La Inteligencia Emocional y Los Estilos de Aprendizaje

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La inteligencia emocional y los estilos de aprendizaje

La educación emocional es un proceso educativo, continuo y permanente, que pretende


potenciar el desarrollo emocional como complemento indispensable del desarrollo
cognitivo, constituyendo ambos los elementos esenciales del desarrollo de la personalidad
integral. Para ello se propone el desarrollo de conocimientos y habilidades sobre las
emociones con el objeto de capacitar al individuo para afrontar mejor los retos que se
planten en la vida cotidiana. Todo ello tiene como finalidad aumentar el bienestar personal
y social (Bisquerra Alzina, 2000: citado por Vivas García, 2003).

En tal sentido podemos convenir que la educación emocional es una forma de prevención
primaria inespecífica la cual apunta al desarrollo de actitudes y el mejoramiento global de
las condiciones de vida (Educación para la Salud). Tiene como objetivo favorecer y
potenciar desde los ámbitos sanitarios el desarrollo de una calidad de vida que garantice un
equilibrio físico, psíquico sociocultural de las personas a través de su prevención autónoma,
responsable y solidaria, tanto consigo mismo como con los demás. Su objetivo principal es
promover conductas, actitudes y valores que contribuyan a la construcción de estilos de
vida positivos a partir del conocimiento, capacitación, reflexión e intercambio (¿Qué es
prevención?, s.f.).

Se trabaja en prevención primaria inespecífica cuando se organizan, por ejemplo,


actividades deportivas, culturales o laborales continuadas, que funcionan como recursos
que logran motivar suficientemente a la población para alejarlos de consumir drogas o de
realizar conductas autodestructivas. La prevención inespecífica está presente cuando se
favorece la integración social a través de la participación responsable, la actitud crítica y el
respeto por las diferencias, proponiendo actividades relacionadas con los deseos de las
personas, de modo de que tengan la oportunidad de encontrar espacios que propicien su
bienestar (Camarotti y Touris, 2017).

La educación tradicionalmente se ha centrado en el desarrollo del intelecto, con un marcado


olvido de lo emocional. Sin embargo, en todos los tiempos siempre se ha planteado la
necesidad de la educación integral, en tanto que deben desarrollarse todas las dimensiones
del individuo. Ello implica que el desarrollo cognitivo debe complementarse con el
desarrollo emocional. Por otro lado, la educación es un proceso caracterizado por la
relación interpersonal, la cual está impregnada de factores emocionales y ello exige que se
les preste una atención especial a las emociones por las múltiples influencias que tienen en
el proceso educativo (Vivas García, 2003).

Sin embargo, como afirma Tapia (1998: citado por Vivas García, 2003), el desarrollo
emocional de los niños es ampliamente ignorado por el currículum escolar. Quizás los
problemas de las pandillas juveniles, el aumento de las tasas del suicidio juvenil, la
depresión infantil y el comportamiento escandaloso de los estudiantes, son evidencias de
esta negligencia (Vivas García, 2003). Por tales razones, es necesario motivar el desarrollo
de competencias emocionales que puedan incentivar la comunicación efectiva y afectiva, la
resolución de conflictos y la prevención inespecífica (consumo de drogas, enfermedades de
transmisión sexual, violencia, trastornos alimenticios, comportamientos suicidas, etcétera).

Las competencias emocionales son el conjunto de conocimientos, capacidades, habilidades


y actitudes necesarias para comprender, expresar y regular de forma apropiada los
fenómenos emocionales (Bisquerra y Pérez, 2007). Entendemos que las competencias
emocionales son un aspecto importante de la ciudadanía efectiva y responsable; su
dominio, de acuerdo con lo que apuntábamos más arriba, potencia una mejor adaptación al
contexto; y favorece un afrontamiento a las circunstancias de la vida con mayores
probabilidades de éxito. Entre los aspectos que se ven favorecidos por las competencias
emocionales están los procesos de aprendizaje, las relaciones interpersonales, la solución de
problemas, entre otros.

A partir de esta definición, Bisquerra y Pérez (2007) y sus colaboradores formulan un


modelo de competencias emocionales que se compone de los siguientes cinco elementos:

1. Conciencia emocional. Definida como la capacidad para tomar conciencia de las propias
emociones incluyendo la habilidad para captar el clima emocional de un contexto
determinado. Se integra de cuatro microcompetencias: adquirir conciencia de las propias
emociones, dar nombre a las emociones, comprender las emociones de los demás y tomar
conciencia de la interacción entre emoción-cognición y comportamiento.

