La Crítica Del Cartesianismo
La Crítica Del Cartesianismo
La Crítica Del Cartesianismo
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Peirce habla acerca de nuestros prejuicios cuando nos embar-
camos en el estudio de la filosofía, aunque defiende que toda in-
vestigación comienza por el trasfondo de los prejuicios. No nos
libramos de ellos por una duda fingida o puesta en el ensayo. De-
bemos distinguir la duda del ensayo de la duda real —el tipo de
duda del que tenemos razones positivas. La duda, entonces, no es
un mero estado psicológico; es un concepto normativo en la me-
dida en que requiere razones positivas.2 Pero Peirce también de-
fiende un punto más fuerte. Está consciente de las connotaciones
negativas de la palabra «prejuicio». En oposición al cartesianismo
y a lo que Gadamer llama «el prejuicio ilustrado contra el prejui-
cio», Peirce insiste en que toda investigación, incluyendo la cientí-
fica y la filosófica, comienza con prejuicios tácitos y predisposi-
ciones.3 Estos proveen de un necesario trasfondo y orientación.
En el curso de una investigación específica podemos llegar a re-
chazar algunos de estos prejuicios, pero nunca escapamos de te-
ner un trasfondo tácito de predisposiciones que no cuestionamos.
Ponderar cuáles prejuicios han de ser criticados o rechazados no
es el punto de arranque de la investigación, sino un producto fi-
nal, un logro de la investigación. Karl Popper, quien veía a Peirce
como «uno de los más grandes filósofos de todos los tiempos»
(citado en Peirce, 1992, p. xx), defiende el mismo punto de modo
convincente. Popper hace eco de la crítica del cartesianismo de
Peirce cuando ataca la búsqueda de los orígenes epistemológicos
que ha dominado gran parte de la filosofía moderna. Como Peir-
ce, Popper argumenta que esta búsqueda, que ha sido caracterís-
tica tanto de la corriente racionalista como de la empirista en la
filosofía moderna, está mal encaminada. Cuando Popper (1963)
defiende que una investigación crítica consiste en hacer audaces
conjeturas para luego criticarlas, probarlas y buscar refutarlas,
reafirma la propia comprensión de Peirce sobre la investigación
científica. Peirce hace girar nuestra atención de los orígenes de las
ideas y las hipótesis a sus consecuencias para nuestra conducta.
Más tarde en su carrera intelectual, Peirce elaboró una doc-
trina del «común-sensismo crítico» (critical commonsensism).
Christopher Hookway resume sucintamente tres puntos que Peir-
ce se apropió de la filosofía escocesa del sentido común.
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fundamentos o justificación. Segundo, las creencias que proveen
«el pilar de la verdad» son indubitables, y están más allá del so-
porte racional y la crítica. Tercero, «deben verse como la misma
verdad», y por tanto nuestra confianza en ellas no debe dejar
nuestro conocimiento sin cimientos seguros. En este espíritu,
Peirce escribió que «si usted no puede dudar absolutamente de
una proposición... está claro que no hay lugar para desear nada
más» (6.498) [Hookway, 1985, p. 229].4
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2. El mismo formalismo aparece en el criterio cartesiano, que agre-
ga esto: «de todo aquello que estoy claramente convencido, es ver-
dad». Si realmente estuviera convencido, debía de hacerlo con ra-
zonamiento, y no debía requerir de prueba de certeza. Pero de este
modo hacer juicios de verdad absolutos y únicos es más pernicio-
so. El resultado es que los metafísicos estarán de acuerdo en que la
metafísica ha alcanzado un grado de certeza muy lejano a las cien-
cias físicas —no están de acuerdo en nada más. En las ciencias en
que los hombres llegan a un acuerdo, cuando una teoría ha sido
propuesta, se considera que está a prueba hasta que este acuerdo
es alcanzado. Después de que ha sido alcanzado, la cuestión de la
certeza se hace banal debido a que nadie sigue dudando. Indivi-
dualmente, no podemos razonablemente esperar alcanzar la filo-
sofía última a la que aspiramos; sólo podemos buscarla, por tanto,
para la comunidad de filósofos. Luego entonces, si las mentes dis-
ciplinadas y cándidas examinan cuidadosamente una teoría y re-
chazan aceptarla, esto debe crear dudas en la mente del autor de la
teoría misma [Peirce, 1992, p. 29].
