Textos Fundamentales para La Historia - AA. VV

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Con este libro Miguel Artola ha querido poner al lector en

contacto directo con documentos y obras de pensamiento


fundamentales para comprender los grandes momentos que
en el devenir de la historia han marcado el rumbo de la
civilización occidental. Se trata las más de las veces de
textos dispersos o de difícil localización reunidos aquí por su
indudable valor histórico, precedidos de una introducción del
autor con las claves necesarias para su lectura
contextualizada y agrupados en grandes bloques: la
formación de los poderes de la Iglesia y el Imperio, el
feudalismo, la lucha por el dominium mundi, la recepción de
la cultura clásica, el Renacimiento, la formación del
capitalismo moderno, la Reforma, las guerras de religión, el
individualismo político y las doctrinas contractualistas, la
Revolución científica, la Ilustración y el despotismo ilustrado,
la fisiocracia y el librecambio, el liberalismo y la democracia,
la Revolución liberal-burguesa, la Revolución industrial, el
Romanticismo, el socialismo y el marxismo.
Lactancio, san Agustín, san Pablo, Lulio, Tomás de Aquino,
Vasari, Juan Luis Vives, Montaigne, Pico della Mirandola,
Petrarca, Erasmo de Rotterdam, Kempis, Leonardo da Vinci,
Maquiavelo, Hernán Cortés, Bartolomé de las Casas,
Francisco de Vitoria, Tomás de Mercado, Bodino, Lutero,
Calvino, Ignacio de Loyola, Hobbes, Locke, Aristóteles,
Galileo, Kepler, Newton, D’Alembert, Cadalso, Diderot, Swift,
Voltaire, Kant, Jovellanos, Quesnay, Turgot, Adam Smith,
Malthus, Montesquieu, Bentham, Rousseau, Marx, Sismondi,
Herder, Fichte, Gautier, Hegel, Moser, Savigny, Burke,
Müller, Proudhon, Saint-Simon, Owen o Engels son algunos
de los autores que desfilan por las páginas de esta obra.
AA. VV.
Textos fundamentales para la Historia

ePub r1.0
Titivillus 19.03.2020
Título original: Textos fundamentales para la Historia
AA. VV., 1968
 
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Índice

Introducción

1. La formación de los poderes universales de la Iglesia y el


Imperio

2. Feudalismo y régimen señorial

3. La lucha por el «dominium mundi»

4. La recepción de la cultura clásica. A) El Derecho romano

5. La recepción de la cultura clásica. B) La filosofía


aristotélica

6. El Renacimiento

7. La expansión de Europa y la formación del capitalismo


moderno

8. La Reforma

9. Contrarreforma y guerras de religión

10. Individualismo político y doctrinas contractualistas

11. La Revolución científica

12. Ilustración y despotismo ilustrado


13. Fisiocracia y librecambio

14. Liberalismo y democracia

15. La Revolución liberal-burguesa

16. La Revolución industrial

17. El Romanticismo

18. Socialismo y marxismo

Notas
A LA FACULTAD DE LETRAS

DE SALAMANCA

Este libro no hubiera sido posible sin una nutrida sene de


colaboraciones que se sintetizan en la dedicatoria.
En primer lugar, la de las sucesivas promociones de
alumnos que, en virtud de la peculiar relación dialéctica que
es la enseñanza, me han llevado a constantes revisiones de
la explicación de cátedra para mejorar notablemente los
planteamientos originarios del curso.
Mis compañeros de Facultad me prestaron en todo
momento su consejo, facilitaron la búsqueda de los
documentos y aceptaron incluso aplazar sus propios trabajos
para traducir, muchas veces por primera vez, los textos con
que les apremiaba. Millán Bravo, Luis Cortés, José Ángel
García de Cortázar, Marcelino Legido, Salustiano Moreta,
Feliciano Pérez Varas y María Dolores Verdejo merecen por
ello figurar al frente de este libro.
Junto con ellos y de manera muy especial, he de
mencionar a Luis Michelena, Martín Ruipérez y Francisco
Tomás Valiente, que accedieron a revisar el original, tarea
que desempeñaron con todo interés, aportando multitud de
sugerencias que han servido para mejorar la obra, sin que
por ello deje de asumir la responsabilidad de los asertos en
ella contenidos
El capítulo de gracias no puede cerrarse sin antes
mencionar las personas y empresas que han autorizado la
utilización de distintos fragmentos de sus traducciones o de
las contenidas en obras de su fondo, para la realización de
este libro:
Julián Marías por textos de Santo Tomás y G. de Occam;
Aguilar, S. A., por textos de Erasmo, Vives, Ricardo, Saint
Simón y Marx; La Editorial Católica, S. A., por textos de san
Anselmo, santo Tomás de Aquino, Duns Scoto, Francisco de
Vitoria y san Ignacio de Loyola; Editorial Grijalbo, S. A., por
textos de Marx; Instituto de Estudios Políticos de la
Universidad Central de Venezuela por textos tomados del
Socialismo premarxista; Vergara, S. A., por textos de
Maquiavelo; Espasa Calpe, S. A., por textos de Swift,
Rousseau y Gautier.
A todos ellos deseo manifestarles mi más profundo
agradecimiento por su importante colaboración.

EL AUTOR
INTRODUCCIÓN

Los acontecimientos históricos son hechos cuyo


significado sólo se pone de manifiesto cuando son utilizados
como datos para construir una teoría. La insuficiencia del
relato de acontecimientos para establecer sus
interconexiones y de esta manera darles un significado,
determinó la ampliación del campo de la investigación
histórica, hasta incluir en él no sólo las actividades
tradicionalmente consideradas como objeto de la Historia —
la guerray la política—, sino la totalidad de las actividades
humanas, desde las socio-económicas (estructuras) hasta
las intelectuales (mentalidades), pasando por las
instituciones.
La expansión de la historia tiene como consecuencia:
1.º La creciente convergencia e incluso confusión de
disciplinas y especialidades que tienen en común el estudio
del pasado. La posibilidad de una historia del arte, de la
literatura, del derecho o de la ciencia que no tome en
consideración sino los fenómenos artísticos, literarios,
jurídicos o científicos es cada día más ilusoria, debido a las
insuficiencias de un esquema explicativo puramente formal.
Una catedral puede ser una obra de arte, pero, en cualquier
caso, es una realización colectiva que refleja no sólo un
estilo artístico, sino también una mentalidad religiosa y una
realidad social y económica determinadas, que no se
revelarán a quien se reduzca a estudiarla desde un
planteamiento puramente estilístico.
Simultáneamente se produce la historificación de
aquellas ciencias que, sin estar específicamente orientadas
al estudio del pasado (geografía, economía, etc.), necesitan
adentrarse en él para disponer de series cronológicas (datos
demográficos, ciclos económicos, etc.) en cantidad suficiente
para poder establecer regularidades y descubrir normas.
2.º La participación de especialistas de muy diversos
orígenes y formaciones en la investigación histórica, que
determinó la introducción de conceptos y categorías
científicas ajenos por completo a los planteamientos
originarios de la historia y que han dado origen a una ciencia
que amenaza con resultar incomprensible para aquellos
historiadores que no se adapten a su nivel actual de
desarrollo
De lo dicho se sigue la necesidad de un cambio radical
en las capacidades requeridas del historiador, a quien el
nuevo y multiplicado material que ha de manejar le exije, no
una memoria feliz que le permita acumular información, sino
una preparación suficiente en muy diversas materias
(geografía, matemáticas, economía, sociología, etc.) para
interpretar las informaciones disponibles, por cuanto no es la
naturaleza de los datos lo que hace al especialista, sino la
manera como los trata. La formación universitaria del
historiador no puede por tanto reducirse a la asimilación de
un relato más o menos rico, con destino a ulteriores
repeticiones, sino que habrá de ser ante todo una
capacitación para poder analizar e interpretar los fenómenos
históricos. Es evidente que ambos objetivos se excluyen
mutuamente y que la acumulación de información no deja
tiempo para la formación que hoy en día exige la historia. Se
plantea así una decisiva opción entre extensión y selección,
entre acumular información o limitarla en beneficio de una
preparación que, a primera vista, podría parecer poco
relacionada con la Historia, como es el estudio de las
materias antes mencionadas.
El desarrollo y control de las capacidades del historiador
impone, a semejanza de lo que ocurre en las restantes
ciencias, la necesidad de un entrenamiento que sólo puede
practicar enfrentándose directamente con textos y
documentos originales. Estos textos, sin embargo, no
pueden consistir en relatos más o menos entretenidos o
pintorescos según la vieja fórmula de las lecturas históricas,
sino que deberán tener un significado que permita ejercitar el
análisis histórico, entendiendo por tal el poner de manifiesto
los elementos conceptuales o reales que permiten vincular el
texto a una ¿poca determinada o a un fenómeno histórico
concreto, descubrir sus relaciones con otros y revelar su
significado histórico.
Capítulo 1

LA FORMACIÓN DE LOS

PODERES UNIVERSALES DE LA

IGLESIA Y EL IMPERIO

E L reconocimiento en 313 de la libertad religiosa por


Constantino y Licinio merced al llamado impropiamente
Edicto de Milán [1], pone al Cristianismo en situación de
igualdad frente a las otras religiones y es el paso previo a su
transformación en religión oficial del Imperio en virtud del
Edicto de Tesalónica de 380 [2]. A partir de Teodosio el
Imperio se convierte en un Estado confesional: la religión es
impuesta por el poder público a sus súbditos, al tiempo que
prohíbe el paganismo, clausura o destruye sus templos,
persigue la herejía, etc. [3].
La confesionalidad del Imperio determina:
1.º La institucionalización de la Iglesia, cuyo aspecto de
comunidad espiritual de fieles (ἐκκλησία) pasa a segundo
plano al desarrollarse la institución pública. La integración de
la Iglesia en el sistema político de Roma determina:
a) nuevas y más favorables condiciones para la
evangelización de la población, con el aumento subsiguiente
de las conversiones.
b) la configuración de uní jerarquía eclesiástica sobre la
base de la división administrativa imperial —metropolitanos
en las provincias, obispos en las ciudades— a la que el
Imperio reconoce una cierta competencia administrativa
(tuitio) y jurisdiccional (audientia episcopalis) [4].
c) la concesión de un estatuto privilegiado en favor de los
eclesiásticos (libre disposición del patrimonio, inmunidad
fiscal, dispensa de cargos curiales, etc.) [5].
d) la creación de un patrimonio eclesiástico, merced a las
oblaciones de los fieles y la liberalidad de los emperadores,
que, aunque perteneciente a la comunidad, es administrado
con total libertad por el obispo, al tiempo que disfruta de
inmunidad fiscal [6].
2.º La confusión entre sociedad política y religiosa que
lleva implícito el problema del poder supremo, que los
emperadores se reservan en última instancia
(cesaropapismo). El dominus del Bajo Imperio es un
monarca absoluto [7] que ejerce un poder de origen divino y
que a partir de Constantino, en unas ocasiones a
requerimiento de la jerarquía, en otras por propia iniciativa,
se atribuye un amplio derecho de intervención en las
cuestiones no sólo disciplinarias —expulsa clérigos, depone
y destierra obispos e incluso papas [8]—, sino también
jurisdiccionales castiga delitos religiosos como el sacrilegio
[3]—, e incluso doctrinales (convoca concilios cuya
actuación orienta [9], da fuerza legal a sus decisiones [10],
publica encíclicas [11], etc.).
La nueva Iglesia, surgida de la proclamación política de
la confesionalidad cristiana, pese a su desarrollo
institucional, se encuentra en una situación de tutela, de la
que se librará a través de un doble proceso, que le lleva a
definir sobre bases totalmente distintas, tanto los principios
teóricos de su relación con el Imperio, como el ámbito y las
condiciones en que ejerce su autoridad el Pontificado.
La Iglesia, que con san Pablo había elaborado por
primera vez una doctrina de la dualidad de reinos y
obligaciones [12], inicia con san Agustín (354-430) una
nueva orientación doctrinal, que conducirá, en última
instancia, a la subordinación del poder temporal. La
naturaleza humana, orientada hacia su creador según el
plan divino, no puede, de resultas del pecado original,
cumplir su destino sin antes reconciliarse con Dios, a través
de la mediación de Cristo [13]. El hombre necesita por tanto
justificarse, realizar la justicia, momento en que san Agustín
pasa sin transición de la idea paulina de la justificación a la
jurídica de la justicia —Iustitia est constans et perpetua
voluntas ius suum cuique tribuendi (Ulpiano), Iustitia est
aequitas, ius unicuique tribuens pro dignitate cuiusque
(Cicerón)— para afirmar que, puesto que la aspiración de la
comunidad humana es la realización de la justicia, toda
sociedad para ser legítima debe estar orientada al fin último
de la justificación —suprema justicia— de sus miembros
[14]. De aquí arranca la imagen de las dos ciudades, la de
los justos o justificados y la de los pecadores [15].
Mientras san Agustín aún admitió la legitimidad de toda
sociedad organizada y su derecho a exigir la obediencia del
cristiano, tanto por su origen divino como por estar regida
por la providencia, sus epígonos, limitándose al fundamental,
planteamiento realizado por el obispo de Hipona, terminaron
por absorber el Estado en la Iglesia. La teoría de las dos
espadas, elaborada por el papa Gelasio (492-96), que
contiene implícitamente una afirmación de superioridad
pontificia [16] señala el tránsito a las tesis del agustinismo
político defendido por Gregorio Magno (590-604), base de la
concepción ministerial, es decir condicionada, del poder
político (el poder temporal al servicio del reino celestial),
tesis renovada por los tratadistas postcarolingios (Jonás de
Orleáns, Hincmar de Reims) [17].
Paralelamente a un desarrollo doctrinal cuyas
posibilidades de aplicación son en principio muy remotas,
tiene lugar un proceso institucional del que surgirá una
Iglesia centralizada en torno al primado de Roma, liberada
de la tutela imperial y con su centro de gravedad en
Occidente. La autoridad pontificia se establece a través de
un dilatado proceso histórico, que conduce de la primacía de
honor de la sede de san Pedro a un ejercicio eficaz de sus
atribuciones. Las primeras manifestaciones de una
legislación pontificia aparecen inmediatamente después del
Edicto de Tesalónica con las decretales de Siricio (384-99), y
poco antes Dámaso (366-84) había formulado por primera
vez de manera rigurosa la doctrina del primado romano
basado en el Tu es Petrus (Mateo XVI, 18), evolución
contrapesada por el desarrollo paralelo de la supremacía de
Constantinopla en Oriente (c. 28 del Concilio de Calcedonia
de 450) [18]. La obra de Dámaso y Siricio será continuada
por sus sucesores entre los que destaca Inocencio I (401-
17), iniciador de una política de centralización basada en el
primado jurisdiccional, que no logra ser reconocido en un
texto legislativo secular hasta el edicto Certum est (445) en
que Valentiniano III establece la supremacía de Roma sobre
la Iglesia Occidental [19], sin que el pontífice logre por ello
ver siempre reconocida su autoridad, debido al
intervencionismo imperial.
La afirmación del primado de Roma coincide con las
invasiones germánicas que, al producir una total
desarticulación del sistema de comunicaciones, dejaron al
pontífice aislado (la conversión de los godos en el III Concilio
de Toledo tardó cuatro años en llegar a conocimiento del
papa). Al mismo tiempo las invasiones provocaron un
sensible retroceso de las fronteras del mundo cristiano y aun
en aquellos lugares donde el cristianismo logró mantenerse,
se constituyeron auténticas iglesias nacionales bajo el
control de los monarcas germánicos. El proceso
subsiguiente de recuperación es el resultado de la acción
conjunta del pontificado, que encuentra en esta parte del
mundo menor resistencia a sus pretensiones
jurisdiccionales, y de la difusión del monacato que, surgido
en Oriente, adquiere en Europa sus características de
comunidad religiosa ordenada. Difundido por san Jerónimo
durante su estancia en Roma (382-385), en que propagó el
ideal ascético-de san Antonio no recibirá su precisa
configuración hasta la creación de la abadía de Monte
Casino, casa madre de la orden benedictina, a la que san
Benito dotará en 534 de una Regula monachorum, que,
frente a la arbitrariedad de la vida penitencial oriental o la
libertad de los monasterios occidentales, define un estilo de
vida religiosa caracterizado por la permanencia de los
monjes en el monasterio y el equilibrio de una vida en que
alternan de manera precisa la ascesis, la lectura, el trabajo
manual y el reposo, todo ello bajo la dirección del abad, a
cuya voluntad vivirán sometidos los monjes [20].
El proceso de evangelización de Occidente posterior a
las invasiones, promovido por Roma y confiado
frecuentemente a los monjes [21], conducirá a la aparición
de una Iglesia más grande, por su extensión territorial y su
población, vinculada inmediatamente al pontífice [22] y que
comparte una común cultura merced a una red de
monacales y catedralicias que imparten una misma
enseñanza (trivium y quadrivium) que, aunque inspirada en
la tradición cultural de la Antigüedad, aparece ya como muy
distante de la de la parte oriental del Imperio. La figura más
representativa de esta labor es el pontífice Gregorio Magno
(590-604), que reconstruye el patrimonio de san Pedro,
origen de los Estados pontificios, escribe la Regula
pastoralis que servirá como modelo de gobierno episcopal
[23] y logra vincularse de manera directa a los monjes
irlandeses, que representan en este momento el grupo
religioso más activo, tanto en el terreno pastoral como en el
cultural.
La fase final del proceso de independencia institucional
de la Iglesia se produce con su accesión al rango de poder
temporal autónomo. La causa del conflicto con el Imperio
tiene su origen en las disposiciones tomadas por León III
Isáurico contra la iconolatría. La respuesta de Gregorio III
conducirá a la excomunión de los iconoclastas (Concilio de
Roma del 731), que no impedirá a Constantino celebrar un
concilio iconoclasta y desencadenar una campaña contra el
culto a las imágenes. En estas circunstancias los lombardos
inician una nueva expansión territorial y cuando el
pontificado no encuentre apoyo en Constantinopla se volverá
a los francos en busca de ayuda. El papa Zacarías había
legitimado en 750 el golpe de estado que llevó a Pipino al
trono de Francia [24] y, dos años después, Esteban II acudía
a Ponthion para solicitar la ayuda de los francos y Pipino
restablecerá y ampliará el poder temporal del pontífice,
momento en que se elabora la apócrifa Donación de
Constantino [25]. Años después, la doble crisis del Imperio
(Irene suplanta a su hijo en el trono bizantino) y del
pontificado (León III es expulsado de Roma), determina la
intervención de Carlomagno (carta de Alcuino de 799) [26],
quien restablece al pontífice y será coronado emperador en
la Navidad del 800 a través de la ficción de la acclamatio del
pueblo de Roma [27].
La recién conseguida independencia de la Iglesia frente
al Imperio bizantino no resolvió el problema por cuanto
coincidió con la renovatio imperii, que restablece un
imperium christianum de Occidente cuyo titular asumirá
como los bizantinos la doble función de rex y sacerdos [28],
doctrina que se refleja en el carácter de los missi dominici,
persona moral compuesta por un obispo y un conde, y en la
aparición, junto a la civil, de una legislación eclesiástica
emanada del emperador (capitularia mundana y
ecclesiastica), lo que pone de manifiesto el replanteamiento
del problema del cesaropapismo.
Textos 1

EDICTO DE MILÁN (a. 313) 1.1

Por su parte Licinio, pocos días después de la batalla, tras


hacerse cargo y repartir una parte de las tropas de Maximino,
llevó su ejército a Bitinia y entró en Nicomedia. Allí dio gracias a
Dios con cuya ayuda había logrado la victoria y el día 15 de junio
del año en que él y Constantino eran cónsules por tercera vez,
mandó dar a conocer una carta dirigida al gobernador acerca del
restablecimiento de la Iglesia y cuyo texto es el siguiente:
“Yo, Constantino Augusto, y yo también, Licinio Augusto,
reunidos felizmente en Milán para tratar de todos los problemas
que afectan a la seguridad y al bienestar público, hemos creído
nuestro deber tratar junto con los restantes asuntos que veíamos
merecían nuestra primera atención para el bien de la mayoría,
tratar, repetimos, de aquellos en los que radica el respeto de la
divinidad, a fin de conceder tanto a los cristianos como a todos
los demás, facultad de seguir libremente la religión que cada cual
quiera, de tal modo que toda clase de divinidad que habite la
morada celeste nos sea propicia a nosotros y a todos los que
están tajo nuestra autoridad. Así pues, hemos tomado esta
saludable y rectísima determinación de que a nadie le sea
negada la facultad de seguir libremente la religión que ha
escogido para su espíritu, sea la cristiana o cualquier otra que
crea más conveniente, a fin de que la suprema divinidad, a cuya
religión rendimos este libre homenaje, nos preste su
acostumbrado favor y benevolencia. Por lo cual es conveniente
que tu excelencia sepa que hemos decidido anular
completamente las disposiciones que te han sido enviadas
anteriormente respecto al nombre de los cristianos, ya que nos
parecían hostiles y poco propias de nuestra clemencia, y permitir
de ahora en adelante a todos los que quieran observar la religión
cristiana, hacerlo libremente sin que esto les suponga ninguna
clase de inquietud y molestia. Así pues, hemos creído nuestro
deber dar a conocer claramente estas decisiones a tu solicitud
para que sepas que hemos otorgado a los cristianos plena y libre
facultad de practicar su religión. Y al mismo tiempo que les
hemos concedido esto, tu excelencia entenderá que también a
los otros ciudadanos les ha sido concedida la facultad de
observar libre y abiertamente la religión que hayan escogido
como es propio de la paz de nuestra época. Nos ha impulsado a
obrar así el deseo de no aparecer como responsables de mermar
en nada ninguna clase de culto ni de religión. Y además, por lo
que se refiere a los cristianos, hemos decidido que les sean
devueltos los locales en donde antes solían reunirse y acerca de
lo cual te fueron anteriormente enviadas instrucciones concretas,
ya sean propiedad de nuestro fisco o hayan sido comprados por
particulares, y que los cristianos no tengan que pagar por ellos
ningún dinero de ninguna clase de indemnización. Los que hayan
recibido estos locales como donación deben devolverlos también
inmediatamente a los cristianos y, si los que los han comprado o
los recibieron como donación reclaman alguna indemnización de
nuestra benevolencia, que se dirijan al vicario para que en
nombre de nuestra clemencia decida acerca de ello. Todos estos
locales deben ser entregados por intermedio tuyo e
inmediatamente sin ninguna clase de demora a la comunidad
cristiana. Y como consta que los cristianos poseían no solamente
los locales donde se reunían habitualmente, sino también otros
pertenecientes a su comunidad, y no posesión de simples
particulares, ordenamos que como queda dicho arriba, sin
ninguna clase de equívoco ni de oposición, les sean devueltos a
su comunidad y a sus iglesias, manteniéndose vigente también
para estos casos lo expuesto más arriba, de que los que hayan
hecho esta restitución gratuitamente puedan esperar una
indemnización de nuestra benevolencia. En todo lo dicho
anteriormente deberás prestar el apoyo más eficaz a la
comunidad de los cristianos, para que nuestras órdenes sean
cumplidas lo más pronto posible y para que también en esto
nuestra clemencia vele por la tranquilidad pública. De este modo,
como ya hemos dicho antes, el favor divino que en tantas y tan
importantes ocasiones nos ha estado presente, continuará a
nuestro lado constantemente, para éxito de nuestras empresas y
para prosperidad del bien público.
Y para que el contenido de nuestra generosa ley pueda llegar
a conocimiento de todos convendrá que tú la promulgues y la
expongas por todas partes para que todos la conozcan y nadie
pueda ignorar las decisiones de nuestra benevolencia”.
A esta carta que fue expuesta para conocimiento de todos
añadió de palabra vivas recomendaciones para restablecer en su
estado primitivo los lugares de reunión. Y de este modo desde la
ruina de la Iglesia a su restablecimiento transcurrieron diez años
y alrededor de cuatro meses.
 
LACTANCIO: De mortibus persecutorum (c. 318-321)

EDICTO DE TESALÓNICA (a. 380) 1.2

Queremos que todas las gentes que estén sometidas a


nuestra clemencia sigan la religión que el divino apóstol Pedro
predicó a los romanos y que, perpetuada hasta nuestros días, es
el más fiel testigo de las predicaciones del apóstol, religión que
siguen también el papa Dámaso y Pedro, obispo de Alejandría,
varón de insigne santidad, de tal modo que según las
enseñanzas de los apóstoles y las contenidas en el Evangelio,
creamos en la Trinidad del Padre, Hijo y Espíritu Santo, un solo
Dios y tres personas con un mismo poder y majestad.
Ordenamos que de acuerdo con esta ley todas las gentes
abracen el nombre de cristianos y católicos, declarando que los
dementes e insensatos que sostienen la herejía y cuyas
reuniones no reciben el nombre de iglesias, han de ser
castigados primero por la justicia divina y después por la pena
que lleva inherente el incumplimiento de nuestro mandato,
mandato que proviene de la voluntad de Dios.
 
C. Th. XVI, 1-2 (a. 380).

EL IMPERIO CONFESIONAL 1.3

Que nadie dedique la menor atención a los maniqueos ni a los


donatistas, que según nuestras noticias no cejan en su locura.
Que haya un solo culto católico y un solo camino de salvación y
que se adore solamente la sagrada Trinidad una e indivisible. Y si
alguien se atreve a mezclarse con estos grupos prohibidos e
ilícitos y a no respetar las órdenes de las innumerables y
anteriores disposiciones, y de la ley que hace poco promulgó
nuestra benevolencia, y se reuniera con estos grupos rebeldes,
no dude que han de ser rápidamente extraídos los punzantes
aguijones que promueven esta rebelión.
 
C. Th. 16.5.38 (a. 405).
 
Ordenamos que el edicto que nuestra clemencia dirigió a las
provincias africanas acerca de la unidad, sea proclamado por
todas las restantes para que todos sepan que se ha de mantener
la única y verdadera fe católica del Dios omnipotente en el que la
recta fe popular cree.
 
C. Th. 16, 11, 2 (a. 405).
 
Ordenamos que los donatistas y herejes a los que nuestra
paciencia ha tolerado hasta ahora sean castigados severamente
por las autoridades competentes hasta el punto de que las leyes
los reconozcan personas sin facultad de declara ante los
tribunales ni de entablar transacciones ni contratos de ninguna
clase, sino que, como a personas marcadas con una eterna
deshonra, se les alejará de la sociedad de las personas decentes
y de la comunidad de ciudadanos. Ordenamos que los lugares en
que esta terrible superstición se ha mantenido hasta ahora,
vuelvan al seno de la venerable Iglesia católica y que sus
obispos, presbíteros y toda clase de clérigos y ministros sean
privados de todas sus prerrogativas y sean conducidos
desterrados cada uno a una isla o provincia distinta. Y si alguno
de éstos huyera para escapar de este castigo y alguien lo
ocultara sepa la persona que lo oculta que su patrimonio pasará
al fisco y que él sufrirá el castigo impuesto a aquéllos.
Imponemos también multas y pérdida de patrimonios a hombres,
mujeres, personas particulares y dignidades, a cada cual la multa
que le pertenezca según su rango. Todo el que pertenezca al
orden pro consular o sea sustituto del prefecto del pretorio o
pertenezca a la dignidad de centurión de la primera cohorte si no
se convirtiera a la religión católica se verá obligado a pagar 200
libras de plata que pasarán a engrosar los fondos de nuestro
fisco. Y para que no se piense que sólo con esto una persona
puede verse libre de toda acusación, ordenamos que pague esta
misma multa todas las veces que se demuestre y confiese haber
vuelto a tener tratos y simpatizar con tal comunidad religiosa. Y si
una misma persona llegara a ser acusada cinco veces y las
multas no fueran suficientes para alejarla del error, entonces se
presentará ante nuestro tribunal para ser juzgada con mayor
severidad; se le confiscará la totalidad de sus bienes y se verá
privada de su estado jurídico. En estas mismas condiciones
hacemos incurrir en responsabilidad a los restantes magistrados,
a saber: si un senador, que no esté protegido externamente por
alguna prerrogativa especial de dignidad, es hallado en la secta
de los donatistas, pagará como multa cien libras de plata, los
sacerdotes de provincias se verán obligados a pagar esta misma
suma, los diez primeros decuriones de un municipio abonarán
cincuenta libras de plata y los restantes decuriones diez libras de
plata. Estas serán las multas para todos aquellos que prefieran
continuar en el error. Los arrendatarios de fincas del Estado, si
toleraran en ellas el uso y manejo de cosas o ceremonias
sagradas, se verán obligados a pagar de multa la cantidad que
vienen pagando por el alquiler de dichas fincas. También los
enfiteutas estarán sometidos al cumplimiento de esta ley
religiosa. Si los arrendatarios de personas particulares
permitieran reuniones en las fincas o toleraran la profanación de
ceremonias religiosas, se informará a sus dueños de estos
hechos a través de los jueces y los dueños pondrán el máximo
interés, si quieren verse libres del castigo de esta orden, en que
se enmienden y en caso contrario, si perseveraran en el error, los
despedirán y pondrán al frente de sus fincas administradores que
velen por los sagrados preceptos. Y si no se preocuparan de esto
serán multados también en la cantidad que vienen recibiendo
como arriendo de las fincas, de tal modo que lo que podía
engrosar sus ganancias pasará a aumentar los fondos del
sagrado erario público. Los servidores de jueces vacilantes en la
fe, si fueran hallados en este error pagarán de multa treinta libras
de plata y si, multados por cinco veces, no quisieran apartarse de
este error, después de ser azotados serán hechos esclavos y
mandados al destierro. A los esclavos y colonos un severo
castigo los alejará de tales actos de audacia. Pero si después de
castigados con azotes persistieran en su propósito, tendrán que
pagar como multa la tercera parte de su peculio. Y todo lo que se
pueda reunir de las multas de esta clase de hombres y de estos
lugares, pasará enseguida a engrosar los fondos para la
distribución de donativos con destino religioso.
 
C. Th. XV, 5, 5 (a. 425).

«AUDIENTIA EPISCOPALIS» 1.4

El juez, en virtud de su cargo, deberá velar para que si se


apela al juicio episcopal, se conceda silencio, y si alguien quisiera
trasladar una causa ante las leyes cristianas y respetar su
decisión, para que se le oiga, aunque la causa hubiera
comenzado en presencia del juez y para que se tenga como
inviolable lo que allí se decretare. Se respetará sin embargo esta
condición, el no usurpar a uno de los litigantes el derecho de
dirigirse al tribunal arriba nombrado y exponer su juicio. El juez
debe pronunciar la sentencia de esta causa, de un modo justo de
tal forma que sea acogida favorablemente por todos.
 
C. Th. 1.27.1 (a. 318).

PRIVILEGIOS DE LOS ECLESIÁSTICOS 1.5

Las personas que están al frente del culto divino, es decir las
personas a las que se llama clérigos, deberán por esta
disposición estar alejadas de todo cargo para que no se aparten
de los oficios divinos por la apetencia sacrílega de otras cosas.
Interpretación de esta ley. Esta ley ordena de un modo
especial que nadie se atreva mediante una consagración
sacrilega a nombrar a recaudadores de tributo e inspectores de la
hacienda pública para oficios eclesiásticos, ya que la Iglesia
ordena que las personas que la sirvan estén libres de otras
preocupaciones y oficios.
 
C. Th. 16.2.2 (a. 319).
 
A todos los obispos de las distintas provincias.
Para que las asambleas eclesiásticas se vean frecuentadas
por gran multitud de gente se concederá a los clérigos, tanto
sacerdotes como diáconos, la dispensa de toda clase de
impuestos y se les quitarán también las cargas por el ejercicio de
actividades humildes.
No se les obligará de ningún modo a abonar las alcabalas de
los comerciantes ya que es cosa sabida que las ganancias que
se extraen de las tiendas y puestos aprovechan a los pobres.
Ordenamos también que se vean libres de impuestos los
comerciantes. Y del mismo modo estarán libres de impuestos las
prestaciones extraordinarias. Y esto lo hacemos extensivo a sus
esposas, hijos y servidores, hombres y mujeres, de tal suerte que
por esta ley ordenamos que todos ellos se vean libres del censo.
 
C. Th. 16.2.10 (a. 346).

PATRIMONIO DE LAS IGLESIAS 1.6

Cualquier persona tendrá libertad para dejar a su muerte a la


venerable asamblea católica los bienes que quiera. Y se
respetará esta su última voluntad. Pues no hay nada más digno
de respeto que la libertad de la última voluntad de una persona,
ya que después de ella no puede querer ninguna otra cosa.
 
C. Th. 16.2.4 (a. 321).
 
Ordenamos que los sacerdotes de la religión pagana se vean
sujetos al oportuno castigo si antes del día 1 de noviembre no se
alejan de Cartago y vuelven a sus ciudades de origen. Del mismo
modo se verán sujetos a este castigo todos los sacerdotes de las
distintas partes de África si no abandonan las metrópolis y
permanecen en sus ciudades.
También ordenamos que todos los lugares que el error de
nuestros antepasados destinó para sacrificios religiosos pasen,
según las disposiciones de nuestro divino Graciano, a nuestro
patrimonio, de tal forma que sean exigidos de sus poseedores
ilegítimos sus rentas desde el momento en que se empezó a
emplear el dinero del Estado en el sostenimiento de tan malvada
religión. Ahora bien, según esta misma disposición ordenamos
que en los casos en que la largueza de anteriores emperadores o
nuestra majestad ha querido que estos beneficios pasaran a
personas particulares, que continúen constantemente en sus
patrimonios. Lo cual disponemos que se cumpla no sólo en África
sino en todas las regiones de nuestro imperio. Y los lugares que
en virtud de numerosos decretos quisimos que pasaran a
pertenecer a la venerable Iglesia católica, la Iglesia los
reivindicará con justicia de tal manera que todos los gastos que
en aquel tiempo ocasionó esta superstición, justamente
condenada después, como asimismo todos los lugares que los
dendróforos y los restantes nombres y profesiones de la religión
pagana tuvieron dedicados a banquetes, pasen a aumentar
nuestro fisco después de alejar de ellos este error de la
superstición.
 
C. Th. 16.10.20 (a. 415).

Honores otorgados a los obispos y construcción de iglesias.


Y es más, el mismo emperador honraba con honores y
favores a los ministros de Dios convocados por él y los atendía
con humanidad, como personas consagradas al Dios que él
adoraba, no sólo con palabras sino también con hechos. Y así a
su mesa se sentaban hombres de un despreciable aspecto
exterior pero a los que de ningún modo consideraba
despreciables puesto que no miraba la forma externa del hombre
sino que contemplaba al mismo Dios. Y a donde quiera que fuera
los llevaba siempre consigo porque tenía por cierto que el Dios
que ellos adoraban le sería a él también propicio por este hecho.
Y además otorgó muchísimos beneficios a las Iglesias de Dios de
su propio peculio. Por un lado amplió los sagrados templos y los
elevó al máximo. Por otra parte adornó con muchos altares los
augustos sagrarios de las iglesias.
 
E. PAMPHILI: Vita Constantini. Patrología Latina, VIII [en lo
sucesivo P. L.].

EL IMPERIO AUTORITARIO 1.7


Si la majestad imperial examinara a título de información
judicial una causa y dictara sentencia en presencia de las partes
en litigio, que todos los jueces que están bajo nuestra autoridad
sepan que esta sentencia dictada es ley no sólo para la causa
para la que fue dictada, sino para todas las que sean semejantes
a ella. ¿Pues qué hay más grande y más sagrado que la
majestad imperial?, o ¿quién está tan hinchado de soberbia que
desprecie las decisiones reales cuando las disposiciones del
fundador del antiguo derecho establecen abierta y claramente
que los decretos imperiales tienen fuerza de ley? Al encontrar,
pues, en el antiguo derecho la duda de si, en el caso de que la
autoridad imperial haya interpretado una ley, conviene dejarla en
vigor o no, nos hemos burlado de ella y hemos creído oportuno
enmendarla.
Pues establecemos que toda interpretación de las leyes por
parte del emperador, hecha ya sea en peticiones, juicios o de
cualquier otro modo, se tenga por ratificada y valedera para
siempre. Pues si en la actualidad sólo al emperador le está
permitido promulgar las leyes, conviene también que el
interpretarlas sólo sea digno de la majestad imperial. Pues, ¿por
qué, según consejos de los próceres de la ciudad, si surge en los
juicios alguna duda y ellos no se creen idóneos para resolverla se
recurre a nosotros y por qué las dudas que tienen los jueces
originadas por causa de las leyes nos son consultadas, si no es a
nosotros a quien nos corresponde la exacta interpretación de las
leyes? ¿Pues quién será apto para resolver las ambigüedades de
las leyes y para aclararlas a todos, si no es la persona a quien
sola ella le ha sido concedida la facultad de promulgar dichas
leyes? Así pues, dejando a un lado esta ridícula duda, se
considerará al emperador como el único promulgador e intérprete
legal de las leyes, sin que esta ley lleve consigo de ningún modo
la abolición de las prerrogativas de los legisladores del antiguo
derecho, pues también a ellos la majestad imperial les ha
concedido esta facultad.
 
C.J.C. I, 14. 12 (a. 529).
AUTORIDAD DISCIPLINAR 1.8

Los clérigos no deben ser acusados ante ninguna autoridad


que no sea la de los obispos. Ahora bien, si un obispo, presbítero,
diácono o cualquier otro ministro de la Iglesia de orden inferior
fuera acusado ante el obispo (ya que no está permitido hacerlo
ante otras autoridades), por cualquier clase de persona, bien sea
perteneciente ésta a un rango social elevado o a cualquier otro,
que sepa esta persona que lleve a cabo este tipo laudable [o
reprobable; los manuscritos difieren] de acusación, que tendrá
que demostrar su acusación con pruebas y testimonios.
Así pues, si alguien llevara alguna acusación contra este tipo
de personas y no la demostrara, sepa que en virtud de esta ley
perderá su propia fama para que de este modo por la pérdida de
su honor y la estimación de los demás aprenda que no le está
permitido impunemente asechar el honor ajeno. Pues del mismo
modo que es justo expulsar de la santa y venerable Iglesia a los
obispos, presbíteros, diáconos y clérigos de los distintos órdenes
que se han deshonrado a sí mismos si es que pueden ser
comprobadas las acusaciones dirigidas contra ellos para que
después de esto, despreciados y humillados por el desprecio no
vuelvan a cometer actos reprobables, del mismo modo debe
parecer justa la venganza que hemos ordenado se ofrezca en
compensación a la inocencia injustamente acusada. Por tanto los
obispos deberán presidir solamente este tipo de causas que se
celebrarán en presencia de numerosos testigos.
 
C. Th. 16.2.41 (a. 412).

Que trata acerca de qué modo deben ser ordenados los


obispos y clérigos y de los gastos de las iglesias.
El Emperador Justiniano a Epifanio, arzobispo de
Constantinopla.
Prefacio.—Los mayores dones que los hombres han recibido
de la clemencia de Dios son el sacerdocio y el imperio. Uno y
otro, procedentes de un solo y mismo origen embellecen la vida
humana, ya que uno está dedicado a los asuntos divinos y el otro
preside y cuida solícitamente de los humanos. Por esto no habrá
nada que les interese tanto a los emperadores como la santidad
de los sacerdotes, ya que están sobre todo pidiendo a Dios
constantemente por ellos. Pues si todos los sacerdotes se hallan
libres de culpa y son merecedores a los ojos de Dios, el poder
político que está en manos de los emperadores se distinguirá por
un gobierno recto y competente y habrá una maravillosa armonía
que traerá consigo toda clase de bienes para el género humano.
Así pues nuestras mayores preocupaciones giran en torno a la
conservación de nuestros verdaderos dogmas de fe y a la
santidad de los sacerdotes, santidad que confiamos guarden,
porque a través de ella Dios nos otorgará los mayores dones,
afianzaremos los que ya tenemos y adquiriremos los que todavía
no nos han llegado. Pues todas las cosas se llevan a cabo
convenientemente si sus principios son gratos a los ojos de Dios.
Y confiamos que esto sucederá si cuidamos de la observancia de
las leyes divinas que los muy venerables apóstoles predicaron y
los santos padres extendieron y custodiaron.
 
C. J. C. Novella VI (a. 535).

EL CESAROPAPISMO CONSTANTINIANO 1.9

De qué modo intervino en los sínodos de los obispos.


Y de un modo general se presentó como tal ante todos.
Estando sobre todo al cuidado de la Iglesia de Dios al producirse
en distintas provincias disensiones entre sí, él como el común
obispo de todos, constituido por Dios, reunió los concilios de los
ministros de Dios. Y no consideró indigno estar presente en ellos
y sentarse en medio de sus reuniones sino que participaba en
sus problemas preocupándose de todo lo que perteneciera a la
paz de Dios. Es más: se sentaba en medio como uno de muchos
haciendo apartar a sus guardias y a su escolta y protegido sólo
por el temor de Dios y rodeado por la benevolencia de sus
amigos fieles. Por lo demás estaba sobre todo de acuerdo con
quienes veía que aceptaban las opiniones más justas y a quienes
veía propensos a la paz y concordia indicando claramente que se
complacía en ellos. Pero por el contrario estaba en contra de los
obstinados y de los rebeldes.
 
E. PAMPHILI: Vita Constantini, P. L. VIII.

El vencedor Constantino, Máximo, Triunfador y siempre


Augusto a los obispos.
Los anteriores decretos, venerables obispos, afirman que la
santidad de la ley se apoya en lo eclesiástico. Hemos visto
suficientemente después de haber recibido la carta dirigida a
nuestra prudencia que convenía prestar nuestra ayuda en este
asunto ya que ciertamente esto tiene que ver con el deber de los
obispos y que la salvación de todos los pueblos del mundo se
fundamente ampliamente en este punto. Pero la situación
aconsejó establecer de nuevo estos decretos. Pues nadie juzgará
superfluo el volver a establecer lo ya ordenado, ya que las
frecuentes amonestaciones suelen aumentar el cuidado. Así
pues, en esta situación, que vuestra dignidad sepa que debe
tratar y prestar su apoyo para resolver los problemas planteados
acerca de la fe y de la unidad y para que un orden competente
esté al frente de los asuntos eclesiásticos. Pues cuando se haya
arrancado de raíz todo lo que se debe acerca de estas
cuestiones, se seguirá la prosperidad y la paz de todos los
pueblos en todas las partes del mundo.
2.—Pero no debéis extender esto más allá de lo que
convenga. Pues no está permitido a vuestro concilio decretar
nada acerca de los obispos del Oriente. Así pues sólo deberéis
tratar sobre los asuntos que vuestra dignidad sabe que os
pertenecen y, una vez llevada rápidamente a cabo esta asamblea
y con el consentimiento de todos los reunidos, deberéis mandar
enviar 10 personas a mi corte como os lo ordenamos en la carta
anterior. Pues estas personas podrán responder a todas las
cuestiones que los Orientales les planteen y podrán responder o
tratar acerca de la fe para que satisfactoriamente se termine toda
discusión y todo equívoco. En esta situación, pues, no os
conviene decretar nada en contra de los Orientales. Y si
quisierais decretar algo contra ellos estando ausentes las
personas ya dichas, esta decisión vuestra carecerá de todo valor.
Pues no podrá tener fuerza alguna una decisión a la que nuestros
decretos le han negado fuerza y vigor. Así pues, venerables
padres que sois por el cuidado que tenéis de la religión deberéis
decretar cosas apropiadas a vuestro rango y dignas de respeto
para que se cumpla lo que la religión pide y para que nadie
mencione lo que la razón prohíbe que se escuche. Que la
divinidad os conserve por muchos años.
 
Constancio al Concilio de Rimini (359), C. S. E. L. LXV, 93-4.

PROMULGACIÓN DE DECISIONES CONCILIARES 1.10

Zenón emperador a los muy reverendos obispos, clérigos,


monjes y laicos de Alejandría, Egipto, Libia y Pentápolis.
Ya que sabemos con seguridad que nuestro imperio tuvo
solamente sus comienzos y es estable a partir de la pura y
verdadera fe, que la fuerza y poder que lo hacen inexpugnable
los ha tomado también de ella, de la fe que, inspiraos por la
divinidad, expusieron los 318 santos padres reunidos en Nicea y
los 150 padres reunidos en Constantinopla, hemos trabajado
durante días y noches no solamente con plegarias sino también
con toda clase de estudios y promulgación de leyes, para que
esta fe se extendiera de un modo pleno y perfecto poi la santa,
católica y apostólica Iglesia de Dios, que está extendida por todas
las partes de la tierra, inmutable, eterna y que es como madre de
nuestro principado. Y que el piadoso pueblo de Dios,
perseverando en la paz y concordias divinas ofrezca a Dios por la
conservación de nuestro Imperio agradables y aceptables,
plegarias, junto con los santísimos obispos, y con el clero
entregado a la piedad, los abades y los monjes de los
monasterios. Pues si el poderoso Dios y salvador nuestro,
Jesucristo, que tomó carne y nació de santa María virgen, madre
de Dios, aprueba y recibe de un modo agradable nuestras
alabanzas unánimes y el culto que le tributamos, no sólo
desaparecerán todo género de adversidades, sino que también
todos los demás mortales pondrán su cerviz espontáneamente
bajo el yugo de nuestro Imperio, y la paz y sus beneficios,
suavidad de clima, frutos y todo género de abundancias, y todas
las demás cosas apropiadas al uso de la vida humana se
pondrán a nuestros pies enseguida y abundantemente. Pues
como le consta a todo el mundo que nosotros y el Imperio
romano somos salvados por la protección de la verdadera fe, nos
son traídos los libros de súplicas de los piadosos prefectos de los
monasterios y de otros reverendísimos varones, que
vehementemente nos suplican que se restituya la paz a las
santísimas iglesias y se reúnan los miembros con los miembros,
miembros que el demonio, enemigo de la bondad y del bien,
durante mucho tiempo ha trabajado para separar, convencido de
que si el cuerpo de la Iglesia lucha contra él firmemente unido por
los vínculos de la fe, sería vencido. Pues como los miembros de
la Iglesia no estaban unidos, sucedió que infinitas multitudes de
hombres que en tan gran cantidad de años han muerto, parte lo
han hecho sin bautismo, parte sin participar de la sagrada
comunión. Y es más, se produjeron matanzas casi infinitas y no
sólo la tierra sino también el aire se manchó con el abundante
derramamiento de sangre. ¿Quién es ese tal que no desea que
este estado de cosas se corrija y que venga un estado de vida
mejor? Y por esto hemos trabajado para que entendáis que no
solamente nosotros sino todas las iglesias en todas las partes, no
tienen otro símbolo, doctrina o fe que este santo símbolo del que
hemos dicho que 318 padres y 150 padres afirmaron haberlo
tenido como tal, y tenerlo en el presente y para el futuro. Y si
alguien tiene otro símbolo, este tal será considerado extraño a la
Iglesia. Pues confiamos que sólo con este símbolo nuestro
Imperio va a conservarse, con este solo símbolo con el que
vemos que los pueblos que lo han abrazado brillan y son
salvados con la luz del Espíritu Santo y son bautizados con el
sagrado lavado del bautismo. Y éste es el mismo que han
proclamado los santos padres reunidos en el concilio de Efeso,
los mismos que han expulsado de su ministerio eclesiástico al
impío Nestorio y a los responsables de su error. Al cual, junto con
Eutiques (pues uno y otro rechazan los decretos de fe de que
hemos hablado) consideramos digno del anatema. Y aprobamos
estos 12 capítulos de Cirilo, de piadosa memoria, arzobispo de la
santa y católica iglesia de Alejandría. Pues confesamos que el
unigénito Hijo de Dios, señor nuestro Jesucristo, fue
verdaderamente encarnado y es consustancial al Padre en lo que
respecta a su divinidad y que en cuanto a su humanidad es
consustancial a nosotros —que descendió del cielo y que es obra
del Espíritu Santo, tomó carne de María virgen, madre de Dios y
que es uno solo y no dos. Pues decimos que son de una misma
persona los milagros que hizo y los tormentos que sufrió en su
carne. Y rechazamos del todo a los que lo dividen, o confunden
sus naturalezas o dicen que tomó carne imaginaria. Pues la
encarnación se llevó a cabo sin mancha de pecado. Y de la
virgen María no nació un segundo Hijo. Pues la Trinidad
permanece aunque se haya encarnado una persona de ella. Por
lo cual, ya que sabemos que todas las santas y ortodoxas iglesias
y los jefes de ellas, muy queridas de Dios y nuestro Imperio, no
han admitido ni quieren admitir otro símbolo u otra decisión de fe,
que de la que hemos hablado hace poco, volvamos sin duda
alguna a la paz. Así pues, estas cosas os las escribimos no para
cambiaros la fe sino para persuadiros profundamente acerca de
ella. Y a cualquiera que sienta o haya sentido de otro modo, ya
sea ahora, ya sea en otro tiempo, o en el concilio de Calcedonia o
en otro cualquiera, lo castigamos con el anatema y sobre todos
ellos a Nestorio y Eutiques, y a los responsables de sus
doctrinas. Por lo cual reuníos con vuestra madre espiritual la
Iglesia y según una y sola decisión de fe, la de los 318 padres,
gozad junto con nosotros de esta comunión espiritual. Pues
vuestra sacrosanta madre la Iglesia desea abrazaros a vosotros,
hijos suyos libres, y desea oír vuestra voz, tanto tiempo deseada
y dulce. Así pues rápidamente volveros a ella. Pues si os
distinguís en esto, no sólo conquistaréis la benevolencia de
nuestro salvador y señor Jesucristo, sino también conseguiréis de
nuestra magnificencia una gran alabanza. Leída esta carta, todos
los de Alejandría se unieron a la santa, católica y apostólica
Iglesia.
 
Henoticon de ZENÓN (a. 482), apud EVAGRIUS: Historia
ecclesiastica XIII. 14.

UNA ENCÍCLICA IMPERIAL 1.11

El emperador César Basilisco (…) al ilustrísimo Timoteo muy


reverendo y santísimo arzobispo de la noble ciudad de Alejandría,
salud. Queremos que las leyes que en defensa de la verdadera y
apostólica fe fueron promulgadas por los emperadores que nos
precedieron (que adoraron a la venerable y eterna divinidad),
leyes que han sido muy saludables en todo el universo, no sólo
en ningún momento se vuelvan anticuadas, sino que estén en
vigor como si hubieran sido promulgadas por nosotros mismos.
Pues colocamos por delante de cualquier afán que suele ponerse
en las cosas humanas la piedad y el singular amor hacia Dios
salvador nuestro Jesús, que nos creó y nos elevó a la gloria, y
tenemos por cierto que la firme unión del rebaño de Cristo nos
sirve de salvación a nosotros y a nuestros súbditos y sirve a
nuestro Imperio de defensa que no puede echarse abajo, y de
muro que no puede expugnarse. Y así pues impulsados por
inspiración divina y pensando ofrecer, no sin causa, a nuestro
Dios y salvador Jesucristo como primicias de nuestro Imperio el
acuerdo unánime de la santa Iglesia, base y fuerza de la vida
feliz, decretamos que el símbolo de los 318 santos padres
reunidos por inspiración del Espíritu Santo en Nicea (símbolo en
el que nosotros y nuestros antepasados creyentes fueron
bautizados) sea el solo símbolo que se guarde y custodie por el
pueblo ortodoxo en todas las santísimas iglesias de Dios y que en
solo este símbolo se funde la verdadera fe para rechazar todo
error y para construir la paz entre las santas iglesias de Dios. Y
además decretamos que todas las actas que fueron editadas,
para confirmación de esto, tengan en sí mismas suficiente fuerza
y valor para ello. Y además ratificamos el santo símbolo que fue
compuesto por los 150 padres en esta ciudad de Gonstantinopla
contra los que blasfemaron contra el Espíritu Santo. Y del mismo
modo ratificamos las actas del concilio de Efeso que fueron
promulgadas contra el impío Nestorio y contra los que le
siguieron en sus opiniones. Y decretamos que todo lo que
perturbe el orden y la concordia de la Iglesia de Dios y la paz de
toda la tierra, como son las opiniones de León acerca de la fe y
todo lo que se dijo en el concilio de Calcedonia acerca de la
definición de la fe, de la exposición del símbolo y de su
interpretación o doctrina, es decir, en todo lo que introduzca
novedad en relación con aquel sagrado símbolo compuesto por
los 318 obispos; ordenamos que, ya sea aquí, ya sea en
cualquier otra iglesia, sea anatematizado por los obispos y que en
cualquier parte de la tierra donde fueran encontradas estas
opiniones sean arrojadas al fuego y de este modo destruidas y
expulsadas fuera de la sola católica apostólica y ortodoxa Iglesia,
ya que los emperadores que nos precedieron Constantino y
Teodosio, de piadosa memoria, de este mismo modo decretaron
acerca de todos los dogmas de los herejes. Y lo ordenamos
además porque estas opiniones destruyen completamente
aquellas otras saludables de los 318 padres, y las que se
promulgaron en el concilio de Efeso por inspiración del Espíritu
Santo, decretos que deben ser ratificados para siempre. Y
finalmente decretamos, que para que ningún sacerdote ni laico
pueda violar impunemente aquella divina ley del santo símbolo,
sin que sea considerado hereje, junto con todas las disposiciones
promulgadas en el concilio de Calcedonia y para que sea tenido
como un hereje más de aquellos que no confiesan que el
unigénito Hijo de Dios fue verdaderamente encarnado del Espíritu
Santo y de santa María virgen madre de Dios y hecho hombre,
sino que trajo la carne del cielo o, como dicen monstruosamente,
no es verdadera carne sino apariencia de ella, decretamos,
repetimos, que todo error de esta clase o cualquier otro que surja
en cualquier parte del mundo, bien sea pensado o expresado por
medio e palabras, pero que atente contra este divino símbolo sea
arrancado de raíz. Y puesto que es deber del emperador velar
lealmente para que con sus decisiones los súbditos tengan una
vida segura y tranquila, no sólo en el presente sino también en el
futuro, ordenamos que los santos obispos de todas las partes del
mundo firmen esta carta nuestra, que ha sido enviada
públicamente a todas las partes del mundo, y declaren
claramente que quieren permanecer solamente en el divino
símbolo de los 318 padres, símbolo que después confirmaron
también los 150 padres reunidos en la ciudad de Efeso, ya que se
ha comprobado que sólo ha de seguirse este sagrado símbolo de
los 318 padres, y que han de ser castigadas con el anatema las
actas del concilio de Calcedonia, que pueden dañar al pueblo
ortodoxo, y ordenamos que estas actas sean arrojadas de las
iglesias en cualquier lugar de la tierra, ya que turban al mundo y
son un impedimento para nuestra felicidad. Y a los que después
de haber recibido esta carta nuestra (que hemos procurado
divulgar para que en las santas iglesias de Dios se estabilice la
paz y concordia deseables para todos), atenten contra ella o
intenten divulgar, en cualquier tiempo o lugar, aquella decisión
promulgada contra la fe en el concilio de Calcedonia y sean
responsables de tumultos y perturbaciones en las santas iglesias
de Dios, y en todos los lugares sometidos a nuestra autoridad, y
sean enemigos no sólo de Dios sino de nuestra paz, ordenamos,
repetimos (y esto según las leyes dictadas ya antes de nuestro
tiempo por el emperador Teodosio de feliz memoria contra tal
perversa locura), que si estos tales fueran obispos o clérigos
pierdan su dignidad, y si monjes o laicos sean castigados con el
destierro, confiscación de bienes y otro suplicios muy graves.
Y de este modo la santa Trinidad, consustancial y creadora de
toda la vida, honrada y reverenciada por nosotros, no sólo a
causa de haber extirpado de raíz la cizaña de la que antes hemos
hablado, sino también por haber establecido las rectas y
apostólicas tradiciones de nuestro santo Símbolo, será propicia y
clemente con nosotros y con todos nuestros súbditos, y se
preocupará del Imperio junto con nosotros y creará un estado de
paz y tranquilidad entre los humanos.
 
Encyclion de BASILISCO (a. 476), apud EVAGRIUS: Historia
ecclesiastica III, 4.

LA DUALIDAD DE REINOS 1.12

Estad todos sometidos a las autoridades superiores. Pues no


hay autoridad que no venga de Dios y las que hay, por Dios han
sido establecidas.
Así pues, quien se enfrenta a la autoridad, se enfrenta al
orden establecido por Dios. Y quienes se enfrentan a ella atraen
para sí su propia condena.
Pues los que obran el bien no tienen que temer a los
magistrados pero sí los que obran el mal. ¿Quieres no tener que
temer a los gobernantes? Haz el bien y serás incluso alabado por
ello. Porque es ministro de Dios. Pero si obras mal, teme, pues
no en vano lleva la espada. Pues es ministro de Dios y vengador
para el que obra mal.
Así pues es preciso que estéis sometidos a la autoridad, pero
no sólo por causa del castigo, sino también por lo que os dicta
vuestra conciencia.
Pues es precisamente por esto por lo que le pagáis los
tributos, porque son ministros de Dios que le sirven de este
modo.
 
SAN PABLO: Epístola a los romanos, XIII, 1, 6.

LA NATURALEZA HUMANA, SEGÚN SAN AGUSTÍN 1.13

Que trata de la caída del hombre, en quien la naturaleza fue


creada tan perfecta que no puede ser reparada sino por su
Creador.
Porque Dios lo supo todo y porque por esto mismo no pudo
ignorar que el hombre pecaría, debemos proclamar la ciudad
santa según lo que El previo y dispuso, y no según lo que no
pudo llegar a nuestro conocimiento, porque nunca estuvo en los
planes de Dios. Pues ni el hombre pudo con su pecado alterar los
planes de Dios como si pudiera obligar a Dios a cambiar lo que
había establecido, ya que Dios, que todo lo sabe, había previsto
una y otra cosa, a saber, lo malo que el hombre, a quien había
hecho bueno, se volvería, y el bien que El podía hacer a través
de él. Pues, aunque se dice que Dios cambia de planes (de
donde metafóricamente se dice también en las sagradas
Escrituras que Dios se arrepintió), se dice en relación a lo que el
hombre había esperado o a lo que llevaba en sí el orden natural
de las causas, no en relación a lo que el Omnipotente había
previsto que haría. Así pues, Dios hizo al hombre, como está
escrito, bueno y por consiguiente con una voluntad buena.
Porque no sería recto si no tuviera una voluntad buena. La buena
voluntad es pues, obra de Dios, puesto que el hombre fue creado
con ella. En cuanto a la primera mala voluntad, ya que precedió
en el hombre a todas las malas acciones, fue, más bien que una
obra, una desviación de las obras de Dios a las del hombre. Y de
este modo las malas obras lo son porque son de acuerdo con la
voluntad de los hombres, no con la de Dios, de tal modo que la
mala voluntad o el hombre de mala voluntad es como el árbol
malo que produce malas obras, como el árbol malos frutos. De
aquí que la mala voluntad aunque no sea según la naturaleza
porque es vicio, sin embargo es de la misma naturaleza que el
vicio, porque no puede existir sino en la naturaleza, pero en esta
naturaleza que Dios creó de la nada, no en la que engendró de sí
mismo, como el Verbo por quien fueron hechas todas las cosas.
Porque aunque Dios formó al hombre del polvo de la tierra esta
tierra y toda la materia terrestre la creó Dios de la nada absoluta,
como creó también de la nada al alma y la unió al cuerpo cuando
creó al hombre. Y hasta tal punto los males son vencidos por los
bienes que éstos pueden existir sin los males, aunque a éstos se
les permita existir para demostrar cómo puede usar bien de ellos
la justicia providencialísima del Creador. Prueba de esto es el
mismo Dios verdadero y sumo y todas las creaturas celestes
visibles e invisibles que moran sobre el éter tenebroso. En
cambio los males no pueden existir sin los bienes porque las
naturalezas en los que existen, en cuanto son naturalezas, son
buenas. Se quita, pues, el mal, no se hace desaparecer ninguna
naturaleza extraña ni ninguna parte de ella, sino que se sana y
corrige la parte viciada y corrompida. Así pues, el albedrío de la
voluntad entonces es verdaderamente libre cuando no es esclavo
de vicios y pecados. De este modo fue concebido por Dios y si se
pierde por propios pecados no puede ser devuelto sino por quien
fue dado. Por eso dice la verdad: Si el Hijo os libertare entonces
seréis verdaderamente libres (Juan VIII, 36). Es como si hubiera
dicho: Si el Hijo os salva entonces seréis verdaderamente salvos.
Es pues Libertador, ya que es Salvador.
 
SAN AGUSTÍN, La ciudad de Dios, XIV, 11, 1 (a. 412-26).

LA JUSTICIA FIN DEL ESTADO 1.14

Que trata acerca de si alguna vez existió la república romana


según las definiciones de Escipión que se encuentran en el
diálogo de Cicerón.
Por lo cual me parece que ha llegado el momento de exponer
lo más breve y claramente que pueda lo que prometí exponer en
el libro segundo de esta obra y que es demostrar que, según las
definiciones de Escipión que se encuentran en los libros de
Cicerón que tratan de la república, no ha existido nunca la
república romana. Con pocas palabras define la república
diciendo que es la propiedad del pueblo. Y, si esta definición es
cierta, nunca ha existido la república romana porque nunca fue
propiedad del pueblo que es la definición de república. Y define al
pueblo diciendo que es la reunión de ciudadanos agrupados en
una sociedad de derechos y de intereses. Y por esto muestra que
la república no puede ser gobernada si no es con justicia. Pues
donde no hay verdadera justicia no puede haber verdadero
derecho. Pues lo que se hace con derecho se hace ciertamente
de un modo justo: pero en cambio lo que se hace injustamente no
puede hacerse con derecho. Las constituciones injustas de los
hombres no pueden decirse ni pensarse que estén hechas con
derecho. Puesto que ellos mismos dicen que es derecho lo que
mana de la fuente de la justicia. Y que es falso lo que algunos, no
rectamente, aseguran diciendo que es derecho lo que es útil al
más fuerte. Por tanto donde no hay verdadera justicia no puede
existir la sociedad de hombres fundada sobre el convenio de
derechos. Y por tanto tampoco pueblo según aquella definición
de Escipión o de Cicerón. Y si no existe pueblo, tampoco existe la
propiedad del pueblo, sino la de un conjunto de personas que no
merece el nombre de pueblo. Y por esto si la república es la
propiedad del pueblo y no existe pueblo si no está agrupado bajo
un convenio de derechos y no hay derecho donde no hay justicia,
llegamos a la conclusión de que no existe la república. Por otra
parte la justicia es esa virtud que da a cada cual lo que le
pertenece. ¿Y qué justicia es la que aparta al hombre del Dios
verdadero y lo hace esclavo de los inmundos demonios? ¿Es
esto dar a cada cual lo que le pertenece? ¿O es que el que quita
su propiedad a quien la compró y se la da a quien no tiene
derecho a ella no es injusto? ¿Y es justo quien se arrebata a sí
mismo del Dios omnipotente por quien fue creado y es esclavo de
los malignos espíritus?
 
SAN AGUSTÍN: La ciudad de Dios, XIX, 21-1 (a. 412-26).

CIUDAD DE DIOS Y CIUDAD DEL DIABLO 1.15

Que trata de las dos líneas de generaciones del linaje humano


que partiendo de un mismo comienzo van a metas distintas.
Acerca de la felicidad del paraíso, sobre el paraíso mismo y
sobre la vida allí de los primeros hombres y de su pecado y
castigo, muchos han opinado muchas cosas, han dicho muchas y
han escrito muchas. Nosotros también hemos dicho en anteriores
libros algo acerca de estas cosas según lo que hemos leído en
las sagradas Escrituras o lo que pudimos entender de ellas y lo
hemos dicho procurando no apartarnos de su autoridad. Y si
examináramos más detenidamente esto se originarían muchas
disputas y de muchas clases, que ocuparían muchos más
volúmenes de los que esta obra y el tiempo que tengo permiten.
Pues de este último no dispongo tanto como para poder
detenerme en todas las objeciones que puedan hacerme los
ociosos y escrupulosos, más aptos para preguntar que
capacitados para entender. Sin embargo pienso que ya hemos
hecho algo en lo que respecta a las grandes y difíciles preguntas
acerca del origen del mundo, del alma y del linaje humano al que
hemos dividido en dos grupos: uno el de los que viven según el
hombre y otro el de los que viven según Dios. Místicamente
llamamos a estos dos grupos ciudades, es decir sociedades de
hombres. De las cuales una de ellas está predestinada a reinar
eternamente con Dios y la otra a sufrir eterno castigo con el
diablo. Pero éste es el fin de cada una de ellas, del que más tarde
hablaremos. Y ahora, puesto que ya hemos hablado bastante del
origen de estas dos ciudades, sea en los ángeles cuyo número
desconocemos, sea en los dos primeros hombres, me parece que
debemos tratar de su desarrollo desde el momento en que
empezaron a engendrarse hasta que los hombres dejen de nacer.
Todo el lapso de tiempo en que los que mueren abandonan la
tierra y los que nacen les suceden comprende el desarrollo de
estas dos ciudades de las que estamos tratando.
Así pues el primer hijo de aquellos primeros padres de linaje
humano fue Caín que pertenece a la ciudad de los hombres; el
segundo es Abel que pertenece a la ciudad de Dios. Y esto fue
así para que comprobemos en un solo hombre lo que dijo el
Apóstol: No es primero lo espiritual sino lo animal y después lo
espiritual, de donde resulta que cada cual, puesto que nace de un
linaje dañado desde Adán, es necesario que primero sea malo y
carnal y si renaciendo en Cristo adelantara en él camino de la
virtud será después bueno y espiritual. Y esto es lo que ocurre en
todo el linaje humano ya que cuando empezaron estas dos
ciudades a desarrollarse por medio del nacimiento y de la muerte,
el primero que nació fue el ciudadano de este mundo y después
de éste el peregrino de la tierra, el que pertenece a la ciudad de
Dios, predestinado por la gracia, elegido por la gracia, peregrino
aquí abajo por la gracia y por la gracia ciudadano del cielo. Pues
en lo que a él respecta nace de la misma masa que en un
principio fue dañada; pero Dios como un alfarero (esta semejanza
la puso no de un modo insensato sino sensato el Apóstol) de la
misma masa hizo un vaso de honor y otro de ignominia. Hizo
primero el vaso de ignominia y después el de honor. Porque en
una misma persona, como hemos dicho, primero surge el malo
en el que es preciso que nos detengamos y después el bueno a
donde llegamos caminando en la virtud y en el que
permaneceremos ya siempre. Por consiguiente no todo hombre
malo será bueno, pero nadie será bueno sin haber sido antes
malo. Y en cuanto cada uno se cambie más rápidamente en
bueno hará que más rápidamente también cambie de nombre y
sustituya el segundo por el primero. Así pues, está escrito, que
Caín fundó una ciudad y que Abel, en cambio no la fundó. Pues
la ciudad de los santos es celestial, aunque engendre aquí abajo
ciudadanos en los que peregrina hasta que llegue el tiempo de su
reinado cuando reúna a todos los resucitados con sus cuerpos y
se les dé el reino que prometió que gobernarán junto con su
príncipe, el Rey por los siglos de los siglos.

Sobre los hijos de la carne y sobre los de la promesa.


Ciertamente hubo en la tierra una sombra de esta ciudad y
una imagen profética que la anunció más bien que la representó y
que apareció en la tierra en el tiempo que convenía que se
mostrara y que fue llamada también ciudad santa en razón a la
imagen que representaba y no a la verdad que anunciaba. De
esta imagen y de aquella ciudad libre que representaba habla de
este modo el apóstol a los Gálatas: Decid: queriendo estar bajo la
ley ¿no habéis oído la ley? Pues escrito está que Abraham tuvo
dos hijos, uno de la esclava, que nació según la carne y otro de la
libre que nació según la promesa. Esto está dicho en alegoría.
Estas dos mujeres representan los dos testamentos, uno dado en
el monte Sinaí que engendra esclavos y que está representado
por Agar. Pues Sinaí es un monte de Arabia que está junto a la
Jerusalén que es esclava junto con sus hijos. Pero la Jerusalén
de arriba es libre y es la madre de todos nosotros. Pues está
escrito: Alégrate estéril que no das a luz, prorrumpe en gritos de
alegría tú que eres infecunda, porque son muchos los hijos de la
abandonada, más que los de la que tiene marido. En cambio
nosotros, hermanos, somos hijos de la promesa de Isaac. Pero
igual que entonces el que había nacido según la carne perseguía
al que había nacido según el espíritu lo mismo ocurre ahora. Pero
¿qué dice la Escritura? Arroja fuera a la esclava y a su hijo, pues
no será heredero junto con él de la libre. Nosotros en cambio,
hermanos, no somos hijos de la esclava sino de la libre, con cuya
libertad Cristo nos libró. Esta interpretación del apóstol nos
descubre de qué modo debemos entender los escritos del Nuevo
y Viejo Testamento. Pues una parte de la ciudad terrestre ha
pasado a ser imagen de la celeste y no se representa a sí misma
sino a la otra y por tanto la sirve. Pues no fue fundada para ser
figura de ella misma sino de la otra. Y la que ella representa fue a
su vez representada por otra figura anterior. Pues Agar, esclava
de Sara, y su hijo fueron en cierto modo representación de esta
imagen. Y como las sombras se tienen que desvanecer cuando
llega la luz, por esto dijo Sara, la libre, que representaba a la
ciudad libre a la que aquella sombra servía para representarla de
un modo distinto. Y esta Sara dijo: Echa fuera a la esclava y a su
hijo, pues no será heredero el hijo de la esclava junto con el mío,
Isaac, o como dice el apóstol, con el hijo de la libre. Encontramos
pues en la ciudad terrena dos figuras; una que demuestra su
presencia y otra que con su presencia sirve a la imagen de la
ciudad celestial. Y la naturaleza viciada con el pecado engendra
los ciudadanos de la ciudad terrena y la gracia que libera a la
naturaleza del pecado engendra los ciudadanos de la ciudad
celeste. De modo que aquéllos sean llamados vasos de ira y
éstos vasos de misericordia. Y esto también está representado en
los dos hijos de Abraham porque uno de ellos Ismael, hijo de
Agar, nació según la carne y el otro, hijo de Sara la libre, nació
según la promesa y éste fue Isaac. Uno y otro eran ciertamente
del linaje de Abraham pero aquél fue engendrado según la
naturaleza y a aquél lo engendró una promesa que representaba
a la gracia. Allí se ve el comportamiento humano, aquí se expresa
la gracia divina.
 
SAN AGUSTÍN: La ciudad de Dios, XV, 1 y 2 (a. 412-26).

TEORÍA DE LAS DOS ESPADAS 1.16

Suplico a Tu Piedad que no juzgue arrogancia la obediencia a


los principios divinos. Que esté lejos, te lo suplico, de un
emperador romano, el considerar injuria la verdad comunicada a
su conciencia. Pues, son dos, emperador augusto, los poderes
con los que principalmente se gobierna este mundo: la sagrada
autoridad de los pontífices y el poder de los reyes. Y de estos dos
poderes es tanto más importante el de los sacerdotes cuanto que
tiene que rendir cuentas también ante el divino juez de los
gobernadores de los hombres. Pues sabes, clementísimo hijo,
que aunque por tu dignidad seas el primero de todos los hombres
y el emperador del mundo, sin embargo bajas piadosamente la
cabeza ante los representantes de la religión y les suplicas lo que
es indispensable para tu salvación, y que, en la administración de
los sacramentos y en la disposición de las cosas sagradas,
reconoces que debes someterte a su gobierno y no ser tú el que
gobiernas, y así en las cosas de la religión debes someterte a su
juicio y no querer que ellos se sometan al tuyo. Pues si en lo que
se refiere al gobierno de la administración pública, los mismos
sacerdotes, sabiendo que la autoridad te ha sido concedida por
disposición divina, obedecen tus leyes para que no parezca que
ni siquiera en las cosas materiales se oponen a las leyes, ¿de
qué modo debes tú obedecer a los que se les ha asignado la
administración de los divinos misterios? Y así como a los
pontífices les incumbe una responsabilidad no pequeña si callan
algo que convenga al culto divino, así también les incumbe una
responsabilidad no menor si desprecian lo que deben obedecer.
Y así a todos los sacerdotes en general, que administran
rectamente los divinos misterios, conviene que los corazones de
los fieles les estén sometidos, ¿cuánto más se debe prestar
obediencia a la cabeza de la sede apostólica a quien la misma
divinidad quiso que todos los sacerdotes le estuvieran sometidos
y la piedad de toda la Iglesia siempre ha honrado como tal?
Como Tu Piedad sabe, nadie puede elevarse por medios
puramente humanos por encima de la posición de aquel a quien
el llamamiento de Cristo ha preferido a todos ]os demás y a quien
la Iglesia ha reconocido y venerado siempre como su primado.
Las cosas fundamentales por ordenación divina pueden ser
atacadas por la vanidad humana, pero no pueden, sin embargo,
ser conquistadas por ningún poder humano. Quiera el cielo que la
audacia de los enemigos de la Iglesia no les sea también
definitivamente perniciosa por cuanto ningún poder podrá
quebrantar las bases establecidas por el propio Autor de nuestra
sagrada religión. En efecto el fundamento de Dios está firme (2
Tim. 2, 19). ¿Ha sucumbido la religión a las novedades, por
grandes que fuesen cuando fue majestad algún hereje? ¿No ha
seguido, por el contrario, siendo invencible cuando se esperaba
verla sucumbir? Que desistan, por tanto, te ruego, esos hombres
que aprovechan la perturbación de la Iglesia como pretexto para
aspirar imprudentemente a cosas que les están prohibidas. No
les permitas alcanzarlas, sino que conserven su posición ante
Dios y los hombres.
 
GELASIO a Anastasio (a. 494). Epístola VIII, P. L. LIX

LA AUTORIDAD PONTIFICIA SOBRE EL PODER TEMPORAL


1.17
En realidad son distintos el poder de los reyes y la
autoridad de los pontífices. Uno pertenece al oficio sacerdotal y
otro al ministerio real. Como se lee en las Sagradas Escrituras: el
mundo se rige por dos poderes: la autoridad de los pontífices y el
poder real. Solamente Nuestro Señor Jesucristo pudo ser a la vez
rey y sacerdote. Después de la Encarnación, Resurrección y
Ascensión al cielo, ningún rey se atrevió a usurpar la dignidad de
pontífice ni ningún pontífice el poder real, ya que sus actuaciones
fueron separadas por Cristo, de modo que los reyes cristianos
necesitan de los pontífices para su vida eterna y los pontífices se
sirven en sus asuntos temporales de las disposiciones reales, de
modo que la actuación espiritual debe verse preservada de lo
temporal y el que sirve a Dios no debe mezclarse en los asuntos
temporales y al contrario no debe parecer que preside los
asuntos divinos el que está implicado en los asuntos temporales.
Es superior la dignidad de los pontífices a la de los reyes,
porque los reyes son consagrados en su poder real por los
pontífices y los pontífices no pueden ser consagrados por los
reyes. Además la carga de los sacerdotes es más pesada que la
de los reyes pues deben dar cuenta ante el juicio divino incluso
de las personas de los reyes. Y en los asuntos temporales es tan
pesada la carga de los reyes como la de los sacerdotes puesto
que este trabajo les ha sido impuesto para honor, defensa y
tranquilidad de la santa Iglesia, de sus rectores y ministros, por el
rey de los reyes.
Y como leemos en las Sagradas Escrituras (Deut. XVII)
cuando los sacerdotes ungían a los reyes para el gobierno del
reino y colocaban en su cabeza la diadema, ponían en sus
manos las leyes para que aprendiesen cómo debían regir a sus
súbditos y honrar a los sacerdotes.
En la Historia sagrada se lee que el rey Ozías se atrevió a
quemar el incienso, que era función propia de los sacerdotes y no
del rey, por esto fue atacado por la lepra, expulsado del templo
por los sacerdotes y recluido en su casa hasta su muerte (II Par.
XXVI).
 
HINCMAR DE REIMS: Capitula in Synodo apud S. Macram (a.
881), P. L. CXXV.

EL PROBLEMA DE LA PRIMACÍA PONTIFICIA 1.18

Siguiendo como seguimos en todo momento los decretos de


los Santos Padres y conociendo el canon de los 150 obispos,
hijos muy amados de Dios, que fue leído hace poco, decretamos
y establecemos esto mismo acerca de los privilegios de la
santísima iglesia de Constantinopla, nueva Roma. Pues nuestros
antepasados otorgaron en justicia privilegios al trono de la
antigua Roma. Y movidos por esta misma consideración los 150
obispos muy amados de Dios otorgaron estos mismos privilegios
al santísimo solio de la nueva Roma, pensando rectamente que
una ciudad que había sido honrada con el Imperio y con el
senado y gozaba de los mismos privilegios que la muy antigua
reina, la ciudad de Roma, debía incluso en lo eclesiástico ser
honrada y exaltada no de modo distinto a como lo era aquélla, ya
que es la segunda ciudad después de ella, de tal modo que sólo
los metropolitanos de la diócesis del Ponto, de Asia y de la Tracia
y además los obispos de las citadas diócesis que habitan entre
los bárbaros sean ordenados por el ya citado trono de la
santísima Iglesia de Constantinopla, es decir que cada
metropolitano de dichas diócesis ordene con los obispos de su
provincia del modo como está escrito en los sagrados cánones.
Así pues como se ha dicho, los metropolitanos de las citadas
diócesis deben ser ordenado» por el arzobispo de Constantinopla
después de haberse hecho las elecciones de costumbre y
haberse puesto en su conocimiento.
 
Canon 28 del Concilio de Calcedonia (a. 451), apud MANSI:
Sacrorum Conciliorum Collectio, VII, 369.

EL IMPERIO RECONOCE EL PRIMADO ROMANO EN


OCCIDENTE 1.19

Los augustos emperadores Teodosio y Valentiniano a Etio


varón ilustre, conde, patricio y general supremo de ambos
ejércitos.
Está claro que la única defensa que nosotros y nuestro
Imperio tenemos es la protección de Dios y que para conseguirla
nos ayuda sobre todo la fe cristiana y nuestra venerable religión.
Y puesto que los méritos de san Pedro, príncipe de la corona
episcopal, junto con la dignidad de la ciudad de Roma y la
autoridad del santo Sínodo han establecido la primacía de la
Sede apostólica, que la altivez y el orgullo de nadie se atreva a
atentar nada ilícito contra la autoridad de esta sede. Pues sólo
entonces y en todas partes será conservada la paz de la Iglesia,
cuando toda la Cristiandad reconozca a su príncipe y cabeza.
Hasta este momento esto había sido observado y no había
habido ninguna violencia, pero ahora, Hilario de Arles, como
hemos sabido por la fidedigna narración del venerable papa
romano León, con contumaz atrevimiento y orgullo ha intentado
algunos actos ilícitos, y de ahí que se hayan producido en las
iglesias transalpinas odiosos desórdenes, como lo atestigua
sobre todo este reciente ejemplo. Pues Hilario, que se hace
llamar obispo de Arles, sin consultar al pontífice de la ciudad de
Roma, con su sola temeridad se arrogó, mediante usurpación, el
juicio y ordenación de obispos. Pues sin competencia por su
parte apartó a unos de sus puestos y vergonzosamente ordenó a
otros, contra la voluntad y con la oposición de los ciudadanos. Y
al no ser recibidos éstos con agrado por quienes no los habían
elegido, dirigía contra éstos tropas armadas y hostilmente
asediaba sus murallas o tomaba sus ciudades por la violencia y
conducía a una sede de paz por medio de la guerra a quienes
tenían como misión predicar la paz.
Cometidas estas violencias contra la autoridad del Imperio y
contra la reverencia debida a la sede apostólica, el santo Papa,
después de estudiar debidamente el asunto ha dictado sentencia
contra él y contra los que ordenó indebidamente. Y esta misma
sentencia será válida también en la Galia aun sin la sanción del
emperador. Pues, ¿qué es lo que no estará permitido a la
autoridad de un tan gran pontífice? Pero esta nuestra orden
también incluirá la prohibición de que de ahora en adelante ni a
Hilario, a quien sólo la bondad y la paciencia del Papa le permiten
llamarse todavía obispo, ni a ningún otro le sea permitido mezclar
las armas en asuntos eclesiásticos, ni obstaculizar las órdenes
del pontífice de Roma. Pues con tales actos se viola la fidelidad y
el respeto debido a nuestro Imperio. Pero no queremos sólo
acabar con lo más grave sino que para que ni siquiera se origine
entre la Iglesia la más leve revuelta, y para que no parezca que la
disciplina religiosa disminuya en nada, ordenamos con sanción
perpetua que no esté permitido ni a los obispos de la Galia ni a
los de las restantes provincias, en contra del antiguo derecho, el
atentar nada contra la autoridad del venerable Papa de la Ciudad
eterna. Y que tenga para ellos valor de ley todo lo que ha sido o
será decretado por la autoridad de la sede apostólica. De tal
manera que cualquiera de los obispos que, mandado llamar a
juicio por el Romano Pontífice no se presentara, será obligado a
ello por el gobernador de su provincia, siendo observados sin
embargo todos los acuerdos que nuestros divinos antecesores
tomaron con la Iglesia romana. Por lo cual tu ilustre y noble
magnificencia hará que por la autoridad de este presente edicto
sea cumplido terminantemente lo que anteriormente ha sido
establecido y asimismo procurará que sea castigado con una
multa de diez libras de oro cualquier juez que tolerara que
nuestras órdenes no fueran cumplidas.
Y que Dios te guarde por muchos años, venerable y carísimo
hermano.
 
Constitución Certum est (a. 445), P. L. LIV.

LA REGLA MONACAL DE SAN BENITO 1.20

Escucha, hijo, las enseñanzas de tu maestro, inclina los oídos


de tu corazón, acoge con gusto los consejos de tu piadoso padre
y cúmplelos con eficacia para que mediante los trabajos de la
obediencia puedas retornar a Aquel de quien te has alejado por la
pereza de la desobediencia. Pues estas palabras mías se dirigen
a ti, seas quien seas, que renunciando a tu propia voluntad tomas
las fuertes y esplendorosas armas de la obediencia para militar
en las filas de nuestro señor Jesucristo, rey verdadero. En primer
lugar para toda obra buena que empieces a hacer pídele con
ferviente súplica que te ayude a llevarla a cabo. Pues del mismo
modo que quien se ha dignado contarnos ya en el número de sus
hijos no debe nunca entristecerse por nuestras malas acciones,
así también le debemos siempre obedecer para que no sólo
como padre airado no desherede a sus hijos, sino para que ni
siquiera como señor irritado por nuestras malas acciones nos
entregue a pena perpetua como a siervos malos que no le
quisieron seguir a la gloria. (…)
Hemos escuchado hermanos, después de haber interrogado
al Señor sobre los que habitan su tabernáculo, las condiciones
para ello: que cumplamos los deberes de los que lo habitan. Por
lo tanto debemos preparar nuestros corazones y nuestros
cuerpos para militar bajo la santa obediencia de los preceptos
divinos. Y si nuestra naturaleza no puede conseguirlo todo,
pidámosle al Señor que nos dé su ayuda por medio de su gracia.
Y si queremos huir de las penas del infierno y alcanzar la vida
eterna, mientras tenemos tiempo y vivimos dentro de este cuerpo
y podemos por tanto conseguir estos merecimientos, corramos y
esforcémonos por cumplir lo que nos va a ser muy provechoso
para la vida eterna.
Así pues vamos a fundar una institución para el servicio de
Dios.
En esta institución no esperamos establecer nada difícil ni
gravoso. Pero si al exigirlo la justicia y para enmienda de
nuestros vicios o para adquirir la caridad nos viéramos obligados
a alguna restricción, no por eso, llenos de temor, huyamos del
camino de la salvación, camino que no se puede empezar si no
es con principios angostos y difíciles, sino que avanzando con el
corazón abierto en la vida monástica y en el camino de la fe es
como se recorren los caminos de los preceptos divinos con una
inexplicable dulzura de amor, de tal manera que no separándonos
nunca de sus doctrinas y perseverando hasta la muerte en el
monasterio, por los sufrimientos de la pasión de Cristo
merezcamos ser partícipes de su reino. Amén. (…)
El primer grado de humildad es la obediencia en el acto. Y
ésta es propia de los que piensan que no hay nada más querido
para Cristo, y por el santo servicio al que se han consagrado, por
miedo al infierno o por la gloria de la vida eterna, en cuanto se les
ha ordenado algo no pueden sufrir tardanza alguna como si el
mandato viniera de Dios. De éstos dice el Señor: Me ha
obedecido en cuanto me ha oído. Y del mismo modo dice a los
doctores: quien os oye me oye a mí. Y así pues, estos tales,
abandonando al momento sus cosas y olvidándose de su propia
voluntad, al punto desocupando sus manos y dejando sin acabar
lo que estaban haciendo, con el rápido pie de la obediencia,
cumplen las órdenes que les dan y en un solo instante, con la
rapidez que produce el temor de Dios, se producen ambas cosas,
el mandato del mayor y la ejecución de este mandato por el
discípulo que desea vivamente llegar a la vida eterna. Y por esto
toman el camino estrecho del que el Señor dice: Es estrecho el
camino que conduce a la vida y así viviendo no según sus
arbitrios y obedeciendo no a sus deseos y a sus caprichos sino a
las órdenes y mandatos de otros, pasando su vida en el
monasterio, desean estar siempre bajo el mandato del abad. Y
sin duda alguna éstos cumplen aquello que dijo el Señor: No vine
a hacer mi voluntad sino la del que me envió.
Pero sólo será grata a Dios y a los hombres esta obediencia,
la de aquellos que cuando se les manda algo lo hacen sin
precipitación, sin tardanza, sin frialdad y sin murmullos por lo
bajo, ni protestas, porque la obediencia que se presta a los
superiores se presta a Dios. Pues El ha dicho: quien os oye a mí
me oye. Y conviene que los discípulos obedezcan con buen
ánimo porque Dios ama al que da con alegría. Pues si el
discípulo obedece con mal ánimo y murmura no sólo con
palabras sino también en su corazón, aunque cumpla el mandato,
ya no será agradable a los ojos de Dios que ve su corazón
murmurando y por este acto no tendrá ningún mérito, es más,
merecerá el castigo de los que murmuran sino se enmendara con
una penitencia. (…)

Acerca de si los monjes deben tener algo propio.


Sobre todo hay que extirpar de raíz este vicio en el
monasterio, el que nadie se atreva a dar o a recibir algo sin
mandato del abad ni a tener nada propio, absolutamente nada, ni
códice, ni tablillas, ni punzón sino nada en absoluto, ya que no les
está permitido ser dueños ni siquiera de sus cuerpos ni de sus
voluntades. Y es preciso que lo esperen todo del padre del
monasterio. Y que no les sea permitido tener nada que el abad no
les haya dado o no les haya permitido. Que todo sea común a
todos, como está ordenado y que nadie diga o considere algo
como cosa suya. Y si alguno fuera sorprendido en este malísimo
vicio, sea amonestado una y otra vez. Y si no se enmendara
reciba castigo. (…)

Que trata del trabajo manual cotidiano.


El ocio es enemigo del alma y por eso los monjes deben
dedicarse a unas horas determinadas al trabajo manual y a otras
a las lecturas espirituales. Y por esto creemos que éste debe ser
el horario que debe regir. Desde Pascua hasta primeros de
octubre, desde primera hora que se levanten hasta casi la hora
cuarta, trabajarán en lo que fuera necesario. Desde la hora cuarta
hasta la sexta que se ocupen en la lectura. Después de la hora
sexta y después de levantarse de la mesa que descansen en sus
lechos completamente en silencio, y si por casualidad alguno
quisiera leer, lea, pero de tal modo que no moleste a los demás.
Se recitarán las nonas un poco antes de la mitad de la hora
octava y después se continuará lo que se estaba haciendo hasta
vísperas. Si las exigencias del lugar o la pobreza lo exigiera, los
monjes se ocuparán en cultivar los frutos de la tierra con sus
propias manos, y no se entristezcan cuando se vean obligados a
ello, porque entonces es cuando serán verdaderamente monjes,
cuando vivan del trabajo de sus manos como hacían nuestros
padres y los apóstoles. Sin embargo pedimos que se haga todo
con mesura por causa de los débiles.
Desde primeros de octubre hasta comienzo de la Cuaresma
se dedicarán a la lectura hasta la segunda hora. En la hora
segunda se rezarán tercias, y hasta nonas todos trabajarán en la
tarea que les ha sido encomendada. Cuando suene el primer
toque de la hora nona interrumpirán sus trabajos y estarán
atentos al segundo toque. Después de la refección tendrán
tiempo libre para sus lecturas o estudios de los salmos. En
tiempos de Cuaresma se dedicarán a la lectura desde por la
mañana hasta la hora de tercia incluida ésta y trabajarán en sus
ocupaciones hasta la décima. En estos días de Cuaresma cada
uno recibirá un códice de la biblioteca y lo leerá íntegro y seguido.
Estos libros deben ser entregados al principio de Cuaresma.
Pero sobre todo se pondrá especial cuidado en encargar a
uno o dos ancianos que recorran el monasterio en las horas en
que los monjes están dedicados a la lectura para que observen,
no sea que haya algún fraile perezoso que esté sin hacer nada, o
dedicado a cosas tontas, y no a la lectura, y no sólo sea inútil
para él sino que también distraiga a los otros. A esta persona si
fuera cogida se le corregirá una y otra vez, y si no se corrigiera se
someterá a corrección ante la comunidad, para que los restantes
teman. Y que ningún fraile trate con otro fraile a deshora. Y que
en el día del Señor todos se dediquen a lecturas espirituales
excepto los que estén dedicados a otros oficios distintos. Y si
hubiera alguno tan negligente o desidioso que no quisiera o no
pudiera meditar o leer, se le destinará a un trabajo que pueda
hacer para que no esté ocioso. A los monjes que estén enfermos
o delicados se les encargará un trabajo u ocupación de tal clase
que ni estén ociosos ni se les oprima con el peso del trabajo y se
les obligue a huir de él. Y su debilidad debe ser examinada
detenidamente por el abad.
 
SAN BENITO DE NURSIA: Regula monachorum (c. 534).

ORGANIZACIÓN DE LA IGLESIA DE INGLATERRA 1.21

Gregorio a Agustín.
Aunque es cierto que para quienes trabajan por amor de Dios
todopoderoso está reservada la recompensa inefable del reino
eterno, sin embargo necesitamos añadir a ella honores que, en
concepto de recompensa, puedan aplicarse lo más
abundantemente posible al trabajo espiritual. Y, ya que la nueva
iglesia de los anglos ha alcanzado la gracia de Dios
todopoderoso merced a la generosidad del Señor y a tu trabajo,
te concedemos el uso del palio para la solemnización de la misa,
y la potestad de ordenar obispos en doce lugares, y sujetarlos a
tu jurisdicción, con la inspección del de la ciudad de Londres,
consagrado en adelante por su propio sínodo, aunque recibiendo
la dignidad del palio de esta santa y apostólica sede que por la
gracia de Dios administro. Además, deseamos que envíes a York
un obispo apto para la ordenación, de modo que si esta ciudad y
los lugares vecinos recibieran la palabra de Dios, podría también
ordenar doce obispos, y gozar de la dignidad de metropolitano: a
él también, si nuestra vida continúa, esperamos, con la gracia de
Dios, enviar un palio; aunque, por ahora, sometido a tu control.
Después de tu muerte, déjale sobre los obispos que haya
ordenado, y libre de la jurisdicción del de Londres. En el futuro,
entre los obispos de Londres y York habrá una distinción de
dignidad, determinada por la antigüedad en la ordenación. Para
ello, ponlos de acuerdo mediante un concilio común y una acción
coordinada, de modo que todas las cosas se hagan por amor de
Cristo; haz que tengan un solo espíritu para la acción y que
cumplan lo que piensen que debe nacerse en completo acuerdo
mutuo.
Dejo que sometas bajo nuestro Señor no solamente a los
obispos a quienes ordenes, y a los que el obispo de York pueda
ordenar, sino también a todos los sacerdotes de Bretaña a fin de
que aprendan la forma de la verdadera fe y de la buena conducta,
de la palabra y ejemplo de tu Santidad y, desempeñando
exactamente su ministerio en lo que respecta a la fe y las
costumbres, lleguen a los reinos celestiales cuando el Señor lo
desee. Dios conserve tu salud muy reverendo hermano.
 
GREGORIO MAGNO: Epistolarum lib. XI. Epist. LXV (a. 601), P. L.
LXXVII.

LA EVANGELIZACIÓN DE EUROPA 1.22

Gregorio, siervo de los siervos de Dios, a Bonifacio presbítero.


Según la piadosa intención y la probada sinceridad de rus
proyectos, te nombramos ministro para la propagación de la fe
divina a cuyo cargo estamos por la gracia de Dios. Pues sabiendo
que desde niño has estudiado las sagradas Escrituras y has
trabajado lleno de celo y de amor divino en aumentar tus
conocimientos para poder predicar a los gentiles el misterio de la
fe, nos congratulamos en esta tu fe, y deseamos ayudarte en tus
propósitos. Y así como hemos visto tu piadoso afecto en
consultar a la sede apostólica y en someterte humildemente a la
decisión de la cabeza de un cuerpo del que tú eres uno de los
miembros y seguir por el camino que marcaba. Por esto en
nombre de la indivisible Trinidad, por la autoridad indiscutible del
bienaventurado Pedro, príncipe de los apóstoles, cuya autoridad
doctrinal ejercitamos por la gracia de Dios y cuya sagrada sede
administramos, confirmamos ahora la humildad de tu fe y te
ordenamos que, por la palabra de Dios, mediante la cual nuestro
Señor llegó a enviar fuego a la tierra, hagas todo el esfuerzo
necesario para conquistar los pueblos que siguen maniatados por
los lazos del error del paganismo, les muestres con toda
evidencia la necesidad del reino de Dios, persuadiéndoles de la
verdad a través de la proclamación del nombre de nuestro señor
Jesucristo, e instruyas sus desamparados espíritus conforme a la
razón, a través de la enseñanza de ambos Testamentos en el
espíritu de la virtud, amor y sobriedad. (…)
En el nombre de nuestro señor Jesucristo Dios y Salvador
nuestro en el sexto año del reinado de León, poderoso
emperador coronado por Dios. (…) Yo Bonifacio, obispo por la
gracia de Dios, prometo solemnemente a ti bienaventurado Pedro
príncipe de los apóstoles, y a tu vicario el beatísimo papa
Gregorio y sus sucesores, por el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo, Trinidad indivisible, y por tu sacratísimo Cuerpo, que
conservaré la integridad y pureza de la santa fe católica y que
con la ayuda de Dios perseveraré en su unidad, en la cual sin
duda alguna está la salvación de los cristianos, y de ninguna
manera consentiré que nadie me persuada contra la unidad de la
Iglesia común y universal, sino que, como he dicho, mostraré en
todas las cosas mi fe, pureza y sumisión a ti y al servicio de tu
Iglesia, a quien Dios nuestro Señor dio e) poder de atar y desatar,
y a tu referido vicario y sus sucesores. Si sé de alguien que se
opone a las antiguas instituciones de los Santos Padres, no
comulgaré ni me asociaré con él, sino que aun más si puedo
prohibirlo lo prohibiré, y si no informaré a mi superior apostólico.
Y si, Dios no lo quiera, intentare en contra de este juramento
llevar a cabo algo, ya fuera siguiendo mis propósitos o
aprovechándome de las circunstancias, me consideraré culpable
ante el Juez eterno y me someteré a la pena de Ananías y Safira,
que se jactaban de defraudar y de dar cuenta falsa de sus bienes.
 
GREGORIO II: Epístola prima (a. 719), P. L. LXXXIX.

LA «REGLA PASTORAL» DE GREGORIO MAGNO 1.23

El, por tanto, ciertamente debe dedicarse por entero a realizar


un ideal de vida. Debe dar muerte a todas las pasiones de la
carne y emprender una vida espiritual. Debe poner a un lado la
prosperidad mundana; no debe temer la adversidad, deseando
solamente lo que es espiritual. Debe ser un hombre consecuente
con sus propósitos sin dejar que la debilidad del cuerpo ni la
terquedad de su espíritu los obstaculicen. No debe tener envidia
de los bienes de los demás, antes bien, estar alegre de dar los
propios. Debe estar movido por un corazón compasivo presto al
perdón, nunca tan desviado de la perfecta rectitud como para
perdonar más allá de lo que sea conveniente. No debe actuar
injustamente pero debe deplorar como propia la injusticia
cometida por los demás. En lo profundo de su corazón se
compadece de las fragilidades de los demás, se alegra del bien
de su vecino como si fuera el suyo propio. En todo lo que hace se
pone de tal modo como ejemplo que no se encuentra ni siquiera
en su pasado nada de lo que pueda avergonzarse. Se afana por
vivir de un modo tal que pueda regar los corazones secos de los
demás con el agua de la sabiduría. (…)
Hemos mostrado, por tanto, lo que el carácter del pastor debe
ser; digamos algo sobre su manera de enseñar. Como hace
tiempo Gregorio Nacianceno de bendita memoria ha enseñado,
una única exhortación no es adecuada para todos porque no
todos están dotados de la misma cualidad de carácter. A menudo,
por ejemplo, lo que aprovecha a unos, perjudica a los otros. Del
mismo modo, también, que las hierbas que alimentan a algunos
animales, matan a otros; el suave silbido que calma a los caballos
excita a los cachorros; la medicina que alivia una enfermedad,
agrava otra; y el pan tanto como fortalece la vida de los hombres
robustos estropea la de los niños.
De donde se deduce que el discurso de un maestro debe
estar adaptado al carácter de los oyentes, para que aproveche al
individuo en sus respectivas necesidades y no le desvíe en
cambio de su formación general. Porque, ¿qué son los
inteligencias de los oyentes atentos sino, podríamos decir, las
cuerdas tirantes de un arpa que el hábil arpista toca con una
variedad de golpes para que no produzca una melodía
discordante? Y es por esta razón que las cuerdas proporcionan
una melodía armoniosa, porque no son pulsadas con la misma
fuerza, aunque sean tocadas con un solo plectro. De aquí,
también, todo maestro para edificar todo en la única virtud de la
caridad, debe tocar los corazones de sus oyentes usando para
todos una sola doctrina, pero no dándoles a todos la misma
exhortación.
 
GREGORIO MAGNO: Regulae pastoralis liber (c. 590), P. L.
LXXVII.

EL GOLPE DE ESTADO DE SOISSONS 1.24


año 749.—Burcardo, obispo de Wutzburgo, y Folrado,
capellán, fueron enviados al papa Zacarías para interrogarle sí
estaba bien que fuese rey de Francia el que ahora no ejercitaba
el poder real. Y el papa respondió a Pipino que era preferible
proclamar rey al que detentaba el poder, antes que al que lo tenía
sólo de nombre, y, con su autoridad apostólica, ordenó que se
hiciera rev a Pipino, a fin de no turbar el orden público.
año 750.—Pipino fue proclamado rey según la costumbre de
los francos, ungido por manos del arzobispo Bonifacio, de santa
memoria, y ensalzado a la monarquía de los francos en la ciudad
de Soissons. Childerico, que sin derecho se llamaba rey, fue
tonsurado y enviado al convento.
 
Annales Laurissenses, P. L. CIV.

LA «DONACIÓN DE CONSTANTINO» 1.25

Concedemos a nuestro santo Padre Silvestre, sumo pontífice


y Papa universal de Roma, y a todos los pontífices sucesores
suyos que hasta el fin del mundo reinarán en la sede de san
Pedro, nuestro palacio imperial de Letrán (el primero de todos los
palacios del mundo). Después la diadema, esto es nuestra
corona, y al mismo tiempo el gorro frigio es decir la tiara y el
manto que suelen usar los emperadores y además el manto
purpúreo y la túnica escarlata y todo el vestido imperial, y además
también la dignidad de caballeros imperiales, otorgándoles
también los cetros imperiales y todas las insignias y estandartes y
diversos ornamentos y todas las prerrogativas de la excelencia
imperial y la gloria de nuestro poder. Queremos que todos los
reverendísimos sacerdotes que sirven a la santísima Iglesia
romana en los distintos grados, tengan la distinción, potestad y
preeminencia de que gloriosamente se adorna nuestro ilustre
Senado, es decir que se conviertan en patricios y cónsules y sean
revestidos de todas las demás dignidades imperiales.
Decretamos que el clero de la santa Iglesia romana tenga los
mismos atributos de honor que el ejército imperial. Y como el
poder imperial se rodea de oficiales, chambelanes, servidores y
guardias de todas clases, queremos que también la santa Iglesia
romana se adorne del mismo modo. Y para que el honor del
pontífice brille en toda magnificencia, decretamos también que el
clero de la santa Iglesia romana adorne sus caballos con arreos y
gualdrapas de blanquísimo lino. Y del mismo modo que nuestros
senadores llevan el calzado adornado con lino muy blanco (de
pelo de cabra blanco), ordenamos que de este mismo modo los
lleven también los sacerdotes, a fin de que las cosas terrenas se
adornen como las celestiales para gloria de Dios. (…)
Hemos decidido igualmente que nuestro venerable padre el
sumo pontífice Silvestre y sus sucesores lleven la diadema, es
decir la corona de oro purísimo y preciosas perlas, que a
semejanza con la que llevamos en nuestra cabeza le habíamos
concedido, diadema que deben llevar en la cabeza para honor de
Dios y de la sede de san Pedro. Pero, va que el propio beatísimo
Papa no quiere llevar una corona de oro sobre la corona del
sacerdocio, que lleva para gloria de san Pedro, con nuestras
manos hemos colocado sobre su santa cabeza una tiara brillante
de blanco fulgor, símbolo de la resurrección del Señor y por
reverencia a san Pedro sostenemos la brida del caballo
cumpliendo así para él el oficio de mozo de espuelas:
estableciendo que todos sus sucesores lleven en procesión la
tiara, como los emperadores, para imitar la dignidad de nuestro
Imperio. Y para que la dignidad pontificia no sea inferior, sino que
sea tomada con una dignidad y gloria mayores que las del
Imperio terrenal, concedemos al susodicho pontífice Silvestre,
papa universal, y dejamos y establecemos en su poder, por
decreto imperial, como posesiones de derecho de la santa Iglesia
romana, no sólo nuestro palacio como se ha dicho, sino también
la ciudad de Roma y todas las provincias, distritos y ciudades de
Italia y de Occidente.
Por ello, hemos considerado oportuno transferir nuestro
Imperio y el poder del reino a Oriente y fundar en la provincia de
Bizancio, lugar óptimo, una ciudad con nuestro nombre y
establecer allí nuestro gobierno, porque no es justo que el
emperador terreno reine donde el emperador celeste ha
establecido el principado del sacerdocio y la cabeza de la religión
cristiana.
Ordenamos que todas estas decisiones que hemos
sancionado mediante decreto imperial y otros decretos divinos
permanezcan invioladas e íntegras hasta el fin del mundo. Por
tanto» ante la presencia del Dios vivo que nos ordenó gobernar y
ante su tremendo tribunal, decretamos solemnemente, mediante
esta constitución imperial, que ninguno de nuestros sucesores,
patricios, magistrados, senadores y súbditos que ahora y en el
futuro estén sujetos al Imperio, se atreva a infringir o alterar esto
en cualquier manera. Si alguno, cosa que no creemos,
despreciara o violara esto, sea reo de condenación eterna y
Pedro y Pablo, príncipes de los apóstoles, le sean adversos
ahora y en la vida futura, y con el diablo y todos los impíos sea
precipitado para que se queme en lo profundo del infierno.
Ponemos este decreto, con nuestra firma, sobre el venerable
cuerpo de san Pedro, príncipe de los apóstoles, prometiendo al
apóstol de Dios respetar estas decisiones y dejar ordenado a
nuestros sucesores que las respeten. Con el consentimiento de
nuestro Dios y Salvador Jesucristo entregamos este decreto a
nuestro padre el sumo pontífice Silvestre y a sus sucesores para
que lo posean para siempre y felizmente.
 
Edictum Constantini ad Silvestrem Papam (s. VIII), P. L. VIII.

EL PODER UNIVERSAL DEL REINO FRANCO 1.26

Aconsejaría más cosas a vuestra dignidad si tuvierais tiempo


de oírme y yo tuviera la facultad de hablar elocuentemente,
porque a menudo la pluma suele sacar a la luz los secretos del
amor de mi corazón y trata acerca de la prosperidad de vuestra
excelencia y de la estabilidad del reino que os ha sido dado por
Dios y del progreso de la santa Iglesia de Cristo, que de muchas
maneras es perturbada por la maldad de los malos y manchada
por los crímenes de los perversos no sólo de personas corrientes
sino también de los más nobles y altos, cosa la más terrible de
todas.
Pues hasta ahora tres personas han estado en la cima de la
jerarquía en el mundo: el representante de la sublimidad
apostólica, vicario del bienaventurado Pedro, príncipe de los
apóstoles, cuya sede ocupa. Viene después el titular de la
dignidad imperial que ejerce el poder secular en la segunda
Roma. De qué modo impío el jefe de este Imperio ha sido
depuesto no por extranjeros sino por los suyos y sus
conciudadanos, se sabe en todas partes. Viene en tercer lugar la
dignidad real que nuestro Señor Jesucristo os ha reservado para
que gobernéis por ella al pueblo cristiano. Ella supera las otras
dos dignidades, las eclipsa en sabiduría y las sobrepasa.
Ahora, sobre ti solo se apoya la salvación de las iglesias de
Cristo, de ti esperan su salvación, de ti, vengador de crímenes,
guía de los que yerran, consolador de los afligidos, sostén de los
buenos. ¿Es que acaso no es la sede de Roma donde en tiempos
floreció la religión de la máxima piedad, donde se producen los
ejemplos de la mayor impiedad? Pues estos mismos, obcecados
en su corazón obcecarán su cabeza. Ni parece que allí haya
temor de Dios, ni sabiduría, ni caridad. Pues, ¿qué clase de bien
podrá haber allí donde no se encuentra nada de estas tres
cosas? Pues si el temor de Dios se encontrara en ellos, nunca se
atreverían; si se encontrara la sabiduría, no hubieran querido, y si
la caridad, no hubieran obrado. Los tiempos son peligrosos, como
hace mucho lo predijo la misma verdad porque la caridad de
muchos se enfría (Mat. 24, 12). De ninguna manera hay que
omitir el cuidado de la cabeza. Pues es menos grave que estén
enfermos los pies a que lo esté la cabeza. Así pues hágase la
paz con el pueblo impío, si es que puede hacerse; déjense a un
lado las amenazas, para que obcecados no huyan sino que se les
retenga en la esperanza hasta que con saludable consejo de
nuevo vuelvan a la paz. Pues hay que retener lo que se posee
para que no por la adquisición de algo menor se pierda algo más
importante. Guárdese la oveja propia para que el lobo rapaz no la
devore. Así pues afánese uno en lo extraño para no permitir daño
en lo propio.
 
ALCUINO, Epístola XCV (a. 799) P. L. C.

LA «RENOVATIO IMPERII» (a. 800) 1.27

Después de estos acontecimientos el día de la festividad del


Nacimiento de nuestro señor Jesucristo se reunieron todos de
nuevo en la susodicha basílica de san Pedro apóstol. Entonces el
venerable y benévolo prelado le coronó con sus propias manos
con una magnífica corona. Entonces todos los fieles viendo la
protección tan grande y el amor que tenía a la santa Iglesia
romana y a su vicario unánimemente gritaron en alta voz, con el
beneplácito de Dios y del bienaventurado san Pedro, portero del
reino celestial: ¡A Carlomagno, piadoso augusto, por Dios
coronado, grande y pacífico emperador, vida y victoria! Ante la
sagrada confesión del bienaventurado san Pedro apóstol
invocando la protección de todos los santos por tres veces fue
pronunciado este grito y fue proclamado por todos emperador de
los romanos. Inmediatamente después el santísimo prelado y
Pontífice ungió con los santos óleos al rey Carlos, su
excelentísimo hijo, en el día ya señalado de la Natividad de
nuestro señor Jesucristo.
 
Liber Pontificalis, XCVIII-23-24.

EL CESAROPAPISMO CAROLINGIO 1.28


Lo nuestro es: según el auxilio de la divina piedad, defender
por fuera con las armas y en todas partes la Santa Iglesia de
Cristo de los ataques de los paganos y de la devastación, de los
infieles, y fortificarla dentro con el conocimiento de la Fe católica.
Lo vuestro es, santísimo padre: elevados los brazos a Dios como
Moisés, ayudar a nuestro ejército, hasta que gracias a vuestra
intercesión el pueblo cristiano alcance la victoria sobre los
enemigos del santo nombre de Dios, y el nombre de nuestro
señor Jesucristo sea glorificado en todo el mundo.
 
Carlo Magno, Epístola VIII (a. 796), P. L. XCVIII.

Capítulos referentes a todos en general.


XL. En último lugar, pues, de todas nuestras disposiciones
deseamos saber en nuestro reino entero tanto de nuestros
legados (missi) como, entre los eclesiásticos, de obispos, abades,
presbíteros, diáconos, canónigos, de todos los monjes y monjas,
de qué manera cada uno, tanto en su cargo como en la promesa
que nos ha empeñado, ha cumplido la orden o decreto; dónde
corresponde dar por ello las gracias a los ciudadanos por razón
de su buena voluntad o concederles ayudas, y dónde queda
alguna necesidad que remediar. Lo mismo de los seglares en
todas partes, dondequiera que sea. De qué modo obedecen a
nuestra autoridad y voluntad acerca de la protección a las santas
iglesias, a viudas, huérfanos y menesterosos; acerca de la talla,
de la reunión de la hueste y en la administración de la justicia,
cómo han cumplido nuestro precepto y cómo se esfuerza cada
uno en perseverar respecto a todo ello en el santo servicio. Y, si
todo esto es bueno y está bien para gloria de Dios omnipotente,
mostrémosle nuestra gratitud, según es de justicia. Pero allí
donde pensamos que algo está mal, pongamos todo nuestro
empeño y voluntad por enderezarlo con la ayuda de Dios, para
eterna recompensa nuestra y de todos nuestros fieles.
Igualmente deseamos conocer con buen suceso todo lo
antedicho por lo que atañe a los condes y a los centenarios,
funcionarios nuestros.

Admonición sobre el símbolo de la fe.


XLI. Escuchad por vuestra salvación, hermanos amadísimos,
a este enviado para que os instruyamos acerca del modo cómo
podéis vivir conforme a Dios bien y justamente, para que nos
conduzcamos además con justicia y misericordia. Os
amonestamos, en primer lugar, que creáis en un solo Dios Padre
omnipotente y en el Hijo y en el Espíritu Santo. Este es el Dios
uno y verdadero, Trinidad perfecta y verdadera unidad; Dios,
creador de todos nuestros bienes. Creed que el Hijo de Dios se
hizo hombre por la salvación del mundo, y nació del Espíritu
Santo y de la Virgen María. Creed que padeció la muerte por
nuestra salvación y resucitó al tercer día de entre los muertos,
subió al ciclo y está sentado a la diestra de Dios. Creed que
vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos, y que dará entonces
a cada uno según sus obras. Creed en una sola Iglesia, es decir,
la reunión de las buenas personas por todo el orbe de la tierra. Y
sabed que tan sólo podrán salvarse y sólo forman parte del reino
de Dios aquellos que perseveran dentro de la autoridad de esta
Iglesia, en comunión y caridad.
 
Capitularia Karoli Magni, Capitulare primum (a. 801).
apud S. BALUZIUS: Capitularia regum Francorum.
Capítulo 2

FEUDALISMO Y RÉGIMEN

SEÑORIAL

E L término feudalismo, acerca de cuya utilización no


existe acuerdo, se usa fundamentalmente en dos
sentidos. Inicialmente describía un fenómeno jurídico (la
vinculación entre hombres libres) hasta que Marx lo utilizó
para designar el modo de producción que, situado entre la
etapa esclavista y la capitalista, se caracteriza porque una
casta militar explota a una masa de campesinos vinculados
al suelo. Tal disparidad de interpretaciones no es sino un
reflejo de la complejidad del fenómeno.
Considerado en el aspecto que hemos calificado de
jurídico, término que utilizamos con una evidente latitud, el
feudalismo aparece compuesto por toda una serie de
realidades que no por complementarias resultan menos
diversificadas. En su primitivo sentido «el feudalismo es el
conjunto de instituciones que crean y regulan las
obligaciones de obediencia y servicio —principalmente
militar— por parte de un hombre libre (vasallo) para con otro
también libre (señor) y las obligaciones de protección y
mantenimiento del señor respecto al vasallo» (Ganshof).
Desde este punto de vista el feudalismo surge de la unión de
dos instituciones preexistentes: el patrocinio (mundium o
mundoburdis) y el beneficio (feudum o fevum).
La inseguridad social provocada por la crisis del Estado
romano determinó a muchos hombres libres a buscar la
protección de los poderosos, a través de la fórmula de la
commendatio [1], llegando incluso a renunciar a su
patrimonio [2] o a su libertad [3] a cambio de la seguridad.
Mediado el siglo IX la capitular de Mersen (847) establece en
Francia la obligación universal de tomar señor [4]. La
naturaleza de las obligaciones del encomendado no estaban
aún fijadas de manera precisa y podían ser tanto militares
como económicas.
El señor tenía la posibilidad de retribuir la fidelidad del
encomendado de varios modos, pero el más frecuente era la
entrega de una tenencia ad beneficium. En unos casos el
beneficio se concede en plena propiedad [5] en tanto en
otros sólo se concede su disfrute [6] y en ambos la donación
es gratuita.
A partir del siglo VIII ambas instituciones aparecen unidas
de hecho y documentos de comienzos del IX permiten
afirmar la existencia de una unión de derecho entre vasallaje
y beneficio, hasta el punto de considerarse como
determinantes el uno del otro. La confiscación del beneficio
es la sanción que sigue al incumplimiento de las
obligaciones vasalláticas, en tanto Hincmar en 868 reconoce
que los vasallos deben un servicio secundum quantitatem et
qualitatem beneficii.
La unión de ambas instituciones y la desaparición de
toda exigencia o prestación impropia de un hombre libre
configuran el feudalismo en su estricto sentido. La
ceremonia del vasallaje comprende una serie de fórmulas
que simbolizan tales condiciones: inmixtio manuum
(reconocimiento de superioridad), sacramentum
(declaración, que contiene una precisa limitación de las
obligaciones vasalláticas reducidas a aquellas que puede
prestar un hombre libre), investidura (entrega de un objeto —
vara, anillo, guante, un ramo de flores, un puñado de tierra,
un báculo en el caso de obispo— que representa el acto de
concesión, o el propio feudo) [7].
El vasallo queda desde este momento sometido a la
doble obligación del auxilium, tanto en su forma negativa de
no dañar al señor, cuanto en la positiva de prestar un
servicio militar, y del consilium u obligación de asistirle con
sus consejos, fundamentalmente con la concurrencia a su
curia, en la que se juzgan los casos sometidos al tribunal
señorial [8]. El señor por su parte debe al vasallo, aparte de
una fidelidad pareja a la de éste, una doble prestación:
protección, tanto armada como judicial, y mantenimiento,
bien en su propia casa (baccalarii, household knights), bien
con la concesión de un feudo, que puede estar constituido
por una tierra, un castillo, una renta o una función pública
[9].
El régimen feudal experimentó desde su origen un
proceso evolutivo que cambió la estructura del sistema en un
sentido favorable al vasallo, quien logrará una total libertad
de disposición del feudo, salvo el cumplimiento de sus
estrictas obligaciones vasalláticas. El feudo, inicialmente
vitalicio, se hace hereditario desde la capitular de Quiersy
(877) [10], circunstancia que determinará la aparición de un
complejo y variable sistema sucesorio. El vasallo,
inicialmente simple beneficiario, adquirió pronto el derecho a
ceder una parte de su beneficio mediante la subinfeudación
[11]; igualmente se le permitirá enajenar el feudo recibido
[12].
La relación de vasallaje concebida inicialmente como
vínculo personal y por lo tanto singular, perderá pronto tal
carácter al tolerarse desde el siglo X, y generalizarse desde
el XI, la multiplicación del lazo vasallático admitiendo que un
mismo individuo pueda recibir feudos de diversos señores.
Es el triunfo de la obligación real, determinada por la
importancia del feudo, frente a la vinculación personal, y
provoca la irremediable crisis de la fidelidad vasallática. La
invención del hommage lige o solidus (absoluto) [13], que a
su vez se generaliza desde el siglo XIII, no es sino un
infructuoso intento por contener la decadencia del sistema
de vinculaciones personales.
El feudalismo, dentro aún del esquema jurídico en que
nos encontramos, determina la aparición de fórmulas
políticas, sociales y culturales que caracterizan la llamada
sociedad feudal para distinguirla del feudalismo en su más
estricto sentido.
El sistema político feudal se caracteriza:
1. por la generalización de los lazos de dependencia
personal que determinan una privatización de las relaciones
políticas. La feudalización de las funciones públicas, tanto
políticas (condados) como eclesiásticas (obispados),
determinan
2. el triunfo de la relación personal (feudal) sobre la
relación pública (política). La imposición carolingia del
vasallaje a los funcionarios, destinada inicialmente a reforzar
el control imperial, provocará el ocultamiento de la
fundamental obligación política tras la vinculación personal
3. como consecuencia de lo anterior se produce la
disgregación del poder político a lo largo de una jerarquía de
señores vinculados en un sistema binario cerrado, que no
permite establecer ninguna conexión general, por cuanto la
fidelidad no va más allá del señor inmediato (Homo hominis
meus non est homo meus). Las más caracterizadas
manifestaciones de este fenómeno las encontramos en la
justicia feudal y de manera especial en el reconocimiento del
derecho nobiliario, propio de la soberanía, a la guerra
privada [14].
La sociedad feudal, heredera de un proceso de
diferenciación de condiciones jurídicas, se caracteriza por la
fijación del régimen jurídico de privilegio. La nobleza no se
constituirá como estamento privilegiado hereditario hasta el
siglo XII, momento en que se inicia el tránsito de la
caballería, como aristocracia de hecho, a la nobleza como
grupo caracterizado por disfrutar un especial régimen
jurídico, cerrando el acceso libre a la condición nobiliaria,
que a partir del siglo XIII quedará reservado exclusivamente
al favor real. El resultado de este proceso es la
estamentalización de la sociedad occidental que adquiere
ahora su característica división en tres estados [15]. La
nobleza impondrá un estilo de vida (código de la caballería)
[16] cuyas fundamentales exigencias, fidelidad, generosidad
(sois preux) y vivir noblemente, serán compensadas por el
reconocimiento de un estatuto jurídico privilegiado que los
exime de impuestos, los somete al juicio de sus pares, les
reconoce derecho al duelo judicial y los libera finalmente de
las penas corporales [17].
En la base de la sociedad feudal encontramos el señorío
explotado por una población sometida a la jurisdicción del
señor, quien les impone además una serie de obligaciones
laborales y económicas. El señorío es el resultado del gran
dominio territorial cuyo desarrollo resultó favorecido por la
crisis político-social que siguió a las invasiones. En un
momento en que el dinero escasea de resultas de la general
contracción económica el propietario se garantiza una mano
de obra permanente, mediante la entrega de una parte del
dominio en forma de tenencias (mansi), a campesinos
originariamente de diversa condición jurídica (esclavos,
colonos, libres). A cambio de la protección y de la tierra
recibidas, en ocasiones después de una previa donación
hecha por el débil en favor del poderoso, el cultivador queda
obligado al pago de una renta, en especies y metálico, y a la
prestación de una determinada cantidad de trabajo (corvees)
[18].
El dominio que inicialmente tiene un simple carácter
económico en cuanto unidad de explotación, se convertirá
pronto en un grupo social sometido a la autoridad del
tenente que a su vez se transforma en señor. El tránsito del
dominio al señorío se produce a través de las concesiones
inmunitarias, que suponen la renuncia del poder político a
intervenir en el territorio declarado inmune, confiando al
señor las funciones administrativas, judiciales y fiscales
hasta entonces ejercidas por sus funcionarios [19]. El
inmunista si por un lado se convierte en delegado y auxiliar
gratuito de la corona, adquiere por otro una autoridad sobre
las poblaciones, cualquiera que fuese su anterior condición,
que habitan el territorio declarado inmune (coto). Los
poderes del señor son fundamentalmente dos:
1. el droit de ban, que permite al señor ordenar, obligar y
castigar, del que se derivan todas las exigencias y derechos
que en determinados lugares llegarán a extremos poco
menos que insufribles (malos usos de Cataluña) [20] o
ridículos (grenouillage).
2. la justicia tanto fundiaria (contratos) como señorial
(administrativa y penal).
Textos 2

LA ENCOMENDACIÓN 2.1

El que se encomienda al poder de otro.


Al ilustre señor tal, yo tal. Siendo cosa de todos conocida que
yo no tengo absolutamente nada de que alimentarme y vestirme
solicité de vuestra piedad, y vuestra voluntad me lo ha concedido,
poder entregarme o encomendarme a vuestro mundo hurdum,
cosa que he hecho; y así pues deberéis ayudarme y sostenerme
en lo que respecta a mi alimentación y vestido en la medida que
yo pueda serviros y merecer esta ayuda de vos. Y en cuanto a
mí, todo el tiempo que viva deberé sen/iros y respetaros dentro
de mi condición de hombre libre y mientras viva no tendré
derecho a librarme de vuestra jurisdicción o mundo hurdum, sino
que por el contrario deberé permanecer bajo vuestra autoridad y
protección todos los días de mi vida. De donde si uno cualquiera
de nosotros quisiera sustraerse a este pacto, pagará al otro
tantos sueldos, y quedará además en vigor dicho pacto. Por lo
que se ha acordado que ambas partes redacten y firmen dos
documentos escritos de igual forma. Cosa que han hecho de este
modo.
 
Formulae Turonenses n.º 43. M. G. H.: Formulae Merovingici
et Karolini Aevi.
 
Si alguno dio armas a un comendero, o le donó alguna cosa,
permanezca lo que fue donado en poder del mismo, si
perseverare en el servicio de su patrono; mas si eligió otro
patrono, tenga facultad para encomendarse a quien quisiere,
pues no se puede impedir a una persona libre el hacerlo, siendo
dueño de sí mismo, pero devuelva todo al patrono de quien
desertó. Obsérvese la misma norma respecto a los hijos del
patrono o del comendero: que si quieren estos servir a aquellos,
posean lo donado, mas si decidieron dejar a los hijos o nietos del
patrono, devuelvan todo lo que el patrono donó a sus padres.
Y si el comendero adquirió alguna cosa estando en el servicio
del patrono, quede la mitad de todo ello en poder del patrono o de
sus hijos, y obtenga la otra mitad el comendero que lo adquirió; y
si dejó una hija ordenamos que quede en poder del patrono, pero
debiendo el patrono procurarle un igual que pueda casarse con
ella. Y si ella eligiera otro marido contra la voluntad del patrono,
restituya al patrono o a sus herederos todo lo que el patrono o
sus padres donaron al padre de la misma.
 
Código de Eurico (a. 475); 310: De las donaciones

ENCOMENDACIÓN CON ENTREGA DEL PATRIMONIO 2.2

920. Abril. Los habitantes de la villa de Baén, en el pago de


Pallars, dan al conde Ramón, hijo del conde Lope, todos sus
alodios en la villa.
En el nombre de Cristo. A todos nosotros… place, sin que
nadie fuerce nuestro albedrío, sino por propia voluntad, haceros
carta de donación a vos conde Ramón, hijo del conde Lope, y, en
virtud de ella, os donamos todos nuestros alodios en el pago de
Pallars y villa Baén, tierras, viñas, casas, huertos, árboles,
molinos, aguas, canales: desde Nogaria hasta el lugar que llaman
Exdrumunato o la Portella, desde el bosque de Pentina hasta el
oratorio de San Licerio, y por encima de aquel bosque hasta la
fuente llamada de Llano Tavernario. (…)
Te donamos, por tanto, todo lo que se halla dentro de estos
términos con integridad completa, por voluntad expresa nuestra,
con el fin de que seáis nuestro señor bueno y defensor contra
todos los hombres de vuestro condado y sea esto manifiesto a
todos, para que desde hoy tengas potestad. Y si nosotros o
cualquier otro hombre tratara de estorbar el cumplimiento de lo
que aquí se acuerda, pague el duplo y siga en pie el contrato aquí
expuesto. Hecha esta carta de donación el mes de abril, año XXIII
del reinado de Carlos emperador.
 
Ramón d’ABADAL: Catalunya Carolingia. vol. III. Els comtats de
Pallars i Ribagorza, doc. 132.

ENCOMENDACIÓN CON RENUNCIA A LA LIBERTAD 2.3

Yo Berterio he puesto la soga en mi cuello y me he entregado


bajo el poder de Alariado y de su esposa Ermengarda para que
desde este día hagáis de mí y de mi descendencia lo que
queráis, lo mismo vosotros que vuestros herederos, pudiendo
guardarme, venderme, darme a otros o manumitirme, y si yo
quisiera sustraerme a vuestro servicio, podéis detenerme
vosotros o vuestros enviados del mismo modo que lo haríais con
vuestros restantes esclavos originarios.
 
apud BOUTRUCHE: Seigneurie et Féodalité, p. 308.

CAPITULAR DE MERSEN (a. 847) 2.4

Queremos también que en nuestro reino todo hombre libre se


ponga bajo la protección del señor que cada cual quiera elegir
entre nosotros y nuestros fieles. Y ordenamos que ningún hombre
abandone sin motivo a su señor, ni que nadie lo reciba bajo su
protección, si no es con las condiciones que impuso la costumbre
de nuestros antepasados. Y deseamos que sepáis que nosotros
queremos para nuestros fieles lo justo y que no queremos obrar
injustamente contra ellos. Y del mismo modo os aconsejamos a
vosotros y a los restantes fieles que mantengáis el derecho de
vuestros hombres y no obréis injustamente contra ellos. Y
deseamos que los hombres de todos nuestros fieles en cualquier
reino que estén vayan con su señor a la guerra o a cualquier otra
empresa, a no ser que en este reino se produjera, Dios nos libre
de ello, la invasión que llaman lantwer y sea necesario que vaya
todo el pueblo unido para rechazarla.
 
S. BALUZIUS: Capitularía regum Francorum II, 44.

BENEFICIO EN PLENA PROPIEDAD 2.5

En el nombre de la Santa e indivisible Trinidad. Carlos, rey por


la gracia de Dios. Es costumbre de la alteza real el honrar y
exaltar a sus fieles con muchos honores y grandes beneficios. Y
por esto sepan todos nuestros fieles y los de la Iglesia, tanto los
presentes como los futuros, que concedemos a uno de nuestros
fieles, Gailino, ciertos bienes de nuestra propiedad que están
situados como sabe todo el mundo en el distrito de Wexin: es
decir, nuestra posesión denominada Cormeilles con todas sus
pertenencias, que el conde Reginaldo tenía como feudo
concedido por nuestra liberalidad. Por lo que decretamos que le
sea redactado y entregado un documento de posesión por el cual
ratificamos la concesión a nuestro fiel Gailino de la arriba
mencionada propiedad con todas sus dependencias, y por el que
nombramos al susodicho Gailino propietario legal de toda la
propiedad y, lo mismo que con sus demás bienes y propiedades,
tendrá también pleno y libre poder sobre éstos arriba
mencionados, sobre los esclavos de uno y otro sexo, sobre las
tierras, las viñas, prados, bosques, molinos, estanques y aguas
corrientes, sus dependencias y todo lo que se pueda decir o
nombrar. Tendrá, repito, libre y entera facultad de hacer con todo
esto lo que quiera, ya sea donarlo, venderlo, cambiarlo o incluso
dejárselo a sus herederos.
 
apud IMBERT: Histoire des Institutions et des faits sociaux I,
415-6.
TENENCIA EN PRECARIO 2.6

De acuerdo con el consejo de los siervos de Dios y con el


pueblo cristiano establecemos también que, a causa de las
guerras ininterrumpidas y de las persecuciones que llevan a cabo
contra nosotros todos los pueblos fronterizos, retendremos
durante cierto tiempo, con la indulgencia de Dios y a título de
precario y censo, una parte del patrimonio eclesiástico para
ayuda de nuestro ejército, con esta condición, que cada año le
sea entregado a la iglesia o al monasterio un sueldo, es decir,
doce denarios por cada préstamo, y de tal mañera que si muriera
la persona a quien le han sido prestados estos bienes, la iglesia
volvería a hacerse cargo de ellos. Y si de nuevo la necesidad
obligara al príncipe a ordenar esto, se renovará este préstamo y
se escribirá de nuevo, pero se observará sobre todo, que la
iglesia o el monasterio, de donde proceden los bienes en
préstamo, no sufre penuria ni pobreza. Y si por el contrario la
pobreza obligara a ello, se le devolverá a la iglesia y a la casa de
Dios todas sus posesiones por entero.
 
S. BALUZIUS: Capitularía regum Francorum (a. 743) I, 149-50.

HOMENAJE E INVESTIDURA 2.7

El día siete de los idus de abril, jueves, fue de nuevo prestado


homenaje al conde. En primer lugar hicieron el homenaje de la
siguiente manera: El conde preguntó si quería hacerse por entero
vasallo suyo y el respondió: Sí, quiero, y juntando sus manos el
conde las apretó entre las suyas al mismo tiempo que quedaron
ligados uno a otro por medio de un beso. En segundo lugar el que
había prestado vasallaje hizo juramento de fidelidad en estos
términos: Yo prometo en mi fidelidad ser fiel de ahora en adelante
al conde Guillermo y guardarle mi homenaje por entero y
protegerle contra todos, de buena fe y sin engaños. Y en tercer
lugar juró sobre las reliquias de los santos. Después el conde con
una vara que tenía en la mano dio las investiduras a todos los
que por medio de este pacto le habían prometido protección,
rendido vasallaje y prestado juramento.
 
apud BOUTRUCHE: ob. cit. p. 336.

Como se puede facer vasallo un home de otro.


Vasallo se puede facer un home de otro segunt la antigua
costumbre de España en esta manera, otorgándose por vasallo
de aquel que lo rescibe, et besandol la mano por reconoscimiento
de señorío: et aun hay otra manera que se face por homenage,
que es más grave, porque por ella non se torna home tan
solamiente vasallo del otro, mas finca obligado de complir lo quel
promete como por postura. Et homenage tanto quiere decir como
tornarse home de otri, et facerse como suyo para darle seguranza
sobre la cosa que promete de dar o de facer que la cumpla: et
este homenage non tan solamiente ha logar en pleyto de
vasallage, mas en todos los otros pleytos et posturas que los
bornes ponen entre sí con entención de complirlas.

En que manera se debe dar et rescibir el feudo.


Otorgar et dar pueden los señores el feudo a los vasallos en
esta manera: fincando el vasallo los hinojos ante el señor, et debe
meter sus manos entre las del señor, et prometerle jurando et
faciendol pleyto et homenage quel será siempre leal et verdadero,
et quel dará buen consejo cada que el gelo demandare, et que
nol descobrirá sus poridades, et quel ayudará contra todos los
homes del mundo a su poder, et que allegará su pro cuanto
podiere et quel desviará su daño, et que guardará et complirá
todas las posturas que puso con él por razón de aquel feudo; Et
después quel vasallo hobiere jurado et prometido todas estas
cosas, debe el señor envestirle con una sortija, o con luba o con
vara o con otra cosa de aquello quel da en feudo, o meterle ^en
posesión dello por sí o por home cierto a qui lo mandase facer.
 
ALFONSO X: Las Siete Partidas (1265), P. IV, t. 25, l. 6; t. 26, l.
4 [en lo sucesivo Partidas].

La imposición de las manos al recibir el vasallaje.


Aunque esto os envíe a decir el rey Marsilio / Que se hará
vuestro hombre juntando las manos / Y tendrá a toda España
como don vuestro… /
 
Chanson de Roland, v. 222-224.

El Feudo
Nuestro Emperador ha dotado de feudo a sus barones: A uno
da tierra, a otro castillo, a otro plaza fuerte, a otro da ciudad,
según su talante.
 
Charroi de Nimes (s. XII), v. 36-38.

El hombre de boca y manos.


Berardo de Montdidier ante Carlos ha venido; / A sus pies se
arrodilla, y su hombre ha quedado hecho; / El Emperador le besa,
y lo ha hecho alzarse; / Por medio de una enseña blanca, le ha
devuelto su feudo.
 
Canción de “Saisnes” [de los Sajones], v. 1151-1154.

El “consilium”.
El rey Marsilio estaba en Zaragoza / Ha marchado a un vergel,
bajo la sombra / Sobre una escalinata de mármol azul se tiende; /
Alrededor de él, más de veinte mil hombres. / Va llamando a sus
duques y a sus condes; / “Oíd, señores, qué calamidad nos
amenaza. / El Emperador Carlos de Francia la Dulce / Ha venido
a este país a destruirnos / Yo no tengo hueste que pueda darle
batalla,/Ni tengo gentes capaces de derrotar las suyas. /
Aconsejadme, como mis hombres sabios, / Y protegedme de la
muerte y vergüenza!” / No hay pagano allí que responda una sola
palabra, / Excepto Blancandrins de Castil de Valfondo.
 
Chanson de Roland, v. 10-24.
 
Vasallos, dice el duque, oídme esta razón, Carlos nos envía a
decir que vayamos a servirle por la Natividad, que no lo
aplazemos más, y que vayan conmigo 400 compañeros. Mas por
la fe que debo al cuerpo de san Lázaro, no haré yo por él ni el
gasto de un botón. Antes al contrario, le moveré si puedo, tal
guerra, que me iré a Paris a golpe de espuela, con 60.000
hombres de diversa hechura. Entonces le mostraremos que no lo
amamos en absoluto, por amor de mi hermano, el rico duque
Doon.
 
Chanson des Quatres fils Aymon, o Renault de Montauban (s.
XII), v. 575-584.

La herencia del feudo.


“Y sobre todo tengo a vuestra hermana, / De ella tengo un
hijo; más hermoso no podría ser / Este es Balduino”, esto dice,
“que será valeroso. / A él dejo mis honores y mis feudos. /
Conservádmelo bien, ya no lo veré con mis ojos”.
 
Chanson de Roland, v. 312-316.

OBLIGACIONES DE SEÑORES Y VASALLOS 2.8

Que debdo ha entre los señores et los vasallos.


Debdos muy grandes son los que han los vasallos con sus
señores; ca débenlos amar, et honrar, et guardar et adelantar su
pro, et desviarles su daño en todas las maneras que podieren, et
débenlos servir bien et lealmiente por el bienfecho que dellos
reciben. Otrosí decimos que el señor debe amar, et honrar et
guardar sus vasallos, et facerles bien et merced, et desviarlos de
daño et de deshonra: et quando estos debdos son bien
guardados, face cada uno lo que debe, et cresce et dura el amor
verdadero entre ellos. Et otrosi debdos hi ha de muchas maneras
entre los vasallos et los señores, que son tenudos de guardar los
unos a los otros en tiempo de guerra et de paz, de que deximos
en la segunda Partida deste libro en las leyes que fablan en esta
razón.

Que servicios deben facer por los feudos los vasallos a sus
señores, et otrosí cómo los señores deben guardar a sus
vasallos.
Señalado servicio ptometen de facer los vasallos a sus
señores quando resciben los feudos dellos, et entonce lo deben
complir en aquella manera que lo prometieron. Et si por ventura
non fuese nombrado cierto servicio quel vasallo debiese facer al
señor, pero todavía se entiende que el vasallo es tenudo por
razón de aquel feudo que tiene del, de ayudarle en todas las
guerras que hobiese a comenzar derecnamiente, et otrosí en
todas las guerras que moviesen otros contra el a tuerto. Otrosí
decimos que los señores deben ayudar a sus vasallos et
ampararlos en su derecho quanto podieren, de manera que non
resciban daño nin deshonra de los otros, et débenles guardar
lealtad en todas cosas, bien así como los vasallos son tenudos de
la guardar a sus señores.
 
Partidas. P. IV, t. 25, 1. 4; t. 26, 1. 5.

Juramento de los vasallos.


En lo que yo sepa y pueda con la ayuda del Señor, sin engaño
ni rebeldía de ninguna clase os serviré y ayudaré fielmente con
mi consejo y auxilio según mi ocupación y persona para que
podáis guardar y ejercer el poder que Dios os ha concedido
según su voluntad para salvación vuestra y de vuestros vasallos.
Juramento del Rey.—Y yo del mismo modo en lo que sepa y
razonablemente pueda, con la ayuda del Señor honraré a cada
uno de vosotros según su rango y su persona, le honraré, le
protegeré y le mantendré sano y salvo y le daré a cada cual lo
que le pertenece en derecho y justicia. Y si alguien lo necesita y
lo pide razonablemente usaré con él también de un modo
razonable, de misericordia como un rey fiel debe honrar y
proteger a sus vasallos. Y en lo que sea posible a la fragilidad
humana y a la inteligencia y poder que Dios me ha dado, no me
apartaré con nadie de este modo de obrar, ni por simpatía ni
antipatía, ni influido por ruegos indebidos. Y si por debilidad me
dejara arrastrar en contra de estos propósitos procuraré
enmendarme voluntariamente de mis yerros tan pronto como me
dé cuenta de ellos.
Al muy glorioso duque de Aquitania Guillermo el obispo
Fulberto. Invitado a escribir sobre las fórmulas de fidelidad, os he
recogido de la autoridad de ciertos libros estas breves notas que
siguen: Quien jura fidelidad a su señor debe tener siempre en la
memoria estas seis palabras sano y salvo, seguro, honrado, útil,
fácil y posible. Sano y salvo para no causar a su señor ningún
daño corporal. Seguro para no dañar su secreto ni el de las
fortificaciones que lo protegen, honrado para no atentar contra su
justicia ni contra otras cosas que atañen a su honra, útil para no
ocasionar daño a sus posesiones. Fácil y posible para que el bien
que su señor podía llevar a cabo fácilmente no se lo haga él difícil
ni lo que sea posible se lo convierta en imposible. Es justo que el
vasallo se abstenga de estos actos nocivos. Pero no por esto ya
va a merecer la protección de su señor: no basta que no haga
mal, también es necesario que practique el bien. Por último, pues,
es preciso que en estos seis puntos arriba citados el vasallo
preste a su señor fielmente su consejo y ayuda, si quiere parecer
digno del feudo y respetar la fidelidad que ha jurado. Y el señor
debe también comportarse de igual modo en todas estas cosas
con su vasallo. Y si no lo hiciera será tenido con razón como
persona no cumplidora de sus promesas, de igual modo que el
vasallo será pérfido y perjuro si fuera sorprendido traicionando
sus obligaciones bien de un modo activo o consintiendo en ello.
 
apud BOUTRUCHE: ob. cit., pp. 368-71.

EL FEUDO 2.9

Qué cosa es feudo, et onde tomó este nombre, et quántas


maneras son dél.
Feudo es bienfecho que da el señor a algunt home porque se
torna su vasallo, et le face homenage de serle leal: et tomó este
nombre de fe que debe siempre guardar el vasallo al señor. Et
son dos maneras de feudo: la una es quando es otorgado sobre
villa, o castiello o otra cosa que sea raíz: et este feudo atal non
puede seer tomado al vasallo, fueras ende si fallesciere al señor
las posturas que con él puso, o sil feciese algunt yerro tal por que
lo debiese perder, así como se muestra adelante. Et la otra
manera es la que dicen feudo de cámara: et este se face quando
el rey pone maravedís a algunt su vasallo cada año de su
cámara: et este feudo atal puede el rev toller cada que quisiere.
 
Partidas. P. IV, t. 26, 1. 1.
 
En el nombre de nuestro Dios, Señor y Salvador Jesucristo,
Luis emperador Augusto por voluntad de la divina Providencia.
Sepan todos nuestros fieles presentes y futuros que el venerable
Wendelmar obispo de la ciudad de Tournai, nos pidió que le
concediéramos como limosna por nuestra parte ciertas tierras de
nuestro fisco situadas en la citada ciudad para aumentar y
ampliar el claustro de los canónigos. Y por esto nosotros
enviamos al venerable abad Irmión y a nuestros enviados
Ingoberto y Hartnab para estudiar y solucionar este asunto y
proporcionar en nombre nuestro, de entre los fondos de nuestro
fisco lo que le fuera necesario para la construcción del citado
claustro. Cosa que ellos llevaron a cabo. A saber: de nuestro
propio fisco reunieron en aquel lugar una tierra de 84 pérticas de
contorno y también de nuestro fisco y en el mismo lugar otra
tierra de 49 pérticas que Werinfredo tiene en beneficio, y de igual
modo, también de nuestro fisco, otra de 132 pérticas que el
conde Roculf tiene como propiedad inherente a su cargo. Pero
para que la citada iglesia y sus autoridades tengan y posean para
siempre y firmemente los arriba mencionados territorios
destinados a aumentar y dilatar los claustros, (el ya citado
Wendelmar) ha solicitado de mi autoridad un documento sobre
esta concesión, para que estos territorios permanezcan de un
modo firme e inviolable, en nuestra época y en los años
venideros dentro de la jurisdicción de la citada iglesia. A cuyos
ruegos nos ha sido grato atender para aumento de nuestro censo
y por reverencia a los santos lugares y así nos na sido grato
hacer entrega en persona a la citada iglesia de los ya citados
territorios según sus dimensiones y sus delimitaciones. Y por esto
queremos y ordenamos por este documento otorgado por nuestra
autoridad que el citado obispo Wendelmar y sus sucesores o la
comunidad del citado santo lugar posean las citadas tierras
concedidas como limosna nuestra y según las dimensiones y
delimitaciones fijadas por nuestros enviados y que permanezcan
dentro del derecho y las posesiones de la citada iglesia, de tal
modo que gocen de la libre facultad de hacer en todo lo que ellos
quieran hacer de estos territorios o en ellos para utilidad y
provecho de la iglesia y dentro de las normas del derecho
canónico. Y para que este documento de nuestra autoridad tenga
en el nombre de Dios mayor eficacia y sea observado con más
respeto y diligencia por nuestros fieles y los de la santa Iglesia de
Dios hemos ordenado que sea sellado abajo con nuestro sello.
 
apud IMBERT: ob. cit., I, 422-4.
 
Yo Mauricio arzobispo de la iglesia de Braga recibo en
prestimonio o feudo de manos de nuestro amigo y cofrade D.
Diego II, venerable obispo de la iglesia de Compostela, la mitad
de las posesiones y heredades que tiene la iglesia de Santiago
en tierras portuguesas desde el río Limia hasta el Duero, es decir
la mitad de la iglesia de los santos Víctor y Fructuoso con todas
sus dependencias y la mitad de la villa llamada Corneliana con
todas sus dependencias, lo mismo que de las restantes villas que
como se sabe pertenecen a la citada iglesia de Santiago para
recibirlo de sus manos y poseerlo y cuando lo quiera recuperar de
nuevo se lo devolveré y restituiré de buen grado a él o la iglesia
de Santiago.
 
Historia compostelana, apud España Sagrada XX, 145-46.
 
En el nombre de Dios: éste es el convenio hecho entre el
conde Ramón y la condesa Valencia y D. Bernando Mir de Naslia.
El conde Ramón concede a Bernardo Mir el tener su castillo de
Naslia bajo su custodia y en su bailía y defenderlo contra todos,
hombres y mujeres. Y tenga del mismo modo los alodios que
posee en la comarca del Pallars en la bailía. Y en cambio de esto
promete Bernardo Mir al conde Ramón tener en el castillo un
comendero y darle cada cinco años 60 hogazas y cuatro ff. de
vino, cinco cuartas de cebada y carne de cerdo por valor de un
sueldo. Y por esto sea vasallo del conde Ramón y le encomiende
su hijo. Y si muriera el conde Ramón entonces Bernardo Mir
cumplirá este contrato con el hijo del conde Raimundo y con el
que herede el condado. Y si por el contrario el que muriera fuera
Bernardo Mir entonces el conde Raimundo lo cumplirá con el hijo
de Bernardo Mir. Y que los hijos del conde Raimundo y de
Bernardo Mir respectivamente cumplan y respeten este contrato.
 
MIQUEL ROSELL, F.: Liber Feudorum Maior I, n.º 71.
 
Este es el convenio que se ha hecho entre el obispo don
Odón y Ramón Ermengol, hijo de Ermengol Reimúndez de Isla.
El citado obispo le da por feudo dos partes del diezmo de
Salagosa y de Angostrina y de Cortáis, como asimismo la tercera
parte del diezmo de Ceneja con estas condiciones: que el citado
Raimundo sea por esta causa junto con tres caballeros sólido del
citado obispo y sin ningún otro señor y que su propio cuerpo con
otro caballero, sean de la mesnada del citado obispo y tenga
otros dos caballeros en las huestes y expediciones que el obispo
dirija por sí o por su nuncio, excepto por el territorio de España. Y
si el obispo determinara enviarlo a España el anteriormente
citado Ramón los tenga en España de tal manera que con éstos
sean cuatro caballeros. Y el citado Ramón promete al citado
obispo que en esto arriba dicho le atenderá bien y le servirá lo
mejor que pueda. Y si muriera antes el citado obispo, el citado
Ramón cumplirá del mismo modo esto, sin engaño alguno con
sus sucesores.
 
apud A. GARCÍA GALLO: Manual de Historia del Derecho
español, n.º 792.
 
El hidalgo que reciba de su señor bien y cumplidamente su
soldada, debe servirle tres meses completos en la hueste, donde
lo necesite; y no sirviéndole, páguela doble. Si el señor no se la
diere cumplida en el modo pactado, no podrá demandarle, si no
quisiere servirle en la hueste: mas dando a su vasallo caballo o
loriga con que le sirva, puede pedírselo, prendarlo por ello, sino
se lo diere, y acusarlo ante el rey.
 
Fuero Viejo de Castilla, lib. 1, tit. 3, 1.1.
 
Ordoño rey, a vos padre D. Rosendo, obispo, salud en el
Señor. Por la apacible autoridad que emana de nuestra
ordenación os damos y concedemos para eme lo gobernéis o
mejor para que lo protejáis todo el feudo de vuestro padre de
gloriosa memoria Gutierre Menéndez, es decir el territorio desde
Geures hasta el río Caldas, territorio que obtuvo nuestro río,
vuestro cuñado Jimeno Díaz y lo que tuvieron vuestros sobrinos
Gonzalo y Vermudo y perdieron, por sus crímenes y execrable
infidelidad. Y también añadimos a esto y concedemos a vuestra
paternidad todas las heredades que se hallan en nuestro reino y
que de vuestros parientes les correspondían a estos criminales,
para que hagáis con ellas lo que vuestra libre voluntad decida. Y
os concedemos también de un modo especial lo que disteis al
hijo de Can y Magunto Vermudo, Bollario, Páramo medio y
Paratella y a Rodrigo Lampazas y Letera con Curro y Neura. Lo
mismo esto, que lo que en otro tiempo obtuvisteis por nuestras
encomiendas sea para vos, para regirlo por nos y para vuestro
provecho para recibir de todo la regalía debida. Y tenga esto
sanción perpetua. Así pues os sea concedida esta heredad arriba
citada con todas sus dependencias hasta el mar y con nuestra
autoridad os la entregamos para que la gobernéis y la promesa
que hacemos por la Santa Trinidad, por esto y por vuestra
caridad, con la ayuda de Dios la declaramos irrevocable y
perpetua. Y a nadie mandamos ni permitimos que os perturbe allí,
ni aun en lo más mínimo.
 
apud A. GARCÍA GALLO: ob. cit., n.º 757.

CAPITULAR DE QUIERSY (a. 877) 2.10

a. 9.—Si un conde muriera y su hijo estuviera con nosotros,


nuestro hijo con nuestros restantes fieles dispondrá de entre los
más amigos y familiares quién ha de ser el que junto con los
ministeriales del condado y con el obispo vele por el condado
hasta que esto nos sea comunicado. Pero si dejara a un niño de
corta edad, que él en persona con los ministeriales del conde y
con el obispo de la diócesis donde resida se haga cargo y vele
por el condado hasta que el asunto llegue a nuestro
conocimiento. Si no tuviera hijos, que nuestro hijo con los
restantes fieles designe el que con los ministeriales del condado y
con el obispo se haga cargo del condado, hasta que nosotros
decidamos acerca de ello. Y respecto a esto que nadie se irrite si
a nosotros nos es grato entregar el condado a otro distinto del
que ha venido gobernándolo hasta entonces. Y lo mismo ha de
hacerse respecto a nuestros vasallos. Y queremos y ordenamos
expresamente que lo mismo los obispos que los abades y
condes, como asimismo nuestros fieles restantes se afanen de
este mismo modo en velar por sus hombres.
a. 10.—Si alguno de nuestros fieles después de nuestra
muerte quisiera renunciar al mundo y tuviera a un hijo o un
allegado capaz de gobernar el estado que se le autorice a
trasmitirle sus honores. Y sí quisiera vivir tranquilamente en su
alodio que nadie ose obstaculizarle en nada y que no se le exija
nada salvo prestarse a la defensa de la patria.
 
S. BALUZIUS: Capitularia regum francorum II, 263-4.

CARTA DE SUBINFEUDACIÓN 2.11

Sea de todos conocido que yo Alaris, te doy a ti, Ramón, mi


hijo, el castillo de Figuerola y de Gisalemo con sus términos y
dependencias tal como yo lo tengo y poseo y te los entrego como
tu libre alodio y para que hagas de ellos lo que tu voluntad quiera.
Y te doy también el castillo de Timor con sus términos y
dependencias y el castillo de Condeminas con sus términos y
dependencias y el castillo de Rabinay con sus términos y
dependencias y el castillo de Hondara con sus términos y
dependencias y el castillo de Pontils con sus términos y
dependencias y el castillo de Aquiló con sus términos y
dependencias; estos castillos citados tal como yo los tengo y
poseo por feudo, así te los doy, para que los tengas y poseas por
mis señores como yo los tengo y poseo. Los citados castillos han
venido a mi poder de la siguiente manera: los que son de alodio,
por compra y adquisición, y los restantes por adquisición y
muchos trabajos como se ha dicho en este mismo escrito. Y para
mayor provecho tuyo todas las propiedades que son de alodio
mío te las entrego como alodio y las que son feudos te las doy
como feudo y te las entrego con potestad.
 
F. UDINA: Llibre blanch de Santas Creus, n.º 36 (a. 1132).

EL DERECHO A ENAJENAR EL FEUDO 2.12

33 Si aliquis suum feudum.


Si alguien diera su feudo, lo empeñara, o cediera su dominio a
otro sin consentimiento de su señor, el señor, en el caso que lo
supiera y se opusiera, podría retener el feudo cuanto quisiera.
Pero si lo sabe y no se opone no podrá retenerlo pero puede
exigir el servicio del feudo de cualquiera de los dos, lo mismo del
donante que del que recibió el feudo. Y si le fuera negado podrá
retener el feudo y mantenerlo en su poder hasta que el servicio
perdido le sea enmendado en el duplo y se asegure bien de que
en lo sucesivo no le será de nuevo negado.
 
Usatges de Barcelona (c. 1058).

EL HOMENAJE LIGIO 2.13

[36 Qui solidus] Quien es sólido de su señor debe servirle muy


bien, según su poder o según conveniencia; y al señor deberá
mantener contra todos, y no a otro contra él. Por ello ningún
hombre debe hacer solidança sino con sólo un señor, a no ser
que así lo consienta el señor de quien primeramente será sólido.
 
Usatges de Barcelona (c. 1058).
Cualquiera que sea el número de señores que reconozca un
hombre es a aquel del que es lige al que debe más… Es preciso
mantener la fidelidad para con todos sus señores,
salvaguardando siempre la del señor precedente. Sin embargo la
más firme fidelidad pertenece a aquel del que es lige.
 
Leges Henrici (c. 1115).

De los varios homenajes.


Doble es el homenaje, a saber: homenaje sólido y no sólido. Y
es homenaje sólido el que lleva aparejadas fidelidad y lealtad.
Pues el hombre sólido, debe fidelidad a su señor contra todos los
hombres; así en el homenaje sólido ningún hombre queda
exceptuado cuando es hecho, en lo referente a las palabras, pero
en cuanto al recto entendimiento, se entiende exceptuado, aquel
que tiene general jurisdicción, pues contra aquél no está obligado
a ayudar a su señor. Pues manifiestamente se nos muestra el por
qué nadie puede hacer homenaje sólido a dos: pues tal fidelidad
simple, de la que ninguno queda exceptuado, nadie puede
hacérsela a dos.
Asimismo, no es homenaje sólido, cuando alguno se exceptúa
al hacer el homenaje diciendo: te hago homenaje de este modo,
salvando la fidelidad que debo a mi señor, u os hago homenaje
en tal manera, quitando el que puedo hacer a mi otro señor,
contra el cual no quiero verme obligado a ayudaros.
Y si es exceptuada alguna persona, tal cosa es lo mismo que
si se dijera: Os quiero hacer homenaje de este modo, salvando
esto, que contra tal noble no os quiero ayudar. Este haciendo de
tal modo el homenaje, es hombre no sólido, puesto que no está
obligado a tener fidelidad contra todos; ya que exceptúa a
algunos, contra los cuales no está obligado a ejercitar la fidelidad
o ayuda.

A quién puede o no puede hacer homenaje el hombre sólido


de alguien.
El hombre sólido de algún noble no debe ni puede,
contradiciendo a su señor, que no se lo pide, hacer homenaje a
enemigo de su señor, aunque en el homenaje no sólido, siempre
haya sido exceptuada la fidelidad que debe a su señor.
Y si aquel al que hace el homenaje no sólido, no es enemigo
de su señor, entonces no puede demandársele ni impedírsele, y
puede el hombre sólido hacer homenaje a aquel en tal caso.
El veto ejercitado sin razón por su señor, no debe ser
observado por el hombre sólido.
 
PERE ALBERT: Commemoracions (s. XIII).

LA GUERRA PRIVADA 2.14

De la amistat; e del desafiamiento de los fijosdalgo; e de las


treguas dellos, e de las muertes, e de las feridas; e de la desonra
dellos.
1. Esto es Fuero de Castiella, que establesció el emperador
don Alonso en las Cortes de Najera por raçon de sacar muertes,
e desonras, e deseredamientos, e por sacar males de los
fijosdalgo de España, que puso entre ellos paz, e asosegamiento,
e amistat; e otorgarongelo ansi los unos a los otros, con
prometimiento de buena fee sin mal engaño: Que ningund
Fijodalgo non firiese, nin matase uno a otro, nin corriese, nin
desonrase, nin forcase, a menos de se desafiar, e tornarse la
amistat, que fué puesta entre ellos; e que fuesen seguros los
unos de los otros, desque se desafiaren a nueve dias: e el que
ante que de este termino firiese, o matase, el un Fijodalgo a otro,
que fuese por ende alevoso, e quel pudiese decir mal ante el
Emperador, o ante el Rey.
2. Esto es Fuero de Castiella en razón de los desafiamientos
de los Fijosdalgo: Que si el Fijodalgo a querella de otro Fijodalgo
[ante] quel faga otro mal alguno, devel’tornar amistad, e si
aqueste a que torna amistat, dijier, que gelo rescive, e otrosi
tornal’amistat, fasta nueve dias non se deven facer mal el uno al
otro; e de los nueve dias adelante puedel’desafiar, e desonrarle;
des pues de tercer dia adelante matarle, si podier; e si aquel, a
que desafiare, dijier que non gelo rescive, mas quel’ quier dar
fiador de comprir quanto fuero manare, devegelo rescivir, e ir ante
el Fuero, e comprir, quanto fuero mandare amas las partes. E los
que de otra guisa usan en esta raçon yerran, e pueden reptarlos
por ello a los que de otra guisa lo ficieren.
3. Esto es Fuero de Castiella: Que si algund Fijodalgo baraja
con otro Fijodalgo, e se parte de la baraja; e si alguno dellos
quisier facer mal a otro, develo ante desafiar, e de tercer dia
adelante puedel’ desonrar, e robar de lo suo por dó quier que lo
fallare fasta nueve dias, e de nueve dias adelante puedel’sin mas
estanca ninguna matar: E si el Fijodalgo imbiare a desafiar a otro
fijodalgo devel’ imbiar a desafiar con otro Fijodalgo. E si otro orne
fuer a desafiar, que non sea Fijodalgo, e le dieren muchas,
tenérselas a con derecho: E si Fijodalgo fuer a desafiar por
Fijosdalgo, e si alguno de aquellos, por quien desafia, non gelo
otorgare quel’ mandaron desafiar, deve ser suo enemigo de aquel
a quien desafia.
4. Otrosí es Fuero de Castiella: Que si dos Fijosdalgo an
contienda, e el uno desafia al otro, si qualquier de estos, que an
desafiado, quisier desafiar por suos parientes puedegelo facer
fasta en segundo cormano; e si desafiare por otros cavalleros que
non sean suos parientes, si estos estraños, por quel’ desafió, lo
otorgaren, vale el desafiamiento, e pueden estos si quisieren, ser
con aquel, que desafió por ellos para desonrarle, e matarle. Mas
aquel, que desafió, non le deven facer mal, e si aquellos, que
movieron la contienda se afiaren el uno al otro, o se dieren
treguas, estos otros se deven estar en paz. Mas si algund
Fijodalgo desafia a otro por otros que non sean suos parientes, si
aquellos por quien desafia, non lo otorgaren, este que desafió por
ellos, deve ser enemigo de aquel, por quien desafió. (…)
6. Esto es Fuero de Castiella: Que si un Fijodalgo baraja con
otro Fijodalgo, e partense de la baraja, e an treguas, e desque las
treguas fueren salidas, si el uno al otro firier, o desonrare, o
matare, no le está mal, maguer que non le haya desafiado.
7. Esto es Fuero de Castiella: Que ningund Fijodalgo, que non
hava desafiado a otro, non deve demandar quel’dé tregua, nin él
non la deve dar, maguer que el otro haya temor del.
8. Esto es Fuero de Castiella: Que si algún Fijodalgo a
contienda con otro Fijodalgo, e viene mensage a qualquier de
suos amigos, quel’vayan a socorrer; los que salieren al apellido, e
tomaren armas; si cada uno de estos, quando llegaren al apellido,
si los fallaren peleando, cada uno dellos puede ayudar a suo
amigo: E si mataren o firieren algunos en tal racon, non les puede
decir ninguno, que facía y tuerto, nin valen menos por ello. Mas si
ellos, yendo en apellido, se quedaren en algund logar, e dexaren
las armas, después desto non deven moverse, nin facer mal los
unos a los otros, fasta que se tornen amistad, e se desafien; e si
alguno en otra guisa lo ficier, pudel decir mal e reptar por ello.
 
Fuero Viejo (s. XIII) lib. 1, t. 5, 11. 1-8.
 
2. Todo fidalgo que a otro fidalgo matare, o lisiare, o le
presiere, o le firiere, o corriere con él ante que le haya desafiado,
es por ende alevoso, e puédele decir ante el Rey que es alevoso,
e tal dicho como este es llamado riepto. E si fidalgo lo ficiere a
otro home, o home a fidalgo, o otros entre si que no sean
fijosdalgo, no son por ende alevosos, sino si lo ficieren en tregua,
o en Pleyto que hayan puesto uno con otro, ca el Pleyto de la
amistad antigua no fue hecho sino tan solamente entre los
fijosdalgo.
3. Si fidalgo a otro fidalgo quemare, o derribare casas, o
cortare viñas o arboles, o forzare haber o heredad, o ficiere otro
mal que no tenga en su cuerpo, maguer no le haya ante
desafiado, no es por ende alevoso. Pero si gelo ficiere en tregua,
es por ende alevoso, si lo ficiere a sabiendas: ca si lo ficiere por
yerro, debelo enmendar cuando le fuere demandada la emienda:
e no le pueda por ende decir mal.
 
Fuero Real (1255) lib. IV, t. XXI, 11. 2-3.
LA SOCIEDAD ESTAMENTAL 2.15

El orden eclesiástico no compone sino un solo cuerpo. En


cambio la sociedad está dividida en tres órdenes. Aparte del ya
citado, la ley reconoce otras dos condiciones: el noble y el siervo
que no se rigen por la misma ley. Los nobles son los guerreros,
los protectores de las iglesias. Defienden a todo el pueblo, a los
grandes lo mismo que a los pequeños y al mismo tiempo se
protegen a ellos mismos. La otra clase es la de los siervos. Esta
raza de desgraciados no posee nada sin sufrimiento. Provisiones
y vestidos son suministradas a todos por ellos, pues los hombres
libres no pueden valerse sin ellos. Así pues la ciudad de Dios que
es tenida como una, en realidad es triple. Unos rezan, otros
luchan y otros trabajan. Los tres órdenes viven juntos y no
sufrirían una separación. Los servicios de cada uno de estos
órdenes permite los trabajos de los otros dos. Y cada uno a su
vez presta apoyo a los demás. Mientras esta ley ha estado en
vigor el mundo ha estado en paz. Pero, ahora las leyes se
debilitan y toda paz desaparece. Cambian las costumbres de los
hombres y caraba también la división de la sociedad.
 
ADALBERON: Carmen ad Rotbertum regem francorum (a 998) P.
L. CXLI.

De los caballeros et de las cosas que les conviene de facer.


Defensores son uno de los tres estados porque Dios quiso
que se mantuviese el mundo: ca bien asi como los que ruegan a
Dios por el pueblo son dichos oradores; et otrosí los que labran la
tierra et facen en aquellas cosas por que los homes han de vevir
et de mantenerse son dichos labradores; et otrosí los poder et su
honra: et todos los otros comunalmente los deben honrar porque
les son así como escudo et defendimiento, et se han de parar a
todos los peligros que acaescieren para defenderlos. Onde así
como ellos se meten a peligros de muchas guisas para facer
estas cosas sobredichas, así deben seer honrados en muchas
maneras, de guisa que ninguno non debe estar en la iglesia
antellos quando estodiesen a las horas, sinon los perlados et los
otros clérigos que las dixiesen, o los reyes o los otros grandes
señores a que ellos hobiesen de obedecer et de servir: nin otrosí
ninguno non debe ir a ofrescer nin a tomar la paz ante que ellos;
nin al comer non debe asentarser con ellos escudero nin otro
ninguno, sinon caballero o home que lo meresciese por su honra
o por su bondat; nin otrosi ninguno non se debe baldonar con
ellos en palabras que non fuese caballero o otro home honrado.
Otrosi deben seer honrados en sus casas, ca ninguno non gelas
debe quebrantar sinon por mandado del rey o por razón de
justicia por cosa que ellos hobiesen merescido; nin les deben
otrosi prender los caballos nin las armas fallándoles alguna otra
cosa mueble o raiz en que puedan facer la prenda: et aunque non
fallasen otra cosa en que la feciesen, non les deben tomar los
caballos de sus cuerpos, nin descenderlos de las otras bestias en
que cabalgasen, nin entrarles en las casas a prender estando hi
ellos o sus mugeres. Pero cosas hi ha señaladas sobre que les
pueden poner plazo á que salgan de las casas porque puedan
facer la entrega en ellas o en lo que hi fuere: et aun los antiguos
tanto encarecieron la honra de los caballeros, que non tan
solamente dexaban de facer la prenda do estaban ellos o sus
mugeres, mas aun do fallaban sus mantos o sus escudos: et sin
esto les facien otra honra, que do quier que los homes se fallaban
con ellos se les homillaban, et hoy en dia eso han aun por
costumbre en España de decir a los homes buenos et honrados
homillamosnos. Et aun a otra honra el que es caballero, que
después que lo fuese puede llegar a honra de emperador, o de
rey, et ante non lo podrie seer, bien asi como no podrie seer
ningunt clérigo obispo, si primeramente non fuese ordenado de
preste misacantano.

Cómo los caballeros han honras apartadas sobre los otros


homes por razón de la caballería.
Conoscidas et apartadas honras han los caballeros sobre los
otros homes non tan solamente en las cosas que diximos en la
ley ante desta, mas aun en otras que aqui diremos: et esto es
quando el caballero estodiese sobre algunt pleyto de que espere
haber juicio, él o su personero, que si acaesciere que dexe de
poner alguna defensión ante si por que podiese vencer o
defenderse de la demanda que le feciesen, que manguer ante
que esta defensión fuese puesta diesen juicio contra él, que bien
la podrie después poner, et probándola non le empescerie el
juicio, lo que otro home non podrie facer si non si fuese de menor
edat de veinte et cinco años. Otrosi quando acaesciese que
algunt caballero fuese acusado en juicio de algunt yerro que
hobiese fecho, maguer fallasen contra él señales o sospechas
por que fallándolas contra otro home merescerie seer
tormentado, non deben meter a él a tormento, fueras ende por
fecho de trayción que tañiese a el rey cuyo natural o vasallo
fuese, o al regno do lidiaban muchas vegadas por defender el
derecho de estos átales. Et otrosi habien a guardar todas
aquellas cosas que derechamente les eran dadas en
encomienda, defendiéndolas asi como lo suyo: et sin todo esto
guardaban que caballos nin armas, que son cosas que convienen
mucho a los caballeros de las traer siempre consigo, que non las
empeñasen nin las malmetiesen sin mandado de sus señores, o
por grant cuita manifiesta que hobiesen, a que ningut acorro non
podiesen haber: et otrosi que las non jugasen en ninguna
manera. Et tenien aun que debien seer guardados de facer ellos
por sí furto nin engaño, nin consejar a otro que lo feciesen: et
entre todos los otros furtos señaladamente en los caballeros et en
las armas de sus compañas quando estodíesen en hueste.

Que cosas deben facer et guardar los caballeros en dicho et


en fecho.
Facederas son a los caballeros cosas señaladas que por
ninguna manera non deben dexar: et estas son en dos guisas, las
unas en dicho, et las otras en fecho: et las de palabra son que
non sean villanos nin desmesurados en lo que dixieren, nin
soberbios sinon en aquellos logares do les conviniere asi como
en fecho en darmas, do han de esforzar los sus corazones, et
darles voluntad de facer bien nombrado así et ementando a ellos
que fagan lo mejor, trabándoles en lo que entendieren que yerran
o non facen como deben: et aun porque se esforzasen mas
tenien por cosa guisada que los que hobiesen amigas que las
ementasen en las lides, porque les cresciesen mas los corazones
et hobiesen mayor vergüenza de errar. Otrosi tenien por bien que
se guardasen de mentir en sus palabras, fueras ende en aquellas
cosas en que se hobiese a temar la mentira en algunt grant bien,
asi como desviando daño que podrie acaescer si non mentiesen:
otrosi trayendo alguna prometiendo asesegamiento entre los
homes que fuesen movidos a facer algunt grant mal, o poniendo
paz o acuerdo entre aquellos que se desamasen o en otra cosa
porque aquella mentira tolliese mal et troxiese bien. Otrosi las
palabras que dixiesen jurando o faciendo homenage o
prometiendo de tener alguna cosa, que las guardasen asi como
diximos en la ley ante desta. De fecho otrosí decimos que deben
seer leales et firmes en lo que fecieren: ca la lealtad les fará
guardar de yerro et la firmedumbre que non sean movidos de uno
a al, que es cosa que non conviene a los defendedores; ca non
son tan dubdados por ello los que lo facen. Et otrosi deben
también sus paños como las armaduras et armas que troxieren
facerlas fermosas et apuestas, et a pro de sí, de manera que
perezcan bien a los que las vieren, et sean ellos conoscidos por
ellas, así que se aprovechen de cada una segunt aquello para
que fué fecha. Et otrosi delen ser de buena barata, ca si lo ion
fuesen todo su gisamiento non les valdrie nada: et serien atales
los que esto feciesen, segunt los sabios antiguos dixieron, como
el árbol sin corteza que párese mal et secase aina. Et aun deben
puñar quanto podieren en seer mañosos et ligeros así como
diximos, que son dos cosas de que se pueden ayudar en muchos
logares: et sobre todas cosas que sean bien mandados, ca
manguer todas las otras cosas les ayudan a ser vencedores del
poder de Dios en ayuso, esta es aquella que lo acaba todo.
 
Partidas. P. II, t. XXI, 11 21 y 22.
 
El oficio de caballero es el fin e intención para que fue
instituida la orden de caballería: por esto, si el caballero no
cumple con el oficio de caballería, es contrario a su orden, y a los
sobredichos principios de caballería; por cuya contrariedad,
aunque sea así llamado, no es en verdad caballero, y es más vil
que el tejedor y trompetero que cumplen con su oficio.
Oficio de caballero es mantener la santa fe católica.
Muchos son los oficios que Dios en este mundo ha dado a los
hombres, para que le sirvan: pero los dos más nobles, más
honrados y más cercanos son el de clérigo y el de caballero: por
esto la mayor amistad del mundo debería estar entre el clero y
caballeros; por cuya razón, así como el clérigo no sigue su orden
de clerecía cuando es contrario al orden de caballería, tampoco el
caballero cumple con su orden de caballería, cuando es contrario
y desobediente a los clérigos, que están obligados a amar y
mantener la orden de caballería.
Oficio de caballero es mantener y defender su señor terrenal,
pues ni rey, príncipe ni alto barón sin ayuda pudiera mantener la
justicia en sus vasallos: por esto si el pueblo o algún hombre se
opone a los mandamientos del rey, o príncipe, deben los
caballeros ayudar a su señor, que por sí solo es un hombre como
los demás; y así el mal caballero, que más ayuda al pueblo, que a
su señor; o que quiere hacerse dueño, y quitar los estados a su
señor, no cumple con el oficio, por el cual es llamado caballero.
Oficio de caballería es guardar la tierra; pues por el temor de
ellos no se atreven las gentes a destruirla; y por el temor de los
caballeros no se atreven los reyes y príncipes a invadir unos a
otros pero el caballero malvado, que no ayuda a su natural señor
terrenal contra otro príncipe, es caballero sin oficio, y es como la
fe sin obras, y como la descreencia que es contraria a la fe.
Oficio de caballero es favorecer a viudas, huérfanos y
desvalidos; pues así como es costumbre y razón que los mayores
ayuden y defiendan a los menores, debe ser costumbre de la
orden de caballería, por ser grande, honrada y poderosa, dar
socorro y ayuda a los que les son inferiores en honor y fuerza.
Oficio de caballero es tener castillo y caballo, para guardar los
caminos, y defender los labradores: oficio de caballeros es tener
villas y ciudades, para hacer justicia a las gentes, y congregar y
juntar en un lugar carpinteros, herreros, zapateros, bañistas,
mercaderes y demás oficios pertenecientes al ordenamiento de
este mundo, y que son necesarios para la conservación del
cuerpo según sus necesidades.
 
R. LULIO: Libro de la Orden de Caballería (1275).

PRIVILEGIOS DE LOS CABALLEROS 2.16

En qué manera deben seer honrados los caballeros.


Honrados deben seer mucho los caballeros, et esto por tres
razones; la una por nobleza de su linage; la otra por su bondat; la
tercera por la pro que dellos viene: et por ende los reyes los
deben honrar como a aquellos con quien han de facer su obra,
guardando et honrando a sí mismo con ellos et acrescentando su
que han a defender á todos son dichos defensores: por ende los
homes que tal obra han de facer tovieron por bien los antiguos
que fuesen mucho escogidos, et esto fue porque en defender
yacen tres cosas, esfuerzo, et honra et poderío. Onde pues que
el título ante deste mostramos qual debe el pueblo ser a la tierra
do mora, faciendo linage que la pueble et labrándola para haber
los frutos della, et enseñorándose de las cosas que en ella
fueren, et defendiéndola et cresciéndola de lo de los enemigos
que es cosa que conviene a todos comunalmente; pero con todo
eso a los que mas pertenesce son los caballeros a quien los
antiguos decían defensores, lo uno porque son mas honrados, et
lo al porque señaladamente son establescidos para defender la
tierra et acrescentarla. Et por ende queremos aqui fablar dellos,
et mostrar por que son asi llamados: et cómo deben seer
escogidos: et quáles deben seer en sí mismos: et quién los debe
facer, et a quién: et cómo deben ser fechos: et cómo se deben
mantener: et quáles cosas son tenudos de guardar: et qué es lo
que deben facer: et cómo deben ser honrados pues que son
caballeros: et por quáles cosas pueden perder aquella honra.
 
Partidas P. II, t. XXI.

EL CÓDIGO DE LA CABALLERÍA 2.17

Que cosas son tenudos de guardar los caballeros.


Señaladas cosas ordenaron los sabios antiguos que
guardasen los caballeros de manera que non errasen en ellas, et
son aquellas que dichas habernos que juran quando resciben
orden de caballería, asi como non se excusar de tomar muerte
por su ley si meester fuere, nin seer en conseio por ninguna
manera para menguarla, mas acrescentarla lo nías que podieren:
otrosí que non dubdarán de morir por su señor natural non tan
solamiente desviando su mal et su daño, mas acrescentando su
tierra et su honra quanto mas podieren et sopieren: eso mismo
farán por comunal de su tierra. Et porque fuesen tenudos de
guardar esto et non errar en ello en ninguna manera, facienles
antiguamente dos cosas: la una que los señalaban en los brazos
diestros con fierro caliente de señal que ninguno otro home non la
habie detraer sinon ellos: et la otra que escrebien sus nombres et
el linage onde venien, et los logares onde eran naturales en el
libro en que estaban escriptos todes los nombres de los otros
caballeros: et facienlo asi porque quando errasen en estas cosas
sobredichas fuesen conoscidos et non se podiesen excusar de
rescebir la pena que meresciesen segunt el yerro que hobiesen
fecho: et desto se habien de guardar en tal manera que non
fuesen contra ello en dicho, nin en palabra que dixiesen, nin en
fecho nin en obra que feciesen, nin en consejo que diesen a otro.
Otrosi acostumbraban mucho de guardar pleyto et homenage que
feciesen, o palabra firmada que posiesen con otro de guisa que
mera la mentiesen nin fuese contra ella: et guardaban aun que a
caballero o dueña que viesen en cuita de pobreza o por tuerto
que hobiesen rescebido de que nen podiesen haber derecho, que
puñasen con todo su poder en ayudallos como saliesen de
aquella cuita: et por esta razón morase por razón de alguna
naturaleza que hi hobiese. Et aun decimos que maguer le fuese
probado, que non le debe dar aviltadas muerte así como
rastrándolo, o enforcándolo o destorpándoltí, mas hanle de
descabezar por derecho, o matalle de fambre quando quisiesen
contra él mostrar grant crudeza por algunt grant mal que hobiese
fecho. Et aun tanto tovieron los antiguos de España que facien
mal los caballeros de se meter a furtar o a robar lo ageno, o a
facer aleve a traycion, que son fechos que facen los homes viles
de corazón et de bondat, que mandaron que los despeñasen de
logar alto porque se desmembrasen o los afondasen en la mar o
en las otras aguas porque non paresciesen, o los diesen a comer
a las bestias fieras. Et aun sin todo esto han otro previllejo los
caballeros, que mientre estodieren en hueste o fueren en
mandaderia del rey o en otro logar qualquiera do estén
señaladamiente en su oficio o servicio por su mandado, que todo
aquel tiempo que asi estodieren fuera de sus casas por alguna
destas razones sobredichas non puedan ellos nin sus mugeres
perder ninguna cosa por tiempo: et si alguno razonase que habie
ganado alguna cosa dellos por razón del tiempo sobredicho,
puédenla demandar por manera de restitución desde el dia que
tornaren a sus casas fasta quatro años, mas si en este plazo non
la demandasen, dende adelante non lo podrien facer. Otrosi
decimos que han previllejo de otra manera, que pueden facer
testamento o manda en la guisa que ellos quisieren, maguer hi
non sean guardadas todas aquellas cosas que deben seer
puestas en los testamentos de los otros homes, asi como se
muestra en las leyes del título que fabla en esta razón en la sexta
Partida deste nuestro libro.
 
Partidas. P. II, t. XXI, 11. 23 y 24.

RENTAS Y SERVICIOS 2.18

Los campesinos deben entregar al vicario en tiempo de


recolección dos gavillas por cada cuarto de tierra. Y se las darán
según es de ley tal como las suelen dar como salario a los
segadores. Y lo mismo con el heno. Entregarán por cada cuarto
de tierra el peso que un hombre pueda llevar normalmente desde
casa del labrador a la del vicario sin emplear malas artimañas.
Esta renta se pagará desde S. Martín hasta comienzos del ayuno.
En cuanto a la mezcla de trigo y centeno que deben abonar los
cultivadores por censo es la siguiente: dos sextarios por cuarto,
tres eminas de avena y un cuarto de cebada o mezcla de trigo y
centeno. Y si no quieren entregar la mezcla de una vez, al
entregarla añadirán a la cantidad señalada una medida colmada y
no rasa; de cebada añadirán una emina colmada y de mezcla de
trigo y centeno una emina rasa. Sobre el feudo del juez, el vicario
no tiene jurisdicción ni poder de embargo; ni tampoco tiene el
vicario jurisdicción; ni el juez poder de embargo sobre el feudo del
despensero, ni sobre el del cocinero, guardabosques, pescador,
recolector de censos ni sobre los bosques señoriales.
Los hombres del territorio de S. Pedro no se casarán con
mujeres de fuera mientras puedan encontrar en el dominio
mujeres con quienes se puedan casar legalmente. Las mujeres
quedarán igualmente sujetas a esta norma. Y si el juez o el
vicario hubiera quebrantado esta ley por cualquier razón, que
pague al abad o al preboste la multa que a este respecto está
indicada por la ley y que es de 60 sueldos. Y si el labrador
hubiera obrado sin consentimiento de ellos pagará según la ley, y
el hombre o la mujer volverán a su tierra, sin tratar de engañar.
Y si en dicho dominio muriera un hombre o una mujer sin
dejar ningún hijo, hija o heredero que pague el censo a los
señores, se respetará lo que haya dejado en limosna por su
propia voluntad a S. Pedro y a los sacerdotes o vicarios. Y lo que
quede de sus bienes, lo cogerán los jueces y lo guardarán
celosamente hasta que se presente el preboste. Cuando éste
haya venido, los jueces presentarán lo que encontraron y lo
dividirán en tres partes. Dos partes serán para S. Pedro y la
tercera para los jueces y vicarios. Si deja heredero se respetará
sin ninguna oposición lo que haya dispuesto u ordenado. En
cuanto a las tierras abandonadas, si un hombre las ha cultivado,
el juez recibirá lo que produzcan y si quisiera pagar el censo a los
vicarios, estos lo recibirán y si no quisiera pagar el censo le dará
la tercera parte de lo que la tierra produzca y otras dos partes a
S. Pedro.
 
apud IMBERT: ob. cit., II, 49-51.
 
[La abadía] posee en P. una mansión señorial con una casa y
otras construcciones agrícolas en número suficiente. [En este
manso] posee seis campos cultivados de tierra arable de una
superficie de 287 bunnaria donde pueden sembrarse 1.300
modios de trigo, y 127 fanegas de vid en que pueden recogerse
800 modios de vino.
Posee 100 fanegas de prados donde pueden recogerse 150
carros de heno. Tiene también un bosque de una legua de
circunferencia total donde pueden cebarse 50 puercos. Posee
tres molinos de trigo, que proporcionan unos 154 modios de
grano. Tiene una iglesia, cuidadosamente construida, con todo su
mobiliario de la que dependen 17 bunnaria de tierra arable, cinco
fanegas y media de viñas y tres fanegas de prados. Tiene
también un manso ingenuo que posee cuatro bunnaria y dos
antsingas de tierra arable, una fanega y media de viñas y tres
fanegas de prados. Tiene seis arrendatarios que poseen cada
uno un jornal de tierra arable y están obligados a un día de
trabajo a la semana, un pollo y cinco huevos. Posee además otra
iglesia en S. a cargo del sacerdote Warodo. De ella dependen
siete arrendatarios. Tienen de prestación un día de trabajo a la
semana, pero se les alimenta. Deben 1 pollo, cinco huevos y
cuatro denarios. Y también se les exige un caballo.
Walfredo, colono y alcalde, y su mujer, colono, gentes de Saint
Germaín tienen consigo dos niños. Walfredo posee dos mansos
ingenuos, que poseen siete bunnaria de tierra arable, seis
fanegas de viña, cuatro fanegas de prado. Por cada manso paga
un año un buey y al año siguiente un puerco, cuatro denarios por
derecho de madera, dos modios de vino por el pasto y una oveja
con un cordero. Labra cuatro pérticas para el trigo de invierno,
dos pérticas para el de marzo. Está obligado a prestaciones de
trabajo personal de carros, de faenas, de cortar leña cuando se le
mande. Tiene obligación de pagar tres pollos y 15 huevos.
 
apud BOUTRUCHE: ob. cit., n.º 16

LA INMUNIDAD 2.19

En el nombre de la santa e indivisa Trinidad, Carlos, rey por la


gracia de Dios… Sepan todos los fieles de la santa Iglesia de
Dios y nuestros, presentes y futuros, que un tal Wilena, varón
religioso, abad del monasterio situado en el pago de Gerona,
edificado en honor de san Emeterio y Genasio, se presentó ante
nos, mostrando privilegio de nuestro señor y progenitor de
gloriosa memoria, Luis, concedido a su predecesor el venerable
abad Deodato, en el que se contenía cómo nuestro señor y
progenitor, por intercesión del marqués Gauzselmo, le había
recibido clementemente a él, sus monjes y el referido monasterio
con todas sus pertenencias bajo la protección de su inmunidad y
defensa. En consecuencia, el abad Wilena, por su parte, nos
pidió que, renovando la misma disposición de nuestro señor y
progenitor, nos dignáramos igualmente recibirle con sus monjes y
el monasterio y todas sus pertenencias bajo la protección de
nuestra inmunidad. A cuya petición asentimos libremente y
deseamos que todos lo sepan le fue concedida. Así pues, al
constituir al abad con sus monjes y al monasterio con todas sus
pertenencias y granjas sujetas a él —la llamada casa de Santa
María, junto al río Amera, otra sobre el río Esterra, otras dos
situadas en el pago Imporitanense, de las que una llaman
Columbario, sobre el río Tacera, y otra Carcer, junto a la orilla del
gran mar— con la integridad completa de todas sus cosas, bajo
nuestra inmunidad y defensa íntegra contra los intentos de
cualquier hombre, disponemos y mandamos que ningún juez
público o cualquier otra potestad judicial se atreva a entrar en las
iglesias, lugares, campos o demás posesiones del sobredicho
monasterio y de las granjas a él sujetas, con el fin de oír causas
judiciales, exigir multas, ejercer derecho de parata u otros
tributos, tomar acusados, coaccionar a los hombres de aquéllos,
exigir prestaciones ilícitas, ni intente exigir nada de lo sobredicho,
por el contrario, permítase al mencionado abad y a sus sucesores
y monjes que trabajen en dicho lugar, vivir y poseer
tranquilamente las granjas mencionadas, las posesiones y todas
las demás cosas pertenecientes al susodicho monasterio,
cualesquiera lugares o campos de que se trate, y se les deje con
todas las posesiones, que justa y razonablemente poseen
actualmente, así como con aquellas con que la divina piedad
quisiera engrandecer, mediante sus fieles, aquel sacratísimo
lugar. Permítaseles tener y poseer estas cosas con toda
seguridad sin contradicción y disminución de nadie, y para su
beneficio, cambiarlas razonablemente y para nosotros, nuestra
esposa e hijos y la estabilidad de todo nuestro reino, reclamar
juntamente con los monjes que allí sirvan al Señor la divina
misericordia y para que cuando, reclamado por voz divina el abad
o sus sucesores emigren de esta luz, puedan encontrar entre
ellos quienes sean capaces de regirlos y gobernarlos según la
regla de san Benito, le concedo permiso para elegir entre los
mismos abades a quienes, como dijimos, por el mérito de su vida
y santidad descuellen. Y para que la autoridad de nuestra
confirmación sea firme perpetuamente, firmamos y mandamos
sellar con la marca de nuestro anillo. Sello del gloriosísimo rey
Carlos.
 
PRECEPTO DEL REY CARLOS (a. 844), apud R. D’ABADAL.
Catalunya Carolingia. vol. II. Els diplomas carolingios a
Catalunya, pp. 11-13.
 
Yo, el ya citado rey Fernando y la reina Sancha: nos place y
es nuestra voluntad que para remedio de nuestras almas
hagamos a este santo lugar y a ti, el abad Pedro, y a todos los
clérigos y consagrados a Dios que allí están, una escritura de
confirmación, de modo que en toda la tierra que en las escrituras
de este monasterio están recogidas, tanto villas como
mandaciones, diligentísimamente con nuestra mente ordenamos
de modo que al que hiciere homicidio o rapto o no fuere al
fonsado, no tenga licencia nuestro vicario para inquietarlos, ni el
conde ni el tiufado, ni ningún hombre en ningún tiempo tomarles
pago por ello; sino que tanto el homicidio como el rapto o la
fonsadera o cualquier caloña que allí se produjere, corra por
mano del vicario de este monasterio, y sean concedidas por
nuestras almas. Y en toda la tierra de San Torcuato hagan lo
mismo. Y sean los términos del monasterio, desde Ave a Avicella,
tal como vuestros escritos determinan. Cuyos términos ningún
hombre se atreva a traspasarlos para hacer mal, ni el vicario del
rey ni de otro por ninguna acción. Y si alguno lo hiciere y
transgrediere esos términos, pague el mal que hiciere conforme a
la sentencia de la ley y además un talento de oro. Y todas las
villas y mandaciones que están fuera del término y están
recogidas en vuestras escrituras, permitimos que estén en tal
honor, y ningún hombre se atreva a entrar allí para hacer mal; y si
lo hiciere, pague la sentencia arriba escrita.
 
Carta de inmunidad (a. 1049) apud GARCÍA GALLO: ob. cit., n.º
762.

DERECHOS SEÑORIALES 2.20


VI. Que sea suprimido el derecho de maltratar al payés.
Item, en muchas partes de dicho principado de Cataluña
algunos señores pretenden y observan que los dichos paveses
pueden justa o injustamente ser maltratados a su entero talante,
mantenidos en hierros y cadenas y aun reciben golpes. Desean y
suplican dichos payeses sea suprimido y no puedan ser
maltratados por sus señores, sino por mediación de la justicia.
Responden dichos señores que son contentos por lo que toca
a los señores alodiales que no tienen otra jurisdicción, sino tan
solamente aquella que dicho señor pueda maltratar al vasallo.

VII. Que la mujer del payés no se vea obligada a dejar a su


hijo sin leche para amamantar al hijo del señor.
Item, acontece a veces que cuando pare la mujer del señor, el
señor por fuerza toma alguna mujer de un payés como nodriza,
sin paga alguna, dejando al hijo del payés morir, por no haber
manera ni forma de dar a dicho hijo leche de otra parte, de lo que
se sigue gran daño e indignidad, y así suplican y desean sea
suprimido.
Responden dichos señores, que son contentos y otorgan lo
que les es pedido por dichos vasallos en dicho capítulo.

VIII. Que el señor no pueda dormir la primera noche con la


mujer del payés.
Item, pretenden algunos señores que cuando el payés toma
mujer, el señor ha de dormir la primera noche con ella, y en señal
del señorío, la noche que el payés deba hacer nupcias estar la
mujer acostada, viene el señor y sube a la cama, pasando sobre
dicha mujer, y como esto sea infructuoso para el señor y gran
subyugamiento para el payés, mal ejemplo y ocasión de mal,
piden y suplican que sea totalmente abolido.
Responden dichos señores, que no saben ni creen que tal
servidumbre sea en el presente en el principado, ni haya sido
jamás por algún señor exigida. Si es así verdad, como en dicho
capítulo se contiene, renuncian, rompen y anulan dichos señores
tal servidumbre, como cosa que es muy injusta y deshonesta.

IX. Del abuso de que el hijo o la hija del payés, tenga que
servir al señor sin paga y remuneración.
Item, usan y practican algunos señores, que cuando el payés
tiene un hijo o una hija, ya en edad de casarse, fuerzan al payés
a dejarle su hijo o hija, para que les sirva algún tiempo sin paga
alguna y remuneración, de lo que se siguen cosas deshonestas y
gran subyugamiento para el payés.
Responden dichos señores, tal como por ellos, ha sido ya
respondido al presente y cerca inserto capítulo VIII.
 
Capítulos del proyecto de concordia entre los payeses de
remensa y sus señores (1462), apud E. HINOJOSA: El régimen
señorial, la cuestión agraria en Cataluña durante la Edad Media,
pp. 366-68.
Capítulo 3

LA LUCHA POR EL

DOMINIUM MUNDI

E L término lucha de las investiduras habitualmente


utilizado para designar el enfrentamiento entre
Pontificado e Imperio en el siglo XI, enmascara la auténtica
naturaleza del conflicto y se desentiende de las importantes
consecuencias que de él se derivan.
El problema surge de una afirmación común a ambos
poderes: la idea del Imperio cristiano, renovado por
Carlomagno (800) y Otón I (translatio imperii en 962), única
sociedad en la que se integran laicos y clérigos, según una
organización jerárquica inspirada en los principios
evangélicos (Cristiandad) [1]. Los términos Iglesia, Imperio,
Cristiandad no designan por tanto sino una misma realidad
social y el problema surge al tratar de determinar cuál de las
autoridades contendientes tiene la suprema dirección y
gobierno de este único cuerpo.
Sobre este fundamental antagonismo se superpone la
cuestión de las investiduras, derivada de la feudalización de
la Iglesia. La función eclesiástica, pastoral, lo mismo que
ocurrió con la función política y administrativa, era retribuida
habitualmente mediante la entrega de beneficios feudales.
De los dos elementos —función y retribución— el feudo
terminó por ser el determinante en las decisiones
personales, provocando la subordinación de la función
pastoral a la retribución beneficial. Y esto en un doble
proceso. De una parte los emperadores Otónidas preferirán
conceder estados en feudo a eclesiásticos, por cuanto a su
muerte revertían a la corona, mientras los concedidos a
laicos se perdían definitivamente en virtud del carácter
hereditario que la institución había adquirido. De otra se
producirá la penetración creciente de nobles en el orden
eclesiástico buscando un medio de establecimiento socio-
económico, con la consiguiente extensión de la simonía. El
resultado más notable de este fenómeno es una Iglesia
secularizada, cada vez más distante del cumplimiento de sus
funciones y carente por lo tanto de toda ejemplaridad,
fenómeno del que no se salvará ni siquiera el pontificado,
estrechamente sometido a la tutela de los barones romanos
durante el siglo X y la primera mitad del XI.
Semejante estado de cosas determina una reacción que
desemboca en el conflicto de las investiduras, en el que se
manifiestan los dos problemas descritos. En él se expresa
una doble aspiración programática.
1. La necesidad de una reforma moral de la Iglesia, que
se manifiesta tanto en el movimiento cluniacense, que dará
origen a un monacato centralizado en torno al abad de la
casa madre, liberado de toda tutela temporal o episcopal [2]
y renovado en la disciplina y en el cumplimiento de la regla;
cuanto, sobre todo, en el movimiento eremítico italiano que
en sus formas más radicales llegará a plantear el problema
de la validez del sacramento administrado por un sacerdote
simoníaco o concubinario.
2. La lucha por establecer el orden justo en la comunidad
político-religiosa que era la Cristiandad, acerca de cuya
unidad ambos bandos están de acuerdo, enfrentándose en
cuanto a la supremacía de un poder sobre el otro.
El movimiento reformista iniciado por el emperador
Enrique III (1039-56) conoce un fulminante desarrollo que
conducirá en un cuarto de siglo al decisivo enfrentamiento
entre Iglesia e Imperio. En 1046 el emperador depone a tres
pontífices concurrentes (sínodo de Sutri) y libera al
Pontificado de la tutela de los nobles romanos y dos años
después eleva al solio a León IX (1048-54), quien reunirá en
torno suyo a los representantes de las corrientes monásticas
(Hildebrando, Humberto, cardenal de Silva Cándido, Pedro
Damián, etc.), al tiempo que comienza a organizarse el
colegio cardenalicio en funciones de consejo político del
pontífice. Con Nicolás II (1058-61) la reforma adquiere
caracteres revolucionarios. El sínodo lateranense de 1059
pone fin a la intervención imperial reservando la elección
pontificia al colegio cardenalicio por el decreto In nomine
Domini [3], al tiempo que en su canon VI condena la
investidura laica (Ut per laicos nullo modo quilibet clericus
aut presbyter obtineat ecclesiam, nec gratis, nec pretio).
El teórico de la reforma pregregoriana, cabeza del ala
radical del colegio cardenalicio, es Humberto de Silva cuya
obra —Adversus simoniacos (1058)— constituye un
desarrollo sistemático de las tesis del partido pontificio. En
ella 1) niega el carácter sacral del monarca, que a pesar de
la unción sigue siendo un laico [4], 2) condena como
simonía no sólo la concesión de beneficios eclesiásticos por
laicos, sino toda intervención en la vida de la Iglesia, 3)
invierte el orden en que ha de producirse una elección
canónica (antes el clero y el pueblo aprobaban al candidato
propuesto; ahora serán elegidos por el clero, aclamados por
el pueblo y consagrados por el metropolitano) [5] y 4) afirma
la subordinación de los laicos (laicalis potestas in ecclesia)
para que cada clase ocupe el lugar que le corresponde en la
sociedad.
A la muerte de Alejandro II una elección popular, y por
tanto contraria a la reciente fórmula canónica, llevó a
Hildebrando al pontificado con el nombre de Gregorio VII
(1073-85). Con él la reforma de la Iglesia —unificación
litúrgica [6], condena de la investidura laica, etc. [7]—
desemboca en una afirmación radical del absolutismo
pontificio en el gobierno de la Iglesia, unida a la
reivindicación de un poder directivo sobre la autoridad
temporal, todo ello fundado en la libertas de que ha de
disponer el ministro que imparte los sacramentos necesarios
para la salvación, y en la iustitia que, al poner a cada uno en
su lugar, subordina el laico al eclesiástico (Dictatus papae
1075) [8].
La postura política adoptada por Gregorio VII levantará
contra él al partido de la unitas, defensor de las tradiciones
eclesiásticas hasta entonces vigentes, cuya acción se
manifestará tanto en el terreno político como en el doctrinal.
En el primero provocan la conocida prueba de fuerza entre
Enrique IV y Gregorio VII, en el segundo producirá con el
Anónimo de York la más sólida argumentación en favor de
una Iglesia episcopal.
La lucha política iniciada por Gregorio VII determina la
reunión de un concilio imperial en Worms (1076) que
condenó la actuación pontificia, a que replicará el pontífice
con la excomunión (pena canónica) y la deposición (sanción
política) del emperador [9]. Enrique IV, privado por la
excomunión del apoyo de sus vasallos eclesiásticos, logrará
ser restablecido en el trono tras la humillación de Canosa
(1077). Los seis años siguientes conocen una confusa lucha
política que permitirá al emperador volver sobre Roma, sin
lograr por ello hacer triunfar su postura. En estos años el
conflicto se generaliza por la oposición de príncipes y
magnates a la aplicación estricta de las nuevas
disposiciones canónicas.
En Inglaterra la oposición al pontífice encontró en el
Anónimo de York la más brillante formulación teórica. La
Iglesia está gobernada por dos imágenes de Cristo (Christi
Domini): el emperador y el pontífice, pero mientras éste
representa la naturaleza sacerdotal de Cristo, el primero es
el símbolo de su realeza y tiene la supremacía, por cuanto la
naturaleza real de Cristo es originaria, en tanto la sacerdotal
data del momento de la Encarnación. Al mismo tiempo niega
la supremacía de Pedro sobre los apóstoles y con ella las
pretensiones del obispo de Roma a ser considerado como
«Ordinario universal» y por tanto con jurisdicción sobre las
demás Iglesias: «Ninguna parte de la Iglesia única es por sí
la Iglesia, ninguna parte del cuerpo de Cristo es por sí el
cuerpo de Cristo, así como ninguna parte del cuerpo
humano es por sí el cuerpo del hombre» [10].
La lucha de las investiduras, renovada en tiempos de
Pascual II, que en 1111 llegará a reconocer el derecho
imperial a investir [11], concluirá mediante una solución
negociada. En Francia, sin llegar a una fórmula concreta, la
Iglesia logró prohibir la investidura laica en obispados y
abadías, sin liquidar la existencia de iglesias propias o la
investidura en los beneficios menores. En Inglaterra el
concordato de Londres (1107) y en el Imperio el de Worms
(1122) cierran el conflicto, separando la elección y
consagración que confieren el poder espiritual, de la
investidura que otorga patrimonio y jurisdicción a cambio de
fidelidad [12].
El enfrentamiento de los poderes universales, resultó en
definitiva en favor de la Iglesia, que se libera de la
dependencia de los príncipes, y del pontífice, que establece
de facto su autoridad sobre la Iglesia a través de sus
legados, pero señala sin embargo el comienzo de una nueva
concepción doctrinal que terminará por separar ambos
poderes rompiendo la concepción unitaria del Imperio
cristiano que había sido la base común del conflicto. En
plena lucha de las investiduras, el autor del De unitate
ecclesiae conservanda (c. 1090) distinguirá entre dos
sociedades: la ecclesia Dei y la imperii respublica, para cuyo
gobierno Dios estableció dos poderes autónomos, tesis que
desarrolla de manera más sistemática Hugo de San Víctor.
En la segunda mitad del siglo XII Esteban de Tournai en la
Summa Decreti patentiza el desarrollo alcanzado por una
idea que con el naturalismo político había de producir la
definitiva separación de ambas sociedades [13].
Textos 3

LA CRISTIANDAD 3.1

1) Es justo que el príncipe esté sujeto a sus propias leyes.


Pues sólo cuando también él respete las leyes podrán creer que
éstas serán guardadas por todos.
2) Los príncipes deben someterse a sus propias leyes y no
podrán dejar de cumplir las leyes promulgadas para sus súbditos.
Y es justa la queja de los que no toleran que se les permita algo
que le esté prohibido al pueblo.
3) El poder secular está sujeto a las leyes eclesiásticas y los
príncipes aunque posean el gobierno del reino están sometidos
sin embargo al vínculo de la fe, de tal manera que están
obligados a predicar la fe de Cristo en sus leyes y a conservar
esta predicación con sus buenas costumbres.
4) Los príncipes del siglo poseen a veces dentro de la Iglesia
la misma autoridad que han alcanzado fuera de ella para por
medio de este poder fortalecer la disciplina eclesiástica. Por lo
demás, dentro de la Iglesia, no sería necesario el poder secular si
no fuera para imponer por el terror de la disciplina lo que los
sacerdotes no pueden conseguir por medio de la predicación.
5) A menudo el reino celestial se beneficia del reino terrenal
de tal manera que los que se hallan dentro de la Iglesia y actúan
contra la fe y disciplina de ésta son subyugados por el poder de
los príncipes, y este poder de los príncipes impone a los
soberbios la disciplina que la humildad de la Iglesia no puede
hacer prevalecer y así para que sea digna de veneración la hacen
partícipe de su poder.
6) Que sepan los príncipes del siglo que deberán dar cuenta a
Dios del cuidado que han tenido de su Iglesia, recibida por ellos
de manos de Cristo para su cuidado. Pues ya sea que la paz y
disciplina eclesiástica se vea aumentada por medio de los
príncipes del siglo o se vea disminuida, Dios pedirá cuenta a
aquellos bajo suya potestad confió a su Iglesia.
 
S. ISIDORO: Sententiae III, 51.4.

FUNDACIÓN DE CLUNY (a. 910) 3.2

Dios ha proporcionado a los hombres ricos un camino hacia la


recompensa eterna si emplean rectamente sus posesiones
terrenas. Por ello, yo, Guillermo, por la gracia de Dios duque y
conde, considerando seriamente cómo puedo promover mi
salvación, mientras todavía es tiempo para ello, he juzgado
conveniente, de hecho completamente necesario, que dedique
algunos de mis bienes temporales a la salvación de mi alma.
Ningún camino parece mejor para este fin que el señalado en
palabras del Señor: yo haré a los pobres mis amigos (Lc. 16, 9), y
por ello sostendré una comunidad de monjes a perpetuidad. Sea
conocido, por tanto, a todos los que viven en la unidad de la fe de
Cristo, que por amor a nuestro Señor y salvador Jesucristo,
traspaso de mi señorío al de los santos apóstoles Pedro y Pablo
la ciudad de Cluny juntamente con el feudo, la capilla en honor de
María la bienaventurada madre de Dios y san Pedro, príncipe de
los apóstoles, juntamente con todo lo que les pertenece: villas,
capillas, siervos y siervas, viñas, campos, prados, bosques,
aguas y sus desagües, molinos, rentas e ingresos, tierras
labradas y por labrar en su integridad. Yo Guillermo y mi esposa
Ingelborga donamos todas estas cosas a los mencionados
apóstoles, por el amor de Dios y por el alma de mi señor Odón el
rey, de mi padre y madre, por mí y por mi esposa, por nuestros
cuerpos y almas. En Cluny se construirá un monasterio regular,
donde los monjes sigan la regla de san Benito. Allí se dedicarán
ardientemente a prácticas espirituales y ofrecerán asiduamente
oraciones y peticiones a Dios tanto por mí como por los demás.
Los monjes y sus posesiones quedarán bajo el abad Berno y los
que después de él sean elegidos de acuerdo con la gracia de
Dios y la regla de san Benito, ni por nuestro poder ni por ningún
otro serán disuadidos de realizar una elección canónica. Cada
cinco años deberán pagar a la Iglesia de los apóstoles de Roma
cinco sólidos para su iluminación. Deseamos que se ejerciten
diariamente en trabajos de misericordia a los pobres, indigentes,
extranjeros, y peregrinos. Los monjes no estarán sujetos a
nosotros, nuestros padres, el poder real o cualquier otra autoridad
terrestre. Por Dios y ante Dios y todos los santos y el terrible día
del juicio, prohíbo a cualquier príncipe secular, conde, y al propio
pontífice de la sede de Roma, invadir las posesiones de los
siervos de Dios, alienarlas, disminuirlas, cambiarlas, entregarlas
como beneficio, o colocar algún obispo sobre ellas sin su
consentimiento. Si algún hombre hace esto quede su nombre
borrado del libro de la vida. Tendrá contra él al jefe portador de la
llave de la monarquía celestial juntamente con san Pablo, y de
acuerdo con la ley terrena pagará una multa de cien libras de oro.
 
