Maestros de Vida (Cap. 1 La Filosofía, Maestra de Vida)

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LA FILOSOFÍA, MAESTRA DE VIDA

Mónica Cavallé

Aguilar, Madrid, 2004, cap. 1


CURSO DE FORMACIÓN EN ASESORAMIENTO FILOSÓFICO SAPIENCIAL 2020 | Mónica Cavallé

MAESTROS DE VIDA

“Es preferible un sólo maestro de vida, frente a mil maestros de la palabra” (Maestro Eckhart).

Por lo general, la representación que nos hacemos de la filosofía es la de un conjunto de sistemas


de pensamiento y doctrinas teóricas que se estudia muy someramente en los dos últimos cursos de
la enseñanza secundaria y, de forma exhaustiva, en las facultades universitarias de la rama del
saber así denominada; más genéricamente, la de una disciplina estrictamente especulativa, de
difícil acceso, y objeto de interés de un número muy reducido de intelectuales y especialistas. Esta
representación común de la filosofía —que no es sólo propia de quienes nunca se han adentrado
en este saber, sino que es también la que predomina en los entornos escolares y universitarios—,
que la hace equivaler a un saber eminentemente abstracto, de dudoso impacto transformador en
nuestra vida cotidiana y que esgrime un lenguaje sólo apto para especialistas, nos habla de lo que
ha llegado a ser esta disciplina en nuestro entorno cultural, pero nos oculta el significado primero
del termino “filosofía”, lo que ésta fue realmente en sus orígenes.
¿Cuál era este significado originario del término filosofía? ¿Cuál fue la naturaleza de esta
actividad en los inicios de nuestra civilización?
El término filosofía es de origen griego (philosophia) y significa “amor” o “disposición a
consagrarse a” (philo) la “sabiduría” (sophia). La palabra filosofía expresaba, inicialmente, el
hecho de amar la sabiduría, la adhesión activa a ella y la disposición requerida para adquirirla. A
su vez, la sabiduría (sophia) no se entendía como un saber meramente teórico, sino como un saber
práctico, vital e integral, que incumbía al ser humano en su totalidad. Sabiduría era tanto la visión
de la realidad de las cosas como la encarnación del modo de ser y de vivir que se correspondía con
dicha visión. Sabio (sophos) era el que se esforzaba por ver el mundo tal como es y el que vivía
en armonía con esa visión, es decir, en conformidad con la realidad. Se consideraba que esta vida
respetuosa con la realidad era la que satisfacía las necesidades más profundas del ser humano, la
que favorecía la expresión óptima de su potencial, de sus posibilidades más específicamente
humana y, por lo tanto, la que le permitía alcanzar la forma más elevada y estable de felicidad a la
que podía tener acceso.
La filosofía era, para los antiguos, la consecución activa de la sabiduría así entendida; en
otras palabras, no era sólo el esfuerzo crítico por alcanzar un conocimiento de la realidad cada vez
más radical y totalizante, sino también, e indisociablemente, arte de vivir y ciencia de la vida.
“Los filósofos ⎯afirmaban los pitagóricos⎯ son responsables de nuestro buen vivir y
pensar”1. “¿Qué medida o estándar más preciso de la buena vida tenemos que el sabio? 2, se
preguntaba Aristóteles, el gran filósofo griego del siglo IV. O, en palabras de un filósofo romano
del siglo I, Musonio Rufo: “El filósofo ha hecho un arte de saber qué proporciona a los seres
humanos la felicidad o la infelicidad”3.

Filosofía sapiencial o la “ciencia de la vida”

1 Jámblico, Vida pitagórica, p. 141.


2 Protrepticus, frag. 5.
3 Disertaciones, VIII 33, 3-6.

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Como he apuntado en escritos anteriores 4 (que ocasionalmente parafrasearé libremente sin


abrumar al lector con comillas o referencias innecesarias), hasta tal punto la noción contemporánea
de la filosofía se ha apartado de lo que ésta significó en sus inicios, que considero conveniente
distinguir, dentro de lo que en nuestro ámbito cultural se ha denominado “filosofía”, dos
modalidades de la misma bien diferenciadas, es decir, dos actividades que, aun compartiendo un
mismo nombre, han tenido espíritus y talantes cualitativamente diferentes:
1) Una tradición de filosofía ⎯que se correspondería con la tradición de filosofía
académica5 y con lo que hoy en día solemos entender por filosofía⎯ que se ha concebido a sí
misma como una actividad estrictamente teórica o especulativa.
2) Otra tradición de filosofía ⎯de filosofía sapiencial⎯ que se ha entendido como un “arte
de vida”, como una actividad en la que lo decisivo no es el discurso filosófico o la arquitectura
conceptual en sí, sino la actitud, la experiencia y el estilo de vida que el filósofo encarna y propone;
en la que ambas dimensiones —pensamiento y vida— se han considerado indisociables.
Es la filosofía sapiencial, la filosofía concebida como ciencia de la vida, la que nos puede
dar una idea aproximada de lo que fue originariamente la filosofía en Occidente. La filosofía era,
entonces, “sapiencial” pues orbitaba en torno al ideal de la sabiduría. Filósofo (philosophos), a su
vez, era el que aspiraba a acercarse en lo posible al modelo de la naturaleza humana representado
por el ideal del sabio —el prototipo del ser humano respetuoso con la realidad, autorrealizado y
libre—; era, por lo tanto, el legítimo maestro en el arte de vivir.
Desde nuestra perspectiva contemporánea, y debido al concepto de filosofía que ha llegado
hasta nosotros, con frecuencia pasamos por alto que los filósofos de la antigüedad no eran
profesores de filosofía ni profesionales del pensamiento. Las enseñanzas de Heráclito, Parménides,
Pitágoras, Platón, Sócrates, Aristóteles, las de los pensadores estoicos, cínicos, epicúreos,
escépticos, neoplatónicos, etcétera, no eran sólo especulaciones sobre la naturaleza última de la
realidad; eran, indisociablemente, prácticas orientadas a la realización operativa de las
posibilidades latentes en la estructura profunda de todo ser humano, caminos de plenitud y de
liberación interior. Los grandes filósofos de la antigüedad no se limitaban a elaborar y postular
sistemas teóricos, sino que, ante todo, encarnaban en ellos mismos todo un modelo de vida e
invitaban a los aspirantes a filósofos, a los amantes de la sabiduría, a adentrarse en un camino de
transformación, en una iniciación vital, tras la cual no serían los mismos ni verían el mundo del
mismo modo. Entendían que sólo podía penetrar bajo la superficie de las cosas y vislumbrar las
claves de la existencia quien había accedido a cierto estado de ser, quien se desenvolvía en un
determinado nivel de conciencia. No se consideraba genuino filósofo aquel que se dedicaba a
elucubrar teorías o hipótesis más o menos plausibles en torno a las cuestiones últimas, careciendo
de un compromiso activo con su propia transformación. Eran la autenticidad y hondura del ser del
filósofo las que garantizaban la profundidad de su visión.
Lo que venimos diciendo explica por qué en la antigüedad el filósofo era el prototipo de
ser humano virtuoso —de un modo análogo a como en Oriente se ha considerado sabio al ser
humano interiormente liberado—. Es importante advertir que el término “virtud” no tenía entonces
el sentido escuetamente moral que ha llegado a tener para nosotros (y que suele equivaler a
comportarse de una determinada manera; generalmente, de una manera socialmente aceptable).
De hecho, los filósofos de la antigüedad suponían un reto a las convenciones sociales, y de aquí

4La sabiduría recobrada, Oberón (Grupo Anaya), Madrid, 2002.


5“Academia” era la denominación de la escuela filosófica fundada por Platón. No damos aquí este sentido al término
“académico”, sino el más habitual de “relativo a los centros oficiales de enseñanza”.

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que con tanta frecuencia tuvieran problemas con el poder instituido6. Virtuoso era aquel que estaba
en contacto con su propia virtus (de vir: poder), es decir, con su potencia o esencia. Virtud era la
potestad o la capacidad que tenía un individuo para expresar en el mundo sus cualidades esenciales,
para permitir la eclosión de sus posibilidades reales 7. El filósofo era virtuoso porque era quien
encarnaba las mejores posibilidades humanas: la lucidez, la objetividad, el respeto por la realidad,
el conocimiento de sí mismo, la libertad interior, la conciencia universal, el amor desinteresado, el
gozo estable y sereno... Sócrates, quien desde la antigüedad hasta nuestros días ha sido considerado
el modelo de filósofo por excelencia, afirmaba que para el logro de la felicidad bastan la sabiduría
y la virtud y que éstas son indisociables: no hay sabiduría sin virtud ni virtud sin sabiduría.
Sostenía, a su vez, que ambas exigen lo que él denominaba “cuidado de sí” o “cuidado del yo”: un
compromiso sostenido por el cuidado del alma, por ser fieles a lo más elevado de nosotros y por
evitar las discrepancias entre nuestro ser, pensamientos, palabras y obras 8.

“El criterio decisivo que permite identificar en el mundo greco-romano al que dice la
verdad, al filósofo, no se encuentra en su nacimiento, ni en su ciudadanía, ni en su
competencia intelectual, sino en la armonía que existe entre su discurso y su vida” (Michel
Foucault)9.

Esta relación indisociable entre pensamiento y vida, conocimiento y transformación, era


concebida por los filósofos de la antigüedad como una relación reversible. Consideraban que sólo
la persona íntegra, veraz, comprometida con su propia transformación profunda, puede alcanzar
una mirada objetiva y penetrante y, por consiguiente, acceder a un conocimiento profundo de la
realidad; que sólo quien es veraz puede ser amigo de la verdad. Y consideraban, igualmente, que
la filosofía no sólo exige virtud, sino que es también la fuente de la virtud; que el conocimiento
profundo de la realidad, en la medida en que disipa nuestra ignorancia (que concebían no como
una ignorancia meramente intelectual, sino existencial), es un saber operativo, que produce
cambios radicales en nuestra vida, que nos transforma y nos libera.

La filosofía como “terapia del alma”

Es precisamente esta dimensión transformadora y liberadora del conocimiento filosófico la que


explica por qué con tanta frecuencia la filosofía antigua se presentaba a sí misma como una terapia,
en concreto, como una terapia del alma. La comparación entre la filosofía y la terapéutica médica

6 Sócrates fue condenado a muerte tras ser acusado de corromper a la juventud ateniense. En el periodo imperial, eran
frecuentes los decretos que expulsaban de Roma a los filósofos. Los miembros de la escuela cínica se caracterizaban
por sus actitudes provocativas y escandalosas desde el punto de vista de los valores asumidos. Etc. Estos ejemplos
evidencian cómo el concepto antiguo de virtud estaba lejos de ser sinónimo de comportamiento socialmente aceptable
(que no, socialmente benéfico).
7 Baruch Spinoza, un reputado filósofo del siglo XVII, retomó el sentido originario del término “virtud”. Así la define
en su obra más importante, su Ética: “Por virtud entiendo lo mismo que por potencia; esto es, la virtud, en cuanto
referida al hombre, es la misma esencia o naturaleza humana, en cuanto tiene potestad de llevar a cabo ciertas cosas
que pueden entenderse a través de las solas leyes de su naturaleza” (p. 289).
8 Consideraba que este compromiso era posible en virtud de un estado de máxima vigilancia y atención de sí que
permite retornar al verdadero yo, adoptar una perspectiva lo más objetiva y universal posible, trascender las
ofuscaciones y condicionamientos cotidianos.
9 Discourse and Truth: the Problematization of Parrhesia (six lectures given by Michael Foucault at the University
of California at Berkeley, Oct-Nov. 1983). Lecture 5: Socratic Parrhesia (http://Foucault.info/documents/parrhesia)

