El Caso Del Anillo

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La

leyenda más famosa del último siglo: el origen del anillo del poder de la
saga de J.R.R. Tolkien. En Islandia, el pasado proyecta una larga sombra…
Hace mil años: Un guerrero islandés regresa de la batalla llevando un anillo
que ha arrebatado de la mano derecha de su enemigo. Hace setenta años:
Un profesor de Oxford que trabaja a partir de una fuente secreta, crea la
leyenda más dominante del siglo XX. Hace seis horas: Un experto en
literatura antigua islandesa es asesinado. Todo está relacionado y el
detective Magnus Jonson tendrá que adentrarse donde se extienden las
sombras…

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Michael Ridpath

El caso del anillo


Magnus Jonson - 1

ePub r1.1
lenny 31.08.17

ebookelo.com - Página 3
Título original: Where the Shadows Lie
Michael Ridpath, 2009
Traducción: Jesús de la Torre Olid
Retoque de portada: lenny

Editor digital: lenny


ePub base r1.2

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Para Barbara, como siempre

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1
El profesor Agnar Haraldsson dobló la carta y la volvió a guardar en su pequeño
sobre amarillento.
Miró de nuevo la dirección escrita a mano con letra firme y ornamental: Högni
Ísildarson, Laugavegur 64, Reikiavik, Islandia. El sello mostraba el perfil de un rey
británico imberbe. Algún Eduardo o Jorge, Agnar no estaba seguro de cuál era.
El corazón le latía con fuerza mientras el sobre ejecutaba una pequeña danza en la
mano temblorosa. La carta había llegado aquella mañana dentro de otro sobre más
grande que llevaba un sello islandés nuevo y matasellos de Reikiavik.
Aquello era lo que Agnar había estado esperando. Más aún. Era perfecto.
Como profesor de islandés en la Universidad de Islandia, Agnar tenía el privilegio
de poder manejar algunos de los manuscritos más antiguos de las sagas de su país[1],
copiados con sumo esmero por monjes sobre fajos de pieles de ternero utilizando
jugo de gayuba negra para la tinta y plumas del ala izquierda de los cisnes como
instrumento de escritura. Aquellos extraordinarios documentos eran el patrimonio de
Islandia, el alma de Islandia. Pero ninguno podía causar mayor revuelo en el mundo
exterior que aquella hoja de papel.
Y ninguno había sido descubierto por él.
Levantó la vista desde su escritorio hacia el lago sereno que se extendía delante
de él. Relucía con un fuerte color azul bajo la luz del sol de abril. Diez minutos antes
emitía destellos del color gris del acero y pocos minutos después volvería a hacerlo
cuando las oscuras nubes del oeste alcanzaran a las que ahora desaparecían por
encima de las cimas nevadas de las montañas que yacían al este, al otro lado del lago.
El emplazamiento perfecto para una casa de verano. Aquella cabaña la había
construido el padre de Agnar, un antiguo político que actualmente se encontraba en
una residencia de ancianos. Aunque el verano aún quedaba lejos, Agnar se había
escapado allí el fin de semana para trabajar sin distracciones. Su mujer acababa de
dar a luz a su segundo hijo y Agnar tenía una fecha de entrega muy ajustada para
terminar una traducción.
—Aggi, vuelve a la cama.
Se giró y vio la hermosa e imponente figura de Andrea, bailarina y estudiante de
tercer curso de literatura, desnuda y reluciente sobre el suelo de madera mientras se
acercaba a él con su cabello rubio enredado.
—Lo siento, cariño. No puedo —contestó, señalando con la cabeza el revoltijo de
papeles que tenía delante de él.
—¿Seguro? —Se inclinó para besarle y le pasó los dedos por debajo de la camisa
y entre el pelo del pecho mientras la melena le hacía cosquillas en la nariz. Se apartó
—. ¿De verdad?
Él sonrió y se quitó las gafas.

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Bueno, quizá sí se permitiría alguna distracción.

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El oficial de policía Magnus Jonson caminaba cansinamente por una calle residencial
de Roxbury en dirección a su coche. Tenía que redactar un montón de documentos en
la comisaría antes de volver a casa. Estaba cansado, muy cansado. No dormía bien
desde hacía una semana. Quizá por eso le había afectado tanto el olor.
Era un olor familiar: carne cruda con fecha de caducidad de una semana antes y
con cierto toque metálico. Lo había experimentado en muchas ocasiones durante los
años que llevaba en la Unidad de Homicidios de la Policía de Boston.
María Campanelli, mujer blanca, veintisiete años.
Llevaba muerta treinta y seis horas, apuñalada por su novio tras una discusión y
abandonada en su apartamento mientras se descomponía. Ahora lo buscaban a él y
Magnus confiaba en que lo encontrarían. Pero para estar convencidos debían
asegurarse de haber cumplido con toda la burocracia. Un montón de gente a la que
interrogar; un montón de formularios que rellenar. El cuerpo de policía había sufrido
hacía pocos años un escándalo por una serie de equivocaciones en la presentación de
pruebas, errores en la clasificación de documentos y pruebas instrumentales perdidas.
Desde entonces, los abogados de la defensa se lanzaban contra cualquier error.
A Magnus se le daba bien el trabajo administrativo, lo cual era una de las razones
por las que recientemente lo habían ascendido a oficial. Puede que Colby tuviera
razón. Quizá debería ir a la Facultad de Derecho.
Colby.
Durante los doce meses que llevaban viviendo juntos, había aumentado la
presión: ¿por qué no dejaba la policía y estudiaba derecho?, ¿por qué no se casaban?
Y luego, seis días atrás, cuando volvían cogidos del brazo de su restaurante italiano
favorito del North End, un todoterreno pasó por su lado con la ventanilla de atrás
bajada. Magnus empujó a Colby sobre la acera justo cuando oyó resonar una ráfaga
de disparos lanzados desde un fusil semiautomático. Puede que los que dispararon
creyeran que habían alcanzado su objetivo o puede que hubiera demasiada gente
alrededor, pero el caso es que el todoterreno salió huyendo sin terminar su trabajo.
Ese era el motivo por el que ella le había echado de su apartamento. Ese era el
motivo por el que había pasado varias noches en vela en el dormitorio de invitados de
la casa de su hermano en Medford. Ese era el motivo por el que le había afectado
aquel olor: por primera vez en mucho tiempo la muerte se había convertido en algo
personal.
Podría haber sido él quien estuviera despatarrado por el suelo de aquel
apartamento. O Colby.
Aquel estaba siendo el día más caluroso del año, lo cual, claro está, hacía que el
olor fuera aún peor y Magnus estaba sudando dentro de la chaqueta de su traje. Sintió
que le tocaban en el codo.
Era un tipo de unos cincuenta años, latino, calvo, bajito, gordo y sin afeitar.

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Llevaba una camisa azul grande que le colgaba por fuera de los vaqueros.
—¿Agente?
Magnus se detuvo.
—¿Sí?
—Creo que yo vi algo. La noche en que apuñalaron a la chica. —La voz de aquel
hombre era brusca y apremiante.
Magnus estuvo tentado de decirle a aquel tipo que se largara. Tenían a un testigo
que había visto llegar al novio, otro que lo había visto salir seis horas después, tres
que habían oído una fuerte discusión y uno que había oído un grito. Pero los testigos
nunca sobraban. Otra declaración que tendría que redactar cuando llegara a la
comisaría.
Magnus dejó escapar un suspiro mientras sacaba su cuaderno de notas. Aún
quedaban varias horas hasta que pudiera irse a casa a hacer ejercicio y darse la ducha
que necesitaba para poder sacar de su cuerpo aquel olor. Si es que no estaba muy
cansado para hacer ejercicio.
El hombre miraba nervioso a uno y otro lado de la calle.
—Aquí no. No quiero que nadie nos vea hablar.
Magnus estuvo a punto de protestar. El novio de la víctima era un cocinero del
Boston Medical Center, nadie a quien hubiera que tener miedo. Pero a continuación
se encogió de hombros y siguió al hombre mientras este avanzaba rápido por una
pequeña calle lateral, entre una desvencijada casa de tablones y un pequeño edificio
de apartamentos de fachada de ladrillo rojo. Poco más que un callejón, con una
especie de solar en construcción al fondo con una alambrada alta. En la esquina de la
calle había un chico con muchos tatuajes y una camiseta amarilla. Fumaba un cigarro
de espaldas a Magnus.
Cuando entraron en el callejón, el hombre calvo pareció aumentar la velocidad.
Magnus empezó a dar zancadas más largas. Estaba a punto de gritarle a aquel tipo
que fuera más despacio cuando se detuvo.
Magnus había estado dormido. Acababa de despertar.
Entre el bosque de tatuajes de los brazos del chico había visto un pequeño punto
sobre uno de los codos, y un dibujo de cinco puntos uno sobre el otro. Un cinco
quince, el tatuaje de la banda de los Cobra-15. No actuaban en Roxbury. Aquel chico
se encontraba muy lejos de su territorio, a cinco kilómetros por lo menos, puede que
más. Pero los Cobra-15 eran clientes de la operación de Soto, sus agentes locales de
distribución. Los tipos del todoterreno de North End trabajaban para Soto. Magnus
estaba convencido de ello.
El instinto de Magnus le hizo pararse y darse la vuelta, pero se obligó a no
cambiar de paso y así no alertar al chico. Piensa. Piensa rápido.
Podía oír pasos detrás de él. ¿Pistola o cuchillo? El sonido de una pistola sería
arriesgado estando tan cerca del escenario del crimen. Aún quedaban uno o dos
policías pululando por allí. Pero el chico sabía que Magnus iba armado y nadie trae

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un cuchillo a una pelea con pistolas. Lo cual significaba que llevaba pistola. Lo cual
quería decir que probablemente el chico la estaba sacando en ese momento de la
cintura de sus pantalones.
Magnus dio un salto hacia la izquierda, cogió un cubo de la basura y lo lanzó al
suelo. Al caer, dio una vuelta sobre sí mismo, sacó su pistola y apuntó al chico, que
estaba sacando la suya. Magnus enroscó el dedo sobre el gatillo y, en ese momento,
puso en práctica su entrenamiento. Vaciló. La norma era clara: no disparar si hay
alguna posibilidad de alcanzar a un civil.
En la boca del callejón había una joven con bolsas llenas de comida en ambos
brazos, mirando fijamente a Magnus con la boca abierta. Era grande, muy grande, y
se encontraba justo detrás del chico de la camiseta amarilla, en la línea de fuego de
Magnus.
Aquella vacilación hizo que el chico tuviera tiempo de levantar su arma. Magnus
miraba por el cañón. Punto muerto.
—¡Policía! ¡Tira el arma! —gritó Magnus, aun sabiendo que el chico no lo haría.
¿Qué pasaría a continuación? Si el chico disparaba primero, a lo mejor no
alcanzaba a Magnus y este podría después lanzar su propio disparo. Aunque medía un
metro noventa y pesaba más de noventa kilos, Magnus estaba tumbado en el suelo
boca abajo parcialmente cubierto por el cubo de basura, un objetivo más bien
pequeño para un muchacho aterrado.
Puede que el muchacho desistiera. Deseó que aquella mujer se moviera. Seguía
clavada en el mismo sitio, con la boca abierta, tratando de gritar.
Entonces Magnus vio que la mirada del chico se dirigía hacia arriba por detrás de
Magnus. El tipo calvo.
El chico no habría apartado los ojos de la pistola de Magnus si el calvo se hubiera
quedado quieto. Solo se arriesgaría a ello si el calvo entraba en la escena, si se
convertía en su salvador, si llevaba su propia pistola y se acercaba a Magnus por
detrás. Esperar un par de segundos hasta que disparara a Magnus por la espalda, ese
era el plan del muchacho.
Magnus apretó el gatillo solo una vez, no las dos veces que le habían enseñado.
Quería que el número de balas que pudieran volar hacia la mujer gorda fuera el
menor posible. Alcanzó al chico en el pecho. Se sacudió y disparó su pistola. No le
dio a Magnus.
Estiró el brazo hasta el cubo de basura y lo lanzó hacia atrás. Se giró y vio cómo
el contenedor vacío golpeaba al tipo calvo en las espinillas, que trataba de coger la
pistola que guardaba bajo la barriga, pero se dobló al tropezar con el cubo.
Magnus disparó dos veces alcanzando al hombre en ambas ocasiones, una en el
hombro y otra en la coronilla. Un desastre.
Magnus se puso de pie. Oyó un ruido. La mujer gorda había dejado caer sus
bolsas de comida y se había puesto a gritar, con fuerza, con mucha fuerza. Ahora veía
que no le pasaba nada a sus pulmones. Empezó a sonar una sirena de la policía en

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algún lugar cercano. Se oyeron gritos y gente correr.
El tipo calvo estaba quieto, pero el chico se tendió boca arriba mientras respiraba
agitadamente y su camiseta amarilla se manchaba de rojo. Tenía los dedos enroscados
alrededor de la pistola y trataba de reunir fuerzas para apuntarla hacia Magnus. Este
le dio una fuerte patada en la muñeca y alejó la pistola. Estaba de pie jadeando junto
al chico que había tratado de matarle. Diecisiete o dieciocho años, hispano, pelo
negro muy corto, un incisivo roto, una cicatriz en el cuello. Fuertes músculos bajo
espirales de tinta en brazos y pecho, elaborados tatuajes de pandillero. Un chico duro.
Un muchacho de su edad en los Cobra-15 podía contar ya con varias muertes a sus
espaldas.
Pero no la de Magnus. Al menos, no ese día. Pero ¿y mañana?
Magnus pudo sentir el olor de la pólvora, el sudor y el miedo y, una vez más, el
sabor metálico de la sangre. Demasiada sangre por un día.

* * *

—Te voy a apartar de la calle.


El subcomisario Williams, jefe de la Unidad de Homicidios, hablaba en serio.
Siempre lo hacía, Esa era una de las cosas que Magnus apreciaba de él. También le
gustaba saber que había venido desde su despacho de Schroeder Plaza, en el centro de
Boston, para asegurarse de que uno de sus hombres estaba a salvo. Se encontraban en
la habitación de un hotel de carretera de la I-91, en algún lugar entre Springfield,
Massachusetts y Hartford, Connecticut, acompañados por agentes del FBI con acento
del medio oeste. A Magnus no le habían permitido volver a la comisaría desde el
tiroteo.
—No creo que eso sea necesario —contestó Magnus.
—Pues yo sí.
—¿Estamos hablando del programa de protección de testigos?
—Es posible. Esta es la segunda vez que alguien intenta matarte en una semana.
—Estaba cansado. Bajé la guardia. No volverá a ocurrir.
Williams arqueó las cejas. Su rostro negro estaba surcado de arrugas. Era bajito,
compacto, decidido, buen jefe y honesto. Por ese motivo había acudido Magnus a él
seis meses antes, cuando oyó que su compañero, el oficial Lenahan, hablaba por el
móvil con otro policía sobre manipular las pruebas en la investigación de un
homicidio.
Estaban llevando a cabo una operación de vigilancia sin importancia. Magnus
había salido a estirar las piernas y estaba volviendo al coche cuando se detuvo bajo la
escasa luz del atardecer justo detrás de la ventanilla de su acompañante. El cristal
tenía abierta una rendija. Magnus pudo oír claramente cómo Lenahan persuadía,
convencía y amenazaba al oficial O’Driscoll para que hiciera lo que tenía que hacer y
borrara la huella de una pistola.

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Magnus y Lenahan no llevaban mucho tiempo siendo compañeros. Con cincuenta
y tres años, Lenahan le llevaba veinte años a Magnus. Tenía mucha experiencia, y era
listo y popular y parecía conocer a todo el mundo en el Departamento de Policía de
Boston, sobre todo a los que tenían apellido irlandés. Pero era perezoso. Hacía uso de
sus tres décadas de experiencia y conocimiento de los métodos policiales para
trabajar lo menos posible.
Magnus veía las cosas de otro modo. En cuanto cerraba un caso estaba deseando
pasar a otro. Su determinación a la hora de cazar al criminal era de sobra conocida en
la comisaría. Lenahan pensaba que había tipos buenos y tipos malos, que siempre
había sido así y que lo seguiría siendo. No había mucho más que él, Magnus o toda la
policía de Boston pudieran hacer al respecto. Magnus pensaba que todas las víctimas
y todas las familias de las víctimas merecían justicia, y haría todo lo posible por
poder ofrecérsela. Así pues, casi se podía decir que Jonson y Lenahan formaban la
pareja ideal.
Pero hasta aquel momento, Magnus no podía imaginar que Lenahan fuera un
sinvergüenza.
Hay dos cosas que un policía odia por encima de todo. Una es un policía corrupto.
Otra es un policía que se chiva de otro. Para Magnus la elección era fácil: si a la gente
como Lenahan se le permitía salirse con la suya a la hora de destruir las pruebas de
un homicidio, todo aquello a lo que había consagrado su carrera carecía de sentido.
Magnus sabía que la mayor parte de sus compañeros estarían de acuerdo con él.
Pero algunos harían la vista gorda y se convencerían de que Magnus había entendido
mal, que el bueno de Sean Lenahan no era de los malos. Y otros pensarían que si el
bueno de Sean se hacía con unos pequeños ahorros para su jubilación aceptando
dinero de uno de los malos que acababa de matar a otro, mejor para él. Se lo merecía
después de haber prestado servicio a los ciudadanos de Boston de una forma tan leal
durante treinta años.
Por eso es por lo que Magnus acudió directamente a Williams y solo a él.
Williams comprendió la situación. Un par de semanas después llegó el ascenso de
Magnus y lo separaron de Lenahan. Trajeron a un equipo secreto del FBI de otro
estado. Llevaron a cabo una investigación a fondo y encontraron una conexión entre
Lenahan y otros dos oficiales, O’Driscoll y Montoya. Los federales descubrieron a la
banda que les estaba pagando; eran dominicanos, liderados por un hombre llamado
Pedro Soto, que operaba desde Lawrence, una ciudad cercana a Boston y venida a
menos dedicada a la fabricación de textiles. Soto proporcionaba cocaína y heroína al
por mayor a bandas callejeras de toda Nueva Inglaterra. Los tres detectives corruptos
fueron arrestados y procesados. A Magnus lo presentaron como testigo estrella
cuando finalmente el caso se llevó a juicio.
Pero el FBI no había conseguido aún suficientes pruebas para acusar a Soto. Aún
seguía en la calle.
—Bajaste la guardia una vez y puede pasarte otra más —dijo Williams—. Si no

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hacemos nada, acabarás muerto en dos semanas. Quieren tu cabeza y la van a
conseguir.
—Pero no entiendo por qué quieren matarme —contestó Magnus—. Está claro
que mi testimonio deja al descubierto a Lenahan, pero no puedo acusar a Soto ni a los
dominicanos. Y usted ha dicho que Lenahan no está colaborando.
—El FBI cree saber lo que piensa Lenahan. Lo último que desea es terminar en
una cárcel de máxima seguridad con un puñado de asesinos convictos. Ningún policía
querría eso. Es mejor estar muerto. Pero sin tu testimonio, saldrá libre. Creemos que
le ha dado un ultimátum a los dominicanos: o se deshacen de ti o tira de la manta. Y
si no lo hace él, lo hará Montoya. Si tú mueres, Lenahan y los otros dos quedan libres
y el negocio de Soto seguirá adelante como si no hubiera pasado nada. Pero si vives
para testificar, Lenahan llegará a un trato con el FBI y Soto y sus muchachos tendrán
que cerrar el negocio y volver a la República Dominicana. Si es que no los cazamos
antes. —Williams miró a Magnus a los ojos—. Y por eso tenemos que pensar qué
hacemos contigo.
Magnus entendió lo que Williams le decía. Pero entrar en el programa de
protección de testigos significaría comenzar una nueva vida, con una nueva identidad
al otro lado del país. No quería eso.
—¿Tiene alguna idea? —le preguntó a Williams.
—La verdad es que sí. —Williams sonrió—. Tienes la nacionalidad islandesa,
¿no?
—Sí. Y también la estadounidense. Tengo las dos.
—¿Hablas islandés?
—Un poco. Lo hablaba de pequeño. Me mudé aquí con mi padre a los doce años.
Pero no lo hablo desde que murió.
—¿Cuándo fue eso?
—Cuando yo tenía veinte años.
Williams hizo una pequeña pausa para expresar sus condolencias.
—Bueno, entonces supongo que lo hablas mejor que la mayoría de nosotros.
Magnus sonrió.
—Supongo que sí. ¿Por qué?
—Un viejo amigo de la policía de Nueva York me llamó hace un par de meses.
Me contó que se había enterado de que en mi unidad había alguien que hablaba
islandés. Acababa de tener la visita del inspector jefe de la Policía Nacional de
Islandia. Quería que el Departamento de Policía de Nueva York le dejara a algún
oficial para que le asesorara. No necesita necesariamente a un alto rango, solo a
alguien con experiencia en los muchos y variados delitos que nuestro hermoso país
nos ofrece. Al parecer, no hay muchos homicidios en Islandia o, al menos, no los
había hasta hace poco. Obviamente, si por casualidad ese oficial hablara islandés,
sería mucho mejor.
—No recuerdo que nadie me haya hablado de esto —dijo Magnus.

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Williams sonrió.
—Claro.
—¿Por qué?
—Por la misma razón por la que te lo digo ahora. Eres uno de mis mejores
oficiales y no quiero perderte. Pero ahora prefiero que sigas vivo en un iglú antes que
verte muerto en una acera de Boston.
Hacía tiempo que Magnus había dejado de decirle a la gente que en Islandia no
había iglús. Y que no había esquimales y rara vez algún oso polar. No había estado en
Islandia desde poco después de la muerte de su padre. Tenía dudas en cuanto a su
vuelta, serias dudas, pero por ahora parecía la opción menos mala.
—He llamado al inspector jefe islandés hace una hora. Sigue buscando un asesor.
Parecía muy emocionado con la idea de contar con un oficial que hable su idioma. Y
bien, ¿qué opinas?
Lo cierto es que no había otra opción.
—Lo haré —respondió Magnus—. Con una condición.
Williams torció el gesto.
—¿Cuál?
—Me llevo a mi novia conmigo.

* * *

Magnus había visto a Colby enfadada en otras ocasiones, pero no tanto.


—¿Qué crees que estás haciendo? ¿Traes a tus matones para que me secuestren?
¿Estás de broma? ¿Se trata de una especie de gesto romántico por el que crees que
voy a volver contigo? Porque si es así, te digo que ahora mismo no te está
funcionando. ¡Así que dile a estos tíos que me lleven de vuelta a la oficina!
Estaban sentados en el asiento trasero de una furgoneta del FBI en el aparcamiento
de un restaurante Friendly’s[2]. Dos agentes se habían desplazado a las oficinas de la
empresa de material médico en la que Colby ocupaba el puesto de asesora interna
para llevársela. Ahora se encontraban a quince metros del coche con los otros dos
agentes que habían llevado a Magnus.
—Han intentado matarme de nuevo —le explicó Magnus—. Esta vez casi lo
consiguen.
Aún no podía creer lo estúpido que había sido, cómo había permitido que lo
sacaran de la calle principal para meterlo en un callejón. Desde el tiroteo, lo habían
interrogado en profundidad dos oficiales del Equipo de Investigación de Disparos de
Armas de Fuego. Les habían dicho que solo dispondrían de una oportunidad para
hablar con él, así que habían sido muy exhaustivos, centrándose especialmente en su
decisión de apretar el gatillo cuando en la línea de fuego se encontraba una civil
inocente.

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Magnus no se arrepentía de aquella decisión. Había comparado la cercanía de su
muerte segura con la pequeña posibilidad de que la mujer saliera herida. Pero tenía
una respuesta mejor para los investigadores. Si aquellos matones le hubieran
disparado, probablemente habrían ido a continuación contra la mujer porque era
testigo. A los agentes del equipo de investigación les gustó aquello. Tuvieron cuidado
de no preguntarle si había pensado aquello antes o después de apretar el gatillo. Iban
a ceñirse a las normas, pero estaban de su parte.
Aquella era la segunda vez que había matado a alguien de un disparo estando de
servicio. Después de la primera, cuando era un agente novato de uniforme que apenas
llevaba dos meses en el puesto, había pasado varias semanas de noches sin dormir
sintiéndose culpable.
Esta vez simplemente se sentía contento de estar vivo.
—Qué pena que no lo consiguieran —murmuró Colby. Dos diminutos puntos
rojos de rabia aparecieron en sus mejillas. Los extremos de sus ojos marrones
brillaban enfurecidos. Apretaba la boca. Después, se mordió el labio y se colocó los
mechones de su cabello moreno y rizado detrás de las orejas, en un gesto familiar—.
Lo siento. No quería decir eso. Pero no tiene nada que ver conmigo, eso es todo.
—Ahora sí que tiene que ver contigo, Colby.
—¿A qué te refieres?
—Mi jefe quiere que me vaya. Que salga de Boston. No cree que los dominicanos
vayan a parar hasta que me maten.
—Parece una buena idea.
Magnus respiró hondo.
—Quiero que vengas conmigo.
La expresión en el rostro de Colby era una mezcla de sorpresa y desprecio.
—¿Lo dices en serio?
—Es por tu seguridad. Si yo me voy, puede que vayan a por ti.
—¿Y qué pasa con mi trabajo? ¿Qué pasa con mi trabajo, joder?
—Tendrás que dejarlo. Solo será por unos meses. Hasta que llegue el juicio.
—¿Ves como antes tenía razón? ¿No es esto más que una extraña forma de hacer
que vuelva contigo?
—No —contestó Magnus—. Es porque me preocupa que te quedes.
Colby volvió a morderse el labio. Una lágrima cayó por su mejilla. Magnus
alargó la mano para acariciarle el brazo.
—¿Adónde vamos a ir?
—Lo siento. No puedo decírtelo hasta estar seguro de que dices que sí.
—¿Me va a gustar? —preguntó mirándolo.
Él negó con la cabeza.
—Probablemente no. —Habían hablado de Islandia en muchas ocasiones a lo
largo de su relación y Colby había mostrado constantemente su recelo con respecto a
aquel país, a sus volcanes y a su mal tiempo.

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—Es Islandia, ¿verdad?
Magnus se limitó a encogerse de hombros.
—Espera un momento. Deja que lo piense. —Colby giró la cabeza y miró hacia el
aparcamiento. Los cuatro componentes de una familia se acercaban a su coche con
tarrinas de helado en las manos y sonrisas de ilusión en el rostro.
Magnus esperó.
Colby se giró y lo miró directamente a los ojos.
—¿Quieres casarte?
Magnus le devolvió la mirada. No podía creer que hablara en serio. Pero así era.
—¿Y bien?
—No lo sé —vaciló Magnus—. Podemos hablar de ello.
—¡No! No quiero hablar de ello. Llevamos meses hablándolo. Quiero que lo
decidamos ahora mismo. Tú quieres que yo decida dejarlo todo para irme contigo.
Bien. Lo haré. Si nos casamos.
—Pero esta es la peor forma de tomar una decisión así.
—¿Qué quieres decir? ¿Me quieres?
—Claro que te quiero —contestó Magnus.
—Entonces, casémonos. Podemos irnos a Islandia y vivir felices para siempre
jamás.
—No estás pensando con claridad —protestó Magnus—. Estás enfadada.
—Por supuesto que estoy enfadada. Me has pedido que me comprometa a irme
contigo y lo haré si tú te comprometes conmigo. Vamos, Magnus, es hora de
decidirse.
Magnus respiró hondo. Vio cómo la familia subía al coche mientras sus ejes se
hundían. Pasaron junto al otro vehículo del FBI, el que había traído a Colby.
—Quiero que vengas conmigo por tu propia seguridad —dijo.
—Entonces, ¿eso es un no? —Lo miró fijamente. Colby era una mujer decidida y
esa era una de las cosas que a Magnus le encantaban de ella, pero nunca había visto
en ella tanta decisión—. ¿No?
Magnus asintió.
—No.
Colby frunció los labios y puso la mano en la manilla de la puerta.
—Muy bien. Hemos terminado. Vuelvo al trabajo.
Magnus la agarró del brazo.
—¡Colby, por favor!
—¡Aparta esas manos! —le gritó Colby, abriendo la puerta con fuerza. Se acercó
rápidamente a los cuatro agentes que estaban junto al otro coche y les murmuró algo.
En un minuto el coche se había ido.
Dos de los agentes volvieron a la furgoneta y subieron.
—Supongo que no se va con usted —dijo el conductor.
—Supongo que no —respondió Magnus.

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3
Magnus levantó la mirada de su libro y miró por la ventanilla del avión. Había sido
un vuelo largo, aún más por el retraso de cinco horas a su salida de Logan. El avión
estaba descendiendo. Por debajo de él había una manta de nubes gruesas y grises,
solamente rasgada por un par de sitios. Mientras el avión se acercaba a uno de ellos,
Magnus estiró el cuello para tratar de vislumbrar un poco de tierra, pero lo único que
pudo ver fue un trozo de mar gris y arrugado salpicado de manchas blancas. Después,
desapareció.
Estaba preocupado por Colby. Si los dominicanos iban a por ella sería, sin lugar a
dudas, culpa de él. La primera vez que le habló de la conversación que le oyó a
Lenahan, ella le había desaconsejado que acudiera a Williams. Le dijo que siempre
había pensado que la de agente de orden público era una profesión estúpida. Y si
hubiera aceptado casarse con ella en el aparcamiento del restaurante, estaría ahora en
el asiento de al lado de camino a su salvación, en lugar de encontrarse en su
apartamento del barrio de Back Bay esperando a que uno de los malos llamara a su
puerta.
Pero Magnus había hecho lo correcto. Siempre lo hizo y siempre lo haría. Lo
correcto fue contarle a Williams lo de Lenahan. Lo correcto fue disparar al chico de
la camiseta amarilla. No habría sido correcto casarse con Colby porque ella le
obligara. Nunca estuvo seguro de por qué sus padres se habían casado, pero había
vivido las consecuencias de aquel error.
Quizá estaba demasiado nervioso, quizá los dominicanos la dejaran en paz. Le
había pedido a Williams que dispusiera algún tipo de protección policial para ella,
una solicitud que Williams aceptó a regañadientes, de mala gana por la negativa de
ella a irse a Islandia con Magnus.
Pero si los dominicanos la capturaban, ¿podría él vivir con las consecuencias?
Quizá debería haberle dicho que sí, que haría todo lo que ella quisiera con tal de
sacarla del país. A eso es a lo que ella le había tratado de obligar. Y ahora era posible
que muriera.
Tenía treinta años y quería casarse. Quería casarse con Magnus. O con un Magnus
modificado, un abogado de éxito que ganara un buen sueldo, que viviera en una casa
grande en Brookline o puede que incluso en Beacon Hill, si se convertía en un
abogado de gran éxito, y que condujera un BMW o un Mercedes. Puede que incluso se
convirtiera al judaísmo.
Cuando se conocieron, a ella no le importó que él fuera un policía bravucón. Fue
en una fiesta que dio un viejo amigo de Magnus del instituto, también abogado. La
atracción mutua fue instantánea. Ella era guapa, vivaz, lista, de carácter fuerte,
decidida. Le gustó la idea de que un licenciado de la Ivy League[3] se paseara por las
calles del sur de Boston con una pistola. Era de fiar, pero también peligroso. Incluso

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su ocasional mal humor parecía atraerla. Hasta que comenzó a verlo no como un
amante, sino como un posible marido.
¿Quién quería ella que fuera? ¿Quién quería ser él? Y a todo esto, ¿quién era?
Aquella era una pregunta que Magnus se hacía a menudo.
Sacó su pasaporte islandés de color azul eléctrico. La fotografía era parecida a la
del pasaporte estadounidense, solo que en la del islandés se le permitía sonreír,
mientras que en la del americano no. Pelirrojo, mentón angular, ojos azules y algunas
pecas por la nariz. Su verdadero nombre, Magnús Ragnarsson. Su nombre era
Magnús, el de su padre Ragnar y el de su abuelo Jón. Así que su padre era Ragnar
Jónsson y él era Magnús Ragnarsson. Fácil.
Pero, por supuesto, la burocracia estadounidense no podía aceptar aquella lógica.
Un hijo no podía tener un apellido diferente al de su padre y su madre, cuyo nombre
era Margrét Hallgrímsdóttir, y que los ordenadores del gobierno lo aceptaran como
parte de la misma familia. Y estaba claro que no podía aceptar aquellos acentos sobre
las vocales. En realidad, tampoco les gustaba la transcripción nada habitual de
Jonsson. Ragnar tuvo que enfrentarse a aquello durante unos cuantos meses después
de que su hijo llegara al país hasta que tiró la toalla. El muchacho islandés de doce
años Magnús Ragnarsson se convirtió en el americano Magnus Jonson.
Volvió al libro que tenía en el regazo. La saga de Njál, uno de sus favoritos.
Aunque Magnus había hablado muy poco islandés durante los últimos trece años,
sí había leído mucho. Su padre le había leído las sagas cuando Magnus se mudó a
Boston y para él se habían convertido en una fuente de consuelo en mitad de aquel
mundo nuevo y confuso de América. Aún lo eran. La palabra saga en islandés
significaba literalmente «lo que se dice». Las sagas eran historias de familias
arquetípicas y la mayoría de ellas trataban de las tres o cuatro generaciones de
vikingos que se habían asentado en Islandia alrededor del año 900 d. C. hasta la
llegada de la cristiandad a ese país en el año 1000. Sus héroes eran hombres
complejos con multitud de puntos débiles y otros fuertes, pero tenían un claro código
moral, sentido del honor y respeto por las leyes. Eran valientes aventureros. Para un
islandés solitario en un enorme instituto de los Estados Unidos, aquello constituía una
fuente de inspiración. Si mataban a alguno de sus parientes, sabían qué hacer: exigían
dinero como compensación y, si no lo había, exigían sangre. Todo ello siguiendo de
forma estricta lo que decía la ley.
Así que, tras el asesinato de su padre cuando Magnus tenía veinte años, supo qué
hacer. Buscar justicia.
La policía no encontró nunca al asesino de su padre y, a pesar de los esfuerzos de
Magnus, tampoco él lo consiguió, pero decidió que después de la universidad se haría
policía. Aún seguía buscando justicia y, a pesar de todos los asesinos a los que había
arrestado en la última década, aún no la había encontrado. Así, la búsqueda de una
justa retribución seguía adelante, sin haber sido satisfecha.
El avión descendía. Otro agujero entre las nubes; esta vez sí pudo ver las olas

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rompiendo contra la tierra de lava marrón de la península de Reykjanes. Dos líneas
negras dividían en dos la piedra y el polvo estéril: la carretera que iba desde
Reikiavik hasta el aeropuerto de Keflavík. Espirales de nubes, como el humo que sale
de un volcán, pasaban a la deriva sobre una casa blanca aislada en medio de un
charco de césped de color verde brillante. Y después, Magnus se encontraba de nuevo
sobre el océano. Las nubes se cerraron por debajo del avión cuando comenzó a girar
para el último acercamiento.
Tenía la sensación, a medida que Islandia se acercaba, de que se aproximaba a la
resolución del asesinato de su padre o, al menos, a su esclarecimiento. Puede que en
Islandia pudiera verlo con cierta perspectiva.
Pero el avión lo llevaba también más cerca de su infancia, más cerca del dolor y
la confusión.
Hubo una época dorada en la vida de Magnus antes de cumplir los ocho años,
cuando toda su familia vivía en una pequeña casa de paredes de metal ondulado
blanco y un tejado de metal ondulado azul brillante cerca del centro de Reikiavik.
Tenía un pequeño jardín con una valla pintada de blanco y un árbol raquítico, un
viejo mostellar sobre el que encaramarse. Su padre iba a la universidad todas las
mañanas y su madre, que por aquel entonces era guapa y siempre sonreía, era
profesora en la escuela de Secundaria. Recordó los partidos de fútbol con sus amigos
durante las largas noches de verano y la emoción ante la llegada de los trece pícaros
elfos de Yuletide[4] durante los oscuros y acogedores inviernos, cuando cada uno de
ellos dejaba un regalito en los zapatos que Magnus ponía bajo la ventana abierta de su
dormitorio.
Después, todo cambió. Su padre se fue de casa para trabajar como profesor de
matemáticas en una universidad americana. Su madre se convirtió en una persona
enfadada y dormilona —dormía a todas horas—. La cara se le hinchó, se puso gorda
y le gritaba a Magnus y a Óli, su hermano pequeño.
Se mudaron de nuevo a una granja de la península de Snaefellsnes donde se había
criado su madre. Allí comenzó la tristeza. Magnus se dio cuenta de que su madre no
estaba adormilada a todas horas, sino borracha. Al principio, pasaba la mayor parte
del tiempo en Reikiavik, tratando de mantener su trabajo como profesora. Después
regresó a la granja y pasó por diferentes trabajos en la ciudad más cercana, primero
como profesora y luego como cajera. Lo peor de todo es que Magnus y Óli se
quedaban durante largos periodos de tiempo al cuidado de sus abuelos. Su abuelo era
un hombre estricto, aterrador y siempre enfadado, al que le gustaba beber. Su abuela
era bajita y mezquina.
Un día, cuando Magnus y Óli estaban en el colegio, su madre se había bebido
media botella de vodka, se subió a un coche y lo estrelló contra una roca, matándose
en el acto. Una semana después, en medio de una disputa de proporciones nucleares,
Ragnar llegó para llevárselos con él a Boston.
Magnus volvió a Islandia con su padre y con Óli todos los años para ir de

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excursión al campo y pasar un par de días en Reikiavik con su abuela y con los
amigos y compañeros de su padre. Nunca fueron a ver a la familia de su madre.
Así fue hasta un mes después de la muerte de su padre, cuando Magnus volvió en
busca de una reconciliación. La visita fue un completo desastre. Magnus regresó
aturdido y desconcertado ante la enorme hostilidad de sus abuelos. No solo odiaban a
su padre, sino también a él. Para un huérfano cuya única familia era un hermano con
problemas y sin una idea clara de a qué país pertenecía, aquello causaba dolor.
Desde entonces, no había vuelto.
El avión atravesó las nubes hasta colocarse a tan solo sesenta metros del suelo.
Islandia era fría, gris y con mucho viento. A la izquierda estaba la tierra llana de
escombros volcánicos, grises y marrones y cubiertos de musgo rojizo y verde y, más
allá, la parafernalia de la base aérea estadounidense abandonada, naves de una sola
planta, misteriosas torres de radio y enormes pelotas de golf sobre sus soportes. Ni un
árbol a la vista.
El avión tocó la pista y maniobró hasta la terminal. Algunos miembros del
personal de tierra sorprendentemente alegres se enfrentaban al viento sonriendo y
charlando. Apareció una manga de viento tenaz y horizontal, mientras una cortina de
lluvia atravesaba el campo de aviación en dirección a ellos. Era 24 de abril, el día
siguiente al comienzo oficial del verano en Islandia.

