La Crítica Del Cartesianismo

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LA CRÍTICA DEL CARTESIANISMO


DE CHARLES S. PEIRCE

En 1868-1869 Peirce, quien no tenía siquiera 30 años, publicó


una serie de artículos pioneros en la recientemente fundada Jour-
nal of Speculative Philosophy.1 Estos ensayos precedieron por una
década sus artículos más reconocidos en el Popular Science Montly:
«La fijación de la creencia» y «Cómo hacer nuestras ideas claras».
Si queremos comprender la versión del pragmatismo de Peirce y
su proyecto filosófico de largo aliento, entonces debemos exami-
nar más cercanamente los temas clave explorados en estos prime-
ros ensayos. En el Prólogo cité la apertura de su segundo artículo:
«Descartes es el padre de la filosofía moderna, y el espíritu del car-
tesianismo —principalmente que se distingue del escolasticismo
que desplaza— puede declararse en resumen como sigue» (Peirce,
1992, p. 28). Peirce procede a enlistar cuatro contrastes entre el
cartesianismo y el escolasticismo. Declara que «sin desear retornar
al escolasticismo, me parece a mí que la ciencia moderna y la lógi-
ca nos piden colocarnos en una plataforma distinta de esta» (ibíd.).
Aquí examino la explicación de Peirce de sus cuatro puntos
críticos acerca de las inadecuaciones del cartesianismo.

1. No podemos comenzar con la duda absoluta. Debemos co-


menzar con todos los prejuicios que de hecho tenemos cuando
comenzamos el estudio de la filosofía. Estos prejuicios no han de
ser desvanecidos por una máxima, pues hay cosas que pueden
ser cuestionadas y que no se nos ocurren. [...] Una persona pue-
de, si esto es cierto, encontrar en el curso de sus estudios una
razón para dudar de aquello que comenzó por creer; pero en ese
caso tiene una razón positiva para ello, y no a cuenta de la máxi-
ma del cartesianismo. No pretendamos dudar en filosofía de lo
que no dudamos en nuestros corazones [Peirce, 1992, pp. 28-29].

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Peirce habla acerca de nuestros prejuicios cuando nos embar-
camos en el estudio de la filosofía, aunque defiende que toda in-
vestigación comienza por el trasfondo de los prejuicios. No nos
libramos de ellos por una duda fingida o puesta en el ensayo. De-
bemos distinguir la duda del ensayo de la duda real —el tipo de
duda del que tenemos razones positivas. La duda, entonces, no es
un mero estado psicológico; es un concepto normativo en la me-
dida en que requiere razones positivas.2 Pero Peirce también de-
fiende un punto más fuerte. Está consciente de las connotaciones
negativas de la palabra «prejuicio». En oposición al cartesianismo
y a lo que Gadamer llama «el prejuicio ilustrado contra el prejui-
cio», Peirce insiste en que toda investigación, incluyendo la cientí-
fica y la filosófica, comienza con prejuicios tácitos y predisposi-
ciones.3 Estos proveen de un necesario trasfondo y orientación.
En el curso de una investigación específica podemos llegar a re-
chazar algunos de estos prejuicios, pero nunca escapamos de te-
ner un trasfondo tácito de predisposiciones que no cuestionamos.
Ponderar cuáles prejuicios han de ser criticados o rechazados no
es el punto de arranque de la investigación, sino un producto fi-
nal, un logro de la investigación. Karl Popper, quien veía a Peirce
como «uno de los más grandes filósofos de todos los tiempos»
(citado en Peirce, 1992, p. xx), defiende el mismo punto de modo
convincente. Popper hace eco de la crítica del cartesianismo de
Peirce cuando ataca la búsqueda de los orígenes epistemológicos
que ha dominado gran parte de la filosofía moderna. Como Peir-
ce, Popper argumenta que esta búsqueda, que ha sido caracterís-
tica tanto de la corriente racionalista como de la empirista en la
filosofía moderna, está mal encaminada. Cuando Popper (1963)
defiende que una investigación crítica consiste en hacer audaces
conjeturas para luego criticarlas, probarlas y buscar refutarlas,
reafirma la propia comprensión de Peirce sobre la investigación
científica. Peirce hace girar nuestra atención de los orígenes de las
ideas y las hipótesis a sus consecuencias para nuestra conducta.
Más tarde en su carrera intelectual, Peirce elaboró una doc-
trina del «común-sensismo crítico» (critical commonsensism).
Christopher Hookway resume sucintamente tres puntos que Peir-
ce se apropió de la filosofía escocesa del sentido común.

Primero, la justificación «deberá llegar a un término en algún


momento», y descansar sobre opiniones que son aceptadas sin

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fundamentos o justificación. Segundo, las creencias que proveen
«el pilar de la verdad» son indubitables, y están más allá del so-
porte racional y la crítica. Tercero, «deben verse como la misma
verdad», y por tanto nuestra confianza en ellas no debe dejar
nuestro conocimiento sin cimientos seguros. En este espíritu,
Peirce escribió que «si usted no puede dudar absolutamente de
una proposición... está claro que no hay lugar para desear nada
más» (6.498) [Hookway, 1985, p. 229].4

A primera vista, estas afirmaciones parecen entrar en con-


flicto con la crítica de Peirce a la atracción por la duda univer-
sal del cartesianismo. Pero Peirce está clarificando y refinando
sus primeras perspectivas. Hay creencias que tomamos por cier-
tas e indubitables. Nuestra perspectiva del sentido común es
que existen numerosas creencias de las que no dudamos y que
proveen «el cimiento de la verdad». Pero el común-sensismo
de Peirce es un común-sensismo crítico. Lo que es indubitable
no es lo que puede ser identificado con lo que es incorregible.
Como Peirce nos dice, «lo que ha sido indubitable un día fre-
cuentemente se ha probado que es falso el día de mañana»
(5.514).5 Nunca escapamos de la situación de comenzar por las
creencias (prejuicios y predisposiciones) que tomamos por in-
dubitables. En este sentido podemos hablar de un fundamento
desde el que cualquier investigación comienza. El punto de Peir-
ce es sutil e importante. Es un anti-fundacionalista cuando el
fundacionalismo es entendido como la doctrina que defiende
que existen verdades básicas o incorregibles que no son objeto
de revisión. Pero no está negando —de hecho, está afirman-
do— que todo conocimiento tiene un fundamento en el sentido
de que existen tácitamente creencias sostenidas, de las que no
dudamos y que tomamos como lo que ha de ser el cimiento de
la verdad. Peirce ciertamente avalaría el famoso comentario de
Wilfrid Sellars: «Pues el conocimiento empírico, como su sofis-
ticada extensión en la ciencia, es racional, no porque tenga un
fundamento, sino porque es una empresa auto-correctiva que
puede poner en peligro cualquier afirmación, aunque no todas
al mismo tiempo» (Sellars, 1997, p. 79). Peirce añadiría que
esto es verdad para cualquier investigación —incluyendo la ló-
gica, la matemática y la filosófica. Peirce elabora su segunda
crítica al cartesianismo así:

