Plan Lector Actividad 33 Calixto Garmendia
Plan Lector Actividad 33 Calixto Garmendia
Plan Lector Actividad 33 Calixto Garmendia
“Calixto Garmendia”
Grado: Segúndo
¿Cuál es el propósito de la lectura? Nº. 33
El Indigenismo Peruano
Es el movimiento de reivindicación, pujanza del poblador andino frente a la clase dominante que
atropellaba los derechos humanos. Manteniendo al poblador andino a una clase obrera sumisa.
Este movimiento tiene su mayor auge entre la década de 1920 a 1930 y uno de sus máximos
exponente es el escritor indigenista José María Arguedas.
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Biografía de Ciro Alegria
Ciro Alegría Bazán fue un escritor y novelista peruano. Nació el 4 de noviembre de 1909 en Sartimbamba
(Huamachuco), provincia de Sánchez Carrión y departamento de La Libertad (Perú) y falleció el 17 de
febrero de 1967 en Chaclacayo (Lima).
Ciro manifiesta su vocación periodística fundando su primera revista, Juventud, mientras continúa escribiendo
poemas y relatos. Con algún compañero de colegio (cursaban cuarto de secundaria) publicó en 1927 un
periódico que llamó la Tribuna Sanjuanista. Le llamaron del periódico El Norte de Antenor Orrego como
colaborador, y de éste pasó en 1930 a La Industria de Trujillo. Ese mismo año ingresó a la Facultad de Letras de
la Universidad Nacional de Trujillo, escribiendo en esta época la novela corta "La Marimorena". Participó en las
luchas estudiantiles que se desataron en la universidad buscando una reforma universitaria, pero el movimiento
fracasó y fue expulsado junto con otros dirigentes.
Se afilió al Partido Aprista Peruano en 1931, llegando a ser parte del comité ejecutivo en Trujillo. Participó
activamente en las acciones políticas del partido siendo apresado un par de veces. Juzgado en ausencia y
sentenciado finalmente a 10 años de prisión fue recluido en la Penitenciaría de Lima en 1932. En 1933 fue puesto
en libertad al ser digno de la amnistía que otorgó el general Oscar Benavides, presidente del Perú en aquella
época. Finalmente fue deportado a Chile en 1934.
En 1935, residiendo en Chile, escribió su primera novela "La serpiente de oro" (transformación de su cuento
"Marañón") con la que ganó el concurso literario convocado por la editorial Nascimento.
A finales de 1936 enfermó gravemente como consecuencia de la persecución política, torturas y la dura vida en
prisión, y estuvo recluido en un sanatorio por dos años, sufriendo incluso una parálisis temporal de la mitad del
cuerpo. Durante su convalecencia, allá por 1938, escribió su segunda novela "Los perros hambrientos" que
presentó al concurso literario de la Editorial Zig-Zag, ocupando un discutido e injusto segundo lugar.
En 1941 escribiría su más extensa y genial obra: "El Mundo es ancho y ajeno" con la cual ganaría el Concurso
Latinoamericano de Novela Farrar & Rinehart de Nueva York. Esta novela se convertiría en un clásico de la
literatura peruana e hispanoamericana y uno de los mayores referentes de la literatura indigenista.
Entre 1941 y 1957, residió algún tiempo en los Estados Unidos, luego en Puerto Rico y en Cuba, ejerciendo
siempre funciones literarias y periodísticas, dictando conferencias y cursos en las universidades. En este lapso de
tiempo, Ciro Alegría retorna al Perú en 1948 y después de divergencias con Victor Raúl Haya de la Torre, y con
otros líderes apristas, renuncia al Partido del Pueblo. En la misma época renuncian también Manuel Scorza y
Magda Portales.
En 1957 se casa, en terceras nupcias, con la poetisa cubana Dora Varona (ella se encargaría, después de la
muerte del escritor, de editar y publicar todas las obras inéditas de Ciro Alegría). Después de larga ausencia,
regresa al Perú ese mismo año, y viaja por todo el país dando conferencias. Vuelve a Cuba y definitivamente
retorna al Perú en 1960 con toda su familia. Es nombrado miembro de la Academia Peruana de la Lengua.
En 1961, reincurcionó en la vida política afiliándose al Partido Acción Popular, siendo electo diputado por ese
partido en 1963.