* * *

Treinta minutos después, Magnus estaba sentado en el asiento trasero de un coche


blanco que avanzaba a toda velocidad por la carretera que unía Keflavík y Reikiavik.
A lo largo del coche estaba estampada la palabra Lögreglan; con su tozudez típica,
Islandia era uno de los pocos países del mundo que se había negado a utilizar una
derivación de la palabra «policía» para designar a su agencia de mantenimiento del
orden público.
En el exterior, la borrasca había pasado y el viento parecía estar amainando. El
paisaje de lava, montículos ondulados de piedras, rocas y musgo, se extendía en
dirección a una línea lejana de montañas achaparradas y seguía sin haber un árbol a la
vista. Miles de años después, aquel trozo de Islandia no se había recuperado de la
devastación de una masiva erupción volcánica. Las finas capas de musgo que
mordisqueaban las rocas no eran más que el comienzo de un proceso de restauración
que duraría miles de años.
Pero Magnus no contemplaba el paisaje. Estaba muy concentrado en el hombre
que iba sentado a su lado, Snorri Gudmundsson, el inspector jefe de la Policía
Nacional. Se trataba de un hombre bajito de vivos ojos azules y un tupido cabello gris
peinado hacia atrás con un tupé. Hablaba islandés a gran velocidad y Magnus
necesitó de todo su poder de concentración para seguirlo.
—Estoy seguro de que sabrá que Islandia tiene un bajo índice de homicidios per

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cápita y un bajo nivel de delitos graves —decía—. La mayor parte de la labor policial
consiste en limpiar todo el desastre de los sábados y domingos por la mañana,
después de que los juerguistas hayan terminado la fiesta. Hasta la kreppa y las
manifestaciones de este último invierno, claro. Todos mis oficiales de Reikiavik han
estado ocupados con esto. Me siento orgulloso de ellos.
Kreppa es la palabra islandesa para designar la crisis de los créditos que ha
azotado al país de una forma especialmente fuerte. Los bancos, el gobierno y mucha
gente se arruinaron, ahogados por las deudas en las que habían incurrido en los
tiempos de bonanza. Magnus había leído sobre las manifestaciones que todas las
semanas habían tenido lugar delante del edificio del Parlamento todos los sábados por
la tarde durante varios meses, hasta que el gobierno cedió finalmente a la presión
popular y dimitió.
—La tendencia es preocupante —continuó diciendo el inspector jefe—. Hay más
droga, más bandas de narcotraficantes. Hemos tenido problemas con bandas lituanas
y los Ángeles del Infierno han estado tratando de entrar en Islandia durante varios
años. Ahora hay más extranjeros en nuestro país y una pequeña minoría de ellos
muestran una actitud diferente con respecto al delito que la mayor parte de los
islandeses. La prensa amarilla de aquí ha exagerado el problema, pero sería estúpido
que el inspector jefe de la policía no hiciera caso a esa amenaza.
Hizo una pausa para comprobar que Magnus le seguía. Este asintió para indicar
que sí.
—Me siento orgulloso de nuestro cuerpo de policía, trabaja duro y tiene un buen
índice de resolución de delitos, pero no está acostumbrado al tipo de crímenes que se
dan en grandes ciudades con mucha población extranjera. El área de Reikiavik tiene
una población de tan solo ciento ochenta mil habitantes y todo el país tiene solamente
trescientos mil, pero quiero que estemos preparados por si el tipo de cosas que
ocurren en Ámsterdam, Manchester o Boston se da también aquí. Por eso es por lo
que pedí que viniera.
»El año pasado hubo en Islandia tres asesinatos sin resolver, todos ellos
relacionados entre sí. No llegamos a saber quién los cometió hasta que se presentó
voluntariamente en la comisaría de policía. Fue un polaco. Debimos haberlo atrapado
después de que asesinara a la primera mujer, pero no lo hicimos y murieron otras dos.
Creo que con alguien como usted trabajando con nosotros lo habríamos detenido.
—Eso espero —dijo Magnus.
—He leído una copia de su expediente y he hablado con el subcomisario
Williams. Se mostró muy halagador.
Magnus se quedó sorprendido. No sabía que Williams hiciera halagos. Pero sí
sabía que en su expediente había serios puntos negros de aquella época de su carrera
en la que no siempre hacía lo que le ordenaban.
—La idea es que asista a un curso intensivo en la Academia de la Policía
Nacional. Mientras tanto, estará disponible para hacer cursillos de entrenamiento y

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prestar asesoramiento por si surge algo en lo que pueda ayudarnos.
—¿Un curso intensivo? —preguntó Magnus, queriendo comprobar si había
entendido bien—. ¿Cuánto tiempo va a durar?
—Un curso normal dura un año, pero como usted tiene tanta experiencia en la
policía, esperamos que lo pase en menos de seis meses. Es inevitable. No puede
arrestar a nadie a menos que conozca las leyes islandesas.
—No, si lo entiendo, pero ¿cuánto tiempo ha… —Magnus se detuvo mientras
recordaba cómo se decía el verbo «prever» en islandés—… pensado que yo esté
aquí?
—Especifiqué que un mínimo de dos años. El subcomisario Williams me aseguró
que no había problema.
—Nunca me habló de ese periodo de tiempo —respondió Magnus.
Los ojos azules de Snorri miraban fijamente a los de Magnus.
—Por supuesto, Williams sí mencionó el motivo por el que usted estaba tan
ansioso por salir de Boston durante un tiempo. Admiro su coraje. —Dirigió la mirada
al policía uniformado que conducía el coche en el asiento delantero—. Aquí nadie lo
sabe aparte de mí.
Magnus estuvo a punto de protestar, pero lo dejó pasar. Todavía no sabía cuántos
meses quedaban hasta el juicio de Lenahan y los demás. Seguiría con el inspector jefe
de policía hasta que lo llamaran para testificar, después volvería a Boston para
quedarse, por muchos planes que el inspector jefe tuviera para él.
Snorri sonrió.
—Pero el azar ha querido que dispongamos de una cosa a la que ya le puede
hincar el diente. Han encontrado un cadáver esta mañana, en una casa de verano junto
al lago Thingvellir. Y me han dicho que uno de los primeros sospechosos es
americano. Nos dirigimos allí ahora mismo.
El aeropuerto de Keflavík se encontraba en la punta de la península que sobresalía
de la zona oeste de Reikiavik para adentrarse en el océano Atlántico. Iban en
dirección este, atravesando la maraña de autopistas y suburbios grises del sur de la
ciudad, flanqueados por pequeñas fábricas y almacenes y cadenas de comida rápida
reconocibles: KFC, Taco Bell y Subway. Deprimente.
A su izquierda, Magnus podía ver los tejados metálicos multicolores de las
pequeñas casas que formaban el centro de Reikiavik, dominado por el chapitel de la
Hallgrímskirkja, la iglesia más grande de Islandia, que se levantaba en lo alto de una
colina. No había ningún atisbo de los grupos de rascacielos que dominaban los
barrios del centro de las ciudades de Estados Unidos, incluso las más pequeñas. Al
otro lado de la ciudad se encontraba la bahía de Faxaflói y, más allá, la extensa falda
del monte Esja, una imponente cadena de piedra que se alzaba hasta las nubes bajas.
Pasaron por los lóbregos barrios del extrarradio llenos de achaparrados bloques de
apartamentos del este de la ciudad. El Esja se hacía más grande por delante de ellos,
antes de dejar atrás la bahía y subir por el Mosfell. Las casas desaparecieron y no

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quedó más que un páramo de hierba amarilla y musgo verde, voluminosas colinas
redondeadas y nubes, bajas, oscuras y serpenteantes.
Unos veinte minutos después descendieron y Magnus vio el lago Thingvellir
delante de él. Magnus había estado varias veces allí de niño, visitando el parque de
Thingvellir, una llanura de hierba que se extendía a lo largo de un valle lleno de fallas
en el lado norte del lago. Es el lugar donde las placas americana y europea dividen
Islandia en dos. Lo más importante para Magnus y para su padre era que se trataba
del espectacular emplazamiento del Althing, el Parlamento islandés al aire libre que
se reunía cada año durante la época de las sagas.
Magnus recordaba el lago de un bonito azul intenso. Ahora era oscuro y funesto y
las nubes bajaban tanto del cielo que casi tocaban el agua negra. Incluso el montículo
de una pequeña isla que había en medio estaba cubierto de una densa capa de
humedad.
Dejaron la carretera principal y pasaron junto a una enorme granja de caballos
que pastaban en el prado que llegaba hasta el mismo lago. Siguieron un camino de
piedras hacia una fila de media docena de casas de verano protegidas por una hilera
de abedules discontinuos y sin hojas. Los únicos árboles que había a la vista. Magnus
vio los típicos indicativos de un escenario de un crimen recién establecido: coches de
policía mal aparcados, algunos con las luces aún encendidas sin necesidad, una
ambulancia con la puerta de atrás abierta, cinta amarilla agitándose con la brisa y
gente pululando con una mezcla de oscuros uniformes de policía y batas blancas de
forense.
El centro de atención lo constituía la quinta casa, al final de la fila. Magnus miró
las otras casas de verano. Aún era el comienzo de la temporada, así que solamente
una, la segunda, mostraba signos de estar habitada con un todoterreno aparcado en la
puerta.
El coche de policía se detuvo junto a la ambulancia y de él salieron el inspector
jefe y Magnus. El aire era frío y húmedo. Pudo oír el susurro del viento y el evocador
piar de un pájaro. ¿Un zarapito?
Un hombre alto y calvo, de rostro alargado y vestido con una bata de forense se
acercó a ellos.
—Permítame que le presente al inspector Baldur Jakobsson, del Departamento de
Investigación Criminal de la Policía Metropolitana de Reikiavik —dijo el inspector
jefe—. Está a cargo de la investigación. Del lago Thingvellir se ocupa la policía de
Selfoss, que está al sur de aquí, pero cuando se dieron cuenta de que podía tratarse de
la investigación de un asesinato, me pidieron que organizara la ayuda de Reikiavik.
Baldur, este es el oficial Magnús Jonson, del Departamento de Policía de Boston…
—Hizo una pausa y miró a Magnus con curiosidad—. ¿Jonson?
—Ragnarsson —lo corrigió Magnus.
El inspector jefe sonrió, encantado de que Magnus volviera a su apellido islandés.
—Ragnarsson.

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—Buenas tardes —lo saludó Baldur con frialdad y con un entrecortado acento
islandés.
—Gódan daginn —contestó Magnus.
—Baldur, ¿puede explicarle a Magnús lo que ha ocurrido aquí?
—Por supuesto —respondió Baldur sin que sus finos labios mostraran una sonrisa
ni señal alguna de entusiasmo—. La víctima era Agnar Haraldsson. Era profesor de la
Universidad de Islandia. Esta es su casa de verano. Lo asesinaron anoche,
golpeándole en la cabeza dentro de la casa, según creemos, y arrastrándolo después
hasta el interior del lago. Lo encontraron dos niños de la casa que hay ahí detrás a las
diez de esta mañana.
—¿La casa con el Range Rover en la puerta? —preguntó Magnus.
Baldur asintió.
—Fueron a buscar a su padre y llamaron al 112.
—¿Cuándo lo vieron vivo por última vez? —volvió a preguntar Magnus.
—Ayer era día de fiesta. El primer día del verano.
—Es una pequeña broma islandesa —apuntó el inspector jefe—. Para el
verdadero verano quedan aún unos cuantos meses, pero necesitamos cualquier cosa
para poder alegrarnos tras el largo invierno.
Baldur no hizo caso de la interrupción.
—Los vecinos vieron llegar a Agnar sobre las once de la mañana. Le vieron
aparcar el coche en el exterior de su casa y entrar. Lo saludaron con la mano y él
devolvió el saludo, pero en realidad no hablaron. Tuvo la visita de una persona, o
varias, por la noche.
—¿Descripción?
—Ninguna. Solo vieron el coche, pequeño, de color azul fuerte, como un Toyota
Yaris, aunque no están seguros del todo. El coche llegó sobre las siete y media u
ocho. Se fue a las nueve y media. No vieron nada, pero la mujer recuerda que estaba
viendo la televisión cuando lo oyó pasar.
—¿Alguna otra visita?
—Nada que los vecinos sepan. Pero pasaron toda la tarde en Thingvellir, así que
puede que sí la hubiera.
Baldur respondía a las preguntas de Magnus de forma sencilla y directa y su
rostro alargado le daba un aire de grave intensidad a sus respuestas. El inspector jefe
lo escuchaba con atención, pero dejó que Magnus fuera quien hablara.
—¿Han encontrado el arma con la que lo han asesinado?
—Aún no. Tendremos que esperar a la autopsia. El forense puede darnos algunas
pistas.
—¿Puedo ver el cadáver?
Baldur asintió y condujo a Magnus y al inspector jefe hacia el otro lado de la casa
por un pequeño sendero de tierra hasta una carpa azul levantada al borde del lago, a
unos diez metros de la casa. Baldur pidió batas, guantes y botas. Magnus y el

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inspector jefe se las pusieron, firmaron un documento que les entregó el policía que
vigilaba el lugar y entraron en la carpa.
En el interior había un cuerpo tendido sobre la hierba cenagosa. Dos hombres
vestidos con batas de forense se disponían a levantarlo para introducirlo en una bolsa
para cadáveres. Cuando vieron quién había entrado, dejaron lo que estaban haciendo
y salieron de la carpa para dejar a sus superiores espacio para examinar el cadáver.
—El personal médico de Selfoss que respondió a la llamada lo sacó del lago
cuando lo encontraron —explicó Baldur—. Pensaban que se había ahogado, pero el
médico que ha examinado el cadáver se mostró receloso.
—¿Por qué?
—Tenía un golpe detrás de la cabeza. En el fondo del lago hay algunas rocas y
cabía la posibilidad de que se hubiera golpeado con una de ellas en caso de haber
caído, pero el médico creyó que el golpe era demasiado fuerte.
—¿Puedo echar un vistazo?
Agnar era, o había sido, un hombre de unos cuarenta años, de cabello bastante
largo y moreno, con mechones grises en las sienes, rasgos marcados y barba de tres
días. Bajo la barba, su piel era pálida y tersa, los labios finos y de color azul grisáceo.
El cuerpo estaba frío, lo cual no era de extrañar después de haber pasado la noche en
el lago. También estaba rígido, lo que indicaba que llevaba más de ocho horas muerto
y menos de veinticuatro, es decir, entre las cuatro de la larde anterior y las ocho de la
mañana. Aquello no sería de ayuda, Magnus dudaba que el forense pudiera sacar algo
más preciso en cuanto a la hora de la muerte.
A menudo resultaba difícil estar seguro de si se trataba de un caso de
ahogamiento y si la víctima había muerto antes o después de la inmersión en el agua.
La arena o la hierba en los pulmones darían con la clave, pero para aquello tendrían
que esperar a la autopsia.
Con suavidad, Magnus apartó el pelo del profesor y examinó la herida de la parte
de atrás del cráneo.
Se giró hacia Baldur.
—Creo que sé dónde se encuentra el arma del crimen.
—¿Dónde? —preguntó Baldur.
Magnus apuntó hacia las profundas y grises aguas del lago. Allí, en algún lugar,
la falla que había entre las placas continentales del lago Thingvellir se adentraba
hasta una profundidad de varias decenas de metros.
Baldur dejó escapar un suspiro.
—Necesitamos buceadores.
—Yo no me molestaría —dijo Magnus—. Nunca la encontrará.
Baldur frunció el ceño.
—Le golpeó una piedra —le explicó Magnus—. Algo con filos dentados. Aún
quedan trozos de piedra en la herida. No tengo ni idea de qué tipo de piedra,
posiblemente del camino de ahí atrás, algunas de esas piedras son bastante grandes.

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Su laboratorio se lo dirá. Pero apuesto a que el asesino la lanzó después al lago. A
menos que fuera muy estúpido. Es el lugar perfecto para esconder una piedra.
—¿Ha recibido formación forense? —preguntó Baldur con recelo.
—No mucha —contestó Magnus—. He visto unos cuantos muertos con golpes en
la cabeza. ¿Puedo mirar dentro de la casa?
Baldur asintió. Volvieron a recorrer el sendero hasta la casa de verano. El lugar
estaba recibiendo todo el tratamiento forense con lámparas potentes, una aspiradora y,
al menos, cinco peritos merodeando por la casa con pinzas y polvo para huellas
dactilares.
Magnus miró a su alrededor. La puerta se abría directamente a una sala de estar
espaciosa con grandes ventanas que daban al río. Las paredes y el suelo eran de
madera blanda y los muebles modernos pero no caros. Montones de estanterías:
novelas en inglés e islandés, libros de historia y algo de crítica literaria especializada.
Una impresionante colección de CDs: clásico, jazz, islandeses a los que Magnus
nunca había escuchado… No había televisión. Un escritorio lleno de papeles ocupaba
uno de los rincones de la habitación y en medio había sillas y un sofá alrededor de
una mesa baja, sobre la que había una copa de vino tinto medio vacía y un vaso con
lo que parecía ser Coca-Cola. Ambos estaban cubiertos de una fina capa de polvo de
huellas manchado.
A través de una puerta abierta Magnus pudo ver la cocina. Había otras tres puertas
que salían de la sala de estar, presumiblemente a los dormitorios o a un baño.
—Creemos que fue golpeado por aquí —dijo Baldur, apuntando hacia el
escritorio. Había señales de haber fregado recientemente el suelo de madera y, a
pocos centímetros, dos marcas de tiza rodeaban unas manchas diminutas.
—¿Pueden hacer un análisis de ADN de esto?
—¿Por si la sangre es del asesino? —preguntó Baldur.
Magnus asintió.
—Sí que se puede. Lo enviamos a un laboratorio de Noruega. Los resultados
tardan un poco en llegar.
—Hábleme de ello —le pidió Magnus. En Boston, el laboratorio de ADN estaba
permanentemente atascado. Todo era urgente y, al final, nada salía. De algún modo,
Magnus sospechaba que quizá el laboratorio noruego trataría el único pedido de sus
vecinos con algo más de respeto.
—Creemos que a Agnar lo golpearon en la parte posterior de la cabeza aquí,
cuando se dirigía hacia el escritorio. Después, lo sacaron a rastras de la casa y lo
tiraron al lago.
—Parece plausible —dijo Magnus.
—Si no fuera… —Baldur vaciló. Magnus se preguntó si se estaba mostrando
receloso sobre si expresar o no sus dudas delante de su jefe.
—¿Si no fuera por qué?
Baldur miró a Magnus, dubitativo.

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—Venga a ver esto. —Condujo a Magnus hasta la cocina. Estaba en orden,
excepto por una botella de vino abierta y un sándwich de jamón y queso a medio
hacer sobre la encimera.
—Hemos encontrado más manchas de sangre aquí —le informó Baldur
apuntando a la encimera—. Parece sangre salpicada a gran velocidad, pero eso no
tiene sentido. Puede que Agnar se hiciera una herida antes. Puede que de algún modo
se tambaleara aquí dentro, pero no hay por aquí señal alguna de pelea. Puede que el
asesino entrara aquí para limpiarse. Pero si ese fuera el caso, se supone que las
salpicaduras serían mucho más grandes.
Magnus miró por la cocina. Tres moscas aporreaban la ventana en un intento
interminable por salir.
—No se preocupe —dijo—. Son las moscas.
—¿Moscas?
—Claro. Aterrizan sobre el cadáver. Se atiborran y luego vuelan hasta la cocina,
donde hace más calor. Ahí regurgitan la sangre. Eso las ayuda a digerirla. Quizá
querían un poco de sándwich para el postre. —Magnus se inclinó para examinar el
plato—. Sí, aquí hay un poco más. Lo verá mejor con un cristal de aumento o con
luminol, si tiene. Por supuesto, eso significa que el cuerpo ha estado aquí tirado el
tiempo suficiente como para que las moscas hayan tenido su festín. Pero eso es solo
quince o veinte minutos.
Baldur seguía sin sonreír, pero el inspector jefe sí que lo hacía.
—Gracias —fue todo lo que el inspector Baldur pudo decir.
—¿Huellas de pisadas? —preguntó Magnus, mirando al suelo. Deberían verse
huellas de pisadas sobre la madera pulida.
—Sí —respondió Baldur—. Unas cuantas del número cuarenta y cinco. Lo cual
es extraño.
Ahora era Magnus el que parecía desconcertado.
—¿Por qué?
—Normalmente los islandeses se quitan los zapatos cuando entran en una casa.
Excepto quizá si son visitantes extranjeros y no conocen las costumbres. Dedicamos
el mismo tiempo a buscar fibras de calcetines que huellas de pisadas.
—Ah, claro —dijo Magnus—. ¿Alguna cosa en los papeles del escritorio?
—La mayor parte son material de la universidad, trabajos de los alumnos,
borradores de artículos sobre literatura islandesa, ese tipo de cosas. Tenemos que
analizarlos más a fondo. Había un fartölva que el equipo de forenses se ha llevado
para examinarlo.
—Perdone, ¿qué es un fartölva? —preguntó Magnus, que no estaba familiarizado
con aquel término islandés. Conocía la diferencia entre una alabarda y un hacha de
combate, pero algunas de las palabras islandesas más recientes se le escapaban.
—Un ordenador pequeño que puede transportarse fácilmente —le explicó Baldur
—. Y hay una agenda con una anotación. Dice quién estuvo aquí anoche.

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—El inspector jefe mencionó a un estadounidense —dijo Magnus—. Con pies del
número cuarenta y cinco, claro. —No tenía ni idea de a qué correspondía aquello en
las tallas americanas, pero sospechaba que era bastante grande.
—Americano. O británico. Se llama Steve Jubb y la hora es las siete y media de
la tarde de ayer. Y hay un número de teléfono. Corresponde al hotel Borg, el mejor
hotel de Reikiavik. Han ido a por él ahora. De hecho, si me disculpas, Snorri, tengo
que volver a la comisaría para interrogarle.
Magnus estaba sorprendido por la informalidad de los islandeses. Nada de
«señor» ni «inspector jefe Gudmundsson». En Islandia todos se llamaban por sus
nombres de pila, ya fuera un barrendero de la calle que habla con el presidente del
país como un oficial de la policía hablando con su jefe. Tardaría un poco en
acostumbrarse, pero le gustaba.
—Asegúrate de incluir a Magnus en los interrogatorios —dijo el inspector jefe.
El rostro de Baldur permaneció impasible, pero Magnus podría asegurar que por
dentro estaba furioso. Y Magnus no le culpaba. Probablemente, aquel era uno de los
casos más importantes del año para Baldur y no le debía de gustar tener que
encargarse de él bajo la mirada de un extranjero. Puede que Magnus tuviera más
experiencia en homicidios, pero era al menos diez años más joven y de un rango
inferior. Aquella combinación debía de ser especialmente molesta.
—Por supuesto —contestó—. Haré que Árni se ocupe de usted. Lo llevará de
vuelta a la comisaría para que se instale. Y no olvide venir a hablar conmigo sobre
Steve Jubb más tarde.
—Gracias, inspector —dijo Magnus antes de que pudiera evitarlo.
Baldur dirigió su mirada rápidamente hacia Magnus, reconociendo la metedura de
pata que evidenciaba que, al fin y al cabo, no se trataba de un verdadero islandés.
Llamó a un oficial para que acompañara a Magnus y después se fue con el inspector
jefe de vuelta a Reikiavik.
—Hola, ¿qué tal? —lo saludó el oficial con un fluido acento americano—. Me
llamo Árni. Árni Holm. Ya sabes, como Terminator.
Era alto y extremadamente delgado, con pelo corto y oscuro y una nuez que se
movía con rapidez al hablar. Tenía una amplia y simpática sonrisa.
—Komdu saell —dijo Magnus—. Te agradezco que hables mi idioma, pero lo
cierto es que tengo que practicar mi islandés.
—De acuerdo —contestó Árni, en islandés. Parecía decepcionado por no poder
mostrar sus dotes para el inglés.
—Aunque no tengo ni idea de cómo se dice «Terminator» en islandés.
—Tortímandinn —le aclaró Árni—. Hay gente que me llama así. —Magnus no
pudo evitar sonreír. Árni era una versión enclenque de una persona enjuta y fuerte—.
Bueno, he de admitir que no mucha.
—Hablas muy bien inglés.
—Estudié criminología en los Estados Unidos —respondió Árni orgulloso.

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—Vaya. ¿Dónde?
—Kunzelberg College, Indiana. Es una escuela pequeña, pero tiene muy buena
reputación. Puede que no hayas oído hablar de ella.
—Pues no voy a decirte que sí —convino Magnus—. ¿Y qué hacemos ahora? Me
gustaría ir con Baldur al interrogatorio de ese tal Steve Jubb.

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4
Lo primero que notó Magnus es que Steve Jubb no era estadounidense. Tenía una
especie de acento británico. Resultó ser de Yorkshire. Jubb era un camionero de un
pueblo llamado Wetherby, en Inglaterra. No estaba casado y vivía solo. Su pasaporte
informaba de que tenía cincuenta y un años.
Magnus y Árni veían el interrogatorio desde la pantalla de un ordenador al otro
lado del pasillo. Todas las salas de interrogatorios de la comisaría de Reikiavik
estaban equipadas con grabadoras y un circuito cerrado de televisión.
Había cuatro hombres en la sala: Baldur, otro oficial, un joven intérprete islandés
y un hombre grande y de espaldas anchas con barriga cervecera. Llevaba una camisa
vaquera abierta y una camiseta blanca, vaqueros negros y una gorra de béisbol bajo la
que asomaba un pelo canoso y poco abundante. Y una barba fina y cuidada. Magnus
pudo distinguir las espirales verdes y rojas de un tatuaje en el antebrazo. Steve Jubb.
Baldur era bueno interrogando, relajado y seguro de sí mismo y más accesible de
lo que había estado con Magnus antes. Incluso sonreía a veces, un movimiento hacia
arriba de los extremos de sus labios. Utilizaba la clásica técnica de los policías,
haciendo que Jubb avanzara y retrocediera en su historia. Tratando de que cometiera
algún desliz en el relato de los detalles. Pero aquello hizo que Magnus pudiera
ponerse al corriente sobre lo que Jubb había hecho aquella noche.
El interrogatorio fue lento y poco natural; el intérprete tenía que traducirlo todo a
un idioma y a otro. Árni explicó que aquello no era solo porque Baldur no hablara
bien inglés, sino porque era necesario en caso de que algo de lo que se dijera en la
entrevista fuera utilizado en un juicio.
Jubb tenía que explicar muchas cosas, pero lo hizo bien. Al menos, al principio.
Su relato consistía en que había conocido a Agnar durante unas vacaciones a
Islandia el año anterior y que habían acordado verse durante este viaje. Había
alquilado un coche, un Toyota Yaris azul, y había ido hasta el lago Thingvellir. Agnar
y él estuvieron charlando durante más de una hora y, luego, Jubb volvió a su hotel. La
recepcionista recordaba haberlo visto volver. Como su turno terminaba a las once,
pudo confirmar la hora del regreso. Jubb no había visto nada ni a nadie sospechoso.
Agnar se había mostrado simpático y conversador. Habían hablado sobre lugares de
Islandia que Jubb tenía que visitar.
Jubb confirmó que había bebido una Coca-Cola y que su anfitrión bebió vino
tinto. No se quitó los zapatos en la casa de verano: su número de calzado era de diez
y medio, según el sistema de medidas del Reino Unido. Jubb no estaba seguro de su
correspondencia con las tallas continentales.
Una hora y media después, Baldur salió de la habitación para ver a Magnus.
—¿Qué opina? —le preguntó.
—Su historia se sostiene.
—Pero está ocultando algo. —Se trataba de una afirmación, no de una pregunta.

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—Yo también lo creo, pero es difícil decirlo desde aquí. La verdad es que no
puedo verlo. ¿Puedo hablar con él cara a cara? ¿Sin intérprete? Sé que lo que me
cuente no será admitido como prueba, pero a lo mejor consigo que se relaje. Y si
comete algún error, usted puede volver a ello más adelante.
Baldur lo pensó un momento y después aceptó.
Magnus se dirigió hacia la sala de interrogatorios y tomó asiento junto a Jubb, la
misma silla que había ocupado el intérprete. Se apoyó en el respaldo.
—Hola Steve. ¿Qué tal? —lo saludó Magnus—. ¿Todo bien?
—¿Quién eres? —preguntó Jubb con el ceño fruncido.
—Magnus Jonson —contestó Magnus. Le pareció natural volver a su nombre
americano al hablar en su idioma.
—Eres un jodido yanqui. —Jubb le habló con un acento de Yorkshire fuerte y
directo.
—Sí que lo soy. Estoy ayudando a estos tíos durante una temporada.
Jubb dejó escapar un gruñido.
—Y bien, háblame de Agnar.
Jubb resopló ante la idea de tener que repetir de nuevo su historia.
—Nos conocimos hace un año en un bar de Reikiavik. Me gustó aquel tipo, así
que he ido a verlo cuando he vuelto a Islandia.
—¿De qué hablasteis?
—De todo un poco. Lugares que hay que visitar en Islandia. Conoce el país
bastante bien.
—No. Quiero decir que de qué hablasteis para que quisieras volver a verlo. Él era
un profesor de universidad y tú, un camionero. —Magnus recordó que Jubb era
soltero—. ¿Eres homosexual? —No era probable, pero a lo mejor provocaba alguna
reacción.
—Por supuesto que no soy un jodido homosexual.
—Entonces, ¿de qué hablasteis?
Jubb vaciló y luego respondió:
—De las sagas. Era un experto y a mí siempre me habían interesado. Ese es uno
de los motivos por los que he venido a Islandia.
—¡Las sagas! —Magnus soltó un resoplido—. Sí, seguro.
Jubb se encogió de hombros y cruzó los brazos por encima del vientre.
—Has sido tú el que has preguntado.
Magnus hizo una pausa para examinarlo.
—Vale, perdona. ¿Cuál es tu preferida?
—La saga de los volsungos.
Magnus lo miró sorprendido.
—Una elección poco corriente.
Las sagas más conocidas trataban sobre los pobladores vikingos de Islandia
durante el siglo X, pero La saga de los volsungos transcurría en un periodo muy

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anterior. Aunque fue escrita en Islandia en el siglo XIII, se trataba de una leyenda
sobre una primitiva familia germánica de reyes, los volsungos, que finalmente se
convirtieron en los burgundios: Atila el huno aparecía en esa historia. No era una de
las favoritas de Magnus, pero la había leído unas cuantas veces.
—De acuerdo. ¿Y cuál era el nombre del enano al que obligan a entregar su oro a
Odín y a Loki? —le preguntó.
—Andvari —respondió Jubb sonriendo.
—¿Y el de la espada de Sigurd?
—Gram. Y su caballo se llamaba Grani.
Jubb sabía de lo que hablaba. Quizá se tratara de un camionero, pero era un
hombre leído. No debía subestimarlo.
—Me gustan las sagas —dijo Magnus con una sonrisa—. Mi padre solía
leérmelas. Pero él era islandés. ¿Cómo es que te interesan?
—Por mi abuelo —contestó Jubb—. Las estudió en la universidad. Solía
contarme aquellas historias cuando era niño. Me quedé enganchado a ellas. Luego
encontré algunas de ellas en una cinta de casete y solía ponérmela en el camión. Aún
lo hago.
—¿En inglés?
—Claro.
—Están mejor en islandés.
—Eso decía Agnar. Y le creí. Pero ya es demasiado tarde como para ponerme a
aprender otro idioma. —Jubb hizo una pausa—. Siento que haya muerto. Era un tipo
interesante.
—¿Lo mataste tú? —Aquella era una pregunta que Magnus le había hecho a todo
tipo de gente durante su carrera. No esperaba una respuesta sincera, pero, a menudo,
la reacción que provocaba la pregunta servía de ayuda.
—No —respondió Jubb—. ¡Por supuesto que no, joder!
Magnus estudió a Steve Jubb. Su negación era convincente y sin embargo…
Aquel camionero ocultaba algo.
En aquel momento la puerta se abrió y entró Baldur seguido del intérprete.
Magnus no pudo disimular su fastidio. Creía estar llegando a algo.
Baldur llevaba unos papeles. Se sentó en el escritorio y los colocó delante de él.
Se inclinó hacia delante y pulsó el interruptor de un panel de control que había junto
al ordenador.
—El interrogatorio se retoma a las dieciocho horas veintidós minutos —dijo. Y
después, en inglés, mirando fijamente a Jubb, preguntó—: ¿Quién es Ísildur?
Jubb se puso tenso. Tanto Baldur como Magnus se dieron cuenta de ello.
Después, se esforzó por mostrarse relajado.
—No tengo ni idea. ¿Quién es Ísildur?
Magnus se hizo la misma pregunta, aunque pensó que el nombre le sonaba
familiar.

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—Echa un vistazo a esto —le ordenó Baldur, volviendo a hablar en islandés.
Acercó tres hojas a Jubb y le pasó otras tres a Magnus—. Son copias de correos
electrónicos sacados del ordenador de Agnar. La correspondencia que mantenía
contigo.
Jubb cogió aquellos papeles y los leyó, al igual que Magnus. Dos de ellos eran
simples mensajes que confirmaban la visita que Steve le había sugerido por teléfono
y que concertaban la fecha, la hora y el lugar del encuentro. El tono parecía más de
una cita de negocios que de un encuentro informal para charlar con un conocido.
El tercer correo era el más interesante.

De: Agnar Haraldsson


Para: Steve Jubb
Asunto: Reunión del 23 de abril

Estimado Steve:
Estoy deseando verle el jueves. He descubierto algo que creo que le
emocionará mucho.
Es una pena que Ísildur no pueda acudir también. Tengo una propuesta
que hacerle que creo que sería buena discutir en persona ¿Es demasiado
tarde para convencerle de que venga?
Saludos cordiales,
Agnar

—Y bien, ¿quién es Ísildur? —volvió a preguntarle Baldur, esta vez en islandés.


