El Caso Del Anillo
El Caso Del Anillo
El Caso Del Anillo
leyenda más famosa del último siglo: el origen del anillo del poder de la
saga de J.R.R. Tolkien. En Islandia, el pasado proyecta una larga sombra…
Hace mil años: Un guerrero islandés regresa de la batalla llevando un anillo
que ha arrebatado de la mano derecha de su enemigo. Hace setenta años:
Un profesor de Oxford que trabaja a partir de una fuente secreta, crea la
leyenda más dominante del siglo XX. Hace seis horas: Un experto en
literatura antigua islandesa es asesinado. Todo está relacionado y el
detective Magnus Jonson tendrá que adentrarse donde se extienden las
sombras…
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Michael Ridpath
ePub r1.1
lenny 31.08.17
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Título original: Where the Shadows Lie
Michael Ridpath, 2009
Traducción: Jesús de la Torre Olid
Retoque de portada: lenny
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Para Barbara, como siempre
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El profesor Agnar Haraldsson dobló la carta y la volvió a guardar en su pequeño
sobre amarillento.
Miró de nuevo la dirección escrita a mano con letra firme y ornamental: Högni
Ísildarson, Laugavegur 64, Reikiavik, Islandia. El sello mostraba el perfil de un rey
británico imberbe. Algún Eduardo o Jorge, Agnar no estaba seguro de cuál era.
El corazón le latía con fuerza mientras el sobre ejecutaba una pequeña danza en la
mano temblorosa. La carta había llegado aquella mañana dentro de otro sobre más
grande que llevaba un sello islandés nuevo y matasellos de Reikiavik.
Aquello era lo que Agnar había estado esperando. Más aún. Era perfecto.
Como profesor de islandés en la Universidad de Islandia, Agnar tenía el privilegio
de poder manejar algunos de los manuscritos más antiguos de las sagas de su país[1],
copiados con sumo esmero por monjes sobre fajos de pieles de ternero utilizando
jugo de gayuba negra para la tinta y plumas del ala izquierda de los cisnes como
instrumento de escritura. Aquellos extraordinarios documentos eran el patrimonio de
Islandia, el alma de Islandia. Pero ninguno podía causar mayor revuelo en el mundo
exterior que aquella hoja de papel.
Y ninguno había sido descubierto por él.
Levantó la vista desde su escritorio hacia el lago sereno que se extendía delante
de él. Relucía con un fuerte color azul bajo la luz del sol de abril. Diez minutos antes
emitía destellos del color gris del acero y pocos minutos después volvería a hacerlo
cuando las oscuras nubes del oeste alcanzaran a las que ahora desaparecían por
encima de las cimas nevadas de las montañas que yacían al este, al otro lado del lago.
El emplazamiento perfecto para una casa de verano. Aquella cabaña la había
construido el padre de Agnar, un antiguo político que actualmente se encontraba en
una residencia de ancianos. Aunque el verano aún quedaba lejos, Agnar se había
escapado allí el fin de semana para trabajar sin distracciones. Su mujer acababa de
dar a luz a su segundo hijo y Agnar tenía una fecha de entrega muy ajustada para
terminar una traducción.
—Aggi, vuelve a la cama.
Se giró y vio la hermosa e imponente figura de Andrea, bailarina y estudiante de
tercer curso de literatura, desnuda y reluciente sobre el suelo de madera mientras se
acercaba a él con su cabello rubio enredado.
—Lo siento, cariño. No puedo —contestó, señalando con la cabeza el revoltijo de
papeles que tenía delante de él.
—¿Seguro? —Se inclinó para besarle y le pasó los dedos por debajo de la camisa
y entre el pelo del pecho mientras la melena le hacía cosquillas en la nariz. Se apartó
—. ¿De verdad?
Él sonrió y se quitó las gafas.
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Bueno, quizá sí se permitiría alguna distracción.
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El oficial de policía Magnus Jonson caminaba cansinamente por una calle residencial
de Roxbury en dirección a su coche. Tenía que redactar un montón de documentos en
la comisaría antes de volver a casa. Estaba cansado, muy cansado. No dormía bien
desde hacía una semana. Quizá por eso le había afectado tanto el olor.
Era un olor familiar: carne cruda con fecha de caducidad de una semana antes y
con cierto toque metálico. Lo había experimentado en muchas ocasiones durante los
años que llevaba en la Unidad de Homicidios de la Policía de Boston.
María Campanelli, mujer blanca, veintisiete años.
Llevaba muerta treinta y seis horas, apuñalada por su novio tras una discusión y
abandonada en su apartamento mientras se descomponía. Ahora lo buscaban a él y
Magnus confiaba en que lo encontrarían. Pero para estar convencidos debían
asegurarse de haber cumplido con toda la burocracia. Un montón de gente a la que
interrogar; un montón de formularios que rellenar. El cuerpo de policía había sufrido
hacía pocos años un escándalo por una serie de equivocaciones en la presentación de
pruebas, errores en la clasificación de documentos y pruebas instrumentales perdidas.
Desde entonces, los abogados de la defensa se lanzaban contra cualquier error.
A Magnus se le daba bien el trabajo administrativo, lo cual era una de las razones
por las que recientemente lo habían ascendido a oficial. Puede que Colby tuviera
razón. Quizá debería ir a la Facultad de Derecho.
Colby.
Durante los doce meses que llevaban viviendo juntos, había aumentado la
presión: ¿por qué no dejaba la policía y estudiaba derecho?, ¿por qué no se casaban?
Y luego, seis días atrás, cuando volvían cogidos del brazo de su restaurante italiano
favorito del North End, un todoterreno pasó por su lado con la ventanilla de atrás
bajada. Magnus empujó a Colby sobre la acera justo cuando oyó resonar una ráfaga
de disparos lanzados desde un fusil semiautomático. Puede que los que dispararon
creyeran que habían alcanzado su objetivo o puede que hubiera demasiada gente
alrededor, pero el caso es que el todoterreno salió huyendo sin terminar su trabajo.
Ese era el motivo por el que ella le había echado de su apartamento. Ese era el
motivo por el que había pasado varias noches en vela en el dormitorio de invitados de
la casa de su hermano en Medford. Ese era el motivo por el que le había afectado
aquel olor: por primera vez en mucho tiempo la muerte se había convertido en algo
personal.
Podría haber sido él quien estuviera despatarrado por el suelo de aquel
apartamento. O Colby.
Aquel estaba siendo el día más caluroso del año, lo cual, claro está, hacía que el
olor fuera aún peor y Magnus estaba sudando dentro de la chaqueta de su traje. Sintió
que le tocaban en el codo.
Era un tipo de unos cincuenta años, latino, calvo, bajito, gordo y sin afeitar.
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Llevaba una camisa azul grande que le colgaba por fuera de los vaqueros.
—¿Agente?
Magnus se detuvo.
—¿Sí?
—Creo que yo vi algo. La noche en que apuñalaron a la chica. —La voz de aquel
hombre era brusca y apremiante.
Magnus estuvo tentado de decirle a aquel tipo que se largara. Tenían a un testigo
que había visto llegar al novio, otro que lo había visto salir seis horas después, tres
que habían oído una fuerte discusión y uno que había oído un grito. Pero los testigos
nunca sobraban. Otra declaración que tendría que redactar cuando llegara a la
comisaría.
Magnus dejó escapar un suspiro mientras sacaba su cuaderno de notas. Aún
quedaban varias horas hasta que pudiera irse a casa a hacer ejercicio y darse la ducha
que necesitaba para poder sacar de su cuerpo aquel olor. Si es que no estaba muy
cansado para hacer ejercicio.
El hombre miraba nervioso a uno y otro lado de la calle.
—Aquí no. No quiero que nadie nos vea hablar.
Magnus estuvo a punto de protestar. El novio de la víctima era un cocinero del
Boston Medical Center, nadie a quien hubiera que tener miedo. Pero a continuación
se encogió de hombros y siguió al hombre mientras este avanzaba rápido por una
pequeña calle lateral, entre una desvencijada casa de tablones y un pequeño edificio
de apartamentos de fachada de ladrillo rojo. Poco más que un callejón, con una
especie de solar en construcción al fondo con una alambrada alta. En la esquina de la
calle había un chico con muchos tatuajes y una camiseta amarilla. Fumaba un cigarro
de espaldas a Magnus.
Cuando entraron en el callejón, el hombre calvo pareció aumentar la velocidad.
Magnus empezó a dar zancadas más largas. Estaba a punto de gritarle a aquel tipo
que fuera más despacio cuando se detuvo.
Magnus había estado dormido. Acababa de despertar.
Entre el bosque de tatuajes de los brazos del chico había visto un pequeño punto
sobre uno de los codos, y un dibujo de cinco puntos uno sobre el otro. Un cinco
quince, el tatuaje de la banda de los Cobra-15. No actuaban en Roxbury. Aquel chico
se encontraba muy lejos de su territorio, a cinco kilómetros por lo menos, puede que
más. Pero los Cobra-15 eran clientes de la operación de Soto, sus agentes locales de
distribución. Los tipos del todoterreno de North End trabajaban para Soto. Magnus
estaba convencido de ello.
El instinto de Magnus le hizo pararse y darse la vuelta, pero se obligó a no
cambiar de paso y así no alertar al chico. Piensa. Piensa rápido.
Podía oír pasos detrás de él. ¿Pistola o cuchillo? El sonido de una pistola sería
arriesgado estando tan cerca del escenario del crimen. Aún quedaban uno o dos
policías pululando por allí. Pero el chico sabía que Magnus iba armado y nadie trae
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un cuchillo a una pelea con pistolas. Lo cual significaba que llevaba pistola. Lo cual
quería decir que probablemente el chico la estaba sacando en ese momento de la
cintura de sus pantalones.
Magnus dio un salto hacia la izquierda, cogió un cubo de la basura y lo lanzó al
suelo. Al caer, dio una vuelta sobre sí mismo, sacó su pistola y apuntó al chico, que
estaba sacando la suya. Magnus enroscó el dedo sobre el gatillo y, en ese momento,
puso en práctica su entrenamiento. Vaciló. La norma era clara: no disparar si hay
alguna posibilidad de alcanzar a un civil.
En la boca del callejón había una joven con bolsas llenas de comida en ambos
brazos, mirando fijamente a Magnus con la boca abierta. Era grande, muy grande, y
se encontraba justo detrás del chico de la camiseta amarilla, en la línea de fuego de
Magnus.
Aquella vacilación hizo que el chico tuviera tiempo de levantar su arma. Magnus
miraba por el cañón. Punto muerto.
—¡Policía! ¡Tira el arma! —gritó Magnus, aun sabiendo que el chico no lo haría.
¿Qué pasaría a continuación? Si el chico disparaba primero, a lo mejor no
alcanzaba a Magnus y este podría después lanzar su propio disparo. Aunque medía un
metro noventa y pesaba más de noventa kilos, Magnus estaba tumbado en el suelo
boca abajo parcialmente cubierto por el cubo de basura, un objetivo más bien
pequeño para un muchacho aterrado.
Puede que el muchacho desistiera. Deseó que aquella mujer se moviera. Seguía
clavada en el mismo sitio, con la boca abierta, tratando de gritar.
Entonces Magnus vio que la mirada del chico se dirigía hacia arriba por detrás de
Magnus. El tipo calvo.
El chico no habría apartado los ojos de la pistola de Magnus si el calvo se hubiera
quedado quieto. Solo se arriesgaría a ello si el calvo entraba en la escena, si se
convertía en su salvador, si llevaba su propia pistola y se acercaba a Magnus por
detrás. Esperar un par de segundos hasta que disparara a Magnus por la espalda, ese
era el plan del muchacho.
Magnus apretó el gatillo solo una vez, no las dos veces que le habían enseñado.
Quería que el número de balas que pudieran volar hacia la mujer gorda fuera el
menor posible. Alcanzó al chico en el pecho. Se sacudió y disparó su pistola. No le
dio a Magnus.
Estiró el brazo hasta el cubo de basura y lo lanzó hacia atrás. Se giró y vio cómo
el contenedor vacío golpeaba al tipo calvo en las espinillas, que trataba de coger la
pistola que guardaba bajo la barriga, pero se dobló al tropezar con el cubo.
Magnus disparó dos veces alcanzando al hombre en ambas ocasiones, una en el
hombro y otra en la coronilla. Un desastre.
Magnus se puso de pie. Oyó un ruido. La mujer gorda había dejado caer sus
bolsas de comida y se había puesto a gritar, con fuerza, con mucha fuerza. Ahora veía
que no le pasaba nada a sus pulmones. Empezó a sonar una sirena de la policía en
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algún lugar cercano. Se oyeron gritos y gente correr.
El tipo calvo estaba quieto, pero el chico se tendió boca arriba mientras respiraba
agitadamente y su camiseta amarilla se manchaba de rojo. Tenía los dedos enroscados
alrededor de la pistola y trataba de reunir fuerzas para apuntarla hacia Magnus. Este
le dio una fuerte patada en la muñeca y alejó la pistola. Estaba de pie jadeando junto
al chico que había tratado de matarle. Diecisiete o dieciocho años, hispano, pelo
negro muy corto, un incisivo roto, una cicatriz en el cuello. Fuertes músculos bajo
espirales de tinta en brazos y pecho, elaborados tatuajes de pandillero. Un chico duro.
Un muchacho de su edad en los Cobra-15 podía contar ya con varias muertes a sus
espaldas.
Pero no la de Magnus. Al menos, no ese día. Pero ¿y mañana?
Magnus pudo sentir el olor de la pólvora, el sudor y el miedo y, una vez más, el
sabor metálico de la sangre. Demasiada sangre por un día.
* * *
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Magnus y Lenahan no llevaban mucho tiempo siendo compañeros. Con cincuenta
y tres años, Lenahan le llevaba veinte años a Magnus. Tenía mucha experiencia, y era
listo y popular y parecía conocer a todo el mundo en el Departamento de Policía de
Boston, sobre todo a los que tenían apellido irlandés. Pero era perezoso. Hacía uso de
sus tres décadas de experiencia y conocimiento de los métodos policiales para
trabajar lo menos posible.
Magnus veía las cosas de otro modo. En cuanto cerraba un caso estaba deseando
pasar a otro. Su determinación a la hora de cazar al criminal era de sobra conocida en
la comisaría. Lenahan pensaba que había tipos buenos y tipos malos, que siempre
había sido así y que lo seguiría siendo. No había mucho más que él, Magnus o toda la
policía de Boston pudieran hacer al respecto. Magnus pensaba que todas las víctimas
y todas las familias de las víctimas merecían justicia, y haría todo lo posible por
poder ofrecérsela. Así pues, casi se podía decir que Jonson y Lenahan formaban la
pareja ideal.
Pero hasta aquel momento, Magnus no podía imaginar que Lenahan fuera un
sinvergüenza.
Hay dos cosas que un policía odia por encima de todo. Una es un policía corrupto.
Otra es un policía que se chiva de otro. Para Magnus la elección era fácil: si a la gente
como Lenahan se le permitía salirse con la suya a la hora de destruir las pruebas de
un homicidio, todo aquello a lo que había consagrado su carrera carecía de sentido.
Magnus sabía que la mayor parte de sus compañeros estarían de acuerdo con él.
Pero algunos harían la vista gorda y se convencerían de que Magnus había entendido
mal, que el bueno de Sean Lenahan no era de los malos. Y otros pensarían que si el
bueno de Sean se hacía con unos pequeños ahorros para su jubilación aceptando
dinero de uno de los malos que acababa de matar a otro, mejor para él. Se lo merecía
después de haber prestado servicio a los ciudadanos de Boston de una forma tan leal
durante treinta años.
Por eso es por lo que Magnus acudió directamente a Williams y solo a él.
Williams comprendió la situación. Un par de semanas después llegó el ascenso de
Magnus y lo separaron de Lenahan. Trajeron a un equipo secreto del FBI de otro
estado. Llevaron a cabo una investigación a fondo y encontraron una conexión entre
Lenahan y otros dos oficiales, O’Driscoll y Montoya. Los federales descubrieron a la
banda que les estaba pagando; eran dominicanos, liderados por un hombre llamado
Pedro Soto, que operaba desde Lawrence, una ciudad cercana a Boston y venida a
menos dedicada a la fabricación de textiles. Soto proporcionaba cocaína y heroína al
por mayor a bandas callejeras de toda Nueva Inglaterra. Los tres detectives corruptos
fueron arrestados y procesados. A Magnus lo presentaron como testigo estrella
cuando finalmente el caso se llevó a juicio.
Pero el FBI no había conseguido aún suficientes pruebas para acusar a Soto. Aún
seguía en la calle.
—Bajaste la guardia una vez y puede pasarte otra más —dijo Williams—. Si no
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hacemos nada, acabarás muerto en dos semanas. Quieren tu cabeza y la van a
conseguir.
—Pero no entiendo por qué quieren matarme —contestó Magnus—. Está claro
que mi testimonio deja al descubierto a Lenahan, pero no puedo acusar a Soto ni a los
dominicanos. Y usted ha dicho que Lenahan no está colaborando.
—El FBI cree saber lo que piensa Lenahan. Lo último que desea es terminar en
una cárcel de máxima seguridad con un puñado de asesinos convictos. Ningún policía
querría eso. Es mejor estar muerto. Pero sin tu testimonio, saldrá libre. Creemos que
le ha dado un ultimátum a los dominicanos: o se deshacen de ti o tira de la manta. Y
si no lo hace él, lo hará Montoya. Si tú mueres, Lenahan y los otros dos quedan libres
y el negocio de Soto seguirá adelante como si no hubiera pasado nada. Pero si vives
para testificar, Lenahan llegará a un trato con el FBI y Soto y sus muchachos tendrán
que cerrar el negocio y volver a la República Dominicana. Si es que no los cazamos
antes. —Williams miró a Magnus a los ojos—. Y por eso tenemos que pensar qué
hacemos contigo.
Magnus entendió lo que Williams le decía. Pero entrar en el programa de
protección de testigos significaría comenzar una nueva vida, con una nueva identidad
al otro lado del país. No quería eso.
—¿Tiene alguna idea? —le preguntó a Williams.
—La verdad es que sí. —Williams sonrió—. Tienes la nacionalidad islandesa,
¿no?
—Sí. Y también la estadounidense. Tengo las dos.
—¿Hablas islandés?
—Un poco. Lo hablaba de pequeño. Me mudé aquí con mi padre a los doce años.
Pero no lo hablo desde que murió.
—¿Cuándo fue eso?
—Cuando yo tenía veinte años.
Williams hizo una pequeña pausa para expresar sus condolencias.
—Bueno, entonces supongo que lo hablas mejor que la mayoría de nosotros.
Magnus sonrió.
—Supongo que sí. ¿Por qué?
—Un viejo amigo de la policía de Nueva York me llamó hace un par de meses.
Me contó que se había enterado de que en mi unidad había alguien que hablaba
islandés. Acababa de tener la visita del inspector jefe de la Policía Nacional de
Islandia. Quería que el Departamento de Policía de Nueva York le dejara a algún
oficial para que le asesorara. No necesita necesariamente a un alto rango, solo a
alguien con experiencia en los muchos y variados delitos que nuestro hermoso país
nos ofrece. Al parecer, no hay muchos homicidios en Islandia o, al menos, no los
había hasta hace poco. Obviamente, si por casualidad ese oficial hablara islandés,
sería mucho mejor.
—No recuerdo que nadie me haya hablado de esto —dijo Magnus.
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Williams sonrió.
—Claro.
—¿Por qué?
—Por la misma razón por la que te lo digo ahora. Eres uno de mis mejores
oficiales y no quiero perderte. Pero ahora prefiero que sigas vivo en un iglú antes que
verte muerto en una acera de Boston.
Hacía tiempo que Magnus había dejado de decirle a la gente que en Islandia no
había iglús. Y que no había esquimales y rara vez algún oso polar. No había estado en
Islandia desde poco después de la muerte de su padre. Tenía dudas en cuanto a su
vuelta, serias dudas, pero por ahora parecía la opción menos mala.
—He llamado al inspector jefe islandés hace una hora. Sigue buscando un asesor.
Parecía muy emocionado con la idea de contar con un oficial que hable su idioma. Y
bien, ¿qué opinas?
Lo cierto es que no había otra opción.
—Lo haré —respondió Magnus—. Con una condición.
Williams torció el gesto.
—¿Cuál?
—Me llevo a mi novia conmigo.
* * *
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Magnus no se arrepentía de aquella decisión. Había comparado la cercanía de su
muerte segura con la pequeña posibilidad de que la mujer saliera herida. Pero tenía
una respuesta mejor para los investigadores. Si aquellos matones le hubieran
disparado, probablemente habrían ido a continuación contra la mujer porque era
testigo. A los agentes del equipo de investigación les gustó aquello. Tuvieron cuidado
de no preguntarle si había pensado aquello antes o después de apretar el gatillo. Iban
a ceñirse a las normas, pero estaban de su parte.
Aquella era la segunda vez que había matado a alguien de un disparo estando de
servicio. Después de la primera, cuando era un agente novato de uniforme que apenas
llevaba dos meses en el puesto, había pasado varias semanas de noches sin dormir
sintiéndose culpable.
Esta vez simplemente se sentía contento de estar vivo.
—Qué pena que no lo consiguieran —murmuró Colby. Dos diminutos puntos
rojos de rabia aparecieron en sus mejillas. Los extremos de sus ojos marrones
brillaban enfurecidos. Apretaba la boca. Después, se mordió el labio y se colocó los
mechones de su cabello moreno y rizado detrás de las orejas, en un gesto familiar—.
Lo siento. No quería decir eso. Pero no tiene nada que ver conmigo, eso es todo.
—Ahora sí que tiene que ver contigo, Colby.
—¿A qué te refieres?
—Mi jefe quiere que me vaya. Que salga de Boston. No cree que los dominicanos
vayan a parar hasta que me maten.
—Parece una buena idea.
Magnus respiró hondo.
—Quiero que vengas conmigo.
La expresión en el rostro de Colby era una mezcla de sorpresa y desprecio.
—¿Lo dices en serio?
—Es por tu seguridad. Si yo me voy, puede que vayan a por ti.
—¿Y qué pasa con mi trabajo? ¿Qué pasa con mi trabajo, joder?
—Tendrás que dejarlo. Solo será por unos meses. Hasta que llegue el juicio.
—¿Ves como antes tenía razón? ¿No es esto más que una extraña forma de hacer
que vuelva contigo?
—No —contestó Magnus—. Es porque me preocupa que te quedes.
Colby volvió a morderse el labio. Una lágrima cayó por su mejilla. Magnus
alargó la mano para acariciarle el brazo.
—¿Adónde vamos a ir?
—Lo siento. No puedo decírtelo hasta estar seguro de que dices que sí.
—¿Me va a gustar? —preguntó mirándolo.
Él negó con la cabeza.
—Probablemente no. —Habían hablado de Islandia en muchas ocasiones a lo
largo de su relación y Colby había mostrado constantemente su recelo con respecto a
aquel país, a sus volcanes y a su mal tiempo.
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—Es Islandia, ¿verdad?
Magnus se limitó a encogerse de hombros.
—Espera un momento. Deja que lo piense. —Colby giró la cabeza y miró hacia el
aparcamiento. Los cuatro componentes de una familia se acercaban a su coche con
tarrinas de helado en las manos y sonrisas de ilusión en el rostro.
Magnus esperó.
Colby se giró y lo miró directamente a los ojos.
—¿Quieres casarte?
Magnus le devolvió la mirada. No podía creer que hablara en serio. Pero así era.
—¿Y bien?
—No lo sé —vaciló Magnus—. Podemos hablar de ello.
—¡No! No quiero hablar de ello. Llevamos meses hablándolo. Quiero que lo
decidamos ahora mismo. Tú quieres que yo decida dejarlo todo para irme contigo.
Bien. Lo haré. Si nos casamos.
—Pero esta es la peor forma de tomar una decisión así.
—¿Qué quieres decir? ¿Me quieres?
—Claro que te quiero —contestó Magnus.
—Entonces, casémonos. Podemos irnos a Islandia y vivir felices para siempre
jamás.
—No estás pensando con claridad —protestó Magnus—. Estás enfadada.
—Por supuesto que estoy enfadada. Me has pedido que me comprometa a irme
contigo y lo haré si tú te comprometes conmigo. Vamos, Magnus, es hora de
decidirse.
Magnus respiró hondo. Vio cómo la familia subía al coche mientras sus ejes se
hundían. Pasaron junto al otro vehículo del FBI, el que había traído a Colby.
—Quiero que vengas conmigo por tu propia seguridad —dijo.
—Entonces, ¿eso es un no? —Lo miró fijamente. Colby era una mujer decidida y
esa era una de las cosas que a Magnus le encantaban de ella, pero nunca había visto
en ella tanta decisión—. ¿No?
Magnus asintió.
—No.
Colby frunció los labios y puso la mano en la manilla de la puerta.
—Muy bien. Hemos terminado. Vuelvo al trabajo.
Magnus la agarró del brazo.
—¡Colby, por favor!
—¡Aparta esas manos! —le gritó Colby, abriendo la puerta con fuerza. Se acercó
rápidamente a los cuatro agentes que estaban junto al otro coche y les murmuró algo.
En un minuto el coche se había ido.
Dos de los agentes volvieron a la furgoneta y subieron.
—Supongo que no se va con usted —dijo el conductor.
—Supongo que no —respondió Magnus.
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Magnus levantó la mirada de su libro y miró por la ventanilla del avión. Había sido
un vuelo largo, aún más por el retraso de cinco horas a su salida de Logan. El avión
estaba descendiendo. Por debajo de él había una manta de nubes gruesas y grises,
solamente rasgada por un par de sitios. Mientras el avión se acercaba a uno de ellos,
Magnus estiró el cuello para tratar de vislumbrar un poco de tierra, pero lo único que
pudo ver fue un trozo de mar gris y arrugado salpicado de manchas blancas. Después,
desapareció.
Estaba preocupado por Colby. Si los dominicanos iban a por ella sería, sin lugar a
dudas, culpa de él. La primera vez que le habló de la conversación que le oyó a
Lenahan, ella le había desaconsejado que acudiera a Williams. Le dijo que siempre
había pensado que la de agente de orden público era una profesión estúpida. Y si
hubiera aceptado casarse con ella en el aparcamiento del restaurante, estaría ahora en
el asiento de al lado de camino a su salvación, en lugar de encontrarse en su
apartamento del barrio de Back Bay esperando a que uno de los malos llamara a su
puerta.
Pero Magnus había hecho lo correcto. Siempre lo hizo y siempre lo haría. Lo
correcto fue contarle a Williams lo de Lenahan. Lo correcto fue disparar al chico de
la camiseta amarilla. No habría sido correcto casarse con Colby porque ella le
obligara. Nunca estuvo seguro de por qué sus padres se habían casado, pero había
vivido las consecuencias de aquel error.
Quizá estaba demasiado nervioso, quizá los dominicanos la dejaran en paz. Le
había pedido a Williams que dispusiera algún tipo de protección policial para ella,
una solicitud que Williams aceptó a regañadientes, de mala gana por la negativa de
ella a irse a Islandia con Magnus.
Pero si los dominicanos la capturaban, ¿podría él vivir con las consecuencias?
Quizá debería haberle dicho que sí, que haría todo lo que ella quisiera con tal de
sacarla del país. A eso es a lo que ella le había tratado de obligar. Y ahora era posible
que muriera.
Tenía treinta años y quería casarse. Quería casarse con Magnus. O con un Magnus
modificado, un abogado de éxito que ganara un buen sueldo, que viviera en una casa
grande en Brookline o puede que incluso en Beacon Hill, si se convertía en un
abogado de gran éxito, y que condujera un BMW o un Mercedes. Puede que incluso se
convirtiera al judaísmo.
Cuando se conocieron, a ella no le importó que él fuera un policía bravucón. Fue
en una fiesta que dio un viejo amigo de Magnus del instituto, también abogado. La
atracción mutua fue instantánea. Ella era guapa, vivaz, lista, de carácter fuerte,
decidida. Le gustó la idea de que un licenciado de la Ivy League[3] se paseara por las
calles del sur de Boston con una pistola. Era de fiar, pero también peligroso. Incluso
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su ocasional mal humor parecía atraerla. Hasta que comenzó a verlo no como un
amante, sino como un posible marido.
¿Quién quería ella que fuera? ¿Quién quería ser él? Y a todo esto, ¿quién era?
Aquella era una pregunta que Magnus se hacía a menudo.
Sacó su pasaporte islandés de color azul eléctrico. La fotografía era parecida a la
del pasaporte estadounidense, solo que en la del islandés se le permitía sonreír,
mientras que en la del americano no. Pelirrojo, mentón angular, ojos azules y algunas
pecas por la nariz. Su verdadero nombre, Magnús Ragnarsson. Su nombre era
Magnús, el de su padre Ragnar y el de su abuelo Jón. Así que su padre era Ragnar
Jónsson y él era Magnús Ragnarsson. Fácil.
Pero, por supuesto, la burocracia estadounidense no podía aceptar aquella lógica.
Un hijo no podía tener un apellido diferente al de su padre y su madre, cuyo nombre
era Margrét Hallgrímsdóttir, y que los ordenadores del gobierno lo aceptaran como
parte de la misma familia. Y estaba claro que no podía aceptar aquellos acentos sobre
las vocales. En realidad, tampoco les gustaba la transcripción nada habitual de
Jonsson. Ragnar tuvo que enfrentarse a aquello durante unos cuantos meses después
de que su hijo llegara al país hasta que tiró la toalla. El muchacho islandés de doce
años Magnús Ragnarsson se convirtió en el americano Magnus Jonson.
Volvió al libro que tenía en el regazo. La saga de Njál, uno de sus favoritos.
Aunque Magnus había hablado muy poco islandés durante los últimos trece años,
sí había leído mucho. Su padre le había leído las sagas cuando Magnus se mudó a
Boston y para él se habían convertido en una fuente de consuelo en mitad de aquel
mundo nuevo y confuso de América. Aún lo eran. La palabra saga en islandés
significaba literalmente «lo que se dice». Las sagas eran historias de familias
arquetípicas y la mayoría de ellas trataban de las tres o cuatro generaciones de
vikingos que se habían asentado en Islandia alrededor del año 900 d. C. hasta la
llegada de la cristiandad a ese país en el año 1000. Sus héroes eran hombres
complejos con multitud de puntos débiles y otros fuertes, pero tenían un claro código
moral, sentido del honor y respeto por las leyes. Eran valientes aventureros. Para un
islandés solitario en un enorme instituto de los Estados Unidos, aquello constituía una
fuente de inspiración. Si mataban a alguno de sus parientes, sabían qué hacer: exigían
dinero como compensación y, si no lo había, exigían sangre. Todo ello siguiendo de
forma estricta lo que decía la ley.
Así que, tras el asesinato de su padre cuando Magnus tenía veinte años, supo qué
hacer. Buscar justicia.
La policía no encontró nunca al asesino de su padre y, a pesar de los esfuerzos de
Magnus, tampoco él lo consiguió, pero decidió que después de la universidad se haría
policía. Aún seguía buscando justicia y, a pesar de todos los asesinos a los que había
arrestado en la última década, aún no la había encontrado. Así, la búsqueda de una
justa retribución seguía adelante, sin haber sido satisfecha.
El avión descendía. Otro agujero entre las nubes; esta vez sí pudo ver las olas
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rompiendo contra la tierra de lava marrón de la península de Reykjanes. Dos líneas
negras dividían en dos la piedra y el polvo estéril: la carretera que iba desde
Reikiavik hasta el aeropuerto de Keflavík. Espirales de nubes, como el humo que sale
de un volcán, pasaban a la deriva sobre una casa blanca aislada en medio de un
charco de césped de color verde brillante. Y después, Magnus se encontraba de nuevo
sobre el océano. Las nubes se cerraron por debajo del avión cuando comenzó a girar
para el último acercamiento.
Tenía la sensación, a medida que Islandia se acercaba, de que se aproximaba a la
resolución del asesinato de su padre o, al menos, a su esclarecimiento. Puede que en
Islandia pudiera verlo con cierta perspectiva.
Pero el avión lo llevaba también más cerca de su infancia, más cerca del dolor y
la confusión.
Hubo una época dorada en la vida de Magnus antes de cumplir los ocho años,
cuando toda su familia vivía en una pequeña casa de paredes de metal ondulado
blanco y un tejado de metal ondulado azul brillante cerca del centro de Reikiavik.
Tenía un pequeño jardín con una valla pintada de blanco y un árbol raquítico, un
viejo mostellar sobre el que encaramarse. Su padre iba a la universidad todas las
mañanas y su madre, que por aquel entonces era guapa y siempre sonreía, era
profesora en la escuela de Secundaria. Recordó los partidos de fútbol con sus amigos
durante las largas noches de verano y la emoción ante la llegada de los trece pícaros
elfos de Yuletide[4] durante los oscuros y acogedores inviernos, cuando cada uno de
ellos dejaba un regalito en los zapatos que Magnus ponía bajo la ventana abierta de su
dormitorio.
Después, todo cambió. Su padre se fue de casa para trabajar como profesor de
matemáticas en una universidad americana. Su madre se convirtió en una persona
enfadada y dormilona —dormía a todas horas—. La cara se le hinchó, se puso gorda
y le gritaba a Magnus y a Óli, su hermano pequeño.
Se mudaron de nuevo a una granja de la península de Snaefellsnes donde se había
criado su madre. Allí comenzó la tristeza. Magnus se dio cuenta de que su madre no
estaba adormilada a todas horas, sino borracha. Al principio, pasaba la mayor parte
del tiempo en Reikiavik, tratando de mantener su trabajo como profesora. Después
regresó a la granja y pasó por diferentes trabajos en la ciudad más cercana, primero
como profesora y luego como cajera. Lo peor de todo es que Magnus y Óli se
quedaban durante largos periodos de tiempo al cuidado de sus abuelos. Su abuelo era
un hombre estricto, aterrador y siempre enfadado, al que le gustaba beber. Su abuela
era bajita y mezquina.