A. BRUEL: Recueil des chartres de l’abbaye de Cluny, n.º 112.

BULA «IN NOMINE DOMINI» (1059) 3.3

En el nombre del señor y Dios Jesucristo, nuestro salvador, en


el año 1059 de su encarnación, en el mes de abril, en la
duodécima indicción, en presencia de los santos evangelios, bajo
la presidencia del reverendísimo y beatísimo papa apostólico,
Nicolás, en la patriarcal basílica lateranense, llamada basílica de
Constantino, con todos los reverendísimos arzobispos, obispos,
abades, y venerables presbíteros y diáconos, el mismo venerable
pontífice, decretando con autoridad apostólica, dice:
Vuestras eminencias, dilectísimos obispos y hermanos,
conocen —y tampoco se escapa a los miembros de menor
categoría—, cuánta adversidad ha soportado esta sede
apostólica, a la que por voluntad divina sirvo desde la muerte de
Esteban, nuestro predecesor de feliz memoria, a cuántos golpes
y ofensas se la ha sometido por obra de los traficantes
simoníacos; hasta el punto de que la columna del Dios vivo
sacudida parecía casi vacilar, y la sede del sumo pontífice,
forzada por la tempestad, parecía a punto de abismarse en la
profundidad del naufragio. Por esto, place a mis hermanos que
debemos afrontar la eventualidad futura con la ayuda de Dios, y
proveer para lo sucesivo una constitución eclesiástica, para que
los males, si surgen, no prevalezcan. De aquí que, apoyándonos
en la autoridad de nuestros predecesores y de los otros santos
padres, decretamos y establecemos:
Que, cuando el pontífice de esta iglesia romana universal
muera, los cardenales obispos decidan entre ellos con la
consideración más diligente, llamando después a los cardenales
sacerdotes; y del mismo modo, se asocien al resto del clero y del
pueblo para proceder a la nueva elección, a fin de que el triste
morbo de la venalidad no tenga ocasión ninguna de infiltrarse.
Y por tanto sean los varones más religiosos quienes
promuevan la elección del futuro pontífice y todos los demás les
sigan. Y este orden de elección se considere justo y legítimo, ya
que observa las reglas y las acciones de varios santos padres, y
se resume en aquella frase de nuestro bienaventurado
predecesor León: Ninguna razón permite —dice— que se
consideren obispos quienes no fueron elegidos por los clérigos,
proclamados por el pueblo, y consagrados por los obispos
sufragáneos con la aprobación del metropolitano. Ya que la sede
apostólica está por encima de toda la Iglesia en toda la tierra, y
no puede tener sobre ella un metropolitano, no hay duda de que
los cardenales obispos tienen función de metropolitanos, llevando
al sacerdote elegido a la cima de la dignidad apostólica.
Elíjanlo del seno de la misma iglesia, si lo encuentran digno;
en caso contrario, tómenlo de otra iglesia cualquiera. Guardando
el debido honor y la reverencia hacia nuestro querido hijo,
Enrique, que es ahora rey y que se espera será, con la ayuda de
Dios, el futuro emperador, y a los sucesores de él, que impetraren
personalmente este privilegio de la sede apostólica.
Que si la perversidad de los hombres impíos e inicuos
prevaleciera tanto que hiciera imposible en la Urbe una elección
justa, genuina y libre, los cardenales obispos, con los sacerdotes
y los laicos católicos, tienen el poder de elegir el pontífice de la
sede apostólica donde estimen más oportuno. Si, terminada la
elección, una guerra o cualquier tentativa de los hombres se
opusiera a que el elegido tomara posesión de la sede apostólica
según la costumbre, no obstante, el elegido poseerá la autoridad
de regir como pontífice la santa Iglesia romana, disponiendo de
todas sus prerrogativas, como sabemos que hizo antes de su
consagración el bienaventurado Gregorio.
Pero si alguno, contrariamente a este nuestro decreto
promulgado en sínodo, fuera elegido, consagrado o entronizado
mediante la revuelta, la audacia o cualquier otro medio (nadie lo
considere papa, sino Satanás, ni apóstol sino apóstata, y con
perpetua excomunión), por autoridad divina y de los santos
apóstoles Pedro y Pablo, juntamente con sus instigadores,
partidarios y secuaces, sea expulsado de la santa Iglesia de Dios,
como anticristo, enemigo y destructor de toda la cristiandad. Y no
se le conceda ningún crédito, sino que quede perpetuamente
privado de la dignidad eclesiástica de cualquier grado que sea.
Con la misma sentencia se castigará a cualquiera que por su
parte le rinda homenaje como a pontífice verdadero, o trate de
defenderlo. Quienes temerariamente se opongan a este decreto
nuestro y traten de estorbar a la Iglesia romana contra lo aquí
establecido, sean condenados a perpetuo anatema y excomunión
y sean considerados entre los impíos que no resucitarán en el
juicio final. Sienta sobre sí la ira del Omnipotente (del Padre, del
Hijo, y del Espíritu Santo) y en esta vida y en la futura sufra el
furor de los santos apóstoles Pedro y Pablo, cuya Iglesia trató de
perturbar; su casa quede desierta y ninguno habite en su
tabernáculo; sus hijos queden huérfanos y su mujer viuda,
conmuévanse él y sus hijos, mendiguen y sean expulsados de
sus casas…
 
C. BARONIO: Annales ecclesiastici XI, c. 272-3.
IGLESIA E IMPERIO 3.4

Entre otras absurdas supercherías con que los sicofantes,


como atrapadores de pájaros, cazan a los incautos codiciosos, se
encuentra la exaltación del poder mundano y especialmente del
imperial y real más allá de toda medida, mientras minimizan la
dignidad de la Iglesia. Y ya que todo bajo el sol tiene sus
vicisitudes, unas veces prósperas otras desgraciadas, juzgan el
mérito y poder de la dignidad sacerdotal de acuerdo a la
prosperidad o desgracia externa de la Iglesia, exaltando a veces
el poder secular por encima del sacerdotal como el sol sobre la
luna, poniéndolos otras veces juntos como dos soles, o por fin
otras veces —aunque esto es más raro— subordinando el poder
secular como un hijo a su padre.
Y esta ficción de la sucia y malvada adulación ha tenido tanta
influencia en nuestros días que alguno de estos parásitos ha
acostumbrado a atraerse el favor popular diciendo de este modo:
el papa es el padre romano, el emperador es su rujo y yo que
estoy entre los dos soy el Espíritu Santo. Blasfemia esta que
¿qué católico se atreverá no diré a proclamar sino a oír con
paciencia? Pero el ciego adulador mientras que está satisfecho
sobremanera del efecto de su adulación al intentar ser estimado
por los hombres más allá de lo que era y parecía, incurre en dos
herejías porque como Arrio con su presunción establece grados
en la santa Trinidad y como Manes confiesa que él es el Espíritu
Santo. Y con estos sacrilegios y otros muchos, odiado por Dios y
sus fieles como otro Jasón, muere fuera de su patria, prófugo y
errante.
De aquí que cualquier príncipe que busca adquirir la felicidad
sobre la tierra y prepararse para la bienaventuranza en la vida
futura, no debería hacer ningún caso a tales personas, porque
“Del señor que escucha la palabra mentirosa, todos sus ministros
son impíos” (Prov. 29, 12). Y de aquí el que no trate a los
sacerdotes de Cristo y las cosas que le corresponden de modo
diferente del que empleó el gran Constantino y sus ortodoxos
sucesores en el Imperio, como hemos dicho antes en este libro.
Cualquiera, entonces, que desee comparar las dignidades
sacerdotal y real de una manera útil e intachable, puede decir
que, en nuestra época, la Iglesia es semejante al alma y el reino
al cuerpo, por lo que se adhieren y se necesitan mutuamente, y
cada uno a su vez exige y rinde servicios al otro. Se sigue de esto
que, del mismo modo que el alma es más excelsa que el cuerpo y
lo dirige, así también la dignidad sacerdotal excede a la real,
como podríamos decir mejor, la dignidad celeste a la terrena. Así,
para que todas las cosas guarden su debido orden y no exista
confusión, el sacerdocio, como un alma, debe advertir de lo que
debe hacerse. Y en el reino, a su vez, la cabeza debe gobernar a
todos los miembros del cuerpo y dirigirlos a donde deban ir;
porque así como los reyes deben seguir a los clérigos, así
también el pueblo laico debe seguir a sus reyes para bien de la
Iglesia y del país. Y de este modo el pueblo debe ser enseñado
por uno y otro poder, por uno y otro debe ser también gobernado
y no debe seguir con negligencia a ninguno de los dos. (…)
Cosa que la autoridad de los santos Padres inculca a los
sacerdotes al decirles de este modo: El pueblo debe ser
enseñado pero no hay que seguirle en sus juicios pues nosotros
debemos advertirle lo que es lícito hacer o no, si es que no lo
saben, pero no prestar oídos a sus opiniones. Y acerca de los
reyes y príncipes del siglo dice lo siguiente: “Los príncipes del
siglo ocupan algunas veces el escalón más alto del poder dentro
de la Iglesia para poder fortificar mediante este poder la disciplina
eclesiástica. Por lo demás, dentro de la Iglesia no sería necesario
el poder si este poder no impusiera por el terror de la disciplina lo
que el sacerdote no puede lograr por la predicación de la
doctrina. A menudo el reino celestial se beneficia del reino
terrenal porque los que dentro de la Iglesia actúan contra la fe y
la disciplina son contenidos por el poder de los príncipes, y la
disciplina que la humanidad de la Iglesia no puede hacer
prevalecer, el poder del príncipe la impone a los rebeldes. Así
pues que sepan los príncipes del siglo que deben velar por la
Iglesia que Cristo les ha encomendado proteger. Pues, ya sea
que la paz y la disciplina de la Iglesia se vea aumentada por la
actuación de los príncipes fieles a la Iglesia o sea disminuida,
Dios pedirá cuenta a aquellas personas bajo cuyo poder confió a
su santa Iglesia”.
 
HUMBERTO DE SILVA CÁNDIDO Adversus Simoniacos Libri III
(1054-58) P. L. CXLIII.

CONTRA LA INVESTIDURA LAICA 3.5

Acerca ele los báculos y anillos otorgados mediante la


autoridad de los laicos.
Al haber ordenado los venerables y sumos pontífices, por
inspiración del Espíritu Santo, que la elección de los clérigos se
haga por decisión del metropolitano y se confirme después (una
vez aprobada por la autoridad civil) por la nobleza y el pueblo,
todo lo que se haga en orden inverso, de tal manera que lo
primero sea lo último y lo último lo primero, se hará en contra de
los sagrados cánones y en menosprecio de la religión cristiana.
Pues tal como se lleva esto a cabo, es el poder civil el primero en
elegir y ratificar y a éste, se quiera o no, le sigue el
consentimiento de la plebe y del clero y en último lugar el juicio
del metropolitano. De donde se deduce que los elegidos de este
modo, como se ha dicho anteriormente, no han de ser
considerados obispos, porque su nombramiento se efectuó al
revés, ya que lo que debió hacerse lo último se ha hecho lo
primero y se ha hecho además por hombres que no tienen
jurisdicción alguna en esta materia. ¿Pues qué tienen que ver los
laicos con la distribución de los sacramentos de la Iglesia y la
gracia pontifical o pastoral, es decir, la concesión de los báculos y
anillos, símbolo del trabajo y milicia de la Iglesia y en los que se
apoya toda consagración episcopal? Pues con los báculos,
redondos y doblados por la parte superior para invitar y atraer al
pueblo y por la parte inferior, en cambio, aguzados y armados,
para reprender y castigar, se indica a los sacerdotes los cuidados
pastorales que se les confían y se les aconseja lo que deben
hacer para mantenerse rectos y justos y para que
condescendiendo con el pueblo al que deben atraer hagan
blando el duro y difícil camino del bien obrar y de la oración, de
tal manera que siempre tengan estos báculos dirigidos hacia sí
mismos y nunca, por obcecación de sus mentes, los aparten de
sí. La parte inferior de estos báculos aconseja a los pastores que
aterroricen a los rebeldes con severas amonestaciones y que si
continuaran en el error los expulsen de la Iglesia con el castigo
más severo de todos. Todo esto lo confirma brevemente el
apóstol en la siguiente frase: Os pedimos que corrijáis a los
rebeldes, que consoléis a los pusilánimes, sostengáis a los
débiles y seáis pacientes con todos.
El anillo por otra parte, sello de los secretos celestiales, indica
y aconseja a los predicadores que, con el apóstol, marquen con
signo distintivo la sabiduría de Dios y la prediquen entre los
perfectos pero, como si estuviera sellada, la aparten a su vez de
los imperfectos, cuyo alimento no es comida sólida sino loche, y
que expliquen y confíen sin descanso esta fe del Esposo a la
esposa que es la Iglesia. Así pues, quienes mediante estas dos
cosas inician a alguien en el ejercicio pastoral, reivindican para sí
sin duda alguna toda la autoridad pastoral. Pues, después de una
ordenación de tal clase, ¿qué juicio libre acerca de tales pastores,
ya ordenados, podrán tener el clero, la plebe o el metropolitano
que les va a consagrar? Pues los consagrados de este modo
irrumpen violentamente, intentando dominar el orden clerical y a
la plebe antes de ser conocidos, solicitados o pedidos por estos
órdenes. De este modo ataca al metropolitano al no ser juzgado
por él sino al juzgarlo él. Y ya no solicita ni toma su consejo sino
que reclama y exige sumisión, cosa que sólo se le otorga
mediante la oración y la unción episcopal. Pues, ¿qué le
aprovecha ya el devolver el anillo que lleva? ¿Lo hace acaso por
el hecho de haberle sido dado por un laico? Pero el bautismo
dado por un laico no ha de ser repetido de nuevo, sino que ha de
ser completado por la oración y unción del sacerdote, si es que
sobrevive la persona. Pero si muere, podrá, sin la unción del
sacerdote, entrar sin duda alguna en el reino de los cielos ya que,
salvo por el agua del bautismo, nadie puede entrar. De donde se
deduce que toda unción episcopal se les concede sólo por medio
del anillo y del báculo, sin cuyos símbolos y autoridad no son
obispos, ya que consta que sin una unción visible y sólo mediante
estos atributos, que aparecen visiblemente en el anillo y el
báculo, se les concedió a los santos apóstoles el cuidado
pastoral. Yo pregunto, pues, por qué se devuelve lo que se tiene,
a no ser que sea o bien para vender de nuevo el patrimonio
eclesiástico, bajo pretexto de orden o donación, o bien para que
sea corroborada por el metropolitano la primera venta; sea para
lo que fuere, lo cierto es que es para encubrir la ordenación laica
bajo el color de una cierta legalidad eclesiástica. Lo cual si no se
ha hecho, ni se hace, que cualquiera me acuse de mentiroso.
Pero lo que es más grave es que no sólo en el tiempo pasado fue
costumbre hacer tal cosa, sino que también ahora, en nuestros
tiempos, es algo corriente, como se sabe. ¿Es qué acaso no es
verdad que los príncipes del siglo vendieron y venden las cosas
de la Iglesia bajo el falso nombre de investidura y más tarde bajo
el nombre de consagración episcopal?
 
HUMBERTO DE SILVA: Adversus Simoniacos (1054-58) P. L.
CXLIII.

LA UNIFICACIÓN LITÚRGICA 3.6

Gregorio obispo, siervo de los siervos de Dios, a Alfonso y


Sancho reyes de España, constituidos en su dignidad por los
nobles y obispos, salud y bendición apostólica.
Ya que el beato apóstol Pablo declaró claramente que había
ido a España y que después, desde la ciudad de Roma, habían
sido enviados por los apóstoles Pedro y Pablo siete obispos que,
destruida la idolatría, fundaron la cristiandad, implantaron la
religión, mostraron el orden y el oficio de los cultos divinos,
fundaron iglesias y las consagraron con su sangre, no cabe lugar
a duda de cuánta unidad tuvo España con la ciudad de Roma en
la religión y en el orden de los divinos oficios. Pero después que
el reino de España fue durante largo tiempo mancillado por la
locura de los priscilianistas, depravado por la perfidia de los
arríanos y separado del rito romano por la invasión de los godos
primero, y finalmente de los sarracenos, no sólo disminuyó la
práctica de la religión sino que también las obras fueron
perversamente destruidas. Por lo cual como a hijos muy queridos
os exhorto y aviso para que, como buenos hijos también después
de una larga rotura, reconozcáis por fin como madre verdadera a
vuestra Iglesia romana y os reunáis al mismo tiempo con
nosotros, vuestros hermanos, y recibáis y tengáis, como los
restantes reinos de Oriente y Occidente, el orden y oficio de la
Iglesia romana, no de la de Toledo ni la de ninguna otra parte sino
de esta que fue fundada en nombre de Jesucristo por Pedro y
Pablo y consagrada por su sangre sobre roca firme, sobre la cual
las puertas del infierno, es decir, la lengua de los herejes no
pudieron prevalecer.
Pues no hay lugar a duda que habéis recibido el principio de
la fe pero que todavía queda el que recibáis el oficio divino en el
orden eclesiástico, cosa que el papa Inocencio os enseña en una
carta mandada al obispo Egubino y cosa que manifiestan
claramente los decretos enviados a Osmide Hispalense (?), como
también lo demuestran los concilios de Toledo y Braga, y
asimismo vuestros obispos que han venido hace poco a nuestra
presencia y han prometido, por escrito, hacerlo según la
constitución del concilio y lo han jurado además en nuestras
manos. Y os lo demuestra también la destitución y excomunión
(entre las demás excomuniones llevadas a cabo por los legados
de la Iglesia) hecha por Geraldo, obispo de Ostia con Raibaldo,
contra el simoníaco Muño, ordenado por nuestro venerable
obispo de Oca, excomunión que hemos decretado y firmado
hasta que se arrepienta del episcopado que indebidamente tuvo y
se aparte de él.
 
Gregorio VII a Alfonso VI de Castilla y Sancho IV de Navarra
(1074), apud D. MANSILLA: La documentación pontificia hasta
Inocencio III, pp. 15-16.

DECRETOS SINODALES DE 1078 3.7

I. Cualquier persona, ya sea militar o perteneciente a cualquier


otro orden o profesión, que haya tomado algún patrimonio de la
Iglesia de manos de cualquier rey o príncipe secular o de obispos
o abades en contra de la voluntad de éstos, o de otras
autoridades eclesiásticas; quien haya tomado patrimonio de la
Iglesia, repito, o se haya apoderado de él o incluso lo retenga por
un consentimiento malvado o vicioso de las autoridades
eclesiásticas, si no devolviera estos patrimonios a las iglesias
será excomulgado. (…)
II. Como sabemos que en contra de lo establecido por los
santos padres en muchas partes se conceden investiduras de la
Iglesia de manos de personas laicas y que de ello se ocasionan
muchísimas perturbaciones en la Iglesia con lo que se pisotea la
religión cristiana, ordenamos que ningún clérigo reciba
investidura de obispado, o de abadía o de ningún otro cargo de la
Iglesia de manos del emperador, del rey o de otra persona laica,
ya sea hombre o mujer. Y si la hubiera tomado que recuerde que
aquella investidura carece de toda autoridad apostólica, y que
está bajo excomunión hasta que satisfaga dignamente su delito.
III. Si alguien vendiera prebendas, archidiaconados,
prefecturas, y otros oficios eclesiásticos, u ordenara a alguien de
un modo distinto a como lo establecen los estatutos de los santos
padres, será suspendido de su cargo pues es justo que así como
él recibió gratis el episcopado, así también distribuya gratis las
partes de ese su obispado.
IV. Decretamos que las ordenaciones que se llevan a cabo
mediante dinero, o súplica o por regalo de alguna persona a otro,
o las que se hacen sin el común consentimiento del clero y del
pueblo según los estatutos canónicos y no son controladas por
las personas que están al frente de estas consagraciones, no
tengan valor alguno, puesto que quienes son ordenados de este
modo no entran por la puerta, es decir por Cristo, sino que son
ladrones como lo atestigua la misma Verdad (Jn. X).
 
V Concilio romano (1078) P. L. CXLVIII.

«DIGTATUS PAPAE» (1075) 3.8

1. Que sólo la Iglesia romana ha sido fundada por Dios.


2. Que por tanto sólo el pontífice romano tiene derecho a
llamarse universal.
3. Que sólo él puede deponer o establecer obispos.
4. Que un enviado suyo, aunque sea inferior en grado, tiene
preeminencia sobre todos los obispos en un concilio, y puede
pronunciar sentencia de deposición contra ellos.
5. Que el papa puede deponer a los ausentes.
6. Que no debemos tener comunión ni permanecer en la
misma casa con quienes hayan sido excomulgados por el
pontífice.
7. Que sólo a él es lícito promulgar nuevas leyes de acuerdo
con las necesidades del tiempo, reunir nuevas congregaciones,
convertir en abadía una canongía y viceversa, dividir un
episcopado rico y unir varios pobres.
8. Que sólo él puede usar la insignia imperial.
9. Que todos los príncipes deben besar los pies sólo al papa.
10. Que su nombre debe ser recitado en la iglesia.
11. Que su título es único en el mundo.
12. Que le es lícito deponer al emperador.
13. Que le es lícito, según la necesidad, trasladar los obispos
de sede a sede.
14. Que tiene poder de ordenar a un clérigo de cualquier
iglesia para el lugar que quiera.
15. Que aquel que haya sido ordenado por él puede ser jefe
de otra iglesia, pero no subordinado, y que de ningún obispo
puede obtener un grado superior.
16. Que ningún sínodo puede ser llamado general si no está
convocado por él.
17. Que ningún capítulo o libro puede considerarse canónico
sin su autorización.
18. Que nadie puede revocar su palabra y que sólo él puede
hacerlo.
19. Que nadie puede juzgarlo.
20. Que nadie ose condenar a quien apele a la santa Sede.
21. Que las causas de mayor importancia de cualquier iglesia,
deben remitirse para que él las juzgue.
22. Que la Iglesia romana no se ha equivocado y no se
equivocará jamás según el testimonio de la Sagrada Escritura.
23. Que el romano pontífice, ordenado mediante la elección
canónica, está indudablemente santificado por los méritos del
bienaventurado Pedro, según lo afirma san Enodio, obispo de
Pavía, con el consenso de muchos santos padres, como está
escrito en los decretos del bienaventurado papa Símmaco.
24. Que a los subordinados les es lícito hacer acusaciones
conforme a su orden y permiso.
25. Que puede deponer y establecer obispos sin reunión
sinodal.
26. Que no debe considerarse católico quien no está de
acuerdo con la Iglesia romana.
27. Que el pontífice puede liberar a los súbditos de la fidelidad
hacia un monarca inicuo.
 
GREGORIO VII: Registmm P. L. CXLVIII, c. 407-8.

EXCOMUNIÓN DE ENRIQUE IV (1076) 3.9


Oh bienaventurado Pedro, príncipe de los apóstoles, inclina,
te rogamos, tus piadosos oídos a nosotros y escúchame a mí que
soy tu siervo. Tú me has nutrido desde la niñez y hasta este día
me has librado de la mano de los inicuos, que me odian y odiarán
por la fidelidad que te guardo. Tú me eres testigo —y mi señora la
Madre de Dios, y el bienaventurado Pablo, hermano tuyo entre
todos los santos— de que tu santa Iglesia romana me llevó contra
mi voluntad a su timón, de que yo no he pensado que fuera un
acto de rapiña el ascender a tu sede y de que más bien he
querido terminar mi vida yendo de un lado para otro, antes que
arrebatar tu lugar por medios seculares por amor de la gloria
terrena. Por esto, por tu gracia y no por mis méritos, creo que has
querido y quieres que este pueblo cristiano confiado de modo
especial a ti, me obedezca a mí también de modo especial, en
razón del vicariato que se me entregó.
Por tu gracia, Dios me ha dado la potestad de atar y desatar
en el cielo y en la tierra. Basándome en esta confianza, por el
honor y la defensa de tu Iglesia, en nombre de Dios omnipotente,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, por medio de tu potestad y
autoridad, quito al rey Enrique, hijo del emperador Enrique, que
se sublevó con inaudita soberbia contra tu Iglesia, el poder sobre
todo el reino de Germania y sobre Italia, y libero a todos los
cristianos del vínculo del juramento que le hicieron o le hagan, y
prohíbo que ninguno le sirva como a rev. Es justo en efecto que
quien se afana por rebajar el honor de tu Iglesia pierda el suyo. Y
ya que desdeñó obedecer como cristiano y no regresó al Señor,
al que despidió relacionándose con los excomulgados,
cometiendo muchas iniquidades y despreciando las
amonestaciones que por su bien le hice y de las que eres testigo,
separándose de tu Iglesia e intentando dividirla, actuando en tu
nombre le ato con el vínculo del anatema y le ato con ese vínculo
con la confianza puesta en la autoridad que me has otorgado,
para que las gentes sepan y vean que tú eres Pedro y que sobre
esta piedra el hijo de Dios vivo edificó su Iglesia y las puertas del
infierno no prevalecerán sobre ella (Mat. 16).
 
Acta Sancti Gregorii VII P. L. CXLVIII.

ANÓNIMO DE YORK 3.10

Por autoridad divina y por institución de los santos padres, los


reyes son ordenados en la Iglesia de Dios y consagrados ante el
altar mediante la unción y bendición sacras, para que puedan
tener el poder de gobernar el pueblo del Señor, el pueblo
cristiano, que es la santa Iglesia de Dios, raza escogida, raza
santa, pueblo rescatado (1 Pedro 2, 9). ¿Qué es, en verdad, la
Iglesia sino la congregación de los fieles cristianos que viven
juntos en la casa de Cristo, unidos en la caridad y en una sola fe?
Por ello, los reyes reciben en su consagración el poder de
gobernar esta Iglesia, para que puedan dirigirla y fortalecerla en
juicio y justicia, y administrarla de acuerdo con la disciplina de la
ley cristiana; porque ellos reinan en la Iglesia, que es el reino de
Dios, y reinan junto con Cristo, en orden a gobernarla, protegerla
y defenderla. Reinar es gobernar a los súbditos y servir a Dios
con temor. El orden episcopal está también instituido y
consagrado mediante una unción y bendición sacras, para que
también pueda gobernar la santa Iglesia según la doctrina dada
por Dios. De acuerdo con ello, el bienaventurado papa Gelasio
hablaba así: Dos son los poderes mediante los cuales este
mundo se rige principalmente, la autoridad sacerdotal y el poder
real. Por este mundo, quería significar la santa Iglesia, que es un
transeúnte ef él. En este mundo, por tanto, la autoridad
sacerdotal y el poder real tienen el principado del gobierno
sagrado. Algunos tratan de dividir el principado de esta manera,
diciendo que el sacerdocio tiene el de gobernar las almas y el rey
el de dirigir los cuerpos, como si las almas pudieran gobernarse
sin los cuerpos y los cuerpos sin las almas, lo que de ninguna
manera puede hacerse. Porque si los cuerpos están bien
gobernados, es necesario que las almas estén también bien
regidas y viceversa, ya que ambos están orientados por él
propósito de que en la resurrección puedan salvarse juntamente.
Cristo, Dios y Hombre, es el verdadero y más alto rey y
sacerdote. Pero es rey desde la eternidad de su divinidad, no
hecho ni creado bajo o separado del Padre, sino igual y uno con
el Padre. Es, en cambio, sacerdote desde que asumió la
humanidad, hecho y creado de acuerdo con el orden de
Melquisedec y en este sentido es menor que el Padre. Como rey,
creó todas las cosas y gobierna y conserva todas ellas, rigiendo
tanto a los hombres como a los ángeles. Como sacerdote,
solamente redimió a los hombres para que pudieran reinar con El.
Esta es la única razón por la que fue hecho sacerdote, es decir,
para ofrecerse como sacrificio a fin de que los hombres pudieran
participar de su reino y su poder real. Porque en todos los
pasajes de las Escrituras prometió el reino del cielo a los fieles,
pero no al sacerdocio. Está claro, por tanto, que en Cristo el
poder real es mayor y más alto que el sacerdotal en la misma
proporción que su divinidad es mayor y más alta que su
humanidad. De aquí, algunos sostienen que entre los hombres,
igualmente, el poder real es mayor y más alto que el sacerdotal, y
el rey más eminente que el sacerdote, siendo esto una imitación y
emulación de la mejor y más alta naturaleza y poder de Cristo. Y
así no es contrario a la justicia de Dios, dicen ellos, que la
dignidad sacerdotal sea instituida por la real o esté sujeta a ella,
porque así sucedió en Cristo; El fue hecho sacerdote por su
poder real y estuvo sujeto al Padre en su poder sacerdotal
mientras que era igual a El en el real. (…)
Pero ahora veamos lo que el rey confiere a un hombre que va
a ser creado obispo mediante la prerrogativa del báculo pastoral.
Pienso que no le confiere el orden o derecho de sacerdocio, sino
que corresponde a su propio derecho y al gobierno de las cosas
mundanas, principalmente el señorío y la guarda de las cosas de
la Iglesia, y el poder de gobernar el pueblo de Dios, que es el
templo del Dios vivo, y la santa Iglesia, esposa de Cristo nuestro
Señor. Que un obispo tenga señorío sobre cosas terrenas, esto
es, posesión de estados, en virtud de ley de los reyes lo
establece Agustín al final de su sexto tratado sobre Juan cuando
dice: Cada hombre posee todo lo que posee por ley humana
porque, por ley divina, la posesión del Señor es la tierra y la
plenitud de lo que contiene… Por ley humana y por tanto por ley
de los emperadores.
Nadie debería arrogarse por derecho prioridad sobre el rey,
que está bendecido con tantas y tan grandes bendiciones, que
está consagrado y como dirigido hacia Dios con tantos y tales
sacramentos, porque nadie está consagrado y hecho semejante a
Dios con más o mayores sacramentos que él, ni con otros
equivalentes, y así nadie es igual a él. Por tanto, no puede ser
considerado laico porque es el ungido del Señor, un Dios a través
de la gracia, el supremo gobernante, pastor, maestro, defensor e
instructor de la santa Iglesia, señor sobre sus hermanos, digno de
ser adorado por todos los hombres, principal y más alto prelado.
No debe decirse que sea inferior al obispo porque el obispo lo
consagre, porque a menudo sucede que hombres menores
consagran a mayores, inferiores a su superior, como cuando los
cardenales consagran a un papa o los obispos sufragáneos al
metropolitano. Esto puede ser así porque en realidad no son
autores de la consagración sino ministros de ella. Dios hace
eficaz el sacramento y ellos lo administran.
 
Tractatus Eboracenses (c. 1100) M. G. H. Libelli de Lite III,
663, 7, 9.

EL RECONOCIMIENTO DEL DERECHO IMPERIAL A


INVESTIR 3.11

Privilegio que el Papa Pascual hizo al emperador Enrique


sobre las investiduras de obispados y abadías.
El obispo Pascual, siervo de los siervos de Dios, al muy
querido hijo Enrique, rey de los germanos y augusto emperador
de los romanos por la gracia del Dios omnipotente, salud y
nuestra bendición apostólica.
La divinidad dispuso que vuestro reino estuviera de un modo
especial unido a la Iglesia y vuestros predecesores por su bondad
y por una especial gracia de la Providencia, alcanzaron la corona
y el imperio de la ciudad de Roma, a la dignidad de cuya corona e
imperio la majestad divina te ha conducido también a ti, Enrique
hijo querido, por el ministerio de nuestro sacerdocio. Así pues
aquel privilegio de dignidad que nuestros predecesores
concedieron a vuestros predecesores, los emperadores católicos,
nosotros también os lo concedemos y lo confirmamos mediante el
escrito del presente privilegio para que confieras a los obispos y
abades de tu reino que hayan sido elegidos libremente, sin
violencia ni simonía, la investidura de la vara y del anillo a fin de
que después de haber sido instruidos canónicamente, reciban la
consagración del obispo al que pertenecieran. Y si alguien fuera
elegido por el clero o el pueblo sin tu consentimiento y sin que tú
le hubieras otorgado la investidura, que no sea consagrado por
nadie ya que los obispos y arzobispos tendrán la facultad de
consagrar canónicamente sólo a los obispos y abades por ti
investidos. Y ya que vuestros predecesores engrandecieron con
tantos privilegios las iglesias de tu reino, conviene fortalecer este
reino sobre todo con las defensas de sus obispos y abades y
aplastar con el poder real las revueltas populares que tienen lugar
en las elecciones. Por lo cual el desvelo propio de tu prudencia y
poder debe velar solícitamente para que la grandeza de la Iglesia
romana y la salvación de las restantes (contando con la ayuda de
Dios) se conserve por los beneficios y ayudas reales. Y si algún
poder eclesiástico o secular o cualquier persona particular
despreciando este nuestro decreto intentara con temeraria
audacia ir en contra de él, sea anatematizado y pierda su honra y
dignidad. En cambio a los que lo observen que la misericordia
divina los proteja y que esta misma misericordia divina conceda a
tu persona y majestad gobernar felizmente.
 
BARONIUS: Annales… XI, 83.
CONCORDATO DE WORMS (1122) 3.12

Privilegium pontificis.
Yo, Calixto obispo, siervo de los siervos de Dios, te concedo a
ti, querido hijo Enrique, por la gracia de Dios augusto emperador
de los romanos, que tengan lugar en tu presencia, sin simonía y
sin ninguna violencia, las elecciones de obispos y de abades de
Germania que incumben al reino; y que si surge cualquier causa
de discordia entre las partes, según el consejo y el parecer del
metropolitano y de los sufragáneos, des tu consejo y ayuda a la
parte más justa. El elegido reciba de ti la regalía por medio del
cetro y en razón de él realice lo que de justicia te debe. Quien sea
consagrado en las restantes regiones del Imperio, por el
contrario, reciba de ti la regalía en el espacio de seis meses, por
medio del cetro, y por él cumpla según justicia sus deberes hacia
ti, guardando todas las prerrogativas reconocidas a la Iglesia
Romana. Según el deber de mi oficio, te ayudaré en lo que de mí
dependa y en las cosas en que me reclames ayuda. Te aseguro
una paz sincera a ti y a todos los que son o han sido de tu partido
durante esta discordia.
 

Privilegium imperatoris.
En nombre de la santa e indivisible Trinidad. Yo, Enrique, por
gracia de Dios augusto emperador de los romanos, por amor de
Dios y de la santa Iglesia Romana y de nuestro papa Calixto y por
la salvación de mi alma, cedo a Dios y a sus santos apóstoles
Pedro y Pablo y a la santa Iglesia Católica toda investidura con
anillo y báculo, y concedo que en todas las iglesias existentes en
mi reino y en mi imperio, se realicen elecciones canónicas y
consagraciones libres. Restituyo a la misma santa Iglesia
Romana las posesiones y los privilegios del bienaventurado
Pedro, que le fueron arrebatados desde el comienzo de esta
controversia hasta hoy, ya en tiempos de mi padre, ya en los
míos, y que yo poseo; y proporcionaré fielmente mi ayuda para
que se restituyan las que no lo han sido todavía. Igualmente
devolveré, según el consejo de los príncipes y la justicia, las
posesiones de todas las demás iglesias y de los príncipes y de
los otros clérigos o laicos, perdidas en esta guerra, y que están
en mi mano; para las que no están, proporcionaré mi auxilio para
que se restituyan. Y aseguro una sincera paz a nuestro papa
Calixto y a la santa Iglesia Romana y a todos los que son o
fueron de su partido. Fielmente, daré mi ayuda cuando la santa
Iglesia me lo reclame y rendiré a ella la debida justicia, Todo esto
está redactado con el consenso y el consejo de los príncipes
cuyos nombres siguen. (…)
 
M. G. H.: Leges, vol. II, pp. 75-76.

LA DUALIDAD DE SOCIEDADES 3.13

…Si [sus] palabras hubieran estado moderadas con la caridad


que ilustra, la ruptura con los gobernantes del mundo que ahora
existe podría no haber surgido ya que, como el santo papa León
escribe: No puede haber seguridad general a menos que las
cosas que pertenecen a la profesión de la religión estén
defendidas por la autoridad real y sacerdotal. Así también el papa
Gelasio declaró: Cristo, consciente de la fragilidad humana,
reguló con excelente disposición lo que correspondía a la
salvación de su pueblo. Así, distinguió entre los oficios de ambos
poderes de acuerdo a sus propias actividades y separadas
dignidades. Dado que Dios mismo ha dispuesto las cosas y ha
instituido estas dos, el poder real y la consagrada autoridad de
los sacerdotes, mediante las cuales este mundo se gobierna
principalmente, ¿quién puede ir contra esto, excepto quien resista
el orden de Dios?
 
De Unitate Ecclesiae Conservanda (1090-93) M. G. H.: Libelli
de Lite.

Acerca de la Iglesia. Qué es la Iglesia.


La Iglesia santa es el cuerpo de Cristo, vivificada por un solo
espíritu y unida y santificada por una sola fe. Cada uno de los
miembros de este cuerpo son los fieles y todos, aunque sean
muchos, forman un solo cuerpo a causa del solo espíritu y de la
sola fe que los anima. Y del mismo modo que en el cuerpo
humano cada miembro tiene su propia y distinta función, y a
pesar de ello no llevan a cabo sólo para su provecho lo que
realizan ellos solos, así de este modo han sido distribuidos los
dones de las gracias en el cuerpo de la santa Iglesia y sin
embargo cada uno no tiene sólo para sí lo que tiene él solo. Pues
son solamente los ojos los que ven y sin embargo no ven
solamente para ellos sino para todo el cuerpo. Los oídos, a su
vez, son los únicos miembros del cuerpo que oyen, pero tampoco
oyen solamente para ellos sino para todo el cuerpo. Los pies son
los únicos que caminan y sin embargo tampoco caminan sólo
para ellos sino para todo el cuerpo. Y de este modo lo que tiene
cada uno de ellos no sólo lo tienen para ellos mismos y por ellos
mismos, sino que según la voluntad del mejor dador y del
distribuidor más sabio cada cosa es para todos y todas las cosas
son de cada uno. (…)

De las dos partes de la Iglesia, del clero y de los laicos.


Esta universalidad abraza a los dos órdenes, laicos y clérigos,
como dos lados de un mismo cuerpo. Los laicos son como si
estuvieran a la izquierda, que son los que sirven a las
necesidades de la vida presente. (…) Pues los laicos cristianos
que atienden a las necesidades de la vida terrenal son la parte
del lado izquierdo del cuerpo de Cristo. Y en cambio, los clérigos,
que están al cargo de la vida espiritual son como la parte de la
derecha del cuerpo de Cristo. Y de este modo todo el cuerpo de
Cristo que es la Iglesia universal consta de estas dos partes.

Existen dos vidas y según estas dos vidas, dos pueblos, y en


estos dos pueblos dos poderes y en ambos poderes diversos
grados y órdenes de dignidad, uno inferior y otro superior.
Hay dos vidas: una terrenal y otra celestial. Una del cuerpo y
otra del espíritu. Una por la que el cuerpo vive del alma y otra por
la que el alma vive de Dios. Una y otra tienen los bienes con los
que se alimentan para poder subsistir. La vida de la tierra se
alimenta con buenas cosas terrenales y la vida espiritual con
buenos medios espirituales.
A la vida terrenal pertenece lo que es terrenal y a la vida
espiritual lo que son buenas cosas espirituales. Para que en
ambas clases de vidas se guarde la justicia y se produzca
utilidad, se nombran lo primero de todo, personas que mediante
su trabajo y entusiasmo adquieran estos bienes que son
necesarios, Y después se nombra a otras personas que mediante
la autoridad de su cargo distribuyan estos bienes de modo
equitativo para que nadie aventaje a su hermano sino para que
se respete la justicia. Y por esto en vino y otro pueblo hay
poderes constituidos. Y así en los laicos, a cuyo cuidado y celo
está puesto lo que es necesario para la vida de la tierra, existe un
poder terrenal. Pero en los clérigos que tienen por misión guardar
los bienes de la vida espiritual existe en cambio un poder divino.
Y así, aquel poder se llama secular y éste, espiritual. En uno y
otro poder hay diversos grados y órdenes de dignidad, pero todos
están bajo el poder de una sola cabeza como si procedieran y se
dirigieran a un mismo principio. El poder terrenal tiene por cabeza
al rey, el espiritual, al sumo pontífice. Al poder del rey pertenece
lo que es terrenal y está dirigido a la vida de la tierra. En cambio,
bajo el poder del sumo pontífice está lo que es espiritual y todo lo
que es necesario para la vida espiritual. Y en cuanto la vida
espiritual es más digna que la terrenal y el espíritu mejor que el
cuerpo, así también el poder espiritual aventaja en honor y
dignidad al secular. Pues el poder espiritual tiene facultad para
enseñar y juzgar al poder secular si no sigue por caminos rectos.
En cambio, el poder espiritual, fundado sólo por Dios, aun cuando
yerre, sólo puede ser juzgado por Dios, como está escrito. El
poder espiritual puede juzgar todo, pero él no puede ser juzgado
por nadie. Que el poder espiritual (considerado como institución
divina) es anterior en el tiempo y mayor en dignidad, se
manifiesta claramente por el hecho de que el sacerdocio fue
primeramente instituido por Dios y que después (por mandato
divino) el poder secular fue instituido por el sacerdocio. De donde
viene el que todavía ahora en la Iglesia la dignidad sacerdotal
instituya, consagre y santifique por medio de su bendición al
poder real. Y según lo que dice el apóstol que el que bendice es
mayor que el bendecido, se deduce con toda claridad que el
poder secular, que recibe la bendición del poder espiritual, es
inferior en justicia a él.
 
HUGO DE SAN VÍCTOR: De Sacramentis Fidei (s. XII).
 
En la misma ciudad, bajo el mismo rey, hay dos pueblos y
para uno y otro pueblo dos vidas distintas, para una y otra vida
dos gobiernos, para uno y otro gobierno una doble jurisdicción. La
ciudad es la Iglesia, el rey es Cristo. Los dos pueblos son los dos
órdenes de los clérigos y los laicos, las dos vidas son la espiritual
y la carnal, los dos gobiernos el sacerdocio y el imperio, la doble
jurisdicción el derecho divino y el humano. Dad a cada uno lo que
le corresponde y todo el conjunto estará en equilibrio.
 
ESTEBAN DE TOURNAI: Summa de Decretis proemium (s. XII) P.
L. CCXI.
Capítulo 4

LA RECEPCIÓN DE LA CULTURA

CLÁSICA

A) EL DERECHO ROMANO

A partir del siglo XI y coincidiendo con la expansión


demográfica y política, tiene lugar un decisivo
desarrollo cultural, que determinará un cambio radical de las
estructuras mentales e institucionales en que el europeo
había vivido desde la desaparición del Imperio romano. El
fenómeno tiene su origen en un renovado contacto e interés
por el patrimonio cultural del mundo clásico, conocido ahora
merced a la obra de escuelas de traductores que tendrán su
sede en las zonas de contacto con el mundo islámico, como
España y Sicilia. La Escuela de traductores de Toledo, cuya
existencia, testificada desde mediados del siglo XII, alcanza
su plenitud un siglo después, permitirá entrar en contacto, a
través de una compleja serie de versiones, con la filosofía y
cosmología clásica, en especial la de Aristóteles, de quien
no se conocía en aquella fecha sino la obra lógica. De forma
simultánea a la recepción de la filosofía se produce el
estudio del Derecho romano, que conducirá a la aparición de
las Universidades, nuevos centros de estudios que
desplazarán en poco tiempo a las viejas escuelas monacales
y catedralicias [1].
El renacimiento de los estudios jurídicos, explicado en
tiempos en forma legendaria como resultado del
descubrimiento casual de un ejemplar del Digesto, es
imputable en realidad a la problemática derivada de la lucha
de las Investiduras. Irnerio impartirá en Bolonia, entre los
años 20 y 40 del siglo XII, la doctrina del Corpus iuris
justinianeo, creando una escuela de Derecho romano que se
convertirá en la primera Universitas de Europa [2]. En la
misma ciudad y en estrecha conexión con la obra de Irnerio
se produce un trabajo de codificación del derecho canónico
realizada por el monje Graciano, autor de la Concordia
discordantium canonum (1140-42) [3].
La utilización del Corpus iuris conocerá dos etapas
fundamentales:
a) La de los glosadores, que concluye iniciado el siglo XIII
con la Glossa magna de Accursio, durante la cual los
autores se limitan a fijar una explicación literal del texto
mediante la aclaración de los términos oscuros (Glossa —
dirá Ugucio de Pisa— est expositio sententiae et ipsius
litterae quae non solum sententiam, sed etiam verbi attendit).
b) La de los comentaristas que, durante la Baja Edad
Media y con Bartolo y Baldo como figuras más destacadas,
crean un nuevo estilo de interpretación (mos italicus), que
trata de inducir los principios generales inspirados de la
norma jurídica, con vistas a construir un sistema unitario y
lógico mediante la utilización de la dialéctica.
La difusión del Derecho romano determina toda una serie
de fenómenos inducidos que, rebasando el terreno
estrictamente jurídico, terminarán por producir decisivas
consecuencias en el terreno político-social. En el primero de
los campos mencionados, la aparición de un grupo
profesional y aun social, constituido por los técnicos del
Derecho salidos de las Universidades [4], conducirá a una
significativa serie de cambios en el procedimiento judicial,
que dejará de ser popular y verbal para convertirse en
técnico y escrito, a medida que los juristas desplacen a la
asamblea o al señor feudal en la administración de justicia.
Por el mismo motivo el marcado carácter privatista del
Derecho penal alto-medieval (acusación del perjudicado,
compensación, etc.) es sustituido por una concepción que ve
en la justicia una función pública (inquisición estatal, castigo
vindicativo, etc.) [5]. El desarrollo sistemático de las normas
jurídicas en forma de un cuerpo de leyes positivas
determinará finalmente en gran parte de la Europa
continental una sensible reducción de la capacidad del juez
que, de creador de Derecho a través de sus sentencias,
quedará reducido a la simple aplicación de la norma escrita
mediante la identificación del acto delictuoso con la norma
legal preestablecida. La coexistencia de ambas fórmulas a lo
largo de toda la Baja Edad Media determina una colisión, en
la que el nominalmente triunfador Derecho consuetudinario
sufrirá sin embargo un sensible proceso de erosión y
corrupción merced a la introducción de fórmulas romanistas,
favorecidas por la declaración del Derecho romano como
norma supletoria, lo que hará de él la ordenación jurídica
universal, equiparado a la ratio scripta.
El estudio de la ley condujo a plantear el problema
político de determinar en quién residía la capacidad de
legislar. Algunos de los primeros glosadores mantuvieron
una interpretación literal en favor del emperador germánico,
considerado como directo heredero de los antiguos titulares
de la potestad imperial. En la dieta de Roncaglia los
consejeros de Federico Barbarroja brindarán una
justificación romanista a su aspiración al dominium mundi,
tesis que chocará con la fuerza de unas comunas
autónomas que apoyarán al Pontífice, sin compartir por ello
su paralela ambición hegemónica. La realidad de un
policentrismo político llevará, especialmente a los
comentaristas, a definir el Imperium, no por su carácter de
poder singular y universal, sino por la cualidad de no
reconocer ninguna autoridad superior (universitas superiores
non recognoscens), lo que permitirá afirmar, en radical
oposición con el pensamiento alto-medieval, rex est
imperator in regno suo [6].
El imperium que se atribuye a los reyes corresponde al
concepto moderno, acuñado a fines del siglo XIII, de la
soberanía. Un famoso texto de Ulpiano, incorporado al
Digesto y conocido como Lex regia, describe al monarca
como titular de la facultad de legislar (quod principi placuit
habet vigorem legis) y los comentaristas y tratadistas bajo-
medievales dedicarán sus esfuerzos a justificar tal
concentración de poder en manos del monarca, situación
que se refleja en fórmulas simplemente laudatorias (rex
imago Dei, rex quasi semideus), o en la reiteración, con una
precisa intención política, de la fórmula, igualmente de
Ulpiano, que pone al monarca por encima de la ley (princeps
legibus solutus est) [7]. La definición teórica del absolutismo
monárquico que aún necesitaría siglos para afirmarse en la
práctica, implica desde el primer momento la negación de lo
que era el fundamento mismo de la sociedad feudal, el libre
homenaje vasallático, pasándose de la relación personal y
contractual (vasallo-señor) a la vinculación política (súbdito-
príncipe) [8].
El Derecho romano, que de un lado sienta las bases
doctrinales de un movimiento que lleva a la destrucción del
poder político feudal, crea al mismo tiempo las fórmulas que
consolidarán la preeminencia socio-económica de la
nobleza, al extender su influencia social a través de la
transformación en real, de la antigua relación personal
(encomendación), al identificar la situación del campesino
medieval con la del colono del Bajo Imperio. La adaptación
de una institución romanista —la sustitución fideicomisaria
con su regulación del orden de sucesión [9]— al régimen
hereditario occidental creará la base jurídica del sistema
vincular, que permitirá a la nobleza conservar e incrementar
sus patrimonios hasta fines del siglo XVIII [10].
La Iglesia, cuya centralización encontró menores
resistencias que las que habrían de vencer las monarquías
nacionales, salió de la crisis de las Investiduras dotada de
una organización racionalizada, que se apoya sobre un
sistema fiscal propio (diezmos y primicias) [11], lo que le
permite ejercer una autoridad universal que se fundamenta:
1) en la doctrina de la supremacía del Pontificado, bien
pro ratione peccati [12], bien por la plenitudo potestatis que
se deriva del vicariato de Cristo y lleva a Inocencio III a
atribuirse el derecho de juzgar de la capacidad del
emperador electo —bula Venerabilem de 1208 [13] —o a
formular la teoría de la luna y el sol [14], en tanto Bonifacio
VIII reivindica las dos espadas—bula Unam Sanctam de
1302 [15].
2) en el ejercicio de un poder que se manifiesta en la
concesión de la soberanía sobre las islas y posteriormente
sobre tierras de infieles en beneficio de príncipes cristianos
[16], la imposición o aceptación del vasallaje a san Pedro
por parte de monarcas, generalmente en difícil situación
política [17]; o, finalmente, la adopción de medidas
disciplinarias contra los reinos —entredicho— o contra los
príncipes —liberación de la obediencia del rey, deposición e
incluso sustitución por otro monarca— cuando desobedecen
los mandamientos pontificios [18].
La consolidación política de las monarquías nacionales
conducirá a una renovación de los antagonismos con la
Iglesia, y aunque reaparecen las viejas fórmulas de la época
de la lucha de las Investiduras, se aplican a un conflicto de
distinta naturaleza. En el siglo XI se trataba de dirimir el
problema del poder universal sobre la Cristiandad como
unidad político-religiosa, mientras en el XIII se discute, acerca
de la extensión del poder absoluto, que reivindican
simultáneamente la Iglesia, al tratar de imponer un preciso
sistema de poderes y derechos jurisdiccionales, y el Estado,
que pretende ser soberano en su territorio. Es significativo
que el origen inmediato del conflicto sea la imposición de
cargas fiscales sobre los eclesiásticos de Francia, por
cuanto se trata de un atributo específico de la soberanía,
que la Iglesia tratará inútilmente de conservar (bula Clericis
laicos de 1296).
El conflicto desembocó en la eliminación de la teocracia
pontificia —atentado de Anagni, pontificado de Avignon,
decreto Licet iuris (1338) y Bula de Oro (1356) que
independizan la elección imperial de Roma, etc.— y el triunfo
del espíritu laico tanto en el orden institucional (retroceso de
la jurisdicción eclesiástica ante la de la corona), como en el
doctrinal, donde Marsilio de Padua —Defensor pacis (1314-
20)— afirma la superioridad del Estado al no reconocer
ningún tipo de jurisdicción a la Iglesia, por cuanto la ley
divina impone penas ultraterrenas, en tanto que toda pena
terrenal —símbolo de la capacidad jurisdiccional— es de la
exclusiva competencia de la autoridad temporal del príncipe
[19].
Textos 4

LA UNIVERSIDAD 4.1

Alejandro [IV], obispo, siervo de los siervos de Dios, a nuestro


hijo carísimo en Cristo, ilustre rey de Castilla y de León, salud y
bendición apostólica.
Entre los motivos que nos causan gran alegría y nuestro
corazón recibe gran gozo y se colma de la alegría esperada, está
el hecho de ver a aquéllos, colocados por la providencia divina
para el bien de los pueblos y de los reinos, preocupados en el
perfeccionamiento de sus súbditos y en el progreso de la utilidad
pública.
Tenemos la convicción y la esperanza segura de que el reino
y su monarca son honrados y que tanto los revés y reinos, como
los pueblos, resultan beneficiados con sus progresos.
Por eso acogemos con alegría y aceptamos que un gran
número de sabios, el mejor de los bienes del reino, se conviertan
en el calmante del reino tanto a causa del valor de los fuertes
como por el consejo de los prudentes.
Y deseando que tus reinos sean colmados de la largueza del
don divino e ilustrados con la luz inextinguible de la sabiduría y
sean fortalecidos con los consejos de los entendidos y con la
madurez de los mismos, en Salamanca, ciudad muy fértil, lugar
escogido en tu reino de León por su salubridad y por otros
motivos, con el consejo y asentimiento de nuestro venerable
hermano el obispo y con el asentimiento de los hijos amados del
capítulo de Salamanca, estableciste el Estudio General y como
Estudio General fue concurrido por doctores y profesores, pediste
humildemente que confirmásemos este Estudio con nuestra
protección apostólica.
Nos, por tanto encomendando a Dios el propósito de tu
intención con dignas alabanzas, inclinados ante tus súplicas, por
haber sido ratificado y aprobado con el asentimiento del obispo y
del capítulo, confirmamos este Estudio General con nuestra
autoridad apostólica y lo fortalecemos con el patrocinio del
presente escrito.
 
apud V. BELTRÁN DE HEREDIA: Bulario de la Universidad de
Salamanca I, 319-20.

Qué cosa es estudio, et quántas maneras son dél, et por cuyo


mandado debe seer fecho.
Estudio es ayuntamiento de maestros et de escolares que es
fecho en algunt logar con voluntad et con entendimiento de
aprender los saberes: et son dos maneras del; la una es a que
dicen estudio general en que ha maestros de las artes, asi como
de gramática, et de lógica, et de retórica, et de arismética, et de
geometría, et de música, et de astronomía, et otrosi en que ha
maestros de decretos et señores de leyes: et este estudio debe
seer establescido por mandado de papa, o de emperador o de
rey. La segunda manera es a que dicen estudio particular, que
quier tanto decir como quando algunt maestro amuestra en
alguna villa apartadamente a pocos escolares; et tal como este
puede mandar facer perlado o concejo de algunt logar.

En qué logar debe seer establescido el estudio, et cómo


deben seer seguros los maestros et los escolares que hi vinieren
a leer et aprender.
De buen ayre et de fermosas salidas debe seer la villa do
quieren establescer el estudio, porque los maestros que muestran
los saberes et los escolares que los aprenden vivan sanos, et en
él puedan folgar et rescebir placer a la tarde quando se
levantaren cansados del estudio: et otrosi debe seer ahondada de
pan, et de vino et de buenas posadas en que puedan morar et
pasar su tiempo sin grant costa. Et otrosi decimos que los
cibdadanos de aquel logar do fuere fecho el estudio deben mucho
honrar et guardar los maestros, et los escolares et todas sus
cosas; et los mensajeros que venieren a ellos de sus logares non
los debe ninguno peyndrar nin embargar por debdas que sus
padres debiesen nin los otros de las tierras onde ellos fuesen
naturales: et aun decimos que por enemistad nin por mal
querencia que algunt home hobiese contra los escolares o a sus
padres non les deben facer deshonra, nin tuerto nin fuerza. Et por
ende mandamos que los maestros, et escolares, et sus
mensageros et todas sus cosas sean seguros et atreguados en
veniendo a los estudios, et en estando en ellos et en yéndose
para sus tierras: et esta seguranza les otorgamos por todos los
logares de nuestro señorío, et qualquier que contra esto ficiese,
tomándoles por fuerza o robándoles lo suvo, débegelo pechar
quatro doblado, et sil firiere, ol deshonrare ol matare, debe seer
escarmentado cruamente como home que quebranta nuestra
tregua et nuestra seguranza. Et si por aventura los judgadores
ante quien fuese fecha aquesta querella fuesen negligentes en
facerles derecho asi como sobredicho es, débenlo pechar de lo
suyo et seer echados de los oficios por difamados: et si
maliciosamente se movieren contra los escolares non queriendo
facer justicia de los que los deshonrasen, o feriesen o matasen,
estonce los oficiales que esto ficiesen deben seer escarmentados
por alvedrio del rey

Quántos maestros a lo menos deben estar en el estudio


general, et a que plazo les debe seer pagado su salario.
Para seer el estudio general complido quantas son las
ciencias tantos deben seer los maestros que las muestren, asi
que cada una dellas haya hi un maestro a lo menos: pero si de
todas las ciencias non pudiesen haber maestro, abonda que haya
de gramática, et de lógica, et de retórica, et de leyes et de
decretos. Et los salarios de los maestros deben seer
establescidos por el rey, señalando ciertamente a cada uno
quanto haya segunt la ciencia que mostrare et segunt que fuere
sabidor della: et aquel salario que hobiere a haber cada uno
dellos débengelo pagar en tres veces; la primera parte le deben
dar luego que comenzare el estudio, et la segunda por la pascua
de Resurrección, et la tercera por la fiesta de sant Iohan Bautista.

Cómo los maestros et escolares pueden facer ayuntamiento et


hermandad entre sí, et escoger uno que los castigue.
Ayuntamiento et confradias de muchos homes defendieron los
antiguos que non se ficiesen en las villas nin en los regnos,
porque dellas se levanta siempre mas mal que bien: pero
tenemos por derecho que los maestros et los escolares puedan
esto facer en estudio general, porque ellos se ayuntan con
entencion de facer bien, et son extraños et de logares departidos:
onde conviene que se ayuden todos a derecho quando les fuere
meester en las cosas que fueren a pro de sus estudios o
amparanza de sí mesmo et de lo suyo. Otrosi pueden establescer
de sí mesmos un mayoral sobre todos a que llaman en latín
rector, que quier tanto decir como regidor del estudio, a que
obedescan en las cosas que fueren convenibles, et guisadas et
derechas, Et el rector debe castigar et apremiar a los escolares
que non levanten bandos nin peleas con los homes de los logares
do ficieren los estudios nin entre sí mismos, et que se guarden en
todas guisas que non fagan deshonra nin tuerto a ninguno, et
defenderles que non anden de noche, mas que finquen
asosegados en sus posadas, et punen de estudiar, et de
aprender et de facer vida honesta et buena: ca los estudios para
eso fueron establescidos, et non para andar de noche nin de día
armados, trabajándose de pelear o de facer otras locuras o
maldades a daño de si el a destorbo de los logares do viven: et sí
contra esto veniesen, estonce el nuestro juez los debe castigar et
endereszar de manera que se quiten de mal et fagan bien.
 
Partidas. P. II, t. XXXI, ll. 1, 2. 3 y 6.
LOS TEXTOS DE LA UNIVERSIDAD DE BOLONIA 4.2

Los doctores que expliquen el Decreto, las Decretales, el


Código, el Infortiatum, el Digesto viejo y el nuevo, desde el
principio de los estudios hasta la fiesta de Pascua de
Resurrección, entren a la hora 20 en las Escuelas y estén
explicando en ellas hasta la hora 22. Y los doctores que explican
el Sexto, las Clementinas y el Volumen, entren a la hora 22 y
estén durante hora y media…
Decretamos también que en todos los actos los lectores,
inmediatamente que explicaren el capítulo o la ley, hayan de
explicar las glosas —a no ser que convenga continuar el capítulo
o leyes—, sobre lo cual cargamos sus conciencias por el
juramento que prestaron, para que no sobrevenga la protesta de
los estudiantes por no explicar.
 
apud SAVIGNY: Historia del Derecho Romano en la Edad Media
(1831).

LA CODIFICACIÓN DEL DERECHO CANÓNICO 4.3

Los concilios provinciales carecen de valor sin la presencia del


romano pontífice.
El papa Símaco [escribe] en el mismo sentido:
Los concilios de sacerdotes establecidos anualmente en las
provincias por las leyes eclesiásticas han perdido su validez, por
no contar con la presencia del papa. ¿Habéis leído, insensatos,
que se haya decidido algo en ellos alguna vez sin la sanción de la
corona apostólica, y no que, al deliberar acerca de asuntos de
mayor monta, si alguno se presentaba, haya quedado reservado
al arbitrio de dicha sede?
 
[Comentario de] Graciano:
 
De aquí proviene que, al disponer la autoridad del rey
Teodorico que los sacerdotes de distintas provincias se reunieran
en Roma para que el santo concilio juzgara sobre lo que se
imputaba al venerable papa Símaco, cabeza de la sede
apostólica, propusieran los obispos de Liturgia, Emilia y Venecia
que quien debía convocar el sínodo era precisamente aquel a
quien se consideraba acusado. Sabían, en efecto, que la
autoridad de los venerables concilios, por los méritos del apóstol
Pedro y conforme al mandato del Señor, había entregado a esta
sede su poder excepcional sobre las iglesias, y que el jefe de la
sede apostólica no estaba sujeto al juicio de personas de menor
rango. A esto, por inspiración divina, contestó el serenísimo rey
que a la decisión del sínodo correspondía disponer lo que había
de hacerse en negocio tan grave, puesto que a él sólo reverencia
le correspondía en asuntos eclesiásticos. Dejaba también en
manos del pontífice que discutieran lo que les parecía mejor,
tanto si querían tratar del asunto propuesto como si no, con tal de
que por las medidas del venerable concilio se consiguiera la paz
en la ciudad de Roma. Por su parte, los obispos constituidos en
sínodo, sumada la autoridad del mismo Símaco, dijeron: “Que el
papa Símaco, cabeza de la sede apostólica, atacado con
acusaciones tales, queda libre e inmune por lo que se refiere a
los hombres: reservamos íntegra su causa ante el juicio de Dios.
Por lo que hace a los clérigos del citado Papa, que se han
apartado de su obispo antes de tiempo y contra las reglas
provocando el cisma, fallamos que alcancen el perdón, una vez
que hayan dado reparación a su obispo, y que vuelvan a disfrutar
de sus cargos eclesiásticos…”. Es claro que lo referente a los
clérigos se dispuso con espíritu generoso a fin de restablecer la
paz en la ciudad.
 
GRACIANO: Concordia discordantium canonum (1140-42) P. L.
CLXXXVII.
CAPÍTULOS DE LOS JURISTAS DE BARCELONA 4.4

Para que los juristas de la ciudad de Barcelona más


legítimamente usen de su oficio de juzgar, aconsejar y abogar, se
ordenan los capítulos siguientes:
Primero, que cada año durante todo el mes de mayo el
veguer, baile y consejeros de Barcelona, a lo menos tres, u
aquellos juristas que sean para esto elegidos por dichos veguer,
baile y consejeros, tanto de los antiguos como de otros juristas,
elijan de los juristas de la ciudad antes dicha, uno que sea prior
de todos los juristas de ella, y de otra parte dos juristas de los
antiguos y famosos en ciencia y buena fama, como y para
consejeros del prior. Este prior y consejeros de ellos juren cuando
sean elegidos, en poder de dicho veguer, que bien, leal y
diligentemente se comportarán en sus oficios de priorato y
consejería y observarán todas y cada una de las cosas en los
presentes capítulos contenidas, tal como en cada uno de ellos se
guardan o refieren.
Otrosí, que, hecha dicha elección, dicho prior, lo antes que
pueda, hará escribir los nombres de todos los juristas ciudadanos
o domiciliados en dicha ciudad de Barcelona o de otras que
aboguen en ella, en un registro o libro que sea intitulado Matrícula
de los juristas de Barcelona, cuyo libro estará en poder del
escribano de la corte del veguer, que jurará en poder de dicho
veguer no manifestar nada de lo en dicho libro escrito, a no ser al
prior o a quien él quiera o a sus dichos consejeros.
Otrosí, que ningún jurista ciudadano o domiciliado en dicha
ciudad o en otra no pueda usar oficio de judicatura o abogacía en
dicha ciudad, en tanto no sea recibido por dicho prior y por y con
consejo de dichos juristas consejeros suyos y sea inscrito en
dicha matrícula.
Otrosí, que dicho prior con sus consejeros, en la recepción
que haga del jurista, esté obligado, tanto en el examen como en
las otras cosas referentes a dicho oficio de judicatura y abogacía,
a guardar las Constituciones de Cataluña, privilegios locales y
Ordenanzas de Barcelona. Y aun ha de hacer jurar a dicho
jurista, en su poder, que guardará dichas Constituciones,
privilegios y Ordenanzas que se acostumbran a guardar en
Barcelona, y los presentes capítulos en lo que tocan a su oficio, y
obedecer a dicho prior y sus Ordenanzas hechas y ordenadas en
la manera arriba escrita, y la prestación de este juramento se
escribirá en dicha matrícula por dicho escribano.
 
apud A. GARCÍA GALLO: ob. cit., II n.º 231

LA JUSTICIA, FUNCIÓN PÚBLICA 4.5

Qué quiere decir pesquisa, et a que tiene pro et quantas


maneras son della.
Pesquisa en romance tanto quiere decir como inquisitio en
latín, et tiene pro a muchas cosas, ca por ella se sabe la verdat
de las cosas mal fechas, que de otra guisa non podrien seer
probadas nin averiguadas; et otrosi han carrera los reyes por ella
de saber en cierto los fechos de su tierra, et de escarmentar los
homes falsos et atrevidos que por mengua de prueba cuidan
pasar con sus maldades. Et las pesquisas puédense facer en tres
maneras: la una es quando facen pesquisa comunalmente sobre
una grant tierra, o sobre alguna partida della, o sobre alguna
cibdat, o villa o otro logar, que sea fecha sobre todos los que hi
moraren o sobre algunos dellos: et tal pesquisa como esta
puédese el rey mover a facerla por tres razones; ca o será fecha
querellándose algunos de daños o de males que rescebieron de
aquellos logares que desuso deximos non sabiendo ciertamente
quien los fizo, o la farán por mala fama que venga antel rey o
ante aquellos otros que han poder de la mandar facer en los
logares sobredichos, o la fará el rey andando por su tierra por
saber el fecho della, maguer non se le querelle ninguno nin haya
ende mala fama: ca esto puédelo facer el rey por derecho, porque
muchas vegadas los homes non se quieren querellar nin mostrar
el estado de la tierra por querella nin por fama; et esto podrie seer
por amor o por miedo: onde el rey puede facer pesquisas por
parar mejor su tierra, et por castigar los homes que non sean
osados de facer mal. La segunda manera de pesquisa es quando
la facen sobre fechos de que algunos son mal enfamados, o
sobre otros fechos señalados que non saben quien los fizo, o
sobre fechos señalados de homes conoscidos: et esto podrie
seer asi como sobre conducho tomado. La tercera manera es
quando amas las partes se avienen queriendo que el rey o aquel
quel pleyto ha de judgar mande facer la pesquisa.

Sobre qué cosas deben facer pesquisa los pesquiridores.


Pesquiridores son dichos aquellos que son puestos para
escudriñar la verdat de las cosas mal fechas encubiertamente, asi
como de muerte de home que matasen en yermo o de noche, o
en qual logar quier que fuese muerto et non sopiesen quien lo
matara, o de eglesia quebrantada o robada de noche, o de muger
forzada que non fuese fecha la fuerza en poblado, o de casa que
quemasen o quebrantasen foradándola, o entrándola por fuerza o
de otra manera, o de mieses que quemasen, o de viñas o de
árboles que cortasen, o de camino quebrantado en que fuesen
homes robados, o feridos, o presos o muertos; ca todas estas
cosas si fueren fechas encubiertamente asi como deximos, quier
sean fechas de dia quier de noche, porque vienen muchos males
dellas et grandes daños, et los homes non se pueden ende
guardar, deben seer pesquiridas et sabidas por los pesquiridores,
solo que non sea fecha alguna destas querellas de personas
ciertas, ca entonce non se podrie facer. Pero algunas cosas hi ha
en que pueden facer pesquisa maguer non sean fechas
encubiertamente, asi como sobre conducho tomado, o sobre
fuerzas o robos que sean fechos et pidan merced al rey que lo
mande pesquirir, o sobre otra cosa qualquier que se avengan las
partes ante el rev o ante algunos de los otros que han poder de
judgar.
 
Partidas. P. III, t. XVII, ll. 1 y 3.

IMPERIO Y REINO 4.6

Que fabla de los emperadores, et de los reyes et de los otros


grandes señores.
Emperadores et reyes son mas nobles personas en honra et
en poder que todas las otras para mantener et guardar las tierras
en justicia, asi como dicho habernos en el comienzo desta
Partida. Et porque ellos son asi como comenzamiento et cabeza
de los otros, por ende queremos primero fablar dellos, et
mostraremos que cosas son: et por qué han asi nombre: et por
qué convino que fuesen: et qué lugar tienen: et qué poder han: et
como deben usar del: et después fablaremos de los otros
grandes señores.

Que cosa es emperador, et por qué ha así nombre, et por qué


convino que fuese, et qué lugar tiene.
Imperio es grant dignidat, et noble et honrada sobre todas las
otras que los homes pueden haber en este mundo
temporalmente. Ca el señor a quien Dios tal honra da es rey et
emperador, et a él pertenesce segunt derecho et el otorgamiento
quel ficieron las gentes antiguamente de gobernar et de mantener
el imperio en justicia, et por eso es llamado emperador, que quier
tanto decir como mandador, porque al su mandamiento deben
obedescer todos los del imperio: et él non es tenudo de
obedescer a ninguno, fueras ende al papa en las cosas
espirituales. Et convino que un home fuese emperador, et
hobiese este poderío en tierra por muchas razones: la una por
toller desacuerdo de entre las gentes et ayuntarlas en uno, lo que
non podrien facer si fuesen muchos los emperadores, porque
según natura el señorío non quiere compañero nin lo ha
menester, como quier que en todas guisas convien que haya
homes bonos et sabidores quel consejen et le ayuden; la
segunda para facer fueros et leyes porque se judguen
derechamente las gentes de su señorío; la tercera para
quebrantar los soberbiosos, et los torticeros et los malfechores,
que por su maldat o por su poderío se atreven a facer mal o
tuerto a los menores; la quarta para amparar la fe de nuestro
señor Iesu Cristo, et quebrantar los enemigos della. Et otrosí
dixieron los sabios que el emperador es vicario de Dios en el
imperio para facer justicia en lo temporal, bien asi como lo es el
papa en lo espiritual.

Que poder ha el emperador, et como debe usar del imperio.


El poderío que ha el emperador es en dos maneras, la una de
derecho, et la otra de fecho; et aquel que ha segund derecho es
este, que puede facer ley et fuero nuevo et mudar el antiguo, si
entendiere que es a pro comunal de su gente; et otrosí quando
fuese escuro ha poder de lo esclarescer; et puede otrosí toller la
costumbre usada quando entendiere que era dañosa, et facer
otra nueva que Fuese buena. Et aun ha poderío de facer justicia
et escarmiento en todas las tierras del imperio quando los homes
ficiesen por qué, et otro ninguno non lo puede facer sinon
aquellos a qui lo él mandase, o a quien fuer otorgado por
previllejo de los emperadores. Et otrosi él ha poderío de poner
portadgos, el otorgar ferias nuevamente en los lugares que
entendiere que lo debe facer, et non otro home ninguno, et por su
mandado et por su otorgamiento se debe batir moneda en el
imperio, et maguer muchos grandes señores lo obedoscon non la
puede ninguno facer en la tierra, sinon aquellos a quien él
otorgase que la ficiesen; et él solo es olrosi poderoso de partir los
términos de las provincias et de las villas, et por su mandado
deben facer guerra, et tregua et paz. Et quando acaesce
contienda sobre los previllejos que él dio, o los otros
emperadores que fueron ante que él, tal pleito como este él lo
debe librar et otro non. Et aun ha poderío de poner adelantados
et jueces en las tierras que judguen en su lugar segunt fuero et
derecho, et puede tomar dellos yantares, et trebutos et censo en
aquella manera que lo acostumbraron antiguamente los otros
emperadores. Et como quier que los homes del imperio hayan
señorío enteramente en las cosas que son suyas de heredat, con
todo eso quando alguno usare de ellas contra derecho o como
non debie él ha poder de lo endereszar et escarmentar como
toviere por bien. Otrosi decimos que quando el emperador
quisiese tomar heredamiento o alguna otra cosa a algunos para si
o para darlos a otri, como quier que él sea señor de todos los del
imperio para ampararlos de fuerza et para mantenerlos en justicia
et en derecho, con todo eso non puede él tomar a ninguno lo
suvo sin su placer, si non ficiese tal cosa por que lo debiese
perder segunt ley. Et si por aventura gelo hobiese a tomar por
razón que el emperador hobiese menester de facer alguna cosa
en ello que se tornase a pro comunal de la tierra, tenudo es por
derecho del dar ante buen camio por ello que vala tanto o mas,
de guisa que él finque pagado a bien vista de homes buenos. Ca
maguer los romanos, que antiguamente ganaron con su poder el
señorío del mundo, ficiesen emperador et otorgasen todo el poder
et el señorío que habien sobre las gentes para mantener et
defender derechamente el pro comunal de todos, con todo eso
non fue su entendimiento del facer señor de las cosas de cada
uno, de manera que las podiese tomar a su voluntad, sinon tan
solamente por alguna de las razones que desuso son dichas. Et
este poder ha el señor luego que es escogido de todos aquellos
que han poderío de lo escoger o de la mayor parte, seyendo
fecho rey en Alemana, en aquel lugar do se costumbraron a facer
antiguamente los que fueron escogidos para emperadores.

Qué poderío debe haber el emperador de fecho.


Poderoso debe el emperador ser de fecho, de manera que el
su poder sea tan complido et así ordenado, que pueda mas que
los otros de su señorio para apremiar et costreñir a los que lo non
quisiesen obedescer. Et para haber tal poder como este ha
menester que se enseñoree de las caballerías et que las parta, et
que las acomiende a tales cabdiellos que lo amen et que las
tengan por él et de su mano, de manera que conoscan a él por
señor, et a los otros que los cabdiellan por guiadores. Otrosi debe
seer poderosos de los castiellos, et de las fortalezas et de los
puertos del imperio, et mayormente de aquellos que están en
frontera de los bárbaros et de los otros regnos sobre que el
emperador non ha señorio, porque en su mano et en su poder
sea todavia la entrada et la salida del imperio. Otrosi debe haber
homes señalados, et sabidores, et entendudos, et leales et
verdaderos quel ayuden et le sirvan de fecho en aquellas cosas
que son menester para su conseio et para facer justicia et
derecho a la gente, ca él solo non podría veer nin librar todas las
cosas, por que ha mester por fuerza ayuda de otros en quien se
fie que cumplan en su lugar, usando del poder que del reciben en
aquellas cosas que él non podrie por si complir. Otrosi dixeron los
sabios que el mayor poderío et mas complido que el emperador
puede haber de fecho en su señorio es quando él ama a su gente
et él es amado della, et mostraron que se puede ganar et ayuntar
este amor faciendo el emperador justicia derechamente a los que
la hobieren menester, et habiendo a las vegadas merced en las
cosas que con alguna razón guisada la puede facer, et honrando
su gente de palabra et de fecho: et mostrándose por poderoso et
por amador puede cometer et facer grandes fechos et cosas
granadas a pro del imperio. Et aun dixeron que maguer el
emperador amase a su gente et ellos a él, que se podrie perder
aquel amor por tres razones; la primera cuando él fuese torticero
manifiestamente, la segunda quando despreciase et aviltase los
homes de su señorio, la tercera quando él fuese tan cruo contra
ellos, que hobiesen a haber del grant miedo ademas.

Que cosa es rey, et cómo es puesto en lugar de Dios.


Vicarios de Dios son los reyes cada uno en su regno puestos
sobre las gentes para mantenerlas en justicia et en verdad quanto
en lo temporal, bien asi como el emperador en su imperio. Et esto
se muestra complidamente en dos maneras: la primera dellas es
espiritual segunt lo mostraron los profetas et los santos, a quien
dio nuestro Señor gracia de saber las cosas ciertamente et de
facerlas entender; la otra es segunt natura, asi como mostraron
los homes sabios que fueron como conoscedores de las cosas
naturalmente: et los santos dixeron que el rey es señor puesto en
la tierra en lugar de Dios para complir la justicia et dar a cada uno
su derecho, et por ende lo llamaron corazón et alma del pueblo;
ca así como el alma yace en el corazón del home, et por ella vive
el cuerpo et se mantiene, asi en el rey yace la justicia, que es
vida et mantenimiento del pueblo de su señorio. Et bien otrosi
como el corazón es uno, et por él reciben todos los otros
miembros unidat para seer un cuerpo, bien así todos los del
regno, maguer sean muchos, porque el rey es et debe seer uno,
por eso deben otrosi todos ser unos con él para servirle et
ayudarle en las cosas que él ha de facer. Et naturalmente dixieron
los sabios que el rey es cabeza del regno; ca asi como de la
cabeza nacen los sentidos por que se mandan todos los
miembros del cuerpo, bien así por el mandamiento que nace del
rey, que es señor et cabeza de todos los del regno, se deben
mandar, et guiar et haber un acuerdo con él para obedescerle, et
amparar, et guardar, et endereszar el regno onde él es alma et
cabeza, et ellos los miembros.

Quál es el poderío del rey, et cómo debe usar del.


Sabida cosa es que todos aquellos poderes que desuso
deximos que los emperadores han et deben haber en las gentes
de su imperio, que esos mismos han los reyes en las de sus
regnos, et mayores; ca ellos non tal solamente son señores de
sus tierras mientras viven, mas aun a sus finamientos las pueden
dexar a sus herederos, porque han el señorio por heredat, lo que
non pueden facer los emperadores que lo ganan por elección, así
como desuso deximos. Et demás el rey puede dar villa o castillo
de MI regno por heredamiento a quien se quisiere, lo que non
puede facer el emperador, porque es tenudo de acrecentar su
imperio et de nunca menguarlo, como quier que los podrie bien
dar a otro por servicio quel hobiese fecho, o quel prometiese de
facer por ellos. Otrosi decimos que el rey se puede servir et
ayudar de las gentes del regno quandol fuere menester en
muchas maneras que lo non podrie facer el emperador. Ca el
emperador por ninguna cuita quel venga non puede apremiar a
los del imperio quel den mas daquello que antiguamente fue
acostumbrado de dar a los otros emperadores, si de su grado non
lo quisieren facer; mas el rey puede demandar et tomar del regno
lo que usaron los otros reyes que fueron ante que él, et aun mas
a las sazones que lo hobiese tan grant mester para pro comunal
de la tierra, que lo non pueda escusar; bien asi como los otros
homes que se acorren al tiempo de la cuita de lo que es suyo por
heredamiento. Otrosi decimos que el rey debe usar de su poderío
en aquellos tiempos et en aquella manera que desuso deximos
que lo puede et debe facer el emperador.
 
Partidas. P. II, t. I, ll 1-3, 5 y 8.

EL ABSOLUTISMO REGIO 4.7

Por esta ley se prueva como el rey don Alfonso fuede facer
leyes e las pueden facer sus herederos.
Por fazer entender a los ornes desentendudos que nos, el
sobredicho rev don Alfonso, avernos poder de facer estas leyes
también como los otros que las fezieron ante de nos, oy más
queremos lo mostrar por todas estas maneras por razón e por
fazana e por derecho. E por razón, que si los emperadores e los
reyes que los imperios e los regnos ovieron por elección pudieron
facer leys en aquello que tovieron como en comienda, quanto
más nos que avernos el regno por derecho de heredamiento. Por
fazana, ca non tan solamiente los revs de España que fueron
antiguamiente las fecieron, mas condes e jueces e adelantados,
que eran de menor guisa y fueron guardadas fasta en este
tiempo. E pues que estos las fezieron, que avien mayores sobre
sí, mucho más las podremos nos fazer, que por la merced de
Dios non avernos mayor sobre nos en el temporal. Por derecho,
ca lo podemos probar por las leyes romanas y por el derecho de
santa eglesia e por las leys despaña que fezieron los Godos, en
que dize en cada una destas que los emperadores e los reyes an
poder de fazer leyes e de anader en ellas e de minguar en ellas e
de camiar cada que mester sea. Onde por todas estas razones
avernos poder conplidamiente de facer leyes. E por ende
queremos comenzar en el nombre de Dios.
 
ALFONSO X, El Espéculo, lib. 1, tit. I, 1 XIII.

EL TRIUNFO DE LA VINCULACIÓN POLÍTICA 4.8

Onde establescemos que todos sean apercibidos de guardar,


et de cobdiciar a la vida, e la salud del Rey, e de acrescentar en
todas cosas su honra del e de su sennorío; e que ninguno no sea
osado por fecho, ni por dicho, ni por consejo de ir contra el Rey ni
contra su sennorío, ni hacer alevantamiento ni bollicio contra él, ni
contra su Reyno en su tierra ni fuera de su tierra, ni de pasarse
contra sus enemigos, ni darles armas, ni otra ayuda ninguna por
ninguna manera.
 
Fuero real, 1, 2, 1.
 
Principalmente, para que toda cibdad o reyno sea bien
ordenado requiérese principado de un príncipe sobirano e no de
muchos. Ca según la opinión verdadera de todos los filósofos e
sabios antiguos, sennaladamente Aristóteles en el tercero de las
Políticas, toda comunidad es mejor e más perfectamente regida
por un príncipe que por muchos, e dexando muchas cosas que
en esta parte se podrían dezir, traheremos algunas razones más
principales que los dichos sabios pusieron. (…)
Onde, según dizen los sabios antiguos e santos doctores,
todos los cibdadanos e súbditos deven con mucha fee e lealtad
ser subjectos e obedescer a su rey e príncipe natural, porque el
príncipe es como la cabeza en el cuerpo umano, la qual tiene dos
cosas principales sobre los otros miembros. Primeramente la
cabeça es más alta e más excellente que los otros miembros. Lo
segundo, la cabeça endereça, rige y govierna a todos los otros
miembros. Ca en la cabeça es la ymaginaria e entendimiento, por
la qual todos los miembros son enderezados en diversos
operaciones. Pues es desta guisa el rey en el pueblo, ca el rey es
la parte más alta e excellente en todo el reyno; después, por su
entendimiento e prudencia, rige e govierna e endereza a todos
los del reyno. Onde por la razón quel rey es más excellente, por
aquella mesma manera le es devido onor e reverencia, e
después, por la razón e causa quel rey, por su entendimiento e
prudencia, endereça e rige los reynos, e a los que en ellos
habitan, por aquella mesma razón, les es devida subjección,
reverencia e obediencia. (…)
En tres cosas principales consiste la obediencia e reverencia,
lealtad e fee que son devidas a todo natural rey o príncipe…
Primeramente consiste… en fazer al rey o príncipe exterior e real
reverencia, es a saber: con umilde e baxa inclinación fasta el
suelo… Lo IIº consiste esta reverencia e obediencia e subjección
socorriendo e ayudando al rey con las propias faciendas; ca los
súbditos son obligados de ayudar a su rey e príncipes con sus
faziendas propias aviendolas menester para soportar los cargos
de su real estado e para defensión de la república… Lo tercero
principal en que consiste la reverencia al rey es en esquivar e
apartar su mal e danno… más aún amando al rey con voluntad e
amor interior mostrando este interno amor por obras.
 
R. SÁNCHEZ DE ARÉVALO, Suma de la Política (1454-55).
 
Estas quatro cosas son naturales al sennorío del Rey, que non
las deve dar a ningund home, nin las partir de sí, ca pertenescen
a él por razón del sennorío natural: Justicia, Moneda, Fonsadera
e suos Yantares.
 
Fuero Viejo, 1, 1, 1.
 
Mio fijo: cosa es natural e de razón probada, segund que yo
agora te diré e te demostraré, en que los vasallos deben por
derecho servir e obedescer, guardar e honrar al su rey en mayor
grado e estado; e pues que Dios le da que sea rey e sennor
natural, que en esto se ayuntan dos sennoríos. El primero,
sennorío del regno; el segundo, sennorío de naturaleza; que es
sennorío que hereda de sangre e de hueso. Grand cosa es e
mucho de preciar cuando el sennor puede decir a sus vasallos:
yo so vuestro rey e vuestro sennor natural de padre e dagüelo e
de visagüelo, e dende arriba cuanto se más puede decir con
verdat.
 
REY DON SANCHO, Libro de los castigos (s. XIII).
 
Naturaleza, tanto quiere decir como debdo que han los homes
unos con otros por alguna razón en se amar et se querer bien. Et
el departimiento que ha entre natura et naturaleza es éste, que
natura es una virtud que face seer todas las cosas en aquel
estado que Dios las ordenó: et naturaleza es cosa que semeja a
la natura, et que ayuda a seer et a mantener todo lo que
descende della.
Diez maneras posieron los sabios antiguos de naturaleza: la
primera et la mejor es la que han los homes con su sennor
natural, porque también ellos como aquellos de cuyo línage
decenden, nascieron, et fueron raigados et son en la tierra onde
es el sennor: la segunda es la que viene por razón de vasallage;
la tercera, por crianza; la quarta, por caballería: la quinta, por
casamiento; la sexta, por heredamiento; la setena, por sacarlo de
cativo o por librarlo de muerte o de deshonra; la ochava, por
aferramiento de que no rescibe precio el que lo aforra; la novena,
por tornarlo cristiano; la decena, por moranza de diez annos que
faga en la tierra maguer sea natural della.
 
Partidas, 4, 24, 1; 4, 24, 2.

LA SUBSTITUCIÓN FIDEICOMISSARIA 4.9

De la substitución que es llamada en latin fideicomissaria.


Fideicomissaria substitutio en latin tanto quiere decir en
romance como establescimiento de heredero, que es puesto en
fe de alguno que la herencia que dexa en su mano que la dé a
otro, así como si dixiese el facedor del testamento: establesco por
mió heredero a fulan, et ruegol, o quiero o mandol que esta mi
herencia quel yo dexo, que la tenga tanto tiempo, et después que
la dé et la entregue a fulan. Et tal establescimiento como este
puede facer todo home a cada uno del pueblo, solo que nol sea
defendido por alguno ley deste nuestro libro; pero decimos que
este que es rogado et establescido en esta manera, que debe
entregar et dar la herencia al otro, asi como el testador mandó,
sacada ende la quarta parte de toda la herencia que puede tener
para si, et esta quarta parte es llamada en latin trebellianica. Et si
este que asi fuese establecido por heredero non quisiere rescebir
la heredat o después que la hobiere rescebida non la quisiere
entregar al otro, puedel apremiar el judgador del logar que lo
faga.
 
Partidas. P. VI, t., 5, 1. 14.

EL RÉGIMEN VINCULAR 4.10

Vínculos y mayorazgos llamamos a aquellos bienes unidos, y


tan estrechamente ligados entre sí, que jamás puedan separarse,
ni entrar en otra familia por qualquier título que sea, o poseerse
por otra persona que la llamada entre los de la cognación o
afecto, por aquel dueño que de ellos en este modo dispuso. De
esta definición ya se conoce que lo mismo es hacer vínculo y
mayorazgo, que extraer los bienes a él sujetos del comercio de
los hombres, pues que ya tales bienes solo deben servir a una de
las innumerables familias que hay en el mundo; y aún no a toda
una familia, sino a sola una persona de esta familia. (…)
Hay entre fideicomisos y mayorazgos, aunque en algo se
asemejen, mucha diferencia, como notó entre otros Parladorio.
En los fideicomisos la consistencia de los bienes en una sola
familia no era perpetua, por más que el testador mirase a su
perpetua conservación; todo esa perpetuidad se terminaba en el
quarto grado o quarta generación, quedando los bienes libres en
las generaciones siguientes, como luego diremos. No sucedía en
estos fideicomisos una sola persona; tan lejos de esto se difería
la sucesión a todos los que se encontraban en un mismo grado,
desconocida la indivisibilidad de bienes, orden de primogenitura,
preferencia de sexo, edad y otras varias qualidades que hoy
atendemos en la sucesión de nuestros mayorazgos. Aun cuando
la sucesión por especial voluntad del testador debiera deferirse a
una sola persona y único sucesor, podían extraerse de los bienes
fideicomisarios dotes y donaciones nupciales para casar hijos e
hijas en sumo bien de la población, y aumento de la República,
como en otra parte con más difusión diremos.
Sólo, pues, los romanos dieron con sus fideicomisos la
primera idea de los mayorazgos; pero ésta se adelantó mucho en
la edad posterior, singularmente con el entable, que sobre las
ruinas del romano Imperio se hizo en los feudos. Es, pues,
necesario que entre el histórico compendio que vamos haciendo
de los mayorazgos, mezclemos también en compendio la historia
de los feudos.
 
J. F. DE CASTRO: Discursos críticos sobre las leyes y sus
intérpretes (1765) III, 1, 11-12.
EL SISTEMA FISCAL DE LA IGLESIA 4.11

Tu fraternidad nos hizo saber que ciertos laicos intentan privar


a tus iglesias y clérigos de los diezmos mediante sucios manejos.
Algunos afirman que hay que entregar el diezmo de lo que queda
después de separar para la simiente y demás gastos de las
labores agrícolas. Otros, toman la décima parte de los frutos que
reciben de los colonos y la entregan a otras iglesias, o a otros
clérigos, o a los pobres, o la dedican a otros usos, según les
parece. Hay quien no se avergüenza de privar a ciertos clérigos
de sus diezmos, porque desprecian su depravado
comportamiento. Verdad es que si los que tal hacen guardasen a
Dios, de quien proceden todos los bienes, el debido respeto, no
osarían atentar contra el derecho eclesiástico, ni sustraer los
diezmos, que son los tributos para las almas de los necesitados.
Puesto que Dios, del cual es la tierra y su plenitud, el orbe
terrestre y todo lo que hay en él, no luí de ser de menor condición
que el señor temporal, a quien necesaria e íntegramente se le
paga lo acordado por las tierras dadas a cultivar a otros, sin
descontar nada para gastos o simiente. Por lo tanto es
deleznable que se atrevan, presentada la ocasión o urdiendo
cualquier fraude, a disminuir los diezmos que Dios ordenó le
fuesen entregados como reconocimiento de su dominio universal,
afirmando que suyos son los diezmos y primicias. Puesto que lo
debido a Dios es la entrega de los diezmos, éstos han de darse a
los clérigos, a los cuales se los concedió Dios para su culto. Si
después de advertidos, los laicos no quisieren cumplirlo, se les
obligará con las penas eclesiásticas. Y lo mismo que el colono ha
de entregar la décima parte de todos los frutos que le pertenecen
por cultivar la tierra, así también, el señor está obligado a
entregar sin mengua la décima de la parte que recibe por ser el
dueño de la tierra. Ni pueden, a no ser aquellos a quienes
pertenece por derecho divino, quedarse con los diezmos,
amparándose en la maldad de los clérigos, puesto que a nadie le
es lícito conceder a otro las cosas ajenas sin el consentimiento
del Señor. Porque no queremos consentir que, con cualquier
excusa, se disminuyan los derechos de las iglesias y de los
clérigos, ordenamos que obliguéis a todos los que, por razón de
las personas o de los precios, están obligados a pagar los
diezmos a las iglesias y clérigos de tu diócesis, a entregarlos
íntegramente y sin excusa.
 
CONCILIO DE ROMA (1210), apud Corpus Iuris Canonici.

Que cosa es diezmo et quántas maneras son dél.


Diezmo es la decena parte de todos los bienes que los homes
ganan derechamiente: et esta manda santa eglesia que sea dada
a Dios porque él nos da todos los bienes con que vevimos en
este mundo. Et deste diezmo son dos maneras: la una es aquella
que llaman en latin predial, que es de los frutos que cogen de las
tierras et de los árboles; et la otra es llamada persona], et es
aquella que dan los homes por razón de sus personas, cada uno
segund aquello que gana por su servicio o por su mester.

De qué cosas deben dar diezmos los homes por razón de sus
personas.
Dezmar deben aun los homes por razón de sus personas de
otras cosas sin las que dice en la ley ante desta. Et porque son
de muchas maneras mostró santa eglesia a cada uno de qué
cosas debe dar diezmo, et estableció que los reyes diesen
diezmo de lo que ganasen en las guerras que ficiesen
derechamente, asi como contra los enemigos de la fe: eso
mesmo deben facer los ricos homes et los caballeros, et todos los
otros cristianos: et aun tovo por bien que los ricos homes diesen
diezmo demás desto de las rentas que tienen de los reyes por
tierra, et los caballeros de las soldadas que les dan sus señores.
Otrosi mandó que los mercaderes lo diesen de lo que ganasen en
sus mercadurías, et los menestrales de sus menesteres: et aun
los cazadores, de qual natura quier que sean, también de lo que
cazasen en las tierras como en las aguas: et aun los maestros de
qual scicncia quier que sean que mostraren en sus escuelas,
quier sean clérigos o legos; en quiso que diesen diezmo también
de lo que recibiesen por salario, como de lo que les dan los
escolares porque los muestran. Et otrosi mandó que los
judgadores lo den de aquello que les dan por sus soldadas,
también los que judgan en la corte del rey como los otros que
judgan en las cibdades et en las villas: et aun los merinos et
todos los otros que han poder de facer justicia por obra que lo
den de sus soldadas: et los voceros de aquello que ganan por
razonar los pleitos: et los escribanos de lo que ganan por escrebir
los libros: et todos los otros homes de cual natura quier que sean
de las soldadas que les dan sus señores por los servicios que les
facen. Et non tan solamente tovo por bien santa eglesia que
diesen los cristianos diezmo de todas las cosas sobredichas mas
aun de los días en que viven: et por eso ayunan la quaresma que
es la decena parte del año.

Por quántas razones non deben los homes por cobdicia sacar
la simiente ante que den el diezmo.
Escatiman algunos homes muy sin razón cuidando que deben
sacar la simiente ante que den el diezmo, et dicen asi: que esto
pueden facer porque aquella simiente fue ya otra vez dezmada,
et los que se mueven por cobdicia a facer esto, muestra el
derecho de santa eglesia cómo non catan bien lo que es guisado.
Ca nuestro señor Dios que dio la primera simiente de grado gela
dio et sin embargo ninguno non queriendo que gela tornasen: et
por esta razón los que la agora siembran non deben facer fuerza
en ella nin la deben sacar: et aun hi ha otra razón por que la non
deben sacar, ca la simiente pues que es sembrada muere, et por
ende non es en poder de aquel que la sembró, mas en poder de
Dios que la face nascer et crecer, et la aduce a fruto. Otra razón
hi ha aun porque no la deben sacar; ca nuestro señor Dios non
debe ser de peor condición que los homes en sus heredades, ca
si alguno da a otro a labrar su heredat por cierta contia o por
cierta cosa quel dé por ende, non debe el que la labrare sacar las
despensas, nin la simiente, ni otra cosa ninguna ante que el
señor tome aquello que ha de haber: pues si esto pueden los
homes facer en sus heredades, mucho mas lo deben guardar a
Dios que es señor de toda la tierra et de todas las otras cosas
que son en ella.
 
Partidas. P. I, t. XX, 11. 1.3 y 14.

LA TEOCRACIA PONTIFICIA 4.12

Lo sabe Aquel que nada ignora: nadie crea que pretendemos


perturbar o disminuir el poder del preclaro rey franco, pues
tampoco él quiere, ni puede obstaculizar nuestra propia
jurisdicción. Pero el Señor dice en el Evangelio: Si pecare tu
hermano, ve y repréndele a solas. Si te escucha, habrás ganado
a tu hermano. Si no te escucha, toma contigo a uno o dos, para
que por la palabra de dos o tres testigos sea fallado todo negocio.
Si lo desoyere, comunícalo a la Iglesia; y si a la Iglesia desoye
sea para ti como gentil o publicano (Mat. 18). El rey inglés se
halla suficientemente preparado para demostrar que el rey de los
francos pecó y que habiéndole reprendido, según la ley
evangélica, al no conseguir nada, lo puso en conocimiento de la
Iglesia. Nos que, por disposición divina, hemos sido puestos al
frente de la Iglesia universal, ¿podremos olvidar el precepto
divino, no actuando según su disposición, a no ser que el rey,
bien ante nuestra presencia o la de nuestro legado, testimonie lo
contrario? No pretendemos, a no ser por un privilegio especial del
derecho común o porque se realice alguna cosa contraria a la
costumbre, juzgar sobre el feudo, pues tal juicio le pertenece a él.
Pero, como con cualquier otro hombre, podemos y debemos
juzgar su pecado, lo que, sin duda alguna, nos pertenece. La
dignidad real no debe considerar injurioso el acatar este juicio
apostólico. El ínclito emperador Valentiniano encargó a los
sufragáneos de la iglesia milanesa que procurasen colocar en la
sede pontificia a una persona tal, a la cual, nosotros que regimos
el Imperio, sinceramente sometemos nuestras cabezas y que,
cuando como hombres pequemos, necesariamente aceptemos
sus consejos como las medicinas un enfermo. Tampoco
rechacemos por humilde, lo que estableció el emperador
Teodosio y que Carlos, de cuya estirpe sabemos que desciende
el mismo rey, renovó: cualquiera que tuviere un pleito, si el
demandante o el reo, bien al iniciarse el pleito, o en el transcurso
del tiempo, o cuando se tramita, e incluso cuando ya se ha
comenzado a dictar sentencia, elige el juicio del prelado de la
sacrosanta sede, sin vacilación alguna, incluso oponiéndose
alguna de las partes, se trasladará ante el juicio de los obispos
con la demanda de los litigantes. Nadie, que piense normalmente,
desconoce que no nos apoyamos en institución humana, sino
divina, ya que nuestra potestad no deriva de los hombres, sino de
Dios, y que corresponde a nuestro cargo corregir a todo cristiano
que mortalmente pecare y, si desprecia la corrección, contenerle
mediante las penas eclesiásticas. Pero tal vez se diga que con
los reyes se ha de proceder de modo distinto que con los demás.
Sin embargo en la ley divina está escrito: Igualmente juzgarás al
poderoso y al humilde, no existiendo en ti acepción de personas.
Aunque en cualquier criminal pecado podemos proceder de forma
tal que conduzcamos al pecador del vicio a la virtud, del error a la
verdad, especialmente debemos hacerlo cuando se atente contra
la paz, que es el vínculo de la caridad. Finalmente, puesto que
entre los reyes se han concluido tratados de paz, firmados con el
juramento expreso de ambos, los cuales, sin embargo, no se
observaron durante el tiempo convenido, ¿acaso no podremos
conseguir, en virtud de la religión del juramento, el cual no hay
duda que pertenece al juicio de la Iglesia, que se reformen los
violados tratados de paz? Para no fomentar tanta discordia con
disimulos, ordenamos a nuestro legado que no deje de actuar
conforme a nuestras instrucciones, a no ser que el propio rey
establezca con el otro una paz sólida, o al menos acepte que el
abad y el arzobispo de Bourges sepan claramente si la causa que
el rey inglés propone contra él en presencia de la Iglesia es justa,
o si es legítima la defensa que nos ha dado a conocer mediante
sus cartas.
 
Bula Novit Ille (1200)

LA BULA «VENERABILEM» (1209) 4.13

Algunos príncipes han utilizado sobre todo esta objeción,


diciendo que el legado de la sede apostólica actuó como un
elector o procurador. Como elector, habría metido su hoz en la
mies ajena y entrometiéndose en la elección habría derogado la
autoridad de los príncipes. Como procurador, parece que
procedió falsamente al estar ausente una de las partes al no
haber sido citada y por lo tanto no debió ser juzgada como
rebelde.
Reconocemos como es nuestro deber a aquellos príncipes el
derecho y la potestad de elegir al rey y promoverlo después a
emperador, puesto que les pertenece por derecho y por la antigua
costumbre, y sobre todo, porque tal derecho y potestad les vino a
ellos de la sede apostólica, la cual traspasó de los griegos a los
germanos en la persona del magnífico Carlos. Pero los príncipes
deben reconocer, y, ciertamente lo hacen, como ellos lo hicieron
en nuestra presencia, que el derecho y la autoridad de examinar
a la persona elegida rey y que ha de ser promovida al Imperio
nos pertenece, puesto que nos le ungimos, consagramos y
coronamos. Pues, regular y generalmente se ha observado que el
examen de la persona pertenecía a aquel que debe imponer las
manos. ¿Pues acaso, si los príncipes, no sólo en discordia, sino
en concordia, eligen como rey a cualquier sacrílego o
excomulgado, tirano, necio o hereje, debemos nos ungir,
consagrar y coronar a tal persona? En absoluto.
Así pues, respondiendo a las objeciones de los príncipes,
afirmamos que nuestro legado aprobando al rey y reprobando al
duque, ni actuó como elector puesto que no hizo que fuese
elegido alguien, ni eligió; ni de procurador, pues ni condujo, en
cuanto al acto de los electores, a confirmar o anular la elección
de uno u otro. Ejerció el oficio de denunciante porque consideró
indigna a la persona del duque e idónea a la del rey para obtener
el Imperio, no tanto por los esfuerzos de los electores como por
los méritos de los elegidos, aunque muchos de aquellos que
obtienen el poder, por derecho y costumbre de elegir al rey y
promoverlo a emperador dan su asentimiento al mismo rey, y
porque los partidarios del duque se atrevieron a elegirle estando
otros ausentes y despreciándolos, queda claro que ellos
procedieron falsamente, cuando a la elección se opuso más el
desprecio de uno que los obstáculos de muchos. Así pues, nos,
exigiéndolo la justicia, consideramos y nombramos al rey y no al
duque. Puesto que en la elección se dividen los votos de los
príncipes, podemos favorecer al otro después de la amonestación
y la prevención de las partes, mayormente cuando nos piden la
unción, consagración y coronación; así brilla a la vez el derecho y
el ejemplo.
¿Acaso, si advertidos y amonestados los príncipes no
pudiesen o no quisiesen ponerse de acuerdo, la sede apostólica
carecerá de abogado y defensor y la culpa de aquellos redundará
en pena para ella? Así pues, conozcan los príncipes que
habiendo sido elegidos en discordia Lotario y Conrado, el romano
pontífice coronó a Lotario, quien coronado obtuvo el Imperio y
que finalmente el mismo Conrado volvió a su gracia. Exhortamos
a aquellos que se aparten del duque, justamente reprobado por
nos, y que no resistan ponerse al lado del rey (…). Pues, los
impedimentos del duque son notorios, a saber: la excomunión
pública, el perjurio manifiesto y persecución divulgada de sus
progenitores y de él mismo contra la sede apostólica y otras
iglesias. Además, fue anudado por nuestro predecesor con el
vínculo de la excomunión, lo cual reconoció cuando por su
embajador pidió el favor de la absolución por lo cual fue elegido
estando excomulgado. Así mismo, también y contra su juramento
se atrevió a usurpar el reino por el vicio de la ambición y sin
buscar el consejo de la sede apostólica, cuando debía haber
consultado antes a la Iglesia romana acerca de aquel juramento.
No tiene ningún valor para su total excusa, decir que aquel
juramento fue ilícito, pues nos debía haber preguntado, antes que
ir contra él por temeridad propia. (…) Pues nadie con mente sana
ignora que nos pertenece juzgar si tal juramento es lícito o ilícito y
por lo tanto si se ha de observar o no. Además, si dicho duque
obtuviere el poder, la libertad de los príncipes perecería con la
elección. (…)
Pues si lo mismo que antes su hermano había sucedido a su
padre, ahora el duque sucediese a su hermano, parecería que el
Imperio se debía a la sucesión y no a la elección: esto redundaría
en perjuicio de los príncipes, viéndose que sólo los de la familia
del duque ostentaban el Imperio. Así pues, exhortando a tu
nobleza, mandamos por los escritos apostólicos que totalmente te
apartes de dicho" duque, sin que sea obstáculo el juramento que
por razón del reino le hiciste, puesto que tal juramento no se debe
observar en cuanto que fue reprobado para obtener el Imperio.
 
BULA Venerabilem (1209), apud Decret. Gregor. lib. 1 tit. VI.

TEORÍA DE LA LUNA Y EL SOL 4.14

Del mismo modo que Dios, creador del universo, colocó en el


firmamento dos grandes astros, el mayor para iluminar el día y el
más pequeño la noche, así también, en el espacio universal,
llamado Iglesia con celeste nombre, estableció dos potestades
supremas, la autoridad de los pontífices y la potestad real, para
que estén al frente de las almas la mayor, y de los cuerpos la
menor, comparados respectivamente al día y la noche. Por lo
tanto, lo mismo que la luna, porque recibe la luz del sol, es
inferior a él no sólo en cuanto a la cantidad, sino en calidad, así
como en volumen y en efectos, igualmente el resplandor de la
potestad real dimana de la autoridad pontificia, y cuanto más se
aproxima a su presencia menor es su luz y brilla con tanta mayor
nitidez cuando más lejana está. Italia que, por divina disposición,
consiguió el principado sobre las restantes provincias, mereció
ser la sede de la potestad y del principado. Por eso, aunque
debamos extender nuestra solicitud a todas las provincias, sin
embargo, conviene que de modo especial cuidemos
paternalmente de Italia, pues en ella se asienta el fundamento de
la religión cristiana y por el primado de la Sede Apostólica ostenta
el principado del sacerdocio y del reino. Tal misión la
realizaremos con mayor brillo, si con nuestro esfuerzo
procuramos que los hijos no se conviertan en esclavos y los
pequeños no sean oprimidos por los poderosos. Para que
observando equidad en el gobierno, los unos sirvan de manera
que no sean maltratados por los otros. Y no menosprecien el
estar sometidos, ni los otros intenten ponerse a la cabeza.
Deseando cobijaros, como a hijos predilectos, en los brazos de la
protección apostólica, determinamos firmemente, para gloria del
divino nombre y para honra de la sede apostólica, apoyaros, en la
medida que sea posible, con nuestro patrocinio, contra la
opresión y la molesta injuria, para que con la ayuda de la
protección apostólica podáis perseverar en una situación
conveniente e, iniciada, la concordia continúe incrementándose
siempre entre vosotros. Esperamos y tenemos como cierto, que a
nosotros y a la Iglesia Romana prestaréis siempre el homenaje
grato de la devoción y de la fe. Para que vosotros, recibiendo
nuestro proteccional patrocinio y, nosotros, vuestro homenaje de
consagración, obtengamos una grata utilidad. Por lo que
advertimos a todos vosotros y exhortamos en el Señor,
ordenándolo mediante apostólica carta, pues que obtuvisteis
nuestra firme y segura lealtad y que, como es propio de la
ponderación apostólica, intentaremos hacer por vosotros más de
lo que prometemos, así también vosotros os esforcéis en hacer
siempre aquellas cosas que más convengan al honor y provecho
de la Iglesia Romana para así corresponder dignamente a su
favorable protección.
 
EPÍSTOLA Sicut Universitatis conditor (1198), apud S.
BALUZIUS: Epistolarum Inocentii III, I, 235.

BULA «UNAM SANCTAM» (1302) 4.15

Por apremio de la fe, estamos obligados a creer y mantener


que hay una sola y Santa Iglesia Católica y la misma Apostólica,
y nosotros firmemente la creemos y simplemente la confesamos,
y fuera de ella no hay salvación ni perdón de los pecados, como
quiera que el Esposo clama en los cantares: Una sola es mi
paloma, una sola es mi perfecta. Única es ella de su madre, la
preferida de la que la dio a luz [Cant. 6, 8]. Ella representa un
solo cuerpo místico, cuya cabeza es Cristo, y la cabeza de Cristo,
Dios. En ella hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo [Ef.
4, 5]. Una sola, en efecto, fue el arca de Noé en tiempo del
diluvio, la cual prefiguraba a la única Iglesia, y, con el techo en
pendiente de un codo de altura, llevaba un solo rector y
gobernador, Noé, y fuera de ella leemos haber sido borrado
cuanto existía sobre la tierra. Mas a la Iglesia la veneramos
también como única, pues dice el Señor en el Profeta: Arranca de
la espada, oh Dios, a mi alma y del poder de los canes a mi única
[Ps. 21, 21]. Oró, en efecto, juntamente por su alma, es decir, por
sí mismo, que es la cabeza, y por su cuerpo, y a este cuerpo
llamó su única Iglesia, por razón de la unidad del esposo, la fe,
los sacramentos y la caridad de la Iglesia. Esta es aquella túnica
del Señor, inconsútil [Jn. 19, 23] que no fue rasgada, sino que se
echó a suertes. La Iglesia, pues, que es una y única, tiene un solo
cuerpo, una sola cabeza, no dos, como un monstruo, es decir,
Cristo y el vicario de Cristo, Pedro y su sucesor, puesto que dice
el Señor al mismo Pedro: Apacienta mis ovejas [Jn. 21, 17]. Mis
ovejas, dijo, y de modo general, no éstas o aquéllas en particular;
por lo que se entiende que se las encomendó todas. Si, pues, los
griegos u otros dicen no haber sido encomendados a Pedro y a
sus sucesores, menester es que confiesen no ser de las ovejas
de Cristo, puesto que dice el Señor en Juan que hay un solo
rebaño y un solo pastor [Jn. 10, 16].
Por las palabras del Evangelio somos instruidos de que, en
ésta y en su potestad, hay dos espadas: la espiritual y la
temporal… Una y otra espada, pues, están en la potestad de la
Iglesia, la espiritual y la material. Mas ésta ha de esgrimirse en
favor de la Iglesia; aquélla, por la Iglesia misma. Una por mano
del sacerdote, otra por mano del rey y de los soldados, si bien a
indicación y consentimiento del sacerdote. Pero es menester que
la espada esté bajo la espada y que la autoridad temporal se
someta a la espiritual… Que la potestad espiritual aventaje en
dignidad y nobleza a cualquier potestad terrena, hemos de
confesarlo con tanta más claridad, cuanto aventaja lo espiritual a
lo temporal… Porque, según atestigua la Verdad, la potestad
espiritual tiene que instituir a la temporal, y juzgarla si no fuere
buena… Luego si la potestad terrena se desvía, será juzgada por
la potestad espiritual; si se desvía la espiritual menor, por su
superior; mas si la suprema, por Dios solo, no por el hombre,
podrá ser juzgada. Pues atestigua el Apóstol: El hombre espiritual
lo juzga todo, pero él por nadie es juzgado [1 Cor. 2, 15]. Ahora
bien, esta potestad, aunque se ha dado a un hombre y se ejerce
por un hombre, no es humana sino antes bien divina, por boca
divina dada a Pedro, y a él y a sus sucesores confirmada en
Aquel mismo a quien confesó, y por ello fue piedra, cuando dijo el
Señor al mismo Pedro: Cuanto ligares, etc. [Mt. 16, 19].
Quienquiera, pues, resista a este poder así ordenado por Dios, a
la ordenación de Dios resiste [Rom. 13, 2] a no ser que, como
Maniqueo, imagine que hay dos principios, cosa que juzgamos
falsa y herética, pues atestigua Moisés no que “en los principios”,
sino que en el principio creó Dios el Cielo y la Tierra [Gén. 1, 1].
Ahora bien, someterse al Romano Pontífice, lo declaramos, lo
decimos, definimos y pronunciamos como de toda necesidad de
salvación para toda humana criatura.
 
BONIFACIO VIII: BULA Unam Sanctam (1302).
LA SOBERANÍA PONTIFICIA SOBRE LAS ISLAS 4.16

Como príncipe católico, tu magnificencia, laudable y


fructuosamente piensa y pretende recabar el consejo y el apoyo
de la Sede Apostólica para conseguir más provechosamente
propagar el glorioso nombre y para acumular en el cielo un
premio de felicidad y para extender los límites de la Iglesia,
predicar la verdad de la fe cristiana a los pueblos incultos y rudos
y para extirpar las plantas de los vicios del campo del Señor.
Confiamos que, con la ayuda del Señor, en dicha tarea
alcanzaréis tanto más éxito cuanto más procedente sea el
consejo y actúes con la mayor discreción, puesto que siempre
suelen conseguir el auténtico triunfo y fin los que recibieron con
amor el principio de la fe y de la religión. En efecto, no hay duda
de que Irlanda y todas las demás islas, iluminadas por Cristo, sol
de justicia, y que recibieron las doctrinas de la fe cristiana,
pertenecen a la jurisdicción del bienaventurado Pedro y de la
sacrosanta Iglesia Romana. Por ello, de tanto mejor grado
plantamos allí el semillero fiel y el germen grato a Dios, cuanto
más atentamente lo consideramos mediante un interior examen.
Diste a entender, carísimo hijo en Cristo, que tú deseabas llegar a
la isla de Irlanda para someter a aquel pueblo a las leyes y
arrancar de allí las plantas de los vicios y que te comprometías a
pagar como tributo al bienaventurado Pedro un denario anual por
cada casa y que conservarías íntegros e intactos los derechos de
las iglesias de aquel territorio. Nos, adhiriéndonos favorablemente
a tu laudable y piadoso deseo y accediendo benignamente a tu
petición, consideramos grato y aceptable que penetres en dicha
isla para extender los límites de la Iglesia, para frenar la carrera
de los vicios y sembrar las virtudes, y para incremento de la
religión cristiana. Actúa para el honor de Dios y para la salud de
aquella tierra. Que el pueblo del mencionado país te reciba
honrosamente y te venere como señor, permaneciendo íntegra e
intacta la jurisdicción eclesiástica, así como el tributo de un
denario anual por cada casa para el bienaventurado Pedro y la
sacrosanta Iglesia Romana.
 
Bula Laudabiliter (1155). Bullarum diplomatum et privilegiorum
sanctorum romanorum pontificum, II, 627-8,

EL VASALLAJE A SAN PEDRO 4.17

Vasallaje a San Pedro de Pedro II de Aragón (1204).


En el año séptimo del pontificado del papa nuestro señor
Inocencio III, en el mes de noviembre, Pedro, rey de Aragón, se
dirigió a la sede apostólica para recibir de dicho papa el cíngulo
militar y la diadema. Vino por mar con cinco galeras y acostó en
la isla que está entre Ostia y el Puerto, llevando consigo al
arzobispo de Arles, al preboste de Maguelona, con los que se
halló presente el electo de Montemayor y algunos otros clérigos
nobles y prudentes. También llevó consigo a su tío Sancho y a
Hugo de Bancis, a Roselino de Marsella, a Arnaldo de Forea y a
otros muchos nobles y poderosos. Habiendo enviado a él casi
doscientas caballerías y bestias de carga, el papa le hizo venir a
presencia suya en San Pedro, enviando a su encuentro a algunos
cardenales, al senador de la ciudad y a otros muchos nobles y
magnates, dándole honrosamente hospedaje en la casa de los
canónigos.
Al tercer día, fiesta de San Martín, el supradicho papa, con los
cardenales obispos, presbíteros y diáconos, con el primicero y los
cantores, con el senador y hombres de justicia, jueces, abogados
y secretarios y con otros muchos nobles y popular concurso, vino
al monasterio de San Pancracio mártir, en el Transtíber, e hizo
conducir allí al mencionado rey, de mano de Pedro, obispo
portuense. Al cual seguidamente y por su propia mano coronó,
dándole todas las insignias reales: el manto y la dalmática, el
cetro y el globo, la corona y la mitra, y recibiendo su juramento
corporal, cuyo es el tenor siguiente.
Yo, Pedro, rey de Aragón, prometo y confieso que siempre
seré fiel y obediente a mi señor papa Inocencio, a sus católicos
sucesores y a la Iglesia romana conservaré fielmente mi reino en
su obediencia, defendiendo la fe católica y persiguiendo la
maldad herética; custodiaré la libertad e inmunidad de las iglesias
y defenderé sus derechos; me esforzaré por conservar la paz y la
justicia en toda la tierra sumisa bajo mi potestad, así Dios me
ayude y estos Santos Evangelios. Así instituido rey, con gran
pregón de alabanza y favorable aplauso, volvió coronado junto al
papa a la basílica de San Pedro, sobre cuyo altar depositó el
cetro y la diadema, y de mano de nuestro señor el papa recibió la
espada militar, y ofreció su reino a Pedro, príncipe de los
apóstoles, y allí mismo instituyó un censo con documento que
entregó allí mismo al papa, sobre el altar y cuyo es el tenor
siguiente:
Con mi corazón creeré y con mi boca confesaré que el
romano pontífice, sucesor del bienaventurado Pedro, es vicario
de Aquel por quien los reyes reinan y los príncipes gobiernan, el
que manda en el género humano, que da a cada uno lo que El
quiere. Yo, Pedro, por la gracia de Dios rey de Aragón, conde de
Barcelona y Señor de Montpellier, deseando estar fortificado,
después de la de Dios, con la protección del bienaventurado
Pedro y de la apostólica sede, a ti reverendísimo padre y sumo
señor nuestro pontífice, Inocencio, y por ti, a la sacrosanta sede
apostólica romana, ofrezco mi reino; y ello a ti y a tus sucesores a
perpetuidad bajo la mirada del divino amor y para remedio de mi
alma y la de mis progenitores, instituyo un censo anual, para que
por la cámara regia doscientos cincuenta masemutimos sean
entregados a la sede apostólica, y yo y mis sucesores
especialmente nos mantengamos fieles a él y respetemos el
pacto. Decreto que esto sea conservado como ley perpetua, pues
firmemente espero y confío, que tú y tus sucesores, a mí y mis
sucesores y a dicho reino, defenderéis con la autoridad
apostólica, principalmente ahora, en que habiendo llegado a la
sede apostólica movido por gran afecto de devoción, tus propias
manos, casi cual las del bienaventurado Pedro, al rey aplicasteis
solemnísimamente para coronarlo. Y a fin de que esta concesión
real tenga una inviolable firmeza, con el consejo de los próceres
de mi curia, presente mi venerable padre el arzobispo arlesiano, y
mi tío Sancho, y Hugo de Bancis y Arnaldo Forense, con mis
barones, lo hice corroborar con mi sello.
Hecho en Roma, en San Pedro, en el año de la Encarnación
del Señor 1204, el día 10 de noviembre, en el año octavo de mi
reinado. Habiendo sido observadas todas las cosas ritualmente,
hizo nuestro señor el papa que el rey fuera conducido por la
Ciudad a la iglesia de San Pablo, donde hallando preparadas las
galeras penetró en ellas, fortificado con la bendición apostólica, y
le deseó un feliz regreso a su casa.
 
apud D. MANSILLA: La documentación pontificia hasta
Inocencio III (965-1216) p. 340.

LA EXCOMUNIÓN DE PEDRO III. (1283) 4.18

16. Para evitar pues que conminaciones tan justas se vuelvan


injustas con irrisión, si a la justicia le llega a faltar la ejecución que
le corresponde, y a fin también de que la demencia no
acompañada de grave castigo llegue a crecer hasta ese punto,
hemos estimado oportuno que una sentencia vengadora alcance
al mencionado Pedro, descendiente de los reyes de Aragón, y a
su desmedida osadía. Por ello, al tiempo que declaramos libre el
reino de Aragón y demás tierras de este rey conforme al consejo
de sus hermanos, según se indica a continuación, privamos por
sentencia a dicho Pedro, rey de Aragón, por exigirlo así la justicia,
de su reino, tierras y honor real y, despojándole de ellos, los
ofrecemos a la ocupación de católicos —la Sede apostólica
dispondrá en cuanto a las personas y a la manera en los
antedichos reino y tierras—, quedando a salvo, como queda
sentado, el derecho de la Iglesia romana. A sus vasallos, a
quienes hemos absuelto ya del juramento de fidelidad por el que
pudieran estarle sujetos, los declaramos totalmente libres y los
eximimos una vez más expresamente de él y de cualquier vínculo
de fidelidad y homenaje. Anunciamos que quedan sujetos a
excomunión Pedro, rey en otro tiempo, los cómplices y
favorecedores sicilianos de tales hechos y cualesquiera otros
particulares que han despreciado vergonzosamente las citadas
advertencias, prohibiciones y conminaciones; y quedan bajo
sentencia de entredicho los concejos, ciudades, castros y demás
lugares, imponiéndoles penas semejantes por las mismas causas
y por su continuada y creciente contumacia.
17. Prohibimos además de la manera más severa a todos los
fieles cristianos de cualquier condición, preeminencia y estado,
aun cuando estuvieran revestidos de dignidad pontifical o real, y
de modo muy especial a arzobispos, obispos, prelados de inferior
condición, a eclesiásticos, religiosos de cualquier religión u orden,
a seglares y al mismo Pedro, rey que fue de Aragón, a condes,
vizcondes, barones, a los concejos de ciudades, castros y demás
lugares, y a todos los vecinos y moradores de aquel reino y
tierras de que hemos despojado al citado Pedro, rey entonces de
Aragón, que este Pedro pueda interferir de manera alguna en los
asuntos de tales reino y tierras. (…)
18. Nos, pues, damos por nulos con pleno poder las uniones,
pactos, alianzas, acuerdos y cuanto de tal haya podido existir;
dispensamos por entero de los juramentos prestados con tal
motivo y de las penas señaladas a todos y cada uno de cuantos
se obligaron solemnemente a observarlos. Y de muy especial
manera a los arzobispos, obispos y demás eclesiásticos, a los
condes, vizcondes, barones, vecinos y moradores sobredichos
del reino y tierras de Aragón prohibimos expresamente que
reciban o tengan por rey al citado Pedro, rey que fue de Aragón,
prohibimos que le obedezcan y atiendan, en su persona o en la
de quien le represente, en materia de tributos, ayudas, deudas
por derecho real o de señorío, o traten de darle satisfacción bajo
el pretexto que sea. Establecemos, por otra parte, que el
mencionado Pedro, antes rey, y cualquier individuo, cualquiera
que sea su preeminencia, condición o estado eclesiástico o civil,
aunque ostenten el brillo de la dignidad real, queden sometidos a
sentencia de excomunión; y a la de interdicto, que también
fulminamos desde este momento, las ciudades, castros, villas y
demás lugares, así como también sus concejos, que se atrevan
temerariamente a pasar por alto las citadas prohibiciones o una
cualquiera de ellas.
19. Ningún privilegio o indulgencia concedidos por esta Sede,
sea cual Fuere su forma o expresión, a cualesquiera
emperadores, reyes, príncipes, arzobispos u otros prelados,
cistercienses, predicadores, menores, hospitalarios, templarios o
a otras personas eclesiásticas o seglares, por más que estén
constituidas en dignidad, a ciudades, castros, lugares,
comunidades, asociaciones o concejos cualesquiera, pueda
impedir o dilatar el efecto del presente proceso, puesto que
dejamos enteramente sin vigor todos estos privilegios e
indulgencias en lo que a esto atañe. Y, sin embargo de esto,
pasaremos, mediante la divina gracia, a privar a los usurpadores
de este jaez, y especialmente a los mencionados prelados,
eclesiásticos, condes, vizcondes, barones, vecinos, moradores,
ciudades, castros, villas y demás lugares y a sus concejos de
cualquier privilegio, indulgencia, inmunidad, aun cuando tales
gracias hayan sido concedidas por esta Sede, así como también
de las tierras, feudos y derechos que hayan recibido de la
antedicha Iglesia romana o bien de otra cualquiera, o de
personas eclesiásticas, de la manera más grave tanto espiritual
como temporalmente, cuando y según lo aconseje la calidad y
nos parezca oportuno.
 
Bullarium Romanum, IV, 64.

LA NEGACIÓN DEL PODER PONTIFICIO 4.19

Tomada en este último sentido, la ley puede considerarse de


dos maneras. En sí misma, cuando muestra lo que es justo o
injusto, beneficioso o perjudicial; y como tal se denomina ciencia
o doctrina del derecho (iuris). Puede también considerarse como
aquello para cuyo cumplimiento se da un mandato coercitivo en
virtud de un castigo o recompensa aplicable en este mundo, o
aquello que se dispone a través de tal mandato: y considerada en
este sentido se llama y es más propiamente, una ley. Es en este
sentido en el que Aristóteles la definió en el último libro de su
Etica (c. 8), cuando dice: La ley tiene poder coercitivo, porque es
un raciocinio que deriva de la prudencia y la comprensión. La ley,
por lo tanto, es un raciocinio o declaración que deriva de la
prudencia y de la comprensión política, es decir, una ordenanza
elaborada por la prudencia política en relación con materias
justas y útiles, o sus contrarias, y con poder coercitivo, esto es,
que su cumplimiento está garantizado mediante una orden que
cada uno está obligado a observar, o que, al menos, se impone
en virtud de tal mandato.
De aquí que no todos los conocimientos ciertos, referentes a
materias de justicia y utilidad civiles son leyes, a menos que
exista previamente una disposición coercitiva que obligue a su
observancia, o que se cumplan en virtud de una orden. Aunque
tal conocimiento sea necesario para la existencia de una ley
perfecta, a veces un falso conocimiento de lo justo y lo útil se
convierte en ley, cuando se da una orden que exige su
observancia, o se impone por medio de un mandato. (…)
En un tercer sentido la palabra juez significa gobernante y
juicio la sentencia del gobernante que tiene autoridad para decidir
en materias relativas a lo justo y útil, de acuerdo con las leyes o
costumbres, y hacer cumplir en virtud de un poder coercitivo las
sentencias que pronuncia. (…)
Deseamos, ahora desde un punto de vista opuesto, aducir las
verdades de la sagrada Escritura, tanto en su sentido literal como
en el místico, de acuerdo con las interpretaciones de los santos y
las exposiciones de otros doctores de la fe cristiana, quienes
explícitamente ordenan o, por lo menos, aconsejan que ni el
obispo de Roma llamado papa, ni ningún otro obispo o sacerdote
o diácono, tenga o deba tener ningún gobierno, juicio o
jurisdicción coercitiva sobre ningún sacerdote o laico, gobernante,
comunidad, grupo o individuo de cualquier condición;
entendiendo por juicio coercitivo el que hemos definido en el
capítulo segundo de este tratado como tercer sentido de juez y
juicio. (…)
De acuerdo, por tanto, a la verdad y a la clara intención del
apóstol y de los santos, máximos maestros de la Iglesia o de la
fe, no se dispone que nadie, ni siquiera un infiel, pueda ser
compelido en este mundo por medio de la amenaza o el castigo a
observar las normas de la ley evangélica; y de aquí que los
ministros de esta ley, los obispos y sacerdotes, no pueden ni
deben juzgar a nadie en este mundo por un juicio de este tercer
tipo, ni obligar, mediante la amenaza o el castigo, a observar los
mandamientos de la ley divina, especialmente sin la autorización
del legislador humano; porque tal juicio coercitivo no debe, de
acuerdo con la ley divina, ejercerse o ejecutarse en este mundo
sino solamente en el futuro. (…)
Se ve, por tanto, que, de acuerdo con las palabras de Cristo
en el Evangelio y el testimonio de los santos, Cristo no ejerció en
este mundo el poder judicial, es decir, coercitivo, al que llamamos
juicio en el tercer sentido, sino que, como si fuese un siervo,
sufrió este juicio de otro hombre; y sólo cuando ejerza el poder
coercitivo del juez en el otro mundo y no antes, tomarán los
apóstoles asiento a su lado para realizar tales juicios.
De aquí que sea realmente asombroso que un obispo o
sacerdote, cualquiera que sea, asuma por sí una autoridad mayor
de la que Cristo y sus apóstoles tuvieron en este mundo. Por
cuanto ellos fueron juzgados, como si fuesen siervos, por los
gobernantes, mientras sus sucesores, no sólo se negaron a
someterse a los gobernantes, en contra del ejemplo y mandato
de Cristo y los apóstoles, sino que incluso pretenden ser
superiores en poder coercitivo a los máximos poderes y
gobernantes.
 
MARSILIO DE PADUA. Defensor pacis (1324)
Capítulo 5

LA RECEPCIÓN DE LA CULTURA CLÁSICA.

B) LA FILOSOFÍA ARISTOTÉLICA

E L conocimiento de la obra de Aristóteles determinó en


Europa un decisivo cambio del modo de pensar. En la
escuela catedralicia o monacal donde se impartían los dos
ciclos del trivium (gramática, retórica, lógica) y quadrivium
(aritmética, astronomía, geometría, música) el método es
puramente repetitivo y memorístico, no pretende sino la
simple asimilación de un conocimiento preexistente que se
concibe como un corpus cerrado y completo. El siglo XI va a
crear con la quaestio o disputa el primer instrumento de
análisis del conocimiento al someter toda afirmación a una
elaboración crítica. Abelardo codifica el método de la
discusión teológica —dialéctica— al servicio de la búsqueda
de la interpretación más probable. El Sic et Non contiene la
primera formulación de la «duda metódica», cuando dice Por
la duda llegamos a la búsqueda, buscando percibimos la
verdad [1]. La dialéctica, plenamente configurada con las
Sentencias de Pedro Lombardo, implica un decisivo cambio
y es el punto de arranque de un pensamiento occidental
original, después de varios siglos de simple rememoración y
repetición del legado del mundo clásico [2].
La tendencia de la dialéctica a emanciparse de toda
limitación dogmática —Berengario de Tours niega la
transustanciación por cuanto la sustancia no puede
modificarse mientras los accidentes permanezcan
invariables— determina una reacción de los representantes
de la vieja escuela monacal (Pedro Damián, Manegold de
Lautenbach), que se muestran dispuestos a renunciar al
pensamiento original si ha de ser a costa de poner en peligro
la fórmula doctrinal. Pedro Damián afirmará que la dialéctica
debe velut ancilla dominae quodam famulatus subservire
obsequio [3]. En la segunda mitad del siglo aparece una vía
media que, sin renunciar a la dialéctica ni a su aplicación al
conocimiento teológico, confía en la necesaria armonía final
entre fe y razón. La escuela monástica de Bec, con Lanfranc
y san Anselmo, es el punto de partida de esta tercera
posición. San Anselmo se esforzará en establecer la relación
entre conocimiento y fe al afirmar que ésta es necesaria para
aquél. Fides quaerens intellectum será el título primero que
dio a su Proslogion, fórmula que se resume en el aforismo
Credo ut intelligam [4]. De aquí que su fundamental esfuerzo
tenga como objeto la búsqueda de una prueba de la
existencia de Dios al margen de todo conocimiento revelado,
«un argumento que para probarse no necesita de ningún
otro fuera de sí mismo». El resultado es la conocida prueba
ontológica [5].
El siglo XIII conocerá, a pesar de la prohibición en Francia
de la lectura en cátedra de la obra aristotélica (sínodo de
Sens de 1210), el definitivo triunfo del método dialéctico,
cuya aplicación universal conduce a la elaboración de un
tipo de obras —Summae— que aspiran a un tratamiento
completo de todas las cuestiones filosófico-teológicas,
tratamiento dialéctico que implica una «filosofización» de la
teología y cuyo más caracterizado representante es Tomás
de Aquino. La obra de santo Tomás consagra la
cristianización de la filosofía aristotélica y ofrece un sistema
completo de doctrina —De ente et essentia, Summa contra
gentiles, Summa theologiae (post. 1266)— en que ofrece
una teoría del conocimiento, una metafísica y una doctrina
socio-política, en que por primera vez en el pensamiento
cristiano no se necesita de la teología para llegar a formarse
una idea de Dios y de la relación del hombre con Dios.
La teoría del conocimiento tomista arranca de una
concepción antropológica, distinta de la de san Agustín, por
cuanto afirma la permanencia esencial de la naturaleza
humana a través del pecado original, que si privó al hombre
de los dones preternaturales (inmortalidad, ciencia infusa,
etc.), no alteró de manera decisiva los dones naturales que
recibiera en el momento de la creación. El resultado
inmediato de tal proposición es afirmar la posibilidad de un
conocimiento natural, racional, de la realidad y en última
instancia de Dios, conocimiento que tiene su origen en los
datos sensibles que proporcionan los sentidos (nihil est in
intellectu, nisi prius fuerit in sensu) [6]. El dato primario del
conocer es el reconocimiento de la realidad de las cosas,
realidad que el hombre puede manipular merced a la razón.
De la afirmación inicial de la realidad del ser deriva santo
Tomás una serie de principios o reglas universales del
conocimiento —contradicción, causa eficiente y finalidad—
que constituirán tanto necesidades del ser como normas del
conocer.
La metafísica tomista toma como punto de partida el ser,
término que designa toda forma de realidad e incluso las
características diferenciales que separan a unos seres de
otros. Frente al carácter unívoco que conduce al monismo
parmenídico —El ser es, el no ser no es—, santo Tomás
afirma el carácter análogo (variable) y transcendente del ser,
lo que le hice formular el concepto de devenir como una nota
característica del ser. El análisis del devenir descubre las
dos posibilidades de la potencia y el acto como
determinaciones del ser. El paso de la potencia al acto le
lleva a definir la necesidad de una causa de la que el acto es
efecto (nihil transit de potentia in actum nisi per aliquod ens
actu), fórmula que matiza hasta distinguir cuatro causas
(eficiente, formal, material y final). Por último el par de
conceptos esencia y existencia servirá para explicar el paso
de la potencia al acto como la realización existencial de la
esencia. Partiendo de estas premisas deriva santo Tomás la
totalidad de su metafísica en la que interesan dos cuestiones
fundamentales: el conocimiento de las esencias y el de Dios.
El conocimiento de la realidad es para santo Tomás
conocimiento de las esencias, planteamiento que le lleva a
enfrentarse con el fundamental problema metafísico de los
universales, que para entonces había sido objeto de
radicales antagonismos, entre los que, como Roscellino,
negaban su realidad reduciéndolos a un flatus vocis y los
que como san Agustín y san Buenaventura afirman la
existencia real de las ideas en la mente divina. La tesis
tomista, inspirada en Aristóteles, señala una vía media, el
llamado realismo moderado, que descubre mediante un
proceso de abstracción los universales, es decir, la esencia
en el propio ser [7]. De esta afirmación arrancará en
definitiva la posibilidad de remontarnos de las criaturas y las
cosas creadas hasta Dios, lo que permitirá completar la
metafísica con una teología racional.
El hombre, formado por alma y cuerpo, no puede
alcanzar una intuición inmediata de una realidad que por ser
totalmente espiritual no ofrece ningún dato sensible que
pueda ser objeto de elaboración intelectual. Puede en
cambio remontarse desde los efectos a la, causa, hasta
lograr, en un primer momento, probar la existencia de Dios
mediante las conocidas cinco pruebas (motor inmóvil, causa
incausada, ser necesario, ser perfecto y causa final) [8], que
no son sino el resultado de la aplicación de aquellas
determinaciones metafísicas. Un paso más le permitirá
describir, dentro de ciertos límites, la naturaleza de Dios
como ser simple, uno, infinito, causa eficiente de las
existencias y causa final de las esencias, de quien las
criaturas proceden y a quien vuelven (están ordenadas) en
tanto se conforman con su naturaleza o esencia [9]. El
movimiento de y hacia Dios está regido en todos sus
momentos por la ley eterna, que no es sino la razón
suprema existente en Dios, cuya naturaleza es precisamente
el ser inteligencia pura y cuya actividad consiste
precisamente en pensarse a sí mismo. De aquí se deriva el
que todo sea racional en la Divinidad y en sus relaciones con
el mundo. No puede ocurrir que Dios haga cosas que El no
previo ni preordenó [10]. El hombre pese a su condición de
criatura participa en la ley eterna aunque de manera
imperfecta a través de la ley natural y colabora activa y
libremente con Dios merced a un hábito (sindéresis) por el
que la razón descubre el primer principio de acción: hay que
hacer el bien y evitar el mal, valores que tienen un preciso
sentido ético en cuanto determinados por la ley eterna, es
decir, por la razón de Dios [11].
El sistema tomista se completa con una descripción de la
sociedad considerada como una de las manifestaciones del
orden universal. El orden es el conjunto de relaciones que se
establecen en el universo para permitir que los seres
realicen la perfección de su naturaleza. En el caso del
hombre el marco natural de su desarrollo es la sociedad
política, por cuanto es por naturaleza un animal político [12],
con lo que la sociedad deja de ser considerada como
consecuencia de la corrupción de la humanidad por el
pecado original. La sociedad no es sin embargo una
sustancia, sino un sistema de relaciones entre personas, y
sus acciones son en definitiva acciones individuales, de tal
forma que en última instancia la sociedad existe en los
individuos, quienes no están ordenados a la comunidad
política según la totalidad de su ser y de sus facultades. A
pesar de ello la multiplicidad consiste no en una simple
yuxtaposición de individuos sino en una totalidad organizada
por un principio ordenador: la realización del bien común
[13], que no coincide necesariamente con el bien individual,
subordinándose éste a aquél [14]. El bien común no es sin
embargo autónomo por cuanto está subordinado al bien de
la naturaleza humana, que es simultáneamente la esencia
de cada persona individual. Dentro de estos límites la
sociedad política está dotada de todos los elementos
necesarios para cumplir sus fines, por lo que es perfecta en
su género y, por tanto, legítima, al margen de toda
justificación religiosa (naturalismo político).
La sociología tomista conduce finalmente a una teoría
política que complementa las tesis romanistas con una
exaltación de la personalidad del príncipe, encarnación del
bien común, cuya realización justifica la existencia de una
jerarquía de gobernantes y gobernados [15]. El príncipe
elegido por el pueblo recibe el poder de Dios y con él la
capacidad de expresar el bien común en forma de ley
positiva —Una ordenanza de la razón con vistas al bien
común promulgada por quien tiene el cuidado de la
comunidad—, fórmula que al hacer al monarca superior a la
ley positiva lo convierte en absoluto, al no prever ninguna
limitación institucional de su autoridad, fuera de la muy
limitada que se deriva, en el caso de violación de la ley
natural, del derecho de resistencia a la tiranía [16].
La recepción de la filosofía aristotélica y su integración en
la teología no se realizó sin que determinados grupos,
fundamentalmente los agustinistas de la escuela
franciscana, de los que san Buenaventura era la figura más
representativa, se inquietasen ante la creciente
«filosofización» de la teología. A partir de 1267 san
Buenaventura denuncia en sus sermones los peligros del
racionalismo de ciertos maestros parisinos como Siger de
Brabante. En 1270 se produce la ruptura con santo Tomás
coincidiendo con la condena de las 13 tesis de los
aristotélicos radicales. Finalmente en 1277 los obispos de
París y Canterbury formulan la condena de las 219 tesis,
dirigida contra los averroístas aunque incluye determinadas
tesis tomistas, tales como que la materia es el principio de la
individuación, o que el cuerpo participa en las operaciones
intelectuales del alma [17].
La victoria de la filosofía agustinista sobre el aristotelismo
de Siger de Brabante y Tomás de Aquino no fue sino un
aspecto y no el decisivo de la reacción contra una
absorbente especulación filosófica que había reducido a la
teología a una función puramente complementaría. A pesar
de las reiteradas afirmaciones tomistas de la coincidencia
entre la verdad racional y la revelada, la exclusión de ambos
conocimientos acerca de una misma cosa, reducía el campo
del segundo hasta el punto de plantear el problema de la
posibilidad de una teología como ciencia autónoma,
preocupación a la que responde la obra de Duns Scoto y
Guillermo de Occam.
Duns Scoto, aun admitiendo la posibilidad de un cono,
cimiento a posteriori de Dios, es decir, que arranque de los
seres contingentes para llegar a un ser infinito, dotido de
todas las perfecciones y entre ellas la existencia, considera
este conocimiento como impropio y oscuro, incapaz de
captar determinadas propiedades esenciales como la
trinidad o la libertad, y sobre todo insuficiente para permitir al
hombre su salvación. La declaración de la insuficiencia de la
razón natural rompe la cadera metafísica que conducía en
santo Tomás de Aquino de la criatura a Dios, y devuelve la
primacía a la teología. Frente al Dios conocido y
determinado de la filosofía tomista, limitado por la suprema
razón de la ley eterna (potentia ordinata), Scoto reafirma la
libertad de Dios (potentia absoluta) poniendo en primer plano
su voluntad libre (nulla est causa guare voluntas [Dei] voluit
hoc, nisi quia voluntas est voluntas), sin otro límite que la
imposibilidad de querer la contradicción. Mientras para
Tomás de Aquino la ley es expresión de la naturaleza de
Dios y los actos humanos son buenos por corresponder
simultáneamente a la naturaleza humana y a la intención
divina, para Scoto la bondad se deriva exclusivamente del
querer de Dios, y como consecuencia los méritos del hombre
son necesarios y suficientes únicamente a consecuencia de
un decreto divino [18].
Guillermo de Occam, como Scoto, arranca de una
distinción metodológica entre conocimiento intuitivo, que
proporciona una evidencia de la existencia de seres
contingentes, y abstractivo, que es un conocimiento de
proposiciones, sin ninguna certeza acerca de su existencia.
Los universales, que habían servido al realismo tomista para
remontarse, a través de la escala de los seres, hasta Dios,
son reducidos a puro nombre, simple predicado para el que
no es posible buscar una correspondencia real, lo que
impide toda inferencia: el conocimiento de una cosa real
jamás es causa suficiente para conocer otra cosa real [19].
El nominalismo niega toda inteligibilidad de Dios, que ha
dejado de ser causa primera, al mismo tiempo que rechaza
la imagen agustiniana de un orden natural determinado por
las Ideas inmutables existentes en la mente de Dios, por
considerar ambas fórmulas como limitaciones arbitrarias de
la realidad divina. En su lugar postula la relatividad del
orden, que deja de ser necesario para afirmar su
dependencia exclusiva de la voluntad libre de Dios, que
pudo haber creado otro distinto, siempre que no implicase
contradicción: Deus potest facere omne quod non includit
contradictionem. La vía moderna filosófica, con su
escepticismo acerca de las posibilidades cognoscitivas de la
razón y su preocupación por defender la libertad y
omnipotencia divina, señala el comienzo de una nueva
religiosidad —devotio moderna— de tendencia mística, y
plantea el problema de la salvación individual, que
constituirá el punto de partida de la Reforma.
Textos 5

LA «QUAESTIO» 5.1

Una vez examinadas estas cosas, es de nuestro agrado


reunir, según nos vengan llegando a la memoria, las distintas
sentencias de los santos Padres que por la contradicción que
parecen tener puedan presentar algún problema que excite a los
jóvenes lectores a la mejor práctica para tratar de descubrir la
verdad y los vuelva con este ejercicio más perspicaces. Pues
ciertamente ésta es según definición la primera llave para la
sabiduría, la constante o la frecuente duda y pregunta. El más
perspicaz de todos los filósofos, Aristóteles, exhorta a los
deseosos de conocer algo a que busquen con afán esta duda y
así les dice: “Es difícil afirmar con seguridad algo si no ha sido
examinado antes varias veces. Pues el dudar de cada cosa no es
algo inútil” ya que al dudar empezamos a investigar y al investigar
encontramos la verdad según lo que dice la Verdad misma:
“Buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá”, precepto que él mismo
con su ejemplo nos enseñó al querer, cuando tenía doce años,
ser hallado preguntando en medio de los doctores, mostrándonos
de este modo la figura del discípulo y no la del maestro cuando
poseía la plena y perfecta sabiduría de Dios. Y al estar incluidas
algunas sentencias de la Sagradas Escrituras, los lectores son
atraídos tanto más a descubrir la verdad cuanto que es notoria la
autoridad de la Sagrada Escritura. Y por esto hemos decidido
poner en cabeza de esta obra nuestra, formada de sentencias
extraídas de los libros de los santos Padres y reunidas en un solo
volumen, aquel decreto del papa Gelasio sobre los libros
auténticos para que haya seguridad de no haberse incluido aquí
ninguna sentencia de libros apócrifos. Hemos añadido también el
extracto de las retractaciones de san Agustín para que se vea
que no hay tampoco nada de lo que él retractándose enmendó.
Termina el prólogo. Empiezan las sentencias que tienen de
común el parecer contradictorias. Y el autor por esta
contradicción las llamó Sic et non: (…)
2. Acerca de que la fe trata sólo de cosas visibles y al
contrario.
4. Sobre que hay que creer en un solo Dios y que no.
5. Que Dios no es uno solo y al contrario.
6. Que Dios es tripartito y que no.
10. Que Dios ha de ser contado entre las demás cosas, es
decir que es algo entre todo y que no.
11. Que las personas divinas se diferencian entre sí y que no.
12. Que en la Trinidad una persona es una sola persona junto
con las demás y que no.
13. Que Dios Padre es causa y principio del Hijo y que no.
17. Que sólo se puede llamar “no creado” al Padre y que no.
22. Que sólo el Hijo no es de la sustancia del Padre y al
contrario.
27. Que la Providencia de Dios es la causa de los
acontecimientos y que no.
30. Que los pecados también agradan a Dios y que no.
31. Que Dios también es el creador y responsable de los
malos y que no.
32. Que Dios lo puede todo y que no.
45. Que Dios no debe ser representado por imágenes
corporales y al contrario.
55. Que sólo Eva fue la seducida y que Adán no lo fue y al
contrario.
56. Que el Hombre al pecar perdió su libertad y que no.
66. Que la humanidad y la divinidad parecen estar divididas
en Cristo y que no.
73. Que la humanidad de Cristo no creció en sabiduría y que
sólo poseía sabiduría en cuanto que era Dios y al contrario.
75. Que en Cristo el que es Hijo de Dios no es el mismo que
el que es Hijo del Hombre, o dicho de otro modo, que el que es
eterno no es el mismo que el que es temporal y al revés.
79. Que Cristo engañó y que no.
93. Que Pedro y Pablo y los restantes apóstoles son iguales y
que no.
106. Que sin el bautismo de agua nadie puede salvarse y al
contrario.
113. Que sin el sacramento del altar también el bautismo solo
basta y que no.
117. Acerca del sacramento del altar que es esencialmente la
misma verdad de la carne y sangre de Cristo y al contrario.
139. Que la gracia de Dios precede a nuestra buena voluntad
y que no.
142. Que las obras de los santos no justifican al hombre y al
contrario.
148. Que lo que Dios perdona no lo exige más tarde y al
contrario.
152. Que sin confesión no se perdonan los pecados y al
contrario.
158. Que el castigo de los niños pequeños no bautizados es
muy suave comparado con el de los restantes condenados y que
no.
 
P. ABELARDO: Sic et non.

LA DIALÉCTICA 5.2

Empieza a demostrar de qué manera se puede conocer al


creador a través de las criaturas. Pues el Apóstol dice, Rom. I:
Las cosas invisibles de Dios se conocen a través de las criaturas
del mundo y por las cosas hechas se ven las pensadas; es eterna
su virtud y divinidad. Al hombre se le conoce a través de las
criaturas del mundo a causa de la superioridad con que sobresale
entre todas las criaturas, o por la armonía que guarda con todas
ellas. Pues el hombre puede contemplar las cosas invisibles de
Dios por medio de su inteligencia o, mejor dicho, las contempló a
través de las cosas que han sido hechas, es decir, a través de las
criaturas visibles e invisibles. El hombre ha recibido ayuda para
conocer la verdad de dos partes, por un lado de la naturaleza que
es racional y por otro de las obras de Dios. Y por eso el Apóstol
dijo: Porque Dios se lo reveló, es decir, al crear las cosas, en
cuya obra brilla una especie de revelación.
Primer razonamiento, o modo de cómo puede conocerse a
Dios. Como dice Ambrosio, Dios que es invisible por naturaleza
puede conocerse también a través de las cosas visibles, pues
hizo una obra que, al ser visible, está señalando a su autor, y por
eso a través de lo cierto se puede conocer lo incierto y se puede
creer que Dios hizo todo lo que no puede ser hecho por el
hombre. Así pues, pudieron conocer o pueden conocer que El
que hizo lo que ninguna criatura puede hacer ni destruir, está por
encima de toda criatura. Que se acerque cualquier criatura y
haga otro cielo y otra tierra. Diré que es Dios. Pero puesto que
nadie puede hacerlo es evidente que el que lo hizo está sobre
toda criatura, y que por esto la inteligencia humana puede
conocer que él es Dios.

Segundo razonamiento por el que puede ser conocido.


De otro modo pudieron conocer la verdad de Dios. Como dice
Agustín en el libro De Civ. Dei. “Los grandes filósofos vieron que
nada corporal podía ser Dios y por ello buscando a Dios fueron
más allá de todos los cuerpos. Vieron también, que lo que es
mudable no puede ser Dios, ni el principio de todo y por eso
pasaron más allá de toda alma y espíritu mudable. Después
vieron que lo que es mudable no puede existir si no es sostenido
por lo que es inmutable y simple. Y así pues, llegaron a Dios y lo
conocieron y supieron que era El, el que había hecho lo que
nadie puede hacer”.
Tercer razonamiento. Vieron que todo lo que hay en los seres
o es cuerpo o es espíritu y que es mejor el espíritu que el cuerpo,
y aun mucho mejor el que hizo el espíritu y el cuerpo.
Cuarto razonamiento. Entendieron que la característica del
cuerpo es la de ser sensible y la del espíritu la de ser inteligible y
dieron preferencia a lo inteligible sobre lo sensible. Llamamos
cosas sensibles a las que podemos apreciar por la vista y el tacto
corporales, e inteligibles a las que pueden ser comprendidas por
la inteligencia. Y como en su aspecto, tanto el cuerpo como el
alma son cosas de apariencia más o menos vistosa, pero que si
carecen de esta apariencia dejarían de existir, comprendieron que
había algo en donde habían sido creadas aquellas apariencias
vistosas, donde está la primera o inmutable y por consiguiente
incomparable belleza, y creyeron rectamente que aquello era el
principio de las cosas, lo que no ha sido hecho y de donde todo
fue hecho.
He aquí de cuántas maneras se puede conocer la verdad de
Dios. Así pues, siendo Dios una sola y simple esencia, que no
está formada de ninguna diversidad de partes o accidentes, por
eso es por lo que dice el Apóstol: las cosas invisibles de Dios,
porque de varias maneras se conoce la verdad de Dios, a través
de todo lo que ha sido creado. De la continuidad, pues, de las
criaturas, se deduce que su Creador es eterno; de su grandeza,
que es omnipotente; de su orden, que es sabio; de su dirección,
que es bueno. Todas estas cosas, pues, son razonamientos para
demostrar la unidad de la divinidad.
 
P. LOMBARDO: Sententiarum libri quatuor P. L. CXCII.

LA REACCIÓN ANTIDIALÉCTICA 5.3

He aquí pues la necedad de los sabios y la ciega y vana


temeridad de los investigadores, ya que sí vuelven hacia Dios
malvadamente los argumentos de la dialéctica convierten a Dios
en impotente y débil no sólo en el pasado sino también en el
presente y futuro. Estos tales, que todavía no han aprendido los
elementos de las palabras, pierden los fundamentos de su fe a
través de las oscuras nieblas de sus argumentos, e ignorantes
todavía de lo que aprenden los niños en la escuela calumnian los
divinos sacramentos con sus quejas. Y después que no han
aprendido los rudimentos de los estudios ni poseen conocimiento
de ninguna arte humana, enturbian con sus nieblas la enseñanza
de la pureza eclesiástica. Así pues estas cosas que salen de los
argumentos de los dialécticos o de los retóricos no han de ser
fácilmente adaptadas a los misterios de la divina enseñanza y lo
que se inventó para este fin, para material de silogismos o
conclusiones de premisas, que no lo utilicen pertinazmente en las
leyes sagradas, ni que repliquen a la sabiduría divina con la
lógica de sus conclusiones. Pues esta habilidad de la ciencia
humana, sí es utilizada alguna vez al tratar de los sagrados
misterios, no debe orgullosamente atribuirse el derecho de
magisterio, sino que como una criada debe servir
obsequiosamente a su señora y precederle en el camino para
que no yerre, y no pierda, al seguir las consecuencias de las
palabras externas, la luz de la sabiduría interna y el recto camino
de la verdad.
 
P. DAMIÁN: De divina omnipotentia P. L. CXLV.

LA VÍA MEDIA 5.4

Cómo el insensato ha dicho en su corazón lo que no se puede


pensar.
Pero ¿cómo el insensato ha dicho en su corazón lo que no ha
podido pensar o cómo no ha podido pensar lo que ha dicho en su
corazón, puesto que decir en su corazón no es otra cosa que
pensar? Y si se puede decir verdaderamente que lo ha pensado,
puesto que lo ha dicho en su corazón, y al mismo tiempo que no
lo ha dicho en su corazón, porque no ha podido pensarlo, hay
que admitir que hay muchas maneras de decir en su corazón o
pensar. Se piensa de distinto modo una cosa cuando se piensa la
palabra que la significa o cuando la inteligencia percibe y
comprende la cosa misma. En el primer sentido se puede pensar
que Dios no existe; en el segundo, no. Aquel que comprende lo
que es Dios, no puede pensar que Dios no existe, aunque pueda
pronunciar estas palabras en sí mismo, ya sin atribuirles ningún
significado, ya atribuyéndoles un significado torcido, porque Dios
es un ser tal, que no se puede concebir mayor que El. El que
comprende bien esto, comprende al mismo tiempo que tal ser no
puede ser concebido sin existir de hecho. Por consiguiente, aquel
que comprende estas condiciones de la existencia de Dios no
puede pensar que no existe.
Gracias, pues, te sean dadas, ¡oh Señor! Porque lo que he
creído al principio por el don que me has hecho, lo comprendo
ahora por la luz con que me iluminas, y aun cuando no quisiera
creer que existes, no podría concebirlo.
 
SAN ANSELMO: Proslogion (1070-73).

LA PRUEBA ONTOLÓGICA DE LA EXISTENCIA DE DIOS 5.5

Que Dios existe verdaderamente, aunque el insensato haya


dicho en su corazón: Dios no existe.
Así, pues, ¡oh Señor!, tú que das la inteligencia de la fe,
concédeme, en cuanto este conocimiento me puede ser útil, el
comprender que tú existes, como lo creemos, y que eres lo que
creemos. Creemos que encima de ti no se puede concebir nada
por el pensamiento. Se trata, por consiguiente, de saber si tal Ser
existe, porque el insensato ha dicho en su corazón: No hay Dios.
Pero cuando me oye decir que hay un ser por encima del cual no
se puede imaginar nada mayor, este mismo insensato comprende
lo que digo; el pensamiento está en su inteligencia, aunque no
crea que existe el objeto de este pensamiento. Porque una cosa
es tener la idea de un objeto cualquiera, y otra creer en su
existencia. Porque cuando el pintor piensa de antemano en el
cuadro que va a hacer, lo posee ciertamente en su inteligencia,
pero sabe que no existe aún, va que todavía no lo ha ejecutado.
Cuando, por el contrario, le tiene pintado, no solamente lo tiene
en el espíritu, pero sabe también que lo ha hecho. El insensato
tiene que convenir en que tiene en el espíritu la idea de un ser
por encima del cual no se puede imaginar ninguna otra cosa
mayor, porque cuando oye enunciar este pensamiento, lo
comprende, y todo lo que se comprende está en la inteligencia; y
sin duda ninguna este objeto por encima del cual no se puede
concebir nada mayor, no existe en la inteligencia solamente,
porque, si así fuera, se podría suponer, por lo menos, que existe
también en la realidad, nueva condición que haría a un ser mayor
que aquel que no tiene existencia más que en el puro y simple
pensamiento. Por consiguiente, si este objeto por encima del cual
no hay nada mayor estuviese solamente en la inteligencia, sería,
sin embargo, tal, que habría algo por encima de él, conclusión
que no sería legítima. Existe, por consiguiente, de un modo
cierto, un ser por encima del cual no se puede imaginar nada, ni
en el pensamiento ni en la realidad.
 
SAN ANSELMO: Proslogion (1070-73).

LA TEORÍA TOMISTA DEL CONOCIMIENTO 5.6

En lo que confesamos de Dios hay un doble modo de verdad.


Hay algunas verdades acerca de Dios que exceden toda la
capacidad de la razón humana; por ejemplo, que Dios es uno y
trino. Otras, por el contrario, son accesibles a la razón natural,
como, por ejemplo, que Dios existe, que es uno, etc.; los filósofos
probaron estas verdades acerca de Dios de un modo
demostrativo llevados por la luz de la razón natural.
Es evidentísimo que hay algunos inteligibles divinos que
exceden completamente de la inteligencia de la razón humana.
Pues, dado que el principio de todo el saber científico que la
razón capta de alguna cosa es la intelección de su sustancia,
porque, según la doctrina del Filósofo, el principio de la
demostración es la esencia, conviene, por lo tanto, que, según el
modo como es entendida la sustancia, así sea también el modo
de todo lo que se conoce de la cosa. Si el entendimiento humano
aprehende la sustancia de alguna cosa, por ejemplo de la piedra
o del triángulo, ninguno de sus inteligibles excede la capacidad
de la razón humana. Lo cual, ciertamente, no nos ocurre
tratándose de Dios. Pues el entendimiento humano no puede
llegar por virtud natural a captar la sustancia divina, ya que el
cono cimiento de nuestro entendimiento, según el modo de la
vida presente, empieza por los sentidos. Y, por tanto, todo lo que
no cae bajo el sentido no puede ser captado por el entendimiento
humano sino en la medida en que su conocimiento se colige de
los sentidos. Los sensibles no pueden conducir al entendimiento
humano a que se vea en ellos “qué es” la divina sustancia, puesto
que son efectos que no igualan la virtud de la causa. No obstante,
nuestro intelecto es llevado de los sensibles a un conocimiento
divino, de suerte que conoce de Dios “que existe”, y otras cosas
que es pertinente atribuir al primer Principio.
 
SANTO TOMÁS DE AQUINO: Summa contra gentiles (1259-60) lib
1, cap. 3 [en lo sucesivo ScG].

LA TEORÍA TOMISTA DE LOS UNIVERSALES 5.7

La esencia es aquello según lo cual decimos que la cosa es.


Por lo cual es necesario que la esencia, por la que una cosa se
llama ente, no sea solamente la forma, ni solamente la materia,
sino una cosa y otra, aunque la forma sola sea a su modo la
causa de tal modo de ser o esencia. (…)
Pero como el principio de individuación es la materia, parece
seguirse de aquí que la esencia, que al mismo tiempo abraza en
sí la materia y la forma, es solamente particular, y no universal.
De esto se deduciría que los universales no tienen definición, si la
esencia es aquello que se significa por la definición. Y por esta
razón conviene saber que no se acepta como principio de
individuación la materia tomada de un modo cualquiera, sino sólo
la materia signada. Y llamo materia signada a la que se considera
bajo ciertas dimensiones. Esta materia no pone nada en la
definición de hombre en cuanto hombre; lo pondría en la
definición de Sócrates, si Sócrates tuviera definición. En la
definición de hombre entra la materia no signada; pues en esta
definición no se pone este hueso y esta carne, sino el hueso y la
carne en absoluto, que son la materia no signada del hombre.
(…)
Así, tampoco puede decirse que el género, especie o
diferencia convenga a la esencia en cuanto es cierta cosa fuera
de las cosas singulares, como afirmaban los platónicos, porque
entonces el género y la especie no se predicarían de este
individuo; pues no puede decirse que Sócrates sea lo que está
separado de él, y aquello separado no aprovecha para el
conocimiento de la cosa singular signada. Y por esta razón queda
claro que la cualidad de género, especie o diferencia conviene a
la esencia en cuanto significa totalidad, como sucede con el
nombre de hombre o de animal, conforme implícita e
indistintamente contiene todo lo que hay en el individuo.
La naturaleza o esencia así comprendida puede ser
considerada de una doble manera; de un modo, según la
naturaleza o modo de ser propio, y ésta es la consideración
absoluta que de ella hacemos, y por tanto no se puede decir nada
verdadero de ella, sino lo que le conviene a ella misma según su
modo, por lo que cualquier otra cosa ajena a ella que se le
atribuya es una falsa atribución por ejemplo, al hombre, en cuanto
hombre, conviene lo racional y lo animal, y las demás cosas que
coinciden en su definición. Pero lo blanco o lo negro o cualquier
otra cosa por este estilo que no pertenezca a la humanidad, no
conviene al hombre en cuanto hombre. Por eso, si se preguntase
si esa naturaleza puede llamarse singular o plural, hay que
afirmar que ni lo uno ni lo otro porque ambas cosas están fuera
del significado de humanidad, y puede ser ambas cosas. En
efecto, si la pluralidad fuese esencial a la humanidad, nunca
podría ser una sola, siendo así que es una en cuanto que está en
Sócrates. De la misma manera, si atendiésemos a la esencia de
la humanidad, y la unidad perteneciente efectivamente a la
esencia de la humanidad, entonces sería una sola y la misma la
naturaleza de Sócrates y la de Platón, y no podría diversificarse
en muchas. De otro modo se considera según que tiene ser en
esto o en aquello, y se predica de ella misma algo
accidentalmente por razón de aquello en lo que está, como se
dice que el hombre es blanco porque Sócrates es blanco, aunque
la blancura no convenga al hombre porgue sea un hombre.
Esta naturaleza tiene, pues, un doble ser: uno en las cosas
singulares y otro en el alma y los accidentes provienen a dicha
naturaleza según cada uno de ellos. Así, en las cosas singulares
tiene un ser múltiple, según la diversidad de singulares, y, sin
embargo, ninguno de estos accidentes debe atribuirse a la
naturaleza en sí, pues, si la consideramos en su propio
significado, es decir, de un modo absoluto, resulta falso el decir
que la naturaleza del hombre en cuanto tal tiene el ser en este
individuo singular. Pues si el ser en este singular conviniese al
hombre en cuanto hombre, no existiría nunca fuera de este
individuo singular; del mismo modo, si conviniese al hombre, en
cuanto hombre, no estar en un individuo singular, nunca sería en
él. Pero es verdadero el afirmar que el hombre, en cuanto
hombre, no tiene por qué estar en este o en aquel singular. Pues
está claro que la naturaleza del hombre, considerada en absoluto,
prescinde de cualquier ser, de modo que no se haga
determinación de ninguno de ellos; y esta naturaleza así
considerada es la que se predica de todos los individuos.
Pero, sin embargo, no puede afirmarse que el sentido de
universal convenga a la naturaleza así considerada, porque
pertenecen a lo universal la unidad y la comunidad. Ni una ni otra
de éstas conviene a la naturaleza humana según su
consideración absoluta, pues si la pluralidad estuviese en el
significado del hombre, en donde se encuentra la humanidad se
encontraría la pluralidad; y esto es falso, porque en Sócrates no
se encuentra ninguna pluralidad, sino que todo lo que existe en él
está individualizado.
Por la misma razón, tampoco se puede decir que el género se
halle en la naturaleza humana según aquel ser que tiene en los
individuos, puesto que no se encuentra la naturaleza humana
unificada en los individuos, de tal forma que sea algo único
perteneciente a cada uno, lo que exigiría un sentido universal.
Por lo tanto, hemos de afirmar que la especie no se halla en la
naturaleza humana según el modo de ser que tiene en el
entendimiento. Pues el ser de la naturaleza se halla en el
entendimiento abstraído de todas las individualidades, y tiene un
valor uniforme para todos los individuos que están fuera de la
mente, en cuanto esencialmente es la imagen de todos, y esta
naturaleza nos lleva al conocimiento de todos en cuanto son
hombres. Y porque tiene tal relación a todos los individuos, la
inteligencia descubre el valor de la especie y se la atribuye a sí.
 
SANTO TOMÁS DE AQUINO: De ente et essentia (1250-56).

PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS 5.8

La existencia de Dios se puede demostrar por cinco vías. La


primera y más clara se funda en el movimiento. Es innegable y
consta por el testimonio de los sentidos, que en el mundo hay
cosas que se mueven. Pues bien, todo lo que se mueve es
movido por otro, ya que nada se mueve más que en cuanto está
en potencia respecto a aquello para lo que se mueve. En cambio
mover requiere estar en acto, ya que mover no es otra cosa que
hacer pasar algo de la potencia al acto, y esto no puede hacerlo
más que lo que está en acto, a la manera como lo caliente en
acto, v. gr. el fuego, hace que un leño, que está caliente en
potencia, pase a estar caliente en acto. Ahora bien, no es posible
que un misma cosa esté, a la vez, en acto y en potencia respecto
de lo mismo, sino respecto a cosas diversas; lo que, v. gr., es
caliente en acto, no puede ser caliente en potencia, sino que en
potencia es, a la vez, frío. Es, pues, imposible que una cosa sea
por lo mismo y de la misma manera motor y móvil, como también
lo es que se mueva a sí misma. Por consiguiente, todo lo que se
mueve, es movido por otro. Pero, si lo que mueve a otro es, a su
vez, movido, es necesario que lo mueva un tercero, y a éste otro.
Mas no se puede seguir indefinidamente, porque así no habría
primer motor y, por consiguiente, no habría motor alguno, pues
los motores intermedios no mueven más que en virtud del
movimiento que reciben del primero, lo mismo que un bastón
nada mueve si no lo impulsa la mano. Por consiguiente es
necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie,
y éste es el que todos entienden por Dios.
La segunda vía se basa en la causalidad eficiente. Hallamos
que en este mundo de lo sensible hay un orden determinado
entre las causas eficientes; pero no hallamos que cosa alguna
sea su propia causa, pues en tal caso habría de ser anterior a sí
misma, y esto es imposible. Ahora bien tampoco se puede
prolongar indefinidamente la serie de las causas eficientes,
porque siempre que hay causas eficientes subordinadas, la
primera es causa de la intermedia, sea una o muchas, y ésta
causa de la última; y puesto que, suprimida una causa, se
suprime su efecto, si no existiese una que sea la primera,
tampoco existiría la intermedia ni la última. Si, pues, se
prolongase indefinidamente la serie de causas eficientes, no
habría causa eficiente primera y, por tanto, ni efecto último ni
causa eficiente intermedia, cosa falsa a todas luces. Por
consiguiente, es necesario que exista una causa eficiente
primera, a la que todos llaman Dios.
La tercera vía considera al ser posible o contingente y al
necesario y puede formularse así. Hallamos en la naturaleza
cosas que pueden existir o no existir, pues vemos seres que se
producen y seres que se destruyen y, por tanto, hay posibilidad
de que existan y de que no existan. Ahora bien, es imposible que
los seres de tal condición hayan existido siempre, ya que lo que
tiene posibilidad de no ser hubo un tiempo en que no fue. Si,
pues, todas las cosas tienen la posibilidad de no ser, hubo un
tiempo en que ninguna existía. Pero, si esto es verdad, tampoco
debiera existir ahora cosa alguna, porque lo que no existe no
empieza a existir más que en virtud de lo que ya existe y, por
tanto, si nada existía, fue imposible que empezase a existir cosa
alguna y, en consecuencia, ahora no habría nada, cosa
evidentemente falsa. Por consiguiente, no todos los seres son
posible o contingentes, sino que entre ellos forzosamente ha de
haber alguno que sea necesario. Pero el ser necesario o tiene la
razón de su necesidad en sí mismo o no la tiene. Si su necesidad
depende de otro, como no es posible, según hemos visto al tratar
de las causas eficientes, aceptar una serie indefinida de cosas
necesarias, es forzoso que exista algo que sea necesario por sí
mismo y que no tenga fuera de sí la causa de su necesidad, sino
que sea causa de la necesidad de los demás, a lo cual todos
llaman Dios.
La cuarta vía considera los grados de perfección que hay en
los seres. Vemos en los seres que unos son más o menos
buenos, verdaderos y nobles que otros, y lo mismo sucede con
las diversas cualidades. Pero el más o el menos se atribuye a las
cosas según su diversa proximidad a lo máximo, y por esto se
dice lo más caliente de lo que más se aproxima al máximo calor.
Por tanto ha de existir algo que sea verísimo, nobilísimo y óptimo,
y por ello ente o ser supremo; pues, como dice el Filósofo, lo que
es más verdad es máxima entidad. Ahora bien lo máximo en
cualquier género es causa de todo lo que en aquel género existe,
y así el fuego que tiene el máximo calor, es causa del calor de
todo lo caliente, según dice Aristóteles. Existe, por consiguiente,
algo que es para todas las cosas causa de su ser, de su bondad y
de todas sus perfecciones, y a esto llamamos Dios.
La quinta vía se toma del gobierno del mundo. Vemos, en
efecto que cosas que carecen de conocimiento, como los cuerpos
naturales, obran por un fin, como se comprueba observando que
siempre, o casi siempre, obran de la misma manera para
conseguir lo que más conviene; por donde se comprende que no
van a su fin obrando al acaso, sino intencionadamente. Ahora
bien, lo que carece de conocimiento no tiende a un fin si no lo
dirige alguien que entienda y conozca, a la manera como el
arquero dirige la flecha. Luego existe un ser inteligente que dirige
todas las cosas naturales a su fin, y a éste llamamos Dios.
 
SANTO TOMÁS DE AQUINO: Summa teológica (1266-72) I, q. 2, a.
3 [en lo sucesivo ST].

LA NATURALEZA DE DIOS 5.9

c. IX Que Dios es simple.


De todo esto se deduce que el primer motor es
necesariamente simple. Porque en toda composición tiene que
haber dos cosas que sean entre sí como la potencia y el acto.
Pero en el primer motor, si es completamente inmóvil, es
imposible que exista la potencia con el acto, pues todo lo que es
en potencia es móvil: así, pues, es imposible que el primer motor
sea compuesto. Además, todo ser compuesto necesita tener
alguno anterior a El, pues los componentes son por naturaleza
anteriores al compuesto… Queda, pues, claro, que el primero de
los seres ha de ser completamente simple.

c. XV Que es necesario afirmar que Dios es uno.


De aquí se desprende que es necesario que Dios sea único y
solo, pues si hubiera muchos dioses, habría de decir esto o
equívoca o unívocamente. Si se dice equívocamente no hay
cuestión, pues nada impide que nosotros llamemos piedra a lo
que otros llaman Dios. Pero si se dice con sentido unívoco, es
preciso que estos dioses convengan en un género o en una
especie. Pero va está demostrado que Dios no puede ser ningún
género ni especie que contenga en sí varios individuos; así, pues,
es imposible que haya varios dioses…

c. XVIII Que Dios es infinito según su esencia.


También de aquí se puede deducir que Dios es infinito, no de
una manera privativa, en cuanto el infinito es pasión de la
cuantidad, es decir, en el sentido en que se llama infinito a lo que
debe tener un fin por razón de su género, pero que no lo tiene,
sino que es infinito de una manera negativa, en cuanto se llama
infinito a lo que de ninguna manera tiene límites. En efecto, no se
puede encontrar ningún acto que sea finito, sino por la potencia
que es una fuerza receptiva. De este modo encontramos que las
formas están limitadas según la potencia de la materia. Así, pues,
si el primer motor es acto sin mezcla de potencia, porque ni es la
forma de algún cuerpo, ni una potencia en un cuerpo, es
necesario que el mismo sea infinito…

c. XXIX Que en Dios no existe la inteligencia ni en potencia ni


en hábito, sino en acto.
Pero como en Dios no hay nada que esté en potencia, sino en
acto solamente, como se ha demostrado, es necesario que Dios
no sea inteligente ni en potencia, ni en hábito, sino en acto
solamente. De lo cual se deduce claramente que en el entender
no sufre ninguna sucesión. Pues cuando algún entendimiento
entiende muchas cosas sucesivamente, es necesario que
mientras entiende una cosa en acto, entienda otra en potencia,
porque entre estas cosas que se dan al mismo tiempo no hay
sucesión alguna. Así, pues, si Dios no entiende nada en potencia,
su inteligencia está libre de toda sucesión. De lo cual se
desprende que Dios comprende todas las cosas, que las entiende
simultáneamente, y que no entiende nada nuevo, pues el
entendimiento que comprende algo nuevo es que primero fue
inteligente en potencia…
c. XXX Que Dios no entiende por otra especie distinta de su
esencia.
De lo anteriormente dicho se deduce que Dios no entiende por
otra especie distinta de su esencia. Pues todo entendimiento que
entiende por medio de una especie distinta de sí mismo, se
compara con aquella especie intelectiva, del mismo modo que la
potencia con el acto, puesto que la especie intelectiva es una de
sus perfecciones que produce su mismo entender. Pues si en
Dios no hay nada en potencia, sino que es acto puro, es
necesario que no entienda por medio de otra especie, sino por su
propia esencia, de donde se deduce que, directa y
principalmente, se entiende a Sí mismo. Pues la esencia de una
cosa no lleva propia y directamente al conocimiento de algo, sino
de aquello de lo que es esencia. Así, por la definición del hombre
se conoce propiamente al hombre, y por la definición del caballo
al caballo. Por lo tanto, si Dios es inteligente por su propia
esencia, es necesario que el objeto directo y principal de su
inteligencia sea El mismo. Y como El mismo es su propia
esencia, se deduce que en Dios el que entiende, por aquello que
entiende, y lo entendido son una misma cosa en absoluto.

c. XXXI Que Dios es su mismo entender.


Es igualmente necesario que el mismo Dios sea su propio
entender, pues como el entender es un acto segundo (un primer
acto sería la inteligencia, o la ciencia), todo entendimiento que no
es su entender, se compara a su entender como la potencia al
acto. Porque en el orden de las potencias y de los actos, siempre
lo que está primero está en potencia respecto de lo siguiente, y lo
último es lo complementario, hablando de una misma y sola cosa,
aunque en cosas diversas suceda lo contrario, pues el motor y el
agente se comparan al movimiento y al acto, como el agente a la
potencia. Pero, como Dios es acto puro, no hay en El nacía
comparable a otra cosa, como la potencia al acto. Así, pues, es
necesario que el mismo Dios sea su propio entender. Además, en
cierto modo, la inteligencia es al entendimiento como la esencia
al ser, y Dios es inteligente por esencia, pero su esencia es su
propio ser. Por lo tanto, su inteligencia es su entender, y así, por
lo mismo que es inteligente, no se puede suponer en El ninguna
composición, puesto que no son en El cosas distintas el
entendimiento, el entender y las especies intelectivas. Y todas
estas cosas no son más que su esencia.

c. XXXIII Que la misma voluntad de Dios no es otra cosa que


su inteligencia.
Está claro que es necesario que la misma voluntad de Dios no
es otra cosa que su inteligencia. Pues como el bien que es
comprendido es el objeto de la voluntad, mueve a la voluntad, y
este acto es su perfección. Pero en Dios, como se ha demostrado
ya, no son diferentes el motor y el movimiento, el acto y la
potencia, la perfección y lo perfectible. Es necesario, pues, que la
voluntad divina sea el mismo bien comprendido, pues idéntica
cosa son la inteligencia divina y la esencia divina. Por lo tanto la
voluntad de Dios no es distinta de su inteligencia ni de su
esencia. Además, entre las perfecciones de las cosas, las
principales son el entendimiento y la voluntad, indicio de lo cual
es el encontrarse en las cosas más nobles. Pero las perfecciones
de las cosas todas son en Dios una sola, que es su esencia,
como se ha demostrado. La inteligencia y la voluntad son, pues,
la misma cosa en Dios, es decir, su esencia.
 
SANTO TOMÁS DE AQUINO: Compendium Theologiae (1261-69).

LA RACIONALIDAD DE DIOS 5.10

Qué cosas no puede el Omnipotente.


…Como el objeto y el efecto de la potencia activa es el “ser
hecho”, y ninguna potencia obra donde falta la razón de su
objeto, así como la vista no ve faltando el visible en acto, es
razonable decir que Dios no puede en lo que va contra la razón
de “ser” en tanto que es ser, o contra la razón del “ser hecho” en
tanto que es hecho. Veamos qué es esto.
Va contra la razón de “ser”, lo que la destruye. Se destruye la
razón de ser por su opuesto, así como la razón de hombre se
destruye por sus opuestos o por los opuestos a sus partes. Ahora
bien, lo opuesto al ser es el no-ser. Luego Dios no puede hacer
que una misma cosa a la vez sea y no sea, pues implica que las
contradictorias se verifican a la vez…
Al quitar un principio esencial de una cosa se sigue la
desaparición de la cosa misma. Si, pues, Dios no puede hacer
que una cosa a la vez sea y no sea, tampoco puede hacer que
falte a una cosa uno de sus principios esenciales, y, no obstante,
permanezca la misma; v. gr. que el hombre no tenga alma.
Siendo así que los principios de algunas ciencias, como la
lógica, la geometría y la aritmética, se toman solamente de los
principios formales de las cosas, de los cuales depende la
esencia de la cosa, síguese que Dios no puede hacer lo contrario
a estos principios; v. gr., que el género no sea predicable de la
especie, o que las líneas trazadas desde el centro a la
circunferencia no sean iguales, o que el triángulo rectilíneo no
tenga los tres ángulos iguales a dos rectos.
Esto manifiesta igualmente que Dios no puede hacer que el
pretérito no haya sido, pues esto incluye también contradicción,
porque la misma necesidad implica que algo sea mientras es,
como que algo fuese mientras fue…
Como El obra por “voluntad”, no puede hacer lo que es
imposible que quiera. Qué cosas es imposible que quiera, se
puede saber entendiendo cómo puede darse la necesidad en la
voluntad divina; porque lo que es necesario que sea, es imposible
que no sea, y lo que es imposible que sea, necesariamente no
es. Y esto queda patente, porque no puede hacer Dios que El no
exista, o que no sea bueno, o dichoso; porque necesariamente
quiere existir, ser bueno y dichoso.
Así como Dios obra por voluntad, así también por
entendimiento y por ciencia, según se ha demostrado. Luego, por
pareja razón, no puede hacer lo que no supo de antemano ni
dejar de hacer lo que supo de antemano que había de hacer,
porque no puede hacer lo que no quiere hacer ni dejar de hacer
lo que quiere…
 
ScG. l. 2, c. 25.

LEY DIVINA Y LEY NATURAL 5.11

La ley es una especie de regla y medida de los actos, por


cuya virtud es uno inducido a obrar o apartado de la operación.
Ley, en efecto, procede de ligar, puesto que obliga a obrar. Ahora
bien, la regla y medida de los actos humanos es la razón, la cual,
como se deduce de lo va dicho, constituye el primer principio de
estos mismos actos, pues que a ella compete ordenar las cosas a
su fin, que es principio primero de operación, según el Filósofo.
Pero, en todo género de cosas, lo que es primer principio es
también regla y medida, como la unidad entre los números y el
movimiento primero entre los movimientos. De lo que se deduce
que la ley es algo propio de la razón.
 
ST. I-IIae q. 90 a. l.
 
Como ya dijimos, la ley no es más que el dictamen de la razón
práctica en el soberano que gobierna una sociedad perfecta. Pero
es manifiesto —supuesto que el mundo está regido por la divina
Providencia, como ya quedó demostrado en la primera parte—
que todo el conjunto del universo está sometido al gobierno de la
razón divina. Por consiguiente, esa razón del gobierno de todas
las cosas, existente en Dios como en supremo monarca del
universo, tiene carácter de ley. Y como la razón divina no concibe
nada en el tiempo, sino que su concepción es eterna, por fuerza
la ley de que tratamos debe llamarse eterna.
 
ST. I-IIae q. 91 a. l.
 
Siendo la ley, como ya hemos dicho, regla y medida, puede
encontrarse en un sujeto de dos maneras: como en sujeto activo,
que regula y mide, o como en sujeto pasivo, regulado y medido;
porque una cosa participa de una regla y medida en cuanto es
regulada y medida por ella. Por eso, como todas las cosas, que
están sometidas a la divina Providencia, sean reguladas y
medidas por la ley eterna, como consta por lo dicho, es
manifiesto que todas las cosas participan de la ley eterna de
alguna manera, a saber: en cuanto que por la impresión de esa
ley tienen tendencia a sus propios actos y fines. La criatura
racional, entre todas las demás, está sometida a la divina
Providencia de una manera especial, ya que se hace partícipe de
esa Providencia, siendo providente sobre sí y para los demás.
Participa, pues, de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a
la acción debida y al fin. Y semejante participación de la ley
eterna en la criatura racional se llama ley natural.
 
S. T. Ia-IIae, q. 91, a. 2.

NATURALEZA POLÍTICA DEL HOMBRE 5.12

Mas, porque según ya dijimos el hombre es animal


naturalmente sociable que vive entre otros muchos, se halla en él
una semejanza de gobierno divino.
 
SANTO TOMÁS DE AQUINO: De Regimine Principum (1265-66)
[en lo sucesivo R. P.] l. l, c. 12.
 
En el hombre debe haber un triple orden. Uno como
comparación a la norma de la razón en cuanto, a saber, todas las
acciones y pasiones nuestras deben acomodarse a la norma de
la razón. Otro orden por comparación a la norma de la ley divina,
por lo cual el hombre debe ser dirigido siempre. Y si el hombre
fuera naturalmente un animal solitario, este doble orden bastaría;
pero porque el hombre es naturalmente un animal político y
social, como se prueba en I POLIT., por esto precisamente es por
lo que hay un tercer orden, por el cual el hombre está ordenado a
los otros hombres, con quienes debe convivir.
 
S. T. Ia-IIae, q. 72 a. 4.

EL BIEN COMÚN 5.13

Pues precisamente es manifiesto que todo agente obra por un


fin, porque cualquier agente tiende a algo determinado. Y eso a lo
cual tiende determinadamente el agente debe serle conveniente;
pues no tendería a ello sino en razón de alguna conveniencia con
él. Y lo que es conveniente a alguno es bueno para él. Luego
todo agente obra por un bien…
Además: el bien particular se ordena al bien común como a su
fin; pues el ser de la parte se ordena al ser del todo; por lo cual
también el bien de un pueblo es superior al bien de un solo
hombre.
 
ScG. l. 3, c. 3 y 17.

Si la ley se ordena siempre al bien común.


Dificultades. Parece que la ley no siempre tiene por fin el bien
común.
1. A la ley pertenece ordenar y prohibir. Pero los mandatos
recaen a veces sobre bienes particulares. Luego la ley no
siempre tiene por fin el bien común.
2. La ley dirige al hombre en sus acciones. Pero los actos
humanos se ejercen sobre cosas particulares. Luego también la
ley se ordena a algo particular.
3. Dice san Isidoro: “Si la ley es tal como la razón, será ley
todo lo que la razón establezca”. Ahora bien, a la razón toca
ordenar no solamente lo que se refiera al bien común, sino
también lo que afecta al bien privado o particular. Luego no mira
sólo al bien común sino también promulga mirando al bien
particular.
Por otra parte, dice san Isidoro: “la ley no se ordena a ningún
provecho particular, sino a la utilidad común de los ciudadanos”.
Respuesta. Hemos dicho que la ley, como norma y medida de
los actos humanos, pertenece a aquello que es principio de esos
mismos actos. Pero, así como la razón es principio de los actos
humanos, dentro de ella cabe señalar algo que es a su vez
principio de todo lo demás que a la razón se refiere, y a lo cual
mirará la ley más directa y principalmente. —Ahora bien, el primer
principio en el orden operativo al que se refiere la razón práctica,
es el fin último, y como el fin último de la vida humana es la
felicidad o bienaventuranza, como ya dijimos, es necesario que la
ley mire principalmente a ese orden de cosas relacionadas con la
bienaventuranza. Además, si la parte se ordena al todo como lo
imperfecto a lo perfecto, y siendo el hombre individual parte de la
comunidad perfecta, es necesario que la ley propiamente mire a
aquel orden de cosas que conduce a la felicidad común. Y de ahí
que el filósofo haga mención tanto de la felicidad como de la vida
común política en la definición dada de cosas legales: “Llamamos
—dice— cosas legales justas a aquellas que causan y conservan
la felicidad y cuanto a la felicidad se refiere dentro de la vida
común de la ciudad”, pues la ciudad es, como dice el mismo
Aristóteles, la comunidad perfecta.
Por otra parte, en cualquier género de cosas, lo que es por
antonomasia, es principio de todo lo demás, y todo lo demás se
denomina por orden a ello como el fuego, que es el sumo calor,
es causa del calor en los cuerpos mixtos, los cuales en tanto se
denominan cálidos en cuanto participan del fuego. De donde se
sigue que, constituyéndose la ley ante todo por orden al bien
común, cualquier otro precepto sobre un objeto particular no tiene
razón de ley sino en cuanto se ordena al bien común. Por tanto,
toda ley se ordena al bien común.
Soluciones. 1. El precepto lleva consigo la aplicación de la ley
a aquellas cosas que la ley regula. Y como la ordenación al bien
común, que es propia de la ley, es aplicable a fines particulares,
también bajo este respecto se dan preceptos sobre algunas
cosas particulares.
2. Las operaciones se ejercen ciertamente sobre objetos
particulares. Pero estos objetos particulares pueden ser
ordenados a un bien común que es común no por comunicación
genérica o específica, sino por comunicación de finalidad, pues
que el bien común es también fin común.
3. Así como en el orden especulativo nada se da por
firmemente probado a no ser por una reducción a los primeros
principios indemostrables, así en el orden práctico nada establece
la razón sino por orden al último fin, que es el bien común. Pero
todo lo que de este modo establece la razón práctica, tiene
carácter de ley.
 
S. T. Ia-IIae, q. 90 a. 2.

EL BIEN PARTICULAR 5.14

Aquel que busca el bien común de la multitud,


consiguientemente busca también su propio bien, y esto por dos
motivos. En primer lugar porque el bien propio no puede existir
sin el bien común, o de la familia, o de la ciudad, o del reino… En
segundo lugar porque, como el hombre es parte de la casa y de
la ciudad, conviene que el hombre deduzca cuál es el bien para sí
de lo que es prudente según el bien de la multitud: la buena
disposición de la parte depende de su habitud al todo.
El bien común es más fuerte que el bien particular si son del
mismo género.
 
S. T. II, II, q. 47, a. 10 y q. 152, a. 4.

LA REPÚBLICA 5.15

La república no es otra cosa que la ordenación de la ciudad


respecto a todos los poderes que hay en la ciudad, pero
principalmente respecto al máximo poder que domina a todos los
otros poderes. Y esto precisamente porque la imposición del
orden en la ciudad, consiste fundamentalmente en éste, que
domina la ciudad, y tal imposición del orden es la misma
república.
 
SANTO TOMÁS DE AQUINO: In libros III Politicarum expositio
(1272) lect. 5.
 
En cuanto a la buena ordenación de los príncipes en cualquier
ciudad o gente, hay que tener en cuenta dos cosas. De las cuales
una es que todos tengan alguna parte en el poder: mediante esto
se conserva la paz del pueblo y todos aman tal orden y le
guardan. Otra cosa la que atiende a la especie de régimen u
ordenación de los poderes. Pues como son de diversas especies
el primero es el reino, en el que uno domina según la virtud; y la
aristocracia es lo mismo que el poder de los mejores, en la que
unos pocos dominan según la virtud. De donde la mejor
ordenación del poder está en aquella ciudad o reino, en el que
uno hace conforme a la virtud, el cual preside a todos; y bajo éste
están algunos principales en cuanto a la virtud; y, sin embargo, tal
poder pertenece a todos, ya porque pueden ser elegidos de entre
todos, ya porque son elegidos por todos.
 
S. T. I, IIae, q. 105, a. 1.
 
Uno es dominado por otro como libre, cuando dirige a éste a
su propio bien o al bien común. Y tal dominio del hombre, al
hombre se dio en el estado de inocencia por dos razones. En
primer lugar, porque el hombre es naturalmente un animal social
de aquí que los hombres en estado de inocencia hubiesen vivido
socialmente. Pues la vida social de muchos no sería posible, si
no presidiese alguien, que se dirigiera al bien común; pues
muchos se dirigen a muchas cosas; pero uno a una. Y por esto el
Filósofo dice al comienzo de la Política, que cuando muchas
cosas se dirigen a una, siempre se encuentra una como principal
y dirigente. En segundo lugar porque, si un hombre tuviera sobre
todo preeminencia de ciencia y de justicia, sería inconveniente si
esto no redundara en utilidad de los otros.
 
S. T. I, q. 96, a. 4.
 
La justicia, según lo va expuesto, ordena al hombre con
relación a otro, lo cual puede tener lugar de dos modos: primero a
otro considerado individual mente, y segundo, a otro en común,
esto es en cuanto que el que sirve a una comunidad sirve a todos
los hombres que en ella se contienen. A ambos modos puede
referirse la justicia según su propia naturaleza. Es, empero,
evidente que todos los que componen alguna comunidad se
relacionan a la misma como las partes al todo; y como la parte,
en cuanto tal, es del todo, síguese que cualquier bien de la parte
es ordenable al bien del todo. Según esto, el bien de cada virtud,
ya ordene el hombre a sí mismo, va le ordene a otras personas
singulares, es referible al bien común, al que ordena la justicia.
 
S. T. II, IIae, q. 58 a. 5.

EL ABSOLUTISMO POLÍTICO 5.16


Es un hecho que del plano natural pasa al plano de la
humanidad, que quien se levanta contra otro debe sufrir, a la hora
de la revancha, el castigo de éste… También en el hombre surge
una inclinación natural a oprimir a quien se alza contra nosotros.
Pero es manifiesto que todas las cosas contenidas bajo un
determinado orden forman, en cierto grado, unidad en relación al
principio de dicho orden. Es, por tanto, lógico que quien se
levante contra el orden establecido, reciba del mismo orden, o del
príncipe que lo mantiene, su castigo merecido.
 
S. T. I-IIae, q. 87 a. 1.
 
Después se debe disponer el gobierno de la República de
manera que al rey que hubiesen instituido se le quite ocasión de
tiranizar, y justamente moderar su potestad, para que no pueda
fácilmente inclinar a la tiranía; y para que esto sea, se
considerará lo que adelante iremos diciendo.
Finalmente se debe cuidar de lo que se haría si el Rey se
convirtiese en tirano, como puede suceder, y sin duda que si la
tiranía no es excesiva, que es más útil tolerarla remiso por algún
tiempo que, levantándose contra el tirano, meterse en varios
peligros que son más graves que la misma tiranía.
 
R. P. 1. 1, c. 6.

CONDENA DE LAS 219 PROPOSICIONES 5.17

ERRORES FILOSÓFICOS

Sobre la naturaleza de la filosofía


1. Que no hay situación más excelente que el estudio de la
filosofía.
2. Que los únicos hombres sabios del mundo son los filósofos.
3. Que en orden a tener alguna certidumbre sobre una
conclusión, el hombre debe basarse en los principios evidentes
de por sí. La declaración es errónea porque se refiere de forma
general tanto a la certidumbre de aprehensión como a la de
adhesión.
4. Que nadie puede sostener nada a menos de que sea
evidente de por sí o pueda demostrarse a partir de principios
evidentes de por sí.
5. Que el hombre no puede contentarse con el principio de
autoridad para tener certidumbre acerca de alguna cuestión.
6. Que no hay racionalmente cuestión disputable que el
filósofo no deba disputar y determinar, ya que las razones se
derivan de las cosas. Pertenece a la filosofía, en una u otra de
sus partes, considerar todas las cosas.
7. Que, además de la disciplinas filosóficas, son necesarias
todas las ciencias, aunque éstas solamente en razón de la
costumbre humana.

Sobre la posibilidad del conocimiento de Dios.


8. Que nuestro intelecto por su poder natural puede alcanzar
un conocimiento de la causa primera. Esto no suena bien y es
falso si lo que significa es el conocimiento inmediato.
9. Que podemos conocer a Dios en su esencia en esta vida
mortal.
10. Que no puede conocerse nada sobre Dios excepto que
existe.
27. Que la primera causa no puede hacer más que un solo
mundo.
42. Que Dios no puede multiplicar individuos de la misma
especie sin materia.
43. Que Dios no podría fabricar varias inteligencias de la
misma especie porque las inteligencias no tienen materia.
50. Que si hubiera alguna sustancia separada que no moviera
algún cuerpo en este mundo sensible, no sería incluida en el
universo.
53. Que una inteligencia o un ángel o un alma separada no
existen en ninguna parte.
54. Que las sustancias separadas no, están en ninguna parte
de acuerdo a su sustancia. Esto es falso si entendemos que
quiere decir que la sustancia no está en un lugar. Si, sin embargo,
entendemos que quiere decir que la sustancia es la razón del ser
en un lugar, es verdad que no se encuentran en ninguna parte
conforme a su sustancia.
55. Que las sustancias separadas están en algún lugar por su
función, y que no pueden moverse de un extremo a otro o al
medio, salvo en cuanto puedan funcionar en el medio o en los
extremos. Esto es falso si por ello entendemos que sin función
una sustancia no está en ningún lugar y que no pasa de un sitio a
otro.
110. Que las formas no se dividen sino mediante la materia.
Esto es falso a menos que se hable de formas extraídas de la
potencia de la materia.
115. Que Dios no podría crear varias almas numéricamente
diferentes.
116. Que los individuos de la misma especie difieren
solamente por la posición de la materia, como Sócrates y Platón,
y que ya que la forma humana que existe en cada uno es
numéricamente la misma, no es sorprendente que el mismo ser
esté numéricamente en diferentes lugares.
 
apud P. MANDONNET: Siger de Brabante et l’averroïsme latin au
XIII siècle, 2e partie Textes inédits pp. 175-91.

DIOS «POTENTIA ABSOLUTA» 5.18

1 Controversia entre filósofos y teólogos.


5. Como se ve, en torno a esta cuestión hay controversia
entre filósofos y teólogos. Los filósofos, en efecto, admiten la
perfección de la naturaleza y niegan la perfección sobrenatural, y
los teólogos, por el contrario, aceptan estas tres cosas: defecto
de la naturaleza, necesidad de la gracia y perfección
sobrenatural. (…)
12. Contra la posición de los filósofos se arguye de tres
maneras.
Advertencia: Has de notar que las cosas sobrenaturales,
cualesquiera que ellas fueren, son, en su referencia al hombre
viador, inaccesibles a la razón natural ya en cuanto a su
existencia, ya en cuanto a su necesidad para perfeccionamiento,
ya, por último, en cuanto a su cognoscibilidad respecto aun del
que las posee como en sujeto de inhesión. Por donde no es
posible sobre el particular el empleo de la razón natural contra
Aristóteles: si se arguye, en efecto, a base de las cosas creídas,
carece de eficacia el razonamiento, pues salta a la vista que el
filósofo no tendrá a bien conceder premisas de la fe. Conste, por
tanto, que los razonamientos contra el filósofo aquí formulados
tienen como una de las premisas alguna verdad creída o probada
mediante verdad creída, y que, por lo mismo, no son sino
persuasiones teológicas, en las cuales de una verdad de fe se
llega a otra verdad de fe.
13. Primer razonamiento principal. En cuanto a la primera
manera de argüir, se razona así: Todo el que obra por
conocimiento, necesita saber distintamente su fin. La razón es
porque todo el que obra por un fin, obra movido de la apetencia
de ese fin; pero todo el que obra de por sí, obra por un fin; luego
todo el que obra de por sí, apetece a su modo ese fin. Luego, así
como el agente natural debe necesariamente apetecer el fin, en
atención al cual ha de obrar, así, el agente espiritual, cuyo es
obrar de por sí según el Il Physicorum, reclama por necesidad la
apetencia del fin, en gracia del cual ha de ordenarse la acción del
agente. Por donde la mayor es evidente.
Es así que el hombre no puede, por medios naturales,
conocer distintamente su fin; luego, para así conocerlo, necesita
conocimiento sobrenatural. (…)
26. Pero a la pregunta de si la existencia pertenece a algún
concepto nuestro de Dios, de suerte que la proposición que
enunciara la existencia de tal concepto fuese conocida por sí —
puede haber en nuestro entendimiento algún concepto de Dios,
no común a El y a la criatura, por ejemplo, el concepto de ser
necesario o de ser infinito, o de sumo bien, y de tal concepto
como es concebido por nosotros podemos predicar la existencia
—, respondo que tal proposición no es conocida por sí por tres
razones:
27. Primera: toda proposición semejante es conclusión
demostrable y demostrable propter quid. Prueba: Todo lo que
conviene a un concepto primaria e inmediatamente puede
demostrarse propter quid de su contenido, usando como medio
tal concepto. Ejemplo, si el triángulo tiene primariamente tres
ángulos, iguales a dos rectos, esta propiedad puede demostrarse
propter quid aunque no primariamente de todo lo que el triángulo
contiene, usando como medio el término “triángulo”, del modo
siguiente: alguna figura (género contenido en el triángulo) tiene
tres ángulos, etc., igualmente puede demostrarse de cualquier
especie de triángulo que tiene tres ángulos. Ahora bien, la
existencia conviene primariamente a esta esencia (divina) en
cuanto “ésta”, cual la ven los bienaventurados. Luego, usando
como medio esta esencia, puede demostrarse con demostración
propter quid la existencia de todo lo que podemos concebir de
ella, sea como superior (quasi-género), sea como atributo, como
por la proposición “el triángulo tiene tres ángulos” se demuestra
que alguna figura tiene tres ángulos, etc. Luego no es proposición
conocida por sí de sus términos; si lo fuera, no podría
demostrarse con demostración propter quid.
28. Segunda razón: La proposición conocida por sí es
evidente a todo entendimiento que conoce sus términos. Pero la
proposición “el ser infinito existe” no es evidente para nuestro
entendimiento por sus términos. Prueba: no concebimos tales
términos antes de que creamos la proposición o la conozcamos
por demostración; es decir, en principio no es evidente, la
admitimos con certeza por fe o por demostración, no por la
concepción de sus términos.
29. Tercera razón: Ninguna nota de un concepto que no es
simplemente simple, es conocida por sí si no es conocida por sí
la unión de sus notas. Pero ningún concepto que tenemos de
Dios, propio a El e inaplicable a las criaturas, es simplemente
simple; o al menos ningún concepto distintamente percibido por
nosotros como propio de Dios es simplemente simple. Luego
ninguna nota de tal concepto nos es conocida por sí, si no nos es
conocida por sí la unión de sus notas. Y esta unión no nos es
conocida por sí; es demostrada, como consta de las dos razones
anteriormente dadas. (…)
41. Pruébase esto mismo, en segundo lugar: La razón es
porque estas propiedades no se conocen mediante conocimiento
propter quid, sino des pues de haber sido conocidos los sujetos
propios de las mismas, los cuales son los únicos que incluyen las
propiedades propter quid; pero los sujetos propios en que se
sustentan las propiedades no son naturalmente cognoscibles a
nosotros; luego, etc.
Pero tampoco las conocemos por demostración quia o por los
efectos. Aserto que se prueba diciendo que los efectos, en cuanto
a estas propiedades, dejan el entendimiento en duda o lo inducen
a error. Lo cual aparece claro en las propiedades de la sustancia
primera inmaterial considerada en sí misma. Propiedad suya es,
en efecto, comunicarse a tres personas. Pero los efectos no la
ponen de manifiesto, pues no provienen de Dios en cuanto trino.
Y si de los efectos concluyésemos a la causa, seríamos llevados
más bien a la parte contraria o al error, ya que en ningún efecto
existe naturaleza no supositada. Asimismo propiedad es de la
primera naturaleza causar ad extra contingentemente: y, sin
embargo, los efectos inducen a parte contraria o al error, como es
de ver en la opinión de los filósofos, según los cuales el primer
ser causa necesariamente cuanto causa. Y en cuanto a las
propiedades de las demás sustancias, tenemos el mismo
resultado, como quiera que los efectos nos conducen más a su
sempiternidad y necesidad que a su contingencia y temporalidad.
De la misma manera vemos filósofos que, basándose en los
movimientos, concluyen a la correspondencia entre el número de
las sustancias separadas y el número de los movimientos
celestes, y añaden que estas sustancias son no sólo
bienaventuradas, sino también impecables. Afirmaciones que son
absurdas.
Señor Dios nuestro, los católicos pueden concluir de lo dicho
muchas perfecciones tuyas que fueron conocidas por los
filósofos. Tú eres el primer eficiente. Tú eres el fin último. Tú eres
supremo en perfección, trasciendes todas las cosas. Tú eres
completamente incausado, por tanto ingenerable e incorruptible;
más, eres absolutamente incapaz de no ser, pues eres
intrínsecamente necesario; y, por consiguiente, eres eterno,
porque posees simultáneamente interminabilidad de duración sin
potencia a la sucesión, pues sólo puede darse sucesión en lo que
es causado continuamente o al menos depende de otro en el ser,
dependencia que está lejos de un ser que es intrínsecamente
necesario.
Tú eres viviente con vida nobilísima, porque eres dotado de
inteligencia y voluntad. Tú eres feliz; más, eres esencialmente
felicidad, porque eres comprensión de Ti mismo. Tú eres visión
clara y dilección deleitabilísima de Ti; y aunque eres feliz en Ti
solo y te bastas sumamente, con todo entiendes todo lo inteligible
simultánea y actualmente. Tú puedes simultánea, contingente y
libremente querer, y, queriendo, causar todo lo causable. Por
consiguiente tu poder es verísimamente infinito. Tú eres
incomprensible, infinito, pues ningún ser omnisciente es finito,
ningún ser de poder infinito es finito, ni lo supremo se da en los
seres, ni el fin último es finito, ni lo que existe por sí y es
totalmente simple es finito.
Tú eres el ápice de la simplicidad, pues no tienes partes
distintas, ni tienes en tu esencia realidades realmente no
idénticas. En Ti no puede darse ninguna cantidad, ningún
accidente; por consiguiente, no eres accidentalmente mudable;
probé más arriba que eres esencialmente inmutable.
Tú solo eres simplemente perfecto, no un ángel o cuerpo
perfecto, sino ser perfecto; no te falta ninguna entidad que puede
hallarse en un ser. No toda perfección puede hallarse
formalmente en un ser, puede hallarse en alguno formal o
eminentemente, como se halla en Ti, Dios, que eres el supremo
de los seres, el solo infinito entre los seres.
Tú eres bueno sin límites, y comunicas liberalísimamente los
rayos de tu bondad; a Ti, al ser amabilísimo, recurre cada uno de
los seres como a su fin último.
Tú sólo eres la verdad primera, pues lo que no es lo que
aparece, es falso. Por lo tanto, en lo falso la apariencia se
distingue, de la naturaleza; si no se distinguiera, la naturaleza
aparecería tal como es. En Ti la apariencia no se distingue de tu
ser; apareces en tu esencia que primeramente se te aparece a Ti
mismo; no hay en Ti apariencia posterior.
En tu esencia, digo, todo lo inteligible está presente a tu
entendimiento en toda su inteligibilidad. Tú eres, por tanto,
preclarísima verdad inteligible y verdad infalible, y cierta y
exhaustivamente comprendes toda verdad inteligible. Pues las
otras cosas, que en Ti aparecen, no aparecen para que te
engañen, porque en Ti aparecen; esta razón de aparecer no
impide que la razón propia de lo que es mostrado por ella
aparezca a tu entendimiento. Nuestra vista se engaña cuando la
apariencia de algo extraño impide que aquello que es aparezca;
esto no sucede en tu entendimiento. Más, apareciéndosete tu
esencia, todo ser que reluce en esta esencia con la perfectísima
claridad de ella, se te aparece según la razón propia de tal ser.
 
J. DUNS SCOTO: Dios uno y trino.

EL NOMINALISMO DE OCCAM 5.19

Se manifiesta, por medio de razones, que ningún universal es


alguna cosa existente fuera del alma.
Y porque no basta exponer estas cosas, sino que también han
de ser probadas por la razón, aduciré algunas razones a favor de
las mismas y las confirmaré por medio de autoridades. En efecto,
que ningún universal es alguna sustancia existente fuera del alma
se puede probar evidentemente. Primero así: ningún universal es
una sustancia singular y numeralmente una, pues si se dijera que
lo es, se seguiría que Sócrates sería un universal, porque no
existe mayor razón para que un universal sea una sustancia
singular que otra cualquiera. Por consiguiente, ninguna sustancia
singular es un universal, pues toda sustancia es una
numeralmente y singular, porque toda cosa es una cosa y no
muchas cosas; si, pues, es una cosa y no muchas, es una
numeralmente, pues esto es llamado por todos uno
numeralmente.
Si empero, alguna sustancia es muchas cosas: o es muchas
cosas singulares o muchas cosas universales. Si se da lo
primero, se sigue que alguna sustancia sería muchos hombres, y
entonces aunque el universal se distinguiera de un particular no
se distinguiría, sin embargo, de los particulares. Empero, si
alguna sustancia fuera muchas cosas universales, tomo una de
aquellas cosas universales y pregunto: o es muchas cosas, o una
y no muchas. Si se da lo segundo, se sigue que es singular; si lo
primero, pregunto si es muchas cosas singulares, o muchas
cosas universales; y así se tendría un proceso al infinito, o se
daría que ninguna sustancia es universal, de manera que no sea
singular.
Asimismo, si algún universal fuera una sustancia existente en
las sustancias singulares, distinta de ellas, se seguiría que podría
existir sin ellas, porque toda cosa anterior a otra naturalmente,
puede existir sin ella por medio del poder divino. Mas el
consiguiente es un absurdo; luego, etc.
Asimismo, si esa opinión fuese verdadera, no podría ser
creado ningún individuo si algún individuo preexistiera, porque no
recibiría todo su ser de la nada si el universal que existe en él
existió antes en otro. Por lo mismo, se seguiría que Dios no
podría aniquilar simplemente a un individuo si no destruyese a los
demás individuos, porque si aniquilase a algún individuo
destruiría todo lo que existe de esencia de aquel individuo y, por
consiguiente, destruiría aquel universal que existe en él y en los
otros y, por consiguiente, no permanecerían los otros, como no
pueden permanecer sin una parte de su sustancia cual es puesta
por aquel universal.
Asimismo, tal universal no puede ser puesto como algo
totalmente fuera de la esencia del individuo; será, por
consiguiente, de la esencia del individuo, y, por consiguiente, el
individuo se compondría de universales, y así el individuo no
sería más universal que el singular.
Asimismo, se sigue que algo de la esencia de Cristo sería
mísero y condenado, porque aquella naturaleza común existente
realmente en Cristo y en el condenado sería condenada, como en
Judas. Mas esto es absurdo, luego… Otras muchas razones
pueden ser aducidas, las cuales omito en gracia a la brevedad…

Sobre la opinión de Scoto referente al universal, y a su


impugnación.
Y, por lo tanto, debemos afirmar con los filósofos, que en la
sustancia particular nada existe enteramente sustancial, a no ser
la forma particular o la materia particular o algo compuesto de
ambos, y por dicho motivo no se puede fantasear que en
Sócrates existe la humanidad y la naturaleza humana distinta en
alguna manera de Sócrates, a lo cual se añade una diferencia
individual que contrae dicha naturaleza, sino que todo lo
imaginable sustancial existente en Sócrates, o es la materia
particular, o la forma particular, o lo compuesto de ambas. Y por
lo tanto, toda esencia y quididad y todo lo que es sustancial, si
existe realmente fuera del alma, o es materia simple y
absolutamente, o es forma, o lo compuesto de ambos, o una
sustancia inmaterial abstracta, según la doctrina de los
peripatéticos.
 