El intérprete lo tradujo.
Jubb dejó escapar un fuerte suspiro, lanzó los papeles sobre la mesa y se cruzó de
brazos. No dijo nada.
—¿Cuál era la propuesta que Agnar quería haceros?
Nada.
—¿Te contó qué era lo que había descubierto?
—No voy a responder a más preguntas —dijo Jubb. Quiero volver a mi hotel.
—No puedes —contestó Baldur—. Te quedas aquí. Estás arrestado.
Jubb torció el gesto.
—En ese caso, quiero hablar con alguien de la embajada británica.
—Eres sospechoso en la investigación de un asesinato. Podemos informar a la
embajada de que te hemos arrestado, pero no tienes derecho a verlos. Podemos
conseguirte un abogado si quieres.
—Sí quiero. Y hasta que lo vea no voy a decir nada. —Y Steve Jubb se apoyó en
el respaldo de su asiento. Un hombre grande, con los brazos cruzados con firmeza por
encima del pecho y una prominente mandíbula inferior, inmóvil.

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Baldur dirigía una dinámica reunión matutina. Dinámica y eficiente. Media docena de
oficiales estaban presentes, además de Magnus, la ayudante del fiscal —una joven
pelirroja llamada Rannveig— y el comisario jefe Thorkell Holm, jefe del
Departamento de Investigación Criminal de la Policía Metropolitana de Reikiavik.
Thorkell tenía poco más de sesenta años y una cara redonda y jovial de brillantes
mejillas rosadas. Parecía estar a gusto entre sus oficiales, feliz por encontrarse en un
segundo plano y estar escuchando a Baldur, que estaba a cargo de la investigación.
Había un ambiente de expectación en la mesa, de entusiasmo por la tarea que
tenían por delante. Era sábado por la mañana. Un largo fin de semana de trabajo se
avecinaba sobre todos ellos, pero parecían estar deseando comenzar.
Magnus se sintió contagiado por aquella excitación. Árni lo había llevado de
vuelta a su hotel la noche anterior. Cenó algo y se acostó. Había sido un día largo y
aún no se había recuperado del tiroteo en Boston y sus consecuencias. Pero durmió de
un tirón. Se sentía bien por encontrarse lejos de la banda de Soto. Estaba deseando
enviarle un mensaje a Colby, pero para ello tendría que acceder a algún ordenador.
Mientras tanto, la investigación sobre el asesinato del profesor le intrigaba.
Y él intrigaba a los oficiales que le rodeaban. Se quedaron mirándolo cuando
entró en la sala: no hubo las sonrisas típicas que se esperan en un grupo de
americanos que dan la bienvenida a un extranjero. Magnus no sabía si aquel era el
típico reparo inicial de los islandeses —un reparo que normalmente era sustituido por
calidez diez minutos después— o si se trataba de algo más hostil. Decidió no hacer
caso. Pero le alegró la desinhibida sonrisa cordial de Árni, que estaba sentado a su
lado.
—Nuestro sospechoso sigue sin decir nada —dijo Baldur—. Hemos tenido
noticias de la policía británica. Está limpio de antecedentes penales, aparte de dos
condenas por posesión de cannabis en los años setenta. Rannveig lo llevará esta
mañana ante el juez para que nos conceda una orden de arresto durante las siguientes
semanas.
—¿Tenemos suficientes pruebas para conseguirla? —preguntó Magnus.
Baldur torció el gesto ante la interrupción.
—Steve Jubb fue la última persona que vio a Agnar con vida. Estaba en el
escenario del crimen más o menos a la hora en la que se cometió. Sabemos que estaba
hablando sobre algún tipo de acuerdo con Agnar, pero no nos dice qué hacía allí.
Oculta algo y hasta que nos diga lo contrario vamos a considerarlo como un asesino.
Yo diría que tenemos suficientes motivos para retenerlo, y lo mismo dirá el juez.
—A mí me parece bien —dijo Magnus. Y así era. En los Estados Unidos, lo que
tenían no era apenas nada como para arrestar a un sospechoso, pero Magnus podía
empezar a apreciar el sistema islandés.
Baldur asintió cortante.

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—Y bien, ¿qué tenemos?
Dos oficiales habían entrevistado a la esposa de Agnar, Linda, en su casa de
Seltjarnarnes, a las afueras de Reikiavik. Estaba desolada. Llevaban siete años
casados y tenían dos hijos pequeños. Se trataba del segundo matrimonio de Agnar. Se
divorció cuando se conocieron; al igual que su primera esposa, Linda había sido
alumna suya. Agnar había ido a la casa de verano para ponerse al día con el trabajo.
Al parecer, se acercaba la fecha límite para la entrega de una traducción. Había
pasado allí las dos semanas anteriores. Su mujer, que se quedó sola a cargo de los
niños, no había estado muy conforme con la situación.
El ordenador portátil de Agnar no había revelado más correos de Steve Jubb que
fueran de interés. Contenía un revoltijo de documentos de Word y de sitios de internet
que había visitado y que tenían que examinar. Y había montones de papeles en su
despacho de la universidad y en la casa de verano que había que leer.
Los forenses habían encontrado cuatro tipos de huellas en la casa de verano: las
de Agnar, las de Steve Jubb y otros dos que hasta ahora no habían identificado.
Ninguna de la esposa de Agnar, que había declarado que aún no había visitado la casa
ese año. No había huellas en la puerta del acompañante del Toyota que Jubb había
alquilado, lo cual confirmaba su declaración de que había acudido solo a la visita de
Agnar.
También encontraron restos de cocaína en el dormitorio y una bolsa de un gramo
escondida en un armario.
—Vigdís, ¿ha habido suerte con el nombre de Ísildur? —preguntó Baldur.
Se giró hacia una mujer negra y elegante de unos treinta años que vestía un jersey
ajustado y unos vaqueros. Magnus la había visto nada más entrar en la sala. Era la
primera persona negra que Magnus veía desde que había llegado a Islandia. Aquel
país no contaba con minorías étnicas, sobre todo negros.
—Parece que Ísildur, con «i» acentuada, es un nombre islandés. —Pronunció la
letra como una «e» larga—. Aunque lo cierto es que es muy poco común. He
investigado en la base de datos del Registro Nacional y solamente aparece una
entrada con ese nombre en los últimos ochenta años, un niño llamado Ísildur
Ásgrímsson. Nacido en 1974 y muerto en 1977 en Flúdir. —Por lo que Magnus podía
recordar, Flúdir era un pueblo del suroeste de Islandia. En inglés, se pronunciaba
«Floothir», y aquella «d» islandesa correspondía a la «ð».
Magnus se dio cuenta de que Vigdís hablaba con un perfecto acento islandés. Le
parecía muy raro. Había trabajado con muchas detectives en Boston y casi se
esperaba el acento lacónico de Boston, no el sonido cadencioso del islandés.
—Su padre, Ásgrímur Högnason, fue médico. Murió en 1992.
—¿Pero no hay rastro de ninguna persona viva hoy día con ese nombre?
Vigdís negó con la cabeza.
—Supongo que puede ser un vestur-íslenskur. —Se refería a un islandés
occidental, uno de esos islandeses que habían cruzado el Atlántico hasta América del

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Norte hacía un siglo y que eran predecesores del mismo Magnus—. O puede que viva
en Inglaterra. Si nació en el extranjero, no se encuentra en nuestra base de datos.
—¿Alguien ha oído hablar de algún Ísildur? —preguntó Baldur al resto de
congregados en la habitación—. Lo cierto es que parece islandés. —Nadie dijo nada,
aunque Árni, que estaba sentado junto a Magnus, pareció estar a punto de abrir la
boca para, después, pensárselo mejor.
—De acuerdo —dijo Baldur—. Esto es lo que sabemos. Está claro que Steve Jubb
acudió a la casa de verano a algo más que para charlar con un conocido. Estaba
cerrando una especie de acuerdo con Agnar, algo que implicaba a un hombre llamado
Ísildur.
Miró por la habitación.
—Tenemos que saber qué es lo que Agnar había descubierto y qué trato estaban
negociando. Debemos descubrir muchas más cosas de Agnar. Y sobre todo, tenemos
que saber quién demonios es ese Ísildur. Esperemos que Steve Jubb empiece a hablar
cuando se dé cuenta de que va a pasar las próximas semanas en la cárcel.

* * *

Cuando terminó la reunión, el comisario jefe Thorkell le dijo a Magnus que quería
hablar con él. Su despacho era amplio y confortable, con unas magníficas vistas a la
bahía y al monte Esja. Las nubes estaban más altas que el día anterior y a lo lejos, en
la bahía, un agujero por el que entraba la luz del sol se reflejaba sobre el agua. Sobre
el escritorio del comisario jefe había tres fotografías de niños de pelo rubio,
colocadas de tal modo que tanto Thorkell como sus visitas pudieran verlos. Un par de
pinturas rudimentarias, probablemente hechas por los mismos niños, colgaban de la
pared.
Thorkell se sentó en su sillón grande de piel y sonrió.
—Bienvenido a Reikiavik —dijo.
Al menos él, al igual que Árni, parecía simpático. Magnus no podía ver ningún
parecido físico entre ellos, pero compartían el mismo apellido, Holm, así que era
probable que estuvieran emparentados. Una pequeña minoría de islandeses utilizaban
el sistema del apellido familiar, como en el resto del mundo. A menudo, se trataba de
familias ricas, descendientes de los jóvenes islandeses que viajaron a Dinamarca para
estudiar y que utilizaron su apellido mientras estuvieron allí.
Pero todos los islandeses estaban emparentados. Aquella sociedad tenía más de
pañuelo que de acervo genético.
—Gracias —contestó Magnus.
—Va a formar parte del personal del inspector jefe de la Policía Nacional, pero
cuando no esté en la Academia de Policía, tendrá una mesa aquí, con nosotros. Estoy
muy a favor de la iniciativa que tuvo el inspector jefe de pedir que viniera usted y
creo que nos será de gran ayuda en esta investigación.

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—Eso espero.
Thorkell vaciló.
—El inspector Baldur es un policía excelente, y de mucho éxito. Le gusta utilizar
técnicas ya comprobadas que funcionan en Islandia. En esencia, se reduce al hecho de
que en un país tan pequeño siempre hay alguien que conoce a alguien que conoce al
asesino. Pero a medida que cambia la naturaleza del delito, también deben hacerlo los
métodos para combatirlo. Y por eso está usted aquí. Puede que la flexibilidad no sea
el punto fuerte de Baldur. Pero no tema dar su opinión. Queremos oírla, se lo
garantizo.
Magnus sonrió.
—Entiendo.
—Bien. Esta mañana se pondrá en contacto con usted alguien de la oficina del
inspector jefe para hablarle del sueldo, el alojamiento y esas cosas. Mientras tanto,
Árni le proporcionará un escritorio, un teléfono y un ordenador. ¿Tiene alguna
pregunta?
—Sí, una. ¿Puedo llevar pistola?
—No —contestó Thorkell—. Rotundamente no.
—No estoy acostumbrado a estar de servicio sin llevarla —protestó Magnus.
—Pues ya se acostumbrará.
Se miraron fijamente por un momento. En opinión de Magnus, un policía necesita
una placa y una pistola. Comprendía la dificultad de que le dieran una placa. Pero
necesitaba una pistola.
—¿Cómo puedo conseguir una licencia de armas?
—No puede. En Islandia nadie lleva arma, ni siquiera un revólver. Están
prohibidas desde 1968, después de que un hombre muriera de un disparo.
—¿Me está diciendo que los oficiales de policía no entrenan con armas de fuego?
Thorkell dejó escapar un suspiro.
—Sí tenemos algunos oficiales armados en la Brigada Vikinga. Es lo que
conocemos como nuestro Cuerpo Especial de Intervención. Quizá pueda practicar en
el campo de tiro cubierto de Kópavogur, pero no podemos permitir que lleve un arma
fuera de él. No es así como hacemos las cosas aquí.
Magnus estuvo tentado de decir algo sobre la flexibilidad y expresar su opinión,
pero agradecía el apoyo del comisario jefe y no quería hacerle enojar sin necesidad,
así que se limitó a darle las gracias de nuevo y salió.

* * *

Árni le esperaba en la puerta. Condujo a Magnus a un despacho lleno de gente


dividido en pequeños cubículos con el letrero de «Crímenes violentos» en la puerta.
Dos o tres de los oficiales que Magnus había visto en la reunión hablaban por
teléfono o miraban sus ordenadores, los demás ya habían salido para interrogar a

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gente. El escritorio de Magnus estaba justo enfrente del de Árni. El teléfono
funcionaba y Árni le aseguró que alguien del Departamento de Informática le
proporcionaría una clave esa misma mañana.
Árni desapareció en dirección a la máquina de café y volvió con dos tazas. Ese
chico prometía.
Magnus le dio un sorbo al café y pensó en Agnar. Aún no sabía mucho sobre el
profesor, pero sí que estaba casado y que era padre de dos niños. Magnus pensó en
esos niños que crecerían sabiendo que su padre había sido asesinado, en la desolada
esposa esforzándose por aceptar que su familia se había destruido. Necesitaban saber
quién había matado a Agnar y por qué, y necesitaban saber que el asesino había
recibido su castigo. De no ser así… En fin, de no ser así, terminarían como Magnus.
Aquel impulso familiar regresó. Aunque Magnus aún no los conocía, e incluso
podía ser que no los conociera nunca, podía prometerles una cosa: encontraría al
asesino de Agnar.
—¿Has decidido dónde te vas a alojar en Reikiavik? —le preguntó Árni, dando
un sorbo a su taza.
—La verdad es que no —respondió Magnus—. Supongo que el hotel está bien.
—Pero no pensarás quedarte allí todo el tiempo que estés con nosotros.
Magnus se encogió de hombros.
—No sé. Supongo que no. No tengo ni idea de cuánto tiempo va a ser.
—Mi hermana tiene una habitación libre en su apartamento. Es agradable, muy
céntrico, en Thingholt. Podrías alquilarla. No te cobraría mucho.
Magnus no había pensado aún en el dinero, el alojamiento, la ropa, los gastos del
día a día. Estaba encantado solo por el hecho de estar vivo. Pero contar con una
maleta en una habitación de hotel se volvería tedioso enseguida y puede que la
hermana de Árni fuera una solución rápida y fácil a un problema en el que aún no se
había puesto a pensar. Y barata. Puede que eso fuera importante.
—Claro. Le echaré un vistazo.
—Estupendo. Te llevaré por allí esta noche, si quieres.
El café no estaba mal. Los islandeses tomaban muchas tazas de café al día —toda
la sociedad se abastecía de cafeína—. Quizá fuera esa una de las razones por las que
no se quedaban sentados mucho tiempo.
—Estoy seguro de haber oído el nombre de Ísildur en algún sitio —dijo Magnus
—. Puede que fuera algún niño del colegio. Pero habría aparecido en la búsqueda de
Vigdís.
—Puede que sea por la película.
—¿La película? ¿Qué película?
—La comunidad del anillo. ¿No la has visto? Es la primera parte de la trilogía de
El señor de los anillos.
—No, no he visto la película, pero sí que leí el libro. Así que Ísildur es uno de los
personajes, ¿no? ¿Qué es? ¿Una especie de elfo?

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—No, es un hombre —le explicó Árni—. Consigue el anillo al principio de la
película y luego lo pierde en el río. Después, Gollum lo encuentra.
—¡Árni! ¿Por qué no lo has dicho en la reunión?
—Iba a hacerlo, pero después pensé que todos se reirían de mí. A veces lo hacen,
¿sabes? Y está claro que no tiene nada que ver con el caso.
—¡Por supuesto que sí! —Magnus se detuvo antes de pronunciar la palabra
«¡idiota!»—. ¿Has leído La saga de los volsungos?
—Creo que la leí en el colegio —contestó Árni—. Trata sobre Sigurd, Brynhild y
Gunnar, ¿no? Los dragones y el tesoro.
—Y el anillo. Hay un anillo mágico. Es una versión islandesa de El cantar de los
nibelungos en el que Wagner basó su Ciclo del anillo. Apuesto a que Tolkien también
la leyó. Y es la saga preferida de Steve Jubb. Probablemente la única que haya leído.
Es un fanático de El señor de los anillos y tiene un amigo que también lo es y cuyo
apodo es Ísildur.
—Entonces, Ísildur no es ningún islandés.
Magnus negó con la cabeza.
—No. Probablemente sea otro camionero de Yorkshire. Tenemos que hablar con
Baldur.
Una mirada de pánico cruzó por la cara de Árni.
—¿De verdad crees que es importante?
—Sí —asintió Magnus—. Es una pista. En la investigación de un asesinato hay
que seguir todas las pistas que se presenten.
—Pues… Quizá deberías ir a ver a Baldur tú solo.
—Venga, Árni. No le diré que ya sabías quién era Ísildur. Vamos.

* * *

Tuvieron que esperar una hora a que Baldur volviera del juzgado de Laekjargata, pero
parecía contento.
—Podemos arrestar a Steve Jubb durante tres semanas —anunció cuando vio a
Magnus—. Y tengo una orden de registro para su habitación del hotel.
—¿Han puesto fianza? —preguntó Magnus.
—En Islandia no hay fianzas para los sospechosos de asesinato. Normalmente nos
conceden tres semanas para la investigación antes de presentar pruebas a la defensa.
Una vez que terminemos con él aquí, llevarán a Jubb a la prisión de Litla Hraun. Eso
le dará qué pensar.
—Eso está bien —dijo Magnus.
—Lo extraño es que tiene un abogado nuevo. Le adjudicamos un chico que se
licenció en derecho hace dos años, pero ya lo ha despedido y ha contratado a Kristján
Gylfason, que casi es el abogado de más experiencia en derecho penal de Islandia.
Debe de estar ayudándole alguien que le haya buscado el abogado y se lo esté

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pagando. Kristján no es barato. Y por cierto, tampoco lo es el hotel Borg.
—¿Ísildur? —preguntó Magnus.
Baldur se encogió de hombros.
—Quizá. Quienquiera que sea.
—Nosotros creemos tener una idea al respecto.
Baldur escuchó la teoría de Magnus y torció el gesto.
—Creo que tendremos que mantener otra charla con el señor Jubb.

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El nuevo abogado de Steve Jubb, Kristján Gylfason, era afable. De rostro inteligente,
un cabello prematuramente gris, y un aire de tranquila eficacia y riqueza. Su sola
presencia parecía confortar a Jubb. Aquello no era bueno.
Ahora había cinco hombres en la sala de interrogatorios: Jubb, su abogado,
Baldur, Magnus y el intérprete.
Baldur lanzó un ejemplar de El señor de los anillos sobre el escritorio. La
habitación quedó en silencio. Los ojos de Jubb se dirigieron de inmediato al libro.
Árni había salido rápidamente a comprarlo a la librería Eymundsson, en el centro de
la ciudad.
Baldur dio golpecitos con los dedos sobre el libro.
—¿Lo has leído?
Jubb asintió.
Baldur abrió despacio y con decisión el libro hasta el capítulo dos y se lo entregó
a Steve Jubb.
—Ahora lee eso y dime que no sabes quién es Ísildur.
—Es el personaje de un libro —contestó Jubb—. Eso es todo.
—¿Cuántas veces has leído este libro? —le preguntó Baldur.
—Una o dos.
—¿Una o dos? —bramó Baldur—. Ísildur es un seudónimo, ¿no es cierto? Es un
amigo tuyo. También entusiasta de El señor de los anillos.
Steve Jubb se encogió de hombros.
Magnus vio el extremo inferior de un tatuaje que asomaba por debajo de la manga
de Jubb.
—Quítate la camisa.
Steve Jubb volvió a encogerse de hombros y se quitó la camisa vaquera que
llevaba desde el momento de su arresto. Dejó ver una camiseta blanca y, en su
antebrazo, un tatuaje de un hombre con un yelmo y barba blandiendo un hacha.
¿Un hombre? ¿O quizá un enano?
—Deja que adivine —dijo Magnus—. Tu apodo es Gimli. —Recordó que Gimli
era el nombre del enano de El señor de los anillos.
Jubb se encogió de hombros otra vez.
—¿Ísildur es un compañero de Yorkshire? —le preguntó Magnus—. ¿Os veis
todos los viernes en un pub, tomáis unas cuantas cervezas y charláis sobre las
antiguas sagas islandesas?
No hubo respuesta.
—¿Veis series policíacas en Inglaterra? —preguntó Magnus—. ¿CSI, Ley y orden?
Jubb frunció el ceño.
—Bueno, en esas series el malo permanece en silencio mientras los buenos le

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hacen todo tipo de preguntas. Pero en Islandia no funciona así. —Magnus se inclinó
hacia delante—. En Islandia, si te quedas callado, creemos que estás ocultando algo.
¿No es así, Kristján?
—La decisión de mi cliente de no responder a sus preguntas es cosa suya —
respondió el abogado—. Le he informado de las consecuencias.
—Vamos a descubrir lo que estás ocultando —intervino Baldur—. Y tu falta de
cooperación será recordada en el momento del juicio.
El abogado estuvo a punto de decir algo, pero Jubb le colocó una mano en el
brazo.
—Mira, si eres tan jodidamente listo, al final vas a ver que no tengo una mierda
que ver con la muerte de Agnar y entonces tendrás que dejarme libre. Hasta entonces,
no voy a decir nada.
Con los brazos cruzados y la mandíbula hacia fuera, Steve Jubb no pronunció ni
una palabra más.

* * *

Vigdís los esperaba fuera de la sala de interrogatorios.


—Hay una persona de la embajada británica que desea verte.
Baldur se quejó.
—¡Qué fastidio! Solo va a conseguir que pierda el tiempo. Pero supongo que
tengo que hablar con él. ¿Algo más? —Por la mirada de emoción contenida de
Vigdís, Baldur supo que sí lo había.
—Agnar tenía una amante —le explicó Vigdís con una pequeña sonrisa de
triunfo.
Baldur arqueó las cejas.
—¿De verdad?
—Andrea Fridriksdóttir. Es una de las alumnas de Agnar de literatura islandesa de
la universidad. Se ha presentado nada más oír que lo habían matado.
—¿Dónde está?
—Abajo.
—Estupendo. Vamos a hablar con ella. Dile al de la embajada británica que estaré
con él en cuanto pueda. Pero primero quiero hablar con la tal Andrea.

* * *

Al darse cuenta de que no había sido invitado, Magnus volvió a su mesa, donde le
esperaba una mujer de la oficina del inspector jefe de la Policía Nacional. Móvil,
número de cuenta, dietas, pago del salario, dinero en metálico por adelantado e
incluso la promesa de un coche en pocos días. Lo tenía todo preparado. Magnus

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estaba impresionado. Estaba casi seguro de que el Departamento de Policía de Boston
no podría compararse a la eficacia de aquella mujer.
Después llegó un hombre del Departamento de Informática. Le dio a Magnus su
clave y dedicó unos minutos a enseñarle cómo utilizar el sistema informático, incluso
cómo acceder a su correo electrónico.
Después de que el hombre se fuera, Magnus se quedó mirando la pantalla delante
de él. Había llegado el momento. No podía seguir aplazándolo.
Resultó que los agentes del FBI que habían escoltado a Magnus durante sus
últimos días en Massachusetts pertenecían a la oficina de Cleveland. Uno de ellos, el
agente Hendricks, había sido designado como su persona de contacto. Magnus había
aceptado no llamar por teléfono a los Estados Unidos, ni siquiera al subcomisario
Williams. Especialmente al subcomisario Williams. Existía el temor, aunque nunca
había sido dicho en voz alta pero estaba en la mente de Magnus, del FBI y del mismo
Williams, de que los tres oficiales de la policía que habían sido arrestados no
estuvieran solos. De que tuvieran cómplices o quizá simples amigos en el
Departamento de Policía de Boston, amigos para los que buscar el paradero de
Magnus no sería una tarea muy difícil.
Por tanto, la idea era que la única forma de comunicación fuese el correo
electrónico. Aun así, Magnus no podía enviarlos directamente, sino a través del
agente Hendricks de Cleveland. Ese sería el método que Magnus tendría que utilizar
si quería ponerse en contacto con Colby.
Y necesitaba ponerse en contacto con Colby. Le había quedado claro que no podía
arriesgarse a que la atacaran o mataran por culpa suya. Ella era mejor estratega que él
y no tenía más remedio que aceptarlo.
Se quedó mirando la pantalla durante unos minutos más, pensando en nuevos
argumentos, justificaciones, explicaciones, pero conocía a Colby y era consciente del
peligro que suponía darle la oportunidad de complicar las cosas. Así que al final lo
expresó de manera sencilla.

La respuesta a tu pregunta es sí. Ahora, por favor, vente conmigo. Estoy


muy preocupado por ti.
Con todo mi amor,
Magnus

No era muy romántico. No parecía el mejor modo de comenzar una vida en


común. Aunque se sentía atraído por Colby e incluso la amaba, cuanto más la
conocía, más seguro estaba de que no debían casarse. No se trataba solamente de su
miedo al compromiso, aunque Colby tenía toda la razón al decir que Magnus adolecía
de ello. Sabía que si había una mujer en algún lugar con la que pudiera pasar el resto
de su vida, esa mujer no era Colby. El último gran ardid de ella era una muestra del

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porqué.
Pero Magnus no tenía otra opción. Ella no le había dejado otra opción.
Redactó un breve informe para Williams en el que le contaba que estaba a salvo y
que le enviara un correo en caso de que supiera algo de la fecha del juicio.
Pensó escribir a Ollie, que es como se hacía llamar ahora su hermano, pero
decidió no hacerlo. El FBI había informado a Ollie de que Magnus iba a desaparecer y
un agente había sacado sus cosas de la habitación de invitados de su casa. Con eso
debía ser suficiente; cuanta menos relación tuviera Magnus con Ollie, mejor. Se dio
cuenta de que no solo era Colby quien corría peligro con la banda de Soto. Puede que
su hermano también.
Magnus cerró los ojos. No había nada que pudiera hacer ahora al respecto, salvo
esperar que aquellos gánsteres los dejaran en paz a todos.
Ay, Dios. Quizá tuviera razón Colby. Quizá debería haberse limitado a fingir que
no había escuchado la conversación de Lenahan.
Por supuesto, en sus admiradas sagas, los héroes siempre cumplían con su deber.
Pero luego la mayoría de sus familiares terminaban sufriendo un final sangriento
antes de que la historia llegara a su fin. Era fácil mostrarse valiente cuando se trata de
tu propio pellejo. Mucho más difícil es hacerlo con el de otras personas. Se sentía
más cobarde que héroe, a salvo en Islandia cuando su hermano y su novia corrían
peligro.
Pero entonces apareció la reacción islandesa de antaño. Si le tocaban un pelo a
Colby o a Ollie, esos cabrones pagarían por ello. Todos ellos.

* * *

Baldur convocó otra reunión a las dos de aquella tarde. El equipo seguía mostrándose
fresco y entusiasta.
Comenzó con los primeros resultados de la autopsia. Parecía probable que Agnar
se hubiera ahogado; había barro en sus pulmones, lo cual indicaba que seguía
respirando cuando cayó al agua. Tal y como Magnus había sospechado, los
fragmentos de piedra que había en la herida de la cabeza de la víctima procedían del
camino y no del lecho del lago.
Había pequeños indicios de cocaína en la sangre de la víctima y algo de alcohol,
pero no lo suficiente como para provocar una intoxicación. La conclusión del forense
era que la víctima había recibido un golpe en la parte posterior de la cabeza con una
piedra, que quedó inconsciente y que fue arrastrado al lago, donde se ahogó. Nada
que sorprendiera.
Baldur y Vigdís habían interrogado a Andrea. Esta había reconocido que su
aventura con Agnar duraba desde hacía un mes. Estaba perdidamente enamorada de
él. Había pasado la mayor parte del año anterior tratando de seducirle y finalmente lo
consiguió después de una fiesta de estudiantes a la que lo habían invitado. Andrea

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había pasado un fin de semana con él en la casa de verano. De hecho, las suyas
correspondían a uno de los dos grupos de huellas que quedaban por identificar.
Andrea contó que Agnar parecía aterrorizado ante la idea de que su mujer
descubriera lo que había ocurrido. Después de que ella lo sorprendiera con una
estudiante cuatro años antes, él le había prometido que sería fiel. Y hasta que llegó
Andrea, había mantenido su palabra. La impresión de Andrea era que Agnar le tenía
miedo a Linda.
Magnus hizo un resumen de la teoría de que Ísildur era el apodo de un fan de El
señor de los anillos y que el propio Steve Jubb también lo era. Uno o dos de los
rostros que rodeaban la mesa parecieron algo incómodos. Puede que Árni no fuera el
único que hubiera visto la película de El señor de los anillos.
Baldur les entregó a todos la lista de las anotaciones que había en la agenda de
Agnar. Las fechas, las horas y los nombres de las personas con las que se había
reunido, en su mayoría compañeros de la universidad o alumnos. Había asistido a un
seminario de dos días en la Universidad de Uppsala, en Suecia, tres semanas antes. Y
una tarde de la semana anterior estaba ocupada con la palabra «Hruni».
—Hruni está cerca de Flúdir, ¿no? —preguntó Baldur.
—A solo un par de kilómetros —contestó Rannveig, la ayudante del fiscal—. He
estado allí. No hay nada aparte de una iglesia y una granja.
—Puede que la anotación se refiera a la danza y no al lugar —dijo Baldur—.
¿Hubo algo que se derrumbara esa tarde? ¿Algún desastre?
Magnus había oído hablar de Hruni. En el siglo XVII el pastor de Hruni se hizo
famoso por las fiestas salvajes que celebraba en su iglesia por Navidad. Una
Nochebuena vieron al diablo merodeando por el exterior y a la mañana siguiente toda
la iglesia y su congregación habían sido tragados por la tierra. Desde entonces, la
expresión «danza de Hruni» había empezado a utilizarse para referirse a algo que
fracasa.
—El niño que murió con pocos años era de Flúdir —recordó Vigdís—. Ísildur
Ásgrímsson. Y aquí está su hermana. —Señaló un nombre que aparecía en la lista de
la agenda—. Ingileif Ásgrímsdóttir, 6 de abril, dos y media. Estoy bastante segura de
que se trata de la hermana del niño. Puedo comprobarlo.
—Hazlo —le ordenó Baldur—. Y si llevas razón, búscala e interrógala. Estamos
suponiendo que Ísildur es extranjero, pero tenemos que mantener los ojos abiertos.
Cogió una hoja de papel de la mesa que tenía delante.
—Hemos registrado la habitación del hotel de Steve Jubb y los forenses están
examinando su ropa. Hemos encontrado un par de mensajes interesantes que habían
sido enviados a su móvil. O al menos, creemos que pueden ser interesantes, pero no
lo sabemos aún. Echad un vistazo a la transcripción.
Pasó la hoja por la mesa y en ella había escritas dos frases cortas. Estaban escritas
en un idioma que Magnus ni reconoció ni tan siquiera podía tratar de imaginar.
—¿Alguien sabe qué es esto? —preguntó Baldur.

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Alrededor de la mesa hubo gestos torcidos y cabezas que negaban lentamente. En
una tentativa, alguien sugirió que podía ser finlandés, pero hubo otro que estaba
seguro de que no lo era. Pero Magnus vio que Árni se removía de nuevo en su
asiento, incómodo.
—¿Árni? —preguntó Magnus.
Árni lanzó una mirada de odio a Magnus y después tragó saliva mientras la nuez
de su cuello subía y bajaba.
—Élfico —dijo en voz baja.
—¿Qué? —preguntó Baldur—. ¡Habla más alto!
—Puede que estén en élfico. Creo que Tolkien inventó unos idiomas élficos.
Puede que este sea uno de ellos.
Baldur colocó la cabeza entre las manos y miró con furia a su subordinado.
—No vas a decirme que los huldufólk hicieron esto, ¿verdad, Árni?
Árni se encogió. Los huldufólk, o seres ocultos, eran criaturas parecidas a los
elfos que se suponía que vivían por toda Islandia dentro de las rocas y las piedras. En
sus conversaciones habituales, los islandeses se mostraban orgullosos de creer en
estos seres y era bien sabido que se habían desviado algunas autopistas para evitar
quitar las rocas en las que se sabía que vivían. Baldur no quería que su investigación
del asesinato se desbaratara por culpa de la más molesta de todas las supersticiones
islandesas.
—Puede que Árni tenga razón —lo defendió Magnus—. Sabemos que Steve Jubb
e Ísildur, quienquiera que fuera, estaban llegando a un acuerdo con Agnar. Si tenían
que comunicarse entre sí para hablar de él, podrían haber utilizado un código. Eran
seguidores de El señor de los anillos. ¿Qué mejor que el élfico?
Baldur apretó los labios.
—De acuerdo, Árni. Mira a ver si puedes encontrar a alguien en Islandia que
hable el élfico y pregúntale si reconoce lo que dicen estos mensajes. Y después haz
que te los traduzcan.
Baldur lanzó una mirada alrededor de la mesa.
—Si Steve Jubb no nos lo dice, tenemos que descubrir por nuestra cuenta quién es
el tal Ísildur. Debemos ponernos en contacto con la policía británica de Yorkshire
para ver si pueden ayudarnos a buscar amigos de Jubb. Y tenemos que preguntar en
todos los bares y restaurantes de Reikiavik si Jubb se vio con alguien más aparte de
Agnar. Quizá Ísildur se encuentre en la ciudad. No lo sabremos hasta que
preguntemos por ahí. Y voy a interrogar a la mujer de Agnar. —Repartió las tareas
específicas para cada uno de los que rodeaban la mesa, excepto para Magnus, y dio
por terminada la reunión.
Magnus siguió al inspector al pasillo.
—¿Le importa si voy con Vigdís a interrogar a la hermana del niño que murió?
—No. Adelante —contestó Baldur.
—¿Cuál es su opinión hasta ahora? —preguntó Magnus.

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—¿A qué se refiere con cuál es mi opinión? —respondió, deteniéndose.
—Venga ya. Seguro que tiene una corazonada.
—Mantengo la mente abierta. Recojo pruebas hasta que apunten hacia una
conclusión. ¿No es eso lo que se hace en América?
—Exacto.
—Pues bien, si quiere ayudarme, encuentre a Ísildur.

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Ingileif Ásgrímsdóttir era propietaria de una galería de arte de Skólavördustígur,
nombre que era casi un trabalenguas, incluso para un islandés. Nueva York tenía la
Quinta Avenida, Londres, Bond Street y Reikiavik tenía su Skólavördustígur. La calle
se extendía desde Laugavegur, la calle comercial más concurrida de la ciudad, hasta
la Hallgrímskirkja, en lo alto de la colina. Pequeñas tiendas se alineaban a lo largo de
la calle, algunas con fachada de cemento, otras de metal ondulado de colores
intensos, dedicadas a la venta de material artístico, joyas, ropa de diseño y productos
alimenticios de primera calidad. Pero la crisis crediticia había dejado huella: algunos
establecimientos estaban discretamente vacíos y mostraban pequeños letreros con las
palabras «Til leigu», que quiere decir «Se alquila».
Vigdís aparcó el coche unos metros más allá de la galería. Por encima de ella y de
Magnus se elevaba el chapitel de hormigón de la iglesia. Diseñado en los años treinta,
lo sujetaban dos enormes alas que salían del suelo; parecía el misil balístico
intercontinental de Islandia o posiblemente un cohete espacial.
Cuando Magnus salió del coche casi se dio de bruces con una chica rubia de unos
veinte años vestida con un jersey de color verde lima, una minifalda de piel de
leopardo y un faldón de medio metro que pasaba con su bicicleta a toda velocidad.
¿Dónde está la policía de tráfico cuando la necesitas?
Vigdís abrió la puerta de la galería y Magnus entró detrás. Una mujer,
supuestamente Ingileif Ásgrímsdóttir, hablaba con una pareja de turistas en inglés.
Vigdís estaba a punto de interrumpirlos cuando Magnus la cogió del brazo.
—Vamos a esperar a que haya terminado.
Así que Magnus y Vigdís se pusieron a examinar los objetos que se vendían en la
galería, así como a la propia Ingileif. Era delgada, de cabello rubio, que le caía en un
flequillo por encima de los ojos y que llevaba sujeto atrás en una cola de caballo. Una
amplia y fácil sonrisa se le dibujaba por debajo de las mejillas, una sonrisa que
utilizaba al máximo con sus clientes. La pareja inglesa había empezado cogiendo un
pequeño candelabro hecho de lava roja áspera, pero había terminado comprando un
jarrón grande de cristal y un cuadro abstracto que insinuaba la forma de Reikiavik, el
monte Esja y unas capas horizontales de pálidas nubes grises. Se gastaron decenas de
miles de coronas.
Cuando salieron de la tienda, la propietaria se dirigió a Magnus y a Vigdís.
—Disculpen la espera —dijo en inglés—. ¿Desean algo?
Su acento islandés era delicioso, al igual que su sonrisa. Magnus no había sido
consciente de tener una apariencia tan claramente americana. Después, se dio cuenta
de que era Vigdís la que había provocado la elección del idioma. En Reikiavik ser
negro significaba ser extranjero.
Vigdís fue directa al grano.
—¿Es usted Ingileif Ásgrímsdóttir? —le preguntó en islandés.