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2. El mismo formalismo aparece en el criterio cartesiano, que agre-
ga esto: «de todo aquello que estoy claramente convencido, es ver-
dad». Si realmente estuviera convencido, debía de hacerlo con ra-
zonamiento, y no debía requerir de prueba de certeza. Pero de este
modo hacer juicios de verdad absolutos y únicos es más pernicio-
so. El resultado es que los metafísicos estarán de acuerdo en que la
metafísica ha alcanzado un grado de certeza muy lejano a las cien-
cias físicas —no están de acuerdo en nada más. En las ciencias en
que los hombres llegan a un acuerdo, cuando una teoría ha sido
propuesta, se considera que está a prueba hasta que este acuerdo
es alcanzado. Después de que ha sido alcanzado, la cuestión de la
certeza se hace banal debido a que nadie sigue dudando. Indivi-
dualmente, no podemos razonablemente esperar alcanzar la filo-
sofía última a la que aspiramos; sólo podemos buscarla, por tanto,
para la comunidad de filósofos. Luego entonces, si las mentes dis-
ciplinadas y cándidas examinan cuidadosamente una teoría y re-
chazan aceptarla, esto debe crear dudas en la mente del autor de la
teoría misma [Peirce, 1992, p. 29].

Hay distintos puntos que quiero defender acerca de este


rico pasaje.

a) No pienso que sea completamente justo o preciso decir que


el criterio cartesiano de la verdad se equipare a la afirmación «de
todo aquello que estoy claramente convencido, es verdad». Sin
embargo, a pesar de los valientes intentos de Descartes por espe-
cificar precisamente lo que entiende por «claro y distinto», no
tiene éxito en darnos un criterio riguroso para distinguir lo que
parece ser claro y distinto de lo que realmente es claro y distinto.
La convicción subjetiva, como la indubitabilidad —no importa
cuán fuerte o firme sea— no es un criterio suficiente de verdad. Lo
que tomamos por ser claro y distinto puede resultar ser falso.

b) La insatisfacción de Peirce con el entendimiento cartesia-


no de claridad y distinción radica, en parte, en su motivación de
formular la máxima a la que posteriormente se le puso el so-
brenombre de máxima del pragmatismo. En «Cómo hacer cla-
ras nuestras ideas» Peirce declara: «La esencia de la creencia es
el establecimiento del hábito, y las distintas creencias se distin-
guen por los diferentes modos de acción a que han dado lugar»
(Peirce, 1992, pp. 129-130).6 Peirce distingue tres grados de cla-
ridad; la regla para obtener el tercer grado es: «Considera qué

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efectos, que puedan tener relaciones prácticas concebibles, pen-
samos que tiene el objeto de nuestra concepción. Entonces, nues-
tra concepción de estos efectos es la totalidad de nuestra con-
cepción del objeto» (Peirce, 1992, p. 132).7 Más tarde comentaré
la aparentemente extraña formulación de esta máxima y los con-
siguientes intentos de Peirce por clarificar su significado. Fran-
camente, pienso que la significación de esta máxima para enten-
der el pragmatismo ha sido exagerada. Pero debemos advertir
que Peirce introduce esta máxima en función de aclarar el signi-
ficado de los conceptos y de las creencias —no la verdad de las
creencias. La cuestión de la verdad o falsedad no puede ser pro-
piamente planteada a menos que en primer lugar clarifiquemos
el significado de los conceptos y creencias.

c) Cuando Peirce declara que «hacer juicios únicos absolu-


tos de la verdad es lo más pernicioso», adelanta una de las tesis
que iban a ser más centrales en la perspectiva filosófica. Peirce
critica despiadadamente el subjetivismo que habita en el cora-
zón de gran parte de la epistemología moderna, y desarrolla una
comprensión intersubjetiva (social) de la investigación, el saber,
la comunicación y la lógica. Jürgen Habermas ha sostenido que
con el giro del siglo veinte hubo un cambio de un gran paradig-
ma de una «filosofía de la subjetividad» o «filosofía de la con-
ciencia» a un modelo intersubjetivo (social) comunicativo de
comprensión de la acción y la racionalidad humana. Una de las
fuentes primarias de este cambio se hace evidente en los prime-
ros ensayos de Peirce. El pasaje citado más arriba también anti-
cipa la centralidad de la comunidad de investigadores en el prag-
matismo de Peirce. Las prácticas y las normas de la comunidad
crítica de investigadores son el locus de referencia, de prueba y
validación de nuestras hipótesis y teorías. Decir que la investiga-
ción se auto-corrige es decir que una comunidad crítica de in-
vestigadores tiene los recursos intelectuales de auto-corrección.
Más adelante en el mismo artículo, Peirce enlaza estrechamente
los conceptos de saber, realidad y comunidad.

Lo real, entonces, es en lo que, temprano o tarde, resultará final-


mente la información y el razonamiento, y lo que por lo tanto es
independiente de los caprichos suyos o míos. Así, el mismo ori-
gen de la concepción de realidad muestra cómo esta concepción

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esencial implica la noción de una COMUNIDAD sin límites defi-
nidos y capaz de un crecimiento de conocimiento indefinido...
No hay nada, pues, que impida que conozcamos las cosas tal
como realmente son, y es más probable que las conozcamos así
en un sinnúmero de casos, aunque nunca podemos estar seguros
de hacerlo en algún caso específico [Pierce, 1992, p. 52].

Esta noción de una comunidad de investigadores está tam-


bién estrechamente ligada a las reflexiones de Peirce sobre la ines-
capabilidad de los prejuicios y las predisposiciones (prejudices
and prejudgements). Sólo sometiendo por dentro y por fuera nues-
tros prejuicios, hipótesis y conjeturas a la crítica pública median-
te una comunidad relevante de investigadores es que podemos
esperar, desde nuestras perspectivas limitadas, probar nuestras
creencias, y ocasionar el crecimiento del conocimiento.8

d) Podemos también anticipar la doctrina del falibilismo de


Peirce. El falibilismo significa que toda pretensión de conoci-
miento —y, más generalmente, cada pretensión de validación—
está abierta al desafío, a la revisión, a la corrección e incluso al
rechazo. El falibilismo no ha de ser confundido con el escepti-
cismo epistemológico. Peirce distingue cuidadosamente entre
nuestro conocimiento de las «cosas como ellas son» (del cual no
duda) y estar «absolutamente cierto de llevarlo a cabo en algún
caso específico» (lo que nunca se justifica completamente). El
falibilismo está implicado en una concepción de investigación
considerada como «una empresa auto-correctora que puede
poner cualquier afirmación en peligro, pensada no de inmedia-
to». El escepticismo epistemológico se alimenta de la ilusión de
que el conocimiento «genuino» es incorregible. Si cualquier pre-
tensión de conocimiento puede resultar ser falsa, entonces, pre-
sumiblemente, nunca estaremos en posición de decir que «real-
mente conocemos» nada. Pero la tesis fuerte de Peirce es que la
misma idea de conocimiento absoluto incorregible es incohe-
rente y debe ser abandonada. Cualquier científico admitirá (y
debe insistir) que la mayor parte de nuestras hipótesis y teorías
vigentes necesitarán revisión en el futuro. En otras palabras, es-
trictamente hablando, como corrientemente proponen, son «fal-
sas». Pero sería absurdo concluir que debido a que revisaremos
y abandonaremos nuestras hipótesis y teorías vigentes, no «co-

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nocemos realmente» nada acerca del mundo. Debemos siempre
buscar probar nuestras pretensiones de conocimiento con la
mejor evidencia posible y los argumentos más fuertes, pero con
un sentido honesto de falibilidad humana. F.H. Bradley defien-
de un punto similar en su crítica de la metáfora de fundación.