G. DE OCCAM: Summa totius logicae (1324).
Capítulo 6

EL RENACIMIENTO

E L fenómeno histórico del Renacimiento provoca la


unánime discrepancia de los estudiosos a la hora de
señalarle límites cronológicos precisos, o determinar un
específico contenido que permita llegar a una definición del
concepto. Tanto la idea de una ruptura con el mundo
medieval, como la enumeración de una específica
problemática renacentista han sido negadas, poniendo de
relieve la existencia de un encadenamiento estrecho entre
los problemas de una y otra época, hasta el extremo de que
Kristeller pueda considerar como Renacimiento la época que
va de 1300 a 1600, y que no existe aspecto de la cultura
renacentista para el que no se hayan descubierto
antecedentes medievales. A pesar de todas las críticas, el
Renacimiento sigue siendo un concepto válido, por cuanto
sintetiza una serie de respuestas a otros tantos
fundamentales problemas.
El Renacimiento tiene su inicial manifestación en la
conciencia que los escritores de los ss. XIV y XV tienen,
acerca de la peculiaridad de su propia época como
renovadora del mundo clásico tras una larga y oscura Edad
Media [1]. Para facilitar el contacto con la cultura clásica se
llegó a definir un ciclo de disciplinas escolares —studia
humanitatis— centradas en el estudio de la gramática,
retórica, historia, poesía y filosofía moral, sobre la base de
textos clásicos latinos y griegos. Los studia relegan a
segundo plano las cuestiones filosóficas (lógica, metafísica)
al igual que las científicas (matemáticas, física, astronomía,
medicina), las jurídicas y teológicas [2]. El término
humanista, acuñado en la época, designa originariamente a
la persona que ha recibido y aplica una específica educación
literaria [3], en tanto la forma humanismo, en su sentido
actual de interés por los valores humanos, no surgirá hasta
comienzos del siglo XIX.
El primer resultado de este tipo de educación será la
incorporación al patrimonio cultural de Occidente de la
literatura clásica, que alcanzará prácticamente su volumen y
límites actuales; obra acompañada de una sistemática
difusión y depuración, que les llevó a crear la técnica de la
crítica textual e histórica, cuya resultado más espectacular
será la denuncia de la donación de Constantino como una
falsificación medieval [4].
El humanismo no implica sin embargo ninguna común
doctrina, fuera de la afirmación reiterada del valor del
hombre y su individualidad. La preocupación por lo personal
que Burckhardt ejemplificó en determinados acontecimientos
significativos, tales como la aparición del retrato o la
biografía [5] que tienden a perpetuar una realidad humana
transitoria, caracteriza el fenómeno renacentista del
individualismo, que es un sentimiento de satisfacción y
orgullo derivado de la condición humana, de acuerdo con el
aforismo clásico que hace al hombre medida de todas las
cosas. El De dignitate et excellentia hominis (1452) de
Gianozzo Manetti, escrito como réplica al De contemptu
mundi de Inocencio III sobre la condición miserable de la
humanidad, el De hominis dignitate de Pico de la Mirándola y
la Fábula del hombre de Vives, constituyen muestras
significativas del credo humanístico en la capacidad y
libertad del hombre para forjar su destino [6].
La vida terrenal del hombre adquiere un valor específico
y decisivo que justificará el esfuerzo por hacer de ella una
auténtica obra de arte. De aquí la preocupación por renovar
la educación liberándola de las fórmulas escolásticas [7],
defendiendo los estudios humanísticos o destacando la
importancia de la razón en la educación de los niños como
en el De pueris statim ac liberaliter instituendis (1529) de
Erasmo [8]. El resultado que se pretende alcanzar
constituirá un nuevo arquetipo humano que sustituye al
caballero medieval por el cortesano de Castiglione [9] o el
gentleman definido por Peacham.
La antropología renacentista coincide en el
reconocimiento de lo individual como valor esencial del
hombre, aun cuando sus desarrollos doctrinales conduzcan
a elaboraciones muy diversas. Petrarca (1304-74), el
«primer hombre moderno», creador del italiano como lengua
literaria y el primero en ascender a una montaña para
descubrir la naturaleza [10], es igualmente el iniciador de la
antropología individualista. Para el hombre del Medioevo el
sentido de su vida no se comprende al margen del destino
general de la especie humana, y éste no es en definitiva sino
la historia de la caída y el esfuerzo por la regeneración que
conduce a la beatitud, estado perfecto frente al cual la vida
no es sino puro tránsito. Petrarca conserva la conciencia del
hombre como pecador, pero en lugar de desear escapar al
sufrimiento de su alma, en lugar del arrepentimiento y odio
de sus pecados, encuentra en el dolor y en general en los
sentimientos de su alma la fundamental realidad de su
existencia, aquello que le hace ser lo que es y le distingue
de los demás [11].
La antropología renacentista, inicialmente simple
conciencia de la propia individualidad, conocerá un
desarrollo doctrinal tanto en los medios en que domina la
corriente platónica, como en los que siguen fieles al
aristotelismo. Marsilio Ficino y Pico de la Mirándola, los más
caracterizados representantes del platonismo practicado en
la Academia de Florencia, coinciden en destacar el valor de
la conciencia, del alma, como el hecho diferencial que
permite al hombre escapar al orden de la naturaleza al que
pertenece en cuanto criatura. Anima igitur per mentem est
supra factum (Ficino. Theologia Platónica). La conciencia
permite al hombre objetivar la naturaleza, en cuanto es
capaz de contemplarla, y la contemplación la conduce
finalmente a Dios, única realidad en que el alma puede
satisfacerse. Lo significativo de este planteamiento reside sin
embargo en que el valor no esté tanto en la meta
perseguida, cuanto en el camino que se recorre, en la lucha
por realizar el destino de su alma, circunstancia que hace al
hombre distinto y en cierto sentido superior a los puros
espíritus que son los ángeles [12].
Pomponazzi, el más famoso aristotélico de su tiempo
(1462-1526), autor de un De inmortalitate animae arranca no
de la nostalgia que impulsa al alma a Dios, sino de la
concreta realidad del hombre, ser intermedio en una
jerarquía de criaturas y cuyo intelecto, sin ser material en su
sustancia, está sin embargo vinculado y limitado por la
materia hasta el punto de no poder conseguir un
conocimiento puro, al margen de la realidad sensible. El
hombre es alma y cuerpo, pero precisamente este alma y
este cuerpo singulares, unidos entre sí de tal modo que su
destino no podría reducirse al de una de sus partes. La
conclusión de Pomponazzi es la no aceptación de cualquier
prueba filosófica de la inmortalidad del alma, por cuanto la
realización del destino del alma contemplativa equivaldría a
la renuncia del hombre a su única realidad, la realidad del
hombre en el mundo [13].
Una segunda dirección del pensamiento renacentista
centrará su interés en los problemas teológicos y religiosos a
los que aplicará los principios de la formación humanística lo
que determina, paralelamente a la vuelta a los clásicos, un
retorno a las fuentes del cristianismo. El nacimiento de una
filología sacra conducirá a la revisión de las fuentes, la
crítica de determinadas versiones de la Vulgata, la edición
de textos originales, una de cuyas máximas realizaciones
será la Biblia políglota complutense, junto con la de nuevas y
cuidadas traducciones de los textos sagrados, que tendrá en
la versión del Nuevo Testamento realizada por Erasmo su
representación más caracterizada.
Del mismo modo que la educación humanista manifiesta
una declarada hostilidad por los métodos escolásticos y trata
de proporcionar una formación moral al individuo a través de
la lectura y la experiencia de los clásicos, el humanismo
cristiano mostrará una paralela indiferencia por las
cuestiones dogmáticas y teológicas, para centrar su interés
en los problemas éticos del individuo y en su personal
relación con Dios. El humanismo cristiano al penetrar en el
norte de Europa, en la segunda mitad del siglo XV, entra en
contacto con una tradición religiosa —la de los Hermanos de
la vida común y la congregación de Windesheim—
forjadores de la Devotio moderna, caracterizada por buscar
la comunión espiritual con Dios a través de Cristo, y cuya
obra más representativa es la Imitación de Cristo de Tomás
de Kempis, significativa por la falta de referencia a
una^precisa sistematización teológica y por la marcada
preocupación moralizadora. La profusión de citas bíblicas y
la ausencia casi total de cualquier otra fuente explica el que
haya sido conservada como texto religioso por las diversas
religiones cristianas surgidas de la Reforma [14].
Erasmo de Rotterdam, discípulo de los Hermanos de la
vida común en su escuela de Deventer, dotado de una
profunda formación humanista adquirida al azar de sus
desplazamientos, se convertirá en la más significativa figura
del humanismo cristiano. En él se combinan los temas
fundamentales del pensamiento de su siglo. Es la autoridad
máxima en la exégesis bíblica, como lo prueba su ya citada
traducción del Nuevo Testamento. Hace del «conócete a ti
mismo» Si te ipsum non exprimis, mendax speculum tua
fuerit oratio— el punto de partida de una concepción
antropológica inspirada por un radical individualismo. El
hombre no puede identificarse con el alma que contempla la
propia vida, sino que es esa misma vida. El hombre es una
criatura débil y sujeta al error, los hombres son locos pero la
mayor locura es querer escapar a su propio destino, a su
propia vida [15]. Partiendo de esta realidad esencial de la
vida humana, del reconocimiento del yo como hombre, el
individuo busca alcanzar a Cristo, no a través del
conocimiento teológico [16], sino por medio de la caridad y a
través de la libertad del cristiano [17], tal como ha sido
establecido en la Escritura cuya lectura recomienda [18].
Una última dirección del pensamiento renacentista es la
que conduce al conocimiento empírico, representado por
Leonardo de Vinci en el terreno de la observación de la
naturaleza y por Maquiavelo en el de la sociedad. Los
dibujos anatómicos y las notas que sobre toda clase de
problemas físico-matemáticos dejó Leonardo, constituyen el
testimonio de una nueva postura que no por tener
antecedentes medievales deja de ser característica del
hombre moderno. Observación y experiencia son
reconocidos como las únicas vías ciertas que conducen al
conocimiento de la naturaleza [19].
Maquiavelo es considerado como el fundador del
pensamiento político moderno por ser el primero en describir
la realidad sociopolítica al margen de todo planteamiento
ético o extrapolítico [20]. La verdad efectiva, lo que el
hombre hace, constituye el punto de partida, desde el que se
remonta por inducción a los principios generales que regulan
la vida política. La teoría política, clásica o cristiana,
encontraba su justificación en fines que por ser de orden
ético o religioso resultaban transpolíticos, de forma que la
solución al problema del mejor régimen político se resolvía
siempre más allá de la realidad política, en el terreno del
puro deber ser. El hombre, al que la naturaleza ha dado una
ilimitada capacidad de desear [21] no ha sido en cambio
dotado de una norma paralela (derecho natural) que
proporcione una orientación moral constante a su acción. En
consecuencia su comportamiento no se ajustará
espontáneamente a ningún principio ético, y sólo por
necesidad aceptará someterse a un orden. Tal es en
definitiva el origen del Estado que, al menos en su principio,
ofrece al hombre protección y seguridad para su vida y
hacienda, de que se deriva a su vez una norma capaz de
justificar la existencia del Estado sin tener que recurrir a
valores suprapolíticos. El bien común proporciona esta regla
de conducta, y su realización, independiente de todo criterio
moral, justifica la existencia y la acción del Estado, es la
razón de Estado, término que Maquiavelo no acuñó, pese a
haberla definido [22].
El establecimiento del Estado es siempre obra de la virtu
de un fundador o renovador que no está sometido en su
acción a ninguna norma moral o política salvo la del éxito
[23], aunque su gobierno si ha de durar deberá garantizar la
seguridad de la vida y la propiedad de los súbditos [24]. El
Estado, para mantenerse, necesita del espíritu público que
sólo puede proceder de la religión o de la libertad de los
ciudadanos, pero, aun así, estará sometido a la inevitable ley
de la transformación o corrupción de los Estados, que
permite explicar tanto la evolución interna de las
instituciones (monarquía o tiranía, aristocracia u oligarquía,
democracia o confusión) como la gran revolución cíclica de
las formas de gobierno (monarquía - aristocracia -
democracia), o finalmente la atracción y conquista de los
Estados enfermos por los sanos [25].
Textos 6

LA VUELTA A LOS CLÁSICOS 6.1

Pero el dolor me impide hablar más y me exaspera y me


obliga a llorar, cuando veo desde qué posición y a qué lugar ha
caído la lengua. Pues, ¿qué amante de las letras y del bien
público podrá abstenerse de llorar viéndola en el mismo estado
en el que en tiempos estuvo Roma al ser conquistada por los
galos? Todo fue derribado, incendiado, destruido y a duras penas
el Capitolio logró subsistir. Desde hace siglos no sólo nadie habla
ya el latín, sino que ni siquiera lo entiende al leerlo. Los
estudiosos de la filosofía no comprenden a los filósofos, los
abogados no entienden a los oradores, los jueces a los juristas, y
los restantes no han entendido ni entienden los libros de los
antiguos, como sí una vez perdido el Imperio romano no nos
conviniera ni hablar ni entender el latín, dejando que el moho y la
herrumbre borre aquella gloria de la latinidad. Muchas y variadas
son las opiniones de hombres sabios, que explican el por qué ha
sucedido esto. Yo no me atrevo a pronunciarme en favor ni en
contra de ninguna de ellas. Lo mismo que tampoco me atrevo a
explicar, por qué aquellas artes, que tanto se acercan a las
liberales, es decir, la pintura, la escultura y la arquitectura cayeron
durante tanto tiempo tan bajo, que junto con las letras parecieron
muertas; y por qué ahora se levantan y resucitan y existe una tan
gran abundancia de buenos artistas y de hombres de letras. Pero
de cualquier forma, lo mismo que el tiempo pasado fue triste
porque no se encontró en él ningún hombre sabio, de igual
manera en esta nuestra época debemos congratularnos, porque
si nos esforzamos un poco, confío que pronto restauraremos,
más que la ciudad, la lengua de Roma y con ella todas las
disciplinas.
 
L. VALLA: Elegantiae linguae latinae (1444).
 
Así es que por ignorancia de las lenguas de los grandes
escritores, no entendimos lo que nos mandaban, lo que nos
aconsejaban tocante al camino a seguir y la finalidad a conseguir.
La ignorancia de estas lenguas nos privó casi en absoluto del
conocimiento de aquellos autores que redactaron en lengua
griega o latina sus monumentales producciones literarias y las
entregaron a la posteridad. Estas lenguas con la no rompida
continuidad de tantas guerras, casi cayeron en total desuso,
cuando aquellas naciones que pueblan el Septentrión,
extravasándose, se derramaron por Italia y el Occidente todo. (…)
Aquellas hordas bárbaras y bravías de suyo, y ajenas en absoluto
a todo cultivo de la inteligencia, comenzaron por causar en las
bibliotecas gigantescas destrucciones, por prender fuego en las
ciudades y por asolar reinos enteros, y en aquella impía criminal
conflagración quedaron reducidas a ceniza las obras de los
grandes ingenios, con las que sus autores, malos agoreros, se
habían prometido vida y robusta inmortalidad. (…)
Mas la pérdida o el gran oscurecimiento de esas dos lenguas
augustas, latina y griega, trajo forzosamente que en las mismas
tinieblas y envilecimiento quedasen sumidas las artes y
disciplinas que en aquellas lenguas habían tenido su expresión y
que las voces perdieran su sentido preciso y se introdujesen
desconocidos y feos idiotismos.
 
J. L. VIVES: De las disciplinas (1531).

«STUDIA HUMANITATIS» 6.2

Llamamos a estos estudios liberales porque son dignos de


hombres libres. Son los estudios mediante los cuales adquirimos
y practicamos la virtud y la sabiduría. Es la educación que
estimula, fortalece y desarrolla las más altas potencias del cuerpo
y del espíritu, que ennoblecen al hombre y que sólo ceden en
dignidad ante la virtud. Porque, si para un temperamento vulgar el
provecho y el placer son los únicos objetivos de la existencia,
para una naturaleza noble lo son la dignidad moral y la fama. (…)
Vamos a considerar ahora las diversas materias que pueden
incluirse correctamente bajo el nombre de estudios liberales.
Entre éstas, concedo el primer lugar a la historia por su fuerza de
sugestión y su utilidad, cualidades que estimulan tanto al
intelectual como al político. Le sigue en importancia la filosofía
moral, que es, en cierto sentido, un arte liberal puesto que su
propósito es enseñar a los hombres el secreto de la verdadera
libertad. La historia, en consecuencia, nos da ejemplos concretos
de los preceptos inculcados por la filosofía. Una muestra lo que
los hombres deberían hacer, la otra lo que los hombres han
hecho y dicho en el pasado, y las lecciones prácticas que
podemos sacar de ello para el presente. Como tercer objeto
principal de estudio, indicaría la elocuencia que ocupa un lugar
distinguido entre las artes más refinadas. (…)
Brevemente voy a repasar las tres grandes disciplinas
profesionales: medicina, derecho, teología. La medicina, que es
ciencia aplicada, ejerce indudablemente un gran atractivo sobre
el intelectual. Pero no puede considerársela como estudio liberal.
El derecho, basado sobre la filosofía moral, goza evidentemente
de un alto prestigio enteramente merecido si se le eslima materia
de estudio, pero, al practicarse, el derecho se convierte en un
mero comercio. La teología, por su parte, abarca temas situados
fuera de nuestros sentidos, y alcanzables únicamente mediante el
puro instrumento de la inteligencia.
 
P. P. VERGERIUS: De ingenuis moribus (c. 1400-2).
 
Cuando leía su más elegante composición, llegué al lugar en
que resume toda la controversia y esboza la cuestión de si es
lícito a los creyentes cristianos hacer uso de la literatura profana.
Ya había escrito al hermano Juan de Angelis, quien
persistentemente y de manera absoluta negaba que esto fuera
permisible a los cristianos, y le dije que era necesario para la
comprensión de muchos libros escritos por muy santos doctores:
Agustín, Jerónimo y muchos otros. Dije también que cuando nos
oponíamos a la autoridad de los gentiles, ya fueran historiadores
o poetas o, más peligroso todavía, oradores o filósofos, debíamos
armarnos lo mejor posible. No ponemos, decía yo, estos estudios
y tradiciones como un fin en sí mismos, sino como medio para
otras cosas. Ahora, todo el mundo dice que usted disiente
profundamente de esta opinión.
Pero —gracias a Dios, que es la suprema y perfecta Verdad,
de quien como de una semilla, surge cada verdad— usted afirma
en la primera parte de su tratado, con admirable razonamiento,
precisamente lo que yo estoy diciendo. Afirma esto por delante
extensamente y, de manera más convincente, en sus doce
primeros capítulos. En el resto, sin embargo, se encamina a una
conclusión como si estuviera pronunciando un juicio final,
poniendo término a toda la cuestión. Admite que la lectura de la
literatura profana no debe prohibirse a los instruidos y firmes en
su fe, en lo cual nunca he disentido del hermano Juan de Angelis.
Y desde luego, sí acepto esto, no me quedaría nada para
responder a lo que viene después. Pero muchos tienen la
impresión de que desea prohibir de forma total la literatura
profana a los cristianos, lo que sostengo que no debe hacerse y
en esto se muestra conforme aunque sólo en parte. (…)
No dudo que estará de acuerdo conmigo en que aquellos que
aspiren a penetrar en el estudio de la doctrina cristiana deben,
por necesidad, empezar por la gramática. Porque, ¿cómo puede
uno que ignora las letras trabar conocimiento con la Sagrada
Escritura? ¿Y cómo puede uno conocer las letras sin conocer la
gramática? ¿No ve cómo la ignorancia de la gramática ha
inducido en error a los monjes y a todos los que trabajan sin
dicha preparación? No comprenden lo que leen, ni pueden darlo
a conocer a otros.
Un hombre sin formación puede alcanzar una fe simple, lo
admito, pero la Sagrada Escritura, y los comentarios y
exposiciones de los eruditos, no puede entenderlos. Estos los
comprenden únicamente los hombres de letras, es decir, no los
que han estudiado solamente gramática, sino los que tienen una
preparación en dialéctica y retórica. La gramática por sí misma es
en gran parte ininteligible sin un conocimiento de las cosas
generales, sin saber cómo la naturaleza de las cosas cambia, y
cómo todas las ciencias se completan, por no mencionar el
conocimiento de la terminología. Todos los estudios sobre temas
humanos y divinos están relacionados, y el conocimiento de un
tema no es posible sin una educación sólida y completa. Pero, en
cualquier caso, ¿cómo puede relacionarse la facilidad o dificultad
de aprender gramática con la propia doctrina cristiana? Un
cristiano puede conocer apenas lo que debe creer, y si alguien,
con la autoridad de la Escritura o de algún razonamiento débil, se
le opone, no sabrá qué contestarle y comenzará a titubear en su
fe. ¡Cuántas y qué importantes cuestiones tratamos cada día que
no pueden responderse con sinceridad y santa simplicidad, sin
ayuda de la cultura! ¿En qué se convertiría todo el cuerpo de la fe
si todos ignoráramos las letras y la gramática? ¿De qué valdría la
ofensiva de los creyentes contra paganos o herejes sin la cultura
proporcionada por la gramática, la lógica y la retórica?
¿Puede alguien negar que las letras y la gramática las
inventaron los paganos y que, si se prohibieran a los cristianos
estos estudios, el propio arte de la gramática quedaría cerrado
para ellos? Si esto nos parece absurdo, ¿por qué debemos
rechazar por entero el estudio de las obras paganas? Los
problemas gramaticales no afectan a la fe. La gramática no
discute ni examina materias que se refieran a la fe o a la
salvación, y, por ello, no hay peligro en su investigación; ningún
error hostil a la fe puede, por tanto, introducirse a través de ella.
Si las ciencias han de rechazarse por razón de sus inventores —y
es bien sabido que fueron todas inventadas por paganos— ¿por
qué los cristianos las aceptaron de manos paganas? ¿por qué no
¡as hicieron desaparecer? ¿por qué no son condenadas de forma
universal? ¿por qué se enseñan y estudian en sus monasterios?
Creedme, venerable Juan, no es justo ni razonable desterrar,
como sucede, muchas enseñanzas y tradiciones de los paganos,
excluirlas de los hogares cristianos, excepto en lo que se oponen
a la fe y conclusiones de los santos Padres.
Ni creo justo, porque alguno sostuviera alguna opinión
contraria a nuestra fe, proscribir la cultura que nos han legado. Él
error de un autor es una cosa, la falsedad o la corrupción de la
ciencia que ha inventado es otra. De modo que incluso si un
pagano, un publicano, un hereje, o un criminal ha dicho la verdad,
o ha profesado una ciencia inocente en sí misma, las verdades
que haya dicho no pueden condenarse por razón del pecado del
autor.
 
C. SALUTATI: Epístola en defensa de la enseñanza liberal (c.
1374).

EL HUMANISTA 6.3

Vittorino… antes de nada, dio a estudiar a sus discípulos


Virgilio, Homero, Cicerón y Demóstenes; después de que habían
bebido esta leche pura y habían fortalecido un poco su estómago,
pensó que podría darles, sin temor, los historiadores y otros
poetas, que son alimento más correoso. Explicaba gramática con
referencia cuidadosa a estos cuatro libros. Y como el arte de
hablar se divide en dos partes, dialéctica y retórica, entendía que
deberían aprender primero el método y ciencia del razonamiento,
que es, como era, intérprete y director de todos los otros; y así,
entrenaba cuidadosamente a sus discípulos en ello. No los
preparaba en cuestiones sofísticas y respuestas falaces y
retorcidas (que tan to se estudian hoy) sino, ante todo, en definir
la materia a estudiar, distinguir los tipos, añadir las consecuencias
y sacar las conclusiones. (…)
Luego llegaba la retórica… De acuerdo con sus preceptos
normales, obligaba a sus alumnos a una larga práctica de
declamación defendiendo en público causas imaginarias como si
se tratara de hacerlo ante el pueblo o el senado… Luego seguían
las matemáticas —aritmética, geometría, astronomía, música—…
A quienes terminaban este curso, juzgándolos aptos para
escuchar filosofía, Vittorino los enviaba al Liceo, a Platón y
Aristóteles, y no permitía que nadie lo abandonara sin recorrerlo
cuidadosamente por completo.
 
SASSOLO DE PRATO a un amigo.
Acabada la carrera y recorrido el anchuroso estudio de las
letras humanas, declaremos ya de una vez lo que, en nuestro
sentir, tiene que hacer el humanista; cómo debe pasar el tiempo
que la vida le reserve, aisladamente, consigo mismo y en relación
con los otros; en la profesión y práctica de su arte y en el ejercicio
de su enseñanza, cómo se comportará con los que profesan esa
misma arte y disciplina y cómo recibirá las opiniones y censuras
que le afecten; qué forma escrita dará a sus lucubraciones y
cómo las transmitirá a la posteridad. (…) Relacionará unos
estudios con otros, pues todos ellos tienen entre sí alguna
coherencia y parentesco. Volverá a tomar en sus manos algunas
de ellas [las disciplinas] porque de ellas tendrá necesidad
inmediata, y tomará algunas otras para alivio y recreación del
agobiador trabajo presente. Será afanoso de saber y jamás le
pasará por las mientes haber llegado a la cumbre y al cabo de la
erudición. Rebosa muy aguda verdad aquella sentencia de
Séneca, a saber: que muchos pudieran buenamente llegar a la
sabiduría, si no se hubieran persuadido de haber llegado ya. Y el
mismo Séneca, en una de sus cartas a Lucilio, dice: Debes ir
aprendiendo mientras durare tu ignorancia; y si creemos el
proverbio, mientras durare tu vida. En realidad, no hay en la
Naturaleza conocimiento tan asequible y fácil que no pueda
entretener todo el espacio de la vida mortal. No se correrá el
hombre deseoso de aprender de quienquiera tenga algo que
enseñar. ¿Por qué sinrazón un hombre ha de avergonzarse de
aprender de todo hombre, siendo así que el género humano no
se avergonzó de aprender muchas cosas de las bestias? Débese
estudiar con tal templanza que el ingenio no quede aplomado y
sepultado bajo la pesadumbre de la tarea. Débese tener mucho
tiento con nuestra salud y la de aquellos que están confiados a
nuestra vigilancia. (…) Ponderará consigo mismo con frecuencia
la gran muchedumbre de cosas que ignora y que los otros no
tienen la menor duda que las sabe.
 
J. L. VIVES: De las disciplinas (1531).
 

LA CRÍTICA 6.4

Demostraré que esta donación, de la cual los papas aspiran a


deducir sus prerrogativas, fue completamente desconocida de
Silvestre y Constantino. Antes, sin embargo, volveré a refutar el
propio documento —no sólo falso sino estúpido— pues el buen
orden exige que empiece por el principio. Desarrollaré los
siguientes argumentos: primero, que ni Constantino ni Silvestre
se ajustan al esquema presentado; el primero no tenía deseo ni
derecho legal para hacer tal donación, ni poder para entregar
aquellas tierras a otra persona, mientras que el segundo ni las
hubiera querido aceptar ni tenía derecho a hacerlo. En segundo
lugar —suponiendo que estos hechos absolutamente ciertos y
evidentes hubieran sido de otra manera—, Silvestre no habría
aceptado, ni Constantino concedió, la posesión de lo que se
supone fue otorgado; este [territorio] permaneció siempre bajo
control y gobierno de los emperadores. En tercer lugar.
Constantino no donó nada a Silvestre sino a un papa anterior ya
que había sido bautizado antes, y su regalo fue de poca
importancia, con el fin de subvenir a las necesidades ordinarias
del papa. En cuarto lugar, es falso que un ejemplar de la
donación se encontrara en el Decretum de Graciano o se tomara
de la Historia de Silvestre, ya que no se halla ni en ésta ni en
ninguna otra historia. Por su parte, el documento contiene
contradicciones, improbabilidades, absurdos, barbarismos y
algunos desatinos. Además, podría hablar de las pretendidas o
falsas donaciones de algunos otros emperadores. Por añadidura,
señalaré que incluso si Silvestre hubiera poseído las tierras, y él o
cualquier otro papa posterior, hubiera sido expulsado de ellas, la
recuperación resultaría imposible en virtud de cualquier ley divina
o humana debido al largo tiempo transcurrido. Por fin, la actual
extensión de las reivindicaciones del papa no puede justificarse
por prescripción, aunque fuera tan antigua. (…)
En primer lugar, no sólo el individuo que usurpó el puesto de
Graciano y añadió pasajes a la obra de éste debe quedar
convicto de falta de honestidad, sino que los que creen que el
documento fue transcrito en el libro de Graciano demuestran su
ignorancia. Ningún maestro lo ha enseñado nunca, y ni siquiera
se ha encontrado en las primeras ediciones del Decretum. Si
Graciano se hubiera referido a este tema en alguna parte, no lo
habría hecho en el lugar donde lo hace, interrumpiendo el hilo de
su argumentación, sino donde trata del concordato con Luis el
Piadoso. Además hay mil pasajes en el Decretum que se oponen
al sentido de aquel otro. Creo que ya está bien y es suficiente:
hemos ganado. Primero, porque Graciano no dice lo que ellos
falazmente aducen: más concretamente, porque uno puede ver
en innumerables pasajes que lo niega y lo refuta; por fin, porque
defienden a un hombre ignorante y completamente insignificante,
tan estúpido que añade a Graciano algo que no puede concillarse
con el resto de su exposición.
 
L. VALLA. De donatione constantiniana (1440).

LA BIOGRAFÍA 6.5

Verdaderamente admirable y celeste fue Leonardo, hijo de


messer Pedro de Vinci. En la erudición y principios de las letras
hubiera aprovechado grandemente, de no haber sido tan vario e
inestable. Porque se puso a aprender muchas cosas y luego de
comenzadas las abandonaba. Así, en la aritmética, en los pocos
meses que la estudió, hizo tal adelanto, que moviendo de
continuo dudas y dificultades al maestro que le ensoñaba, muy a
menudo lo confundía.
Dedicóse luego a la música, pero pronto quiso aprender a
tocar la lira como quien por naturaleza tenía espíritu elevadísimo;
lleno de galanura y acompañándose de ella, improvisó cantos
divinamente.
Con todo, aunque se dedicase a cosas tan diversas, no dejó
nunca el dibujo ni el relieve, cosas en que tenía más gusto que en
otra alguna. Viendo lo cual messer Pedro, y considerando la
elevación de aquel ingenio, tomó un día algunos de sus dibujos,
los llevó a Andrés del Verrocchio, que era muy amigo suyo, y le
rogó encarecidamente que le dijese si Leonardo, dedicándose al
dibujo, haría cosa de provecho.
Maravillóse Andrés al ver el grandísimo comienzo de
Leonardo y aconsejó a messer Pedro que le hiciese continuar por
aquel camino. Messer Pedro convino con Leonardo en que éste
debía ir al taller de Andrés, cosa que hizo Leonardo de muy buen
grado y contentísimo. Y no se ejercitó en una sola profesión, sino
en todas aquellas en que el dibujo intervenía. Pues tenía una
inteligencia tan divina y maravillosa, que siendo bonísimo
geómetra, no sólo trabajó en la escultura, haciendo en su
juventud en barro algunas cabezas que fueron vaciadas luego en
yeso, como también cabezas de niños que parecían salidas de
manos de un maestro, sino que asimismo hizo muchos dibujos en
arquitectura, así en planta como en otras cosas referentes a
edificios; y fue el primero, aunque jovencillo, que reflexionó
acerca del río Arno para comunicarlo por el canal de Pisa con
Florencia. Hizo diseños de molinos, batanes, ingenios que
pudiesen moverse por fuerza de agua. Pero como quiso que su
profesión fuese la pintura, se esforzó mucho en copiar del natural
y algunas veces en hacer modelos de figuras de barro, sobre las
cuales ponía telas mojadas y untadas de tierra, y después, con
paciencia, se aplicaba a copiarlas sobre telas sutilísimas de
Holanda o lienzos usados, y los pintaba en negro y blanco con la
punta del pincel, que era cosa de milagro; y de ello dan fe todavía
algunos que tengo de su mano en mi libro de dibujos. Además
dibujó en papel con tanta diligencia y tan bien, que en aquellas
sutilezas no le ha igualado nadie. Yo tengo hecha por él una
cabeza de estilo en claroscuro que es divina. Había en aquel
ingenuo infuso tanta gracia de Dios y una reflexión tan profunda,
donde concordaban inteligencia y memoria, y con el dibujo de sus
manos sabía expresar de tal modo su pensamiento, que con sus
razonamientos vencía y con sus conceptos confundía a todo
gallardo ingenio. (…)
Era tan agradable en su conversación, que atraía los ánimos
de todos. Y por esto, no poseyendo, como quien dice, hacienda
ninguna y siendo poco lo que trabajaba, tuvo continuamente
servidores, caballos en que se deleitaba mucho y particularmente
toda clase de animales que, con amor grandísimo y paciencia,
domesticaba. Y mostraba este afecto cuando, pasando a menudo
por lugares donde se vendían pájaros, los sacaba con su mano
de la jaula y pagando el precio a quien los vendía, los soltaba en
el aire, restítuyéndoles la perdida libertad.
 
Era Donato liberalísimo, amoroso y cortés, y para los amigos
mejor que para consigo mismo. Jamás tuvo en estima los
dineros, teniéndolos en una espuerta con una soga al techo
colgados, donde cualquier obrero suyo y amigo cogía lo
necesario sin decirle nada. Pasó la vejez alegremente, y caído en
la decrepitud hubo de ser socorrido por Cósimo y otros amigos
suyos pues no podía trabajar ya. Se dice que al morir Cósimo, lo
dejó recomendado a Piero su hijo, el cual, como diligentísimo
ejecutor de la voluntad paterna, le dio una tierra en Cafaggiolo de
tanta renta que le permitía vivir cómodamente. De lo cual Donato
hizo grandísima fiesta, pareciéndole con esto estar más que
seguro de no poder morirse de hambre. Pero no la tuvo siquiera
un año, pues retornó a Piero y renunció a ella por contrato
público, afirmando que no quería perder su quietud, con las
preocupaciones de pensar en las necesidades familiares y en la
molestia del labrador, el cual cada tres días venía a verlo, ya
porque le habían sido quitadas las bestias por el concejo, por los
impuestos, ya porque la tormenta le había arrebatado el vino o la
fruta, de cuyas cosas estaba tan harto y enojado, que prefería
morirse de hambre a tener que pensar en tantas cosas. Rio Piero
de la simplicidad de Donato y para liberarlo de esta preocupación,
aceptado el poder, que así lo quiso absolutamente Donato, le
asignó en su banco una provisión de la misma renta o más, pero
en dinero contante y sonante, que cada semana le era pagada en
la proporción que le tocaba. De lo cual tuvo sumo contento, y
servidor y amigo de la casa de Médicis, vivió alegremente y sin
preocupaciones todo el resto de su vida, aunque llegado a los 83
años se encontraba tan paralítico que no podía trabajar en modo
alguno y estuviese en el lecho continuamente en una pobre casita
que tenía en la calle del Coromero, vecino de las monjas de San
Nicolás, donde empeorando de día en día y consumiéndose poco
a poco, murió el día 13 de diciembre de 1466, y fue enterrado en
la Iglesia de San Lorenzo.
 
J. VASARI: Vidas de pintores, escultores y arquitectos ilustres
(1550).
Este es un libro de buena fe, lector. Desde el comienzo te
advertirá que con él no persigo ningún fin trascendental, sino sólo
privado y familiar; tampoco me propongo con mi obra prestarte
ningún servicio, ni con ella trabajo para mi gloria, que mis fuerzas
no alcanzan para el logro de tal designio. Lo consagro a la
comodidad particular de mis parientes y amigos para que, cuando
me hayan perdido (lo que acontecerá pronto), puedan encontrar
en él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio
conserven más completo y más vivo el conocimiento que de mí
tuvieron. Si mi objetivo hubiera sido buscar el favor del mundo,
habría echado mano de adornos prestados; pero quiero sólo
mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin
estudio ni artificio, porque soy yo mismo a quien pinto. Mis
defectos se reflejarán a lo vivo: mis imperfecciones y mi manera
de ser ingenua, tanto como la reverencia pública lo consienta. Si
hubiera yo pertenecido a esas naciones que se dice que viven
todavía bajo la dulce libertad de las primitivas leyes de la
naturaleza, te aseguro que me habría pintado bien de mi grado
de cuerpo entero y completamente desnudo. Así, lector, sabe que
yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es razón para
que emplees tu ocio en un asunto tan frívolo y tan baladí. Adiós,
pues.
 
M. DE MONTAIGNE: Ensayos (1580).
 

LA DIGNIDAD DEL HOMBRE 6.6

Hasta aquí he expuesto en los tres libros precedentes de un


modo largo y tendido y con palabras claras y comprensibles, en
cuanto la limitada capacidad de mi inteligencia podía hacerlo,
todo lo que parecía pertenecer y referirse sobre todo a una cierta,
extraordinaria y particular dignidad y excelencia del hombre. Y así
pues, no tuvimos a mal que se nos presentara un momento
oportuno y apropiado para poner fin a esta obra, cosa que sin
lugar a dudas ya habríamos hecho, a no ser que pensáramos que
era interesante refutar lo que gran número de antiguos y
modernos autores han escrito en alabanza y elogio de la muerte,
o acerca de la miseria de la vida humana; ya que en cierto modo
nos parecían afirmaciones contrarias a lo tratado anteriormente
por nosotros. Y en esta nuestra refutación de las anteriormente
citadas opiniones, frívolas y falsas, hemos decidido seguir un
orden, para que el asunto se exponga de un modo más serio y
severo. Así pues, primero responderemos brevemente, según lo
permita la naturaleza y materia de los argumentos, a lo que se
dice acerca de la fragilidad del cuerpo humano, a continuación
responderemos a las opiniones acerca de la vileza del alma y por
último a las objeciones que se ponen a todo el hombre en
general. (…)
Aunque confesamos que todas estas cosas y las restantes de
este género, son verdaderas, sin embargo, si no fuéramos
demasiado quisquillosos, ingratos, obstinados y delicados, nos
atreveríamos a reconocer y afirmar que en esta nuestra común y
cotidiana vida, poseemos más placeres que molestias. Pues si
estudiáramos con atención y cuidado la naturaleza del hombre,
veríamos ¡oh cosa admirable!, que no hay ningún acto humano
del que, al menos, no se obtenga un placer no pequeño. Y así por
medio de cada uno de los sentidos del exterior, de la vista, oído,
olfato, gusto y tacto, el hombre obtiene siempre tantos y tan
fuertes placeres, que algunos de ellos parecen a veces
superfluos, excesivos e inútiles. Es difícil decir o, más bien, es
imposible, de cuántos placeres goza el hombre por la clara visión
de cuerpos hermosos, por la audición de sonidos, sinfonías y
armonías diversas, por el perfume de las flores y de otros olores
semejantes, por el gusto de manjares dulces y suaves, y
finalmente por el tacto de cosas extraordinariamente delicadas.
¿Y qué diremos de los restantes sentidos internos? No podemos
explicar con palabras, de un modo suficientemente claro, cuántos
placeres trae consigo aquel sentido que los filósofos llaman
común al determinar las diferencias entre las cosas sensibles, ni
cuánto nos agrada la representación de las distintas sustancias y
accidentes, ni cuánto el juzgar, el recordar, y por último el
entender, después que aprendimos a imaginar, escribir, juzgar,
recordar y comprender lo que recibimos por alguno de los
sentidos. Así pues, si los hombres gozaran en la vida de los
placeres que ésta trae consigo más que en los sufrimientos y
penas, deberían alegrarse y consolarse mejor que quejarse y
lamentarse, sobre todo al habernos dado la naturaleza
numerosos remedios para el frío, el calor, la fatiga, el dolor y las
enfermedades, remedios que son como seguros antídotos de
estos males, antídotos no pesados, ni molestos o amargos, como
suele suceder con las medicinas, sino más bien suaves,
agradables, dulces y placenteros. Y del mismo modo que, cuando
comemos y bebemos, gozamos admirablemente al saciar el
hambre y la sed, así también nos alegramos y igual manera
cuando nos calentamos, refrescamos, o descansamos. Aunque
los placeres del gusto, son en cierto modo más agradables que
los del tacto, a excepción de los del amor. Y esto último no lo ha
hecho la naturaleza, maestra solícita, inteligente y única, de un
modo fortuito o sin sentido, sino, como dicen los filósofos, por
razones claras y evidentes para que al obtenerse en la unión
entre el hombre y la mujer mayores placeres que en la comida y
la bebida, se conserven más que los individuos, la especie. Pues
ésta se conserva por la unión del hombre y la mujer, y aquéllos
recuperan por medio del alimento el desgaste que sufren. Así,
pues, a cuantos estudian con un poco más de cuidado y atención
la naturaleza de las cosas, les parecen frívolas, vanas y sin
sentido todas las opiniones y argumentos acerca de la debilidad,
frío, calor, fatiga, hambre, sed, malos olores y sabores, visiones,
tactos, privaciones, vigilias, sueño, comida y bebida, y restantes
argumentos en torno a las molestias de la naturaleza humana.
(…)
Así pues, después de haber respondido suficientemente,
como creemos, a los argumentos y a la autoridad de los antiguos
que han sido traídos aquí como testigos, nos queda por
responder brevemente a los argumentos del sumo pontífice
Inocencio III. Y nos ponemos a esto preparados y armados de tal
forma que creemos no nos han de faltar algunas respuestas
apropiadas y convenientes. Pues si el cuerpo del primer hombre
fue formado del barro de la tierra, y los cuerpos de los restantes
seres, tanto animados como inanimados, de otros elementos que
por su naturaleza son considerados más nobles que la tierra,
como él dice y cree y nosotros lo admitimos sin dificultad,
ciertamente que esta creación del hombre, aunque terrena, debía
aparecer más noble y excelente que todas las demás, en tanto en
cuanto superaba a los restantes seres, vientos, planetas y
estrellas, que aunque están hechos de aire y fuego son, sin
embargo, insensibles e inanimados. Pues este animal, racional,
prevenido y astuto, precisamente por esto, tiene un cuerpo más
noble que las bestias y animales, con los que parecía estar
emparentado por su cuerpo, va que era muy apto y estaba muy
preparado para obrar, hablar y entender, cosas de las que
aquéllos carecen. Y de igual modo podía considerársele no sólo
más noble que el viento, y las estrellas, seres privados
completamente de sentidos, sino también más noble que los
peces y aves, criaturas, unas y otras, animadas. Pues aunque el
cuerpo humano no tuviera ningún parentesco con la materia de
aquellos cuerpos, sin embargo, al ser éstos inanimados,
resultaba el hombre un ser superior, por las mismas razones que
expusimos a propósito de las bestias y esta misma superioridad
aparecía con respecto a los seres animados, peces y aves;
porque el hombre había sido hecho por naturaleza de tal forma
que, si no hubiera pecado, no podría morir ni perecer, como
recordamos haber dicho y demostrado, cosa que no era propia de
ningún otro cuerpo. De donde se deduce que el elemento
terrestre debe ser tenido por más admirable y noble que los
demás, ya que, aunque por su naturaliza era más innoble y vil
que los otros, fue dignificado y exaltado en el cuerpo humano. Y
basten estas breves consideraciones acerca del cuerpo del
primer hombre. Ahora quiero responder brevemente a otras
objeciones hechas a los cuerpos de los restantes hombres y a la
concepción y formación del embrión.
Diré que nos han tocado en suerte las mismas condiciones de
los animales perfectos, e incluso condiciones mejores, en cuanto
nuestros cuerpos nacen de mejores y más delicadas semillas que
los cuerpos del resto de los animales, y porque después de haber
nacido se nutren y se forman de sangre más rica y por así decirlo
más pura, ya que al igual que los espermas se originan del
exceso de alimento, así también, según una opinión muy
acreditada de todos los médicos, la sangre se origina de la
sustancia misma de los alimentos. Así pues, cuanto más delicado
y escogido sea el alimento de cada animal, tanto mejor y más
excelente será el esperma que nace de sus residuos. Y lo mismo
debe pensarse de la sangre, que es ciertamente en el hombre
tanto más superior a la del resto de los animales, cuanto el
alimento humano es considerado también más noble que el de
cualquier animal. Las restantes objeciones de Inocencio, acerca
de la desnudez, debilidad y cosas semejantes, las pasaré por alto
porque me parece que han sido refutadas suficientemente, en
cuanto mi inteligencia es capaz de ello, en la discusión general.
Ahora pasemos a rebatir brevemente lo dicho acerca de la vileza
del alma.
 
G. MANETTI: De dignitate et excellentia hominis (1451-2).
 
Venerables Padres: leí en los escritos de los árabes que,
interrogado Abdalá sarraceno sobre qué cosa reputase por más
admirable en el teatro del mundo, respondió que nada tenía por
más digno de admiración que el hombre. Con cuya sentencia
concierta admirablemente aquella famosa de Mercurio: “Gran
milagro, oh Asclepio, es el hombre”.
Pero buscando el sentido de estas sentencias, no me
satisfacían los argumentos que en gran número se aducen por
muchos, sobre la grandeza de la humana naturaleza: a saber, ser
el hombre vínculo de las criaturas, familiar de las superiores,
soberano de las inferiores; intérprete de la naturaleza por la
agudeza de sus sentidos, por las operaciones de la razón, por la
luz del intelecto; medianero entre el tiempo y la eternidad, y,
como dicen los persas, cópula o más bien himeneo del mundo;
inferior en bien poco a los ángeles, según el testimonio de David.
Grandes cosas son éstas sin disputa, pero no las más
importantes, y no ciertamente tales como para poder vindicar
para sí el privilegio de una ilimitada admiración. ¿Por qué, por
ventura, no habríamos de admirar mayormente a los ángeles y a
los beatísimos coros celestiales?
Paréceme, empero, finalmente, haber entendido por qué sea
el hombre el más feliz de los seres animados, y digno por ende
de toda admiración, así como cuál sea la suerte que, habiéndole
tocado en el concierto universal, le hace envidiable no tan sólo
para los brutos, sino para los astros y aun para los espíritus
ultramundanos. Cosa es admirable e increíble. ¿Y cómo había de
ser de otro modo, si precisamente por ella, es tenido el hombre
por un gran milagro y por un maravilloso ser animado? Escuchad,
oh Padres, cuál cosa sea, y prestad oído benigno a este discurso
mío.
Había ya el Sumo Padre, Dios creador, forjado según las
leyes de una arcana sabiduría esta mundanal morada, tal como
se muestra a nuestros ojos, templo augustísimo de la divinidad;
había decorado con las inteligencias la región ultraceleste; había
poblado con ánimas eternas los etéreos globos; había henchido
con una turba de animales de toda especie las partes vilísimas y
torpes del mundo inferior. Pero llegando a término tal fábrica,
deseaba el artífice que hubiese alguien capaz de comprender la
razón de tan magna obra, de amar su belleza, de admirar su
grandeza. Por ello, ultimado todo el trabajo, como atestiguan
Moisés y Timeo, pensó postreramente en producir al hombre.
Pero no había ya entre los arquetipos ninguno sobre el cual forjar
la nueva criatura; no existía entre los tesoros, ninguno que
pudiera incrementarse como herencia para el nuevo hijo; no
quedaba puesto en todo el mundo, donde pudiera tomar asiento
este contemplador del universo. Todos se hallaban llenos, todos
habían sido repartidos en los superiores grados, en los medianos,
en los ínfimos. Y no hubiera sido digno de la potestad paterna
hallarse en deficiencia, como impotente, en su postrera hechura;
ni correspondía a su sabiduría permanecer incierto, en obra
necesaria, por falta de consejo; ni a su benéfico amor, que aquel
que estaba destinado a alabar en los otros la liberalidad divina, se
viese obligado a censurarla en sí mismo. Por ello estableció el
óptimo artífice, que aquel al que nada podía darle en propiedad,
le fuere común todo lo que singularmente había asignado a los
demás. De donde acogiendo al hombre como obra de naturaleza
indefinida, y colocándolo en el corazón del mundo, hablóle así:
“no un lugar fijo ni un aspecto propio, ni un don que te sea
particular te he dado, oh Adán, porque aquel lugar, aquel aspecto
y aquel don que tú deseares, todo ello según tu voluntad y tu
consejo obtengas y conserves. La naturaleza de los demás, está
contenida en las leyes prescritas por mí. Tú te la fijarás sin verte
constreñido por ninguna traba, según tu libre arbitrio, a cuya
potestad te confié. Te situé en mitad del mundo, para que desde
allí vieras mejor, cuanto en él se contiene. No te hice celeste ni
terrenal, ni mortal ni inmortal, para que por ti mismo, como libre y
soberano artífice te plasmes y fijes en la forma que tú determines.
Podrás degenerar al modo de las cosas inferiores, que son los
brutos, o podrás, según tu voluntad, regenerarte al modo de las
superiores, que son las divinas”.
¡Oh liberalidad suprema de Dios Padre! ¡Oh suprema y
admirable felicidad del hombre, a quien fue concedido obtener lo
que desea, ser lo que quiere! Los brutos, en naciendo, arrastran
del seno materno, como dice Lucilio, todo aquello que habrán.
Los espíritus superiores desde su inicio, o poco después, fueron
lo que serán durante la eternidad perpetua. En el hombre
naciente depositó el Padre simiente de toda especie y germen de
toda vida, y según cada cual las cultivare crecerán y darán en sí
sus frutos. Si fuesen vegetales será planta, si sensibles bruto, si
racionales será animal celeste, si intelectuales, alcanzará a ser
ángel e hijo de Dios. Pero si no contento con la suerte de ninguna
criatura, se recogiere en el centro de su unidad, hecho un solo
espíritu con Dios en la solitaria calígine del Padre, aquel que
sobre todas las cosas fue colocado, estará por cima de todas
ellas. ¿Quién dejará de admirar este ser nuestro camaleón? O
más bien, ¿quién admirará otra cosa mayormente? De donde no
sin razón pudo decir de él Asclepio ateniense, que por el aspecto
cambiante y su mutable naturaleza, estaba simbolizado en los
misterios de Proteo, cuyas metamorfosis fueron celebradas por
los hebreos y los pitagóricos. De modo que vemos a la más
secreta teología hebraica transformar al santo Enoch en el ángel
de la divinidad, y a otros en otros espíritus divinos Pues a los
pitagóricos vemos transformar en brutos a los perversos, si
hemos de dar crédito a Empédocles, incluso en plantas. Imitando
lo cual Mahoma repetía a menudo y con justeza: “quien de la
divina ley se ha apartado, transfórmase en bestia”. Y no se ha de
creer sea la corteza quien hace a la planta, sino su naturaleza
necia e insensible, ni su cuero a la yegua, sino su alma bruta y
sensual; ni el cuerpo circular hace al cielo, sino la recta razón, ni
la separación del cuerpo al ángel, sino su espiritual inteligencia. Y
si vieres a alguien dado al vientre, por tierra cual reptil humano,
vegetales que no hombre, o si hallares a alguno, como cegado
por Calipso con los vanos milagros de la fantasía, entregado a las
torpes atracciones de los sentidos, bruto es aquel que ves que no
hombre. Y si fuese filósofo que todo discierne con la recta razón,
a éste venerarás: animal celeste es, no terreno. Si es
contemplador puro, de su cuerpo ignaro, sumido por entero en las
contemplaciones de la mente, éste no es animal terrestre ni
celeste, éste es un espíritu más augusto, revestido de la humana
carne. ¿Quién pues no admirará al hombre? No sin razón en el
Antiguo y Nuevo Testamento es llamado ya sea con el nombre de
toda criatura, ya con el de cualquier otra, puesto que crea,
plasma y transforma su persona según el aspecto de cualquier
ser, y su ingenio según el de cualquiera criatura. Por ello el persa
Evante, explicando la teología caldea, dice que el hombre no
tiene una imagen propia y nativa, sino muchas extrañas y
adventicias. De donde el dicho caldeo: “el hombre es animal de
varia naturaleza, multiforme y cambiante”.
Pero ¿a qué recordar todo esto? Para que comprendamos
que, habiendo nacido con la condición de ser lo que quisiéremos,
es deber nuestro cuidar particularmente de ello. No se diga de
nosotros que viéndonos así honrados, no advertimos el habernos
transformado hasta semejar a los brutos o las necias yeguas,
sino que mayormente puedan repetirse de nosotros las palabras
del profeta Asaph: “Sois dioses y todos hijos celestes”. De
manera que abusando de la libertad indulgentísima del Padre, no
volvamos en nociva, y sí en saludable la libre elección que El nos
concediera. Invada nuestro ánimo una sagrada ambición de no
contentarnos con cosas mediocres, anhelemos las más altas, y
esforcémonos con todo vigor en alcanzarlas, desde el momento
en que ello nos es posible si así lo queremos.
Desdeñemos las cosas terrenales, despreciemos las celestes,
y abandonando todo cuanto en el mundo existe, volemos a la
sede ultraceleste próxima a la excelsitud divina. Allí, como narran
los sagrados misterios, los serafines, los querubines y tronos
ocupan los primeros puestos. Emulemos también nosotros su
dignidad y gloria, incapaces desde ahora de ceder y no
contentándonos con el segundo puesto. Pues si verdaderamente
lo deseáremos, no les seremos en nada inferiores.
 
PICO DE LA MIRANDOLA: De hominis dignitate (1486).
Alta la cabeza, alcázar y aula de la divina mente y en ella los
cinco sentidos, puestos y compuestos así para gala como para
utilidad; las orejas cerca de las sienes, ni colgantes por piel
muelle ni tiesas con rigidez de hueso, sino una a cada lado,
redondeadas, cíe un cartílago sinuoso para que puedan recibir
los sonidos que vienen de una y otra parte y porque no penetren
en la cabeza, deteniéndolos en sus ambages laberínticos, ni el
polvo, ni las pajuelas, ni los insectos en sus vuelos temerarios. Y
en número igual también dos ojos elevados, a manera de
centinelas avisados, protegidos por un tenue muro de cejas y de
párpados contra el mismo polvo y las mismas pajuelas y los
mismos insectos pequeñísimos; espejos del alma y la más linda
porción del semblante humano y el vestido mismo de la máscara
o, mejor, la máscara misma, tan venusta y tan decente, extendida
en brazos y en piernas oblongas que rematan en dedos, tan
hermosos, tan aptos para cualquier faena. No tengo holgura para
seguir uno por uno todos los miembros, cosa que ya hicieron
otros con explicación muy minuciosa. Añadiré solamente que
todos son tan congruentes y tienen tal correspondencia entre sí,
que si se les quita algo o se les cambia o se les añade, toda
aquella congruencia y hermosura y toda facultad de usarlos al
momento se pierden. No existe ingenio que pueda hallar una
mejor proporción de la persona si ya no es que desee aquello que
no fue hacedero.
En él reside una mente capaz de tanto consejo, de tanta
prudencia, de tanta razón, tan fecunda que, de suyo, da a luz
increíbles partos. Invenciones suyas son las ciudades, las casas,
la utilización de los animales, de las hierbas, de las piedras, de
los metales; los nombres de todas las cosas, que los más sabios
de los hombres admiraron como uno de sus más felices
hallazgos. Y luego, lo que no es hallazgo menor, la comprensión
en muy contadas letras de toda aquella inmensa variedad de
sonidos de la voz humana, con las cuales se escribieron y
divulgaron tantas disciplinas, entre las cuales está comprendida
la religión, el conocimiento y el culto del padre Júpiter y de los
restantes dioses, sus hermanos. Esta cualidad, que no reside en
ninguno de los otros anímales, sino en éste, es una prueba de
aquel deudo que tiene con los dioses. Alléguese a esto que de
bien poco le hubieran aprovechado todos los inventos susodichos
si, por añadidura, no tuviese como un almacén o tesoro de todas
estas cosas, donde conservar toda esta divina riqueza oculta: la
memoria, prontuario de todo aquello que dije. Y de estas dos
facultades, la memoria y la mente, nacen en cierto modo la
previsión y la conjetura de lo por venir, centella de aquella divina
ciencia sin suelo que contempla todo lo futuro como en flagrante
actualidad.
 
J. L. VIVES: Fábula del Hombre (1518).
 

CRÍTICA DE LA ESCOLÁSTICA 6.7

Cuan ridículos resultan esos hombres supuestamente


educados, con sus fútiles puntos de vista con los que se molestan
y molestan a los demás… Es conocida la historia de Diógenes
cuando un fastidioso dialéctco comenzó a discutii con él. Tú no
eres lo que yo soy, le dijo, y Diógenes asintió con la cabeza.
Aquél continuó: pero yo soy un hombre. Como Diógenes no lo
negara el sofista dedujo la conclusión: luego tú no eres hombre.
Esa última frase, replicó Diógenes, es desgraciadamente falsa; si
quieres convertir el silogismo en verdadero empieza por mí. Gran
parte de su lógica es tan tremendamente absurda como ésta. Lo
que esperan ganar con ella —fama, diversión, aliciente para una
buena vida— tal vez lo conozcan, personalmente no tengo ni
idea. A los espíritus nobles el dinero no les parece recompensa
adecuada para su dedicación intelectual. Los obreros manuales
tienen perfecto derecho a preocuparse por el dinero contante: las
artes liberales poseen un fin más digno. Cuando oyen esto se
ponen como salvajes porque la volubilidad de los hombres
pendencieros está siempre muy cerca de la ira. Así que
desprecias el método dialéctico, dicen. Por supuesto que no. Sé
cuánto lo valoraban los estoicos, fuerte y viril raza de filósofos, de
quienes nuestro Cicerón tiene tanto que decir, especialmente en
su libro sobre De finibus. Sé que es una de las artes liberales, un
paso en el camino hacia más altas realizaciones, y de ningún
modo un instrumento inútil para los que desean penetrar la
espesura de la investigación filosófica. Fortalece el intelecto,
muestra el camino de la verdad, enseña a evitar la mentira; en fin,
si no sirve para esto, al menos hace a la gente rápida y aguda.
No niego que esto sea verdad. Sin embargo, un camino
agradable no es siempre una vivienda digna, y seguramente un
viajero que, por las atracciones de la ruta, olvida su destino, tiene
algo de loco. El camino adecuado para viajar requiere jornadas
rápidas, de largas distancias, sin paradas antes del final. ¿Y
quién de nosotros no es un viajero? Todos estamos en un largo y
difícil viaje que debe terminarse en breve y con mal tiempo, como
si fuera un día lluvioso de invierno; y en este viaje, la dialéctica
puede ser una parte con tal de que no sea la meta. Puede ser
parte de la mañana de ese día, no de su atardecer. (…)
Yo te pregunto, ¿qué es más útil, o incluso necesario, que un
intento por aprender a leer, fundamento absoluto de todos los
estudios? Por otra parte, ¿qué es más risible que un anciano
dedicado todavía a este ejercicio?
 
F. PETRARCA: Epístola a Tomás Caloria.
 
¿Quién hay que no vea que la dialéctica es la ciencia del
lenguaje? Eso lo dice el mismo vocablo griego. ¿De qué lenguaje
es esa vuestra dialéctica? ¿Del francés o del español? ¿Del godo
o del vándalo? Del latino, a buen seguro no lo es. El dialéctico
debe usar de aquellas palabras y de aquellos enunciados que
sean entendidos por todo el que conozca la lengua que habla;
latina, si es en latín en que el dialéctico dice expresarse; griega,
si en griego. Y con todo, esos que a su decir hablan latín, no son
entendidos ni por los más duchos en esa lengua, ni aun a veces
por quienes son de la misma harina, o mejor, del mismo salvado.
Son hartas las cosas que nadie puede conocer, sino el propio
que las fabricó, y son muchas las que, envueltas en velos y
tapujos, como los oráculos de Apolo, necesitan quien les explique
e interprete la mente divina. Casi todo lo que se trata en los
silogismos, en las oposiciones, conjunciones, disyunciones y
explicaciones de las enunciaciones, son puros rompecabezas de
aquellos que por pasatiempo se proponen las mujerzuelas y los
mozuelos ociosos:
¿Qué es aquello que cayendo de una altura no se quiebra y si
da en el agua se disuelve? Majaderías semejantes siempre
tienen ésos en la boca. Si tú adivinas lo que se oculta bajo aquel
involucro de palabras, el otro no tiene nada que responder. (…) Si
el vulgo entendiera tales demencias, fueran las masas obreras
quienes los echarían de la ciudad, silbados, abucheados,
haciendo sonar sus herramientas como a gente mentecata y
carente de sentido común, como son casi todos los que en tales
devaneos se entretienen. ¿Acaso piensa alguno que Aristóteles
ajustó su dialéctica a un lenguaje que él fabricara y no, con buen
acuerdo, al lenguaje griego, corriente, que hablaba todo el
pueblo?
Admirable dialéctica la de éstos cuyo lenguaje, que ellos se
empeñan en que es latín, Cicerón, si resucitara, no entendería.
Esto no es en la dialéctica vicio menor que si en la gramática o en
la retórica usase alguno de un habla que él hubiera forjado para
su uso particular y no la vulgar que todos usan. Estas tres artes
se refieren al lenguaje que del pueblo reciben, no el que ellas dan
al pueblo. Primeramente amaneció la lengua latina; de temprano
la lengua griega amaneció; luego observáronse en ellas reglas
gramaticales, reglas retóricas, reglas dialécticas y a ellas las
lenguas no se torcieron, sino que fueron a su zaga y se
acomodaron a ellas. No hablamos de una manera determinada el
latín, porque la gramática así lo preceptúe, sino, al contrario, la
gramática prescribe que se hable así porque de esa manera
hablan los latinos. Y ese mismo fenómeno se repite en la retórica
y en la dialéctica, puesto que ambas actúan en el mismo campo
lingüístico que la gramática. La dialéctica, en el idioma vulgar y
que anda en boca de todos, halla lo verdadero, lo falso, lo
probable, y la retórica, a su vez, el ornato, el brillo, la gracia y el
primor. Quien ignora eso es un tonto de remate y se ahoga en el
puerto, y como aquel Cantorio de Sulpicio Galba, al emprender
larga jornada, cae de bruces en la misma puerta. Puesto que se
equivoca ya en el propio umbral de su disciplina, es fuerza que se
desvíe de ella tanto más cuanto más avanza en su camino. Y si
hubiere algún tozudo que negare esta verdad con pertinacia, a
ése yo le aconsejo, fuere el que fuere, que no pierda un momento
en embarcarse y dirigir su rumbo en línea recta a las islas
Anticiras para sanar con el heléboro su cerebro atacado de
locura.
Espantóme yo de que haya alguien que pueda ignorar eso por
poca que sea la atención que quiera prestar al estudio de esas
artes, pues así como, en la gramática no es castiza oración latina:
Homo est albus, porque sea la gramática la que de esa manera lo
prescriba; ni en la retórica comunican lumbre y brillantez a la
elocución las reglas que la retórica señala, sino, más bien, porque
el pueblo romano, que hablaba la más castiza de las latinidades,
la consideró latina. Así que el gramático no impone su casticismo,
sino que lo reconoce; y por cuanto parecían a los hablistas bellos
y lucidos aquellos esquemas, la retórica los recogió y recomendó
su observancia. Esto mismo ocurre con la dialéctica, cuyos
preceptos no son ejecutivos. Antes que la dialéctica se inventara
y se organizara en cuerpo de doctrina, existía lo que el dialéctico
enseña y lo enseña precisamente porque en este sentido lo
aprueba el consentimiento de los que hablan latín y griego.
También los preceptos de la dialéctica, no menos que los de la
gramática y la retórica, han de adaptarse al uso común. Mas esos
que se llaman sofistas, porque carecían del ingenio y de la
erudición con qué probar y autorizar lo que les pluguiere ante
cualquier oyente o contradictor, con voces corrientes y conocidas,
que a manera de monedas con el cuño público debe cualquier
ciudadano hacer circular, que era el propio oficio del dialéctico,
fabricaron para su uso personal no sé qué significados de
vocablos, fuera del uso y la costumbre común, por manera que se
figuran haber vencido, cuando no se les entiende.
Empero, así que se les entiende, hasta los ciegos ven que no
hay cosa más fría ni más desatinada. Ocurre que, desorientado
aquel con quien contienden por la insólita y peregrina forma y
razón de los vocablos, por las extrañas suposiciones, por las
extrañas amplificaciones, restricciones, apelaciones; ellos,
automáticamente, sin ningún consejo ni sentencia pública, se
atribuyen el triunfo sobre un enemigo desconcertado por la
novedad de las palabras, pero de ninguna manera vencido. ¿Qué
Catón hay, qué Lelio, qué Cicerón, César, Salustio, Livio,
Quintiliano, Plinio; qué M. Varrón, de quien se dice haber sido el
primero que en latín escribió de dialéctica, no vacile al
enfrentarse con que un borracho jure por el Júpiter de piedra que
él no bebió vino, porque no bebió del vino que se cría en la India?
¿Y qué, si otro, en viendo al rey de Francia con una lucida
servidumbre, afirma con toda seriedad que el rey francés no tiene
servidumbre, porque la suya no es la que tiene el rey de España?
¿Y qué más, si asegura que Varrón, siendo hombre no es
hombre, porque Cicerón no es Varrón; que ningún hombre tiene
cabeza, cuando no existe hombre sin cabeza; que hay más no
romanos que romanos en esa estancia donde hay mil romanos y
dos españoles; que todos los hombres que en el mundo son, no
tienen el don de la vista porque algunos son ciegos; se dice que
una meretriz en la mancebía, cargada de años, es virgen, y al
revés, que una virgen intacta cayó hace tiempo y se hizo ramera.
Y que no se vende pimienta en París y en Roma cuando ni en
París ni en Roma nadie adquiere pimienta de balde, sino con
buen dinero contante y sonante? No hay hombre tan impertérrito
y confiado que en viendo esos monstruos no sienta impulsos
irrefrenables de invocar el socorro de Hércules, que los domó y
limpió el mundo de todos ellos.
 
J. L. VIVES: Contra los seudodialécticos (1520).

EDUCACIÓN INFANTIL 6.8

Ahora, es la posesión de la razón la que hace al hombre. Si


los árboles y las bestias salvajes crecen, los hombres, creedme,
se moldean. Los que antiguamente vivían en bosques, guiados
por meras necesidades y deseos naturales, no dirigidos por leyes
ni organizados en comunidades, eran más bien bestias salvajes
que hombres. Porque la razón, rasgo de humanidad, sobra allí
donde todo lo domina el instinto. Es indiscutible que un hombre
no instruido por la razón en filosofía y cultura es una criatura
inferior al animal, ya que se demuestra que no hay bestia más
salvaje o peligrosa que un hombre que actúe en toda ocasión por
ambición, deseo, ira, envidia o mal genio. De aquí que pueda
concluir que el que no permite que su hijo sea instruido de forma
conveniente, no es hombre, ni hijo de hombre. (…) La naturaleza
al daros un hijo, os presenta, permitidme decirlo, una criatura
ruda, informe, a la que por vuestra parte debéis moldear para que
se convierta en un hombre de verdad. Si este moldeado se
descuida, seguiréis teniendo un animal: si por el contrario, se
realiza seria y sabiamente, tendréis, casi diría, lo que puede
resultar un ser semejante a Dios.
 
ERASMO DE ROTTERDAM: De pueris statim ac liberaliter
instituendis (1529).

EL NUEVO ARQUETIPO HUMANO 6.9

Quiero, pues, cuanto a lo primero, que este nuestro cortesano


sea de buen linaje; porque mayor desproporción tienen los
hechos ruines con los hombres generosos que con los bajos. El
de noble sangre, si se desvía del camino de sus antepasados,
amancilla el nombre de los suyos, y, no solamente no gana, más
pierde lo ya ganado; porque la nobleza del linaje es como una
clara lámpara que alumbra y hace que se vean las buenas y las
malas obras; y enciende y pone espuelas para la virtud, así con el
miedo de la infamia como con la esperanza de la gloria. Mas la
baja sangre, no echando de sí ningún resplandor, hace que los
hombres bajos carezcan del deseo de la honra y del temor de la
deshonra, y que no piensen que son obligados a pasar más
adelante de donde pasaron sus antecesores. Muy al revés desto
son los de gran linaje, porque tienen por gran vergüenza no llegar
a lo menos al término do los suyos llegaron. Por eso acontece
casi siempre que los más señalados en las armas y en los otros
virtuosos ejercicios vienen de buena parte; y es la causa de esto,
que la natura en aquella secreta simiente que en toda cosa está
mezclada, ha puesto y enjerido una cierta fuerza y propiedad de
su principio para todo aquello que del procede, por manera que lo
que nace tiene semejanza a aquello de donde nace. Esto no
solamente lo vemos en las castas de los caballos y de otros
animales; mas aun en los árboles, los cuales suelen las más
veces echar las ramas conformes al tronco; y, si alguna vez
yerran desto, es por culpa de quien los granjea. Lo mismo es en
los hombres, los cuales sí alcanzan quien los crie bien, casi
siempre se parecen a aquellos de donde proceden, y aún acaece
muchas veces salir mejores; pero si les falta la buena crianza,
hácense como salvajes. (…)
Y así nuestro cortesano, además del linaje, quiero que tenga
favor de la influencia de los cielos en esto que hemos dicho, y
que tenga buen ingenio, y sea gentil hombre de rostro y de buena
disposición de cuerpo, y alcance una cierta gracia en su gesto, y
(como si dijésemos) un buen sango [sangre] que le haga luego a
la primera vista parecer bien y ser de todos amado. Sea esto un
aderezo con el cual acompañe y dé lustre a todos sus hechos, y
prometa en su rostro merecer el trato y la familiaridad de
cualquier gran señor. (…)
Mas dejando esto, por venir ya a particularizar algo, pienso
que el principal y más propio oficio del cortesano sea el de las
armas, las cuales sobre todo se traten con viveza y gallardía, y el
que las tratare sea tenido por esforzado y fiel a su señor; la fama
destas buenas condiciones alcanzalla ha quien hiciere en todo
tiempo y lugar las obras conformes a ello: faltar a esto no puede
ser sin infamia. (…)
Por eso cumple que nuestro cortesano sea muy buen
caballero de la brida y de la jineta, y que no se contente con sólo
tener buen ojo en conocer un caballo y ser diestro en menealle;
mas aun trabaje de pasar algo más adelante que los otros en
todo, de manera que se señale siempre y, como se lee de
Alcibiades, que donde quiera que se hallase llevaba ventaja a
todos, hasta en aquello en que ellos mayor habilidad tenían, así
este de quien hablamos sea en la propia facultad de cada uno
más excelente que todos aquellos con quien tratare. De suerte
que en cabalgar a la brida, en saber bien revolver un caballo
áspero, en correr lanzas y en justar, lo haga mejor que los
italianos; en tornear, en tener un paso, en defender o entrar en un
palenque, sea loado entre los más loados franceses; en jugar a
las cañas, en ser buen torero, en tirar una vara o echar una lanza,
se señale entre los españoles. Pero sobre todo, si quiere merecer
aquella opinión general buena, que tan preciada es en el mundo,
acompañe todas sus cosas con un buen juicio y una buena
gracia. Puédense también hallar muchos otros ejercicios, los
cuales, aunque no procedan derechamente de las armas, tienen
con ellas muy gran deudo y traen consigo una animosa lozanía
de hombre. Entre éstos son los principales la caza y la montería,
que en ciertas cosas se parecen con la guerra, y sin duda son los
pasatiempos que más conviene a señores y a hombres de corte,
y los antiguos los usaban mucho. Si quisiéredes también no daña
saber nadar, y antiguamente los hombres principales lo aprendían
para muchos casos que pueden ofrecerse. Hace asimismo al
caso tener habilidad en saltar, en correr, en tirar barra. Porque,
además del provecho que todo esto hace en la guerra, suele
algunas veces atravesarse alguna porfía o competencia en
semejantes cosas, y el que entonces se muestra más hábil queda
mejor, especialmente en la opinión del pueblo, al cual de
necesidad ha de tener respeto el hombre que quiere vivir en el
mundo; y, por que lo digamos todo, es también un buen ejercicio
el juego de la pelota, en el cual se conoce claramente la
disposición y soltura del cuerpo, y casi todo aquello que en los
otros ejercicios se ve. Suele asimismo el voltear sobre una mula o
caballo parecer muy bien, y, puesto que sea trabajoso y difícil,
aprovecha más que otra cualquier cosa para hacer que el hombre
sea lijero y suelto; y además de estos provechos, si se hace
sueltamente y con buen ademán, es (a mi parecer) una buena
vista, y holgaría yo tanto con ella como con otra fiesta.
Así que siendo nuestro cortesano en todos estos ejercicios
más que medianamente instruido y ejercitado, debe contentarse y
no curar de muchos otros que hay, como son voltear en el suelo y
sobre una cuerda, y otros tales que no son para hombres de bien,
sino para chocarreros que andan con ellos ganando dineros por
el mundo. (…)
Volviendo, pues, al atavío del ánima, como se deba hacer esto
en nuestro cortesano, diremos brevemente, dejando aparte las
reglas de muchos sabios filósofos, que desta materia han escrito,
y declarado qué cosa es virtud del alma, y sotilmente disputado
de la divinidad della. Bastará agora para nuestro propósito hacer
que sea este de quien hablamos hombre de bien y limpio en sus
costumbres; porque en solo esto se contiene la prudencia, la
bondad, el esfuerzo, la virtud, que por los filósofos es llamada
temperancia, y todas las otras calidades que a tan honrado título,
como es el de cortesano, convienen. Y cierto yo pienso que sólo
aquel es verdadero filósofo moral que quiere ser bueno y para
alcanzar esto no hay necesidad de muchos preceptos, sino desta
tal voluntad. Por eso bien decía Sócrates, que sus doctrinas y sus
consejos habían hecho ya gran fruto, luego que con ellos sus
discípulos se movían a querer conocer y aprender la virtud. Y es
ésta por cierto muy gran verdad, porque aquellos que han llegado
al término de no desear otra cosa sino ser buenos, fácilmente
alcanzan la ciencia necesaria para serlo. Y así sobre esto no
curemos por agora de hablar más. Pero demás de la bondad, el
substancial y principal aderezo del alma pienso yo que sean las
letras, no embargante que los franceses tengan solamente las
armas en mucho, de tal manera que no sólo no estiman la
doctrina, más aún se aborrecen con ella y desprecian a los
hombres letrados como a gente baja, y cuando quieren decir a
alguno una recia lástima, llámanle estudiante. (…)
Espera pues un poco, dijo entonces el conde, que muchas
otras cosas han aún de entrar en él, y así volvió a decir. Habéis
de saber, señores que este nuestro cortesano, a vueltas de todo
lo que he dicho, hará el caso que sea músico; y demás de
entender el arte y cantar bien por el libro, ha de ser diestro en
tañer diversos instrumentos. Porque, si bien lo consideramos,
ningún descanso ni remedio hay mayor ni más honesto para las
fatigas del cuerpo y pasiones del alma que la música, en especial
en las cortes de los príncipes, donde no solamente es buena para
desenfadar, más aún para que con ella sirváis y deis placer a las
damas, las cuales de tiernas y de blandas fácilmente se deleitan
y enternecen con ella. Por éso no es maravilla que ellas en los
tiempos pasados y en estos de agora hayan sido comúnmente
inclinadas a hombres músicos, y holgado extrañamente con oír
tañer y cantar bien.
 
B. DE CASTIGLIONE: El Cortesano (1528).

EL DESCUBRIMIENTO DE LA NATURALEZA 6.10

Hoy he subido al monte más alto de esta región, al que


llaman, no sin razón, Ventoso, guiado por el solo deseo de
contemplar la excepcional altura de este lugar. Durante todos
estos años había estado proyectando esta excursión pues desde
mi infancia, como sabes, y por voluntad del hado que regula las
acciones de los hombres, he vivido en estos lugares, y este
monte, que se ve desde cualquier lugar, lo he tenido casi siempre
ante mis ojos. Me determinó sobre todo a hacer finalmente lo que
día por día había estado pensando, el que ayer, repasando la
historia de Livio, fui a dar por casualidad con aquel episodio en
que Filipo, rey de Macedonia, el que luchó contra los romanos,
subió al monte Hemo en Tesalia, desde cuyo vértice creía que se
veían dos mares, el Adriático y Euxino. (…)
El más alto de todos los picos es el que los montañeses
llaman el hijito; el porqué, lo ignoro, a no ser que, como
sospecho, se le llame así por antífrasis como a otras muchas
cosas, pues en verdad que parece el padre de todos los montes
vecinos. En su vértice hay un pequeño rellano donde, fatigados,
descansamos al fin.
Y ya que has oído, padre mío los pensamientos que agitaban
mi espíritu, cuando llevaba a cabo la ascensión, oye también lo
restante, y dedica, te lo suplico, una sola de tus horas a leer las
aventuras de uno solo de mis días.
Al principio me quedé estupefacto como un estúpido
impresionado por aquel soplo desconocido de aire, y por el vasto
espectáculo que se abría ante mi vista. Contemplo el panorama:
debajo de mis pies había nubes. Y al punto me resultó menos
increíble lo que había oído y leído del monte Athos y del Olimpo,
al contemplar el mismo espectáculo en un monte de fama mucho
menor. Después, dirijo mi vista hacia Italia, lugar a donde más se
inclina mi espíritu. Y veo muy cerca de mí, aunque están muy
distantes en la realidad, los Alpes llenos de escarcha y de nieve,
por donde en cierta ocasión pasó aquel feroz enemigo del
nombre romano rompiendo, como dicen, las rocas con vinagre.
Suspiré, lo confieso, ante aquel cielo de Italia, presente más en
mi espíritu que ante mi vista y me invadió un gran deseo de
volver a ver a mi amigo y a mi patria, aunque no fue tan grande
como para que en aquel mismo momento no me reprochara la
debilidad de mi afecto poco viril hacia ambos, si bien no me
faltaban para el uno y el otro fuertes excusas, confirmadas por la
autoridad de importantes testigos.
 
PETRARCA A DIONISIO DE BORGO (1336): Familiarum Rerum Libri.
EL INDIVIDUALISMO. PETRARCA 6.11

A continuación penetró en mi espíritu un pensamiento nuevo,


que me hizo trasladar desde el lugar en que me encontraba al
tiempo: Me decía a mí mismo: “Hoy se cumplen diez años desde
que, dejados los estudios de tu juventud, abandonaste Bolonia y
¡oh inmutable sabiduría de un Dios inmortal! cuántos y cuan
grandes cambios en tus costumbres ha contemplado este lapso
de tiempo. Los paso por alto ya que son innumerables y puesto
que todavía no estoy en puerto seguro, donde pueda
tranquilamente recordar pasadas tempestades. Momento vendrá,
quizás, en que las pueda narrar en el orden en que se han
producido encabezadas con aquellas palabras de tu Agustín:
Quiero recordar mis pasadas torpezas y los pecados carnales de
mi alma, no porque los orne, sino para amarte a ti, oh Dios mío.
Queda aún en mí mucho de incierto y molesto. Las cosas que
solía amar, ya no las amo; miento, las amo, pero menos, e nuevo
he mentido, las amo pero con más vergüenza, con más tristeza.
Así es, finalmente he logrado decir la verdad. Pues es así, amo,
pero lo que querría no amar, lo que desearía odiar. Amo pero de
mala gana, a la fuerza, de un modo triste y quejumbroso. Y en mí
mismo experimento de un modo desgraciado las palabras
contenidas en aquel verso de un gran poeta: odiaré, si puedo; si
no, amaré contra mi voluntad. Pues todavía no han transcurrido
tres años desde que aquel deseo malvado y perverso, que todo
entero me poseía y reinaba solo, sin rival, en el interior de mi
corazón, comenzó a tener otro rival opuesto a él, entre los que ya
hace tiempo hay entablada una dura e incierta lucha, en el campo
de mi pensamiento, por el dominio sobre uno u otro de los dos
hombres que hay en mí”. De este modo meditaba yo sobre estos
diez años pasados. Y partiendo de este punto pensaba en el
porvenir y me preguntaba: “Si tú por casualidad pudieras
prolongar durante otros dos lustros esta vida fugaz y en ese
tiempo, calculado por ti, pudieras aproximarte a la virtud, tanto
cuanto en estos dos años te has alejado de la antigua maldad,
por la lucha del antiguo y del nuevo deseo, ¿no podrías, quizá,
aunque no con seguridad, pero sí al menos con esperanza,
afrontar la muerte a los cuarenta años de edad y pasar el resto de
la vida, que avanza ya hacia la vejez con mente tranquila? A
éstos y a otros pensamientos semejantes daba yo vuelta en mi
corazón, padre mío”.
 
PETRARCA A DIONISIO DE BORGO (1336): Familiarum Rerum Libri.
A menudo yo, lleno de espanto, abrazando casi mi inerte
ánima, pienso si acaso habría vía por la cual pueda llevarla a
salvo a través de este incendio, y apagar las llamas de la carne
con una ola de llanto. Pero me entretiene el mundo, me arrastra
la imperiosa sed de placer, y las costumbres inveteradas me
vinculan con sus funestos nudos. ¡He aquí donde he llegado! De
este modo me cubrieron las densas tinieblas con su helado
horror. Pues quien piensa que puede contemplar con rostro
tranquilo la muerte y su último destino, o se engaña, o es un loco,
o tiene una excesiva confianza en sí mismo. Con frecuencia un
grande y noble desdén invade mi mente oscura y un justo dolor
lucha conmigo dentro y fuera de mí. Entonces me dejo vencer por
la clara razón, pero el ímpetu siempre la vence y me aparta de
todo propósito honrado. De este modo me encuentro esclavizado
y lloro mucho y me pregunto a mí mismo con frecuencia: ¡oh,
estúpido!, ¿qué intentas?, ¿a dónde, desgraciado, pretendes
dirigirte? o ¿a dónde piensas poder ir por tan torcidos caminos?
Sabes que morirás. ¿Es que te agrada estar constantemente
buscando la paz de un modo tan fatigoso? ¿Por qué plantas
semillas en la estéril arena? ¿Por qué aras en una playa? Sigues
una fácil esperanza que juega contigo y te empuja acá y allá. Ves
cómo se han quedado ya atrás los tiempos mejores. Y cómo poco
a poco las canas invaden tus sienes. ¿Por qué, oh muchacho
insensato, actúas tan lentamente? Pensando constantemente en
el mañana pierdes el presente y siempre serás esclavo de la
incierta suerte del futuro y huyendo de ti y de tu bien, persigues el
ajeno. Párate, vamos, deja ya de huir. ¿Por qué no te apoyas en
este día que te ha sido dado ver? Pues a lo mejor el mañana no
te será tan claro. La muerte, por si no lo sabes, oscurece
fácilmente todo. Y suele venir de improviso. ¿Por qué, pues, si es
que tienes alguna preocupación por ti mismo, no emprendes
enseguida lo que tu espíritu siempre está dejando para el futuro?
¿Es qué quizás proyectas tus empresas para largos años
venideros? Oh ciegos, dejamos grandes proyectos para después
de la muerte. Pues, conociendo como conoces el rápido curso de
esta nuestra vida, ¿puedes entretejer largas esperanzas y confiar
algo en el tiempo futuro? ¿O es que acaso voy a hacerlo cuando
sea polvo, cuando un buitre ávido de sangre me devore mis
miembros y asquerosos gusanos desgarren mis entrañas? Ahora
más bien, ahora es ti momento, mientras puedas mover los
miembros y frenar tu espíritu y mientras tengas libertad (la mejor
de todas las cosas) y vida, cosas ambas que te pueden
desaparecer en un momento.
 
PETRARCA a sí mismo: Epistolae Metricae (1340).
 

EL INDIVIDUALISMO. PICO DELLA MIRANDOLA, MARSILIO


FICINO 6.12

Nosotros, por el contrario, buscamos en el hombre una nota


que le sea peculiar, con la que pueda explicarse la dignidad que
le es propia, y la imagen de la divina sustancia que no es común
a ninguna otra criatura. ¿Y qué otra cosa puede ser, sino el hecho
de que la sustancia del hombre —como afirman algunos griegos
— acoge en sí, por su propia esencia, la sustancia de todas las
naturalezas y el complejo de todo el universo? Digo por propia
esencia, porque también los ángeles, y cualesquiera criatura
inteligente, en Cierto modo encierran en sí el todo, al conocer por
tenerlas en sí, las formas y razones de todas las cosas.
Pero siendo Dios Dios, no sólo porque conoce todo, sino
porque en sí mismo reúne y resume toda perfección de la
sustancia de las cosas; así también el hombre, si bien de otra
manera, como demostraremos, pues de otro modo sería Dios, y
no su imagen, reúne y conjuga en la plenitud de su sustancia
todas las naturalezas del mundo entero.
Y esto no podemos decirlo de ninguna otra criatura ya sea
angélica, celeste o sensible. Hay aún esta diferencia entre Dios y
el hombre, que Dios contiene en sí todo, como principio de todas
las cosas, en tanto el hombre contiene en sí todo, como término
medio de todas las cosas. De donde vemos en Dios todas las
cosas, hallarse con una perfección más excelente que no en sí
mismas, mientras que en el hombre existen con mayor perfección
las cosas inferiores; sufriendo por el contrario una disminución,
las cosas superiores a él.
En el cuerpo del hombre grosero y terrenal, el fuego, el agua,
el aire y la tierra hallan la máxima perfección de su naturaleza.
Además de ello existe también otro cuerpo espiritual más noble
que los elementos, según Aristóteles, de naturaleza análoga al
cielo. Existe en el hombre la vida de las plantas, reducida en él a
las mismas funciones de nutrición, crecimiento y reproducción
que existen también en ellas. Existe el sentido de los brutos,
interno y externo. Dase el ánimo que proviene de razón celeste,
existe la participación de la mente angélica. Es una posesión
verdaderamente divina de todas estas materias que se reúnen en
la unidad, de modo que place exclamar con Mercurio: “¡oh
Asclepio! gran milagro es el hombre”.
De tal nombre de hombre, puede, sobre todas las cosas,
gloriarse la humana naturaleza: por ello acontece que ninguna
sustancia creada desprecie el servirle.
Con presteza están dispuestos a su servicio, la tierra, los
elementos y los brutos, por él se fatigan los cielos; a él procuran
salvación y beatitud las mentes angélicas, si es cierto lo que
escribe Pablo, que todos los espíritus activos deben asistencia a
aquel para quien se le destinó como herencia la salvación eterna
[Hebr. I, 14]. No nos maraville que todas las criaturas amen al
hombre, pues en él reconocen algo de sí mismas, y ante todo su
propio ser.
 
P. DELLA MIRANDOLA: Heptaplus (1489).
 
Hállanse los hombres en superior condición que los restantes
mortales, pues así por su naturaleza, como por la felicidad
natural, sácanles grandes ventajas, por estar dotados de la
inteligencia y libre arbitrio, condiciones las más adecuadas para
conducirnos al estado de beatitud.
Suprema entre todas las criaturas es la mente angélica, así
por la nobleza de su sustancia, como por su capacidad para
alcanzar el fin, del que participa en modo particular, por estarle
unida de manera más cercana. Pues cierto es ver, como arriba
dejamos dicho, que con tal felicidad, ni las plantas, ni los brutos,
ni el hombre, ni el ángel pueden alcanzar a Dios que es el bien
supremo en su misma esencia, sino sólo en sí mismos.
Por donde vemos el grado de beatitud variar relativamente a
la capacidad natural. Así los filósofos que sólo hablaron de ella,
dijeron estar la felicidad de cada cosa, en la perfección alcanzada
en su obrar, según su naturaleza. Y los mismos ángeles, a los
que llaman mentes e inteligencias, incluso reconociendo hallarse
en ellos mayor perfección, por tener conocimiento de Dios, no
admitieron sin embargo que posean otro conocimiento de El, sino
en cuanto a sí mismos se conocen: de modo que comprenden de
Dios aquella porción que se halla impresa en su propia sustancia.
Acerca del hombre, aunque sustentaron opiniones diversas,
todos se contuvieron en las lindes de las humanas facultades,
diciendo hallarse la felicidad del hombre, ora en su misma
búsqueda de la verdad —opinión que mantuvieron los
Académicos—, ora en su misma conquista, mediante los estudios
filosóficos, como afirmó Alfarabi.
 
PICO DELLA MIRANDOLA: Heptaplus (1489).

Definición y divinidad del alma.


Lo mismo que, como criatura divina que eres, encuentras a
Dios en las cosas, también te encuentras en ellas a ti mismo.
Puesto que si puedes encontrar el espíritu en el cuerpo, la luz en
las tinieblas, el bien en el mal, la vida en la muerte, la eternidad
en el tiempo, lo infinito en lo finito, recuerda que eres por
naturaleza espíritu incorpóreo, lúcido, bueno, inmortal, capaz de
la eterna verdad, de la eterna estabilidad y del inmenso bien,
hasta que poseas el primer cielo desde cuya cumbre verás en
todas las cosas a Dios y a ti mismo.

El alma encuentra su eternidad en la eternidad de las ideas y


en la razón de las cosas.
Tú has hallado ahora de este modo la inmortalidad. Pero si tú
no fueras inmortal y capaz de la eterna vida e inteligencia de
Dios, ¿de qué modo hubieras podido separar de las formas del
mundo los estados mortales, entender las razones inmortales,
dirigir estas razones a la inteligencia y a la vida eterna de Dios, y
reflejar en tu pensamiento, por así decirlo, la imagen de Dios?
Desconfíen de su inmortalidad los hombres perversos, cuyas
almas sin valor, buscando sólo la vida, hace tiempo que están ya
muertas, viven en la región de los muertos y están sepultadas en
el cieno de los vicios. Pero tú, confía conmigo, oh alma celeste, tú
que al contemplar las verdaderas y eternas razones de todas las
cosas creadas, comprendes en cierto modo la eternidad de
cualquier razón, la razón de la eternidad, la verdad de la
eternidad y la eternidad de la verdad.
 
M. FICINO: De raptu Pauli.
 
Ahora surgen tres preguntas: La primera es de qué forma la
mente se eleva hasta la idea divina. La segunda es por qué en
ese estado no advertimos que no vemos a Dios. La tercera es de
qué modo Dios nos infunde sin interrupción esta inteligencia,
cosa que Platón afirmó ya.
A la primera de estas preguntas responderemos así al
momento.
Cuando el pensamiento provocado por la visión de la imagen
de algún hombre se estructura conforme a los rasgos humanos,
entonces configura conforme a la forma humana lo que había
estructurado según los rasgos exteriores y esta estructuración es,
o bien una cierta clase de inteligencia dudosa, o el comienzo de
ella. Después que de este modo ha sido estructurada
suficientemente, se modela la idea del hombre, es decir, aquella
razón por la que Dios engendra a los hombres. Y así la mente a
través del modelo del hombre se acopla a la idea humana como
ocurre con la cera cuando es modelada por un anillo; cuando se
le quita con cuidado el anillo queda configurada según su modelo.
Y este acoplamiento es la verdadera y clara inteligencia del
hombre. Y por eso Platón dice en El Banquete que el alma,
enamorada de la belleza divina, cuando alcanza la inteligencia de
Dios, entonces ya no engendra ni alimenta en sí misma sombras
de cosas, sino cosas verdaderas, se hace íntima de Dios e
inmortal más que los demás.
Pero nos parece que nadie ha explicado esto de un modo más
claro que el evangelista san Juan que, cuando la mente del
hombre alcanza algo verdadero, no dice (como suelen hacer
otros) que la mente ve algo cierto, sino que obra la verdad,
porque en este mismo acto se sigue que Dios, que es la misma
verdad, se convierte en su forma. Pues revestida la mente de la
idea se convierte en la misma verdad de aquello que fue formado
por tal idea. Y dice el Evangelista, que los que alcanzan el
conocimiento acerca de la plenitud de la inteligencia divina, lo
hacen mediante la observación, porque el que contempla algún
aspecto de las cosas recibe en sí mismo alguna de las ideas de
las que la divina inteligencia es la plenitud. Y por eso los grandes
teólogos llaman al alma oro encendido, porque del mismo modo
que el oro se reviste de la forma que le da el fuego por el que se
calienta, aclara y reluce, así aquella mente revestida de las ideas
de la inteligencia divina resplandece por la luz de aquellas
verdades y se enciende en el fuego de la bondad. Y el apóstol
Pablo dice también que la mente, al contemplar las cosas divinas,
se renueva cada día, se transforma con Dios en su misma
imagen y se hace un solo espíritu con El. De igual modo
Trismegisto dice que en cierto modo un mismo espíritu une a una
mente pura y a la divinidad. Y todos están de acuerdo con Platón
cuando dice que en la contemplación, las ideas, la suprema razón
divina es alcanzada con un contacto real y no imaginado de la
mente, y que la unidad propia de ésta se une mediante un lazo
inestimable con Dios. Y esto Platón lo afirma a menudo en el
Fedro y en el Epinomide y en otras muchas partes sobre todo
cuando dice en el Fedro que el que contempla las cosas divinas
se aparta de lo restante, se purifica por completo y se llena de
Dios y en el Epinomide dice que el alma llegando a la perfección,
entra, mediante la contemplación, en posesión de la unidad
divina. (…)
Ya que existe en el intelecto humano una capacidad y un don
natural para conocer y poseer la configuración de todas las
cosas, se deduce que sólo habrá conseguido el hombre su fin
natural cuando haya logrado alcanzar todas ellas. Pero como
quiera que en esta vida nunca se alcanza tal estado, no llega a
poseer nunca el bien total e inmutable. Pues nuestro bien se
consigue actuando continua, segura y sabiamente. (…)
Dios no creó a los hombres, criaturas que no se satisfacen
con poco y qué han llegado al conocimiento de las cosas
importantes, para empresas pequeñas, sino grandes, mejor
dicho, los creó para el infinito, ya que son los únicos que en la
tierra han llegado al conocimiento de la naturaleza infinita y son
los únicos que no se satisfacen con nada finito aunque esto sea
mucho. (…)
 
M. FICINO: Theologia platonica de immortalitate animorum
(1482).

EL INDIVIDUALISMO. POMPONAZZI 6.13


De donde resulta que si alguien apetece la inmortalidad que
busque la materia, físicamente hablando. Y es más, que quien
busque la inmortalidad apetezca antes que nada la mortalidad.
He aquí la prueba: el que apetece ser inmortal busca no tener
materia, quien no tiene materia no es hombre. Y si no es hombre
no existe. Y no ser nada es peor que ser mortal. “Yo deseo ser
ángel”. Y yo digo que si fueras ángel no serías tú y de este modo
lo que deseas es no ser… Y que esto es así se puede demostrar
de la siguiente manera: quien destruye la característica específica
de una especie destruye la esencia y si no fueras mortal
destruirías la definición de Hombre puesto que la mortalidad cae
dentro de la definición de hombre como característica específica.
Y para que la generación se mantenga sin corrupción es por lo
que el no conservar nuestra naturaleza es algo propio de nuestra
especie y no es algo corruptible. Sólo Dios es el conservador de
la naturaleza. (…)
Y tampoco convendría al universo que no hubiera mundo. Y si
todas las cosas fueran ángeles e inmortales no habría mundo, y
no habría ningún hombre si no tuviera corazón. Pues conviene
que tenga corazón, cerebro, ano, partes pudendas para que sea
hombre. Pues de otra manera no sería hombre. Y a que haya
mundo se añade la necesidad de que haya piojos, chinches, etc.,
y como dijo Dionisio en el de Nombres divinos, cap. 4, contra los
sofistas, que es un bien para el caballo, asno y buey el que se les
obligue a trabajar, porque si el caballo no trabajara se moriría y
del mismo modo el asno sólo engordaría para morir a causa de
su gordura. Por eso es bueno para ellos el tener que pasar
fatigas. Y así tenéis que la naturaleza decretó bien el que no
hubiera corrupción si no se producían seres y que se produjeran
seres sin corrupción. Y que éste sea el fin para alabanza de Dios
de este bello examen.
 
P. POMPONAZZI: Tractatus de inmortalitate animae (1516).
LA «DEVOTIO MODERNA» 6.14

¿Qué te aprovecha disputar altas cosas de la Trinidad, si no


eres humilde, por donde desagradas a la Trinidad?
Por cierto, las palabras subidas no hacen santo ni justo; mas
la virtuosa vida hace al hombre amable a Dios.
Más deseo sentir la contrición que saber definirla.
Si supieses toda la Biblia a la letra y los dichos de todos los
filósofos, ¿qué te aprovecharía todo sin caridad y gracia de Dios?
Vanidad de vanidades y todo vanidad[1], sino amar y servir
solamente a Dios.
Suma sabiduría es, por el desprecio del mundo, ir a los reinos
celestiales. (…)
Todos los hombres, naturalmente, desean saber. Mas ¿qué
aprovecha la ciencia sin el temor de Dios?
Por cierto, mejor es el rústico humilde que le sirve que el
soberbio filósofo que, dejando de conocerse, considera el curso
del cielo.
El que bien se conoce tiénese por vil y no se deleita en
alabanzas humanas.
Si yo supiese cuanto hay en el mundo y no estuviese en
caridad, ¿qué me aprovecharía delante de Dios, que me juzgará
según mis obras?
No tengas deseo demasiado de saber, porque en ello se halla
grande estorbo y engaño.
Los letrados gustan de ser vistos y tenidos por tales.
Muchas cosas hay que el saberlas poco o nada aprovecha al
alma.
Y muy loco es el que en otras cosas entiende, sino en las que
tocan a la salvación.
Las muchas palabras no hartan al alma: mas la buena vida le
da refrigerio, y la pura conciencia causa gran confianza en Dios.
(…)
Habla, Señor, que tu siervo escucha[2]. Yo soy tu siervo; dame
entendimiento para que sepa tus verdades[3].
Inclina mi corazón a las palabras de tu boca; descienda tu
habla así como rocío[4].
Decían en otro tiempo los hijos de Israel a Moisés: Háblanos
tú, y oiremos; no nos hable el Señor, porque quizá moriremos[5].
No así, Señor; no así, te ruego, sino más bien como el profeta
Samuel, con humildad y deseo te suplico: Habla, Señor, pues tu
siervo oye[6].
No me hable Moisés ni ninguno de los profetas, sino más bien
háblame Tú, Señor Dios, inspirador y alumbrador de todos los
profetas.
Pues Tú solo, sin ellos, me puedes enseñar perfectamente;
pero ellos sin Ti ninguna cosa aprovecharán.
Es verdad que pueden pronunciar palabras, mas no dan
espíritu.
Elegantemente hablan; mas callando Tú no encienden el
corazón.
Dicen la letra, mas Tú abres el sentido.
Predican misterios, mas Tú procuras su inteligencia.
Pronuncian mandamientos, pero Tú ayudas a cumplirlos.
Muestran el camino, pero Tú das esfuerzo para andarlo.
Ellos obran por de fuera solamente, pero Tú instruyes y
alumbras los corazones.
Ellos riegan la superficie, mas Tú das la fertilidad[7].
Ellos dan voces, pero Tú haces que el oído las perciba.
No me hable, pues, Moisés, sino Tú, Señor Dios mío, eterna
verdad, para que por desgracia no muera y quede sin fruto, si
solamente fuere enseñado de fuera y no encendido por dentro.
No me sea para condenación la palabra oída y no obrada,
conocida y no amada, creída y no guardada.
Habla, pues, Tú, Señor, pues tu siervo escucha[8], ya que
tienes palabra de vida eterna[9].
Habíame para dar algún consuelo a mi alma, para la
enmienda de toda mi vida y para eterna alabanza, honra y gloria
tuya. (…)
¿Quién me dará, Señor, que te halle solo, para abrirte todo mi
corazón y gozarte como mi alma desea, y que ya ninguno me
desprecie[10], ni criatura alguna me mueva u ocupe mi atención,
sino que Tú solo me hables y yo a Ti, como se hablan dos que
mutuamente se aman[11], o como se regocijan dos amigos entre
sí?
Lo que pido, lo que deseo, es unirme a Ti enteramente,
desviar mi corazón de todas las cosas criadas, y aprender a
gustar las celestiales y eternas por medio de la sagrada
comunión y frecuente celebración.
¡Ay, Dios mío! ¿Cuándo estaré absorto y enteramente unido a
Ti, y del todo olvidado de mí?
¿Cuándo me concederás estar Tú en mí y yo en Ti[12], y
permanecer así unidos enteramente?
En verdad, Tú eres mi amado, escogido entre millares[13], con
quien mi alma desea estar todos los días de su vida.
Tú eres verdaderamente el autor de mi paz; en Ti está la
suma tranquilidad y el verdadero descanso; fuera de Ti todo es
trabajo, dolor y miseria infinita.
Verdaderamente eres Tú el Dios escondido[14] que no te
comunicas a los malos, sino que tu conversación es con los
humildes y sencillos[15].
¡Oh Señor, cuan suave es tu espíritu[16], pues para manifestar
tu dulzura para con tus hijos te dignaste mantenerlos con el pan
suavísimo bajado del cielo![17].
Verdaderamente no hay otra nación tan grande que tenga
dioses que tanto se le acerquen como Tú, Dios nuestro, te
acercas a todos tus fieles[18], a quienes te das para que te coman
y disfruten, y así perciban un continuo consuelo, y levanten su
corazón a los cielos.
Porque, ¿dónde hay gente alguna tan ilustre[19] como el
pueblo cristiano?
O ¿qué criatura hay debajo del cielo tan amada, como el alma
devota a quien se comunica Dios para apacentarla con su
gloriosa carne?
¡Oh, inefable gracia! ¡Oh, maravillosa dignación!
¡Oh, amor sin medida, singularmente reservado para el
hombre!
Pues ¿qué daré yo al Señor por esta gracia[20], por esta
caridad tan grande?
No hay cosa más agradable que yo le pueda dar que mi
corazón todo entero, para que esté unido con El íntimamente.
Entonces se alegrarán todas mis entrañas, cuando mi alma
estuviere perfectamente unida a Dios.
Entonces me dirá: Si tú quieres estar conmigo, Yo quiero estar
contigo. Y yo le responderé: Dígnate, Señor, quedarte conmigo,
pues yo quiero de buena gana estar contigo.
Este es todo mi deseo: que mi corazón esté contigo unido.
 
T. DE KEMPIS: Imitación de Cristo.

EL INDIVIDUALISMO. ERASMO 6.15

Pero me parece que oigo protestar a los filósofos: “Eso que tú


ensalzas —dicen ellos— es deplorable; es ser dominado por la
necedad y en virtud de ella errar, ignorarse, ignorar”.
Precisamente —les contesto yo— eso es ser hombre, y no veo
por qué lo llamáis deplorable, cuando así también habéis nacido
vosotros, así os habéis criado, así os habéis educado, y ésa es la
suerte común a todos los mortales.
No es posible decir que sea deplorable aquello que se deriva
de la propia naturaleza del ser, a menos que se crea que hay que
compadecer al hombre porque no puede volar como las aves, ni
andar a cuatro patas como los cuadrúpedos, ni estar armado de
cuernos como el toro. Por el mismo motivo se podía decir que un
hermoso caballo es desdichado porque no conoce la gramática,
ni come pasteles, y como también lo es el toro porque no puede
hacer gimnasia. Por consiguiente del mismo modo que el caballo
no es desgraciado porque desconozca la gramática, así el
hombre tampoco lo es porque sea necio, puesto que la necedad
hállase conforme con su naturaleza.
 
ERASMO DE ROTTERDAM: Elogio de la locura (1508).

LA CRÍTICA ERASMIANA 6.16

Los teólogos
Quizá fuera más conveniente pasar en silencio a los teólogos
y no remover esa ciénaga. Ni tocar esa planta fétida, no sea que
tal gente, severa e irascible en el más alto grado, caiga sobre mí
en corporación con mil conclusiones, para obligarme a cantar la
palinodia, y en caso de negarme, pongan inmediatamente el grito
en el cielo llamándome hereje, que no de otra suerte suelen
confundir con sus rayos a quienes les son poco propicios.
San Pablo pudo, sin duda, estar animado por la fe; pero
cuando dijo que es “el fundamento de las cosas que se esperan y
la convicción de las que no se ven”, la definió de un modo poco
magistral. El mismo practicó maravillosamente la caridad; ¡con
qué poca dialéctica la dividió y definió en el capítulo XIII de la
primera Epístola a los Corintios! Con seguridad, los apóstoles
consagraban con gran devoción, y, sin embargo, si se les hubiera
preguntado acerca del término a quo y del término ad quem, o
sobre la transustanciación, o cómo uno mismo puede estar a la
vez en diversos lugares, o sobre qué diferencia existe entre el
cuerpo de Cristo en el cielo, en la cruz y en el sacramento
eucarístico, o en qué instante se verifica la transustanciación,
puesto que las palabras en cuya virtud se realiza, siendo cantidad
discreta, tienen que ser también sucesivas… Si se interrogase,
repito, a los apóstoles acerca de todas estas cosas, creo que no
hubieran podido responder tan agudamente como los escotistas
cuando las explican y definen. Los apóstoles conocieron en carne
y hueso a la Madre de Jesús; pero ¿quién de ellos demostró tan
hipócritamente como nuestros teólogos de qué modo fue
preservada del pecado original?
San Pedro recibió las llaves, y las recibió de quien no podía
confiarlas a un indigno de tal honor, y, sin embargo, yo no sé si lo
entendería, porque seguramente nunca se le ocurrió pensar en la
sutileza de cómo las llaves de la ciencia pueden ir a parar a
manos del que carece de ella. Los apóstoles bautizaban por
todas partes, y, no obstante, jamás dijeron nada de las causas
formales, materiales, eficientes y finales del bautismo, ni hicieron
la menor mención de su carácter deleble o indeleble. Ellos
adoraban a Dios, pero en espíritu y sin más norma que aquel
precepto evangélico que dice: Dios es espíritu y hay que adorarle
en espíritu y en verdad; mas en ningún lugar aparece que les
fuese revelado que una figurilla trazada con carbón en la pared
mereciera idéntica adoración que el mismo Cristo, con tal que
tuviera dos dedos extendidos, larga melena, y una aureola de tres
franjas pegada al occipucio. ¿Quién, pues, ha de comprender
estas cosas si no se ha pasado treinta y seis años enteros
descrismándose con el estudio de la física y la metafísica de
Aristóteles y de Scoto?
Asimismo, los apóstoles hablaron repetidamente de la gracia,
pero jamás distinguieron entre la gracia gratis dada y la gracia
gratum faciens. Exhortaron a las buenas obras, pero no hicieron
distinción entre la obra operante y la obra operada.
Recomendaron sin cesar la caridad, pero no la clasificaron en
infusa y adquirida, ni explicaron si es accidente o sustancia,
creada o increada. Execraron el pecado, pero que me muera si
hubieran podido definir científicamente lo que nosotros llamamos
pecado, a menos que supongamos que el espíritu de los
escotistas los inspirara.
 
ERASMO DE ROTTERDAM: Elogio de la locura (1508).

LA LIBERTAD DEL CRISTIANO 6.17


Mas ¿para qué nos andamos ahora buscando en san Pablo
una autoridad de aquí y otra de allí, pues toda su doctrina se
endereza a que despreciemos la carne revoltosa, y nos
afirmemos en el espíritu, que es autor de la caridad y de la
libertad? Compañeros son que no se pueden apartar, por una
parte, carne, servidumbre, desasosiego y contención; y por otra,
espíritu, paz, amor y libertad. Estas cosas a cada paso una y otra
vez las enseña san Pablo. ¿Pensamos por ventura de hallar otro
mejor maestro de la religión verdadera que a él, mayormente
sabiendo que su doctrina concuerda con toda la divina escritura?
Este era el mayor mandamiento de la ley de Moisés. Esto torna a
mandar más perfectamente Jesucristo en su Evangelio. Por esto
nació y murió, además de por satisfacer por nosotros y
perfectamente redimirnos, por enseñarnos no a judaizar, que es
servir en ceremonias, mas a amar. Considera con cuánta solicitud
y con qué afición, acabada la última cena, dio Jesucristo
mandamientos a sus discípulos, no de qué comerían y qué
beberían, mas cómo tendrían entre sí caridad. ¿Qué otra cosa
nos enseña y aun nos ruega su secretario san Juan, sino que nos
amemos unos a otros? Y san Pablo, como tengo dicho, a cada
paso nos encomienda la caridad, y especialmente escribiendo a
los corintios a antepone y tiene en más que al hacer de los
milagros y más que al profetizar y que al hablar en todas las
lenguas de los ángeles y de los hombres.
No pienses tú luego que está la caridad en venir muy continuo
a la iglesia, en hincar las rodillas delante las imágenes de los
santos, en encender ante ellos muchas candelas, ni trasdoblar las
oraciones muy bien contadas. No digo que es malo esto, mas
digo que no tiene Dios tanta necesidad de estas cosas. ¿Sabes
qué llama san Pablo caridad? Edificar al prójimo con buena vida y
ejemplo, con obras de caridad y con palabras de santa doctrina,
tener a todos por miembros de un mismo cuerpo, pensar que
todos somos una misma cosa en Jesucristo, gozarte en el Señor
por los bienes y provechos de tu prójimo como por los tuyos
mismos, remediar los males y daños ajenos como los tuyos
propios, corregir con mansedumbre al que yerra, enseñar al que
no sabe, levantar y aliviar al que está abatido, consolar al
desfavorecido, ayudar al que trabaja, socorrer al necesitado: En
conclusión: todo tu poder y hacienda, todo tu estudio y diligencia,
todos tus cuidados y ejercicios emplearlos en aprovechar a
muchos por Jesucristo, así como él lo hizo, que ni nació, ni vivió,
ni murió para sí, mas todo se dio enteramente para nuestro
provecho; así también nosotros sirvamos y ayudemos al de
nuestros prójimos y no al nuestro.
 
ERASMO DE ROTTERDAM: El Enquiridion o Manual del caballero
cristiano (1504).

EL RETORNO A LA BIBLIA 6.18

El sol es común y está expuesto a la vista de todos no de otro


modo a como lo está la doctrina de Cristo. No aleja en absoluto a
nadie, como no sea que uno mismo se aleje, privándose a sí
mismo. Discrepo, en efecto, vehementemente de quienes no
quieren que las Sagradas Escrituras, traducidas a la lengua del
vulgo, sean leídas por los laicos, como si Cristo hubiera
enseñado cosas tan intrincadas que apenas pueden ser
comprendidas por unos pocos teólogos, o como si la defensa de
la religión cristiana estuviera en ser desconocida. Tal vez sea
bastante acertado que se guarden los secretos de los reyes. Pero
Cristo desea que los suyos sean divulgados todo lo que sea
posible. Yo quisiera que todas las mujercillas leyesen el Evangelio
y las epístolas de san Pablo. Y ojalá que hubiera traducciones a
todas las lenguas para que esos escritos pudieran ser leídos y
conocidos no sólo por escoceses e irlandeses, sino también por
turcos y sarracenos. El primer paso es ciertamente conocerlos de
alguna manera. Dése ese primer paso y, aunque muchos se
rieran, al menos se captaría el sentido de algunos. Ojalá que el
labrador junto a su esteva tararease algún trozo tomado de la
Biblia; ojalá que el tejedor entonase algún pasaje sagrado junto a
su lanzadera; ojalá que el caminante aliviase el tedio del viaje con
charlas de esta suerte. Que todas las conversaciones de los
cristianos arranquen de estos textos sagrados, pues en verdad
somos tales como son nuestras conversaciones de cada día. Que
cada cual llegue hasta donde pueda y que cada cual exprese lo
que pueda ante. El que quede atrás, no tenga envidia al que tiene
delante; el que va delante, anime al que le sigue, no le haga
perder la esperanza. ¿Por qué limitamos a unos pocos una
profesión que es propiedad común de todos? Pues, ya que el
bautismo es común por igual a todos los cristianos y es la
profesión primera de la fe cristiana, y ya que los demás
sacramentos y, en último término, el premio de la inmortalidad
pertenecen a todos por igual, no es coherente que sólo los
dogmas hayan de ser relegados a esos pocos a los que hoy la
gente llama teólogos o monjes.
 
ERASMO DE ROTTERDAM: Paraclesis, id est, adhortatio ad
Christianae philosophiae studium, prólogo a la edición del Nuevo
Testamento (1516).

LA CIENCIA DE LA NATURALEZA 6.19

Disposición de las hojas en las ramas.


Ha hecho la naturaleza la hoja de las últimas ramas de
muchas plantas de modo que siempre la sexta hoja está sobre la
primera y así sigue sucesivamente, si la regla no se ve impedida.
Y esto lo ha hecho para una doble utilidad para esas plantas:
la primera es para que al nacer el ramo y el fruto el año siguiente
del botoncito que está encima en contacto con el peciolo de la
hoja, el agua que baña tal ramo, pueda bajar para nutrir el
botoncito, al detenerse la gota en la concavidad del nacimiento de
esa hoja.
Y el segundo provecho es que en naciendo tales ramos, al
año siguiente, el uno no cubra al otro, porque nacen vueltos a
cinco direcciones, los cinco ramos.

La pupila del ojo.


En este caso la naturaleza ha previsto beneficiosamente a la
virtud visiva, cuando se ve molestada por una excesiva luz,
restringiendo la pupila del ojo, y cuando se ve molesta de
diversas oscuridades, ampliando tal luz, a semejanza de la boca
de una bolsa. Y obra aquí la naturaleza como quien teniendo
demasiada luz en una estancia, cierra media ventana, más o
menos, según su necesidad. Y cuando viene la noche, abre toda
la ventana para ver mejor dentro de dicha estancia. Y usa aquí la
naturaleza de una continua ecuación, con el continuo templar e
igualar, con el agrandar la pupila o disminuirla, en proporción a
las dichas oscuridades o claridades, que delante de ella
continuamente se presentan. (…)
Afirmo que el azul que se muestra en el aire no es su color
propio, sino que es causado por la humedad cálida, convertida en
vapor, en pequeñísimos e insensibles átomos, que halla en su
camino la percusión de los rayos solares y se hace luminosa bajo
la oscuridad de las tinieblas inmensas de la región del fuego, que
la cubre por encima. (…)
Tú que dices que es mejor ver hacer la anatomía que ver tales
dibujos, dirías bien, si fuese posible ver todas estas cosas, que
en tales dibujos se muestran, en sólo una figura, en la cual, con
todo tu ingenio y agudeza, no verás ni tendrás noticia, sino de
algunas pocas venas, de las cuales yo, para tener verdadera y
plena noticia, he deshecho más de diez cuerpos humanos,
destruyendo tantos otros miembros, separando con menudísimas
partículas toda la carne, que en torno a tales venas se
encontraba, sin ensangrentarlas, sino con el insensible
enfriamiento de las venas capilares, Y un solo cuerpo no bastaba
para tan dilatado tiempo, que me veía precisado a proceder poco
a poco con tantos cuerpos, hasta acabar el entero conocimiento;
el cual ejecuté dos veces para ver las diferencias.
Y si tú tienes amor a tales cosas, tal vez te veas impedido por
el estómago; pero si esto no te lo impide, tal vez te veas impedido
por el miedo de habitar en tiempo nocturno en compañía de tales
muertos descuartizados y decorticados y horribles de ver. Pero si
esto no te trastorna tal vez te falte el dibujo bueno y el que
necesita tal representación.
Y si incluso tienes el dibujo, pero no aparejado con la
perspectiva, o si va acompañado, te falta el orden de las
demostraciones geométricas y el orden de los cálculos de las
fuerzas y valimientos de los músculos; tal vez te faltará la
paciencia y no serás diligente.
De todas estas cosas, si yo las he tenido o no, los ciento
veinte libros por mí compuestos darán sentencia del sí o del no,
en las cuales no me he visto impedido ni de avaricia ni por
negligencia, si no solamente por el tiempo.
 
L. DE VINCI: Pensieri.

EL EMPIRISMO DE MAQUIAVELO 6.20

Resta ver ahora cómo debe portarse el príncipe con los


súbditos y con los amigos. Como sé que muchos han escrito
sobre esto, dudo que no se achaque a presunción si me alejo,
sobre todo al tratar de esta materia, de las reglas dadas por otros.
Pero intentando escribir cosas útiles para quienes las entienden,
me ha parecido preferible ir en derechura a la verdad efectiva del
asunto que cuidarme de lo que puede imaginarse sobre él.
Muchos concibieron repúblicas y principados jamás vistos y que
nunca existieron. Hay tanto trecho de cómo se vive a cómo
debiera vivirse, que quien renuncia a lo que se hace por lo que se
debería hacer, aprende más bien lo que le arruinará que lo que le
preservará. El hombre que quiera hacer en todo profesión de
bueno, cuando le rodean tantos malos, correrá a su perdición.
Por ello es necesario que el príncipe, si desea mantenerse en su
estado, aprenda a poder no ser bueno, y a servirse o no de esa
facultad a tenor de las circunstancias.
Dejando, pues, de lado las cosas imaginadas por las
verdaderas, digo que todos los hombres de que se habla y
especialmente los príncipes, por hallarse a mayor altura que los
demás, se distinguen por alguna de las cualidades que les
acarrean la censura o la alabanza. Uno es tenido por liberal, otro
por mísero (en lo que uso un vocablo toscano, porque avaro en
nuestra lengua es también el que desea enriquecerse con
rapiñas, y llamamos mísero al que se abstiene en exceso de
gastar su hacienda), uno es considerado dadivoso y otro rapaz, a
éste se reputa cruel y a aquél compasivo, a éste desleal y a aquél
fiel a las promesas, uno se estima afeminado y pusilánime y otro
feroz y animoso, uno humano, otro soberbio, uno lujurioso, otro
continente, uno sincero, otro astuto, uno duro, otro amable; aquél
grave, éste liviano; uno religioso, otro incrédulo, etc.
Se reconocerá cuan laudable sería que un príncipe tuviera las
buenas prendas que antes mencioné; pero como no pueden
poseerse todas, ni aun ponerlas perfectamente en práctica,
porque la humana condición no lo consiente, es necesario que el
príncipe sea tan prudente que logre evitar los vicios que le
desposeerían de su principado; mas, no pudiéndolo, estará
obligado a menos reserva cuando se rinda a ellos. Sin embargo,
no le espante incurrir en la infamia de los vicios sin los que
salvaría difícilmente su Estado; porque, ponderándolo todo, hay
cosas que parecen virtudes y causan la ruina si se observan, y
otras que parecerán vicios, aunque, si las sigue, supondrán su
bienestar y seguridad.
 
N. MAQUIAVELO: El Príncipe (1513).

EL HOMBRE SEGÚN MAQUIAVELO 6.21


Sentencia es de antiguos escritores que los hombres se
afligen en el mal y se hastían en el bien, y que ambas pasiones
surten los mismos efectos. Los nombres, cuando no combaten
por necesidad, luchan por ambición, la cual es tan poderosa en el
pecho humano, que jamás lo abandona sea cual fuere el rango
que alcance. La causa de ello está en que la naturaleza creó a
los hombres de modo que deseen cualquier cosa y no lo
consigan todo, y así, siendo constantemente mayor el deseo que
el poder de adquirir, resultan el descontento de lo que se tiene y
la insatisfacción. Por esto varía su fortuna, porque los hombres
temen perder lo ganado, codician acrecentar sus posesiones y
surgen la enemistad y la guerra, de la cual nace la ruina de una
provincia y el encumbramiento de otra.
 
N. MAQUIAVELO: Discursos sobre la primera década de Tito
Livio (1513-19).

LA RAZÓN DE ESTADO 6.22

En el principio del mundo, siendo los pobladores contados,


vivieron dispersos como los animales. Después, al multiplicarse
las generaciones y a fin de defenderse mejor, buscaron entre
ellos al más robusto y esforzado, le hicieron jefe y le obedecieron.
De aquí provino el conocimiento de lo bueno y honesto, y su
distinción de lo malo y depravado. Observando que si uno
dañaba a su benefactor aparecerían el aborrecimiento y la
compasión entre los hombres, reprochando a los ingratos y
honrando a los agradecidos, y aun pensando en que ellos
mismos podían recibir idénticas injurias, se obligaron a dar leyes
y ordenar el castigo a quien las quebrantara. De esta forma se
tuvo la noción de justicia. Después, en caso de elegir príncipe, no
buscaron al más vigoroso, sino al más prudente y justo.
 
N. MAQUIAVELO: El Príncipe (1513).
EL PRÍNCIPE 6.23

Sobre la necesidad de estar solo para fundar de nuevo una


república o de reformarla prescindiendo de sus antiguas
instituciones.
Acéptase por regla general que nunca, o rarísimas veces, se
establecerá bien una república o un reino, ora desde su origen,
ora de manera opuesta a la antigua, si no se encarga de ello un
hombre solo. Es menester que una sola persona y con un solo
ingenio cuide de semejante organización. Así lo hará el sagaz
fundador de una república cuando intente favorecer el bien
común, no el suyo, y a la patria y no a sus descendientes.
Los sabios jamás reprenderán al que emplee medios
extraordinarios para instituir un reino o constituir una república.
Conviene que le excuse el efecto, si el hecho le acusa, cuando
sea bueno como el de Rómulo. Deba reprenderse al violento que
destruye, no al cruel que reúne. Su prudencia y su virtud serán
grandes si no hace hereditaria la autoridad que adquirió, porque
su sucesor, dada la propensión humana al mal, podría usar de
modo codicioso lo que él empleara con tanta virtud. Además, no
durará mucho lo nuevo que descanse únicamente en su espalda,
salvo en el caso de que sean multitud los que cuiden de ello y lo
mantengan. Muchos no pueden fundar una cosa porque las
diversas opiniones estorban que vean su bien; pero cuando lo
conocen, no renuncian a él. Que Rómulo merece perdón por la
muerte de su hermano y de su colega, porque las perpetró por el
bien común y no por el personal, lo demuestra que
inmediatamente estatuyó un Senado que le aconsejara y
deliberase con él. En cuanto a la autoridad que para sí reservó,
no pasó del mando del ejército, ni de la facultad de convocar el
Senado. Más tarde, libre Roma por la expulsión de los Tarquinos,
los romanos no mudaron de lo antiguo sino el establecimiento de
dos cónsules anuales en vez del rey. Esto atestigua que las
instituciones primeras de aquella ciudad se conformaron más con
la vida civil y libre que con un orden absoluto y tiránico.
Concluyo, tras considerar estas cosas, que para fundar una
república se necesita estar solo, y que Rómulo antes debe ser
ensalzado que denostado por las muertes de Remo y de Tito
Tacio.
 
N. MAQUIAVELO: Discursos… (1513-19).

CONSEJOS AL PRÍNCIPE 6.24

De aquí nace la cuestión de si es mejor ser amado que


temido, o viceversa. Respóndese que convendría ser lo uno y lo
otro simultáneamente, pero, como es difícil conseguir ambas
cosas al mismo tiempo, el partido más seguro consistiré en ser
temido antes que amado, cuando se ha de prescindir de uno de
los extremos. Puede decirse de modo general de los hombres
que son ingratos, volubles, fingidores, disimuladores, temerosos
de los peligros y codiciosos de ganancias. Mientras les beneficias
y no necesitas de ellos, te pertenecen por entero y te ofrecen su
sangre, caudal, vida e hijos; pero, cuando llega la ocasión, se
rebelan y te desconocen. El príncipe que se fía de sus palabras,
carece de providencias y se arruina; porque las amistades que se
adquieren, no con la nobleza y grandeza de alma, sino con el
precio de las cosas, se granjean pero no se poseen, y no
aprovechan en los tiempos apurados. Los hombres tienen menos
reparos en ofender al que se hace amar que al que se hace
temer, porque el amor se conserva por el solo vínculo de la
obligación, la cual, debido a la perversidad humana, rompe toda
ocasión de interés personal; pero el temor se conserva por miedo
al castigo, que no te abandona jamás.
Empero, el príncipe debe lograr que se le temí de suerte que,
si no se hace amar, evite ser odiado; porque se puede muy bien
ser temido sin ser odiado. Lo logrará siempre que se abstenga de
apoderarse de los bienes de sus gobernados o servidores, y de
sus mujeres. Cuando tenga que derramar la sangre de alguno, lo
ejecutará con razón conveniente y causa manifiesta. Mas sobre
todo, procure no apoderarse del caudal de la víctima, pues los
hombres olvidan antes la muerte de su padre que la pérdida de
su hacienda. Además, nunca faltan motivos para robar el
patrimonio ajeno: el que principia viviendo de rapiñas halla
siempre pretextos para adueñarse de las propiedades de los
otros; en cambio, las ocasiones de derramar la sangre faltan con
mayor frecuencia.
 
N. MAQUIAVELO: El Príncipe (1513).

LA EVOLUCIÓN POLÍTICA 6.25

Puesto a tratar de cuáles fueron las instituciones de la ciudad


de Roma y qué azares la condujeron a su perfección, repito lo
que algunos escriben sobre las repúblicas, a saber: hay en ellas
uno de los tres estamentos, que denominan principado, optimates
y popular, y que quienes las organizan deben recurrir a la clase
que mejor vaya a su propósito. Otros, en el parecer de muchos
más sabios, estiman que hay gobiernos de seis clases: tres de
ellas son pésimas y las tres restantes buenas en sí, pero se
corrompen con tanta facilidad, que también llegan a ser
perniciosas. Buenas son las tres antes mencionadas; las
detestables, las otras tres que de aquéllas dependen, cada una
de las cuales se asemeja tanto a aquella con que está
emparentada que con gran facilidad se pasa de una a otra. El
principado propende a la tiranía, los optimates llegan sin dificultad
a la oligarquía y el popular se convierte en licencioso al menor
incentivo. Así, pues, el legislador que establezca en una ciudad
uno de esos modos, lo hace por poco tiempo, porque sus
disposiciones no impedirán que oscile a su contrario por la
semejanza que en esta ocasión tienen la virtud y el vicio.
 
N. MAQUIAVELO: Discursos… (1513-19).
Capítulo 7

LA EXPANSIÓN DE EUROPA Y LA

FORMACIÓN DEL CAPITALISMO

MODERNO

L AS epidemias de hambre y peste que diezmaron en el s.


XIV la población de Europa, afectaron en menor medida
a las regiones extremo-occidentales del continente, que
fueron por lo mismo las primeras en recuperarse,
circunstancia que ha de tenerse en cuenta, junto con las
ventajas de su localización geográfica, a la hora de explicar
la iniciativa del nuevo impulso expansivo de Europa.
Descubrimientos, establecimiento en los nuevos territorios e
integración de éstos en los anteriores circuitos económicos
son procesos complementarios cuyo desarrollo, determinado
simultáneamente por las condiciones de los países
descubridores y descubiertos, alcanzó resultados decisivos
en el medio siglo siguiente al descubrimiento del cabo de
Buena Esperanza por Bartolomé Díaz (1485), dando origen
a realidades tan distintas como el imperio territorial español
o los establecimientos mercantiles de los portugueses.
Las causas y motivaciones del fenómeno son muy
complejas y difíciles de determinar. A la presión
demográfica, ya señalada, han de añadirse los intereses
económicos que llevan a Portugal a explorar las costas
atlánticas de África con la esperanza de desviar hacia Lisboa
la corriente del oro sudanés, que tenía hasta entonces su
terminal en Granada, proporcionarse sustitutivos a las
especias (malagueta) o, simplemente, colmar su déficit
triguero, móviles igualmente aplicables a Castilla. La
preocupación religiosa reflejada en las ideas de cruzada,
reconquista y difusión del cristianismo, es un factor más a
tener en cuenta, a pesar de que las técnicas de investigación
histórica de la psicología colectiva no se hayan aplicado aún
al tema.
La empresa del descubrimiento no se justifica sin
embargo con esta enumeración de causas reales o
simplemente posibles. Para que se produjese fue preciso
una concurrencia de medios y técnicas capaces de dar
cauce a las aspiraciones de los españoles y portugueses del
s. XV. Entre ellos hay que destacar la existencia de un
sistema capitalista de cambios, en el que destacan las
penínsulas italiana e ibérica, junto con un desarrollo de las
técnicas de navegación, que iniciado en el s. XIII con la
aparición del timón de popa, que por primera vez permite
una eficaz dirección de la nave, conduce en Portugal a fines
del s. XIV o comienzos del XV a la creación de la carabela,
excepcionalmente calificada para la navegación atlántica.
Los descubrimientos geográficos constituyen la praxis
que corresponde a la nueva postura del hombre renacentista
ante la naturaleza y cuya teoría será la Revolución científica.
La rápida expansión del saber cosmológico en los ss. XVI y
XVII logra mediante los descubrimientos geográficos un
conocimiento empírico acerca de la existencia de nuevos
continentes y culturas, a los que por primera vez se engloba
en una unidad geográfica y humana a escala mundial [1],
El proceso de los descubrimientos que conduce a la
formación de una imagen total de la tierra, cuya esfericidad
es comprobada empíricamente en el viaje Magallanes-
Elcano (1519-22), es el resultado de una acción colectiva, en
que los recursos humanos y materiales de los dos reinos
peninsulares serán movilizados por los monarcas para
desarrollar un plan sistemático de expediciones, elaborado
por juntas de expertos en cosmografía y navegación,
encargados de establecer las líneas generales de la política
descubridora.
La unidad geográfica del globo que resulta de los viajes y
conquistas va acompañada de un proceso paralelo de
integración cultural y económica cuyos resultados más
significativos serán la configuración de un poblamiento
humano continuo y la aparición de una economía mundial.
Los mundos asiático y americano, de los que sólo el primero
había tenido contactos limítrofes con Europa, entran
súbitamente en directa relación con la cultura occidental. En
tanto el primero no experimenta sino alteraciones marginales
(establecimientos coloniales apoyados en la superioridad
militar occidental), América es un nuevo continente, lo que
determina el mayor fenómeno de aculturación de la Historia,
resultado de la puesta en contacto y del proceso de
adaptación de dos mundos hasta entonces ignorados entre
sí.
El primer problema que se plantea al hombre occidental
será determinar el puesto del indio en su mundo, su
reconocimiento como criatura humana y por tanto como
titular de unos derechos que habrán de ser respetados. El
proceso de la conquista implica en el terreno político la
imposición de una autoridad ajena y en el social la utilización
compulsiva (encomienda, mita) del trabajo indígena [2].
Estas realidades no impedirán que muchos españoles, pese
a evidentes intereses contrarios, se planteen el problema de
los justos títulos de la monarquía a someter el mundo
americano, problema que conducirá a la primera elaboración
de un derecho público internacional, obra de la Escuela
jusnaturalista de Salamanca (Vitoria, Soto, etc.). El
planteamiento inicial del problema surge de la constatación
del hecho del rápido despoblamiento de la zona del Caribe
de que se hace responsable a la obligatoriedad del trabajo
indígena. El sermón pronunciado en 1511 por fr. Antonio de
Montesinos en La Española, es el punto de arranque de la
gran controversia, en que el ministerio fiscal tendrá en Las
Gasas su más caracterizado representante [3]. La Junta de
Burgos de 1512 consideró válidas las bulas pontificias que
concedieron a los Reyes Católicos la soberanía sobre las
tierras descubiertas, legitimando el derecho del monarca a
someter por la fuerza a los que no aceptasen su soberanía
en virtud del requerimiento [4], así como la compulsión al
trabajo [5]. La condena de la conquista realizada por Las
Gasas desde un planteamiento teórico [6] condujo a la
radical revisión realizada por Francisco de Vitoria en su
Relectiones Theologicae en que, al tiempo que rechaza
muchos de los argumentos habitualmente utilizados,
establece los «justos títulos» al dominio español en América
[7]. Mientras el problema político se resolverá afirmando
reiteradamente la soberanía de España en las tierras
descubiertas [8], el de la dependencia social del indio
pervivirá sin solución definitiva, hasta que las circunstancias
económicas modifiquen el régimen de explotación
económica y las condiciones laborales.
En América la integración política en la monarquía fue
acompañada de un proceso de integración social y étnica —
mestizaje— derivado del asentamiento español en América.
Al mismo tiempo se produjo la incorporación del mundo
americano a los circuitos económicos del Viejo Mundo,
empezando con el fulminante trasvase de especies
vegetales y animales, en especial de Europa a América, que
no conocía en el momento de su descubrimiento sino el 17
% de las especies vegetales cultivadas. La política
económica de la corona favoreció el desarrollo agrícola con
objeto de alcanzar el autoabastecimiento de la colonia, al
tiempo que trataba de convertirla en mercado reservado
para la exportación española y ponía en explotación sus
recursos en metales preciosos, vitales para atender a las
necesidades monetarias de una economía europea que
venía padeciendo desde siglos atrás una situación
deflacionista crónica.
La expansión económica de Europa hizo aumentar la
necesidad de medios de pago y promovió la explotación e
importación de metales preciosos que se volcaron sobre
Europa a través de Sevilla, estimulando el desarrollo
económico, en primer lugar de España, que durante la
primera mitad del siglo XVI se beneficia de la tendencia
favorable de su balanza comercial con América y conoce un
rápido desarrollo de la producción, que no podrá mantener
cuando sus precios dejen de ser competitivos y España se
convierta en las Indias de Europa, según se dijo en las
Cortes de Castilla. Para explicar el fenómeno la Escuela
económica de Salamanca elabora:
1.º Una doctrina monetaria que identifica moneda y
mercancía dentro de una teoría psicológica del valor (el valor
depende de la estimación que, a su vez, está condicionado
por multitud de factores como abundancia o escasez, oferta
y demanda, etc.) [9].
2.º La primera formulación de la teoría cuantitativa del
valor al establecer una proporcionalidad entre el nivel de los
precios y la cantidad de moneda en circulación [10].
3.º Los elementos básicos de la teoría de la paridad de
los poderes de compra, que sirve para explicar la baja de la
moneda española frente a las monedas metálicas de otros
países [11].
Sobre estos fundamentos el memorial de Luis Ortiz,
inmediato a la bancarrota de 1557, presenta un cuadro de
conjunto de las causas (insuficiencia industrial que hace a
España importadora de productos manufacturados,
prejuicios que alejan a la población de los «oficios
mecánicos») y remedios de la crisis (leyes suntuarias que
obliguen al consumo de productos nacionales, reducción del
metal en circulación, etc.), fórmulas que las exigencias
políticas de la dinastía no permitirían aplicar [12].
La aparición del capitalismo moderno, resultante en
buena parte de la explotación colonial, conducirá a la
elaboración de una primera teoría económica, el
mercantilismo, doctrina que integra hasta hacerlos
indiscernibles los intereses del Estado-Nación y los de los
comerciantes e industriales, por cuanto el objetivo que sus
teóricos persiguen es el fortalecimiento del poderío del reino,
a través del enriquecimiento de sus ciudadanos, que sólo
una balanza comercial favorable podrá mantener.
El logro de tales objetivos requiere: 1.º el incremento de
la población: «No hay riqueza ni fuerza sin hombres» [13];
2.º el aumento de la riqueza nacional a través del
atesoramiento monetario (bullonismo), reflejo del desarrollo
mercantil que lleva a considerar como riqueza no la simple
acumulación de bienes con valor en uso, sino el acopio de
dinero con valor en cambio. De aquí la inicial confusión entre
dinero y riqueza, característica de los metalistas como
Malynes para quienes la conservación de los tesoros había
de lograrse mediante el control directo de los metales
preciosos (prohibición de exportaciones). Esta doctrina sin
desaparecer por entero cedió el paso a la que veía en una
balanza de pagos favorable el medio de atraer al país la
riqueza monetaria como pago de los excedentes mercantiles
[14].
3.º para favorecer el comercio exterior al tiempo que los
intereses de los mercaderes, propugnarán en el interior el
descenso de la tasa del interés, condenando la usura por
cuanto encarece el precio del dinero que los comerciantes
necesitan [15], y el desarrollo del consumo y el lujo.
4.º el sistema mercantilista utilizará finalmente los
recursos políticos del Estado para estimular la iniciativa
privada mediante fórmulas proteccionistas para la industria
nacional (colbertismo) [16] o llegando incluso hasta el
establecimiento de un régimen de monopolio (actas de
navegación) [17].
Textos 7

EL CONOCIMIENTO DEL NUEVO MUNDO 7.1

En un capítulo desta carta dijimos de suso que enviamos a


vuestras reales altezas relación, para que mejor vuestras
majestades fuesen informados, de las cosas desta tierra y de la
manera y riqueza della, y de la gente que la posee, y de la ley o
secta, ritos y ceremonias en que viven, y esta tierra, muy
poderosos señores, donde ahora en nombre de vuestras
majestades estamos, tiene cincuenta leguas de costa de una
parte y de la otra deste pueblo; por la costa de la mar es toda
llana, de muchos arenales, que en algunas partes duran dos
leguas y más. La tierra adentro y fuera de los dichos arenales es
tierra muy llana y de muy hermosas vegas y riberas en ellas, tales
y tan hermosas, que en toda España no pueden ser mejores, ansí
de apacibles a la vista, como de fructíferas de cosas que en ellas
siembran, y muy aparejadas y convenibles, y para andar por ellas
y se apacentar toda manera de ganados. Hay en esta tierra todo
género de caza y anímales y aves conforme a los de nuestra
naturaleza, ansí como ciervos, corzos, gamos, lobos, zorros,
perdices, palomas, tórtolas, de dos y de tres maneras,
codornices, liebres, conejos; por manera que en aves y animales
no hay diferencia desta tierra a España, y hay leones y tigres a
cinco leguas de la mar por unas partes, y por otras a menos. A
más va una gran cordillera de sierras muy hermosas y algunas
dellas son en gran manera muy altas, entre las cuales hay una
que excede en mucha altura a todas las otras, y della se ve y
descubre gran parte de la mar y de la tierra, y es tan alta, que si
el día no es bien claro no se puede divisar ni ver lo alto della,
porque de la mitad arriba está todo cubierto de nubes, y algunas
veces, cuando hace muy claro día, se ve por cima de las dichas
nubes lo alto della, y está tan blanco que lo juzgamos por nieve;
mas, porque no lo hemos bien visto, aunque hemos llegado muy
cerca, y por ser esta región tan cálida, no lo afirmamos ser nieve;
trabajaremos de saber y ver aquello y otras cosas de que
tenemos noticia, para dellas hacer a vuestras reales altezas
verdadera relación de las riquezas de oro y plata y piedras; y
juzgamos lo que vuestras majestades podían mandar juzgar
según la muestra que de todo ello a vuestras reales altezas
enviamos. A nuestro parecer se debe creer que hay en esta tierra
tanto cuanto en aquella de donde se dice haber llevado Salomón
el oro para el templo; mas como ha tan poco tiempo que en ella
entramos, no hemos podido ver más de hasta cinco leguas de
tierra adentro de la costa de la mar, y hasta diez o doce leguas de
largo de tierra por las costas de una y de otra parte que hemos
andado desque saltamos en tierra, aunque desde la mar mucho
más se parece y mucho más vimos viniendo navegando.
La gente desta tierra que habita desde la isla de Cozumel y
punta de Yucatán hasta donde nosotros estamos es una gente de
mediana estatura, de cuerpos y gestos bien proporcionada,
excepto que en cada provincia se diferencian ellos mismos los
gestos, unos horadándose las orejas y poniéndose en ellas muy
grandes y feas cosas, y otros horadándose las ternillas de las
narices hasta la boca, y poniéndose en ellas unas ruedas de
piedras muy grandes, que parecen espejos, y otros se horadan
los bezos de la parte de abajo hasta los dientes, y cuelgan dellos
unas grandes ruedas de piedras o de oro, tan pesadas, que les
traen los bezos caídos y parecen muy diformes, y los vestidos
que traen es como de almaizales muy pintados, y los hombres
traen tapadas sus vergüenzas, y encima del cuerpo unas mantas
muy delgadas y pintadas a manera de alquiceles moriscos, y las
mujeres de la gente común traen unas mantas muy pintadas
desde la cintura hasta los pies y otras que les cubren las tetas, y
todo lo demás traen descubierto; y las mujeres principales andan
vestidas de unas muy delgadas camisas de algodón muy
grandes, labradas y hechas a manera de roquetes; y los
mantenimientos que tienen es maíz y algunos cuyes, como los de
las otras islas, y potu yuca así como la que comen en la isla de
Cuba, y cómenla asada, porque no hacen pan della; y tienen sus
pesquerías y cazas; crían muchas gallinas como las de Tierra
Firme, que son tan grandes como pavos. Hay algunos pueblos
grandes y bien concertados; las casas, en las partes que
alcanzan piedra, son de cal y canto, y los aposentos dellas,
pequeños y bajos, muy amoriscados; y en las partes donde no
alcanzan piedra, hácenlas de adobes y encálanlos por encima, y
las coberturas de encima son de paja. Hay casa de algunos
principales muy frescas y de muchos aposentos, porque nosotros
habernos visto más de cinco patios dentro de una sola casa, y
sus aposentos muy aconcertados, cada principal servicio que ha
de ser por sí, y tiene dentro sus pozos y albercas de agua, y
aposentos para esclavos y gente de servicio, que tienen mucha; y
cada uno destos principales tienen a la entrada de sus casas,
fuera della, un patio muy grande, y algunos dos y tres y cuatro
muy altos, con sus gradas para subir a ellos, y son muy bien
hechos, y con éstos tienen sus mezquitas y adoratorios y sus
andenes, todo a la redonda muy ancho, y allí tienen sus ídolos
que adoran, dellos de piedra, y dellos de barro, y de líos de palos,
a los cuales honran y sirven en tanta manera y con tantas
ceremonias, que en mucho papel no se podría hacer de todo ello
a vuestras reales altezas entera y particular relación; y estas
casas y mezquitas donde los tienen son las mayores y menores
más bien obradas y que en los pueblos hay, y tiénenlas muy
atumadas con plumajes y paños muy labrados y con toda manera
de gentileza, y todos los días, antes que obra alguna comienzan,
queman en las dichas mezquitas encienso, cortándose uno las
lenguas, y otros las orejas, y otros acuchillándose el cuerpo con
unas navajas, y toda la sangre que dellos corre la ofrecen a
aquellos ídolos, echándola por todas las partes de aquellas
mezquitas, y otras veces echándola hacia el cielo, y haciendo
otras muchas maneras de ceremonias; por manera que ninguna
obra comienzan sin que primero hagan allí sacrificio.
 
H. CORTÉS: Cartas de relación de la conquista de Méjico
(1520).
 
El árbol llamado cacao o cacaguat, no es árbol de estas islas,
sino de la Tierra Firme. Hay estos árboles en la Nueva España y
en la provincia de Nicaragua y otras partes. Pónese aquí porque
estén juntas las materias, como en otro lugar lo tengo dicho: y
éste es el árbol de todos, el más preciado entre los indios, y su
tesoro. Y los caciques y señores que alcanzan estos árboles en
sus heredamientos, tiénenlos por muy ricos calachunis o
príncipes, porque al principal señor llaman calachuni en lengua
de Nicaragua, que es tanto como decirle rey, y también se llama
teite, que es lo mismo que calachuni o rey.
El árbol, en la madera y corteza y hoja, es ni más ni menos
que naranjo, y de la misma tez y frescor y grandeza, excepto que
las hojas del naranjo, en su nacimiento y pezón tienen una
manera de corazón pequeño, y de aquél se funda la hoja. Esos
corazones faltan a la hoja^de cacao, y en lo demás es así la una
como la otra. Mas, porque yo deseo mucho la pintura en las
cosas de historia semejantes, y que en nuestra España no son
tan usadas, quiero aprovecharme de ella para ser mejor
entendido, porque, sin duda, los ojos son mucha parte de la
información de estas cosas, y ya que las mismas no se pueden
ver ni palpar, mucha ayuda es a la pluma la imagen de ellas. Y
así, a este propósito, quiero aquí dibujar estos árboles como yo
supiere hacerlo porque, aunque no vayan tan al propósito como
yo querría, bastará la significación del dibujo y mis palabras para
que otro los sepa poner más al natural. ,
Echan por fruta unas mazorcas verdes y alumbradas, en
parte, de una color de rojo, e son tan grandes como un palmo, e
menos, e gruesas como la muñeca del brazo, o menos y más, a
proporción de su grandeza. De dentro son macizas como una
nuez cuando se cuaja, o como una calabaza o higuera, y en
aquella pasta o cantidad cuajada, hay cuatro órdenes de
almendras, de alto a bajo; así que cada mazorca tiene veinte o
treinta almendras, e más e menos. E así como va madurando la
fruta, así se va enjugando aquella carnosidad que está entre las
almendras, y ellas quedan sueltas en aquella caja, de donde las
sacan después, e las guardan y tienen en el mismo precio e
estimación que los cristianos e otras gentes tienen el oro y la
moneda. Porque así lo son estas almendras para ellos, pues que
por ellas compran todas las otras cosas. De manera que en
aquella provincia de Nicaragua, un conejo vale diez almendras de
éstas, y por cuatro almendras dan ocho pomas o nísperos de
aquella excelente fruta que ellos llaman munonzapot; y un
esclavo vale cien, e más e menos almendras de éstas, según es
la pieza o la voluntad de los contrayentes se conciertan.
Pero quiero primero decir de la manera que crían y cultivan
estos árboles como cosa que tanto precisan, y es así. Que
después que los han plantado en la tierra que les parece que es
fértil e a su propósito, en sitio e agua allí cerca para los regar a
sus tiempos ordinarios, y puestos por sus liños, y en compás, e
desviados unos de otros diez o doce pies, porque mejor se
alimenten del terreno; porque crecen e cópanse de tal manera,
que debajo de ellos todo es sombra, y el sol no puede ver la tierra
sino en pocas partes, entre las ramas. Y porque acaece que
algunos años el sol los suele abuchornar e escaldar de manera
que el fruto sale vano, o no cuaja y se pierde, para remedio de
esto tienen puestos entre estas arboledas otros árboles que allí
llaman los indios, yaguagüit, e los cristianos, de la madera negra,
que crecen casi al doble que los del cacao e los defienden del sol
e les hacen sombra con sus ramas e hojas; e los van mondando
e quitando los brazos e ramas, como van creciendo, para que
suban derechos a este propósito. Los cuales árboles son de tal
naturaleza, que viven mucho más que los del cacao, e nunca se
pudren y caen, y es una de las fuertes maderas que se saben.
Estos echan muy hermosas flores (digo los de la madera negra),
e como rosadas e blancas, a manojitos, como el hinojo, e huelen
bien, e su fruto son unas arvejas que echan unas lentejas algo
menores que los altramuces y durísimas. Nunca pierden la hoja,
e son árboles que los indios precian, así para lo que es dicho
como para hacer sus cercas a sus heredades, e para la madera
de sus casas o buhíos, porque dicen ellos que ni perece ni pudre
en tiempo alguno.
 
G. FERNÁNDEZ DE OVIEDO: Historia General y Natural de las
Indias. (1535).

LA ENCOMIENDA 7.2

Y lo bueno fue, y que adorna y hermosea todo lo arriba dicho,


que los del Consejo dieron forma de cómo había de rezar la
cédula de los repartimientos que a cada uno se daban, y decía
así el gobernador, o que tenía cargo de repartir los indios, que
después llamaron, como se dirá, repartidor: Yo, fulano, en nombre
del rey o de la reina, nuestros señores, por virtud de los poderes
que de sus altezas tengo, encomiendo a vos, fulano, tal cacique y
tantas personas en él, para que os sirváis delios en vuestras
haciendas, minas y granjerías, según y como sus altezas lo
mandan, conforme a sus ordenanzas, guardándolas; y no de otra
manera, porque de otra manera sus altezas no vos los
encomiendan, ni yo en su nombre; y si no lo hiciéredes, os serán
quitados, y lo que os hubiéredes servido delios, será a cargo de
vuestra conciencia y no de la de sus altezas, ni de la mía, etc.
Esta era la substancia y forma de la cédula, por la cual creían que
ya quedaba todo llano y santo, y fuera bien preguntar a alguna de
las justicias, si quitaron a uno o alguno los indios por los malos
tractamientos. Pero mejor preguntados deben ya de estar, porque
todos son muertos.
 
FR. B. DE LAS CASAS: Historia de las Indias. (1561).

LA DENUNCIA DEL RÉGIMEN COLONIAL 7.3

De las predicaciones de los frailes sobre el buen tratamiento


de los indios
Llegado el domingo y la hora de predicar, subió en el púlpito el
susodicho padre fray Antón Montesino, y tomó por tema y
fundamento de su sermón, que ya llevaba escrito y firmado de los
demás: Ego vox clamantis in deserto. Hecha su introducción y
dicho algo de lo que tocaba a la materia del tiempo del
Advenimiento, comenzó a encarecer la esterilidad del desierto de
las conciencias de los españoles desta isla, y la ceguedad en que
vivían; con cuánto peligro andaban de su condenación, no
advirtiendo los pecados gravísimos en que con tanta
insensibilidad estaban continuamente zambullidos y en ellos
morían. Luego torna sobre su tema, diciendo así: “Para os los dar
a cognoscer me he sobido aquí, yo que soy voz de Cristo en el
desierto desta isla, y por tanto, conviene que con atención, no
cualquiera, sino con todo vuestro corazón y con todos vuestros
sentidos, la oigáis; la cual voz os será la más nueva que nunca
oísteis, la más áspera y dura y más espantable y peligrosa que
jamás no pensasteis oír”. Esta vez encareció por buen rato con
palabras muy pugnativas y terribles, que les hacía estremecer las
carnes y que les parecía que ya estaban en el divino juicio. La
voz, pues, en gran manera, en universal encarecida, declaróles
cuál era o qué contenía en sí aquella voz: “Esta voz, dijo él, que
todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la
crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid,
¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible
servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho
tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras
mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muertes y
estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan
opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus
enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais
incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y
adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quién los
doctrine, y conozcan a su Dios y criador, sean baptizados, oigan
misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos, no son hombres?
¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos
como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís?
¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico
dormidos? Tened por cierto, que en el estado que estáis no os
podéis más salvar que los moros o turcos que carecen y no
quieren la fe de Jesucristo”. Finalmente, de tal manera se explicó
la voz que antes había muy encarecido, que los dejó atónitos, a
muchos como fuera de sentido, a otros más empedernidos y
algunos algo compungidos, pero a ninguno, a lo que yo después
entendí, convertido.
 
FR. B. DE LAS CASAS: Historia de las Indias (1561).

EL REQUERIMIENTO 7.4

Uno de los pontífices pasados que en lugar de éste sucedió


en aquella dignidad y silla que he dicho, como señor del mundo
hizo donación de estas islas e tierra firme del mar Océano a los
dichos rey e reina e a sus sucesores en estos reinos, con todo lo
que en ellas hay, según se contiene en ciertas escrituras que
sobre ello pasaron según dicho es, que podréis ver si
quisiéredes: ansí que sus majestades son reyes y señores de
estas islas e tierra firme por virtud de la dicha donación y como a
tales reyes y señores algunas islas más y casi todas a quien esto
ha sido notificado, han recibido a sus majestades y los han
obedecido y servido y sirven como súbditos lo deben hacer, e con
buena voluntad, e sin ninguna resistencia, luego sin dilación,
como fueron informados de los susodichos, obedecieron e
recibieron los varones religiosos que sus altezas les enviaban
para que les predicasen y enseñasen nuestra santa fe, y todos
ellos, de su libre y agradable voluntad, sin premia ni condición
alguna se tornaron cristianos e lo son, y sus majestades los
recibieron alegre y benignamente, y así los mandaron tratar como
a los otros súbditos e vasallos, e vosotros sois tenidos y
obligados a hacer lo mismo.
Por ende como mejor podemos os rogamos y requerimos que
entendáis bien esto que os hemos dicho, e toméis para
entenderlo e deliberar sobre ello el tiempo que fuere justo, y
reconozcáis a la Iglesia por señora y superiora del universo
mundo, y al sumo pontífice, llamado papa, en su nombre, y al
emperador y reina doña Juana nuestros señores en su lugar,
como a superiores e señores e reyes de estas islas y tierra firme
por virtud de la dicha donación, e consintáis e deis lugar que
estos padres religiosos os declaren y prediquen lo susodicho.
Si así lo hiciéredes haréis bien e aquello que sois tenidos y
obligados, y sus altezas e nos en su nombre vos recibiremos con
todo amor y caridad, e vos dejaremos vuestras mujeres e hijos e
haciendas libres e sin servidumbre, para que della e de vosotros
hagáis libremente lo que quisiéredes y por bien tuviéredes, y no
vos compelerá a que vos tornéis cristianos, salvo si vosotros,
informados de la verdad, os quisiéredes convertir a nuestra santa
fe católica como lo han hecho casi todos los vecinos de las otras
islas, y allende desto sus majestades os concederán privilegios y
exenciones e vos harán muchas mercedes.
Y si no lo hiciéredes o en ello maliciosamente dilación
pusiéredes, certificóos que con el ayuda de Dios nosotros
entraremos poderosamente contra vosotros e vos haremos
guerra por todas las partes e maneras que pudiéremos, e vos
sujetaremos al yugo e obediencia de la Iglesia e de sus
majestades, e tomaremos vuestras personas e las de vuestras
mujeres e hijos, e les haremos esclavos, e como tales los
venderemos e dispondremos dellos como sus majestades
mandaren, e vos tomaremos vuestros bienes, e vos haremos
todos los males e daños que pudiéremos, como a vasallos que no
obedecen ni quieren recibir a su señor y le resisten y contradicen,
y protestamos que las muertes e daños que dello se recrecieren,
sean a vuestra culpa e no de sus majestades ni nuestra, ni destos
caballeros que con nosotros vienen, y de como lo decimos y
requerimos pedimos al presente escribano que nos lo dé por
testimonio signado y a los presentes rogamos que dello sean
testigos.
 
D. DE ENCINAS: Cedulario Indiano (1531).

LA COMPULSIÓN AL TRABAJO 7.5

Muy poderoso Señor: Vuestra Alteza nos mandó que


entendiésemos en ver en las cosas de las Indias, sobre ciertas
informaciones que cerca dello a Vuestra Alteza se habían dado
por ciertos religiosos que habían estado en aquellas partes, así
de los dominicos como de los franciscos; y vistas aquéllas y oído
todo lo que nos quisieron decir, y aun habida más información de
algunas personas que habían estado en las dichas Indias y
sabían la disposición de la tierra y la capacidad de las personas,
lo que nos parece a los que aquí firmamos es lo siguiente: Lo
primero, que pues los indios son libres y vuestra alteza y la reina,
nuestra señora (que haya santa gloria), los mandaron tractar
como a libres, que así se haga. Lo segundo, que sean instruidos
en la fe, como el papa lo manda, en su bula y vuestras altezas lo
mandaron por su carta, y sobre esto debe vuestra alteza mandar
que se ponga toda la diligencia que fuere necesaria. Lo tercero,
que vuestra alteza les puede mandar que trabajen, pero que el
trabajo sea de tal manera que no sea impedimento a la
instrucción de la fe y sea provechoso a ellos y a la república, y
vuestra alteza sea aprovechado y servido por razón del señorío y
servicio que le es debido por mantenerlos en las cosas de
nuestra sancta fe y en justicia. Lo cuarto, que este trabajo sea tal
que ellos lo puedan sufrir, dándoles tiempo para recrearse, así en
cada día como en todo el año, en tiempos convenibles. Lo quinto,
que tengan casas y hacienda propias, la que pareciere a los que
gobiernan o gobernaren de aquí adelante las Indias, y se les dé
tiempo para que puedan labrar y tener y conservar la dicha
hacienda a su manera. Lo sexto, que se dé orden como siempre
tengan comunicación con los pobladores que allá van, porque
con esta comunicación sean mejor y más presto instruidos en las
cosas de nuestra sancta fe católica. Lo sétimo, que por su trabajo
se les dé salario conveniente, y esto no en dinero, sino en
vestidos y en otras cosas para sus casas.—Johannes, episcopus
Palentinus, comes.
 
FR. B. DE LAS CASAS: Historia de las Indias (1561).

LA CONDENA DE LA CONQUISTA 7.6

Que esta guerra sea injusta se demuestra, en primer lugar,


teniendo en cuenta que ninguna guerra es justa si no hay alguna
causa para declararla; os decir, que la merezca el pueblo contra
el cual se mueve la guerra, por alguna injuria que le haya hecho
el pueblo que ataca. Pero el pueblo infiel que vive en su patria
separada de los confines de los cristianos, y al que se decide
atacar con la guerra sin más razón que la de sujetarlo al imperio
de los cristianos, la de que se disponga a recibir la religión
cristiana y la de que se quiten los impedimentos de la fe, no le ha
hecho al pueblo cristiano ninguna injuria por la cual merezca ser
atacado con la guerra; luego esta guerra es injusta… Esta guerra
es inicua, y la razón es que daña la piedad referente a Dios. La
daña disminuyendo o poniendo obstáculos a la misma piedad
divina, al culto y honor divinos, que se acrecentarán con la
dilación de la fe, y con la conversión de los gentiles a quienes
estos hombres escandalizan, despedazan y matan… Es,
finalmente una guerra tiránica. Primero, porque es violenta y
cruel, y se hace sin haber culpa ni causa, como obra propia de
ladrones, salteadores y tiranos; porque no tienen ningún derecho
para hacer las cosas profundamente injuriosas y nefandas que
hacen, trayéndoles a los gentiles las mayores plagas, angustias y
calamidades, como si fueran, que de hecho lo son, una ruina de
la mayor parte del género humano. Segundo, porque anteponen
su propia utilidad particular y temporal, cosa que es propia de los
tiranos, al bien común y universal, es decir al honor divino y a la
salvación y vida espiritual y temporal de innumerables personas y
pueblos. De donde se deduce que el principado adquirido con tal
guerra es injusto, malo y tiránico, y está lleno de las maldiciones
de Dios.
 
FR. B. DE LAS CASAS: De unico vocationis modo omnium
gentium ad veram religionem (1536-7), cap. 7 § 2.

LOS JUSTOS TÍTULOS DE LA CONQUISTA 7.7

De los títulos no legítimos por los que los bárbaros del nuevo
mundo pudieron venir a poder de los españoles.
1. Los indios bárbaros antes de que los españoles llegasen a
ellos eran los verdaderos dueños en lo público y privado. 2. El
emperador no es señor de todo el mundo, 3. El emperador,
aunque fuese dueño del mundo, no por ello podría ocupar las
provincias de los bárbaros, establecer nuevos señores, deponer a
los antiguos y cobrar tributos. 4. El papa no es señor civil o
temporal de todo el orbe, hablando con propiedad de dominio y
potestad civil. 5. El sumo pontífice, aunque tuviera potestad
secular en el mundo, no podría darla a los príncipes seculares. 6.
El papa tiene potestad temporal en orden a las cosas espirituales.
7. El papa no tiene ninguna potestad temporal sobre los bárbaros
indios ni sobre otros infieles. 8. A los bárbaros, si no quieren
reconocer dominio alguno del papa, no por eso se les puede
hacer guerra ni ocupar sus bienes. 9. Si los bárbaros, antes de
que oyeron la fe de Cristo, pecaron con pecado de infidelidad, por
no creer en Cristo. 10. Qué se requiere para que la ignorancia
pueda computarse a uno, y sea pecado o vencible. 11. Si los
bárbaros están obligados a creer ante el primero que les anuncia
la fe cristiana, de modo que pecan mortalmente no creyendo en
el Evangelio de Cristo por su simple anunciación, etc. 12. A los
bárbaros, porque simplemente, se les anuncia y propone la fe y
no quieren recibirla al punto, no pueden por esta razón los
españoles hacerles guerra, ni actuar contra ellos por derecho de
guerra. 13. Los bárbaros, solicitados y advertidos para que oigan
pacíficamente a los que hablan de la religión, si no lo quieren
hacer, no se excusan de pecado mortal. 14. Cuándo los bárbaros
están obligados a recibir la fe de Cristo bajo pena de pecado
mortal. 15. Si a los bárbaros hasta ahora se les ha propuesto y
anunciado la fe cristiana de tal modo que estén obligados a creer
bajo nuevo pecado, no está bastante claro, según el autor. 16. A
los bárbaros, porque se les haya anunciado probable y
suficientemente la fe y no hayan querido recibirla, no por ello, sin
embargo, se les puede perseguir con guerra y despojarles de sus
bienes. 17. Los príncipes cristianos no pueden, ni aun con
autoridad del papa, reprimir a los bárbaros por los pecados contra
la ley natural, ni castigarles por razón de ello.

De los títulos legítimos por los que pudieron venir los bárbaros
a la obediencia de los españoles.
El primer título puede denominarse de la sociedad y
comunicación natural.
Respecto a esto, sea la primera conclusión: los españoles
tienen derecho a andar por aquellas provincias y a permanecer
allí, sin daño alguno de los bárbaros, sin que se les pueda
prohibir por éstos. Se prueba: 1. Por el derecho de gentes, que o
es el derecho natural o se deriva del derecho natural. Instituta I,
2, 1: “quod naturalis ratio inter omnes gentes (la Inst. dice
homines) constituit, vocatur ius gentium” 'lo que la razón natural
establece entre todas las gentes o pueblos (la Inst. dice
hombres), se llama derecho de gentes'. Pues en todas las
naciones se tiene por inhumano acoger mal a los huéspedes y
extranjeros, sin causa especial alguna. Y, por el contrario, por
humanidad y cortesía, portarse bien con los huéspedes, a no ser
que los extranjeros hicieren mal al llegar a otras naciones. 2. Al
principio del mundo, como todas las cosas eran comunes, era
lícito a cada uno dirigirse y recorrer cualquiera región que
quisiera. Y no se ve que esto se haya quitado por la división de
las cosas. Pues nunca fue intención de las gentes por tal división
quitar la comunicación de los hombres… 3. Se puede todo lo que
no está prohibido o produce injuria a otros o es en detrimento de
otros; es así que, como suponemos, tal peregrinación de los
españoles es sin injuria o daño de los bárbaros; luego es lícita…
10. “Por Derecho natural todas las cosas son comunes a todos, y
el agua corriente y el mar, y los ríos y puertos; y las naves, por
derecho de gentes, es lícito atracarlas a ellos” (Inst. 2, 1, 1-5), y
por la misma razón se consideran públicas; luego a nadie puede
prohibirse usar de ellas. De lo que se sigue que los bárbaros
harían injuria a los españoles si se lo prohibieran en sus regiones.
11. Ellos admiten a todos los otros bárbaros de cualquiera parte;
luego harían injuria no admitiendo a los españoles. 12. Porque si
los españoles no pudieran andar entre ellos, esto sería por
derecho natural, divino o humano. Por el natural o divino
ciertamente se puede. Si, pues, hubiera una ley humana que lo
prohibiera sin alguna causa de derecho natural y divino, sería
inhumano y no racional, y en consecuencia no tendría fuerza de
ley. (…)
Otro [segundo] título puede haber, a saber: la causa de la
propagación de la religión cristiana. En cuyo favor, sea la primera
conclusión: los cristianos tienen derecho a predicar y anunciar el
Evangelio en las provincias de los bárbaros. Esta conclusión es
manifiesta, por aquello de predicad el Evangelio a todas las
criaturas, etc.; y también, la palabra del Señor no está presa (II
Ad Tim. 2, 9). En segundo lugar, se muestra por lo dicho. Porque
si tienen el derecho de andar y comerciar entre ellos, pueden por
tanto enseñar la verdad a los que quieran oírla, sobre todo en lo
que atañe a la salvación y la felicidad mucho más que en lo que
atañe a cualquier disciplina humana. Tercero, porque en otro
caso, quedarían fuera del estado de salvación si no se permitiera
a los cristianos ir a anunciarles el Evangelio. Cuarto, porque la
corrección fraterna es de derecho natural, como el amor; y como
todos ellos están no sólo en pecado sino fuera del estado de
salvación, por tanto corresponde a los cristianos corregirles y
dirigirles, y aún parece que están obligados a ello. Quinto y
último, porque son prójimos, como arriba se ha dicho. Es así que
Dios manda a cada uno cuidar a su prójimo (Eccl. 17, 12); luego
corresponde a los cristianos instruir a los ignorantes en las cosas
divinas.
 
FRANCISCO DE VITORIA: Relectio prior de Indiis recenter inventis
(1557).

LA INCORPORACIÓN DE LAS INDIAS A CASTILLA 7.8

Que las Indias Occidentales estén siempre unidas a la Corona


de Castilla, y no se puedan enajenar. Por donación de la Santa
Sede Apostólica y otros justos y legítimos títulos, somos señor de
las Indias Occidentales, Islas y Tierra firme del mar Océano,
descubiertas y por descubrir y están incorporadas en nuestra real
corona de Castilla. Y porque es nuestra voluntad, y lo hemos
prometido y jurado, que siempre permanezcan unidas para su
mayor perpetuidad y firmeza, prohibimos la enajenación de ellas.
Y mandamos que en ningún tiempo puedan ser separadas de
nuestra real corona de Castilla, desunidas ni divididas en todo o
en parte, ni sus ciudades, villas ni poblaciones, por ningún caso ni
en favor de ninguna persona. Y considerando la fidelidad de
nuestros vasallos, y los trabajos que los descubridores y
pobladores pasaron en el descubrimiento y población, para que
tengan mayor certeza y confianza de que siempre estarán y
permanecerán unidas a nuestra real corona, prometemos y
damos nuestra fe y palabra real, por nos y los reyes nuestros
sucesores, de que para siempre jamás no serán enajenadas ni
apartadas en todo o en parte, ni sus ciudades ni poblaciones, ni
por ninguna causa o razón, o en favor de ninguna persona. Y si
nos o nuestros sucesores hiciéramos alguna donación o
enajenación contra lo susodicho, sea nula, y por tal la
declaramos.
 
Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1519, 1520,
1523, 1547, 1563 y 1680).

MONEDA Y MERCANCÍA 7.9

Del justo precio de la cosa.


Justo precio de la cosa es aquel que comúnmente corre en el
lugar y tiempo del contrato al contado, consideradas las
particulares circunstancias de la manera del vender y comprar, y
la abundancia de las mercaderías, la abundancia del dinero, la
muchedumbre de los compradores y vendedores, y el aparejo
que hay para haber las tales cosas y el provecho que hay del uso
de ellas a arbitrio de buen varón, excluido todo engaño y malicia.
Declaro cada cosa. Dije en el lugar, porque sola la mudanza de
un lugar a otro sube o abate el precio, según que en aquel lugar
hay abundancia o falta de mercaderías, como se ve por la
experiencia, que en los puertos de mar vale más barato el
pescado, y las cosas donde nacen valen más barato que donde
las llevan de acarreo. Dícese también el lugar porque se ha de
mirar el lugar donde se celebra el contrato y no donde está la
mercadería. Porque desde el lugar donde se hace el contrato se
consigna la mercadería que está en otra parte y desde allí se da
el señorío de ella, porque si yo compro las especias que están en
Génova, estando yo en Milán y allí hago el precio y las pago en
Milán, el justo precio es el que corre en Milán, como dice Silvestre
Dije más tiempo, porque sólo el tiempo sube o abate el precio de
la cosa, como es claro que más vale el trigo en el mes de mayo
comúnmente que en el mes de agosto sólo por el tiempo. Dije
considerada la manera del vender, porque el que vende rogando
pone ordinariamente más barato precio a su mercadería que el
que vende rogado, de donde se ve que el que compró una pieza
de paño de casa del mercader por justo precio, en su poder vale
menos por convidar a los mercaderes y compradores con ella,
porque como dice el proverbio latino ultroneae merces vilescunt.
Las mercaderías voluntariamente vendidas valen menos y se
envilecen. Dije la abundancia de mercaderes y dinero, etc.,
porque en la verdad ésta es la causa principal de ser cara o
barata la mercadería, a la cual se reducen las tres dichas del
tiempo y lugar y manera de vender. Porque sola la abundancia o
falta de mercaderías, de mercaderes y dinero hace subir o bajar
el precio, como la experiencia lo enseña a los prácticos en ferias,
porque si la cosa vale más en un tiempo que otro, en un lugar
que otro, o vendida rogando o rogado, es por la abundancia o
falta de las mercaderías, mercaderes y dinero, porque si en el
lugar donde hay mercaderías llevan muchos de muchas partes,
valdrán barato, que no por otra razón vale más barato el huevo
en la aldea que en la ciudad, sino porque en la aldea hay más
abundancia de huevos y más falta de compradores y de dineros.
Y si en el agosto vale menos el trigo que en el mayo es porque en
el agosto hay más abundancia de trigo que en el mayo es, y si
vendiendo rogando con la cosa vale menos es porque no hay
muchos compradores, que si hubiese muchos que la quisiesen
comprar no se vendería por menos de lo que costó de lo justo.
De manera que para arbitrar el justo precio de la cosa
solamente se han de considerar estas tres cosas. La abundancia
o falta de mercaderías, de mercaderes y dinero, o de cosas que
se conmuten, truequen y cambien en lugar de dinero. Fúndase
esta doctrina en la de Aristóteles que dice: Precium rei humana
indigentia mensurat. La necesidad de los hombres pone precio a
la cosa, por lo cual vemos que las casas y heredades valen
mucho menos después de las guerras y pestilencias que antes,
porque no hay tantos compradores como antes, sin se haber
empeorado las casas ni heredades. También al fin de los
mercados y ferias valen las mercaderías menos que en el medio
de ellas, porque se han ido muchos compradores y sus dueños
no quieren esperar a otros. Donde se infiere que la causa o
motivo porque alguno vende no sube ni abate el precio, de
manera que no hace al caso si alguno vende por necesidad o por
voluntad, ni si el que vende es rico o pobre. Así que si en una
feria el rico y el pobre cada uno por sí compran una pieza de
paño por justo precio de ciento, y después el rico la vende por
setenta y el pobre por otro tanto, al rico movió voluntad, al pobre
necesidad, el justo precio de ambas piezas será setenta, porque
de otra manera seguiríase que valdría más la hacienda del pobre
que la del rico, seguiríase también que si el pobre vendiese por
más de lo justo, que la necesidad le excusaría, persuádese esto
porque cuando en la almoneda por justicia se vende la prenda del
pobre, el justo precio es el que comúnmente se halla y si hay
muchos compradores vale mucho y si pocos poco, y lo mismo es
de la prenda del rico. Dije excluido todo engaño y malicia por que
si hubiese engaño de parte de los compradores o vendedores no
sería justo precio el que comúnmente se hallase en el lugar y
tiempo, etc. De parte de los compradores si hiciesen monopolio o
concierto que comprase uno por todos, o que no diese sino a tal
precio, o que no comprasen hasta tal día, porque viendo los
mercaderes que no hay compradores abaten su mercadería del
justo precio; o para comprar barato sacan muchas mercaderías
que no se han de vender como si se hubiesen de vender para
hacer abajar las mercaderías que quieren comprar. De parte de
los vendedores si hiciesen también trato, o monopolio que
vendiese uno por todos, o que no vendan sino a tal precio, o
hasta tal día por que viendo los compradores que no hay
vendedores suban el precio más de lo justo. Estos tales son
robadores y lobos.
 
SARAVIA DE LA CALLE: Instrucción de mercaderes (1544).
 
Lo segundo y muy fuerte que todas las mercaderías
encarecen por la mucha necesidad que hay y poca cantidad de
ellas; y el dinero, en cuanto es cosa vendible, trocable o
conmutable por otro contrato es mercadería por lo susodicho,
luego también él se encarecerá con la mucha necesidad y poca
cantidad de él.
Lo tercero que, siéndolo al igual en las tierras do hay gran
falta de dinero, todas las otras cosas vendibles y aun las manos y
los trabajos de los hombres se dan por menos dinero que en
España; valen mucho menos el pan, vino, paños, manos y
trabajos, y aun en España, el tiempo que había menos dinero, por
mucho menos se daban las cosas vendibles, las manos y
trabajos de los hombres, que después que las Indias
descubiertas la cubrieron de oro y plata. La causa de lo cual es
que el dinero vale más donde y cuando hay falta de él, que donde
y cuando lay abundancia y lo que algunos dicen que la falta de
dinero abate lo al nace de que su sobrada subida hace parecer lo
al más bajo, como un hombre bajo cabe un muy alto parece
menor que cabe su igual.
 
M. DE AZPILCUETA Comentario resolutorio de cambios (1556).
 
Y esta posibilidad es la regla cierta del justo, conveniente
precio del pan, y cualquiera otra consideración o cuenta que se
haga para medir y tantear su natura] y justo precio será incierta y
desigual y dañosa a la comunidad. El valor y estimación de la
moneda y de los metales de que se labra es muy diversa y
variable en diversas provincias, ocasiones y tiempos, y así, por la
consideración del valor del dinero, no se puede tantear precio que
sea universalmente conveniente y justo para, en todos tiempos y
lugares. De la misma manera se hallará inútil para este tanteo la
comparación del valor de otras cosas usuales con el del trigo:
como diciendo que tanta cantidad de vino o aceite será razón que
valga cada fanega, porque es medir lo incierto con lo incierto, y el
valor de aquellas cosas y su bondad, es cosa desigual e incierta
en años y lugares y temporales diferentes.
 
P. DE VALENCIA: Discurso sobre el precio del trigo (1605).

TEORÍA CUANTITATIVA DEL VALOR 7.10


El séptimo respecto que hace subir o bajar el dinero, que es
de haber gran falta y necesidad o copia del, vale más donde, o
cuando hay gran falta del, que donde hay abundancia como lo
tienen Calderino, Laurencio, Rodulpho y Silvestro, con quien
Cayetano y Soto concuerdan. Por cuya opinión hace lo primero:
que éste es el común concepto de cuasi todos los buenos y
malos de toda la Cristiandad y por eso parece voz de Dios y de la
naturaleza. Lo segundo y muy fuerte, que todas las mercaderías
encarecen por la mucha necesidad que hay, y poca cantidad de
ellas, y el dinero, en cuanto es cosa vendible, trocable o
conmutable por otro contrato, es mercadería, por lo susodicho,
luego también él se encarecerá con la mucha necesidad y poca
cantidad del. Lo tercero, que (siéndolo al igual) en las tierras
donde hay gran falta de dinero, todas las otras cosas vendibles, y
aun las manos y trabajos de los hombres se dan por menos
dinero que do hay abundancia del: como por la experiencia se ve
que en Francia, do hay menos dinero que en España, valen
mucho menos el pan, vino, paños, manos y trabajos de hombres;
y aun en España, el tiempo que había menos dinero, por mucho
menos se daban las cosas vendibles, las manos y trabajos de los
hombres, que después que las Indias descubiertas la cubrieron
de oro y plata. La causa de lo cual es que el dinero vale más
donde y cuando hay falta del, que donde y cuando hay
abundancia. (…)
La razón porque los ducados de Flandes cuestan
comúnmente más en Medina que los mismos de Medina, es que
los ducados valen harto más allí que aquí; y aunque la ausencia
quite algo de su precio, pero no quita tanto que no quede siempre
mucho más caro.
 
M. DE AZPILCUETA: Comentario resolutorio de cambios (1556).
 
La tercera razón que otros piensan ser fundamento es la
diversa estimación de la moneda. Y para entenderla, porque es
muy buena, es de advertir no ser lo mismo el valor y precio del
dinero y su estima. Ejemplo clarísimo es de esto que en Indias
vale el dinero lo mismo que acá, conviene a saber, un real 34
maravedís, un peso de minas 13 reales y lo mismo vale en
España; mas, aunque el valor y precio es el mismo, la estima es
muy diferente en entrambas partes. Que en mucho menos se
estima en Indias que en España. La calidad de la tierra y su
disposición lleva de suyo que, en entrando uno en ella, se le
engendra un corazón tan generoso en esta tecla, que no tiene
una docena de reales en más, que acá, a modo de decir, una de
maravedís. Tras las Indias do en menos se tiene es en Sevilla,
como ciudad que recibe en sí todo lo bueno que hay allá, luego
las demás partes de España. Estímase mucho en Flandes, en
Roma, en Alemania, en Inglaterra. La cual estima y apreciación
se causa: lo primero, de tener gran abundancia o penuria de
estos metales y como en aquellas partes nace y se coge tiénese
en poco, que aun los hombres, según el refrán, no se honran ni
se estiman comúnmente en su patria. Conforme a esto es que los
religiosos agustinos y soldados que su majestad envió poco ha
de la Nueva España a la China, do crían los ríos mucho oro, les
dicen a los indios que dello tienen ya gran hastío, cómo se dan
tan poco por sacarlo, responden ellos, que allí en los ríos está
seguro para cuando lo quisieren.
Hace también mucho al caso haber mucho que comprar y
vender, aunque la primera causa es la principal. Vemos que en
las Indias hay mucho que comprar y se compra por precios
excesivos, como cosa que va tan lejos de acarreo, y con todo se
estima el dinero en menos porque la abundancia es tan grande
que deshace esta otra causa; mas en otras partes cierto el ser
lugar de trato común, especialmente de extranjeros, hace valer
mucho la moneda, porque allí no sólo se compra y vende lo que
se gasta la tierra adentro si no lo que se ha de llevar a todas las
otras, como en Flandes, donde todos van o envían a mercar, o en
Roma donde muchos extranjeros van a residir y gastar en
mantenerse o en seguir sus pretensiones, que son grandes en
pagar las pensiones de sus beneficios a los curiales o en
haberlos o conmutarlos, en alcanzar y expedir gracias, breves,
exenciones, dispensaciones. Como están en tierra ajena y no les
envían de las suyas reales no pueden dejar: lo uno, de tener
necesidad, lo otro de hacer, con su continua necesidad, sea el
dinero tenido en mayor estima, aunque no se mude el valor.
Esta misma distinción de precio y estima percibiremos
claramente por lo que se suele decir de un avaro. Que tiene el
real en 34, valiéndolos cualquier real en poder de quien quiera,
mas los liberales esta misma cantidad estiman en menos, los
avaros, al contrario, aun en 40. Así hay reinos y provincias que
por estas causas que tengo dichas y por otras que pueden
concurrir y en efecto concurren que no las alcanzo o no se me
ofrecen, vale y se estima en mucho más el dinero que aquí,
reteniendo un mismo precio en entrambas partes. Clarísimo
ejemplo de esto es que, dentro aun de España, siendo los
ducados y maravedís de un mismo valor, vemos que en mucho
más se tienen mil ducados en Castilla que en Andalucía y aun en
una misma ciudad por la diversidad de los tiempos hallamos el
mismo discrimen. Que ahora treinta años eran gran cosa
doscientos mil marevedís que en la era presente no se estiman
en nada con ser los maravedís de un mismo precio. Pues la
diferente reputación que han hecho los tiempos, dentro de un
mismo pueblo, en la moneda por varios sucesos, causan las
razones que dije en un mismo tiempo en diversos reinos. Todo
esto, supuesto y entendido, digo que la justicia de los cambios
que ahora se usan estriba y se funda en la diversa estima de la
moneda que hay en diversas partes y que esto basta para
justificarlas.
 
T. DE MERCADO: Summa de tratos y contratos (1569).
 
Encuentro que los altos precios que tenemos actualmente se
deben a unas cuatro o cinco causas. La principal y casi única (a
la que nadie se ha referido hasta ahora) es la abundancia de oro
y plata, que actualmente es mucho mayor en este reino que hace
400 años, para no remontarnos más lejos. Más aún, los registros
de la Corte y de la Cámara no alcanzan más allá de unos 100
años; lo demás ha de obtenerse de viejas historias, con poca
seguridad de exactitud. La segunda razón a que obedecen los
altos precios se debe, en parte, a los monopolios. La tercera es la
escasez, ocasionada parcialmente por la exportación y también
por el desperdicio. La cuarta es el placer de los reyes y grandes
señores, que elevan el precio de las cosas que les agrada. La
quinta se refiere al precio del dinero, que ha bajado de su tipo
anterior. Me ocuparé brevemente de todos estos puntos.
La principal razón por la que se eleva el precio de todas las
cosas, dondequiera que estén, es la abundancia de moneda, la
cual gobierna el avalúo y precio de las mercancías.
Ahora lo que sucede es que el español, que obtiene su
subsistencia solamente en Francia, estando obligado por
necesidad inevitable a venir aquí por trigo, telas, drogas, tintes,
papel y aun muebles y todos los productos de las artes manuales,
va a los confines de la tierra, en busca de oro y plata y especias
para pagarnos con ellas.
Por otra parte el inglés, el escocés y toda la gente de
Noruega, Suecia, Dinamarca y la costa del Báltico, que tienen
una infinidad de minas, extraen los metales del centro de la tierra
para comprar nuestros vinos, nuestro azafrán, nuestros cereales,
nuestra tintura y especialmente nuestra sal, que es un maná que
Dios nos da, como un favor especial, a costa de poco trabajo.
Otra causa de la riqueza de Francia es el comercio con el
Oriente, que se abrió a nosotros como resultado de la amistad
entre la casa de Francia y la de los otomanos en tiempos de
Francisco I; así es que desde entonces los mercaderes franceses
han hecho negocios con Alejandría, El Cairo, Beirut y Trípoli, tan
bien como los venecianos y genoveses; y tienen, al igual que los
españoles, una buena posición en Fez y Marruecos. Este tráfico
principió cuando los judíos fueron arrojados de España por
Fernando y se establecieron en Languedoc, acostumbrando a los
franceses a comerciar con Berbería.
Otra causa de la abundancia de oro y plata ha sido el Banco
de Lyon que fue abierto, para decir la verdad, por el rey Francisco
I, quien comenzó a pedir prestado con el 8 ¼ %, su sucesor con
el 10 %, después el 16 ½ % y arriba el 20 % en casos de
emergencia. Inmediatamente los florentinos, lucanos, genoveses,
suizos y alemanes, atraídos por las altas ganancias, trajeron a
Francia una gran cantidad de oro y plata. Muchos de ellos se
establecieron aquí, en parte por la suavidad del clima y en parte
por la natural bondad del pueblo y la fertilidad del suelo.
Estos, señor, son los medios que nos han traído oro y plata en
abundancia en los últimos 200 años. Hay mucho más en España
e Italia que en Francia, debido a que en Italia aun los nobles se
ocupan del comercio, y la gente de España no tiene otra
ocupación; y así todo es más caro en España que en Italia. Esto
es cierto aun tratándose de los sirvientes y artesanos, lo cual
atrae a nuestros cocheros hacia España, como lo he comprobado
por mí mismo, porque ganan tres veces más que en Francia;
porque el rico, orgulloso e indolente español vende su trabajo
muy caro, como lo atestigua Clenard, quien escribe en sus cartas,
en una nota por separado: “Para ser rasurado en Portugal, 15
ducados por año”. Es, por lo tanto, la abundancia de oro y plata la
que causa en parte los elevados precios de las cosas.
 
J. BODINO: Réponse aux paradoxes de M. de Malestroit,
touchant le fait des monnaies et l’enchérissement de toutes
choses (1568).

LA PARIDAD DE LOS PODERES DE COMPRA 7.11

Hemos de tratar en este opúsculo cómo y de cuántos modos


se puede trocar una moneda por otra y como se suele tratar de
muchas, que no se puede hacer, diremos lo lícito e ilícito, lo justo
y prohibido.
Tres causas ha habido hasta ahora do nació y salió este
contrato. La primera la diversa materia y valor de moneda que
hay en diversas partes, una de cobre y plomo y aun yo he visto
una que es fruta de comer, el cacao que usan los indios de Nueva
España en sus ventas y compras. Hay otras de plata, otras de oro
y en cualquier dellas diversos valores. En la de cobre, plomo y
estaño hay cuartos, ochavos y blancas y solía haber tarjas y
nuevas. En la de plata hay reales, medios y enteros; de a dos, de
a cuatro y de a ocho, que es un peso de Tepusque. En oro hay
coronas, ducados y doblones de a cuatro, de a ocho y de a diez.
Y como ahora corren estas monedas, corrían en otro tiempo otras
diversas do vino que tenían y tienen muchas veces necesidad los
hombres de trocar, en un mismo lugar, una moneda por otra:
reales por maravedís, coronas por reales, doblones por ducados,
para diversos intentos. De esta raíz y suerte manó la primera
especie de cambio que por su bajeza llaman todos menudo y
realmente es menuda y poca su ganancia, que consiste en trocar
una moneda gruesa por otra menuda, o al contrario; como parece
en estos ejemplos que poníamos. Concurría lo segundo, a las
veces haber menester uno luego aquí los dineros que tenía
ausentes en otra ciudad dentro del reino, o fuera, y estaba
necesitado trocar la suya con la que de presente aquí hallaba en
poder de algún vecino. Esta necesidad inventó el cambio real,
que es trocar dos monedas de un mismo valor, o diverso, por sólo
estar en diversos lugares. De la cual necesidad de más de las
causas particulares y accidentales que pueden concurrir, o de no
haber traído los suyos consigo, o, si trujo, haberlos gastado,
concurren en muchas partes otras generales y comunes que es,
principalmente, no poder pasar la moneda de una provincia a
otra; o por ser el metal diferente o el precio desigual o, si todo es
conforme, por estar prohibido el pasaje con penas que no se
quieren exponer a la ejecución de ellas. Lo primero, no en todos
los reinos y provincias tienen los metales un mismo valor sino
diferente, según que o el oro es en sí más subido y la plata más
fina, o la tierra y su prosperidad es más expediente. Un oro hay
bajo de pocos quilates, otro de muchos. El de Tepusque es
bajísimo, el de Minas excelente. Así un peso de Tepusque vale
ocho reales, uno de Minas trece. Entre los cuales, como consta,
puede haber trueque y permuta siendo desigual su valor. También
sucede que una provincia y tierra es abundante de un metal y
pobre de otro, do viene que el que corre en una parte no corre ni
se recibe en otra y están necesitados los negociantes de ambas
partes a no sacarlo de ninguna, sino darlo a persona que tenga
crédito fuera para que se pueda valer dello do ha menester. Y
aun el mismo metal, en la misma cantidad y de la misma figura
vale más en un reino que en otro. Diferencia y desigualdad
provechosa y prudente, para que no se pueda llevar fuera, que es
un no poder poderosísimo y utilísimo, sino que siempre lo tenga
en sí el reino y sea rico. Porque una de las cosas principalmente
requisitas para la prosperidad y felicidad de un reino es tener en
sí, a la continua, gran cantidad de moneda y abundancia de oro y
plata, que son en sustancia todas las riquezas temporales de esta
vida, o todas se vienen a resolver en ellas; teniendo dineros las
tienen en alguna manera todas. Pocas o ningunas le faltarán, que
a la fama de su riqueza le traerán aun hasta los unicornios y
elefantes del preste Juan. Y lo que destruye esta abundancia y
causa pobreza es la saca cuando se permite, porque no puede
haber tanta fertilidad y copia que, si a la continua se disminuye,
en fin no se acabe y necesariamente se disminuye llevándose
fuera. De lo cual son buen testigo las Indias occidentales que,
con ser tierras tan fértiles y abundantes de estos metales que son
su propia cosecha y frutos, y los producen y llevan como otras
producen viñas y olivas, muchas veces, con la continua saca que
hay para estos reinos, se siente tan gran penuria que no parece
en hartos días punta de plata. A cuya causa toman algunas
repúblicas, por remedio de este mal, subir el precio a la moneda;
medio muy eficaz e infalible para impedir fácilmente nunca se
saque, cosa que por ninguna otra vía ni pena se consigue.
Porque estándoles en tanto a los mercaderes no la pueden ni
osan llevar a parte do vale menos, por la pérdida. Que si me
cuesta una corona en Sevilla 16 reales, no la llevaré a Florencia
si vale sólo 12, y es muy mejor remedio este para conservar los
metales en el reino, que no vedar ni prohibir la saca con pena aun
de la vida, como en España, que por mucho se mande y por rigor
que se ponga en ejecutarlo, despojan la tierra los extranjeros de
oro y plata e hinchen la suya, buscando para ello dos mil
embustes y engaños; tanto que en España, fuente y manantial a
modo de decir de escudos y coronas con gran dificultad se hallan
unas pocas y si vais a Génova, a Roma, a Amberes, a Venecia y
Nápoles veréis en la calle de los banqueros y cambiadores sin
exageración tantos montones dellos acuñados en Sevilla, como
hay en San Salvador o en el arenal, de melones. Si este despojo
y robo tan manifiesto se hubiera remediado desde el principio que
las Indias se descubrieron, según han venido millones, estoy por
decir hubiera más oro y plata en España que había en sola
Jerusalén reinando Salomón.
 
T. DE MERCADO: Summa de tratos y contratos (1569).

UN PROGRAMA DE DESARROLLO 7.12

Entendido está que de una arroba de lana que a los


extranjeros cuesta quince reales, hacen obraje de tapicerías y
otros paños y cosas labradas fuera de España, de que vuelven
dello mismo a ella, valor de más de quince ducados, y por el
semejante de la seda cruda en madeja, de dos ducados que les
cuesta una libra, hacen rasos de Florencia y terciopelos de
Génova, telas de Milán y otras de que sacan aprovechamiento de
más de veinte ducados; y en el hierro y acero, de lo que les
cuesta un ducado hacen: frenos, tenazuelas, martillos, escopetas,
espadas, dagas y otras armas y cosas de poco valor, de que
sacan más de veinte ducados, y a veces más de ciento. Y ha
venido la cosa a tanta rotura, que aun la vena de que se hace el
hierro llevan a Francia, y allá tienen de poco acá herrerías
nuevas, todo en daño no sólo de nuestras honras, pues nos
tratan peor que a bárbaros, mas aún de nuestras haciendas, pues
con estas industrias nos llevan el dinero; y la misma orden se
tiene en la grana y en la cochinilla y en los demás que en España
se cría y viene de Indias, que de más de proveerse otros reinos
de lo que Dios nuestro Señor nos da en éstos, que ni sabemos
aprovecharnos dellos ni conservarlos, es causa no sólo de
llevarnos el dinero, mas de que en estos reinos valgan las cosas
tan caras por vivir por manos ajenas, que es vergüenza y
grandísima lástima de ver, y muy peor lo que burlan los
extranjeros de nuestra nación, que cierto en esto y en otras cosas
nos tratan muy peor que a indios, porque a los indios para
sacarles el oro o plata llevárnosles algunas cosas, de mucho o
poco provecho, mas a nosotros con las nuestras propias no sólo
se enriquecen y aprovechan de lo que les falta en sus
naturalezas, más llévannos el dinero del reino con su industria,
sin trabajar de sacarlo de las minas, como nosotros hacemos. Y
el remedio para esto es vedar que no salgan del reino
mercaderías por labrar, ni entren en él mercaderías labradas. Con
esto es visto que los mercaderes extranjeros vendrán a comprar
lo que les falta en sus tierras, y como ahora pagan por el arroba
de lana quince reales, pagarán por la obra que della resultare
quince ducados y así en todo lo demás, conforme a lo dicho, que
por cuenta líquida se verificará que, si se pasa de presente un
millón de mercaderías en cada un año, sacarán, por lo menos,
remediándose lo susodicho de aquí adelante, con sola la
mercadería que tenía el dicho valor más de ocho o diez millones;
y de todo lo que de lo susodicho se montare, es imposible que
vuelva a España la décima parte de su valor de mercaderías por
labrar de otros reinos, y lo restante forzosamente ha de volver en
dineros. Y la orden que en lo susodicho se ha de tener se
entenderá por otro memorial adelante de esto, por lo que se verá
más claro el remedio y otros grandes bienes que de ello
redundarán a S. M. y a estos reinos de España y el orden que en
ello se debe tener para que se haga sin dificultades y es lo
siguiente:
Lo primero que deroguen las leyes del reino por las cuales
están los oficiales mecánicos aniquilados y despreciados, y se
promulguen y hagan otras en favor de ellos, dándoles honras y
oficios, como se hace en Flandes y en los otros reinos, donde hay
ordenadas repúblicas con estas libertades. Se ha de mandar que
todos los que al presente son nacidos en estos reinos, de diez
años abajo, y los otros que nacieren de aquí adelante para
siempre jamás, aprendan letras, artes o oficios mecánicos,
aunque sean hijos de grandes y de caballeros y de todas suertes
y estados de personas; y que los que llegaren a diez y ocho años
que no supieren arte, ni oficio, ni se ejercitaren en él, sean
habidos por extraños de estos reinos y se ejecute en ellos otras
graves penas; y esto no se entienda con los labradores y
personas que actualmente trabajaren con sus manos cavando,
arando y cultivando la tierra y guardando ganados y haciendo las
otras labores y cosas que se requieren en el campo, ni con los
que trajinaren en carretas y otras cosas, bestias, bastimentos y
mercaderías y otras cosas, de unas partes a otras, a las cuales
[personas] se han de dar las mismas libertades que a los
oficiales, porque no se pierda la labor del campo y ejercicio
susodicho.
 
LUIS DE ORTIZ: Memorial a Felipe II (1558).

LA POBLACIÓN CAUSA DE RIQUEZA 7.13

Vengamos ahora a las verdaderas fuerzas, que consisten en


la gente: pues que todas las fuerzas se reducen a ésta, y quien
tiene abundancia de hombres, la tiene de todas aquellas cosas a
las cuales se extiende la industria e ingenio del hombre, como
aparecerá en el progreso de este nuestro discurso, por lo cual de
aquí en adelante usaremos indistintamente del hombre y de la
gente y de las fuerzas. Y dos maneras de fuerza se consideran
en la gente, que son la multitud y el valor.
Italia y Francia no tienen minas de oro, ni de plata, y con todo
eso tienen más que otra ninguna provincia de Europa, por la
mucha habitación, que es causa que venga el dinero por medio
del comercio, porque donde hay mucha gente, se cultiva mucho
la tierra: y por esto escribe Suidas que en su tiempo se cultivaba
la tierra, más por la multitud que por la industria de los hombres: y
que se sacaba de la tierra el mantenimiento de la gente y la
materia de las artes: y de aquí nace que la abundancia de la
hacienda y la variedad de los artificios enriquecen al particular y
al público, y si España es tenida por provincia estéril no es por
defecto de la tierra, sino por falta de gente…
 
JUAN BOTERO: La razón de Estado (1589).

LA BALANZA COMERCIAL 7.14

Arbitrios y medios particulares para incrementar la exportación


de nuestras mercancías y para disminuir nuestro consumo de
efectos extranjeros. La renta o patrimonio de un reino por la cual
es provisto de efectos extranjeros es un bien natural o bien
artificial. La riqueza natural lo es solamente en tanto que puede
sustraerse de nuestro propio uso y necesidades para exportarse
al extranjero. La artificial consiste en el trueque de nuestras
manufacturas por mercancías extranjeras, acerca de lo cual
expondré algunos detalles que pueden servir para el asunto de
que nos ocupamos.
Primero, aunque este reino sea ya muy rico por naturaleza,
sin embargo, puede enriquecerse más, poniendo las tierras
ociosas (que son infinitas) en empleos tales, que de ninguna
manera estorben la renta actual de otras tierras abonadas, sino
que de esta manera nos abasteceremos y evitaremos las
importaciones de cáñamo, lino, cordelería, tabaco y varias otras
cosas que ahora obtenemos de los extranjeros, para nuestro gran
empobrecimiento.
Podemos igualmente disminuir nuestras importaciones si nos
refrenamos sobriamente del consumo excesivo de efectos
extranjeros en nuestra dieta y vestidos, que con tan frecuentes
cambios de costumbres en uso resulta un aumento de
desperdicio y carga, vicios que en la actualidad son más notables
en nosotros que en épocas pasadas. Sin embargo, pueden
fácilmente corregirse obligando a la observancia de tan buenas
leyes como las que se observan estrictamente en otros países,
en contra de los excesos mencionados, en los que, ordenando
igualmente que sus propias manufacturas deben usarse, evitan la
aparición de otras, sin prohibición y agravio a los extranjeros en
su comercio mutuo.
En nuestras exportaciones no solamente debemos atender a
nuestros sobrantes, sino también debemos tomar en
consideración las necesidades de nuestros vecinos, por lo que se
refiere a los efectos que no quieran recibir o de que no puedan
ser provistos de ninguna otra parte; así estaremos en posibilidad
(además de dar salida a nuestras materias) de ganar otro tanto
por su manufactura, puesto que podemos y también debemos
venderlas caras, hasta tanto que el precio alto no ocasione una
menor salida en cantidad. Pero el sobrante de nuestras
mercancías que los extranjeros usan y qué también pueden
obtener de otras naciones, con pocos inconvenientes, puede
reducir su salida por el uso de mercancías de igual clase de otros
lugares; en este caso debemos esforzarnos para vender tan
barato como nos sea posible, mejor que perder el mercado de
tales efectos, ya que hemos encontrado, por la buena experiencia
de los últimos años, que estando en posibilidad de vender
nuestras telas baratas en Turquía, hemos aumentado
grandemente su salida, y los venecianos han perdido mucho en
su mercado de las suyas en esos países, porque son más caras.
(…)
El valor de nuestras exportaciones puede subir mucho,
igualmente, cuando las llevemos a cabo nosotros mismos en
nuestros propios barcos, porque entonces ganamos no
solamente el precio de nuestros efectos en lo que valen aquí,
sino también la ganancia del comerciante, los gastos de seguros
y del flete del transporte marítimo. (…)
El gasto frugal de nuestra riqueza natural puede, igualmente,
aumentar mucho anualmente lo que es susceptible de exportarse
y si en nuestro propio vestido somos despilfarradores, seámoslo,
a lo menos, con nuestras propias materias primas y
manufacturas, como telas, encajes, bordados, calados y otros
semejantes, en los que el exceso del rico puede ser el empleo del
pobre, cuyos trabajos, serían, sin embargo, más provechosos
para la república si fueran hechos para el consumo de los
extranjeros. (…)
Un mercado o almacén para maíz, añil, especias, seda cruda,
algodón en rama del extranjero o cualquier otro artículo de
cualquier clase que se importe, y exportándolos de nuevo a
donde sean solicitados, aumentará la navegación, comercio, la
riqueza, y los derechos aduanales del rey, movimiento de
comercio que ha sido el principal medio del progreso de Venecia,
Génova, los Países Bajos y algunos otros, y para este propósito
Inglaterra está situada holgadamente, sin necesitar para llevar a
buen fin esta actuación más que su diligencia y su empeño. (…)
Por último, en todas las cosas debemos de tratar de sacar
todas las ventajas posibles, ya se trate de cosas naturales o
artificiales y puesto que la gente que vive de los oficios es mucho
más numerosa que los que son dueños de los frutos, debemos lo
más cuidadosamente posible sostener esos esfuerzos de la
multitud, en lo que consiste el mayor vigor y riqueza tanto del rey
como del reino, puesto que donde la población es numerosa y las
manufacturas buenas, el comercio debe ser grande y el país rico.
Los italianos emplean un mayor número de gente y obtienen más
dinero por su industria y manufacturas de sedas brutas del reino
de Sicilia, de lo que el rey de España y sus súbditos tienen de las
rentas de estas ricas mercancías; pero ¿para qué necesitamos
traer ejemplos de lejos cuando sabemos que nuestros propios
productos naturales no nos producen tanto beneficio como
nuestras industrias? Es por esto por lo que el mineral de hierro en
las minas no es de gran valor cuando se le compara con el
empleo y ventaja que da al excavarlo, ensayarlo, transportarlo,
comprarlo, venderlo, fundirlo en cañones, mosquetes y muchos
otros instrumentos de guerra, ofensivos y defensivos, forjarlo en
anclas, cerrojos, alcayatas, clavos y otras cosas semejantes para
el uso de embarcaciones, casas, carros, coches, arados y otros
instrumentos de labranza. Compárese nuestro vellón en nuestras
telas que requieren la trasquila, el lavado, el cardado, el hilado, el
tejido, el bataneo, el teñido, el aderezo y otros arreglos, y
encontraremos que estas manufacturas son más provechosas
que la riqueza natural.
 
T. MUN: La riqueza de Inglaterra por el comercio exterior
(1621).

LA CONDENA DE LA USURA 7.15

Mas el verdadero medio de hacer parar el curso de los


usureros y dar alivio perpetuo a los pobres, y guardar las
obligaciones legítimas, es seguir la ley de Dios, que ha prohibido
todo género de usuras entre los súbditos, porque sería injusta la
ley en favor de los extranjeros si les fuese permitido dar a usura a
los súbditos, de los cuales sacarían la sustancia, el oro y la plata,
cuando al contrario no pudiesen los súbditos usar de la misma
prerrogativa para con los extranjeros. Esta ley fue siempre
estimada y tenida en mucho de todos los legisladores, y de los
mayores políticos como de Solón, Licurgo, Platón, Aristóteles y
especialmente de los diez comisarios diputados, para corregir las
costumbres de Roma y hacer elección de las leyes más útiles. No
quisieron que la usura fuese más crecida que de 1 % al año, que
llamaban uncearia, porque la usura de cada mes no montaba
más de una onza que era la duodécima parte del centésimo
escudo, o dinero tomado a empréstito, y el usuario que llevase
más intereses era condenado a volver cuatro veces tanto,
teniendo —dice Catón— por más perverso al usurero que al
ladrón, que no era condenado a más del doble de la cosa robada.
 
J. BODINO: Los seis libros de la República (1576).

EL PROTECCIONISMO INDUSTRIAL 7.16


Se desprende de ahí que el mayor beneficio que puede
proporcionarse al Estado es no consentir que dentro de él
permanezca ninguna parte ociosa; y, por consiguiente, que es
una ocupación tan útil como honrosa hacer pulir con habilidad y
criterio las facultades naturales de los hombres que en él viven,
hacerlos útiles por la unión y provechosos para el mantenimiento
y conservación del cuerpo universal, del que son miembros
animados, haciendo brillar en ellos por todos lados la acción,
como el único espíritu vital que les imprime un pulso vigoroso,
testigo de su perfecta salud.
En este trabajo público, dividido en tantas artes y oficios,
debéis principalmente hacer que vuestros súbditos no se mezclen
o se diversifiquen tanto en una sola mano. Los alemanes y
flamencos, que no se ocupan voluntariamente más que de una
tarea, son aquellos a quienes debe imitarse, porque de esa
manera obtienen mejores resultados, en tanto que nuestros
franceses, deseosos de hacerlo todo bien, se exponen a que todo
les salga mal, lo que los desvía del camino recto que conduce a
la perfección de una cosa determinada. El ánimo se debilita
cuando se aplica atentamente a diversos asuntos, y no tiene ni
tiempo ni fuerzas para encontrar lo que busca, lo que existe de
bueno distraído por la necesidad o por la curiosidad.
Para poner el remedio a esto e impedir en ese terreno la
inconstancia de nuestra inclinación al cambio, V. M. permitirá, si
lo tiene a bien, que se instalen en las diversas provincias de
Francia varios talleres de los oficios que son más necesarios
universalmente, y se dé la dirección y administración de ellos, con
privilegios útiles y honrosos, a aquellos individuos capaces y
suficientemente dotados de la inteligencia que se requiere para
su cometido, con el objeto de que puedan repartir con criterio las
tareas y los trabajos entre los artesanos, según la habilidad y
capacidad que hayan adquirido o que posean por naturaleza.
Bien establecido este orden, de él surgirá la ciencia exquisita y la
práctica excelente de las artes y de los oficios para bien y
provecho de vuestros súbditos, para la recomendación de vuestra
prudencia y para la gloria del Estado. (…)
Es imposible hacer la guerra sin hombres, mantener a los
hombres sin soldada, proveer la soldada sin tributos, imponer los
tributos sin comercio. Por esto el ejercicio del comercio, que
forma gran parte de la acción política, se ha practicado siempre
entre los pueblos que han estado florecientes de gloria y de
poder, y en la actualidad más diligentemente que nunca por los
que persiguen su fuerza y grandeza. Es también el medio más
corto de enriquecerse y, por medio de la riqueza, subir al pináculo
del honor y de la autoridad. Como prueba y ejemplo de esto,
tenemos a la vista a Holanda, así como nuestros antepasados
tuvieron a las repúblicas de Génova y de Venecia.
 
A. DE MONTCHRESTIEN: Tratado de Economía Política (1616).

EL ACTA DE NAVEGACIÓN (1651) 7.17

Para incremento de la marina y fortalecimiento de la


navegación de esta Nación, el Parlamento decreta que desde el
primer día de diciembre de 1651 ninguna mercancía, materia
prima o manufactura de Asia, África, o América o de cualquier
parte o isla perteneciente a ellas, tanto de plantaciones inglesas
como de otras se llevará a Inglaterra, Irlanda o cualesquier otra
tierra, isla, plantación o territorio de esta Comunidad, en barco
distinto de los que verdaderamente y sin fraude pertenecen al
pueblo de esta Comunidad; y en el que el capitán y marineros
sean también en su mayoría del pueblo de ella, bajo pena de
confiscación y pérdida de todas las mercancías que se importen
en forma contraria a lo dispuesto en esta Acta, como también del
barco en que se transporten; de tal decomiso, una mitad será
para beneficio de la Comunidad, y la otra para el de la persona o
personas que hayan apresado las mencionadas mercancías; se
perseguirá, además, al transgresor ante cualquier tribunal de esta
Comunidad.
La autoridad antedicha decreta además que sólo se
exceptúan del reglamento mencionado los barcos y navíos
extranjeros que pertenecen al pueblo del país o lugar del que
proceden las mercancías mencionadas; o los puertos en que las
mercancías se embarcan normalmente para su transporte; y que,
bajo la misma pena de confiscación y pérdida expresada en el
primer párrafo de esta ley, los dichos decomisos se emplearán
como más arriba se expresa.
Se dispone además que ninguna mercancía producida o
manufacturada en país extranjero, y que haya de transportarse a
esta Comunidad en navíos pertenecientes al pueblo de la misma,
se embarcarán o llevarán de ningún lugar o país, salvo de los que
dichas mercancías proceden; o de aquellos puertos donde
exclusiva o normalmente se embarcan para el transporte; y de
ningún otro lugar o país bajo la misma pena de confiscación y
pérdida expresado en el primer párrafo de esta ley.
Se dispone además que ninguna clase de bacalao, curadillo,
arenque, sardina u otra especie de pescado salado, usualmente
pescado por la gente de esta nación; ni ningún aceite de
cualquier clase de pescado; ni aletas o huesos de ballena, de
ahora en adelante se importarán a esta Comunidad, o a Irlanda o
cualquier otra tierra, isla, plantación o territorio perteneciente a
ella o en su posesión, sino únicamente aquellas que se cojan en
navíos que pertenezcan verdaderamente al pueblo de esta
nación; y el mencionado pescado lo salará y el susodicho aceite
lo fabricará el pueblo de esta Comunidad exclusivamente, bajo la
pena y la pérdida expresadas en el primer párrafo de la presente
ley; la mencionada mercancía será confiscada y empleada como
allí se expresa.
Se dispone además que ninguna clase de, bacalao, curadillo,
arenque, sardina, u otra especie de pescado salado, que coja y
ahúme el pueblo de esta Comunidad se exportará desde el
primer día de febrero de 1653 de ningún lugar de ella, en naves
que no pertenezcan verdaderamente al pueblo de la misma,
como legítimos propietarios de ellas; y a condición que el capitán
y marineros sean en su mayor parte ingleses, bajo la pena y
pérdida expresadas en el primer párrafo de la presente Acta; la
mencionada mercancía será confiscada y empleada como allí se
expresa.
Se dispone además que en adelante no será legal que
persona alguna cargue y transporte en ningún barco, del que sea
propietario un extranjero (a menos de que se haya nacionalizado)
ningún pescado, víveres, mercancía o cosas de cualquier
naturaleza, de un puerto o ensenada de esta Comunidad a otro
de la misma, bajo pena de que a todo el que actúe de forma
contraria a lo dispuesto en este párrafo de la presente Acta, se le
confisquen todas las mercancías que haya embarcado o
transporte, así como también el barco en que las embarcó o las
transporta; dicha confiscación se empleará como se indica en el
primer párrafo de esta Acta.
 
