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OT Brodsky

Este documento resume una conferencia sobre cómo el cuerpo juega un papel fundamental en el psicoanálisis a pesar de la aparente énfasis en la palabra. Explica que aunque el cuerpo se pone entre paréntesis en el consultorio para dar prioridad a la palabra, en realidad el cuerpo habla a través de los pacientes y sus preocupaciones sobre el cuerpo propio y el del analista. Concluye que en el psicoanálisis queda claro que uno no controla completamente su cuerpo y que a menudo el cuerpo actúa independientemente
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Este documento resume una conferencia sobre cómo el cuerpo juega un papel fundamental en el psicoanálisis a pesar de la aparente énfasis en la palabra. Explica que aunque el cuerpo se pone entre paréntesis en el consultorio para dar prioridad a la palabra, en realidad el cuerpo habla a través de los pacientes y sus preocupaciones sobre el cuerpo propio y el del analista. Concluye que en el psicoanálisis queda claro que uno no controla completamente su cuerpo y que a menudo el cuerpo actúa independientemente
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Orientación – Textos

hacia las Jornadas Anuales de la EOL

Mi cuerpo y yo
Por Graciela Brodsky

jornadaseol.ar
Orientación – Textos

Mi cuerpo y yo*
Por Graciela Brodsky
Tal vez el título de esta charla sorprenda viniendo de alguien que practica el psicoanálisis y
que lo tiene como referencia. ¿Por qué un psicoanalista hablaría del cuerpo cuando la práctica
del psicoanálisis parece poner el cuerpo en suspenso? En el consultorio del psicoanalista la
gente no se toca, incluso no se mira y normalmente se mueve lo menos posible. El uso del diván
lleva este nolitangere a su punto más alto. Incluso –tal vez conozcan la experiencia– al entrar
al consultorio del analista no es seguro que se sepa si hay que darle o no la mano.
Por cierto, este dejar de lado el cuerpo en el dispositivo analítico no se debe a ningún tabú
del contacto, sino que es una puesta entre paréntesis calculada, provocada, para darle un
lugar privilegiado a la palabra. Esta suspensión de cualquier manipulación de los cuerpos
a favor de la palabra lleva a menudo a pensar que para practicar el psicoanálisis se podría
llegar a prescindir por completo del cuerpo analizando, por ejemplo, por Skype o por chat.
Sin duda, a veces es necesario aprovechar estos recursos que nos da la tecnología cuando
“por hache o por be” resulta imposible tener un encuentro, pero es mejor reservar esto para
casos de fuerza mayor. Hubo una época en la que la puesta entre paréntesis del cuerpo que
preconizó Freud –al punto de hacer de ella una regla de la práctica analítica: la regla de absti-
nencia– se extendió incluso a la imagen. Meltzer, un analista inglés, por ejemplo, que tuvo su
hora de gloria en los años 50, usaba siempre un mismo traje gris y eliminaba todo adorno de
su consultorio para apartar cualquier cosa que distrajera al paciente de su introspección,
de su asociación libre. Parece una caricatura, pero finalmente esto tiene una razón de ser,
que es la de hacer presente que quien habla no está ahí, que no soy yo quien habla, que Otro
habla por mi boca, que soy hablado desde otro lugar, desde otra escena, decía Freud. En mis
sueños, en mis equívocos, en mis actos fallidos se dice lo que yo no quiero decir, se confiesa
lo que no reconozco desear, ni siquiera pensar.
Si se pone de lado el cuerpo, es finalmente por las mejores razones, para que el incons-
ciente tome la palabra y se haga presente en mis dichos. Y si al inconsciente le responde la
interpretación, si el analista interpreta con palabras o con silencios, esto también excluye a
la persona del analista, quien, como en el oráculo, solo es el mensajero de un mensaje que en
el fondo viene del propio paciente. El emisor recibe del receptor su propio mensaje en forma
invertida, decía Lacan. Así, en el psicoanálisis no se trata de ver sino de decir. Incluso en la
interpretación de los sueños, que traspone en imágenes deseos inconscientes, Freud nunca
se guió por el contenido del sueño, sino por su relato, no se detuvo en el sueño vivido sino en
las palabras con las que se lo contaba.
Sin embargo, si se piensa un poco mejor, incluso para hablar hace falta un cuerpo. Y al
paciente no solo se le pide que hable, también se le pide que venga, que acuda de cuerpo
presente, como se dice. El cuerpo forma normalmente parte de las preocupaciones de los
analizantes. El cuerpo propio y el del analista. Un estornudo, un bostezo, un ruidito de papeles,

