El Legado Del Cristianismo en La Cultura o Cesar Vidal
El Legado Del Cristianismo en La Cultura o Cesar Vidal
El Legado Del Cristianismo en La Cultura o Cesar Vidal
En la primavera del año 30 d. C, a mediados del mes judío de Nisán, en la lejana provincia de
Judea, se produjo un acontecimiento que, sin lugar a dudas, puede ser calificado de curioso y cuyas
consecuencias últimas no pudieron, con seguridad, ser adelantadas por sus principales protagonistas.
El cuerpo de un judío que había sido ejecutado en la cruz por orden directa del gobernador
romano, Poncio Pilato, desapareció del sepulcro en que había sido depositado. El reo se llamaba
Yeshua ha-Notsrí, Jesús de Nazaret en traducción al castellano, y aquel episodio tuvo unas
repercusiones de extraordinaria relevancia entre sus seguidores.
Amedrentados tan solo unos días antes, se lanzaron a partir de ese momento a predicar la
creencia en que su maestro no solo era el mesías profetizado durante siglos en los escritos del
Antiguo Testamento, sino que también había resucitado. Flavio Josefo, escribiendo algo más de
medio siglo después, señalaba cómo el grupo de seguidores de Jesús aún existía y continuaba
proclamando que este se les había aparecido después de muerto1.
Las autoridades judías que habían intervenido, de manera más o menos directa, en el
prendimiento y la condena de Jesús quizá habrían deseado poder mostrar el cadáver y acabar con
aquella predicación que, por cierto, las dejaba en muy mal lugar (¿quién podría quedar en buen lugar
después de participar en la ejecución de un mesías que luego había resucitado?) (Hechos 4, 1 y
sigs.). Sin embargo, les resultó imposible y debieron conformarse con acusar a los discípulos de
haber robado el cuerpo (Mateo 27, 62 y sigs., y 28, 11 y sigs.). No pasaba de ser un recurso
dialéctico que no demostró tener mucho éxito pero, al menos, fue una respuesta.
Por lo que se refiere al ocupante romano, optó, primero, por la abstención frente a cuestiones
religiosas —esa, a fin de cuentas, había sido su inteligente política con todos los pueblos
conquistados— y algunos años después por tomar medidas legislativas que impidieran la repetición
de acontecimientos similares. Poco más de una década después, se promulgó el denominado decreto
de Nazaret2para lograr ese objetivo.
Esta fuente epigráfica —una pieza inscrita de mármol que ha estado en el Cabinet des Médailles
de París desde 1879 formando parte de la colección Froehner y que fue publicada en 1930 por F.
Cumont— decretaba la prohibición de robar cadáveres de las tumbas con ánimo de engañar. El
denominado decreto de Nazaret afirma en su texto griego: «Es mi deseo que los sepulcros y las
tumbas que han sido erigidos como memorial solemne de antepasados o hijos o parientes,
permanezcan perpetuamente sin ser molestadas. Quede de manifiesto que, en relación con cualquiera
que las haya destruido o que haya sacado de alguna forma los cuerpos que allí estaban enterrados o
los haya llevado con ánimo de engañar a otro lugar, cometiendo así un crimen contra los enterrados
allí, o haya quitado las losas u otras piedras, ordeno que, contra la tal persona, sea ejecutada la
misma pena en relación con los solemnes memoriales de los hombres que la establecida por respeto
a los dioses. Pues mucho más respeto se ha de dar a los que están enterrados. Que nadie los moleste
en forma alguna. De otra manera es mi voluntad que se condene a muerte a la tal persona por el
crimen de expoliar tumbas».
Ni judíos ni gentiles dejarían de ir acentuando su hostilidad hacia aquellos hombres y mujeres
que insistían a medida que pasaban las décadas en proclamar la nueva fe en Jesús, el mesías
crucificado. Se trató de una oposición que adoptó todas las formas, desde la burla y el desprestigio a
la prohibición legal y la proscripción, sin renunciar tampoco ni a la tortura ni a la ejecución o el
linchamiento. Paradójicamente — ¡cuántas paradojas no contiene la Historia!— los valores de la
Torah judía fueron conocidos en el resto del mundo sobre todo gracias a la religión de los seguidores
de Jesús, y el legado de Roma no quedó del todo aniquilado por los bárbaros en virtud de la
colaboración prestada por los perseguidos cristianos. En estos como en otros aspectos, el
cristianismo iba a revelarse a lo largo de los casi dos milenios siguientes como un elemento esencial
e indispensable de lo que hoy día conocemos como civilización occidental, precisamente la cultura
que, por las más diversas razones, ha tenido una influencia mayor en la Historia de la Humanidad.
El presente ensayo no es una historia del cristianismo ni tampoco de su legado social, cultural o
político. Tampoco pretende ser un análisis histórico exhaustivo de la cuestión, ya que incluso un
acercamiento superficial a ese tema exigiría la redacción de varios volúmenes de grueso tamaño.
Solo tiene la intención de establecer un acercamiento inicial a un conjunto de cuestiones concretas
relacionadas con la manera en que el cristianismo constituye una referencia indispensable para
comprender a Occidente y con él a nosotros mismos y a la Historia de los últimos dos mil años. Solo
es un trazado de líneas de reflexión histórica, de memoria cultural y de análisis sobre nuestro pasado,
nuestro presente y nuestro futuro como miembros de la cultura occidental.
En su primera parte aborda los orígenes del cristianismo y la manera en que los principios
enseñados por Jesús y, después, por los apóstoles resultaron decisivos para conquistar
espiritualmente el imperio que le había sido hostil durante tres siglos.
En la segunda parte nos acercaremos a la manera en que el cristianismo no solo salvó la cultura
clásica durante la Edad Media, sino que incluso sentó las bases, una y otra vez, de una cultura común
europea que, con el paso de los siglos, se trasplantaría a otros continentes.
Por último, la tercera parte indica cómo, partiendo de la Reforma, el cristianismo creó la
modernidad impulsando desde la revolución científica a la defensa de los derechos humanos y la
lucha contra el totalitarismo.
En un apéndice final me he acercado, para terminar, a la cuestión de la redacción de los
Evangelios como tema indispensable a la hora de tratar el peso del cristianismo en la cultura
occidental.
Basta ya de preámbulos. Empecemos, y hagámoslo por el principio...
“En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y Dios era la Palabra.”
(Juan 1, 1)
1. En el principio... un tal Jesús
La vida de Jesús transcurrió3 durante un período breve de tiempo y en un lugar apartado del
dilatado imperio romano. Nacido en torno al año 7 o 6 a. C, antes del fallecimiento de Herodes el
Grande, su muerte tuvo lugar en la primavera del año 30 d. C. Sin embargo, pese al distanciamiento
cronológico de su existencia a nuestros días, lo cierto es que contamos con una serie de fuentes
antiguas relativas a ella que no pueden calificarse ni de escasas ni de carentes de importancia. Por
supuesto, los Evangelios canónicos —unas fuentes singularmente antiguas y bien transmitidas4— de
Mateo, Marcos, Lucas y Juan presentan un testimonio privilegiado, pero ni constituyen la mayoría de
las fuentes sobre Jesús ni las únicas. En realidad, los documentos históricos que contienen
referencias a Jesús son muy variadas y, en términos generales, pese a proceder en no pocas
ocasiones de contextos adversos, los datos proporcionados en ellos coinciden con buena parte de los
transmitidos por los Evangelios.
Sin duda, los ejemplos más elocuentes al respecto son los proporcionados por las fuentes judías,
un conjunto de escritos relacionados con los escritos rabínicos y con las obras de Flavio Josefo. En
relación a las primeras, hay que señalar que se trata de un conjunto de fuentes que resulta
especialmente negativo en su actitud hacia el personaje. Pese a todo, siquiera indirectamente, vienen
a confirmar buen número de los datos suministrados acerca de él por los autores cristianos. En el
Talmud, por ejemplo, se afirma que realizó milagros —aunque, por supuesto, se atribuyen al empleo
de la hechicería— (Sanh 107; Sota 47b; J. Hag. II, 2); que sedujo a Israel (Sanh 43a) y que por ello
fue ejecutado por las autoridades judías que lo colgaron la víspera de Pascua (Sanh 43 a). Se nos
dice asimismo que se proclamó Dios y anunció que volvería por segunda vez (Yalkut Shimeoni 725).
Se insiste en que fue un falso maestro (se le acusa, por ejemplo, de relativizar el valor de la ley de
Moisés), lo que le habría hecho acreedor a la última pena, e incluso algún pasaje del Talmud llega a
representarlo en el otro mundo condenado a padecer entre excrementos en ebullición (Guit. 56b-57a).
Con todo, este juicio denigratorio no es unánime, y así, por ejemplo, se cita con aprecio alguna de las
enseñanzas de Jesús (Av. Zar. 16b-17a; T. Julin II, 24).
En el caso de Flavio Josefo —un miembro de una familia sacerdotal judía que nació en Jerusalén
el año primero del reinado de Calígula (37-38 d. C.)— las referencias a Jesús son menos, tan sólo
dos, pero, desde luego, no puede decirse que carezcan de interés. La primera se halla en Ant. XVIII,
63, 64, y la segunda, en XX, 200-3. Su texto en la versión griega es como sigue:
Vivió por esa época Jesús, un hombre sabio, si es que se le puede llamar hombre. Porque fue
hacedor de hechos portentosos, maestro de hombres que aceptan con gusto la verdad. Atrajo a
muchos judíos y a muchos de origen griego. Era el Mesías. Cuando Pilato, tras escuchar la acusación
que contra él formularon los principales de entre nosotros, lo condenó a ser crucificado, aquellos que
lo habían amado al principio no dejaron de hacerlo. Porque al tercer día se les manifestó vivo de
nuevo, habiendo profetizado los divinos profetas estas y otras maravillas acerca de él. Y hasta el día
de hoy no ha desaparecido la tribu de los cristianos (Ant XVIII, 63-64)5.
El joven Anano... pertenecía a la escuela de los saduceos, que son, como ya he explicado,
ciertamente los más desprovistos de piedad de entre los judíos a la hora de aplicar justicia. Poseído
de un carácter así, Anano consideró que tenía una oportunidad favorable porque Festo había muerto y
Albino se encontraba aún de camino. De manera que convenció a los jueces del Sanedrín y condujo
ante ellos a uno llamado Santiago, hermano de Jesús el llamado Mesías y a algunos otros. Los acusó
de haber transgredido la Ley y ordenó que fueran lapidados. Los habitantes de la ciudad que eran
considerados de mayor moderación y que eran estrictos en la observancia de la Ley se ofendieron
por aquello. Por lo tanto, enviaron un mensaje secreto al rey Agripa, dado que Anano no se había
comportado correctamente en su primera actuación, instándole a que le ordenara desistir de similares
acciones ulteriores. Algunos de ellos incluso fueron a ver a Albino, que venía de Alejandría, y le
informaron de que Anano no tenía autoridad para convocar el Sanedrín sin su consentimiento.
Convencido por estas palabras, Albino, lleno de ira, escribió a Anano amenazándolo con vengarse
de él. El rey Agripa, a causa de la acción de Anano, lo depuso del Sumo sacerdocio que había
ostentado durante tres meses y lo reemplazó por Jesús, el hijo de Damneo.
Aunque ninguno de estos dos pasajes de las Antigüedades es aceptado de manera unánime como
auténtico, lo más corriente es aceptar la autenticidad del segundo texto en su totalidad y la del
primero parcialmente, considerando que está interpolado de manera parcial o completa6.Con todo,
resulta muy posible que este último sea también auténtico, aunque mutilado. El hecho de que Josefo
hablara en Ant XX de Santiago como «hermano de Jesús llamado Mesías» —una referencia tan
magra y neutral que no podría haber surgido de un interpolador cristiano— hace pensar que había
hecho referencia a Jesús previamente. Esa referencia anterior acerca de Jesús sería, como es natural,
la de Ant XVIII, 3, 3. La autenticidad de este pasaje no fue cuestionada prácticamente hasta el siglo
XIX, ya que todos los manuscritos que nos han llegado lo contienen. Tanto la limitación de Jesús a
una mera condición humana como la ausencia de otros apelativos convierte en casi imposible el que
su origen sea el de un interpolador cristiano. Además la expresión tiene paralelos en el mismo Josefo
(Ant XVIII, 2, 7; X, 11, 2). Con seguridad también es auténtico el relato de la muerte de Jesús, en el
que se menciona la responsabilidad de los saduceos en la misma y se descarga la culpa sobre Pilato,
algo que ningún evangelista (no digamos cristianos posteriores) estaría dispuesto a afirmar de forma
tan tajante, pero que sería lógico en un fariseo y más si no simpatizaba con los cristianos y se sentía
inclinado a presentarlos bajo una luz desfavorable ante un público romano. Otros aspectos del texto
apuntan asimismo a un origen josefino: la referencia a los saduceos como «los primeros entre
nosotros»; la descripción de los cristianos como «tribu» (algo no necesariamente peyorativo) (comp.
con Guerra III, 8, 3; VII, 8, 6); etcétera. Resulta, por lo tanto, muy posible que Josefo incluyera en las
Antigüedades una referencia a Jesús como un «hombre sabio», cuya muerte, instada por los saduceos,
fue ejecutada por Pilato, y cuyos seguidores seguían existiendo hasta la fecha en que Josefo escribía.
Más dudosas resultan la clara afirmación de que Jesús «era el Mesías» (Cristo); las palabras «si es
que puede llamársele hombre»; la referencia como «maestro de gentes que aceptan la verdad con
placer» quizá sea también auténtica en su origen, si bien en la misma podría haberse deslizado un
error textual al confundir (a propósito o no) el copista la palabra TAAEZE con TALEZE; y la
mención de la resurrección de Jesús.
En resumen, podemos señalar que el retrato acerca de Jesús que Josefo reflejó originalmente
pudo ser muy similar al que señalamos a continuación: Jesús era un hombre sabio, que atrajo en pos
de sí a mucha gente, si bien la misma estaba guiada más por un gusto hacia lo novedoso (o
espectacular) que por una disposición profunda hacia la verdad. Se decía que era el Mesías y, tal vez
por ello, los miembros de la clase sacerdotal decidieron acabar con él entregándolo con esta
finalidad a Pilato, que lo crucificó. Pese a todo, sus seguidores, llamados cristianos a causa de las
pretensiones mesiánicas de su maestro, dijeron que se les había aparecido. En el año 62, un hermano
de Jesús, llamado Santiago, fue ejecutado además por Anano, si bien, en esta ocasión, la muerte no
contó con el apoyo de los ocupantes, sino que tuvo lugar aprovechando un vacío de poder romano en
la región. Tampoco esta muerte había conseguido acabar con el movimiento7.
Como era lógico esperar —Judea era un lugar perdido del imperio y carente de importancia
económica, política, cultural y social— las referencias a Jesús en las fuentes clásicas son muy
limitadas. Sin embargo, no faltan. Tácito [n. 56-57 d. C, y fallecido quizá durante el reinado de
Adriano (117-138 d. C.)], se refiere a Jesús en los Anales XV, 44. Esta obra, escrita hacia el 115-7,
contiene una mención explícita del cristianismo. El texto señala que los cristianos eran originarios de
Judea, que su fundador había sido un tal Cristo —resulta más dudoso saber si Tácito consideró la
mencionada palabra como título o como nombre propio—, ejecutado por Pilato, y que durante el
principado de Nerón sus seguidores ya estaban afincados en Roma, donde no eran precisamente
populares.
Suetonio —un historiador aún joven durante el reinado de Domiciano (81-96 d. C.)— menciona
en su Vida de los Doce Césares (Claudio XXV) una medida del emperador Claudio encaminada a
expulsar de Roma a unos judíos que causaban tumultos a causa de un tal «Cresto»8. El pasaje parece
concordar con lo relatado en Hechos 18, 2 y podría referirse a una expulsión que, según Orosio (VII,
6, 15), tuvo lugar en el noveno año del reinado de Claudio (49 d. C). En cualquier caso no pudo ser
posterior al año 52.
Por último, Plinio el Joven (61-114 d. C), gobernador de Bitinia bajo Trajano, menciona a los
cristianos en el décimo libro de sus Cartas (X, 96, 97). Por sus referencias sabemos que
consideraban que Cristo era Dios y que se dirigían a él con himnos y oraciones. Gente pacífica, pese
a los maltratos recibidos en ocasiones por parte de las autoridades romanas, no dejaron de contar
con abandonos en sus filas.
En su conjunto, las referencias judías y, en menor medida, clásicas permiten trazar un cuadro
bastante coherente de la existencia de Jesús. Pese a todo, la fuente más importante la constituyen —
no podía ser de otra manera— los Evangelios. Aunque no se puedan considerar con propiedad lo
mismo que en la actualidad entendemos como biografía en el sentido historiográfico contemporáneo,
no puede negarse que sí encajan —en particular en el caso de Lucas— con los patrones
historiográficos de su época. En conjunto, presentan, por lo tanto, un retrato coherente de Jesús y nos
proporcionan un número considerable de datos que permiten reconstruir históricamente su enseñanza
y vida pública.
El Jesús histórico
Partiendo de forma estricta de las fuentes históricas —en no pocos casos hostiles— podemos
reconstruir con notable seguridad lo que fue la vida de Jesús. Su nacimiento hay que situarlo poco
antes de la muerte de Herodes el Grande (4 a. C.) (Mateo 2, 1 y sigs.). El mismo se produjo en Belén
(aunque algunos autores sin mucha base prefieren pensar en Nazaret como su ciudad natal), y los
datos que proporcionan los Evangelios en relación con su ascendencia davídica deben tomarse como
ciertos9, aunque esta fuera a través de una rama secundaria. Buena prueba de ello es que cuando el
emperador romano Domiciano decidió acabar con los descendientes del rey David hizo detener
también a algunos familiares de Jesús, tal y como lo recoge Eusebio de Cesárea (HE 1, 7) citando un
testimonio de Julio Africano.
Exiliada su familia a Egipto (un dato que se menciona también en el Talmud y en otras fuentes
judías), regresó a Palestina a la muerte de Herodes, pero, por temor a Arquelao, sus parientes fijaron
su residencia en Nazaret, donde se mantendría durante los años siguientes (Mateo 2, 22-3). Salvo una
breve referencia que aparece en Lucas 2, 21 y sigs., no volvemos a saber datos sobre Jesús hasta que
este sobrepasó los treinta años. Por esa época, fue bautizado por Juan el Bautista (Mateo 3 y
paralelos), al que Lucas presenta como pariente lejano de Jesús (Lucas 1, 39 y sigs.). Durante su
bautismo, Jesús tuvo una experiencia que confirmó su autoconciencia de filiación divina así como de
mesianidad10.De hecho, en el estado actual de las investigaciones, la tendencia mayoritaria de los
historiadores es la de aceptar que, en efecto, Jesús se vio a sí mismo como Hijo de Dios —en un
sentido especial y distinto del de cualquier otro ser— y como Mesías. En cuanto a su visión de la
mesianidad, al menos desde los estudios de T. W. Manson, parece haber poco terreno para dudar de
que esta fue comprendida, vivida y expresada bajo la estructura del siervo de Yahveh (Mateo 3, 16 y
paralelos) y del Hijo del hombre. Muy posible además es que esta autoconciencia resultara anterior
al bautismo. Los sinópticos — aunque asimismo se sobreentiende en Juan— hacen referencia a un
periodo de tentación diabólica experimentado por Jesús con posterioridad al bautismo (Mateo 4, 1 y
sigs. y paralelos) y en el que se habría perfilado del todo su modelo mesiánico rechazando los
patrones políticos, meramente sociales o espectaculares del mismo. No otro significado tienen las
distintas tentaciones referidas en Mateo 4 y Lucas 4: todos los reinos de la tierra, la transformación
de las piedras en pan o el descenso desde el pináculo del Templo. Este periodo de tentación se
corresponde, sin duda, con una experiencia histórica —quizá referida por Jesús personalmente a sus
discípulos— que, por otro lado, se repetiría en ocasiones después del inicio de su vida pública.
Tras este episodio se inició una primera etapa de su predicación que transcurrió sobre todo en
Galilea, aunque se produjeran breves visitas a territorio gentil y a Samaria. A pesar de que en la
predicación se consideró entrañablemente relacionado con «las ovejas perdidas de la casa de
Israel», no es menos cierto que Jesús mantuvo contactos con gentiles y que incluso llegó a afirmar
que la fe de uno de ellos era mayor que la que había encontrado en Israel y que llegaría el día en que
muchos como él se sentarían en el Reino con los Patriarcas (Mateo 8, 5-13; Lucas 7, 1-10). Al actuar
de esa manera, Jesús se distanciaba de forma radical de las demás sectas judías11. No solo de los
estrictos esenios de Qumrán, que incluso cuestionaban la legitimidad de la vida espiritual del resto
de Israel, sino incluso de la mayoría de los fariseos —la secta más abierta y liberal del judaísmo—,
que rechazaban la entrada de los gentiles en Israel siguiendo las posiciones de rabinos como
Shammay. De esa manera, más que implícita, Jesús procedía a universalizar la esperanza de Israel y
la ampliaba al resto de las naciones12.
En esa misma época, Jesús comenzó a predicar un mensaje radical — muchas veces expresado en
un género narrativo conocido en hebreo como mashal y entre nosotros como parábolas— que
chocaba con las interpretaciones de algunos sectores del judaísmo (Mateo 5-7). Este periodo de su
vida pública concluyó, en términos generales, con un fracaso (Mateo 11, 20 y sigs.). Los mismos
hermanos13de Jesús no creyeron en él (Juan 7, 1-5) y junto con su madre incluso intentaron en
ocasiones apartarle de su misión (Marcos 3, 31 y sigs. y paralelos). Aún peor reaccionaron sus
paisanos (Mateo 13, 55 y sigs.) a causa de que su predicación se centraba en la necesidad de la
conversión o cambio de vida en razón del Reino, de que pronunciaba terribles advertencias
relacionadas con las graves consecuencias que se derivarían de rechazar este mensaje divino y de
que se negó terminantemente a convertirse en un mesías político (Mateo 11, 20 y sigs.; Juan 6, 15).
Las fuentes históricas nos proporcionan los datos seguros suficientes para reconstruir las líneas
maestras fundamentales de la enseñanza de Jesús. En primer lugar, su mensaje resultaba
provocadoramente universalista. El judaísmo era una fe que no estaba del todo cerrada a la
recepción de extranjeros en su seno. De hecho, durante los siglos anteriores se había producido
incluso una cierta expansión del judaísmo en ambientes gentiles. Pese a todo, no dejaba de ser una fe
étnica. La alternativa ofrecida a los prosélitos consistía en convertirse en judíos —a través de la
circuncisión o del baño ritual en el caso de las mujeres— o en creyentes de segunda clase, los
temerosos de Dios, a los que se permitía acudir a las sinagogas pero sin integrarse en su totalidad en
el pueblo de Israel. A éstos les esperaba un lugar en el «mundo venidero» pero, desde luego, no en
pie de igualdad con los judíos. En otras palabras, su salvación era, en un sentido literal, una
salvación de segundo orden.
En el seno del judaísmo no solo se producía una clara separación de carácter étnico-religioso
que implicaba la plenitud de fe solo para aquellos que se integraban en una realidad nacional, la
judía, sino que además se mantenían otras divisiones tanto de carácter social como sexual. En
términos comparativos, la Torah mosaica por la que se regía el judaísmo contemplaba con relativa
benevolencia a los esclavos de origen judío. Con todo, en la práctica, la situación de los esclavos
gentiles era muy similar a la padecida por cualquier desdichado de esta condición en el mundo no-
judío14.Se les ofrecía de manera generalizada la posibilidad de convertirse al judaísmo y las fuentes
históricas señalan que algunos optaban al cabo de cierto tiempo por aceptar el ofrecimiento, quizá en
no pocos casos con la esperanza de mejorar su condición.
Por lo que se refiere a la condición de la mujer, la Torah manifestaba hacia ella una mayor
consideración que la que podía esperar encontrar en el mundo helenístico. Aun así, no era posible
negar que su status social era claramente subordinado. Durante los meses de su menstruación
incurría en un estado de impureza ritual o nidah, impureza que volvía a producirse tras las relaciones
sexuales, con posterioridad al parto, etcétera. Aunque se esperaba en teoría que prestara su
consentimiento libre al marido escogido por su familia, por regla general parece que se producía
solo una aceptación de los hechos consumados. Por supuesto, la muerte de su esposo representaba un
drama de tal magnitud que la viuda constituía un paradigma de ser menesteroso. Por añadidura, el
hecho de que pudiera acceder a una cierta instrucción era por lo general muy excepcional.
Por último, el judaísmo —como las religiones con un fuerte contenido ritual— manifestaba un
rechazo evidente hacia aquellos judíos que no cumplían de manera mínimamente meticulosa los
principios mosaicos de limpieza religiosa. Para este sector de la población, que en muchos lugares
debió de ser mayoritario, se reservaba el nombre de am-ha-arets, literalmente, la gente de la tierra,
así como un comportamiento despectivo. Los Evangelios aparecen repletos de ejemplos de esa
conducta denigratoria —como, por ejemplo, la parábola del fariseo y el publicano (Lucas 18, 9 y
sigs.) o el relato de la conversión de Mateo (Marcos 2, 13-17)—, pero, de forma comparativa,
describe muchos menos de los que podemos hallar en las páginas del Talmud.
Sobre este trasfondo judaico, la enseñanza de Jesús resultaba excepcional y no debe resultar
extraño que provocara reacciones muy negativas entre sus compatriotas. Para empezar, Jesús rechazó
las diferenciaciones de tipo étnico o racial. Causando la sorpresa de sus mismos discípulos, se trató
con los samaritanos (Juan 4), un pueblo distanciado de los judíos por una enemistad de siglos15, y,
como ya hemos señalado, cometió la indecible osadía de afirmar que los gentiles se sentarían al lado
de Abraham, Isaac y Jacob, los personajes fundacionales de Israel, mientras no pocos judíos serían
rechazados. El hecho de que una fe sea considerada universal y abierta a todos los pueblos puede
parecer hoy día natural. No lo era en el siglo I y, desde luego, no provocó reacciones positivas ni
entre los propios seguidores de Jesús, que tuvieron dificultades para adaptarse a esa circunstancia, ni
entre sus compatriotas.
Aún más difícil de asimilar resultaba la actitud de Jesús hacia los sectores más desfavorecidos
de una sociedad rígidamente dividida por razones sociales y rituales. Un ejemplo elocuente de esa
circunstancia se halla en su actitud hacia las mujeres. Jesús las trató con una cercanía y una
familiaridad que llamó la atención incluso de sus mismos discípulos (Juan 4, 27). A diferencia de los
rabinos de su tiempo, que no se hubieran acercado nunca a una mujer — ¿quién se hubiera arriesgado
a contraer la impureza ritual procedente de una menstruante?—, son repetidos los casos en que Jesús
habló en público con ellas incluso en situaciones muy delicadas (Mateo 26, 7; Lucas 7, 35-50; 10, 38
y sigs.; Juan 8, 3-11). No solo eso. Las puso como ejemplo de conducta en el seno de una cultura
acusadamente patriarcal (Mateo 13, 33; 25, 1-13; Lucas 15, 8) e incluso encomió en público sus
virtudes (Mateo 15, 28). Desde luego, las fuentes recogen varios episodios en los que las mujeres
fueron objeto de la atención de Jesús (Mateo 8, 14; 9, 20; 15, 22; Lucas 8, 2; 13, 11) y llegaron a
convertirse en discípulos suyos, de nuevo un fenómeno reprobable desde la óptica judía (Lucas 8, 1-
3; 23, 55).
Esta conducta desagradablemente provocativa llevó a Jesús incluso a compartir la mesa con los
sectores sociales más despreciados. Su cercanía a «pecadores y publicanos» ocasionó acerbas
críticas desde el principio de su predicación (Marcos 2, 12 y sigs.), así como el hecho de que uno de
sus discípulos hubiera pertenecido al odiado grupo de los recaudadores de impuestos para Roma o
de que acogiera con agrado el arrepentimiento de un jefe de publicanos como Zaqueo (Lucas 19, 1 y
sigs.). Asimismo, relatos como aquel en que contraponía a un odiado y pecador publicano con un
cumplidor (y autosuficiente) fariseo, inclinándose en favor del primero, provocaron reacciones
comprensiblemente irritadas (Lucas 18, 9-14).
Pese a su notable originalidad, pese a su visión marcadamente universalista, pese a su acusado
contraste con la realidad del judaísmo coetáneo, resultaría un fácil anacronismo atribuir a Jesús una
visión idealizada de la Humanidad. El no cayó, desde luego, ni en un optimismo antropológico, ni en
un apocalipticismo populista, ni en un idealismo feminista. Por el contrario, hay que señalar que la
perspectiva con que Jesús contemplaba al género humano era más bien pesimista, ya que descansaba
en la creencia de que todos los seres humanos se hallan en una situación de extravío o perdición. En
relatos como los recogidos en el capítulo 15 de Lucas, la Humanidad es asemejada a una oveja que
se ha descarriado, a una moneda que se ha perdido o a un hijo pródigo que ha desperdiciado su
fortuna y que se encuentra en una miserable situación de la que desearía salir aunque se ve incapaz de
hacerlo. Esa condición de seres perdidos explica de forma cabal que Jesús no deseara realizar —y
no lo hiciera ciertamente— distingos entre hombres y mujeres, injustos y en apariencia justos,
esclavos y libres, incluso entre judíos y no-judíos. Todos eran enfermos y todos necesitaban de
médico sin excepción alguna (Marcos 2, 15-7).
Precisamente esa visión pesimista de los seres humanos explica la comprensión que del poder
político tenía Jesús. Frente a la tesis de una monarquía de carácter divino, que Israel compartía
matizadamente con otros pueblos de Oriente —y que Roma había comenzado a asimilar desde César
y Augusto siquiera en provincias—en Jesús encontramos una notable desconfianza hacia los poderes
políticos. En Lucas 4 se conecta a estos de manera clara con el propio Satanás, y en Mateo 20, 24 y
sigs. se recoge una referencia explícita de Jesús sobre los gobernantes: «Sabéis que los gobernantes
de las naciones las gobiernan como señores y los grandes las oprimen con su poder». Esta actitud de
Jesús hacia la política explica en buena medida su rechazo de opciones revolucionarias y de la
violencia precisamente en el seno de una cultura que unas décadas después estallaría arrastrada por
la espada de los zelotes16. Al mismo tiempo, Jesús no dejó de manifestar su desprecio hacia
gobernantes como Herodes o Pilato. Lo que enseñaba no era la necesidad de sustituir a un gobernante
por otro, sino la de cambiar una visión de la política por otra muy distinta. Como tendremos ocasión
de ver, este aspecto de la enseñanza de Jesús tendría un fecundo trayecto durante los siglos
venideros.
En segundo lugar, la visión de Jesús implicaba un compromiso ético y vivencial de
características muy concretas que se denomina muchas veces en las fuentes con el nombre de
conversión17.El llamado a la conversión formaba parte esencial de la predicación de Jesús (Marcos
1, 14-5), apareciendo ésta simbolizada en relatos como el del hijo pródigo (Lucas 15) o en símiles
como los del enfermo que ha de recibir la ayuda del médico (Marcos 2, 16-7). Según la enseñanza de
Jesús, es la conversión la que permite acceder a la condición de hijo de Dios (Juan 1, 12) y obtener
la vida eterna (Juan 5, 24), y precisamente por su importancia imprescindible a la hora de decidir el
destino eterno del hombre, Dios se alegra de la conversión (Lucas 15, 4-32) y Jesús considera el
llamado a ella como núcleo central e irrenunciable de su Evangelio (Lucas 24, 47).
Sin embargo, esta conversión no tenía como finalidad un mero cambio de ideas religiosas, sino el
inicio real de una nueva vida. En ella resultaba esencial la encarnación de valores éticos como la
relativización de lo material (Mateo 6, 25 y sigs.), la fidelidad conyugal y la estabilidad matrimonial
(Mateo 5, 25-8 y 5, 31-2), el respeto a la palabra y la veracidad (Mateo 5, 33-7) o la renuncia a la
violencia y a la venganza (Mateo 5, 38-42). Para Jesús, se trataba no tanto de aniquilar la ley de
Moisés como de darle todo su contenido (Mateo 5, 17-9). Por ello, a la idea de un uso legítimo de la
violencia oponía la no-violencia; a la espera del enriquecimiento, una visión providencialista; a la
necesidad de juramento como garantía, la veracidad; al divorcio con escasas garantías para la mujer,
la parte más desprotegida, la lealtad a toda costa. De nuevo, Jesús se destacaba sobre la visión —
muy noble desde ciertos puntos de vista y más si se la comparaba con el mundo pagano— del
judaísmo. Porque además Jesús consideraba que los mandatos más audaces de la ética predicada por
él —como el amor al prójimo— no debían quedar circunscritos a sus compatriotas judíos, ni siquiera
solo a los correligionarios de la nueva fe. Frente al exclusivismo judío —muy extremo en Qumrán,
pero, en general, presente incluso en la Torah— Jesús enseñaba que debía abarcar incluso a los
considerados enemigos (Mateo 5, 43-48).
Finalmente, Jesús abogaba por un sentido providencialista de la Historia. No creía en la
posibilidad de darle vuelcos revolucionarios ni tampoco en la legitimación acrítica del statu quo.
Era obvio que el mundo presente era malo, pero en él se podía ya vivir de una manera diferente. Era
innegable también que las soluciones revolucionarias podían atraer a la gente, pero que, en general,
resultarían origen de males sin cuento. En ambos casos, Jesús abogaba por un cambio espiritual que
pudiera distanciarse tanto de los galileos sublevados contra Roma como del Pilato que los había
ejecutado (Lucas 13,1 y sigs.).
Con todo, para Jesús este mundo no era una suma de absurdos —a pesar de la maldad que
hallamos en él—, sino un cosmos ordenado en el que Dios interviene providencialmente haciendo
llover tanto sobre justos como sobre injustos (Mateo 5, 45) y en el que intervendrá al final de la
Historia para hacer reinar la justicia. Precisamente por ello, ni la angustia ni la ciega ambición
pueden ser los motores de la actividad humana, sino, más bien, la confianza en que todo tiene sentido
—aunque éste se nos escape— y que ese sentido se halla en las manos de un Dios de amor, deseoso
de aceptar a los extraviados seres humanos como hijos.
La predicación de Jesús al respecto resultaba muy obvia, y a ella y a los actos de caridad se
dedicó de manera incansable durante su ministerio en Galilea. Sin embargo, lo que le esperaba no
era una recepción entusiasta de la población, sino una respuesta formalmente aciaga.
El ministerio de Jesús en Galilea —en el que hay que insertar varias subidas a Jerusalén, con
motivo de las fiestas judías, narradas sobre todo en el Evangelio de Juan— fue seguido por un
ministerio de paso por Perea (narrado casi en exclusiva por Lucas) y el año 30 d. C, la bajada última
a Jerusalén, donde se produjo su entrada en medio del entusiasmo de buen número de peregrinos que
habían bajado a celebrar la Pascua y que conectaron el episodio con la profecía mesiánica de
Zacarías 9, 9 y sigs.
Contra lo que se afirma en alguna ocasión, es imposible cuestionar el hecho de que Jesús contaba
con morir de forma violenta. De hecho, la práctica totalidad de los historiadores da hoy por seguro
que esperaba que así sucediera y que así se lo comunicó a sus discípulos más cercanos. Su
conciencia de ser el Siervo de Yahveh del que se habla en Isaías 53 (Marcos 10, 43-45), un
personaje inocente que moriría por la salvación de los demás, o la mención a su próxima sepultura
(Mateo 26, 12) apenas unos días antes de su prendimiento, son solo algunas de las circunstancias que
obligan a llegar a esa conclusión.
De hecho, cuando Jesús entró en Jerusalén durante la última semana de su vida ya había
concitado frente a él la oposición de un amplio sector de las autoridades religiosas judías, que
consideraban su muerte como una salida aceptable e incluso deseable (Juan 11, 47 y sigs.) y que no
vieron con agrado la popularidad de Jesús entre los asistentes a la fiesta. Durante algunos días, fue
tanteado por diversas personas en un intento de atraparlo en falta o quizá solo de asegurar de modo
irrevocable su destino final (Mateo 22, 15 y sigs. y paralelos). La noche de su prendimiento, en el
curso de la cena de Pascua, Jesús anunció la inauguración del Nuevo Pacto de Dios al que había
hecho referencia medio milenio antes el profeta Jeremías (31, 27 y sigs.). Pero, de una manera
extraordinariamente audaz, Jesús lo declaró basado en su próxima muerte, considerada de manera
sacrificial y expiatoria.
Tras concluir la celebración, consciente de lo cerca que se hallaba de su prendimiento, Jesús se
dirigió a orar a Getsemaní junto con algunos de sus discípulos más cercanos. Aprovechando la noche
y valiéndose de la traición de uno de los apóstoles, las autoridades del templo —en su mayor parte
saduceas— se apoderaron de él.
El interrogatorio, lleno de irregularidades, se celebró ante el Sanhedrín e intentó esclarecer, si es
que no imponer, la tesis de que existían causas para condenarlo a muerte (Mateo 26, 57 y sigs. y
paralelos). La cuestión se decidió en ese sentido sobre la base de testigos que aseguraban que Jesús
había anunciado la destrucción del Templo (algo que tenía una clara base real, aunque con un
enfoque radicalmente distinto al expuesto por la acusación) y sobre el propio testimonio del acusado
que se identificó como el mesías-Hijo del hombre al que hace referencia la profecía contenida en el
libro del profeta Daniel (7, 13).
El problema fundamental para llevar a cabo la ejecución de Jesús arrancaba de la imposibilidad
por parte de las autoridades judías de aplicar la pena de muerte, una competencia de la que habían
sido privadas por Roma. Cuando el preso fue llevado con esta finalidad ante el gobernador romano
Pilato (Mateo 27, 11 y sigs. y paralelos), este comprendió que ante él se planteaba una cuestión
meramente religiosa que no le afectaba y eludió en un principio comprometerse en el asunto.
Posiblemente fue entonces cuando los acusadores comprendieron que solo un cargo de carácter
político podría abocar a la condena a muerte que buscaban. En armonía con esta conclusión,
indicaron a Pilato que Jesús era un sedicioso (Lucas 23, 1 y sigs.). Pero aquel, al averiguar que el
acusado era galileo, y valiéndose de un problema de competencia legal, remitió la causa a Herodes
(Lucas 23, 6 y sigs.), librándose en ese momento de dictar sentencia. Al parecer, Herodes no
encontró políticamente peligroso a Jesús y, tal vez, no deseando hacer un favor a las autoridades del
Templo apoyando su punto de vista en contra del mantenido hasta entonces por Pilato, prefirió
devolvérselo a éste. El romano le aplicó entonces una pena de flagelación (Lucas 23, 13 y sigs.),
quizá con la idea de que sería suficiente escarmiento18 y que los acusadores de Jesús se darían por
satisfechos. Sin embargo, la mencionada medida no quebrantó lo más mínimo el deseo de las
autoridades judías de que Jesús fuera ejecutado. Cuando Pilato les propuso soltarlo acogiéndose a
una costumbre —de la que también nos habla el Talmud— en virtud de la cual se podía liberar a un
preso por Pascua, una multitud, tal vez reunida por los sacerdotes judíos, pidió que se pusiera en
libertad a un delincuente llamado Barrabás en lugar de a Jesús (Lucas 23, 13 y sigs. y paralelos).
Ante la amenaza de que aquel asunto llegara a oídos del emperador y el temor de acarrearse
problemas con éste, Pilato optó al final por condenar a Jesús a la muerte en la cruz.
El reo se hallaba tan extenuado por el suplicio sufrido que tuvo que ser ayudado a llevar el
instrumento de tormento (Lucas 23, 26 y sigs. y paralelos) por un extranjero, cuyos hijos serían
cristianos después (Marcos 15, 21; Romanos 16, 13). Crucificado junto con dos delincuentes
comunes, Jesús murió al cabo de unas horas. Para entonces la mayoría de sus discípulos habían huido
a esconderse —la excepción sería el discípulo amado de Juan 19, 25-26, y algunas mujeres entre las
que se encontraba su madre— y uno de ellos, Pedro, le había negado en público varias veces.
Valiéndose de un privilegio concedido por la ley romana relativa a los condenados a muerte, el
cuerpo fue depositado en la tumba propiedad de José de Arimatea, un discípulo secreto de Jesús. Sus
enseñanzas podían haber sido, además de originales, sublimes. Ahora parecía que todo había
terminado.
«... Cristo fue muerto por nuestros pecados, conforme a las Escrituras, y fue sepultado, conforme
a las Escrituras, y se apareció a Pedro, y después a los Doce. Después se apareció a más de
quinientos hermanos juntos, de los que muchos viven aún, aunque algunos ya han muerto. Después
se apareció a Santiago; después a todos los apóstoles, y el último de todos, como si fuera un
aborto, a mí.»
(I Corintios 15, 3-8)
Pese a todo lo anterior, casi durante un par de décadas desde su nacimiento, el cristianismo
quedó muy circunscrito geográficamente a uno de los extremos del imperio. Es cierto que la
expansión por Samaria o por Siria —y eso entre samaritanos y sirios, no solo entre judíos—
implicaba un salto cuya trascendencia se nos escapa en buena medida en la actualidad. Sin embargo,
basta observar un mapa para percatarse de que aquella fe no arrancaba de los límites, no
precisamente amplios, del mundo bíblico.
La salida de esa zona del Mediterráneo y —lo que resulta históricamente más importante— el
paso de la nueva fe a Europa iban a estar relacionados con un personaje llamado Pablo de Tarso.
Nació en Tarso con el nombre de Saulo o Saúl en una fecha cercana al 10 d. C. Aunque se ha
insistido hasta la saciedad en que Saulo era un judío helenizado, en que se hallaba del todo —o en
buena medida— separado de sus raíces hebreas y en que a él debe atribuirse la fundación del
cristianismo, lo cierto es que ninguna de estas tres afirmaciones soporta el escrutinio de las fuentes23.
En verdad, Saulo era ciudadano romano al parecer en virtud de una concesión recibida por su
familia, pero, por lo demás, su judaísmo hay que identificarlo con el estricto de Palestina y no con el
más helenizado de la Diáspora. Miembro de la tribu de Benjamín —a fin de cuentas llevaba el
nombre del único rey, Saúl, que había pertenecido también a la misma—, no estudió en el extranjero,
sino en Jerusalén, y además con el rabino Gamaliel. No debe sorprender por ello que se adhiriera al
grupo estricto de los fariseos (Filipenses 3). Son distintas —y unánimes— las fuentes que mencionan
su animadversión inicial hacia el cristianismo. En torno al año 33 d. C. participó incluso en el
linchamiento del judeocristiano Esteban (Hechos 7), un episodio que se produjo aprovechando un
vacío de poder romano en Jerusalén24.Tras su intervención en este hecho, Pablo fue comisionado por
el Sanhedrín judío a fin de que viajara a Damasco y prendiera a los cristianos de esta ciudad
(Hechos 9, 1 y sigs.). En este viaje se iba a producir un acontecimiento, sin embargo, que alteraría de
forma sustancial el curso de su existencia y, con ello, el de la Historia universal.
Cuando se hallaba relativamente cerca de la mencionada ciudad, Saulo experimentó una visión de
Jesús resucitado que le reprendió la manera en que estaba persiguiendo a sus discípulos y que le
instó a unirse a ellos. El mismo Pablo dejó un repetido testimonio de este episodio en sus escritos (I
Corintios 15, 1 y sigs.; Gálatas 1 y sigs., etc.). Los intentos de explicar el episodio en cuestión han
sido diversos, pero lo cierto es que no alteran los hechos históricos concretos: Saulo quedó
convencido de la resurrección de Jesús por aquella visión, abrazó la nueva fe y se entregó con fervor
a su expansión. Algunos años después relataría que aquel encuentro en el camino de Damasco era lo
que había cambiado su vida y apuntaría al paralelo de su experiencia con la de centenares de
personas que aún vivían (I Corintios 15, 1 y sigs.).
Cegado temporalmente, Saulo fue llevado a Damasco, donde fue bautizado e instruido en la nueva
fe y de donde tuvo que huir de manera clandestina para evitar ser asesinado por un grupo de judíos
que se resintieron de sus creencias (Hechos 8, 20 y sigs.). Hacia el año 35 d. C. bajó a Jerusalén con
la intención de contrastar sus creencias con las del grupo de discípulos más cercanos a Jesús. En
contra de lo que ha repetido vez tras vez la «Alta crítica» desde el siglo XIX, las fuentes de la época
nos informan de que Saulo pudo comprobar que su comprensión del cristianismo era similar a la de
los dirigentes judeocristianos de esta ciudad (Gálatas 1, 18 y sigs.) incluyendo a Pedro, a Santiago y
a Juan.
Se trataba de un hombre ya entusiasmado con la idea de extender la nueva fe, pero durante más de
una década llevó una existencia más bien tranquila. Del año 35 al 46 estuvo en Siria y Cilicia
(Gálatas 1), estableciéndose por fin en la comunidad cristiana de Antioquía. Esta había manifestado
desde el principio un interés muy especial por hacer negar la nueva fe a los no-judíos y era el lugar
donde por primera vez —y casi con seguridad en tono despectivo— los discípulos habían sido
llamados «cristianos» (Hechos 11, 26). Es muy posible que para Pablo —un judío de acusada
etnicidad hasta entonces— resultara sorprendente el comprobar que la nueva fe no se cerraba sobre
sí misma y sobre sus miembros predominantemente (exclusivamente en un primer momento) judíos.
De hecho, su paso por Antioquía coincidió con la apertura de la nueva fe a los gentiles que Pedro
había llevado a cabo en Cesarea (Hechos 10 y 11).
Hacia el año 46, Saulo volvió a descender a Jerusalén (Hechos 11, 29-30; Gálatas 2, 1 y sigs.),
donde tanto él como un amigo llamado Bernabé recibieron el beneplácito de los dirigentes
judeocristianos para ocuparse de la evangelización entre los gentiles. Fue así como se originaría lo
que convencionalmente se conoce como el primer viaje misionero de Pablo (47-8 d. C). Se trató de
un periplo que tendría importantísimas consecuencias. En el curso del mismo, por ejemplo, alcanzó
por primera vez tierra europea, aunque se limitó a la isla de Chipre —Bernabé era chipriota— y
Galacia. Pero, sobre todo, poco después motivó el que Saulo —a partir de entonces llamado Pablo,
quizá como una forma de congraciarse con sus prosélitos de origen no-judío— escribiera la primera
de sus epístolas, la dirigida a los gálatas.
Redactada en el año 48 d. C, ya hemos indicado en otro lugar25 cómo constituye uno de los
documentos más importantes de la Historia de la Humanidad. Tras su marcha de las comunidades
fundadas por Pablo en Galacia, estas recibieron la visita de algunos judeocristianos que deseaban
mantener enclaustrada a la nueva fe en los estrechos límites del judaísmo. De acuerdo con sus
enseñanzas, los nuevos fieles debían circuncidarse y guardar la ley de Moisés si deseaban salvarse;
en otras palabras, para ser cristianos debían ser primero y ante todo judíos. El cristianismo quedaba
así reducido a ser un movimiento en el seno del judaísmo. El más completo, el único del todo
realizado si se deseaba, pero un movimiento judío más a fin de cuentas.