Nos encontramos aquí con una doctrina falsa en gran medida de-
bida a una metáfora desorientadora. Mi mundo conocido es toma-
do como una construcción hecha sobre tales y tales fundamentos.
Se defiende, entonces, en principio como una superestructura que
descansa sobre estos soportes. Usted puede continuar sin añadir
ninguna duda, pero sólo en la medida en que estos soportes per-
manezcan; y a menos que permanezcan, el edificio entero se viene
abajo. Pero la doctrina, tengo que defender, es insostenible, y la
metáfora ruinosamente inaplicable. La fundación en la verdad es
provisional meramente. En función de comenzar mi construcción
tomo la fundación como absoluta —ciertamente es en gran medi-
da verdad. Pero que mi construcción continúe descansando en los
comienzos de mi conocimiento es una conclusión que no se sigue.
No se sigue que, si se permite que éstos sean falibles, el edificio
entero se colapse, pues es en otro sentido en que mi mundo des-
cansa sobre los datos de la percepción [Bradley, 1968, p. 209].

Comentando la importancia de la «argumentación multifor-


me» en filosofía, Peirce afirma:

3. La filosofía debe imitar el éxito de las ciencias en sus métodos,


en la medida en que proceda sólo desde premisas tangibles que
puedan ser sometidas a escrutinio cuidadoso, y confiar más bien
en la multiplicidad y variedad de sus argumentos que en la conclu-
sividad de cualquiera de ellos. Su razonamiento no debe formar
una cadena que no es más fuerte que su eslabón más débil, sino un
cable cuyas fibras puedan ser siempre muy finas, provistas de un
número suficiente e íntimamente conectadas [Peirce, 1992, p. 29].

En esta contundente afirmación, Peirce hace una de sus más


radicales propuestas acerca de la argumentación filosófica. La
«metáfora de cadena» está estrechamente asociada con la «metá-
fora de la fundación» y la metáfora del «punto arquimédico» que
Descartes utiliza en sus Meditaciones. «Arquímedes, en función
de que pueda arrastrar el globo terrestre fuera de su lugar y trans-
portarlo a cualquier otro, demanda sólo que un punto deba ser

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fijo e inamovible; del mismo modo, yo he de tener el derecho de
concebir altas esperanzas si fuera lo suficientemente feliz como
para descubrir una sola cosa que sea cierta e indubitable» (Des-
cartes, 1979, vol. 1, p. 149). Hay algo enormemente seductor so-
bre esta metáfora. El sueño (algunos dirían, la pesadilla) de mu-
chos filósofos modernos, ha sido descubrir «una cosa que sea cierta
e indubitable», o, más generalmente, descubrir aquellas verdades
básicas (lo que Sellars llama «episodios auto-autentificadores»)
que puedan servir como fundamento epistemológico (Sellars, 1997,
p. 73). Entonces, si procedemos sistemáticamente por una cade-
na de razonamiento (inferencias), podemos construir un sólido
edificio de conocimiento. Supóngase, en función del argumento,
que garantizamos que es posible establecer tal fundamento. Peir-
ce nos advierte que el edificio completo se colapsa si hay un solo
eslabón débil en la cadena de inferencias. (Considérense los múl-
tiples eslabones débiles en las Meditaciones en cuanto Descartes
se mueve del Yo pienso, yo soy, a la prueba de la existencia de Dios
basada en nuestra idea de Dios.) Peirce está desafiando una con-
cepción profundamente desorientadora de un sistema filosófico
—la que procede de premisas presumiblemente inexpugnables y
construye un sistema mediante una cadena de razonamiento.
La principal objeción de Peirce a esta metáfora de cadena ra-
dica en decir que falla en reconocer cómo proceden las ciencias.
El razonamiento científico se parece más a un cable en el que
existen múltiples hebras reforzándose unas a otras. Cualquier de
estas hebras puede ser débil, pero colectivamente pueden tener
una gran fuerza. Este modelo de cable de argumentación múlti-
ple, que ha probado ser exitoso en las ciencias, debe ser adoptado
en la investigación filosófica. Esta es la práctica que sigue de he-
cho Peirce, y es una razón (no la única) de por qué muchos de sus
ensayos son tan densos. Empila una gran variedad de argumen-
tos, algunos de los cuales son más fuertes que otros. Individual-
mente, no soportan siempre sus afirmaciones, pero cuando están
entrelazados pueden ser extremadamente vigorosos.
Finalmente, Peirce rechaza categóricamente la idea de que
hay hechos «absolutamente inexplicables».

4. Toda filosofía no idealística supone algo absolutamente inexpli-


cable, algo último inanalizable; en resumen, algo que resulta de la
meditación misma que no es susceptible de meditación. Ahora,

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que cualquier cosa sea así inexplicable puede mostrarse razonan-
do sus signos. Pero la única justificación de una inferencia a partir
los signos es que la conclusión explica el hecho. Suponer el hecho
absolutamente inexplicable, es no explicarlo, y por tanto esta su-
posición nunca es admisible [Peirce, 1992, p. 29].9

Peirce introduce dos temas más que se colocan en el cora-


zón de su pragmatismo. Primero, toda cognición supone o pre-
supone procesos de inferencia. No hay un conocimiento directo,
inmediato, intuitivo. Y segundo, estos procesos de inferencia
implican el uso de signos. Todo conocimiento y razonamiento
consiste en una actividad sígnica. La crítica de Peirce del carte-
sianismo anticipa y porta una fuerte afinidad con la crítica a los
temas del cartesianismo de Wittgenstein en sus Investigaciones
filosóficas y con la crítica de Sellars del Mito de lo Dado en El
empirismo y la filosofía de la mente. Con alguna justificación,
podemos decir que «el giro lingüístico» (o, como Peirce preferi-
ría, «el giro semiótico») comienza con Peirce.