2. Regulación emocional. Esta competencia se emplea para utilizar las emociones de forma
adecuada, lo que supone tomar conciencia de la relación entre emoción, cognición y
comportamiento, tener buenas estrategias de afrontamiento y capacidad para autogenerar
emociones positivas. Se conforma de cuatro microcompetencias: expresión emocional
apropiada, regulación de emociones y conflicto, desarrollo de habilidades de afrontamiento
y competencia para autogenerar emociones positivas.

3. Autonomía emocional. Incluye un conjunto de características relacionadas con la


autogestión emocional, entre las que se encuentran la autoestima, actitud positiva en la
vida, responsabilidad, capacidad para analizar críticamente las normas sociales, capacidad
para buscar ayuda y recursos, así como la autoeficacia personal. Se integra de siete
microcompetencias: autoestima, automotivación, autoeficiencia, responsabilidad, actitud
positiva, análisis crítico de normas sociales y resiliencia.

4. Competencia social. Se refiere a la capacidad para mantener buenas relaciones con otras
personas. Esto implica dominar las habilidades sociales básicas, comunicación afectiva,
respeto, actitudes pro-sociales, asertividad, etcétera. Se compone de nueve
microcompetencias: dominar habilidades sociales básicas, respeto a los demás, practicar la
comunicación receptiva, practicar la comunicación expresiva, compartir emociones,
mantener un comportamiento pro-social, cooperación, asertividad, prevención y solución de
conflictos, y capacidad para gestionar situaciones emocionales.

5. Competencias para la vida y el bienestar. Representan la capacidad para adoptar


comportamientos apropiados y responsables para la solución de problemas personales,
familiares, profesionales y sociales, orientados hacia la mejora del bienestar de vida
personal y social. Se integra de seis microcompetencias: fijar objetivos adaptativos, toma de
decisiones, buscar ayuda y recursos, ciudadanía activa, bienestar emocional y la capacidad
de fluir. Es la habilidad para generar experiencias positivas en la vida personal, profesional
y social (Pérez, Bisquerra, Filella y Soldevila, 2010: citados por Fragoso-Luzuriaga, 2015).

Distinción entre inteligencia emocional, competencia emocional y educación emocional

Existe una cierta confusión entre inteligencia emocional, competencia emocional y


educación emocional. La inteligencia emocional, conocida en algunos trabajos por “EI”
(emotional intelligence) o EQ (emotional quotient), es un constructo hipotético propio del
campo de la psicología. Lo que no se pone en duda es la importancia y necesidad de
adquirir competencias emocionales. La competencia emocional pone el énfasis en la
interacción entre persona y ambiente, y como consecuencia confiere más importancia al
aprendizaje y desarrollo. Por tanto, tiene unas aplicaciones educativas inmediatas
(Bisquerra y Pérez, 2007).

El debate y dilucidación del constructo de inteligencia emocional corresponde a la


psicología, mientras que a la educación le corresponde la aplicación de las aportaciones y
resultados de la investigación psicológica. En este sentido, se propone a la educación
emocional entendida como un proceso educativo, continuo y permanente, que pretende
potenciar el desarrollo de las competencias emocionales como elemento esencial del
desarrollo integral de la persona, con objeto de capacitarle para la vida. El objetivo de la
educación emocional es el desarrollo de competencias emocionales (Bisquerra y Pérez,
2007).

Estilos de aprendizaje

Se espera del docente un perfil profesional que favorezca, entre otros, el desarrollo de las
competencias emocionales en el alumnado y que, a su vez, sea modelo que encarne estas
competencias. Pero puede que este aspecto no se contemple debidamente en la formación
inicial del profesorado, siendo necesario conocer los objetivos respecto a qué contenidos y
competencias básicas han de desarrollar los futuros docentes (Palomera et al., 2008: citado
por De Moya, Hernández, Hernández, Cachinero y Bravo, 2010). Es preciso mejorar la
formación del profesorado en esta nueva faceta emocional, que no puede ser abordada
desde la teoría, sino que debe llevarse a la práctica desde la más absoluta normalidad, día a
día en el aula (De Moya, Hernández, Hernández, Cachinero y Bravo, 2010).

Sin embargo, esta nueva situación no sólo requiere una formación específica, sino que
también precisa de una sensibilización y asimilación por parte del profesorado ya que se
necesitan personas emocionalmente equilibradas. El profesor debe conocer las capacidades
mentales, físicas, emocionales y sociales de sus alumnos. A sus múltiples funciones
(explicar conceptos, encargar tareas, evaluar el rendimiento, desarrollar experiencias de
aprendizaje, orientar a los estudiantes…) habría que añadir otras como motivador,
organizador, experto en instrucción, líder, orientador, “arquitecto” de espacios y modelo a
seguir por sus alumnos (Woolfolk, 1989: citado por De Moya, Hernández, Hernández,
Cachinero y Bravo, 2010).