Falleció en 1967 tras una penosa agonía a causa de una hemorragia cerebral. Como homenaje póstumo el
presidente Arq. Fernando Belaunde Terry le otorgó las Palmas Magisteriales en el más alto grado: AMAUTA.
CALIXTO GARMENDIA
Déjame contarte –le pidió un hombre llamado Remigio Garmendia a otro llamado
Anselmo, levantando la cara-. Todos estos días, anoche, esta mañana, aun esta tarde,
he recordado mucho… Hay momentos en que a uno se le agolpa la vida… Además,
debes aprender. La vida, corta o larga, no es de uno solamente.
Sus ojos diáfanos parecían fijos en el tiempo. La voz se le fraguaba hondo y tenía un
rudo timbre de emoción. Blandíase a ratos las manos encallecidas.
Un día, a la desesperada, fue a sembrar la parte del panteón que aún no tenía
cadáveres, para afirmar su propiedad. Lo tomaron preso los gendarmes mandados por
el subprefecto en persona, y estuvo dos días en la cárcel. Los trámites estaban
ultimados y el terreno era de propiedad municipal legalmente. Cuando mi padre iba a
hablar con el Síndico de Gastos del Municipio, el tipo abría el cajón del escritorio y decía
como si ahí debiera estar la plata: “No hay dinero, no hay nada ahora.
Cálmate Garmendia. Con el tiempo se te pagara”. Mi padre presentó dos recursos al
juez. Le costaron diez soles cada uno. El juez los declaró sin lugar. Mi padre ya no
pensaba en afilar la cuchilla y el formón. Es triste tener que hablar así –dijo una vez-,
pero no me darían tiempo de matar a todos lodos que debía”. El dinerito que mi madre
había ahorrado y estaba en una ollita escondida en el terrado de la casa se fue en carta
y en papeleo.
A los seis o siete años del despojo, mi madre se cansó hasta de cobrar. Envejeció
mucho en aquellos tiempos. Lo que más le dolía era el atropello. Alguna vez pensó en
irse a Trujillo o a Lima a reclamar, pero no tenía dinero para eso. Y cayó también en
cuenta de que, viéndolo pobre y solo, sin influencia ni nada, no le harían caso. ¿De
quién y cómo podría valerse? El terrenito seguía de panteón, recibiendo muertos- Mi
padre no quería ni verlo, pero cuando por casualidad llegaba a mirarlo, decía: “Algo mío
han enterrado también ahí. ¡Crea usted en la justicia”. Siempre se había ocupado de
que les hicieran justicia a los demás y, al final, no labia podido obtener ni para él mismo.
Otras veces se quejaba de carecer de instrucción y siempre despotricaba contra los
tiranos, gamonales, tagarotes y mandones.
Yo fui creciendo en medio de esa lucha. A mi padre no le quedó otra cosa que su
modesta carpintería. Apenas tuve fuerzas, me puse ayudarlo en el trabajo. Era muy
escaso. En ese pueblito sedentario, casas nuevas se levantarían una cada dos años.
Las puertas de las otras duraban. Mesas y sillas casi nadie usaba. Los ricos del pueblo
se enterraban en cajón, pero eran pocos y no morían con frecuencia. Los indios
enterraban a sus muertos envueltos en mantas sujetas con cordel. Igual que aquí en la
costa entierran a cualquier peón de caña, sea indio o no. La verdad era que cuando nos
llegaba la noticia de un rico difunto y el encargo de un cajón, mi padre se ponía
contento. Se alegraba de tener trabajo y también de verse ir al hoyo a uno de a pandilla
que lo despojó. ¿A qué hombre, tratado así, no se le daña el corazón? Mi madre creía
que no estaba bueno alegrarse debido a la muerte de un cristiano y encomendaba el
alma del finado rezando unos cuantos padrenuestros y avemarías. Duro le dábamos al
serrucho, al cepillo, a la lija y a la clavada mi padre y yo, que un cajón muerto debe
hacerse luego. Lo hacíamos por lo común de aliso y quedaba blanco. Algunos lo
querían así y otros que pintado de color caoba o negro y encima charolado. De todos
modos, el muerto se iba a podrir lo mismo bajo tierra, pero aún para eso hay gustos.
