Los Mártires Fermín Toro
Los Mártires Fermín Toro
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Carlos Zerpa
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Carlos Herrera
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Arturo Michelena
El niño enfermo, NUUS
Óleo sobre tela / UMIQ ñ UR Åã.
Å ç ä É Å Å á µ å Páginas Venezolanas
Fundación Editorial
elperroy larana
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Los mártires
(Novela)
Fermín Toro
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Notas
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9 Ibid, p. lxx.
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I
Era ya entrada la noche cuando dejaba yo mi triste y solitaria
mansión, dando tregua a mis afanes el movimiento y ruido del
pueblo alborozado. Noche era de un gran día. Habíase celebrado en
la mañana el matrimonio de Victoria, y el pueblo más leal de la
tierra festejaba gozoso su enlace con Alberto.
Nebuloso estaba el tiempo y destemplado, y el ambiente se
sentía frío y apacible; mas el bullicio de la gente que por las hen-
chidas calles discurría; el rodar estrepitoso de los coches cruzándose
en todas direcciones, y sobre todo, la brillante iluminación que
hacía aparecer como en medio de una aurora boreal los alcázares y
templos de la soberbia Londres, producían un efecto mágico, y
daban a la escena tal color y brillo, que arrobada la imaginación,
quedaban en suspenso los sentidos. Yo me iba por la calle del
Regente, que aunque ancha y espaciosa como para dar cabida a
activa muchedumbre, estrecha y reducida parecía a la sazón, por no
ser bastante a contener el inmenso gentío que la invadía. Con
efecto, el concurso de coches y carros en el centro había crecido
hasta el punto de impedir todo movimiento; y la multitud agolpada
en las aceras, formaba dos columnas, densas e impenetrables, que de
cuando en cuando ofrecían a la vista, a semejanza del mar, oleadas
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Una nueva escena en que sin querer fui actor, vino a sacarme de
mis importunas reflexiones. Mi inmovilidad y actitud pensativa
habían llamado la atención de dos jóvenes perdidas que sin yo perci-
birlo, acababan de colocarse a mi lado, en el recodo o alfeizar de una
puerta donde yo me había refugiado. Figúrese cualquiera una joven
como de dieciocho años, de airosa planta y talle descollado, con su
cuello de cisne sombreado por un manojo de hermosos rizos cas-
taños; un chal de terciopelo azul que le hacía resaltar admirable-
mente la blancura de su levantado seno; y un traje blanco cuyos
anchos pliegues descendiendo hasta el suelo, dejaban traslucir en
parte las formas perfectas de una beldad. La amiga que tenía al lado
la ceñía con un brazo su estrecha y delicada cintura, y ella así soste-
nida se mecía blanda y voluptuosamente dejando caer a uno y otro
lado la cabeza, de manera que algunas veces daban sobre mis hom-
bros sus cabellos. No pude menos de admirar tanta hermosura,
aunque ya deslustrada y sin precio. ¿Qué te falta mujer (me decía
yo), para que ejerzas el imperio que el Creador concedió a la
belleza? Tienes al parecer todos los encantos que hacen tan pode-
roso tu sexo: a tu lado la juventud debiera abrazarse de amor: tú al
poeta y al pintor podías dar el modelo de las gracias; y aun el amante
de más severas bellezas debía encontrar qué admirar en tu planta
majestuosa. Pero la mirada ¡oh Dios! la mirada que pinta el alma e
ilumina las formas exteriores, revelando sentimiento, pasión, inteli-
gencia: la mirada en aquella criatura parecía el reflejo turbio e inerte
que sale de los ojos de una máscara. No había ya en ella ninguna
especie de expresión. Parece que la ausencia absoluta de energía
mental, causa la ruina de todo sentimiento. Ni fingirse pueden
entonces los afectos, perdida ya la conciencia de la virtud igual-
mente que del vicio. ¡Oh seres verdaderamente caídos! ¡vosotros no
sois viciosos ni criminales, sois sólo animales! ¡animales inmundos!
Estas dos mujeres entretanto conocían que perdían su tiempo; y
mirándome de hito en hito por algunos instantes y dando una fuerte
carcajada, se lanzaron otra vez al torrente que las arrastró. ¡Qué feas
me parecieron entonces! su mirar era meretricio y su risa la de un
maníaco.