Un día, cuando Magnus y Óli estaban en el colegio, su madre se había bebido
media botella de vodka, se subió a un coche y lo estrelló contra una roca, matándose
en el acto. Una semana después, en medio de una disputa de proporciones nucleares,
Ragnar llegó para llevárselos con él a Boston.
Magnus volvió a Islandia con su padre y con Óli todos los años para ir de
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excursión al campo y pasar un par de días en Reikiavik con su abuela y con los
amigos y compañeros de su padre. Nunca fueron a ver a la familia de su madre.
Así fue hasta un mes después de la muerte de su padre, cuando Magnus volvió en
busca de una reconciliación. La visita fue un completo desastre. Magnus regresó
aturdido y desconcertado ante la enorme hostilidad de sus abuelos. No solo odiaban a
su padre, sino también a él. Para un huérfano cuya única familia era un hermano con
problemas y sin una idea clara de a qué país pertenecía, aquello causaba dolor.
Desde entonces, no había vuelto.
El avión atravesó las nubes hasta colocarse a tan solo sesenta metros del suelo.
Islandia era fría, gris y con mucho viento. A la izquierda estaba la tierra llana de
escombros volcánicos, grises y marrones y cubiertos de musgo rojizo y verde y, más
allá, la parafernalia de la base aérea estadounidense abandonada, naves de una sola
planta, misteriosas torres de radio y enormes pelotas de golf sobre sus soportes. Ni un
árbol a la vista.
El avión tocó la pista y maniobró hasta la terminal. Algunos miembros del
personal de tierra sorprendentemente alegres se enfrentaban al viento sonriendo y
charlando. Apareció una manga de viento tenaz y horizontal, mientras una cortina de
lluvia atravesaba el campo de aviación en dirección a ellos. Era 24 de abril, el día
siguiente al comienzo oficial del verano en Islandia.
* * *
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cápita y un bajo nivel de delitos graves —decía—. La mayor parte de la labor policial
consiste en limpiar todo el desastre de los sábados y domingos por la mañana,
después de que los juerguistas hayan terminado la fiesta. Hasta la kreppa y las
manifestaciones de este último invierno, claro. Todos mis oficiales de Reikiavik han
estado ocupados con esto. Me siento orgulloso de ellos.
Kreppa es la palabra islandesa para designar la crisis de los créditos que ha
azotado al país de una forma especialmente fuerte. Los bancos, el gobierno y mucha
gente se arruinaron, ahogados por las deudas en las que habían incurrido en los
tiempos de bonanza. Magnus había leído sobre las manifestaciones que todas las
semanas habían tenido lugar delante del edificio del Parlamento todos los sábados por
la tarde durante varios meses, hasta que el gobierno cedió finalmente a la presión
popular y dimitió.
—La tendencia es preocupante —continuó diciendo el inspector jefe—. Hay más
droga, más bandas de narcotraficantes. Hemos tenido problemas con bandas lituanas
y los Ángeles del Infierno han estado tratando de entrar en Islandia durante varios
años. Ahora hay más extranjeros en nuestro país y una pequeña minoría de ellos
muestran una actitud diferente con respecto al delito que la mayor parte de los
islandeses. La prensa amarilla de aquí ha exagerado el problema, pero sería estúpido
que el inspector jefe de la policía no hiciera caso a esa amenaza.
Hizo una pausa para comprobar que Magnus le seguía. Este asintió para indicar
que sí.
—Me siento orgulloso de nuestro cuerpo de policía, trabaja duro y tiene un buen
índice de resolución de delitos, pero no está acostumbrado al tipo de crímenes que se
dan en grandes ciudades con mucha población extranjera. El área de Reikiavik tiene
una población de tan solo ciento ochenta mil habitantes y todo el país tiene solamente
trescientos mil, pero quiero que estemos preparados por si el tipo de cosas que
ocurren en Ámsterdam, Manchester o Boston se da también aquí. Por eso es por lo
que pedí que viniera.
»El año pasado hubo en Islandia tres asesinatos sin resolver, todos ellos
relacionados entre sí. No llegamos a saber quién los cometió hasta que se presentó
voluntariamente en la comisaría de policía. Fue un polaco. Debimos haberlo atrapado
después de que asesinara a la primera mujer, pero no lo hicimos y murieron otras dos.
Creo que con alguien como usted trabajando con nosotros lo habríamos detenido.
—Eso espero —dijo Magnus.
—He leído una copia de su expediente y he hablado con el subcomisario
Williams. Se mostró muy halagador.
Magnus se quedó sorprendido. No sabía que Williams hiciera halagos. Pero sí
sabía que en su expediente había serios puntos negros de aquella época de su carrera
en la que no siempre hacía lo que le ordenaban.
—La idea es que asista a un curso intensivo en la Academia de la Policía
Nacional. Mientras tanto, estará disponible para hacer cursillos de entrenamiento y
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prestar asesoramiento por si surge algo en lo que pueda ayudarnos.
—¿Un curso intensivo? —preguntó Magnus, queriendo comprobar si había
entendido bien—. ¿Cuánto tiempo va a durar?
—Un curso normal dura un año, pero como usted tiene tanta experiencia en la
policía, esperamos que lo pase en menos de seis meses. Es inevitable. No puede
arrestar a nadie a menos que conozca las leyes islandesas.
—No, si lo entiendo, pero ¿cuánto tiempo ha… —Magnus se detuvo mientras
recordaba cómo se decía el verbo «prever» en islandés—… pensado que yo esté
aquí?
—Especifiqué que un mínimo de dos años. El subcomisario Williams me aseguró
que no había problema.
—Nunca me habló de ese periodo de tiempo —respondió Magnus.
Los ojos azules de Snorri miraban fijamente a los de Magnus.
—Por supuesto, Williams sí mencionó el motivo por el que usted estaba tan
ansioso por salir de Boston durante un tiempo. Admiro su coraje. —Dirigió la mirada
al policía uniformado que conducía el coche en el asiento delantero—. Aquí nadie lo
sabe aparte de mí.
Magnus estuvo a punto de protestar, pero lo dejó pasar. Todavía no sabía cuántos
meses quedaban hasta el juicio de Lenahan y los demás. Seguiría con el inspector jefe
de policía hasta que lo llamaran para testificar, después volvería a Boston para
quedarse, por muchos planes que el inspector jefe tuviera para él.
Snorri sonrió.
—Pero el azar ha querido que dispongamos de una cosa a la que ya le puede
hincar el diente. Han encontrado un cadáver esta mañana, en una casa de verano junto
al lago Thingvellir. Y me han dicho que uno de los primeros sospechosos es
americano. Nos dirigimos allí ahora mismo.
El aeropuerto de Keflavík se encontraba en la punta de la península que sobresalía
de la zona oeste de Reikiavik para adentrarse en el océano Atlántico. Iban en
dirección este, atravesando la maraña de autopistas y suburbios grises del sur de la
ciudad, flanqueados por pequeñas fábricas y almacenes y cadenas de comida rápida
reconocibles: KFC, Taco Bell y Subway. Deprimente.
A su izquierda, Magnus podía ver los tejados metálicos multicolores de las
pequeñas casas que formaban el centro de Reikiavik, dominado por el chapitel de la
Hallgrímskirkja, la iglesia más grande de Islandia, que se levantaba en lo alto de una
colina. No había ningún atisbo de los grupos de rascacielos que dominaban los
barrios del centro de las ciudades de Estados Unidos, incluso las más pequeñas. Al
otro lado de la ciudad se encontraba la bahía de Faxaflói y, más allá, la extensa falda
del monte Esja, una imponente cadena de piedra que se alzaba hasta las nubes bajas.
Pasaron por los lóbregos barrios del extrarradio llenos de achaparrados bloques de
apartamentos del este de la ciudad. El Esja se hacía más grande por delante de ellos,
antes de dejar atrás la bahía y subir por el Mosfell. Las casas desaparecieron y no
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quedó más que un páramo de hierba amarilla y musgo verde, voluminosas colinas
redondeadas y nubes, bajas, oscuras y serpenteantes.
Unos veinte minutos después descendieron y Magnus vio el lago Thingvellir
delante de él. Magnus había estado varias veces allí de niño, visitando el parque de
Thingvellir, una llanura de hierba que se extendía a lo largo de un valle lleno de fallas
en el lado norte del lago. Es el lugar donde las placas americana y europea dividen
Islandia en dos. Lo más importante para Magnus y para su padre era que se trataba
del espectacular emplazamiento del Althing, el Parlamento islandés al aire libre que
se reunía cada año durante la época de las sagas.
Magnus recordaba el lago de un bonito azul intenso. Ahora era oscuro y funesto y
las nubes bajaban tanto del cielo que casi tocaban el agua negra. Incluso el montículo
de una pequeña isla que había en medio estaba cubierto de una densa capa de
humedad.
Dejaron la carretera principal y pasaron junto a una enorme granja de caballos
que pastaban en el prado que llegaba hasta el mismo lago. Siguieron un camino de
piedras hacia una fila de media docena de casas de verano protegidas por una hilera
de abedules discontinuos y sin hojas. Los únicos árboles que había a la vista. Magnus
vio los típicos indicativos de un escenario de un crimen recién establecido: coches de
policía mal aparcados, algunos con las luces aún encendidas sin necesidad, una
ambulancia con la puerta de atrás abierta, cinta amarilla agitándose con la brisa y
gente pululando con una mezcla de oscuros uniformes de policía y batas blancas de
forense.
El centro de atención lo constituía la quinta casa, al final de la fila. Magnus miró
las otras casas de verano. Aún era el comienzo de la temporada, así que solamente
una, la segunda, mostraba signos de estar habitada con un todoterreno aparcado en la
puerta.
El coche de policía se detuvo junto a la ambulancia y de él salieron el inspector
jefe y Magnus. El aire era frío y húmedo. Pudo oír el susurro del viento y el evocador
piar de un pájaro. ¿Un zarapito?
Un hombre alto y calvo, de rostro alargado y vestido con una bata de forense se
acercó a ellos.
—Permítame que le presente al inspector Baldur Jakobsson, del Departamento de
Investigación Criminal de la Policía Metropolitana de Reikiavik —dijo el inspector
jefe—. Está a cargo de la investigación. Del lago Thingvellir se ocupa la policía de
Selfoss, que está al sur de aquí, pero cuando se dieron cuenta de que podía tratarse de
la investigación de un asesinato, me pidieron que organizara la ayuda de Reikiavik.
Baldur, este es el oficial Magnús Jonson, del Departamento de Policía de Boston…
—Hizo una pausa y miró a Magnus con curiosidad—. ¿Jonson?
—Ragnarsson —lo corrigió Magnus.
El inspector jefe sonrió, encantado de que Magnus volviera a su apellido islandés.
—Ragnarsson.
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—Buenas tardes —lo saludó Baldur con frialdad y con un entrecortado acento
islandés.
—Gódan daginn —contestó Magnus.
—Baldur, ¿puede explicarle a Magnús lo que ha ocurrido aquí?
—Por supuesto —respondió Baldur sin que sus finos labios mostraran una sonrisa
ni señal alguna de entusiasmo—. La víctima era Agnar Haraldsson. Era profesor de la
Universidad de Islandia. Esta es su casa de verano. Lo asesinaron anoche,
golpeándole en la cabeza dentro de la casa, según creemos, y arrastrándolo después
hasta el interior del lago. Lo encontraron dos niños de la casa que hay ahí detrás a las
diez de esta mañana.
—¿La casa con el Range Rover en la puerta? —preguntó Magnus.
Baldur asintió.
—Fueron a buscar a su padre y llamaron al 112.
—¿Cuándo lo vieron vivo por última vez? —volvió a preguntar Magnus.
—Ayer era día de fiesta. El primer día del verano.
—Es una pequeña broma islandesa —apuntó el inspector jefe—. Para el
verdadero verano quedan aún unos cuantos meses, pero necesitamos cualquier cosa
para poder alegrarnos tras el largo invierno.
Baldur no hizo caso de la interrupción.
—Los vecinos vieron llegar a Agnar sobre las once de la mañana. Le vieron
aparcar el coche en el exterior de su casa y entrar. Lo saludaron con la mano y él
devolvió el saludo, pero en realidad no hablaron. Tuvo la visita de una persona, o
varias, por la noche.
—¿Descripción?
—Ninguna. Solo vieron el coche, pequeño, de color azul fuerte, como un Toyota
Yaris, aunque no están seguros del todo. El coche llegó sobre las siete y media u
ocho. Se fue a las nueve y media. No vieron nada, pero la mujer recuerda que estaba
viendo la televisión cuando lo oyó pasar.
—¿Alguna otra visita?
—Nada que los vecinos sepan. Pero pasaron toda la tarde en Thingvellir, así que
puede que sí la hubiera.
Baldur respondía a las preguntas de Magnus de forma sencilla y directa y su
rostro alargado le daba un aire de grave intensidad a sus respuestas. El inspector jefe
lo escuchaba con atención, pero dejó que Magnus fuera quien hablara.
—¿Han encontrado el arma con la que lo han asesinado?
—Aún no. Tendremos que esperar a la autopsia. El forense puede darnos algunas
pistas.
—¿Puedo ver el cadáver?
Baldur asintió y condujo a Magnus y al inspector jefe hacia el otro lado de la casa
por un pequeño sendero de tierra hasta una carpa azul levantada al borde del lago, a
unos diez metros de la casa. Baldur pidió batas, guantes y botas. Magnus y el
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inspector jefe se las pusieron, firmaron un documento que les entregó el policía que
vigilaba el lugar y entraron en la carpa.
En el interior había un cuerpo tendido sobre la hierba cenagosa. Dos hombres
vestidos con batas de forense se disponían a levantarlo para introducirlo en una bolsa
para cadáveres. Cuando vieron quién había entrado, dejaron lo que estaban haciendo
y salieron de la carpa para dejar a sus superiores espacio para examinar el cadáver.
—El personal médico de Selfoss que respondió a la llamada lo sacó del lago
cuando lo encontraron —explicó Baldur—. Pensaban que se había ahogado, pero el
médico que ha examinado el cadáver se mostró receloso.
—¿Por qué?
—Tenía un golpe detrás de la cabeza. En el fondo del lago hay algunas rocas y
cabía la posibilidad de que se hubiera golpeado con una de ellas en caso de haber
caído, pero el médico creyó que el golpe era demasiado fuerte.
—¿Puedo echar un vistazo?
Agnar era, o había sido, un hombre de unos cuarenta años, de cabello bastante
largo y moreno, con mechones grises en las sienes, rasgos marcados y barba de tres
días. Bajo la barba, su piel era pálida y tersa, los labios finos y de color azul grisáceo.
El cuerpo estaba frío, lo cual no era de extrañar después de haber pasado la noche en
el lago. También estaba rígido, lo que indicaba que llevaba más de ocho horas muerto
y menos de veinticuatro, es decir, entre las cuatro de la larde anterior y las ocho de la
mañana. Aquello no sería de ayuda, Magnus dudaba que el forense pudiera sacar algo
más preciso en cuanto a la hora de la muerte.
A menudo resultaba difícil estar seguro de si se trataba de un caso de
ahogamiento y si la víctima había muerto antes o después de la inmersión en el agua.
La arena o la hierba en los pulmones darían con la clave, pero para aquello tendrían
que esperar a la autopsia.
Con suavidad, Magnus apartó el pelo del profesor y examinó la herida de la parte
de atrás del cráneo.
Se giró hacia Baldur.
—Creo que sé dónde se encuentra el arma del crimen.
—¿Dónde? —preguntó Baldur.
Magnus apuntó hacia las profundas y grises aguas del lago. Allí, en algún lugar,
la falla que había entre las placas continentales del lago Thingvellir se adentraba
hasta una profundidad de varias decenas de metros.
Baldur dejó escapar un suspiro.
—Necesitamos buceadores.
—Yo no me molestaría —dijo Magnus—. Nunca la encontrará.
Baldur frunció el ceño.
—Le golpeó una piedra —le explicó Magnus—. Algo con filos dentados. Aún
quedan trozos de piedra en la herida. No tengo ni idea de qué tipo de piedra,
posiblemente del camino de ahí atrás, algunas de esas piedras son bastante grandes.
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Su laboratorio se lo dirá. Pero apuesto a que el asesino la lanzó después al lago. A
menos que fuera muy estúpido. Es el lugar perfecto para esconder una piedra.
—¿Ha recibido formación forense? —preguntó Baldur con recelo.
—No mucha —contestó Magnus—. He visto unos cuantos muertos con golpes en
la cabeza. ¿Puedo mirar dentro de la casa?
Baldur asintió. Volvieron a recorrer el sendero hasta la casa de verano. El lugar
estaba recibiendo todo el tratamiento forense con lámparas potentes, una aspiradora y,
al menos, cinco peritos merodeando por la casa con pinzas y polvo para huellas
dactilares.
Magnus miró a su alrededor. La puerta se abría directamente a una sala de estar
espaciosa con grandes ventanas que daban al río. Las paredes y el suelo eran de
madera blanda y los muebles modernos pero no caros. Montones de estanterías:
novelas en inglés e islandés, libros de historia y algo de crítica literaria especializada.
Una impresionante colección de CDs: clásico, jazz, islandeses a los que Magnus
nunca había escuchado… No había televisión. Un escritorio lleno de papeles ocupaba
uno de los rincones de la habitación y en medio había sillas y un sofá alrededor de
una mesa baja, sobre la que había una copa de vino tinto medio vacía y un vaso con
lo que parecía ser Coca-Cola. Ambos estaban cubiertos de una fina capa de polvo de
huellas manchado.
A través de una puerta abierta Magnus pudo ver la cocina. Había otras tres puertas
que salían de la sala de estar, presumiblemente a los dormitorios o a un baño.
—Creemos que fue golpeado por aquí —dijo Baldur, apuntando hacia el
escritorio. Había señales de haber fregado recientemente el suelo de madera y, a
pocos centímetros, dos marcas de tiza rodeaban unas manchas diminutas.
—¿Pueden hacer un análisis de ADN de esto?
—¿Por si la sangre es del asesino? —preguntó Baldur.
Magnus asintió.
—Sí que se puede. Lo enviamos a un laboratorio de Noruega. Los resultados
tardan un poco en llegar.
—Hábleme de ello —le pidió Magnus. En Boston, el laboratorio de ADN estaba
permanentemente atascado. Todo era urgente y, al final, nada salía. De algún modo,
Magnus sospechaba que quizá el laboratorio noruego trataría el único pedido de sus
vecinos con algo más de respeto.
—Creemos que a Agnar lo golpearon en la parte posterior de la cabeza aquí,
cuando se dirigía hacia el escritorio. Después, lo sacaron a rastras de la casa y lo
tiraron al lago.
—Parece plausible —dijo Magnus.
—Si no fuera… —Baldur vaciló. Magnus se preguntó si se estaba mostrando
receloso sobre si expresar o no sus dudas delante de su jefe.
—¿Si no fuera por qué?
Baldur miró a Magnus, dubitativo.
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—Venga a ver esto. —Condujo a Magnus hasta la cocina. Estaba en orden,
excepto por una botella de vino abierta y un sándwich de jamón y queso a medio
hacer sobre la encimera.
—Hemos encontrado más manchas de sangre aquí —le informó Baldur
apuntando a la encimera—. Parece sangre salpicada a gran velocidad, pero eso no
tiene sentido. Puede que Agnar se hiciera una herida antes. Puede que de algún modo
se tambaleara aquí dentro, pero no hay por aquí señal alguna de pelea. Puede que el
asesino entrara aquí para limpiarse. Pero si ese fuera el caso, se supone que las
salpicaduras serían mucho más grandes.
Magnus miró por la cocina. Tres moscas aporreaban la ventana en un intento
interminable por salir.
—No se preocupe —dijo—. Son las moscas.
—¿Moscas?
—Claro. Aterrizan sobre el cadáver. Se atiborran y luego vuelan hasta la cocina,
donde hace más calor. Ahí regurgitan la sangre. Eso las ayuda a digerirla. Quizá
querían un poco de sándwich para el postre. —Magnus se inclinó para examinar el
plato—. Sí, aquí hay un poco más. Lo verá mejor con un cristal de aumento o con
luminol, si tiene. Por supuesto, eso significa que el cuerpo ha estado aquí tirado el
tiempo suficiente como para que las moscas hayan tenido su festín. Pero eso es solo
quince o veinte minutos.
Baldur seguía sin sonreír, pero el inspector jefe sí que lo hacía.
—Gracias —fue todo lo que el inspector Baldur pudo decir.
—¿Huellas de pisadas? —preguntó Magnus, mirando al suelo. Deberían verse
huellas de pisadas sobre la madera pulida.
—Sí —respondió Baldur—. Unas cuantas del número cuarenta y cinco. Lo cual
es extraño.
Ahora era Magnus el que parecía desconcertado.
—¿Por qué?
—Normalmente los islandeses se quitan los zapatos cuando entran en una casa.
Excepto quizá si son visitantes extranjeros y no conocen las costumbres. Dedicamos
el mismo tiempo a buscar fibras de calcetines que huellas de pisadas.
—Ah, claro —dijo Magnus—. ¿Alguna cosa en los papeles del escritorio?
—La mayor parte son material de la universidad, trabajos de los alumnos,
borradores de artículos sobre literatura islandesa, ese tipo de cosas. Tenemos que
analizarlos más a fondo. Había un fartölva que el equipo de forenses se ha llevado
para examinarlo.
—Perdone, ¿qué es un fartölva? —preguntó Magnus, que no estaba familiarizado
con aquel término islandés. Conocía la diferencia entre una alabarda y un hacha de
combate, pero algunas de las palabras islandesas más recientes se le escapaban.
—Un ordenador pequeño que puede transportarse fácilmente —le explicó Baldur
—. Y hay una agenda con una anotación. Dice quién estuvo aquí anoche.
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—El inspector jefe mencionó a un estadounidense —dijo Magnus—. Con pies del
número cuarenta y cinco, claro. —No tenía ni idea de a qué correspondía aquello en
las tallas americanas, pero sospechaba que era bastante grande.
—Americano. O británico. Se llama Steve Jubb y la hora es las siete y media de
la tarde de ayer. Y hay un número de teléfono. Corresponde al hotel Borg, el mejor
hotel de Reikiavik. Han ido a por él ahora. De hecho, si me disculpas, Snorri, tengo
que volver a la comisaría para interrogarle.
Magnus estaba sorprendido por la informalidad de los islandeses. Nada de
«señor» ni «inspector jefe Gudmundsson». En Islandia todos se llamaban por sus
nombres de pila, ya fuera un barrendero de la calle que habla con el presidente del
país como un oficial de la policía hablando con su jefe. Tardaría un poco en
acostumbrarse, pero le gustaba.
—Asegúrate de incluir a Magnus en los interrogatorios —dijo el inspector jefe.
El rostro de Baldur permaneció impasible, pero Magnus podría asegurar que por
dentro estaba furioso. Y Magnus no le culpaba. Probablemente, aquel era uno de los
casos más importantes del año para Baldur y no le debía de gustar tener que
encargarse de él bajo la mirada de un extranjero. Puede que Magnus tuviera más
experiencia en homicidios, pero era al menos diez años más joven y de un rango
inferior. Aquella combinación debía de ser especialmente molesta.
—Por supuesto —contestó—. Haré que Árni se ocupe de usted. Lo llevará de
vuelta a la comisaría para que se instale. Y no olvide venir a hablar conmigo sobre
Steve Jubb más tarde.
—Gracias, inspector —dijo Magnus antes de que pudiera evitarlo.
Baldur dirigió su mirada rápidamente hacia Magnus, reconociendo la metedura de
pata que evidenciaba que, al fin y al cabo, no se trataba de un verdadero islandés.
Llamó a un oficial para que acompañara a Magnus y después se fue con el inspector
jefe de vuelta a Reikiavik.
—Hola, ¿qué tal? —lo saludó el oficial con un fluido acento americano—. Me
llamo Árni. Árni Holm. Ya sabes, como Terminator.
Era alto y extremadamente delgado, con pelo corto y oscuro y una nuez que se
movía con rapidez al hablar. Tenía una amplia y simpática sonrisa.
—Komdu saell —dijo Magnus—. Te agradezco que hables mi idioma, pero lo
cierto es que tengo que practicar mi islandés.
—De acuerdo —contestó Árni, en islandés. Parecía decepcionado por no poder
mostrar sus dotes para el inglés.
—Aunque no tengo ni idea de cómo se dice «Terminator» en islandés.
—Tortímandinn —le aclaró Árni—. Hay gente que me llama así. —Magnus no
pudo evitar sonreír. Árni era una versión enclenque de una persona enjuta y fuerte—.
Bueno, he de admitir que no mucha.
—Hablas muy bien inglés.
—Estudié criminología en los Estados Unidos —respondió Árni orgulloso.
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—Vaya. ¿Dónde?
—Kunzelberg College, Indiana. Es una escuela pequeña, pero tiene muy buena
reputación. Puede que no hayas oído hablar de ella.
—Pues no voy a decirte que sí —convino Magnus—. ¿Y qué hacemos ahora? Me
gustaría ir con Baldur al interrogatorio de ese tal Steve Jubb.
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Lo primero que notó Magnus es que Steve Jubb no era estadounidense. Tenía una
especie de acento británico. Resultó ser de Yorkshire. Jubb era un camionero de un
pueblo llamado Wetherby, en Inglaterra. No estaba casado y vivía solo. Su pasaporte
informaba de que tenía cincuenta y un años.
Magnus y Árni veían el interrogatorio desde la pantalla de un ordenador al otro
lado del pasillo. Todas las salas de interrogatorios de la comisaría de Reikiavik
estaban equipadas con grabadoras y un circuito cerrado de televisión.
Había cuatro hombres en la sala: Baldur, otro oficial, un joven intérprete islandés
y un hombre grande y de espaldas anchas con barriga cervecera. Llevaba una camisa
vaquera abierta y una camiseta blanca, vaqueros negros y una gorra de béisbol bajo la
que asomaba un pelo canoso y poco abundante. Y una barba fina y cuidada. Magnus
pudo distinguir las espirales verdes y rojas de un tatuaje en el antebrazo. Steve Jubb.
Baldur era bueno interrogando, relajado y seguro de sí mismo y más accesible de
lo que había estado con Magnus antes. Incluso sonreía a veces, un movimiento hacia
arriba de los extremos de sus labios. Utilizaba la clásica técnica de los policías,
haciendo que Jubb avanzara y retrocediera en su historia. Tratando de que cometiera
algún desliz en el relato de los detalles. Pero aquello hizo que Magnus pudiera
ponerse al corriente sobre lo que Jubb había hecho aquella noche.
El interrogatorio fue lento y poco natural; el intérprete tenía que traducirlo todo a
un idioma y a otro. Árni explicó que aquello no era solo porque Baldur no hablara
bien inglés, sino porque era necesario en caso de que algo de lo que se dijera en la
entrevista fuera utilizado en un juicio.
Jubb tenía que explicar muchas cosas, pero lo hizo bien. Al menos, al principio.
Su relato consistía en que había conocido a Agnar durante unas vacaciones a
Islandia el año anterior y que habían acordado verse durante este viaje. Había
alquilado un coche, un Toyota Yaris azul, y había ido hasta el lago Thingvellir. Agnar
y él estuvieron charlando durante más de una hora y, luego, Jubb volvió a su hotel. La
recepcionista recordaba haberlo visto volver. Como su turno terminaba a las once,
pudo confirmar la hora del regreso. Jubb no había visto nada ni a nadie sospechoso.
Agnar se había mostrado simpático y conversador. Habían hablado sobre lugares de
Islandia que Jubb tenía que visitar.
Jubb confirmó que había bebido una Coca-Cola y que su anfitrión bebió vino
tinto. No se quitó los zapatos en la casa de verano: su número de calzado era de diez
y medio, según el sistema de medidas del Reino Unido. Jubb no estaba seguro de su
correspondencia con las tallas continentales.
Una hora y media después, Baldur salió de la habitación para ver a Magnus.
—¿Qué opina? —le preguntó.
—Su historia se sostiene.
—Pero está ocultando algo. —Se trataba de una afirmación, no de una pregunta.
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—Yo también lo creo, pero es difícil decirlo desde aquí. La verdad es que no
puedo verlo. ¿Puedo hablar con él cara a cara? ¿Sin intérprete? Sé que lo que me
cuente no será admitido como prueba, pero a lo mejor consigo que se relaje. Y si
comete algún error, usted puede volver a ello más adelante.
Baldur lo pensó un momento y después aceptó.
Magnus se dirigió hacia la sala de interrogatorios y tomó asiento junto a Jubb, la
misma silla que había ocupado el intérprete. Se apoyó en el respaldo.
—Hola Steve. ¿Qué tal? —lo saludó Magnus—. ¿Todo bien?
—¿Quién eres? —preguntó Jubb con el ceño fruncido.
—Magnus Jonson —contestó Magnus. Le pareció natural volver a su nombre
americano al hablar en su idioma.
—Eres un jodido yanqui. —Jubb le habló con un acento de Yorkshire fuerte y
directo.
—Sí que lo soy. Estoy ayudando a estos tíos durante una temporada.
Jubb dejó escapar un gruñido.
—Y bien, háblame de Agnar.
Jubb resopló ante la idea de tener que repetir de nuevo su historia.
—Nos conocimos hace un año en un bar de Reikiavik. Me gustó aquel tipo, así
que he ido a verlo cuando he vuelto a Islandia.
—¿De qué hablasteis?
—De todo un poco. Lugares que hay que visitar en Islandia. Conoce el país
bastante bien.
—No. Quiero decir que de qué hablasteis para que quisieras volver a verlo. Él era
un profesor de universidad y tú, un camionero. —Magnus recordó que Jubb era
soltero—. ¿Eres homosexual? —No era probable, pero a lo mejor provocaba alguna
reacción.
—Por supuesto que no soy un jodido homosexual.
—Entonces, ¿de qué hablasteis?
Jubb vaciló y luego respondió:
—De las sagas. Era un experto y a mí siempre me habían interesado. Ese es uno
de los motivos por los que he venido a Islandia.
—¡Las sagas! —Magnus soltó un resoplido—. Sí, seguro.
Jubb se encogió de hombros y cruzó los brazos por encima del vientre.
—Has sido tú el que has preguntado.
Magnus hizo una pausa para examinarlo.
—Vale, perdona. ¿Cuál es tu preferida?
—La saga de los volsungos.
Magnus lo miró sorprendido.
—Una elección poco corriente.
Las sagas más conocidas trataban sobre los pobladores vikingos de Islandia
durante el siglo X, pero La saga de los volsungos transcurría en un periodo muy
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anterior. Aunque fue escrita en Islandia en el siglo XIII, se trataba de una leyenda
sobre una primitiva familia germánica de reyes, los volsungos, que finalmente se
convirtieron en los burgundios: Atila el huno aparecía en esa historia. No era una de
las favoritas de Magnus, pero la había leído unas cuantas veces.
—De acuerdo. ¿Y cuál era el nombre del enano al que obligan a entregar su oro a
Odín y a Loki? —le preguntó.
—Andvari —respondió Jubb sonriendo.
—¿Y el de la espada de Sigurd?
—Gram. Y su caballo se llamaba Grani.
Jubb sabía de lo que hablaba. Quizá se tratara de un camionero, pero era un
hombre leído. No debía subestimarlo.
—Me gustan las sagas —dijo Magnus con una sonrisa—. Mi padre solía
leérmelas. Pero él era islandés. ¿Cómo es que te interesan?
—Por mi abuelo —contestó Jubb—. Las estudió en la universidad. Solía
contarme aquellas historias cuando era niño. Me quedé enganchado a ellas. Luego
encontré algunas de ellas en una cinta de casete y solía ponérmela en el camión. Aún
lo hago.
—¿En inglés?
—Claro.
—Están mejor en islandés.
—Eso decía Agnar. Y le creí. Pero ya es demasiado tarde como para ponerme a
aprender otro idioma. —Jubb hizo una pausa—. Siento que haya muerto. Era un tipo
interesante.
—¿Lo mataste tú? —Aquella era una pregunta que Magnus le había hecho a todo
tipo de gente durante su carrera. No esperaba una respuesta sincera, pero, a menudo,
la reacción que provocaba la pregunta servía de ayuda.
—No —respondió Jubb—. ¡Por supuesto que no, joder!
Magnus estudió a Steve Jubb. Su negación era convincente y sin embargo…
Aquel camionero ocultaba algo.
En aquel momento la puerta se abrió y entró Baldur seguido del intérprete.
Magnus no pudo disimular su fastidio. Creía estar llegando a algo.
Baldur llevaba unos papeles. Se sentó en el escritorio y los colocó delante de él.
Se inclinó hacia delante y pulsó el interruptor de un panel de control que había junto
al ordenador.
—El interrogatorio se retoma a las dieciocho horas veintidós minutos —dijo. Y
después, en inglés, mirando fijamente a Jubb, preguntó—: ¿Quién es Ísildur?
Jubb se puso tenso. Tanto Baldur como Magnus se dieron cuenta de ello.
Después, se esforzó por mostrarse relajado.
—No tengo ni idea. ¿Quién es Ísildur?
Magnus se hizo la misma pregunta, aunque pensó que el nombre le sonaba
familiar.
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—Echa un vistazo a esto —le ordenó Baldur, volviendo a hablar en islandés.
Acercó tres hojas a Jubb y le pasó otras tres a Magnus—. Son copias de correos
electrónicos sacados del ordenador de Agnar. La correspondencia que mantenía
contigo.