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era muy habitual en la antigüedad, muy en particular, entre las escuelas de Grecia y Roma de los
períodos helenístico e imperial. Éstas afirmaban que la filosofía operaba de un modo análogo a la
ciencia médica, pues también sanaba las enfermedades humanas, en concreto, aquellas producidas
por la ignorancia, por las falsas creencias. Al igual que los remedios del médico se destinaban al
cuerpo, los argumentos de la filosofía se dirigían al alma. Ambos tenían la capacidad de sanar y
habían de ser evaluados por su capacidad —o falta de ella— de hacerlo.
Para Fedón, discípulo de Sócrates, la filosofía es el garante de la salud del alma y el camino
hacia la verdadera libertad. “Verdaderamente —sostenía el filósofo académico10 Cicerón— la
filosofía es la medicina del alma” 11. Los filósofos escépticos afirmaban que su filosofía actuaba
sobre la mente como un purgante: eliminaba de ellas los dogmas y proporcionaba, de este modo,
tranquilidad de ánimo. Según el estoico Aristón de Quios: “Ninguna diferencia hay entre la locura
de la multitud y la que es tratada por los médicos, a no ser que ésta se padece por enfermedad,
aquella por falsas opiniones”12. “Vana es la palabra de aquel filósofo que no es capaz de sanar
algún sufrimiento humano” afirmaba Epicuro, fundador de la escuela epicúrea, y antes que él, los
filósofos pitagóricos; y continuaba: “Pues así como ningún beneficio hay de la medicina que no
expulsa las enfermedades del cuerpo, tampoco lo hay de la filosofía, si no expulsa las
enfermedades del alma”13. Galeno escribió un “Diagnóstico y cura de las pasiones del alma”,
Crisipo, una “Terapéutica de las pasiones”, y Epicteto comparaba su escuela de filosofía con un
hospital. Séneca —un pensador estoico, al igual que los recién mencionados Crisipo y Epicteto—
sostenía que, sin filosofía, el alma enferma, y comparaba sus escritos con útiles recetas de medicina
cuya eficacia había experimentado sobre sus propias heridas.
En efecto, buena parte de la filosofía antigua se concebía como una suerte de terapéutica
de las distintas formas de sufrimiento, esclavitud interior y enajenación que ocasionan en el ser
humano sus modos errados o inauténticos de percibir y de ser, es decir, su falta de conocimiento
de sí mismo y del mundo tal como es. Este talante de la filosofía antigua de Occidente es muy afín
al de las grandes tradiciones orientales de filosofía sapiencial. Así, por ejemplo, un contemporáneo
de Sócrates, Buda, en el otro extremo del mundo entonces conocido, concibió su filosofía como
una terapéutica del sufrimiento humano que se sustentaba en cuatro principios, las denominadas
“cuatro nobles verdades” del budismo, que cabría esquematizar así:
1-El ser humano sufre.
2-El sufrimiento tiene una causa.
3-Hay una vía que conduce a la liberación del sufrimiento.
4-Esta vía exige la adopción de un modo de vida, es decir, un cambio en nuestro modo de
percibir y de ser.
En cierto modo, estos cuatro principios están latentes en toda filosofía sapiencial: todas
ellas realizan un diagnóstico de la causa última del sufrimiento existencial y todas proponen una
práctica conducente a su superación. Estas terapéuticas implícitas en las escuelas y tradiciones
sapienciales son específicamente filosóficas pues no se orientan a aliviar el sufrimiento psicológico
a toda costa (para ello bastarían unas mentiras piadosas, unas componendas míticas o una buena

10 El término “académico” sí significa aquí perteneciente a la Academia, la escuela fundada por Platón. La Academia
dirigida por los sucesores de Platón Arcesilao, Carneades y Filón de Larisa, se caracterizaba por su libertad de espíritu,
por su sincretismo (recogían lo mejor de las distintas escuelas filosóficas) y por su énfasis en la dimensión de arte de
vida de la filosofía. Fue una de las escuelas de filosofía más florecientes durante el período helenístico (fines del siglo
IV a.C.- fines del siglo I a.C.).
11 Cicerón. Disputationes Tusculanae, 3, 6.
12 Séneca, explicando el pensamiento de un estoico antiguo, Aristón de Quíos. Los estoicos antiguos, p. 200.
13 Epicuro, p. 55.

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dosis de inconsciencia), sino únicamente a través del respeto por la realidad. Estas filosofías no
entienden por sufrimiento todo tipo de dolor o esfuerzo, sino sólo el sufrimiento psicológico
innecesario que roba la libertad interior y la serenidad del alma. Parten del supuesto de que el
sufrimiento humano así entendido tiene su raíz en la ignorancia; de que es, por consiguiente, la
señal de un alejamiento de la realidad. Por lo mismo, sostienen que la liberación radical del
sufrimiento coincide con un despertar filosófico, con la apertura de la mirada interior que nos
permite alcanzar una visión directa y clara de la naturaleza del sufrimiento y de la naturaleza del
yo y de la realidad.

La vocación universal de la filosofía

Para la filosofía antigua, la superación del sufrimiento psicológico y el logro de la tranquilidad del
alma eran tareas específicamente filosóficas. Es evidente que estas tareas no sólo incumben a una
élite intelectual; conciernen, en lo más profundo, a todo ser humano. Esto nos pone en conexión
con un hecho que conviene reseñar: la filosofía sapiencial, a diferencia de la filosofía académica,
ha tenido un talante y una vocación claramente universales. Es verdad que, también en el seno de
las tradiciones de filosofía sapiencial, sólo unos pocos, los profundamente comprometidos con la
búsqueda de la verdad, han llegado a saborear los frutos de la sabiduría; pero esta cuestión “de
hecho” —que explica el carácter iniciático de algunas escuelas presentes en estas tradiciones,
como el pitagorismo— no puede eclipsar la cuestión “de derecho” señalada: las tradiciones de
filosofía sapiencial han sido conscientes de que su objetivo, la consecución de la máxima libertad,
atañe a todo ser humano, y de que sólo el propio individuo, y no otro tipo de factores extrínsecos,
puede ponerse límites en esta tarea.
Esta vocación universal de la filosofía se manifestó en el mundo antiguo de Occidente con
especial fuerza en la figura de Sócrates y en ciertas escuelas filosóficas del periodo helenístico e
imperial, como el estoicismo, el epicureismo, el escepticismo o la escuela cínica. Hemos señalado
que el conocimiento filosófico no equivalía, para la filosofía antigua, a conocimiento libresco, sino
al nacimiento a un nuevo modo de percibir y de ser, a una comprensión transformadora y liberadora
que se reconocía por sus frutos: la lucidez, el gozo sereno, la libertad interior y la erradicación del
sufrimiento psicológico. Precisamente porque sostenían con especial énfasis que lo decisivo de la
actividad filosófica era cierto modo de ser y de obrar, las escuelas señaladas se constituyeron como
auténticos movimientos filosóficos populares. Argumentaban que, si el objetivo de la filosofía era
llegar a ser seres humanos en plenitud e interiormente libres, eso era derecho y competencia de
todo ser humano, sea cual fuera su género y su condición personal, económica y social, y no sólo
de los ciudadanos varones que disponían de dinero y de tiempo de ocio y que, además, tenían
habilidad para las sutilezas y los despliegues dialécticos.
En palabras del estoico Musonio Rufo:

“Todos, no uno sí y otro no, por naturaleza nacemos de tal modo que podemos vivir
hermosamente y sin errores. [...] Ahora bien, en el cuidado de los enfermos, nadie considera
que esté libre de errores ningún otro sino el médico; y en el manejo de la lira, ningún otro
sino el músico, y en el manejo del timón, ningún otro sino el timonel. Pero en la vida no se
considera que el único que deba estar libre de errores sea el filósofo, que parece que es el
único que se ocupa de la virtud, sino todos por igual, incluso los que nunca han tenido

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ninguna preocupación en este sentido. Es evidente que la razón de esto no es ninguna otra
sino que el ser humano ha nacido para la virtud” 14.

O según el filósofo Epicuro:

“Nadie por ser joven vacile en filosofar ni por hallarse viejo se fatigue de filosofar. Pues
nadie está demasiado adelantado ni retardado para lo que concierne a la salud de su alma.
El que dice que aún no le llegó la hora de filosofar o que ya se le ha pasado es como quien
dice que no se le presenta o que ya no hay tiempo para la felicidad” 15.

Que los frutos anímicos señalados eran la principal señal del filósofo lo demuestra, como
ha hecho notar Pierre Hadot16, el hecho de que en la antigüedad recibieran, con frecuencia, el
calificativo de “filósofos” personas que nunca escribieron ni desarrollaron discurso filosófico
alguno, pero que llevaron, eso sí, una vida sabia que encarnaba elocuentemente los principios de
pensamiento y de vida propuestos por las escuelas filosóficas.
Este énfasis en la disposición interior es nítido en las siguientes palabras del filósofo
romano Epicteto, con las que se dirigía a quienes creían haberse adentrado en la filosofía estoica
simplemente porque conocían y podían repetir sus principios teóricos:

“Mostradme un estoico, si tenéis alguno. ¿Dónde o cómo? Pero que digan frasecitas
estoicas, millares [...] Entonces, ¿quién es estoico? Igual que llamamos estatua fidíaca a la
modelada según el arte de Fidias, así también mostradme uno modelado según las doctrinas
de que habla. Mostradme uno enfermo y contento, en peligro y contento, muriendo y
contento, exiliado y contento, desprestigiado y contento”17.

Olvido y renacer de la filosofía sapiencial en Occidente

Como señalábamos al principio de este capítulo, la forma descrita de entender la filosofía, la


compartida por muchos de los grandes maestros de vida de la antigüedad, poco tiene que ver con
lo que solemos entender hoy en día por ese término. Si bien ya en el mundo antiguo (especialmente
a partir del siglo I) encontramos algunos elementos en los que se adivinan rasgos característicos
de lo que habría de ser la tradición de filosofía especulativa, hay que remitir el surgimiento de esta
última a los inicios de la Edad Media. A partir de entonces, la filosofía sapiencial fue siendo
progresivamente desplazada y eclipsada en Occidente por esta otra filosofía eminentemente teórica
y discursiva —un desplazamiento que, por cierto, nunca ha acaecido en las grandes culturas
orientales, donde la filosofía sapiencial siempre ha tenido un máximo protagonismo—.
¿Por qué se produjo en Occidente un cambio tan radical en el modo de entender la filosofía?
¿Por qué la filosofía abandonó, en gran medida, lo que había sido su intrínseca dimensión
transformadora, terapéutica? Sería muy complejo rastrear todas las causas de esta transformación.
Nombraremos sólo dos factores que consideramos decisivos:

14 Disertaciones, II 6, 5-6, 7, 1-8.


15 Epicuro, p. 135.
16 Cfr. P. Hadot, ¿Qué es la filosofía antigua?, p. 191.
17 Disertaciones, II, XIX.

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1) A medida que en los primeros siglos de nuestra era se desarrollaba y se instauraba el


cristianismo (muy en particular a partir del siglo IV), éste tenderá a monopolizar, al reclamar como
propia, la dimensión que la filosofía antigua había tenido de camino de transformación y de
liberación interior. Este monopolio, que se consolidó a lo largo de la Edad Media, favoreció que
la filosofía “profana” se viera despojada de su dimensión de arte de vida y quedara reducida a
discurso intelectual, abstracto y teórico. Desaparecía, de este modo, la antigua sabiduría que
aunaba teoría y práctica, saber y ser, ciencia y liberación, conocimiento y amor, comprensión y
transformación, verdad objetiva y veracidad subjetiva.
2) Este proceso se vio reforzado con el nacimiento de las universidades (en el paso del
siglo XII al siglo XIII). A partir de ese momento, la filosofía quedará circunscrita, en gran medida,
a los entornos universitarios. La figura del filósofo que encarnaba un estilo de vida y cuya
condición de filósofo no se la otorgaba nadie, pues irradiaba de su propia persona, de su autoridad
intrínseca, será sustituida por la del profesor de filosofía, por el profesional o especialista que,
mediante la transmisión de un lenguaje técnico especializado, legitimaba a otros filósofos-
profesionales 18 concediéndoles un título, el de “filósofo”, en base a la posesión de cierto
conocimiento cuantificable (el tipo de conocimiento erudito que se “tiene”, pero que no
necesariamente se “es”). La filosofía como saber y arte encarnados en la figura del filósofo daba
paso así a una filosofía entendida de forma eminentemente erudita y técnica. Por otra parte, el
filósofo, al quedar inserto en el marco de una institución oficial, adquiría nuevas servidumbres y
perdía buena parte de la libertad y de la espontaneidad que había tenido en el mundo antiguo,
donde su espacio eran las calles, las plazas, los gimnasios, los pórticos, las escuelas que él mismo
fundaba o a las que, por afinidad, elegía pertenecer.
Estos factores, y muchos otros, fueron contribuyendo a que la filosofía quedara reducida a
una actividad teórica. Terminó cayendo, de este modo, en uno de los peligros del que todas las
escuelas filosóficas de la antigüedad habían prevenido a los aspirantes a filósofos: el de satisfacerse
en el discurso intelectual, considerándolo un fin en sí mismo; el peligro de que, en palabras de
Séneca, se hiciera del amor a la sabiduría (philosophia) un amor a las palabras (philologia).
Muchos de los consejos de los primeros filósofos se orientaban, precisamente, a evitar esta
degeneración de la esencia de la actividad filosófica. El emperador romano y filósofo Marco
Aurelio aconsejaba: “Deja de hablar acerca de cómo debe ser la persona buena y sencillamente sé
esa persona”19. Epicteto, a su vez, proponía esta ilustrativa metáfora a aquellos discípulos que
gustaban de ostentar sus conocimientos teóricos:

“Porque las ovejas no muestran a los pastores cuánto han comido trayéndoles el forraje,
sino digiriendo en su interior el pasto y produciendo luego lana y leche. Así que tampoco
hagas tú ostentación de los principios teóricos ante los profanos, sino de las obras que
proceden de ellos una vez digeridos”20.