* Conferencia pública pronunciada en la Universidad del Claustro de Sor Juana, México DF, 20 de febrero de 2015. Publicada en Bitácora Lacaniana

N° 4: Sinthome y cuerpo hablante, Revista de psicoanálisis de la NEL, Bs. As., Grama, septiembre 2015. Texto publicado en cuatromasuno.eol.org.ar/
Ediciones/007/template.asp?Hacia-el-proximo-Congreso-de-la-AMP/Mi-cuerpo-y-yo.html
una ausencia, bastan para hacer entrar en juego el cuerpo del analista. Y si el psicoanálisis
sigue practicándose en presencia de ambos actores, si no da lo mismo hablar solo que
hablarle a ese otro que ni se ve ni, a menudo, dice nada, tal vez haya que considerar que la
palabra no es tan independiente del cuerpo, que los cuerpos no están ahí por casualidad,
que su presencia no es contingente.
Escuchen a sus pacientes. No es fácil imaginar los dichos del analizante sin notar que
el cuerpo no tiene un lugar circunstancial en el análisis, sino que parece concentrar un
interés especial para el analizante, un motivo de preocupación, de queja, de satisfacción,
de sufrimiento, que lo lleva a hablar. Al consultorio se trae el cuerpo y se habla del cuerpo,
del cuerpo propio y del cuerpo del Otro, con el que normalmente no se sabe qué hacer.
El cuerpo, lejos de ser una variable interviniente que hay que neutralizar para dar lugar a
la palabra, parece ser en realidad el referente de los dichos del analizante.
En el análisis, se habla del cuerpo. Tal vez se pueda decir de otro modo: en el psicoanálisis
habla el cuerpo.
En primer lugar, habla el cuerpo de la histeria. Esto fue manifiesto para Freud y lo llevó
a inventar el psicoanálisis. Fue él quien supuso que las histéricas hablaban con su cuerpo
sin saber ellas mismas lo que decían.
Pero también habla el cuerpo del obsesivo, que trabaja para mortificarlo.
Habla el cuerpo del fóbico, que lo aleja o lo acerca midiendo la distancia respecto del
objeto de sus temores.
Habla el cuerpo de la anoréxica, un cuerpo que le sobra y al que querría achicar hasta
hacerlo desaparecer.
Y el cuerpo del esquizofrénico, que lo mutila para callarlo.
Y el del adolescente, que lo corta, o lo tatúa.
Y el de la publicidad, que lo exhibe.
El de la droga, que lo estimula o lo adormece.
El del deporte, que lo extrema al límite del dolor.
El cuerpo que se excita o no.
El cuerpo que se reproduce o no.
El cuerpo que se hace desaparecer, que se tortura, que se quema.
El cuerpo que se reclama: habeas corpus.
El habeas corpus es una institución jurídica que busca evitar los arrestos y detenciones
arbitrarias asegurando los derechos básicos de la víctima, algunos de ellos tan elementales
como estar vivo y consciente, ser escuchado por la justicia y saber de qué se lo acusa. Por
eso es obligatorio presentar a todo detenido ante el juez dentro de un plazo determinado.
Normalmente, el habeas corpus no lo presenta la víctima. Son sus familiares los que
exigen que quien ya no dispone libremente de su cuerpo comparezca, aparezca… Si existe
el habeas corpus es porque se sabe que el cuerpo es algo que se puede perder, que se
puede disponer de él para lo mejor y para lo peor. La expresión proviene del latín: habeas,
del verbo haber; corpus, cuerpo, “que tengas tu cuerpo”, que puedas hacerlo presente, que
puedas disponer de él.
Disponer del cuerpo… Disponer de nuestro cuerpo no es tan sencillo. Hace apenas
unos días, las redes sociales explotaron con la noticia de que Uma Thurman había decidido
cambiar su rostro y disponer de su cuerpo como se le antojaba. ¡Qué atrevimiento! Ese rostro
nos encanta, nos enamora, ¡ella no puede privarnos, así como así, de ese placer! Felizmente,