Yo también debía proseguir mi camino; tenía que ver a unos
amigos desgraciados, y comenzaba ya a hacerse tarde. Las diez de la
noche acababan de dar, cuando emprendí atravesar la plaza de
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III
Eterna me pareció la noche, y más de una vez dudé del éxito de
mi autoridad y esfuerzos para impedir la salida de Eduardo, de
cuyos designios, en aquel estado él mismo no podía responder. Al
fin, la luz tarde, escasa y triste comenzó a penetrar el denso cortinaje
de niebla que arropaba la inmensa metrópoli. Apenas vislumbramos
los primeros rayos, cuando Eduardo y yo nos arrojamos a la calle,
ansiosos de saber el paradero de Richardson. Caminábamos a prisa
en una duda mortal; pero a cada paso que dábamos acercándonos a
la morada de Tom, la certeza de una gran desgracia parecía que
adquiría nuevos grados, y entonces la duda, por atroz que fuese, era
preferible a la temida realidad. Hay más capacidad en el alma para el
dolor que para el placer: un gozo vivo embarga sus potencias, la
arroba y casi la hace insensible a una fina graduación de impre-
siones; pero en las penas, ¡oh Dios! mil diversas sensaciones pueden
acumularse o sucederse; pero ninguna se confunde, cada una lleva
su dardo, cada una hace su herida. La sensibilidad tiene abismos que
sólo se abren al dolor.
Llegamos, al fin, a la temida puerta; ninguno quería ser el pri-
mero en golpearla; y por algunos instantes nos detuvimos reco-
giendo nuestras fuerzas como para oír desgracias. Por último,
Eduardo llama trémulo a la puerta, y a pocos momentos abre la
angelical Emma. Respiré al mirarla. La sonrisa de la esperanza se
asombra en su pura y bella boca con un candor y una dulzura que lle-
vaba paz al alma; y el mirar lánguido de sus hermosos ojos parecía
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Algunos días habían pasado después de la primera entrada del
joven Héctor Mac-Donald en la casa de Tom, y en todo este
tiempo, con el pretexto de Richardson, sus visitas eran frecuentes y
señaladas sus atenciones; bien que en su porte y palabras mostrase
siempre tal discreción y respeto, que hacía olvidar lo extraño de esta
conducta en un joven de su edad, clase y fortuna. Su presencia traía
sin embargo más de un embarazo a la familia, aunque no pudiera
negarse que era también obra suya aquellos días de menos padecer
que para aquellos seres desgraciados eran de dicha y contento. Pero
Teresa, nacida en otro rango, conociendo la sociedad y sus leyes, el
corazón humano y sus secretos, no podía ver sin sobresalto las dia-
rias visitas de un joven cuyo nombre, brillo y elevación hacían
penoso contraste con la humilde oscuridad de la familia. Su con-
ducta es decente, decía ella, sus atenciones delicadas y su acción con
mi padre merece un eterno reconocimiento; ¿pero qué le mueve?
¿Es este el proceder de los jóvenes de su clase? ¿La compasión, la
caridad hablan tan alto en el corazón de un joven rico criado en el
trato licencioso de una populosa ciudad? Puede ser compasivo... sí,
puede serlo; pero entonces, ¿por qué no se contenta con sus obras?
¿A qué viene aquí? ¿Hay algo de placentero en la vista de un infeliz
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todas las mujeres, por seguro que la sociedad no sería lo que es. El
amor sería la ciencia, el arte, el culto de todos los hombres; la mujer
encerraría su ambición, sus estudios y deberes: ella compendiaría la
naturaleza entera, y lo que el hombre perdiese renunciando al
estudio de las leyes físicas del universo, lo hallaría altamente recom-
pensado en una perfección moral de que apenas podemos formar
idea; pero que sería el resultado de sentimiento excitados hasta un
grado no conocido; de afecciones poderosas, intensas y exclusivas,
que dando fuerza al alma y ardor al corazón, harían del hombre un
ser más enérgico y más capaz de dicha y de dolor. La mujer sería
entonces su único ídolo en la tierra, y su vida toda un acto continuo
de adoración.