La tesis de Pablo es radicalmente opuesta a lo expresado por los judeocristianos que habían
perturbado a sus prosélitos, y para dejar de manifiesto lo peligroso de su postura redactó el escrito
que conocemos como Carta o Epístola a los Gálatas. Se trata de una obra breve. Dividida en la
actualidad en seis capítulos, en su conjunto se extiende a lo largo de cinco o seis páginas en
cualquier edición de la Biblia.
Pablo comienza su epístola indicando cuál ha sido su trayectoria vital. Para empezar, desea dejar
claro que su labor no arranca de la legitimidad que deriva de una institución humana, sino del propio
Jesús (1, 12). A diferencia de sus adversarios que, quizá, habían intentado imponer sus puntos de
vista apelando a alguna autoridad humana, Pablo señalaba que él debía solo a Jesús precisamente el
haber pasado de ser un antiguo perseguidor del cristianismo (1, 13-4) a cristiano. No es que con esta
afirmación deseara distanciarse de los otros apóstoles o descalificarlos, pero sí quería dejar de
manifiesto que, en primer lugar, no existía una jerarquía que pudiera imponer sus opiniones sobre las
de él; segundo, que lo que él predicaba no se contradecía con lo que aquellos anunciaban, y tercero,
que la guía de los creyentes no podía ser nunca la de uno o varios hombres, sino solo el Evangelio.
La manera en que Pablo desarrolla estos aspectos en los dos primeros capítulos de la carta es en
verdad brillante. Para empezar, señala que aunque había tenido la posibilidad de visitar Jerusalén
dos veces después de su conversión y charlar con Pedro, Juan y Santiago, en ningún momento
descalificaron lo que él enseñaba. Además, habían compartido su postura de no obligar a los gentiles
a convertirse en judíos solo porque habían creído en Jesús. De hecho, Tito, uno de sus colaboradores
más cercanos «con todo y siendo griego» (2, 3), no había sido obligado a someterse a la circuncisión
pese a las presiones que en este sentido habían realizado algunos judeocristianos, y tanto él como
Bernabé habían sido reconocidos por los apóstoles como las personas que debían encargarse de
transmitir el Evangelio a los gentiles (2, 9-10). Pablo reconocía que, en el curso del proceso de no
someter al judaísmo a los cristianos de origen gentil, se había visto sometido a ataques en medio de
los que no todos habían sabido mantenerse a la altura de las circunstancias. A este respecto, el
comportamiento del apóstol Pedro en Antioquía había constituido un verdadero ejemplo de cómo no
debían hacerse las cosas. La reacción de Pablo ante ese comportamiento que vulneraba los
principios más elementales del Evangelio había sido fulminante:
... cuando vi que no caminaban correctamente de acuerdo con la verdad del Evangelio dije a
Pedro delante de todos: ¿Por qué obligas a los gentiles a judaizar cuando tú, pese a ser judío, vives
como los gentiles y no como un judío? Nosotros, que hemos nacido judíos, y no somos pecadores
gentiles, sabemos que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe en Jesús el
mesías, y hemos creído asimismo en Jesús el mesías a fin de ser justificados por la fe en el mesías y
no por las obras de la ley, ya que por las obras de la ley nadie será justificado (2, 14-16).
Con un valor que hoy resultaría difícil de concebir en situaciones equivalentes, Pablo había
reprendido en público a Pedro acusándolo de actuar con hipocresía y contribuir con ello a desvirtuar
el mensaje del Evangelio. Este, de acuerdo a Pablo, señalaba que la justificación no procedía de
cumplir las obras de la ley, sino, por el contrario, de creer en Jesús el mesías, una cuestión
reconocida en octubre de 1999 por una declaración conjunta de teólogos católicos y luteranos.
Precisamente por ello, el someter a los gentiles a un comportamiento propio de judíos no solo era un
sinsentido, sino que contribuiría a que estos creyeran que su salvación podía derivar de su sumisión a
la ley y no de la obra realizada por Jesús. Para Pablo este aspecto resultaba tan esencial que no dudó
en formular una afirmación, clara, tajante y trascendental, la consistente en señalar que si alguien
pudiera obtener la salvación por obras no hubiera hecho falta que Jesús hubiera muerto en la cruz:
... lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por
mí. No rechazo la gracia de Dios, ya que si fuese posible obtener la justicia mediante la ley, entonces
el mesías habría muerto innecesariamente (2,20-21).
La afirmación de Pablo resultaba tajante (la salvación se recibe por la fe en el mesías y no por
las obras) y no solo había sido aceptada previamente por los personajes más relevantes del
cristianismo primitivo, sino que incluso podía retrotraerse a las enseñanzas de Jesús. De hecho,
Pablo podía citar precedentes de su enseñanza sobre la justificación por la fe en el mismo Antiguo
Testamento y, más concretamente, de su primer libro, el del Génesis, ya que en éste se relata
(Génesis 15, 6) cómo Abraham, el antepasado del pueblo judío, fue justificado ante Dios, pero no
por obras o por cumplir la ley mosaica (que es varios siglos posterior), sino por creer. Como indica
Génesis: «Abraham creyó en Dios y le fue contado por justicia». Esto —como bien supo ver Pablo—
tenía una enorme importancia no solo por la especial relación de Abraham con los judíos, sino
también porque cuando Dios lo había justificado por la fe ni siquiera estaba circuncidado. En otras
palabras, una persona puede salvarse por creer sin estar circuncidado ni seguir la ley mosaica, y el
ejemplo más obvio de ello era el propio Abraham, el padre de los judíos. Por añadidura, Dios había
prometido bendecir a los gentiles no mediante la ley mosaica, sino a través de la descendencia de
Abraham, lo que significa el mesías:
... a Abraham fueron formuladas las promesas y a su descendencia. No dice a sus descendientes,
como si se refiriera a muchos, sino a uno: a tu descendencia, que es el mesías. Por lo tanto, digo lo
siguiente: el pacto previamente ratificado por Dios en relación con el mesías no lo deroga la ley que
fue entregada cuatrocientos treinta años después porque eso significaría invalidar la promesa, ya que
si la herencia fuera por la ley, ya no sería por la promesa, y, sin embargo, Dios se la otorgó a
Abraham mediante la promesa (3, 16).
El argumento de Pablo es de una enorme solidez porque muestra que más de cuatro siglos antes
de la ley mosaica e incluso antes de imponer la marca de la circuncisión, Dios había justificado a
Abraham por la fe y le había prometido bendecirle no a él solo, sino a toda la Humanidad, mediante
un descendiente suyo. Ahora bien, la pregunta que surgía entonces resulta obligada: ¿para qué había
dado Dios la ley a Moisés? La respuesta de Pablo era de nuevo radicalmente clara. Si Dios había
entregado la ley a Israel, había sido como una medida meramente pedagógica y no como el final de
un proceso:
Entonces, ¿para qué sirve la ley? Fue añadida por causa de las transgresiones hasta que viniese
la descendencia a la que se había hecho la promesa... antes que viniese la fe, estábamos confinados
bajo la ley, recluidos en espera de aquella fe que tenía que ser revelada de tal manera que la ley ha
sido nuestro ayo para llevarnos hasta el mesías, para que fuéramos justificados por la fe; pero
llegada la fe, ya no estamos bajo ayo, pues todos sois hijos de Dios por la fe en Jesús el mesías (3,
19-26).
También digo que mientras el heredero es niño no se diferencia en nada de un esclavo aunque sea
señor de todo. Por el contrario, se encuentra sometido a tutores y cuidadores hasta que llegue el
tiempo señalado por su padre. Lo mismo nos sucedía a nosotros cuando éramos niños: estábamos
sometidos a la esclavitud de acuerdo con los rudimentos del mundo. Sin embargo, cuando llegó el
cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y nacido bajo la ley, para que
redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiéramos la adopción de hijos (4, 1-5).
La ley de Moisés era de origen divino y, por supuesto, había tenido un papel en los planes
salvadores de Dios, pero ese papel era limitado en el tiempo, extendiéndose desde su entrega en el
Sinaí hasta la llegada del mesías. También era limitado su papel en términos espirituales.
Fundamentalmente, cumplía una misión de preparar a las personas para reconocer al mesías. Igual
que el esclavo denominado por los griegos paidagogos (ayo) acompañaba a los niños a la escuela
pero carecía de papel una vez que estos llegaban al estado adulto, la ley servía para mostrar a los
hombres que el camino de la salvación no se podía encontrar en las obras, sino en la fe en el mesías.
De esto además se desprendía otra consecuencia no carente de relevancia y que podía hundir sus
raíces en la propia enseñanza de Jesús. En la nueva comunidad, la raza, la nación, la condición
social, incluso el género sexual carecían de importancia. Por primera vez en la Historia, una
comunidad religiosa se convertía en totalmente universal:
Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros
sois uno en Jesús el mesías y sois del mesías, sois realmente linaje de Abraham y herederos de
acuerdo con la promesa (3, 28-29).
Semejantes palabras, sin duda, podían ser interpretadas de manera muy ofensiva por los judíos de
la época de Pablo, ya que separaban, en un sentido espiritual, de Israel a un número considerable de
ellos y por añadidura concedía tal consideración a gentiles de origen pagano. Con todo —insistamos
en ello— Pablo no era, en absoluto, original. Podrían incluso mencionarse algunos precedentes en el
propio judaísmo. De hecho, fue Juan el Bautista y no Pablo el que señaló que solo aquellos que se
volvían a Dios eran hijos de Abraham y no todos sus descendientes, ya que Dios podía levantar hijos
de Abraham hasta de las piedras (Lucas 3, 8-9 y paralelos). De la misma manera, Isaías, quizá el
profeta más importante del Antiguo Testamento, consideró que los judíos contemporáneos que se
negaban a volverse a Dios no eran tales judíos, sino miembros de Sodoma y Gomorra (Isaías 1, 10).
La desvinculación de la ley mosaica —indispensable para que el cristianismo fuera lo que debía
ser— no iba a implicar, sin embargo, el seguimiento de un rumbo de relajación moral. En realidad,
debía traducirse en un compromiso ético del todo diferente de libertad, pero no de libertinaje, que,
por sus propias características, tenía que superar a la normativa de la ley mosaica:
Por lo tanto, permaneced firmes en la libertad con que el mesías nos liberó y no os sujetéis de
nuevo al yugo de la esclavitud... del mesías os desligasteis los que os justificáis por la ley, de la
gracia habéis caído... porque en el mesías Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor
sino la fe que actúa mediante el amor... porque vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad
solo que no debéis usar la libertad como excusa para la carne, sino que debéis serviros los unos a los
otros por amor, ya que toda la ley se cumple en esta sola frase: Amarás a tu prójimo como a ti mismo
(5,1,6,13-4).
Lo que tenía que caracterizar, pues, sobre todo al creyente era el hecho no de que se había visto
liberado de la ley y caía en una especie de indeterminación ética, sino, por el contrario, que ahora,
como hijo de Dios y descendiente espiritual de Abraham, se sometía al Espíritu Santo. Esto debía
tener como consecuencia su repulsa ante las obras de la carne y su caracterización por los frutos del
Espíritu:
Por lo tanto, digo: Andad en el Espíritu y no satisfagáis los deseos de la carne porque el deseo de
la carne es contrario al Espíritu y el del Espíritu es contrario al de la carne... Sin embargo, si sois
guiados por el Espíritu no os encontráis bajo la ley. Las obras de la carne son evidentes: adulterio,
fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, disensiones, envidias, iras,
contiendas, enfrentamientos, herejías, celos, homicidios, borracheras, orgías y cosas similares a
estas, sobre las que os amonesto, como ya he dicho con anterioridad, que los que las practican no
heredarán el reino de Dios. Pero el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, benignidad,
bondad, fe, mansedumbre, gobierno de uno mismo. Contra estas cosas no existe ley (5, 16-23).
Sin duda, el modelo ético de Pablo era más difícil que el centrado en el cumplimiento de la ley,
en la medida en que implicaba no tanto ceñirse a un código moral como incorporar una serie de
principios éticos coronados por el del amor al prójimo. Que se trataba de una concepción inspirada
en la de Jesús resulta innegable, pero que de ella se derivaba una enorme dificultad práctica también
resulta imposible de discutir. Precisamente por ello, Pablo insistía en la necesidad de someterse a
esa nueva vida del Espíritu sin desanimarse por los posibles contratiempos y de comprender que lo
importante en Jesús es transformarse en una nueva criatura:
No os engañéis. De Dios nadie se burla porque todo lo que el hombre siembra, lo segará. Porque
el que siembra para su carne, segará corrupción de la carne, pero el que siembra para el Espíritu,
segará vida eterna del Espíritu. Por lo tanto, no nos cansemos de hacer el bien, porque llegado el
tiempo segaremos si no hemos desfallecido... en Jesús el mesías no tienen ningún valor ni la
circuncisión ni la incircuncisión, sino una nueva creación (6, 7-9,15).
Examinadas con la perspectiva de casi veinte siglos, hay que señalar que las conclusiones
expuestas por Pablo en la Epístola a los Gálatas no podían resultar más trascendentales. En primer
lugar, el apóstol dejaba de manifiesto que la salvación era por fe sin las obras de la ley y que los
cristianos gentiles no estaban sometidos a esta última. De esto se derivaba que la nueva fe era
universalista, repudiando las divisiones por razón de cultura, raza, condición social o género sexual,
pero que además el profesarla implicaba un compromiso ético profundo que se resumía en el amor al
prójimo. Lejos, sin embargo, de manifestarse como un pensador original, Pablo insistía en que estos
puntos de vista eran compartidos por los judeocristianos de Palestina sin excluir al mismo Pedro,
aunque este en algún caso no hubiera sido consecuente consigo mismo por razones de estrategia
misionera, lo que había provocado una discusión en Antioquía con Pablo (Gálatas 2, 11 y sigs.).
La visión universalista de Pablo —con precedentes explícitos en Jesús, Pedro o la comunidad de
Antioquía— se vio del todo consagrada en torno al año 49 d. C, en lo que se denomina
convencionalmente el Concilio de Jerusalén. En esta asamblea se volvió a afirmar que la salvación
era por gracia y no por las obras de la ley (Hechos 15, 8-11) y que, por lo tanto, los gentiles no
estaban obligados a guardar la ley de Moisés, aunque sería conveniente que las iglesias de
Antioquía, Siria y Cilicia adoptaran ciertas medidas destinadas a evitar el escándalo de los posibles
conversos del judaísmo (Hechos 15, 22-31). El cristianismo, de manera más formal, pero, desde
luego, no más material, había dejado de ser una secta judía más para confirmarse como fe universal.
Cuando en torno al año 90 d. C. el concilio judío de Jamnia expulsara del seno del judaísmo a los
últimos judeocristianos, la ruptura formal entre ambas fes quedaría definitivamente concluida26.
Ese mismo año, Pablo inició su segundo viaje misionero y en el curso del mismo se produjo la
llegada a Europa de la nueva fe. Esta vez acompañado por Silas, Pablo atravesó Asia Menor hacia
Macedonia y Acaya (Hechos 16-17). El texto lucano (Hechos 16, 6-7) señala que en principio Pablo
había pensado en seguir su periplo en dirección a Asia, pero que fue una intervención directa del
Espíritu Santo la que se lo impidió, impulsándole a dirigirse a Europa. Es obvio que se puede
interpretar este pasaje de distintas maneras y, por supuesto, cuestionar su contenido espiritual. Lo que
resulta innegable es que el inicio de la misión paulina en Europa cambió la Historia.
En el 50 d. C, Pablo ya escribía epístolas dirigidas a fieles de la nueva fe afincados en Europa —
las dos a los tesalonicenses— y desde ese año hasta el 52 su base misionera estuvo establecida en
Corinto (Hechos 18). Descendió ese año a Jerusalén (Hechos 18, 19-21), pero ya su tercer viaje
misionero, emprendido inmediatamente a continuación, estuvo centrado en Europa, contando como
escenario con Éfeso, Macedonia, Ilírico y Acaya (Hechos 19-20).
Escribió en esa época las Cartas a los corintios (55-56) y a los romanos (inicios del 57) y por
ellas sabemos que en Corinto habían estado también otros misioneros cristianos como Apolos y el
apóstol Pedro. Este es muy posible que no hubiera llegado a Roma todavía porque no se le menciona
en la epístola dirigida por Pablo a la comunidad cristiana de esta ciudad, pero no deja de ser
significativo que, un cuarto de siglo después de la ejecución de Jesús, la doctrina predicada por éste
se hubiera extendido por el Mediterráneo oriental y alcanzado la capital del imperio. Además —
como tendremos ocasión de señalar después— la nueva fe, en contra de lo tantas veces señalado, no
era una creencia de parias y desposeídos. En realidad, su mayor crecimiento estaba dándose entre las
clases medias e incluso en las altas, y eso en medio de una sociedad cuyos valores eran aún más
radicalmente opuestos a los cristianos que la judía.
En mayo del 57, Pablo visitó por cuarta y última vez a la iglesia judeocristiana de
Jerusalén27.Llevaba donativos de las iglesias fundadas por él en tierras de gentiles y fue recibido
calurosamente por Santiago, el hermano de Jesús, quien le rogó que, para acallar los ataques que se
le hacían de llevar a los judíos a apostatar de la ley, procediera a pagar los votos de unos jóvenes
nazireos (Hechos 21, 1-16). Pablo aceptó la posibilidad, pero en su visita al templo de Jerusalén fue
atacado por la multitud que lo acusaba de introducir gentiles en su interior (Hechos 21, 17 y sigs.).
La oportuna intervención de la guarnición romana evitó que Pablo fuera linchado por un grupo de
fanáticos judíos y su traslado a Cesárea le salvó de una conspiración urdida para asesinarlo (Hechos
22-3).
Permaneció encarcelado hasta el 59 (Hechos 24) y, vista su causa por el procurador Festo, en
presencia del rey Agripa, apeló al césar, en su calidad de ciudadano romano. Esta acción impidió
quizá su puesta en libertad, ya que no era culpable de ningún crimen, pero, al decidir su traslado a
Roma, estuvo cargada de importancia.
Partió hacia la capital del imperio en septiembre del 59 (Hechos 25-6). Tras un accidentadísimo
viaje (Hechos 27, 1-28, 10) —que incluyó un naufragio y una breve estancia en la isla de Malta—
llegó por fin a Roma en febrero del 60 (Hechos 28, 11 y sigs.). Hasta el año 62 estuvo sometido a
arresto domiciliario y, durante ese periodo, escribió las denominadas Cartas de la cautividad
(Efesios, Filipenses, Colosenses y Filemón), dirigidas todas ellas a comunidades asentadas en
territorio europeo. Con posterioridad, según algunos autores, fue ejecutado después de escribir las
epístolas pastorales (I y II Timoteo, Tito). Otra posibilidad es que fuera liberado hacia el 62 por
prescripción de la causa y hubiera visitado España en torno al 65. Detenido por esa fecha (en el 64
fue el incendio de Roma), habría sido trasladado a Roma, donde sufrió el martirio.
Por aquel entonces cualquier observador imparcial hubiera juzgado que el cristianismo estaba
viviendo sus últimos días. Desde luego, las desgracias se habían sucedido sobre la nueva fe en
auténtica cascada. En el año 62, Santiago, el máximo dirigente de la comunidad judeocristiana de
Jerusalén, fue asesinado por las autoridades judías, que aprovecharon un vacío de poder romano28.
Dos años después, cuando ni con mucho el cristianismo podía haberse repuesto de semejante golpe,
se desencadenó la primera persecución imperial contra los cristianos, en el curso de la cual
perecieron Pedro y Pablo, dos de los tres personajes más relevantes en su extensión por el mundo
gentil. En el año 66, en Palestina estalló una sublevación contra el poder romano que acentuó —más
de lo habitual— la aversión que Roma sentía hacia todo lo judío. Sin duda, se trató de una
circunstancia que no operó precisamente en favor de una religión cuyos vínculos con el judaísmo
seguían siendo muy estrechos y cuyo fundador (¡ajusticiado por un procurador romano!) y principales
dirigentes también eran en su mayoría judíos.
La revuelta antirromana tampoco se tradujo en un mayor aprecio del cristianismo por parte de las
autoridades judías. La oposición de los cristianos a la violencia nacionalista los convirtió en un
grupo verdaderamente odioso cuyo seguimiento se asimilaba con la traición29.Poco después del 66 d.
C. y de las primeras victorias judías contra Roma, la comunidad judeocristiana de Jerusalén decidió
abandonar una ciudad sumida en el fervor nacionalista y refugiarse en la población de Petra. Se trató
de una medida sensata que salvó a los judeocristianos de la destrucción de Jerusalén, llevada a cabo
por las legiones del romano Tito en el año 70 d. C. Sin embargo, no parece verosímil que esa
circunstancia le otorgara una situación mejor durante el proceso represivo que se extendió a lo largo
de los años siguientes.
Al comenzar la penúltima década del siglo I, los cristianos eran una minoría detestada tanto en el
ámbito judío como en el gentil. Para los primeros eran traidores y, a partir del concilio fariseo de
Jamnia en el 90 d. C, se convertirían de forma oficial en herejes expulsados de Israel. Para los
segundos, constituían una minoría odiosa, una superstición que no alcanzaba la categoría de religión
lícita, cuyo final era más que deseable e intentaría lograrse eventualmente en virtud de medidas
policiales. En apariencia su impronta universalista, misericordiosa, crítica hacia el poder, cargada
de esperanza, vinculada con la idea del amor al prójimo, no solo había constituido una rara
extravagancia, sino que además estaba condenada a la extinción, privada como se había visto de
figuras de relevancia en apenas unos años.
La realidad sería muy distinta. En apenas dos siglos, la fe perseguida y despreciada se convirtió
en la religión del imperio. El cómo se produjo un fenómeno tan extraordinario tendremos ocasión de
contemplarlo, siquiera someramente, en el capítulo próximo.
«No odiarás a ningún hombre, sino que a algunos los reprenderás, por otros orarás y a algunos
los amarás más que el aliento de vida que hay en ti.»
(Didajé, 4, 7)
«Somos de ayer y ya hemos llenado todo vuestro mundo: ciudades, islas, fortalezas, urbes,
mercados, el campo, las tribus, las compañías, el palacio, el senado, el foro. ¡Solo os hemos
dejado los templos!».
(Tertuliano, Apología, 37, 4)
3. El Cristianismo conquista el imperio
El imperio perseguidor
La ejecución de los dirigentes cristianos más relevantes —la única excepción sería la de Juan, e
incluso este no pudo escapar de la reclusión en la isla de Patmos— no pudo producirse en un
contexto menos favorable para un movimiento que aún era muy joven. Es cierto que su extensión
territorial era importante y real, pero, a la vez, eso ampliaba las dificultades con las que tenía que
enfrentarse. Se trataba de un colectivo demasiado dilatado en el espacio y que se acercaba a lo que
los sociólogos de la religión consideran el inicio del espacio de tiempo —la cuarta década— en que
una nueva fe puede consolidarse como tal, estancarse o incluso desaparecer.
A esta circunstancia ciertamente desfavorable se sumaban otras dos. La primera iba a ser la
hostilidad creciente del imperio romano; la segunda, la vivencia de una forma de vida enfrentada con
los valores sociales del mismo imperio. En relación con la oposición estatal hay que señalar que ya
había sido vaticinada por Jesús. De acuerdo con las enseñanzas de éste, resultaba imposible que un
profeta o un discípulo no se enfrentara con el rechazo y la oposición (Mateo 5, 12; Marcos 10, 30) en
un mundo cuyos valores resultan distintos a los del cristianismo (Juan 15, 18-20). Sin embargo, a
diferencia de la enseñanza de otras religiones sin excluir al judaísmo, Jesús había enseñado que esa
situación, lejos de generar odio, debía llevar al discípulo a orar por sus perseguidores (Mateo 5, 44),
sabiendo además que existía una bendición en esa situación (Mateo 5, 10) y que contaba con la ayuda
de Dios para enfrentarse a ella (Mateo 10, 19 y sigs.; Lucas 21, 12-15).
Una visión idéntica a la de Jesús aparece reproducida en la experiencia apostólica (Hechos 8, 1;
11, 19; 13, 50) y en las cartas de Pablo (Romanos 8, 35; I Corintios 4, 12; II Tesalonicenses 1, 14; II
Timoteo 3, 11), donde se llega a afirmar taxativamente que todo el que desee vivir de manera
piadosa sufrirá persecución (II Timoteo 3, 12). Se piense lo que se piense de esta creencia, lo cierto
es que la historia del cristianismo primitivo se vio marcada de manera muy directa por el fenómeno
de la persecución.
Tradicionalmente se ha hecho referencia a diez persecuciones generales contra el cristianismo
además de algunas locales. De las primeras, alguna es dudosa históricamente; en cuanto a las
segundas, nunca podremos cuantificar con seguridad el número exacto de episodios anticristianos.
Sin embargo, lo cierto es que a medida que la nueva fe fue ganando en número e influencia la actitud
del imperio se fue encrespando crecientemente en su contra. De esta manera, si hasta mediados del
siglo III las persecuciones derivaron más bien de la hostilidad local que de una política imperial
específica, a partir de ese siglo nos encontramos con verdaderas campañas de exterminio cuyo
significado queda aún más de manifiesto si tenemos en cuenta que el imperio romano solía
caracterizarse por una actitud de tolerancia hacia las más diversas religiones, sin excluir ni siquiera
el monoteísmo judío. Los datos históricos, sin embargo, no pueden ser más elocuentes.
En el año 64 se desencadenó la primera persecución contra los cristianos durante el principado
de Nerón. El hecho de que se iniciara al descargar este emperador sobre los cristianos la
responsabilidad de haber incendiado Roma pone de manifiesto que el colectivo era bastante
impopular y que, hasta donde sabemos, nadie protestó ante el hecho de que se les convirtiera en
chivos expiatorios de un desastre quizá fortuito. Para los cristianos, aquella primera persecución
imperial resultó acentuadamente traumática. No solo es que todo hace pensar que durante ella
murieron los apóstoles Pedro y Pablo, sino que además resulta más que verosímil que tuviera algún
efecto en provincias a juzgar por los datos proporcionados por el libro de Apocalipsis 30.A partir de
ese momento, el imperio se reveló como la Bestia —el significado de 666, el número de la Bestia,
no es otro que «Nerón César»— que había desencadenado la guerra contra los discípulos de Jesús
matándolos (Apocalipsis 13, 1-10) y que buscaba la alianza de Babilonia la grande. Esta no es sino
un símbolo de las autoridades judías que habían iniciado el proceso del mesías y después habían
causado la muerte de Esteban, Santiago y otros judeocristianos, algo que se desprende con facilidad
del texto de Apocalipsis. De ella se dice que es la «gran ciudad» (Apocalipsis 14, 8), que quedó
dividida durante su asedio por parte de Roma (Apocalipsis 16, 19) —un dato confirmado por Flavio
Josefo— y que en ella fue crucificado Jesús (Apocalipsis 11, 8). Aunque su poder había descansado
sobre el del imperio de las siete colinas (Roma) — una referencia apenas encubierta a la manera en
que el Sanedrín judío había recurrido a Pilato para ejecutar a Jesús—, lo cierto es que al final sería
aniquilada por este mismo poder político (Apocalipsis 17, 9).
En contra de lo señalado en ocasiones, hoy día ya no puede sostenerse que hubo una persecución
bajo Domiciano —mucho menos que esta es la descrita en Apocalipsis—; sin embargo, sí es posible
que la ejecución de Flavio Clemente y el destierro de Domitila estuvieran relacionados con su
conversión al cristianismo.
Por lo tanto, la segunda persecución tuvo lugar bajo el emperador Trajano. Su correspondencia
con Plinio (112) deja claramente de manifiesto que se celebraron juicios contra los cristianos en
Bitinia. Por lo que relata Plinio, se trataba de gente inofensiva cuyo único delito consistía en reunirse
los domingos a adorar a Cristo. Sin embargo, ni siquiera esta circunstancia apartó de ellos la
posibilidad de la persecución. Trajano no simpatizaba con ellos y, aunque ordenó a Plinio que no los
buscara para juzgarlos, dejó de manifiesto que en caso de mediar una denuncia debía procederse en
su contra. El que la muerte o la prisión de una persona pudiera depender de una delación por
profesar una fe distinta muestra que el imperio distaba mucho de considerar con tolerancia a los
cristianos. De hecho, un rescripto de Adriano en el que se prohibía la persecución de los cristianos,
salvo que fueran culpables de algún crimen concreto, obliga a pensar que en alguna ocasión el mero
hecho de ser cristiano había ocasionado sanciones penales.
Ni siquiera emperadores con fama —más o menos merecida— de ilustrados se vieron libres de
desencadenar el arma de la persecución contra los aborrecidos cristianos. El ejemplo más palmario
es, desde luego, el de Marco Aurelio. El emperador sentía una clara aversión hacia los cristianos y
apoyó de manera directa una severa persecución acontecida en Lyon (177). Aún más: consciente de
que semejante conducta debía contar con una legitimación presunta, incluso impulsó a Celso a
escribir una obra en contra de los seguidores de Jesús. No sería el primero ni el último intelectual
que prostituyera su talento justificando el exterminio físico de una minoría perseguida, pero al leer
los fragmentos que han sobrevivido de su obra no se puede evitar que una creciente sensación de
repugnancia se vaya apoderando de nosotros. Lo que justifica la eliminación física de los cristianos
es, ni más ni menos, que creen de manera diferente, que contemplan la existencia de manera diferente,
que viven de manera diferente. No ilegal o perversamente. Solo diferente. Que un emperador al que
se ha denominado «filósofo» —con razón— adoptara esa postura resulta más que revelador. De
hecho, hasta el reinado de Cómmodo (180-192), los cristianos no volvieron a disfrutar de tolerancia.
Incluso entonces fue por un periodo breve de tiempo. Bajo el emperador Septimio Severo, la
conversión al cristianismo se convirtió en un delito penado por la ley. Tras su muerte en el 211 se
inició un periodo de tolerancia relativa, pero no llegaría al cuarto de siglo. Reinando Maximino, en
el 235 volvió a producirse una nueva persecución contra los cristianos. Fue solo un anticipo de la
gran persecución que tendría lugar bajo Decio.
Para aquel entonces, el imperio no consideraba a los cristianos meramente como oportunos
chivos expiatorios (Nerón), miembros de una minoría despreciable a los que podía ejecutarse si se
hacía pública su condición (Trajano) o seguidores de un culto repugnante que merecían la
proscripción y la muerte (Marco Aurelio). Se habían convertido en un grupo social cuya escala de
valores —y cuya influencia— colisionaba, directamente con el imperio. De hecho, la orden,
promulgada por Decio, de sacrificar a los dioses imperiales (250) no carecía del todo de
precedentes, pero en su contexto implicó un ataque directo contra el cristianismo, y que así era no
escapó a los contemporáneos. Durante la persecución —una persecución en que se podía presentar
con facilidad a los cristianos como enemigos del imperio— el número de martirizados fue muy
considerable y, casi por primera vez, las apostasías no fueron escasas. Sin embargo, era solo el
primero de una serie de golpes que iban a descargarse con una violencia creciente ya hasta el siglo
IV.
En el 257, bajo el emperador Valeriano, se prohibieron las reuniones cristianas y se procedió al
arresto de numerosos obispos. Quizá se esperaba que el ataque contra los dirigentes debilitaría de
manera irreversible el movimiento. Valeriano no tardó en percatarse de su error de juicio. Al año
siguiente, convencido de que la aniquilación de la jerarquía no se traduciría en el final del
cristianismo, ordenó la ejecución de todos los sacerdotes y laicos de relevancia que no apostataran.
La nueva medida —fuente de un número de muertes en absoluto escaso— estuvo en vigor durante dos
años y solo concluyó cuando Galieno decidió derogarla y devolver sus propiedades a las iglesias.
En apariencia, el cristianismo iba a disfrutar de un status de tolerancia en el futuro. En realidad,
le esperaba una de sus peores pruebas en una historia que nunca estaría exenta de ellas. En el 303,
Diocleciano ordenó, por influencia de Galerio, la destrucción de las iglesias y la quema de todos los
volúmenes donde aparecieran recogidas porciones de las Sagradas Escrituras31.Se trataba, como
había sucedido con Valeriano, solo de un primer paso. La medida, pese a su rigor, no obtuvo los
objetivos esperados, y un edicto promulgado al año siguiente autorizó incluso el empleo de la pena
de muerte contra los cristianos.
Ni siquiera la abdicación de Diocleciano significó el final de la persecución. Los cristianos eran
considerados enemigos directos del imperio y esta convicción tuvo como resultado el que continuara
la persecución, aunque su intensidad variara según los distintos gobernantes. Por fin, en el 311,
Galerio promulgó un edicto de tolerancia que obligó al año siguiente a Maximino, un feroz
perseguidor de los cristianos, a seguir su ejemplo. De la misma manera Constantino y Licinio
proclamaron la libertad religiosa completa. A partir de ese momento se dan por concluidas las
persecuciones imperiales, aunque lo cierto es que tanto Licinio (322-323) como Juliano (361-363)
las desencadenarían nuevamente en intentos anacrónicos de aplastar una fe que ya había vencido al
imperio.
Pero ¿por qué esa contumacia persecutoria?, ¿por qué emperador tras emperador intentaron
acabar con un colectivo religioso que, lejos de debilitarse, emergía siempre más fuerte?, ¿por qué,
por último, este emergió vencedor del paganismo?
Existe la tesis —tan repetida como inexacta— de que el cristianismo acabó imponiéndose sobre
el paganismo meramente en virtud de la utilización de la fuerza bruta. Un cristianismo intolerante e
inculto se habría así alzado vencedor gracias al apoyo imperial y habría eliminado a un paganismo
tolerante e ilustrado amén de pujante. No hace falta decir que la defensa de esa tesis es fácilmente
instrumentalizable como un arma dialéctica en contra del cristianismo y en favor de las supuestas
virtudes humanistas de la sociedad pagana. La realidad histórica resulta, según se desprende de las
distintas fuentes, muy diferente. Lo cierto es que el paganismo demostró sobradamente su intolerancia
al perseguir vez tras vez a una pacífica minoría religiosa que —a diferencia de, por ejemplo, los
judíos que se alzaron en el 66 d. C. y a inicios del siglo II bajo Bar Kojba, solo por citar los dos
ejemplos más sobresalientes— ni una sola vez se enfrentó con las armas al imperio romano. Lo
cierto es que la sociedad pagana encarnaba unos valores que difícilmente, a diferencia de los del
cristianismo, podrían ser defendidos en la actualidad en su mayoría; asimismo, que el cristianismo no
hubiera podido imponerse mediante el único recurso a la fuerza como no lo consiguió frente a él la
cultura pagana. La verdad es, finalmente, que la supervivencia del cristianismo frente a las
continuadas ofensivas imperiales revirtió en consecuencias positivas para la historia ulterior de
Occidente.
Desde luego, el choque de valores entre las dos cosmovisiones no podía resultar más obvio. Sin
duda, unos ejemplos bastarán para dejarlo de manifiesto e indicar al mismo tiempo las consecuencias
que debían derivarse de un enfrentamiento en el que, más tarde o más temprano, una de ellas debía
alzarse con la victoria.
La sociedad imperial se regía por ese prodigioso entramado de normas que conocemos como
derecho romano. Dado que su influencia llega hasta nuestros días, poco puede cuestionarse que nos
hallamos ante un auténtico monumento de la mente humana capaz de sobrevivir al paso de los siglos y
a las no escasas alteraciones históricas sufridas por Occidente. Resultaría, sin embargo, una grave
equivocación equiparar perdurabilidad e incluso pragmatismo con bondad ética. El derecho romano
estaba concebido en función de los varones romanos y libres. Poca atención, salvo cuando se
cruzaban en el camino de estos, concedía a las mujeres, a los no-romanos o a los esclavos, a los que
se consideraba res, palabra que en latín significa cosa y que en castellano ha terminado por designar,
no sin razón etimológica, a las cabezas de ganado.
Por otro lado, la sociedad romana se asentaba en buena medida en un culto a la violencia física
que no solo se manifestaba, como en otras a lo largo de la Historia, en su abierto militarismo, sino,
de manera muy especial, en las propias diversiones de la gente. Resulta revelador que la plebe
pudiera ser complacida mediante panem et circenses, es decir, pan y circo, cuando esos juegos
incluían de forma ineludible los combates de gladiadores que se saldaban con la muerte en la arena.
Este culto a la violencia tenía además un reverso y era el claro desprecio por todo aquello que
pudiera ser considerado débil o meramente molesto.
Los ejemplos que se pueden aducir en defensa de nuestra tesis a partir de las fuentes resultan
numerosísimos. Comencemos por el status de las mujeres. La cultura grecolatina era todo salvo
benévola hacia ellas. En la cultivada Atenas 32 —una de las ciudades donde el apóstol Pablo predicó
el Evangelio— su situación era, sin ningún tipo de exageración, penosa. Para empezar, su número era
reducido a causa del muy común infanticidio femenino. Además, se les proporcionaba poca o nula
educación y se concertaba su matrimonio en la infancia, celebrándose apenas llegada la joven a la
pubertad y en ocasiones incluso con anterioridad. Legalmente, su status era similar al de un niño,
aunque en la práctica no pasaba de constituir una propiedad en manos de un varón. Incluso aunque
podían poseer alguna propiedad, ésta, en realidad, quedaba en manos del hombre que gobernaba su
vida. Porque eso era lo que hacía y no precisamente de manera benévola. Llegado el caso, podía
divorciarse de la mujer sin indemnización ni compensación mediante el fácil expediente de
expulsarla de su casa. Era esta una medida obligatoria legalmente si la mujer, por ejemplo, había
sido violada. Por lo que se refería a la mujer, si deseaba el divorcio se veía subordinada al hecho de
que algún varón de su familia aceptara defenderla ante los tribunales.
La condición femenina en Roma no resultaba desde luego mejor. El estudio de las fuentes
epigráficas romanas deja de manifiesto que las mujeres romanas se casaban en su mayoría cuando
eran simples niñas33 que, en no pocos casos, ni siquiera habían alcanzado la pubertad. Esta grave
circunstancia no excluía —todo lo contrario— a las mujeres pertenecientes a las clases altas. Así,
Octavia se casó a los once años; Agripina, a los doce; Tácito contrajo matrimonio con una joven de
trece años, o Quintiliano tuvo su primer hijo de una esposa de esa misma edad. Plutarco menciona
que los romanos entregaban a sus hijas para que contrajeran matrimonio cuando «tenían doce años o
incluso menos»34, y encontramos noticias similares en otros historiadores como Dión Casio. Es
cierto que el derecho romano consideraba edad núbil para la mujer los doce años, pero ni siquiera
esa barrera era respetada siempre. De hecho, la niña podía ser casada antes, aunque solo se la
considerara esposa legal cuando alcanzaba los doce años. Desde luego, las críticas frente a esos
comportamientos eran del todo inexistentes y las evidencias arqueológicas muestran que los
matrimonios —incluso si se celebraban antes de que la niña alcanzara los doce años— eran
consumados35.De ahí que no resulte sorprendente que la ley romana incluso se ocupara de articular
mecanismos sancionatorios para las adúlteras de menos de doce años36.
Sin duda, la suerte de aquellas niñas no era envidiable y, sin embargo, en el contexto de la época
hay que considerarlas obligatoriamente afortunadas, ya que, al menos, habían logrado llegar a esa
edad. El infanticidio era no solo común en el mundo clásico, sino además totalmente tolerado y
legitimado. Séneca contemplaba el hecho de ahogar a los niños en el momento del nacimiento como
algo provisto de razón, y, por supuesto, la idea de que debiera mantenerse la vida de un hijo no
deseado provocaba una repulsa directa. Al respecto, debe recordarse que Tácito censuró como una
práctica «siniestra y perturbadora» el que los judíos condenaran como «pecado el matar a un hijo no
deseado» (Historias 5,5). No se trataba, desde luego, de excepciones. Platón (República 5) y
Aristóteles (Política 2,1) habían recomendado el infanticidio como una de las medidas políticas que
debía seguir el Estado.
Por supuesto, los niños abandonados o muertos tras nacer pertenecían a ambos sexos, pero, de
manera ostentosamente preferente, este triste destino recaía en las hembras o los enfermos. Al
respecto, no deja de ser interesante la carta que un tal Hilarión37 envió a su esposa Alis, que estaba
encinta:
Hilarión, amante esposo y afectuoso padre, aunque sólo de hijos varones, no constituía un caso
marginal. Simplemente, era un ejemplo de lo que aparecía en las normas legales y en la práctica
cotidiana. La ley de las Doce Tablas, por ejemplo, permitía al padre abandonar a cualquier hembra o
a cualquier varón, si bien en este último caso debía tratarse además de una criatura débil o con
malformaciones. Por otro lado, recientes excavaciones han dejado de manifiesto que de las docenas
de niños arrojados a la muerte en una ciudad mediterránea de la época la inmensa mayoría eran
hembras38.Que los hombres superaran a las mujeres demográficamente en una proporción de 131 a
100 en la ciudad de Roma y de 140 a 100 en Italia, Asia Menor y África 39no era sino una
consecuencia de la nula consideración que se tenía socialmente hacia el sexo femenino. ¿Acaso podía
ser de otra manera cuando era rara la familia que aceptaba en su seno más de una hija? De acuerdo
con un estudio arqueológico realizado por Lindsay, de seiscientas familias estudiadas en una de las
ciudades del imperio solo seis —es decir, el 1 por 100— contaba con más de una hija40.
Teniendo en cuenta que ya constituía una verdadera fortuna el poder sobrevivir hasta la pubertad
para contraer enseguida matrimonio, no debería sorprendernos que el papel de las mujeres en las
religiones paganas fuera mínimo. El movimiento de la Nueva Era —tan ahistórico e indocumentado
en la práctica totalidad de sus manifestaciones— ha insistido en las últimas décadas en contraponer a
un cristianismo supuestamente patriarcal la imagen de un paganismo felizmente feminista. Semejante
pretensión no pasa de ser un dislate histórico de enorme envergadura. Si, en ocasiones, hubo mujeres
que desempeñaron algún papel en ciertos templos y santuarios paganos, los grupos religiosos a los
que pertenecían y los centros en que desempeñaban sus funciones eran tan periféricos que apenas
tenían importancia en el seno de la sociedad pagana. Por otro lado, religiones como el mitraísmo
permitían solo una participación masculina.
El contraste que el cristianismo ofrecía frente a esta cosmovisión no solo aceptada socialmente,
sino además estructurada de forma legal, era, pura y simplemente, extraordinario. Como ya tuvimos
ocasión de ver, Jesús había actuado en agudo contraste con otra cultura —la judía— donde la
situación de la mujer era, no obstante, mejor que en el mundo clásico. Para sorpresa —y escándalo—
de sus contemporáneos, las había integrado entre sus seguidores otorgándoles un trato igualitario. Lo
mismo había sucedido con sus discípulos posteriores. Pablo había afirmado que en el seno de la
comunidad cristiana no existían diferencias entre hombre y mujer (Gálatas 3, 27-28), y a juzgar por
los datos que se desprenden de las fuentes paleocristianas hay que concluir que semejante afirmación
no fue una mera declaración de buenos principios. En su Epístola a los Romanos (16, 1 y sigs.), por
ejemplo, Pablo menciona un número considerable de colaboradores de los que, prácticamente, la
mitad son mujeres. De entre estas, Febe (16, 1-2) era diaconisa en la comunidad cristiana de
Cencrea, y Junia era «insigne entre los apóstoles» (16, 7). La participación femenina en los oficios
eclesiales vuelve a repetirse en otros escritos paulinos como las pastorales, y así en I Timoteo 3,11 y
sigs., Pablo indica los requisitos que debían cumplir las aspirantes al diaconado. No se trataba de
una excepción. Plinio el Joven, al relatar la persecución desencadenada contra los cristianos, informa
de que había torturado a dos jóvenes «que eran diaconisas»41.Encontramos también testimonios
similares en Clemente de Alejandría y en Orígenes, así como en decisiones conciliares como las del
Concilio de Calcedonia del año 451, que marcó distintas condiciones para que las mujeres
accedieran al diaconado.
Sin embargo, el acceso de las mujeres a un ministerio religioso no era, muy posiblemente, lo que
más las atraía hacia la nueva fe. El factor esencial era la manera tan distinta en que esta las
contemplaba y cómo tenía consecuencias, literalmente, de vida o muerte. De entrada, el cristianismo
condenaba sin ningún tipo de paliativos el infanticidio. Por supuesto, no hacía acepción de sexos al
respecto, pero no puede dudarse, por lo ya visto, que los principales beneficiarios de esa actitud eran
los recién nacidos de sexo femenino. El privar de vida a un bebé se consideraba moralmente nefasto
y, a diferencia de lo contenido en la carta de Hilarión, no se aceptaba una excepción con el caso de
las niñas.
Pero, además, los cristianos propugnaban estrictas normas morales en el terreno de la vida
conyugal, equiparando de nuevo al hombre y a la mujer. Así, condenaban el divorcio (con matices,
porque aceptaban algunas causas), el incesto, la infidelidad matrimonial y la poligamia. Por
supuesto, el cristianismo valoraba la castidad femenina, pero, al mismo tiempo, rechazaba la doble
vara de medir que consideraba con benevolencia el adulterio masculino42.Por el contrario, la
infidelidad masculina era objeto de una censura tan acentuada como la femenina43.De la cristiana se
podía esperar una conducta de fidelidad, pero a la vez era consciente de que su esposo se vería
sometido a las mismas exigencias morales. Una vez más la equiparación entre ambos sexos era
considerada natural.
Además, las mujeres que se convertían al cristianismo gozaban de ventajas adicionales. Por
ejemplo, contraían matrimonio a una edad mayor que sus coetáneas y tenían posibilidad de escoger a
su cónyuge. De nuevo los estudios arqueológicos resultan contundentes. Una mujer pagana tenía tres
veces más posibilidades que una cristiana de haber contraído matrimonio antes de los trece años; y el
44 por 100 de las paganas ya estaban casadas a los catorce años en comparación con el 20 por 100
de las cristianas, es decir, menos de la mitad. De hecho, el 48 por 100 de las cristianas eran solteras
aún a los dieciocho años44.
Si se producía la viudedad, la situación que el cristianismo ofrecía a las mujeres era también
considerablemente mejor a la que estas experimentaban en la sociedad clásica. La crisis demográfica
relacionada con la propia ética del paganismo se traducía en una enorme presión social—incluso
legal— para que las viudas volvieran a contraer matrimonio. Augusto llegó a disponer que si la
nueva boda no se celebraba en un plazo de dos años las viudas se vieran sujetas a una sanción legal.
Por el contrario, el cristianismo manifestó desde un principio un respeto muy especial hacia las
viudas e incluso organizó un sistema de asistencia de sus necesidades que carecía de parangón en la
Antigüedad.
Los orígenes de este sistema asistencial se hallan desde luego en el cristianismo apostólico. De
hecho, Pablo menciona en las pastorales el cuidado que la congregación debía tener para con
aquellas viudas que carecían de recursos (I Timoteo 5, 3 y sigs.). Una vez más no se trató de una
excepción, sino de una práctica que se vio continuada de manera fecunda. En el año 251, por
ejemplo, precisamente en medio de la terrible persecución de Decio, Cornelio, el obispo de Roma,
escribía a Fabio, obispo de Antioquía, que las iglesias de su diócesis estaban atendiendo «a más de
mil quinientas viudas y personas desamparadas».