parece que solo fue maquillaje y que seguiremos disponiendo de su rostro para nuestros
propósitos y nuestra satisfacción. Tal vez ella hizo un ensayo, quiso saber si disponía de su
cuerpo y tuvo que constatar que su cuerpo no le pertenecía… Tal vez.
Disponer del propio cuerpo es lo que el marqués de Sade le hace decir a Condorcet en
La filosofía en el tocador: “Eugenia, mi ángel querido, tu cuerpo es tuyo, solo tuyo. En este
mundo solo tú tienes el derecho de gozar de él y de dejar que goce de él quien te plazca”.
Para el psicoanálisis las cosas son más complicadas. Tener un cuerpo es el resultado de
mecanismos complejos, nada adquirido de entrada y siempre bajo la amenaza de perderlo.
Un ejemplo extremo es el de las personas que padecen el Síndrome de Cotard, también llamado
delirio de las negaciones, que fue descripto por Jules Cotard en el siglo XIX. Las personas con
Síndrome de Cotard presentan una negación hipocondríaca y delirante de su propio cuerpo.
El sujeto, por ejemplo, está íntimamente persuadido de que sus órganos vitales no existen
o que están camino a pudrirse. Pueden incluso mirarse en un espejo y no verse, como si su
imagen se hubiera borrado. Y a la inversa, el sujeto puede tener un delirio de enormidad,
creer que su cuerpo es demasiado grande para él. Una persona con Síndrome de Cotard
puede comer todo tipo de objetos: clavos, por ejemplo, puede dejar su cuerpo en un estado
de total abandono, dejar de alimentarse, de lavarse, puede carecer de toda conciencia de
su cuerpo y de sus orificios. Con frecuencia consideran que están muertos. Es lo contrario
al síndrome del miembro fantasma, que afecta a veces a los amputados. En fin, son casos
extremos que corresponden al registro de la psicopatología. Pero sin ir tan lejos, es
cierto que en el psicoanálisis comprobamos a menudo, incluso en la vida cotidiana, que
no disponemos de nuestro cuerpo, que vamos por un lado y nuestro cuerpo va por otro:
cuando nos perdemos, por ejemplo, cuando nos equivocamos, cuando nos reímos en el
lugar menos oportuno, cuando lloramos después de haber jurado que no lo haríamos, o
porque nuestro cuerpo no responde como esperábamos en la sexualidad, en la gestación,
porque no nos reconocemos en la foto, ni en el espejo, cuando nos miramos al levantarnos.
La experiencia analítica pone de manifiesto que mi cuerpo y yo generalmente no nos
entendemos, que mi cuerpo anda solo, a mi pesar, que me traiciona cuando más lo necesito.
Ni me reconozco en su imagen, ni me representa bien ante el Otro, ni tenemos la menor
idea de lo que contiene, salvo cuando enfermamos, o cuando nos pasan por el escáner.
Y convendrán conmigo en que es muy difícil decir “este soy yo” cuando nos muestran una
radiografía. Sin duda, el cuerpo de la medicina no es el cuerpo del psicoanálisis.
Lo que retenemos del propio cuerpo es regularmente su imagen. Lacan consideró
al propio cuerpo como una forma visual cuando describió el fenómeno madurativo que
conocemos como “estadio del espejo”, que probablemente algunos de ustedes conozcan.
Con el estadio del espejo Lacan reinterpretó el concepto freudiano de narcisismo: del amor
a sí mismo, del amor a la imagen de sí mismo, del amor mortal a la imagen de sí mismo
–conocen el destino de Narciso–, e hizo de la imagen del propio cuerpo el origen del yo,
al que redujo a “la idea de mí mismo como cuerpo”. Podemos evocar en dos palabras las
coordenadas que estructuran el estadio del espejo: prematuración, fragmentación corporal;
alienación a una imagen de completud, júbilo. Todo esto siempre y cuando exista un soporte
simbólico representado por el aparato del espejo.