Jubb cogió aquellos papeles y los leyó, al igual que Magnus. Dos de ellos eran
simples mensajes que confirmaban la visita que Steve le había sugerido por teléfono
y que concertaban la fecha, la hora y el lugar del encuentro. El tono parecía más de
una cita de negocios que de un encuentro informal para charlar con un conocido.
El tercer correo era el más interesante.
Estimado Steve:
Estoy deseando verle el jueves. He descubierto algo que creo que le
emocionará mucho.
Es una pena que Ísildur no pueda acudir también. Tengo una propuesta
que hacerle que creo que sería buena discutir en persona ¿Es demasiado
tarde para convencerle de que venga?
Saludos cordiales,
Agnar
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Baldur dirigía una dinámica reunión matutina. Dinámica y eficiente. Media docena de
oficiales estaban presentes, además de Magnus, la ayudante del fiscal —una joven
pelirroja llamada Rannveig— y el comisario jefe Thorkell Holm, jefe del
Departamento de Investigación Criminal de la Policía Metropolitana de Reikiavik.
Thorkell tenía poco más de sesenta años y una cara redonda y jovial de brillantes
mejillas rosadas. Parecía estar a gusto entre sus oficiales, feliz por encontrarse en un
segundo plano y estar escuchando a Baldur, que estaba a cargo de la investigación.
Había un ambiente de expectación en la mesa, de entusiasmo por la tarea que
tenían por delante. Era sábado por la mañana. Un largo fin de semana de trabajo se
avecinaba sobre todos ellos, pero parecían estar deseando comenzar.
Magnus se sintió contagiado por aquella excitación. Árni lo había llevado de
vuelta a su hotel la noche anterior. Cenó algo y se acostó. Había sido un día largo y
aún no se había recuperado del tiroteo en Boston y sus consecuencias. Pero durmió de
un tirón. Se sentía bien por encontrarse lejos de la banda de Soto. Estaba deseando
enviarle un mensaje a Colby, pero para ello tendría que acceder a algún ordenador.
Mientras tanto, la investigación sobre el asesinato del profesor le intrigaba.
Y él intrigaba a los oficiales que le rodeaban. Se quedaron mirándolo cuando
entró en la sala: no hubo las sonrisas típicas que se esperan en un grupo de
americanos que dan la bienvenida a un extranjero. Magnus no sabía si aquel era el
típico reparo inicial de los islandeses —un reparo que normalmente era sustituido por
calidez diez minutos después— o si se trataba de algo más hostil. Decidió no hacer
caso. Pero le alegró la desinhibida sonrisa cordial de Árni, que estaba sentado a su
lado.
—Nuestro sospechoso sigue sin decir nada —dijo Baldur—. Hemos tenido
noticias de la policía británica. Está limpio de antecedentes penales, aparte de dos
condenas por posesión de cannabis en los años setenta. Rannveig lo llevará esta
mañana ante el juez para que nos conceda una orden de arresto durante las siguientes
semanas.
—¿Tenemos suficientes pruebas para conseguirla? —preguntó Magnus.
Baldur torció el gesto ante la interrupción.
—Steve Jubb fue la última persona que vio a Agnar con vida. Estaba en el
escenario del crimen más o menos a la hora en la que se cometió. Sabemos que estaba
hablando sobre algún tipo de acuerdo con Agnar, pero no nos dice qué hacía allí.
Oculta algo y hasta que nos diga lo contrario vamos a considerarlo como un asesino.
Yo diría que tenemos suficientes motivos para retenerlo, y lo mismo dirá el juez.
—A mí me parece bien —dijo Magnus. Y así era. En los Estados Unidos, lo que
tenían no era apenas nada como para arrestar a un sospechoso, pero Magnus podía
empezar a apreciar el sistema islandés.
Baldur asintió cortante.
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—Y bien, ¿qué tenemos?
Dos oficiales habían entrevistado a la esposa de Agnar, Linda, en su casa de
Seltjarnarnes, a las afueras de Reikiavik. Estaba desolada. Llevaban siete años
casados y tenían dos hijos pequeños. Se trataba del segundo matrimonio de Agnar. Se
divorció cuando se conocieron; al igual que su primera esposa, Linda había sido
alumna suya. Agnar había ido a la casa de verano para ponerse al día con el trabajo.
Al parecer, se acercaba la fecha límite para la entrega de una traducción. Había
pasado allí las dos semanas anteriores. Su mujer, que se quedó sola a cargo de los
niños, no había estado muy conforme con la situación.
El ordenador portátil de Agnar no había revelado más correos de Steve Jubb que
fueran de interés. Contenía un revoltijo de documentos de Word y de sitios de internet
que había visitado y que tenían que examinar. Y había montones de papeles en su
despacho de la universidad y en la casa de verano que había que leer.
Los forenses habían encontrado cuatro tipos de huellas en la casa de verano: las
de Agnar, las de Steve Jubb y otros dos que hasta ahora no habían identificado.
Ninguna de la esposa de Agnar, que había declarado que aún no había visitado la casa
ese año. No había huellas en la puerta del acompañante del Toyota que Jubb había
alquilado, lo cual confirmaba su declaración de que había acudido solo a la visita de
Agnar.
También encontraron restos de cocaína en el dormitorio y una bolsa de un gramo
escondida en un armario.
—Vigdís, ¿ha habido suerte con el nombre de Ísildur? —preguntó Baldur.
Se giró hacia una mujer negra y elegante de unos treinta años que vestía un jersey
ajustado y unos vaqueros. Magnus la había visto nada más entrar en la sala. Era la
primera persona negra que Magnus veía desde que había llegado a Islandia. Aquel
país no contaba con minorías étnicas, sobre todo negros.
—Parece que Ísildur, con «i» acentuada, es un nombre islandés. —Pronunció la
letra como una «e» larga—. Aunque lo cierto es que es muy poco común. He
investigado en la base de datos del Registro Nacional y solamente aparece una
entrada con ese nombre en los últimos ochenta años, un niño llamado Ísildur
Ásgrímsson. Nacido en 1974 y muerto en 1977 en Flúdir. —Por lo que Magnus podía
recordar, Flúdir era un pueblo del suroeste de Islandia. En inglés, se pronunciaba
«Floothir», y aquella «d» islandesa correspondía a la «ð».
Magnus se dio cuenta de que Vigdís hablaba con un perfecto acento islandés. Le
parecía muy raro. Había trabajado con muchas detectives en Boston y casi se
esperaba el acento lacónico de Boston, no el sonido cadencioso del islandés.
—Su padre, Ásgrímur Högnason, fue médico. Murió en 1992.
—¿Pero no hay rastro de ninguna persona viva hoy día con ese nombre?
Vigdís negó con la cabeza.
—Supongo que puede ser un vestur-íslenskur. —Se refería a un islandés
occidental, uno de esos islandeses que habían cruzado el Atlántico hasta América del
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Norte hacía un siglo y que eran predecesores del mismo Magnus—. O puede que viva
en Inglaterra. Si nació en el extranjero, no se encuentra en nuestra base de datos.
—¿Alguien ha oído hablar de algún Ísildur? —preguntó Baldur al resto de
congregados en la habitación—. Lo cierto es que parece islandés. —Nadie dijo nada,
aunque Árni, que estaba sentado junto a Magnus, pareció estar a punto de abrir la
boca para, después, pensárselo mejor.
—De acuerdo —dijo Baldur—. Esto es lo que sabemos. Está claro que Steve Jubb
acudió a la casa de verano a algo más que para charlar con un conocido. Estaba
cerrando una especie de acuerdo con Agnar, algo que implicaba a un hombre llamado
Ísildur.
Miró por la habitación.
—Tenemos que saber qué es lo que Agnar había descubierto y qué trato estaban
negociando. Debemos descubrir muchas más cosas de Agnar. Y sobre todo, tenemos
que saber quién demonios es ese Ísildur. Esperemos que Steve Jubb empiece a hablar
cuando se dé cuenta de que va a pasar las próximas semanas en la cárcel.
* * *
Cuando terminó la reunión, el comisario jefe Thorkell le dijo a Magnus que quería
hablar con él. Su despacho era amplio y confortable, con unas magníficas vistas a la
bahía y al monte Esja. Las nubes estaban más altas que el día anterior y a lo lejos, en
la bahía, un agujero por el que entraba la luz del sol se reflejaba sobre el agua. Sobre
el escritorio del comisario jefe había tres fotografías de niños de pelo rubio,
colocadas de tal modo que tanto Thorkell como sus visitas pudieran verlos. Un par de
pinturas rudimentarias, probablemente hechas por los mismos niños, colgaban de la
pared.
Thorkell se sentó en su sillón grande de piel y sonrió.
—Bienvenido a Reikiavik —dijo.
Al menos él, al igual que Árni, parecía simpático. Magnus no podía ver ningún
parecido físico entre ellos, pero compartían el mismo apellido, Holm, así que era
probable que estuvieran emparentados. Una pequeña minoría de islandeses utilizaban
el sistema del apellido familiar, como en el resto del mundo. A menudo, se trataba de
familias ricas, descendientes de los jóvenes islandeses que viajaron a Dinamarca para
estudiar y que utilizaron su apellido mientras estuvieron allí.
Pero todos los islandeses estaban emparentados. Aquella sociedad tenía más de
pañuelo que de acervo genético.
—Gracias —contestó Magnus.
—Va a formar parte del personal del inspector jefe de la Policía Nacional, pero
cuando no esté en la Academia de Policía, tendrá una mesa aquí, con nosotros. Estoy
muy a favor de la iniciativa que tuvo el inspector jefe de pedir que viniera usted y
creo que nos será de gran ayuda en esta investigación.
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—Eso espero.
Thorkell vaciló.
—El inspector Baldur es un policía excelente, y de mucho éxito. Le gusta utilizar
técnicas ya comprobadas que funcionan en Islandia. En esencia, se reduce al hecho de
que en un país tan pequeño siempre hay alguien que conoce a alguien que conoce al
asesino. Pero a medida que cambia la naturaleza del delito, también deben hacerlo los
métodos para combatirlo. Y por eso está usted aquí. Puede que la flexibilidad no sea
el punto fuerte de Baldur. Pero no tema dar su opinión. Queremos oírla, se lo
garantizo.
Magnus sonrió.
—Entiendo.
—Bien. Esta mañana se pondrá en contacto con usted alguien de la oficina del
inspector jefe para hablarle del sueldo, el alojamiento y esas cosas. Mientras tanto,
Árni le proporcionará un escritorio, un teléfono y un ordenador. ¿Tiene alguna
pregunta?
—Sí, una. ¿Puedo llevar pistola?
—No —contestó Thorkell—. Rotundamente no.
—No estoy acostumbrado a estar de servicio sin llevarla —protestó Magnus.
—Pues ya se acostumbrará.
Se miraron fijamente por un momento. En opinión de Magnus, un policía necesita
una placa y una pistola. Comprendía la dificultad de que le dieran una placa. Pero
necesitaba una pistola.
—¿Cómo puedo conseguir una licencia de armas?
—No puede. En Islandia nadie lleva arma, ni siquiera un revólver. Están
prohibidas desde 1968, después de que un hombre muriera de un disparo.
—¿Me está diciendo que los oficiales de policía no entrenan con armas de fuego?
Thorkell dejó escapar un suspiro.
—Sí tenemos algunos oficiales armados en la Brigada Vikinga. Es lo que
conocemos como nuestro Cuerpo Especial de Intervención. Quizá pueda practicar en
el campo de tiro cubierto de Kópavogur, pero no podemos permitir que lleve un arma
fuera de él. No es así como hacemos las cosas aquí.
Magnus estuvo tentado de decir algo sobre la flexibilidad y expresar su opinión,
pero agradecía el apoyo del comisario jefe y no quería hacerle enojar sin necesidad,
así que se limitó a darle las gracias de nuevo y salió.
* * *
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gente. El escritorio de Magnus estaba justo enfrente del de Árni. El teléfono
funcionaba y Árni le aseguró que alguien del Departamento de Informática le
proporcionaría una clave esa misma mañana.
Árni desapareció en dirección a la máquina de café y volvió con dos tazas. Ese
chico prometía.
Magnus le dio un sorbo al café y pensó en Agnar. Aún no sabía mucho sobre el
profesor, pero sí que estaba casado y que era padre de dos niños. Magnus pensó en
esos niños que crecerían sabiendo que su padre había sido asesinado, en la desolada
esposa esforzándose por aceptar que su familia se había destruido. Necesitaban saber
quién había matado a Agnar y por qué, y necesitaban saber que el asesino había
recibido su castigo. De no ser así… En fin, de no ser así, terminarían como Magnus.
Aquel impulso familiar regresó. Aunque Magnus aún no los conocía, e incluso
podía ser que no los conociera nunca, podía prometerles una cosa: encontraría al
asesino de Agnar.
—¿Has decidido dónde te vas a alojar en Reikiavik? —le preguntó Árni, dando
un sorbo a su taza.
—La verdad es que no —respondió Magnus—. Supongo que el hotel está bien.
—Pero no pensarás quedarte allí todo el tiempo que estés con nosotros.
Magnus se encogió de hombros.
—No sé. Supongo que no. No tengo ni idea de cuánto tiempo va a ser.
—Mi hermana tiene una habitación libre en su apartamento. Es agradable, muy
céntrico, en Thingholt. Podrías alquilarla. No te cobraría mucho.
Magnus no había pensado aún en el dinero, el alojamiento, la ropa, los gastos del
día a día. Estaba encantado solo por el hecho de estar vivo. Pero contar con una
maleta en una habitación de hotel se volvería tedioso enseguida y puede que la
hermana de Árni fuera una solución rápida y fácil a un problema en el que aún no se
había puesto a pensar. Y barata. Puede que eso fuera importante.
—Claro. Le echaré un vistazo.
—Estupendo. Te llevaré por allí esta noche, si quieres.
El café no estaba mal. Los islandeses tomaban muchas tazas de café al día —toda
la sociedad se abastecía de cafeína—. Quizá fuera esa una de las razones por las que
no se quedaban sentados mucho tiempo.
—Estoy seguro de haber oído el nombre de Ísildur en algún sitio —dijo Magnus
—. Puede que fuera algún niño del colegio. Pero habría aparecido en la búsqueda de
Vigdís.
—Puede que sea por la película.
—¿La película? ¿Qué película?
—La comunidad del anillo. ¿No la has visto? Es la primera parte de la trilogía de
El señor de los anillos.
—No, no he visto la película, pero sí que leí el libro. Así que Ísildur es uno de los
personajes, ¿no? ¿Qué es? ¿Una especie de elfo?
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—No, es un hombre —le explicó Árni—. Consigue el anillo al principio de la
película y luego lo pierde en el río. Después, Gollum lo encuentra.
—¡Árni! ¿Por qué no lo has dicho en la reunión?
—Iba a hacerlo, pero después pensé que todos se reirían de mí. A veces lo hacen,
¿sabes? Y está claro que no tiene nada que ver con el caso.
—¡Por supuesto que sí! —Magnus se detuvo antes de pronunciar la palabra
«¡idiota!»—. ¿Has leído La saga de los volsungos?
—Creo que la leí en el colegio —contestó Árni—. Trata sobre Sigurd, Brynhild y
Gunnar, ¿no? Los dragones y el tesoro.
—Y el anillo. Hay un anillo mágico. Es una versión islandesa de El cantar de los
nibelungos en el que Wagner basó su Ciclo del anillo. Apuesto a que Tolkien también
la leyó. Y es la saga preferida de Steve Jubb. Probablemente la única que haya leído.
Es un fanático de El señor de los anillos y tiene un amigo que también lo es y cuyo
apodo es Ísildur.
—Entonces, Ísildur no es ningún islandés.
Magnus negó con la cabeza.
—No. Probablemente sea otro camionero de Yorkshire. Tenemos que hablar con
Baldur.
Una mirada de pánico cruzó por la cara de Árni.
—¿De verdad crees que es importante?
—Sí —asintió Magnus—. Es una pista. En la investigación de un asesinato hay
que seguir todas las pistas que se presenten.
—Pues… Quizá deberías ir a ver a Baldur tú solo.
—Venga, Árni. No le diré que ya sabías quién era Ísildur. Vamos.
* * *
Tuvieron que esperar una hora a que Baldur volviera del juzgado de Laekjargata, pero
parecía contento.
—Podemos arrestar a Steve Jubb durante tres semanas —anunció cuando vio a
Magnus—. Y tengo una orden de registro para su habitación del hotel.
—¿Han puesto fianza? —preguntó Magnus.
—En Islandia no hay fianzas para los sospechosos de asesinato. Normalmente nos
conceden tres semanas para la investigación antes de presentar pruebas a la defensa.
Una vez que terminemos con él aquí, llevarán a Jubb a la prisión de Litla Hraun. Eso
le dará qué pensar.
—Eso está bien —dijo Magnus.
—Lo extraño es que tiene un abogado nuevo. Le adjudicamos un chico que se
licenció en derecho hace dos años, pero ya lo ha despedido y ha contratado a Kristján
Gylfason, que casi es el abogado de más experiencia en derecho penal de Islandia.
Debe de estar ayudándole alguien que le haya buscado el abogado y se lo esté
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pagando. Kristján no es barato. Y por cierto, tampoco lo es el hotel Borg.
—¿Ísildur? —preguntó Magnus.
Baldur se encogió de hombros.
—Quizá. Quienquiera que sea.
—Nosotros creemos tener una idea al respecto.
Baldur escuchó la teoría de Magnus y torció el gesto.
—Creo que tendremos que mantener otra charla con el señor Jubb.
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El nuevo abogado de Steve Jubb, Kristján Gylfason, era afable. De rostro inteligente,
un cabello prematuramente gris, y un aire de tranquila eficacia y riqueza. Su sola
presencia parecía confortar a Jubb. Aquello no era bueno.
Ahora había cinco hombres en la sala de interrogatorios: Jubb, su abogado,
Baldur, Magnus y el intérprete.
Baldur lanzó un ejemplar de El señor de los anillos sobre el escritorio. La
habitación quedó en silencio. Los ojos de Jubb se dirigieron de inmediato al libro.
Árni había salido rápidamente a comprarlo a la librería Eymundsson, en el centro de
la ciudad.
Baldur dio golpecitos con los dedos sobre el libro.
—¿Lo has leído?
Jubb asintió.
Baldur abrió despacio y con decisión el libro hasta el capítulo dos y se lo entregó
a Steve Jubb.
—Ahora lee eso y dime que no sabes quién es Ísildur.
—Es el personaje de un libro —contestó Jubb—. Eso es todo.
—¿Cuántas veces has leído este libro? —le preguntó Baldur.
—Una o dos.
—¿Una o dos? —bramó Baldur—. Ísildur es un seudónimo, ¿no es cierto? Es un
amigo tuyo. También entusiasta de El señor de los anillos.
Steve Jubb se encogió de hombros.
Magnus vio el extremo inferior de un tatuaje que asomaba por debajo de la manga
de Jubb.
—Quítate la camisa.
Steve Jubb volvió a encogerse de hombros y se quitó la camisa vaquera que
llevaba desde el momento de su arresto. Dejó ver una camiseta blanca y, en su
antebrazo, un tatuaje de un hombre con un yelmo y barba blandiendo un hacha.
¿Un hombre? ¿O quizá un enano?
—Deja que adivine —dijo Magnus—. Tu apodo es Gimli. —Recordó que Gimli
era el nombre del enano de El señor de los anillos.
Jubb se encogió de hombros otra vez.
—¿Ísildur es un compañero de Yorkshire? —le preguntó Magnus—. ¿Os veis
todos los viernes en un pub, tomáis unas cuantas cervezas y charláis sobre las
antiguas sagas islandesas?
No hubo respuesta.
—¿Veis series policíacas en Inglaterra? —preguntó Magnus—. ¿CSI, Ley y orden?
Jubb frunció el ceño.
—Bueno, en esas series el malo permanece en silencio mientras los buenos le
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hacen todo tipo de preguntas. Pero en Islandia no funciona así. —Magnus se inclinó
hacia delante—. En Islandia, si te quedas callado, creemos que estás ocultando algo.
¿No es así, Kristján?
—La decisión de mi cliente de no responder a sus preguntas es cosa suya —
respondió el abogado—. Le he informado de las consecuencias.
—Vamos a descubrir lo que estás ocultando —intervino Baldur—. Y tu falta de
cooperación será recordada en el momento del juicio.
El abogado estuvo a punto de decir algo, pero Jubb le colocó una mano en el
brazo.
—Mira, si eres tan jodidamente listo, al final vas a ver que no tengo una mierda
que ver con la muerte de Agnar y entonces tendrás que dejarme libre. Hasta entonces,
no voy a decir nada.
Con los brazos cruzados y la mandíbula hacia fuera, Steve Jubb no pronunció ni
una palabra más.
* * *
* * *
Al darse cuenta de que no había sido invitado, Magnus volvió a su mesa, donde le
esperaba una mujer de la oficina del inspector jefe de la Policía Nacional. Móvil,
número de cuenta, dietas, pago del salario, dinero en metálico por adelantado e
incluso la promesa de un coche en pocos días. Lo tenía todo preparado. Magnus
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estaba impresionado. Estaba casi seguro de que el Departamento de Policía de Boston
no podría compararse a la eficacia de aquella mujer.
Después llegó un hombre del Departamento de Informática. Le dio a Magnus su
clave y dedicó unos minutos a enseñarle cómo utilizar el sistema informático, incluso
cómo acceder a su correo electrónico.
Después de que el hombre se fuera, Magnus se quedó mirando la pantalla delante
de él. Había llegado el momento. No podía seguir aplazándolo.
Resultó que los agentes del FBI que habían escoltado a Magnus durante sus
últimos días en Massachusetts pertenecían a la oficina de Cleveland. Uno de ellos, el
agente Hendricks, había sido designado como su persona de contacto. Magnus había
aceptado no llamar por teléfono a los Estados Unidos, ni siquiera al subcomisario
Williams. Especialmente al subcomisario Williams. Existía el temor, aunque nunca
había sido dicho en voz alta pero estaba en la mente de Magnus, del FBI y del mismo
Williams, de que los tres oficiales de la policía que habían sido arrestados no
estuvieran solos. De que tuvieran cómplices o quizá simples amigos en el
Departamento de Policía de Boston, amigos para los que buscar el paradero de
Magnus no sería una tarea muy difícil.
Por tanto, la idea era que la única forma de comunicación fuese el correo
electrónico. Aun así, Magnus no podía enviarlos directamente, sino a través del
agente Hendricks de Cleveland. Ese sería el método que Magnus tendría que utilizar
si quería ponerse en contacto con Colby.
Y necesitaba ponerse en contacto con Colby. Le había quedado claro que no podía
arriesgarse a que la atacaran o mataran por culpa suya. Ella era mejor estratega que él
y no tenía más remedio que aceptarlo.
Se quedó mirando la pantalla durante unos minutos más, pensando en nuevos
argumentos, justificaciones, explicaciones, pero conocía a Colby y era consciente del
peligro que suponía darle la oportunidad de complicar las cosas. Así que al final lo
expresó de manera sencilla.
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porqué.
Pero Magnus no tenía otra opción. Ella no le había dejado otra opción.
Redactó un breve informe para Williams en el que le contaba que estaba a salvo y
que le enviara un correo en caso de que supiera algo de la fecha del juicio.
Pensó escribir a Ollie, que es como se hacía llamar ahora su hermano, pero
decidió no hacerlo. El FBI había informado a Ollie de que Magnus iba a desaparecer y
un agente había sacado sus cosas de la habitación de invitados de su casa. Con eso
debía ser suficiente; cuanta menos relación tuviera Magnus con Ollie, mejor. Se dio
cuenta de que no solo era Colby quien corría peligro con la banda de Soto. Puede que
su hermano también.
Magnus cerró los ojos. No había nada que pudiera hacer ahora al respecto, salvo
esperar que aquellos gánsteres los dejaran en paz a todos.
Ay, Dios. Quizá tuviera razón Colby. Quizá debería haberse limitado a fingir que
no había escuchado la conversación de Lenahan.
Por supuesto, en sus admiradas sagas, los héroes siempre cumplían con su deber.
Pero luego la mayoría de sus familiares terminaban sufriendo un final sangriento
antes de que la historia llegara a su fin. Era fácil mostrarse valiente cuando se trata de
tu propio pellejo. Mucho más difícil es hacerlo con el de otras personas. Se sentía
más cobarde que héroe, a salvo en Islandia cuando su hermano y su novia corrían
peligro.
Pero entonces apareció la reacción islandesa de antaño. Si le tocaban un pelo a
Colby o a Ollie, esos cabrones pagarían por ello. Todos ellos.
* * *
Baldur convocó otra reunión a las dos de aquella tarde. El equipo seguía mostrándose
fresco y entusiasta.
Comenzó con los primeros resultados de la autopsia. Parecía probable que Agnar
se hubiera ahogado; había barro en sus pulmones, lo cual indicaba que seguía
respirando cuando cayó al agua. Tal y como Magnus había sospechado, los
fragmentos de piedra que había en la herida de la cabeza de la víctima procedían del
camino y no del lecho del lago.
Había pequeños indicios de cocaína en la sangre de la víctima y algo de alcohol,
pero no lo suficiente como para provocar una intoxicación. La conclusión del forense
era que la víctima había recibido un golpe en la parte posterior de la cabeza con una
piedra, que quedó inconsciente y que fue arrastrado al lago, donde se ahogó. Nada
que sorprendiera.
Baldur y Vigdís habían interrogado a Andrea. Esta había reconocido que su
aventura con Agnar duraba desde hacía un mes. Estaba perdidamente enamorada de
él. Había pasado la mayor parte del año anterior tratando de seducirle y finalmente lo
consiguió después de una fiesta de estudiantes a la que lo habían invitado. Andrea
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había pasado un fin de semana con él en la casa de verano. De hecho, las suyas
correspondían a uno de los dos grupos de huellas que quedaban por identificar.
Andrea contó que Agnar parecía aterrorizado ante la idea de que su mujer
descubriera lo que había ocurrido. Después de que ella lo sorprendiera con una
estudiante cuatro años antes, él le había prometido que sería fiel. Y hasta que llegó
Andrea, había mantenido su palabra. La impresión de Andrea era que Agnar le tenía
miedo a Linda.
Magnus hizo un resumen de la teoría de que Ísildur era el apodo de un fan de El
señor de los anillos y que el propio Steve Jubb también lo era. Uno o dos de los
rostros que rodeaban la mesa parecieron algo incómodos. Puede que Árni no fuera el
único que hubiera visto la película de El señor de los anillos.
Baldur les entregó a todos la lista de las anotaciones que había en la agenda de
Agnar. Las fechas, las horas y los nombres de las personas con las que se había
reunido, en su mayoría compañeros de la universidad o alumnos. Había asistido a un
seminario de dos días en la Universidad de Uppsala, en Suecia, tres semanas antes. Y
una tarde de la semana anterior estaba ocupada con la palabra «Hruni».
—Hruni está cerca de Flúdir, ¿no? —preguntó Baldur.
—A solo un par de kilómetros —contestó Rannveig, la ayudante del fiscal—. He
estado allí. No hay nada aparte de una iglesia y una granja.
—Puede que la anotación se refiera a la danza y no al lugar —dijo Baldur—.
¿Hubo algo que se derrumbara esa tarde? ¿Algún desastre?
Magnus había oído hablar de Hruni. En el siglo XVII el pastor de Hruni se hizo
famoso por las fiestas salvajes que celebraba en su iglesia por Navidad. Una
Nochebuena vieron al diablo merodeando por el exterior y a la mañana siguiente toda
la iglesia y su congregación habían sido tragados por la tierra. Desde entonces, la
expresión «danza de Hruni» había empezado a utilizarse para referirse a algo que
fracasa.
—El niño que murió con pocos años era de Flúdir —recordó Vigdís—. Ísildur
Ásgrímsson. Y aquí está su hermana. —Señaló un nombre que aparecía en la lista de
la agenda—. Ingileif Ásgrímsdóttir, 6 de abril, dos y media. Estoy bastante segura de
que se trata de la hermana del niño. Puedo comprobarlo.
—Hazlo —le ordenó Baldur—. Y si llevas razón, búscala e interrógala. Estamos
suponiendo que Ísildur es extranjero, pero tenemos que mantener los ojos abiertos.
Cogió una hoja de papel de la mesa que tenía delante.
—Hemos registrado la habitación del hotel de Steve Jubb y los forenses están
examinando su ropa. Hemos encontrado un par de mensajes interesantes que habían
sido enviados a su móvil. O al menos, creemos que pueden ser interesantes, pero no
lo sabemos aún. Echad un vistazo a la transcripción.
Pasó la hoja por la mesa y en ella había escritas dos frases cortas. Estaban escritas
en un idioma que Magnus ni reconoció ni tan siquiera podía tratar de imaginar.
—¿Alguien sabe qué es esto? —preguntó Baldur.
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Alrededor de la mesa hubo gestos torcidos y cabezas que negaban lentamente. En
una tentativa, alguien sugirió que podía ser finlandés, pero hubo otro que estaba
seguro de que no lo era. Pero Magnus vio que Árni se removía de nuevo en su
asiento, incómodo.
—¿Árni? —preguntó Magnus.
Árni lanzó una mirada de odio a Magnus y después tragó saliva mientras la nuez
de su cuello subía y bajaba.
—Élfico —dijo en voz baja.
—¿Qué? —preguntó Baldur—. ¡Habla más alto!
—Puede que estén en élfico. Creo que Tolkien inventó unos idiomas élficos.
Puede que este sea uno de ellos.
Baldur colocó la cabeza entre las manos y miró con furia a su subordinado.
—No vas a decirme que los huldufólk hicieron esto, ¿verdad, Árni?
Árni se encogió. Los huldufólk, o seres ocultos, eran criaturas parecidas a los
elfos que se suponía que vivían por toda Islandia dentro de las rocas y las piedras. En
sus conversaciones habituales, los islandeses se mostraban orgullosos de creer en
estos seres y era bien sabido que se habían desviado algunas autopistas para evitar
quitar las rocas en las que se sabía que vivían. Baldur no quería que su investigación
del asesinato se desbaratara por culpa de la más molesta de todas las supersticiones
islandesas.
—Puede que Árni tenga razón —lo defendió Magnus—. Sabemos que Steve Jubb
e Ísildur, quienquiera que fuera, estaban llegando a un acuerdo con Agnar. Si tenían
que comunicarse entre sí para hablar de él, podrían haber utilizado un código. Eran
seguidores de El señor de los anillos. ¿Qué mejor que el élfico?
Baldur apretó los labios.
—De acuerdo, Árni. Mira a ver si puedes encontrar a alguien en Islandia que
hable el élfico y pregúntale si reconoce lo que dicen estos mensajes. Y después haz
que te los traduzcan.
Baldur lanzó una mirada alrededor de la mesa.
—Si Steve Jubb no nos lo dice, tenemos que descubrir por nuestra cuenta quién es
el tal Ísildur. Debemos ponernos en contacto con la policía británica de Yorkshire
para ver si pueden ayudarnos a buscar amigos de Jubb. Y tenemos que preguntar en
todos los bares y restaurantes de Reikiavik si Jubb se vio con alguien más aparte de
Agnar. Quizá Ísildur se encuentre en la ciudad. No lo sabremos hasta que
preguntemos por ahí. Y voy a interrogar a la mujer de Agnar. —Repartió las tareas
específicas para cada uno de los que rodeaban la mesa, excepto para Magnus, y dio
por terminada la reunión.
Magnus siguió al inspector al pasillo.
—¿Le importa si voy con Vigdís a interrogar a la hermana del niño que murió?
—No. Adelante —contestó Baldur.
—¿Cuál es su opinión hasta ahora? —preguntó Magnus.
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—¿A qué se refiere con cuál es mi opinión? —respondió, deteniéndose.
—Venga ya. Seguro que tiene una corazonada.
—Mantengo la mente abierta. Recojo pruebas hasta que apunten hacia una
conclusión. ¿No es eso lo que se hace en América?
—Exacto.
—Pues bien, si quiere ayudarme, encuentre a Ísildur.
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7
Ingileif Ásgrímsdóttir era propietaria de una galería de arte de Skólavördustígur,
nombre que era casi un trabalenguas, incluso para un islandés. Nueva York tenía la
Quinta Avenida, Londres, Bond Street y Reikiavik tenía su Skólavördustígur. La calle
se extendía desde Laugavegur, la calle comercial más concurrida de la ciudad, hasta
la Hallgrímskirkja, en lo alto de la colina. Pequeñas tiendas se alineaban a lo largo de
la calle, algunas con fachada de cemento, otras de metal ondulado de colores
intensos, dedicadas a la venta de material artístico, joyas, ropa de diseño y productos
alimenticios de primera calidad. Pero la crisis crediticia había dejado huella: algunos
establecimientos estaban discretamente vacíos y mostraban pequeños letreros con las
palabras «Til leigu», que quiere decir «Se alquila».
Vigdís aparcó el coche unos metros más allá de la galería. Por encima de ella y de
Magnus se elevaba el chapitel de hormigón de la iglesia. Diseñado en los años treinta,
lo sujetaban dos enormes alas que salían del suelo; parecía el misil balístico
intercontinental de Islandia o posiblemente un cohete espacial.
Cuando Magnus salió del coche casi se dio de bruces con una chica rubia de unos
veinte años vestida con un jersey de color verde lima, una minifalda de piel de
leopardo y un faldón de medio metro que pasaba con su bicicleta a toda velocidad.
¿Dónde está la policía de tráfico cuando la necesitas?
Vigdís abrió la puerta de la galería y Magnus entró detrás. Una mujer,
supuestamente Ingileif Ásgrímsdóttir, hablaba con una pareja de turistas en inglés.
Vigdís estaba a punto de interrumpirlos cuando Magnus la cogió del brazo.
—Vamos a esperar a que haya terminado.