Acta de Navegación (1651).
Capítulo 8

LA REFORMA

L A interpretación de la Reforma desde supuestos morales


(la corrupción clerical) o económicos (el triunfo de la
economía capitalista) ha sido desplazada por la explicación
teológica que ve en la Reforma ante todo un fenómeno
religioso. La protesta contra los abusos queda relegada a un
segundo plano ante la conciencia de un Dios misterioso,
frente a la racionalidad teológica de la Escolástica, pero vivo
y actuante de manera inmediata en la conciencia del
hombre, en la que se manifiesta mediante la Gracia
incondicional, la cual por su sola y soberana iniciativa se
adueña del alma de aquellos a quienes elige.
El pensamiento reformista se produce en estrecha
conexión con los problemas teológicos planteados por los
occamistas, con quienes Lutero tuvo un íntimo contacto a
través del Comentario sobre las sentencias de Biel, en que
la total indeterminación de Dios (potentia absoluta) conduce
a la justificación basada exclusivamente en la acción de la
gracia, imprevisible y absoluta. La total inseguridad ante el
problema de la salvación personal, que caracteriza la
teología occamista constituye el punto departida del
pensamiento de Lutero que se centra en torno al problema
de la justificación personal, de su concreta e individual
salvación, causa de su profesión monacal y de un esfuerzo
penitencial que no será suficiente a proporcionarle la paz
espiritual. El «descubrimiento de la torre», acaecido antes de
1514, es el punto de partida de la teología luterana, que se
inicia con un nuevo concepto de la fe, que deja de ser el
consentimiento constante en la doctrina de la Iglesia
infalible, para designar la experiencia del inmediato contacto
con Dios. La fe luterana es un don de Dios, «una obra de
Dios en nosotros» que permite la inmediata intuición de las
realidades trascendentes, intuición tanto más amplia cuanto
intensa sea la fe [1].
El Dios oculto (Deus absconditus) se revela al hombre
bajo apariencias contrarias (sub contraria specie) [2]. Así en
la humillación de la cruz es donde realmente se revela Dios
y a través del sacrificio de Cristo es como el hombre puede
conocer al Dios cuya justicia es misericordia [3]. Ante él
descubre el alma el abismo infranqueable que la separa de
Dios, adquiere una renovada conciencia de su condición
pecadora (semper peccator) y, merced a ella, resulta
justificada al renunciar Dios por la gracia a imponerle el
castigo debido a su pecado. En este momento el hombre es
simultáneamente justo, al ser justificado por la gracia, e
injusto, en cuanto reconoce la realidad de su condición
pecadora (simul iustus et peccator). La decisión divina de no
imputar su pecado al hombre que reconoce el derecho y la
justicia de Dios a condenarlo, constituye la justificación por la
fe, que por una parte otorga al pecador una paz espiritual sin
límites y por otra le obliga a un combate sin tregua contra el
mal. El justificado por la gracia será semper peccator,
semper paenitens, semper iustus [4].
La doctrina de la justificación por la fe lleva implícita la
condena de las indulgencias, no por los abusos en la
predicación, sino por la imposibilidad misma de la existencia
de méritos superabundantes en ningún humano. Las 97 tesis
contra scholastica theologiam serán la primera manifestación
pública de una doctrina hasta entonces reducida a sus
explicaciones de cátedra. Un mes después, en octubre de
1517, las 95 tesis pro declaratione virtutis indulgentiarum [5]
constituyen el punto de partida que conducirá, desde el
momento en que fracasen los intentos de reconciliación, a la
elaboración de una nueva religión y, finalmente, a levantar
una Iglesia frente a Roma. En 1520 publica sus grandes
tratados doctrinales, que inicia con la edición en agosto del
llamado A la nobleza cristiana de la nación alemana sobre el
mejoramiento de la Cristiandad, en que formula la doctrina
de la universalidad del sacerdocio. Todos los cristianos son
consagrados por el bautismo y el orden es una simple
designación de empleo [6]. Dos meses después aparece el
De captivitate Babylonica ecclesiae proeludium domini
Martini Lutheri en que sienta las bases de la Iglesia como
cuerpo místico e invisible, de la que sólo Cristo es cabeza,
cuya norma exclusiva es la palabra de Dios y cuyos únicos
medios son los sacramentos, reducidos a dos (bautismo y
cena) al exigir como condición el haber sido instituidos por
Cristo y sólo para los cristianos [7]. El último de los grandes
textos doctrinales de 1520 es el De libertate christiana, que
constituye una exposición divulgadora de la doctrina
teológica luterana.
Los intentos de mediación desembocaron en polémicas
sin resultado o en contactos que, aún dentro de la
cordialidad, sólo sirvieron para poner de manifiesto la
distancia doctrinal a que se encontraba Lutero de la Iglesia,
situación institucionalizada por la bula de excomunión
Exsurge Domine (15 junio 1520) [8]. La publicación de la
bula fue seguida de numerosos escritos polémicos,
(Comentario a la bula del Anticristo), en tanto el emperador
se encontraba en la obligación de intervenir contra el súbdito
separado de la comunión eclesiástica.
El último e inevitable paso será la construcción de una
Iglesia visible, empresa que Lutero realizará cuando lleguen
a su refugio en Wartburg las noticias de la predicación de
Carlstadt, cuyas radicales formulaciones plantearon la
necesidad de definir una ortodoxia (sermones de Wittenberg
en 1522, catecismos, confesión de Wittenberg, simplemente
aceptada por Lutero, que consideraba excesivas las
concesiones realizadas por Melanchton) [9] y de crear una
comunidad eclesiástica dotada de jurisdicción, doctrina que
desarrolla en un texto de 1523, cuyo título es al mismo
tiempo la exposición programática: Dass eine christliche
Versammlung oder Gemeine Recht und Macht habe, über
alle Lehre zu urteilen und Lehrer zu berufen, ein und
abzusetzen (que una asamblea o comunidad cristiana tiene
el derecho y el poder de juzgar sola toda doctrina, llamar a
un predicador, establecerlo y revocarlo). La guerra de los
campesinos y la proliferación de sectas conduciría
finalmente a Lutero a definir la Iglesia de Estado, en que el
príncipe tiene a su cargo la organización eclesiástica de una
Iglesia visible, forma religiosa de la sociedad, dentro de la
cual la Iglesia invisible de los justificados no tiene sino a
Cristo como cabeza. La manifestación de esta jurisdicción
temporal consistirá fundamentalmente en el derecho a
imponer la palabra de Dios, es decir, a fijar la doctrina
religiosa que ha de predicarse en sus estados con carácter
exclusivo y obligatorio.
La Reforma iniciada por Lutero conoce una decisiva
renovación por obra de Calvino, autor de la Christianae
Religionis Institutio (1536), texto que someterá a una
permanente revisión con ocasión de las sucesivas ediciones
latinas o francesas. El punto de partida del pensamiento de
Calvino radica en la afirmación, dentro de la tradición
occamista, de la total trascendencia y alteridad de Dios,
realidad fundamental ante la cual el hombre se configura en
virtud de la relación que establece con Dios. «La suma de
nuestra sabiduría, se reduce a dos cosas: el conocimiento
de Dios y el de nosotros mismos» [10]. Ahora bien, conocer
a Dios no consiste en definirlo racionalmente, ni se reduce a
pura actividad intelectual, sino que es ante todo la
conciencia de nuestra relación y dependencia para con Dios,
de tal modo que el conocer determina de manera inmediata
el obrar (temer y amar a Dios) y ambas realidades
constituyen el conocimiento actuante, único conocimiento
real de Dios [11]. La Escritura es el medio que permite
conocer a Dios [12], pero sólo se revela a aquellos a
quienes Dios ha dado el don de la fe. «Los misterios de Dios
no son comprendidos sino por aquellos a quienes les ha sido
dada la fe» [13].
Partiendo de estos supuestos, Calvino elabora un
sistema que tiene su punto de partida en el dogma de la
acción absoluta y omnicomprensiva de Dios, en que
reaparece la fórmula occamista de Dios potentia absoluta.
No hay distinción por tanto entre Dios creador y conservador,
ni entre la acción y la permisión divinas, ni tampoco existen
causas segundas [14], lo que le llevará a afirmar que la
caída entra en los planes divinos. Dado que en el orden
natural no es posible que el pecado de un hombre
condenara a toda la humanidad, hay que atribuir la
transmisión del pecado a un juicio de Dios, al «terrible
decreto de Dios» que ha juzgado y condenado a cada uno
de los hombres y cuya justicia el hombre desconoce y ni
siquiera debe intentar penetrar en los designios de Dios [15].
A pesar de esta condenación universal que deja al
hombre caído sin posibilidad ninguna de realizar el bien por
cuanto su razón y su voluntad han sido decisivamente
afectadas por el pecado original [16], Dios no se ha
desinteresado de los hombres sino que ha restablecido un
contacto con ellos a través de la revelación y ha redimido
sus pecados mediante la redención de Cristo. Ahora bien,
para participar de los beneficios ganados por Cristo, es
preciso la institutio in Christum que a su vez sólo se logra
por la fe, cuya iniciativa procede del propio Cristo a través
del Espíritu Santo. La unión con Cristo proporciona la doble
gracia de la regeneración y justificación [17]. El don de la fe
tiene un carácter gratuito e irresistible y no se limita a ser
presciencia, la cual condicionaría la omnipotencia de Dios al
hacerla depender de la libertad humana, sino que es
auténtica predestinación, que tiene como contrapartida
lógica la condenación de los réprobos «por un juicio justo e
irreprensible, pero incomprensible», que los convierte en
simples medios dentro de la economía divina del mundo
[18].
La realización de este programa que comprende caída,
justificación y regeneración, puede realizarse en cualquier
forma, aunque el Espíritu Santo se valga de ciertos medios
exteriores para poner en contacto al hombre con Cristo. La
Iglesia es el instrumento de la vocación del hombre a Dios a
través de la predicación del Evangelio y ayuda en la
santificación al establecer entre sus miembros el
consentimiento de la fe, que es un acuerdo unánime en la fe
y en el orden exterior. La Iglesia no es sólo la comunidad de
fieles sino ante todo la comunidad de los santos,
predominando en ella la comunión invisible sobre la
institución visible [19]. En ella las funciones sacerdotales son
el resultado de una simple elección que, cuando es correcta,
no hace sino confirmar la del Espíritu Santo. Dentro de la
Iglesia la impartición de los sacramentos (bautismo y cena)
proporciona los medios de justificación, aunque su eficacia
está condicionada a la previa elección, de tal forma que sólo
los elegidos reciben a Cristo (presencia virtual).
Textos 8

LA FE LUTERANA 8.1

Entre tanto, aquel año había vuelto a traducir de nuevo el


Psalterio confiado en que estaría más ejercitado, después de
haber expuesto en clase las epístolas de san Pablo a los
Romanos, a los Gálatas y a los Hebreos. Se había apoderado de
mí un ansia realmente llamativa por conocer al Pablo de la
epístola a los Romanos; mas hasta ese momento se había
interpuesto no la sangre helada en mi corazón, sino una única
palabra en el cap. I: La justicia de Dios se revela en él. Sentía
aversión, en efecto, hacia la expresión la justicia de Dios que me
habían enseñado, siguiendo el uso y la costumbre de todos los
maestros, a interpretar filosóficamente como la justicia que llaman
formal o activa, por la cual Dios es justo y castiga a los pecadores
e injustos.
Mas yo que, a pesar de vivir como un monje irreprochable, me
sentía ante Dios pecador con la conciencia profundamente
inquieta, y no podía confiar en aplacarlo con mis satisfacciones,
no amaba sino que por el contrario odiaba a ese Dios justo y
castigador de los pecadores y me revelaba contra Dios con una
tácita, si no blasfemia, sí desbordada murmuración, diciendo:
¡Como si no fuera bastante que la ley del decálogo oprima con
todo género de calamidades a los desdichados pecadores para
siempre perdidos en el pecado original, para venir encima Dios a
añadir, por medio del Evangelio, dolor sobre dolor, y por el
Evangelio también a fulminar su justicia y su ira contra nosotros!
Mi conciencia azuzada y perturbada me hacía enfurecer; mas por
otro lado llamaba importunamente a las puertas de Paulo en
aquel pasaje, abrasado por la sed ardiente de saber qué querría
decir san Pablo.
Hasta que apiadándose Dios de mí, mientras meditaba día y
noche, se me alcanzó el sentido de la expresión, a saber: La
justicia de Dios se revela en él, como está escrito: El justo vive de
la fe. En aquel punto comencé a entender la justicia de Dios
como la justicia por la que el justo vive por don de Dios, es decir
por la fe; y que éste era el sentido: por el Evangelio se revela la
justicia de Dios, es decir la justicia pasiva, por la que Dios
misericordioso nos justifica mediante la fe, como está escrito: El
justo vive de la fe. En ese momento sentí que realmente había
nacido de nuevo y que había entrado en el paraíso por sus
puertas abiertas de par en par. A partir de entonces la Escritura
me mostró constantemente otra cara. Discurría luego por las
Escrituras según las recordaba de memoria e iba deduciendo la
analogía con otras expresiones como: la obra de Dios, es decir la
que Dios realiza en nosotros; el poder de Dios, con el que nos
hace poderosos; la sabiduría divina, con la que nos hace sabios;
la fortaleza divina, la salvación divina, la gloria divina.
Y con el mismo odio con que anteriormente había aborrecido
la expresión justicia divina, con ese mismo amor ensalzaba tan
dulce expresión. De tal forma fue para mí este pasaje de Pablo
realmente la puerta del paraíso. Luego me puse a leer a Agustín
sobre el espíritu y la letra, donde sin yo esperarlo me encontré
con que él interpreta de igual manera la justicia de Dios: aquella
con la que nos reviste al justificarnos. Y aunque esto esté
expresado en forma todavía imperfecta y no explique claramente
todo lo relativo a la imputación, me agradó no obstante ver cómo
entendía aquella justicia divina por la que somos justificados.
Mejor pertrechado con estas reflexiones, comencé a comentar
el Psalterio por segunda vez, y la obra se hubiese convertido en
un gran comentario, de no haberme visto forzado a abandonar la
empresa comenzada, convocado de nuevo ante la asamblea del
emperador Carlos V en Worms, el año siguiente.
 
M. LUTERO: Prólogo al vol. I de las Obras latinas de la ed. de
Wittenberg (1545).
 
Pablo siervo de Jesucristo [1, 1]. La intención en esquema de
esta carta, es destruir, arrancar y arruinar toda la sabiduría y
justicia de la carne (es decir, toda la que puede darse ante los
hombres, incluso ante nosotros mismos), por más que proceda
de un ánimo sincero; y plantar, erigir y engrandecer el pecado
(por más que no fuera tal, o pudiese no serlo).
Pues Dios quiere salvarnos, no por la justicia y sabiduría
propias, sino pollas ajenas; no las que proceden y nacen de
nosotros mismos, sino las que nos vienen de fuera; no las que se
originan en nuestra tierra, sino las que proceden del cielo. Es
preciso, pues, ser informados por la justicia totalmente exterior y
ajena a nosotros. Por lo cual es preciso desarraigar primero la
propia y doméstica… Cristo quiere que nos desposeamos de todo
afecto nuestro, de tal forma que no sólo no temamos ser
confundidos por nuestros vicios, y no amemos la gloria y la
satisfacción vana que se funda en nuestras virtudes, sino que ni
siquiera nos gloriemos ante los hombres de la misma justicia
ajena a nosotros que, procedente de Cristo, está en nosotros; así
como tampoco seamos abatidos por los sufrimientos y males que
por él se nos infieren. El verdadero cristiano, por el contrario, de
tal forma debe no tener nada propio, de tal manera debe estar
desposeído de todo, que sea el mismo en la gloria que en la
oscuridad, sabiendo que la gloria que a él se le manifiesta, no es
a él a quien se le manifiesta, sino a Cristo, cuya justicia y dones
resplandecen en él; y que la ignominia que a él se le infiere, a él y
a Cristo se le infiere. Pero para alcanzar esta perfección hace
falta (a no ser por una gracia especial) mucho ejercicio. Pues si
uno es sabio, justo y bueno ante los hombres, bien en dones
naturales, bien en espirituales, no por ello es considerado tal ante
Dios, sobre todo si él mismo se tiene a sí por tal. Por consiguiente
conviene comportarse con tal humildad en todas estas cosas,
como si con todas ellas no tuviésemos nada, esperando de la
pura misericordia divina que le tenga a uno por justo y sabio. (…)
De tres formas se justifica Dios, hace valer su verdad, etc.
Primera, al castigar y condenar al injusto, mentiroso, necio,
etc.; pues entonces se muestra justo, verdadero, etc. Y así su
justicia, su verdad, etc., se hacen buenas y resplandecen gracias
a nuestra injusticia y mentira al manifestarse. Pero esta
recomendación es de poca monta, pues también el mentiroso
castiga y reprende muchas veces al mentiroso, el injusto al
injusto, y no por eso resplandece al punto en su totalidad como
veraz y justo.
Segunda, relativamente. Al igual que dos cosas opuestas
aproximadas destacan más que alejadas la una de la otra; por
ello tanto más bella es su justicia cuanto más fea nuestra
injusticia. De estas dos maneras no habla el Apóstol, porque ésta
es la justicia divina interna y formal, de la cual no habla.
Tercera, efectivamente, es decir cuando no podemos
justificarnos por nosotros mismos y nos llegamos a El para que El
nos haga justos al reconocer que no somos capaces de
sobreponernos al pecado. Esto lo hace cuando creemos en sus
palabras; mediante tal acto de fe nos justifica, es decir, nos tiene
por justos. Por esto se las llama justicia de la fe y justicia de Dios
efectivas.
 
M. LUTERO: Comentario a la Epístola a los Romanos (1515-
16).

EL DIOS OCULTO 8.2

Quien de esta forma se ama a sí mismo, de verdad se ama.


Porque no se ama en sí mismo sino en Dios, es decir, como está
en la voluntad de Dios, que odia, condena y desea el mal a todos
los pecadores, es decir a todos nosotros. Pues el bien en
nosotros está escondido y tan profundo que queda oculto debajo
de su contrario. Así nuestra vida debajo de la muerte; el amor
propio debajo del odio a nosotros mismos; la gloria debajo de la
ignominia; la salvación debajo de la perdición; el reino debajo del
exilio, el cielo debajo del infierno, la sabiduría debajo de la
necedad, la justicia debajo del pecado, la virtud debajo cicla
flaqueza. Y en general toda afirmación de cualquier bien se halla
en nosotros debajo de la negación del mismo, para que tenga
lugar la fe en Dios, que es una esencia, bondad, sabiduría y
justicia negativas, y no puede ni poseerse ni alcanzarse sino
mediante la negación de todo lo que se afirma en nosotros.
 
M. LUTERO: Comentario a la Epístola a los Romanos (1515-
16).

CONOCIMIENTO DE DIOS EN LUTERO 8.3

Toda ascensión hacia el conocimiento de Dios es peligrosa,


excepto la que pasa por la humanidad de Cristo, porque ésta es
la escala de Jacob por la que hay que subir. Y no hay otro camino
hacia el Padre, sino por el Hijo, Juan 14. Por lo que dice: Ninguno
puede llegar al Padre, si no es a través de mí, y esto mediante el
afecto, según el dicho del Apóstol, Rom. 1: Las notas invisibles
de Dios pueden contemplarse intelectualmente a través de las
cosas creadas. Otro camino son los misterios de la Escritura.
Pero ¿qué fruto han dado uno y otro? Soberbia o desesperación.
El conocimiento y la sabiduría, en efecto, hacen a uno
naturalmente soberbio y presuntuoso [como] dice el Apóstol: La
ciencia hincha. Así los filósofos, cuando llegaron al conocimiento
de Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias. ¿Qué
es lo que hicieron? Satisfacerse a sí mismos por tal conocimiento,
calificándose de sabios, y se volvieron necios. Es imposible en
efecto que la ciencia no lleve a la satisfacción de sí mismo y con
ello al olvido y desagrado de Dios. A su vez para otros tal
conocimiento se convierte en un tremendo horror que les
conduce a la desesperación, entristeciéndolos y deprimiéndolos
sin posibilidad de alivio: les aterroriza la grandeza de la majestad.
Así está escrito: Quien escudriña la majestad, queda abrumado
por su esplendor. Y nada tiene de extraño, pues ya Moisés fue
presa del pavor ante la faz del Señor, y con él todo el pueblo: tan
terrible se manifestó en el Sinaí. Y con razón les acontece esto,
pues si Dios, compadecido de nosotros, se acomodó a nuestra
debilidad viniendo a nosotros en forma de hombre, ocultando su
divinidad para evitar de esta forma todo posible temor velando
tras una nube la incandescencia del sol, ¿qué puede haber más
justo sino que los babilonios, que abandonaron esta escala para
edificar con peldaños propios una torre que llegase al cielo, se
vean al fin dispersos y confundidos por todos sus caminos? Por
este motivo se precipita en el abismo de la desesperación quien
se lanza por su cuenta a la aventura del conocimiento de la
divinidad. Por lo cual el Señor en la última cena redujo al punto el
peligroso extravío de los Apóstoles que andaban buscando el
camino y que se les manifestara el Padre como algo fuera de
Cristo, y les señaló a sí mismo diciéndoles: Quien me ve a mí, ve
también a mi Padre, como si dijera: No tratéis de buscar fuera de
mi un camino que conduzca al Padre: los ojos fijos en mí, dejad
que todo lo que queda fuera de mí suceda, vaya y venga a donde
va o viene; no mantengáis en vuestros ojos más que a mí.
Igualmente Pablo, 1 Cor. 2: Yo estimo que no conozco más que a
Jesucristo, y éste crucificado. Así estaba también figurado en la
ley que al pueblo no se le permitía rendir culto a Dios más que
ante el arca y el altar propiciatorio. Y aunque le rendían culto en
los bosques y montañas, no quiso Dios manifestarse allí. Por lo
que ordenó a Moisés: No ofrezcas sacrificios a Dios en cualquier
lugar, sino en el que el Señor eligiere. Este lugar era entonces el
arca, ahora la santa Humanidad de Cristo, conforme a aquello: Le
adoraremos en el lugar donde se posaron sus pies. No hemos de
buscar pues más Dios ni en otro lugar que en éste, pues aunque
Dios está en todas las cosas, en nada se halla corporalmente ni
tan presente como en la Humanidad de Cristo, ni su presencia es
perceptible en ningún otro lugar. Finalmente Dios se da a conocer
en toda la magnitud de su poder, de su sabiduría y de su justicia y
en otras obras que aparecen aterrorizadoras sobremanera. Aquí
en cambio contemplamos su misericordia y amor suavísimos. Y
conviene cobrar fuerzas primeramente con el conocimiento de la
misericordia y la caridad, para de esta forma poder enfrentarse
confiadamente con las manifestaciones de su poder y sabiduría.
De otra forma ha de sentirse uno necesariamente desesperado.
Pues la percepción de una cosa es perfecta, si se capta en el
momento en que puede ser percibida. Así a Dios no lo percibe
nadie en su poder y sabiduría, sino en su misericordia y suavidad
que se manifiesta en Cristo. Por consiguiente quienes buscan a
Dios en la altura dan con un precipicio horrible, como leemos de
muchos que ante una indagación desmesurada de la divinidad,
se hicieron unos desgraciados, volviéndose locos y presas de
furor. En consecuencia Dios misericordioso y justo, viendo cómo
unos se ensoberbecían de este modo y otros desesperaban al
investigar en el conocimiento de El, no quiso ya ser conocido de
tales modos y se anonadó a sí mismo volviendo a los soberbios
necios y reanimando a los desalentados, queriendo ser conocido
en su inmenso amor, como dijo por Isaías: Verdaderamente tú
eres el Dios escondido, y no hay Dios fuera de ti. Y Baruc: Este
es nuestro Dios y frente a El nadie más será tenido por Dios. E
Isaías: Consuélate, consuélate, pueblo mío, dice vuestro Dios, y
más adelante: Sube al monte, tú que evangelizas a Sión, levanta
tu voz y no temas. Di a las ciudades de Judá: He aquí vuestro
Dios. Con estas palabras no se trata sino de empujarnos a
penetrar en la suavísima Humanidad de Cristo, a hacernos niños
y desear la leche hasta que crezcamos y nos convirtamos en el
hombre perfecto. Este es el trono de la misericordia ante el que
nadie puede temer, sino que todo el que se halla atemorizado se
consuela y los pusilánimes son reanimados. Porque aquí aparece
Dios en su verdadera naturaleza, que es bondad y suavidad, por
lo que al Padre se le asigna el poder, al Hijo la sabiduría y al
Espíritu Santo la suavidad. Es claro que a Dios no lo conoce
nadie, y por ello es letra muerta conocer a Dios en su poder y
sabiduría; en cambio el espíritu de vida es conocerlo en su
suavidad. Y esto no se hace sino en Cristo, por lo cual es preciso
que el conocimiento de Dios fuera de Cristo nos haga peores y
más desdichados, mientras lo único que nos hará felices y nos
dará seguridad y la salvación es el conocimiento de Dios en
Cristo, como lo demuestran sobradamente los ejemplos en uno y
otro sentido. Aparta pues tu vista de la majestad de Dios y
vuélvela a su Humanidad reposante sobre el regazo de su madre.
 
M. LUTERO: Cinco sermones de su primera época (1514-17).

LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE 8.4

Aquí no habla sólo de los pecados cometidos de obra, palabra


y pensamiento, sino además del fómite, como más adelante en 7:
No yo, sino el pecado que habita en mí. Y allí mismo lo llama
afectos de los pecados, es decir, deseos, afecciones e
inclinaciones al pecado, las cuales, dice, fructifican para su
muerte. Luego el pecado actual (como lo llaman los teólogos) es
en realidad más pecado, es decir obra y fruto del pecado; pero el
pecado es la pasión misma, el fómite y la concupiscencia o
inclinación al mal y la dificultad para obrar el bien, como dice más
adelante: No sabía que la concupiscencia era el pecado. Por lo
tanto, si ejecutan, es que no son las obras mismas, sino los
ejecutores para que fructifiquen; luego no son el fruto. Luego, a la
inversa: así como nuestra justicia proveniente de Dios es la
inclinación misma al bien y la aversión al mal que por la gracia se
nos ha dado en nuestro interior, mientras que las obras son más
bien el fruto de la justicia, así el pecado es la aversión misma del
bien y la inclinación al mal. Y las obras del pecado son fruto de
este pecado, como se verá bien claro más abajo, cap. 7 y 8. Y
referido a tal pecado se ha de entender todo lo que se ha dicho
anteriormente, a saber: Bienaventurados a quienes se les han
perdonado las iniquidades, y dije: confesaré contra mí mi
injusticia al Señor, y por ella te suplicarán todos los santos, y
porque conozco mi iniquidad y mi pecado se alza constantemente
contra mí. E igualmente: contra ti sólo pequé, etc… Pues éste es
el mal, que siendo realmente pecado, Dios mediante su no
imputación se lo perdona misericordiosamente a todos los que lo
reconocen, confiesan y aborrecen y piden curarse de él. De aquí
resulta que si dijéramos que no tenemos pecado, somos
mentirosos. Y es un error creer que este mal puede curarse
mediante las obras, siendo así que la experiencia es testigo de
que en nuestras buenas obras por muy grandes que sean, queda
siempre esta concupiscencia al mal y nadie está libre de ella, ni
siquiera el niño de un día. Pero la misericordia de Dios consiste
en que manteniéndose esta situación, no se les imputa como
pecado a quienes le invocan y gimen por su liberación. Tales
personas, en efecto, toman también buena cuenta de las obras,
porque buscan con todo su empeño, su justificación. Así pues,
somos pecadores en nosotros mismos, y sin embargo, por
imputación divina, justos mediante la fe. Porque confiamos en
quien nos promete que nos ha de liberar, con tal que mientras
tanto perseveremos, para que no reine el pecado, sino que le
hagamos frente hasta que él lo elimine.
 
M. LUTERO: Comentario a la Epístola a los Romanos (1515-
16).

LAS 95 TESIS (1517) 8.5

1. Nuestro Señor y Maestro Jesucristo, al decir: Haced


penitencia etc., quiso que toda la vida de los fieles fuera
penitencia.
2. Este término no puede entenderse de la penitencia
sacramental (es decir, de la confesión y la satisfacción impartidas
por el ministerio sacerdotal).
3. Pero no se refiere solamente a la penitencia interior: por el
contrario, la interior no existe si no produce externamente
diversas mortificaciones de la carne.
4. Se mantiene, por tanto, el castigo, mientras dura el odio de
sí propio (es decir, la verdadera penitencia interior), esto es, hasta
la entrada en el reino de los cielos.
5. El Papa no pretende ni puede perdonar pena alguna, fuera
de las por él, o por prescripción canónica, impuestas.
6. El Papa no puede perdonar culpa alguna si no es
declarando y confirmando que ha sido perdonada por Dios. A no
ser en los casos a él reservados, por cuyo desprecio
permanecería la culpa.
7. Dios no perdona a ningún hombre sus culpas, sin someterlo
al mismo tiempo y humillarlo en todo al sacerdote, vicario suyo.
20. Por tanto el Papa, por remisión plenaria de todas las
penas, no entiende de todas sin más, sino solamente de las por
él impuestas.
21. Yerran por consiguiente aquellos predicadores de
indulgencias que dicen que por las indulgencias papales el
hombre queda libre de toda pena y se salva.
22. Ni siquiera a las almas del purgatorio puede perdonar
aquellas de las que, en virtud de los cánones, debieron ser
absueltas en esta vida.
23. De poderse otorgar a alguien la remisión de todas sus
penas, es seguro que esto se concede sólo a los muy perfectos,
es decir, a muy pocos.
24. Por esto tiene que engañarse la mayor parte del pueblo,
por aquella indiscriminada y magnífica promesa de la remisión de
la pena.
30. Nadie puede estar seguro de la autenticidad de su
contrición, y mucho menos de haber conseguido la remisión
plenaria.
31. Tan raro como una persona con verdadero
arrepentimiento, es una persona que en verdad se lucre de las
indulgencias, es decir, rarísimo.
32. Se condenarán para siempre con sus maestros, quienes
por cartas de gracia se creen seguros de su salvación.
33. Toda precaución es poca ante quienes afirman que las
gracias del Papa constituyen aquel inestimable don divino por el
que se reconcilia el hombre con Dios.
34. En efecto, dichas gracias absolutorias afectan solamente a
las penas de la satisfacción sacramental establecidas por el
hombre.
35. No es cristiana la predicación de quienes enseñan que no
precisan de contrición quienes tienen intención de redimir las
ánimas del purgatorio y de lucrarse de los privilegios
confesionales.
36. Cualquier cristiano verdaderamente arrepentido obtiene la
remisión plenaria de pena y culpa que, aun sin cartas de gracia,
se le debe.
39. Es muy difícil aun para los teólogos más doctos exaltar al
mismo tiempo ante el pueblo la largueza de las gracias y la
necesidad de contrición sincera.
40. Una contrición sincera busca y ama las penas; la largueza
de las indulgencias, por el contrario, las desvirtúa, e impele a su
repulsa.
41. Se han de predicar con cautela las indulgencias
apostólicas, para que el pueblo no piense equivocadamente que
se anteponen a las demás buenas obras de la caridad.
42. Se ha de enseñar a los cristianos que la mente del Papa
no es que la redención por las indulgencias se puede comparar
bajo ningún respecto con las obras de misericordia.
43. Se ha de enseñar a los cristianos que hacen mejor dando
al pobre o prestando al necesitado, que tratando de redimir
mediante indulgencias.
82. Por ejemplo: ¿Por qué el Papa no deja vacío el purgatorio
en acto de santísima caridad y en atención a la suma necesidad
de las almas —motivos de lo más justificados—, si con el funesto
dinero destinado a la construcción de la Basílica —motivo de lo
más banal— redime infinitas almas?
83. De igual manera: ¿Por qué se mantienen las exequias y
aniversarios de los difuntos, y no devuelve o permite retirar los
beneficios instituidos en sufragio de los mismos, si es que es
ilícito orar por los redimidos?
84. De igual manera: ¿Qué nuevo género de piedad en Dios y
en el Papa es la que concede al impío y enemigo de Dios redimir
por dinero su alma y volverla amiga de Dios y no, en cambio, por
caridad gratuita, a la vista de la necesidad de la misma alma
piadosa y amada?
92. ¡Fuera, pues, con todos esos profetas que dicen al pueblo
de Cristo: Paz, paz y no es paz!
93. ¡Bien hayan todos aquellos profetas que dicen al pueblo
de Cristo: Cruz, cruz y no es cruz!
94. Hay que exhortar a los cristianos a que traten de seguir a
su cabeza Cristo, por la pena, la muerte y el infierno.
95. Y así confíen en entrar en el reino de los cielos, más por
muchas tribulaciones que por la seguridad de la paz.
 
M. LUTERO: Disputatio pro declaratione virtutis indulgentiarum
(1517).

UNIVERSALIDAD DEL SACERDOCIO 8.6

15. Dado que Cristo tiene la primogenitura con su honor y su


dignidad, la comparte con todos sus cristianos, los cuales,
mediante la fe, deben ser todos con Cristo reyes y sacerdotes.
Como dice san Pedro (1. Pet. 2.): Vosotros sois un reino
sacerdotal y un sacerdocio real. Y ocurre de modo que un
cristiano es elevado mediante la fe tan alto por encima de todas
las cosas, que se convierte espiritualmente en señor de todas,
pues ninguna cosa puede dañarle en su bienaventuranza.
Incluso, todo debe estarle sometido y ayudarlo a su
bienaventuranza…
16. Sobre lo que seamos nosotros, los sacerdotes, esto es
mucho más que ser rey, porque el sacerdocio nos hace dignos
para presentarnos ante Dios y rogar por otros. Pues el estar ante
los ojos de Dios y orar no corresponde sino a los sacerdotes…
17. Preguntas cuál sea la diferencia entre sacerdotes y laicos
en la Cristiandad, puesto que todos son sacerdotes. Respuesta:
con la palabrita sacerdote, cura, religioso y otras semejantes se
ha cometido la injusticia de que hayan sido aplicadas por la gente
al pequeño grupo que ahora se denomina estamento clerical. La
Sagrada Escritura no da ninguna otra diferencia sino que a los
doctos o consagrados los llama ministros, siervos, ecónomos,
esto es, servidores, siervos, administradores, que deben predicar
a los otros la fe de Cristo y la libertad cristiana. Pues, aunque
todos nosotros somos igualmente sacerdotes, no todos, sin
embargo, podemos servir o administrar y predicar. Así dice san
Pablo (1 Cor. 4.): No queremos ser considerados por la gente
otra cosa que servidores de Cristo y administradores del
Evangelio. Pero se ha hecho de la función de administrador un tal
señorío o dominio y un tal poder terrenal externo, suntuoso y
terrible, que el auténtico poder terrenal no puede igualarlos en
modo alguno, precisamente como si los laicos fueran otra cosa
que gente de Cristo.
 
M. LUTERO: De la libertad del cristiano (1520).

LA DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS 8.7

En primer lugar tengo que rechazar los sacramentos en


número de siete, admitiendo de momento sólo tres: el Bautismo,
la Penitencia y la Eucaristía, y proclamando que la curia romana
lo ha sometido todo a una miserable cautividad, habiendo sido
despojada la Iglesia de toda su libertad. Por más que, si me fuera
a expresar en términos de la Escritura, no me quedaría más que
un sacramento y tres signos sacramentales, de lo que a su
tiempo trataré más ampliamente. Pasemos ahora al sacramento
de la Eucaristía, el primero de todos.
Voy a exponer, pues, qué es lo que yo propugno en la
administración de este sacramento, como fruto de mis
meditaciones, pues cuando publiqué mi sermón sobre la
Eucaristía, me mantenía aún dentro del sentir común, sin
preocuparme del derecho o abusos del Papa. Mas ahora,
provocado y atacado, más aún, arrastrado por la fuerza a esta
palestra, voy a exponer libremente mi sentir. Allá se rían o lloren
los papistas, aunque sean todos contra uno.
En primer lugar hay que prescindir del cap. VI de Juan en su
totalidad, por no referirse ni una sola sílaba a este sacramento,
no sólo porque aún no había instituido el sacramento, sino sobre
todo porque la exposición y el pensamiento en su contexto
muestran bien a las claras que Cristo hablaba —como ya he
dicho— de la fe en el Verbo encarnado. Dice en efecto: mis
palabras son espíritu y vida, poniendo de manifiesto que habla de
una comida espiritual por la que, quien come, vive; mientras que
los judíos lo entendían de la comida carnal, y por ello discutían.
Pero sólo la comida de la fe es la que vivifica. Ella es, en efecto,
comida espiritual, viva, verdaderamente. Como dice Agustín
mismo: ¿Para qué preparas tu estómago y tu boca? Cree y ya
has comido. La comida sacramental, en efecto, no vivifica, ya que
muchos la comen indignamente, de forma que no puede
entenderse este pasaje como referido al sacramento. (…)
Mas luego, viendo qué Iglesia era la que había decretado
esto, a saber la tomística, es decir aristotélica, me hice más
atrevido y encontrándome entre la espada y la pared, al fin afirmé
mi conciencia con la sentencia primera, a saber, que es
verdadero pan y verdadero vino, en los cuales están la carne
verdadera y la sangre verdadera de Cristo, no de otra manera ni
menos de lo que ellos suponen bajo sus accidentes. Me
determinó a ello el ver que las opiniones de los tomistas, tanto las
sancione el Papa como el concilio, siguen siendo opiniones, y no
se vuelven artículos de fe por más que bajara un ángel del cielo y
ordenara otra cosa. Pues lo que se afirma sin estar en la
Escritura o en la Revelación aprobada, se puede defender, pero
no hay obligación de creerlo. Y esta opinión de Tomás de tal
manera fluctúa al margen de la Escritura y de la razón, que
parece que aquí ignoró su filosofía y su dialéctica. Pues
Aristóteles habla de los accidentes y del sujeto de manera muy
distinta que santo Tomás, de forma que no puedo menos de
lamentarme que una persona de su categoría, en materia de fe,
no sólo tome sus opiniones de Aristóteles, sino que se empeñe
en apoyarlas sobre aquel a quien no entendió. Desafortunada
construcción sobre un desafortunado fundamento. (…)
La razón más poderosa sobre la que se funda mi sentencia es
que a la palabra divina no se le debe hacer violencia alguna, ni
por el hombre ni por el ángel, sino que se ha de conservar, en
cuanto sea posible, en su significación más simple, y de no
obligar a ello alguna circunstancia manifiesta, no se ha de
entender al margen de la gramática y de la gramática en sentido
propio, para no dar pie al adversario a eludir la totalidad de la
Escritura. Este fue el motivo de la justa repulsa contra Orígenes,
quien despreciando el sentido gramatical, convertía en alegorías
los árboles y todo lo que sobre el paraíso está escrito, llegando a
concluir así que los árboles no fueron creados por Dios. De igual
manera aquí, cuando los evangelistas escriben taxativamente
que Cristo tomó el pan y lo bendijo, y los Hechos de los Apóstoles
y el apóstol Pablo lo llaman después pan, se ha de entender pan
verdadero y vino verdadero, así como cáliz verdadero. Pues no
añaden que se transubstanciara el cáliz. Y no siendo necesaria
transubstanciación que se realiza por poder divino, se ha de
considerar una ficción de la opinión humana, pues no se funda,
como veremos, ni en lugar alguno de la Escritura ni en razón
alguna.
Absurda resulta por tanto y nueva la acepción de los términos
en la que se toma el pan por la apariencia o accidentes de pan, y
el vino por la apariencia o accidentes de vino. ¿Por qué no toman
todo lo demás por sus apariencias y accidentes? Y aunque en las
demás cosas así fuera, no sería lícito, a pesar de ello, aniquilar
de esta forma las palabras de Dios despojándolas de manera tan
injusta de su significado.
La misma Iglesia sostuvo la opinión verdadera durante más de
1.200 años, sin que jamás ni en lugar alguno los santos Padres
mentaran esta transubstanciación (¡vocablo portentoso y
fantástico!), hasta que comenzó a prosperar en la Iglesia una
fingida filosofía aristotélica en estos trescientos últimos años en
los que se han conformado mal además otras muchas cosas,
como es que la esencia divina ni es engendrada ni engendra, que
el alma es la forma substancial del cuerpo humano, y otras
semejantes, cuya formulación no se funda en razón o causa
alguna, como el mismo cardenal de Cambrai confiesa.
Dirán quizá que el peligro de idolatría impele a sostener que
no son verdaderamente pan y vino. Ridículo es esto
sobremanera, ya que los laicos no tienen conocimiento de las
sutiles disquisiciones filosóficas sobre la substancia y los
accidentes; y si se les explicasen serían incapaces de
comprenderlas; y el mismo peligro hay en mantener los
accidentes que ven, que la substancia que no ven. En efecto, ¿si
no adoran los accidentes, sino a Cristo oculto tras ellos, por qué
habrían de adorar el pan que no ven?
¿Pero por qué no habría de poder incluir Cristo su cuerpo en
la substancia del pan, al igual que en los accidentes? He ahí que
el fuego y el hierro, dos substancias, se mezclan de tal forma en
el hierro incandescente, que cada una de sus partes es hierro y
fuego. ¿Por qué no habría de poder así, con mucha mayor razón,
el cuerpo glorioso de Cristo estar en cada una de las partes de la
substancia del pan?
¿Qué van a hacer ahora? Acepta la fe que Cristo nació del
vientre intacto de su madre. Que vengan diciendo también aquí
ahora que la carne de la Virgen fue durante ese tiempo
aniquilada, o como dicen más técnicamente, transubstanciada, de
forma que Cristo envuelto en sus accidentes salió finalmente a
través de ellos. Otro tanto habrá que decir de la puerta cerrada y
del postigo cerrado del monumento sepulcral a través de los
cuales entró y salió sin tocarlos. Pero de aquí nació la Babilonia
de esta filosofía sobre la cantidad continua, distinta de la
substancia, hasta llegar al extremo de que ellos mismos ignoran
qué son accidentes y qué substancia. Pues ¿quién ha
demostrado con certeza jamás que el calor, el color, el frío, la luz,
el peso y las figuras son accidentes? Finalmente se han visto
constreñidos a dotar a los accidentes de un nuevo ser en el altar
y hacer que Dios los cree, por culpa de Aristóteles que dice que
la esencia del accidente es la inhesión. E infinitas maravillas más,
de todas las cuales se verían libres si admitiesen sencillamente
que allí hay verdadero pan. Y me alegro de veras de que, al
menos entre el pueblo, se haya conservado una fe sencilla en
este sacramento. Pues como no lo entienden, no discuten si allí
hay accidentes sin substancia, sino que con fe sencilla creen que
allí están verdaderamente el cuerpo y la sangre de Cristo,
dejando a los ocios de los otros el problema de discutir qué es el
continente. (…)
Baste por ahora con lo expuesto sobre estos cuatro
sacramentos, que ya sé lo que va a desagradar a quienes opinan
que el número y aplicación de los sacramentos se ha de tomar,
no de las sagradas Escrituras, sino de la sede romana. Como si
hubiera sido la sede romana quien dio, y no más bien recibió de
las aulas de las Universidades a quienes debe sin ningún género
de duda todo lo que tiene. Y no sería tan poderosa la tiranía
papal si no hubiese recibido tanto prestigio de las universidades,
toda vez que apenas ha habido entre las sedes célebres, otra que
menos pontífices eruditos haya tenido que ésta. Únicamente la
violencia, el dolo y la superstición la han hecho prevalecer hasta
ahora sobre las demás. Pues quienes ocuparon dicha sede hace
mil años, distan tanto de los que posteriormente advinieron que
uno se ve forzado a rechazar como romanos pontífices, bien a
aquéllos, bien a éstos.
Hay además algunas otras cosas que podrían contarse entre
los sacramentos, a saber, todas aquellas a las que se halla ligada
una promesa divina, cuales son, la oración, la palabra y la cruz.
Efectivamente, a los que oran les prometió en muchos lugares
que serían oídos, pero sobre todo en Lucas XI, donde nos invita
con muchas parábolas a orar. Y acerca de la palabra dice:
bienaventurados quienes escuchan la palabra de Dios y la
guardan. ¿Y quién podrá contar las veces que promete su ayuda
y la gloria a los atribulados, a los que sufren y a los humillados?
Mas aún ¿quién es capaz de enumerar todas las promesas
hechas por Dios? Toda la Escritura no hace más que movernos a
la fe, instándonos unas veces con mandatos y amenazas,
invitándonos otras con promesas y consuelos. Pues todo lo que
está escrito son o preceptos o promesas: los preceptos humillan
a los soberbios en sus excesos, y las promesas alientan a los
abatidos en su decaimiento.
Con todo nos ha parecido bien llamar sacramentos en sentido
propio a aquellas promesas que llevan anejos signos. Las
restantes, por no hallarse ligadas a signos, son simplemente
promesas. De donde resulta que, si queremos expresarnos con
rigor, no hay más que dos sacramentos en la Iglesia de Dios: el
Bautismo y el Parí, pues sólo en estos dos descubrimos el signo
instituido por Dios y la promesa de la remisión de los pecados.
Pues el sacramento de la Penitencia por mí añadido a estos dos,
carece de signo visible instituido por institución divina, y ya he
dicho que no es otra cosa que el camino y regreso al Bautismo. Y
ni los escolásticos mismos pueden decir que su definición sea
aplicable a la Penitencia, pues ellos adscriben al sacramento un
signo visible que presente a las sentidos la forma de la que
invisiblemente se espera. Mas la Penitencia o absolución carece
de tal signo, por lo cual en virtud de su propia definición se ven
forzados o bien a admitir que la Penitencia no es un sacramento,
disminuyendo así el número de ellos, o a dar otra definición de
sacramento.
El Bautismo que yo asigno a toda la vida, bastará en verdad
por todos los sacramentos que hayamos de usar en ella. El Pan,
por el contrario, es en verdad el sacramento de los moribundos y
de los que salen de esta vida, va que en él conmemoramos el
tránsito de Cristo de este mundo, para poderle imitar en ello. Y
hemos de distribuir estos dos sacramentos de forma que el
Bautismo se asigne al arranque y desarrollo de toda la vida, y el
Pan por su parte a su conclusión y muerte. Y el cristiano debe
ejercitarse en uno y otro dentro de este pobre cuerpo, hasta que
plenamente bautizado y confirmado, pase de este mundo
naciendo a una vida nueva, eterna, para celebrar el banquete con
Cristo en el Reino de su Padre, como prometió en la última cena
cuando dijo: En verdad os digo, desde ahora no beberéis de este
zumo de la vid hasta que se cumpla en el Reino de Dios. De
forma que resulta bien claro que instituyó el sacramento del Pan
para recibir la vida futura. Entonces, en efecto, realizada la
esencia de ambos sacramentos, dejarán de existir el Bautismo y
el Pan.
 
M. LUTERO: De captivitate babylonica ecclesiae praeludium
(1520).

BULA DE EXCOMUNIÓN 8.8

1. Es sentencia herética, pero muy al uso, que los


sacramentos de la Nueva Ley dan la gracia santificante a los que
no ponen óbice.
2. Decir que en el niño después del bautismo no permanece el
pecado, es conculcar juntamente a Pablo y a Cristo.
3. El incentivo del pecado (fomes peccati), aun cuando no
exista pecado alguno actual, retarda al alma que sale del cuerpo
la entrada en el cielo.
4. La caridad imperfecta del moribundo lleva necesariamente
consigo un gran temor, que por sí solo es capaz de atraer la pena
del purgatorio e impide la entrada en el reino.
5. Que las partes de la penitencia sean tres: contrición,
confesión y satisfacción, no está fundado en la sagrada Escritura
ni en los antiguos santos doctores cristianos.
6. La contrición que se adquiere por el examen, la
consideración y detestación de los pecados, por la que uno
repasa sus años con amargura de su alma, ponderando la
gravedad de sus pecados, su muchedumbre, su fealdad, la
pérdida de la eterna bienaventuranza y adquisición de la eterna
condenación; esta contrición hace al hombre hipócrita y hasta
más pecador.
7. Muy veraz es el proverbio y superior a la doctrina hasta
ahora por todos enseñada sobre las contriciones: “La suma
penitencia es no hacerlo en adelante; la mejor penitencia, la vida
nueva”.
8. En modo alguno presumas confesar los pecados veniales;
pero ni siquiera todos los mortales, porque es imposible que los
conozcas todos. De ahí que en la primitiva Iglesia sólo se
confesaban los pecados mortales manifiestos (o públicos).
9. Al querer confesarlo absolutamente todo, no hacemos otra
cosa que no querer dejar nada a la misericordia de Dios para que
nos lo perdone.
10. A nadie le son perdonados los pecados, si, al
perdonárselos el sacerdote, no cree que le son perdonados; muy
al contrario, el pecado permanecería, si no lo creyera perdonado.
Porque no basta la remisión del pecado y la donación de la
gracia, sino que es también necesario creer que está perdonado.
11. En modo alguno confíes ser absuelto a causa de tu
contrición, sino a causa de la palabra de Cristo: Cuanto
desatares, etc. (Mt. 16, 19). Por ello digo, ten confianza, si
obtuvieres la absolución del sacerdote y cree fuertemente que
estás absuelto, y estarás verdaderamente absuelto, sea lo que
fuere de la contrición.
12. Si, por imposible, el que se confiesa no estuviera contrito o
el sacerdote no le absolviera en serio, sino por juego; si cree, sin
embargo, que está absuelto, está con toda verdad absuelto.
13. En el sacramento de la penitencia y en la remisión de la
culpa no hace más el Papa o el obispo que el ínfimo sacerdote;
es más, donde no hay sacerdote, lo mismo hace cualquier
cristiano, aunque fuera una mujer o un niño.
14. Nadie debe responder al sacerdote si está contrito, ni el
sacerdote debe preguntarlo.
15. Grande es el error de aquellos que se acercan al
sacramento de la Eucaristía confiados en que se han confesado,
en que no tienen conciencia de pecado mortal alguno, en que
previamente han hecho sus oraciones y actos preparatorios:
todos ellos comen y beben su propio juicio. Mas si creen y
confían que allí han de conseguir la gracia, esta sola fe los hace
puros y dignos.
16. Oportuno parece que la Iglesia estableciera en general
Concilio que los laicos recibieran la Comunión bajo las dos
especies; y los bohemios que comulgan bajo las dos especies, no
son herejes, sino cismáticos.
17. Los tesoros de la Iglesia, de donde el Papa da
indulgencias, no son los méritos de Cristo y de los Santos.
18. Las indulgencias son piadosos engaños de los fieles y
abandonos de las buenas obras; y son del número de aquellas
cosas que son lícitas, pero no del número de las que convienen.
19. Las indulgencias no sirven, a aquellos que
verdaderamente las ganan para la remisión de la pena debida a
la divina justicia por los pecados actuales.
20. Se engañan los que creen que las indulgencias son
saludables y útiles para provecho del espíritu.
21. Las indulgencias sólo son necesarias para los crímenes
públicos y propiamente sólo se conceden a los duros e
impacientes.
22. A seis géneros de hombres no son necesarias ni útiles las
indulgencias, a saber: a los muertos o moribundos, a los
enfermos, a los legítimamente impedidos, a los que cometieron
crímenes, a los que los cometieron, pero no públicos, a los que
obran cosas mejores.
23. Las excomuniones son sólo penas externas y no privan al
hombre de las comunes oraciones espirituales de la Iglesia.
24. Hay que enseñar a los cristianos más a amar la
excomunión que a temerla.
25. El Romano Pontífice, sucesor de Pedro, no fue instituido
por Cristo en el bienaventurado Pedro vicario del mismo Cristo,
sobre todas las Iglesias de todo el mundo.
26. La palabra de Cristo a Pedro: Todo lo que desatores sobre
la tierra, etc. (Mt. 16), se extiende sólo a lo atado por el mismo
Pedro.
27. Es cierto que no está absolutamente en manos de la
Iglesia o del Papa, establecer artículos de fe, mucho menos leyes
de costumbres o de buenas obras.
28. Si el Papa con gran parte de la Iglesia sintiera de éste o
de otro modo, y aunque no errara; todavía no es pecado o herejía
sentir lo contrario, particularmente en materia no necesaria para
la salvación, hasta que por un Concilio universal fuere aprobado
lo uno, y reprobado lo otro.
29. Tenemos camino abierto para enervar la autoridad de los
Concilios y contradecir libremente sus actas y juzgar sus decretos
y confesar confiadamente lo que nos parezca verdad, ora haya
sido aprobado, ora reprobado por cualquier Concilio.
30. Algunos artículos de Juan Hus, condenados en el Concilio
de Constanza, son cristianísimos, veracísimos y evangélicos, y ni
la Iglesia universal podría condenarlos.
31. El justo peca con toda obra buena.
32. Una obra buena, hecha de la mejor manera, es pecado
venial.
33. Que los herejes sean quemados es contra la voluntad del
espíritu.
34. Batallar contra los turcos es contrariar la voluntad de Dios,
que se sirve de ellos para visitar nuestra iniquidad.
35. Nadie está cierto de no pecar siempre mortalmente por el
ocultísimo vicio de la soberbia.
36. El libre albedrío después del pecado es cosa de mero
nombre; y mientras hace lo que está de su parte, peca
mortalmente.
37. El purgatorio no puede probarse por Escritura Sagrada
que esté en el canon.
38. Las almas en el purgatorio no están seguras de su
salvación, por lo menos todas; y no está probado, ni por razón, ni
por Escritura alguna, que se hallen fuera del estado de merecer o
de aumentar la caridad.
39. Las almas en el purgatorio pecan sin intermisión, mientras
buscan el descanso y sienten horror de las penas.
40. Las almas libradas del purgatorio por los sufragios de los
vivientes, son menos bienaventuradas que si hubiesen satisfecho
por sí mismas.
41. Los prelados eclesiásticos y príncipes seculares no harían
mal si destruyeran todos los sacos de la mendicidad.
Censura del Sumo Pontífice: Condenamos, reprobamos y de
todo punto rechazamos todos y cada uno de los antedichos
artículos o errores, respectivamente, según se previene, como
heréticos, escandalosos, falsos u ofensivos de todos los oídos
piadosos o bien engañosos de las mentes sencillas, y opuestos a
la verdad católica.
 
BULA Exsurge domine (1520).

CONFESIÓN DE AUSBURGO (1530) 8.9

1. De Dios: las iglesias con común acuerdo entre nosotros


enseñen que el decreto del sínodo de Nicea referente a la unidad
de la esencia divina y las tres personas es verdadero.
2. Del pecado original: enseñen también que después de la
caída de Adán todos los hombres engendrados nacen en pecado,
esto es, sin temor de Dios, sin participación en El y con apetito
carnal, y que esta enfermedad o falta original es verdadero
pecado que ocasiona la condenación y muerte eterna a todos los
que no nacen de nuevo por el bautismo y el Espíritu Santo.
4. Justificación: los hombres no pueden justificarse ante Dios
por sus propios méritos u obras; pero se justifican gratuitamente
por el amor de Cristo a través de la fe.
5. Del ministerio: por la obtención de esta fe quedó instituido
el ministerio de la enseñanza del Evangelio y de la administración
de los sacramentos.
6. Esta fe proporciona frutos excelentes. Los hombres deben
hacer las buenas obras exigidas por Dios simplemente porque es
deseo de El, y no por ninguna confianza de merecer justificación
ante Dios mediante aquéllas.
7. La Iglesia es la congregación de los santos en la que se
predica con pureza el Evangelio y se administran adecuadamente
los sacramentos.
8. El bautismo es necesario para la salvación. Los niños han
de ser bautizados.
10. En la cena del Señor, el verdadero Cuerpo y Sangre de
Jesucristo se presentan bajo la forma de pan y vino.
11. Sobre la confesión: la absolución privada puede negarse
en las iglesias, aunque la enumeración de todos los pecados no
sea necesaria en la confesión.
16. Sobre los asuntos civiles: los cristianos pueden legalmente
desempeñar un cargo civil, formar parte de un tribunal, resolver
asuntos de acuerdo con el derecho imperial, señalar castigos
justos, intervenir en una guerra justa, actuar como soldados,
hacer contratos legales, tener propiedad, jurar cuando los
magistrados lo requieran y casarse.
18. Sobre el libre albedrío: el hombre tiene libertad de luchar
por una justicia humana y escoger las cosas que la razón le
proponga; pero no tiene poder para luchar por la justicia de Dios
sin el espíritu de Dios.

CONOCIMIENTO DE DIOS EN CALVINO 8.10

Que el conocimiento de Dios y el de nosotros son cosas


conjuntas, y de la manera en que entre sí convengan.
Casi toda la suma de nuestra sabiduría, que de veras se debe
tener por verdadera y sólida sabiduría, consiste en dos puntos: es
a saber, en el conocimiento que el hombre debe tener de Dios, y
en el conocimiento que debe tener de sí mismo. Mas como estos
dos conocimientos sean muy trabados y enclavijados entre sí, no
es cosa fácil distinguir cuál preceda a cuál, y cuál de ellos
produzca al otro. Porque cuanto a lo primero, ninguno se puede
contemplar a sí mismo que luego al momento no ponga sus
sentidos en considerar a Dios, en el cual vive y se mueve; porque
no hay quien dude que los dones, en que toda nuestra dignidad
consiste, no sean en manera ninguna de nosotros. Y aun más
digo, que el mismo ser que tenemos, y lo que somos, no es otra
cosa que una subsistencia en un solo Dios. Allende desto por
estos bienes, que gota a gota se destilan sobre nosotros del cielo,
somos encaminados como de los arroyuelos a la fuente.
Asimismo por nuestra pobreza se muestra muy mejor aquella
inmensidad de bienes que en Dios reside. Y principalmente esta
miserable caída, en que por la transgresión del primer hombre
caímos, nos compele a levantar los ojos arriba, no solamente
para que ayunos y hambrientos pidamos de allí, lo que hemos
menester, mas aún para que siendo despertados por el miedo,
aprendamos humildad. Porque como en el hombre se halla un
mundo de todas miserias, después que hemos sido despojados
de los ornamentos del cielo, nuestra desnudez para grande
vergüenza nuestra descubre una grandísima infinidad de
denuestos: no puede ser menos sino que cada cual sea tocado
de la consciencia de su propia desventura para siquiera, poder
alcanzar alguna noticia de Dios. Así por el sentimiento de nuestra
ignorancia, vanidad, pobreza, enfermedad y finalmente
perversidad y corrupción propia reconocemos, que no en otra
parte que en Dios hay verdadera luz de sabiduría, firme virtud,
perfecta abundancia de todos bienes y pureza de justicia. Así es
que ciertamente nosotros somos por nuestras miserias
provocados a considerar los tesoros que hay en Dios. Y no
podemos de veras anhelar a El, antes que comencemos a tomar
descontento de nosotros. Porque, ¿quién hay de los hombres que
no tome contento reposándose en sí? Y, ¿quién no reposa
entretanto que no se conoce a sí mismo, quiero decir, está
contento con los dones que ve en sí ignorando su miseria u
olvidándola? Por lo cual el conocimiento de nosotros mismos no
solamente nos aguijonea para que busquemos a Dios, mas aún
nos lleva como por la mano para que le hallemos.
2. Por otra parte es cosa notoria que el hombre nunca jamás
viene al verdadero conocimiento de sí mismo, si primero no
contemple la cara de Dios, y después de haberla contemplado
descienda a considerarse a sí mismo. Porque (según que está
arraigado en nosotros el orgullo y soberbia) siempre nos tenemos
por justos, perfectos, sabios y santos: si por manifiestas pruebas
no somos convencidos de nuestra injusticia, fealdad, locura y
suciedad. Pero no somos convencidos si solamente nos
consideramos a nosotros, y no a Dios: el cual es la sola regla con
que se debe ordenar y compasar este juicio. Porque como
nosotros todos seamos de nuestra naturaleza inclinados a
hipocresía, por eso una cierta vana apariencia de justicia nos
dará tanto contentamiento, como si fuese la misma justicia. Y
porque al entorno de nosotros no hay cosa que no esté
manchada con grande suciedad, lo que no es tan sucio, nos
parece limpísimo todo el tiempo que encerramos nuestro
entendimiento dentro de los límites de la suciedad del mundo: no
de otra manera que el ojo, que no tiene delante de sí otro color
que negro, tiene por blanquísimo lo que es medio blanco y
moreno. También aun podremos discernir de muy más cerca por
los sentidos corporales cuanto nos engañemos en juzgar de las
potencias y facultades del ánima. Porque si a mediodía ponemos
los ojos en tierra o miramos las cosas que al derredor de nosotros
están, parécenos que tenemos la mejor vista del mundo, pero
desde que alzamos los ojos al sol, y lo miramos de hito en hito,
aquella viveza de ojos, con que claramente vemos las cosas
bajas, es luego de tal manera enfuscada y confusa con el gran
resplandor, que somos constreñidos a confesar que aquella
nuestra sutileza con que considerábamos las cosas terrenas, no
es otra cosa sino una pura tontedad cuando se trata de mirar al
sol. De esta propia manera acontece en la consideración de las
cosas espirituales: porque en el entretanto que no miramos otras
cosas que las terrenas, nosotros contentándonos de nuestra
propia justicia, sabiduría y potencia, estamos muy ufanos, y
hacemos tanto caso de nosotros, que pensamos que va somos
medio dioses. Pero en comenzando a poner nuestro pensamiento
en Dios, y a considerar que tal sea, y cuan exquisita sea la
perfección de su justicia, sabiduría y potencia, conforme a la cual
nosotros nos debemos conformar y reglar, lo que antes con un
falso pretexto de justicia nos contentaba en gran manera, luego lo
abominaremos como a una gran maldad: lo que en gran manera
con título de sabiduría nos engañaba, nos hereda como una
extrema locura: y lo que nos parecía potencia, se descubrirá ser
una miserable debileza. Veis aquí cómo lo que parece
perfectísimo en nosotros en ninguna manera llega ni tiene que
ver con la perfección divina.
3. De aquí procede aquel horror y espanto de que la Escritura
muchas veces hace mención, los santos haber sido afligidos y
combatidos todas las veces que sentían la presencia de Dios.
Porque vemos que ellos, cuando Dios estaba alejado de ellos, se
hallaban fuertes y valientes: mas luego que Dios mostraba su
gloria, temblaban y temían, como si va fuesen muertos y
acabados. De aquí se debe concluir que el hombre nunca es
tocado ni siente de veras su bajeza, hasta que él se ha cotejado
con la majestad de Dios.
 
J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).

CONOCIMIENTO ACTUANTE DE DIOS 8.11

Qué cosa sea conocer a Dios, y de qué nos sirva este


conocimiento.
Yo pues entiendo por conocimiento de Dios aquel con que no
solamente aprendemos que hay algún Dios, más aún
entendemos lo que de él nos conviene saber, lo que es útil para
su gloria. Y en suma, lo que es necesario. Porque hablando
propiamente, no diremos ser Dios conocido cuando no hay
ninguna religión ni piedad. Y aquí aún no toco el particular
conocimiento con que los hombres siendo perdidos y malditos en
sí, son encaminados a Dios para no tener por Redentor en el
nombre de Jesucristo nuestro medianero; mas solamente hablo
de aquel primer y simple conocimiento a que el perfecto concierto
de naturaleza nos guiaría, si Adán hubiera perseverado en su
integridad. Porque aunque ninguno en esta ruina y desolación del
linaje humano jamás sienta que Dios le sea Padre, o Salvador, o
en alguna manera favorable, hasta que Cristo hecho medianero
para pacificarlo se nos ofrezca: con todo esto, otra cosa es sentir
que Dios creador nuestro nos sustenta con su potencia, rige con
su providencia, por su bondad nos mantiene, y continúa en
hacernos grandes beneficios: y otra bien diferente es, abrazar la
gracia de reconciliación que en Cristo se nos propone y presenta.
Porque pues el Señor es primeramente conocido simplemente
por criador, así por la fábrica del mundo, como por la general
doctrina de la Escritura, y después de esto se muestra ser
Redentor en la persona de Jesucristo: de aquí nacen dos
maneras de conocerlo: de las cuales la primera se ha de tratar
aquí, y luego por orden la otra. Aunque pues nuestro
entendimiento no pueda aprender a Dios, que luego no lo quiera
honrar con algún culto y servicio, con todo esto no bastará
confusamente entender que hay un Dios el cual sólo deba ser
honrado y adorado, sino que también es menester que estemos
resolutos y persuadidos que el Dios, que adoramos, es la fuente
de todos los bienes, para que ninguna cosa busquemos fuera de
El. Lo que quiero decir es: que no solamente habiendo una vez
criado al mundo lo sustenta con su inmensa potencia, lo rige con
su sabiduría, lo conserva con su bondad, y sobre todo tiene
cuenta de regir al linaje humano en justicia y equidad, lo soporta
con misericordia, lo defiende con su amparo: mas que también es
menester que creamos, que en ningún otro fuera de El se hallará
una sola gota de sabiduría, lumbre, justicia, potencia, rectitud ni
perfecta verdad: a fin que como todas estas cosas proceden de
El, y El es la sola causa de todas ellas, que así nosotros
aprendamos a esperarlas y pedirlas de El y darle las gracias por
ellas. Porque este sentimiento de las misericordias de Dios nos
es el verdadero maestro del cual nace la religión, llamo piedad a
una reverencia conjunta con el amor de Dios, la cual el
conocimiento de Dios produce. Porque hasta tanto que los
hombres tengan impreso en el corazón que deben a Dios todo
cuanto son, que son recreados con el cuidado paternal que de
ellos tiene, que El es el autor de todos los bienes, de suerte que
ninguna cosa se deba buscar fuera de El, nunca jamás de
corazón ni con deseo de servirle se sujetarán a El. Y lo que es
más, si ellos no colocan en El toda su felicidad, nunca de veras ni
con todo su corazón se allegarán a El.
Por tanto los que quieren disputar qué cosa sea Dios, se
mantienen de unas vanas especulaciones: porque más nos
conviene saber qué tal sea, y qué es lo que convenga con su
naturaleza. Porque, ¿qué aprovecha confesar, como Epicuro, que
hay algún Dios, el cual echado aparte el cuidado del mundo viva
en gran quietud y placer? Y ¿qué sirve conocer a un Dios con
quien no tuviésemos que ver? Mas antes el conocimiento que de
El tenemos, nos debe primeramente instruir en su temor y
reverencia, y después nos debe enseñar y encaminar a procurar
de El todos los bienes, y darle las gracias por ellos. Porque
¿cómo podremos pensar en Dios, sin que luego juntamente
pensemos, que pues somos hechura de sus manos, que por
derecho natural y de creación somos sujetos y mancipados a su
imperio; que le debemos nuestra vida; que todo cuanto
emprendemos, y hacemos, lo debemos referir a El? Pues que
esto es así, síguese por cierto que nuestra vida es
miserablemente corrupta si no la ordenamos para su servicio:
pues que su voluntad nos debe ser una regla y ley de vivir. Por
otra parte, es imposible ver claramente a Dios, sin que le
reconozcamos por fuente y manantial de todos los bienes. De
aquí nos incitaríamos a allegarnos a El, y a poner toda nuestra
confianza en El: si nuestra maldad natural no nos enajenase
nuestro entendimiento de inquirir lo que es bueno. Porque cuanto
a lo primero, un ánima temerosa de Dios, no se imagina un tal
Dios: mas pone sus ojos solamente en aquel que es único y
verdadero Dios: después de esto no se lo finge tal, cual se le
antoja, mas allá se contenta tenerlo cual El se le ha manifestado,
y con grandísima diligencia siempre se guarda de salir
temerariamente fuera de la voluntad de Dios vagueando de acá
por allá. Habiendo de esta manera conocido a Dios, por cuanto
ella entiende que El lo gobierna todo, ella se confía de estar en su
amparo y protección: y así del todo se pone en su guarda: porque
ella entiende, El, ser autor de todo bien si alguna cosa la aflige, si
alguna cosa le falta, luego al momento se acoge a El esperando a
ser de El amparada: y porque se ha persuadido, El ser bueno y
misericordioso ella con certísima confianza se reposa en El, y no
duda que en su clemencia siempre haya remedio aparejado para
todas sus aflicciones y necesidades: porque lo reconoce por
Señor y Padre, ella determina ser muy justa razón tenerlo por
absoluto Señor sobre todas las cosas, darle la reverencia que se
debe va su majestad, procurar que su gloria sea adelantada, y
obedecer a sus mandamientos, porque ve que El es justo juez y
que esta armado con su severidad para castigar los malhechores,
siempre tiene delante de los ojos su tribunal, y por el temor que
tiene de El se detiene y refrena de no provocar su ira. Con todo
esto ella no se espanta de temor que tenga de su juicio de tal
suerte que se quiera escabullirse de El, si tuviese por donde: mas
antes de tan buena voluntad lo admite por castigador de los
malos, como por bienhechor de los buenos: pues que entiende,
que no menos pertenece a la gloria de Dios dar a los impíos y
perversos el castigo que ellos merecen, que a los justos el premio
de la vida eterna. Allende de esto ella no se refrena de pecar por
el temor de la pena, mas porque ama y reverencia a Dios como a
Padre, hace cuenta de El y lo honra como a Señor: aunque
ningunos infiernos hubiese, con todo esto tiene grande horror de
ofenderlo. Veis aquí lo que es la pura y verdadera religión:
conviene a saber, se conjunta con un verdadero temor de Dios:
de manera que el temor comprenda en sí una voluntaria
reverencia, y traiga consigo un servicio tal, cual le conviene, y
cual el mismo Dios ha mandado en su Ley. Y esto se debe tanto
con mayor diligencia notar, cuanto todos indiferentemente honran
a Dios, y muy pocos lo temen: pues que a cada paso se hace una
grande apariencia exterior, mas en muy pocos hay la sinceridad,
que se requiere, del corazón. (…)
Aquí también se ha de notar, que nosotros somos convidados
a un conocimiento de Dios, no tal cual muchos se imaginan, que
ande solamente volteando en el entendimiento con vanas
especulaciones: mas que sea sólido y produzca su fruto cuando
fuere arraigado y asentado en nuestros corazones. Porque Dios
se nos manifiesta por sus virtudes: de las cuales cuando
sentimos su fuerza y efecto dentro de nosotros, y gozamos de
sus beneficios, es muy gran razón que seamos tocados muy más
al vivo de este conocimiento, que si nos imaginásemos un Dios,
al cual ni lo viésemos ni lo entendiésemos. De donde colegimos
ser ésta la mejor vía y el más propio medio que podremos tener
para conocer a Dios: no penetrar con una atrevida curiosidad a
querer entender por menudo la esencia de la divina Majestad, la
cual más se ha de adorar, que curiosamente inquirir: mas que
contemplamos a Dios en sus obras: por las cuales El se nos hace
cercano y familiar, y en cierta manera se nos comunica. A esto
tuvo ojo el apóstol cuando dijo. Que no es menester buscarlo
lejos, pues que por su potencia, que os presente en todo lugar, El
habita en cada uno de nosotros.
 
J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana. (1536).

LA PALABRA DE DIOS 8.12

Porque si consideramos cuan frágil sea el entendimiento


humano, y cuan inclinado a olvidarse de Dios, y cuan fácil a caer
en toda suerte de errores, y cuánto sea su apetito y deseo de
inventarse a cada paso nuevas y nunca oídas religiones: de aquí
se podrá muy bien ver cuan necesaria cosa haya sido que Dios
tuviese sus registros auténticos en que se conservase su verdad,
a fin que o por olvido no se perdiese, o por error y descuido no se
desvaneciese, o por temeridad de los hombres no se
corrompiese. Siendo pues cosa notoria que Dios todas las veces
que ha querido enseñar los hombres con algún fruto, que El ha
usado del medio de su palabra, por cuanto El veía que su
imagen, que El había imprimido en aquella hermosura dé la
fábrica del mundo, no era asaz eficaz ni bastante. Si nosotros
deseamos contemplar a Dios perfectamente, esnos menester que
vayamos por este mismo camino. Es menester digo, que
vengamos a su palabra, en la cual de veras nos es mostrado
Dios, y no es al vivo pintado en sus obras, cuando las
consideramos, como conviene, no conforme a la perversidad de
nuestro juicio, mas según la regla de la verdad que es inmutable.
Si de esto nos apartamos (como yo poco ha dije) por mucha prisa
que nos demos, con todo esto por cuanto nuestro correr va fuera
de camino, nunca vendremos al lugar que pretendemos. Porque
no es necesario que pensemos que el resplandor y claridad de la
Majestad divina, que S. Pablo dice ser inaccesible, nos es como
un laberinto, del cual no podemos salir si no fuéremos guiados
por El con el hilo de su palabra: de tal manera que nos sería
mejor cojear por este camino, que correr a gran prisa fuera de él.
Por tanto David enseñando ya muchas veces que las
supersticiones deben ser desarraigadas del mundo, para que
florezca la verdadera religión introduce a Dios reinando. Por este
nombre de reinar no entiende David solamente el señorío que
Dios tiene y ejercita gobernando todo lo criado, mas la doctrina
con que El establece su legítimo señorío. Porque nunca se
pueden desarraigar del corazón del hombre los errores, hasta
tanto que sea en él plantado el verdadero conocimiento de Dios.
 
J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).

LA FE, DON DE DIOS 8.13

Veis aquí pues cómo tantas lámparas encendidas nos


alumbran en vano en la fábrica del mundo para nos hacer ver la
gloria del Criador: las cuales de tal suerte nos alumbran al
derredor, que en ninguna manera nos pueden por sí solas
encaminar al derecho camino. Es verdad que ellas echan de sí
unas ciertas centellas; pero ellas se mueren antes que den de sí
entera luz. Por esta causa el Apóstol en el mismo lugar que llamó
a los siglos semejanzas de las cosas invisibles, luego dice, que
por fe entendemos los siglos haber sido ordenados por la palabra
de Dios: significando por esto ser verdad, que la majestad divina,
la cual de su naturaleza es invisible, nos es manifestada en tales
espejos, pero que nos otros no tenemos ojos para poder verla si
primero no nos son alumbrados allá de dentro por fe. (…)
Esta simple declaración que tenemos en la palabra de Dios
nos debería bien bastar para engendrar fe en nosotros, si nuestra
ceguedad y contumacia no lo impidiese. Empero, según que
nuestro entendimiento es inclinado a vanidad, él no puede jamás
llegarse a la verdad de Dios: y como él es boto y grosero, no
puede ver la claridad de Dios, mas es corto de vista. Por tanto la
palabra sola y desacompañada de la iluminación del Espíritu
santo no nos sirve, ni aprovecha nada. De lo cual se ve claro la fe
ser sobre todo cuanto los hombres pueden entender. Y no basta
que el entendimiento sea alumbrado del Espíritu de Dios, sino
que es menester que el corazón sea también con la virtud del
Espíritu corroborado y confirmado. En lo cual los sorbonistas se
engañan en gran manera, pensando que la fe sea un solo y
simple dar crédito a la palabra de Dios, la cual consiste en el
entendimiento, no haciendo mención de la confianza y
certidumbre del corazón. Es pues la fe un singular don de Dios
por ambas maneras y vías. Porque primeramente el
entendimiento del hombre es alumbrado para tener algún gusto
de la verdad de Dios: lo segundo es que el corazón es fortificado
en ella. Porque el Espíritu Santo no comienza la fe solamente,
mas la aumenta por sus grados, hasta tanto que ella nos lleve al
reino de los cielos. Veis aquí por qué san Pablo amonesta a
Timoteo que guarde el excelente depósito que él había recibido
del Espíritu Santo que habita en nosotros. Si alguno replicare al
contrario, que el Espíritu nos es dado por la predicación de la fe:
esta objeción se soltará bien fácilmente. Si no hubiese que un
solo don del Espíritu, muy mal hablara el Apóstol diciendo que el
espíritu era efecto de la fe, siendo el autor y causa de ella: más
por cuanto él trata de los dones con que Dios adorna a su Iglesia,
y la encamina a perfección por los argumentos de la fe, no es de
maravillar si él los atribuye a la fe, la cual nos prepara y dispone
para que los recibamos. Es verdad que se tiene por una cosa
bien extraña y nunca oída cuando se dice, que ninguno puede
creer en Cristo sino aquel, a quien particularmente es concedido:
mas esto es en parte, a causa que los hombres no consideran
cuan alta y cuan difícil de ver sea la sabiduría celestial, y cuan
grande sea la rudeza humana para comprender los misterios
divinos, y en parte también porque ellos no ponen sus ojos en
aquella firme y estable constancia del corazón, la cual es la
principal parte de la fe.
El cual error es fácil de convencer. Porque como dice S.
Pablo, si ninguno puede ser testigo de la voluntad del hombre,
sino el espíritu del hombre que está en él, ¿en qué manera la
criatura será cierta de la voluntad de Dios? Y si la verdad de Dios
nos es dudosa aun en aquellas mismas cosas que nosotros
vemos al ojo, ¿cómo nos sería ella firme e indubitable, cuando el
Señor nos promete cosas que ni el ojo las ve, ni el entendimiento
puede comprender? Cae y falta en tanta manera la prudencia
humana cuanto a estas cosas, que el primer escalón para
aprovechar en la escuela de Dios es renunciarla y no tener
cuenta con ella. Porque con ella somos impedidos, como si se
nos pusiese un velo delante de los ojos, que no aprendamos los
misterios de Dios, los cuales no son revelados sino a los
pequeñitos. Porque ni la carne ni la sangre revela, ni el hombre
animal entiende las cosas que son del Espíritu, mas al contrario,
la doctrina divina le es locura: la causa es, porque ella debe ser
conocida espiritualmente. Es pues por tanto la ayuda del Espíritu
Santo necesaria, o por mejor decir, su sola virtud reina aquí.
Ninguno hay de los hombres que haya entendido la intención de
Dios, ni que haya sido su consejero: mas el Espíritu es el que lo
escudriña todo, y aun las cosas profundas de Dios: por el cual
viene que nosotros entendamos la voluntad de Cristo. Ninguno
(dice el Señor) puede venir a mí, si el Padre, que me ha enviado,
no lo trajere. Así que todo aquel que hubiere oído del Padre, y ha
aprendido de El, viene. No que alguno haya visto al Padre, sino
aquel que es enviado de Dios. Como pues si nosotros no
fuéremos atraídos por el Espíritu de Dios, en manera ninguna nos
podemos llegar a Dios; así de la misma manera cuando somos
traídos, somos levantados con el entendimiento y con el corazón
sobre nuestra inteligencia propia. Porque el ánima siendo de El
alumbrada, como que toma un nuevo ojo y una nueva vista con
que contempla los misterios celestiales, con cuyo resplandor ella
antes era en sí infuscada y escurecida. El entendimiento del
hombre siendo de este modo alumbrado con la luz del Espíritu
Santo comienza entonces de veras a gustar las cosas que
pertenecen al reino de Dios, de las cuales antes ningún
sentimiento ni sabor podía tomar. Por lo cual nuestro Señor
Jesucristo tratando admirablemente con dos de sus discípulos los
misterios de su reino, con todo esto El no hace nada, hasta tanto
que les abre el entendimiento para que entiendan las Escrituras.
Siendo de esta manera los Apóstoles enseñados por su divina
boca de El, con todo esto es menester, que se les envíe el
Espíritu de verdad, el cual instile en sus entendimientos aquella
misma doctrina que ellos con sus oídos habían oído. La palabra
de Dios es semejante al sol, la cual da luz a todos aquellos que
es predicada, mas ningún provecho reciben de ella los ciegos. Y
nosotros todos somos cuanto a esta parte ciegos naturalmente:
por esto ella no puede penetrar hasta nuestro entendimiento, sino
que el Espíritu de Dios, que es el que interiormente enseña, con
su iluminación le abra la puerta y le dé entrada. (…)
Resta luego, que lo que el entendimiento ha recibido, se
plante también en el corazón. Porque si la palabra de Dios anda
volteando en el cerebro, no por esto se sigue que ella sea
admitida por fe: mas entonces es de veras recibida, cuando ella
ha echado raíces en lo profundo del corazón para ser una
fortaleza inexpugnable para recibir y rechazar todos los golpes de
las tentaciones. Y si es verdad, que la verdadera inteligencia del
entendimiento es una iluminación del Espíritu de Dios, su virtud
se muestra muy más evidentemente en una tal confirmación del
corazón: conviene a saber; por cuanto es muy mayor la
desconfianza del corazón o voluntad, que la ceguera del
entendimiento, y por cuanto es muy más difícil quitar al corazón,
que instruir al entendimiento. Por esta razón el Espíritu Santo
sirve como de un sello para sellar en nuestros corazones las
promesas, cuya certidumbre El antes había imprimido en
nuestros entendimientos, y sirve como de arras para confirmarlas
y ratificarlas. Después que creísteis (dice el Apóstol) habéis sido
sellados con el Espíritu Santo de la promesa, el cual es las arras
de nuestra herencia. ¿No veis como El enseña que los corazones
de los fieles son marcados con el Espíritu como con un sello y
que El le llama Espíritu de promesa, a causa que El hace, que el
Evangelio nos sea indubitable? Asimismo en la Epístola a los
corintios: El que nos ha, dice, ungido es Dios, y el que nos ha
sellado y dado las arras del Espíritu en nuestros corazones. Y en
otro lugar hablando de la confianza y atrevimiento de la
esperanza pone por fundamento de ella las arras del Espíritu.
 
J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).

DIOS CREADOR Y CONSERVADOR 8.14

Que Dios gobierna y sustenta con su providencia al mundo y a


todo cuanto hay en él, lo cual El con su potencia crió.
Cosa sería vana y de ningún provecho hacer a Dios criador
por un poco de tiempo, el cual solamente haya por una vez
perfeccionado su obra. Y en esto principalmente es menester que
nos diferenciemos de los hombres profanos y que no tienen
religión, que la potencia de Dios no menos la consideremos
presente en el perpetuo curso y estado del mundo que en su
primer origen y principio. Porque aunque los entendimientos de
los impíos son compelidos por solamente el mirar al cielo y a la
tierra levantarse a su Criador, pero con todo esto la fe tiene su
particular manera de ver, con que atribuye a Dios totalmente la
gloria de ser criador de todo. Esto quiere decir lo que hemos ya
citado del Apóstol. Que no por otra cosa que por la fe nosotros
entendemos el mundo haber sido por la palabra de Dios
fabricado: porque si nosotros no penetramos hasta su
providencia, no podremos entender qué quiera decir esto: que
Dios es criador, por mucho que nos parezca entenderlo con
nuestro entendimiento, y confesarlo con la boca. El juicio de la
carne después que una vez se ha propuesto en la creación la
potencia del criador, párase allí: y cuando muy mucho penetra, no
hace otra cosa que considerar y notar la sabiduría, potencia y
bondad del Criador, que se presenta al ojo en esta máquina del
mundo, aunque no tengamos cuenta con mirarla: después de
esto concibe una cierta general operación de Dios en conservarlo
y tenerlo todo en pie, de la cual depende la fuerza para moverse.
Finalmente piénsase que basta para conservar todas las cosas
en su ser la fuerza que Dios les dio al principio en su primera
creación. Mas la fe muy más alto debe penetrar: conviene a
saber, debe conocer por gobernador y moderador perpetuo al que
confesó ser criador de todas las cosas: y esto, no solamente
porque El mueva la máquina del mundo y todas sus partes con
un movimiento universal: mas aún porque tiene cuenta, sustenta
y recrea con una cierta particular providencia todo cuanto crió,
hasta el más pequeño pajarito del mundo. Por esta causa David
después de haber en suma contado cómo Dios crió al mundo,
luego comienza a contar del perpetuo tesón de la providencia de
Dios. Con la palabra de Jehová, dice, son los cielos hechos, y
con el espíritu de su boca es todo su ordenado concierto de ellos:
luego añade: Jehová miró sobre los hijos de los hombres. Y lo
demás que a este propósito dice. Porque aunque no todos
argumenten tan propiamente como deberían, con todo esto
porque no sería cosa creíble que Dios tuviese cuenta con lo que
hacen los hombres sino fuese Criador del mundo: y no hay
ninguno que de veras crea Dios haber criado al mundo, que no se
persuada que El tenga cuenta con sus obras, no sin causa David
procede por muy orden de lo uno a lo otro. Es verdad que aun los
filósofos enseñan en general, que todas las partes del mundo
toman su fuerza por una secreta inspiración de Dios, y nuestro
entendimiento lo entiende así. Pero con todo esto ninguno de
ellos subió tan alto como David, el cual hace subir consigo a
todos los fieles diciendo: Todas las cosas tienen sus ojos puestos
en ti, para que les des mantenimiento a su tiempo: cuando tú se
lo das, ellas lo cogen: y cuando tú abres tu mano, se hartan de
bienes: pero, luego que tú vuelves tu rostro, desmáyense: cuando
tú les quitas el espíritu, mueren, y se tornan en polvo: pero si otra
vez envías tu espíritu, son criadas, y renuevas la haz de la tierra.
Asimismo aunque los filósofos se conformen con lo que dice san
Pablo, que nosotros en Dios tenemos ser, nos movemos y
vivimos: pero con todo esto ellos están muy lejos de ser tocados
al vivo del sentimiento de su gracia cual san Pablo la predica: la
causa es, porque ellos no gustan aquel particular cuidado que
Dios tiene de nosotros, por el cual se declara aquel su paterno
favor con que nos trata.
2. Para mejor declarar esta diversidad, será menester saber,
que la providencia de Dios tal, cual se nos pinta en la Escritura,
se opone a la fortuna, y a todos los casos fortuitos. Y por cuanto
esta opinión ha sido casi en todos tiempos en común recebida y
aun el día de hoy casi todos la tengan: Que todas las cosas
acontecen acaso: lo que se debería tener por persuadido de la
providencia de Dios, no solamente es con esta mala opinión
oscurecido, más aún casi soterrado del todo. Si alguno cae en
manos de ladrones, o encuentra con bestias fieras, si
levantándose de repente un viento se pierda en la mar, si la casa,
o algún árbol cayéndose lo tomó debajo; si otro andando perdido
por los desiertos halle remedio para su necesidad, si venga al
puerto echándolo las mismas ondas de la mar, escapándose
milagrosamente de la muerte por la distancia de solamente un
dedo: todos estos sucesos así prósperos como adversos el juicio
de la carne los imputa a la fortuna. Pero cualquiera que fuere por
la boca de Cristo enseñado, que todos los cabellos de su cabeza
están contados, buscará la causa muy más lejos, y tendrá por
cierto que todo cuanto acontece, es gobernado por secreto
consejo de Dios.
 
J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).
EL PECADO ORIGINAL 8.15

Pues para que estas cosas no sean dichas de cosa incierta y


no conocida definamos qué cosa es pecado original. Y yo no
quiero examinar todas las definiciones con que los que han
escrito lo han definido: mas solamente pondré una, la cual me
parece muy conforme a la verdad. Digo pues pecado original ser
una corrupción y perversidad hereditaria de nuestra naturaleza
derramada por todas las partes del ánima: la cual cuanto a lo
primero nos hace culpantes de la ira de Dios, y tras esto, produce
en nosotros obras que la Escritura llama obras de carne. Y esto
es propiamente lo que san Pablo tantas veces llama pecado. Las
obras que de él proceden, como son adulterios, fornicaciones,
hurtos, odios, muertes, glotonerías, él las llama según esta razón
frutos de pecado: aunque todas estas obras son comúnmente
llamadas pecados, así en toda la Escritura como en el mismo san
Pablo. Es menester pues que consideremos estas dos cosas
distintamente: conviene a saber que nosotros somos de tal
manera corrompidos en todas las partes de nuestra naturaleza,
que por esta corrupción somos con justo título condenados
delante de Dios, al cual ninguna otra cosa le puede agradar, sino
justicia, inocencia y limpieza: y no se debe pensar que esta
obligación se cause por solamente la falta de otro, como si
nosotros pagásemos por el pecado de Adán sin haber nosotros
cometido cosa alguna: porque esto que se dijo, que nosotros por
el pecado de Adán somos hechos culpables delante del juicio de
Dios, no quiere decir, que somos inocentes, y que sin haber
merecido algún castigo padecemos la culpa de su pecado: mas
porque por su transgresión fuimos todos revestidos de maldición
dícese el habernos obligado. Con todo esto no entendamos que
él nos hizo solamente culpados de la pena, sin nos haber
comunicado su pecado. Porque a la verdad, el pecado que
procedió de él reside en nosotros, al cual justamente se debe el
castigo. Por lo cual S. Agustín, aunque muchas veces le llama
pecado ajeno, para mostrar más claramente que nosotros lo
tenemos de raza, con todo eso afirma ser propio a cada uno de
nosotros. Y el mismo Apóstol clarísimamente rectifica que la
muerte se apoderó sobre todos los hombres, porque todos
pecaron: quiere decir, se han envuelto en el pecado original y
manchado con sus manchas. Por esta causa los mismos niños
sacando consigo del vientre de sus madres su condenación, no
por el pecado ajeno, sino por el propio suyo son sujetados a ella.
Porque aunque no hayan producido los frutos de su maldad, pero
con todo eso tienen encerrada en sí la simiente: y lo que es más
de notar, toda su naturaleza no es otra cosa que una simiente de
pecado: por tanto no puede dejar de ser odiosa y abominable a
Dios. De donde se sigue que Dios con justo título la repute por
pecado: porque si no fuese culpa, no seríamos sujetos por él a
condenación.
 
J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).

LA NATURALEZA ACTUAL DEL HOMBRE 8.16

Así que la voluntad, según que ella está ligada y detenida


cautiva en la sujeción del pecado, en ninguna manera se puede
mover al bien: tanto falta, que se pueda aplicar a él. Porque este
tal movimiento es principio de convertirnos a Dios, lo cual en la
Escritura totalmente se atribuye a la gracia de Dios. Como
Jeremías ora al Señor: que le convierta, si El quiere que sea
convertido. Por la cual razón el profeta en el mismo capítulo
pintando la redención espiritual de los fieles, dice ellos ser
rescatados de la mano de un más fuerte: denotando con estas
palabras con cuan estrechas prisiones sea detenido el pecador
todo el tiempo que dejado de Dios vive so la tiranía del diablo.
Quédale empero la voluntad al hombre, la cual de su misma
afección es inclinadísima a pecar, y busca todas las ocasiones
que puede para pecar. Porque el hombre cuando él se enredó en
esta necesidad, no fue despojado de la voluntad, mas de la sana
y buena voluntad. (…)
Así es que debemos tener cuenta con esta distinción: que el
hombre después de haber sido perdido por su caída,
voluntariamente peca, no forzado, no constreñido: con una
afección de su corazón propensísima a pecar, y no por fuerza
forzada: por propio movimiento de su concupiscencia, no porque
otro lo compela: y que con todo esto, su naturaleza es tan
perversa, que no puede ser inclinado ni encaminado sino al mal.
Si esto es verdad, es notorio que él está sujeto, a que
necesariamente peque.
 
J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).

LA GRACIA 8.17

Yo soy, dice, la vid, vosotros sois los sarmientos, y mi padre


es el labrador. Como el sarmiento no puede llevar fruto de sí
mismo si no estuviere en la vid, así de la misma manera ni
vosotros, si no estuviereis en mí: porque sin mí ninguna cosa
podéis hacer. Si nosotros no damos más fruto de nosotros
mismos que da un sarmiento cortado de su cepa, que es privado
de su jugo, ya no es menester inquirir más cuan apta sea nuestra
naturaleza para el bien. Ni esta conclusión es dudosa: Sin mí
ninguna cosa podéis hacer. No dice que nosotros somos tan
enfermos que no podemos hacerlo: mas convirtiéndonos en
nada, excluye toda opinión del menor poder del mundo en
nosotros. Si nosotros insertos en Cristo fructificamos como una
cepa, la cual recibe su fuerza del humor de la tierra, del rocío del
cielo, y del calor del sol, paréceme que ninguna parte nos resta
en las buenas obras, si queremos dar enteramente a Dios todo lo
que es suyo. (…)
La primera parte de la buena obra es la voluntad, la otra es el
esfuerzo en ponerla por obra: de lo uno y de lo otro el autor es
Dios. Síguese por tanto que si el hombre se atribuye a sí mismo
alguna cosa, séase o en el querer el bien, o en ponerlo por obra,
que tanto hurta a Dios. Si se dijese, que Dios ayuda a la voluntad
débil, alguna cosa nos quedaría a nosotros: mas diciendo que
hace la voluntad, en esto muestra que todo cuanto hay de bien en
nosotros, viene de fuera, y no es nuestro. Y porque aun la misma
voluntad buena con el peso de nuestra carne es oprimida, de
suerte que no pueda salir con lo que pretende, luego añadió que
para vencer las dificultades que se ponen, el Señor nos da
constancia y esfuerzo para obrar hasta la fin. Porque de otra
manera no pudiera ser verdad lo que en otro lugar dice: ser un
solo Dios el que obra todas las cosas en todos. (…)
De esta manera pues el Señor comienza y perfecciona la
buena obra en nosotros: y es que El por su gracia provoca
nuestra voluntad a amar lo bueno, aficionarse a El, moverse a lo
buscar y seguir. Además de esto que este amor, deseo y esfuerzo
no desfallecen, ni se cansan, mas que duran hasta concluir la
obra: finalmente que el hombre prosigue en el bien
constantemente y persevera hasta la fin.
El mueve nuestra voluntad, no como ya por muchos años se
ha enseñado y creído, que sea después en nuestra mano o
obedecer, o contradecir al dicho movimiento: mas El la mueve
con tal eficacia, que es menester que ella siga. Por esta razón lo
que tantas veces se lee en san Crisóstomo, en ninguna manera
debe ser admitido: Dios, dice, no retira, sino a aquellos que
quieren ser retirados: con lo cual da a entender que Dios
extendiendo a nosotros su mano, solamente espera si nos plazca
ser ayudados con su favor. Nosotros bien concedemos que en el
tiempo que el hombre aún estaba en su perfección, su estado era
tal, que se podía inclinar a la una parte, o a la otra: mas pues que
Adán ha declarado con su ejemplo cuan miserable cosa sea el
libre albedrío, si no es que Dios quiera en nosotros y pueda todo,
¿qué provecho tendremos cuando El nos reparte su gracia de
esta manera? Antes nosotros mismos la oscurecemos y
deshacemos con nuestra ingratitud. Porque el Apóstol no nos
enseña sernos ofrecida la gracia de querer el bien, si la
aceptemos, mas que Dios hace y forma en nosotros el querer: lo
cual no es otra cosa sino que Dios por su Espíritu encamina
nuestro corazón, lo vuelve y rige, y en él, como en cosa suya
reina. Y por Ezequiel no promete Dios de dar a sus escogidos
corazón nuevo para solamente este fin que puedan caminar en
sus mandamientos, mas para que de hecho caminasen. Ni de
otra manera se puede entender lo que dice Cristo: Cualquiera
que hubiere sido instruido de mi Padre, viene a mí, si no se
entiende que la gracia de Dios es por sí misma eficaz para
cumplir y perfeccionar su obra: como san Agustín lo mantiene: la
cual gracia El no reparte a cada cual sin diferencia ninguna: como
comúnmente suelen decir, lo cual (si no me engaño) es de
Occam: que ella a persona ninguna, que hace lo que es en sí, es
negada. Es verdad que es menester enseñar a los hombres que
la bondad de Dios está propuesta a todos cuantos la buscan, sin
excepción alguna. Mas siendo así que ninguno la comienza a
buscar antes que sea inspirado del cielo, no se debe ni aun en
esto menoscabar la gracia de Dios. Cierto esta prerrogativa
pertenece solamente a los elegidos, que siendo regenerados por
el Espíritu de Dios, sean por El guiados y regidos. (…)

De la justificación de la Fe, y primeramente de la definición del


nombre, y de la cosa.
Paréceme que asaz diligentemente he declarado en lo
pasado, que no resta a los hombres, sino un solo y único refugio,
para alcanzar salud: conviene a saber la Fe, pues que por la Ley
son todos malditos. También me parece que he suficientemente
tratado qué cosa sea Fe, y qué beneficios y gracias de Dios ella
comunique a los hombres, y qué frutos produzca en ellos. La
suma fue ésta, que Jesucristo nos es por la benignidad de Dios
presentado, que nosotros lo aprehendemos y poseemos por Fe,
con la participación del cual nosotros recibimos doble gracia. La
primera es, que siendo, nosotros reconciliados con Dios por la
inocencia de Cristo, en lugar de tener un juez en los cielos que
nos condenase, tenemos un Padre clementísimo: la segunda es
que somos santificados por su Espíritu, para que nos ejercitemos
en inocencia y en limpieza de vida. Y cuanto a la regeneración, la
cual es la segunda gracia, ya se ha dicho cuánto me pareció ser
expediente. (…)
Y para que no demos de hocicos al primer paso (lo cual nos
acontecería si viniésemos a disputar de una cosa incierta y no
conocida) conviene que primeramente declaremos qué
signifiquen estas maneras de hablar. El hombre ser justificado
delante de Dios. Ser justificado por Fe, o por obras. Aquél se dice
ser justificado delante de Dios, que es reputado por justo delante
del juicio de Dios, y es acepto por su justicia: porque de la
manera que Dios abomina la iniquidad, así el pecador no puede
hallar gracia delante de su presencia, en cuanto es pecador, y en
el entretanto que es tenido por tal. Por tanto donde quiera que
hay pecado, allí también se muestra la ira y castigo de Dios. Es
pues justificado aquel que no es tenido por pecador, sino por
justo, y con este título parece delante del tribunal de Dios, delante
del cual todos los pecadores son confundidos y no osan parecer.
Como cuando un inocente que no ha hecho mal ninguno es
acusado delante de un justo juez, este tal hombre después que
fuere juzgado conforme a su inocencia, se dice que el juez lo
justificó: así de la misma manera diremos un hombre ser
justificado delante de Dios, que siendo sacado del número de los
pecadores, Dios abona y aprueba su justicia. Por esta misma
razón un hombre se dirá ser justificado por las obras, en cuya
vida habrá una tal limpieza y santidad, que merezca el título de
justicia delante del tribunal de Dios: o bien, que él pueda con la
integridad de sus obras responder y satisfacer al juicio de Dios.
Por el contrario, aquél será justificado por la Fe, que siendo
excluido de la justicia de las obras, aprehende la justicia de Cristo
por la Fe, con la cual vestido, no como pecador, mas como justo
se presenta delante de la majestad divina. De esta manera en
suma decimos, nuestra justificación ser la acepción con que El
recibiéndonos en su gracia nos tiene por justos. Y decimos ella
consistir en la remisión de los pecados y en la imputación de la
justicia de Cristo.
 
J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).
LA PREDESTINACIÓN 8.18

Llamamos predestinación al eterno decreto de Dios con que


su Majestad ha determinado lo que quiere hacer de cada uno de
los hombres: porque El no los cría a todos en una misma
condición y estado: mas ordena los unos a vida eterna, y los otros
a perpetua condenación. Por tanto según el fin a que el hombre
es criado, así decimos que es predestinado o a vida, o a muerte.
(…)
Decimos pues (como la Escritura evidentemente lo muestra)
que Dios haya una vez constituido en su eterno e inmutable
consejo aquellos que El quiso que fuesen salvos, y aquellos
también que fuesen condenados. Decimos que este consejo,
cuanto lo que toca a los electos, es fundado sobre la gratuita
misericordia divina sin tener respeto ninguno a la dignidad del
hombre: al contrario, que la entrada de vida es cerrada a todos
aquellos que El quiso entregar a que fuesen condenados, y que
esto se hace por su secreto e incomprensible juicio, el cual con
todo esto es justo e irreprensible. Asimismo enseñamos la
vocación ser en los electos un testimonio de su elección: item que
la justificación es una otra marca y nota, hasta tanto que ellos
vendrán a gozar de la gloria en la cual consiste su cumplimiento.
Y de la manera que el Señor marca a aquellos que El ha elegido,
llamándolos y justificándolos, así por el contrario excluyendo los
réprobos, o de la noticia de su nombre, o de la santificación de su
Espíritu, muestra con estas señales cuál será su fin, y qué juicio
les esté aparejado. No haré aquí mención de muy muchos
desatinos que hombres vanos se han imaginado para echar por
tierra la predestinación. Porque no han menester ser confutados,
pues que luego al momento que son pronunciados, ellos mismos
muestran su falsedad y mentira. Solamente me detendré en
considerar las razones que se debaten entre gente docta, o las
que podrían causar algún escrúpulo y dificultad a los simples: o
bien los que tienen cualquier apariencia para hacer creer que
Dios no sería justo, si fuese tal cual nosotros tocante a esta
materia de la predestinación creemos que es. (…)
Confirmación de esta doctrina por testimonios de la Escritura.
Todas estas cosas que habíamos dicho, no las admiten todos,
mas muy muchos hay que se oponen y contradicen: y
principalmente contra la gratuita elección de los fieles: la cual con
todo esto siempre queda en su ser. Comúnmente se piensan los
hombres que Dios escoge de entre los hombres a éste y a éste,
según que El ha previsto que los méritos de cada cual serían: así
que adopta por hijos a aquellos que El ha previsto que no serán
indignos de su gracia: mas a aquellos que El sabe que serán
inclinados a malicia y sin piedad, que los deja en su condenación.
Tales gentes hacen de la presencia de Dios como de un velo, con
que no solamente oscurecen su elección, más aún hacen creer
que su origen de ella depende de otra parte. Y esta común
opinión no es solamente del vulgo, mas en todos tiempos ha
habido gente docta que la haya mantenido: lo cual libremente
confieso, a fin que ninguno se piense que alegando sus nombres
haya hecho gran cosa contra la verdad: porque la verdad de Dios
es tan cierta, cuanto lo que toca a esta materia, que no puede ser
derribada, y es tan clara, que no puede ser oscurecida por la
autoridad de los hombres.
 
J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).

LA IGLESIA CALVINISTA 8.19

Yo creo ser asaz notorio por lo que ya habíamos dicho, qué es


lo que debemos sentir de la Iglesia visible, que nosotros podemos
palpar y conocer. Porque habíamos dicho, que la Escritura habla
en dos maneras de la Iglesia. Unas veces cuando nombra Iglesia,
entiende la Iglesia, que verdaderamente es Iglesia delante del
Señor, en la cual ningunos otros son recibidos sino solamente
aquellos que por gracia de adopción son hijos de Dios y por la
santificación del Espíritu son miembros verdaderos de Cristo: y
entonces no solamente entiende la Escritura los santos que en
este mundo viven, mas aun también todos cuantos han sido
desde el principio del mundo. Muy muchas veces también por el
nombre de Iglesia entiende toda la multitud de hombres que está
derramada por todo el universo: que hace una misma profesión
de honrar a Dios y a Jesucristo: que tiene al Bautismo por
testimonio de su fe: que con la participación de la Cena testifica
su unión en la verdadera doctrina y en caridad: que conviene en
la palabra de Dios, y que para enseñar esta palabra entretiene el
ministerio que Cristo ordenó. En esta Iglesia hay muy muchos
hipócritas mezclados con los buenos, que no tienen otra cosa
ninguna de Cristo, sino solamente el título y apariencia: hay en
ella muchos ambiciosos, avariciosos, envidiosos, maldecidores,
hay también algunos de ruin y mala vida, los cuales son
soportados por algún tiempo: o porque no pueden ser por
legítimo juicio convencidos, o porque la disciplina no está siempre
en el vigor que debería estar. De la misma manera pues que
debemos creer la Iglesia invisible a nosotros, y conocida de solo
Dios, así también se nos manda que honremos esta Iglesia
visible, y que nos entretengamos en su comunión.
Por tanto el Señor con unas ciertas marcas y notas nos la da
a conocer, tanto cuanto nos conviene conocerla. Esta, cierto, es
una singular prerrogativa que Dios se reservó para sí solo,
conocer quién sean los suyos: como ya habíamos alegado de san
Pablo. Y de cierto que se han proveído en esto, a fin que la
temeridad de los hombres no se adelantase tanto, avisándonos
con la cotidiana experiencia cuan mucho sus secretos juicios
traspasen nuestros entendimientos. Porque por una parte los
mismos que parecían totalmente perdidos, y que no tenían
remedio ninguno, se reducen a buen camino: por otra parte, los
que parecían que ellos eran, y otros no: muy muchas veces caen.
Así que según la oculta predestinación de Dios (como dice san
Agustín) muy muchas ovejas hay fuera, y muy muchos lobos hay
dentro. Porque El conoce y tiene marcados los que ni lo conocen
a El, ni se conocen a sí mismos. Cuanto a aquellos que
exteriormente traen su marca, no hay sino solamente sus ojos de
El que vean quién sean sin hipocresía ninguna, y quién sean los
que hayan de perseverar hasta la fin: lo cual es lo principal de
nuestra salvación. Por otra parte también, viendo el Señor que
nos convenía en cierta manera saber a quién hubiésemos de
tener por sus hijos, El se acomodó en esto con nuestra
capacidad. Y por cuanto para esto no había necesidad de
certidumbre de fe, El puso en su lugar un juicio de caridad, con
que reconozcamos por miembros de la Iglesia a aquellos que con
confesión de fe, con ejemplo de vida y con participación de los
sacramentos profesan juntamente con nosotros un mismo Dios y
un mismo Cristo. Pero por cuanto teníamos mucha mayor
necesidad de conocer el cuerpo de la Iglesia para nos juntar con
él, El nos la ha marcado con certísimas marcas, con que
claramente y al ojo veamos la Iglesia.
Veis aquí pues cómo veremos la Iglesia visible: donde quiera
que veamos sinceramente ser predicada la palabra de Dios y los
sacramentos ser administrados conforme a la institución de
Jesucristo, no debemos en manera ninguna dudar que no haya
allí Iglesia: pues que su promesa en ninguna manera puede
faltar: donde quiera que están dos o tres congregados en mi
nombre, allí estoy en medio de ellos.
 
J. CALVINO: Institución de la Religión Christiana (1536).
Capítulo 9

CONTRARREFORMA Y GUERRAS

DE RELIGIÓN

A NTE la extensión del fenómeno de la Reforma religiosa


la Iglesia romana emprendió el proceso paralelo de la
Contrarreforma, en el que pueden distinguirse dos
fundamentales aspectos: el movimiento de renovación
religiosa y el enfrentamiento al protestantismo, que
determinará el desplazamiento de las diferencias teológicas
hasta llegar al conflicto, tanto en el terreno social
(intolerancia), como en el político (guerras de religión).
La Contrarreforma es indudablemente un fenómeno
reactivo tanto en sus orígenes como en sus planteamientos,
por cuanto el movimiento reformista determina el terreno de
controversia y obliga a fijar la ortodoxia frente a la doctrina
que ha dejado de serlo. De este planteamiento polémico se
derivan influencias que en unos casos suponen imitación,
como ocurre cuando la Iglesia católica trata de proporcionar,
a través de ciertas fórmulas devotas, garantías terrenas de
la salvación, ajenas a su doctrina teológica, para compensar
las ofrecidas por los protestantes, y, en otros, reacción que
tiende a acentuar el carácter diferencial (triunfalismo católico
frente a la austeridad calvinista, afirmación de la tradición
frente al biblicismo protestante, consolidación del ordo
clericalis dentro de la Iglesia frente al sacerdocio universal,
etc.).
El movimiento de renovación religiosa tiene en Ignacio de
Loyola su figura más significativa, en tanto la labor de
fijación doctrinal será realizada por el Concilio de Trento, que
marcará toda una época de la historia de la Iglesia.
Ignacio de Loyola, calificado de «primer católico
moderno», integra en el dogma el individualismo
renacentista y la educación humanista, al tiempo que
confiere un sentido religioso a la sensibilidad artística de su
época (Barroco). Al igual que en el caso de Lutero, su
experiencia religiosa arranca de la preocupación por su
personal salvación, que en Manresa le hará vivir una penosa
experiencia, debido a los escrúpulos de su conciencia, de la
que no saldrá sino a partir del momento en que los eliminó
por considerarlos obra del demonio [1],
El individualismo de Ignacio de Loyola le lleva a ver en la
conciencia la realidad fundamental del hombre, porque es en
ella donde se decide la bondad o maldad de la vida humana.
Para penetrar en lo más profundo del ser y del querer del
hombre crea el examen de conciencia [2].
El examen permite: 1) descubrir el fin último del hombre
en hacer la voluntad de Dios —«El hombre es creado para
alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro señor y,
mediante esto, salvar su ánima»— al tiempo que pone de
manifiesto la condición pecadora del hombre que le aleja
infinitamente de su fin [3].
2) La conciencia del pecado permite su objetivación, es
decir, distinguir frente a las fórmulas protestantes, entre el
hombre que peca y el pecado que comete. En los Ejercicios
espirituales insistirá reiteradamente en fórmulas como:
«pedir gracia para conocer los pecados y lanzallos», «para
que sienta interno conocimiento de mis pecados».
3) La distinción entre pecado y pecador implica la
posibilidad de que el hombre escape a su condición,
aborreciendo sus pecados [4] y al servicio de esta causa
Ignacio de Loyola aportará todos los recursos de la voluntad
y del sentimiento. Los Ejercicios reflejan la personal
experiencia ignaciana de la alternancia en la vida espiritual,
de estados anímicos contrapuestos, y brindan a las almas
los medios para superar tales situaciones mediante el
desarrollo de una firme voluntad dirigida a la justificación.
Por este motivo cada ejercicio concluye con una decisión y
el problema central de la nueva práctica religiosa es el
problema de la elección de estado [5]. Para ayudar al
ejercitante en el desarrollo de su voluntad, Ignacio de Loyola
utiliza los recursos derivados de un profundo análisis
psicológico que le lleva a descubrir las posibilidades de la
imaginación (composición) [6] o las de la interacción
corpóreo-espiritual (modos de orar) [7].
La religiosidad ignaciana dominada por los valores del
sentimiento y la voluntad, unida al activismo y la obligación
de «vivir en el siglo» que impuso a los miembros de la
Compañía de Jesús, forjaron los instrumentos más eficaces
para la conquista religiosa de las conciencias a la doctrina
definida por la Iglesia en el Concilio de Trento. El Concilio se
enfrentó desde sus orígenes al doble problema de la reforma
moral de la Iglesia, a cuya falta se atribuía por muchos el
fenómeno de la Reforma, y la necesidad de definir con
inequívoca precisión la doctrina ortodoxa frente a la herejía.
La reunión del Concilio, reclamado por la opinión y los
poderes políticos, tuvo una larga gestación antes de que
pudiera abrir sus sesiones en los últimos días de 1545, para
enfrentarse de inmediato con el problema de la prioridad
entre las cuestiones teológicas y la reforma moral de la
Iglesia, conflicto en el que se transparentan las
preocupaciones políticas del emperador, y que se resolvió
afrontando simultáneamente ambas cuestiones. En el
terreno de la doctrina se acordó seguir la confesión de
Augsburgo. [8.9] para contraponer en cada punto la tesis
ortodoxa a la fórmula condenada. En la cuarta sesión se
tomaron dos decisiones que habían de influir decisivamente
en los siguientes acuerdos, al declarar de igual valor (pari
pietatis affectu) la tradición y las sagradas Escrituras, al
tiempo que se proclamaba como versión auténtica de éstas
la traducción latina (Vulgata) de san Jerónimo, quedando su
explicación reservada a los sacerdotes.
En el problema nuclear de la justificación se replanteó,
para ser finalmente excluida, la fórmula que en la dieta de
Ratisbona había alcanzado un momentáneo acuerdo entre
Melanchton y el cardenal Contarini, basada en la distinción
entre justificación inherente e imputada. En su lugar se
aprobaron en la sexta sesión (enero 1547) los capítulos que
fijaban la doctrina de la Iglesia en este punto en que
aparecía como esencial:
1) la cooperación de la humana voluntad con la gracia
divina, considerada como condición primera para la
justificación que hace nacer la posibilidad del merecer
humano,
2) la santificación interior del hombre mediante la gracia
santificante frente a la idea de una justificación imputada [8].
Finalmente se llegó a un acuerdo en cuanto al número de
los sacramentos que fijaron en siete, reservando al
sacerdote la comunión bajo las dos especies, y a su eficacia,
derivada del hecho de la impartición (ex opere operato) y no
de la fe [9].
En tanto las cuestiones teológicas se resolvieron en
votaciones unánimes, el problema de la reforma moral de la
Iglesia enfrentó de inmediato a los obispos españoles y en
general imperiales con la mayoría italiana. Los intentos de
abolir o al menos limitar la exención jurisdiccional de los
regulares, o la pretensión de Carranza de hacer la obligación
de residencia de los prelados de iure divino, no lograron la
necesaria mayoría y continuaron debatiéndose en las etapas
sucesivas, prohibiéndose en cambio la pluralidad de
beneficios, etc. [10].
En el momento de la suspensión de sus sesiones (enero
1548) el Concilio ha realizado la parte fundamental de su
tarea y no le quedan para el segundo período (1550-52) sino
definir la doctrina De Sacramentis, fijando la necesidad de la
confesión auricular, el carácter judicial de la absolución y la
necesidad de la santificación, así como la fórmula de la
transubstanciación y la subsiguiente exigencia de la
adoración. La extremaunción, calificada por Lutero de simple
ceremonia, fue declarada auténtico sacramento [11]. En la
última etapa (1562-64) al tiempo que se condenaban las
tesis galicanas del cardenal de Lorena, se aprobaba un
esquema de reforma elaborado por Morone que constituía
una mediación entre las tesis enfrentadas, regulando el
nombramiento de obispos, la organización de sínodos
diocesanos, la reforma de los capítulos catedralicios, etc.
[12].
La aplicación de los decreta tridentina fue impuesta por
los pontífices no sólo con su promulgación por la bula
Benedictus Deus et Pater de Pío IV, sino a través de la
creación de una congregación de cardenales que velase por
la correcta interpretación de los acuerdos. Al mismo tiempo
los pontífices cuidaron de imponer la doctrina mediante la
difusión de textos doctrinales o litúrgicos únicos (Catecismos
romanos, Breviario de 1568, Misal de 1570, Vulgata Sixtina
cuya edición definitiva no se fijará hasta 1592) y la creación,
para precaver las desviaciones doctrinales, del Index
librorum prohibitorum [13].
El pluralismo religioso surgido de los planteamientos
teológicos de los reformadores condujo a la formación de la
Iglesia de Estado luterana o de la teocracia calvinista, que, al
igual que la católica, afirmarán muy pronto una pretensión
exclusivista al menos en el interior de cada entidad política.
Ante la imposibilidad de hallar fórmulas de acuerdo que
salven la unidad religiosa o simples normas de coexistencia
entre individuos de diversa religión se llegará a un intento de
solución política del problema de la pluralidad religiosa,
haciendo al príncipe garante y defensor de la unidad
religiosa dentro de su reino. Es la fórmula que pone fin al
primer ciclo del conflicto con ocasión de la dieta de
Augsburgo (1555) en que los príncipes católicos presentaron
la fórmula (ubi unus dominus, ibi una sit religio) muy próxima
al texto cuius regio, eius religio que sintetiza el sentido de la
paz religiosa. En ella se establecía la libertad de conciencia
de los príncipes (ius reformandi) y teóricamente de los
súbditos a los que en caso de discrepancia no les quedará
sino el beneficium emigrationis [14].
La paz de Augsburgo contiene la formulación doctrinal de
la intolerancia que va a convertirse en elemento dominante
de la vida social del continente. Por un lado se producirán
las violentas convulsiones derivadas de la simple conversión
de un príncipe, que tiene en el Palatinado, hasta su definitiva
conversión al calvinismo, el ejemplo más espectacular de
alternancias periódicas. De otro determinará la aparición de
sistemas de fiscalización y extirpación (Inquisición) e
inspirará un radical unitarismo religioso dentro de las
fronteras políticas [15].
La intolerancia, eficaz mientras se aplicó en pequeños
Estados o en lugares donde sólo existían reducidas minorías
de disidentes a los que se podía exterminar o imponer el
destierro sin demasiadas dificultades, mantuvo una
apariencia de solución. Cuando la Reforma alcanzó a
monarquías como Francia o afectó a grandes zonas de la
población como en los Países Bajos la solución de la
emigración dejó de ser viable y planteó el conflicto bajo la
forma de la guerra de religión, cuya más espectacular
manifestación será la Guerra de los Treinta años. El
resultado de los conflictos no fue en ningún caso decisivo en
el terreno religioso y al final se recurrió a fórmulas de
transacción basadas en la tolerancia —Edicto de Nantes
[16], paz de Westfalia [17]— ya que la idea de la libertad
religiosa, defendida por los humanistas en los orígenes del
conflicto, fue eliminada de resultas de la violencia del
antagonismo.
Textos 9

LA EXPERIENCIA IGNACIANA 9.1

Mas en esto vino a tener muchos trabajos de escrúpulos.


Porque, aunque la confesión general que había hecho en
Monserrate había sido con asaz diligencia y toda por escrito,
como está dicho, todavía le parecía a las veces que algunas
cosas no había confesado, y esto le daba mucha aflicción;
porque, aunque confesaba aquello, no quedaba satisfecho. Y así
empezó a buscar algunos hombres espirituales que le
remediasen de estos escrúpulos; mas ninguna cosa le ayudaba.
Y, en fin, un doctor de la Seo, hombre muy espiritual que allí
predicaba, le dijo un día en la confesión que escribiese todo lo
que se podía acordar. Hízolo así; y después de confesado,
todavía le tornaban los escrúpulos, adelgazándose cada vez las
cosas, de modo que él se hallaba muy atribulado; y aunque casi
conocía que aquellos escrúpulos le hacían mucho daño, que
sería bueno quitarse de ellos, mas no lo podía acabar consigo.
Pensaba algunas veces que le sería remedio mandarle su
confesor en nombre de Jesucristo que no confesase ninguna de
las cosas pasadas, y así deseaba que el confesor se lo mandase,
mas no tenía osadía para decírselo al confesor.
Mas sin que él se lo dijese, el confesor vino a mandarle que
no confesase ninguna cosa de las pasadas, si no fuese alguna
cosa tan clara. Mas, como él tenía todas aquellas cosas por muy
claras, no aprovechaba nada este mandamiento, y así siempre
quedaba con trabajo. A este tiempo estaba el dicho en una
camarilla que le habían dado los dominicanos en su monasterio, y
perseveraba en sus siete horas de oración de rodillas,
levantándose a media noche continuamente, y en todos los más
ejercicios ya dichos; mas en todos ellos no hallaba ningún
remedio para sus escrúpulos, siendo pasados muchos meses
que le atormentaban; y una vez, de muy atribulado de ellos, se
puso en oración, con el fervor de la cual comenzó a dar gritos a
Dios vocalmente, diciendo: —Socórreme, Señor, que no hallo
ningún remedio en los hombres, ni en ninguna criatura; que, si yo
pensase de poderlo hallar, ningún trabajo me sería grande
Muéstrame tú, Señor, dónde lo halle, que aunque sea menester ir
en pos de un perrillo para que me dé él remedio, yo lo haré—.
Estando en estos pensamientos, le venían muchas veces
tentaciones, con grande ímpetu, para echarse de un agujero
grande que aquella su cámara tenía y estaba junto del lugar
donde hacía oración. Mas, conociendo que era pecado matarse,
tornaba a gritar: —Señor, no haré cosa que te ofenda—,
replicando estas palabras, así como las primeras, muchas veces.
Y así le vino al pensamiento la historia de un santo, el cual, para
alcanzar dé Dios una cosa que mucho deseaba, estuvo sin comer
muchos días hasta que la alcanzó. Y estando pensando en esto
un buen rato, al fin se determinó de hacerlo, diciendo consigo
mismo que no comería ni bebería hasta que Dios le proveyese, o
que se viese ya del todo cercana la muerte; porque, si le
acaeciese verse in extremis, de modo que, si no comiese, se
hubiese de morir luego, entonces determinaba de pedir pan y
comer (como si lo pudiera él en aquel extremo pedir, ni comer).
Esto acaeció un domingo después de haberse comulgado; y
toda la semana perseveró sin meter en la boca ninguna cosa, no
dejando de hacer los sólitos ejercicios, aun de ir a los oficios
divinos, y de hacer su oración de rodillas, aun a media noche, etc.
Mas venido el otro domingo, que era menester ir a confesarse,
como a su confesor solía decir lo que hacía muy menudamente,
le dijo también como en aquella semana no había comido nada.
El confesor le mandó que rompiese aquella abstinencia; y aunque
él se hallaba con fuerzas todavía, obedeció al confesor, y se halló
aquel día y el otro libre de los escrúpulos; mas el tercero día que
era el martes, estando en oración, se comenzó a acordar de los
pecados; y así, como una cosa que se iba enhilando, iba
pensando de pecado en pecado del tiempo pasado, pareciéndole
que era obligado otra vez a confesarlos. Mas en la fin de estos
pensamientos le vinieron unos disgustos de la vida que hacía,
con algunos ímpetus de dejarla; y con esto quiso el Señor que
despertó como de sueño. Y como ya tenía alguna experiencia de
la diversidad de espíritus con las lecciones que Dios le había
dado, empezó a mirar por los medios con que aquel espíritu era
venido, y así se determinó con grande claridad de no confesar
más ninguna cosa de las pasadas; y así de aquel día adelante
quedó libre de aquellos escrúpulos, teniendo por cierto que
nuestro Señor le había querido librar por su misericordia.
Ultra de sus siete horas de oración, se ocupaba de ayudar
algunas almas que allí le venían a buscar, en cosas espirituales, y
todo lo más del día que le vacaba daba a pensar en cosas de
Dios, de lo que había aquel día meditado o leído. Mas, cuando se
iba acostar, muchas veces le venían grandes noticias, grandes
consolaciones espirituales, de modo que le hacían perder mucho
del tiempo que él tenía destinado para dormir, que no era mucho;
y mirando él algunas veces por esto, vino a pensar consigo que
tenía tanto tiempo determinado para tratar con Dios, y después
todo el resto del día; y por aquí empezó a dudar si venían de
buen espíritu aquellas noticias, y vino a concluir consigo que era
mejor dejarlas y dormir el tiempo destinado, y lo hizo así.
 
SAN IGNACIO DE LOYOLA: Autobiografía (c. 1555).
 

Reglas para en alguna manera sentir y conocer las varias


mociones que en la ánima se causan: las buenas para rescibir y
las malas para lanzar: y son más propias para la primera semana.
2.ª Regla. La segunda: en las personas que van intensamente
purgando sus pecados, y en el servicio de Dios nuestro Señor de
bien en mejor subiendo, es el contrario modo que en la primera
regla; porque entonces propio es del mal espíritu morder, tristar y
poner impedimentos inquietando con falsas razones, para que no
pase adelante; y propio del bueno dar ánimo y fuerzas,
consolaciones, lágrimas, inspiraciones y quietud, facilitando y
quitando todos impedimentos, para que en el bien obrar proceda
adelante.
 
SAN IGNACIO DE LOYOLA: Ejercicios espirituales (c. 1534).

EL EXAMEN DE CONCIENCIA 9.2

La primera anotación es que, por este nombre, exercicios


espirituales, se entiende todo modo de examinar la consciencia,
de meditar, de contemplar, de orar vocal y mental, y de otras
espirituales operaciones, según que adelante se dirá. Porque así
como el pasear, caminar y correr son ejercicios corporales, por la
misma manera todo modo de preparar y disponer el ánima, para
quitar de sí todas las afecciones desordenadas, y después de
quitadas para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición
de su vida para la salud del ánima, se llaman exercicios
espirituales.
 
SAN IGNACIO DE LOYOLA: Ejercicios espirituales (c. 1534).

PUNTOS DEL EXAMEN DE CONCIENCIA 9.3

El tercero: mirar quién soy yo disminuyéndome por ejemplos:


1.º, cuánto soy yo en comparación de todos los hombres; 2.º, qué
cosa son los hombres en comparación de todos los ángeles y
santos del paraíso; 3.º, mirar qué cosa es todo lo criado en
comparación de Dios: pues yo solo ¿qué puedo ser?; 4.º, mirar
toda mi corrupción y fealdad corpórea; 5.º, mirarme como una
llaga y postema de donde han salido tantos pecados y tantas
maldades y ponzoña tan turpísima.
El cuarto: considerar quién es Dios, contra quien he pecado,
según sus atributos, comparándolos a sus contrarios en mí: su
sapiencia a mi ignorancia, su omnipotencia a mi flaqueza, su
justicia a mi iniquidad, su bondad a mi malicia.
El quinto: exclamación admirative con crecido afecto,
discurriendo por todas las criaturas, cómo me han dejado en vida
y conservado en ella; los ángeles cómo sean cuchillo de la
justicia divina, cómo me han sufrido y guardado y rogado por mí;
los santos cómo han sido en interceder y rogar por mí, y los
cielos, sol, luna, estrellas y elementos, frutos, aves, peces y
anímales; y la tierra cómo no se ha abierto para sorberme,
criando nuevos infiernos para siempre penar en ellos.
Coloquio. Acabar con un coloquio de misericordia, razonando
y dando gracias a Dios nuestro Señor, porque me ha dado vida
hasta ahora, proponiendo enmienda con su gracia para adelante.
Pater noster.
 
SAN IGNACIO DE LOYOLA: Ejercicios espirituales (c. 1534).

SEPARACIÓN ENTRE PECADO Y PECADOR 9.4

El primer coloquio de Nuestra Señora para que me alcance


gracia de su Hijo y Señor para tres cosas: la 1.ª, para que sienta
interno conocimiento de mis pecados y aborrecimiento de ellos; la
2.ª, para que sienta el desorden de mis operaciones, para que,
aborreciendo, me enmiende y me ordene; la 3.ª, pedir
conocimiento del mundo, para que aborreciendo aparte de mí las
cosas mundanas y vanas y con esto un Avemaría.
 
SAN IGNACIO DE LOYOLA: Ejercicios espirituales (c. 1534).

ELECCIÓN DE ESTADO 9.5

El primer modo para hacer sana y buena elección contiene en


sí seis puntos.
El primer punto es proponer delante la cosa sobre que quiero
hacer elección, así como un oficio o beneficio para tomar o dejar,
o de otra cualquier cosa que cae en elección mutable.
Segundo: es menester tener por objeto el fin para que soy
criado, que es para alabar a Dios nuestro Señor y salvar mi
ánima, y con esto hallarme indiferente sin afección alguna
desordenada, de manera que no esté más inclinado ni afectado a
tomar la cosa propuesta que a dejarla, ni más a dejarla que a
tomarla; mas que me halle como en medio de un peso para
seguir aquello que sintiere ser más en gloria y alabanza de Dios
nuestro Señor y salvación de mi ánima.
Tercero: pedir a Dios nuestro Señor quiera mover mi voluntad
y poner en mi ánima lo que yo debo hacer acerca de la cosa
propósita, que más su alabanza y gloria sea, discurriendo bien y
fielmente con mi entendimiento y eligiendo conforme su santísima
y beneplácita voluntad.
Cuarto: considerar raciocinando cuántos cómodos o
provechos se me siguen con el tener el oficio o beneficio
propuesto, para sola la alabanza de Dios nuestro Señor y salud
de mi ánima; y, por el contrario, considerar asimismo los
incómodos y peligros que hay en el tener. Otro tanto haciendo en
la segunda parte, es a saber, mirar los cómodos y provechos en
el no tener; y asimismo, por el contrario, los incómodos y peligros
en el mismo no tener
Quinto: después que así he discurrido y raciocinado a todas
partes sobre la cosa propósita, mirar dónde más la razón se
inclina, y así según la mayor moción racional, y no moción alguna
sensual, se debe hacer deliberación sobre la cosa propósita.
Sexto: hecha la tal elección o deliberación, debe ir la persona
que tal ha hecho, con mucha diligencia, a la oración delante de
Dios nuestro Señor y ofrecerle la tal elección para que su divina
majestad la quiera recibir y confirmar, siendo su mayor servicio y
alabanza.
El segundo modo para hacer sana y buena elección contiene
en sí cuatro reglas y una nota.
La primera es que aquel amor que me mueve y me hace
elegir la tal cosa, descienda de arriba del amor de Dios, de forma
que el que elige sienta primero en sí que aquel amor más o
menos que tiene a la cosa que elige es sólo por su Criador y
Señor.
La 2.ª: mirar a un hombre que nunca he visto ni conocido y
deseando yo toda su perfección, considerar lo que yo le diría que
hiciese y eligiese para mayor gloria de Dios nuestro Señor y
mayor perfección de su ánima, y haciendo yo asimismo, guardar
la regla que para el otro pongo.
La 3.ª: considerar como si estuviese en el artículo de la
muerte, la forma y medida que entonces querría haber tenido en
el modo de la presente elección, y reglándome por aquélla, haga
en todo la mi determinación.
La 4.ª: mirando y considerando cómo me hallaré el día del
juicio, pensar cómo entonces querría haber deliberado acerca la
cosa presente, y la regla que entonces querría haber tenido,
tomarla ahora, porque entonces me halle con entero placer y
gozo.
Nota. Tomadas las reglas sobredichas para mi salud y quietud
eterna, haré mi elección y oblación a Dios nuestro Señor,
conforme al sexto punto del primer modo de hacer elección.
 
SAN IGNACIO DE LOYOLA: Ejercicios espirituales (c. 1534).

LA COMPOSICIÓN IGNACIANA 9.6

Quinto ejercicio es meditación del infierno; contiene en sí,


después de la oración preparatoria y dos preámbulos, cinco
puntos y un coloquio.
La oración preparatoria sea la sólita.
El primer preámbulo composición, que es aquí ver con la vista
de la imaginación la longura, anchura y profundidad del infierno.
El segundo, demandar lo que quiero: será aquí pedir interno
sentimiento de la pena que padecen los dañados, para que si del
amor del Señor eterno me olvidare por mis faltas, a lo menos el
temor de las penas me ayude para no venir en pecado.
El primer punto será ver con la vista de la imaginación los
grandes fuegos, y las ánimas como en cuerpos ígneos.
El 2.º: oír con las orejas llantos, alaridos, voces, blasfemias,
contra Cristo nuestro Señor y contra todos sus santos.
El 3.º: oler con el olfato humo, piedra azufre, sentina y cosas
pútridas.
El 4.º: gustar con el gusto cosas amargas, así como lágrimas,
tristeza y el verme de la conciencia.
El 5.º: tocar con el tacto, es a saber, cómo los fuegos tocan y
abrasan las ánimas. (…)

Primer ejercicio es meditación con las tres potencias sobre el


1.º, 2.º y 3.º pecado; contiene en sí, después de una oración
preparatoria y dos preámbulos, tres puntos principales y un
coloquio.
El primer preámbulo es composición viendo el lugar. Aquí es
de notar que en la contemplación o meditación visible, así como
contemplar a Cristo nuestro Señor, el cual es visible, la
composición será ver con la vista de la imaginación el lugar
corpóreo donde se halla la cosa que quiero contemplar. Digo el
lugar corpóreo, así como un templo o monte, donde se halla
Jesucristo o Nuestra Señora, según lo que quiero contemplar. En
la invisible, como es aquí de los pecados, la composición será ver
con la vista imaginativa y considerar mi ánima ser encarcelada en
este cuerpo corruptible y todo el compósito en este valle, como
desterrado entre brutos animales; digo todo el compósito de
ánima y cuerpo.
 
SAN IGNACIO DE LOYOLA: Ejercicios espirituales (c. 1534).
MODOS DE ORAR 9.7

La primera manera de orar es cerca de los diez


mandamientos y de los siete pecados mortales, de las tres
potencias del ánima y de los cinco sentidos corporales: la cual
manera de orar es más dar forma, modo y ejercicios, cómo el
ánima se apareje y aproveche de ellos y para que la oración sea
acepta, que no dar forma ni modo alguno de orar. (…)
El segundo modo de orar es que la persona, de rodillas o
sentado, según la mayor disposición en que se halla y más
devoción le acompaña, teniendo los ojos cerrados o hincados en
un lugar sin andar con ellos variando, diga Pater, y esté en la
consideración de esta palabra tanto tiempo, cuanto halla
significaciones, comparaciones, gusto y consolación en
consideraciones pertinentes a la tal palabra, y de la misma
manera haga en cada palabra del Pater noster o de otra oración
cualquiera que de esta manera quisiere orar. (…)
El tercero modo de orar es que con cada un anhélito o resollo
se ha de orar mentalmente diciendo una palabra del Pater noster
o de otra oración que se rece, de manera que una sola palabra se
diga entre un anhélito y otro, y mientras durare el tiempo de un
anhélito a otro, se mire principalmente en la significación de la tal
palabra, o en la persona a quien reza, o en la bajeza de sí mismo,
o en la diferencia de tanta alteza a tanta bajeza propia; y por la
misma forma y regla procederá en las otras palabras del Pater
noster; y las otras oraciones, es a saber; Ave María, Anima
Christi, Credo y Salve Regina, hará según que suele. (…)

Adiciones para mejor hacer los ejercicios y para mejor hallar lo


que desea.
La 4.ª: entrar en la contemplación cuándo de rodillas, cuándo
postrado en tierra, cuándo supino rostro arriba, cuándo asentado,
cuándo en pie, andando siempre a buscar lo que quiero. En dos
cosas advertiremos: la primera es que, si hallo lo que quiero de
rodillas, no pasaré adelante, y sí postrado, asimismo, etc.; la
segunda, en el punto en el cual hallare lo que quiero, ahí me
reposaré sin tener ansia de pasar adelante hasta que me
satisfaga.
 
SAN IGNACIO DE LOYOLA: Ejercicios espirituales (c. 1534).

DECRETO SOBRE LA JUSTIFICACIÓN (1547) 9.8

Modo de esta preparación.


Dispónense pues para la justificación, cuando movidos y
ayudados por la gracia divina, conciben la fe por el oído, y se
inclinan libremente a Dios, creyendo ser verdad lo que
sobrenaturalmente ha revelado y prometido; y en primer lugar,
que Dios justifica al pecador por su gracia adquirida en la
redención por Jesucristo; y en cuanto reconociéndose por
pecadores, y pasando del temor de la divina justicia, que
útilmente los contrista, a considerar la misericordia de Dios,
conciben esperanzas, de que Dios les mirará con misericordia por
la gracia de Jesucristo, y comienzan a amarle como fuente de
toda justicia; y por lo mismo se mueven contra sus pecados con
cierto odio y detestación; esto es, con aquel arrepentimiento que
deben tener antes del bautismo; y en fin, cuando proponen recibir
este sacramento, empezar una vida nueva, y observar los
mandamientos de Dios. De esta disposición es de la que habla la
Escritura, cuando dice: El que se acerca a Dios debe creer que le
hay, y que es remunerador de los que le buscan. Confía, hijo; tus
pecados te son perdonados. Y: el temor de Dios ahuyenta al
pecado. Y también: Haced penitencia y reciba cada uno de
vosotros el bautismo en el nombre de Jesucristo para la remisión
de vuestros pecados, y lograréis el don del Espíritu Santo.
Igualmente: Id pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas
en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo;
enseñándolas a observar cuanto os he encomendada. En fin:
Preparad vuestros corazones para el Señor.

Qué sea la justificación del pecador, y cuáles sus causas.


A esta disposición o preparación se sigue la justificación en sí
misma, que no sólo es el perdón de los pecados, sino también la
santificación y renovación del hombre interior por la admisión
voluntaria de la gracia y dones que la signen; de donde resulta
que el hombre de injusto pasa a ser justo, y de enemigo a amigo,
para ser heredero en esperanza de la vida eterna. Las causas de
esta justificación son: la final, y es la gloria de Dios, y de
Jesucristo, y la vida eterna. La eficiente, es Dios misericordioso,
que gratuitamente limpia y santifica, sellándonos y ungiéndonos
con el Espíritu Santo que nos está prometido, y es prenda de la
herencia que hemos de recibir. La causa meritoria, es su muy
amado unigénito Jesucristo, nuestro Señor, quien por la caridad
excesiva con que nos amó, siendo nosotros enemigos, nos
mereció con su santísima pasión en el árbol de la Cruz la
justificación, y satisfizo por nosotros a Dios padre. La
instrumental, además de éstas, es el sacramento del bautismo,
que es sacramento de fe, sin la cual ninguno jamás ha logrado la
justificación. Últimamente la única causa formal es la santidad de
Dios, no aquella con que él mismo es santo, sino con la que nos
hace santos; es a saber, con la que dotados por él, somos,
renovados en lo interior de nuestras almas, y no sólo quedamos
reputados justos, sino que con verdad se nos llama así, y lo
somos, participando cada uno de nosotros la santidad según la
medida que le reparte el Espíritu Santo, como quiere, y según la
propia disposición y cooperación de cada uno. Pues aunque
nadie se puede justificar, sino aquel a quien se comunican los
méritos de la pasión de nuestro señor Jesucristo; esto no
obstante se logra en la justificación del pecador, cuando por el
mérito de la misma santísima pasión, se difunde el amor de Dios
por medio del Espíritu Santo en los corazones de los que se
justifican, y queda inherente en ellos. Resulta de aquí que en la
misma justificación, además de la remisión de los pecados, se
infunden a un mismo tiempo al hombre por Jesucristo, con quien
se une, la fe, la esperanza y la caridad; pues la fe a no
agregársele la esperanza y caridad, ni lo une perfectamente con
Cristo, ni lo hace un miembro vivo de su cuerpo. Por esta razón
se dice con suma verdad: que la fe sin obras es muerta y ociosa;
y también: que para con Jesucristo fiada vale la circuncisión, ni la
falta de ella, sino la fe que obra por la caridad. Esta es aquella fe
que por tradición de los apóstoles, piden los catecúmenos a la
Iglesia antes de recibir el sacramento del bautismo, cuando piden
la fe que da vida eterna; la cual no puede provenir de la fe sola,
sin la esperanza ni la caridad. De aquí es, que inmediatamente se
les da por respuesta las palabras de Jesucristo: Si quieres entrar
en el cielo, observa los mandamientos. En consecuencia de esto,
cuando reciben los renacidos o bautizados la verdadera y
cristiana santidad, se les manda inmediatamente que la
conserven con toda su pureza y candor como la primera estola,
que en lugar de la que perdió Adán por su inobediencia para sí y
sus hijos, les ha dado Jesucristo con el fin de que se presenten
con ella ante su tribunal, y logren la salvación eterna. (…)

Del fruto de la justificación; esto es, del mérito de las buenas


obras y de la esencia de este mismo mérito.
A las personas que se hayan justificado de este modo, ya
conserven perpetuamente la gracia que recibieron, ya recobren la
que perdieron, se deben hacer presentes las palabras del apóstol
san Pablo: Abundad en toda especie de obras buenas, bien
entendidos de que vuestro trabajo no es en vano para con Dios;
pues no es Dios injusto de suerte que se olvide de vuestras
obras, ni del amor que manifestasteis en su nombre. Y: No
perdáis vuestra confianza, que tiene un gran galardón. Y ésta es
la causa por que a los que obran bien hasta la muerte, y esperan
en Dios, se les debe proporcionar la vida eterna ya como gracia
prometida misericordiosamente por Jesucristo a los hijos de Dios;
ya como premio con que se han de recompensar fielmente según
la promesa de Dios, los méritos y buenas obras. Esta es, pues,
aquella corona de justicia que decía el Apóstol le estaba
reservada para obtenerla después de su contienda y carrera, la
misma que le había de adjudicar el justo Juez, no sólo a él, sino a
todos los que desean su santo advenimiento. Pues como el
mismo Jesucristo difunda perennemente su virtud en los
justificados, como la cabeza en los miembros, y la cepa en los
sarmientos, y constando que su virtud siempre antecede,
acompaña y sigue a las buenas obras, y sin ella no podrían ser
de modo alguno aceptas ni meritorias ante Dios; se debe tener
por cierto, que ninguna otra cosa falta a los mismos justificados
para creer que han satisfecho plenamente a la ley de Dios con
aquellas mismas obras que han ejecutado, según Dios, con
proporción al estado de la vida presente: ni para que
verdaderamente hayan merecido la vida eterna (que conseguirán
a su tiempo, si murieren en gracia): pues es cierto que Cristo
nuestro Salvador dice: Si alguno bebiere del agua que yo le daré,
no tendrá sed, por toda la eternidad, sino logrará en sí mismo una
fuente de agua que corra a la vida eterna. En consecuencia de
esto, ni se establece nuestra justificación como tomada de
nosotros mismos; ni se desconoce, ni desecha la santidad que
viene de Dios, pues la santidad que llamamos nuestra porque
estando inherente en nosotros nos justifica, esa misma es de
Dios; pues Dios nos la infunde por los méritos de Cristo. Ni
tampoco debe omitirse, pues aunque en la sagrada Escritura se
dé a las buenas obras tanta estimación, que promete Jesucristo
no carecerá de su premio el que dé a uno de sus pequeñuelos de
beber agua fría; y testifique el apóstol que el peso de la
tribulación que en este mundo es momentáneo y ligero, nos da en
el cielo un excesivo y eterno peso de gloria; sin embargo no
permita Dios que el cristiano confíe, o se gloríe en sí mismo, y no
en el Señor; cuya bondad es tan grande para con todos los
hombres, que quiere sean méritos de éstos todos los que son
dones suyos. Y por cuanto todos caemos en muchas ofensas,
debe cada uno tener a la vista, así como la misericordia y
bondad, la severidad y el juicio: sin que nadie sea capaz de
calificarse a sí mismo, aunque en nada le remuerda la conciencia;
pues no se ha de examinar ni juzgar toda la vida de los hombres
en tribunal humano, sino en el de Dios, quien iluminará los
secretos de las tinieblas, y manifestará los designios del corazón:
y entonces logrará cada uno la alabanza y recompensa de Dios,
quien como está escrito, les retribuirá según sus obras.
Después de explicada esta doctrina de la justificación, tan
necesaria que si alguno no la admitiere fiel y firmemente, no se
podrá justificar; ha decretado el santo Concilio agregar los
siguientes cánones, para que todos sepan no sólo lo que deben
adoptar y seguir, sino también lo que han de evitar, y huir.

De la justificación
Can. I. Si alguno dijere, que el hombre se puede justificar para
con Dios por sus propias obras, hechas o con solas las fuerzas
de la naturaleza, o por la doctrina de la ley, sin la divina gracia
adquirida por Jesucristo; sea excomulgado.
Can. II. Si alguno dijere, que la divina gracia, adquirida por
Jesucristo, se confiere únicamente para que el hombre pueda con
mayor facilidad vivir en justicia, y merecer la vida eterna; como si
por su libre albedrío, y sin gracia pudiese adquirir uno y otro,
aunque con trabajo y dificultad; sea excomulgado.
Can. III. Si alguno dijere, que el hombre sin que le anticipe la
inspiración del Espíritu Santo y sin su auxilio, puede creer,
esperar, amar o arrepentirse como conviene, para que se le
confiera la gracia de la justificación; sea excomulgado.
Can. IV. Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre
movido y excitado por Dios, nada coopera asintiendo a Dios que
le excita, y llama para que se disponga y prepare a lograr la
gracia de la justificación; y que no puede disentir aunque quiera,
sino que como un ser inanimado, nada absolutamente obra; y
sólo se ha como sujeto pasivo; sea excomulgado.
Can. V. Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre está
perdido y extinguido después del pecado de Adán: o que es cosa
de solo nombre, o más bien nombre sin objeto, y en fin ficción
introducida por el demonio en la Iglesia; sea excomulgado.
Can. VI. Si alguno dijere, que no está en poder del hombre
dirigir mal su vida, sino que Dios hace tanto las malas obras,
como las buenas, no sólo permitiéndolas, sino ejecutándolas con
toda propiedad, y por sí mismo; de suerte que no es menos
propia obra suya la traición de Judas, que la vocación de san
Pablo; sea excomulgado.
 
El sacrosanto y ecuménico Concilio de Trento, traducido al
idioma castellano por IGNACIO LÓPEZ DE AYALA [en lo sucesivo C.
T.].

DECRETO SOBRE LOS SACRAMENTOS (1547) 9.9

Can. I. Si alguno dijere, que los sacramentos de la nueva ley


no fueron todos instituidos por Jesucristo nuestro Señor; o que
son más, o menos que siete es a saber: bautismo, confirmación,
eucaristía, penitencia, extrema-unción, orden y matrimonio; o
también que alguno de estos siete no es sacramento con toda
verdad, y propiedad; sea excomulgado.
Can. II. Si alguno dijere, que estos mismos sacramentos de la
nueva ley no se diferencian de los sacramentos de la ley antigua,
sino en cuanto son distintas ceremonias, y ritos externos
diferentes; sea excomulgado.
Can. III. Si alguno dijere, que estos siete sacramentos son tan
iguales entre sí, que por circunstancia ninguna es uno más digno
que otro; sea excomulgado.
Can. IV. Si alguno dijere, que los sacramentos de la nueva ley
no son necesarios, sino superfluos para salvarse; y que los
hombres sin ellos, o sin el deseo de ellos, alcanzan de Dios por
sola la fe, la gracia de la justificación; bien que no todos sean
necesarios a cada particular; sea excomulgado.
Can. V. Si alguno dijere, que se instituyeron estos
sacramentos con solo el preciso fin de nutrir la fe; sea
excomulgado.
Can. VI. Si alguno dijere, que los sacramentos de la nueva ley
no contienen en sí la gracia que significan; o que no confieren
estas mismas gracias, a los que no ponen obstáculos; como si
sólo fuesen señales extrínsecas de la gracia o santidad recibida
por la fe, y ciertos distintivos de la profesión de cristianos, por los
cuales se distinguen entre los hombres los fieles de los infieles;
sea excomulgado.
Can. VII. Si alguno dijere, que no siempre, ni a todos se da
gracia por estos sacramentos, en cuanto está de parte de Dios,
aunque los reciban dignamente; sino que la dan alguna vez, y a
algunos; sea excomulgado.
Can. VIII. Si alguno dijere, que por los mismos sacramentos
de la nueva ley no se confiere gracia ex opere operato, sino que
basta para conseguirla sólo la fe en las divinas promesas; sea
excomulgado.
Can. IX. Si alguno dijere, que por los tres sacramentos:
bautismo, confirmación y orden, no se imprime carácter en el
alma; esto es, cierta señal espiritual e indeleble, por cuya razón
no se pueden reiterar estos sacramentos; sea excomulgado.
Can. X. Si alguno dijere, que todos los cristianos tienen
potestad de predicar, y de administrar todos los sacramentos; sea
excomulgado.
Can. XI. Si alguno dijere, que no se requiere en los ministros
cuando celebran, o confieren los sacramentos, intención de hacer
por lo menos lo mismo que hace la Iglesia; sea excomulgado.
Can. XII. Si alguno dijere, que el ministro que está en pecado
mortal no efectúa sacramento, o no lo confiere, aunque observe
cuantas cosas esenciales pertenecen a efectuarlo, o conferirlo;
sea excomulgado.
Can. XIII. Si alguno dijere, que se pueden despreciar u omitir
por capricho y sin pecado por los ministros los ritos recibidos y
aprobados por la Iglesia católica, que se acostumbran practicar
en la administración solemne de los sacramentos; o que cualquier
pastor de las iglesias puede mudarlos en otros nuevos; sea
excomulgado.
 
C. T.

DECRETO SOBRE LA REFORMA 9.10

Conviene que los prelados residan en sus iglesias: se innovan


contra los que no lo hicieren las penas del derecho antiguo, y se
decretan otras de nuevo.
Resuelto ya el mismo sacrosanto Concilio, con los mismos
presidentes y legados de la sede apostólica, a emprender el
restablecimiento de la disciplina eclesiástica en tanto grado
decaída, y a poner enmienda en las depravadas costumbres del
clero y pueblo cristianos; ha tenido por conveniente principiar por
los que gobiernan las iglesias mayores: siendo constante que la
salud, o probidad de los súbditos pende de la integridad de los
que mandan. Confiando pues, que por la misericordia de Dios
nuestro señor, y cuidadosa providencia de su vicario en la tierra,
se logrará ciertamente que según las venerables disposiciones de
los santos PP. se elijan para el gobierno de las iglesias (carga por
cierto temible a las fuerzas de los ángeles) los que con
excelencia sean más dignos, y de quienes consten honoríficos
testimonios de su primera vida, y de toda su edad loablemente
pasada desde la niñez hasta la edad perfecta por todos los
ejercicios y ministerios de la disciplina eclesiástica; amonesta, y
quiere se tengan por amonestados todos los que gobiernan
iglesias patriarcales, primadas, metropolitanas, catedrales, y
cualesquiera otras, bajo cualquier nombre y título que sea; que
poniendo atención sobre sí mismos, y sobre todo el rebaño a que
los asignó el Espíritu Santo para gobernar la Iglesia de Dios, que
la adquirió con su sangre; velen, como manda el apóstol, trabajen
en todo, y cumplan con su ministerio; mas sepan que no pueden
cumplir de modo alguno con él, si abandonan como mercenarios
la grey que se les ha encomendado, y dejan de dedicarse a la
custodia de sus ovejas, cuya sangre ha de pedir de sus manos el
supremo juez; siendo indubitable que no se admite al pastor la
causa de que el lobo se comió las ovejas, sin que él tuviese
noticia. No obstante por cuanto se hallan algunos en este tiempo,
lo que es digno de vehemente dolor, que olvidados aun de su
propia salvación, y prefiriendo los bienes terrenos a los celestes,
y los humanos a los divinos, andan vagando en diversas cortes, o
se detienen ocupados en agenciar negocios temporales,
desamparada su grey, y abandonado el cuidado de las ovejas
que les están encomendadas; ha resuelto el sacrosanto Concilio
innovar los antiguos cánones promulgados contra los que no
residen, que ya por descuido de los tiempos y personas, casi no
están en uso; como en efecto los innova en virtud del presente
decreto; determinando además para asegurar más su residencia,
y reformar las costumbres de la Iglesia, establecer y ordenar
otras cosas del modo que se sigue. Si alguno se detuviere por
seis meses continuos fuera de su diócesis y ausente de su
iglesia, sea patriarcal, primada metropolitana o catedral
encomendada a él, bajo cualquier título, causa, nombre, o
derecho que sea, por dignidad, grado o preeminencia que le
distinga, incurra ipso iure, luego que cese el impedimento
legítimo, y las justas y racionales causas que tenía, en la pena de
perder la cuarta parte de los frutos de un año, que se han de
aplicar por el superior eclesiástico a la fábrica de la iglesia, y a los
pobres del lugar. Si perseverase ausente por otros seis meses,
pierda por el mismo hecho otra cuarta parte de los frutos, a la que
se ha de dar semejante destino. Mas si crece su contumacia,
para que experimente la censura más severa de los sagrados
cánones, tendrá obligación el metropolitano que residencie a los
obispos sufragáneos ausentes, o el obispo sufragáneo más
antiguo del metropolitano ausente, so pena de incurrir por el
mismo hecho en el entredicho de entrar en la iglesia, a dar cuenta
dentro de tres meses por cartas, o por un enviado, al romano
Pontífice, quien podrá, según lo pidiere la mayor o menor
contumacia del reo, proceder por la autoridad de su suprema
sede, contra los ausentes, y proveer las mismas iglesias de
pastores más útiles, según viere en el Señor que fuere más
conveniente y saludable. (…)

Cualquiera que retiene muchos beneficios contra lo dispuesto


en los sagrados cánones, quede privado de ellos.
Cualquiera que en adelante presuma admitir o retener a un
mismo tiempo muchos beneficios eclesiásticos curados, o
incompatibles por cualquiera otro motivo, ya por vía de unión
mientras dure su vida, ya de encomienda perpetua, o con
cualquier otro nombre y título, contra la forma de los sagrados
cánones, y en especial contra la constitución de Inocencio III que
principia: de multa; quede privado ipso iure de los tales
beneficios, como dispone la misma constitución, y también en
fuerza del presente decreto.
 
C. T.

DOCTRINA DE LOS SACRAMENTOS 9.11

De la confesión.
De la institución que queda explicada del sacramento de la
penitencia, ha entendido siempre la Iglesia universal, que el
Señor instituyó también la confesión entera de los pecados, y que
es necesaria de derecho divino a todos los que han pecado
después de haber recibido el bautismo: porque estando nuestro
señor Jesucristo para subir de la tierra al cielo, dejó los
sacerdotes sus vicarios, como presidentes y jueces, a quienes se
denuncien todos los pecados mortales en que caigan los fieles
cristianos, para que con esto den, en virtud de la potestad de las
llaves, la sentencia del perdón, o retención de los pecados.
Consta, pues, que no han podido los sacerdotes ejercer esta
autoridad de jueces sin conocimiento de la causa, ni proceder
tampoco con equidad en la imposición de las penas, si los
penitentes sólo les hubiesen declarado en general, y no en
especie, e individualmente sus pecados. De esto se colige, que
es necesario que los penitentes expongan en la confesión todas
las culpas mortales de que se acuerdan después de un diligente
examen, aunque sean absolutamente ocultas, y sólo cometidas
contra los dos últimos preceptos del decálogo; pues algunas
veces dañan éstas más gravemente el alma, y son más
peligrosas que las que externamente se han cometido. Respecto
de las veniales, por las que no quedamos excluidos de la gracia
de Dios, y en las que caemos con frecuencia; aunque se proceda
bien, provechosamente, y sin ninguna presunción, exponiéndolas
en la confesión, lo que demuestra el uso de las personas
piadosas; no obstante se pueden callar sin culpa, y perdonarse
con otros muchos remedios. Mas como todos los pecados
mortales, aun los de solo pensamiento, son los que hacen a los
hombres hijos de ira, y enemigos de Dios; es necesario recurrir a
Dios también por el perdón de todos ellos, confesándolos con
distinción y arrepentimiento. En consecuencia, cuando los fieles
cristianos se esmeran en confesar todos los pecados de que se
acuerdan, los proponen sin duda todos a la divina misericordia
con el fin de que se los perdone. Los que no lo hacen así, y callan
algunos a sabiendas, nada presentan que perdonar a la bondad
divina por medio del sacerdote; porque si el enfermo tiene
vergüenza de manifestar su enfermedad al médico, no puede
curar la medicina lo que no conoce. Colígese además de esto,
que se deben explicar también en la confesión aquellas
circunstancias que mudan la especie de los pecados; pues sin
ellas no pueden los penitentes exponer íntegramente los mismos
pecados, ni tomar los jueces conocimiento de ellos; ni puede
darse que lleguen a formar exacto juicio de su gravedad, ni a
imponer a los penitentes la pena proporcionada a ellos. Por esta
causa es fuera de toda razón enseñar que han sido inventadas
estas circunstancias por hombres ociosos, o que sólo se ha de
confesar una de ellas, es a saber, la de haber pecado contra su
hermano. También es impiedad decir, que la confesión que se
manda hacer en estos términos, es imposible; así como llamarla
potro de tormento de las conciencias; pues es constante que sólo
se pide en la Iglesia a los fieles, que después de haberse
examinado cada uno con suma diligencia, y explorado todos los
senos ocultos de su conciencia, confiese los pecados con que se
acuerde haber ofendido mortalmente a su Dios y señor; mas los
restantes de que no se acuerde el que los examina con diligencia,
se creen incluidos generalmente en la misma confesión. Por ellos
es por los que pedimos confiados con el Profeta: Purifícame,
Señor, de mis pecados ocultos. Esta misma dificultad de la
confesión mencionada, y la vergüenza de descubrir los pecados,
podría por cierto parecer gravosa, si no se compensase con
tantas y tan grandes utilidades y consuelos, como certísimamente
logran con la absolución todos los que se presentan con la
disposición debida a este sacramento. Respecto de la confesión
secreta con solo el sacerdote, aunque Cristo no prohibió que
alguno pudiese confesar públicamente sus pecados en
satisfacción de ellos, y por su propia humillación, y tanto por el
ejemplo que se da a otros, como por la edificación de la Iglesia
ofendida; sin embargo no hay precepto divino de esto; ni
mandaría ninguna ley humana con bastante prudencia que se
confesasen en público los delitos, en especial los secretos; de
donde se sigue que habiendo recomendado siempre los
santísimos y antiquísimos Padres con grande y unánime
consentimiento la confesión sacramental secreta que ha usado la
santa Iglesia desde su establecimiento, y al presente también
usa; se refuta con evidencia la fútil calumnia de los que se
atreven a enseñar que no está mandada por precepto divino, que
es invención humana, y que tuvo principio de los Padres
congregados en el concilio de Letrán; pues es constante que no
estableció la Iglesia en este concilio que se confesasen los fieles
cristianos, estando perfectamente instruida de que la confesión
era necesaria, y establecida por derecho divino; sino sólo ordenó
en él, que todos y cada uno cumpliesen el precepto de la
confesión a lo menos una vez en el año, desde que llegasen al
uso de la razón; por cuyo establecimiento se observa ya en toda
la Iglesia con mucho fruto de las almas fieles, la saludable
costumbre de confesarse en el sagrado tiempo de Cuaresma,
que es particularmente acepto a Dios; costumbre que este santo
Concilio da por muy buena, y adopta como piadosa, y digna de
que se conserve. (…)
 
c. 1 De la institución del sacramento de la Extrema-Unción.
 
Se estableció pues, esta sagrada unción de los enfermos
como verdadera y propiamente sacramento de la nueva ley,
insinuado a la verdad por Cristo nuestro señor, según el
evangelista san Marcos, y recomendado e intimado a los fieles
por Santiago apóstol, y hermano del Señor. ¿Está enfermo, dice
Santiago, alguno de vosotros? Haga venir los presbíteros de la
Iglesia, y oren sobre él, ungiéndole con aceite en nombre del
Señor; y su oración hecha con confianza, salvará al enfermo, y él
Señor le dará alivio; y si estuviese en pecado, le será perdonado.
En estas palabras, como de la tradición apostólica propagada de
unos en otros ha aprendido la Iglesia, enseña Santiago, la
materia, la forma, el ministro propio, y el efecto de este saludable
sacramento. La Iglesia pues ha entendido, que la materia es el
aceite bendito por el obispo: porque la unción representa con
mucha propiedad la gracia del Espíritu Santo, que invisiblemente
unge al alma del enfermo: y que además de esto, la forma
consiste en aquellas palabras: Por esta santa unción, etc.
 
C. T.

REFORMA DISCIPLINAR 9.12

Celébrese de tres en tres años sínodo provincial, y todos los


años sínodo diocesano. Quiénes son los que deben convocarlos,
y quiénes asistir.
Restablézcanse los concilios provinciales donde quiera que se
hayan omitido, con el fin de arreglar las costumbres, corregir los
excesos, ajustar las controversias, y otros puntos permitidos por
los sagrados cánones. Por esta razón no dejen los metropolitanos
de congregar sínodo en su provincia por sí mismos, o si se
hallasen legítimamente impedidos, no lo omita el obispo más
antiguo de ella, a lo menos dentro de un año, contado desde el fin
de este presente Concilio, y en lo sucesivo de tres en tres años
por lo menos, después de la octava de la Pascua de
Resurrección, o en otro tiempo más cómodo, según costumbre de
la provincia: al cual están absolutamente obligados a concurrir
todos los obispos y demás personas que por derecho, o por
costumbre, deben asistir, a excepción de los que tengan que
pasar el mar con inminente peligro. Ni en adelante se precisará a
los obispos de una misma provincia a comparecer contra su
voluntad, bajo el pretexto de cualquier costumbre que sea, en la
iglesia metropolitana. Además de esto, los obispos que no están
sujetos a arzobispo alguno, elijan por una vez algún
metropolitano vecino, a cuyo concilio provincia] deben asistir con
los demás, y observen y hagan observar las cosas que en él se
ordenaren. En todo lo demás queden salvas y en su integridad
sus exenciones y privilegios. Celébrense también todos los años
sínodos diocesanos, y deban asistir también a ellos todos los
exentos, que deberían concurrir en caso de cesar sus
exenciones, y no están sujetos a capítulos generales. Y con todo,
por razón de las parroquias, y otras iglesias seculares, aunque
sean anexas, deban asistir al sínodo los que tienen el gobierno
de ellas, sean los que fueren. Y si tanto los metropolitanos, como
los obispos, y demás arriba mencionados, fuesen negligentes en
la observancia de estas disposiciones, incurran en las penas
establecidas por los sagrados cánones.
 
C. T.
EL «INDEX» 9.13

En la sesión segunda, celebrada en tiempo de nuestro


santísimo Padre Pío IV, cometió el santo Concilio a ciertos Padres
escogidos, que deliberasen lo que se debía hacer sobre varias
censuras, y libros o sospechosos, o perniciosos, y diesen cuenta
al mismo santo Concilio. Y oyendo ahora que los mismos Padres
han dado la última mano a esta obra, sin que el santo Concilio
pueda interponer su juicio con distinción y oportunidad, por la
variedad y muchedumbre de los libros; manda que se presente al
santísimo Pontífice Romano cuanto dichos Padres han trabajado,
para que se determine y divulgue por su dictamen y autoridad. Y
lo mismo manda hagan respecto del Catecismo los Padres a
quienes estaba encomendado, así como respecto del Misal y
Breviario.
 
C. T.

LA PAZ DE AUGSBURGO (1555) 9.14

En tanto no se llegue a unos acuerdos y conclusión definitiva


de la paz en la persistente división de la religión, ya sea en
materia de fe, o en materias profanas y seculares, y en tanto
cuanto la cuestión (de la división de la religión) no sea elaborada
y definida en todos los sentidos, de manera que ambas partes
religiosas sepan finalmente en qué relaciones mutuas se hallan,
los Estados y sus súbditos no podrán gozar de una seguridad
garantizada y permanente, antes por el contrario deberán
permanecer, cada uno por sí mismo, el uno armado contra el otro,
en intolerables peligros. A fin de disipar tan peligrosa
incertidumbre y de traer de nuevo la paz, y la confianza recíproca
a los Estados y al corazón de los súbditos, y con el fin de salvar
la nación alemana, patria nuestra amadísima, de la destrucción y
ruina final, hemos llegado a un acuerdo y acomodo, con los
consejeros y los delegados de los electores, con los príncipes y
los señores presentes y con los embajadores y enviados por los
ausentes, concertándolo conjuntamente.
1.º Nos [Fernando] por ello establecemos, ordenamos,
queremos y amonestamos que de ahora en adelante ninguno, de
cualesquiera dignidad, jerarquía o estado, de cualquier modo o
motivo, dé lugar a disputas, emprenda guerra, deprede, invada,
ocupe o asedie a otros, o colabore en tales empresas por cuenta
propia o de otro, y que nadie penetre en castillo, ciudad,
mercado, fortaleza, lugar, hacienda o porción cualquiera, o se
apodere de algún otro lugar contra la voluntad ajena, con
violencia o atrevimiento, o lo dañe peligrosamente con fuego o de
otro modo, y que ninguno sostenga a atacantes de tal guisa con
consejos, ayudas u otros apoyos y favores, ni nadie les ofrezca,
consciente y peligrosamente refugio, ni los admita en sus propias
casas, ni los provea de alimentos o bebidas, ni los sostenga ni
albergue, sino que todos se respeten mutuamente con sincera
amistad y afecto cristiano y que ningún Estado o miembro del
Sacro Imperio atente a los derechos de otro, molestándole o
impidiendo su acceso a sus legítimos recursos de
aprovisionamiento, mercancías, comercio, rentas, dinero y tasas:
que su majestad imperial y nos mismo permitamos a los Estados,
y recíprocamente los Estados a su majestad imperial y a nosotros
gozar enteramente y de cualquier modo de la Landfriede,
concretada con ocasión de esta Asamblea general y religiosa.
2.º A fin que dicha Landfriede pueda ser decretada, definida y
sustentada con mayor firmeza —tanto por causa del cisma
religioso, cuanto por los motivos supraescritos, como exige la
gran necesidad del Sacro Imperio de la nación alemana— entre
su majestad imperial, nos mismo, los electores, príncipes y
Estados del Sacro Imperio de la nación alemana:
Su majestad imperial, nos mismo, los electores, príncipes y
Estados del Sacro Imperio no invadiremos, dañaremos ni
asaltaremos ningún otro Estado del Imperio por causa de la
confesión de Augsburgo, de su doctrina, religión y fe, ni lo
obligaremos con la violencia o atacándolo en sus tierras y
señoríos, a abandonar contra su voluntad y conciencia, la
confesión de Augsburgo con su religión, fe, ritos, reglas y
ceremonias que le son propias, tal como se hallan al presente
establecidas o como puedan estarlo en el futuro, ni les buscarán
daño o castigarán, con mandatos o de otro modo; antes al
contrario les permitirán gozar con tranquilidad de la religión, fe,
ritos, reglas y ceremonias que les son propios, conservando las
propiedades, los bienes muebles e inmuebles, tierras, súbditos,
señoríos, jurisdicciones y magistraturas suyas particulares. El
logro de un entendimiento y acuerdo cristiano en las
controversias religiosas no deberá efectuarse de otro modo sino
por vías y medios pacíficos, amigables y cristianos; y esto queda
garantizado por la dignidad Imperial y regia, por el honor de los
príncipes, por sus honradas promesas y por las penalidades en
conexión con la Landfriede.
3.º Igualmente los Estados que siguen la confesión de
Augsburgo permitirán a su romana e imperial majestad, nos
mismo, los electores, príncipes y todos los demás Estados del
Sacro Imperio, que conservan y sostienen la antigua religión, el
gozar sin molestias, de nuestra religión, fe, ritos, reglas y
ceremonias. Esto debe ser válido tanto para los Estados
seculares como para los eclesiásticos, incluyendo los últimos sus
cabildos y los demás eclesiásticos, con independencia del lugar,
en que hubieren transferido su residencia, pero a condición de
que sus funciones necesiten de reuniones de ministros. Tales
conservarán sin molestárseles sus propiedades, bienes muebles
e inmuebles, súbditos, señoríos, jurisdicciones, magistraturas,
rentas, tributos y diezmos, de los que gozarán y usarán en paz y
tranquilidad y sin obstáculos. Ayudarán al honrado a obtener sus
propios derechos y no suscribirán ningún acto de violencia contra
los mismos; por el contrario, siguiendo siempre las leyes del
Sacro Imperio, las ordenanzas, rescritos y las Landfrieden
establecidas, cada uno podrá acogerse a su propia ley común.
Todo esto queda garantizado por el honor de los príncipes, por
sus honradas promesas y por las penas incluidas en las
Landfrieden establecidas.
4.º Sin embargo, cuanto no pertenece a las dos religiones
arriba mencionadas no está incluido en esta paz; quedando, por
el contrario, enteramente excluido.
5.º Y porque durante los parlamentos de la presente paz se
debatió ampliamente un argumento, sobre el que los Estados de
ambas religiones no lograron llegar a un acuerdo, señaladamente
sobre las disposiciones que habrían de tomarse respecto a los
arzobispados, obispados, prioratos y otros beneficios
eclesiásticos cuya clerecía ya fuera en parte o en su totalidad
hubiera abandonado la vieja religión, nos hemos declarado y
decretado, y en tal sentido obramos ahora, en virtud de los plenos
poderes y de las instrucciones que nos han sido dadas por su
graciosa romana e imperial majestad cuanto sigue:
Al punto que un arzobispo, obispo, prelado u otro sacerdote
abandonara la antigua religión, deberá dejar inmediatamente, sin
demora ni oposición, su arzobispado, obispado, prelacía u otro
beneficio, con todas las rentas y tasas que lleve anejas, y ello sin
detrimento alguno de su dignidad. Los cabildos y aquellos a
quienes compete por ley ordinaria o por especial usanza de la
iglesia o del cabildo en cuestión, elegirán una persona que
profese la vieja religión y le harán entrega del beneficio, pudiendo
el electo gozar en paz y sin oposición, de la jurisdicción sobre los
cabildos e iglesias del lugar, sobre sus donaciones, elecciones,
candidaturas y bienes, muebles e inmuebles, sin perjuicio de que
pueda llegarse a algún acomodo religioso amigable y definitivo.
6.º Y porque algunos Estados y sus predecesores han
confiscado ciertos monasterios y otras propiedades eclesiásticas,
transformándolas en iglesias, escuelas u otras instituciones de
caridad, éstas quedarán comprendidas en la presente paz y
permanecerán confiscadas en caso de que no pertenezcan a los
Estados dependientes directamente del Imperio, o que no
estuvieran en posesión del clero al tiempo del tratado de Passau
o desde entonces. Los acuerdos con los Estados respectivos han
sido tomados con la cláusula, que tales propiedades confiscadas
y desde entonces variamente usadas, permanecerán tales, y
ningún Estado podrá ser interpelado o llamado a responder de
ellas, ni ante tribunal, ni fuera de justicia, con objeto de mantener
una paz estable y duradera. Por todo lo cual decretamos y
amonestamos para que en virtud de esta suspensión de juicios
de la cámara de su imperial majestad y de sus asesores, no
reconozcan ni hagan requerimiento alguno, mandato o proceso
tocante a tales bienes confiscados y destinados a otro uso.
7.º Mirando el que los seguidores de ambas religiones puedan
estar y permanecer en paz perpetua, los unos con los otros, y en
completa seguridad, no deberá ejercerse ni usar de la jurisdicción
eclesiástica tocante a la confesión de Augsburgo, a su religión, fe,
reuniones de ministros, liturgia, reglas y ceremonias, tal como se
hallan al presente establecidas o puedan establecerse en el
futuro (sin perjuicio sin embargo de los derechos y títulos de los
electores eclesiásticos, príncipes, Estados, colegiatas,
monasterios, miembros de órdenes con rentas, tasas, tributos,
diezmos y feudos, como arriba se establece). Se concederá
libertad de profesión a la religión de Augsburgo, fe, liturgia,
reglas, asambleas de ministros —según lo establecido en un
artículo separado, abajo transcrito— sin daño ni oposición, e
incluso, como se establece arriba, cesará y quedará en suspenso
la jurisdicción eclesiástica respecto a ella, hasta tanto no se
llegue a un acuerdo final religioso. En otras materias y casos no
tocantes a la confesión, religión, fe, liturgia, reglas, ceremonias y
asambleas de ministros de Augsburgo, la jurisdicción eclesiástica
puede y debe ser ejercida y confirmada, según la usanza y sin
oposición, por los arzobispos, obispos y otros prelados según la
usanza particular de cada lugar y tal como actualmente la
ejercitan, usan y poseen. (…)
10.º Ningún Estado debe intentar el hacer abandonar a otro o
a sus súbditos, su religión, ni hacer cesar su práctica, ni deberá
proteger o defender con medio alguno a los súbditos de otro
Estado, contra sus propios magistrados. Con tal cláusula no
entendemos empero disminuir la autoridad de los protectores,
tradicionalmente ejercida, y en cualquier caso no nos referimos a
ello en tal artículo.
11.º Si no embargante algunos nuestros súbditos o de los
electores, príncipes y Estados, adeptos de la religión antigua o de
la confesión de Augsburgo, desearen transferirse, por motivo de
su religión, con sus mujeres e hijos, fuera de nuestros territorios,
ciudades y localidades comprendidas en el Sacro Imperio o en
los de los electores, príncipes y Estados, para establecerse en
otro lugar, séales concedida la libre salida e ingreso sin oposición,
y séales igualmente permitida a cada uno, la venta de los bienes
y propiedades, con el pago de una adecuada aunque modesta
compensación por su servidumbre y deudas atrasadas, según el
uso de cada localidad particular. No deberán éstos sufrir injuria en
su honor ni en sus usos. Sin embargo no se deberá infringir ni
incumplirse ninguno de los derechos y costumbres tocantes a los
siervos, por lo que respecta a concederles o no su libertad.
12.º La resolución en materia de religión y fe deberá buscarse
por vías adecuadas y propias, puesto que sin una paz duradera,
no es posible lograr una decisión amigable y cristiana de la
cuestión religiosa. Y por ello nos, los consejeros de los electores,
por cuenta de tales electores, los príncipes presentes y los
enviados y embajadores, ora seculares, ora eclesiásticos, de los
príncipes ausentes, hemos elaborado este acuerdo, con el fin de
restablecer la paz amadísima, de disipar en el Imperio la
peligrosa desconfianza, y de impedir la destrucción final, de otro
modo inminente, de esta honrada nación. A fin de facilitar una
resolución final, cristiana y amigable de la escisión religiosa,
hemos aceptado el guardar fidelidad permanente a este acuerdo,
tal como se formula en los artículos arriba citados, para siempre e
inviolablemente, observarlo fielmente, hasta tanto no sea
conseguida una ordenación definitiva, cristiana y amigable de la
religión y de la fe. Pero hasta tanto tal ordenación no advenga al
Imperio, por medio de un concilio general, de una asamblea
nacional o de conferencias y tratados, este tratado de paz
permanecerá válido en cada uno de sus artículos y puntos, en
espera de una decisión final en materia de religión y fe. Entonces
se concluirá y establecerá en la forma arriba expuesta; o en
cualquier otra, una paz perpetua, durable, incondicional y eterna.
(…)
14.º Porque en muchas ciudades libes e imperiales, las dos
religiones, precisamente la vieja religión y la de los seguidores de
la confesión de Augsburgo, han sido practicadas y profesadas
durante cierto tiempo, permanecerán y continuarán siendo
profesadas, y los burgueses y habitantes de estas ciudades libres
e imperiales, ya sean seglares o religiosos, convivirán en paz y
tranquilidad, y ninguna de ambas partes intentará abolir la
religión, las usanzas religiosas y las ceremonias de la otra, o
forzarla a que las abandone; sino que cada una de las dos partes
permitirá a la otra el gozar de la propia religión, fe, usos
religiosos, reglas y ceremonias, como asimismo de las
propiedades, posesiones y cualquier otra cosa, en paz y
concordia, según este acuerdo, que los Estados de entrambas
religiones han decretado y establecido.
 
apud DUMONT: Corps universel diplomatique du droit des gens.

LA INTOLERANCIA 9.15

Nuestros misericordiosos que tan gran gusto experimentan en


dejar las herejías impunes, ven ahora que su fantasía se apareja
mal con el mandamiento de Dios. Quisieran ellos, temerosos de
que la Iglesia de Dios se vea difamada por su mucha severidad,
que se diera boga a todos los errores, por soportar un hombre.
Pero no quiere Dios en modo alguno que se ahorren ni siquiera
las ciudades, ni los pueblos, debiendo inclusivemente arrasar las
murallas y exterminar la memoria de sus habitantes, frustrando
(sic) todo como señal de la mayor detestación, temerosos que
esta infección no se extienda más lejos. Más aún, El mismo nos
da a entender que la disimulación, nos hace cómplices de un
mismo crimen. Y no se vea maravilla en esto, porque trátase aquí
de un renunciamiento a Dios y de la sana doctrina, el cual
pervierte y viola todos los derechos divinos y humanos. (…)
La humanidad que tanto estiman los que quieren sean
perdonados los herejes, es más cruel, pues por ahorrar a los
lobos, dejan a los pobres corderos desvalidos. Suplicóos me
respondáis: ¿es razón que los heréticos lastimen gravemente las
almas, empozoñándolas con sus falsas doctrinas, y que se
impida a la espada ordenada por Dios de tocar a sus cuerpos, de
modo que todo el cuerpo de Jesucristo se vea desgarrado, para
que la hediondez de un miembro podrido permanezca en él?
 
J. CALVINO: Declaración para mantener la verdadera je que
tienen todos los cristianos de la Trinidad de las personas en un
solo Dios. Contra los errores detestables del español Miguel
Servet. Donde se muestra igualmente ser lícito castigar a los
heréticos; y como tal malvado ha sido ejecutado conforme a justo
derecho por la justicia en la ciudad de Ginebra (1554).

Y lo primero de todo, si la Majestad del Rey se profesase no


solamente católico, como siempre lo ha hecho, sino contrario
abiertamente y enemigo de las herejías, y declarase a todos los
errores hereticales guerra manifiesta y no encubierta, éste parece
que sería, entre los remedios humanos, el mayor y más eficaz.
De éste seguiríase el segundo de grandísima importancia: de
no sufrir en su Real Consejo ningún hereje, lejos de parecer que
tienen en gran estima a este linaje de hombres, cuyos consejos, o
descubiertos o disimulados, es fuerza creer que tiendan a
fomentar y alimentar la herética pravedad, de la que están
imbuidos.
Aprovecharía también en gran manera no permitir que siga en
el gobierno, sobre todo en el supremo, de alguna provincia o
lugar, ni en cargos de justicia ni en dignidades, ninguno
inficionado de herejía.
Finalmente ¡ojalá quedase asentado y fuese a todos
manifiesto, que en siendo uno convencido, o cayendo en grave
sospecha de herejía, no ha de ser agraciado en honores o
riquezas, sino antes derrocado de estos bienes! Y si se hiciesen
algunos escarmientos, castigando a algunos con pena de la vida,
o con pérdida de bienes y destierro, de modo que se viese que el
negocio de la religión se tomaba de veras, sería tanto más eficaz
este remedio.
Todos los profesores públicos de la Universidad de Viena y de
las otras, o que en ellas tienen cargo de gobierno, si en las cosas
tocantes a la religión católica tienen mala fama, deben, a nuestro
entender, ser desposeídos de su cargo. Lo mismo sentimos de
los rectores, directores y lectores de los colegios privados, para
evitar que inficionen a los jóvenes, aquéllos precisamente que
debieran imbuirlos en la piedad; por tanto, de ninguna manera
parece que deban sufrirse allí aquellos de quienes hay sospecha
de que perviertan a la juventud: mucho menos los que
abiertamente son herejes; y hasta en los escolares en quienes se
vea que no podrá fácilmente haber enmienda, parece, que,
siendo tales, deberían absolutamente ser despedidos. Todos los
maestros e escuela y ayos deberían tener entendido y probar de
hecho con la experiencia, que no habrá para ellos cabida en los
dominios del Rey, si no fuesen católicos y dieren públicamente
pruebas de serlo.
Convendría que todos cuantos libros heréticos se hallasen,
hecha diligente pesquisa, en poder de libreros y de particulares,
fuesen quemados, o llevados Fuera de todas las provincias del
reino. Otro tanto se diga de los libros de los herejes, aun cuando
no sean heréticos, como los que tratan de gramática, o retórica, o
de dialéctica, de Melanchton, etc., que parecen deberían ser de
todo punto desechados en odio a la herejía de sus autores;
porque ni nombrarlos conviene, y menos que se aficionen a ellos
los jóvenes, en los cuales se insinúan los herejes por medio de
tales obrillas; y bien pueden hallarse otras más eruditas, y
exentas de este grave riesgo. Sería asimismo de gran provecho
prohibir bajo graves penas que ningún librero imprimiese alguno
de los libros dichos, ni se les pusiese escolios de algún hereje,
que contengan algún ejemplo o dicho con sabor de doctrina
impía, o nombre de autor hereje. ¡Ojalá tampoco se consintiese a
mercader alguno, ni a otros bajo las mismas penas, introducir en
los dominios del Rey tales libros, impresos en otras partes!
No debería tolerarse curas o confesores que estén tildados de
herejía; y a los convencidos de ella debíase de despojar
enseguida de todas las rentas eclesiásticas; que más vale estar
la grey sin pastor, que tener por pastor a un lobo. Los pastores,
católicos ciertamente en la fe, pero que con su mucha ignorancia
y mal ejemplo de públicos pecados pervierten al pueblo, parecen
deberían ser muy rigurosamente castigados, y privados de las
rentas por sus obispos, o a lo menos separados de la cura de
almas; porque la mala vida e ignorancia de éstos metió a
Alemania la peste de las herejías.
Los predicadores de herejías, los heresiarcas y, en suma,
cuantos se hallare que contagian a otros con esta pestilencia,
parece que deben ser castigados con graves penas. Sería bien
se publicase en todas partes, que los que dentro de un mes
desde el día de la publicación se arrepintiesen, alcanzarían
benigno perdón en ambos foros, y que, pasado este tiempo, los
que fuesen convencidos de herejía, serían infames e inhábiles
para todos los honores; y aun, pareciendo ser posible, tal vez
fuese prudente consejo penarlos con destierro o cárcel, y hasta
alguna vez con la muerte; pero del último suplicio y del
establecimiento de la inquisición no hablo, porque parece ser más
de lo que puede sufrir el estado presente de Alemania.
 
SAN IGNACIO DE LOYOLA A PEDRO CANISIO: (13 agosto 1554).

EDICTO DE NANTES (1598) 9.16

a. 3. Ordenamos que la religión católica apostólica y romana


quede restaurada y restablecida en todos los lugares y los
distritos de nuestro reino y de las tierras que están bajo nuestro
dominio, en las que su práctica se interrumpió, y que en todos
estos sitios se profese en paz y libremente, sin desorden ni
oposición. Prohibimos expresamente a cualquier persona del
rango o condición que sea, bajo pena del susodicho castigo,
turbar, importunar o causar molestias a los sacerdotes en la
celebración de los oficios divinos, en la recepción o goce de los
diezmos, bienes y rentas de sus beneficios, y de todos los
restantes derechos y deberes que a ellos competen, y ordenamos
a todos los que, durante los desórdenes, se apoderaron de
iglesias, bienes y rentas, pertenecientes a tales eclesiásticos, y
que en la actualidad los retienen y ocupan, que restituyan su
posesión y goce completos con todos los antiguos derechos,
privilegios y garantías inherentes a ellos. Y prohibimos también,
expresamente, que los miembros de la religión reformada tengan
reuniones religiosas u otras devociones en iglesias, habitaciones
y casas de los referidos eclesiásticos.
a. 6. A fin de eliminar toda causa de discordia y
enfrentamiento entre nuestros súbditos, permitimos a los
miembros de la susodicha religión reformada vivir y residir en
todas las ciudades y distritos de nuestro reino y nuestros
dominios, sin que se les importune, perturbe, moleste u obligue a
cumplir ninguna cosa contraria a su conciencia en materia de
religión, y sin que se les persiga por tal causa en las casas y
distritos donde deseen vivir, siempre que ellos por su parte se
comporten según las cláusulas de nuestro presente edicto.
a. 9. Concedemos también a los miembros de la susodicha
religión permiso para continuar su práctica en cualquier ciudad y
distrito de nuestro reino, en los que se hubiera instituido y
reconocido públicamente en los años 1596 y 1597, hasta fines del
mes de agosto, a pesar de cualquier decreto o sentencia
contrarios.
a. 13. Prohibimos expresamente a todos los miembros de la
referida religión profesarla en nuestros dominios en lo que
respecta al ministerio, disciplina, o instrucción pública de los
jóvenes, en materias religiosas fuera de los lugares permitidos
por el presente edicto…
a. 21. Queda prohibida la impresión y venta al público de
libros referentes a dicha religión reformada, excepto en aquella
ciudad y distrito en que esté permitida su profesión pública. En
cuanto a los demás textos impresos en las restantes ciudades,
serán sometidos al examen de nuestros oficiales y teólogos,
como queda dispuesto en nuestra ordenanza; prohibimos
concretamente la impresión, publicación y venta de cualquier
libro, opúsculo y escrito difamatorio, bajo pena de los castigos
prescritos en nuestra ordenanza, cuya aplicación rigurosa se
exigirá a todos nuestros jueces y oficiales.
a. 23. Ordenamos que no se establezca diferencia ni
distinción alguna por causa de la referida religión en la admisión
de estudiantes en cualquier universidad, colegio y escuela, o de
los enfermos y pobres en los hospitales, enfermerías o
instituciones públicas de caridad…
a. 27. A fin de acomodar más eficazmente la voluntad de
nuestros súbditos, como es nuestra intención, y de evitar futuras
quejas, declaramos que todos los que profesen la religión
reformada, pueden tener y ejercer funciones públicas, cargos y
servicios cualesquiera, reales, feudales, u otros de cualquier tipo
en las ciudades de nuestro reino, países, tierras y señoríos
sometidos a nosotros, no obstante cualquier juramento contrario,
debiendo admitírseles sin distinción; será suficiente para nuestro
parlamento y demás jueces, indagar e informarse sobre su vida,
costumbres, religión y honesto, comportamiento de quienes sean
destinados a los cargos públicos, sean de una religión o de otra,
sin exigir de ellos ningún juramento que no sea el de servir bien y
fielmente al rey en el ejercicio de sus funciones y en el
mantenimiento de las disposiciones, según el uso acostumbrado.
Cuando queden vacantes los referidos puestos, funciones y
cargos, nombraremos nosotros —teniendo en cuenta las
disponibilidades— sin prejuicio ni discriminación de las personas
capaces, como requiere la unión de nuestros súbditos.
Declaramos también que pueden ser acogidos y admitidos en
todos los consejos los miembros de la susodicha religión
reformada, así como en todas las reuniones, asambleas y juntas,
relacionadas con los cargos en cuestión; no podrán ser
rechazados ni se les impedirá gozar de estos derechos a causa
de su credo religioso.
 
apud DUMONT: Corps universel diplomatique du droit des gens.

PAZ DE WESTFALIA (1648) 9.17

a. 5 § 34. Se decide además que a todos los seguidores de la


confesión de Ausburgo súbditos de católicos, como también a los
católicos que lo sean de Estados de aquella confesión que no
han gozado todavía, desde 1624, de la práctica pública o privada
de su religión, o que, después de la publicación de la tregua,
profesaron o abrazaron una religión diferente de la profesada por
el señor de la tierra donde vivían, se les permitirá con entera
libertad frecuentar privadamente los lugares de su culto, sin estar
sujetos a pesquisas ni molestias, y no se les impedirá participar
en la profesión pública de su religión en su vecindario, cuantas
veces lo deseen, o de enviar a sus hijos a la escuela
perteneciente a su religión o de tener preceptores privados en
sus casas…
a. 7 § 1 y 2. Por consenso unánime de su Majestad Imperial y
de todos los Estados del Imperio, se considera oportuno que por
el mismo derecho o privilegio que todas las otras constituciones
imperiales, la paz religiosa, el presente tratado público y la
resolución de las quejas en ellos contenidas, otorgados a los
Estados católicos, a sus súbditos y a los de la confesión de
Augsburgo, se concedan también a los llamados reformados,
dejando a salvo siempre los pactos, privilegios, declaraciones y
otros acuerdos que los Estados denominados protestantes han
acordado entre ellos mismos y sus súbditos, mediante los que se
han establecido, hasta ahora, los reglamentos referentes a la
religión, su práctica y cualquier cosa relacionada con ella, por los
Estados y los súbditos de cualquier lugar, y dejando a salvo
también la libertad de conciencia de cada uno. Y ya que las
diferencias de religión entre los protestantes no son todavía
suficientemente claras, en espera de una sistematización
definitiva, y ya que por tal razón se han formado dos partidos, se
establece consensualmente entre las dos partes que, cada vez
que un príncipe o señor de una tierra, o un patrono de cualquier
iglesia, quisiera pasar a la religión de la otra parte, o cada vez
que hubiese recibido u obtenido por derecho de sucesión, o en
virtud del presente tratado, o por cualquier otra razón, un
principado o un señorío, donde se profesara públicamente la
religión de la otra parte, automáticamente se le concederá, sin
ninguna oposición, tener en su residencia predicadores
especiales de su religión para él, y además para su corte; ello, sin
embargo, no podrá realizarse a expensas o en perjuicio de sus
súbditos. Pero no será legal que, mudadas la religión practicada
oficialmente o las leyes y constituciones eclesiásticas hasta ese
momento en vigor, o que, sustraídos a ella sus templos, escuelas,
hospitales o rentas, pensiones y estipendios, se concedan a los
miembros de la propia, y todavía menos que se obligue a los
propios súbditos a acoger como ministros a los de otra religión,
con el pretexto de leyes territoriales, o episcopales, o de
patronato, o con otros pretextos, o que se haga oposición directa
o indirectamente a la religión de los súbditos. Y a fin de que tal
acuerdo se observe ahora más eficazmente, en caso de tales
cambios, se concederá a la comunidad en cuestión el derecho de
presentar o —en el caso de no tener el derecho— de designar los
oficiales capaces para la escuela y para la iglesia, a quienes
examinará y nombrará la asamblea de ministros públicos de la
localidad, siempre que pertenezcan a la misma religión de la
comunidad que les presenta o designa; en caso contrario, se les
examinará y nombrará en el lugar escogido por la propia
comunidad y les confirmará definitivamente el príncipe o señor.
 
apud LUENIG: Das Deutsche Reiehs Archiv (Pars generalis)
Capítulo 10

INDIVIDUALISMO POLÍTICO Y

DOCTRINAS CONTRACTUALISTAS

E L individualismo renacentista, al hacer del hombre la


realidad fundamental y al considerar la sociedad como
simple superposición de individuos, sienta las bases de la
nueva teoría política, cuyo primer principio será el
reconocimiento de iguales derechos a todos los
componentes del grupo, quienes los ejercerán mediante
fórmulas contractuales. La Reforma por su parte al deshacer
la unidad religiosa destruyó las bases teóricas que permitían
una justificación teológica del orden político. En la doctrina
tomista la ley natural, definida como ordinatio rationis ad
bonum commune, depende esencialmente de la existencia
de un primer intelecto en cuanto constituye una forma de
participación y sobre todo en cuanto ordena la persona hacia
una finalidad específica, el bien, tal como ha sido definido
por Dios. La aparición de imágenes distintas de Dios
determina un proceso de secularización de la ley natural,
que tiende a afirmar la autonomía de la naturaleza humana,
al destacar la obligatoriedad intrínseca de las normas
objetivas, frente al voluntarismo occamista, de la ley natural.
Es la tesis del jesuita Vázquez para quien «antes de
cualquier voluntad, orden o inclusive juicio de Dios, hay
cosas que son buenas o malas por sí», que Grocio llevará a
sus últimas formulaciones al afirmar la autonomía de la ley
natural que «valdría de algún modo aun cuando se admitiera
—lo que no podría hacerse sin incurrir en un crimen
horrendo— que no hay Dios o que, si lo hay, no se interesa
en las cosas humanas».
La primera formulación teórica de las nuevas corrientes
políticas se produce con ocasión de las guerras de religión,
que sirvieron a demostrar la ineficacia del intento de una
solución política del conflicto religioso, tal como se definió en
Augsburgo [9.14]. Ante la beligerancia —por motivos
religiosos— de los príncipes contra sus súbditos, cuya
manifestación más espectacular es la matanza de la noche
de san Bartolomé (1572), éstos se enfrentaron al problema
de garantizar la libertad de conciencia y al servicio de este
objetivo elaboraron una teoría política que trataba de
salvaguardar aquel derecho individual, desde una
concepción jusnaturalista autónoma y mediante una fórmula
contractual. La escuela de los monarcómacos, cuyas
publicaciones tienen una característica proximidad a la fecha
citada (La Franco Gallia de Hotman es de 1573, el Du droit
des magistrats sur leurs sujets de Teodoro de Beza se
publica en 1575, y dentro de la misma década se editarán la
Vindiciae contra Tyrannos de Languet y du Plessis Mornay, y
el De iure regni apud Scottos de Buchanam), plantea en
definitiva el problema de la limitación del poder del príncipe
como medio de defensa de la individual libertad religiosa
dentro de la fidelidad al Estado.
La argumentación de los monarcómacos —tanto si es
histórica como doctrinal— tiende a garantizar el derecho de
los súbditos religiosamente discrepantes, y para lograrlo
elaboran una teoría política que limita el poder absoluto del
monarca, uno de cuyos atributos era, desde Augsburgo,
imponer la verdad religiosa, utilizando para ello fórmulas
contractuales. El pueblo es definido como causa eficiente
—«jamás hubo hombre que naciese con la corona en la
cabeza y el cetro en la mano» (Vindiciae)— al tiempo que
causa final del príncipe —«los magistrados han sido creados
para el pueblo y no el pueblo para los magistrados» (Beza)
— afirmaciones de que derivan la superioridad del primero
sobre el segundo: «todos los particulares considerados
aisladamente son inferiores al príncipe, en tanto que el
conjunto del pueblo y los oficiales del reino que representan
este conjunto están por encima del príncipe» (Vindiciae) [1].
El pueblo y el príncipe suscriben un doble pacto. Por una
parte se vinculan con Dios y aceptan su ley, constituyéndose
en este acto como comunidad religiosa —pueblo elegido,
Iglesia— en tanto de otra se conciertan el pueblo y el
príncipe dando origen a la comunidad política que el príncipe
gobernará con justicia y el pueblo le obedecerá en tanto
cumpla con tal condición [2]. Si el rey viola la ley de Dios o la
ley del país, objeto de ambos contratos, existe el derecho,
que incluso es definido como deber moral, de resistir a la
tiranía [3] —aunque este derecho no es nunca individual
sino que pertenece siempre a entidades como los
magistrados subalternos (Vindiciae) o la sanior pars de la
población (Beza), definida como aquella que profesa la
verdadera religión [4].
El pensamiento de los monarcómacos orientado en
última instancia a la defensa de la libertad de conciencia no
reconoce, sin embargo, derechos políticos individuales, ni
plantea el tema del contrato social, cuestiones ambas que
sólo surgen con Hobbes —Leviathan (1651)—, quien, sin
embargo, rechaza la idea de una normatividad objetiva
derivada del jusnaturalismo secularizado.
El punto de partida de Hobbes es la naturaleza humana,
en la que descubre la existencia de un ius y una lex que
califica de naturales, pero mientras lo natural es para el
pensamiento medieval lo que corresponde a una concepción
metafísica de la naturaleza, para Hobbes describe
simplemente las aspiraciones y deseos de un individuo
concreto, en un momento igualmente determinado. Frente a
la determinación objetiva de su contenido, propia de la
escolástica, Hobbes define un derecho individual puramente
subjetivo e ilimitado, salvo por la ley, que es tan subjetiva
como el propio derecho individual. En consecuencia el
hombre en estado de naturaleza puede aspirar a poseerlo
todo y su deseo no encuentra más limitación que la que se
deriva de su propia razón que le indica que su derecho
alcanza sólo a aquello que tiene una utilidad para él. El ius
naturale es por tanto «la libertad que posee cada uno de
hacer uso de sus facultades naturales, conforme a la razón»
[5].
El estado de naturaleza se caracteriza por la inseguridad
y la violencia desde el momento en que la colisión de
derechos es inevitable al coincidir las apetencias de dos o
más individuos —homo hominis lupus— [6], situación que
permite una definición formal de la lex naturalis «dictamen
de la recta razón acerca de los actos que deben hacerse u
omitirse con el fin de conservar la vida o la integridad física
tanto tiempo como sea posible» [7].
La ley natural es insuficiente para crear el orden y la
seguridad, razón por la que los hombres se ven abocados a
suscribir un pacto, en virtud del cual surge la sociedad, que a
su vez da origen al Estado, desde el momento en que por el
pacto cada individuo transfiere simultánea y solidariamente
el derecho de gobernarse que hasta entonces tuviera [8], a
un hombre cuya voluntad, única que subsiste en el estado
de naturaleza, se convierte en norma objetiva que el súbdito
está forzado a obedecer, por cuanto ha adquirido una
obligación civil [9]. Los derechos del soberano comprenden
la totalidad de las funciones políticas y en su ejercicio su
voluntad crea normas positivas, que no sólo son obligatorias
sino que se identifican con la ley natural, y son
intrínsecamente justas, por cuanto «por naturaleza toda
acción es indiferente y si llega a ser justa o injusta es sólo en
virtud del derecho del gobernante» [10].
El pacto social conduce en Hobbes a la formulación del
absolutismo monárquico, conclusión impugnada tanto por los
partidarios del derecho divino de los reyes (Filmer) como por
los defensores del jusnaturalismo (Pufendorf). De estos
últimos surgirá la revisión de la teoría del pacto que
conducirá a Locke —Dos tratados del gobierno civil (1690)—
a la formulación de la doctrina liberal. Arranca, al igual que
Hobbes y Pufendorf, de la situación del hombre en estado de
naturaleza, situación que concibe de forma totalmente
distinta, por cuanto en ella el individuo que disfruta de una
total libertad e igualdad vive, sin embargo, en una situación
de paz y ayuda mutua, en virtud del reconocimiento de la
existencia de derechos y obligaciones naturales [11]. Los
fundamentales derechos del hombre en estado de
naturaleza son el derecho a la vida, la libertad y la
propiedad, que surge a partir del momento en que el
individuo añade su trabajo a unos bienes que hasta ese
momento eran comunes [12]. Al tener todos los hombres la
misma condición y derechos se produce el reconocimiento
de la igualdad entre todos los individuos.
En el estado de naturaleza, finalmente, el individuo tiene
el derecho no sólo de gozar de su vida, libertad y propiedad,
sino que al mismo tiempo puede castigar el que intente
arrebatárselos [13]. Sin embargo la interpretación individual
de este último derecho está expuesta a abusos por la falta:
de una norma positiva que defina los límites de los derechos
individuales, de un juez imparcial y de una fuerza colectiva
que imponga la decisión judicial [14]. Para conseguir esta
objetividad el hombre natural renuncia a su derecho de
juzgar y castigar al constituir la sociedad política,
conservando sin embargo sus restantes derechos sin
modificación ni limitación alguna. Surge así el Estado,
organismo encargado de gobernar la comunidad y juzgar los
atentados individuales a los derechos naturales, que él
mismo habrá de respetar [15].
El individuo que entra a formar parte de la sociedad
desconfía, sin embargo, de que el Estado se mantenga
dentro de los límites señalados y para impedir ninguna
extralimitación atentatoria a sus derechos personales, le
negará toda soberanía doctrinal y constituirá un sistema
equilibrado de fuerzas —división de poderes— que impida
en la práctica el ejercicio de la soberanía por el poder
político, que no dispondrá sino de la función ejecutiva, en
tanto la legislativa se reserva precisamente a los
representantes electos de los ciudadanos [16].
Textos 10

PUEBLO Y PRÍNCIPE 10.1

Ya hemos indicado anteriormente que es Dios quien ha de


nombrar a los reyes, quien los elige, quien les otorga el reino:
ahora decimos que el pueblo establece a los reyes, pone el cetro
en sus manos y quien con su sufragio aprueba la elección. Dios
lo hubiera hecho de esta forma, con el fin de que los reyes
conocieran que, después de Dios, son ellos quienes tienen el
poder y la soberanía del pueblo, y son ellos quienes le dirigen en
cuanto a aplicar y llevar a cabo la mayor parte de sus
necesidades y pensamientos en beneficio de dicho pueblo, sin
que tenga la pretensión de que han sido creados de una materia
superior a la de los otros hombres, y que por esto han sido
elevados por encima de los demás; es decir, como si fueran a
conducir una manada de ovejas o ganado. Pero dejémosles
recordar y conocer que son hechos en el mismo molde y
condición que los demás, que han salido de la tierra por petición y
aclamación, y ahora es como si estuviesen a hombros del pueblo
en sus tronos, y que después tendrán que llevar sobre sus
hombros las cargas más pesadas de toda la comunidad. Muchos
años antes de esto el pueblo de Israel pidió un rev. Dios dio y
señaló la ley del gobierno real, cuando dice Moisés: Tú has
llegado a la tierra que el Señor, tu Dios, te ha dado, y la poseerás
y vivirás en ella, y dirás: nominaré a un rey que estará por encima
de mí; y nombrarás aquel que el Señor, tu Dios, elija entre todos
tus hermanos (Deut. XVII, 14). Aquí se ve que la elección del rey
se atribuye a Dios, su nombramiento al pueblo; ahora bien,
cuando el contenido de esta ley se ponga en práctica considera
de qué forma ha sido hecha. (…)
En resumen: desde el momento en que nadie ha nacido con
coronas en la cabeza y cetros en las manos, ningún hombre
puede ser rey de por sí ni reinar sin el pueblo; por el contrario, el
pueblo puede subsistir de por sí, y ya existía antes de tener
reyes; de todo esto se sigue que los reyes fueron en principio
constituidos por el pueblo; y aunque los hijos descendientes de
estos reyes hereden las virtudes de sus padres, de cierta manera
puede parecer que han entregado sus reinos en herencia a sus
descendientes, y que en algunos reinos y países el derecho de
libre elección semeja haber sido enterrado en parte; no obstante,
en todo reino bien ordenado parece que esta costumbre continúa.
Los hijos no han de suceder a los padres, antes de que el pueblo,
en principio, los haya nombrado de nuevo mediante su
aprobación; tampoco serán reconocidos por su calidad de tales y
herederos a la muerte de sus antecesores; han de ser aprobados
y nombrados reyes, y sólo una vez que hayan sido investidos con
el reinado, recibiendo el cetro y la diadema de manos de aquellos
que representan la majestad del pueblo. Se pueden observar
detalles evidentes de esto en los reinos cristianos, que ahora se
estiman hereditarios; el rey francés, el de España e Inglaterra y
otros son comúnmente consagrados y se les da la posesión de su
autoridad por los pares, los lores del reino y los funcionarios de la
corona, que representan el conjunto del pueblo.
Ahora, viendo cómo el pueblo elige y establece sus reyes, se
deduce que todo el conjunto del pueblo está por encima del rey;
hay una cosa evidente, que aquel que ha sido establecido por
otro está bajo aquel que le ha nombrado, y aquel que recibe su
autoridad de otro es menos que aquel de quien el poder se
deriva. Putifar, el egipcio, nombró a José sobre toda su casa;
Nabucodonosor a Daniel sobre la provincia de Babilonia; Darío a
las seis veintenas de gobernadores sobre el reino. Comúnmente
se dice que los dueños nombran a sus servidores, los reyes a sus
funcionarios. Del mismo modo también el pueblo nombra al rey
como administrador de toda la comunidad.
 
LANGUET, DU PLESSIS MORNAY: Vindiciae contra Tyrannos
(1579).
LA AUTORIDAD BASADA EN EL CONTRATO 10.2

Ya hemos demostrado anteriormente que en el


establecimiento de un rey existen dos alianzas o convenios: el
primero, entre Dios, el rey y el pueblo, de los cuales ya hemos
tratado anteriormente; el segundo convenio, entre el rey y el
pueblo, y sobre esto diremos ahora alguna cosa. Una vez que
Saúl fue nombrado rey se le otorgó la ley real, por medio de la
cual había de gobernar. David hizo su convenio en Hebrón ante el
Señor, es decir, que tomó a Dios por testigo, con todos los
ancianos de Israel, que representaban a todo el pueblo, y fue
instituido rey, Jonás también por boca de Johoiada, el sumo
sacerdote, hizo un convenio con el pueblo en la casa del Señor. Y
cuando la corona fue colocada en su cabeza, con ella iba la ley
del testimonio que había sido colocado en sus manos el mejor
exponente de la ley de Dios; del mismo modo Josías prometía
observar y guardar los mandamientos, testimonios y estatutos
comprendidos en el libro del convenio: bajo cuyas palabras está
contenido todo aquello que pertenece a los deberes, tanto de la
primera como de la segunda tabla de la ley de Dios. En todas las
partes de la historia sagrada, recordadas anteriormente, se dice:
que se hizo un convenio con todo el pueblo, con toda la multitud,
con todos los ancianos, con todos los hombres de Judá: hasta el
fin, para que podamos saber como se expresa claramente, que
no sólo las tribus principales, sino también los milenarios, los
centuriones, y magistrados subalternos se reuniesen, cada uno
de ellos en nombre de sus ciudadanos y comunidades, para
hacer un convenio y contrato con el rey. En esta asamblea se
llevaba a cabo la creación del rey, pues era el pueblo quien hacía
el rey, y no el rey al pueblo.
Es cierto que el pueblo por vía o estipulación requiere una
representación de los convenios. El rey lo promete. Ahora bien, la
condición de contratante es en términos de la ley mejor que la de
prometedor. El pueblo pregunta al rey si gobernará con justicia y
de acuerdo con las leyes. Lo promete. Entonces el pueblo
responde, no antes, que mientras él gobierne rectamente
obedecerá fielmente. El rey entonces promete simple y
absolutamente al pueblo, bajo la condición de que si fracasa en
cuanto a cumplirlo, el pueblo, según la equidad y la razón, queda
libre de su promesa.
En el primer convenio o contrato sólo hay una obligación para
con la piedad; en el segundo, para con la justicia. En aquél el rey
promete servir a Dios religiosamente; en éste gobernar al pueblo
justamente. Por uno se obliga a procurar lo más posible la gloria
de Dios, por el otro el beneficio del pueblo. En el primero se
expresa una condición: si guardas mis mandamientos; en el
segundo: si distribuyes la justicia equitativamente para cada
hombre. Dios es el propio vengador de la deficiencia en el
primero, y en el segundo, quien castiga legalmente la
delincuencia, el pueblo en general, o los estados, el cuerpo
representativo que ha asumido para ellos la protección del
pueblo. Esto se ha practicado siempre en todos los Estados bien
gobernados. (…)
Así en todas partes se crea una obligación mutua y recíproca
entre el pueblo y el príncipe; el primero promete ser un príncipe
bueno y sabio, los otros obedecerle fielmente, con tal de que
gobierne con justicia. El pueblo, por consiguiente, viene obligado
al príncipe, bajo ciertas condiciones, y el príncipe, al pueblo pura
y simplemente. Por consiguiente, si el príncipe incumple su
promesa, el pueblo queda liberado de la obediencia, el contrato
sigue siendo válido. Pero el derecho de obligar carece de fuerza.
Entonces el rey gobierna injustamente, es perjuro y el pueblo se
retracta al no obedecer sus ordenes legislativas. Pero este pueblo
queda libre de toda perfidia, pues públicamente renuncia al
injusto dominio de su tirano, pues éste sigue luchando con mano
dura manteniendo la posesión y el pueblo, trata continuamente de
expulsarlo mediante las armas.
Por consiguiente, los funcionarios de un reino pueden, bien
todos o un buen número de ellos, suprimir a un tirano; no sólo es
legal esto, sino que su deber lo exige: y si no lo nacen, en modo
alguno pueden excusar su bajeza.
 
Vindiciae.

DEBERES RELIGIOSOS Y POLÍTICOS 10.3

Si a los príncipes corresponde saber hasta qué punto ha de


llegar su autoridad; y a los súbditos qué es lo que han de
obedecer; si los unos pasan los límites de su jurisdicción, que de
ningún modo les pertenece, y los otros obedecen lo que los
primeros ordenan más allá de lo que deben, entonces ambos
serán castigados cuando tengan que dar cuentas ante otro juez.
Ahora bien, el fin y estructura de la pregunta expuesta, de que las
sagradas Escrituras dan principalmente la solución, es la
siguiente. La pregunta es si los súbditos están obligados a
obedecer a los reyes, aunque ordenen aquello que va en contra
de la ley de Dios; es decir, a cuál de los dos (Dios o rey) hemos
de obedecer, cuándo la pregunta haya de ser resuelta respecto
del rey, a quien ha de atribuirse poder absoluto y también cuándo
corresponda a otros magistrados.
Las sagradas Escrituras enseñan que Dios reina por su propia
autoridad, y los reyes por derivación; Dios por Sí mismo, los
reyes por Dios; Dios tiene una jurisdicción propia, los reyes son
sus delegados. De aquí que los reyes sean sus subordinados.
Por tanto, la jurisdicción de Dios no tiene límites, la de los reyes
es limitada; el poder de Dios es infinito, el de los reyes limitado; el
reino de Dios se extiende a todas partes, el de los reyes limitado
dentro de los confines de ciertos países. De la misma manera
Dios ha creado de la nada el cielo y la tierra; por tanto, por
derecho, El es el Señor y verdadero propietario de uno y de otra.
Todos los habitantes de la tierra tienen por El cuanto poseen y no
son más que sus inquilinos y granjeros; todos los príncipes y
gobernadores del mundo son sus estipendiarios y vasallos, están
obligados a conocer el poder que El les ha otorgado. En
resumen: sólo Dios es el dueño y señor, y todos los hombres, sea
cual fuere su grado o calidad, son sus servidores, granjeros,
funcionarios y vasallos, y han de dar cuentas y reconocerle a El, y
por ello El les ha obligado a su cumplimiento; cuanto más elevado
sea su cargo mayor ha de ser la cuenta que han de rendir, y
según su categoría, es decir, a la que Dios les ha elevado, así
han de ser sus cuentas a rendir ante su divina Majestad. Las
sagradas Escrituras dicen en diversos lugares que los fieles y
sabios serán reconocidos entre los paganos.
Ahora bien: si consideramos cuál es el deber de los vasallos
veremos que lo que podamos decir de ellos agrada a los reyes. El
vasallo recibe su pago de su señor, con derecho de justicia, y se
encarga de servirle en sus guerras. El rey ha sido instituido por el
Señor Dios, el Rey de los reyes, y hasta el fin ha de administrar
justicia a su pueblo y defenderle contra todos sus enemigos. El
vasallo recibe las leyes y condiciones de su soberano. Dios
ordena al rey que observe sus leyes y que las tenga siempre ante
sus ojos, prometiendo que, él y sus sucesores mantendrán largo
tiempo el reinado, si son obedientes, y, por el contrario, que su
reino será corto, si se rebelan contra su Rey Soberano. El vasallo
se obliga mediante juramento a su señor y promete que será fiel y
obediente. De la misma manera los reyes prometen
solemnemente ordenar, según las leyes expresas de Dios. En
resumen: el vasallo pierde, según la ley, su paga, todos sus
privilegios, si comete una felonía. De la misma forma el rev pierde
su derecho y a veces también su reino, si desprecia a Dios, si se
alía con sus enemigos y si comete alguna felonía en contra de su
Real Majestad. Esto se verá ole modo más claro teniendo en
cuenta el acuerdo entre Dios y el rey, pues Dios concede el honor
a sus servidores de llamarles sus confederados. Ahora leemos
dos clases de acuerdos en la consagración de los reyes, el
primero entre Dios, el rey y el pueblo, en el sentido de que el
pueblo ha de ser el pueblo de Dios. Él segundo entre el rey y el
pueblo, y este último ha de obedecer fielmente y el rey ordenar
con justicia.
En resumen: del mismo modo que aquellos vasallos rebeldes
que luchan por poseer el reino, y han cometido una felonía,
merecen ser eliminados, según testimonio de todas las leyes, del
mismo modo aquellos que realmente son culpables y que no
observan la ley divina, a la que todos los hombres, sin excepción
alguna, deben obediencia; o bien que persigan a aquellos que
deseen conformarse con ella y que no les oigan su justa defensa,
lo serán también. Ahora, por cuanto Dios consagra reyes en sus
reinos, del mismo modo que los vasallos lo son con su salario por
su soberano, sacaremos la conclusión de que los reyes son
vasallos de Dios y merecen ser privados de los beneficios que
reciben de su Señor si cometen felonía, de la misma manera que
los vasallos rebeldes lo son en sus estados. Aceptadas estas
premisas, el problema puede resolverse fácilmente; pues si Dios
ocupa el lugar de Soberano Señor y el rey el de vasallo, ¿quién
puede negar que hemos de obedecer al soberano en lugar del
vasallo? Si Dios ordena una cosa y el rey ordena lo contrario,
¿qué hombre prudente le calificaría de rebelde si rehúsa
obedecer al rey, si desobedece a Dios? Por el contrario, será
condenado y tenido por rebelde aquel que no obedece a Dios o
bien que obedezca al rey si éste le pide que niegue su obediencia
a Dios.
En resumen: si Dios nos llama para que entremos en su
servicio y el rey también, ¿habrá alguien privado de razón que no
piense que hemos de abandonar al rey y ponernos al servicio de
Dios?: qué lejos estamos de creer que estamos obligados de
obedecer al rey cuando nos ordena algo contrario a la ley de
Dios, pues al obedecerle nos convertimos en rebeldes para con
Dios. Sería lo mismo que un conciudadano que por el amor que
profesase a algún rico y anciano señor, pero de categoría inferior,
se alzase en armas contra el príncipe soberano, o bien que
obedeciese los mandatos de algún juez con menos categoría que
otro, las órdenes de un lugarteniente de una provincia, mejor que
las de un príncipe; resumiendo; las direcciones marcadas por un
funcionario, en lugar de las órdenes expresadas del propio rey.
 