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efectos, que puedan tener relaciones prácticas concebibles, pen-
samos que tiene el objeto de nuestra concepción. Entonces, nues-
tra concepción de estos efectos es la totalidad de nuestra con-
cepción del objeto» (Peirce, 1992, p. 132).7 Más tarde comentaré
la aparentemente extraña formulación de esta máxima y los con-
siguientes intentos de Peirce por clarificar su significado. Fran-
camente, pienso que la significación de esta máxima para enten-
der el pragmatismo ha sido exagerada. Pero debemos advertir
que Peirce introduce esta máxima en función de aclarar el signi-
ficado de los conceptos y de las creencias —no la verdad de las
creencias. La cuestión de la verdad o falsedad no puede ser pro-
piamente planteada a menos que en primer lugar clarifiquemos
el significado de los conceptos y creencias.
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esencial implica la noción de una COMUNIDAD sin límites defi-
nidos y capaz de un crecimiento de conocimiento indefinido...
No hay nada, pues, que impida que conozcamos las cosas tal
como realmente son, y es más probable que las conozcamos así
en un sinnúmero de casos, aunque nunca podemos estar seguros
de hacerlo en algún caso específico [Pierce, 1992, p. 52].
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nocemos realmente» nada acerca del mundo. Debemos siempre
buscar probar nuestras pretensiones de conocimiento con la
mejor evidencia posible y los argumentos más fuertes, pero con
un sentido honesto de falibilidad humana. F.H. Bradley defien-
de un punto similar en su crítica de la metáfora de fundación.
Nos encontramos aquí con una doctrina falsa en gran medida de-
bida a una metáfora desorientadora. Mi mundo conocido es toma-
do como una construcción hecha sobre tales y tales fundamentos.
Se defiende, entonces, en principio como una superestructura que
descansa sobre estos soportes. Usted puede continuar sin añadir
ninguna duda, pero sólo en la medida en que estos soportes per-
manezcan; y a menos que permanezcan, el edificio entero se viene
abajo. Pero la doctrina, tengo que defender, es insostenible, y la
metáfora ruinosamente inaplicable. La fundación en la verdad es
provisional meramente. En función de comenzar mi construcción
tomo la fundación como absoluta —ciertamente es en gran medi-
da verdad. Pero que mi construcción continúe descansando en los
comienzos de mi conocimiento es una conclusión que no se sigue.
No se sigue que, si se permite que éstos sean falibles, el edificio
entero se colapse, pues es en otro sentido en que mi mundo des-
cansa sobre los datos de la percepción [Bradley, 1968, p. 209].
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fijo e inamovible; del mismo modo, yo he de tener el derecho de
concebir altas esperanzas si fuera lo suficientemente feliz como
para descubrir una sola cosa que sea cierta e indubitable» (Des-
cartes, 1979, vol. 1, p. 149). Hay algo enormemente seductor so-
bre esta metáfora. El sueño (algunos dirían, la pesadilla) de mu-
chos filósofos modernos, ha sido descubrir «una cosa que sea cierta
e indubitable», o, más generalmente, descubrir aquellas verdades
básicas (lo que Sellars llama «episodios auto-autentificadores»)
que puedan servir como fundamento epistemológico (Sellars, 1997,
p. 73). Entonces, si procedemos sistemáticamente por una cade-
na de razonamiento (inferencias), podemos construir un sólido
edificio de conocimiento. Supóngase, en función del argumento,
que garantizamos que es posible establecer tal fundamento. Peir-
ce nos advierte que el edificio completo se colapsa si hay un solo
eslabón débil en la cadena de inferencias. (Considérense los múl-
tiples eslabones débiles en las Meditaciones en cuanto Descartes
se mueve del Yo pienso, yo soy, a la prueba de la existencia de Dios
basada en nuestra idea de Dios.) Peirce está desafiando una con-
cepción profundamente desorientadora de un sistema filosófico
—la que procede de premisas presumiblemente inexpugnables y
construye un sistema mediante una cadena de razonamiento.
La principal objeción de Peirce a esta metáfora de cadena ra-
dica en decir que falla en reconocer cómo proceden las ciencias.
El razonamiento científico se parece más a un cable en el que
existen múltiples hebras reforzándose unas a otras. Cualquier de
estas hebras puede ser débil, pero colectivamente pueden tener
una gran fuerza. Este modelo de cable de argumentación múlti-
ple, que ha probado ser exitoso en las ciencias, debe ser adoptado
en la investigación filosófica. Esta es la práctica que sigue de he-
cho Peirce, y es una razón (no la única) de por qué muchos de sus
ensayos son tan densos. Empila una gran variedad de argumen-
tos, algunos de los cuales son más fuertes que otros. Individual-
mente, no soportan siempre sus afirmaciones, pero cuando están
entrelazados pueden ser extremadamente vigorosos.