Intuicionismo

Dirijámonos al primer ensayo en las Series Cognitivas, «Cues-


tiones concernientes a determinadas facultades declaradas para
el hombre», donde Peirce critica el principal error del cartesianis-
mo: la creencia de que existe una forma de conocimiento intuitivo
indubitable que puede servir de fundamento para las ciencias.
Descartes se basa en la distinción filosófica tradicional entre dos
clases de conocimiento, directo e indirecto, inmediato e inferen-
cial. Pero le da un giro a esta distinción. La primera clase de cono-
cimiento consiste en intuiciones. El conocimiento intuitivo es con-
cebido como una relación de dos términos (diádica) entre un sa-
ber de la mente y un saber de la verdad. Parte considerable de la
investigación preliminar puede ser requerida para discriminar y
aislar estas intuiciones —para asegurar que son claras y distin-
tas— pero una vez que esto es alcanzado, entonces tenemos cono-
cimiento directo; estas intuiciones no se basan en, ni presuponen,
algún conocimiento inferencial. Por el contrario, son utilizadas
como el fundamento (las premisas) de nuestras inferencias. La
versión cartesiana de la distinción entre conocimiento intuitivo e
inferencial ha tenido una profunda influencia en la filosofía pos-

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terior tanto en su corriente racionalista como en la empirista. Por
ejemplo, en el siglo veinte Bertrand Russell distinguió entre «co-
nocimiento por familiarización» y «conocimiento por descripción».
Caracterizó el «conocimiento por familiarización» como sigue:
«Tenemos relación con alguna cosa de la que estamos directa-
mente al tanto sin la intermediación de ningún proceso de infe-
rencia o verdades» (Russell, 1910-1911, p. 108).
Peirce pregunta directamente: ¿tenemos tal conocimiento in-
tuitivo? ¿Tenemos una facultad o capacidad que nos habilite para
tener tal conocimiento? Si tenemos tal capacidad, ¿entonces cómo
la conocemos? Hay dos posibilidades. O conocemos esto intuiti-
vamente, o podemos dar razones para justificar que tenemos tal
capacidad. Peirce defiende: a) no tenemos ninguna base para afir-
mar que conocemos intuitivamente que tenemos intuiciones; y b)
no tenemos buenas razones para afirmar que debe haber tales
intuiciones. Peirce habla de una «facultad de intuición», pero po-
demos plantear el asunto de una manera mucho más clara. ¿Te-
nemos conocimiento intuitivo? ¿Cómo conocemos esto?
Peirce, que admiró el refinamiento intelectual de los filóso-
fos medievales, especialmente de Duns Scoto, adopta un proce-
dimiento común a los pensadores escolásticos. Plantea una cues-
tión, considera los pros y contras, los evalúa, y posteriormente
procede a responder a la cuestión.

Cuestión 1. Si por la simple contemplación de una cognición, in-


dependientemente de cualquier conocimiento previo y sin ningún
razonamiento por signos, estamos capacitados correctamente para
juzgar si la cognición ha sido determinada por una cognición pre-
via o si se refiere inmediatamente a su objeto [Peirce, 1992, p. 11].

Por «cognición» Peirce entiende todo aquello que pueda ser


pensado, ya sea un concepto, un juicio o una inferencia. Y espe-
cifica lo que entiende por «intuición». «A lo largo de este ensayo,
el término intuición será tomado como significando una cogni-
ción no determinada por una cognición previa del mismo obje-
to, y por tanto determinada de este modo por algo fuera de la
conciencia» (Peirce, 1992, p. 11). Peirce añade la siguiente nota
a pie de página para aclarar su significado.

En la Edad Media, el término «cognición intuitiva» tuvo dos senti-


dos principales, primero, como opuesta a la cognición abstractiva,

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significa conocimiento del presente como presente, y este es el
significado en Anselmo; pero segundo, como cognición no intuiti-
va se le permitía estar determinada por una cognición previa, lle-
gó a ser utilizada como lo opuesto de la cognición discursiva... y
este es casi el sentido en que yo la empleo [Peirce, 1992, p. 12 n.].

Peirce no indica explícitamente cómo está usando la pala-


bra «determinada», pero a partir del contexto está claro que está
haciendo una distinción entre lo que podemos llamar una deter-
minación conceptual y una determinación causal por la cual una
intuición es presumiblemente «determinada por algo fuera de la
conciencia».10 La cuestión inicial es si poseemos un poder intui-
tivo para decir que tenemos una intuición genuina (y no una
cognición que es determinada por una cognición previa).

Ahora, claramente una cosa es tener una intuición y otra conocer


intuitivamente que ésta es una intuición, y la cuestión es si estas
dos cosas, distinguibles en el pensamiento, están, de hecho, inva-
riablemente conectadas, de tal modo que siempre podamos intuiti-
vamente distinguir entre una intuición y una cognición determina-
da por otra... No hay evidencia de que tenemos esta facultad, ex-
cepto que sentimos que la tenemos. Pero el peso de ese testimonio
depende enteramente de nuestro supuesto de tener el poder de dis-
tinguir en este sentimiento si éste es resultado de la educación, de
viejas asociaciones, etc., o si es una cognición intuitiva; o en otras
palabras, depende de presuponer el mismo asunto de testimonio.
¿Es este sentimiento infalible? Y es infalible el juicio que le concier-
ne, y así consiguientemente, ad infinitud [Peirce, 1992, p. 12].

Por supuesto, podemos pensar o sentir que intuitivamente


sabemos que tenemos una intuición. Pero tales pensamientos y
sentimientos son eminentemente falibles. El argumento presen-
tado arriba no descarta la posibilidad de que realmente tenga-
mos una facultad de intuición. Pero pone en entredicho si intui-
tivamente conocemos que tenemos intuiciones.
¿Qué hay sobre la otra posibilidad? ¿Podemos proveer argu-
mentos para mostrar que debe haber intuiciones? Peirce ahora
propone una batería de argumentos (argumentación multifor-
me) para mostrar a) por qué las razones y la evidencia ofrecidas
para soportar la tesis de que debe haber tal facultad son deficien-
tes; y b) cómo existe una manera alternativa de dar cuenta de los
«hechos» que son presumiblemente explicados por intuiciones.

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No hay una señal que claramente distinga una intuición de lo
que es de hecho el resultado de un proceso inferencial. Esto es
ilustrado por el modo en que los filósofos discuten «muy acalo-
radamente» estas supuestas intuiciones; los desacuerdos acerca
de lo que son y no son las intuiciones son notorios. Aún más, todo
abogado sabe justo cuán difícil es realmente discernir lo que es
presumiblemente visto directamente y conocido «inmediatamen-
te» de lo que es de hecho inferido o condicionado por nuestras
expectativas e interpretaciones. Peirce también ofrece una canti-
dad de argumentos desarrollados a partir de estudios perceptua-
les para ilustrar nuestra incapacidad de separar lo que es presu-
miblemente intuido de lo que es inferido (consciente o incons-
cientemente). «Tenemos, entonces, una variedad de hechos, todos
los cuales se explican fácilmente bajo la suposición de que no
tenemos facultad de intuición para distinguir lo intuitivo de las
cogniciones mediatas... Más aún, la suposición de la facultad en
cuestión no requiere de hechos» (Peirce, 1992, p.18). En suma, ni
conocemos intuitivamente que tenemos intuiciones, ni tenemos
razón alguna para suponer que debe haber intuiciones.
Pero un cartesiano puede objetar a esta línea de razonamien-
to, defendiendo que enfocándose en el conocimiento perceptual
y argumentando a favor de la imposibilidad de distinguir las
intuiciones de las cogniciones inferidas, Peirce está evadiendo
los problemas realmente difíciles. Descartes sabe que la percep-
ción es falible. El cogito de Descartes, el paradigma de una in-
tuición incorregible, tiene que ver con el pensamiento —la con-
ciencia de nosotros mismos como seres pensantes. Esto condu-
ce directamente a la segunda cuestión de Peirce.

