Un Hombre Que Acaba de Cumplir Los 40 Años

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Punto y aparte

Las nubes del cielo, esas que siempre cobran forma de figuras cuando las
vemos, están hechas de vapor, aunque las creamos hechas de aquella figura que
representan. Sus formas itinerantes son provisionales, frágiles y efímeras, aunque
las personas, animales o cosas que en ella reconocemos, nos parezcan su forma
objetiva y propia. La solidez que creemos ver en ellas es un producto de nuestra
mente, diría, más bien, un autoengaño, una farsa que se la cree el mismo que la
crea. El vapor que constituye estas nubes no es más que un flujo, un vaho
transparente que se diluye en el cielo, y se transforma en aquello que nosotros,
ingenuamente, deseamos. El cielo es un lienzo en blanco a merced de los cuadros
que en él queramos pintar.

Si volvemos de ver a aquella chica que complica nuestro sueño por las
noches, la veremos representada en todas las nubes que inundan el cielo. Y así como
con las nubes, con cualquier cosa. La veremos en todos lados. Su rostro aparecerá
en los anuncios, su forma de vestir se asemejará a la de todos los transeúntes que
deambulan por las calles, y su voz resonará en todas aquellas estrellas de la música
que deleitan nuestros oídos. Cualquier cosa, por muy sólida y compacta que sea, se
evapora, se disipa, y se funde a propósito nuestro, convirtiéndose en una nube
versátil que acepta cualquier nueva forma bajo la que presentarse. Lo necesario se
hace contingente, lo sólido se vuelve vaporoso y frágil, y lo convertimos en aquello
que nuestra mente ordene. Un proceso involuntario con hospedaje en el
subconsciente, y que escapa a nuestra conciencia de lo ocurrido.

Los sesgos de confirmación detienen nuestra persecución de la verdad,


desactivando lo que nos queda como seres racionales, y entregándonos al
inconsciente y sus deseos. La quimera de la razón se muestra difusa como un turbio
reflejo en un charco, y el conocimiento se sitúa al servicio de la voluntad. Las peores
mentiras son aquellas que se disfrazan de verdades, y, en efecto, nuestra propia
mente, aliada y compañera a veces, enemiga otras tantas, es la mayor productora
de mentiras. Para la mente, una simple nube amorfa puede ser la representación
calcada y nítida de una idea, de una figura, de una imagen mental que, en realidad,
no cruza el umbral de lo meramente psicológico. Hasta tal punto llega la traición a
uno mismo, el suicidio de la verdad como sacrificio para los intereses de nuestros
deseos y pasiones. El conocimiento real y fiel a los hechos está arrestado por
nuestras irrefrenables pulsiones. Nosotros mismos somos su cárcel.

A decir verdad, desde la terraza de mi casa todo se ve desde un punto de


vista más dramático y reflexivo. Todo gana un peso abrumador, la comedia deja su
sitio a la tragedia y el drama, y nada hay que no parezca ser señal de una revelación
sobrecogedora. Unas simples nubes que surcan el anaranjado cielo del atardecer
pueden servir perfectamente para desplegar los vuelos de mi imaginación.
Últimamente, todo, hasta el más nimio e insignificante de los detalles, puede ser
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materia de reflexión, y es susceptible de ser el primer eslabón de una interminable


cadena de pensamientos precipitados sobre la vida en toda su generalidad, en toda
su amplitud.

Esto no es algo que me haya ocurrido siempre, ni mucho menos que haya
caracterizado mi personalidad. Todo lo contrario, siempre he sido una persona un
tanto reticente a la pausa para la reflexión. Lo cierto es que he solido tender a la
improvisación. Improvisaba mis decisiones a medida que la vida iba exigiendo más,
ordenando un paso raudo y veloz, cada vez más acelerado, no sabiendo nunca si
podría seguir el ritmo. Aun así, no creo que la escasa autoevaluación que he hecho
se deba al ritmo frenético que ha llevado. Atribuirlo a haber vivido un amplio
abanico de experiencias, con una vida repleta de vivencias de todo tipo, sería un
tanto presuntuoso. No puedo presumir de que la velocidad de acontecimientos de
mi vida me hayan llevado entre volandas, así que no tiene sentido justificar por ahí
mi deficiencia a la hora de examinar mi trayectoria. No sé, aún no me alcanza para
identificar los porqués que necesito encontrar. Lo único que sé, entre tantas
inconclusiones, es que nunca me detuve a mirar el camino recorrido, y que, ahora
mismo, toda mi vida está suspendida en el aire, cogida entre alfileres, sostenida por
pilares de arena.

Puede que esta vorágine de pensamientos en la que estoy inmerso estos


últimos días se deba a que he cumplido, recientemente, los cuarenta años. Cuando
uno la supera, la barrera de la cuarentena es difícil de asimilar. Parece mentira que
una simple cifra cambie tanto para nuestro estado mental, y que mi anterior
cumpleaños, el de los 39, apenas significase nada en comparación con este, pero los
humanos somos así de ilógicos a veces. De todos modos, lo cierto es que esto me
está atormentando más de lo que me esperaba. Estos cuarenta años me están
obligando a detenerme por un momento, y pararme a pensar. Siempre me he
hospedado en el presente, esa ilusión del hoy que no es más que un intermedio
fugaz del pasado y el futuro. Si antes apenas hacía uso de los retrovisores, ahora no
hago más que quitarles el polvo. Pero no solo se dirige mi mirada al pasado. Mi
conciencia se focaliza en un pasado que es siempre proyección hacia el futuro, hacia
un horizonte indefinido, a cada paso más engullido por la niebla.

Lejos de ser algo anecdótico, este nuevo hábito que se me repite hasta en
la sopa me resulta completamente abrumador. Llegando incluso a sudores fríos,
síntomas de asfixia o nervios exasperantes, cada conclusión a la que parezco llegar
amenaza con mi salud mental. Toda mi vida, sus éxitos y sus fracasos, sus luces y sus
sombras, están en juego en estos pensamientos deambulantes. Un millón de
decisiones ahora irreversibles, miles de supuestos aciertos que ahora cuestionan su
propio nombre, o fallos que se han tornado irreparables, parecen a punto de entrar
en erupción. Un volcán de recuerdos que lanzan insinuantes preguntas a mi yo del
futuro. El yo del presente le responde con los brazos cruzados y las piernas atadas,
en completa inacción, paralizado por la sorpresa de sus propios pensamientos.

Si todo lo que he sido, soy, y seré está siendo cuestionado hasta en los
fundamentos que parecían más sólidos, ¿qué quedará de mí tras estas arrasadoras
preguntas retóricas? ¿Qué restará de mi integridad, qué ruinas habrá de mi alma
cuando termine este insoportable interrogatorio? No piensen que este es un tema
baladí, y que mi reacción es una exageración burda con la que excuso mis delirios
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neuróticos. Seguramente, si lo piensan, sea porque nunca se han enfrentado de


verdad al duelo de las preguntas más desafiantes que nos rondan por la cabeza.
Tratar de responderlas a todas con total honestidad, y sin temor de que se
derrumben antiguas creencias, es uno de los problemas más complejos que afronta
el ser humano. La responsabilidad es demasiado grande como para ser deseable. Es
por ello que la eludimos habitualmente. Se trata de una carga tan pesada que nos
joroba las espaldas, y nos machaca como a muñecos de peluche. Una carga tan
pesada que mi voz interior hace lo posible por no soportarla. Pero, ¿no será acaso
eso lo que llevo haciendo siempre?

CAP.2

Todos seguimos flechas. Todos somos esclavos de nuestras propias


ilusiones, nuestros propios delirios. Las flechas que indican el camino que uno debe
seguir siempre tienen un doble sentido. Nos confunden más que nos aclaran, en
realidad, son más engañosas de lo que sospechamos. Tanto, que diría, más bien,
que no existen flechas. No existen mágicas brújulas que nos orienten
constantemente, en cada decisión, porque la vida es un estar perdido
incesantemente, es un preguntar interminable que exige más respuestas de las que
uno puede dar. Esas ilusiones de dirección, de orientación, son una negación de la
naturaleza de la vida, un velo encubridor de nuestros defectos existenciales. No hay
nada que hacer, más que aceptar las condiciones y abrazar esta incertidumbre
radical. No quiero ponerme demasiado melodramático, pero es una de las
conclusiones que parezco intuir en mis últimos pensamientos.

Para contarles acerca de mi caso particular, comenzaré a relatar mis inicios.


En este ejercicio de honestidad, confieso, antes que nada, que la infancia ha sido
hasta ahora, sin lugar a dudas, el mejor periodo de mi vida. La nostalgia es peligrosa;
tergiversa la realidad de los acontecimientos e idealiza los recuerdos. Los edulcora
bañándolos en una crema dulce que olvida los sabores amargos, haciéndonos
pensar que todo pasado fue mejor. La nostalgia es la mejor amiga de la felicidad, y
la rival más acérrima de la verdad. Aunque no puedo, por tanto, despegarme de sus
fauces, creo firmemente que, aun así, nunca he sido tan feliz como de niño.
Recuerdo corretear por las verdes praderas de mi pueblo, cercano a Zaragoza,
disfrutando de la primavera florecida, exprimiendo su olor a miel y ácaros. Recuerdo
observar, desde la ventana de mi habitación, aquellas orquídeas que afloraban la
entrada de la casa, que se distinguía cada vez menos del jardín. Luego, tras el verano,
el otoño las marchitaba, y el invierno las sepultaba bajo un montón de nieve. La
estética del pueblo cambiaba repentinamente entonces. El color verde dejaba paso
al blanco, y los abrigos abandonaban el polvo del armario que habían cogido durante
el resto del año. Las películas junto a la chimenea y un bol de palomitas constituían
entonces uno de los más ansiados momentos del día, cuando llegaba la noche tras
un ajetreado día.
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Una de las sensaciones que conservo de aquella época es la de estar


flotando. En la infancia, todos los hechos gozan de la mayor levedad posible, una
que casi parece impropia de este mundo consecuente que te hace pagar todas y
cada una de tus deudas. Éramos seres ingrávidos que rozaban la tierra con sus finas
piernas de cigüeña, que apenas tenían más preocupaciones que la de recibir el
permiso paternal para salir a jugar. La infancia es el único periodo de la vida donde
se puede acceder a esa realidad especial, distinta de este mundo al que acabamos
aterrizando tras varios años de ensueño. Las decisiones que el niño toma apenas
tienen consecuencias relevantes, pues se le guarda de la verdadera responsabilidad
de la vida, y crece pensando que el mundo es eso, hasta que regresa a tierra firme.
Me sentía ligero por estar desprovisto de una pesada mochila, una carga llamada
responsabilidad que adoptaría antes de que siquiera lo pudiese anticipar.