La clave del estadio del espejo, tal como lo formuló Lacan, no está en el momento evolutivo
en el que el niño descubre su imagen en el espejo. Ese es el pretexto. Le interesa porque el
experimento deja ver que hay dos lugares: de este lado del espejo, el cuerpo desarticulado;
del otro lado, en el espejo, una imagen plana, sin cuerpo, a la que me identifico: “soy yo”.
La imagen en el espejo enmarca, limita, encuadra. Respecto de esa imagen, el cuerpo propio
se experimenta en déficit, falto de armonía, carente de coordinación, pero al mismo tiempo, más
allá de la imagen, es un puro cuerpo que se satisface en su movimiento, que obtiene placer
del contacto con no importa qué cosa, que se chupa, que se toca, un cuerpo que se goza,
dirá Lacan. Que goza de sí mismo. Por un lado, está el júbilo que genera la buena forma de la
imagen del cuerpo propio reflejada en el espejo, y por otro, está ese cuerpo que se goza. No es
lo mismo. Hace falta, efectivamente, un aparato simbólico como el espejo, o el sostén del Otro
para que tanto ese déficit como ese goce en demasía se enmarquen y se limiten. La imagen,
el júbilo por la imagen, la alienación a ese yo que creo ser fuera de mí en esa superficie del
espejo que está fuera de mi cuerpo, hace olvidar tanto ese menos como ese más.
Pero eso falla. Y retorna. El menos vuelve como castración, como falta en la mujer, como
insuficiencia en el varón, como fetiche destinado a velar la falta que revela. Se puede decir
que hay todo un capítulo del psicoanálisis que gira entre la falta y la imagen que la vela.
Lacan lo escribía i(a) sobre -fi. Lo que queda del goce del cuerpo (a) una vez enmarcado por
la imagen, por el espejo, por el cuadro (i), con su función de velar la falta (-fi).
Lacan elabora toda una clínica que se apoya en esta lógica de la imagen como marco (ya sea
del menos, ya sea del más), y en las consecuencias de la falla en la imagen, de la mancha
en el cuadro, de ese momento en el que el júbilo por la imagen se trasforma en horror.
Freud escribió un artículo sobre esto, que en castellano se publicó con el nombre de “Lo
siniestro”, en López Ballesteros, o “Lo ominoso”, en Amorrortu. Es la lectura necesaria si se
quiere estudiar el famoso estadio del espejo. La literatura, el cine supieron explotar esta
irrupción de lo extraño en medio de lo familiar, esa duplicidad entre mi cuerpo y yo: Dr. Jekyll y
Mr. Hyde, el increíble Hulk, Alien. Son figuraciones imaginarias de la falla de la imagen para
enmarcar lo que llamamos lo real del cuerpo y de la desaparición del júbilo de ser el que
soy para dar lugar a eso que habita en mí más allá de mí mismo.
Mi cuerpo y yo somos dos porque mi cuerpo siempre es Otro para mí. Y así como en
una época Lacan pudo decir que el Otro era el lenguaje que siempre imponía sus reglas al
sujeto, separándolo de sus necesidades y obligándolo a satisfacerlas pasando por lo que
llamó los desfiladeros del significante, en los tramos finales de su enseñanza sostuvo
que el Otro era el cuerpo que nunca nos pertenece del todo.
Arreglárselas con el cuerpo, tener un cuerpo, es el resultado de un trabajo, de una
construcción que comienza con el estadio del espejo y muchas veces no finaliza sin un
análisis que le da a un sujeto las herramientas para saber hacer con su cuerpo en sus
distintas dimensiones, como imagen y como goce, como Gestalt y como castración.
Acá debería decir algo sobre lo que podría formularse como “el cuerpo del Otro y yo”,
pero lo pasaré por alto. Creo que se puede tener una idea a partir de mi conferencia del
año pasado: “Amores malos”. Con el cuerpo del Otro somos tan hábiles como un pez con una
manzana, dijo alguna vez Lacan. Me limitaré a eso porque quiero poner de relieve algo que