Vindiciae.
RESISTENCIA A LA TIRANÍA 10.4

Los príncipes son elegidos por Dios y nombrados por el


pueblo. En tanto como particulares y considerados uno a uno,
son inferiores al príncipe, así todo el conjunto del pueblo y los
funcionarios del Estado que representan esto cuerpo son los
superiores del príncipe. Cuando se nombra y recibe a un príncipe,
hay convenios y contratos entre éste y el pueblo, que son tácitos
y que son expresados natural y civilmente; es decir, obedecerle
fielmente, mientras ordene con justicia, pues sirviendo a la
comunidad todos los hombres le servirán a él, y mientras
gobierne según la ley, todo quedará sometido a su gobierno, etc.
Los funcionarios del reino son los guardianes y protectores de
dichos convenios y contratos. Aquel que maliciosa o
voluntariamente viole dichas condiciones, es incuestionablemente
un tirano en la práctica. Y por consiguiente, los funcionarios del
Estado pueden juzgarle según las leyes. Y si mantiene su tiranía
con mano dura, su deber les obliga, cuando no por otros medios
con la fuerza de las armas, a eliminarlo.
Hay dos clases de funcionarios, aquellos que llevan a cabo la
protección del reino, como condestables, alguaciles, pares,
palatinos, y demás, cada uno de los cuales, aunque todo el resto
esté de acuerdo con la tiranía, está obligado a oponerse y limitar
al tirano; y aquellos que tienen a cargo el gobierno de una
provincia, ciudad o parte del reino, como los duques, marqueses,
condes, cónsules, alcaldes, etc. los cuales pueden, según este
derecho, acabar con la tiranía y los tiranos de sus ciudades,
límites y gobiernos.
En la práctica, las personas particularmente consideradas no
pueden desenvainar la espada contra los tiranos, pues éstos no
fueron nombrados por los particulares, sino por todo el conjunto
del pueblo. Pero para los tiranos que sin titulo y como intrusos
han ocupado el cargo, sin contrato o convenio con el pueblo, está
permitido que todos se opongan a él y lo depongan; y en esta
clasificación de tiranos pueden entrar aquellos que abusan de la
debilidad de un príncipe legal, y que de una manera tiránica
insultan a sus súbditos.
Por último, como siempre ha habido tiranos, las historias nos
testifican, que también ha habido príncipes vecinos que se han
opuesto a la tiranía y han mantenido al pueblo en su derecho. Los
príncipes de este tiempo al imitar tan buenos ejemplos, suprimían
los tiranos en cuerpo y alma, y eliminaban a los opresores tanto
de la comunidad como de la Iglesia de Cristo; de otro modo ellos
mismos hubieran merecido el título infamante de tiranos.
Y para terminar este discurso sólo añadiré una palabra: que la
piedad ordena que la ley y la Iglesia de Dios se mantengan. La
justicia requiere que los tiranos y destructores de la comunidad
entren en razón. La caridad exige el derecho de remediar y
rehabilitar el oprimido. Aquellos que no tienen en cuenta estas
cosas y para quienes nada significa la piedad, la justicia y la
caridad, en este mundo, no deben ser escuchados.
 
Vindiciae.

«IUS NATURALE» EN HOBBES 10.5

El derecho de naturaleza, lo que los escritores llaman


comúnmente ius naturale, es la libertad que cada hombre tiene
de usar su propio poder como quiera para la conservación de su
propia naturaleza, es decir, de su propia vida; y por consiguiente,
para hacer todo aquello que su propio juicio y razón considere
como los medios más aptos para lograr ese fin.
Por libertad se entiende, de acuerdo con el significado propio
de la palabra, la ausencia de impedimentos externos,
impedimentos que con frecuencia reducen parte del poder que un
hombre tiene de hacer lo que quiera; pero no pueden impedirle
que use el poder que le resta, de acuerdo con lo que su juicio y
razón le dicten.
 
T. HOBBES: Leviathan (1651).

EL ESTADO DE NATURALEZA 10.6

La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las


facultades del cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es, a
veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo o más sagaz de
entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la
diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno
pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio
cualquiera al que otro no pueda aspirar como él. En efecto, por lo
que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene bastante
fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas
maquinaciones o confederándose con otro que se halle en el
mismo peligro que él se encuentra.
En cuanto a las facultades mentales (si se prescinde de las
artes fundadas sobre las palabras, y en particular de la destreza
en actuar, según reglas generales e infalibles, lo que se llama
ciencia, arte que pocos tienen, y aun éstos en muy pocas cosas,
va que no se trata de una facultad innata, o nacida con nosotros o
alcanzada, como la prudencia, mientras perseguimos algo
distinto) yo encuentro aún una igualdad más grande entre los
hombres que en lo referente a la fuerza. Porque la prudencia no
es sino experiencia; cosa que todos los hombres alcanzan por
igual en tiempos iguales y en aquellas cosas a las cuales se
consagran por igual. Lo que acaso puede hacer increíble tal
igualdad no es sino un vano concepto de la propia sabiduría, que
la mayor parte de los hombres piensan poseer en más alto grado
que el común de las gentes, es decir, que todos los hombres, con
excepción de ellos mismos y de unos pocos más, a quienes
reconocen su valía, ya sea por la fama de que gozan o por la
coincidencia con ellos mismos. Tal es, en efecto, la naturaleza de
los hombres, que si bien conocen que otros son más sagaces,
más elocuentes o más cultos, difícilmente llegan a creer que haya
muchos tan sabios como ellos mismos, ya que cada uno ve su
pro pió talento a la mano y el de los demás hombres a distancia.
Peto esto es lo que mejor prueba que los hombres son en este
punto más bien iguales que desiguales. No hay, en efecto, y de
ordinario, un signo más claro de distribución igual de una cosa
que el hecho de que cada hombre esté satisfecho con la porción
que le corresponde.
De esta igualdad, en cuanto a la capacidad, se deriva la
igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros
fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma
cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven
enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es
principalmente su propia conservación y a veces su deleite tan
sólo) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno al otro. De aquí que
un agresor no teme otra cosa que el poder singular de otro
hombre; si alguien planta, siembra, construye y posee un lugar
conveniente cabe probablemente esperar que vengan otros, con
sus fuerzas unidas, para desposeerle y privarle no sólo del fruto
de su trabajo, sino también de su vida o de su libertad. Y el
invasor, a su vez, se encuentra en el mismo peligro con respecto
a otros.
Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún
procedimiento tan razonable existe para que un hombre se
proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar por
medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que
pueda, durante el tiempo preciso, hasta que ningún otro poder
sea capaz de amenazarle. Esto no es otra cosa sino lo que
requiere su propia conservación, y es generalmente permitido.
Como algunos se complacen en contemplar su propio poder en
los actos de conquista, prosiguéndolos más allá de lo que su
seguridad requiere, otros, que, en diferentes circunstancias
serían felices manteniéndose dentro de los límites modestos, si
no aumentan su fuerza por medio de la invasión, no podrán
subsistir durante mucho tiempo si se sitúan solamente en plan
defensivo. Por consiguiente, siendo necesario, para la
conservación de un hombre, aumentar su dominio sobre los
semejantes se le debe permitir también.
 
T. HOBBES: Leviathan (1651).

LA LEY NATURAL 10.7

Ley de naturaleza (lex naturalis) es un precepto o norma


general establecida por la razón, en virtud de la cual se prohíbe a
un hombre hacer lo que puede destruir su vida o privarle de los
medios de conservarla; o bien omitir aquello mediante lo cual
piense que puede quedar su vida mejor preservada. Aunque
quienes se ocupan de estas cuestiones acostumbran a confundir
ius y lex, derecho y ley, precisa distinguir esos términos, porque
el derecho consiste en la libertad de hacer o de omitir, mientras
que la ley determina y obliga a una de esas dos cosas. Así, la ley
y el derecho difieren tanto como la obligación y la libertad, que
son incompatibles cuando se refieren a una misma materia.
La condición del hombre (tal como se ha manifestado en el
capítulo precedente) es una condición de guerra de todos contra
todos, en la cual cada uno está gobernado por su propia razón,
no existiendo nada de lo que pueda hacer uso que no le sirva de
instrumento para proteger su vida contra sus enemigos. De aquí
se sigue que, en semejante condición, cada hombre tiene
derecho a hacer cualquier cosa, incluso en el cuerpo de los
demás. Y, por consiguiente, mientras persiste ese derecho natural
de cada uno con respecto a todas las cosas no puede haber
seguridad para nadie (por fuerte o sabio que sea) de existir
durante todo el tiempo que ordinariamente la Naturaleza permite
vivir a los hombres. De aquí resulta un precepto o regla general
de la razón, en virtud de la cual cada hombre debe esforzarse por
la paz, mientras tiene la esperanza de lograrla; y cuando no
puede obtenerla debe buscar y utilizar todas las ayudas y
ventajas de la guerra. La primera fase de esta regla contiene la
ley primera y fundamental de la naturaleza, a saber: buscar la paz
y seguirla. La segunda, la suma del derecho de naturaleza, es
decir: defendernos a nosotros mismos por todos los medios
posibles.
De esta ley fundamental de naturaleza, mediante la cual se
ordena a los hombres que tiendan hacia la paz, se deriva esta
segunda ley: que uno acceda, si los demás consienten también, y
mientras se considere necesario para la paz y defensa de sí
mismo, a renunciar este derecho a todas las cosas y a
satisfacerse con la misma libertad frente a los demás hombres,
que les sea concedida a los demás con respecto a él mismo. En
efecto, mientras uno mantenga su derecho de hacer cuanto le
agrade, los hombres se encuentran en situación de guerra. Y si
los demás no quieren renunciar a ese derecho como él, no existe
razón para que nadie se despoje de dicha atribución, porque ello
más bien que disponer a la paz significaría ofrecerse a sí mismo
como presa (a lo que no está obligado ningún hombre). Tal es la
ley del Evangelio: Lo que pretendáis que los demás os hagan a
vosotros hacedlo vosotros a ellos. Y esta otra ley de la
humanidad entera: Quod tibi fieri non vis, alteri ne feceris.
 
T. HOBBES: Leviathan (1651).

EL PACTO SOCIAL 10.8

La causa final, fin o designio de los hombres (que


naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás), al
introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos
vivir formando estados), es el cuidado de su propia conservación
y por añadidura el logro de una vida más armónica; es decir, el
deseo de abandonar esa miserable condición de guerra que, tal
como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de las
pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder
visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la
realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de
naturaleza establecidas en los capítulos XIV y XV. (…)
El único camino para erigir semejante poder común, capaz de
defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las
ofensas ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia
actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos
y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un
hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por
pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una
voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea
de hombres que represente su personalidad; y que cada uno
considere como propio y se reconozca a sí mismo, como autor de
cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su
persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la
seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada
uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo
más que consentimiento o concordia: es una unidad real de todo
ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada
hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a
todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de
hombres mi derecho de gobernarme a mí mismo con la condición
de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho y autorizaréis
todos sus actos de la misma manera. Hecho esto, la multitud así
unida en una persona se denomina Estado, en latín Civitas. Esta
es la generación de aquel gran Leviatán, o más bien (hablando
con más reverencia) de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo
el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud
de esa autoridad que se le confiere por cada hombre particular el
Estado posee y utiliza tanto poder y fortaleza que por el terror que
inspira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para
la paz en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus
enemigos en el extranjero. Y en ello consiste la esencia del
Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos
una gran multitud, por pactos mutuos realizados entre sí, ha sido
instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar
la fortaleza y medios de todos como lo juzgue oportuno para
asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se
denomina soberano y se dice que tiene poder soberano; cada
uno de los que le rodean es súbdito suyo.
Se alcanza este poder soberano por dos conductos. Uno por
la fuerza natural, como cuando un hombre hace que sus hijos y
los hijos de sus hijos le estén sometidos, siendo capaz de
destruirlos si se niegan a ello; o que por actos de guerra someta a
sus enemigos a su voluntad, concediéndoles la vida a cambio de
su sumisión. Ocurre el otro procedimiento cuando los hombres se
ponen de acuerdo entre sí para someterse a algún hombre o
asamblea de hombres voluntariamente, en la confianza de ser
protegidos por ellos contra todos los demás. En este último caso
puede hablarse de Estado político o Estado por institución, y en el
primero de Estado por adquisición.
 
T. HOBBES: Leviathan (1651).

EL PRÍNCIPE 10.9

En segundo lugar, como el derecho de representar la persona


de todos se otorga a quien todos constituyen en soberano,
solamente por pacto de uno a otro, y no del soberano en cada
uno de ellos, no puede existir quebrantamiento de pacto por parte
del soberano, y en consecuencia ninguno de sus súbditos,
fundándose en una infracción, puede ser liberado de su sumisión.
Que quien es erigido en soberano no conviene pacto alguno, por
anticipado, con sus súbditos, es manifiesto, porque o bien debe
hacerlo con la multitud entera, como parte del pacto, o debe
hacer un pacto singular, con cada persona. Con el conjunto como
parte del pacto es imposible, porque hasta entonces no
constituye una persona; y si conviene tantos pactos singulares
como hombres existen, estos pactos resultan nulos en cuanto
adquieren la soberanía, porque cualquier acto que pueda ser
presentado por uno de ellos como infracción del pacto es el acto
de sí mismo y de todos los demás, ya que está hecho en la
persona y por el derecho de cada uno de ellos en particular.
Además, si uno o varios de ellos pretenden quebrantar el pacto
hecho por el soberano en su institución, y otros o alguno de sus
súbditos, o él mismo solamente, pretende que no hubo semejante
quebrantamiento no existe entonces juez que pueda decidir la
controversia; en tal caso la decisión corresponde de nuevo a la
espada, y todos los hombres recobran el derecho de protegerse a
sí mismos por su propia fuerza, contrariamente al designio que
les anima al efectuar la institución. Es, por tanto, falso garantizar
la soberanía por medio de un pacto precedente. La opinión de
que cada monarca recibe su poder del pacto, es decir, de modo
condicional, procede de la falta de comprensión de esta verdad
obvia, según la cual no siendo los pactos otra cosa que palabras
y aliento no tienen tuerza para obligar, contener, constreñir o
proteger a cualquier hombre, sino la que resulta de la fuerza
pública; es decir, de la libertad de acción de aquel hombre o
asamblea de hombres que ejercen la soberanía y cuyas acciones
son firmemente mantenidas por todos ellos y sustentadas por la
fuerza de cuantos en ella están unidos. Pero cuando se hace
soberana a una asamblea de hombres entonces ningún hombre
imagina que semejante pacto haya pasado a la institución. En
efecto, ningún hombre es tan necio que afirme, por ejemplo, que
el pueblo de Roma hizo un pacto con los romanos para sustentar
la soberanía a base de tales o cuales condiciones, que al
incumplirse permitieran a los romanos deponer legalmente al
pueblo romano. Que los hombres no adviertan la razón de que
ocurra lo mismo en una monarquía y en un gobierno popular
procede de la ambición de algunos que ven con mayor simpatía
al gobierno de una asamblea, en la que tienen esperanzas de
participar, que el de una monarquía de cuyo disfrute desesperan.
 
T. HOBBES: Leviathan (1651).
IDENTIDAD DE LA LEY POSITIVA Y NATURAL 10.10

En séptimo lugar, es inherente a la soberanía el pleno poder


de prescribir las normas en virtud de las cuales cada hombre
puede saber qué bienes puede disfrutar y qué acciones puede
llevar a cabo sin ser molestado por cualquiera de sus
conciudadanos. Esto es lo que los hombres llaman propiedad. En
efecto, antes de instituirse el poder soberano (como ya hemos
expresado anteriormente) todos los hombres tienen derecho a
todas las cosas, lo cual es necesariamente causa de guerra; y
por consiguiente, siendo esta propiedad necesaria para la paz y
dependiente del poder soberano, es acto propio de este poder
para asegurar la paz pública. Esas normas de propiedad (o
meum y tuum) y de lo bueno y lo malo, de lo legítimo e ilegítimo
en las acciones de los súbditos son leyes civiles, es decir, leyes
de cada Estado particular, aunque el nombre de ley civil esté
ahora restringido a las antiguas leyes civiles de la ciudad de
Roma; ya que siendo ésta la cabeza de una gran parte del
mundo, sus leyes en aquella época fueron, en dichas comarcas,
la ley civil. (…)
La ley de la naturaleza y la ley civil se contienen una y otra y
son de igual extensión. En efecto, las leyes de la naturaleza, que
consisten en la equidad, la justicia, la gratitud y otras virtudes
morales que dependen de ellas, en la condición de mera
naturaleza, no son propiamente leyes, sino cualidades que
disponen a los hombres a la paz y la obediencia. Desde el
momento en que un Estado queda establecido, existen ya leyes,
pero antes no: entonces son órdenes del Estado y, por
consiguiente, leyes civiles, porque es el poder soberano quien
obliga a los hombres a obedecerlas. En las disensiones entre
particulares, para establecer lo que es equidad, y lo que es
justicia, y lo que es virtud moral, y darles carácter obligatorio, hay
necesidad de ordenanzas del poder soberano, y de castigos que
serán impuestos a quienes las quebranten; esas ordenanzas, son
por consiguiente, parte de la ley civil. Por tal rayón, la ley de la
naturaleza es una parte de la ley civil en todos los estados del
mundo. Recíprocamente también, la ley civil es una parte de los
dictados de la naturaleza, ya que la justicia es decir, el
cumplimiento del pacto y el dar a cada uno lo suyo es un dictado
de la ley de la naturaleza. Ahora bien: cada súbdito en un Estado
ha estipulado su obediencia a la ley civil (ya sea uno con otro,
como cuando se reúnen para constituir una representación
común, o con el representante mismo; uno por uno, cuando
sojuzgados por la fuerza prometen obediencia para conservar la
vida); por tanto, la obediencia a la ley civil es parte, también, de la
ley de la naturaleza. La ley civil y natural no son especies
diferentes, sino partes distintas de la ley; de ellas, una parte es
escrita y se llama civil; la otra no escrita y se denomina natural.
Ahora bien: el derecho de naturaleza, es decir, la libertad natura]
del hombre puede ser limitada y restringida por la ley civil; más
aún, la finalidad de hacer leyes no es otra sino esa restricción, sin
la cual no puede existir ley alguna. La ley no fue traída al mundo
sino para limitar la libertad natural de los hombres individuales, de
tal modo que no pudieran dañarse sino asistirse uno a otro y
mantenerse unidos contra el enemigo común.
 
T. HOBBES: Leviathan (1651).

EL ESTADO DE NATURALEZA SEGÚN LOCKE 10.11

Para comprender bien en qué consiste el poder político y para


remontarnos a su verdadera fuente, será forzoso que
consideremos cuál es el estado en que se encuentran
naturalmente los hombres, a saber: un estado de completa
libertad para ordenar sus actos, y para disponer de sus
propiedades y de sus personas como mejor les parezca, dentro
de los límites de la ley natural, sin necesidad de pedir permiso, y
sin depender de la voluntad de otra persona.
Es también un estado de igualdad, dentro del que todo poder
y toda jurisdicción son recíprocas, en el que nadie tiene más que
otro, puesto que no hay cosa más evidente que el que seres de la
misma especie y de idéntico rango, nacidos para participar sin
distinción de todas las ventajas de la naturaleza y para servirse
de las mismas facultades, sean también iguales entre ellos, sin
subordinación ni sometimiento, a menos de que el Señor y dueño
de todos ellos haya colocado, por medio de una clara
manifestación de su voluntad, a uno de ellos por encima de los
demás, y que le haya conferido, mediante un nombramiento
evidente y claro, el derecho indiscutible al poder y a la soberanía.
(…)
Pero aunque ese estado natural sea un estado de libertad, no
lo es de licencia; aunque el hombre tenga en semejante estado
una libertad sin límites para disponer de su propia persona y de
sus propiedades, esa libertad no le confiere derecho de destruirse
a sí mismo ni siquiera a alguna de las criaturas que posee, sino
cuando se trata de consagrarla, con ello, a un uso más noble que
el requerido por su simple conservación. El estado natural tiene
una ley natural por la que se gobierna, y esa ley obliga a todos.
La razón que coincide con esa ley, enseña a cuantos seres
humanos quieren consultarla que, siendo iguales e
independientes, nadie debo dañar a otro en su vida, salud,
libertad o posesiones; porque, siendo los hombres todos la obra
de un Hacedor omnipotente e infinitamente sabio; siendo todos
ellos servidores de un único Señor soberano, llegados a este
mundo por orden y para servicio suyo, son propiedad de ese
Hacedor y Señor que los hizo para que existan mientras le plazca
a El y no a otro. Y como están dotados de idénticas facultades y
todos participan en una comunidad de naturaleza, no puede
suponerse que exista entre nosotros una subordinación tal que
nos autorice a destruirnos mutuamente, como si los unos
hubiésemos sido hechos para utilidad de los otros, tal y como
fueron hechas las criaturas de rango inferior, para que nos
sirvamos de ellas. De la misma manera que cada uno de
nosotros está obligado a su propia conservación, y a no
abandonar voluntariamente el puesto que ocupa, lo está
asimismo, cuando no esta en juego su propia conservación, a
mirar por la de los demás seres humanos, y a no quitarles la vida,
a no dañar ésta, ni todo cuanto tiende a la conservación de la
vida, de la libertad, de la salud, de los miembros o de los bienes
de otro, a menos que se trate de hacer justicia en un culpable.
 
J. LOCKE: Dos tratados del gobierno civil (1690).

EL DERECHO DE PROPIEDAD 10.12

Dios que dio la tierra en común a los hombres, les dio también
la razón para que se sirvan de ella de la manera más ventajosa
para la vida y más conveniente para todos. La tierra, y todo lo que
ella contiene se le dio al hombre para el sustento y el bienestar
suyo. Aunque todos los frutos que esa tierra produce
naturalmente y todos los animales que en ella se sustentan,
pertenecen en común al género humano en cuanto que son
producidos por la mano espontánea de la naturaleza, y nadie
tiene originalmente un dominio particular en ninguno de ellos con
exclusión de los demás hombres, ya que se encuentran de ese
modo en su estado natural, sin embargo, al entregarlos para que
los hombres se sirvan de ellos, por fuerza tendrá que haber algún
medio de que cualquier hombre se los apropie y se beneficie de
ellos. Por ejemplo, el producto de la caza, que sirve de sustento a
los indios selváticos, que no reconocen cotos y siguen poseyendo
la tierra en común, será suyo y tan suyo…, es decir, tan parte de
él mismo… que nadie podrá alegar derecho alguno sobre lo
cazado por él antes de que haya consumido lo necesario para el
sustento de su vida.
Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores sirvan en
común a todos los hombres, no es menos cierto que cada
hombre tiene la propiedad de su propia persona. Nadie, fuera de
él mismo, tiene derecho alguno sobre ella. Podemos también
afirmar que el esfuerzo de su cuerpo y la obra de sus manos son
también auténticamente suyos. Por eso, siempre que alguien
saca alguna cosa del estado en que la naturaleza lo produjo y lo
dejó, ha puesto en esa cosa algo de su esfuerzo, le ha agregado
algo que es propio suyo; y, por ello, la ha convertido en propiedad
suya. Habiendo sido él quien la ha apartado de la condición
común en que la naturaleza colocó esa cosa, ha agregado a ésta,
mediante su esfuerzo, algo que excluye de ella al derecho común
de los demás, siendo, pues, el trabajo o esfuerzo propiedad
indiscutible del trabajador, nadie puede tener derecho a lo que
resulta después de esa agregación, por lo menos cuando existe
la cosa en suficiente cantidad para que la usen los demás.
No cabe duda de que quien se sustenta de las bellotas que
recogió al pie de una encina, o de las manzanas arrancadas de
los árboles del bosque, se las ha apropiado para sí mismo. Nadie
pondrá en duda que ese alimento le pertenece. Y yo pregunto:
¿en qué momento empezó a ser suyo?, ¿al digerirlo?, ¿al
comerlo?, ¿al hervirlo?, ¿cuando se lo llevó a su casa?, ¿cuando
lo recogió del árbol? Es evidente que si el acto de recogerlo no
hizo que le perteneciese, ninguna de los otros actos pudo darle la
propiedad. El trabajo puso un sello que lo diferenció del común.
El trabajo agregó a esos productos algo más de lo que había
puesto la naturaleza, madre común de todos, y, de ese modo,
pasaron a pertenecerle particularmente. ¿Habrá alguien que
salga diciéndome que no tenía derecho sobre aquellas bellotas o
manzanas de que se apropió, por no tener el consentimiento de
todo el género humano para apropiarse de ellas? De haber sido
necesario tal consentimiento, los hombres se habrían muerto de
hambre en medio de la abundancia que Dios les había
proporcionado. Tenemos como ejemplo las dehesas comunes.
Que siguen siéndolo por convenio expreso; la propiedad de sus
frutos se inicia con el acto de recoger los que son comunes,
sacándolos del estado en que la naturaleza los dejó; de nada
serviría, sin ello, la dehesa común. Y no se requiere el
consentimiento expreso de todos los coposesores para tomar
ésta o la otra parte. Por esta razón la hierba que mi caballo na
pastado, el forraje que mi criado cortó, el mineral que yo he
excavado en algún terreno que yo tengo en común con otros, se
convierte en propiedad mía sin el señalamiento ni la conformidad
de nadie. El trabajo que me pertenecía, es decir, el sacarlos del
estado común en que se encontraban, dejó marcada en ellos mi
propiedad.
 
J. LOCKE: Dos tratados del gobierno civil (1690)

EL DERECHO DE HACER JUSTICIA 10.13

Y para impedir que los hombres atropellen los derechos de los


demás, que se dañen recíprocamente, y para que sea observada
la ley de la naturaleza, que busca la paz y la conservación de
todo el género humano, ha sido puesta en manos de todos los
hombres, dentro de ese estado, la ejecución de la ley natural; por
eso tiene cualquiera el derecho de castigar a los transgresores de
esa ley con un castigo que impida su violación. Sería vana la ley
natural, como todas las leyes que se relacionan con los hombres
de este mundo, si en el estado natural no hubiese nadie con
poder para hacerla ejecutar, defendiendo de ese modo a los
inocentes y poniendo un obstáculo a los culpables; y si un
hombre puede, en el estado de naturaleza, castigar a otro por
cualquier otro daño que haya hecho, todos los hombres tendrán
ese mismo derecho, por ser aquél un estado de igualdad
perfecta, en el que ninguno tiene superioridad o jurisdicción sobre
otro, y todos deben tener derecho a hacer lo que uno cualquiera
puede hacer para imponer el cumplimiento de dicha ley.
De este modo es cómo, en el estado de naturaleza, un
hombre llega a tener poder sobre otro, pero no es un poder
absoluto y arbitrario para tratar a un criminal, cuando lo tiene en
sus manos, siguiendo la apasionada fogosidad o la extravagancia
ilimitada de su propia voluntad; lo tiene únicamente para
imponerle la pena proporcionada a su transgresión, según lo
dictan la serena razón y la conciencia, es decir, únicamente en
cuanto pueda servir para la reparación y la represión. Estas son
las dos únicas razones por las que un hombre puede infligir a otro
un daño, y a eso es a lo que llamamos castigo. El culpable, por el
hecho de transgredir la ley natural, viene a manifestar que con él
no rige la ley de la razón y de la equidad común que es la medida
que Dios estableció para los actos de los hombres, mirando por
su seguridad mutua, al hacerlo, se convierte en un peligro para el
género humano. Al despreciar y quebrantar ese hombre el
vínculo que ha de guardar a los hombres del daño y de la
violencia, comete un atropello contra la especie toda, y contra la
paz y seguridad de la misma que la ley natural proporciona.
Ahora bien: por el derecho que todo hombre tiene de defender a
la especie humana en general, está autorizado a poner
obstáculos e incluso, cuando ello es una necesidad, a destruir las
cosas dañinas para aquélla; así es como puede infligir al culpable
de haber transgredido la ley el castigo, aunque no puede hacerle
arrepentirse, impidiéndole de ese modo, e impidiendo con su
ejemplo a los demás, que recaigan en delito semejante. En un
caso y por un motivo igual, cualquier hombre tiene el derecho a
castigar a un culpable, haciéndose ejecutor de la ley natural.
 
J. LOCKE: Dos tratados del gobierno civil (1690).

CARENCIAS DEL ESTADO DE NATURALEZA 10.14

No cabe la menor duda de que a esta extraña teoría de que


en el estado de naturaleza posee cada cual el poder ejecutivo de
la ley natural, se objetara que no está puesto en razón que los
hombres sean jueces en sus propias causas, y que el amor
propio hará que esos hombres juzguen con parcialidad en favor
de sí mismos y de sus amigos. Por otro lado, la malquerencia, la
pasión y la venganza los arrastrarán demasiado lejos en el
castigo que infligen a los demás, no pudiendo resultar de ello sino
confusión y desorden, por lo que sin duda alguna Dios debió fijar
un poder que evitase la parcialidad y la violencia de los hombres.
Concedo sin dificultad que el poder civil es el remedio apropiado
para los inconvenientes que ofrece el estado de naturaleza; esos
inconvenientes tienen seguramente que ser grandes allí, donde
los hombres pueden ser jueces en su propia causa; siendo fácil
imaginarse que quien hizo la injusticia de perjudicar a su hermano
difícilmente se condenará a sí mismo por esa culpa suya. Ahora
bien, yo desearía que quienes hacen esta objeción tengan
presente que los monarcas absolutos son únicamente hombres.
Si el poder civil ha de ser el remedio de los males que
necesariamente se derivan de que los hombres sean jueces en
sus propias causas, no debiendo por esta razón tolerarse el
estado de naturaleza, yo quisiera que me dijesen qué género de
poder civil es aquel en que un hombre solo, que ejerce el mando
sobre una multitud, goza de la libertad de ser juez en su propia
causa, y en qué aventaja ese poder civil al estado de naturaleza,
pudiendo como puede ese hombre hacer a sus súbditos lo que
más acomode a su capricho sin la menor oposición o control de
aquellos que ejecutan ese capricho suyo. ¿Habrá que someterse
a ese hombre en todo lo que él hace, lo mismo si se guía por la
razón que si se equivoca o se deja llevar de la pasión? Los
hombres no están obligados a portarse unos con otros de esa
manera en el estado de naturaleza, porque, si quien juzga, juzga
mal en su propio caso o en el de otro, es responsable de su mal
juicio ante el resto del género humano. (…)
Tenemos pues, que la finalidad máxima y principal que buscan
los hombres al reunirse en Estados o comunidades,
sometiéndose a un gobierno, es la de salvaguardar sus bienes;
esa salvaguardia es muy incompleta en el estado de naturaleza.
En primer lugar, se necesita una ley establecida, aceptada,
conocida y firme, que sirva por común consenso de norma de lo
justo y de lo injusto, y de medida común para que puedan
resolver por ella todas las disputas que surjan entre los hombres.
Aunque la ley natural es clara e inteligible para todas las criaturas
racionales, los hombres, llevados de su propio interés, o
ignorantes por falta de estudio de la misma, se sienten inclinados
a no reconocerla como norma que les obliga cuando se trata de
aplicarla a los casos en que está en juego su interés.
En segundo lugar, hace falta en el estado de naturaleza un
juez reconocido e imparcial, con autoridad para resolver todas las
diferencias, de acuerdo con la ley establecida. Como en este
estado es cada hombre juez y ejecutor de la ley natural, y como
todos ellos son parciales cuando se trata de sí mismos, es muy
posible que la pasión y el rencor los lleven demasiado lejos; que
tomen con excesivo acaloramiento sus propios problemas, y que
se muestren negligentes y despreocupados con los problemas de
los demás.
En tercer lugar, con frecuencia, en el estado de naturaleza se
hace necesario un poder suficiente que respalde y sostenga la
sentencia cuando ésta es justa, y que la ejecute debidamente.
Quienes se han hecho culpables de una injusticia, rara vez
dejarán de mantenerla si disponen de fuerza para ello. Esa
resistencia convierte muchas veces en peligroso el castigo,
resultando con frecuencia muertos quienes tratan de aplicarlo.
Así es como el género humano se ve rápidamente llevado
hacia la sociedad política a pesar de todos los privilegios de que
goza en el estado de naturaleza, porque mientras permanecen
dentro de éste, su situación es mala. Por esa razón, es raro
encontrar hombres que permanezcan durante algún tiempo en tal
estado. Los inconvenientes a que están expuestos, dado que
cualquiera de ellos puede poner por obra sin norma ni límite el
poder de castigar las transgresiones de los demás, los impulsan a
buscar refugio, a fin de salvaguardar, sus bienes, en las leyes
establecidas por los gobiernos. Esto es lo que hace que cada
cual esté dispuesto a renunciar a su poder individual de castigar,
dejándolo en las manos de un solo individuo elegido entre ellos
para esa tarea, y ateniéndose a las reglas que la comunidad o
aquellos que han sido autorizados por los miembros de la misma,
establezcan de común acuerdo. Ahí es donde radica el derecho y
el nacimiento de ambos poderes, el legislativo y el ejecutivo, y
también el de los gobiernos y el de las mismas sociedades
políticas.
 
J. LOCKE: Dos tratados del gobierno civil (1690).

EL ESTADO LIBERAL 10.15

En su consecuencia, siempre que cierto número de hombres


se unen en sociedad renunciando cada uno de ellos al poder de
ejecutar la ley natural, cediéndolo a la comunidad, entonces y
sólo entonces se constituye una sociedad política o civil. Ese
hecho se produce siempre que cierto número de hombres que
vivían en el estado de naturaleza se asocian para formar un
pueblo, un cuerpo político, sometido a un gobierno supremo, o
cuando alguien se adhiere y se incorpora a cualquier gobierno va
constituido. Por ese hecho autoriza a la sociedad o, lo que es lo
mismo, a su poder legislativo, para hacer las leyes en su nombre
según convenga al bien público o de la sociedad, y para
ejecutarlas siempre que se requiera su propia asistencia (como si
se tratase de decisiones propias suyas). Eso es lo que saca a los
hombres de un estado de naturaleza y los coloca dentro de una
sociedad civil, es decir, el hecho de establecer en este mundo un
juez con autoridad para decidir todas las disputas y reparar todos
los daños que pueda sufrir un miembro cualquiera de la misma.
Ese juez es el poder legislativo, o lo son los magistrados que él
mismo señale. Siempre que encontremos a cierto número de
hombres, asociados entre sí, pero sin disponer de ese poder
decisivo a quien apelar, podemos decir que siguen viviendo en el
estado de naturaleza.
Resulta, pues, evidente que la monarquía absoluta, a las que
ciertas personas consideran como el único gobierno del mundo,
es en realidad incompatible con la sociedad civil, y por ello, no
puede ni siquiera considerarse como una forma de poder civil. La
finalidad de la sociedad civil es evitar y remediar los
inconvenientes del estado de naturaleza, que se producen
forzosamente cuando cada hombre es juez de su propio caso,
estableciendo para ello una autoridad conocida a la que todo
miembro de dicha sociedad pueda recurrir cuando sufre algún
atropello, o siempre que se produzca alguna disputa, y a la que
todos tengan obligación de obedecer. Allí donde existen personas
que no disponen de esa autoridad a quien recurrir para que
decida en el acto las diferencias que surgen entre ellas, esas
personas siguen viviendo en un estado de naturaleza. Y en esa
situación se encuentran, frente a frente, el rev absoluto y todos
aquellos que están sometidos a su régimen.
Al partirse del supuesto de que ese príncipe absoluto reúne en
sí mismo el poder legislativo y el poder ejecutivo sin participación
de nadie, no existe juez ni manera de apelar a nadie capaz de
decidir con justicia e imparcialidad, y con autoridad para
sentenciar, o que pueda remediar o compensar cualquier
atropello o daño que ese príncipe haya causado, por sí mismo, o
por orden suya. Ese hombre, lleve el título que lleve, zar, gran
señor o el que sea, se encuentra tan en estado tic naturaleza con
sus súbditos como con el resto del género humano. Allí donde
existen dos hombres que carecen de una ley fija y de un juez
común al que apelar en este mundo, para que decida en las
disputas sobre derecho que surjan entre ellos, los tales hombres
siguen viviendo en estado de naturaleza y bajo todos los
inconvenientes del mismo. La única diferencia, lamentable
además, para el súbdito, o más bien, para el esclavo del príncipe
absoluto, es que en el estado de naturaleza dispone de libertad
para juzgar él mismo de su derecho, y para defenderlo según la
medida de sus posibilidades, pero cuando se ve atropellado en su
propiedad por la voluntad y por la orden de un monarca, no sólo
no tiene a quién recurrir, como deben tener todos cuantos viven
en sociedad, sino que, lo mismo que si lo hubieran rebajado de
su estado común de criatura racional, se le niega la libertad de
juzgar de su caso, o de defender su derecho. De ahí que se vea
expuesto a todas las miserias y a todos los males que se puedan
esperar de quien, encontrándose sin traba alguna en un estado
de naturaleza, se ve además corrompido por la adulación e
investido de un inmenso poder.
 
J. LOCKE: Dos tratados del gobierno civil (1690).

EL PODER LEGISLATIVO 10.16

Siendo la alta finalidad de los hombres al entrar en sociedad


el disfrute de sus propiedades en paz y seguridad, y
constituyendo las leyes establecidas en esa sociedad el magno
instrumento y medio para conseguirla, la ley primera y
fundamental de todas las comunidades políticas es la del
establecimiento del poder legislativo, al igual que la ley primera y
básica natural, que debe regir incluso al poder de legislar, es la
salvaguardia de la sociedad y de cada uno de sus miembros
(hasta donde lo permite el bien público). No solamente es el
poder legislativo el poder máximo de la comunidad política; es
también sagrado e inmutable en aquellas manos en que la
comunidad lo situó una vez. Ningún edicto u ordenanza, sea de
quien sea, esté redactado en la forma que lo esté, y cualquiera
que sea el poder que lo respalde, tienen la fuerza y el apremio de
una ley, si no ha sido aprobado por el poder legislativo elegido y
nombrado por el pueblo. Porque sin esta aprobación, la ley no
podría tener la condición absolutamente indispensable para que
lo sea, a saber, el consenso de la sociedad, puesto que nadie
existe por encima de ella con poder para hacer leyes, sino
mediante su consentimiento y con la autoridad que esa sociedad
le ha otorgado. Vemos por ello que toda obediencia, incluso la
que uno puede estar obligado a rendir por efecto de los lazos
más solemnes, se apoya en último término en este poder
supremo, y está regida por las leyes que él dicta. Ningún
juramento hecho a un poder extranjero cualquiera ni a una
autoridad interior subalterna, puede liberar a ningún miembro de
la sociedad de la obligación de obedecer al poder legislativo,
cuando éste obra en virtud de la función que tiene asignada.
Tampoco pueden imponerle ninguna obediencia en contra de las
leyes de ese modo decretadas ni obligarle a ir más lejos que los
términos de ésta. Porque es ridículo pensar que pueda estar
obligado en último término a obedecer dentro de la sociedad a
ningún otro poder que no tenga en ella la autoridad suprema.
Ahora bien: el poder legislativo supremo, lo mismo cuando es
ejercido por una sola persona que cuando lo es por muchas, lo
mismo si es ejercitado de una manera ininterrumpida que si lo es
únicamente a intervalos, permanece, a pesar de que sea el
supremo poder de cualquier Estado, sometido a las restricciones
siguientes: En primer lugar no es ni puede ser un poder
absolutamente arbitrario sobre las vidas y los bienes de las
personas. No siendo sino el poder conjunto de todos los
miembros de la sociedad, que se ha otorgado a la persona o
asamblea que legisla, no puede ser superior al que tenían esas
mismas personas cuando vivían en estado de naturaleza, antes
de entrar en sociedad, poder que renunciaron en favor de la
comunidad política. Nadie puede transferir a otro un poder
superior al que él mismo posee, y nadie posee poder arbitrario
absoluto sobre sí mismo ni sobre otra persona; nadie tiene poder
para destruir su propia vida ni para arrebatar a otra persona la
vida o las propiedades. Hemos demostrado que nadie puede
someterse al poder arbitrario de otro; y puesto que en el estado
de naturaleza nadie disponía de poder arbitrario sobre la vida, la
libertad o los bienes de otro, y sí tan sólo el que la naturaleza le
daba para la salvaguardia propia suya y del resto del género
humano, eso es todo lo que él da o puede entregar a la
comunidad política y, por intermedio de ésta, al poder legislativo.
No puede, pues, el legislador sobrepasar ese poder que le
entregan. El poder del legislador llega únicamente hasta donde
llega el bien público de la sociedad. Es un poder que no está
enderezado a otra finalidad que a la de la salvaguardia, y no
puede por esa razón poseer el derecho de matar, esclavizar o
empobrecer deliberadamente a sus súbditos. No dejan de tener
fuerza, al entrar en sociedad, las obligaciones que dimanan de
las leyes naturales; hay casos en que se hacen más rigurosas, y
en que tienen, por las leyes humanas, sanciones anejas a ellas y
explícitas para imponer su observancia. De ese modo, la ley
natural subsiste, como norma eterna de todos los hombres, sin
exceptuar a los legisladores. Las reglas que éstos dictan y por las
que han de regirse los actos de los demás, tienen, lo mismo que
sus propios actos y los de las otras personas, que conformarse a
la ley natural, es decir, a la voluntad de Dios, de la que esa ley es
una manifestación. Siendo la ley fundamental dé la naturaleza la
conservación del «enero humano, no tiene validez frente a ella
ningún decreto humano. (…)
He aquí los límites que la misión que le ha sido encomendada
por la sociedad y por la ley de Dios y la ley natural, impone al
poder legislativo de toda comunidad política, cualquiera que sea
su forma de gobierno. 1.º Tiene que gobernar de acuerdo con las
leyes establecidas y promulgadas, que no deberán ser
modificadas en casos particulares, y tendrán que ser idénticas
para el rico y para el pobre, para el favorito que está en la corte y
para el labrador que empuña el arado. 2.º Tales leyes no tendrán
otra finalidad, en último término, que el bien del pueblo. 3.º No se
deberán percibir impuestos sobre los bienes del pueblo sin el
consentimiento de éste, que lo dará directamente por medio de
sus representantes. Esto se refiere casi exclusivamente a los
gobiernos en que el poder legislativo funciona de una manera
permanente, o por lo menos en aquellas comunidades políticas
en que el pueblo ha reservado una parte del poder legislativo a
representantes que él elige de tiempo en tiempo. 4.º El poder
legislativo no debe ni puede transferir la facultad de hacer leyes a
ninguna otra persona; porque tiene que dejarla allí donde el
pueblo la situó.
 
J. LOCKE: Dos tratados del gobierno civil (1690).
Capítulo 11

LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA

L A ciencia antigua y medieval se encuentra dominada por


las concepciones metafísicas de Platón y Aristóteles,
que constituyen el cuadro del cual no podrá escapar el
pensamiento científico, lo que equivale a decir que ninguna
observación o resultado experimental podrá ser tenido por
válido cuando implique contradicción con los supuestos
metafísicos del sistema. El punto de partida de este
pensamiento arranca del descubrimiento de la metafísica por
Parménides —el ser es, el no ser no es— y de la afirmación,
con Platón, del carácter completo, acabado, del cosmos, al
que se atribuye forma esférica y movimiento circular y
uniforme, que son respectivamente la figura y movimientos
perfectos [1].
Aristóteles completa la cosmología platónica con una
astronomía y una física que tienen como fundamento una
concepción metafísica dé la naturaleza de las cosas y de los
seres. Por este motivo su astronomía distinguirá entre un
mundo sublunar, esférico, formado por cuatro elementos o
esencias (tierra, agua, aire y fuego) y en cuyo centro o parte
inferior se encuentra la Tierra, y el mundo celeste,
incorruptible, constituido por la quinta esencia [2]. La
coherencia lógica del sistema se impondrá a los resultados
de la observación, y científicos como Ptolomeo elaboraron
complicadas hipótesis, que, mediante la combinación de
movimientos circulares (deferente, epiciclo), permitían
«salvar las apariencias» en contradicción con los principios.
La mecánica aristotélica parte de la diversidad de las
esencias y distingue entre los movimientos «naturales» de
cada una de ellas. La dirección de un movimiento natural
depende únicamente de la esencia del cuerpo y, dado que
en el mundo existe una parte superior y otra inferior,
distinguirá dos movimientos simples: ascendente y
descendente, reflejo de las correspondientes cualidades de
las esencias: ligereza o pesadez, cualidades relativas entre
sí, por cuanto el aire es pesado en la región del fuego y
ligero en las del agua y la tierra.
La región de la quinta esencia no conoce sino el
movimiento circular y uniforme, el primero y más perfecto de
los movimientos y el único eterno, en tanto en la región
inferior se producen movimientos violentos y desordenados
o, lo que es lo mismo, rectilíneos y variables [3]. Al tratar de
explicar estos últimos, Aristóteles establece, como condición
universal para que exista movimiento, que la fuerza ha de
ser superior a la resistencia.
[1] f > r
En los cuerpos pesados existe una cualidad que se
manifiesta como resistencia al desplazamiento o como
fuerza impulsiva y que Aristóteles identifica con el peso. En
el primer caso, la aplicación de una fuerza suficiente
determina un movimiento, expresado por la ecuación

[2] f = pv [4] ⇒ v α 1
p
en tanto en el segundo (caída de los graves) establece
las siguientes proporciones:
v
a) para medios distintos v = r
r’

v p
b) para un mismo medio v = p [3a] [5] ⇒ v α p
’ ’
Suponiendo espacios y tiempos iguales y para un mismo
medio se llega a
e = vt

〉 ⇒ v = t’ ⇒ t’ = p [3b]
v’ t t p’
e = v’t’
 

t=e
v

〉 ⇒ e = v ⇒ e = p [3c] [6]
e’ v’ e’ p’

t = e’
v’

La revolución científica exige como condición preliminar, la


destrucción del sistema aristotélico-ptolemaico en su doble
formulación astronómica y física [7]. La primera fue
desbancada por obra de Copérnico, quien a comienzos del
siglo XVI formula en el Commentariolus la hipótesis
heliocéntrica, desarrollada luego sistemáticamente en su De
revolutionibus orbium caelestium (1543) y confirmada con la
determinación de las distancias de los planetas al Sol y de
los períodos siderales de cada uno de ellos, cálculos que
realizará sin apenas error respecto a la medidas actuales
[8]. La observación de estrellas nuevas en el mundo celeste
—Tycho Brahe en 1572 y Galileo en 1604 (De nova stella)—
y la aparición en 1610 de la astronomía telescópica por obra
del mismo Galileo (Sidereus nuntius) condujeron a una
ampliación del conocimiento empírico del cosmos (satélites
de Júpiter, montañas de la Luna), que impuso el
reconocimiento de la homogeneidad del universo (fases de
Venus, manchas del Sol, etc.) [9].
La negación de la física aristotélica lleva a Galileo a
plantearse un doble problema: explicar la incapacidad de los
experimentos de caída de los cuerpos para impugnar la
inmovilidad de la Tierra y determinar las leyes generales
para este tipo de movimientos. En sus Discursos y
demostraciones sobre dos nuevas ciencias (1638) destruirá
el argumento aristotélico de que la caída de los cuerpos
prueba la inmovilidad de la Tierra, estableciendo que todo
movimiento considerado respecto a un sistema de referencia
cerrado no permite descubrir si el sistema está en reposo o
en movimiento uniforme [10].
La ciencia nueva de la Dinámica es la respuesta al
segundo problema. El estudio de la caída de los graves
había tenido en el siglo XIV una serie de tratadistas que, a
través de la geometrización del movimiento, habían creado
un instrumento matemático aplicable al estudio del
movimiento acelerado. De este modo pudo establecer
Oresme el teorema de la igualdad de los espacios recorridos
por dos móviles: uno con velocidad uniformemente variada
(vt) y otro con velocidad uniforme (vm) igual a la media de la
velocidad final del primero
vt t. vo t
= vm t. vo t
2
fórmula que conduce a la
regla de Merton
v
vm = 1 para vo = o, de la
2
v
que se deriva e = 1 t [4]
2
Alberto de Sajonia, por su parte, estableció intuitivamente
el carácter uniformemente acelerado de la caída de los
graves y la existencia de una proporcionalidad directa entre
la velocidad instantánea y el tiempo transcurrido o la
distancia recorrida, indecisión no resuelta hasta la
publicación de los Comentarios de Domingo de Soto a la
Física de Aristóteles, en que afirmó la proporcionalidad entre
velocidad y tiempo sin llegar a establecer, sin embargo,
ninguna relación cuantitativa entre ambas magnitudes.
Galileo, que en 1604 (carta a Paolo Sarpi) aún defendía
la relación v α e, adoptó posteriormente la hipótesis de Soto,
según la cual el movimiento uniformemente acelerado es
aquel en que se producen incrementos iguales de velocidad
en tiempos iguales [11]. De acuerdo con la regla de Merton y
supuesta una aceleración a = 2 estableció los siguientes
resultados
t v e e en unidad de t
— — — —
1 2 1 1
2 4 4 3
3 6 9 5
4 8 16 7

Resultados que permiten establecer que e α t2 [5a] [12]


y su correspondiente v α t [5b]

fórmula que implica la falsedad de las ecuaciones [3] al


independizar al espacio y la velocidad del peso del grave, y
pone de relieve el error de Aristóteles al aplicar al
movimiento acelerado, en que la velocidad es instantánea y
proporcional al tiempo, los resultados de comparar las
velocidades respectivas de dos móviles con movimiento
v
uniforme v = t’ . Boyle descubrirá posteriormente que en el
t

vacío, condición experimental ideal negada por Aristóteles,
todos los cuerpos caen con igual velocidad.
Al mismo tiempo que descubre la ley del movimiento
uniformemente acelerado, Galileo enuncia en el De motu (c.
1590) el principio de inercia, al afirmar que en un plano
horizontal ideal, al desaparecer la resistencia al movimiento,
éste continúa de forma indefinida, lo que hace innecesaria la
existencia de una fuerza [13]. Lo mismo ocurre en la caída
de los graves en que el aumento de la velocidad provoca un
aumento paralelo de la resistencia hasta un punto en que
«impide todo aumento ulterior de velocidad y forma el
movimiento uniforme». Existe por tanto un movimiento
inercial, que Galileo supone es el de los astros en el espacio
vacío (inercia circular), que se mantiene al margen de lo
establecido por la ecuación [1].
La destrucción de la astronomía y de la física aristotélica
sentó las bases para la construcción del método físico-
matemático cuyas formulaciones teóricas son obra de
Kepler, Descartes y Galileo. Kepler es fundamentalmente un
matemático preocupado por descubrir las armonías
existentes en la naturaleza [14]. Si en el Mysterium
cosmographicum (1597) afirma que los cinco sólidos
perfectos delimitan las seis órbitas planetarias, o en
Harmonices mundi (1619) trata de descubrir la música de las
esferas, fórmulas que se revelarían inexactas, fue en cambio
el primero en establecer relaciones numéricas rigurosas
entre determinados fenómenos, formulando de este modo
las leyes de su nombre: 1.ª. las órbitas planetarias son
elipses y el sol ocupa uno de los focos: 2.ª. en el movimiento
planetario los radios vectores barren áreas iguales en
tiempos iguales; 3.ª. los cuadrados de los tiempos de
revolución de dos planetas cualesquiera son proporcionales
a los cubos de sus distancias medias al sol.
Las leyes de Kepler son el resultado de un método nuevo
que aspira a descubrir, no las esencias de las cosas, sino las
relaciones matemáticas que existen entre determinados
fenómenos, la armonía en la terminología kepleriana,
concepto que significa por una parte la intuición del mundo
como un cosmos ordenado según leyes geométricas, y de
otra la afirmación de que todo conocimiento cierto sólo
puede serlo de las características cuantitativas de la
realidad. El resultado será la sustitución del concepto
metafísico y cualitativo de sustancia por el de fuerza, término
que designa una realidad física y cuantitativamente
mensurable, que a su vez permitirá la determinación
numérica de su correlato, la materia. Del mismo modo, la
idea de causa es sustituida por el término función, que no es
sino la expresión matemática de un conjunto de condiciones
dadas en un fenómeno. Las consecuencias últimas del
nuevo método serán la eliminación, por cuanto no pueden
medirse, de todos los factores inmateriales en la explicación
científica, y el abandono de toda explicación finalista de la
realidad y una nueva formulación del concepto de ley
natural, concebida como la relación cuantitativa que el
intelecto descubre en los fenómenos. Frente al filósofo que
trata de captar la esencia de la realidad, Kepler y con él el
científico moderno, con aspiraciones más modestas —
observación de lo mesurable y determinación de relaciones
matemáticas entre fenómenos— se siente superior por la
exactitud de su conocimiento frente a la imprecisión del
saber filosófico [15].
Con la invención del análisis por Galileo, el método
científico alcanza fórmulas que conservan plena vigencia en
el presente. Al igual que sus predecesores arranca de la
afirmación del carácter armónico del universo, que implica la
consonancia entre naturaleza y matemática, por cuanto la
primera está constituida únicamente por «las cosas
verdaderas y necesarias, que sería imposible que se
comportasen de otro modo». De tal modo que el
conocimiento científico, renunciando a la simple experiencia
(teoría de la subjetividad de las cualidades sensibles) [16], al
tiempo que abandona toda pretensión de captar las
esencias, habrá de reducirse al conocimiento de las leyes
generales tal como pueden descubrirse en los fenómenos
[17]. No se trata de alcanzar una inducción generalizadora
mediante la acumulación de datos concretos, sino de
descubrir una relación necesaria que permita una certeza
absoluta y objetiva. Para alcanzarla Galileo distingue entre
tres fases o momentos de su método: la intuición o
resolución, en que aislamos dentro del fenómeno los
elementos simples que lo integran y que captamos de
manera intuitiva; la demostración o composición, en que se
ordenan tales elementos según una fórmula racional,
matemática, que expresa la relación necesaria entre ellos, y
finalmente la experiencia, que no tiene más valor que la
confirmación de la exactitud del cálculo [18]. La
contraposición aristotélica entre forma y materia, idea y
fenómeno, geometría y física, como cognoscible e
incognoscible respectivamente, queda superada desde el
momento en que se prueba la posibilidad de explicar
racionalmente cualquier fenómeno, por especificación de los
principios generales, que la ciencia descubre. El cálculo de
fluxiones de Newton y el infinitesimal de Leibniz surgen
precisamente de las exigencias metodológicas de este
planteamiento.
El método físico-matemático, desde el momento de su
aparición encontrará una confirmación de su validez al
aplicarse a campos de investigación distintos de la
naturaleza inanimada. El estudio De motu cordis (1628) de
W. Harvey, constituye el ejemplo más significativo [19].
La Revolución científica tiene su coronación a finales del
siglo XVII con la síntesis realizada por Newton, quien, si
rechaza toda confianza apriorística en la armonía
matemática del universo (hypotheses non fingo), aceptará el
método matemático experimental de Galileo sin más
variación que tomar los resultados experimentales como
punto de partida del análisis [20]. La aplicación del método
analítico le permitirá formular el concepto de masa como una
pura relación matemática entre las fuerzas y las
aceleraciones que producen

f1 f2 f3
a = a = a … = m1
1 2 3
f1 f2 f3
A = A = A … = m2
1 2 3

definiendo con ello las constantes de inercia de un cuerpo,


que le permitieron cuantificar la cantidad de materia, al
tiempo que demostraba la inexactitud de la ecuación [2].
La primera ley de Newton —todo cuerpo continúa en su
estado de reposo o de movimiento uniforme o rectilíneo, a
menos que sea impelido a cambiar dicho estado por fuerzas
ejercidas sobre él— permitió rectificar la teoría de la inercia
circular, que servía a Galileo para explicar el movimiento de
los planetas. En cada punto de su órbita, cada planeta tiende
por inercia (fuerza centrífuga) a seguir la tangente y para
que continúe en su órbita es necesaria una fuerza
(centrípeta) dirigida hacia el centro y de tal intensidad que su
composición con la fuerza centrífuga determina la órbita del
planeta [21]. El valor de la fuerza centrípeta o gravedad
había sido establecido por Huygens en su Horologium
2
oscillatorium (1673) en g = v , ecuación que combinada con
r
la segunda ley del movimiento, f = m.a, permite explicar con
m m 1
una sola fórmula, ley de la gravitación universal f = G
d2
las posiciones y movimientos de los planetas y satélites en
sus órbitas, la caída de los
cuerpos en la Tierra, las
mareas, etc., fórmula que
constituye la más
espectacular demostración
de la eficacia del método
físico-matemático y el
símbolo de la ley natural
expresada en lenguaje
matemático [22].
Textos 11

EL COSMOS PLATÓNICO 11.1

He aquí cómo de estos cuatro elementos ha sido formado el


cuerpo del mundo. Lleno de armonía y de proporción, sostiene
por naturaleza esta amistad, mediante la cual está tan
íntimamente unido consigo mismo, que ningún poder le puede
disolver, como no sea aquel que ha encadenado sus partes.
Para componer el mundo ha sido precisa la totalidad de cada
uno de los cuatro elementos. Porque con todo el fuego, con toda
el agua, con todo el aire, con toda la tierra, le ha formado el
Supremo Ordenador; no ha dejado, fuera del universo, ninguna
parte, ningún poder, para que el animal entero fuese lo más
perfecto posible, como compuesto de partes perfectas; y también
para que fuese único, no quedando nada de donde pudiese nacer
algún otro ser semejante; y por último, para que no estuviese
sometido a la vejez y a las enfermedades. Dios sabe, en efecto,
que los principios que unen los cuerpos, lo caliente y lo frío y
todos los agentes de gran energía, si llegan a rodearles
exteriormente y a unirse a ellos fuera de tiempo, ocasionan
inmediatamente las enfermedades y la decrepitud, y los hacen
perecer.
He aquí por qué y por qué razones Dios formó con muchos
todos un todo único perfecto, no sujeto a la vejez ni a las
enfermedades.
En cuanto a la forma, le dio la más conveniente y apropiada a
su naturaleza; porque la forma más conveniente a un animal, que
debía encerrar en sí todos los animales, sólo podía ser la que
abrazase todas las formas. Así pues, dio al mundo la forma de
esfera, y puso por todas partes los extremos a igual distancia del
centro, prefiriendo así la más perfecta de las figuras y la más
semejante a ella misma; porque pensaba que lo semejante es
infinitamente más bello que lo desemejante. Y alisó con cuidado
la superficie de este globo por varios motivos. El mundo no tenía,
en efecto, necesidad de ojos, puesto que nada queda que ver en
el exterior; ni de oídos, porque nada queda fuera que escuchar.
Sin aire exterior, ¿qué necesidad tenía de respirar? Tampoco
tenía necesidad de ningún órgano, ni para recibir los alimentos, ni
para arrojar el residuo de la digestión, porque ¿cómo podía entrar
ni salir en él cosa alguna, cuando nada tiene que admitir ni
desechar? El mundo encuentra su nutrimiento en sí mismo, en
sus propias pérdidas, y todas sus maneras de ser, activas y
pasivas, nacen de él y en él. El autor de las cosas ha creído que
el mundo sería más perfecto, bastándose a sí mismo, que no
necesitando el auxilio de otro. ¿Para qué dar manos a quien nada
tiene que coger ni desechar? Dios no se las dio, como no le dio
pies, ni nada de lo necesario para andar. Le aplicó un movimiento
apropiado a la forma de su cuerpo, aquel de los siete que más
relación tiene con la inteligencia y el pensamiento. Quiso, por
consiguiente, que el mundo girase sobre sí mismo en torno de un
mismo punto, y con un movimiento uniforme y circular. Le negó
los demás movimientos, privándole así de medios para andar
errante de un punto para otro. Y como para realizar esta especie
de evolución no hacen falta pies, le creó sin pies y sin piernas.
Fundado en estas razones el dios, que existe eternamente,
meditando en el dios que existiría un día, le dio un cuerpo liso,
uniforme, con extremos igualmente distantes del centro,
completo, perfecto y compuesto de cuerpos perfectos.
 
PLATÓN: Timeo (s. IV a. C.).

EL COSMOS ARISTOTÉLICO 11.2

Es absurdo no admitir que en el cielo hay un arriba y un abajo,


como algunos postulan: pretenden en efecto, que no hay arriba ni
abajo puesto que es igual en todas las direcciones y cada cual,
partiendo de cualquier punto llegará a ser antípoda de sí mismo.
Pero nosotros llamamos “arriba” a la extremidad del universo que
esta arriba por su posición y es primaria por su naturaleza. Y si el
cielo tiene una extremidad y un centro resultará que tendrá
también un abajo y un arriba, como comúnmente se dice, aunque
con insuficiente fundamento, pues se admite que el cielo no es
igual en todas sus direcciones y que sólo hay el hemisferio que
está encima de nosotros. Pero si se admite que el mundo es tal
como este hemisferio en toda la redondez, y que la relación del
centro respecto al universo entero es constante, habrá que
dedique hay un “arriba” y que el centro es el “abajo”.
 
ARISTÓTELES: Sobre el cielo (s. IV a. C.).

LA DINÁMICA DE ARISTÓTELES 11.3

De estos argumentos resulta claro que existe una sustancia


corporal diferente de las formaciones que nos son conocidas,
anterior y más divina que todas ellas. También se llega a esa
conclusión si partimos de la consideración de que todo
movimiento o es natural o va contra la naturaleza y que el que
para un cuerpo es antinatural es natural para otro, como pasa con
el movimiento hacia arriba y con el movimiento hacia abajo, que
son naturales y antinaturales respectivamente al fuego y a la
tierra. De modo que es necesario que el movimiento circular,
puesto que va contra la naturaleza de los cuerpos de aquí, sea el
natural de algún otro cuerpo. Además, si, por una parte, el
movimiento circular es natural para algún cuerpo, es evidente que
debe existir un cuerpo simple y primario que por naturaleza se
mueva con movimiento circular, del mismo modo que por
naturaleza el fuego se mueve hacia arriba y la tierra hacia abajo;
pero, si por otra parte, los cuerpos que se mueven circularmente
lo hacen contra su naturaleza, sería extraño y absolutamente
ilógico que, siendo antinatural, ese movimiento natural sea el
único que es continuo y eterno; pues, al menos en los demás
cuerpos, está claro que lo que va contra la naturaleza es lo que
más pronto se destruye.
De modo que si, como algunos dicen, lo que se mueve es
fuego, ese movimiento circular no es menos contrario a su
naturaleza que el movimiento hacia abajo, ya que vemos que el
movimiento del fuego es el que parte del centro y va en línea
recta. Por todo ello, razonando con todos esos argumentos,
podemos admitir que existe algo distinto y separado de los
cuerpos que nos rodean, cuya naturaleza es tanto más noble
cuanto mayor es su distancia de las cosas de aquí.
 
ARISTÓTELES: Sobre el cielo (s. IV a. C.).
 
Es evidente que el movimiento circular es el movimiento
primario. Pues todo movimiento, como ya dijimos, es o en círculo,
o en línea recta, o mixto y éste es necesariamente secundario
respecto a los dos primeros, puesto que de ellos está compuesto;
y el rectilíneo es secundario respecto al circular, pues éste es
simple y perfecto en mayor grado. En efecto no es posible
moverse siguiendo una recta infinita pues este infinito no existe.
Pero es que en el caso de que existiese, ningún objeto podría
moverse así, ya que lo imposible no se produce e imposible es
recorrer de extremo a extremo esa recta infinita. En cuanto al
movimiento según una línea recta finita, si vuelve hacia atrás, es
compuesto y son dos movimientos; si no vuelve hacia atrás es
incompleto y perecedero. Y lo completo tiene prioridad sobre lo
incompleto, y lo imperecedero sobre lo perecedero, tanto en la
naturaleza como desde el punto de vista de la razón y del tiempo.
Además el movimiento, que admite la posibilidad de ser eterno,
tiene prioridad sobre el que no la tiene. Ahora bien, es posible
que el movimiento circular sea eterno, pero de los otros
movimientos ni la locomoción ni ningún otro puede serlo: es
necesario en efecto, que se produzca una parada, y si hay
parada está suprimido el movimiento.
Es conforme con la razón el resultado de que el movimiento
circular es uno y continuo, mientras que el rectilíneo no lo es. En
efecto, del movimiento rectilíneo están definidos el comienzo, el
final y el medio, y todo eso lo tiene en sí mismo, de manera que
hay un punto de donde partirá el móvil y otro dónelo acabará
(pues en los términos, bien el inicial, bien el final, todo objeto está
en reposo). Por el contrario en el movimiento circular no hay tales
puntos determinables, pues ¿por qué de los puntos que hay
sobre la línea, uno cualquiera ha de ser término con preferencia a
otro cualquiera? Cada punto es por igual comienzo, final y medio,
de manera que ciertos objetos [los que giran alrededor de un
punto] están siempre y no están nunca en su comienzo y en su
final. Esa es la razón de que la esfera se mueva y en cierto modo
esté en reposo, ya que ocupa siempre el mismo lugar: la causa
es que todas esas características convienen al centro, que es
punto inicial, punto medio y punto final del espacio atravesado, de
manera que, por estar ese punto fuera de la circunferencia, no
hay un punto en el que se pare el móvil como si hubiera
terminado su recorrido, ya que siempre se mueve en torno a su
punto medio y no en dirección a un punto final. Por eso
permanece quieto y el conjunto en cierto sentido está siempre
parado y está continuamente moviéndose.
Resulta que, puesto que el movimiento circular [de los astros]
es la medida de los movimientos, es necesario que sea primario
(pues con lo primario se mueven todas las cosas), y,
recíprocamente, porque es primario, es medida de los demás
movimientos. Además, sólo el movimiento circular admite el ser
regular. Pues los objetos que siguen una trayectoria rectilínea se
mueven de manera distinta cuando parten del punto inicial a
cuando se acercan al punto final, ya que todos cuanto más se
alejan del estado de reposo, más de prisa se mueven. El
movimiento circular es el único en el que ni el punto inicial ni el
punto final están en él sino fuera de él.
 
ARISTÓTELES: Física (s. IV a. C.).
LA ECUACIÓN DEL MOVIMIENTO 11.4

Puesto que el motor mueve siempre algo, en algo y hasta algo


(y al decir “en algo” entiendo que ocupa un tiempo, y al decir
“hasta algo” entiendo que abarca un cierto espacio, pues siempre
que ese motor está moviendo algo, también acaba de mover
algo, de modo que habrá un cierto espacio a lo largo del cual ha
movido y un cierto tiempo empleado en el movimiento). Si, pues,
A es el motor, B es el cuerpo movido, C es el espacio recorrido y
D es el tiempo, entonces en el mismo tiempo la misma fuerza
moverá una masa que es la mitad de B a lo largo de un espacio
doble de C; y en la mitad del tiempo D moverá una masa que es
la mitad de B a lo largo del espacio C: pues así será proporcional.
Y si una fuerza dada mueve una masa dada en un tiempo dado a
lo largo de un espacio dado, y en la mitad de tiempo, la mitad de
distancia, también la mitad de la fuera moverá la mitad de la
masa en el mismo tiempo y a lo largo del mismo espacio. Por
ejemplo, sea E la fuerza que es la mitad de A y Z la masa que es
la mitad de B: entonces la relación entre la fuerza y la masa es
similar y proporcional, de suerte que recorrerán un mismo
espacio en el mismo tiempo. Y si E mueve Z en el tiempo D a lo
largo de un espacio C, no se sigue la necesidad de que en el
mismo tiempo la fuerza E mueva una masa doble de Z a lo largo
de un espacio que es la mitad de C[1]. Efectivamente si la fuerza
A mueve la masa B en un tiempo D en un espacio C, la mitad de
A que llamamos E, no moverá la masa B en el tiempo D a lo largo
del espacio C, ni en una fracción de D lo moverá a lo largo de la
misma fracción de C, ni a lo largo de un espacio que sea al total
de C como A es a E: en realidad puede suceder que no lo mueva
nada; pues si la fuerza total ha movido una masa dada, la mitad
de la fuerza no moverá esa masa, cualquiera que sea la magnitud
de ésta ni cualquiera que sea el tiempo empleado, porque de no
ser así, un solo hombre podría mover un barco, dividiéndose la
fuerza total de los arrastradores por el número de hombres que lo
arrastran y por el espacio a lo largo del cual todos juntos lo
movieron.
 
ARISTÓTELES: Física (s. IV a. G).
 
Además si ha de existir un cuerpo que, careciendo de
liviandad y de peso, se mueve, es necesario que se mueva
obligado a ello; y como se mueve obligado a ello, realiza un
movimiento infinito. En efecto, puesto que alguna fuerza es la que
causa el movimiento, un objeto menor y más liviano será movido
por esa misma fuerza a lo largo de un espacio mayor. (…)
En efecto la velocidad del más pequeño será a la del mayor
como éste a aquél.
 
ARISTÓTELES: Sobre el cielo (s. IV a. C.).

LA CAÍDA DE LOS GRAVES 11.5

Vemos que la misma masa y el mismo cuerpo se mueven más


de prisa por dos causas, o por ser diferente el medio que
atraviesan (agua, tierra, aire) o, siendo igual todo lo demás, por
ser diferente el cuerpo en movimiento, por exceso de peso o de
liviandad.
El medio atravesado es una de las causas porque opone
resistencia, sobre todo si se mueve en sentido contrarío, y
también si está en reposo, y más el medio que no es fácil de
separar, lo que equivale a decir que es más denso. Un cuerpo A
se moverá a través de un medio B durante un tiempo C, pero a
través de un medio D, que se compone de partículas más finas,
tardará un tiempo E, si el espacio del medio B es igual al del
medio D, tiempo proporcional a la resistencia que opone el
medio. En efecto, sea B agua y sea D aire: en la medida en que
el aire es más fino e incorpóreo que el agua, en esa medida la
velocidad de A a través de D será mayor que a través de B: una
velocidad respecto a otra estará en la misma proporción en que
están entre sí el aire y el agua. De suerte que si la finura del
medio es doble, atravesará el medio B en un tiempo doble que el
medio D, y el tiempo C será el doble que el tiempo E. Y siempre
la velocidad del móvil será mayor cuanto más incorpóreo, menos
resistente y más divisible sea el medio atravesado. (…)
Vemos que aquellos cuerpos cuya fuerza es mayor (trátese de
fuerza de gravedad o de fuerza de liviandad), siendo iguales sus
formas, recorren el mismo espacio con velocidad mayor,
proporcional a la relación en que están sus tamaños
respectivos…
 
ARISTÓTELES: Física (s. IV a. C.).

ECUACIÓN DE LA CAÍDA DE LOS GRAVES 11.6

Pues bien, por las siguientes razones resulta claro que es


imposible que haya un peso infinito. En efecto, si un peso dado
recorre un espacio dado en un tiempo dado, un peso mayor
recorre ese mismo espacio en un tiempo menor, y los tiempos
estarán en proporción inversa con los pesos; por ejemplo, si un
peso tarda un tiempo, un peso doble tardará la mitad de ese
tiempo. (…)
Supongamos, en efecto, un objeto A carente de peso, y otro B
dotado de peso, y supongamos además, que el carente de peso
recorre el espacio CD y que B en el mismo tiempo recorre el
espacio CE, que será mayor puesto que B tiene peso.
 
ARISTÓTELES: Sobre el cielo (s. IV a. C.).

LA CRÍTICA DE ARISTÓTELES 11.7

Simplicio. Os confieso que toda esta noche he estado


rumiando las cosas de ayer, y verdaderamente encuentro muchas
nuevas consideraciones, bellas y gallardas. Con todo me veo en
gran aprieto por la autoridad de tantos grandes escritores y en
particular… Vos movéis la cabeza y os burláis, como si yo dijese
alguna enormidad.
Sagredo. Me burlo solamente, pero creedme que estallo al
forzarme por retener risas mayores, porque me habéis hecho
remembrar un caso bellísimo, al cual me hallé presente, no ha
muchos años, junto con algunos otros nobles amigos míos, los
cuales os podría nombrar aún.
Salviati. Bueno será que vos lo contéis, y de este modo el
señor Simplicio no continuará creyendo haber sido él a moveros a
risa.
Sagredo. Soy contento. Cierto día me hallé en casa de un
médico muy estimado en Venecia, donde algunos por sus
estudios y otros por curiosidad se reunían a veces para ver
algunos cortes anatómicos, por mano de uno verdaderamente no
menos docto que práctico y diligente anatomista. Y aconteció
aquel día que estaban buscando el origen y nacimiento de los
nervios, sobre los cuales hay una famosa controversia entre los
médicos galenistas y los peripatéticos. Y mostrando el anatómico
cómo partiendo del cerebro y pasando por la nuca el grandísimo
mazo de los nervios se iba luego distendiendo por la espina
dorsal y ramificándose por todo el cuerpo, y que solamente un
hilo sutilísimo como una fibra llegaba al corazón, se volvió a un
gentilhombre que él conocía como filósofo peripatético, y por la
presencia del cual había con diligencia extraordinaria descubierto
y mostrado el todo, le preguntó si quedaba bien convencido y
seguro que el origen de los nervios venía del cerebro y no del
corazón. A lo cual el filósofo, después de haber permanecido un
momento sobre ello respondió: “Me habéis hecho ver esta cosa
tan patente y abierta, que si el texto de Aristóteles no fuese
contrario, pues dice claramente que los nervios nacen del
corazón, preciso sería por fuerza confesarla por verdadera”.
Simplicio. Señores, quiero que sepáis que esta disputa del
origen de los nervios no está en absoluto tan definida y decidida,
como quizás alguno se persuade.
Sagredo. Ni jamás estará segura, mientras tengamos
contradictores semejantes. Pero eso que decís no disminuye la
extravagancia de la respuesta del peripatético, el cual contra una
tan sensata experiencia no adujo otras experiencias a razones de
Aristóteles, sino la autoridad y el puro ipse dixit.
 
GALILEO: Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo
(1632).

EL SISTEMA HELIOCÉNTRICO 11.8

Nuestros antepasados supusieron la existencia de un gran


número de esferas terrestres, por la necesidad de explicar el
movimiento aparente de los planetas por el principio de
regularidad. Encontraban enteramente absurdo que un cuerpo
celeste, que es una esfera perfecta, no se moviera siempre
uniformemente. Veían que conectando y combinando
movimientos regulares de forma diversa podrían hacer que
cualquier cuerpo pudiese ocupar cualquier posición.
Calipo y Eudoxo, que trataron de resolver el problema
mediante el empleo de esferas concéntricas, fueron incapaces de
calcular todos los movimientos planetarios: aspiraba a explicar no
solamente las revoluciones aparentes de los planetas sino
también el hecho de que esos cuerpos parecían a veces
ascender en los cielos, y otras descender; hecho que es
incompatible con el principio de concentricidad. Por tanto parecía
mejor emplear ruedas excéntricas y epiciclos, sistema que
finalmente aceptó la mayoría de los estudiosos.
Sin embargo, las teorías planetarias de Ptolomeo y muchos
otros astrónomos, aunque conformes con los datos numéricos,
parecían presentar dificultades no pequeñas. Porque estas
teorías no se adecuaban, a menos de imaginar también ciertos
ecuantes; entonces sucedía que un planeta no se movía con
velocidad uniforme ni en su deferente ni cerca del centro de su
epiciclo. D e aquí que un sistema de esta clase no parecía ni
completo ni convincente.
Consciente de estos defectos, he considerado a menudo si
existía tal vez una distribución más razonable de los círculos,
desde la cual derivara toda aparente desigualdad y en la que todo
se moviera uniformemente alrededor de su propio centro, como la
regla del movimiento absoluto requiere. Después de dirigir mi
atención a este problema verdaderamente difícil y casi insoluble,
pensé al fin que podría resolverlo con muchas menos y mucho
más simples construcciones de las usadas anteriormente, si se
me permitieran algunos supuestos (que se llaman axiomas).
Estos son los siguientes:

Supuestos.
1. No hay un centro de todos los círculos o esferas celestes.
2. El centro de la tierra no es el centro del universo, sino
solamente de la gravedad y de la esfera lunar.
3. Todas las esferas giran alrededor del sol, y por tanto el sol
es el centro del universo.
4. La razón entre la distancia de la tierra al sol y la altura del
firmamento es menor que la relación entre el radio de la tierra y la
distancia de ésta al sol, tanto menor cuanto que la distancia
desde la tierra al sol es despreciable en comparación con la
altura del firmamento.
5. Cualquier movimiento que aparece en el firmamento deriva
no de un movimiento del firmamento sino de un movimiento de la
tierra. La tierra juntamente con sus elementos circundantes
realiza una rotación completa sobre sus polos fijos en un
movimiento diario mientras que el firmamento y el más alto cielo
permanecen inalterables.
6. Lo que nos parecen movimientos del sol derivan no de su
movimiento sino del de la tierra y nuestra esfera, con la cual
giramos alrededor del sol como cualquier otro planeta. La tierra
tiene, por tanto, más de un movimiento.
7. El movimiento retrógrado y directo aparente de los planetas
deriva no de su movimiento sino del de la tierra. El movimiento de
la tierra sola basta, por tanto, para explicar tantas desigualdades
aparentes en los cielos.
 
COPÉRNICO: Commentariolus (1512).

LA ASTRONOMÍA TELESCÓPICA 11.9

Aviso astronómico que contiene y explica observaciones


recientemente efectuadas, con la ayuda de un nuevo anteojo,
sobre la faz de la luna, sobre la Vía Láctea y las nebulosas, sobre
innumerables estrellas fijas y sobre cuatro planetas llamados
astros mediceos, nunca vistos hasta ahora.
Grandes cosas en verdad propongo a la observación y
contemplación de cuantos estudian la naturaleza, en este breve
tratado. Grandes digo, por la excelencia de la materia misma, y
por la novedad jamás oída en los siglos; y finalmente por el
instrumento mediante el cual estas mismas cosas se han
revelado a nuestros sentidos.
Grande cosa es ciertamente, que a la inmensa multitud de las
estrellas fijas que hasta hoy se podían contar con las facultades
naturales, podamos añadir y manifestar al ojo humano otras
innumerables, jamás vistas anteriormente, y que superan al
número de las antiguas y conocidas en más de diez veces.
Hermosísima cosa y admirablemente placentera es ver el
cuerpo de la luna, alejado de nosotros casi en sesenta radios
terrestres, tan vecino como si distara sólo dos de estas
dimensiones, de modo que nos muestran el diámetro mismo de la
luna casi treinta veces, su superficie novecientas y su volumen
veintisiete mil veces mayores que si las miráramos a simple vista,
y por ende, con la certidumbre de la sensata experiencia,
cualquiera puede comprender que la luna no está recubierta de
una superficie lisa y liviana sino escabrosa y desigual, y, como la
faz de la Tierra, llena de grandes protuberancias, profundas
cavidades y plegamientos.
Igualmente creo no se debe estimar cosa menuda el haber
eliminado las controversias en torno a la Calaxia o Vía Láctea, y
haber manifestado a los sentidos, al par que al intelecto, su
propia esencia; además, mostrar palmariamente que la sustancia
de los astros, llamados hasta hoy nebulosas por los astrónomos,
es diversísima de lo que hasta hoy se ha creído; esto reputamos
ser cosa grata y asaz hermosa.
Pero aquello que mayormente sobrepasa cualquier maravilla,
y que principalmente nos movió a dar cuenta a todos los
astrónomos y filósofos, es el haber descubierto cuatro astros
“errantes” [los cuatro satélites de Júpiter], por nadie antes de
nosotros conocidos ni observados, que a semejanza de Venus o
Mercurio en torno al Sol, tienen sus órbitas en torno a un cierto
astro principalísimo entre los conocidos, y ora lo preceden, ora lo
siguen, no alejándose de él jamás dentro de ciertos límites. Y
todas estas cosas fueron descubiertas y observadas ha pocos
días, con la ayuda de un anteojo que inventé, tras haber recibido
la iluminación de la divina gracia. (…)
Y mayor maravilla aún, los astros llamados hasta hoy
nebulosas por los astrónomos son agrupamientos de pequeñas
estrellas diseminadas de modo admirable; y mientras cada una
de ellas, por su pequeñez y por la grandísima distancia a que se
halla de nosotros, huye a nuestra vista del entrecruzamiento de
sus rayos resulta aquel fulgor, que hasta ahora se ha creído como
una parte más densa del cielo, apta para reflejar los rayos de las
estrellas y del Sol. Nosotros hemos observado algunas de entre
ellas y hemos querido añadir los dibujos de dos.
En el primero hay una nebulosa llamada Cabeza de Orión, en
la que contamos veintiuna estrellas.
El segundo representa la nebulosa llamada Pesebre, la cual
no es una sola estrella, sino una reunión de más de cuarenta:
nosotros además de los Borriquillos, contamos treinta y seis,
dispuestas en el siguiente orden.
Las cosas observadas hasta ahora en torno a la luna, a las
estrellas fijas, a la Galaxia expusimos con brevedad. Réstanos
ahora lo que creemos ser el argumento más importante de este
tratado: es decir revelar y divulgar las noticias relativas a cuatro
planetas, nunca vistos desde el comienzo del mundo hasta hoy,
la ocasión de su descubrimiento y estudio, sus posiciones, y las
observaciones realizadas en estos dos últimos meses sobre sus
mutaciones y giros, invitando a todos los astrónomos a estudiar y
definir sus períodos, cosa que hasta hoy no nos fue dado hacer
en modo alguno por escasez de tiempo. Pero les advertimos que
para no entregarse en vano a este estudio, es necesario el
telescopio exactísimo del que hablamos al principio de este libro.
 
GALILEO: Sidereus Nuntius (1610).

EL MOVIMIENTO DE LA TIERRA 11.10

Salviati. De modo que la insistencia de este filósofo se


manifiesta en esto, qué cosa sea aquel principio, por el cual nos
movemos con la tierra, si interno o externo, debemos de cualquier
modo sentirlo, y no sintiéndolo, no es ni lo uno ni lo otro, y por lo
tanto ni nosotros nos movemos, y consiguientemente la tierra. Y
yo afirmo que puede ser de un modo y de otro, sin que nosotros
lo sintamos. Y que puede ser externo, el experimento de la barca
quita toda dificultad con largueza; y digo con largueza porque
pudiendo nosotros en cualquier momento hacerla mover o estar
tranquila y con gran cuidado observar si por cualquier diversidad,
que pueda ser sentida por el tacto, podamos advertir si se mueva
o no, viendo que por ahora no se ha logrado tal ciencia, ¿por qué
maravillarse si el mismo accidente nos es desconocido en la
Tierra, la cual puede habernos transportado perpetuamente, sin
poder jamás experimentar su quietud? Según creo, señor
Simplicio, vos habéis subido mil veces en las barcas de Padua, y
si queréis confesar verdad, jamás habéis sentido en vos mismo la
participación en aquel movimiento, a no ser cuando la barca
encallando o tropezando en cualquier obstáculo, se ha detenido,
y vos, juntamente con los demás pasajeros, cogidos de improviso
habéis estado peligrosamente a punto de saltar por la borda.
Preciso sería que el globo terráqueo encontrase un obstáculo que
lo detuviera, que entonces os aseguro os daríais cuenta del
ímpetu que en vos reside, cuando por él os veríais lanzado hacia
las estrellas. Es cierto que con otro sentido, pero acompañado del
discurso, podéis advertir el movimiento de la barca, quiero decir
con la vista, mientras miráis los árboles y las edificaciones
puestas en el campo, los cuales estando separados de la barca,
parecen moverse en sentido opuesto. Pero si con una
experiencia tal, queréis permanecer convencido, sobre el
movimiento terrestre, os diré que miréis a las estrellas, que por
esto os parece se muevan en contrario. El maravillarse luego, de
no sentir un tal principio, supuesto que fuese interno nuestro, es
pensamiento poco razonable. Porque si nosotros no advertimos
tal símil que nos viene de fuera y que frecuentemente se huye,
¿por qué razón deberíamos sentirlo, cuando inmutablemente
reside continuamente en nosotros? ¿Surge ahora algo contra
este primer argumento?
 
GALILEO: Diálogo de los dos máximos sistemas (1632).

LA DINÁMICA GALILEANA 11.11

Vamos a instituir una ciencia nueva sobre un tema muy


antiguo. Tal vez no haya, en la naturaleza, nada más antiguo que
el movimiento; y acerca de él son numerosos y extensos los
volúmenes escritos por los sabios (philosophis). Sin embargo,
entre sus propiedades (symptomatum), que son muchas y dignas
de saberse, encuentro yo no pocas que todavía no han sido
observadas ni demostradas hasta ahora. Se ha fijado la atención
en algunas que son de poca importancia, como por ejemplo, que
el movimiento natural [libre] de los graves en descenso se acelera
continuamente; sin embargo, no se ha hallado hasta ahora en
qué proporción se lleva a cabo esta aceleración; pues nadie, que
yo sepa, ha demostrado que los espacios que un móvil en caída y
a partir del reposo recorre en tiempos iguales retienen entre sí la
misma razón que tiene la sucesión de los números impares a
partir de la unidad. Se ha observado que las armas arrojadizas o
proyectiles describen una línea en cierto modo curva; sin
embargo, nadie notó que esa curva era una parábola. Yo
demostraré que esto es así, y también otras cosas muy dignas de
saberse; y, lo que es de mayor importancia, dejaré expeditos la
puerta y el acceso hacia una vastísima y prestantísima ciencia,
cuyos fundamentos serán estas mismas investigaciones, y en la
cual, ingenios más agudos que el mío, podrán alcanzar mayores
profundidades. (…)
Porque cuando yo observo que una piedra al descender de
una altura, partiendo del reposo, adquiere continuamente nuevos
incrementos de velocidad, ¿por qué no he de creer que tales
aditamentos se efectúan según el modo más simple y más obvio
para todos? Porque, si observamos con atención, ningún
aditamento, ningún incremento hallaremos más simple que aquel
que se sobreañade siempre del mismo modo. Lo veremos
fácilmente si paramos mientes en la gran afinidad que hay entre
el tiempo y el movimiento. Porque así como la uniformidad del
movimiento se define y se concibe por medio de la uniformidad
de los tiempos y de los espacios (pues al movimiento le llamamos
uniforme, cuando espacios iguales son recorridos en tiempos
iguales), así también, por medio de la igualdad de los intervalos
del tiempo, podemos concebir los incrementos de la velocidad
simplemente agregados; entendiendo que ese movimiento es
acelerado uniformemente y del mismo modo continuamente,
siempre que en cualesquiera tiempos iguales se le vayan
sobreañadiendo aditamentos iguales de velocidad. De modo que
si, tomado un número cualquiera de intervalos iguales de tiempo,
a contar desde el primer instante en que el móvil abandona el
reposo y comienza el descenso, la velocidad, adquirida durante el
primero más el segundo intervalo de tiempo, es doble de aquella
que el móvil adquirió durante el primer intervalo solo; la velocidad
que adquiere durante tres intervalos de tiempo, es triple; y la que
adquiere en cuatro, cuádruple de la velocidad del primer tiempo.
De modo que (para más clara comprensión), si el móvil
continuara su movimiento uniformemente con la velocidad
adquirida en el primer intervalo de tiempo, este movimiento sería
dos veces más tardo que aquel que hubiera, alcanzado con la
velocidad adquirida en dos intervalos de tiempo. Y así, no parece
repugnar a la recta razón el admitir que el incremento de la
velocidad se efectúa según la extensión del tiempo; de donde, la
definición del movimiento que vamos a tratar, puede ser la
siguiente: llamo movimiento igualmente o uniformemente
acelerado aquel que, a partir del reposo, va adquiriendo
incrementos iguales de velocidad durante intervalos iguales de
tiempo.
 
GALILEO: Diálogos acerca de dos nuevas ciencias (1638).

LEYES DE LA DINÁMICA 11.12

Teorema 1.—Proposición I
El tiempo, en que un móvil recorre un espacio con movimiento
uniformemente acelerado a partir del reposo, es igual al tiempo
en que el mismo móvil recorrería ese mismo espacio con
movimiento uniforme, cuya velocidad fuera subdupla [mitad] de la
mayor y última velocidad [final] del anterior movimiento
uniformemente acelerado. (…)

Teorema II.—Proposición II
Si un móvil con movimiento uniformemente acelerado
desciende desde el reposo, los espacios recorridos por él en
tiempos cualesquiera, están entre sí como la razón al cuadrado
de los mismos tiempos, es decir como los cuadrados de esos
tiempos. (…)

Corolario I
De aquí se deduce con toda evidencia que: “Si en tiempos
iguales, tomados sucesivamente desde el primer instante o
comienzo del movimiento, tales como AD, DE, EF, FG, se
recorrieren los espacios HL, LM, MN, NI, estos espacios estarán
entre sí, como los números impares a partir de la unidad; es decir,
como 1, 3, 5, 7”.
Simplicio. Aristóteles, si mal no recuerdo, se rebela contra
ciertos [filósofos] antiguos, que introducían el vacío como
necesario para el movimiento diciendo que no podía efectuarse
éste sin aquél. En contraposición con esto, Aristóteles demuestra
que, por el contrario, la realización del movimiento (según
veremos) destruye la afirmación del vacío. Su procedimiento es el
siguiente. Hace dos suposiciones: la primera es de dos móviles
de distinta gravedad, moviéndose en idéntico medio; la segunda
es de un mismo móvil, moviéndose en distintos medios. En
cuanto a la primera supone que los móviles de distinta gravedad,
se mueven en un medio idéntico con diferentes velocidades, que
mantienen entre sí la misma proporción que sus respectivos
pesos; de modo que un móvil, por ejemplo, diez veces más
pesado que otro, se moverá con velocidad diez veces mayor. En
la segunda suposición, acepta que las velocidades de un mismo
móvil, en diferentes medios, tienen entre sí proporción inversa de
la que tienen las condensaciones o densidades de tales medios;
de modo que si la condensación del agua, por ejemplo, fuese
diez veces mayor que la del aire, pretende que la velocidad en el
aire debe ser diez veces mayor que la velocidad en el agua. De
este segundo supuesto saca él su demostración en esta forma:
Puesto que la tenuidad del vacío supera en grado infinito a la
corporeidad, por tenue que ella sea, de cualquier medio pleno,
todo móvil que en el medio pleno recorra cualquier espacio
durante cualquier tiempo, en el vacío tendría que moverse
instantáneamente; pero un movimiento instantáneo es imposible;
luego es imposible que se dé el vacío en virtud del movimiento.
Salviati. Como se ve, el argumento es ad hominem, es decir
contra los que admitían el vacío como necesario para el
movimiento. Pero si yo concediese que el argumento es
concluyente, y concedo simultáneamente que en el vacío no se
da movimiento, la posición del vacío tomado absolutamente y no
en relación al movimiento, no queda invalidada. Mas para decir lo
que tal vez hubieran podido responder los antiguos, a fin de que
se aprecie mejor la fuerza probatoria del argumento de
Aristóteles, paréceme que podríamos ir contra las suposiciones
de aquél, negándolas ambas a dos. En cuanto a la primera, dudo
mucho que Aristóteles haya jamás sometido a experimento, si es
verdad que dos piedras, una diez veces más pesada que la otra,
dejadas caer al mismo tiempo desde una altura, supongamos de
cien codos, fuesen de tal modo diferentes en sus velocidades
que, al llegar a tierra la mayor, nos halláramos con que la menor
no había descendido más de diez codos.
Simplicio. Por sus palabras se ve que él da a entender que sí
lo ha experimentado, porque dice: veremos que el más pesado;
ahora bien, ese verse implica la realización del experimento.
Sagredo. Sin embargo, Simplicio, yo que no he hecho la
prueba, te aseguro que una bala de cañón que pese cien,
doscientas libras o aún más, no se anticipará ni siquiera en un
palmo en llegar a tierra, a una bala de mosquete que pese media
libra, aun cuando vengan de doscientos codos de altura.
 
GALILEO: Diálogos acerca de dos nuevas ciencias (1638).

PRINCIPIO DE INERCIA 11.13

Esta demostración ha de ser entendida a condición de que no


exista ninguna resistencia accidental (por rozamiento, bien del
móvil, bien del plano inclinado o también por la forma del móvil):
antes bien hay que suponer que el plano es en cierto modo
inmaterial o al menos perfectamente pulido y duro, para evitar
que mientras el móvil ejerce su peso sobre el plano, lo deforme y
quede en reposo como si estuviera en una cavidad. También es
necesario que el móvil esté perfectamente pulido, que tenga una
forma que no ofrezca resistencia al movimiento, como ocurre con
la esfera y que asimismo sea de materia muy dura o, si no, fluida
como el agua. Si todas estas cosas se disponen así, cualquier
móvil será movido en un plano horizontal por una fuerza mínima,
es más por una fuerza menor que cualquiera otra. (…)
Un móvil que no tiene ninguna resistencia externa descenderá
naturalmente en un plano por poco que esté inclinado bajo el
horizonte sin aplicación de ninguna fuerza externa, como sucede
clarísimamente con el agua; y el mismo móvil en un plano por
poco que esté inclinado sobre el horizonte no sube sino
violentamente. Por consiguiente se concluye que en el horizonte
el móvil se mueve con un movimiento que no es natural ni
violentamente. Y si no se mueve con movimiento violento podrá
ser movido por consiguiente por una fuerza la más pequeña de
todas.
 
GALILEO: De motu (1590).

LA ARMONÍA 11.14

Para llegar por fin a mi tema y reforzar mediante una nueva


demostración la expuesta doctrina de Copérnico sobre el nuevo
universo, quiero resumir con toda brevedad la materia desde su
principio.
El cuerpo fue lo primero que Dios creó. Poseyendo esta
noción, probablemente resultaría bastante claro por qué Dios
creó primero el cuerpo y no otra cosa. Digo que Dios tenía ante sí
la cantidad; para realizarla, necesitaba todo cuanto pertenece a la
esencia del cuerpo, con el fin de que la cantidad del cuerpo en
cuanto cuerpo se haga en cierto modo forma y sea el primer
apoyo del pensamiento. Que la cantidad fuera lo primero en
adquirir existencia, lo quiso Dios para que se diera una distinción
entre lo curvo y lo recto. El Cusano y otros me parecen tan
divinamente grandes sólo porque han sabido apreciar tanto la
relación entre lo recto y lo curvo, osando adscribir lo curvo a Dios,
lo recto a las criaturas. De modo que quienes se aplican a
concebir al Creador por la criatura, a Dios por el hombre, apenas
puede decirse que hagan labor más útil que quienes buscan
llegar a lo curvo por lo recto, al círculo por el cuadrado.
¿Por qué, entonces, al adornar el mundo, instituyó Dios la
distinción entre curvo y recto y la noble jerarquía de lo curvo?
¿Por qué? Pues simplemente, porque el mejor arquitecto debe
formar una obra de la mayor hermosura. No es en efecto posible,
ni lo fue nunca (según dice Cicerón en su libro Sobre el mundo,
siguiendo al Timeo de Platón), que el mejor haga otra cosa que lo
más hermoso. Puesto que el Creador tenía en la mente la idea
del Universo (hablo según el modo humano, para que los
hombres me comprendan), y puesto que la idea debe contener
algo ya acabado y, según dije, algo perfecto, para que sea
también perfecta la forma de la obra por realizar, está claro que,
de acuerdo con aquellas leyes que el propio Dios en su bondad
se prescribe a sí mismo, Dios no podía tomar la idea del
fundamento del mundo más que de su propia esencia. Cuan
soberbia y divina es ésta, puede verse mediante una doble
consideración, por una parte reflexionando que Dios es en sí
mismo uno en esencia y trino en personas, y por otra parte
comparándolo con las criaturas.
Quiso Dios acuñar al mundo con aquella imagen, aquella idea.
Para que el Universo fuera el mejor y más hermoso posible, para
que pudiera recibir la impronta de aquella idea, el omnisciente
Creador formó la magnitud y concibió las cantidades, cuya entera
esencia se halla en cierto modo encerrada en la distinción entre
los dos conceptos de lo curvo y lo recto; y precisamente, en la
forma arriba expresada, lo curvo ha de representarnos a Dios. De
modo que no ha de creerse que una distinción tan apropiada para
la representación de Dios se haya instituido por azar, ni que Dios
haya podido no pensar en ella, de tal modo que sean otras
razones y otros motivos los que hayan formado a la magnitud
como cuerpo, resultando luego sin mayor deliberación y
fortuitamente la distinción de lo recto y lo curvo y su semejanza
con Dios.
Lo verosímil, por el contrario, es que Dios, desde el primer
comienzo, eligiera por expresa decisión a lo curvo y lo recto para
introducir en el universo la divinidad del Creador; para hacer
posible la existencia de aquellos dos conceptos, aparecieron las
cantidades, y para que las cantidades pudieran ser
comprendidas, creó Dios los cuerpos antes que ninguna otra
cosa.
Veamos ahora cómo el perfecto Creador ha aplicado dichas
cantidades en la edificación del Universo, y lo que nuestras
consideraciones nos permiten suponer como probable acerca de
su proceder. Compararemos de este modo a las antiguas con las
nuevas hipótesis, dando la palma a la que la merezca.
 
J. KEPLER: Mysterium cosmographicum (1596).

LA CIENCIA MODERNA 11.15

Yo agarro, como tú dices, la realidad por la cola, pero la tengo


en la mano; tú aspiras, es cierto, a agarrarla por la cabeza, pero
solamente en sueños. Yo me doy por satisfecho con los efectos,
es decir, con los movimientos de los planetas; si tú, por tu parte,
crees que vas a poder descubrir en sus causas proporciones
armónicas tan transparentes como las que yo he descubierto en
sus órbitas, no me resta más que desearte Suerte en tu empeño
y deseármela a mí en la comprensión de lo que buscas, si es que
realmente puedo llegar algún día a comprenderlo.
 
KEPLER: Apologia adversus Rob. de Fluctibus (1622).
SUBJETIVIDAD DE LAS CUALIDADES SENSIBLES 11.16

Pero quiero primero hacer un examen de lo que llamamos


calor, cuya idea corriente, según mi opinión, dista mucho de la
verdad, pues se supone que es un accidente, afección y cualidad
verdadera que se halla realmente en la cosa que percibimos
como caliente. Afirmo, sin embargo, que me siento efectivamente
constreñido a pensar que un pedazo de materia o sustancia
corpórea está por naturaleza limitado y tiene una figura
determinada, que con relación a otros es grande o pequeño, que
está en éste o en aquel lugar, ahora o después, que está en
movimiento o en reposo, que está o no en contacto con otro
cuerpo, que es simple o compuesto. En suma, la imaginación no
puede separar al cuerpo de estas condiciones. Pero mi espíritu
no se ve forzado a reconocer que el cuerpo esté necesariamente
acompañado por condiciones tales como blanco o rojo, amargo o
dulce, sonoro o mudo, agradable o desagradable. Así, si los
sentidos no la acompañaran, tal vez la razón o la imaginación por
sí misma nunca habrían llegado a ellas. Por eso pienso que, por
el lado del objeto en que parecen existir, estos sabores, olores,
colores, no son nada más que meros nombres. Estas cualidades
se encuentran únicamente en el cuerpo, de manera que si
desapareciera el animal quedarían aniquiladas y abolidas. Sin
embargo, cuando les ponemos nombres particulares, diferentes
de los que corresponden a los accidentes reales y primarios,
tenemos la propensión a creer que existen tan real y
verdaderamente como éstos. Un ejemplo explicará más
claramente lo que quiero decir. Paso la mano, primero por una
estatua de mármol, después por un hombre. Los efectos de la
mano, considerada en sí misma, son los mismos, trátese de uno
u otro objeto —accidentes primarios, a saber: el movimiento y el
tacto—, pero el cuerpo animado que sufre esa operación
experimenta varias afecciones según las diferentes partes que se
tocan; así si se toca la planta del pie, la rodilla o la axila, además
de contacto, el cuerpo siente lo que se llama cosquilleo. Ahora
bien, esta sensación es enteramente nuestra; y no pertenece a la
mano en absoluto. Y me parece que mucho errarían quienes
afirmasen que la mano posee en sí misma, además del
movimiento y el tacto, una facultad diferente de ellas, la facultad
del cosquilleo. De este modo el cosquilleo sería un accidente que
existe en la mano. Si se frota con un pedazo de papel o una
pluma una parte cualquiera de nuestro cuerpo se tiene en ambos
casos la misma operación, esto es movimiento y contacto; pero si
el contacto se produce entre los ojos, en la nariz o bajo sus
ventanas provoca un cosquilleo intolerable, aunque en otra parte
sea difícil sentirlo. Ahora bien, el cosquilleo está en nosotros y no
en la pluma, de forma que si desapareciera el cuerpo animado y
sensitivo no sería nada más que un mero nombre. Estas
cualidades —sabor, olor, color, etc.— atribuidas a los cuerpos
naturales no poseen, en mi opinión, otra existencia que ésta.
 
GALILEO: Il Saggiatore (1623).

LA NUEVA CIENCIA 11.17

Salviati: Muy aguda es esta objeción. Para refutarla, debemos


hacer una distinción filosófica, que el concepto de entendimiento
se dice en dos sentidos, a saber, uno intensivo y otro extensivo,
Extensivamente, es decir, en relación a la multitud de las cosas
por conocer, cuyo número es infinito, la razón humana no es
nada, ni lo sería aunque conociera mil verdades, ya que un millar
no es más que cero en comparación con lo infinito. Pero si
consideramos el entendimiento intensivamente, en cuanto esta
expresión significa la intensidad o perfección en el conocimiento
de una verdad cualquiera, afirmo que el intelecto del hombre
concibe algunas verdades tan perfectamente y está tan
absolutamente seguro de ellas como pueda estarlo la Naturaleza.
Son ejemplos los conocimientos matemáticos puros, a saber la
geometría y la aritmética. Cierto que la mente divina conoce
muchas más verdades matemáticas, puesto que las conoce
todas. Pero el conocimiento de las pocas que la monte humana
na en tendido, creo posee una certeza objetiva igual a la del
conocimiento divino, ya que ha llegado a aprehender su
necesidad, y un grado mayor de certeza no puede darse.
Simplicio: A esto le llamo hablar con presunción y osadía.
Salviati: Estas proposiciones son generalmente conocidas, y
enteramente libres de toda sospecha de soberbia u osadía. No
van de ningún modo contra la omnisciencia divina, tal como no se
ataca a la omnipotencia divina cuando se dice que Dios no podría
hacer que lo ocurrido no hubiera ocurrido. Pero barrunto, señor
Simplicio, que vuestro recelo procede de haber entendido en
parte mal mis palabras. Por consiguiente, para expresarme mejor,
explicaré que desde luego la verdad cuyo conocimiento
proporcionan las demostraciones matemáticas es la misma que
conoce la divina sabiduría; pero otorgaré que el modo cómo Dios
conoce las innumerables verdades unas pocas de las cuales son
las alcanzadas por nosotros, es muy superior al modo nuestro.
Nosotros avanzamos de conclusión en conclusión mediante
progresivos análisis, mientras que El comprende por pura
intuición. Nosotros, por ejemplo, para obtener el conocimiento de
algunas de las infinitas propiedades del círculo que El posee,
partimos de una de las más sencillas, la sentamos como
definición de aquella figura, y pasamos mediante el razonamiento
a una segunda propiedad, de ésta a una tercera, luego a una
cuarta, y así sucesivamente. El intelecto divino, en cambio, por la
mera constitución de su esencia y sin ninguna operación
temporal, conoce la infinita abundancia de las propiedades del
círculo. En el fondo, las propiedades de una cosa, están
virtualmente contenidas en su definición, y aunque infinitas en
número, puede que en su esencia y en la mente divina
constituyan una unidad. El propio espíritu del hombre no deja de
saber algo de esta suerte de conocimiento, aunque sólo lo
adivine tras un espeso velo de niebla, el cual, por decir así, se
hace más claro y transparente cuando dominamos ciertos
razonamientos que nos han sido rigurosamente demostrados y
hemos asimilado tanto que podemos pasar de uno a otro con
toda celeridad.
 
GALILEO: Diálogo sobre los dos máximos sistemas (1632).
 
No creo que debamos, según estimo, apartarnos totalmente
de la contemplación de las cosas, aunque estén lejísimos de
nosotros, si no hubiéramos antes determinado, ser óptima
resolución, el posponer todo acto especulativo a todas nuestras
restantes ocupaciones. Porque una de dos, o queremos con la
especulación intentar penetrar la verdadera esencia intrínseca de
las sustancias naturales, o nos contentamos con tener noticia de
algunas de sus propiedades. El intentar penetrar la esencia lo
reputo empresa imposible y trabajo no menos vano, en las
sustancias próximas elementales que en las remotísimas y
celestes; y paréceme ser igualmente ignaro de la sustancia de la
Tierra que de la de la Luna, de las nubes elementales que de las
manchas del Sol. No veo tampoco el que el entender de estas
sustancias vecinas, nos proporcione otra ventaja que la
abundancia de detalles, pero todos igualmente desconocidos, por
los cuales andamos vagando, con poquísimo o ningún provecho
del uno al otro. Y si preguntando y» cuál sea la sustancia de las
nubes, me fuere respondido que es un vapor húmedo, de nuevo
desearé saber qué es el vapor. Me dirán por ventura que es agua,
atenuada en virtud del calor y en ello resuelta, pero yo,
igualmente dudoso de qué sea el agua, buscándolo, hallaré
finalmente que es aquel cuerpo fluido que se desliza por los ríos y
que continuamente manejamos y tratamos. Pero tal noticia del
agua es solamente más cercana y dependiente de más sentidos,
pero en modo alguno más intrínseca de la que antes tenía de las
nubes. Y de igual manera no sé más de la verdadera esencia de
la Tierra y el fuego, que de la Luna o el Sol. Pues éste es
conocimiento que nos está reservado el comprender en el estado
de beatitud y no antes. Pero si queremos detenernos en la
aprehensión de algunas propiedades, no me parece hayamos de
desesperar de poder conseguirlo, incluso en los cuerpos
lejanísimos, no menos que en los próximos, incluso, por ventura,
con más exactitud en aquéllos que en éstos. ¿Y quién no
entiende mejor los períodos de los movimientos de los planetas,
que los de las aguas de los diversos mares? ¿Quién ignora que
la figura esférica del cuerpo lunar fue comprendida mucho antes y
con mayor facilidad, que la del terrestre? Y ¿no es cosa
controvertida aún, si la misma Tierra permanece inmóvil o va
vagando, mientras estamos certísimos de los movimientos de no
pocas estrellas? De donde quiero inferir que si sería vano el
intentar la investigación de la sustancia de las manchas solares,
no quita el que algunas de sus propiedades, como el lugar, el
movimiento, la figura, el tamaño, la opacidad, la mutabilidad, la
producción y el disolvimiento, no puedan ser aprehendidas por
nosotros, y servirnos después de medios para poder filosofar en
torno a otras condiciones de las sustancias naturales más
controvertidas; las cuales alzando finalmente al objeto de
nuestras fatigas, es decir al amor del divino Artífice, nos
conserven la esperanza de poder aprehender en El, fuente de luz
y de verdad, cualquier otra certeza.
 
GALILEO A MARCO VELSERI (1612).

EL EXPERIMENTO 11.18

En un cabrio o si se quiere en un tablón (corrente) de madera


de unos doce codos de longitud, y de ancho, en un sentido,
medio codo, y en el otro tres dedos, en esa menor anchura se
había excavado un canalito, poco más ancho de un dedo;
habiéndose excavado muy derecho, y después de haberlo
revestido, para que estuviera bien pulido y liso, con un pergamino
tan pulido y lustrado como fue posible, hacíamos descender por
él una bola de bronce, durísima, bien redonda y pulida; una vez
colocado dicho tablón inclinado, por haber elevado sobre la
horizontal uno de sus extremos, una braza o dos a capricho, se
dejaba (como digo) descender por dicho canalito la bola,
anotando del modo que des pues diré, el tiempo que empleaba
en recorrerlo todo, repitiendo el experimento muchas veces, para
medir con toda exactitud el tiempo, en el cual jamás se
encontraba una diferencia ni siquiera de la décima parte de una
pulsación. Efectuada y establecida con toda precisión esta
operación, hacíamos descender la misma bola solamente por la
cuarta parte de la longitud de ese canal; y medido el tiempo de su
caída, nos encontrábamos con que era siempre exactísimamente
la mitad de la anterior. Y haciendo luego experimentos con otras
partes, al cotejar después el tiempo de toda la longitud con el
tiempo de la mitad, o de los dos tercios, o de los tres cuartos, o,
en conclusión, con el tiempo de cualquier otra división, por medio
de experiencias más de cien veces repetidas, nos encontrábamos
siempre con que los espacios recorridos eran entre sí como los
cuadrados de los tiempos, y esto en todas las inclinaciones del
plano, o sea del canal por el cual se hacía descender la bola; ahí
observamos también que los tiempos de las caídas por diversas
inclinaciones mantienen perfectamente entre sí la proporción que
les fue asignada y demostrada por el autor, según veremos más
adelante. Para la medida del tiempo, teníamos un gran cubo de
agua puesto en alto, el que por una finísima espita que tenía
soldada en el fondo derramaba un hilillo de agua que íbamos
recogiendo en un vasito, durante todo el tiempo que la bola
descendía por el canal o por algunas de sus partes. Las
pequeñas cantidades de agua, recogidas de este modo, eran
pesadas de tiempo en tiempo con una sensibilísima balanza, de
modo que las diferencias y las proporciones de sus pesos, nos
daban las diferencias y las proporciones de los tiempos; y esto
con tal exactitud, que como ya lo he dicho, tales operaciones
repetidas muchísimas veces, jamás se diferenciaban de un modo
apreciable.
 
GALILEO: Diálogos acerca de dos nuevas ciencias (1638).
LA NUEVA BIOLOGÍA 11.19

…el movimiento del corazón se efectúa de esta manera:


 
Primero se contrae la aurícula, y en esa contracción arroja la
sangre que contenía (en la que abunda, como cabeza que es de
las venas y depósito y cisterna de la sangre) al ventrículo del
corazón; lleno éste, el corazón se levanta, pone en tensión
inmediatamente todas las fibras, contrae los ventrículos y
produce el latido; este latido lanza acto seguido a las arterias la
sangre procedente de la aurícula, el ventrículo derecho a los
pulmones a través del vaso que se llama vena arteriosa, pero que
en realidad tanto por su constitución como por su función y en
todos los respectos es una arteria; y el ventrículo izquierdo a la
aorta y, a través de las arterias, a todo el cuerpo.
Estos dos movimientos, el de las aurículas y el de los
ventrículos, se realizan seguidos, con tal armonía y ritmo, por así
decirlo, que parece que ambos son simultáneos y que existe un
solo movimiento, sobre todo en los animales más cálidos cuando
se hallan agitados por un movimiento rápido. Es lo mismo que
ocurre en las máquinas donde, moviendo una rueda a otra,
parecen moverse todas a la vez, y en el aparato mecánico que se
emplea en las escopetas donde, por la compresión de una
lengüeta, cae un pedernal que golpea el acero empujándolo, se
produce así fuego que cae a la pólvora, la pólvora se enciende,
se esparce por el interior, se produce una explosión, sale volando
la bala, y penetra en el blanco, y todos estos movimientos, por su
rapidez, parecen tener lugar al mismo tiempo, como en un abrir y
cerrar de ojos. (…)
Supongamos, ya por el pensamiento, ya mediante un
experimento, la sangre que contiene el ventrículo izquierdo en su
dilatación (cuando está repleto): sea dos onzas, tres onzas, una
onza y media (yo encontré en un cadáver más de dos onzas);
supongamos igualmente cuánto menos contiene en el momento
mismo de la contracción, o cuánto se contrae el corazón y cuánta
menos capacidad tiene el ventrículo en la contracción misma o en
las contracciones mismas; cuánta sangre arroja la arteria magna
(que arroja siempre algo se ha demostrado en el capítulo III, y
todos reconocen que lo hace en la sístole, convencidos de ello
por el mecanismo de las válvulas); y séanos lícito suponer,
mediante una conjetura verosímil, que penetra en la arteria la
cuarta, la quinta o la sexta parte, o por lo menos la octava. Así,
supongamos que en el hombre se arrojan, con cada pulsación del
corazón, media onza, o tres dracmas, o una dracma de sangre
que no puede volver al corazón debido al impedimento de las
válvulas. El corazón en media hora da más de mil pulsaciones; en
algunos, y algunas veces, dos, tres o cuatro mil. Multiplicando por
esta cifra las dracmas se verá que en una media hora pasan del
corazón a las arterias tres mil dracmas, o dos mil, o quinientas
onzas, o una proporción semejante de sangre, siempre una
cantidad mayor de la que puede hallarse en todo el cuerpo. […] Y
así, haciendo el cálculo, según la cantidad de sangre transmitida,
que podemos conjeturar de modo seguro, y contando las
pulsaciones, parecería que toda la cantidad de la masa
sanguínea pasa en media hora de las venas a las arterias a
través del corazón y, del mismo modo, a través de los pulmones.
Supongamos que esto no ocurre en media hora, sino en una
hora, o en un día. En todo caso, resulta manifiesto que el corazón
transmite continuamente, mediante su pulsación, más sangre de
la que puede suministrar el alimento ingerido o de la que las
venas contienen a la vez. (…)
Séanos ya lícito dar nuestra opinión sobre la circulación de la
sangre exponiéndola de un modo general.
Ha quedado demostrado, tanto racional como
experimentalmente, que la sangre atraviesa los pulmones y el
corazón merced al pulso de los ventrículos, siendo impelida y
lanzada a todo el cuerpo: allí se introduce en las venas y en las
porosidades de la carne, y a través de las mismas venas vuelve
de toda la periferia al centro, pasando de las pequeñas a las
mayores, y de éstas a la vena cava, hasta llegar por fin a la
aurícula del corazón, y en tan gran cantidad, con tanto flujo y
reflujo del centro por las arterias a la periferia, y de ésta por las
venas a aquél, que no puede ser suministrada por los alimentos
recibidos, y en una abundancia mucho mayor sin duda de la que
sería suficiente para nutrición; es, pues, necesario concluir que la
sangre describe en los animales un movimiento circular, y que
está en perpetuo movimiento, consistiendo en esto la acción o
función del corazón, que la lleva a cabo mediante su pulso, y
siendo esta función causa única del movimiento y el pulso del
corazón.
 
G. HARVEY: De motu cordis (1628).

EL ANÁLISIS NEWTONIANO 11.20

Normas del razonamiento en filosofía.


NORMA I. No hemos de admitir más causas de las cosas
naturales que las que sean verdaderas y suficientes para explicar
sus apariencias.
A este propósito, los filósofos dicen que la Naturaleza no hace
nada en vano, y cuanto más en vano sea menos servirá; porque
la Naturaleza se complace en la simplicidad, y no gusta de la
vanidad de las causas superfluas.
NORMA II. Por tanto, a los mismos efectos naturales deben,
en lo posible, asignarse las mismas causas.
Así, a la respiración en el hombre y en el animal; a la caída de
la piedra en Europa y en América, a la luz de nuestro fuego de
cocina y la del sol; la reflexión de la luz en la tierra y en los
planetas.
NORMA III. Las cualidades de los cuerpos, que no admiten ni
intensificación ni disminución de grados, y que, según se
comprueba, pertenecen a todos los cuerpos situados al alcance
de nuestros experimentos, han de estimarse cualidades
universales de todos los cuerpos cualesquiera que sean.
Porque ya que las cualidades de los cuerpos las conocemos
únicamente mediante experimentos, hemos de sostener como
universal todo lo que concuerde universalmente con estos
experimentos. No hemos de sacrificar por ello de ningún modo la
evidencia de los experimentos a los sueños y vanas ficciones de
nuestros proyectos; ni hemos de desviarnos de la analogía de la
Naturaleza que acostumbra a ser simple, y siempre en
consecuencia consigo misma. No tenemos otro modo de conocer
la extensión de los cuerpos que nuestros sentidos, y ni siquiera
éstos la alcanzan en todos los cuerpos; pero como percibimos la
calidad de extensión en todo lo que es sensible, en consecuencia
la adscribimos universalmente a todos los demás cuerpos
también. Que numerosos cuerpos son duros, lo conocemos por la
experiencia; y como la dureza del todo deriva de la dureza de las
partes, inferimos en consecuencia la dureza de las partículas
individidas, no solamente de los cuerpos que experimentamos
sino también de todos los demás. Que todos los cuerpos son
impenetrables, lo deducimos no por la razón sino por la
sensación. Los cuerpos que manipulamos los encontramos
impenetrables y de ahí concluimos que la impenetrabilidad es una
propiedad universa] de todos los cuerpos. Que todos los cuerpos
son movibles, y dotados de cierto poder (que llamamos inercia)
para perseverar en su movimiento o en su descanso, lo podemos
inferir solamente de propiedades semejantes observadas en los
cuerpos que hemos visto. La extensión, dureza, impenetrabilidad,
movilidad e inercia del todo, resulta de la extensión, dureza,
impenetrabilidad, movilidad, e inercia de las partes; y de aquí
concluimos que las mínimas partículas de todos los cuerpos han
de ser también todas ellas, extensas, duras, impenetrables y
movibles, y dotadas de su propia inercia. Y éste es el fundamento
de toda filosofía. Además, el hecho de que las divididas pero
contiguas partículas de los cuerpos pueden separarse unas de
otras, es objeto de observación; y, en las partículas que
permanecen individidas, nuestra mente es capaz de distinguir
todavía partes más pequeñas, como se demuestra
matemáticamente. Pero si las partes así distinguidas y no
divididas todavía, pueden, mediante los poderes de la Naturaleza,
dividirse y separarse una de otra, no podemos determinarlo
ciertamente. Sin embargo, si tuviéramos la prueba de que una
partícula individida, al romper un cuerpo duro y sólido, sufre una
división, podríamos, en virtud de esta regla, concluir que tanto las
partículas individidas como las divididas pueden dividirse y
separarse hasta el infinito. Finalmente, si aparece
universalmente, mediante experimentos y observaciones
astronómicas, que todos los cuerpos cercanos a la tierra gravitan
hacia ella y en proporción a la cantidad de materia que contienen;
que, del mismo modo, la luna de acuerdo a la cantidad de su
materia, gravita hacia la tierra; que, por otra parte, nuestro mar
gravita hacia la luna; y que los planetas lo hacen unos hacia
otros; y los cometas de forma parecida hacia el sol; debemos, en
consecuencia, deducir universalmente que todos los cuerpos se
hallan dotados de un principio de gravitación mutua. Porque el
argumento de las apariencias concluye con más fuerza en favor
de la gravitación universal de todos los cuerpos que en favor de
su impenetrabilidad; de la que, entre los de las regiones celestes,
carecemos de experimentos o de cualquier otra forma de
observación. No es que afirme que la gravedad es esencial a los
cuerpos; por su vis insita no quiero significar nada sino su inercia.
Esta es inmutable. Su gravedad disminuye en cuanto que se aleja
de la tierra.
NORMA IV. En filosofía experimental hemos de considerar
proposiciones deducidas por inducción general de fenómenos lo
más cuidadosamente posible, no obstante pueden imaginarse
algunas hipótesis contrarias, hasta el momento en que ocurran
otros fenómenos que hagan tales proposiciones más precisas, o
señalen excepciones a ellas.
Debemos seguir esta regla, la de que el argumento de
inducción no puede ser eludido mediante hipótesis.
 
I. NEWTON: Philosophiae naturalis principia mathematica
(1687).
 
Consideradas todas esas cosas, me parece lo más probable
que Dios formó en un principio la materia compuesta de
partículas sólidas, macizas, duras, impenetrables y movibles, con
los tamaños, formas y demás propiedades y en número
proporcionado al espacio de modo que fueran más conducentes
al fin para que las formó, y que esas partículas primitivas, por ser
sólidas, son incomparablemente más duras que cualquiera de los
cuerpos porosos compuestos con ellas; tan duras que no se
desgastan ni se rompen, porque ninguna fuerza ordinaria sería
capaz de dividir lo que el mismo Dios hizo al comienzo de la
Creación. Continuando enteras esas partículas, pueden formar,
en cualquier tiempo, cuerpos de la misma naturaleza y
contextura, pero, si se desgastasen o rompiesen en pedazos, la
naturaleza de las cosas que de ellas depende se cambiaría. El
agua y la tierra compuestas de antiguas partículas desgastadas y
de fragmentos de esas partículas no tendrían ahora la misma
naturaleza y contextura que el agua y la tierra de los tiempos
primitivos, compuestas de partículas enteras. Así, pues, para que
subsista la Naturaleza, hay que admitir que los cambios de las
cosas corpóreas dependen solamente de las variadas
separaciones y nuevas agrupaciones de esas partículas
permanentes, y que los cuerpos compuestos son susceptibles de
romperse no a través de esas partículas sólidas, sino por donde
las mismas se juntan, y se hallan en contacto sólo en algunos
puntos.
Me parece también que esas partículas no tienen solamente
la vix inertiae, acompañada de las leyes pasivas del movimiento
que naturalmente resultan de esa fuerza, sino también que están
movidas por ciertos principios activos, como el de la gravedad y
el que produce la fermentación y la cohesión de los cuerpos.
Esos principios no los considero como cualidades ocultas que se
suponga sean un resultado de las formas específicas de las
cosas, sino como leyes generales de la Naturaleza, mediante las
cuales la cosas mismas se forman; la verdad de las leyes se nos
aparece por los fenómenos, aunque no se hayan descubierto
todavía las causas de las mismas; estas leyes son cualidades
manifiestas, aunque sus causas se hallen ocultas. Los
aristotélicos dieron el nombre de cualidades ocultas no a las
manifiestas, sino solamente a las que suponían que residen
ocultas en los cuerpos y que son causas desconocidas de efectos
manifiestos, como serían las causas de la gravedad, de las
atracciones magnéticas y eléctricas y de las fermentaciones, si se
admite que esas fuerzas o acciones proceden de cualidades
desconocidas para nosotros e imposibles de descubrir y ser
puestas de manifiesto. Tales cualidades ocultas ponen un límite al
progreso de la filosofía natural, y por esto han sido desechadas
en los últimos años. Decirnos que cada especie de cosas está
dotada de una oculta cualidad específica, mediante la cual actúa
y produce efectos manifiestos, es no decir nada; pero establecer,
partiendo de los fenómenos, dos o tres principios generales del
movimiento, y explicar después cómo las propiedades y las
acciones de todas las cosas corporales resultan de esos
principios manifiestos, sería un gran paso en la filosofía, aunque
las causas de esos principios no fuesen conocidas todavía; por lo
tanto, no tengo escrúpulo en proponer los principios del
movimiento antes mencionados que tienen una gran generalidad,
sin esperar a que sus causas hayan sido descubiertas. (…)
En la filosofía natural, lo mismo que en las matemáticas, la
investigación de las cosas difíciles por el método del análisis
debe preceder siempre al método de composición. Ese análisis
consiste en hacer experimentos y observaciones, y en sacar de
ellos, mediante la inducción, conclusiones generales, no
admitiendo contra éstas más objeciones que las tomadas de los
experimentos mismos o de las verdades ya establecidas; las
hipótesis no han de ser tomadas en consideración en la filosofía
experimental. Aunque los razonamientos inductivos basados en
los experimentos y las observaciones no sean una demostración
de las conclusiones generales, son, sin embargo, los mejores
que, admite la naturaleza de las cosas, y pueden ser estimados
de tanta mayor fuerza cuanto más general sea la inducción. Si los
fenómenos no presentan ninguna excepción, la conclusión puede
ser afirmada con generalidad; pero si posteriormente, en
cualquier tiempo, se presenta en los experimentos alguna
excepción, puede entonces afirmarse que la conclusión es válida
con las excepciones ocurridas. Mediante este método de análisis
podemos pasar de los compuestos a sus ingredientes, de los
movimientos a las fuerzas que los producen, y, en general, de los
efectos a las causas y de las causas particulares a las generales,
hasta que el razonamiento llegue a la más general. Este es el
método del análisis; la síntesis consiste en admitir las causas
como ya conocidas y establecidas como principios, y explicar por
ellas los fenómenos que proceden de ellas y demostrar las
explicaciones.
 
I. NEWTON: Optica (1704).
 
He explicado hasta aquí los fenómenos celestes y los del mar
por la fuerza de la gravitación, pero no he asentado en parte
alguna la causa de esta gravitación. Esta fuerza viene de alguna
causa que penetra hasta el centro del Sol y de los planetas, sin
perder nada de su actividad. No obra según la grandeza de las
superficies (como las causas mecánicas), sino según la cantidad
de la materia. Su acción se extiende desde todas partes, a
distancias inmensas, decreciendo siempre en razón doble de las
distancias.
La gravedad hacia el Sol se compone de las gravedades
hacia cada una de sus partículas, y decrece exactamente, al
alejarse del Sol, en razón doble de las distancias y esto hasta la
órbita de Saturno, como lo prueba el reposo de los afelios de los
planetas, y se extiende hasta los últimos afelios de los cometas,
si tales afelios están en reposo.
No he podido lograr todavía el deducir de los fenómenos, la
razón de estas propiedades de la gravedad, y no imagino
hipótesis alguna. Pues todo lo que no se deduce de los
fenómenos es una hipótesis y las hipótesis, ya sean metafísicas,
físicas o mecánicas o de las cualidades ocultas, no deben ser
tomadas en consideración en la filosofía experimental.
En esta filosofía, las proposiciones han de deducirse de los
fenómenos, y hacerse seguidamente generales por inducción. Así
han sido conocidas la impenetrabilidad, la movilidad, la fuerza de
los cuerpos, las leyes del movimiento y las de la gravedad. Y
basta, pues, que la gravedad exista, y que obre según las leyes
que hemos expuesto, y que pueda explicar todos los movimientos
de los cuerpos celestes y de los marinos.
 
I. NEWTON: Philosophiae naturalis principia mathematica
(1687).

LA FUERZA CENTRÍPETA 11.21

Definición III
La fuerza que reside en la materia (vis insita) es el poder que
ella tiene de resistir. A esta fuerza se debe el que todo cuerpo,
persevere por sí mismo en su estado actual de reposo, o de
movimiento uniforme en línea recta.
Esta fuerza es siempre proporcional a la cantidad de materia
de los cuerpos, y no difiere de lo que llamamos la inercia de la
materia, más que por la manera de concebirla. Pues la inercia es
lo que hace que no se pueda cambiar sin esfuerzo, el estado
actual de un cuerpo, ya sea que se mueva, o que esté en reposo.
Por ello podemos dar a la fuerza que reside en los cuerpos, el
nombre muy expresivo de fuerza de inercia.
El cuerpo ejerce dicha fuerza todas las veces que se trata de
cambiar su estado actual, y entonces podemos considerarla bajo
dos aspectos diferentes, o como resistente, o como impulsiva.
Como resistente en tanto el cuerpo se opone a la fuerza que
tiende a hacerle cambiar de estado. Como impulsiva en tanto que
el mismo cuerpo se esfuerza por cambiar el estado del obstáculo
que le opone resistencia.
Atribuimos comúnmente la resistencia a los cuerpos en
reposo y la fuerza impulsiva a aquellos que se mueven. Pero el
movimiento y el reposo, tal como comúnmente se les concibe, no
son sino respectivos, pues los cuerpos que creemos en reposo
no se hallan siempre en un reposo absoluto.

Definición V
La fuerza centrípeta es la que hace tender los cuerpos hacia
algún punto, como hacia un centro, ya sea que sean arrastrados
o empujados hacia este punto, o que tiendan hacia él, de un
modo cualquiera.
La gravedad que hace tender todos los cuerpos hacia el
centro de la tierra, la fuerza magnética que hace tender el hierro
hacia el imán, y la fuerza, cualesquiera que sea, que retira en
todo momento a los planetas del movimiento rectilíneo y los hace
circular en las curvas, son fuerzas de este género.
La piedra a la que se hace girar por medio de una honda, obra
sobre la mano, al tender la honda, con un esfuerzo que es tanto
mayor cuanto más rápidamente se la hace girar, y se escapa en
el mismo instante en que no se la retiene más. La fuerza ejercida
por la mano para retener la piedra, que es igual y contraria, a la
fuerza por la que la piedra tiende la honda, y que está siempre
dirigida hacia la mano, centro del círculo descrito, es la que se
llamó fuerza centrípeta. Igualmente ocurre con todos los cuerpos
que se mueven en redondo, todos se esfuerzan por alejarse del
centro de su revolución, y sin el auxilio de alguna fuerza que se
oponga a este esfuerzo, y que los retenga en sus órbitas —es
decir de alguna fuerza centrípeta—, partirían en línea recta con
un movimiento uniforme.
Un proyectil no volvería a caer hacia la Tierra, si no estuviera
animado polla fuerza de la gravedad, antes al contrario iría en
línea recta hacia los cielos con un movimiento uniforme, si la
resistencia del aire fuere nula. Débese pues a la gravedad el que
sea retirado de la línea recta, y el que se incline sin cesar hacia la
Tierra, y se inclina más o menos según la gravedad y la velocidad
de su movimiento. Mientras menor sea la gravedad del proyectil,
con relación a su cantidad de materia, mayor será su velocidad,
se alejará menos de la línea recta, e irá más lejos antes de caer
sobre la Tierra.
Así, si una bala de cañón fuera disparada horizontalmente
desde lo alto de una montaña, con una velocidad capaz de
hacerle recorrer dos leguas antes de caer sobre la Tierra, con una
velocidad doble, no recaería sino después de haber corrido unas
cuatro leguas, y con una velocidad decuple, iría diez veces más
lejos (con tal de no tener en cuenta la resistencia del aire), y
aumentando la velocidad de ese cuerpo, se aumentaría a
voluntad el camino que había de recorrer antes de recaer sobre la
Tierra, y se disminuiría la curvatura de la línea que describiría, de
forma que podría no volver a caer sobre la Tierra sino a la
distancia de 10, de 30, o de 90 grados, o que finalmente, podría
circular en torno a ella, sin volver a caer jamás, e incluso partir en
derechura al infinito, en el cielo.
 
I. NEWTON: Philosophiae naturalis principia mathematica
(1687).

LA LEY DE LA GRAVITACIÓN UNIVERSAL 11.22

Proposición VII. Teorema VII. Todos los cuerpos ejercen la


atracción de la gravedad y ésta es proporcional a la cantidad de
materia de cada uno de ellos.
Ya antes hemos demostrado que todos los planetas están
mutuamente sometidos a la fuerza de la gravedad, como también
que la atracción que ejerce cada uno de ellos, considerado por
separado, es inversamente proporcional al cuadrado de las
distancias, contadas desde el centro del planeta. De ello se sigue
que la atracción ejercida por todos es proporcional a su masa.
Además, como quiera que todas las partes de un planeta
cualquiera, A, son atraídas a otro planeta cualquiera, denominado
B, y como quiera que la gravedad de cualquier parte es a la
gravedad del todo como la masa de esa parte es a la masa del
todo, el planeta B a su vez será atraído hacia todas las partes del
planeta A, y la atracción que experimenta hacia una parte
cualquiera será a la atracción que experimenta hacia el todo
como la masa de esa parte es a la masa del todo. Que es lo que
había que demostrar.
Corolario I. Por consiguiente, la atracción que ejerce un
planeta entero se produce y se compone de la suma de las
atracciones ejercidas por cada una de sus partes, de lo que
tenemos ejemplos en las atracciones magnéticas y eléctricas.
Pues la atracción ejercida por el todo se produce por la atracción
ejercida por cada una de sus partes. Al tratar de la gravedad esto
puede comprenderse imaginando que varios planetas menores
se reúnen en una sola esfera y componen un planeta mayor: en
efecto, la fuerza del conjunto deberá originarse en las fuerzas de
las partes que lo componen. Si alguien objetare que todos los
cuerpos que tenemos junto a nosotros, conforme a esta ley
deberían gravitar unos hacia otros, siendo así que tal atracción de
ninguna manera se percibe, respondo que la atracción que
ejercen dichos cuerpos, puesto que tiene que ser a la atracción
de la Tierra entera como son las masas de estos cuerpos a la
masa de la Tierra entera, es con mucho menor que la que puede
percibirse.
Corolario II. La atracción ejercida por cada una de las
partículas iguales de un cuerpo es inversamente proporcional al
cuadrado de la distancia que hay desde cada partícula. Es
evidente por el corolario 3 de la proposición LXXIV.
 
I. NEWTON: Philosophiae naturalis principia mathematica
(1687).
Capítulo 12

ILUSTRACIÓN Y DESPOTISMO

ILUSTRADO

L A eficacia del método analítico, confirmada


espectacularmente con el descubrimiento de la ley de
gravitación universal, lleva a los pensadores del siglo XVIII a
una generalización del sistema hasta aplicarlo a todo tipo de
problemas. La integración de los datos empíricos en un
esquema racional es la fórmula universal propia del nuevo
modo de pensar [1]. La pretensión de someter toda realidad
a examen racional —descomposición o fase inicial de
método analítico— se refleja en el desarrollo de una
literatura crítica, que adopta toda clase de fórmulas, entre
ellas la utilización de los viajeros: generalmente visitantes
exóticos que desembarcan en Europa [2] o europeos que
visitan países imaginarios [3] para mostrar la auténtica
realidad de la naturaleza y la sociedad humanas. En cada
caso se plantea la contraposición entre las fórmulas
sociales, políticas o religiosas del viejo mundo con el sentido
común, propio de la razón natural de los primitivos.
La fórmula se aplica a todo problema y ni siquiera la
divinidad escapa al análisis. La Ilustración con
independencia de la religión y religiosidad de los autores,
tiende a destacar la esencial realidad de Dios —Ser
Supremo, creador— frente a las fórmulas procedentes de los
textos revelados. Edelmann descubrirá la fórmula evangélica
Θεòς ἦν ὁ λóγoς y la racionalidad será la nota característica
de una deidad abstracta cuya más radical advocación —la
diosa razón— recibirá culto antes de que concluya el siglo
[4]. Al mismo tiempo que se modifica la idea de Dios
aparece un nuevo concepto de su obra que deja de ser
creación de la nada, según el esquema escolástico, para ver
en ella la determinación de las leyes naturales que rigen el
cosmos. La identificación de la creación con la organización
del universo según normas generales se tipifica en obras
como la Theologiae christianae principia mathematica (1699)
de Braig o en la fórmula supremo arquitecto del universo que
utiliza la masonería para designar a Dios.
La abstracción y racionalización de la idea de Dios
determina una serie de desarrollos complementarios que
influyen en la religión y de forma aún más decisiva en la
religiosidad. La primera manifestación, de acuerdo con los
supuestos del método analítico, es la crítica de la revelación,
por cuanto supone un conocimiento dogmático que conduce
a la deformación de la imagen de Dios que, siendo uno,
aparece reflejado de forma muy diversa en cada una de las
religiones reveladas. Del mismo modo el contenido de la
revelación resulta confuso y en ocasiones contradictorio, por
lo que deberá ajustarse a la razón, tanto más cuanto que la
revelación constituye, no un motivo de certeza, sino
únicamente una forma especial de comunicación [5]. La
religiosidad será sometida a su vez a la acción depuradora
de la crítica racional, cuyos ataques se dirigirán
fundamentalmente contra la profusión de milagros que, de
ser ciertos, implicarían una reiterada suspensión de la ley
natural por su propio Hacedor [6], y contra la superstición
considerada como una forma degenerada de la fe que
implica un alejamiento de Dios mayor que la propia
incredulidad [7].
La posición límite de la Ilustración ante el problema
religioso desemboca en el ateísmo, que ejemplifica Holbach
[8], aunque su formulación habitual consiste en la
depuración de la experiencia religiosa de la vinculación del
hombre a Dios, para hacer surgir, como en el título de Kant,
La religión dentro de los límites de la pura razón, un deísmo
que encuentra el valor esencial de la religión en los valores
morales que engendra. En los casos en que los ilustrados se
mantienen fieles a la ortodoxia de su religión originaria, el
mantenimiento del dogma no impedirá una revisión
destinada a separar de él toda clase de elementos
marginales permitiendo con ella una más consciente
religación del hombre a Dios.
La antropología ilustrada lleva a cabo un análisis del
hombre, que si en sus versiones extremas conduce a
fórmulas materialistas como L’homme machine de La Mettrie
[9] hace surgir una imagen de la naturaleza humana
caracterizada por la combinación en proporciones diversas
según los individuos, de un corto número de fuerzas
elementales: la razón que lleva al hombre a buscar su
interés cuya realización conduce a la felicidad, término que
se identifica con el bienestar material y la riqueza y que, al
igual que ésta, podrá ser objeto de una precisa
cuantificación [10]. El hombre aspira a la felicidad a través
de la satisfacción de sus intereses y este impulso natural,
este deber que la naturaleza impone, se convertirá pronto en
un derecho de todos los hombres a alcanzar la felicidad-
riqueza, principio del que se seguirán decisivas
consecuencias socio-políticas. En la realización de este
objetivo que a la vida humana señalan los ilustrados, el
hombre ha de guiarse por una serie de principios morales —
utilidad, tolerancia, beneficencia, etc.— que descubre en su
alma como otras tantas normas de conducta, sin necesidad
de ninguna referencia a una moral dogmática [11]. El
individuo sólo podrá desviarse de su fin natural —la mayor
felicidad— bien por la insuficiencia —ignorancia— o por la
perversión —pasión— de la razón, dado que el hombre por
naturaleza no puede desear el mal.
La concepción antropológica de la Ilustración plantea el
problema de la disparidad entre naturaleza e historia, por
cuanto las estructuras sociales en que vive el hombre del
XVIII aparecen a sus ojos como el resultado de una tradición
histórica sin justificación racional posible. La sociedad
estamental característica del Antiguo Régimen encuentra su
fundamento en la idea y el sentimiento del honor que se
transmite por herencia en la nobleza y se deriva de la
excelencia de la función sacerdotal en los eclesiásticos. El
honor, virtud invisible, se manifiesta a través de un
comportamiento honorable cuya norma fundamental es la
prohibición de determinadas profesiones tenidas por viles
(oficios que implican trabajo manual o ganancia mercantil). A
cambio de esta prohibición la monarquía institucionaliza el
honor en forma de privilegio (procesal, fiscal) y reserva el
ejercicio de las funciones de gobierno a los privilegiados, a
los que reconoce además un estatuto de propiedad
(vínculos, manos muertas) que favorece la concentración de
riqueza en sus manos al impedir toda enajenación de
patrimonio.
El pensamiento ilustrado someterá la estructura
estamental a una sistemática crítica en que pondrá de
manifiesto la irrealidad del honor y la imposibilidad de una
transmisión hereditaria de las virtudes personales [2]. Junto
con la crisis de la institución nobiliaria, cuyos privilegios no
responden a ninguna función, se pondrá de relieve la
existencia de una crisis en la Iglesia cuya estructura ofrece
abundantes posibilidades a la crítica (ignorancia,
desigualdad entre clero secular y regular con la consiguiente
desatención de la cura pastoral, injusticia en la distribución
de las rentas eclesiásticas en detrimento de quienes realizan
funciones personales, etc.) [12]. La estructura estamental de
la sociedad conduce finalmente a los países de Europa a
una crisis económica y financiera insuperable. La
acumulación de riqueza en manos de los privilegiados, cuyo
estilo de vida les prohíbe explotarlas directamente, separa
de forma radical propiedad y explotación. Las rentas por la
misma razón se utilizarán bien en un consumo suntuario o
en la adquisición de nuevos bienes de producción creadores
de mayores rentas, que en ningún caso serán objeto de una
utilización capitalista que favorezca el desarrollo de la
productividad. El resultado de este planteamiento es la
acumulación de riqueza en manos de privilegiados con la
consiguiente limitación de la base imponible por el fisco, que
obligado a respetar el sistema de privilegios se verá abocado
a una crisis insalvable, que tendrá su formulación más
explícita en la reunión de los Estados Generales en 1789.
El pensamiento de la Ilustración define finalmente la
fórmula de una nueva estructura social-clasista que se
constituye espontáneamente desde la base en virtud del
libre juego de las relaciones económicas. La aspiración
unánime de los hombres a la felicidad, objetivada en la
riqueza, hace de la propiedad el factor determinante de la
nueva estratificación social. Para que la sociedad,
organizada en función de la propiedad, sea justa consideran
como necesario y suficiente el establecimiento como
condición del juego socio-económico de la libertad y la
igualdad. La sociedad clasista organizada sobre la base de
la libertad, igualdad y propiedad, será justa por cuanto,
frente al hermetismo característico de la estructura
estamental, ofrece una organización fluida, cambiante en
cada momento, de acuerdo con las capacidades
individuales, de tal manera que en cada momento histórico
presenta una composición diferente [13].
El intento de realización de la nueva sociedad dará
origen a una experiencia política reformista que es el
Despotismo ilustrado, fórmula que consiste en utilizar el
poder de la monarquía absoluta para llevar a cabo el
programa renovador de la Ilustración [14]. La acción
reformista de los déspotas ilustrados promoverá la
renovación de la organización política sobre una base
racional (uniformidad, centralismo) [15], la reforma de la
educación mediante la creación de nuevas instituciones
docentes, liberadas de las tradiciones estamentales y la
elaboración de planes de estudios que desplazan la
escolástica en beneficio de las «ciencias útiles» [16], la
configuración de un cuerpo sistemático y uniforme de leyes
(códigos) frente a la desordenada y contradictoria
acumulación de textos, característica de las recopilaciones
[17]. Finalmente definirán y en cierta medida intentarán una
reforma económica a través de la liberalización de la
propiedad (desamortización y desvinculación) [18] y de la
realización de un programa de desarrollo agrícola e industrial
que refleja la influencia de la fisiocracia y el colbertismo, y
como coronación de la reforma el establecimiento de un
sistema fiscal, real, en lugar de personal (única contribución)
[19]. El programa reformista de la Ilustración no llegará a sus
últimas conclusiones por la falta de continuidad y decisión
política, creándose con ellas las condiciones que dieron
origen a la revolución liberal-burguesa.
Textos 12

LA UNIVERSALIZACIÓN DEL ANÁLISIS 12.1

Si reflexionamos ahora sobre el modo con que adquirimos los


conocimientos por la vista, advertiremos que un objeto muy
compuesto, como una vasta campiña, se descompone en algún
modo, pues no lo conocemos hasta que sus partes vienen una
después de otra a colocarse con orden en el alma.
Hemos visto con qué orden se hace esta descomposición. Los
principales objetos vienen desde luego a situarse en el alma: los
otros vienen después, y se coordinan siguiendo las relaciones en
que están con los primeros. Hacemos esta descomposición,
porque no nos basta un instante para estudiar todos aquellos
objetos. Pero no descomponemos sino para volver a componer; y
cuando se han adquirido estos conocimientos, las cosas, en lugar
de ser sucesivas, tienen en el alma el mismo orden simultáneo
que tienen fuera. En este orden simultáneo consiste el
conocimiento que de ellas tenemos; porque si no pu diéramos
representárnoslas en junto, tampoco podríamos juzgar de las
relaciones que tienen entre sí, y las conoceríamos mal.
Analizar, pues, no es otra cosa que observar en un orden
sucesivo las cualidades de un objeto, a fin de darles en el alma el
orden simultáneo en que existen. Así nos hace obrar a todos la
naturaleza. El análisis, que se cree sólo conocido por los
filósofos, es, pues, conocido de todo el mundo, y nada he
enseñado aún al lector; sólo le he hecho notar lo que
continuamente practica.
Aunque de una mirada distingo una multitud de objetos en una
campiña que he examinado, sin embargo nunca es la vista más
distinta que cuando ella misma se circunscribe, y no miro más
que un pequeño número de objetos de una vez: discernimos
siempre menos cosas que vemos.
Lo mismo sucede con la vista del alma. Tengo presentes a un
tiempo un gran número de conocimientos que se me han hecho
familiares: los veo todos, pero no los distingo igualmente. Para
ver de una manera distinta cuanto se ofrece de una vez a mi
alma, es menester que descomponga como descompuse cuanto
se presentaba de una vez a mis ojos: es menester que analice el
pensamiento.
Este análisis no se hace de otro modo que el de los objetos
exteriores. Se descompone lo mismo, se representan las partes
del pensamiento en un orden sucesivo para restablecerlas en un
orden simultáneo, se hace esta descomposición y recomposición
conformándose con las relaciones que hay entre las cosas, como
principales y subordinadas, y como no se analizaría una campiña,
si la vista no la abrazase toda entera, tampoco se analizaría el
pensamiento, si el alma no lo abrazase todo. En uno y otro caso
es necesario verlo todo con una acción, de otro modo no se
tendría seguridad de haber visto todas las partes unas después
de otras. (…)
Dirán algunos que así se raciocina en las matemáticas, en las
cuales el razonamiento se hace con ecuaciones, ¿pero se podrá
hacer lo mismo en las otras ciencias, donde el razonamiento se
hace con proposiciones? Respondo que ecuaciones,
proposiciones y juicios vienen a ser una cosa misma, y que por
consecuencia se raciocina del mismo modo en todas las ciencias.
En las matemáticas el que propone una cuestión, la propone
de ordinario con todos sus datos, y no se trata, para resolverla,
sino de traducirla al álgebra. En las otras ciencias, al contrario,
parece que nunca se propone una cuestión con todos sus datos.
Se preguntará, por ejemplo, cuál es el origen y la generación de
las facultades del entendimiento humano, y se dejarán por buscar
los datos, porque el mismo que propone la cuestión, no los
conoce.
Pero aunque tengamos que buscar los datos, no se ha de
decir por eso que no están contenidos a lo menos implícitamente
en la cuestión que se propone. Si no estuviesen no los
hallaríamos y así deben estar contenidos en toda cuestión capaz
de resolverse. Es menester advertir solamente que no están
siempre en ella de un modo que puedan ser fácilmente
reconocidos; por consecuencia encontrarlos es descubrirlos en
una expresión donde están implícitamente, y para resolver la
cuestión es necesario traducir aquella expresión a otra, en que
todos los datos se manifiesten de un modo explícito y distinto.
Preguntar, pues, cuál es el origen y la generación de las
facultades del entendimiento humano, es preguntar cuál es el
origen y generación de las facultades por las cuales el hombre
capaz de sensaciones concibe las cosas, formándose ideas de
ellas; y se ve luego que la atención, la comparación, el juicio, la
reflexión, la imaginación y el raciocinio son con las sensaciones
los datos del problema que ha de resolverse, y que el origen y la
generación son las incógnitas. He ahí los datos, en que los datos
están mezclados con las incógnitas.
¿Pero cómo se han de despejar el origen y la generación, que
son aquí las incógnitas? Nada parece más simple. Por el origen
entendemos el dato que es principio de todos los demás; y por la
generación entendemos el modo cómo los datos vienen de uno
primero. Este primero, que conozco como facultad, no lo conozco
aún como primero; es, pues, propiamente la incógnita que está
mezclada con todos los datos y que es menester despejar. Pero
la más ligera observación me hace notar que la facultad de sentir
está mezclada con todas las demás. La sensación es, pues, la
incógnita que tenemos que despejar, para descubrir cómo se va
transformando sucesivamente en atención, comparación, juicio,
etc. Esto es lo que hemos hecho y hemos visto, que como las
ecuaciones x - 1 = y + 1, y x + 1 = 2y - 2 pasan por diferentes
transformaciones para llegar a y = 5, y x = 7, la sensación pasa
igualmente por diferentes transformaciones para llegar a ser
entendimiento.
El artificio del razonamiento es, pues, el mismo en todas las
ciencias. Así como en las matemáticas se establece la cuestión
traduciéndola al álgebra, así, en las otras ciencias se establece
traduciéndola a la expresión más simple, y una vez establecida la
cuestión, el raciocinio o razonamiento que la resuelve, no es
tampoco más que una serie de traducciones, en que una
proposición que traduce a la que la antecede, es traducida por la
que la subsigue, y de este modo pasa la evidencia con la
identidad desde la manifestación de la cuestión hasta la
conclusión del razonamiento.
 
CONDILLAC: Lógica (1780).
 
Podemos dividir todos nuestros conocimientos en directos y
reflejos. Los directos son aquellos que recibimos en forma
inmediata, sin operación alguna de nuestra voluntad y que al
encontrar abiertas todas las puertas de nuestra alma, si podemos
decirlo así, penetran en ella sin resistencia y sin esfuerzo. Los
conocimientos reflejados son los que el espíritu adquiere
operando sobre los directos, uniéndolos y combinándolos.
Todos nuestros conocimientos directos se reducen a los que
recibimos pollos sentidos; de donde se sigue que debemos todas
nuestras ideas a nuestras sensaciones. (…)
En el estudio que hacemos de la naturaleza, en parte por
necesidad, en parte por entretenimiento, notamos que los
cuerpos tienen gran número de propiedades, pero la mayoría
unidas de tal modo en un mismo sujeto, que para estudiarlas una
a una más a fondo, nos vemos obligados a considerarlas
separadamente. Por esta operación de nuestro espíritu
descubrimos bien pronto propiedades que parecen pertenecer a
todos los cuerpos, como la facultad de moverse o de permanecer
en reposo, y la de transmitir el movimiento, fuentes de los
principales cambios que observamos en la naturaleza. El examen
de esas propiedades, y sobre todo de la última, ayudado por
nuestros propios sentidos, nos hace descubrir pronto otra
propiedad de la cual dependen: la impenetrabilidad, o sea, esa
especie de fuerza por la cual cada cuerpo excluye a cualquier
otro del lugar que ocupa, de manera que dos cuerpos,
aproximados lo más que sea posible, nunca pueden ocupar un
espacio menor que el que llenan cuando están separados. La
impenetrabilidad es la propiedad principal por la cual distinguimos
los cuerpos de las partes del espacio indefinido, donde nos
imaginamos que están situados; al menos nos lo hacen juzgar así
nuestros sentidos; y si en este punto nos engañan, es un error
tan metafísico, que nuestra existencia y nuestra conservación
nada tienen que temer, y a él volvemos continuamente, como a
pesar nuestro, por nuestra manera corriente de pensar. Todo nos
conduce a mirar el espacio como lugar de los cuerpos, si no real,
al menos supuesto; en efecto, con la ayuda de las partes de este
espacio consideradas penetrables e inmóviles, llegamos a
formarnos la idea más clara que podemos tener del movimiento.
Estamos, pues, como obligados naturalmente a distinguir al
menos por el espíritu, dos fuerzas de extensión, de las cuales
una es impenetrable y la otra, constituye el lugar de los cuerpos.
Por consiguiente, aunque la impenetrabilidad entre
necesariamente en la idea que nos formamos de las porciones de
la materia, no obstante, como es una propiedad relativa, es decir,
de la cual sólo tenemos idea al examinar dos cuerpos juntos, nos
acostumbramos pronto a mirarla como distinta de la extensión y a
considerarla separadamente de ella.
Por esta nueva consideración vemos los cuerpos como partes
figuradas y extensas del espacio; punto de vista el más general y
el más abstracto desde el cual podemos examinarlos. Porque la
extensión en la cual no distinguiéramos partes figuradas, no sería
más que un cuadro lejano y oscuro, donde todo se nos escaparía,
puesto que nos sería imposible discernir nada allí. El color y la
figura, propiedades siempre unidas a los cuerpos, aunque
variables para cada uno de ellos, nos sirven en cierto modo para
desligarlos del fondo del espacio: una de estas dos propiedades
es asimismo suficiente a este propósito: igualmente, para
considerar los cuerpos bajo la forma más intelectual, preferimos
la figura al color, sea porque la figura nos es más familiar al ser
conocida a la vez por la vista y por el tacto, sea porque es más
fácil considerar en un cuerpo a figura sin el color que el color sin
la figura; sea, en fin, porque la figura sirve para fijar más
cómodamente y de una manera menos vaga, las partes del
espacio.
Henos, pues, conducidos a determinar las propiedades de la
extensión figurada: es el objeto de la geometría que, para
alcanzarlo más fácilmente, considera al principio la extensión
limitada por una sola dimensión; enseguida, por dos; y al fin, por
las tres dimensiones que constituyen la esencia del cuerpo
inteligible, es decir, una porción de espacio determinada en todos
sentidos por límites intelectuales.
Así, mediante operaciones y abstracciones sucesivas de
nuestro espíritu, despojamos la materia de casi todas sus
propiedades sensibles, para considerar en cierta manera su
fantasma; y debemos notar, en primer término, que los
descubrimientos a que esta indagación nos conduce, no podrán
dejar de ser muy útiles cada vez que no sea necesario tener en
cuenta la impenetrabilidad de los cuerpos; por ejemplo, cuando
habrá que estudiar su movimiento, considerándolos como partes
del espacio, figuradas, móviles y distantes las unas de las otras.
El examen que hacemos de la extensión figurada, al
presentarnos un gran número de combinaciones posibles, nos
fuerza a inventar algún medio que nos vuelva más fáciles tales
combinaciones; y como consisten principalmente en el cálculo y
la relación de las diferentes partes de que imaginamos están
formados los cuerpos geométricos, esta búsqueda nos conduce
pronto a la aritmética o ciencia de los números, que no es otra
cosa que el arte de encontrar, de una manera abreviada, la
expresión de una relación única que resulta de la comparación de
muchas otras. Las diferentes maneras de comparar esas
relaciones dan las diferentes reglas de la aritmética.
Por lo demás, es muy difícil que al reflexionar sobre estas
reglas no percibamos ciertos principios o propiedades generales
de las relaciones, por medio de las cuales podemos, expresando
esas relaciones de una manera universal, descubrir las diferentes
combinaciones que con ellas pueden hacerse. Los resultados de
esas combinaciones, reducidos a una forma general, serán en
efecto, cálculos aritméticos indicados y representados por la
expresión más simple y más breve que puede admitir su estado
de generalidad. La ciencia o el arte de designar así las relaciones
se denomina álgebra. Así aunque propiamente no hay cálculo
posible sino mediante números, ni otra magnitud mensurable que
la extensión (pues sin el espacio no podríamos medir
exactamente el tiempo) llegamos, generalizando siempre
nuestras ideas, a esta parte principal de las matemáticas y de
todas las ciencias naturales, que se llama ciencia de las
magnitudes en general y es el fundamento de todos los
descubrimientos que pueden hacerse sobre la cantidad, es decir
sobre todo lo que es susceptible de aumento o de disminución.
Esta ciencia es el límite más distante a donde puede
conducirnos la contemplación de las propiedades de la materia, y
no podríamos ir más lejos sin salimos del universo material. Pero
es tal la marcha del espíritu en sus búsquedas que, después de
haber generalizado sus percepciones hasta el punto de no poder
descomponerlas más, vuelve enseguida sobre sus pasos,
recompone de nuevo sus percepciones mismas, y forma con
ellas, poco a poco y gradualmente, los seres reales que son el
objeto inmediato y directo de nuestras sensaciones. Esos seres,
inmediatamente relativos a nuestras necesidades, son también
los que más nos importa estudiar; las abstracciones matemáticas
nos facilitan su conocimiento, pero nos son útiles sólo en tanto
que no nos quedamos ahí.
Por eso habiendo agotado, en cierto modo, por las
especulaciones geométricas, las propiedades de la extensión
figurada, comenzamos por devolverle la impenetrabilidad, que
constituye el cuerpo físico y que era la última cualidad sensible de
que la habíamos despojado. Ésta nueva consideración implica la
de la acción de esos cuerpos, unos sobre otros, porque los
cuerpos no actúan sino en tanto que son impenetrables; de ahí se
deducen las leyes ¿el equilibrio y del movimiento, objeto de la
mecánica. Extendemos, asimismo, nuestras investigaciones
hasta el movimiento de los cuerpos animados por fuerzas o
causas motrices desconocidas, con tal que la ley según la cual
actúan esas causas sea conocida o se suponga que lo es.
Vueltos a entrar completamente en el mundo corporal,
percibimos pronto el uso que podemos hacer de la geometría y
de la mecánica, más adquirir los conocimientos más variados y
profundos sobre las propiedades de los cuerpos. Más o menos de
esta manera han nacido todas las ciencias llamadas
físicomatemáticas. Puede ponerse a la cabeza la astronomía,
cuyo estudio, después del de nosotros mismos, es el más digno
de nuestra dedicación, por el magnífico espectáculo que nos
brinda. Uniendo la observación al cálculo, y aclarando la una con
el otro, esta ciencia determina, con una exactitud digna de
admiración, las distancias y los movimientos más complicados de
los cuerpos celestes; señala aun las fuerzas mismas mediante las
cuales se producen o alteran esos movimientos. Así puede
mirársele a justo título como la aplicación más segura y sublime
de la geometría y de la mecánica reunidas, y considerarse sus
progresos como el monumento más indiscutible del éxito que
puede obtener, por sus propios esfuerzos, el espíritu humano.
El uso de los conocimientos matemáticos no es menor en el
examen de los cuerpos terrestres que nos rodean. Todas las
propiedades que observamos en esos cuerpos tienen entre sí
relaciones más o menos sensibles para nosotros: el conocimiento
o el descubrimiento de esas relaciones es casi siempre el único
objeto que nos sea permitido lograr, y el único, por consiguiente,
que debemos proponernos. En efecto, no podemos esperar
conocer la naturaleza mediante hipótesis vagas y arbitrarias, sino
por el estudio reflexivo de los fenómenos, por la comparación que
haremos de los unos con los otros, por el arte de reducir, en la
medida de lo posible, un gran número de fenómenos a uno solo
que puede ser mirado como su principio. En efecto, cuanto más
disminuimos el número de principios de una ciencia, mayor
extensión le damos; porque siendo necesariamente determinado
el objeto de una ciencia, los principios aplicados a este objeto
serán tanto más fecundos cuanto menor sea su número. Esta
reducción, que los vuelve, por otra parte, más fáciles de
aprehender, constituye el verdadero espíritu sistemático, que es
menester guardarse bien de tomar por el espíritu de sistema en el
cual no suele coincidir. De ello hablaremos luego más
largamente.
 
D’ALEMBERT: Discurso preliminar a la Enciclopedia (1751).

LA CRÍTICA, VIAJEROS EXÓTICOS 12.2

Apenas pusieron el pie en la villa, llorando la muerte de su


bienhechor, cuando sintieron que la tierra temblaba bajo sus pies,
la mar se eleva hirviente en el puerto y hace pedazos los barcos
que están anclados. Torbellinos de llamas y cenizas cubren las
calles y las plazas públicas; las casas se desploman, los techos
caen sobre los cimientos, y éstos mismos se dispersan; treinta mil
habitantes de todas edades y sexos son aplastados bajo las
ruinas. El marinero decía silbando y jurando: “Algo se podrá
ganar aquí —¿Cuál podrá ser la razón suficiente de este
fenómeno? decía Pangloss— Este es el fin del mundo” exclamó
Cándido. (…)
Habiendo hallado el otro día, algunas provisiones de boca,
deslizándose entre los escombros, repararon algo sus fuerzas.
Enseguida se ocuparon, como los demás, en socorrer a los
habitantes que habían escapado con vida. Algunos ciudadanos,
agradecidos, les dieron una comida tan buena como podía serlo
en medio de un desastre semejante: es verdad que la comida fue
triste; los convidados regaban el pan con sus lágrimas; pero
Pangloss les consolaba, asegurándoles que las cosas no podían
ser de otro modo: “porque, decía él, todo aquí está a la
perfección; pues si hay un volcán en Lisboa, es porque no podía
estar en otro lado; porque es imposible que las cosas dejen de
estar en donde están; pues que todo está bien”.
Un hombre pequeño y enlutado, familiar de la Inquisición, que
se hallaba a su lado, tomó cortésmente la palabra, y dijo: “A lo
que parece, este caballero no cree en el pecado original; porque,
si todo está perfectamente, no ha debido haber ni caída ni
castigo. —Pido muy humildemente perdón a vuestra excelencia,
respondió Pangloss con mayor cortesía, pues la caída del
hombre y la maldición entraban necesariamente en el mejor de
los mundos posibles. ¿El Señor no cree, pues, en la libertad? dijo
el familiar. Vuestra excelencia me excusará, dijo Pangloss; la
libertad puede subsistir junto con la necesidad absoluta; porque
era necesario que nosotros fuésemos libres; porque, en fin, la
voluntad determinada…”. Pangloss estaba a la mitad de esta
frase, cuando el familiar hizo una seña con la cabeza a su esbirro
que le servía vino de Oporto.

De cómo se hizo un magnífico auto de fe para impedir los


temblores de tierra, y cómo Cándido fue azotado.
Tras el temblor de tierra que había destruido las tres cuartas
partes de Lisboa, los sabios del país no encontraron un medio
más eficaz para impedir la ruina total, que dar al pueblo un
magnífico auto de fe: decidió la Universidad de Coimbra que el
espectáculo de algunas personas quemadas a fuego lento y con
grandes ceremonias, era un secreto infalible para impedir que la
tierra temblase.
En consecuencia, se cogió a un vizcaíno convicto de haberse
casado con su comadre, y a dos portugueses que, al comer un
pollo, le habían arrancado la grasa. Después de la comida
vinieron a atar al doctor Pangloss y a su discípulo Cándido, al uno
por haber hablado y al otro por haber escuchado con señales de
aprobación; los dos fueron conducidos separadamente y puestos
en departamentos de una frescura extremada, en los que jamás
molestaba el sol. Ocho días después, pusieron a cada uno un
sambenito, adornándoles las cabezas con mitras de papel: la
mitra y el sambenito de Cándido tenían pintadas llamas al revés y
diablos sin cola ni uñas, pero los diablos de Pangloss tenían uñas
y cola, y las llamas estaban derechas. Así vestidos, marcharon en
procesión y oyeron un sermón muy patético, seguido de una bella
música en piporro. Cándido fue azotado a compás mientras
cantaban; el vizcaíno y los dos hombres que no habían querido
comer grasa, fueron quemados, y Pangloss fue ahorcado,
aunque no era ésta la costumbre. El mismo día la tierra volvió a
temblar con un estruendo espantoso.
 
VOLTAIRE: Cándido o el optimismo (1759).
 
Carta XII. Gazel a Ben-Beley.
 
En Marruecos no tenemos idea de lo que por acá se llama
nobleza hereditaria, con que no me entenderías si te dijera que
en España no sólo hay familias nobles, sino provincias que lo son
por heredad. Yo mismo que lo estoy presenciando, no lo
comprendo. Te pondré un ejemplo práctico, y lo entenderás me
nos, como a mí me sucede; y si no, lee.
Pocos días ha pregunté si estaba el coche pronto, pues mi
amigo Nuño estaba malo, y yo quería visitarle. Me dijeron que no.
Al cabo de media hora hice igual pregunta y tuve igual respuesta.
Pasada otra media hora pregunté, y me respondieron lo propio.
De allí a poco me dijeron que él coche estaba puesto, pero que el
cochero estaba ocupado. Indagué la ocupación al bajar las
escaleras, y él mismo me desengañó, saliéndome al encuentro y
diciéndome: Aunque soy cochero, soy noble. Han venido unos
vasallos míos y me han querido besar la mano, para llevar este
contento a sus casas; con que por eso me he detenido, pero ya
me despaché. ¿A dónde vamos? y al decir esto montó en la
mula, y arrimo el coche.
 
Carta XIII. Del mismo, al mismo.
 
Instando a mi amigo cristiano para que me explicase qué es
nobleza hereditaria, después de decirme mil cosas que yo no
entendí, mostrarme estampas, que me parecieron de mágica, y
figuras que tuve por capricho de algún pintor demente y, después
de reírse conmigo de muchas cosas que decía ser muy
respetables en el mundo, concluyó con estas voces,
interrumpidas con otras tantas carcajadas de risa: nobleza
hereditaria es la vanidad que yo fundo en que ochocientos años
antes de mi nacimiento muriese uno que se llamó como yo me
llamo y fue hombre de provecho, aunque yo sea inútil para todo.
 
Carta XIV. Del mismo, al mismo.
 
Entre las voces que mi amigo hace ánimo de poner en su
diccionario, la voz victoria es una de las que necesitan más
explicación, según se confunde en las gacetas modernas. Toda la
guerra pasada, dice Nuño, estuve leyendo gacetas y mercurios, y
nunca pude entender quién ganaba o perdía. Las mismas
funciones en que me he hallado, me han parecido sueños, según
las relaciones impresas que he leído, y no supe jamás cuándo
habíamos de cantar el Te Deum, o el Miserere. Lo que sucede
por lo regular es lo siguiente.
Dase una batalla sangrienta entre dos ejércitos numerosos y
uno o ambos quedan destruidos, pero ambos generales la envían
pomposamente referida a sus cortes respectivas. El que más
ventaja sacó, por pequeña que sea, incluye en su relación un
estado de los enemigos muertos, heridos y prisioneros, cañones,
morteros, banderas, estandartes, timbales y carros tomados. Se
anuncia la victoria en su corte con el Te Deum, luminarias,
repiques de campanas, etc., etc. El otro asegura que no fue
batalla, sino un corto choque de poca o ninguna importancia, que
no obstante la grande superioridad del enemigo, no rehusó la
acción; que las tropas del Rey hicieron maravillas; que se acabó
la función con el día; y que no fiando su ejército a la oscuridad de
la noche, se retiró metódicamente. También se canta el Te Deum,
y se tiran cohetes en su corte; y todo queda problemático, menos
la muerte de 20.000 hombres, que ocasiona la de otros tantos
hijos huérfanos, padres desconsolados, madres viudas, etc., etc.
(…)
 
Carta LXXV. Del mismo, al mismo.
 
Al entrar anoche en mi posada, me hallé con una carta, de
que te remito copia. Es de una cristiana, a quien apenas conozco;
y te parecerá muy extraño su contenido, que dice así:
"Acabo de cumplir veinte y cuatro años, y de enterrar a mi
último esposo de seis que he tenido en otros tantos matrimonios
en el espacio de poquísimos años. El primero fue un mozo de
poca más edad que la mía, bella presencia, buen mayorazgo,
gran nacimiento pero ninguna salud; había vivido tan deprisa en
sus pocos años, que cuando llegó a mis brazos, ya era cadáver,
pues aún estaban por estrenar muchas galas de mi boda, cuando
tuve que ponerme luto. El segundo fue un viejo que había
observado siempre el más rígido celibatismo; pero heredando,
por muertes y pleitos, unos bienes copiosos y honoríficos, su
abogado le aconsejó que se casase; pero su médico hubiera sido
de otro dictamen. Murió de allí a poco, llamándome hija suya; y
juro que como a tal me había tratado desde el primer día hasta el
último. El tercero fue un capitán de granaderos, más hombre, al
parecer, que todos los de su compañía. La boda se hizo por
poderes desde Barcelona; pero picándose con un compañero
suyo en la luneta de la ópera, se fueron a tomar el aire juntos a la
explanada, y volvió solo el compañero, quedando mi marido por
allá. El cuarto fue un hombre ilustre y rico, robusto y joven, pero
tan jugador de profesión, que ni aun la noche de la boda durmió
conmigo, porque la pasó en una partida de banca. Diome esta
primera noche tan mala idea de las otras, que le miré siempre
como huésped en mi casa, más que como precisa mitad mía en
el nuevo estado. Pagóme en la misma moneda, y murió de allí a
poco de resultas de haberle tirado un amigo suyo un candelera a
la cabeza, sobre no sé qué equivocación de poner a la derecha
una carta que había de estar a la izquierda. No obstante todo
esto, fue el marido que más me divirtió; a lo menos por su
conversación, que era chistosa, y siempre en estilo de juego. Me
acuerdo, que estando un día comiendo con bastantes gentes en
casa de una dama, algo corta de vista, le pidió de un plato que
tenía cerca y él la dijo: señora, a la talla anterior pudo cualquiera
haber apuntado, que había bastante fondo; pero aquel caballero
que come y calla, acaba de hacer a este plato una doble paz de
paroli con tanto acierto, que nos ha desbancado. Es un apunte
terrible a este juego.
El quinto, que me llamó suya, era de tan corto entendimiento,
que nunca me habló sino de una prima que tenía, y a quien
quería mucho. La prima se murió de viruelas a pocos días de mi
casamiento, y el primo se fue tras ella. Mi sexto y último marido
fue un sabio. Estos hombres no suelen ser buenos muebles para
maridos. Quiso mi mala suerte, que en la noche de mi
casamiento se apareciese un cometa, o especie de cometa. Si
algún fenómeno de éstos ha sido cosa de mal agüero, ninguno lo
fue tanto como éste. Mi esposo calculó que el dormir con su
mujer sería cosa periódica de cada veinticuatro horas; pero que si
el cometa volvía, tardaría tanto en dar la vuelta, que él no le
podría observar, y así dejó aquello por esto, y se salió al campo a
hacer sus observaciones astronómicas. La noche era fría, y lo
bastante para darle un dolor de costado, del que murió.
Todo esto se hubiera remediado, si yo me hubiera casado una
vez a mi gusto, en lugar de sujetarle seis veces al de un padre,
que cree que la voluntad de una hija es cosa que no debe entrar
en cuenta para el casamiento. La persona que me pretendía es
un mozo que me parece muy adecuado a mí en todo y por todo, y
que ha repetido las instancias cada vez que yo he enviudado;
pero en obsequio de sus padres, tuvo que casarse también
contra su gusto el mismo día que yo contraje matrimonio con mi
astrónomo.
Estimaré al señor Gazel me diga qué uso o costumbre se
sigue en su tierra en esto de casarse las hijas de familia, porque,
aunque he oído muchas cosas que espantan de lo poco
favorables que nos son las leyes mahometanas, no hallo
distinción alguna entre ser esclava de un marido, o de un padre; y
más cuando de ser esclava de un padre, resulta tener maridos
como en el caso presente".
 
J. CADALSO: Cartas marruecas (1768-74).
LA CRÍTICA, VIAJEROS EN PAÍSES EXÓTICOS 12.3

Para confirmar esto que acabo de decir, y mostrar además los


desdichados efectos de una educación limitada, referiré un
episodio que apenas será creído. Con la esperanza de
congraciarme más con su majestad, le hablé de un
descubrimiento, realizado hacía de trescientos a cuatrocientos
años, para fabricar una especie de polvo tal, que si en un montón
de él caía la chispa más pequeña todo se inflamaba, así fuese
tan grande como una montaña, y volaba por los aires, con ruido y
estremecimiento mayores que los que un trueno produjera. Le
añadí que una cantidad de este polvo, ajustada en el interior de
un tubo de bronce o hierro proporcionada al tamaño, lanzaba una
bola de hierro o plomo con tal violencia o velocidad, que nada
podía oponerse a su fuerza; que las balas grandes así disparadas
no sólo tenían poder para destruir de un golpe filas enteras de un
ejército sino también para demoler las murallas sólidas y hundir
barcos, con mil hombres dentro, al fondo del mar; y si se les unía
con una cadena, dividían mástiles y aparejos, partían centenares
de cuerpos por la mitad y dejaban la desolación tras ellas. Añadí
que nosotros muchas veces llenábamos de este polvo largas
bolas huecas de hierro y las lanzábamos por medio de una
máquina dentro de una ciudad a la que tuviésemos puesto sitio, y
al caer destrozaba los pavimentos, derribaba en ruinas las casas
y estallaba arrojando por todos lados fragmentos que saltaban los
sesos a quienes estuvieran cerca. Díjele además que yo conocía
muy bien los ingredientes, comunes y baratos; sabía hacer la
composición y podía dirigir a los trabajadores de su majestad en
la tarea de construir aquellos tubos de un tamaño proporcionado
a todas las demás cosas del reino. Los mayores no tendrían que
exceder de cien pies de longitud, y veinte o treinta de estos tubos,
cargados con la cantidad adecuada de polvo y balas, podrían
batir en pocas horas los muros de la ciudad más fuerte de los
dominios de su majestad, y aun destruir la metrópoli entera, si
alguna vez se resistiera a cumplir sus órdenes absolutas.
Humildemente ofrecí esto al rey, como pequeño tributo de
agradecimiento por las muchas muestras que había recibido de
su real favor y protección.
El rey quedó horrorizado por la descripción que yo le había
hecho de aquellas terribles máquinas y por la proposición que le
sometía. Se asombró de que tan impotente y miserable insecto —
son sus mismas palabras— pudiese sustentar ideas tan
inhumanas y con la familiaridad suficiente para no conmoverse
ante las escenas de sangre y desolación que yo había pintado
como usuales efectos de aquellas máquinas destructoras, las
cuales —dijo— habría sido sin duda el primero en concebir algún
genio maléfico enemigo de la Humanidad. Por lo que a él mismo
tocaba, aseguró que, aun cuando pocas cosas le satisfacían
tanto como los nuevos descubrimientos en las artes o en la
naturaleza, mejor querría perder la mitad de su reino que no ser
consabidor de este secreto, que me ordenaba, si estimaba mi
vida, no volver a mencionar nunca.
¡Extraño efecto de los cortos principios y los horizontes
limitados! ¡Un príncipe adornado de todas las cualidades que
inspiran estima, veneración y amor, de excelentes partes, gran
sabiduría y profundos estudios, dotado de admirables talentos
para gobernar y casi adorado por sus súbditos, dejando escapar,
por un supremo escrúpulo, del cual no podemos tener en Europa
la menor idea, una oportunidad puesta en sus manos, y cuyo
aprovechamiento le hubiera hecho dueño absoluto de la vida, la
libertad y la fortuna de sus gentes! No digo esto con la más
pequeña intención de disminuir las muchas virtudes de aquel
excelente rey, cuyos méritos, sin embargo, temo que habrán de
quedar muy mermados a los ojos del lector inglés con este
motivo; pero juzgo que este defecto tiene por origen la ignorancia
de aquel pueblo, que todavía no ha reducido la política a una
ciencia, como en Europa han hecho ya entendimientos
despiertos. Recuerdo muy bien que en una conversación que
mantuve con el rey un día, como yo le dijera que nosotros
habíamos escrito varios millares de libros sobre el arte de
gobernar, él formó —en contra de lo que yo pretendía— un
concepto muy pobre de nuestra inteligencia. Declaró
abiertamente que detestaba, a la vez que despreciaba, todo
misterio, refinamiento e intriga en un príncipe o en un ministro. No
podía comprender lo que designaba yo con el nombre de secreto
de Estado, siempre que no se tratase de algún enemigo o alguna
nación rival. Reducía el conocimiento del gobierno a límites
estrechísimos de sentido común y razón, justicia y lenidad,
diligencia en rematar las causas civiles y criminales, con algunos
otros tópicos sencillos que no merecen ser consignados. Y afirmó
que cualquiera que hiciese nacer dos espigas de grano o dos
briznas de hierba en el espacio de tierra en que naciera antes
una, merecía más de la humanidad y hacía más esencial servicio
a su país que toda la casta de políticos junta.
Los estudios de este pueblo son muy defectuosos, pues
consisten únicamente en moral, historia, poesía y matemáticas,
aunque hay que reconocer que en estas materias descuella. Pero
la última se aplica tan sólo a aquello que puede ser útil en la vida,
como es el progreso de la agricultura y de las artes mecánicas;
así que entre nosotros no merecería gran aprecio. En cuanto a
ideas trascendentales, abstracciones, y trascendencias, jamás
pude meterles en la cabeza la más elemental concepción.
Ninguna ley de aquel país debe exceder en palabras el
número de las letras del alfabeto, que es allí de veintidós; pero,
en verdad, son muy pocas las que alcanzan esta extensión.
Están redactadas en los términos más claros y sencillos, y
aquellas gentes no son lo bastante perspicaces para descubrir en
ellas más de una interpretación, y escribir un comentario a una
ley es un crimen capital. En cuanto a los fallos en las causas
civiles y los procedimientos contra los criminales, tiene allí tan
pocos precedentes, que mal podrían jactarse de pericia ninguna
en ellos. (…)
Me preguntó cuáles eran las causas o motivos que
generalmente conducían a un país a guerrear con otro. Le
contesté que eran innumerables y que iba a mencionarles
solamente algunas de las más importantes. Unas veces la
ambición de príncipes que nunca creen tener bastantes tierras y
gentes sobre que mandar; otras, la corrupción de miembros que
comprometen a un señor en una guerra para ahogar o desviar el
clamor de los súbditos contra su mala administración. La
diferencia de opiniones ha costado muchos miles de vidas. Por
ejemplo, si la carne era pan o el pan carne; si el jugo de cierto
grano era sangre o vino; si silbar era un vicio o una virtud; si era
mejor besar un poste o arrojarlo al fuego; qué color era mejor
para una chaqueta, si negro, blanco, rojo o gris, y si debía ser
larga o corta, ancha o estrecha, sucia o limpia, con otras muchas
cosas más. Y no había guerras tan sangrientas y furiosas, ni que
se prolongasen tanto tiempo como las ocasionadas por
diferencias de opinión, en particular si era sobre cosas
indiferentes.
A veces, la contienda entre dos príncipes es para decidir cuál
de ellos despojará a un tercero de sus dominios, sobre los cuales
ninguno de los dos exhibe derecho ninguno. A veces, un príncipe
riñe con otro por miedo de que el otro riña con él. A veces se
entra en una guerra porque el enemigo es demasiado fuerte, y a
veces porque es demasiado débil. A veces nuestros vecinos
carecen de las cosas que tenemos nosotros o tienen las cosas de
que nosotros carecemos, y contendemos hasta que ellos se
llevan las nuestras o nos dan las suyas. Es causa muy justificable
para una guerra el propósito de invadir un país cuyos habitantes
acaban de ser diezmados por el hambre, o destruidos por la
peste, o desunidos por las banderías. Es justificable mover guerra
a nuestro más íntimo aliado cuando una de sus ciudades está
enclavada en punto conveniente para nosotros, o una región o
territorio suyo haría nuestros dominios más redondos y
completos. Si un príncipe envía fuerzas a una nación donde las
gentes son pobres e ignorantes, puede legítimamente matar a la
mitad de ellas o esclavizar a las restantes para civilizarlas o
redimirlas de su bárbaro sistema de vida. Es muy regia,
honorable y frecuente práctica cuando un príncipe pide la
asistencia de otro para defenderse de una invasión, que el
favorecedor, cuando ha expulsado a los invasores, se apodere de
los dominios por su cuenta, y mate, encarcele o destierre al
príncipe a quien fue a remediar. Los vínculos de sangre o
matrimoniales son una frecuente causa de guerra entre príncipes,
y cuanto más próximo es el parentesco, más firme es la
disposición para reñir. Las naciones pobres están hambrientas, y
las naciones ricas son orgullosas, y el orgullo y el hambre estarán
en discordia siempre. Por estas razones, el oficio de soldado se
considera como el más honroso de todos, pues un soldado es un
yahoo asalariado para malar a sangre fría, en el mayor número
que le sea posible, individuos de su propia especie que no le han
ofendido nunca.
Asimismo existe en Europa una clase de miserables príncipes,
incapaces de hacer la guerra por su cuenta, que alquilan sus
tropas a naciones más ricas por un tanto al día cada hombre; de
esto guardan para sí los tres cuartos y sacan la parte mejor de su
sustento. Tales son los príncipes de Alemania y otras regiones del
norte de Europa.
 
J. SWIFT. Viajes de Gulliver (1726).

EL DEÍSMO 12.4

En vano ensayé contra un ateo las sutilidades de la escuela;


de la misma debilidad de estos razonamientos sacó una objeción
muy fuerte.
Me han sido demostradas sin réplica innumerables verdades
—decía—; y la evidencia de Dios, la realidad del bien y del mal
moral, la inmortalidad del alma, son aún problemas para mí.
¡Pues qué! ¿Será menos importante ser convencido acerca de
estos asuntos que de que los tres ángulos de un triángulo son
iguales a dos rectos?
Mientras que como hábil declamador me hacía examinar a
grandes trazos toda la amargura de esta reflexión, emprendí de
nuevo el combate con una pregunta que debió parecer singular a
un hombre orgulloso de su primer éxito.
—¿Sois un ser pensante? —le pregunté.
—¿Podéis dudarlo? —me respondió con aire satisfecho.
—¿Por qué no? ¿Qué he visto que de ello me convenza?…
¿Sonidos y movimientos?… Pero el filósofo ve otro tanto en el
animal, que despoja de la facultad de pensar. ¿Por qué os he de
conceder lo que Descartes niega a la hormiga? Producís al
exterior actos muy propios a convencerme; sentiría deseos de
asegurar que pensáis en efecto; pero la razón suspende mi juicio.
Entre los actos exteriores y la inteligencia no hay enlace esencial,
es posible que tu antagonista no piense más que su reloj. ¿Se
deberá tomar por un ser pensante al primer animal que se
enseña a hablar? ¿Quién te ha revelado que todos los hombres
no son a modo de otros tantos loros?
—Esta comparación es, todo lo más, ingeniosa —replicó—.
No es por el movimiento y los sonidos, es por la ilación de las
ideas, por la consecuencia que reina entre las proposiciones y el
enlace de los razonamientos, por lo que se debe juzgar que un
ser piensa. Si se hallase un loro que contestase a todo, clamaría
sin vacilar que era un ser pensante. Pero ¿qué tiene de común
esta cuestión con la existencia de Dios? Aun cuando me hubieras
demostrado que el hombre, en quien advierto más inteligencia, no
es más que un autómata, ¿estaría yo por eso mejor dispuesto a
reconocer una inteligencia en la Naturaleza?
—Sin embargo —insistí—, convenid en que sería gran locura
negar a vuestros semejantes la facultad de pensar.
—Sin duda. Pero ¿qué se sigue de aquí?
—Se sigue que si el Universo, ¿qué digo el Universo?, que si
el ala de un pájaro me presenta señales mil veces más claras de
una inteligencia que indicios tenéis vos de que vuestro semejante
está dotado de la facultad de pensar, sería mil veces más loco
negar que existe un Dios que negar que vuestro semejante
piensa. A vuestra conciencia apelo: ¿habéis observado jamás en
los razonamientos, las acciones y la conducta de algún hombre
más inteligencia, más orden, más sagacidad, más consecuencia
que en el mecanismo de un insecto? ¿No está tan claramente
impresa la divinidad en un grano de trigo como la facultad de
pensar en las obras del gran Newton? ¡Qué! ¿Prueba menos una
inteligencia el mundo formado que el mundo explicado?… “Pero,
replicáis, yo admito la facultad de pensar en otro, de tanto mejor
oana cuanto yo mismo pienso…”. He aquí, convengo en ello, una
presunción que yo no tengo; pero ¿no estoy indemnizado de ella
por la superioridad de mis pruebas sobre las vuestras? ¿No me
está mejor demostrada en la Naturaleza la inteligencia de un
primer ser por sus pruebas, que la facultad de pensar en un
filósofo por sus escritos? Pensad, pues, que sólo os presento
como prueba un ala de pájaro, un grano de trigo, cuando podría
agobiaros con el peso del Universo. O mucho me engaño, o vale
esta prueba mucho más que la mejor aducida en las escuelas.
Por este razonamiento, y por otros muchos de la misma sencillez,
admito la existencia de Dios, y no por esos tejidos de ideas secas
y metafísicas, menos propias a descubrir la verdad que a darle el
aspecto de mentira.
 
D. DIDEROT: Pensamientos filosóficos (1746).
 
Pasé la noche meditando, absorto en la contemplación de la
naturaleza, admiraba la inmensidad, el curso, las relaciones de
estas esferas infinitas que el vulgo no sabe admirar; pero
admirando mucho más la inteligencia que las reside, me decía a
mí mismo: “Se necesita ser ciego para que no nos deslumbre
este espectáculo; se necesita ser locos para no adorarle. ¿Qué
tributo de adoración debe rendírsele? ¿No debe ser este tributo
siempre el mismo en toda la extensión del espacio, puesto que es
el mismo Ser Supremo el que lo rige en toda su extensión? El ser
dotado de pensamientos que habite en una de las estrellas de la
Vía Láctea, ¿no le debe el mismo homenaje que el ser que
piensa en la pequeña esfera de la Tierra? La luz es uniforme para
la estrella Sirio y para nosotros; la moral debe también ser
uniforme. Si el animal que piensa y siente en Sirio nació de padre
y de madre tiernos que se ocupen de hacerle feliz, les debe pagar
con tanto cariño y tantos cuidados como debemos en el mundo a
nuestros padres. Si algún habitante de la Vía Láctea ve a un
indigente lisiado, si puede darle alivio y no se lo da, es culpable
ante todas las esferas. El corazón tiene en todas las partes los
mismos deberes”.
 
VOLTAIRE: Diccionario filosófico (1746), s. v. Religión.

RAZÓN Y REVELACIÓN 12.5

El deísmo es una religión difundida en todas las religiones; es


un metal que se alía con los demás metales, y cuyas venas se
extienden por debajo de tierra por las cuatro partes del mundo.
Ésta mina está más descubierta y más trabajada en la China; en
las demás partes está más escondida, y el secreto de donde se
encuentra, sólo lo poseen sus adeptos.
No hay país que tenga más adeptos de esa clase que
Inglaterra. En el siglo XVII hubo muchos ateos en dicho país, lo
mismo que en Francia y en Italia, que probaron lo que dijo el
canciller Bacon, que un poco de filosofía hace al hombre ateo, y
mucha filosofía lo conduce al conocimiento de un dios. Cuando
se creía en la doctrina de Epicuro, que la casualidad lo hacía
todo, o en la doctrina de Aristóteles y de varios teólogos antiguos,
que todo nacía de la corrupción y que la materia y el movimiento
hacían andar al mundo por sí solo, entonces podrían no creer en
la Providencia. Pero desde que entrevimos la naturaleza, que los
antiguos no llegaron a ver, desde que nos apercibimos que todo
está organizado, que todo tiene su germen; desde que supimos
que desde el guisante hasta la magnitud de los mundos todo es
obra de una sabiduría infinita, desde entonces todos los que
piensan la adoraron. Los físicos se convirtieron en heraldos de la
Providencia; el catequista anunció la existencia de Dios a los
niños, y Newton se la demostró a los sabios.
Hay muchos que preguntan si considerando aparte el deísmo,
exento de toda ceremonia religiosa, es una religión. Fácil es
contestar a esa pregunta; el que sólo reconoce un Dios creador,
infinitamente poderoso, y sólo considera a sus criaturas como
máquinas admirables, no por eso es más religioso para él que el
europeo que admirara el rey de la China; por eso es vasallo de
dicho príncipe; pero el que cree que Dios se dignó establecer una
relación entre El y los nombres, cuya relación les hace libres,
capaces del bien y del mal, y les dio el buen sentido, que es el
instinto del hombre sobre el que se funda la ley natural, sin duda
éste tiene una religión, y una religión mejor que la de todas las
sectas que están fuera del gremio de la Iglesia, porque estas
sectas son falsas y la ley natural es verdadera. La religión
revelada no es y no podía ser otra más que la ley natural
perfeccionada. De modo que el deísmo es el buen sentido que no
está enterado aún de la revelación, y las otras religiones son el
buen sentido que pervirtió la superstición. Las sectas se
diferencian unas de otras, porque son hijas de los hombres; pero
la moral es la misma en todas partes, porque proviene de Dios.
Pregúntese: ¿por qué entre quinientas o seiscientas sectas
que existen hubo algunas que hicieron derramar sangre humana,
y por qué los deístas que abundan en todas partes, no han
producido nunca el menor tumulto? Porque los deístas son
filósofos, y los filósofos pueden razonar mal, pero no son
intrigantes. Por eso los que persiguen a los filósofos, bajo el
pretexto de que sus opiniones pueden perjudicar al público, son
tan absurdos como lo serían los que temiesen que el estudio del
álgebra encareciese el pan en el mercado; debe compadecerse al
hombre que piensa y se extravía pensando; pero es insensato y
horrible perseguirle. Todos somos hermanos; ¿y porque alguno
de mis hermanos, lleno de respeto y amor filial, animado por
espíritu caritativo, no atribuye a nuestro Padre común las mismas
ceremonias que yo, debo degollarle o quemarle vivo?
¿Quién es el verdadero deísta? El que dice a Dios: Os adoro y
os sirvo: el que dice a los turcos, a los chinos, a los indios y a los
rusos: Yo os amo. Quizás duda de que Mahoma hiciese un viaje a
la luna, y se pusiera en su manga la mitad de ella; quizás se
oponga a que cuando él muera su mujer se arroje a la hoguera
por devoción; quizás esté tentado algunas veces a no creer en la
historia de las once mil vírgenes, ni en la de san Amable, cuyo
sombrero y guantes se llevó un rayo de sol desde Auvernia hasta
Roma; pero a pesar de todo esto es siempre hombre justo. Noé lo
hubiera encerrado en su arca; Numa Pompilio lo hubiera llevado
a sus consejos; se hubiera subido en el carro de Zoroastro;
hubiera filosofado con Platón, con Aristipo, con Cicerón y con
Ático. ¿Pero hubiera bebido la cicuta con Sócrates?
 
VOLTAIRE: Diccionario filosófico (1746), s. v. Deísmo.
 
Es evidente que los padres ponen en evidencia
continuamente una excesiva diferencia entre el hombre y el
cristiano, y que a fuerza de exagerar esta distinción, prescriben
unas reglas impracticables. La mayoría de los deberes cuya
observación exige el Evangelio son, en el fondo, los mismos que
pueden ser conocidos por cualquiera, con las solas luces de la
razón. La religión cristiana no hace sino suplir la poca atención de
los hombres y proporcionarles motivos, mucho más poderosos,
para la práctica de estos deberes, que la razón abandonada a sí
misma no es capaz de descubrir. Las luces sobrenaturales, por
divinas que sean, no nos muestran nada, respecto a la conducta
ordinaria de la vida, que las luces naturales no adopten con
arreglo a las reflexiones exactas de la pura filosofía. Las máximas
del Evangelio, añadidas a las de los filósofos, no son más nuevas
que aquellas que estaban grabadas en el fondo del alma racional.
 
Encyclopédie (1751-72) s. v. Pères de l’Eglise.

CRÍTICA DEL MILAGRO 12.6

En dar o suspender el asenso a los milagros, caben dos


extremos, ambos viciosos: la credulidad nimia y la incredulidad
proterva. No creer milagro alguno, fuera de los que constan de la
sagrada Escritura, es reprehensible dureza; creer todos los que
acredita el rumor del vulgo, es liviandad demasiada. Plutarco, con
ser gentil, conoció los riesgos de uno y otro extremo, apuntando
que el uno se roza con la impiedad, el otro declina a la
superstición.
Dice san Agustín, y debemos creerlo así, que no sólo se
hicieron milagros para que creyese el mundo, mas se hacen
también después que cree. Pero entre los católicos es tan raro en
esta materia el obstinado disenso, como frecuente la vana
credulidad. Si fuesen verdaderos todos los milagros que corren
en el vulgo, justamente pudiera ser notada de pródiga la
Omnipotencia. Ni se queda esta extravagancia sólo en los
vulgares; también se ha comunicado, por vía de contagio, a los
doctos.
Entre estos dos extremos, de negar los milagros con protervia,
y creerlos ion facilidad, está la senda de la recta razón. Yo
confieso que es muy difícil determinar a punto fijo la existencia de
algún milagro. Cuando la experiencia propia la representa, es
menester una prudencia y sagacidad exquisita para discernir si
hay engaño, y un conocimiento filosófico grande para averiguar si
el efecto que se admira es superior a las fuerzas de la naturaleza.
Si es de oídas, es forzoso que en el sujeto o sujetos que deponen
de vista, se suponga, sobré las prendas expresadas, una
inviolable veracidad.
Es a veces tan artificiosa la mentira, que sin prolijo examen no
puede descubrirse el engaño. Algunos mendigos fingieron
impedidos sus miembros para mover más a compasión; y
después, usando de ellos, se ostentaron milagrosamente
curados, visitando a este o aquel santuario, porque creído el
prodigio, es poderosa recomendación para granjear la limosna.
En esta ciudad de Oviedo conocí yo, y conocieron todos, una
pobre mujer que andaba por las calles arrastrada, moviéndose
con increíble fatiga, hasta que un día, haciendo oración, o
fingiendo hacerla, delante de una imagen de nuestra Señora, se
levantó en pie, diciendo que ya, por la intercesión de la Virgen, se
hallaba buena y sana. Todo el lugar creyó el milagro, y no lo
admiro, porque se hacía inverosímil que aquella mujer
voluntariamente se hubiese cargado tanto tiempo del molestísimo
afán de andar arrastrando. Sin embargo, se descubrió haber sido
engaño, y se supo que en el pobre hospedaje que tenía andaba
en pie cuando no era observada de gente de afuera. Conocí
también un eclesiástico reputado por hombre de singularísima
gracia para librar energúmenos, y toda la gracia consistía en una
delicada astucia. Persuadido a que son infinitos los energúmenos
fingidos, y muy pocos los verdaderos, siempre que le traían
alguno para que le exorcizase, estrechándose con él a solas, le
decía, que por el don que Dios le había dado de distinguir los
energúmenos verdaderos de los aparentes, conocía que no era
energúmeno, sino que fingía serlo; pero que por salvar su honor
no descubriría el embuste como no prosiguiese en él; que para
este efecto le exorcizaría en público, y desde aquel punto en que
él hiciese la formalidad de expeler el espíritu, se diese por
curado. El pobre embustero o embustera (que casi siempre son
mujeres las que por varios fines andan en estas drogas), teniendo
por un gran favor que no se le publicase el embuste, admitía el
partido, y hacía muy bien su papel cuando el eclesiástico la
exorcizaba. Desde aquel punto no había más accidentes, y ella y
todos publicaban la singular virtud del exorcizante. Vive hoy este
eclesiástico y viven los sujetos a quienes él en amistad confió
este arbitrio suyo, hombres dignos de toda fe, de cuya boca lo sé
yo.
Es cosa muy ordinaria atribuirse a milagro los que son efectos
de la naturaleza. Esto especialmente es frecuentísimo en curas
de enfermedades. Lisonjean no tanto su devoción como su
vanidad muchos enfermos, queriendo persuadir que deben su
mejoría a especial cuidado del cielo, y no al común y regular
influjo. Paulo Zachías, que trató de intento esta materia, señala
dos condiciones importantes, entre otras, para que la cura se
juzgue milagrosa: la una, que sea instantánea; la otra, que sea
perfecta. Por defecto de la primera condición, toda curación en
que la naturaleza tuvo lugar para la cocción y segregación de la
materia pecante, debe juzgarse natural. Por defecto de la
segunda, no debe reputarse milagrosa la mejoría cuando vuelve
a empeorar el enfermo o cuando no convalece del todo. Esta
última circunstancia noté yo en la mujer de quien hablé arriba, y
fue, que después de proclamado el milagro de la habilitación de
sus miembros, quedó con una gran cojera, que tenía desde su
nacimiento, porque ésta no había sido fingida. Tal vez los
médicos contribuyen a estas ficciones cuando recobran la salud
aquellos enfermos a quienes ellos abandonaron por deplorados,
atribuyendo la mejoría a milagro, porque no se conozca su
impericia en el yerro del pronóstico.
 
B. J. FEIJOO: Milagros supuestos. Teatro crítico universal
(1729).

CRÍTICA DE LA SUPERSTICIÓN 12.7

Superstición, es cualquier exceso de la religión en general,


según la palabra antigua del paganismo: menester es ser piadoso
y guardarse bien de caer en la superstición. Religentem esse
oportet, religiosum nefas (Aul. Gell. libro IV, cap. IX).
En efecto la superstición es un culto de religión falso, mal
dirigido, lleno de vanos terrores, contrario a la razón y a las sanas
ideas que se deben tener del Ser supremo. O si preferís, la
superstición es esta especie de encantamiento o de poder
mágico que el temor ejerce sobre nuestra alma; hija desgraciada
de la imaginación, emplea para impresionarnos los espectros, los
sueños y visiones. Ella es, dice Bacon, quien ha forjado los ídolos
del vulgo, los genios invisibles, los días faustos o infaustos, los
dardos invencibles del amor o del odio. Abruma el espíritu,
principalmente durante la enfermedad o la desgracia, cambia la
buena disciplina y las costumbres venerables en payasadas y
ceremonias superficiales. En cuanto ha echado raíces en
cualquier religión, buena o mala, es capaz de extinguir las luces
naturales y turbar las más sanas cabezas. En fin, es el más
terrible azote de la humanidad. El mismo ateísmo —ya es decir—
no destruye con todo los sentimientos naturales, ni lesiona las
leyes ni las costumbres del pueblo, pero la superstición es un
tirano despótico que hace que todo se rinda a estas quimeras.
Sus prejuicios son superiores a todos los restantes prejuicios. Un
ateo desea la tranquilidad pública, por amor a su propio reposo,
pero la superstición fanática, nacida de la turbación de la
imaginación, derroca los imperios. (…)
La ignorancia y la barbarie introducen la superstición, la
hipocresía la nutre con vanas ceremonias, el falso celo la
extiende y el interés la perpetúa.
 
Encyclopédie (1751-72) s. v. Superstition.

EL ATEÍSMO 12.8

Decid a varios pintores que representen una quimera, y cada


uno de ellos, formándose de ella una idea diferente, la pintará
diversamente. No hallaréis semejanza alguna entre los trazos que
cada uno de ellos habrá dado a un retrato cuyo modelo, no existe
en parte alguna. Todos los teólogos del mundo cuando pintan a
Dios ¿acaso hacen otra cosa que pintarnos una gran quimera,
sobre los rasgos de la cual, cada uno se arregla a su modo, pues
no existe sino en su propio cerebro? No hay dos individuos sobre
la tierra que tengan, o puedan tener, las mismas ideas de su
Dios.
 
D’HOLBACH: Le bon sens (1772).
 
La naturaleza es la causa de todo; existe por sí misma,
existirá siempre, es su propia causa. Su movimiento es una
consecuencia necesaria de su existencia necesaria. Sin
movimiento nos es imposible concebir la naturaleza. Bajo este
nombre colectivo designamos la reunión de materias operantes,
en razón de sus propias energías. Asentado lo cual ¿qué
necesidad tenemos de hacer intervenir un ser más
incomprensible que ella, para explicar los modos de obrar,
maravillosos sin duda para todo el mundo, pero más aún para
aquellos que no la han estudiado? ¿Estarán acaso más instruidos
o adelantados, cuando se les diga que un ser, que no están
capacitados para entender, es el autor de los efectos visibles,
cuyas causas naturales no pueden desentrañar? En una palabra
el ser indefinible que llamamos Dios ¿les hará conocer mejor la
naturaleza que obra perpetuamente en ellos?
 
D’HOLBACH: Le Système de la Nature (1770).

EL HOMBRE MÁQUINA 12.9

Es el hombre una máquina tan compleja, que es imposible el


hacerse una idea clara de base, y definirla en consecuencia. De
donde, todas las investigaciones que los más grandes filósofos
han hecho a priori, es decir, queriendo en cierto modo valerse de
las alas del espíritu, han sido vanas. Por ello, no es sino a
posteriori, es decir, tratando de desenmarañar el alma, cómo a
través de los órganos del cuerpo, como se puede, no diré que
descubrir con evidencia la naturaleza misma del hombre, sino
alcanzar el mayor grado de probabilidad posible sobre este
asunto. (…)
El alma no es pues otra cosa sino un término vano del que no
tenemos idea, y del que un sabio no debe servirse si no es para
nombrar la parte que en nosotros piensa. Dado el menor principio
de movimiento, los cuerpos animados tendrán cuanto les es
necesario para moverse, sentir, pensar, arrepentirse, y para, en
una palabra, conducirse en lo físico, y en lo moral que de ello
depende. (…)
¿Acaso hace falta más, (y ¿por qué iría a perderme en la
historia de las pasiones que todas se explican por el enormôn de
Hipócrates?) para probar que el hombre no es sino un animal, o
una ensambladura de resortes, que todos encajan los unos en los
otros, sin que pueda decirse por qué punto del círculo humano ha
comenzado la Naturaleza? Si tales resortes difieren entre sí, no
es sino por su colocación, y por ciertos grados de fuerza, y jamás
por su naturaleza. Por consiguiente el alma no es sino un
principio de movimiento, o una parte material sensible del
cerebro, que podemos, sin temor a errar, considerar como el
resorte principal de toda la máquina, que tiene una influencia
visible sobre todos los demás, e incluso parece haber sido hecho
el primero, de modo que todos los otros no serian sino una
especie de emanación de ella, como se verá por algunas
observaciones que expondré y que han sido hechas sobre
diversos embriones. Esta oscilación natural o propia a nuestra
máquina, y de la que cada fibra está dotada, y por así decirlo
cada elemento fibroso, semejante a la de un reloj, no puede
ejercerse siempre. Es menester renovarla a medida que se
pierde; darle fuerzas cuando languidece; debilitarla cuando está
oprimida por un exceso de fuerza o de vigor. Y la verdadera
medicina no consiste en otra cosa.
El cuerpo no es sino un reloj, cuyo nuevo quilo es el relojero.
El primer cuidado de la Naturaleza, cuando él entra en la sangre,
es de excitar allí una especie de fiebre, que los químicos, que no
piensan sino en sus hornillos, han debido tomar por una
fermentación. Esta fiebre procura una mayor filtración del espíritu,
que maquinalmente van a animar los músculos y el corazón,
como si fueran enviados allí por orden de la voluntad. (…)
Concluyamos pues con osadía que el hombre es una
máquina, y que no existe en todo el Universo más que una sola
sustancia, modificada diversamente. Y ello no es en absoluto una
hipótesis, alzada a fuerza de interrogantes y supuestos, no es
obra de un prejuicio, ni incluso de mi sola razón. Yo habría
desdeñado un guía que estimo tan poco seguro, si mis sentidos
llevando, por así decir, la antorcha, no me hubieran obligado a
seguirlo, iluminándolo. La experiencia me ha hablado por la
razón, y por ello las he unido estrechamente.
Pero ha debido advertirse, que si me he permitido el
razonamiento más riguroso y el más inmediatamente obtenido, ha
sido como consecuencia de una multitud de observaciones físicas
que ningún sabio pondrá en duda. Y tales son los únicos jueces
que yo reconozca de las conclusiones que de ellas he sacado,
recusando aquí a todo hombre con prejuicios, y que no sea
anatómico, ni esté al corriente de la sola filosofía que tenga aquí
valor, la del cuerpo humano. ¿Qué podrían contra un roble tan
sólido y firme los débiles cañaverales de la teología, de la
metafísica y de las escuelas? Son armas pueriles, semejantes a
los floretes de nuestros salones, que pueden procurar acaso el
placer de la esgrima, pero jamás herir a su adversario. ¿Es
menester decir que hablo de esas ideas hueras y triviales, de
esos razonamientos resobados y lamentables que se harán sobre
la pretendida incompatibilidad de dos sustancias, que se tocan y
remueven sin cesar, la una en la otra, mientras subsistirá una
sombra de prejuicio o de superstición sobre la Tierra? He aquí mi
sistema, o mejor aún la verdad; o mucho me equivoco. Es
sencilla y breve. Dispute ahora quien quisiere.
 
LA METTRIE: L’Homme machine (1748).

LA FELICIDAD 12.10

Llamo deleite, toda percepción que el alma quiere más tener


que no tener.
Llamo pena, toda percepción que el alma quiere más no tener
que tener.
Toda percepción en que el alma quisiera fijarse, cuya
ausencia no desea y que mientras dura no querría pasar a otra
percepción, ni dormir, es un deleite. El tiempo que dura esta
percepción, es lo que llamo momento feliz.
Toda percepción que el alma quisiera evitar, cuya ausencia
desea y que mientras dura querría pasar a otra percepción o
dormir, es una pena. El tiempo que dura esta percepción, es lo
que llamo momento infeliz.
Ignoro si hay percepciones indiferentes, cuya presencia o
ausencia sean enteramente iguales; pero en caso de haberlas, es
evidente que no podrán constituir ningún momento feliz, ni infeliz.
No basta considerar la duración de cada momento feliz o
infeliz, sino que es menester atender a la magnitud del deleite o
de la pena: a esta magnitud la llamo intensidad. Esta puede ser
tan grande, que, aunque la duración fuese muy corta, equivaliese
el momento feliz o infeliz a otro, cuya duración fuese muy larga, y
cuya intensidad fuese menor. Del mismo modo, la duración puede
ser tan larga, que, aunque la intensidad fuese muy pequeña,
equivaliese el momento feliz o infeliz a otro, cuya intensidad fuese
mayor, y cuya duración fuese más corta.
Por consiguiente, para la estimación de los momentos felices
o infelices, es menester atender no sólo a la duración, sino
también a la intensidad del deleite o de la pena. Una intensidad
doble y una duración simple, puede formar un momento igual a
otro, cuya intensidad fuese simple, y su duración doble. En
general, la estimación de los momentos felices o infelices, es el
producto de la intensidad del deleite o de la pena por la duración.
Las duraciones las podemos comparar fácil y seguramente, por
cuanto tenemos instrumentos que las miden, sin intervención de
las ilusiones que nos podemos hacer. Pero no sucede lo mismo
con las intensidades; pues no se puede decir si la intensidad de
un deleite o de una pena es cabalmente doble o triple de la
intensidad de otro deleite o de otra pena.
Pero aunque no tengamos una medida exacta para las
intensidades, conocemos siempre, por nosotros mismos, que
unas son mayores que otras, y nunca dejamos de compararlas.
Cada uno de los hombres, en virtud de un juicio natural, lleva en
cuenta la intensidad y duración en la estimación confusa que
hace de los momentos felices o infelices. Así se ve, que va
prefiere un deleite pequeño que dura largo tiempo, a otro mayor
que pasa con mucha velocidad; y ya un deleite muy grande y muy
corto, a otro más pequeño y más largo. Lo mismo sucede con la
pena: aunque ésta sea muy grande, puedo ser tan corta, que
quiera uno sufrirla más bien que otra más pequeña y HUÍS larga;
y también puede ser tan pequeña, que aunque durase muy largo
tiempo, la prefiriese uno a otra muy corta, pero muy grande. Cada
cual hace esta comparación a su modo; pero aunque los cálculos
sean diferentes, no por eso es menos verdadero, que la justa
estimación de los momentos felices e infelices, es, como lo
hemos dicho, el producto de la intensidad del deleite o de la pena
por la duración.
El bien es una suma de momentos felices. El mal es una
suma de momentos infelices.
Es evidente, que para que estas sumas sean iguales, no es
menester que consten de iguales intervalos de tiempo. En la que
haya más intensidad, habrá menos duración; y en la que la
duración sea más larga, la intensidad será menor. Estas sumas
son los elementos de la felicidad e infelicidad.
La felicidad es la suma de los bienes que queda después de
haber restado de ella todos los males.
La infelicidad es la suma de los males que queda después de
haber restado de ella todos los bienes.
La felicidad e infelicidad dependen, pues, de la compensación
de los bienes y los males. El hombre más feliz, no siempre es
aquel que ha tenido la mayor suma de bienes: los males habrán
disminuido su felicidad en el discurso de su vida; y la suma de
éstos puede haber sido tan grande, que haya disminuido su
felicidad más que lo que la suma de los bienes la haya
aumentado. El hombre más feliz es aquel a quien, después de
hecho el descuento de la suma de los males, le queda la mayor
suma de bienes. Si la suma de los bienes, y la suma de los males
son iguales, aquel a quien le ha tocado tal suerte, no se le puede
llamar ni feliz, ni infeliz: su ser es equivalente al no ser. Sí la
suma de los males es mayor que la suma de los bienes, el
hombre es infeliz; y lo será más o menos, según que la primera
suma sea mayor que la segunda: su ser no equivale al no ser.
Finalmente, sólo después de haber hecho este último cálculo,
después de haber hecho el descuento de los bienes y males, se
puede juzgar de la felicidad o infelicidad.
 
MAUPERTUIS: Ensayo de filosofía moral.
 