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La mujer asintió.
Vigdís sacó su placa.
—Soy la oficial Vigdís Audarsdóttir, de la Policía Metropolitana, y este es mi
compañero, Magnus Ragnarsson. Tenemos algunas preguntas que hacerle con
respecto al asesinato de Agnar Haraldsson.
La sonrisa desapareció.
—Será mejor que se sienten. —La mujer los condujo a una mesa estrecha que
había al fondo de la galería y se sentaron en dos pequeñas sillas—. He visto lo de
Agnar en las noticias. Fue mi profesor de literatura islandesa cuando estuve en la
universidad.
—¿Lo ha visto recientemente? —preguntó Vigdís mientras consultaba su
cuaderno—. ¿El 6 de abril, a las dos y media?
—Sí, así es —contestó Ingileif con voz repentinamente ronca. Se aclaró la
garganta—. Sí, me lo encontré por la calle y me pidió que fuera a visitarle algún día a
la universidad. Así lo hice.
—¿De qué hablaron?
—Pues de nada, la verdad. Sobre todo de mi carrera de diseño. De esta galería.
Estuvo muy atento, encantador.
—¿Le contó algo de él?
—Lo cierto es que no había cambiado mucho. Se había vuelto a casar. Dijo que
tenía dos hijos. —Sonrió brevemente—. Es difícil imaginar a Agnar con niños, pero
ya ve.
—Usted es de Flúdir, ¿verdad?
—Sí —contestó Ingileif—. Nací y me crié allí. Las mejores tierras de labranza del
país, los calabacines más grandes y los tomates más rojos. No sé por qué me fui de
allí.
—Parece un lugar tranquilo. Está cerca de Hruni, ¿no es así?
—Sí. Hruni es la iglesia parroquial. Está a tres kilómetros.
—¿Vio a Agnar en Hruni la tarde del 20 de abril?
Ingileif frunció el ceño.
—No. Estuve en la tienda todo el día.
—Solo se tarda un par de horas en llegar allí.
—Sí, pero no fui allí a ver a Agnar.
—Él se reunió con alguien en Hruni ese día. ¿No le parece una extraña
coincidencia que fuera a Flúdir, el pueblo donde usted se crio?
Ingileif se encogió de hombros.
—La verdad es que no. No tengo ni idea de qué estaba haciendo allí. —Forzó una
sonrisa—. Este es un país pequeño. Hay coincidencias así todos los días.
Vigdís la miró vacilante.
—¿Hay alguien que pueda confirmar que usted estuvo en la galería esa tarde?
Ingileif lo pensó un momento.

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—Fue el lunes, ¿verdad? Dísa, de la boutique de al lado. Se pasó por aquí para
pedirme unas bolsas de té. Estoy segura de que fue el lunes.
Vigdís miró a Magnus. Este se dio cuenta de que ella se estaba demorando al
preguntar a Ingileif directamente por su relación con Agnar, así que decidió cambiar
de táctica. Podrían volver a Agnar más adelante.
—¿Usted tuvo un hermano llamado Ísildur que murió muy joven?
—Sí —respondió Ingileif—. Eso fue varios años antes de que yo naciera.
Meningitis, creo. No lo conocí. Mis padres no hablaban mucho de él. Fue su primer
hijo. Sufrieron mucho, como pueden imaginar.
—¿No es Ísildur un nombre poco común?
—Supongo que sí. Lo cierto es que nunca lo había pensado.
—¿Sabe por qué sus padres le pusieron ese nombre?
Ingileif negó con la cabeza.
—Ni idea. —Parecía nerviosa y torcía levemente el gesto. Magnus le vio un
rasguño en forma de V por encima de una de las cejas, oculto en parte por el
flequillo. Sus dedos jugaban con un intrincado pendiente de plata, sin duda diseñado
por alguno de sus colegas—. Aunque creo que Ísildur era el nombre de mi bisabuelo.
Por parte de padre. Puede que mi padre quisiera homenajear a su abuelo. Ya saben
cómo se repiten los nombres en las familias.
—Nos gustaría interrogar a sus padres —le pidió Magnus—. ¿Puede darnos su
dirección?
Ingileif dejó escapar un suspiro.
—Me temo que los dos están muertos. Mi padre murió en 1992 y mi madre el año
pasado.
—Lo siento —se disculpó Magnus, y era sincero. Ingileif parecía estar al final de
la veintena, lo que significaba que había perdido a su padre más o menos a la misma
edad que tenía Magnus cuando perdió a su madre.
—¿Alguno de ellos era admirador de El señor de los anillos?
—No lo creo —contestó Ingileif—. O sea, teníamos un ejemplar en casa, así que
alguno de ellos debió leerlo, pero nunca lo mencionaron.
—¿Y usted? ¿Lo ha leído?
—Cuando era niña.
—¿Ha visto las películas?
—Vi la primera. Las otras dos no. La verdad es que no me gustó. Visto un orco,
vistos todos.
Magnus hizo una pausa esperando oír más. Las pálidas mejillas de Ingileif se
ruborizaron.
—¿Alguna vez ha oído hablar de un inglés llamado Steve Jubb?
Ingileif negó firmemente con la cabeza.
—No.
Magnus miró a Vigdís. Era hora de volver a Ingileif y Agnar.

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—Ingileif, ¿estaba usted teniendo una aventura con Agnar? —le preguntó ella.
—No —contestó Ingileif, molesta—. No. En absoluto.
—Pero a usted le parecía encantador.
—Sí, supongo que sí. Siempre lo fue y no había cambiado.
—¿Alguna vez tuvo una aventura con él? —preguntó Magnus.
—No —respondió Ingileif, de nuevo con la voz ronca. Levantó los dedos hacia el
pendiente.
—Ingileif, esto es una investigación por asesinato —dijo Vigdís despacio y con
decisión—. Si nos miente ahora, podremos arrestarla. Será grave, se lo aseguro. Y
bien, una vez más, ¿alguna vez tuvo una aventura con Agnar?
Ingileif se mordió el labio y sus mejillas volvieron a enrojecer. Respiró hondo.
—Vale. De acuerdo. Sí que tuve una aventura con Agnar cuando fui alumna suya.
Estaba divorciado de su primera esposa, fue antes de que volviera a casarse. Y apenas
duró nada. Nos acostamos unas cuantas veces, eso fue todo.
—¿Fue él quien la terminó o fue usted?
—Supongo que fui yo. Por entonces tenía un verdadero magnetismo con las
mujeres. De hecho, lo seguía teniendo la última vez que lo vi. Se comportaba de una
forma que te hacía sentir especial, intelectualmente interesante y guapa. Pero más que
nada buscaba el morbo. Quería acostarse con tantas chicas como pudiera solo para
demostrarse a sí mismo lo atractivo que era. Era tremendamente presumido. Cuando
lo vi el otro día, trató de flirtear de nuevo conmigo, pero esta vez lo vi venir. No
pierdo el tiempo con hombres casados.
—Una última pregunta —dijo Vigdís—. ¿Dónde estaba usted el viernes por la
noche?
Ingileif bajó los hombros ligeramente mientras se tranquilizaba, como si aquella
fuera una pregunta difícil a la que podía contestar.
—Fui a la fiesta de una amiga que inauguraba una exposición de sus cuadros.
Estuve allí desde las ocho hasta las once y media, más o menos. Había docenas de
personas allí que me conocen. Su nombre es Frída Jósefsdóttir. Puedo darles su
dirección y su número de teléfono si quieren.
—Por favor —respondió Vigdís, pasándole su cuaderno. Ingileif escribió algo en
una hoja en blanco y se lo devolvió.
—¿Y después? —preguntó Vigdís.
—¿Después?
—Cuando salió de la galería.
Ingileif sonrió con timidez.
—Me fui a casa. Con alguien.
—¿Y quién era ese alguien?
—Lárus Thorvaldsson.
—¿Se trata de un novio habitual?
—Lo cierto es que no —respondió Ingileif—. Es un pintor. Nos conocemos desde

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hace años. Simplemente pasamos la noche juntos de vez en cuando. Ya sabe a qué me
refiero. Y no, no está casado.
Por una vez durante aquella conversación, Ingileif no parecía estar nada
avergonzada. Al igual que Vigdís. Claramente sabía a qué se refería.
Vigdís volvió a pasarle el cuaderno para que Ingileif escribiera los datos de Lárus.

* * *

—No se le da muy bien mentir —dijo Magnus cuando volvieron a la calle.


—Sabía que pasaba algo entre ella y Agnar.
—Pero ha sido convincente cuando ha dicho que fue cosa del pasado.
—Es posible —contestó Vigdís—. Comprobaré su coartada, pero supongo que
será cierta.
—Debe haber alguna conexión con Steve Jubb —conjeturó Magnus—. El
nombre de Isildur o Ísildur es importante, lo sé. ¿Has visto que no parecía
sorprendida cuando le hemos preguntado por su hermano que hace tiempo que
murió? Y si vio El señor de los anillos, se habría fijado en el nombre de Ísildur. No
dijo nada de esa conexión.
—¿Quieres decir que estaba tratando de quitar importancia al nombre de Ísildur?
—Exacto. Ahí hay una conexión de la que no ha hablado.
—¿Quieres que la llamemos a la comisaría para interrogarla? —sugirió Vigdís—.
Quizá debería verla Baldur.
—Vamos a dejarla un tiempo. Que se relaje, que baje la guardia. Volveremos a
entrevistarla de nuevo dentro de uno o dos días. Es más fácil encontrar las brechas de
una historia la segunda vez.
Fueron a preguntar a la mujer de la boutique de al lado. Ella les confirmó que se
había pasado por la galería de Ingileif una tarde de esa semana para pedirle bolsitas
de té, aunque no estaba del todo segura de si fue el lunes o el martes.
Vigdís condujo colina arriba hasta la Hallgrímskirkja. Magnus levantó la vista
hacia una enorme estatua de bronce que se erigía sobre un pedestal delante de la
iglesia. El primer vestur-íslenskur, Leifur Eiríksson, el vikingo que había descubierto
América mil años antes. Dirigió la mirada por encima del revoltijo de edificios de
colores intensos del centro de la ciudad hacia la bahía que estaba al oeste y, más allá,
el Atlántico.
—¿De dónde eres? —preguntó Magnus. Aunque su islandés mejoraba
rápidamente, lo encontraba agotador. Y había algo familiar en lo de estar sentado en
un coche con un compañero negro que le tentaba a volver a su idioma.
—Yo no hablo inglés —contestó Vigdís en islandés.
—¿A qué te refieres con que no lo hablas? Todos los islandeses menores de
cuarenta años saben hablar inglés.
—He dicho que no lo hablo, no que no sepa hablarlo.

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—Vale. Y bueno, ¿de dónde eres? —volvió a preguntarle Magnus, esta vez en
islandés.
—Soy de Islandia —contestó Vigdís—. Nací aquí. Vivo aquí. Nunca he vivido en
ningún otro lugar.
—De acuerdo —dijo Magnus. Un asunto delicado. Aunque debía admitir que el
de Vigdís era un nombre indudablemente islandés.
Vigdís dejó escapar un suspiro.
—Mi padre era un militar americano de la base aérea de Keflavík. No sé su
nombre, nunca lo conocí. Según mi madre, él ni siquiera sabe que existo.
¿Satisfecho?
—Lo siento —respondió Magnus—. Sé lo difícil que puede ser no conocer tu
identidad. Yo no sé aún si soy islandés o estadounidense y, a medida que me hago
mayor, me siento más confuso.
—Oye, yo no tengo ningún problema con mi identidad —repuso Vigdís—. Sé
exactamente quién soy, solo que los demás no se lo creen.
—Ah —dijo Magnus. Un par de gotas de lluvia cayeron sobre el parabrisas—.
¿Crees que va a estar lloviendo todo el día?
Vigdís se rio.
—Ahí lo tienes. Sí que eres islandés. Cuando no sepas qué decir, habla del
tiempo. No, Magnus. No creo que vaya a llover más de cinco minutos. —Bajó con el
coche por el otro lado de la colina en dirección a la central de la policía en
Hverfisgata—. Mira, lo siento. Para mí, simplemente es más fácil aclarar ese tipo de
cuestiones desde el principio. Las islandesas somos así, ya sabes. Decimos lo que
pensamos.
—Debe de ser duro ser la única policía negra del país.
—Tienes toda la razón. Estoy segura de que Baldur no quería que entrara en la
comisaría. Y lo cierto es que no paso inadvertida cuando voy por la calle, ¿sabes?
Pero hice bien los exámenes y me esforcé por conseguirlo. Fue Snorri quien me dio el
trabajo.
—¿El inspector jefe?
—Me dijo que mi nombramiento era una señal importante para que la policía de
Reikiavik diera una imagen moderna y abierta. Sé que algunos de mis compañeros
creen que es absurdo que haya una policía negra en esta ciudad, pero espero haber
demostrado lo que valgo —terminó diciendo con un suspiro.
—Bueno, a mí me pareces una buena policía —dijo Magnus.
Vigdís sonrió.
—Gracias.
Llegaron a la comisaría, un largo y feo edificio de oficinas de hormigón situado
enfrente de la estación de autobuses. Vigdís dirigió el coche hacia el interior de un
recinto cercado que había en la parte de atrás y aparcó. La lluvia empezó a caer con
más fuerza, golpeando enérgicamente el capó. Vigdís dirigió la mirada hacia el agua

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que salpicaba por todo el aparcamiento y vaciló.
Magnus decidió aprovecharse de la sinceridad de Vigdís para saber un poco más
sobre dónde se había metido.
—¿Árni Holm tiene algún tipo de parentesco con Thorkell Holm?
—Sobrino. Y sí, es probable que esa sea la razón por la que entró en la comisaría.
No es exactamente nuestro mejor oficial, pero es inofensivo. Creo que Baldur está
intentando deshacerse de él.
—¿Y por eso me lo ha asignado a mí?
Vigdís se encogió de hombros.
—No sé qué decir.
—A Baldur no le hace muy feliz que yo esté aquí, ¿verdad?
—No. A los islandeses no nos gusta que los americanos, ni ningún otro, vengan a
enseñarnos lo que tenemos que hacer.
—Eso puedo entenderlo —dijo Magnus.
—Pero hay algo más. Se siente amenazado por ti. Supongo que todos nos
sentimos así. El año pasado hubo un asesino suelto. Mató a tres mujeres antes de que
se entregara.
—Lo sé. Me lo contó el inspector jefe.
—Bueno, pues Baldur estaba a cargo de la investigación. No pudimos encontrar
al asesino y se presionó mucho a Snorri y a Thorkell para que hicieran algo. La gente
quería que rodaran cabezas. Sustituir a Baldur habría sido lo más fácil, pero Snorri no
lo hizo. Yo creo que Baldur aún no lo ha superado. Necesita resolver este caso y
necesita hacerlo él solo.
Magnus suspiró. Entendía la situación de Baldur, pero eso no iba a hacer que su
vida en Reikiavik fuera fácil.
—¿Y tú qué opinas?
Vigdís sonrió.
—Yo creo que puedo aprender algo de ti y eso siempre es bueno. Vamos. La
lluvia está amainando, tal y como te dije que pasaría. No sé tú, pero yo tengo cosas
que hacer.

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8
Ingileif se quedó preocupada tras la visita de los dos policías. Una pareja extraña: la
mujer negra tenía un acento islandés impecable, mientras que el hombre alto y
pelirrojo hablaba con vacilación y un deje americano. Y ninguno de los dos la había
creído.
Desde que había leído la noticia de la muerte de Agnar en el periódico había
estado esperando a la policía. Pensaba que había perfeccionado su historia, pero, al
final, no creía haberlo hecho muy bien. Simplemente no se le daba bien mentir. Aun
así, se habían ido. Quizá no volvieran, aunque no podía evitar pensar que sí lo harían.
La tienda estaba vacía, así que volvió a su mesa y sacó algunas hojas de papel y
una calculadora. Se quedó mirando todas aquellas cifras en negativo. Si retrasaba el
pago de la factura de la electricidad, podría pagar a Svala, la mujer que había hecho
las piezas de cristal de la galería. Algo se removió en su estómago y una ya conocida
sensación de náuseas le recorrió el cuerpo.
Aquello no podía seguir así mucho tiempo.
Le encantaba la galería. A todas, a las siete mujeres que eran sus propietarias y
cuyas piezas se vendían allí. Al principio, habían sido socias igualitarias: ella
aportaba su destreza para hacer bolsos y zapatos de piel de pez curtida dándole un
bonito y luminoso brillo de diferentes colores. Pero resultó que tenía un talento
natural para promocionar y organizar lo que hacían los demás. Había aumentado las
ventas y subido los precios e insistía en que se concentraran en los artículos de la más
alta calidad.
Su gran paso adelante había sido la relación que había desarrollado con Nordidea.
Era una empresa de Copenhague pero tenía tiendas por toda Alemania suministrando
artículos a diseñadores de interiores. El arte islandés se ajustaba bien a los espacios
minimalistas que tan de moda estaban allí. Sus diseñadoras se dedicaban a hacer
cristalerías, jarrones y candelabros de lava, joyas, sillas, lámparas, así como paisajes
abstractos y los artículos de piel de pez que ella misma fabricaba. Nordidea se los
compraba todos.
Los pedidos de Copenhague habían aumentado de una forma tan rápida que
Ingileif había tenido que recurrir a más diseñadores, haciendo siempre hincapié en la
mejor calidad. El único problema era que Nordidea era lenta a la hora de pagar.
Después, cuando la crisis crediticia afectó a Dinamarca y a Alemania, se volvieron
aún más lentos. Y luego simplemente dejaron de pagar.
Tenía que hacer frente a las cuotas de un gran crédito que habían pedido al banco.
Por consejo del director de su banco, las socias habían pedido dinero a bajo interés.
El tipo de interés fue bajo durante uno o dos años, pero a medida que la corona
islandesa se devaluaba, el tamaño del crédito había aumentado hasta un punto en que
aquellas mujeres ya no podían cumplir con los pagos que habían acordado en un
principio.

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Y lo más importante para Ingileif era que la galería le debía a sus diseñadoras
millones de coronas y esa era una deuda que estaba absolutamente decidida a pagar.
La relación con Nordidea había sido totalmente cosa suya; había sido un error de ella
y pagaría por ello. Sus socias no tenían ni idea de lo serio que era aquel problema e
Ingileif no quería que lo descubrieran. Ya había gastado la herencia que le dejó su
madre, pero no había sido suficiente. Aquellas diseñadoras no eran solo sus amigas:
Reikiavik era un lugar pequeño y todo el mundo del diseño conocía a Ingileif.
Si decepcionaba a aquella gente, no lo olvidarían, y ella tampoco lo haría.
Cogió el teléfono para llamar a Anders Bohr, de la empresa de contaduría que
estaba tratando de recuperar algo de las caóticas cuentas de Nordidea. Lo llamaba una
vez al día, haciendo uso de una mezcla de encanto y dureza con la esperanza de
azuzarle para que le diera algo. Parecía gustarle hablar con ella, pero aún no había
hecho nada. Lo único que podía hacer ella era intentarlo. Ojalá pudiera permitirse un
billete de avión para ir a verlo en persona.

* * *

A cien kilómetros al este, un Suzuki rojo con tracción a las cuatro ruedas salía del
recinto de un edificio. Constaba de tres construcciones: una amplia cochera, una casa
grande y una iglesia algo más pequeña. Un hombre alto salió del coche: medía más
de un metro ochenta, tenía el pelo oscuro algo grisáceo por las sienes, un mentón
fuerte oculto por la barba y unos ojos oscuros que brillaban bajo sus cejas pobladas.
Parecía tener cuarenta y cinco años y no su edad real, que era de sesenta y uno.
Era el pastor de Hruni. Se estiró y dio una gran bocanada de aire frío y limpio.
Unas nubes blancas atravesaban el cielo azul claro. El sol estaba bajo. Nunca subía
mucho en estas latitudes, pero emanaba una luz clara que dejaba en sombra el
contorno de las colinas y montañas que rodeaban Hruni.
A lo lejos, hacia el norte, la luz del sol adquiría un magnífico color blanco sobre
la superficie horizontal del glaciar que se dejaba ver entre los huecos de las montañas.
Bajas colinas, praderas aún marrones en esta época de la primavera y rocas rodeaban
la aldea. El pueblo de Flúdir, aunque solo estaba justo al otro lado de las montañas
hacia el oeste, podría haber estado a veinte kilómetros. O a cincuenta.
El pastor se giró y contempló su querida iglesia. Se trataba de un edificio pequeño
con fachada de metal ondulado pintado de blanco y un tejado del mismo material de
color rojo al abrigo de las colinas. La iglesia databa de unos ochenta años atrás, pero
las lápidas que la rodeaban eran de piedra gris nudosa y erosionada por los elementos.
Como todo en Islandia, los edificios eran nuevos, pero los lugares antiguos.
El pastor acababa de regresar de atender a una de sus feligresas, la esposa de un
granjero de ochenta años que sufría un cáncer terminal. Pese a su intimidatoria
presencia, el pastor era bueno con su congregación. Algunos de sus colegas de la
Iglesia de Islandia podrían tener un mejor conocimiento de Dios, pero el pastor

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conocía al diablo y, en un país que vivía bajo la constante amenaza de los terremotos,
los volcanes o las tormentas, donde los troles o los fantasmas vagaban por el campo y
los oscuros inviernos ahogaban a las comunidades aisladas con su fría empuñadura,
conocer al diablo era algo importante.
Todos los integrantes de la congregación de Hruni conocían el terrible destino de
sus predecesores, que habían bailado con Satán y habían sido tragados por la tierra
por culpa de sus pecados.
Martín Lutero había conocido al diablo. Jón Thorkelsson Vídalín, en cuyos
sermones del siglo XVII se había inspirado enormemente el pastor, también lo
conocía. De hecho, por petición de la esposa del granjero, el pastor había hecho uso
de una bendición de la liturgia anterior a 1982 para mantener alejados a los malos
espíritus de su casa. Había funcionado. A las mejillas de la anciana había vuelto el
color y había pedido algo de comer, la primera vez que lo hacía en una semana.
El pastor tenía un aspecto de autoridad en asuntos espirituales que daba confianza
a la gente. También les daba miedo.
Antiguamente, solía realizar un doble acto muy efectivo con su viejo amigo, el
doctor Ásgrímur, que había entendido lo importante que era conceder a sus pacientes
el deseo de curarse por sí mismos. Su sustituta, una mujer joven que venía de otro
pueblo a quince kilómetros de distancia, era completamente fiel a la medicina y hacía
lo posible por mantener al pastor lejos de sus pacientes.
Echaba de menos a Ásgrímur. El doctor había sido el segundo mejor jugador de
ajedrez de la zona, por detrás del pastor mismo, y el segundo más leído. El pastor
necesitaba el estímulo de un compañero intelectual, sobre todo durante las largas
noches de invierno. No echaba de menos a su esposa, que lo había abandonado unos
años después de la muerte de Ásgrímur, incapaz de comprender ni simpatizar con las
cada vez mayores excentricidades de su marido.
El recuerdo de Ásgrímur le hizo al pastor pensar en la noticia que había leído el
día anterior sobre el profesor que había sido encontrado muerto en el lago
Thingvellir. Torció el gesto y se dirigió a su casa.
A trabajar. El pastor estaba escribiendo un estudio a fondo sobre el erudito
medieval Saemundur el Sabio. Ya había terminado veintitrés cuadernos a mano. Le
quedaban al menos otros veinte.
Se preguntó si su propia reputación se equipararía alguna vez a la de Saemundur
y si algún futuro pastor de Hruni escribiría sobre él. Le pareció absurdo. Pero quizá
algún día sería recordado por hacer algo que todo el mundo conocería.
Algún día.

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Árni estaba teniendo dificultades a la hora de encontrar a alguien que dominara el
élfico en Islandia, especialmente un sábado.
La pareja de profesores de la universidad a los que llamó se mostraron
displicentes ante su petición. Tolkien no era una materia de estudio seria y la única
persona que había mostrado algo de interés en el autor británico había sido el mismo
Agnar, pero sus colegas dudaban de que hablara élfico. Así que Magnus le sugirió a
Árni que buscara en internet para ver qué encontraba.
El mismo Magnus decidió hacer uso de internet para tratar de localizar a Ísildur.
Claramente, Ísildur era el socio principal en su relación con Steve Jubb y,
probablemente, quien ponía el dinero. Si Steve Jubb no les contaba nada sobre el
trato al que estaba llegando con Agnar, puede que Ísildur sí lo hiciera. Si es que lo
encontraban.
Cuanto más pensaba Magnus en ello, menos probable le parecía que Ísildur fuera
un amigo de Jubb de Yorkshire. Ese tipo de apodos era más común en el mundo de
internet que en el físico.
Pero antes de ponerse a trabajar, había un correo electrónico que le estaba
esperando, enviado por el agente Hendricks, quien afortunadamente sí parecía estar
trabajando el sábado.
Era de Colby.
Magnus respiró hondo y lo abrió.

Magnus:
La respuesta es no. Estoy segura de que en realidad no lo sientes, así
que no finjas.
No te molestes en enviarme más correos, no los voy a contestar.
C.

Magnus sintió un impulso de rabia. Por supuesto, Colby tenía razón. Lo cierto es
que no quería casarse con ella y era imposible que pudiera convencerla de que sí lo
deseaba. Pero estaba preocupado por su seguridad. Le escribió rápidamente.

Hola, Colby:
Estoy muy preocupado por ti. Necesito que estés a salvo. Ya. Si no
quieres venirte conmigo, trataré de arreglarlo de otro modo. Así que, por
favor, mantente en contacto conmigo. Y si no es conmigo, con el FBI o con el
subcomisario Williams de Schroeder Plaza. Si lo haces, habla directamente
con él y solo con él.

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Por favor, haz esto por mí.
Te quiero.
Magnus

Probablemente no funcionaría, pero valía la pena intentarlo.


Magnus se pasó el resto de la tarde en las turbias aguas de internet tanteando por
foros y chats. Había por allí una enorme cantidad de fanáticos de El señor de los
anillos. Parecían dividirse entre aficionados y obsesos. Los aficionados eran en su
mayoría chicos de trece años que no sabían escribir, que habían visto todas las
películas y pensaban que los balrogs molaban un montón. O se trataba de chicas de
trece años que no sabían escribir, que habían visto las películas y que pensaban que
Orlando Bloom estaba realmente bueno.
Aquellas breves entradas eran superadas por los impresionantes artículos
aportados por los obsesos, que escribían miles de palabras sobre aspectos confusos de
la Tierra Media, el mundo inventado por Tolkien. Había discusiones sobre si aquellos
balrogs tenían alas reales o metafísicas, sobre los motivos de que no existieran ents
jóvenes o sobre quién o qué era exactamente Tom Bombadil.
Magnus no había vuelto a leer El señor de los anillos desde que tenía trece años y
solo albergaba un vago recuerdo de todos aquellos personajes. Pero lo que le
sorprendía no era simplemente la oscuridad de aquellos argumentos, sino la pasión y
la ocasional virulencia que los acompañaban. Estaba claro que para muchísima gente
de todo el mundo, El señor de los anillos era algo importantísimo.
Después de dos horas encontró una entrada de un hombre llamado Ísildur. Uno de
los obsesos. Contenía varios párrafos que comentaban un largo artículo académico
escrito por alguien llamado John Minshall sobre la naturaleza del poder del Anillo
Único en El señor de los anillos.
Había varios anillos de poder en el libro de Tolkien, todos creados por los elfos,
excepto el más grande de ellos, el Anillo Único que los dominaba a todos y que fue
creado por Sauron, el Señor Oscuro. Mucho antes de que tuvieran lugar los sucesos
que se relatan en este libro, se libró una batalla desesperada entre el malvado Sauron
y una alianza de hombres y elfos, una batalla que ganó esta alianza. El anillo lo
arrancó de la mano del Señor Oscuro un hombre llamado Ísildur. Pero más tarde,
cuando se dirigían a casa, el victorioso Ísildur y sus hombres sufrieron una
emboscada de los orcos. Cuando Ísildur trataba de escapar, saltó al río, donde el
anillo se escurrió de sus dedos y se perdió. Poco después, los orcos lo apresaron y lo
mataron a flechazos.
El anillo permaneció en el lecho del río durante siglos, hasta que fue descubierto
por una criatura parecida a un hobbit llamada Déagol, que se encontraba pescando
allí con su amigo Sméagol. A este último le invadió el deseo de tener aquel hermoso
y reluciente anillo y, como su amigo se negó a dárselo, lo estranguló y se colocó el

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anillo en el dedo. Con el tiempo, Sméagol terminó corrompido por el anillo y se
convirtió en una criatura obsesiva y escurridiza llamada Gollum hasta que por fin,
varios siglos después, le quitó el anillo Bilbo Bolsón, el héroe del primer libro de
Tolkien, El hobbit.
El anillo tiene todo tipo de poderes. El portador del anillo no envejece, pero
finalmente termina agotado y desaparece. Si el poseedor del anillo se lo pone, se
vuelve invisible ante los mortales normales. Con el paso del tiempo, el anillo ejerce
un poder sobre su portador, haciendo que mienta, engañe e incluso mate con tal de
seguir poseyéndolo. Llevarlo se convierte en una adicción. Pero lo que es más
importante, Sauron, el Señor Oscuro, está buscando el anillo. Cuando lo encuentre
conseguirá el dominio absoluto sobre la Tierra Media. El único modo de que el anillo
pueda ser destruido es llevarlo al Monte del Destino, un volcán situado en el centro
de Mordor, la tierra de Sauron, y lanzarlo por la Grieta del Destino. Esta se convierte
en la búsqueda del sobrino de Bilbo, un hobbit llamado Frodo.
Minshall argumentaba que los poderes del anillo demostraban que se había
inspirado en las óperas del ciclo de El anillo del nibelungo de Wagner, en las que los
dioses compiten por hacerse con el control del anillo y dominar el mundo.
Esta idea molestó seriamente al actual Ísildur.
Citaba al mismo Tolkien, quien negaba que hubiera ninguna conexión,
asegurando que «ambos anillos son redondos y que ahí terminan los parecidos».
Después, Ísildur lanzaba un largo discurso en el que citaba desde La saga de los
volsungos hasta la Edda prosaica, ambas escritas en Islandia en el siglo XIII.
Aseguraba que Tolkien había leído La saga de los volsungos cuando aún estaba en el
colegio y que esta le había inspirado durante el resto de su vida.
Ambas fuentes describen cómo tres dioses, Odín, Hoenir y el embaucador Loki,
estaban de viaje cuando se encontraron con una catarata en la que un enano llamado
Andvari estaba pescando transformado en un lucio. Loki lo atrapó y le quitó su oro.
Andvari trató de quedarse con un anillo mágico, pero Loki lo vio y amenazó al enano
con llevarlo a Hela, que era la hija de Loki, diosa de los muertos, si no le entregaba el
anillo. Andvari lanzó una maldición sobre el anillo y desapareció tras una roca.
Durante el resto de la saga, el anillo pasa de una persona a otra, provocando el caos
por dondequiera que va. Parece que Ísildur creía que tanto J. R. R. Tolkien como
Richard Wagner habían leído La saga de los volsungos, lo cual explicaba la similitud
entre las dos historias.
Después seguía una serie de entradas de uno y otro lado cada vez más acaloradas
hasta que aparecía un tercer participante que llamaba mentiroso y plagiador a
Tolkien. Aquello pareció unir a Minshall y a Ísildur en defensa de su héroe y el
asunto quedó así finiquitado.
Magnus tenía la fuerte sospecha de que se trataba del mismo Ísildur que era socio
de Steve Jubb: los dos compartían el mismo interés por La saga de los volsungos. Por
suerte, la página web incluía un enlace a la dirección de correo electrónico de las

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personas que participaban con sus entradas. La dirección de Ísildur indicaba un
proveedor de internet de Estados Unidos. La pregunta era cómo podía descubrir
Magnus de quién se trataba.
Había una pequeña posibilidad de obtener una respuesta enviándole un correo
electrónico en el que la policía de Reikiavik le pidiera ayuda en la investigación de un
asesinato. Pero había más posibilidades de que Ísildur se diera cuenta de que la
policía iba a por él y se quedara en silencio.
El año anterior Magnus había estado implicado en la investigación de la violación
y asesinato de una mujer en el barrio de clase media de Brookline. Esta mujer había
recibido correos anónimos de un acosador. Con la ayuda de un joven técnico llamado
Johnny Yeoh, de Informática Forense, Magnus había localizado la dirección IP del
ordenador desde el que se habían enviado los correos, a pesar de todas las
estratagemas que había utilizado el que los envió para ocultarlo. Resultó que se
trataba del vecino de al lado de la mujer. Ahora cumplía cadena perpetua en la prisión
de Cedar Junction.
Magnus tenía la dirección de correo de Ísildur. Lo único que necesitaba era
provocar un correo electrónico de respuesta por su parte que incluyera el
«encabezamiento» que revelara la dirección IP del ordenador de Ísildur.
Pensó por un momento y, a continuación, escribió:

Hola, Ísildur:
Tu comentario sobre La saga de los volsungos me ha parecido muy
interesante. ¿Dónde puedo conseguir un ejemplar?
Matt Johnson

Una pregunta sencilla, si bien algo tonta, a la que Ísildur solo tardaría unos
segundos en contestar, con suerte no demasiado tiempo como para preocuparse por la
dirección de correo desde la que había sido enviada. Merecía la pena intentarlo.
El problema con la correspondencia electrónica era que nunca se sabía cuánto
tiempo tardaría en llegar la respuesta. Podría ser un minuto, una hora, un día o un
mes. Mientras esperaba, Magnus fue a ver qué hacía Árni. Había hecho algunos
avances: había encontrado un profesor de lingüística de la Universidad de Nueva
Gales del Sur que aseguraba ser experto en los idiomas inventados por Tolkien, de los
que se suponía que existían catorce. Al igual que Magnus, le había enviado una
pregunta por correo electrónico y estaba esperando la respuesta.
Árni encontró también indicios de un Ísildur. Había alguien que utilizaba ese
sobrenombre y que parecía estar tratando de crear un servicio de traducción on-line
directa e inversa del quenya, uno de los idiomas élficos más detallados por Tolkien.
En cuanto a si se trataba del mismo Ísildur o de algún otro fanático de El señor de los
anillos, no podían estar seguros.

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Magnus volvió a su ordenador. Había tenido suerte. Encontró un breve correo
electrónico de Ísildur.

Hola, Matt:
Puedes conseguir un ejemplar en Amazon. Hay una buena edición de
Penguin Classics. Merece la pena leerlo. Disfrútalo.
Ísildur

Magnus pulsó unas cuantas teclas de su ordenador y apareció una serie de códigos
y números, el encabezamiento del correo.
Un filón.
—Árni, ¿conoces a alguien de tu Departamento de Informática Forense que pueda
comprobarme el encabezamiento de una dirección de correo?
Árni pareció dudar.
—Es sábado. Estarán en casa. Podría tratar de localizar a alguno, pero tardaré un
rato. Es probable que tengamos que esperar al lunes.
Lo del lunes no era una buena idea. Magnus miró el reloj. Casi era la hora del
almuerzo en Boston. Johnny Yeoh era un civil, no un oficial de la policía, pero era el
tipo de friqui que lo dejaría todo con tal de ayudar si algo le interesaba. Magnus y él
se llevaban bien, sobre todo desde que Magnus se había asegurado de que Johnny
recibiera buenas alabanzas por su trabajo a la hora de localizar al asesino de
Brookline. Ese sería el tipo de tarea que pondría en marcha el cerebro de Johnny.
Magnus escribió un correo rápido cortando y pegando el encabezamiento del
mensaje de Ísildur. Se aseguró de que no hubiera nada en el texto del correo que
pudiera indicar que se encontraba en algún lugar que no fuera el corazón de los
Estados Unidos. Pensó enviarlo a la dirección de Johnny del Departamento de Policía
de Boston a través del agente Hendricks. El problema es que Johnny no lo recibiría
hasta el lunes. Magnus necesitaba un resultado más rápido.
Magnus recordaba la dirección de correo privado de Johnny. La había utilizado
bastantes veces el año anterior. Sopesó los riesgos. No había modo alguno de que
nadie estuviera controlando si Johnny Yeoh se ponía en contacto con Magnus. Y
aunque Lenahan tenía muchos amigos en todo el Departamento de Policía, lo menos
probable es que Johnny fuera uno de ellos.
Escribió la dirección de Johnny y pulsó la tecla de envío.
Con un poco de suerte, por la mañana sabrían quién era Ísildur.