¿Supieron las mujeres de la época apreciar la situación muy superior que les ofrecía el
cristianismo en relación con el paganismo? Una vez más, las fuentes son terminantes al respecto. El
cristianismo tuvo un éxito extraordinario entre la población femenina del imperio mucho antes de
convertirse en religión oficial. De hecho, el número de fieles femeninas de la nueva fe debió de
exceder de manera considerable el de varones, y esto en una sociedad donde la ratio demográfica
por sexos era exactamente la contraria45.Por ejemplo, en un inventario de la propiedad confiscada en
una iglesia de la ciudad norteafricana de Cirta durante una persecución en el año 303, hallamos
dieciséis túnicas de varón frente a ochenta y dos de mujeres... ¡una desproporción superior a cinco a
uno!
La crítica racionalista ha intentado en ocasiones minimizar esta circunstancia aludiendo a la
escasa racionalidad de las mujeres. El argumento, sin embargo, es ridículo. Si la clave de las
conversiones femeninas hubiera sido la supuesta irracionalidad habrían abarrotado también los
templos paganos, lo que, desde luego, no fue el caso. Si, en buena medida, las mujeres se adhirieron
al cristianismo fue, ni más ni menos, que porque las consideraba seres humanos, porque condenaba
su exterminio, porque las equiparaba con los varones, obligando además a estos a adoptar patrones
de conducta igualitarios como, por ejemplo, el de la fidelidad conyugal, y porque les otorgaba un
status muy superior al reconocido por el paganismo en terrenos como la vida conyugal, la familia o
la viudedad.
Como señaló muy adecuadamente Chadwick46, el cristianismo no solo tuvo un enorme éxito entre
las mujeres, sino que además fue gracias a ellas como penetró en estratos superiores de la sociedad.
Es conocido el caso de la cristiana Marcia, una concubina del emperador Cómmodo, que logró que
se indultara a Calixto, futuro obispo de Roma, de una sentencia de trabajos forzados en las minas. No
fue el suyo un caso excepcional. De hecho, las disposiciones eclesiásticas muestran un número
creciente de cristianas que contraían matrimonio con paganos e incluso una considerable
comprensión hacia esas situaciones. El cristianismo no temía perder miembros en esos matrimonios.
Por el contrario, tal y como se desprende incluso de las fuentes bíblicas (I Pedro 3, 1-2; I Corintios
7, 13-4), contaba con razonables esperanzas de lograr la conversión de los esposos paganos. Calixto,
ya convertido en obispo de Roma, encontró incluso admisible el concubinato entre una cristiana y un
pagano siempre que se guardara la fidelidad propia del matrimonio47.Por supuesto, los hijos nacidos
de esos matrimonios —y otras uniones— solían ser educados en la fe cristiana.
A la altura del siglo IV, cuando el cristianismo estaba en puertas de convertirse en religión del
imperio, al menos la mitad de la población era ya cristiana. Sin embargo, su influencia demográfica
era mucho mayor, ya que el porcentaje de conversas femeninas era más elevado y se extendía sobre
familias en las que el esposo continuaba siendo pagano. Para alcanzar esa situación, en contra de lo
sostenido por los apologetas del paganismo, la nueva fe no había tenido que recurrir a la violencia ni
al respaldo estatal. Más bien, enfrentarse con ambos.
Pese a lo que hemos examinado en las páginas anteriores, el cristianismo no solo resultaba
atractivo para la población femenina del imperio. Había otros sectores, no necesariamente formados
por mujeres, que también eran considerados con dignidad por la nueva fe. Entre ellos ocupaban un
lugar predominante los extranjeros y los esclavos, precisamente aquellos para los que, según Pablo
había señalado en su Epístola a los Gálatas, no existían barreras en el seno de la comunidad
cristiana.
En verdad, la situación de los esclavos era todo menos envidiable en el mundo clásico. Algunos
conseguían la emancipación y su paso al estado de libertos, pero hasta donde sabemos se trataba más
bien de casos excepcionales. La suerte, desde luego, de los esclavos que trabajaban en el campo era
pésima, ya que se les sometía a una vida miserable basada en los consejos de personajes avariciosos
y codiciosos como Columela (De Agricultura 1.8.1, 2, 5, 6, 9, 10, 11, 16, 18, 19) o Catón el Viejo
(De Agricultura 2, 56-59). Con todo, resultaba casi envidiable si se la comparaba con la de aquellos
que trabajaban en las minas (Diodoro Sículo, Historia, 5, 38, 1). Pero incluso aquellos esclavos que
vivían en las ciudades al servicio de un gran señor no podían escapar de un destino pespunteado de
circunstancias aciagas. Las fuentes clásicas nos señalan que era normal en la existencia de los
esclavos el sufrir la flagelación (Marcial, Epigramas, 3, 94), la mutilación a veces por puro
divertimento (Plinio el Viejo, Historia natural, 9, 39, 77) y el sadismo más brutal e injustificado
(Juvenal, Sátiras, 6, 475-6; 480-4; 490-3).
La ley romana era además considerablemente dura con los esclavos. Por ejemplo, cualquier
esclavo objeto de una investigación judicial era siempre sometido a tortura porque se partía de la
base de que mentiría, y en caso de que se sospechara que un esclavo era culpable de la muerte de su
amo se procedía a la ejecución de todos y cada uno de los esclavos de la casa. Tácito (Anales 14,
42-45) recogió, en este sentido, cómo el homicidio de Pedanio Secundo fue castigado con la
ejecución de sus cuatrocientos esclavos, y esto con la sanción directa del Senado. Era el propio amo
el que podía administrar la última pena a los esclavos y, de hecho, tal medida no cambió hasta
Adriano (Scriptores Historiae Augustae, Vita Adriani , 18, 7-11), que exigió que la ejecución fuera
llevada a cabo por la autoridad imperial. Por añadidura, la esclavitud no implicaba solo maltratos
físicos, sino la sumisión a una condición terrible en virtud de la cual los esclavos dependían de los
deseos sexuales de sus amos, se veían obligados a contemplar cómo sus hijos nacían esclavos y
podían ser separados de ellos y del resto de su familia. Incluso en el más que improbable caso de
que alguien lograra recuperar la libertad, esta no era absoluta e implicaba una perpetua vinculación a
los intereses del antiguo amo.
Frente a esa situación, el cristianismo consideraba que los esclavos eran seres humanos en todo
el sentido del término. No deja de ser significativo que en uno de los escritos de la cautividad del
apóstol Pablo, la Epístola a Filemón, el apóstol ordene a este, un cristiano propietario del esclavo
Onésimo, que no solo no castigue a su siervo por haber huido, sino que además lo trate como a un
«hermano amado» (Filemón 16). Tampoco deja de llamar la atención que entre los distintos grupos
humanos a los que se dirigen las epístolas se repita una y otra vez el colectivo de los esclavos. Lo
hallamos en los escritos paulinos (Colosenses 3, 22 y sigs.; Efesios 6, 5 y sigs.; Tito 2, 9 y sigs.) y a
partir de ahí en toda la literatura cristiana posterior. Roma había temido durante siglos las revueltas
serviles de las que la de Espartaco estuvo a punto de doblegar todo el sistema. Para evitarlas había
articulado un entramado de medidas represivas cuyo conocimiento provoca en nosotros una
comprensible sensación de espanto. Sin embargo, a este sector enorme de la población —el que más
trabajaba y más sufría— el cristianismo no le ofrecía ni la sublevación ni tampoco el desprecio. Le
brindaba, por el contrario, fraternidad, dignidad, igualdad en el seno de sus comunidades y en buen
número de casos la libertad mediante la influencia sobre sus amos. Además, les hablaba de una
esperanza superior que trascendía su existencia terrena. Los esclavos no aceptaron el cristianismo
porque se les impusiera. Por el contrario, tuvieron que enfrentarse no pocas veces a sus amos para
creer en él y lo hicieron porque lo que les ofrecía era infinitamente mejor que la realidad que sufrían
de manera cotidiana.
El cuidado que el cristianismo mostraba de forma natural hacia los débiles y despreciados —
mujeres, niños, viudas, esclavos...— se extendió hacia otras víctimas de la cosmovisión pagana
como los condenados a morir en el circo o los no nacidos.
Los sangrientos juegos de gladiadores contaron no solo con el respaldo del pueblo que los
disfrutaba de manera enfervorizada, sino con el apoyo de las instituciones y la legitimación de los
intelectuales clásicos. César, Augusto, Calígula, Nerón, Domiciano y un etcétera en el que no falta
casi ningún emperador los ofrecieron, rivalizando en el número de víctimas. De Cicerón a Plinio el
Joven pasando por Séneca se justificaron apenas sin matices. Es peligroso cuestionar el sistema de
producción de una sociedad, pero no lo es menos censurar sus diversiones y ocios. El cristianismo
no dejó de mostrar una indiscutible aversión hacia esas manifestaciones de violencia, ha Tradición
Apostólica de Hipólito de Roma (16) ya indica al referirse a los que desean convertirse en cristianos
que «el gladiador y el que enseña a luchar a los gladiadores, el bestiario que participa en la lucha de
animales en la arena y el funcionario relacionado con los juegos dejarán de hacerlo o serán
rechazados». De acuerdo con esta fuente de finales del siglo II o inicios del III, la participación —o
relación— con los juegos de gladiadores era tan condenable moralmente como la idolatría, la
prostitución o la homosexualidad. Su punto de vista no era excepcional, sino generalizado.
Lo era también en virtud del respeto a la vida el rechazo al uso de las armas. Durante los tres
primeros siglos de su existencia, lo que hoy denominaríamos objeción de conciencia fue una práctica
generalizada en el seno del cristianismo:
Los ejemplos al respecto son numerosísimos y, como es lógico, derivaban de las enseñanzas de
Jesús.
Recuérdense las referencias a no resistir al mal (Mateo 5, 39 y sigs.), a amar a los enemigos y
perdonarlos (Mateo 5, 44 y sigs.), a rechazar el uso de la espada (Mateo 26, 52) o a afirmar que sus
discípulos no combaten precisamente porque el Reino en que creen no es de este mundo (Juan 18,
36).
Justino, que fue martirizado durante la persecución de Marco Aurelio, insistió en que los
cristianos no hacían «la guerra a nuestros enemigos» (Apología I, c. 39). Ireneo, obispo de Lión,
señaló que «los cristianos no combaten» (Contra Haereses IV, 4). Clemente de Alejandría (m. 215)
dejó el testimonio de que los cristianos no se entrenaban para la guerra (Stromata IV, 8; Pedagogo I,
12). Tertuliano (160-220) transmitió la enseñanza eclesial de que un cristiano no podía ser soldado
ni siquiera en tiempo de paz (De Corona 11; De Idololatria 19). Orígenes (m. 254), respondiendo el
ataque de Celso, legitimador de la persecución de Marco Aurelio, dejó de manifiesto que ni siquiera
era lícito para un cristiano el recibir entrenamiento militar (Contra Celso 5, 33). Lactancio (m. 320)
volvió a repetir que no era «lícita la milicia de las armas» para los cristianos (Divinae institutiones
VI, 20). Las mismas Actas de los mártires recogen varios casos de cristianos que fueron ejecutados
precisamente por rehusar servir en el ejército, ya que consideraban que ese comportamiento
colisionaba de manera frontal con su fe. Este respeto a la vida, que aparecía en las condenas de las
luchas de gladiadores y en la negativa a servir en el ejército, tuvo otra manifestación en el rechazo ya
mencionado del infanticidio y en el del aborto.
La cultura pagana no tenía ninguna objeción moral contra el aborto e incluso había aducido
razones en su favor. Platón (República 5, 9) había escrito que el Estado debía convertir en
obligatorio el aborto para las mujeres que superaban los cuarenta años y también como una manera
de controlar el crecimiento de la población. Aristóteles, asimismo, había suscrito el punto de vista de
que solo debía procrearse hasta una edad determinada y que, superada esta, había que recurrir al
aborto (Aristóteles, Política, 7, 14, 10). La sociedad romana, desde luego, consideraba normal que
los varones dispusieran de los fetos de sus esposas o amantes, y conocemos, por ejemplo, el caso de
Julia, la sobrina de Domiciano, a la que este ordenó abortar cuando quedó embarazada por mantener
relaciones sexuales con él.
El cristianismo, y en esto seguía al judaísmo48, consideraba, sin embargo, un grave atentado
contra la moral la destrucción de la vida que estaba albergada en el vientre de una mujer. La Didajé,
la primera catequesis cristiana de la que tenemos noticia, cuya fecha de redacción puede incluso ser
anterior al año 70 d. C, ya consignaba la siguiente prohibición: «No matarás a un niño recurriendo al
aborto ni lo matarás una vez que haya nacido». De la misma manera, la I Apología de Justino dejaba
de manifiesto que «se nos ha enseñado que es una perversidad abandonar a los niños recién
nacidos».
La posición del cristianismo primitivo hacia el aborto y el infanticidio no tardó en convertirse en
una abierta denuncia dirigida a las más altas instancias del imperio. Atenágoras (Apología 35) ya
señaló en el siglo II al emperador Marco Aurelio que «decimos a las mujeres que utilizan drogas
para provocar un aborto que están cometiendo un asesinato, y que tendrán que dar cuentas a Dios por
el aborto... contemplamos al feto que está en el vientre como un ser creado, y por lo tanto como un
objeto del cuidado de Dios... y no abandonamos a los niños, porque los que los exponen son
culpables de asesinar niños». Sabido es que la apología no disuadió al emperador de convertirse en
un perseguidor de los cristianos. Pero tampoco la persecución apartó a los cristianos de sus puntos
de vista. A finales del siglo II, Minucio Félix (Octavio 33) volvía a condenar el aborto y lo
relacionaba —con razón— con la propia mentalidad pagana.
Se pensara lo que se pensara, lo cierto es que a lo largo de tres siglos el cristianismo fue
concitando no solo las simpatías de amplios sectores sociales —esclavos y mujeres, pero también
aquellos que estaban asqueados profundamente de la moral pagana—, sino también reuniendo en su
seno un potencial demográfico que no podía ser igualado por una sociedad que abandonaba a sus
hijos, que practicaba el aborto libremente y que sometía a las mujeres a un trato injusto y
discriminatorio. En los siglos anteriores César había recompensado con tierras a los padres que
engendraran tres o más hijos (59 a. C); y Augusto (29 a. C. y 9 d. C.) había promulgado normas que
otorgaban preferencia política a los padres de tres o más hijos, que sancionaban a las parejas sin
hijos, a las solteras de más de veinte años y a los solteros de más de veinticinco. Emperadores
sucesivos habían incidido en estas políticas demográficas desde el poder, pero, como señalaría
Tácito (Anales 3, 25), la ausencia de niños seguiría prevaleciendo. A inicios de la Era cristiana la
tasa de fertilidad del imperio ya era negativa49; por el contrario, el cristianismo iba implantándose
en los sectores de la población capaces de revertir esa terrible tendencia y les infundía una ética —
siquiera en lo tendente a evitar el infanticidio y el aborto— que tenía consecuencias demográficas
muy positivas. Pese a la persecución, la tortura y las ejecuciones, lo cierto es que el cristianismo
crecía demográficamente en un imperio que retrocedía en ese terreno.
Pero, aparte de lo anterior, el cristianismo contaba con un factor más que le iba a permitir
imponerse sobre el paganismo de una manera no-violenta y decisiva. Su base se hallaba en el
mandato del amor al prójimo sin ningún género de excepciones y tendría consecuencias prácticas de
una enorme relevancia.
Desde el mismo inicio de la enfermedad, echaron a los que sufrían de entre ellos y huyeron de sus
seres más queridos, arrojándolos a los caminos antes de que fallecieran y trataron los cuerpos
insepultos como basura, esperando así evitar la extensión y el contagio de la fatal enfermedad; pero
haciendo lo que podían siguieron encontrando difícil escapar.
En realidad, los paganos del imperio no eran peores que los de otras épocas si contrastamos su
conducta con la descrita por Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso (2, 47-55) al
relatar la peste que asoló Atenas. Sin embargo, volvieron a poner de manifiesto el carácter
despiadado de los valores que formaban la sociedad en que vivían. Si consideraban lícito el
infanticidio o el aborto, si no censuraban el abandono de las hijas o su entrega al matrimonio antes de
la pubertad, si disfrutaban con el derramamiento de sangre en los espectáculos públicos, ¿por qué
razón deberían haber permanecido al lado de seres que podían contagiarles una enfermedad letal?
Galeno, el célebre médico, vivió la epidemia que se produjo durante el reinado de Marco Aurelio y
su comportamiento fue completamente paradigmático. Desde luego, no pensó en quedarse en la
ciudad de Roma para asistir profesionalmente a los enfermos. Por el contrario, abandonó la ciudad
con la mayor rapidez y se dirigió a sus posesiones en Asia Menor.
La conducta de los cristianos no pudo ser más diferente. Cipriano de Cartago (Mortalidad 15-20)
escribió una descripción angustiosa de la manera en que había causado estragos, pero, a la vez, dejó
constancia de que mientras que los paganos habían huido los cristianos, que morían de la misma
manera, optaron por quedarse al lado de los enfermos:
... los que están bien cuidan de los enfermos, los parientes atienden amorosamente a sus
familiares como deberían, los amos muestran compasión hacia sus esclavos enfermos, los médicos
no abandonan a los afligidos... estamos aprendiendo a no temer la muerte.
La mayoría de nuestros hermanos cristianos mostraron un amor y una lealtad sin límites, sin
escatimarse y pensando solo en los demás. Sin temer el peligro, se hicieron cargo de los enfermos,
atendiendo a todas sus necesidades y sirviéndolos en Cristo, y con ellos partieron de esta vida
serenamente felices, porque se vieron infectados por otros de la enfermedad... Los mejores de
nuestros hermanos perdieron la vida de esta manera, un cierto número de presbíteros, diáconos y
laicos llegaron a la conclusión de que la muerte de esta manera, como resultado de una gran piedad y
de una fe fuerte, parece en todo similar al martirio.
El siglo III fue especialmente crítico para el imperio romano. Por un tiempo pareció que el
aparato imperial creado a lo largo de varios siglos podría colapsarse. Si no fue así, se debió al
recurso a la militarización, a una estatalización de tintes religiosos y a la reforma de la
administración imperial en lo que se dio en llamar la tetrarquía. De estas tres medidas solo la última
era original. Las otras dos apelaban a precedentes históricos. También iban a chocar con una fe como
la cristiana profundamente pacifista y no solo crítica hacia el poder político, sino también contraria a
la adoración del mismo. Que las persecuciones, a las que ya nos referimos en el capítulo anterior,
crecieran en número e intensidad en medio de una sociedad cuyos valores no solo no se compartían,
sino que se negaban frontalmente, no parece extraño sino trágicamente lógico.
Sin embargo, al cabo de unos años, y cuando acababa de emerger de la peor de las
persecuciones, el cristianismo se convirtió en una religión tolerada e incluso favorecida por el
imperio. Las razones de ese triunfo las hemos analizado en el capítulo anterior; las consecuencias
debemos señalarlas, siquiera levemente, en éste.
El catalizador político —aunque no el causante— de este cambio de condición del cristianismo
fue Constantino (hacia 274-337). Nacido con el nombre de Flavio Valerio Constantino, en Naissus
(hoy, Nis, en la actual Serbia), Constantino era hijo de Constancio Cloro, el prefecto del Pretorio, y
de una cristiana llamada Elena. Tras combatir a los sármatas, Constantino se unió a su padre en
Britania, en el 306. Ese mismo año falleció Constancio, pero era ya tan popular entre sus tropas que
le proclamaron augusto. Semejante acto iba a marcar el inicio de una serie de enfrentamientos con
sus rivales que no concluyeron en realidad hasta el año 324. Para aquel entonces Constantino ya se
había manifestado en favor del cristianismo. Esta acción no constituía sino el final de un proceso
espiritual que había durado años. Creyente en un solo dios, en el 310 afirmó que había contemplado
al dios Sol, mientras estaba en una arboleda de Apolo, en la Galia. Fue ese el mismo año en que
derrotó a Maximiano, y cabría preguntarse lo que había detrás de ese testimonio. En cualquier caso,
dos años después, antes de una batalla librada contra Majencio, un hijo de Maximiano, afirmó que
había soñado con Cristo y que este le había ordenado que trazara las dos primeras letras de su
nombre (XP, en griego) en los escudos de sus tropas. Al día siguiente, según Constantino, contempló
una cruz superpuesta en el sol y las palabras «con este signo vencerás» (en latín, in hoc signo
vinces). Haya lo que haya de verdad en este relato, lo cierto es que Constantino venció a Majencio en
Puente Milvio, cerca de Roma, y aseguró así su triunfo, un triunfo que vinculó con el Dios de los
cristianos. De hecho, de manera inmediata Constantino abandonó el paganismo, detuvo la
persecución imperial desencadenada contra los cristianos y logró que Licinio Liciniano se le sumara
en la proclamación del Edicto de Milán (313), que garantizaba la plena libertad religiosa para el
cristianismo y la devolución de los bienes que habían sido incautados a las distintas iglesias.
Aunque Constantino no tardó en inmiscuirse en los asuntos eclesiásticos —por ejemplo, mediante
la convocatoria del primer concilio ecuménico celebrado en Nicea en 325—, no puede decirse que
el imperio se cristianizara. El mismo Constantino no fue bautizado en realidad hasta poco antes de su
muerte, el 22 de mayo del 337, y cuando esta tuvo lugar el paganismo se encontraba sumido en un
proceso de decadencia, pero no era otro que el que arrastraba desde hacía siglos. El cristianismo,
por otro lado, aún no se había convertido —en contra de lo que se afirma con frecuencia— en
religión oficial del imperio.
Sin embargo, no es menos cierto que la nueva —y ahora tolerada— fe no tardó en dejar su
impronta en un derecho que defendía unos valores que, en términos generales, no eran precisamente
los mismos que los sustentados por el cristianismo. Los ejemplos de la huella cristiana en la
legislación constantiniana no son, desde luego, escasos. En el 325, por ejemplo, el emperador
prohibió las luchas de gladiadores, pese a su popularidad57, y ordenó que la pena de muerte que
pesaba sobre aquellos que eran condenados a morir combatiendo en la arena fuera sustituida por la
de trabajos forzados. De hecho, en términos generales la imposición de la pena capital se vio
dificultada e incluso se abolió el suplicio de la cruz. Además, penas físicas como la marca con fuego
en la frente o quebrarle las piernas a los reos quedaron excluidas del derecho penal romano.
No fue este el único terreno que se vio afectado por la carga humanitaria del cristianismo.
Constantino promulgó también medidas que dificultaran el infanticidio y el abandono de niños. Por
ejemplo, en África y en Italia se ordenó la entrega de diversas cantidades de dinero, alimentos y
ropas a familias que, sometidas a difíciles circunstancias económicas, se sintieran inclinadas a tomar
decisiones como las señaladas. Asimismo, prohibió la separación de las familias de esclavos cuando
se dividían los fundos imperiales a los que estaban adjuntos y facilitó la manumisión en las iglesias,
algo notable si se tiene en cuenta que Constantino no fue precisamente favorable a dulcificar la vida
de estos desdichados.
Junto con la influencia humanitaria, Constantino incorporó, siquiera en parte, algunos de los
principios cristianos relativos a la vida familiar y conyugal, y esto, muy posiblemente, por razones
más prácticas que espirituales. Así, restringió las causas de divorcio, permitiendo a los hombres que
repudiaran a sus esposas solo por causa de adulterio, envenenamiento o proxenetismo.
Por último, la Iglesia recibió beneficios sin precedente. Se reconoció la jurisdicción eclesiástica
de los obispos en cuestiones estrictamente espirituales, pero, en virtud de una ley del 321, se admitió
también la apelación a un tribunal episcopal como tribunal de arbitraje en asuntos civiles. De la
misma manera, el derecho de asilo —propio de los templos paganos— fue extendido a las iglesias.
Asimismo, se autorizó a estas para recibir legados y se eximió al clero de ejercer cargos municipales
y, en menor medida, de pagar impuestos.
El proceso no fue del todo positivo ni estuvo exento de sombras. Por parte del imperio era obvio
que no podía producirse una absorción total de los principios cristianos, unos principios que
colisionaban en gran medida con los propios. Esta circunstancia explica que Constantino ni
proclamara
²el cristianismo religión oficial ni se apresurara a bautizarse. Por lo que se refiere al cristianismo
sus triunfos en el terreno de la libertad, de los beneficios legales y de la tranquilidad en la influencia
social deben contemplarse al lado de fenómenos como el de la creciente influencia del emperador en
asuntos eclesiales —una conducta que acabaría siendo conocida como cesaropapismo y que pesaría
en particular sobre las diócesis de la parte oriental del imperio—, el de la absorción de elementos a
veces accesorios, a veces no tanto, procedentes del paganismo, y el de la relativización de principios
morales como el pacifismo que, poco a poco, acabó viéndose convertido en una posición minoritaria
inserta con dificultad en la de la defensa de un imperio que, de forma creciente, se consideró
cristiano sin llegar a serlo nunca.
Es posible que la denominada, de manera un tanto impropia, cristianización del imperio hubiera
podido ser incluso más fecunda. Basta leer la obra de Agustín de Hipona 58 para percatarse de ello.
Agustín era un enamorado de la cultura clásica que se había convertido al cristianismo y que insistía
en que la ruina del imperio no se podía achacar a los cristianos, sino a los propios males del
paganismo. Es cierto que sigue siendo uno de los teólogos más brillantes de la Historia, sin embargo,
su visión sobre aspectos prácticos de la existencia cotidiana —aún menos conocida— es una
manifestación evidente de lo que hubiera podido ser el imperio de no haber sido aniquilado por los
bárbaros. Defensor de la propiedad privada, Agustín supo, a la vez, insistir en la necesidad de
socorrer a los más desfavorecidos (Sermón 36, 5, 7). Al mismo tiempo cuestionó la existencia de la
esclavitud, ya que Dios no ha creado al hombre para ser dueño de sus semejantes (La ciudad de Dios
19, 15), e insistió en que todo tipo de trabajo era honroso si servía para cubrir las necesidades de la
vida cotidiana (Enarratio in Psalmos 83, 8). En resumen, su pensamiento social —que partía
medularmente de la Biblia— encarnaba la consideración de que todos los seres humanos han sido
creados a imagen y semejanza de Dios y, por lo tanto, no pueden ser discriminados; la importancia de
asistir a los necesitados; el valor de la cultura clásica y el culto al trabajo honrado. Sin duda, se
trataba de mimbres muy relevantes para haber podido tejer un imperio ya destejido por las huestes
bárbaras. No fue así. De hecho, la experiencia de la denominada Roma cristiana —una Roma que
tuvo que enfrentarse con reacciones paganas como la de Juliano, fracasadas por su propia carencia
de base social— sería breve, extraordinariamente breve. En realidad, no pasaría de ser un paréntesis
entre el paganismo y el dominio de los bárbaros. Buena muestra de ello es que entre la clausura de
los templos paganos, cada vez menos frecuentados, por parte de Teodosio, y el primer saqueo de
Roma por los bárbaros tan sólo pasaron dieciocho años.
En buena lógica, la llegada de los bárbaros —que asolaron el imperio en oleadas sucesivas—
tenía que haber significado no sólo la aniquilación de la herencia romana, sino también el final de un
cristianismo que se había identificado con aquella con extraordinaria rapidez. Lo que sucedió fue
muy distinto. La herencia romana no se vio anegada por el huracán de la Historia y los bárbaros la
asimilaron en mayor o menor medida pese a crear distintas monarquías en los restos del imperio. La
clave esencial de ese fenómeno fue el cristianismo, que había sido perseguido por el primero y que
se convirtió en el único valladar civilizado frente a los segundos.
Los contactos entre Roma y los pueblos germánicos fueron muy anteriores a la aparición del
cristianismo. En torno al siglo II a. C. ya habían ocupado el norte de Germania —lo que correspondía
grosso modo a la actual Alemania— y el sur de Escandinavia. En ese mismo siglo, los cimbrios y
teutones —un nombre con el que aún hoy día se designa a los germanos— invadieron la Galia e
intentaron dirigirse hacia Roma. Fue precisamente el general romano Mario, un tío de César, el que
los contuvo en el que sería el primero de una serie casi ininterrumpida de enfrentamientos. Sobre el
58 a. C, los suevos, mandados por Ariovisto, intentaron penetrar de nuevo en la Galia, siendo
detenidos en esta ocasión por el propio César. Durante algunas décadas, los romanos lograron
neutralizar la amenaza germánica, pero sus éxitos se vieron cuando intentaron conquistar la zona
oriental del río Rhin y Arminio los derrotó en la selva de Teutoburgo el 9 d. C. En el año 74, Roma
consiguió controlar el territorio comprendido entre el Danubio y el Alto Rhin (los Agri Decumates),
pero a mediados del siglo siguiente la presión germana sobre el limes romano adquirió caracteres
preocupantes. El emperador Marco Aurelio logró contener a marcómanos y cuados, pero para aquel
entonces en las filas romanas ya servían mercenarios germanos.
Durante el siglo III, las sucesivas oleadas germánicas descargaron un golpe tras otro sobre las
fronteras imperiales. En el 213 fueron los alamanes; en el 236, los godos; en el 257, los francos. Tres
años después, Roma abandonaba la línea retoaltorrenana y en el 270 se hizo lo mismo en Dacia,
mientras los godos comenzaban a ocupar la zona del Danubio.
La incapacidad de Roma para enfrentarse con éxito a aquel empuje migratorio y su propia
debilidad demográfica, a la que ya nos hemos referido en un capítulo anterior, llevaron al imperio
durante el siglo IV a autorizar el establecimiento de grupos germanos en el interior de las fronteras
del imperio. En teoría, eran aliados (foederati) que asumían la defensa del imperio a cambio de un
pago anual. En la práctica, eran invasores a los que se intentaba disuadir de ocupar el imperio.
Precisamente por ello el sistema fracasó. Durante el siglo V, los bárbaros se manifestaron con más
claridad que nunca contrarios a dejarse convencer para seguir siendo aliados y se convirtieron de
modo claro en pueblos que asolaban el imperio con el ansia de obtener botín, tierras y poder. La
suerte del imperio estaba ya echada.
Los jalones de esta aniquilación, jirón a jirón, del imperio romano resultan fáciles de seguir. En
el año 368, los godos causaban una derrota aplastante a las fuerzas romanas en Adrianópolis.
Catorce años después, el emperador Teodosio les cedía el derecho de asentarse en Mesia y Tracia.
Se trataba de una concesión que solo contendría a los bárbaros de manera temporal, porque el
visigodo Alarico, que adoptaría el título de rey, no tendría el menor reparo en realizar impunes
incursiones de pillaje por los Balcanes y el Peloponeso. Cuando se le nombre magister militum de
Iliria en un nuevo —y fallido— intento de asimilar a los invasores a la suerte del imperio agonizante,
Alarico responderá marchando en el 401 sobre Roma. El godo no llegó a tomar de inmediato la
ciudad... gracias a la acción de Estilicón, un bárbaro al servicio de Roma. Pero cuando murió
Estilicón reanudó el asedio y solo lo levantó en el 408, después de percibir un cuantioso tributo. La
capital del imperio por razones de seguridad se había trasladado a Rávena, y Alarico también acudió
a asediarla. Firmó con ocasión de este episodio un pacto con el emperador Honorio, pero no tenía
intención de respetarlo. En el 410 el bárbaro conquistó y arrasó Roma, una ciudad que había
permanecido inviolada desde hacía ocho siglos. Aquel mismo año falleció Alarico cuando se
disponía a pasar a África, pero su muerte no significó el final de la amenaza bárbara. Ataúlfo, su
sucesor, contaba con la suficiente fuerza como para contraer matrimonio con Gala Placidia, la
hermana del emperador Honorio.
Y los visigodos no eran el único pueblo bárbaro que cuarteaba la debilitada estructura del
imperio. En el 400 los burgundios habían hecho sentir su presión sobre un Rhin que ya no puede
considerarse garantía de defensa. En el 406 los vándalos habían atravesado el limes para llegar tres
años después a Hispania tras cruzar a sangre y fuego la Galia. En el 430, después de conquistar
Hipona mediante un asedio en el que murió san Agustín, fundaron un reino africano, y en el 455
también ellos saquearon
Roma durante catorce días. En el año 451, Atila, el rey de los hunos, había sido contenido, pero
el imperio se hallaba exangüe. Su acta de defunción la iba a firmar justo un cuarto de siglo después,
el año 476, un caudillo secundario —Odoacro— de un pueblo bárbaro de escasa importancia, los
hérulos.
Lo que quedaba de esta serie de enfrentamientos entre los bárbaros y el imperio era
prácticamente la nada. Política y administrativamente, el imperio estaba despedazado en una serie de
reinos cuya existencia era inestable y por añadidura efímera. Una vez más los datos resultan
elocuentes. El reino africano de los vándalos apenas llega al siglo, del 429 al 534; algo similar
sucede con el establecido en Tolosa por los visigodos (419-507) o con el de los burgundios (443-
534). El reino ostrogodo de Italia, quizá el más importante y, desde luego, el que más se esfuerza por
asimilar la herencia de Roma, no llega a los tres cuartos de siglo (493-553). Y junto con las
correrías de los bárbaros, con sus saqueos intermitentes, con su inestabilidad política, con su
violencia germánica desencadenada sobre poblaciones a las que consideran inferiores moral y
racialmente, no podía sino producirse la desintegración, incluso el caos, y una acentuada sensación
de desmoralización que obedecía a la terrible realidad vivida por lo que antaño fuera un altivo
imperio. Gregorio Magno60nos ha transmitido precisamente una descripción del panorama
contemporáneo que difícilmente puede resultar más elocuente:
¿Qué existe en este mundo que pueda causar nuestro agrado? Por todas partes solamente
contemplamos pena y lamentos. Las ciudades y las villas se hallan arrasadas, los campos se
encuentran asolados y la tierra está abandonada en su soledad. Ya no quedan campesinos que
cultiven los campos, pocas gentes siguen habitando en las ciudades e incluso esos escasos restos de
humanidad se encuentran expuestos a incesantes sufrimientos... A algunos los arrastran al cautiverio,
a otros los mutilan y otros, más numerosos, son degollados ante nuestra vista... ¿Qué existe en este
mundo que pueda causar nuestro agrado? Si seguimos deseando un mundo semejante lo cierto es que
no ansiamos el placer sino la miseria.
Sí, el mundo se colapsaba y parecía absurdo buscar la satisfacción en él. Fue entonces cuando
frente a los bárbaros el cristianismo opuso un mensaje, duro y directo, de juicio divino porque era
absurdo pensar que Dios podría dispensar —mucho menos legitimar— las tropelías de los fuertes y
la desgracia de los débiles. Quizá también el hecho de que durante estos siglos el cristianismo
experimentara un auténtico esplendor litúrgico y una densa reflexión teológica no resultó ajeno al
contexto terrible en que se desenvolvía. Con todo, en teoría al menos, en pura lógica, al igual que el
imperio se había desmoronado, habría sido de esperar que el cristianismo se cuarteara y sufriera una
Edad Oscura nada inferior en gravedad. Lo cierto, sin embargo, es que el cristianismo pervivió y al
hacerlo logró que perviviera la cultura clásica.
El impacto que los bárbaros causaron sobre la cultura clásica y, de manera muy especial, sobre
las instituciones educativas del imperio romano fue en verdad devastador. Lo que las propias
invasiones no destruyeron de forma directa —y fue mucho— no tardó en declinar y morir en riguroso
paralelo con el declive y la muerte de la vida urbana. Si los clásicos latinos lograron sobrevivir en
medio de aquel terrible, pavoroso marasmo se debió de manera exclusiva a la acción del
cristianismo y, de manera muy particular, a los monasterios.
Por lo general esta labor de preservación suele relacionarse con Benito de Nursia y el monacato
benedictino. Lo cierto, sin embargo, es que resulta muy anterior y que fue paralela al desgajamiento
del imperio. La llegada de los monasterios a Occidente hay que atribuírsela a Juan Casiano, también
conocido como Johannes Eremita o Johannes Massiliensis. Nacido en torno al 360, es decir, algo
más de un siglo antes de la desaparición del imperio romano de Occidente, pero escasos años antes
del desastre de Adrianópolis, pasó en su juventud quince años entre los ascetas que se habían
retirado a los desiertos de Egipto. No permaneció allí, sin embargo, y viajó a Constantinopla, donde
cursó estudios con Juan Crisóstomo, que le ordenó diácono. En torno al año 415, siendo ya
sacerdote, Juan Casiano se estableció en Marsella y comenzó allí una traslación del monacato
oriental en Occidente. Fue así como fundó los monasterios de San Pedro y San Víctor, para hombres,
y San Salvador, para mujeres. Tal vez no era consciente de ello, pero su incardinamiento dentro del
cristianismo occidental de una institución oriental iba a tener una trascendencia histórica
extraordinaria.
Además, en Occidente, los monasterios iban a disfrutar de algunas ventajas de las que no gozaron
sus hermanos de la parte oriental del imperio. El control de la Iglesia por los emperadores, ya
iniciado por Constantino, se tradujo en Oriente en la sumisión de los monasterios a la legislación de
Justiniano, que llegó a adquirir un valor canónico. Sin embargo, en Occidente, en medio de un mundo
que se asemejaba a un encrespado océano, los monasterios iban a convertirse en islotes de saber y
piedad, de la Ciudad de Dios que Agustín de Hipona, otro partidario de la vida monástica, había
contrapuesto a la Ciudad de los hombres.
Un ejemplo de la veracidad de esta tesis lo tenemos en Flavio Magno Aurelio Casiodoro 62.
Nacido en torno al 490 en Scylacium (Calabria), de familia noble, su cultura constituyó una
plataforma para entrar en una administración, la del reino ostrogodo de Italia, que apenas sabía dar
trémulos pasos entre las ruinas del imperio. Teodorico I el Grande, el rey de los ostrogodos, lo
designó ministro y a lo largo de su reinado desempeñó diversos cargos. Debió de desenvolverse en
ellos con pericia porque cuando falleció Teodorico, en el 526, su hija Amalasunta, la heredera del
trono, siguió encomendándole puestos políticos de relevancia. Sin embargo, lo más importante de la
carrera del cristiano Casiodoro no fue tanto su capacidad para adaptarse a unos tiempos convulsos ni
tampoco el que supiera hacerlo sin renunciar a sus creencias. Lo que en realidad llama la atención es
que se percatara de que aquellos tiempos de crisis no durarían indefinidamente y de que, por lo tanto,
había que construir para el mañana. En torno al 550, Casiodoro fundó el monasterio de Vivarium, en
Bruttium. Su finalidad no era solo preservar una fe que se enfrentaba con un mundo cuarteado e
inestable, sino también preservar para el mañana. Entre las paredes del recinto se iban así a traducir
y conservar multitud de manuscritos antiguos cuyo contenido no siempre era cristiano, aunque sí
indispensable para la cultura. Casiodoro no se equivocó. El reino ostrogodo de Italia desapareció
después de una existencia breve. Las obras copiadas y preservadas en Vivarium permanecieron.
La sociedad monástica era autónoma y difícilmente podía ser controlada por un poder político
semiinexistente en Occidente. Basada en la adhesión voluntaria, perseguía encarnar las enseñanzas
de Jesús que — como la vivencia de la no-violencia— la amistad entre el cristianismo y el imperio
había relegado a un segundo plano. El seguimiento de una regla pretendía determinar de forma
meticulosa el empleo del tiempo en tareas divinas, pero también profanas, que se veían teñidas de
eternidad. Sin embargo, la concretización de esta forma de vida no dependió de la influencia oriental
de Casiano, sino de otro personaje en verdad esencial para la historia europea. Nos referimos —
claro está— a Benito de Nursia.
Benito de Nursia63 vino al mundo en una fecha cercana al 480, es decir, menos de un lustro
después de la desaparición del imperio romano de Occidente. Había nacido en una distinguida
familia de Nursia, una población de Italia central, y pasó sus primeros años estudiando en Roma. Sin
embargo, para el joven Benito la vivencia de la Roma posimperial fue muy desagradable. Le pareció
decadente, insípida, incluso degenerada, y decidió por ello retirarse a Subiaco donde durante tres
años llevó la vida propia de un ermitaño. Abandonó aquel lugar para aceptar el oficio de abad de
unos monjes que vivían en el norte de Italia. Sin embargo, el episodio estuvo a punto de concluir de
forma dramática. Benito estaba impregnado de convicciones y los monjes decidieron desembarazarse
de él recurriendo al veneno. Descubiertos aquellos planes, Benito optó por abandonar al grupo. No
mucho después fundaba un nuevo monasterio en Montecassino.
En este nuevo lugar, Benito estableció una Regla de vida no del todo original pero con unas
peculiaridades de enorme interés. En lugar de primar el aislamiento de los monjes —como sucedía
en Oriente— se subrayaba en ella la vida comunitaria. Además, se primaba también de manera clara
el trabajo manual. La vida del monje no podía ser solo «ora», sino también «labora». En la Regla,
por ejemplo, se establecía que «el monasterio debería estar organizado de tal manera que todas las
cosas necesarias, como el molino, los huertos y los talleres, se encontraran en el interior de su
recinto». El monasterio venía a suceder a una entidad económica autónoma como había sido la villa
bajoimperial. Sin embargo, la sustituía con enormes mejoras. No existía el trabajo esclavo, puesto
que todas las tareas eran realizadas por los monjes, y además se abolía la distinción —tan nefasta
históricamente— entre el trabajo como actividad propia de los siervos y el ocio característico de los
hombres libres. En realidad, el monje era un hombre libre por naturaleza, ya que la Regla establece
(L 8, 10) de forma taxativa:
Esta es la ley bajo la que quieres militar. Si deseas observarla, entra; pero si no puedes
cumplirla, vete libremente.
Pero el ejercicio de esa libertad no se produjo —al contrario del precedente pagano— sobre la
esclavitud de otros, la ociosidad explotadora, el desnudo materialismo o el desprecio del trabajo.
Al mismo tiempo, el monasterio se alzó como una defensa, más o menos sólida y efectiva, puesto
que solo podía recurrir a la autoridad moral, contra los abusos de poder. Pocos relatos ejemplarizan
mejor esa situación que la anécdota del encuentro entre Zalla y Benito de Nursia64.El primero era un
recaudador de impuestos godo. Ansioso de esquilmar a un campesino romano, cuando este no pudo
pagar lo que le exigía, lo sometió a tortura. El desdichado rústico, en un deseo de librarse del
tormento, alegó entonces que Benito tenía sus bienes. Zalla, tras obligar al campesino a que lo guiara
hasta Montecassino, encontró al abad a la entrada del monasterio leyendo. El godo intentó quebrantar
entonces la resistencia del abad, pero este, poco dispuesto a dejarse presionar, se limitó a
contemplar compadecido al campesino. Zalla se sintió conmovido por la entereza del monje y se
arrojó a sus pies. Benito le perdonó entonces, le encomendó a los demás hermanos para que le dieran
de comer y beber, y regresó a la lectura. Zalla sería después amonestado para que no incidiera de
nuevo en sus crueles comportamientos. Sea o no cierto el relato —y no existen razones para negarlo
—, la imagen que emerge del mismo no puede resultar más obvia. El libro, la compasión y el perdón
presentes, pero también la justicia y la esperanza futuras encontraban una sede natural en el
monasterio. Por último, la Regla señalaba el camino para vivir en libertad, del propio trabajo, con
una comunidad de bienes y una proyección diaria hacia lo trascendente.
La situación de Montecassino, desde luego, distó mucho de ser idílica. En el 581, por ejemplo,
los lombardos arrasaron el monasterio y provocaron la huida de los monjes. Sin embargo, aquella
diáspora tuvo un resultado directo, y fue la extensión de la nueva cultura monástica.
Es dudoso que en sus primeros momentos el monacato benedictino pretendiera convertirse en
guía cultural. No obstante, eso fue lo que sucedió. De entrada, la vida de los monjes giraba en torno
al mensaje contenido en las Sagradas Escrituras. Obligado resultaba, por lo tanto, aprender a leerlas
y preservarlas mediante la imprescindible labor de copia. Pero, además, esas Escrituras se habían
distribuido ya con amplitud en traducciones realizadas al latín partiendo de sus textos originales en
hebreo y griego. El monasterio, sin percatarse de la trascendencia de sus actos, se convirtió así en
una escuela donde se enseñaba a leer y a escribir, donde se comenzaban a cultivar artes como la
caligrafía, el dibujo y la pintura, donde se cultivaba la música para alabar al Creador y donde no
solo se preservaban, sino que además se experimentaba con formas nuevas de cultivo de la tierra,
eso en unos momentos en que el imperio se había desmoronado frente a los empujes de pueblos que
no eran, por regla general, agrícolas, sino ganaderos. De la simple y humilde —pero indispensable—
sabiduría vinculada al cultivo de la tierra hasta la divina que conducía por el camino de la salvación,
pasando por la que conservaba a Virgilio, a César y a Cicerón, todo quedaba compendiado en la
labor de los monasterios.
Pero, además, estos centros acentuaron el carácter meritocrático propio del cristianismo. Los
abades no eran necesariamente nobles o libres, urbanitas o sabios. Honorato, el fundador del
monasterio de Fondi, era de origen servil y campesino y eso no le impidió gobernar a doscientos
monjes. Precisamente, esa impronta meritocrática y la recuperación del culto al trabajo propio de la
Biblia tuvo repercusiones económicas trascendentales. Un número considerable de los monjes era de
origen campesino —como Equito, del que habla Gregorio en sus Diálogos (I, 4), haciendo uso de la
guadaña— y pudo emplearse en la recuperación de tierras que habían quedado baldías por efecto de
las invasiones bárbaras. El terreno estéril, el pantano, el páramo fueron cediendo poco a poco su
lugar a un ejército civilizador que era, a la vez, pacífico y laborioso, en suma, que encarnaba dos de
las virtudes cristianas más esenciales. A estas sumaba una tercera que ya había inquietado a los
paganos sagaces como Juliano. Nos referimos a la caridad. En el capítulo 36 de la Regla de Benito
de Nursia se afirma:
El cuidado de los enfermos debe estar por encima de todo, ya que en verdad deben ser atendidos
como Cristo, porque Él mismo dijo: Estuve enfermo y me visitasteis, y Todo lo que hicisteis a esos
pequeños, a Mí me lo hicisteis.
En los siglos siguientes, los monasterios constituirían focos de ayuda a los menesterosos, de
defensa de los débiles y de resistencia crítica frente al poder político arbitrario. Así contribuirían a
sentar las bases más sólidas de la Europa medieval.
Las misiones monásticas y el surgimiento de las culturas del noroeste y centro de Europa
Pero el monacato no se limitó a restaurar lo dañado por los bárbaros ni a conservar lo creado por
la cultura clásica. También extendió esa influencia a través de los misioneros hacia zonas que jamás
habían conocido los beneficios derivados del gobierno romano, y lo hizo eliminando las barreras
históricas entre romanos y bárbaros, igual que antaño lo había hecho entre judíos y gentiles.
El caso más paradigmático —que no el único— fue el de Irlanda, una isla que no había sido
alcanzada por el influjo civilizador de Roma. El artífice, de nuevo, fue un hombre de extracción
humilde, un origen que el cristianismo convirtió en indiferente de acuerdo con su propia tradición
igualadora. Se llamaba Patricio65y nació en torno al año 389 en algún lugar al sudoeste de Gran
Bretaña. A los dieciséis años fue secuestrado por piratas irlandeses y reducido a la esclavitud. En
esa condición pasó seis años en la montaña Slemish en el condado de Antrim, según la tradición, o
en el de Connacht (Connaught). Sin embargo, logró escapar, llegó al norte de la Galia y se convirtió
al cristianismo.