Cuestión 2. Si tenemos una auto-conciencia intuitiva.

Por «auto-conciencia» Peirce entiende el reconocimiento de


«mi yo privado», no la auto-conciencia en general o lo que Kant
llama «apercepción». «Yo sé que yo (no meramente el yo) existe.
La cuestión es cómo lo conozco, por una especial facultad intui-
tiva, o está determinado por cogniciones previas» (Peirce, 1992,
p. 18). Sobre la base de la respuesta de Peirce a la cuestión 1,
podemos ya decir que no conocemos intuitivamente que tene-
mos una auto-conciencia intuitiva. De este modo necesitamos un
argumento independiente para mostrar que existe una auto-

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conciencia intuitiva. Peirce sostiene que llegar a darnos cuenta
de nuestra auto-conciencia es de hecho un proceso de aprendiza-
je inferencial. Nos dice: «A una edad que sabemos que los niños
han de ser auto-conscientes, sabemos que se han hecho cons-
cientes de la ignorancia y el error; y sabemos que poseen a esa
edad poderes de comprensión suficientes para ser capaces de in-
ferir de la ignorancia y el error su propia existencia» (Peirce, 1992,
p. 20). Ningún cartesiano estaría satisfecho con este argumento.
Acusaría a Peirce de confundir la cuestión empírica de cómo los
niños se hacen conscientes de sus yoes privados con el estatus
epistemológico de tal conocimiento una vez que es aprendido. El
cartesiano no niega que se requiere el aprendizaje en función de
que yo comprenda intuitivamente mi auto-conciencia y mi pro-
pia existencia. ¿Cómo, entonces, explica Peirce que yo estoy más
cierto de mi propia existencia que de cualquier otra cosa —y que
cualquier intento de dudar de mi propia existencia de hecho la
afirma? Peirce enfrenta esta objeción resueltamente.

Estamos más seguros de nuestra existencia que de cualquier otro


hecho; una premisa no puede determinar una conclusión para ser
más cierta de que es en sí misma; por tanto, nuestra propia exis-
tencia debe ser admitida, pero la segunda premisa está fundada en
una teoría de la lógica explotada. Una conclusión no puede ser
más cierta que alguno de los hechos que soporta, eso es verdad,
pero puede ser fácilmente más cierta que cualquiera de esos he-
chos. Supongamos, por ejemplo, que una docena de testigos testi-
fican ante una incidencia. Entonces mi creencia en esa incidencia
descansa sobre la creencia de que cada uno de aquellos hombres
está bajo juramento. Sin embargo, es generalmente aceptado que
el hecho testimoniado es más cierto que cualquiera de estos hom-
bres. Del mismo modo, para la mente desarrollada del hombre, su
propia existencia es soportada por cada uno de los otros hechos, y
es, por tanto, incomparablemente más cierta que cualquiera de
estos hechos [Peirce, 1992, pp. 20-21].

Peirce concluye contestando a la cuestión 2 de modo negati-


vo: «No es necesario suponer una auto-conciencia intuitiva, ya
que la auto-conciencia puede ser fácilmente el resultado de la
inferencia» (Peirce, 1992, p. 21). Seamos claros acerca de la es-
trategia argumental de Peirce. Su objetivo primario es criticar la
tesis de que tenemos cogniciones intuitivas inmediatas directas.

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Pero si desafía esta tesis, entonces debe, al menos, indicar un
modo alternativo de dar cuenta de los «hechos» que se supone
que la intuición explica. Peirce no está negando que hay auto-
conciencia personal. Más bien, muestra que tal reconocimiento
no es intuitivo, sino más bien el resultado de procesos inferencia-
les complejos. A este respecto, podemos decir que existe una muy
estrecha afinidad con la explicación de Hegel sobre la auto-con-
ciencia en su Fenomenología del espíritu así como con las reflexio-
nes de Wittgenstein sobre la privacidad y el lenguaje privado en
las Investigaciones filosóficas. Y encontramos más variaciones de
este tema pragmático en la explicación de Mead sobre la génesis
social del lenguaje, la explicación de Sellars del «acceso privile-
giado» y la explicación de Habermas sobre la auto-conciencia en
el contexto de la acción comunicativa y la racionalidad.
En el resto del ensayo «Cuestiones», Peirce presenta otros
argumentos que ponen en duda la idea de un «conocimiento
intuitivo». No tenemos un poder intuitivo de distinguir el ele-
mento subjetivo de diferentes tipos de cogniciones. No distin-
guimos «soñar, imaginar, concebir, creer, etc.» por intuición (Peir-
ce, 1992, p. 21). No tenemos un poder intuitivo de introspección
cuando esto es entendido como una intuición inmediata de un
«mundo interno». No hay «conocimiento de un mundo interno
no derivado de observación externa» (Peirce, 1992, p. 22).

Pensamiento y signos

Una de las más importantes afirmaciones que Peirce hace


en estos primeros ensayos radica en decir que no hay pensa-
miento sin signos, o, más precisamente, no hay pensamiento sin
actividad sígnica. En esta etapa temprana de su carrera, Peirce
bosquejó apenas su teoría de los signos, lo que llamó después
«semiótica». Continuó elaborando y refinando su teoría de los
signos hasta el final de su vida. Pero aún en estos primeros ensa-
yos, podemos detectar la idea central: el carácter triádico de la
significación. «De la suposición de que cada pensamiento es un
signo, se sigue que cada pensamiento debe dirigirse a algún otro,
debe determinar algún otro, ya que esa es la esencia de un sig-
no» (Peirce, 1992, p. 24). Para elucidar lo que Peirce entiende
por esto, regresemos al entendimiento cartesiano de la intuición.

