Clase 5. Maneras de Querer A Los Niños. Los Afectos Magisteriales

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11/6/2020 Clase 5. Maneras de querer a los niños.

Los afectos magisteriales

Clase 5. Maneras de querer a los niños. Los afectos


magisteriales

Sitio: FLACSO Virtual Impreso por: TAMARA GABRIELA TEVEZ


Educación inicial y primera infancia - Cohorte Día: jueves, 11 de junio de 2020, 09:26
Curso:
22
Clase 5. Maneras de querer a los niños. Los
Clase:
afectos magisteriales

Descripción

Ana Abramowski

Tabla de contenidos

Introducción
I. Placeres correctos: a querer a los niños se aprende
II. No hay una única manera de querer
III. "De la cultura" antes que "de las entrañas"
IV. Afectos incorrectos
V. Un amor entre extraños
Bibliografía

Introducción

Abramowski, Ana*

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"Para ser maestra te tienen que gustar los chicos". "Una buena maestra es cariñosa, comprensiva, dulce y
paciente". ¿Quién no ha escuchado (o tal vez pronunciado) alguna de estas afirmaciones? Que dentro de las
tareas obligadas de los docentes figure la de brindar cariño a sus alumnos es algo que, en el terreno educativo
−y sobre todo en el Nivel Inicial−, se presenta con la fuerza de las cosas obvias e incuestionables. Sin
experimentar un preexistente e intenso amor por los niños pareciera no entenderse que alguien pueda optar por
embarcarse en la tarea de enseñar. Esto es, tanto la elección como el sostenimiento de la carrera docente se
suelen anclar en argumentos del orden vocacional-afectivo, que se enuncian como un afecto por la infancia que
"nació con uno", "auténtico", que "viene de las entrañas". Un amor por los niños que haría que algunos tengan
"pasta" para ser maestros o maestras. Es más, cuando se hace alusión a esta variable afectiva se la suele
sobrentender siempre como "buena" o "bien entendida". En definitiva, la cuestión de los afectos se encuentra
tácitamente elevada a condición necesaria −y a veces, suficiente− para el desempeño educativo.

En esta clase quiero invitarlos a sacudir un poco este amor pedagógico que se muestra como algo tan evidente
y simple. El objetivo del sacudón no es negar que, efectivamente, en la tarea pedagógica están implicadas las
"cuestiones del corazón". Se trata, por el contrario, de problematizar algunos discursos sobre el afecto que se
encuentran cristalizados, impidiendo pensar de un modo más complejo −y por lo tanto, provechoso− la variable
del eros magisterial.

Del amor y de las emociones se viene ocupando mucho la literatura de autoayuda, que brinda instrucciones y
consejos para aquellos que aman demasiado o poquito o nada. ¿Tendrá algo para decir al respecto la
pedagogía? Creo que sí. Por eso comenzaré situando algunas preguntas: ¿Cómo se ha llegado sostener que
"sentir amor por lo niños" es una condición inevitable para el ejercicio docente? ¿En qué consiste este amor?
¿Y de dónde "nace"? ¿Pero acaso "sentir amor" es suficiente para ser maestra? ¿Con querer a los niños
alcanza?

I. Placeres correctos: a querer a los niños se aprende

La afirmación que sostiene que "para ser maestra te tienen que gustar los chicos" o aquella otra que dice que
"las buenas maestras son cariñosas" pujan por mostrarse como evidencias irrefutables, como algo que "siempre
fue y será así". Cuando nos encontramos con enunciados de este tipo, que toman la forma de mandatos
incuestionables, que tienden a la generalización y buscan imponer modelos que clausuran cualquier otro tipo de
posicionamiento, estamos ante estereotipos. En este caso podríamos decir que se trata de estereotipos
emocionales de la buena maestra, que lejos están de habilitarnos a formular preguntas tales como: "¿y si no me
gustan los chicos no puedo ser maestra?", "¿y si algunos me gustan más y otros menos?", "¿y qué significa que
te gusten los chicos, acaso hay una sola manera de quererlos?"