La aceptación de la nueva fe le proporcionó una cosmovisión bien diferente a la que hubiera
podido tener hasta entonces. Ansió regresar a Irlanda, la tierra de la amarga cautividad, pero no para
vengarse, sino para compartir el Evangelio con aquellos que habían sido sus captores.
Tras ser ordenado sacerdote, logró su propósito, y en el año 431 fue nombrado obispo. Su tarea
no resultó fácil —es conocida la anécdota de cómo recurrió al trébol, que acabaría convirtiéndose en
símbolo suyo, para enseñar a los paganos irlandeses la doctrina de la Trinidad—, pero resultó
fecunda, y no solo en términos espirituales. Uno de los cantos compuestos por él, el denominado
Lorica, conservado en el Libro de los himnos, constituye de hecho el inicio de la literatura irlandesa,
pero además su ejemplo cundió pronto llevando la lengua latina a los lugares más apartados de los
mares del Norte, desde las Féroe a Islandia. Pero no se trató solo de la lengua del imperio, utilizada,
entre otras cosas, para componer versos inspirados en los modelos de la Antigüedad. En los
monasterios célticos se abordaron las cuestiones astronómicas, se establecieron cálculos
cronológicos, se estudió la lengua griega —aquella en la que había sido redactado el Nuevo
Testamento—, hasta el punto de que en el siglo IX no eran pocos los irlandeses que la conocían con
una profundidad notable. Los evangeliarios y los salterios irlandeses66—¿acaso no iba a ser el arpa
de David un componente esencial del escudo de Irlanda en el futuro?—, que aún provocan nuestra
admiración, fueron solo algunas de las manifestaciones de una nueva cultura que sabía aunar bajo el
impulso fraternal del cristianismo la lengua vernácula de los irlandeses con lo mejor de la cultura
clásica.
A lo largo del siglo VII, los herederos de la Iglesia céltica de Patricio difundieron el Evangelio y
la cultura clásica por el noroeste de Europa. Nombres como los de Valerio (m. 633), Gall (m. 640),
Fara (m. 657), Omer (m. 670), Ouen y Filiberto (ambos m. 684) o Bertín (m. 709) son jalones
masculinos y femeninos de una impregnación cultural entre los pueblos célticos y germánicos que
nunca lograron las legiones romanas. Pero ahora el avance occidental no pretendía subrayar la
superioridad de una raza, de una cultura, de una nación sobre otra, sino sellar la fraternidad entre
pueblos diferentes en torno a un mensaje de salvación, caridad y esperanza. Quizá por ello no
debería sorprender tanto que los resultados acabaran siendo radicalmente distintos.
Quizá una de las cumbres de este avance incontenible se produjo durante estos siglos con la
conversión de los anglosajones. El origen de este episodio ha sido relatado en multitud de ocasiones.
Gregorio Magno habría visto a unos esclavos anglos (angli) y, sorprendido por su prestancia, habría
dicho que eran más bien ángeles (angeli), decidiendo alcanzarlos con el Evangelio. Gregorio Magno
envió para esta misión a Agustín, un monje latino, que llegaría al reino de Kent sobre el año 596.
Durante el siglo siguiente, el monacato occidental llegó a Northumbria de la mano de Vifredo (634-
709) y Benito Biscop (628-690). Mientras un huido de la expansión islámica llamado Teodoro,
ayudado por Adriano, que procedía de África, en torno al 669, convertía Canterbury en un centro de
enseñanza, Benito Biscop importaba a Inglaterra la cultura occidental. En el curso de distintos viajes
que realizó al continente, el monje fue tomando consigo manuscritos, pinturas, ropas, amén de
albañiles, vidrieros y cantores que desembarcaron en una Inglaterra ayuna de todas aquellas
exquisiteces. De la obra conjunta —no pocas veces coordinada— de los misioneros latinos y
célticos surgieron los Evangelios de Lindisfarne, la literatura vernácula, la obra de Beda el
Venerable, el arte de las cruces de piedra de los anglos y, por supuesto, el trasplante del mundo
clásico a las tierras brumosas del norte donde nunca había podido arraigarse.
Al igual que las islas británicas, Germania se había mantenido siempre impenetrable al influjo
del imperio. Quizá en mayor medida, ya que durante siglos Roma logró mantener un cierto control
sobre Inglaterra hasta el limes formado por el muro de Adriano. Sin embargo, en relación con
Germania, el imperio romano había conseguido como mucho detener el avance de sus belicosas
tribus en algunas ocasiones. No obstante, nunca había dominado sus tierras ni, al fin y a la postre, se
había mostrado capaz de paralizar por completo el avance de sus pobladores. No hace falta decir que
tampoco logró imbuirles una cultura que ellos como nadie aniquilaron al paso de sus huestes. Esa
tarea la cumplirían también los misioneros cristianos y, de manera muy especial, Bonifacio, un
benedictino anglosajón.
Nacido en Kirton67, en el reino de Wessex, en torno al año 675, Bonifacio se llamaba
originalmente Wynfrid. Recibió su educación en el monasterio de Nursling (Hampshire), del que se
convirtió en abad sobre el año 717. Al año siguiente, Gregorio II autorizó su misión evangelizadora
en la pagana Germania. El recorrido de Bonifacio, a pie y en un ambiente abiertamente hostil, resulta
casi sobrecogedor. Durante años cruzó Turingia, Baviera, Frisia, Hesse y Sajonia. En el 723 tuvo
que abandonar por un tiempo Germania para acudir a un llamamiento del Papa. La intención del
obispo de Roma era consagrarle obispo y entregarle unas cartas dirigidas a Carlos Martel, el rey
franco de Austrasia. Fue un paréntesis breve. En el 724, Bonifacio se hallaba en Hesse y se enfrentó
con más energía que nunca al paganismo. En el año 738, tras ser nombrado arzobispo y primado de la
Iglesia germana, Bonifacio realizó un tercer viaje a Roma. Le quedaba poco tiempo de vida, ya que
unos paganos lo asesinaron en Dokkun, Frisia (hoy en los Países Bajos). Sin embargo, para aquel
entonces el cristianismo —que no contaba ni siquiera con las armas de que habían dispuesto antaño
las legiones romanas— ya había vencido en Germania. Bonifacio había mantenido unas relaciones
que vinculaban entre sí lo mismo a la iglesia italiana que a las célticas con la nueva germánica. La
unión imperial podía haberse desmoronado, pero se estaban sentando las bases de una nueva unidad
europea que trascendiera incluso los límites máximos del imperio romano. No solo eso. Estaba a
punto de asistirse a la reconstrucción del imperio de Occidente, un Occidente que, como veremos en
el capítulo siguiente, se enfrentaba entonces a terribles amenazas.
«¡Combatid contra quienes, tras recibir la Escritura, no creen en Allah, ni en el último día, ni
prohiben lo que Dios y Su enviado han prohibido, ni practican la religión verdadera, hasta que,
humillados, paguen el tributo!».
(Corán 9,29)
«Realizan incursiones sobre Saqlaba navegando en barcos. Los capturan y los llevan a Jazar y a
Bulkar, con las que comercian... cuando nace un niño, su padre lleva una espada desnuda al lugar
donde se encuentra el recién nacido y la coloca en sus manos diciéndole: No te dejaré riquezas y
solo tendrás lo que con la espada ganes para ti mismo.»
(Ibn Rusta, sobre los varegos)
5. La reconstrucción del imperio y la Segunda
Edad Oscura
La amenaza islámica
¡Amonestad a aquellas de las que temáis que se rebelen! ¡Dejadlas solas en el lecho!
¡Golpeadlas! Si os obedecen, no os metáis más con ellas.
O en la 15 de la misma sura:
Llamad a cuatro testigos de vosotros contra aquellas de vuestras mujeres que sean culpables
de falta de honestidad. Si dan testimonio contra ellas, encerradlas en casa hasta que mueran o
hasta que Dios les procure una salida68.
El avance —militar y religioso— del islam fue espectacular y superó en rapidez y capacidad de
aniquilación a las invasiones germánicas. El califa Ornar, el segundo de los sucesores de Mahoma,
conquistó Siria en 635, Palestina en 638 y Persia en 642, un año en el que uno de sus generales, Amr
ibn al-As, llegó a Egipto. En un claro precedente de lo que sería en repetidas ocasiones la expansión
islámica, el califa Ornar ordenó quemar la Biblioteca de Alejandría, alegando que si lo que en ella
estaba custodiado era igual al Corán no era necesario y si discrepaba con el libro sagrado no tenía
derecho a existir.
No solo los libros en que se recogía el saber de la Antigüedad iban a enfrentarse con un aciago
destino. A los cristianos y judíos sobre los que cayeron las fuerzas musulmanas solo se les ofreció
una alternativa, la misma que había concebido Mahoma y que había aplicado inexorablemente en
Arabia: o la capitulación absoluta y la reducción al estado de población sometida y despojada antes
de que se cruzaran las espadas o el degollamiento de todos los varones y la esclavitud de las mujeres
y los niños si habían osado defenderse y habían resultado derrotados.
La muerte de Ornar y las guerras civiles vinculadas con Alí y sus adversarios detuvieron el
avance musulmán, pero se trató solo de una pausa momentánea. Es cierto que en el 667 Muhawiya fue
contenido por Bizancio, pero eso no impidió que prosiguiera sus conquistas en Oriente por Kabul,
Bujara y Samarkanda. En 689 Abd al-Malik conquistó Cartago y poco después penetró en Marruecos.
En 711, valiéndose de las disensiones dinásticas visigodas, los musulmanes cruzaron el estrecho de
Gibraltar y pisaron por primera vez territorio europeo. En apenas unos meses, deshicieron la
monarquía germánica que reinaba en España y se dirigieron hacia el reino de los francos, situado al
norte de los Pirineos.
Occidente, un Occidente que comenzaba a salir del marasmo de las invasiones germánicas
gracias a la labor reconstructora del cristianismo, acababa de quedar embotellado, aislado del resto
del mundo, por un poder islámico hostil y agresivo que controlaba el Mediterráneo. Pronto se vería
enfrentado además con una nueva oleada de invasiones bárbaras que en nada desmerecería por su
gravedad de las sufridas durante los siglos III-V. Sin embargo, antes de que así sucediera el
cristianismo iba a ser un elemento esencial en un intento de reconstrucción del imperio romano y en
la edificación de una cultura europea nueva en la que se entrelazaran la sabiduría clásica y la piedad
cristiana.
Los francos era una tribu germánica que a mediados del siglo III hizo acto de presencia en el
Medio y Bajo Rhin. Su establecimiento en tierras del imperio se produjo en torno al año 253 y poco
después se dividieron en francos salios, asentados en el Bajo Rhin, y francos ripuarios, situados en el
curso medio del mismo río. Como sucedió con otros pueblos germánicos, los salios se convirtieron
en aliados de Roma, pero cuando esta abandonó el Rhin, a inicios del siglo V, aprovecharon el vacío
de poder para controlar la práctica totalidad del territorio situado al norte del río Loira.
Con Clodoveo I, los salios prosiguieron su avance hacia Occidente. En el 486 Clodoveo
destituyó a Siagrio, último gobernador romano de la Galia, y a continuación fue imponiendo su
dominio sobre otras tribus germánicas como los alamanes, los burgundios, los visigodos de
Aquitania y los francos ripuarios. Tal vez, la monarquía franca hubiera corrido una suerte efímera
como la ostrogoda o la vándala de no haberse producido un acontecimiento de extraordinaria
trascendencia. Clodoveo era consciente de las limitaciones con las que se enfrentaba para consolidar
su reino y, sobre todo, casado con una princesa cristiana llamada Clotilde, justo diez años después
de haber destituido al representante del poder imperial en la Galia, abrazó la fe cristiana. Como en el
caso de Constantino, la razón fue política y bélica, aunque no se puedan descartar otras motivaciones.
En vísperas de la batalla de Vouillé, en la que se enfrentó con los alamanes, el rey de los francos
había orado: «Jesucristo, de quien dice Clotilde que eres el Hijo de Dios vivo: socórreme. Si me
otorgas la victoria sobre el enemigo, creeré en Ti y me haré bautizar». Vencedor, cumplió su palabra.
La traducción en términos sociales de este acto fue de enorme trascendencia. A diferencia de lo
sucedido con visigodos, burgundios o vándalos, los francos no privaron a la población autóctona de
sus tierras y esta fue considerada súbdita del rey franco con igualdad de derechos con los germanos.
Al cabo de dos generaciones, la fusión entre ambos pueblos era un hecho. También lo era una
romanización de los germanos que se tradujo incluso en la utilización de una lengua romance y en la
transformación de su reino en el más homogéneo de los bárbaros nacidos de la descomposición del
imperio.
Sin embargo, una de las circunstancias que iban a revelarse más fecundas fue la estrecha relación
que se estableció entre la monarquía franca y el Papado. Cuando, tras la muerte de Clodoveo, el
reino se dividió entre sus cuatro hijos y poco a poco fue experimentando un debilitamiento del
monarca en favor del mayordomo de palacio (major domus), esa relación no desapareció.
En el año 687, Pipino de Heristal, mayordomo de palacio de Austrasia, depuso a los gobernantes
de Neustria (la parte occidental) y de Borgoña y se autonombró major domus de un reino franco
unificado. Su hijo Carlos Martel amplió las fronteras del reino hacia el este y en el 732 repelió una
invasión musulmana —ya muy debilitada por el papel de escudo que estaba desempeñando en
España el reino cristiano de Asturias— en Poitiers. El islam seguía amenazando a Occidente, pero en
España había cosechado su primera derrota y, a lo largo de los siglos siguientes, iría perdiendo casi
palmo a palmo el territorio conquistado en Europa. Por su parte, las óptimas relaciones entre la
monarquía franca y el obispo de Roma llegaron a su punto máximo con el nieto de Carlos Martel,
Carlomagno, que protagonizaría el primer intento occidental de reconstrucción del imperio.
Carlos, el posterior Carlomagno, nació probablemente en Aquisgrán, en la actual Alemania, el 2
abril del 742, y era hijo del rey franco Pipino el Breve. En el 751, cuando Carlos era aún un niño,
Pipino destronó al último rey merovingio y asumió el título real. Su acto —una mera formalización
de una realidad material que duraba siglos— se vio sancionado mediante la coronación nevada a
cabo por el papa Esteban II en el 754. Además, el Papa ungió a Carlos y a su hermano menor,
Carlomán. Ese mismo año, como muestra de agradecimiento, Pipino invadió Italia para proteger al
Papa de los lombardos. Cuando Pipino murió en el 768, el gobierno de sus reinos fue compartido
entre sus dos hijos, pero en el 771 Carlomán murió de forma repentina y Carlomagno aprovechó para
asumir el control de sus territorios. Al año siguiente, la intervención de Carlos en Italia para proteger
al papa Adriano I de los lombardos confirmó una alianza que había sido beneficiosa para ambas
partes.
Durante los años siguientes, Carlomagno se embarcó en una serie de campañas que pretendían
proteger al Occidente más o menos cristianizado de la amenaza de musulmanes y paganos. En el 772,
Carlomagno comenzó a repeler las incursiones de los sajones (una guerra intermitente que se
alargaría tres décadas); en el 778 llevaría a cabo una campaña en España concluida con la derrota de
Roncesvalles; en el 788 sometió a los bávaros, y entre los años 791 y 796 contuvo y conquistó el
territorio de los ávaros, que equivalía, grosso modo, a las actuales Hungría y Austria.
Carlomagno estaba imbuido de una visión muy similar a la del imperio romano y creía estar
defendiendo el orbe civilizado contra el asedio de pueblos bárbaros. Sin embargo, a esta antigua
cosmovisión romana sumaba un elemento esencial, y era la convicción de que el nuevo imperio debía
articularse ideológicamente sobre el cristianismo, y de manera más específica, sobre el cristianismo
predicado por la sede romana, la más importante de todo Occidente. Este aspecto, además, tenía una
importancia ineludible, ya que era el único vínculo real que podía entrelazar con solidez realidades
culturales tan distintas como las de los pueblos que formaban su reino. No resulta por ello extraño
que, en la Navidad del año 800, Carlomagno —que se había arrodillado para orar en la basílica de
San Pedro en Roma— fuera coronado por el papa León III como gran y pacífico emperador de los
romanos70.
Es difícil exagerar la trascendencia de este acto que no se produjo en el vacío y que podía
retrotraerse en sus intenciones al mismo momento en que Carlos fue coronado rey de los francos. A
partir del 800, el territorio dominado por Carlomagno no aumentó, por lo que no fueron nuevas
conquistas los resultados de la unción imperial. Más bien lo que hallamos es la aceptación de una
serie de elementos derivados de la cultura cristiana de enorme importancia y fecundo porvenir.
Hasta aquel entonces, la legislación de los reinos occidentales había sido el derecho bárbaro con
retoques más o menos profundos, en ocasiones del todo superficiales, de valores cristianos. La
legislación carolingia significó una ruptura con el pasado. Pretendería —que lo consiguiera es
cuestión diferente— promulgar unas leyes nuevas derivadas de la ética cristiana que pasara por
encima de los precedentes romanos y germánicos. No deja de ser significativo que Cataúlfo en una
carta dirigida a Carlos al inicio de su reinado le animara a seguir la Biblia para gobernar a la manera
del consejo contenido en Deuteronomio 17, 18-20. Con ello, no se intentaba crear una teocracia, sino
más bien establecer un constitucionalismo cuya legitimidad derivaría de la sujeción a ciertas normas
éticas. Tampoco puede sorprender que la lectura favorita del emperador fuera la Ciudad de Dios de
Agustín de Hipona. En otras palabras, su labor de gobierno pretendería traducir al terreno de la
política principios ya presentes en el Nuevo Testamento, los de que la legitimidad se sustenta en la
defensa de ciertos valores y que el abandono de los mismos legitima la desobediencia al gobernante.
En el año 834, la deposición de Luis el Piadoso derivará precisamente de la aplicación práctica y
real de estos principios.
El gobierno de Carlomagno no solo significó la aceptación de un núcleo de constitucionalismo
político o un intento de reunificar el imperio —por lo tanto, un precedente de la Europa unida—
frente a las amenazas externas. También implicó de manera muy principal la oficialización regia de
la tarea cultural y educativa desempeñada por el cristianismo en los siglos anteriores. Entroncando
con precedentes hispánicos —Teodulfo tenía claras conexiones con el polígrafo Isidoro de Sevilla y
también lo conocía Alcuino de York, tal vez a través de Beda—, el denominado renacimiento
carolingio va a constituir una fecunda fusión de la cultura clásica y la cristiana. La Biblia es el texto
glosado con más frecuencia, pero seguido por Virgilio. Alcuino compone una guía para el estudio de
la retórica basada en el De inventione de Cicerón, pero, a la vez, se ejecutan extraordinarias copias
manuscritas de la Biblia. Eginardo historia dejando de manifiesto la influencia de César, Tito Livio,
Floro, Tácito, Justino y Osorio, y, al mismo tiempo, supervisa la construcción de iglesias en las que
se percibe —una vez más— la influencia artística española. Carlomagno — que gusta de ser llamado
en privado David, como el rey bíblico— dispone que las sedes episcopales y los monasterios no se
ocupen solo de cultivar la piedad, sino también de cultivar las ciencias y enseñar a los que no saben.
Incluso —en un proyecto que no terminó de llevarse a la práctica— la Capitular I, 235 estableció
que todos los niños debían recibir instrucción elemental, una instrucción que debía ser gratuita (Cap.
I, 238). Las traducciones, la creación de bibliotecas, la recuperación y el fomento de las artes son
solo algunas de las manifestaciones de un imperio que se desea cristiano y que, siquiera en parte,
incorpora valores propios de esta fe. De estos, al lado de la sabiduría iba a ocupar su lugar la
caridad.
Aun con la distancia del tiempo llama la atención la manera en que Carlomagno sintió
preocupación por la asistencia social. Carlos se consideraba protector directo de débiles y
necesitados (Cap. I, 93) y no cesó de articular medidas legales relacionadas con este tema. Por
ejemplo, se prohibió de manera terminante negar techo, hogar y fuego a los viajeros; se castigó con
severidad el rehusar socorro a un barco en peligro de naufragar; se mantuvieron los hospicios y
xenodoquias en la mayor parte de las ciudades italianas y se crearon otros nuevos en las residencias
episcopales del imperio franco al oeste del Rhin.
Además, se aprobaron normas que pretendían evitar la explotación de los más débiles. Así, se
prohibieron los préstamos con interés (Cap. I, 244) y el acaparamiento de víveres de primera
necesidad, se estableció el precio oficial de bienes imprescindibles como los alimentos (794) o la
ropa (808) y se buscó, en términos generales, impedir la formación de monopolios y favorecer la
circulación de bienes en beneficio del consumidor. Incluso en la legislación matrimonial, Carlos
intentó defender a los más desprotegidos. Por ejemplo, se prohibió a los maridos repudiar a sus
esposas y contraer nuevo matrimonio salvo que mediara el adulterio (Cap. I, 30), aunque, a la vez, se
autorizó el divorcio por razones como la no consumación del matrimonio, el intento de asesinato, la
entrada en religión o la negativa a seguir al cónyuge a otras tierras (Cap. I, 40 y sigs.).
Todo esto resultó paralelo —que no sustituyó— a la asistencia proporcionada por iglesias
rurales y monasterios. De estos, la totalidad contaba con servicios de ayuda a los desfavorecidos y la
mayor parte disponía de hospederías para viajeros. El monasterio de Saint-Riquier, por ejemplo,
entregaba ayudas a diario a trescientos pobres y a ciento cincuenta viudas, una cifra elevada para la
demografía de la época. Asimismo se construyeron, por lo general bajo el cuidado de instituciones
eclesiásticas, hospitales para enfermos, leproserías o alojamientos para viajeros en los pasos
montañosos de difícil acceso como el del Septimer. No fue menor el papel de la Iglesia en el
aumento de las manumisiones, un fenómeno que ya tenía precedentes en los primeros años de
tolerancia del imperio romano hacia el cristianismo.
Sin embargo, tampoco esta vez el intento de imperio, si no cristiano, sí influido por el
cristianismo, iba a durar mucho. Antes de que Carlomagno exhalara su último aliento comenzó a
quedar de manifiesto que sobre Occidente se cernían amenazas que en nada desmerecían por su
gravedad de las que habían supuesto los bárbaros.
Carlomagno, que en teoría estaba destinado a compartir la corona con un hermano suyo, gobernó
en solitario, lo que le permitió controlar la totalidad de los territorios francos e incluso ampliarlos al
rechazar las agresiones procedentes del este. Su obra, sin embargo, no iba a perdurar. A la muerte de
su hijo Luis, el reino fue dividido entre sus tres vástagos supervivientes en virtud del Tratado de
Verdún del 843. Para aquel entonces, no obstante, el sueño de un imperio cristiano había quedado
anegado ante unas oleadas invasoras que sumergieron a Europa en una nueva Edad Oscura. La única
excepción —sin duda notable— fue la península Ibérica, dividida en una España cristiana que
resistía a los musulmanes convertida en bastión de defensa y la España sometida por el dominio
árabe que estaba destilando la cultura acumulada durante siglos.
El final del siglo VIII estuvo caracterizado por la irrupción en Occidente de los denominados
vikingos. El objetivo fundamental de sus expediciones era el saqueo y el pillaje, y entre sus víctimas
principales se hallaron los centros de cultura cristiana. La primera incursión vikinga que se conoce
fue dirigida en el año 793 contra la isla sagrada de Lindisfarne, donde se encontraba asentado un
importante monasterio céltico. Al año siguiente, los vikingos asolaron Jarrow y en 802 y 806
destruyeron Iona.
La Irlanda cristiana soportó incursión tras incursión hasta que en 830 los vikingos constituyeron
un reino en su zona oriental, como plataforma adecuada para devastar la Bretaña occidental, Francia
y España. No deja de ser significativo que la ruta seguida por los misioneros cristianos con un afán
evangelizador y civilizador fuera ahora surcada por los vikingos paganos con una finalidad de botín y
destrucción. Ni Irlanda ni Northumbria lograron reponerse de aquel asalto y lo mismo puede decirse
del imperio franco. En 845, los vikingos procedentes de Dinamarca remontaron el Weser y
destruyeron Hamburgo. Al mismo tiempo, París fue sometida a un pavoroso saqueo y Carlos el
Calvo, uno de los herederos de Carlomagno, se vio obligado a pagar un rescate. Se trató de una
época nefasta para Occidente porque Roma estaba siendo atacada al mismo tiempo por los
sarracenos que profanaron las tumbas de los apóstoles. La única nota de esperanza —y bien limitada
— eran las repoblaciones realizadas por Alfonso II de Asturias en territorio español para garantizar
la perdurabilidad del territorio recuperado de manos árabes.
Sin embargo, aún quedaba lo peor por llegar. Hacia el 850 se desencadenó una oleada de ataques
sobre Occidente que transcurriría de manera casi ininterrumpida durante medio siglo. De 855 a 862,
los vikingos se establecieron en el Loira y el Bajo Sena; en 865 invadieron Inglaterra, donde los
contuvo por un tiempo la resistencia de un rey que había abandonado el monasterio para defender su
reino, Alfredo el Grande; en 879 asolaron el territorio carolingio del Elba al Garona; en 880
aniquilaron al ejército imperial en Luneberg. Desde ese año hasta 886, en que arrasaron París, los
vikingos asolaron sin piedad las tierras carolingias saqueando Colonia, Tréveris, Metz e incluso la
tumba de Carlomagno en Aquisgrán. Para esas fechas, las culturas cristianas de Irlanda, Northumbria
y Anglia oriental eran un recuerdo del pasado y el imperio carolingio estaba en vías de pasar
ominosamente a la Historia. En ningún momento antes —ni siquiera con las invasiones germánicas de
los siglos III-VI— estuvo Occidente tan cerca de verse sumergido en un caos de violencia y
destrucción paganas, justo cuando el poder hegemónico en España era el del islam y cuando lo peor
de las invasiones magiares ni siquiera había comenzado.
Las posibilidades de resistencia, desde luego, eran escasas. En el sur, los asturleoneses que se
empeñaban en continuar la Reconquista contra los musulmanes apelaban de manera continua a la
liberación de sus hermanos de fe. Alfonso III (866-910), autoproclamado rex totius Hispaniae,
obtuvo su victoria más relevante frente a un Mahdí musulmán que pretendía aniquilar a sangre y fuego
el minúsculo reino norteño. En el centro de Europa, la alianza entre el episcopado y el rey sentaba
las bases un cuarto de siglo más tarde para la efímera reconstrucción del imperio en la persona de
Otón I (936-973). El ahora denominado Sacro Imperio Romano-Germánico era carolingio en sus
ideales, aunque no logró —salvo quizá durante el reinado de Otón III— acercarse a su cumplimiento.
Tampoco pudo contener una presión que, procedente del este y del norte, amenazaba con aniquilar
siglos de cultura y civilización. De hecho, una nueva oleada vikinga lanzada sobre Occidente en las
postrimerías del siglo X demostró una capacidad de destrucción muy superior a la conocida hasta
entonces. La casa regia de Alfredo —que había alcanzado su culmen bajo el rey Edgardo (959-975)
— desapareció, abriéndose un cuarto de siglo de calamidades en que Inglaterra se vio saqueada por
los invasores norteños. En las inmediaciones del año 1000 sobre el universo cristiano se cernían los
peores auspicios.
Si esta nueva y más terrible Edad Oscura fue un fenómeno aciago pero temporal se debió —como
había sucedido siglos atrás— a la influencia civilizadora del cristianismo, una influencia que, dicho
sea de paso, ninguno de los invasores hubiera podido considerar tan vigorosa. En 1016, los vikingos
llegaron al culmen de sus éxitos. Canuto, el hijo del caudillo que había encabezado la reacción
pagana, se convertía en rey de Inglaterra y fundador de un imperio vikingo que se extendía por esta
isla y Escandinavia. En apariencia, el triunfo del paganismo era total y había logrado un éxito
ambicionado pero nunca conseguido por el imperio romano. En realidad, la marea ya estaba
comenzando a cambiar de dirección.
El cambio se produjo además cuando los nuevos reinos bárbaros, lejos de hallarse sumidos en un
periodo de decadencia, mostraban un vigor y una pujanza envidiables. Sus enemigos en el campo de
batalla habían sido aniquilados hasta el punto del exterminio físico más literal, sus despojos
superaban con mucho las previsiones más optimistas que hubieran podido tener. En apariencia, sus
dioses les habían otorgado la mayor de las victorias. En la práctica, en un espacio de apenas unas
décadas, estos reinos experimentaron masivas conversiones al cristianismo. Fue el caso de Vladimir
en Rusia (asombrado por la liturgia bizantina que parecía transportar al mismo cielo), de Canuto el
Grande en Dinamarca, de Olaf Trygvason y Olaf el Santo en Noruega, de Boleslav el Grande en
Polonia... Todos ellos se rindieron ante la extraordinaria grandeza espiritual del cristianismo —
Vladimir había incluso examinado otras religiones antes de su conversión—, humillado quizá en el
campo de batalla (un terreno no concebido en principio para que librara en él sus lides) pero muy
superior en los terrenos ético, moral y cultural. Los vikingos no solo no lograron imponer su religión
guerrera. De hecho, se rindieron al cristianismo, una religión a la que habían golpeado sin
misericordia durante siglos pero que, a pesar de todo, se había mantenido incólume.
Desde ese momento, Europa —la cultura occidental— se extendió de forma extraordinaria hacia
el este y el norte. Desde el Báltico hasta el mar Negro, desde el Elba hasta el Alto Volga, se acababa
de formar una segunda cristiandad nacida no del triunfo militar —¡los príncipes cristianos habían
sido derrotados vez tras vez por los vikingos!—, sino de la fuerza mayor que emana del espíritu. A
partir de entonces, serían incomprensibles sin referencia al cristianismo las culturas nacionales de
Bulgaria —evangelizada por Cirilo y Metodio72—, de Hungría, de Escandinavia, de Chequia, de
Polonia y de Rusia. Cuando en el siglo XII llegaran procedentes de Asia central las hordas mongolas,
esta última nación desempeñaría para Europa un papel muy similar al de España frente al islam. Se
alzaría como un bastión de resistencia cristiana inicialmente vencida pero, poco a poco, restaurada,
logrando con ello paralizar, primero, el empuje de la barbarie sobre el resto de Europa, y, después,
recuperar su independencia. Sin ambos escudos de defensa, Europa hubiera perecido a manos de los
invasores. Sin la inspiración medular proporcionada por el deseo de libertad nacional y de
preservación de la fe cristiana ninguno de los dos pueblos hubiera podido representar ese papel.
«Solo el romano pontífice ha de ser llamado universal... él es el único hombre cuyos pies deben
besar todos los príncipes... a él le es lícito deponer a los emperadores... el papa puede relevar a
los súbditos del deber de fidelidad a los soberanos perversos.»
(Gregorio VII, Dictatus papae)
«El creador del universo puso dos grandes luminares en el firmamento; el mayor para gobernar el
día, el menor para gobernar la noche. De la misma manera y para el firmamento de la iglesia
universal... nombró dos grandes dignidades... la autoridad pontificia y el poder regio.»
(Inocencio III, Sicut universitatis conditor)
6. Del mundo feudal a la ciudad medieval
La terrible amenaza de una segunda Edad Oscura se vio conjurada, como tuvimos ocasión de
examinar en el capítulo anterior, por la influencia directa del cristianismo. Del siglo X emergió
Occidente no anegado por las últimas invasiones del paganismo o las más antiguas del islam, sino
comunicando a otros pueblos el legado cultural del cristianismo y ampliando sus fronteras hacia el
este y el norte. Si Occidente llegaba hasta el Rhin en el siglo IX, podemos afirmar que limitaba con
Islandia y Kiev en el siglo X. Sin embargo, el desplome del imperio carolingio y la pulverización de
prácticamente toda autoridad como consecuencia de las invasiones bárbaras y de la anarquía feudal
no dejaron de tener una influencia extraordinaria —y negativa— sobre la vida del cristianismo. No
se trató solo de que iglesias y monasterios fueran objetivos privilegiados, sino también de que el
poder político intentó apoderarse de abadías y sedes episcopales para convertirlas en una pieza más
de la sociedad feudal. Se consideró así lícito recompensar a los vasallos fieles lo mismo con un
condado que con un episcopado, y las penosas consecuencias morales y sociales de esta actitud no
tardaron en hacerse sentir.
La respuesta del cristianismo frente a una evolución política que vulneraba algunos de sus
principios esenciales —la legitimidad obligatoria del poder para que se le prestara obediencia, la
defensa de los débiles y oprimidos, la libertad del individuo...— no tardó en articularse. Al
principio, la reacción cristiana revistió formas puramente espirituales, de carácter fundamentalmente
monástico. En todos y cada uno de los casos, sin embargo, los monasterios no fueron sino fruto de
conversiones particulares acaecidas en la época. Primero, se trató de Cluny en Borgoña (910), luego
de Brogne y Gorze en Lorena y Camaldoli en Toscana, ya rebasado el jalón del año mil.
Los monjes reformadores73 no eran simples ascetas que pretendían huir de un mundo que se
resquebrajaba desoladoramente. En realidad, encarnaban el reavivamiento de una cosmovisión que,
como ya hemos tenido ocasión de contemplar antes, pretendía vivir el cristianismo con todo lo que
éste tenía de defensa de los oprimidos y de crítico del poder político. Los ejemplos al respecto
resultan abundantes y reveladores. Odón, el segundo abad de Cluny (927-942), basó su obra magna,
las Collationes, en la tesis del enfrentamiento entre dos razas espirituales, la maligna que desciende
de Caín y la buena que procede de Abel. Sin embargo, a diferencia de Agustín de Hipona, el mayor
peligro no se hallaba extraportas, sino en el seno de una cristiandad que no vivía con plenitud el
cristianismo. La mayor desgracia social derivaba de la opresión injusta de los desfavorecidos, «pues
los banquetes de los poderosos se guisan con el sudor de los pobres» (Collationes 3, 26-30). Al
mismo tiempo, Odón era lo bastante desconfiado del poder político —de nuevo, una constante del
cristianismo— como para esperar que éste pusiera remedio a los males de la sociedad. La única
salida para la sociedad radicaba en una conversión, en una vuelta hacia los principios del
cristianismo que se enfrentan con valentía a la opresión y ofrecen caridad, compasión y esperanza.
El movimiento de reforma surgió de manera espontánea en Flandes, en Francia, en Italia e incluso
en Inglaterra. Gante, Grotaferrata, Vallombrosa, Fleury, Dijon, Verdún, Volpiano constituyen solo
algunos de los jalones de una verdadera red de comunidades encaminadas a devolver su nervio
espiritual a Occidente y a defender la justicia. Rainiero, marqués de Toscana, narraba —y era solo
un ejemplo más— el temor que le inspiraban las miradas de Romualdo, el monje, un personaje que
aun después de su muerte siguió conservando una aureola de defensor de los oprimidos.
A inicios del siglo XI, la reforma se había traducido además en un renacimiento cultural y
comenzaba a afectar la visión política. De hecho, emperadores como Enrique II o reyes franceses
como Roberto el Piadoso se esforzaron por informar su gobierno con los principios morales de la
reforma. En realidad, hasta la muerte de Enrique III (1056) las relaciones entre la autoridad
espiritual y el poder político difícilmente pudieron ser mejores, en un intento por reconstruir una
sociedad colapsada tan solo unas décadas antes. Este episodio tendría una importancia extraordinaria
—y trágica— en la historia ulterior. Enrique IV, un menor al producirse la muerte de su padre, se
opondría a la política reformadora por considerarla lesiva de su poder y encontraría enfrente de él a
uno de los papas más enérgicos y convencidos de la Edad Media: Gregorio VII.
Nacido en Toscana en torno al año 1020, Hildebrando, el futuro Gregorio VII74, procedía de una
familia de escasos medios. El carácter democratizador de la educación proporcionada por los
centros cristianos permitió que Hildebrando superara esa circunstancia desfavorable. Enviado a
estudiar a Roma, fue ordenado clérigo y, con posterioridad, el papa Gregorio VI le nombró su
capellán. La influencia de Hildebrando fue muy considerable, pero en ningún momento la utilizó para
su beneficio personal. Cuando en 1073 accedió al trono papal con el nombre de Gregorio VII su
principal objetivo era consumar una reforma iniciada décadas antes.
Las medidas adoptadas por el Sínodo romano de 1075 para eliminar la simonía (venta de cargos
eclesiásticos) y promocionar el celibato del clero contribuyeron a enfrentar al emperador Enrique IV
con el Papa. La postura de Gregorio VII no pretendía ser política, sino moral, con una inspiración
bíblica, en particular la que derivaba de los profetas del Antiguo Testamento que se habían
enfrentado con monarcas indignos. En ese sentido, venía a recoger toda una cosmovisión antigua pero
renovada en personajes como Odón de Cluny. Esta tesis explica que intentara liberar a la Iglesia de
la férula del poder político que pesaba de manera extraordinaria sobre ella, por ejemplo, en
Bizancio, y que ofreciera a los reinos cristianos más remotos la alianza con su sede. Castilla,
Dinamarca, Hungría y Croacia iban a vincularse así a Roma en un paso cargado de enorme
trascendencia.
Por su extraordinaria fecundidad, el ejemplo castellano merece una mención especial. No solo
significó el final de una autonomía eclesial centrada en el antiguo rito mozárabe, sino también —y
sobre todo— la reconexión de España con la Europa a la que había protegido del peligro islámico.
En pocos aspectos quedó esto tan de manifiesto como en el caso del Camino de Santiago. Según la
leyenda, el hallazgo de la tumba del apóstol Santiago se había producido a comienzos del siglo IX en
la diócesis de Iria Flavia. Alfonso II el Casto, el monarca asturiano, convirtió —o, al menos, lo
intentó— al apóstol en un símbolo del combate contra el islam. Sin embargo, el fenómeno de las
peregrinaciones tardaría en cuajar. En el siglo XI fue el rey navarro Sancho III el Mayor (1004-1035)
el que lo alentó guiado por el deseo de las ganancias materiales que dejaban en sus dominios los
peregrinos. Sin embargo, su universalización vino de la mano de Alfonso VI (1065-1109) y su
aceptación de la sumisión a la sede romana. A principios del siglo XII, merced en buena medida a
los esfuerzos de los monjes de Cluny, partidarios convencidos de la reforma eclesial, ya estaban
fijados los itinerarios principales de la ruta. Se iniciaba así un período fecundo que llegó hasta el
siglo XIII, el mismo en que se consagró la catedral de Santiago de Compostela, con la asistencia del
rey castellano Alfonso IX (1188-1230). Gracias al Camino, de España saldría el románico hacia el
resto de Europa —y no al revés, como se repite tantas veces— y de Europa llegarían los cantares de
gesta y los artesanos. Hasta el Gran Cisma de Occidente y la aparición de la peste negra la
importancia de esta ruta, nacida de la conexión española con la reforma eclesial europea, sería
extraordinaria.
Pero ahora regresemos a Gregorio VII. La articulación práctica de sus principios se puso de
manifiesto, además, de manera dramática. En respuesta al intento de salvaguardar la libertad del
clero, Enrique IV declaró depuesto al Papa en la Dieta de Worms. La respuesta de Gregorio VII
consistió entonces en excomulgar al emperador, lo que implicaba un cuestionamiento de su
legitimidad para gobernar y el desligamiento de obediencia de sus súbditos. En 1077, presionado por
la rebeldía de estos, Enrique IV hizo penitencia en el exterior del castillo de Canossa y obtuvo el
perdón papal. Se trató de una breve reconciliación. Al estallar la guerra civil en Alemania, Enrique
dirigió su ejército contra Roma, donde logró entrar una vez que la población se alzó en contra de
Gregorio y le obligó a abandonar la ciudad. El 25 de mayo de 1085, el Papa moría en Salerno. En
apariencia, sus esfuerzos se habían saldado con una derrota en la que además le había ido la vida. No
fue así. En 1122, el Concordato de Worms entre Enrique V y Calixto II ponía fin al sistema
cesaropapista. La Iglesia iba a perder poder temporal, pero, a cambio, había acrecentado su
autoridad moral.
El juicio sobre la obra de Gregorio VII debe estar forzosamente sujeto a matices. A pesar de su
canonización por la Iglesia católica ya en la época de la Contrarreforma, no puede considerarse
como positivo todo lo llevado a cabo por él. De hecho, no todas sus acciones podían apelar a
precedentes históricos. Por ejemplo, y esto tal vez derivó de su propia condición monástica, hizo
bascular la reforma —por motivos obvios pero en exceso— sobre los monjes, operando así en
detrimento de los obispos; promulgó el Dictatus papae, que afirmaba la condenación eterna del que
no estuviera sometido al obispo de Roma —una medida que solo podía servir para ahondar la
situación de cisma en que vivían la Iglesia oriental y la occidental, y que chocaba de modo frontal
con la historia eclesiástica anterior—; defendió el poder temporal del Papado, cuya existencia solo
podía señalarse desde el siglo VIII, y minimizó el papel de los laicos, dejando una impronta que
difícilmente puede considerarse positiva. Con todo, su resistencia frente al imperio marcó un punto
de enorme trascendencia en la historia de Occidente.
A partir de Gregorio VII quedó consagrado un principio de resistencia a la autoridad injusta que
estaba ya contenido en el Nuevo Testamento. Lejos de consagrarse el despotismo oriental de las
monarquías de derecho divino o el pagano del poder absoluto de los reyes guerreros, lo que se
subrayó fue la necesidad —ya afirmada antes— de que el monarca se sujetara a principios éticos
superiores de los que derivaba su legitimidad. Esta visión, expresada, por ejemplo, en la Carta a
Gerardo de Manegoldo de Lautenbach, contiene un cuestionamiento frontal del principio de la
monarquía de derecho divino y su sustitución por una teoría del contrato social de carácter
prácticamente democrático. El poder nunca podría apelar a la mera unción para considerarse
legítimo. Para serlo, necesitaría cumplir con una serie de condiciones éticas indispensables.
El movimiento de reforma del siglo XI no reconstruyó la unidad occidental a pesar del poder
temporal añadido con que emergió de aquél el Papado (y quizá precisamente por eso). Sin embargo,
la cultura occidental se vio enriquecida con nuevos aportes de extraordinaria importancia. Sobre los
escombros del antiguo imperio de Carlomagno habían ido surgiendo nuevas entidades políticas
procedentes, en parte, de los invasores del norte —como los distintos reinos normandos— y del este,
y, en parte, de los intentos fallidos de reconstruir el sueño imperial franco.
Estas entidades políticas se caracterizaban por un impulso guerrero y su cosmovisión no solo era
bélica, sino que se sustentaba sobre todo en la existencia de un vínculo de lealtad entre el monarca y
los vasallos, que sólo la visión cristiana de la legitimidad política pudo dulcificar y contener para
que no derivara hacia una arbitrariedad centrada en la obtención de botín y el uso de la espada.
No se trataba, por lo tanto, de una cultura propia y medularmente cristiana, pero sí de una militar
impregnada de algunos elementos cristianos. Esa conmixtión se aprecia de manera especial en la
aparición del cantar de gesta. Hasta nosotros han llegado unos ochenta poemas épicos, en su mayoría
de autores anónimos, con una extensión media de ocho mil a diez mil versos. Del Cantar de Roldán
al castellano de Mio Cid, de la anglosajona Lay of Maldon (posiblemente el poema guerrero más
importante en lengua inglesa) al Beowulf, nos encontramos con un conjunto grandioso de creaciones
literarias en las que la cultura bárbara se ve preservada, conservada, pero también decantada y —
seamos sinceros— mejorada gracias a la influencia cristiana. No es sólo que los monjes representan
un papel esencial en estas composiciones, sino que además se produce una sublimación de los
ideales bárbaros originales. Los cantares de gesta son bárbaros como lo es en buena medida la
sociedad nacida de la segunda Edad Oscura. Sin embargo, en ellos se ha producido una sublime
elevación de ideales. En ellos se reconoce un derecho superior al derivado de la fuerza cuyo origen
es divino y en el que se han entroncado valores cristianos como la defensa de los débiles, la
exigencia de la legitimidad del poder político (¿acaso es otro el punto de partida del destierro del
Cid que ha exigido de Alfonso VI que disipe cualquier duda sobre la ilegitimidad de su acceso al
trono?) y la entrega a una lealtad espiritual más elevada.
La influencia cristiana en una sociedad sustancialmente violenta no se iba a dejar notar solo en el
terreno literario. Justo en un momento en que surgía como institución sincrética una caballería en la
que se unían comportamientos paganos sublimados por el tamiz de los valores cristianos, se produjo
un intento organizado y sistemático en pro de suprimir los males derivados de la guerra. Así es como
nacieron instituciones como la Paz de Dios y la Tregua de Dios y con ellas lo que en la actualidad se
conoce como derecho humanitario de guerra.
La Paz de Dios había intentado proteger a los indefensos contra los abusos no solo de los
conflictos bélicos, sino de una nobleza carente de un mínimo sentido de la justicia. No fue una
intromisión de la Iglesia en el ámbito civil. Por el contrario, se trató de un intento por defender —
¡una vez más!— a los débiles en medio de una sociedad donde las autoridades políticas no podían o
no deseaban protegerlos. En 987, el Sínodo de Charroux ya había fulminado el anatema contra
aquellos que robaban los rebaños de los campesinos o saqueaban las posesiones eclesiásticas. De
manera bien significativa, el pan de los trabajadores y los bienes eclesiales eran colocados en el
mismo punto de mira protector.
Después, la abadía de Cluny con el abad Odón al frente en colaboración con Ricardo de San
Vannes trató de extender estas decisiones al sur y este de Francia. Así se formaron en diversos
lugares ligas pacíficas cuya finalidad era defender a los no-combatientes, en especial campesinos y
clérigos, de los males de la guerra.
La Tregua de Dios intentó además eliminar la violencia en ciertas ocasiones concretas. Así,
prohibió las hostilidades entre el sábado por la noche y el lunes por la mañana. En 1027, la
prohibición se extendió a todo tipo de guerra privada. Una docena de años después quedó exento de
la violencia el espacio de tiempo transcurrido entre la puesta del sol del viernes y su salida del
lunes. Con posterioridad se vieron también libres del derramamiento de sangre bélico las estaciones
de Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua. El cristianismo no podía eliminar —como había sido su
vocación primera— la guerra.
Sin embargo, la restringía de una manera sin precedentes y lo hacía recurriendo al único poder
con el que contaba, el espiritual, ya que la sanción por violar la tregua no era otra que la excomunión.
La Tregua de Dios no tardó en extenderse por Occidente. Primero, y con rapidez, fue aceptada en
Francia, Italia y Alemania. En 1179, un concilio la consideró de aplicación en toda la cristiandad
occidental.