Pero las cosas no pasan así en la sociedad. Desde que esta se ha
encargado de asegurar indistintamente un rango a las mujeres,
desde que ha llevado el refinamiento hasta proclamar el imperio del
sexo débil, la mujer ha perdido verdaderamente en poder; su debi-
lidad, quedando más expuesta, ha sido preciso cubrirla con el ropaje
de las gracias: las irrisorias lisonjas tributadas a su universal
imperio, han venido a reemplazar el profundo y durable homenaje
de un corazón inspirado por la virtud, el amor y la belleza. En vano
bajo formas convenidas y con un sentimentalismo afectado que
pone en juego el nombre de todas las grandes pasiones, se quiere
disfrazar la ausencia de una realidad, la del poder de la mujer sobre
el corazón del hombre, sobre esa misma sociedad que blasona de
llamarse esclava de la mujer. No hay sin embargo ninguna que se
atreva en la sociedad moderna a atribuirse el mérito de haber inspi-
rado una grande acción; y apenas se perdona a los poetas que se
finjan dominados por esta inspiración. No, no es este el tiempo en
que perecerá otra Troya por causa de otra Elena: ni de catorce años
de esclavitud será premio una Raquel: ni en Judá cautivo renacerán
ya Judith ni Ester: ni a las puertas de la ciudad eterna detendrá
Veturia el vencedor irritado. Tú, Roma, cuna de egregias matronas
que dar supieron tan altos ejemplos, tú no tienes ya mujeres, no más
verás tus Porcias y Cornelias, no más a una Lucrecia deberás tu
libertad. Damas de la sociedad moderna, soberanas que reináis en
tantos corazones, diosas que en vuestras aras miráis tantos perfumes
quemados, poned a prueba vuestro pregonado poder, haced que el
más rendido de vuestros adoradores os sacrifique... siquiera una
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V
Al siguiente día de la partida de Eduardo, fui a ver a mis amigos.
Encontré la familia consternada por aquella cruel separación: en su
desvalimiento la falta de Eduardo, aún por corto tiempo, aún con la
esperanza de verle volver para no separarse más en la vida, era sin
embargo un golpe funesto. Teresa manifestaba haber llorado: de
Emma no puedo decir qué género de expresión manifestaba su sem-
blante; envuelta en un pañuelo de lana y sentada en un rincón de la
pieza, tenía la cabeza reclinada sobre una silla y parecía que dormía.
La madre mirándola me dijo: esa angustiada criatura, empieza ya a
padecer; ha pasado la noche entera sollozando; en vano la infeliz
quería ocultarme su pesar; no sabe lo que son oídos de madre. Yo la
oía con el pecho traspasado; esperaba que el sueño la rindiese y
hallara en él el consuelo que la vida empieza ya a negarle; pero hasta
esta esperanza fue burlada; a media noche hube de levantarme a con-
solar esta triste criatura. Toda sobrecogida procuró persuadirme que
tenía fuerte dolor de cabeza; yo le dije: mi querida Emma, tú sabes
que yo apruebo el sentimiento que te inspira Eduardo, ni puedes, ni
debes ocultármelo; pero ¿por qué se te convierte en tormento? ¿por
qué fue su despedida tan desabrida? —Mamá, me contestó, ahogán-
dose con los sollozos, yo debí darle esta cruz, se la había ofrecido, y
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yo tenía en esto el mayor interés: usted sabe que es una cruz bende-
cida por el patriarca de Jerusalén sobre el mismo sepulcro de Cristo,
y yo quería que Eduardo la llevase al cuello para que lo librase de
todos los peligros del viaje. —Preguntéle por qué no se la había
dado, y me dio a entender lo que yo calculaba. Desatentada con la
partida de Eduardo, sobrecogida con las expresiones y miradas
extrañas que notó en él y más que todo asediada por el joven Mac-
Donald que no la desamparó un momento, le faltó la oportunidad, o
más bien la resolución de dar a Eduardo, en presencia de testigos,
una prueba tan fina de su cariño. —Yo la consolé, tomé la cruz, y
prometí entregársela para que por la primera ocasión se la remitas a
Eduardo. Desde este momento, la pobre criatura como si hubiese
recibido un grande alivio, descansó, y aún duerme como la ves,
medio reclinada en aquella silla.
—Pero tú también has llorado, Teresa, le dije: ¿tenías también
cruz que dar?
—No que dar, mi amigo, pero sí que cargar y muy pesada. ¡Sólo
me falta saber dónde será mi calvario!
—¿Pero hay, mi amiga, nuevos motivos de disgusto?
—Sí: hoy ha acabado de revelárseme un atroz complot que yo
nunca pude sospechar. Que Héctor Mac-Donald se interesase por
Emma me parecía cosa natural; pero que se confabulase con otras
personas para hacer dudoso el proceder de Emma a los ojos de
Eduardo, nunca, nunca lo hubiera creído. Y esto es justamente lo
que sucede; la única amiga de Emma, ¡pérfida! la única que creí yo
digna de la amistad de mi inocente hija, de acuerdo con ese joven
que nos ha favorecido aparentemente con el designio quizá de
cubrirnos de oprobios e ignominia... ¡miserable! ¡no conoce la
virtud!... esa amiga, se ha encargado de sembrar sospechas en el
corazón de Eduardo.