Se ha demostrado que la forma de aprender está muy relacionada con aspectos de la


personalidad, y que cada persona posee un estilo predominante en la forma de adquirir
conocimientos, utilizando estrategias particulares para mejorar su aprendizaje. El “estilo de
aprendizaje” hace referencia a la forma de aprender de acuerdo a un método personal, un
conjunto de estrategias cognitivas, unas herramientas concretas, que varían dependiendo de
lo que queremos aprender. Es decir, los procesos mentales utilizados para procesar la
información y en cómo influyen en el aprendizaje las percepciones individuales de cada
uno (De Moya, Hernández, Hernández, Cachinero y Bravo, 2010)

Keefe, (1988: citado por Terrádez Gudea, 2007) propone asumir los estilos de aprendizaje
en términos de “aquellos rasgos cognitivos, afectivos y fisiológicos, que sirven como
indicadores relativamente estables de cómo los discentes perciben, interaccionan y
responden a sus ambientes de aprendizaje”. Honey y Mumford (1986: citado por De Moya,
Hernández, Hernández, Cachinero y Bravo, 2010) distinguen cuatro estilos de aprendizaje
dependiendo de la fase en la que se trabaja y de las características predominantes en la
psicología personal. Alonso, Gallego y Honey (1994: citado por De Moya, Hernández,
Hernández, Cachinero y Bravo, 2010) los relacionan con el proceso de enseñanza-
aprendizaje, definiéndolos de la siguiente manera:

Estilo Activo: alumnos y profesores que se implican en experiencias novedosas que


conlleven retos, siempre ocupados -con actividades y proyectos, perdiendo interés una
actividad al ser finalizada o dominada. Prefieren tareas que no requieran largos plazos de
ejecución. Disfrutan con el trabajo en equipo siendo ellos el centro. Sus características
principales son: líderes, animadores, improvisadores, descubridores, arriesgados,
espontáneos.

Estilo Reflexivo: los profesores y alumnos de este estilo consideran y analizan las
experiencias desde diferentes perspectivas. Recogen todos los datos posibles, y, tras un
minucioso análisis, toman una decisión. Observadores, no participan ni intervienen
mientras no controlan la situación. Prefieren estudiar las facetas de una cuestión y
considerar las posibles implicaciones derivadas antes de gestionarla. No intervienen
activamente en las reuniones, manteniéndose a la expectativa observando y analizando
conductas y expresiones de los demás. Características principales: discretos, ponderados,
concienzudos, receptivos, analíticos y exhaustivos.

Estilo Teórico: aquellos en los que domina este estilo abordan los problemas de manera
vertical y por fases lógicas, sin quedar satisfechos hasta que estiman que han llegado a la
perfección. Identifican lo lógico con lo bueno y rehúyen la desorganización, la subjetividad
y lo ambiguo. Ofrecen resistencia a trabajar en grupo a no ser que consideren que los
componentes son de su mismo nivel intelectual. Les interesan los modelos teóricos,
principios generales y mapas conceptuales. Sus características principales son
perfeccionistas, metódicos, lógicos, objetivos, críticos y estructurados.

Estilo Pragmático: les gusta actuar y manipular rápidamente con proyectos o actividades
que les atraen. Se inquietan ante discursos teóricos y exposiciones magistrales que no van
acompañados de demostraciones o aplicaciones. Buscan nuevas ideas para aplicar y
seleccionan aspectos que pueden ser llevados a la práctica. Sus características son:
experimentadores, prácticos, directos, eficaces y realistas.

El trabajo de las competencias emocionales está considerado como algo básico para
participar en la sociedad del conocimiento, garantizando el desarrollo de un sólido
autoconcepto que favorezca la colaboración, la intercomunicación y la creatividad (De
Moya, Hernández, Hernández, Cachinero y Bravo, 2010). El profesor debe ser consciente
de la gran diversidad que existe entre su alumnado, sobre todo a la hora de planificar sus
clases, así como las actividades que va a realizar en el aula. Sólo así conseguirá un grupo
motivado y que la práctica totalidad de su alumnado lleve a cabo un aprendizaje
significativo y completo (Terrádez Gurrea, 2007).
Bibliografía

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