Las enredaderas ascendían por las paredes de piedra de mi casa,


ocultándolas y restándoles el protagonismo del que presumían. Aquellas paredes
rocosas eran mucho más que un simple sostén. Con ellas, mi casa me parecía un
auténtico fortín. Mi armadura, mi zona de confort, mi refugio. Frente a las
tempestuosas nevadas, las tormentas borrascosas y los más agresivos arreones del
viento, esas paredes no sufrían el más mínimo rasguño. Implacable como un castillo,
me defendía de los peligros del mundo exterior. Y no solo de los fenómenos
naturales, me protegía de cualquier cosa. Que un ladrón entrara a robar era
inimaginable. Mientras me mantuviera entre sus brazos, no habría de qué
preocuparse. Esta sensación de seguridad no la volví a experimentar más allá de
cuando regreso a casa a visitar a mis padres, recobrando aquella sensación de
inexpugnabilidad que extravié al independizarme.

En el colegio, siempre he creído que era un chico modélico. Amable, pacífico,


estudioso, responsable cuando había que serlo, y resolutivo cuando la situación lo
requería. “Bueno”, diríamos, en términos generales; esa palabra que se usa para
reducir todos los matices del comportamiento de un niño a lo que alguien entiende
por adecuado. Por mucho que uno pueda llegar a detestar el colegio, fingiendo estar
enfermo para no ir, o evadiendo los exámenes cual furtivo en busca y captura,
muchos coincidiríamos en lo bien que nos lo pasamos entre esas rejas de
convivencia y aprendizaje. Al fin y al cabo, uno forma su vida en base al colegio; en
base a la tiza que habla sobre la pizarra, en base a las primeras chicas en las que se
fija, o en base a la diversidad de gente con la que comparte pupitre. Luego,
lógicamente, la vida de uno se desarrolla fuera del colegio, pero sus raíces se
extienden a sus aulas.

Al llegar a casa, seguía encontrando motivos para esta pesada nostalgia que
ilustra la infancia como un paraíso del que, por algún motivo, -puede que el simple
paso inconsiderado y arrollador del tiempo-, fuimos desterrados un día. Nada más
cruzaba el umbral de la puerta, me quitaba las zapatillas con rapidez pero con
torpeza, lanzaba la mochila a los primeros metros de mi habitación, y corría,
escuchando los regaños de mi madre para que pusiese las cosas bien, a los sillones
de mi habitación, para tentar la suerte de que hubiese llegado a tiempo para ver mis
programas favoritos de la televisión.

Tenía una particular afición por fijarme en los presentadores, los


entrevistadores y los narradores de los partidos de fútbol. Siempre examinaba
especialmente la tarea de los periodistas, y, aunque las noticias fueran aburridas e
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incomprensibles para mi ingenuidad infantil, me dedicaba a mirar las formas en las


que estaba redactado el periódico, o los gestos de los presentadores al relatarlas. A
veces, después, incluso los imitaba ensayando aquellas gesticulaciones toscamente
aprendidas. Ponía especial cuidado en la forma, más que en el contenido,
preocupándome por darle vivacidad e interés a aquello que contaba, tratando de
presentar la más pueril de mis ocurrencias en serias consideraciones a tener en
cuenta. De la mano con esto, iba una curiosidad insaciable, insistente y pura, en
ocasiones impertinente, en especial para mis padres, a quienes acribillaba con
preguntas insolentes. Aunque, como todos los niños, también viera programas
infantiles, lo cierto es que esto era lo que más me gustaba del rato en el que me
sentaba a ver la televisión. Mientras, me preguntaba, y rezaba a la vez, para que
tocase de comer alguno de mis platos favoritos.

Después del almuerzo, a menudo con alguna reprimenda de mis padres, me


encaminaba a mi habitación para hacer los deberes cuanto antes y poder así
liberarme de mis obligaciones lo antes posible. Dicha liberación de obligaciones
abría las puertas del mundo del juego. Lo recuerdo tan sublime; era la libertad en la
más pura forma que jamás haya experimentado. Despojado de todas las
preocupaciones del mundo de los adultos, el niño flota cuando juega, se inmiscuye
en mundos alternativos donde puede ser lo que él quiera ser. La imaginación
atraviesa la realidad y la transfigura; pone guirnaldas y adornos a todo pobre y
deprimente suceso, y el niño vive en un estado donde se cree totalmente libre. Aun
sin serlo de verdad, experimenta la libertad en su máximo esplendor. A veces, me
apetecía ser un conductor de coches de Fórmula 1; otras, un domador de
dinosaurios, y, por qué no, (la más frecuente de las preguntas de un niño) también
me creía ser el más aventurero de los astronautas. A pesar de las limitaciones
materiales de la realidad de que uno, por mucho que quiera ser un astronauta y
viajar a Saturno, no pueda; la imaginación, que nunca ha recuperado el trono que
ostentaba en la infancia, lo permite. En el mundo lúdico del niño no hay porqués, no
hay razones lógicas o ilógicas, no hay connotaciones de loco o cuerdo. Aún el mundo
adulto no ha metido sus zarpas en este festival de la sorpresa y la novedad, todavía
no ha estropeado el festín del juego y su más preciada libertad. El “sí” gana al “no”;
el niño juega con la vida, en vez de enfrentarse a ella.

Cuando salía a la calle a jugar con mis amigos, en ellos solo veía cómplices
del juego, amantes como yo de la más divina libertad. Así podíamos pasar la tarde
entera, levitando en aquellos sueños que ahora llamo felicidad, la auténtica y
genuina felicidad. El cronómetro del juego encontraba su final en el aviso de mi
madre para que regresase a casa porque la cena estaba ya servida en la mesa. Uno
a uno, mis amigos y yo íbamos abandonando la calle respondiendo a las voces de
nuestros padres, para que no nos prohibiesen regresar el día siguiente, y
pudiésemos prolongar este sueño imperecedero que, aunque no fuésemos del todo
conscientes, tenía fecha de caducidad. Obedeciendo a la llamada de mis padres,
despertaba de aquel lugar onírico, aterrizaba al mundo, y volvía a estar ligado a los
implacables condicionantes de la realidad. Frustrante momento para el niño, pues
pasa de la más excelsa libertad, a la dependencia y heteronomía constante del
mundo material en el que apenas puede hacer nada por sí solo. Por último,
respondiendo a la entrada de la luna, procedía a dormirme, postrándome en la
cama, falto de aliento tras el largo día. Más allá de los típicos berrinches en los que
lo más nimio suponía un drama monumental, la sonrisa siempre se dibujaba en mi
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rostro al arroparme con mi mullido edredón, que me calentaba frente al frío


aragonés del exterior, y me protegía frente a los monstruos que, en mis divagaciones
pueriles, saldrían del armario de un momento a otro a lo largo de la noche. La
felicidad entraba por mi ventana, y yo la cerraba para que nunca se pudiera escapar.
Pero el tiempo también había entrado en la habitación.

CAP 3

Mi mujer, Ana, se está empezando a interesar por mis ensimismamientos.


No le cuento demasiado, principalmente, porque, si apenas puedo identificar mis
pensamientos, ¿cómo podría exteriorizarlos? No sabría poner en pie ninguna de mis
confusiones. Ella me replica que cuando uno manifiesta sus pensamientos en voz
alta, en muchos casos se aclaran; pero, en muchos otros, creo yo, lo único que
sucede es que la confusión aumenta, y uno acaba diciendo algo que ni siquiera
piensa, o, peor, que no sabe si de verdad piensa o no. Hasta esos derroteros llega
mi caos mental. Tengo que agradecerle su interés, pero ahora apenas puede
ayudarme. De todos modos, esta empatía y pretensión de ayudar, siempre con
buenas intenciones, es uno de los motivos por los que me casé con ella. A la hora de
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crear un matrimonio, una tarea mucho más complicada de lo que nunca llegué a
imaginar, resulta realmente contribuyente y útil. La comunicación es fundamental,
y creo que siempre conseguimos solucionar los problemas que se nos presentaron
con bastante solvencia.

Apenas hemos tenido riñas, nos peleamos tan poco como dudas tenemos
de la consistencia de nuestro matrimonio. Conocemos a otras parejas que ruedan
como una bola de nieve conflicto tras conflicto, cargando con un peso difícil de
soportar para las espaldas de la relación. Sin embargo, por mucho que nos
compadezcamos de ellos y pretendamos ayudarles, he de confesar que, después,
cuando llegamos a casa, esbozamos una especie de sonrisa satisfactoria, esa
satisfacción que a uno inevitablemente se le genera siempre que se ve resguardado
frente a un problema ajeno. Que otro acuse un mal (siempre que no sea un ser muy
querido) del que, por lo que sea, te sientes protegido, es una complacencia que no
podemos evitar. Es el instinto de supervivencia del ser humano que, relegando a los
demás a un segundo plano, vela siempre por su propia integridad.

No querría caer en más contradicciones de las que ya sobran en mi cabeza,


pero, si suponemos la premisa de este instinto implacable de supervivencia que nos
atrapa en tanto humanos, ¿qué sucede con el matrimonio? ¿No es acaso el
matrimonio precisamente lo contrario? ¿No ha sido siempre la relación entre Ana y
yo, justamente, la excepción de esta ley gobernante que a todos les acecha como la
sombra siniestra de su relación? Los fantasmas de la duda me asaltan. Me dedicaré,
mejor, a hablar de aquellas cosas de las que ahora mismo me siento capacitado para
hablar con cierta seguridad. Si algo tengo claro, es que Ana, mi preciada mujer, es
una persona encantadora. No podría encontrar ninguna queja sobre ella; apenas
podría encontrarle defectos groseros que me saquen de quicio, o entorpezcan
nuestra relación.