No obstante, al igual que el cristianismo no había podido civilizar en su totalidad la cosmovisión
de los bárbaros y se vio limitado a sublimarla y dulcificarla, sucedió algo muy similar con la
influencia del islam, el otro gran enemigo de Occidente, que seguía retrocediendo en España y que
continuaba siendo un poder amenazante en el Mediterráneo oriental. Si de los bárbaros tomó la
sociedad feudal el culto a la violencia, de los musulmanes absorbió la idea de guerra santa —en
absoluto extraña al cristianismo— y, en parte, la del amor cortés. De la primera nacieron las
Cruzadas, un intento occidental de aliviar la presión —y las matanzas— que el islam había
desencadenado sobre los pacíficos peregrinos cristianos que acudían a Tierra Santa; de la segunda,
mezclada con influencias que iban del bíblico Cantar de los Cantares a Ovidio, una poesía amorosa
en la que el enamorado, por lo general un caballero, aspiraba al amor de una dama —no pocas veces
casada y de alcurnia superior— e intentaba conseguirlo mediante la cortesía. La influencia cultural
en ambos casos, pese a su carácter islámico, no fue la misma. En las Cruzadas hallamos el reverso
—la respuesta— a una tradición bélica consagrada y legitimada por el Corán. En el amor cortés, una
decantación de algunos de los logros culturales más sofisticados de la España musulmana, justo la
que los duques de Aquitania habían comenzado a conocer al anexionarse el ducado de Gascuña,
tradicionalmente español, en 1030 y al combatir a los musulmanes de Zaragoza, tras concluir la toma
de Barbastro en 1064. Nacido en España, ese culto al amor cortés dará algunas de sus piezas más
notables al norte de los Pirineos, como fue el caso del Lancelot del poeta francés Chrétien de
Troyes, del Tristán e Isolda (1210) —uno de los grandes mitos europeos retomados una y otra vez—
de Gottfried von Strassburg, del Roman de la rose (hacia 1240) de Guillaume de Lorris y Jean de
Meun, y, por supuesto, el ciclo artúrico, cuyo origen es bárbaro pero que absorberá temas cristianos
como el del Santo Grial.
En otros casos, la cultura cristiana volvió a dar muestras de una capacidad de absorción —la
vieja máxima del apóstol Pablo que ordenaba «examinad todo y retened lo bueno»— que no hizo
excepciones con un islam refractario a recibir influencias cristianas e incluso despectivo frente a
éstas. Uno de los ejemplos más paradigmáticos de esa capacidad de beber de otras fuentes filtrando
lo valioso se produjo en España. Nos referimos a la Escuela de Traductores de Toledo. Aunque sus
integrantes fueron no sólo cristianos, sino también judíos y musulmanes, sus inicios en la primera
mitad del siglo XII se debieron al impulso de un eclesiástico, el arzobispo don Raimundo, quien
realizó su labor en Toledo entre 1130 y 1150, y su época de máximo esplendor se desarrolló bajo un
monarca cristiano, con veleidades imperiales, Alfonso X el Sabio (1252-1284).
La labor de la Escuela de Traductores resultó de una importancia extraordinaria, porque no solo
permitió a Occidente recuperar obras de la sabiduría clásica que solo se habían conservado en
traducciones árabes, sino que además sentó las bases para la investigación en el área de disciplinas
tan diversas como la geografía y las matemáticas, la astronomía y la cartografía, la filosofía y la
medicina, la teología y la botánica. Sin la Escuela de Traductores de Toledo, las famosas escuelas de
Chartres no hubieran existido, y lo mismo podría decirse de la universidad de la Sorbona, y no
resulta extraño porque lo más granado de la cultura extracristiana (Mosé Sefardí, Abraham bar
Hiyya, Abraham ibn Ezra, etc.) y cristiana (Dominico Gundisalvo, el arcediano de Segovia, Juan
Hispalense, un judío converso de Sevilla, Gerardo de Cremona, Adelardo de Bath, Roberto de
Retines, Rodolfo de Brujas, Alfredo de Sareschel, Miguel Scoto, Hermann el Alemán, etc.) se dio
cita allí.
La misma Escolástica fue otro ejemplo de la capacidad cristiana para «examinar todo y retener lo
bueno». En este caso, el fin de esa recepción no fue otro que la filosofía de Aristóteles aplicado a
todo objeto. Desde mediados del siglo XI hasta mediados del siglo XV, su ideal último consistió en
integrar en un sistema racional y ordenado el saber clásico —el mismo que se había preservado en
buena medida en los monasterios durante los siglos anteriores— con el del cristianismo. Los
escolásticos no pretendían —como en ocasiones se ha afirmado— que la razón hubiera quedado
exenta de la Caída, ni tampoco consideraban que las verdades derivadas de la filosofía pudieran
estar a la misma altura que la revelación. Sin embargo, sí concedían una importancia relevante al uso
de la razón y, sobre todo, consideraban que ésta no se hallaba reñida con la fe. Los escolásticos,
además, rendían culto a los clásicos, pero, al menos en el caso de figuras como Tomás de Aquino o
Duns Escoto, fueron muy flexibles e independientes en su utilización. El hecho de que se admitiera a
Aristóteles como autoridad máxima en materias de carácter científico, en lugar de primar la
observación directa, acabó teniendo un resultado pésimo para esta escuela de pensamiento. Sin
embargo, el saber del pleno Medievo giró en Occidente en torno a personajes como Anselmo, Pedro
Abelardo, Roscelino, Tomás de Aquino, Alberto Magno, Roger Bacon, Duns Escoto o Enrique de
Gante. La Escolástica sería cuestionada ya en el siglo XIV, pero continuaría dando frutos fecundos
hasta el siglo XX en los escritos de Jacques Maritain o de Etienne Henri Gilson.
Pero la gran contribución del cristianismo a la cultura medieval posterior al siglo XI no fue la
recepción y transmisión de los conocimientos procedentes de otras culturas. Tampoco la elaboración
del gigantesco sistema filosófico que constituyó la Escolástica. Su gran creación, persistente de
manera indisoluble del concepto de cultura hasta el día de hoy y constituyente de uno de los grandes
jalones de la Historia de la Humanidad, fue la creación de las universidades. Conocida inicialmente
como universitas magistrorum et scholarium, es decir, unión de maestros y estudiantes, su finalidad
era el beneficio mutuo y la protección legal de unos y de otros.
Con una enseñanza impartida en latín —la lengua del imperio y también de la sagrada liturgia—,
en el siglo XII se estableció ya en París una universidad dedicada a la enseñanza de la teología y de
la filosofía. El modelo no tardó en extenderse a Italia —Bolonia, fundada en 1088, sería durante
siglos el centro occidental de la enseñanza del Derecho— y a partir del siglo XIII era ya común en
Francia, España (Salamanca fue fundada en 1230), Inglaterra, Escocia, Alemania, Bohemia y
Polonia. Durante los siglos siguientes, la idea del saber, de investigación, de cultura resultaría
inseparable de la universidad. A este gran aporte cultural, el cristianismo añadiría uno más al que
nos referiremos a continuación.
La ciudad medieval
Fue Ernst Troeltsch, siguiendo a Max Weber, el que sostuvo la tesis de que la ciudad medieval
había sido la primera en crear las condiciones favorables para la cristianización de la vida social.
Como otras opiniones del brillante sociólogo, resulta discutible, pero no puede negarse que la ciudad
bajo-medieval fue un producto directo del cristianismo, una fe que, desde sus mismos comienzos, fue
fundamentalmente urbana.
La ciudad recogía en su seno la encarnación de algunos de los valores propios del cristianismo.
Constituía una comunidad de trabajadores libres —no de señores propietarios de esclavos o de
siervos como la antigua Roma o el sistema feudal— que vivían en paz bajo el imperio de la ley y que
no rendía culto a la violencia típica de las culturas bárbaras. Además, la ciudad contaba con
mecanismos de control del poder de carácter popular. Una vez más, el poder estaba condicionado en
su ejercicio por la legitimidad, una legitimidad que, de manera creciente, estaba condicionada a la
voluntad libremente expresada de los habitantes de la ciudad. El nuevo gobierno municipal no
conectaba —pese a lo que se ha escrito con frecuencia— con modelos anteriores como el romano.
En realidad, buscaba dar voz a la única clase no privilegiada, y aquí retomamos otra de las
constantes habituales de la influencia cristiana, la de evitar la marginación y la indefensión de los
más débiles.
Fue de esta manera como nació una de las instituciones medievales más importantes, la comuna.
Esta era la asociación de los habitantes de la ciudad para preservar la paz, mantener las libertades y
asegurar el imperio de la ley. Respetaba la autoridad moral de la Iglesia, pero, a la vez, dejaba de
manifiesto su independencia frente al poder temporal del obispo.
En los años siguientes del Medievo, la ciudad permitiría la aparición de un estilo artístico
magnífico y naturalista —el gótico— cuyas atrevidas realizaciones tanto material como
ideológicamente hubieran resultado imposibles para una cultura monástica. Sería también el lugar
ideal para la aparición de nuevas órdenes religiosas que o reaccionaron contra los valores materiales
que podían desplazar a los cristianos (los franciscanos) o supieron aprovechar las oportunidades que
les brindaba la aparición de las universidades y de la nueva cultura urbana (los dominicos).
Universidades, gótico, leyes humanitarias, libertades urbanas, caridad y piedad... En apariencia,
la cultura medieval había llegado a su cima. No era menos cierto que se hallaba al borde de la
extenuación. La Escolástica comenzó a dar señales de agotamiento en el siglo XIV, obstaculizando en
lugar de impulsando el pensamiento, en particular el científico; la jerarquía eclesial se enfangó en
estériles controversias y en una relajación moral que tuvieron como dos de sus manifestaciones más
escandalosas —por desgracia, no las únicas— el traslado de la corte papal a Aviñón y el Gran
Cisma de Occidente; el sistema gremial paralizó el crecimiento económico iniciado en las
ciudades..., la sociedad medieval acababa de entrar en una crisis abierta de la que se mostraba
incapaz de salir por sí sola. Fue justo entonces cuando el cristianismo —y más en concreto el regreso
a la Biblia— provocó un vuelco histórico de extraordinarias características. De él nacería, con
lágrimas y sangre, como en todos los partos, la modernidad.
III. EL CRISTIANISMO Y LA
MODERNIDAD
7. La Reforma y el nacimiento de
lamodernidad
El siglo XIV no pudo desenvolverse desde un punto de vista espiritual bajo peores auspicios.
Durante la centuria anterior, las apetencias de poder espiritual del Papado habían corrido parejas
con una relajación de costumbres y una confianza en la represión como forma de pastorear la Iglesia
—la Inquisición se instituyó en 1232, aunque contara con algunos precedentes—, y los resultados de
esa visión no se hicieron esperar. Por un lado, se acentuó el desprestigio de una institución que
parecía ansiar más poder precisamente cuando de más poder disfrutaba; por otro, comenzaron a
surgir movimientos que buscaban una alternativa espiritual o bien en la recuperación de viejas
herejías (albigenses), o bien en el regreso a una lectura de la Biblia desprovista de mediador humano
(valdenses). No tardó en confirmarse así uno de los postulados elementales del desarrollo histórico
del cristianismo, el de que cuanto más se aleja de sus principios fundacionales más se debilita en su
interior, aunque política, económica y socialmente pueda dar una impresión distinta.
Con Bonifacio VIII75, el Papado pareció llegar a la cima de su poder. En 1302, la bula Unam
sanctam desquiciaba la doctrina cristiana sobre la legitimidad del poder político y la subvertía,
afirmando la sumisión de toda autoridad regia al Papado. En otras palabras, el Pontífice se colocaba
en lugar de las leyes divinas. Era bien cierto que, en teoría al menos, las representaba, pero la
práctica histórica había dejado de manifiesto muchas veces —¡demasiadas!— que también las había
conculcado en repetidas ocasiones para obtener beneficios personales.
Las pretensiones de Bonifacio VIII —por otro lado, nada originales— resultaron flor de un día.
Felipe IV secuestró al Papa en su palacio de Agnani, proporcionando un trágico final a su reinado, y
en 1309 logró que su sucesor, Clemente V, abandonara Roma para establecer su corte en Aviñón.
Hasta 1377, los papas residirían en la ciudad francesa. Sería un periodo conocido como el
«cautiverio de Babilonia»76 por su paralelismo cronológico con los setenta años de cautividad judía
en Babilonia. Sin embargo, lo que dañó sobremanera el prestigio del Papado no fue solo la mudanza
a la ciudad francesa. Fue, sobre todo, la forma en que su comportamiento desmerecía de la más
mínima dignidad. De los ciento treinta y cuatro cardenales creados por los papas de Aviñón, ciento
once fueron franceses, y a una circunstancia como esta se unió una práctica descarada del nepotismo,
un tren de vida lujoso costeado con impuestos crecientes y una dedicación a la política partiendo de
criterios bien distantes de los principios cristianos. Gregorio XI logró regresar por fin a Roma, pero,
lejos de lo que se hubiera esperado, la cristiandad occidental no experimentó una restauración, sino
una crisis aún mayor. A la ruptura con las iglesias ortodoxas, sellada de manera definitiva en 1054,
se sumó ahora un cisma occidental de aún peores características.
En 1378 resultó elegido papa Urbano VI, pero aquella elección no tardó en convertirse en
semillero de conflictos. Los cardenales que habían procedido a su elección, disgustados con su
comportamiento, no tardaron en declararla nula, y en su lugar eligieron a otro nuevo papa, Clemente
VII. La respuesta de Urbano consistió en excomulgar a Clemente. Este se trasladó a Aviñón y, tras
obtener la adhesión del monarca francés, consolidó el cisma. Duró este medio siglo, y al concluir el
prestigio del Papado no solo había descendido más, sino que era común la tesis de que el concilio le
era superior. De hecho, fue un concilio —el de Constanza (1414-1418)— el que acabó deponiendo a
los papas (llegó a haber tres, que se excomulgaban entre sí) y eligiendo a otro nuevo, Martín V
(1417-1431), como solución del conflicto.
Al desmoronamiento de la Iglesia se sumaron pronto otras desgracias durante los años
crepusculares de la Edad Media. Inglaterra y Francia se vieron enzarzadas en la denominada Guerra
de los Cien Años (1339-1453); el imperio germánico sufrió el desgarro de las guerras husitas (1419-
1485), que pretendían asegurar la libertad religiosa para los seguidores de Juan Hus, ejecutado en el
Concilio de Constanza; Inglaterra padeció el terrible conflicto dinástico entre la casa de Lancaster y
la de York, conocido como Guerra de las Dos Rosas (1455-1485); la Europa sudoriental
experimentó el empuje de los turcos otomanos, que no sólo ocuparon los Balcanes, sino que
aniquilaron en 1453 al imperio romano de Oriente, y a todo ello se sumó espantosa e incontenible la
peste negra. Quizá uno de los pocos acontecimientos políticos positivos para Occidente en aquella
época fue la reunificación de los reinos peninsulares con los Reyes Católicos y la conclusión de la
Reconquista en España en 1492.
No resulta extraño que el Viejo Mundo, desgarrado en sus luchas internas y amenazado por su
implacable enemigo islámico, deseara encontrarse a sí mismo. Intentó lograrlo cruzando los océanos,
y lo hizo casi con ritmo febril. Durante el siglo XV se mejoró la cartografía, se perfeccionaron la
brújula y el sextante, se pasó de la navegación de cabotaje a la de alta mar. De 1419, en que llegaron
al archipiélago de Madeira, a 1487, en que Bartolomé Díaz dobló el cabo de Buena Esperanza, los
portugueses marcharon en cabeza de ese esfuerzo exploratorio. A partir de 1492 y del
descubrimiento de América, ese puesto fue ocupado por los españoles, y de él no se verían
desalojados hasta, como mínimo, el siglo XVIII.
Pero también se volcó a conseguir esa meta del encuentro consigo mismo regresando a sus raíces
cristianas, unas raíces que identificó, sin duda muy acertadamente, con el regreso a la Biblia y a la
piedad caritativa. En ocasiones los movimientos inspirados por esa inquietud sobrepasaron los
límites de la Iglesia jerárquica. Fue el caso de John Wyclif y los lolardos, o el de Hus, a cuya
ejecución ya hemos hecho referencia, y los hermanos checos. En otros, no pretendieron combatir la
institución, por muy deformada que la juzgaran, sino vivir más profundamente las enseñanzas
evangélicas. Es lo que hallamos sobre todo en la Devotio moderna, en los Amigos de Dios, en las
beguinas y begardos, y en personajes como Tomás de Kempis, el autor de la difundidísima Imitación
de Cristo.
No resulta por ello sorprendente que, cuando Juan Gutenberg (1400-1467) inventó la imprenta de
letras metálicas móviles, la primera obra que se imprimiera fuera precisamente la Biblia. Tampoco
lo es que a ella se dirigieran con entusiasmo los primeros humanistas, desde Erasmo de Rotterdam —
que recuperaría el texto griego del Nuevo Testamento— a Juan Luis Vives, pasando entre otros por
John Colet, Tomás Moro o la fecunda escuela de Alcalá de Henares impulsada por el cardenal
Cisneros.
Occidente se sabía en crisis, una crisis de la que la principal autoridad espiritual, el Papa, era a
la vez causa y fin; una crisis en la que el cosmos parecía haberse ampliado para incluir mundos y
razas ignotos; una crisis en la que la espada del islam volvía a ser blandida de manera amenazante,
aniquilando la extraordinaria cultura bizantina y avanzando hasta el corazón de Europa. En ese
momento, Occidente se iba a volver, de manera más o menos consciente, hacia la Biblia. De esa
conversión nacería la Reforma, y de esta, la modernidad.
La figura de Lutero, y es lógico que así haya sucedido, ha sido objeto durante siglos de
exposiciones que han ido de la alabanza más rendida al juicio denigratorio más encarnizado. Si para
Durero podía ser un profeta o un padre, para Denifle era una sentina de vicios y maldades. Ninguna
de esas versiones hace justicia a la documentación histórica y, en cualquier caso, resultan hasta
cierto punto indiferentes para el objeto de esta obra. Lo que nos interesa no es tanto el teólogo Lutero
o el hombre Lutero cuanto el movimiento que se desencadenó con él y, muy especialmente, la manera
en que influyó en la cultura occidental.
Los jalones de la vida de Lutero son bien conocidos. Nacido en 1483, tras estudiar filosofía en la
Universidad de Erfurt (1501-1505), entró en el monasterio agustino de la misma localidad al parecer
en cumplimiento de un voto pronunciado durante una tormenta en la que temió perecer. Ordenado
sacerdote en 1507, enseñó desde 1508 en la Universidad de Wittenberg. Dos años después visitó
Roma —un viaje del que regresó profundamente decepcionado— y en 1511 comenzó a enseñar
Escritura en Wittenberg. Entre esa fecha y 1515, en que fue nombrado vicario de su orden, teniendo a
su cargo once monasterios, Lutero atravesó una profunda crisis espiritual en el curso de la cual, de
manera creciente, fue desconfiando del sistema sacramental católico como garantía de que el hombre
puede ser perdonado y aceptado de Dios. Alma escrupulosa, no podía dejar de reflexionar en el
hecho de que nunca estaba seguro de haber recordado todos los pecados en la confesión y, por lo
tanto, no tenía la seguridad de haber recibido la absolución. A diferencia de aquellos que encuentran
en el sacramento de la penitencia una liberación de su culpa, Lutero descubría de manera repetida
aquellos obstáculos formales que le impedían estar seguro del perdón que trae consigo la paz
espiritual.
De esa situación de zozobra espiritual salió Lutero después de la denominada Turmerlebnis o
experiencia de la torre, en que, reflexionando sobre los escritos del apóstol Pablo, llegó a la
conclusión de que el hombre es justificado ante Dios no por obras, sino por fe. La enseñanza de la
justificación por la fe se convirtió así de inmediato en la piedra angular del pensamiento teológico de
Lutero. No se trataba de una conclusión original, ya que, como vimos al inicio de esta obra, esa
enseñanza se halla contenida en epístolas paulinas como las dirigidas a los romanos y a los gálatas.
Además, Lutero leía estos escritos de Pablo a través de la teología de Agustín (en especial, de sus
tratados contra Pelagio, donde se resaltaba el papel de la gracia de Dios en la salvación humana) y
de Tauler. De manera lógica, Lutero llegó a la conclusión de que el individuo no necesita para
salvarse la mediación de la institución eclesial o de los sacerdotes, sino solo tener fe en la expiación
realizada por Jesús en la cruz. Es Cristo el que ha pagado por todos los pecados y el pecador que
recibe por fe el efecto de su muerte en el Calvario es declarado justo por Dios. Por lo tanto, se
produce una liberación de aquellos requisitos formales que, supuestamente, se traducen en la
obtención de la salvación y se opera una experiencia del amor de Dios que repercute en una visión
más alegre de la existencia, precisamente la del hombre que ha sido perdonado sin merecerlo gracias
a la pura misericordia divina. Lutero no era consciente de ello, pero las consecuencias de esta
manera de ver las cosas no podían resultar más fecundas. Liberado el ser humano del formalismo
sacramental, se iba a subrayar su libertad de conciencia, su autonomía individual y su capacidad de
acción no de cara a obtener unos resultados redentores, sino porque la redención se había producido
ya de manera gratuita.
Pese a todo, Lutero no pensó al principio que sus tesis sobre la justificación por la fe chocaban
con la ortodoxia católica. Esa actitud se debía a varias razones: la primera, que el peso de san
Agustín en la teología católica continuaba siendo extraordinario en lo relativo a la gracia, y la
segunda, que la misma Iglesia no definiría de manera excluyente determinados aspectos relacionados
con la justificación hasta el Concilio de Trento, ya en plena controversia antiprotestante.
En realidad, la prueba de fuego para esta visión se produjo en 1517 cuando Tetzel predicó las
indulgencias ofrecidas por León X para la construcción de la basílica de San Pedro en Roma. Lutero
opuso a esa predicación noventa y cinco tesis78 que, en sí mismas, no se oponían al pensamiento
católico ni tampoco cuestionaban la existencia del purgatorio, un dogma relativamente reciente que
además se había desarrollado en especial durante la Baja Edad Media. Sin embargo, en ese contexto,
provocaron una extraordinaria reacción. Ampliamente difundidas por una Alemania en la que el
nacionalismo antipapal se estaba convirtiendo en un factor de creciente importancia, Lutero fue
amonestado por el cardenal Cayetano, lo que le llevó a buscar la protección del príncipe elector
Federico III de Sajonia. Durante ese año, Lutero se comprometió incluso a guardar silencio siempre
que sus adversarios hicieran lo mismo, pero el ambiente era ya todo menos propicio a ese
comportamiento.
En 1519, en la Disputa de Leipzig, donde tuvo como adversario a Eck, Lutero negó el primado
papal y la infalibilidad de los concilios generales. De esa manera se colocaba ya sin lugar a dudas
fuera de la ortodoxia católica y, al mismo tiempo y de manera impensada, se acercaba a uno de los
principios esenciales de la Reforma protestante, el de que la Biblia es la única regla de fe y
conducta.
Al año siguiente, la ruptura con Roma se convirtió en un hecho cuando Lutero publicó sus obras
An den christlichen Adel deutscher Nation (en que invitaba a los príncipes alemanes a asumir la
dirección de la necesaria Reforma eclesial), De Captivitate Babylonica Ecclesiae (en que sostenía
que la Iglesia estaba en la cautividad babilónica al negar la comunión bajo las dos especies a los
laicos y afirmar la transubstanciación y el carácter sacrificial de la Eucaristía) y Von der Freiheit
eines Christenmenschen (en que negaba la necesidad de las obras para la salvación, ya que esta era
un regalo gratuito de Dios entregado a los que tenían fe en el carácter expiatorio de la muerte de
Cristo en la cruz).
Lutero no sólo estaba repitiendo posturas muy cercanas a las de personajes como Juan Hus —que
había ardido en la hoguera como hereje—, sino que además cuestionaba sin ambages una institución,
la papal, que desde hacía varios siglos estaba siendo objeto de encendidas controversias y que en las
últimas décadas no había dejado de incurrir en comportamientos de enorme torpeza. No puede
resultar por ello extraño que el 15 de junio de 1520 el papa León X decretara la bula Exsurge
Domine, en la que se condenaban como heréticas cuarenta y una de las proposiciones de Lutero.
Lutero respondió a la condena de León X apelando a la tradición multisecular de negación del
poder que se consideraba ilegítimo. Procedió, por lo tanto, a quemar la bula papal. La reacción de
León X resultó también lógica: excomulgó a Lutero mediante la bula Decet Romanum Pontificem de
3 de enero de 1521. La Dieta imperial de Worms de ese mismo año confirmó la condena papal, y
Lutero habría acabado entonces en la hoguera de no ser porque el Elector de Sajonia lo secuestró y
ocultó en su castillo de Wartburg.
Durante los siguientes ocho meses, Lutero escribió varios tratados teológicos, pero, sobre todo,
comenzó una labor que iba a marcar de manera extraordinaria el curso de la historia posterior. Nos
referimos a su traducción de la Biblia a una lengua vernácula. Auténtico monumento de la lengua
alemana y excelente trabajo de traductor, puede decirse que a ella se debe la creación de una lengua
alemana moderna. Pero la importancia de esta tarea excedió con mucho lo lingüístico y lo literario.
En realidad, deriva del hecho de que procedió a colocar la Biblia en manos del pueblo llano, lo que
no solo sacudiría la cosmovisión política y social, sino que además tendría fecundas repercusiones
en el panorama educativo. A partir de ese momento, el mundo protestante —todavía en ciernes— se
caracterizaría por su vinculación a un texto escrito y con ello obligaría a alfabetizar a poblaciones
que no podían ser instruidas mediante el uso de las imágenes (¿acaso no están proscritas por la
Biblia en Éxodo 20, 4 y sigs.?), sino sólo recurriendo a la letra impresa. Además, al admitir el
principio de libertad de examen de cada fiel, sentaría las bases de una individualidad no solo crítica,
sino también generalizada, porque la lectura del texto sagrado no quedaría limitado a las clases
instruidas conocedoras del latín, sino que se abriría a todo el pueblo.
En 1522, y ante las noticias que le llegaban de la situación en Wittenberg, Lutero decidió
abandonar el castillo de Wartburg, donde estaba custodiado, y dirigirse a aquella localidad. A partir
de ese momento, la Reforma se convirtió en una realidad fáctica que trascendió de las simples
formulaciones teológicas. Lutero comenzó por suprimir la confesión, los ayunos o las misas privadas,
en la convicción de que no se contemplaban en las Sagradas Escrituras y de que el regresar a la
pureza de un cristianismo como el del Nuevo Testamento era una meta alcanzable. Sin embargo, su
optimismo al respecto no le acompañaría mucho tiempo.
Quizá haya que datar en el año 1523 su renuncia a lograr una plena restauración del cristianismo
primitivo tal y como él la entendía. En uno de sus escritos menos conocidos, Acerca del tercer orden
del culto, Lutero señala lo que, a su juicio, sería una Iglesia realmente reformada que hubiera vuelto
al auténtico espíritu del Nuevo Testamento. Se trataría de una congregación donde la gente se
reuniera para orar, escuchar la Biblia y celebrar la Eucaristía y donde además existiera un fondo de
ayuda para los necesitados. La descripción, conmovedora en su sencillez, recuerda mucho a la de las
comunidades primitivas que aparecen en las cartas del apóstol Pablo. Sin embargo, Lutero indica a
continuación que, por desgracia, no conoce gente que esté dispuesta a formar parte de un grupo de
esas características y deja entender que, a la fuerza, la Reforma tendría que ser muy limitada en sus
logros espirituales. Curiosamente, el hombre que propugnaba la fe en contraposición a las obras
muertas dejaba de manifiesto en ese escrito poco conocido su carencia de fe en una reforma total.
Desde luego, a partir del año siguiente, en que contrajo matrimonio con la antigua monja Catalina
Bora, Lutero llegó a la conclusión, de manera más o menos consciente y con un sentido muy poco
providencialista, de que su futuro estaba ligado al triunfo de los príncipes. No resulta por ello
sorprendente que apoyara la terrible represión que éstos realizaron contra los campesinos alemanes.
Esa dependencia del poder político que iba a manifestar el luteranismo —no, por cierto, las otras
ramas del protestantismo— quedó reforzada cuando la Dieta de Spira (1526) estableció el derecho
de los príncipes a organizar iglesias nacionales. Sin embargo, no iba a tardar en hacer acto de
presencia uno de los males congénitos del protestantismo: su terrible tendencia hacia la
fragmentación. En 1529, en el Coloquio de Marburgo, Lutero y Zuinglio, un teólogo seguidor de
Erasmo que había comenzado la reforma en Suiza, quedaron definitivamente separados por su
comprensión distinta de la Eucaristía. El principio del libre examen, sin ningún género de dudas,
acentuaba la autonomía individual y subrayaba la libertad de conciencia, pero, al mismo tiempo,
alimentaba un subjetivismo que llevaría al protestantismo a dividirse una y otra vez en los siglos
siguientes y que, como dejarían de manifiesto en 1537, los artículos de Smalkalda eliminaban
cualquier posibilidad de conciliación confesional por más que así hubiera quedado expresada
tímidamente en la Confesión de Augsburgo de 1530. Dos años después, la sanción del matrimonio
bígamo de Felipe de Hesse resaltó la dependencia cada vez mayor que Lutero tenía de la protección
de los príncipes. Pero al producirse su fallecimiento, en 1546, el fenómeno iniciado por él era ya
imposible de sofocar y se había extendido casi por media Europa.
¿Logró Lutero lo que pretendía, es decir, el regreso de la Iglesia a la pureza del cristianismo
descrito en el Nuevo Testamento? Por mucha simpatía que se pueda sentir hacia los esfuerzos del
reformador, debe responderse de manera negativa. Difícilmente podría considerarse que una iglesia
que dependía del apoyo del príncipe para sobrevivir y cuyo grado de reforma se limitaba, según
propia confesión de Lutero, al presumible grado de adhesión respondía a un modelo
neotestamentario. Por otro lado, la referencia al principio de sola Scriptura creaba las bases ideales
para una atomización creciente del protestantismo. Si para los católicos Lutero era el culpable de
desgarrar la túnica ya dividida de Cristo, para muchos protestantes lo sería de no llevar la Reforma
hasta sus últimas consecuencias. Pero Lutero no iba a ser el único teólogo del protestantismo.
De mucha mayor relevancia para el desarrollo del protestantismo iba a ser un francés cuya
formación no había sido solo teológica, sino también humanística. Nacido en 1509, Juan Calvino
había estado destinado a la carrera eclesiástica. De hecho, recibió su primer beneficio —y la tonsura
— a los doce años. De 1523 a 1528 estudió teología en París, y a partir de entonces cursó estudios
en Orleáns y Bourges. Tal vez no hubiera pasado de ser un abogado o un funcionario regio de no
haberse producido un acontecimiento que cambió su vida. En Bourges, Calvino entró en contacto con
el círculo protestante de Melchor Wolmar. En 1533 rompió con la Iglesia católica y al año siguiente
marchó a Noyon, donde renunció a todos sus beneficios eclesiásticos y se vio encarcelado por un
tiempo. Salió bien parado de aquella experiencia, pero decidió actuar con prudencia. En 1535
abandonó Francia y en 1536 publicó la primera edición de una de las obras más decisivas de la
Historia moderna, la Institución de la religión cristiana. Al igual que Lutero, Calvino se había
percatado de que la victoria del protestantismo vendría de la lectura, y se cuidó de que el libro
tuviera el tamaño exacto para caber en un bolsillo. La Reforma no solo estaba aprovechando como
nadie el invento de la imprenta, sino que además se adelantaba a formas editoriales que harían
extraordinaria fortuna en nuestro siglo. La Institución pretendía compendiar los principios
fundamentales del protestantismo, pero, en realidad, adelantaba algunas de las interpretaciones
propias del calvinismo. Ese mismo año Calvino aceptó, tras ser rogado con insistencia por
Guillermo Farel, la dirección de la Reforma en Ginebra.
La experiencia ginebrina no resultó feliz. En 1538, la insistencia de Calvino en aplicar la
excomunión —entendida la misma sólo como exclusión de la Eucaristía— a algunos ginebrinos y su
negativa a conformar el ordenamiento eclesial ginebrino al de Berna provocaron la expulsión de la
ciudad del reformador francés y de Farel. Hasta 1541, Calvino enseñó en la Facultad de Teología de
Estrasburgo. Durante este período hizo amistad con otros teólogos protestantes como Martín Bucero
y Felipe Melanchthon, el amigo de Lutero y del español Francisco de Enzinas, autor de la primera
traducción del Nuevo Testamento al castellano 80. Por esa época, Calvino comenzó a escribir
comentarios a los libros del Nuevo Testamento y redactó su famosa Epístola al cardenal Sadoleto,
en la que se oponía al intento de éste de traer a Ginebra de nuevo al seno del catolicismo. En 1541,
Calvino fue llamado una vez más para regresar a Ginebra. Allí permaneció catorce años
transformando la ciudad en una teocracia, un período de tiempo en el que fue ejecutado el español
Miguel Servet81, condenado también y previamente a muerte por la Inquisición católica. Durante
estos años fue redactando comentarios de todos los libros del Nuevo Testamento —salvo el
Apocalipsis— y de buena parte de los del Antiguo. Para 1555 ya se había convertido en amo total de
la ciudad de Ginebra y lo continuaría siendo hasta su fallecimiento.
A diferencia de Lutero, Calvino no contó con el apoyo de los príncipes y abogó por la separación
de la Iglesia y el Estado. Pese a todo, su influencia teológica superó con mucho a la del reformador
alemán. El carácter sistemático de sus obras —todo lo contrario del circunstancial que impregna los
escritos de Lutero— y su tendencia a buscar aplicaciones prácticas a las enseñanzas de la Biblia en
los más variados detalles le proporcionaron un predicamento que no sólo se enraizó en su Francia
natal o en la Suiza que le había proporcionado albergue, sino que además llegó a las costas
atlánticas, estableciéndose en Bélgica y Holanda, y pasó el canal para informar los principios de la
Reforma escocesa y, en menor medida, de la inglesa.
Cuando se produjo la muerte de Calvino, el protestantismo no había superado su tendencia a la
fragmentación. Sin embargo, contaba ya con unas características comunes a sus diversas confesiones.
Pese a la considerable diferencia entre los distintos cuerpos protestantes, entre ellos existía —e iba a
seguir existiendo— una unidad en cuanto a cuáles eran esos principios comunes, unos principios que
se resumirían en las expresiones latinas solus Christus, sola Scriptura y sola gratia (o sola fide).
De acuerdo con el primero, el protestantismo solo reconocía a Cristo como único Señor,
Salvador e intercesor (Hechos 4, 11-2; Juan 14, 6; I Timoteo 2, 5). Obviamente, esto significaba la
aceptación de dogmas históricos compartidos con la Iglesia católica y la ortodoxa, como el de la
Trinidad o la resurrección. Sin embargo, asimismo implicaba el rechazo de mediadores en la
salvación, de la intercesión de María y de los santos y del culto a las imágenes.
El segundo principio defendía la tesis de que la Biblia es la única regla de fe y conducta (II
Timoteo 3, 16-17). Esto implicaba en pura lógica el rechazo de los dogmas no contenidos en las
Escrituras, así como de la tradición que no derivara directa y explícitamente de la Biblia. El último
principio señalaba que la salvación procedía sólo de la gracia y que el hombre sólo se la podía
apropiar —nunca ganar— mediante la fe, de tal manera que sus buenas obras no eran realizadas para
obtener la salvación, sino porque ya había sido salvado (Efesios 2, 8-10).
El golpe que la admisión de estos principios significaba para la teología católica era
extraordinario. Sin embargo, las repercusiones del protestantismo iban a trascender sobremanera del
terreno espiritual y a resultar, además, de extraordinaria relevancia. Su análisis detallado resulta
impensable en una obra de estas características, pero es ineludible realizar una mínima referencia a
ellas. A ello dedicaremos el apartado siguiente.
El legado de la Reforma
La cosmovisión espiritual protestante no triunfó en toda Europa. También es cierto que no pudo
ser erradicada de la mitad de Occidente. Sin embargo, no deja de ser revelador que algunos de sus
valores éticos, derivados directamente de su teología, acabaran con el paso de los siglos
trascendiendo de sus límites confesionales y fueran aceptados por sociedades que no eran
protestantes. Las razones para esa influencia no resultan difíciles de entender.
En primer lugar, el protestantismo afirmaba la libertad del ser humano frente a las autoridades no
sólo religiosas, sino también políticas. Lutero podía haber deseado evitar esto al apoyar a los
príncipes contra los campesinos, pero el principio quedaba afirmado. El 25 de septiembre de 1555,
la Dieta del imperio alemán promulgó la Paz de Augsburgo, en la que se consagraba la libertad
religiosa para los protestantes. Los representantes en la Dieta lo ignoraban, pero acababan de
consagrar legalmente la primera libertad política de la Historia moderna. De esta manera comenzaba
una evolución política que tendría pasos atrás, pero que acabaría resultando irreversible. Era lógico.
Si un individuo podía examinar libremente la Palabra de Dios, si tenía derecho a adorar a Dios de
acuerdo con los dictados de su conciencia, ¿qué le impediría someter a escrutinio cualquier otro
aspecto de su existencia obviamente de menor relevancia que la Revelación divina?
En segundo lugar, la Reforma —en cualquiera de sus formulaciones— implicó un regreso
directo, concreto, sin mediación, a la Biblia, partiendo del principio de sola Scriptura. En verdad,
ese retorno agudizó la atomización protestante, pero, a la vez, permitió recuperar los valores
integrados en las Escrituras. Los ejemplos son muy numerosos y además fecundos. Desde el siglo XI,
la sociedad occidental se había visto impregnada más que nunca por el culto a la superioridad de la
aristocracia militar. Se trataba de una herencia de los bárbaros que el cristianismo había matizado y
dulcificado, pero que no había conseguido eliminar. El regreso a la Biblia de los reformadores se
tradujo, por el contrario, en una afirmación del valor del trabajo —cualquier trabajo, siempre que
fuera digno— y del ahorro. El apóstol Pablo había elaborado tiendas de campaña para costearse sus
viajes misioneros (Hechos 18, 1-3), y no sólo no había considerado que se tratara de una ocupación
servil, sino que incluso lo había ponderado como una virtud (I Tesalonicenses 2, 9). No sólo eso.
Había considerado que una de las muestras de la conversión era dejar la existencia ociosa, trabajar y
compartir el fruto del trabajo con los necesitados (Efesios 4, 28). Los países protestantes iban, por lo
tanto, a lanzarse a un culto al trabajo que les proporcionaría una ventaja de al menos dos siglos sobre
los católicos. Hasta finales del siglo XVIII no eximirá Carlos III de España de su carácter infamante
al trabajo manual. Para ese entonces, Inglaterra ya había experimentado el inicio de la revolución
industrial e iniciado una hegemonía económica que duraría hasta el final de la Primera Guerra
Mundial.
No era sólo en este terreno donde los principios de la Reforma iban a tener consecuencias
profundas. Si los reformadores opusieron la consideración extraordinaria del trabajo frente a la
carga negativa con que éste era visto, sí enfrentaban la virtud del ahorro y de la sobriedad (que no la
pobreza) frente al culto al dispendio y a la vanagloria cortesanas, no menos relevante fue el papel
que concedieron a la educación. Las razones, en principio, no podían ser más pragmáticas. Un buen
católico podía ser perfectamente analfabeto. Las vidrieras de las iglesias, las portadas de las
catedrales, la recitación de las oraciones, la contemplación de las imágenes podían educarle de
forma espiritual. Algo muy similar sucedía en la cristiandad oriental con los iconos. Para el
protestante, que repudiaba el culto a las imágenes apelando al mandato contenido en Éxodo 20, 4 y
sigs., tal camino era impensable. Su instrucción, además, solo podía derivar de la lectura de la
Biblia. Alfabetizar a la población resultaba obligado, y muy pronto el índice de analfabetismo fue
muy inferior entre las poblaciones protestantes que en el seno de las católicas.
El acceso a la educación y la valoración del trabajo facilitó también la recuperación de otro de
los principios neotestamentarios, el igualitario y meritocrático. La sociedad europea del siglo XVI
descansaba en una división estamental procedente de la herencia bárbara. Esta estratificación
comenzaría a cuartearse también con la Reforma. El protestantismo —en especial cuanto más
apartado del catolicismo se ubicó— abogó por un modelo en el que, por utilizar las palabras del
apóstol Pablo en Gálatas 3, 28, no deberían existir diferencias raciales, sociales o de género sexual.
A pesar de la herencia bárbara, no faltaron las mujeres que desempeñaron ministerios religiosos, en
especial en los grupos de dissenters, donde se abogaba por una rígida separación de la Iglesia y el
Estado y un regreso meticuloso a la Biblia. En adelante, el modelo no sería estamental, sino
igualitario y meritocrático.
Quizá donde quedaría más claramente de manifiesto este aspecto sería en el protestantismo
anglosajón. Contra lo que se ha repetido hasta la saciedad, Enrique VIII de Inglaterra no fue un
monarca protestante, sino meramente cismático. Para los detractores católicos de la Reforma,
Enrique VIII resultaba un argumento ideal para mostrar la depravación moral de sus adversarios. La
realidad histórica es bien distinta. Las formulaciones teológicas de Enrique VIII podían implicar la
ruptura con Roma, pero en absoluto la aceptación de los principios reformados. Hasta su muerte,
siguió creyendo —y obligando a sus súbditos a creer— precisamente en los dogmas que aún hoy día
separan al catolicismo de la Reforma. No resulta por ello extraño que a lo largo de todo su reinado
se siguieran sucediendo las ejecuciones de protestantes a los que consideraba, como su canciller
Tomás Moro, al que acabó decapitando al no aceptar su divorcio de Catalina de Aragón y conspirar
contra él, no sólo peligrosos herejes, sino también desestabilizadores del orden social.
Un caso distinto al de Enrique VIII fue el de su hijo Eduardo, que sí apoyó la posibilidad de una
Reforma en Inglaterra basada en buena medida en las definiciones del calvinismo. Sin embargo, el
suyo fue un reinado breve, y hasta casi finales del siglo XVI, con la excomunión de Isabel I por el
Papa, Inglaterra pudo volver al seno del catolicismo. Lo hizo incluso de manera temporal bajo María
Tudor, a la que los ingleses denominarían «la sanguinaria» por las persecuciones desencadenadas
durante su reinado contra los protestantes. Estas acciones de la hija de Enrique VIII y Catalina de
Aragón, en no poca medida, despertaron una repugnancia instintiva hacia el catolicismo y sus
métodos inquisitoriales. Por último, fue esa combinación de violencia, de deseo de independencia
nacional frente a las injerencias extranjeras —en especial las de la Santa Sede y España— y de
torpeza papal la que contribuyó de forma decisiva a que la Iglesia anglicana dejara de ser cismática
para convertirse en reformada, aunque esto ya sucedió después de la muerte de Enrique VIII.
La evolución peculiar del protestantismo inglés dibujó una división que contaba, por un lado, con
una Iglesia oficial —la anglicana— que conservaba buena parte de la teología católica, incluida la
doctrina de la sucesión episcopal, y, por otro, con una serie de grupos disidentes que abogaron por el
reconocimiento de la libertad, la separación de la Iglesia y el Estado y, como veremos más adelante,
el control del poder político por los gobernados. A este segundo grupo pertenecerían John Bunyan, el
autor de El progreso del peregrino ; John Milton, el creador de El paraíso perdido; Oliver
Cromwell, el parlamentario puritano que se alzó contra Carlos I y lo destronó, o los cuáqueros de
George Fox. En todos y cada uno de los casos, pese a sus diferencias entre sí, se hallaría una defensa
de la libertad y de la consideración del ser humano por sus méritos y no por su origen social.
Trasplantados a América, estos dissenters fueron la semilla de la que nacería la primera democracia
moderna, la de Estados Unidos, una cuestión sobre la que volveremos más adelante.
Antes, sin embargo, debemos referirnos a una aportación añadida del pensamiento reformado. A
partir del siglo XIII, como ya indicamos en un capítulo anterior, la Escolástica había encadenado la
actividad científica con el aristotelismo. Este seguimiento servil y exangüe del modelo aristotélico
iba a traducirse en episodios como el proceso de Galileo, partidario de un modelo empírico. Los
reformadores defendieron no sólo la ruptura con un sistema filosófico que identificaban —no sin
razón— con el paganismo, sino además una observación directa de la Naturaleza, partiendo del
principio bíblico de «conocerla y sojuzgarla» contenido en el primer libro de la Biblia. A partir de
ese momento, la ciencia iba a convertirse en casi un monopolio de los países protestantes o con
poblaciones protestantes. En tiempos contemporáneos, tanto Alfred North Whitehead (1861-1947),
director del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, como J. Robert Oppenheimer (1904-1967)
reconocerían en distintas obras cómo la base de la ciencia moderna se hallaba en el cristianismo y,
de manera muy especial, en la versión protestante del mismo. Los ejemplos al respecto son muy
abundantes. Francis Bacon, al que se ha denominado el mayor profeta de la revolución científica,
señalaría en su Novum Organum Sdentiarum (1620) la base bíblica de la investigación científica. A
su caso pueden añadirse los de Johannes Kepler y Robert Boyle, los de Michael Faraday y Clerk
Maxwell, los de Newton y Leibnitz, ejemplos estos dos últimos en verdad paradigmáticos, ya que no
sólo se entregaron a la investigación científica, sino que además redactaron interesantes tratados de
teología.
Libertades, educación, ciencia... el legado de la Reforma no se limitó a esos terrenos. Además —
en contraposición a los valores nobiliarios heredados de las naciones bárbaras— sentó las bases de
la democracia moderna. Las razones para ello fueron diversas y todas emanaban del texto bíblico. La
primera fue, paradójicamente, la convicción de que el hombre era un ser caído. La lectura de la
Biblia a través de Agustín de Hipona podía dar una imagen pesimista del ser humano — ¿acaso era
optimista la afirmación de Jesús de que somos enfermos necesitados de médico?—, pero
considerablemente práctica.
La Reforma no creyó, como el liberalismo rousseauniano, que el ser humano fuera bueno por
naturaleza. Por el contrario, profesó que tenía una natural predisposición al mal como consecuencia
de la Caída. Precisamente por ello, el poder político, formado a fin de cuentas por seres humanos,
debía ser dividido en su ejercicio y sometido a organismos de control. Un poder absoluto, no
dividido y no fiscalizado, solo podía desembocar en tiranía más tarde o más temprano.
No se trataba de una discusión meramente teórica. El liberalismo rousseauniano, convencido de
la bondad natural del ser humano y del efecto benéfico del culto a la diosa Razón, tuvo como hija a la
Revolución francesa; el desconfiado protestantismo, a la Constitución norteamericana, con su
refinado sistema de checks and balances, de frenos y contrapesos. La primera Revolución derivó —
¿podemos no creer que de manera lógica?— en la guillotina, el Terror y, por último, la implantación
de una dictadura militar disfrazada de imperio; la segunda trazó un modelo político de división de
poderes (división calcada de la estructura de gobierno eclesial de los presbiterianos ingleses) que ha
funcionado hasta el día de hoy sin derivar en dictaduras.
La mayoría de los aportes de la Reforma no fueron originales. Estaban ya contenidos en la Biblia
y, en mayor o menor medida, se fueron manifestando durante el primer milenio y medio de historia
del cristianismo. Sin embargo, la evolución última de la cristiandad medieval actuó más como un
freno sofocante que como un caldo de cultivo idóneo para su desarrollo. A inicios del siglo XVI, ni
las embrionarias formas democráticas de las comunas bajomedievales ni el incipiente capitalismo
flamenco e italiano contaban con suficiente vigor como para sobrevivir. Si, al final, fue así se debió,
sin ningún género de dudas, al nuevo armazón de valores que estructuró la Reforma al llamar al
género humano a regresar a la Biblia. Así, el capitalismo y la democracia se iban a manifestar antes
— con todas sus limitaciones— en países de sociología protestante que en aquellos que
permanecieron fieles a Roma, y, dentro de los primeros, en los que se adherían a formas de
protestantismo más distanciadas del catolicismo con preferencia a aquellos que se diferenciaban
menos de él.