Y advertía:

“Cuando alguien presume de poder entender y explicar los libros de Crisipo, di para tus
adentros: ‘Si no fuera porque Crisipo escribió de modo poco claro, éste no tendría de qué
presumir’ [...] Y si admiras la propia explicación, ¿qué otra cosa has resultado ser, sino

18 Cfr. Pierre Hadot, Philosophy as a Way of Life, p. 32.


19 Meditaciones, X, 16.
20 Manual, 46.

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gramático en vez de filósofo’”21.

En la antigüedad, quienes se auto-proclamaban filósofos pero no reflejaban su pensamiento


en su vida ni su vida en su pensamiento, eran denominados “sofistas” por los genuinos filósofos.
El sofista era el pseudo-filósofo, aquel que podía dar hábiles discursos sobre la justicia, el bien o
la verdad, sin ser él mismo justo, bueno y veraz. También en la actualidad, una “sofística” rediviva
confunde al filósofo con el profesor de filosofía, y la enseñanza de la filosofía con la instrucción
en historia del pensamiento —entendida como un mero despliegue de sistemas teóricos—. Esta
confusión desvirtúa las enseñanzas de muchos filósofos del pasado, pues éstas sólo se comprenden
en su auténtica dimensión cuando se tiene en cuenta que pretendían constituirse, ante todo, como
indicaciones prácticas orientadas a propiciar una transformación de nuestro ser y de nuestra visión.
Pero, si bien la evolución que ha sufrido el concepto de filosofía ha llegado casi a eclipsar
su significado originario, este último no ha desaparecido del todo. En Occidente, son muchos los
filósofos que, desde fines de la antigüedad hasta al presente, han permanecido fieles al mismo y lo
han reivindicado22. Hoy en día, dicha concepción de la filosofía está experimentando un claro
renacer gracias al movimiento de “práctica filosófica” y a su principal aplicación: el asesoramiento
filosófico. Prueba, además, de que dicho concepto aún sigue vivo es su permanencia en algunos
usos ordinarios del lenguaje, como, por ejemplo, cuando hablamos de “tomarse las cosas con
filosofía”, es decir, de tener serenidad de ánimo y entereza ante las situaciones; o cuando hablamos
de la “filosofía de vida” de cada cual aludiendo al conjunto de ideas, valores, actitudes y talantes
básicos que impregnan su existencia. En estas expresiones perdura el eco de un concepto de
filosofía casi relegado, pero no totalmente desaparecido: el de la filosofía como una actividad
íntimamente unida a nuestras vidas y actitudes cotidianas.

21Manual, 49.
22Por ejemplo: Plotino, Dionisio Areopagita, M. Eckhart, Montaigne, Spinoza, R. W. Emerson, Thoreau, Kierkegaard,
Schopenhauer, Nietzsche, Wittgenstein, S. Weil, etcétera

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EL ASESORAMIENTO FILOSÓFICO: UN NUEVO USO DE UNA VIEJA TRADICIÓN

“Los enfermos se enfadan con el médico que no receta nada, y piensan que se desentiende
de ellos; ¿por qué no mantenemos esa misma postura con el filósofo, de modo que
creyéramos que se desentiende de que lleguemos a ser sensatos cuando no nos dice ninguna
cosa práctica?” (Epicteto) 23.

En 1981, casi dos mil años después de que Epicteto pronunciara estas palabras, pero animado con
el mismo espíritu, un filósofo alemán, Gerd Achenbach, decidió abrir una consulta con la finalidad
de ofrecer un servicio de asesoramiento a aquellas personas interesadas en clarificar, desde una
perspectiva filosófica, sus conflictos no patológicos, preguntas significativas y retos existenciales.
Denominó a su actividad “philosophical practice” (“práctica filosófica”), una expresión que ha de
ser entendida en el sentido de “filosofía practicada”, “filosofía vivida” o “filosofía puesta en
acción”. Éste fue el punto de partida, no sólo de una nueva actividad filosófica (también
denominada con posterioridad “philosophical counseling”), sino de todo un movimiento filosófico
que rápidamente se extendió por Alemania, buena parte de Europa y Norteamérica y que tiene
actualmente presencia en los cinco continentes; una corriente que está acercando la filosofía a la
sociedad y que está favoreciendo, entre otras cosas, que cuando muchas personas escuchen la
palabra “filosofía” ya no piensen que ésta nada tiene que ver con ellas o que poco les tiene que
decir.
Para comprender con claridad el alcance de este movimiento, conviene distinguir en él
distintas dimensiones:
• En primer lugar, la “práctica filosófica” es, ante todo, una forma de entender la filosofía.
Es un movimiento del que participan filósofos que, si bien tienen talantes y formas de pensar muy
dispares (entre ellos cabe encontrar todas las posiciones filosóficas posibles), comparten un mismo
modo de concebir la actividad filosófica que se ilumina a la luz de lo expuesto en el capítulo
anterior. En concreto, consideran que la filosofía debe retomar la intencionalidad profunda con la
que la nació, su sentido originario: el de ser el arte y la ciencia de la vida por excelencia. Creen
que “el saber más necesario”, el que nos enseña a ser seres humanos, a ser interiormente libres y a
vivir de forma plena y lúcida, no puede quedar relegado a unos pocos especialistas; que sólo en la
medida en que la filosofía recupere su dimensión sapiencial y la función social que tuvo en sus
inicios, el mayor número posible de personas podrá beneficiarse de la reflexión filosófica en su
vida cotidiana. Consideran, igualmente, que la filosofía se ha tornado demasiado auto-referencial
y que al hacerlo ha dejado de ser fiel a su cometido originario; que, como afirmaba el filósofo John
Dewey a comienzos del siglo XX, sólo relevará sus mejores posibilidades “cuando deje de ser un
instrumento para tratar los problemas de los filósofos y llegue a ser un método, cultivado por los
filósofos, para hacer frente a los problemas del ser humano” 24.
En el marco de las distintas asociaciones y escuelas que encauzan las actividades de este
movimiento, se llevan a cabo estudios e investigaciones que buscan fundamentar y desarrollar esta
forma de entender la filosofía.

Fragmentos, XIX.
23
24Richard Schusterman, Practicing Philosophy. Pragmatism ad de Philosophical Life, Oxford Univesity press,
Oxford, 1984, pp. 19 y 20. Cit. por P. Raabe, Philosophical Counseling, p. 5.

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• En segundo lugar, este movimiento promueve una nueva relación de ayuda que aspira a
concretar la voluntad señalada de que la filosofía recupere su dimensión operativa y su conexión
con la vida cotidiana. Se trata del “philosophical counseling” (“asesoramiento filosófico”,
“orientación filosófica”, “acompañamiento filosófico” o “consulta filosófica”), una oferta de
orientación y asesoramiento específicamente filosófica dirigida a todos los sectores de la sociedad.
Esta actividad de orientación filosófica se destina fundamentalmente a particulares (en este ámbito
de aplicación nos centraremos en el presente libro), pero también a grupos y organizaciones.
• En tercer lugar, el asesoramiento filosófico es una nueva opción profesional para los
filósofos; muy en particular, para aquellos que comparten la forma descrita de entender la filosofía
y que quizá sienten que su vocación filosófica no se encauza de forma satisfactoria a través de la
dedicación exclusiva a la enseñanza profesoral de la historia de la filosofía o al tipo de
investigación erudita característica de los entornos académicos.
El asesoramiento filosófico no es, por consiguiente, como algunos han afirmado, una moda
pasajera estimulada por algunos best-sellers o una forma hábil de aprovechamiento del boom
actual de las relaciones de ayuda —una suerte de recurso desesperado dada la actual de crisis de
la filosofía y las cada vez más reducidas salidas laborales de los filósofos—. Por el contrario, se
trata de “una nueva versión de una vieja tradición” 25. Es una actividad muy antigua en su espíritu,
tanto como la misma filosofía, que encuentra su principal fuente de inspiración en la actividad de
los primeros filósofos; y ello, obviamente, por más que sea nueva en su forma, en la medida en
que se adapta a los marcos y a los contextos contemporáneos, y por más que resulte novedosa si
se compara con lo que ha sido el tipo de actividad filosófica predominante desde la Edad Media
en Occidente.
Lejos de ser una moda o una oferta más a añadir al confuso “mercado de la ‘felicidad’”
contemporáneo ⎯cada vez más pujante en una sociedad crecientemente compleja y desorientada
como la nuestra⎯, el asesoramiento filosófico puede tener una función “preventiva” frente la
confusión ocasionada por las modas que surgen continuamente en el ámbito de los servicios que
promueven el desarrollo personal y frente a la improvisación que muchas veces conllevan estas
ofertas. La misma psicología ⎯que podría parecer ajena a esta improvisación, es decir, que
parecería cumplir ya esta función preventiva⎯ no deja de ser una ciencia joven que está todavía
en proceso de formulación; y lo mismo cabe decir de las distintas psicoterapias: están aún iniciando
su andadura. El asesoramiento filosófico cumple la función señalada en la medida en que retoma
una tradición milenaria, la de los grandes “maestros de la vida”; en que se inspira y apoya en lo
que ha venido descubriendo sobre el arte de vivir lo más selecto del género humano, es decir, en
una sabiduría contrastada y verificada por el tiempo. Denuncia el error que supone dejar de lado
este legado de sabiduría para pretender innovar permanentemente en todo lo relativo a la
consecución de los fines de la vida humana. No necesitamos reinventar, en el corto espacio de una
vida, lo que han descubierto las mentes y los corazones más preclaros de la humanidad. Esto no
sólo resulta necio, sino peligroso; más aún, cuando disponemos de la perspectiva necesaria para
depurar esas aportaciones de sus adherencias estrictamente culturales y de sus elementos caducos,
extrayendo, así, lo que en ellas es válido de un modo intemporal.
Cabría objetar que lo que han dicho los filósofos es demasiado heterogéneo y contradictorio
para servir de referencia práctica válida. Pero, si bien esta falta de unanimidad es real en la
tradición de filosofía académica, no es significativa en el ámbito de las filosofías sapienciales. Las
claves operativas que las filosofías sapienciales de Occidente y Oriente han propuesto para el logro

25 Ran Lahav, Essays on Philosophical Counseling, p. ix.

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de los fines superiores del ser humano ⎯la capacidad de pensamiento autónomo, crítico y objetivo,
la liberación interior fruto de una creciente toma de conciencia, la superación del sufrimiento
psicológico, el altruismo, el contento íntimo...⎯ están lejos de ser dispares. Más allá de las
diferencias superficiales existentes entre estas enseñanzas (debidas, en parte, a que se adecuan a
los diferentes temperamentos y tipos humanos), entre muchas de ellas existe una profunda
hermandad en lo esencial. Estas semejanzas no han de sorprendernos; se derivan de que la
condición humana es una y, por consiguiente, sus necesidades y anhelos más profundos son
siempre los mismos. Se derivan de que el sufrimiento es esencialmente el mismo hoy y ayer, en
Oriente y en Occidente, por lo que son siempre cercanas las actitudes e intuiciones que conducen
a su superación.
Un maestro de vida contemporáneo de la India, Nisargadatta Maharaj, se dirigía con las
siguientes palabras a unos visitantes occidentales que deseaban dialogar con él y adentrarse en su
enseñanza:

“No encontrarán nada nuevo aquí. El trabajo que estamos haciendo es intemporal. Era el
mismo hace diez mil años y será el mismo dentro de diez mil años. Los siglos pasan, pero
el problema humano no cambia: el sufrimiento y el cese del sufrimiento. No hay Oriente y
Occidente en todo lo relativo a la aflicción y al temor”26.

¿Qué es el asesoramiento filosófico?