—Pero ¿quién os ha hecho esa revelación?
—La mayor casualidad. No hará una hora que uno de mis niños
deletreando en un pedazo de papel, dijo dos o tres palabras que me
llamaron la atención. Tomé el papel y vi inmediatamente que la
escritura era de Héctor; leo y encuentro estas palabras: “Partió al
fin, mi querida, y como dice nuestro gran poeta:
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S. Pablo
“Y la avaricia que es idolatría”
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Apenas algo restablecido de la peligrosa enfermedad que ame-
nazó mis días, mis primeros pasos se dirigieron hacia la triste man-
sión donde la virtud en desamparo luchaba con todas las calami-
dades de la vida. No había visto a mis amigos después del funesto
día en que la noticia de la muerte de Eduardo los había sepultado en
la más espantosa desesperación, conduciéndome a mí también hasta
las puertas del sepulcro. Volviendo a la vida, la encontré ya sin
halago: lo pasado se reflejaba en lo porvenir, y la imagen fatídica que
a mi mente se ofrecía, recordaba un suplicio prometiendo otro
suplicio. Con paso lento y desmayado, y aún más desmayadas espe-
ranzas, más que caminaba me arrastraba trémulo y silencioso por las
agitadas calles de la populosa metrópoli. ¡Cuánto me ofendía el
bullicio y la alegría! ¡Cuán insensatos me parecían todos los que se
mostraban como viviendo! ¿qué es vivir? ¿cómo empieza y cómo
acaba lo que se llama vida? nadie sabe; ¡sólo sí que el espacio que
ocupa es el reino del dolor y de la muerte! ¿Y qué es dolor, y qué es la
muerte? ¿No puede el hombre hacerse superior a entrambos? ¡Bella
creación es el hombre! con idea de lo infinito ve que su existencia es
un soplo; nace amando la vida y al nacer le mece ya la muerte en sus
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brazos. Mil vidas roba ésta cada día de la inmensa ciudad; cada uno
está sacando su lotería sin saberlo. ¡Y cuán contentos están! El
hombre es como el ave a quien asesta el cazador; canta hasta el
momento de caer... Un grito de murder! murder! que se oyó de
repente me hizo estremecer. Este grito terrífico se propagó de boca
en boca y todo el mundo fijó la vista en una partida como de doce
hombres, todos sucios y de mal aspecto, que venían con aquellas
voces alarmantes y trayendo unos papeles en la mano que parecían
anunciar alguna catástrofe. —“¡Lord William Russell asesinado!
¡Lord William Russell asesinado!” se oyó al fin, que decían cuando
estuvieron cerca. Sorpresa general causó esta nueva, y mil grupos se
formaron inmediatamente en todas las calles. Yo me acerqué a uno
de ellos, donde se leía la relación del hecho. Este era que Lord
William Russell se había encontrado degollado en su cama, sin que
se supiera aún quién fuese el asesino. El terror, el espanto, la indig-
nación, se pintaron inmediatamente en todos los semblantes; pero
yo permanecí inalterable. Un muerto más, dije en mi interior, es
como una hoja más, caída en el otoño; ¿quién la cuenta, quién la ve?
Ha muerto asesinado; y mi Eduardo ¿cómo murió? Era rico, pode-
roso y anciano; pues ese gozó algo de la vida y su suerte es incompa-
rablemente preferible a la de millones de sus semejantes cuya vida
no es más que un martirio prolongado. ¡Destrucción! ¡destrucción!
Es el mote de la humanidad. Hoy cayó William Russell bajo el
puñal del asesino; este expirará luego entre el lazo del verdugo, y
después el verdugo y el juez se hallarán también por diferentes
caminos en las manos del sepulturero. Y yo moriré mañana malde-
cido y maldiciendo...
Yo me hallaba en una de esas situaciones de alma difíciles de
expresar. Herido, mortalmente herido por el arma envenenada de
una sociedad cruel e inhumana, aunque con los fueros de la más
culta y adelantada, mi dolor se exasperaba con la convicción de mi
impotencia. Yo habría dado en aquel momento mil veces la vida por
poder soplar la peste sobre aquella impía Babilonia; y ver morir a
millares sus habitantes por minutos; y ver las calles obstruidas con
los montones de cadáveres; y sentir la atmósfera infestada con sus
mortíferas exhalaciones; y ver las aguas del Támesis verdi-negras,
corrompidas llevar al mar vecino pestilencia y destrucción...
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Índice
Prólogo .......T
I ......OP
II ......
PP
III ......QN
IV......
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V ......SN
VI ......TR
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Fundación Editorial
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