Basta examinar los frutos del arte barroco —un arte que dio magníficas muestras tanto en
territorio católico como protestante— para comprender que la división de Occidente era radical y
que sus resultados estarían preñados de consecuencias. La Europa católica del barroco (pensemos en
Velázquez, en Murillo, en Zurbarán) canta a los Austrias, a los monjes, a los santos; la Europa
protestante del barroco (recordemos a Rembrandt como pintor paradigmático) nos muestra la
industria pañera, el autogobierno ciudadano, el estudio de la anatomía, los temas bíblicos.
Grandiosas las creaciones de los dos mundos religiosos, su nervio resulta bien diferente. Uno alza la
bandera de la piedad medieval —y la sociedad estamental—, reafirmada en el Concilio
contrarreformista de Trento; el otro enarbola junto a la Biblia valores como el trabajo bien hecho y
productivo, las libertades humanas, el estudio científico. Uno descorre el velo de un cosmos que cree
que se hará más acepto a Dios mediante la recepción —incluso la provocación— del sufrimiento
propio; el otro se considera ya salvado por la fe (incluso por la predestinación) y emprende, libre de
cuidados espirituales, la conquista del universo que el Creador entregó ya a Adán y Eva. Uno
recorrerá con sus misioneros nuevos mundos descubiertos por España —y, en menor medida, por
Portugal—, sin poder aprovechar las posibilidades materiales ofrecidas por ellos; el otro,
económicamente desfavorecido, revertirá, partiendo de los principios bíblicos recuperados, su mala
colocación en la línea de salida y acaudillará la revolución económica de los siglos XVII-XIX. Son,
sin duda, dos cosmovisiones grandiosas que apelaban en ambos casos al cristianismo y que
resultaban muy superiores en sus logros a cualquier otra que pudiera existir en ese momento en un
punto cualquiera del globo. Sin embargo, sus frutos serían muy diferentes. Quizá no eran conscientes
de ello, pero al devolver la Biblia al pueblo en su lengua vernácula los reformadores no sólo estaban
llevando a cabo una revolución espiritual, sino un fenómeno social y cultural cuyas consecuencias
seguimos contemplando en el día de hoy.
«¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes...? ¿Cómo los tenéis tan
opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades que, de los excesivos
trabajos que les dais, incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir
oro cada día?... Tened por cierto, que en el estado que estáis no os podéis salvar más que los
moros o turcos, que carecen y no quieren la fe de Jesucristo.»
(Fray Antón Montesino, citado por fray Bartolomé de Las Casas)
«Los gobiernos, como los relojes, derivan del movimiento que les proporcionan los hombres; y al
igual que los gobiernos están formados y son movidos por los hombres, también son arruinados
por ellos. Por lo tanto, los gobiernos dependen más de los hombres que los hombres de los
gobiernos. Que los hombres sean buenos, y el gobierno no podrá ser malo y si enferma lo curarán.
Pero si los hombres son malos, el gobierno nunca podrá ser bueno y se las arreglarán para
dañarlo y expoliarlo a su vez.»
(William Penn)
«Se requieren dos cosas para comenzar a ser cristiano. La primera es una fe y una confianza
firmes en el Dios todopoderoso para obtener toda la misericordia que nos ha prometido, mediante
los merecimientos y los méritos de solamente la sangre de Cristo, sin consideración por nuestras
propias obras. Y la otra es que abandonemos el mal y nos volvamos hacia Dios para guardar sus
leyes y combatir contra nosotros mismos y nuestra naturaleza corrupta perpetuamente a fin de
que podamos hacer la voluntad de Dios cada día y cada vez mejor.»
(William Tyndale)
«Cristo Jesús comunica constantemente su fuerza a los justos... Esta fuerza precede, acompaña y
sigue siempre a las buenas obras porque sin ellas no tendrían título alguno para ser agradables a
Dios y merecer... por esta razón, los que obran bien hasta el fin y esperan en Dios, reciben la vida
eterna, como la recompensa que Dios mismo, según su promesa, concederá fielmente por sus
buenas obras y sus méritos.»
(Concilio de Trento, Sesión VI, cap. 16)
8. El cristianismo y la defensa de las otras
razas
Para algunos estudiosos, el fenómeno que conocemos como Reforma no solo provocó
considerables distancias entre la Europa protestante y la católica, sino que sumió a esta última en un
proceso de atraso y barbarie. Semejante análisis puede resultar funcional en términos
propagandísticos, pero no resiste un examen histórico dotado del mínimo rigor. Ciertamente, la
Reforma marcó a fuego la historia de la Europa posterior al quedar desvinculados de fecundos
caminos educativos, económicos y políticos los países católicos. Sin embargo, no es menos cierto
que los logros de estos distaron mucho de ser magros. No se trató sólo de las contribuciones
espirituales —el gran siglo de la mística española es el de la Contrarreforma—, sino, muy en
especial, de las culturales. No sólo es que el barroco católico, a pesar de sus diferencias
conceptuales, implicó un esfuerzo creativo extraordinario, sino que, además, la incomparable
producción artística del Siglo de Oro español (en realidad, casi dos siglos) es impensable sin una
referencia al catolicismo. Las comedias, dramas y autos de Calderón, Lope o Tirso de Molina
resultan incomprensibles sin una referencia al marco católico en que fueron concebidas, y lo mismo
puede decirse de la novela, porque del Lazarillo al Quijote82 (una obra que concluye con la
confesión del protagonista y su conversión final a la fe
Por otro lado, a pesar de la escisión que significó la Reforma y la reacción frente a ella que
conocemos como Contrarreforma (¿podía España militar en otro campo cuando el luteranismo había
significado el final del sueño imperial de Carlos V?), hubo terrenos en el que ambas concepciones
del cristianismo en buena medida coincidieron precisamente porque arrancaban de principios
comunes. Quizá el ejemplo más significativo al respecto lo encontramos en la actitud manifestada
hacia aquellos seres descubiertos —el término no es peyorativo, sino descriptivo— por Occidente
en su epopeya americana.
Para España, el descubrimiento de América significó el acceso a fuentes en apariencia
inagotables de riqueza. Es bien cierto que la carencia de una estructura mental como la presente en la
Europa protestante evitó no su explotación, pero sí un aprovechamiento que se hubiera podido
traducir en un desarrollo económico racional y con futuro. No es menos verdad que buena parte del
producto de aquellas tierras se dilapidó en empresas político-religiosas en gran medida ajenas a los
verdaderos intereses españoles. Sin embargo, aquellos caudales no dejaron de provocar apetitos que,
unidos a una naturaleza conquistadora (y no tanto colonizadora) forjada durante la Reconquista,
significaron el inicio de un proceso de aniquilamiento de las culturas indígenas existentes en
América. Como antaño los bárbaros, los conquistadores hispanos y portugueses contemplaron la
posibilidad de ganancia desde una perspectiva de culto a la violencia guerrera, a la separación
estamental y a la riqueza por conquista y saqueo. Pero ahora, además, esa cosmovisión derivaba su
supuesta legitimidad de la concesión que el Papa, Vicario de Cristo en la tierra, había conferido a los
monarcas españoles y portugueses para conquistar aquellos nuevos territorios. Por su parte, los
holandeses e ingleses mantuvieron el mismo esquema bárbaro, pero su fuente de supuesta
legitimación fue distinta de la de las naciones católicas. En su caso, subvirtieron el principio de
pacto con Dios subyacente en el Antiguo Testamento para llevar a cabo de manera no menos
despiadada el dominio de diferentes tierras americanas. Frente a ambas visiones —medularmente
bárbaras, como ya hemos visto— solo se alzó el valladar del cristianismo, el mismo que se había
erguido en el siglo XI frente a los invasores de Europa.
La primera —por otro lado, conocidísima— defensa de los indígenas fue la de un católico
español, el padre Las Casas83.Bartolomé de Las Casas había nacido en Sevilla no en 1474, como se
creyó durante mucho tiempo, sino diez años después, como consta en la única declaración que sobre
su edad nos dejó el propio interesado. Cuando tenía nueve años contempló a los primeros indios,
siete, que habían llegado a Sevilla. El padre de Las Casas, Pedro, y su tío, el capitán Francisco de
Peñalosa, participaron en 1493 en el segundo viaje de Colón. En 1499 su padre le trajo incluso un
indio que se quedó con el joven Bartolomé en calidad de esclavo hasta el año siguiente, en que, por
disposición de Isabel la Católica, regresó a América. A inicios de 1502, Bartolomé de Las Casas,
acompañando a su padre y a su tío, se embarcó para La Hispaniola. Sus intereses, como los de la
mayoría de los viajeros a Indias, eran puramente económicos. Hasta 1514, Bartolomé se dedicaría
sobre todo a labrarse una fortuna sin evitar el uso de la espada. De hecho, participó en las guerras de
Jaraguá y del Higüey, a la vez que poseía una hacienda con indios.
Ni siquiera su paso al estado clerical cambió de inmediato su visión de la explotación de las
Indias. En 1507 regresó a Europa y fue ordenado, y cinco años después se unió a la conquista de
Cuba. Su misión era actuar como capellán de los conquistadores, pero eso no le impidió aceptar una
pingüe encomienda de la que se hizo cargo hasta 1514. Hasta esa fecha, Las Casas había sido un
paradigma de la conmixtión entre la cosmovisión bárbara y su legitimación clerical, un fenómeno que
había cosechado frutos como las Cruzadas o el amor cortés. Sin embargo, a mediados del citado año,
Las Casas atravesó por un fenómeno tan medularmente cristiano como la conversión. Enfrentado con
Dios y con la realidad —no la apariencia creíble— de su existencia, el clérigo descubrió que no
sólo su conducta era reprobable, sino que además tenía que abandonarla con rapidez. No tardó
entonces en renunciar a los indios de su repartimiento por razones de conciencia.
Como otros conversos del pasado —Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Francisco de Asís...—,
Bartolomé intentó de inmediato llevar a otros a vivir su experiencia. Así, regresó a Santo Domingo y
estableció contacto con los dominicos. El 23 de diciembre de 1515 Las Casas se entrevistaba con
Fernando el Católico, ya muy enfermo. Poco después conseguía la atención de Cisneros y de Adriano
de Utrecht. Como resultado de esas gestiones, Las Casas fue nombrado «procurador o protector
universal de todos los indios de las Indias». El 19 de mayo de 1520 obtenía en La Coruña una
capitulación para realizar un proyecto de colonización pacífica en la costa de Paria, actual
Venezuela. La finalidad de ese proyecto era no conquistar, sino colonizar, a la vez que acercarse
pacíficamente a los indígenas para que escucharan la predicación del Evangelio.
En los años siguientes, Las Casas recorrería las Indias en defensa de los indios. Tras ingresar en
los dominicos, había comenzado a predicar directamente contra los colonos españoles, lo que motivó
su traslado a Santo Domingo, donde obtuvo en 1533 la rendición del cacique Enriquillo, sublevado
desde 1519. A continuación estuvo en Panamá, Nicaragua y México (1536) y luego en Guatemala,
donde redactó su De unico vocationis modo o Del único modo de atraer a todos los pueblos a la
verdadera religión 84. En esta obra, siguiendo la antigua tradición cristiana, sostenía que la única
manera de llevar a un ser humano a la conversión era la persuasión y nunca la violencia. Se trataba
de una tesis que pretendía probar mediante la entrada pacífica en la región de Tezulutlán,
considerada hasta entonces como tierra de guerra en Guatemala.
De regreso a España, a principios de 1540, Las Casas obtuvo varias reales cédulas que
respaldaban su proyecto para Tezulutlán, pero, sobre todo, entabló contacto con Carlos I. Fruto de
esa entrevista fue la promulgación el 20 de noviembre de 1542 de las Leyes Nuevas. En ellas se
prohibía la esclavitud de los indios, se ordenaba su liberación de los encomenderos y se les
colocaba bajo la protección directa de la Corona. Además, en las tierras no exploradas debían
penetrar siempre dos religiosos que vigilaran que los contactos con los indios se realizaran de forma
pacífica.
En 1544, Las Casas era obispo de Chiapas. No tardó en establecer en los doce puntos de su
Confesionario (publicado más tarde con el título de Avisos y reglas de confesores ) que se negara la
absolución a los que tuvieran esclavos indios. De manera comprensible, la actitud intrépida de Las
Casas provocó un enfrentamiento con el virrey Antonio de Mendoza. En 1550, en un intento de
dirimir la cuestión, se convocó en Valladolid 85a una junta de teólogos, expertos en derecho canónico
y miembros de los Consejos de Castilla y de las Indias para que procedieran a discutir la manera en
que deberían llevarse a cabo los descubrimientos, conquistas y población en las Indias. Mientras
Sepúlveda, heredero de la posición clásica y menos conscientemente de la bárbara, sostenía que los
indios, como seres inferiores, debían quedar sometidos a los españoles, Las Casas defendió la
postura opuesta, partiendo sobre todo de las enseñanzas de la Biblia. La Junta quedó inconclusa y
Las Casas optó por renunciar a su obispado de Chiapas, pero también se entregó a la redacción de
obras de enorme interés como su Apologética historia sumaria, que constituye un tratado de
antropología comparada.
Los últimos tiempos de Las Casas fueron dolorosos. En 1558, por ejemplo, los dominicos que
trabajaban en la Vera Paz en Guatemala defendieron la utilización de las armas para someter a los
indios de la región Lacandona y de Puchutla. Al año siguiente, el proyecto pacífico de Las Casas
naufragaba en medio de una guerra en la zona.
Es innegable que Las Casas no logró imponer su punto de vista por completo. Ciertamente, no
concluyó el uso de la violencia y no pudo evitar el sometimiento de los indios. Sin embargo, su brega
no resultó ni mucho menos estéril. Por ejemplo, la Disputa de Valladolid, en la que él recogía el
mensaje interracial del Nuevo Testamento, constituyó un auténtico jalón en el camino hacia el
reconocimiento universal de los derechos humanos. Pero, además, las leyes de Indias, pese a sus
problemas de aplicación directa, constituyeron un auténtico valladar contra el exterminio total de las
poblaciones indígenas. No sólo eso. Como antaño había sucedido en Europa, los obispos, los
religiosos, los misioneros se convirtieron en uno de los escasos refugios con que podían contar los
débiles y los oprimidos. Al igual que en la Europa de la Edad Oscura Benito o Romualdo
representaban el único obstáculo para un ejercicio del poder político arbitrario y opresor, Las Casas
y otros como él se convirtieron en defensores, en ocasiones muy eficaces, contra la explotación de
los indígenas. Pero asimismo actuaron, también como en las Edades Oscuras de la vieja Europa,
como educadores, como fundadores de universidades, como desbrozadores de terrenos baldíos,
como estudiosos de las nuevas culturas conservando para la posteridad sus legados86, como
arbitradores de una nueva forma de vida que no concluyera con el exterminio de una raza por otra,
sino con el mestizaje. Enfrentadas con la codicia de los conquistadores, convencidos además de la
legitimidad moral de sus acciones, las etnias indígenas hubieran perecido totalmente. Si no fue así se
debió a la labor de Las Casas y de otros como él.
Pero no todas las poblaciones indígenas contaron con esa limitación. Al respecto, lo sufrido por
las etnias indias de Norteamérica constituye un ejemplo trágico y paradigmático a la vez. Es
probable que en pocos episodios quede reflejado esto con más claridad que en la historia de William
Bradford y los padres peregrinos.
En 1593 se había aprobado en Inglaterra una legislación acentuadamente contraria a los no-
conformistas, de manera que no pocos pensaron que la única salida para evitar la prisión o la
ocultación de sus creencias era la emigración. Cuando contaba tan solo dieciocho años de edad,
William Bradford se dirigió a Holanda junto a otros disidentes. La elección resultaba lógica, ya que,
pese a su carácter mayoritariamente calvinista (o quizá por eso mismo), Holanda se había convertido
en un emporio de la libertad religiosa que no era negada ni siquiera a anabautistas o a judíos. Sin
embargo, Bradford no iba a permanecer mucho tiempo en los Países Bajos. Por aquellos días,
algunos de los emigrados protestantes procedentes de Inglaterra estaban acariciando la idea de
encontrar una nueva tierra en la que no sólo pudieran ser tolerados, sino donde, además, tuvieran la
posibilidad de establecer un nuevo modelo social sobre bases novedosas. Obviamente, tal
posibilidad sólo resultaba planteable en el continente americano, y así fue como buena parte de la
iglesia inglesa que pastoreaba un hombre llamado Robinson decidió hacerse a la mar a bordo de un
barco llamado Mayflower. La expedición se enfrentó con no pocas dificultades durante su travesía,
de manera que en lugar de llegar a Virginia, que era el destino en que se había pensado, atracó en
Cape Cod (Massachusetts), el 11 de noviembre de 1620.
Este desvío del destino original planteó una situación que no había sido contemplada con
antelación por los peregrinos. Su intención al llegar a Virginia era gozar de mayor libertad que en
Inglaterra, pero también la de someterse y disfrutar del gobierno inglés ya establecido en ese
enclave. Sin embargo, ahora, al desembarcar en un territorio no ocupado previamente por Inglaterra,
los peregrinos tuvieron que afrontar la necesidad de establecer una mínima estructura de gobierno.
De aquí nacería el denominado Pacto del Mayflower87, de enorme trascendencia porque en él los
«peregrinos» se comprometían a construir una nueva entidad política en virtud de un pacto social
libre y concluido por todos. Aquella visión política iba a sentar las bases de un sistema democrático
de división de poderes. Sin embargo, de la mentalidad de los que habían suscrito el Pacto iban
también a derivar otras consecuencias no tan positivas, en particular para los habitantes indígenas de
aquellas tierras.
La vida de los primeros peregrinos no resultó en absoluto fácil. Algunos perdieron la vida
durante la travesía. Además, de los ciento tres que desembarcaron, cincuenta y uno fallecieron
durante el primer invierno, ya que —a diferencia de los conquistadores españoles— los colonos ni
se habían equipado con un mínimo de sensatez para establecerse en los nuevos territorios ni tampoco
tenían unos conocimientos rudimentarios que se lo permitieran. Con toda seguridad, de no haber
recibido la ayuda generosa y desinteresada de los indígenas, no hubieran podido sobrevivir.
Sin embargo, para los indios las consecuencias no pudieron ser más negativas. Desde un
principio, los recién llegados manifestaron un hambre insaciable de tierras. Además, los indígenas no
sólo sufrieron el expolio material, sino males como nuevas enfermedades del tipo de la viruela. Los
indios habían muerto en masa, y los ingleses, no. Detrás de semejante catástrofe para unos y suerte
para otros, en opinión de Bradford, solo podía verse la mano de Dios favoreciendo a los colonos. Si
los conquistadores españoles apelaban a la legitimación papal de la conquista proporcionada por las
bulas alejandrinas88, los ingleses se referían a una supuesta acción de la Providencia contra los
indígenas. Así, el primer gobernador de Massachusetts escribiría en 1634 acerca de una epidemia
similar:
... en cuanto a los nativos, han muerto casi todos de viruela, de manera que el Señor nos ha
facilitado el dominio de lo que poseemos.
Muy pronto quedó de manifiesto que los colonos no iban a contentarse con la desaparición de los
indígenas merced sólo a las plagas que, presuntamente, Dios derramaba sobre ellos. Estaban más que
dispuestos a colaborar con lo que consideraban la tarea del Creador exterminando de manera directa
a los indios. En 1636, la muerte en Block Island de un tal John Oldham, al que se había expulsado de
la colonia de Plymouth, se convirtió en un pretexto para desencadenar la Guerra de los Pequots, que
concluyó con la aniquilación casi total de estos sin excluir a ancianos, mujeres y niños. El mismo
William Bradford describió de manera bastante realista los sentimientos de entusiasmo que aquel
episodio despertó en los colonos:
Fue una terrible visión contemplarlos friéndose en el fuego y los ríos de sangre que apagaban
éste, y lo horrible que eran la peste y el olor que salían; pero la victoria pareció un dulce sacrificio,
y dieron la alabanza por ello a Dios, que había actuado de una manera tan maravillosa en su favor,
encerrando a sus enemigos en sus manos y dándoles una victoria tan rápida sobre un pueblo tan
orgulloso e insolente.
Las excepciones a este proceso general —en el que pronto se realizó el primer ensayo de guerra
química al entregar a los indios mantas contaminadas con viruela para que murieran con más rapidez
— fueron muy escasas y, a diferencia de lo sucedido en Iberoamérica con Las Casas y otros
defensores de los indios, jamás contaron con respaldo oficial. En los siglos siguientes, las tribus
indígenas de América del Norte —con las que jamás se produjo un mestizaje— desaparecieron por
docenas o fueron diezmadas y recluidas en reservas. No debería extrañar que, según su propia
confesión, Hitler inspirara parte de la política nazi seguida contra los judíos en el ejemplo de la
mantenida por los norteamericanos contra los indios. En ambos casos se perseguía el exterminio de
una raza con fines de expansión territorial y económica, y en ambos casos se tenía la convicción de
obedecer a un destino providencial y racialmente superior. Una vez más, como había sucedido
también durante la Edad Oscura, el único valladar frente a los bárbaros rubios lo constituyó la
defensa de valores cristianos. Éstos —como había sucedido con Las Casas en el centro y el sur de
América— estuvieron presentes desde el inicio de la colonia.
En 1636, precisamente cuando se produjo la guerra contra los pequots, hubo voces que se alzaron
contra lo que consideraban una codiciosa, injusta y salvaje arbitrariedad. Uno de los casos más
conocidos fue el de un bautista89 llamado Roger Williams. Este se vio obligado a huir de Plymouth,
donde sus opiniones no era bien vistas. Sin embargo, no se desanimó. De hecho, marchó más hacia el
oeste y fundó la ciudad de Providence. El enclave se convertiría en un refugio para disidentes y, a
principios del siglo XVIII, constituía un próspero puerto de comercio con las Antillas.
Con todo, la defensa más apasionada —y efectiva— del trato con los indígenas en las colonias
de América del Norte estuvo relacionada con los cuáqueros y, de manera muy especial, con William
Penn90.Nacido en 1644 en Londres, Penn estudió en la Universidad de Oxford. Fue allí donde
experimentó una conversión que le llevó a integrarse en los cuáqueros91, una de las confesiones
protestantes surgidas en Inglaterra en aquellos años. Los cuáqueros pretendían vivir el Evangelio de
manera radical, tal y como aparecía recogido en el Nuevo Testamento. Esa circunstancia los había
llevado a negarse a combatir en la guerra civil que asoló Inglaterra durante la década de los cuarenta
del siglo XVII, a conceder un papel igualitario a las mujeres que predicaban en sus reuniones y
accedían a ministerios religiosos, a condenar la práctica de la esclavitud y también a abogar por una
libertad de conciencia absoluta. No cabe duda de que esas ideas forman hoy día parte del acervo
común de las naciones civilizadas, pero ni con mucho podían considerarse como tales a mediados
del siglo XVII.
Penn residió durante algunos años en Irlanda y al regresar a Inglaterra escribió una serie de
tratados en defensa de la tolerancia que tuvieron como resultado algunas breves estancias en prisión.
En 1681, William Penn obtuvo de la Corona, en pago por una deuda contraída con su padre, una
concesión de tierra en Norteamérica, y al año siguiente se embarcó hacia el Nuevo Continente con
otros correligionarios. La colonia de los cuáqueros contaría incluso con una capital cuyo nombre
ponía de manifiesto la mentalidad que inspiraba a Penn. Fue denominada Filadelfia, el término griego
para expresar el «amor fraternal». En el curso de los años siguientes, Penn sentó las bases para la
primera constitución moderna —los cuatro Frames of government—, donde se recogió el principio
de la libertad de conciencia sin ningún tipo de limitaciones. Asimismo promulgó una Carta de
Privilegios, garantía de libertades, e incluso concibió la idea de crear un organismo supranacional,
auténtico antecedente de la Organización de las Naciones Unidas, que pudiera solventar de manera
pacífica los litigios internacionales.
Con todo, el aspecto más significativo de Pennsylvania sería, tal vez, su fundación, y
precisamente por eso la mencionamos aquí. En teoría el territorio de lo que luego sería conocido
como Pennsylvania era propiedad de Penn. Sin embargo, el cuáquero consideró que semejante visión
era injusta y no se correspondía con la realidad. Pensaran lo que pensaran otros blancos al norte y al
sur del continente, él no consideraba lícito el despojo al que eran sometidos los indios. Mantuvo una
reunión con los indígenas y les compró las tierras como hubiera hecho con cualquiera de sus
compatriotas. Como había deseado Las Casas —y no había conseguido—, los cuáqueros mantuvieron
una política de asentamiento pacífico, en virtud de la cual los indígenas oyeron hablar de Jesús
mediante lo que los correligionarios de Penn denominaban «amistosa persuasión», pero nunca se
vieron forzados a aceptar ninguna creencia. La colonia se comportaría de modo ejemplar con los
indígenas y lo único que cabe lamentar es que esa conducta no fuera seguida por otros inmigrantes de
origen europeo. Durante los siglos siguientes, los blancos firmarían con los pieles rojas no menos de
un millar de tratados. El único que se vería respetado siempre sería el suscrito entre los indígenas y
los cuáqueros de Pennsylvania.
La defensa de los indios contó, por lo tanto, con exponentes claros tanto en el seno del
catolicismo como del protestantismo. No sucedió lo mismo, sin embargo, en relación con la
esclavitud, otra de las grandes lacras que experimentaron un extraordinario desarrollo con ocasión
del descubrimiento y colonización de nuevos mundos. De hecho, el mismo padre Las Casas llegó a
considerar que la utilización de esclavos de origen africano podría paliar el triste destino de los
indígenas americanos.
La lucha contra la esclavitud fue una causa que derivó de una cosmovisión bíblica, que se
extendió a lo largo de varios siglos y que, de hecho, solo mucho después recibió el respaldo de
ideologías distintas del cristianismo. Basta examinar las páginas de la Enciclopedia, el máximo
monumento de la Ilustración, para percatarse de que los ilustrados no sólo no eran contrarios a la
esclavitud, sino que incluso la consideraban natural, dada la inferioridad racial de los esclavizados.
Por ejemplo, en la voz «Negros, considerados como esclavos en las colonias de América», el texto
dice:
Estos hombres negros, nacidos vigorosos y acostumbrados a una alimentación burda, encuentran
en América dulzuras que les hacen la vida animal mucho mejor que en su país.
Desde luego, resulta más que dudoso que la esclavitud en las colonias americanas pudiera ser
calificada de «dulzuras» y que la vida de los negros pudiera ser por definición calificada de animal,
hasta el punto de que el hecho de ser esclavos la mejorara. Sin embargo, eso y no otra cosa afirma el
citado artículo de la Enciclopedia, y no resulta mejor la descripción que aparece en relación con esta
población negra:
Estos negros son idólatras, su lengua es difícil de pronunciar, saliendo la mayoría de los sonidos
de la garganta con esfuerzo... Estos negros, se les llame como se les llame, hablan todos la misma
lengua sobre poco más o menos.
Por si fuera poco, el ilustrado autor del artículo de la Enciclopedia indicaba que algunos negros
logran superar sus defectos propios y se convierten en buenas personas cuya característica
fundamental es, nada menos que, la sumisión a su dueño:
Los defectos de los negros no se encuentran extendidos de manera tan universal que no se
encuentren muy buenos sujetos. Varios habitantes poseen familias enteras compuestas de gente muy
honrada y muy unida a su amo.
Partiendo de esa base, no resulta extraño que se afirmara que encontrar negros buenos era un
fruto más de la casualidad que de la probabilidad:
Si por azar se encuentra gente honrada entre los negros de Guinea, en su mayoría son durante todo
el tiempo viciosos. En su mayor parte están inclinados al libertinaje, a la venganza, al robo y a la
mentira.
Las consecuencias de semejante discurso no podían resultar más obvias. La esclavitud era
censurable, pero los «salvajes» actuales habían caído tan por debajo del imaginario nivel en que se
encontraba el «buen salvaje» primitivo que no cabía sino emprender su educación. Era obvio que
unas razas eran superiores y otras claramente inferiores. Esa circunstancia obligaba a las primeras a
dominar a las segundas por su bien. Que el resultado no podía sino ser positivo lo demostraba el que,
hasta reducidos a la esclavitud, los negros se encontraran mejor bajo el dominio de un amo blanco en
América que en libertad en África.
No resulta muy difícil imaginar lo que hubiera sido la suerte de estos desdichados si, frente a la
visión de los conquistadores (legitimado incluso por algunas confesiones religiosas), al pensamiento
ilustrado y, por supuesto, a las concepciones islámica y pagana de la esclavitud, no se hubiera alzado
una recuperación del concepto bíblico acerca de esta institución. En realidad, basta con examinar lo
que fue la trayectoria de la trata antes del movimiento emancipador.
El inicio de la trata se debió a los portugueses, que la comenzaron en 1444, y que unos quince
años después importaban cada año poco menos de un millar de esclavos procedentes de diferentes
puntos de la costa africana. Durante más de un siglo, Portugal monopolizó el comercio gracias a la
colaboración indispensable de los comerciantes árabes del norte de África, que enviaban esclavos
de África central a los mercados de Arabia, Irán y la India.
El descubrimiento de América llevó a otras naciones a sumarse a tan vergonzosa y denigrante
institución. Como ya hemos indicado, incluso los defensores de los indígenas de América no
encontraron censurable —en ocasiones les pareció un remedio— el recurrir a la esclavitud de los
africanos. En 1517, por ejemplo, Carlos I estableció un sistema de concesiones a particulares para
introducir y vender esclavos africanos en América. A finales de ese mismo siglo, Inglaterra comenzó
a competir por el derecho a abastecer de esclavos a las colonias españolas, detentado hasta entonces
por Portugal, Francia, Holanda y Dinamarca. De hecho, la Paz de Utrecht, que se tradujo para España
en la pérdida del territorio español de Gibraltar, significó también que la British South Sea Company
consiguiera el derecho exclusivo de suministro de esclavos a estas colonias. Pero para entonces
hacía ya casi un siglo que habían llegado a las colonias inglesas de América del Norte los primeros
esclavos africanos, y este tráfico se incrementaría sobremanera con el desarrollo del sistema de
plantaciones.
Ni siquiera la Revolución americana de 1776 cambió la situación de los esclavos. El liberalismo
había podido tomar de la Reforma algunos de sus principios políticos esenciales, pero no estaba
dispuesto a disminuir sus beneficios por razones éticas. Si la Ilustración había justificado —sobre el
papel, claro está— la esclavitud, la Constitución norteamericana sentenció el triste destino de los
esclavos sancionando la existencia de la institución que los mantenía sometidos a tan lamentable
estado. No era extraño si se tiene en cuenta que algunos de los Padres fundadores, como Thomas
Jefferson, eran pingües propietarios de esclavos.
El enfrentamiento con la esclavitud surgió en el seno del protestantismo y por razones enraizadas
directamente en las Escrituras. Durante el siglo XVII, los cuáqueros no solo condenaron la
institución, sino que además determinaron que si alguno de sus fieles tenía esclavos sería
excomulgado. Antes de que acabara el siglo los miembros de los cuáqueros habían emancipado a sus
esclavos e iniciado, además, distintas obras humanitarias cuya finalidad no era otra que la de lograr
su liberación.
En el siglo siguiente, al esfuerzo cuáquero se sumó el de los metodistas. Esta iglesia había
surgido como consecuencia de la predicación de un inglés nacido en 1703 y llamado John Wesley.
Sin duda, Wesley es uno de los mayores genios religiosos de todos los tiempos, y su influencia, no
sólo en el terreno de la teología, sino también en el de las reformas sociales, se extiende hasta la
actualidad. Estudiante de Oxford, misionero anglicano en América, en 1738 había regresado a
Inglaterra. El 24 de mayo de ese mismo año, mientras se encontraba en una reunión religiosa, escuchó
el prefacio del comentario de Lutero a la Epístola a los Romanos, y, convencido de que cualquiera
podía alcanzar la salvación si tenía fe en Cristo, experimentó una conversión.
Como muchos otros antes de él en la historia del cristianismo, John Wesley estaba ansioso por
compartir su experiencia con sus contemporáneos. Por ello precisamente recorría cerca de ocho mil
kilómetros al año pronunciando cuatro o cinco sermones al día, fundando nuevas congregaciones y
escribiendo mientras viajaba a caballo. También como muchos otros con anterioridad, la conversión
tuvo en su caso hondas repercusiones sociales, tantas que hoy día se admite por lo general que la
reforma moral obrada por el metodismo entre la población inglesa libró a ésta de entregarse a los
excesos revolucionarios que vivió el Continente. Se acepte o no ese punto de vista —y existen más
que sobradas razones para hacerlo—, lo cierto es que los numerosísimos conversos derivados de las
predicaciones de Wesley abandonaban el alcohol (una auténtica plaga en la Inglaterra de la época),
la holgazanería, la conducta disipada, y se entregaban a una vida metódica (de ahí que se les
denominara metodistas) de seguimiento literal de los mandatos contenidos en el Nuevo Testamento.
De esa dedicación a los más desfavorecidos surgieron escuelas, dispensarios médicos, sistemas de
préstamo para iniciar nuevos negocios y, de manera directa, la lucha contra la esclavitud en
Inglaterra.
El primero en enfrentarse con ella fue un antiguo capitán negrero llamado John Newton. Durante
años había pensado que su ocupación no era inmoral. Fue su conversión, tras escuchar una
predicación metodista, la que le convenció de que no sólo no podía considerar legítima la esclavitud,
sino que además estaba en la obligación moral de combatirla. A Newton se sumaron otros personajes
de distintas confesiones protestantes como fue el caso del bautista William Knibb. Sin embargo, el
papel principal contra la denigrante institución lo representaría otro hombre llamado William
Wilberforce.
A semejanza de Newton, William Wilberforce también había experimentado una conversión
religiosa gracias a las predicaciones de los metodistas. Hombre piadoso, promovió la fundación de
la Sociedad misionera de la Iglesia (1798), así como de la Sociedad bíblica inglesa y extranjera
(1803), pero, a la vez, en su calidad de miembro del Parlamento, se dedicó a tareas de profundo
contenido social. Así, Wilberforce —al que se llegó a denominar la conciencia del primer ministro
— fomentó la educación de los necesitados y, sobre todo, desarrolló una extraordinaria labor para
lograr la erradicación de la esclavitud. No fue una tarea fácil, ya que chocaba con intereses
económicos obvios, pero en 1807 consiguió la prohibición británica del comercio de esclavos y en
1833 se declaró la abolición de la esclavitud en la totalidad de los territorios británicos. El único
país que se había adelantado a Inglaterra en la abolición de la trata había sido Dinamarca, en 1792, y
también apelando directamente a los principios contenidos en la Biblia.
En los años siguientes, la oposición a la trata seguiría estando limitada al mundo anglosajón —
Napoleón se ocupó incluso de reprimir a los esclavos negros de América latina— y al ámbito del
protestantismo. David Livingstone, el célebre explorador y abolicionista británico, era misionero
protestante; las redes de emancipación de esclavos en Estados Unidos se debieron a cristianos como
el cuáquero Levi Coffin, y el movimiento abolicionista norteamericano —triunfador moral de la
Guerra de Secesión— estuvo formado de manera casi exclusiva por miembros de confesiones
protestantes como Charles Finney.
A lo largo del siglo XIX la emancipación de los esclavos se convirtió en una bandera utilizada en
la lucha contra el poder colonial —México abolió la esclavitud en 1813; Venezuela y Colombia, en
1821—, pero no siempre con convicción. La explicación de este comportamiento no podía ser más
obvia: el proceso de abolición chocaba con los intereses de la burguesía. De hecho, Uruguay
mantuvo la esclavitud hasta 1869; España, en Cuba, hasta 1886, y Brasil, hasta 1888. Cualquiera de
estos procesos emancipatorios es dudoso incluso que hubiera comenzado sin los precedentes del
mundo anglosajón, puesto que fue Inglaterra la que durante el Congreso de Viena instó a las otras
potencias europeas a adoptar medidas similares a las aprobadas por su Parlamento.
A finales del siglo XX, y a pesar de la incorporación de normas antiesclavistas en la legislación
internacional, la esclavitud sigue siendo una realidad fuera de Occidente y afecta a no menos de cien
millones de personas. En algunos países islámicos y budistas incluso cuenta con una existencia legal.
De no haber sido por la influencia del cristianismo, tal vez ese también sería el panorama en las
sociedades occidentales. Sin embargo, el triunfo de la lucha contra la esclavitud durante el siglo XIX
no significó que la causa de la libertad humana quedara salvada y asegurada para el siglo siguiente.
En realidad, iba a enfrentarse durante este con los peores desafíos que había experimentado a lo
largo de la Historia humana, y de nuevo el papel del cristianismo resultaría esencial.
9. El cristianismo y la amenaza totalitaria
Las tesis socialistas en sus más diversas variantes cuentan con una historia muy dilatada.
Encontramos algunos precedentes en Platón, Campanella o Tomás Moro, así como en colectivos del
tipo de los hutteritas durante el siglo XVI. A pesar de su enorme multiplicidad, no deja de ser
significativo que el socialismo fuera en el curso de pocos años despojado de todas sus raíces y
conectado casi de manera única con los nombres de Marx y Engels. Este fenómeno comenzó a
fraguarse desde los primeros momentos en que ambos personajes entraron en contacto en 1844. La
pareja volvió a reunirse en la primavera de 1845 y, según relata Engels, para aquel entonces Marx ya
había terminado de perfilar su concepción materialista de la historia y ambos comenzaron a elaborar
con más detalle aquel resultado. En palabras de Engels, aquella teoría de Marx era, en realidad, un
«descubrimiento» que «iba a revolucionar la ciencia de la historia». Precisamente por ello,
pensaba Engels que en adelante no solo había que «razonar científicamente» sus puntos de vista,
sino que además había que hacer lo posible por «ganar al proletariado europeo» a la nueva
«doctrina».
Desde entonces, Marx y Engels intentaron proporcionar una forma más acabada a lo que, con
bastante pretenciosidad, consideraban un descubrimiento científico, en obras como las Tesis sobre
Feuerbach, la Ideología alemana y la Miseria de la Filosofía, y además dieron algunos pasos más
prácticos como la entrada en la Liga de los Justos, que, desde el congreso de junio de 1847, se
convirtió en la Liga de los comunistas. Fue precisamente esta entidad la que en su congreso de
noviembre-diciembre de 1847 encomendó a ambos la redacción de un documento programático que
sería conocido como el Manifiesto comunista. El contexto en el que la obra iba a aparecer no podía
resultar en apariencia más prometedor. Por un lado, existía una convicción profunda por parte de
Marx y de Engels de haber hallado una especie de instrumento privilegiado que les permitía
comprender la historia de manera científica, entendiendo como tal la posesión de una clave idónea
para desentrañar los arcanos de los acontecimientos históricos de acuerdo con una visión
materialista. En segundo lugar, Marx y Engels, todavía un par de nombres más en medio del
maremágnum de las concepciones socialistas de inicios del siglo XIX, tenían la posibilidad de
convertirse en los ideólogos oficiales del movimiento. Por último, Alemania parecía madura para la
revolución, mientras en Francia el gobierno de Luis Felipe, auténtico instrumento de las oligarquías,
se enfrentaba con revueltas ocasionadas por el hambre y con una pequeña burguesía que deseaba la
ampliación del censo electoral, distintos estados italianos se agitaban contra el dominio austriaco y
Suiza se veía desgarrada por una guerra civil. Es comprensible que Engels se refiriera, por ejemplo,
al «corto plazo» que le quedaba a la burguesía y en su Catecismo comunista (o Principios del
comunismo), escrito en el otoño de 1847, afirmara que la «revolución del proletariado se acerca de
acuerdo con todos los indicios». En medio de ese clima enfervorizado, casi febril, Marx y Engels
escribieron su obra más leída, el denominado Manifiesto comunista, un texto que iba a explicitar la
trayectoria que seguiría el marxismo en el siglo siguiente y que, por añadidura, deja traslucir la
filosofía que iba a engendrar uno de los fenómenos más terribles de la Historia. De entrada, esta para
Marx y Engels no era sino en esencia la de la lucha de clases:
La historia de toda sociedad hasta el día de hoy no ha sido sino la historia de las luchas de
clases.
Libres y esclavos, patricios y plebeyos, nobles y siervos, maestros y aprendices, en resumen:
opresores y oprimidos en lucha constante, han mantenido una guerra que no se ha interrumpido,
manifiesta en algunas ocasiones, disimulada en otras; una guerra que siempre concluye mediante una
transformación revolucionaria de la sociedad o mediante la aniquilación de las dos clases
antagónicas.
Esa lucha en la época de Marx arrancaba del enfrentamiento entre la burguesía y el proletariado.
Mientras subsistiera el poder de la burguesía, el futuro del proletariado era concebido por Marx
como un conjunto de pasos hacia situaciones cada vez peores. La respuesta ante esa situación debía
ser, según Marx, la lucha del proletariado contra la burguesía. Al principio, esa lucha sería inconexa,
pero de forma creciente el proletariado iría aumentando la solidaridad. Tras indicar que la lucha de
clases era inevitable y que el proletariado debía aniquilar a la burguesía para liberarse, Marx
mencionaba el tema del partido comunista y su papel en este proceso histórico. A continuación,
introducía la crítica que los comunistas realizaban de la cultura, del derecho, de la familia o de la
patria según el esquema burgués. Desde su punto de vista, estos no eran sino conceptos que solo
pretendían perpetuar el poder de la burguesía y la explotación del proletariado. La meta final de éste,
por lo tanto, debía ser hacerse con el poder político y desde el mismo llevar a cabo «una violación
despótica del derecho de propiedad», que en los países más avanzados se encarnarían en un abanico
de medidas muy concretas.
La exposición de Marx resultaba bastante sugestiva, pero no era ni con mucho la única visión
socialista existente en aquella época ni tampoco la más popular. Por eso no causa sorpresa que la
tercera parte del Manifiesto la dedicara a denigrar las demás concepciones socialistas. De esta
manera califica a lo que él llamó «socialismo feudal» de «mezcla de endechas y payasadas»; al
«socialismo ínfimo burgués», de adolecer de una «melancolía irritante» y una «pasividad
intolerable»; al alemán, de «sucio e indignante»; al «conservador o burgués», de «simplificar el
trabajo administrativo del gobierno burgués»; y al «crítico utópico», de «pedantería» y «fe
supersticiosa y fanática». Frente a todas estas concepciones se erguía, en su opinión, la de los
partidos comunistas:
La revolución esperada por Marx y Engels estalló en 1848; pero, contra lo que habían
preconizado ambos, no trajo consigo la victoria del proletariado y la aniquilación de la burguesía,
sino resultados muy diversos. Entre 1848 y 1852, no sólo las revoluciones fueron siendo sofocadas,
sino que además Luis Bonaparte dio un golpe de Estado en Francia iniciando el II Imperio y se
produjo la disolución de la Liga de los comunistas. Como pronóstico del futuro inmediato, las líneas
redactadas por Marx y Engels no podían haber resultado más fallidas.
A más largo plazo sucedió lo mismo con la visión científica que Marx y Engels afirmaban haber
descubierto. A lo largo de décadas, los países capitalistas más avanzados no sólo alejaron el
fantasma de una crisis que provocara el desplome del sistema, sino que acabaron por primera vez en
la historia con el trabajo infantil y lograron no sólo que las clases medias no se proletarizaran, sino
que buena parte del proletariado se convirtiera en clase media. Por otro lado, los países que habían
adoptado como auténtico dogma de fe los principios marxistas fueron asistiendo, uno tras otro, al
final del sistema por su propia incapacidad para atender buena parte de las cuestiones sociales que
pretendía resolver de manera definitiva. Al fin y a la postre, sus trabajadores habían estado sufriendo
un nivel de vida muy inferior al de aquellos que se encontraban engranados en los países de sistema
capitalista.
Sin embargo, la cuestión que aquí se discute no es la efectividad en sí del sistema, sino los
resultados derivados de la filosofía que lo informaba. El marxismo —y de manera paradigmática el
Manifiesto comunista— encarna una visión apocalíptica, aunque su contenido no sea religioso, sino
político. La historia se encamina, según Marx, hacia su consumación apocalíptica. Esa visión
impregnada de un sentimiento religioso —aunque secularizado— cuenta en el Manifiesto además con
características propias del más acentuado dogmatismo eclesial. En los escritos de Marx, de nuevo el
Manifiesto es un ejemplo, se condena a las sectas rivales (todos los demás socialismos), se
descalifica globalmente al adversario, se alza una esperanza que no se sustenta sobre la realidad,
sino sobre el deseo, y, sobre todo, se crea una conciencia de persecución —muy presente en las
primeras líneas— porque los comunistas pertenecen al grupo de los que realmente tienen razón.
A su carácter mesiánico, el marxismo sumaba algunas líneas maestras que luego serían
desarrolladas trágicamente por los partidos comunistas en su intento de alcanzar el poder. La primera
fue la convicción de que los intereses del proletariado no eran comprendidos por este de manera
suficiente y que, por lo tanto, necesitaba la pedagogía del mejor partido, el comunista. La segunda
consistió en defender la alianza circunstancial con otras fuerzas políticas, pero con la intención de
sustituirlas llegado el momento, ya que su visión era terriblemente imperfecta y obstaculizadora de la
victoria final. La tercera fue la nítida declaración de que el triunfo de los comunistas significaría el
final no solo de la democracia, sino también el exterminio violento de clases enteras. La cuarta
consistió en afirmar la desaparición de la propiedad privada en favor de la estatal y la implantación
de una dictadura.
Ni uno solo de estos aspectos dejó de traducirse en una sangrienta realidad en cualquier lugar
donde el comunismo se alzó con el poder. En un espacio de apenas tres cuartos de siglo, de 1917
hasta nuestros días, causó más de cien millones de muertos, es decir, más víctimas que cualquier
ideología anterior o que la peor de las plagas conocidas por Occidente hasta entonces.
Cuando las noticias referentes a las atrocidades de los estados comunistas comenzaron a ser tan
frecuentes y documentadas que no podían ser negadas por tiempo indefinido, fue común insistir en
que tales conductas no nacían del pensamiento de Marx, sino de una deformación estalinista de este.
Era una apología en apariencia coherente pero, en realidad, ignorante de los propios escritos de
Marx, comenzando por el Manifiesto.
Entre las víctimas del totalitarismo comunista, desde el mismo inicio, figuraron en primer lugar
los cristianos93.No sorprende que así fuera porque el mismo Marx vio siempre en el cristianismo un
opositor radical de una ideología que proponía una visión materialista de la Historia, y que además
propugnaba la desaparición física de sectores enteros de la sociedad manos de una dictadura. Si algo
escandaliza es que el exterminio de millones de seres humanos, por la simple razón de que creían en
Dios, fuera silenciado en Occidente en aras de un teórico bien mayor (¡el triunfo total del poder que
los exterminaba!). Si algo sobrecoge es que, además, otros supuestos cristianos minimizaran los
terribles hechos, los callaran, miraran hacia otro lado. Si algo llama la atención no es que las
repetidas declaraciones de autoridades eclesiásticas —empezando con las encíclicas de varios
pontífices— señalaran que el comunismo era perverso, sino que su oposición no resultara más
repetida y constante. Si algo provoca un auténtico estremecimiento no es que los cristianos fueran
expulsados de la vida civil, encerrados en campos de concentración, fusilados, sino que ni
recurriendo a esos medios las dictaduras comunistas lograran acabar con ellos.