Así que Magnus y Vigdís se pusieron a examinar los objetos que se vendían en la
galería, así como a la propia Ingileif. Era delgada, de cabello rubio, que le caía en un
flequillo por encima de los ojos y que llevaba sujeto atrás en una cola de caballo. Una
amplia y fácil sonrisa se le dibujaba por debajo de las mejillas, una sonrisa que
utilizaba al máximo con sus clientes. La pareja inglesa había empezado cogiendo un
pequeño candelabro hecho de lava roja áspera, pero había terminado comprando un
jarrón grande de cristal y un cuadro abstracto que insinuaba la forma de Reikiavik, el
monte Esja y unas capas horizontales de pálidas nubes grises. Se gastaron decenas de
miles de coronas.
Cuando salieron de la tienda, la propietaria se dirigió a Magnus y a Vigdís.
—Disculpen la espera —dijo en inglés—. ¿Desean algo?
Su acento islandés era delicioso, al igual que su sonrisa. Magnus no había sido
consciente de tener una apariencia tan claramente americana. Después, se dio cuenta
de que era Vigdís la que había provocado la elección del idioma. En Reikiavik ser
negro significaba ser extranjero.
Vigdís fue directa al grano.
—¿Es usted Ingileif Ásgrímsdóttir? —le preguntó en islandés.
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La mujer asintió.
Vigdís sacó su placa.
—Soy la oficial Vigdís Audarsdóttir, de la Policía Metropolitana, y este es mi
compañero, Magnus Ragnarsson. Tenemos algunas preguntas que hacerle con
respecto al asesinato de Agnar Haraldsson.
La sonrisa desapareció.
—Será mejor que se sienten. —La mujer los condujo a una mesa estrecha que
había al fondo de la galería y se sentaron en dos pequeñas sillas—. He visto lo de
Agnar en las noticias. Fue mi profesor de literatura islandesa cuando estuve en la
universidad.
—¿Lo ha visto recientemente? —preguntó Vigdís mientras consultaba su
cuaderno—. ¿El 6 de abril, a las dos y media?
—Sí, así es —contestó Ingileif con voz repentinamente ronca. Se aclaró la
garganta—. Sí, me lo encontré por la calle y me pidió que fuera a visitarle algún día a
la universidad. Así lo hice.
—¿De qué hablaron?
—Pues de nada, la verdad. Sobre todo de mi carrera de diseño. De esta galería.
Estuvo muy atento, encantador.
—¿Le contó algo de él?
—Lo cierto es que no había cambiado mucho. Se había vuelto a casar. Dijo que
tenía dos hijos. —Sonrió brevemente—. Es difícil imaginar a Agnar con niños, pero
ya ve.
—Usted es de Flúdir, ¿verdad?
—Sí —contestó Ingileif—. Nací y me crié allí. Las mejores tierras de labranza del
país, los calabacines más grandes y los tomates más rojos. No sé por qué me fui de
allí.
—Parece un lugar tranquilo. Está cerca de Hruni, ¿no es así?
—Sí. Hruni es la iglesia parroquial. Está a tres kilómetros.
—¿Vio a Agnar en Hruni la tarde del 20 de abril?
Ingileif frunció el ceño.
—No. Estuve en la tienda todo el día.
—Solo se tarda un par de horas en llegar allí.
—Sí, pero no fui allí a ver a Agnar.
—Él se reunió con alguien en Hruni ese día. ¿No le parece una extraña
coincidencia que fuera a Flúdir, el pueblo donde usted se crio?
Ingileif se encogió de hombros.
—La verdad es que no. No tengo ni idea de qué estaba haciendo allí. —Forzó una
sonrisa—. Este es un país pequeño. Hay coincidencias así todos los días.
Vigdís la miró vacilante.
—¿Hay alguien que pueda confirmar que usted estuvo en la galería esa tarde?
Ingileif lo pensó un momento.
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—Fue el lunes, ¿verdad? Dísa, de la boutique de al lado. Se pasó por aquí para
pedirme unas bolsas de té. Estoy segura de que fue el lunes.
Vigdís miró a Magnus. Este se dio cuenta de que ella se estaba demorando al
preguntar a Ingileif directamente por su relación con Agnar, así que decidió cambiar
de táctica. Podrían volver a Agnar más adelante.
—¿Usted tuvo un hermano llamado Ísildur que murió muy joven?
—Sí —respondió Ingileif—. Eso fue varios años antes de que yo naciera.
Meningitis, creo. No lo conocí. Mis padres no hablaban mucho de él. Fue su primer
hijo. Sufrieron mucho, como pueden imaginar.
—¿No es Ísildur un nombre poco común?
—Supongo que sí. Lo cierto es que nunca lo había pensado.
—¿Sabe por qué sus padres le pusieron ese nombre?
Ingileif negó con la cabeza.
—Ni idea. —Parecía nerviosa y torcía levemente el gesto. Magnus le vio un
rasguño en forma de V por encima de una de las cejas, oculto en parte por el
flequillo. Sus dedos jugaban con un intrincado pendiente de plata, sin duda diseñado
por alguno de sus colegas—. Aunque creo que Ísildur era el nombre de mi bisabuelo.
Por parte de padre. Puede que mi padre quisiera homenajear a su abuelo. Ya saben
cómo se repiten los nombres en las familias.
—Nos gustaría interrogar a sus padres —le pidió Magnus—. ¿Puede darnos su
dirección?
Ingileif dejó escapar un suspiro.
—Me temo que los dos están muertos. Mi padre murió en 1992 y mi madre el año
pasado.
—Lo siento —se disculpó Magnus, y era sincero. Ingileif parecía estar al final de
la veintena, lo que significaba que había perdido a su padre más o menos a la misma
edad que tenía Magnus cuando perdió a su madre.
—¿Alguno de ellos era admirador de El señor de los anillos?
—No lo creo —contestó Ingileif—. O sea, teníamos un ejemplar en casa, así que
alguno de ellos debió leerlo, pero nunca lo mencionaron.
—¿Y usted? ¿Lo ha leído?
—Cuando era niña.
—¿Ha visto las películas?
—Vi la primera. Las otras dos no. La verdad es que no me gustó. Visto un orco,
vistos todos.
Magnus hizo una pausa esperando oír más. Las pálidas mejillas de Ingileif se
ruborizaron.
—¿Alguna vez ha oído hablar de un inglés llamado Steve Jubb?
Ingileif negó firmemente con la cabeza.
—No.
Magnus miró a Vigdís. Era hora de volver a Ingileif y Agnar.
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—Ingileif, ¿estaba usted teniendo una aventura con Agnar? —le preguntó ella.
—No —contestó Ingileif, molesta—. No. En absoluto.
—Pero a usted le parecía encantador.
—Sí, supongo que sí. Siempre lo fue y no había cambiado.
—¿Alguna vez tuvo una aventura con él? —preguntó Magnus.
—No —respondió Ingileif, de nuevo con la voz ronca. Levantó los dedos hacia el
pendiente.
—Ingileif, esto es una investigación por asesinato —dijo Vigdís despacio y con
decisión—. Si nos miente ahora, podremos arrestarla. Será grave, se lo aseguro. Y
bien, una vez más, ¿alguna vez tuvo una aventura con Agnar?
Ingileif se mordió el labio y sus mejillas volvieron a enrojecer. Respiró hondo.
—Vale. De acuerdo. Sí que tuve una aventura con Agnar cuando fui alumna suya.
Estaba divorciado de su primera esposa, fue antes de que volviera a casarse. Y apenas
duró nada. Nos acostamos unas cuantas veces, eso fue todo.
—¿Fue él quien la terminó o fue usted?
—Supongo que fui yo. Por entonces tenía un verdadero magnetismo con las
mujeres. De hecho, lo seguía teniendo la última vez que lo vi. Se comportaba de una
forma que te hacía sentir especial, intelectualmente interesante y guapa. Pero más que
nada buscaba el morbo. Quería acostarse con tantas chicas como pudiera solo para
demostrarse a sí mismo lo atractivo que era. Era tremendamente presumido. Cuando
lo vi el otro día, trató de flirtear de nuevo conmigo, pero esta vez lo vi venir. No
pierdo el tiempo con hombres casados.
—Una última pregunta —dijo Vigdís—. ¿Dónde estaba usted el viernes por la
noche?
Ingileif bajó los hombros ligeramente mientras se tranquilizaba, como si aquella
fuera una pregunta difícil a la que podía contestar.
—Fui a la fiesta de una amiga que inauguraba una exposición de sus cuadros.
Estuve allí desde las ocho hasta las once y media, más o menos. Había docenas de
personas allí que me conocen. Su nombre es Frída Jósefsdóttir. Puedo darles su
dirección y su número de teléfono si quieren.
—Por favor —respondió Vigdís, pasándole su cuaderno. Ingileif escribió algo en
una hoja en blanco y se lo devolvió.
—¿Y después? —preguntó Vigdís.
—¿Después?
—Cuando salió de la galería.
Ingileif sonrió con timidez.
—Me fui a casa. Con alguien.
—¿Y quién era ese alguien?
—Lárus Thorvaldsson.
—¿Se trata de un novio habitual?
—Lo cierto es que no —respondió Ingileif—. Es un pintor. Nos conocemos desde
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hace años. Simplemente pasamos la noche juntos de vez en cuando. Ya sabe a qué me
refiero. Y no, no está casado.
Por una vez durante aquella conversación, Ingileif no parecía estar nada
avergonzada. Al igual que Vigdís. Claramente sabía a qué se refería.
Vigdís volvió a pasarle el cuaderno para que Ingileif escribiera los datos de Lárus.
* * *
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—Vale. Y bueno, ¿de dónde eres? —volvió a preguntarle Magnus, esta vez en
islandés.
—Soy de Islandia —contestó Vigdís—. Nací aquí. Vivo aquí. Nunca he vivido en
ningún otro lugar.
—De acuerdo —dijo Magnus. Un asunto delicado. Aunque debía admitir que el
de Vigdís era un nombre indudablemente islandés.
Vigdís dejó escapar un suspiro.
—Mi padre era un militar americano de la base aérea de Keflavík. No sé su
nombre, nunca lo conocí. Según mi madre, él ni siquiera sabe que existo.
¿Satisfecho?
—Lo siento —respondió Magnus—. Sé lo difícil que puede ser no conocer tu
identidad. Yo no sé aún si soy islandés o estadounidense y, a medida que me hago
mayor, me siento más confuso.
—Oye, yo no tengo ningún problema con mi identidad —repuso Vigdís—. Sé
exactamente quién soy, solo que los demás no se lo creen.
—Ah —dijo Magnus. Un par de gotas de lluvia cayeron sobre el parabrisas—.
¿Crees que va a estar lloviendo todo el día?
Vigdís se rio.
—Ahí lo tienes. Sí que eres islandés. Cuando no sepas qué decir, habla del
tiempo. No, Magnus. No creo que vaya a llover más de cinco minutos. —Bajó con el
coche por el otro lado de la colina en dirección a la central de la policía en
Hverfisgata—. Mira, lo siento. Para mí, simplemente es más fácil aclarar ese tipo de
cuestiones desde el principio. Las islandesas somos así, ya sabes. Decimos lo que
pensamos.
—Debe de ser duro ser la única policía negra del país.
—Tienes toda la razón. Estoy segura de que Baldur no quería que entrara en la
comisaría. Y lo cierto es que no paso inadvertida cuando voy por la calle, ¿sabes?
Pero hice bien los exámenes y me esforcé por conseguirlo. Fue Snorri quien me dio el
trabajo.
—¿El inspector jefe?
—Me dijo que mi nombramiento era una señal importante para que la policía de
Reikiavik diera una imagen moderna y abierta. Sé que algunos de mis compañeros
creen que es absurdo que haya una policía negra en esta ciudad, pero espero haber
demostrado lo que valgo —terminó diciendo con un suspiro.
—Bueno, a mí me pareces una buena policía —dijo Magnus.
Vigdís sonrió.
—Gracias.
Llegaron a la comisaría, un largo y feo edificio de oficinas de hormigón situado
enfrente de la estación de autobuses. Vigdís dirigió el coche hacia el interior de un
recinto cercado que había en la parte de atrás y aparcó. La lluvia empezó a caer con
más fuerza, golpeando enérgicamente el capó. Vigdís dirigió la mirada hacia el agua
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que salpicaba por todo el aparcamiento y vaciló.
Magnus decidió aprovecharse de la sinceridad de Vigdís para saber un poco más
sobre dónde se había metido.
—¿Árni Holm tiene algún tipo de parentesco con Thorkell Holm?
—Sobrino. Y sí, es probable que esa sea la razón por la que entró en la comisaría.
No es exactamente nuestro mejor oficial, pero es inofensivo. Creo que Baldur está
intentando deshacerse de él.
—¿Y por eso me lo ha asignado a mí?
Vigdís se encogió de hombros.
—No sé qué decir.
—A Baldur no le hace muy feliz que yo esté aquí, ¿verdad?
—No. A los islandeses no nos gusta que los americanos, ni ningún otro, vengan a
enseñarnos lo que tenemos que hacer.
—Eso puedo entenderlo —dijo Magnus.
—Pero hay algo más. Se siente amenazado por ti. Supongo que todos nos
sentimos así. El año pasado hubo un asesino suelto. Mató a tres mujeres antes de que
se entregara.
—Lo sé. Me lo contó el inspector jefe.
—Bueno, pues Baldur estaba a cargo de la investigación. No pudimos encontrar
al asesino y se presionó mucho a Snorri y a Thorkell para que hicieran algo. La gente
quería que rodaran cabezas. Sustituir a Baldur habría sido lo más fácil, pero Snorri no
lo hizo. Yo creo que Baldur aún no lo ha superado. Necesita resolver este caso y
necesita hacerlo él solo.
Magnus suspiró. Entendía la situación de Baldur, pero eso no iba a hacer que su
vida en Reikiavik fuera fácil.
—¿Y tú qué opinas?
Vigdís sonrió.
—Yo creo que puedo aprender algo de ti y eso siempre es bueno. Vamos. La
lluvia está amainando, tal y como te dije que pasaría. No sé tú, pero yo tengo cosas
que hacer.
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Ingileif se quedó preocupada tras la visita de los dos policías. Una pareja extraña: la
mujer negra tenía un acento islandés impecable, mientras que el hombre alto y
pelirrojo hablaba con vacilación y un deje americano. Y ninguno de los dos la había
creído.
Desde que había leído la noticia de la muerte de Agnar en el periódico había
estado esperando a la policía. Pensaba que había perfeccionado su historia, pero, al
final, no creía haberlo hecho muy bien. Simplemente no se le daba bien mentir. Aun
así, se habían ido. Quizá no volvieran, aunque no podía evitar pensar que sí lo harían.
La tienda estaba vacía, así que volvió a su mesa y sacó algunas hojas de papel y
una calculadora. Se quedó mirando todas aquellas cifras en negativo. Si retrasaba el
pago de la factura de la electricidad, podría pagar a Svala, la mujer que había hecho
las piezas de cristal de la galería. Algo se removió en su estómago y una ya conocida
sensación de náuseas le recorrió el cuerpo.
Aquello no podía seguir así mucho tiempo.
Le encantaba la galería. A todas, a las siete mujeres que eran sus propietarias y
cuyas piezas se vendían allí. Al principio, habían sido socias igualitarias: ella
aportaba su destreza para hacer bolsos y zapatos de piel de pez curtida dándole un
bonito y luminoso brillo de diferentes colores. Pero resultó que tenía un talento
natural para promocionar y organizar lo que hacían los demás. Había aumentado las
ventas y subido los precios e insistía en que se concentraran en los artículos de la más
alta calidad.
Su gran paso adelante había sido la relación que había desarrollado con Nordidea.
Era una empresa de Copenhague pero tenía tiendas por toda Alemania suministrando
artículos a diseñadores de interiores. El arte islandés se ajustaba bien a los espacios
minimalistas que tan de moda estaban allí. Sus diseñadoras se dedicaban a hacer
cristalerías, jarrones y candelabros de lava, joyas, sillas, lámparas, así como paisajes
abstractos y los artículos de piel de pez que ella misma fabricaba. Nordidea se los
compraba todos.
Los pedidos de Copenhague habían aumentado de una forma tan rápida que
Ingileif había tenido que recurrir a más diseñadores, haciendo siempre hincapié en la
mejor calidad. El único problema era que Nordidea era lenta a la hora de pagar.
Después, cuando la crisis crediticia afectó a Dinamarca y a Alemania, se volvieron
aún más lentos. Y luego simplemente dejaron de pagar.
Tenía que hacer frente a las cuotas de un gran crédito que habían pedido al banco.
Por consejo del director de su banco, las socias habían pedido dinero a bajo interés.
El tipo de interés fue bajo durante uno o dos años, pero a medida que la corona
islandesa se devaluaba, el tamaño del crédito había aumentado hasta un punto en que
aquellas mujeres ya no podían cumplir con los pagos que habían acordado en un
principio.
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Y lo más importante para Ingileif era que la galería le debía a sus diseñadoras
millones de coronas y esa era una deuda que estaba absolutamente decidida a pagar.
La relación con Nordidea había sido totalmente cosa suya; había sido un error de ella
y pagaría por ello. Sus socias no tenían ni idea de lo serio que era aquel problema e
Ingileif no quería que lo descubrieran. Ya había gastado la herencia que le dejó su
madre, pero no había sido suficiente. Aquellas diseñadoras no eran solo sus amigas:
Reikiavik era un lugar pequeño y todo el mundo del diseño conocía a Ingileif.
Si decepcionaba a aquella gente, no lo olvidarían, y ella tampoco lo haría.
Cogió el teléfono para llamar a Anders Bohr, de la empresa de contaduría que
estaba tratando de recuperar algo de las caóticas cuentas de Nordidea. Lo llamaba una
vez al día, haciendo uso de una mezcla de encanto y dureza con la esperanza de
azuzarle para que le diera algo. Parecía gustarle hablar con ella, pero aún no había
hecho nada. Lo único que podía hacer ella era intentarlo. Ojalá pudiera permitirse un
billete de avión para ir a verlo en persona.
* * *
A cien kilómetros al este, un Suzuki rojo con tracción a las cuatro ruedas salía del
recinto de un edificio. Constaba de tres construcciones: una amplia cochera, una casa
grande y una iglesia algo más pequeña. Un hombre alto salió del coche: medía más
de un metro ochenta, tenía el pelo oscuro algo grisáceo por las sienes, un mentón
fuerte oculto por la barba y unos ojos oscuros que brillaban bajo sus cejas pobladas.
Parecía tener cuarenta y cinco años y no su edad real, que era de sesenta y uno.
Era el pastor de Hruni. Se estiró y dio una gran bocanada de aire frío y limpio.
Unas nubes blancas atravesaban el cielo azul claro. El sol estaba bajo. Nunca subía
mucho en estas latitudes, pero emanaba una luz clara que dejaba en sombra el
contorno de las colinas y montañas que rodeaban Hruni.
A lo lejos, hacia el norte, la luz del sol adquiría un magnífico color blanco sobre
la superficie horizontal del glaciar que se dejaba ver entre los huecos de las montañas.
Bajas colinas, praderas aún marrones en esta época de la primavera y rocas rodeaban
la aldea. El pueblo de Flúdir, aunque solo estaba justo al otro lado de las montañas
hacia el oeste, podría haber estado a veinte kilómetros. O a cincuenta.
El pastor se giró y contempló su querida iglesia. Se trataba de un edificio pequeño
con fachada de metal ondulado pintado de blanco y un tejado del mismo material de
color rojo al abrigo de las colinas. La iglesia databa de unos ochenta años atrás, pero
las lápidas que la rodeaban eran de piedra gris nudosa y erosionada por los elementos.
Como todo en Islandia, los edificios eran nuevos, pero los lugares antiguos.
El pastor acababa de regresar de atender a una de sus feligresas, la esposa de un
granjero de ochenta años que sufría un cáncer terminal. Pese a su intimidatoria
presencia, el pastor era bueno con su congregación. Algunos de sus colegas de la
Iglesia de Islandia podrían tener un mejor conocimiento de Dios, pero el pastor
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conocía al diablo y, en un país que vivía bajo la constante amenaza de los terremotos,
los volcanes o las tormentas, donde los troles o los fantasmas vagaban por el campo y
los oscuros inviernos ahogaban a las comunidades aisladas con su fría empuñadura,
conocer al diablo era algo importante.
Todos los integrantes de la congregación de Hruni conocían el terrible destino de
sus predecesores, que habían bailado con Satán y habían sido tragados por la tierra
por culpa de sus pecados.
Martín Lutero había conocido al diablo. Jón Thorkelsson Vídalín, en cuyos
sermones del siglo XVII se había inspirado enormemente el pastor, también lo
conocía. De hecho, por petición de la esposa del granjero, el pastor había hecho uso
de una bendición de la liturgia anterior a 1982 para mantener alejados a los malos
espíritus de su casa. Había funcionado. A las mejillas de la anciana había vuelto el
color y había pedido algo de comer, la primera vez que lo hacía en una semana.
El pastor tenía un aspecto de autoridad en asuntos espirituales que daba confianza
a la gente. También les daba miedo.
Antiguamente, solía realizar un doble acto muy efectivo con su viejo amigo, el
doctor Ásgrímur, que había entendido lo importante que era conceder a sus pacientes
el deseo de curarse por sí mismos. Su sustituta, una mujer joven que venía de otro
pueblo a quince kilómetros de distancia, era completamente fiel a la medicina y hacía
lo posible por mantener al pastor lejos de sus pacientes.
Echaba de menos a Ásgrímur. El doctor había sido el segundo mejor jugador de
ajedrez de la zona, por detrás del pastor mismo, y el segundo más leído. El pastor
necesitaba el estímulo de un compañero intelectual, sobre todo durante las largas
noches de invierno. No echaba de menos a su esposa, que lo había abandonado unos
años después de la muerte de Ásgrímur, incapaz de comprender ni simpatizar con las
cada vez mayores excentricidades de su marido.
El recuerdo de Ásgrímur le hizo al pastor pensar en la noticia que había leído el
día anterior sobre el profesor que había sido encontrado muerto en el lago
Thingvellir. Torció el gesto y se dirigió a su casa.
A trabajar. El pastor estaba escribiendo un estudio a fondo sobre el erudito
medieval Saemundur el Sabio. Ya había terminado veintitrés cuadernos a mano. Le
quedaban al menos otros veinte.
Se preguntó si su propia reputación se equipararía alguna vez a la de Saemundur
y si algún futuro pastor de Hruni escribiría sobre él. Le pareció absurdo. Pero quizá
algún día sería recordado por hacer algo que todo el mundo conocería.
Algún día.
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9
Árni estaba teniendo dificultades a la hora de encontrar a alguien que dominara el
élfico en Islandia, especialmente un sábado.
La pareja de profesores de la universidad a los que llamó se mostraron
displicentes ante su petición. Tolkien no era una materia de estudio seria y la única
persona que había mostrado algo de interés en el autor británico había sido el mismo
Agnar, pero sus colegas dudaban de que hablara élfico. Así que Magnus le sugirió a
Árni que buscara en internet para ver qué encontraba.
El mismo Magnus decidió hacer uso de internet para tratar de localizar a Ísildur.
Claramente, Ísildur era el socio principal en su relación con Steve Jubb y,
probablemente, quien ponía el dinero. Si Steve Jubb no les contaba nada sobre el
trato al que estaba llegando con Agnar, puede que Ísildur sí lo hiciera. Si es que lo
encontraban.
Cuanto más pensaba Magnus en ello, menos probable le parecía que Ísildur fuera
un amigo de Jubb de Yorkshire. Ese tipo de apodos era más común en el mundo de
internet que en el físico.
Pero antes de ponerse a trabajar, había un correo electrónico que le estaba
esperando, enviado por el agente Hendricks, quien afortunadamente sí parecía estar
trabajando el sábado.
Era de Colby.
Magnus respiró hondo y lo abrió.
Magnus:
La respuesta es no. Estoy segura de que en realidad no lo sientes, así
que no finjas.
No te molestes en enviarme más correos, no los voy a contestar.
C.
Magnus sintió un impulso de rabia. Por supuesto, Colby tenía razón. Lo cierto es
que no quería casarse con ella y era imposible que pudiera convencerla de que sí lo
deseaba. Pero estaba preocupado por su seguridad. Le escribió rápidamente.
Hola, Colby:
Estoy muy preocupado por ti. Necesito que estés a salvo. Ya. Si no
quieres venirte conmigo, trataré de arreglarlo de otro modo. Así que, por
favor, mantente en contacto conmigo. Y si no es conmigo, con el FBI o con el
subcomisario Williams de Schroeder Plaza. Si lo haces, habla directamente
con él y solo con él.
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Por favor, haz esto por mí.
Te quiero.
Magnus
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anillo en el dedo. Con el tiempo, Sméagol terminó corrompido por el anillo y se
convirtió en una criatura obsesiva y escurridiza llamada Gollum hasta que por fin,
varios siglos después, le quitó el anillo Bilbo Bolsón, el héroe del primer libro de
Tolkien, El hobbit.
El anillo tiene todo tipo de poderes. El portador del anillo no envejece, pero
finalmente termina agotado y desaparece. Si el poseedor del anillo se lo pone, se
vuelve invisible ante los mortales normales. Con el paso del tiempo, el anillo ejerce
un poder sobre su portador, haciendo que mienta, engañe e incluso mate con tal de
seguir poseyéndolo. Llevarlo se convierte en una adicción. Pero lo que es más
importante, Sauron, el Señor Oscuro, está buscando el anillo. Cuando lo encuentre
conseguirá el dominio absoluto sobre la Tierra Media. El único modo de que el anillo
pueda ser destruido es llevarlo al Monte del Destino, un volcán situado en el centro
de Mordor, la tierra de Sauron, y lanzarlo por la Grieta del Destino. Esta se convierte
en la búsqueda del sobrino de Bilbo, un hobbit llamado Frodo.
Minshall argumentaba que los poderes del anillo demostraban que se había
inspirado en las óperas del ciclo de El anillo del nibelungo de Wagner, en las que los
dioses compiten por hacerse con el control del anillo y dominar el mundo.
Esta idea molestó seriamente al actual Ísildur.
Citaba al mismo Tolkien, quien negaba que hubiera ninguna conexión,
asegurando que «ambos anillos son redondos y que ahí terminan los parecidos».
Después, Ísildur lanzaba un largo discurso en el que citaba desde La saga de los
volsungos hasta la Edda prosaica, ambas escritas en Islandia en el siglo XIII.
Aseguraba que Tolkien había leído La saga de los volsungos cuando aún estaba en el
colegio y que esta le había inspirado durante el resto de su vida.
Ambas fuentes describen cómo tres dioses, Odín, Hoenir y el embaucador Loki,
estaban de viaje cuando se encontraron con una catarata en la que un enano llamado
Andvari estaba pescando transformado en un lucio. Loki lo atrapó y le quitó su oro.
Andvari trató de quedarse con un anillo mágico, pero Loki lo vio y amenazó al enano
con llevarlo a Hela, que era la hija de Loki, diosa de los muertos, si no le entregaba el
anillo. Andvari lanzó una maldición sobre el anillo y desapareció tras una roca.
Durante el resto de la saga, el anillo pasa de una persona a otra, provocando el caos
por dondequiera que va. Parece que Ísildur creía que tanto J. R. R. Tolkien como
Richard Wagner habían leído La saga de los volsungos, lo cual explicaba la similitud
entre las dos historias.
Después seguía una serie de entradas de uno y otro lado cada vez más acaloradas
hasta que aparecía un tercer participante que llamaba mentiroso y plagiador a
Tolkien. Aquello pareció unir a Minshall y a Ísildur en defensa de su héroe y el
asunto quedó así finiquitado.
Magnus tenía la fuerte sospecha de que se trataba del mismo Ísildur que era socio
de Steve Jubb: los dos compartían el mismo interés por La saga de los volsungos. Por
suerte, la página web incluía un enlace a la dirección de correo electrónico de las
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personas que participaban con sus entradas. La dirección de Ísildur indicaba un
proveedor de internet de Estados Unidos. La pregunta era cómo podía descubrir
Magnus de quién se trataba.
Había una pequeña posibilidad de obtener una respuesta enviándole un correo
electrónico en el que la policía de Reikiavik le pidiera ayuda en la investigación de un
asesinato. Pero había más posibilidades de que Ísildur se diera cuenta de que la
policía iba a por él y se quedara en silencio.
El año anterior Magnus había estado implicado en la investigación de la violación
y asesinato de una mujer en el barrio de clase media de Brookline. Esta mujer había
recibido correos anónimos de un acosador. Con la ayuda de un joven técnico llamado
Johnny Yeoh, de Informática Forense, Magnus había localizado la dirección IP del
ordenador desde el que se habían enviado los correos, a pesar de todas las
estratagemas que había utilizado el que los envió para ocultarlo. Resultó que se
trataba del vecino de al lado de la mujer. Ahora cumplía cadena perpetua en la prisión
de Cedar Junction.
Magnus tenía la dirección de correo de Ísildur. Lo único que necesitaba era
provocar un correo electrónico de respuesta por su parte que incluyera el
«encabezamiento» que revelara la dirección IP del ordenador de Ísildur.
Pensó por un momento y, a continuación, escribió:
Hola, Ísildur:
Tu comentario sobre La saga de los volsungos me ha parecido muy
interesante. ¿Dónde puedo conseguir un ejemplar?
Matt Johnson
Una pregunta sencilla, si bien algo tonta, a la que Ísildur solo tardaría unos
segundos en contestar, con suerte no demasiado tiempo como para preocuparse por la
dirección de correo desde la que había sido enviada. Merecía la pena intentarlo.
El problema con la correspondencia electrónica era que nunca se sabía cuánto
tiempo tardaría en llegar la respuesta. Podría ser un minuto, una hora, un día o un
mes. Mientras esperaba, Magnus fue a ver qué hacía Árni. Había hecho algunos
avances: había encontrado un profesor de lingüística de la Universidad de Nueva
Gales del Sur que aseguraba ser experto en los idiomas inventados por Tolkien, de los
que se suponía que existían catorce. Al igual que Magnus, le había enviado una
pregunta por correo electrónico y estaba esperando la respuesta.
Árni encontró también indicios de un Ísildur. Había alguien que utilizaba ese
sobrenombre y que parecía estar tratando de crear un servicio de traducción on-line
directa e inversa del quenya, uno de los idiomas élficos más detallados por Tolkien.
En cuanto a si se trataba del mismo Ísildur o de algún otro fanático de El señor de los
anillos, no podían estar seguros.
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Magnus volvió a su ordenador. Había tenido suerte. Encontró un breve correo
electrónico de Ísildur.
Hola, Matt:
Puedes conseguir un ejemplar en Amazon. Hay una buena edición de
Penguin Classics. Merece la pena leerlo. Disfrútalo.
Ísildur
Magnus pulsó unas cuantas teclas de su ordenador y apareció una serie de códigos
y números, el encabezamiento del correo.
Un filón.
—Árni, ¿conoces a alguien de tu Departamento de Informática Forense que pueda
comprobarme el encabezamiento de una dirección de correo?
Árni pareció dudar.
—Es sábado. Estarán en casa. Podría tratar de localizar a alguno, pero tardaré un
rato. Es probable que tengamos que esperar al lunes.
Lo del lunes no era una buena idea. Magnus miró el reloj. Casi era la hora del
almuerzo en Boston. Johnny Yeoh era un civil, no un oficial de la policía, pero era el
tipo de friqui que lo dejaría todo con tal de ayudar si algo le interesaba. Magnus y él
se llevaban bien, sobre todo desde que Magnus se había asegurado de que Johnny
recibiera buenas alabanzas por su trabajo a la hora de localizar al asesino de
Brookline. Ese sería el tipo de tarea que pondría en marcha el cerebro de Johnny.
Magnus escribió un correo rápido cortando y pegando el encabezamiento del
mensaje de Ísildur. Se aseguró de que no hubiera nada en el texto del correo que
pudiera indicar que se encontraba en algún lugar que no fuera el corazón de los
Estados Unidos. Pensó enviarlo a la dirección de Johnny del Departamento de Policía
de Boston a través del agente Hendricks. El problema es que Johnny no lo recibiría
hasta el lunes. Magnus necesitaba un resultado más rápido.
Magnus recordaba la dirección de correo privado de Johnny. La había utilizado
bastantes veces el año anterior. Sopesó los riesgos. No había modo alguno de que
nadie estuviera controlando si Johnny Yeoh se ponía en contacto con Magnus. Y
aunque Lenahan tenía muchos amigos en todo el Departamento de Policía, lo menos
probable es que Johnny fuera uno de ellos.
Escribió la dirección de Johnny y pulsó la tecla de envío.
Con un poco de suerte, por la mañana sabrían quién era Ísildur.
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Thingholt era un revoltijo de casitas de colores alegres del distrito postal 101 del
centro de Reikiavik, pegado a la ladera de la colina por debajo de la enorme iglesia.
Era el barrio donde vivían los artistas, los diseñadores, los escritores, los poetas, los
actores, los progres y los modernos.
Lo cierto es que no se trataba del típico barrio para un policía, pero a Magnus le
gustó.
Árni lo condujo por una calle tranquila a la vuelta de la esquina de la galería que
Magnus había visitado esa misma tarde y se detuvo en el exterior de una casa
diminuta, probablemente la más pequeña de la calle. La fachada era de cemento de
color crema y el tejado de metal ondulado verde lima del que sobresalía una única
ventana. La pintura de los muros y del tejado estaba desconchada y la hierba del
pequeño jardín que había a un lado de la casa estaba descuidada y pisoteada. Pero a
Magnus le recordó a la casa en la que se había criado cuando era pequeño.
Árni llamó al timbre de la puerta. Esperó. Volvió a llamar.