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Thingholt era un revoltijo de casitas de colores alegres del distrito postal 101 del
centro de Reikiavik, pegado a la ladera de la colina por debajo de la enorme iglesia.
Era el barrio donde vivían los artistas, los diseñadores, los escritores, los poetas, los
actores, los progres y los modernos.
Lo cierto es que no se trataba del típico barrio para un policía, pero a Magnus le
gustó.
Árni lo condujo por una calle tranquila a la vuelta de la esquina de la galería que
Magnus había visitado esa misma tarde y se detuvo en el exterior de una casa
diminuta, probablemente la más pequeña de la calle. La fachada era de cemento de
color crema y el tejado de metal ondulado verde lima del que sobresalía una única
ventana. La pintura de los muros y del tejado estaba desconchada y la hierba del
pequeño jardín que había a un lado de la casa estaba descuidada y pisoteada. Pero a
Magnus le recordó a la casa en la que se había criado cuando era pequeño.
Árni llamó al timbre de la puerta. Esperó. Volvió a llamar.
—Probablemente esté dormida.
Magnus miró el reloj. Aún eran las siete.
—Se acuesta temprano.
—No. Quería decir que aún no se habrá levantado.
Justo entonces, la puerta se abrió y apareció una chica muy alta, morena y de
rostro pálido, vestida con una camiseta muy pequeña y pantalones cortos.
—¡Árni! —exclamó—. ¿Qué haces despertándome a estas horas?
—¿Qué tiene de malo venir a estas horas? —preguntó a su vez Árni—. ¿Podemos
pasar?
La chica asintió inclinando despacio la cabeza y dio un paso atrás para dejarlos
entrar. Atravesaron el vestíbulo y pasaron a una pequeña sala de estar en la que había
un sofá largo y azul, una televisión grande, un par de pufs apoyados sobre el suelo de
madera pulida y una estantería llena de libros. Las paredes estaban revestidas de
madera; la más larga estaba pintada con remolinos de color azul, verde y amarillo,
dando la impresión de isla tropical.
—Esta es mi hermana, Katrín —los presentó Árni—. Este es Magnús. Es un
americano amigo mío. Está buscando un lugar donde vivir en Reikiavik y le sugerí
que se quedara aquí.
Katrín se frotó los ojos y se concentró en Magnus. Su camiseta era ancha y sin
mangas y dejaba ver uno de sus pequeños pechos. Se parecía mucho a Árni en la
altura, la delgadez y el cabello moreno, pero mientras los rasgos de Árni eran suaves,
los de ella eran fuertes, con la piel de la cara blanca, las mejillas y el mentón
angulares, pelo corto y tupido y ojos grandes y oscuros.
—Hola. ¿Qué tal? —lo saludó en inglés con acento británico.
—Muy bien —contestó Magnus—. ¿Y tú?

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—Bien —murmuró ella.
—¿Nos sentamos y hablamos un poco? —sugirió Árni.
Katrín centró su atención en Magnus, mirándolo de arriba abajo.
—No. Me parece bien. Voy a volver a la cama. —Y dicho esto, entró en un
dormitorio al otro lado del vestíbulo.
—Parece que has aprobado —dijo Árni—. Deja que te enseñe tu habitación. —
Subió con Magnus por unas escaleras estrechas—. Nuestros abuelos vivían aquí.
Ahora es de nosotros dos y alquilamos la habitación del piso superior. Aquí está.
Entraron en una habitación pequeña equipada con los muebles básicos: cama,
mesa, un par de sillas y cosas así. Había dos ventanas y la pálida luz de la tarde
entraba por una de ellas. Por la otra, Magnus podía ver el chapitel de la
Hallgrímskirkja elevándose por encima del mosaico multicolor de tejados metálicos.
—Bonitas vistas —dijo.
—¿Te gusta la habitación?
—¿Qué pasó con el anterior inquilino?
La expresión de Árni parecía afligida.
—Lo arrestamos. La semana pasada.
—Vaya. ¿Drogas?
—Anfetaminas. Un camello de poca monta.
—Entiendo.
Árni carraspeó.
—Te agradecería mucho que vigilaras a Katrín mientras estés aquí. Con
discreción, por supuesto.
—¿No le importará? Quiero decir, ¿le parece bien compartir la casa con un
policía?
—No es necesario que le digas a qué te dedicas, ¿no crees? Y tampoco le diría al
comisario jefe Thorkell que vives aquí.
—¿El tío Thorkell no lo aprobaría?
—Digamos simplemente que Katrín no es su sobrina preferida.
—¿Cuánto es el alquiler?
Árni mencionó una cifra que pareció muy razonable.
—Hace un año habría sido el doble —le aseguró a Magnus.
—Te creo —contestó Magnus con una sonrisa. Le gustaba aquella pequeña
habitación, le gustaba la casa diminuta, le gustaban las vistas e incluso le gustaba el
aspecto de la misteriosa hermana—. Me la quedo.
—Estupendo —dijo Árni—. Entonces vamos a recoger tus cosas al hotel.
No tardaron mucho en llevar la maleta de Magnus a la casa y una vez que Árni se
aseguró de que Magnus se había instalado, lo dejó allí. No había noticias de Katrín.
Magnus salió a la calle. Consultando un plano de la ciudad, bajó hasta la siguiente
calle y giró. El cielo se había despejado, excepto por una pequeña parte que cubría la
cima de piedra y nieve del monte Esja. Magnus empezó a ver en aquello una pauta: la

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parte inferior de la nube subía y bajaba por la montaña varias veces al día,
dependiendo del tiempo. El aire era limpio y fresco. A las ocho y media seguía
habiendo luz.
Encontró la calle que buscaba y avanzó por ella lentamente, examinando cada
casa mientras lo hacía. Puede que no la reconociera después de tantos años. Puede
que hubieran cambiado el color del tejado. Pero tras pasar por un badén, la vio: la
pequeña casa con el tejado azul de su infancia.
Se detuvo delante de ella y se quedó mirándola. El pequeño mostellar seguía allí,
pero le habían atado una cuerda a una de sus ramas. Una buena idea. Había un balón
de fútbol desinflado en un arriate de narcisos que estaban a punto de florecer. Se
alegró de que siguiera habiendo niños allí. Imaginaba que casi todas las casas de
aquel barrio estaban ahora habitadas por parejas jóvenes. En el exterior había un
arrogante Mercedes todoterreno con dos asientos para niños. Muy diferente al viejo
Volkswagen Escarabajo de su padre.
Cerró los ojos. Por encima del murmullo del tráfico pudo oír a su madre
llamándolos a Óli y a él para que entraran a acostarse. Sonrió.
Entonces comenzó a abrirse la puerta de la entrada y apartó la vista, avergonzado
de que los actuales propietarios vieran a un extraño mirando lascivamente su casa.
Siguió bajando la cuesta hacia el centro de la ciudad. Pasó junto a un grupo de
cuatro hombres y una mujer que descargaban una furgoneta.
Un grupo de música que se preparaba para la noche del sábado. La chica de la
minifalda de piel de leopardo y faldón pasó a toda velocidad con su bicicleta. Se dio
cuenta de que en Reikiavik podías ver a la misma persona en la calle varias veces en
un mismo día.
Se detuvo en la librería Eymundsson, una joya de vidrio en Austurstraeti, donde
compró el último ejemplar en inglés de El señor de los anillos y otro de La saga de
los volsungos, este en islandés.
Siguió caminando hacia el Puerto Viejo y otro recuerdo de su infancia, un
pequeño quiosco rojo, Baejarins beztu pylsur. Él y su padre solían ir allí todos los
miércoles por la noche después del entrenamiento de balonmano, para comerse un
perrito caliente. Se puso en la cola. Al contrario que el resto de Reikiavik, Baejarins
beztu no había cambiado con los años, excepto que ahora había una fotografía en el
exterior de un Bill Clinton sonriente comiéndose una enorme salchicha.
Masticando su perrito caliente, atravesó paseando el recinto del puerto y el
muelle. Se trataba de un puerto en activo, pero a aquella hora de la noche estaba en
calma. A un lado había barcos pesqueros y, al otro, lustrosos buques para ir a avistar
ballenas y pequeñas barcas de pesca. Olía a pescado y a gasóleo, aunque Magnus
pasaba junto a un surtidor blanco y achaparrado de hidrógeno. Se detuvo cuando
llegó al final, a una respetuosa distancia de un pescador que andaba manipulando su
cebo en el interior de una bolsa, y contempló aquella quietud.
Por detrás del muro del puerto, el peñón negro y la nieve blanca del monte Esja se

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reflejaba en las aguas de color gris metálico. Una gaviota daba vueltas a su alrededor,
esperando que tirara algún resto de pan, pero pocos segundos después se alejó
emitiendo una queja de decepción. Una lancha motora de apariencia oficial surcó la
entrada del puerto dispuesta a cumplir alguna misión burocrática náutica.
Islandia había cambiado mucho desde su interrumpida infancia, pero lo que aún
reconocía de Reikiavik lo devolvió a sus primeros años, sus años de felicidad. No
tenía motivos para visitar a la familia de su madre. Ni siquiera tenían por qué saber
que estaba en el país. Estaba encantado al ver cómo su islandés volvía con tanta
facilidad, aunque sabía que hablaba con cierto acento americano. Tenía que seguir
trabajando aquellas erres.
Reikiavik se encontraba muy lejos de Boston, a mucha distancia al norte de
Boston. Veinticinco grados de latitud. No era solo el aire frío y las manchas de nieve
lo que le hacía llegar a aquella conclusión —el puerto de Boston también podía ser
bastante frío y desolador—, sino la luz: clara pero suave, pálida, fina. Había una sutil
calidez en los colores grises del puerto de Reikiavik en comparación con los otros
más fuertes de Boston.
Pero se alegraría cuando llegara la fecha del juicio y pudiera volver. Aunque el
caso de Agnar era interesante, echaba de menos el tono violento de las calles de
Boston. En algún momento de aquellos últimos diez años, resolver la sucesión diaria
de tiroteos, apuñalamientos y violaciones, buscar a los malos para llevarlos ante la
justicia se había convertido en algo más que un trabajo. Se había convertido en una
necesidad, una costumbre, una droga.
Reikiavik no era así. Era una ciudad de juguete.
Sintió una punzada de remordimiento. Se encontraba a salvo, a miles de
kilómetros de aquella ciudad atestada de bandas de narcóticos y juicios por
corrupción policial. Pero Colby no lo estaba. ¿Cómo podía hacer que lo escuchara?
Tenía la sensación de que cuanto más lo intentara, más obstinada se volvería ella.
Pero ¿por qué? ¿Por qué tenía que comportarse así? ¿Por qué tenía que utilizar Colby
aquel asunto, entre todos los demás, para tratar de resolver la cuestión de la relación
que ambos tenían? Si él fuera más sutil a nivel emocional, si fuera como Colby,
podría encontrar el modo de manipularla para que viniera a encontrarse con él. Pero
mientras trataba de pensar en un plan, su cabeza le daba vueltas.
Dejó escapar un suspiro y volvió a la ciudad. Mientras subía de nuevo la colina
por el Laugavegur buscó algún bar donde tomar una cerveza rápida. Por una calle
lateral vio un lugar llamado Grand Rokk. Por fuera parecía un destartalado bar
bostoniano, pero con un toldo por encima de las mesas en las que una docena de
personas fumaban mientras tomaban su copa. En el interior, los clientes ocupaban una
cuarta parte del local. Magnus se abrió paso junto a un grupo de habituales que se
habían alineado a lo largo de la barra y le pidió una Thule grande a un camarero con
la cabeza afeitada. Se acomodó en un taburete del rincón y le dio un sorbo a la
cerveza.

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Parecía como si los otros clientes llevaran allí mucho más tiempo. Varios de ellos
tenían junto a sus cervezas unos vasos de chupito con un líquido marrón. Una hilera
de mesas a lo largo de una de las paredes tenía incrustado un tablero de ajedrez. Unos
clientes estaban jugando. Magnus se distrajo mirándolos. Los jugadores no eran muy
buenos. Podría vencerlos fácilmente.
Sonrió al recordar cómo se enfrentaba a su padre, un jugador formidable, noche
tras noche. La única forma en la que Magnus podía vencer a aquel estratega tan
inteligente era atacando agresivamente a su rey. Casi siempre fracasaba, pero, a
veces, solo a veces, se abrió paso y ganó la partida, para gusto tanto del padre como
del hijo. Magnus sabía que aunque su padre nunca le diera un respiro, lo alentaba,
siempre lo alentaba.
Muchas veces, Magnus miraba a su padre solo a través del terrible prisma de su
asesinato, olvidando los tiempos más felices anteriores a su muerte. Más felices, pero
no felices.
Ragnar fue un hombre muy inteligente, un matemático reputado a nivel
internacional, y aquel fue el motivo por el que le ofrecieron un puesto en el MIT, el
Instituto de Tecnología de Massachusetts. También fue una persona compasiva, el
salvador que había alejado a Magnus y a su hermano de las miserias de Islandia
cuando ya temían que los había abandonado. Magnus tenía muy buenos recuerdos de
su padre durante sus años de adolescencia: no solo jugando al ajedrez y leyendo
juntos las sagas, sino también saliendo de excursión por los Adirondacks y por
Islandia y las largas conversaciones nocturnas sobre cualquier cosa que interesara a
Magnus, discusiones entre adversarios en las que su padre siempre le escuchaba y
respetaba su opinión, aunque también trataba de demostrar que se equivocaba.
Pero había un aspecto de la vida de su padre que Magnus nunca comprendió: su
relación con las mujeres. No comprendía por qué Ragnar se había casado con su
madre ni por qué la había dejado. Lo cierto es que no entendía por qué se había
casado después con aquella horrible mujer, Kathleen. Era la joven esposa de otro
profesor del MIT y Magnus se dio cuenta más tarde de que debían estar teniendo una
aventura incluso cuando Magnus se trasladó con su padre a Boston. Aunque por fuera
era encantadora y guapa, Kathleen resultó ser una mujer controladora que sentía celos
de Magnus y Ollie. A los pocos meses de haberse casado, pareció que Ragnar
también le empezaba a molestar. Magnus no tenía ni idea de por qué su padre no
había visto venir aquello.
Dieciocho meses después de aquel espantoso matrimonio, Ragnar murió. Lo
encontraron muerto a puñaladas en el suelo de la sala de estar de la casa que
alquilaban durante los veranos en Duxbbury, en la costa sur de Boston.
A Magnus no le cupo duda de quién era la principal sospechosa. Los policías que
investigaron el caso escucharon sus teorías sobre su madrastra, al principio por
lástima, y luego con irritación. Tras unos primeros días de haberla seguido con
atención, terminaron dejándola. Aquello carecía de sentido para Magnus, puesto que

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no tenían ningún otro sospechoso. Pasaron los meses y la policía no pudo sugerir una
idea mejor que la de un extraño que entró en la casa, apuñaló a Ragnar y después
desapareció en la nada sin dejar más rastro que un pelo que la policía no fue capaz de
identificar, a pesar de haberle practicado la prueba del ADN.
Fue al año siguiente cuando Magnus dedicó sus vacaciones de verano a realizar
sus propias investigaciones y descubrió que su madrastra tenía una coartada
irrebatible: se encontraba en la cama con un instalador de aire acondicionado de la
ciudad en el momento del asesinato. Un hecho que tanto la madrastra como la policía
habían decidido ocultar a Magnus y a su hermano.
El bar se estaba llenando de gente más joven que abrumaba a los bebedores más
madrugadores que salían tambaleándose a la calle. Llegó un grupo de música y en
pocos minutos comenzaron a tocar. La música estaba demasiado alta para un bebedor
de cerveza pensativo, así que Magnus se fue.
Fuera, las calles, que tan tranquilas habían estado antes, se habían llenado,
atestadas de jóvenes y no tan jóvenes vestidos para pasar una noche por la ciudad.
Hora de irse a la cama, pensó Magnus. Cuando abría la puerta de su nuevo
alojamiento se cruzó con Katrín, que salía en ese momento vestida con sus mejores
galas negras y góticas, el rostro empolvado de blanco y con unos sorprendentes
piercings de metal.
—Hola —lo saludó con media sonrisa.
—Que lo pases bien —respondió Magnus en inglés. De algún modo, aquel le
pareció el idioma perfecto para dirigirse a Katrín. Ella se detuvo.
—Eres algo así como policía, ¿verdad?
Magnus asintió.
—Algo así.
—Árni es un gilipollas —murmuró Katrín mientras desaparecía en aquella
semioscuridad.

* * *

Diego tardó un rato en entrar en aquel apartamento bajo de Medford. El apartamento


ocupaba la mitad inferior de una pequeña casa de tablones que se encontraba en una
calle tranquila, y la buena noticia era que el jardín estaba oculto entre los árboles.
Nadie lo vería, así podía concentrarse en no hacer ruido.
Subió por la ventana de la cocina y entró silenciosamente en la sala de estar. La
puerta del dormitorio estaba abierta y pudo oír unos suaves ronquidos. Olfateó.
Marihuana. Sonrió. Eso ayudaría a que su objetivo actuara con mayor lentitud.
Se deslizó en el dormitorio. Entrevió el bulto sobre la cama y la lámpara de la
mesilla de noche. Sacó la pistola, una Smith and Wesson del calibre 38. Entonces,
encendió la lámpara, tiró del edredón y levantó el arma.
—Incorpórate, Ollie —espetó.

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El hombre se irguió de repente con los ojos entrecerrados y la boca abierta por la
sorpresa. Se correspondía con la fotografía que Diego había estado examinando
anteriormente: unos treinta años, delgado, pelo castaño claro y rizado, ojos azules que
ahora estaban hinchados y enrojecidos.
—¡Como grites te vuelo la cabeza! ¿Entendido?
El hombre tragó saliva y asintió.
—Muy bien. Tengo una sola pregunta que hacerte. ¿Dónde está tu hermano?
Ollie trató de hablar. No articuló ni una palabra. Tragó saliva y volvió a
intentarlo.
—No lo sé.
—Sé que se quedó aquí contigo la semana pasada. ¿Adónde dijo que iba cuando
se fue?
Ollie respiró hondo.
—No tengo ni idea. Pasó aquí un día y al siguiente se fue. Se limitó a coger sus
cosas y se fue sin despedirse. Típico de mi hermano. —Ollie pareció empezar a
despertarse—. Oye, ¿podemos llegar a un acuerdo? Por ejemplo, te doy dinero y me
dejas en paz.
Diego agarró la cabeza de Ollie por el pelo con la mano izquierda y le introdujo el
revólver en la boca con la derecha.
—El único acuerdo al que vamos a llegar es que me digas dónde se encuentra. Si
no sabes dónde está, mala suerte, porque vas a morir.
—Oye, tío. No sé dónde está. ¡Te lo juro! —Ollie masculló aquellas palabras
mientras trataba de hablar con el metal en la boca.
—¿Has jugado alguna vez a la ruleta rusa? —le preguntó Diego.
Ollie negó con la cabeza y tragó saliva.
—Es muy fácil. Hay seis recámaras en esta pistola. Una de ellas tiene una bala.
Ni tú ni yo sabemos cuál. Así que cuando apriete el gatillo no sabremos si vas a
morir. Pero deja que apriete el gatillo seis veces. Vas a morir seguro. ¿Lo pillas?
Ollie tragó saliva y asintió. Lo había pillado.
Diego soltó el pelo de Ollie. Al fin y al cabo, no quería dispararse en su propia
mano y, después, apretó el gatillo.
Hubo un chasquido. La recámara giró.
—Dios mío —exclamó Ollie.
—Quizá creas que eres el único que corre peligro aquí —continuó Diego—. Pero
la verdad es que yo también. Porque si te vuelo los sesos y no me dices lo que quiero
saber, saldré perdiendo, ¿entiendes? Eso hace que el juego sea más divertido para los
dos —dijo, sonriéndole a Ollie—. Así que, una vez más, ¿dónde está tu hermano?
—No lo sé, tío. ¡Te juro que no lo sé! —gritó Ollie.
—¡Eh, cállate! —le ordenó Diego, entrecerrando los ojos—. ¿Sabes? Sigo sin
creerte. —Volvió a apretar el gatillo.
Clic.

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—¡Dios mío, no me dispares! ¡No me dispares! —gritó Ollie con la voz quebrada
—. Te lo diría si lo supiera. ¡Te juro que lo haría! Unos tíos del FBI vinieron a recoger
sus cosas. Les pregunté adónde se lo llevaban, pero no me lo dijeron.
Diego oyó un pequeño siseo y olió la orina caliente. Bajó la mirada hacia la
mancha oscura que se extendía rápidamente por los calzoncillos de Ollie. Según su
experiencia, una vez que se meaban encima, estaban diciendo la verdad.
Pero apretó el gatillo por tercera vez, solo porque sí.
Otro clic.
Había hablado de aquello con Soto. Había dos corrientes. Una era deshacerse de
todos los familiares y compañeros del testigo para enviarle un mensaje claro a él y a
cualquier otro que pudiera seguirle la pista. Pero cuando el testigo resultaba ser un
policía, aquella no era una buena idea. Estarían declarando una guerra sin cuartel
contra un oponente tremendamente armado y bien organizado. Los negocios de
drogas de mayor éxito operaban sin llamar la atención, haciendo el menor ruido
posible, manteniendo tranquilo el negocio.
Ollie no sabía dónde estaba Magnus. No tenía sentido buscarse más problemas.
—Muy bien, tío. Abandono la partida —dijo Diego—. Digamos que ha habido un
empate. Pero no vayas a la policía para contarles que estoy buscando a tu hermano.
¿Entiendes lo que digo? Si lo haces, no jugaremos más. Me limitaré a volarte la tapa
de los sesos de un disparo.
—Vale, tío. De acuerdo. Está bien. —Ollie se sorbió las lágrimas que le caían por
la cara.
Diego se inclinó hacia delante y apagó la luz.
—Ahora vuelve a dormir. Felices sueños.

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11
Magnus siguió al fornido oficial O’Malley hacia el brillante luminoso del 7-Eleven.
Sus dedos se movían nerviosamente a pocos centímetros por encima de la pistola.
O’Malley se giró y sonrió.
—Oye. Tranquilízate, Sueco. Mantén los ojos abiertos y no te pongas demasiado
tenso. Se cometen errores cuando uno se pone tenso.
O’Malley había decidido llamar «Sueco» a Magnus como homenaje a su
procedencia escandinava y a un antiguo compañero sueco con el que había trabajado
veinte años atrás: Magnus no lo sacó de su error. Si su responsable de formación
quería que fuera sueco, sería sueco. Llevaba solamente dos semanas en las calles,
pero ya le tenía un enorme respeto a O’Malley.
—Parece tranquilo —dijo O’Malley. El dependiente no les había dado
información alguna en cuanto a la naturaleza del altercado en la tienda.
Magnus vio una figura delgada que avanzaba hacia ellos desde las sombras.
O’Malley no lo había visto. Aquella figura se dirigía en línea recta hacia O’Malley.
Magnus trató de extender la mano hacia su pistola, pero el brazo no se movió. La
figura levantó su propia arma, una Magnum 357, y apuntó a O’Malley. Aterrado,
Magnus consiguió colocar sus dedos alrededor de su pistola, pero no pudo levantarla.
Por mucho que lo intentara, pesaba mucho. Magnus abrió la boca para avisar a su
compañero, pero no emitió ningún sonido.
El hombre se giró hacia Magnus y se rio, apuntando aún con su pistola a
O’Malley. Era joven, escuálido y parecía como si no se hubiera lavado desde hacía
una semana. Tenía los ojos enrojecidos y no podía fijarlos, sus dientes estaban en mal
estado y la piel de la cara, iluminada ahora con las luces de la tienda, parecía de cera.
Tenía aspecto de estar muerto, una especie de zombi.
O’Malley seguía sin verlo.
Magnus trató de gritar y de levantar su pistola. Nada. Solo una risa socarrona e
inquietante del atracador. Después hubo un disparo. Dos. Tres. Y hubo más y más.
Al final, O’Malley cayó al suelo. El brazo de Magnus respondió. Levantó el arma
y disparó a la cara del drogadicto. Disparó una y otra vez, y otra más…
Magnus se despertó.
Se oía ruido por fuera de su ventana. El distrito 101 de Reikiavik había entrado en
acción el sábado por la noche: risas, acelerones de coches, gritos, canciones,
vomitonas y, de fondo, el persistente ruido sordo de unos potentes amplificadores.
El grueso ejemplar de El señor de los anillos yacía abierto en el suelo, donde lo
había dejado caer un par de horas antes, aplastando la edición más fina de La saga de
los volsungos.
Miró el reloj. Las cinco y cinco de la mañana.
Aquel era un sueño recurrente. Le había estado perturbando durante las noches de
los dos años posteriores a aquel primer tiroteo. Por supuesto, la realidad había sido

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diferente al sueño. El drogadicto había disparado solo dos veces a O’Malley antes de
que Magnus lo abatiera. Pero durante aquellas largas noches, Magnus había debatido
inútilmente consigo mismo si podría haber disparado antes y haber salvado a
O’Malley o haberse retrasado más tiempo y haber salvado al drogadicto.
Aquello pasó mucho tiempo atrás. Magnus pensó que había reaccionado mucho
mejor al segundo tiroteo que al primero, ahora que era un policía más experimentado.
Quizá no fuera así. Su subconsciente necesitaba más tiempo para poder asimilarlo y
no podía hacer nada al respecto, por muy buen policía que fuera.
Qué desastre.

* * *

La comisaría de la Policía Metropolitana de Reikiavik estaba muy concurrida el


domingo por la mañana. Unos policías agotados y uniformados acompañaban a
ciudadanos pálidos y tambaleantes por los pasillos, conduciéndolos por las últimas
fases del ciclo de arrestos de todos los sábados por la noche.
En cuanto Magnus llegó a su escritorio, encendió su ordenador. Sonrió al ver el
correo electrónico de Johnny Yeoh. El muchacho había cumplido.
En la reunión de la mañana, Baldur también tenía aspecto de no haber dormido
mucho. Unas bolsas oscuras le caían de los ojos y tenía las mejillas hundidas y grises.
Magnus estudió a sus compañeros oficiales que rodeaban la mesa. Todos habían
perdido buena parte de su anterior energía.
Baldur comenzó con los últimos informes de los forenses. Con las de Agnar,
Steve Jubb y Andrea ya se habían identificado tres de los cuatro grupos de huellas
dactilares de la casa. Habían confirmado que las pisadas eran de Steve Jubb. Pero no
había manchas de sangre en la ropa de Jubb, ni siquiera la más diminuta salpicadura.
Baldur le preguntó a Magnus si sería difícil golpear a alguien en la cabeza y
después sacarlo a rastras de la casa a lo largo de veinte metros hasta el lago sin
mancharse la ropa de sangre. Magnus tuvo que admitir que sería difícil, pero sostuvo
que no sería imposible.
—Hablé ayer con la esposa de Agnar —explicó Baldur—. Está furiosa. No tenía
ni idea de la existencia de Andrea. Creía que su marido había cumplido su promesa
de ser un buen chico. Además, ha estado registrando los papeles de Agnar y ha
descubierto que estaba atravesando por unos apuros económicos mucho más serios de
lo que ella creía. Deudas. Enormes deudas.
—¿En qué se ha estado gastando el dinero? —preguntó Rannveig, la ayudante del
fiscal.
—En cocaína. Ella estaba al tanto de la cocaína. Y también jugaba. Calcula que
debía unos treinta millones de coronas. Las compañías acreedoras estaban empezando
a quejarse, así como el banco con el que tenía la hipoteca de la casa. Pero ahora está
muerto. Un seguro de vida se hará cargo de todo eso.

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Magnus hizo un rápido cálculo mental. Treinta millones de coronas sumaban algo
más de doscientos mil dólares. Incluso para el nivel de los ciudadanos adictos a las
deudas de Islandia, Agnar debía mucho dinero.
—En resumidas cuentas, Linda tenía motivos para matar a su marido —continuó
Baldur—. Dice que estaba sola con sus hijos pequeños la noche del jueves. Pero
fácilmente podría haberlos metido en el asiento posterior del coche y haber ido a
Thingvellir. Ellos no podrán contárnoslo. Uno es un bebé y el mayor aún no ha
cumplido los dos años. No debemos perderla de vista. Y bien, Vigdís, ¿has hablado
con la mujer de Flúdir?
Vigdís hizo un resumen de su entrevista con Ingileif. Había comprobado la
coartada de Ingileif. Sí que había estado en la fiesta de su amiga artista hasta las once
y media la noche que asesinaron a Agnar. Y después, con su «viejo amigo» el pintor.
—Puede que haya dicho la verdad en eso, pero creemos que mentía en otros
aspectos —intervino Magnus.
—¿Qué otros aspectos?
—Se mostró muy evasiva con respecto a Agnar —se explicó Vigdís—. Tengo el
presentimiento de que ahí estaba pasando algo más de lo que ella decía.
—Volveremos a hablar con ella dentro de un par de días —dijo Magnus—. Para
ver si su historia se mantiene.
—¿Algún avance con Ísildur? —preguntó Baldur.
—Sí —contestó Magnus—. He encontrado a alguien que se hace llamar Ísildur en
un foro de El señor de los anillos en internet. Conseguí su dirección de correo
electrónico y le he pedido a un amigo mío de los Estados Unidos que lo verificara.
—¿Estás seguro de que es el mismo?
—No podemos estar seguros del todo, pero me parece muy probable que lo sea.
Ese hombre está obsesionado con los anillos mágicos y las sagas islandesas, igual que
Steve Jubb.
Baldur soltó un gruñido.
—Se llama Lawrence Feldman y vive en California —continuó Magnus—. Tiene
dos casas: una en Palo Alto y otra en el condado de Trinity, a cuatrocientos
kilómetros al norte de San Francisco. De ahí es de donde procedía el correo
electrónico.
—¿Dos casas? —preguntó Baldur—. ¿Sabemos si es rico?
—Está forrado. —Aunque Johnny no había podido conseguir el expediente
policial de Feldman, si es que lo había, sí que había encontrado muchas cosas de él en
internet—. Es uno de los fundadores de una empresa de programas informáticos de
Silicon Valley, 4Portal. Vendieron la empresa el año pasado y cada uno de los
fundadores se embolsó cuarenta millones de dólares. Feldman solamente consiguió
treinta y uno. No le ha ido mal.
—Así que podría permitirse fácilmente un abogado caro —dijo Baldur.
—Y una habitación en el hotel Borg para Steve Jubb.

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—Muy bien. Tenemos que conseguir el expediente policial de ese tipo, si es que
lo tiene —ordenó Baldur—. ¿Puedes ocuparte?
—Sí, pero probablemente sea más fácil si la petición procede de la policía de
Reikiavik —contestó Magnus—. Cuanto más oficial, menos favores hay que pedir.
—Nos encargaremos de ello —concluyó Baldur.
—Pero podría ir a verle —se ofreció Magnus.
—¿A California? —Baldur parecía dudar.
—Claro. Tardaría un día en llegar y otro en volver, pero podría reunirme con él
para que me contara en qué andan metidos él y Jubb.
Baldur frunció el ceño.
—No sabemos seguro que se trate del mismo Ísildur para el que trabaja Steve
Jubb. Y de todos modos, él no nos lo va a decir, ¿por qué habría de hacerlo? Steve
Jubb no ha contado nada y eso que lo tenemos bajo arresto.
—Depende del modo en que se lo pregunte.
Baldur negó con la cabeza.
—Costaría dinero. No estoy seguro de conseguir una autorización para un viaje
que probablemente sea una pérdida de tiempo. ¿No has oído hablar de la kreppa?
Era imposible pasar muchas horas en Islandia sin oír hablar de la kreppa.
—Solo un billete en clase turista y quizá una noche en un hotel de carretera —
dijo Magnus. Miró a sus compañeros que estaban alrededor de la mesa—. Vais a
dedicar mucho dinero a esta investigación. Un billete de avión no supondrá mucha
diferencia.
Baldur dedicó a Magnus una mirada hostil.
—Lo pensaré —contestó, dando a Magnus la clara impresión de que no lo haría
—. Muy bien —continuó, dirigiéndose a todo el grupo—. Parece que alguien que se
hace llamar Ísildur anda detrás de las negociaciones con Agnar. Si el tal Lawrence
Feldman es ese tipo, cuenta con mucho dinero como para respaldar un acuerdo
importante.
—¿Pero qué es lo que podrían estar negociando? —preguntó Vigdís.
—¿Algo relacionado con El señor de los anillos? —sugirió Magnus—. O puede
que con La saga de los volsungos. La volví a leer anoche. En los dos libros hay un
anillo mágico que tiene un importante papel. Existe la teoría de que Tolkien se inspiró
en La saga de los volsungos.
—Todos los ejemplares antiguos de la saga estarán en la colección de Árni
Magnússon de la Universidad de Islandia —dijo Baldur. Árni Magnússon fue un
anticuario educado en Dinamarca que viajó por Islandia en el siglo XVII reuniendo
todas las sagas que pudo encontrar. Las llevó a Dinamarca, pero fueron devueltas a
Islandia en los años setenta para ser llevadas a un instituto que lleva el nombre de su
coleccionista—. ¿Estás diciendo que Agnar había robado uno de los ejemplares?
—Quizá lo cambió por una copia —sugirió Vigdís.
—Puede —dijo Magnus—. O puede que tuviera alguna loca teoría que estuviera

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tratando de venderle a Ísildur. A lo mejor iba a llevar a cabo alguna investigación
para él.
Baldur torció el gesto y negó con la cabeza.
—Podría tratarse de drogas —intervino Rannveig—. Sé que suena a lo de
siempre, pero en Islandia, si hay algún trato ilícito, casi siempre se trata de drogas.
Por un momento, hubo un silencio alrededor de la mesa. La ayudante del fiscal
tenía algo de razón.
—¿Había algo en los documentos de Agnar que indicara de qué podría tratarse
ese negocio? —preguntó Rannveig.
—No. Yo mismo he examinado la mayor parte de ellos —respondió Baldur—.
Aparte de aquellos correos electrónicos de su ordenador, no hay nada sobre ningún
trato con Steve Jubb. Y todos los archivos de su portátil están relacionados con su
trabajo.
—¿En qué estaba trabajando? —preguntó Magnus.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a si estaba llevando a cabo alguna investigación cuando murió.
—No estoy seguro de que estuviera investigando nada. Estaba corrigiendo
exámenes. Y traduciendo un par de sagas al inglés y al francés.
Magnus se inclinó hacia delante.
—¿Qué sagas?
—No lo sé —respondió Baldur a la defensiva. Estaba claro que no le gustaba que
le estuvieran interrogando en su propia reunión—. No he leído todos sus trabajos.
Hay montones de ellos.
Magnus se tuvo que contener para no insistir. No quería irritar a Baldur más de lo
necesario.
—¿Puedo echarles un vistazo? Me refiero a esos trabajos.
Baldur se quedó mirando a Magnus sin disimular su irritación.
—Por supuesto —contestó secamente—. Es una buena forma de que pases el
tiempo.