48
He indicado que la intuición es una relación de dos términos
(diádica) entre cognoscente (mente) y objeto conocido. En la
epistemología representacional y en las explicaciones semánti-
cas del lenguaje, la atención se enfoca en la relación entre un
signo y lo que representa. Una de las afirmaciones más origina-
les y centrales de Peirce dice que toda actividad sígnica es irre-
ductiblemente triádica: un signo (primer término) representa un
objeto (segundo término) para un interpretante (tercer térmi-
no). Esta estructura triádica es una característica esencial tanto
de los signos lingüísticos como de los no lingüísticos.11 En su
teoría de los signos, Peirce típicamente habla del «interpretan-
te» más que de «intérprete» porque enfatiza que el interpretante
es en sí mismo un signo. Pero si la significación implica el signo,
el objeto y el interpretante, y cada interpretante es en sí mismo
un signo, existe una serie de signos potencialmente intermina-
ble. ¿A dónde se está dirigiendo Peirce con este análisis triádico
de la actividad sígnica? Como W.B. Gallie escribe:

Si entonces cada signo requiere un interpretante en la forma de


un signo adicional, y admite de tal interpretación un número
virtualmente interminable de modos alternativos, se sigue que
no puede haber tal cosa como el signo (único) de un objeto dado,
y no hay tal cosa como el interpretante (único) de un signo dado. La
creencia —aún muy común entre los filósofos— de que un signo
puede colocarse en una relación simple de dos términos, llama-
da su significado para su objeto, puede verse así descansando en
una radical mal comprensión de esta clase de cosa que es un
signo y del modo en que funciona. La verdad es que un signo
puede funcionar sólo como un elemento en sistemas de signos en
funcionamiento [Gallie, 1952, p. 125].12

En tanto Peirce refina su teoría de los signos, pone en claro


que la apertura teórica potencial de cada signo respecto a una
interpretación adicional es comparable con la necesidad prácti-
ca de interrumpir la interpretación potencial (interminable).
También distingue diferentes tipos de interpretante, pero es el
«interpretante lógico» el que es el más relevante para entender
la investigación.13 En la medida en que Peirce desarrolló su teo-
ría de los signos, contempló la máxima pragmática que introdu-
jo en 1878 como un procedimiento para determinar la interpre-
tación lógica de un signo. Como he indicado ya, el enunciado

49
original de la máxima es: «Considera qué efectos, que puedan
tener repercusiones prácticas concebibles, concebimos que ha
de tener el objeto de nuestra concepción. Entonces, nuestra con-
cepción de estos efectos es la totalidad de la concepción del ob-
jeto» (Peirce, 1992, p. 132).14 En una fecha posterior, comenta:

El empleo de más de cinco veces de derivativos de concipere debe


entonces haber tenido un propósito. De hecho tuvo dos objeti-
vos. Uno fue mostrar que yo estaba hablando de significado en
ningún otro sentido que el de propósito intelectual. El otro fue
evitar todo peligro de ser entendido como intento de explicar un
concepto por preceptos, imágenes, esquemas, o cualquier otra
cosa excepto conceptos. No quise decir, por tanto, que los actos,
que son más singulares que cualquier otra cosa, pudieran consti-
tuir el propósito o la interpretación propia adecuada, de cual-
quier símbolo... El pragmatismo al pensamiento consistir en el
metabolismo inferencial viviente de los símbolos cuyo propósito
recae en la resolución condicional general de actuar [5.403 n. 3].

El punto a defender de la máxima pragmática es relacionar


nuestros conceptos y juicios con la conducta humana. La máxi-
ma es pensada para distinguir de entre «las miríadas de formas
en las que una proposición puede ser traducida... esa forma en
la que la proposición se hace aplicable a la conducta humana»
(5.427). Cuando Peirce distingue su pragmatismo de otras ver-
siones de pragmatismo, declara: «Decir que mantengo el signifi-
cado, o la última interpretación adecuada, de un contenido de
concepto, no en alguna hazaña o hazañas que habrán de hacer-
se alguna vez, sino en un hábito o conducta... no es decir más
que yo soy pragmatista» (5.504). Debemos apreciar la aguda dis-
tinción que Peirce traza entre acción y conducta: la acción es
singular, la conducta es general.15 Consecuentemente, cuando
observamos la máxima pragmática desde la perspectiva de la
teoría de los signos de Peirce, nos damos cuenta de que es un
procedimiento para clarificar los hábitos de conducta y las con-
secuencias inferenciales de nuestros conceptos y juicios. Tal cla-
rificación es siempre provisional —abierta a nuevas y originales
interpretaciones. Más tarde en su carrera, Peirce añade un ma-
tiz más cuando indica que el interpretante lógico es la expresión
verbal de un hábito de conducta.16

50
La conclusión lógica real y viva es que el hábito es expresado
meramente por la formulación verbal... El concepto que es un
interpretante lógico es solamente imperfectamente así. Participa
de algo de la naturaleza de una definición verbal, y es muy infe-
rior a la definición viva que madura en el hábito [5.491].

La alternativa pragmática

Hay todavía un enorme problema que Peirce deja irresuelto


en sus ensayos de 1867-1868. Su objetivo primario es criticar al
cartesianismo y la tesis de que tenemos un conocimiento intuitivo
directo —el tipo de intuición no determinada por cogniciones pre-
vias y que pueda servir como un fundamento epistemológico.
Comienza a bosquejar un modo alternativo de comprensión de la
investigación y del saber. Pero necesitamos una explicación posi-
tiva de lo que significa afirmar que cada cognición está determi-
nada por una cognición previa. Hegel y sus seguidores idealistas
también niegan que exista conocimiento intuitivo (inmediato) y
son igualmente implacables al criticar el fundacionalismo episte-
mológico. Si nos basamos exclusivamente en los ensayos de 1867-
1868, entonces estaríamos muy forzados a responder la cuestión
de cuál es la diferencia que le da peculiaridad al pragmatismo de
Peirce respecto al idealismo hegeliano. Peirce establece su dife-
rencia respecto a Hegel cuando declara: «El error capital de He-
gel, que impregna su entero sistema en cada parte, es que él casi
ignora por completo el Conflicto Externo (Outward Clash) (Peir-
ce, 1992, p. 223). ¿Cuál es este «Conflicto Externo»? ¿Qué papel
juega en la versión de pragmatismo de Peirce? Para contestar a
esta pregunta, quiero considerar un asunto similar que ha surgi-
do en los debates filosóficos contemporáneos.
Peirce estaría de acuerdo con la afirmación de Donald Da-
vidson que dice «nada puede contar como una razón para soste-
ner una creencia excepto otra creencia» (Davidson, 1986, p. 310).
También estaría de acuerdo con Sellars cuando defiende que
toda justificación tiene lugar dentro del espacio lógico de dar y
pedir razones. Más generalmente, Empirismo y la filosofía de la
mente de Sellars, se lee como una explicación de Peirce en el
«nuevo modo de las palabras». Peirce pudiera muy bien haber
escrito lo siguiente:

51
Muchas cosas se han dicho como «dadas»: contenidos de senti-
do, objetos materiales, universales, proposiciones, conexiones
reales, primeros principios, incluso la donación misma. Y hay
un modo determinado de construir las situaciones que los filóso-
fos analizan en estos términos que puede decirse que es la es-
tructura de la donación. Esta estructura ha sido un rasgo común
de los grandes sistemas de filosofía, incluyendo el «racionalismo
dogmático» y el «empirismo escéptico» [Sellars, 1997, p. 14].