Su devoción por el auxilio al resto y por el género humano se expande a


terrenos profesionales. Es médico, trabaja en un hospital cerca de nuestra casa, y es
de lo más admirada en su trabajo. Es una auténtica profesional, cuando se pone
manos a la obra no hay una sola mirada insinuadora que la distraiga, ni un solo error
que le haga perder los nervios. No era raro que alcanzase la excelencia en los
exámenes del instituto, y, al llegar a la universidad, cambió esta excelencia por una
perseverancia trabajadora y luchadora que le hacía superar todos los obstáculos que
se le presentaban. Ahora, arraigada en el ámbito profesional, su actitud no ha
mutado lo más mínimo; mantiene intacta esa capacidad de aprendizaje y esa pasión
por la materia que la hace confundir los límites de ocio y trabajo. Sus compañeros
notan esta filantropía incondicional por la que lucha en su trabajo, y así se lo hacen
saber; ella ha nacido para ser médico y morirá bajo este amor por la medicina.

No sé si se trata de envidia, pero realmente admiro esto de Ana. Hay ciertas


profesiones que dejan entrever la personalidad del trabajador, y es así cómo la
esfera personal y la esfera laboral se transparentan, se fusionan y se funden en una
sola. Sin duda, es el caso de ella. Su corazón puro y bondadoso le hace exceder, si es
necesario, las horas laborales con tal de que la salud de sus pacientes sea un grado
mayor de lo que sería sin sus intervenciones adicionales. Ella se justifica diciendo
que su trabajo es su vida, cosa que le reprochamos nosotros, sus seres queridos,
corrigiéndole que su vida no es el trabajo, sino nosotros.
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Allí en el hospital, los pacientes la adoran; tenemos la casa repleta de dibujos


que le hacen niños a los que ha curado, o de regalos de adultos como
agradecimiento, como devolución del amor que ella profesa. Incluso, podría decir
que a veces extrapola el trabajo a casa. Cuando un paciente suyo no se ha podido
recuperar, o cuando ello implica su fallecimiento, no atiende a voces racionales que
le recuerden que ella apenas podía hacer nada para remediarlo. Es una costumbre
ya que mis consuelos pretendan secarle las lágrimas que descienden por su rostro
apenado, aun sin mucho éxito en la mayoría de ocasiones. Apoya su cabeza en mi
hombro izquierdo, enciende un cigarrillo, y me relata sus lamentos, siéndome más
sincera aún de lo que sería consigo misma. Con ella, toda conversación es fluida y
sencilla, con ella, todo es fácil, aunque mi sinceridad nunca haya podido compararse
a la suya, y aunque hablar de todo esto ahora me esté costando la misma vida. Más
me confundo aún cuando, cada vez que hablo con compañeros suyos de trabajo, o
prácticamente con todo aquel que la conoce, hablan maravillas de ella. Entonces me
preguntan si soy su marido, y al asentir con la cabeza, siempre me recuerdan que
me ha tocado la lotería con ella. Me he acostumbrado tanto a este tipo de
comentarios, que a veces no sé si la valoro como merece, si la aprecio lo suficiente.
Un afortunado que ha encontrado un trébol de cuatro hojas, y a menudo cree que
sólo es uno vulgar y corriente, de tres pobres y marchitas hojas.

CAP 4

Volviendo a las memorias de mi pasado, reconozco que, cuando llegué al


instituto, las cosas cambiaron un poco. El ascenso a la pubertad se hace escabroso
en la mayoría de los casos; la efervescencia hormonal se junta con la aparición de
nuevos instintos e impulsos. Es un proceso complejo de desajuste entre lo que uno
quiere y lo que consigue, paralelo a muchos cambios que se siguen
precipitadamente. La frustración se vuelve una constante; me daba la sensación de
que me balanceaba entre la infancia y la adultez, pero sin llegar a alcanzar una cosa
ni otra. Vacilaba entre dos extremos quedándome en un intermedio angustioso por
su insuficiencia.

Por un lado, añoraba una infancia que se iba diluyendo poco a poco en la
nube de los años, que se despedía apresuradamente desde el tren del tiempo. Como
Adán en el paraíso, el destierro se iba consumando a cada paso que daba, a cada
vela que soplaba en una tarta de cumpleaños, a cada cambio que experimentaba.
Esta gradual metamorfosis trajo consigo una reticencia al cambio que nunca
conseguí superar del todo. Querría que aquel sueño pueril nunca encontrara
despertador, pero el horizonte se despejaba, aclaraba la niebla, y contemplaba su
propio final. Mi bolsillo agujereado apenas podía guardar una felicidad que volvía
conmigo en momentos concretos, y se me escapaba entre los dedos en tantos otros.
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Por otro lado, el futuro me señalaba otros caminos. Puede que mi mente,
contaminada por la nostalgia y su insistencia sistemática, anhelara la inocencia
infantil, pero mi cuerpo, inevitablemente, pedía otras cosas. Apenas podía tener
control de unos incipientes impulsos, instintos y pulsiones que gobernaban
tiránicamente mis decisiones. Deseaba, -siendo el deseo una apetencia involuntaria
y pulsional, no libremente escogida-, sentirme mayor de lo que realmente era,
sentirme adulto para unas cosas, para los placeres, libertades y responsabilidades
que tan buena apariencia tienen desde fuera, aunque para la gran mayoría de cosas
siguiera siendo un crío. La adolescencia es la vivencia de las primeras veces, esas
que, solo por ser primerizas, se aseguran un puesto en nuestra memoria. El
descubrimiento, también, de placeres con doble filo, esos que te pueden llevar al
disfrute sano y mesurado tan rápido como al exceso y al vicio.

Recuerdo, por ejemplo, el descubrimiento de mi sexualidad. Lo que ahora es


un conocimiento suficientemente consagrado y con años de práctica, empezó
siendo una mera contemplación pasiva. Los hallazgos sexuales se compartían en el
instituto, los rumores se esparcían por los grupos sociales, y los primeros
comentarios fuera de tono empezaban a perder su propia vergüenza. Entre mis
amigos y yo, el experto en mujeres era Pedro, de la clase de al lado, lo que
simplemente significaba que era el único de nosotros que había besado a alguna
chica más de una vez. Hasta esos puntos llegaba nuestra inocencia, por mucho que
pretendiésemos parecer auténticos maestros en el tema. Mi primer beso fue un
verdadero desastre, casi preferiría no hablar del tema, y mi virginidad se perdió en
los campos de una zona asolada de Teruel, en la casa de una chica que llevaba
tiempo siendo mi mejor amiga. Puedo presumir de que, al menos, no fue tan
vergonzoso como esperaba, aunque, durante todo lo que duró el acto, no cesaran
pensamientos intrusos que entorpecían la experiencia.

La conciencia del mismo acto de estar haciéndolo por fin, de pensar incluso
cómo se lo contaría a mis amigos en cuanto los viera, o de saber, o más bien de
creer, que estaba ocurriendo un gran acontecimiento en mi vida, me impidió
dejarme llevar y disfrutarlo del todo. También me acosaba el pensamiento, a medida
que iba avanzando el acto, de que la primera vez está sobrevalorada, de que, por lo
que me habían contado, la habían inflado de una significancia de la que carecía en
realidad. Aunque, por supuesto, yo les contase después a mis amigos que debían
probarlo cuanto antes, que se trataba un placer exclusivo para privilegiados. Algo
de razón, aun sin saberlo, sí que llevaba. Con el tiempo, lógicamente, aprendí a
apagar el cerebro y entregarme confiadamente al placer carnal, a gozar sin
miramientos, a no tener miedo ni recelo a acariciar un cuerpo ajeno mejor incluso
de lo que lo haría con el mío propio. Logré confirmar que el sexo no estaba
sobrevalorado en ningún caso, como había llegado a creer aquella noche primeriza,
sino que tan sólo era la inflación exagerada de las primeras veces. Cuando llegó
dicha confirmación, la sorpresa era la sensación que mejor resumía aquellas
experiencias. Ahora, tengo la sensación de haberlo probado todo, aunque cada vez
estoy más seguro de que no he probado ni una cuarta parte. El placer descubierto
entonces abría las puertas a un nuevo paraíso, distinto de aquel de la infancia, pero
que no le tenía mucho que envidiar. La diferencia radica en que implicaba una
responsabilidad y una gravedad insospechable para la diversión infantil, pero que
yo no estaba dispuesto, ni he llegado nunca a estarlo, a agarrar con firmeza.
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Una de las sensaciones que más asocio a este periodo de pubertad es que
me sorprendían mis propios pensamientos. Mis propias ideas, mis propios impulsos
irrefrenables, mis propias necesidades. No era -ni somos, en ningún caso, - dueño
de mí mismo. Todos estos cambios tan frenéticos me abrumaban por lo general,
aunque sintiese curiosidad por ellos y recibiese placeres sorprendentes de vuelta.
No obstante, tengo la sensación de que pasé bastante desapercibido en esta etapa.
Todo el carisma destacado de mi yo infantil se había perdido en el camino; no era
ya lo que se buscaba, y había perdido por completo su interés antes de que yo me
hubiese dado cuenta. Puede que mi discreto e inadvertido papel en estos años se
debiese a mi grieta interior. Una gran fisura asomaba en el camino, separando el
paraíso onírico e ingrávido de la infancia, del mundo adulto donde todo acaba
cobrando su precio. Intentando alcanzar ambas no alcanzaba ninguna, y ahí me
quedaba yo, en el medio, en el vacío, en la inacción más lamentable, sin querer
tomar decisiones por miedo a la carga impiadosa de la responsabilidad. Como un
muñeco que espera que le caigan las cosas del cielo, escindido entre los anhelos
nostálgicos de un mundo, y los deseos implacables del otro, optaba por la peor de
las decisiones que uno puede tomar: la indecisión.