Finalmente, Peirce rechaza categóricamente la idea de que
hay hechos «absolutamente inexplicables».
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que cualquier cosa sea así inexplicable puede mostrarse razonan-
do sus signos. Pero la única justificación de una inferencia a partir
los signos es que la conclusión explica el hecho. Suponer el hecho
absolutamente inexplicable, es no explicarlo, y por tanto esta su-
posición nunca es admisible [Peirce, 1992, p. 29].9
Intuicionismo
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terior tanto en su corriente racionalista como en la empirista. Por
ejemplo, en el siglo veinte Bertrand Russell distinguió entre «co-
nocimiento por familiarización» y «conocimiento por descripción».
Caracterizó el «conocimiento por familiarización» como sigue:
«Tenemos relación con alguna cosa de la que estamos directa-
mente al tanto sin la intermediación de ningún proceso de infe-
rencia o verdades» (Russell, 1910-1911, p. 108).
Peirce pregunta directamente: ¿tenemos tal conocimiento in-
tuitivo? ¿Tenemos una facultad o capacidad que nos habilite para
tener tal conocimiento? Si tenemos tal capacidad, ¿entonces cómo
la conocemos? Hay dos posibilidades. O conocemos esto intuiti-
vamente, o podemos dar razones para justificar que tenemos tal
capacidad. Peirce defiende: a) no tenemos ninguna base para afir-
mar que conocemos intuitivamente que tenemos intuiciones; y b)
no tenemos buenas razones para afirmar que debe haber tales
intuiciones. Peirce habla de una «facultad de intuición», pero po-
demos plantear el asunto de una manera mucho más clara. ¿Te-
nemos conocimiento intuitivo? ¿Cómo conocemos esto?
Peirce, que admiró el refinamiento intelectual de los filóso-
fos medievales, especialmente de Duns Scoto, adopta un proce-
dimiento común a los pensadores escolásticos. Plantea una cues-
tión, considera los pros y contras, los evalúa, y posteriormente
procede a responder a la cuestión.
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significa conocimiento del presente como presente, y este es el
significado en Anselmo; pero segundo, como cognición no intuiti-
va se le permitía estar determinada por una cognición previa, lle-
gó a ser utilizada como lo opuesto de la cognición discursiva... y
este es casi el sentido en que yo la empleo [Peirce, 1992, p. 12 n.].
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No hay una señal que claramente distinga una intuición de lo
que es de hecho el resultado de un proceso inferencial. Esto es
ilustrado por el modo en que los filósofos discuten «muy acalo-
radamente» estas supuestas intuiciones; los desacuerdos acerca
de lo que son y no son las intuiciones son notorios. Aún más, todo
abogado sabe justo cuán difícil es realmente discernir lo que es
presumiblemente visto directamente y conocido «inmediatamen-
te» de lo que es de hecho inferido o condicionado por nuestras
expectativas e interpretaciones. Peirce también ofrece una canti-
dad de argumentos desarrollados a partir de estudios perceptua-
les para ilustrar nuestra incapacidad de separar lo que es presu-
miblemente intuido de lo que es inferido (consciente o incons-
cientemente). «Tenemos, entonces, una variedad de hechos, todos
los cuales se explican fácilmente bajo la suposición de que no
tenemos facultad de intuición para distinguir lo intuitivo de las
cogniciones mediatas... Más aún, la suposición de la facultad en
cuestión no requiere de hechos» (Peirce, 1992, p.18). En suma, ni
conocemos intuitivamente que tenemos intuiciones, ni tenemos
razón alguna para suponer que debe haber intuiciones.
Pero un cartesiano puede objetar a esta línea de razonamien-
to, defendiendo que enfocándose en el conocimiento perceptual
y argumentando a favor de la imposibilidad de distinguir las
intuiciones de las cogniciones inferidas, Peirce está evadiendo
los problemas realmente difíciles. Descartes sabe que la percep-
ción es falible. El cogito de Descartes, el paradigma de una in-
tuición incorregible, tiene que ver con el pensamiento —la con-
ciencia de nosotros mismos como seres pensantes. Esto condu-
ce directamente a la segunda cuestión de Peirce.