John McDowell, que acepta la tesis de Davidson acerca de


la creencia y la crítica de Sellars del Mito de lo Dado, advierte
que hay una «oscilación interminable» entre una atracción a
Lo Dado que se supone que fundamenta el conocimiento em-
pírico y un coherentismo que está en peligro de perder contac-
to con un mundo que nos pone límites. Ambos extremos son
insatisfactorios. Esta oscilación, que McDowell pone en el co-
razón de la filosofía moderna, provoca profundas preocupa-
ciones. El objetivo de McDowell en Mente y mundo es «propo-
ner una explicación, en un espíritu de diagnóstico, de algunas
preocupaciones características de la filosofía moderna —pre-
ocupaciones que se centran... en la relación de mente y mun-
do» (McDowell, 1996, p. xi). Busca proveer una «tercera alternati-
va» que muestra cómo podemos «apearnos del columpio» —esta
«interminable oscilación».

Puede ser difícil aceptar que el Mito de lo Dado sea un mito. Puede
parecer que si rechazamos Lo Dado, meramente nos abrimos de
nuevo a la amenaza frente a la que la idea de Lo Dado es una
respuesta, la amenaza de que nuestra representación no aloje
ninguna limitación externa sobre nuestra actividad en el pensa-
miento empírico y el juicio. Puede parecer que estamos retenien-
do un papel para la espontaneidad al rechazar reconocer cual-
quier papel para la receptividad, y eso es intolerable. Si nuestra
actividad en el pensamiento empírico y en el juicio es ser recono-
cible como soportándose en la realidad del todo, debe haber li-
mitación externa. Debe haber un papel para la receptividad así
como espontaneidad, para la sensibilidad así como para el en-
tendimiento. Dándonos cuenta de esto, estamos bajo presión y
retrocedemos ante la atracción de Lo Dado, solamente para ver
de nuevo que no puede ayudar. Existe un peligro de caer en la
oscilación interminable [McDowell, 1996, pp. 8-9].

52
El coherentismo de Davidson representa uno de los extremos
insatisfactorios de esta oscilación. «Davidson retrocede ante el Mito
de lo Dado absolutamente para negar a la experiencia cualquier
papel justificatorio, y el resultado del coherentismo es una ver-
sión de la concepción de espontaneidad carente de fricción, la
cosa misma que hace la idea de Lo Dado tan atractiva... La des-
cripción de Davidson representa nuestro pensamiento empírico
como comprometido no con límites no racionales del exterior,
sino sólo con influencia causal» (McDowell, 1996, p. 14). (Lo mis-
mo puede decirse de Rorty.) McDowell traza una aguda distinción
entre los límites causales y el límite racional. El punto ciego de
Davidson, afirma así McDowell, es su falla en darse cuenta que la
experiencia (cuando es entendida y analizada apropiadamente)
es la fuente del límite racional. Debido a que Davidson piensa que
la experiencia puede solamente ser la fuente de límite causal, per-
siste la preocupación acerca de «si la descripción del coherentis-
mo de Davidson puede incorporar los pensamientos que detentan
realidad». Nos deja con la preocupación de una tal representa-
ción «deja nuestro pensamiento posiblemente fuera de alcance,
con un mundo externo a nosotros» (McDowell, 1996, pp. 16-17).
Oscilamos entre alguna versión del Mito de lo Dado y un coheren-
tismo sin fricción que está en peligro de perder contacto con un
mundo que es independiente de nosotros y que racionalmente pone
límite a nuestras creencias empíricas. McDowell defiende que la
falla en apreciar el modo en que el mundo racionalmente pone
límites al pensamiento se debe al «bloqueo mental profundamen-
te enraizado» contra una concepción de naturaleza que haga jus-
ticia a la «segunda naturaleza».17
Podemos poner el asunto básico de un modo ligeramente dis-
tinto. Uno de los principales «dogmas» de la filosofía contempo-
ránea ha sido la aceptación de una aguda dicotomía entre el lími-
te causal y la justificación racional; el primero adscrito a la expe-
riencia y el último al razonamiento. Si uno acepta esto como una
dicotomía exclusiva, entonces la oscilación interminable que Mc-
Dowell describe parece inevitable e interminable. ¿Por qué? Por-
que una vez que abandonamos el Mito de lo Dado, la única alter-
nativa viable parece ser alguna versión de coherentismo o idealis-
mo lingüístico que no tiene lugar para ningún límite sobre nosotros
más que el límite causal. Y un límite causal, argumenta McDo-
well, no alivia la preocupación de que nuestra red de creencias

53
pueda carecer de fricción. El modo de apearse de este columpio
de McDowell —o, como pudiéramos decirlo, su perspectiva tera-
péutica de aliviar la preocupación acerca de un «coherentismo
sin fricción»— es mostrar que el mundo nos pone límites, pero
estos límites han de ser entendido como un límite racional. Esto
significa que tenemos que comprender cómo nuestras «capaci-
dades conceptuales» impregnan nuestra experiencia.

Cuando rastreamos el terreno para un juicio empírico, el último


paso nos lleva a experiencias. Las experiencias tienen ya conteni-
do conceptual, de tal modo que este último paso nos lleva fuera del
espacio de conceptos. Pero nos lleva a algo en que la sensibilidad
—la receptividad— es operativa, de tal modo que no necesitamos
más turbarnos por la libertad implícita en la idea de que las capa-
cidades conceptuales pertenecen a una facultad de espontaneidad.
No necesitamos preocuparnos de que nuestra representación deja
fuera el límite externo que es requerido si los ejercicios de nues-
tras capacidades conceptuales han de ser reconocidos como por-
tando el mundo en absoluto [McDowell, 1996, p. 10].

La oscilación que preocupa a McDowell está también en el


centro de la reflexión de Peirce. Como McDowell (y Sellars y
Davidson), Peirce rechaza categóricamente la idea de una (in-
tuición) epistemológicamente Dada, que fundamenta el conoci-
miento empírico. Este es el núcleo de su crítica al cartesianismo.
Pero Peirce está plenamente consciente de las tentaciones de un
idealismo o coherentismo que pierde con un mundo que es in-
dependiente de nosotros y que nos pone límites. Este es el punto
de su comentario acerca del «Conflicto Externo». El pragmatis-
mo de Peirce es una via media —un tercer modo— que muestra
cómo evitar los extremos del intuicionismo (el Mito de lo Dado)
y el idealismo (coherentismo). Como McDowell, Peirce quiere
preservar la «verdad» central de la tradición empirista —que el
mundo pone límites a lo que creemos —pero también quiere
evitar la confusión entre límite y justificación.18
Cuando Peirce habla del «Conflicto Externo», se está refi-
riendo a la categoría de Segundidad en su esquema de Primeri-
dad, Segundidad y Terceridad. Examino el esquema categorial
de Peirce en el capítulo 6, «La experiencia después del giro lin-
güístico».19 En este contexto, indico cómo las categorías de Se-
gundidad y Terceridad de Peirce nos muestran cómo esquivar la

54
oscilación que describe McDowell. Las categorías de Peirce es-
tán pensadas para designar elementos o aspectos de los fenóme-
nos que son distinguibles pero no separables. Él utiliza el térmi-
no «prescindir» como un nombre para este tipo de discrimina-
ción. Por ejemplo, cuando se habla acerca de la experiencia o
percepción, podemos enfocar nuestra atención en sus diferentes
aspectos. La Terceridad incluye lo que Davidson llama creencias
y lo que Sellars y McDowell llaman conceptos y juicios. El «es-
pacio lógico de razones» de Sellars estaría caracterizado por Peir-
ce como Terceridad. Pero la Segundidad es la categoría que se
refiere a la limitación bruta, la compulsividad, la resistencia. Es
un rasgo dominante de experiencia. Considérense algunos mo-
dos en que Peirce caracteriza la Segundidad. La Segundidad es
prominente en «la compulsión, el límite absoluto sobre nosotros
para pensar de otro modo del que hemos pensado» (1.336).