En la carpintería las cosas siguieron como siempre. A veces hacíamos un baúl o una
mesita o dos o tres sillas en un mes. Como siempre, es decir. Mi padre trabajaba a
disgusto. Antes ya había visto yo gozarse puliendo y charolando cualquier obrita y le
quedaba muy vistosa. Después ya no le importó y como que salía del paso con un poco
de lija. Hasta que al fin llegaba el encargo de otro cajón de muerto que era el palto
fuerte. Cobrábamos generalmente diez soles. Dele otra vez a alegrarse mi padre, que
solía decir: “¡Se fregó otro bandido, diez soles!” y a trabajar duro él y yo, y a rezar mi
madre y a sentir alivio hasta por las virutas. Pero ahí acababa todo. ¿Esto es vida?
Como muchacho que era, me disgustaba que en esa vida estuviera mezclada tanto la
muerte.
La cosa fue más triste cada vez. En las noches, a esos de las tres o cuatro de la
madrugada, mi padre se echaba unas cuantas piedras bastantes grandes a los bolsillos,
se sacaba los zapatos para no hacer bulla y caminaba medio agazapado hacia la casa
del alcalde. Tiraba las piedras, rápidamente, a diferentes partes del techo, rompiendo
las tejas. Luego volvía a la carrera y, ya dentro de la casa , a oscuras, pues no encendía
luz para evitar sospechas, se reía, se reía. Su risa parecía a ratos el graznido de un
animal. A ratos era tan humana, tan desastrosamente humana, que me daba más pena
todavía. Se calmaba unos cuantos días con eso. Por otra parte, en la casa del alcalde
solían vigilar. Como había hecho incontables chanchadas, no sabían a quién echar la
culpa de las piedras. Cuando mi padre deducía que se habían cansado de vigilar. Volvía
a romper las tejas. Llegó a ser un experto en la materia. Luego rompió las tejas de la
casa del juez, del subprefecto, del alférez de los gendarmes, del Síndico de Gastos.
Calculadamente rompió las de las casas de otros notables, para que, si querían deducir,
se confundieran. Los ocho gendarmes del pueblo salieron en ronda muchas noches, en
grupos y solos, y nunca pudieron atrapar a mi padre. Se había vuelto un artista de la
rotura de tejas. De mañana salía a pasear por el pueblo para darse el gusto de ver que
los sirvientes de las casas que atacaba, subían con tejas nuevas a reemplazar a las
rotas. Si llovía, era mejor para mi padre. Entonces, atacaba la casa de quien odiaba
más, el alcalde, para que el agua dañara o, al caerles, los molestara a él y su familia.
Llegó a decir que les metía a los dormitorios, de lo bien que calculaba las pedradas. Era
poco probable que pudiese calcular tan exactamente en la oscuridad, pero él pensaba
que lo hacía por darse el gusto de pensarlo.
Mi madre le dio la esperanza con el nuevo alcalde. Fue como si mi padre sanara de
pronto. Eso duró dos días. El nuevo alcalde le dijo también que no había plata para
pagarle. Además, que abusó cobrando cincuenta soles por un cajón de muerto y que
era un agitador del pueblo. Esto ya no tenía ni apariencia de verdad. Hacía años que las
gentes, sabiendo a mi padre en desgracia con las autoridades, no iban por la casa para
que los defendiera. Con este motivo ni se asomaban. Mi padre le gritó al nuevo alcalde,
se puso furioso y lo metieron quince días en la cárcel, por desacato. Cuando salió, le
aconsejaron que fuera con mi madre satisfacciones al alcalde, que le lloraran ambos y
le suplicaran el pago. Mi padre se puso a clamar: “¡Eso nunca! ¿Por qué quieren
humillarme? ¡La justicia no es limosna! ¡Pido justicia! Al poco tiempo mi padre murió.
Después de esta historia llena de tradición:
1. Puedes narrar una historia similar a partir de este cuento indigenista. Conversa con tus padres, abuelos o
bisabuelos.
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5. Busca palabras desconocidas que enriquezcan tu vocabulario y crea una oración de cada una de ellas.
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Metacognición
¿Qué aprendí hoy?
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¿Encontré alguna dificultad?
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¿De qué manera me sirve para mi aprendizaje?
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EVALUACIÓN:
MI(S) EVIDENCIA(S) DE APRENDIZAJE INSTRUMENTO: CRITERIOS
Guia de observación - Emite un juicio reflexivo del
texto leído.
- Hace uso correcto de
Cuestionario
recursos gramaticales.
- Hace uso correcto de
recursos estilísticos.