CAP 5

Hoy no he dormido apenas. Las ojeras colorean el derredor de la cuenca de


mis ojos. Mi aspecto decaído y cansado, con ganas de volver a la cama nada más
abandonarla, no ayudan a disimular mi falta de sueño, y mi mirada ensimismada y
abstraída terminan por confirmarla. Mi paso lento y tosco al entrar al trabajo,
lógicamente, no ha pasado inadvertido por mis compañeros. Trabajo en una oficina
de correos, aquí en Zaragoza, donde la costumbre me ha hecho escuchar el nombre
de la oficina con cierto cariño, y llegar incluso a olvidar sus defectos más palmarios.
Un salario medio, una jornada laboral matutina de unas 6 horas, y un contrato
prolongado y estable que me garantiza la calma cuando el paro aumenta y la crisis
económica acecha. La oficina está lo suficientemente cerca de mi casa como para ir
todos los días en mi coche, alternando escuchar la radio para ponerme al día, con
deleitar mis oídos con mis grupos favoritos de música. El horario es estable y
permanente, inalterable para los vaivenes del día a día de otros trabajos. Rara vez
me saturo con montones abrumadores de trabajo, pues el ritmo es más o menos
constante y regular.

Todo lo necesario para satisfacer al trabajador promedio, desacreditar sus


quejas, y disipar sus posibles dudas sobre su suerte laboral. El mensaje va implícito
en la rutina: agradece la fortuna que posees al tener unas condiciones laborales
aceptables, tanto, que encubra y haga olvidar la martirizante tarea del oficinista.
Sientes que lo que debería ser un derecho natural y general del trabajador es en
realidad una suerte personal de la que gozas, de modo que soñar con otras
aspiraciones laborales sería una inconsideración desagradecida. Entonces, llega la
resignación, la venenosa resignación. Te conformas, te asumes como una persona
normal y corriente cuyos sueños laborales eran eso, meros sueños, y abrazas el
hecho de ser uno más entre el montón, un número más sin nombre, otro astro más
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en la inmensidad del universo. Se asienta la rutina como se asientan estos


pensamientos, y desaparece toda idea rebelde que pueda suscitar que las cosas
podrían ser de otra manera.

Con estas ideas insinuantes y una pesadez en los ojos que se me hace
patente en cada mirada, entré en la oficina. La primera en acercarse para
acompañar los buenos días con una pregunta que denotara su preocupación, fue
Sandra. No esperaba menos. Ella siempre está en todo. No se le recuerda un solo
fallo grosero en el trabajo por el que el jefe le pueda echar una bronca severa, ni
mucho menos se distrae con tonterías, o se despista con facilidad. Ni siquiera falla
en acordarse de los cumpleaños de la gente. Posiblemente sea la persona más
detallista que conozco; cuando se lo reconocemos, ella siempre responde con la
misma sonrisa de confirmación, acompañada de su característica reflexión sobre los
detalles. Cree que la vida se pierde en las grandes aspiraciones, que las cosas no se
ven a largo plazo, sino en el día a día. El amor o el aprecio por alguien no se reconoce
en intuiciones generales ni en conclusiones tras un largo tiempo, sino en detalles
que demuestren cotidianamente dicho afecto. Ni siquiera se expresa el amor en
palabras; la verdad reside en las acciones, no en las palabras, que no son más que
letras conjugadas y pronunciadas. La lógica de nuestras acciones, reducida a los
detalles, es la que acoge la verdad de los sentimientos.

No sé exactamente de dónde le vienen estas ideas, pero una vez nos contó
en la intimidad que uno de los mayores lastres que arrastra tiene que ver con el
fallecimiento de su padre. Esto ocurrió cuando ella acababa de alcanzar la veintena.
Un día cualquiera, una simple tarde de otoño que desconocía su propia importancia,
el padre de Sandra, superados los 50 años, sufrió un paro cardíaco que le provocó
la muerte súbita antes de llegar al hospital. No tenía antecedentes clínicos, no tenía
diagnosticada ninguna enfermedad de peligro, y ni siquiera tenía una edad como
para que fuese medianamente previsible. Cuando la sorpresa inundó de pena su
rostro, ella tomaba unas cervezas con unos amigos en un parque, hasta que recibió
la noticia, y corrió al hospital a tiempo tan solo para derramar un llanto
desconsolado en un cadáver que ya se había despedido, sin esperar al adiós de su
primogénita. Sus últimas palabras hacia él no fueron más que algún reproche de
adolescente sobre cualquier nimiedad que se viste del más trágico de los dramas.

Lo que verdaderamente le dolía a ella no era tanto la muerte de su padre,


que simplemente seguía el curso natural de la vida, tan inevitable como arrollador,
como la impresión que posiblemente se llevó de ella. Enfrascada en mil
pensamientos cotidianos que adolecen de la menor importancia, y, sobre todo, en
una escasa conciencia de la muerte, apenas le confesó a su padre, ni le demostró,
su afecto por él. Ni un solo detalle que denotase su amor paternal por él,
probablemente, por la conciencia mundana de que las cosas durarán para siempre,
de que siempre la esperarían, de que su padre nunca se atrevería a irse sin que ella
llegase a tiempo para hacer su confesión final, esa que llevaba preparando tanto
tiempo como veces la había pospuesto. Una prolongación indefinida que nunca
encontró la fecha que buscaba.

Entre alguna lágrima, confesó que ella nunca ha sido capaz de expresar con
palabras lo que lleva dentro. Nunca declara aquello que siente por alguien. Siempre
lo intenta, pero jamás reúne el valor suficiente para pronunciar lo que pasa por su
cabeza. Todo momento parece el inadecuado aunque sea el ideal, lo que desemboca
1

en una indecisión eterna que siempre acaba derivando en el arrepentimiento. En


apariencia, su personalidad parece la de una mujer fría, distante, e incapaz de
comprender sentimientos profundos. Luego, uno se da cuenta de que,
simplemente, se guarda las palabras, las retiene, y las envuelve en detalles, en
pequeños y frecuentes detalles que, aunque a veces puedan parecer insignificantes,
hagan captar el mensaje a quien lo recibe antes de que sea demasiado tarde.

A la otra punta de la oficina, como polo opuesto a Sandra, se encontraba


Alberto. Con su semblante despreocupado y sosegado, siempre anda por la oficina
silbando, canturreando equivocadamente letras de canciones que no se despegan
de sus oídos, o haciendo chasquidos persistentes con los dedos. Se acerca a las
mesas de sus compañeros sustituyendo el saludo matutino por alguna broma jocosa
o algún chascarrillo que suena gracioso en su cabeza. Cuando se acercó a mi mesa,
apenas se percató de mi contrariado estado de humor, y procedió a hacer el mismo
chiste que hace todos los días, el cual, al menos para él, no pierde ni un ápice de
gracia en sus múltiples repeticiones. No voy a decir que me moleste esto de Alberto,
porque muchos días se agradece bastante que alguien incluya el humor en el aire
que se respira en la oficina, a menudo cargado de una responsabilidad y seriedad
difícil de soportar. Creo que es necesario, en todo ambiente de trabajo, que haya
alguien que sea capaz de hacer reír a la gente con la facilidad de Alberto, que no
requiere bromas hilarantes que provoquen carcajadas ni nada por el estilo, para
mejorar el humor de sus compañeros de trabajo. La etiqueta del payaso -en buen
sentido- de la oficina se le ha quedado colgada en ese abrigo negro de cuero y rayas
blancas que lleva todos los días.

Es realmente increíble cómo el humor, que, como ejemplifica Alberto, no


necesita ser demasiado ingenioso ni jocoso para provocar la risa, consigue
transformar nuestro recibimiento de los hechos. Doy las gracias a personas como él,
a pesar de sus ocasionales impertinencias y frivolidades, por recordarme lo
importante que es el humor para el ser humano, aunque me olvide de ello durante
gran parte de mi tedia rutina. La conexión humorística con alguien, que no es
demasiado frecuente, pues lo gracioso es bastante subjetivo y específico, es esencial
en las relaciones humanas, y mejora notablemente el vínculo con el otro. Es más,
diría que la risa es la vía más rápida y directa para la sintonía con el otro, la forma
más sencilla y simple que tienen los humanos de entrelazarse, de conectar en un
encuentro tan trivial como elemental.

En términos más trascendentales, no me cabe duda de que una vida trágica


logra desdramatizarse, hacerse leve, ligera, y perder parte de su gravedad, mediante
el humor. Un dicho popular que me solía repetir mi padre decía que las cosas que
nos molestan se viven dos veces: primero como tragedia, y luego, como comedia.
Esto no quiere decir que el poder del humor sea ilimitado; resulta complicado
encontrar el sentido cómico a las grandes desgracias, y posiblemente ni siquiera sea
necesario hacerlo, pues deben mantenerse en su peso original, en toda su gravedad,
ya que producen una serie de consecuencias o lecciones fundamentales para la vida
de uno, que posiblemente se desorientarían en el terreno de la comedia.
1

Sí quiere decir, en cambio, que el tiempo, la distancia temporal, es cómplice


del humor, pues aligera las cosas que una vez cobraron una gravedad mucho mayor
de la que realmente tenían. Esto se aprecia solo con cierta perspectiva, dando lugar
a que uno pueda hacer bromas sobre aquella situación que ahora es leve como una
pluma. Sin olvidar, por supuesto, lo muy relacionado que está con la alegría. En la
risa, uno se abstrae del mundo exterior que a veces resulta pesado y demasiado
serio, y se entrega a la más pura levedad de la vida. La sonrisa, la auténtica sonrisa
de júbilo -que siempre es involuntaria, natural, nunca forzada-, agradece el humor
como uno de sus mejores aliados. Pocos momentos más alegres puede haber para
un ser humano que la cadena de carcajadas con un grupo de amigos, en la que uno
acaba incluso llorando de la risa, sin ser plenamente consciente de lo necesario de
este tipo de momentos. Así, la alegría, -que no la felicidad, que quizá sea algo
distinto-, encuentra en el humor su hogar preferido.