—Probablemente esté dormida.
Magnus miró el reloj. Aún eran las siete.
—Se acuesta temprano.
—No. Quería decir que aún no se habrá levantado.
Justo entonces, la puerta se abrió y apareció una chica muy alta, morena y de
rostro pálido, vestida con una camiseta muy pequeña y pantalones cortos.
—¡Árni! —exclamó—. ¿Qué haces despertándome a estas horas?
—¿Qué tiene de malo venir a estas horas? —preguntó a su vez Árni—. ¿Podemos
pasar?
La chica asintió inclinando despacio la cabeza y dio un paso atrás para dejarlos
entrar. Atravesaron el vestíbulo y pasaron a una pequeña sala de estar en la que había
un sofá largo y azul, una televisión grande, un par de pufs apoyados sobre el suelo de
madera pulida y una estantería llena de libros. Las paredes estaban revestidas de
madera; la más larga estaba pintada con remolinos de color azul, verde y amarillo,
dando la impresión de isla tropical.
—Esta es mi hermana, Katrín —los presentó Árni—. Este es Magnús. Es un
americano amigo mío. Está buscando un lugar donde vivir en Reikiavik y le sugerí
que se quedara aquí.
Katrín se frotó los ojos y se concentró en Magnus. Su camiseta era ancha y sin
mangas y dejaba ver uno de sus pequeños pechos. Se parecía mucho a Árni en la
altura, la delgadez y el cabello moreno, pero mientras los rasgos de Árni eran suaves,
los de ella eran fuertes, con la piel de la cara blanca, las mejillas y el mentón
angulares, pelo corto y tupido y ojos grandes y oscuros.
—Hola. ¿Qué tal? —lo saludó en inglés con acento británico.
—Muy bien —contestó Magnus—. ¿Y tú?
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—Bien —murmuró ella.
—¿Nos sentamos y hablamos un poco? —sugirió Árni.
Katrín centró su atención en Magnus, mirándolo de arriba abajo.
—No. Me parece bien. Voy a volver a la cama. —Y dicho esto, entró en un
dormitorio al otro lado del vestíbulo.
—Parece que has aprobado —dijo Árni—. Deja que te enseñe tu habitación. —
Subió con Magnus por unas escaleras estrechas—. Nuestros abuelos vivían aquí.
Ahora es de nosotros dos y alquilamos la habitación del piso superior. Aquí está.
Entraron en una habitación pequeña equipada con los muebles básicos: cama,
mesa, un par de sillas y cosas así. Había dos ventanas y la pálida luz de la tarde
entraba por una de ellas. Por la otra, Magnus podía ver el chapitel de la
Hallgrímskirkja elevándose por encima del mosaico multicolor de tejados metálicos.
—Bonitas vistas —dijo.
—¿Te gusta la habitación?
—¿Qué pasó con el anterior inquilino?
La expresión de Árni parecía afligida.
—Lo arrestamos. La semana pasada.
—Vaya. ¿Drogas?
—Anfetaminas. Un camello de poca monta.
—Entiendo.
Árni carraspeó.
—Te agradecería mucho que vigilaras a Katrín mientras estés aquí. Con
discreción, por supuesto.
—¿No le importará? Quiero decir, ¿le parece bien compartir la casa con un
policía?
—No es necesario que le digas a qué te dedicas, ¿no crees? Y tampoco le diría al
comisario jefe Thorkell que vives aquí.
—¿El tío Thorkell no lo aprobaría?
—Digamos simplemente que Katrín no es su sobrina preferida.
—¿Cuánto es el alquiler?
Árni mencionó una cifra que pareció muy razonable.
—Hace un año habría sido el doble —le aseguró a Magnus.
—Te creo —contestó Magnus con una sonrisa. Le gustaba aquella pequeña
habitación, le gustaba la casa diminuta, le gustaban las vistas e incluso le gustaba el
aspecto de la misteriosa hermana—. Me la quedo.
—Estupendo —dijo Árni—. Entonces vamos a recoger tus cosas al hotel.
No tardaron mucho en llevar la maleta de Magnus a la casa y una vez que Árni se
aseguró de que Magnus se había instalado, lo dejó allí. No había noticias de Katrín.
Magnus salió a la calle. Consultando un plano de la ciudad, bajó hasta la siguiente
calle y giró. El cielo se había despejado, excepto por una pequeña parte que cubría la
cima de piedra y nieve del monte Esja. Magnus empezó a ver en aquello una pauta: la
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parte inferior de la nube subía y bajaba por la montaña varias veces al día,
dependiendo del tiempo. El aire era limpio y fresco. A las ocho y media seguía
habiendo luz.
Encontró la calle que buscaba y avanzó por ella lentamente, examinando cada
casa mientras lo hacía. Puede que no la reconociera después de tantos años. Puede
que hubieran cambiado el color del tejado. Pero tras pasar por un badén, la vio: la
pequeña casa con el tejado azul de su infancia.
Se detuvo delante de ella y se quedó mirándola. El pequeño mostellar seguía allí,
pero le habían atado una cuerda a una de sus ramas. Una buena idea. Había un balón
de fútbol desinflado en un arriate de narcisos que estaban a punto de florecer. Se
alegró de que siguiera habiendo niños allí. Imaginaba que casi todas las casas de
aquel barrio estaban ahora habitadas por parejas jóvenes. En el exterior había un
arrogante Mercedes todoterreno con dos asientos para niños. Muy diferente al viejo
Volkswagen Escarabajo de su padre.
Cerró los ojos. Por encima del murmullo del tráfico pudo oír a su madre
llamándolos a Óli y a él para que entraran a acostarse. Sonrió.
Entonces comenzó a abrirse la puerta de la entrada y apartó la vista, avergonzado
de que los actuales propietarios vieran a un extraño mirando lascivamente su casa.
Siguió bajando la cuesta hacia el centro de la ciudad. Pasó junto a un grupo de
cuatro hombres y una mujer que descargaban una furgoneta.
Un grupo de música que se preparaba para la noche del sábado. La chica de la
minifalda de piel de leopardo y faldón pasó a toda velocidad con su bicicleta. Se dio
cuenta de que en Reikiavik podías ver a la misma persona en la calle varias veces en
un mismo día.
Se detuvo en la librería Eymundsson, una joya de vidrio en Austurstraeti, donde
compró el último ejemplar en inglés de El señor de los anillos y otro de La saga de
los volsungos, este en islandés.
Siguió caminando hacia el Puerto Viejo y otro recuerdo de su infancia, un
pequeño quiosco rojo, Baejarins beztu pylsur. Él y su padre solían ir allí todos los
miércoles por la noche después del entrenamiento de balonmano, para comerse un
perrito caliente. Se puso en la cola. Al contrario que el resto de Reikiavik, Baejarins
beztu no había cambiado con los años, excepto que ahora había una fotografía en el
exterior de un Bill Clinton sonriente comiéndose una enorme salchicha.
Masticando su perrito caliente, atravesó paseando el recinto del puerto y el
muelle. Se trataba de un puerto en activo, pero a aquella hora de la noche estaba en
calma. A un lado había barcos pesqueros y, al otro, lustrosos buques para ir a avistar
ballenas y pequeñas barcas de pesca. Olía a pescado y a gasóleo, aunque Magnus
pasaba junto a un surtidor blanco y achaparrado de hidrógeno. Se detuvo cuando
llegó al final, a una respetuosa distancia de un pescador que andaba manipulando su
cebo en el interior de una bolsa, y contempló aquella quietud.
Por detrás del muro del puerto, el peñón negro y la nieve blanca del monte Esja se
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reflejaba en las aguas de color gris metálico. Una gaviota daba vueltas a su alrededor,
esperando que tirara algún resto de pan, pero pocos segundos después se alejó
emitiendo una queja de decepción. Una lancha motora de apariencia oficial surcó la
entrada del puerto dispuesta a cumplir alguna misión burocrática náutica.
Islandia había cambiado mucho desde su interrumpida infancia, pero lo que aún
reconocía de Reikiavik lo devolvió a sus primeros años, sus años de felicidad. No
tenía motivos para visitar a la familia de su madre. Ni siquiera tenían por qué saber
que estaba en el país. Estaba encantado al ver cómo su islandés volvía con tanta
facilidad, aunque sabía que hablaba con cierto acento americano. Tenía que seguir
trabajando aquellas erres.
Reikiavik se encontraba muy lejos de Boston, a mucha distancia al norte de
Boston. Veinticinco grados de latitud. No era solo el aire frío y las manchas de nieve
lo que le hacía llegar a aquella conclusión —el puerto de Boston también podía ser
bastante frío y desolador—, sino la luz: clara pero suave, pálida, fina. Había una sutil
calidez en los colores grises del puerto de Reikiavik en comparación con los otros
más fuertes de Boston.
Pero se alegraría cuando llegara la fecha del juicio y pudiera volver. Aunque el
caso de Agnar era interesante, echaba de menos el tono violento de las calles de
Boston. En algún momento de aquellos últimos diez años, resolver la sucesión diaria
de tiroteos, apuñalamientos y violaciones, buscar a los malos para llevarlos ante la
justicia se había convertido en algo más que un trabajo. Se había convertido en una
necesidad, una costumbre, una droga.
Reikiavik no era así. Era una ciudad de juguete.
Sintió una punzada de remordimiento. Se encontraba a salvo, a miles de
kilómetros de aquella ciudad atestada de bandas de narcóticos y juicios por
corrupción policial. Pero Colby no lo estaba. ¿Cómo podía hacer que lo escuchara?
Tenía la sensación de que cuanto más lo intentara, más obstinada se volvería ella.
Pero ¿por qué? ¿Por qué tenía que comportarse así? ¿Por qué tenía que utilizar Colby
aquel asunto, entre todos los demás, para tratar de resolver la cuestión de la relación
que ambos tenían? Si él fuera más sutil a nivel emocional, si fuera como Colby,
podría encontrar el modo de manipularla para que viniera a encontrarse con él. Pero
mientras trataba de pensar en un plan, su cabeza le daba vueltas.
Dejó escapar un suspiro y volvió a la ciudad. Mientras subía de nuevo la colina
por el Laugavegur buscó algún bar donde tomar una cerveza rápida. Por una calle
lateral vio un lugar llamado Grand Rokk. Por fuera parecía un destartalado bar
bostoniano, pero con un toldo por encima de las mesas en las que una docena de
personas fumaban mientras tomaban su copa. En el interior, los clientes ocupaban una
cuarta parte del local. Magnus se abrió paso junto a un grupo de habituales que se
habían alineado a lo largo de la barra y le pidió una Thule grande a un camarero con
la cabeza afeitada. Se acomodó en un taburete del rincón y le dio un sorbo a la
cerveza.
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Parecía como si los otros clientes llevaran allí mucho más tiempo. Varios de ellos
tenían junto a sus cervezas unos vasos de chupito con un líquido marrón. Una hilera
de mesas a lo largo de una de las paredes tenía incrustado un tablero de ajedrez. Unos
clientes estaban jugando. Magnus se distrajo mirándolos. Los jugadores no eran muy
buenos. Podría vencerlos fácilmente.
Sonrió al recordar cómo se enfrentaba a su padre, un jugador formidable, noche
tras noche. La única forma en la que Magnus podía vencer a aquel estratega tan
inteligente era atacando agresivamente a su rey. Casi siempre fracasaba, pero, a
veces, solo a veces, se abrió paso y ganó la partida, para gusto tanto del padre como
del hijo. Magnus sabía que aunque su padre nunca le diera un respiro, lo alentaba,
siempre lo alentaba.
Muchas veces, Magnus miraba a su padre solo a través del terrible prisma de su
asesinato, olvidando los tiempos más felices anteriores a su muerte. Más felices, pero
no felices.
Ragnar fue un hombre muy inteligente, un matemático reputado a nivel
internacional, y aquel fue el motivo por el que le ofrecieron un puesto en el MIT, el
Instituto de Tecnología de Massachusetts. También fue una persona compasiva, el
salvador que había alejado a Magnus y a su hermano de las miserias de Islandia
cuando ya temían que los había abandonado. Magnus tenía muy buenos recuerdos de
su padre durante sus años de adolescencia: no solo jugando al ajedrez y leyendo
juntos las sagas, sino también saliendo de excursión por los Adirondacks y por
Islandia y las largas conversaciones nocturnas sobre cualquier cosa que interesara a
Magnus, discusiones entre adversarios en las que su padre siempre le escuchaba y
respetaba su opinión, aunque también trataba de demostrar que se equivocaba.
Pero había un aspecto de la vida de su padre que Magnus nunca comprendió: su
relación con las mujeres. No comprendía por qué Ragnar se había casado con su
madre ni por qué la había dejado. Lo cierto es que no entendía por qué se había
casado después con aquella horrible mujer, Kathleen. Era la joven esposa de otro
profesor del MIT y Magnus se dio cuenta más tarde de que debían estar teniendo una
aventura incluso cuando Magnus se trasladó con su padre a Boston. Aunque por fuera
era encantadora y guapa, Kathleen resultó ser una mujer controladora que sentía celos
de Magnus y Ollie. A los pocos meses de haberse casado, pareció que Ragnar
también le empezaba a molestar. Magnus no tenía ni idea de por qué su padre no
había visto venir aquello.
Dieciocho meses después de aquel espantoso matrimonio, Ragnar murió. Lo
encontraron muerto a puñaladas en el suelo de la sala de estar de la casa que
alquilaban durante los veranos en Duxbbury, en la costa sur de Boston.
A Magnus no le cupo duda de quién era la principal sospechosa. Los policías que
investigaron el caso escucharon sus teorías sobre su madrastra, al principio por
lástima, y luego con irritación. Tras unos primeros días de haberla seguido con
atención, terminaron dejándola. Aquello carecía de sentido para Magnus, puesto que
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no tenían ningún otro sospechoso. Pasaron los meses y la policía no pudo sugerir una
idea mejor que la de un extraño que entró en la casa, apuñaló a Ragnar y después
desapareció en la nada sin dejar más rastro que un pelo que la policía no fue capaz de
identificar, a pesar de haberle practicado la prueba del ADN.
Fue al año siguiente cuando Magnus dedicó sus vacaciones de verano a realizar
sus propias investigaciones y descubrió que su madrastra tenía una coartada
irrebatible: se encontraba en la cama con un instalador de aire acondicionado de la
ciudad en el momento del asesinato. Un hecho que tanto la madrastra como la policía
habían decidido ocultar a Magnus y a su hermano.
El bar se estaba llenando de gente más joven que abrumaba a los bebedores más
madrugadores que salían tambaleándose a la calle. Llegó un grupo de música y en
pocos minutos comenzaron a tocar. La música estaba demasiado alta para un bebedor
de cerveza pensativo, así que Magnus se fue.
Fuera, las calles, que tan tranquilas habían estado antes, se habían llenado,
atestadas de jóvenes y no tan jóvenes vestidos para pasar una noche por la ciudad.
Hora de irse a la cama, pensó Magnus. Cuando abría la puerta de su nuevo
alojamiento se cruzó con Katrín, que salía en ese momento vestida con sus mejores
galas negras y góticas, el rostro empolvado de blanco y con unos sorprendentes
piercings de metal.
—Hola —lo saludó con media sonrisa.
—Que lo pases bien —respondió Magnus en inglés. De algún modo, aquel le
pareció el idioma perfecto para dirigirse a Katrín. Ella se detuvo.
—Eres algo así como policía, ¿verdad?
Magnus asintió.
—Algo así.
—Árni es un gilipollas —murmuró Katrín mientras desaparecía en aquella
semioscuridad.
* * *
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El hombre se irguió de repente con los ojos entrecerrados y la boca abierta por la
sorpresa. Se correspondía con la fotografía que Diego había estado examinando
anteriormente: unos treinta años, delgado, pelo castaño claro y rizado, ojos azules que
ahora estaban hinchados y enrojecidos.
—¡Como grites te vuelo la cabeza! ¿Entendido?
El hombre tragó saliva y asintió.
—Muy bien. Tengo una sola pregunta que hacerte. ¿Dónde está tu hermano?
Ollie trató de hablar. No articuló ni una palabra. Tragó saliva y volvió a
intentarlo.
—No lo sé.
—Sé que se quedó aquí contigo la semana pasada. ¿Adónde dijo que iba cuando
se fue?
Ollie respiró hondo.
—No tengo ni idea. Pasó aquí un día y al siguiente se fue. Se limitó a coger sus
cosas y se fue sin despedirse. Típico de mi hermano. —Ollie pareció empezar a
despertarse—. Oye, ¿podemos llegar a un acuerdo? Por ejemplo, te doy dinero y me
dejas en paz.
Diego agarró la cabeza de Ollie por el pelo con la mano izquierda y le introdujo el
revólver en la boca con la derecha.
—El único acuerdo al que vamos a llegar es que me digas dónde se encuentra. Si
no sabes dónde está, mala suerte, porque vas a morir.
—Oye, tío. No sé dónde está. ¡Te lo juro! —Ollie masculló aquellas palabras
mientras trataba de hablar con el metal en la boca.
—¿Has jugado alguna vez a la ruleta rusa? —le preguntó Diego.
Ollie negó con la cabeza y tragó saliva.
—Es muy fácil. Hay seis recámaras en esta pistola. Una de ellas tiene una bala.
Ni tú ni yo sabemos cuál. Así que cuando apriete el gatillo no sabremos si vas a
morir. Pero deja que apriete el gatillo seis veces. Vas a morir seguro. ¿Lo pillas?
Ollie tragó saliva y asintió. Lo había pillado.
Diego soltó el pelo de Ollie. Al fin y al cabo, no quería dispararse en su propia
mano y, después, apretó el gatillo.
Hubo un chasquido. La recámara giró.
—Dios mío —exclamó Ollie.
—Quizá creas que eres el único que corre peligro aquí —continuó Diego—. Pero
la verdad es que yo también. Porque si te vuelo los sesos y no me dices lo que quiero
saber, saldré perdiendo, ¿entiendes? Eso hace que el juego sea más divertido para los
dos —dijo, sonriéndole a Ollie—. Así que, una vez más, ¿dónde está tu hermano?
—No lo sé, tío. ¡Te juro que no lo sé! —gritó Ollie.
—¡Eh, cállate! —le ordenó Diego, entrecerrando los ojos—. ¿Sabes? Sigo sin
creerte. —Volvió a apretar el gatillo.
Clic.
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—¡Dios mío, no me dispares! ¡No me dispares! —gritó Ollie con la voz quebrada
—. Te lo diría si lo supiera. ¡Te juro que lo haría! Unos tíos del FBI vinieron a recoger
sus cosas. Les pregunté adónde se lo llevaban, pero no me lo dijeron.
Diego oyó un pequeño siseo y olió la orina caliente. Bajó la mirada hacia la
mancha oscura que se extendía rápidamente por los calzoncillos de Ollie. Según su
experiencia, una vez que se meaban encima, estaban diciendo la verdad.
Pero apretó el gatillo por tercera vez, solo porque sí.
Otro clic.
Había hablado de aquello con Soto. Había dos corrientes. Una era deshacerse de
todos los familiares y compañeros del testigo para enviarle un mensaje claro a él y a
cualquier otro que pudiera seguirle la pista. Pero cuando el testigo resultaba ser un
policía, aquella no era una buena idea. Estarían declarando una guerra sin cuartel
contra un oponente tremendamente armado y bien organizado. Los negocios de
drogas de mayor éxito operaban sin llamar la atención, haciendo el menor ruido
posible, manteniendo tranquilo el negocio.
Ollie no sabía dónde estaba Magnus. No tenía sentido buscarse más problemas.
—Muy bien, tío. Abandono la partida —dijo Diego—. Digamos que ha habido un
empate. Pero no vayas a la policía para contarles que estoy buscando a tu hermano.
¿Entiendes lo que digo? Si lo haces, no jugaremos más. Me limitaré a volarte la tapa
de los sesos de un disparo.
—Vale, tío. De acuerdo. Está bien. —Ollie se sorbió las lágrimas que le caían por
la cara.
Diego se inclinó hacia delante y apagó la luz.
—Ahora vuelve a dormir. Felices sueños.
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11
Magnus siguió al fornido oficial O’Malley hacia el brillante luminoso del 7-Eleven.
Sus dedos se movían nerviosamente a pocos centímetros por encima de la pistola.
O’Malley se giró y sonrió.
—Oye. Tranquilízate, Sueco. Mantén los ojos abiertos y no te pongas demasiado
tenso. Se cometen errores cuando uno se pone tenso.
O’Malley había decidido llamar «Sueco» a Magnus como homenaje a su
procedencia escandinava y a un antiguo compañero sueco con el que había trabajado
veinte años atrás: Magnus no lo sacó de su error. Si su responsable de formación
quería que fuera sueco, sería sueco. Llevaba solamente dos semanas en las calles,
pero ya le tenía un enorme respeto a O’Malley.
—Parece tranquilo —dijo O’Malley. El dependiente no les había dado
información alguna en cuanto a la naturaleza del altercado en la tienda.
Magnus vio una figura delgada que avanzaba hacia ellos desde las sombras.
O’Malley no lo había visto. Aquella figura se dirigía en línea recta hacia O’Malley.
Magnus trató de extender la mano hacia su pistola, pero el brazo no se movió. La
figura levantó su propia arma, una Magnum 357, y apuntó a O’Malley. Aterrado,
Magnus consiguió colocar sus dedos alrededor de su pistola, pero no pudo levantarla.
Por mucho que lo intentara, pesaba mucho. Magnus abrió la boca para avisar a su
compañero, pero no emitió ningún sonido.
El hombre se giró hacia Magnus y se rio, apuntando aún con su pistola a
O’Malley. Era joven, escuálido y parecía como si no se hubiera lavado desde hacía
una semana. Tenía los ojos enrojecidos y no podía fijarlos, sus dientes estaban en mal
estado y la piel de la cara, iluminada ahora con las luces de la tienda, parecía de cera.
Tenía aspecto de estar muerto, una especie de zombi.
O’Malley seguía sin verlo.
Magnus trató de gritar y de levantar su pistola. Nada. Solo una risa socarrona e
inquietante del atracador. Después hubo un disparo. Dos. Tres. Y hubo más y más.
Al final, O’Malley cayó al suelo. El brazo de Magnus respondió. Levantó el arma
y disparó a la cara del drogadicto. Disparó una y otra vez, y otra más…
Magnus se despertó.
Se oía ruido por fuera de su ventana. El distrito 101 de Reikiavik había entrado en
acción el sábado por la noche: risas, acelerones de coches, gritos, canciones,
vomitonas y, de fondo, el persistente ruido sordo de unos potentes amplificadores.
El grueso ejemplar de El señor de los anillos yacía abierto en el suelo, donde lo
había dejado caer un par de horas antes, aplastando la edición más fina de La saga de
los volsungos.
Miró el reloj. Las cinco y cinco de la mañana.
Aquel era un sueño recurrente. Le había estado perturbando durante las noches de
los dos años posteriores a aquel primer tiroteo. Por supuesto, la realidad había sido
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diferente al sueño. El drogadicto había disparado solo dos veces a O’Malley antes de
que Magnus lo abatiera. Pero durante aquellas largas noches, Magnus había debatido
inútilmente consigo mismo si podría haber disparado antes y haber salvado a
O’Malley o haberse retrasado más tiempo y haber salvado al drogadicto.
Aquello pasó mucho tiempo atrás. Magnus pensó que había reaccionado mucho
mejor al segundo tiroteo que al primero, ahora que era un policía más experimentado.
Quizá no fuera así. Su subconsciente necesitaba más tiempo para poder asimilarlo y
no podía hacer nada al respecto, por muy buen policía que fuera.
Qué desastre.
* * *
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Magnus hizo un rápido cálculo mental. Treinta millones de coronas sumaban algo
más de doscientos mil dólares. Incluso para el nivel de los ciudadanos adictos a las
deudas de Islandia, Agnar debía mucho dinero.
—En resumidas cuentas, Linda tenía motivos para matar a su marido —continuó
Baldur—. Dice que estaba sola con sus hijos pequeños la noche del jueves. Pero
fácilmente podría haberlos metido en el asiento posterior del coche y haber ido a
Thingvellir. Ellos no podrán contárnoslo. Uno es un bebé y el mayor aún no ha
cumplido los dos años. No debemos perderla de vista. Y bien, Vigdís, ¿has hablado
con la mujer de Flúdir?
Vigdís hizo un resumen de su entrevista con Ingileif. Había comprobado la
coartada de Ingileif. Sí que había estado en la fiesta de su amiga artista hasta las once
y media la noche que asesinaron a Agnar. Y después, con su «viejo amigo» el pintor.
—Puede que haya dicho la verdad en eso, pero creemos que mentía en otros
aspectos —intervino Magnus.
—¿Qué otros aspectos?
—Se mostró muy evasiva con respecto a Agnar —se explicó Vigdís—. Tengo el
presentimiento de que ahí estaba pasando algo más de lo que ella decía.
—Volveremos a hablar con ella dentro de un par de días —dijo Magnus—. Para
ver si su historia se mantiene.
—¿Algún avance con Ísildur? —preguntó Baldur.
—Sí —contestó Magnus—. He encontrado a alguien que se hace llamar Ísildur en
un foro de El señor de los anillos en internet. Conseguí su dirección de correo
electrónico y le he pedido a un amigo mío de los Estados Unidos que lo verificara.
—¿Estás seguro de que es el mismo?
—No podemos estar seguros del todo, pero me parece muy probable que lo sea.
Ese hombre está obsesionado con los anillos mágicos y las sagas islandesas, igual que
Steve Jubb.
Baldur soltó un gruñido.
—Se llama Lawrence Feldman y vive en California —continuó Magnus—. Tiene
dos casas: una en Palo Alto y otra en el condado de Trinity, a cuatrocientos
kilómetros al norte de San Francisco. De ahí es de donde procedía el correo
electrónico.
—¿Dos casas? —preguntó Baldur—. ¿Sabemos si es rico?
—Está forrado. —Aunque Johnny no había podido conseguir el expediente
policial de Feldman, si es que lo había, sí que había encontrado muchas cosas de él en
internet—. Es uno de los fundadores de una empresa de programas informáticos de
Silicon Valley, 4Portal. Vendieron la empresa el año pasado y cada uno de los
fundadores se embolsó cuarenta millones de dólares. Feldman solamente consiguió
treinta y uno. No le ha ido mal.
—Así que podría permitirse fácilmente un abogado caro —dijo Baldur.
—Y una habitación en el hotel Borg para Steve Jubb.
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—Muy bien. Tenemos que conseguir el expediente policial de ese tipo, si es que
lo tiene —ordenó Baldur—. ¿Puedes ocuparte?
—Sí, pero probablemente sea más fácil si la petición procede de la policía de
Reikiavik —contestó Magnus—. Cuanto más oficial, menos favores hay que pedir.
—Nos encargaremos de ello —concluyó Baldur.
—Pero podría ir a verle —se ofreció Magnus.
—¿A California? —Baldur parecía dudar.
—Claro. Tardaría un día en llegar y otro en volver, pero podría reunirme con él
para que me contara en qué andan metidos él y Jubb.
Baldur frunció el ceño.
—No sabemos seguro que se trate del mismo Ísildur para el que trabaja Steve
Jubb. Y de todos modos, él no nos lo va a decir, ¿por qué habría de hacerlo? Steve
Jubb no ha contado nada y eso que lo tenemos bajo arresto.
—Depende del modo en que se lo pregunte.
Baldur negó con la cabeza.
—Costaría dinero. No estoy seguro de conseguir una autorización para un viaje
que probablemente sea una pérdida de tiempo. ¿No has oído hablar de la kreppa?
Era imposible pasar muchas horas en Islandia sin oír hablar de la kreppa.
—Solo un billete en clase turista y quizá una noche en un hotel de carretera —
dijo Magnus. Miró a sus compañeros que estaban alrededor de la mesa—. Vais a
dedicar mucho dinero a esta investigación. Un billete de avión no supondrá mucha
diferencia.
Baldur dedicó a Magnus una mirada hostil.
—Lo pensaré —contestó, dando a Magnus la clara impresión de que no lo haría
—. Muy bien —continuó, dirigiéndose a todo el grupo—. Parece que alguien que se
hace llamar Ísildur anda detrás de las negociaciones con Agnar. Si el tal Lawrence
Feldman es ese tipo, cuenta con mucho dinero como para respaldar un acuerdo
importante.
—¿Pero qué es lo que podrían estar negociando? —preguntó Vigdís.
—¿Algo relacionado con El señor de los anillos? —sugirió Magnus—. O puede
que con La saga de los volsungos. La volví a leer anoche. En los dos libros hay un
anillo mágico que tiene un importante papel. Existe la teoría de que Tolkien se inspiró
en La saga de los volsungos.
—Todos los ejemplares antiguos de la saga estarán en la colección de Árni
Magnússon de la Universidad de Islandia —dijo Baldur. Árni Magnússon fue un
anticuario educado en Dinamarca que viajó por Islandia en el siglo XVII reuniendo
todas las sagas que pudo encontrar. Las llevó a Dinamarca, pero fueron devueltas a
Islandia en los años setenta para ser llevadas a un instituto que lleva el nombre de su
coleccionista—. ¿Estás diciendo que Agnar había robado uno de los ejemplares?
—Quizá lo cambió por una copia —sugirió Vigdís.
—Puede —dijo Magnus—. O puede que tuviera alguna loca teoría que estuviera
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tratando de venderle a Ísildur. A lo mejor iba a llevar a cabo alguna investigación
para él.
Baldur torció el gesto y negó con la cabeza.
—Podría tratarse de drogas —intervino Rannveig—. Sé que suena a lo de
siempre, pero en Islandia, si hay algún trato ilícito, casi siempre se trata de drogas.
Por un momento, hubo un silencio alrededor de la mesa. La ayudante del fiscal
tenía algo de razón.
—¿Había algo en los documentos de Agnar que indicara de qué podría tratarse
ese negocio? —preguntó Rannveig.
—No. Yo mismo he examinado la mayor parte de ellos —respondió Baldur—.
Aparte de aquellos correos electrónicos de su ordenador, no hay nada sobre ningún
trato con Steve Jubb. Y todos los archivos de su portátil están relacionados con su
trabajo.
—¿En qué estaba trabajando? —preguntó Magnus.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a si estaba llevando a cabo alguna investigación cuando murió.
—No estoy seguro de que estuviera investigando nada. Estaba corrigiendo
exámenes. Y traduciendo un par de sagas al inglés y al francés.
Magnus se inclinó hacia delante.
—¿Qué sagas?
—No lo sé —respondió Baldur a la defensiva. Estaba claro que no le gustaba que
le estuvieran interrogando en su propia reunión—. No he leído todos sus trabajos.
Hay montones de ellos.
Magnus se tuvo que contener para no insistir. No quería irritar a Baldur más de lo
necesario.
—¿Puedo echarles un vistazo? Me refiero a esos trabajos.
Baldur se quedó mirando a Magnus sin disimular su irritación.
—Por supuesto —contestó secamente—. Es una buena forma de que pases el
tiempo.
* * *
Había dos lugares en los que mirar: la habitación de Agnar en la universidad y la casa
de verano. Habría más documentos en la universidad y estaba más cerca. Por otra
parte, si Agnar había estado trabajando en algo relacionado con Steve Jubb, era
probable que se hallara en la casa de verano, donde lo tendría a mano para su
encuentro.
Así que Árni llevó a Magnus al lago Thingvellir.
—¿Crees que Baldur va a dejarte ir a California? —le preguntó.
—No lo sé. No parecía muy contento con la idea.
—Si vas, ¿puedes llevarme contigo? —Árni miraba de reojo a Magnus, que iba
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sentado en el asiento del acompañante y notó su vacilación—. Me licencié en los
Estados Unidos, así que estoy familiarizado con los procedimientos de la policía
americana. Además, California es mi hogar espiritual.
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes. El goberneitor.
Magnus sacudió la cabeza. Lo siguiente que haría Árni sería pedir entrevistarse
personalmente con Arnold Schwarzenegger. Además, Magnus prefería acercarse a
Lawrence Feldman a su modo, sin su perrito islandés pisándole los talones.
—Ya veremos.
Desalentado, Árni condujo el coche por el monte Mosfell y bajó hacia el lago. No
es que estuviera lloviendo, pero había una fuerte brisa que alborotaba la superficie del
agua. Mientras se acercaban, los vigilaba un buen grupo de robustos caballos
islandeses de la granja que había detrás de las casas, con sus largas crines doradas
cayéndoles sobre los ojos.
Magnus vio a un niño y una niña que jugaban junto a la orilla del lago; el niño
tendría unos ocho años y la niña muchos menos. De nuevo, La única casa de verano
que estaba ocupada era la del Range Rover. La de Agnar seguía constituyendo el
escenario de un crimen, con la cinta amarilla agitándose con el viento y un coche de
policía aparcado en la puerta, donde estaba sentado un agente solitario leyendo un
libro. Resultó ser Crimen y castigo, de F. M. Dostoievski. Magnus sonrió. A todos los
policías les gustaba leer libros sobre crímenes; no era de sorprender que los
islandeses tuvieran un gusto más literario que sus colegas americanos.
El policía se alegró de recibir compañía y dejó que Magnus y Árni entraran en la
casa. Estaba fría y tranquila. El polvo de las huellas dactilares cubría la mayor parte
de las superficies lisas, añadiendo una mayor sensación de desolación. Y había
marcas de tiza alrededor de las manchas de sangre del suelo.
Magnus examinó el escritorio: cajones llenos de papeles, la mayoría documentos
impresos. Había también un mueble bajo justo a la izquierda del escritorio en el que
había más montones de papel.
—Vale, mira tú en el armario. Yo miraré en la mesa —dijo Magnus, poniéndose
un par de guantes blancos de látex.