En pos de desandar estos estereotipos voy a recurrir al trabajo de una pedagoga australiana, Erica McWilliam,
quien escribió un libro llamado "Placeres pedagógicos". Esta autora nos permite afirmar que los afectos
docentes, en todas sus variantes, no son naturales, espontáneos, "instintivos", universales, eternos ni
inmutables. Tampoco son puros, ni algo de por sí bueno o saludable. Se trata de afectos históricos, cambiantes,
construidos, aprendidos. A contrapelo de lo que se suele suponer respecto de los afectos, McWilliam dice que,
en lo relativo a los placeres y emociones, hay constricciones, mandatos o regulaciones. Los sentimientos
efectivamente sentidos por los docentes son producto de los sentimientos inteligibles, pensables, decibles y
disponibles para ser sentidos en determinados tiempos y espacios. La pedagoga despliega esta idea del
siguiente modo: "El placer de los maestros es producto de ciertas formas de entrenamiento constituidas y
organizadas a partir de discursos disponibles (incluidos los discursos profesionales y otros textos sobre la
naturaleza de la buena pedagogía). Esto significa poner a un lado la idea de que el placer es un sentimiento que
ocurre naturalmente. Esto implica entender que los placeres disponibles para los maestros y alumnos son algo
diferente de los apetitos personales o psicológicos. Por el contrario, el placer es producto de discursos situados
en espacio y tiempo. Aprendemos cómo debe sentirse el placer y cuándo debemos sentirlo, y aprendemos esto
a través de formas precisas de entrenamiento" (McWilliam, 1999: 3)

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Dicho de otro modo: a querer, a sentir de determinada manera y no de otra, se aprende. Las prácticas
afectivas,como tantas otras prácticas del terreno educativo, también se entrenan. Los docentes, en el
transcurso de su formación y en el ejercicio de su tarea, van aprendiendo a sentir como docentes. Hay un qué,
cómo, cuándo, dónde"afectivo" que auxilia a los maestros a "formatear" sus afectos, a apelar a determinadas
emociones en determinados momentos, dejando de lado otras. Los maestros, en tanto tales, no sienten
"cualquier cosa".

II. No hay una única manera de querer

Aceptar que las prácticas afectivas se forman y ejercitan implica también aceptar su mutabilidad e historicidad.
En su libro, Erica McWilliam recuerda las extensas conversaciones de su mamá y sus dos tíos −los tres
maestros de escuela en Australia en la década del '50−, en las que describían cómo, en ciertas y apropiadas
circunstancias, pegaban, sacudían y zamarreaban a sus estudiantes. Pero esto en absoluto los convertía en
malos maestros. Por el contrario, eran malos maestros, por aquel entonces, aquellos docentes que no pegaban
correctamente, en su justa medida, en el momento indicado. Aunque cueste aceptarlo, los castigos corporales o
el trato indiferente hacia los alumnos no fueron prácticas equivocadas sabiamente superadas en el camino
hacia el progreso, sino productos históricamente situados. Tampoco aquellos docentes que acostumbraban a
infligir temor psicológico en sus alumnos eran peores personas que nosotros, dice la pedagoga. McWilliam
propone, entonces, abandonar la idea de una marcha progresiva y ascendente hacia la optimización de las
prácticas pedagógicas.