CAP 6

No recuerdo muy bien en qué momento exacto perdí esta alianza con el
humor, en qué momento las risas pasaron a ser eventuales, especiales precisamente
por su intermitencia, por su discreta frecuencia, más que por otra cosa. La transición
de la infancia a la vida adulta acogió este extravío del humor, y encontró en la etapa
universitaria su consumación definitiva. En la España de mi época, en los 80, ir a la
universidad era prácticamente un imperativo si uno quería ser alguien de provecho,
con un trabajo bueno y bien asalariado. Así me lo hicieron saber mis padres, que
insistían en que prolongara mis estudios decidiéndome por una carrera. Tras largas
deliberaciones, me convencí a mí mismo de la inutilidad de estudiar periodismo, lo
que ahora sé que es y siempre ha sido, desde bien pequeño, mi vocación. Opté por
el camino de la seguridad, de los caminos asfaltados, de la certeza frente a la
incertidumbre, de la candela frente al frío de la duda. Elegí construir sólidos e
inexpugnables castillos de piedra frente a aquellos castillos de arena que maquinaba
en mi cabeza. Consecuentemente, abandoné aquella ilusión del periodismo que
apenas aseguraba salidas laborales aceptables, ni un buen salario que me esperara
al final del túnel, en favor de la decisión más “racional”, llamada así por todos los
que se hacen llamar “hombres de sensatez”. Se trataban de características que sí
reunía la decisión que finalmente tomé, de estudiar económicas.

Durante los cinco años de la universidad, me mudé a un piso de estudiantes


en Zaragoza. Vivir solo, lejos del pueblo donde crecí, más el descubrimiento y
consagración de muchas cosas propias de la edad, terminó por sellar la fisura, y dejar
atrás la fantasía delirante de la infancia. Este nuevo camino asumía que las cosas
nunca volverían a ser como antes, que aquella etapa de felicidad pura y auténtica
había sido pulverizada para siempre por el soberbio paso del tiempo. Estos años
universitarios me sirvieron, pues, de confirmación; la responsabilidad adulta
asomaba su cabeza a la vuelta de la esquina cada vez con menos timidez, hasta
terminar por presentarse, ya de forma perenne. Lo cierto es que esta carga siempre
me ha venido demasiado grande, y ahora, aun con mis 40 años, sigo sintiendo esta
1

pequeñez mía frente al intimidante espectro de la vida, que me cubre por completo
con su alargada e inquietante sombra.

Estas asimilaciones son lo que más recuerdo de aquella etapa que tanta
gente adora, y que para mí resultó de lo más prescindible. Aquellas promesas de
placer y disfrute nunca se me hicieron del todo reales, y se perdieron entre esas
ideas impertinentes pero inevitables de querer mirar hacia atrás constantemente.
Por eso puedo contar tan poco de estos cinco años, porque apenas pude
aprovecharlos como quizá merecían, porque hice más uso de los retrovisores que
de las ventanas que nos muestran el incierto camino que está por hacer.
Recientemente, me insiste mucho esta idea de que es eso lo que he hecho desde
que abandoné el edén de la infancia. Ahora sé que siempre me he dedicado a
echarme un lado, sentarme, y ver la vida pasar. La cobardía es eso, cada vez lo tengo
más claro. Dentro de nosotros tenemos un instinto cobarde que preside el miedo, y
que siempre nos condiciona a no actuar, a quedarnos inmóviles y esperar, en el
sentido más pasivo de la espera, que algo ocurra, que la felicidad venga a buscarnos,
que el bien, en su sentido más platónico, nos encuentre. La valentía no consiste en
ser un temerario inconsiderado que vive en el riesgo y las causas perdidas, sino en
agitar el árbol de vez en cuando para intentar que caiga algún fruto. Ser valiente es
tomar decisiones cuando hay que tomarlas, enfrentarse al ogro mirándole a los ojos
con fiereza, buscando salidas cuando el laberinto se muestra tortuosamente
insuperable.

Tras licenciarme, no tardé demasiado en encontrar trabajo. Un par de


trabajos efímeros de corta duración precedieron a la oficina de correos a la que llevo
yendo ya unos 15 años. En estos tiempos conocí a Ana, con la que me casé cuando
ambos teníamos 30 años. Habitualmente, se considera el día de la boda como una
de las cimas de la felicidad, uno de esos días donde la sonrisa parece estar pintada
de forma permanente en el rostro. Lo mismo se dice del nacimiento de tus hijos,
que en nuestro caso sucedió tres años después, con Rubén, y 2 años después, con
Mireia. Y aunque la plenitud experimentada en estos eventos, que tan difícil de
recordar se me hace, sobrepasase mi frecuente contención de las emociones, e
irradiase alegría allá por donde fuese, siempre tenía mi sonrisa una pizca de forzada,
una señal de artificial. Esta felicidad, siendo honestos, nunca llegaba a ser todo lo
que podría ser, pero, aun así, me satisfacía enormemente esta sensación inusual
para mí, difícil incluso de comprender, y todavía más de explicar, que me invitaba a
la esperanza de creer que se pudiese prolongar un poco más aquel efímero día, y
que mi vida ascendiese un escalón, el escalón definitivo. Ahora, que sé que nunca
terminé de subir ese escalón final, dichas sensaciones me resultan tan extrañas
como difíciles de rememorar. Toda mi vida está hecha de escalones provisionales,
de cabañas de paja, anhelando un paso definitivo, un sí rotundo que siempre parece
que va a llegar, pero nunca llega. Un suspiro eterno esperando, esperando y
esperando…. A sabe Dios qué. El consuelo, la promesa de un futuro culminante,
finalmente confirmador, me hacía perseverar en la esperanza, pero lo cierto es que
ahora apenas quedan rastros de ella.
1

CAP 7

Hoy es domingo en el más puro sentido de la palabra. Aunque no sea más


que un día de la semana como cualquier otro, creo que todos entendemos lo mismo
por el domingo y su habitual significado. Tradicionalmente es el día del señor, el día
de ir a misa, de no trabajar y descansar en su sentido más pasivo e inactivo. Algo
sigue quedando de esa concepción, y los domingos parecen estar siempre faltos de
sal, faltos de sabor, faltos de vida. Hoy es domingo, y se hace patente en todos los
poros de mi piel. El descanso físico, sin embargo, no implica un descanso emocional,
y, generalmente, incluso lo impide. La cabeza da vueltas sobre sí misma y las ideas
rondan como vagabundos deambulando por las calles. La sensibilidad aumenta, y
demandamos alguien que no solo esté los viernes y los sábados, sino también estos
interminables domingos que nunca parecen vaticinar su final definitivo. La pereza y
el tedio se apropian de esas largas horas, el silencio no deja de hablar, y uno llega
incluso a desear el martillo de la monótona rutina que vuelve a su ciclón circular al
día siguiente, el lunes. El viento alarga su eco por la ciudad, el sofá del salón sustituye
al despacho, y la televisión parece más interesante, y a la vez más aburrida, que
nunca. Uno podría pensar que estos domingos son absolutamente prescindibles,
más allá del descanso que suponen, que nada van a cambiar en el curso de la vida
que dibujamos en nuestra mente. Poca razón nos pertenecería si asumiésemos que
el barullo de pensamientos es el mejor caldo de cultivo para la toma de decisiones
importantes. Lo cierto es que, sea por su poder reflexivo, o por sus características
grises que invitan a la pereza, últimamente todos los días en mi vida son domingos.

Atrapado en la comodidad engullidora del sillón de mi salón, he recibido un


mensaje que me ha liberado de la languidez del domingo. Era mi hermana Sara, que
simplemente me había preguntado por una cuestión nimia de trabajo en la que le
podía echar una mano, pero que ha sido suficiente para tener algo en que pensar.
Ella, a pesar de ser mi hermana, no ha tomado un camino demasiado paralelo al mío
desde que abandonamos nuestro nido común. Diría que la suerte le ha machacado
mucho más que a mí, que el destino se ha cebado sádicamente con ella, haciéndole
difícil pensar en la existencia de la justicia a todo aquel que la conozca. Antes de los
primeros reveses de la fortuna, Sara era una chica de lo más prometedora. Amada
en casa por mis padres, y modélica para la envidia de todo padre o madre que
suspira por tener una hija así, todos coincidían en que tenía un buen camino
asfaltado para los próximos años de su vida. Querida por todos sus amigos, deseada
por todos los chicos, desde los más humildes hasta los más chulescos, su prestigio
1

recorría las conversaciones populares. También era una chica deportiva, con cierto
éxito en el baloncesto, pero que siempre encontraba tiempo para sacar notas altas,
y conseguir, a los 18 años, entrar en la carrera de biotecnología. Pero, sobre todo,
más allá de todas sus loables características, era una buena persona, que al final es
lo más valioso que se puede encontrar en alguien. Una chica risueña, cuya presencia
mejora la soledad, y que siempre hace agradable su compañía. Una chica de buenas
intenciones, de corazón puro, a la que el mundo le devolvía la sonrisa que ella le
profesaba.

Sin embargo, las promesas están hechas de humo, no tienen materia ni


solidez alguna que las haga aterrizar, y se alejan de nuestras expectativas volando
como globos de helio. Pertenecen al mundo ficticio de la especulación, de la
ingravidez, del vacío. Todo aquello que parecía destinado a seguir su curso se desvía
de su cauce preestablecido, desbordado por el potencial inconsiderado y poco
compasivo del devenir. Así es cómo, a la temprana edad de los 19, Sara comenzó a
salir con un chico, Raúl, del que se quedó embarazada a los pocos meses del inicio
la relación. Desde el primer momento, nos costaba entender a todos cómo ella, de
un perfil tan ejemplar en tantos aspectos, había sucumbido al regazo de un hombre
viril y chulesco, prepotente y dominante, que basaba su seducción en promesas tan
golosas como falsas. Convencida por sus juramentos y sus chantajes, aceptó la idea
de ser madre, e hizo oídos sordos a cualquier consejo que le recomendase abortar,
aunque, seguramente, fuese lo mejor para ella. Raúl, el que acabaría siendo su
marido, comenzó a trabajar en la albañilería, con lo que traía el dinero a casa,
mientras Sara cuidaba de Lara, su hija, que había venido al mundo hace escasos
cinco meses. Ello supuso abandonar el sueño de estudiar biotecnología, renunciar a
un trabajo de grandes aspiraciones, y resignarse, por el momento, a ser ama de casa.