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conciencia intuitiva. Peirce sostiene que llegar a darnos cuenta
de nuestra auto-conciencia es de hecho un proceso de aprendiza-
je inferencial. Nos dice: «A una edad que sabemos que los niños
han de ser auto-conscientes, sabemos que se han hecho cons-
cientes de la ignorancia y el error; y sabemos que poseen a esa
edad poderes de comprensión suficientes para ser capaces de in-
ferir de la ignorancia y el error su propia existencia» (Peirce, 1992,
p. 20). Ningún cartesiano estaría satisfecho con este argumento.
Acusaría a Peirce de confundir la cuestión empírica de cómo los
niños se hacen conscientes de sus yoes privados con el estatus
epistemológico de tal conocimiento una vez que es aprendido. El
cartesiano no niega que se requiere el aprendizaje en función de
que yo comprenda intuitivamente mi auto-conciencia y mi pro-
pia existencia. ¿Cómo, entonces, explica Peirce que yo estoy más
cierto de mi propia existencia que de cualquier otra cosa —y que
cualquier intento de dudar de mi propia existencia de hecho la
afirma? Peirce enfrenta esta objeción resueltamente.
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Pero si desafía esta tesis, entonces debe, al menos, indicar un
modo alternativo de dar cuenta de los «hechos» que se supone
que la intuición explica. Peirce no está negando que hay auto-
conciencia personal. Más bien, muestra que tal reconocimiento
no es intuitivo, sino más bien el resultado de procesos inferencia-
les complejos. A este respecto, podemos decir que existe una muy
estrecha afinidad con la explicación de Hegel sobre la auto-con-
ciencia en su Fenomenología del espíritu así como con las reflexio-
nes de Wittgenstein sobre la privacidad y el lenguaje privado en
las Investigaciones filosóficas. Y encontramos más variaciones de
este tema pragmático en la explicación de Mead sobre la génesis
social del lenguaje, la explicación de Sellars del «acceso privile-
giado» y la explicación de Habermas sobre la auto-conciencia en
el contexto de la acción comunicativa y la racionalidad.
En el resto del ensayo «Cuestiones», Peirce presenta otros
argumentos que ponen en duda la idea de un «conocimiento
intuitivo». No tenemos un poder intuitivo de distinguir el ele-
mento subjetivo de diferentes tipos de cogniciones. No distin-
guimos «soñar, imaginar, concebir, creer, etc.» por intuición (Peir-
ce, 1992, p. 21). No tenemos un poder intuitivo de introspección
cuando esto es entendido como una intuición inmediata de un
«mundo interno». No hay «conocimiento de un mundo interno
no derivado de observación externa» (Peirce, 1992, p. 22).
Pensamiento y signos
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He indicado que la intuición es una relación de dos términos
(diádica) entre cognoscente (mente) y objeto conocido. En la
epistemología representacional y en las explicaciones semánti-
cas del lenguaje, la atención se enfoca en la relación entre un
signo y lo que representa. Una de las afirmaciones más origina-
les y centrales de Peirce dice que toda actividad sígnica es irre-
ductiblemente triádica: un signo (primer término) representa un
objeto (segundo término) para un interpretante (tercer térmi-
no). Esta estructura triádica es una característica esencial tanto
de los signos lingüísticos como de los no lingüísticos.11 En su
teoría de los signos, Peirce típicamente habla del «interpretan-
te» más que de «intérprete» porque enfatiza que el interpretante
es en sí mismo un signo. Pero si la significación implica el signo,
el objeto y el interpretante, y cada interpretante es en sí mismo
un signo, existe una serie de signos potencialmente intermina-
ble. ¿A dónde se está dirigiendo Peirce con este análisis triádico
de la actividad sígnica? Como W.B. Gallie escribe:
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original de la máxima es: «Considera qué efectos, que puedan
tener repercusiones prácticas concebibles, concebimos que ha
de tener el objeto de nuestra concepción. Entonces, nuestra con-
cepción de estos efectos es la totalidad de la concepción del ob-
jeto» (Peirce, 1992, p. 132).14 En una fecha posterior, comenta:
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La conclusión lógica real y viva es que el hábito es expresado
meramente por la formulación verbal... El concepto que es un
interpretante lógico es solamente imperfectamente así. Participa
de algo de la naturaleza de una definición verbal, y es muy infe-
rior a la definición viva que madura en el hábito [5.491].