Intentaré explicar a continuación qué es el “philosophical counseling” (“asesoramiento filosófico”,


“orientación filosófica”, “acompañamiento filosófico” o “consulta filosófica”), la nueva actividad
profesional que, como ya señalamos, busca encauzar la voluntad compartida por muchos filósofos
de que la filosofía recupere su dimensión operativa y su conexión con la vida cotidiana.
El asesoramiento filosófico es una nueva modalidad de relación cooperativa, de ayuda, en
la que un filósofo asesor se ofrece para establecer una conversación franca, libre y abierta que
contribuya a clarificar las dudas, preguntas concretas, conflictos no patológicos y retos vitales que
le plantean quienes acuden a él. En esta interacción —que en todo momento respeta y promueve
la autonomía y la responsabilidad sobre sí mismo del asesorado—, éste tiene la oportunidad de
reflexionar sobre algún tema particular o sobre su vida, de incrementar su autoconocimiento y de
tomar conciencia y recapacitar críticamente acerca de aquellas ideas, visiones del mundo,
actitudes, valores, etcétera, que están en el trasfondo de los conflictos o situaciones que plantea.
El asesoramiento filosófico busca apoyar a quienes desean imprimir una dirección racional
a su vida, enriquecer y ampliar sus perspectivas, incrementar las habilidades de reflexión
necesarias para ayudarse a sí mismos y, en general, a quienes aspiran a vivir con más conciencia,
claridad y profundidad. Este diálogo filosófico se constituye como una oferta de asesoramiento
estrictamente filósófica y, por lo tanto, alternativa a las psicoterapias; como una forma de
aplicación de la filosofía, de su conocimiento y de sus métodos, al autoconocimiento y al desarrollo
personal.
Son varios los supuestos que sustentan y justifican esta actividad:

• El primero de ellos es el convencimiento, compartido por todos los filósofos asesores, de


que la raíz de una gran parte de nuestras dificultades y conflictos vitales no es de naturaleza

26 Yo soy eso, p. 459.

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médica ni psicológica, sino específicamente filosófica (y ello, por más que dichas dificultades,
como toda experiencia humana, tengan un reflejo psicológico o psicosomático).
Muchas situaciones y problemas que suelen ser abordados o tratados por terapias
psicológicas y psiquiátricas no tienen el carácter de problemas o enfermedades psicológicas, sino
que son inquietudes o sufrimientos de raíz filosófica que, por lo tanto, pueden y deben ser
abordados filosóficamente. El psiquiatra Carl G. Jung tenía plena conciencia de esta realidad
cuando afirmaba:

“Aproximadamente una tercera parte de los casos que trato no sufren debido a alguna
neurosis clínicamente definible, sino a causa de la falta de sentido y de propósito de sus
vidas”27.

Pondremos algunos ejemplos de problemas filosóficos, que, si bien pueden ser fuente de
malestar psicológico, son inadecuadamente tratados si no se abordan desde su raíz:
- No hay salud ni paz psicológica sin integridad. Esta última, que equivale a estar
integrados, al compromiso activo por que exista unidad entre nuestras convicciones íntimas,
palabras y conductas, es una cualidad indisociable de la vida filosófica.
Como comprueban a diario los filósofos asesores, la falta de integridad es una de las causas
más frecuentes de desazón íntima. La dedicación a un trabajo lucrativo que contradice nuestras
convicciones profundas sobre lo que es económicamente equitativo, socialmente conveniente o
ecológico; el miedo a reconocer la situación real de nuestra relación de pareja, por temor a que
esto suponga el fin de misma; la subordinación a la aprobación ajena, por los beneficios que esta
nos puede proporcionar, dejando a un lado la fidelidad a nuestro propio sentir; la adopción, por
conveniencia, de comportamiento que se oponen a nuestro juicio íntimo sobre lo que es correcto...;
estos son sólo algunos ejemplos de situaciones muy frecuentas que contribuyen a minar nuestra
integridad —que desintegran nuestro ser— y que, cuando son habituales, necesariamente son
fuente de desazón y debilitan el respeto que nos debemos a nosotros mismos. La mayoría de las
personas que padecen este tipo de malestar no reconocen cuál es su verdadera causa y lo achacan
a lo que sólo son sus efectos secundarios (por ejemplo, alegan desmotivación o dificultades en el
trabajo, conflictos o insatisfacción con su pareja, inseguridad, ansiedad, apatía...). Sólo una
aproximación filosófica, una clarificación detenida de nuestras creencias, valores y convicciones
profundas, puede solventar este tipo de conflictos desde su raíz.
- Cuando a alguien se le derrumba su modo habitual de percibir el mundo, porque le llegan
a resultar obsoletas las creencias y la jerarquía de valores que había asumido de su entorno,
necesariamente experimentará una crisis, que podrá traducirse en confusión, tristeza, angustia,
culpa o sentimientos de desamparo. Esta situación es inapropiamente abordada si se la trata como
un mero problema psicológico. Un filósofo asesor dirá a la persona que vive la situación descrita
que su crisis es un síntoma de que está creciendo interiormente, ganando en autenticidad y
autonomía de criterio, y que, por lo tanto, tiene la oportunidad de convertir dicho trance en una
ocasión particularmente favorecedora de su maduración personal. El asesorado comprenderá que
la consecución de su propio desarrollo no es siempre un camino fácil, pues en ocasiones conlleva
la necesidad de apartarse de lo seguro, de lo conocido y de contradecir el criterio de personas de
las que solíamos esperar su aprobación; pero comprenderá, también, que si no avanza en esa
dirección, no podrá experimentar una satisfacción íntima estable. Esta comprensión no le ahorrará

27 Selected Writtings, p. 193.

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la necesidad de tener coraje, pero sí los sentimientos depresivos, de culpabilidad, etcétera, pues
habrá dejado de problematizarse a sí mismo y de problematizar su situación.
- Una persona puede sentirse angustiada debido a que duda entre seguir un acuciante y
repentino deseo de libertad de conducta o ser fiel a un pasado de estabilidad familiar. Un filósofo
asesor considerará la angustia asociada a este dilema, no como un desajuste psicológico, sino como
el reflejo de un conflicto más profundo que es, en esencia, un conflicto de valores. Lo fundamental,
en este caso, será ayudar al asesorado a que clarifique sus propios valores y necesidades reales, así
como a dilucidar lo que entiende por libertad, fidelidad, compromiso, etcétera. Esta reflexión podrá
ayudarle a liberarse de ideas y tópicos asumidos irreflexivamente del exterior, así como de
necesidades y deseos artificiales que no han surgido de lo más genuino de sí mismo. Una vez que
ha entrado en contacto con sus valores y necesidades reales, se sentirá capacitado para tomar una
decisión, que puede no ser fácil, pero que no irá acompañada de angustia, pues la experimentará
como un ejercicio de autenticidad.
En resumen, la tristeza, la ansiedad o la confusión que acompañan a los conflictos
filosóficos no son meros desórdenes psicológicos o psiquiátricos; abordarlos como tales puede
asfixiar el potencial de crecimiento y de auto-conocimiento que dichos conflictos traen consigo.
Las crisis y los retos son inseparables del desarrollo del ser humano; son, de hecho, un importante
motor de nuestro crecimiento. No tiene sentido problematizar o patologizar sistemáticamente los
estados emocionales que los acompañan. La experiencia de los filósofos asesores revela que
muchas personas dejan significativamente de sufrir cuando desisten de interpretar ciertos estados
internos como síntomas de algún problema psicológico o de personalidad; cuando ven en las
situaciones que les inquietaban desafíos inevitables de una vida “normal” y ocasiones óptimas para
comprenderse y para crecer; cuando descubren, en definitiva, el poder transformador, creativo y
dinámico de las crisis.

• Un segundo supuesto sustenta esta actividad: Las principales preguntas y tareas, las que
atañen a lo más íntimo ser humano ⎯como la consecución de la felicidad, de un sentido sólido
de la propia identidad, de la paz mental y de la libertad interior ⎯ no son competencia de la
medicina, y sólo derivadamente lo son de la psicología; son cuestiones y tareas eminentemente
filosóficas.
Que las denominadas “grandes cuestiones”, las preguntas existenciales básicas ⎯¿quién
soy?, ¿hacia dónde me dirijo?, ¿qué es lo que quiero realmente?, ¿qué me es posible esperar?...⎯
son preguntas filosóficas, y no médicas ni psicológicas, puede parecer evidente; pero está lejos de
ser así. Desde el momento en que la filosofía dejó históricamente de abordar estas cuestiones de
manera operativa, y no meramente teórica, se incapacitó para ser arte de vida, para proporcionar
una orientación efectiva al individuo. Durante muchos siglos, la religión pretendió llenar esta
laguna. Cuando sus respuestas comenzaron a ser insatisfactorias para un número significativo de
personas, una disciplina naciente, la psicología, se encargó de llenar el vacío dejado, hacía mucho,
por la filosofía y pasó a ocuparse de forma práctica de las grandes tareas señaladas. Una de las
consecuencias de este desplazamiento ha sido la siguiente: asuntos como la consecución de la
“felicidad”, el “conocimiento de sí mismo” o el “cuidado del yo”, que ocuparon a los grandes
filósofos clásicos, han resultado en ocasiones desvirtuados al quedar reducidos a meras cuestiones
psicológicas (así, por ejemplo, se ha confundido frecuentemente el sí mismo esencial con el ego
psicológico, el “cuidado del yo” con el refuerzo del ego psicológico, la felicidad, que para los
filósofos es un bien-ser, con el bien-estar, etcétera) Cuando excepcionalmente no ha sido así —
siempre que algún psicólogo ha comprendido que estaba tratando asuntos de alcance filosófico—

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, la consecuencia ha sido que estos psicólogos han tenido que ejercer de filósofos y, de alguna
forma, redescubrir o reinventar, con mayor o menor fortuna, el legado de sabiduría práctica de la
humanidad.

• Un tercer supuesto sustenta esta actividad de orientación filosófica: todos tenemos una
filosofía de vida que configura nuestra experiencia cotidiana.
El asesoramiento filosófico parte del supuesto que cada ser humano tiene su propia filosofía
de vida y de que ésta, lejos de ser algo abstracto, circunscrito al ámbito de sus pensamientos,
determina directamente su modo de existir y de obrar: lo que hace y deja de hacer, lo que siente o
no, lo que le alegra o le entristece, lo que le frustra y lo que anhela... La filosofía, que pasa por ser
el saber más teórico, es, de hecho, el saber más práctico, el que tiene un impacto más inmediato
en nuestra vida cotidiana; pues es la particular filosofía de vida de cada cual ⎯el modo en que de
ella se sirve cada individuo para interpretar, valorar y significar lo que es y sucede⎯ lo que
conforma más determinantemente su existencia. Esta filosofía de vida es, de hecho, el trasfondo
desde el que cobra pleno sentido su comportamiento.
La filosofía de cada cual equivale a su visión del mundo: sus supuestos y creencias básicas
sobre sí mismo y sobre la realidad, su escala de valores, su noción acerca de quién es, cómo debe
vivir, qué puede o no esperar de sí, de la vida y de los otros, cuál es su lugar en el mundo y el
sentido último de su existencia, etcétera. También el modo en que responde a cuestiones del tipo:
¿Tengo razones para confiar en mí mismo, o debo descansar en el criterio de alguna autoridad?
¿He de subordinar mi felicidad al cumplimiento del deber, o viceversa? ¿He de dar primacía a mi
bienestar, o bien al de los demás? ¿Conviene que sea fiel a mis elecciones y compromisos pasados
o que lo sea a mis sentimientos y necesidades presentes?... Incluso aquellos que desprecian la
filosofía y que consideran inútil la reflexión sobre las cuestiones señaladas, también tienen una
filosofía de vida, que es precisamente la que los lleva a adoptar esa actitud. En palabras del filósofo
Alan Watts:

“Cualquier persona que piensa es, de hecho, un filósofo, bueno o malo, ya que no es posible
pensar sin premisas, sin asunciones básicas ⎯y por tanto metafísicas⎯ acerca de lo que
tiene sentido, lo que es la buena vida, lo que es la belleza o el placer. Mantener tales
asunciones, consciente o inconscientemente, es filosofar. El hombre de negocios, muy
práctico, que suele despreciar la filosofía como un montón de nociones huecas, es a la vez
un filósofo, un pragmático o un positivista. Claro que, como filósofo, será muy malo,
porque reflexiona poco”.

Es importante hacer notar que al filósofo asesor no le interesa sólo lo que el asesorado dice
pensar, es decir, las ideas que exhibe, sino, sobre todo, lo que “piensa en acción”, la filosofía que
encarna en su vida cotidiana: la que se refleja en sus actitudes y conductas, en sus reacciones
emocionales, en sus conflictos, etcétera. Podemos decir que sostenemos una determinada escala
de valores, y estar manifestando con nuestros hechos otra bien distinta. Podemos afirmar que
nuestra meta vital es una, y ser de otra índole lo que cotidianamente nos moviliza y nos dota de
energía. Uno de los objetivos del diálogo filosófico es precisamente el de acabar con esta escisión,
el de favorecer que lo que pensamos, decimos y vivimos se constituya como un todo coherente y
unitario.
Nuestras filosofías de vida, las que pensamos y las que vivimos, son con frecuencia
precarias: no son unitarias ni internamente coherentes, y muchos de los supuestos y valores que

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las constituyen no han sido asumidos a través de un proceso activo de reflexión, sino que han sido
incorporados irreflexiva o inadvertidamente. A través del diálogo, el asesor ayuda al consultante a
tomar conciencia de los supuestos filosóficos que están en el trasfondo de las situaciones concretas
que plantea. Le invita a reflexionar sobre su visión del mundo o sobre algún aspecto de la misma,
a detectar los presupuestos sobre los que se funda, a verificar su coherencia: si hay ideas
acríticamente asumidas, inconsistencias, puntos ciegos, contradicciones entre sus creencias o entre
éstas y sus objetivos, valores en conflicto, deducciones mal realizadas o conclusiones precipitadas,
etcétera. A través de esta toma de conciencia, el asesorado adquiere libertad para sostener o no
ciertas ideas, para madurarlas o modificarlas. Siente reforzada su capacidad de pensamiento
crítico, la que le permite deshacerse de aquellos supuestos insatisfactorios o estereotipados a los
que no ha llegado por sí mismo y que actúan como una fuente de conflicto y de pérdida de libertad
en su vida cotidiana. Esta revisión crítica le enseña, en definitiva, a ser libre, a dejar de ser víctima
pasiva de sus hábitos automáticos de pensamiento para tomar lúcida y creativamente las riendas
de su existencia.
El asesoramiento filosófico ofrece un espacio seguro en el que llevar a cabo de forma
consciente y detenida lo que ya hacemos ordinariamente, muchas veces de forma precipitada o
automática: interpretar nuestra experiencia. Favorece que transformemos nuestras filosofías
irreflexivas y, por ello, deficientes, que nos roban libertad y autenticidad, en filosofías maduras y
coherentes, que vayan a favor de lo mejor de nosotros mismos y que promuevan el goce productivo
de la vida.