Aunque nos contara de su maternidad con ilusión y felicidad, y todos


recibiésemos con los brazos abiertos al nuevo integrante de la familia, por dentro
nos despedíamos de aquella hija pródiga que se iba diluyendo en el horizonte, y de
la que cada vez quedaban menos huellas. El desafío de ser madre a los 19 años era
inasumible para una mujer que apuntaba alto, que miraba a otras direcciones y que,
en el fondo, sabía y deseaba otro tipo de vida. El peso, la carga abrumadora que
supone tener un hijo no corresponde en absoluto con la levedad de la que uno
ostenta la posibilidad de gozar en la juventud, gloriosa y añorada por su maravillosa
ligereza e irresponsabilidad. Por eso, por mucho que Sara quisiese con locura a su
nueva niña, sabía, mejor aún que todos nosotros, que tanto se lo repetíamos, que
ella debía estar haciendo otras cosas, estudiando y saliendo de fiesta a tiempo
parcial, aprovechando el tren de la juventud, y no cambiando pañales o atendiendo
a sollozos sin respiro.

Con el tiempo, Raúl fue obedeciendo a nuestras malas expectativas sobre su


bondad real, y se convirtió en el antagonista de la historia que relatábamos entre
nosotros. Su adicción al vodka y el whisky lo llevaron a postrarse en la barra de bar
más noches de las que pasaba con su mujer y su hija en casa. De todo el dinero que
llegaba a su familia, una buena parte se perdía en aquellas botellas vacías que
siempre exigían llenarse de nuevo. Trasladó su alcoholismo a casa, perdió el
contacto con su situación familiar, y se desentendió de los cuidados que le
correspondían. Cada reproche de Sara, dolorosos por su carga de verdad,
inasumibles para una persona de tan alto ego, eran encajados de mala manera por
1

Raúl. Empezó a imponer su autoridad de hombre del hogar, de macho dominante,


por violencia verbal, y, más pronto que tarde, por violencia física. Todas y cada una
de las acusaciones de Sara eran silenciadas de inmediato por una brutal represión
de Raúl, quien luego, a plena conciencia, compensaba insistentemente con
exageradas carantoñas, polvos de reconciliación, y largos y melosos “te quiero”.
Astutas artimañas que formaban parte de una estrategia de mantenimiento de su
poder y conservación de su lugar privilegiado.

Lastrada por esta cíclica sistemática de violencia, el rostro apenado y


acongojado de nuestra hermana acusaba su sufrimiento diario. A menudo, con
moratones o heridas que confesaban directamente lo sucedido, aunque ella
esquivase las preguntas con respuestas escurridizas como que se había chocado con
una puerta, o se había caído haciendo deporte. Estas respuestas no eran más que
vanos intentos de no hablar de un tema, de no afrontar un problema que la hacía
cada vez más pequeña, cada vez más indefensa y, a la larga, más insignificante.
Todos sabíamos perfectamente lo que se escondía tras esas respuestas teatrales, y
por eso insistíamos tanto en ayudarla, aunque nos encontrásemos contra un muro
impenetrable constantemente. Sara es una chica inteligente, posiblemente de las
más inteligentes que he conocido nunca, pero esto no se trata de inteligencia.

Quien está inmerso en un infierno así lucha contra muchas cosas a la vez, y
la gran mayoría residen en su inconsciente, en su psicología, en su propia cabeza. El
martillo pilón del maltratador destruye una autoestima que se encuentra por los
suelos, inventa una conciencia de culpa tan falsa como pesada, y crea inseguridades
donde no las había. Una batalla psicológica donde Sara tendía a pensar demasiado
a menudo, como pasa en casi todos los casos de este estilo, que algo de culpa tenía
ella porque Raúl le pegase o le riñese, que algo de razón tenía él, y, peor aún, que,
en el fondo, le seguía queriendo, pues seguía siendo el padre de su hija y el hombre
con quien se había casado. Así justificaba Sara el dicho de que, a menudo, uno
mismo es su mayor enemigo.

Estos pensamientos encarceladores fueron reforzados posteriormente con


el cerrojo de la amenaza. Avisos de que, si huía, él no dudaría en ir a por ella y a por
su familia, o peor, que si algún día se encontraba con una denuncia, ella, de
inmediato, se encontraría con la muerte. La situación se volvía laberíntica para Sara,
mientras se hundía en una depresión que ya era su traje de todos los días, que la
envolvía, que podía incluso tocarla. Raúl impidió que se relacionase con sus amigos,
con su familia, e incluso que hiciese todo tipo de actividad exterior. Así fue cómo,
poco a poco, fue desapareciendo del mapa. Dejó de salir en las fotos de grupo; su
ausencia destacaba en las fotos de bodas, de nacimientos, de Navidad, o de fiestas
de cumpleaños. De hecho, tuvieron dos hijos más, Lorenzo y Serena, que apenas
pudimos conocer entonces. Tuvimos que obviar su crecimiento, dejar de
preguntarnos qué tal les iba en el colegio, qué intereses tenían, o qué deportes les
gustaba practicar. Es ahora cuándo hemos reconstruido en nuestras mentes sus
trayectorias, para así poder imaginarnos la identidad pasada de nuestros sobrinos.

Respecto a Sara, ya nadie contaba con ella para prácticamente nada, e


incluso empezó a dejar de salir en las conversaciones. De ella siempre hablábamos
en pasado, hasta el punto de que su nombre comenzó a sonar extraño; cuando
alguien mencionaba “Sara”, tendíamos a pensar en otras “Sara” que conociésemos,
1

pero no en ella. Como un fantasma, su invisibilidad llegó a formar parte de ella; es


más, sus ausencias se convirtieron en la manera de presentarse a sí misma. Su
ostracismo remoto la esfumaba de toda mención, de todo recuerdo incluso, y la
gente terminó por olvidarse de ella. Esto fue de lo más difícil de asimilar, pues
desapareció de forma tan fugaz como cayó, poco a poco, en el sumidero del olvido.
Esa, el olvido, es la verdadera y más trágica de las muertes.

Esta fue la tónica general durante unos larguísimos 20 años donde ni


siquiera Raúl, el artífice de estas tinieblas, era mínimamente feliz. Consumido por el
alcohol, devorado físicamente por sus malos hábitos, e insatisfecho con un trabajo
que cada vez se le hacía menos soportable. Seguramente, ni a sí mismo se
aguantaba, pero un instinto de perseveración, de mantener el statu quo, de
alimentar su ego inmenso, le hacía seguir con el plan diseñado. Al cabo de los años,
también tuvo que aplacar los reproches de Lara, su primogénita, que ya había
alcanzado la edad suficiente para entender la ética básica del bien y el mal, y
armarse de valor para desobedecer y contrarrestar a su propio padre. Durante
cuatro años, Lara se unió a la celda de Sara, recibió el mismo castigo que ella, y se
contagió de la depresión como si de un virus endémico se tratase. Sin embargo,
tenía un carácter más fuerte y colérico que alguien que ya lleva 24 años en la
penumbra, como era el caso de su madre, de modo que, tras muchos intentos en
vano de acabar con aquello, se fugó de casa.

Poco se supo de ella desde entonces, hasta que recibieron una llamada de
un hospital que encendió las alarmas. Ya no se podía hacer nada. Lara había muerto
sola, en la calle de una ciudad desconocida para ella, desnutrida y canija, devorada
por una sobredosis. Cuando se fugó, apenas se llevó un poco de dinero, comida y
ropa que le dio para sobrevivir un par de meses, integrada en el movimiento hippie
que predominaba en aquella época. Poco pudo hacer su cuerpo, falto de energía,
de nutrientes y de defensas, para resistir una sobrecarga de cocaína que resultó
excesiva. La desorientación existencial y psicológica, unida al infierno vivido en su
casa y una depresión que no la abandonaba, intentaron ser paliadas con la evasión
de la droga, que constituyó el paso final de una danza que hacía tiempo que se había
vuelto fúnebre.

Creo que, precisamente, esta catástrofe de escalas tan inmensas, con un


final digno de las tragedias griegas más dramáticas, fue el punto de inicio de una
prometedora escalada. Como ocurre tantas veces, lo que parece ser el final, la
destrucción masiva con la que ya nada puede ser peor, donde la esperanza ya no es
más que una lujosa vanidad, acaba siendo, paradójicamente, el principio de una
curva ascendente. Donde se toca fondo, la catarsis impone su presencia augurando
un cambio que no puede ser sino a mejor. Las reflexiones brotan como las flores en
primavera, inundan la cabeza, y las voces gritan tan fuerte que hasta un sordo las
escucharía. Eso es lo que, posiblemente, le ocurrió a Raúl. Un suceso tan honesto
con su crueldad, que se sinceraba en toda su dureza, en toda su violencia, fue
demasiado, incluso, para un hombre hecho de una férrea armadura, cuya
sensibilidad parecía absorbida por el hierro. Incluso en casos así, en los hombres que
más puñales han clavado en pechos ajenos, resta siempre un resquicio de bondad,
cinco minutos de honestidad y pureza. Del mismo modo que en aquellos hombres
denominados “buenos” aguarda el mal en alguna trinchera, en aquellos corroídos
por el veneno, hay también alguna gota, a veces casi imperceptible, de lucidez y
benevolencia.
1

Así es cómo, un día de febrero, en el invierno más crudo e indiscreto, el


cerrojo se abrió de repente, y la cárcel se pudrió ahogada por su propio veneno. Sin
previo aviso, sin decir una sola palabra, y dando todas las preguntas por
respondidas, Raúl se marchó de casa, y se fugó al extranjero. Era su forma de decir
adiós, tan avergonzado por la sangre que había entre sus manos, como por su propia
vergüenza. Ni un perdón, ni una sola muestra de arrepentimiento, ni siquiera una
mínima explicación de lo ocurrido, salió de su boca; seguramente, porque con su
marcha lo decía todo. Las huellas de sus pisadas al cruzar el umbral de la puerta por
última vez anunciaban todo lo que Sara necesitaba saber en aquel momento: que
su rostro no volvería a aparecer por la casa, que la tormenta había terminado, y era
libre de nuevo. Aún tardarían mucho en cicatrizar todas las heridas, y el miedo
seguía igual de pesado, pero, de algún modo, en aquel día, nublado y lluvioso, donde
los soplidos del viento saqueaban árboles y la nieve interrumpía el tráfico, el Sol
asomaba su cabeza entre las nubes.