El primer fajo que examinó se trataba de una traducción al francés de La saga de
Laxdaela, sobre la que había comentarios en francés. Estos solo cubrían la primera
mitad del manuscrito. Magnus había estudiado francés en el colegio e imaginó que
Agnar había estado corrigiendo o comentando la obra de otro traductor,
probablemente un francés que hablara islandés.
—¿Qué has encontrado, Árni?
—La saga de Gaukur —respondió—. ¿Has oído hablar de ella?
—No —contestó Magnus. Aquello no tenía por qué sorprenderle. Había docenas
de sagas, algunas muy conocidas y otras mucho menos—. Espera un momento.
¿Gaukur no era el que vivía en Stöng?
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—Exacto —confirmó Árni—. Yo fui allí de pequeño. Me morí de miedo.
—Sé a qué te refieres —dijo Magnus—. Mi padre me llevó allí cuando tenía
dieciséis años. Había algo realmente escalofriante en ese lugar.
Stöng era una granja abandonada a unos veinte kilómetros al norte del volcán, el
monte Hekla. Había quedado cubierto de ceniza tras una erupción masiva en algún
momento de la Edad Media y no se había vuelto a descubrir hasta el siglo XX. Se
encontraba al final de un sendero escabroso que se abría paso entre un paisaje de
destrucción ennegrecida. Montículos de arena y pequeños afloramientos de lava se
retorcían dando lugar a formas grotescas. Cuando Magnus leyó sobre el Apocalipsis,
pensó en el camino hacia Stöng.
—Deja que eche un vistazo.
Árni le entregó el manuscrito a Magnus. Contenía unas ciento veinte páginas
limpias y recién impresas. Estaba en inglés. En la cubierta solamente se leía: «La
saga de Gaukur, traducción de Agnar Haraldsson».
Magnus pasó una página y examinó el texto rápidamente. En la segunda página se
encontró con una palabra que le hizo detenerse.
Ísildur.
—¡Árni, mira esto! —Pasó rápidamente el resto de las páginas. Ísildur. Ísildur.
Ísildur. Ísildur.
Aquel nombre aparecía varias veces en cada una de las páginas. Ísildur no era un
personaje cualquiera de esta saga, sino el protagonista.
—¡Vaya! —exclamó Árni—. ¿Nos lo llevamos a la comisaría para que los
forenses le echen un vistazo?
—Voy a leerlo —dijo Magnus—. Después podrán verlo los forenses.
Así que se sentó en un cómodo sillón y comenzó a leer, pasándole con cuidado
cada página a Árni a medida que las iba acabando.
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Ísildur y Gaukur eran dos hermanos que vivían en una granja llamada Stöng. Ísildur
era un hombre fuerte y valiente de cabello moreno. Tenía un labio leporino y había
quienes pensaban que era feo. Era hábil tallando la madera. Gaukur, pese a ser dos
años más joven que Ísildur, era aún más fuerte. Tenía el cabello rubio y era muy
atractivo, pero también vanidoso. Era un experto con el hacha de guerra. Los dos
hermanos eran honestos y conocidos en la región.
Su padre, Trandill, quería ir a visitar a su tío en Noruega y participar en las
invasiones vikingas. Su madre había muerto cuando sus hijos eran pequeños, así que
Trandill los dejó con una amiga, Ellida-Grímur, de Tongue, para que esta los
acogiera. Ellida-Grímur aceptó cuidar de la granja de Stöng durante la ausencia de
Trandill. Ellida-Grímur tenía un hijo, Ásgrímur, que tenía la misma edad que Ísildur.
Los tres niños se hicieron amigos enseguida.
Trandill estuvo fuera durante tres años, dedicando los veranos a cometer asaltos y
comerciar en el Báltico y en Irlanda y los inviernos a pasarlos con su tío, el conde
Gandalf el Blanco, de Noruega.
Un día, un viajero que volvía a Islandia desde Noruega llegó a Tongue con un
mensaje. Trandill había resultado muerto en una pelea con Erlendur, hijo del conde
Gandalf. El conde estaba dispuesto a pagar la compensación debida a los hijos de
Trandill y darles su herencia si uno de los hermanos iba a Noruega a buscarla.
Cuando Ísildur cumplió los diecinueve años, decidió viajar a Noruega para visitar
al tío de su padre y reclamar su herencia. Gandalf y su hijo Erlendur le dieron la
bienvenida con enorme cordialidad y hospitalidad. Gandalf le contó que Erlendur
había matado a Trandill en defensa propia cuando Trandill lo atacó en estado de
embriaguez. Los demás hombres de la corte que habían presenciado la muerte de
Trandill confirmaron que así había sido.
Ísildur decidió pasar el verano participando en las incursiones vikingas con
Erlendur. Fueron a Curlandia y Carelia, en el Báltico oriental.
Ísildur era un guerrero valiente y consiguió un gran botín. Tras muchas aventuras,
volvió a la casa de Gandalf convertido en un hombre rico.
Ísildur le dijo a Gandalf que quería volver a Islandia. Gandalf le entregó a Ísildur
la compensación que le debía por la muerte de su padre así como el tesoro de
Trandill. Pero la noche anterior a la partida de Ísildur, Gandalf le dijo que tenía algo
más que entregarle. Estaba encerrado en un pequeño cofre.
En su interior había un anillo antiguo.
Gandalf le explicó que Trandill había conseguido el anillo en un asalto a Frisia,
cuando luchó contra el famoso jefe guerrero Ulf Leg Lopper. Ulf Leg Lopper tenía
noventa años, pero no parecía haber cumplido más de cuarenta y aún seguía siendo
un temido guerrero. Tras una larga lucha, Trandill lo venció. Vio el anillo en el dedo
de Ulf Leg Lopper y se lo cortó.
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A pesar de estar muriéndose, Ulf Leg Lopper sonrió.
—Te doy las gracias por librarme de esta carga. Encontré este anillo en el Rin
hace setenta años. Desde entonces, lo he llevado puesto. Durante todo ese tiempo he
conseguido grandes victorias y riquezas en el campo de batalla. Pero, aunque sea yo
quien lleva el anillo, siento que es él quien me posee. Te dará un enorme poder, pero
también te traerá la muerte. Ahora puedo morir, por fin, en paz.
Trandill examinó el anillo. En su interior tenía escritas en runas las palabras: «El
anillo de Andvari». Iba a hacerle a Ulf más preguntas sobre el anillo, pero, al bajar la
mirada, Ulf ya estaba muerto con una sonrisa en la cara. Ya no era un gran guerrero,
sino un viejo arrugado.
Gandalf le contó a Ísildur la leyenda del anillo. Había pertenecido a un enano
llamado Andvari, que solía pescar en unas cataratas. Odín y Loki, dos dioses
antiguos, le robaron el anillo junto con un tesoro lleno de oro. Andvari lanzó una
maldición contra el anillo por la cual este dominaría a su portador y utilizaría el poder
de este portador para destruirlo. Y así sería hasta que lo llevaran de vuelta a su hogar
en Hela [Nota del traductor: Hela era el dominio de la también llamada Hela, diosa de
la muerte e hija de Loki][5].
Odín, el más importante de los dioses, le entregó el anillo a regañadientes a un
hombre llamado Hreidmar como compensación por haber matado a su hijo. El anillo
había traído un enorme poder a Odín. Durante los años siguientes, fue a parar a
diferentes portadores, cada uno de los cuales terminó siendo un corrupto, y entre ellos
estaban el hijo de Hreidmar, Fafnir, que se convirtió en dragón; el héroe Sigurd; la
valquiria Brunilda y Gunnar y Högni, los hijos de Sigurd. Allá donde pasara, dejaba
una estela de traición y muerte, hasta que finalmente Gunnar lo escondió en el Rin
para que su suegro Atli no pudiera hacerse con él.
Allí permaneció durante siglos hasta que lo encontró Ulf Leg Lopper.
Cuando Trandill regresó a Noruega, era otro hombre: reservado, astuto y egoísta.
Se burlaba continuamente de Erlendur, y una noche, en plena borrachera, lo atacó.
Erlendur acabó con él con un golpe de suerte.
Erlendur iba a quedarse con el anillo, pero Gandalf se lo reclamó. Aquella noche
se lo puso. Se sintió distinto de inmediato: más fuerte, poderoso y también codicioso.
Esa misma noche una hechicera del norte llamó a la puerta de la casa de Gandalf
buscando refugio. Vio que Gandalf llevaba puesto el anillo. Le invadió el terror y
trató de huir en plena noche, pero Gandalf la detuvo y le exigió saber qué era lo que
había visto.
Ella le dijo que el anillo tenía un terrible poder. Que consumiría a todo aquel que
lo poseyera, hasta que se lo pusiera un hombre tan poderoso que gobernaría el mundo
y destruiría todo lo bueno que en él había. El mundo quedaría sumido en una eterna
oscuridad.
Gandalf se quedó preocupado. Podía notar el efecto que el anillo estaba teniendo
sobre él, pero aún no había sucumbido a su poder. Se quitó el anillo de inmediato y le
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dijo a la hechicera que lo destruiría. Ella le respondió que el único modo de destruir
el anillo era tal y como Andvari había profetizado. Tenía que ser lanzado a la boca de
Hela.
—Dime, mujer. ¿Dónde está Hela?
—Es una montaña del país del fuego y el hielo —contestó la hechicera.
—Sé a qué se refiere —intervino Erlendur—. Trandill me habló de ello. Es Hekla,
un enorme volcán cercano a su granja de Stöng.
Así pues, Gandalf decidió no volver a ponerse el anillo nunca más y guardarlo
para los hijos de Trandill. Le dijo a Ísildur que llevara el anillo al Hekla, en Islandia,
y lo lanzara al interior del volcán.
Aquella noche Ísildur soñó que comandaba un glorioso asalto por toda Inglaterra
y que conseguía hacerse con un tesoro lleno de oro. Se despertó antes de que saliera
el sol y se puso el anillo. Inmediatamente se sintió más alto, más fuerte, invencible. Y
decidió ir a por una fortuna aún mayor al otro lado del mar.
Acudió a Gandalf y le exigió al conde que le diera un barco y permiso para dirigir
un grupo de asalto sobre Inglaterra. Gandalf vio que llevaba puesto el anillo y le
ordenó que se lo quitara. Ísildur sintió que una ola de rabia lo invadía. Levantó su
hacha y estaba a punto de romperle la cabeza a Gandalf cuando Erlendur lo agarró
desde atrás.
Mientras luchaban, Erlendur le gritó:
—¡Detente, Ísildur! ¡No sabes lo que haces! ¡Es el anillo! ¡Vas a obligarme a que
te mate igual que maté a tu padre!
Ísildur sintió que un arranque de fuerza le recorría las venas y se deshizo de
Erlendur. Levantó su hacha por encima del indefenso Erlendur. Pero cuando bajó la
mirada hacia su primo y amigo con quien había compartido tantas aventuras aquel
verano, se detuvo. Tiró el hacha y se sacó el anillo del dedo. Volvió a guardarlo en su
caja y partió para Islandia de inmediato.
Regresó a su casa de Islandia con el anillo y con su tesoro. Gaukur se había hecho
con el control de la granja de Stöng y se había prometido en matrimonio con una
mujer llamada Ingileif. Cuando Ásgrímur oyó que Ísildur había vuelto, viajó a Stöng
para ver a su hermano adoptivo. Ísildur les habló a su hermano y a su hermanastro de
sus aventuras en Noruega y en el Báltico. Después les contó todo lo del anillo de
Andvari y la orden del conde Gandalf de lanzarlo al Hekla. Les describió la inmensa
sensación de poder que había notado cuando se puso el anillo y la constante tentación
de volver a ponérselo. Dijo que tenía la intención de subir el anillo a la montaña al
día siguiente y les pidió a Gaukur y a Ásgrímur que lo acompañaran para asegurarse
de que llevaba a cabo su misión.
Hekla tenía una fama aterradora y nadie la había subido antes. Pero aquellos tres
hombres eran valientes y no se dejaban intimidar, así que a primera hora de la
mañana siguiente partieron hacia el volcán. El segundo día ya habían subido la mayor
parte del camino cuando Ásgrímur resbaló por un barranco y se partió la pierna. No
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podía continuar, pero aceptó esperar a que sus hermanos volvieran de la cima.
Esperó hasta casi la medianoche, cuando escuchó el sonido de pisadas que
bajaban la montaña. Pero solo venía uno de los hombres, Gaukur. Le contó a
Ásgrímur lo que había ocurrido. Él y su hermano se encontraban junto al cráter en lo
alto de la montaña. Ísildur sacó el anillo de su caja y estuvo a punto de lanzarlo al
cráter, pero, al parecer, fue incapaz de hacerlo. Dijo que el anillo era muy pesado.
Gaukur le insistió en que lo tirara, pero Ísildur se enfadó y se puso el anillo en el
dedo. Entonces, se giró y, antes de que Gaukur pudiera agarrarlo, saltó al interior del
cráter.
—Al menos, el anillo ha sido destruido —dijo Ásgrímur—. Pero el precio ha sido
muy alto.
* * *
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—He venido a exigirte una compensación por la muerte ilegal de mi esclavo —
dijo Ketil.
—Su muerte ha sido absolutamente legal —bramó Gaukur—. Me estaba
obstaculizando el camino de vuelta a mi granja y no me dejaba pasar.
—Yo sé que no fue eso lo que pasó —protestó Ketil.
Gaukur se rio de él.
—Tú sabes muy poco, Ketil. Todo el mundo está al tanto de que cada novena
noche eres la mujer del trol de Búrfell.
—Y también saben todos que no puedes engendrar un hijo porque las hijas del
trol te castraron —respondió Ketil; por aquel entonces Gaukur e Ingileif no tenían
hijos.
Dicho lo cual, Gaukur cogió su hacha y, tras una breve lucha, le cortó la pierna a
Ketil el Pálido. Ketil cayó muerto.
Después de aquello, Gaukur visitó aún más veces la granja de Ketil el Pálido,
donde Helga era ahora su amante. El hermano de Ketil le exigió una compensación a
Gaukur, pero este se negó a pagársela y su hermanastro Ásgrímur lo apoyó con su
lealtad.
Ingileif estaba celosa y decidió detener a Gaukur. Habló con Thórdís, la esposa de
Ásgrímur, y le contó un secreto. Ísildur no había saltado al cráter del Hekla con el
anillo puesto. Lo había asesinado Gaukur, que se había quedado con el anillo, y
después lanzó a su hermano por el cráter. Gaukur había escondido el anillo en una
pequeña cueva vigilada por el perro de un trol.
Thórdís le contó a su esposo lo que le había dicho Ingileif. Ásgrímur no la creyó.
Pero aquella noche tuvo un sueño. En aquel sueño él se encontraba con un grupo de
hombres en una sala enorme y una vieja hechicera sami apuntó con el dedo hacia él.
—Ísildur trató de destruir el anillo, pero no lo consiguió y lo asesinaron en el
intento. Ahora eres tú quien debe encontrar el anillo y llevarlo a la boca de Hela.
Matar a un hombre sin informar de ello después era un crimen tremendo. Aunque
Ásgrímur quedó convencido con su sueño, no tenía pruebas con las que acusar a
Gaukur y este no era un hombre al que se pudiera acusar sin pruebas. Así que
Ásgrímur acudió a su vecino Njál, un abogado muy bueno e inteligente, para que lo
ayudara. Njál le confirmó que era imposible probar nada ante el Althing, pero sugirió
que le tendieran una trampa.
Así, Ásgrímur le dijo a Thórdís que, a su vez, le dijera a Ingileif que Ísildur le
había dado en secreto un timón cuando volvió de Noruega. El timón pertenecía a
Fafnir, el hijo de Hreidmar, y era muy famoso. Ásgrímur lo había escondido en un
viejo granero en lo alto de una colina junto a su granja de Tongue.
Luego, Ásgrímur se quedó vigilando, escondido en el tejado del granero para
tenderle una emboscada a Gaukur, en caso de que este fuera a buscar el timón. En
efecto, sorprendió a Gaukur entrando en el granero para buscar el timón. Ásgrímur se
enfrentó a Gaukur, que sacó su espada.
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—¿Vas a matarme para así robar lo que no es tuyo, igual que mataste a tu
hermano? —le preguntó Ásgrímur.
Como respuesta, Gaukur hizo oscilar su espada hacia Ásgrímur. Empezaron a
luchar. Aunque Gaukur era más fuerte y mejor guerrero, se mostraba demasiado
confiado y Ásgrímur estaba furioso por la traición de su amigo, a quien siempre había
sido fiel. Atravesó a Gaukur con una lanza.
Ásgrímur buscó el anillo, pero no lo encontró e Ingileif no le reveló dónde estaba
escondido. Le dijo que aquel anillo ya había causado suficiente mal y que deberían
dejarlo en paz.
Seis meses después de la muerte de Gaukur, Ingileif dio a luz a un hijo, Högni.
Pero el anillo no permaneció quieto. Un siglo después hubo una enorme erupción
del volcán y Hekla cubrió de cenizas la granja de Gaukur en Stöng, perdiéndose para
siempre.
El anillo sigue oculto en algún lugar de aquellas colinas cercanas a Stöng. Un día
aparecerá, igual que salió del Rin en la época de Ulf. Cuando lo haga, no deberá caer
de nuevo en manos de un hombre malvado. Debe ser lanzado a la boca del monte
Hekla, tal y como dijo la hechicera sami.
Hasta entonces, esta saga deberán mantenerla en secreto los herederos de Högni.
* * *
Magnus le pasó la última página a Árni, que iba aún varias páginas por detrás, lo cual
era normal puesto que el inglés no era su lengua materna. Magnus miró más allá del
lago, hacia las dos pequeñas islas que había en el centro.
Trató de controlar su excitación. ¿Podría ser real aquella saga? Si lo era, se
trataría de uno de los hallazgos más importantes en la literatura islandesa. Más que
eso, su descubrimiento tendría eco en todo el mundo.
Estaba casi seguro de que, en caso de ser auténtica, habría permanecido oculta
hasta ahora. Sin duda, había muchas sagas menores de las que Magnus nunca había
oído hablar, pero esta no era una saga menor. El anillo de Andvari y el hecho de que
el personaje principal fuera Gaukur, el dueño de Stöng, habría supuesto que aquella
historia fuera muy conocida en Islandia y más allá de sus fronteras. Magnus
reconoció a un par de personajes de su admirada Saga de Njál: el mismo Njál y
Ásgrímur Ellida-Grímsson.
Pero ¿era auténtica? Era difícil estar seguro con la traducción, pero el estilo
parecía genuino. Las sagas islandesas carecían de las florituras de los cuentos
medievales del resto de Europa. Como mucho, eran secas, precisas, realistas, más
parecidas a Hemingway que a Tennyson. Al contrario que en el resto de Europa, la
capacidad de leer en la Islandia medieval no estaba limitada al clero y los libros no
estaban escritos únicamente en latín. Se trataba de una nación de granjas esparcidas, y
los granjeros, aislados de los sacerdotes de los pueblos, tenían que leer la Biblia por sí
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mismos y para sus familias durante las largas noches de invierno. Las sagas eran
novelas históricas no solo para ser recitadas a un público masivo, sino para que este
también las leyera.
Si aquella saga era auténtica, los descendientes de Gaukur habrían hecho un
estupendo trabajo manteniéndola en secreto durante tantos siglos. Hasta ahora, en que
un profesor de tres al cuarto de islandés se había encargado de mostrarla a un mundo
más amplio. Magnus no tenía duda de que era aquello lo que Agnar quería venderle a
Steve Jubb y al Ísildur actual.
Las conexiones de La saga de Gaukur con El señor de los anillos eran obvias,
mucho más importantes que las de La saga de los volsungos. Por una parte, la
«magia» del anillo era más poderosa y específica. Aunque no hablaba de
invisibilidad, el anillo se apoderaba de la personalidad de su portador,
corrompiéndolo y haciendo que traicionara o incluso matara a sus amigos. Y se
extendía al resto de su vida. La lucha de Ísildur por lanzar el anillo al interior del
monte Hekla tenía un claro paralelismo con la lucha de Frodo por arrojar el anillo de
Sauron al Monte del Destino.
Los chats de internet sobre El señor de los anillos echarían humo durante años
cuando conocieran la existencia de esta saga. Si es que llegaban a conocerla. Quizá el
plan del moderno Ísildur era guardarlo en algún lugar, como su tesoro vikingo.
A Magnus no le sorprendía que estuviera dispuesto a pagar tanto.
Pero esta era una traducción inglesa. Debía haber un original islandés o, lo que
era más probable, una copia de este, a partir de la cual Agnar habría hecho su
traducción. Magnus estaba seguro de que Baldur habría reconocido una saga original
escrita en pergamino de hace ochocientos años, pero fácilmente podría habérsele
escapado una copia en islandés moderno.
Mientras Árni terminaba de leer las últimas páginas, Magnus registró el resto de
papeles de Agnar.
Nada.
—Quizá esté en el despacho de Agnar en la universidad —sugirió Árni.
—O puede que lo tenga otra persona —contestó Magnus pensativo.
Miró por la ventana más allá del lago hacia las montañas con las cimas cubiertas
de nieve a lo lejos. Entonces se le ocurrió.
—Vamos, Árni. Volvemos a Reikiavik.
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La galería de Skólavördustígur era la única que abría un par de horas los domingos y,
cuando Magnus y Árni llegaron allí, estaba cerrada. Pero, asomándose por la ventana,
Magnus pudo ver a alguien sentado en el escritorio que había al fondo de la tienda.
Golpeó el cristal de la puerta. Apareció Ingileif. Parecía molesta. Aquel enfado
aumentó cuando vio quiénes eran.
—Está cerrado.
—No hemos venido a comprar —dijo Magnus—. Queremos hacerle algunas
preguntas.
Ingileif vio la expresión de determinación en el rostro de él y los dejó entrar. Los
condujo hasta el escritorio, que estaba lleno de papeles inundados de números sobre
los que reposaba una calculadora. Se sentaron enfrente de ella.
—¿Nos dijo que el nombre de su bisabuelo era Ísildur? —empezó a decir
Magnus.
—Sí.
—¿Y su padre se llamaba Ásgrímur?
Ingileif frunció el ceño y por encima de la ceja volvió a aparecer el rasguño.
—Claro. Usted ya conoce mi apellido.
—Son unos nombres interesantes.
—No tanto —contestó Ingileif—. Exceptuando quizá el de Ísildur, pero de eso ya
hablamos.
Magnus no dijo nada, dejando que el silencio hiciera su trabajo. Ingileif empezó a
ruborizarse.
—¿Hay alguien en su familia que se llame Gaukur? —preguntó él.
Ingileif cerró los ojos, suspiró y se echó hacia atrás. Magnus esperó.
—Entonces, ¿ha encontrado la saga?
—Solo la traducción de Agnar. Usted sabía que finalmente la encontraríamos.
—Lo cierto es que el de Gaukur es un nombre que tratamos de evitar en nuestra
familia.
—No me sorprende. ¿Por qué no nos habló de ello?
Ingileif colocó la cabeza entre las manos.
Magnus esperó.
—¿La ha leído? —preguntó—. ¿Toda?
Magnus asintió.
—Pues sí, está claro que debería habérselo dicho. Fui tonta al no hacerlo. Pero si
ha leído la saga, habrá entendido el porqué de mi silencio. Ha pertenecido a mi
familia durante muchas generaciones y hemos conseguido mantenerla en secreto.
—Hasta que intentó venderla.
Ingileif asintió.
—Hasta que intenté venderla. De lo cual me arrepiento enormemente ahora.
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—¿Quiere decir ahora que alguien ha muerto?
Ingileif respiró hondo.
—Sí.
—¿Y esta saga se mantuvo de verdad en secreto durante todos esos años?
Ingileif lo confirmó moviendo la cabeza.
—Casi. Con un lapso hace unos cuantos cientos de años. Hasta mi padre, la
información sobre la existencia de la saga se ha pasado solamente del padre al hijo
mayor y en un par de casos a la hija mayor. Mi padre decidió leérsela a todos sus
hijos, algo que a mi abuelo no le gustó mucho. Pero a todos nos hizo prometer que lo
mantendríamos en secreto.
—¿Aún conserva el original?
—Por desgracia, se deterioró. Solo quedan fragmentos, pero se hizo una copia
excelente en el siglo XVII. Yo misma hice una copia para que Agnar la tradujera; debe
de estar entre sus papeles.
—Y después de tantos siglos, ¿por qué decidió venderla?
Ingileif dejó escapar un suspiro.
—Como puede imaginar, mi familia siempre ha estado obsesionada con las sagas,
en general, y con la nuestra en particular. Aunque mi padre era médico, fue el que
más obsesionado estuvo de todos. Estaba convencido de que el anillo que se
menciona en la saga seguía existiendo e hizo varias expediciones por todo el valle del
río Thjórsá, que es donde se encontraba la granja de Gaukur, para buscarlo. Por
supuesto, nunca lo encontró, pero así fue como murió. Se cayó por un precipicio por
culpa del mal tiempo.
—Lo siento —dijo Magnus. Y aunque Ingileif le había mentido, lo sintió de
verdad.
—Eso hizo que todos los demás sintiéramos rechazo por La saga de Gaukur. Mi
hermano, a quien mi padre le había lavado el cerebro hasta entonces hasta un nivel de
obsesión comparado al suyo, no quiso tener nada más que ver con ella. A mi hermana
nunca le interesó mucho. Creo que a mi madre la saga siempre le pareció una cosa un
poco rara y la consideró responsable de la muerte de mi padre. De todos ellos, quizá
fui yo la que menos rechazo mostró. Continué con mis estudios de islandés en la
universidad. Así que, cuando vi que necesitaba dinero con desesperación, me pareció
que sería la única que de verdad lo sentiría si la vendíamos.
»La galería se está yendo al garete. Lo cierto es que ha quebrado. Necesito dinero
urgentemente. Mucho dinero. Así que, cuando mi madre murió el año pasado, hablé
con mis hermanos sobre vender la saga. A Birna, mi hermana, no le importó en
absoluto, pero mi hermano Pétur se opuso. Dijo que nosotros éramos los guardianes
de la saga, que no debíamos venderla. Me sorprendió un poco, pero, al final, Pétur
transigió, siempre que se vendiera de forma privada, con una cláusula de
confidencialidad. Creo que él también atraviesa problemas económicos. Todos los
tenemos ahora.
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—¿A qué se dedica?
—Es propietario de algunos bares y discotecas. ¿Conoce Neon?
Magnus negó con la cabeza. Ingileif torció el gesto ante la ignorancia de él.
—Es una de las discotecas más conocidas de Reikiavik —le explicó.
—Seguro que lo es. No llevo mucho tiempo aquí —respondió Magnus.
—Yo sí la conozco —intervino Árni.
—Ya suponía que usted era un juerguista —dijo Ingileif.
Ahora fue Árni quien se ruborizó.
—Y una vez que decidió venderla, ¿por qué acudió a Agnar? —le preguntó
Magnus.
—Fue profesor mío en la universidad —contestó Ingileif—. Y, como le dije, lo
conocía bastante bien. Era lo suficientemente impúdico como para aceptar vender la
saga en secreto, ocultándoselo al gobierno islandés, pero me tenía el suficiente
aprecio como para no estafarme. Y resultó que conocía al comprador perfecto. Un
rico americano fanático de El señor de los anillos que estaba dispuesto a realizar la
compra en privado.
—¿Lawrence Feldman? ¿Steve Jubb?
—No supe su nombre. Usted ya mencionó antes a Steve Jubb, ¿no? Pero dijo que
era inglés.
—¿Por eso dijo que nunca había oído hablar de él?
—No había oído ese nombre anteriormente. Pero admito que no fui de mucha
ayuda. Trataba desesperadamente de mantener la saga en secreto. En cuanto le hablé
a Agnar de ella, me lo pensé mejor. Incluso le dije que quería retirarla del mercado y
mantenerla en la familia. —Apretó los labios—. Él me dijo que ya era demasiado
tarde. Lo sabía todo de ella y, a menos que yo siguiera adelante con la venta, lo
contaría.
—¿La chantajeó? —preguntó Magnus.
—Supongo que se puede decir que sí. Me lo merecía. Y funcionó. Creí que sería
mejor vender la saga de manera confidencial y repartir los beneficios entre Pétur,
Birna y yo antes que permitir que Agnar le hablara a todo el mundo de su existencia.
—¿Cuánto le dijo que conseguiría?
—Estaba en plena negociación del precio. Dijo que serían millones. De dólares.
Magnus respiró hondo.
—¿Y dónde se encuentra la saga ahora?
—En la caja fuerte de la galería —respondió vacilante—. ¿Quieren verla?
Magnus y Árni la siguieron hasta un almacén que había en la parte de atrás del
establecimiento. En el suelo había una caja fuerte. Ingileif giró a un lado y a otro las
manijas. Sacó un libro encuadernado en piel y lo colocó sobre la mesa.
—Esta es la copia del siglo XVII, el ejemplar completo más antiguo. —Abrió el
libro por una página al azar. Las páginas eran de papel, llenas de palabras escritas en
negro y con pulcritud, claras y fáciles de leer—. ¿Recuerda que cuando me preguntó
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si la saga se había mantenido en secreto yo le dije que había existido un lapso?
Magnus asintió.
—Pues bien, este ejemplar fue copiado de una versión anterior que uno de mis
antepasados vendió a Árni Magnússon, el gran coleccionista de sagas. El resto de la
familia se enfadó mucho cuando se produjo esa venta. Árni Magnússon se la llevó
con las demás a Copenhague y fue una de las que se destruyó durante el horrible
incendio de 1728, antes de que fuera catalogada. Que sepamos, hoy día solo existe
una mención a La saga de Gaukur, pero no se dan detalles de su contenido. La mayor
parte de la colección desapareció, especialmente las copias en papel. En mi familia
creemos que hubo un motivo que provocó el incendio.
—¿Provocado? ¿Alguien quería destruirla?
Ingileif negó con la cabeza.
—No era eso lo que pretendían, aunque sabiendo lo obsesionada que estaba mi
familia, no me sorprendería. Más bien fue mala suerte, o el destino. Llámelo como
quiera.
—El poder del anillo —dijo Árni.
—Ahora empieza usted a hablar como mi padre —repuso Ingileif—. Pero cuando
asesinaron a Agnar no pude evitar ver los paralelismos. —Volvió a girarse hacia la
caja fuerte—. Y luego está esto. El original… o lo que queda de él.
Con cuidado, sacó un sobre viejo y grande, lo colocó sobre el escritorio y de él
extrajo dos cartulinas rígidas entre las que, separadas por papel de seda, había una
media docena de pergaminos de color marrón. Apartó el papel de seda para que
pudieran ver de cerca una de las hojas.
Estaba descolorido, rasgado por los bordes y lleno de palabras escritas en negro.
Eran sorprendentemente claras: las primeras letras de los capítulos estaban decoradas
con azules y rojos desteñidos. Magnus pudo distinguir la palabra «Ísildur».
—Impresionante —dijo Magnus. Y así era. Cualquier duda que pudiera haber
tenido en cuanto a la autenticidad de la traducción que había leído en la casa de
verano de Agnar se disipó. Había contemplado boquiabierto las antiguas sagas de la
exposición de Árni Magnússon, pero nunca había visto ninguna tan de cerca. No
pudo resistirse a alargar la mano para tocarla con la yema del dedo.
—Lo es, ¿verdad? —confirmó Ingileif con cierto tono de orgullo en la voz.
—¿Sabe quién la escribió? —le preguntó Magnus.
—Creemos que fue alguien llamado Ísildur Gunnarsson —contestó ella—. Uno
de los descendientes de Gaukur, claro. Pensamos que vivió a finales del siglo XIII,
justo cuando se escribieron la mayor parte de las sagas más importantes.
—Pero si este fue un secreto familiar tan bien guardado, ¿cómo es que Tolkien
llegó a conocerlo? —preguntó Magnus—. Es decir, las conexiones con El señor de
los anillos son tan fuertes que no pueden tratarse de una simple coincidencia. Debió
leerla.
Ingileif vaciló.
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—Espere un momento.
Volvió a la caja fuerte y regresó poco después. Sobre el escritorio colocó un
pequeño sobre amarillento delante de Magnus.
—¿Puedo mirar?
Ingileif asintió.
Con cuidado, Magnus sacó una hoja de papel doblada por la mitad. Magnus la
abrió y leyó:
20 Northmoor Road
Oxford
9 de marzo de 1938
Mi estimado Ísildarson:
Te agradezco mucho que me hayas enviado la copia de La saga de
Gaukur, la cual he leído con enorme placer. Ya han pasado casi quince años,
pero recuerdo con mucha claridad la reunión del Club Vikingo en el bar del
instituto de Leeds en la que me hablaste de la saga, aunque no tenía ni idea
de que sería una historia tan maravillosa. Recuerdo con cariño aquellas
noches. ¡Un repertorio de antiguas canciones islandesas empapadas en
alcohol es algo que no debería perderse ningún estudiante de anglosajón o
de inglés medio!
Me alegra mucho que te gustara el libro que te envié. Recientemente he
comenzado a escribir una segunda historia sobre hobbits en la Tierra Media y
he escrito el primer capítulo, que se titula «Una reunión muy esperada» y con
el que he quedado encantado. Pero creo que este libro va a ser mucho más
oscuro que el primero, más maduro, y he estado buscando el modo de unir
las dos historias. Es posible que me hayas proporcionado esa conexión.
Por favor, espero que me perdones si te pido prestadas algunas ideas de
tu saga. Te prometo firmemente que seguiré respetando el deseo de tu
familia de que la saga permanezca en secreto, tal y como lo ha estado
durante tantos cientos de años. Si tienes alguna objeción, por favor, házmela
saber.
Te devolveré la copia de la saga la semana que viene.