El diálogo: eje del asesoramiento filosófico

En los orígenes de la filosofía, el diálogo era el método por excelencia de la reflexión filosófica.
Se consideraba que las características del diálogo genuino ⎯no hablamos de la mera conversación
entre dos o más personas, en la que, con frecuencia, cada intervención es un monólogo⎯ lo
convertían en un medio particularmente apto para la indagación filosófica, para la búsqueda
desinteresada de la verdad.
Así, un auténtico diálogo sólo tiene lugar entre interlocutores que aceptan embarcarse en
una investigación libremente, de forma voluntaria. En él, ninguno de ellos hace dejación de su
propio juicio o autonomía de pensamiento. Las ideas no se dan por sentadas, sino que todos las
van descubriendo por sí mismos en un proceso creativo de indagación y de adhesión libre Nadie
impone a otro su punto de vista, sino que quienes dialogan colaboran en un proceso conjunto de
descubrimiento de la verdad. Si el punto de vista aportado por alguien finalmente se afirma, será
así porque todos habrán reconocido y descubierto por sí mismos, libre y activamente, la verdad de
esa posición. Por consiguiente, el genuino diálogo tiende a eliminar tanto la sumisión a una
autoridad externa ⎯es fundamental la autonomía de pensamiento de los interlocutores⎯, como el
apego solipcista a los propios planteamientos ⎯pues requiere que dichos interlocutores estén
dispuestos a aceptar el pensamiento más elevado e integrador que con la colaboración de todos se
vaya alumbrando⎯.
Para quienes dialogan, la única autoridad radica en el diálogo así entendido: como una
instancia que es relativamente independiente de los interlocutores y superior a ellos, pero que, a la
vez, no es posible sin ellos. La autoridad no pertenece, pues, a ninguna de las personas que
dialogan, sino al diálogo mismo, a las “exigencias racionales del discurso”, a su requerimiento
impersonal de objetividad y universalidad. Por eso, los filósofos antiguos creían que al dialogar

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adecuadamente obedecían y se armonizaban con una instancia suprapersonal, universal y objetiva,


con la Razón (Logos), con la Inteligencia universal y única que todo lo rige y de la que la
inteligencia humana participa28. El diálogo era para ellos una auténtica práctica espiritual.
Antaño, el diálogo era esencial a la filosofía por su capacidad de armonizar al individuo
con el Logos y de abrirle a la verdad. Lo era también porque requiere y favorece ciertas virtudes y
disposiciones imprescindibles en el verdadero filósofo. Así, la voluntad de dialogar exige estar
dispuesto a cuestionar los propios puntos de vista, ponerse en el lugar del otro, reconocer su
derecho a pensar de forma libre y autónoma, interesarse por lo que expresa, comprender el
trasfondo desde el que cobra sentido lo que dice, buscar un espacio común que sirva de punto de
partida a la indagación... Reconocían igualmente en el diálogo la virtud de aunar lo abstracto y lo
concreto, de adaptar las ideas genéricas a las necesidades y peculiaridades de los interlocutores, lo
universal a lo particular (a la persona real en su aquí y ahora)
En algunos de sus “Diálogos”, Platón da a entender que el monólogo, el discurso largo y
retórico, es el más afín a los sofistas, a los que no les interesa la verdad sino imponer de forma
unilateral unas ideas bellamente entrelazadas y ya fijadas de antemano. El diálogo, en cambio,
puesto que supone adentrarse en lo desconocido y requiere estar dispuesto a someterse a un
continuo cuestionamiento, es más afín a los filósofos, a los amantes de la verdad.

El diálogo, método por excelencia de la filosofía antigua, es también el procedimiento


básico del asesoramiento filosófico.
El diálogo que tiene lugar en una consulta de asesoramiento filosófico constituye un
espacio libre y abierto de investigación. Es una conversación entre iguales en la que el consultante
no abandona su independencia de pensamiento, sino, todo lo contrario, en la que ésta se potencia.
En este diálogo tanto el asesor como el asesorado filosofan libremente y por igual, pues la filosofía
es una “predisposición natural de todo ser humano y no una mera habilidad profesional” 29.
Obviamente, la igualdad señalada no implica absoluta simetría entre los interlocutores: el asesor
tiene una formación filosófica específica, y por eso el asesorado acude a él; el diálogo filosófico
se centra en el asesorado y en lo que éste plantea; el filósofo cuenta con una mayor neutralidad y
perspectiva con relación a los asuntos personales planteados; etcétera. La igualdad a la que
aludimos no significa, por tanto, que este diálogo sea equivalente al que se puede establecer con
un amigo; apunta a que el asesor no se erige en autoridad, pues la cede al propio diálogo, a lo que
se alumbra en la reflexión conjunta. Con el fin de no erigirse en referente de autoridad, el filósofo
ha de dejar claro que sus sugerencias son sólo eso sugerencias —algunas serán útiles a su
interlocutor porque las reconocerá como propias, y otras no—.
En efecto, en esta interacción es esencial la voluntad del asesor de respetar y fomentar en
todo momento la autonomía y la responsabilidad del asesorado sobre sí mismo, sobre su propio
estado y bienestar. La función del filósofo no es, en ningún caso, la de sustituir al consultante en
esta tarea, dándole consejos paternalistas, resolviendo sus interrogantes o solucionando sus
problemas, sino la de favorecer, mediante las preguntas y sugerencias adecuadas, que éste alcance
sus propias conclusiones y encuentre dentro de sí sus respuestas, que no han de coincidir con las
del asesor. El filósofo ha de ser respetuoso, tolerante e imparcial. No le corresponde imponer su
visión del mundo ni su personal jerarquía de valores, sino ayudar a que el consultante descubra y
madure sus propios puntos de vista. No es competencia del asesor lo que el consultante decida o

28 Cfr. P. Hadot, ¿Qué es la filosofía antigua?, pp. 75 y 76.


29 Gadamer, Hans-Georg, El estado oculto de la salud, p. 110.

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concluya; sí lo es el hecho de que decida por sí mismo y se comprometa con sus decisiones, es
decir, que viva responsable y consecuentemente.
El diálogo filosófico crea un espacio seguro, ecuánime y respetuoso en el que el consultante
puede hablar con libertad, con garantías de total confidencialidad, sabiendo que no será clasificado,
catalogado ni juzgado.
Este diálogo filosófico encuentra su principal inspiración en el método practicado por
Sócrates: la mayéutica. El filósofo griego decía haber elaborado su método basándose en el
procedimiento practicado por su madre, que era comadrona, pues al igual que ella asistía a las
mujeres parturientas, él ayudaba a sus interlocutores a parir sus propias ideas, a educir su sabiduría
interna. Mayéutica ⎯nos dice el Diccionario de la lengua española⎯ es el “arte de partear”. Este
término ⎯continúa⎯ “se usa desde Sócrates para nombrar el arte con el que el maestro, mediante
su palabra, va alumbrando en el alma del discípulo nociones que éste tenía en sí, sin él saberlo”.
Platón, en su diálogo Teeteto, pone en boca de su maestro, Sócrates, las siguientes palabras, con
las que explica la naturaleza de su arte mayéutica:

“Mi arte mayéutica tiene seguramente el mismo alcance que el de las comadronas, aunque
[...] tiende a provocar el parto en las almas y no en los cuerpos. [...] la acusación que me
han hecho con frecuencia —de que es la falta de sabiduría la que me hace preguntar a otros,
sin afirmar nada positivamente por mí mismo—, resulta verdadera. Mas la causa indudable
es ésta: la divinidad me obliga a este menester con mi prójimo, pero a mí me impide
engendrar. Yo mismo, pues, no soy sabio en nada, ni está en mi poder o en el de mi alma
hacer descubrimiento alguno. Los que se acercan hasta mí semejan de primera intención
que son unos completos ignorantes, aunque luego todos ellos, una vez que nuestro trato es
más asiduo, y que, por consiguiente, la divinidad les es más favorable, progresan con
maravillosa facilidad, tanto a su vista como a la de los demás. Resulta evidente, sin
embargo, que nada han aprendido de mí y que, por el contrario, encuentran y alumbran en
sí mismos esos numerosos y hermosos pensamientos”30.

El filósofo asesor, inspirándose en la mayéutica socrática, no da respuestas preconcebidas


ni transmite unilateralmente su modo de pensar. Actúa, más bien, a modo de espejo, ayudando,
mediante las preguntas e indicaciones adecuadas, a que el asesorado avance en su proceso de
autodescubrimiento, de clarificación de sus propios sentimientos e ideas. Las habilidades más
importantes de este “arte de partear”, de ayudar a que se exprese la sabiduría interna que toda
persona posee, son la de saber escuchar y la de saber hacer buenas preguntas. Estas habilidades
exigen del asesor la disposición a la que Marco Aurelio exhortaba con las siguientes palabras:
“Acostúmbrate a estar bien atento a lo que dice otro, y, en la medida de lo posible, penetra en el
alma del que habla”31.
Pero, si bien saber escuchar y saber hacer buenas preguntas son habilidades primordiales
del filosofo asesor y las más definitorias del arte mayéutica, el logro de una creciente
independencia de pensamiento por parte del asesorado requiere que el filósofo adopte también el
papel de pedagogo. Esto significa que, cuando lo considere oportuno, hará reflexiones relevantes
e informará sobre puntos de vista alternativos y sobre nociones o teorías filosóficas que puedan
enriquecer el marco de referencias del asesorado o ilustrar las conclusiones a las que éste está
llegando por sí mismo; también le instruirá en el arte de pensar y en las claves del pensamiento

30 Cfr. Teeteto, 149 b y ss.


31 Meditaciones, VI, 53.

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crítico. En resumen, “instruirá al visitante en los métodos y teorías filosóficas para que éste pueda
continuar aplicándolos sin la asistencia del filósofo” 32, lo que evitará que se cree entre ambos una
relación de dependencia.
Ver en el hecho de que el asesor adopte ocasionalmente la posición de pedagogo una
disminución de la imparcialidad que le exige la mayéutica, equivale a malinterpretar esta última y
a considerar al asesorado como un ser excesivamente débil y sugestionable. De hecho, sucede
exactamente a la inversa: en la medida en que el consultante contrasta y amplía sus perspectivas y
horizontes de pensamientos, adquiere más libertad de opción. Por otra parte, de poco sirve que el
filósofo invite al consultante a tomar conciencia de que tiene dentro de sí los recursos necesarios
para ayudarse a sí mismo y para llegar a ser su más calificado consultor, si este último no siente
positivamente que está adquiriendo las habilidades y conocimientos que le permitirán tomar
contacto con dichos recursos y utilizarlos de forma efectiva.
La imparcialidad del asesor, por consiguiente, no es ni debe ser absoluta neutralidad. El
filósofo no tiene que ocultar que es una persona real con ideas propias. Es un interlocutor
respetuoso, pero libre para aportar sugerencias y perspectivas nuevas cuando lo considere oportuno
⎯siempre dejando claro a su interlocutor, no sólo verbalmente sino con su actitud, que ha de
someter a crítica sus aportaciones⎯. No es absolutamente neutral, además, en la medida en que es
un ser humano que se interesa por el asesorado y que desea lo mejor para él. Su relativa neutralidad,
la que es sinónimo de respeto por las ideas y valoraciones del asesorado, no la consigue
diluyéndose como persona o como pensador ni poniendo “cara de póquer”. No consiste en una
“pose”, en una estrategia (“sé la respuesta, pero me la callo”). Es auténtica y espontánea, pues
surge de una convicción más profunda: la de que no hay respuestas universalmente “correctas” —
un único punto de vista correcto sobre la vida o un único modo correcto de vivir—; la de que a
cada cual sólo le sirve de ayuda lo que ve y descubre por sí mismo, aquello que le permite ir un
paso más allá con respecto a su nivel de conciencia actual; y la de que sólo cada cual posee, en
último término, las claves de su vida y de su destino.
Obviamente, todo lo dicho hasta ahora señala la dirección ideal hacia la que se ha de
orientar una consulta de asesoramiento filosófico, aquello a lo que el asesor debe tender. Que este
objetivo se consiga, dependerá, en último término, de la maestría y madurez personal del filósofo.