Costó años y años que Sara digiriese, asimilase, todo lo que había sufrido en
tanto tiempo. En particular, la muerte de su primogénita. Que tu propio hijo sea
llevado por la muerte ante tus ojos, lo cual es una inversión del proceso natural, una
contracorriente de la biología misma, y, además, como consecuencia de un
psicópata que has elegido como su padre, y de una situación que no has logrado
evitar, es prácticamente inasumible. La carga de la culpa se hacía casi insoportable.
Solo el tiempo le permitió sobrellevarlo en cierto grado, a la par que recobraba su
vida anterior. Desde fuera, parece que el día de la liberación, el final definitivo de
todo, es una vuelta repentina y acelerada a la felicidad más ansiada. Nada más lejos
de la realidad, pues el proceso de rehabilitación es de lo más paulatino, y sigue
guardando muchos riesgos como el de no volver a ser lo que eras, no llegar nunca a
recuperarte del todo, o haber perdido contacto por completo con la realidad. Sin
embargo, tras este tiempo de reinserción en la vida cotidiana, Sara regresó a la vida.
Como si reviviese entre los muertos, como si su sarcófago se hiciese de papel y
cartón, nuestra hermana volvió a salir en las fotos de grupo, su teléfono volvió a
recibir llamadas, y su nombre recuperó el significado que había perdido. Sus dos
hijos, Lorenzo y Serena, que ya son adultos, son personas magníficas,
contradiciendo el miedo que todos teníamos sobre su condición psicológica, dado
lo que habían vivido. Al cabo de los años, ya llegando a la vejez, Sara comenzó a salir
con un hombre, con el que ahora vive en un piso en una sana y relajada convivencia.

Sin que el dinero le sobre, con un trabajo de lo más discreto, siendo conserje
de colegio, y con un caudal contundente de recuerdos amargos que siempre están
al acecho, la vida no le da demasiados motivos para ser feliz. Un solo error, una sola
decisión mal tomada a los 18 años, ha condenado su vida al infortunio. Sin embargo,
a día de hoy, es de las personas que conozco que más sonríe. ¿Cómo puede ser?
¿Cómo puede doblegar a su memoria, esa soberana y tiránica memoria, para ver
siempre luz entre las sombras? La envidia que siento es tan halagadora para mi
hermana como humillante para mí. Yo, que he tenido escasos motivos para quejas,
que no he tenido que salir nunca al campo de batalla, que nunca he tenido que
soportar el peso de la armadura del guerrero, apenas puedo tener la valentía
necesaria para terminar de enfrentarme a la vida cara a cara, y poder opositar a la
felicidad plena.
1

En efecto, Sara está radiantemente feliz con el simple hecho de volver a


sentir el aire en su pecho, de volver a desperezarse por las mañanas, de volver a
saludar a la gente del pueblo por las calles. Su satisfacción se cumple al volver a reír
con sus amigos tomando unas cervezas, al escuchar las historias rutinarias de sus
hijos, o, incluso, al acostarse por las noches sin desear que el sueño fuese eterno.
Sin sentir el miedo oprimiendo sus extremidades llenas de tembleques, ni tratar de
buscar excusas verosímiles para sus moratones, puede reencontrarse con la ilusión
y su poder alentador. Seguramente, su filosofía de vida esté mucho más lograda que
la mía. Ella es capaz, ahora, de decir sí a la vida en su sentido más completo y
generoso, aceptando la realidad en sus dos vertientes, el banquete lujoso de los
ángeles, y el infierno de los demonios. Efectivamente, sus ojos miran a la vida con
más efusión y adoración de lo que jamás lo han hecho los míos. Quizá sea porque
ha conocido, y vivido de primera mano, los mayores defectos del mundo, y, aun así,
o precisamente por ello, le ofrece su más cálido afecto. Quizá sea porque conocer
las tinieblas le ha dado una perspectiva mucho más periférica, le ha regalado la
sabiduría de una realidad oculta, históricamente marginada, y su entrega
incondicional al mundo, a pesar de todo, explica mejor que nada que el verdadero
y más sabio amor es aquel que entiende a los ángeles tanto como a los demonios.

CAP 8

Ahora, tras haber repasado todos estos pilares de mi templo, se me acerca


como residuo un tema que siempre, en todo ser humano, aparece al principio y al
final de todo. Cabeza y cola de la misma cosa, puede que de la vida misma, el amor
llama a mi puerta para pasar revisión. Celoso porque todos los otros fundamentos
de mi vida han sido sometidos a juicio, y examinados por si padecían de alguna
enfermedad, me insiste con ansia reclamando su momento de protagonismo. Sin
embargo, soy sumamente reticente, más que con cualquier otro paciente, a indagar
en sus entrañas, en sus vísceras, a escuchar sus más profundos secretos. La caverna
se me muestra más confortable que ese exterior amenazante y misterioso, pero
ahora sé que la mentira ha sido siempre mi refugio. ¿Acaso no es la verdad la más
noble y, sobre todo a largo plazo, gratificante de las cosas a la que el humano puede
aspirar?

La verdad siempre guarda relación con la valentía. Enfrentarse a ella,


lidiando con su crudeza y brutalidad, con una indiferencia que me ignora, con una
inconsideración que me desprecia, es un error. Más que rebotarse y rebelarse ante
la realidad, cosa imposible, pero tan propia de la soberbia humana, de creer que
uno está por encima de aquello que es, lo inteligente es aceptarla y amoldarse a
ella, y no que ella se amolde a uno. Esto no es una derrota, todo lo contrario; es un
paso adelante, una victoria de la inteligencia, del bien, de la felicidad, y, a lo sumo,
de todas las grandes cosas. Ni siquiera sé cómo he llegado a rodearme de estas
convicciones, ni siquiera sé qué significan del todo, pero lo cierto es que me impiden
seguir haciendo oídos sordos a aquello que clama atención, obligándome a ser
consecuente con lo que soy.

El amor ha empezado a aporrear la puerta con cierta indignación, pues toda


respuesta que recibe de mí es el violento sonido del silencio. Esto se debe a que, en
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el fondo más hondo, sé, con total certeza, que en cuanto cruce el umbral de la
puerta, mi matrimonio se disolverá como hielo en un fuego abrasador, y no podré
volver atrás. Su dureza y fortaleza ante los golpes le ha permitido sostenerse en el
paso vacilante de los años, resistir en las trincheras frente a las guerras más crueles
y los ataques más canallas. Pese a esto, también se ha vuelto frío y gélido, al menos
por mi parte; se ha convertido en algo gris, tibio, frígido e incluso desalmado.
Desencantado de los grandes mitos románticos, nuestra relación se ha convertido
en una herramienta práctica, una convención institucional por la que seguir hacia
adelante y superar obstáculos comunes. Y créanme, no es culpa en absoluto de Ana.
Como describí anteriormente, ella es la suerte que todo hombre busca; una mujer
intachable en sus acciones, pura en sus pasiones y bella hasta en sus excreciones.
Ningún reproche, ni el más mínimo, cabría en mis palabras hacia ella, ni un ápice de
rencor podría yo ofrecerle en mi adiós. No me cabe duda de que el mundo necesita
más personas como ella, una chica que mejora todo lo que toca, que convierte en
orquídeas flores marchitas, y que siempre hace agradable su presencia. En
definitiva, es la mujer perfecta, pero no es la mía.

Digo esto porque aún no he logrado encontrarle respuesta a uno de mis


mayores tormentos. Díganme ustedes: ¿qué es el amor? ¿Es aquel bloque de hielo
inquebrantable, que luce impoluto, que refleja el mismo cielo en su coraza que
parece de cristal? ¿O es aquel fuego abrasador, que arrasa con todo, que todo se lo
lleva por el camino, caótico y tirano a partes iguales, cuya pasión erupciona como
un volcán? Será, quizá, que la opción que pueda parecer la más sensata, que luzca
mejor, que tenga más virtudes o más motivos para pensar que es la correcta, no lo
sea realmente. ¿Qué sabremos nosotros del amor y su irracionalidad, de su
arbitrario albedrío, de sus caprichos sin por qué? Abandonemos nuestra soberbia
de la razón por un momento. La racionalidad que siempre he supuesto para todo,
incluido para el amor, queda suspendida en el aire en estas confesiones.

Lógicamente, estas dudas, más que por Ana, vienen por su eterna
competencia, la comparación a la que siempre ha sido sometida. Se trata de Aura,
presente en mi vida, de una u otra forma, prácticamente desde que tengo uso de
razón. Las coincidencias han sido reincidentes con nosotros. Ella también nació en
mi pueblo, fuimos a la misma guardería, y, posteriormente, coincidimos en clase en
el colegio y en el instituto. El contacto comenzó desde que éramos críos jugando en
la guardería, y se ha mantenido desde entonces con ciertas irregularidades, pero
con una presencia siempre inamovible. Cuando entramos en el colegio, el único que
hay en el pueblo, empezamos a entablar una amistad más cercana, tanto, que en
los jugueteos aún infantiles de la pre-pubertad, fue mi primera “novia”. Lo pongo
entre comillas porque éramos muy críos, posiblemente sin demasiado instinto
sexual, y no era más que una forma de catalogar de forma especial nuestra amistad
y presumir delante de mis amigos. Aun así, para mí era algo más que eso. Recuerdo
llegar a casa con una ilusión dibujada en forma de sonrisa, corriendo a contarle a
mis padres que tenía mi primera novia, que se llamaba Aura y que era la chica más
guapa del colegio. Mis padres respondían con risas y carantoñas en el pelo,
contentos tan solo de verme así de radiante.