Con mis mejores deseos, se despide con un cordial abrazo,
J. R. R. Tolkien
El corazón de Magnus latía con fuerza. Aquella carta doblaría el valor de la saga.
Lo triplicaría. Se trataba de un descubrimiento asombroso, la clave para lo que se
había convertido en una de las leyendas más importantes del siglo XX.
Un acaudalado seguidor de El señor de los anillos pagaría una fortuna por
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aquellos dos documentos.
O mataría por ellos.
Magnus había leído los dos primeros capítulos de El señor de los anillos la noche
anterior. Realmente, el primero se titulaba «Una reunión muy esperada», que
celebraba el centésimo décimo primer cumpleaños de Bilbo Bolsón, un alegre
acontecimiento lleno de hobbits, de comida y de fuegos artificiales al final del cual
Bilbo se pone su anillo mágico y desaparece. En el segundo, «La sombra del pasado»,
el mago Gandalf volvía a hablarle a Frodo, el sobrino de Bilbo, sobre los extraños y
malvados poderes del anillo y le encarga la tarea de destruirlo en la Grieta del
Destino.
Estaba claro que entre los capítulos primero y segundo está La saga de Gaukur.
—¿Puedo verlo yo? —preguntó Árni.
Magnus dejó escapar un suspiro. Ni siquiera se había dado cuenta de que había
estado aguantando la respiración. Le entregó la carta.
—¿Le enseñó esto a Agnar?
Ingileif asintió.
—Se la dejé durante un par de días. Quería todo lo que yo pudiera tener para
autentificar la saga. Se mostró encantado con esto. Estaba convencido de que nos
ayudaría a conseguir un precio mejor.
—Apuesto a que así era. Entonces, ¿Högni Ísildarson fue su abuelo?
—Así es. Su padre, Ísildur, fundó una tienda de muebles en Reikiavik a finales
del siglo XIX. Después, al igual que ahora, muchos islandeses viajaron al extranjero
para estudiar, y en 1923 Högni se fue a Inglaterra, a la Universidad de Leeds, donde
estudió inglés antiguo bajo la tutela de J. R. R. Tolkien. Tolkien causó una fuerte
impresión en mi abuelo. Le inspiró. Recuerdo que me hablaba de él. —Ingileif sonrió
—. En realidad, Tolkien no era mucho más viejo que mi abuelo. Tenía treinta y pocos
años, pero, al parecer, tenía una forma de comportarse anticuada. Como si viviera en
la época anterior a la industrialización, antes de que hubiera grandes ciudades, humo
y ametralladoras. Intercambiaron correspondencia mientras Tolkien estuvo vivo. Mi
abuelo incluso llegó a hacer que una de sus sobrinas trabajara para Tolkien como
niñera en Oxford.
—Habría sido mucho mejor que me hubiera enseñado esto la última vez que
estuve aquí —dijo Magnus.
—Lo sé —contestó ella—. Y lo siento.
—No basta con sentirlo. —Magnus la miraba directamente a los ojos—. ¿Tiene
alguna idea de por qué mataron a Agnar?
Esta vez fue ella quien le sostuvo la mirada.
—No. Me convencí a mí misma de que todo esto no tenía nada que ver con su
muerte, y por eso no sentí la necesidad de hablarle a usted de ello. Y desconozco que
haya conexión alguna. —Suspiró—. Mi trabajo no es hacer elucubraciones, pero ¿no
le parece probable que estas personas de las que usted me ha hablado pensaran que
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podrían hacerse con la saga sin tener que pagarle a Agnar?
—A menos que usted lo matara —repuso Magnus.
—¿Y por qué iba a hacerlo? —preguntó, devolviéndole la mirada desafiante.
—Para hacerle callar. Usted misma me ha dicho que quería retirar la saga de la
venta y que él la amenazó con hablarle a todo el mundo de ella.
—Sí, pero no lo habría matado por eso. No mataría a nadie por ningún motivo —
se defendió Ingileif.
Magnus la miró fijamente.
—Puede —dijo—. Seguiremos en contacto.
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Magnus dejó caer de golpe las ciento veinte páginas de La saga de Gaukur sobre la
mesa de Baldur.
—¿Qué es esto? —preguntó, mirando a Magnus.
—El motivo por el que Steve Jubb mató a Agnar.
—¿A qué se refiere?
Magnus le informó de lo que él y Árni habían descubierto en la casa de verano y
de su posterior entrevista con Ingileif. Baldur le escuchaba con atención, con su
alargado rostro ojeroso y los labios apretados.
—¿Ha traído las copias de esa tal Ingileif? —preguntó Baldur.
—No —respondió Magnus.
—Pues tráigalas, tanto a ella como los documentos. Tenemos que ver si son los
que faltan en el escenario del crimen. Y deberíamos traer a alguien que certificara la
autenticidad de esto —dijo, señalando el manuscrito que tenía delante de él.
Levantó los dedos y se acarició la barbilla.
—Así que este debía ser el trato del que estaban hablando. Pero eso sigue sin
explicar por qué mataron a Agnar. Sabemos que Steve Jubb no consiguió hacerse con
una copia de la saga. No la encontramos en su habitación del hotel.
—Puede que la escondiera —intervino Magnus—. O que la enviara por correo a
la mañana siguiente. A Lawrence Feldman.
—Es posible. La oficina central de correos está a la vuelta de la esquina del hotel.
Podemos ir a ver si alguien lo recuerda. Y si lo envió por correo certificado, ha de
haber un registro de este y la dirección a la que fue enviado.
—O puede que el trato saliera mal. Que tuvieran una discusión sobre el precio.
—Hasta tener la saga original en sus manos, Feldman y Jubb querrían que Agnar
permaneciera vivo —suspiró Baldur—. Pero estamos acercándonos. Volveré a hablar
con Steve Jubb. Haremos que lo traigan de Litla Hraun mañana por la mañana.
—¿Puedo ir con usted? —le preguntó Magnus.
—No —contestó Baldur sin más.
—¿Y qué me dice de Lawrence Feldman en California? —quiso saber Magnus—.
Ahora es aún más importante hablar con él. —Magnus pudo notar detrás de él cómo
Árni se ponía tenso ante la expectativa.
—Ya le dije que pensaría en ello. Y eso haré —respondió Baldur.
—Muy bien —dijo Magnus, y se dirigió después hacia la puerta del despacho de
Baldur.
—Y Magnus.
—¿Qué?
—Usted tenía que haber informado de esto antes de ir a ver a Ingileif. Soy yo
quien está a cargo de la investigación.
Magnus se sintió molesto, pero sabía que Baldur tenía razón.
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—Es verdad —dijo—. Lo siento.
* * *
Árni fue a buscar a Ingileif y la llevó a la comisaría para que le tomaran las huellas.
Magnus llamó a Nathan Moritz, un compañero de Agnar de la universidad al que ya
había interrogado la policía. Moritz estaba en su casa y Magnus le pidió que acudiera
a la comisaría para ver una cosa. El profesor pareció dudar al principio, pero cuando
Magnus mencionó que se trataba de una traducción al inglés de una saga perdida
sobre Gaukur y su hermano Ísildur, Moritz dijo que iría enseguida.
Moritz era un estadounidense bajito de unos sesenta años con barba puntiaguda y
cuidada y cabello despeinado y gris. Hablaba islandés a la perfección, lo cual no era
de extrañar al tratarse de un profesor de esa asignatura y explicó que estaba durante
dos años en un intercambio de la Universidad de Islandia con la Universidad de
Michigan, a la que él pertenecía. Pasaron al idioma materno de los dos después de
que Magnus le contara que él se encontraba en una situación similar.
Magnus fue a por un café para el profesor y ambos se sentaron en una sala de
interrogatorios con el manuscrito que había traído de la casa de verano delante de
Magnus. Moritz había llevado su propio documento, un libro de tapas duras. Estaba
tan excitado que apenas podía quedarse quieto en la silla y no le hizo caso a su café.
—¿Es eso? —preguntó—. ¿La saga de Gaukur?
—Creemos que sí.
—¿Dónde la ha encontrado?
—Parece que se trata de una traducción inglesa que hizo Agnar.
—¡Así que era eso lo que estaba haciendo! —exclamó Moritz—. Estuvo
trabajando como una hormiguita en algo durante las últimas semanas. Decía que
estaba comentando una traducción francesa de La saga de Laxdaela, pero me pareció
raro. Conocía a Agnar desde hacía años, he trabajado con él en un par de proyectos y
nunca le preocupó excesivamente cumplir los plazos. —Moritz negó con la cabeza—.
La saga de Gaukur.
—Yo no sabía que existía —dijo Magnus.
—Y no existe. O al menos, eso creíamos. Pero antes sí. Mire.
Moritz abrió el libro que tenía delante de él.
—Esto es un facsímil del Libro de Mödruvellir, del siglo XIV, una de las
recopilaciones más importantes de sagas. En total, contiene once de ellas.
Magnus fue al otro lado de la mesa y se colocó detrás de Moritz. Este pasó las
páginas del libro, y cada una de ellas era una copia exacta del pergamino del
manuscrito original. Se detuvo en una página en blanco en la que solamente había
escritas un par de líneas descoloridas. Indescifrable.
—Existe un gran vacío entre La saga de Njál y La saga de Egil. Nadie había
podido leer esto hasta que se inventó la luz ultravioleta. Ahora se sabe lo que dice. —
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Moritz citó de memoria—. «Insertar aquí la saga de Gauks Trandilssonar; me han
dicho que Grímur Thorsteinsson Esq tiene una copia». —Miró a Magnus y sonrió—.
Sabíamos que había existido La saga de Gaukur, pero creíamos que se había perdido,
como tantas otras. A Gaukur se le menciona una vez, muy brevemente, en La saga de
Njál, donde dice que lo mató Ásgrímur.
—Cuando lea la saga verá cómo lo hizo —le contestó Magnus con una sonrisa
mientras volvía a su asiento. El Libro de Mödruvellir debía ser el ejemplo al que se
había referido Ingileif sobre la existencia de la saga.
—El otro lugar en el que aparece es extraordinario —le explicó Moritz—. Existen
unas runas vikingas en una tumba de Orkney. En realidad, son inscripciones. Fueron
descubiertas en el siglo XIX. Dicen que esas runas fueron grabadas por el hacha que
perteneció a Gaukur Trandilsson de Islandia. Así que, ese hombre existió de verdad.
Moritz miró el fajo de papeles que Magnus tenía delante.
—¿Y esa es la traducción al inglés? ¿Puedo leerla?
—Sí. Aunque deberá utilizar guantes y tendrá que leerla aquí. Tenemos que
dársela a nuestros forenses antes de que la fotocopien.
—¿Sabe dónde se encuentra el original?
—Sí. Solamente existen trozos de la vitela original, pero existe una excelente
copia del siglo XVII. Podremos enseñársela mañana. Por supuesto, no estamos seguros
de que lo que hemos encontrado sea auténtico. Tenemos que autentificarlo.
—Será un placer —dijo Moritz.
—Y mantenga esto en secreto. No diga una palabra a nadie.
—Lo comprendo. Pero no permita que sus forenses manipulen ningún documento
sin mi supervisión.
—Desde luego —contestó Magnus—. Si la saga es auténtica, ¿cuánto puede
costar?
—Es imposible saberlo —respondió el profesor—. El último manuscrito
medieval que salió al mercado se vendió en Sotheby’s en los años sesenta a un
consorcio de bancos islandeses. Había pertenecido a un coleccionista británico. Por
supuesto, esta vez los bancos no tienen dinero, como tampoco lo tiene el gobierno
islandés. —Hizo una pausa—. Pero ¿por esto? ¿Si es auténtico? Habrá muchos
compradores deseosos de adquirirlo fuera de Islandia. Estamos hablando de millones
de dólares. —Sacudió la cabeza—. Muchos millones.
* * *
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Árni le entregó a Magnus una copia impresa del correo electrónico.
Barry Fletcher
Profesor universitario
Facultad de Idiomas y Lingüística
Universidad de Nueva Gales del Sur
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que lo importante era no hacer mucho ruido en lo que respectaba a sus errores y no
dejar que los demás le deprimieran.
* * *
Vigdís avanzaba por la serpenteante carretera hacia Hruni. Había tardado casi dos
horas en llegar allí desde Reikiavik. Un largo camino simplemente para comprobar
un nombre de una lista. Pero Baldur había insistido en que todas las citas que
aparecían en la agenda de Agnar debían ser investigadas, así que había llegado el
momento de comprobar aquella misteriosa anotación de «Hruni».
Se cruzó con dos o tres coches que iban en la otra dirección y, después de una
curva, se encontró con el valle en el que se asentaba Hruni. Tal y como había dicho
Rannveig, allí no había nada, aparte de una iglesia y una casa parroquial junto a un
risco. Y unas buenas vistas hacia las lejanas montañas más allá de las praderas.
La misa del domingo acababa de terminar. Había tres coches aparcados en la
explanada de gravilla que había delante de la iglesia. Dos de ellos se alejaron cuando
Vigdís detuvo su coche. Delante del edificio había dos personas, una muy grande y
otra muy pequeña, discutiendo. El pastor de Hruni y una de sus feligresas.
Vigdís se quedó rezagada hasta que la conversación hubo terminado y la señora
mayor, con las mejillas encendidas, se dirigió cojeando a paso rápido hasta su coche y
se fue.
El pastor miró a Vigdís. Era un hombre grande y fuerte, de barba poblada y
cabello oscuro con mechones grises. Por un momento, Vigdís sintió un destello de
miedo al ver su estatura y su fuerza, pero se tranquilizó al reparar en el alzacuellos
que llevaba puesto. El pastor levantó sus espesas cejas. Vigdís estaba acostumbrada a
aquello.
—Vigdís Audarsdóttir, de la Policía Metropolitana de Reikiavik —se presentó.
—¿De verdad? —contestó aquel hombre con voz grave.
Vigdís suspiró y sacó su placa identificativa. El pastor la examinó atentamente.
—¿Puedo hablar con usted? —preguntó ella.
—Por supuesto —contestó el pastor—. Entre en casa. —Condujo a Vigdís al
interior de la casa parroquial hasta llegar a un estudio abarrotado de libros y papeles
de trabajo—. Por favor, siéntese. ¿Quiere tomar una taza de café, hija?
—No soy su hija —respondió Vigdís—. Soy oficial de policía. Pero sí, gracias.
Apartó un montón de periódicos amarillentos de un sofá y los colocó en el suelo.
Mientras esperaba a que el pastor regresara, observó su estudio. Varios volúmenes
abiertos descansaban sobre una mesa grande y los libros se alineaban por las paredes.
Todos los huecos estaban adornados con antiguos grabados de distintas escenas de la
historia islandesa: un hombre a lomos de una foca o una ballena en el mar; una iglesia
derrumbándose, sin duda se trataba de la de Hruni; y tres o cuatro grabados del monte
Hekla en erupción.
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A través de la ventana, Vigdís pudo ver la moderna iglesia de Hruni, roja y
blanca, impecable, levantada entre antiguas tumbas y árboles dispersos.
El pastor volvió con dos tazas de café y se sentó en un viejo sillón de cretona.
Crujió con su peso.
—Y bien, ¿en qué puedo ayudarla, querida? —Hablaba con voz grave y sonreía,
pero sus ojos, hundidos y oscuros, la desafiaban.
—Estamos investigando la muerte del profesor Agnar Haraldsson. Fue asesinado
el jueves.
—Lo he leído en los periódicos.
—Sabemos que Agnar visitó Hruni recientemente —dijo Vigdís, comprobando
sus notas—. El día 20. El lunes pasado. ¿Vino a verle a usted?
—Sí. Fue por la tarde, creo.
—¿Conocía usted a Agnar?
—No, en absoluto. Aquella fue la primera vez que le vi.
—¿Y sobre qué quería hablar con usted?
—De Saemundur el Sabio.
Vigdís reconoció aquel nombre, aunque la historia no había sido su asignatura
favorita en el colegio. Saemundur fue un famoso historiador y escritor medieval.
Ahora que lo pensaba, era Saemundur quien estaba a lomos de la foca en el grabado
que había en la pared del estudio.
—¿Qué quería saber sobre Saemundur el Sabio?
Durante un momento, el pastor no respondió. Sus ojos oscuros examinaban a
Vigdís. Ella empezó a sentirse incómoda. No se trataba del habitual malestar que
sentía cuando los islandeses se quedaban mirándola por su color de piel, a lo cual
estaba acostumbrada. Aquello era algo más. Empezaba a desear haberse traído a un
compañero con ella.
Pero a Vigdís ya la habían observado antes todo tipo de desagradables personajes.
No iba a permitir que un simple sacerdote la desconcertara.
—¿Cree usted en Dios, hija?
A Vigdís le sorprendió la pregunta, pero estaba decidida a no demostrarlo.
—Eso no tiene nada que ver con esta investigación —respondió. No quería
cederle el control de la entrevista a aquel hombre.
El pastor se rio entre dientes.
—Siempre me asombra ver cómo los policías evitan continuamente una pregunta
tan sencilla. Casi parece como si les diera vergüenza admitir que sí. O quizá les
avergüenza admitir que no. ¿Cuál es su caso?
—Soy oficial de policía. Soy yo quien hace las preguntas —respondió Vigdís.
—Tiene razón. No es directamente relevante. Pero mi siguiente pregunta es: ¿cree
en el diablo, Vigdís?
—No —contestó Vigdís, muy a su pesar.
—Me sorprende. Creía que a su gente le gustaba la idea de la existencia del
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diablo.
—Creo que si hay en mí algo de supersticiosa, es por la parte islandesa —dijo
Vigdís.
El pastor se rio sonoramente.
—Probablemente eso sea cierto. Pero no se trata de superstición o, al menos, es
algo más que eso. La forma de creer de la gente es diferente en Islandia que en otros
países. Tiene que ser así. Podemos ver el bien y el mal, el poder y la paz en el campo
que nos rodea. No solo lo vemos. Lo oímos, lo olemos, lo sentimos. No hay nada
como la belleza del sol del mediodía reflejándose en un glaciar o la paz de un fiordo
al amanecer. Pero como pueblo, hemos sufrido también el terror de las erupciones
volcánicas y los terremotos, el miedo a terminar perdidos en una tormenta de nieve
invernal y el lóbrego vacío de los desiertos de lava. En este país puede olerse el
azufre.
»Pero incluso en los estériles campos de lava podemos ver los primeros y
diminutos signos de vida a través del hielo y la ceniza. El musgo que mordisquea la
lava, rompiéndola para convertirla en lo que pasará a ser tierra fértil en pocos
milenios. Todo este país está en continua creación.
El pastor sonrió.
—Dios está aquí mismo. —Hizo una pausa—. Y también el diablo.
Sin poder evitarlo, Vigdís lo escuchaba. El ruido sordo de la voz lenta y grave del
pastor captaba su atención. Pero su mirada la intranquilizaba. Sintió una oleada de
pánico, un repentino deseo de salir corriendo de aquel estudio todo lo lejos y todo lo
rápido que fuera capaz. Pero no podía moverse.
—Saemundur conocía al diablo. —El pastor señaló el grabado que había en la
pared—. Como ya sabe, Satán fue su profesor en la Escuela de Magia Negra de París.
Según la leyenda, engañó al diablo en muchas ocasiones, convenciéndolo una vez de
que adoptara la forma de una foca y lo trajera de vuelta a Islandia desde Francia. Pero
también fue el primer historiador islandés, puede que el más importante. Aunque su
trabajo en sí se ha perdido, sabemos que los escritores de las sagas utilizaron y
admiraron su historia de los reyes de Noruega. Un hombre magnífico. Yo he dedicado
mi vida a estudiarlo.
El pastor señaló una fila de una veintena de cuadernos que reposaban en un
estante justo al lado del escritorio.
—Es un proceso largo y lento. Pero he hecho algunos hallazgos interesantes. El
profesor Agnar quería que le hablara de ellos.
—¿Y lo hizo? —consiguió preguntarle Vigdís.
—Claro que no —contestó el pastor—. Algún día todo esto saldrá publicado, pero
para eso aún quedan muchos años. —Sonrió—. Pero fue gratificante ver que, por fin,
un profesor de universidad reconociera que un simple sacerdote rural hace una
contribución a la sabiduría de este país. El mismo Saemundur fue sacerdote de Oddi,
no muy lejos de aquí.
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—¿Cuánto tiempo duró aquella conversación?
—Veinte minutos, no más.
—¿Le habló Agnar de un inglés llamado Steve Jubb?
—No.
—¿Y de una mujer llamada Ingileif Ásgrímsdóttir? Es de Flúdir.
—Sí. Conozco a Ingileif —dijo el pastor—. Una joven excelente. Pero no, el
profesor no la mencionó. No sabía que la conociera. Creo que estudió islandés en la
universidad. Quizá fue alumna suya.
Vigdís sabía que había una o dos preguntas más que quería hacerle, pero estaba
deseando salir de allí.
—Gracias por su tiempo —dijo, poniéndose de pie.
—De nada —repuso el pastor. Se incorporó y le tendió la mano.
Antes de poder evitarlo, Vigdís la estrechó. El pastor agarró la mano con fuerza
entre las suyas.
—Me gustaría hablar más tiempo con usted sobre sus creencias, Vigdís. —Su voz
sonaba tranquila y autoritaria a la vez—. Aquí en Hruni puede empezar a conocer a
Dios de un modo que es imposible conocer en una ciudad grande. Veo que tiene usted
un pasado poco común, pero también puedo ver que es islandesa de corazón, una
verdadera islandesa. Hay un largo camino hasta Reikiavik. Quédese un rato. Hable
conmigo.
Sus grandes manos eran cálidas y fuertes, su voz tranquilizadora y su mirada
dominante. Vigdís estuvo a punto de quedarse.
Entonces, reuniendo fuerzas desde lo más hondo de su ser, apartó las manos, se
dio la vuelta y salió de la casa dando traspiés. Se dirigió rápidamente hacia el coche,
casi corriendo, lo puso en marcha y se alejó a toda velocidad de Hruni de vuelta a
Reikiavik, rebasando el límite de velocidad durante todo el camino.
* * *
* * *
Magnus se quedó mirando su taza de café, aún medio llena. Necesitaba beber algo.
Beber una copa de verdad.
No se encontraba lejos del bar donde había estado tomando algo la noche anterior,
el Grand Rokk. Se pidió una Thule y uno de esos chupitos que estaban bebiendo el
resto de los clientes. Era una especie de cúmel, dulce y fuerte, pero no estaba mal si
se bebía con una cerveza.
Sigurbjörg acababa de ponerle el mundo del revés. Toda la historia de su vida,
quién era él, quiénes eran sus padres, quién tenía razón y quién no, acababa de quedar
patas arriba. Su padre nunca había culpado a su madre de lo que ocurrió, pero
Magnus sí.
Ella había alejado a su padre. Había ignorado a Magnus por culpa de la bebida y,
luego, lo había abandonado al morir. Ragnar había rescatado heroicamente a sus hijos
hasta que fue cruelmente asesinado, posiblemente a manos de la malvada madrastra.
Esa había sido la historia de la infancia de Magnus. Eso es lo que le había hecho
ser quien era.
Y ahora todo era mentira. Otra cerveza, otro chupito.
Por un momento, un minuto de calma, Magnus flirteó con la idea de que aquella
aventura había sido una invención de su abuelo para justificar el odio contra su padre.
Una parte de él quería mantener aquella idea y tratar de vivir el resto de su vida sin
* * *
Por fin, llegó la hora de irse a casa. Magnus se levantó de su taburete y brindó una
emotiva despedida a sus nuevos amigos. La sala se tambaleaba enormemente. El tipo
de la gorra se convirtió en dos antes de que volvieran a unirse en uno solo.
Vaya, sí que estaba borracho Magnus. Más de lo que lo había estado en mucho
tiempo. Pero se sentía bien.
Salió del bar dando zancadas y se enderezó cuando sintió el aire frío de la noche.
* * *
* * *
Ingileif veía cómo el profesor Moritz llevaba con cuidado hasta su coche el sobre que
contenía los antiguos fragmentos de pergamino mientras una compañera suya llevaba
el libro del siglo XVII. Una pareja de policías uniformados y el joven detective
llamado Árni se movían alrededor tratando de ayudar.
Había esperado sentir alivio. Pero se equivocaba. Se estaba ahogando bajo una
ola de culpa.
El secreto que su familia había ocultado durante tantas generaciones, cientos y
cientos de años, desaparecía por la puerta. Había sido un increíble logro haberlo
mantenido en silencio durante tanto tiempo.
Podía imaginarse a sus antepasados, a padres con sus primogénitos, reunidos en
torno a la chimenea de su granja con tejado de tepe, leyéndose la saga una y otra vez,
unos a otros, durante las largas noches de invierno. Debió resultar difícil ocultar su
existencia al resto de sus familiares, vecinos y parientes. Pero lo habían conseguido.
Y no se habían vendido. La vida de los granjeros en Islandia durante los últimos tres
siglos había sido extremadamente precaria. Incluso cuando tuvieron que soportar una
pobreza y hambre inimaginables, no escogieron el camino más fácil. Habían
necesitado el dinero más que ella.
¿Qué derecho tenía a cobrarlo ahora?
Su hermano, Pétur, había sido franco cuando le insistió en que no la vendiera. Y
odiaba la saga más que ella.
Echó un vistazo a la galería. Los objetos que estaban allí expuestos —los
jarrones, los bolsos de piel de pez, los candelabros y los paisajes de lava— eran
realmente hermosos. ¿Pero importaban tanto?
La policía dijo que necesitarían la saga como prueba. Mantendrían en secreto su
existencia durante la investigación. No solo ante los islandeses, sino ante el mundo
* * *
Colby estaba esperando en la acera, en la puerta del banco, cuando abrió. Fue
directamente a la caja, la primera de la cola, y sacó doce mil dólares en efectivo.
Después, se dirigió con el coche hasta una ferretería y compró material de acampada.
Cuando el matón de la pistola salió de su apartamento, ella estaba demasiado
asustada como para gritar. Richard no había sido de ayuda. Había salido disparado del
baño farfullando que su carrera de abogado era demasiado importante como para
verse envuelto con delincuentes y que ella debería plantearse de qué amistades se
rodeaba. Miró pálida cómo él se ponía torpemente la ropa y se iba. Se olvidó la
chaqueta.
Muy duro.
Se alegró de no haberle hablado al matón sobre Islandia. Le salió por casualidad.
Estaba tan asustada que casi lo dijo, pero la elección de Suecia en el último momento
fue toda una inspiración. Magnus le había contado que solían llamarle con el apodo
de «Sueco», y a ella se le quedó aquello en la mente.
El matón la había creído. Estaba segura de que así era.
Esperaba que él y sus amigos tardaran un tiempo en darse cuenta del error, pero
ella no iba a esperarlos sin hacer nada. Lo cierto es que no iba a irse a ningún lugar
cerca de Magnus, pero sí iba a tomarse en serio sus advertencias. No iba a correr
ningún riesgo con sus tarjetas de crédito ni con hoteles ni amigos. Nadie sabría dónde
estaba.
Iba a desaparecer.
Después de la ferretería fue al supermercado. Luego, con el maletero lleno de
provisiones, condujo el coche en dirección al oeste. Finalmente, decidió ir al norte, a
Maine, a New Hampshire o a cualquier otro lugar y perderse en el bosque. Pero
primero tenía que hacer algo. Salió de la autopista en el barrio de Wellesley. Buscó un
bar con conexión a internet y pidió un café.
Universidad de Merton
Oxford
12 de octubre de 1948
Estimado Ísildarson:
Gracias por tu extraordinaria carta. ¡Qué relato tan asombroso! La parte
que me pareció más increíble fue la inscripción en runas de «El anillo de
Andvari». Uno nunca sabe qué esperar de las sagas islandesas. Son muy
realistas, tienden a tacharlas de ficticias. ¡Pero aquí está el mismo anillo, de
al menos mil años de antigüedad, que aparece en La saga de Gaukur! Tras
el descubrimiento de su granja enterrada bajo toda aquella ceniza, la saga
tiene mucha más credibilidad de la que en principio le concedí.
Me habría encantado tener la oportunidad de ver el anillo, de cogerlo, de
tocarlo. Pero creo que tenías toda la razón al devolverlo al lugar donde se
hallaba escondido. O eso o llevarlo al cráter del monte Hekla y lanzarlo al
interior. Sería un completo error someter la magia maléfica del anillo a
estudios arqueológicos y científicos. Y, por favor, no te preocupes, no le
hablaré a nadie de tu descubrimiento.
Por fin he conseguido terminar El señor de los anillos tras diez años de
trabajo duro. Es un libro muy extenso que ocupará al menos mil doscientas
páginas y me siento muy orgulloso de él. Será difícil sacarlo a la venta en
estos tiempos tan duros en los que escasea tanto el papel, pero mis editores
siguen mostrándose entusiastas. Cuando finalmente se publique, como
espero que así sea, me aseguraré de enviarte un ejemplar.
Con mis mejores deseos, me despido atentamente.
J. R. R. Tolkien
El ruido era atronador. Magnus y Árni estaban sentados en la parte de atrás de una
sala alargada de techo bajo, un sótano, escuchando a una banda de nulidades
adolescentes llamada Empaquetado de Plástico. Tocaban una extraña mezcla de
reggae y rap, con su propio toque islandés. Puede que original, pero nefasto. Sobre
todo, en combinación con la ridícula resaca de Magnus. Había creído que la comida y
el aire fresco le habían aliviado el dolor de cabeza, pero ahora había vuelto con
intensidad.
Magnus había regresado diligentemente a la comisaría para poner a Baldur al
corriente de su entrevista con Ingileif. Baldur compartía el escepticismo de Magnus
con respecto a que el anillo de la saga existiera de verdad, pero entendía su opinión
de que la perspectiva de que sí pudiese existir hubiera enfervorizado a Steve Jubb, al
Ísildur actual y a Agnar.
Baldur había enviado a uno de sus detectives a Yorkshire para que registrara la
casa y el ordenador de Steve Jubb, aunque estaban teniendo dificultades para
conseguir una orden de registro de las autoridades británicas. Un abogado penalista
de primera de Londres había aparecido de la nada presentando todo tipo de
objeciones.
Otro indicio de que había mucho dinero detrás de aquel caso.
—¿Esta es la música que te gusta, Árni? —preguntó Magnus.
Árni lo miró con expresión de desprecio. Magnus se sintió aliviado. Al menos, el
chico tenía algo de gusto. Sabía muy poco sobre grupos de música islandeses, pero
recientemente se había aficionado a los etéreos Sigur Rós. Nada que ver con aquella
panda.
El grupo dejó de tocar. Silencio. Un maravilloso silencio.
Pétur Ásgrímsson se levantó de su silla en mitad de la sala y dio unos cuantos
pasos en dirección a la banda.
—Gracias, pero no —dijo.
Hubo gritos de protesta por parte de las cinco estrellas adolescentes y rubias de
rap and reggae.
—Volved el año que viene cuando lo hayáis pulido un poco. Pero sin el batería.
Se giró hacia sus visitantes y acercó una de las sillas que había en la parte de atrás
de la sala. Tenía una figura alta e imponente, de constitución delgada, pero hombros
rectos y los mismos pómulos salientes de Ingileif. Su cráneo, afeitado, sobresalía por
encima de su cara alargada. Sus ojos grises le daban un aire duro e inteligente,
mientras examinaba rápidamente a los dos policías.
—Han venido para hablarme de Agnar Haraldsson, ¿verdad?
—¿Le sorprende? —preguntó Magnus.
—Creí que vendrían antes.
* * *
Birna Ásgrímsdóttir vivía en una casa nueva de cemento con tejado de color rojo
intenso en una moderna urbanización. Cada casa tenía su parcela de césped, además
de algunos árboles jóvenes plantados con optimismo. Por las calles se veían muchos
todoterrenos caros. Ricos. Confortables. Impersonales.
Birna tenía un aspecto más delicado, voluptuoso y era mayor que Ingileif. Tenía
enormes ojos azules y labios carnosos. Podría haber sido atractiva, pero había en ella
algo marchito y desaliñado. Dos líneas se dibujaban hacia abajo desde los extremos
de su boca. Llevaba unos vaqueros ajustados y un jersey de color naranja fuerte.
Cuando vio a Magnus, sonrió y recorrió con la mirada su cuerpo antes de subir
hasta la cara.
—Hola —lo saludó.
—Hola —contestó Magnus, desconcertado a su pesar—. Somos de la Policía
* * *
Varias zonas horarias en dirección oeste, era la primera hora de la mañana en los
bosques del condado de Trinity, en el norte de California. Ísildur miró desde su
estudio hacia el pequeño valle y la catarata que se desplomaba desde el peñón que
tenía enfrente. El sol de la mañana brillaba sobre la vegetación mojada por la lluvia.
En el jardín podía ver las figuras de tamaño natural de Gandalf, Legolas y Elrond,
esculturas de bronce que había encargado a un artista de San Francisco a un precio
muy elevado.
Era una vista hermosa. Lo había comprado todo con una parte del dinero que
había conseguido tras vender su parte de 4Portal el año anterior. Había estado
buscando un escondite en medio del bosque para concentrarse en sus proyectos y
había encontrado el lugar perfecto. Las montañas alpinas por tres de los lados y un
pequeño camino sinuoso en el cuarto que atravesaba el bosque hasta la ciudad más
cercana, un pueblo muy pequeño que se encontraba a dieciséis kilómetros.
Era un lugar donde podía pensar.
Lo había llamado Rivendell, naturalmente. Como homenaje al refugio en el que la
comunidad del anillo se había establecido. Recordó la primera vez que había leído
algo sobre Rivendell, a los diecisiete años, y se había formado en su mente una visión
clara del lugar, rodeada por bosques, montañas, aguas que fluían, paz y tranquilidad.
Era aquello.