¿Arte o método?

El asesoramiento filosófico exige, en efecto, cualidades que no vienen forzosamente dadas por el
hecho de poseer una titulación en Filosofía. Saber hacer preguntas adecuadas y precisas gracias a
la capacidad de estar atento y de escuchar de forma inteligente; escuchar de verdad (y no estar más
pendiente de lo que se va a responder); disponer de la capacidad de inspirar, de provocar que el
asesorado alumbre su propio pensamiento; tener una actitud de respeto activo; saber detectar lo
que no se dice en lo que se dice (los supuestos, puntos ciegos y falacias ocultas en los
razonamientos); todo esto demanda del asesor, no sólo calidad profesional, dominio de las
habilidades filosóficas, sino, sobre todo, madurez personal y calidad humana. Por eso, el
asesoramiento filosófico es un arte cuyo dominio no se puede transmitir como se transfiere una
técnica. Exige cualidades que no se aprenden en la facultad de Filosofía. Requiere, además, que el
asesor realice de modo habitual sobre sí mismo un trabajo análogo al que invita a llevar a cabo a

32Normas de ética profesional para la práctica filosófica de ASEPRAF, 5 (Adaptadas del Código Ético de la
“American Society for Philosophy, Counseling and Psychotheraphy”).

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CURSO DE FORMACIÓN EN ASESORAMIENTO FILOSÓFICO SAPIENCIAL 2020 | Mónica Cavallé

sus consultantes, esto es, que mantenga en su vida cotidiana un alto grado de autoconciencia y de
compromiso con su congruencia. En cierto modo, las consultas son efectivas en la medida en que
son una extensión del trabajo que sobre sí mismo realiza el asesor, y que queda bien resumido en
la expresión socrática “cuidado de sí”. Los títulos y certificados del orientador no equivalen, por
ello, a una competencia definitiva que le ahorren el compromiso con el autoexamen filosófico
permanente.
Un aspecto importante de este arte de asesorar es la capacidad de improvisación creativa,
necesaria en un diálogo cuyo curso es impredecible. Cada persona, cada sesión y cada instante son
diferentes y únicos; el respeto por estas diferencias exige que el asesor tenga fluidez y creatividad,
unas cualidades que requieren que haya incorporado su conocimiento filosófico en su persona, que
lo haya hecho vida, de modo que no necesite aferrarse a esquemas e ideas.
Pero, si bien el asesoramiento filosófico tiene mucho de arte, también tiene bastante de
método. Explicar cuáles son estos métodos y habilidades escapa a los propósitos de estas páginas.
Señalaremos, únicamente, que se trata, básicamente, de los métodos filosóficos fundamentales,
sólo que aplicados no a la reflexión teórica, sino a las situaciones concretas que el consultante
plantea. Métodos como los siguientes: el uso del pensamiento crítico y de la lógica formal e
informal, que permiten detectar los puntos ciegos y las falacias e inferencias mal realizadas en los
razonamientos; el análisis conceptual o la clarificación de conceptos fundamentales; la mayéutica
o del arte de preguntar; la incorporación de ideas filosóficas a las sesiones; el método
fenomenológico, que ayuda al consultante a tomar contacto con su experiencia directa y a no
evadirse de ella mediante el intelectualismo, las racionalizaciones y las justificaciones; el
descubrimiento de creencias o visiones del mundo latentes, muy en particular, de creencias
infundadas e ideas irracionales; la clarificación de valores; las estrategias de toma de decisiones;
etcétera.

“Los individuos que ejercen la práctica filosófica pueden diferir tanto en el método
que emplean como en su orientación teórica [...], sin embargo, las actividades que
realizan suelen ser de los siguientes tipos: 1) examinar los argumentos presentados
por sus consultantes, así como sus justificaciones; 2) aclarar, analizar y definir
importantes términos y conceptos; 3) exponer y examinar las presuposiciones que
subyacen dichos argumentos, así como sus implicaciones lógicas; 4) exponer los
conflictos e incongruencias de dichos argumentos; 5) explorar teorías filosóficas
tradicionales, así como evaluar las implicaciones de sus significados para el caso del
cliente; 6) realizar todas aquellas actividades que tradicionalmente han sido
identificadas como filosóficas.
A pesar de que existen otras profesiones de asistencia que han incorporado
algunas de las antiguas actividades filosóficas antes mencionadas dentro de sus
prácticas terapéuticas, no por ello deben confundirse con la práctica privada de la
filosofía tal y como queda definida por medio de la realización de actividades
específicamente filosóficas para las cuales los filósofos asesores han recibido un
entrenamiento y una educación específicos” 33.

A quiénes se dirige

33Preámbulo de las Normas de Ética Profesional para la Práctica Filosófica de ASEPRAF (Adaptadas del Código
Ético de la “American Society for Philosophy, Counseling and Psychotheraphy”).

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Precisamente porque la filosofía es una habilidad y una disposición natural, prácticamente todo el
mundo, sin necesidad de tener conocimientos de filosofía, es susceptible de acudir a una consulta
de asesoramiento filosófico y beneficiarse de ella. Los únicos requisitos que ha de satisfacer el
consultante son: que acuda voluntariamente, que su disposición sea colaboradora, abierta y
participativa, que sea capaz de pensar de forma autónoma, y que no tenga el tipo de dificultades
comunicativas o de carencias culturales graves que impiden establecer un diálogo efectivo.
Los motivos que suelen conducir a una consulta de asesoramiento filosófico son muy
variados. Algunos de ellos coinciden con los que llevan a acudir a un psicoterapeuta —en estos
casos, la diferencia radica en que quien acude a un filósofo, y no a un psicólogo, quiere que su
situación y problemática constituyan el punto de partida de un camino de autoconocimiento
filosófico—. Los más comunes suelen ser:
- La sensación de insatisfacción, apatía, vacío o aburrimiento, de que se está viviendo a
medias, de que falta, o se ha perdido, algo vital y significativo.
- La conciencia de no estar poniendo en juego el propio potencial, de no haber encontrado
aún nuestro lugar o función en la vida.
- Las dificultades para tomar decisiones y los dilemas éticos. Los bloqueos originados por
las dudas relativas a la forma correcta de actuar en una determinada situación.
- Los conflictos de relaciones.
- Las crisis originadas por el derrumbe de una forma previa de pensar.
- La inquietud generada por la distancia existente entre los principios que uno sostiene y la
vida concreta que lleva.
- Los conflictos entre nuestros intereses inmediatos y nuestras convicciones profundas.
- La confusión sobre los propios objetivos y valores.
- Las pautas negativas y recurrentes de comportamiento, de pensamiento o de emoción.
- La sensación de angustia o de sinsentido existencial.
- La baja autoestima.
- La falta de claridad respecto a la propia identidad o a cuáles son nuestros auténticos roles
y responsabilidades.
- Las dudas vocacionales (por ejemplo, a la hora de elegir carrera o profesión). Etcétera.
También es frecuente que acudan a un filósofo asesor personas que no sobrellevan retos ni
conflictos especiales, pero que desean conocerse mejor o profundizar en alguna cuestión o en algún
aspecto de su vida.
El asesoramiento filosófico se orienta a la clarificación de situaciones no patológicas. No
es adecuado, por tanto, para tratar problemas que no son de naturaleza filosófica y que requieren
un abordaje psicológico, clínico o médico. El asesoramiento filosófico no puede constituirse como
un enfoque sustitutivo de estos tratamientos, aunque sí puede complementarlos. Siempre que el
filósofo considere que los problemas y los objetivos del visitante no se ajustan al enfoque
filosófico, lo remitirá a los servicios alternativos correspondientes.

Relación del asesoramiento filosófico con la psicología y la psiquiatría

Este último punto nos sitúa ante la cuestión de la relación existente entre el asesoramiento
filosófico y las terapias psicológicas y psiquiátricas. Como ya señalamos, el asesoramiento
filosófico es una oferta de asesoramiento diferente a las psicoterapias. No se opone a ellas; las
complementa. A lo que sí se opone es a la generalizada tendencia a querer ver en aspectos normales

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de la existencia humana síntomas de trastornos psicológicos o de enfermedades mentales que


requieren tratamiento farmacológico. Esta tendencia a la “patologización” de los conflictos, relega
y oculta el peso que tienen en la experiencia humana otros factores decisivos, como los históricos,
culturales, sociopolíticos, económicos y, sobre todo, los filosóficos (por ejemplo, las concepciones
del mundo falaces). En palabras del asesor filosófico Ran Lahav:

“El asesoramiento filosófico no debe ser visto como opuesto a la psicología, sino sólo a la
psicologización (o psicologismo), esto es, a la tendencia, demasiado común en nuestra
cultura, a interpretar todos los aspectos de la vida ⎯incluso los asuntos filosóficos⎯ desde
una perspectiva psicológica. El mensaje de ese nuevo movimiento filosófico es que la vida
tiene aspectos filosóficos significativos que no pueden ser reducidos a mecanismos y
procesos psicológicos”34.

Viktor Frankl, fundador de la logoterapia, una escuela de psicología abierta a la filosofía,


denunciaba en un texto escrito en 1939 el peligro de que la psicología de su tiempo degenerara en
psicologismo con las siguientes palabras:

“Desde hace años, conocemos esta mentalidad [el psicologismo] que pretende siempre y
exclusivamente desenmascarar, que cree siempre descubrir, que siempre aspira o está
pronta para hacer todo lo espiritual o creativo ‘al fin y al cabo como nada más que pura’
sexualidad o deseo de poder o cosas por el estilo [...] como si, por el hecho de que en algún
lugar o momento (en tiempos culturalmente críticos o en casos de neurosis) determinadas
formaciones psíquicas fuesen una máscara o un medio para un fin, nada pudiese ser ya
verdadero, original, inmediato [...] Dado que la angustia puede ser provocada por factores
sexuales inconscientes o por ‘tendencias a la seguridad’, ¿significa que no existe la angustia
por antonomasia, que la angustia frente a la vida o a la muerte, o el tormento de la
conciencia no deberían existir? Dado que para el artista el arte representa con frecuencia
una fuga de la realidad o de la sexualidad, ¿quiere eso acaso decir que toda expresión
artística no significa en sustancia más que eso?” 35.

La psicología no degenera en psicologismo cuando reconoce y respeta la totalidad del ser


humano cuando no lo clausura en sus aspectos biológicos y psíquicos), así como la especificidad
de cada una de sus dimensiones, y cuando admite, paralelamente, que toda psicoterapia presupone
un fundamento filosófico: una determinada concepción del ser humano y del mundo. Algunos
desarrollos de la psicología no reconocen este fundamento y no incorporan, por ello, una reflexión
explícita sobre la concepción del ser humano que los sustenta. En tal caso, sus filosofías latentes
serán necesariamente deficientes, y su alcance como psicoterapias, superficial. Ahora bien, son
muchas las escuelas psicológicas que sí han reflexionado sobre su trasfondo filosófico y que
reconocen, además, la importancia decisiva de la filosofía en lo que a la consecución de su objetivo
se refiere: la comprensión de las conductas y vivencias humanas y el fomento de la salud anímica
de las personas. La psicología, de hecho, ha acudido con frecuencia a lo largo de su breve historia
a la filosofía. Ha acudido a ella cuando ha reconocido que el ser humano sólo alcanza su plenitud
y equilibrio a través del conocimiento, no meramente teórico sino vivencial, de su naturaleza
profunda, de las necesidades que de ella se derivan y de su lugar y función en el cosmos

34 Essays on Philosophical Counseling, p. xv.


35 Las raíces de la Logoterapia, pp. 130 y 131.

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(cuestiones, todas éstas, filosóficas). También cuando ha advertido que factores específicamente
filosóficos, como la visión del mundo del consultante y el modo en que éste interpreta, significa y
valora lo que le sucede, tienen una influencia determinante en el modo en que se siente y actúa.
Psicoterapias como la terapia centrada en el cliente, la terapia racional emotiva, la psicoterapia
cognitiva, el análisis existencial o las terapias humanistas son ejemplos de desarrollos de la
psicología que, no sólo han reconocido la importancia de la filosofía, sino que, más aún, han
incorporado abiertamente la reflexión filosófica como un elemento decisivo de sus terapias y han
utilizado aproximaciones y métodos específicamente filosóficos.
Es interesante reseñar que aquellas psicoterapias que parten del supuesto de que las ideas
que el cliente tiene sobre sí mismo y sobre la realidad están en la raíz de una buena parte de sus
conflictos psicológicos, han evidenciado en la práctica ser más eficaces que otras aproximaciones
psicoterapéuticas 36. Esto que no hace más que ratificar la importancia de la cooperación y del
mutuo enriquecimiento entre psicología y filosofía.