Felicidad se toma aquí por un estado y situación, tal, que
desearíamos su duración sin cambio, y en ello la felicidad se
distingue del placer que no es otra cosa que un sentimiento
agradable, pero corto y pasajero, y que jamás puede ser un
estado. El dolor tendría mayormente privilegio para poder ser
uno.
Todos los hombres están acordes en el deseo de ser felices.
La naturaleza nos ha impuesto a todos una ley, la de nuestra
propia felicidad. Todo lo que no es la felicidad nos es ajeno; ella
sola tiene un poder impreso en nuestro corazón; todos nos vemos
arrastrados a ella por una pendiente rápida, por un poderoso
encanto, por una victoriosa atracción: es una impresión
imborrable de la naturaleza que la ha grabado en nuestros
corazones, constituyendo su encanto y perfección.
Los hombres convienen igualmente sobre la naturaleza de la
felicidad. Todos se conciertan en que es lo mismo que el placer, o
al menos que debe al placer lo que tiene de más atractivo y
delicioso. Una felicidad a la que el placer no anime a intervalos, y
sobre la que no derrame sus favores, es menos una verdadera
felicidad que un estado y situación tranquila: triste felicidad sería
ésta. Si se nos abandona a una indolencia perezosa, en que
nuestra actividad no tenga nada en que ejercerse, no podemos
ser felices. Para colmar nuestros deseos, es menester sacarnos
de esta modorra en que languidecemos: es menester verter el
gozo hasta lo más íntimo de nuestro corazón, animarlo con
sentimientos agradables, conmoverlo con dulces sacudidas,
imprimirle movimientos deliciosos, embriagarlo con los
transportes de una voluptuosidad pura, que nada pueda alterar.
Pero la condición humana no comparte tal estado; todos los
movimientos de nuestra vida no pueden ser tejidos por los
placeres. El más delicioso estado tiene muchos intervalos de
languidez. Tras la extinción de la primera vivacidad del
sentimiento, lo mejor que pueda sucederle, es su conversión en
un estado tranquilo. Nuestra felicidad más perfecta en esta vida,
no es, como hemos dicho al comienzo de este artículo, sino un
estado tranquilo, esmaltado aquí o allá de algunos placeres que
alegran el fondo.
Por ello la diversidad de sentimientos de los filósofos acerca
de la felicidad, recaen no sobre su naturaleza, sino sobre su
causa enciente. Su opinión se reduce a la de Epicuro que hacía
consistir esencialmente la dicha en el placer. La posesión de los
bienes es el fundamento de nuestra felicidad, pero no es la
felicidad misma; porque ¿qué sería si teniéndolos en potencia, no
tuviéramos sentimiento (conciencia) de ello? Aquel loco ateniense
que creía que todos los navíos que llegaban al Pireo le
pertenecían, gustaba la felicidad de las riquezas sin poseerlas,
mientras aquellos a quienes verdaderamente pertenecían los
navíos, acaso los poseían sin haber placer alguno en ello. Por
tanto cuando Aristóteles hace consistir la dicha en el
conocimiento y en el amor del bien supremo, aparentemente ha
querido definir la felicidad por sus fundamentos. De otro modo se
hubiera engañado groseramente, pues si separáis el placer de tal
conocimiento y amor, veréis que os falta aún algo para ser felices.
Los estoicos que han enseñado que la felicidad consistía en la
posesión de la sabiduría, no han sido tan insensatos que
imaginaran que fuera menester separar de la idea de felicidad, la
satisfacción interior que tal sabiduría les inspiraba. Su gozo nacía
de la ebriedad de su alma, que se felicitaba de una firmeza que
no tenía. Todos los hombres en general están concordes
necesariamente en este principio; y no acierto el porqué ha
placido a ciertos autores ponerlos en oposición unos contra otros,
siendo constante que jamás ha habido entre ellos una mayor
uniformidad de sentimientos que acerca de este artículo. El avaro
no se satisface sino con la esperanza de gozar de sus riquezas,
es decir, de sentir el placer que halla en poseerlas. Cierto es que
no usa de ellas; pero tal se debe a que su placer se funda en
conservarlas. Se reduce al sentimiento de su posesión, es feliz en
tal manera; y puesto que lo es, por qué dudar de su felicidad. ¿No
es libre cada cual de ser feliz según decide su capricho? El
ambicioso no busca las dignidades mas que por el placer de
verse alzado sobre los demás. El vengativo no se vengaría, si no
pensara hallar su satisfacción en la venganza.
No hay que oponer a esta máxima, que es cierta, la moral y la
religión de Jesucristo nuestro legislador, y al mismo tiempo
nuestro Dios, que no vino para aniquilar la naturaleza, sino para
perfeccionarla. El no nos hace renunciar al amor al placer, y no
condena la virtud a ser desgraciada en la tierra. Su ley está llena
de encanto y atractivos; toda ella está comprendida en el amor a
Dios y al prójimo. El manantial de los placeres lícitos no corre
menos para el cristiano que para el hombre profano; pero en el
orden de la gracia el es infinitamente más feliz por lo que espera,
que por lo que posee, la felicidad que gusta en el mundo, es para
él germen de una felicidad eterna. Sus placeres son los de la
moderación, la beneficencia, la templanza, la conciencia:
placeres puros, nobles, espirituales y muy superiores a los
placeres de los sentidos.
Un hombre que pretendiera sutilizar de tal modo la virtud, no
dejándole ningún sentimiento de gozo y de placer, no haría
seguramente otra cosa que disgustar de ella nuestro corazón.
Pues su naturaleza es tal que no se abre sino al placer, sólo él
sabe manejar todos sus repliegues y poner en acción sus más
secretos resortes. Una virtud a la que no acompañara el placer,
podría acaso gozar de nuestra estima, pero no de nuestra
adhesión. Confieso que un mismo placer no lo es para todos; los
unos se inclinan al placer grosero, los otros al delicado; unos se
dan al placer vivo, los otros al duradero; los hay por el placer de
los sentidos, otros por los del espíritu; unos en fin se allegan al
placer del sentimiento, otros al de la reflexión: pero todos, sin
excepción buscan el placer.
 
Encyclopédie (1751-72), s. v. Bonheur.

LA NUEVA MORAL 12.11


Llamamos interés al objeto al que cada hombre, según su
temperamento y las ideas que le son propias, liga su bienestar;
de donde vemos que el interés no es nunca otra cosa que aquello
que, cada uno de nosotros, ve como necesario para su felicidad.
Es preciso aun concluir que ningún hombre en este mundo está
totalmente carente de interés (…). El interés del malvado es
satisfacer a toda costa sus pasiones; el del virtuoso, merecer con
su conducta el amor y la aprobación de los demás, y no hacer
nada que pueda rebajarlo, a sus propios ojos.
Por ello, cuando decimos que el interés es el móvil único de
las acciones humanas, queremos indicar con ello, que cada
hombre trabaja a su modo por su propia felicidad, que él estima
hallarse en cualquier objeto sea visible sea escondido, y que todo
el sistema de su conducta tiende a obtenerla. Admitido esto,
ningún nombre puede ser llamado desinteresado; no damos tal
nombre sino a aquel cuyos móviles ignoramos, o cuyo interés
aprobamos.
 
D’HOLBACH: Le Système de la Nature (1770).
 
Hay en la Naturaleza un principio mucho más universal, que lo
que se llama la luz natural, más uniforme en todos los hombres, y
tan presente al más estúpido, como al más sagaz, el cual es el
deseo de ser feliz. ¿Será, acaso, una paradoja decir que
debemos sacar de este principio las reglas de las acciones, que
debemos hacer, y que por medio de él debemos reconocer las
verdades que es menester creer? Diré la conexión que hay entre
estas cosas.
Si yo quiero instruirme acerca de la naturaleza de Dios, de mi
propia naturaleza, del origen del mundo, de su fin, mi razón se
confunde, y todas las sectas me dejan en la misma oscuridad. En
esta igualdad de tinieblas, en esta noche profunda, si yo
encuentro el sistema único, que pueda cumplir el deseo, que
tengo, de ser feliz, ¿no deberé, por estas señas, reconocerlo por
verdadero? ¿No deberé creer que aquel que me conduce a la
felicidad es el que no podrá engañarme?
Creer que los medios deben ser opuestos o diferentes, para
conseguir un mismo fin, en esta vida y en la otra, que la ha de
seguir; que para ser eternamente feliz, sea menester empezar
sumergiéndose en la tristeza y amargura, esto es un error, un
fanatismo. Pensar que la divinidad nos haya apartado de la
verdadera felicidad, ofreciéndonos una felicidad, que le era
incompatible, es una impiedad.
Todo lo que es menester hacer en esta vida, para conseguir
en ella la mayor felicidad de que es capaz nuestra naturaleza, es,
sin duda, lo mismo que debe llevarnos a la felicidad eterna.
 
MAUPERTUIS: Ensayo de Filosofía moral.
 
Para mí, el Estado es una sociedad de hombres constituida
únicamente con el fin de adquirir, conservar, y mejorar sus
propios intereses civiles.
Intereses civiles llamo a la vida, libertad, salud y prosperidad
del cuerpo; y a la posesión de bienes externos, tales como
dinero, tierras, casas, mobiliario y cosas semejantes.
Es deber de los magistrados civiles, mediante la ejecución
imparcial de leyes igualitarias, asegurar a todo el pueblo en
general, y a cada uno de los individuos en particular, la posesión
justa de tales cosas que pertenecen a esta vida. Si alguien,
tratara de violar las leyes de justicia y equidad públicas
establecidas para la conservación de aquellas cosas, hay que
frenar su osadía por el temor al castigo, consistente en la
privación o disminución de aquellos intereses o bienes civiles de
que normalmente puede y debe gozar. Pero considerando que
ningún hombre accede voluntariamente a castigarse a sí mismo
mediante la privación de parte de sus bienes, y mucho menos de
su libertad de vida, por tanto, es el magistrado armado con la
fuerza y apoyo de todos sus súbditos el que debe ejercer el
castigo de quienes violan los derechos de cualquier otro hombre.
Ahora que la jurisdicción total del magistrado alcanza
solamente estos aspectos civiles; y que todo poder, derecho y
dominio civil, está limitado y obligado a la cuidadosa promoción
de estas cosas; y que ni puede ni debe de ninguna manera
extenderse a la salvación de las almas, estas consideraciones
que siguen me parecen que lo demuestran abundantemente.
Primero, porque el cuidado de las almas no está
encomendado más especialmente a la magistratura civil que a los
demás hombres. No le ha sido encomendado, quiero decir, por
Dios; porque no parece que Dios haya dado nunca tal autoridad a
ningún hombre sobre otro como para obligar a alguien a practicar
determinada religión. Ni puede tal poder quedar investido en la
magistratura por el consentimiento del pueblo, porque ningún
hombre puede abandonar de una manera tan radical el cuidado
de su propia salvación que lo delegue ciegamente en la elección
de cualquier otro, ya sea príncipe o súbdito, que le prescriba qué
fe o culto debe abrazar. (…)
En segundo lugar, el cuidado de las almas no puede
pertenecer al poder civil porque su potestad se basa solamente
en una fuerza externa; en cambio, la verdadera y salvadora
religión consiste en la persuasión interna de la mente sin la cual
nada puede ser aceptable a Dios. Y tal es la naturaleza de la
comprensión que no puede obligarse a una creencia mediante
una fuerza externa. Confiscación de tierras, encarcelamiento,
tormentos, nada de esta naturaleza puede tener tal eficacia como
para hacer a los hombres cambiar el juicio interno que ellos
hayan formado de las cosas.
Puede, en verdad, alegarse que el poder civil puede usar de
argumentos, y mediante ellos llevar al heterodoxo al camino de la
verdad procurando su salvación. Lo admito; pero esto es común a
los demás hombres. (…)
En tercer lugar, el cuidado de la salvación de las almas de los
hombres no puede pertenecer al poder civil; porque, aunque el
rigor de las leyes y la fuerza de los castigos sean capaces de
convencer y cambiar las mentes de los hombres, sin embargo
ello no supondría una ayuda para la salvación de sus almas.
Porque no habiendo sino una verdad, un camino para el cielo,
¿qué esperanza hay de que la mayoría de los hombres caminen
hacia él si no tienen una norma moral sino la religión de la corte,
y se encuentran en la necesidad de abandonar la luz de su propia
razón, oponerse a los dictados de sus propias conciencias, y
resignarse ciegamente a la voluntad de sus gobernantes y a la
religión que la ignorancia, la ambición o la superstición hayan
conseguido establecer en los países donde nacieron? En la
variedad y contradicción de opiniones en materia de religión, en
la que los príncipes del mundo se hallan tan divididos como en
sus intereses seculares, el camino, ya de por sí estrecho, lo sería
todavía mucho más; un solo país podría estar en lo cierto, y todo
el resto del mundo obligado a seguir a sus gobernantes en el
camino que conduce a la destrucción; y por esto, que sería
absurdo, y se ajustaría muy mal a la noción de la deidad, los
hombres deberían su felicidad o miseria eterna a los respectivos
lugares de nacimiento.
Estas consideraciones, por omitir otras muchas que pueden
hacerse sobre el mismo tema, me parecen suficientes para
concluir que todo poder civil se refiere solamente a los intereses
civiles de los hombres, está circunscrito al cuidado de las cosas
de este mundo, y no tiene nada que hacer con el mundo futuro.
 
J. LOCKE: A letter concerning toleration (1689).

LA CRÍTICA DE LA IGLESIA 12.12

Para mí es una verdad que las grandes prebendas


eclesiásticas inutilizan y aun corrompen gran número de
eclesiásticos. ¿De qué sirven a los fieles estas opulentas
catedrales que parecen solamente destinadas a dar ejercicio al
pulmón y mantener en una santa ociosidad, aislados en medio de
la diócesis, a una gran parte del clero? Dígaseme a qué
ministerios eclesiásticos están adscritos sus individuos, si no es
al coro. Ellos no tienen por instituto el bautizar, el predicar, el
confesar, el administrar, el ayudar a bien morir, el casar, el
enterrar, el enseñar, en fin, ninguno sino el cantar, y aun éste le
dejan a los salmistas y gentes de gradas abajo; más, con todo,
ellos tiran de la mayor parte de los diezmos; y en tanto que
vemos un pobre cura andar el día de fiesta de lugar en lugar
diciendo dos o tres misas por no haber dotación para más
sacerdotes, vemos un arcediano, chantre, etc., títulos sin
funciones, con diez, veinte o treinta mil ducados de renta,
ocupados en los arduos e interesantes asuntos de proporcionar
buena salida a los corderos, o probar la finura del chillido de un
capón. ¡Oh curas hominum!
Los cabildos en el día son como las maestranzas, que todas
sus actas se reducen a fiestas, y es cosa escandalosa que para
que entre ciento o ciento y cincuenta sacerdotes haya un
predicador, un confesor, un maestro y un lector de escritura haya
sido necesario que la Iglesia destine otras tantas prebendas con
esta carga. Estos cuerpos poderosos han usurpado los derechos
del clero, y aun se han sustraído de la potestad de los obispos.
Hay cabildos en donde éstos no tienen asiento ni voto; y sobre
quítame allá esas pajas, les mueven pleitos ruidosísimos,
formando cierta vanidad los que pueden matar más prelados a
pesadumbres. Regularmente los obispos y cabildos están
opuestos siempre entre sí; y he visto catedral en donde los
canónigos tienen a menos el servir a los obispos en las misas
pontificales. Cada catedral es una isla en medio de la diócesis, y
el clero de las parroquias no tienen más atadura con el de la
matriz que el nombre de protección que se han abrogado los
cabildos, y rara vez llega a efecto si no la mueve su propio
interés. El segundo orden jerárquico de la Iglesia, que es el de los
curas, es mirado con un desprecio harto irregular, y los párrocos,
que son por naturaleza los consejeros y coadjutores de los
obispos, apenas gozan alguna representación.
Las oposiciones a curatos, tan decantadas en nuestros
tiempos, y en que regularmente triunfa la bachillería escolástica,
da entrada al sacerdocio a muchos, a quien la miseria les obliga a
tomarlo por oficio. La más rica parroquia es la que mueve más la
vocación de estos candidatos; y aquella oposición cuenta con
más firmas que tiene por objeto la pieza de más valor. Pastores
mercenarios, que van buscando su propia conveniencia, se
cuidan poco de las principales funciones de su ministerio, y
dejando el predicar a los frailes y el administrar a los tenientes, se
reducen a cobrar y hacer valer las rentas decimales. El
establecimiento de parroquias ha venido a ser harto
desproporcionado por la piadosa manía de mantener las
antiguallas a cualquiera costa. El quitar una parroquia donde ya
no han quedado parroquianos, se gradúa como un acto de
irreligión; y el crear otra donde ha aumentado considerablemente
la población, cuesta un pleito. Salamanca tiene veinte y cinco, y
Madrid trece. Búsqueseme la proporción. Las parroquias se
debían fijar a un cierto número de parroquianos, y si éstos
crecían, aumentarlas, y si disminuían, suprimirlas, Un
determinado número de sacerdotes es evidente que sólo es
capaz de un determinado número de funciones eclesiásticas. Si
cien cristianos necesitan un ministro, acreciéndoles cincuenta, la
asistencia deberá ser muy escasa, y el rebaño padecerá la falta
de pastor. La fija dotación de sacerdotes a las parroquias, y de
rentas a los sacerdotes, son de la primera necesidad, procurando
establecer la igualdad cuanto sea posible, principalmente entre
los párrocos, a fin de afirmarlos en los quicios de sus iglesias
primeras, impidiendo haya pueblos destinados eternamente a
ensayar mozalbetes.
La distribución de las funciones eclesiásticas y la seriedad de
ellas son un poderoso incentivo de la religión, y el desterrar del
culto cuanto huela a profano, la conserva en toda su pureza. Los
templos no han de ser soberbios ni mezquinos: la majestad de
Dios, a quien se consagran, es una en todas partes, y los fieles
son igualmente acreedores a que se les proporcione una digna
casa de oración en cualquier lugar.
La vida cenobítica, la eremítica y anacorética son esenciales
al monacato, y el monacato, estado santísimo de la Iglesia de
Dios, puerto seguro de las borrascas del mundo; mas la variedad
de sacos pardos, blancos, azules, etc., que parece ha vuelto a
introducir en la parte más escogida del cristiano aquello que “yo
soy de Apolo”, “yo soy de Cefas”, “yo soy de Pablo”, creo es
susceptible de gran reforma.
 
Cartas Político-Económicas al Conde de Lerena.

LOS DERECHOS DEL HOMBRE 12.13

Libertad natural (Derecho natural), derecho que la naturaleza


da a todos los hombres para disponer de sus personas y bienes,
de la manera que juzguen más conveniente para su felicidad, con
la restricción de hacerlo dentro de los términos de la ley natural, y
sin abusos que perjudiquen a los demás hombres. Las leyes
naturales son por lo tanto la regla y medida de esta libertad, pues
aunque los hombres, en el primitivo estado de naturaleza, sean
independientes los unos respecto de los otros, todos dependen
de las leyes naturales, siguiendo las cuales deben dirigir sus
acciones.
El primer estado que el hombre adquiere por naturaleza y que
se estima por el más precioso bien que pueda poseer, es el
estado de libertad; el hombre no puede ni cambiarse por otro, ni
venderse, ni perderse, ya que, naturalmente, todos los hombres
nacen libres, es decir sin sumisión alguna a la potestad de un
amo, y nadie tiene sobre ellos derecho de propiedad.
En virtud de este estado, todos los hombres han recibido de la
misma naturaleza el poder de hacer lo que deseen, disponiendo a
su arbitrio de sus acciones y bienes, con tal de no obrar contra
las leyes del gobierno al que se han sometido.
 
Encyclopédie s. v. Liberté Naturelle.
 
Igualdad natural es la existente entre todos los hombres por la
constitución de su naturaleza solamente. Esta igualdad es el
principio y fundamento de la libertad.
La igualdad natural o moral se funda pues sobre la humana
constitución común a todos los hombres, que nacen, crecen,
subsisten y mueren de idéntica manera.
Y pues la humana naturaleza es la misma en todos los
hombres, es claro que, según el derecho natural, cada uno debe
estimar y tratar a los demás, como a tantos otros seres que le son
naturalmente iguales, es decir, que son tan hombres como él.
De este principio de la igualdad natural de los hombres se
desprenden varias consecuencias. Pasaré revista a las
principales.
1.º De este principio resulta que todos los hombres son
naturalmente libres, y que la razón no ha podido hacerles
dependientes sino es para su felicidad.
2.º Que a pesar de todas las desigualdades producidas en el
público gobierno por la diferencia de condiciones, por la nobleza,
el poderío, las riquezas, etc., aquellos que están más
encumbrados que los demás, deben tratar a sus inferiores como
a seres que les son naturalmente iguales, evitando todo ultraje,
no exigiendo de ellos más de lo que se les debe y exigiendo con
humanidad lo que les es debido más incontestablemente.
3.º Que quienquiera no haya adquirido un derecho particular,
en virtud del cual pueda exigir alguna preferencia, no debe
pretender nada de los demás, antes al contrario les dejará gozar
igualmente de los mismos derechos que para sí mismo se arroga.
4.º Que una cosa que es de derecho común debe ser o
común en disfrute, o alternativamente poseída, o dividida en
porciones iguales entre aquellos que tienen el mismo derecho, o
con compensación equitativa y regulada; o finalmente si tal no es
posible, se debe remitir la decisión a la suerte, expediente
cómodo que evita toda sospecha de desprecio o parcialidad, sin
disminuir en nada la estima de las personas que no fueron
favorecidas. En fin, por decirlo todo, fundó con el juicioso Hooker
sobre el principio incontestable de igualdad natural, todos los
deberes de caridad, humanidad y justicia a los que están
obligados los hombres los unos para con los otros; lo cual no
sería difícil de demostrar.
El lector sacará otras consecuencias que nacen del principio
de igualdad natural de los hombres. Advertiré únicamente que la
violación de este principio ha establecido la esclavitud política y
civil. De aquí ha resultado que, en los países sometidos al poder
arbitrario, los príncipes, los cortesanos, los primeros ministros, los
que manejan las finanzas, poseen todas las riquezas de la
nación, mientras el resto de los ciudadanos no tienen más que lo
necesario y la gran mayoría del pueblo gime en la pobreza.
Esto no obstante, no se me haga la injuria de suponer que por
espíritu de fanatismo, yo apruebe en un Estado la quimera de la
igualdad absoluta, que apenas puede crear una república ideal;
yo hablo aquí solamente de la igualdad natural de los hombres,
pero conozco sobradamente la necesidad de sus diferentes
condiciones, de grados, de honores, de distinciones, de
prerrogativas, de subordinaciones que deben reinar en todos los
gobiernos. Incluso añado que la igualdad natural o moral no se
opone a ello. En estado de naturaleza los hombres nacen
evidentemente en la igualdad, pero imposible les sería
permanecer en ella; la sociedad se la hace perder, y solamente
vuelven a ser iguales por las leyes. Cuenta Aristóteles, que
Faleas de Calcedonia había imaginado u medio de igualar las
fortunas en una república en que no fueren iguales. Quería que
los ricos diesen dotes a los pobres, y que no recibiesen de ellos,
y que los pobres recibiesen dinero para sus hijas y no diesen.
“Pero —como dice el autor del Esprit des lois— ¿ha habido jamás
república que se haya plegado a tal reglamento? Pues pone a los
ciudadanos bajo condiciones cuyas diferencias son tan
aparentes, que ellos mismos odiarían esta igualdad misma que
se intentaba establecer, y que sería necio intentar introducir”.
 
Enciclopédie s. v. Egalité naturelle.
 
Propiedad es el derecho que tiene cada uno de los individuos
de los que se compone una sociedad civilizada, sobre los bienes
que legítimamente ha adquirido.
Una de las miras principales de los hombres, al constituir
sociedades civilizadas, ha sido la de asegurar la posesión
tranquila de las ventajas que habían adquirido, o que podían
adquirir. Han querido que nadie pueda incomodarlos en el disfrute
de sus bienes, y para ello cada uno ha consentido en sacrificar
una porción de lo que llamamos impuestos, para la conservación
y mantenimiento de la sociedad entera. Con ello se ha querido
procurar a los jefes que se habían elegido, los medios de
mantener a cada particular en el disfrute de la porción que se
había reservado. Por grande que haya podido ser el entusiasmo
de los hombres, respecto a los soberanos a los que se sometían,
jamás han pretendido darles un poder absoluto e ilimitado sobre
todos sus bienes, jamás han contado con la necesidad de no
trabajar sino para ellos. La adulación de los cortesanos, para los
que los más absurdos principios no cuentan nada, ha querido a
veces persuadir a los príncipes de que tenían un derecho
absoluto sobre los bienes de sus súbditos; tan sólo los déspotas y
los tiranos han adoptado máximas tan irracionales. El rey de
Siam pretende ser dueño de todos los bienes de sus súbditos; el
fruto de tan bárbaro derecho es que el primer rebelde afortunado
se hace propietario de los bienes del rey de Siam. Todo poder
que se funda sobre la fuerza, es destruido por la misma vía. En
los estados que se guían por las leyes de la razón, las
propiedades de los particulares están bajo la protección de las
leyes; el padre de familia está seguro de disfrutar él mismo y de
transmitir a su descendencia los bienes que con su trabajo ha
reunido; los buenos reyes han respetado siempre las posesiones
de sus súbditos: no han mirado los dineros públicos que les han
sido confiados, sino como un depósito al que no les estaba
permitido tocar para satisfacer sus frívolas pasiones, ni la codicia
de sus favoritos, ni la rapiña de sus cortesanos.
 
Enciclopédie s. v. Propriété.
EL DESPOTISMO ILUSTRADO 12.14

Pero para esta Ilustración no se requiere más que libertad; y,


por cierto, la más inofensiva entre todo lo que puede
denominarse libertad, que es, concretamente, hacer en toda
ocasión uso público de su razón. Pero entonces oigo gritar desde
todas partes: ¡No razonéis! El oficial del ejército dice: ¡No
razóneis, sino haced la instrucción! El consejero de Finanzas: ¡No
razonéis, sino pagad! El sacerdote: ¡No razonéis, sino creed!
(Sólo un único señor en el mundo dice: ¡Razonad cuanto queráis
y sobre lo que queráis; pero obedeced!). Aquí hay por todas
partes restricción de la libertad. ¿Pero qué tipo de restricción
obstaculiza la Ilustración? ¿Cuál no la obstaculiza, sino que
probablemente, incluso la fomenta? Yo respondo: el uso público
de su razón tiene que ser en todo momento libre y sólo él puede
producir la Ilustración entre personas; pero el uso privado de la
misma puede permisiblemente con frecuencia ser muy
estrechamente restringido sin que por eso se obstaculice
gravemente el progreso de la Ilustración. Yo entiendo por uso
público de su propia razón aquel que alguien, en cuanto sabio,
hace de ella delante de todo el público del mundo lector. Uso
privado llamo yo a aquel que a él le está permitido hacer de su
razón en un determinado puesto o cargo que le ha sido
encomendado. En algunos asuntos que se orientan al interés de
la comunidad es necesario un cierto mecanismo, merced al cual
algunos miembros de la comunidad tienen que comportarse de
manera meramente pasiva para, mediante una unanimidad
artificial, ser dirigidos por el gobierno hacia objetivos públicos o, al
menos, ser retenidos para que no causen la destrucción de estos
objetivos. Aquí, naturalmente, no está permitido razonar, sino que
se debe obedecer. Pero en tanto en cuanto esta parte de la
máquina se considera al mismo tiempo miembro de una
comunidad, e incluso de la sociedad de ciudadanos del mundo y,
por tanto, en calidad de erudito que se dirige por medio de
escritos a un público en el sentido propio de la palabra, entonces
puede, naturalmente, razonar sin que por ello se resientan los
asuntos a los que él está afecto en parte como miembro pasivo.
Así, sería pernicioso que un oficial al que le ha sido ordenado
algo por sus superiores, quisiera, en servicio, sutilizar en voz alta
sobre la conveniencia o utilidad de esa orden; él debe obedecer.
Pero no se le puede vedar lícitamente que haga, en cuanto sabio,
observaciones sobre el servicio militar y las ex ponga a su público
para que éste las juzgue. El ciudadano no puede negarse a
satisfacer los impuestos que le han sido fijados; incluso, puede
ser castigada una censura indiscreta de tales impuestos, cuando
deben ser satisfechos por él, como escándalo (que podría
ocasionar una oposición o resistencia general). Pero éste mismo,
pese a eso, no actúa en contra del deber de ciudadano cuando,
como sabio, manifiesta públicamente su opinión contra la
inmoralidad o incluso contra la injusticia de tales requisitorias. De
igual modo un sacerdote está obligado a predicar a los oyentes
de su catequesis y a sus feligreses de acuerdo con el credo de la
Iglesia, a la que él sirve, puesto que ha sido admitido con esa
condición. Pero como sabio tiene plena libertad, e incluso es el
llamado a ello, para comunicar al público todas sus ideas
cuidadosamente comprobadas y bienintencionadas sobre lo que
haya de erróneo en aquel credo, y sus propuestas para una mejor
organización de las entidades religiosas y eclesiásticas. Tampoco
hay en esto nada que pueda ser recusado como cargo de
conciencia, puesto que lo que él enseña como consecuencia de
su cargo, en cuanto comisionario de la Iglesia, lo presenta como
algo ante lo cual él no tiene libre potestad de acuerdo con su
propio buen parecer, sino como algo que él está encargado de
transmitir de acuerdo con unas prescripciones y en nombre de
otro. El dirá: nuestra Iglesia enseña esto o aquello; ésos son los
testimonios de que él se sirve. Y él saca entonces todo el
provecho práctico para su feligresía de unas normas que él
mismo no firmaría con plena convicción, pero a cuya exposición,
no obstante, puede declararse dispuesto porque, ciertamente, no
es del todo imposible que en ellas haya verdad; y en cualquier
caso, por lo menos no se encontrará en ellas nada que
contradiga a la religión interna. Pues si él creyera encontrar en
ellas algo de esto último, no podría desempeñar su cargo en
conciencia; tendría que deponerlo. El uso, pues, que un docente
comisionario hace de su razón ante su comunidad es meramente
un uso privado; porque ésta, por grande que sea, no es nunca
nada más que una congregación doméstica; y, teniendo esto en
cuenta, él, como sacerdote, no es libre —y no le está permitido
serlo— porque desempeña un encargo ajeno. En cambio, como
sabio que habla mediante escritos al verdadero público, esto es,
al mundo, y, por tanto, el clérigo cuando hace uso público de su
razón, disfruta de ilimitada libertad para servirse de su propia
razón y para hablar desde su propia persona. Pues el que los
tutores del pueblo (en cuestiones espirituales) sean a su vez
menores de edad, es una incongruencia que desemboca en la
perpetuación de las incongruencias.
 
M. KANT: Contestación a la pregunta. ¿Qué es la Ilustración?

LA RACIONALIZACIÓN ADMINISTRATIVA 12.15

El mapa general de la Península nos representa cosas


ridículas de unas provincias encajadas en otras, ángulos
irregularísimos por todas partes, capitales situadas a las
extremidades de sus partidos, intendencias extensísimas e
intendencias muy pequeñas, obispados de cuatro leguas y
obispados de setenta, tribunales cuya jurisdicción apenas se
extiende fuera de los muros de una ciudad y tribunales que
abrazan dos o tres reinos; en fin todo aquello que debe traer
consigo el desorden y la confusión…
La igualdad en la división de las provincias es el cimiento de la
buena administración económica, civil y militar; es el gran
fundamento de la exactitud en el arte de calcular, y es la única
que nos puede poner en estado de fomentar este gigante cuerpo
de la monarquía.
 
Cartas político-económicas al conde de Lerena.

LA REFORMA DE LA EDUCACIÓN 12.16

Yo no me detendré en asegurar a la Sociedad [de Amigos del


País de Asturias] que estas luces y conocimientos sólo pueden
derivarse del estudio de las ciencias matemáticas, de la buena
física, de la química y de la mineralogía; facultades que han
enseñado a los hombres muchas verdades útiles, que han
desterrado del mundo muchas preocupaciones perniciosas, y a
quienes la agricultura, las artes y el comercio de Europa deben
los rápidos progresos que han hecho en este siglo. Y en efecto,
¿cómo será posible sin el estudio de las matemáticas, adelantar
el arte del dibujo, que es la única fuente donde las artes pueden
tomar la perfección y el buen gusto? Ni ¿cómo se alcanzará el
conocimiento de un número increíble de instrumentos y
máquinas, absolutamente necesarias para asegurar la solidez, la
hermosura y el cómodo precio de las cosas? ¿Cómo, sin la
química, podrá adelantarse el arte de teñir y estampar las
fábricas de loza y porcelana, ni las manufacturas trabajadas
sobre varios metales? Sin la mineralogía, la extracción y beneficio
de los más abundantes mineros ¿no sería tan difícil y
dispendiosa, que en vano se fatigarían los hombres para sacarlos
de las entrañas de la tierra? ¿Quién, finalmente, sin la metalurgia,
sabrá distinguir la esencia y nombre de los metales, averiguar las
propiedades de cada uno, y señalar los medios de fundirlos,
mezclarlos, purificarlos y convertirlos, y los de darles color, brillo,
dureza o ductilidad, para hacerlos servir a toda especie de
manufacturas?
 
JOVELLANOS: Discurso sobre la necesidad de cultivar en el
Principado el estudio de las ciencias naturales (1782).
 
Del Instituto en general.
1. Este establecimiento será perpetuamente conocido con el
título de Real Instituto Asturiano de náutica y mineralogía.
4. Su divisa serán estas palabras: Quid verum, quid utile, que
indicarán perpetuamente los objetos y fines de su institución.
7. El objeto general del Instituto será la enseñab a elemental
de las ciencias exactas y naturales.
9. El fin particular y determinado a que se encaminará toda la
enseñanza, será doctrinar hábiles y diestros pilotos para el
servicio de la marina real y mercante, y buenos mineros para el
beneficio de las minas de aquel Principado, y señaladamente las
de carbón de piedra.
10. Su fin más general y extendido será difundir por el mismo
Principado los conocimientos útiles en beneficio de la educación
noble y popular y de la pública ilustración.
 
JOVELLANOS: Ordenanza para el Real Instituto Asturiano
(1793).

LA CODIFICACIÓN 12.17

Nuestras leyes dirá vmd., tienen mucho de bueno: bien lo


creo: lo mismo sucedía a las de Dracón y de Mahoma. ¿Sería por
ventura escuchado un legislador que contradijese completamente
todos los principios de la moral? ¿Pero son consiguientes entre
sí, claras, precisas, análogas a nuestras costumbres, a nuestra
política, a las luces del siglo en que vivimos? ¿Están
observadas? ¿No causa su aplicación un mal mucho mayor que
el que debían evitar?
¡Ah! no es mi sensibilidad la que en este punto habla, no: es
toda mi alma, acusando de lentitud a los ciclos, y provocando su
rayo vengador para que descienda sobre este horrible edificio de
jurisprudencia, que con la sagrada y fatal inscripción de la ley no
es en realidad más que una cueva humedecida en sangre, donde
cada pasión atormenta y devora impunemente sus víctimas. No,
amigo mío: mi entendimiento solo es el que recorre con espanto
aquella mole inmensa e incoherente de teocracia, de
republicanismo, de despotismo militar, de anarquía feudal, de
errores antiguos y de extravagancias modernas: aquella mole de
treinta y seis mil leyes, con sus formidables comentadores; y no
titubeo un instante: prefiero a la subsistencia de tan monstruosa
tiranía la libertad, los riesgos y los bosques de la naturaleza. Me
atrevo a decirlo, ningún bien, ningún alivio, ningún proyecto útil es
compatible con nuestro sistema de jurisprudencia. El despotismo
sin leyes causaría un daño menor.
Por consiguiente, a la enseñanza de la jurisprudencia debe
preceder la formación de ésta en un código civil y criminal, que
debe confiarse enhorabuena a algunos magistrados instruidos,
pero a la cual deben también concurrir hombres desprendidos de
aquellas preocupaciones de cuerpo, de oficio y de hábito, harto
poderosas. Un código arreglado a los verdaderos principios será
siempre fácil y obra de poco tiempo. ¿De qué se trata?, ¿de
asegurar la libertad y la propiedad de los individuos con toda la
fuerza común? Pues suprímanse los tomos enormes dedicados a
dirigir a los ciudadanos donde sus intereses sólo basta, los que
prohíben lo que a nadie perjudica, los que han consagrado
nuestras preocupaciones y nuestras predilecciones necias:
veremos entonces lo poco que queda verdaderamente útil o
necesario de toda aquella indigesta compilación.
 
CONDE DE CABARRÚS: Cartas sobre los obstáculos que la
naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública
(1792).

DESVINCULACIÓN Y DESAMORTIZACIÓN 12.18

La Sociedad, señor, penetrada de respeto y confianza en la


sabiduría y virtud de nuestro clero, está tan lejos de temer que le
sea repugnante la ley de amortización, que antes bien cree que si
S. M. se dignase de encargar a los reverendos prelados de sus
iglesias que promoviesen por sí mismos la enajenación de sus
propiedades territoriales para volverlas a las manos del pueblo,
bien fuese vendiéndolas y convirtiendo su producto en
imposiciones de censos o en fondos públicos, o bien dándolas en
foros o en enfiteusis perpetuos y libres de laudemio, correrían
ansiosos a hacer este servicio a la patria con el mismo celo y
generosidad con que la han socorrido siempre en todos sus
apuros. (…)
La primera providencia que la nación reclama de estos
principios, es la derogación de todas las leyes que permiten
vincular la propiedad territorial. Respétense en hora buena las
vinculaciones hechas hasta ahora bajo su autoridad; pero pues
han llegado a ser tantas y tan dañosas al público, fíjese cuanto
antes el único límite que puede tener su perniciosa influencia.
Debe cesar por consecuencia la facultad de vincular por contratos
entre vivos, y por testamento por vía de mejora, de fideicomiso,
de legado, o en otra cualquiera forma, de manera que
conservándose a todos los ciudadanos la facultad de disponer de
indos sus bienes en vida y muerte, según las leyes, sólo se les
prohíba esclavizar la propiedad territorial con la prohibición de
enajenar, ni imponerle gravámenes equivalentes a esta
prohibición.
 
G. M. DE JOVELLANOS: Informe… en el Expediente de Ley
Agraria (1794).

LA ÚNICA CONTRIBUCIÓN 12.19

Proyecto que reduce las rentas del rey a una proporción


geométrica, con el establecimiento de un Diezmo real, que
produciendo una renta considerable y suficiente para todas las
necesidades del Estado, podrá dar paso a la supresión de la
Talla, los servicios, las aduanas provinciales, los diezmos del
clero y demás imposiciones onerosas a cargo del pueblo,
Cualesquiera fuere su naturaleza; con excepción de la gabela
que se reduciría a su mitad o dos tercios de lo que ahora es; de
las Aduanas que se relegarían a sólo las fronteras, y con gran
disminución; de los viejos dominios de nuestros reyes y demás
rentas fijas y razonables, de las que se hablará en el cuerpo de
estas Memorias.
 
VAUBAN: Dîme royale (1707).

Propónese la idea de una sola contribución real.


En todos cuantos papeles, y representaciones que he visto de
ministros, y personas celosas que hablan de estos derechos,
convienen sin discrepancia, en que son el principal motivo de los
perjuicios que se experimentan, y que el único remedio es
quitarlos, y reducirlos a UN solo tributo; y creo que apenas habrá
persona de inteligencia, que no sea de este mismo dictamen: En
lo que no concuerdan es, en el equivalente, en que ha de
refundirse; pero dejando en su estimación lo que han propuesto
personas de tantas circunstancia, diré el que me parece más
seguro, con la satisfacción, de que ni es nuevo, ni es mío el
pensamiento.
El medio que me parece más proporcionado para establecer
una contribución útil, y justificada, es el que tiene ya su principio
en Cataluña; y se reduce, a que, cesando absolutamente todos
los tributos y derechos que se fundan en alcabalas, cientos,
servicio ordinario, millones, sisas, y nuevos impuestos, inclusa la
alcabala del viento, quinto, y millón de nieve, y todos los demás
ramos que se comprenden bajo el nombre de rentas reales y
provinciales, como también el repartimiento de paja, camas, luz,
leña, y todos los que son gabelas, se establezca en lugar de ellas
una sola contribución de un cinco por ciento, en dos especies de
tributo; uno meramente real, cierto, y perpetuo; y otro personal,
considerando el mismo cinco por ciento del trabajo personal de
cada uno, según su arte y su ejercicio.
 
M. DE ZABALA: Miscelánea económico-política (1732).
Capítulo 13

FISIOCRACIA Y LIBRECAMBIO

L A búsqueda de la racionalidad y la aspiración a descubrir


las leyes generales de los movimientos económicos, de
manera semejante a lo sucedido en el campo de las ciencias
físico-naturales, determina la aparición en el siglo XVIII de
una teoría económica liberada por vez primera de toda
adherencia teológica o moral. En su nacimiento influyen
conjuntamente el racionalismo de Leibniz y la ciencia físico-
matemática que, con Newton, ha alcanzado un momento
decisivo en su desarrollo. Se pretende alcanzar resultados
semejantes a los logrados en la ciencia de la naturaleza y
para ello se adopta el método analítico con objeto de
descubrir las leyes que permitirán explicar los fenómenos
económicos dentro de un sistema lógicamente coherente de
relaciones causales. De aquí la afirmación de la existencia
de un orden económico natural, que las leyes positivas han
enmascarado, sin lograr ocultarlo por entero y que ahora es
preciso recuperar en su carácter originario [1].
Los principios fundamentales del orden natural son: 1.º la
ley del interés enunciada por Quesnay al decir: El individuo
busca la máxima satisfacción con el menor esfuerzo. El
interés individual es reconocido como la fuerza decisiva que
opera en los fenómenos económicos a los que proporciona
orden y cohesión de manera semejante a la acción de las
masas en física, que al crear la fuerza de gravedad
mantienen unido el sistema planetario.
2.º ley de la acumulación, que identifica la utilidad social
con la suma de las utilidades individuales.
3.º ley de la armonía por la que la persecución individual
del interés no provoca antagonismos sociales.
4.º ley de la libertad por la que la máxima satisfacción de
la sociedad es resultado, siempre que prevalezcan
condiciones de competencia perfecta (orden natural), de la
libertad del individuo en la persecución de su personal
interés [2].
La conclusión a que conducen los anteriores principios se
resumen en el conocido slogan del nuevo pensamiento
económico: laissez faire, laissez passer, le monde va de lui-
même.
La fisiocracia, con una vigencia de poco más de un
cuarto de siglo, es la primera escuela económica
propiamente tal que surge en la Historia y tiene en el
Tableau économique (1758) de Quesnay su obra más
representativa. El Tableau es el primer intento de formular
una explicación sistemática del mecanismo de los cambios y
la naturaleza del equilibrio económico. Las afirmaciones
fundamentales de la nueva doctrina están constituidas por:
1.º teoría de la producían que hace de la tierra el único bien
que produce un aumento objetivo de riqueza, es decir una
renta (produit net) [3], en tanto la industria y el comercio no
hacen sino transformar o transportar los productos, sin
aumento ninguno en la cantidad d e bienes [4]. De este
planteamiento se deriva una división del trabajo en
productivo (agrícola) y estéril (industrial y mercantil) que a su
vez determina una clasificación de la sociedad en clases:
productiva, estéril y distributiva, formada esta última por los
propietarios cuyas rentas sirven para distribuir el produit net
en el cuerpo social;
2.º teoría de la circulación de la que el zigzag de
Quesnay es el primer modelo económico [5];
3.º teoría de la distribución que les lleva a propugnar la
libertad mercantil [6] como característica del orden natural y
a definir proyectos de única contribución [7] que
teóricamente gravaría a la agricultura, única actividad
productora de renta, aunque en realidad trataba de alcanzar
a los estamentos privilegiados, titulares de la gran propiedad
agrícola y al mismo tiempo exentos de contribuciones.
Las tesis fisiocráticas constituyen el punto de partida del
pensamiento librecambista que aceptando los mismos
supuestos doctrinales formula una nueva teoría económica.
El librecambio acepta el principio del interés personal que
hace a cada hombre el mejor juez de su propio bien,
combinándolo con la idea de una armonía universal que
hace que cada individuo, al tiempo que persigue su propio
interés, colabore en el bien común [8]. El mercado libre
(orden natural) es suficiente a garantizar el equilibrio
económico dentro del máximo individual de riqueza, razón
por la que se propugna la limitación de las funciones del
gobierno a aquellas actividades (defensa, justicia, obras
públicas, garantía de la libre concurrencia) que el interés
individual no promovería, prohibiéndole toda intervención en
las restantes cuestiones por cuanto no serviría sino a reducir
los beneficios [9].
La teoría económica se había señalado como objetivos:
determinar la causa última del valor de los productos y
descubrir la ley natural de la distribución de los bienes en el
cuerpo social. Dentro del esquema mencionado y en relación
con estos fines la aportación fundamental de Adam Smith es
la formulación de la teoría del valor trabajo, que iba a
permitir la elaboración de un modelo económico que será
considerado como equivalente a la ley newtoniana de la
gravitación universal. Al analizar el valor Smith distingue
entre dos sentidos posibles del término, según se aluda a la
utilidad que un bien proporciona al que lo tiene (valor en uso)
o a la capacidad de permutarlo por otros (valor en cambio),
para quedarse con este último, único cuantificable, como la
expresión económica del valor [10]. Para que un bien posea
valor, es necesario que lleve incorporado un trabajo humano,
el cual es además el factor decisivo en su determinación: «El
trabajo es la medida real del valor en cambio, de todas las
mercancías» [11].
La determinación del valor pone a Adam Smith ante el
problema de distinguir entre la cantidad de trabajo
incorporado y la cantidad de trabajo adquirible en cambio
(valor del trabajo). Mientras unas veces afirma que el valor
de una mercancía A se mide por la cantidad de trabajo que
lleva incorporada, mantiene en otras que tal medida
depende de la cantidad de trabajo incorporado a otra
mercancía B por la que se trueca la primera [12], diferencia
que trata de salvar suponiendo que la primera equivalencia
correspondería únicamente a la época anterior a la división
del trabajo (especialización), siendo la segunda la que desde
entonces impera.
El esquema se complica a partir del momento en que
surge la acumulación de capital en manos de particulares,
quienes lo usarán combinándolo con el trabajo de otros
individuos para producir bienes, cuyo precio se dividirá entre
la retribución del trabajador (salario) y el beneficio del
capitalista (ganancia). Lo mismo ocurre con la tierra, cuando
su utilización en virtud de la apropiación por los particulares
deja de ser libre, circunstancia que determina el pago de una
renta: en este momento el producto íntegro del trabajo deja
de pertenecer al obrero para distribuirse en tres partes:
salario, ganancia del capital y renta de la tierra [13]. El
precio natural de las mercancías retribuye exclusivamente
los gastos reproductivos de los elementos que participan en
la producción de bienes, es decir, paga por el trabajo y el
capital que necesita, el precio que permite su renovación. Si
en alguna ocasión el precio de un producto en el mercado
supera o no llega a su precio natural, la libertad mercantil es
suficiente para que se restablezca automáticamente el
equilibrio entre ambos precios [14].
Salarios y utilidades están en razón inversa y, aunque
éstas son el resultado de un produit net que tiene su origen
en el trabajo, la evolución espontánea de la economía
conducirá a un perfeccionamiento que implica su
desaparición, por cuanto el aumento de capital tenderá, por
la competencia propia del mercado libre, a reducir los
beneficios, al tiempo que favorecerá el aumento de los
salarios. La reducción de los precios al nivel de los costos de
producción terminará por hacer desaparecer la ganancia
[15].
Frente a la imagen optimista con que se cierra el análisis
de Adam Smith, se alza un grupo de teóricos que,
admitiendo como aquél la existencia de un orden económico
natural, afirman sin embargo que, en lugar de conducir a un
máximo de armonía, desemboca inevitablemente en
situaciones de conflicto, bien entre las necesidades y los
recursos (Malthus), bien entre las clases sociales (Ricardo).
El Ensayo sobre el principio de población (1798),
fuertemente condicionado por la circunstancia concreta del
momento histórico en que se escribe, trata de liberar a la
sociedad inglesa de las obligaciones hacia los pobres,
haciendo a éstos responsables de su penosa situación. Para
Malthus las leyes económicas que rigen el desarrollo de la
población, la producción y la distribución de bienes son leyes
naturales y por tanto inmutables, aunque no conduzcan a la
prosperidad por cuanto «la naturaleza es avara y el hombre
prolífico». La ley de los rendimientos decrecientes de Turgot
(la aplicación creciente de unidades de un factor variable —
trabajo— a otro constante —tierra— determina, a partir de
un cierto momento, rendimientos decrecientes) le lleva a
formular el principio de la población, que tiende a crecer en
progresión geométrica mientras las subsistencias lo hacen
sólo en progresión aritmética, de lo que se deriva una
constante situación conflictiva, que sólo se resuelve
mediante la continencia moral y la miseria [16].
Ricardo, autor de unos Principios de Economía Política
(1817) desarrolla de manera sistemática las cuestiones
planteadas por Adam Smith hasta alcanzar una más rigurosa
definición de sus conceptos y leyes. La teoría del valor
experimenta en la obra de Ricardo una doble simplificación.
Por una parte supera la vacilación de Adam Smith entre
cantidad y valor del trabajo al hacer de la primera la medida
única del valor [17], en tanto reduce los tres factores
determinantes del precio en Adam Smith a sólo el trabajo, al
considerar el capital como trabajo anterior acumulado [18] y
negar el carácter universal de la renta. Es la desproporción
entre la tierra disponible y la población la que, al hacer
necesaria la explotación de tierras de inferior calidad y por
tanto de más bajos rendimientos, determina la aparición de
una renta que no es sino la diferencia de rendimiento para
trabajos iguales (teoría diferencial de la renta) [19].
El valor del producto se descompone, por tanto,
solamente, entre el salario del trabajador y las utilidades del
empresario, con lo que los intereses de uno y otro serán
naturalmente antagónicos. El trabajo es una mercancía y su
precio resulta determinado por la concurrencia, que tiende a
fijarlo en el costo de producción y a estabilizarlo a un nivel
próximo a un mínimo psico-fisiológico (ley de bronce de los
salarios) [20]. Este nivel mínimo de salario implica que se
incorpora a la mercancía un trabajo superior al
correspondiente al salario percibido, diferencia (plusvalía)
que favorece la acumulación de capital en manos del
empresario [21]. En una sociedad industrializada, al
antagonismo entre capitalista y trabajador se añade,
finalmente, el enfrentamiento de ambos, que desean
subsistencias baratas, con los agricultores que aspiran por el
contrario a altos precios para sus productos.
Textos 13

LA LEY NATURAL 13.1

Para conocer el orden de los tiempos y lugares, para regular


la navegación y asegurar el comercio, ha sido preciso observar y
calcular con precisión las leyes del movimiento de los cuerpos
celestes; pues igualmente es preciso, para conocer la extensión
del derecho natural de los hombres reunidos en sociedad,
adaptarse a las leyes naturales constitutivas del mejor gobierno
posible. Este gobierno al que los hombres deben estar sujetos
consiste en el orden natural y en el orden positivo, los más
ventajosos para los hombres reunidos en sociedad.
Los hombres reunidos en sociedad deben pues estar sujetos
a las leyes naturales y a las leyes positivas.
Las leyes naturales son físicas o morales.
Entendemos aquí por ley física el curso regulado de todo
acontecimiento físico de orden natural, evidentemente más
ventajoso para el género humano.
Entendemos aquí por ley moral la regla de toda acción
humana de orden moral conforme al orden físico, evidentemente
más ventajoso para el género humano.
Estas leyes forman un conjunto que llamamos ley natural.
Todos los hombres y todas las potencias humanas deben estar
sometidas a estas leyes soberanas, instituidas por el Ser
Supremo; son inmutables e irrefragables, y las mejores leyes
posibles: por consiguiente la base del gobierno más perfecto y la
regla fundamental de todas las leyes positivas; porque las leyes
positivas no son sino leyes de manutención relativas al orden
natural, evidentemente más ventajoso para el género humano.
Las leyes positivas son reglas auténticas establecidas por una
autoridad soberana, para fijar él orden de la administración del
gobierno, para asegurar la defensa de la sociedad, para hacer
observar regularmente las leyes naturales, para reformar o
mantener los usos y costumbres introducidos en la nación, para
regular los derechos particulares de los sujetos en relación con
sus diferentes estados, para determinar el orden positivo en los
casos dudosos, reducidos a probabilidades de opinión o de
conveniencia, fara asentar las decisiones de la justicia
distributiva. Pero la primera ley positiva, la ley fundamental de
todas las otras leyes positivas, es la institución de la instrucción
pública y privada de las leyes del orden natural, que es la regla
soberana de toda legislación humana y de toda conducta civil,
política, económica y social. Sin esta institución fundamental, los
gobiernos y la conducta de los hombres no pueden ser más que
tinieblas, extravíos, confusión y desórdenes; porque sin el
conocimiento de las leyes naturales, que deben servir de base a
la legislación humana y de reglas soberanas para la conducta de
los hombres, no hay evidencia alguna de lo justo y lo injusto, de
derecho natural, de orden físico y moral, ninguna evidencia de la
distinción esencial del interés general y del interés particular, de
la realidad de las causas de la prosperidad y de la decadencia de
las naciones; ninguna evidencia de la esencia del bien y del mal
moral, de los derechos sagrados de los que mandan y de los
deberes de aquellos a los que el orden social ha prescrito la
obediencia.
La legislación positiva consiste pues en la declaración de las
leyes naturales, constitutivas del orden evidentemente más
ventajoso posible para los hombres reunidos en sociedad.
Podríamos decir simplemente del más ventajoso posible para el
soberano; porque aquello que es realmente lo más ventajoso
para el soberano es lo más ventajoso también para sus súbditos.
Solamente el conocimiento de estas leyes supremas puede
asegurar constantemente la tranquilidad y prosperidad de un
imperio; y mientras más se aplique una nación a esta ciencia
tanto más el derecho natural dominará en ella y más regular será
el orden positivo. En tal nación no se propondrá una ley que no
sea razonable, pues tanto el gobierno como los ciudadanos
advertirán de inmediato su absurdo.
El fundamento de la sociedad es la subsistencia de los
hombres, y las riquezas que son necesarias para la fuerza que
debe defenderlos. Así no habría sino la ignorancia que podría,
por ejemplo, favorecer la introducción de leyes positivas
contrarias al orden de la reproducción y del reparto regular y
anual de las riquezas del territorio de un reino. Si la antorcha de
la razón ilumina al gobierno, todas las leyes positivas, nocivas a
la sociedad y al soberano desaparecerán.
 
F. QUESNAY: Le droit naturel (1765).
 
Se entiende por ley física constitutiva del gobierno, la marcha
regulada de todo acontecimiento físico de orden natural
evidentemente más ventajosa para el género humano. Se
entiende por una ley moral constitutiva del gobierno, la marcha
regulada de toda acción moral de orden natural, evidentemente
más ventajosa para el género humano. Estas leyes forman
conjuntamente lo que llamamos ley natural.
Estas leyes han sido establecidas a perpetuidad por el Autor
de la naturaleza, para la reproducción y la distribución continua
de los bienes que son necesarios, para las necesidades de los
hombres reunidos en sociedad, y sometidos al orden que tales
leyes les prescriben.
Estas leyes irrefragables, constituyen el cuerpo moral y
político de la sociedad, con el concurso regular de los trabajos y
de los intereses particulares de los hombres, instruidos por estas
mismas leyes para cooperar con el mayor éxito posible en el bien
común, asegurando la distribución más ventajosa posible para
todas las distintas clases de hombres de la sociedad.
Estas leyes fundamentales, que en modo alguno son de
institución humana, y a las que todo humano imperio debe
sujetarse, constituyen el derecho natural de los hombres, dictan
las leyes de la justicia distributiva, establecen la fuerza que debe
garantizar la defensa de la sociedad, contra las empresas injustas
de las potencias internas o externas, de las que debe asegurarse,
y fundan una renta pública capaz de satisfacer todos los gastos
necesarios para la seguridad, el orden público y la prosperidad
del Estado.
 
F. QUESNAY: Le despotisme en Chine (1767).

EL ORDEN NATURAL 13.2

El consumo, y por consiguiente la reproducción, he aquí los


dos objetos capitales que interesan a la humanidad. A estos dos
objetos se ligan directa o indirectamente todos los deberes y
todos los derechos recíprocos que los hombres contraen entre sí.
Por ello, estos dos objetos son la ocasión que forma los diversos
estados que componen una sociedad, los unos disponen las
tierras para recibir el cultivo, otros las cultivan, otros preparan las
producciones que ellas dan, y aumentan su utilidad con su
ingenio. Otros finalmente están encargados del cuidado de
mantener el orden de los deberes y derechos recíprocos que
estas diferentes clases tienen entre sí, en razón de la necesidad
que mutuamente tienen las unas de las otras.
La mutua necesidad de que hablo, es natural y no ficticia. El
consumo es la medida de la reproducción. Es preciso que haya
hombres que se ocupen de facilitar el consumo, como necesario
es que los haya para ocuparse de hacer renacer y multiplicar las
producciones. Sin embargo, esta distribución de los trabajos y
tareas de la sociedad no es posible más que sí la seguridad de
los derechos recíprocos está suficientemente establecida. Tal
seguridad es el vínculo común de toda sociedad, ella permite que
la medida de los deberes y derechos esté en todos los casos,
natural y necesariamente determinada por una competencia que
es el fruto natural y necesario de la libertad.
El resultado de este conjunto, no es menos necesario que fácil
de comprender: cada cual conserva su libertad y por consiguiente
sus derechos de propiedad en toda su amplitud natural y
primitiva; cada cual sin otro interés que el de variar y multiplicar
su disfrute, resulta ser un medio del que se vale el orden para
aumentar la suma de disfrutes en provecho común de toda la
sociedad. De ello vemos surgir la mayor abundancia posible de
producciones, mientras que, sobre una base tal, la industria se
alza a su mayor grado posible y con el concurso de estas dos
ventajas se adquiere el mejor estado posible, por parte dela
mayor población posible. Tales son los bienes que debemos a la
libertad, pero no hay libertad sin seguridad, por tanto sólo este
último objeto deberá ahora fijar nuestra atención. Por ello nos
queda examinar cómo las instituciones, que con ella se
relacionan, se hallan todas comprendidas en la ley de la
propiedad.
¿Acaso es preciso una superior inteligencia para comprender
que ciertos deberes y derechos son absolutamente incompatibles
con la arbitrariedad? ¿Los primeros conocimientos que acabamos
de descubrir en los hombres no bastan acaso para que adviertan
que la arbitrariedad y el derecho de propiedad son dos cosas
contradictorias? ¿Acaso no se han reunido en sociedad para
poner tal derecho fuera del alcance de la arbitrariedad? En una
palabra, su objeto es mantener el derecho de propiedad y la
libertad en toda su extensión natural; ellos han reconocido la
justicia y la necesidad de obrar así; he aquí la base de todas las
convenciones sociales; he aquí la razón primitiva y esencial de
todas sus leyes positivas. (…)
Contemplad ahora cómo cada una disfruta, tanto en particular
como en común, del mejor estado posible; quiero decir del mejor
estado que física y socialmente les sea posible procurarse
realmente. ¿En qué consiste esta ventaja? Consiste en la mayor
libertad posible de disfrutar de sus derechos de propiedad, a fin
de sacar de ellos el mayor partido posible. Ahora bien, es
evidente que la libertad no puede ser mas íntegra, más completa,
que la que nos es garantizada a perpetuidad. Cada uno de
nosotros es perfectamente libre de emplear sus bienes
inmobiliarios, sus riquezas muebles, su persona, su industria, su
talento, de la manera más conveniente a su interés personal.
Cada uno de nosotros tiene la garantía de que los frutos de sus
trabajos no le serán arrebatados, que de ellos sacará el mayor
provecho que pueda prometerse, y de que en tal capítulo no
conoce otras leyes sino son las de la competencia, que resulta,
natural y necesariamente de una libertad igual en los demás
hombres. Cada uno de nosotros, en virtud de esta plena y entera
libertad, y aguijado por el deseo de gozar de ella, se emplea
según su estado, en cambiar, multiplicar y perfeccionar los
objetos de disfrute que deben repartirse entre todos, y aumenta
así la suma de felicidad común, al aumentar la que le es
personal.
Advertid aquí el precio inestimable del orden simple y natural
que acaba de establecerse. Cada hombre es instrumento de la
felicidad de los demás, y la felicidad de uno solo parece
comunicarse como el movimiento. Tomad a la letra este modo de
hablar: cualesquiera sea la naturaleza de los esfuerzos que
hacéis para acrecer la suma de vuestro disfrute —ya sea que los
resultados de estos esfuerzos procuren una mayor abundancia
de producciones, ya el que rindan otros servicios a la sociedad—
lo cierto es que ellos no os serán pagados sino en razón de su
utilidad; que la competencia no os permitirá explotar a nadie; que
balanza en mano, ella ajustará los valores venales de todas las
cosas y de todas las acciones que entran en el comercio, que
mediante esta policía rigurosa, a cuya autoridad nadie puede
sustraerse, el equilibrio se verá continuamente sostenido en los
cambios. Nadie podrá disfrutar o enriquecerse con detrimento de
los demás. Por consiguiente ya no existirán más esas
desmesuradas fortunas a las que vemos engullir una multitud de
otras fortunas, ni esos amontonamientos suntuosos de riquezas
superfluas que, distraídas de la circulación, dejan a una parte de
los miembros del cuerpo social secarse y morir faltos de
sustancia. Así cada uno, de la suma total de la común felicidad,
tomará la suma particular que debe pertenecerle. Yo ignoro si en
tal estado veremos desgraciados, pero si los hubiere, será en
bien parvo número, y el de los dichosos es tan grande, que no
debemos preocuparnos por la asistencia que aquéllos hubieran
menester. (…)
Así, sin otra ley que la de la propiedad, sin más conocimientos
que los de la razón esencial y primitiva de toda las leyes, sin otra
filosofía que la que la naturaleza enseña a los hombres, vemos
que se constituye una sociedad que goza de la mayor
consistencia política en el exterior, y de la mayor prosperidad en
lo interno, vemos que se establece entre nosotros una
reciprocidad de deberes y derechos, una fraternidad, que nos
interesa a todos en la mutua conservación, y cuyos sagrados
vínculos abrazan y tienen ligados con nosotros a todos los
pueblos extranjeros.
Y no os preocupe ahora ni nuestra moral ni nuestras
costumbres, pues es socialmente imposible que ambas no sean
conformes a sus principios; es socialmente imposible que
hombres que viven bajo leyes tan simples, y que han llegado al
conocimiento de la justicia absoluta, no se sometan a un orden
que tiene a la justicia por base esencial, y cuyas ventajas
ilimitadas les son evidentes; de manera que humanamente
hablando es forzoso que sean los más virtuosos. Para que tales
hombres puedan corromperse, es preciso que comiencen por
caer en una ignorancia que no se puede imaginar, pues va contra
natura el pasar de la pública evidencia al error, pues cada cual
está ligado por su personal interés a la conservación de tal
evidencia; porque, finalmente, es fácil, y conforme al orden, el
perpetuar tal evidencia por medio de la instrucción, tomando las
medidas pertinentes, para que todos los miembros del cuerpo
social puedan participar en ello.
 
MERCIER DE LA RIVIERE: L’ordre naturel et essentiel des sociétés
politiques (1767).

EL «PRODUIT NET» 13.3

La posición del campesino es muy diferente (de la del obrero


asalariado). La tierra, independientemente de cualquier otro
hombre y de toda convención, le paga el precio de su trabajo. La
naturaleza no regatea con él para obligarle a contentarse con
sólo lo necesario… Lo que ella da no está proporcionado ni a sus
necesidades, ni a una evaluación convencional del precio de sus
jornadas: es el resultado físico de la fertilidad del suelo y de la
justeza, más que de la dificultad de los medios que él ha
empleado para hacerlo fecundo. En cuanto el trabajo del
campesino produce por encima de sus necesidades, puede, con
este excedente que la naturaleza le otorga en puro don, por
encima del salario de sus penas, comprar el trabajo de los demás
miembros de la sociedad
Estos, al venderle, no ganan sino su vida, en tanto que el
campesino recogí1, además de su subsistencia, una riqueza
independiente y disponible que él no ha comprado y que él
vende. El es pues la única fuente de riquezas que con su
circulación animan todos los trabajos de la sociedad, porque es el
único cuyo trabajo produce por encima del salario del trabajo.
 
TURGOT: Reflexions sur la formation et la distribution des
richesses (1766).
 

No pierdan jamás de vista el soberano y la nación que la tierra


es la única fuente de riquezas, y que es la agricultura quien las
multiplica.
Pues el aumento de las riquezas asegura el de la población;
los hombres y las riquezas hacen prosperar la agricultura,
extienden el comercio, estimulan la industria, acrecen y
perpetúan las riquezas. De tan abundoso manantial depende el
logro de todas las partes de la administración del reino.
 
F. QUESNAY: Maximes genérales du gouvernentent
économique d’un royaume agricole (1767).
LA ESTERILIDAD INDUSTRIAL 13.4

Los trabajos de la industria no multiplican las riquezas.


Los trabajos de la agricultura compensan de los gastos, pagan
la mano de obra del cultivo, procuran ganancias a los labradores.
Además producen la renta de los bienes raíces. Los que
adquieren los productos de la industria, pagan los gastos, la
mano de obra, y la ganancia de los comerciantes, pero tales
productos no engendran además renta alguna.
Por consiguiente todos los gastos de los productos
industriales no se sacan sino de la renta de los bienes raíces,
porque los trabajos que no producen renta, no pueden existir si
no es mediante las riquezas de quienes los pagan.
Comparad la ganancia de los obreros que fabrican los
productos industriales con la de los obreros que el labrador
emplea en el cultivo de la tierra. Hallaréis que la ganancia en
ambas partes se limita a la subsistencia de tales obreros; que tal
ganancia no es un aumento de riqueza, y que el valor de los
productos de la industria está proporcionado al valor mismo de la
subsistencia que los obreros y comerciantes consumen. De
donde vemos que el artesano, destruye tanto en su subsistencia
cuanto produce con su trabajo.
En la producción industrial no hay pues multiplicación de
riquezas, puesto que el valor de estos productos no aumenta más
que el precio de la subsistencia que los obreros consumen. Las
grandes fortunas de los comerciantes no han de ser vistas de otro
modo; son consecuencia de las grandes empresas comerciales
que reúnen conjuntamente, ganancias semejantes a las de los
pequeños comerciantes, de modo semejante a como las
empresas de las grandes obras engendran enormes fortunas por
los pequeños beneficios que se extraen del trabajo de un gran
número de obreros. Todos estos empresarios no hacen fortunas
sino es en virtud del gasto de los demás. Por ende no hay
aumento de riqueza. La fuente de la humana subsistencia, es el
principio de las riquezas. Y os la industria quien la prepara para el
uso de los nombres. Los propietarios para gozar de ella, pagan
los trabajos de la industria, y con ello sus rentas se hacen
comunes para todos los hombres.
Los hombres se multiplican, pues, en proporción a las rentas
de los bienes raíces. Unos hacen nacer estas riquezas con la
labranza, otros las preparan para su disfrute; los que de ellas
gozan pagan a los unos y a los otros.
Los bienes raíces son pues necesarios; hombres y riquezas
para tener riquezas y hombres. Así un Estado poblado por solo
comerciantes y artesanos, no podría subsistir sino mediante las
rentas de los bienes raíces de los extranjeros.
 
F. QUESNAY: Enciclopédie (1751-72) s. v. Grains.

LA CIRCULACIÓN DE LA RENTA 13.5

La nación se reduce a tres clases de ciudadanos: la clase


productiva, la clase de los propietarios y la clase estéril.
La clase productiva es la que hace renacer, con el cultivo del
territorio las riquezas anuales de la nación, la que hace los
anticipos de los trabajos de la agricultura, y la que paga
anualmente las rentas a los propietarios de las tierras. Entran en
la dependencia de esta clase, todos los trabajos y los gastos que
se hacen hasta la venta de las producciones a un primer
comprador: Esta venta es la que fija y nos da a conocer el valor
de la reproducción anual de las riquezas de la nación.
La clase de los propietarios comprende al soberano, a los
poseedores de tierras y a los perceptores de diezmos. Esta clase
subsiste por la renta o producto neto del cultivo, que le es pagado
anualmente por la clase productiva, después que ésta, ha
tomado, de la reproducción que ha hecho renacer anualmente,
las riquezas necesarias para resarcirse de sus anticipos anuales
y para mantener sus riquezas de explotación.
La clase estéril está formada por todos los ciudadanos
ocupados en otros trabajos y servicios no agrícolas, y cuyos
gastos son pagados por la clase productiva y por la clase de los
propietarios, los cuales sacan sus propias rentas cicla clase
productiva.
Para seguir y calcular claramente las relaciones de estas
diferentes clases entre sí, es menester fijarnos en un caso dado
cualquiera; pues es imposible establecer un cálculo positivo
basándose en simples abstracciones.
Supongamos pues un gran reino, cuyo territorio, explotado
según el mayor grado agrícola, produjera todos los años una
reproducción evaluada en cinco mil millones, y en el que el
estado permanente de este valor se establecería sobre los
precios constantes que tienen curso entre las naciones
comerciantes, suponiendo que existe de continuo una libre
competencia comercial, y una entera seguridad en la propiedad
de las riquezas de explotación agrícola.
El Cuadro económico comprende las tres clases y sus
riquezas anuales, y describe su comercio en la forma siguiente:
Clase productiva Clase de los propietarios Clase estéril
Renta de dos mil
Anticipos anuales de Anticipos de esta
millones para esta clase.
esta clase se elevan a clase
de la suma de
De ellos
se gastan mil
dos mil millones, que han mil millones
que se
millones en
compras a
producido cinco mil gastan por la clase
la clase productiva, y
millones, de
los cuales estéril en compras de
otros mil millones
en
dos mil millones
lo son materias primas a la
compras a la clase
en producto neto o
renta. clase productiva.
estéril.
De donde resulta que la clase productiva
vende por mil millones de producciones

dos mil
a los propietarios de la renta,

millones
y por mil millones a la clase estéril,

que le compra las materias primas de sus obras… total…


Los mil millones que los propietarios de la renta

han gastado en comprar a la clase estéril,

son empleados por ésta para la subsistencia

mil millones
de los agentes de que se compone,

en compras de productos adquiridos a la clase


productiva… total…
Total de las compras hechas por los propietarios

tres mil
de la renta y por la clase estéril

millones
a la clase productiva… total…

De estos tres mil millones recibidos por la clase productiva a


cambio de tres mil millones de producciones que ha vendido,
debe dos mil millones a los propietarios por la anualidad corriente
de la renta, y gasta otros mil millones en compras de utillaje a la
clase estéril. Esta última clase retiene esta suma para
compensación de sus anticipos, que han sido gastados con
anterioridad pagando a la clase productiva las compras de
materias primas que ha usado para sus útiles. Por lo tanto estos
anticipos no producen nada: los gastos, se le devuelven y
permanecen continuamente en reserva de año en año. Las
materias primas y el trabajo de los productos hacen ascender las
ventas de la clase estéril a dos mil millones, de los que mil
millones se gastan para asegurar la subsistencia de los agentes
que componen tal clase. De donde vemos que en todo ello no
hay otra cosa que el consumo o aniquilamiento de las
producciones y ninguna reproducción, pues esta clase no
subsiste sino gracias al pago sucesivo de la retribución debida a
su trabajo, el cual es inseparable de un gasto empleado en
subsistencias, es decir, en gastos de puro consumo, sin
regeneración de lo que se destruye por este gasto estéril, y que
se adquiere enteramente de la reproducción anual del territorio.
Los otros mil millones se reservan para reponer sus anticipos, los
cuales serán nuevamente empleados por la clase productiva en
compras de materias primas que la clase estéril fabrica.
Así pues, los tres mil millones que la clase productiva recibe
por las ventas que hace a los propietarios de la renta y a la clase
estéril, son empleados por la clase productiva en el pago de la
renta anual de dos mil millones, y en compras por valor de mil
millones de productos que paga a la clase estéril.
El funcionamiento de este comercio entre las diferentes
clases, y sus condiciones esenciales, no son en modo alguno
hipotéticas. Quienquiera se tome el trabajo de reflexionar, verá
que han sido tomados del natural; pero los datos de que nos
hemos servido, y va lo hemos advertido, no son aplicables más
que al caso de que aquí tratamos.
 
F. QUESNAY: Tableau économique (1766).

LA LIBERTAD MERCANTIL 13.6

No son simplemente las buenas o malas cosechas las que


regulan el precio del trigo; es principalmente la libertad o la
coacción en el comercio de esta materia, quien decide su valor. Si
se quiere restringir o perturbar su comercio en los tiempos de
buenas cosechas, se atenta contra los productos de la
agricultura, se debilita al Estado, se disminuye la ganancia de los
propietarios de las tierras, se fomenta la pereza y la arrogancia
del criado y del peón que deben ayudar a la agricultura; se
arruina a los campesinos, se despuebla el campo. Impedir la
exportación de trigo por temor de verse privados de él, es
desconocer las ventajas de Francia, en un reino que puede
producir mucho más trigo del que se podría vender al extranjero.
La conducta de Inglaterra a este respecto, prueba por el
contrario, que no hay medio más seguro para sostener la
agricultura, mantener la abundancia y obviar a los períodos de
escasez, que la venta de una parte de las cosechas al extranjero.
Esta nación no ha sufrido ni de encarecimiento anormal ni de
abaratamiento del trigo, desde que ha favorecido y promovido su
exportación.
 
F. QUESNAY: Enciclopédie (1751-72) s. v. Fermiers.
 
Manténgase una entera libertad de comercio, pues la más
segura policía del comercio interior y exterior, la más exacta, y la
más provechosa para la nación y el Estado, consiste en la plena
libertad de competencia.
 
F. QUESNAY: Máximes genérales (1767).

LA ÚNICA CONTRIBUCIÓN 13.7

Los propietarios, el soberano y toda la nación tienen un gran


interés en que el impuesto se establezca directamente y por
entero sobre la renta de las tierras, pues cualquier otra forma
impositiva iría contra el orden natural, va que sería perjudicial
para la reproducción y para el impuesto y el impuesto recaería
sobre el impuesto mismo. Todo en la tierra debe sujetarse a las
leyes de la naturaleza; los hombres están dotados de la
inteligencia necesaria para conocerlas y observarlas; pero la
multiplicidad de los objetos exige grandes combinaciones que
constituyen el objeto de una ciencia evidente y sumamente
amplia, cuyo estudio es indispensable para evitar los errores en la
práctica.
 
F. QUESNAY: Tableau Économique (1766).
 
No sea el impuesto destructivo o desproporcionado a la masa
de la renta nacional; siga su aumento el aumento de la renta;
establézcase inmediatamente sobre el producto neto de los
bienes raíces y no sobre el salario de los hombres ni sobre las
mercancías, pues multiplicaría los gastos de su percepción,
perjudicaría al comercio, y destruiría anualmente una parte de las
riquezas de la nación. No se ejerza tampoco sobre las riquezas
de los granjeros de bienes raíces; pues los anticipos de la
agricultura de un reino han de ser considerados como un
inmueble que debemos conservar preciosamente, para la
producción del impuesto, y la subsistencia de todas las clases
ciudadanas; de otro modo, el impuesto degenera en expolio, y
causa un empobrecimiento que arruina sin tardar al Estado.
El impuesto bien ordenado, es decir, el impuesto que no
degenera en un expolio por su mala forma impositiva, ha de
mirarse como una parte de la renta, extraída del producto neto de
los bienes raíces de una nación agrícola. De otro modo no habría
regla alguna de proporción con las riquezas de la nación, ni con
la renta, ni con el estado de los sujetos contribuyentes y podría
insensiblemente dar al traste con todo, antes de que el ministerio
se diera cuenta de ello.
El producto neto de los bienes raíces se distribuye entre los
propietarios, el Estado, los que poseen tierras y los que perciben
diezmos. No hay sino la porción del poseedor del bien, que sea
alienable, y ésta no se vende sino en razón de la renta que
produce. La propiedad del poseedor no va pues más lejos. No es
pues él quien paga a los otros propietarios que participan del
bien, puesto que sus partes no le pertenecen, ni las ha adquirido,
ni son alienables. El poseedor del bien no debe ver el impuesto
ordinario como una carga establecida sobre su porción, ya que no
es él quien paga esta renta; es la parte del bien que él no ha
adquirido y que no le pertenece, quien la paga a quien es debido.
Solamente en caso de necesidad, en el caso en que la seguridad
de la propiedad se viera amenazada, deberán todos los
propietarios, por su propio interés, contribuir sobre sus porciones,
a la subvención pasajera que las necesidades urgentes del
Estado puedan exigir.
Pero es menester no olvidar, que la imposición del tributo
debe recaer en todos los casos sobre la renta, es decir, sobre el
producto neto anual de los bienes raíces, y no sobre los anticipos
de los labradores, ni sobre los trabajadores, ni sobre la venta de
las mercancías, pues de otro modo sería destructivo. Sobre los
anticipos de los labradores, no sería un impuesto, sino una
expoliación que extinguiría la reproducción, deterioraría las
tierras, arruinaría a los granjeros, a los propietarios y al Estado.
Sobre el salario de los trabajadores y sobre la venta de
mercancías, sería arbitrario; los gastos de percepción
sobrepasarían el impuesto y recaerían sin regla sobre las rentas
de la nación y sobre as del soberano. Es menester distinguir aquí
entre imposición e impuesto. La imposición sería el triple del
impuesto y se extendería sobre el mismo impuesto; pues en
todos los gastos del Estado, las tasas impuestas sobre las
mercancías, serían pagadas por el impuesto. De modo que tal
impuesto sería falaz y ruinoso.
El impuesto debe por tanto percibirse inmediatamente sobre el
producto neto de los bienes raíces; pues de cualquier modo que
esté implantado, en un reino que saca sus riquezas de su
territorio, siempre es pagado por los bienes raíces. De donde la
forma de imposición más sencilla, mejor regulada, más
provechosa al Estado, y la menos onerosa para los
contribuyentes, es la que se establece proporcionalmente al
producto neto e inmediatamente en la fuente misma de las
riquezas continuamente renacientes.
 
F. QUESNAY: Máximes genérales (1767).

LA ARMONÍA UNIVERSAL 13.8

Cada individuo en particular pone todo su cuidado en buscar


el medio más oportuno de emplear con mayor ventaja el capital
de que puede disponer. Lo que desde luego se propone es su
propio interés, no el de la sociedad en común: pero estos mismos
esfuerzos hacia su propia ventaja le inclinan a preferir, sin
premeditación suya, el empleo más útil a la sociedad como tal.
(…)
Ninguno por lo general se propone primariamente promover el
interés público, y acaso ni aun conoce cómo lo fomenta cuando
no lo piensa fomentar. Cuando prefiere la industria doméstica a la
extranjera sólo medita su propia seguridad: y cuando dirige la
primera de modo que su producto sea del mayor valor que pueda,
sólo piensa en su ganancia propia; pero en este y en otros
muchos casos es conducido como por una mano invisible a
promover, un fin que nunca tuvo parte en su intención. Ni es
contra la sociedad el que este loable fin no sea por todos
premeditado, porque siguiendo el particular por un camino justo y
bien dirigido las miras de su interés propio, promueve el del
común con más eficacia a veces que cuando de intento piensa en
fomentarlo directamente. No son muchas las cosas buenas que
vemos ejecutadas por aquellos que afectan obrar solamente por
el bien público, porque, fuera de lisonja, es necesario para obrar
en realidad por este solo fin un patriotismo de que se darán en el
mundo muy pocos ejemplares; lo común es afectarlo; pero esta
afectación no es muy común en los comerciantes, porque con
muy pocas palabras y menos discursos sería cualquiera
convencido de su ficción.
 
A. SMITH: La riqueza de las naciones (1776).

LA LIBERTAD ECONÓMICA 13.9

Aquellos sistemas, pues, que por preferir la agricultura a todas


las demás artes y negociaciones, y para promoverla imponen
restricciones a las manufacturas, y al comercio extrínseco, obran
contra el mismo fin que se proponen, y desaniman directamente
aquella misma especie de industria que pretenden promover. Son
en sí más inconsecuentes y contradictorios aún que el sistema
mercantil. Este animando las manufacturas y el comercio
extranjero más que la agricultura del país, hace que cierta porción
de capital que había de emplearse en una especie de industria se
desvíe de ésta por emplearse en la que es menos; pero al fin
viene en realidad y por último a promover aquella suerte de
industria que se propone fomentar: pero aquellos sistemas
agricultores por el contrario, desaniman en realidad su industria
favorita.
Así pues cualquier sistema que pretende o atraer hacia cierta
especie particular de industria con fomentos y estímulos
extraordinarios mayor porción de capitales de una sociedad, que
los que naturalmente se inclinarían a ella, o con extraordinarias
restricciones lanzar violentamente de cierto género de industria
particular parte del capital que de lo contrario se emplearía en
ella, es en realidad subversivo, o ruinoso para el intento mismo
que se propone conseguir. Retarda en vez de acelerar los
progresos de la sociedad hacia la grandeza y riqueza verdadera,
o real: y disminuye en lugar de aumentar el valor real del anual
producto de la tierra y del trabajo.
Todo sistema, o de preferencia extraordinaria, o de restricción,
se debe mirar como proscrito, para que de su propio movimiento
se establezca el simple y obvio de la libertad labrantil, mercantil, y
manufacturante. Todo hombre, con tal que no viole las leyes de la
justicia, debe quedar perfectamente libre para abrazar el medio
que mejor le parezca para buscar su modo de vivir, y sus
intereses; y que puedan salir sus producciones a competir con las
de cualquier otro individuo de la naturaleza humana. El soberano
vendrá a excusarse de una carga, para cuya expedita
sustentación se hallará combatido de mil invencibles obstáculos
pues para desempeñar aquella obligación estaría siempre
expuesto a mil engaños, para cuyo remedio no alcanza la más
sublime sabiduría del hombre: ésta es la obligación de entender
en la industria de cada uno en particular, y de dirigir la de sus
pueblos hacia la parte más ventajosa para los intereses de ellos;
cosa que aun los mismos que lo practican con un lucro inmediato
suelen no acabar de penetrar. Según el sistema de la libertad
negociante, al soberano sólo quedan tres obligaciones principales
a que atender: obligaciones de grande importancia, y de la mayor
consideración, pero muy obvias e intangibles: la primera proteger
a la sociedad de la violencia e invasión de otras sociedades
independientes: la segunda, en poner en lo posible a cubierto de
la injusticia y opresión de un miembro de la república a otro que
lo sea también de la misma; o la obligación de establecer una
exacta justicia entre sus pueblos: y la tercera, la de mantener y
erigir ciertas obras y establecimientos públicos, a que nunca
pueden alcanzar, ni acomodarse los intereses de los particulares,
o de pocos individuos, sino los de toda la sociedad en común: por
razón de que aunque sus utilidades recompensen
superabundantemente los gastos al cuerpo general de la nación,
nunca satisfarían esta recompensa si los hiciese un particular.
 
A. SMITH: La riqueza de las raciones (1776).

VALOR EN USO Y VALOR EN CAMBIO 13.10

Debe notarse, que la palabra valor tiene dos distintas


inteligencias; porque a veces significa la utilidad de algún objeto
particular y otras aquella aptitud, o poder, que tiene para
cambiarse por otros bienes a voluntad del que posee la cosa. El
primero podremos llamarle valor de utilidad; y el segundo valor de
cambio. Muchas cosas que tienen más del de utilidad suelen
tener menos del de cambio, y por el contrario a veces las que
tienen más de éste tienen muy poco, o ninguno del otro. No hay
una cosa más útil que el agua, y apenas con ella se podrá
comprar otra alguna, ni habrá cosa que pueda darse por ella a
cambio: por el contrario un diamante apenas tiene valor intrínseco
de utilidad, y por lo común pueden permutarse por él muchos
bienes de gran valor.
 
A. SMITH: La riqueza de las naciones (1776).
EL TRABAJO MEDIDA DEL VALOR 13.11

Del precio real y nominal de toda mercadería, o del precio en


trabajo, y precio en moneda.
Todo hombre es rico o pobre según el grado en que puede
gozar por sí de las cosas necesarias, útiles y deleitables para la
vida humana: y una vez introducida en el mundo la división del
trabajo es muy pequeña parte la que de ellas puede obtener con
sólo el trabajo propio. La mayor porción incomparablemente tiene
que granjearla, y suplirla del trabajo ajeno, por lo cual será pobre
o rico a medida de la cantidad de ajeno trabajo que él pueda
tener a su disposición o adquirir de otro: y por lo mismo el valor
de una mercadería con respecto a la persona que la posee, y que
o no ha de usarla o no puede consumirla sino cambiarlas por
otras mercaderías, es igual a la cantidad de trabajo ajeno que con
ella queda habilitado a granjear. Él trabajo pues es la medida, o
mensura real del valor permutable de toda mercadería.
El precio real de cualquier cosa, lo que realmente cuesta al
hombre que ha de adquirirla, es la fatiga y el trabajo de su
adquisición. Lo que vale realmente para el que la tiene ya
adquirida, y ha de disponer de ella, o ha de cambiar por otra, es
la fatiga y el trabajo que a él le ahorra, y cuesta a otro. Lo que se
compra por dinero, o se granjea por medio de otros bienes se
adquiere con el trabajo lo mismo que lo que adquirimos con la
fatiga de nuestro cuerpo. El dinero o estos otros bienes nos
excusan de aquel trabajo; pero contiene en sí cierta cantidad de
él, que nosotros permutamos por otras mercancías que se
suponen tener también el valor de otra igual cantidad. El trabajo
pues fue el precio primitivo, la moneda original adquirente que se
pagó en el mundo por todas las cosas permutables. No con el
oro, no con la plata, sino con el trabajo se compró originalmente
en el mundo todo género de riqueza: y su valor para los que la
poseen, y tienen que permutarla continuamente por nuevas
producciones, es precisamente igual a la cantidad de trabajo que
con ella pueden adquirir de otro.
 
A. SMITH: La riqueza de las naciones (1776).

CANTIDAD Y VALOR DEL TRABAJO 13.12

Pero aunque el trabajo es la medida real del valor permutable


de todas las mercaderías, por lo regular no se estiman por este
valor. Las más veces es cosa muy difícil asegurar con certeza la
proporción entre dos distintas cantidades de trabajo. El tiempo
que se gaste en dos especies diferentes de obra no siempre
puede determinar por sí solo esta proporción; y es necesario que
entren en cuenta los grados distintos de dureza o fatiga, de
talento y pericia que en la respectiva operación se emplean.
Puede verificarse tener mucho más trabajo la penosa obra de una
hora sola, que una labor de dos o tres siendo más suave y fácil
su operación: y más trabajo también en la aplicación del talento
por espacio de una hora no más, a un empleo que cueste diez
años de estudio, o de aprendizaje, que en la industria de un mes
entero en un empleo más obvio y de menos delicadeza. Pero no
es fácil hallar una mensura exacta tanto de lo penoso de un
trabajo, como del grado de pericia y talento que para él se
necesita. Es cierto no obstante que en el cambio recíproco de
producciones de distintas especies de trabajo siempre media
cierta equidad regulativa; la cual se ajusta no a una medida
exacta, sino al estado que toma en el mercado la compra y venta,
según aquella grosera igualdad que basta, aunque no sea
perfecta y exacta, para el arreglo de las negociaciones de la vida
común.
Fuera de esto, para el cambio más bien se compara una
mercadería con otra, que con el trabajo; por lo cual parece más
natural estimarse su valor permutable por la cantidad de otra
mercadería que por la del trabajo ajeno que ésta puede adquirir.
La mayor parte de las gentes también más entienden qué quiere
decir cantidad de una mercadería, que cantidad de trabajo:
aquélla es un objeto palpable y claro, y ésta es una noción
abstracta, que aunque bastante inteligible, no es tan obvia ni
natural. (…)
Iguales cantidades de trabajo en todo tiempo, y en todo lugar
serán de igual valor para el trabajador, en suposición de un
ordinario grado de salud, y de fuerzas, y de una misma pericia y
destreza para sus operaciones: la misma porción de comodidad
propia, de libertad, y de reposo tendrá siempre que sacrificar. El
precio que da en trabajo siempre vendrá a ser uno mismo, sea la
que fuese la cantidad de los bienes que reciba en recompensa y
cambio. De estos bienes unas veces podrá comprar más, otras
menos; pero variará el valor de ellos, no el del trabajo que los
adquiere. En todo tiempo y en todo lugar aquello es más caro
realmente que cuesta más trabajo adquirir, y aquello es más
barato que se adquiere con más facilidad y menos trabajo. Este,
pues, como que nunca varía en su valor propio e intrínseco, es el
único precio, último, real, y estable por el que deben estimarse, y
con que compararse deben los valores de las mercaderías en
todo tiempo y lugar. Este es su precio real, y el de la moneda
precio nominal solamente.
Pero aunque para el trabajador siempre sean de igual valor
iguales cantidades de trabajo, para la persona que emplea a
aquél, o da que trabajar, unas veces parecen de más y otras de
menos; porque adquiriendo estas cantidades de trabajo ajeno
unas veces por más y otras por menos bienes, o mercaderías,
con respecto a él varía el precio del trabajo como el de las demás
cosas: en el primer caso le parece más caro, y en el segundo
más barato, pero en realidad los bienes o cosas, y no el trabajo
son los más caros, o más baratos (…).
En aquel estado primitivo y grosero que suponemos preceder
en la sociedad a toda acumulación de fondos, y propiedad de
tierras, la única circunstancia que puede dar regla para la
permutación recíproca de unas cosas por otras de distinta
especie, parece ser la proporción entre las diferentes cantidades
de trabajo que se necesitan para adquirirlas. Si en una nación de
cazadores, por ejemplo, cuesta por lo común doble trabajo matar
un castor que un gamo, el castor naturalmente se cambiará, o
merecerá cambiarse por dos gamos. Es muy natural que una
cosa que por lo común es producto del trabajo de dos días, o de
dos horas merezca doble que la que lo es de un día o de una
hora.
Si una especie de trabajo es más dura y fatigosa que otra,
será también muy natural que se atienda a esta superior fatiga, y
dificultad: y que el producto del trabajo difícil de una hora se
cambie por el de dos horas del más fácil. Y si una especie de
trabajo requiere un grado extraordinario de destreza, e ingenio, la
estimación que los hombres hagan de esta destreza dé al
producto un valor superior al que se debe a solo el tiempo
empleado en él. Estos talentos rara vez se adquieren sino a
fuerza de una prolija aplicación, y así el valor extraordinario que
darían los hombres a su producto vendría a ser una razonable
recompensa del tiempo y del trabajo que sería necesario gastar
en adquirirlos. En el estado más culto de la sociedad la
consideración o las circunstancias de superior fatiga y mayor
destreza se aplica regularmente a los salarios del trabajo: y algo
de esto no pudo menos de haberse verificado también en aquel
período más grosero de la sociedad de los hombres.
En este estado la cantidad de trabajo empleado comúnmente
en producir una mercadería es la única circunstancia que puede
regular la cantidad de trabajo ajeno que con ella se puede
adquirir o de que con ella puede un hombre disponer.
 
A. SMITH: La riqueza de las naciones (1776).

SALARIO, GANANCIA Y RENTA 13.13

De las partes integrantes o componentes del precio de toda


mercadería.
Cuando llega a juntarse algún fondo en poder de los
particulares varios de ellos procuran regularmente emplear el
suyo en dar que trabajar al industrioso, a quien suministran
materiales y mantenimiento con el fin de sacar algún producto o
provecho de la venta de la obra de éste, o de lo que su trabajo
añada de valor a los materiales mismos. En el cambio de una
manufactura completa, bien sea por dinero, bien por trabajo o por
otras mercaderías, además de lo que pueda ser suficiente para
pagar el valor de los materiales, y los salarios de los operarios, es
necesario darse algo por razón de las ganancias que
corresponden al emprendedor de aquella obra que expuso su
caudal a la contingencia. El valor que el fabricante añade a los
materiales se resuelve en tal caso en dos partes, de las cuales la
una paga los salarios de los operarios, y la otra las ganancias del
que los emplea, sobre el fondo entero de materiales y salarios
adelantados. Ninguno sin duda se interesaría en emplear
aquellos trabajadores a no prometerse de la venta de la obra de
ellos algo más de lo suficiente para reemplazar su fondo: ni
tendría interés en emplear más bien un caudal grande que uno
pequeño a no haber de arreglarse las ganancias con proporción a
la cantidad del fondo empleado.
Acaso habrá quien imagine que estas ganancias que
corresponden al fondo no son otra cosa que un nombre distinto
que se da a los salarios de un trabajo de cierta especie, como es
el de la inspección, o dirección; pero son cosa enteramente
distinta, se rigen y regulan por principios muy diferentes, y no
guardan proporción con la cantidad, fatiga, ni destreza de este
supuesto trabajo de dirección. Estas ganancias se regulan
enteramente por el valor del fondo empleado, y son más o menos
según el más o menos caudal que por ellas se emplea.
Supongamos por ejemplo que en cierto lugar donde las regulares
ganancias anuales de los fondos que circulan en manufacturas
son el diez por ciento, hay dos manufacturas diferentes, en cada
una de las cuales se emplean veinte hombres a precio de quince
libras al año cada uno. Supongamos también que los materiales
rudos que anualmente se gastan en la una cuestan setecientas
libras y en la otra importan siete mil. El capital anualmente
empleado en la primera montará en esta suposición a mil libras
solamente: y el empleado en la segunda ascenderá a siete mil y
trescientas. A razón pues de un diez por ciento el fabricante de la
primera se prometerá una ganancia anual de cien libras
solamente; y el de la segunda de setecientas y treinta. Pues sin
embargo de que sus ganancias son tan diferentes el trabajo que
tuvieron en su dirección, o simple inspección pudo ser muy bien
el mismo, o con muy poca diferencia en una y otra manufactura.
En todas las grandes fábricas el trabajo de inspección suele
encomendarse a cierta persona que haga de capataz, o
sobrestante; los salarios que a esta persona se den son los que
verdaderamente expresan el valor del trabajo que llaman de
inspección: y aunque cuando se señalan estos salarios se
atiende regularmente no sólo a su trabajo y pericia, sino a la
confianza que en él se deposita, nunca dicen proporción regular
con el capital cuyo manejo se les ha confiado: y el dueño del
fondo, aunque de este modo queda descargado del trabajo aquel,
espera no obstante que sus ganancias se conmensuren a su
caudal. Por tanto en el precio de las mercaderías las ganancias
correspondientes al capital, o los productos del fondo, constituyen
un principio de valor enteramente distinto de los salarios del
trabajo, y regulado también por principios totalmente diversos.
Esto supuesto la cantidad de trabajo que se emplea
comúnmente en la labor, o producción de toda mercadería, nunca
puede ser la única circunstancia que regule la cantidad que con
ella puede adquirirse, o que por ella pueda cambiarse: es
evidente que hay otra cantidad adicional que corresponde y se
debe a las ganancias de aquel fondo que adelanta los salarios y
suministra los materiales para aquel trabajo.
Desde el momento en que las tierras de un país principian a
reconocer el dominio, o propiedad de señores particulares, ellos
como todos los demás hombres suelen desear coger donde
nunca sembraron, y exigen rentas aun por el producto natural y
silvestre del terreno. La leña, la madera de un bosque, la yerba
del campo, los frutos silvestres de la tierra, que cuando ésta
estaba indivisa y comunal sólo costaba el trabajo de cogerlos,
principian a tener cierto precio adicional, o añadírseles cierto
valor que antes no tenían. Los hombres tienen ya que pagar la
licencia de cogerlos: y cuando se cambian estos frutos, por
dinero, por trabajo ajeno, o por otros frutos hay que considerar
sobre el trabajo de cogerlos, y sobre las ganancias del fondo que
emplea a estos trabajadores, el precio de la licencia del señor del
terreno, cuya cuota constituye la que se llama renta de la tierra;
con que en el precio de la mayor parte de las mercaderías esta
renta viene a constituir un tercer principio d e valor, u origen de
nuevo precio más en las cosas.
En esta suposición ni la cantidad del trabajo regularmente
empleado en la producción de una mercadería, ni las ganancias
del fondo que adelantó los salarios y suministró los materiales de
aquel trabajo, pueden ser las únicas circunstancias regulantes de
la cantidad del ajeno de que pueden disponer, o con que pueden
cambiarse. Es necesario tener a la vista una tercera circunstancia
que es la renta de la tierra; por lo que esta mercadería tendrá que
exigir cierta cantidad adicional de trabajo ajeno que habilite al que
la vende para pagar aquella renta.
El valor real de todas las distintas partes componentes del
precio de las cosas viene de esta suerte a mensurarse por la
cantidad del trabajo ajeno que cada una de ellas puede adquirir, o
para cuya adquisición habilita al dueño de la cosa. El trabajo no
sólo mensura el valor de aquella parte de precio que se resuelve
en él, sino de las que se resuelven en ganancias del fondo, y
renta de la tierra.
En toda sociedad pues el precio de las cosas se resuelve por
último análisis en una u otra de estas partes, o en las tres a un
tiempo: y todas tres entran en composición de aquel precio con
más o menos ventajas, o con más o menos parte en el, según los
progresos o adelantamientos de la sociedad. (…)
Pues así como el precio, o valor permutable de cada
mercadería en particular, y tomada separadamente, se resuelve
por último en una o en otra, o en todas estas tres partes, así
todas las mercaderías, o cosas permutables, que componen,
como juntas en un cuerpo, el producto anual de una nación se ha
de reducir necesariamente a las mismas, y todas ellas se
distribuirán entre los habitantes del país o como salarios del
trabajo, o como ganancias del fondo, o como lenta de la tierra. El
todo de lo que anualmente o se coge o se produce por el trabajo
de una sociedad, o el precio total de este producto, que es lo
mismo, se distribuye de este modo entre los varios miembros que
la componen. Salarios, ganancias y rentas son las tres fuentes
fecundas de todo producto, y de todo valor permutativo. Todas las
rentas, utilidades y obvenciones vienen por último a derivarse de
una de aquellas tres partes, de dos, o de todas ellas.
Todo el que percibe rentas de algún fondo propio, o las ha de
sacar de su trabajo, o de su capital, o de su tierra. Lo que percibe
por su trabajo se llama salario: lo que dimana del capital
manejado, o empleado por el mismo que recibe el provecho,
ganancia, lo que percibe de aquel mismo capital por medio de
otra persona a quien se lo prestó para que granjease con él,
usura, o réditos del dinero, que es aquella compensación que el
que tomó prestado con el fin de emplearlo paga al que se lo
prestó por la ganancia que con el uso del dinero hizo o pudo
hacer. De cuyo producto parte corresponde al que tomó a su
cargo el emplearlo a riesgo suyo, y con su trabajo, y parte al
dueño del capital, porque dio al otro aquel medio de granjear,
pudiendo él mismo haber sacado por otra parte su utilidad
empleándolo por sí. El interés del dinero, o la usura de este modo
entendida es siempre una renta derivativa, que si no se paga del
mismo producto o ganancia que del capital se ha sacado, debe
pagarse de otro cualquier fondo o renta a menos que el que
recibió la cantidad prestada sea un nombre pródigo, y disipado,
porque en este caso habrá de contraer una segunda deuda para
pagar el interés de la primera. Los réditos que dimanan
enteramente de la tierra propia se llaman de un modo específico
renta, y pertenecen al señor de aquélla. Lo que percibe el
labrador proviene parte de su propio trabajo, y parte de su fondo
o caudal empleado en las labores. Para éste la tierra ajena no es
más que un instrumento que le habilita para ganar los salarios de
su trabajo, y de sacar el producto de su caudal. Toda
contribución, toda renta, todo salario, pensión o reconocimiento
annuo de cualquier especie viene a derivarse originalmente,
mediata o inmediatamente de los salarios, de las ganancias, o de
la renta de la tierra.
 
A. SMITH: La riqueza de las naciones (1776).

PRECIO NATURAL Y PRECIO DE MERCADO 13.14

Del precio natural, y del actual o mercantil de toda cosa


permutable
En todo país, o comunidad de gentes hay cierto precio
ordinario, o sentado, así de los salarios, como de las ganancias
de cuantos empleos se hacen del trabajo y de los fondos. Este se
regula naturalmente, como veremos más adelante, parte por las
circunstancias generales del país, de su riqueza, pobreza y
condición progresiva, estacionaria, o declinante; y parte por la
naturaleza misma del empleo particular.
Hay también en toda sociedad un precio medio, o una
regulación ordinaria de las rentas de la tierra, que se gobierna
asimismo parte por las circunstancias dichas de cada provincia, y
parte por la fertilidad natural del terreno.
Estos precios comunes, y ordinarios pueden llamarse
naturales, tanto con respecto a los salarios, como a las ganancias
y rentas, en aquel tiempo y lugar en que generalmente
prevalecen.
Cuando el precio de una cosa ni es más ni menos que lo
suficiente pata pagar la renta de la tierra, los salarios del trabajo,
y las ganancias del fondo empleado en criarla, prepararla y
ponerla en estado y lugar de venta, según sus precios naturales o
comunes, se dice que la cosa se vende por su precio natural. (…)
Véndese entonces por lo que precisamente merece, o por lo
que realmente cuesta al que la conduce al mercado, o pone en
estado de venta: porque, aunque en el modo común de hablar lo
que se llama primer coste de una cosa no comprende las
ganancias de la persona que la vende, quién duda que en
realidad si ésta la vendiese a un precio que no rindiese el regular
de las ganancias en su respectivo país, perdería evidentemente
en el trato; pues empleando aquel mismo fondo de cualquiera
otro modo hubiera sacado aquella ganancia. Fuera de esto, su
ganancia es su renta, puesto que es el único fondo de su
subsistencia y mantenimiento. Así como todo aquel tiempo en
que está preparando la cosa para venderla adelanta a sus
operarios los salarios y el sustento, así también se adelanta a sí
mismo su mantenimiento y subsistencia, la cual debe
proporcionarse a aquella ganancia que razonablemente puede
esperar de la venta de su obra. Si ésta pues no le rinde esta
ganancia no podrá decirse con verdad que se le ha pagado el
coste de ella.
Aunque el precio, o cuota de esta ganancia no siempre es el
más bajo a que puede a veces vender un negociante sus
mercaderías, por lo menos es el más bajo a que razonablemente
puede darlas atendidas las circunstancias del tiempo en que las
vende: especialmente cuando en el tráfico respectivo hay
perfecta libertad, o está en país en que puede mudar de
negociación siempre que quiera.
El precio actual a que comúnmente se venden las
mercaderías es el que llamamos precio del mercado, el cual
puede ser o el mismo natural, o superior o inferior a éste.
El precio actual dicho en cada cosa en particular se regula por
la proporción entre la cantidad que de ésta hay actualmente en el
mercado, y la concurrencia de los que desean pagar el precio
natural de ella, o todo el valor de la renta, trabajo, y ganancia que
se haya verificado tener hasta haberla conducido allí para su
venta. Estos concurrentes pueden llamarse compradores, o
empleantes efectivos, y su solicitud por el género con una
disposición eficaz de comprarlo por su justo valor, la demanda
efectiva; pues que ésta es causa suficiente para la efectiva
conducción de los géneros al mercado. Esta demanda es muy
diferente de la general o ineficaz. Un pobre en cierto modo puede
decirse que pide, desea, o necesita un coche, y supongamos
también que puede en efecto tenerlo; pero su demanda no es
propiamente efectiva, pues que por satisfacer aquellos deseos
ineficaces suyos nunca será llevada al mercado aquella
mercadería.
Cuando la cantidad del género que se lleva a vender no
alcanza para la efectiva demanda, no puede satisfacerse toda
aquella cantidad que piden los que están dispuestos a pagar el
valor íntegro de la renta, salarios y ganancias que corresponden
al género hasta haberlo puesto en aquel estado. Por no quedarse
sin aquellas mercaderías habrá quien esté dispuesto a pagar algo
más de aquel valor total de ellas. Principiará entonces entre los
compradores cierta competencia y el precio del mercado subirá
más o menos sobre el natural según que aquella falta aumente
más o menos el empeño de llevarlas. La escasez misma habrá
de ocasionar más o menos competencia según que sea de más o
menos importancia para los competidores la adquisición de
aquella mercadería: y de aquí nace aquel exorbitante precio que
toman en el bloqueo, por ejemplo, de una plaza, los géneros de
primera necesidad para la vida, como sucede también en una
hambre, o calamidad universal.
Por el contrario cuando la cantidad conducida al mercado
excede de la demanda efectiva no puede venderse toda entre
aquellos que están dispuestos a pagar el valor íntegro de las
rentas, salarios, y ganancias que costó la mercadería hasta su
efectiva conducción al lugar de la venta. Parte de ella tiene que
venderse a los que no quieren pagar tanto, y aquel inferior precio
que éstos dan por ella rebaja el precio general de todo el
mercado. Entonces éste bajará más o menos con respecto al
natural según la abundancia del género aumente más o menos la
competencia de los vendedores; o según que les sea más o
menos importante vender su mercadería inmediatamente. Esta
misma abundancia en los géneros que fácilmente se pierden, o
deterioran ocasionará mayor competencia por su despacho entre
los vendedores, que los que son de más duración, o más a
propósito para conservarse.
Cuando la cantidad conducida al mercado es bastante, y no
más para satisfacer la demanda efectiva, el precio del mercado
queda exactamente en su natura], o a lo menos cuanto
prudencialmente puede creerse que se aproxima a él. Toda la
cantidad del género que despacha será a razón de éste, y no
podrá despacharse en más. La competencia de los empleantes
obligará a los vendedores a aceptar este precio, pero no les
precisará a otro menor.
Como que el valor mercantil de toda mercadería conducida al
mercado corresponde regularmente a la demanda efectiva, es
interés de todos los que emplean sus tierras, su trabajo, y sus
caudales en ponerla en aquel estado, que su cantidad no exceda
de la efectiva demanda: y es interés de todo el pueblo que nunca
sea menos.
Si alguna vez excede de la demanda, alguna de las partes
componentes de su valor se habrá de pagar a menos precio que
su natural. Si esta parte es la renta de la tierra, el interés de los
dueños hará que escasee su producción: y si es salario, o
ganancia, el interés del trabajador en un caso, y del empleante en
el otro hará que retiren parte de su trabajo, o de su caudal de
aquel empleo: con lo que la cantidad que se conduzca al
mercado será a muy poco tiempo la que baste únicamente para
satisfacer la demanda efectiva: y con esta operación todas las
partes componentes del precio volverán al nivel de su valor
respectivo, y el todo a su precio natural.
Si por el contrario la cantidad conducida al mercado fuese
alguna vez menos que la que necesita la efectiva demanda,
alguna de las partes componentes de su precio levantará sobre el
natural. Si es renta, el interés de los dueños hará que preparen
éstos más tierras para el cultivo de aquel fruto: si es salario, o
ganancia, el interés respectivo del trabajador y empleante les
obligará a emplear en ello más trabajo, o más caudal: muy presto
la cantidad que de aquel género se lleve al mercado alcanzará
para la demanda efectiva; con cuya operación también todas las
partes componentes del precio bajarán hasta el nivel de su valor,
y el todo a su precio natural.
Este viene a ser como un precio céntrico hacia donde gravitan
todos los precios de las mercaderías. Varios accidentes pueden a
veces tenerlos suspensos a distancia, y otras forzarlos algo más
abajo de su centro mismo: pero sean los que fuesen los
obstáculos que les impidan su descanso en él, aquéllos nunca
cesan de gravitar conforme a su propensión.
 
A. SMITH: La riqueza de las naciones (1776).

GANANCIA Y SALARIOS 13.15

De los salarios del trabajo.


El producto del trabajo es la recompensa natural, o el salario
del trabajo mismo. En aquel primer estado de las cosas que
suponemos haber precedido a la propiedad de las tierras, y a la
acumulación de fondos, todo el producto del trabajo pertenecía al
trabajador: ni en él había propietario, ni otra persona con quien
partirlo por derecho de señorío o dominio.
Si este estado hubiera permanecido, los salarios del trabajo, o
su recompensa hubieran ido aumentándose al paso que
crecieran las facultades productivas, a cuya perfección dio
fomento la división del trabajo. Todas las cosas hubieran ido
abaratándose gradualmente: o hubieran ido produciéndose con
menos cantidad de trabajo; y como en este estado las cosas
producidas habían de permutarse naturalmente por otras de igual
cantidad de trabajo ajeno, hubieran sido adquiridas también por
menos cantidad del propio. (…)
Cuando en un país se va gradualmente verificando la escasez
de los que viven de sus salarios, operarios, jornaleros, y criados
de cualquiera especie. Cuando una nación va cada año
empleando mayor número que el empleado en el anterior, no
tienen necesidad entonces los operarios, o trabajadores de
combinarse, ni hacer expresos conciertos para levantar el precio
de sus salarios. La escasez de manos ocasiona una competencia
grande entre los amos, quienes se esfuerzan a porfía por
llevarles consigo, y rompen voluntariamente los límites de la
combinación.
La busca de operarios es evidente que no puede aumentarse
sino a proporción del aumento que tengan los fondos destinados
a pagarles los salarios. Estos fondos son de dos especies; o una
renta superior a lo que es precisamente necesario para el propio
mantenimiento: o un caudal que exceda de aquella cantidad que
hayan de emplear sus dueños.
Cuando un señor, uno que tiene renta, o un hombre adinerado
tiene mayores emolumentos que los que juzga suficientes para
sostener su familia, emplea todo el resto, o parte del sobrante, en
mantener uno o dos criados de ostentación: y si este sobrante se
aumenta, aumenta también él el número de criados.
Cuando, un artesano independiente, como, por ejemplo, un
tejedor o un zapatero, llega a juntar más caudal que el suficiente
para comprar los materiales de su oficio, y para mantenerse
hasta poder disponer de la nueva obra en que trabaja, con lo
restante emplea por lo regular uno o más oficiales, para hacer
mayor ganancia con el trabajo de ellos. Auméntase este
sobrante, y se aumenta también por lo común el número de
oficiales.
Con que la escasez y busca de los que viven de sus salarios,
o jornales crece a medida que se aumenta la renta y el caudal de
todo país; y no es posible que así no se verifique por los medios
regulares. El aumento pues de renta y de caudales es el
incremento mismo de la riqueza nacional: luego con el aumento
de esta riqueza se aumenta también naturalmente la escasez y
necesidad de hombres que viven de sus salarios: y ambas cosas
van por lo regular siempre juntas.
No es la actual opulencia de una nación, sino su continuo
aumentar progresivamente, lo que motiva el encarecimiento, o
alza de los salarios del trabajo: por tanto no en los países más
ricos, sino en los más activos, o en aquellos que caminan sin
parar a mayor riqueza, es en donde están más altos aquellos
salarios. (…)
El precio más bajo a que deben reducirse las ganancias de los
fondos debe ser algo más que lo puramente bastante para cubrir
las pérdidas accidentales a que está expuesto todo empleo de un
capital. El resto de todo esto es lo que se llama ganancia neta, o
pura. Lo que se entiende vulgarmente por ganancias no sólo
comprende este resto líquido, sino cuanto se saca para
reemplazar las pérdidas extraordinarias: y el interés que el que
toma dinero puede y debe pagar ha de ser proporcionado no a
éstas, sino a aquella ganancia pura.
Del mismo modo la cuota más baja del interés es necesario
que sea algo más que lo suficiente para compensar las pérdidas
ocasionales a que está expuesto el que presta según una
regulación prudencial. Cuando esto no se verifica así, la caridad o
la amistad serán los únicos motivos que tuvo el mutuante para
prestar, en cuyo caso no deberá llevar justamente interés alguno.
En un país en que haya adquirido aquella plenitud de riquezas
de que es capaz según sus circunstancias; en que cada ramo en
particular tenga ya toda aquella cantidad de caudal que puede
emplearse en él, así como no puede menos de ser muy corta la
cuota de las ganancias del fondo, así también habrá de ser baja a
proporción la del interés del dinero, y tanto que será imposible
mantenerse con sus caudales los que los destinan a préstamos o
imposiciones en poder de negociantes, a no ser hombres
sumamente poderosos. Todos los de mediano caudal se verían
obligados a emplear por sí mismos sus fondos. Sería
indispensable que todos los hombres de dinero fuesen
negociantes, o se destinasen al tráfico minuto; a cuyo estado
parece estar muy próxima Holanda; en donde es una cosa muy
mal vista no ser comerciante un ciudadano. La necesidad hace
que lo sean todos: y no hay duda que la costumbre es la que
constituye el bien o el mal parecer en el público. Tan ridículo
como parece no vestir al uso del país, tanto lo es el no vivir como
los demás viven en las cosas indiferentes. Así como en un
campamento militar no parece lo más propio un hombre de
profesión civil, y aun se pone a riesgo de verse desairado, así y
mucho más parece mal un ocioso entre gentes embebidas en
negociaciones y tráficos.
Puede llegar a ser la cuota de la ganancia tan baja, que el
precio de las mercaderías, aun el más alto, pero que se ha hecho
ya precio ordinario, se necesite casi todo para pagar la parte que
se resuelve en renta de la tierra, y sólo roste lo que es puramente
suficiente para pagar el trabajo de prepararlas, y ponerlas en
estado de venta, aun pagando el trabajo al menor precio en que
pueda pagarse, que es el mantenimiento, o comida del
trabajador. El operario por un medio u otro ha de haber sido
mantenido mientras ha durado la obra; pero el señor de la tierra
puede no haber sido pagado. No están muy lejos de este ínfimo
precio las ganancias del comercio que giran en Bengala los
criados, o dependientes de la Compañía de la India Oriental.
 
A. SMITH: La riqueza de las naciones. (1776).

EL PRINCIPIO DE LA POBLACIÓN 13.16

Creo poder honradamente sentar los dos postulados


siguientes:
Primero: el alimento es necesario a la existencia del hombre.
Segundo: la pasión entre los sexos es necesaria y se
mantendrá prácticamente en su estado actual.
Estas dos leyes, que han regido desde los tiempos más
remotos del conocimiento humano, aparecen como leyes fijas de
la naturaleza, y no habiéndose jamás observado en ellas el
menor cambio, no tenemos razón alguna para suponer que vayan
a dejar de ser lo que hasta ahora han sido, salvo que se
produjera un acto directo de poder por parte del Ser que primero
ordenó el sistema del Universo y que por el bien de sus criaturas
continúa ejecutando, conforme a las leyes fijas, todas sus
diversas operaciones.
No creo que ningún autor haya supuesto que sobre esta tierra
el hombre pueda llegar a vivir sin alimento. Pero lo que sí ha
supuesto el señor Godwin es que la pasión entre los sexos pueda
eventualmente extinguirse. Como él mismo ha presentado esa
parte de su trabajo como una simple desviación al campo de fas
conjeturas, me limitaré, por el momento, a decir que los mejores
argumentos en pro de la perfectibilidad del hombre se
desprenden de la contemplación de los grandes progresos que
ha realizado desde el estado salvaje en que se hallaba
inicialmente y de la dificultad que hay en afirmar en qué punto se
detendrá este proceso. Pero precisamente en lo que se refiere a
la extinción de la pasión entre los sexos, hasta ahora el progreso
ha sido nulo. Parece existir hoy con la misma fuerza que tenía
hace dos mil o cuatro mil años. Hay excepciones individuales,
como las ha habido siempre. Pero como el número de esas
excepciones no parece aumentar, el deducir simplemente de la
existencia de una excepción que ésta se va a convertir
eventualmente en ley y la ley en excepción, sería indudablemente
una manera de argumentar muy poco filosófica.
Considerando aceptados mis postulados, afirmo que la
capacidad de crecimiento de la población es infinitamente mayor
que la capacidad de la tierra para producir alimentos para el
hombre.
La población si no encuentra obstáculos, aumenta en
progresión geométrica. Los alimentos tan sólo aumentan en
progresión aritmética. Basta con poseer las más elementales
nociones de números para poder apreciar la inmensa diferencia a
favor de la primera de estas dos fuerzas.
Para que se cumpla la ley de nuestra naturaleza, según la
cual el alimento sea indispensable a la vida, los efectos de estas
dos fuerzas tan desiguales deben ser mantenidos al mismo nivel.
Esto implica que la dificultad de la subsistencia ejerza sobre la
fuerza de crecimiento de la población una fuerte y constante
presión restrictiva. Esta dificultad tendrá que manifestarse y
hacerse cruelmente sentir en un amplío sector de la humanidad.
En los reinos animal y vegetal la naturaleza ha esparcido los
gérmenes de vida con enorme abundancia y prodigalidad. Ha
sido, en cambio, relativamente parca en cuanto al espacio y el
alimento necesarios a su conservación. Los gérmenes de vida
contenidos en este trozo de tierra, dada una alimentación
abundante y espacio donde extenderse, llegarían a cubrir
millones de mundos al cabo de unüs pocos miles de años. La
penuria, esa imperiosa ley de la naturaleza y que todo lo abarca,
se encarga de restringirlos manteniéndolos dentro de los límites
prescritos. Tanto el reino de las plantas como el de los animales
se contraen bajo esta gran ley restrictiva, y el hombre, por mucho
que ponga a contribución su razón, tampoco puede escapar a
ella. Entre las plantas y los animales, sus efectos son el derroche
de simientes, la enfermedad y la muerte prematura. Entre los
hombres, es la miseria y el vicio. La primera, la miseria, es una
consecuencia absolutamente necesaria de esta ley. El vicio es
una consecuencia sumamente probable y que, por lo tanto,
abunda por todas partes, pero quizá no debiéramos considerarlo
como consecuencia absolutamente inevitable. La verdadera
prueba de la virtud está en la resistencia a todas las tentaciones
del mal.
Esta natural desigualdad entre las dos fuerzas de la población
y la producción en la tierra, y aquella gran ley de nuestra
naturaleza, en virtud de la cual los efectos de estas fuerzas se
mantienen constantemente nivelados, constituyen la gran
dificultad, a mi entender insuperable, en el camino de la
perfectibilidad de la sociedad. Todos los demás argumentos,
comparados con éste, son de escasa y secundaria significación.
No veo manera por la que el hombre pueda eludir el peso de esta
ley, que abarca y penetra toda la naturaleza animada. Ninguna
pretendida igualdad, ninguna reglamentación agraria, por muy
radical que sea, podrá eliminar, durante un siglo siquiera, la
presión de esta ley que aparece, pues, como decididamente
opuesta a la posible existencia de una sociedad cuyos miembros
puedan todos tener una vida de reposo, felicidad y relativa
holganza y no sientan ansiedad ante la dificultad de proveerse de
los medios de subsistencia que necesitan ellos y sus familias.
Por consiguiente, si las premisas son justas, el argumento
contra la perfectibilidad de la masa de la humanidad eS
terminante. (…)
Pero si bien es verdad que con sus maniobras desleales los
ricos contribuyen con frecuencia a prolongar situaciones
particularmente angustiosas para los pobres, no es menos cierto
que ninguna forma posible de sociedad es capaz de evitar la
acción casi constante de la miseria, bien sea sobre una gran
parte de la humanidad, en el caso de existir desigualdad entre los
hombres, bien sobre toda ella si todos los hombres fuesen
iguales.
La teoría sobre la cual se asienta la verdad de esta posición
me parece tan extremadamente clara que no logro imaginarme
qué parte de la misma puede ser refutada.
Que la población no puede aumentar sin que aumenten los
medios de subsistencia es una proposición tan evidente que no
requiere demostración.
Que la población aumenta invariablemente cuando dispone de
los medios de subsistencia lo demuestra ampliamente la historia
de todos los pueblos que han existido en la tierra.
Y que la fuerza superior de crecimiento de la población no
puede ser frenada sin producir miseria o vicio lo atestigua con
harta certidumbre la considerable dosis de estos dos amargos
ingredientes en la copa de la vida humana y la persistencia de las
causas físicas que parecen haberlos producido.
 
T. R. MALTHUS: Primer ensayo sobre la población (1798).

VALOR Y CANTIDAD DE TRABAJO 13.17


El valor de un bien económico, o sea la cantidad de cualquier
otro bien por la cual podrá cambiarse, depende de la cantidad
relativa de trabajo necesaria para producirlo, y no de la mayor o
menor remuneración pagada por ese trabajo.
El agua y el aire son muy útiles: son, en efecto,
indispensables para la vida, y, sin embargo, ordinariamente no
puede obtenerse nada a cambio de ellos. El oro, por el contrario,
aunque tiene poca utilidad, comparado con el aire o con el agua,
puede ser cambiado por una gran cantidad de otros bienes.
La utilidad, por lo tanto, no es la medida del valor de cambio,
aunque es algo absolutamente esencial al mismo. Si una cosa
fuese completamente inútil —en otras palabras: si no pudiese en
modo alguno contribuir a nuestro bienestar—, estaría desprovista
de valor de cambio, cualquiera que fuese su escasez o la
cantidad de trabajo necesaria para conseguirla.
El valor de cambio de las cosas que poseen utilidad tiene dos
orígenes, su escasez y la cantidad de trabajo requerida para
obtenerlas.
Hay algunos bienes cuyo valor está determinado por su
escasez únicamente. La cantidad de tales bienes no puede ser
aumentada por el trabajo y, por lo tanto, no se puede reducir su
valor aumentando la oferta. Pertenecen a esta clase las estatuas
y pinturas notables, monedas y libros raros y los vinos de calidad
especial, que han de ser elaborados con uvas cosechadas en
ciertas comarcas, y de las que sólo se dispone de una cantidad
muy limitada. Su valor no depende, en modo alguno, de la
cantidad de trabajo que ha sido requerida para producirlos, y
varía con los cambios en riqueza e inclinaciones de quienes
desean poseerlos.
Sin embargo, estas cosas forman una parte muy pequeña de
aquella masa de bienes que se cambian diariamente en el
mercado. La mayor parte, con gran diferencia, de las cosas que
son objeto de deseo se procuran por medio el trabajo y pueden
ser multiplicadas, no sólo en un país, sino en muchos, casi sin
límite determinado, si estamos dispuestos a emplear el trabajo
necesario para obtenerlas.
Siempre que hablamos, pues, de bienes, de su valor de
cambio y de las leyes que rigen sus precios relativos, nos
referimos exclusivamente a aquellos bienes cuya cantidad puede
ser aumentada por efecto de la actividad humana y en cuya
producción actúa, sin restricciones, la competencia.
En las etapas primitivas de la sociedad el valor de cambio de
esos bienes, o la ley que determina cuánto se dará de uno a
cambio de otro, depende casi exclusivamente de la relación entre
las cantidades de trabajo empleadas en cada uno.
“El precio real de una cosa cualquiera —dice Adam Smith—,
lo que una cosa cuesta realmente a quien desea adquirirla es el
sacrificio que requiere su adquisición. Lo que una cosa vale
realmente para el hombre que la ha adquirido y desea enajenarla
o cambiarla por otra es el sacrificio que puede evitarle y que le
permite imponer a otros”. “El trabajo fue el primer precio, el primer
dinero pagado por todas las cosas”. Dice además: “En aquel
estado inculto y primitivo de la sociedad que precedió a la
acumulación del capital y a la apropiación de la tierra, la relación
entre las cantidades de trabajo necesarias para adquirir los
diferentes objetos parece ser la única circunstancia que pueda
proporcionar algún criterio para cambiarlos. Si en un pueblo de
cazadores costara ordinariamente doble trabajo matar un castor
que un ciervo, sería lógico que un castor valiese dos ciervos o se
cambiase por ellos. Lo que es habitualmente el resultado de dos
días o dos horas de trabajo es natural que valga el doble de lo
que de ordinario es el producto de un día o una hora de
esfuerzo”.
Que esto es el fundamento del valor de cambio de todas las
cosas, exceptuando aquellas que no pueden ser aumentadas por
el trabajo humano, es una doctrina de la mayor importancia en la
economía política, pues nada dio origen a tantos errores y tantas
diferencias de opinión en esta ciencia como la imprecisión de los
conceptos atribuidos al término valor.
Si la cantidad de trabajo empleado en los productos regula su
valor de cambio, todo aumento de aquella cantidad elevará el
valor de la mercancía a la cual se aplique, y toda disminución
tendrá que reducirlo. (…)

Aunque el trabajo se remunere según su calidad, esto no


puede ser causa de alteración del valor relativo de los bienes.
Sin embargo, cuando hablo del trabajo como fundamento del
valor y de la cantidad relativa del mismo como determinando casi
exclusivamente el valor relativo de las mercancías, no debe
suponerse que dejo de tener presente las diferentes clases de
trabajo y la dificultad de comparar una hora o un día de trabajo en
una ocupación con la misma duración en otra. La estimación en
que se tienen las diferentes calidades del trabajo se ajusta pronto
en el mercado con suficiente precisión para todos los fines
prácticos, y depende en gran parte de la destreza relativa del
trabajador y de la intensidad del trabajo ejecutado. La escala, una
vez establecida, no se presta a muchas variaciones. Si un día de
trabajo de un oficial joyero vale más que un día de trabajo de un
obrero corriente, es porque hace ya mucho tiempo que aquél ha
sido ajustado y colocado en su propio lugar en la escala de
valores.
Comparando, por consiguiente, el valor de la misma
mercancía en diferentes épocas, la consideración de la relativa
destreza e intensidad del trabajo requeridas por aquella
mercancía particular apenas necesita que se preste atención,
pues actúa del mismo modo en ambas épocas. Una clase de
trabajo, en cierto momento, se compara con la misma clase de
trabajo en otro; si una décima, una quinta o una cuarta parte ha
sido añadida o quitada, se producirá en el valor del artículo un
efecto proporcional a la causa.
Si una pieza de paño vale ahora lo que dos piezas de lienzo, y
si dentro de diez años el valor corriente de una pieza de paño
fuese el de cuatro piezas de lienzo, podríamos afirmar con
seguridad: o bien que es requerido más trabajo para fabricar el
paño o menos para fabricar el lienzo, o bien que han actuado las
dos causas.
Como la investigación hacia la cual deseo llevar la atención
del lector tiene por objeto las variaciones del valor relativo de los
bienes y no las de su valor absoluto, será de poca importancia
examinar la escala que sirva para medir la estimación en que se
tienen las diferentes clases de trabajo humano. Podemos,
razonablemente, llegar a esta conclusión: sea cualquiera la
desigualdad existente en un principio entre aquéllas, sea
cualquiera la diferencia entre la habilidad, pericia o tiempo que se
requieran para el aprendizaje de las distintas especies de
destreza manual, continúan casi lo mismo de una generación a
otra, o por lo menos la variación es insignificante de un año a otro
y, por tanto, tiene que ejercer muy poca influencia, para períodos
breves, en el valor relativo de las cosas.
 
D. RICARDO: Principios de economía política y de tributación
(1817).

EL TRABAJO FUENTE EXCLUSIVA DEL VALOR 13.18

No sólo el trabajo aplicado directamente a las mercancías


afecta a su valor, sino también el empleado en los utensilios,
herramientas y edificios de que se sirve aquel trabajo.
Aun en aquel estado primitivo de la sociedad a que Adam
Smith se refiere, sería necesario algún capital para que el
cazador pudiese efectuar su caza, aunque es posible que ese
capital fuese hecho y acumulado por el mismo cazador. Sin arma
alguna no podría matarse el castor ni el ciervo; por lo tanto, el
valor de estos animales sería regulado no sólo por el tiempo y
trabajo necesarios para cazarlos, sino también por el tiempo y el
trabajo necesarios para proveerse el cazador de su capital, el
arma, con cuya ayuda se realiza la caza.
Supongamos que el arma que se necesita para matar el
castor fuese construida con mucho más trabajo que la requerida
para matar el ciervo, a causa de la mayor dificultad de
aproximarse al primer animal y, por consiguiente, a la necesidad
de que el arma haga blancos más certeros; un castor tendría
lógicamente más valor que dos ciervos, y precisamente por esta
razón: que se necesitaría más trabajo en total para cazarlo. O
supongamos que la misma cantidad de trabajo fuera necesaria
para hacer ambas armas, pero que fuesen de una duración muy
desigual: solamente una pequeña parte del valor de la más
duradera sería comunicada al producto, y una parte mucho mayor
del valor de la otra pasaría ni bien que ha contribuido a producir.
Todos los instrumentos necesarios para cazar el castor y el
ciervo pueden pertenecer a una clase de hombres, y el trabajo
empleado en su caza puede ser suministrado por otra clase; aun
así, los precios relativos serían proporcionales al trabajo total
empleado, tanto en la formación del capital como en la caza de
los animales. En circunstancias diferentes de abundancia y
escasez de capital, en comparación con el trabajo; en
circunstancias distintas de abundancia o escasez de alimentos y
cosas necesarias para el sustento del hombre, aquellos que
suministran un valor igual de capital para uno y otro uso pueden
obtener la mitad, un cuarto o un octavo del producto, siendo
pagado el resto en salarios a quienes suministraron el trabajo; sin
embargo, esta distribución no puede afectar al valor relativo de
aquellos bienes, pues aunque los beneficios del capital fuesen
mayores o menores, fuesen, por ejemplo, el 50, 20 o 10 %, o los
salarios fuesen altos o bajos, ellos producirían un efecto igual en
ambos empleos.
Supongamos que ha aumentado la diversidad de ocupaciones
de la sociedad; que unos suministran canoas y los útiles de
pescar; otros, la simiente y las máquinas rudimentarias usadas
primitivamente en la labranza; aun así se mantendría la verdad
del principio de que el valor de cambio de los bienes producidos
es proporcional al trabajo en su producción, no en su producción
directa solamente, sino también en todos los utensilios o
máquinas que se requieren para ejecutar aquel trabajo especial al
cual fueron aplicados.
Si consideramos un estado social en el que se han hecho
progresos mayores y donde las artes y el comercio son
prósperos, encontraríamos aún que, al variar el valor de los
bienes, se cumple este principio: estimando el valor de cambio de
las medias, por ejemplo, veríamos que ese valor, en relación con
el de otras cosas, depende de la cantidad total de trabajo
necesaria para fabricarlas y llevarlas al mercado. En primer lugar
está el trabajo necesario para labrar la tierra en que se cultiva el
algodón; luego viene el trabajo de transportar el algodón al lugar
donde se fabrican las medias, incluyendo una parte del trabajo
empleado en la construcción del buque en que es transportado, la
cual va cargada en el flete; en tercer lugar está el trabajo del
hilandero, del tejedor; además, una parte del trabajo del
ingeniero, del herrero y del carpintero que construyeron los
edificios y maquinaria que requiere la manufactura; finalmente, el
trabajo del comerciante al detall y de otros muchos intermediarios
que no es necesario particularizar. La suma total de estas varias
clases de trabajo determina la cantidad de otras cosas por la cual
aquellas medias pueden cambiarse, y la misma consideración de
las varias cantidades de trabajo que han sido empleadas en
aquellas otras cosas regulará igualmente la porción de ellas que
se dará a cambio de las medías.
Para convencernos de que es éste el verdadero fundamento
del valor de cambio, supongamos que se haya hecho algún
perfeccionamiento en los medios de reducir el trabaje en alguno
de los procesos por que ha de pasar el algodón antes de ser
manufacturadas las medias que vienen al mercado para ser
cambiadas por otras cosas, y observemos los efectos que a esto
seguirían. Si fuesen necesarios menos hombres para cultivar el
algodón, o menos marineros para navegar, o menos carpinteros
de ribera para la construcción del buque en que el algodón es
transportado; si se necesitasen menos manos para la
construcción de edificios y máquinas, o si una vez terminados
fuesen más eficientes, las medias bajarían de valor,
inevitablemente, y se obtendría con ellas menos de otras cosas.
Y bajarían porque una cantidad menor de trabajo sería necesaria
para su producción y, por lo tanto, se cambiarían por una
cantidad menor de aquellas cosas en las cuales no se ha hecho
ninguna reducción del trabajo.
Cualquiera economía en el uso del trabajo reduce
necesariamente el valor de un producto, sea el ahorro en el
trabajo necesario para la fabricación misma del artículo, o sea en
el requerido para la formación del capital con ayuda del cual es
producido. En uno y otro caso el precio bajaría, tanto si
estuviesen empleados menos hombres como blanqueadores,
hilanderos o tejedores, personas directamente necesarias para su
fabricación, o como marineros, carreteros, ingenieros y herreros,
personas que intervienen en ella indirectamente. En el primer
caso, todo el ahorro del trabajo recaería sobre las medias, porque
todo aquel trabajo estaba íntegramente confinado en ellas,
mientras que en el segundo sólo una parte de ese ahorro
recaería sobre las medias, aplicándose el resto a todas las
demás cosas en cuya producción se utilizan también edificios,
máquinas y transportes.
Supongamos que en los primeros tiempos de la sociedad los
arcos y las flechas del cazador fuesen de igual valor, por ser el
producto de la misma cantidad de trabajo que la canoa y los útiles
del pescador, y supongamos que todas esas cosas tengan la
misma duración. En tales condiciones, el valor de un ciervo,
producto de un día de trabajo del cazador, sería exactamente
igual al valor del pescado obtenido en un día de trabajo del
pescador. El valor relativo de la caza y del pescado sería
regulado exclusivamente por la cantidad de trabajo empleada en
cada producto, cualquiera que fuese la cantidad obtenida o el
nivel general de salarios y beneficios. Si, por ejemplo, las canoas
y útiles del pescador valiesen 100 libras, calculándose la duración
en diez años, y emplease él diez hombres, cuyo trabajo anual
costase 100 libras, los cuales en un día de trabajo pescan 20
salmones; si las armas empleadas por el cazador tuviesen
también un valor de 100 libras, calculándose su duración en diez
años, y emplease asimismo 10 hombres, cuyo trabajo anual
costase-100 libras y que en un día cazan 10 ciervos, entonces el
precio natural de un ciervo sería dos salmones, sea grande o
pequeña la proporción en que participan del producto total los
hombres que lo obtienen. Esta participación, que debe pagarse
como salarios, es de la mayor importancia en la cuestión de los
beneficios, pues se ve inmediatamente que los beneficios serán
altos o bajos en proporción inversa exactamente a los salarios,
pero no afectan en modo alguno al valor relativo del pescado y
caza, porque los salarios serían altos o bajos, al mismo tiempo en
ambas ocupaciones. Si el cazador alegase el argumento de que
pagaba una proporción mayor, o el valor de la misma, como
salarios, con objeto de inducir al pescador a darle más pescado a
cambio de su caza, éste le replicaría que él estaba igualmente
afectado por la misma causa; por consiguiente, con todas las
variaciones de salarios y beneficios, en todos los efectos de la
acumulación de capital, mientras continúe obteniéndose en un
día de trabajo la misma cantidad de caza y de pescado, la
relación natural de cambio será un ciervo por dos salmones.
Si con el mismo trabajo se obtuviese una cantidad menor de
pescado o mayor de caza, el valor de aquél subiría con relación a
ésta. Por el contrario, si con la misma cantidad de trabajo se
obtuviese menos caza o más pescado, aquélla subiría con
respecto a éste.
 
D. RICARDO: Principios de economía política y de tributación
(1817).

TEORÍA DIFERENCIAL DE LA RENTA 13.19

Renta es aquella parte del producto de la tierra que se paga al


propietario por el uso de las fuerzas originales e indestructibles
del suelo. Es frecuente, sin embargo, confundirla con el interés y
el beneficio del capital, y en el lenguaje corriente el término es
aplicado a todo lo que un arrendatario paga anualmente al
propietario de la tierra que cultiva. Si de dos terrenos contiguos
de la misma extensión y de la misma fertilidad natural, uno
tuviese todas las ventajas que reportan las construcciones útiles
para la labranza y además estuviese convenientemente
desecado, abonado y deslindado por setos, vallas o paredes,
mientras el otro no tiene ninguna de estas ventajas, se pagaría,
como es natural, una remuneración mayor por el uso de uno que
del otro; sin embargo, en ambos casos esta remuneración sería
llamada renta. Pero es evidente que sólo una parte del dinero
pagado anualmente por el terreno en que se habían hecho
aquellas mejoras sería dado por las fuerzas originales e
indestructibles del suelo; la otra parte se pagaría por el uso del
capital que se había empleado en mejorar la finca y en construir
aquellos edificios que eran necesarios para resguardar y
conservar el producto. Adam Smith habla algunas veces de la
renta en el sentido estricto a que yo deseo concretarla, pero con
más frecuencia en el sentido popular en que este término es
empleado habitualmente. Nos dice él que la demanda de madera
y su consiguiente alto precio en los países del sur de Europa es
la causa de que en Noruega se pague renta por unos bosques
que no producían antes renta alguna. ¿No es evidente, sin
embargo, que quien pagaba lo que él llamaba renta lo hacía en
consideración al valor de la mercancía que entonces estaba en la
tierra, y de cuyo valor se resarció con un provecho por medio de
la venta de la madera? Si, en efecto, después que fue quitada la
madera se pagase algo al propietario por el uso de la tierra, con
el propósito de que se desarrollase el bosque nuevamente, o de
cultivar cualquier otro producto, con vistas a una demanda futura,
aquel desembolso podía justamente ser llamado renta, porque
sería pagado por las fuerzas productivas de la tierra; pero en el
caso establecido por Adam Smith lo que se pagaba era el
permiso de quitar y vender la madera y no el de cultivarla. Habla
él también de la renta de las minas de carbón y de las canteras, a
lo cual se aplica la misma observación: que la compensación
dada por la mina o la cantera se paga por el valor del carbón o de
la piedra que se pueda sacar de ella y no tiene relación alguna
con las fuerzas originales e indestructibles de la tierra. Es esta
una distinción de gran importancia en una investigación referente
a la renta y a los beneficios, pues las leyes que regulan el
desarrollo de la renta son muy diferentes de las que regulan el
desarrollo de los beneficios, y actúan raramente en la misma
dirección.
Lo que se paga anualmente al propietario en todos los países
adelantados participa de ambos caracteres, renta y beneficio;
unas veces se mantiene estacionario por los efectos de causas
opuestas; otras veces avanza o retrocede, según que predomine
una u otra de estas causas. En las páginas siguientes de esta
obra, por lo tanto, siempre que hable de renta de la tierra, deseo
que se entienda que hablo de aquella compensación que se paga
al propietario por el uso de las fuerzas originales e indestructibles
de la tierra.
Cuando se coloniza un país en donde hay abundancia de
terrenos ricos y fértiles, de los cuales sólo una pequeña parte
necesita ser cultivada para la subsistencia de la población, y no
se requiere para el cultivo más que aquel capital de que la
población puede disponer, no habrá allí renta, pues nadie pagará
por el uso de la tierra cuando hay una gran cantidad de ella no
apropiada todavía y, por lo tanto, a disposición de cualquiera que
desee cultivarla.
Por los principios corrientes de la oferta y la demanda no se
pagará renta alguna por esa tierra, por la razón expuesta de que
no se paga nada por el uso del aire y del agua o por cualquier
otro don de la Naturaleza que exista en cantidad ilimitada. Con
cierta cantidad de materiales, y con ayuda de la presión
atmosférica y de la tensión del vapor, algunas máquinas pueden
ejecutar trabajos y economizar el esfuerzo humano en gran
medida; pero no se paga nada por la cooperación de esos
agentes naturales, porque son inagotables y están a disposición
de cualquiera. Del mismo modo, el fabricante de cervezas, el de
licores, el tintorero, hacen un uso incesante del aire y del agua
para la elaboración de sus productos; pero como la provisión es
ilimitada, no tienen precio alguno. Si toda la tierra tuviese las
mismas propiedades, si fuera ilimitada en cantidad y uniforme en
calidad, no se pagaría nada por su uso, a menos que poseyera
ventajas peculiares de situación. Es, pues, debido únicamente a
que la tierra es limitada en cantidad y de diversa calidad, y
también a que la de inferior calidad o menos ventajosamente
situada es abierta al cultivo cuando la población aumenta, que se
paga renta por el uso de ella. Cuando las tierras de segundo
orden, por su fertilidad, se abren al cultivo, a causa del progreso
de la sociedad, comienza inmediatamente la renta en las tierras
de primera calidad, y el importe de esta renta dependerá de la
diferencia de calidad de esos dos terrenos.
Cuando los terrenos de tercera calidad entran en cultivo,
comienza inmediatamente la renta para los de segunda, y se
regula, como anteriormente, por la diferencia entre las facultades
productivas. Al mismo tiempo subirá la renta de las de primera
calidad, pues ha de ser mayor siempre que la renta de las de
segunda, por la diferencia entre el producto que dan con la
misma cantidad de capital y trabajo. Con cada paso en el
progreso de la población, que obligue a un país a recurrir a tierras
de peor calidad, para que les sea posible aumentar su provisión
de alimentos, se elevarán las rentas de todas las tierras más
fértiles.
Supongamos que las tierras números 1, 2, 3, dan, con la
misma cantidad de capital y trabajo, un producto neto de 100, 90
y 80 arrobas de trigo. En un país nuevo, donde hay abundancia
de terrenos fértiles, en comparación con la población, y donde,
por lo tanto, sólo es necesario cultivar los terrenos número 1, todo
el producto neto pertenecerá al cultivador y serán los beneficios
del capital que invierte. Tan pronto como la población aumente,
tanto como para hacer necesario el cultivo de los terrenos
número 2, en los cuales sólo pueden obtenerse 90 arrobas,
descontado el sostenimiento de los trabajadores, comenzará la
renta para los terrenos número 1, pues o hay dos tipos de
beneficios para el capital agrícola o habrá que deducir del
producto del número 1 diez arrobas, destinados a otro fin. Si el
propietario del terreno, o cualquiera otra persona, cultivase el
número 1, estas 10 arrobas constituirían la renta, pues el
cultivador del número 2 obtendría el mismo resultado con su
capital o bien cultivando el número 1 y pagando 10 arrobas de
renta o continuando su cultivo en el número 2 y no pagando
renta. De la misma manera puede demostrarse que cuando
entran en cultivo los terrenos número 3, la renta del número 2
tiene que ser 10 arrobas o el valor de ellas, mientras que la renta
del número 1 se elevaría a 20 arrobas, pues el cultivador del
número 3 obtendría los mismos beneficios pagando 20 arrobas
por la renta del número 1, 10 arrobas por la del número 2 o
cultivando la número 3 libre de toda renta.
Es frecuente, y acontece a menudo, en efecto, que antes de
cultivarse los terrenos números 2, 3, 4 o 5, o los de inferior
calidad, puede ser empleado más productivamente el capital en
aquellos que están ya en cultivo. Puede suceder, acaso, que
duplicando el capital original empleado en el número 1, aunque el
producto no fuese duplicado, es decir, no aumentase otras 100
arrobas, aumentase 85, y que esta cantidad excediese a la que
puede obtenerse empleando el mismo capital en la tierra número
3.
 
D. RICARDO: Principios de economía política y de tributación
(1817).

LEY DE BRONCE DE LOS SALARIOS 13.20

El trabajo, como todas las demás cosas que se compran y se


venden, y cuya cantidad puede ser aumentada o disminuida,
tiene su precio natural y su precio de mercado. El precio natural
del trabajo es aquel que es necesario, por término medio, para
que los trabajadores subsistan y creen una familia en que se
reproduzcan sin aumento ni disminución.
Aquello que hace posible la subsistencia del trabajador y de la
familia que sea necesaria para conservar el número de
trabajadores no depende de la suma de dinero que reciba como
salarios, sino de la cantidad de alimentos, artículos de primera
necesidad y otras cosas útiles que le sean, por costumbre,
indispensables, que con aquel dinero pueda adquirir. El precio
natural del trabajo depende, por lo tanto, del precio de los
alimentos y artículos necesarios y útiles requeridos para la
subsistencia del trabajador y de su familia. El precio natural del
trabajo subirá con un alza en el precio de los alimentos y artículos
de primera necesidad, y aquel precio natural bajará con una baja
de éstos.
Con el progreso de la sociedad, el precio natural del trabajo
muestra siempre tendencia a subir, porque uno de los artículos
principales que regulan ese precio natural se hace cada vez más
caro, debido a la mayor dificultad de producirlo. Sin embargo, las
mejoras de la agricultura, el descubrimiento de nuevos mercados,
de donde puedan importarse subsistencias, como pueden
contrarrestar, por algún tiempo, el alza de precios de artículos de
primera necesidad, y hasta ocasionar la baja, todas estas causas
producirán sus efectos correspondientes sobre el precio natural
del trabajo.
El precio natural de todas las cosas, con excepción de los
productos del suelo y el trabajo, tiene tendencia a descender con
el aumento de la riqueza y de la población, pues aunque son
encarecidos, por una parte, a causa del alza en el precio natural
de las materias primas con que son elaboradas, esto es más que
contrarrestado por los perfeccionamientos de la maquinaria, la
mejor división y distribución del trabajo y el mayor conocimiento,
en ciencia y arte, de los productores.
El precio de mercado, para el trabajo, es el que se paga
realmente por él, formado por la actuación natural de la relación
entre la oferta y la demanda; el trabajo es caro cuando escasea y
barato cuando abunda. Aunque el precio de mercado puede
apartarse mucho del natural, aquél, como el de todas las
mercancías, tiene la tendencia a ajustarse a éste. Cuando el
trabajo tiene un precio corriente o de mercado que excede de su
precio natural, la condición del trabajador es próspera y feliz, lo
que le permite disponer de una mayor cantidad de cosas
necesarias y de satisfacciones y, por lo tanto, sostener una
familia sana y numerosa. Sin embargo, cuando, debido al
estímulo que los salarios altos dan para el crecimiento de la
población, el número de trabajadores aumenta, los salarios
descienden nuevamente a su precio natural, y en realidad, a
veces, debido a una reacción, descienden más aún.
Cuando el precio de mercado de trabajo es inferior al natural,
la condición de los trabajadores es de lo más desdichada que
cabe: la pobreza entonces les priva de aquellas comodidades que
la costumbre ha hecho absolutamente necesarias. Solamente
después que las privaciones hayan reducido su número, o se
hubiese aumentado la demanda de trabajo, volverá a elevarse el
precio de mercado de éste hasta su precio natural, con que el
trabajador tendrá las moderadas satisfacciones que le
proporcionará el tipo natural de los salarios.
 
D. RICARDO: Principios de economía política y de tributación
(1817).

LA PLUSVALÍA 13.21

Con el progreso natural de la sociedad, los salarios tendrán la


tendencia a descender, en tanto que son regulados por la oferta y
la demanda, pues la oferta de trabajadores mantendrá siempre el
crecimiento proporcional, mientras que la demanda aumentará en
proporción menor. Por ejemplo, si los salarios fuesen regulados,
por un capital que aumenta a razón de un 2 %, descenderían
cuando éste se acumulase a razón de 1,5 %; descenderían más
aún cuando aquél aumentase a razón de un 1 o un 0,5 % y
continuase así hasta que el capital se hiciese estacionario y los
salarios también, siendo sólo suficiente para mantener la
población en su estado actual. Digo que los salarios
descenderían en estas condiciones si fuesen regulados
solamente por la oferta y demanda de trabajadores; pero no
debemos olvidar que los salarios se regulan, además, por los
precios de las cosas que se adquieren con ellos.
Cuando la población aumente, esos artículos de primera
necesidad se elevarán de precio constantemente, porque será
necesario más trabajo para producirlos. Por lo tanto si los salarios
en dinero bajan, mientras que los productos en que ellos son
gastados suben, el trabajador resultará afectado doblemente, y
pronto quedará totalmente desprovisto de los medios de
subsistencia. Los salarios, en dinero, en vez de bajar, podrían
subir; pero no subirían lo suficiente para que le fuese posible al
trabajador adquirir tantas cosas necesarias y útiles como antes
del alza de esas mercancías. Si sus salarios anuales fuesen
anteriormente 24 libras, o seis arrobas de trigo, cuando el precio
era de cuatro libras por arroba recibiría probablemente sólo el
valor de cinco arrobas. Pero cinco arrobas costarían 25 libras; por
lo tanto, tendría un aumento de su salario en dinero, aunque con
este aumento sería imposible proveerse él y su familia con la
misma cantidad de trigo y otras mercancías que consumían
antes.
A pesar de que el trabajador estaría realmente peor pagado,
sin embarga, ese aumento de su salario haría disminuir
necesariamente los beneficios del fabricante, pues sus
mercancías no se venderían a un precio más alto, mientras los
gastos de producirlas habrían aumentado. Sin embargo, esto
será considerado cuando examinemos los principios que regulan
los beneficios.
Se observa, pues, que la misma causa por la cual sube la
renta, es decir, la dificultad creciente de suministrar una cantidad
adicional de alimentos con la misma cantidad proporcional de
trabajo hará subir también los salarios, y por lo tanto, si el dinero
posee un valor invariable, la renta y los salarios tendrán una
tendencia a elevarse con el aumento de la riqueza y de la
población.
Pero hay una diferencia esencial entre el alza de la renta y la
de los salarios. El aumento de valor, en dinero, de la renta va
acompañado de una mayor participación en el producto; no sólo
es mayor la renta en dinero del terrateniente, sino también su
renta en trigo, y además, cada medida de éste se cambiará por
una cantidad mayor de otros bienes que no han subido de valor.
El sino del trabajador será más desdichado: recibirá más dinero
por los salarios, es cierto, pero su salario en trigo se habrá
reducido; y no sólo su trigo disponible, sino también su situación
general habrá empeorado, por serle más difícil mantener el tipo
de mercado de salarios por encima de su tipo natural. Mientras el
precio del trigo sube un 10 %, los salarios subirán siempre
menos, pero la renta subirá siempre más; la condición del
trabajador será cada vez más mísera, y la del propietario cada
vez más próspera.
 
D. RICARDO: Principios de economía política y de tributación
(1817).
Capítulo 14

LIBERALISMO Y DEMOCRACIA

P ARALELAMENTE al desarrollo de la praxis política del


Despotismo ilustrado, el siglo XVIII lleva a cabo una
importante revisión de la teoría, renovando el liberalismo de
Locke por obra de Montesquieu y Bentham, al tiempo que
con Rousseau formula la doctrina de la democracia.
El Espíritu de las leyes (1748) de Montesquieu constituye
una revisión empírica de las formulaciones abstractas del
pensamiento liberal para adaptarlo a las circunstancias
concretas de cada país y de cada Estado. Los elementos
determinantes de la vida política serán, por tanto, la ley
natural que la razón descubre [1] y la realidad social que
tiene siempre un perfil concreto que modifica la formulación
teórica. La combinación de ambos factores produce una
diversidad de instituciones y leyes positivas. Montesquieu es
el primero en señalar la importancia de la concreta
estructura social en la realidad política, aunque su intento de
formulación de unos principios explicativos (teoría de la
naturaleza de los gobiernos [2], teoría de los climas [3] y
teoría de la relación entre las dimensiones territoriales y las
formas de gobierno), no servirá sino para crear una tipología
formal, resultado de la combinación de naturaleza y
principio.
La nueva formulación de la doctrina liberal elaborada por
Montesquieu tiende a crear un sistema en que las leyes, al
adaptarse a las circunstancias de cada nación, permitan el
establecimiento de un sistema de contrapesos —«es preciso
que el poder contenga al poder»— que a través de la
separación de poderes, la utilización de corporaciones
intermedias entre el poder y los súbditos, y la
descentralización, consigan evitar el despotismo [4].
El liberalismo utilitario tiene en Bentham su figura más
representativa y en los Principios de moral y legislación su
más sistemática formulación. De acuerdo con la tradición del
pensamiento hedonista británico, hace del placer el móvil de
las acciones de los hombres y el fundamento del principio de
utilidad que le conduce a formular la ley fundamental del
comportamiento humano: «La medida de lo recto y lo
erróneo es la mayor felicidad del mayor número» [5]. El
principio de utilidad proporciona al Estado el instrumento
necesario para evaluar las posibilidades d e dos políticas
alternativas y, como resultado de la mediación del Estado
entre móviles egoístas y altruistas, se llegará a una situación
en que se produce la coincidencia espontánea entre unos y
otros. La formulación de Bentham permite excluir del
esquema toda referencia al contrato al considerarlo como
una ficción destinada a explicar las obligaciones mutuas del
gobernante y los gobernados, que el principio de utilidad
puede justificar con mayor precisión que las habituales
referencias a la ley natural, bien común, justicia, etc.
El pensamiento liberal inspira, finalmente, las
formulaciones doctrinales, que en forma de Declaraciones
de derechos, se producen con ocasión d e los procesos
revolucionarios, comenzando con el preámbulo de Jefferson
a la Declaración de independencia de los Estados Unidos (4
julio 1776), cuyos principios se desarrollan sistemáticamente
en las diez primeras enmiendas constitucionales. Más tarde,
en agosto de 1789, con la Declaración de derechos del
hombre y el ciudadano, el liberalismo político alcanzará su
más conocida formulación [15.8].
Coincidiendo con la renovación del pensamiento liberal
se produce la formulación de la doctrina democrática por
obra de Rousseau que en el Discurso sobre la desigualdad
entre los hombres (1755) trató el tema del estado de
naturaleza y en el Contrato social (1762) estudió el tránsito a
la sociedad civil y su ulterior evolución hasta alcanzar el
estado presente, planteamiento que le distingue de
anteriores tratadistas al no limitar su estudio al momento de
constitución de la sociedad.
El método de aproximación a la realidad social supone,
igualmente, una radical novedad, por cuanto abandona todo
intento de análisis racional en favor de un conocimiento
inmediato de la realidad humana concreta, al declarar que
los valores esenciales del hombre se reflejan en los
sentimientos y no en las ideas, los cuales a su vez no
pueden comprenderse mediante la observación científica
sino a través de la participación en las emociones y
movimientos del alma de los demás. De aquí su insistencia
en destacar los valores de los primitivos, de los salvajes,
unidos por sus sentimientos, frente a la sabiduría de los
civilizados separados por sus ideas.
El resultado inmediato de tal planteamiento es la
negación del individualismo por cuanto los valores
habitualmente tenidos por tales (libertad, respeto de los
contratos, valor ético de la persona, etc.) no aparecen sino
en virtud de la acción moralizadora de la comunidad y son
inconcebibles al margen de una sociedad organizada. La
fundamental categoría moral no la representa el individuo
sino a partir del momento en que, al integrarse en una
colectividad, se transforma en ciudadano. Al mismo tiempo
la sociedad tiene bienes comunes (lengua, interés y
bienestar colectivo) que no corresponden a una simple suma
de intereses individuales.
La aplicación del nuevo método le lleva a considerar cuál
sería la naturaleza originaria del hombre que identifica con la
de un bruto feliz, bruto por cuanto el aislamiento al privarle
del lenguaje le despoja simultáneamente de la posibilidad de
desarrollo intelectual, y feliz por cuanto sus necesidades
elementales son fáciles de satisfacer [6]. En el estado de
naturaleza el hombre no reconoce más ley que el instinto de
conservación, atemperado por un segundo instinto, la
compasión, sentimiento que le lleva a evitar el sufrimiento
innecesario en los demás, y que constituye la base del
instinto de sociabilidad [7]. El hombre salió de su estado
originario en virtud de algún descubrimiento fortuito —por
ejemplo, la conservación y reproducción del fuego— que dio
a un individuo una ocasional superioridad, convirtiéndolo en
centro de atracción para los demás hombres, momento en
que el bruto, al desarrollar sus facultades hasta entonces
potenciales, se convirtió en hombre y se integró en una
primera sociedad [8]. Es el momento en que aparece la
familia patriarcal, como institución permanente derivada del
instinto de sociabilidad y como consecuencia del contacto
continuado, aparecen las lenguas, que al posibilitar el
desarrollo de la razón, conducen a la formación de normas
que constituyen el núcleo de la ley natural y el punto de
partida para una vida moral, que ejemplifica el buen salvaje.
El régimen patriarcal que caracteriza la Edad de Oro no
puede mantenerse ante la desigualdad de condiciones
individuales que lleva a los más capaces a adueñarse de
una parte de los recursos naturales superior a sus
necesidades, reduciendo a los demás a una dependencia
económica, surgiendo entonces la Edad de Hierro que
coincide en sus líneas generales con la idea que Hobbes se
hacía del estado de naturaleza [9]. Para salir de una
situación de inseguridad y violencia, los propietarios
convencieron a los demás de la necesidad de integrarse en
una sociedad civil basada en el mantenimiento del estado
actual de la propiedad [10]. La sociedad civil resultante se
basa en la injusticia, corrompe a los individuos y produce la
inmoralidad, inevitable dados los supuestos que la informan.
Es el estado presente de la sociedad y en él ha
desaparecido el hombre natural sin que tenga posibilidad de
surgir el hombre civil.
La corrupción no es sin embargo tan profunda que no
pueda rectificarse el camino emprendido, siempre que se
vuelva al punto en que se tomó la dirección equivocada, es
decir, se establezca un auténtico contrato social, que no será
tal en tanto no integre armónicamente la inalienable libertad
del individuo con las obligaciones derivadas de su
incorporación en la sociedad. El problema, aparentemente
insoluble, de integrar libertad absoluta y dependencia total,
lo resuelve Rousseau mediante la teoría de la voluntad
general, moi commun, en el que cada uno se reconoce a sí
mismo, de tal manera que al someterse a ella se obedece a
sí mismo y afirma su plena libertad al tiempo que la total
dependencia. La fórmula del contrato social implica una
entrega simultánea y colectiva que pone a todos los
individuos en una misma situación de dependencia y de
participación en la voluntad general, alcanzando de este
modo la libertad civil en que queda superada la contradicción
[11].
La voluntad general se convierte en el principio único de
la moralidad de las acciones hasta tal punto que «la virtud no
es sino la conformidad de la voluntad particular a la
general», dada la exigencia de total integración del individuo
en la comunidad [12]. Frente a ella el individuo no tiene
ningún derecho fuera del de participar en su determinación a
través del sufragio, por cuanto la voluntad general es norma
objetiva, intrínsecamente ética, existente como voluntad de
la comunidad con independencia de los individuos que la
forman. Y, aunque es descubierta a través del voto, no es
creada por la opinión concorde de la mayoría, razón por la
que la voluntad general es tanto la de la mayoría que la ha
descubierto como la de la minoría que por error votó en
contra [13].
Textos 14

LA LEY NATURAL 14.1

De las leyes según sus relaciones con los diversos seres.


Las leyes, según su significación más alta, son las relaciones
necesarias, que se derivan de la naturaleza de las cosas. Todos
los seres tiene sus leyes, la divinidad tiene las suyas, el mundo
material las tiene, las tienen las inteligencias superiores al
hombre, las bestias tienen las suyas, y el hombre tiene las suyas.
Los que aseguran que el fatalismo es la causa productora de
los efectos que vemos en el mundo, han dicho indudablemente el
mayor de los absurdos; porque no puede haberlo más grande
que el de suponer que una fatalidad ciega ha podido producir
criaturas inteligentes.
Hay, pues, una razón primitiva, y las leyes son las relaciones
que existen entre ella y los diversos seres, y las que tienen éstos
entre sí.
Dios tiene relaciones con el universo como creador, y como
conservador: las leyes por las que creó son las mismas por las
que conserva. Obra según estas leyes, porque las conoce, las
conoce porque las ha establecido, y las ha establecido porque
guardan relación con su sabiduría y omnipotencia.
Como según vemos el mundo creado por medio del
movimiento de la materia y privado de inteligencia subsiste
siempre, no podemos dejar de inferir que es necesario que sus
movimientos tengan leyes invariables y que si fuera posible
imaginar otro mundo distinto de éste, tendría también leyes
inalterables, o dejaría de existir. (…)
El hombre como ser físico se gobierna de igual modo que los
demás por leyes invariables; pero como ser inteligente viola con
frecuencia las leyes que Dios le ha dado, y varía las establecidas
por él mismo. Es de absoluta necesidad que él mismo se guíe, y
es sin embargo un ser limitado sujeto al error, y a la ignorancia
como todas las inteligencias finitas, y que pierde con facilidad
hasta los débiles conocimientos que adquiere. Como criatura
sensible se halla también sujeto a pasiones.
Un ser de esta especie podía olvidarse a cada momento de su
creador; y Dios se lo ha recordado por las leyes de la religión;
podía olvidarse de sí mismo y los filósofos le han advertido con
los preceptos de la moral; y como, hecho para vivir en sociedad,
podía olvidarse de los otros, los legisladores le han asignado sus
deberes con las instituciones políticas y civiles.

De las leyes de la naturaleza.


Antes que todas las dichas leyes existían ya las de la
naturaleza, llamadas así porque se derivan únicamente de la
constitución de nuestro ser. Para conocerlas es necesario
considerar al hombre, tal como debía encontrarse antes del
establecimiento de las sociedades, por cuanto las leyes de la
naturaleza son aquellas que no podría menos de recibir en
semejante estado.
La ley que, imprimiendo en nosotros la idea de un creador,
nos conduce hacia él, es la primera de las leyes naturales por su
importancia; pero no por el orden de conocerlas. El hombre en el
estado de la naturaleza tuvo la facultad de conocer antes que los
conocimientos; y es evidente que sus primeras ideas no pudieron
ser especulativas y que antes de buscar el origen de su ser, debió
pensar en su conservación. El primer sentimiento del hombre no
puede ser otro que el de su debilidad; su timidez sería ilimitada; y
si se necesitase una prueba experimental de la verdad de este
aserto, nos la ofrecerían continuamente los hombres salvajes
encontrados en los bosques, a los que todo les hace temblar y
todo les hace huir.
En tal estado cada uno debió reconocerse inferior; apenas
habría alguno que osara considerarse igual: ninguno buscaría los
medios de atacar a su semejante, y la paz debió ser la primera
entre las leyes naturales.
La suposición que hace Hobbes, de que los hombres tuvieron
en un principio el deseo de subyugarse mutuamente, no es
racional, porque la idea del imperio y de la dominación es tan
compacta, y depende de tantas otras, que no pudo ser la primera
del hombre.
Pregunta Hobbes por qué causa, si los hombres no están
naturalmente en estado de guerra, van siempre armados, y
buscan llaves para cerrar sus moradas; pero no sabe al
preguntarlo que atribuye a los hombres anteriores al
establecimiento de las sociedades lo que no podía ocurrirles
hasta después de la formación de éstas, que les ha hecho
encontrar motivos de atacar y defenderse.
Al sentimiento de su debilidad uniría el hombre el de sus
necesidades, y otra ley natural le inspiraría el deseo de
alimentarse.
Dije antes que el temor induciría a los hombres a huir; pero sin
embargo, las señales de un temor recíproco los obligarían muy
luego a reunirse, contribuyendo también a ello el placer que todo
animal siente al aproximarse a otro de su misma especie. Y como
el amor que se inspiran los dos seres por su diferencia
aumentaría este placer, la petición natural, que ambos se hacen
siempre, sería la tercera ley.
Además del sentimiento, tienen también los hombres por
naturaleza el conocimiento, y con él una segunda relación, de
que los demás animales carecen. Tienen, pues, por ello un nuevo
motivo de unirse, y el deseo de vivir en sociedad sería la cuarta
de estas leyes.
 
MONTESQUIEU: Espíritu de las Leyes (1748).

NATURALEZA Y PRINCIPIO DE LOS GOBIERNOS 14.2

Diferencia de la naturaleza del gobierno y de su principio.


Después de haber examinado cuáles son las leyes relativas a
la naturaleza de cada gobierno, es necesario averiguar las que lo
son a su principio.
La diferencia que hay entre la naturaleza y el principio es la de
que aquélla hace ser, tal como es, a un gobierno, y éste lo hace
obrar. La una forma su estructura particular, el otro se forma con
las pasiones humanas, que lo movilizan.
Por tanto, pues, las leyes deben ser tan relativas al principio
de cada gobierno como a su naturaleza. Y voy por lo mismo a
investigar cuál es el principio de cada uno de ellos.

Del principio de los diferentes gobiernos.


Dije antes que la naturaleza del gobierno republicano exigía
que el poder soberano residiese en el pueblo en masa, o en
cierto número de familias; la del gobierno monárquico, que el
príncipe ejerciese la soberanía, pero conforme a leyes fijas
establecidas; y la del gobierno despótico, que uno solo gobernase
según su voluntad y sus caprichos. Nada más se necesita para
encontrar los tres principios de estos gobiernos, porque ellos se
derivan naturalmente. Principiaré, pues, la demostración por el
republicano, y hablaré primero de la democracia.

Del principio de la democracia.


Para que los gobiernos monárquicos, o despóticos, se
conserven o sostengan no es necesaria mucha probidad. La
fuerza de las leyes en el uno, el brazo del príncipe continuamente
levantado en el otro, lo arreglan y contienen todo. Pero en el
estado popular se necesita además de otro resorte, que es la
virtud. Y esta verdad, que dejo sentada, viene confirmada por el
cuerpo de la historia, y es enteramente conforme con la
naturaleza de las cosas. Porque es evidente que en una
monarquía, donde el que hace ejecutar las leyes se juzga
superior a éstas, se necesita de menos virtud que en un gobierno
popular, donde el que las ejecuta sabe que se halla sujeto a ellas
y que sufre también su rigor.
Es además notoriosísimo que el monarca, que por mal
consejo o descuido deja de ejecutar ¡as leyes, puede fácilmente
reparar el mal, ya sea mudando de consejo, o ya corrigiendo su
negligencia. Pero cuando en un gobierno popular se abandonan y
no se observan, como que este abandono no puede provenir sino
de la corrupción de la república, el Estado se encuentra
absolutamente perdido. (…)

Del principio de la aristocracia.


Así como la virtud es necesaria en el gobierno popular, lo es
también en la aristocracia, aun cuando no sea tan absolutamente
precisa, porque el pueblo, que es en ella con relación a los
nobles, lo que en la monarquía con relación al monarca, yace
contenido por la fuerza de las leyes. Pero ¿cómo se contendrán
los nobles? Los que han de hacer ejecutar las leyes contra sus
colegas, conocerán desde luego que obran también contra ellos
mismos, y esto por la naturaleza de la constitución hace
absolutamente precisa la virtud en este gobierno.
La aristocracia tiene por sí misma cierta fuerza, de que la
democracia carece. Los nobles forman en ella una corporación,
que reprime al pueblo por su naturaleza y por su interés; y basta
por consiguiente que haya leyes, para que con este motivo se
cumplan.
Pero así como es fácil que la nobleza reprima a los otros, así
es sobremanera difícil que se reprima a sí misma; tal es la
naturaleza de esta constitución, que a un tiempo mismo parece
que sujeta una clase a las leyes, y que la liberta de ellas.
Por tanto pues una corporación de esta especie solamente
puede reprimirse de dos maneras, o por una gran virtud, que
obligue a los nobles a considerarse de cierto modo iguales al
pueblo, virtud que basta para formar una gran república, o por
una virtud mediana, que consintiendo en la moderación, obligue a
los nobles a considerarse iguales entre sí, porque es bastante
para su conservación.
La moderación es, pues, el alma de estos gobiernos; pero lo
es, cuando es hija de la virtud, y no de la cobardía, ni de la
pereza.

La virtud no es el principio del gobierno monárquico.


En la monarquía la política hace obrar las mayores cosas con
la menor virtud que es posible; de igual modo que en las
máquinas mejores el arte emplea los menos móviles, fuerzas y
ruedas que le es posible.
El Estado subsiste independientemente del amor a la patria,
del deseo de la verdadera gloria, de la abnegación de sí mismo,
del sacrificio de los más caros intereses, y de todas aquellas
virtudes heroicas que encontramos en los antiguos, y de las que
no conservamos otra cosa más que la noticia.
Las leyes ocupan en ella el lugar de todas las virtudes, de que
no hay ninguna necesidad; porque el Estado dispensa de ellas.
Una acción que se ejecuta sin esplendor, carece hasta cierto
punto de consecuencia. (…)

Cómo se suple la virtud en el gobierno monárquico.


Me precipito, y escribo de ligero, para que no se crea que es
mi obra una sátira contra el gobierno monárquico. No: si éste
carece de móvil, ya no es lo mismo. El honor, es decir, el prestigio
de cada persona y de cada condición, ocupa en él el lugar de la
virtud política, de que antes he hablado, y la representa por todo.
El es capaz de inspirar las mejores acciones, y unido a la fuerza
de las leyes, es capaz de conducir al objeto del gobierno tanto
como la virtud misma.

Del principio de la monarquía.


En las monarquías bien constituidas, todos los habitantes
serán con poca diferencia buenos ciudadanos; pero rara vez se
encontrará alguno que sea hombre de bien político; porque para
serlo se necesita tener voluntad, y amar el Estado menos por el
interés propio, que por el público.
El gobierno monárquico supone, como ya se ha dicho, rango,
y hasta nobleza de origen. La naturaleza del honor exige que pida
preferencia y distinciones, y está por lo mismo en la esencia del
gobierno.
La ambición, que es tan perniciosa en la república, produce
buenos efectos en la monarquía, así porque da vida al gobierno,
como porque tiene la ventaja de no ser en ella peligrosa, porque
puede reprimirse continuamente.
Se dirá, acaso, que aquí sucede lo que en el sistema del
universo, en que hay una fuerza que aleja sin cesar los cuerpos
del centro, y otra que los acerca. Así es efectivamente. El honor
pone en movimiento todas las partes del cuerpo político y las
enlaza por su acción misma; y de ello resulta que cada uno
trabaja por el bien común, cuando cree atender solamente a sus
intereses.
Es una verdad no obstante, filosóficamente hablando, que es
un falso honor el que moviliza todas las partes del Estado; pero
este honor falso es tan útil al público, como el verdadero lo sería
para el particular, que fuese capaz de tenerlo.
¿Y no es verdaderamente una grande obra inducir a los
hombres a realizar las más difíciles acciones, que requieren
fuerza, sin más recompensa que la fama de haberlas hecho? (…)

Del principio del gobierno despótico.


Así como se necesitan la virtud en la república y el honor en la
monarquía, se necesita el temor en el gobierno despótico, en el
que la virtud no serviría de nada, y el honor sería peligroso.
El poder omnímodo del príncipe se transfiere enteramente a
aquellos a quienes él lo confía; y si éstos fueran hombres
capaces de estimarse bastante a sí mismos, se encontrarían en
estado de causar una revolución; razón por la que el temor debe
apagar con él todo sentimiento de ambición y abatir
absolutamente los espíritus.
Un gobierno moderado puede, ínterin quiere, relajar algún
tanto sus resortes, porque siempre se conserva por sus leyes y
su fuerza. Pero cuando en un gobierno despótico el príncipe deja
por un momento de tener el brazo levantado, cuando no puede
aniquilan en un instante a todos los que ocupan los primeros
destinos, todo está perdido; por cuanto el pueblo carece de
protección, habiendo dejado de existir el temor, que es el móvil de
este gobierno.
 
MONTESQUIEU: Espíritu de las Leyes (1748).

TEORÍA DE LOS CLIMAS 14.3

De la influencia de la naturaleza del terreno sobre las leyes.


La bondad del terreno de un país establece en él
naturalmente la dependencia. Los habitantes del campo que
forman la parte principal del pueblo, son poco celosos de su
libertad, porque estando muy ocupados, no piensan más que en
sus negocios particulares. Una campiña que rebosa en bienes,
teme el saqueo y teme a un ejército. “¿Quién formará el buen
partido? decía Cicerón a Ático. ¿Serán por ventura los
comerciantes o los habitantes del campo? ¿Podremos figurarnos
que son opuestos a la monarquía unos hombres para quienes
todos los gobiernos son iguales, con tal que los dejen
tranquilos?”.
Así es que el gobierno de uno solo se encuentra más
fácilmente en los países abundantes y el de muchos en los que
no lo son tanto, y que esto es en ellos algunas veces una especie
de reparación.
La esterilidad del terreno del Atica estableció el gobierno
popular, y la fertilidad del de Lacedemonia, el aristocrático;
porque como en aquel tiempo se aborrecía en Grecia el gobierno
de uno solo, era preciso adoptar este último, porque tiene con él
más relaciones de semejanza. (…)

Continuación del mismo asunto.


Los países fértiles se componen de grandes llanuras en las
que nada puede disputarse al más fuerte, y es necesario
someterse a él, sin que después de la sumisión el espíritu de
libertad pueda recobrarse, por cuanto los bienes del campo son
una prenda de fidelidad. Pero en los países montuosos es muy
posible conservar lo que se tiene, y es muy poco lo que se
necesita conservar. La libertad, es decir el gobierno de que se
goza, es el solo bien que merece defenderse, y reina más por lo
tanto en los países ásperos y montuosos, que en los demás que
al parecer ha favorecido la naturaleza.
Los montañeses conservan un gobierno más moderado,
porque no están tan expuestos a las conquistas. Se defienden
fácilmente, y no pueden ser atacados sin dificultad, las
municiones de guerra y de boca no pueden reunirse y llevarse
contra ellos sin muchos dispendios, y el país no provee de
ninguna. Y es por lo mismo tan difícil hacerles la guerra, y tan
peligroso el emprenderla, que las leyes que se hacen para
seguridad de otros pueblos apenas pueden reputarse en éstos
como necesarias.
 
MONTESQUIEU: Espíritu de las Leyes (1748).

EL EQUILIBRIO POLÍTICO 14.4

De la Constitución de Inglaterra.
En cada estado, hay tres clases de poderes: el legislativo, el
ejecutivo de las cosas pertenecientes al derecho de gentes, y el
ejecutivo de las que pertenecen al civil.
Por el primero, el príncipe o el magistrado hace las leyes para
cierto tiempo o para siempre, y corrige o deroga las que están
hechas. Por el segundo, hace la paz o la guerra, envía o recibe
embajadores, establece la seguridad y previene las invasiones; y
por el tercero, castiga los crímenes o decide las contiendas de los
particulares. Este último se llamará poder judicial; y el otro,
simplemente poder ejecutivo del Estado.
La libertad política, en un ciudadano, es la tranquilidad de
espíritu que proviene de la opinión que cada uno tiene de su
seguridad; y para que se goce de ella, es preciso que sea tal el
gobierno que ningún ciudadano tenga motivo de temer a otro.
Cuando los poderes legislativo y ejecutivo se hallan reunidos
en una misma persona o corporación, entonces no hay libertad,
porque es de temer que el monarca o el senado hagan leyes
tiránicas para ejecutarlas del mismo modo.
Así sucede también cuando el poder judicial no está separado
del poder legislativo y del ejecutivo. Estando unido al primero, el
imperio sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería
arbitrario, por ser uno mismo el juez y el legislador y, estando
unido al segundo, sería tiránico, por cuanto gozaría el juez de la
fuerza misma que un agresor.
En el Estado en que un hombre solo o una sola corporación
de próceres, o de nobles, o del pueblo administrase los tres
poderes, y tuviese la facultad de hacer las leyes, de ejecutar las
resoluciones públicas y de juzgar los crímenes y contiendas de
los particulares, todo se perdería enteramente.
En la mayor parte de los reinos de Europa es el gobierno
moderado, porque el príncipe, que administra los dos primeros
poderes, deja a los súbditos el ejercicio del tercero. Pero en
Turquía, como que los tres se hallan reunidos a la vez en las
manos del sultán, impera el despotismo más horroroso.
El poder judicial no debe confiarse a un senado permanente y
sí a personas elegidas entre el pueblo en determinadas épocas
del año, del modo prescrito por las leyes, para formar un tribunal
que dure solamente el tiempo que requiera la necesidad.
De este modo el poder de juzgar, tan terrible en manos del
hombre, no estando sujeto a una clase determinada, ni
perteneciente exclusivamente a una profesión se hace, por
decirlo así, nulo e invisible. Y como los jueces no están presentes
de continuo, lo que se teme es la magistratura, y no se teme a los
magistrados.
Y es necesario también que en las grandes acusaciones el
criminal, unido con la ley, pueda elegir sus jueces, o cuando
menos recusar un número tan grande de ellos que los que resten
se consideren como elegidos por él.
Los otros dos poderes son más fáciles de confiar a
magistrados o corporaciones permanentes, porque no siendo el
uno más que la voluntad general del Estado, y el otro su
ejecución, no gravitan particularmente sobre el individuo.
Pero si los tribunales no deben ser fijos, sus sentencias deben
serlo de tal modo que no han de contener otra tosa que el texto
literal de la ley, porque si pudieran ser la opinión particular del
juez, se viviría en la sociedad sin saber en ella con exactitud las
obligaciones que se contraen.
Es necesario además que los jueces sean de la condición del
acusado, o mejor dicho sus iguales, para que no crea que cae en
manos de personas inclinadas a hacerle daño. (…)
Como el hombre que cree tener un alma independiente debe
gobernarse a sí propio en los Estados libres, es de absoluta
necesidad que el pueblo en masa tenga en ellos el poder
legislativo. Pero como es imposible que lo ejercite en los estados
muy extensos, y en los pequeños hay en ello grandísimos
inconvenientes, se ve precisado a hacer por medio de
representantes lo que no puede ejecutar por sí mismo.
Los vecinos de una ciudad conocen mejor las necesidades de
ella que las de las otras, y juzgan mejor de la capacidad de sus
convecinos que de la de sus demás compatriotas, y aun cuando
no es absolutamente preciso que los miembros del cuerpo
legislativo se nombren de la masa general del Estado, siempre
conviene que las principales poblaciones elijan sus
representantes.
Hay la grande ventaja en esto de que los diputados pueden
discutir los negocios.
El pueblo no es a propósito para hacerlo, y éste es uno de los
mayores defectos de la democracia.
No hay necesidad alguna de que los representantes, que han
recibido instrucciones generales de sus comitentes, las reciban
en particular sobre cada negocio, como se acostumbra a hacer
en las dietas de Alemania. (…)
Todo ciudadano debe tener voto en su respectivo distrito para
elegir representante, excepto los que se encuentren en tan
mísera posición que puedan considerarse como destituidos de
voluntad propia.
Era común a la mayor parte de las antiguas repúblicas el vicio
de conceder al pueblo el derecho de tomar resoluciones activas,
y que exigen pronta ejecución, sin atender a la incapacidad que
tiene para ello.
El pueblo no debe tomar otra parte en el gobierno que la de
elegir sus representantes, sola cosa que está al alcance de sus
facultades, porque si hay pocos en él que conozcan el grado
preciso de la capacidad de los hombres, cada uno tiene sin
embargo la suficiente para saber en general si el que elige es
más ilustrado que otros.
El cuerpo de representantes no debe tener por objeto el de
tomar resoluciones activas, porque no le sería fácil
desempeñarlo, y sí el de hacer leyes o ver si las hechas se
ejecutan con fidelidad, porque en esta parte ninguno puede
aventajarlo.
Pero como en todo Estado hay siempre personas distinguidas
por su nacimiento, riquezas u honores, que si estuviesen
confundidas con el pueblo, y sólo tuviesen un voto como los
demás, considerarían la libertad como una esclavitud, y no
tendrían interés alguno en defenderla, porque la mayor parte de
las resoluciones obrarían en su perjuicio, hay una necesidad de
que éstas tomen una parte en la legislación proporcionada a las
demás ventajas que disfrutan en el Estado; y de que formen por
lo tanto un cuerpo que tenga el derecho de reprimir los atentados
del pueblo, como éste lo tiene para contener los suyos.
De esta manera el poder legislativo residirá en una
corporación de nobles y en otra elegida por el pueblo, que
tendrán sus asambleas y discusiones distintas, y sus miras y sus
intereses diferentes.
De los tres poderes referidos el de juzgar es nulo hasta cierto
punto. Quedan por consiguiente dos, y como éstos necesitan de
una fuerza reguladora que los modere, ninguna es más a
propósito que la parte del cuerpo legislativo que se compone de
la nobleza. Esta debe por lo tanto ser hereditaria, ya porque lo es
primeramente por naturaleza, y ya porque es necesario que tenga
un gran interés en conservar sus prerrogativas, odiosas que son
por sí mismas, y que en un Estado libre deben estar en peligro
constantemente.
Mas como un poder hereditario podría pensar solamente en
sus intereses particulares y olvidarse de los del pueblo, hay
también necesidad de que en aquellos negocios en que haya
grande interés en corromperlo, como en las leyes sobre los
impuestos, no tenga otra parte en la legislación, que la que le
concede su facultad de impedir, y no la de instituir.
Y llamo facultad de instituir al derecho que uno tiene de
ordenar por sí mismo, o de corregir lo ordenado por otro; y
facultad de impedir, al de anular una resolución tomada por otro;
éste era el poder de los tribunos de Roma. Y aun cuando el que
tiene la facultad de impedir puede tener también el derecho de
aprobar, no es por entonces esta aprobación otra cosa que la
declaración de que no hace uso de su facultad de impedir,
declaración que se deriva de esta misma facultad.
El poder ejecutivo, empero, debe residir en manos de un
monarca, porque esta parte del gobierno, que necesita siempre
de una acción momentánea, se administra mejor por uno que por
muchos; así como todo lo perteneciente al poder legislativo se
dispone mejor por muchos que por uno; y porque si no hubiese
monarca, y el poder ejecutivo estuviese confiado a un cierto
número de individuos del cuerpo legislativo, desaparecería la
libertad por estar unidos ambos poderes, y por ser unas mismas
las personas que tendrían o podrían tener con frecuencia
participación en uno y en otro.
El cuerpo legislativo no debe dejar pasar mucho tiempo sin
reunirse, porque si lo hiciese la libertad dejaría de existir, y,
tendría lugar una de dos cosas, o el Estado caería en la anarquía
por falta de resoluciones legislativas, o tomaría éstas el poder
ejecutivo, y se convertiría en absoluto.
Es inútil sin embargo la constante reunión del cuerpo
legislativo, y sería también a la vez incómoda a los
representantes y gravosa al poder ejecutivo, que no pensaría en
llenar su deber, y sí solamente en defender sus prerrogativas, y
su derecho de ejecutar. Por otra parte, si el cuerpo legislativo
estuviese continuamente reunido, podría suceder que no hubiese
que nombrar nuevos diputados sino para reemplazar a los que
muriesen; en cuyo caso, y corrompida una vez aquella
corporación, el mal ya no tendría remedio. Por el contrario,
cuando los diversos cuerpos legislativos se suceden unos a otros,
el pueblo, que ha formado mal concepto del actual, permanece
tranquilo porque funda con razón sus esperanzas en el venidero.
Mas si siempre fuese el mismo, viéndolo una vez corrompido,
y no esperando nada de sus leyes, recurriría al furor y la
sublevación, o se entregaría a la indolencia.
El cuerpo legislativo no debe reunirse por sí mismo; porque
una corporación no se considera con voluntad sino en tanto que
está reunida; y porque si su reunión no fuese unánime sería
imposible saber cuál parte formaba el cuerpo legislativo; si la que
se había reunido o la que había dejado de hacerlo. Tampoco ha
de tener facultad para prorrogar el tiempo de las asambleas,
porque ésta le facilitaría los medios de perpetuarse y sería muy
peligrosa en el caso que quisiese atentar contra el poder
ejecutivo. Y como, por otra parte, hay épocas más convenientes
que otras para que la corporación se reúna, es necesario que el
poder ejecutivo arregle el tiempo de la permanencia y duración de
las asambleas, con relación a las circunstancias que él mismo
conozca.
Si el poder ejecutivo no tiene derecho de contener las
empresas del cuerpo legislativo, éste se hará despótico, porque
podrá atribuirse todo el poder imaginable, y aniquilar los demás.
Pero no hay necesidad de que el poder legislativo tenga
recíprocamente la facultad de contener al ejecutivo; porque
teniendo límites la ejecución por su naturaleza, es inútil limitarla, y
porque además el poder ejecutivo no se ejerce comúnmente sino
sobre cosas momentáneas. El poder de los tribunos de Roma era
vicioso, porque sujetaba no solamente la legislación, sino también
la ejecución; cosa que producía grandes males.
Mas si en un Estado libre el poder legislativo no debe tener el
derecho de contener al ejecutivo, tiene y debe tener la facultad de
examinar de qué manera se han ejecutado las leyes que él hizo,
y ésta es la ventaja que tiene este gobierno sobre los de Creta y
Lacedemonia, en donde los cosmos y los éforos no daban cuenta
de su administración.
Pero, cualquiera que sea este examen, el cuerpo legislativo
no debe tener el poder de juzgar la persona, y por consiguiente la
conducta del que ejecuta. Su persona debe ser sagrada, porque
siendo necesaria al Estado, para que el cuerpo legislativo no se
haga tiránico, desde el momento en que fuese acusado o
juzgada, se acabaría la libertad.
En estos casos el Estado no sería una monarquía, sería una
república no libre.
Pero como el que ejecuta no puede hacer nada malo sin tener
consejeros malos y que aborrezcan las leyes como ministros,
aunque como hombres las favorezcan, éstos pueden ser
acusados y castigados. Tal es la ventaja de este gobierno sobre
el de Gnido, en donde no permitiendo la ley llamar a juicio a los
amymones, ni aun después de su administración, el pueblo no
podía jamás inquirir los motivos de las injusticias que se le habían
hecho.
 
MONTESQUIEU: Espíritu de las Leyes (1748).
EL UTILITARISMO 14.5

I. La naturaleza ha colocado a la humanidad bajo el gobierno


de dos señores soberanos: el dolor y el placer. Ellos solos
señalan lo que debemos hacer y determinan lo que haremos.
Tanto la norma de derecho y de injusticia, como la cadena de
causas y efectos están amarradas a su trono. Nos gobiernan en
todo lo que hacemos, decimos, y pensamos: todo esfuerzo que
podamos hacer para liberarnos de nuestra sumisión, no sirve sino
para demostrarla y confirmarla. De palabra un hombre puede
pretender abjurar de su imperio, pero en realidad permanecerá
sometido a él en toda su existencia. El principio de utilidad
reconoce esta sumisión, y se la apropia para la fundación del
sistema cuyo objeto es construir la fábrica de la felicidad
mediante los instrumentos de la razón y del derecho. Y los
sistemas que intentan ponerlo en tela de juicio, utilizan sonidos
en vez de entendimiento, capricho en lugar de razón, oscuridad
en vez de luz.
Pero basta de metáfora y declamación: no es precisamente
por tales medios como la ciencia moral mejorará.
II. El principio de utilidad es el fundamento del presente
trabajo: será, por tanto, lógico al principio dar una relación
explícita y determinada de lo que significa. Por principio de
utilidad se entiende ese principio que aprueba o desaprueba toda
acción, de acuerdo a la tendencia que parezca aumentar o
disminuir la felicidad de la parte cuyo interés está en tela de juicio
o, lo que es lo mismo, en otras palabras, promover u oponerse a
esta felicidad. Hablo de toda acción cualquiera; y no, por tanto,
solamente de la acción de un individuo privado, sino de toda
medida de gobierno.
III. Por utilidad se entiende la propiedad sobre cualquier objeto
mediante la cual se tiende a producir beneficio, ventaja, placer,
bienestar o felicidad (todo esto en el presente caso lleva a la
misma cosa), o (lo que de nuevo lleva al mismo objeto) impedir el
advenimiento del daño, dolor, mal, o desgracia a la parte cuyo
interés se considera: si aquélla es la comunidad en general,
entonces la felicidad de la comunidad; si es un individuo
particular, la felicidad de ese individuo.
IV. El interés de la comunidad es una de las expresiones más
generales que puede encontrarse en el vocabulario de los
moralistas: no es sorprendente por tanto que su significado se
haya perdido a menudo. Cuando tiene un significado, es éste: la
comunidad es un cuerpo ficticio compuesto de personas
individuales a las que se considera constituyentes de aquél como
si fueran sus miembros. El interés de la comunidad entonces,
¿cuál es?: la suma de los intereses de los distintos individuos que
la componen.
V. Es inútil hablar del interés de la comunidad sin comprender
lo que es el interés del individuo. Se dice que una cosa promueve
el interés de un individuo, cuando tiende a añadir algo a la suma
total de su placer; o, lo que viene a ser lo mismo, a disminuir la
suma total de su dolor.
VI. Se puede decir entonces que una acción es conforme al
principio de utilidad o, para abreviar, a la utilidad (en el sentido
que se refiere a la comunidad en conjunto), cuando la tendencia
que tiene a aumentar la felicidad de la comunidad es mayor que
la que tiene a disminuirla.
VII. Puede decirse que una medida de gobierno (que es una
forma particular de acción, realizada por persona o personas
particulares) es conforme a, o está dictada por, el principio de
utilidad, cuando de manera semejante la tendencia que tiene a
aumentar la felicidad de la comunidad es mayor que la que tiene
a disminuirla.
VIII. Cuando una acción, o en particular una medida de
gobierno, se considera conforme al principio de utilidad, puede
ser conveniente, para el objeto del raciocinio, imaginar una
especie de ley o precepto, llamado ley o precepto de utilidad; y
hablar de la acción en cuestión como conforme a tal ley o
precepto.
IX. Puede decirse que un hombre es partidario del principio de
utilidad, cuando la aprobación o reprobación que concede a una
acción, o a una medida, está determinada por, y es
proporcionada a, la tendencia que, según él, tiene a aumentar o
disminuir la felicidad de la comunidad; o, en otras palabras, a su
conformidad o disconformidad a las leyes o preceptos de utilidad.
X. De una acción que es conforme al principio de utilidad, se
puede siempre decir si es algo que debe hacerse o al menos que
no es algo que no debe hacerse. Se puede decir también que es
justo que se haga, o, al menos, que no es perjudicial que se
haga; que es una acción justa, o, al menos, que no es injusta.
Cuando se interpretan así las palabras deber, y justo e injusto, y
otras de este tipo tienen significado: cuando se interpretan de otro
modo, carecen de él.
XI. ¿Se ha discutido formalmente alguna vez la rectitud de
este principio? Parece que lo han hecho en efecto los que no
sabían lo que quería decir. ¿Es susceptible de alguna
comprobación directa? Parece que no, porque lo que se emplea
para probar otra cosa no puede probarse a sí mismo; una cadena
de demostraciones debe tener su comienzo en algún lado.
Proporcionar tal demostración es tan imposible como innecesario.
XII. No hay ni ha habido una criatura humana, por muy
estúpida o perversa que sea, que no haya hecho concesiones a
ello en muchas o tal vez en la mayoría de las ocasiones de su
vida. Debido a la constitución natural de la estructura humana, en
la mayor parte de las ocasiones de su vida, los hombres en
general abrazan este principio sin pensarlo; si no en las
formulaciones generales de su actuación, sí, al menos, en la
realización de estas mismas acciones. Ha habido, a la vez,
quienes han estado dispuestos a abrazarlo puramente y sin
reserva. Pocos son incluso quienes no hayan tenido ocasión de
enfrentarse con él, ya por no entender cómo aplicarlo, o por algún
prejuicio que temían examinar o del que no podían deshacerse.
Porque tal es la sustancia de que el hombre está hecho: en los
principios y en la práctica, en el buen camino o en el malo, la más
rara de todas las cualidades humanas es la estabilidad.
XIII. Cuando un hombre intenta combatir el principio de
utilidad, lo hace con razones sacadas, sin ser consciente de ello,
del propio principio. Sus argumentos, si prueban algo, prueban no
que el principio sea falso, sino que, de acuerdo con las
aplicaciones que, según él, se hacen de él, está mal aplicado.
¿Es posible para un hombre mover la Tierra? Sí; pero debe
primero encontrar otra Tierra para apoyarse en ella.
 
J. BENTHAM: Introducción a los principios de moral y legislación
(1780).

EL BRUTO FELIZ 14.6

El hombre salvaje, entregado por la naturaleza al solo instinto,


o más bien compensado del que acaso le falta con facultades
capaces de suplir primero a ese instinto y elevarle después a él
mismo muy por encima de la propia naturaleza, comenzará, pues,
por las funciones puramente animales. Percibir y sentir será su
primer estado, que le será común con todos los animales; querer
y no querer, desear y temer, serán las primeras y casi las únicas
operaciones de su alma, hasta que nuevas circunstancias
ocasionen en ella nuevos desenvolvimientos.
Digan lo que quieran los moralistas, el entendimiento humano
debe mucho a las pasiones, las cuales, según el común sentir, le
deben mucho también. Por su actividad se perfecciona nuestra
razón; no queremos saber sino porque deseamos gozar, y no
puede concebirse por qué un hombre que careciera de deseos y
temores habría de tomarse la molestia de pensar. A su vez, las
pasiones se originan de nuestras necesidades y su progreso, de
nuestros conocimientos, pues no se puede desear o temer las
cosas sino por las ideas que sobre ellas se tenga o por el nuevo
impulso de la naturaleza. El hombre salvaje, privado de toda
suerte de conocimiento, sólo experimenta las pasiones de esta
última especie; sus deseos no pasan de sus necesidades físicas;
los únicos bienes que conoce en el mundo son el alimento, una
hembra y el reposo; los únicos males que teme son el dolor y el
hambre. Digo el dolor y no la muerte, pues el animal nunca sabrá
qué cosa es morir; el conocimiento de la muerte y de sus terrores
es una de las primeras adquisiciones hechas por el hombre al
apartarse de su condición animal. (…)
Aun cuando imaginásemos un hombre salvaje tan hábil en el
arte de pensar como lo presentan nuestros filósofos; aunque
hiciéramos de él, siguiendo ese ejemplo, un filósofo,
descubriendo por sí solo las verdades más sublimes,
componiendo por medio de razonamientos abstractos máximaa,
de justicia y de razón sacadas del amor al orden en general o de
la voluntad conocida de su creador; en una palabra: aunque
supusiéramos en su espíritu tantas luces y tanta inteligencia
como torpeza y estupidez debe tener y tiene en efecto, ¿qué
utilidad sacaría la especie de toda esta metafísica, que no podía
comunicarse y que perecería con el individuo que la hubiera
inventado? ¿Qué progresaría el género humano disperso en los
bosques entre los animales? ¿Y hasta qué punto podrían
perfeccionarse e ilustrarse mutuamente unos hombres que, no
teniendo domicilio fijo ni necesidad unos de otros, apenas se
encontrarían dos veces en MI vida, sin conocerse y sin hablarse?
Considérese cuántas ideas debemos al uso de la palabra;
cuánto ejercita y facilita la gramática las operaciones del espíritu;
piénsese en las fatigas inconcebibles y en el infinito tiempo que
ha debido constar la primera invención de las lenguas; añádanse
estas reflexiones a las precedentes, y se comprenderá cuántos
millares de siglos han debido necesitarse para desarrollar
sucesivamente en el espíritu humano las operaciones de que era
capaz.
 
J. J. ROUSSEAU; Discurso sobre el origen de la desigualdad
entre los hombres (1754).

EL ESTADO DE NATURALEZA 14.7


Hay además otro principio que Hobbes no ha observado, el
cual, habiéndole sido dado al hombre para suavizar en ciertas
circunstancias la ferocidad de su amor propio o su deseo de
conservación antes del nacimiento de este amor, modera el ardor
que siente por su bienestar con una innata repugnancia a ver
sufrir a sus semejantes. No creo que deba temer una
contradicción concediendo al hombre la única virtud natural que
se ha visto obligado a reconocer el más furioso detractor de las
virtudes humanas. Me refiero a la piedad, disposición adecuada a
seres tan débiles y sujetos a tantos males como somos nosotros;
virtud tanto más universal y tanto más útil al hombre cuanto que
precede al uso de toda reflexión, y tan natural, que las bestias
mismas dan de ella algunas veces sensibles muestras. (…)
Es por tanto, perfectamente cierto, que la piedad es un
sentimiento natural que, moderando en cada individuo la
actividad de su amor a sí mismo, concurre a la mutua
conservación de la especie. Ella nos impulsa sin previa reflexión
al socorro de aquellos a quienes vemos sufrir; ella sustituye en el
estado natural a las leyes, a las costumbres y a la virtud, con la
ventaja de que nadie se siente tentado de desobedecer su dulce
voz; ella disuadirá a un salvaje fuerte de quitar a una débil
criatura o a un viejo achacoso el alimento que han adquirido
penosamente, si espera hallar el suyo en otra parte; ella inspira a
todos los hombres, en lugar de la sublime máxima de justicia
razonada: Pórtate con los demás como quieres que se porten
contigo, esta otra de bondad natural, acaso menos perfecta, pero
mucho más útil que la anterior: Haz tu bien con el menor daño
posible para otro. En una palabra: es en este sentimiento natural,
más bien que en los sutiles argumentos, donde hay que buscar la
causa de la repugnancia que todo hombre siente a obrar mal, aun
independientemente de los preceptos de la educación. Aunque
Sócrates y los espíritus de su tiempo puedan adquirir la virtud por
medio del razonamiento, hace tiempo que habría desaparecido el
género humano si su conservación hubiese dependido de
quienes lo componen.
Con pasiones tan poco activas y un freno tan saludable, los
hombres, más bien feroces que malos, más atentos a ponerse a
cubierto del mal que podían recibir que inclinados a hacer daño a
otros, no estaban expuestos a contiendas muy peligrosas. Como
no tenían entre sí ninguna especie de relación; como, por tanto,
no conocían la vanidad, ni la consideración, ni la estima, ni el
desprecio; como no tenían la menor noción del bien ni del mal, ni
alguna idea verdadera de justicia; como miraban las violencias
que podían recibir como daño fácil de reparar, y no como una
injuria que debe ser castigada, y como ni siquiera pensaban en la
venganza, a no ser tal vez maquinalmente y en el mismo
momento, como el perro que muerde la piedra que se le arroja,
sus disputas raramente hubieran tenido causa más importante
que el alimento. (…)
Concluyamos que el hombre salvaje, errante en los bosques,
sin industria, sin palabra, sin domicilio, sin guerra y sin relaciones,
sin necesidad alguna de sus semejantes, así como sin ningún
deseo de perjudicarlos, quizá hasta sin reconocer nunca a
ninguno individualmente; sujeto a pocas pasiones y bastándose a
sí mismo, sólo tenía los sentimientos y las luces propias de este
estado, sólo sentía sus verdaderas necesidades, sólo miraba
aquello que le interesaba ver, y su inteligencia no progresaba
más que su vanidad. Si por casualidad hacía algún
descubrimiento, tanto menos podía comunicarlo cuanto que ni
reconocía a sus hijos. El arte perecía con el inventor. No había
educación ni progreso; las generaciones se multiplicaban
inútilmente, y, partiendo siempre cada una del mismo punto, los
siglos transcurrían en la tosquedad de las primeras edades; la
especie era ya vieja, y el hombre seguía siendo siempre niño.
 
J. J. ROUSSEAU: Discurso sobre el origen de la desigualdad
entre los hombres (1754).

EL ORIGEN DEL HOMBRE 14.8


El primer hombre a quien, cercando un terreno, se le ocurrió
decir esto es mío y halló gentes bastante simples para creerle fue
el verdadero fundador de la sociedad civil. Cuántos crímenes,
guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habría evitado al
género humano aquel que hubiese gritado a sus semejantes,
arrancando las estacas de la cerca o cubriendo el foso:
“¡Guardaos de escuchar a este impostor: estáis perdidos si
olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!”. Pero
parece que ya entonces las cosas habían llegado al punto de no
poder seguir más como estaban, pues la idea de propiedad,
dependiendo de muchas otras ideas anteriores que sólo pudieron
nacer sucesivamente, no se formó de un golpe en el espíritu
humano; fueron necesarios ciertos progresos, adquirir ciertos
conocimientos y cierta industria, transmitirlos y aumentarlos de
época en época, antes de llegar a este último límite del estado
natural. Tomemos, pues, las cosas desde más lejos y procuremos
reunir en un solo punto de vista y en su orden más natural esa
lenta sucesión de acontecimientos y conocimientos.
El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su
primer cuidado, el de su conservación. Los productos de la tierra
le proveían de todo lo necesario; el instinto le llevó a usarlos. El
hambre, otros deseos hacíanle experimentar sucesivamente
diferentes modos de existir, y hubo uno que le invitó a perpetuar
su especie; esta ciega inclinación, desprovista de todo
sentimiento del corazón, sólo engendra un acto puramente
animal; satisfecho el deseo, los dos sexos ya no se reconocían, y
el hijo mismo nada era para la madre en cuanto podía prescindir
de ella.
Tal fue la condición del hombre al nacer; tal fue la vida de un
animal limitado al principio a las puras sensaciones,
aprovechando apenas los dones que le ofrecía la naturaleza,
lejos de pensar en arrancarle cosa alguna. Pero bien pronto
surgieron dificultades, hubo de aprender a vencerlas. La altura de
los árboles, que le impedía coger sus frutos; la concurrencia de
los animales que intentaban arrebatárselos para alimentarse, y la
ferocidad de los que atacaban su propia vida, todo le obligó a
aplicarse a los ejercicios corporales; tuvo que hacerse ágil, rápido
en la carrera, fuerte en la lucha. Las armas naturales, que son las
ramas de los árboles y las piedras, pronto se hallaron en sus
manos. Aprendió a dominar los obstáculos de la naturaleza, a
combatir en caso necesario con los demás animales, a disputar a
los hombres mismos su subsistencia o a resarcirse de lo que era
preciso ceder al más fuerte.
A medida que se extendió el género humano, los trabajos se
multiplicaron con los hombres. La diferencia de los terrenos, de
los climas, de las estaciones, pudo forzarlos a establecerla en sus
maneras de vivir. Los años estériles, los inviernos largos y
crudos, los ardientes estíos, que todo lo consumen, exigieron de
ellos una nueva industria. En las orillas del mar y de los ríos
inventaron el sedal y el anzuelo, y se hicieron pescadores e
ictiófagos. En los bosques construyéronse arcos y flechas, y
fueron cazadores y guerreros. En los países fríos se cubrieron
con las pieles de los animales muertos a sus manos. El rayo, un
volcán o cualquier feliz azar les dio a conocer el fuego, nuevo
recurso contra el rigor del invierno; aprendieron a conservar este
elemento y después a reproducirlo, y, por último a preparar con él
la carne, que antes devoraban cruda.
Esta reiterada aplicación de seres distintos y de unos a otros
debió naturalmente de engendrar en el espíritu del hombre la
percepción de ciertas relaciones. Esas relaciones, que nosotros
expresamos con las palabras grande, pequeño, fuerte, débil,
rápido, lento, temeroso, arriesgado y otras ideas semejantes,
produjeron al fin en él una especie de reflexión o más bien, una
prudencia maquinal, que le indicaba las precauciones más
necesarias a su seguridad.
Las nuevas luces que resultaron de este desenvolvimiento
aumentaron su superioridad sobre los demás animales
haciéndosela conocer. Se ejercitó en tenderles lazos, en
engañarlos de mil modos, y aunque muchos le superasen en
fuerza en la lucha o en rapidez en la carrera, con el tiempo se
hizo dueño de los que podían servirle y azote de los que podían
perjudicarle. Y así, la primer mirada que se dirigió a sí mismo
suscitó el primer movimiento de orgullo; y, sabiendo apenas
distinguir las categorías y viéndose en la primera por su especie,
así se preparaba de lejos a pretenderla por su individuo.
Aunque sus semejantes no fueran para él lo que son para
nosotros y aunque no tuviera con ellos mayor comercio que con
los otros animales, no fueron olvidados en sus observaciones.
Las semejanzas que pudo percibir con el tiempo entre ellos, su
hembra y él mismo, le hicieron juzgar las que no percibía; viendo
que todos se conducían como él se hubiera conducido en iguales
circunstancias, dedujo que su manera de pensar y de sentir era
enteramente conforme con la suya, y esta importante verdad, una
vez arraigada en su espíritu, le hizo seguir, por un presentimiento
tan seguro y más vivo que la dialéctica, las reglas de conducta
que, para ventaja y seguridad suya, más le convenía observar
con ellos.
Instruido por la experiencia de que el amor del bienestar es el
único móvil de las acciones humanas, pudo distinguir las raras
ocasiones en que, por interés común debía contar con la ayuda
de sus semejantes, y aquellas otras, más raras aún, en que la
concurrencia debía hacerle desconfiar de ellos. En el primer caso
se unía a ellos en informe rebaño, o cuando más por una especie
de asociación libre que a nadie obligaba y que sólo duraba el
tiempo que la pasajera necesidad que la había formado; en el
segundo, cada cual buscaba su provecho, bien a viva fuerza si
creía ser más fuerte, bien por astucia y habilidad si sentíase el
más débil.
He aquí como los hombres pudieron insensiblemente adquirir
cierta idea rudimentaria de compromisos mutuos y de la ventaja
de cumplirlos, pero sólo en la medida que podía exigirlos el
interés presente y sensible, pues la previsión nada era para ellos,
y, lejos de preocuparse de un lejano futuro, ni siquiera pensaban
en el día siguiente. ¿Tratábase de cazar un ciervo? Todos
comprendían que para ello debían guardar fielmente su puesto;
pero si una liebre pasaba al alcance de uno de ellos, no cabe
duda que la perseguiría sin ningún escrúpulo y que, cogida su
presa, se cuidaría muy poco de que no se les escapase la suya a
sus compañeros.
 
J. J. ROUSSEAU: Discurso sobre el origen de la desigualdad
entre los hombres (1754).

LA EDAD DE HIERRO 14.9

La invención de las otras artes fue, por tanto, necesaria para


forzar al género humano a dedicarse a la agricultura. En cuanto
hubo necesidad de hombres para fundir y forjar el hierro, fueron
necesarios otros que los alimentaran. Cuanto mayor fue el
número de obreros, menos manos hubo empleadas en proveer a
la común subsistencia, sin haber por eso menos bocas que
alimentar; y como unos necesitaron alimentos en cambio de su
hierro, los otros descubrieron en fin el secreto de emplear el
hierro para multiplicar los alimentos. De aquí nacieron, por una
parte, el cultivo y la agricultura; por otra, el arte de trabajar los
metales y multiplicar sus usos.
Del cultivo de las tierras resultó necesariamente su reparto, y
de la propiedad, una vez reconocida, las primeras reglas de
justicia, porque para dar a cada cual lo suyo es necesario que
cada uno pueda tener alguna cosa. Por otro lado, los hombres ya
habían empezado a pensar en el porvenir, y como todos tenían
algo que perder, no había ninguno que no tuviera que temer para
sí la represalia de los daños que podía causar a otro. Este origen
es tanto más natural cuanto que es imposible concebir la idea de
la propiedad naciente de otro modo que por la mano de obra,
pues no se comprende que, para apropiarse las cosas que no ha
hecho, pudiera el hombre poner más que su trabajo. Es el trabajo
únicamente el que, dando derecho al cultivador sobre el producto
de la tierra que ha trabajado, le da consiguientemente ese mismo
derecho sobre el suelo, por lo menos hasta la cosecha, y así de
año en año; lo que, constituyendo una posesión continua, se
transforma fácilmente en propiedad. Cuando los antiguos, dice
Grocio, dieron a Ceres el epíteto de legisladora y a una fiesta que
se celebraba en su honor el nombre de Tesmoforia, dieron a
entender que el reparto de las tierras había producido una nueva
especie de derecho, es decir, el derecho de propiedad, diferente
del que resulta de la ley natural.
En esta situación las cosas hubieran podido permanecer
iguales si las aptitudes hubieran sido iguales, y si, por ejemplo, el
empleo del hierro y el consumo de los productos alimenticios
hubieran guardado un equilibrio exacto. Pero la proporción, que
nada mantenía, bien pronto quedó rota; el más fuerte hacía más
obra; el más hábil sacaba mejor partido de lo suyo; el más
ingenioso hallaba los medios de abreviar su trabajo; el labrador
necesitaba más hierro, o el herrero más trigo; y trabajando todos
igualmente, unos ganaban más mientras que otros apenas
podían vivir. De este modo, la desigualdad natural se
desenvuelve insensiblemente con la de la combinación, y las
diferencias entre los hombres, desarrolladas por las que originan
las circunstancias, hácense más sensibles, más permanentes en
sus efectos y empiezan a influir en la misma proporción sobre la
suerte de los particulares. (…)
Antes de haberse inventado los signos representativos de las
riquezas, éstas no podían consistir sino en tierras y en ganados,
únicos bienes efectivos que los hombres podían poseer. Ahora
bien; cuando las heredades crecieron en número y en extensión,
hasta el punto de cubrir el suelo entero y de tocarse unas con
otras, ya no pudieron extenderse más sino a expensas de las
otras, y los que no poseían ninguna porque la debilidad o la
indolencia les había impedido adquirirlas a tiempo, se vieron
obligados a recibir o arrebatar de manos de los ricos su
subsistencia; de aquí empezaron a nacer, según el carácter de
cada uno, la dominación y la servidumbre, o la violencia y las
rapiñas. Los ricos, por su parte, apenas conocieron el placer de
dominar, rápidamente desdeñaron los demás, y, sirviéndose de
sus antiguos esclavos para someter a otros hombres a la
servidumbre, no pensaron más que en subyugar y esclavizar a
sus vecinos, semejantes a esos lobos hambrientos que, habiendo
gustado una vez la carne humana, rechazan todo otro alimento y
sólo quieren devorar hombres.
De este modo, haciendo los más poderosos de sus fuerzas o
los más miserables de sus necesidades una especie de derecho
al bien ajeno, equivalente, según ellos, al de propiedad, la
igualdad deshecha fue seguida del más espantoso desorden; de
este modo, las usurpaciones de los ricos, las depredaciones de
los pobres, las pasiones desenfrenadas de todos, ahogando la
piedad natural y la voz todavía débil de la justicia, hicieron a los
hombres avaros, ambiciosos y malvados. Entre el derecho del
más fuerte y el del primer ocupante alzábase un perpetuo
conflicto, que no se terminaba sino por combates y crímenes. La
naciente sociedad cedió la plaza al más horrible estado de
guerra; el género humano, envilecido y desolado, no pudiendo
volver sobre sus pasos ni renunciar a las desgraciadas
adquisiciones que había hecho, y no trabajando sino en su
vilipendio, por el abuso de las facultades que le honran, se puso a
sí mismo en vísperas de su ruina.
 