Otro ejemplo para dimensionar que lo afectivo es algo siempre referido a un tiempo, un espacio y una cultura en
particular, lo brinda el antropólogo norteamericano Joseph Tobin. En su artículo "La ironía de la expresión
personal" compara cómo se maneja el tema de la afectividad −en especial, la llamada "expresión personal"−, en
los jardines de infantes japoneses y en los norteamericanos. En la socialización de los niños pequeños en
Japón, comenta el autor, se focaliza en la posibilidad de aprender la "empatía", que en la cultura japonesa
significa poder estar atento e intuir los sentimientos no verbalizados de los demás. Por otro lado, en las rutinas
en las que los docentes alientan a los chicos a hablar no se apela a que usen palabras que refieran a la
individualidad a o estados emocionales internos, sino a poner en juego aquellos vocablos que apunten a lo
socialmente compartido. Tobin compara estas creencias y prácticas con lo que sucede en los jardines de
infantes norteamericanos, donde se le da un lugar preponderante a la expresión personal de los niños y las
niñas. A partir de este contraste el antropólogo quiere señalar que las formas de auto-expresión son tan
centrales en las creencias y prácticas culturales de la clase media norteamericana contemporánea que cuesta
verlas como algo no natural o no deseable. La "expresión personal" es una convención que se enseña y se
aprende en determinadas culturas (en la norteamericana, tal como afirma Tobin, y en la argentina, podríamos
agregar nosotros) antes que algo que responde al deseo o la habilidad natural de los niños pequeños.

III. "De la cultura" antes que "de las entrañas"

Megan Boler es otra pedagoga feminista que también se ha ocupado de los sentimientos y la educación. Tanto
McWilliam como Boler proponen estudiar a los afectos a partir de los discursos disponibles, en tanto esto ayuda
a entender que las emociones no están simplemente localizadas en el individuo. Las cosas que "sentimos" no
son fenómenos excepcionales y privados; nuestros sentimientos no nacen espontáneamente de "las entrañas".
Dicen estas autoras que lo que sentimos, si bien lo experimentamos de manera singular, está atravesado por
valores y reglas culturales lingüísticamente implantadas. Esto no implica negar que efectivamente sentimos
cosas. En el caso que nos ocupa, no se trata de negar la variedad de afectos puestos en juego en la tarea
pedagógica. Se trata de pensar de dónde vienen, cómo se construyen, y cómo hemos llegado a dar por sentado
y a aceptar como incuestionable determinado "deber ser afectivo" y no otro.

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Desde el campo de las Ciencias Sociales, Jon Elster también ha estudiado en profundidad el tema de las
emociones y advierte que éstas adquieren sentido siempre dentro de universos culturales determinados. Es
decir, cada sociedad y cultura "induce" conceptos y creencias específicas así como "condena" o "aprueba"
determinadas prácticas. Poniendo en perspectiva el abanico emocional occidental contemporáneo, plantea lo
siguiente: "La emoción de la depresión no forma parte del repertorio conceptual de los tahitianos, de la misma
manera que para Bernard Williams la emoción de la culpa no forma parte del repertorio de la Grecia clásica; o
para Patricia Spacks cuando dice que la emoción del aburrimiento, conceptualizada como un estado mental
involuntario más que como un reprensible pecado, no existió hasta épocas muy recientes; y para C.S. Lewis la
emoción del amor romántico no surge en Europa hasta la Edad Media" (Elster, 2001: 103). Este autor agrega
algo bien interesante: "Una vez que la emoción se conceptualiza, dicha emoción también cambia. Cuando una
persona tiene los recursos conceptuales para decirse a sí misma: ¡estoy aburrido!, el estado de aburrimiento
será, por lo general, más agudo y los esfuerzos por mitigarlos más intensos" (2001:103). Esto es, contar con un
saber sobre ciertas emociones repercute en el sentir mismo de esas emociones. Es que las emociones se
desencadenan por creencias (2001:14), con lo cual, algo del orden cognitivo siempre está interviniendo en las
experiencias emocionales.

Un discurso hegemónico en el entrenamiento pedagógico emocional docente es el de la psicología. Los


dictados de las pedagogías psicológicasdesde hace varios años vienen contribuyendo a dar relevancia al plano
afectivo en el campo de la educación. Estas pedagogías afirman que es necesario vencer la distancia que
separa a los maestros de los alumnos, creando y manteniendo espacios y momentos de intimidad. Además,
recomiendan tener en cuenta no solo las calificaciones intelectuales sino también las características de la
personalidad de los docentes. Dentro de las prescripciones de la psicología se encuentra el imperativo que
indica que hay que "conocer a los chicos", saber qué les pasa y qué sienten individualmente, más allá de su
condición de alumnos. La consecución de este mandato también supone, para el docente, una dosis
considerable de implicación personal y afectiva.