* * *

Había dos lugares en los que mirar: la habitación de Agnar en la universidad y la casa
de verano. Habría más documentos en la universidad y estaba más cerca. Por otra
parte, si Agnar había estado trabajando en algo relacionado con Steve Jubb, era
probable que se hallara en la casa de verano, donde lo tendría a mano para su
encuentro.
Así que Árni llevó a Magnus al lago Thingvellir.
—¿Crees que Baldur va a dejarte ir a California? —le preguntó.
—No lo sé. No parecía muy contento con la idea.
—Si vas, ¿puedes llevarme contigo? —Árni miraba de reojo a Magnus, que iba

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sentado en el asiento del acompañante y notó su vacilación—. Me licencié en los
Estados Unidos, así que estoy familiarizado con los procedimientos de la policía
americana. Además, California es mi hogar espiritual.
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes. El goberneitor.
Magnus sacudió la cabeza. Lo siguiente que haría Árni sería pedir entrevistarse
personalmente con Arnold Schwarzenegger. Además, Magnus prefería acercarse a
Lawrence Feldman a su modo, sin su perrito islandés pisándole los talones.
—Ya veremos.
Desalentado, Árni condujo el coche por el monte Mosfell y bajó hacia el lago. No
es que estuviera lloviendo, pero había una fuerte brisa que alborotaba la superficie del
agua. Mientras se acercaban, los vigilaba un buen grupo de robustos caballos
islandeses de la granja que había detrás de las casas, con sus largas crines doradas
cayéndoles sobre los ojos.
Magnus vio a un niño y una niña que jugaban junto a la orilla del lago; el niño
tendría unos ocho años y la niña muchos menos. De nuevo, La única casa de verano
que estaba ocupada era la del Range Rover. La de Agnar seguía constituyendo el
escenario de un crimen, con la cinta amarilla agitándose con el viento y un coche de
policía aparcado en la puerta, donde estaba sentado un agente solitario leyendo un
libro. Resultó ser Crimen y castigo, de F. M. Dostoievski. Magnus sonrió. A todos los
policías les gustaba leer libros sobre crímenes; no era de sorprender que los
islandeses tuvieran un gusto más literario que sus colegas americanos.
El policía se alegró de recibir compañía y dejó que Magnus y Árni entraran en la
casa. Estaba fría y tranquila. El polvo de las huellas dactilares cubría la mayor parte
de las superficies lisas, añadiendo una mayor sensación de desolación. Y había
marcas de tiza alrededor de las manchas de sangre del suelo.
Magnus examinó el escritorio: cajones llenos de papeles, la mayoría documentos
impresos. Había también un mueble bajo justo a la izquierda del escritorio en el que
había más montones de papel.
—Vale, mira tú en el armario. Yo miraré en la mesa —dijo Magnus, poniéndose
un par de guantes blancos de látex.
El primer fajo que examinó se trataba de una traducción al francés de La saga de
Laxdaela, sobre la que había comentarios en francés. Estos solo cubrían la primera
mitad del manuscrito. Magnus había estudiado francés en el colegio e imaginó que
Agnar había estado corrigiendo o comentando la obra de otro traductor,
probablemente un francés que hablara islandés.
—¿Qué has encontrado, Árni?
—La saga de Gaukur —respondió—. ¿Has oído hablar de ella?
—No —contestó Magnus. Aquello no tenía por qué sorprenderle. Había docenas
de sagas, algunas muy conocidas y otras mucho menos—. Espera un momento.
¿Gaukur no era el que vivía en Stöng?

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—Exacto —confirmó Árni—. Yo fui allí de pequeño. Me morí de miedo.
—Sé a qué te refieres —dijo Magnus—. Mi padre me llevó allí cuando tenía
dieciséis años. Había algo realmente escalofriante en ese lugar.
Stöng era una granja abandonada a unos veinte kilómetros al norte del volcán, el
monte Hekla. Había quedado cubierto de ceniza tras una erupción masiva en algún
momento de la Edad Media y no se había vuelto a descubrir hasta el siglo XX. Se
encontraba al final de un sendero escabroso que se abría paso entre un paisaje de
destrucción ennegrecida. Montículos de arena y pequeños afloramientos de lava se
retorcían dando lugar a formas grotescas. Cuando Magnus leyó sobre el Apocalipsis,
pensó en el camino hacia Stöng.
—Deja que eche un vistazo.
Árni le entregó el manuscrito a Magnus. Contenía unas ciento veinte páginas
limpias y recién impresas. Estaba en inglés. En la cubierta solamente se leía: «La
saga de Gaukur, traducción de Agnar Haraldsson».
Magnus pasó una página y examinó el texto rápidamente. En la segunda página se
encontró con una palabra que le hizo detenerse.
Ísildur.
—¡Árni, mira esto! —Pasó rápidamente el resto de las páginas. Ísildur. Ísildur.
Ísildur. Ísildur.
Aquel nombre aparecía varias veces en cada una de las páginas. Ísildur no era un
personaje cualquiera de esta saga, sino el protagonista.
—¡Vaya! —exclamó Árni—. ¿Nos lo llevamos a la comisaría para que los
forenses le echen un vistazo?
—Voy a leerlo —dijo Magnus—. Después podrán verlo los forenses.
Así que se sentó en un cómodo sillón y comenzó a leer, pasándole con cuidado
cada página a Árni a medida que las iba acabando.

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12
Ísildur y Gaukur eran dos hermanos que vivían en una granja llamada Stöng. Ísildur
era un hombre fuerte y valiente de cabello moreno. Tenía un labio leporino y había
quienes pensaban que era feo. Era hábil tallando la madera. Gaukur, pese a ser dos
años más joven que Ísildur, era aún más fuerte. Tenía el cabello rubio y era muy
atractivo, pero también vanidoso. Era un experto con el hacha de guerra. Los dos
hermanos eran honestos y conocidos en la región.
Su padre, Trandill, quería ir a visitar a su tío en Noruega y participar en las
invasiones vikingas. Su madre había muerto cuando sus hijos eran pequeños, así que
Trandill los dejó con una amiga, Ellida-Grímur, de Tongue, para que esta los
acogiera. Ellida-Grímur aceptó cuidar de la granja de Stöng durante la ausencia de
Trandill. Ellida-Grímur tenía un hijo, Ásgrímur, que tenía la misma edad que Ísildur.
Los tres niños se hicieron amigos enseguida.
Trandill estuvo fuera durante tres años, dedicando los veranos a cometer asaltos y
comerciar en el Báltico y en Irlanda y los inviernos a pasarlos con su tío, el conde
Gandalf el Blanco, de Noruega.
Un día, un viajero que volvía a Islandia desde Noruega llegó a Tongue con un
mensaje. Trandill había resultado muerto en una pelea con Erlendur, hijo del conde
Gandalf. El conde estaba dispuesto a pagar la compensación debida a los hijos de
Trandill y darles su herencia si uno de los hermanos iba a Noruega a buscarla.
Cuando Ísildur cumplió los diecinueve años, decidió viajar a Noruega para visitar
al tío de su padre y reclamar su herencia. Gandalf y su hijo Erlendur le dieron la
bienvenida con enorme cordialidad y hospitalidad. Gandalf le contó que Erlendur
había matado a Trandill en defensa propia cuando Trandill lo atacó en estado de
embriaguez. Los demás hombres de la corte que habían presenciado la muerte de
Trandill confirmaron que así había sido.
Ísildur decidió pasar el verano participando en las incursiones vikingas con
Erlendur. Fueron a Curlandia y Carelia, en el Báltico oriental.
Ísildur era un guerrero valiente y consiguió un gran botín. Tras muchas aventuras,
volvió a la casa de Gandalf convertido en un hombre rico.
Ísildur le dijo a Gandalf que quería volver a Islandia. Gandalf le entregó a Ísildur
la compensación que le debía por la muerte de su padre así como el tesoro de
Trandill. Pero la noche anterior a la partida de Ísildur, Gandalf le dijo que tenía algo
más que entregarle. Estaba encerrado en un pequeño cofre.
En su interior había un anillo antiguo.
Gandalf le explicó que Trandill había conseguido el anillo en un asalto a Frisia,
cuando luchó contra el famoso jefe guerrero Ulf Leg Lopper. Ulf Leg Lopper tenía
noventa años, pero no parecía haber cumplido más de cuarenta y aún seguía siendo
un temido guerrero. Tras una larga lucha, Trandill lo venció. Vio el anillo en el dedo
de Ulf Leg Lopper y se lo cortó.

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A pesar de estar muriéndose, Ulf Leg Lopper sonrió.
—Te doy las gracias por librarme de esta carga. Encontré este anillo en el Rin
hace setenta años. Desde entonces, lo he llevado puesto. Durante todo ese tiempo he
conseguido grandes victorias y riquezas en el campo de batalla. Pero, aunque sea yo
quien lleva el anillo, siento que es él quien me posee. Te dará un enorme poder, pero
también te traerá la muerte. Ahora puedo morir, por fin, en paz.
Trandill examinó el anillo. En su interior tenía escritas en runas las palabras: «El
anillo de Andvari». Iba a hacerle a Ulf más preguntas sobre el anillo, pero, al bajar la
mirada, Ulf ya estaba muerto con una sonrisa en la cara. Ya no era un gran guerrero,
sino un viejo arrugado.
Gandalf le contó a Ísildur la leyenda del anillo. Había pertenecido a un enano
llamado Andvari, que solía pescar en unas cataratas. Odín y Loki, dos dioses
antiguos, le robaron el anillo junto con un tesoro lleno de oro. Andvari lanzó una
maldición contra el anillo por la cual este dominaría a su portador y utilizaría el poder
de este portador para destruirlo. Y así sería hasta que lo llevaran de vuelta a su hogar
en Hela [Nota del traductor: Hela era el dominio de la también llamada Hela, diosa de
la muerte e hija de Loki][5].
Odín, el más importante de los dioses, le entregó el anillo a regañadientes a un
hombre llamado Hreidmar como compensación por haber matado a su hijo. El anillo
había traído un enorme poder a Odín. Durante los años siguientes, fue a parar a
diferentes portadores, cada uno de los cuales terminó siendo un corrupto, y entre ellos
estaban el hijo de Hreidmar, Fafnir, que se convirtió en dragón; el héroe Sigurd; la
valquiria Brunilda y Gunnar y Högni, los hijos de Sigurd. Allá donde pasara, dejaba
una estela de traición y muerte, hasta que finalmente Gunnar lo escondió en el Rin
para que su suegro Atli no pudiera hacerse con él.
Allí permaneció durante siglos hasta que lo encontró Ulf Leg Lopper.
Cuando Trandill regresó a Noruega, era otro hombre: reservado, astuto y egoísta.
Se burlaba continuamente de Erlendur, y una noche, en plena borrachera, lo atacó.
Erlendur acabó con él con un golpe de suerte.
Erlendur iba a quedarse con el anillo, pero Gandalf se lo reclamó. Aquella noche
se lo puso. Se sintió distinto de inmediato: más fuerte, poderoso y también codicioso.
Esa misma noche una hechicera del norte llamó a la puerta de la casa de Gandalf
buscando refugio. Vio que Gandalf llevaba puesto el anillo. Le invadió el terror y
trató de huir en plena noche, pero Gandalf la detuvo y le exigió saber qué era lo que
había visto.
Ella le dijo que el anillo tenía un terrible poder. Que consumiría a todo aquel que
lo poseyera, hasta que se lo pusiera un hombre tan poderoso que gobernaría el mundo
y destruiría todo lo bueno que en él había. El mundo quedaría sumido en una eterna
oscuridad.
Gandalf se quedó preocupado. Podía notar el efecto que el anillo estaba teniendo
sobre él, pero aún no había sucumbido a su poder. Se quitó el anillo de inmediato y le

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dijo a la hechicera que lo destruiría. Ella le respondió que el único modo de destruir
el anillo era tal y como Andvari había profetizado. Tenía que ser lanzado a la boca de
Hela.
—Dime, mujer. ¿Dónde está Hela?
—Es una montaña del país del fuego y el hielo —contestó la hechicera.
—Sé a qué se refiere —intervino Erlendur—. Trandill me habló de ello. Es Hekla,
un enorme volcán cercano a su granja de Stöng.
Así pues, Gandalf decidió no volver a ponerse el anillo nunca más y guardarlo
para los hijos de Trandill. Le dijo a Ísildur que llevara el anillo al Hekla, en Islandia,
y lo lanzara al interior del volcán.
Aquella noche Ísildur soñó que comandaba un glorioso asalto por toda Inglaterra
y que conseguía hacerse con un tesoro lleno de oro. Se despertó antes de que saliera
el sol y se puso el anillo. Inmediatamente se sintió más alto, más fuerte, invencible. Y
decidió ir a por una fortuna aún mayor al otro lado del mar.
Acudió a Gandalf y le exigió al conde que le diera un barco y permiso para dirigir
un grupo de asalto sobre Inglaterra. Gandalf vio que llevaba puesto el anillo y le
ordenó que se lo quitara. Ísildur sintió que una ola de rabia lo invadía. Levantó su
hacha y estaba a punto de romperle la cabeza a Gandalf cuando Erlendur lo agarró
desde atrás.
Mientras luchaban, Erlendur le gritó:
—¡Detente, Ísildur! ¡No sabes lo que haces! ¡Es el anillo! ¡Vas a obligarme a que
te mate igual que maté a tu padre!
Ísildur sintió que un arranque de fuerza le recorría las venas y se deshizo de
Erlendur. Levantó su hacha por encima del indefenso Erlendur. Pero cuando bajó la
mirada hacia su primo y amigo con quien había compartido tantas aventuras aquel
verano, se detuvo. Tiró el hacha y se sacó el anillo del dedo. Volvió a guardarlo en su
caja y partió para Islandia de inmediato.
Regresó a su casa de Islandia con el anillo y con su tesoro. Gaukur se había hecho
con el control de la granja de Stöng y se había prometido en matrimonio con una
mujer llamada Ingileif. Cuando Ásgrímur oyó que Ísildur había vuelto, viajó a Stöng
para ver a su hermano adoptivo. Ísildur les habló a su hermano y a su hermanastro de
sus aventuras en Noruega y en el Báltico. Después les contó todo lo del anillo de
Andvari y la orden del conde Gandalf de lanzarlo al Hekla. Les describió la inmensa
sensación de poder que había notado cuando se puso el anillo y la constante tentación
de volver a ponérselo. Dijo que tenía la intención de subir el anillo a la montaña al
día siguiente y les pidió a Gaukur y a Ásgrímur que lo acompañaran para asegurarse
de que llevaba a cabo su misión.
Hekla tenía una fama aterradora y nadie la había subido antes. Pero aquellos tres
hombres eran valientes y no se dejaban intimidar, así que a primera hora de la
mañana siguiente partieron hacia el volcán. El segundo día ya habían subido la mayor
parte del camino cuando Ásgrímur resbaló por un barranco y se partió la pierna. No

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podía continuar, pero aceptó esperar a que sus hermanos volvieran de la cima.
Esperó hasta casi la medianoche, cuando escuchó el sonido de pisadas que
bajaban la montaña. Pero solo venía uno de los hombres, Gaukur. Le contó a
Ásgrímur lo que había ocurrido. Él y su hermano se encontraban junto al cráter en lo
alto de la montaña. Ísildur sacó el anillo de su caja y estuvo a punto de lanzarlo al
cráter, pero, al parecer, fue incapaz de hacerlo. Dijo que el anillo era muy pesado.
Gaukur le insistió en que lo tirara, pero Ísildur se enfadó y se puso el anillo en el
dedo. Entonces, se giró y, antes de que Gaukur pudiera agarrarlo, saltó al interior del
cráter.
—Al menos, el anillo ha sido destruido —dijo Ásgrímur—. Pero el precio ha sido
muy alto.

* * *

Durante los siguientes años Gaukur cambió. Se volvió vanidoso y pendenciero,


malvado y codicioso. Pero era aún más fuerte y valiente en el campo de batalla y
tenía fama de ser temible. A pesar de todo esto, su hermanastro Ásgrímur continuó
prestándole una lealtad inquebrantable. Con frecuencia apoyó a Gaukur en las
muchas disputas en las que se vio implicado en la asamblea anual del Althing en
Thingvellir.
Gaukur se casó con Ingileif. Era una mujer sabia y hermosa. Tenía un carácter
fuerte, pero normalmente se mostraba silenciosa. Ella percibió el cambio que había
sufrido Gaukur y no le gustó. También notó que Gaukur pasaba mucho tiempo en
Steinastadir, la granja de su vecino Ketil el Pálido.
Ketil el Pálido era un inteligente granjero, sabio y pacífico, y con un don para
componer poemas. Gozaba de popularidad entre todos, excepto, quizá, su mujer. Se
llamaba Helga. Tenía el cabello rubio y los brazos y las piernas largas, y se mostraba
desdeñosa con su marido, pero admiraba a Gaukur.
Entre las dos granjas había un pantano que pertenecía al terreno de Ketil el
Pálido. Estaba inundado en invierno, pero en primavera producía una hierba muy
dulce. Una primavera, Gaukur decidió apacentar a sus vacas en aquella tierra y
ahuyentó a las de Ketil el Pálido. Este protestó, pero Gaukur no le dio importancia
alguna. Ketil el Pálido no hizo nada y Helga reprendió a su marido por ser tan débil.
En la segunda mitad del verano, cuando Gaukur regresaba del consejo del Althing
en Thingvellir, pasó junto a la granja de Ketil el Pálido. Se encontró a un esclavo de
Ketil que se estaba apartando del camino con mucha lentitud, así que Gaukur le cortó
la cabeza. Una vez más, Ketil el Pálido se quedó sin hacer nada.
Helga volvió a mostrarse despreciativa con Ketil el Pálido. Lo regañaba mañana y
noche, y le juraba que no volvería a compartir la cama con él hasta que le exigiera a
Gaukur una compensación.
Así que Ketil el Pálido cogió su caballo para ir a Stöng y hablar con Gaukur.

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—He venido a exigirte una compensación por la muerte ilegal de mi esclavo —
dijo Ketil.
—Su muerte ha sido absolutamente legal —bramó Gaukur—. Me estaba
obstaculizando el camino de vuelta a mi granja y no me dejaba pasar.
—Yo sé que no fue eso lo que pasó —protestó Ketil.
Gaukur se rio de él.
—Tú sabes muy poco, Ketil. Todo el mundo está al tanto de que cada novena
noche eres la mujer del trol de Búrfell.
—Y también saben todos que no puedes engendrar un hijo porque las hijas del
trol te castraron —respondió Ketil; por aquel entonces Gaukur e Ingileif no tenían
hijos.
Dicho lo cual, Gaukur cogió su hacha y, tras una breve lucha, le cortó la pierna a
Ketil el Pálido. Ketil cayó muerto.
Después de aquello, Gaukur visitó aún más veces la granja de Ketil el Pálido,
donde Helga era ahora su amante. El hermano de Ketil le exigió una compensación a
Gaukur, pero este se negó a pagársela y su hermanastro Ásgrímur lo apoyó con su
lealtad.
Ingileif estaba celosa y decidió detener a Gaukur. Habló con Thórdís, la esposa de
Ásgrímur, y le contó un secreto. Ísildur no había saltado al cráter del Hekla con el
anillo puesto. Lo había asesinado Gaukur, que se había quedado con el anillo, y
después lanzó a su hermano por el cráter. Gaukur había escondido el anillo en una
pequeña cueva vigilada por el perro de un trol.
Thórdís le contó a su esposo lo que le había dicho Ingileif. Ásgrímur no la creyó.
Pero aquella noche tuvo un sueño. En aquel sueño él se encontraba con un grupo de
hombres en una sala enorme y una vieja hechicera sami apuntó con el dedo hacia él.
—Ísildur trató de destruir el anillo, pero no lo consiguió y lo asesinaron en el
intento. Ahora eres tú quien debe encontrar el anillo y llevarlo a la boca de Hela.
Matar a un hombre sin informar de ello después era un crimen tremendo. Aunque
Ásgrímur quedó convencido con su sueño, no tenía pruebas con las que acusar a
Gaukur y este no era un hombre al que se pudiera acusar sin pruebas. Así que
Ásgrímur acudió a su vecino Njál, un abogado muy bueno e inteligente, para que lo
ayudara. Njál le confirmó que era imposible probar nada ante el Althing, pero sugirió
que le tendieran una trampa.
Así, Ásgrímur le dijo a Thórdís que, a su vez, le dijera a Ingileif que Ísildur le
había dado en secreto un timón cuando volvió de Noruega. El timón pertenecía a
Fafnir, el hijo de Hreidmar, y era muy famoso. Ásgrímur lo había escondido en un
viejo granero en lo alto de una colina junto a su granja de Tongue.
Luego, Ásgrímur se quedó vigilando, escondido en el tejado del granero para
tenderle una emboscada a Gaukur, en caso de que este fuera a buscar el timón. En
efecto, sorprendió a Gaukur entrando en el granero para buscar el timón. Ásgrímur se
enfrentó a Gaukur, que sacó su espada.

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—¿Vas a matarme para así robar lo que no es tuyo, igual que mataste a tu
hermano? —le preguntó Ásgrímur.
Como respuesta, Gaukur hizo oscilar su espada hacia Ásgrímur. Empezaron a
luchar. Aunque Gaukur era más fuerte y mejor guerrero, se mostraba demasiado
confiado y Ásgrímur estaba furioso por la traición de su amigo, a quien siempre había
sido fiel. Atravesó a Gaukur con una lanza.
Ásgrímur buscó el anillo, pero no lo encontró e Ingileif no le reveló dónde estaba
escondido. Le dijo que aquel anillo ya había causado suficiente mal y que deberían
dejarlo en paz.
Seis meses después de la muerte de Gaukur, Ingileif dio a luz a un hijo, Högni.
Pero el anillo no permaneció quieto. Un siglo después hubo una enorme erupción
del volcán y Hekla cubrió de cenizas la granja de Gaukur en Stöng, perdiéndose para
siempre.
El anillo sigue oculto en algún lugar de aquellas colinas cercanas a Stöng. Un día
aparecerá, igual que salió del Rin en la época de Ulf. Cuando lo haga, no deberá caer
de nuevo en manos de un hombre malvado. Debe ser lanzado a la boca del monte
Hekla, tal y como dijo la hechicera sami.
Hasta entonces, esta saga deberán mantenerla en secreto los herederos de Högni.

* * *

Magnus le pasó la última página a Árni, que iba aún varias páginas por detrás, lo cual
era normal puesto que el inglés no era su lengua materna. Magnus miró más allá del
lago, hacia las dos pequeñas islas que había en el centro.
Trató de controlar su excitación. ¿Podría ser real aquella saga? Si lo era, se
trataría de uno de los hallazgos más importantes en la literatura islandesa. Más que
eso, su descubrimiento tendría eco en todo el mundo.
Estaba casi seguro de que, en caso de ser auténtica, habría permanecido oculta
hasta ahora. Sin duda, había muchas sagas menores de las que Magnus nunca había
oído hablar, pero esta no era una saga menor. El anillo de Andvari y el hecho de que
el personaje principal fuera Gaukur, el dueño de Stöng, habría supuesto que aquella
historia fuera muy conocida en Islandia y más allá de sus fronteras. Magnus
reconoció a un par de personajes de su admirada Saga de Njál: el mismo Njál y
Ásgrímur Ellida-Grímsson.
Pero ¿era auténtica? Era difícil estar seguro con la traducción, pero el estilo
parecía genuino. Las sagas islandesas carecían de las florituras de los cuentos
medievales del resto de Europa. Como mucho, eran secas, precisas, realistas, más
parecidas a Hemingway que a Tennyson. Al contrario que en el resto de Europa, la
capacidad de leer en la Islandia medieval no estaba limitada al clero y los libros no
estaban escritos únicamente en latín. Se trataba de una nación de granjas esparcidas, y
los granjeros, aislados de los sacerdotes de los pueblos, tenían que leer la Biblia por sí

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mismos y para sus familias durante las largas noches de invierno. Las sagas eran
novelas históricas no solo para ser recitadas a un público masivo, sino para que este
también las leyera.
Si aquella saga era auténtica, los descendientes de Gaukur habrían hecho un
estupendo trabajo manteniéndola en secreto durante tantos siglos. Hasta ahora, en que
un profesor de tres al cuarto de islandés se había encargado de mostrarla a un mundo
más amplio. Magnus no tenía duda de que era aquello lo que Agnar quería venderle a
Steve Jubb y al Ísildur actual.
Las conexiones de La saga de Gaukur con El señor de los anillos eran obvias,
mucho más importantes que las de La saga de los volsungos. Por una parte, la
«magia» del anillo era más poderosa y específica. Aunque no hablaba de
invisibilidad, el anillo se apoderaba de la personalidad de su portador,
corrompiéndolo y haciendo que traicionara o incluso matara a sus amigos. Y se
extendía al resto de su vida. La lucha de Ísildur por lanzar el anillo al interior del
monte Hekla tenía un claro paralelismo con la lucha de Frodo por arrojar el anillo de
Sauron al Monte del Destino.
Los chats de internet sobre El señor de los anillos echarían humo durante años
cuando conocieran la existencia de esta saga. Si es que llegaban a conocerla. Quizá el
plan del moderno Ísildur era guardarlo en algún lugar, como su tesoro vikingo.
A Magnus no le sorprendía que estuviera dispuesto a pagar tanto.
Pero esta era una traducción inglesa. Debía haber un original islandés o, lo que
era más probable, una copia de este, a partir de la cual Agnar habría hecho su
traducción. Magnus estaba seguro de que Baldur habría reconocido una saga original
escrita en pergamino de hace ochocientos años, pero fácilmente podría habérsele
escapado una copia en islandés moderno.
Mientras Árni terminaba de leer las últimas páginas, Magnus registró el resto de
papeles de Agnar.
Nada.
—Quizá esté en el despacho de Agnar en la universidad —sugirió Árni.
—O puede que lo tenga otra persona —contestó Magnus pensativo.
Miró por la ventana más allá del lago hacia las montañas con las cimas cubiertas
de nieve a lo lejos. Entonces se le ocurrió.
—Vamos, Árni. Volvemos a Reikiavik.

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La galería de Skólavördustígur era la única que abría un par de horas los domingos y,
cuando Magnus y Árni llegaron allí, estaba cerrada. Pero, asomándose por la ventana,
Magnus pudo ver a alguien sentado en el escritorio que había al fondo de la tienda.
Golpeó el cristal de la puerta. Apareció Ingileif. Parecía molesta. Aquel enfado
aumentó cuando vio quiénes eran.
—Está cerrado.
—No hemos venido a comprar —dijo Magnus—. Queremos hacerle algunas
preguntas.
Ingileif vio la expresión de determinación en el rostro de él y los dejó entrar. Los
condujo hasta el escritorio, que estaba lleno de papeles inundados de números sobre
los que reposaba una calculadora. Se sentaron enfrente de ella.
—¿Nos dijo que el nombre de su bisabuelo era Ísildur? —empezó a decir
Magnus.
—Sí.
—¿Y su padre se llamaba Ásgrímur?
Ingileif frunció el ceño y por encima de la ceja volvió a aparecer el rasguño.
—Claro. Usted ya conoce mi apellido.
—Son unos nombres interesantes.
—No tanto —contestó Ingileif—. Exceptuando quizá el de Ísildur, pero de eso ya
hablamos.
Magnus no dijo nada, dejando que el silencio hiciera su trabajo. Ingileif empezó a
ruborizarse.
—¿Hay alguien en su familia que se llame Gaukur? —preguntó él.
Ingileif cerró los ojos, suspiró y se echó hacia atrás. Magnus esperó.
—Entonces, ¿ha encontrado la saga?
—Solo la traducción de Agnar. Usted sabía que finalmente la encontraríamos.
—Lo cierto es que el de Gaukur es un nombre que tratamos de evitar en nuestra
familia.
—No me sorprende. ¿Por qué no nos habló de ello?
Ingileif colocó la cabeza entre las manos.
Magnus esperó.
—¿La ha leído? —preguntó—. ¿Toda?
Magnus asintió.
—Pues sí, está claro que debería habérselo dicho. Fui tonta al no hacerlo. Pero si
ha leído la saga, habrá entendido el porqué de mi silencio. Ha pertenecido a mi
familia durante muchas generaciones y hemos conseguido mantenerla en secreto.
—Hasta que intentó venderla.
Ingileif asintió.
—Hasta que intenté venderla. De lo cual me arrepiento enormemente ahora.

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—¿Quiere decir ahora que alguien ha muerto?
Ingileif respiró hondo.
—Sí.
—¿Y esta saga se mantuvo de verdad en secreto durante todos esos años?
Ingileif lo confirmó moviendo la cabeza.
—Casi. Con un lapso hace unos cuantos cientos de años. Hasta mi padre, la
información sobre la existencia de la saga se ha pasado solamente del padre al hijo
mayor y en un par de casos a la hija mayor. Mi padre decidió leérsela a todos sus
hijos, algo que a mi abuelo no le gustó mucho. Pero a todos nos hizo prometer que lo
mantendríamos en secreto.
—¿Aún conserva el original?
—Por desgracia, se deterioró. Solo quedan fragmentos, pero se hizo una copia
excelente en el siglo XVII. Yo misma hice una copia para que Agnar la tradujera; debe
de estar entre sus papeles.
—Y después de tantos siglos, ¿por qué decidió venderla?
Ingileif dejó escapar un suspiro.
—Como puede imaginar, mi familia siempre ha estado obsesionada con las sagas,
en general, y con la nuestra en particular. Aunque mi padre era médico, fue el que
más obsesionado estuvo de todos. Estaba convencido de que el anillo que se
menciona en la saga seguía existiendo e hizo varias expediciones por todo el valle del
río Thjórsá, que es donde se encontraba la granja de Gaukur, para buscarlo. Por
supuesto, nunca lo encontró, pero así fue como murió. Se cayó por un precipicio por
culpa del mal tiempo.
—Lo siento —dijo Magnus. Y aunque Ingileif le había mentido, lo sintió de
verdad.
—Eso hizo que todos los demás sintiéramos rechazo por La saga de Gaukur. Mi
hermano, a quien mi padre le había lavado el cerebro hasta entonces hasta un nivel de
obsesión comparado al suyo, no quiso tener nada más que ver con ella. A mi hermana
nunca le interesó mucho. Creo que a mi madre la saga siempre le pareció una cosa un
poco rara y la consideró responsable de la muerte de mi padre. De todos ellos, quizá
fui yo la que menos rechazo mostró. Continué con mis estudios de islandés en la
universidad. Así que, cuando vi que necesitaba dinero con desesperación, me pareció
que sería la única que de verdad lo sentiría si la vendíamos.
»La galería se está yendo al garete. Lo cierto es que ha quebrado. Necesito dinero
urgentemente. Mucho dinero. Así que, cuando mi madre murió el año pasado, hablé
con mis hermanos sobre vender la saga. A Birna, mi hermana, no le importó en
absoluto, pero mi hermano Pétur se opuso. Dijo que nosotros éramos los guardianes
de la saga, que no debíamos venderla. Me sorprendió un poco, pero, al final, Pétur
transigió, siempre que se vendiera de forma privada, con una cláusula de
confidencialidad. Creo que él también atraviesa problemas económicos. Todos los
tenemos ahora.

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—¿A qué se dedica?
—Es propietario de algunos bares y discotecas. ¿Conoce Neon?
Magnus negó con la cabeza. Ingileif torció el gesto ante la ignorancia de él.
—Es una de las discotecas más conocidas de Reikiavik —le explicó.
—Seguro que lo es. No llevo mucho tiempo aquí —respondió Magnus.
—Yo sí la conozco —intervino Árni.
—Ya suponía que usted era un juerguista —dijo Ingileif.
Ahora fue Árni quien se ruborizó.
—Y una vez que decidió venderla, ¿por qué acudió a Agnar? —le preguntó
Magnus.
—Fue profesor mío en la universidad —contestó Ingileif—. Y, como le dije, lo
conocía bastante bien. Era lo suficientemente impúdico como para aceptar vender la
saga en secreto, ocultándoselo al gobierno islandés, pero me tenía el suficiente
aprecio como para no estafarme. Y resultó que conocía al comprador perfecto. Un
rico americano fanático de El señor de los anillos que estaba dispuesto a realizar la
compra en privado.
—¿Lawrence Feldman? ¿Steve Jubb?
—No supe su nombre. Usted ya mencionó antes a Steve Jubb, ¿no? Pero dijo que
era inglés.
—¿Por eso dijo que nunca había oído hablar de él?
—No había oído ese nombre anteriormente. Pero admito que no fui de mucha
ayuda. Trataba desesperadamente de mantener la saga en secreto. En cuanto le hablé
a Agnar de ella, me lo pensé mejor. Incluso le dije que quería retirarla del mercado y
mantenerla en la familia. —Apretó los labios—. Él me dijo que ya era demasiado
tarde. Lo sabía todo de ella y, a menos que yo siguiera adelante con la venta, lo
contaría.
—¿La chantajeó? —preguntó Magnus.
—Supongo que se puede decir que sí. Me lo merecía. Y funcionó. Creí que sería
mejor vender la saga de manera confidencial y repartir los beneficios entre Pétur,
Birna y yo antes que permitir que Agnar le hablara a todo el mundo de su existencia.
—¿Cuánto le dijo que conseguiría?
—Estaba en plena negociación del precio. Dijo que serían millones. De dólares.
Magnus respiró hondo.
—¿Y dónde se encuentra la saga ahora?
—En la caja fuerte de la galería —respondió vacilante—. ¿Quieren verla?
Magnus y Árni la siguieron hasta un almacén que había en la parte de atrás del
establecimiento. En el suelo había una caja fuerte. Ingileif giró a un lado y a otro las
manijas. Sacó un libro encuadernado en piel y lo colocó sobre la mesa.
—Esta es la copia del siglo XVII, el ejemplar completo más antiguo. —Abrió el
libro por una página al azar. Las páginas eran de papel, llenas de palabras escritas en
negro y con pulcritud, claras y fáciles de leer—. ¿Recuerda que cuando me preguntó

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si la saga se había mantenido en secreto yo le dije que había existido un lapso?
Magnus asintió.
—Pues bien, este ejemplar fue copiado de una versión anterior que uno de mis
antepasados vendió a Árni Magnússon, el gran coleccionista de sagas. El resto de la
familia se enfadó mucho cuando se produjo esa venta. Árni Magnússon se la llevó
con las demás a Copenhague y fue una de las que se destruyó durante el horrible
incendio de 1728, antes de que fuera catalogada. Que sepamos, hoy día solo existe
una mención a La saga de Gaukur, pero no se dan detalles de su contenido. La mayor
parte de la colección desapareció, especialmente las copias en papel. En mi familia
creemos que hubo un motivo que provocó el incendio.
—¿Provocado? ¿Alguien quería destruirla?
Ingileif negó con la cabeza.
—No era eso lo que pretendían, aunque sabiendo lo obsesionada que estaba mi
familia, no me sorprendería. Más bien fue mala suerte, o el destino. Llámelo como
quiera.
—El poder del anillo —dijo Árni.
—Ahora empieza usted a hablar como mi padre —repuso Ingileif—. Pero cuando
asesinaron a Agnar no pude evitar ver los paralelismos. —Volvió a girarse hacia la
caja fuerte—. Y luego está esto. El original… o lo que queda de él.
Con cuidado, sacó un sobre viejo y grande, lo colocó sobre el escritorio y de él
extrajo dos cartulinas rígidas entre las que, separadas por papel de seda, había una
media docena de pergaminos de color marrón. Apartó el papel de seda para que
pudieran ver de cerca una de las hojas.
Estaba descolorido, rasgado por los bordes y lleno de palabras escritas en negro.
Eran sorprendentemente claras: las primeras letras de los capítulos estaban decoradas
con azules y rojos desteñidos. Magnus pudo distinguir la palabra «Ísildur».
—Impresionante —dijo Magnus. Y así era. Cualquier duda que pudiera haber
tenido en cuanto a la autenticidad de la traducción que había leído en la casa de
verano de Agnar se disipó. Había contemplado boquiabierto las antiguas sagas de la
exposición de Árni Magnússon, pero nunca había visto ninguna tan de cerca. No
pudo resistirse a alargar la mano para tocarla con la yema del dedo.
—Lo es, ¿verdad? —confirmó Ingileif con cierto tono de orgullo en la voz.
—¿Sabe quién la escribió? —le preguntó Magnus.
—Creemos que fue alguien llamado Ísildur Gunnarsson —contestó ella—. Uno
de los descendientes de Gaukur, claro. Pensamos que vivió a finales del siglo XIII,
justo cuando se escribieron la mayor parte de las sagas más importantes.
—Pero si este fue un secreto familiar tan bien guardado, ¿cómo es que Tolkien
llegó a conocerlo? —preguntó Magnus—. Es decir, las conexiones con El señor de
los anillos son tan fuertes que no pueden tratarse de una simple coincidencia. Debió
leerla.
Ingileif vaciló.