La alternativa pragmática
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Muchas cosas se han dicho como «dadas»: contenidos de senti-
do, objetos materiales, universales, proposiciones, conexiones
reales, primeros principios, incluso la donación misma. Y hay
un modo determinado de construir las situaciones que los filóso-
fos analizan en estos términos que puede decirse que es la es-
tructura de la donación. Esta estructura ha sido un rasgo común
de los grandes sistemas de filosofía, incluyendo el «racionalismo
dogmático» y el «empirismo escéptico» [Sellars, 1997, p. 14].
Puede ser difícil aceptar que el Mito de lo Dado sea un mito. Puede
parecer que si rechazamos Lo Dado, meramente nos abrimos de
nuevo a la amenaza frente a la que la idea de Lo Dado es una
respuesta, la amenaza de que nuestra representación no aloje
ninguna limitación externa sobre nuestra actividad en el pensa-
miento empírico y el juicio. Puede parecer que estamos retenien-
do un papel para la espontaneidad al rechazar reconocer cual-
quier papel para la receptividad, y eso es intolerable. Si nuestra
actividad en el pensamiento empírico y en el juicio es ser recono-
cible como soportándose en la realidad del todo, debe haber li-
mitación externa. Debe haber un papel para la receptividad así
como espontaneidad, para la sensibilidad así como para el en-
tendimiento. Dándonos cuenta de esto, estamos bajo presión y
retrocedemos ante la atracción de Lo Dado, solamente para ver
de nuevo que no puede ayudar. Existe un peligro de caer en la
oscilación interminable [McDowell, 1996, pp. 8-9].
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El coherentismo de Davidson representa uno de los extremos
insatisfactorios de esta oscilación. «Davidson retrocede ante el Mito
de lo Dado absolutamente para negar a la experiencia cualquier
papel justificatorio, y el resultado del coherentismo es una ver-
sión de la concepción de espontaneidad carente de fricción, la
cosa misma que hace la idea de Lo Dado tan atractiva... La des-
cripción de Davidson representa nuestro pensamiento empírico
como comprometido no con límites no racionales del exterior,
sino sólo con influencia causal» (McDowell, 1996, p. 14). (Lo mis-
mo puede decirse de Rorty.) McDowell traza una aguda distinción
entre los límites causales y el límite racional. El punto ciego de
Davidson, afirma así McDowell, es su falla en darse cuenta que la
experiencia (cuando es entendida y analizada apropiadamente)
es la fuente del límite racional. Debido a que Davidson piensa que
la experiencia puede solamente ser la fuente de límite causal, per-
siste la preocupación acerca de «si la descripción del coherentis-
mo de Davidson puede incorporar los pensamientos que detentan
realidad». Nos deja con la preocupación de una tal representa-
ción «deja nuestro pensamiento posiblemente fuera de alcance,
con un mundo externo a nosotros» (McDowell, 1996, pp. 16-17).
Oscilamos entre alguna versión del Mito de lo Dado y un coheren-
tismo sin fricción que está en peligro de perder contacto con un
mundo que es independiente de nosotros y que racionalmente pone
límite a nuestras creencias empíricas. McDowell defiende que la
falla en apreciar el modo en que el mundo racionalmente pone
límites al pensamiento se debe al «bloqueo mental profundamen-
te enraizado» contra una concepción de naturaleza que haga jus-
ticia a la «segunda naturaleza».17
Podemos poner el asunto básico de un modo ligeramente dis-
tinto. Uno de los principales «dogmas» de la filosofía contempo-
ránea ha sido la aceptación de una aguda dicotomía entre el lími-
te causal y la justificación racional; el primero adscrito a la expe-
riencia y el último al razonamiento. Si uno acepta esto como una
dicotomía exclusiva, entonces la oscilación interminable que Mc-
Dowell describe parece inevitable e interminable. ¿Por qué? Por-
que una vez que abandonamos el Mito de lo Dado, la única alter-
nativa viable parece ser alguna versión de coherentismo o idealis-
mo lingüístico que no tiene lugar para ningún límite sobre nosotros
más que el límite causal. Y un límite causal, argumenta McDo-
well, no alivia la preocupación de que nuestra red de creencias
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pueda carecer de fricción. El modo de apearse de este columpio
de McDowell —o, como pudiéramos decirlo, su perspectiva tera-
péutica de aliviar la preocupación acerca de un «coherentismo
sin fricción»— es mostrar que el mundo nos pone límites, pero
estos límites han de ser entendido como un límite racional. Esto
significa que tenemos que comprender cómo nuestras «capaci-
dades conceptuales» impregnan nuestra experiencia.