Sería oportuno, entonces, tener en cuenta que el trato tierno, demostrativo, cariñoso y afectuoso hacia los
alumnos no es un atributo natural que surge de manera espontánea en aquellos que nacieron −como decía
unos párrafos más arriba− con "pasta" para la docencia. Se trata de maneras sentir y expresar las emociones
que se aprenden y que hoy, en el ámbito docente, se consideran apropiadas.

Es posible darle todavía una vuelta más a la reflexión sobre el carácter construido, antes que natural y obvio, de
los afectos considerados correctos. Esta vez nos auxilia la psicoanalista francesa Laurence Cornu, que plantea
lo siguiente: "la afirmación según la cual habría que'amar a los niños' nada tiene de claro ni de evidente.
Tampoco aquella que exigiría que los niños amen a sus educadores. Entonces, lo extraño es ese 'hay que': ¿por
qué 'habría qué', si se trata de algo natural, por lo tanto, carente de imperativos? ¿Acaso no es 'natural' el amor
por los 'niños'?" (2006: 14).

Cornu vuelve sobre sí mismo el clásico enunciado que evoca el amor natural por los niños, señalando, de
manera incisiva, aquel punto en el que el imperativo a querer a los niños (el deber ser) se superpone a un
cariño que se debería dar naturalmente. ¿Por qué insistir con un "deber ser" allí donde algo se daría de manera
"natural"? Lo que empuja a recordar el mandato −sugiere Cornu más adelante− es, tal vez, la presencia de
conductas no tan naturalmente amorosas. Antes que un cariño natural, cual manantial de agua pura y clara,
encontramos inundaciones, extravíos, diques, remolinos. Algo que podríamos llamar afectos inapropiados.

IV. Afectos incorrectos

Hasta ahora hemos reparado en los buenos sentimientos, pero esto no nos tiene que hacer olvidar que al lado
de "lo correcto" se construye "lo incorrecto": en la actualidad, el rechazo y el desamor hacia los alumnos están
mal vistos, tanto como la rigidez, la distancia y el trato seco y esquivo. Que estos afectos hoy en día estén
confinados al rubro de aquello que "no se debe sentir", no nos exime de reconocer su existencia. Algo que
ocurre con los afectos inapropiados es que suelen tomar la forma de lo inadmisible, de lo casi inconfesable.
Mientras que el amor por los niños es exaltado, mostrado, fomentado, exhibido, no pasa lo mismo con los malos
sentimientos, los odios, o las contradicciones afectivas. Dice Corbo Zabatel (2006: 125) que estas pasiones
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circulan en las escuelas y "son incontables las operaciones con que se las acalla, se las trasviste, se las oculta,
porque su reconocimiento implicaría admitir un desorden intolerable y, por qué no, repugnante." Como vemos,
abrir el baúl de los afectos implica confrontarnos con una multiplicidad de emociones y sensaciones de signos y
temperaturas diversas.

A esta altura seguramente muchos de ustedes se estarán preguntando si uno de los objetivos de esta clase es
invitarlos a confrontarse con sus sensaciones afectivas ambivalentes, para dejarlas fluir sin tapujos, para darles
rienda suelta. La respuesta es negativa. Por un lado, desmenuzar el afecto magisterial, estudiarlo, acercarle la
lupa para ver de qué está hecho, no tiene necesariamente un correlato prescriptivo. No buscamos oponer un
"deber ser afectivo" a otro "deber ser afectivo". Pero, además, hay otra explicación que justifica el no.