Tras ese efímero juego, seguimos siendo amigos muy cercanos, y, con el
crecimiento de los próximos años, descubrimos nuestra sexualidad separadamente,
pero compartiendo nuestros hallazgos. Lo cierto es que, entre nosotros, por aquel
entonces, había una tensión sexual y afectiva, que posiblemente ya estaba en algún
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grado en el colegio cuando nos elegimos para actuar de “novios”. Una tensión que
nunca se iba con el paso de los años, que nunca se terminaba de consumar. De
hecho, nuestras primeras experiencias sexuales fueron con otras personas, aunque
igualmente malas. Tras un tiempo comentándolas, exponiendo detalles
inconfesables y verbalizando apreciaciones apresuradas, un día, en una excursión
del instituto a Barcelona, estalló aquella tensión sexual irresuelta. Lo tengo todo
grabado en la cabeza. Sucedió en el anochecer del 23 de mayo de 1993. Un
acontecimiento tan importante para mí, que guardo como un tesoro bajo la arena,
como es poder conquistar a la chica que llevaba tanto tiempo gustándome, puede
que desde que la conozco, me hace recordar hasta los más nimios detalles. Por la
tarde habíamos estado visitando con el grupo la Sagrada Familia y el resto de obras
de Gaudí, y, caída la noche, nos separamos del grupo ella y yo para ir a cenar a un
sitio que deseábamos especialmente. Fue una cena que de antemano predecía,
como en una profecía mística, su propio transcurso de los hechos.

Al salir del restaurante, estuvimos paseando por las Ramblas, y acabamos en


el paseo marítimo, enfrente de la playa de la Barceloneta. No nos importaba ya
dónde estuvieran el resto del grupo. Tampoco dónde estuviéramos nosotros,
tampoco la hora de llegada al hotel, tampoco si nos habíamos perdido como
pequeñas margaritas en un jardín. La visión periférica se contrae, se reduce como
las anteojeras de un caballo, hasta el punto de que nada ves más que lo que tienes
enfrente. A medida que se contrae esta visión sensible, se dilata el alma, se
expanden los nervios y se amplía el agujero del estómago. Se trata de una de las
pocas experiencias donde sucede tal contracción de la vida humana. Nada interesa
ni preocupa más allá de esa adrenalina que sube hasta la garganta como la lava.

Se trataba de un contexto demasiado jugoso como para dejarlo escapar, y


con las risas propias de la tensión sexual y del jugueteo, que habían persistido
durante toda la noche, bastó una mirada de confirmación para degustar el plato que
más me apetecía probar aquella noche, y que más me ha apetecido nunca. Fue tan
irresistiblemente sabroso que, al llegar al hotel donde nos hospedábamos, e
invitarla a mi habitación, pudimos terminar por explotar aquella tensión,
confirmando ambos que nuestra primera vez, con otras personas, humanas en su
sentido más terrenal, más esencialmente humano, había sido la versión defectuosa
de aquel reino de dioses al que habíamos sido admitidos aquella noche. Me llevó un
tiempo dejar de relamerme los labios, tratando de traer de nuevo al presente todas
aquellas sensaciones afrodisíacas, aquella bacanal divina, pretendiendo, mediante
los recuerdos, volver a saborear aquel bálsamo que todo lo embellece, que todo lo
cura. No sé si he podido gozar de nuevo como aquella vez. Lo único que sé es que el
placer experimentado difiere mucho según la ocasión, y nada tiene que ver una
relación sin conexión mutua ni gustos en común, con aquel manjar de caviar que me
había sido ofrecido. Hubiera querido no lavar mi cuerpo nunca más. Yo ya lucía
impoluto, purificado; someter mi cuerpo al caudal de agua jabonosa de la ducha
hubiese sido ensuciarlo. De algún modo, hubiese sido humanizarlo, humanizar lo
que por un momento se salió de su finitud, de su impotencia, de su imperfección de
fábrica, engullendo la manzana de Adán, ascendiendo por las escaleras de lo divino.
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CAP FINAL

Y dirán ustedes: “¿Cómo se pueden perder así las llaves del cielo? ¿Cómo se
pueden haber derrochado de esa manera las mágicas gotas del Santo Grial? La
respuesta sonroja mi rostro. La autocrítica suele ser, dentro de la molestia que
provoca a uno, aceptable dentro de unos parámetros. Hacer autocrítica sobre el yo
pasado, lo que uno era y ahora se enorgullece de no ser, o sobre defectos que
apenas agitan la indiferencia que nos causa, es, casi, hacer trampas sobre la
verdadera autocrítica. La auténtica es la que escuece, aquella que hurga en la herida
aún abierta, digamos, es aquella confesión que nunca querríamos terminar de
realizar. Agredir la armadura de nuestra corteza, haciendo tambalear lo que somos
ahora, especialmente lo más preciado de nuestro ser, constituye la autocrítica más
fundamental. Mientras empiezo a reconocer ahora el valor de la autocrítica, aquí
estoy yo, postrado en este sofá, el sofá de la pereza y la inacción, sumido en
divagaciones que nunca se concretan, reconociéndome a mí mismo que sigo siendo
un cobarde. Una cobardía que me impide mirar a la vida a los ojos como cuando uno
se atreve a mirar fijamente al Sol, y siempre acaba retirando la mirada por su luz
cegadora. Es por ello que, siendo consecuente, debo reconocer que soy como el
niño que se le escapó su globo favorito entre sus dedos, y jamás lo ha vuelto a
recuperar.

¿Qué será de mí ahora, tras estas preguntas demoledoras?


Posiblemente, ni siquiera ellas lo saben. La única certeza que encuentro es que,
cuando el león hace pedazos la carga que soporta el camello, es el niño el que debe
actuar1i. Será turno, acaso, de aquel viejo amigo, de aquel compañero que tanto me
dolió dejar atrás. Será turno, entonces, de reencontrarme con mi espíritu infantil,
de retornar a aquel edén que siguió su camino sin mí. Pero no es un retorno
permanente como aquel que tantas veces he intentado. Las puertas están cerradas
para mí, y así deben seguir estándolo, clausuradas para aquellos que no saben dar
el paso adelante. Se trata de tan solo una visita, aunque, esta vez, sin retrovisores;
únicamente con ventanas hacia el porvenir, hacia lo que está por construir. Solo con
esta jovialidad del alma podría tener las energías, la creatividad e imaginación, y,
por supuesto, la valentía que requiere reexaminar y, quizás, rehacer tu vida por
completo, aunque estos 40 años recién cumplidos pesen como el plomo, señalando
que mi vida ya debería estar completada. En vez de eso, la casa ha visto caer su
techo y sus columnas de forma tan violenta y rápida como un ludópata ve
desaparecer sus ahorros en una noche de mala fortuna.

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Sin embargo, observo una importante diferencia en mí respecto al inicio de


estos pensamientos intrusivos, posteriores a la tarta de cumpleaños, el gorrito de
fiesta y la sonrisa por decreto, aquella que pones cuando no sabes qué hacer cuando
te felicitan; cuando, más que una felicitación, te resulta un recordatorio de tu
derrota ante el tiempo y su paso arrollador. Antes, el miedo al cambio me hacía vivir
entre vitrinas de museo, inmóvil para que no pudiese estropear nada, cuando, en
realidad, la inacción, la titubeante indecisión, es la mayor herramienta para
estropearlo todo. Envuelto como una momia, atrapado en arenas movedizas, la vida
pasa ante tus ojos; la gente se divierte, aprovecha sus oportunidades, viven, al fin y
al cabo, en el mayor sentido de la palabra. Enfrente, estás tú, que tan solo ves pasar
las cosas, sentado en el trono de la seguridad, la zona de confort, la estabilidad, y
tantos otros mecanismos de defensa. La gente se ríe, se enamora, viajan, descubren,
aprenden, ven crecer a sus hijos, que luego les darán a sus nietos, cantan al son de
la música en el coche, bailan en conciertos, gritan de miedo en películas de terror, y
de alegría en atardeceres con amigos de siempre. No me refiero a que rocen la
perfección, ni que solo venere dichas emociones positivas. A lo que pretendo
referirme es que dan pasos adelante, pasos atrás, se acercan a las estrellas, otras
tantas al subuselo, viven experiencias tanto impresionantes como terribles, pero el
caso es que las viven. Probablemente, la vida ni siquiera trate en ser feliz, sino en
vivirla, en experimentar todo lo que ella te tiene que ofrecer.

Ahora, receloso de aquel miedo al cambio, empiezo a comprender que la


vida se fragua donde rompen las olas, en la orilla de los finales que ceden su paso a
los comienzos. El manantial de la vida comparte vecindario con su propio ocaso;
donde todo acaba, todo empieza, pues todo final es en realidad un punto de partida
de otra cosa. Esta será mi filosofía a partir de ahora. Mi yo de antes se avergüenza
ya de sí mismo, y empieza a resquebrajarse. También, a su lado, se esfuma esa
dichosa sensación de vida provisional que aguarda, con los brazos cruzados, la vida
definitiva. Esa sensación donde uno siempre espera algo más, una pizca más, una
pizca más, pero que nunca termina de llegar. No hay nada provisional. El escalón
definitivo es este.
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i Referencia al capítulo Las tres transformaciones de Así habló Zarathustra, de


Friedrich Nietzsche, donde este comenta que el hombre pasa por tres procesos: El que
asemeja al camello, donde soporta una carga que le atormenta; el del león, que se libera de
ella, y el del niño, que crea nuevas formas de vida.

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