Había estado trabajando en dos proyectos. El que le había absorbido más tiempo
fue su intento de coordinar la recopilación de un diccionario en internet de dos de los
idiomas élficos de Tolkien, el quenya y el sindarin. Aquel proyecto resultó ser mucho
más frustrante de lo que había creído. Tolkien nunca había establecido unas normas
estrictas de gramática y vocabulario, por lo que había muchas interpretaciones
distintas de los dos idiomas. Ísildur lo sabía. El aspecto más importante del
diccionario era que sería lo suficientemente flexible como para que englobara los
diferentes dialectos que habían surgido con el paso del tiempo. El problema estaba en
que sus colaboradores no tenían unas mentes muy flexibles.
El proyecto se había convertido en acritud e insultos. Había esperado que, como
suministrador del dinero, la última palabra sería la suya. Al final, sí que se convirtió
en la figura unificadora: la autoridad a la que todos odiaban.
Su otro proyecto era el de tratar de localizar La saga de Gaukur. La primera vez
que tuvo noticias de ella fue unos años antes, a través de un foro de internet. Había
* * *
Magnus pasó el resto del día hablando con los policías que habían registrado la casa
de verano y la otra casa de Agnar, así como la habitación de Steve Jubb. No había
indicios de nada que se pareciera a un anillo.
* * *
Querido Magnus:
Anoche uno de tus feos amigos entró en mi apartamento y me atacó. Me
puso una pistola en la boca y me preguntó dónde estabas. Le dije que
estabas en Suecia y se fue.
Me asustó muchísimo.
Me voy. No van a encontrarme. No vas a encontrarme. Nadie sabe dónde
estoy, ni mi familia, ni mis amigos, ni la gente del trabajo, ni la policía. Y está
claro que a ti no te lo voy a contar.
Magnus, me has jodido la vida y casi haces que me maten.
Púdrete en el infierno dondequiera que estés. Y nunca, NUNCA, vuelvas a
hablarme.
C.
Hola, Magnus:
Siento el retraso en el envío de esto. Ayer estuve fuera del despacho. Voy
a verificarlo.
Agente Hendricks
* * *
Ingileif esperaba en el Mokka dándole vueltas a su café con leche. Le gustaba aquella
cafetería, una de las más antiguas de Reikiavik, en la esquina de Skólavórdustígur
con Laugavegur. Pequeña, con paredes de madera y acogedora, era famosa tanto por
sus gofres como por su clientela: artistas, poetas y novelistas. Las paredes hacían las
veces de una especie de galería de arte para artistas locales, cambiándolas una vez al
mes. En marzo le había tocado a su compañera de la galería.
* * *
Vigdís aceptó la taza de café y comenzó a darle sorbos. Era la quinta taza del día. Las
entrevistas en Islandia siempre implicaban tener que beber mucho café.
La mujer que estaba enfrente de ella tenía treinta y muchos años y llevaba
vaqueros y un jersey azul. Tenía una expresión inteligente y una sonrisa amable.
Estaban sentadas en una elegante casa de Vesturbaer, un distinguido barrio de
* * *
La guardería a la que iba la hija de Helena estaba solo a unos cientos de metros. El
director cedió a regañadientes su despacho a Vigdís y a Helena y fue a buscar a la
niña.
* * *
Vigdís aparcó el coche en una de las pequeñas calles que bajaba hacia la bahía desde
Hverfisgata y de él salieron ella y Baldur. El nuevo interrogatorio en la universidad
había dado resultados. Un oficial uniformado había entrevistado a uno de los alumnos
de Agnar, un atontado de veinte años que se había acordado de que alguien estuvo
preguntando por Agnar en la universidad el día de su muerte. El alumno le había
dicho a aquel hombre que Agnar tenía una casa de verano junto al lago Thingvellir y
que, a veces, estaba allí. No estaba claro el motivo por el que el estudiante no había
informado antes de aquello, ni para el propio alumno ni para la policía, aunque no
tenía una buena explicación referente a lo que estaba haciendo en el campus de la
universidad un día de fiesta. La policía lo dejó pasar.
No, aquel hombre no había dicho su nombre. Pero el estudiante lo reconoció. De
la tele.
Tómas Hákonarson.
Vivía en la octava planta de uno de los nuevos edificios de apartamentos de lujo
que habían germinado rápidamente en el Skuggahverfi o distrito de la sombra, a lo
largo de la costa de la bahía. Abrió la puerta con los ojos legañosos, como si acabara
de despertarse.
* * *
Magnus volvió a su mesa con gran frustración. Lo que realmente le molestaba era la
posibilidad de que Baldur pudiera tener razón y él estuviera equivocado. Baldur era
un buen policía que confiaba en su instinto, pero también lo era Magnus. Y ese era el
* * *
Fue caminando hasta la galería y llegó justo antes de la hora de cierre, pero Ingileif
no estaba allí. Su socia, una mujer morena y muy atractiva, le dijo que probablemente
estaría trabajando en casa. Tenía la dirección de su casa desde la primera entrevista y
solo tardó diez minutos en llegar allí.
La primera reacción de ella al verlo en su puerta pareció de placer, con una
amplia y cálida sonrisa, pero un momento después quedó enturbiada por la duda. Pero
lo invitó a entrar.
—¿Cómo le va por Islandia? —le preguntó—. ¿Ha conocido ya a alguna chica
guapa?
—Aún no.
* * *
La calle estaba fría y húmeda tras el calor del apartamento de Ingileif. Caía una suave
llovizna y una brisa fresca empujaba la humedad contra las mejillas de Magnus.
Sabía que debía irse a casa, pero Ingileif no vivía lejos del Grand Rokk.
Solo una cerveza.
Mientras caminaba por las pequeñas calles sin un rumbo fijo, sacó el teléfono.
Debía llamar a Baldur, contarle que el hombre al que había arrestado era el hijo del
pastor que había acompañado al doctor en su búsqueda del anillo diecisiete años
antes.
No tenía el número de la casa de Baldur ni el de su teléfono móvil. Pero si
llamaba a la comisaría, podrían pasarle el mensaje.
A la mierda. Magnus se volvió a meter el teléfono en el bolsillo. Como si a
Baldur le importase. Lo cierto es que no iba a hacer nada con esa información.
Magnus se lo contaría al día siguiente, cuando ya hubiera hablado con el reverendo
Hákon.
Sonó el teléfono. Era Árni.
—Acabo de llegar a San Francisco —dijo—. He recibido tu mensaje. —La
decepción fluía libremente a pesar de los miles de kilómetros que había desde
California.
—Lo siento, Árni. Vi a Ísildur esta mañana en el hotel Borg.
* * *
Magnus estaba en apuros. Ya había liquidado a tres de los malos, pero había al menos
otros tres ahí fuera. Estaba cargando su pistola Remington y una Mágnum 357. El
puerto estaba oscuro. Oyó un crujido.
* * *
* * *
Lawrence Feldman iba en el asiento trasero del Mercedes cuatro por cuatro de color
negro y examinaba los edificios de la cárcel que tenía delante de él. Estaba en el
aparcamiento de Litla Hraun. Aquellos edificios no tenían mal aspecto. De color
blanco, funcionales, rodeados de dos alambradas. Pero el paisaje que había alrededor
era inhóspito: llano, desnudo y marrón, extendiéndose a lo largo de las laderas de las
* * *
Magnus tardó un rato en conseguir un coche para ir a Hruni y hasta después de comer
no pudo estar en la puerta de la galería en Skólavórdustígur para recoger a Ingileif.
Tardarían menos de dos horas en llegar a Hruni, pero necesitaban tiempo para viajar
hasta allí, hablar con el pastor y volver a Reikiavik esa misma noche.
Ingileif llevaba vaqueros y un anorak, y el pelo rubio atado en una roleta. Tenía
buen aspecto. Y también parecía contenta de verle.
Salieron de Reikiavik bajo una gran nube oscura y los barrios de Grafarvogur y
Breidholt, de un gris menos oscuro, se extendían a ambos lados. Mientras subían por
el puerto de montaña con dirección sudeste, la lava y la nube convergían hasta que,
de repente, llegaron al punto más alto y una amplia llanura inundada brillaba con la
luz del sol por debajo de ellos. La llanura estaba salpicada de lomas y pueblos
diminutos y la dividía en dos un ancho río que llegaba hasta el mar atravesando la
ciudad de Selfoss. Más cerca de ellos, se levantaban altas columnas de humo que
salían de los pozos perforados de una planta de energía geotérmica. Justo debajo
estaban los invernaderos de Hveragerdi, calentados por chorros de agua caliente que
emanaban desde el centro de la tierra. En el aire había cierto olor a azufre, incluso en
el interior del coche.
Una estrecha franja blanca delimitaba la nube negra que se cernía sobre ellos.
Más allá, el cielo era de un azul claro e impecable.
—Háblame de Tómas —dijo Magnus.
—Le conozco de toda la vida —contestó Ingileif—. Fuimos juntos al colegio en
* * *
El pastor sudaba bajo un sol más caliente de lo normal para aquella época del año.
Hacía un día espléndido y ya había caminado unos siete kilómetros. Estaba en un
valle alto, despoblado incluso por las ovejas en aquellos primeros meses del año. Un
arroyo bajaba por el monte cubierto de nieve que había en la punta del valle. A su
alrededor, la nieve se derretía formando hilillos de agua, gota a gota, filtrándose por
las piedras al interior de la tierra. La mayor parte de la hierba que había quedado al
descubierto en los últimos días era amarilla, pero a los lados del arroyo había franjas
de brotes verdes. La primavera. Nuevo alimento para aquella tierra estéril.
A su alrededor los pájaros piaban y gorjeaban bajo la luz del sol.
Respiró hondo. Recordó la primera vez que había ido a aquel valle recién
nombrado pastor de Hruni, cómo había sentido que era allí donde vivía Dios.
* * *
La casa de Ingileif, o más bien la casa de su familia, estaba sobre una loma que daba
al río que atravesaba Flúdir. El pueblo de Flúdir era un lugar próspero, con una
tienda, un hotel, dos colegios, algunas instalaciones municipales y varios
invernaderos que funcionaban con energía geotérmica. Ingileif le explicó que aquella
era la mejor zona agrícola de Islandia. Pero no tenía iglesia: su parroquia estaba en
Hruni, a tres kilómetros de distancia.
Aunque el pueblo en sí no era gran cosa, la panorámica era espectacular. Al oeste
estaba el valle del río glaciar Hvítá, con su antiguo asentamiento de Skálholt, el lugar
donde estaba la primera catedral de Islandia, y al norte se encontraban los glaciares,
gruesos bloques blancos que recorrían un horizonte totalmente recto detrás de los
picos de las montañas.
El Hekla quedaba fuera de la vista, detrás de las colinas del sudeste.
La casa era de una sola planta, acogedora y lo suficientemente grande para una
familia de cinco personas. Magnus e Ingileif esparcieron el contenido de varias cajas
de cartón sobre el suelo del dormitorio de la madre de Ingileif. Era cierto que había
una docena de cartas de Tolkien a Högni, el abuelo de Ingileif, y que no habían
llegado a las manos de su padre hasta la muerte de Högni. Ingileif le enseñó a
Magnus una primera edición de La comunidad del anillo, el primer volumen de El
señor de los anillos. Magnus reconoció la letra de la dedicatoria que había en el
* * *
Volvieron a Hruni, pero no hubo respuesta cuando llamaron al timbre. El coche del
pastor continuaba en el garaje. Levantaron la vista hacia las colinas y el valle por si
veían a alguien caminando solo. El sol, más bajo ahora, emitía una luz suave y clara y
parecía distinguir cualquier detalle del paisaje e iluminar la nieve de las montañas
lejanas con un resplandor rosado. Un par de cuervos daban vueltas a lo lejos y la brisa
hacía que sus graznidos se oyeran por toda la pradera. Pero no había indicios de
ningún ser humano por allí.
—¿A qué hora oscurece? —preguntó Magnus—. ¿A las nueve y media?
—No lo sé —respondió Ingileif—. Más o menos, supongo. Cada vez lo hace más
tarde en esta época.
—¿Tienes hambre?
Ingileif asintió.
—Conozco un lugar en el pueblo donde podemos comer algo —sugirió.
—Vamos. Podemos volver aquí luego.
—¿Y luego coger el coche de vuelta a Reikiavik?
Magnus asintió.
—Podríamos hacer eso —dijo Ingileif—. O… —Sonrió. Sus ojos grises se
movieron bajo el flequillo rubio. Estaba encantadora.
* * *
* * *
Después, ella volvió a quedarse dormida. Pero Magnus no podía. Se quedó inmóvil,
tumbado boca arriba, mirando al techo.
* * *
* * *
Árni estaba agotado. Era sorprendente lo cansado que podía ser estar sentado en un
sitio tanto tiempo. Se alegraba mucho de estar de vuelta en Islandia, aunque su reloj
biológico estaba completamente confuso.
Había deseado de verdad poder entrevistar a Ísildur. Había planeado todo tipo de
estrategias inteligentes para obligarle a señalar a Steve Jubb como el asesino. Y había
esperado poder ver un poco de California: el viaje hasta el condado de Trinity
prometía ser espectacular. Incluso podría haber llegado a ver alguna secuoya gigante.
Al final, ni siquiera había entrado en San Francisco, y pasó la noche en un Holiday
Inn del aeropuerto organizando el vuelo de vuelta a la mañana siguiente vía Toronto.
Nunca antes había estado en Canadá. No le impresionó.
Lo único bueno era que estaba devorando El señor de los anillos. Iba por la
página seiscientos cincuenta y siete, y siguiendo. Era un libro estupendo. Y aún más
interesante tras haber leído La saga de Gaukur.
El aeropuerto de Keflavík estaba abarrotado de gente. Todos los vuelos de
América del Norte llegaban a Islandia a la misma hora. Árni no les hizo ningún caso
a sus compatriotas que se abastecían en la tienda libre de impuestos y fue directo al
control de inmigración y a aduanas. Cuando atravesó la puerta para acceder a la
explanada principal, vio a un hombre al que reconoció. Andrius Juska, bajito, fornido
y con el pelo corto, un soldado raso de una de las bandas lituanas que vendían
anfetaminas en Reikiavik. Árni lo reconoció porque lo había seguido durante tres días
un par de meses antes, mientras echaba una mano a la Brigada de Narcóticos.
La «prensa amarilla», que era como en Islandia se denominaba a sus periódicos
más conocidos, estaba obsesionada con los narcotraficantes lituanos y los veía por
todos lados. Lo cierto era que la mayor parte de las drogas de Islandia era vendida por
islandeses. Pero el inspector jefe de la policía estaba especialmente preocupado por la
posible propagación que en un futuro podrían tener las bandas extranjeras del
narcotráfico, siendo los principales candidatos las pandillas de moteros escandinavos
y los lituanos. Hasta ahora no había indicio alguno de bandas latinas ni rusas, pero la
policía estaba alerta por si los veía.
Juska sostenía un letrero de bienvenida para un tal señor Roberts. Árni aminoró el
paso. Mientras lo hacía, un hombre delgado de piel morena se acercó al lituano. Por
la reticencia con que se saludaron, estaba claro que no se conocían de antes.
Árni dejó que la bolsa se le resbalara entre los dedos y, a continuación, se
arrodilló para recogerla. Los dos hombres hablaban en inglés, el acento del lituano
era fuerte y el del otro hombre era americano. No utilizaba un lenguaje formal, sino
de la calle. Árni lo observó bien. Aquel hombre tenía unos treinta años, llevaba una
chaqueta de cuero negra y parecía saber desenvolverse. Estaba bastante claro que no
* * *
* * *
* * *
—Tómas era alto a los trece años, uno de los más altos de la clase dijo Ingileif.
Probablemente medía un metro setenta y cinco, más o menos.
* * *
* * *
Tómas Hákonarson parecía agotado, al igual que su abogada, una mujer tímida de
unos treinta años.
Baldur les presentó a Magnus. Tómas lo examinó con ojos cansados.
—No se preocupe, no quiero hablar con usted sobre Agnar —empezó diciendo
Magnus.
—Bien —respondió Tómas.
—Es de otro asesinato del que quiero hablar con usted. Uno que tuvo lugar hace
diecisiete años.
Tómas se espabiló de repente y miró fijamente a Magnus.
—¿Sabe de qué asesinato le hablo?
Tómas se quedó inmóvil. Magnus notó que no se atrevía a hablar. Un buen
síntoma.
—Eso es —dijo—. El doctor Ásgrímur. Hace diecisiete años su padre empujó al
doctor Ásgrímur por un precipicio. Y usted fue testigo de ello.
Tómas tragó saliva.
—No sé de qué está hablando.
—Acabo de volver de Hruni, donde me he entrevistado con su padre. Y fui a
Álfabrekka para hablar con los granjeros que lo ayudaron a volver en busca del
doctor. Ellos lo vieron a usted.
—Imposible.
—Vieron a un niño de trece años escabullándose cerca de su granja en mitad de la
nieve.
Tómas torció el gesto.
—No era yo.
—¿De verdad?
—Además, ¿por qué iba mi padre a matar al doctor? Eran amigos.
Magnus sonrió.
—El anillo.
—¿Qué anillo?
—El anillo sobre el que fue a hablar con el profesor Agnar.
—No tengo ni idea de qué me habla.
Magnus se inclinó hacia delante. Habló con voz baja y apremiante, apenas algo
* * *
Habían sido veinticuatro horas de frustración para Ísildur. Estaba empezando a dudar
de Axel, el investigador privado que había contratado. Pétur Ásgrímsson no se había
mostrado en absoluto dispuesto a ayudar, su hermana Ingileif parecía haber
desaparecido de la faz de la tierra y Axel no había conseguido gran cosa de sus
supuestos contactos en la policía. Tómas Hákonarson había sido arrestado por el
asesinato de Agnar, existían pruebas de que había estado en el lago Thingvellir la
noche en cuestión, pero la policía estaba desestimando los rumores de anillos
* * *
* * *
Magnus subió la cuesta en dirección al Grand Rokk. Eran las ocho y media y tenía la
impresión de que ya no lo iban a necesitar más en la comisaría aquella tarde.
Baldur se había puesto furioso. Cualquier pensamiento positivo que anteriormente
hubiera tenido con respecto a Magnus se había disipado. ¿Por qué no había llamado
Magnus a Baldur nada más saber que Hákon era el padre de Tómas? ¿Por qué no se
había quedado con Hákon en Hruni y había esperado a los refuerzos para arrestar al
pastor?
¿Por qué había permitido que Hákon huyera?
Mientras que el resto de la Unidad de Crímenes Violentos corrían de un lado para
otro como estúpidos, Magnus se quedó por allí sin nada que hacer. Así que se fue.
El camarero lo reconoció y le sirvió una Thule. Un par de clientes habituales lo
saludaron. Pero él no estaba de humor para charlar, aunque se mostró simpático. Se
llevó la cerveza hasta un taburete del rincón de la barra y se la bebió.
Baldur tenía razón, desde luego. El motivo por el que Magnus había esperado a
regresar a Reikiavik antes de contarle lo que Hákon había dicho era poco noble. Lo
había hecho para ser él y no Baldur quien desmoronara la historia de Tómas.
Y así había sido. Había resuelto el caso. No solo había descubierto quién había
matado a Agnar, sino también lo que le había ocurrido al padre de Ingileif. El
momento de la victoria había sido dulce, pero solamente duró una hora.
Había una posibilidad de que Hákon hubiera salido simplemente a hacer un
recado y que volviera alrededor de una hora después. O que lo arrestara la policía.
Era un tipo fácil de identificar en un país tan pequeño o, al menos, sus partes
habitadas lo eran. Magnus se preguntó si Hákon se escondería en el campo, como los
forajidos de las sagas, y si viviría entre las bayas mientras huía de la ley.
Era una posibilidad.
¿Lo haría?
Era cierto lo que le había dicho a Ingileif, que los recuerdos de la primera parte de
su vida en Islandia eran dolorosos y se habían vuelto aún más por la casualidad de
encontrarse con su prima. Y estaba claro que las cosas no iban bien con Baldur. Pero
había otras que sí le gustaban de su corta estancia en Islandia. Tenía una afinidad con
ese país. Más aún. Había una lealtad, un sentido del deber. El orgullo que los
islandeses sentían por su país, su determinación por dejarse la piel para hacer que
aquel lugar funcionara se contagiaba.
La idea del inspector jefe de reclutar a alguien como Magnus no había sido mala.
Los oficiales de la policía que había conocido eran inteligentes, honestos,
trabajadores. Eran buenos tipos, incluso Baldur. Pero carecían de experiencia en los
delitos típicos de las grandes ciudades y eso era algo en lo que él sabía que podía
ayudarles.
* * *
Diego había encontrado un buen escondite, bajo el toldo para fumadores del jardín de
la entrada del Grand Rokk. Había entrado con toda tranquilidad para pedirse una
cerveza en la barra y bahía visto al policía grandullón bebiendo solo, inmerso en sus
pensamientos.
Perfecto.
Había un problema. El coche de Diego seguía aparcado a un par de manzanas de
la estación de autobuses. Había seguido a Jonson a pie. No había modo de llevar a
cabo su golpe a la luz del día. Necesitaba la oscuridad para poder huir sin problemas.
Pero seguía habiendo luz. Miró el reloj. Eran casi las nueve y media. ¿Qué pasaba
en ese país? Aún estaban en abril, en su país ya habría anochecido desde hacía horas.
Así que seguiría a Jonson. Si estaba todavía en la calle cuando por fin
anocheciera, lo haría, si no tendría que seguirlo hasta su casa y entrar allí durante la
madrugada.
Después, vio que el policía grandullón salía con paso decidido del bar y pasaba
junto al toldo con dirección a la calle.
Diego lo siguió.
Por fin estaba anocheciendo, o al menos atardeciendo. No estaba lo
suficientemente oscuro. Pero si Jonson daba un largo paseo antes de meterse en casa,
habría alguna posibilidad de hacer algo. Diego prefería asestarle un par de disparos a
Jonson en la cabeza en una calle tranquila antes que meterse en una casa extraña con
Dios sabe quién más en su interior.
* * *
* * *
* * *
Magnus vio cómo Árni salía de su vehículo, lo oyó gritar, lo vio correr hacia el
hombre alto de la sudadera gris.
Se precipitó hacia delante justo cuando Árni derribaba a aquel hombre. Oyó el
sonido de un disparo, amortiguado por el cuerpo de Árni. El hombre se apartó
rodando de Árni y se giró hacia Magnus. Levantó la pistola mientras seguía tumbado
en el suelo.
Magnus se encontraba a unos seis metros de distancia. No había posibilidad de
alcanzar a aquel hombre antes de que apretara el gatillo.
* * *
Hola, Magnus:
* * *
* * *
* * *
Pero Ingileif no se lo había contado a nadie. Le había sorprendido ver a Pési subiendo
por el Thjórsárdalur y no se le ocurría ningún motivo por el que él hubiera estado allí.
* * *
* * *
Pétur estaba debajo de su coche, limpiando el chasis con un trapo. Había vuelto a
casa desde el lavado de coches, había cogido un trapo y un cubo y, después, aparcó en
una calle de una zona residencial a un kilómetro de distancia. No quería que sus
vecinos le vieran lavar el coche con tanto esmero.
Sonó su teléfono, metido en el bolsillo de sus apretados pantalones. Salió de
debajo del BMW y contestó.
—¿Pési? Soy Inga.
Se puso de pie. Necesitaba estar concentrado para mantener aquella conversación.
—¡Inga! ¡Hola! ¿Cómo estás?
—¿Por qué no querías que dijera que te vi ayer?
—Estabas con el policía grandullón, ¿no?
—Sí. Veníamos de ver a los granjeros que fueron a buscar a papá con Hákon.
Pési, estoy bastante segura de que a papá lo mataron. No fue un accidente.
Pétur se dio cuenta de que ella le estaba dando la oportunidad de pasar a la
ofensiva.
—Creía que habíamos acordado dejar ese tema —dijo—. ¿Por qué has estado
hablando de eso con la policía? ¿Qué ibas a conseguir?
—Pési, ¿adónde ibas ayer?
* * *
* * *
Pétur apenas podía ver el lago Thingvellir entre la penumbra que había por delante de
él. Ya había pasado más de una semana desde la última vez que había estado allí. Una
semana en la que habían pasado muchas cosas. Una semana en la que había perdido
el control.
Todo se había echado a perder aquel día, diecisiete años atrás, cuando su padre
había muerto en aquella tormenta de nieve en las colinas que hay sobre el
Thjórsárdalur. Desde entonces, se había pasado toda la vida tratando de minimizar los
daños.
Había intentado apartarse de todo lo relacionado con La saga de Gaukur, de su
familia, de Islandia. Aquello le funcionó durante un tiempo, aunque nunca pudo
sacarse la muerte de su padre del corazón, del alma. Pensaba en ello todos los días.
Durante diecisiete años había pensado en ello cada maldito día.
Pero aquella tristeza había alcanzado cierto tipo de equilibrio hasta que Inga había
vuelto a sacar a la luz el asunto de la saga. Pétur había tratado de convencerla para
que no la vendiera. Debía haber sido más persuasivo, mucho más. La confianza de
Inga y de Agnar de que sería posible mantener en secreto la venta nunca había sido
creíble.
Todo era culpa de Inga.
Se sentía ansioso por ir a verla ahora. Le explicaría todo, lo haría de forma que
ella lo comprendiera. Sabía que ella lo consideraba un hermano en quien podía
confiar. Por eso precisamente se había enfadado tanto con él cuando Pétur las
abandonó a ella, a su madre y al resto de su familia. Quizá por eso mismo
comprendería por qué había matado a Sigursteinn. Aquel hombre merecía morir por
* * *
Magnus disminuyó la marcha cuando llegó al cruce con la carretera principal al sur
de Flúdir. Su teléfono móvil sonó.
—¿Sí?
—Soy Steve Jubb. ¡Espere ahí! Voy detrás de usted.
—De acuerdo —contestó Magnus. Estaba seguro de que Feldman y Jubb sabían
más de lo que decían, aunque le sorprendió que hubieran decidido contárselo—. Le
espero.
Magnus se detuvo a un lado de la carretera. En dos minutos, vio el coche del
investigador privado avanzando a toda velocidad en su dirección. Se paró detrás de él
y Steve Jubb se bajó del vehículo con un ordenador portátil bajo el brazo. Solo.
Subió al asiento que había al lado del de Magnus.
—Espere un momento —dijo mientras encendía el ordenador y el receptor que
llevaba conectado—. Esto nos dirá dónde se encuentra Ingileif.
—¡Estupendo! —exclamó Magnus. Puso el coche en marcha y giró a la izquierda
hacia Reikiavik. Aquella era la dirección más probable y quería llegar hasta Ingileif
—. ¿Dónde están sus amigos?
—Capullos —murmuró Jubb mientras tecleaba en el ordenador.
Magnus no estaba seguro a qué se refería, pero estaba dispuesto a tomarle la
palabra.
—Gracias por venir a ayudarme.
—Debería haberle dicho algo allí atrás —dijo Jubb—. Debí haberle contado todo
cuando me arrestaron. —Pulsó un par de teclas—. Vamos… —farfulló.
—¿Así que le han puesto un micrófono en el coche?
Jubb se limitó a resoplar y siguió dando golpecitos en el teclado.
—Ya la tenemos. Va hacia el norte. Muy al norte de aquí. Dé la vuelta.
—¿Está seguro?
—Joder, claro que estoy seguro. Mírelo usted.
Magnus disminuyó la marcha y miró la pantalla del ordenador que estaba en el
regazo de Jubb. En ella se veía un mapa del suroeste de Islandia y mostraba un
círculo que se movía hacia el norte por una carretera que había al otro lado de Flúdir.
—¿Adónde demonios va? —preguntó Magnus—. Ahí arriba no hay nada, ¿no?
Mire el mapa. Hay uno en la guantera.
Jubb sacó el mapa.
—Tiene razón. No hay mucho al norte de aquí. Un par de glaciares, creo. La
carretera atraviesa justo por el medio del país.
—Seguirá cortada en esta época del año —dijo Magnus.
—Espere un momento. Aquí hay algo. ¿Gullfoss? ¿Sabe qué es eso?
—Es una catarata —dijo Magnus—. Una catarata enorme.
Pétur entró en el amplio aparcamiento. En aquella época del año y con aquel tiempo,
estaba vacío, a excepción de un autobús de turistas.
Salió de su BMW. Oía el estruendo de la inmensa catarata sin verla, más allá del
centro de información. Había turistas por todo el sendero que venían desde la catarata
hablando en susurros unos a otros sobre la grandiosidad de lo que acababan de
presenciar. En cinco minutos se marcharían hacia la siguiente parada de su viaje,
quizá los géiseres de Geysir o el emplazamiento de la asamblea del Althing, en
Thingvellir.
Bien, pensó Pétur.
En lugar de dirigirse directamente hacia la catarata, Pétur giró a la izquierda, río
arriba. Había ahora un sendero bien arreglado que subía a lo alto de la pequeña
colina. En su infancia no era más que un estrecho camino de cabras.
Justo en la cima de la colina había una hondonada poco profunda. Era allí donde
al doctor Ásgrímur le gustaba llevar a su familia de excursión los días de sol. Los
turistas iban normalmente hasta el pie de las cataratas, se quedaban a medio camino o
seguían el desfiladero río abajo. La hondonada, por encima de las colinas, ofrecía
cierta privacidad, incluso durante el verano. La hierba y el musgo, suaves y mullidos,
constituían un lugar confortable sobre el que poder sentarse cuando estaban secos.
A esas alturas de mayo, entre la neblina, todo estaba muy húmedo y no había
indicios de persona alguna. Solo estaba a un par de cientos de metros del
aparcamiento, pero no había posibilidad de ser visto ni oído por encima de aquel
estruendo.
Pétur caminó hacia el río. El ruido sordo fue en aumento cuando la magnífica
catarata se fue abriendo por debajo de él. Su fuerza era extraordinaria. El valle del
Hvítá caía por el desfiladero dividiéndose en dos y cada parte lanzaba una densa
cortina de agua pulverizada. El salto de agua resultante era conocido como Gullfoss,
que significa «catarata dorada» por los juegos de luz que provoca el sol cuando está
bajo sobre la delicada capa de humedad que queda en suspensión sobre la caldera.
Cuando se daban las condiciones idóneas, había un arcoíris de color dorado y púrpura
danzando sobre las cataratas.
En los días claros era posible ver Langjökull, el «glaciar largo» que provocaba
toda aquella agua, agazapado entre los picos de las montañas treinta kilómetros al
norte. Pero hoy no. Hoy todo estaba cubierto de un sudario gris de humedad, agua
pulverizada y niebla fundidos en uno.
Bien, pensó de nuevo.
Pétur se quedó de pie esperando a Ingileif.
Estaba encantado de haber elegido aquel lugar para su encuentro. Como la
carretera hacia Stöng. Pétur había convencido a Hákon para que fuera a aquel remoto
* * *
Magnus y Steve Jubb pasaron a toda velocidad por Flúdir y por las tierras de labranza
que había a continuación, y que estaban salpicadas de invernaderos abovedados y
emitían espirales de humo volcánico. La carretera pasaba poco después a lo largo del
río Hvítá, que iba crecido.
—He sido un estúpido hijo de puta —dijo Jubb—. Pensaba que todo ese asunto
* * *
—¿Pési? ¿Qué estás haciendo? —Ingileif lo miró con el terror reflejado en sus
ojos, pero la rabia superó al miedo. Pétur sabía que tendría que luchar con ella. Su
hermana no se rendiría fácilmente. Deseó tener una piedra o algún otro instrumento
contundente con el que golpearla primero. Si la golpeaba con la suficiente fuerza con
el puño, podría dejarla inconsciente.
Tragó saliva. Iba a ser muy difícil golpear a Ingileif.
Pero… Pero tenía que hacerlo.
Dio otro paso adelante. Pero entonces notó un movimiento por el rabillo del ojo.
Una pareja con un trípode apareció por el borde de la hondonada. Uno de ellos —
adivinó que sería una mujer por su altura y silueta— los saludó con la mano. Pétur no
la reconoció, pero volvió a mirar a Ingileif, que no se había dado cuenta de nada.
Tendría que ganar tiempo hasta que se hubiesen marchado.
—¿Quieres que me entregue? —le preguntó a su hermana.
—Sí —contestó ella.
—¿Por qué iba a hacerlo?
Durante dos minutos mantuvieron una conversación entrecortada, mientras Pétur
observaba a la pareja sin mirarlos directamente. Vio cómo colocaban el trípode, lo
movían y lo desmontaban. Pétur no sabía si habían tomado una fotografía de las
cataratas o si habían decidido no hacerla. Pero se sintió aliviado al ver que
* * *
* * *
* * *
Magnus no llegó a oír los gritos de Steve Jubb por encima del estrépito de la catarata.
Pero sí se detuvo y miró hacia atrás, hacia el camino por el que había bajado.
Vio la corpulenta figura de Jubb tambaleándose por el sendero en dirección a él
mientras movía los brazos.
Magnus corrió. Era cuesta arriba y la pendiente era muy pronunciada, pero corrió.
Normalmente hacía mucho ejercicio y corría varios kilómetros al día en cuanto
tenía la posibilidad. En Islandia no había tenido oportunidad de hacerlo y ya no se
encontraba tan en forma. El corazón le latía con fuerza y le costaba respirar. El
medieval. Constituyen la más antigua expresión de la literatura del país. (N. del T.)
<<
los Estados Unidos. El nombre de Ivy («hiedra») procede de la hiedra que cubre los
muros de estas universidades. (N. del T.) <<
Navidad y que se celebra históricamente sobre todo en el norte de Europa. (N. del T.)
<<
pronunciación similar en la última sílaba, de ahí que el personaje las confundiera. (N.
del T.) <<