J. J. ROUSSEAU: Discurso sobre el origen de la desigualdad
entre los hombres (1754).

EL ORIGEN DE LA SOCIEDAD 14.10

Desprovisto de razones verdaderas para justificarse y de la


fuerza suficiente para defenderse; venciendo fácilmente a un
particular, pero vencido él mismo por cuadrillas de bandidos; solo
contra todos, y no pudiendo a causa de sus mutuas rivalidades,
unirse a sus iguales contra los enemigos unidos por el ansia
común del pillaje, el rico, apremiado por la necesidad, concibió al
fin el proyecto más premeditado que haya nacido jamás en el
espíritu humano: emplear en su provecho las mismas fuerzas de
quienes le atacaban, hacer de sus enemigos sus defensores,
inspirarles otras máximas y darles otras instituciones que fueran
para él tan favorables como adverso érale el derecho natural.
Con este fin, después de exponer a sus vecinos el horror de
una situación que los armaba a todos contra todos, que hacía tan
onerosa sus propiedades como sus necesidades, y en la cual
nadie podía hallar seguridad ni en la pobreza ni en la riqueza,
inventó fácilmente especiosas razones para conducirlos al fin que
se proponía. “Unámonos —les dijo— para proteger a los débiles
contra la opresión, contener a los ambiciosos y asegurar a cada
uno la posesión de lo que le pertenece; hagamos reglamentos de
justicia y de paz que todos estén obligados a observar, que no
hagan excepción de nadie y que reparen en cierto modo los
caprichos de la fortuna sometiendo igualmente al poderoso y al
débil a deberes recíprocos. En una palabra: en lugar de volver
nuestras fuerzas contra nosotros mismos, concentrémoslas en un
poder supremo que nos gobierne con sabias leyes, que proteja y
defienda a todos los miembros de la asociación, rechace a los
enemigos comunes y nos mantenga en eterna concordia”.
Mucho menos que la equivalencia de este discurso fue
preciso para decidir a los hombres toscos, fáciles de seducir, que,
por otra parte, tenían demasiadas cuestiones entre ellos para
poder prescindir de árbitros, y demasiada avaricia y ambición
para poderse pasar sin amos. Todos corrieron al encuentro de
sus cadenas creyendo asegurar su libertad, pues, con bastante
inteligencia para comprender las ventajas de una institución
política, carecían de la experiencia necesaria para prevenir sus
peligros; los más capaces de prever los abusos eran
precisamente los que esperaban aprovecharse de ellos, y los
mismos sabios vieron que era preciso resolverse a sacrificar una
parte de su libertad para conservar la otra, del mismo modo que
un herido se deja cortar un brazo para salvar el resto del cuerpo.
Tal fue o debió de ser el origen de la sociedad y de las leyes,
que dieron nuevas trabas al débil y nuevas fuerzas al rico,
aniquilaron para siempre la libertad natural, fijaron para todo el
tiempo la ley de la propiedad, y de la desigualdad, hicieron de
una astuta usurpación un derecho irrevocable, y, para provecho
de unos cuantos ambiciosos, sujetaron a todo el género humano
al trabajo, a la servidumbre y a la miseria. Fácilmente se ve cómo
el establecimiento de una sola sociedad hizo indispensable el de
todas las demás, y de qué manera, para hacer frente a fuerzas
unidas fue necesario unirse a la vez. Las sociedades,
multiplicándose o extendiéndose rápidamente, cubrieron bien
pronto toda la superficie de la tierra, y ya no fue posible hallar un
solo rincón en el universo donde se pudiera evadir el yugo y
sustraer la cabeza al filo de la espada, con frecuencia mal
manejada, que cada hombre vio perpetuamente suspendida
encima de su cabeza.
 
J. J. ROUSSEAU: Discurso sobre el origen de la desigualdad
entre los hombres (1754).

EL CONTRATO SOCIAL 14.11

Supongo a los hombres llegados a ese punto en que los


obstáculos que se oponen a su conservación en el estado natural
vencen por su resistencia a las fuerzas que cada individuo puede
emplear para mantenerse en ese estado. Entonces, ese estado
primitivo ya no puede subsistir, y el género humano perecería si
no cambiara su manera de ser.
Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas
fuerzas, sino solamente aunar y dirigir las que ya existen, no les
queda otro medio, para subsistir, que formar por agregación una
suma de fuerzas que pueda superar la resistencia, ponerlas en
juego mediante un solo móvil y hacerlas actuar de consuno.
Esta suma de fuerzas no puede nacer más que del concurso
de varios; pero como la fuerza y la libertad de cada hombre son
los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo los
comprometerá sin perjudicarse y sin descuidar las atenciones que
se debe a sí mismo? Esta dificultad aplicada a mi tema puede
enunciarse en estos términos:
Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con
toda la fuerza común a la persona y los bienes de cada asociado,
y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca sin
embargo más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes.
Tal es el problema fundamental, cuya solución da el contrato
social.
Las cláusulas de este contrato están de tal modo
determinadas por la naturaleza del acto, que la menor
modificación las haría vanas y de nulo efecto; de suerte que,
aunque no hayan sido acaso nunca formalmente enunciadas, son
en todas partes las mismas, en todas partes tácitamente
admitidas y reconocidas; hasta que, violado el pacto social, cada
uno vuelve a sus primeros derechos y recupera su libertad
natural, perdiendo la libertad convencional por la que renunció a
aquélla.
Estas cláusulas, bien entendidas, se reducen todas a una
sola: la enajenación total de cada asociado con todos sus
derechos a toda la comunidad. Pues, en primer lugar, dándose
cada uno todo entero, la condición es igual para todos, y siendo
igual para todos, ninguno tiene interés en hacerla onerosa para
los demás.
Por otra parte, dándose cada uno sin reserva, la unión es todo
lo perfecta que puede ser y ningún asociado tiene ya nada que
reclamar. Pues si les quedarán algunos derechos a los
particulares, como no habría ningún superior común que pudiera
fallar entre ellos y el público, siendo cada cual su propio juez
pretendería enseguida serlo en todo, subsistiría el estado de
naturaleza y la asociación llegaría a ser necesariamente tiránica o
inútil.
En fin, como dándose cada uno a todos no se da a nadie, y
como no hay un asociado sobre el cual no se adquiera el mismo
derecho que a él se le cede sobre uno mismo, se gana el
equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar
lo que se tiene.
De suerte que si se aparta del pacto social lo que no es de
esencia, resultará que se reduce a los términos siguientes: Cada
uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo
la suprema dirección general; y recibimos en corporación a cada
miembro como parte indivisible del todo.
En el mismo instante, en lugar de la persona particular de
cada contratante, este acto de asociación produce un cuerpo
moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos
tiene la asamblea, el cual recibe de ese mismo acto su unidad, su
yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que se
forma así, por la unión de todas las demás, tomaba en otro
tiempo el nombre de Ciudad, y toma ahora el de República o el
de corporación política, la cual es llamada por sus miembros
Estado cuando es pasiva, Soberano cuando es activa, Poder
comparándola con sus semejantes. En cuanto a las asociaciones,
toman colectivamente el nombre de Pueblo, y se llaman en
particular Ciudadanos como participantes en la autoridad
soberana, y Súbditos como sometidos a las leyes del Estado.
Pero estos términos suelen confundirse y tomarse uno por otro;
basta saber distinguirlos cuando son empleados en toda su
precisión.
 
J. J. ROUSSEAU: El Contrato Social (1762).

LA VOLUNTAD GENERAL 14.12

Este tránsito del estado de naturaleza al estado civil, produce


en el hombre un cambio muy importante, sustituyendo en su
conducta el instinto por la justicia y dando a sus acciones el
carácter moral que antes les faltaba. Sólo entonces, cuando la
voz del deber sucede al impulso físico y el derecho al apetito, el
hombre que hasta ahora no había mirado más que a sí mismo, se
ve obligado a obrar con arreglo a otros principios y a consultar a
su razón antes de escuchar a sus inclinaciones. Aunque se prive
en este estado de varias ventajas que le ofrece la Naturaleza,
gana otras igualmente grandes: sus facultades se ejercitan y se
desarrollan, sus ideas se amplían, sus sentimientos se
ennoblecen, toda su alma se eleva hasta tal punto, que si los
abusos de esta nueva condición no le degradaran a menudo por
debajo de aquella de que salió, debería bendecir constantemente
el dichoso momento que le sacó de ella para siempre y que, de
un animal estúpido y limitado, hizo un ser inteligente y un hombre.
Reduzcamos todo este balance a términos fáciles de
comparar. Lo que el hombre pierde por el contrato social es su
libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo que le lienta y
puede alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de
todo lo que posee. Para no engañarse en estas compensaciones,
hay que distinguir bien la libertad natural, que no tiene otros
límites que las fuerzas del individuo, de la libertad civil que está
limitada por la voluntad general, y la posesión, que no es más
que el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante de la
propiedad, que sólo puede fundarse en un título positivo.
Además de lo que precede, se podría añadir a la adquisición
del estado civil la libertad moral, única que hace al hombre
verdaderamente dueño de sí mismo; pues el impulso del simple
apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que uno se ha
prescrito es libertad. Pero ya he dicho demasiado sobre este
concepto, y el sentido filosófico de la palabra libertad cae fuera de
mi tema.
 
J. J. ROUSSEAU: El Contrato Social (1762).

EL SUFRAGIO 14.13

¿Puede errar la voluntad general?


De lo que precede se deduce que la voluntad general es
siempre recta y tiende siempre a la utilidad pública: pero no se
deduce que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la
misma rectitud. Se quiere siempre su propio bien, pero no
siempre se ve cuál es ese bien. Al pueblo no se le corrompe
nunca, pero con frecuencia se le engaña, y es sólo entonces
cuando parece que quiere lo que está mal.
Muchas veces hay diferencia entre voluntad de todos y la
voluntad general; ésta se refiere sólo al interés común, la otra al
interés privado, y no es más que una suma de voluntades
particulares: pero quitad de esas mismas voluntades los más y
los menos que se destruyen entre sí y queda como suma de las
diferencias la voluntad general.
Si, cuando delibera el pueblo suficientemente informado, no
tuvieran los ciudadanos ninguna comunicación entre ellos, del
gran número de pequeñas diferencias resultaría siempre la
voluntad general, y la deliberación sería siempre buena. Pero
cuando se forman facciones, asociaciones parciales a expensas
de la grande, la voluntad de cada una de esas asociaciones
resulta general en relación a sus miembros, y particular en
relación al Estado. Entonces puede decirse que no hay tantos
votantes como hombres, sino solamente tantos como asociados.
Las diferencias se hacen menos numerosas y dan un resultado
menos general. En fin, cuando una de esas asociaciones es tan
grande que domina a todas las demás, ya no tenemos como
resultado una suma de las pequeñas diferencias, sino una
diferencia única; entonces ya no hay voluntad general, y la
opinión que triunfa no es más que una opinión particular.
De modo que, para tener el verdadero enunciado de la
voluntad general importa que no haya sociedad particular dentro
del Estado, y que cada ciudadano opine sólo por sí mismo. Tal
fue la única y sublime institución del gran Licurgo. Que si hay
asociaciones parciales, es preciso multiplicar su número y evitar
su desigualdad, como hicieron Solón, Numa y Servio. Estas
precauciones son las únicas buenas para que la voluntad general
sea siempre esclarecida y para que el pueblo no se engañe.
 
J. J. ROUSSEAU: El Contrato Social (1762)
Capítulo 15

LA REVOLUCIÓN

LIBERAL-BURGUESA

E L último cuarto del siglo XVIII puso de manifiesto la


incapacidad del Despotismo ilustrado para superar las
contradicciones existentes en el seno del Antiguo Régimen
(desnivel entre gastos, crecientes por las nuevas
obligaciones estatales, e ingresos estables, debido al
mantenimiento de las exenciones de los más ricos, que lleva
a las monarquías a la bancarrota; disparidad entre las
capacidades burguesas y su limitado papel social y político,
causante de un sentimiento de rebeldía contra el orden
establecido, cuya irracionalidad habían puesto de relieve los
ilustrados; distancia entre los privilegios estamentales y las
funciones que sus miembros rendían a la sociedad, etc.). El
programa de desarrollo económico fracasó, aparte la mayor
o menor capacidad de los administradores estatales, por la
insuficiencia de los recursos financieros de las coronas, que
no podían lograrlos sin hacer saltar el sistema de privilegios
en que se sustentaba la sociedad estamental. Las reformas,
pese a la brillantez de los planes, resultaron cortocircuitadas
por la falta de decisión política para llevarlas adelante, como
lo revela de manera espectacular el experimento de única
contribución de Ensenada, o las fórmulas similares
intentadas en Francia.
El fracaso de las soluciones reformistas hace que la
burguesía adopte un proyecto revolucionario para solucionar
la crisis del Antiguo Régimen [1]. La revolución es 1.º un
fenómeno político, que consiste en la alteración del orden
establecido y dado que el orden es la forma en que se
expresa el poder, es decir, la voluntad de un individuo o
grupo capaz de imponerse a los demás, la revolución
consistirá en sustituir esta voluntad por otra, o lo que es lo
mismo, en crear un nuevo orden, del que se derivará un
nuevo derecho de los súbditos;
2.º un cambio social, que lleva a configurar la sociedad
sobre la base de nuevos supuestos conceptuales o
ideológicos.
Se requiere la existencia de ambos elementos para que
exista una revolución y entre ellos se establece una relación
de medio a fin: en otras palabras, el revolucionario, al menos
el auténtico, conquista el poder para cambiar la estructura de
la sociedad.
La fase política de la revolución plantea tres cuestiones
ineludibles:
1.º lograr sustituir la anterior voluntad gobernante por otra
(conquista del poder);
2.º señalar unos límites al ejercicio de la propia voluntad,
haciendo surgir, de resultas de esta decisión, un derecho de
los gobernados a hacer cuanto no esté prohibido por el
poder, por cuanto poder y derecho son las dos caras de una
única realidad: la voluntad gobernante;
3.º normalizar el ejercicio del poder, es decir, crear un
régimen de gobierno cuyos objetivos fundamentales son de
una parte garantizar la conservación del poder conquistado
y, de otra, crear órganos que sirvan de cauce a la voluntad
que se ha adueñado del poder.
De estos tres momentos, el primero es el de mayor
violencia por cuanto ha de vencer la resistencia que los
anteriores titulares ofrecen a ser desplazados, resistencia
que puede extenderse a lo largo de decenios con
alternativas varias antes de que se llegue a la definitiva
victoria. Tal será el caso de la burguesía revolucionaria que
no se impondrá hasta la década de los treinta tras casi
medio siglo de constante lucha.
La denominación política del poder es la soberanía y el
problema consiste en trasladarla de manos del rey a las de
la burguesía, pretensión que se logrará a través de la
atribución de la soberanía al pueblo (soberanía nacional), un
pueblo formado por ciudadanos, es decir por individuos,
titulares de un originario poder soberano en la medida en
que se abstrae de toda contingencia para ver en él un
espíritu regido por la razón, aun cuando este mismo
individuo considerado en cuanto persona concreta no es
soberano sino súbdito [2].
La soberanía nacional, fuerza impersonal desvinculada
de toda voluntad particular de individuos concretos, exige el
recurso a un sistema representativo que haga viable la
expresión de la voluntad general a través del establecimiento
de un régimen parlamentario [3]. El modo de designar a los
diputados tendrá una importancia decisiva en el Estado
liberal, por cuanto bajo la apariencia del equilibrio de
poderes los sistemas liberales establecen la supremacía del
legislativo. Una vez eliminados los representantes de los
estamentos privilegiados mediante el establecimiento de un
sistema de representación proporcional a la población [4], la
burguesía desplaza a través de un sistema de sufragio
restringido a la mayoría de no propietarios para establecer
no el gobierno de los más sino el de los «mejores», es decir
de los más ricos [5]. De hecho el sistema representativo
tiende a favorecer la aparición de una voluntad colectiva en
que se borren las particulares aspiraciones de los individuos.
Por esta causa se afirmará la completa independencia del
representante frente a sus electores (representación libre
frente a la vinculada de los procuradores medievales), por
cuanto se considera dispone durante el tiempo de su
mandato de una parte de la voluntad general y no de la
voluntad de una parte del pueblo [6]. El liberalismo
doctrinario francés y el español, que en él se inspira,
establecerán en consecuencia el sufragio censitario; en
Estados Unidos se logrará el mismo objetivo a través de la
representación en las cámaras, no de los individuos, sino de
los Estados de la Unión, y en Inglaterra a través de fórmulas
totalmente empíricas y en ningún caso equitativas. De aquí
la secular lucha política hasta conseguir una ampliación del
régimen electoral, fórmula programática de los movimiento
democráticos, cuya fundamental aspiración será el
establecimiento del sufragio universal, que no se alcanzará
hasta finales del XIX o comienzos del XX [7], sin que cesen
por ello de actuar las diversas fórmulas de encuadramiento
del elector.
Dueña del poder, merced al control de la voluntad
general que le ofrece el régimen electoral, la burguesía
señala un estrecho límite a la soberanía merced al
reconocimiento, de los derechos naturales del individuo:
libertad, seguridad y propiedad, dentro de un régimen de
igualdad ante la ley, que según hemos visto sólo atañe al
individuo en cuanto súbdito, dadas las diferencias que
separan a los ciudadanos de los que no lo son [8].
Finalmente la burguesía ha de resolver el problema de la
conservación del poder frente a los eventuales ataques de
los privilegiados, a los que ha desplazado, o de los no
propietarios, a los que ha dejado sin ninguna participación
en las decisiones políticas. Para lograrlo, el liberalismo
triunfante establecerá un triple sistema de garantías:
jurídicas como la exigencia del juramento de la Constitución
en los monarcas y de la fidelidad al régimen en los
funcionarios [9], políticas a través de un sistema
constitucional de división de poderes que hace responsable
el ejecutivo ante las cámaras [10], militares mediante el
establecimiento en los casos en que parecía preciso de un
ejército interior —gardes nationales, milicia nacional—
destinado a defender la integridad del régimen constitucional
[11].
El problema de la conservación influye decisivamente en
la normalización del poder, es decir en el establecimiento de
un conjunto de instituciones y mecanismos que impongan la
voluntad del grupo dominante e impidan su sustitución. El
conjunto de tales disposiciones deja a la libertad individual
un campo tanto más amplio cuanto mayor sea el acuerdo de
base en relación al sistema social que lo sustenta. Es
altamente significativo el hecho de que las leyes reguladoras
de los derechos individuales (prensa, reunión, asociación,
etc.), se creen con posterioridad cronológica y partiendo de
una situación teórica en que la falta de normas positivas
implicaba una total libertad en el individuo [12].
La burguesía, luego de alcanzar el poder político, lleva a
cabo la segunda fase de la revolución al sustituir la vieja
sociedad estamental basada en el privilegio, por la nueva
sociedad clasista cuyo principio ordenador es la riqueza
considerada como la objetivación más precisa de las
capacidades individuales siempre que se den determinadas
condiciones, que a los ojos de los teóricos del liberalismo
son suficientes para decantar a través de la competencia
individual, a los más aptos, que serán precisamente los que,
al obedecer un impulso natural hacia la felicidad, alcanzan
su expresión externa que es la riqueza.
El ciudadano titular de derechos políticos impone
determinadas normas a la competencia económica para que
el orden social que se produzca pueda justificarse como
legítimo por ser un auténtico gobierno de los mejores. Los
principios que han de regular la actividad humana son:
igualdad, libertad, propiedad y seguridad y cada uno de ellos
ofrece una doble vertiente social y política. Así la igualdad
significará por una parte igualdad de posibilidades legales,
aunque no económicas, para recibir educación, desempeñar
cargos públicos e incluso contraer matrimonio sin que
ninguna limitación legal beneficie a un grupo de
privilegiados, en tanto por otra será el reconocimiento de una
común condición de los ciudadanos ante la ley lo que
impondrá la desaparición de los fueros privilegiados, tanto
personales como regionales [13]. La libertad significará tanto
el derecho a trabajar sin sometimiento a normas gremiales,
como el de contratar el trabajo de otros individuos con entera
libertad en los términos del convenio [14], y en el terreno
político tendrá su más caracterizada expresión en la libertad
de expresión, reducida en virtud de los medios de
comunicación de la época a la libertad de imprenta.
Finalmente la propiedad, medida de la capacidad individual,
habrá de ajustarse a las condiciones generales de la
competencia por lo que habrá de ser libre, es decir, no
excluida por disposiciones positivas del mercado, personal
en cuanto su titular deberá ser siempre un individuo que no
reconocerá limitación alguna a un derecho, que se declara
absoluto, anterior y superior a ninguna norma positiva hasta
el punto de definirlo «sagrado e inviolable». La propiedad
determina además, según vimos, la participación del
individuo en la vida política, al hacer de él un ciudadano en
España o un elector en Francia, es decir, un miembro del
grupo que por razón de sus intereses se atribuye en
exclusiva la capacidad de decidir acerca de los destinos de
la colectividad.
Textos 15

EL PROGRAMA REVOLUCIONARIO 15.1

Cuando en el curso de los acontecimientos humanos, se hace


necesario a un pueblo disolver los lazos políticos que le han
ligado a otro, y asumir, entre todos los poderes de la tierra, la
situación de independencia e igualdad a que las leyes de la
naturaleza y el Dios de la naturaleza lo reclama, el mínimo
respeto a las opiniones de la humanidad exige que declare las
causas que lo han impelido a la separación.
Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los
hombres son creados en la igualdad, y dotados por su Creador
de ciertos derechos inalienables entre los que se encuentran la
vida, la libertad y el derecho a la felicidad. Que, para asegurar
estos derechos, los hombres crean gobiernos que derivan sus
justos poderes del consentimiento de los gobernados. Que
cualquier otra forma de gobierno que atente a estos fines puede
el pueblo alterarla o aboliría para instituir un nuevo gobierno, que
tenga su fundamento en tales principios y organice sus poderes
de tal forma, que parezca más seguro alcanzar mediante él la
seguridad y la felicidad. La prudencia, en verdad, enseña que los
gobiernos largamente establecidos no pueden cambiarse por
causas ligeras y transitorias, y de acuerdo con esto, la
experiencia ha mostrado que la humanidad está más dispuesta a
sufrir mientras los males sean sufribles, que a hacerse justicia a
sí misma, mediante la abolición de las formas a la que está
acostumbrada. Pero cuando una larga serie de abusos y
usurpaciones, persiguiendo invariablemente el mismo objetivo,
hace patente un designio de reducirla bajo el despotismo más
absoluto, es su derecho, es su deber, arrojar de sí tal gobierno y
proporcionarse nuevas leyes para su seguridad futura. Tal ha sido
el sufrimiento paciente de estas colonias; y tal es ahora la
necesidad que las obliga a alterar sus antiguos sistemas de
gobierno. La historia del actual rey de Gran Bretaña es una
historia tic repetidas injurias y usurpaciones que tienen todas
como directo objetivo el establecimiento de una tiranía absoluta
sobre estos Estados. Para probar esto, expondremos los hechos
a un mundo que los ignora. (…)
En cada etapa de esta creciente opresión, hemos reclamado
en los términos más humildes: nuestras repetidas peticiones han
sido contestadas por una injuria redoblada. Un príncipe cuyo
carácter está así marcado por todos los actos que pueden definir
a un tirano, es indigno de ser gobernante de un pueblo libre.
No hemos dejado de llamar la atención a nuestros hermanos
británicos. De vez en cuando, les hemos prevenido de los
intentos que hacía su parlamento para extender sobre nosotros
una jurisdicción injustificable. Les hemos recordado las
circunstancias de nuestra emigración y nuestro establecimiento
aquí. Hemos apelado a su nativo sentido de justicia y
magnanimidad, y les hemos conjurado por los lazos de nuestro
común parentesco a repudiar estas usurpaciones que,
inevitablemente, interrumpían nuestros contactos y
correspondencia. También ellos han sido sordos a la justicia y a la
consanguinidad. Debemos, por tanto, consentir en la necesidad,
que denuncia nuestra separación y considerarlos, como al resto
de la humanidad, enemigos en la guerra y en la paz amigos.
Nosotros, por tanto, representantes de los Estados Unidos de
América reunidos en congreso general, apelando al supremo
Juez del mundo de la rectitud de nuestras intenciones, en el
nombre y por autoridad del pueblo de estas Colonias,
solemnemente publicamos y declaramos, que estas Colonias
unidas son, y de derecho deben ser, Estados libres e
independientes; que se consideran libres de toda unión a la
corona británica, y que toda conexión política entre ellas y el
Estado de la Gran Bretaña es y debe ser totalmente disuelta; y
que, como Estados libres e independientes, tienen pleno derecho
a declarar la guerra, concluir la paz, contraer alianzas, establecer
comercio, y hacer todos los otros actos y cosas que los Estados
independientemente pueden hacer por derecho. Y, para ayuda de
esta declaración, con una firme confianza en la protección de la
divina Providencia, empeñamos mutuamente nuestras vidas,
nuestras fortunas, nuestro honor.
 
Declaración de Independencia de los EE. UU. de América
(1776).
 
El plan de este escrito es muy simple. Nos planteamos tres
preguntas:
1.º ¿Qué es el Estado llano? Todo.
2.º ¿Qué ha sido hasta el presente en el orden político? Nada.
3.º ¿Qué pide? Llegar a ser algo.
¿Quién osaría decir que el Estado llano no contiene en sí todo
lo necesario para formar una nación completa? Es un hombre
fuerte y robusto que tiene aún un brazo encadenado. Si se hiciera
desaparecer el orden privilegiado, la nación no sería menos, sino
más. Y ¿qué es el Estado llano? Todo, pero un todo trabado y
oprimido. ¿Y qué sería sin el orden privilegiado? Todo, pero un
todo libre y floreciente. Nada puede funcionar sin él, todo andaría
infinitamente mejor sin los demás. No basta haber mostrado que
los privilegiados, lejos de ser útiles a la nación, no pueden sino
debilitarla y dañarla. Es menester probar aún que el orden noble
no entra en la organización social; que puede ciertamente ser una
carga para la nación, pero que no sabría formar una parte de ella.
En primer lugar no es posible, entre el número de todas las partes
elementales de una nación, hallar lugar para situar la casta de los
nobles. Bien sé que hay individuos en gran número cuyas
enfermedades, su incapacidad, una pereza incurable, o el
torrente de malas costumbres, los hacen ajenos para los trabajos
de la sociedad. La excepción y el abuso están por doquier junto a
la regla y sobre todo en un vasto imperio. Pero tendremos que
convenir en que mientras menos abusos existan de este tipo,
tanto más ordenado estará el Estado. El peor ordenado de todos
sería aquel en que no solamente unos particulares aislados, sino
toda una clase entera de ciudadanos tendrían como timbre de
gloria el permanecer inmóviles en medio del movimiento general,
y consumiendo la parte mejor del producto, sin haber contribuido
en nada a su creación. Una clase así es seguramente ajena a la
nación por su ociosidad.
El orden noble no es menos ajeno entre nosotros, por sus
prerrogativas civiles y públicas.
¿Qué es una nación? Un cuerpo de asociados que viven bajo
una ley común y representados por la misma legislatura.
¿No es evidente que la nobleza tiene privilegios, dispensas,
incluso derechos separados de los del gran cuerpo de
ciudadanos? Por esto mismo sale de la ley común, y por ello sus
derechos civiles lo constituyen en pueblo aparte dentro de la gran
nación. Verdaderamente es un imperium in imperio.
Respecto a sus derechos políticos, también los ejerce
separadamente. Tiene sus representantes que no están
encargados en absoluto por procuración de los pueblos. El
cuerpo de sus diputados se reúne aparte. Pero aun cuando se
reuniera en una misma sala con los diputados de los simples
ciudadanos, no es menos verdad que su representación es
distinta por esencia y separada. Es ajena a la nación por
principio, puesto que su misión no emana del pueblo, y por su
objeto, puesto que consiste en defender no el interés general,
sino el particular.
El Estado llano abarca todo lo que pertenece a la nación y
todo lo que no es el Estado llano no puede contemplarse como
representante de la nación. ¿Qué es el Estado llano? Todo.
 
E. J. SIEYÈS: ¿Qué es el Estado llano? (1789)

LA SOBERANÍA NACIONAL 15.2

El hombre en su primitivo estado de naturaleza no podía


conservarse ni defenderse de los enemigos que tenía; le fue
forzoso implorar las fuerzas de sus semejantes. Como no podía
engendrar nuevas fuerzas, sino solamente unir y dirigir las que
tenía, no tuvo otro remedio para conservarse que formar por
compañías una suma de fuerzas capaz de resistir, poniéndolas
bajo la dirección de un jefe que las hiciese obrar de concierto.
Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de
muchos, pero la fuerza y libertad de cada uno son los primeros
fundamentos de su conservación. ¿Y cómo se obligará al hombre
sin perjudicarse y sin despreciar los cuidados que se debe a sí
mismo? Esta dificultad me hace proponer el fundamento de la
Sociedad.
El hombre buscó una reunión de sus semejantes que le
defendiesen y guardasen de toda fuerza extraña su persona y
bienes, en la cual cada individuo se unió a todos, no obedeciendo
más que a sí mismo y quedando tan libre como antes.
Las cláusulas de este contrato están determinadas por la
naturaleza del acto; la mínima modificación lo hace vano y de
ningún efecto, y aunque no hayan sido formalmente anunciadas,
son para todos las mismas y para todos tácitamente admitidas y
reconocidas; hasta que el pacto social siendo violado, cada uno
entre en sus primitivos derechos, recobrando su libertad natural y
perdiendo la convencional.
Estas cláusulas bien entendidas se reducen a una sola, que
es depositar o entregar cada asociado todos sus bienes y fuerzas
en la sociedad. Haciendo cada uno entrega de todo lo suyo, la
condición es igual y ninguno tendrá interés en gravar al otro, pero
si reservan algunos intereses particulares no teniendo ningún
superior común que pueda pronunciar entre ellos y el pueblo,
cada uno siendo su propio juez, pretenderá muy pronto serlo de
todos, el estado de naturaleza subsistirá, pero la asociación,
presto vendrá a ser tiránica y vana.
En fin, cada uno entregándose a todos no se entrega a
ninguno, y como no habrá ningún asociado sobre el cual no
adquiera el mismo derecho que ha cedido, gana un equivalente
de lo que pierde y a más la fuerza para conservarse, que no
tenía.
Sin separarme del fundamento de la sociedad y sin conocer
más que su esencia, se reduce a los términos siguientes: “Cada
uno pone en común su persona, bienes y fuerza, bajo la suprema
dirección de la voluntad general, para recibir en cuerpo su
seguridad y felicidad”.
Al instante, en lugar de la persona particular de cada
contratante, este acto de asociación produce un cuerpo moral y
colectivo compuesto de muchos miembros, del cual las Juntas o
Cortes tienen la voz y ellas reciben de esta unidad su vida y
voluntad. Esta persona pública, que se forma por la unión de
todos los otros, tomó antes el nombre de ciudad, manteniendo el
de cuerpo político, el cual se llama por sus miembros Estado,
cuando es pasivo; Soberano, cuando activo; Poderoso, en
comparación de sus semejantes. En atención a los asociados
tomaron el nombre colectivo de Pueblo, y en particular,
ciudadanos, como participantes de la autoridad soberana, y
súbditos como sometidos a la ley del Estado.
Por esta fórmula de asociación se ve que contiene un vínculo
recíproco del público con los particulares y que cada individuo
contratando, digámoslo así, consigo mismo se halla ligado con
una doble obligación: esto es, como miembro del Estado con el
soberano y como soberano con los particulares. No se puede
aplicar aquí la máxima del derecho civil, que ninguno está tenido
a las obligaciones contratadas consigo mismo, porque hay mucha
diferencia entre obligarse a sí o para con un todo en que hace
parte.
Luego que esta multitud está reunida en un cuerpo, no se
puede ofender a uno de sus miembros sin ofender al cuerpo, y
menos ofender al cuerpo sin que los miembros se resientan. Así
las dos partes contratantes quedan obligadas por el interés y el
deber a ayudarse mutuamente y los mismos hombres deben
buscarse y reunirse bajo esta doble obligación y proporcionarse
todos los auxilios que puedan.
El soberano, siendo formado de los particulares que le
componen, no tendrá ni podrá tener otro interés contrario al suyo;
por consiguiente, la potestad soberana no tiene necesidad de
garantirse con sus súbditos, pues parece imposible que el cuerpo
quiera perjudicar a sus miembros ni a ninguno en particular.
Mas no considerándose el soberano bastante seguro con los
súbditos no puede responder de sus obligaciones al interés
común, si no encuentra los medios de asegurarse de su fidelidad.
En efecto, cada individuo puede como hombre tener una
voluntad particular contraria o desemejante a la voluntad general
que tiene como ciudadano. Su interés particular puede hacerle
obrar de diferente modo que el interés común; su existencia
particular, natural e independiente puede hacerle mirar lo que
debe a la causa común como una contribución gratuita, cuya
pérdida sería menos dañosa a los otros que gravoso el pago para
él. Y mirando la persona moral que constituye el Estado como un
ser de razón, parece que dejaría de ser hombre el que quisiese
gozar los derechos de ciudadano sin llenar los de súbdito, sería
una injusticia que su progreso causare la ruina del Estado o
cuerpo político.
A fin de que el pacto social no sea una vana formalidad,
contiene tácitamente las obligaciones que dan la fuerza a los
otros individuos o gobierno, de forma que cualquiera que rehúse
obedecer a la voluntad general será obligado por todo el cuerpo,
aunque no sea más que para significarle que ya no es
enteramente libre. Tal es la condición que presta cada ciudadano
a la patria, condición que hace el artificio y el juego de la máquina
política y que sola hace legítimos los contratos civiles, los
gobiernos que elija la nación, y sin estas condiciones son
absurdos y tiránicos, y sujetos a los más enormes abusos.
Bajo de estos fundamentos, el rey no puede ser más que el
jefe superior de esta asociación, bajo la dirección de la voluntad
general de la nación quien la defienda y proteja de cualquier mal
que la sobrevenga, en la inteligencia que si sus operaciones no
son dirigidas con este objeto, no estarán los súbditos obligados a
prestarle la subordinación, y los vínculos que los unen se
disolverán.
 
Consulta al País. ANTONIO PANADERO (1809), apud M. ARTOLA:
Los orígenes de la España contemporánea.
 
La soberanía es una, indivisible, inalienable e imprescriptible.
Pertenece a la Nación y ninguna parte del pueblo, ni ningún
individuo pueden atribuirse el ejercicio de la misma (Constitución
francesa de 1791, tit. III a. 1).
La República francesa es una e indivisible.
La universalidad de los ciudadanos franceses es el soberano.
(Constitución francesa del año III).
La Nación española es la reunión de todos los españoles de
ambos hemisferios.
La Nación española es libre e independiente y no es ni puede
ser patrimonio de ninguna familia ni persona.
La soberanía reside esencialmente en la Nación y por lo
mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer
sus leyes fundamentales (Constitución de Cádiz de 1812).
La soberanía reside en la universalidad de los ciudadanos
franceses. Es inalienable e imprescriptible (Constitución francesa
de 1848).
La soberanía reside esencialmente en la Nación, de la cual
emanan todos los poderes. (Constitución española de 1869).

EL RÉGIMEN REPRESENTATIVO 15.3

Libres e iguales por naturaleza todos los hombres, no hay


entre ellos otra potestad natural que la paterna, y ésta limitada
por la naturaleza misma a la exigencia de las necesidades y
utilidades físicas y morales de la familia. Si reunidas muchas
familias para gozar de los bienes que proporciona la sociedad
civil, se trata de establecer un gobierno sin el cual no puede
subsistir, como ninguno de los que la componen tiene por la
naturaleza el derecho de gobernar a los que ella ha hecho sus
iguales, es absolutamente necesaria en justicia una convención
de todas o la mayor parte de los cabezas de familia, para
establecer en favor de alguno o algunos la potestad de
gobernarlos a todos bajo las reglas que por la misma convención
se prescriban. No teniendo, pues, el jefe o jefes electos más
potestad que la que esta convención y estas reglas le señalen, es
evidente que excediéndose de ellas obrarán sin potestad o, como
se dice, de hecho y contra derecho. Es muy posible que,
engreídos con aquélla, intenten emplearla en oprimir a los
mismos que se la concedieron para que los hicieran felices, y
también lo es que éstos, en su convención y en el
establecimiento de sus reglas o pactos, cometan algunos errores
que no conozcan hasta que la experiencia se los muestre. Podrán
ser tan ruinosos y en tanto número los desaciertos, que no
puedan enmendarse sino formando de nuevo la Constitución. En
el primer caso no puede negarse a la sociedad de nuestra
hipótesis el derecho de hacer observar a toda costa su
convención, y en el segando no pueda negársele el de enmendar
sus errores, luego que los advierta, o el de formarse una nueva
Constitución si la anterior no es susceptible de enmiendas
parciales.
 
Consulta al País. JUNTA DE TRUJILLO (1810).
 
La Nación de la que proceden en exclusiva todos los poderes
no puede ejercerlos sino es por delegación. La Constitución
francesa es representativa: los representantes son el Cuerpo
legislativo y el Rey. (Constitución francesa de 1791).
Las Cortes son la reunión de todos los diputados que
representan la nación nombrados por los ciudadanos en la forma
que se dirá. (Constitución de Cádiz de 1812).

LA NORMA ELECTORAL 15.4


La representación debe ser por todas las clases: el clero, la
grandeza, la nobleza y el pueblo tienen igual voluntad y derecho;
todos deben, pues, concurrir representados en los Estados que
se llaman y son generales. De otra suerte, ni lo son, ni es
verdadera, ni legítima la representación nacional. Acaben para
siempre los privilegios que median en este negocio. Nadie lo
tiene, ni tenerlo puede, para expresar mi voluntad, si no se la
comunico y deposito yo. No hay en España ciudad, villa o aldea
que no tenga un representante natural, que legalmente elige cada
año su vecindario. Es, pues, incontestable el derecho de los
síndicos a elegir las personas que hayan de componer la
representación del pueblo español. Son inútiles los
representantes de privilegio, cuando los hay naturales, y sólo con
éstos se verifica la noble máxima del derecho común, a saber:
que lo que a todos toca, todos lo deben aprobar, pues es causa
común o universal. Si así lo hiciese, acaso se logre como se
desea, que no siempre sean vocales por un reino y provincia las
mismas personas, pues en ello hay grave peligro, como en que
puedan recibir premio ni gracia por haber ejercido tan decorosa
representación.
 
Consulta al País. AYUNTAMIENTO DE CÁDIZ (1809).
 
El número de representantes del Cuerpo Legislativo es de
745, en razón de los 83 departamentos de que se compone el
Reino, independientemente de aquellos que puedan concederse
a las colonias. (Constitución francesa de 1791).
a.28. La base para la representación nacional es la misma en
ambos hemisferios.
a.29. Esta base es la población compuesta de los naturales
que por ambas líneas sean originarios de los dominios españoles.
a.31. Por cada setenta mil almas de la población, compuesta
como queda dicho en el artículo 29, habrá un diputado de Cortes.
(Constitución de Cádiz de 1812).
a.21. Cada provincia nombrará un diputado a lo menos por
cada cincuenta mil almas de su población.
a.22. Los diputados se elegirán por el método directo y podrán
ser reelegidos indefinidamente (Constitución española de 1837).

EL SUFRAGIO CENSITARIO 15.5

El cuerpo de diputados nacionales en Cortes deberá formar


las leyes, celar su observancia y residir de tiempo en tiempo los
magistrados y demás encargados de su ejecución y gobierno,
que creo debe dividirse en tres poderes. El legislativo residirá en
los diputados, formados en Cortes, el judicial en los tribunales y el
ejecutivo en el rey. Esta disposición nos librará del despotismo
que hemos sufrido hasta ahora, y si el rey llega a faltar y el trono
queda vacante, quedan cortados los males de la anarquía, o más
bien no puede haberla, porque el ejercicio de la soberanía queda
en el cuerpo de los representantes de la nación. Estos deberán
ser en número de setecientos o más, ya para proporcionar
competente número de hombres sabios e instruidos en las
materias que han de tratar, ya porque el mayor número es más
difícil de corromperlo. Todos los vecinos deben tener voto para
nombrar los diputados en Cortes, pero sólo podrán ser
nombrados los que tengan los méritos y circunstancias que
prescriban la ley, por ejemplo, los que contribuyeron al Estado
con la contribución anual de mil reales vellón por sus bienes
raíces o por su industria, o la cantidad que se estime
proporcionada, o los que hayan obtenido empleos públicos o
estudiado en facultades mayores. Las Cortes se celebrarán de
dos años en dos años, y en el intermedio de unas a otras no
podrá el rey ni sus ministros establecer ley ni decreto alguno, y
cualquiera que dieren, las juntas provinciales no le darán curso
hasta que se apruebe en las Cortes generales.
 
Consulta al País. OBISPO DE BARBASTRO (1809).
 
Para formar la Asamblea Nacional Legislativa los ciudadanos
activos se reunirán cada dos años en asambleas primarias en las
ciudades y en los cantones…
Para ser ciudadano activo se requiere: haber nacido o
nacionalizarse francés, tener 25 años cumplidos, residir en la
ciudad o el cantón el tiempo fijado por la ley, pagar, en cualquier
lugar del reino, una contribución directa igual al menos al valor de
tres jornadas de trabajo y presentar el recibo, no estar en
situación de dependencia, como servidor asalariado, estar inscrito
en la municipalidad de su residencia en la relación de los
guardias nacionales, haber prestado el juramento cívico.
Las Asambleas primarias designarán electores en proporción
al número de ciudadanos activos domiciliados en la ciudad o el
cantón. Se nombrará un elector por cada cien ciudadanos
activos, presentes o no en la Asamblea. Se nombrarán dos desde
151 hasta 250 y así sucesivamente.
Nadie podrá ser designado elector si no reúne a más de las
condiciones necesarias para ser ciudadano activo, las siguientes:
en las ciudades de más de 6.000 habitantes ser propietario o
usufructuario de un patrimonio estimado en la relación de
contribuciones en una renta igual al valor local de 200 jornadas
de trabajo, o ser inquilino de una vivienda estimada en las
mismas relaciones en una renta igual al valor de 150 jornadas de
trabajo… (Constitución francesa de 1791).
 
a.34. Para la elección de los diputados de Cortes se
celebrarán juntas electorales de parroquia, de partido y de
provincia.
a.45. Para ser nombrado elector parroquial se requiere ser
ciudadano, mayor de 25 años, vecino y residente en la parroquia.
a.75. Para ser elector de partido se requiere ser ciudadano
que se halle en el ejercicio de sus derechos, mayor de 25 años y
vecino y residente en el partido, ya sea de estado seglar o del
eclesiástico secular, pudiendo recaer la elección en los
ciudadanos que componen la Junta, o en los de fuera de ella.
a.91. Para ser diputado de Cortes se requiere ser ciudadano
que esté en el ejercicio de sus derechos, mayor de 25 años y que
haya nacido en la provincia o esté avecindado en ella con
residencia a lo menos de siete años, bien sea del estado seglar, o
del eclesiástico secular; pudiendo recaer la elección en los
ciudadanos que componen la Junta o en los de fuera de ella.
a.92. Se requiere además, para ser elegido diputado de
Cortes, tener una renta anual proporcionada, procedente de
bienes propios. (Constitución de Cádiz de 1812).
Para ser diputado se requiere ser español del estado seglar,
haber cumplido 25 años de edad y poseer con un año de
antelación al día en que se empiecen las elecciones, una renta de
12.000 reales vellón procedentes de bienes raíces, o pagar
anualmente y con la misma antelación 1.000 reales vellón de
contribución directa (Ley electoral española de 1846).

LA REPRESENTACIÓN LIBRE 15.6

Los representantes nombrados por los departamentos no son


representantes de un departamento concreto sino de la totalidad
de la Nación y no se les podrá dar ningún mandamiento
(Constitución francesa de 1791).
a.40. Los senadores y diputados representarán a toda la
Nación y no exclusivamente a los electores que los nombraren.
a.41. Ningún senador ni diputado podrá admitir de sus
electores mandato alguno imperativo (Constitución española de
1869).

EL SUFRAGIO UNIVERSAL 15.7

Españoles:
La junta revolucionaria de Sevilla faltaría al primero de sus
deberes si no empezara por dirigir su voz a los habitantes todos
de esta provincia y a la nación entera, manifestándoles los
principios que se propone sustentar y defender como base de
regeneración de este desgraciado país cuyo entusiasmo no han
podido entibiar tantos siglos de tiranía, y cuya virilidad no han
podido debilitar tantos años de degradación.
1.º La consagración del sufragio universal y libre como base y
fundamento de la legitimidad de todos los poderes y única
verdadera expresión de la voluntad nacional.
Proclama de la Junta provisional revolucionaria de Sevilla
(1868).
 
apud LEIVA LARA: El cronista de la revolución, p. 26.
 
Cuando la soberanía nacional es la única fuente de donde se
han de derivar todos los poderes y todas las instituciones de un
país, el asegurar la libertad más absoluta del sufragio universal,
que es su legítima expresión y su consecuencia indeclinable,
constituye el deber más alto y de más inflexible responsabilidad
para los gobiernos que, brotando de esa misma soberanía en los
primeros instantes de la revolución, son los depositarios de la
voluntad nacional. (…)
La libertad completa y la extensión ilimitada del voto activo
traen como consecuencia forzosa la libertad absoluta y sin trabas
del voto pasivo, toda vez que sería coartar la primera el
establecer condiciones para los elegibles y el obligar al elector a
depositar su confianza en personas de condiciones
determinadas. Por eso el gobierno cree que las de elegibilidad
deben ser las mismas que las de elección… (Decreto español de
9 noviembre 1868).

DECLARACIÓN DE DERECHOS 15.8

1. Todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e


independientes, y poseen ciertos derechos inherentes a su
persona, de los que, cuando entran a formar parte de una
sociedad, no pueden ser privados por ningún convenio; a saber:
el goce de la vida y libertad y los medios de adquirir y poseer la
propiedad y de buscar y conseguir la felicidad y la seguridad.
2. Todo poder reside en el pueblo y, por consiguiente, deriva
de él; los magistrados son sus delegados y sirvientes y en
cualquier ocasión son responsables ante aquél.
3. El gobierno está o debe estar instituido para el beneficio,
protección y seguridad común del pueblo, nación o comunidad;
de las distintas formas o modos de gobierno la mejor es la que
sea capaz de producir el mayor grado de felicidad y seguridad, y
la más segura contra el peligro de la mala administración; cuando
cualquier gobierno sea inadecuado o contrario a estos propósitos,
una mayoría de la comunidad tiene un indudable, inalienable e
inquebrantable derecho a reformarlo, alterarlo o abolirlo en la
forma que se juzgue más conveniente para la seguridad pública.
4. Ningún hombre, o grupo de hombres, tiene derecho a
monopolizar o segregar emolumentos o privilegios de la
comunidad, si no es en razón de sus servicios públicos; que, al
no ser transmisibles, no tienen derecho a considerarse
hereditarios los oficios de magistrado, legislador o juez.
5. Los poderes legislativo y ejecutivo del Estado deben
separarse y distinguirse del judicial; los miembros de los dos
primeros deben mantenerse al margen de la opresión, mediante
la participación en las preocupaciones del pueblo; y en
determinados períodos, deben volver a su situación privada,
regresando al cuerpo del que originariamente salieron, y las
vacantes se cubrirán por elecciones frecuentes, justas y
regulares, en las que todos, o una parte de los miembros, sean
de nuevo elegidos o no elegidos, según las leyes lo determinen.
6. Las elecciones de miembros que actúan como
representantes del pueblo en la asamblea deben ser libres; todos
los hombres que tengan evidencia suficiente del común interés
tienen derecho al sufragio, y no se les pueden imponer impuestos
o expropiar su propiedad, sin su consentimiento o el de sus
representantes así elegidos, ni limitar mediante ninguna ley a la
que no hayan, de forma semejante, asentido en pro del bien
público.
7. Todo poder de suspensión o ejecución de leyes por
cualquier autoridad que carezca del consentimiento de los
representantes del pueblo, es injurioso a sus derechos, y no debe
ser ejercido.
8. En todo proceso criminal, cualquier hombre tiene derecho a
exigir la causa y naturaleza de su acusación, a ser enfrentado
con sus acusadores y testigos, a reclamar pruebas en su favor, y
a un juicio rápido a través de un jurado imparcial de su vecindad,
sin cuyo unánime consentimiento no puede ser juzgado culpable;
ni puede ser obligado a mostrar pruebas contra sí mismo; ningún
hombre sea privado de su libertad si no es en virtud del derecho
de la ley de la tierra o del juicio de sus iguales.
9. No debe exigirse una excesiva fianza, ni imponerse multas
cuantiosas, ni infligirse castigos crueles o no acostumbrados.
10. Se consideran gravosas y opresivas y no deben tolerarse
las órdenes de prisión generales, mediante las cuales se envía un
funcionario a investigar lugares sospechosos sin pruebas de un
hecho cometido, o a apresar personas no nombradas
concretamente, o cuyo delito no está descrito particularmente y
apoyado con prueba alguna.
11. En las controversias que se refieren a la propiedad y en
los litigios entre hombres, es preferible a cualquier otro el antiguo
juicio mediante jurado, que debe considerarse sagrado.
12. La libertad de imprenta es uno de los grandes baluartes de
la libertad y no puede ser restringida sino por gobiernos
despóticos.
13. Un ejército organizado, formado por el cuerpo de los
ciudadanos preparados para las armas, es la adecuada y natural
salvaguardia de un Estado libre; los ejércitos permanentes en
tiempo de paz deben evitarse como peligrosos para la libertad; en
todos los casos, los militares deben estar estrictamente
subordinados al poder civil y gobernados por él.
14. El pueblo tiene derecho a un gobierno uniforme y, por
tanto, ningún gobierno separado o independiente del de Virginia
puede erigirse o establecerse dentro de los límites de éste.
15. Ningún gobierno libre, ni los beneficios de la libertad,
pueden conservarse en ningún pueblo sino por una firme
adhesión a la justicia, moderación, templanza, austeridad y virtud
y mediante el frecuente recurso a los principios fundamentales.
16. La religión, es decir el deber que tenemos hacia nuestro
Creador, y la manera de realizarlo, debe orientarse
exclusivamente por la razón y la convicción no por la fuerza o la
violencia; y, por tanto, todos los hombres tienen el mismo derecho
al ejercicio libre de la religión de acuerdo a los dictados de su
conciencia; es deber mutuo de todos practicar hacia los demás la
clemencia, amor y caridad cristianas.
 
Declaración de derechos de Virginia (1776).
 
Los representantes del pueblo francés, constituidos en
Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el
desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de
las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos, han
resuelto exponer, en una declaración solemne, los derechos
naturales, inalienables y sagrados del hombre, para que esta
declaración, constantemente presente a todos los miembros del
cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y sus deberes;
para que los actos del poder legislativo y los del poder ejecutivo,
pudiendo en cada instante ser comparados con el objeto de toda
institución política, sean más respetados; para que las
reclamaciones de los ciudadanos, fundadas desde ahora sobre
principios simples e incontestables, redunden siempre en el
mantenimiento de la Constitución y en la felicidad de todos. En
consecuencia la Asamblea nacional reconoce y declara, en
presencia y bajo los auspicios del Ser supremo, los siguientes
derechos del hombre y del ciudadano.
a.1. Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en
derechos. Las distinciones sociales no pueden fundarse más que
sobre la utilidad común.
a.2. El objeto de toda asociación política es la conservación
de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos
derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la
resistencia a la opresión.
a.3. El principio de toda soberanía reside esencialmente en la
Nación. Ningún cuerpo ni individuo puede ejercer autoridad que
no emane expresamente de ella.
a.4. La libertad consiste en poder hacer todo aquello que no
dañe a un tercero; por tanto el ejercicio de los derechos naturales
de cada hombre no tiene otros límites que los que aseguren a los
demás miembros de la sociedad el disfrute de estos mismos
derechos. Estos límites no pueden ser determinados más que por
la ley.
a.5. La ley no tiene derecho de prohibir más que las acciones
nocivas a la sociedad. Todo lo que no está prohibido por la ley, no
puede ser impedido, y nadie puede ser obligado a hacer lo que
ella no ordena.
a.6. La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los
ciudadanos tienen derecho a contribuir personalmente, o por
medio de sus representantes, a su formación. La ley debe ser
idéntica para todos, tanto para proteger como para castigar.
Siendo todos los ciudadanos iguales ante sus ojos, son
igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos
públicos, según su capacidad, y sin otra distinción que la de sus
virtudes y talentos.
a.7. Ningún hombre puede ser acusado, arrestado ni detenido,
si no es en los casos determinados por la ley, y según las formas
por ella prescritas. Los que solicitan, expiden, ejecutan o hacen
ejecutar órdenes arbitrarias deben ser castigados, pero todo
ciudadano llamado o designado en virtud de la ley, debe
obedecer en el acto: su resistencia le hace culpable.
a.8. La ley no debe establecer más que penas estricta y
evidentemente necesarias, y nadie puede ser castigado más que
en virtud de una ley establecida y promulgada con anterioridad al
delito, y legalmente aplicada.
a.9. Todo hombre ha de ser tenido por inocente hasta que
haya sido declarado culpable, y si se juzga indispensable el
detenerlo, todo rigor que no fuere necesario para asegurarse de
su persona debe ser severamente reprimido por la ley.
a.10. Nadie debe ser molestado por sus opiniones, incluso
religiosas, con tal de que su manifestación no altere el orden
público establecido por la ley.
a.11. La libre comunicación de los pensamientos y de las
opiniones es uno de los más preciosos derechos del hombre.
Todo ciudadano puede pues hablar, escribir, imprimir libremente,
salva la obligación de responder del abuso de esta libertad en los
casos determinados por la ley.
a.12. La garantía de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano necesita de una fuerza pública; esta fuerza queda
instituida para el bien común y no para utilidad particular de
aquellos a quienes está confiada.
a.13. Para el mantenimiento de la fuerza pública y para los
gastos de administración, es indispensable una contribución
común. Esta contribución debe ser repartida por igual entre todos
los ciudadanos, en razón de sus facultades.
a.14. Todos los ciudadanos tienen el derecho de comprobar
por sí mismos o por sus representantes la necesidad de la
contribución pública, de consentirla libremente, de vigilar su
empleo y de determinar su cuantía, su asiento, cobro y duración.
a.15. La sociedad tiene el derecho de pedir cuentas a todo
agente público, de su administración.
a.16. Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no
está asegurada, ni la separación de los poderes determinada, no
tiene Constitución.
a.17. Siendo la propiedad un derecho inviolable y sagrado,
nadie puede ser privado de ella, si no es en los casos en que la
necesidad pública, legalmente comprobada, lo exija
evidentemente, y bajo la condición de una indemnización justa y
previa.
 
Declaración de derechos del hombre y del ciudadano (1789).
 
a.2. Ningún español ni extranjero podrá ser detenido ni preso
sino por causa de delito.
a.3. Todo detenido será puesto en libertad o entregado a la
autoridad judicial dentro de las 24 horas siguientes al acto de la
detención. Toda detención se dejará sin efecto o elevará a prisión
dentro de las 72 horas de haber sido entregado el detenido al
juez competente…
a.4. Ningún español podrá ser preso sino en virtud de
mandamiento de juez competente…
a.5. Nadie podrá entrar en el domicilio de un español o
extranjero residente en España sin su consentimiento.
a.6. Ningún español podrá ser compelido a mudar de domicilio
o de residencia sino en virtud de sentencia ejecutoria.
a.7. En ningún caso podrá detenerse ni abrirse por la
autoridad gubernativa la correspondencia confiada al correo, ni
tampoco detenerse la telegráfica.
a.9. La autoridad gubernativa que infrinja lo prescrito en los a.
2, 3, 4 y 5 incurrirá, según los casos, en delito de detención
arbitraria o de allanamiento de morada y quedará además sujeta
a la indemnización…
a.11. Ningún español podrá ser procesado ni sentenciado sino
por el juez o tribunal a quien, en virtud de leyes anteriores al
delito, competa el conocimiento y en la forma que éstas
prescriban.
No podrán crearse tribunales extraordinarios ni comisiones
especiales para conocer de ningún delito.
a.12. Toda persona detenida o presa sin las formalidades
legales, o fuera de los casos previstos en esta Constitución, será
puesto en libertad a petición suya o de cualquier español…
a.13. Nadie podrá ser privado temporal o perpetuamente de
sus bienes y derechos, ni turbado en la posesión de ellos sino en
virtud de sentencia judicial.
Los funcionarios públicos que bajo cualquier pretexto infrinjan
esta prescripción, serán personalmente responsables del daño
causado…
a.14. Nadie podrá ser expropiado de sus bienes sino por
causa de utilidad común y en virtud de mandamiento judicial, que
no se ejecutará sin previa indemnización regulada por el juez con
intervención del interesado.
a.15. Nadie está obligado a pagar contribución que no haya
sido votada por las Cortes o por las corporaciones populares
legalmente autorizadas para imponerla y cuya cobranza no se
haga en la forma prescrita por la ley…
a.16. Ningún español que se halle en el pleno goce de sus
derechos civiles podrá ser privado del derecho de votar en las
elecciones de senadores, diputados a Cortes, diputados
provinciales y concejales.
a.17. Tampoco podrá ser privado ningún español:
del derecho de emitir libremente sus ideas y opiniones, ya de
palabra, ya por escrito, valiéndose de la imprenta o de otro
procedimiento semejante.
del derecho de reunirse pacíficamente.
del derecho de asociarse para todos los fines de la vida
humana que no sean contrarios a la moral pública; y por último,
del derecho de dirigir peticiones individual o colectivamente a
las Cortes, al Rey y a las autoridades.
a.21. La Nación se obliga a mantener el culto y los ministros
de la religión católica.
El ejercicio público o privado de cualquiera otro culto queda
garantizado a todos los extranjeros residentes en España, sin
más limitaciones que las reglas universales de la moral y del
derecho.
Si algunos españoles profesaren otra religión que la católica
es aplicable a los mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior.
a.22. No se establecerá ni por las leyes ni por las autoridades
disposición alguna preventiva que se refiera al ejercicio de los
derechos definidos en este titulo. Tampoco podrán establecerse
la censura, el depósito ni el editor responsable para los
periódicos.
a.26. A ningún español que esté en el pleno goce de sus
derechos civiles podrá impedirse salir libremente del territorio, ni
trasladar su residencia y haberes a país extranjero, salvas las
obligaciones de contribuir al servicio militar o al mantenimiento de
las cargas públicas.
a.27. Todos los españoles son admisibles a los empleos y
cargos públicos según su mérito y capacidad.
a.29. La enumeración de los derechos consignados en este
título no implica la prohibición de cualquier otro no consignado
expresamente.
a.30. El mandato del superior no eximirá de responsabilidad
en los casos de infracción manifiesta, clara y terminante de una
prescripción constitucional. En los demás, sólo eximirá a los
agentes que no ejerzan autoridad.
 
Constitución española de 1869.

GARANTÍAS JURÍDICAS 15.9

El rey a su advenimiento al trono, o en el momento de


alcanzar la mayoría de edad, prestará a la Nación, en presencia
del cuerpo legislativo, el juramento de ser fiel a la Nación y a la
Ley, de emplear todo el poder que en él se ha delegado en
mantener la Constitución decretada por la Asamblea nacional
constituyente en los años 1789, 1790 y 1791 y en hacer ejecutar
las leyes. En el caso de que el cuerpo legislativo no estuviese
reunido el rey publicará una proclama en la que expresará este
juramento y la promesa de reiterarlo tan pronto como se reúna el
cuerpo legislativo… (Constitución francesa de 1791).
a.173. El rey en su advenimiento al trono y si fuere menor,
cuando entre a gobernar el reino prestará juramento ante las
Cortes bajo la fórmula siguiente:
“N… (aquí su nombre) por la gracia de Dios y la Constitución
de la Monarquía española, rey de las Españas, juro por Dios y
por los santos Evangelios que defenderé y conservaré la religión
católica, apostólica, romana, sin permitir otra alguna en el reino;
que guardaré y haré guardar la Constitución política y leyes de la
Monarquía española, no mirando en cuanto hiciere sino al bien y
provecho de ella; que no enajenaré, cederé ni desmembraré
parte alguna del reino; que no exigiré jamás cantidad alguna de
frutos, dinero ni otra cosa, sino las que hubieren decretado las
Cortes; que no tomaré jamás a nadie su propiedad y que
respetaré sobre todo la libertad política de la Nación y la personal
de cada individuo; y si en lo que he jurado, o parte de ello, lo
contrario hiciere, no debo ser obedecido, antes aquello en que
contraviniere, sea nulo y de ningún valor. Así Dios me ayude y
sea en mi defensa; y si no, me lo demande” (Constitución de
Cádiz de 1812).

Orden para que los empleos públicos se provean en personas


amantes de la Constitución y de la independencia nacional.
Las Cortes generales y extraordinarias recomiendan con
particular interés a la Regencia del Reino la necesidad de que S.
A. en la provisión que haga de empleados públicos de todas
clases nombre personas conocidamente amantes de la
Constitución política de la Monarquía española, y que hayan dado
pruebas positivas de adhesión a la independencia de la Nación.
 
Decreto de las Cortes de Cádiz (12 abril 1812).

GARANTÍAS POLÍTICAS 15.10

La Constitución delega exclusivamente en el cuerpo legislativo


los poderes y funciones siguientes: (…)
3) establecer las contribuciones públicas, determinar la
naturaleza, volumen, duración y modo de percepción.
4) repartir la contribución directa entre los departamentos del
reino, vigilar el empleo de las rentas públicas y hacerse rendir
cuentas.
5) decretar la creación o supresión de los oficios públicos.
10) perseguir ante la Alta Corte nacional la responsabilidad de
los ministros y principales agentes del poder ejecutivo, acusar y
perseguir ante la misma Corte aquellos sospechosos de atentado
o complot contra la seguridad del Estado o contra la Constitución
(Constitución francesa de 1791).
a.15. La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con
el rey.
a.16. La potestad de hacer ejecutar las leyes reside en el rey.
a.17. La potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y
criminales reside en los tribunales establecidos por la ley.
a.131. Las facultades de las Cortes son:
9. Decretar la creación y supresión de plazas en los tribunales
que establece la Constitución; e igualmente la creación y
supresión de los oficios públicos.
13. Establecer anualmente las contribuciones e impuestos.
16. Examinar y aprobar las cuentas de la inversión de los
caudales públicos.
25. Hacer efectiva la responsabilidad de los secretarios del
Despacho y demás empleados públicos.
a.225. Todas las órdenes del rey deberán ir firmadas por el
secretario del despacho del ramo a que el asunto corresponda.
Ningún tribunal ni persona pública dará cumplimiento a la
orden que carezca de este requisito.
a.226. Los secretarios del despacho serán responsables a las
Cortes de las órdenes que autoricen contra la Constitución o las
leyes, sin que les sirva de excusa haberlo mandado el rey
(Constitución de Cádiz de 1812).

GARANTÍAS MILITARES 15.11

Como la milicia nacional ha de ser el baluarte de nuestra


libertad, sería contrario a los principios que ha seguido la
comisión en la formación de este proyecto el dejar de prevenir
que se convirtiese en perjuicio de ella una institución creada para
su defensa y conservación. El Rey, como jefe del ejército
permanente, no debe disponer a su arbitrio de fuerzas destinadas
a contrarrestar, si por desgracia ocurriere, los fatales efectos de
un mal consejo. Por lo mismo no debe de estar autorizado para
reunir cuerpos de milicia nacional sin otorgamiento expreso de las
Cortes. En punto tan grave y trascendental toda precaución
parece poca, y el menor descuido sería fatal a la nación.
 
Discurso preliminar de la Constitución de Cádiz (1812).
 
a.362. Habrá en cada provincia cuerpos de milicias
nacionales, compuestos de habitantes de cada una de ellas, con
proporción a su población y circunstancias.
a.363. Se arreglará por una ordenanza particular el modo de
su formación, su número y especial constitución en todos sus
ramos.
a.364. El servicio de estas milicias no será continuo y sólo
tendrá lugar cuando las circunstancias lo requieran.
a.365. En caso necesario podrá el rey disponer de esta fuerza
dentro de la respectiva provincia; pero no podrá emplearla fuera
de ella sin otorgamiento de las Cortes. (Constitución de Cádiz de
1812).

LA NORMALIZACIÓN DEL PODER 15.12

a.1. Toda reunión convocada en calles, plazas, paseos u otro


lugar de uso público sin permiso del gobernador de la provincia,
en la capital, o donde se encuentre, de los subgobernadores
donde los haya, o de la autoridad local en todos los demás
pueblos, es ilícita y podrá ser disuelta sin demora en la forma que
previene el a.181 del Código penal…
a.2. Se considerarán públicas, para los efectos de esta ley, las
reuniones de más de 20 personas, celebradas con conocimiento
de la autoridad y en edificio donde no tengan su domicilio habitual
todas las personas que las convoquen. Antes de verificarlas
estarán obligados los que las promuevan, o los que las admitan
en sus casas o establecimientos, a dar previo aviso a la
autoridad, salvo si tuviesen autorización general para ellas…
a.3. Cuando no se guarde en una reunión pública la forma
prescrita en el artículo anterior, los dueños, administradores,
arrendatarios o inquilinos del lugar o edificio, los jefes y
secretarios de ellas incurrirán en las penas señaladas en el a.212
del Código penal.
a.4. A toda reunión pública podrá asistir la autoridad por sí o
por sus delegados siempre que lo estime oportuno. Si asistiere la
autoridad local o la superior de la provincia, ocupará el asiento de
preferencia; pero no presidirá ni intervendrá en las discusiones.
a.5. Siempre que a su juicio lo exija la conservación del orden
público podrá la autoridad, bajo su responsabilidad y dando
cuenta sin demora al gobierno, suspender las reuniones públicas
de que tenga aviso o disolver las que se estén ya verificando.
Podrá también disolver, previas dos intimaciones cualquiera otra
reunión, aunque no sen de las que declara públicas esta ley, con
tal que su objeto sea político o religioso y pueda seguirse de ella
alguna perturbación del orden público.
 
Ley sobre reuniones públicas (1864).

LA IGUALDAD JURÍDICA 15.13

La comisión no necesita detenerse a demostrar que una de


las principales causas de la mala administración de justicia entre
nosotros es el fatal abuso de los fueros privilegiados introducido
para ruina de la libertad civil y oprobio de nuestra antigua y sabia
Constitución. El conflicto de autoridades que llegó a establecerse
en España en el último reinado, de tal modo había anulado el
imperio de las leyes, que casi parecía un sistema planteado para
asegurar la impunidad de los delitos. Tal vez el estudio entero de
la jurisprudencia, y el artificioso método del foro no ofrecían a los
jueces y oficiales de justicia tantas dificultades como el solo punto
de las competencias. ¡Qué subterfugios, qué dilaciones, qué
ingeniosas arbitrariedades no presentan los fueros particulares a
los litigantes temerarios, a los jueces lentos o poco delicados, a
los ministros de justicia que quieran poner a logro el caudal
inmenso de su cavilosa sagacidad! La sola nomenclatura y
discernimiento de los fueros privilegiados exigen un estudio
particular y meditado. La justicia, Señor, ha de ser efectiva, y para
ello su curso ha de estar expedito. Por lo mismo la comisión
reduce a uno solo el fuero o jurisdicción ordinaria en los negocios
comunes, civiles y criminales. Esta gran reforma bastará por sí
sola a restablecer el respeto debido a las leyes y a los tribunales,
asegurará sobremanera la recta administración de justicia, y
acabará de una vez con la monstruosa institución de diversos
estados dentro de un mismo Estado, que tanto se opone a la
unidad del sistema en la administración, a la energía del
gobierno, al buen orden y tranquilidad de la Monarquía…
La igualdad de derechos proclamada en la primera parte de la
Constitución en favor de todos los naturales originarios de la
Monarquía, la uniformidad de principios adoptada por V. M. en
toda la extensión del vasto sistema que se ha propuesto, exigen
que el Código universal de leyes positivas sea uno mismo para
toda la Nación: debiendo entenderse que los principios generales
sobre que han de estar fundadas las leyes civiles y de comercio,
no pueden estorbar ciertas modificaciones que habrán de requerir
necesariamente la diferencia de tantos climas como comprende
la inmensa extensión del Imperio español y la prodigiosa variedad
de sus territorios y producciones. El espíritu de liberalidad, de
beneficencia y de justificación ha de ser el principio constitutivo
de las leyes españolas. La diferencia, pues, no podrá recaer en
ningún caso en la parte esencial de la legislación. Y esta máxima
tan cierta y tan reconocida no podrá menos de asegurar para en
adelante la uniformidad del Código universal de las Españas.
 
Discurso preliminar de la Constitución de Cádiz (1812).
LIBERTAD DE CONTRATACIÓN 15.14

a.1. Siendo la desaparición de todas clases de corporaciones


de ciudadanos de un mismo estado y profesión, una de las bases
fundamentales de la Constitución francesa, queda prohibido el
establecerlas de hecho, bajo cualquier pretexto o forma que sea.
a.2. Los ciudadanos de un mismo estado o profesión, los
contratistas, los que tienen comercio abierto, los obreros y
oficiales de un oficio cualquiera, no podrán, cuando se hallen
juntos, nombrarse ni presidentes, ni secretarios, ni síndicos, ni
tener registros, ni tomar acuerdos, ni deliberar, ni formar
reglamentos sobre sus pretendidos intereses comunes.
a.3. Queda prohibido a todas las corporaciones
administrativas o municipales el recibir cualquier solicitud o
petición a nombre de un estado o profesión, y el darles respuesta
alguna; igualmente se les advierte declaren nulas las
deliberaciones que podrían haber sido tomadas de este modo; y
que vigilen cuidadosamente para que no se les dé curso ni
ejecución.
a.4. Si, contra los principios de la libertad y de la Constitución,
ciudadanos pertenecientes a las mismas profesiones, artes u
oficios, tomaran deliberaciones o hicieran entre ellos reuniones
tendiendo a rehusar concertadamente, o a no acordar más que a
un precio determinado el concurso de su industria o de sus
trabajos; dichas deliberaciones y acuerdos acompañados o no de
juramento, quedan declarados anticonstitucionales, atentatorios a
las libertad de los derechos del hombre y de ningún valor. Las
corporaciones administrativas y municipales quedan obligadas a
declararlos tales. Los autores, jefes e instigadores que las
hubieren provocado, redactado o presidido, serán citados ante el
tribunal de policía; por requisitoria del procurador del municipio,
condenados cada uno de ellos a 500 libras de multa, y
suspendidos durante un año del ejercicio de todos los derechos
de ciudadano activo y de la entrada en las asambleas primarias.
a.5. Queda prohibido a todas las corporaciones
administrativas y municipales, bajo pena a sus miembros de
responder de ello en nombre propio, el emplear, admitir o tolerar
que se admita en los trabajos de su profesión, en cualesquiera
obra pública, aquellos realizados por contratistas, obreros u
oficiales que hubieren provocado o firmado dichas deliberaciones
o acuerdos, salvo el caso en que, por propia iniciativa, se
hubieran presentado al escribano del tribunal de policía para
retractarse o desdecirse.
a.6. Si tales deliberaciones, convocatorias, pasquines,
circulares, contuvieran amenazas contra los contratistas,
artesanos u obreros o jornaleros forasteros que vinieren a
trabajar al lugar, o contra aquellos que se contentaran con un
salario inferior; todos los signatarios de las actas o escritos, serán
castigados con una multa de 1.000 libras cada uno, y tres meses
de prisión.
a.7. Los que usaren de amenazas o violencias contra los
obreros que utilicen la libertad que le conceden las leyes
constitucionales al trabajo y a la industria, serán perseguidos por
la vía criminal y castigados según el rigor de las leyes, como
perturbadores del orden público.
a.8. Todas las manifestaciones compuestas por artesanos,
obreros, oficiales jornaleros, o excitadas por ellos contra el libre
ejercicio de la industria y del trabajo, pertenecientes a cualquier
clase de personas, y bajo toda especie de condiciones
convenidas de mutuo acuerdo, o contra la acción de la policía y la
ejecución de las sentencias tomadas de esta manera, así como
contra las subastas y públicas adjudicaciones de diversas
empresas, serán consideradas sediciosas, y como tales, serán
disueltas por los agentes de la fuerza pública, tras los
requerimientos legales que les serán hechos, y después con todo
el rigor de las leyes contra los autores, instigadores y jefes de
dichas manifestaciones, y contra todos aquellos que hubieran
intentado o realizado actos de violencia.
 
Ley le Chapelier (1791).
 
a.6. Toda coalición por parte de los que hacen trabajar
obreros, tendiendo a forzar injusta o abusivamente la baja de los
salarios y seguida de una tentativa o de un comienzo de
ejecución, será castigada con una multa de cien francos como
mínimo, hasta 3.000 francos como máximo, y si hubiese lugar
con prisión que no podrá exceder de un mes.
a.7. Toda coalición por parte de los obreros para cesar
simultáneamente en el trabajo, prohibirlo en ciertos talleres,
impedir el acceso a ellos o el permanecer allí antes o después de
ciertas horas, o en general para suspender, impedir encarecer los
trabajos, será castigada, si hay tentativa o comienzo de
ejecución, con prisión que no podrá exceder de tres meses.
a.8. Si los actos previstos en el artículo precedente han sido
acompañados de violencia, vías de hecho, algaradas, los autores
y cómplices serán castigados con las penas señaladas en el
Código de policía correccional o en el Código penal, según la
naturaleza de los delitos.
 
Ley 22 Germinal (año XI).
 
1. Las asociaciones gremiales, cualquiera que sea sil
denominación o su objeto, no gozan fuero privilegiado, y
dependen exclusivamente de la autoridad municipal de cada
pueblo.
3. No podrán formarse asociaciones gremiales destinadas a
monopolizar el trabajo en favor de un determinado número de
individuos.
5. Ninguna ordenanza gremial será aprobada si contiene
disposiciones contrarias a la libertad de la fabricación, a la de la
circulación interior de los géneros y frutos del Reino o a la
concurrencia indefinida del trabajo y de los capitales.
Libertad en las asociaciones gremiales y ejercicio de
industrias.
 
(R. D. 20 enero 1834).
Capítulo 16

LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

L A Revolución industrial, iniciada en Inglaterra en la


segunda mitad del siglo XVIII es el fenómeno histórico
que más decisivamente ha afectado la forma de vida de la
humanidad desde la invención de la agricultura, y junto con
la Revolución científica constituyen las dos únicas
realizaciones de origen europeo con absoluta validez
universal.
La Revolución industrial consiste en un cierto número de
innovaciones técnicas que determinaron una serie de
transformaciones estructurales en el proceso de producción
de bienes, que a su vez permitieron el tránsito de una
situación económica estática a otra de crecimiento
autoinducido (take off into self-sustained growth de Rostow)
determinando el establecimiento de un sistema económico
capitalista, tanto en el orden financiero como en el jurídico.
El fenómeno de la Revolución industrial no admite una
explicación lineal a partir de una causa única, y la idea de
una brusca ruptura ha quedado matizada por las más
recientes investigaciones, que han puesto de relieve la
existencia durante todo el siglo de un desarrollo moderado
pero constante, creador de las condiciones necesarias para
el lanzamiento que se produjo en los últimos decenios del
XVIII.
Entre estos requisitos cabe señalar: 1.º el incremento de
la productividad agrícola mediante una explotación científica
(The Annals of Agriculture de Arthur Young), que suprime el
barbecho (sistema Norfolk), y mejora las especies
ganaderas merced al cruce de ejemplares seleccionados;
2.º. el desarrollo de un sistema de comunicaciones, por
carretera, gracias al revestimiento de los caminos
(MacAdam) y por el agua mediante la construcción de
muelles en los puertos (Liverpool en 1709), la apertura de
los ríos a la navegación y la construcción de canales
(Wolwerhampton, Grand Trunk);
3.º un sistema financiero que permite la movilización de
capitales en forma de créditos con baja tasa de interés (del 8
% a comienzos del siglo al 3 % del Consolidated Stock en
1757) y facilita las transacciones mercantiles merced a un
flexible mecanismo de pagos, tanto interior como exterior
(papel moneda y sistema bancario. En 1750 hay 12 agencias
fuera de Londres, que en 1810 se aproximan a las 800).
Dadas las condiciones citadas el desarrollo tecnológico
constituye el factor decisivo en el impulso inicial. Los
avances técnicos consisten de una parte en la aparición de
nuevas máquinas y en la puesta en explotación de las
fuentes naturales de energía hasta entonces sin explotar.
La industria textil sufría de un estrangulamiento en el
proceso de producción debido a la insuficiencia de la rueca
para proporcionar hilo en cantidades suficientes para el
abastecimiento de los telares, carencia incrementada de
resultas de la invención en 1733 de la lanzadera volante [1].
Entre 1765 y 1780 aparecen diversos tornos de hilar (spining
Jenny, water frame y la mula de Crompton) [2] que
resuelven los problemas de la hilatura a cambio de invertir la
coyuntura al crear una insuficiencia de telares que no se
resolverá hasta la invención por Cartwright del telar
mecánico (1785), de los que en 1836 habrá cien mil
unidades en Inglaterra. El desarrollo de la producción de
telas conducirá a nuevas invenciones para facilitar la
obtención de materia prima, como la desmotadora de
algodón de Whitney (1794), o la manipulación de las telas
(máquina de coser de Howe en 1846). Paralelamente se
producen decisivos cambios técnicos en la industria minero-
siderúrgica tanto en el transporte (raíl de hierro colado de
Curr en 1777) como en las condiciones de explotación
(lámpara de seguridad de Davy) o transformación (fuelle de
Smeaton, pudelación de Cort, rolling mill, etc.) [3].
Hasta la segunda mitad del siglo XVIII la explotación de
las fuentes naturales de energía, exceptuadas las de origen
biológico, se había reducido exclusivamente a la utilización
del viento (molino, navegación a vela) y de la corriente de los
ríos (molino hidráulico, navegación fluvial). La Revolución
científica proporcionó al hombre las posibilidades
conceptuales necesarias para poner a su servicio las
múltiples formas de energía natural existentes en torno suyo.
El vapor había atraído desde tiempo atrás la atención, pero
no se llegó a una utilización eficaz hasta el descubrimiento
de la máquina de vapor de Watt (c. 1785) [4] que elevará la
energía de este origen de 10.000 HP en 1800 a 1,3 millones
medio siglo después. Y antes de que termine el siglo la
explotación del petróleo y la electricidad supondrá una
importante ampliación de los recursos energéticos. La nueva
energía encontró rápidamente multitud de aplicaciones,
fundamentalmente en el terreno de las comunicaciones, con
el ferrocarril surgido de la aplicación por Trevithick de la
máquina de vapor al vehículo y al raíl, idea que no
encontrará aplicación eficaz hasta que Stephenson
construya la locomotora, y con la navegación a vapor
derivada de una aplicación paralela realizada por Fulton.
La producción de bienes realizada hasta entonces
mediante el uso de herramientas (telar de mano, torno y
rueda de alfarero), es decir instrumentos inertes que
dependen doblemente del hombre por cuanto requieren la
habilidad del artesano y la fuerza motriz de su brazo, se
modifica radicalmente con la aparición de la máquina, que se
independiza de las anteriores limitaciones y se constituye en
núcleo del proceso productivo [5]. La máquina, incapaz de
sustituir al hombre en sus diversas actividades, le rebasa
ampliamente en procesos determinados, por cuanto
multiplica la velocidad y supera la falta de continuidad y
control en la aplicación del esfuerzo humano. Las
consecuencias que se derivan de los caracteres de la
máquina son:
1.º la sustitución del trabajo masculino y especializado
por el más económico de las mujeres y los niños, cuya
carencia de fuerza y habilidad suple la máquina [6].
2.º la descomposición analítica de las distintas
operaciones del proceso de producción (división del trabajo)
para aplicar en una o varias de ellas las posibilidades de la
máquina con la consiguiente inadecuación del artesano al
nuevo trabajo [7].
3.º la normalización de la producción que permitirá el
fabuloso incremento en la cantidad de bienes fabricados [8].
4.º el tamaño y el costo de la máquina impiden que el
artesano conserve la propiedad de los medios de producción
que pasan a manos del empresario capitalista,
produciéndose el tránsito del taller a la fábrica, lo que
determina un sensible empeoramiento de las condiciones
laborales [9].
5.º la competencia de la producción maquinista arruina al
artesano, que se ve forzado a desplazarse en busca de la
fábrica, convirtiéndose en un proletario desarraigado de su
contexto social originario [10] y obligado a vivir en el
suburbio, al lado de las máquinas, por razones de economía
de alojamiento y desplazamiento [11].
La utilización de máquinas se convierte en la decisiva
realidad económica. La competencia propia de la economía
del mercado determina la aparición de un sistema capitalista
de producción y esto en dos fundamentales aspectos: 1.º la
parte del capital fijo aumenta, obligando a inversiones
crecientes, que superarán la aportación del trabajo
(capitalismo económico). La fábrica implica una importante
movilización de riqueza que creará una creciente demanda
de dinero en forma de capital, que a su vez hará surgir
notables diferencias entre empresas y países en virtud del
capital industrial de que disponen (países capitalistas y
subdesarrollados).
2.º la apropiación privada del capital industrial, dadas las
peculiares condiciones del sistema fabril y de la economía
de mercado libre de trabajo [12] da origen al sistema
capitalista (capitalismo social) que a su vez provoca la lucha
de clases [13].
Textos 16

LA LANZADERA VOLANTE 16.1

Lanzadera inventada últimamente pata tejer mejor y con más


precisión la tela, la sarga de gran anchura, la tela para velas, y en
general todos los géneros anchos. Es mucho más ligera que la
lanzadera empleada hasta ahora, lleva adaptadas cuatro
ruedecitas. Pasa a través de los hilos de la trama siguiendo una
tabla de unos nueve pies de largo, colocada debajo y fijada al
castillo del telar. Dicha lanzadera se mueve por medio de dos
raquetas dé madera, colgadas del castillo del telar… y una
cuerda mantenida por el tejedor. Este, sentándose en el centro,
tira la lanzadera de un lado a otro con una facilidad y rapidez
enormes, con una ligera sacudida dada a la cuerda.
 
PATENTE DE J. RAY (1733) apud P. MANTOUX: La revolution
industrielle, p. 204.

LA MÁQUINA DE HILAR 16.2

La mencionada máquina hilará lana o algodón convirtiéndolo


en hilo, hilaza o estambre. Para ello, antes de ponerla en
funcionamiento, debe prepararse la masa de la manera siguiente:
todas las clases de lana o algodón necesitadas de cardado deben
someterse a una operación de este tipo completa y, mediante el
rodillo, se las tratará de tal manera que la masa se convierta en
una especie de soga o hilo de lana cruda: con esta especie de
lana, que hay que peinar, llamada comúnmente jersey, ha de
tenerse mucho cuidado a fin de que los hilos resulten de un
espesor idéntico de un extremo a otro: preparados así la lana o el
algodón, se toma un cabo de esta masa, se coloca entre un par
de rodillos, de modo que, al ser retorcido por su movimiento,
arrastre la masa cruda de lana o algodón hilándola en proporción
a la velocidad imprimida por los cilindros: después de que la
masa preparada ha pasado regularmente entre éstos, una nueva
serie de cilindros, moviéndose proporcionalmente con mayor
rapidez que la primera, alargará el cabo hasta el grado de finura
que se requiera: a veces, estos sucesivos cilindros (no el primero)
tienen otra rotación además de la que disminuye el hilo, es decir
la que le proporciona un pequeño grado de torsión entre cada
par, de modo que el hilo pasa a través del eje de esta rotación.
En algunos casos, solamente se usa el primer par de rodillos y,
entonces, la bobina sobre la que el hilo se hila está ideada para
moverse más rápidamente que los primeros rodillos y en la
proporción en que la primera masa está preparada para su
alargamiento.
 
Patente para hilado por rodillos (1738), apud E. BAINES:
History of the cotton manufacture in Great Britain (1835), pp. 122-
23.
 
La primera sugerencia de Mr. Crompton fue introducir un
simple par de rodillos, es decir uno superior y otro inferior que,
según esperaba, alargarían el hilado por presión, como el
proceso mediante el cual los metales se estiran, según había
observado en los tubos alargados usados en el telar. En esto se
equivocó; en vista de ello, adoptó un segundo par de rodillos, de
los que el segundo giraba a una velocidad menor que el primero;
consiguió así un alargamiento que convirtió una pulgada de hilo
en tres o cuatro. Estos rodillos se ponían en movimiento mediante
un mango largo de madera con tiradores de diferentes tamaños,
comunicados con los cilindros por medio de una banda. Se
trataba, ni más ni menos, de una modificación de la viga rodillo de
Mr. Arkwright; aunque, según me dijo, cuando construyó su
máquina no conocía el descubrimiento de Mr. Arkwright. Desde
luego, hay que pensar que era así, porque de lo contrario no
habría hecho un trabajo tan burdo; y, por otro lado, la pequeña
cantidad de metal que empleó prueba que no estaba enterado de
los rodillos y soportes de hierro de Mr. Arkwright y su conexión
mediante un mecanismo de relojería. Hasta los rodillos eran de
madera, forrados de piel de oveja, con un eje de hierro con un
pequeño cuadrado en el extremo, al que se fijaban los tiradores.
Tales rodillos se sostenían sobre largueros o puntales de madera
y sus remates estaban hechos de la misma forma, con una
especie de muelle de cepo de ratones para mantener los rodillos
en contacto. Su primera máquina tenía solamente de veinte a
treinta husos. Luego, puso dientes de alambre de latón entre los
soportes de los rodillos y consiguió así un rodillo acanalado. Pero
el grande e importante invento de Crompton fue su carro de
husos, y el principio de que el hilo no se estiraba sobre él hasta
que estuviera completo. Esta fue la piedra angular de los méritos
de su invención.
 
KENNEDY: Brief Memoir of Crompton, apud, E. BAINES: ob. cit.,
p. 201.

EL ALTO HORNO 16.3

Cuatro altos hornos de cuarenta y cinco pies de elevación


devoran día y noche enormes masas de carbón y de mineral.
Júzguese pues la cantidad de aire que es preciso para animar
estos abismos ardientes que vomitan cada seis horas arroyos de
hierro líquido. Por ello cada horno es alimentado por cuatro
bombas de aire del mayor calibre, en las que el viento,
comprimido en cilindros de hierro, y reuniéndose en un solo tubo,
dirigido contra la llama produce un silbido agudo y una conmoción
tan violenta, que un hombre al que de antemano no se hubiere
prevenido apenas si podría evitar un sentimiento de terror. Estas
máquinas de viento, estas especies de gigantescos fuelles se
ponen en movimiento por la acción del agua. Tan gran masa de
aire es imprescindiblemente necesaria para mantener en el más
alto estado de incandescencia una columna de carbón de tierra y
de mineral de cuarenta y cinco pies de altura. Esta corriente de
aire es tan rápida y activa que eleva una llama viva y brillante a
más de diez pies de altura por encima de la boca de los hornos.
 
FANJAS DE ST. FOND: Voyage en Anglaterre, en Ecosse et dans
les iles Hébrides, apud MANTOUX: ob. cit., p. 306.

LA MÁQUINA DE VAPOR 16.4

Mi método para reducir el consumo de vapor, y por tanto de


combustible en las bombas de fuego, reposa sobre los siguientes
principios: 1.º la cámara en que la fuerza del vapor debe de
emplearse para hacer funcionar la máquina, designada en las
bombas de fuego ordinarias bajo el nombre de cilindro y que yo
llamo cámara de vapor, debe, durante el funcionamiento de la
máquina, ser mantenida constantemente a la misma temperatura
que el vapor que viene a llenarla. Esto se obtendrá,
primeramente, rodeándola con una envoltura de madera o
cualquier otro cuerpo mal conductor del calor; seguidamente
manteniéndola en contacto con una capa de vapor o de una
sustancia cualquiera preparada a una temperatura elevada;
finalmente teniendo cuidado de impedir que el agua, o
cualesquiera otra sustancia más fría que el vapor, penetre allí o
toque su pared. 2.º En las máquinas que deben ser puestas en
movimiento por la condensación del vapor, esta condensación se
efectuará en recipientes cerrados, distintos de las cámaras de
vapor, aunque en comunicación con ellas. Estos recipientes, a los
que llamo condensadores, deben, cuando la máquina está en
marcha, ser mantenidos, constantemente a una temperatura tan
baja por lo menos como la del aire ambiente.
 
Patente de Watt (1769) apud MANTOUX: ob. cit., p. 332.
LA MÁQUINA 16.5

Toda maquinaria desarrollada se compone de tres partes


distintas: el motor la transmisión y la máquina-herramienta o
máquina de trabajo. El motor acciona todo el mecanismo. Y bien
engendra su propia fuerza motriz, como las máquinas de vapor,
térmicas, eléctricas, magnéticas, etc., o bien la recibe de una
fuerza natural ya existente y externa, como el salto de agua que
mueve la rueda hidráulica, el viento que hace girar las aspas del
molino, etc. El mecanismo de transmisión se compone de
volantes, bielas, engranajes, excéntricas, árboles, cuerdas,
correas y otros artificios de las más variadas clases que regulan
el movimiento, distribuyéndole como proceda, convirtiéndole de
perpendicular en circular, bien moderándolo, ya transmitiéndolo a
la máquina elaboradora. Ambas partes del mecanismo no tienen
otra finalidad que la de transmitir a la máquina aquel movimiento
que necesita para actuar sobre el objeto de trabajo, elaborándolo
de la manera más adecuada. Esta parte de la máquina, la
máquina elaboradora, es la que ha causado la revolución
industrial del siglo XVIII y la que marca el punto de partida de la
transformación de la explotación fabril artesana o manufacturera
en explotación maquinista.
Examinemos más de cerca la máquina-herramienta o
máquina de trabajo propiamente dicha y veremos que reaparecen
en ella, aunque frecuentemente modificados, los aparatos y
herramientas que el oficial y el obrero manufacturero empleaban,
pero ya no como herramientas del hombre, sino de un
mecanismo o como herramientas mecánicas. La máquina total es
la forma mecánica, más o menos modificada, de la antigua
herramienta, como lo es el telar mecánico. Ya conocemos de
antiguo los órganos activos montados en el cuerpo de la
máquina, como los husos de la máquina de hilar, las agujas de
las máquinas de hacer media, las hojas de las máquinas de
aserrar, las cuchillas de las máquinas picadoras, etc. La
diferenciación de estas herramientas del cuerpo de la máquina
propiamente dicha, revelan ya su origen, porque la mayoría de
ellas continúan siendo producidas por el oficio o la manufactura,
para ser luego fijadas a los cuerpos de la máquina, los cuales se
producen mecánicamente. La máquina de trabajo es, por lo tanto,
un mecanismo que, previa la transmisión del movimiento, realiza
con sus herramientas las mismas operaciones que el obrero
realizaba antes manualmente valiéndose de herramientas
análogas. En nada afecta a la naturaleza de la máquina el que la
fuerza motriz proceda del hombre mismo o de otra máquina.
Cuando la herramienta propiamente dicha, separándose de un
hombre, se fija en un mecanismo, la máquina nace.
 
C. MARX: El Capital (1867-94).

TRABAJO INFANTIL 16.6

Los solicitantes, decían los peinadores, han sido considerados


siempre como miembros útiles de la sociedad, que ganan su vida
con el trabajo, sin recurrir a la asistencia parroquial más que
cualquier otra categoría de obreros equivalente en número. Pero
la invención de la máquina para peinar la lana y su empleo, que
ha tenido por efecto el reducir la mano de obra del modo más
alarmante, les inspira el serio y justificado temor de convertirse
ellos y sus familias, en una pesada carga para el Estado, pues
comprueban que una sola máquina, vigilada por un adulto y
servida por cuatro o cinco niños, hace tanta tarea como treinta
hombres trabajando a mano según el método antiguo. Las
razones invocadas a favor de otras máquinas empleadas en otras
industrias, tales como la industria del algodón, la seda, el lienzo,
etc., no se aplican a la industria de la lana; pues las unas pueden
procurarse las materias primas en cantidad casi ilimitada, lo que
les permite desarrollarse y emplear un número de personas igual
o superior [al que empleaban antes de la invención de las
máquinas]. Pero la otra no dispone más que de una cantidad
determinada de materia prima, apenas bastante para ocupar a los
obreros de esta industria, sin cambiar en nada los procedimientos
antiguos. La introducción de dicha máquina tendrá como
consecuencia casi inmediata el privar de los medios de existencia
a la masa de artesanos. Todos los negocios serán acaparados
por algunos emprendedores poderosos y ricos, y después de un
corto período de lucha, el provecho adicional logrado por la
supresión del trabajo manual pasará a los bolsillos de los
consumidores extranjeros. Las máquinas cuyo uso los solicitantes
deploran se multiplican rápidamente en todo el reino, y ya
advierten cruelmente sus efectos. Gran número de ellos están sin
trabajo y sin pan. Con el dolor y la angustia más profundos ven
acercarse el tiempo de la miseria, en que 50.000 hombres con
sus familias, desprovistos de todo recurso, víctimas del
acaparamiento, lucrativo para algunos, de sus medios de
existencia, se verán reducidos a implorar la caridad de las
parroquias.
 
Journal of the House of Commons, XLIV, 21. apud MANTOUX:
ob. cit., p. 427-8.

LA DIVISIÓN DEL TRABAJO 16.7

El progreso más importante en las facultades productivas del


trabajo, y gran parte de la aptitud, destreza y sensatez con que
ésta se aplica o dirige, por doquier, parecen ser consecuencia de
la división del trabajo. (…)
Tomemos como ejemplo una manufactura de poca
importancia, pero a cuya división del trabajo se ha hecho muchas
veces referencia: la de fabricar alfileres. Un obrero que no haya
sido adiestrado en esa clase de tarea (convertida por virtud de la
división del trabajo en un oficio nuevo) y que no esté
acostumbrado a manejar la maquinaría que en él se utiliza (cuya
invención ha derivado, probablemente, de la división del trabajo),
por más que trabaje, apenas podría hacer un alfiler al día, y
desde luego no podría confeccionar más de veinte. Pero dada la
manera como se practica hoy día la fabricación de alfileres, no
sólo la fabricación misma constituye un oficio aparte, sino que
está dividida en varios ramos, la mayor parte de los cuales
también constituyen otros tantos oficios distintos. Un obrero estira
el alambre, otro lo endereza, un tercero lo va cortando en trozos
iguales, un cuarto hace la punta, un quinto obrero está ocupado
en limar el extremo donde se va a colocar la cabeza: a su vez la
confección de la cabeza requiere dos o tres operaciones distintas:
fijarla es un trabajo especial, esmaltar los alfileres, otro, y todavía
es un oficio distinto colocarlos en el papel. En fin, el importante
trabajo de hacer un alfiler queda dividido de esta manera en unas
dieciocho operaciones distintas, las cuales son desempeñadas en
algunas fábricas por otros tantos obreros diferentes, aunque en
otras un solo hombre desempeñe a veces dos o tres operaciones.
He visto una pequeña fábrica de esta especie que no empleaba
más que diez obreros, donde, por consiguiente, algunos de ellos
tenían a su cargo dos o tres operaciones. Pero a pesar de que
eran pobres y, por lo tanto, no estaban bien provistos de la
maquinaria debida, podían, cuando se esforzaban, hacer entre
todos, diariamente, unas doce libras de alfileres. En cada libra
había más de cuatro mil alfileres de tamaño mediano. Por
consiguiente, estas diez personas podían hacer cada día, en
conjunto, más de 48.000 alfileres, cuya cantidad, dividida entre
diez, correspondería a 4.800 por persona. En cambio si cada uno
hubiera trabajado separada e independientemente, y ninguno
hubiera sido adiestrado en esa clase de tarea, es seguro que no
hubiera podido hacer veinte, o, tal vez, ni un solo alfiler al día; es
decir, seguramente no hubiera podido hacer la
doscientascuarentava parte, tal vez ni la cuatromilochocientosava
parte de lo que son capaces de confeccionar en la actualidad
gracias a la división y combinación de las diferentes operaciones
en forma conveniente. (…)
Este aumento considerable en la cantidad de productos que
un mismo número de personas puede confeccionar, como
consecuencia de la división del trabajo, procede de tres
circunstancias distintas: primera, de la mayor destreza de cada
obrero en particular; segunda, del ahorro de tiempo que
comúnmente se pierde al pasar de una ocupación a otra, y por
último, de la invención de un gran número de máquinas, que
facilitan y abrevian el trabajo, capacitando a un hombre para
hacer la labor de muchos. (…)
La gran multiplicación de producciones en todas las artes,
originada en la división del trabajo, da lugar, en una sociedad bien
gobernada, a esa opulencia universal que se derrama hasta las
clases inferiores del pueblo. Todo obrero dispone de una cantidad
mayor de su propia obra, en exceso de sus necesidades, y como
cualesquiera otro artesano se halla en la misma situación, se
encuentra en condiciones de cambiar una gran cantidad de sus
propios bienes por una gran cantidad de los creados por otros; o
lo que es lo mismo, por el precio de una gran cantidad de los
suyos. El uno provee al otro de lo que necesita, y éste a su vez a
aquél, con lo cual se difunde una general abundancia en todas
las clases de la sociedad.
Si observamos las comodidades de que disfruta cualquier
artesano o jornalero, en un país civilizado y laborioso, veremos
cómo excede a todo cálculo el número de personas que
concurren a procurarle aquellas satisfacciones, aunque cada uno
de ellos sólo contribuya con una pequeña parte de su actividad.
Por basta que sea, la zamarra de lana, pongamos por caso, que
lleva el jornalero, es producto de la labor conjunta de muchísimos
operarios. El pastor, el que clasifica la lana, el cardador, al
amanuense, el tintorero, el hilandero, el tejedor, el batanero, el
sastre, y otros muchos, tuvieron que conjugar sus diferentes
oficios para completar una producción tan vulgar. Además de
éstos ¡cuántos tratantes y arrieros no hubo que emplear para
transportar los materiales de unos a otros de estos mismos
artesanos que a veces viven en regiones apartadas del país!
¡Cuánto comercio y navegación, constructores de barcos,
marineros, fabricantes de velas y jarcias no hubo que utilizar para
conseguir los colorantes usados por el tintorero y que, a menudo,
proceden de los lugares más remotos del mundo! ¡Y qué variedad
de trabajo y de talleres se necesita para producir las herramientas
el más modesto de estos operarios! Pasando por alto
maquinarias tan complica das como el barco del marinero, el
martinete del forjador y el telar del tejedor, consideraremos
solamente qué variedad de labores no se requieren para lograr
una herramienta tan sencilla como las tijeras, con las cuales el
esquilador corta la lana. El minero, el constructor del horno para
fundir el mineral, el leñador, el carbonero, el fogonero que
alimenta el crisol, el ladrillero, el albañil, el encargado de la buena
marcha del horno, el del martinete, el forjador, el herrero, todos
deben coordinar sus artes respectivas para producir las tijeras. Si
del mismo modo pasamos a examinar todas las partes del vestido
y del ajuar del obrero, la camisa áspera que cubre sus carnes, los
zapatos que protegen sus pies, la cama en que yace, y todos los
diferentes artículos de su menaje, como el hogar en que prepara
su comida, el carbón que necesita para este propósito —sacado
de las entrañas de la tierra o cortado de los duros troncos y acaso
conducido hasta allí después de una larga navegación y un
dilatado transporte terrestre—, todos los utensilios de su cocina,
el humilde servicio de su mesa, los cuchillos y tenedores, los
platos de madera o loza, en que dispone y corta sus alimentos,
las diferentes manos empleadas en preparar el pan y la cerveza,
la vidriera que, sirviéndole de abrigo y sin impedir la luz, le
protege del viento y de la lluvia, con todos los conocimientos y el
arte necesarios para preparar aquel feliz y precioso invento, sin el
cual apenas se conseguiría una habitación confortable en las
regiones nórdicas del mundo, juntamente con los instrumentos
indispensables a todas las diferentes clases de obreros
empleados en producir tanta cosa necesaria; si nos detenemos,
repito, a examinar todas estas cosas y a considerar la variedad
de trabajos que se emplean en cualquiera de ellos, entonces nos
daremos cuenta de que sin la asistencia y cooperación de
millares de seres humanos, la persona más humilde en un país
civilizado no podría disponer de aquellas cosas que se
consideran las más indispensables y necesarias.
Realmente, comparada su situación con el lujo extravagante
del grande, no puede por menos de aparecérsenos simple y
frugal; pero sin embargo no es menos cierto que las comodidades
de un príncipe europeo no exceden tanto las de un campesino
económico y trabajador, como las de éste superan las de muchos
reyes de África, dueños absolutos de la vida y libertad de diez mil
o más salvajes desnudos.
 
A. SMITH: La riqueza de las naciones (1776).

EL INCREMENTO DE LA PRODUCCIÓN 16.8

Un tejedor manual muy bueno, de 25 a 30 años de edad,


podría tejer por semana dos piezas de nueve octavos de tela de
camisa, de 24 yardas de longitud cada una, y de una trama de
cien hilos por pulgada; siendo el peine del paño un Bolton 44, y la
urdimbre y trama de 40 madejas por libra.
En 1823, un tejedor de 15 años que atendiera dos telares
mecánicos, podría tejer siete piezas semejantes en una semana.
En 1826, un tejedor de 15 años, al frente de dos telares
mecánicos, podría hilar por semana doce piezas semejantes; y
algunos podrían hacer hasta quince.
En 1833, un tejedor de 15 a 20 años, ayudado por una niña de
unos 12, al frente de cuatro telares mecánicos, podría hilar en
una semana dieciocho piezas de este tipo; y algunos pueden
llegar hasta veinte.
 
apud E. BAINES: ob. cit., p. 240.

LA FÁBRICA 16.9

Los obreros del algodón, es decir, las personas que están


empleadas en los distintos procesos mediante los cuales la planta
se transforma en hilo apto para el tejido, trabajan sometidos a
una temperatura considerable y a ciertos trabajos nocivos. Me
referiré primero al proceso y operaciones tal como los vi en un
gran taller de tejidos de Manchester. En el primer proceso, el
puramente mecánico de limpieza del algodón, no se requiere un
aumento de la temperatura; el trabajo es ligero; los obreros no
están amontonados, ni hay falta de ventilación. En el proceso se
produce necesariamente una gran cantidad de polvo y los ligeros
hilillos de algodón flotan en la habitación; pero la atmósfera
apenas se ensucia, porque una máquina que gira a 1.200
revoluciones por minuto proporciona una corriente de aire que,
encajonada por un conducto de madera, conduce el polvo a
través de una especie de chimenea sacándolo fuera del edificio.
Los niños que trabajan en esta sala no se quejan, y el obrero más
viejo de ella lleva 16 años en el puesto. Aunque delgado, no
estaba enfermo.
En la nave de cardado, la temperatura es de cerca de 60
grados [Fahrenheit] calor necesario para el trabaje del algodón y
la maquinaria. El polvo no es grande; el trabajo, ligero, y los
obreros no están amontonados. Los niños, sin embargo, son
canijos. Son frecuentes, especialmente entre los que comienzan,
el dolor de cabeza y los desórdenes gástricos. Entre los obreros,
es fácil encontrar además catarros y resfriados de corta duración,
aunque no reumatismos u otra enfermedad importante.
En el taller de hilado, la temperatura es de 60 a 70 grados.
Partículas de algodón flotan en el ambiente, pero hay poco polvo.
Las máquinas son pequeñas y el esfuerzo muscular es bueno.
En la sección de aderezo, donde se prepara la pasta para su
hilado, el calor de la sala es mayor que en cualquiera de las
otras. Cuando estuvimos haría 98 grados, pero nos informaron
que la temperatura es generalmente más alta. Los obreros, sin
embargo, parecían sanos: algunos se quejaban de “dolor de
huesos”, pero es rara una enfermedad grave a no ser como
resultado de destemplarse. Estos obreros no conocen la
inflamación de los pulmones, la pleuresía o el reumatismo. Sin
embargo, hay pocos hombres mayores de 58 años en este
puesto.
Los tejedores de algodón de las grandes fábricas están más
sanos que los otros obreros. En Manchester vimos 300 tejedores,
principalmente muchachas, trabajando en una sala. Era ésta de
cerca de tres cuartos de acre, bien ventilada y luminosa. Apenas
se producía polvo por el tejido del algodón.
En esta fábrica trabajaban 1.500 personas, y más de la mitad
tienen menos de 15 años. Se dice que no se admite a nadie
menor de nueve, pero algunos niños, dado su aspecto,
podríamos suponer que tenían uno o dos años menos. Hay pocas
personas mayores de 30 en las fábricas de algodón;
circunstancia que atribuyen los patronos a los mejores salarios de
otros trabajos y la consecuente disminución de obreros cuando
alcanzan la plenitud de la edad y del vigor. La mayoría de los
niños están descalzos. El trabajo comienza a las cinco y media
de la mañana y termina a las siete de la tarde, con altos de media
hora para el desayuno y una hora para la comida. Los mecánicos
tienen también media hora para la merienda, pero no los niños ni
otros obreros. Sabemos, por otra parte, que en muchas fábricas
no se concede tiempo para el desayuno, aunque el trabajo
comienza también a las cinco y media. Y en ellas, además,
parece que el polvo es mucho mayor, particularmente en las
salas de cardado; y se presta menor atención a la salud y
comodidad de los obreros.
Cuando estuve en Oxford Road, Manchester, observé la
salida de los trabajadores cuando abandonaban la fábrica a las
doce de la mañana. Los niños, en su casi totalidad, tenían
aspecto enfermizo; eran pequeños, enclenques e iban descalzos.
Muchos parecían no tener más de siete años. Los hombres, en
su mayoría de 16 a 24 años, estaban casi tan pálidos y delgados
como los niños. Las mujeres eran las de apariencia más
saludable, aunque no vi ninguna de aspecto lozano. Sin embargo
y por comparación a otras, quedé sorprendido del marcado
contraste entre ésta y la salida de una fábrica de paños. Aquí no
quedaba nadie de los robustos bataneros, los fornidos canilleros,
los sucios pero alegres despiezadores. Aquí vi, o creí ver, una
raza degenerada, seres humanos achaparrados, debilitados y
depravados, hombres y mujeres que no llegarán a ancianos,
niños que nunca serán adultos sanos. Era un espectáculo
lúgubre. Hablando después con el propietario de una fábrica, éste
consideraba las malas costumbres del Manchester pobre, y la
miseria de sus habitaciones mucho más culpables de la debilidad
y de la salud enfermiza de los obreros que el confinamiento en
las fábricas; y de él, y de otras fuentes de información, se deduce
que las clases obreras de esta población eran más disipadas y
estaban peor alimentadas, albergadas, y vestidas que las de las
ciudades de Yorkshire. A pesar de ello, sin embargo, estoy
convencido de que, independientemente de los vicios morales y
domésticos, el prolongado trabajo en las fábricas, la necesidad de
descanso, la vergonzosa reducción de los intervalos de comidas,
y especialmente el trabajo prematuro de los niños, reduce
grandemente la salud y el vigor, y es causa del miserable aspecto
de los obreros.
No tenemos razón para creer que en las fábricas algodoneras
se produzcan a menudo enfermedades graves, o que la
mortalidad inmediata sea grande. Los desórdenes nerviosos y
digestivos son frecuentes, pero no graves. Entre los obreros
adultos surgen ocasionalmente bronquitis y otras enfermedades
pulmonares aunque, por lo que hemos observado, no son muy
alarmantes ni muy comunes. El doctor Kay, sin embargo, a quien
su residencia en Manchester, y al frente del dispensario Ardwik, le
proporciona más amplias y continuas oportunidades de observar
a estos obreros, describe una tisis de los tejedores, inflamación
de la membrana bronquial que termina en la consunción.
Comprobó que esto ocurría principalmente donde se trabajaba el
algodón en bruto, o donde se prestaba poca atención a la
ventilación y se proporcionaba escasa protección del polvo a los
obreros. Para mí, el principal efecto físico del calor y el
confinamiento os el agotamiento del sistema nervioso, esa
reducción del poder vital que hace particularmente susceptible de
desorden el mecanismo humano e impide su prolongación hasta
su duración natural.
 
THACKRAH: The effects of arts, trades and professions, and of
civil states and habit of living, on health and longevity.
 
El término Factory System designa, en tecnología, la
operación combinada de muchas clases de trabajadores, adultos
y jóvenes, que vigilan cuidadosamente una serie de máquinas
productoras, impelidas continuamente por una fuerza central.
Esta definición incluye organizaciones tales como fábricas de
algodón, de lino, de seda y ciertos trabajos de ingeniería; pero
excluye aquellos en los que el mecanismo no forma series
conectadas o no dependen de un motor inicial. Ejemplos de esta
clase los tenemos en el trabajo del hierro, tintorería, fábricas de
jabón, fundidores de bronce, etc.
La principal dificultad, a mi juicio, no se debe tanto a la
invención de un mecanismo automático para estirar y retorcer
algodón en un hilo continuo, como a la distribución de los
diferentes elementos del aparato en un solo cuerpo cooperativo,
que mueva cada órgano con una delicadeza y velocidad
apropiadas, sobre todo que acostumbre a los seres humanos a
renunciar a sus inconexos hábitos de trabajo, y a identificarse con
la invariable regularidad del complejo automático. Idear y
proporcionar un apropiado código de disciplina del trabajo en
fábrica, adecuado a las necesidades de las exigencias de la
automación, fue la empresa hercúlea, la espléndida realización
de Arkwright. Incluso actualmente, cuando el sistema se ha
organizado perfectamente y su labor simplificada hasta el
máximo, es casi imposible convertir a personas que han pasado
de su pubertad, ya procedan de ocupaciones rurales o artesanas,
en útiles obreros de fábrica. Después de luchar durante un
espacio de tiempo en dominar sus descuidados e inquietos
hábitos, terminan por renunciar espontáneamente a su empleo o
por ser despedidos por sus patronos en razón de su falta de
atención al trabajo.
 
A. URE: The Philosophy of Manufactures (1835).
 
En la manufactura y en el oficio, el obrero se sirve de la
herramienta; en la fábrica sirve a la máquina. En los dos primeros
casos el movimiento del medio del trabajo dimana del obrero,
mientras que en el último es el obrero quien tiene que seguir al
movimiento. En la manufactura los obreros son miembros de un
mecanismo vivo. En la fábrica existe un mecanismo
independiente de ellos al cual se incorporan como secuela viva.
“El triste tormento de un trabajo infinito, que repite siempre el
mismo proceso mecánico, se asemeja al trabajo de Sísifo. El
peso del trabajo cae, lo mismo que la roca, constantemente sobre
el obrero extenuado”. El trabajo mecánico, a la par que mantiene
en tensión extrema el sistema nervioso, coarta el juego total del
sistema muscular y cohíbe toda actividad corporal y espiritual. El
mismo alivio de trabajo se convierte en instrumento de tortura,
puesto que la máquina no libera al obrero del trabajo, sino que
vacía al trabajo de contenido. Toda producción capitalista quisca
no sólo proceso de trabajo sino a la vez proceso de incremento
del capital, tiene como característica común el que no es el
obrero quien aplica la condición del trabajo, sino que es a la
inversa la condición del trabajo quien aplica al obrero; pero sólo
con la introducción de la maquinaria adquiere esta inversión
técnica una realidad palmaria. (…)
La sumisión técnica del obrero al funcionamiento uniforme del
medio de trabajo y la composición peculiar del cuerpo de trabajo
por individuos de ambos sexos y de distintas edades, crean una
disciplina de cuartel que se transforma en régimen de fábrica
perfecto y que desarrolla en su plenitud el trabajo ya antes
indicado de la inspección suprema, es decir la división inmediata
de los obreros en obreros manuales e inspectores; en soldados
de la industria y en oficiales de industria. La principal dificultad en
la fábrica automática está en conseguir la necesaria disciplina
que haga renunciar a los hombres a sus hábitos de irregularidad
respecto al trabajo y que los identifique con la constante
regularidad del gran autómata. Pero la empresa de redactar un
código disciplinario ajustado a las necesidades y al ritmo del
sistema automático, y el aplicarlo con éxito, era una empresa
digna de Hércules, ¡y ésta es la noble obra de Arkwrigth! Aún hoy
día en que el sistema está organizado en toda su perfección, es
casi imposible hallar entre los obreros que han pasado de la edad
de la pubertad auxiliares adecuados para el sistema automático.
El código de fábrica, en que el capital formula su autocracia sobre
el obrero por propia ley privada y despóticamente, sin la división
de poderes tan a gusto de la burguesía, y sin el sistema
representativo, aún más de su agrado, es sólo la caricatura
capitalista de la regulación social del proceso del trabajo, que se
convierte en necesaria al implantarse la cooperación en grande
escala y el empleo de medios de trabajo comunes, especialmente
la maquinaria. El lugar del látigo del esclavo lo ocupa ahora el
código penal del capataz. Todas las penas se resuelven
naturalmente, en penas pecunarias y en descuentos de jornal. Y
la agudeza legislativa de los Licurgos de fábrica hace que la
infracción de sus leyes les procure un rendimiento, mayor, si es
posible, que su observancia.
 
C. MARX: El Capital (1867-94).

EL PROLETARIO 16.10

El cambio fundamental que ha sobrevenido en la sociedad, en


el seno de la lucha universal creada por la concurrencia y como
resultado inmediato de esta lucha, es la introducción, entre las
condiciones humanas, del proletario, cuyo nombre, tomado de los
romanos, es antiguo, pero cuya existencia es completamente
nueva. Los proletarios eran, en la República romana, los hombres
sin bienes que no pagaban el censo y que no estaban vinculados
a la patria más que por la progenitura (proles) que le daban; al
igual que nosotros, los romanos habían observado que son
quienes no poseen nada los que tienen familias más numerosas
ya que no les produce ninguna inquietud criarlas. Además, el
proletariado romano no trabajaba, puesto que, en una sociedad
que admite la esclavitud, el trabajo es deshonroso para los
hombres libres; vivían casi por completo a costa de la sociedad,
de la distribución de víveres que hacía la República. Casi podría
decirse que la sociedad moderna vive a costa del proletario, de la
parte que le quita de la recompensa de su trabajo. En efecto,
según el orden que tiende a implantar la crematística, debe
cargarse al proletario con todo el trabajo de la sociedad,
permaneciendo ajeno a toda propiedad, viviendo sólo de su
salario.
 
SISMONDI: Estudios sobre Economía Política (1836).
 
El medio de trabajo en forma de máquina se convierte al
punto en competidor del obrero mismo. La valorización del capital
por la máquina está en proporción directa con el número de
obreros cuyas condiciones de existencia destruye. Todo el
sistema de la producción capitalista se funda en el hecho de que
el obrero vende su fuerza de trabajo como mercancía. La división
del trabajo reduce esa fuerza a una habilidad muy especializada
en el manejo de una herramienta parcial. Tan pronto como el
manejo de la herramienta cae bajo el dominio de la máquina, se
desvanece, con el valor en uso, el valor en cambio de la fuerza
de trabajo. Ya no podrá venderse; el obrero será como el papel
moneda, retirado de la circulación. Aquella parte de la clase
obrera que la maquinaria transforma en población superflua, es
decir, no inmediatamente necesaria para la valorización del
capital, sucumbe en parte en la lucha desigual entre la vieja
explotación del oficio y la explotación manufacturera contra la
maquinista y, por otra parte, inunda a todas aquellas ramas de la
industria de fácil acceso, llena el mercado de trabajo y hace
descender a menos de su valor el precio de su fuerza de trabajo.
El obrero pauperizado podrá consolarse pensando que sus
sufrimientos son, en parte, sólo temporales, a temporary
inconvenience, y en parte, porque la maquinaria sólo se apodera
paulatinamente de todo un campo de producción, con lo cual se
alivian la extensión y la intensidad de su acción aniquiladora. Un
consuelo neutraliza el otro. Allí donde la máquina va
apoderándose poco a poco de un campo de producción, es causa
de la miseria crónica de las capas obreras, obligadas a competir
con ella. Si la transformación es rápida, afecta a grandes masas y
sus resultados serán más graves. La historia no ofrece tragedia
más horrible que la destrucción de los tejedores ingleses
arrastrada durante decenios y finalmente consumada en 1838.
Muchos de ellos murieron de hambre, otros muchos vegetaron
con sus familias durante algún tiempo, viviendo sólo con dos
peniques y medio al día. Más agudos fueron los efectos que en
las Indias Orientales produjo la maquinaria inglesa para la
elaboración del algodón. El gobernador general hacía notar en
1834-35 “que no puede hallarse en la historia del comercio
miseria semejante. Los huesos de los tejedores de algodón
blanquean las llanuras de la India”. Es cierto que la máquina, si
estos tejedores consideraran lo pasajero como una bendición, les
producía “sólo un inconveniente pasajero”. La forma
independiente y extraña que el orden de producción capitalista en
general comunica a las condiciones de trabajo y al producto de
trabajo en relación con el obrero, se convierte, por consiguiente,
en abierta oposición al introducirse la maquinaria. Así se explican
las brutales reacciones del obrero contra el medio de trabajo.
 
C. MARX: El Capital (1867-94).
 
Nosotros no decimos a los obreros que son los parias de la
sociedad moderna, porque esto no sería decirles nada positivo ni
preciso. Para encarecer su lastimoso estado no es necesario
llamarlos parias, basta llamarlos proletarios, basta llamarlos
trabajadores, porque tan discreta y equitativa es la distribución de
bienes y de males en el estado social presente, que llamarse
propiamente trabajador quiere decir, con elocuencia
compendiosa, estar sujeto a las más acerbas tribulaciones
humanas; así como no ser trabajador, gozar de lo superfluo con
todas sus inmunidades y prerrogativas.
No llamamos parias a los trabajadores; pero sin metáfora
alguna afirmamos que el obrero está supeditado económica y
políticamente a la clase poseedora; que la libertad no se ha
conquistado para él; que aún existe la estratificación de las clases
sociales y que la trabajadora está debajo sufriendo la tiránica
pesadumbre de la clase poseyente; que si ha cambiado la forma
de las relaciones entre la clase poseedora y la clase que viene
desnuda de todas armas a la lucha por la existencia, subsiste el
fondo y la esencia de esas relaciones por cuya virtud, o mejor,
por cuyo vicio, una parte de la humanidad se alza con el dominio
que le da el trabajo ajeno.
Supeditado económica y políticamente se hallaba el esclavo;
supeditado económica y políticamente se hallaba el siervo;
supeditado económica y políticamente se halla el trabajador. Los
obreros de hoy —y ellos lo saben, y los que no lo saben lo
sienten— son esclavos, son siervos, a quienes se envuelve
hipócritamente en una ilusión de libertad. (…)
Afirma, pues, en primer término nuestra ignorancia obrera que
la clase trabajadora está dominada económica y políticamente
por la clase poseyente. Demuéstrenos, si puede, la sabiduría
burguesa que esta doble dominación no existe; demuéstrenos
que política y económicamente somos iguales a los que para vivir
no tienen que vender a diario y bajo pena de muerte su fuerza de
trabajo, sino que, al contrario, viven de la compra de esa fuerza y
de la apropiación del beneficio de su potencia creadora.
Pues bien; de esa doble supeditación que nadie de buena fe
puede negar ni aun aquellos que de ella se benefician; de la
condición social de la clase trabajadora, durante esta nueva
etapa de su opresión que se llama salariado, dependen todos sus
males colectivos y la mayor parte de sus males individuales; de
ese estado nacen, no ya las asperezas y amenazas de conflicto
sino el insalvable antagonismo entre trabajadores y burgueses;
de ese estado dependen, por lo tanto, los temerosos peligros del
capital que pretendéis conjurar con vuestra intervención.
 
El partido socialista obrero ante la comisión de reformas
sociales (1884).

EL SUBURBIO 16.11

Hasta hace doce años, no había en ninguna ciudad una


reglamentación del pavimentado y alcantarillado; tal era el caso
incluso de Manchester que en 1831 contaba con más de 142.000
habitantes; la vergonzosa condición de las calles y alcantarillas
cuando la invasión del cólera, sin duda la habrán conocido a
través del valioso informe del doctor Kay. Actualmente, la
pavimentación de las calles progresa rápidamente en todas las
direcciones, y se presta una gran atención a los desagües. En
conjunto, hay que agradecer el celo de las autoridades que tratan
de mejorar las condiciones sanitarias, especialmente cuando se
sabe que ninguna calle puede ser pavimentada y dotada de
alcantarillas sin el consentimiento de los propietarios de los
solares, a menos de que una gran proporción de la tierra de cada
lado se halle edificada. Debido a esta causa, varias importantes
calles permanecen todavía en condiciones inmundas.
Manchester no tiene una ordenanza de edificación, y de aquí
que, con la excepción de ciertas calles centrales, a las que afecta
la de policía, cada propietario construye como quiere. Casuchas
con o sin sótanos, amontonadas fila tras fila, surgen en muchas
partes, pero especialmente en Manchester, donde la tierra vale
más que en otras ciudades. Con procedimientos como éstos las
autoridades no pueden intervenir. Una fila de casuchas puede
estar mal saneada, las calles llenas de baches, rebosantes de
agua estancada, receptáculo de gatos y perros muertos, sin que
nadie halle solución. El número de viviendas en sótanos como
probablemente conocerán por las publicaciones de la Sociedad
Estadística de Manchester, es muy grande en todos los barrios de
la ciudad, e incluso en Hulme, donde una gran parte de las casas
se han edificado recientemente, continúa la misma costumbre.
Que esto constituye un peligro es obvio para el observador más
superficial, porque, ¿cómo puede un agujero subterráneo de doce
a quince pies cuadrados admitir la ventilación adecuada para
convertirse en una habitación humana?
Carecemos de un inspector autorizado de viviendas y calles.
Si una epidemia nos invadiera como sucedió en 1832, las
autoridades probablemente ordenarían una inspección, como
hicieron en aquella ocasión, pero seria meramente por permiso
general no por derecho.
En tanto que ésta y otras grandes ciudades manufactureras
se multipliquen y extiendan sus fábricas y sean prósperas, todo
aumento de obreros encontrará empleo, buenos salarios, y
alimentación suficiente: y en tanto que las familias de la clase
obrera estén bien alimentadas, mantendrán su salud a un nivel
sorprendente, incluso en sótanos y otros edificios cerrados.
Ahora, sin embargo, el caso es diferente; la alimentación es cara,
el trabajo escaso, y los salarios en muchos empleos muy bajo; en
consecuencia, como podíamos esperar, la enfermedad y la
muerte están causando estragos. En los años 1833, 1834, 1835 y
1836 (años de prosperidad), el número de casos ingresados por
fiebre en la Casa de Recuperación de Manchester ascendió
solamente a 1.685 o sea 421 por año; mientras que en los dos
años de estrechez, 1838 y 1839, el número fue de 2.414, es decir
de 1.207 por año. Es en tal inmunda situación de los distritos
manufactureros, donde las calles sin pavimentar y mal saneadas,
las callejuelas estrechas, los patios y sótanos cerrados y sin
ventilación muestran su influencia maligna, aumentando los
sufrimientos, que el mayor de todos los males físicos, la falta de
una alimentación suficiente, inflige a jóvenes y viejos de las
grandes ciudades, pero especialmente a los jóvenes.
Manchester no tiene un parque público u otros terrenos donde
la gente pueda pasear y tomar el aire fresco. Las nuevas calles
se extienden rápidamente en todas las direcciones, y tan grande
es ya la expansión de la ciudad que los que viven en los barrios
más populosos rara vez pueden esperar ver el verde de la
naturaleza. En este aspecto, Manchester es terriblemente
deficitaria; más, tal vez, que ninguna otra ciudad del Imperio.
Cualquier ventaja en este sentido se ha sacrificado a la obtención
de dinero mediante el arrendamiento de terrenos.
 
Report of the Committee on Health of Towns (1840).
 
La ciudad de Lille contaba en 1828 con 22.281 pobres,
socorridos o susceptibles de serlo sobre los 163.453 del
departamento, y 22.205 sobre los 171.621 de 1833. Pero en los
meses de noviembre y diciembre de 1835, cuando me hallaba en
esta ciudad, se creía que tal número había aumentado, y lo
estaba en efecto sobre todo veinte meses más tarde, en 1837,
cuando estuve allí por segunda vez. Como la población de Lille,
que no parece aumentar desde hace varios años, se evalúa en
72.000 personas aproximadamente, ello nos daría 4 indigentes
por cada 13 personas. Los hechos que yo mismo observé en
1835, en una época bastante próspera, nos mostrarán lo que de
ello hay que creer.
El barrio de Lille donde, en proporción, hay mayor número de
obreros pobres y de mala conducta, es el de la calle de Etaques y
los callejones, patios estrechos, tortuosos, profundos que se
comunican con ella. Comprende un espacio de 200 metros de
largo, por 120 de ancho, poco más o menos. Estas medidas son
exactas, siguiendo un plano de la ciudad, donde las he tomado.
El barrio en cuestión tiene pues unos 24.000 metros cuadrados
de superficie. Un censo verificado en 1826, cuyos resultados
detallados me han sido comunicados, me ha probado que su
población era entonces de cerca de 3.000 individuos. Lo que, por
término medio da 8 m2 de terreno por cabeza, casi como en
París en los barrios de los Mercados y de los Arcis, donde la
población tiene menos espacio que en todos los demás. Pero en
estos barrios de la capital, las casas cuentan por lo menos con
tres pisos sobre el bajo, ordinariamente 4 o 5, a veces 6, incluso
7. Mientras en Lille en la calle de Etaques y los patios
adyacentes, tienen 2 o 3 como máximo, contando como uno de
ellos las bodegas, que además no se ven, bajo todas las casas.
Por consiguiente sus habitantes están mucho más agrupados los
unos con los otros, más amontonados, por decirlo así, que en los
dos barrios más populosos de París.
Acabo de mencionar la calle de Etaques y sus patios: he aquí
cómo habitan allí los obreros. Los más pobres viven en las
bodegas y desvanes. Tales bodegas no tienen comunicación
alguna con el interior de las casas; abren directamente a la calle
o a los patios, y se baja a ellas por una escalera que a menudo
es a la vez puerta y ventana. Estas bodegas son de piedra o de
ladrillo, abovedadas, enlosadas o con mosaicos, y todas tienen
una chimenea; lo que prueba que han sido construidas para
servir de habitación. Comúnmente su altura es de 6 pies a 6 pies
y medio, altura tomada en mitad de la bóveda, teniendo de 10 a
14 o 15 pies de lado. En tan sombríos y tristes alojamientos
comen, duermen e incluso trabajan un gran número de obreros.
El día para ellos llega una hora más tarde que para los demás, y
la noche una hora antes.
Su mobiliario ordinario se compone, además de los objetos de
su profesión, de una especie de armario, o de una tabla para
depositar los alimentos, de una estufa, de un hornillo de barro, de
algunos pucheros de alfarería, de una mesita, dos o tres malos
asientos, y una sucia yacija cuyas únicas piezas son un jergón y
unos harapos como mantas. No quisiera añadir más a este
detalle de cosas espantosas que revelan al primer vistazo la
miseria profunda de estos desgraciados habitantes. Pero debo
decir, que en varias de estas camas de las que acabo de hablar,
he visto reposar juntamente individuos de los dos sexos y edades
muy diferentes, la mayoría sin camisa y de una suciedad
repugnante. Padre, madre, viejos, niños y adultos se apelotonan
allí, se aprietan. ¡Basta!
 
VILLERMÉ: Tableau de l’état physique et moral des ouvriers,
employés dans les manufactures de coton, de laine et de soie
(1840).
EL MERCADO DE TRABAJO 16.12

Considerando que es conveniente desarrollar y enmendar una


ley aprobada el año 39 de su presente Majestad, titulada Ley
para impedir las uniones ilegales de obreros.
Se dispone que desde y después de la aprobación de esta ley,
todos los contratos, convenios y acuerdos de cualquier clase
realizados por escrito hasta ahora, entre los obreros u otros
trabajadores de este reino para obtener una mejora de sus
salarios o de alguno de ellos, o los de cualquier jornalero o
trabajador, u otras personas en cualquier fábrica, empresa o
negocio, o para reducir o alterar sus usuales horas de trabajo, o
para disminuir la cantidad de trabajo (salvo los contratos hechos
entre un patrón y su obrero en relación al trabajo o servicio del
mismo obrero con el que el contrato se realiza), o para impedir o
estorbar que cualquier persona emplee a quien considere
adecuado en su manufactura, comercio o negocio, serán y son
desde ahora declarados ilegales, nulos e inválidos a cualquier
efecto y propósito.
Se dispone además que ningún obrero, después de la
aprobación de esta ley, realizará o será afectado por ningún
contrato, convenio o acuerdo, escrito o no, de los que aquí se
declaran ilegales; y todo obrero que, después de la aprobación de
esta ley, sea culpable de cualquiera de las mencionadas faltas,
siendo por tanto legalmente convicto, sobre la base de su propia
confesión o del juramento o juramentos de uno o más testigos
ante dos jueces de paz cualesquiera del condado, distrito, ciudad
o lugar donde tal falta se haya cometido (cuyo juramento es por
ésta autorizado para tal caso y para todos los otros en que deba
tomarse ante estos jueces de paz en cumplimiento de esta ley)
dentro de los tres meses siguientes después de la comisión de la
falta, será, por orden de tales jueces, confinado en la prisión
común de su jurisdicción, por un tiempo no superior a los tres
meses o, por acuerdo de tales jueces, se le enviará a alguna
casa de corrección dentro de la misma jurisdicción, donde
permanecerá y se dedicará a un trabajo pesado durante un
tiempo que no exceda de dos meses.
Se dispone además… que todo jornalero, obrero u otra
persona… que mediante el soborno, la persuasión, la intimidación
u otros medios trate obstinada y maliciosamente de impedir a
cualquier jornalero u obrero desempleado… alquilarse a un
patrono de fábrica, o que, con el propósito de obtener una mejora
de los sueldos o con cualquier otro propósito contrario a la
provisión de esta ley, obstinada y maliciosamente engañara,
persuadiera, intimidara, influyera, indujera o intentara inducir a
cualquier jornalero, obrero u otra persona ya empleada…, o
quien, estando ya empleado, rehusara, sin una causa justa o
razonable, trabajar con otro jornalero u obrero empleado o
alquilado para trabajar allí (por estas faltas será castigado como
en el caso mencionado arriba)…
Y considerando que será muy conveniente y ventajoso a los
patronos y obreros de las fábricas que se establezca un modo
sencillo y sumario para dilucidar todas las disputas que puedan
surgir entre ellos respecto a salarios y trabajos, se dispone
además… para todos los casos que surjan en esta parte de Gran
Bretaña llamada Inglaterra, en que los patronos y obreros no
puedan ponerse de acuerdo respecto al precio a pagar por el
trabajo realizado realmente en una fábrica o sobre cualquier daño
o perjuicio hecho por el obrero en el trabajo, o respecto a
cualquier retraso o supuesto retraso en la terminación de
determinado trabajo, o de acuerdo a todo contrato; y en todos los
casos de disputa o diferencia que afecten a algún contrato o
acuerdo de trabajo o de salario entre patronos y obreros de
cualquier empresa o fábrica, que no puedan resolverse y
dilucidarse entre ellos será, y así se declara aquí, legítimo para
tales patronos y obreros entre quienes surja una diferencia,
demandar y tener un arbitraje de la materia o materias en disputa;
y a cada uno de ellos se le autoriza por esta ley a nombrar y
señalar un arbitro en favor de su parte e interés respectivo…, y la
sentencia la pronunciarán tales árbitros dentro del tiempo aquí
limitado, siendo en todos los casos final e inapelable para las dos
partes; pero en el caso de que tales árbitros así señalados no se
pongan de acuerdo para decidir las materias en discusión… será
entonces legal que las partes o cualquiera de ellas requiera que
tales árbitros inmediatamente y sin dilación se presenten ante
uno de los jueces de paz de su majestad… (cuya decisión será
inapelable).
 
apud COLE y FILSON: British Working Class Movement, pp. 91-
93.

LA LUCHA DE CLASES 16.13

La moderna sociedad burguesa, que se alza sobre las ruinas


de la sociedad feudal, no ha abolido los antagonismos de clase.
Lo que ha hecho ha sido crear nuevas clases, nuevas
condiciones de opresión, nuevas modalidades de lucha, que
vienen a sustituir a las antiguas.
Sin embargo, nuestra época, la época de la burguesía, se
caracteriza por haber simplificado estos antagonismos de clase.
Hoy, toda la sociedad tiende a dividirse, cada vez más, en dos
grandes campos enemigos, en dos grandes clases antagónicas:
la burguesía y el proletariado.
Y la burguesía no sólo forja las armas que han de darle la
muerte, sino que, además, pone en pie a los hombres llamados a
manejarlas; estos hombres son los obreros modernos, los
proletarios.
En la medida en que se desarrolla la burguesía, es decir, el
capital, desarróllase también el proletariado, esa clase obrera
moderna que sólo puede vivir encontrando trabajo, y que sólo
encuentra trabajo en la medida en que éste nutre e incrementa el
capital. El obrero, obligado a venderse a trozos, es una
mercancía como otra cualquiera, sujeta, por tanto, a todos los
cambios y modalidades de la competencia, a todas las
fluctuaciones del mercado.
La existencia y la dominación de la clase burguesa tienen por
condición esencial la concentración de la riqueza en manos de
unos cuantos individuos, la formación e incrementación constante
del capital; y éste, a su vez, no puede existir sin el trabajo
asalariado. El trabajo asalariado descansa exclusivamente sobre
la competencia de los obreros entre sí. Los progresos de la
industria, cuyo agente involuntario y pasivo es la burguesía,
imponen, en vez del aislamiento de los obreros por la
competencia, su unión revolucionaria por la organización. Y así,
al desarrollarse la gran industria, la burguesía ve tambalearse
bajo sus pies las bases sobre las que produce y se apropia lo
producido. Produce, ante todo, a sus propios enterradores. Su
caída y el triunfo del proletariado son igualmente inevitables.
 
C. MARX: Manifiesto comunista (1848).
Capítulo 17

EL ROMANTICISMO

E N las dos últimas décadas del siglo XVIII y primeros años


del XIX se produce la aparición de un nuevo «estilo de
pensamiento», que se caracteriza por constituir una réplica
tanto a las formulaciones teóricas de la Ilustración, cuanto a
las consecuencias políticas y sociales que la burguesía
revolucionaria extraía de ellas. El Romanticismo constituye,
por una parte, el esfuerzo por conservar y justificar formas
de vida y pensamiento que por su carácter irracional se
encuentran comprometidas [1] en tanto, de otra, supone una
reflexión sistemática con objeto de poner de manifiesto la
insuficiencia de las respuestas de la Ilustración.
El pensamiento romántico se caracteriza:
1.º por reivindicar las posibilidades de un conocimiento
irracional. Frente al pensar racionalista, cuya renuncia a
conocer cuanto no puede expresarse en forma
universalmente válida, le lleva a ignorar tanto los aspectos
concretos y particulares de la realidad, como las facultades
humanas que permiten un saber intuitivo, el pensar
romántico no busca el conocimiento generalizador que se
expresa mediante la formulación de leyes, sino la captación
plena de la realidad determinada. El conocimiento racional,
incapaz de penetrar la totalidad de lo real será sustituido por
métodos intuitivos, irracionales, que permitan agotarla, como
la endopatía (Herder) o el sentimiento (Rousseau, Fichte)
[2].
2.º por su inclinación al conocimiento de lo concreto.
Frente al conocimiento generalizador propio del racionalismo
ilustrado, el Romanticismo aparece como un saber concreto.
La experiencia, al margen de toda construcción teórica, es
decisiva para un proceso de conocimiento que revela una
peculiar capacidad para percibir lo diverso (visión específica)
frente a lo general (visión homogénea) propia de la
Ilustración [3].
3.º por afirmar el carácter dialéctico de la realidad y el
conocimiento frente a las insuficiencias de un pensamiento
metafísico que intenta reducir la realidad a categorías
absolutas (lo en sí) [4] o las limitaciones del conocimiento
físico-matemático que se contenta con la determinación de
magnitudes y leyes del movimiento. La contradicción y el
devenir son los elementos esenciales de la realidad [5] y
para seguirla en sus cambios y modificaciones será preciso
crear frente al pensamiento estático según conceptos un
instrumento —idea— capaz de seguir a la realidad en sus
cambios y modificaciones. Adam Müller creará la fórmula del
pensamiento dinámico [6], que tendrá su pleno desarrollo en
la dialéctica hegeliana [7]. Frente al pensamiento
racionalista y generalizador que comprende cuando
establece una correlación entre el fenómeno y la ley, el
pensar dialéctico implica la reaparición de las causas finales.
La comprensión de la finalidad de lo concreto permite
alcanzar la totalidad, la Idea, de la que la realidad no es sino
un momento, cuyo sentido se encuentra precisamente en su
relación con el todo [8].
4.º por su radical historicismo, que le lleva a distinguir
entre el tiempo físico, que es una simple magnitud y como tal
intercambiable y el tiempo histórico que al poseer un sentido
hace que cada momento sea distinto de los demás. Cada
etapa histórica tiene su personalidad y un valor propio, que
la hace incomparable a cualquier otra, en contra de la idea
del progreso característica de la Ilustración [9]. La realidad
no se comprende sin integrarla en un proceso en que el
pasado tiene tanta importancia como la finalidad que da
sentido a la totalidad. Comprender un fenómeno es para el
racionalista descubrir la norma que lo rige, en tanto para el
romántico la comprensión se logra cuando conoce los
orígenes y pone de manifiesto la pervivencia del pasado y
determina su sentido.
La aplicación del nuevo tipo de pensamiento se
caracteriza por su insistencia en establecer conexiones
espaciales entre realidad concreta y totalidad, al tiempo que
temporales entre presente y pasado, sistema que se utiliza
con valor universal. La temática del pensamiento romántico
es fundamentalmente una antropología, que los propios
planteamientos metodológicos amplían hasta convertir en
una teoría del grupo humano y una teoría de la evolución,
fórmulas que en último término producirán un decisivo
impacto en las ciencias de la naturaleza (evolucionismo).
La concepción racionalista del hombre implica una
abstracción que elimina los caracteres concretos de la
persona para no tener en cuenta sino la común naturaleza
humana. El individuo es por tanto una realidad homogénea
debido a su condición de portador de la ley natural, que aun
siendo descubierta en el interior de cada uno es, sin
embargo, la misma para todos. El individuo es además un
valor último, por cuanto a él están ordenadas todas las
cosas, lo que le convierte en sujeto de derechos y contratos,
en especial de los derivados del fundamental pacto político.
Frente a la concepción individualista, el Romanticismo afirma
la radical vinculación y dependencia del hombre respecto a
un contexto social e histórico determinado [10]. Toda
posibilidad de existencia individual está condicionada por la
relación con los demás, incluso en aquellas actividades,
como el pensamiento, consideradas como más inmediatas y
privadas. La Symphilosophie, él pensar en común, es
recomendado como la más alta posibilidad intelectual. Por
otra parte no existe ninguna realización individual que pueda
tener lugar al margen de la sociedad o de la tradición.
El conocimiento del hombre no es posible para quien no
toma en consideración sino al hombre, y remite
necesariamente a realidades anteriores y superiores al
individuo como el grupo social o la acción del tiempo
histórico. El hombre existe en, por y, en consecuencia, para
la sociedad, para el grupo, cuya realidad no es el resultado
de una creación voluntaria, como ocurre en el pacto político,
sino que por el contrario es anterior e independiente de cada
individuo concreto, tiene su propia ley de desarrollo y sus
propios fines, que tampoco coinciden con la suma de los
intereses individuales [11]. En torno a 1800 surge el término
das Ganze con que se designó el carácter orgánico de las
estructuras sociales: la Sociedad es identificada con un
organismo dotado de vida propia, independiente de la de sus
miembros, y se utilizan los términos de pueblo y nación para
designarla [12]. Cada pueblo tendrá en este sistema un valor
particular expresado en forma de una misión histórica que
cumplir, para cuya realización ha sido dotado de un espíritu
peculiar (Volksgeist) [13],
El pueblo sustituye al individuo como titular de derechos
y a él se aplican todos los atributos que el racionalismo
consideraba propios del hombre, con lo que la libertad de
individual se hace colectiva, al tiempo que se eleva a
principio universal que la auténtica forma de la libertad
individual es la que consiste en integrarse en el todo
colectivo [14]. El pueblo se caracteriza por una esencia
individual, particular, lo que implica la negación de la
pretensión revolucionaria de validez universal, para las
leyes. Finalmente cada pueblo crea su propia y particular
cultura, irreductible a las demás e intransmisible al menos en
su última realidad, hasta tal punto que es la existencia de
ciertos fenómenos culturales propios —lengua, derecho— lo
que permite descubrir y afirmar la existencia de uno de estos
grupos originarios que son los pueblos.
Herder afirma que la lengua no es ni descripción, ni
imitación sino ante todo emoción, de tal manera que los
diferentes lenguajes expresan las diversas sensibilidades de
cada pueblo, y esto hasta tal punto que hablar un idioma
extraño equivale a llevar una vida artificial [15]. En los
comienzos del nuevo siglo Savigny, en su De la vocación de
nuestro siglo para la legislación y la jurisprudencia, sostuvo
que el derecho es una producción inconsciente de la
conciencia jurídica del pueblo, lo que hace completamente
estéril cualquier intento de aplicación universal de
determinados cuerpos legales, que serán eliminados
espontáneamente al no reflejar la conciencia jurídica del
pueblo al que se intenta imponerlos [16].
La teoría romántica del pueblo conduce a dos
formulaciones políticas: conservadurismo [17] y
nacionalismo, de las que procede un movimiento cuya
aspiración será la conservación de la peculiaridad nacional,
para lo que reclamará el derecho de cada pueblo a disponer
de su destino, en otras palabras la accesión de cada pueblo
a la soberanía política [18]. El movimiento nacionalista es
por tanto la expresión del ideario romántico, aun cuando,
como ocurrirá con mucha frecuencia, el sentimiento
nacionalista romántico se combine con un ideario político
revolucionario.
Junto a una teoría del grupo, el romanticismo formula una
teoría de evolución, que es la contrapartida de la imagen
racionalista. La Historia aparece como un desarrollo de
posibilidades diversas, cada una de ellas igualmente valiosa,
en lugar de un progreso hacia una metaúltíma, que reduce
todos los momentos precedentes a la condición de simples
medios. Unida a la teoría del grupo, conduce a la afirmación
de evoluciones distintas para cada uno de los pueblos, que
son concebidos como realidades supratemporales que
persiguen a través de los siglos una evolución propia que los
conduce hacia fines particulares. Esta imagen determina una
conexión entre el tiempo presente, pasado y futuro, de tal
manera que el presente queda radicalmente condicionado
por los fines últimos del pueblo que se conseguirán en el
futuro, pero sobre todo por las realidades del pasado, con el
que ni siquiera la entera unanimidad del pueblo vivo en un
momento podría romper sin que el hacerlo destruyese
simultáneamente su peculiar personalidad, su condición de
pueblo individualizado, planteamiento del que se derivan la
doctrina política del tradicionalismo [19].
Textos 17

LA REACCIÓN ROMÁNTICA 17.1

Actualmente, con la confusión general de clases, con el


ascenso de los inferiores al lugar de superiores orgullosos,
agotados e inútiles —para llegar a ser dentro de poco peores que
ellos—, se socavan cada vez más los cimientos más fuertes y
más necesarios de la humanidad; penetra profundamente la
masa de corrompida savia vital. Por mucho que un tutor de este
gran cuerpo apruebe, elogie o fomente un momentáneo aumento
de apetito o un incremento aparente de fuerzas, o que se oponga
terminantemente, jamás suprimirá la causa del “refinamiento
progresivo y del adelanto que lleva a la reflexión, la opulencia, la
libertad y la arrogancia”. No es posible explicar por medio de una
breve comparación el proceso de decadencia desde nace un
siglo del verdadero prestigio voluntario de los superiores, los
padres y las más altas jerarquías en el mundo. Los nuestros,
grandes y pequeños, contribuyen de diez maneras a mantener
esta situación; abaten las vallas y barreras; pisotean y hacen
burla, hasta en propio perjuicio, de los prejuicios, como suele
decirse, de clase, de educación y hasta de religión. Y todos
llegaremos a ser, debido a una determinada educación, filosofía,
irreligión, ilustración, vicios y finalmente y como remate por medio
de la opresión, por una sed de sangre y de avidez insaciable que
de por sí exalta los ánimos y lleva al egoísmo, todos llegaremos a
ser —para bien nuestro— después de mucho desorden y muchas
miserias, aquello a lo que aspira y tanto elogia nuestra filosofía:
hermanos. Amo y criado, padre e hijo, el mancebo y la doncella
más desconocida, todos seremos hermanos. Esos señores
profetizan como Caifás, pero por cierto, primero sobre su propia
cabeza o la cabeza de sus hijos.
 
J. G. HERDER: Filosofía de la Historia para la educación de la
Humanidad (1774).

CONOCIMIENTO IRRACIONAL 17.2

Te comprendo ahora, sublime espíritu. He encontrado el


órgano con el cual comprendo esta realidad, y con él
probablemente al tiempo toda otra realidad. Este órgano no es el
conocer; ningún conocimiento puede fundarse y demostrarse a sí
mismo. Todo conocimiento presupone algo aún más alto, como
su fundamento, y este ascenso no tiene fin. Es la fe: este
permanecer voluntario en la opinión que naturalmente se nos
ofrece, porque sólo en este parecer podemos colmar nuestro
destino. Ella es la que aprueba el conocimiento y eleva a certeza
y convicción lo que sin ella podría ser mero engaño. No es un
saber sino una decisión de la voluntad de hacer valer el saber.
(…)
No de otro modo ocurre entre los hombres que han visto la luz
del mundo. Aun sin ser conscientes de ello, captan toda la
realidad que está ahí para ellos, meramente por la fe, se
compenetra en ellos con su existencia, les es totalmente innata.
¿Cómo podría ser de otra manera? Si en nuestro puro saber, en
el puro contemplar y pensar, no existe motivo alguno para no
considerar a nuestras representaciones más que como puras
imágenes, aunque se impongan con necesidad, ¿por qué
entonces las tenemos por más y les damos por fundamento algo
independiente de toda representación?… Motivos racionales no
son, pues no existen de esta clase; es el interés por una
realidad… De este interés no puede separarse nadie que viva y
tanto menos de la fe, que lleva el mismo consigo.
¡Qué unidad y perfección tiene en sí misma, qué dignidad la
de la naturaleza humana! Nuestro pensamiento no se funda en sí
mismo, independiente de nuestros impulsos e inclinaciones; el
hombre no consta de dos partes que discurren paralelas, es un
absoluto uno. Todo nuestro pensamiento está fundado por
nuestro mismo impulso; y como hay inclinaciones del individuo,
así también hay su conocimiento. Este impulso nos obliga a un
determinado modo de pensar, en la medida que no consideramos
su violencia; pero la violencia desaparece, en cuanto se ve; y ya
no es más el impulso por sí, sino nosotros mismos, los que
siguiendo el impulso formamos nuestro modo de pensar.
 
J. G. FICHTE: El destino del hombre (1800).
 
¿Acaso no existe en toda vida humana una edad en que no
aprendemos nada por la fría y parca razón mientras que lo
aprendemos todo por inclinación, por educación y autoridad; en
que no tenemos oído ni sentido ni alma para cavilaciones y
razonamientos sobre el bien, la verdad y la belleza, pero en
cambio lo tenemos todo para los llamados prejuicios e
impresiones de la educación? Mira, esos llamados prejuicios,
captados sin barbara celarent, sin el acompañamiento de ninguna
demostración del derecho natural; ¡cuan fuertes, cuan profundos,
cuan útiles y eternos! Pilares para todo cuanto se construirá más
tarde sobre ellos, o más bien, verdaderos gérmenes de los que
surge todo lo ulterior y lo más débil —cualquiera sea el nombre
glorioso que se le dé (pues cada uno razona según su propio
sentimiento)—, es decir, los rasgos más fuertes, eternos, casi
divinos que beatifican y destruyen toda nuestra vida y que cuando
nos abandonan, nos abandona todo. Y mira, todo lo que cada
hombre necesita inevitablemente en su infancia, de seguro no lo
necesita menos toda la especie humana en su infancia. Lo que
llamáis despotismo es un germen más delicado, y que en realidad
no fue sino autoridad paternal para dominar la casa y la choza,
mira cómo cumplía funciones a las que ahora tendrás que
renunciar con toda tu fría filosofía del siglo; cómo fijaba, aunque
sin demostrarlo, lo bueno y lo justo o que parecía tal, en formas
eternas, con un halo de divinidad y amor paternal, con una dulce
apariencia de hábito temprano y volcaba misteriosamente toda la
vitalidad de las ideas infantiles de su mundo. ¡Qué necesario, qué
bueno, qué útil para toda la especie! Se colocaron los
fundamentos que no podían ser colocados de otra manera, que
no podían ser colocados tan fácil ni tan profundamente. Y allí
están. Siglos enteros construyeron sobre ellos; tempestades de
generaciones los inundaron con desiertos de arena, como al pie
de las pirámides, pero no lograron quebrantarlos. Allí están
todavía. Y felizmente, pues todo descansa sobré ellos. (…)
Nadie en el mundo percibe tanto como yo la invalidez de las
caracterizaciones generales. Se describe un pueblo entero, un
período, una comarca y ¿a quién se ha descrito? Se resumen
pueblos y épocas sucesivas, en eterna variación como las olas
del mar. ¿A quién se ha descrito? ¿A quién se refirió la imagen
descriptiva? A la postre no se hace más que sintetizarla en una
palabra general de la que quizás cada uno piensa y siente lo que
quiere. Recurso imperfecto el de la descripción. ¡A qué
interpretaciones erróneas se está expuesto!
Al que ha observado lo inefable que es la peculiaridad de un
hombre, lo imposible que resulta expresar distintamente lo
distintivo, tal como él lo siente y lo vive; ¡cuan distintas y
peculiares se le aparecen todas las cosas después de haberlas
visto su ojo, después de haberlas medido su alma, después de
haberlas sentido su corazón! Percibirá la profundidad que existe
en el carácter de una nación, y por mucho que se la haya
estudiado y analizado escapa a la palabra que pocas veces es
suficientemente gráfica para que todos la comprendan y la
sientan. Es como si hubiese que abarcar todo el océano de
pueblos, épocas y países con una sola mirada, en un sentimiento,
en una palabra. ¡Pálida e incompleta evocación la de la palabra!
Tendría que incluir además —o ser previa— la dinámica pintura
del modo de vivir, de las costumbres, las necesidades,
características geográficas y climatológicas; habría que
simpatizar previamente con la nación para sentir en un solo
sentimiento y un gesto a todas juntas, para encontrar una palabra
cuya plenitud permita imaginar o leer todo… en una palabra.
 
J. G. HERDER: Filosofía de la Historia para la educación de la
Humanidad (1774).
 
La razón humana, reducida a sus fuerzas individuales, es
perfectamente nula, no solamente para la creación, sino también
para la conservación de toda asociación religiosa o política,
porque no produce sino disputas y porque el hombre para guiarse
no necesita problemas sino creencias. Su cuna debe estar
rodeada de dogmas, y cuando su razón se despierta, es
menester que halle todas sus opiniones establecidas, al menos
en todo lo relativo a su conducta. Nada hay tan importante para él
como los prejuicios. Y no tomemos esta palabra en mal sentido,
pues no significa necesariamente las ideas falsas, sino
únicamente, siguiendo el sentido de la palabra, ciertas opiniones
adoptadas previamente a todo examen. Ahora bien tales
opiniones son la necesidad mayor del hombre, los verdaderos
elementos de su felicidad, y el Paladio de los imperios. Sin ellas,
ni el culto, ni la moral, ni el gobierno pueden existir. Es preciso
que haya una religión del Estado, como una política del Estado; o
mejor, es preciso que los dogmas religiosos y políticos mezclados
y confundidos formen conjuntamente una razón universal o
nacional, bastante fuerte para reprimir las aberraciones de la
razón individual, que es, por su naturaleza, la mortal enemiga de
cualesquiera asociaciones, pues no produce sino opiniones
divergentes.
Todos los pueblos conocidos han sido felices y poderosos en
la medida en la que han obedecido más fielmente a tal razón
nacional, que no otra cosa es sino la anulación de los dogmas
individuales y el reino absoluto y general de los dogmas
nacionales, es decir de los prejuicios útiles. Si cada hombre, en
su culto, se apoya sobre su razón particular, de inmediato veréis
nacer la anarquía en las creencias o la anulación de la soberanía
religiosa. E igualmente sí cada uno se instituye juez de los
principios de gobierno, veréis nacer de inmediato la anarquía civil,
o la aniquilación de la soberanía política. El gobierno es una
verdadera religión: tiene sus dogmas, sus misterios, sus
ministros: destruirlo o someterlo a la discusión de cada individuo,
es una misma cosa; no vive más que por la razón nacional, es
decir por la fe política, que es un símbolo. La necesidad primera
del hombre, es que su razón naciente, se vea doblegada bajo
este yugo doble, es que su razón se anule, es que se diluya en la
razón nacional para que mude su existencia individual en otra
existencia común, al igual que un río que se precipita en el
océano sigue existiendo siempre en la masa de las aguas, pero
sin nombre y sin realidad distinta.
 
J. DE MAISTRE: Estudio sobre la Soberanía (1794-6).

CONOCIMIENTO CONCRETO 17.3

Las mujeres tienen el buen gusto de no abandonar la mantilla,


el tocado más delicioso que puede encuadrar su rostro de
española; van por la calle y a paseo a pelo, con un clavel rojo en
cada sien, envueltas en sus encajes negros, y se deslizan, a lo
largo de las paredes, manejando el abanico con una gracia y una
presteza incomparables. Un sombrero de mujer es una rareza en
Granada. Claro es que las elegantes tienen en el fondo de su
armario algún adefesio de junquillo y floripondios rojos, que
reservan para las grandes ocasiones; pero éstas, gracias a Dios,
son muy raras, y los horribles sombreros no ven la luz más que el
día del santo de la reina o en las sesiones solemnes del Liceo.
Dios quiera que nuestras modas no invadan nunca la ciudad de
los califas y no sea una realidad la terrible amenaza encerrada en
dos palabras, pintadas en negro, a la entrada de una calle:
Modista francesa. Los llamados espíritus serios nos encontrarán
excesivamente frívolos y se burlarán de nuestras lamentaciones
pintorescas; pero somos de aquellos que creen que las botas de
charol y los impermeables contribuyen muy poco a la civilización,
y aún más, que consideran a esta misma civilización como una
cosa poco apetecible. Es un espectáculo doloroso para el poeta,
el artista y el filósofo, ver cómo desaparecen del mundo las
formas y los colores, cómo se pierden las líneas y se confunden
los tonos, y cómo la uniformidad más desesperante invade el
universo, so pretexto de no sé qué progreso. Cuando todo sea
parejo, los viajes serán inútiles, y entonces, ¡oh feliz
coincidencia!, será precisamente cuando estén en plena actividad
los ferrocarriles. ¿Para qué ir muy lejos, a diez leguas por hora, a
ver calles de la Paz, iluminadas con gas y llenas de burgueses
comodones? Yo creo que no debieron de ser ésos los designios
de Dios, cuando modeló cada país por modo diverso, les dio
vegetación característica y los pobló de razas distintas de
conformación, de tez y de idioma.
Es comprender mal el sentido de la Creación, ese afán de
imponer la misma librea a los individuos de todos los climas, y
ello constituye uno de los errores de la civilización europea; con
un traje de cola de pichón se está mucho más feo, pero se sigue
igual de bárbaro. ¡A fe que los pobres turcos del sultán Mahmud
tienen una linda facha desde la reforma del antiguo traje asiático,
y que las luces han llevado a su país progresos infinitos!
 
T. GAUTIER: Viaje por España (1840).

PENSAMIENTO DIALÉCTICO 17.4

Se puede muy bien conceder que la cosa en sí no puede ser


conocida si por conocer se entiende el conocimiento de un objeto
en su determinabilidad concreta, porque la cosa en sí no es sino
la cosa completamente abstracta e indeterminada. Además,
como se habla de la cosa en sí se puede, con igual razón, hablar
de la cualidad en sí, de la cantidad en sí, y, en general, de todas
las categorías, considerándolas en su momento inmediato y
abstracto, es decir, haciendo abstracción de sus
desenvolvimientos y de su determinabilidad interna. No es, pues,
sino un hecho arbitrario del entendimiento esta fijación de la cosa
en su en sí. Pero se acostumbra a aplicar este en sí al contenido
de las cosas de la naturaleza, lo mismo que a las del espíritu. Así
se habla de la electricidad o de la planta en sí, como del hombre
o del Estado en sí, crevendo señalar por este en sí la naturaleza
verdadera y especial de estos objetos. Pero ocurre con estos
objetos como con la cosa en sí en general: que, al pararse en su
en sí, no se las aprehende en su verdad, sino bajo la forma
exclusiva de una simple abstracción. El hombre en sí, por
ejemplo, es el niño cuya tarea consiste en no permanecer en este
en sí abstracto, en hacer que lo que es primeramente solo en sí
—un ser libre y racional—, lo devenga también para sí. Asimismo
el Estado en sí es el no desarrollado, patriarcal, en que las
funciones políticas contenidas en la noción de Estado no han
alcanzado aún su forma constitutiva y racional. Se puede también
considerar el germen en igual sentido como la planta en sí. Se ve
por estos ejemplos, cuan erróneo es creer que el en sí de las
cosas o la cosa en sí es un objeto inaccesible a nuestro
conocimiento. Todas las cosas son primeramente en sí, pero no
se detienen en este en sí en manera alguna.
 
HEGEL: Ciencia de la Lógica (1812-16).

CONTRADICCIÓN Y DEVENIR 17.5

En lugar del principio exclusi tertii, que es el principio del


entendimiento abstracto, se debiera colocar el principio: todas las
cosas son opuestas. Nada hay, en efecto, ni en el cielo ni en la
tierra, ni en el mundo del espíritu, ni en el de la naturaleza, a que
pueda aplicarse el o esto o aquello del entendimiento como tal.
Todo lo que es, es un ser concreto, y por tanto contiene la
diferencia y la oposición. (…) Lo que mueve al mundo en general
es la contradicción, y es ridículo decir que ésta no se puede
pensar. Lo que hay de cierto en esta opinión es que no es posible
detenerse en la contradicción y que ésta se suprime a sí misma.
Pero la contradicción suprimida no es en modo alguno la
identidad abstracta, porque ésta no es ella misma, sino un lado
de la contradicción. El resultado inmediato de la oposición puesta
como contradicción es la razón de ser que contiene tanto la
diferencia como la identidad como suprimidas y como simples
momentos ideales.
Cuando se encuentra en un objeto o en una noción una
contradicción (y no hay ser en que no se pueda y deba señalar
una, es decir, determinaciones opuestas; porque donde no hay
contradicción, no hay sino una abstracción del entendimiento que
se une violentamente a una de las dos determinaciones y se
esfuerza en alejar y ocultar la otra que está implicada en la
primera), ¿se acostumbra a concluir que nada es? Así Zenón
quiso demostrar que el movimiento no existe porque hay en él
una contradicción, y así aquellos antiguos no quisieron aceptar el
nacimiento y la muerte; dos especies de devenir, porque lo uno,
es decir, lo absoluto, no podía nacer ni pasar.
Fácil es decir que no se entiende la unidad del ser y del no-
ser. (…) Si por no aprehender la noción se entiende simplemente
que no se puede representar la unidad del ser y del no-ser, esto
es tan poco exacto que cualquiera puede, por el contrario, tener
un número infinito de estas representaciones, si no se tiene tal
representación, es que no se sabe volver a hallar la noción que
está ante sí en una de estas representaciones y ver en ella un
ejemplo de esta unidad. El ejemplo de esta unidad que primero
se presenta es el devenir. Cualquiera tiene de él una
representación, y se concederá que es una sola y misma y
además que, analizándola, se halla en ella la determinación del
ser y también la de su contrario el no-ser; se concederá, en fin,
que estas dos determinaciones están reunidas en una sola y
misma representación, de tal suerte que el devenir es la unidad
del ser y del no-ser. (…) El devenir es la verdadera expresión del
resultado del ser y del no-ser, en cuanto es su unidad, y no es
solamente su unidad, sino la unidad que es esencialmente
movimiento, es decir, la unidad que no constituye una relación
puramente inmóvil consigo misma, sino que, por la diferencia del
ser y del no-ser que está en ella, se niega ella misma dentro de sí
misma.
 
HEGEL: Ciencia de la Lógica (1812-16).

PENSAMIENTO DINÁMICO 17.6

El Estado, lo mismo que todos los grandes negocios


humanos, tiene de particular que no se deja captar su ser por
medio de palabras o definiciones. Cada generación nueva, cada
grande hombre, le insufla otra forma, para la que no sirve la vieja
definición. Semejantes formas rígidas y sempiternas, que suelen
ofrecer de barato las ciencias políticas, biológicas y
antropológicas al uso, las designamos como conceptos. Pero del
Estado no existe concepto alguno. Nuestros padres tenían el
concepto de que el Estado es una institución coactiva; luego han
venido otros tiempos, y no ha sido posible forzar lo mejor, lo más
importante; nos hemos formado otros conceptos, que tampoco se
sostienen, por la mera razón de que el concepto no posee
movimiento alguno, mientras que el Estado es dinámico, como he
indicado al principio. Cuando el pensamiento que hemos
concebido acerca de tan elevado objeto se ensancha, mueve y
crece como el objeto mismo, entonces nuestro pensamiento no
se llamará concepto de la cosa, sino idea de la misma, del
Estado, de la vida. Nuestras teorías corrientes acerca del Estado
no pasan de ser acumulaciones de objetos, y, por lo mismo, algo
cadavérico e inservible; no guardan congruencia alguna con la
vida, pues pretenden comprender al Estado de una vez para
siempre y totalmente; mientras el Estado avanza indefinidamente,
aquéllas se quedan donde estaban en un principio.
 
A. MÜLLER: Elementos de Política (1808-9).
 
Si ahora alguien, llena la cabeza de la penosa maraña de
palabras nacidas por primera vez en los tiempos modernos,
según la cual puede llamarse a cualquier pensamiento una idea
con perfecta reciprocidad, y contra la idea, por ejemplo, de una
silla o de un banco nada hay que objetar; si un tal se admirase de
que se haga del sacrificio de la vida por las ideas tan gran cosa y
se pueda edificar sobre ello la caracterización de dos clases de
hombres completamente diversos, en cuanto que todo lo que
pueda haber en un espíritu humano es idea; sin duda que éste no
habría entendido nada de todo lo dicho hasta aquí; pero no por
culpa nuestra. Pues no hemos dejado de distinguir rigurosamente
los conceptos, que por el camino de la experiencia llegan al
entendimiento del hombre meramente sensible, y las ideas, que
se encienden en el entusiasta, absolutamente sin necesidad de
ninguna experiencia, por obra de la vida sustantiva en sí misma.
 
J. G. FICHTE: Los caracteres de la edad contemporánea
(1805).

LA DIALÉCTICA HEGELIANA 17.7

Se considera ordinariamente la dialéctica como un arte


exterior que produce arbitrariamente la confusión de nociones
determinadas y una apariencia de contradicción, de tal suerte que
esta apariencia no tiene realidad y que lo verdadero reside, por el
contrario, en el entendimiento y sus determinaciones. A veces
también no se considera la dialéctica sino como una especie de
juego de báscula de un razonamiento que avanza y retrocede, y
cuya vaciedad disimula la sutileza que le es propia. Pero la
dialéctica constituye antes bien por su determinación especial la
naturaleza propia y verdadera de las determinaciones del
entendimiento, de las cosas y de lo finito en general. La reflexión
va primeramente más allá de la determinación aislada y pone a
ésta en relación. Pero, aun así, no pierde la determinación su
estado de aislamiento. La dialéctica, por el contrario, es el tránsito
inmanente de un término a otro, tránsito en que lo exclusivo y
limitado de las determinaciones del entendimiento muestra lo que
son, es decir, que contienen su propia negación. Lo propio de
toda cosa finita es suprimirse ella misma. Por consiguiente la
dialéctica es el alma viva de todo desenvolvimiento científico, es
el único principio que introduce en el contenido de la ciencia la
conexión inmanente y la necesidad de sus partes, y que la eleva,
no de un modo exterior, sino real, por cima de lo finito en general.
 
HEGEL: Ciencia de la Lógica (1812-16).

FINALISMO 17.8

Ahora bien: filosófica sólo puede llamarse aquella visión de las


cosas que reduce una multiplicidad dada en la experiencia a la
unidad del principio uno y común, y que, a la inversa, explica
íntegramente por esta unidad todo lo múltiple y lo deriva de ella.
(…)
Este comprender la totalidad del tiempo, como todo
comprender filosófico, supone, a su vez, un concepto unitario de
este tiempo, previamente determinado, si bien paulatinamente
desarrollado, o en que cada miembro esté condicionado por el
anterior; o, para expresarlo más brevemente y del modo usual,
supone un plan del universo que se pueda concebir claramente
en su unidad y partiendo del cual se puedan derivar íntegramente
las épocas capitales de la vida humana sobre la tierra y se
puedan comprender distintamente en su origen, así como en su
conexión mutua. El primero, el plan del universo, es el concepto
unitario de la totalidad de la vida humana sobre la tierra; las
últimas, las épocas capitales de esta vida, son los conceptos
unitarios de cada edad determinada acabados de mencionar, de
los cuales hay que derivar, a su vez, los fenómenos de ella. (…)
El concepto de un plan del universo es, pues, un supuesto de
nuestra investigación, el cual, por la causa indicada, en modo
alguno puedo aquí derivar, sino sólo señalar. Digo, por ende —y
coloco con esto la primera piedra del edificio a levantar—, digo: el
fin de la vida de la Humanidad sobre la tierra es el de organizar
en esta vida todas las relaciones humanas con libertad según la
razón. (…)
Y para completar, finalmente, esta enumeración de los
necesarios miembros y épocas en la vida de nuestra especie
sobre la tierra, añadiremos, mediante la liberación frente al
instinto racional se hace posible la ciencia de la razón, hemos
dicho antes. Conforme a las reglas de esta ciencia deben
organizarse ahora, mediante el acto libre de la especie, todas sus
relaciones. Mas es claro que para la ejecución de esta tarea no
basta el conocimiento de la regla, el cual sólo puede ser dado por
la ciencia, sino que es menester, además, una ciencia especial
del obrar, que sólo por el ejercicio se convierte en habilidad
práctica; en una palabra, que es menester, además, el arte. Este
arte de organizar las relaciones todas de la humanidad conforme
a la razón antes científicamente interpretada (pues en este más
alto sentido nos serviremos siempre de la palabra arte, cuando la
pronunciemos sin adjetivos), este arte habría, pues, de ser
practicado y aplicado completamente a todas las relaciones de la
Humanidad, hasta tanto que la especie se presentase como una
perfecta imagen de su eterno arquetipo en la razón, y entonces
se habría alcanzado el fin de la vida terrena, se habría llegado a
su término, y la Humanidad pisaría las altas esferas de la
eternidad. (…)
La vida de la especie humana no depende del ciego azar, ni
es, como superficialmente se deja oír harto a menudo, en todas
partes igual a sí misma, de suerte que haya sido siempre como
ahora es y siempre haya de permanecer así, sino que va
marchando y corre hacia delante según un plan fijo, que tiene que
cumplirse necesariamente y, por tanto, es seguro que será
cumplido. Este plan es éste: que la especie se desarrolle en esta
vida con libertad hasta llegar a ser la pura imagen de la razón.
 
J. G. FICHTE: Los caracteres de la edad contemporánea
(1805).

EL TIEMPO HISTÓRICO 17.9

Todas las obras de Dios tienen esta propiedad de que


formando parte de un todo que no se deja abarcar por nuestra
vista, sea, no obstante, cada una un todo completo en sí mismo
que lleva impreso el carácter divino de su destino. Así sucede con
las plantas y animales, y ¿había de ser de otro modo en el caso
del hombre, de suerte que, por ejemplo, miles de hombres
habrían nacido con miras a uno solo, todas las generaciones
pasadas solamente para la última, todos los individuos solamente
para la especie, es decir, para el fantasma de un concepto
abstracto? No es éste el modo de proceder de la Sabiduría
infinita; no suele hacer juegos de manos ni trucos con sombras
chinescas; en cada uno de sus hijos se ama a sí misma con un
amor paternal cual si esta criatura fuera la única del mundo.
Todos sus medios persiguen un fin, todos sus fines son, a su vez,
medios para fines superiores en los que el Infinito se revela
llenándolo todo con su ser. Por lo tanto, lo que es y puede llegar a
ser cada hombre, esto es el fin del género humano, ¿y qué es
esto? Su humanidad y felicidad en este lugar, en este grado, para
éste y no para otro eslabón de la cadena total de la evolución que
se extiende por toda la especie. Quienquiera que seas y
dondequiera que hayas nacido, oh mortal, allí eres el que te
estaba destinado que fueras. ¡No dejes tu lugar en la sucesión de
eslabones que forman la cadena, ni quieras ser superior a ella,
sino adhiérete firmemente a ella! Solamente ocupando tu lugar
dentro del conjunto, con lo que das y recibes, en constante
actividad, hallarás la vida y el sosiego.
 
J. G. HERDER: Ideas para una Filosofía de la Historia de la
Humanidad (1784-91).

INDIVIDUO Y SOCIEDAD 17.10

Por lo tanto, existe una educación del género humano


precisamente porque cada hombre se hace hombre solamente a
fuerza de educación y porque toda la especie no vive sino en esta
cadena de individuos. Si alguien dijera que lo que se educa no es
el individuo sino la especie, hablaría para mí en un lenguaje
ininteligible, ya que género y especie son conceptos abstractos
mientras no existan en individuos concretos. Si atribuyera yo a
este concepto abstracto todas las perfecciones de la humanidad,
de la cultura y de las luces que permite un concepto idealista,
habría dicho tanto de la verdadera historia de nuestra especie
como si hablara de la animalidad, de la “petreidad” o de la
“metaleidad” en general, adornándolas con los atributos más
brillantes pero contradictorios en los individuos tomados
aisladamente. Mas nuestra filosofía no ha de seguir por estos
senderos de la filosofía de Averroes según la cual todo el género
humano posee solamente un alma, y ésta de baja estofa, que se
comunica sólo parcialmente a cada individuo. Si, por el contrario,
quisiera reducir todo lo humano a los seres individuales negando
la conexión que los une, me pongo nuevamente en contradicción
con la naturaleza humana y el evidente testimonio de su historia,
pues ningún individuo se ha hecho hombre por sí mismo. Toda su
estructura humana está conectada con sus padres mediante una
generación espiritual llamada educación, lo mismo que con sus
amigos, maestros y todas las circunstancias en el curso de su
vida, es decir, con su pueblo y sus antepasados o sea,
finalmente, con toda la cadena que forma su especie, la cual es
responsable por alguno de sus eslabones de ésta o aquélla de
sus potencias psíquicas.
 
J. G. HERDER: Ideas para una Filosofía de la Historia de la
Humanidad (1784-91).
 
Indicaré solamente el error de principio que ha servido de
base a esta Constitución, y que ha extraviado a los franceses
desde el primer instante de su revolución.
La Constitución de 1795, como las precedentes, está hecha
para el hombre. Ahora bien, el hombre no existe en el mundo. Yo
he visto, durante mi vida, franceses, italianos, rusos…, y hasta
sé, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa: en cuanto al
hombre, declaro que no me lo he encontrado en mi vida; si existe,
lo desconozco.
…una Constitución que está hecha para todas las naciones,
no está hecha para ninguna: es una pura abstracción, una obra
escolástica, hecha para ejercitar el ingenio partiendo de una
hipótesis ideal, y que está destinada al hombre en los espacios
imaginarios que habita.
¿Qué es una Constitución? No otra cosa que la solución al
siguiente problema: dadas la población, las costumbres, la
religión, la situación geográfica, las relaciones políticas, las
riquezas, las buenas y malas cualidades de determinada nación,
hállense las leyes que le convienen.
 
J. DE MAISTRE: Consideraciones sobre Francia.
 
El Estado no es una institución artificial, una de tantas
invenciones útiles y agradables de la vida social, sino que es el
todo de esta misma vida, necesaria en cuanto se dan hombres,
ineludible, fundada en la naturaleza del hombre, diría, si,
considerado desde todos los puntos de vista justos, no fueran
una y la misma cosa la existencia humana y la civil, y esta
expresión, por lo tanto, una redundancia. (…)
Voy a tratar de ordenar, con arreglo a ciertas rúbricas, el
fárrago inacabable de todas las falsas representaciones del
Estado que juegan en la actualidad un gran papel, no sólo en la
vida social, sino también en casi todos los manuales de política,
para que, al hilo de la refutación, resplandezca la verdad de mi
afirmación: “Que nada humano existe fuera del Estado”.
Aparecen ahora toda una serie de conceptos en cuya destrucción
se pondrá a prueba el rango superior de la idea del Estado.
I. El Estado no cuida sino de las necesidades externas de los
hombres y no reclama más que sus externas acciones. El hombre
vive alternativamente entre dos, o si se quiere, entre varios
mundos; sirve a varios señores a la vez. Con un pie se afirma en
el mundo físico real; con el otro, en un mundo moral ideal; puede
ser obligado maquinalmente a algunas acciones; es decir, con la
aplicación de un poder mecánico; otras acciones, y con mucho
las más importantes, quedan espiritualmente entregadas a su
albedrío: el ciudadano puede sustraer su corazón y su amor al
Estado, o rendírselos, o retirarlos cuando quiera. Ved aquí la
fragilidad de todas las teorías que, con tal de poder ofrecer un
concepto bien redondeado del Estado, prefieren renunciar a la
parte más bella del ser humano, a sus sentimientos y a sus
pensamientos, contentándose con la obediencia brutal, con el
temor de los súbditos, con el pago de los impuestos como prueba
de amor, cuando lo que debiera preocuparles sería la entrega, el
sacrificio sin límites. Ved cómo este Estado, así conceptuado, lo
ha sido con la mira puesta en el pretendido estado de paz; es
decir, un estado en el que es practicable esta desarticulación de
la vida civil en acciones internas y externas, en relaciones
coactivas y libres. En esa pretendida paz cabe imaginar
perfectamente que el derecho y la moral, la vida exterior y la
interior, sigan cada uno su propia vereda; el bastón y la argolla,
por un lado, y el juicio moral, por otro, mantienen cada uno su
régimen propio. Pero ahora imaginaos de pronto una guerra en la
que todo el Estado tiene que responder como un solo hombre:
¿no se deshace de facto esa entidad civil recortada con la tijera
del concepto en vida pública y privada, civil y militar? El corazón
de los súbditos tiene que latir por el Estado, cada ciudadano debe
estar dispuesto a ofrecer y sacrificar todo a otro todo. (…)
Hemos rebatido el primer error fundamental de los sistemas
políticos al uso: el Estado no es una manufactura, granja,
sociedad de seguro o mercantil; es la conexión íntima de todas
las necesidades físicas y espirituales, de todas las riquezas
físicas y espirituales, de toda la vida interior y exterior de una
nación para constituir un gran todo enérgico e infinitamente
movido y vivaz.
 
A. MÜLLER: Elementos de Política (1808-9).

LA SOCIEDAD 17.11

En la lección anterior dijimos: “La razón se refiere a la vida


una, que se presenta como la vida de la especie. Si se quita de la
vida humana la razón, queda simplemente la individualidad y el
amor de ésta”. Según esto, consiste la vida racional en que la
persona se olvide de sí misma en la especie, ponga su vida en la
vida del todo y la sacrifique a éste; la irracional, por el contrario,
en que la persona no piense en nada más que en sí misma, no
ame nada más que a sí misma, y en relación a sí misma; y ponga
su vida entera simplemente en su propio bienestar personal; y,
caso que lo que es racional debiera llamarse a la vez bueno, y lo
que es antirracional a la vez malo, habría sólo una virtud, la de
olvidarse de sí mismo como persona, y sólo un vicio, el de pensar
en sí mismo…
Quien en general sólo piensa en sí como persona y apetece
cualquier vida y ser y cualquier goce de sí, fuera del que hay en
la especie y para la especie, ése es en su fondo y raíz,
cualesquiera que sean las otras buenas obras con que intente
encubrir su deformidad, tan sólo un hombre vulgar, minúsculo,
malvado y, además, infeliz…
En esto, pues, en poner la vida personal en la sola especie, o
en olvidarse de sí mismo en los demás, hemos puesto la vida
justa y racional. Olvidarse en los demás —bien entendido, en
estos demás tomados igualmente, no como personas, con lo cual
se continuaría aferrado a la individualidad personal, sino como
especie. Compréndanme ustedes. La simpatía que nos impulsa a
mitigar el dolor personal de los prójimos y a compartir y
acrecentar su alegría, la benevolencia que nos encadena a los
amigos y parientes, el amor que nos arrastra hacia nuestro
cónyuge y hacia nuestros hijos, todo esto, muy frecuentemente
acompañado de considerables sacrificios de la propia comodidad
y del propio gusto, es el primer conato silencioso y secreto del
instinto racional para romper provisionalmente siquiera el más
duro y más grosero egoísmo e iniciar el desarrollo de un amor
expansivo y comprensivo. Empero, este amor se dirige
exclusivamente a personas individuales, bien lejos de abrazar,
como debiera, la Humanidad toda, sin distinción de personas y
como especie; y, sin embargo de que constituye ciertamente la
antesala de la vida superior, y de que no hay nadie llamado a
tener entrada en ésta que no haya sido iniciado antes en este
dominio de los impulsos más dulces, no es él mismo la vida
superior. Esta abraza rigurosamente la especie como especie.
Pero la vida de la especie se expresa en las ideas, cuyo carácter
fundamental, tanto como sus varias especies, llegaremos a
conocer suficientemente en el curso de estas conferencias. La
fórmula anterior: poner su vida en la especie, puede, por ende,
expresarse también así: poner su vida en las ideas, pues las
ideas se refieren justamente a la especie como tal y a su vida, y
según esto consiste la vida racional, y por tanto justa, buena y
verdadera, en olvidarse de sí mismo en las ideas y no buscar y
conocer más goce que el que hay en ellas y en el sacrificio de
todos los demás goces de la vida por ellas.
 
J. G. FICHTE: Los caracteres de la edad contemporánea
(1805).

PUEBLO, NACIÓN 17.12


La naturaleza educa a las familias; de ahí que el Estado más
natural sea también un pueblo con un carácter nacional. Este se
conserva por miles de años y puede desarrollarse con mayor
naturalidad si el príncipe respectivo se empeña en ello; pues un
pueblo es una planta natural lo mismo que una familia, sólo que
ostenta mayor abundancia de ramas. Por consiguiente, nada se
opone tanto al fin de los gobiernos como esa extensión
antinatural, de las naciones, la mezcla incontrolada de estirpes y
razas bajo un solo cetro. El cetro de un hombre es muy débil y
pequeño para reunir partes tan heterogéneas. Se las aglutina
unas con otras dentro de una máquina precaria que se llama
máquina estatal, sin vitalidad intrínseca ni simpatía de los
componentes. Reinos de esta índole que tan problemático hacen
el título de padre de la patria a cualquier monarca, aunque fuera
el mejor, ocupan en la historia el lugar de aquellos símbolos
monárquicos en el sueño del profeta, donde la cabeza del león se
une con la cola del dragón y el ala del águila con la pata del oso
en un conglomerado estatal que lo es todo menos patriótico. En
ocasiones, tales máquinas, cual otros caballos de Troya, forman
un frente común garantizándose mutuamente la inmortalidad,
siendo así que carentes de un carácter nacional no poseen vida
auténtica y a los que viven dentro de ellas, unidos a la fuerza,
sólo una maldición del destino podría condenar a la
inmortalización de su desgracia. Precisamente la política que
produjo semejante aborto es también la que juega con pueblos y
hombres como con cuerpos inertes; pero la historia demuestra a
las claras que estos instrumentos de la soberbia humana son de
arcilla y se quiebran o deshacen como toda la arcilla en esta
tierra.
 
J. G. HERDER: Ideas para una Filosofía de la Historia de la
Humanidad (1784-91).
 
He aquí lo que es un pueblo en el sentido elevado de la
palabra, desde el punto de vista de un mundo suprasensible: un
conjunto de hombres que viven en sociedad y se forman unos a
otros espiritual y naturalmente, obedeciendo a una ley de
desarrollo, especial y cierta, de la divinidad. La unidad de esta ley
especial es lo que, tanto en el mundo eterno como en el temporal,
convierte a las multitudes en un todo compacto y natural. Puede
esta ley ser comprendida por entero en su contenido, como lo
hemos hecho en relación a los alemanes, considerados como
pueblo primitivo; y aún cabe que se la comprenda más
íntimamente en varias determinaciones de un orden bastante
extenso, mediante la apreciación rigurosa de las manifestaciones
de ese pueblo; pero la noción clara de su existencia, sólo la podrá
poseer quien permanezca bajo su dominio sin tener de ella
conciencia absoluta, a pesar de lo evidente de su existencia…
Esta ley precisa y completa es lo que se llama el carácter
nacional de un pueblo; la ley que preside al desarrollo de lo
primitivo y 10 divino. Según esto, es claro que los hombres que
por ser extranjeros no creen en ese principio primario y en su
eternidad, sino tan sólo en el ciclo perpetuo de la vida sensible —
lo cual les impide formar un pueblo en el alto sentido de la
palabra—, son incapaces de poseer un carácter nacional.
 
J. G. FICHTE: Discursos a la nación alemana (1807).
 
A la pregunta “¿qué es el pueblo?”, contestaban: un montón
de seres efímeros con cabeza, manos y pies que en este
momento desdichado campan por sus respetos, con todos los
síntomas exteriores de la vida, en este trozo de tierra que se
llama Francia; en lugar de contestar: “un pueblo es la comunidad
sublime de toda una larga serie de generaciones pasadas, en
vida y venideras, unidas todas a vida y muerte en un solo vínculo
íntimo y grandioso y en la que cada generación, y en cada
generación, a su vez, cada individuo garantiza la unión común,
siendo éste a su vez garantizado por ella en toda su existencia;
¡cuan bella e inmortal comunidad no se hace patente a los ojos y
a los sentimientos en general, en el idioma común, en las
costumbres y leyes comunes, en mil instituciones benditas, en
muchas familias de alcurnia en que se anudan y encadenan
especialmente las edades; por último en una familia inmortal
colocada en el centro del Estado, la familia reinante, y, para dar
mejor con el centro auténtico de todo el conjunto, en el mayor de
esta familia!”.
A la pregunta “¿qué es el soberano?” contestaban aquellos
desdichados apóstoles de la libertad: “¿quién otro puede ser sino
aquel que se halla en el centro y parece tener en sus manos el
poder, con la figura, los colores, las vestiduras que le distinguen
de los demás en este mismo momento?”; en lugar de responder:
“el soberano no es otra cosa que la idea de esa gran unión que
da expansión al pueblo y le es presente y actual hasta en sus
últimos y más insignificantes elementos; aquella fuerza impetuosa
de todos los miembros del pueblo y de todas las generaciones
pasadas y futuras hacia el centro, es decir, hacia una unión cada
vez más íntima que armoniza a todas las fuerzas en lucha; aquel
triunfo incesante de un poder prepotente, como el de la tierra
misma, una fuerza centrípeta que prevalece sobre infinitas
fuerzas centrífugas aisladas y divergentes, que tiene su
representación en el poder mediador del padre en la familia, del
juez sobre las partes, del obispo sobre la diócesis, del general
sobre el ejército y del príncipe sobre los miembros, ahora
convocados y pronto desvanecidos, del pueblo eterno, de la ley
sobre generaciones al parecer totalmente diferentes”.
Al ser reconciliados todos estos elementos infinitamente
disensos del pueblo por virtud de infinitas ideas soberanas, con
esa prepotencia sin tregua de la vida más fuerte sobre la más
débil, se muestra en medio de la lucha una mediación y
conciliación infinitas que sólo es posible al mantenerse cada
miembro del cuerpo político fiel a su naturaleza viva, creciendo,
agitándose y sin otra limitación que la supuesta por otras
naturalezas igualmente vivas, soberbias y libres junto a él. El
pacto fundamental no es, por lo tanto, un contrato celebrado
alguna vez o en algún lugar, sino la idea de ese contrato que se
está celebrando sin cesar y en todas las partes, contrato
renovado circunstancialmente por la nueva libertad, que
comienza a vivir junto a la vieja, y que por ello mismo se
mantiene.
 
A. MÜLLER: Elementos de Política (1808-9).

EL «VOLKGEIST» 17.13

Puesto que el hombre nace de una raza y dentro de ella, su


cultura, educación y mentalidad tienen carácter genético. De ahí
esos caracteres nacionales tan peculiares y tan profundamente
impresos en los pueblos más antiguos que se perfilan tan
inequívocamente en toda su actuación sobre la tierra. Así como la
fuente se enriquece con los componentes, fuerzas activas y sabor
propios del suelo de donde brotó, así también el carácter de los
pueblos antiguos se originó de los rasgos raciales, la región que
habitaban, el sistema de vida adoptado y la educación, como
también de las ocupaciones preferidas y las hazañas de su
temprana historia que le eran propias. Las costumbres de los
mayores penetraban profundamente y servían al pueblo de
sublime modelo.
 
J. G. HERDER: Ideas para una Filosofía de la Historia de la
Humanidad (1784-91).
 
He ahí con toda claridad y plenamente expresada nuestra
descripción del pueblo alemán. Su rasgo distintivo es la creencia
en algo primario, absoluto, original que existe en el hombre
mismo, en la libertad y el progreso moral infinitos, en el perpetuo
perfeccionamiento de nuestra raza; en todo lo cual no creen los
otros pueblos y aun les parece ser evidente todo lo contrario. Los
que viven de una vida creadora, los que dejan a un lado la nada
cuando otra cosa no pueden hacer, y esperan a que se adueñe
de ellos una vida creadora; los que, aun sin llegar tan lejos, por lo
menos aspiran a la libertad, amándola, en vez de temblar ante
ella, todos esos son hombres primitivos, y si se los estudia, se les
considera como una colectividad, forman un pueblo primitivo
(Urvolk): el pueblo alemán en una palabra. Por el contrario, los
que se limitan a ser puramente derivados de un ser superior, sus
esclavos, y tan sólo bajo ese aspecto se consideran, ésos se
convertirán en tales esclavos cada vez más, precisamente por
creer que lo son, y permanecerán así fuera de la vida que se
agita delante de ellos y a su lado, como ecos de una voz ahogada
que devuelve el monte, pueblo ajeno al pueblo primitivo y
considerado por él mismo como extranjero. En la nación que
hasta nuestros días se ha llamado propiamente pueblo, o sea
alemán, la colectividad ha mantenido hasta hoy el progreso y la
vida; y a esa misma, una filosofía clara por esencia le ofrece
ahora un espejo en que ella ve reflejada su propia naturaleza,
que la guiaba hasta hoy sin revelarse explícitamente, y ve así a
qué se halla destinada por su vocación, a la vez que le propone
formarse en ese destino con arte reflexivo y razonado, volviendo
a anudar sus alianzas y a cerrar su propio círculo. Ante ella
queda expuesto el principio conforme al cual debe cerrarlo;
quienquiera que crea en la cultura del espíritu y en su libertad y
desee la eterna permanencia de esa cultura suprasensible
mediante la libertad, ése, cualquiera que sea el lugar de su origen
y la lengua que hable, pertenece a nuestra raza y será nuestro.
Por el contrario, quien crea en la inmovilidad, en el retroceso y en
la rutina, y coloque a la cabeza y dirección del mundo una
naturaleza muerta, ése, cualquiera que sea el lugar de su
nacimiento y el idioma que hable, será extraño a nosotros y habrá
que desear que se aparte completamente de nuestro lado, cuanto
antes mejor.
 
J. G. FICHTE: Discursos a la nación alemana (1807).
 
Pasemos ahora a considerar el espíritu (que concebimos
esencialmente como conciencia de sí mismo) más detenidamente
en su forma, no como individuo humano. El espíritu es
esencialmente individuo; pero en el elemento de la historia
universal no tenemos que habérnoslas con el individuo particular,
ni con la limitación y referencia a la individualidad particular. El
espíritu, en la historia, es un individuo de naturaleza universal,
pero a la vez determinada, esto es: un pueblo en general. Y el
espíritu de que hemos de ocuparnos es el espíritu del pueblo.
Ahora bien, los espíritus de los pueblos se diferencian según la
representación que tienen de sí mismos, según la superficialidad
o profundidad con que han sondeado, concebido, lo que es el
espíritu. El derecho de la moralidad en los pueblos es la
conciencia que el espíritu tiene de sí mismo. Los pueblos son el
concepto que el espíritu tiene de sí mismo. Por tanto lo que se
realiza en la historia es la representación del espíritu. La
conciencia del pueblo depende de lo que el espíritu sepa de sí
mismo; y la última conciencia, a que se reduce todo, es que el
hombre es libre. La conciencia del espíritu debe tomar forma en
el mundo. El material de esta realización, su terreno, no es otro
que la conciencia universal, la conciencia de un pueblo. Esta
conciencia contiene —y por ella se rige— todos los fines e
intereses del pueblo; esta conciencia constituye el derecho, la
moral y la religión del pueblo. Es lo sustancial del espíritu de un
pueblo, aun cuando los individuos no lo saben, sino que
constituye para éstos como un supuesto. Es como una
necesidad. El individuo se educa en esta atmósfera y no sabe de
otra cosa. Pero no es mera educación, ni consecuencia de la
educación, sino que esta conciencia es desarrollada por el
individuo mismo; no le es enseñada. El individuo existe en esta
sustancia. Esta sustancia universal no es lo terrenal; lo terrenal
pugna impotente contra ella. Ningún individuo puede trascender
de esta sustancia; puede, sí, distinguirse de otros individuos, pero
no del espíritu del pueblo. Puede tener un ingenio más rico que
muchos otros hombres; pero no puede superar el espíritu del
pueblo. Los hombres de más talento son aquellos que conocen el
espíritu del pueblo y saben dirigirse por él. Estos son los grandes
hombres de un pueblo, que guían al pueblo, conforme al espíritu
universal. Las individualidades, por lo tanto, desaparecen para
nosotros y son para nosotros las que vierten en la realidad lo que
el espíritu del pueblo quiere. En la consideración filosófica de la
historia hay que prescindir de expresiones como: “este Estado no
habría sucumbido, si hubiese existido un hombre que…, etc.”.
Los individuos desaparecen ante la sustancia universal, la cual
forma los individuos que necesita para su fin. Pero los individuos
no impiden que suceda lo que tiene que suceder. (…)
El espíritu obra esencialmente; se hace lo que es en sí, su
acto, su obra; y de este modo se convierte en su propio objeto y
se ofrece a sí mismo como una existencia. Y lo mismo el espíritu
de un pueblo. Su actividad consiste en hacerse un mundo real,
que existe también en el espacio. Su religión, su culto, sus
costumbres, sus usos, su arte, su constitución, sus leyes
políticas, el orbe entero de sus instituciones, sus acontecimientos
y actos, todo esto es su obra, todo esto es ese pueblo. Todo
pueblo tiene esta sensación. El individuo halla entonces ante sí el
ser de un pueblo, como un mundo acabado y fijo, al que se
incorpora. Ha de apropiarse este ser sustancial de modo que este
ser se convierta en su modo de sentir y en sus aptitudes para ser
él mismo algo. La obra preexiste y los individuos han de educarse
en ella, han de hacerse conformes a ella. Si consideramos el
período de esta producción, encontraremos que el pueblo trabaja
aquí para el fin de su espíritu, y lo llamamos moral, virtuoso,
fuerte, porque produce lo que constituye la íntima voluntad de su
espíritu y defiende su obra, en la labor de objetivación, contra
todo poder externo. La separación de los individuos con respecto
al todo no tiene lugar todavía; ésta sólo aparece posteriormente,
en el período de la reflexión. Cuando el pueblo ha hecho de sí
mismo su propia obra, desaparece la dualidad entre lo que os en
sí, en su esencia, y lo que es en la realidad. El pueblo se ha
satisfecho; ha desenvuelto como su mundo propio lo que en sí
mismo es. Y el espíritu se goza en esta su obra, en este su
mundo.
 
HEGEL: Filosofía de la Historia Universal (1822-31).
LA LIBERTAD OBJETIVA 17.14

El Estado, que ha de dirigir a la finalidad común una suma


necesariamente finita de fuerzas individuales, se considera
necesariamente como un todo cerrado, y como su finalidad total
es la finalidad de la especie humana, considera la suma de sus
ciudadanos como la especie humana misma. No se contradice
con esto el que pueda tener, sin embargo, finalidades dirigidas
hacia otros que no pertenecen al número de sus ciudadanos.
Pues siempre son éstas sus propias finalidades perseguidas
simplemente por amor de sí mismo, aquello a cuya consecución
dirige las fuerzas individuales de sus ciudadanos. Siempre, por
ende, sacrifica a éstos sólo a sí mismo, considerándose como lo
más alto que haya, como la especie. Es, por ende, enteramente
lo mismo decir, como antes, que el Estado dirige todas las
fuerzas individuales a la vida de la especie, o decir, como ahora,
que las dirige a su propia vida en cuanto Estado. La única
diferencia está, como pronto veremos, en que esta última
expresión sólo mediante aquélla obtiene su verdadera
significación.
Una vez más: en que se dirijan todas las fuerzas individuales
a la vida de la especie —y el Estado cuenta como siendo esta
especie, ante todo, la suma cerrada de sus ciudadanos—, en
esto consiste la esencia del Estado absoluto. Requiérese, por lo
tanto, primero, que todos los individuos, absolutamente sin la
excepción de uno solo, sean comprendidos en la misma
pretensión; segundo, que cada cual, con todas sus fuerzas
individuales, sin excepción ni reserva de una sola, sea
comprendido en la misma pretensión. En esta constitución, en
que todos, en cuanto individuos, se han sacrificado a la especie,
se han sacrificado al par a todos, sin la excepción de uno solo, en
todos los derechos que les competen como partes integrantes de
la especie, todos los restantes individuos, cosa que se sigue de
suyo de la primera. Pues ¿a qué están dirigidas las fuerzas de
todos? A la especie. Pero ¿qué es para el Estado la especie?
Todos sus conciudadanos, sin la excepción de uno solo. Sí para
la finalidad integral no existiesen en absoluto algunos individuos,
o no fuesen comprendidos con todas sus fuerzas en la
pretensión, mientras los restantes lo fuesen, gozarían los
primeros todas las ventajas de la unión, sin soportar también
todas sus cargas, y esto sería una desigualdad. Sólo allí donde
todos sin excepción están comprendidos totalmente en la
pretensión puede haber igualdad. Por consiguiente, en esta
constitución se absorbe íntegra y perfectamente la individualidad
de todos en la especie de todos, y cada cual recupera su
aportación a la fuerza general, robustecida mediante la fuerza
general de todos los restantes. La finalidad del individuo aislado
es el goce egoísta, y el individuo usa todas sus fuerzas como
medio de conseguirlo. La finalidad de la especie es la cultura, y
condición de ésta, una subsistencia digna. En el Estado nadie
usa directamente sus fuerzas para lograr el goce egoísta, sino
para lograr la finalidad de la especie, y obtiene en cambio el total
estado de cultura de ésta, íntegramente, y además su propia
subsistencia digna.
 
J. G. FICHTE: Los caracteres de la edad contemporánea
(1805).
 
La unidad de la voluntad subjetiva y de lo universal, es el orbe
moral y, en su forma concreta, el Estado. Este es la realidad, en
la cual el individuo tiene y goza su libertad; pero por cuanto sabe,
cree y quiere lo universal. El Estado es, por tanto, el centro de los
restantes aspectos concretos: derecho, arte, costumbres,
comodidades de la vida. En el Estado la libertad se hace objetiva
y se realiza positivamente. Pero esto no debe entenderse en el
sentido de que la voluntad subjetiva del individuo se realice y
goce de sí misma mediante la voluntad general, siendo ésta un
medio para aquélla. Ni tampoco es el Estado una reunión de
hombres, en la que la libertad de los individuos tiene que estar
limitada. Es concebir la libertad de un modo puramente negativo
el imaginarla como si los sujetos que viven juntos limitaran su
libertad de tal forma que esa común limitación, esa recíproca
molestia de todos, sólo dejara a cada uno un pequeño espacio en
que poder moverse. Al contrarío, el derecho, la moralidad y el
Estado son la única positiva realidad y satisfacción de la libertad.
El capricho del individuo no es libertad. La libertad que se limita
es el albedrío referido a las necesidades particulares.
Sólo en el Estado tiene el hombre existencia racional. Toda
educación se endereza a que el individuo no siga siendo algo
subjetivo, sino que se haga objetivo en el Estado. Un individuo
puede, sin duda, hacer del Estado su medio, para alcanzar esto o
aquello; pero lo verdadero es que cada uno quiera la cosa misma,
abandonando lo inesencial. El hombre debe cuanto es al Estado.
Sólo en éste tiene su esencia. Todo el valor que el hombre tiene,
toda su realidad espiritual, la tiene mediante el Estado. La
realidad espiritual del hombre consiste en que, como ser que
sabe, sea para él objetiva su esencia, esto es, lo racional, tenga
para él la razón una existencia objetiva e inmediata. Sólo así es el
hombre una conciencia; sólo así participa en la costumbre, en la
vida jurídica y moral del Estado. La verdad es la unidad de la
voluntad general y la voluntad subjetiva; y lo universal está en las
leyes del Estado, en las determinaciones universales y
racionales.
La voluntad subjetiva, la pasión, es el factor activo, el principio
realizador, la idea es lo interno; el Estado es la vida moral ya
realizada. Pues el Estado es la unidad de la voluntad universal y
esencial con la subjetiva; y esto es la moralidad. El individuo que
vive en esta unidad, tiene una vida moral, tiene un valor, que sólo
consiste en esta sustancialidad. Antígona dice en la obra de
Sófocles: los mandatos divinos no son de ayer ni de hoy, no,
viven sin término y nadie sabría decir de cuándo son. Las leyes
de la moralidad no son contingentes; son lo racional mismo. El fin
del Estado consiste en que lo sustancial tenga validez, exista y se
conserve en las acciones reales de los hombres y en sus
intenciones. La existencia de este orbe moral es el interés
absoluto de la razón, y en este interés de la razón se funda el
derecho y el mérito de los héroes fundadores de los Estados, por
imperfectos que hayan sido. El Estado no existe para los fines de
los ciudadanos. Podría decirse que el Estado es el fin y los
ciudadanos son sus instrumentos. Sin embargo, esta relación de
fin y medio no es aquí la adecuada, pues el Estado no es una
abstracción que se oponga a los ciudadanos, sino que éstos son
elementos, en los cuales, como en la vida orgánica, ningún
miembro es fin ni medio. Lo divino del Estado es la idea, tal como
existe sobre la tierra. (…)
El Estado es, por lo tanto, el objeto inmediato de la historia
universal. En el Estado alcanza la libertad su objetividad y vive en
el goce de esta objetividad. Pues la ley es la objetividad del
espíritu y la voluntad en su verdad; y sólo la voluntad que
obedece a la ley es libre, pues se obedece a sí misma y
permanece en sí misma y es, por tanto, libre. Por cuanto el
Estado, la patria, es una comunidad de existencia; por cuanto la
voluntad subjetiva del nombre se somete a las leyes, desaparece
la oposición entre la libertad y la necesidad. Necesario es lo
racional, como sustancia; y somos libres por cuanto lo
reconocemos como ley y lo seguimos como sustancia de nuestra
propia esencia. La voluntad objetiva y la subjetiva se reconcilian
así y constituyen uno y el mismo todo imperturbable. Pues la
moralidad del Estado no es la intelectual, la refleja, en que
domina la propia convicción; ésta es más asequible al mundo
moderno, mientras la verdadera y antigua radica en que cada
cual se atenga a su deber.
 
HEGEL: Filosofía de la Historia Universal (1822-31).
 
149. El deber que obliga puede aparecer como limitación, sólo
frente a la subjetividad indeterminada, o a la libertad abstracta y
frente a los impulsos de la voluntad natural o de la moral, que
determina mediante su arbitrio su bien indeterminado. Pero en el
Deber tiene el individuo más bien su liberación. por una parte se
libera de la dependencia en que se encuentra con respecto al
mero impulso natural, así como de la sujeción en la que, como
particularidad subjetiva, se halla en las reflexiones morales del
deber ser y del poder ser; por otra parte, se emancipa de la
subjetividad intedeterminada que no llega a la existencia y a la
determinación objetiva del obrar y permanece en sí como
irrealidad. En el Deber, el individuo se emancipa y alcanza la
libertad sustancial.
150. Lo Etico (Ethos) que se refleja en el carácter individual
como tal y, determinado por la naturaleza, es la Virtud. La
honestidad es la Virtud, que no presenta sino la mera adaptación
del individuo a los deberes de las relaciones a las cuales
pertenece. (…)
151. En la simple identidad con la realidad de los individuos, lo
Ético aparece como el modo universal de obrar de los mismos —
como costumbre—; el hábito de lo Ético se convierte en segunda
naturaleza, que se sitúa en lugar de la primera voluntad,
meramente natural, y es el alma penetrante, el significado y la
realidad de su existencia, el Espíritu que vive y existe como un
mundo y cuya sustancia sólo es en cuanto espíritu.
152. La sustancialidad ética alcanza, de este modo, su
Derecho y éste, su validez; por lo cual el arbitrio y la conciencia
particular del individuo, que era por sí y constituía una antítesis
respecto a la sustancialidad, han desaparecido en ella; ya que el
carácter ético reconoce como su fin motor a lo universal inmóvil
pero abierto en sus determinaciones a la racionalidad real; y
conoce también su dignidad y toda existencia de los fines
particulares como fundada realmente en él.
La subjetividad misma es la forma absoluta y la realidad
existente de la sustancia; y la distinción entre el sujeto y aquélla,
como su objeto, fin y fuerza solamente es la diferencia de la
forma, que a la vez ha desaparecido inmediatamente. (…)
260. El Estado es la realidad de la libertad concreta; la libertad
concreta, empero, consiste en el hecho de que la individualidad
personal y sus intereses particulares tienen tanto su pleno
desenvolvimiento y reconocimiento de su derecho por sí (en el
sistema de la familia y de la sociedad civil), cuanto, por una parte,
se cambian por sí mismos en el interés de lo universal, y, por
otra, con el saber y la voluntad la admiten como su particular
espíritu sustancial y son aptas para él como su fin último. De
modo que ni lo universal tiene valor y es llevado a cabo sin el
interés, el saber y el querer particular, ni los individuos viven
como personas privadas meramente para esto, sin que, a la vez,
quieran en y para lo universal y tengan una actividad consciente
en este fin. El principio de los Estados modernos tiene esta
inmensa fuerza y hondura: de permitir que se realice autónomo
en extremo el fundamento de la subjetividad de la particularidad
personal y, a la vez, de retraerlo a la unidad sustancial
conservando de ese modo a ésta en él.
261. Frente a las esferas del derecho y del bienestar privados,
de la familia y de la sociedad civil, por una parte, el Estado es una
necesidad externa, el poder superior al cual están subordinados y
dependientes las leyes y los intereses de esas esferas; mas por
otra parte, es su fin inmanente y radica su fuerza en la unidad de
su fin último universal y de los intereses particulares de los
individuos, por el hecho de que ellos frente al Estado tienen
deberes en cuanto tienen, a la vez, derechos. (…)
308. Que todos, particularmente, deben tomar parte en la
discusión y resolución sobre los asuntos generales del Estado,
puesto que estos todos son miembros del Estado y los asuntos
del Estado son los asuntos de todos, en los cuales ellos tienen el
derecho de estar presentes con su saber y querer; semejante
concepción —que intenta poner el elemento democrático sin
ninguna forma racional en el organismo del Estado, el cual sólo
existe gracias a tal forma— se presenta fácilmente, porque se
detiene en la determinación abstracta de ser miembro del Estado
y porque el pensamiento superficial se detiene en las
abstracciones.
La consideración racional, la conciencia de la Idea es concreta
y, por lo tanto, se encuentra con el verdadero sentido práctico,
que no es otro que el sentido racional, el sentido de la Idea, el
cual sin embargo, no se debe confundir con la mera “routine” del
asunto y con el horizonte de una esfera limitada.
El Estado concreto es la totalidad organizada en sus círculos
particulares; el miembro del Estado es un componente de una
determinada clase; sólo en esta determinación objetiva puede ser
tomado en consideración en el Estado.
Su determinación universal contiene el doble momento, de ser
persona privada y, en cuanto pensante, ser una conciencia y una
voluntad de lo universal; empero solamente esa conciencia y esa
voluntad no están vacías sino plenas y realmente vivas, cuando
están llenas de particularidad, que se presenta en la clase y en la
determinación particular; o sea el individuo como género, pero
que tiene su inmanente realidad universal, en cuanto él es el
género próximo. El individuo alcanza su determinación real y
viviente para lo universal, ante todo, en la esfera de su
corporación, de su comunidad, etc., donde es libre de entrar
mediante su habilidad en aquella para la cual tiene aptitudes, y a
ellas pertenece, también la clase general.
Otra presuposición que se halla en la teoría por la cual todos
deben participar en los problemas del Estado, esto es, que todos
entienden de tales asuntos, es igualmente absurda, por más que
a pesar de ello se la puede escuchar frecuentemente. En la
opinión pública, sin embargo, está abierta para cada uno la vía
para manifestar y hacer valer la propia opinión subjetiva acerca
de lo general.
 