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—Espere un momento.
Volvió a la caja fuerte y regresó poco después. Sobre el escritorio colocó un
pequeño sobre amarillento delante de Magnus.
—¿Puedo mirar?
Ingileif asintió.
Con cuidado, Magnus sacó una hoja de papel doblada por la mitad. Magnus la
abrió y leyó:

20 Northmoor Road
Oxford

9 de marzo de 1938

Mi estimado Ísildarson:
Te agradezco mucho que me hayas enviado la copia de La saga de
Gaukur, la cual he leído con enorme placer. Ya han pasado casi quince años,
pero recuerdo con mucha claridad la reunión del Club Vikingo en el bar del
instituto de Leeds en la que me hablaste de la saga, aunque no tenía ni idea
de que sería una historia tan maravillosa. Recuerdo con cariño aquellas
noches. ¡Un repertorio de antiguas canciones islandesas empapadas en
alcohol es algo que no debería perderse ningún estudiante de anglosajón o
de inglés medio!
Me alegra mucho que te gustara el libro que te envié. Recientemente he
comenzado a escribir una segunda historia sobre hobbits en la Tierra Media y
he escrito el primer capítulo, que se titula «Una reunión muy esperada» y con
el que he quedado encantado. Pero creo que este libro va a ser mucho más
oscuro que el primero, más maduro, y he estado buscando el modo de unir
las dos historias. Es posible que me hayas proporcionado esa conexión.
Por favor, espero que me perdones si te pido prestadas algunas ideas de
tu saga. Te prometo firmemente que seguiré respetando el deseo de tu
familia de que la saga permanezca en secreto, tal y como lo ha estado
durante tantos cientos de años. Si tienes alguna objeción, por favor, házmela
saber.
Te devolveré la copia de la saga la semana que viene.
Con mis mejores deseos, se despide con un cordial abrazo,
J. R. R. Tolkien

El corazón de Magnus latía con fuerza. Aquella carta doblaría el valor de la saga.
Lo triplicaría. Se trataba de un descubrimiento asombroso, la clave para lo que se
había convertido en una de las leyendas más importantes del siglo XX.
Un acaudalado seguidor de El señor de los anillos pagaría una fortuna por

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aquellos dos documentos.
O mataría por ellos.
Magnus había leído los dos primeros capítulos de El señor de los anillos la noche
anterior. Realmente, el primero se titulaba «Una reunión muy esperada», que
celebraba el centésimo décimo primer cumpleaños de Bilbo Bolsón, un alegre
acontecimiento lleno de hobbits, de comida y de fuegos artificiales al final del cual
Bilbo se pone su anillo mágico y desaparece. En el segundo, «La sombra del pasado»,
el mago Gandalf volvía a hablarle a Frodo, el sobrino de Bilbo, sobre los extraños y
malvados poderes del anillo y le encarga la tarea de destruirlo en la Grieta del
Destino.
Estaba claro que entre los capítulos primero y segundo está La saga de Gaukur.
—¿Puedo verlo yo? —preguntó Árni.
Magnus dejó escapar un suspiro. Ni siquiera se había dado cuenta de que había
estado aguantando la respiración. Le entregó la carta.
—¿Le enseñó esto a Agnar?
Ingileif asintió.
—Se la dejé durante un par de días. Quería todo lo que yo pudiera tener para
autentificar la saga. Se mostró encantado con esto. Estaba convencido de que nos
ayudaría a conseguir un precio mejor.
—Apuesto a que así era. Entonces, ¿Högni Ísildarson fue su abuelo?
—Así es. Su padre, Ísildur, fundó una tienda de muebles en Reikiavik a finales
del siglo XIX. Después, al igual que ahora, muchos islandeses viajaron al extranjero
para estudiar, y en 1923 Högni se fue a Inglaterra, a la Universidad de Leeds, donde
estudió inglés antiguo bajo la tutela de J. R. R. Tolkien. Tolkien causó una fuerte
impresión en mi abuelo. Le inspiró. Recuerdo que me hablaba de él. —Ingileif sonrió
—. En realidad, Tolkien no era mucho más viejo que mi abuelo. Tenía treinta y pocos
años, pero, al parecer, tenía una forma de comportarse anticuada. Como si viviera en
la época anterior a la industrialización, antes de que hubiera grandes ciudades, humo
y ametralladoras. Intercambiaron correspondencia mientras Tolkien estuvo vivo. Mi
abuelo incluso llegó a hacer que una de sus sobrinas trabajara para Tolkien como
niñera en Oxford.
—Habría sido mucho mejor que me hubiera enseñado esto la última vez que
estuve aquí —dijo Magnus.
—Lo sé —contestó ella—. Y lo siento.
—No basta con sentirlo. —Magnus la miraba directamente a los ojos—. ¿Tiene
alguna idea de por qué mataron a Agnar?
Esta vez fue ella quien le sostuvo la mirada.
—No. Me convencí a mí misma de que todo esto no tenía nada que ver con su
muerte, y por eso no sentí la necesidad de hablarle a usted de ello. Y desconozco que
haya conexión alguna. —Suspiró—. Mi trabajo no es hacer elucubraciones, pero ¿no
le parece probable que estas personas de las que usted me ha hablado pensaran que

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podrían hacerse con la saga sin tener que pagarle a Agnar?
—A menos que usted lo matara —repuso Magnus.
—¿Y por qué iba a hacerlo? —preguntó, devolviéndole la mirada desafiante.
—Para hacerle callar. Usted misma me ha dicho que quería retirar la saga de la
venta y que él la amenazó con hablarle a todo el mundo de ella.
—Sí, pero no lo habría matado por eso. No mataría a nadie por ningún motivo —
se defendió Ingileif.
Magnus la miró fijamente.
—Puede —dijo—. Seguiremos en contacto.

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Magnus dejó caer de golpe las ciento veinte páginas de La saga de Gaukur sobre la
mesa de Baldur.
—¿Qué es esto? —preguntó, mirando a Magnus.
—El motivo por el que Steve Jubb mató a Agnar.
—¿A qué se refiere?
Magnus le informó de lo que él y Árni habían descubierto en la casa de verano y
de su posterior entrevista con Ingileif. Baldur le escuchaba con atención, con su
alargado rostro ojeroso y los labios apretados.
—¿Ha traído las copias de esa tal Ingileif? —preguntó Baldur.
—No —respondió Magnus.
—Pues tráigalas, tanto a ella como los documentos. Tenemos que ver si son los
que faltan en el escenario del crimen. Y deberíamos traer a alguien que certificara la
autenticidad de esto —dijo, señalando el manuscrito que tenía delante de él.
Levantó los dedos y se acarició la barbilla.
—Así que este debía ser el trato del que estaban hablando. Pero eso sigue sin
explicar por qué mataron a Agnar. Sabemos que Steve Jubb no consiguió hacerse con
una copia de la saga. No la encontramos en su habitación del hotel.
—Puede que la escondiera —intervino Magnus—. O que la enviara por correo a
la mañana siguiente. A Lawrence Feldman.
—Es posible. La oficina central de correos está a la vuelta de la esquina del hotel.
Podemos ir a ver si alguien lo recuerda. Y si lo envió por correo certificado, ha de
haber un registro de este y la dirección a la que fue enviado.
—O puede que el trato saliera mal. Que tuvieran una discusión sobre el precio.
—Hasta tener la saga original en sus manos, Feldman y Jubb querrían que Agnar
permaneciera vivo —suspiró Baldur—. Pero estamos acercándonos. Volveré a hablar
con Steve Jubb. Haremos que lo traigan de Litla Hraun mañana por la mañana.
—¿Puedo ir con usted? —le preguntó Magnus.
—No —contestó Baldur sin más.
—¿Y qué me dice de Lawrence Feldman en California? —quiso saber Magnus—.
Ahora es aún más importante hablar con él. —Magnus pudo notar detrás de él cómo
Árni se ponía tenso ante la expectativa.
—Ya le dije que pensaría en ello. Y eso haré —respondió Baldur.
—Muy bien —dijo Magnus, y se dirigió después hacia la puerta del despacho de
Baldur.
—Y Magnus.
—¿Qué?
—Usted tenía que haber informado de esto antes de ir a ver a Ingileif. Soy yo
quien está a cargo de la investigación.
Magnus se sintió molesto, pero sabía que Baldur tenía razón.

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—Es verdad —dijo—. Lo siento.

* * *

Árni fue a buscar a Ingileif y la llevó a la comisaría para que le tomaran las huellas.
Magnus llamó a Nathan Moritz, un compañero de Agnar de la universidad al que ya
había interrogado la policía. Moritz estaba en su casa y Magnus le pidió que acudiera
a la comisaría para ver una cosa. El profesor pareció dudar al principio, pero cuando
Magnus mencionó que se trataba de una traducción al inglés de una saga perdida
sobre Gaukur y su hermano Ísildur, Moritz dijo que iría enseguida.
Moritz era un estadounidense bajito de unos sesenta años con barba puntiaguda y
cuidada y cabello despeinado y gris. Hablaba islandés a la perfección, lo cual no era
de extrañar al tratarse de un profesor de esa asignatura y explicó que estaba durante
dos años en un intercambio de la Universidad de Islandia con la Universidad de
Michigan, a la que él pertenecía. Pasaron al idioma materno de los dos después de
que Magnus le contara que él se encontraba en una situación similar.
Magnus fue a por un café para el profesor y ambos se sentaron en una sala de
interrogatorios con el manuscrito que había traído de la casa de verano delante de
Magnus. Moritz había llevado su propio documento, un libro de tapas duras. Estaba
tan excitado que apenas podía quedarse quieto en la silla y no le hizo caso a su café.
—¿Es eso? —preguntó—. ¿La saga de Gaukur?
—Creemos que sí.
—¿Dónde la ha encontrado?
—Parece que se trata de una traducción inglesa que hizo Agnar.
—¡Así que era eso lo que estaba haciendo! —exclamó Moritz—. Estuvo
trabajando como una hormiguita en algo durante las últimas semanas. Decía que
estaba comentando una traducción francesa de La saga de Laxdaela, pero me pareció
raro. Conocía a Agnar desde hacía años, he trabajado con él en un par de proyectos y
nunca le preocupó excesivamente cumplir los plazos. —Moritz negó con la cabeza—.
La saga de Gaukur.
—Yo no sabía que existía —dijo Magnus.
—Y no existe. O al menos, eso creíamos. Pero antes sí. Mire.
Moritz abrió el libro que tenía delante de él.
—Esto es un facsímil del Libro de Mödruvellir, del siglo XIV, una de las
recopilaciones más importantes de sagas. En total, contiene once de ellas.
Magnus fue al otro lado de la mesa y se colocó detrás de Moritz. Este pasó las
páginas del libro, y cada una de ellas era una copia exacta del pergamino del
manuscrito original. Se detuvo en una página en blanco en la que solamente había
escritas un par de líneas descoloridas. Indescifrable.
—Existe un gran vacío entre La saga de Njál y La saga de Egil. Nadie había
podido leer esto hasta que se inventó la luz ultravioleta. Ahora se sabe lo que dice. —

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Moritz citó de memoria—. «Insertar aquí la saga de Gauks Trandilssonar; me han
dicho que Grímur Thorsteinsson Esq tiene una copia». —Miró a Magnus y sonrió—.
Sabíamos que había existido La saga de Gaukur, pero creíamos que se había perdido,
como tantas otras. A Gaukur se le menciona una vez, muy brevemente, en La saga de
Njál, donde dice que lo mató Ásgrímur.
—Cuando lea la saga verá cómo lo hizo —le contestó Magnus con una sonrisa
mientras volvía a su asiento. El Libro de Mödruvellir debía ser el ejemplo al que se
había referido Ingileif sobre la existencia de la saga.
—El otro lugar en el que aparece es extraordinario —le explicó Moritz—. Existen
unas runas vikingas en una tumba de Orkney. En realidad, son inscripciones. Fueron
descubiertas en el siglo XIX. Dicen que esas runas fueron grabadas por el hacha que
perteneció a Gaukur Trandilsson de Islandia. Así que, ese hombre existió de verdad.
Moritz miró el fajo de papeles que Magnus tenía delante.
—¿Y esa es la traducción al inglés? ¿Puedo leerla?
—Sí. Aunque deberá utilizar guantes y tendrá que leerla aquí. Tenemos que
dársela a nuestros forenses antes de que la fotocopien.
—¿Sabe dónde se encuentra el original?
—Sí. Solamente existen trozos de la vitela original, pero existe una excelente
copia del siglo XVII. Podremos enseñársela mañana. Por supuesto, no estamos seguros
de que lo que hemos encontrado sea auténtico. Tenemos que autentificarlo.
—Será un placer —dijo Moritz.
—Y mantenga esto en secreto. No diga una palabra a nadie.
—Lo comprendo. Pero no permita que sus forenses manipulen ningún documento
sin mi supervisión.
—Desde luego —contestó Magnus—. Si la saga es auténtica, ¿cuánto puede
costar?
—Es imposible saberlo —respondió el profesor—. El último manuscrito
medieval que salió al mercado se vendió en Sotheby’s en los años sesenta a un
consorcio de bancos islandeses. Había pertenecido a un coleccionista británico. Por
supuesto, esta vez los bancos no tienen dinero, como tampoco lo tiene el gobierno
islandés. —Hizo una pausa—. Pero ¿por esto? ¿Si es auténtico? Habrá muchos
compradores deseosos de adquirirlo fuera de Islandia. Estamos hablando de millones
de dólares. —Sacudió la cabeza—. Muchos millones.

* * *

Cuando Magnus volvió a su mesa, Árni lo estaba esperando. Parecía excitado.


—¿Qué pasa? ¿Las huellas de Ingileif coinciden?
—No. Pero he tenido noticias de Australia.
—¿Del experto en élfico?

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Árni le entregó a Magnus una copia impresa del correo electrónico.

Estimado agente Holm:


He podido traducir la mayor parte de los dos mensajes que me ha
enviado. Están en quenya, el más conocido de los idiomas de Tolkien. Las
traducciones son las siguientes:

1. Me reúno con Haraldsson mañana. ¿Debería insistir en ver la historia?


2. He visto a Haraldsson. Tiene (¿?). Quería mucho más dinero. Cinco
millones. Tenemos que hablar.
Nota: No he podido encontrar ninguna traducción para la palabra
kallisarvoinen, que es la que he marcado con la señal de (¿?).

Ha sido un placer descubrir que mis conocimientos de quenya finalmente


han sido de ayuda para alguien.
Un cordial saludo,

Barry Fletcher
Profesor universitario
Facultad de Idiomas y Lingüística
Universidad de Nueva Gales del Sur

—Bueno, el primer mensaje es bastante claro. El segundo lo envió a las once de


la noche, el día del asesinato, ¿verdad? —preguntó Magnus.
—Exacto. Cuando Jubb volvió al hotel después de haber visto a Agnar.
—No me extraña que tuvieran que hablar si acababa de lanzar un cadáver al lago.
—Me pregunto qué significará la palabra kallisar… lo que sea —dijo Árni.
Magnus lo pensó un momento.
—¿Manuscrito? «Tiene el manuscrito». Eso tendría sentido.
—No sé —repuso Árni.
—¿Qué quieres decir?
—No me parece lógico. Es como si Agnar tuviera algo más. Algo por lo cual
quiere más dinero. Ese Jubb quiere hablar con Ísildur para comentarle si debe
pagarlo.
Magnus dejó escapar un suspiro. Se le estaba agotando la paciencia.
—¡Árni! Sabemos que Agnar murió aquella noche. Este mensaje explica que
quería mucho más dinero. Así que Jubb lo mató y necesitaba hablar con su jefe
después de haberlo hecho. Fácil. Ocurre en los negocios de mi país cada dos por tres.
Vamos a contárselo a Baldur. Querrá hablar de esto con Jubb.
Árni siguió a Magnus hasta el despacho de Baldur. A él no le parecía tan sencillo,
pero estaba acostumbrado a cometer errores en cuestiones policiales. Había aprendido

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que lo importante era no hacer mucho ruido en lo que respectaba a sus errores y no
dejar que los demás le deprimieran.

* * *

Vigdís avanzaba por la serpenteante carretera hacia Hruni. Había tardado casi dos
horas en llegar allí desde Reikiavik. Un largo camino simplemente para comprobar
un nombre de una lista. Pero Baldur había insistido en que todas las citas que
aparecían en la agenda de Agnar debían ser investigadas, así que había llegado el
momento de comprobar aquella misteriosa anotación de «Hruni».
Se cruzó con dos o tres coches que iban en la otra dirección y, después de una
curva, se encontró con el valle en el que se asentaba Hruni. Tal y como había dicho
Rannveig, allí no había nada, aparte de una iglesia y una casa parroquial junto a un
risco. Y unas buenas vistas hacia las lejanas montañas más allá de las praderas.
La misa del domingo acababa de terminar. Había tres coches aparcados en la
explanada de gravilla que había delante de la iglesia. Dos de ellos se alejaron cuando
Vigdís detuvo su coche. Delante del edificio había dos personas, una muy grande y
otra muy pequeña, discutiendo. El pastor de Hruni y una de sus feligresas.
Vigdís se quedó rezagada hasta que la conversación hubo terminado y la señora
mayor, con las mejillas encendidas, se dirigió cojeando a paso rápido hasta su coche y
se fue.
El pastor miró a Vigdís. Era un hombre grande y fuerte, de barba poblada y
cabello oscuro con mechones grises. Por un momento, Vigdís sintió un destello de
miedo al ver su estatura y su fuerza, pero se tranquilizó al reparar en el alzacuellos
que llevaba puesto. El pastor levantó sus espesas cejas. Vigdís estaba acostumbrada a
aquello.
—Vigdís Audarsdóttir, de la Policía Metropolitana de Reikiavik —se presentó.
—¿De verdad? —contestó aquel hombre con voz grave.
Vigdís suspiró y sacó su placa identificativa. El pastor la examinó atentamente.
—¿Puedo hablar con usted? —preguntó ella.
—Por supuesto —contestó el pastor—. Entre en casa. —Condujo a Vigdís al
interior de la casa parroquial hasta llegar a un estudio abarrotado de libros y papeles
de trabajo—. Por favor, siéntese. ¿Quiere tomar una taza de café, hija?
—No soy su hija —respondió Vigdís—. Soy oficial de policía. Pero sí, gracias.
Apartó un montón de periódicos amarillentos de un sofá y los colocó en el suelo.
Mientras esperaba a que el pastor regresara, observó su estudio. Varios volúmenes
abiertos descansaban sobre una mesa grande y los libros se alineaban por las paredes.
Todos los huecos estaban adornados con antiguos grabados de distintas escenas de la
historia islandesa: un hombre a lomos de una foca o una ballena en el mar; una iglesia
derrumbándose, sin duda se trataba de la de Hruni; y tres o cuatro grabados del monte
Hekla en erupción.

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A través de la ventana, Vigdís pudo ver la moderna iglesia de Hruni, roja y
blanca, impecable, levantada entre antiguas tumbas y árboles dispersos.
El pastor volvió con dos tazas de café y se sentó en un viejo sillón de cretona.
Crujió con su peso.
—Y bien, ¿en qué puedo ayudarla, querida? —Hablaba con voz grave y sonreía,
pero sus ojos, hundidos y oscuros, la desafiaban.
—Estamos investigando la muerte del profesor Agnar Haraldsson. Fue asesinado
el jueves.
—Lo he leído en los periódicos.
—Sabemos que Agnar visitó Hruni recientemente —dijo Vigdís, comprobando
sus notas—. El día 20. El lunes pasado. ¿Vino a verle a usted?
—Sí. Fue por la tarde, creo.
—¿Conocía usted a Agnar?
—No, en absoluto. Aquella fue la primera vez que le vi.
—¿Y sobre qué quería hablar con usted?
—De Saemundur el Sabio.
Vigdís reconoció aquel nombre, aunque la historia no había sido su asignatura
favorita en el colegio. Saemundur fue un famoso historiador y escritor medieval.
Ahora que lo pensaba, era Saemundur quien estaba a lomos de la foca en el grabado
que había en la pared del estudio.
—¿Qué quería saber sobre Saemundur el Sabio?
Durante un momento, el pastor no respondió. Sus ojos oscuros examinaban a
Vigdís. Ella empezó a sentirse incómoda. No se trataba del habitual malestar que
sentía cuando los islandeses se quedaban mirándola por su color de piel, a lo cual
estaba acostumbrada. Aquello era algo más. Empezaba a desear haberse traído a un
compañero con ella.
Pero a Vigdís ya la habían observado antes todo tipo de desagradables personajes.
No iba a permitir que un simple sacerdote la desconcertara.
—¿Cree usted en Dios, hija?
A Vigdís le sorprendió la pregunta, pero estaba decidida a no demostrarlo.
—Eso no tiene nada que ver con esta investigación —respondió. No quería
cederle el control de la entrevista a aquel hombre.
El pastor se rio entre dientes.
—Siempre me asombra ver cómo los policías evitan continuamente una pregunta
tan sencilla. Casi parece como si les diera vergüenza admitir que sí. O quizá les
avergüenza admitir que no. ¿Cuál es su caso?
—Soy oficial de policía. Soy yo quien hace las preguntas —respondió Vigdís.
—Tiene razón. No es directamente relevante. Pero mi siguiente pregunta es: ¿cree
en el diablo, Vigdís?
—No —contestó Vigdís, muy a su pesar.
—Me sorprende. Creía que a su gente le gustaba la idea de la existencia del

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diablo.
—Creo que si hay en mí algo de supersticiosa, es por la parte islandesa —dijo
Vigdís.
El pastor se rio sonoramente.
—Probablemente eso sea cierto. Pero no se trata de superstición o, al menos, es
algo más que eso. La forma de creer de la gente es diferente en Islandia que en otros
países. Tiene que ser así. Podemos ver el bien y el mal, el poder y la paz en el campo
que nos rodea. No solo lo vemos. Lo oímos, lo olemos, lo sentimos. No hay nada
como la belleza del sol del mediodía reflejándose en un glaciar o la paz de un fiordo
al amanecer. Pero como pueblo, hemos sufrido también el terror de las erupciones
volcánicas y los terremotos, el miedo a terminar perdidos en una tormenta de nieve
invernal y el lóbrego vacío de los desiertos de lava. En este país puede olerse el
azufre.
»Pero incluso en los estériles campos de lava podemos ver los primeros y
diminutos signos de vida a través del hielo y la ceniza. El musgo que mordisquea la
lava, rompiéndola para convertirla en lo que pasará a ser tierra fértil en pocos
milenios. Todo este país está en continua creación.
El pastor sonrió.
—Dios está aquí mismo. —Hizo una pausa—. Y también el diablo.
Sin poder evitarlo, Vigdís lo escuchaba. El ruido sordo de la voz lenta y grave del
pastor captaba su atención. Pero su mirada la intranquilizaba. Sintió una oleada de
pánico, un repentino deseo de salir corriendo de aquel estudio todo lo lejos y todo lo
rápido que fuera capaz. Pero no podía moverse.
—Saemundur conocía al diablo. —El pastor señaló el grabado que había en la
pared—. Como ya sabe, Satán fue su profesor en la Escuela de Magia Negra de París.
Según la leyenda, engañó al diablo en muchas ocasiones, convenciéndolo una vez de
que adoptara la forma de una foca y lo trajera de vuelta a Islandia desde Francia. Pero
también fue el primer historiador islandés, puede que el más importante. Aunque su
trabajo en sí se ha perdido, sabemos que los escritores de las sagas utilizaron y
admiraron su historia de los reyes de Noruega. Un hombre magnífico. Yo he dedicado
mi vida a estudiarlo.
El pastor señaló una fila de una veintena de cuadernos que reposaban en un
estante justo al lado del escritorio.
—Es un proceso largo y lento. Pero he hecho algunos hallazgos interesantes. El
profesor Agnar quería que le hablara de ellos.
—¿Y lo hizo? —consiguió preguntarle Vigdís.
—Claro que no —contestó el pastor—. Algún día todo esto saldrá publicado, pero
para eso aún quedan muchos años. —Sonrió—. Pero fue gratificante ver que, por fin,
un profesor de universidad reconociera que un simple sacerdote rural hace una
contribución a la sabiduría de este país. El mismo Saemundur fue sacerdote de Oddi,
no muy lejos de aquí.

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—¿Cuánto tiempo duró aquella conversación?
—Veinte minutos, no más.
—¿Le habló Agnar de un inglés llamado Steve Jubb?
—No.
—¿Y de una mujer llamada Ingileif Ásgrímsdóttir? Es de Flúdir.
—Sí. Conozco a Ingileif —dijo el pastor—. Una joven excelente. Pero no, el
profesor no la mencionó. No sabía que la conociera. Creo que estudió islandés en la
universidad. Quizá fue alumna suya.
Vigdís sabía que había una o dos preguntas más que quería hacerle, pero estaba
deseando salir de allí.
—Gracias por su tiempo —dijo, poniéndose de pie.
—De nada —repuso el pastor. Se incorporó y le tendió la mano.
Antes de poder evitarlo, Vigdís la estrechó. El pastor agarró la mano con fuerza
entre las suyas.
—Me gustaría hablar más tiempo con usted sobre sus creencias, Vigdís. —Su voz
sonaba tranquila y autoritaria a la vez—. Aquí en Hruni puede empezar a conocer a
Dios de un modo que es imposible conocer en una ciudad grande. Veo que tiene usted
un pasado poco común, pero también puedo ver que es islandesa de corazón, una
verdadera islandesa. Hay un largo camino hasta Reikiavik. Quédese un rato. Hable
conmigo.
Sus grandes manos eran cálidas y fuertes, su voz tranquilizadora y su mirada
dominante. Vigdís estuvo a punto de quedarse.
Entonces, reuniendo fuerzas desde lo más hondo de su ser, apartó las manos, se
dio la vuelta y salió de la casa dando traspiés. Se dirigió rápidamente hacia el coche,
casi corriendo, lo puso en marcha y se alejó a toda velocidad de Hruni de vuelta a
Reikiavik, rebasando el límite de velocidad durante todo el camino.

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15
Colby se encontraba admirando su nuevo vestido de verano delante del espejo del
dormitorio en su apartamento de Back Bay. Lo había comprado el domingo anterior
en Riccardi’s, en la calle Newbury. Un derroche, pero le sentaba bien. Sencillo.
Elegante. Con estilo. Parecía especialmente bonito con aquellos pendientes. Los que
le había regalado Magnus por su último cumpleaños.
Magnus.
Por mucho que intentara no hacerlo —y lo intentaba de verdad— seguía
pensando en Magnus.
¿Dónde estaba ahora? ¿En Islandia? Plantado bajo la lluvia en algún lugar dejado
de la mano de Dios en mitad del Atlántico Norte. Había sido un estúpido al pensar
que ella iba a dejar su trabajo durante varias semanas, posiblemente meses, para irse
allí con él.
Como si él fuera a dejar su trabajo durante el par de horas que se tarda en ir a ver
una película con ella.
Pero al menos se encontraba fuera del país, a salvo. Sabía que vivía en un mundo
sucio y peligroso, pero ese mundo nunca se le había impuesto a ella hasta aquella
noche en el North End, cuando les habían disparado. Magnus le había dicho que los
dos seguían estando en peligro. Pero Colby estaba segura de que cuanta más distancia
hubiera entre ellos, más segura estaría.
Acarició los pendientes. Zafiros rodeados de diamantes. Regalos caros para el
sueldo de un policía. Eran realmente bonitos.
Era consciente de que casi comete un error, un gran error, al presionarle para que
se casara con ella. Se alegraba mucho de que él hubiera contestado que no.
No es que no lo encontrara atractivo. Más bien al contrario. Le encantaba la
sensación de fuerza y peligro latente que le rodeaba. Podía ser temible cuando perdía
los estribos, pero incluso eso le gustaba de él.
También era inteligente, sabía escuchar y se podía pasar la noche entera hablando
con él. No era judío, pero eso no le importaba mucho, aunque a su madre sí le
importaría.
El problema estaba en que era un perdedor. Y siempre lo sería.
Por supuesto, era por su trabajo. Con su licenciatura en la Universidad de Brown
podría haber aspirado a algo mucho mejor que policía, tal y como le había dicho con
frecuencia. Pero nunca lo hizo. Estaba obsesionado con su trabajo, con resolver un
asesinato tras otro. A menudo, Magnus era la única persona en todo el mundo a quien
le importaba quién había matado a quién. Ella sabía que todo aquello tenía que ver
con su padre; ser consciente de ello hizo que se diera cuenta de lo difícil que sería
cambiarle.
Difícil no. Imposible.
Su amiga Tracey decía que era una pérdida de tiempo tratar de hacer que un novio

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cambiara. Y aún más lo era casarse con el objetivo de hacer que tu marido cambiara.
Simplemente no funcionaba.
La decisión de Magnus de contarle a su jefe lo del policía corrupto fue la gota que
colmó el vaso. Aquello fue muy honesto y honrado, pero también estúpido. Boston
no era el nido de corrupción que había sido veinte años atrás, pero quienes se
enfrentaran a la clase dirigente de la ciudad nunca podrían considerarse parte de ella.
En la empresa de Colby, una fábrica de instrumental médico, había veces en que
miraban para otro lado y no hacían preguntas. Si querías que a la empresa le fuera
bien, tenías que hacerlo así. Su trabajo era proteger a la empresa de los riesgos legales
que aparecieran sobre la marcha, no expulsar del mundo a los fraudulentos.
Magnus nunca iría a la Facultad de Derecho. Probablemente ni siquiera escalaría
un peldaño más dentro del Departamento de Policía.
Un perdedor.
Esa había sido la razón por la cual cuando un abogado alto y elegante con el que
tuvo que tratar el año anterior le pidió que se tomara un café con él, ella aceptó.
Y por esa misma razón cuando la llamó para invitarla a cenar, también aceptó.
Se llamaba Richard Rubinstein. Guapo, quizá demasiado arreglado para su gusto.
Judío, por supuesto. Había buscado su nombre en Google y había descubierto que le
acababan de nombrar socio de su bufete de abogados del centro de la ciudad, lo cual
no era necesariamente importante, pero sí significaba que no era un perdedor. Y al
contrario que casi todo el mundo a su alrededor, no conocía a Magnus, no había oído
hablar de él y no sabía que ella había tenido novio durante los últimos tres años.
Iba a pasarlo bien. Pero no con los pendientes de Magnus. Se los quitó, los
sustituyó por un par de sencillas perlas y salió a la cálida noche.

* * *

Desde un coche aparcado al otro lado de la calle, Diego la observaba. Comprobó la


fotografía que tenía en su regazo. Era la misma chica.
Por la forma en que iba vestida, estaría fuera un buen rato. Eso le daría tiempo
suficiente para poder entrar en el edificio y luego en el apartamento de ella sin que lo
vieran.
Seguía quedando el problema del policía que estaba sentado en su coche patrulla
justo en la puerta del edificio. Pero si había algo que Diego supiera de los policías era
que aquel tipo empezaría a tener hambre.
En efecto, una vez que la mujer desapareció calle abajo, el coche de policía se
puso en marcha y se fue.
El tiempo suficiente como para ir a por una pizza o una hamburguesa antes de que
la chica volviera.
Diego salió de su coche y cruzó la calle.

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* * *

Magnus volvió caminando a su nueva casa de Thingholt desde la comisaría.


Necesitaba hacer ejercicio y tomar aire fresco. Y si hay algo que se puede destacar
del aire de Reikiavik es, cuanto menos, su frescor.
La cabeza le bullía con las cosas que habían ocurrido ese día. Era demasiado
pronto para decirlo, pero según el profesor Moritz, no había nada en la traducción de
La saga de Gaukur que indicara que se trataba de una falsificación. Estaba claro que
el profesor deseaba creer que la saga era auténtica, pero admitió que si había alguien
que pudiera falsificar una saga, ese era Agnar.
Lo cual planteaba otra posibilidad interesante. Quizá Steve Jubb había
descubierto de algún modo que el documento que Agnar estaba tratando de venderle
por tantos millones de dólares era falso y lo había matado por eso.
Magnus seguía sin estar convencido de que Ingileif le estuviera diciendo toda la
verdad. Pero parecía mucho más sincera cuando habló con ella aquella tarde. Y tenía
que admitir que le había atraído su mezcla de vulnerabilidad y determinación.
Sonrió al recordar el sabio consejo del oficial O’Malley cuando Magnus comenzó
a trabajar: «Solo porque una chica tenga un bonito culo no significa que esté diciendo
la verdad». No había duda de que Ingileif tenía un culo bonito.
Steve Jubb no iba a contarles nada, sobre todo si era culpable, tal y como Magnus
pensaba. Tenían que subir a un avión con destino a California y hablar con Ísildur.
Amenazarlo con una acusación de conspiración para cometer un asesinato y dejar que
cantara. Magnus podría hacerlo, estaba seguro.
—¡Magnus!
Se encontraba en una pequeña calle cerca de la casa de Katrín, casi en lo alto de
la colina. Se giró y vio a una mujer que apenas reconocía y que caminaba vacilante
hacia él. Tenía unos cuarenta años, pelo corto y rojizo y rostro ancho con una gran
sonrisa. Aunque tenía el pelo de diferente color, su cara le recordó mucho a la de su
madre. Sobre todo allí, tan cerca de la casa en la que se había criado.
Ella se quedó mirándolo con atención, torciendo el gesto.
—Eres Magnus, ¿verdad? ¿Magnus Ragnarsson? —le preguntó en inglés.
—¿Sigurbjörg? —Fue casi una suposición por parte de Magnus. Sigurbjörg era su
prima por parte de madre. La rama familiar que esperaba evitar en Reikiavik.
La sonrisa se hizo aún más grande.
—Sí. Imaginaba que eras tú.
—¿Cómo me has reconocido?
—Te he visto caminando por la calle. Por un segundo, pensé que eras mi padre, si
no fuera porque eres mucho más joven y él está en Canadá. Después me di cuenta de
que debías ser tú.
—No nos hemos visto desde hace… ¿Cuánto? ¿Quince años?
—Algo así. Cuando viniste a Islandia tras la muerte de tu padre. —Sigurbjörg

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debió ver la mueca en el rostro de Magnus—. No fue un viaje muy agradable para ti,
según recuerdo.
—Lo cierto es que no.
—Te pido disculpas por el abuelo. Se comportó terriblemente mal.
Magnus asintió.
—No he estado en Islandia desde entonces.
—¿Hasta ahora?
—Hasta ahora.
—Vamos a tomar un café y así me lo cuentas todo, ¿eh?
Bajaron por la calle hasta una cafetería de moda que se encontraba en
Laugavegur. Sigurbjörg pidió un trozo de tarta de zanahoria con su café y se sentaron
junto a un hombre serio con gafas que estaba concentrado en su portátil.
—Así que has vuelto de Canadá —dijo Magnus—. ¿No estabas en la escuela de
posgrado?
—Sí. En MacGill. La verdad es que acababa de terminar la última vez que te vi.
Me quedé en Islandia. Me licencié en derecho. Soy socia de uno de los bufetes de
aquí. También me hice con un marido y con tres hijos.
—Enhorabuena.
—Papá y mamá siguen en Toronto. Ahora están jubilados, claro.
El padre de Sigurbjörg, el tío Vilhjálmur, había emigrado a Canadá en los años
setenta y había trabajado como ingeniero de caminos. Al igual que Magnus,
Sigurbjörg había nacido en Islandia, pero había pasado la mayor parte de su infancia
en América del Norte.
—¿Y tú? No tenía ni idea de que estabas en Islandia. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Solo dos días —contestó Magnus—. Me quedé en Boston. Me hice policía.
Detective de homicidios. Luego, mi jefe recibió una llamada que decía que el
inspector jefe de la Policía Nacional de Islandia necesitaba que viniera alguien para
ayudarles. Me escogieron a mí.
—¿Te escogieron? ¿No querías venir?
—Digamos que tenía sentimientos encontrados.
—¿Después de tu última visita? —Sigurbjörg asintió—. Aquello debió ser duro.
Sobre todo, después de que tu padre muriera.
—Lo fue. Tenía veinte años y había perdido a mis padres. No lo llevé bien.
Empecé a beber. Me sentía solo. Después de ocho años, casi me había habituado a los
Estados Unidos y, de repente, volvía a sentirme como en un país extranjero.
—Sé a qué te refieres —dijo Sigurbjörg—. Yo nací en Canadá, pero mi familia es
islandesa y vivo aquí. A veces, creo que todos los países son extranjeros. No es justo,
¿verdad?
Magnus se quedó mirando a Sigurbjörg. Le escuchaba. Y era el único miembro de
su familia que había mostrado compasión durante aquellos dos días horribles. Era la
única a la que había sentido más cerca, quizá por su experiencia común en

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Norteamérica, o quizá simplemente porque ella lo trataba como un ser humano
normal.
Él quería hablar.
—Necesitaba algún tipo de familia, otra que no fuera mi hermano Óli. Todos los
islandeses lo necesitan, ya sabes. Para los americanos puede que esté bien vivir sus
vidas solos, pero para mí no era así. Yo había vivido con los abuelos durante unos
años y supongo que pensé que me recibirían con los brazos abiertos después de lo que
había ocurrido. Creí que lo harían. Pero me rechazaron. Más que eso. Me hicieron
sentir como si yo fuera responsable de la muerte de mamá.
El rostro de Magnus se endureció.
—El abuelo dijo que mi padre era el hombre más malvado que había conocido
nunca y se alegraba de que hubiera muerto. Eso hizo que volviera todo el dolor de
aquellos últimos años antes de que papá me llevara con él a América. Me alegré de
irme y juré que nunca volvería.
—Y ahora estás aquí —dijo Sigurbjörg—. ¿Te gusta?
—Sí —contestó Magnus—. Supongo que sí.
—Hasta que te has encontrado conmigo.
Magnus sonrió.
—Recuerdo lo amable que fuiste conmigo, aun cuando el resto de la familia no lo
fuera. Te lo agradezco. Pero hazme un favor. No les digas que estoy aquí.
—Bueno, ya no pueden hacerte nada. El abuelo debe de tener ochenta y cinco
años y la abuela no muchos menos.
—Dudo que se hayan vuelto más apacibles con los años.
Sigurbjörg sonrió.
—No lo han hecho.
—Y, por lo que recuerdo, el resto de la familia era igual de hostil.
—Lo habrán superado —afirmó ella—. Ha pasado mucho tiempo.
—No entiendo por qué estaban tan enfadados —protestó Magnus—. Sé que mi
padre dejó a mi madre, pero ella había convertido su vida en un infierno. Acuérdate,
era alcohólica.
—Pero esa es la cuestión —repuso Sigurbjörg—. Se volvió alcohólica cuando
descubrió la aventura. Y de ahí vino todo lo demás. Que tu padre la dejara, que ella
perdiera su trabajo. Y luego aquel horrible accidente de coche. El abuelo culpó a tu
padre de todo ello y siempre lo hará.
Un ruidoso trío de dos hombres y una mujer se sentaron a su lado y comenzaron a
hablar sobre un programa de televisión que habían visto la noche anterior.
Magnus no les hizo caso. Se había quedado pálido.
—¿Qué? ¿Qué te pasa, Magnus?
Magnus no contestó.
—Dios mío, no lo sabías, ¿verdad? ¡Nadie te lo dijo!
—¿Qué aventura?