A partir de diversos argumentos he insistido con que los afectos solo podrán entenderse situados en
determinadas coordenadas espacio-temporales. No podemos dejar de lado, entonces, el hecho de que la
escena contemporánea se ha "afectivizado" y que el amor está cada vez más tematizado. A la vez que es
propio de la época aquello que Bauman (2005) bautizó como "amor líquido" (un amor frágil e inestable, que
tiende al descompromiso y al corto plazo), vivimos un tiempo de inflación de lo afectivo y lo emocional, como si
una suerte de magma sentimental se expandiera e inundara a las relaciones sociales en general. Así como
hace unas décadas se nos exigía ser obedientes y disciplinados, hoy se nos pide liberar nuestros "yoes",
expresarnos y expandirnos para ser auténticamente "nosotros mismos". El maestro no es ajeno a estas
incitaciones: a sentir, a revelar sus emociones íntimas, a desinhibirse. Esta es una época que está invitando a
las personas a elevar sus sentimientos individuales a valor supremo, lo que permitiría justificar acciones u
omisiones realizadas "en nombre" del gusto, del amor, del odio. ¿Cuáles serían las consecuencias de una
práctica docente asentada en estos justificativos? ¿Qué implicancias tiene que el "yo docente" actúe en nombre
del amor, odio, gusto que pueda llegar a sentir por tal o cual alumno? ¿Acaso esto no conduciría casi
inevitablemente a cierta impunidad e inimputabilidad emotiva? En nombre del amores posible llevar adelante
pedagogías injustas, excluyentes y simplificadas. En una época como la actual, no es menor señalar las
implicancias de someternos (y a nuestras pedagogías) a "las tiranías del yo" propias de la era de la intimidad
(Ref: Un libro que recomiendo para estudiar la llamada era de la intimidad es el de Paula Sibilia: "La intimidad
como espectáculo". Otro ensayo que aborda este tema es el de Eva Illouz "Intimidades congeladas. Las
emociones en el capitalismo". Los datos completos de estos libros están incluidos en la bibliografía de esta
clase.).

Otro rasgo de esta época "hiperafectivizada" es que la "cuestión afectiva" y el lenguaje sentimental están
adquiriendo cada vez mayor centralidad en la descripción de lo escolar, de los maestros y alumnos, y se remite
a ella tanto a la hora de identificar problemas como de pensar soluciones. Por ejemplo, en las escuelas se están
identificando crecientemente nenes carentes de afecto −carencia deducida de malos comportamientos, de
conductas agresivas, de problemas de aprendizaje o de datos de la composición familiar, entre otros
indicadores (Ref: Tal como señala Dubet, el fracaso escolar está cada vez más asociado a fracasos afectivos
antes que, como en épocas pasadas, a falencias vinculadas con la inteligencia o dones de los alumnos
(2006:114).) − y esto obligaría a los maestros a brindarlo compensatoriamente, supliendolo que la familia y otras
instituciones no prestan. Un nombre que recibe esta práctica docente de "dar afecto" es el de "contención
afectiva".

Y aquí nos encontramos con una suerte de paradoja.En un escenario sobreafectivizado, los docentes se ven,
por un lado, incitados a querer a estos niños supuestamente faltos de afecto, a poner en juego en su trabajo
cierto capital y cierta competencia emocional, y, por otro lado, son sospechados por querer demasiado. En
relación con esto último, hay discursos pedagógicos que postulan que, a partir de las variadas formas de
"brindar afecto", los maestros estarían relegando la tarea específica de enseñar (Ref: Esta dicotomía es
parecida a la que postula Antelo en relación a la supuesta disyuntiva entre enseñar y asistir (cf. Antelo, 2005).).
Desde esta perspectiva, la afectivización de las relaciones pedagógicas contribuiría a la desprofesionalización
docente. La ecuación sería: a mayor afecto, menor profesionalización. Y la acusación diría: "ustedes los
quieren, sí, pero solo hacen eso y no les enseñan". Desde los discursos de la profesionalización docente el
afecto es algo banal, simple, que sería conveniente erradicar. Estos discursos se hacen eco de ciertas

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tradiciones pedagógicas que han desconfiado de los sentimientos por estar ligados al espiritualismo y al
irracionalismo, y que vieron en lo "afectivo" una excusa para no enseñar o para seguir sosteniendo una escuela
"vacía" (Dussel, 2006: 146).