HEGEL: Filosofía del Derecho (1821).

EL LENGUAJE 17.15

Todos llegamos al uso de la razón únicamente por el lenguaje,


y por éste a la tradición mediante la fe en la palabra de nuestros
mayores. Así como resultaría el peor alumno del lenguaje el que
en el primer uso de toda palabra exigiera que se le rindan
cuentas sobre el origen de la misma, así también es menester
que la fe en cosas tan difíciles como son la observación de la
naturaleza y las experiencias, nos acompañe con sana confianza
en nuestro viaje por esta vida. El que desconfía de sus sentidos
es un necio y terminará perdiéndose en estériles especulaciones;
quien, en cambio, ejercita confiado sus sentidos explorándolos
justamente por este medio, él solo gana un tesoro de
experiencias para su vida humana. A éste le basta el lenguaje
con todas sus limitaciones; pues su fin era tan sólo llamar la
atención del observador y conducirlo al uso propio y activo de sus
potencias anímicas. Un idioma más refinado, y penetrante como
el rayo solar, no podría, por una parte, ser de uso común mientras
que, por otra parte, sería un verdadero mal para la esfera más
grosera de nuestras actuales actividades. Lo mismo ocurre con el
lenguaje del corazón: poco es lo que puede decir, y sin embargo
dice lo suficiente; digo más: en cierto sentido nuestro lenguaje
humano ha sido creado más para el corazón que para el
intelecto. El gesto, el movimiento, la misma cosa comunicada
pueden venir en ayuda del intelecto; pero los sentimientos de
nuestro corazón quedarían sepultados en nuestro pecho si el
melódico torrente de los sonidos no los transportara con suaves
olas hasta el corazón del otro. También por esta razón el Creador
ha elegido la música de los sonidos para órgano de nuestra
cultura: un lenguaje de emociones, un lenguaje de padre y
madre, de niño y amigo. Los seres que todavía no han podido
entrar en íntimo contacto, están hoy como espiando detrás de
rejas y cuchichean la palabra: te amo. En unas criaturas cuyo
lenguaje fuera el de la luz o ligado a cualquier otro órgano, toda la
configuración y cadena de su cultura cambiaría.
2. El más interesante ensayo sobre la historia y las variadas
características del intelecto humano sería, por lo tanto, una
filología filosófica comparada; pues, en cada uno de los idiomas
están expresados el carácter y el intelecto de un pueblo. No sólo
los instrumentos del lenguaje van cambiando con las regiones de
suerte que casi cada pueblo posee algunas letras y sonidos
propios; sino que la misma denominación, hasta la designación
onomatopéyica, las expresiones inmediatas del afecto y las
interjecciones son diferentes en toda la Tierra. En el caso de
objetos de la contemplación y de la fría consideración, las
diferencias aumentan más aún, y en las expresiones impropias,
las locuciones figuradas, la estructura idiomática, la proporción,
hipérbaton y sintaxis, las diferencias se hacen abismales, pero
siempre de suerte que el genio de un pueblo no se revela en
ningún lugar mejor que en la fisonomía de su lenguaje.
 
J. G. HERDER: Ideas para una Filosofía de la Historia de la
Humanidad. (1784-91).
 
La primera diferencia que existe entre el destino del pueblo
alemán y el de las otras ramas del mismo origen, es que el
primero ha permanecido en el domicilio del pueblo de origen y ha
conservado el idioma de éste mientras que los otros han
emigrado a tierras extrañas y han adoptado idiomas extranjeros,
adaptándolos a su propia individualidad. Este carácter distintivo y
primitivo servirá para explicar los que aparecieron más tarde,
tales como la persistencia, cu la patria de origen, de la antigua
costumbre germánica que hace solidarios a todos los Estados en
una alianza común, bajo la suprema dirección de un jefe cuyas
prerrogativas son muy limitadas, mientras que en los países
extranjeros ha prevalecido la costumbre romana anterior a la
llegada de las nuevas poblaciones, convirtiéndose las
constituciones en monárquicas, lo cual explica otros
acontecimientos del mismo orden; sin que pueda admitirse la
recíproca.
Entre los cambios anteriormente indicados, el primero, o sea
el cambio de clima, carece totalmente de importancia. (…)
Mucho más significativo es el segundo cambio, el de la
lengua, que establece una diferencia completa entre los
alemanes y los demás pueblos de origen germánico; y quiero
hacer constar desde ahora que no proviene esto de los
caracteres particulares de éste o el otro idioma, dimanado de tal o
cual origen, sino de que entre nosotros lo que se ha conservado
es un bien personal y propio de la raza, mientras que los demás
lo han sustituido por una cosa extranjera. Ni tampoco procede
esa diferencia del origen primitivo de los que siguen hablando
una lengua madre, sino, más bien, el empleo continuado de esa
misma lengua, ya que los idiomas antes forman a los hombres
que son formados por éstos. (…)
Tal es la solución de nuestra pregunta acerca de la diferencia
que existe entre el pueblo alemán y los demás pueblos de origen
germánico. La diferencia se hizo sensible desde la separación del
tronco común, porque los alemanes continuaron hablando un
idioma que vivía siempre con su vida natural y original, mientras
las demás ramas germánicas fueron a tomar un lenguaje cuyas
ramas parecían vivir aún, pero cuyas raíces estaban muertas en
absoluto. En esto reposa la diferencia entre unos y otros,
habiendo nosotros conservado esta vitalidad que los demás han
perdido; pero no insistiremos ahora sobre las cualidades
intrínsecas de la lengua alemana. Entre la vida y la muerte no
cabe comparación alguna: la primera excede infinitamente a la
segunda. Toda comparación, pues, entre el alemán y los idiomas
neolatinos resulta inútil. Sólo cabría comparar el idioma alemán
con un lenguaje tan primitivo como él, el griego por ejemplo; pero
nuestro propósito actual hace innecesaria semejante
comparación.
¡Qué influencia tan inconmensurable ejercen sobre el
desenvolvimiento humano de un pueblo las cualidades de su
idioma! El idioma acompaña al individuo hasta en sus
pensamientos y deseos más secretos, en las profundidades de su
ser, reteniéndolos o dándoles expansión libre, y hace de la nación
entera que lo hable un todo compacto, sometido a sus leyes.
Constituye el único lazo verdadero entre el mundo de los cuerpos
y el de los espíritus, cuya fusión produce de tal modo, que no
cabría decir a cuál de los dos pertenece realmente.
 
J. G. FICHTE: Discursos a la nación alemana (1807).

EL DERECHO 17.16

Origen del derecho positivo


Preguntaremos ante todo a la historia cómo se ha desenvuelto
realmente el derecho entre los pueblos primitivos, con el fin de
procurar ver y juzgar qué es lo que hay en ese desenvolvimiento
de necesario, de útil y de censurable.
En todas las naciones, cuya historia no ofrece duda, vemos al
derecho civil revestir un carácter determinado, peculiar de aquel
pueblo, del propio modo que su lengua, sus costumbres y su
constitución política. Todas estas diferentes manifestaciones no
tienen, en verdad, una existencia aparte, sino que son otras
tantas fuerzas y actividades del pueblo, indisolublemente ligadas,
y que sólo aparentemente se revelan a nuestra observación como
elementos separados. Lo que forma un solo todo es la universal
creencia del pueblo, el sentimiento uniforme de necesidades
íntimas, que excluye toda idea de un origen meramente
accidental y arbitrario.
De qué modo se manifiestan semejantes actividades
características, que hacen de cada pueblo un individuo, es una
cuestión que no puede ser resuelta por medio de la historia. En
ciertos tiempos, de que no estamos muy lejanos, ha dominado la
creencia de que la infancia de la sociedad se ha pasado en una
condición perfectamente animal, la cual, merced a un sucesivo
desenvolvimiento, se fue cambiando en una existencia cada vez
mejor, hasta que al fin llegó a alcanzar la altura de civilización en
que ahora se encuentra. Podemos prescindir, desde luego, de tal
doctrina y limitarnos al hecho de este primer estado en que
indudablemente se ha encontrado el derecho civil, tratando de
determinar los rasgos generales de un período en que el derecho
vive al igual que la lengua en la conciencia popular.
Esta juventud de los pueblos es ciertamente pobre de ideas,
pero tiene la ventaja de una plena conciencia de su ser y de sus
condiciones, y en ella vive sintiéndola profundamente, mientras
en nuestra sociedad, tan artificiosamente complicada por tantos
elementos, estamos oprimidos por nuestra misma abundancia,
que no podemos gozar y aprovechar plenamente. Aquella clara y
natural condición manifiéstase principalmente en el derecho civil,
y así como ocurre en cada hombre que en virtud de la propia
estimación adquieren importancia sus relacione familiares y sus
bienes, así por razones semejantes se hace posible que las
decisiones del derecho lleguen a ser cosa del conocimiento
popular. Estas funciones intelectuales necesitan pues de un
organismo, por decirlo así, material, que procure estabilidad a su
ejercicio. La lengua lo encuentra en el constante y no
interrumpido uso que de ella se hace, el gobierno en la visible
autoridad que le está confiada; pero ¿dónde lo encontraremos
para el derecho civil? En nuestra época se nos ofrece en los
cánones promulgados por medio de la escritura y de la palabra.
Pero semejante arte de organización supone ya un grado de
abstracción, al cual no pueden elevarse las edades primitivas. En
éstas encontramos, por el contrario, actos simbólicos, en los
cuales los principios del derecho toman vigor y fuerza, cuando no
resultan absorbidos y dominados.
La sensible evidencia de estos actos es manifiestamente la
que mantiene el derecho bajo una forma determinada, y su
gravedad y solemnidades están en relación con la importancia en
que se tienen en aquel período los principios jurídicos que se
consideran como característicos.
En el uso dominante de estos actos formales concuerdan, por
ejemplo, las razas germánicas con las antiguas itálicas, sino que
en las últimas esas formas aparecen más determinadas y más
regulares, lo que puede muy bien depender de su diversa
constitución. Semejantes actos simbólicos pueden considerarse
como la verdadera gramática del derecho en el período a que nos
referimos, siendo cosa digna de ser notada, que la tarea principal
de los antiguos jurisconsultos romanos consistía precisamente en
mantener y aplicar exactamente estos actos. En estos últimos
tiempos con frecuencia los hemos despreciado, como patrimonio
de la barbarie y como superstición indigna de nuestra civilización,
habiéndonos estimado como superiores porque no los
necesitábamos; sin embargo, no se ha tenido en cuenta siempre,
que también nosotros nos hallamos rodeados por todas partes de
formas jurídicas, a las cuales, por lo demás, falta la mejor ventaja
que las primeras tenían, esto es, la evidencia o sea la fe popular,
ya que sólo se ve en ellas una especie de traba arbitraria, algo
así como un obstáculo inútil.
En esta manera parcial de considerar los tiempos primitivos,
nos parecemos en verdad a aquellos viajeros que, visitando la
Francia, se admiraban de oír que en esta tierra los niños sabían
hablar desde muy temprana edad y fácilmente el francés.
Esa natural dependencia del derecho de la costumbre y del
carácter del pueblo, se conserva también en el progreso del
tiempo, no de otro modo que en el lenguaje.
Al igual que para éste, para el derecho no hay un solo instante
de reposo. El mismo movimiento, el mismo desenvolvimiento se
verifica en él que en cualquiera otra tendencia del pueblo, y
semejante desenvolvimiento está bajo la misma ley de intrínseca
necesidad, como cualquiera otra primitiva manifestación. El
derecho progresa con el pueblo, se perfecciona con él, y por
último perece cuando el pueblo ha perdido su carácter. Pero este
interior progreso, existente también en los tiempos de mayor
cultura, es en ellos muy difícil de estudiar. A la verdad, según
hemos declarado antes, el derecho vive en el común
conocimiento del pueblo; y a considerarlo, por ejemplo, en el
derecho romano, es esto cierto respecto de sus rasgos
fundamentales, así en lo tocante a la índole general del
matrimonio, de la propiedad, etc., etc.; pero luego se ve que no
se puede decir lo mismo en cuanto a la infinita suma de detalles
que v. gr. nos presentan las Pandectas. Esta dificultad nos lleva a
una nueva manera de ver el desenvolvimiento del derecho. De
hecho se puede observar cómo en una civilización creciente, las
varias actividades del pueblo se van constantemente separando,
y cómo cuando en un principio era un mismo conjunto, se divide
en múltiples ramas distintas; ahora bien; una de esas ramas toca
a los juristas. En esta condición, el derecho se perfecciona del
lado del lenguaje y toma un aire científico, y lo que antes vivía en
la conciencia popular, conviértese en adelante en materia de la
competencia de los juristas, que en tal concepto vienen a
representar al pueblo. La existencia del derecho, a partir de aquí,
se hace cada vez más artificiosa y más complicada, porque, sin
dejar de vivir de la vida del pueblo, se produce al par otra vida,
como obra especial de la ciencia, en manos de los juristas. El
influjo simultáneo de este doble principio de vitalidad, explica
todas las manifestaciones ulteriores, comprendiéndose también
cómo aquella gran masa de detalles particulares puede nacer
espontáneamente de las costumbres, sin arbitrio ni designio
preconcebido. En gracia a la brevedad, designaremos con la
expresión elemento político del derecho, la dependencia en que
está respecto de la vida social del pueblo, designando además su
vida separada y científica como elemento técnico.
 
F. C. DE SAVIGNY: De la vocación de nuestro siglo para la
legislación y la jurisprudencia (1814).
 
La actual tendencia a hacer leyes y ordenanzas generales es
peligrosa para la libertad. Al obrar así nos alejamos del verdadero
plan de la naturaleza que encuentra su riqueza en su diversidad y
abrimos camino al despotismo que pretende subordinar todo a
algunas reglas y renuncia a la riqueza que crea la diversidad. (…)
Mientras más simples son los reglamentos, las leyes son más
generales y un Estado se seca y empobrece. Las teorías
filosóficas ignoran sistemáticamente los contratos originales, los
privilegios y las libertades, las restricciones y prescripciones,
porque deducen arbitrariamente los deberes de los príncipes y de
sus súbditos, así como los derechos sociales de un solo y mismo
principio, y para imponerse consideran las trabas contraídas por
la historia como un impedimento que deben apartar brutal y
sistemáticamente… Cada bosque tiene su administración
particular, cada ciudad su propia policía, cada comunidad rural
sus derechos, privilegios y necesidades que ninguna autoridad,
ninguna ordenanza general sabría violentar. Es un hecho que la
opinión administrativa de un funcionario local, meticuloso y
clarividente, tiene más peso que las grandes teorías elaboradas
por el ministerio. Y si yo tuviese que redactar un código general,
sería para decir que cada magistrado debe juzgar según los uso y
costumbre que las partes le indicasen como válidas. Este era el
sistema por medio del cual nuestros antepasados han preservado
su libertad sin tener necesidad de legislación codificada, en tanto
que nuestras ordenanzas no pueden adaptarse a los casos
precisos que se debaten, e imponen a la nación una legislación
que le es extraña.
 
J. MOSER: Sämtliche Werke II, 20, n.º 2 (1772).

CONSERVADURISMO 17.17

De la influencia divina en las Constituciones políticas


El hombre puede modificarlo todo en la esfera de su actividad,
pero no crea nada: ésa es su ley, en lo físico como en lo moral. El
hombre puede, indudablemente, plantar una semilla, cultivar un
árbol, perfeccionarlo por la poda y recortarlo de cien maneras
diferentes; pero jamás ha pretendido que tenía el poder de hacer
un árbol.
¿Cómo ha imaginado que podía hacer una Constitución?
¿Será por experiencia? Veamos lo que ésta nos enseña.
Todas las Constituciones libres conocidas en el Universo se
han formado de una de estas dos maneras. Unas veces han
germinado, por decirlo así, de una manera insensible, por la
reunión de una multitud de circunstancias de esas que llamamos
fortuitas, y algunas otras veces tienen un autor único que de
improviso aparece y se hace obedecer.
En ambos casos se ve cómo Dios nos recuerda nuestra
debilidad y el derecho que El mismo se ha reservado en el
gobierno de los pueblos.
1.º Ninguna Constitución es resultado de una deliberación; los
derechos de los pueblos no están nunca escritos o, al menos, las
actas constituyentes, o los derechos fundamentales escritos, son
sólo títulos declaratorios de derechos anteriores, de los que no
puede decirse otra cosa sino que existen porque existen.
2.º Ya que Dios no ha juzgado conveniente emplear en este
orden de cosas medios sobrenaturales, circunscribe al menos la
acción humana hasta tal punto que, en la formación de las
Constituciones, las circunstancias lo son todo y los hombres no
son más que circunstancias. Incluso, con mucha frecuencia,
cuando persiguen un objetivo, obtienen otro diferente, como lo
hemos visto en la Constitución inglesa.
3.º Los derechos del pueblo propiamente dicho parten muy a
menudo de las concesiones de los soberanos y, en este caso,
pueden constar históricamente; pero los derechos de los
soberanos y de la aristocracia, al menos los derechos esenciales,
constitutivos y radicales, si se permite la expresión, no tienen
fecha ni autor.
4.º Las mismas concesiones del soberano han sido siempre
precedidas de un estado de cosas que las hacía necesarias y que
no dependían de él.
5.º Aunque las leyes escritas no sean más que declaraciones
de derechos anteriores, no está escrito en ellas, ni mucho menos,
todo lo que podría escribirse; siempre hay en la Constitución algo
que no puede ser escrito, y que hay que dejar entre una niebla
espesa y venerable, so pena de derribar el Estado.
6.º Cuanto más se escribe, más débil es la Constitución. La
razón es clara: las leyes no son más que declaraciones de
derechos, y los derechos no son declarados más que cuando se
los ataca, de forma que la multiplicidad de las leyes
constitucionales escritas sólo prueba la multiplicidad de los
conflictos y el peligro de una destrucción. He aquí por qué la
Constitución más vigorosa de la antigüedad pagana fue la de
Lacedemonia, en la que nadie escribió nada.
7.º Ninguna nación puede darse la libertad si no la tiene.
Cuando comienza a reflexionar sobre sí misma ya tiene fijadas
sus leyes. La influencia humana no se extiende más allá del
desarrollo de los derechos ya existentes, pero que eran
despreciados o discutidos. Si unos imprudentes franquean esos
límites por medio de reformas temerarias, la Nación pierde lo que
tenía sin alcanzar lo que deseaba. De aquí resulta la necesidad
de no hacer innovaciones sino raramente, y siempre con mesura
y con temor.
8.º Cuando la Providencia ha decretado la formación más
rápida de una Constitución política, aparece un hombre revestido
de un poder indefinible; habla, y es obedecido. Tal vez estos
hombres maravillosos sólo pertenecen al mundo antiguo y a la
juventud de las naciones; pero, sea como quiera, puede
señalarse una característica distinta de tales legisladores por
excelencia; eran reyes o pertenecían a la alta nobleza. No hay, ni
puede haber, excepción alguna a esta regla. Fue en este punto
donde falló la obra de Solón, la más frágil de la antigüedad. La
gran época de Atenas, tan efímera, fue, además, interrumpida por
invasiones y por tiranías. Y el mismo Solón llegó a ver a los
Pisistrátidas.
9.º Estos mismos legisladores, con todo su extraordinario
poder, no hacen más que reunir elementos preexistentes en las
costumbres y en el carácter de los pueblos; pero esta unión, esta
formación rápida, que tiene algo de creación, sólo se ejecuta en
nombre de la divinidad. La política y la religión se interpenetran,
apenas se distingue al legislador del sacerdote, y las instituciones
públicas consisten principalmente en ceremonias y cultos
religiosos.
10. La libertad, en cierto sentido, fue siempre un don de los
reyes, porque todas las naciones libres fueron instituidas por
reyes. Esta es la regla general; y las excepciones que pueden
mostrarse entrarían en la regla si fuesen bien estudiadas.
11. Jamás existió una Nación libre que no tuviera en su
Constitución natural gérmenes de libertad tan antiguos como ella
misma; y ninguna Nación ha logrado desarrollar, por medio de
leyes fundamentales escritas, otros derechos que los existentes
en su Constitución natural.
12. Una asamblea cualquiera de hombres no puede constituir
una Nación, tal empresa excede en locura a lo más absurdo y
más extravagante que puedan engendrar todos los Bedlams del
Universo.
Demostrar al detalle esta proposición después de lo que he
dicho, será, a mi juicio, faltar al respeto a los que entienden y
hacer demasiado honor a los que no entienden.
 
J. DE MAISTRE: Consideraciones sobre Francia (1796).

NACIONALISMO 17.18

En primer lugar, no tiene duda que los límites primeros,


originarios y verdaderamente naturales del Estado son sus límites
internos. Todos los que hablan un mismo idioma… hállanse
unidos entre sí desde el principio por un cúmulo de lazos
invisibles, porque pueden comprenderse unos a otros y se
comprenderán cada vez con mayor claridad formando,
naturalmente, un todo homogéneo. Siendo así, le es imposible al
Estado aceptar de ningún otro pueblo noción alguna de abolengo
y de idioma diferente, sin perjudicarse a sí mismo y a su propia
formación. De esos límites internos, constituidos por las propias
fuerzas de fa naturaleza espiritual humana, se originan luego los
límites o fronteras materiales, de modo que los hombres no
forman una nación porque vivan en éste o el otro lado de una
cadena de montañas o de un río, sino que viven juntos —
protegidos, si la suerte les ha favorecido hasta tal punto, por
montes y ríos— porque primitivamente, y en virtud de las leyes
naturales de orden superior, formaban ya un pueblo.
Así la nación alemana, gracias a poseer un idioma y una
manera de pensar comunes, hallábase suficientemente unida y
se distinguía con claridad de los demás pueblos en la vieja
Europa, constituyendo el muro de separación entre razas
heterogéneas, bastante numerosa y esforzada para poder
defender sus fronteras contra los ataques del extranjero y,
bastándose a sí misma, inclinada naturalmente a no preocuparse
de las naciones vecinas ni a mezclarse en los asuntos de éstas, y
todavía menos a turbarlas o convertirlas en enemigas suyas.
 
J. G. FICHTE: Discursos a la nación alemana (1807).
 
La sola idea de constituir un nuevo gobierno es suficiente para
llenarnos de disgusto y de horror. Desearíamos, tanto en el
período de la revolución como después derivar del pasado todo
cuanto poseemos como un legado de nuestros mayores. Hemos
tenido cuidado de no injertar en el cuerpo y tronco de nuestra
herencia ninguna rama extraña a la naturaleza del árbol primitivo.
Hasta ahora todas las reformas se han hecho respetando el
principio del respeto al pasado; y espero, ¿qué digo?, estoy
seguro de que todas las reformas que se realicen en el futuro
estarán cuidadosamente basadas sobre análogos precedentes,
autoridad y ejemplo. (…)
La sociedad es, sin duda, un contrato. Contratos de inferior
naturaleza que recaen sobre objetos puramente ocasionales, se
pueden disolver a voluntad. Pero no se puede considerar al
Estado como a una sociedad para el comercio de pimienta, café,
indiana o tabaco o cualquier otra cosa de tan poca monta,
tomándolo por una sociedad de insignificantes intereses
transitorios, susceptibles de disolverse a gusto de las partes. Hay
que mirarlo con mayor respeto, porque no es una asociación cuyo
fin sea el de asegurar la grosera existencia animal de una
naturaleza efímera y perecedera. Es una asociación que participa
de todas las ciencias, de todas las artes, de todas las virtudes y
perfecciones. Pero como muchas generaciones no bastan para
alcanzar los fines de semejante asociación, el Estado se
convierte en una asociación no sólo entre los vivos, sino también
entre los vivos y los muertos y aquellos que van a nacer. Los
contratos de cada Estado particular no son sino cláusulas del
gran contrato originario de la sociedad eterna, que reúne las
naturalezas más bajas a las naturalezas más elevadas, une el
mundo invisible al visible, conforme a un pacto inalterable
sancionado por inviolables juramentos, que sostiene a todas las
naturalezas morales y físicas cada una en su sitio determinado.
Esta ley no está sujeta a la voluntad de aquellos que, por una
obligación que les es infinitamente superior, están obligados a
someterle su voluntad. Las corporaciones, miembros de este
universal reino, no son libres moralmente para, por su gusto y
según especulaciones de un posible mejoramiento, desunir
enteramente y romper en pedazos los lazos de su comunidad
subordinada y disolverla en el antisocial e incivil caos de la
confusión de las fuerzas elementales. Sólo una necesidad
primordial y superior, que no se elige, sino que se impone,
superior a la deliberación, por encima de la discusión y que no
pide pruebas, puede justificar el recurso de la anarquía. Esta
necesidad no es una excepción a la regla, porque forma parte
también de este orden moral y físico de las cosas, al cual debe el
hombre obedecer de grado o por fuerza. Pero si lo que es sólo
sometimiento, a la necesidad se convierte en objeto de elección,
la ley se viola, se desobedece a la naturaleza y los transgresores
son proscritos, expulsados y exiliados del mundo de la razón, del
orden, de la paz, de la virtud y de la expiación fecunda; en una
palabra, del mundo que se opone a la locura, a la discordia y al
vicio, al mundo de la confusión y del dolor infecundo.
 
E. BURKE: Reflexiones sobre la Revolución francesa (1790).

TRADICIONALISMO 17.19

La alianza eterna de los hombres entre sí, que designamos


como sociedad o Estado, es, por consiguiente, tan con arreglo a
derecho como útil; le conviene, por tanto, una finalidad doble.
Pero también es —y aquí doy el paso más importante en toda mi
indagación— de carácter doble.
1. Una alianza de los hombres que gozan de la Tierra en la
misma época. Todos los coetáneos tienen que asociarse contra
su enemigo común, la Tierra, para poder hacer frente a una de
sus virtudes más terribles: la unidad de sus fuerzas. Este tipo de
alianza nos ofrece casi todas las teorías del Estado, pero con
tanta mayor ligereza descuidan el otro tipo de alianza, no menos
importante. El Estado es: 2. una alianza de las generaciones
pasadas con las presentes, y con las que le siguen, y al revés. No
se trata sólo de una alianza de coetáneos, sino también de
coterráneos; y esta segunda alianza servirá para hacer frente a la
otra fuerza terrible de nuestra enemiga la Tierra, su permanencia.
Nos sobrevive, ella, a todos, y por eso gozará de ventajas en
cuanto a una generación se le ocurra, seducida por ella, renegar
de su antecesora. El Estado no es sólo la unión de muchos que
conviven, sino también de muchas familias que se suceden; no
sólo será infinitamente amplio y penetrante en el espacio, sino
también inmortal en el tiempo. La doctrina de la unión constante
entre las generaciones que se suceden pasa desapercibida en
todas nuestras teorías del Estado; ahí radica su punto flaco, y
que parezcan que tratan de edificar nada más que para el
momento su Estado, y que ignoren y desprecien los altos motivos
de la perduración de los Estados y sus ligazones más estimables
en este orden, sobre todo la nobleza hereditaria.
En la Edad Medía, la teoría del Estado era más bien
sentimiento que ciencia, pero toda comunidad giraba alrededor
de dos sentimientos muy distintos: 1) el respeto por la palabra
dada; 2) el respeto, no menos profundo, por las palabras, por las
leyes que los antepasados habían legado. Estos bárbaros de la
Edad Media sentían muy bien que la obligación del ciudadano es
de una dualidad igualmente digna; mientras que nosotros
hacemos celebrar el contrato social por sólo los coetáneos y no
comprendemos, ni reconocemos, y hasta rompemos los contratos
sociales entre las generaciones precedentes y las que les siguen.
(…)
La libertad, en ninguna forma más digna y adecuada puede
ser presentada que en la que yo lo hice: es la generatriz, la
madre de la ley. En las mil luchas de la libertad de un ciudadano
con la contralibertad de los restantes se desarrolla la ley; en la
lucha de la ley en vigor, en la que se manifiesta la libertad de las
generaciones pasadas, con la libertad de las generaciones
presentes, se depura y crece la idea de la ley. La idea de la
libertad constituye la fuerza centrífuga incansable y magna de la
sociedad civil, en cuya virtud la fuerza centrípeta, que le es
eternamente contraria, la idea del derecho, se hace fecunda.
Todo el mundo siente cómo este deseo inacallable del hombre
de afirmar su peculiaridad, de hacer valer su opinión, su modo de
obrar, su estilo y toda la forma de su vida ante los demás; cómo
esta constante acción y reacción con respecto al empeño igual de
los demás colabora a que se produzca un orden vivo. Cuanto
más diversas y múltiples son las naturalezas que exteriorizan
este empeño de destacar su peculiaridad, tanto menos posible le
será a un concepto de la ley crear orden entre ellas, o lo que es lo
mismo, un crecimiento homogéneo; cuanto más diversas son las
figuras de la libertad, tanto más variada será la lucha con las
libertades contrarias, y tanto más vivos serán la ley y el orden que
se desprendan de esta lucha. El Estado permite al hombre ser sin
límites aquello que pueda llegar a ser según su propia naturaleza
y su desarrollo individual; y, a la vez, da al pueblo libertad y a la
ley vida y fuerza.
La libertad, empero, es una cualidad que debe atribuirse a
todos y cada uno de los diversísimos elementos constitutivos del
Estado, no sólo a las personas físicas, sino también a las
morales. En el caso de Inglaterra vemos claro cómo cada ley,
cada clase, cada institución nacional, cada interés y cada oficio
posee su libertad propia, cómo cada una de esas personas
morales tiende no menos que el individuo a hacer valer su
peculiaridad. Prevalece allí un espíritu general de vida política en
todos los elementos del Estado, y como las leyes son también
personas libres animadas por el espíritu del todo, el ciudadano se
encuentra en cualquier parte que mire con entes iguales a sí, y
todos los elementos constitutivos del Estado constituyen, a su
vez, objetos perpetuos de su oposición y de su amor.
Si yo soy libre, dice el antepasado, también es libre lo que me
pertenece, no sólo mis enseres y el distrito y el palacio donde
moro, sino también mis hechos con sus consecuencias y mis
palabras, mi ley, que yo impongo a mis nietos. Las leyes deben
ser entendidas de una manera tan personal, dentro de los
infinitos diálogos libres del presente, como la libre palabra de un
hombre libre. La lucha equilibrada de su libertad con la libertad de
la generación actual habrá de bastar a la idea del derecho para
su rejuvenecimiento y vivificación; todos los siglos deberán
enviarnos sus libres representantes a la asamblea popular en que
los hombres de hoy se agrupan, y las leyes, rastros todas ellas
del pasado, serán para nosotros los representantes vivos,
reconocidos y respetados de aquellos que no pueden venir por su
pie, porque reposan ya en sus sepulcros. Por lo tanto, mientras
se conciba la libertad como propiedad tan sólo de unas partes
constitutivas del Estado, por ejemplo, de esos hombres
insignificantes que invaden ahora el escenario, mientras que no
se atribuya igualmente a todos los demás elementos necesarios
del Estado, mientras, como ocurrió en Francia, se reconozca libre
a un ser desprovisto de aquella peculiaridad en cuya afirmación
consiste precisamente la libertad, un hombre conceptual,
abstracto, entonces la libertad misma sigue siendo un concepto y
no puede apetecer otra fuerza que la de la simple masa; podrá
aplastar como una piedra enorme otros peñascos menores, pero
en la ruina general será un escombro más.
Nada hay que contradiga más la libertad tal como ya la he
descrito —y tal como, no sólo coexiste con la ley, sino que ésta la
produce y sostiene, como ella, a su vez, produce y sostiene la ley
— que el concepto de una igualdad exterior. Si la libertad no es
otra cosa que la tendencia general de las más diversas
naturalezas a desarrollarse y vivir, no es posible imaginar
contradicción mayor si, a tiempo que se introduce esa libertad, se
deroga toda peculiaridad, es decir, la diversidad de esas
naturalezas. Por eso en Francia no se trataba de la libertad a que
me refiero; lo esencial que aquellos fanáticos mezquinos
perseguían, su propia libertad e igualdad, fue realizado, porque el
concepto de la libertad que aparta a ésta de aquella reacción
infinita con la libertad contraria en todas sus formas posibles, cree
perseguir la libertad en sí, y en realidad instituye la arbitrariedad.
Por otra parte, el concepto de igualdad que Su_ pone una
igualdad exterior y que toda diferencia externa, que es en lo que
precisamente se manifiesta la igualdad interna como idea, quede
eliminada tampoco fracasa en su propósito: porque todas estas
criaturas cercenadas, despojadas de la soberbia vestimenta de
su vida, son iguales todas en impotencia y en pensamiento servil.
De esta suerte se presentó una sedicente libertad con su séquito
igualitario en la Francia revolucionaria.
Como los individuos son libres y pueden afirmar libremente su
peculiaridad, mientras que otros tienen que derivar la forma de su
vida y de su obrar del arbitrio ajeno, esto es lo que ha enardecido
al mundo contra toda clase de privilegios, exacciones y
monopolios. Está bien. Pero si se trata de restablecer la libertad
en absoluto, tendrá que serlo de manera general, y toda
naturaleza particular que forme parte del todo del Estado tendrá
que poder agitarse, luchar y defenderse a su manera; porque
bastará que se excluya una sola de esas naturalezas para que
hubiera derecho a hablar de opresión y del privilegio concedido a
todos los demás. ¿Quiénes son, pues, estas naturalezas
particulares para que no se nos escape ninguna, no sea que la
obra de nuestra liberación resulte completamente vana? No
podemos enumerarlas, y las que nos son contemporáneas
seguramente que se presentarán ellas mismas. Pero será
menester traer a recordación las ausentes, las coterráneas, las
generaciones pasadas y futuras, que la frivolidad de los
contemporáneos pudo olvidar fácilmente y cuyo interés queda
retenido por la trama del concepto, cuya voz resuena como una
fría fórmula racional, cuya obra aparece como posesión muerta.
Si no les reconocemos la libertad y la vida que les corresponde
por la naturaleza de la cosa, si privilegiáis a la generación actual
dándole libertad a costa de todas las generaciones pasadas y
"futuras, habremos sustituido con un nuevo concepto el antiguo y
con una nueva tiranía la vieja, y la generación futura respetará
tan poco vuestra libertad, en ausencia vuestra, cuan poco
respetasteis vosotros la libertad de vuestros padres ausentes.
Así, el sentimiento orgulloso de la propia libertad, si trata de
afirmarse de manera consecuente y sincera, alberga una
humildad profunda, una entrega amorosa al todo, una justicia
tanto con respecto al presente, que lucha por la plenitud de su
fuerza y la prepotencia del momento, como con respecto a las
generaciones ausentes. El grito auténtico de la libertad deberá
despertar a los muertos, y las generaciones futuras se agitarán
en sus gérmenes oscuros cuando resuene su eco. Este acento lo
conocían los antiguos; sentían bien que con esta libertad se da
todo en la tierra: justicia, ley, fuerza, riqueza y coraje. La idea de
la libertad, esto es, del espíritu guerrero que debe penetrar al
Estado hasta en sus últimas arterias, es como el hierro que debe
hallarse presente en todas las gotas de su sangre; defendiendo
cada individuo su peculiaridad, armándose para esa defensa, se
da cuenta de los verdaderos lindes vivos y crecientes que se
opondrán a su eficacia y aprenderá a respetar, amar y confiar, por
encima de los lindes, al vecino, en armas también, y con las
mismas ganas de pelea. El Estado es templo, a la vez, y fortaleza
de la justicia: templum in modum arcis. (…)
Lo que importa es abarcar la idea de la libertad en toda su
profundidad, porque no es cosa que la libertad de la generación
actual suponga la muerte de las generaciones futuras. La libertad
del individuo no debe ser adquirida a costa de la comunidad. La
voluntad total de la nación, que no es la voluntad superindividual
de los individuos que viven ahora, sino esa unidad de voluntad
invisible de todas las generaciones de un pueblo, tiene que
prevalecer, en principio, sobre el concepto muerto de una
voluntad de todos, en el sentido atomístico y mecanizado de la
palabra. Esta tarea no puede resolverse sino habiendo individuos
que encarnen el derecho de la nación con tal sentido que en ellos
se actualice el pasado y la mirada penetrante para el futuro. Esta
es, bien entendida, la idea de la nobleza y de las familias
reinantes. “Se encomienda a una familia la representación de la
ley, y su jefe concentra en sí, en el más alto grado, el interés del
momento y el de los siglos, y es el más adecuado para actuar de
mediador entre los ausentes y los presentes, entre las familias y
los individuos, entre la eternidad y el momento”.
 
A. MÜLLER: Elementos de Política (1808-9).
Capítulo 18

SOCIALISMO MARXISMO

L A combinación del sistema capitalista de producción de


bienes con el liberalismo económico y el individualismo
jurídico determinó unas consecuencias sociales (explotación,
lucha de clases) que provocaron una reacción que se
manifestó tanto en el terreno político —lucha por la
extensión del sufragio hasta hacerlo universal— [1] y social
—lucha por el derecho de asociación [2], cooperativismo [3],
movimiento sindical— [4], cuanto en la revisión doctrinal de
los fundamentos del sistema, que dio origen al pensamiento
socialista, que tras una fase utópica o premarxista, llega a
crear un cuerpo sistemático y completo de doctrina en virtud
de la colaboración entre Marx y Engels.
El socialismo premarxista trata de evitar la apropiación
privada de la plusvalía mediante el recurso a la asociación,
que permitiría conservar las ventajas del sistema industrial y
reintegrar al trabajador la totalidad del producto de su
trabajo, poniendo con ello fin a la explotación del hombre por
el hombre para dar lugar a un nuevo orden social basado en
la armonía de los intereses [5]. Mientras Saint-Simón
desarrolla el tema de la aparición de un orden social
armónico bajo la dirección de tecnócratas filantrópicos que
dirijan a la humanidad en su lucha por dominar la naturaleza
[6], Fourier define los elementos y dimensiones de una
asociación de productores (falansterio) [7] y Blanc propugna
la intervención del Estado para poner fin a la explotación de
los trabajadores mediante la creación de talleres sociales
[8]. Junto a los planteamientos teóricos el socialismo
premarxista intenta la experiencia de asociaciones de
trabajadores como New Lamarck, donde Owen impone un
sistema cooperativista, con la esperanza de que una
comunidad modelo bastaría para provocar un cambio social
generalizado por simple imitación [9]. El fracaso de esta
solución desplazó el centro de la acción a la lucha sindical,
que encontrará en la asociación de los trabajadores la fuerza
capaz de enfrentarse al poder del capital y en la huelga el
medio de lucha para defenderse y en su caso imponerse al
empresario [10].
El pensamiento socialista configura con Marx un cuerpo
sistemático y completo de doctrina, que va desde los
planteamientos filosóficos a las formulaciones políticas,
teniendo como centro una nueva teoría económica. Frente al
idealismo, Marx y Engels afirman una concepción
materialista de la realidad (naturaleza) en la que el
pensamiento se encuentra incluido por cuanto no es sino
una propiedad específica del cerebro humano [11]. La
naturaleza se encuentra en una situación de evolución y
constante transformación, que se produce según el esquema
dialéctico hegeliano (tesis, antítesis, síntesis) y en sentido
progresivo (lo último es más complejo y por tanto más
valioso) [12]. El factor determinante del movimiento
dialéctico es la existencia de contradicciones internas en la
realidad [13], que el pensamiento conceptual racionalista no
puede comprender por cuanto es incapaz de ajustarse a una
realidad cambiante, circunstancia que obliga a sustituirlo por
la razón dialéctica, que a través del análisis de la
contradicción permite llegar al descubrimiento de la ley del
devenir de la realidad [14].
El materialismo dialéctico explica el desarrollo de la
materia en el mundo natural, en tanto el materialismo
histórico permite conocer al hombre en su realización en el
tiempo histórico. La antropología marxista arranca de la
afirmación de una fundamental relación dialéctica hombre-
naturaleza (praxis), en que el hombre se realiza y que tiene
como resultado la aparición de bienes, que por proceder de
la acción del hombre sobre la naturaleza participan
simultáneamente de ambos [15].
La actividad individual determina el establecimiento de
contactos con otros hombres, produciendo la aparición de
relaciones sociales, que permiten la realización del individuo
por cuanto el hombre es un ser social cuya humanidad sólo
puede desarrollarse dentro de la sociedad. El ser social
determina la conciencia individual (el campesino tiene ideas
de campesino) [16]. La relación del hombre con la
naturaleza o con los bienes puede en determinadas
circunstancias resultar afectada por la alienación, que tiene
lugar cuando ciertas realidades objetivándose someten al
hombre. La alienación puede ser religiosa, metafísica, pero
es fundamentalmente económica y se produce cuando el
hombre se ve obligado a renunciar a los bienes, que no son
simplemente un producto, sino qué constituyen su propia
vida, de la cual se ve despojado al ser privado del resultado
de su trabajo [17].
La sociología marxista parte del hecho fundamental de
las relaciones de producción que vinculan dialécticamente al
hombre con la naturaleza y con los otros hombres a través
del trabajo. En cada momento de la evolución de la sociedad
se puede distinguir entre las fuerzas productivas constituidas
por las condiciones naturales y técnicas de la producción y el
grado de división del trabajo social, y el modo de producción,
que es la forma en que se organizan la propiedad, las
funciones y las clases sociales.
La economía patriarcal, esclavista, feudal y capitalista
son los modos históricos de producción. Las fuerzas
productivas y los modos de producción constituyen las
realidades fundamentales (infraestructura) de toda sociedad
y determinan su expresión ideológica (superestructura) en
las instituciones jurídicas y políticas, filosofía, religión, etc. El
incremento de las fuerzas productivas (progreso técnico,
desarrollo demográfico) determina la superación del modo
de producción, que a partir de un determinado momento deja
de corresponder a la infraestructura. La contradicción es la
condición del progreso, progreso que la clase dominante
trata de impedir utilizando la ideología, pero el proceso
objetivo termina por imponer la modificación de las
relaciones de propiedad a través de la revolución [18].
El análisis económico de Marx refleja una realidad (el
sistema capitalista de producción y la alienación económica
de los trabajadores) y tiene como arranque los
planteamientos doctrinales del librecambismo (teoría del
valor-trabajo, ley de bronce de los salarios e incremento no
ganado). El punto de partida está en la existencia de una
mercancía —el trabajo humano— cuyo precio, determinado
por el costo de producción, es inferior al valor que puede
crear por cuanto la fuerza de trabajo puede ser empleada
durante más tiempo del necesario para reproducir su valor
(supertrabajo) y la diferencia entre ambos valores —pagado
y producido— constituye la plusvalía [19].
En el proceso de producción se combinan cantidades
distintas de capital constante (c), formado por la maquinaria,
materias primas, etc. y de fuerza de trabajo o capital variable
(v). La relación entre la plusvalía (pl) y el trabajo cuantifica el
grado de explotación del trabajador o cuota de plusvalía, pl’
= pl/v. La cuota de beneficio relaciona la plusvalía y el capital
total empleado (C = c + v) y su fórmula es b’ = pl/c + v y
sustituyendo pl llegamos a b’ = pl’ v/c + v, fórmula que
conduce a Marx a la teoría de la competencia capitalista, por
cuanto la nivelación de precios en el mercado para un
mismo producto, cualquiera que sea la composición orgánica
(c/v) del capital que lo ha producido, determina la aparición
de una plusganancia, que beneficia al empresario que utiliza
mayor cantidad de capital constante. La plusganancia incita
a los empresarios a una mejora general de la productividad,
esto es, a incrementar el capital constante sobre el que se
aplica trabajo [20].
La transformación de la plusganancia en capital
constituye la acumulación y el grado de acumulación está
determinado por la tasa de plusvalía y la productividad de
trabajo. La competencia impone la disminución del capital
variable (mayor productividad) y provoca la aparición de una
superpoblación relativa de mano de obra, el «ejército
industrial de reserva» [21], y ambos factores unidos
determinan la ley general de la acumulación capitalista, en
virtud de la cual cuanto mayor es el volumen de los medios
de producción y la capacidad productora, la condición de la
clase obrera resulta más precaria (ley de la miseria
creciente) [22] hasta que llega un punto en que se produce
la aparición de la crisis de superproducción, desde el
momento que el aumento de la capacidad productiva no va
acompañado de un aumento paralelo del consumo. Dada la
tendencia al aumento de la productividad, las crisis
capitalistas resultan inevitables y se resuelven mediante la
destrucción de parte del capital constante, lo que no es
suficiente para impedir que reaparezcan y con intensidad
creciente a medida que transcurre el tiempo [23].
La consecuencia de la alienación económica es la
división de la sociedad en grupos antagónicos (lucha de
clases), regidos por un Estado, que no es sino una
superestructura política, en que se expresa el dominio de
una clase sobre las demás. El capitalismo burgués, que ha
producido por primera vez en la historia la universalización
del hombre, al crear relaciones entre toda la humanidad, ha
simplificado al mismo tiempo la estructura social al reducirla
a dos únicas clases: burgueses-propietarios y proletarios-
despojados, llevando con ello la lucha de clases al
paroxismo en virtud de las contradicciones económicas
inherentes al modo capitalista de producción [24].
En estas circunstancias el desequilibrio entre las fuerzas
productivas y los modos de producción, responsable de las
revoluciones, resulta tan radical que la revolución inevitable
que se produzca tendrá un carácter social (revolución
comunista), en la que el proletariado no sustituirá a la
burguesía como clase dominante sino que pondrá fin a todo
dominio de clase creando con ello la auténtica sociedad
humana [25]. El proletariado una vez conocidas las leyes
históricas de la evolución puede anticipar el proceso
revolucionario mediante una lucha generalizada
(parlamentaria, sindical, cultural) contra el poder de la
burguesía, lucha en que estará dirigido por un partido
político, dotado de una doctrina política irreprochable, que
encabezará el movimiento universal del proletariado contra
la burguesía (Asociación Internacional de Trabajadores)
[26]. A pesar del carácter internacional del proletariado la
revolución será nacional por lo mismo que es nacional el
Estado que ha de destruir. Tras la conquista del poder se
establece la dictadura del proletariado, que liquida toda
oposición política y lleva a cabo «la expropiación de los
expropiadores», socializando los bienes de producción y
haciendo surgir una forma colectiva de propiedad, según el
principio: a cada uno según su trabajo [27]. Finalmente, tras
un período de duración indeterminada, se llegará a la
sociedad comunista, en la que el desarrollo de la producción,
unido a la desaparición de la apropiación individual,
conducirá a una situación basada en la fórmula: de cada uno
según su capacidad, a cada uno según sus necesidades,
creadora de la auténtica comunidad humana, en que la
desaparición de todas las alienaciones hará surgir el reino
de la libertad y con él la expresión más completa del ser
personal, social, del hombre, momento en que se producirá
la extinción del Estado, al perder su carácter de instrumento
de opresión de clase para reducirse a simples funciones
administrativas [28].
Textos 18

UN PROGRAMA DE REFORMAS 18.1

Todos los hombres son hermanos.


Donde no existe la igualdad, la libertad es una mentira.
La sociedad sólo puede vivir por la desigualdad de las aptitudes y
la diversidad de las funciones. Pero aptitudes superiores no deben
conferir derechos mayores. Imponen deberes más altos.
He ahí el principio de la igualdad. La asociación es la forma
necesaria de ella.
El objeto final de la asociación es llegar a la satisfacción de las
necesidades intelectuales, morales y materiales de todos, mediante el
empleo de sus aptitudes diversas y el concurso de sus fuerzas.
Los trabajadores han sido esclavos, han sido siervos, hoy son
asalariados; es preciso tratar de hacerlos pasar al estado de
asociados.
No puede alcanzarse este resultado más que por la acción de un
poder democrático.
Un poder democrático es el que tiene la soberanía del pueblo por
principio, el sufragio universal por origen, y, por objetivo, la realización
de esta fórmula: Libertad, Igualdad, Fraternidad.
Los gobernantes en una democracia bien constituida sólo son los
mandatarios del pueblo; deben ser responsables y revocables.
Las funciones públicas no son distinciones, no deben ser
privilegios; son deberes.
Por tener todos los ciudadanos un derecho igual de concurrir al
nombramiento de los mandatarios del pueblo y a la formación de la ley,
es preciso, para que esta seguridad jurídica no sea ilusoria, que toda
función pública sea retribuida.
La ley es la voluntad del pueblo formulada por sus mandatarios.
Todos deben obediencia a la ley; pero todos tienen el derecho de
criticarla públicamente para que se la cambie si es mala.
La libertad de la prensa debe ser mantenida y consagrada como
garantía contra los errores posibles de la mayoría y como instrumento
de progreso del espíritu humano.
La educación de los ciudadanos debe ser común y gratuita.
Corresponde al Estado su realización.
Todo ciudadano debe pasar por la educación militar. Nadie puede
descargarse, mediante dinero, del deber de concurrir a la defensa de
su país.
Corresponde al Estado tomar las iniciativas de las reformas
industriales adecuadas y lograr una organización del trabajo que eleve
a los trabajadores desde la condición de asalariados a la de
asociados.
Debe sustituirse la organización del crédito individual por la del
crédito del Estado. El Estado, hasta que los proletarios sean
emancipados, debe ser el banquero de los pobres.
El trabajador tiene el mismo título que el soldado al reconocimiento
del Estado. Al ciudadano vigoroso y saludable, el Estado le debe
trabajo; al anciano y al enfermo, le debe ayuda y protección.
 
Programa de La Réforme (1848).

LIBERTAD DE ASOCIACIÓN 18.2

1. Que es evidente que en Inglaterra, Escocia e Irlanda se han


desarrollado asociaciones de trabajadores, a menudo de grandes
dimensiones, con el fin de elevar y conservar sus salarios, de regular
sus horas de trabajo, y de imponer restricciones a sus patronos,
respecto a los aprendices u otras personas a quienes aquéllos
consideraban útil emplear; y que, en el momento en que fue real esa
evidencia, se pudo comprobar que las asociaciones existían y que se
hacían presentes mediante huelgas y suspensiones de trabajo; y que
las leyes no han sido hasta el presente eficaces para impedir tales
asociaciones.
2. Que han tenido lugar serios atentados contra la paz y otros actos
de violencia, mediante huelgas de los obreros, a menudo durante
períodos muy largos, derivadas precisamente de la existencia de estas
asociaciones de trabajadores, que han traído como consecuencia
pérdidas para patronos y obreros, y un perjuicio considerable a la
comunidad.
3. Que los patronos se han unido y asociado a menudo para
rebajar los salarios de sus obreros y para resistir sus peticiones de
aumento, y para regular sus horas de trabajo; y a veces para despedir
a trabajadores que no están de acuerdo con las condiciones que se les
ofrecen; todo lo cual ha traído como consecuencia suspensiones de
trabajo, motines y actos de violencia.
4. Que se han llevado a cabo frecuentemente procesos contra los
trabajadores, muchos de los cuales han sufrido períodos más o menos
largos de encarcelamiento por asociarse y conspirar para tratar de
elevar sus salarios, o para impedir su reducción y para regular sus
horas de trabajo.
5. Que se han elevado varias instancias al Comité en el sentido de
exigir un proceso contra los patronos que se asocian para reducir los
salarios y para regular las horas de trabajo; pero que no consta que en
virtud de ninguna de ellas se haya castigado a ningún patrón por tal
delito.
6. Que las leyes no solamente no se muestran eficaces para
impedir la asociación tanto de patronos como de obreros; sino que, por
el contrario, en opinión de una mayoría de ambos grupos, tienen una
tendencia a producir un a irritación y odios mutuos, a dar un carácter
violento a las asociaciones, y hacerlas altamente peligrosas para la
paz de la comunidad.
7. Que es opinión de este Comité que patronos y obreros deben
quedar libres de tales restricciones, en lo que se refiere a los salarios y
horas de trabajo y se les debe permitir una completa libertad para
realizar entre ellos los acuerdos que mutuamente estimen oportunos.
8. Que, por tanto, las leyes que interfieren estas relaciones
particulares entre patronos y obreros, deben abolirse; y que también el
derecho común para el cual todo acuerdo pacífico de patronos u
obreros puede considerarse como una conspiración, debe
transformarse.
9. Que el Comité lamenta encontrarse con el hecho de que
sociedades, legalmente calificadas como sociedades benéficas,
constituyen frecuentemente la capa, bajo la que se recaudan fondos
de ayuda para asociaciones y huelgas, acompañados de actos de
violencia e intimidación; y sin recomendar ninguna medida específica,
desea llamar la atención de la Cámara hacia la frecuente perversión
de estas instituciones de lo que constituyen sus explícitos y legítimos
objetivos.
10. Que la práctica de resolver las discusiones mediante un
arbitraje entre patronos y obreros se ha visto acompañada de buenos
resultados; y es deseable que las leyes que dirigen y regulan el
arbitraje se consoliden, perfeccionen y se apliquen a todas las
industrias.
11. Que es absolutamente necesario, después de abolir las leyes
de asociación, dar tal ley que pueda eficazmente, y mediante un
proceso rápido, castigar a obreros y trabajadores, que mediante
amenazas, intimidación, o actos de violencia traten de interferir la
absoluta libertad que debe permitirse a cada una de las partes de
emplear su trabajo o capital de la manera que estime más ventajosa
 
Report of the Committee on Artisans and Machinery (1824), apud
COLE y FILSON: British working class movements, pp. 178-80.

LA COOPERATIVA 18.3

Nueva y gran Cooperación, que suministra amplia seguridad para


tu subsistencia cómoda y abundante; ayuda durante tu enfermedad o
pérdida de empleo, y, en la ancianidad, para la educación y formación
moral de tus hijos; su instrucción en el conocimiento útil y en un
empleo productivo; y permanente ayuda para su vida en el caso de la
muerte de sus padres.
La Sociedad Cooperativa y Económica de Londres, establecida
para los objetivos arriba expuestos en enero de 1821, ha llevado ahora
a la práctica los principios de su asociación y está haciendo progresos
muy satisfactorios hacia su realización completa.
Los medios mediante los cuales la sociedad logra sus objetivos, las
ventajas de que ya goza o se propone conseguir y la naturaleza de su
constitución son como sigue:

MEDIOS
I. Las familias contribuyen a un fondo común para la provisión de
las subsistencias, a precios al por mayor y en los mejores mercados,
en proporción al número de individuos de cada familia respectiva, de
acuerdo con la siguiente escala:
l, ch, p
hombre, su mujer, y cinco hijos 1. 2. 6 por semana
hombre, su mujer, y cuatro hijos 1. 0. 3 ”
hombre, su mujer, y tres hijos 18. ½ ”
hombre, su mujer, y dos hijos 17. 1 ”
hombre, su mujer, y un hijo 16. 3 ½ ”
hombre, su mujer, sin hijos 14. 5 ”

 
La escala mencionada se refiere exclusivamente a la renta y el
vestido; pero incluye cualquier otro desembolso y la educación de los
niños.
II. Las familias desayunan, comen, etc., juntas en mesas corridas; y
por las tardes se divierten hablando, leyendo, escuchando lecturas,
música, etc., en la sala común. Los individuos, sin embargo, tienen
completa libertad, en cualquier caso, para tomar sus comidas y pasar
sus horas libres en sus apartamentos privados.
III. Los deberes domésticos de las mujeres se realizan mediante un
sistema de ayuda, que disminuye sensiblemente el trabajo, y permite a
aquéllas emplearse provechosamente o pasar una considerable parte
de su tiempo libre en otras ocupaciones y diversiones. Así la
preparación de la comida para todas las familias, al realizarse de una
sola vez y en un solo fuego, ocupa comparativamente una pequeña
porción de tiempo y se hace de una manera mucho más adecuada de
lo que sería posible a cada una de las familias; una ventaja semejante
se consigue en los restantes aspectos de la economía doméstica, tales
como limpieza, lavado, recogida de la ropa, etc. Esta economía de
tiempo también permite a un cierto número de mujeres ahorrarlo de
sus ocupaciones habituales, y tener así bajo su constante vigilancia a
los chicos, asegurándoles la mejor atención posible a su salud,
comodidad y formación.
IV. Las mujeres que no se ocupan en los deberes de la economía
doméstica y en el cuidado de los niños, se emplean durante una
pequeña parte del día en un trabajo en el que obtienen algún beneficio
para el conjunto de la sociedad. Los chicos mayores están también
empleados durante seis horas al día para el provecho común, y se les
instruye cuidadosamente en los principios del cristianismo, y en una o
más ramas de alguna actividad útil. El resto de su tiempo lo ocupan en
su educación, y en los deportes que, bajo el cuidado de sus vigilantes,
sean adecuados a su edad. Cuando un niño está empleado seis horas
al día, se reduce a sus padres la prestación como si tuvieran un hijo
menos en la familia.
V. El fondo acumulado por el empleo de las mujeres y niños, por el
excedente de la escala de gastos de vida, y por los negocios de la
sociedad, será empleado en proporcionar trabajo adecuado a los
miembros por cuenta de la misma, y, tan pronto como sea posible, se
invertirá una suma adecuada en edificios, para la residencia de los
miembros. El total de la sociedad, mediante el capital adquirido
merced a las varias formas de acumulación, se empleará
gradualmente en su propio beneficio, en cuyas rentas cada familia
asociada tendrá una participación igual, y, mediante el cual, la
sociedad podrá asegurar a sus miembros contra la pérdida de su
empleo, la enfermedad o cualquier otra causa, y a sus familias de la
normal miseria y estrechez consiguiente a la muerte de los padres. Los
huérfanos de la sociedad serán de todas maneras tratados de la
misma forma que los niños de los miembros supervivientes. Los
beneficios de la sociedad permitirán también reducir gradualmente los
gastos de subsistencia, o que el vestido y renta de los miembros sean
suministrados al margen del fondo.
VI. La sociedad tiene ya sus propios zapateros y sastres y pronto
podrá bastarse a sí misma en cualquier trabajo. También puede ahora
rápidamente realizar para el público, en la forma mejor y más barata
cualquier encargo de escultura y dorado, pinturas en terciopelo, botas
y zapatos, trajes de caballero y adornos para sombreros de señora.
 
The Economist (1822) apud COLE y FILSON: British working class
movements, pp. 207-9.

EL SINDICATO 18.4

Los objetivos de la Unión Nacional son: 1. Aprovechar cualquier


oportunidad, en el progreso de la sociedad, para asegurarse,
gradualmente, las premisas especificadas en la precedente
Declaración de los Derechos del Hombre.
2. Obtener para el trabajador, al margen de leyes injustas y
parciales, el valor total de su trabajo, y la libre disposición del producto
de su labor.
3. Apoyar, como las circunstancias lo aconsejen, por todos los
medios justos, toda oposición racional y legítima hecha por las
sociedades de trabajadores (cuando tales sociedades pertenezcan a la
Unión), contra la asociación y tiranía de los patronos y jefes de las
empresas; siempre que éstos traten injustamente de reducir los
sueldos o establezcan procedimientos contra los trabajadores; el
carácter de cuyos procedimientos, a juicio de la Unión, será
considerado vejatorio y opresivo.
4. Obtener para la Nación una reforma efectiva de la Cámara de los
Comunes del Parlamento británico. Las bases de esta reforma serán
parlamentos anuales, extensión del sufragio a todo adulto masculino,
el voto por papeleta y, especialmente, la supresión de la calidad de
propietario para los miembros del Parlamento; esta Unión está
convencida de que hasta que los hombres inteligentes procedentes de
las clases productivas y útiles de la sociedad no posean el derecho de
sentarse en la Cámara de los Comunes del Parlamento para
representar el interés del pueblo trabajador, no se habrá conseguido
una debida justicia en la legislación.
5. Inquirir, consultar, considerar, discutir y determinar respecto a los
derechos y libertades de la clase obrera y respecto a los medios más
justos y eficaces de asegurar cada uno de tales derechos.
6. Preparar peticiones, súplicas y protestas a la corona, y a las dos
o a cada una de las Cámaras del Parlamento, para la defensa de los
derechos públicos, la repulsa de las malas leyes, y la redacción de un
código sabio y comprensivo de todas las leyes buenas.
7. Promover la paz, la unión y la concordia entre todas las clases
del país, y guiar y dirigir la conciencia pública hacia actividades
comunes pacíficas y legítimas; en lugar de permitir el desgaste de su
fuerza en esfuerzos inútiles, inconstantes e inconexos.
8. Reunir y organizar la expresión pacífica de la opinión pública, y
llevarla a influir en las Cámaras del Parlamento en una forma justa y
eficaz.
9. Concentrar en un solo foco todo conocimiento de moral y de
economía política, de modo que todas las clases de la sociedad
puedan ser iluminadas por su radiación; la Unión Nacional es
consciente plenamente de que la sumisión del pueblo al desgobierno y
opresión se deriva de la ausencia de un profundo conocimiento moral
y político en la masa de la comunidad.
10. Impedir todo procedimiento privado o secreto, toda ocultación
de cualquiera de los objetivos de la Unión, y-facilitar a cualquier
persona investida de autoridad legal un completo, libre y constante
acceso a todos los libros, documentos, reglas y procedimientos de la
Unión.
 
Penny Papers for the People, apud COLE y FILSON: British working
class movements, pp. 228-9.

«VENTAJAS DE LA ECONOMÍA SOCIETARIA» 18.5

Mientras tanto, nuestros sabios nos ensalzan la unidad de acción,


pero ¿qué unidad pueden ver en esta división industria], en esta
cacofonía antisocial? ¿Cómo tardan tres mil años en proponer el
principio de que os la asociación y no la división la que está destinada
al hombre y que, en tanto que se ignore la teoría de la asociación
doméstica, el hombre no habrá alcanzado su destino.
Para apreciar la justeza de este principio, reflexionemos sobre la
inmensidad de conocimientos que exige la agricultura y sobre la
imposibilidad en que se encuentra el aldeano de reunir ni siquiera la
veinteava parte de los medios que constituirían el agrónomo perfecto;
sería preciso que a grandes capitales pudiese agregar los
conocimientos diseminados entre cien personas sabias y doscientos
expertos consumados; sería preciso, además, hacer inmortal al
agrónomo dotado de los numerosos conocimientos que se ven hoy
esparcidos entre trescientos teóricos y prácticos. Si el propietario de
que se trata muriera sin tener un sucesor de igual talento muy pronto
se verían periclitar las disposiciones que hubiera adoptado y al cantón
declinar rápidamente.
Es sólo en la asociación donde podrán reunirse a perpetuidad los
talentos y los capitales cuyo concurso acabo de suponer. La
asociación, es pues, el único modo sobre el que haya podido
especular el Creador, porque suponiéndola aplicada a cantones de
unos mil quinientos habitantes, acumulará en cada cantón esta masa
de conocimientos que se perpetuarán por transmisión corporativa. Un
hijo no hereda los conocimientos de su padre, pero en un cantón de
mil quinientos habitantes habrá sujetos aptos para heredar el talento
de los societarios hábiles en la escuela en que sean formados. Estas
transmisiones de talentos son una propiedad inherente a la “serie
pasional”, disposición que describiré más adelante y que reina en
todas las partes industriales del estado societario.
Cuanto más se diserta sobre esta hipótesis de asociación más se
convence uno que en la agricultura civilizada, la división doméstica es
un contrasentido del destino humano y que es necesario buscar el
secreto de asociar a masas numerosas, ya que las pequeñas no
pueden elevarse hasta las disposiciones de la economía superior, ni
reunir la variedad de conocimientos que exigiría la perfección de cada
rama de cultura y de manutención.
He hecho entrever la irreflexión de treinta siglos de sabiduría que
descuidaron la búsqueda del procedimiento societario al fin
descubierto.
Vamos a razonar sobre su propiedad principal que es la atracción
industrial, propiedad por medio de la cual se superarán todos los
obstáculos que durante todo el tiempo han estancado a la ciencia.
Hasta ahora la política y la moral han fracasado en su proyecto de
hacer amar el trabajo y se ve cómo los asalariados y toda la clase
popular se inclina cada vez a la ociosidad; se les ve en las ciudades
añadir al paro del domingo el del lunes, trabajar sin ardor, lentamente y
con disgusto.
Para encadenarles a la industria no se conocen, tras la esclavitud,
otros medios que el temor del hambre y de los castigos; siendo, sin
embargo, la industria el destino que nos ha sido asignado por el
Creador, no puede pensarse que quiera llevarnos a ella por la violencia
y que no haya sabido poner en juego algún resorte más noble, algún
incentivo capaz de transformar los trabajos en placer.
Sólo Dios está investido del poder de distribuir la atracción; quiere
conducir el Universo y las criaturas sólo por la atracción, y, para
fijarnos al trabajo agrícola y manufacturero, ha compuesto un sistema
de atracción industrial que, una vez organizado, difundirá una gran
cantidad de atractivos sobre las funciones del cultivo y la manufactura;
pondrá en ellos incentivos más seductores quizá que los que hoy
representen los festines, bailes y espectáculos; es decir, que en el
estado societario, el pueblo encontrará tanto atractivo y estímulo en
sus trabajos que no consentirá en abandonarlos por una oferta de
festines, bailes y espectáculos a celebrar durante las horas de las
sesiones industriales.
El trabajo societario, para ejercer una atracción tan fuerte sobre el
pueblo, deberá diferir por completo de las formas repugnantes que nos
lo hacen tan odioso en el estado actual. Será preciso que la industria
societaria, para que llegue a ser atrayente, cumpla las siete
condiciones siguientes:
1. Que cada trabajador sea asociado, retribuido por dividendo y no
por salario;
2. Que cada uno, hombre, mujer o niño, sea retribuido en
proporción a las tres facultades, capital, trabajo y talento;
3. Que las sesiones industriales sean variadas unas ocho veces
por día ya que el entusiasmo no se puede sostener más de hora y
media o dos horas en el ejercicio de una función agrícola o
manufacturera;
4. Que sean ejercidas en compañía de amigos reunidos
espontáneamente, excitados y estimulados por rivalidades muy
activas;
5. Que los talleres y cultivos presenten al obrero los cebos de la
elegancia y la limpieza;
6. Que la división del trabajo sea llevado a un grado superior con el
fin de afectar cada sexo y cada edad a las funciones que les son
convenientes;
7. Que en esta distribución cada uno, hombre, mujer o niño, goce
plenamente del derecho al trabajo o derecho a intervenir en todo
tiempo en tal o cual rama de trabajo que convenga en elegir, siempre
que justifique su probidad y aptitud.
En fin, que el pueblo goce en este nuevo orden de una garantía de
bienestar, de un mínimo suficiente para el tiempo presente y futuro y
que esta garantía le libre de toda inquietud para él y los suyos.
Todas estas propiedades se encuentran reunidas en el mecanismo
societario cuyo descubrimiento hago público y, puesto que me
comprometo a demostrarlas con todo detalle en el curso de esta obra,
podemos previamente disertar sobre la hipótesis de atracción industrial
que implica ese mecanismo.
He dicho antes que bastará sola a levantar todos los obstáculos
que han paralizado, desde hace tres mil años, el genio social;
juzguemos de ello por tres problemas de los cuales podrán deducirse
todos los demás:
1.º Extirpar la indigencia. Esta nace en gran parte de la
holgazanería; pero cuando el pueblo encuentre en la industria un
aliciente tan poderoso como el que hoy representan los festines, la
holgazanería no podrá existir más; se transformará en arrebato
industrial cuyo producto bastará ampliamente para extirpar la
indigencia.
2.º Prevenir las discordias. Estas nacen en su mayor parte de la
pobreza; ahora bien, si se ha probado que la asociación y la atracción
industrial tienen la facultad de elevar el producto al triple, cegarán la
principal fuente de las discordias, que es la pobreza.
3.º Garantizar el mínimo al pueblo. El medio para ello radica en el
enorme producto que proporcionará el régimen societario; haciendo
atractivo el trabajo hace desaparecer el peligro que representaría en el
estado actual el garantizar al pobre una subsistencia que sería para él
un estímulo para la holgazanería, pero no habrá ningún riesgo en
adelantarle un mínimo de 400 francos cuando se sepa que debe
producir 600 por lo menos, dedicándose a un trabajo que se ha
convertido en placer y se ha metamorfoseado en fiestas permanentes.
De este modo, todas las bondades se derivan a la vez de esta
propiedad de atracción industrial de la que goza el orden societario;
dicha propiedad reposa sobre una disposición completamente
desconocida entre nosotros y que describiré con el nombre de serie
pasional unitaria o serie contrastada, rivalizada, eslabonada. Esta
operación, de donde nacen tantas maravillas sociales, hubiera podido
ser descubierta desde los primeros tiempos de la civilización si se
hubiese meditado algo sobre el mecanismo societario, pero una
negligencia inexcusable ha retrasado su invención.
 
FOURIER: La armonía universal y el Falansterio (1804).
 
He concluido la obra que me había propuesto; la propiedad está
vencida: ya no se levantará jamás. En todas partes donde este libro se
lea, existirá un germen de muerte para la propiedad; y allí más pronto
o más tarde desaparecerán el privilegio y la servidumbre. Al
despotismo de la voluntad sucederá el reinado de la razón. ¿Qué
sofistas ni qué prejuicios resistirán ante la sencillez de estas
proposiciones?
I. La posesión individual es la condición de la vida social. Cinco mil
años de propiedad lo demuestran: la propiedad es el suicidio de la
sociedad. La posesión está en el derecho; la propiedad está contra el
derecho. Suprimir la propiedad conservando la posesión y, con esta
sola modificación, habréis cambiado por completo las leyes, el
gobierno, la economía, las instituciones: habréis eliminado el mal de la
tierra.
II. Siendo igual para todos el derecho de ocupación, la posesión
variará con el número de poseedores: la propiedad no podrá
constituirse.
III. Siendo también igual para todos el efecto del trabajo, es
imposible la formación de la propiedad por la explotación ajena y por el
alquiler.
IV. Todo trabajo humano es resultado necesario de una fuerza
colectiva; la propiedad, por esa razón, tiene que ser colectiva e
indivisa. En términos más concretos, el trabajo destruye la propiedad.
V. Siendo toda capacidad de trabajo, así como todo instrumento
para el mismo, un capital acumulado, una propiedad colectiva, la
desigualdad de remuneración y de fortuna, so pretexto de desigualdad
de capacidades, es injusticia y robo.
VI. El comercio tiene por condiciones necesarias la libertad de los
contratantes y la equivalencia de los productos cambiados. Ahora bien,
teniendo el valor por expresión la suma de tiempo y de gastos que
cuesta cada producto y siendo la libertad inviolable, los trabajadores
han de ser necesariamente iguales en salarios, como lo son en
derechos y deberes.
VII. Los productos sólo se adquieren mediante productos; por tanto,
siendo condición de todo cambio la equivalencia de los productos, el
lucro es imposible e injusto. Aplicad este principio elemental de
economía y desaparecerán el pauperismo, el lujo, la opresión, el vicio,
el crimen y el hambre.
VIII. Los hombres están asociados por la ley física y matemática de
la producción antes de estarlo por su consentimiento: Por
consiguiente, la igualdad de condiciones es de justicia, es decir, de
derecho social, de derecho estricto; el efecto, la amistad, la gratitud, la
admiración, corresponden al derecho equitativo o proporcional.
IX. La asociación libre, la libertad, que se limita a mantener la
igualdad en los medios de producción y la equivalencia en los
cambios, es la única forma posible de sociedad, la única justa, la única
verdadera.
X. La política es la ciencia de la libertad. El gobierno del hombre
por el hombre, cualquiera que sea el nombre con que se disfrace, es
tiranía; el más alto grado de perfección de la sociedad está en la unión
del orden y de la anarquía.
La antigua civilización ha llegado a su fin, la faz de la tierra va a
renovarse bajo un nuevo sol. Dejemos pasar una generación, dejemos
morir en el aislamiento a los antiguos prevaricadores: La tierra santa
no cubrirá sus huesos. Si la corrupción del siglo te indigna, si el deseo
de justicia te enaltece, si amas la patria, si el interés de la humanidad
te afecta, abraza, lector, la causa de la libertad. Abandona tu egoísmo,
húndete en la ola popular de la igualdad que nace; en ella tu alma
purificada hallará energías desconocidas; tu carácter débil se
fortalecerá con valor indomable; tu corazón rejuvenecerá. Todo
cambiará de aspecto a tus ojos, iluminados por la verdad; nuevos
sentimientos despertarán en ti ideas nuevas. Religión, moral, arte,
idioma, se te representarán bajo una forma más grande y más bella y,
seguro de tu fe, saludarás la aurora de la regeneración universal.
 
PROUDHON: Qu’est-ce que la propriété (1840).

EL SAINTSIMONISMO 18.6

P.—¿Qué es un industrial?
R.—Un industrial es un hombre que trabaja en producir o en poner
al alcance de la mano de los diferentes miembros de la sociedad uno o
varios medios materiales de satisfacer sus necesidades o sus gustos
físicos; de esta forma, un cultivador que siembra trigo, que cría aves o
animales domésticos, es un industrial; un aperador, un herrero, un
cerrajero, un carpintero, son industriales, un fabricante de zapatos, de
sombreros, de telas, de paños, de cachemiras, es igualmente un
industrial; un negociante, un carretero, un marino empleado a bordo de
los buques mercantes, son industriales. Todos los industriales reunidos
trabajan para producir y poner al alcance de la mano de todos los
miembros de la sociedad todos los medios materiales para satisfacer
sus necesidades o sus gustos físicos, y forman tres grandes clases
que se llaman los agricultores, los Fabricantes y los negociantes.

P.—¿Qué rango deben ocupar los industriales en la sociedad?


R.—La clase industrial debe ocupar el primer rango, por ser la más
importante de todas, porque puede prescindir de todas las otras, sin
que éstas puedan prescindir de aquélla; porque subsiste por sus
propias fuerzas, por sus trabajos personales. Las otras clases deben
trabajar para ella, porque son creación suya y porque les conserva su
existencia; en una palabra: realizándose todo por la industria, todo
debe hacerse para la industria. (…)

P.—pasemos a la consideración del porvenir. Decidnos claramente


¿cuál será, en definitiva, el destino político de los industriales?
R.—Los industriales se constituirán en la primera clase de la
sociedad; los más importantes de entre los industriales se encargarán,
gratuitamente, de dirigir la administración de la riqueza pública: ellos
serán quienes hagan la ley y quienes marcarán el rango que las otras
clases ocuparán entre ellas; concederán a cada una de ellas una
importancia proporcional a los servicios que cada una haga a la
industria. Tal será, inevitablemente, el resultado final de la actual
revolución; y cuando se obtenga este resultado, la tranquilidad
quedará completamente asegurada, la prosperidad pública avanzará
con toda la rapidez posible, y la sociedad disfrutará de toda la felicidad
individual y colectiva a la que la naturaleza humana puede aspirar.
Esta es nuestra opinión sobre el porvenir de los industriales y sobre
el de la sociedad; y ahora presento las consideraciones sobre las
cuales fundo este criterio:
1.º La recapitulación del pasado de la sociedad nos ha probado que
la clase industrial había adquirido importancia de forma continuada,
mientras que las otras la habían perdido continuamente; de ahí
podemos sacar la conclusión de que la clase industrial debe acabar
por constituirse en la más importante de todas.
2.º El simple sentido común ha depositado en todos los individuos
el razonamiento siguiente: los hombres, habiendo trabajado siempre
en pro de la mejora de su destino, siempre han tendido hacia una
meta: el establecimiento de un orden social en la cual la clase ocupada
en las tareas más útiles sea la más considerada, y es precisamente
dicha meta la que, necesariamente, acabará por alcanzar la sociedad.
3.º El trabajo es la fuente de todas las virtudes; los trabajos más
útiles deben ser los más considerados; por ello, tanto la moral divina
como la humana llaman a la clase industrial para desempeñar el
primer papel en la sociedad.
4.º La sociedad se compone de individuos; el desarrollo de la
inteligencia social no puede ser otro que el de la inteligencia individual
elevado a una escala mayor. Si se observa el curso que sigue la
educación de los individuos, advertimos que en las escuelas primarias
predomina la acción de gobernar; y en las escuelas de categoría
superior, se advierte que la acción de gobernar a los niños disminuye
continuamente en intensidad, mientras que la enseñanza desempeña
un papel de creciente importancia: lo mismo ha sido para la educación
de la sociedad; la acción militar, es decir, la acción feudal, tuvo que ser
la más fuerte en su origen; pero ha decrecido continuamente, al tiempo
que la acción administrativa ganaba importancia; y el poder
administrativo, necesariamente, debe acabar por dominar al poder
militar.
Los militares y los legistas deben acabar por estar a las órdenes de
los hombres más capacitados para la administración; porque una
sociedad ilustrada no necesita ser administrada; porque en una
sociedad ilustrada la fuerza de las leyes y la de los militares para hacer
obedecer la ley no deben ser empleadas más que contra aquellos que
pretendiesen trastornar la administración. Las concepciones,
directrices de la fuerza social deben ser producidas por los hombres
más capacitados en administración. Ahora bien, los más importantes
de entre los industriales, habiendo sido quienes han dado pruebas de
una mayor capacidad en lo administrativo, ya que merced a su
capacidad en ello deben la importancia que han adquirido, son los que,
en definitiva, serán necesariamente encargados e la dirección de los
intereses sociales.
 
SAINT-SIMON: Catecismo político de los industriales (1824).
EL FALANSTERIO 18.7

Para una asociación de 1.500 a 1.600 personas se necesita un


terreno de una buena legua cuadrada, o sea, una superficie de seis
millones de toesas cuadradas (no olvidemos que bastará la tercera
parte para la forma simple).
El lugar debe estar provisto de una buena corriente de agua,
cortado por colinas y ser adecuado para cultivos variados, situado
junto a un bosque y no muy alejado de una gran ciudad, pero lo
suficiente para evitar a los importunos. (…)
Se reunirán de 1.500 a 1.600 personas, gradualmente desiguales
en forma, edad y carácter, así como en conocimientos teóricos y
prácticos; se procurará que haya en esta reunión la mayor variedad
posible, porque, cuanto más variedad exista en las pasiones y
facultades de cualquier género de los societarios, más fácil será
armonizarlos en poco tiempo.
Se deberán reunir, pues, en este cantón de ensayo todos los
trabajos de cultivo posible, incluso los de invernaderos calientes o
frescos; se agregará, para el ejercicio del invierno y de los días de
lluvia, tres manufacturas accesorias al menos, aparte diversas ramas
prácticas en la ciencia y en las artes, independientemente de las
escuelas. Se adaptará una serie al ejercicio de cada rama, la cual
establecerá entre sus sectarios divisiones por géneros, por grupos de
especies, de acuerdo con las instrucciones dadas en el primer tomo.
Se deberá, ante todo, decidir sobre la valoración de los capitales
aportados mediante acciones: tierras, materiales, rebaños,
instrumentos, etc. Puede que sea este asunto uno de los primeros de
que habría que ocuparse; pero me parece mejor tratarlo
posteriormente. Limitémonos a afirmar que todas estas inversiones
estarán representadas por acciones transmisibles y cupones de
acciones. Dejemos de lado estas cuentas minuciosas y disertemos
preferentemente sobre los problemas de política de atracción.
Una gran dificultad que superar en la Falange de ensayo será la de
llegar a formar los nudos de mecánica superior o vínculos colectivos
de las series, antes que termine la buena estación. Será necesario,
antes de la llegada del invierno, conseguir que se vincule
pasionalmente la masa de los societarios, integrarlos en la Falange y,
sobre todo, conseguir el acuerdo perfecto en los repartos del beneficio
en razón de las tres facultades: capital, trabajo, talento.
Esta dificultad será mayor en los países del norte que en los del
mediodía, dada la diferencia de ocho a cinco meses en el tiempo de
ejercicio agrícola. (…)
Deberá contar, como cultivadores y manufactureros, al menos con
las siete octavas partes de sus miembros; el excedente estará
compuesto por capitalistas, sabios y artistas, que no serán necesarios
en el pequeño ensayo de armonía simple, limitado a ochenta o cien
familias de aldeanos y artesanos. Se entiende que estamos
especulando sobre la forma compuesta de 1.500 a 1.600 societarios,
forma que es necesario explicar primero, antes de descender a la
simple, puesto que ésta es una reducción de la compuesta. (…)
Al preparar las plantaciones y talleres de la Falange de ensayo
será necesario prever y estimar aproximadamente la dosis de
atracción que debe despertar cada rama industrial. Por ejemplo, se
sabe que el ciruelo atrae mucho menos que el peral; se plantarán,
pues, menos ciruelos que perales. La dosis de atracción será la única
regla a seguir en cada rama de industria agrícola y manufacturera.
Los economistas razonarán de diferente modo y afirmarán en
principio que se deberá cultivar lo que produzca un mayor rendimiento,
forzando la dosis de los objetos más productivos. La Falange de
ensayo debe guardarse de este error, debe tener una política diferente
de aquellas que la sigan; cuando todas las regiones pasen a la
armonía y se organicen combinadamente, no hay duda de que será
necesario proporcionar los cultivos a las conveniencias del interés y de
la atracción; pero en el cantón de ensayo hay un fin totalmente distinto
que alcanzar, se trata de conseguir que trabaje una masa de 15 a
16.000 personas por pura atracción y, si se sospechara que los cardos
y zarzas atraerían más activamente al trabajo que los huertos y las
flores, sería preciso abandonar huertos y flores y preferir cardos y
zarzas en el cantón de prueba.
Efectivamente, una vez que haya alcanzado sus dos objetivos,
atracción industrial, y equilibrio pasional, contará con bastantes medios
para extender su industria a los objetos útiles que fueron descuidados
en el ensayo. Sus fuerzas serán, por otra parte, dobladas una vez que
los cantones de la vecindad sean organizados en armonía y una vez
que toda la región pueda intervenir en el mecanismo de atracción.
Será preciso, pues, en el campo de ensayo, dedicarse únicamente a
crear la atracción industrial sin tener en cuenta los productos sobre los
cuales se ejerza.
 
FOURIER: Traite de l’association domestique-agricole (1822

LOS TALLERES SOCIALES 18.8

Proyecto para la organización del trabajo


Se considerará al gobierno como el regulador supremo de la
producción y se le investirá, para realizar su tarea, de un gran poder.
Dicha tarea consistirá en servirse de la propia arma de la
competencia para hacer desaparecer la competencia.
El gobierno impondrá un empréstito, cuyo producto se destinará a
la creación de talleres sociales en los ramos más importantes de la
industria nacional.
Dado que tal creación exige una inversión de capital considerable,
el número de los primeros talleres será forzosamente limitado; pero, en
virtud de su propia organización, como tendrá ocasión de verse más
adelante, gozarán de una fuerza expansiva inmensa.
Supuesto que el gobierno será el único fundador de talleres
sociales, será él quien establecerá los estatutos; la redacción de los
mismos, tras deliberación y votación por la representación nacional,
tendrá forma y fuerza de ley.
Todos los obreros que ofrezcan garantías de moralidad serán
invitados a ofrecer su trabajo en los talleres sociales hasta igualar la
suma del capital reunido al comienzo para la compra de los
instrumentos de trabajo.
Pese a que la educación falsa y antisocial en que crece la
generación actual hace difícil que nadie tenga en cuenta otro motivo
de emulación y estímulo que el aumento de retribución, los salarios
serán iguales, hasta que una educación completamente nueva cambie
las ideas y costumbres.
Tras el establecimiento de los talleres sociales, el gobierno
regulará, durante el primer año, la jerarquía de las funciones. Después
del primer año se procederá de modo completamente distinto. Una vez
que los trabajadores hayan podido apreciarse entre sí y se interesen
todos por igual, como se verá, en el éxito de la asociación, la jerarquía
será resultado del principio electivo.
Todos los años se realizará el balance del beneficio neto, del que
se harán tres partes; una a repartir en porciones iguales entre los
miembros de la asociación; otra que será destinada: 1) Al
mantenimiento de los ancianos, los enfermos y los impedidos; 2) Al
alivio de las crisis que puedan pesar sobre otras industrias, puesto que
todas se deben ayuda y socorro: la tercera, finalmente, se destinará a
proporcionar instrumentos de trabajo a quienes quisieren formar parte
de la asociación, de manera que ésta pueda extenderse
indefinidamente.
En cada una de estas asociaciones, constituidas en las industrias
que pueden ejercerse en gran escala, podrán ser admitidos quienes se
dedican a profesiones que por su propia naturaleza tienden a
desparramarse y localizarse. Cada taller social podrá estar compuesto
de profesiones diversas, agrupadas en torno a una gran industria,
considerándose cada uno como parte diferente de un mismo todo,
rigiéndose por las primeras leyes y participando de las mismas
ventajas.
Todo miembro del taller social tendrá el derecho de disponer de su
salario según su conveniencia, pero la evidente economía y la
excelencia incontestable de la vida comunitaria no tardarían en hacer
de la asociación de los trabajos, la asociación voluntaria de las
necesidades y de los placeres.
Se invitará a los capitalistas a la asociación para la inversión de sus
capitales, por los que cobrarán un interés, garantizado en el
presupuesto, pero sin participar en los beneficios, como no fuera en
calidad de trabajadores.
 
L. BLANC: Organisation du travail (1840).

NEW LAMARCK 18.9

Toda sociedad que existe actualmente, como todas las que la


historia recuerda, se ha formado y gobernado en la creencia de las
nociones siguientes, establecidas como primeros principios:
1.º Que todo individuo tiene capacidad para formar su propio
carácter. De aquí los distintos sistemas conocidos con el nombre de
religión, códigos de leyes, y castigos. De aquí también la oposición
mutua mantenida por individuos y naciones.
2.º Que los afectos están ordenados por el individuo. De aquí la
insinceridad y la degradación del carácter. De aquí las miserias de la
vida doméstica, y más de la mitad de todos los crímenes de la
humanidad.
3.º Que es necesario que una gran proporción de la humanidad
persista en la ignorancia y la pobreza, con el fin de asegurar a la parte
restante el grado de felicidad de que goza ahora.
De aquí, una contradicción en los objetivos de los hombres, Una
oposición general entre los individuos a los intereses de los demás, y
los efectos necesarios de tal sistema: ignorancia, pobreza y vicio.
Los hechos prueban sin embargo:
1.º Que el carácter está universalmente formado para, y no por, el
individuo.
2.º Que a la humanidad puede dársele cualquier clase de hábitos y
sentimientos.
3.º Que los afectos no están bajo el control del individuo.
4.º Que todo individuo puede llegar a producir mucho más de lo
que pueda consumir, en tanto disponga de tierra suficiente.
5.º Que la naturaleza proporciona medios mediante los cuales
puede mantenerse en cualquier ocasión la población en el estado
adecuado para suministrar la mayor felicidad a cada individuo sin
sombra de vicio o miseria.
6.º Que cualquier comunidad puede ordenarse, según una
combinación adecuada de los principios antedichos, de tal manera que
no solamente destierre el vicio, la pobreza y, en gran medida, la
miseria del mundo, sino que también coloque a todo individuo bajo
circunstancias en que pueda gozar de felicidad más permanente de la
que podría dar a ciertos individuos el sistema de principios que hasta
aquí ha regulado la sociedad.
7.º Que todos los principios fundamentales sobre los que la
sociedad se ha fundado hasta ahora son erróneos, y pueden
demostrarse como contrarios a los hechos. Y
8.º Que el cambio que siguiera al abandono de aquellos erróneos
principios que traen la miseria al mundo, y la adopción de los principios
de la verdad, desplegando un sistema que removiera y excluyera para
siempre esa miseria, podría llevarse a cabo sin la más mínima afrenta
a ningún ser humano.
Este es el plan, éstos son los datos, sobre los que la sociedad
dentro de poco podrá ser reestructurada; por la simple razón que
resultará evidente que repercutirá en el interés inmediato y futuro de
todo el que preste gradualmente su ayuda a reformar la sociedad
sobre esta base. Digo gradualmente porque en esta palabra se
incluyen las más importantes consideraciones. Cualquier intento
repentino y coercitivo que se haga por remover la miseria de la
humanidad resultará perjudicial más que beneficioso. Los espíritus
deben prepararse gradualmente mediante una alteración esencial de
las circunstancias que los rodean, para conseguir algún cambio
importante en la mejora de su condición. Se les debe convencer
primero de su ceguera: esto no puede realizarse, incluso entre los más
razonables, o aquellos que constituyen actualmente la mejor parte de
la humanidad, sin crear un cierto grado de irritación. Esta irritación,
debe tranquilizarse antes de intentar un nuevo paso; y debe
establecerse la convicción general del acierto de los principios sobre
los que va a fundarse el cambio proyectado. Su puesta en práctica
será entonces fácil —las dificultades se desvanecerán conforme nos
aproximemos a ellas—, y, después, el deseo de ver todo el sistema en
funcionamiento inmediatamente excederá a los medios de ponerlo en
ejecución.
Los principios sobre los que se funda este sistema práctico no son
nuevos; separada, o parcialmente unidos, los han recomendado a
menudo los sabios de la antigüedad y los escritores modernos. Pero
que yo sepa nunca se les ha combinado de esta manera. Sin
embargo, puede demostrarse que solamente por su puesta en práctica
conjunta pueden rendir beneficios a la humanidad; y estoy seguro que
éste es el primer período de la historia del hombre en que podrían
ponerse en práctica con éxito.
No intento ocultar que el cambio será grande. “Lo viejo pasará
definitivamente, y todo será nuevo”.
Pero este cambio no tendrá semejanza con ninguna de las
revoluciones que hasta ahora han ocurrido. Estas estaban calculadas
únicamente para desarrollar las malas pasiones del odio y la
venganza: pero el sistema que ahora expongo cortará de raíz, de una
manera efectiva, todo sentimiento de irritación y de mal deseo que
exista en la humanidad. Todos los procedimientos de quienes
gobiernan e instruyen el mundo quedarán abolidos. En lugar de gastar
año en decir a la humanidad lo que debe pensar y cómo debe actuar,
los gobernantes del mundo adquirirán un conocimiento que los
capacitará, en una generación, para aplicar los medios que induzcan
alegremente a cada uno de quienes controlan e influyen, no solamente
a pensar, sino también a actuar de la manera más adecuada para ellos
mismos y para cada ser humano. Y sin embargo este extraordinario
resultado podrá conseguirse sin castigo o fuerza aparente.
Bajo este sistema, antes de que se dicten las leyes se conocerá si
pueden o no obedecerse. No se requerirá a los hombres a asentir a
doctrinas y dogmas para los cuales carecen de convicción. No se les
enseñará qué mérito pueda existir en hacer, o qué demérito puede
deducirse de no hacer algo sobre lo que no tienen control. No se les
dirá, como ahora, que deben amar lo que, por constitución de su
naturaleza, se ven compelidos a aborrecer. No se les educará en
feroces nociones imaginarias, que inevitablemente les harán
despreciar y odiar toda la humanidad fuera del pequeño y estrecho
círculo en que viven, y se les dirá que deben amar sinceramente a
todos sus semejantes. No quiero decir, amigos míos, que el sistema
que penetre en el corazón de todo hombre se funde sobre principios
que no tienen la más mínima semejanza con cualquiera de los que he
aludido. Por el contrario, se opone directamente a ellos; y los efectos
que producirá en la práctica diferirán tanto de lo que la historia
recuerda y de lo que nosotros vemos a nuestro alrededor, como la
hipocresía, odio, envidia, venganza, guerras, pobreza, injusticia,
opresión, y toda su miseria consecuente difieren de aquella caridad
genuina y amabilidad sincera de que perpetuamente oímos hablar,
pero que nunca hemos visto, y que, en los sistemas existentes, no
podremos ver nunca.
Esta caridad y esta buena voluntad no admiten excepción. Se
extienden a todo ser humano, cualquiera que sea su enseñanza,
cualquiera que sea su instrucción. No tienen en cuenta el país que le
dio nacimiento, ni cuál pueda ser su complexión, sus hábitos o sus
sentimientos. La caridad genuina y la buena voluntad verdadera
enseñan que sea lo que fuere, aunque se probara que constituye el
verdadero reverso de lo que se nos ha enseñado a pensar como justo
y bueno, nuestra conducta hacia él, nuestros sentimientos con
respecto a él, no experimentarían cambio; porque, cuando nosotros
vemos las cosas como realmente son, sabemos que este semejante
nuestro ha experimentado la misma clase de proceso e instrucción
desde la infancia que el que hemos experimentado nosotros; que se le
ha enseñado a juzgar sus sentimientos y acciones de manera
adecuada como a nosotros a imaginar nuestros derechos y sus
agravios; cuando tal vez la única diferencia es que hemos nacido en
un país y él en otro. Si esto no fuera verdad, todas nuestras
esperanzas serían ilusorias; continuarían para siempre los fieros
debates, la pobreza y el vicio. Afortunadamente, sin embargo, hay
ahora una sobreabundancia de hechos para disipar toda duda de
cualquier espíritu; y los principios pueden ahora desarrollarse
completamente, lo que explicará fácilmente la fuente de todas las
opiniones que ahora mantienen perplejo y dividido al mundo; y tras
descubrir su fuente, la humanidad puede desterrar todos aquellos que
sean falsos e injuriosos, e impedir que se levante cualquier mal como
consecuencia de las variedades de sentimientos que pueden
permanecer posteriormente.
En resumen, amigos míos, el nuevo sistema se funda en principios
que capacitarán a la humanidad a impedir en la próxima generación
casi todos, si no todos, los males y miserias que nosotros y nuestros
antepasados han experimentado. Se adquirirá un conocimiento
correcto de la naturaleza humana; se removerá la ignorancia; se
impedirá que las malas pasiones se fortalezcan; la amabilidad y la
caridad prevalecerán universalmente; no se conocerá la pobreza; el
interés de cada individuo estará en estrecha relación con el interés de
todos los individuos del mundo. No habrá ninguna contradicción entre
los deseos y apetencias de los hombres. La moderación y la
simplicidad de maneras será la característica de todos los
componentes de la sociedad. Los defectos naturales de los pocos
serán ampliamente compensados por la creciente atención y buena
voluntad hacia ellos de la mayoría. Nadie tendrá causa de queja;
porque cada uno poseerá sin perjuicio para los demás, todo lo que
puede tender a su comodidad, su bienestar, y su felicidad. Tal serán
las consecuencias ciertas de la puesta en práctica de este sistema
para el que silenciosamente he estado preparando el camino durante
más de veinticinco años.
Todavía, sin embargo, es necesario una preparación mucho mayor,
que debe realizarse antes de que el conjunto pueda llevarse a la
práctica. No puede intentarse su puesta en práctica aquí. El
establecimiento estaba demasiado avanzado en el viejo sistema antes
de que yo llegara aquí, para admitir su introducción excepto en una
extensión limitada. Todo lo que ahora propongo hacer en este lugar es
introducir todas las ventajas del nuevo sistema que puedan ponerse en
práctica en conexión con el antiguo: pero estas ventajas no serán
pocas ni de pequeña consideración. Espero, dentro de poco, incluso
bajo las actuales circunstancias adversas, dar a vosotros y a vuestros
hijos ventajas mucho más sólidas para vuestro trabajo de las que
nadie en circunstancias similares haya gozado en cualquier tiempo o
en cualquier parte del mundo.
No es esto todo. Cuando vosotros y vuestros niños estéis en
completa posesión de todo lo que preparo para vosotros, adquiriréis
costumbres superiores; vuestras inteligencias se desarrollarán
gradualmente; seréis capaces de juzgar con precisión la causa y
consecuencias de mis procedimientos y estimarlos en su valor.
Desearéis entonces vivir en un estado más perfecto de sociedad, una
sociedad que poseerá dentro de sí los medios adecuados para impedir
la existencia de cualesquiera pasiones injustas, pobreza, crimen o
miseria; en la que todo individuo se instruirá, y los poderes de su
cuerpo y de su espíritu, dirigidos por la sabiduría derivada de la mejor
experiencia previa, de modo que no conocerá ni los malos hábitos ni
los sentimientos falsos; en la que el anciano recibirá atención y respeto
y en la que toda injusta distinción se evitará, incluso la variedad de
opiniones no creará desorden ni ningún sentimiento desagradable; una
sociedad en la que los individuos adquirirán una salud, fuerza e
inteligencia crecientes, en la que su trabajo será dirigido siempre
ventajosamente, y en la que poseerán todo gozo razonable.
A su debido tiempo, se formarán comunidades que posean tales
caracteres y estarán abiertas de par en par a aquéllos de vosotros, y a
los individuos de toda clase y denominación, cuyos desgraciados
hábitos y alocados sentimientos no hayan sido demasiado
profundamente afectados para haberse borrado o removido, y cuyos
espíritus pueden estar suficientemente aliviados de los perniciosos
efectos del viejo sistema, para permitirles participar de la felicidad del
nuevo.
 
R. OWEN: Alocución a los habitantes de New Lamarck (1816), apud
Socialist thought. A documentary History, pp. 172-78.

LA HUELGA 18.10

Compañeros: En nuestro congreso extraordinario celebrado en


Madrid en el pasado mes de marzo, fue acordado recabar del gobierno
una ley que regulase el trabajo en las minas españolas, fijando la
duración de la jornada en ocho horas para los obreros del exterior y en
siete para el interior e igualmente se acordó declarar la huelga en
todas las minas españolas en pro de esta petición si en dicha fecha no
eran alcanzadas dichas mejoras.
Circunstancias especiales en las cuales se desenvolvía en aquella
fecha nuestra Federación determinaron que este Comité Nacional
aplazara, previa consulta a todas las secciones, dicho movimiento,
esperando tiempos mejores en que el éxito coronara con mayores
probabilidades el enorme sacrificio que teníamos que realizar.
Estos momentos, a nuestro juicio, han llegado, y al igual que este
Comité así lo han entendido también los representantes de todas las
minas de hulla españolas últimamente reunidos en Madrid. Y decimos
que los momentos son llegados, porque algo de nuestra petición ya ha
sido concedido por el Estado, y desde el próximo 1.º de octubre,
nuestros compañeros del exterior de las minas trabajarán la jornada de
ocho horas por nosotros solicitada. Ahora bien, nosotros solicitamos
siete horas de jornada máxima para el obrero del interior de las minas,
porque lo creemos un acto de tan elevada justicia, que ni aun la clase
patronal se atreve francamente a combatirla. Por el trabajo ímprobo
que el minero tiene que realizar, por el agotamiento y envejecimiento
prematuros que dicho trabajo acarrea, por los constantes peligros que
continuamente le acechan, en los cuales deja su salud y girones de su
carne, y por los centenares de compañeros nuestros que anualmente
dan su vida, y los miles que son lanzados a la mendicidad, convertidos
en piltrafas humanas, no puede este trabajo ser comparado ni su
jornada igualada a los demás oficios.
Pedimos, pues, siete horas de jornada, mineros españoles, y para
obtenerla, este Comité sabe que todos estáis dispuestos a realizar
todos aquellos sacrificios que sean necesarios; pero por esto mismo
queremos llenarnos de razón, queremos que el país entero sepa que
la tenemos, y queremos igualmente que el gobierno de la nación no
nos obligue a lanzar a la pelea todas nuestras fuerzas, pues si esto
llegara, sobre él recaerían los trastornos que en el país habrían de
ocasionarse.
Así, pues, el próximo día 1.º de octubre se planteará la huelga
general en todas las minas de Asturias, y en las demás cuencas
mineras la secundarán en la fecha y hora que este Comité les señale,
para lo cual y a cada una de ellas, lo pondrá oportunamente en su
conocimiento.
No necesita este Comité lanzar excitaciones de ningún género a
los mineros españoles para que en los momentos de lucha que se
avecinan cumplan con su deber, puesto que de sobra sabe que no son
necesarias, pero sí desea, porque lo cree un deber, dirigir cuatro
palabras a los mineros asturianos, por el hecho de ser a ellos a
quienes pedimos una cantidad mayor de esfuerzo y sacrificio.
Habéis sido vosotros, mineros de Asturias, los que con vuestro
esfuerzo y sacrificio construisteis la más fuerte trinchera contra la
avaricia capitalista y las arbitrariedades de los gobiernos, y sois hoy
los que poseéis un arma formidable y un ejército disciplinado que con
más probabilidades de éxito puede dar comienzo a la batalla. La
primera embestida contra el enemigo será vuestra; si ella es poco, si la
clase capitalista y los gobiernos representantes de ella no ceden a la
justicia de nuestra demanda, a la pelea iremos todos dispuestos
solamente a triunfar, húndase lo que se hunda; al fin y al cabo detrás
de nosotros sólo dejamos negruras y dolores en la marcha y aunque
ésta sea penosa y envuelva sacrificios, en ella está toda nuestra
redención y la de nuestros hijos.
 
La Federación de mineros españoles a todos los obreros de las
minas. Mieres (1919).

EL MATERIALISMO 18.11

La cuestión de la relación entre el pensamiento y el ser presenta


también otro aspecto: ¿qué relación existe entre nuestros
pensamientos sobre el mundo que nos rodea y este mismo mundo?
¿Es capaz nuestro pensamiento de conocer el mundo real? ¿Podemos
producir en nuestras representaciones e ideas sobre el mundo real
una imagen exacta de la realidad? En el lenguaje filosófico, esta
cuestión se llama la cuestión de la identidad del pensamiento y del ser.
La gran mayoría de los filósofos ha respondido a ella afirmativamente.
En Hegel, por ejemplo, la afirmación iba de sí, pues aquello que
conocemos en el mundo real es precisamente su contenido intelectual,
el cual hace del mundo una realización gradual de la Idea absoluta,
Idea absoluta existente en cualquier parte de eternidad, independiente
del mundo y anterior al mundo. Ahora bien, que el pensamiento puede
conocer un contenido que ya de antemano es un contenido intelectual,
es evidente sin más. Lo cual no impide a Hegel sacar de su
demostración de la identidad del pensamiento y el ser la conclusión
excesiva de que su filosofía, por ser exacta para su pensamiento, es la
única exacta, y que para confirmar la identidad del pensamiento y del
ser la humanidad debe en adelante transferir su filosofía a la teoría y a
la práctica y transfigurar el mundo entero con arreglo a los principios
hegelianos. Es una ilusión que Hegel comparte aproximadamente con
todos los filósofos.
Pero por otro lado existe toda una serie de filósofos que niegan la
posibilidad de un conocimiento del mundo, o por lo menos de un
conocimiento acabado. De ellos, entre los modernos, Hume y Kant,
que han desempeñado un papel preponderante en el desarrollo de la
filosofía. Lo decisivo para la refutación de esta opinión, ya fue dicho
por Hegel en la medida que se lo permitía su punto de vista idealista.
Los argumentos materialistas añadidos por Feuerbach son más
ingeniosos que profundos. La refutación más contundente de éste
como de cualquier otro prejuicio filosófico es la praxis, esto es, la
experiencia y la industria. Si podemos demostrar la exactitud de
nuestra concepción de un proceso natural haciéndolo nosotros
mismos, reproduciéndolo en sus condiciones, sometiéndolo por
añadidura a nuestros fines, hemos acabado entonces con la
inasequible “cosa en sí” de Kant.
Las sustancias químicas producidas en los cuerpos animales y
vegetales también eran “cosas en sí” hasta que la química orgánica
empezó a producirlas unas tras otras, con lo cual la “cosa en sí” se
convirtió en una cosa para nosotros, como, por ejemplo, la sustancia
colorante de la rubia, la alizarina, que no la cultivamos ya en los
campos, en las raíces de la rubia, sino que la producimos más
fácilmente y más económicamente del alquitrán de hulla. El sistema
solar de Copérnico fue durante tres siglos una hipótesis, a favor de la
cual había cien, mil, diez mil probabilidades contra una; pero no dejaba
de ser una hipótesis. Cuando Leverrier, con la ayuda de los datos
proporcionados por este sistema, estableció no sólo la necesidad de la
existencia de un planeta desconocido, sino incluso el lugar que este
planeta debía de ocupar en el cielo; cuando Galle halló realmente a
continuación ese planeta, el sistema de Copérnico quedó demostrado.
Si no obstante esto se intenta renovar la concepción de Kant en
Alemania por los neokantianos y la de Hume en Inglaterra por los
agnósticos, ello significa, después de la refutación teórica y práctica
que se les ha opuesto desde hace tiempo, un retroceso en el terreno
científico y una manera vergonzante, en el terreno práctico, de aceptar
en secreto el materialismo para rechazarlo ante el mundo.
En ese largo período que va de Descartes a Hegel y de Hobbes a
Feuerbach, los filósofos no iban impulsados hacia adelante, como ellos
creían, únicamente por la fuerza del pensamiento puro. Todo lo
contrario. Lo que realmente los impulsaba hacia adelante era sobre
todo el potente y cada vez más impetuoso progreso de la ciencia de la
naturaleza y de la industria. Para los materialistas esto saltaba a los
ojos; pero incluso los sistemas idealistas se llenaban cada vez más de
contenido materialista y trataban de resolver el antagonismo entre
espíritu y materia de una manera panteísta. Finalmente, el sistema de
Hegel representaba una especie de materialismo, aunque con un
método y un contenido puesto de cabeza.
La evolución de Feuerbach es la de un hegeliano —no muy
ortodoxo por cierto— hacia el materialismo; una evolución que en una
etapa determinada exige un rompimiento completo con el sistema
idealista de su antecesor. Con una fuerza irresistible se apodera de él
finalmente la convicción de que la existencia previa de la “Idea
absoluta”, la “preexistencia de las categorías lógicas” de Hegel, no son
más que un resto de la creencia en un creador sobrenatural; de que el
mundo material, perceptible por los sentidos, es la única realidad, y de
que nuestra conciencia y nuestro pensamiento, por muy
suprasensibles que parezcan, son el producto de un órgano físico,
material: el cerebro. La materia no es un producto del espíritu, sino
que el mismo espíritu no es más que el producto más elevado de la
materia. Esto es, naturalmente, materialismo puro.
 
F. ENGELS: Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana
(1888).
 
Nos encontramos, pues, con el hecho de que determinados
individuos que, como productores, actúan de un determinado modo,
contraen entre sí relaciones sociales y políticas determinadas. La
observación empírica tiene necesariamente que poner de relieve en
cada caso concreto, empíricamente y sin ninguna clase de
falsificación, la trabazón existente entre la organización social y política
y la producción. La organización social y el Estado brotan
constantemente del proceso de vida de determinados individuos; pero
de estos individuos no como puedan presentarse ante la imaginación
propia o ajena, sino tal y como realmente son; es decir tal y como
actúan y como producen materialmente y, por tanto, tal y como
desarrollan sus actividades bajo determinados límites, premisas y
condiciones materiales, independientes de su voluntad[1].
La producción de las ideas y representaciones, de la conciencia,
aparece al principio directamente entrelazada con la actividad material
y el comercio material de los hombres, como el lenguaje de la vida
real. Las representaciones, los pensamientos, el comercio espiritual de
los hombres se presentan todavía, aquí, como emanación directa de
su comportamiento material. Y lo mismo ocurre con la producción
espiritual, tal y como se manifiesta en el lenguaje de la política, de las
leyes, de la moral, de la religión, de la metafísica, etc., de un pueblo.
Los hombres son los productores de sus representaciones, de sus
ideas, etc., pero los hombres son reales y actuales, tal y como se
hallan condicionados por un determinado desarrollo de sus fuerzas
productivas y por el intercambio que a él corresponde, hasta llegar a
sus formaciones más amplias. La conciencia no puede ser nunca otra
cosa que el ser consciente, y el ser de los hombres es su proceso de
vida real. Y si en toda la ideología los hombres y sus relaciones
aparecen invertidos como en la cámara oscura, este fenómeno
responde a su proceso histórico de vida, como la inversión de los
objetos al proyectarse sobre la retina responde a su proceso de vida
directamente físico.
Totalmente al contrario de lo que ocurre en la filosofía alemana,
que desciende del cielo sobre la tierra, aquí se asciende de la tierra al
cielo. Es decir, no se parte de lo que los hombres dicen, se
representan o se imaginan, ni tampoco del hombre predicado,
pensado, representado o imaginado, para llegar, arrancando de aquí,
al hombre de carne y hueso; se parte del hombre que realmente actúa
y, arrancando de su proceso de vida real, se expone también el
desarrollo de los reflejos ideológicos y de los ecos de este proceso de
vida. También las formaciones nebulosas que se condensan en el
cerebro de los hombres son sublimaciones necesarias de su proceso
material de vida, proceso empíricamente registrable y sujeto a
condiciones materiales. La moral, la religión, la metafísica y cualquier
otra ideología y las formas de conciencia que a ellas corresponden
pierden, así, la apariencia de su propia sustantividad. No tienen su
propia historia ni su propio desarrollo, sino que los hombres que
desarrollan su producción material y su intercambio material cambian
también, al cambiar esta realidad, su pensamiento y los productos de
su pensamiento. No es la conciencia la que determina la vida, sino la
vida la que determina la conciencia. Desde el primer punto de vista, se
parte de la conciencia como del individuo viviente; desde el segundo
punto de vista, que es el que corresponde a la vida real, se parte del
mismo individuo real viviente y se considera la conciencia solamente
como su conciencia.
 
C. MARX y F. ENGELS: La ideología alemana (1845-46).
 
En esto se viene a parar cuando se considera “la conciencia”, “el
pensar”, con un criterio absolutamente naturalista, como algo dado,
contrapuesto de antemano al ser, a la naturaleza. Y no tiene uno más
remedio que maravillarse al ver cómo coinciden la conciencia y la
naturaleza, el pensar y el ser, las leyes del pensar y las leyes
naturales. Pero si seguimos preguntando, qué son, y de dónde
proceden el pensar y la conciencia, nos encontramos con que son
productos del cerebro humano y con que el mismo hombre no es más
que un producto natura] que se ha desarrollado en su ambiente y con
él; por donde llegamos a la conclusión, lógica por sí misma, de que los
productos del cerebro humano, que en última instancia no son
tampoco más que productos naturales, no se contradicen, sino que
corresponden al resto de la concatenación de la naturaleza.
 
F. ENGELS: Anti-Dühring (1877).

EL MATERIALISMO DIALÉCTICO 18.12

Este es el ciclo eterno en que se mueve la materia, un ciclo que


únicamente cierra su trayectoria en períodos para los que nuestro año
terrestre no puede servir de unidad de medida, un ciclo en el cual el
tiempo de máximo desarrollo, el tiempo de la vida orgánica y, más aún,
el tiempo de vida de los seres conscientes de sí mismos y de la
naturaleza, es tan parcamente medido como el espacio en que la vida
y la autoconciencia existen; un ciclo en el que cada forma Finita de
existencia de la materia —lo mismo si es un sol que una nebulosa, un
individuo animal o una especie de animales, la combinación química o
la disociación— es igualmente pasajera y en el que no hay nada
eterno de no ser la materia en eterno movimiento y transformación y
las leyes según las cuales se mueve y se transforma. Pero, por más
frecuente e inflexiblemente que este ciclo se opere en el tiempo y en el
espacio, por más millones de soles y tierras que nazcan y mueran, por
más que puedan tardar en crearse en un sistema solar e incluso en un
solo planeta las condiciones para la vida orgánica, por más
innumerables que sean los seres orgánicos que deban surgir y perecer
antes de que se desarrollen de su medio animales con un cerebro
capaz de pensar y que encuentren por un breve plazo condiciones
favorables para su vida, para ser luego también aniquilados sin piedad,
tenemos la certeza de que la materia será eternamente la misma en
todas sus transformaciones, de que ninguno de sus atributos puede
jamás perderse y que por ello, con la misma necesidad férrea con que
ha de exterminar en la Tierra su creación superior, la mente pensante,
ha de volver a crearla en algún otro sitio.
 
F. ENGELS: Dialéctica de la naturaleza (1875-76).
 
Si nos paramos a pensar sobre la naturaleza, o sobre la historia
humana, o sobre nuestra propia actividad espiritual, nos encontramos
de primera intención con la imagen de una trama infinita de
concatenaciones y mutuas influencias, en la que nada permanece lo
que era, ni como y donde era, sino que todo se mueve y cambia, nace
y caduca. Esta concepción del mundo, primitiva, ingenua, pero en
esencia acertada, es la de los antiguos filósofos griegos, y aparece
expresada claramente, por vez primera, en Heráclito: todo es y no es,
pues todo fluye, se halla en constante transformación, en incesante
nacimiento y caducidad. Pero esta concepción, por exactamente que
refleje el carácter general de la imagen de conjunto de los fenómenos,
no basta para explicar los detalles que forman ese cuadro total; y
mientras no los conocemos, la imagen de conjunto no adquirirá
tampoco un sentido claro. Para conocer estos detalles tenemos que
desgajarlos de su entronque histórico o natural e investigarlos por
separado, cada uno de por sí, en su carácter, causas y efectos
especiales, etc. Tal es la misión primordial de las ciencias naturales y
de la historiografía, ramas de investigación que los griegos clásicos
situaban, por razones muy justificadas, en un plano puramente
secundario, pues primeramente debían dedicarse a acumular los
materiales. Los rudimentos de las ciencias naturales exactas no fueron
desarrollados hasta llegar a los griegos del período alejandrino, y más
tarde, en la Edad Media, por los árabes; la auténtica ciencia de la
naturaleza sólo data de la segunda mitad del siglo XV y, a partir de
entonces, no ha hecho más que progresar con ritmo constantemente
creciente. El análisis de la naturaleza en sus diferentes partes, la
clasificación de los diversos fenómenos y objetos naturales en
determinadas categorías, la investigación interna de los cuerpos
orgánicos según su diversa estructura anatómica, fueron otras tantas
condiciones fundamentales a que obedecieron los progresos
gigantescos realizados en el conocimiento de la naturaleza durante los
últimos cuatrocientos años. Pero estos progresos nos han legado, a la
par, el hábito de concebir las cosas y los fenómenos de la naturaleza
aisladamente, sustraídos a la gran concatenación general; por tanto,
no en su movimiento, sino en su inmovilidad; no como sustancialmente
variables, sino como consistencias fijas; no en su vida, sino en su
muerte. Por eso este modo de conceptuar las cosas, al transplantarse,
con Bacon y Locke, de las ciencias naturales a la filosofía, provocó la
estrechez específica característica de estos últimos siglos, el modo
metafísico de especulación.
Para el metafísico, los objetos y sus imágenes en el pensamiento,
los conceptos, son objetos de investigación aislados, fijos, inmóviles,
enfocados uno tras otro, como algo dado y perenne. Piensa solamente
en antítesis inconexas; para él, una de dos: sí, sí: no, no, y lo demás
sobra. Para él una cosa existe o no existe: un objeto no puede ser al
mismo tiempo lo que es y otro distinto. Lo positivo y lo negativo se
excluyen recíprocamente en absoluto. La causa y el efecto revisten
asimismo, la forma de una rígida antítesis. A primera vista, este
método especulativo nos parece extraordinariamente plausible, porque
es el llamado sano sentido común. Pero el mismo sano sentido común,
compañero muy respetable de puertas adentro, entre las cuatro
paredes de su casa, vive peripecias verdaderamente maravillosas en
cuanto se aventura por los anchos campos de la investigación; y el
método metafísico de pensar, por muy justificado que esté y hasta por
necesario que sea en muchas zonas, más o menos extensas, según la
naturaleza del objeto de que se trate, tropieza siempre, tarde o
temprano, con una barrera, franqueada la cual se torna unilateral,
limitado, abstracto, y se pierde en insolubles contradicciones, pues,
absorbido por los objetos aislados, no alcanza a ver su concatenación:
preocupado con su existencia, no para mientes en su génesis ni en su
caducidad; concentrado en su quietud, no advierte su movimiento;
obsesionado por los árboles no alcanza a ver el bosque. En la realidad
de cada día sabemos, por ejemplo, y podemos decir con toda certeza
si un animal existe o no; pero, investigando la cosa con más detención,
nos damos cuenta de que el problema se complica a veces
considerablemente, como lo saben muy bien los juristas, que tanto y
tan en vano se han atormentado por descubrir un límite racional a
partir del cual deba la muerte del niño en el claustro materno
considerarse como un asesinato; ni es fácil tampoco determinar con
fijeza el momento de la muerte, toda vez que la fisiología ha
demostrado que la muerte no es un fenómeno repentino, instantáneo,
sino que forma un largo proceso. Del mismo modo, todo ser orgánico
es, en todo instante, el mismo y otro; en todo instante va asimilando
materias absorbidas del exterior y eliminando otras de su seno; en
todo instante, en su organismo mueren unas células y nacen otras; y,
en el transcurso de un período más o menos largo, la materia de que
está formado ese organismo se renueva completamente, y nuevos
átomos de materia vienen a ocupar el lugar de los antiguos, por donde
todo ser orgánico es, al mismo tiempo, el que es y otro distinto.
Asimismo, nos encontramos, observando las cosas detenidamente,
con que los dos polos de una antítesis, el positivo y el negativo, son
tan inseparables como antitéticos el uno del otro y que, pese a todo su
antagonismo, se compenetran recíprocamente; y vemos igualmente
que la causa y el efecto son representaciones que sólo rigen como
tales en su aplicación al caso aislado, pero que, examinando el caso
aislado en su concatenación general con la imagen total del universo,
convergen y se diluyen cuando contemplamos una trama universal de
acciones y reacciones, en que las causas y los efectos cambian
constantemente de sitio y en que lo que ahora y aquí es efecto,
adquiere luego y allí carácter de causa y viceversa.
Ninguno de estos procesos y métodos discursivos encaja en el
cuadro de las especulaciones metafísicas. En cambio, para la
dialéctica, que concibe las cosas y sus imágenes conceptuales,
esencialmente, en sus conexiones, en su concatenación, en su
dinámica, en su proceso de génesis y caducidad, procesos como los
expuestos no son más que otras tantas confirmaciones de su modo
genuino de operar. La naturaleza es la piedra de toque de la dialéctica,
y debemos señalar que las modernas ciencias naturales nos brindan
como prueba de esto un acervo de datos extraordinariamente copioso
y enriquecido cada día que pasa, demostrando con ello que en la
naturaleza, en última instancia, todo sucede de modo dialéctico y no
metafísicamente, que no se mueve en la eterna monotonía de un ciclo
constantemente repetido, sino que recorre una verdadera historia.
Aquí hay que citar en primer término a Darwin, quien, con su prueba
de que toda la naturaleza orgánica existente, plantas y animales, y
entre ellos, también el hombre, es el producto de un proceso de
evolución que dura millones de años, ha asestado a la concepción
metafísica de la naturaleza el más rudo golpe. Pero como, hasta hoy,
los naturalistas que han aprendido a pensar dialécticamente pueden
contarse con los dedos, este conflicto entre los resultados
descubiertos y el método discursivo tradicional, explica la ilimitada
confusión que reina hoy en las ciencias naturales teóricas y que
constituye la desesperación de maestros y discípulos, de escritores y
lectores.
Sólo siguiendo la senda dialéctica, no perdiendo jamás de vista las
acciones y reacciones generales de la génesis y de la caducidad, los
cambios de avance y retroceso, llegamos, pues, a una concepción
exacta del universo, de su desarrollo y del desarrollo de la humanidad,
así como de la imagen por él proyectada en las cabezas de los
hombres. Y éste fue en efecto el sentido en que empezó a trabajar,
desde el primer momento, la moderna filosofía alemana. Kant
comenzó su carrera de filósofo disolviendo el sistema solar estable de
Newton y su duración eterna —después de recibido el famoso primer
impulso— en un proceso histórico: en el nacimiento del sol y de todos
los planetas por el movimiento de rotación de una masa nebulosa. Al
mismo tiempo, dedujo ya la conclusión de que este origen implicaba
también, necesariamente, la muerte futura del sistema solar. Medio
siglo después, su teoría fue confirmada matemáticamente por Laplace,
y, al cabo de otro medio siglo, el espectroscopio ha venido a demostrar
la existencia en el universo de aquellas masas ígneas de gas en
diferente grado de condensación.
Esta filosofía alemana moderna encontró su remate en el sistema
de Hegel, en el que por vez primera —y ése es su gran mérito— se
concibe todo el mundo de la naturaleza, de la historia y del espíritu
como un proceso, es decir, en constante movimiento, cambio,
transformación y desarrollo, intentando además poner de relieve la
conexión interna de este movimiento y desarrollo. Contemplada desde
este punto de vista, la historia de la humanidad no aparecería ya como
un caos árido de violencias absurdas, igualmente condenables todas
ante el fuero de la razón filosófica madura y buenas para ser olvidadas
cuanto antes, sino como el proceso de desarrollo de la propia
humanidad, que al pensamiento incumbía ahora seguir en sus etapas
graduales y a través de todos los extravíos, hasta descubrir a través
de todas las eventualidades aparentes las leyes internas por que se
guía.
No importa que Hegel no resolviese el problema. Su mérito, que
sienta época, consistió en haberlo planteado. Se trata precisamente de
un problema que ningún hombre solo podrá jamás resolver. Y aunque
Hegel era, con Saint-Simon, la cabeza más universal de su tiempo, su
horizonte hallábase circunscrito, en primer lugar, por la limitación
inevitable de sus propios conocimientos, y, en segundo lugar, por la de
los conocimientos y concepciones de su época, limitados también en
extensión y profundidad. A esto hay que añadir una tercera
circunstancia. Hegel era idealista; es decir, que para él las ideas de su
cabeza no eran imágenes más o menos abstractas de los objetos y
fenómenos de la realidad, sino que estas cosas y su desarrollo se le
antojaban, por el contrario, imágenes realizadas de una “Idea”
existente, no se sabe dónde, ya antes de que existiese el mundo. Con
esto todo ha sido puesto sobre la cabeza, y la concatenación real del
universo, completamente al revés. Y por exactas y geniales que
fuesen algunas de las conexiones concretas concebidas por Hegel,
era inevitable, por las razones a que acabamos de aludir, que muchos
de sus detalles tuviesen un carácter amañado, artificioso, construido;
en una palabra, invertido. El sistema de Hegel fue un aborto
gigantesco, pero el último de su género. En efecto, adolecía de una
contradicción íntima incurable; pues, mientras de una parte arrancaba
como supuesto esencial de la concepción histórica, según la cual la
historia humana es un proceso de desarrollo que no puede, por su
naturaleza, encontrar remate intelectual en el descubrimiento de eso
que llaman verdad absoluta, de la otra, se nos presenta precisamente
como suma y compendio de esa verdad absoluta. Un sistema
universal y definitivamente plasmado del conocimiento de la naturaleza
y de la historia, es incompatible con las leyes fundamentales del
pensamiento dialéctico; lo cual no excluye, sino que, lejos de ello,
implica que el conocimiento sistemático del mundo exterior en su
totalidad puede progresar gigantescamente de generación en
generación.
La percepción de la total inversión en que el idealismo alemán
incurría hasta entonces, llevó necesariamente al materialismo; pero
no, adviértase bien, a aquel materialismo puramente metafísico y
exclusivamente mecánico del siglo XVIII. En oposición a la simple
repulsa, ingenuamente revolucionaria, de toda la historia anterior, el
materialismo moderno ve en la historia el proceso de desarrollo de la
humanidad, cuyas leyes dinámicas es misión suya descubrir.
Contrariamente a la idea de la naturaleza que imperaba en los
franceses del siglo XVIII, al igual que en Hegel, y en la que ésta se
concebía como un todo invariable, que se movía dentro de ciclos
cortos, con cuerpos celestes eternos, tal y como se los representaba
Newton, y con especies invariables de seres orgánicos, como
enseñaba Linneo, el materialismo moderno resume y compendia los
nuevos progresos de las ciencias naturales, según las cuales la
naturaleza tiene también su historia en el tiempo, y los mundos, así
como las especies orgánicas que en condiciones propicias los habitan,
nacen y caducan, y los ciclos, en el grado en que son admisibles,
revisten dimensiones infinitamente más grandiosas. Tanto en uno
como en otro caso, el materialismo es esencialmente dialéctico y no
necesita ya de una filosofía superior a las demás ciencias. Desde el
momento en que cada ciencia tiene que poner en claro la posición que
ocupa en la concatenación universal de las cosas y en el conocimiento
de éstas, no hay ya margen para una ciencia especialmente
consagrada a estudiar las concatenaciones universales. Todo lo que
queda en pie de la anterior filosofía, con existencia propia, es la teoría
del pensar y de sus leyes: la lógica formal y la dialéctica. Lo demás se
disuelve en la ciencia positiva de la naturaleza y de la historia.
 
F. ENGELS: Anti-Dühring (1877).

LA CONTRADICCIÓN 18.13

La conciencia de que la totalidad de los fenómenos naturales se


encuentran en una conexión sistemática, impulsa a la ciencia a
indagar esta conexión sistemática en todas partes, lo mismo en los
detalles que en su totalidad. Pero es imposible para nosotros, como
para todos los tiempos, dar una exposición científica congruente y
cerrada de esta conexión, formar una imagen ideal exacta del sistema
del mundo en que vivimos. Si en un momento cualquiera del desarrollo
humano llegase a construirse semejante sistema definitivo y cerrado
de las concatenaciones universales, tanto de las físicas como de las
espirituales e históricas, con ese sistema se cerraría el campo de los
conocimientos humanos y desde el instante mismo en que la sociedad
se organizase con sujeción a ese sistema, se alzaría una barrera ante
todo desarrollo histórico futuro, lo que sería un absurdo, un puro
contrasentido. Los hombres se ven, pues, ante esta contradicción: de
una parte, acuciados a investigar hasta el fondo el sistema del mundo
en sus concatenaciones universales, y de otro lado, por su propia
naturaleza y la naturaleza misma del sistema del mundo, no pueden
resolver jamás por completo ese problema. Pero esta contradicción no
estriba solamente en la naturaleza de ambos factores: el mundo y el
hombre, sino que es, además, el principal resorte de todo el progreso
intelectual y se resuelve día tras día e incesantemente en el desarrollo
progresivo e infinito de la humanidad, del mismo modo que los
problemas matemáticos, por ejemplo, encuentran su solución en una
serie infinita o en una fracción continua.
Mientras consideramos las cosas como estáticas e inertes, cada
una de por sí, una al lado y después de la otra y sucesivamente, no
descubrimos en ellas ninguna contradicción. Nos encontraremos con
determinadas propiedades, en parto comunes, en parte diferentes y
hasta contradictorias entre sí, pero que, en este caso, no albergan
ninguna contradicción, por estar distribuidas entre objetos diversos.
Hasta donde alcanza esta zona de investigación, podemos
desenvolvernos con el método especulativo, vulgar, de la metafísica.
Pero todo cambia de raíz tan pronto como queramos analizar las
cosas en su movimiento, en su transformación, en su vida, en su
influencia recíproca. Entonces, caeremos inmediatamente en un
cúmulo de contradicciones. Ya el movimiento es de por sí una
contradicción; el simple desplazamiento mecánico de lugar sólo puede
realizarse gracias al hecho de que un cuerpo esté al mismo tiempo, en
el mismo instante, en un lugar y en otro, gracias al hecho de estar y no
estar al mismo tiempo en el mismo sitio. Y el surgimiento continuo y la
simultánea solución de esta contradicción, es precisamente lo que
constituye el movimiento.
Si ya el simple movimiento mecánico, el simple desplazamiento de
lugar encierra una contradicción, tanto más la encierran las formas
superiores de movimiento de la materia, y muy especialmente la vida
orgánica y su desarrollo. Veíamos más arriba que la vida consiste
precisamente, ante todo, en que un ser sea al mismo tiempo, en el
mismo instante, el que es y otro. La vida no es, pues, a su vez, más
que una contradicción albergada en las cosas y en los fenómenos y
que se está produciendo y resolviendo incesantemente; al cesar la
contradicción, cesa la vida y sobreviene la muerte. Veíamos también
cómo tampoco en el mundo del pensamiento podíamos vemos libres
de contradicciones, cómo, por ejemplo, la contradicción entre la
capacidad de conocimiento del hombre, interiormente ilimitada, y su
existencia real sólo en hombres exteriormente limitados y cuyo
conocimiento es limitado y finito, se resuelve, en la sucesión para
nosotros al menos prácticamente infinita de las generaciones, en un
progreso ilimitado.
 
F. ENGELS: Anti-Dühring (1877).

LA RAZÓN DIALÉCTICA 18.14

Es, por tanto de la historia de la naturaleza y de la sociedad


humana de donde serán abstraídas las leyes de la dialéctica. Pues
éstas no son nada más que las leyes más generales de estas dos
fases del desarrollo histórico, y a la vez del pensamiento mismo. En
esencia pueden reducirse a tres.
La ley de transformación de la cantidad en cualidad y a la inversa.
La ley de la interpenetración de los contrarios.
La ley de la negación de la negación.
Las tres han sido desarrolladas por Hegel de manera idealista,
como simples leyes del pensamiento: la primera en la primera parte de
la ciencia de la lógica, en la teoría del ser; la segunda ocupa toda la
segunda parte, con mucho la más importante de su lógica, la teoría de
la esencia; la tercera, finalmente, figura como ley fundamental del
edificio de todo el sistema. Su error consiste en imponer estas leyes a
la naturaleza y a la historia como leyes del pensamiento, en lugar de
deducirlas de ambas. De aquí procede toda esta construcción forzada,
que a menudo hace poner los pelos de punta: el mundo, quiera o no,
debe ordenarse según un sistema de pensamiento que no es más que
el producto de una etapa determinada del pensamiento humano. Si
invertimos los términos, todo se vuelve sencillo y las leyes dialécticas,
qué resultan extremadamente misteriosas en la filosofía idealista, se
convierten enseguida en simples y claras como el mismo día.
 
F. ENGELS: Dialéctica de la naturaleza (1875-76).

LA PRAXIS 18.15

La primera premisa de toda historia humana es, naturalmente, la


existencia de individuos humanos vivientes. El primer estado de hecho
comprobable es, por tanto, la organización corpórea de estos
individuos, y como consecuencia de ello, su comportamiento hacia el
resto de la naturaleza. No podemos entrar a examinar aquí
naturalmente, ni la contextura física de los hombres mismos ni las
condiciones naturales con que los hombres se encuentran, las
geológicas, las oro-hidrográficas, las climáticas y las de otro tipo. Toda
historiografía tiene necesariamente que partir de estos fundamentos
naturales y de la modificación que experimentan en el curso de la
historia por la acción de los hombres. Podemos distinguir al hombre de
los animales por la conciencia, por la religión o por lo que se quiera.
Pero el hombre mismo se diferencia de ellos a partir del momento en
que comienza a producir sus medios de vida, paso éste que se halla
condicionado por su organización corpórea. Al producir sus medios de
vida, el hombre produce indirectamente su propia vida material.
 
C. MARX: La ideología alemana (1845-46).

El defecto fundamental de todo el materialismo anterior —


incluyendo el de Feuerbach— es que sólo enfoca el objeto, la realidad,
la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de intuición, pero no como
actividad sensorial humana, como práctica, no de un modo subjetivo.
De aquí que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por
oposición al materialismo, pero sólo de un modo abstracto, va que el
idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, de por
sí, Feuerbach quiere captar objetos sensibles, realmente distintos de
los objetos conceptuales; pero tampoco él enfoca la actividad humana
como una actividad objetiva. Por eso, en La esencia del cristianismo
sólo considera la actividad teórica como la auténticamente humana,
mientras que sólo concibe y plasma la práctica en su forma
suciamente judaica de manifestarse. Por tanto, no comprende la
importancia de la actuación “revolucionaria”, práctico-crítica.

II
El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una
verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico.
Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es
decir, la realidad y la fuerza, la terrenalidad de su pensamiento. El
litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento aislado de la
práctica es un problema puramente escolástico.

III

La teoría materialista de que los hombres son producto de las


circunstancias y de la educación, y por tanto hombres distintos
producto de otras circunstancias y de una educación distinta, olvida
que las circunstancias pueden hacerse cambiar precisamente por los
hombres y que el propio educador necesita ser educado. Conduce,
pues, forzosamente, a la división de la sociedad en dos partes, una de
las cuales está por encima de la sociedad (así por ejemplo en Roberto
Owen).
La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la
actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente
como práctica revolucionaria.

IV

Feuerbach arranca del hecho de la autoenajenación religiosa, del


desdoblamiento del mundo en un mundo religioso, imaginario y otro
real. Su cometido consiste en disolver el mundo religioso, reduciéndolo
a su base secular. No ve que, después de realizada esta labor, falta
por hacer lo principal. En efecto, el hecho de que la base secular se
desplace por sí misma y se plasme en las nubes como reino
independiente, sólo puede explicarse por el propio desgarramiento y la
contradicción de esta base secular consigo misma. Por tanto, lo
primero que hay que hacer es comprender ésta en su contradicción, y
luego revolucionarla prácticamente eliminando la contradicción. Por
consiguiente, después de descubrir, v. gr., en la familia terrenal el
secreto de la sagrada familia, hay que criticar teóricamente y
revolucionar prácticamente aquélla.

Feuerbach, no contento con el pensamiento abstracto, apela a la


intuición sensorial; pero no enfoca la sensoriedad como una actividad
práctica, humanosensible.

VI

Feuerbach reduce la esencia religiosa a la esencia humana. Pero


la esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo.
Es, en su realidad el conjunto de las relaciones sociales.
Feuerbach que no penetra en la critica de esta esencia Teal, se ve
por tanto obligado:
1.º A hacer caso omiso de la trayectoria histórica, enfocando de por
sí el espíritu religioso y presuponiendo un individuo humano abstracto
—aislado.
2.º En él la esencia humana sólo puede concebirse como “género”,
como una generalidad interna, muda, que se limita a unir naturalmente
a los muchos individuos.

VII

Feuerbach no ve, por tanto, que el “espíritu religioso” es también un


producto social y que el individuo abstracto que él analiza pertenece,
en realidad, a una determinada forma de sociedad.

VIII

La vida social es esencialmente práctica. Todos los misterios que


descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran su solución
racional en la práctica humana y en la comprensión de esta práctica.

IX

A lo más que llega el materialismo intuitivo, es decir, el


materialismo que no enfoca la sensoriedad como actividad práctica, es
a contemplar a los distintos individuos dentro de la “sociedad civil”.

El punto de vista del antiguo materialismo es la sociedad civil; el del


nuevo materialismo, la sociedad humana o la humanidad socializada.

XI

Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos


el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.
 
C. MARX: Tesis sobre Feuerbach (1888).

EL SER SOCIAL 18.16

El espíritu nace ya tarado con la maldición de estar “preñado” de


materia, que aquí se manifiesta bajo la forma de capas de aire en
movimiento, de sonidos, en una palabra, bajo la forma del lenguaje. El
lenguaje es tan viejo como la conciencia práctica, la conciencia real,
que existe también para los otros hombres y que, por tanto, comienza
a existir también para mí mismo; y el lenguaje nace, como la
conciencia, de la necesidad, de los apremios del intercambio con los
demás hombres. Donde existe una relación, existe para mí, pues el
animal no se comporta ante nada ni, en general, podemos decir que
tenga comportamiento alguno. Para el animal, sus relaciones con otro
no existen como tales relaciones. La conciencia, por tanto, es ya de
antemano un producto social, y lo seguirá siendo mientras existan
seres humanos. La conciencia es, ante todo, naturalmente, conciencia
del mundo inmediato y sensible que nos rodea y conciencia de los
nexos limitados con otras personas y cosas, fuera del individuo
consciente de sí mismo; y es, al mismo tiempo, conciencia de la
naturaleza, que al principio se enfrenta al hombre como un poder
absolutamente extraño, omnipotente e inexpugnable, ante el que los
hombres se comportan de un modo puramente animal y que los
amedrenta como al ganado; es por tanto una conciencia puramente
animal de la naturaleza (religión natural).
 
C. MARX: La ideología alemana (1845-46).

LA ALIENACIÓN 18.17

El obrero se empobrece tanto más cuanto más riqueza produce,


cuanto más aumenta su producción en extensión y en poder. El obrero
se convierte en una mercancía tanto más barata cuanto más
mercancías crea. A medida que se valoriza el mundo de las cosas se
desvaloriza, en razón directa, el mundo de los hombres. El trabajo no
produce solamente mercancías; se produce también a sí mismo y
produce al obrero como una mercancía y, además, en la misma
proporción en que produce mercancías en general.
Lo que este hecho expresa es, sencillamente, lo siguiente: el objeto
producido por el trabajo, su producto, se enfrenta a él como algo
extraño, como un poder independiente del productor. El producto del
trabajo es el trabajo que se a plasmado, materializado en un objeto, es
la objetivación del trabajo. La realización del trabajo es su objetivación.
Esta realización del trabajo, como estado económico, se manifiesta
como la privación de realidad del obrero, la objetivación como la
pérdida y esclavización del objeto, la apropiación como extrañamiento,
como enajenación.
Hasta tal punto se manifiesta la realización del trabajo como
anulación del hombre, que el obrero se ve anulado hasta la muerte por
hambre. La objetivación se revela hasta tal punto como pérdida del
objeto, que al obrero se le despoja de los objetos más indispensables,
no sólo de la vida, sino también de los objetos del trabajo. Más aún, el
mismo trabajo se convierte en un objeto de que él solo puede
apoderarse con el mayor esfuerzo y con las interrupciones más
irregulares. Hasta tal punto se convierte la apropiación del objeto en
enajenación, que cuantos más objetos produce el obrero menos puede
poseer y más cae bajo la férula de su propio producto, del capital.
Todas estas consecuencias vienen determinadas por el hecho de
que el obrero se comporta hacia el producto de su trabajo como hacia
un objeto ajeno. En efecto, partiendo de esta premisa resulta claro que
cuanto más se mata el obrero trabajando, más poderoso se torna el
mundo material ajeno a él que se crea frente a sí, más pobres se
vuelven él y su mundo interior, menos se pertenece el obrero a sí
mismo. Lo mismo sucede en la religión. Cuanto más pone el hombre
en Dios, menos retiene de sí mismo. El obrero deposita su vida en el
objeto; pero, una vez creado éste, el obrero ya no se pertenece a sí
mismo, sino que pertenece al objeto. Por tanto, cuanto mayor sea esta
actividad, más carente de objeto será el obrero. Lo que es el producto
de su trabajo no lo es él. Por consiguiente, cuanto mayor sea este
producto menos será él mismo. La enajenación del obrero en su
producto no sólo significa que su trabajo se convierte en un objeto, en
una existencia externa, sino que esta existencia se halla fuera de él, es
independiente de él y ajera a él y representa frente a él un poder
propio y sustantivo, que la vida que el obrero ha infundido al objeto se
enfrenta a él como algo extraño y hostil. (…)
La economía política esconde la enajenación contenida en la
misma esencia del trabajo por el hecho de que no considera la relación
directa entre el obrero (el trabajo) y la producción. Evidentemente el
trabajo produce maravillas para los ricos, pero produce privaciones y
penurias para los obreros. Produce palacios, pero aloja a los obreros
en tugurios. Produce belleza, pero tulle y deforma a los obreros.
Sustituye el trabajo por máquinas, pero condena a una parte de los
obreros a entregarse de nuevo a un trabajo propio de bárbaros y
convierte en máquinas a la otra parte. Produce espíritu, pero produce
estupidez y cretinismo para los obreros. (…)
Hasta aquí, sólo hemos considerado la enajenación del obrero en
uno de sus aspectos, el de su relación con los productos de su trabajo.
Pero la enajenación no se manifiesta solamente en el resultado, sino
también en el acto de la producción, en la misma actividad productiva.
¿Cómo podría el obrero enfrentarse al producto de su actividad como
algo extraño, si no se enajenase a sí mismo ya en el acto de la
producción? El producto, no es, después de todo, más que el resumen
de la actividad, de la producción. Por tanto, si el producto del trabajo
es la enajenación, la producción misma tiene que ser necesariamente
la enajenación activa, la enajenación de la actividad, la actividad de la
enajenación. La enajenación del objeto del trabajo resume
simplemente la enajenación, el extrañamiento inherente a la actividad
del trabajo mismo.
Ahora bien, ¿en qué consiste la enajenación del trabajo?
En primer lugar, en que el trabajo es algo externo al obrero, es
decir, algo que no forma parte de su esencia, en que, por tanto, el
obrero no se afirma, sino que se niega en su trabajo, no se siente bien,
sino a disgusto, no desarrolla sus libres energías físicas y espirituales,
sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por tanto, el obrero
sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en éste se siente fuera de sí.
Cuando trabaja no es él, y sólo recobra su personalidad cuando deja
de trabajar. No trabaja, por tanto, voluntariamente, sino a la fuerza, su
trabajo es un trabajo forzado. No representa, por tanto, la satisfacción
de una necesidad sino que es, simplemente, un medio para satisfacer
necesidades extrañas a él. El carácter extraño del trabajo que realiza
se manifiesta en toda su pureza en el hecho de que el trabajador huye
del trabajo como de la peste en cuanto cesa la coacción física, o
cualquiera otra que le constriñe a realizarlo. El trabajo externo, el
trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo de autosacrificio,
de mortificación. En definitiva la exterioridad del trabajo para el obrero
se revela en el hecho de que no es algo propio suyo, sino de otro, de
que no le pertenece a él y de que él mismo, en el trabajo, no se
pertenece a sí mismo, sino que pertenece a otro. Lo mismo que en la
religión la actividad propia de la fantasía humana, del cerebro y el
corazón humanos, obra con independencia del individuo y sobre él, es
decir, como una actividad ajena, divina o demoníaca, la actividad del
obrero no es tampoco su propia actividad. Pertenece a otro y
representa la pérdida de sí mismo.
Llegamos, pues, al resultado de que el hombre (el obrero) sólo se
siente como un ser que obra libremente en sus funciones animales,
cuando come, bebe y procrea o, a lo sumo, cuando se viste y acicala y
mora bajo un techo, para convertirse, en sus funciones humanas,
simplemente como un animal. Lo animal se trueca en lo humano y lo
humano en lo animal.
Comer, beber, procrear, etc., son también, indudablemente,
funciones auténticamente humanas. Pero, en la abstracción,
separadas de todo el resto de la actividad humana, convertidas en
fines últimos y exclusivos, son funciones animales.
Hemos considerado, el acto de la enajenación de la, actividad
práctica humana, del trabajo, en dos aspectos: 1) La relación entre el
obrero y el producto del trabajo, como objeto ajeno y dotado de poder
sobre él. Esta relación es, al mismo tiempo, la que le coloca ante el
mundo exterior sensible, ante los ojos de la naturaleza, como ante un
mundo extraño y hostil. 2) La relación entre el trabajo y el acto de
producción, dentro del trabajo. Esta relación es la que media entre el
obrero y su propia actividad, como una actividad ajena y que no le
pertenece, la actividad como pasividad, la fuerza como impotencia, la
procreación como castración, la propia energía física y espiritual del
obrero, su vida personal —pues la vida no es otra cosa que actividad
— como una actividad que se vuelve contra él mismo, independiente
de él, que no le pertenece. La autoenajenación, como más arriba la
enajenación de la cosa. (…)
Hemos partido de un hecho de la Economía política, de la
enajenación del obrero y de su producción. Hemos formulado el
concepto de este hecho como el trabajo enajenado. Y hemos
analizado este concepto; es decir, hemos analizado un hecho
puramente económico.
Veamos ahora cómo tiene que manifestarse y representarse en la
realidad el concepto del trabajo enajenado.
Si el producto del trabajo es algo ajeno a mí, se me enfrenta como
un poder extraño, ¿a quién pertenece, entonces?
¿A otro ser que no soy yo?
¿Qué ser es ése?
¿Los dioses? Es cierto que, en los primeros tiempos, la producción
principal, por ejemplo la construcción de templos en Egipto, en la India,
en México, parece hallarse al servicio de los dioses y su producto
pertenecer a los dioses mismos. Sin embargo, los dioses por sí
mismos no eran nunca los patronos. Ni lo era tampoco la naturaleza.
Imagínese qué contrasentido sería el que, cuanto más va el hombre
dominando la naturaleza por medio de su trabajo y cuanto más
superfluos van haciéndose los milagros de los dioses, gracias a los
milagros de la industria, el hombre tuviera que renunciar, en gracia a
esas potencias, al goce de la producción y al disfrute del producto.
No; el ser ajeno a quien pertenecen el trabajo y su producto, al
servicio del cual se halla el trabajo y el que disfruta del producto de
éste, no puede ser otro que el hombre mismo.
Si el producto del trabajo no pertenece al obrero, si constituye
frente a él un poder extraño, la única explicación que cabe es que
pertenezca a otro hombre que no sea el obrero. Si la actividad del
obrero constituye un tormento para él, tiene necesariamente que ser
un goce y una fruición de vida para otro. Y este poder extraño sobre el
hombre no hay que buscarlo en los dioses ni en la naturaleza, sino
pura y simplemente en el hombre.
Recordemos la tesis más arriba formulada de que la relación del
hombre consigo mismo sólo cobra para él existencia objetiva, real,
mediante su relación con el otro hombre. Por tanto, cuando se
comporta hacia el producto de su trabajo, hacia su trabajo objetivado,
como hacia un objeto extraño, hostil, poderoso, e independiente de él,
se comporta hacia él de tal modo que otro hombre, un hombre extraño
a él, hostil, poderoso e independiente de él, es el dueño de este
objeto. Cuando se comporta hacia su propia actividad como hacia una
actividad no libre, se comporta hacia ella como hacia una actividad
puesta al servicio, bajo el imperio, la coacción y el yugo de otro
hombre.
Toda autoenajenación del hombre con respecto a sí mismo y a la
naturaleza se revela en la medida en que se entrega y entrega la
naturaleza a otro hombres distinto de él. Por eso la autoenajenación
religiosa se revela en la relación del lego con el sacerdote o también,
puesto que se trata aquí del mundo intelectual, con un mediador, etc.
En el mundo de la práctica real, la autoenajenación sólo puede
manifestarse en la relación práctica real con otros hombres. El medio
por el que se opera la enajenación es también, de por sí, un medio
práctico. Por tanto, mediante el trabajo enajenado el hombre no sólo
engendra su relación respecto al objeto y al acto de la producción
como potencias ajenas y hostiles a él, sino que engendra, además, la
relación en que otros hombres se mantienen con respecto a su
producción y a su producto y la que él mismo mantiene con respecto a
estos otros hombres. Al convertir su propia producción en su privación
de realidad, en su castigo, y su propio producto en su pérdida, en un
producto que no le pertenece, engendra con ello la dominación de
quien no produce sobre la producción y el producto. Al enajenarse su
propia actividad, hace que el otro, el extraño, se apropie la actividad
ajena.
Hasta aquí, sólo hemos enfocado la relación desde el lado del
obrero; más tarde, la examinaremos también por el lado del no-obrero.
Como vemos, mediante el trabajo alienado, enajenado, engendra el
obrero la relación con este trabajo de un hombre ajeno a él y situado al
margen de él. La relación entre el obrero y el trabajo engendra la
relación entre el trabajo y el capitalista o, como se le suele llamar, el
patrono o dueño del trabajo. La propiedad privada es, pues, el
producto, el resultado, la consecuencia necesaria del trabajo
enajenado, de la relación externa del obrero con la naturaleza y
consigo mismo.
La propiedad privada se deriva, pues, por análisis, del concepto del
trabajo enajenado, es decir, del hombre enajenado, del trabajo
extraño, de la vida extraña, del hombre extrañado.
 
C. MARX: Manuscritos económico-filosóficos de 1844.
 
La clase poseedora y la clase del proletariado representan la
misma autoenajenación humana. Pero la primera clase se siente bien
y se afirma y confirma en esta autoenajenación, sabe que la
enajenación es su propio poder y posee en él la apariencia de una
existencia humana; la segunda, en cambio, se siente destruida en la
enajenación, ve en ella su impotencia y la realidad de una existencia
inhumana. Es, para decirlo con palabras de Hegel, en la reprobación,
la sublevación contra la reprobación, una sublevación a que se ve
empujada necesariamente por la contradicción entre su naturaleza
humana y su situación de vida, que es la negación franca y abierta,
resuelta y amplia de esta naturaleza misma.
Dentro de esta antítesis, el propietario privado es, por tanto, la
parte conservadora y el proletariado la parte destructiva. De aquél
parte la acción del mantenimiento de la antítesis, de éste la acción de
su destrucción.
 
C. MARX y F. ENGELS: La sagrada familia (1844).
FUERZAS Y MODOS DE PRODUCCIÓN 18.18

El resultado general a que llegué y que una vez obtenido sirvió de


hilo conductor a mis estudios, puede resumirse así: en la producción
social de su vida, los hombres contraen determinadas relaciones
necesarias, independientes de su voluntad, relaciones de producción
que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus
fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de
producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real
sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que
corresponden determinadas formas de conciencia social. El sistema de
producción de la vida material condiciona todo el proceso de la vida
social, política y espiritual. No es la conciencia del hombre la que
determina su existencia, sino, por el contrario, su existencia social la
que determina su conciencia. Al llegar a una determinada fase de
desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad chocan
con las condiciones de producción existentes o, lo que no es más que
la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro
de las cuales se han movido hasta allí. De formas de desarrollo de las
fuerzas productivas, estas relaciones se truecan en trabas suyas. Y se
abre así una época de revolución social. Al cambiar la base
económica, se transforma más o menos lenta, más o menos
rápidamente, toda la inmensa superestructura erigida sobre ella.
Cuando se estudian estas transformaciones, hay que distinguir
siempre entre los cambios materiales operados en las condiciones
económicas de producción y que pueden apreciarse con la exactitud
propia de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas,
religiosas, artísticas o filosóficas, ideológicas en una palabra, en que
los hombres cobran conciencia de este conflicto y lo ventilan. Y del
mismo modo que no podemos juzgar a un individuo por lo que él
piense de sí, no podemos juzgar tampoco estas épocas de
transformación por su conciencia, sino que, por el contrario, hay que
explicarse esta conciencia por las contradicciones de la vida material,
por el conflicto existente entre las fuerzas productivas sociales y las
condiciones de producción. Una formación social nunca perece antes
de que se hayan desarrollado todas las fuerzas productivas que caben
dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más altas condiciones de
producción antes de que las condiciones materiales para su existencia
hayan madurado en el seno de la sociedad antigua. Por eso la
humanidad y propone siempre únicamente los objetivos que puede
alcanzar, pues, bien miradas las cosas, vemos que estos objetivos
sólo brotan cuando ya se dan, o por lo menos se están gestando, las
condiciones materiales para su realización. A grandes rasgos
podemos designar como otras tantas épocas de progreso, en la
formación económica de la sociedad, el sistema de producción
asiático, el antiguo, el feudal y el moderno burgués. Las relaciones
burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso
social de producción; antagónica, no en el sentido de un antagonismo
individual, sino de un antagonismo que proviene de las condiciones
sociales de vida de los individuos. Pero las fuerzas productivas que se
desarrollan en el seno de la sociedad burguesa brindan, al mismo
tiempo, las condiciones materiales para la solución de este
antagonismo. Con esta formación social se cierra, por tanto, la
prehistoria de la sociedad humana.
 
C. MARX: Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía
política (1859).

LA PLUSVALÍA 18.19

Supongamos que la cantidad diaria de subsistencias que por


término medio necesita un obrero, exigen para su producción seis
horas de trabajo medio. Supongamos, además, que las seis horas de
trabajo medio están representadas por una suma de dinero igual a tres
chelines. Estos tres chelines serán el precio, la expresión monetaria
del valor de la fuerza de trabajo de un hombre en un día. Aunque
trabaje sólo seis horas diarias, producirá diariamente un valor
suficiente para comprar la cantidad media de artículos que necesita
para subsistir y conservarse como obrero.
Pero nuestro hombre es un obrero asalariado. Tiene por tanto que
vender su fuerza de trabajo al capitalista. Si la vendiera por tres
chelines diarios, o sea 18 chelines semanales, la vendería justamente
por su valor. Supongamos que se trata de un tejedor. Si trabaja seis
horas diarias, incorporará diariamente al algodón un valor de tres
chelines. El valor incorporado diariamente sería la equivalencia exacta
del salario o precio que él recibe cada día por su fuerza de trabajo.
Pero, en este caso, el capitalista no obtendría ninguna plusvalía o
sobreproducto, y es aquí donde reside la verdadera dificultad.
El capitalista, al comprar la fuerza de trabajo del obrero, y pagar
por ella su valor, adquiere como cualquier otro comprador el derecho
de consumir o utilizar la mercancía que adquiere. ¿Cómo se consume
o se usa la fuerza de trabajo de un hombre? Haciéndole trabajar; lo
mismo exactamente que se consume o utiliza una máquina haciéndola
funcionar. Por tanto, el capitalista, al comprar el valor diario o semanal
de la fuerza de trabajo del obrero, adquiere el derecho de utilizar esta
fuerza de trabajo durante todo el día o toda la semana, es decir, el
derecho de hacerle trabajar. El día y la semana tienen sus límites,
naturalmente; pero de esto hablaremos después con más
detenimiento.
Por el momento sólo quiero llamar vuestra atención sobre un punto
decisivo.
El valor de la fuerza de trabajo está determinado por la cantidad de
trabajo necesaria para su conservación o reproducción; pero el uso de
esta fuerza de trabajo no está limitado más que por el vigor físico y la
energía vital del trabajador. El valor diario o semanal de la fuerza de
trabajo es una cosa totalmente distinta de la manifestación diaria o
semanal de esta fuerza de trabajo, del mismo modo que son dos
cosas completamente distintas el pienso que necesite un caballo y el
tiempo que pueda soportar a su jinete. La cantidad de trabajo que
limita el valor de la fuerza de trabajo del obrero, no constituye en
ningún caso un límite para la cantidad de trabajo que su fuerza de
trabajo pueda rendir. Tomemos el ejemplo de nuestro hilador. Hemos
visto que para poder renovar diariamente su fuerza de trabajo tiene
que producir diariamente un valor de tres chelines, lo que consigue
trabajando seis horas diarias. Pero esto no le libra de trabajar
diariamente diez, doce o más horas. Así, pues, sobre las seis horas
que necesita trabajar para compensar su salario o el valor de su fuerza
de trabajo, nuestro hilador tendrá que trabajar seis horas más, que yo
voy a llamar horas de sobretrabajo, y este sobretrabajo se traducirá en
un sobrevalor y en un sobreproducto. Si, por ejemplo, nuestro hilador,
con un trabajo diario de seis horas, añade al algodón un valor de tres
chelines, valor que constituye la exacta equivalencia de su salario, en
las doce horas añadirá al algodón un valor de seis chelines y producirá
un excedente de hilados proporcional. Pero como ha vendido al
capitalista su fuerza de trabajo, la totalidad del valor, es decir, la
totalidad del producto por él producido pertenece al capitalista, ya que
por un cierto tiempo es el propietario de su fuerza de trabajo. Por
consiguiente, el capitalista, que adelanta tres chelines, recibe un valor
de seis; o sea, que desembolsando un valor en que están cristalizadas
seis horas de trabajo, recibe en cambio un valor en que están
cristalizadas doce horas. Si este proceso se repite a diario, el
capitalista desembolsará diariamente tres chelines y se embolsará
seis, de los cuales la mitad se volverá a emplear en pagar nuevos
salarios, y la otra mitad constituirá la plusvalía, por la cual el capitalista
no da ningún equivalente. En este género de intercambio entre capital
y trabajo es en lo que está basada la producción capitalista o el
sistema del salariado, que necesariamente da por resultado que el
obrero sea siempre obrero y el capitalista, capitalista.
Permaneciendo invariables todas las demás circunstancias, la tasa
de la plusvalía dependerá de la proporción que exista entre esa parte
de la jornada necesaria para renovar el valor de la fuerza de trabajo y
el sobretrabajo o trabajo suplementario rendido al capitalista.
Dependerá, pues, de la proporción en que la jornada exceda del
tiempo durante el cual el obrero se limite a producir con su trabajo el
valor estricto de su fuerza de trabajo. Dicho de otro modo. Dependerá
del tiempo en que la jornada exceda de las horas en que el obrero
compensa con su trabajo el salario que recibe.
 
C. MARX: Salario, precio y beneficio.

TEORÍA DE LA COMPETENCIA CAPITALISTA 18.20

La composición orgánica del capital depende en cada momento


actual de dos circunstancias: Primero, de la proporción técnica de la
fuerza de trabajo aplicada con respecto a la masa de los instrumentos
de producción empleados; segundo, del precio de esos medios de
producción. Como ya hemos visto esta composición habrá de
apreciarse porcentualmente. La composición orgánica de un capital
que conste de 4/5 de capital constante y 1/5 de capital variable, la
expresaremos con la fórmula 80 c + 20 v. Además, admitiremos para
la comparación que la cuota de plusvalía no varíe, admitiremos
cualquier cuota, por ejemplo, una de 100 %. El capital de 80 c + 20 v
arrojará, pues, una plusvalía de 20 pl, lo que con respecto al capital
total constituirá una cuota de beneficio de 20 %. La cantidad del valor
real de su producto dependerá de la cantidad de la parte fija del capital
constante, y qué cantidad de éste entra por desgaste en el producto y
cuál no. Pero como esta circunstancia es completamente indiferente
para la cuota de beneficio, y, por tanto, para la presente investigación,
admitiremos, para simplificar, que el capital constante entra siempre
por completo y por partes iguales en el producto anual de esos
capitales. Admitiremos, además, que los capitales realizan en las
distintas esferas de la producción, en proporción a la cantidad de su
parte variable, una cantidad de plusvalía que será igual todos los años.
Además prescindiremos de la diferencia que a este respecto puede
provocar la diversidad de los tiempos de rotación. Ulteriormente
trataremos de este punto.
Tomemos 5 esferas de producción distintas, cada una de ellas con
una composición orgánica distinta del capital invertido en las mismas,
al modo siguiente:
Cuota de
Valor del
Cuota de

Capitales Plusvalía
plusvalía producto beneficio
 
I. 80 c + 20 v 100 % 20 120 20 %
II. 70 c + 30 v 100 % 30 130 30 %
III. 60 c + 40 v 100 % 40 140 40 %
IV. 85 c + 15 v 100 % 15 115 15 %
V. 95 c + 5 v 100 % 5 105 5%

 
Tenemos aquí en esferas de producción distintas, y a igual grado
de explotación del trabajo, cuotas de beneficio muy distintas en
correspondencia con la distinta composición orgánica de los capitales.
La suma total de los capitales invertidos en las 5 esferas es = 500.
La suma total de la plusvalía producida por ellos es de 110; la suma
total de mercancías que han producido = 610.
Si consideramos las 500 como un solo capital, del cual I-V sólo son
partes distintas (como ocurre en una fábrica de algodón en cuyas
distintas secciones, en el taller de carda, de preparación de hilados,
taller de hilado y tejidos, se da una distinta proporción de capital
variable y constante, debiendo calcularse primero la proporción media
para toda la fábrica), tendríamos primeramente una composición
media del capital de 500 = 390 c + 110 v, o porcentualmente 78 c + 22
v. Cada uno de los capitales de 100, considerado sólo como 1/5 del
capital total tendría esta composición media de 78 c + 22 v; y asimismo
correspondería a cada 100 una plusvalía media de 22; por
consiguiente, la cuota media de beneficio sería = 22 %, y finalmente, el
precio de cada 1/5 del producto total producido por 500 sería = 122. El
producto de cada 1/5 del capital total anticipado tendría, por
consiguiente, que venderse a 122.
Para no llegar a conclusiones falsas será necesario calcular todos
los precios de coste como = 100.
Con 80 c + 20 v y cuota de plusvalía = 100 % el valor total del
capital I = 100 de mercancías producidas = 80 c + 20 v + 20 pl = 120,
si todo el capital constante entrara en el producto anual. Ahora bien;
esto, bajo ciertas circunstancias podría ocurrir en ciertas esferas de la
producción, aunque muy difícilmente en el caso en que la proporción c
: v = 4 : 1. Por tanto, en los valores de las mercancías producidas por
cada 100 de los distintos capitales, habría que considerar que tendrán
que ser distintas según la distinta composición de c en elementos fijos
y circulantes, y que los elementos fijos de los distintos capitales se
desgastan más rápida o más lentamente, es decir, que añaden en
períodos iguales cantidades distintas de valor al producto. Pero esto
es indiferente respecto a las cuotas de beneficio. El que 80 c rinda al
producto anual el valor de 80, o de 50, o de 5; el que el producto anual
sea = 80 c + 20 v + 20 pl = 120, o que sea = 50 c + 20 v + 20 pl = 90, o
igual a 5 c + 20 v + 20 pl = 45, en todos estos casos el remanente del
valor del producto sobre su precio de coste será = 20, y en todos estos
casos, al fijar las cuotas de beneficio, estas 20 se calcularán en
relación con un capital de 100; la cuota de beneficio del capital I será
en cualquier caso = 20 %. Para comprender esto más claramente
presentaremos en los cuadros siguientes, cómo de los cinco capitales
arriba mencionados entran distintas partes del capital constante en el
valor del producto.
Cuota
Cuota
Valor
Precio

Capitales Plusvalía Consumido


plusvalía beneficio mercancía coste
 
I.

80 c + 20 100% 20 20% 50 90 70
v
II.

70 c + 30 100% 30 30% 51 111 81


v
III.

60 c + 40 100% 40 40% 51 131 91


v
IV.

85 c + 15 100% 15 15% 40 70 55
v
V.

100% 5 5% 10 20 15
95 c + 5 v
390 c +
Total — 110 110% — — —
110 v
78 c + 22
Promedio — 22 22% — — —
v

 
Si de nuevo consideramos los capitales I-V como un solo capital
total, veremos que también en este caso la composición de la suma de
los cinco capitales = 500 = 390 c + 110 v, por consiguiente la
composición media = 78 c + 22 v, sigue siendo la misma; así como la
plusvalía media igual 22 %. Esta plusvalía, distribuida por partes
iguales de I-V, da los siguientes precios de mercancías.
Precio
Derivación

Valor
Precio
Cuotas

Capitales Plusvalía coste


Precio

mercancía mercancías beneficio


mercancías valor
 
I.

80 c + 20 20 90 70 92 22% +2
v
II.

70 c + 30 30 111 81 103 22% -8


v
III.

60 c + 40 40 131 91 113 22% -18


v
IV.

85 c + 15 15 40 55 77 22% +7
v
V.

5 20 15 37 22% +17
95 c + 5 v

 
Consideradas en conjunto se vendieron las mercancías en 2 + 7 +
17 = 26, por encima de su valor, y en 8 + 18 = 26 por debajo del
mismo, de manera que las oscilaciones de los precios se compensan
entre sí recíprocamente, o por una igual distribución de la plusvalía o
por la adición al precio de coste de las mercancías respectivas I-V, del
beneficio medio del 22 % del capital anticipado, en la misma
proporción en que una parte de las mercancías que se vendan por
encima de su precio esté con respecto a otra parte que se venda por
debajo de su precio. Y sólo su venta a tales precios hace posible el
que las cuotas de beneficio I-V sean igual a 22 %, sin consideración a
la distinta composición orgánica de los capitales I-V. Los precios que
se originan por sacar el promedio de las distintas cuotas de beneficio
en las distintas ramas de la producción y añadir este promedio al
precio de coste de las distintas esferas de la producción, son los
precios de la producción. Suponen la existencia de una cuota general
de beneficio, la cual a su vez supone que las cuotas de beneficio de
cada esfera de la producción considerada en sí, están ya reducidas a
otras tantas cuotas medias. Estas cuotas medias, en cada esfera de
producción pl/c como se ha hecho en la primera sección de este libro,
tienen que deducirse partiendo del valor de la mercancía. Sin esta
deducción, la cuota general de beneficio (y, también, por lo tanto, el
precio de producción de la mercancía) no será más que una
representación incomprensible y sin sentido alguno. El precio de
producción de la mercancía será, pues, igual al precio de coste más la
cuota general de beneficio correspondiente, o igual al precio de coste
más el beneficio medio.
A consecuencia de la diversa composición de los distintos capitales
invertidos en las distintas ramas de la producción, y a consecuencia,
por consiguiente, de la circunstancia que según el distinto porcentaje
de la parte variable de un capital total de cantidad determinada,
capitales de igual cantidad pondrán en movimiento muy distintas
cantidades de trabajo, se apropiarán también de muy distintas
cantidades de supertrabajo o producirán también muy distintas masas
de plusvalía. En consecuencia, las distintas cuotas de beneficio que
imperan en las diferentes ramas de la producción son originariamente
muy distintas. Estas distintas cuotas de beneficio se reducirán, por
medio de la concurrencia, a una cuota general de beneficio que será el
promedio de todas esas cuotas de beneficio distintas. El beneficio que,
correspondiendo a esa cuota general de beneficio, se atribuye a un
capital de una cantidad determinada, sea cual fuere su composición
orgánica, es a lo que se llama beneficio medio. El precio de una
mercancía, que es igual a su precio de coste más la parte, en
proporción a sus condiciones de rotación, del beneficio medio anual
que corresponda al capital empleado en su producción (no sólo al
consumido en ella), es su precio de producción. Tomemos, por
ejemplo, un capital de 500, del cual 100 será capital fijo, con un 10 %
de desgaste y con un período de rotación del capital circulante de 400.
Supongamos que el beneficio medio durante ese período de rotación
sea de 10 %. Luego el precio de coste del producto elaborado durante
esa rotación será: 10 % por desgaste más 400 (c + v) de capital
circulante = 410, y su precio de producción: 410 precio de coste más
(10 % beneficio de 500) 50 = 460.
Aunque los capitalistas de las distintas esferas de la producción
retiren al vender sus mercancías los capitales consumidos en la
producción de las mismas, no obtendrán la plusvalía, ni, por lo tanto, el
beneficio producido en aquella esfera peculiar suya de la producción
de dichas mercancías, sino sólo tanta plusvalía, y, por consiguiente,
tanto beneficio, como beneficio total produzca el capital total de la
sociedad, comprendidas todas las esferas de la producción, en un
determinado período de tiempo, que corresponderá en distribución
igual a cada parte alícuota del capital total. Cada capital anticipado,
sea cual fuere su composición, obtendrá, porcentualmente, en cada
año o cualquier otro período de tiempo, el beneficio que por ese
período de tiempo corresponda a 100 de tanta o cuanta parte del
capital total. Los distintos capitales están aquí, con respecto al
beneficio, en la misma relación que los accionistas con respecto a la
sociedad por acciones, cuya participación en el beneficio se
distribuyen en partes iguales porcentualmente, y que por tanto sólo
serán diferentes para los distintos capitalistas, atendiendo a la
cantidad de capital invertido por cada uno de ellos en la empresa total,
a su participación proporcional en la empresa colectiva y al número de
acciones que posean. Mientras, que, por tanto, la parte de ese precio
de las mercancías, que repone la parte de valor del capital consumido
en la producción de las mercancías, con el cual tienen, pues, que
volverse a comprar esos valores de capital consumidos; mientras que
esa parte del precio de coste se rige por completo según el gasto
dentro de la esfera de la producción respectiva, el otro elemento del
precio de la mercancía, el beneficio añadido a ese precio de coste, se
rige no por la masa del beneficio producido por ese determinado
capital en esa rama determinada de la producción dentro de un
determinado tiempo, sino por la masa del beneficio que corresponde
en promedio a cada capital empleado, considerado como parte
alícuota del capital social total, dentro de un determinado periodo.
Si un capitalista, por consiguiente, vende su mercancía a su precio
de producción, retirará el dinero en la misma proporción de la cantidad
de valor del capital que consumió en la producción y obtendrá un
beneficio en proporción a su capital anticipado como mera parte
alícuota del capital social total. Sus precios de coste serán específicos.
La adición del beneficio a este precio de coste será independiente de
su esfera especial de producción, será simple promedio por 100 del
capital anticipado.
 
C. MARX: El Capital, lib. III c. 9 (1867-94).
LA ACUMULACIÓN CAPITALISTA 18.21

Dadas las bases generales del sistema capitalista, en el curso de la


acumulación llega siempre un momento en que el desarrollo de la
productividad del trabajo social es la más poderosa palanca de la
acumulación. “La misma causa —dice A. Smith— que eleva los
salarios, esto es, el aumento del capital, impulsa a la elevación de las
capacidades productivas del trabajo y pone a una cantidad menor de
trabajo en situación de engendrar una cantidad mayor de productos”.
Prescindiendo de las condiciones naturales, como la fertilidad del
suelo, etc., y de la habilidad de los productores independientes que
trabajan aislados, la cual se manifiesta más en la buena calidad que
en la cantidad de la obra, el grado de la productividad social del trabajo
se expresa en la magnitud relativa de los medios de la producción que
un obrero transforma en producto en un tiempo dado, con la misma
tensión de su fuerza de trabajo. La masa de los medios de producción
con que él funciona, crece junto con la productividad de su trabajo. Los
medios de producción desempeñan en esto un papel doble. El
aumento de los unos es consecuencia, el de los otros causa, de la
creciente productividad del trabajo. Por ejemplo: con la división
manufacturera del trabajo y el empleo de la maquinaria se elabora más
materia prima en el mismo tiempo, y entran, por tanto, mayores
cantidades de materias prima y materias auxiliares en el proceso de
trabajo. La cantidad de maquinaria, animales de trabajo, abono
mineral, tubos de drenaje, etc., empleados, es, de otra parte, una
condición de la creciente productividad del trabajo. También lo es la
cantidad de los medios de producción concentrados en edificios,
grandes hornos, medios de transporte, etc. Pero sea condición o
consecuencia, la creciente magnitud de los medios de producción, en
comparación con la fuerza de trabajo que se les incorpora, expresa la
creciente productividad del trabajo. El aumento de éste aparece, pues,
en la disminución de la masa de trabajo proporcionalmente a la masa
de medios de producción movida por ella, o en la disminución de
magnitud del factor subjetivo del proceso de trabajo, comparado con
sus factores objetivos.
Esta modificación de la composición técnica del capital, el
crecimiento de la masa de los medios de producción comparado con la
masa de la fuerza de trabajo que los vivifica, se refleja en su
composición de valor, en el aumento de la parte constante del valor-
capital a costa de su parte variable. Al principio se coloca, por ejemplo,
el 50 % de un capital en medios de producción y el 50 % en fuerza de
trabajo, y más tarde con el desarrollo del grado de productividad del
trabajo, el 80 % en medios de producción y el 20 % en fuerza de
trabajo, y así sucesivamente. Esta ley del crecimiento ascendente de
la parte constante del capital en proporción a la variable es atestiguada
a cada paso (como ya lo he explicado) por el análisis comparativo de
los precios de las mercancías, sea que comparemos diversas épocas
económicas ele una misma nación, o diversas naciones de una misma
época. La magnitud relativa del elemento del precio que sólo
representa el valor de los medios de producción gastados o la parte
constante del capital, será directamente proporcional al progreso de la
acumulación, y la magnitud relativa del otro elemento del precio, del
que paga el trabajo o la parte variable del capital, será en general
inversamente proporcional a ese mismo progreso. (…)
La continua transformación de plusvalía en capital se presenta
como magnitud creciente del capital que entra en el proceso de
producción. Esa creciente magnitud es a su vez la base de una mayor
escala de la producción, de los métodos para elevar la fuerza
productiva del trabajo, que la acompañan, y la producción acelerada
de la plusvalía. Si, pues, cierto grado de acumulación de capital parece
como condición del modo específico de la producción capitalista, esta
última determina a su vez una acumulación acelerada del capital. Con
la acumulación del capital, desarróllase, pues, el modo específico de la
producción capitalista, y con el modo específico de la producción
capitalista, la acumulación del capital. Estos dos factores económicos
engendran, según la proporción compuesta del impulso que
recíprocamente se imprimen, el cambio de la composición técnica del
capital, en virtud del cual la porción variable se hace cada vez más
pequeña, comparada con la constante. (…)
La centralización completa la obra de la acumulación, poniendo a
los capitalistas industriales en situación de extender la escala de sus
operaciones. Que este último resultado sea la consecuencia de la
acumulación o de la centralización; que la centralización se haga por la
vía violenta de la anexión —en que ciertos capitales se hacen centros
de atracción tan irresistibles respecto de otros, que rompen la
cohesión individual de éstos y atraen después a sí los fragmentos
separados—, o que se verifique la fusión de muchos capitales ya
formados o en formación mediante el procedimiento más tranquilo de
la formación de sociedades por acciones, el efecto económico es
siempre el mismo. La extensión mayor de los establecimientos
industriales constituye en todas partes el punto de partida de una
organización más amplia del trabajo total de muchos, de un desarrollo
mayor de sus fuerzas impulsivas materiales, es decir, de la
transformación progresiva de procesos de producción socialmente
combinados y científicamente dispuestos.
Pero es claro que la acumulación, el paulatino aumento del capital
por medio de la reproducción que pasa de la forma circular a la espiral,
es un procedimiento muy lento, comparado con la centralización, que
no necesita más que variar la agrupación cuantitativa de las partes
integrantes del capital social. El mundo estaría aún sin ferrocarriles si
hubiera necesitado esperar que la acumulación acreciera bastante
algunos capitales particulares para la construcción de un ferrocarril. La
centralización, por el contrario, los ha realizado en un instante por
medio de las sociedades por acciones. Y al aumentar y acelerar así los
efectos de la acumulación, la centralización ensancha y acelera al
propio tiempo las revoluciones en la composición técnica del capital,
que aumentan su parte constante a costa de su parte variable, y
reducen así la demanda relativa de trabajo.
Las masas de capital soldadas de un día para otro por la
centralización se reproducen y acrecen como las otras, pero con más
rapidez, y se hacen así nuevas y poderosas palancas de la
acumulación social. Cuando se habla, pues, del progreso de la
acumulación social, se comprende —hoy día— tácitamente en él los
efectos de la centralización. Los capitales adicionales formados en el
curso de la acumulación normal sirven principalmente como vehículos
de la explotación de nuevas invenciones y descubrimientos, de los
perfeccionamientos industriales en general. Pero con el tiempo llega
también el antiguo capital al momento de su renovación de pies a
cabeza, cuando se envuelve y al propio tiempo renace en la forma
técnica perfeccionada en que basta una menor cantidad de trabajo
para poner en movimiento una masa mayor de maquinarias y materias
primas. La disminución absoluta de la demanda de trabajo que
necesariamente se sigue es, por supuesto, tanto mayor cuanto más
amontonados en masas están ya, en virtud del movimiento
centralizador, los capitales que pasan por ese proceso de renovación.
De modo que, por una parte, el capital adicional formado en el
curso de la acumulación atrae, proporcionalmente a su magnitud, cada
vez menos obreros. Y, por la otra, el antiguo capital, periódicamente
reproducido con una nueva composición, repele cada vez más obreros
de los que ocupaba antes.
Producción progresiva de un exceso relativo de población o ejército
industrial de reserva.
La acumulación del capital, que al principio aparece simplemente
como su dilatación cuantitativa, se basa, como hemos visto, en el
continuo cambio cualitativo de su composición, en el continuo aumento
de su parte constante a costa de su parte variable.
El modo especial de la producción capitalista, el desarrollo de la
fuerza productiva del trabajo que a ella corresponde, el cambio así
originado en la composición orgánica del capital, no se mantienen
solamente a la par del progreso de la acumulación o del crecimiento
de la riqueza social. Marchan mucho más ligeros, porque la
acumulación simple o el ensanche absoluto del capital total es
acompañado por la centralización de sus elementos individuales, y la
revolución técnica del capital adicional por la revolución técnica del
capital primitivo. En el curso de la acumulación transfórmase, pues, la
proporción de la parte constante del capital a la variable, que si
originariamente era como 1:1, pasa a ser como 2:1, 3:1, 4:1, 5:1, 7:1, y
así sucesivamente; de modo que al crecer el capital, la parte de su
valor total que se invierte en fuerza de trabajo es progresivamente, en
lugar de 1/2, sólo 1/3, 1/4, 1/5,1/6, 1/8, etc., y, por el contrario, la que
se invierte en medios de producción 2/3, 3/4, 4/5, 5/6, 7/8, etc. Como
la demanda de trabajo no es determinada por el monto del capital total,
sino por el de su porción variable, baja, pues, progresivamente al
crecer el capital total, en lugar de crecer proporcionalmente a éste,
como hemos supuesto antes. Baja relativamente a la magnitud del
capital total y en progresión acelerada con el crecimiento de esta
magnitud. Es cierto que al crecer el capital total crece también su
porción variable o la fuerza de trabajo incorporada a él, pero en
proporción constantemente decreciente. Acórtanse los intervalos en
que la acumulación obra como simple ensanche de la producción
sobre una base técnica dada. No sólo es necesaria una acumulación
del capital total, acelerada en progresión creciente para absorber un
número dado de trabajadores adicionales, o una, debido a la continua
metamorfosis del antiguo capital, para ocupar a los que ya funcionan.
Estas acumulaciones y centralización crecientes son a su vez una
fuente de nuevos cambios en la composición del capital o de la nueva
disminución acelerada de su porción variable comparada con la
constante. Esta disminución relativa de la porción variable del capital,
que se acelera al crecer el capital total, y más rápidamente que el
crecimiento de éste, aparece, a la inversa, como un crecimiento
absoluto de la población obrera, cada vez más rápido con relación al
crecimiento del capital variable o de sus medios de ocupación. La
acumulación capitalista produce constantemente, en proporción a su
energía y extensión, un exceso relativo de población obrera, es decir,
población excedente o superflua para las necesidades medias de
valorización del capital. (…)
Al producir, pues, la acumulación del capital, la población obrera
produce también en escala creciente los medios de hacerla superflua a
ella misma. Esta es una ley de la población propia del modo capitalista
de producción, que, como todo modo especial de producción, tiene sus
leyes de población especiales, que rigen en la historia. Sólo para las
plantas y los animales hay una ley abstracta de la población, en tanto
que el hombre no interviene históricamente.
 
C. MARX: El Capital (1867-94).

«LEY DE LA MISERIA CRECIENTE» 18.22

Cuanto mayores son la riqueza social, el capital funcionante, el


monto y la energía de su crecimiento, y, por tanto, también la magnitud
absoluta del proletariado y la fuerza productiva de su trabajo, tanto
mayor es el ejército industrial de reserva. La fuerza de trabajo
disponible es desarrollada por las mismas causas que la fuerza
expansiva del capital. La magnitud proporcional del ejército industrial
de reserva crece, pues, junto con las potencias de la riqueza. Pero
cuanto mayor es este ejército de reserva con relación al ejército obrero
activo, tanto mayor es el exceso permanente de la población, cuya
miseria es inversamente proporcional a su tormento del trabajo. En fin,
cuanto mayores son la capa de los Lázaros de la clase obrera y el
ejército industrial de reserva, tanto mayor es el pauperismo oficial.
Esta es la ley absoluta y general de la acumulación capitalista. Como
toda otra ley, ésta es modificada en su realización por circunstancias
múltiples, cuyo análisis no corresponde hacer aquí.
Se comprende la necedad de la sabiduría económica cuando
predica a los obreros que adapten su número a las necesidades de
valorización. La primera palabra de esta adaptación es la creación de
un exceso relativo de población o ejército industrial de reserva; la
última la miseria de capas siempre crecientes del ejército obrero activo
y el peso muerto del pauperismo.
La ley según la cual gracias al progreso de la productividad del
trabajo social una masa siempre creciente de medios de producción
puede ser puesta en movimiento con un gasto progresivamente
decreciente de fuerza humana; esta ley toma, sobre la base capitalista,
en que los obreros no emplean los medios de trabajo, sino los medios
de trabajo a los obreros, la forma siguiente: cuanto más alta es la
fuerza productiva del trabajo tanto mayor es la presión de los obreros
sobre sus medios de ocupación, y, por tanto, tanto más precaria su
condición de existencia: la venta de su propia fuerza para aumentar la
riqueza ajena o para la valorización propia del capital. Un crecimiento
de los medios de producción y de la productividad del trabajo más
rápido que el de la población productiva se expresa, pues, en el
terreno capitalista, a la inversa, en que la población obrera crece
siempre más rápidamente que la necesidad de valorización del capital.
Al analizar la producción de la plusvalía relativa en la sección
cuarta, vimos que, dentro del sistema capitalista, todos los métodos
para elevar la fuerza productiva social del trabajo se realizan a costa
del trabajador individual; todos os medios de desarrollo de la
producción se invierten en medios de dominar y explotar al productor,
mutilan al obrero hasta reducirlo a una porción de hombre, lo rebajan a
apéndice de la máquina, quitan todo interés a su atormentador trabajo,
alejan del trabajador las fuerzas intelectuales del proceso del trabajo a
medida que incorporan la ciencia a éste como potencia independiente;
afean las condiciones en que trabaja, lo someten durante el proceso
de trabajo al despotismo más odiosamente minucioso, transforman su
tiempo de vida en tiempo de trabajo, arrojan a su mujer y sus hijos
bajo las ruedas del Juggernaut del capital. Pero todos los métodos de
producción de la plusvalía son al propio tiempo métodos de la
acumulación, y todo ensanche de la acumulación es, a su vez, un
medio de desarrollo de aquellos métodos. Se sigue, pues, que a
medida que el capital se acumula, tiene que empeorarse la situación
del obrero, cualquiera que sea su paga elevada o baja. En fin, la ley
que mantiene siempre en equilibrio el exceso relativo de población, o
el ejército industrial de reserva, con el monto y la energía de la
acumulación remacha al trabajador al capital más sólidamente que
sujetan a Prometeo a las rocas las cuñas de Vulcano. Esa ley implica
una acumulación de miseria correspondiente a la acumulación de
capital. La acumulación de riqueza en uno de los polos, es, pues, al
propio tiempo, acumulación de miseria, trabajo abrumador, esclavitud,
ignorancia, brutalidad y degradación moral en el polo opuesto, es
decir, al lado de la clase que produce como capital su propio producto.
 
C. MARX: El Capital (1867-94).

LAS CRISIS CAPITALISTAS 18.23

He aquí, pues, lo que nosotros hemos visto: los medios de


producción y de cambio, sobre cuya base se ha formado la burguesía,
fueron creados en las entrañas de la sociedad feudal. A un cierto
grado de desenvolvimiento de los medios de producción y de cambio,
las condiciones en que la sociedad feudal producía y cambiaba, toda
la organización feudal de la industria y de la manufactura, en una
palabra, las relaciones feudales de propiedad cesaron de corresponder
a las Fuerzas productivas ya desarrolladas. Dificultaban la producción
en lugar de acelerarla. Se transformaron en otras tantas cadenas. Era
preciso romper esas cadenas, y se rompieron.
En su lugar se estableció la libre concurrencia, con una constitución
social y política correspondiente, con la dominación económica y
política de la clase burguesa.
A nuestra vista se produce un movimiento análogo. Las
condiciones burguesas de producción y de cambio, el régimen burgués
de la propiedad, toda esta sociedad burguesa moderna que ha hecho
surgir potentes medios de producción y de cambio, semeja al mago
que no sabe dominar las potencias infernales que ha evocado.
Después de algunas décadas, la historia de la industria y del comercio
no es sino la historia de la rebelión de las fuerzas productivas contra
las relaciones de propiedad que condicionan la existencia de la
burguesía y su dominación. Basta mencionar las crisis comerciales,
que por su retorno periódico ponen en entredicho la existencia de la
sociedad burguesa. Cada crisis destruye, regularmente, no sólo una
masa de productos ya creados, sino, todavía más, una parte de las
mismas fuerzas productivas. Una epidemia que en cualquier otra
época hubiera parecido una paradoja, se extiende sobre la sociedad:
la epidemia de la sobreproducción. La sociedad se encuentra
súbitamente rechazada a un estado de barbarie momentáneo; diríase
que un hambre, una guerra de exterminio la priva de todos sus medios
de subsistencia, la industria y el comercio parecen aniquilados. ¿Y por
qué? Porque la sociedad tiene demasiada civilización, demasiados
medios de subsistencia, demasiada industria, demasiado comercio.
Las fuerzas productivas de que dispone no favorecen ya el desarrollo
de la propiedad burguesa; al contrario, han resultado tan poderosas
que constituyen de hecho un obstáculo, y cada vez que las fuerzas
productivas sociales salvan este obstáculo precipitan en el desorden a
la sociedad entera y amenazan la existencia de la propiedad burguesa.
El sistema burgués resulta demasiado estrecho para contener las
riquezas creadas en su seno. ¿Cómo remonta esta crisis la
burguesía? De una parte, por la destrucción violenta de una masa de
fuerzas productivas, de otra, por la conquista de nuevos mercados y la
explotación más intensa de los antiguos. ¿A qué conduce esto? A
preparar crisis más generales y más formidables y a disminuir los
medios de prevenirlas.
 
C. MARX y F. ENGELS: Manifiesto comunista (1848).
 
Hemos visto que la capacidad de perfeccionamiento de la
maquinaria moderna, llevada a su límite máximo, se convierte, merced
a la anarquía de la producción dentro de la sociedad, en un precepto
imperativo que obliga a los capitalistas industriales, uno por uno, a
mejorar incesantemente su maquinaria, a aumentar incesantemente su
fuerza de producción. Igualmente obligatoria se vuelve para ellos la
simple posibilidad efectiva de dilatar el volumen de su producción. La
enorme fuerza de expansión de la gran industria, a cuyo lado la de los
gases es un juego de chicos, se revela hoy ante nuestros ojos como
una necesidad cualitativa y cuantitativa de expansión, que se burla de
cuantos obstáculos encuentra a su paso. Estos obstáculos son los que
le oponen el consumo, la salida, los mercados que necesitan los
productos de la gran industria. Pero la capacidad extensiva e intensiva
de expansión de los mercados, obedece, por su parte, a leyes muy
distintas y que actúan de un modo mucho menos enérgico. La
expansión de los mercados no puede desarrollarse al mismo ritmo que
la de la producción. La colisión se hace inevitable, y como no puede
producir ninguna solución mientras no haga saltar el propio régimen
capitalista de producción, esa colisión se hace periódica. La
producción capitalista engendra un nuevo “círculo vicioso”.
En efecto, desde 1825, año en que estalla la primera crisis general,
no pasan diez años sin que todo el mundo industrial y comercial, la
producción y el intercambio de todos los pueblos civilizados y de su
séquito de países más o menos bárbaros, se salgan de quicio. El
comercio se paraliza, los mercados están sobresaturados de
mercancías, los productos se estancan en los almacenes abarrotados
sin encontrar salida, el dinero contante se hace invisible, el crédito
desaparece, las fábricas se paralizan, las masas obreras carecen de
medios de vida precisamente por haberlos producido con exceso, las
bancarrotas y las ejecuciones se suceden unas a otras. La
paralización dura años enteros, las fuerzas productivas y los productos
se dilapidan y destruyen en masa, hasta que, por fin, las masas de
mercancías acumuladas, más o menos depreciadas, encuentran
salida, y la producción y el intercambio van reanimándose poco a
poco. Paulatinamente, la marcha se acelera, el paso de andadura se
convierte en trote, el trote industrial, en galope, y por último, en carrera
desenfrenada, en una steeple chase en el campo industrial, comercial,
del crédito y especulativo, para terminar finalmente, después de los
saltos más vertiginosos, en la fosa de un crack. Y así, una y otra vez.
Desde el año 1825 se ha venido repitiendo cinco veces la misma
historia, y en estos momentos estamos viviéndola por sexta vez. Y el
carácter de estas crisis es tan nítido y tan manifiesto que Fourier las
abarcaba todas cuando describía la primera, diciendo que era una
crise pléthorique, una crisis nacida de la superabundancia.
En las crisis estalla en explosiones violentas la contradicción entre
la producción social y la apropiación capitalista. La circulación de
mercancías queda, por el momento, paralizada; el medio de
circulación, el dinero, se convierte en un obstáculo para la circulación;
todas las leyes de la producción y circulación de mercancías se
vuelven del revés. La colisión económica alcanza su punto de apogeo:
el modo de producción se rebela contra el modo de intercambio, las
fuerzas productivas se rebelan contra él modo de producción que las
ha engendrado.
El hecho de que la organización social de la producción dentro de
las fábricas se haya desarrollado hasta llegar a un punto en que se ha
hecho incompatible con la anarquía —coexistente con la organización
social y por encima de ella— de la producción en la sociedad, es un
hecho que se les revela tangiblemente a los propios capitalistas, por la
concentración violenta de los capitales, producida durante las crisis a
costa de la ruina de muchos grandes y, sobre todo, pequeños
capitalistas. Todo el mecanismo del modo capitalista de producción
falla bajo la presión de las fuerzas productivas que él mismo engendró.
Ya no acierta a transformar en capital toda la masa de medios de
producción que permanecen inactivos, y por esto precisamente debe
permanecer también inactivo el ejército industrial de reserva. Medios
de producción, medios de vida, obreros disponibles: todos los
elementos de la producción y de la riqueza general existen con
exceso. Pero “la superabundancia se convierte en fuente de miseria y
de penuria” (Fourier), ya que es ella, precisamente, la que impide la
transformación de los medios de producción y de vida en capital. Y en
la sociedad capitalista los medios de producción no pueden ponerse
en movimiento más que convirtiéndose previamente en capital, en
medio de explotación de la fuerza humana de trabajo. Esta
imprescindible calidad de capital de los medios de producción y de
vida se alza como un espectro entre ellos y la clase trabajadora. Ella
sola es la que impide que se engranen la palanca material y la palanca
personal de la producción; ella es la que no permite a los medios de
producción funcionar y a los obreros trabajar y vivir. De una parte, el
régimen capitalista de producción revela, pues, su propia incapacidad
para seguir rigiendo estas fuerzas productivas. De otra parte, estas
fuerzas productivas acucian con intensidad cada vez mayor a que se
liquide la contradicción, a que se las redima de su condición de capital,
a que se reconozca efectivamente su carácter de fuerzas productivas
sociales.
 
F. ENGELS: Anti-Dühring (1877).

LA LUCHA DE CLASES 18.24

La historia de toda sociedad hasta nuestros días no ha sido sino la


historia de las luchas de clases.
Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, nobles y siervos,
maestros artesanos y jornaleros, en una palabra, opresores y
oprimidos, en lucha constante, mantuvieron una guerra ininterrumpida,
ya abierta, ya disimulada; una guerra que, terminó siempre, bien por
una transformación revolucionaria de la sociedad, bien por la
destrucción de las dos clases antagónicas.
En las primeras épocas históricas encontramos por todas partes
una división jerárquica de la sociedad, una escala gradual de
condiciones sociales. En la antigua Roma hallamos patricios,
caballeros, plebeyos y esclavos; en la Edad Media, señores feudales,
vasallos, maestros, compañeros y siervos, y en cada una de estas
clases gradaciones particulares.
La sociedad burguesa moderna, levantada sobre las ruinas de la
sociedad feudal, no ha abolido los antagonismos de clases. No ha
hecho sino sustituir con nuevas clases a las antiguas, con nuevas
condiciones de opresión, con nuevas formas de lucha.
Sin embargo, el carácter distintivo de nuestra época, de la época
de la burguesía, es haber simplificado los antagonismos de clases. La
sociedad se divide cada vez más en dos grandes campos opuestos,
en dos clases directamente enemigas: la burguesía y el proletariado.
De los siervos de la Edad Media nacieron los habitantes de las
primeras ciudades; de esta población municipal salieron los elementos
constitutivos de la burguesía.
El descubrimiento de América y la circunnavegación del África
ofrecieron a la burguesía naciente un nuevo campo de actividad. Los
mercados de la India y de la China, la colonización de América, el
mercado colonial, la multiplicación de los medios de cambio y de
mercancías, imprimieron un impulso hasta entonces desconocido al
comercio, a la navegación, a la industria, y aseguraron, en
consecuencia, un desarrollo rápido al elemento revolucionario en la
sociedad feudal en decadencia.
La antigua manera de producir, rodeada de privilegios feudales, no
podía satisfacer las necesidades crecientes con la apertura de nuevos
mercados. Fue reemplazada por la manufactura. La pequeña
burguesía industrial suplantó a los gremios; la división del trabajo entre
las diferentes corporaciones desapareció ante la división del trabajo en
el seno del mismo taller.
Pero los mercados se engrandecían sin cesar; la demanda crecía
siempre. También la manufactura resultó insuficiente. La máquina y el
vapor revolucionaron la producción industrial. La gran industria
moderna suplantó a la manufacturera; la pequeña burguesía
manufacturera cedió su puesto a los industriales millonarios —jefes de
ejércitos completos de trabajadores—, a los burgueses modernos.
La gran industria ha creado el mercado universal, preparado por el
descubrimiento de América. El mercado mundial aceleró
prodigiosamente el desarrollo del comercio, de la navegación, de todos
los medios de comunicación. Este desarrollo reaccionó a su vez sobre
la marcha de la industria, y a medida que la industria, el comercio, la
navegación, los ferrocarriles, se desenvolvían, la burguesía se
engrandecía, multiplicando sus capitales y relegando a segundo
término las clases transmitidas por la Edad Media.
 
C. MARX y F. ENGELS: Manifiesto comunista (1848).

LA REVOLUCIÓN COMUNISTA 18.25

De todas las clases que a la hora presente se encuentran


enfrentadas con la burguesía, sólo el proletariado es una clase
verdaderamente revolucionaria. Las otras clases decaen y perecen
con la gran industria; el proletariado, al contrario, es su producto más
característico.
Las clases medias —pequeños fabricantes, tenderos, artesanos,
campesinos— combaten a la burguesía porque es una amenaza para
su existencia como clases medias. No son, pues, revolucionarias, sino
conservadoras; en todo caso son reaccionarias: piden que la Historia
retroceda. Si se agitan revolucionariamente es por temor a caer en el
proletariado; defienden entonces sus intereses futuros y no sus
intereses actuales; abandonan su propio punto de vista para colocarse
en el del proletariado.
La plebe de las grandes ciudades, esa podredumbre pasiva, esa
hez de los más bajos fondos de la vieja sociedad, puede encontrarse
arrastrada al movimiento por una revolución proletaria; sin embargo,
sus condiciones de vida la predisponen más bien a venderse a la
reacción.
Las condiciones de existencia de la vieja sociedad están ya
abolidas en las condiciones de existencia del proletariado. El
proletariado está sin propiedad; sus relaciones de familia no tienen
nada de común con las de la familia burguesa; el trabajo industrial
moderno, que implica la servidumbre del obrero al capital, lo mismo en
Inglaterra que en Francia, en América como en Alemania, despoja al
proletariado de todo carácter nacional. Las leyes, la moral, la religión
son para él meros prejuicios burgueses, tras de los cuales se ocultan
otros tantos intereses burgueses.
Todas las clases que en el pasado se adueñaron del poder
ensayaron consolidar su adquirida situación sometiendo la sociedad a
su propio modo de apropiación. Los proletarios no pueden apoderarse
de las fuerzas productivas sociales sino aboliendo el modo de
apropiación que les atañe particularmente, y por consecuencia, todo
modo de apropiación en vigor hasta nuestros días. Los proletarios
tienen que destruir toda garantía privada, toda seguridad privada
existente.
Todos los movimientos históricos han sido hasta ahora realizados
por minorías o en provecho de minorías. El movimiento proletario es el
movimiento espontáneo de la inmensa mayoría en provecho de la
inmensa mayoría. El proletariado, capa inferior de la sociedad actual,
no puede sublevarse, enderezarse, sin hacer saltar todas las capas
superpuestas que constituyen la sociedad oficial.
La lucha del proletariado contra la burguesía, aunque en el fondo
no sea una lucha nacional, adquiere, sin embargo, al principio, tal
forma. Naturalmente, el proletariado de cada país debe acabar antes
de nada con su propia burguesía.
 
C. MARX y F. ENGELS: Manifiesto comunista (1848).
LA INTERNACIONAL 18.26

Considerando:
Que la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los
trabajadores mismos; que los esfuerzos de los trabajadores para
conquistar su emancipación no deben tender a constituir nuevos
privilegios, sino a establecer para todos los mismos derechos y los
mismos deberes y destruir toda dominación de clases;
Que la supeditación del trabajador al capital es la fuente de toda
servidumbre: política, moral y material;
Que, por esta razón, la emancipación económica de los
trabajadores es el gran fin a que debe estar subordinado todo
movimiento político;
Que todos los esfuerzos hechos hasta ahora se han frustrado por
falta de solidaridad entre los obreros de las diversas profesiones en
cada país y de una unión fraternal entre los trabajadores de los
diversos países;
Que la emancipación de los trabajadores no es un problema local o
nacional; que, por el contrario, este problema interesa a todas las
naciones civilizadas, y su solución estará necesariamente subordinada
a sus concursos teóricos y prácticos;
Que el movimiento desarrollado entre los obreros de los países
más industriosos de Europa ha hecho nacer nuevas esperanzas,
anuncia solemnemente que no debe caerse en los viejos errores y
aconseja la combinación de todos los esfuerzos ahora aislados;
Por estas razones:
El Congreso de la Asociación Internacional de los Trabajadores
celebrado en Ginebra el 3 de septiembre de 1866 declara que esta
Asociación, así como todas las sociedades o individuos o adheridos,
reconoce como deber de su base de conducta hacia todos los
hombres: la verdad, la justicia, la moral, sin distinción de color o de
nacionalidad.
El Congreso considera como un deber reclamar no solamente para
los miembros de la Asociación los derechos del hombre y del
ciudadano, sino para cualquiera que cumpla sus deberes, ni deberes
sin derechos, ni derechos sin deberes.
 
Preámbulo a los Estatutos de la I Internacional (1864-6).
LA DICTADURA DEL PROLETARIADO 18.27

Como hemos visto más arriba, la primera etapa de la revolución


obrera es la constitución del proletariado en clase dominante, la
conquista de la democracia.
El proletariado se servirá de su supremacía política para arrancar
poco a poco todo el capital a la burguesía, para centralizar todos los
instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, del
proletariado organizado en clase dominante, y para aumentar
rápidamente la cantidad de fuerzas productivas.
Esto, naturalmente, no podrá cumplirse al principio sino por una
violación despótica del derecho de propiedad y de las relaciones
burguesas de producción, es decir, por la adopción de medidas que
desde el punto de vista económico parecerán insuficientes e
insostenibles, pero que en el curso del movimiento irán más allá ellas
mismas y serán indispensables como medio para trastornar todo el
sistema de producción.
Estas medidas, entiéndase bien, serán muy diferentes en los
diversos países.
Sin embargo, para los países más avanzados las medidas
siguientes podrán ser puestas en práctica:
1.º Expropiación de la propiedad territorial y aplicación de la renta a
los gastos del Estado.
2.º Impuesto fuertemente progresivo.
3.º Abolición de la herencia.
4.º Confiscación de la propiedad de los emigrados y rebeldes.
5.º Centralización del crédito en manos del Estado por medio de un
Banco Nacional en que el capital pertenecerá a] Estado y gozará de un
monopolio exclusivo.
6.º Centralización en manos del Estado de todos los medios de
transporte.
7.º Multiplicación de las manufacturas nacionales y de los
instrumentos de producción, roturación de los terrenos incultos y
mejoramiento de las tierras cultivadas según un sistema general.
8.º Trabajo obligatorio para todos; organización de ejércitos
industriales, particularmente para la agricultura.
9.º Combinación del trabajo agrícola y del trabajo industrial;
medidas encaminadas a hacer desaparecer gradualmente la distinción
entre la ciudad y el campo, y
10. Educación pública y gratuita de todos los niños; abolición del
trabajo de éstos en las fábricas tal como se practica hoy; combinación
de la educación con la producción material, etc.
Una vez desaparecidos los antagonismos de clases en el curso de
su desenvolvimiento, y estando concentrada toda la producción en
manos de los individuos asociados, entonces perderá el poder público
su carácter político. El poder político, hablando propiamente, es el
poder organizado de una clase para la opresión de las otras. Si el
proletariado, en su lucha contra la burguesía, se constituye
fuertemente en clase; si se erige por una revolución en clase
dominante y como clase dominante destruye al mismo tiempo que
estas relaciones de producción las condiciones de existencia del
antagonismo de las clases, destruye las clases en general y, por tanto,
su propia dominación como clase.
En sustitución de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y
sus antagonismos de clases, surgirá una asociación en que el libre
desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre
desenvolvimiento de todos.
 
C. MARX y F. ENGELS: Manifiesto comunista (1848).

LA SOCIEDAD COMUNISTA 18.28

A medida que la producción capitalista transforma cada día más la


gran masa de la población de proletarios, crea el ejército que debe
perecer miserablemente o efectuar esa revolución; a medida que hace
forzosa la conversión de los grandes medios de producción
socializados en propiedad del Estado, indica el camino para la
consecución de esa revolución. El proletariado, después de
apoderarse de la fuerza pública, transforma los medios de producción
en propiedad del Estado; mas por este hecho él mismo destruye su
carácter de proletariado, así como toda distinción y antagonismo de
clase, y, por consecuencia, destruye el Estado como Estado. Las
sociedades que hasta aquí se habían movido dentro del antagonismo
de clases necesitaban del Estado, es decir, de una organización de la
clase explotadora, para asegurar sus condiciones de explotación y
sobre todo para mantener por la fuerza a la clase explotada en las
condiciones de sumisión (esclavitud, servidumbre, salariado), que
reclama el sistema de producción existente. El Estado era la
representación oficial de toda la sociedad, su encarnación en un
cuerpo visible; pero sólo lo era mientras era el Estado de la clase que
en aquella época representaba la sociedad entera; mas desde el
momento en que es realmente representante de toda la sociedad, se
hace inútil.
Cuando no haya clases que mantener en la opresión, cuando la
dominación de clase, la lucha por la existencia, basada en la anarquía
de la producción, las colisiones y los excesos que de aquí dimanan
hayan desaparecido, no habiendo nada que reprimir, el Estado será ya
inútil. El primer acto por el cual el Estado se constituirá en verdadero
representante de toda la sociedad —la toma de posesión de los
medios de producción en nombre de aquélla— será al mismo tiempo
su último acto como Estado. El gobierno de las personas será
sustituido por la administración de las cosas y por la dirección de los
procedimientos de producción: la sociedad libre no puede tolerar la
existencia de un Estado entre ella y sus miembros.
 
F. ENGELS: Socialismo utópico y socialismo científico (1880).
 
Por eso, el derecho igual sigue siendo aquí, en principio, el derecho
burgués, aunque ahora el principio y la práctica ya no se tiran de los
pelos, mientras que en el régimen de intercambio de mercancías, el
intercambio de equivalentes no se da más que como término medio, y
no en los casos individuales.
A pesar de este progreso, este derecho igual sigue llevando
implícita una limitación burguesa. El derecho de los productores es
proporcional al trabajo que han rendido; la igualdad, aquí, consiste en
que se mide por el mismo rasero: por el trabajo.
Pero unos individuos son superiores física o intelectualmente a
otros y rinden, pues, en el mismo tiempo, más trabajo, o pueden
trabajar más tiempo; y el trabajo, para servir de medida, tiene que
determinarse en cuanto a duración o intensidad; de otro modo, deja de
ser una medida. Este derecho igual es un derecho desigual para
trabajo desigual. No reconoce ninguna distinción de clase, porque aquí
cada individuo no es más que un obrero como los demás; pero
reconoce, tácitamente, como otros tantos privilegios naturales, las
desiguales aptitudes de los individuos, y, por consiguiente, la desigual
capacidad de rendimiento. En el fondo es, por tanto, como todo
derecho, el derecho de la desigualdad. El derecho sólo puede
consistir, por naturaleza, en la aplicación de una medida igual; pero los
individuos desiguales (y no serían distintos individuos si no fuesen
desiguales) sólo pueden medirse por la misma medida siempre y
cuando que se les enfoque desde un punto de vista igual, siempre y
cuando que se les mire solamente en un aspecto determinado; por
ejemplo, en el caso concreto, solo en cuanto obreros, y no se vea en
ellos ninguna otra cosa, es decir, se prescinda de todo lo demás.
Prosigamos: unos obreros están casados y otros no; unos tienen más
hijos que otros, etc. A igual trabajo y, por consiguiente, a igual
participación en el fondo social de consumo, unos obtienen de hecho
más que otros, unos son más ricos que otros, etc. Para evitar todos
estos inconvenientes, el derecho no tendría que ser igual, sino
desigual.
Pero estos defectos son inevitables en la primera fase de la
sociedad comunista, tal y como brota de la sociedad capitalista
después de un largo y doloroso alumbramiento. El derecho no puede
ser nunca superior a la estructura económica ni al desarrollo cultural
de la sociedad por ella condicionada.
En la fase superior de la sociedad comunista, cuando haya
desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la
división del trabajo, y con ella, la oposición entre el trabajo intelectual y
el trabajo manual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de
vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los
individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas
productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza
colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho
horizonte el derecho burgués, y la sociedad podrá escribir en su
bandera: de cada cual, según su capacidad; a cada cual, según sus
necesidades.
 
C. MARX: Crítica del programa de Gotha (1875).
Notas
[1] Ecles., I, 2. <<
[2] I Rey., III, 10. <<
[3] Sal, CXVIII, 125. <<
[4] Deut., XXXII, 2. <<
[5] Ex., XX, 19. <<
[6] I Rey., III, 10. <<
[7] I Cor., III, 6. <<
[8] I Rey., III, 10. <<
[9] Jn., VI, 69. <<
[10] Cant., VIII, 1. <<
[11] Éxodo, XXXIII, 11. <<
[12] Jn., XVII, 21. <<
[13] Cant., V, 10. <<
[14] Isaí., XLV, 15. <<
[15] Prov., III, 32. <<
[16] Sal. XII, 1. <<
[17] Jn., VI, 50. <<
[18] Deut., IV, 7. <<
[19] Deut., IV, 7. <<
[20] Sal., CXV, 12. <<
[1] Los casos considerados por Aristóteles son los siguientes:

<<
[22]Las representaciones que se forjan estos individuos son
representaciones bien de sus relaciones con la naturaleza,
bien de sus relaciones entre sí, o bien de su propia
naturaleza [humana]. Es evidente que, en todos estos casos,
estas representaciones son la expresión consciente —real o
ilusoria— de sus relaciones y de su actividad reales, de su
producción, de sus relaciones [productivas], de su
organización social y política. La hipótesis contraria no es
válida, más que si, además del espíritu de los individuos
reales, determinados por las condiciones materiales, se
supone otro espíritu separado de ellos. Si la expresión
consciente de las relaciones reales de estos individuos es
ilusoria, si, en sus representaciones, están influidos por su
realidad, esto es igualmente consecuencia de su limitado
modo de actividad y de las limitadas relaciones sociales que
de él derivan.
(Párrafo suprimido en el manuscrito de la obra). <<

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