Es posible que las generaciones venideras tengan dificultad para creer que hubo un tiempo en que
la mayor parte del orbe estuvo controlada por una doctrina llamada comunismo que causó, primero,
la desgracia de sus propios gobernados y que en su extensión fue reduciendo a la esclavitud y a la
muerte a centenares de millones de seres humanos. En cualquiera de los casos, lo que no debe
olvidarse es que esa doctrina tuvo como objetivo fundamental la aniquilación del cristianismo y que,
como antaño los emperadores romanos o los bárbaros venidos del este, del norte y del sur, fracasó
en su objetivo. No fue, por otro lado, el único peligro totalitario que aquejó a la Humanidad en el
siglo XX ni el único que consideró al cristianismo como un objetivo. El otro fue el neopaganismo
nihilista del que nacerían el fascismo y el nazismo.
Si Marx constituye un ejemplo paradigmático de las tesis que luego seguirían al pie de la letra
Lenin, Stalin o Mao, no resulta menos cierto que Nietzsche avanzó una cosmovisión nihilista y
anticristiana que luego cristalizaría, entre otros fenómenos, en el fascismo y el nazismo. De la misma
manera que Marx, la figura de Nietzsche ha sido objeto no pocas veces de un tratamiento
exculpatorio que arranca del influjo seductor de sus obras y de la identificación, siquiera parcial, con
sus opiniones por encima de cualquier análisis frío y desapasionado de sus obras. Si durante el
nazismo resultaba habitual —y del todo justificado— citarlo como un claro precedente de la
ideología hitleriana, después del final de la Segunda Guerra Mundial se hizo corriente distanciarlo
de ella e incluso releerlo desde una perspectiva que, grosso modo, podría calificarse de izquierdista.
Como en el caso de Marx, no constituye tarea de la presente obra realizar un repaso de todo el
legado de Nietzsche, pero sí resulta indispensable asomarse cuando menos a aquella parte que tuvo
un influjo claro en la configuración del pensamiento nazi y fascista. Esta surge durante el denominado
tercer periodo creador de Nietzsche, el «período de Zaratustra» o de la «voluntad de poder». En esos
momentos en que se ha emancipado de Wagner surgen las aportaciones más claras del filósofo al
respecto: La genealogía de la moral (1887) y El Anticristo (1889). La genealogía ha sido
considerada como la obra «más sombría y cruel» de Nietzsche94.Pero, sea como sea, su trágica
influencia en el siglo XX es incuestionable. En ella, el filósofo parte de una base claramente
expuesta, la de que es necesario cambiar los valores morales existentes en ese entonces, y así llega a
la conclusión de que, históricamente, eran buenos no los seres humanos que ahora se considera como
tales, sino los hombres de rango superior. También era distinto su concepto de moral, puesto que
para ellos esta equivalía a aquellos comportamientos y valorizaciones que resaltaban el rango y no la
utilidad:
... fueron los «buenos» en sí, es decir, los nobles, los fuertes, los de posición superior y
sentimientos de altura los que se sintieron y se valoraron tanto en lo que a ellos se refería como en lo
que se refería a sus actos como buenos, es decir, como algo de primer rango, que estaba situado en
contraposición con todo lo ruin, lo bajo, lo vulgar y lo plebeyo. Partiendo de este pathos de la
distancia se atribuyeron el derecho de crear valores, de dar nombre a los valores: ¡pues sí que les
importaba mucho la utilidad! El punto de vista de la utilidad es el más raro y poco adecuado de todos
justo a la hora de tratar ese ardiente río de juicios superiores de valor ordenadores del rango,
acentuadores del rango (1, 2).
Para Nietzsche —y de esta manera recuperaba el núcleo del pensamiento bárbaro con el que tuvo
que enfrentarse el cristianismo durante el siglo XI— el concepto de «bueno» es algo que se identifica
con los aristócratas, con los señores, con la clase superior. Por el contrario, lo malo corresponde a
la plebe, al vulgo, a la clase inferior. En ese sentido, la moral primigeniamente buena es la de las
élites aristocráticas y la mala la que se da entre la plebe. Si en su tiempo no se daba ya esa
identificación, la responsabilidad inicial de ese acto se debía según el filósofo a las castas
sacerdotales (1, 6-7) —«enemigos malvados... porque son los más impotentes»— y a los judíos (1,
7).
El mensaje de Nietzsche queda, por lo tanto, establecido con enorme claridad. Al principio
existía una moral buena. Se trataba de la moral aristocrática, la de los poderosos, los fuertes, los
violentos. A ella se contraponía la mala, la de los débiles, la de la plebe. Si hoy día esa
diferenciación no existe se debe a un pueblo en concreto: los judíos. Para llevar a cabo su labor de
corrupción, los judíos se han valido de un vehículo, de un perverso sistema de infiltración. Este no es
otro que el cristianismo:
Ese Jesús de Nazaret, evangelio vivo del amor, ese «redentor» que trae la bienaventuranza y la
victoria a los pobres, a los enfermos, a los pecadores — ¿acaso no era precisamente la seducción de
la manera más inquietante e irresistible, la seducción y el extravío hacia aquellos valores judíos y
hacia aquellas innovaciones judías del ideal? ¿No ha alcanzado Israel el último objetivo de su deseo
sublime de venganza, precisamente en virtud del rodeo de ese «redentor», de ese enemigo y
liquidador aparente de Israel? ¿No forma parte de la escondida magia negra de una política
auténticamente grande de la venganza, de una venganza de altos vuelos, clandestina, de progreso
pausado, calculada, el que Israel mismo negara y clavara en la cruz ante todo el mundo, como si fuera
su enemigo mortal, al verdadero instrumento de su venganza, a fin de que «todo el mundo», o sea,
todos los enemigos de Israel, mordieran el cebo sin sospecharlo? (1, 8).
El argumento de Nietzsche mezcla obviamente la verdad histórica — Jesús era judío y muchos de
los valores judíos entraron en Occidente gracias al cristianismo— con un absurdo presupuesto
conspirativo. Pero, sobre todo, sienta un principio esencial, el de que la moral verdadera choca con
una perversidad llamada cristianismo. Mediante este, «los señores están liquidados; la moral del
hombre vulgar ha vencido» (1, 9) y la moral que se ha impuesto es la del «resentimiento» (1, 10). Es
este un fenómeno que, supuestamente, implica un «retroceso de la humanidad» (1, 11), una
«inteligencia de rango ínfimo» (1, 13) y que presenta el juicio final y la vida eterna como
«compensaciones» (1, 14-15).
Llegado a este punto de su exposición, el filósofo ha conseguido articular una visión de la
historia universal maniqueísta. En términos de moral, puede decirse que la historia gira en torno a
dos concepciones diametralmente opuestas. Por un lado, se encuentra la que, a juicio de Nietzsche
encarna lo bueno y noble, los valores positivos. Es la moral procedente de un pueblo de señores, de
la fuerza, de la violencia, de la dominación; en resumen, de Roma. Frente a esa visión se alzaría, por
el contrario, otra que debe ser calificada de baja y ruin, de plebeya y negativa. Es la visión del
resentimiento, de la bajeza, de la corrupción de la moral. La misma se encarna en los judíos y ha
tenido como frutos repugnantes el cristianismo y, de manera especial, el protestantismo.
En el tratado segundo de esta obra, titulado «"Culpa", "mala conciencia" y similares», el filósofo
va a partir de esa dicotomía para dejar claro que el hombre «bueno» (en el sentido que al término da
Nietzsche) se ve liberado de frenos morales, de la culpa, de la mala conciencia (2, 1-5). En segundo
lugar, él mismo resulta un ser que es cruel de manera natural. La suya es, por otra parte, una crueldad
que constituye un fundamento de la historia forjada por los seres superiores y que se manifiesta, entre
otras cosas, en contar con seres inferiores sobre los que descargarla:
... su imperiosa necesidad de crueldad aparece como algo muy ingenuo, muy inocente...
precisamente la «maldad desinteresada»... es una propiedad normal del hombre... yo he señalado,
con prudente dedo, las siempre crecientes espiritualización y «deificación» de la crueldad que surcan
toda la historia de la cultura superior (y la constituyen tomadas en un sentido importante). Además,
no hace tanto tiempo en que no se sabía idear bodas de príncipes o fiestas populares de envergadura
en que no tuviesen lugar ejecuciones, torturas, o, por ejemplo, un auto de fe, ni tampoco una casa
nobiliaria en la que no hubiera seres sobre los que descargar sin escrúpulos la propia maldad y las
burlas crueles (2, 6).
Ver sufrir produce placer; el hacer sufrir, aún más placer —se trata de una tesis dura, pero es un
axioma antiguo, poderoso, humano— demasiado humano, que, por otra parte, quizá ya llegaron a
suscribir los monos... Sin crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más antigua, la más larga historia
del hombre... (2, 6).
Sin embargo, Nietzsche parece desear endulzar siquiera en parte su elogio de la crueldad. Para
ello se vale de un argumento disparatado pero, a la vez, preñado de consecuencias, un argumento que
—quizá no tan extrañamente— recuerda a ciertos ideólogos de la Ilustración a los que hemos citado
páginas atrás. Este consiste en afirmar que no todos los seres humanos son igualmente sensibles al
dolor. Así, por ejemplo, los negros — a los que caracteriza como «representantes del hombre
prehistórico»— padecen menos cuando se les ocasionan sufrimientos:
Tal vez entonces [en el pasado] el dolor no hiciera tanto daño como ahora; por lo menos podrá
llegar a esa conclusión un médico que haya tratado a negros (tomando a estos como representantes
del hombre prehistórico) — algunos casos de graves inflamaciones internas abocan hasta las puertas
de la desesperación al mejor constituido de los europeos; pero a los negros no los abocan (2, 7).
Nietzsche era consciente de que semejante visión chocaba con el cristianismo, que no sólo afirma
que el ser humano tiene «una deuda con la divinidad» (2, 20), sino que además sostiene que Dios la
ha saldado «redimiendo al hombre de aquello que este no puede redimir por sí mismo» (2, 21). De
ahí que exprese su repugnancia hacia el Nuevo Testamento (3, 22) y frente a la cercanía del creyente
en relación con Dios que ya aparece en el judaísmo (3, 22). Por el contrario, un colectivo
moralmente modélico sería la conocida secta islámica de los Asesinos:
Cuando los cruzados cristianos se toparon en Oriente con la invencible Orden de los asesinos,
con aquella orden de espíritus libres par excellence, cuyos grados inferiores vivían en una
obediencia que no ha sido alcanzada por ninguna orden monástica, recibieron también, por algún
conducto, una indicación sobre aquel símbolo y aquella consigna, reservada en exclusiva a los
grados superiores, como su secretum: «Nada es verdadero, todo está permitido...» (3, 24).
No hace justicia ciertamente a las dotes religiosas, por no decir al gusto, de las fuertes razas de
la Europa nórdica el que no hayan rechazado al Dios cristiano hasta la fecha. Tendrían que acabar
con semejante engendro de la décadence, enfermizo y decrépito. Sin embargo, como no han acabado
con él, pesa sobre ellas una maldición (19).
Dado que «el cristiano es solo un judío de confesión "más libre"» (44), la proscripción del
cristianismo es indispensable. De hecho, cuanto más cercano es el cristianismo a sus raíces más
repugnante le resulta. Por eso, el protestantismo, su rama «más irrefutable», le resulta más
aborrecible que el catolicismo (61) y, sobre todo, le parecen sobremanera detestables los primeros
cristianos:
¿Qué se sigue de esto? Que uno hace bien en ponerse los guantes cuando lee el Nuevo
Testamento. La proximidad de tanta mugre casi obliga a hacerlo. De la misma manera que no
elegiríamos como amigos a unos judíos polacos, tampoco elegiríamos a unos «primeros cristianos».
Ni siquiera es necesario presentar una objeción contra ellos... Ni los unos ni los otros huelen bien
(46).
Esta proscripción de judíos y cristianos, esa abolición del monoteísmo (19) significa para el
filósofo el regreso de la moral buena, de la moral aristocrática, de la moral de los señores. Como es
lógico, una transformación de semejantes características debía tener claras repercusiones
sociopolíticas. Nietzsche lo sabía e indicó de inmediato la forma ideal que adquirirían las mismas.
Su cristalización sería un orden similar a la sociedad de castas de la India, un sistema —inamovible
e intraspasable— implantado por los conquistadores arios sobre las razas inferiores en el segundo
milenio a. C.96:
El cuadro social descrito por Nietzsche en las líneas precedentes no puede resultar más explícito.
Según relata, la Naturaleza exige el dominio de los menos (los más fuertes, los más espirituales)
sobre la mayoría de los mediocres. El modelo ideal es por ello el del sistema indio de castas que
permite la dominación de un número reducido sobre la gran masa, masa a la que es imperativo mentir
(con «mentira santa», según la terminología de Nietzsche) y además mantener aislada de cualquier
idea que signifique su promoción o su petición de derechos.
El sueño de Nietzsche, expresado en sus justos términos, consistió en reinstaurar la visión de un
período histórico, en, parte real, en parte imaginario, en que lo bueno era similar a lo fuerte, a lo
violento, a lo aristocrático, y en que lo malo resultaba equivalente de lo débil, lo bajo, lo plebeyo.
Se trataba de implantar socialmente el dominio de una élite que dominara sin el freno de la culpa,
negando la existencia de la verdad y ejerciendo la crueldad sobre los inferiores. Semejante salto en
la moral chocaba con un claro enemigo, el cristianismo, que debía ser aniquilado por las razas
germánicas. Tales medidas permitirían implantar una sociedad elitista, basada en la desigualdad y la
jerarquía, al estilo del sistema ario de castas existente desde hace milenios en la India. En ella, los
más, los mediocres, serían engañados y mantenidos en una ignorancia feliz de la que no debía
sacarlos el cristianismo. Para lograr esa finalidad sería una medida de enorme valor la promulgación
de una ley contra el cristianismo que lo erradicara por fin de la faz de la tierra, aniquilando sus
lugares sagrados y convirtiendo en parias (chandalas en el lenguaje de Nietzsche) a sus sacerdotes, a
los que «se proscribirá, se hará morir de hambre, se arrojará a todo tipo de desierto» (Artículo
quinto).
Las enseñanzas del filósofo alemán tuvieron repercusiones políticas, en especial desde inicios
del presente siglo. El fascismo de Mussolini — que retaba a Dios a fulminarle con un rayo en el
plazo de cinco minutos— y, sobre todo, el nazismo de Hitler se sustentaron en buena medida sobre
una nueva moral de la minoría fuerte, violenta y audaz, que se imponía sobre una masa engañada. En
ese sentido, las afirmaciones ideológicas de Nietzsche y las cámaras de gas de Auchswitz, Treblinka
y Sobibor se hallan unidas por una línea recta y directa.
Tanto el fascismo como el nazismo contemplaron de manera negativa el cristianismo —aunque en
ocasiones firmaran acuerdos con la Santa Sede por razones de política interior— y, en especial en el
caso de Hitler, articularon medidas para debilitar e incluso eliminar totalmente su influencia social.
No deja de ser significativo que, en sus Conversaciones de sobremesa, Hitler se adentrara de
manera continuada en el terreno de las especulaciones filosóficas y que estas tengan un marcado
resabio de Nietzsche y del ocultismo neopagano. Precisamente por ello, tampoco resulta
sorprendente que el nazismo intentara en su programa neopagano eliminar al cristianismo de manera
absoluta. Hoy día sabemos que el exterminio de los cristianos formaba una parte tan esencial del
programa nazi como el de los judíos97.Solo se retrasó a la espera de una victoria en la guerra
mundial que no hiciera temer una reacción internacional contraria. Sin embargo, el propio Führer no
se engañó sobre la fuerza de su enemigo. Hasta el final de sus días consideró como su «prisionero
particular» a un pastor protestante, Martin Niehmoller, que ya en 1933 había tenido el arrojo de
predicar a sus feligreses que siguieran al «rabino judío, Jesús de Nazaret». Tampoco olvidó las
acciones antinazis —que paralizaron, por ejemplo, el programa de eutanasia de enfermos mentales
antes de la guerra— del obispo Galen o de la Bekennende Kirche, de Karl Barth o de Rudolf
Bultmann. Kolbe, Edith Stein o Dietrich Bonhoeffer son sólo algunos de los nombres de los millares
de cristianos que murieron en los campos de concentración nazis por oponerse a un régimen que
consideraban como la encarnación de un neopaganismo brutal y bárbaro. No se equivocaron, desde
luego, en su juicio.
Al concluir el siglo XX, al acercarse a su tercer milenio de existencia, el cristianismo había
sobrevivido a dos terribles amenazas que, como tantas veces antaño, no solo le habían puesto en
peligro a él, sino a todo el género humano. A pesar de sus diferencias, las dos —marxismo y
fascismo-nazismo— coincidían en algunos aspectos esenciales. Ambas negaban la existencia de
principios morales superiores que limitaran el poder y la persecución de sus objetivos; ambas
ansiaban desesperadamente llevar a cabo la ejecución de sus objetivos; ambas creían en la
legitimidad de exterminar social, económica y físicamente a los que consideraban sus enemigos,
fueran burgueses o judíos; ambas eran conscientes de que el cristianismo se les oponía
ideológicamente como un valladar frente a sus aspiraciones; ambas intentaron —y fracasaron en el
intento— aniquilarlo como a un adversario privilegiado que era. Puede que algunos consideren que
las dos grandes bestias —el comunismo y el fascismo-nazismo— habían sido conjuradas a finales
del siglo XX, un juicio optimista si se tiene en cuenta que el régimen comunista chino, por ejemplo,
ejerce su dominio sobre más de mil trescientos millones de personas. Lo cierto es que, como sucedió
en los siglos pasados, las amenazas que se yerguen sobre el futuro de la Humanidad no son
seguramente menores que las sorteadas en el pasado. En ese sentido, el cristianismo está llamado a
representar un papel fundamental. Pero antes de abordar ese tema, debemos recapitular su influencia
en la cultura humana.
Conclusión
La historia del cristianismo no pudo comenzar bajo peores auspicios. Entroncada de manera
directa con la del judaísmo —de la que pretendía ser realización y cumplimiento—, desde el primer
momento dejó de manifiesto una clara oposición con éste. Jesús no sólo predicaba una clara
desviación del exclusivismo religioso de Israel llamando a los gentiles para que recibieran el
mensaje del Reino del Dios (y anunciando además que muchos lo acogerían con mayor gusto que los
judíos a los que estaba destinado), sino que además se manifestaba provocadoramente abierto en su
actitud hacia las mujeres y, sobre todo, a los pecadores. En realidad, esta última actitud y sus propias
pretensiones lo colocaron desde el principio en un camino que acabó desembocando en su ejecución.
Lejos de creer en la existencia de un grupo que podía ser mejor que otros y cuya afiliación
garantizaba el paso a un mundo mejor, Jesús ofreció a sus contemporáneos una relación personal con
Dios, una relación, por otra parte, de la que todos estaban necesitados, de la misma manera que un
enfermo que requiere la ayuda urgente e imprescindible de un médico. El género humano —
pecadores y supuestos justos, hombres y mujeres, judíos y gentiles— era semejante a una oveja
perdida que no sabe cómo encontrar el camino para regresar al redil, a una moneda perdida que por
sí misma no podrá volver al bolsillo de su dueña, como un hijo pródigo que disipó toda su fortuna y
que precisa del perdón generoso de su padre para redimirse. Jesús insistía en que esa salvación eral
posible porque Dios en Él había salido al encuentro de la Humanidad y bastaba con que ésta ahora
no rechazara el ofrecimiento. Para aquellos que estuvieran dispuestos a vivir en la nueva relación de
Pacto con Dios —un pacto basado en la muerte futura e ineludible de Jesús— se abriría la
posibilidad de una nueva vida vivida de acuerdo con unas nuevas condiciones. No sólo es que en
ella sería posible encontrar la salvación, no sólo es que en ella se podría descubrir un sentido que
enlazaba con la eternidad, no sólo es que en ella se viviría en una nueva comunidad sin barreras
raciales, sociales o de género sexual, no sólo es que en ella no se repetirían los patrones diabólicos
del poder, es que además se encarnaría el ideal de amar al prójimo sin límites ni condiciones, un
ideal digno del Dios que se encarnaba para morir en la cruz.
La predicación de Jesús era provocadora y sus afirmaciones de ser el mesías, el Hijo del hombre
e incluso el Hijo de Dios acabaron provocando una reacción combinada que lo llevó a la muerte.
Durante la Pascua del año 30 d. C. sus adversarios debieron de respirar tranquilos convencidos de
que aquel controvertido personaje dejaría de ser un peligro y una molestia... pero se equivocaron.
A los tres días, los mismos discípulos que lo habían abandonado durante su prendimiento,
proceso y ejecución comenzaron a predicar la peregrina doctrina de que Jesús había resucitado y se
les había aparecido. Por supuesto, ni las autoridades judías ni las romanas creyeron en aquella
afirmación (¿no se habían ellas ocupado de arrancar de Jesús hasta el último hálito de vida?), pero
no dejó de resultar preocupante cómo antiguos incrédulos (Santiago) o incluso enemigos (Pablo) se
sumaban con fervor a la nueva fe que se negó encarnizadamente a morir.
En el curso de su primera década, el cristianismo —que ya recibía ese nombre de sus
adversarios y tal vez en son de burla— había comenzado a dar pasos que evidenciaban la influencia
de las enseñanzas de su maestro y fundador. Admitió gentiles en su seno, proporcionó a las mujeres
un papel que jamás hubieran soñado en el judaísmo, organizó un sistema de asistencia social en
Jerusalén (con prolongaciones en otras ciudades donde se había asentado), se mostró crítico hacia el
poder político y extremó los valores contenidos en el judaísmo siguiendo el ejemplo de Jesús.
Antes de cumplir el primer cuarto de siglo de existencia, la nueva fe se había arraigado en
Europa e incluso contaba con comunidades en ciudades tan importantes como Atenas, Corinto, Éfeso,
Colosas, Tesalónica, Filipos y la misma capital, Roma.
Desde luego su avance no podía atribuirse a la simpatía del imperio. En realidad, el cristianismo
era —si cabía— más molesto en sus pretensiones, en sus valores y en su conducta para la gentilidad
que para el judaísmo. No sólo eliminaba todas las barreras étnicas en un universo donde ser
ciudadano romano era una ambición de muchos, sino que, además, desconfiaba del sistema imperial,
daba una cabida extraordinaria a la mujer en su seno, sostenía un sentido finalista de la Historia y se
preocupaba por los débiles, los marginados, los abandonados, es decir, por aquellos por los que no
sentía la más mínima preocupación el imperio.
A pesar de las idealizaciones que a posteriori se puedan hacer del mismo, lo cierto es que el
imperio romano era una firme encarnación del poder de los hombres sobre las mujeres, de los libres
sobre los esclavos, de los romanos sobre los otros pueblos, de los fuertes sobre los débiles. No debe
extrañarnos que Nietzsche lo considerara un paradigma de su filosofía del «superhombre» porque
efectivamente así era.
Frente a ese imperio el cristianismo predicó a un Dios encarnado que había muerto en la cruz
para la salvación del género humano, permitiendo a éste alcanzar una vida nueva. En ésta resultaba
imposible mantener la discriminación que oprimía a las mujeres condenándolas a la muerte o al
matrimonio impúber, el culto a la violencia que se manifestaba en los combates de gladiadores, la
práctica de conductas inhumanas como el aborto o el infanticidio, la justificación de la infidelidad
masculina y la deslealtad conyugal, la participación en la guerra, el abandono de los desamparados o
la ausencia de esperanza.
A lo largo de tres siglos, el imperio desencadenó sobre los cristianos distintas persecuciones que
cada vez fueron más violentas y que no sólo no lograron su objetivo de exterminar a la nueva fe, sino
que mostraron la incapacidad de alcanzarlo. Al final, el cristianismo se impuso no sólo porque
entregaba —el mismo Juliano el Apóstata lo reconoció— un amor que en absoluto podía nacer del
seno del paganismo, sino también porque proporcionaba un sentido de la vida y una dignidad incluso
a aquellos a los que nadie estaba dispuesto a otorgar un mínimo de respeto. Constantino no le otorgó
el triunfo. Más bien se limitó a reconocerlo —y, quizá, a intentar instrumentarlo— y a levantar acta
de que el paganismo ya no se recuperaría del proceso de decadencia en que había entrado siglos
atrás.
Nunca existió un imperio cristiano (a pesar de que el cristianismo fue declarado religión oficial
durante un espacio breve de tiempo), pero sí es verdad que algunos de sus principios quedaron
recogidos, en mayor o menor medida, en la legislación bajoimperial. Sin embargo, el gran aporte que
el cristianismo proporcionaría a Roma no sería ése.
A partir del siglo III la penetración de los bárbaros en el limes romano se hizo incontenible.
Durante algunas décadas se pensó en la posibilidad de asimilarlos convirtiéndolos en aliados. Los
resultados de esta política fueron efímeros. En el 476 el imperio romano de Occidente dejó
formalmente de existir, aunque, en realidad, estaba enfermo de muerte desde mucho tiempo atrás.
Pese a todo, aun con el efecto letal de aquellas invasiones, la cultura clásica no desapareció. El
cristianismo — especialmente a través de los monasterios— la preservó. Pero no se limitaron a ello.
También salvaguardaron valores cristianos en medio de un mundo que se había colapsado por
completo y cuyo futuro era siempre incierto e inseguro. Así, al cultivo del arte se sumó el respeto y la
práctica del trabajo del tipo que fuera, a la defensa de los débiles se unió la práctica de la caridad, al
esfuerzo misionero se vinculó la asimilación y culturización de pueblos pujantes pero que, a medio
plazo, también se rindieron como antaño el imperio al cristianismo.
En el siglo VIII, Occidente se vio acosado por una terrible y nueva amenaza, la del islam, que
aniquiló a su paso todas las sociedades que intentaron defender su libertad frente a él. Durante el
siglo siguiente, el cristianismo proporcionó el entramado de una breve reconstrucción del imperio,
ahora sobre principios como la preservación de la cultura clásica, la popularización de la educación,
la promulgación de leyes sociales o la articulación del principio de legitimidad política. Sin
embargo, se trató de una creación que vino a desplomarse ante el empuje de unas nuevas invasiones
más letales que las sufridas durante los siglos III-V. Se produjo entonces una nueva Edad Oscura de
consecuencias aún peores y Occidente quedó embotellado entre los asaltos islámicos en el sur —
detenidos por los resistentes españoles que desangraron las aceifas islámicas llegadas al sur de
Francia— y las incursiones bárbaras procedentes del norte (vikingos) y del este (magiares). En el
curso de unas décadas, todos los logros de siglos anteriores desaparecieron convertidos en humo y
cenizas. Una vez más, empero, el cristianismo se mostró mucho más vigoroso que sus enemigos.
Cuando éstos eran más fuertes, cuando no necesitaban pactar, cuando podían imponer su voluntad
valiéndose solo de la espada, acabaron aceptando la enorme fuerza espiritual del cristianismo y lo
asimilaron en sus territorios. Al llegar el año 1000, el cristianismo se extendía hasta el Volga.
Las sociedades nacidas de aquella aceptación del cristianismo en su seno no llegaron a
incorporar todos los principios de la nueva fe en su existencia. De hecho, en buena medida eran
reinos nuevos sustentados sobre el culto a la violencia necesaria para la conquista o para la simple
defensa frente a las invasiones. Sin embargo, el cristianismo ejerció sobre ellos una influencia
fecunda. La reforma del siglo XI volvió a sentar las bases de un principio de la legitimidad del poder
alejado de la arbitrariedad guerrera de los bárbaros, buscó de nuevo la defensa y la asistencia de los
débiles, y continuó un esfuerzo artístico y educativo que ya contaba con más de medio milenio de
existencia. Además, dulcificó la violencia bárbara implantando las primeras normas del derecho de
guerra —la Paz de Dios y la Tregua de Dios—, supo recibir la cultura de otros pueblos, creó un
sistema de pensamiento como la Escolástica y, sobre todo, abrió las primeras universidades. Es
cierto que el aumento del poder temporal de los papas acabó siendo nefasto para la institución, que
durante el siglo XIV esta se desacreditó sobremanera con episodios como el Papado de Aviñón o el
Gran Cisma de Occidente y que la Escolástica acabó convirtiéndose en un sistema muerto que
frenaba más que alentaba el saber. Sin embargo, el cristianismo logró despegar de esas lamentables
circunstancias y de esa manera abrió las puertas a la Modernidad.
La Reforma protestante subrayó desde su inicio dos grandes principios. El primero fue el de la
libertad del ser humano frente a las autoridades, lo que le permitía examinar personalmente su
camino en la vida a la luz de las Escrituras. No resulta por ello extraño que el primer reconocimiento
de un derecho fundamental que se produjo en la historia europea fuera el de libertad religiosa en la
Paz de Augsburgo a impulsos de los protestantes. El segundo gran principio de la Reforma resultó
mucho más fecundo y se centró en acercar la Biblia al pueblo sin condiciones. De ese acercamiento
derivaron el culto al trabajo y al ahorro, la alfabetización indispensable para poder leer en una
religión que más que nunca era del Libro, el regreso a un ideal social igualitario y meritocrático, el
inicio de la investigación científica moderna y las bases para la democracia que —dada la situación
de caída del ser humano— solo podía basarse en una división y limitación de poderes y en el control
estricto de los gobernantes por los gobernados.
En el curso de los siglos siguientes, las distintas ramas del cristianismo rivalizaron en logros
artísticos, culturales y caritativos, pero el legado de la Reforma permitió a países más
desfavorecidos económicamente, pero imbuidos de la cosmovisión protestante, adelantar a sus
rivales en terrenos como el desarrollo económico, científico, educativo, cultural e incluso político.
No solo eso. Causas como la defensa de los indígenas, la lucha contra la esclavitud, las primeras
leyes sociales contemporáneas o la denuncia del totalitarismo no hubieran sido nunca iniciadas sin el
impulso cristiano. No debe por ello sorprender que el siglo XX haya sido el que ha contemplado un
número mayor de encarcelamientos, maltratos y ejecuciones de cristianos por encima de cualquier
otro período de la Historia. Tanto los campos de exterminio de Hitler como el gulag soviético
intentaron, aunque en vano, acabar con una fe a la que veían con razón como un oponente radical de
sus respectivas cosmovisiones.
Sin duda, los aportes del cristianismo a la cultura occidental han sido grandiosos a lo largo de
sus casi dos mil años de existencia. Sin embargo, solo podemos captar algo de su extraordinaria
importancia cuando tratamos de imaginar lo que hubiera sido un mundo sin cristianismo u
observamos los resultados obtenidos por otras culturas.
Un mundo que se hubiera limitado a continuar la herencia clásica no solo habría resultado en una
sociedad despiadada, en la que los fuertes y los violentos se sabían protagonistas, sino que además
habría perecido ante el empuje de los bárbaros en los siglos III-V sin dejar nada en pos de sí.
Durante varios siglos, los reinos bárbaros hubieran combatido de manera infructuosa entre ellos para
no poder sobrevivir al empuje conjunto de las segundas invasiones y del avance árabe, suponiendo
que este se hubiera dado sin un islam cuya existencia presupone por obligación la del cristianismo.
Durante los siglos de lo que ahora conocemos como Medievo, Europa hubiera sido albergue de
oleada tras oleada de invasores, sin excluir a los mongoles contenidos por Rusia, de las que no
hubiera surgido nada perdurable como no surgió en otros contextos. Ni la cultura clásica, ni la
Escolástica, ni las universidades, ni el pensamiento científico habrían aparecido como no
aparecieron en otras culturas. Además, sin el regreso a los valores bíblicos recuperados por la
Reforma se hubieran perpetuado — como así sucede en algunas naciones hasta el día de hoy—
fenómenos como la esclavitud, la arbitrariedad del poder político, el anquilosamiento de la
educación en manos de una escasa casta tradicional o la ausencia de desarrollo científico.
Basta echar un vistazo a las culturas informadas por el islam, el budismo, el hinduismo o el
animismo —donde siguen considerándose legítimas conductas degradantes para el ser humano—
para percatarse de lo que podría haber sido un mundo sin la influencia civilizadora del cristianismo.
Y aun así nuestro juicio no se corresponde con toda la dureza de lo que serían esas situaciones. A fin
de cuentas, hoy día, hasta la sociedad más apartada puede beneficiarse de aspectos emanados de la
influencia cristiana en la cultura occidental, desde el progreso científico a la persecución de un
sistema de asistencia social, por citar solo dos ejemplos.
Incluso en el siglo XX, el olvido de principios de origen cristiano — un origen que suele
olvidarse casi siempre— hubiera sumido a la Humanidad en una era de barbarie sin precedentes,
bien a causa del triunfo del marxismo o del fascismo-nazismo. Pretender, pues, construir el futuro sin
recurrir a sus principios sólo puede interpretarse como una muestra fatal de terrible arrogancia, de
profunda ignorancia o de crasa maldad. Hacerlo implicaría, además, correr el riesgo nada ficticio de
ver la resurrección de formas de neopaganismo no inferiores en la gravedad de sus manifestaciones a
las que ya conocemos históricamente.
Asimismo, el cristianismo no ha logrado a lo largo de casi dos mil años imponer sus puntos de
vista de una manera total. En unas ocasiones esto se ha debido a su propio distanciamiento de la
pureza original de su enseñanza —y debemos enfatizar el hecho de que cuanto más se ha acercado al
mensaje bíblico mayores han sido sus resultados—. En otras, a que la vivencia de una ética tan
elevada no puede esperarse del conjunto de una sociedad ni tampoco imponerse como se ha creído
por error más de una vez. Con todo, su influencia humanizadora, civilizadora, no cuenta con
paralelos de ningún tipo a lo largo de la Historia universal. Sin él, el devenir humano hubiera sido un
fluir continuo de violencia y barbarie, de guerra y destrucción, de calamidades y sufrimiento. Con él,
se ha visto acompañado el gran drama de la condición humana de progreso y justicia, de compasión y
cultura.
Todas estas circunstancias, al fin y a la postre, hallan su explicación en las peculiares
características del cristianismo como religión que le diferencian de manera ostensible de las otras.
El filósofo español Manuel García Morente lo expresó de manera elocuente al describir su visión,
repentina e inesperada, de Jesús: «Ese es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los
hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y les trae la salvación. Si Dios no
hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera hecho hombre en el mundo, el hombre no tendría
salvación, porque entre Dios y el hombre habría siempre una distancia infinita que jamás podría el
hombre franquear... Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que
yo, a ese sí que lo entiendo y ese sí que me entiende» (El «Hecho extraordinario»). Juan lo había
expresado de forma más sencilla veinte siglos antes al escribir que Dios había amado tanto al mundo
que había enviado a Su Hijo para que el que en Él creyera no se perdiera, sino que tuviera vida
eterna (Juan 3, 16). Lo que, por último, ha hecho diferente al cristianismo a lo largo de veinte siglos,
lo que le ha convertido en base sólida y fecunda de desarrollo y progreso, de libertad y amparo de
los desfavorecidos, de cultura y ciencia es la propia persona de Jesús. Precisamente por eso, el
cristianismo no ha proporcionado solo sentido para la vida presente, sino que es también una garantía
de esperanza futura.
No hay nada en Lucas que nos obligue a datarlo después del 70 d. C. y, por las razones expuestas,
lo más posible es que se escribiera antes del 62 d. C. De hecho, ya en su día, C. H. Dodd111señaló
que el relato de los sinópticos no arrancaba de la destrucción realizada por Tito, sino de la captura
de Nabucodonosor en 586 a. C, y afirmó que «no hay un solo rasgo de la predicción que no pueda ser
documentado directamente a partir del Antiguo Testamento». Con anterioridad, C. C. Torrey 112 había
indicado asimismo la influencia de Zacarías 14, 2 y otros pasajes en el relato lucano sobre la futura
destrucción del Templo. Asimismo, N. Geldenhuys 113 ha señalado la posibilidad de que Lucas
utilizara una versión previamente escrita del Apocalipsis sinóptico que recibió especial actualidad
con el intento del año 40 d. C. de colocar una estatua imperial en el Templo y de la que habría ecos
en II Tesalonicenses 2114.Concluyendo, pues, podemos señalar que, aunque hasta la fecha la datación
de Lucas y Hechos entre el 80 y el 90 es mayoritaria, existen a nuestro juicio argumentos de signo
fundamentalmente histórico que obligan a cuestionarse este punto de vista y a plantear sin ambages la
posibilidad de que la obra fuera escrita en un periodo anterior al año 62 en que se produce la muerte
de Santiago, auténtico terminus ad quem de la obra. De ello se desprende asimismo — como se
percibe también en Q— que Jesús, en efecto, pronunció oráculos prediciendo la destrucción del
Templo. No nos parece por ello sorprendente que el mismo A. von Harnack llegara a esta conclusión
al final de su estudio sobre el tema, fechando los Hechos en el año 62115o el conjunto de los
sinópticos por otros autores116.Mateo117recoge una lectura judeocristiana de la vida y la enseñanza
de Jesús. Como hemos señalado, su datación suele situarse en alguna fecha en torno al 80 d. C. Pero
la base para afirmar tal cosa es, como en el caso de Lucas, la presuposición —insostenible por las
razones ya señaladas— de que la predicción de Jesús sobre la destrucción del Templo es un
vaticinium ex eventu118. Como Lucas, Mateo utilizó Q e igualmente podría ser datado antes del 70 d.
C, por las mismas razones ya aducidas (salvo la relacionada con el libro de los Hechos). Aunque
quizá no fue redactado en Palestina, una antigua tradición conecta a su autor —al menos en parte—
con el apóstol del mismo nombre. La cuestión de la datación parece agudizarse aún más en relación
con el denominado Cuarto Evangelio, el de Juan119.
En relación con el autor, la cuestión de la evidencia externa ha sido bastante tratada en
comentarios como los de Barret, Beasley-Murray, Brown y Schnackenburg, autores todos ellos que
niegan que este haya sido Juan, el hijo de Zebedeo. El primero en haber conectado el Cuarto
Evangelio con el mencionado personaje parece haber sido Ireneo (Adv. Haer 3, 1, 1), citado por
Eusebio (HE 5, 8, 4), que cita como fuente de su afirmación al mismo Policarpo. El testimonio, sin
lugar a dudas, reviste una cierta importancia, pero, no es menos cierto, no deja de presentar
inconvenientes para su aceptación. En primer lugar, no deja de ser extraño que otra literatura
relacionada con Éfeso (por ejemplo, la Epístola de Ignacio a los Efesios) omita la supuesta relación
entre el apóstol Juan y esta ciudad. Por otro lado, cabe la posibilidad de que Ireneo hubiera
experimentado una confusión en relación con la noticia que recibió de Policarpo. Así, Ireneo señala
que Papías fue oyente de Juan y compañero de Policarpo (Adv. Haer 5, 33, 4), pero, de acuerdo al
testimonio de Eusebio (HE 3, 93, 33), Papías fue, en realidad, oyente de Juan el presbítero —que aún
vivía en los días de Papías (HE 3, 39, 4)— y no del apóstol. Cabe, pues, la posibilidad de que ese
fuera el mismo Juan al que se refirió Policarpo. Por último, otras referencias a una autoría de Juan el
apóstol en fuentes cristianas revisten un carácter lo suficientemente tardío o legendario como para
cuestionarlas, sea el caso de Clemente de Alejandría, transmitido por Eusebio (HE 6, 14, 17), o el
del Canon de Muratori (c. 180-200). La tradición existía, es cierto, a mediados del siglo II, pero no
parece del todo concluyente. En cuanto a la evidencia interna, el Evangelio recoge referencias que
podríamos dividir en las relativas a la redacción y las relacionadas con el Discípulo amado. Las
noticias recogidas en 21, 24 y 21, 20 podrían identificar al redactor inicial con el Discípulo amado.
De hecho, resulta evidente que quien escribió, al menos, 21, 24-25 no escribió el resto del
Evangelio, de cuya autenticidad aparece como garante o, tal vez, como la fuente principal de las
tradiciones recogidas en el mismo; pero, una vez más, queda en penumbra si esta es una referencia a
Juan, el apóstol.
Hay referencias al Discípulo amado en 13, 23; 19, 26-27; 20, 1-10 y 21, 7 y 20-24. Cabe la
posibilidad, asimismo, de que los pasajes de 18, 15-16; 19, 34-37 y, quizá, 1, 35-36 estén
relacionados con el mismo. Resulta obvio que el Evangelio en ningún momento identifica por nombre
al Discípulo amado —ni tampoco a Juan el apóstol, dicho sea de paso—, y si en la Ultima Cena solo
hubieran estado presentes los Doce, es obvio que el Discípulo amado tendría que ser uno de ellos;
pero tal dato dista de ser por completo seguro. Con todo, no se puede negar de manera dogmática la
posibilidad de que el Discípulo fuera Juan, el apóstol, e incluso existen algunos argumentos que
parecen favorecer tal posibilidad. Sumariamente, los mismos pueden quedar resumidos de la manera
siguiente:
1. La descripción del ministerio galileo tiene una enorme importancia en Juan, hasta el punto de
que la misma palabra «Galilea» aparece más veces en este Evangelio que en ningún otro (véase,
especialmente: 7, 1-9).
2. Cafarnaum recibe un énfasis muy especial (2, 12; 4, 12; 6, 15), en contraste con lo que otros
Evangelios denominan el lugar de origen de Jesús (Mateo 13, 54; Lucas 4, 16). La misma sinagoga de
Cafarnaum es mencionada más veces que en ningún otro Evangelio. Tanto en el caso de 1 como de 2,
nos encontramos ante circunstancias que encajan a la perfección con Juan, el de Zebedeo, toda vez
que él no solo era galileo, sino que además vivía en Cafarnaum (1, 19; 5, 20).
3. El Evangelio de Juan se refiere asimismo al ministerio de Jesús en Samaria (c. 4), algo que
resulta natural si tenemos en cuenta la conexión de Juan, el de Zebedeo con la evangelización
judeocristiana de Samaria (Hechos 8, 14-17). Este nexo ha sido advertido por diversos autores con
anterioridad120 y reviste, en nuestra opinión, una importancia fundamental.
4. Juan formaba parte del grupo de tres (Pedro, Santiago y Juan) más próximo a Jesús. Resulta un
tanto extraño que un discípulo en apariencia tan cercano a Jesús como el Discípulo amado, de no
tratarse de Juan, no aparezca siquiera mencionado en otras fuentes.
5. Las descripciones del Jerusalén anterior al 70 d. C. encajan con lo que sabemos de la estancia
de Juan en esta ciudad después de Pentecostés. De hecho, los datos suministrados por Hechos 1, 13-
8, 25 y por Pablo (Gálatas 2, 1-10) señalan que Juan estaba en la ciudad antes del año 50 d. C.
Volveremos sobre este tema más adelante al referirnos a la datación del libro.
6. Juan es uno de los dirigentes judeocristianos que tuvo contacto con la Diáspora, al igual que
Pedro y Santiago (Santiago 1, 1; I Pedro 1, 1; Juan 7, 35; I Corintios 9, 5), lo que encajaría con
algunas de las noticias contenidas en fuentes cristianas posteriores en relación con el autor del
Cuarto Evangelio.
7. El Evangelio de Juan procede de un testigo que se presenta como ocular, lo que de nuevo
encajaría con Juan, el de Zebedeo.
8. El vocabulario y el estilo del Cuarto Evangelio señalan a una persona cuya lengua primera era
el arameo y que escribía en un griego correcto pero lleno de aramismos, todas ellas circunstancias
que encajan con Juan, el hijo de Zebedeo.
9. El trasfondo social de Juan, el de Zebedeo, encaja a la perfección con lo que cabría esperar de
un «conocido del sumo sacerdote» (Juan 18, 15). De hecho, la madre de Juan era una de las mujeres
que servía a Jesús «con sus posesiones» (Lucas 8, 3), al igual que la de Juza, administrador de las
finanzas de Herodes. Asimismo sabemos que contaba con asalariados a su cargo (Marcos 1, 20).
Quizá algunos miembros de la aristocracia sacerdotal lo podrían mirar con desprecio por ser un
laico (Hechos 4, 13), pero el personaje debió de distar mucho de ser mediocre a juzgar por la
manera tan rápida en que se convirtió en uno de los primeros dirigentes de la comunidad
jerosolimitana, solo detrás de Pedro (Gálatas 2, 9; Hechos 1, 13; 3, 1; 8, 14; etc.). De no ser, pues,
Juan el de Zebedeo el autor del Evangelio —y pensamos que la evidencia en favor de tal posibilidad
no es, en absoluto, pequeña— tendríamos que conectarlo con algún discípulo cercano a Jesús (por
ejemplo, como los mencionados en Hechos 1, 21 y sigs.) que contaba con un peso considerable
dentro de las comunidades judeocristianas de Palestina.
En relación con la datación de esta obra, no puede dudarse de que el consenso ha sido casi
unánime en las últimas décadas. Por lo general, los críticos conservadores databan la obra en torno a
finales del siglo I o inicios del siglo II, mientras que los radicales, como Baur, la situaban hacia el
170 d. C. Uno de los argumentos utilizados como justificación de esta postura era leer en Juan 5, 43
una referencia a la rebelión de Bar Kojba. El factor determinante para refutar esta datación tan tardía
fue el descubrimiento en Egipto del p 52, perteneciente a la última década del siglo I o primera del
siglo II, donde aparece escrito un fragmento de Juan. Esto sitúa la fecha de redacción en torno al 90-
100 d. C. como máximo. Con todo, existen, a juicio de varios estudiosos, razones considerables para
datar el Evangelio en una fecha anterior. Quizá, el punto de arranque de esta revisión de la fecha
quepa situarlo en relación con los estudios de C. H. Dodd sobre este Evangelio121. Aunque este autor
siguió todavía la corriente de datar la obra entre el 90 y el 100, atribuyéndola a un autor situado en
Éfeso, reconoció, sin embargo, que el contexto del Evangelio está referido a condiciones «presentes
en Judea antes del ano 70 d. C, y no más tarde, ni en otro lugar»122.De hecho, la obra es descrita
como «difícilmente inteligible»123fuera de un contexto puramente judío anterior a la destrucción del
Templo e incluso a la rebelión del 66 d. C. Pese a estas conclusiones, C. H. Dodd sustentó la opinión
en boga alegando que Juan 4, 53 era una referencia a la misión gentil y que el Testimonio de Juan
recordaba la situación en Éfeso en Hechos 18, 24-19, 7. Ambas tesis son, desde nuestro punto de
vista, insostenibles. El pasaje de Juan 4, 53 es muy discutible que tenga la connotación que le dio
Dodd, pero, aunque así fuera, lo cierto es que la misión entre los gentiles fue asimismo previa al 66
d. C. En cuanto a la noticia de Hechos 18 y 19, debe recordarse que narra sucesos acontecidos
también antes del 66 d. C. En realidad, existen a nuestro juicio elementos que hacen pensar en una
datación anterior al 70 d. C. De manera somera, los mismos pueden resumirse así:
1. La cristología resulta muy primitiva. Jesús es descrito como «profeta y rey» (6, 14 y sigs.);
«profeta y mesías» (7, 40-2); «profeta» (4, 19 y 9, 17); «mesías» (4, 25); «hijo del hombre» (5, 27),
y «maestro de Dios» (3, 2). Aunque, en verdad, Juan hace referencia a la preexistencia del Verbo, tal
concepto está presente asimismo en Q — que identifica a Jesús con la Sabiduría eterna— y, como
hemos visto en la tercera parte de nuestro estudio, en la generalidad del judeocristianismo palestino
anterior a Jamnia.