Es decir, en el campo educativo lo afectivo está, por momentos, elevado y sobrevaluado, y por momentos,
cuestionado y descalificado.Y es el mismo docente el que, luego de ser incitado a querer a sus alumnos
carentes de afectos, es condenado por brindar cariño y no enseñar.

V. Un amor entre extraños

A lo largo de esta clase intenté sacudir un poco los estereotipos edulcorados que circulan entre los docentes del
Nivel Inicial. Ahora bien, ¿en qué consistiría quitarle a lo afectivo el atributo edulcorado? ¿Sería acaso darle
"entidad pedagógica"? ¿Y cómo adquiriría lo afectivo "entidad pedagógica"? ¿Sería a través de la planificación
o de su incorporación al currículum? Ponerle intencionalidad pedagógica a las caricias y a los mimos
enunciándolos como "objetivos", suena, por lo menos, raro. Pero estas y otras preguntas son inevitables −y
absolutamente bienvenidas− una vez que se ha movilizado aquello que ha permanecido durante tanto tiempo
como incuestionable.

Como dije al principio, no es mi intención negar que los afectos tienen una presencia inerradicable en las
prácticas educativas. Parafraseando a Germán García diría que no es sin amor que sucede la educación; es
con amor (Ref: "No es sin" −dice Germán García− "es un giro para decir que una cosa implica otra, pero que a
la segunda no podemos definirla" (García, 1999). Esta expresión, utilizada habitualmente para hablar del
inconsciente, es usada por este psicoanalista para referirse al tema de las pasiones.) que las transmisiones
ocurren y que los encuentros pedagógicos se consuman. Los afectos están ahí: a veces no nos queda otra que
lidiar con ellos, pero a veces vienen a hacernos las cosas más fáciles, más alegres, como diría Spinoza, y
disfrutables. Afirmar lo contrario sería tácitamente confinar a los afectos al terreno de lo caprichoso e indómito, o
de lo ingenuo y sentimentaloide, o de lo estrictamente privado y singular.

En relación con esto último no querría dejar de mencionar algo más. Uno de los rasgos del amor magisteriales
que sucede entre extraños. Se trata de un afecto que se da entre un educador y unos niños que le son
confiados, pero que no son "suyos" sino que son "desconocidos" (Cornu, 2006). Podríamos decir que es un
afecto público antes que privado. Y destacar esto no es algo menor en esta época atravesada por las tiranías
del yo y de la intimidad, en la que se nos incita a hacer pasar todas las relaciones −y las escolares no quedan
exentas− por el tamiz de "lo íntimo". En algún sentido, a partir de estos argumentos puede pensarse en algo del
orden de la justicia amorosa. Paul Ricoeur (2001) nos recuerda que el "amor" y la "justicia" son dos términos
desproporcionados. En efecto, resulta difícil pensar en un amor escolar "justamente distribuido" o en alumnos
con "derecho a ser queridos". Para acercarnos tímidamente a esa justicia amorosa (precaria, frágil, pero
necesaria) creo que no queda otra que transitar la siempre imprecisa vía que cada uno trazará tratando de
evitar dos extremos: por un lado, aquel que propone didactizar o tecnificar el afecto, y, por el otro, aquel que
invita a dar rienda suelta a la impunidad emotiva que enarbola el "yo siento" a valor supremo. Vale decir que en
lo relativo al amor nunca encontraremos el punto "justo". Pero esta constatación, antes que llevarnos a la
abstención (de enseñar tanto como de querer), nos confronta con el hacernos cargo de las múltiples y
contradictorias pasiones que en la tarea de enseñar, como en todos los órdenes de la vida, ponemos en juego.

Bibliografía

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