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oscilación que describe McDowell. Las categorías de Peirce es-
tán pensadas para designar elementos o aspectos de los fenóme-
nos que son distinguibles pero no separables. Él utiliza el térmi-
no «prescindir» como un nombre para este tipo de discrimina-
ción. Por ejemplo, cuando se habla acerca de la experiencia o
percepción, podemos enfocar nuestra atención en sus diferentes
aspectos. La Terceridad incluye lo que Davidson llama creencias
y lo que Sellars y McDowell llaman conceptos y juicios. El «es-
pacio lógico de razones» de Sellars estaría caracterizado por Peir-
ce como Terceridad. Pero la Segundidad es la categoría que se
refiere a la limitación bruta, la compulsividad, la resistencia. Es
un rasgo dominante de experiencia. Considérense algunos mo-
dos en que Peirce caracteriza la Segundidad. La Segundidad es
prominente en «la compulsión, el límite absoluto sobre nosotros
para pensar de otro modo del que hemos pensado» (1.336).
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ra ya dominado lo que llama Wittgenstein un juego de lenguaje y lo
que Sellars describe como una «batería de conceptos». Hacer tal
reporte requiere maestría sobre las inferencias que Peirce designa
como Terceridad. Pero también me puedo enfocar en la insistencia
de este reporte perceptual. El juicio perceptual me es impuesto en
el sentido de que si veo hacia arriba (y tengo una visión normal) no
puedo evitar ver que el cielo es azul. Pero el hecho de que tales
juicios perceptuales nos son impuestos no significa que se auto-
autentifican. Incluso aquellos juicios perceptuales que nos son im-
puestos (donde parece no haber lugar para la duda) pueden resul-
tar ser falsos. «Todos sabemos, tan bien, cuán terriblemente insis-
tente puede ser la percepción; y no obstante, por eso, en sus grados
más insistentes, puede ser completamente falsa —es que puede no
ajustar en la masa general de la experiencia» (7.647). Peirce, que
tuvo una afición por la terminología técnica, introduce la expre-
sión «percipuum» para aclarar su significado.
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cador, que sirve de fundamento epistemológico del conocimiento
empírico. No es Lo Dado. Es un juicio impuesto sobre nosotros.
Cuando un percipuum aparece, ya estamos en el nivel de la Terce-
ridad; consecuentemente, como un juicio, es eminentemente fali-
ble; puede resultar ser falso. Peirce está desvinculando el concep-
to de compulsión bruta del de autoridad epistémica. Ambos son
esenciales para explicar la percepción y la experiencia. El mundo
limita nuestro conocimiento empírico, pero esta limitación (Se-
gundidad) está mediada a través de nuestros juicios perceptuales
y experienciales (Terceridad).23
Como Sellars, McDowell, Brandom y Habermas (entre otros),
Peirce construye sobre las afirmaciones kantianas y hegelianas
acerca de cómo todo pensamiento y razonamiento implica me-
diación e inferencia. En términos kantianos, no hay pensamien-
to o saber sin espontaneidad (comprensión). Pero Peirce busca
integrar esto con lo que toma por ser la intuición y la «verdad»
implícita en la tradición empirista —que existe una compulsión
bruta que impone la experiencia sobre nosotros y limita lo que
podemos conocer. Y lleva a cabo esto sin caer en la trampa del
Mito de lo Dado.24 El pragmatismo de Peirce es una via media
que evita el Mito de lo Dado y un coherentismo sin fricción, pero
combina las mejores intuiciones de la tradición idealista con las
mejores intuiciones de la tradición idealista.
William James y todos los pragmatistas ulteriores recono-
cieron a Peirce como el fundador del pragmatismo. Típicamen-
te, esto ha querido significar que Peirce fue el primero en enun-
ciar la máxima pragmática en «Cómo hacer claras nuestras
ideas». He estado defendiendo que Peirce es el fundador del prag-
matismo por otra razón. Sus primeros ensayos de 1867-1868
abren una manera de pensar que va hacia el corazón mismo de
las cosas —cuestionando profundamente y criticando el carte-
sianismo que configuró mucho de la filosofía moderna. Pusie-
ron una agenda que él continuó explorando por el resto de su
vida. Introdujeron un pragmatismo falibilista que evita el Mito
de lo Dado y reconoce la compulsividad bruta de la experiencia.
Peirce abrió un nuevo modo de pensar que es aún perseguido
hoy en modos originales y excitantes por todos aquellos que han
asumido el giro pragmático. Este es un cambio radical que él
ayudó a iniciar.
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