Diferencias entre el asesoramiento filosófico y las terapias psicológicas y psiquiátricas

Dada la gran variedad de tendencias existentes en el ámbito de las psicoterapias, algunas de ellas
extremadamente dispares entre sí, resulta difícil establecer un límite nítido entre éstas y el
asesoramiento filosófico. En el caso de las psicoterapias que han adoptado métodos y
aproximaciones específicamente filosóficas, este límite resulta particularmente difuso. En
cualquier caso, enunciaremos una serie características que creemos que en conjunto pueden
especificar al asesoramiento filosófico frente a las terapias psicológicas o psiquiátricas y, muy en
particular, frente a las de orientación médica, conductista o psicoanalista 37. Esta enumeración
servirá de compendio de algunas de las ideas ya reseñadas:

• Los métodos del asesoramiento filosófico son específicamente filosóficos (los filósofos
asesores no acuden a métodos estrictamente psicológicos o psiquiátricos, como, por ejemplo, la
hipnosis).
• Los filósofos asesores consideran que lo que pensamos acerca de nosotros mismos y de
la vida está en la raíz de una buena parte de nuestros conflictos emocionales y que, por lo tanto,
podemos sobreponernos a los mismos a través de una reflexión crítica sobre nuestras actitudes
mentales, interpretaciones y creencias.
• Los dos puntos anteriores son compartidos por el asesoramiento filosófico y por las
psicoterapias cognitivas. Ahora bien, hay una diferencia fundamental entre ambos: cuando se trata
de abordar asuntos filosóficos, como las cosmovisiones y las creencias, el filósofo posee una
preparación específica que le capacita, en principio, para tener mayor competencia en esta tarea.
• El diálogo que estructura las consultas de orientación filosófica es de naturaleza
filosófica. Es filosófico, en primer lugar, porque en él se plantean preguntas radicales,
fundamentales, es decir, que no conciernen sólo a aspectos particulares de la vida del consultante,
sino a las directrices que la dotan de unidad y de sentido. Este diálogo es filosófico, en segundo

36 Por ejemplo, la terapia cognitiva ha demostrado ser mucho más eficaz en el tratamiento de las depresiones que los
tratamientos con drogas antidepresivas. Cfr. a este respecto los resultados del estudio que muestra David D. Burns en
su obra Sentirse Bien. Una nueva terapia contra las depresiones, pp. 23-32.
37 En esta enumeración coincido parcialmente, en lo fundamental, con la más breve que Peter Raabe establece en su
obra “Philosophical Counseling”, bajo el epígrafe “Algunas diferencias entre la psicoterapia y el asesoramiento
filosófico” (p. 275).

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lugar, porque su horizonte es la verdad; no la verdad entendida como algo teórico y estático, sino
como veracidad, es decir, como verdad vivida, como coherencia entre el propio ser, pensamientos,
palabras y acciones. El asesoramiento filosófico no busca favorecer un equilibrio superficial en el
consultante, tampoco su bienestar al precio que sea; invita desde el principio a aspirar a la libertad
interior y a la serenidad lúcida que únicamente proceden de la integridad y de querer asumir
plenamente la realidad.
• El diálogo filosófico no se subordina de forma instrumental a un objetivo distinto de sí
mismo (por ejemplo, la “curación” o la resolución de conflictos). La comprensión y la
autoconciencia crecientes que proporciona el diálogo filosófico son tanto el medio como el fin.
Ambos coinciden, pues es una característica del ser humano que su mejora y su desarrollo personal
vayan de la mano de su creciente autoconocimiento profundo.
• El filósofo asesor no acude al esquema salud/enfermedad ni a una perspectiva médica o
clínica. Por lo mismo, no realiza diagnósticos desde esa perspectiva, ni propone tratamientos. No
se basa en un criterio normativo prestablecido relativo a lo que los consultantes son, en función de
sus “síntomas”, y a lo que deberían ser.
La utilidad del diagnóstico ha sido cuestionada también por algunas psicoterapias. Muchas
de ellas coinciden actualmente en que, si bien en ciertos casos es necesario y puede resultar
tranquilizador para el paciente ⎯lo que ya tiene en sí un efecto terapéutico⎯, en otros casos puede
tener efectos indeseados. Con frecuencia, el diagnóstico es una etiqueta que no explica nada, que
sólo describe un conjunto de síntomas. Estas etiquetas pueden actuar como profecías
autocumplidas, dado el poder condicionador que tienen las creencias: el hecho de que alguien
asuma que tiene un supuesto problema psicólogo o un “desorden de personalidad” puede bastar
para que esta persona reproduzca con particular énfasis en sus pensamientos, emociones y
conductas lo que entiende que se corresponde con la etiqueta con la que se ha identificado. El
diagnóstico tiene, además, el peligro de identificar a la persona con sus conflictos, de definirla en
función de ellos, de interpretarlos como características intrínsecas a su persona. Hay, por ejemplo,
una diferencia decisiva entre decir: “Me siento deprimido” y decir: “Soy depresivo”. Esta última
afirmación enajena al individuo de la responsabilidad sobre sus estados, pensamientos y actitudes;
dificulta que adopte una actitud creativa y proactiva ante su situación. El abandono de la
autoresponsabilidad colabora con el instinto regresivo, de huida, que con frecuencia
experimentamos ante las dificultades, y proporciona, inicialmente, una tranquilidad artificial; pero
a medio y largo plazo es insatisfactorio y contraproducente, pues equivale a una deserción. Incluso
los trastornos psicológicos de clara raíz fisiológica pueden asumirse desde actitudes pasivas o
desde actitudes creativas que nos tornen ⎯en virtud del reto vital que la aceptación los mismos
conlleva⎯ más profundos y más sabios.
• Los filósofos asesores no acuden al criterio normal/anormal. No comparten la visión
según la cual hay personas que son normales y otras que no lo son. Consideran que cualquier
realidad humana es una posibilidad humana. Se trata de invitar al consultante a comprenderla, y
de que, mediante esa comprensión, adquiera una creciente libertad para elegir.
• Los filósofos enfatizan la autonomía y la responsabilidad sobre sí mismo del consultante.
Parten del supuesto de que éste tiene plena capacidad potencial para solventar sus dificultades, y
se le evidencia en todo momento que es así. La finalidad de las consultas es que el asesorado llegue
a prescindir del asesor, es decir, que desarrolle la autoestima y los recursos que le permitirán
confiar en su capacidad para afrontar creativamente futuros conflictos y en su competencia para
tomar decisiones significativas sobre su vida.

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• El consultante no es considerado un paciente, sino un agente. Además de por los motivos


señalados, porque tiene un papel directivo en el desarrollo de las sesiones: determina el curso de
las mismas (qué quiere tratar, cómo y durante cuánto tiempo) y filosofa activamente junto con el
asesor. Es libre para no compartir las sugerencias del filósofo, y en ningún caso esta negativa se
interpreta como una “resistencia”; por el contrario, se respeta y se acepta como expresión de la
autonomía que ha de ser fomentada en él.
• El filósofo asesor evita adoptar actitudes paternalistas. Las sesiones se constituyen como
un diálogo entre iguales y las afirmaciones del paciente y del asesor se examinan en función,
exclusivamente, de su “verdad o corrección”. Ni las afirmaciones del asesor son verdaderas porque
las exprese el asesor, ni las afirmaciones del consultante se devalúan viendo en ellas “síntomas de
enfermedades ocultas”38. El punto de partida de estos diálogos es lo que dice el asesorado, no lo
que interpreta el asesor acerca de lo que dice o de lo que supuestamente reprime o encubre. La
confianza que merecen las personas adultas es la base de este diálogo.
• La evitación de las actitudes paternalistas se manifiesta también en que el filósofo se
comunica de forma transparente. Dice lo que piensa y no teme mostrarse dubitativo o no saber. La
información que considera relevante para comprender la situación del asesorado no la guarda para
sí, sino que se la comunica. El asesor no es alguien que conoce particularidades del consultante
que éste desconoce (a diferencia, por ejemplo, de lo que sucede en el tratamiento de las patologías
psicológicas o psiquiátricas). Se evita así la dependencia que tiene lugar cuando se presume que el
asesor tiene una información sobre el consultante de la que éste carece; que sabe, por lo tanto, lo
que su interlocutor necesita.
• Las sesiones de asesoramiento filosófico tienen una dimensión pedagógica. No se
orientan sólo a clarificar asuntos o conflictos puntuales, sino que, siempre que el asesorado lo
desee, se le instruirá en nociones y habilidades filosóficas que le permitirán ayudarse a sí mismo.
Esto favorece la independencia del asesorado y también su serenidad, pues la estabilidad interior
no equivale a carecer de conflictos, sino a confiar en que contamos con los recursos necesarios
para manejarlos.
• El filósofo asesor invita al consultante a tomar contacto con un estado de ser que es más
originario que sus estados y procesos psicológicos. Parte del supuesto de que el asesorado es, en
su más íntimo centro, más poderoso y más originario que cualquier hecho, síntoma, complejo o
creencia; potencialmente más fuerte que sus condicionamientos ambientales, biológicos o
psicológicos. Es alguien esencialmente libre que en ningún caso puede definirse por sus conflictos
o estados psicológicos.

¿Es el asesoramiento filosófico una terapia?

El asesoramiento filosófico no es una terapia en sentido estricto por los motivos apuntados: no
orbita en torno a la noción de enfermedad; no trata patologías; el asesor no realiza, a partir de unos

38 Me inspiro, en este punto, en las palabras del filósofo Jürgen Habermas, quien afirma hablando de algunos
desarrollos del psicoanálisis: “Al menos algunas de las aseveraciones del paciente no son tomadas como válidas y
examinadas en función de su verdad o corrección, sino que más bien son consideradas síntomas de una patología
subyacente. El paciente y el terapeuta no son compañeros de diálogo libres e iguales; más bien, el paciente es
parcialmente objetivado: sus afirmaciones, su validez o no, no se testan discursivamente; se explican, más bien, como
el resultado causal o los síntomas de sucesos acaecidos en la primera infancia”. Jürgen Habermas, Knowledge and
human interest. Cit. por Raabe, Philosophical Counseling, p. 91.

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síntomas, diagnósticos basados en una definición preestablecida de la normalidad psicológica;


tampoco propone tratamientos. El diálogo filosófico, además, no se subordina a la meta de la
“salud” como un medio a un fin. Una indagación filosófica es genuina cuando es un fin en sí
misma, cuando está motivada por el amor a la verdad, y no cuando se la considera un medio para
superar nuestros problemas. Esta actividad de asesoramiento tampoco es una terapia en sentido
estricto en la medida en que no finaliza cuando el desasosiego o el sufrimiento del consultante
alcanzan un nivel socialmente aceptable; al contrario, cuando los conflictos del consultante se
aplacan es cuando ofrece sus mejores posibilidades, pues es entonces cuando éste goza de mayor
libertad interior y objetividad para indagar. Esta actividad invita a avanzar en una dirección que
nunca tiene fin: la de vivir con mayor conciencia y libertad.
Pero, si bien el asesoramiento filosófico no es una terapia en sentido estricto, sí tiene, sin
duda, una dimensión y un efecto terapéuticos, y son muchas las personas que a través de él
consideran haber superado dificultades que anteriormente los habían conducido, infructuosamente,
a tratamientos psicológicos o psiquiátricos.
El término terapia puede ser aplicado al asesoramiento filosófico solo si nos remitimos al
sentido originario del término therapeuein: cuidar, atender, servir; o bien si lo aplicamos en un
sentido metafórico, como hacían los antiguos al referirse a la actividad filosófica, a la que
consideraban garante por excelencia de la salud del alma —como ya señalamos, comparaban la
filosofía con la terapia médica, dando a entender con esta analogía que el conocimiento profundo
de la realidad y de nosotros mismos tiene siempre un efecto transformador y liberador—.