La experiencia es esa determinación de creencia y cognición que


generalmente el curso de la vida ha impuesto sobre el hombre.
Uno puede mentir acerca de ella, pero uno no puede escapar del
hecho de que algunas cosas son impuestas por su cognición. Existe
un elemento de fuerza bruta, existente independientemente de si
usted opina que existe o no [2.138].

Peirce distingue cuidadosamente entre limitación y autori-


dad epistemológica.20 Lo que Peirce llama Segundidad no ha de
ser identificado con una limitación causal; es fenomenológica-
mente más primitivo que la causación.21 Podemos estar limita-
dos a creer en algo, pero su autoridad epistémica puede ser de-
safiada por una investigación ulterior. Existe una interacción
entre la Segundidad y la Terceridad, entre la limitación bruta y
las afirmaciones epistémicas. Comprender esta interacción nos
habilita para ver cómo la versión del pragmatismo de Peirce evi-
ta el Mito de lo Dado y el tipo de coherentismo sin fricción que
ignora el «Conflicto Externo». Permítaseme ilustrar esto con una
referencia al análisis de la percepción de Peirce.
Las categorías de Segundidad y Terceridad nos capacitan para
entender apropiadamente dos diferentes aspectos de los juicios
perceptuales: su estatus epistémico y su insistencia. Considérese
un reporte perceptual simple cuando estoy viendo hacia el cielo en
un hermoso día soleado y reporto que «yo veo un cielo azul sin
nubes». No sería capaz de hacer tal reporte a menos de que hubie-

55
ra ya dominado lo que llama Wittgenstein un juego de lenguaje y lo
que Sellars describe como una «batería de conceptos». Hacer tal
reporte requiere maestría sobre las inferencias que Peirce designa
como Terceridad. Pero también me puedo enfocar en la insistencia
de este reporte perceptual. El juicio perceptual me es impuesto en
el sentido de que si veo hacia arriba (y tengo una visión normal) no
puedo evitar ver que el cielo es azul. Pero el hecho de que tales
juicios perceptuales nos son impuestos no significa que se auto-
autentifican. Incluso aquellos juicios perceptuales que nos son im-
puestos (donde parece no haber lugar para la duda) pueden resul-
tar ser falsos. «Todos sabemos, tan bien, cuán terriblemente insis-
tente puede ser la percepción; y no obstante, por eso, en sus grados
más insistentes, puede ser completamente falsa —es que puede no
ajustar en la masa general de la experiencia» (7.647). Peirce, que
tuvo una afición por la terminología técnica, introduce la expre-
sión «percipuum» para aclarar su significado.

No conocemos nada acerca del percepto más que vía el testimo-


nio del juicio perceptual, exceptuando que sentimos su golpe, la
reacción de él contra nosotros, y vemos sus contenidos organiza-
dos dentro de un objeto, en su totalidad, —exceptuando tam-
bién, por supuesto, lo que los psicólogos son capaces de distin-
guir inferencialmente. Pero el momento en que disponemos nues-
tras mentes acordes a él y pensamos la menor cosa acerca del
percepto, es el juicio perceptual que nos dice lo que así «percibi-
mos». Por esta y otras razones, propongo considerar el percepto
como él es inmediatamente interpretado en el juicio perceptual,
bajo el nombre de «percipuum» [7.643, el énfasis es añadido].

Justo como McDowell sostiene —utilizando la terminología


kantiana de espontaneidad y receptividad— que, «aun cuando
la experiencia es pasiva, entromete capacidades de operación
que genuinamente pertenecen a la espontaneidad», así Peirce
sostiene que la percepción (el percipuum) implica las capacida-
des conceptuales de la Terceridad.22 Aunque podemos discrimi-
nar el elemento de la Segundidad —la compulsión bruta— en la
percepción, esta compulsión bruta no es algo Dado. No autentifi-
ca un juicio perceptual. El percipuum nos es impuesto. Y el perci-
puum puede ser analizado («prescindido») dentro de los elemen-
tos designados por el esquema categorial de Peirce. El percipuum
no es un dato sensible discreto. No es un episodio auto-autentifi-

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cador, que sirve de fundamento epistemológico del conocimiento
empírico. No es Lo Dado. Es un juicio impuesto sobre nosotros.
Cuando un percipuum aparece, ya estamos en el nivel de la Terce-
ridad; consecuentemente, como un juicio, es eminentemente fali-
ble; puede resultar ser falso. Peirce está desvinculando el concep-
to de compulsión bruta del de autoridad epistémica. Ambos son
esenciales para explicar la percepción y la experiencia. El mundo
limita nuestro conocimiento empírico, pero esta limitación (Se-
gundidad) está mediada a través de nuestros juicios perceptuales
y experienciales (Terceridad).23
Como Sellars, McDowell, Brandom y Habermas (entre otros),
Peirce construye sobre las afirmaciones kantianas y hegelianas
acerca de cómo todo pensamiento y razonamiento implica me-
diación e inferencia. En términos kantianos, no hay pensamien-
to o saber sin espontaneidad (comprensión). Pero Peirce busca
integrar esto con lo que toma por ser la intuición y la «verdad»
implícita en la tradición empirista —que existe una compulsión
bruta que impone la experiencia sobre nosotros y limita lo que
podemos conocer. Y lleva a cabo esto sin caer en la trampa del
Mito de lo Dado.24 El pragmatismo de Peirce es una via media
que evita el Mito de lo Dado y un coherentismo sin fricción, pero
combina las mejores intuiciones de la tradición idealista con las
mejores intuiciones de la tradición idealista.
William James y todos los pragmatistas ulteriores recono-
cieron a Peirce como el fundador del pragmatismo. Típicamen-
te, esto ha querido significar que Peirce fue el primero en enun-
ciar la máxima pragmática en «Cómo hacer claras nuestras
ideas». He estado defendiendo que Peirce es el fundador del prag-
matismo por otra razón. Sus primeros ensayos de 1867-1868
abren una manera de pensar que va hacia el corazón mismo de
las cosas —cuestionando profundamente y criticando el carte-
sianismo que configuró mucho de la filosofía moderna. Pusie-
ron una agenda que él continuó explorando por el resto de su
vida. Introdujeron un pragmatismo falibilista que evita el Mito
de lo Dado y reconoce la compulsividad bruta de la experiencia.
Peirce abrió un nuevo modo de pensar que es aún perseguido
hoy en modos originales y excitantes por todos aquellos que han
asumido el giro pragmático. Este es un cambio radical que él
ayudó a iniciar.

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