tal vez quede elidido en esta división entre la imagen plana del cuerpo y su corporeidad en
el sentido de su consistencia.
La imagen es un tratamiento del goce del cuerpo: le da unidad, marco, límite. Civiliza
el goce del cuerpo a través de la ilusión de dominio del yo. De ahí que muchas prácticas
psicoterapéuticas hayan ido en la dirección de reforzar el yo para garantizar un control
sobre las pulsiones que amenazan la homeostasis del sujeto.
Pero al mismo tiempo, y es esta la paradoja que quisiera destacar antes de concluir,
la imagen tiene efectos de goce sobre el cuerpo. En la dialéctica del espejo no solo entra
en juego el aparato simbólico representado tanto por el espejo como por la presencia del
Otro que sostiene al niño en la experiencia. Está, además, la mirada y su soporte corporal,
el ojo. Si quisiéramos distinguir tiempos lógicos en esta dialéctica entre mi cuerpo y yo,
habría que ubicar un primer momento donde solo tenemos el ejercicio gozoso del cuerpo
y su autoerotismo, y un segundo momento, cuando surge la imagen como marco y ese goce
segundo que llamamos júbilo y que sigue a la contemplación de la imagen. Lo que pasa
desapercibido es que ese júbilo requiere del ojo, que en el estadio del espejo constituido,
el goce se concentra en un órgano glotón que es el ojo mismo, que se satisface con la imagen.
Satisfacerse, gozar con las imágenes parece ser un rasgo de la época en la que vivimos.
1
Las Escuelas de la AMP en América se van a reunir este año en San Pablo para explorar el
imperio de las imágenes en el que estamos inmersos. Pero no se trata de una sociología de
la sociedad del espectáculo, se trata de explorar precisamente los efectos de goce sobre el
cuerpo que tienen las imágenes para los sujetos contemporáneos y sus consecuencias para
la clínica psicoanalítica. El ojo es voraz, quiere ver lo invisible, pide más. Que la publicidad
se valga de ello, que la cosmética lo explote, que la técnica lo lleve a extremos impensables
hace veinte años, nada de eso cuenta ni sería eficaz para llevarnos por las narices si no
fuera porque se apoyan en esa voracidad del ojo, en ese querer ver que abarca desde los
fenómenos más sociales, como el cine, a fenómenos mas íntimamente secretos, como el
voyeurismo. A Lacan le encantaba repetir una historia narrada por Alphonse Allais: en una
sesión de streap tease el público pide más. La mujer va sacándose sus vestidos de a poco.
Y el público pide más. Finalmente, la mujer queda desnuda, y no habiendo ya más velo que
quitar, el público, que pide más, se abalanza y la despelleja.
¿Cómo se entiende desde el punto de vista del psicoanálisis que la ejecución de los
rehenes que lleva a cabo el Estado Islámico sea dada a ver al mundo entero? Que sea dada
a ver ¡y que se mire! Lacan pensaba que finalmente eran las imágenes las que nos devoraban
a nosotros, que la imagen capturaba al ojo voraz, lo hacía su siervo, y que poníamos nuestro
ojo al servicio de la imagen por la satisfacción que obteníamos a cambio, satisfacción que
desbordaba la mirada y se irradiaba al cuerpo. Satisfacción oscura, paradójica, en la
que mi yo se desconoce, y en la que mi cuerpo se regocija. En definitiva, si nos tapamos los
ojos para no ver, es porque el cuerpo no necesita la luz para gozar.

1
Se refiere al VII ENAPOL “El imperio de las imágenes” realizado en San Pablo, Brasil en el año 2015.
Orientación – Textos
hacia las Jornadas Anuales de la EOL

CARTEL ORGANIZADOR
Alejandra Loray
Juan Mitre
Luciana Rolando
Eugenia Serrano
Marisa Morao (Más Uno).

jornadaseol.ar

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