La realidad como criterio de nuestra transformación profunda

Cabría preguntar cuál es el fundamento del efecto “terapéutico” del diálogo filosófico. La
respuesta sería: la verdad, la realidad. Lo que “favorece la salud del alma”, en último término, es
el reconocimiento de la realidad, es decir, la liberación de todas las formas de ceguera y auto-
engaño. La verdad nos hace libres. No satisface nuestros caprichos, nuestros deseos miopes,
nuestras obstinaciones personales ⎯todo aquello que en nosotros se sustenta en la ignorancia⎯,
pero sí nuestras necesidades más profundas y anhelos reales. Como hemos apuntado
reiteradamente, el asesoramiento filosófico no busca el bienestar de consultante a toda costa, busca
alumbrar su veracidad, su respeto por la realidad. Parte de la premisa de que la realización humana
y el respeto por la realidad son dos rostros de lo mismo.
Platón afirmaba en uno de sus diálogos, La República, que, de entre las cualidades que ha
de poseer el filósofo, la más importante, sin duda, es el amor a la verdad. El filósofo es el “amante
del ser y de la verdad”, el devoto de lo real, el que desdeña toda forma de ocultamiento y artificio
tanto en asuntos menores como en asuntos de importancia. Este sentir del filósofo es contrario a
un sentimiento generalizado: el de que la realidad, con demasiado frecuencia, es algo terrible que
conviene evitar. La distracción y la evasión, no mirar lo que no nos gusta o lo que nos duele y no
pensar más de lo justo, se consideran, popularmente, actitudes y comportamientos que favorecen
el bienestar anímico. En nuestro entorno, casi todo parece invitarnos a escapar. Más aún, la
falsedad y la distorsión son patentes en casi todos los ámbitos y se exhiben con naturalidad. Quizá
uno de los aspectos más dañinos de la sociedad actual sea precisamente éste: el modo en que ha
entronizado la mentira. Todos sabemos que los políticos nos mienten, que las grandes
organizaciones con ánimo de lucro nos mienten, que los medios de comunicación nos mienten,
que la publicidad nos miente..., que la mentira no es la excepción, sino la norma. Parece que sea
admisible mentir siempre que se haga con habilidad y en nombre de la eficacia. Quienes proceden

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así, de hecho, son reconocidos y admirados por sus logros; se pasa por alto la naturaleza de los
medios empleados. Cuando estas mentiras permanentes se normalizan tienen un efecto devastador
sobre nuestro ser. Transmiten un mensaje implícito: la realidad es peligrosa; la verdad no colabora
con nuestros objetivos. La entronización de la mentira fomenta la desconfianza en la realidad
⎯que es la actitud opuesta a la actitud filosófica⎯; alimenta individuos temerosos y astutos que
creen que han de manipular las situaciones, a los demás y a sí mismos para conseguir lo que
anhelan.
El filósofo asesor sabe que la realidad no colabora con nuestras máscaras o con nuestros
interesados constructos mentales, que no es siempre fácil ni halagadora, pero que va siempre a
favor de lo mejor de nosotros mismos. La filosofía nos invita a convertirnos en aliados de la
realidad. Esta última puede echar por tierra ilusiones vanas y falsos ídolos, pero, a cambio, nos
libera de la ofuscación y del temor, pues ¿qué puede amenazar la realidad? Nos fortalece y nos
emancipa al ampliar nuestra visión; ya no necesitamos buscar fuera de nosotros la luz y la
seguridad. Nos capacita para encontrar en nosotros mismos el punto de equilibrio.
Una consulta de asesoramiento filosófico nos enseña que respetar la realidad significa
atrevernos a ver las cosas tal como son, no negar los hechos ni evadirlos. Este reconocimiento de
los hechos nos otorga libertad frente a ellos, pues lo que no nos atrevemos a mirar es lo que nos
domina y nos persigue. No nos ahorra el dolor ni las dificultades, pero nos permite descubrir que
es muy distinto el dolor que proviene de enfrentar los hechos, de abrir los ojos, de asumir nuestra
responsabilidad y de decidir activamente —cuando lo más sencillo sería cerrar los ojos o huir—,
y el tipo de dolor que se deriva de no querer ver ni aceptar la realidad. El primero es pasajero,
llevadero; da paso a un estado de paz, de libertad y de satisfacción íntima. Es útil, nos hace crecer,
nos torna más sabios y nos permite acceder a niveles de superiores de comprensión y de conciencia.
El segundo tipo de dolor es crónico, insidioso y con el tiempo llega a ser intolerable. Nos roba la
paz. No es útil, no nos enseña ni nos transforma; al contrario, nos torna más confusos y ciegos,
menos libres, más compulsivos, nos empobrece interiormente. El filósofo invita al asesorado a
preguntarse: “¿Cuál es la verdad de esta situación?”, y no: “¿Cómo puedo eludir esta molestia o
este dolor?” Sabe que el camino de la transformación justa y satisfactoria pasa siempre por la
realidad.
Constituye un signo claro de madurez haber asumido que no es posible vivir sin enfrentar
decisiones y alternativas dolorosas, sin dificultades, sin esfuerzo o sin dolor. Estas experiencias
son indisociables de la condición humana, y pretender rehuirlas conduce a medio plazo a un
callejón sin salida: a un dolor crónico y profundo. El camino que pasa por el reconocimiento de la
realidad no es fácil, cómodo ni recto. A veces nos desconcierta al eliminar viejas seguridades;
exige, en ocasiones, tomar decisiones difíciles; requiere paciencia, valentía y confianza. En todo
lo relativo a nuestra transformación profunda, son engañosas las directrices que nos prometen
resultados rápidos, las recetas que pretenden ahorrarnos el trabajo lento y sostenido. Pero el camino
del amor a la verdad llega a ser tan satisfactorio —pues su fruto es nada menos que nosotros
mismos— que los desafíos que en las primeras etapas resultaban difíciles, luego, puesto que se ha
aprendido a confiar, se abordan con ecuanimidad; más aún, con alegría.

El asesoramiento filosófico ante el reto de la divulgación de la filosofía

Una de las habilidades imprescindibles en el filósofo asesor es la capacidad de traducir las


intuiciones filosóficas al lenguaje ordinario. Dentro de los entornos académicos, hay quienes
temen que actividades como el asesoramiento filosófico contribuyan a desvirtuar la reflexión

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filosófica al pretender hacerla accesible a un sector amplio de la población. Para algunos de ellos,
si la filosofía abandona el lenguaje críptico que la ha llegado a caracterizar y busca ser directamente
útil, automáticamente se adultera. Ya hemos aludido sobradamente al aspecto transformador y
operativo que era intrínseco a la noción originaria de filosofía. Con respecto a si le es propio el
lenguaje complejo, basta recordar que muchas de las obras de los grandes filósofos, y muy en
particular de los filósofos de la antigüedad, fueron y siguen siendo obras accesibles. El lenguaje
llano no desvirtúa la reflexión filosófica. La desvirtúa la superficialidad, la falta de autenticidad y
de penetración, por más que ésta última se revista de una terminología incomprensible y de un aire
afectado y grave. El lenguaje sencillo puede transmitir intuiciones muy profundas. A su vez, el
lenguaje oscuro, pretendidamente grandilocuente y serio, es, con frecuencia, el refugio de los que
no tienen nada que decir; o de los que tienen algo que decir pero, como no lo han asimilado del
todo, no saben expresarlo de maneras diversas, adaptadas a las diferentes situaciones y personas,
a lo que éstas en un momento dado necesitan y son capaces de asimilar.
El filósofo danés Kierkegaard, un defensor de la mayéutica socrática, afirmaba que es deber
del filósofo el esforzarse por encontrarse con su interlocutor precisamente en el punto donde éste
se encuentra, para empezar a instruirle desde ahí:

“Este es el secreto del arte de ayudar a los demás. Todo aquel que no se halla en posesión
de él, se engaña cuando se propone ayudar a los otros. Para ayudar a otro de manera
efectiva, yo debo entender más que él; pero, ante todo, sin duda debo entender lo que él
entiende. Si no sé eso, mi mayor entendimiento no será de ninguna ayuda para él. Si, de
todos modos, estoy dispuesto a empenacharme con mi mayor entendimiento, es porque
soy un vano o un orgulloso, de forma que, en el fondo, en lugar de beneficiarle a él, lo que
deseo es que me admiren”39.

Muchos siglos antes, Epicteto invitaba a aquellos de sus discípulos que temían la desnudez
de las palabras sencillas, a cuestionarse:

“¿Quieres ser de utilidad o ser alabado?” 40.

El lenguaje técnico es extremadamente útil en toda disciplina. Facilita y agiliza la


comunicación, ahorra la necesidad de clarificar permanentemente el sentido de los términos
utilizados y pule la ambigüedad significativa de las palabras más usuales. El problema surge
cuando ese lenguaje técnico se torna autorreferencial; cuando se olvida que fue acuñado para
designar realidades concretas, y que estas realidades concretas no necesitan de esa jerga para ser
lo que son, es decir, que ese lenguaje es útil, pero no imprescindible. El abuso del lenguaje técnico
en filosofía ha favorecido la desconexión de la reflexión filosófica con la sociedad, con las
situaciones reales, con las personas concretas, con la vida efectiva. Son muchos los filósofos que
han criticado este abuso. Spinoza, Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche y Wittgenstein, entre
otros, hicieron ver que buena parte de los problemas que ocupaban a los filósofos académicos no

39 Sören Kierkegaard, Mi punto de vista, p. 38. Continúa: “Porque ser maestro no significa simplemente afirmar que
una cosa es así... No, ser maestro en el sentido justo es ser aprendiz. La instrucción empieza cuando tú, el maestro,
aprendes del aprendiz, te pones en su lugar de modo que puedas entender lo que él entiende y de la forma que él lo
entiende” (p. 39).
40 Disertaciones, p. 337.

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eran realmente tales; que éstos estaban, en realidad, enzarzados en meros problemas lingüísticos,
relativos a las palabras.
Frente a quienes temen depurar al pensamiento filosófico de su lenguaje críptico, y en el
otro extremo, se encuentran quienes creen que divulgar el conocimiento filosófico ⎯que, aunque
pueda ser sencillo en su formulación, ha de ser profundo en su alcance⎯ equivale a escribir libros
con títulos supuestamente graciosos y contenidos desenfadados y superficiales, llenos de consignas
y recetas, que pretenden ahorrar toda reflexión detenida. Estos últimos olvidan que una cosa es
desconocer el lenguaje técnico de la filosofía — y necesitar una instrucción en ella que prescinda
de dicha jerga especializada—, y otra muy distinta, tener pocas luces o ser pueril. Esta caricatura
de lo que ha de ser la genuina divulgación no hace sino dar razones a los que temen que la filosofía
rebase el marco de los circuitos especializados.
No se nos escapa que, en la medida en que el movimiento de “práctica filosófica” se dirige,
si no al gran público, sí a un número significativo de personas, aparecerán, a su sombra, obras de
pseudodivulgación. Tampoco se nos escapa que, dado el auge creciente del “mercado de la
‘felicidad’”, habrá filósofos que intenten vivir de las aguas revueltas del mismo, desfigurando esta
actividad de asesoramiento hasta convertirla en un objeto de consumo más, y que no tengan pudor
en recurrir a todas las argucias que la competencia dentro de dicho mercado favorece. Pero este
peligro no es algo inherente al asesoramiento filosófico; se deriva de la estructura misma de nuestra
sociedad, que tiende a fagocitar, insertándolo en el mercado de masas, todo aquello que puede
tener eco en un número amplio de individuos. Es un problema de nuestra sociedad... y de quienes
pretendan servir, mediante esta actividad, “a Dios y al Cesar”. Por cierto, esta tentación mercenaria
no sería una novedad dentro de la historia de la filosofía. Permitió al ya mencionado Musonio Rufo
ser el protagonista de una anécdota y de un comentario muy perspicaz a este respecto:

“Musonio mandó que dieran mil monedas a un mendigo del tipo de los que se presentan a
sí mismos como filósofos, y cuando muchos le dijeron que era un individuo despreciable,
malo y malicioso y que no merecía nada bueno, cuentan que el filósofo dijo sonriendo:
‘Entonces merece dinero’” 41.

Pero los peligros señalados no han de eclipsar lo fundamental: que la filosofía puede y debe
estar al alcance de un número significativo de personas, sin desvirtuarse. Por otra parte, dado el
espíritu de esta actividad, y la presencia de asociaciones y escuelas de filósofos asesores repartidas
por todo el mundo (los asesores vinculados a ellas han de seguir sus cursos de formación y aceptar
su código ético), las malas practicas son y serán la excepción. Más aún, como ya señalamos, el
asesoramiento filosófico, en virtud de la raíz milenaria de la tradición en la que se sustenta, es el
mejor antídoto frente a la confusión que ha generado el creciente “mercado de la ‘felicidad”; un
mercado que, como ya indicamos, ha desvirtuado, desgastado y eclipsado el sentido profundo de
tantas expresiones —“autorrealización”, “autoconocimiento”, “liberación”, “cuidado de sí”...—
propias, en su origen, de la filosofía sapiencial. De hecho, muchas de estas expresiones se están
utilizando en ciertos sectores para legitimar los peores defectos de las sociedades occidentales
contemporáneas: la búsqueda del éxito fácil y rápido, la ambición y la codicia desmedidas, el
individualismo insolidario, etcétera. El asesoramiento filosófico, al iluminar estas nociones desde
la tradición filosófica, está contribuyendo, sin duda, a devolverles su verdadero sentido y alcance.

41 Musonio Rufo, Fragmentos menores, L.

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BIBLIOGRAFÍA
(Incluye sólo las obras citadas en el capítulo)

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FOUCAULT, MICHEL. Discourse and Truth: the Problematization of Parrhesia (six lectures
given at the University of California at Berkeley, Oct.-Nov. 1983)
(http://Foucault.info/documents/parrhesia)

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