2. El trasfondo —como ya se percató Dodd— solo encaja en el mundo judío palestino anterior al
70 d. C.
3. La única referencia que, en apariencia, situaría el Evangelio tras el año 70 d. C. es la noticia
en relación con la expulsión de las sinagogas de algunos cristianos (Juan 9, 34 y sigs.; 16, 2). Para
algunos autores, tal circunstancia está conectada con el birkat haminim e indicaría una redacción
posterior al 80 d. C.124. Lo cierto, sin embargo, es que utilizar el argumento de la persecución para
dar una fecha tardía de redacción de los Evangelios no parece que pueda ser de recibo desde el
estudio realizado al respecto por D. R. A. Hare 125.De hecho, tal medida fue utilizada ya contra Jesús
(Lucas 4, 29), Esteban (Hechos 7, 58) y Pablo (Hechos 13, 50), con anterioridad al 66 d. C.
4. No hay referencias a los gentiles en el Evangelio (aunque sí la hay en Q, que es anterior al 70
d. C). Esta circunstancia obliga a datar el Evangelio en una fecha muy temprana, cuando tal
posibilidad tenía poca relevancia, y, desde luego, resulta imposible de encajar con un contexto
efesino como el sostenido por algunos autores.
5. Los saduceos tienen una enorme importancia en el Evangelio. De hecho, se sigue reconociendo
el papel profético del Sumo sacerdote (Juan 11, 47 y sigs.). Todo ello carecería de sentido tras el 70
d. C. —no digamos ya tras Jamnia—, dada la forma en que este segmento de la vida religiosa judía
se eclipsó con la destrucción del Templo.
6. No hay referencias a la destrucción del Templo. Por el contrario, la profecía sobre tal evento
atribuida a Jesús (2, 19) no solo no se conecta con los sucesos del año 70, sino con los del 30 d. C.
En un Evangelio donde la animosidad de los dirigentes de la vida cúltica está tan presente —algo
con paralelos en los datos suministrados por el libro de los Hechos en relación con Juan—, tal
ausencia resulta inexplicable si es que, en efecto, el Evangelio se escribió después del 70 d. C. 7.
Los detalles topográficos son anteriores al 70 d. C. y rigurosamente exactos126.No solo revelan los
mismos un conocimiento extraordinario de la Jerusalén anterior al 70 d. C, sino que además
considera que la misma no «fue» así, sino que «es» así (4, 6; 11, 18; 18, 1; 19, 41). Una vez más, la
ausencia de referencias a lo acontecido en el 70 d. C. resulta especialmente reveladora.
El discípulo está vivo en una época en que debería esperarse su muerte. Por lo general, esta
circunstancia —recogida en el capítulo 21— ha sido utilizada para justificar una fecha tardía de la
fuente, más teniendo en cuenta que presupone la muerte de Pedro (21, 18-23) en la cruz (compárese
con 12, 33 y 18, 32). Tal interpretación significa ir más allá de lo que dice la fuente, que solo nos
índica una fecha posterior al 65 d. C. De hecho, y viendo el contexto histórico, preguntarse si el
Discípulo amado (y más si se trataba de Juan) iba a sobrevivir hasta la venida de Jesús resultaba
lógico. Santiago había muerto en el 62 d. C; Pedro, en el 65; Pablo, algo después. Es lógico que
muchos pensaran que la Parusía podía estar cercana y que, quizá, el Discípulo amado viviría hasta la
misma. Este no era de la misma opinión. Jesús no les había dicho eso a él y a Pedro, sino que este
debía seguirlo sin importar lo que le sucediera al primero (Juan 21 y sigs.). Ahora Pedro había
muerto (65 d. C), pero nada indicaba que, por ello, la Parusía estuviera cerca. Una vez más, la
destrucción del Templo en el 70 d. C. no es mencionada. Por lo tanto, desde nuestro punto de vista,
lo más razonable es suponer que la conclusión de Juan se escribió en una fecha situada entre el 65 y
el 66 d. C, siendo esta última o bien obra de él, que hablaría entonces en tercera persona, o bien de
algún discípulo suyo. El contexto resulta, a nuestro juicio, claramente judeocristiano y palestino. En
cuanto al resto del Evangelio, sin duda, es anterior al 65 d. C, pero, con seguridad, posterior a la
misión samaritana de los treinta y quizá anterior a las grandes misiones entre los gentiles de los
cincuenta d. C. La acumulación de todo este tipo de circunstancias explica el que un buen número de
especialistas haya situado la
redacción del Evangelio con anterioridad al 70 d. C.127, así como los intentos, poco convincentes
en nuestra opinión, de algunos autores encaminados a no pasar por alto la solidez de estos
argumentos y, a la vez, conjugarlos con una datación tardía del Evangelio. Estas interpretaciones
chocan, a nuestro juicio, con el inconveniente principal de no responder a los argumentos arriba
señalados, sobre todo, en relación con el trasfondo histórico128.
8. En cuanto a Marcos129que, muy posiblemente, recoge la predicación petrina, es un evangelio
dirigido fundamentalmente a los gentiles y, casi con toda seguridad, forjado en un medio gentil que
pudo ser Roma o, en segundo lugar, Alejandría. Como ya indicamos, se suele admitir de manera poco
menos que unánime que fue escrito con casi absoluta certeza antes del año 70 d. C. De lo anterior,
pese a lo sucinto de la exposición, deberíamos desprender que la redacción de los Evangelios que
aparecen en el Nuevo Testamento tendríamos que situarla con anterioridad al 70 d. C. No solo su
propia evidencia interna obliga a pensar en esa posibilidad, sino que el único argumento existente
para datarlos con posterioridad a la destrucción del Templo (la profecía sobre la misma pronunciada
por Jesús, interpretada como vaticinium ex eventu) no solo carece de la consistencia que aparenta
tener, sino que además ese mismo anuncio ya aparece en Q, que se redactó, con toda seguridad, antes
del 70 d. C.
Abreviaturas
Bb Bulletin biblique.
BJRL Bulletin of the John Rylands University, Library of Manchester.
CBQ Catholic Biblical Quarterly.
CQR Church Quarterly Review.
DAL Dictionnaire dArchéologie Chrétienne et de Liturgie, E. Cabrol y H. Leclercq.
DJE Diccionario de Jesús y los Evangelios, C. Vidal, Estella, 1995.
Dictionary of Jesus and the Gospels, Downers Grove y Leicester, 1992 (eds.), Paris, 1907-
DJG
1953.
JBL Journal of Biblical Literature.
JRS Journal of Roman Studies.
LA Liber Annuus.
RGG Religion in Geschichte und Gegenwart.
RSR Recherches de Science Religieuse.
ThStKr Theologische Studien und Kritiken.
TLZ Theologische Literaturzeitung.
TR Theologische Rundschau.
Notas
1 Una traducción del texto íntegro de Josefo, en C. Vidal, Diccionario de Jesús y los Evangelios,
Estella, 1995, págs. 194 y sigs.<<
2 El saqueo de tumbas no era nada novedoso, pero esta es una disposición emanada directamente
del emperador y que además pretende ser sancionada con el ejercicio de la pena capital. Una
explicación plausible es que Claudio podría ya conocer el carácter expansivo del cristianismo. Si
hubiera investigado lo más mínimo el tema se habría encontrado con que la base de su empuje
descansaba en buena medida en la afirmación de que su fundador, un ajusticiado judío, ahora estaba
vivo. Dado que la explicación más sencilla era que el cuerpo había sido robado por los discípulos
para engañar a la gente con el relato de la resurrección de su maestro (cf. Mateo 28, 13), el
emperador podría haber determinado la imposición de una pena durísima encaminada a evitar la
repetición de tal crimen en Palestina. La orden —siguiendo esta línea de suposición— podría haber
tomado la forma de un rescripto dirigido al procurador de Judea o al legado en Siria y,
presumiblemente, se habrían distribuido copias en los lugares de Palestina asociados de una manera
especial con el movimiento cristiano, lo que implicaría Nazaret y, tal vez, Jerusalén y Belén. En un
sentido muy similar al aquí expuesto se manifestó en una primera época A. Momigliano y, con
posterioridad, autores como F. F. Bruce. Sobre el decreto, véase: M. P. Charlesworth, Documents
illustrating the Reigns of Claudius and Nero, Cambridge, 1939, pág. 15, n. 17; «Nazaret, decreto
de», en C. Vidal, Diccionario de Jesús y los Evangelios, Estella, 1995.<<
3 La bibliografía sobre Jesús es muy extensa y, por desgracia, los aportes interesantes no son
muchos. Remitimos al lector a la recogida en nuestro Diccionario de Jesús y los Evangelios, Estella,
1995, donde se detallan las discusiones sobre el tema.<<
4 Al respecto, véase el Apéndice de la presente obra.<<
5 Al igual que todos los otros textos reproducidos en este ensayo, el presente ha sido traducido de
la lengua original por el autor.<<
6 Una discusión muy amplia sobre las diversas opiniones del denominado «testimonio flaviano»,
en C. Vidal, El judeocristianismo en la Palestina del siglo I: de Pentecostés a ]amnia, págs. 36 y
sigs. Podemos señalar que de los dos textos el segundo es seguramente auténtico en su totalidad y que
el primero también es auténtico pero pudo sufrir recortes —no interpolaciones— que favorecieran
una relectura cristiana.<<
7 Aparte de los textos mencionados, debe hacerse referencia a la existencia del Josefo eslavo y
de la versión árabe del mismo. Esta última, recogida por un tal Agapio en el siglo X, coincide en
buena medida con la lectura que de Josefo hemos realizado en las páginas anteriores; sin embargo, su
autenticidad resulta problemática. Su traducción al castellano dice así: «En este tiempo existió un
hombre sabio de nombre Jesús. Su conducta era buena y era considerado virtuoso. Muchos judíos y
gente de otras naciones se convirtieron en discípulos suyos. Los que se habían convertido en sus
discípulos no lo abandonaron. Relataron que se les había aparecido tres días después de su
crucifixión y que estaba vivo; según esto, fue quizá el Mesías del que los profetas habían contado
maravillas». En cuanto a la versión eslava, se trata de un conjunto de interpolaciones no solo
relativas a Jesús, sino también a los primeros cristianos.<<
8 Es objeto de controversia si Chrestus es una lectura asimilable a Christus. En ese sentido se
definió Schürer junto con otros autores. Graetz, por el contrario, ha mantenido que Chrestus no era
Cristo, sino un maestro cristiano contemporáneo del alejandrino Apolos, al que se mencionaría en I
Corintios 1:12, donde debería leerse «Jréstu» en lugar de «Jristu». La idea de que Cresto fuera un
mesías judío que hubiera acudido a Roma a sembrar la revuelta resulta un tanto inverosímil.<<
9 En ese mismo sentido, véase una discusión amplia con bibliografía, en la sección de cristología
de C. Vidal, El judeocristianismo..., ídem, «Jesús», en Diccionario de Jesús y los Evangelios<<
10 Para este y otros aspectos de discusión de temas cristológicos remitimos a C. Vidal,
Diccionario de Jesús y los Evangelios, op. cit.<<
11 Sobre las sectas judías, véase: «Fariseos», «Saduceos», «Esenios» y «Herodianos», en C.
Vidal, Diccionario de Jesús y los Evangelios, Estella, 1995.<<
12 Durante esta etapa galilea los Evangelios atribuyen a Jesús una serie de milagros,
especialmente curaciones y expulsiones de demonios. Excede el objeto del presente estudio
adentrarse en esa cuestión. Baste decir que los relatos evangélicos aparecen confirmados por las
fuentes hostiles del Talmud. Una vez más, la tendencia generalizada entre los historiadores hoy día es
la de considerar que, al menos, algunos de los relatados en los Evangelios acontecieron en realidad
y, desde luego, el tipo de relatos que los describen apuntan a la autenticidad de los mismos. En este
sentido, véase: J. Klausner, Jesús de Nazaret, Buenos Aires, 1971; M. Smith, Jesús el mago,
Barcelona, 1988; C. Vidal, «Milagros», en Diccionario de Jesús...<<
13 Sobre los hermanos de Jesús, véase: «Hermanos de Jesús», «Santiago», «Simón» y «Judas»,
en C. Vidal, Diccionario de Jesús...<<
14 Sobre la situación de las distintas clases sociales en el judaísmo contemporáneo de Jesús,
véase: C. Vidal, El judeocristianismo..., Madrid, 1994, págs. 205 y sigs<<
15 Al respecto, véase «Samaritanos», en C. Vidal, Diccionario de Jesús...<<
16 Sobre la sublevación judía del 66 d. C, véase: C. Vidal, El judeocristianismo..., Madrid, págs.
179 y sigs. y 191 y sigs.<<
17 El término castellano viene a traducir de manera más o menos aproximada el verbo griego
epistrefo (volver) (Mateo 12, 44; 24, 18; Lucas 2, 39) y el sustantivo metanoia (cambio de
mente).<<
18 Véase, en este sentido, A. Sherwin-White, Roman Society and Roman Law in tbe New
Testament, Oxford, 1963.<<
19 Al respecto, véase: C. Vidal, El judeocristianismo..., Madrid, págs. 308 y sigs.<<
20 El testimonio más importante —aunque en absoluto único—, en I Cor 15, 1.<<
21 Un relato de este primer periodo del cristianismo con abundante bibliografía, en C. Vidal, El
judeocristianismo..., págs. 123 y sigs.<<
22 La bibliografía acerca de Pablo es extensísima. De especial interés, por la discusión de la
problemática sobre esta figura, son: C. Vidal, «Pablo», en Diccionario de Jesús...; ídem, «Pablo de
Tarso», en Diccionario histórico del cristianismo, Estella, 1999; F. F. Bruce, Paul and Jesus,
Grand Rapids, 1982; J. A. Fitzmyer, Teología de san Pablo, Madrid, 1975; M. Hengel, The Pre-
Christian Paul, Filadelfia, 1991; E. Cothenet, San Pablo y su tiempo, Estella, 1995.<<
23 En este sentido, de especial interés es la obra de M. Hengel, The Pre-Christian Paul,
Filadelfia, 1991.<<
24 Sobre la muerte de Esteban con bibliografía, véase: C. Vidal, El judeocristianismo..., págs.
129 y sigs.<<
25 C. Vidal, Los textos que cambiaron la Historia, Barcelona, 1998, págs. 103<<
26 Sobre este episodio, véase: C. Vidal, El judeocristianismo..., Madrid, págs. 191 y sigs. y 195
y sigs. Pese a todo, la imbricación de cristianismo y judaísmo prosiguió durante siglos.<<
27 Acerca de este episodio, véase: C. Vidal, El judeocristianismo..., págs. 179, y sigs.<<
28 La muerte de Santiago —narrada por Flavio Josefo, como vimos en el capítulo anterior— no
es mencionada en el libro de los Hechos de los Apóstoles, pese a la importancia que este le concede.
Semejante circunstancia es uno de los argumentos para fijar la redacción de este escrito
veterotestamentario antes del año 62 d. C.<<
29 Al respecto, véase: C. Vidal, El judeocristianismo..., págs. 189 y sigs.<<
30 Sobre esta obra, véanse: C. Vidal, Los textos que cambiaron la Historia, Barcelona, págs.
125 y sigs.; ídem, El judeocristianismo..., Madrid, págs. 69 y sigs.<<
31 Se ha hecho referencia tradicionalmente a una novena persecución bajo Aureliano. Lo cierto es
que, como en el caso de Domiciano, no se produjo ninguna persecución bajo este emperador y
semejante afirmación no pasa de lo legendario.<<
32 Sobre la situación de la mujer en Grecia, véanse: M. Finley, Economy and Society in Ancient
Greece, Nueva York, 1982; M. Guttentag y P. E. Secord, Too Many Women ? The Sex Ratio
Question, Beverly Hills, 1983; S. Pomeroy, Goddesses, Whores, Wives, Slaves: Women in Classical
Antiquity, Nueva York, 1975.<<
33 Sigue siendo clásico el artículo de K. Hopkins, «The Age of Roman Girls at Marriage», en
Population Studies, 1965, 18, págs. 309-327. Un estudio también interesante basado sobre todo en
inscripciones, en A. G. Harkness, «Age at Marriage and at Death in the Roman Empire», en
Transactions of the American Philological Associatìon, 27, págs. 35-72.<<
34 Hopkins, op. cit., pág. 314.<<
35 En este sentido, mostrando que los matrimonios eran consumados incluso antes de que la
esposa alcanzara la pubertad, véase: M. Durry, «Le mariage des filies impubères dans la Rome
antique», en Revue Internationale des Droits de l'Antiquité, ser. 3, 2, 1955, págs. 263-73.<<
36 En ese sentido, véase: Hopkins, op. cit<<
37 Reproducida en Lewis, op. cit., pág. 54.<<
38 L. E. Stager, «Eroticism and Infanticide at Ashkelon», en Biblical Archaeology Review, 17,
1991, págs. 34-53. Estos cuerpos infantiles contaban apenas con unos días cuando fueron
abandonados, según P. Smith y G. Kahila, «Bones of a Hundred Infants Found in Ashkelon Sewer»,
en Biblical Archaeology Review, 17, 1991, pág. 47.<<
39 J. C. Russell, Late Ancient and Medieval Population, Filadelfia, págs. 14 y sigs.<<
40 J. Lindsay, The Ancient World: Manners and Morals, Nueva York, 1968, Pág. 168.<<
41 No fue un caso excepcional. B. Bowman Thurston, The Widows: A Women's Ministry in the
Early Church, Minneapolis, 1989, en un estudio que puede considerarse clásico, indica cómo del
número considerable de mártires femeninas hay que deducir que las autoridades romanas las
identificaban con ciertas posiciones ministeriales en el seno de la iglesia primitiva.<<
42 A. T. Sandison, «Sexual Behavior in Ancient Societies», en D. Brothwell y A. T. Sandison
(eds.), Diseases in Antiquity, Springfield, págs. 734-755.<<
43 H. Chadwick, The Early Church, Harmondsworth, 1967, pág. 59.<<
44 Cifras con tablas comparativas, en Hopkins, op. Cit.<<
45 En el mismo sentido, véanse: R. L. Fox, Pagans and Christians, Nueva York, 1987; A.
Harnack, The Mission and Expansion of Christianity in the First Three Centuries, Nueva York,
1908, t. II, pág. 73.<<
46 H. Chadwick, op. cit., pág. 56.<<
47 A. Harnack, op. cit., t. II, págs. 83 y sigs<<
48 Sobre precedentes judíos en Flavio Josefo y el Pseudo-Foclides, aparte de un desarrollo del
tema, véase: M. J. Gorman, Abortion and the Early Church, Downers Grove (Illinois), 1982.<<
49 En este mismo sentido, véanse: A. M. Devine, «The Low Birth-Rate in Ancient Rome: A
Possible Contributing Factors», en Rheinisches Museum, 128, 3-4, págs. 313-317; T. G. Parkin,
Demography and Roman Society, Baltimore, 1992; A. E. Boak, Manpower Shortage and the Valí of
the Roman Empire in the West, Ann Arbor, 1955.<<
50 Hans Zinsser, Rats, Lice and History, Nueva York, 1960, sostuvo, por ejemplo, que había sido
el primer brote de viruela en Occidente.<<
51 En ese mismo sentido, véase: W. H. McNeill, Plagues and People, Garden City, 1976.<<
52 Eusebio, Historia eclesiástica, 7, 22.<<
53 P. Johnson, A History of Christianity, Nueva York, 1976, pág. 75.<<
54 En el mismo sentido, R. Stark, The Rise of Christianity, San Francisco, 1997, pág. 10.<<
55 Ibídem, pág. 14.<<
56 Sobre este periodo, en relación con la historia eclesiástica, véanse: J. Quasten, Patrología,
Madrid, 1968, 1973 y 1981; C. Vidal, Diccionario de Patrística, Estella, 1997. Sobre temas más
generales, véanse: E. Albertini, L'Empire romain, París, 1929; P. Allard, Julien l'Apostat, París,
1900-1903; P. Battifol, La Paix Constantinienne et le Catholicisme, París, 1914; G. Boissier, La fin
du paganisme, París, 1922; J. B. Bury, History of the Later Roman Empire from the Death of
Theodosius I to the Death of Justinian, Londres, 1923; J. Zeiller, L'Empire romain et l'Église ,
París, 1928.<<
57 Precisamente esa popularidad explica las dificultades con las que chocó para su cumplimiento.
En la parte oriental del imperio se cumplió sin dificultad; en la occidental hubo que esperar hasta
inicios del siglo siguiente para que se respetara. En ese sentido, véase: A. H. M. Jones, Constantine
and the Conversion of Europe, Nueva York, 1962, págs. 188 y sigs.<<
58 Sobre Agustín y el cristianismo africano, véanse: G. Bardy, L'Afrique chrétienne, París, 1930;
P. Brown, Agustín de Hipona, Madrid, 1969; C. Cecchelli, África cristiana: África romana, Roma,
1936; H. Lecrecq, L'Afrique chrétienne, 2 vols., París, 1904; L. Nos de Muro, San Agustín de
Hipona, 1989; A. Trape, S. Agostino: l'uomo, il pastore, il místico, Fossano, 1976; F. Van der Meer,
San Agustín, Barcelona, 1965.<<
59 Sobre este tema, véase, en particular: J. Pelikan, The Emergence of the Catholic Tradition
(100-600), Chicago y Londres, 1971, con abundante bibliografía. De interés además resultan : J. B.
Bury, op. cit.; ídem, The Invasion of Europe by the Barbarians, Londres, 1928; H. M. Chadwick,
The Heroic Age, Cambridge, 1912; E. K. Rand, Founders of the Middle Ages, Harvard, 1928.<<
60 Homilías sobre Ezequiel, II, Epístola VI, 22.<<
61 Sobre este tema, véase, en particular: J. Pelikan, The Emergence of the Catholic Tradition
(100-600), Chicago y Londres, 1971, con abundante bibliografía. De interés además resultan: J. B.
Bury, op. cit.; ídem, The Invasion of Europe by the Barbarians, Londres, 1928; H. M. Chadwick,
The Heroic Age, Cambridge, 1912; E. K. Rand, Founders of the Middle Ages, Harvard, 1928.<<
62 Sobre Juan Casiano, véase: O. Chadwick, John Cassian, Cambridge, 1968.<<
63 Sobre Benito de Nursia, véanse: C. Vidal, «Benito de Nursia», en Diccionario histórico del
cristianismo, Estella, 1999; C. Butler, Benedictine Monachism, Londres, 1919; S. Hilpisch,
Geschichte des Benediktinischen Mönchtums, Friburgo, 1929; D. Knowles, El monacato cristiano,
Madrid, 1969, págs. 37 y sigs.; H. Leclercq, L'ordre bénédictin, París, 1943; L. M. de Lojendio, San
Benito, ayer y hoy, Zamora, 1985.<<
64 El episodio ha sido recogido por Gregorio en Diálogos, 2, 31.<<
65 Sobre Patricio y la expansión céltica del cristianismo, véanse: B. Bradshaw, An Introduction
to Celtic Christianity, Edimburgo, 1989; A. Bellensheim, Geschichte der katholischen Kirche in
Irland, I, Maguncia, 1890; J. B. Bury, The Life of Saint Patrick and his Place in History, Londres,
1905; T. Cahill, How the Irish saved the Civilization, 1995; L. Gougaud, Christianity in Celtic
Lands, Londres, 1932; K. Hughes, The Church in Early Irish Society, Londres, 1966; J. R Kenney,
The Sources of the Early History of Ireland, I, Nueva York, 1929; L. de Paor, Saint Patrick's
World, Notre Dame, 1993; J. Ryan, Irish Monasticism, Londres, 1931<<
66 Sobre estos, véanse: F. Henry, Irish Art, Nueva York, 1965, y C. de Hamel, A History of
Illuminated Manuscripts, Boston, 1986.<<
67 Sobre Bonifacio, véanse: H. Hahn, Bonifaz und Lul, Leipzig, 1883; A. Hauck,
Kirchengeschichte Deutschlands, I, 3, 1922; G. Kurth, Saint Boniface, París, 1913; J. J. Laux, Der
Heilige Bonifatius, Friburgo de Brisgovia, 1922.<<
68 No eran las únicas normas coránicas que situaban a la mujer en una situación de
discriminación abierta. Así, por citar solo algunos ejemplos, el testimonio judicial de la mujer solo
equivale a la mitad del masculino (2, 282); el hombre puede tener hasta cuatro esposas; salvo en el
caso de que fuera una anciana (24, 59), está obligada a cubrir su rostro y no podía dejarse ver salvo
por su esposo, parientes cercanos, esclavos, criados viejos y niños; durante la menstruación la mujer
no puede tomar parte en las oraciones ni participar en el ayuno religioso, etc. En este sentido, no
resulta chocante que el islam pudiera absorber tradiciones y prácticas antifemeninas, como la
mutilación sexual de niñas, que originalmente no eran islámicas pero que no se consideraron
incompatibles con la fe de Mahoma y que incluso hoy día se consideran aceptables en determinados
países de mayoría musulmana.<<
69 Sobre el periodo, véanse: J. Bryce, The Holy Roman Empire, Cambridge, 1922; C. J. B.
Gaskoin, Alcuin. His Life and his Work , Cambridge, 1904; F. Kampers, Karl der Grosse, Munich,
1910.<<
70 En la actualidad sigue siendo objeto de especulación el origen de este paso trascendental en la
historia de Occidente. Eginardo, el biógrafo de Carlomagno, ha transmitido la noticia de que el rey
franco quedó sorprendido por esta coronación y que, de haber sabido lo que iba a suceder, no habría
entrado en la iglesia. Es difícil de creer, pero, en cualquier caso, sí esa fue la inclinación inicial de
Carlomagno no resulta menos cierto que, con posterioridad, sus actos estuvieron por completo
vinculados a la nueva dignidad imperial.<<
71 Sobre el tema, véanse: P. H. Helm, Alfred the Great, Nueva York, 1995; J. Marsden, The Fury
of the Northmen, Nueva York, 1993; A. Mawer, The Vikings, Cambridge, 1912; A. Olrik, Viking
Civilization, Londres, 1930; C. Plummer, The Life and Times of Alfred the Great , Oxford, 1902; E.
G. Oxenstierna, Los vikingos, Barcelona, 1977. De especial interés, como fuentes contemporáneas,
Abbón de Saint-Germain y Guillermo de Poitiers, Testimonios del mundo de los vikingos ,
Barcelona, 1986.<<
72 Sobre el tema, véanse: A. Poppe, The Rise of Christian Russia, Londres, 1982; J. M. Vesely,
Cirilo y Metodio. La otra Europa, Madrid, 1986; D. Pospielovsky, The Orthodox Church in the
History of Russia, Crestwood, 1998.<<
73 Sobre el tema, véanse: D. Knowles, op. cit.; L. Lekai, Les Moines blancs, París, 1957; E.
Vacandard, Vie de S. Bernard, 2 vols, París, 1895-1897; J. Lecrecq, Histoire de la Spiritualité
Chrétienne, 2 vols., París, 1961; J. M. Clark, The Abbey of St. Gall, Cambridge, 1926; N. Hunt,
Cluny under St. Hugh, 1049-1109, Londres, 1967.<<
74 Sobre éste y los sucesivos pontífices remitimos a nuestro Diccionario de papas, Barcelona,
1998.<<
75 Sobre el mismo, con bibliografía, véase: C. Vidal, Diccionario de papas, Barcelona, 1998.<<
76 Sobre el episodio, véase: C. Vidal, Diccionario histórico del cristianismo, Estella, 1999.<<
77 Sobre Lutero, véanse: J. Atkinson, Lutero y el nacimiento del protestantismo, Madrid, 1971;
H. Oberman, Lutero, Madrid, 1991; D. Olivier, El proceso Lutero, Buenos Aires, 1973; R. G.
Villoslada, Raíces históricas del luteranismo, Madrid, 1976; ídem, Martín Lutero, Madrid, 1976; J.
Delumeau, La Reforma, Barcelona, 1977; R. Stauffer, La Reforma, Barcelona, 1974; G. Martina, La
época de la Reforma, Madrid, 1974; Daniel-Rops, La Reforma protestante, Madrid, 1978; J. Lortz,
Historia general de la Reforma, Madrid, 1963; E. G. Leonard, Historia general del protestantismo,
vol. I, Barcelona; C. Vidal, «Lutero», en Diccionario histórico del cristianismo, Estella, 1999.<<
78 Sobre esta obra, véase: C. Vidal, Los textos..., págs. 243 y sigs. Sobre la evolución de la
creencia en el purgatorio, véase: J. Le Goff, El nacimiento del purgatorio, Madrid, 1985.<<
79 Son casi inexistentes los estudios dedicados a Calvino en castellano, y la práctica totalidad
adolecen de un planteamiento tendencioso a favor o en contra. Existe, sin embargo, una magnífica
edición de la Institución publicada en Rijswijk en 1981. En otras lenguas, son de interés las obras
de: J. Bohatec, Calvins Lehre von Staat und Kirche, mit besonderer Berücksichetung des
Organismusgedanken, Breslau, 1937; J. Boisset, Sagesse et sainteté dans la pensée de Calvin,
París, 1959; E. Choisy, Calvin et la science, Ginebra, 1931; E. Doumergue, ]ean Calvin, Lausana,
1899-1917, 7 vols.; G. Harkness, John Calvin. The Man and his Ethics, Nueva York, 1958; W. A.
Hauck, Calvin un die Rechtfertigung, Gütersloh, 1947; J. Mac Kinnon, Calvin and the Reformation,
Londres, 1936; y A. M. Schmidt, Jean Calvin et la tradition calvinienne, París, 1957. Como
introducciones más específicas a su teología, son de interés: J. D. Benoit, Calvin directeur d'âmes,
Estrasburgo, 1947; W. Niesel, Die Theologie Calvins, Múnich, 1938, y, muy especialmente, K.
Barth, The Theology of John Calvin, Grand Rapids, 1992.<<
80 Hemos relatado de manera novelada la peripecia del Nuevo Testamento de Enzinas, en C.
Vidal, El libro prohibido, Barcelona, 1999.<<
81 Acerca de Servet, véanse: J. Barón, Miguel Servet. Su vida y su obra, Madrid, 1970; R. H.
Bainton, Servet, el hereje perseguido, Madrid, 1973.<<
82 Sobre esta cuestión, véase: C. Vidal, Enciclopedia del Quijote, Barcelona, 1999, págs. 128 y
sigs. y 200 y sigs. católica) la impronta católica, en ocasiones crítica, no pocas veces en grado sumo
decantada, resulta innegable.<<
83 Sobre Las Casas, véanse: J. Alcina Franch, Bartolomé de Las Casas, Madrid, 1986; M.
Bataillon, El padre Las Casas y la defensa de los indios, Madrid, 1985; L. Galmés, Bartolomé de
Las Casas. Defensor de los derechos humanos, Madrid, 1982; M. Mahn-Lot, El Evangelio y la
violencia. Fray Bartolomé de Las Casas, Madrid, 1967; R. Menéndez Pidal, El padre Las Casas y
Vitoria con otros temas de los siglos XVI y XVII , Madrid, 1958 (notablemente crítico con Las
Casas).<<
84 Una edición notable, con introducción de Lewis Hanke y advertencia preliminar de Agustín
Millares Cario, es la publicada por el Fondo de Cultura Económica de México en 1975 (2.ªed.). La
Obra indigenista de Las Casas ha sido publicada por Alianza Editorial, Madrid, 1985.<<
85 Una edición de las posiciones de Sepúlveda y Las Casas, en Juan Ginés de Sepúlveda y fray
Bartolomé de Las Casas, Apología, Madrid, 1975.<<
86Sobre el tema, de especial interés y con una muy completa bibliografía resulta la obra de P.
Borges, Misión y civilización en América, Madrid, 1986.<<
87 Sobre el Pacto del Mayflower, véase el capítulo dedicado al mismo, con bibliografía, en C.
Vidal, Los textos que cambiaron la Historia, Barcelona, 1998.<<
88 Sobre estas, véase: C. Vidal, Los textos que cambiaron la Historia, Barcelona, 1998.<<
89 Suele ser habitual utilizar en obras en castellano el término «baptista» para referirse a los
miembros de esta confesión. Hemos preferido «bautista» porque es el que usan los propios
confesantes de esta doctrina tanto en España como en Hispanoamérica.<<
90 Acercade William Penn, véanse: W. W. Comfort, William Penn, Filadelfïa, 1944; M. B. Endy,
William Penn and Early Quakerism, Princeton, 1973.<<
91 Acerca de los cuáqueros, véanse: J. Punshon, Portrait in Grey. A Short History of the
Quakers, Londres, 1991; W. C. Braithwaite, The Beginnings of Quakerism, Cambridge, 1970; E.
Vipont, The Story of Quakerism through three centuries, Londres, 1960.<<
92 La bibliografía sobre Marx es muy extensa, pero suele adolecer de una clara tendenciosidad
hacia posturas acríticamente favorables o contrarias. Acerca del Manifiesto comunista, resultan de
interés: C. Andler, Le Manifeste Communiste, París, 1901, y B. Andreas, Manifeste du Parti
Communiste, París, 1971. Sobre Marx y Engels, siguen siendo de interés: I. Berlín, Karl Marx,
París, 1962; A. Cornu, Karl Marx et la révolution de 1848, París, 1948; M. Lowy, La teoría de la
revolución en el joven Marx, México, 1972, y F. Mehring, Carlos Marx, Buenos Aires, 1965.
Acerca de la revolución de 1848 y su contexto, véanse: J. Droz, Les révolutions allemandes de
1848, París, 1957; F. Fetjö, 1848 dans le monde, París, 1948; J. Sigmann, 1848: Les révolutions
romantiques et démocratiques de l'Europe , París, 1970. Sin duda, uno de los estudios más
inteligentes sobre el contexto del Manifiesto es el hasta cierto punto insuperable libro de Fernando
Claudín, Marx, Engels y la revolución de 1848.<<
93 Sobre el tema, véanse: M. Bourdeaux, Patriarch and Prophet: Persecution of the Russian
Orthodox Church Today, Londres, 1969; ídem, Religious Ferment in Russia: Protestant Opposition
to Soviet Religious Policy, Londres, 1968; W. Fletcher, A Study in Survival, Nueva York, 1965; D.
Pospielovsky, op. cit, págs. 219 y sigs; A. Valentinov, Religuiia i tserkov v SSSR, Moscú, 1960; G.
Vins, Let the Waters Roar. Evangelists in the Gulag, Grand Rapids, 1989.<<
94Prólogo de Andrés Sánchez Pascual a la obra en la edición castellana de Alianza Editorial,
Madrid, 1972<<
95 Andrés Sánchez Pascual, Prólogo de El Anticristo, Madrid, Alianza Editorial, 1974, pág. 9.<<
96 Sobre este sistema, véase: C. Vidal Manzanares, Buda: vida, leyenda y enseñanzas,
Barcelona, 1994, págs. 23 y sigs.<<
97 Sobre el nazismo y su enfrentamiento con el cristianismo, véanse: C. Bernadac, Les sorciers
du ciel, París, 1969 (sobre los sacerdotes en los campos de concentración); J. S. Conway, The Nazi
Persecution of the Churches, Londres, 1968 (probando que el nazismo tenía planes de posguerra
para el exterminio de los cristianos); S. Bologna, La chiesa confessante sotto il nazismo, 1933-
1936, Milán, 1967.<<
98 W. K. Hobart, The Medical Language of Saint Luke, Dublín, 1882, págs. 34-37.<<
99 Lukas der Arzt, Leipzig, 1906<<
100 O. Cullmann, El Nuevo Testamento, Madrid, 1971, pág. 55.<<
101 Véase: N. Perrin, The New Testament, Nueva York, 1974, págs. 195 y sigs.<<
102 E. Lohse, Introducción al Nuevo Testamento, Madrid, 1975, págs. 167 y sigs.<<
103 P. Vielhauer, op. cit., cap. VII.<<
104 O. Cullmann, op. cit., pág. 77.<<
105 Véase: F. C. Burkitt, The Gospel History and its Transmission, Edimburgo, 1906, págs. 109 y
sigs.<<
106 Véanse: F. J. Foakes Jackson, The Acts of the Apostles, Londres, 1931, XIV y sigs.; W.
Kümmel, op. cit., pág. 186; G. W. H. Lampe, PCB, pág. 883; T. W. Manson, Studies in the Gospels
and Epistles, Manchester, 1962, págs. 64 y sigs. Posiblemente el develamiento de esta tesis quepa
atribuirlo a A. Harnack, Date of Acts and the synoptic Gospels, Londres, 1911, cap. I.<<
107 En este sentido, véase: W. Kümmel, op. cit., pág. 186, y T. Zahn, op. cit., III, págs. 125 y
sigs.<<
108 Véase: P. Vielhauer, op. cit., cap. VII.<<
109 Véase: B. Reicke, «Synoptic Prophecies on the Destruction of Jerusalem», en D. W. Aune
(ed.), Studies in the New Testament and Early Christian Literature: Essays in Honor of Allen P.
Wikgrenò, Leiden, 1972, pág. 134.<<
110 Sobre Q, véase: C. Vidal, El primer Evangelio. El documento Q. Barcelona, 1992.<<
111 «The Fall of Jerusalem and the Abomination of Desolation», en Journal of Roman Studies,
37, 1947, págs. 47-54.<<
112 Documents of the primitive church, 1941, págs. 20 y sigs.<<
113 The Gospel of Luke, Londres, 1977, págs. 531 y sigs.<<
114 En favor también de la veracidad de la profecía sobre la destrucción de Jerusalén y el
Templo, recurriendo a otros argumentos, véanse: G. Theissen, Studien zur Sociologie des
Urchristentums, Tubinga, 1979, cap. III; B. H. Young, Jesus and His Jewish Parahles, Nueva York,
1989, págs. 282 y sigs.; R. A. Guelich, «Destruction of Jerusalem», en DJG, Leicester, 1992; C.
Vidal Manzanares, «Jesús», en Diccionario de las tres religiones, Madrid, 1993.<<
115 Véase: A. Harnack, Date..., págs. 90-135, y que, a través de caminos distintos, la misma tesis
haya sido señalada para el Evangelio de Lucas. No mencionamos aquí — aunque sus conclusiones
son muy similares— las tesis de la escuela jerosomilitana de los sinópticos (R. L. Lindsay, D.
Flusser, etc.), que apuntan a considerar el Evangelio de Lucas como el primero cronológicamente de
todos. Véanse: R. L. Lindsay, A Hebrew Translation of the Gospel of Mark, Jerusalén, 1969; ídem, A
New Approach to the Synoptic Gospels, Jerusalén, 1971. En nuestra opinión, la tesis dista de estar
demostrada de una manera indiscutible, pero la sólida defensa que se ha hecho de la misma obliga a
plantearse su estudio de manera ineludible. Un análisis reciente de la misma, en B. H. Young, Jesus
and His Jewish Parables, Nueva York, 1989.<<
116 Véanse: J. B. Orchard, «Thessalonians and the Synoptic Gospels», en Bb, 19, 1938, págs. 19-
42 (fecha Mateo entre el 40 y el 50, dado que Mateo 23, 31-25, 46 parece ser conocido por Pablo);
ídem, Why Three Synoptic Gospels, 1975 (fecha Lucas y Marcos en los inicios de los años 60 d. C);
B. Reicke, op. cit., pág. 227 (sitúa también los tres sinópticos antes del año 60). En un sentido
similar, J. A. T. Robinson, Redating the New Testament, Filadelfia, 1976, págs. 86 y sigs.<<
117 Acerca de Mateo, con bibliografía y discusión de las diferentes posturas, véanse: D. A.
Carson, Matthew, Grand Rapids, 1984; R. T. France, Matthew, Grand Rapids, 1986; ídem,
Matthew: Evangelist and Teacher , Grand Rapids, 1989; W. D. Davies y D. C. Allison, Jr., A
Critical and Exegetical Commentary on the Gospel According to Saint Matthew, Edimburgo, 1988;
U. Luz, Matthew 1-7, Minneápolis, 1989.<<
118 Una discusión detallada del tema, en J. A. T. Robinson, Redating..., págs. 86 y sigs.<<
119 Para este Evangelio, con bibliografía y exposición de las diferentes posturas, véanse: R.
Bultmann, The Gospel of John, Filadelfia, 1971; C. K. Barrett, The Gospel according to St. John,
Filadelfia, 1978; R. Schnackenburg, The Gospel According to St. John, 3 vols., Nueva York, 1980-
1982; F. F. Bruce, The Gospel of John, Grand Rapids, 1983; G. R. Beasley-Murray, John, Waco,
1987.<<
120 Este punto ha sido estudiado en profundidad por diversos autores. Al respecto, véanse: J.
Bowman, «Samaritan Studies: I. The Fourth Gospel and the Samaritans», en BJRL, 40, 1957-1958,
págs. 298-327; W. A. Meeks, The Prophet-King: Moses Traditions and the johannine Christology ,
Leiden, 1967; G. W. Buchanan, «The Samaritan Origin of the Gospel of John», en J. Neusner (ed.),
Religion in Antiquity: Essays in Memory of E. R. Goodenough, Leiden, 1968, págs. 148-175; E. D.
Freed, «Samaritan Influence in the Gospel of John», en CBQ, 30, 1968, págs. 580-587; ídem, «Did
John write his Gospel partly to win Samaritan Converts?», en Nov Test, 12, 1970, págs. 241-246.<<
121 C. H. Dodd, Historical Tradition ìn the Fourth Gospel, Londres, 1963.<<
122 C. H. Dodd, op. cit., pág. 120.<<
123 Ibídem, págs. 311 y sigs.; 332 y sigs., y 412 y sigs.<<
124 Una defensa muy rigurosa de este punto de vista, en F. Manns, John and Jamnia: how the
break occured between Jews and Christians c. 80-100 A. D., Jerusalén, 1988.<<
125 D. R. A. Hare, The Theme of Jewish Persecution of Christians in the Gospel according to
St. Matthew, Cambridge, 1967, págs. 48-56.<<
126 En este sentido, véanse: J. Jeremías, The Rediscovery of Bethesda, John 5, 2, Louisville,
1966; W. F. Albright, The Archaeology of Palestine, Harmondsworth, 1949, págs. 244-248; R. D.
Potter, «Topography and Archaeology in the Fourth Gospel», en Studia Evangelica, I, 73, 1959,
págs. 329-337; ídem, The Gospels Reconsidered, Oxford, 1960, págs. 90-98; W. H. Brownlee,
«Whence the Gospel According to John?», en J. H. Charlesworth (ed.), John and the Dead Sea
Scrolls, Nueva York, 1990<<
127 Entre ellos, cabe destacar: P. Gardner-Smith, St. John and the Synoptic Gospels, Cambridge,
1938, págs. 93-96 (posiblemente coetáneo de Marcos); A. T. Olsmtead, Jesus in the Light of
History, Nueva York, 1942, págs. 159-225 (poco después de la crucifixión); E. R. Goodenough,
«John a Primitive Gospel», en JBL, 64, 1945, págs. 145-182; H. E. Edwards, The Disciple who
Wrote these Things, 1953, págs. 129 y sigs. (escrito hacia el 66 por un judeocristiano huido a Pella);
B. P. W. Stather Hunt, Some Johannine Problems, 1958, págs. 105-117 (justo antes del 70); K. A.
Eckhardt, Der Tod des Johannes , Berlín, 1961, págs. 88-90 (entre el 57 y el 68); R. M. Grant, A
Historical Introduction to the New Testament , 1963, pág. 160 (escrito en torno a la guerra del 66
por judeocristianos de Palestina o exiliados); G. A. Turner, «The Date and Purpose of the Gospel of
John», en Bulletin of the Evangelical Theological Society, 6, 1963, págs. 82-85 (antes de la revuelta
del 66); G. A. Turner y J. Mantey, John, Grand Rapids, 1965, pág. 18 (contemporáneo de las cartas
paulinas); W. Gericke, «Zur Entstehung des Johannesevangelium», en TLZ, 90, 1965, cols. 807-820
(en torno al 68); E. K. Lee, «The Historicity of the Fourth Gospel», en CQR, 167, 1966, págs. 292-
302 (no necesariamente después de Marcos); L. Morris, The Gospel According to John, Grand
Rapids, 1972, págs. 30-35 (antes del 70 con probabilidad); S. Temple, The Core of the Fourth
Gospel, 1975, VIII, 35-65 (sobre la base de un bosquejo anterior de los años 25-35. S. Temple cita,
además, a M. Barth, datándolo antes del 70 y considerándolo el Evangelio más primitivo); J. A. T.
Robinson, Redating..., págs. 307 y sigs. (el proto-Evangelio lo data en el 30-50 en Jerusalén y la
redacción final hacia el 65); ídem, The Priority of John, Londres, 1985 (redacción final hacia el 65 y
estudio sobre su autenticidad histórica).<<
128 J. L. Martyn, The Gospel of John in christian history, Nueva York, 1979 (una primera fase
redaccional por judeocristianos palestinos entre antes del 66 d. C. y los años ochenta; un periodo
medio a finales de los ochenta, y un periodo final posterior a los ochenta); M. E. Boismard,
L'Évangile de Jean, París, 1977 (una primera redacción en el cincuenta, quizá por Juan el hijo de
Zebedeo; una segunda en el 60-65, por un judeocristiano de Palestina, quizá Juan el presbítero, al que
se refiere Papías; una tercera redacción en torno al 90 d. C, por un judeocristiano palestino emigrado
a Éfeso; redacción definitiva en Éfeso por un miembro de la escuela joánica, a inicios del siglo II);
W. Langbrandtner, Weltferner Gott oder Gott der Liebe. Die Ketzerstreit in der johanneischen
Kirche, Fráncfort, 1977 (redacción inicial no antes del 80 d. C, en el seno de una comunidad que no
es anterior al 66 d. C. La redacción final se situaría hacia el 100 d. C); R. E. Brown, The Community
of the beloved disciple, Nueva York, 1979, Cuadros de síntesis (la comunidad joánica se origina en
Palestina a mediados de los cincuenta y desarrolla una «cristología alta» de pre-existencia del Hijo
que lleva a conflictos con otros judíos. Este periodo concluirá a finales de los años ochenta,
redactándose el Evangelio hacia el año 90 d. C).<<
129 Sobre este Evangelio, con bibliografía y discusión de las diversas posturas, véanse: V.
Taylor, The Gospel of Mark, Nueva York, 1966; H. Anderson, The Gospel of Mark, 1981; E. Best,
Mark: The Gospel as Story, Filadelfia, 1983; L. Hurtado, Mark, Peabody, 1983; M. Hengel, Studies
in the Gospel of Mark, Minneápolis, 1985; D. Lahrmann, Das Markusevangelium, Tubinga, 1987; R.
A. Guelich, Mark 1-8:26, Waco, 1989; J. D. Kingsbury, Conflict in Mark, Minneápolis, 1989.<<