Creemos interpretar su palabra divina si al terminar esta Carta


Pastoral, nos dirigimos:
- A todos nuestros católicos ya a los hermanos de otras iglesias y a
todos los hombres de buena voluntad para recordarles que el Señor
está presente y que su voz proviene también de la miseria de nuestro
pueblo: Oigámoslo: “lo que hagan con uno de estos mis hermanos
pequeños conmigo lo hacen” (Mt. 17, 5).
- A los que tienen en sus manos el poder económico les dice el Señor
del mundo que no cierren sus ojos en forma egoísta a esta situación y
comprendan que sólo compartiendo en justicia y hermandad con los
que no tienen pueden cooperar al bien del país y gozar aquella paz y
felicidad que no pueden dar la abundancia amontonada a costa de la
miseria ajena. Escúchenlo!
- A la clase media que ya tiene asegurada su vida con un mínimo
decoro, Jesús les recuerda que queda una mayoría que aún no tiene
lo suficiente para vivir, que se solidaricen con los pobres y campesinos
y no se contenten con asegurar lo que ya han conseguido.
Escúchenlo!
- A los gremios profesionales y a los intelectuales el Divino Maestro,
que es la luz de todas las inteligencias, les pide que usen de su saber
técnico y de su ciencia para esclarecer nuestra realidad nacional y
cumplan sus juramentos profesionales para buscar soluciones a esa
realidad; que definan en público su interés para el bien del país y no
se refugien en un saber y en una ciencia sin compromisos; en una
evasión y tranquilidad que está más allá del dolor de los pobres.
Óiganlo!
- A los partidos políticos y a las “organizaciones populares” que han
ocupado el pensamiento principal de esta Carta Pastoral, Cristo
conductor de la historia y de los pueblos les exige que sepan poner la
preocupación por las mayorías pobres por encima de sus propios
intereses y que usen positivamente con eficiencia y justicia los
mecanismos y sepan presionar con honradez y valentía para que la
transformación deseada se lleve a cabo. Obedézcanlo!
- Y a los poderes políticos, que tienen el sagrado deber de gobernar
para el bien de todos, Cristo, el Rey de Reyes y Señor de Señores, les
reclama un sentido de verdad y justicia, de sincero servicio al pueblo y
que, por tanto:
1. legislen teniendo en cuenta las mayorías del campo donde surgen
graves problemas de tierra, de salario, de asistencia médica, social y
educativa;
2. abran realmente el reducido espacio político y den entrada legal y
real a las diversas voces políticas del país;
3. den oportunidad de organizarse legalmente a quienes injustamente
se les ha privado de ese derecho humano, especialmente a los
campesinos;
4. atiendan al repudio del pueblo a la ley de defensa y garantía del
orden público y en cambio promulguen otras leyes que realmente
garanticen los derechos humanos y la paz, y pongan cauces eficientes
al diálogo cívico y político, sin que nadie tenga porqué temer al
expresar sus ideas que puedan ser de servicio al bien común aunque
signifiquen una crítica al Gobierno;
5. cesen ya de amedrentar al campesinado y pongan fin a esa trágica
situación de enfrentamiento entre campesinos, explotando su pobreza
para organizar a unos al amparo del Gobierno y perseguir a otros por
organizarse para buscar su subsistencia y sus derechos en
independencia de él;
6. abran la confianza del pueblo con unos gestos inteligentes y
generosos como serían: una amnistía para todos los presos acusados
de haber violado la ley de defensa y garantía del orden público, la
libertad de tantos presos por motivos políticos que no han sido
consignados a los tribunales, sino que han desaparecido después de
haber sido capturados por los cuerpos de seguridad; y la posibilidad
de regresar al país los expulsados o aquellos a quienes se les impide
volver a nuestra Patria por motivos políticos.

Creemos que todo esto es la voluntad del Divino Salvador del Mundo.
Y que el Padre ordena: Hay que escucharlo!

La Iglesia promete trabajar y orar.

Por su parte, la Iglesia que ha reafirmado en esta Carta su identidad y


ha explicado su misión, se compromete a aportar al bien común de la
Patria su fe en Jesucristo y su colaboración con todos los que están
dispuestos a hacer reinar la justicia como base de una paz que sea
dinamismo de nuestro verdadero progreso.

Acudimos con filial confianza a la intercesión de nuestra Reina y


Madre, la Santísima Virgen de la Paz, Patrona también de El Salvador,
para que nos alcance del Divino Salvador del Mundo abundancia de
gracias y buena voluntad para la transfiguración de nuestro pueblo.

Con nuestra bendición.

San Salvador, fiesta de la Transfiguración del Señor, seis de agosto de


mil novecientos setenta y ocho

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