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—Olvídate de lo que he dicho. Oye, tengo que irme —se disculpó mientras se
ponía de pie.
Magnus alargó el brazo y la agarró de la mano.
—¿Qué aventura? —En su voz apareció la ira.
Sigurbjörg se sentó de nuevo y tragó saliva.
—Tu padre estaba teniendo una aventura con la mejor amiga de tu madre. Ella lo
descubrió. Tuvieron una pelea terrible y ella empezó a beber.
—No te creo —dijo Magnus.
Sigurbjörg se encogió de hombros.
—¿Estás segura de que fue así?
—No —contestó ella—. Pero sospecho que sí lo fue. Mira, tuvo que haber otros
problemas. A mí me gustaba tu madre, de verdad. Sobre todo, antes de que empezara
a beber, pero siempre fue un poco neurótica. Viendo cómo eran sus padres, apenas
me sorprende.
—Es verdad. Tienes razón. Debió de ser así. Pero me cuesta creerlo.
—Oye, Magnus, siento de verdad que te hayas enterado por mí. —Sigurbjörg
extendió una mano para tocar la de él—. Pero ahora tengo que irme. Y te prometo
que no les diré a los abuelos que estás aquí.
Y dicho eso, se marchó corriendo.

* * *

Magnus se quedó mirando su taza de café, aún medio llena. Necesitaba beber algo.
Beber una copa de verdad.
No se encontraba lejos del bar donde había estado tomando algo la noche anterior,
el Grand Rokk. Se pidió una Thule y uno de esos chupitos que estaban bebiendo el
resto de los clientes. Era una especie de cúmel, dulce y fuerte, pero no estaba mal si
se bebía con una cerveza.
Sigurbjörg acababa de ponerle el mundo del revés. Toda la historia de su vida,
quién era él, quiénes eran sus padres, quién tenía razón y quién no, acababa de quedar
patas arriba. Su padre nunca había culpado a su madre de lo que ocurrió, pero
Magnus sí.
Ella había alejado a su padre. Había ignorado a Magnus por culpa de la bebida y,
luego, lo había abandonado al morir. Ragnar había rescatado heroicamente a sus hijos
hasta que fue cruelmente asesinado, posiblemente a manos de la malvada madrastra.
Esa había sido la historia de la infancia de Magnus. Eso es lo que le había hecho
ser quien era.
Y ahora todo era mentira. Otra cerveza, otro chupito.
Por un momento, un minuto de calma, Magnus flirteó con la idea de que aquella
aventura había sido una invención de su abuelo para justificar el odio contra su padre.
Una parte de él quería mantener aquella idea y tratar de vivir el resto de su vida sin

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querer reconocer la verdad.
Pero durante el tiempo que llevaba en la policía, Magnus había visto desintegrarse
a suficientes familias miserables como para saber que lo que Sigurbjörg le había
contado era muy creíble. Y aquello explicaría el profundo odio de su abuelo.
Había asumido que la negativa de su padre a culpar a su madre por el daño que
ella había causado en las vidas de todos ellos había sido una actitud noble por su
parte. No lo era. Se trataba del reconocimiento de que él era responsable en parte. ¿O
del todo?
Magnus no lo sabía. Nunca lo sabría. Se trataba del típico problema familiar. La
culpa era de todo el mundo.
Pero aquello significaba que su padre había sido un hombre diferente de lo que él
creía. Sin nobleza. Un adúltero. Una persona que había abandonado a su esposa en su
momento más débil y vulnerable. Durante todo ese tiempo, Magnus había sabido que
si se hubiera puesto a pensarlo de verdad, se habría dado cuenta de que su padre
debió empezar su aventura con Kathleen, la mujer que luego fue su madrastra,
mientras seguía casada con otro hombre. Pero Magnus no se había puesto a pensarlo
de verdad.
Era cierto que los islandeses tenían un punto de vista más relajado del adulterio
que los remilgados americanos, pero aun así seguía siendo malo. Algo con lo que
coquetearían los simples mortales, pero no Ragnar.
¿Qué más había hecho? ¿Qué otros defectos les había ocultado a sus hijos? ¿Y a
su mujer?
La cerveza de Magnus seguía medio llena, pero el chupito estaba vacío. Llamó la
atención del camarero de la cabeza afeitada y le dio unos golpecitos al vaso. Se lo
volvió a llenar.
Dejó que aquel líquido le quemara la garganta. Su mente empezaba a darle
vueltas. Pero Magnus no iba a parar. No durante un buen rato. Iba a beber hasta que
le doliera.
Así era como bebía cuando estaba en la universidad, después de la muerte de su
padre. Se emborrachaba salvaje y terriblemente. Y a la mañana siguiente se sentía
fatal. Para él, aquel era en parte el motivo por el que bebía, la sensación de
autodestrucción que venía después.
Perdió a la mayoría de sus amigos de aquella época, a todos los que no fueran
unos borrachos empedernidos como él. Sus profesores estaban consternados. Había
pasado casi desde la élite de los más aplicados a lo más bajo. Casi lo expulsaron de la
universidad. Pero por mucho que lo intentó, no consiguió destruir su vida del todo.
Al contrario que su madre, claro. Ella sí lo había conseguido.
Fue una chica la que lo sacó de aquello: Erin. Su paciencia, su decisión y su amor
fueron los que consiguieron que se diera cuenta de que estaba destruyéndose a sí
mismo. Él ya lo sabía. Al fin y al cabo, ese era su objetivo. Pero no quería destruirse.
Después de la universidad, ella siguió su camino como profesora en colegios de

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los barrios pobres de Chicago y él siguió el suyo. Le debía mucho.
Pero ahora quería beber por su madre. Levantó su vaso de cerveza.
—Por Margrét —dijo.
—¿Quién es Margrét? —preguntó un hombre alto vestido con una chaqueta de
cuero negra y sentado en el taburete que había al lado del suyo.
—Margrét es mi madre.
—Qué bonito —exclamó el hombre, arrastrando las palabras. Levantó su vaso—.
Por Margrét. —Apoyó el vaso y señaló con la cabeza la cerveza que Magnus tenía
delante—. ¿Un mal día?
Magnus asintió.
—Se puede decir que sí.
—¿Sabes que dicen que la bebida no soluciona nada? —preguntó el hombre.
Magnus volvió a asentir.
—Eso es una gilipollez. —El hombre se rio y levantó su vaso.
Por primera vez, Magnus se dio cuenta de que había tableros de ajedrez pegados
del revés en el techo. Vaya. Aquello era chulo.
Echó una ojeada al bar. Los clientes eran de todas las edades y aspectos. Todos
mantenían conversaciones con desgana, interrumpidas por ataques de risas ahogadas
o puras carcajadas. Muchos de ellos se tambaleaban y se expresaban con gestos poco
precisos y palmadas en la espalda. En un extremo del bar, había dos americanas con
edad de ser universitarias sentadas en unos taburetes y entreteniendo a varios
islandeses locuaces. En el otro, un hombre delgado de pelo canoso que le asomaba
bajo una gorra se puso de pronto a tararear la melodía de Porgy and Bess con una
dulce voz de barítono. «Summertime / and the livin’ is ea-easy…».
Qué bien cantan estos islandeses.
Otra cerveza. Otro chupito. La rabia se desvaneció. Comenzó a tranquilizarse.
Entabló conversaciones con los hombres que tenía a ambos lados. Con las chicas
americanas, aunque él fingió un fuerte acento islandés por el bien de ellas. Pensó que
aquello tenía gracia. De hecho, pensó que él tenía gracia. Jugó una partida de ajedrez
y perdió.
Otra cerveza. Otro chupito. Dos chupitos. ¿Cuántos llevaba ya? ¿Cuántas
cervezas? Ni idea.

* * *

Por fin, llegó la hora de irse a casa. Magnus se levantó de su taburete y brindó una
emotiva despedida a sus nuevos amigos. La sala se tambaleaba enormemente. El tipo
de la gorra se convirtió en dos antes de que volvieran a unirse en uno solo.
Vaya, sí que estaba borracho Magnus. Más de lo que lo había estado en mucho
tiempo. Pero se sentía bien.
Salió del bar dando zancadas y se enderezó cuando sintió el aire frío de la noche.

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Era mucho más de medianoche. El cielo estaba despejado y las estrellas centelleaban
frías por encima de él. Una luna en cuarto creciente se reflejaba en la bahía más
abajo. Respiró hondo.
Le gustaba Reikiavik. Era una ciudad inocente y pequeña y le alegraba que así
fuera. Aportaría su grano de arena para que se mantuviera así.
Estaba orgulloso de pertenecer a lo mejor de Reikiavik.
No había nadie por la calle. El contraste entre la noche del domingo y la del
sábado en Reikiavik era abismal. Pero mientras subía la cuesta camino de casa,
Magnus vio a un grupo de tres hombres en un callejón. Aquella imagen le era muy
familiar.
Drogas.
Magnus frunció el ceño. Los bajos fondos de la ciudad de juguete.
Pondría orden en aquella situación.
—¡Eh! —gritó mientras entraba en el callejón—. ¡Eh! ¿Qué estáis haciendo?
El tipo que vendía las drogas era bajito y de piel oscura, posiblemente ni siquiera
fuera islandés. El que estaba realizando la compra era más alto, enjuto y fuerte, y
llevaba un gorro de lana. Iba con un amigo, un enorme bloque nórdico de pelo rubio
y corto y una diminuta barba rubia. Más grande aún que Magnus y con unos bíceps
protuberantes que sobresalían de una camiseta negra en aquella fría noche.
—¿Qué pintas tú aquí? —preguntó el camello. Lo dijo en inglés porque Magnus
le había hablado en ese idioma.
—Dame eso —le ordenó Magnus, sujetándole la mano mientras se tambaleaba—.
Soy policía.
—Lárgate —protestó el camello.
Magnus se abalanzó sobre él. El tipo se agachó y le dio un golpe en el pecho.
Pero no le dio fuerte y Magnus lo tiró al suelo con un simple puñetazo en la
mandíbula. El gigante nórdico agarró a Magnus y trató de tirarlo al suelo, pero
Magnus se soltó. Por unos momentos, la adrenalina superó al alcohol y Magnus le
asestó dos buenos puñetazos al grandullón antes de hacerle una llave en el brazo.
—¡Quedas arrestado! —le gritó, aún en inglés.
El camello seguía en el suelo, quejándose. El tipo delgado del gorro de lana salió
corriendo.
—¡Déjame en paz! —gruñó el gigantón en islandés. Se dio la vuelta y se apoyó
de golpe contra la pared aplastando a Magnus. Este lo soltó.
El tipo grande se giró y golpeó a Magnus dos veces, una en la cabeza y otra en el
estómago, pero Magnus esquivó el tercer puñetazo y le lanzó un gancho.
El grandullón se tambaleó. Con otro puñetazo de Magnus cayó al suelo.
Magnus se quedó mirando al camello, que trataba de ponerse de pie.
—Tú también estás arrestado.
Pero entonces el callejón empezó a balancearse y dar vueltas. El puñetazo que
había recibido en el estómago empezó a surtir efecto y Magnus se inclinó a causa de

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las arcadas. Trataba de ponerse recto, pero no podía. Se tambaleaba. Mareado.
El tipo bajito estaba a punto de salir corriendo cuando vio el estado en el que se
encontraba Magnus. Se rio y le dio un cabezazo en la cara.
Magnus cayó al suelo. Durante un rato se quedó tendido sobre el asfalto.
¿Segundos? ¿Minutos? No lo sabía.
Oyó sirenas. Bien. Ayuda.
Unas manos fuertes lo levantaron. Trató de ver el rostro que tenía delante de él.
Se trataba de un policía que vestía el uniforme de la Policía Metropolitana de
Reikiavik.
—Se fueron por allí —alcanzó a decir Magnus en inglés, señalando con la mano
hacia ningún lugar en concreto.
—Venga con nosotros —dijo el policía, tirando de Magnus en dirección al coche
que les esperaba con las luces encendidas.
—Soy policía —le explicó Magnus—. Mire, deje que le enseñe la placa —siguió
hablando en inglés.
El policía esperó mientras Magnus sacaba su permiso de conducir del estado de
Massachusetts de su cartera.
—Vamos —le ordenó el policía.
Entonces Magnus vomitó sobre los zapatos del oficial.

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16
Diego encendió la luz. Los dos cuerpos desnudos y entrelazados que había en la cama
se quedaron inmóviles, pero solo por un instante.
Entonces, el hombre se apartó de la mujer, se giró y se incorporó, todo ello con un
solo movimiento atlético. La mujer abrió la boca para gritar, pero se detuvo cuando
vio la pistola.
Por suerte, no había modo alguno de que ninguno de los dos supiera que solo
había una bala en el tambor del revólver.
Diego se rio entre dientes.
Aquello era bastante divertido. Se había acomodado en un sillón de la sala de
estar pistola en mano, fuera del campo visual de la puerta. Había esperado felizmente
allí toda la noche. Después, las dos personas entraron.
Diego decidió esperar. Sorprenderles cuando se dieran media vuelta. Pero no tuvo
oportunidad.
El hombre había saltado sobre la chica de inmediato. Y a ella pareció gustarle.
Por un momento, parecía como si Diego fuera a presenciar un espectáculo justo allí,
en el suelo de la sala de estar, pero entonces la chica condujo al tipo al dormitorio. ¡Y
ninguno de los dos lo vio!
Decidió esperar hasta que se hubieran quitado toda la ropa que pensaran quitarse.
Por lo que a él respectaba, desnudos estarían bien. Luego se deslizó por la puerta
abierta del dormitorio y durante unos segundos contempló la acción bajo el tenue
reflejo de las farolas de la calle.
Ahora parpadeaban los dos bajo la luz deslumbradora de la lámpara.
—¡Tú! —Diego hincó el revólver contra el hombre—. ¡Al baño! ¡Ahora! Y si
oigo algo, entraré ahí y te llenaré ese culo flacucho de balas.
El hombre no necesitó que insistiera. En un instante salió de la cama, entró en el
baño y cerró la puerta.
Él se acercó a la mujer. Colby.
Un cuerpo bonito. Un poco delgada, pero con tetas firmes y bonitas.
Ella vio hacia dónde dirigía él la mirada.
—Haz lo que quieras —dijo—. Hazlo.
—Oye, lo único que quiero es charlar un poco. No voy a tocarte, siempre y
cuando hables conmigo.
Colby tragó saliva con los ojos abiertos de par en par.
Con un rápido movimiento, Diego la agarró del pelo con una mano y, con la otra,
le metió la pistola en la boca.
—¿Dónde está Magnus?
—¿Quién? —La mujer apenas se hizo oír.
—Magnus Jonson. Tu novio. —Sonrió y miró hacia el baño—. O uno de tus
novios. Parece que eres de ese tipo de chicas que necesitan varios hombres para estar

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contenta.
—Yo… no lo sé.
Diego apretó el gatillo. Clic.
Un sollozo ahogado de Colby.
Diego le explicó las normas de su versión de la ruleta rusa. Le encantaba aquella
parte, observar los ojos de sus víctimas. El miedo. La incertidumbre. Perfecto.
—Muy bien. Te lo preguntaré otra vez. ¿Dónde está Magnus?
—No lo sé —contestó Colby—. Lo prometo. Dijo que se iba lejos y que no me
podía decir dónde.
—¿No te imaginas dónde?
Colby negó con la cabeza.
Diego había encontrado su punto débil.
—Sí que te lo imaginas, ¿verdad?
—N-no. No. Te prometo que no.
—La cuestión es que no te creo.
Volvió a apretar el gatillo.
Clic.
—Dios mío. —Colby se echó hacia atrás, tratando de sollozar con el cañón de la
pistola metido en la boca.
A Diego le encantaba aquel juego.
—Lo adivinaste. Muy bien. Pues ahora voy a adivinarlo yo —dijo Diego—. ¿Está
en este estado?
Colby vaciló y, después, movió la cabeza.
—De acuerdo. ¿Y en el país?
—No.
—¿Es México?
Un movimiento de cabeza.
—¿Canadá?
Otro más.
Diego estaba disfrutando de aquello.
—¿Es un lugar caluroso o frío?
No hubo respuesta.
Él apretó con fuerza el gatillo.
Clic.
—Frío. Es un lugar frío.
—Buena chica. Pero me rindo. Mis conocimientos de geografía no son muy
buenos. ¿Dónde está?
Otro clic. El juego no estaba siendo justo del todo. Aunque Colby no sabía en qué
muesca se encontraba la bala, Diego sabía que estaba en la última. Así es como le
gustaba jugar a aquello. Sería horrible saltarle la tapa de los sesos antes de conseguir
la respuesta que deseaba.

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—Vale, vale. Está en Suecia. No sé en qué parte de Suecia. Estocolmo, supongo.
Es Suecia.

* * *

—No es más que un estúpido islandés borracho, ¿verdad?


Con dificultad, Magnus se concentró en el rostro rosado del inspector jefe de la
policía que tenía delante de él. Tenía la boca seca, la cabeza le retumbaba y el
estómago le rugía.
—¿Hace esto a menudo? ¿Es una costumbre semanal? ¿O empina el codo todos
los días? No he leído nada de esto en su expediente. Rompió alguna norma de vez en
cuando, pero nunca se emborrachó estando de servicio.
—No, señor. Hacía años que no me emborrachaba así.
—¿Y por qué lo ha hecho?
—No lo sé —respondió Magnus—. Me dieron una mala noticia. Asuntos
personales. No volverá a ocurrir.
—Más vale que no —dijo el inspector jefe—. Tengo para usted un cometido
importante, pero para ese cometido es necesario que mis oficiales le respeten. Dentro
de tres días se habrá convertido en el hazmerreír de todo el mundo.
La noche anterior se volvió borrosa, pero Magnus podía recordar las risas. El
sargento de la comisaría había oído hablar del fabuloso detective que había llegado de
los Estados Unidos y le parecía de lo más divertido que ese hombre se encontrara
ahora en la celda de los borrachos. Lo mismo les ocurría a los policías que lo habían
arrestado. Y al resto de los oficiales uniformados que salían de su turno. Y a los que
entraban a continuación.
Habían tenido la amabilidad de llevarlo de vuelta a su casa. Había llegado en
coche, pero apenas recordaba a Katrín quitándole la ropa y metiéndolo en la cama.
Se despertó unas horas después con la cabeza a punto de explotar, la vejiga llena
y la boca seca. Se arrastró de nuevo hasta la comisaría de policía a eso de las diez. El
resto de los oficiales sonrieron y cuchichearon cuando se sentó en su mesa. Un
minuto después, Baldur le dijo con una sonrisa forzada que el Gran Salmón quería
verle.
—Siento mucho haberle decepcionado, inspector jefe —volvió a decir Magnus—.
Agradezco mucho lo que ha hecho por mí y estoy seguro de que puedo ser de ayuda.
El inspector jefe dejó escapar un resoplido.
—Parece que Thorkell cree que usted ha empezado con buen pie. ¿Cómo va el
caso de Agnar Haraldsson? Me han hablado del descubrimiento de la saga. ¿Es
auténtica?
—Es posible, pero aún no lo sabemos seguro. Parece que ese inglés, Steve Jubb,
intentaba comprársela a Agnar. Hubo un problema. Tuvieron una discusión y Jubb lo
mató.

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—¿Sigue Jubb sin hablar?
—Sí. Pero existe un tipo, Lawrence Feldman, que en internet utiliza el alias de
Ísildur y que parece haber financiado el acuerdo. Sabemos dónde vive. Si le presiono
un poco, estoy seguro de que hablará.
—¿Y por qué no lo hace?
—Está en California. Baldur no me lo ha autorizado.
El inspector jefe asintió.
—¿Puede trabajar hoy o necesita el día libre?
Magnus sospechaba que aquel no era un amable ofrecimiento por parte de un
superior preocupado. Se trataba de una pregunta directa sobre su entrega.
—Puedo trabajar hoy.
—Bien. Y no vuelva a decepcionarme. De lo contrario, le enviaré de vuelta a
Boston. No me importa quién lo esté buscando.

* * *

Ingileif veía cómo el profesor Moritz llevaba con cuidado hasta su coche el sobre que
contenía los antiguos fragmentos de pergamino mientras una compañera suya llevaba
el libro del siglo XVII. Una pareja de policías uniformados y el joven detective
llamado Árni se movían alrededor tratando de ayudar.
Había esperado sentir alivio. Pero se equivocaba. Se estaba ahogando bajo una
ola de culpa.
El secreto que su familia había ocultado durante tantas generaciones, cientos y
cientos de años, desaparecía por la puerta. Había sido un increíble logro haberlo
mantenido en silencio durante tanto tiempo.
Podía imaginarse a sus antepasados, a padres con sus primogénitos, reunidos en
torno a la chimenea de su granja con tejado de tepe, leyéndose la saga una y otra vez,
unos a otros, durante las largas noches de invierno. Debió resultar difícil ocultar su
existencia al resto de sus familiares, vecinos y parientes. Pero lo habían conseguido.
Y no se habían vendido. La vida de los granjeros en Islandia durante los últimos tres
siglos había sido extremadamente precaria. Incluso cuando tuvieron que soportar una
pobreza y hambre inimaginables, no escogieron el camino más fácil. Habían
necesitado el dinero más que ella.
¿Qué derecho tenía a cobrarlo ahora?
Su hermano, Pétur, había sido franco cuando le insistió en que no la vendiera. Y
odiaba la saga más que ella.
Echó un vistazo a la galería. Los objetos que estaban allí expuestos —los
jarrones, los bolsos de piel de pez, los candelabros y los paisajes de lava— eran
realmente hermosos. ¿Pero importaban tanto?
La policía dijo que necesitarían la saga como prueba. Mantendrían en secreto su
existencia durante la investigación. No solo ante los islandeses, sino ante el mundo

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entero. Los seguidores de Tolkien de América, Inglaterra y el resto de Europa
querrían saberlo todo sobre el documento. Cualquier aspecto de ese secreto
aparecería bajo los focos de la publicidad global.
Era probable que al final permitieran a Ingileif vender la saga. Cuando saliera a la
luz pública, no había duda de que conseguiría un buen precio, si es que el gobierno
islandés no se las arreglaba de algún modo para confiscársela. Si conseguía mantener
abierta la galería unos meses más, podría sobrevivir.
Hasta la muerte de Agnar, mantener abierta la galería era lo más importante que
había en su vida. Ahora se daba cuenta de lo equivocada que estaba.
La galería estaba en quiebra porque su criterio empresarial había sido malo. La
kreppa había empeorado las cosas, pero nunca debía haber confiado en Nordidea.
Ella era la responsable y tenía que afrontar las consecuencias.
Afuera, el profesor y la policía subieron a sus coches y se marcharon. Ingileif se
sintió atrapada en aquella diminuta galería. Cogió el bolso, apagó las luces y cerró.
¿Y qué si perdía una o dos ventas aquella mañana?
Se encaminó calle abajo con la mente completamente confusa. Llegó enseguida a
la bahía y caminó por el carril bici que recorría la playa. Se dirigió hacia el este, hacia
el bloque sólido del monte Esja, con su cima cubierta de nubes. La brisa que se
levantaba desde el agua le helaba la cara. El ruido del tráfico de Reikiavik se fundía
con los graznidos de las gaviotas. Un par de patos chapoteaban en círculo a unos
cuantos metros de la piedra volcánica rojiza que servía de rompeolas.
Se sentía muy sola. Su madre había muerto unos meses atrás y su padre cuando
tenía doce años. Birna, su hermana, no se preocupaba de ella ni la comprendía. Se
mostraba compasiva durante un par de minutos, pero después era muy egocéntrica,
anclada en su bonita casa, en su triste matrimonio y en sus botellas de vodka. Nunca
le había interesado La saga de Gaukur y, después de que muriera su padre, había
heredado la hostilidad de su madre hacia la leyenda familiar. Le había dicho a Ingileif
que no le importaba lo que hiciera con ella.
Ingileif sabía que debía hablar con Pétur, pero no reunía las fuerzas para hacerlo.
Él odiaba profundamente la saga por lo que creía que le había hecho a su padre. Aun
así, Pétur también pensaba que no estaba bien venderla. Ella le había asegurado que
Agnar podría llegar a un acuerdo manteniendo el secreto a salvo y solo en ese caso
aceptó, aunque con desgana. Ahora se enfadaría con ella, y con razón. No iba a
encontrar en él mucho consuelo.
Su hermano tenía que haber leído ya la noticia del asesinato de Agnar en los
periódicos, pero todavía no se había puesto en contacto con ella. Gracias a Dios.
Resultaba irónico. Había decidido que la muerte de su padre no la dejara hecha
polvo como había pasado con el resto de su familia. Ella era la sensata, la realista, o
eso creía.
Y ahora habían asesinado al pobre Aggi. Había sido una estúpida al tratar de
ocultarle la existencia de la saga a la policía. Aquel era un plan que nunca iba a

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funcionar. Y a pesar de todo, seguía ocultando algo.
Echó un vistazo a su bolso, donde había guardado el sobre justo antes de que
llegara la policía para llevarse la saga. El otro sobre.
Se acordó del policía pelirrojo con acento americano. Estaba tratando de atrapar
al hombre que había matado a Agnar y ella tenía cierta información que seguramente
le sería de ayuda. Ya era demasiado tarde como para tratar de mantenerlo en silencio.
Al final, la policía lo descubriría. Se había cometido una traición, un error, y ahora
llegaban las consecuencias. No había nada que ella pudiera hacer para devolver la
saga a su caja fuerte.
Se detuvo delante de la casa Höfdi, la elegante mansión de madera blanca donde
Gorbachov se había reunido con Reagan cuando ella tenía seis años.
Sacó de su cartera el número del policía y lo marcó en su teléfono móvil.

* * *

Colby estaba esperando en la acera, en la puerta del banco, cuando abrió. Fue
directamente a la caja, la primera de la cola, y sacó doce mil dólares en efectivo.
Después, se dirigió con el coche hasta una ferretería y compró material de acampada.
Cuando el matón de la pistola salió de su apartamento, ella estaba demasiado
asustada como para gritar. Richard no había sido de ayuda. Había salido disparado del
baño farfullando que su carrera de abogado era demasiado importante como para
verse envuelto con delincuentes y que ella debería plantearse de qué amistades se
rodeaba. Miró pálida cómo él se ponía torpemente la ropa y se iba. Se olvidó la
chaqueta.
Muy duro.
Se alegró de no haberle hablado al matón sobre Islandia. Le salió por casualidad.
Estaba tan asustada que casi lo dijo, pero la elección de Suecia en el último momento
fue toda una inspiración. Magnus le había contado que solían llamarle con el apodo
de «Sueco», y a ella se le quedó aquello en la mente.
El matón la había creído. Estaba segura de que así era.
Esperaba que él y sus amigos tardaran un tiempo en darse cuenta del error, pero
ella no iba a esperarlos sin hacer nada. Lo cierto es que no iba a irse a ningún lugar
cerca de Magnus, pero sí iba a tomarse en serio sus advertencias. No iba a correr
ningún riesgo con sus tarjetas de crédito ni con hoteles ni amigos. Nadie sabría dónde
estaba.
Iba a desaparecer.
Después de la ferretería fue al supermercado. Luego, con el maletero lleno de
provisiones, condujo el coche en dirección al oeste. Finalmente, decidió ir al norte, a
Maine, a New Hampshire o a cualquier otro lugar y perderse en el bosque. Pero
primero tenía que hacer algo. Salió de la autopista en el barrio de Wellesley. Buscó un
bar con conexión a internet y pidió un café.

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El primer correo electrónico iba dirigido a su jefe y en él le decía que no iba a
poder ir a trabajar y que no podía explicarle el porqué, pero que no se preocupara. El
segundo fue para su madre, en el que le decía más o menos lo mismo. No había forma
alguna de redactarlo para que su madre no se volviera loca, así que Colby ni siquiera
lo intentó.
El tercero era para Magnus.

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17
No había más de diez minutos caminando desde la comisaría de policía hasta la casa
Höfdi, donde Ingileif había pedido reunirse con Magnus. Él se sentía un poco mejor
después de comerse la salchicha que se había comprado en el bar de la estación de
autobuses a su regreso de la oficina del inspector jefe, pero aún tenía que hacer todo
lo posible por aclararse la mente.
Se sentía estúpido. Sus disculpas ante el inspector jefe de la Policía Nacional
habían sido sinceras; estaba agradecido por todo lo que aquel hombre había hecho por
él y Magnus le había decepcionado. Sus compañeros policías parecían haberse
sentido intimidados por él al principio; ahora se reían de él. No había sido un buen
comienzo.
También tenía miedo. El alcoholismo era hereditario. Si había un gen para ello,
sospechaba que él lo tenía. Estuvo a punto de caer cuando estaba en la universidad. Y
haberse enterado de la infidelidad de su padre le había removido algo en su interior.
Incluso ahora, con las consecuencias de su estupidez aún resonándole en los oídos,
una parte de él solo quería tomar un desvío hasta el Grand Rokk y tomarse una
cerveza. Y luego otra. Por supuesto, eso lo echaría todo a perder. Pero ese era el
motivo por el que quería hacerlo.
Aquello era peligroso. De alguna forma, tendría que asumir como fuera lo que
Sigurbjörg le había contado.
Sumergirse de lleno en el caso de Agnar le serviría de ayuda. Se preguntó de qué
querría hablar Ingileif con él. Por teléfono parecía tensa.
No se fiaba de ella. Cuanto más lo pensaba, más probable le parecía que la saga
fuera una falsificación que Agnar había redactado. Ingileif era su cómplice, para darle
más autenticidad. La relación de ellos dos había sido muy estrecha, quizá lo seguía
siendo, a pesar de la alumna de literatura que practicaba ballet.
La casa Höfdi se erguía sola en medio de una parcela cubierta de hierba entre dos
caminos bastante concurridos que avanzaban a lo largo de la playa. Había una figura
solitaria sentada sobre un muro bajo junto al edificio blanco y achaparrado.
—Gracias por venir —dijo Ingileif.
—No hay problema —contestó Magnus—. Por eso le di mi número.
Se sentó en el muro, al lado de Ingileif. Estaban de frente a la bahía. Una brisa
constante hacía girar pequeñas nubes en el cielo azul claro y sus sombras se movían
sobre las relucientes aguas grises. A lo lejos, Magnus apenas podía adivinar el glaciar
de Snaefellsnes, una imagen blanca y borrosa flotando sobre el mar.
Ingileif estaba tensa, sentada sobre el muro con la espalda recta, los hombros
hacia atrás y el ceño fruncido acentuando la cicatriz que tenía en la ceja. Tenía el
aspecto de tantas otras chicas de Reikiavik: delgada, rubia y de pómulos prominentes.
Pero había algo en ella que la diferenciaba de las demás, una determinación, una
resolución, una sensación de que sabía lo que quería e iba a por ello, que a Magnus le

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atraía. Parecía estar debatiéndose entre contarle algo o no.
Él se quedó sentado en silencio. Esperando. Vio que tenía otra cicatriz pequeña en
la mejilla izquierda. No se la había visto antes.
Por fin, Ingileif habló. Alguien tenía que hacerlo.
—¿Sabe que esta casa está embrujada?
—¿La casa Höfdi? —Magnus giró la cabeza hacia el elegante edificio blanco.
—Sí. El fantasma es de una muchacha joven que se envenenó después de que la
acusaran de cometer incesto con su hermano. La gente que vivía aquí se moría de
miedo.
—Los islandeses tenéis que aprender a ser un poco más valientes con respecto a
los fantasmas —dijo Magnus.
—No solo los islandeses. Antes era el consulado británico. El cónsul estaba tan
aterrorizado que exigió al Ministerio de Asuntos Exteriores británico que le
permitiera cambiar el consulado a otra dirección. Al parecer, la chica sigue
encendiendo y apagando las luces. —Ingileif dejó escapar un suspiro—. Lo siento
por ella.
Magnus creyó detectar un temblor en su voz. Curioso. La mayoría de los
fantasmas lo habían pasado mal en vida, pero aun así…
—¿De eso es de lo que quería hablar? —le preguntó—. ¿Quiere que vaya a
comprobarlo? Parece que en este momento todas las luces están apagadas.
—No —contestó ella con una leve sonrisa—. Solo quería saber cómo va la
investigación.
—Estamos haciendo progresos —le explicó Magnus—. Tenemos que seguir la
pista del cómplice de Steve Jubb. Y todavía no hemos verificado la autenticidad de la
saga.
—Pues es auténtica.
—¿Sí? —preguntó Magnus—. ¿O se trata de una esmerada patraña inventada por
Agnar? ¿Por eso lo mataron? ¿Descubrió Steve Jubb que le estaban tomando el pelo?
Ingileif se rio. La tensión pareció abandonar su cuerpo. Magnus esperó a que
terminara.
—¿Y bien? —preguntó.
—Me encantaría que tuviera razón —respondió Ingileif—. Y entiendo por qué
piensa así. Pero, desde luego, yo sé que es auténtica. Ha eclipsado toda mi vida y la
de todos los miembros de mi familia durante muchas generaciones.
—Espero que sea así.
—¿No me cree?
—La verdad es que no —contestó Magnus—. No cuenta usted con un buen
historial de haberme contado la verdad.
Su sonrisa desapareció. Ingileif suspiró.
—No, ¿verdad? Y entiendo que desde su punto de vista tenga que considerar la
posibilidad de que se trate de una falsificación. Pero sus chicos del laboratorio la

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analizarán, con el carbono catorce o lo que sea, y le confirmarán la antigüedad del
pergamino. Y la copia del siglo XVII.
—Quizá.
Los ojos grises de Ingileif miraban fijamente a los de él. Por un momento,
Magnus se sintió inquieto, pero le sostuvo la mirada.
—Quiero enseñarle algo —dijo ella.
Hurgó en el bolso y sacó un sobre amarillento.
Se lo dio a Magnus. Un sello británico, del mismo rey que la vez anterior, y la
misma letra.
—Este es el motivo por el que le he pedido que se reúna conmigo. Debería
habérselo enseñado ayer, pero no lo hice.
Magnus abrió el sobre. En su interior había una carta.

Universidad de Merton
Oxford

12 de octubre de 1948

Estimado Ísildarson:
Gracias por tu extraordinaria carta. ¡Qué relato tan asombroso! La parte
que me pareció más increíble fue la inscripción en runas de «El anillo de
Andvari». Uno nunca sabe qué esperar de las sagas islandesas. Son muy
realistas, tienden a tacharlas de ficticias. ¡Pero aquí está el mismo anillo, de
al menos mil años de antigüedad, que aparece en La saga de Gaukur! Tras
el descubrimiento de su granja enterrada bajo toda aquella ceniza, la saga
tiene mucha más credibilidad de la que en principio le concedí.
Me habría encantado tener la oportunidad de ver el anillo, de cogerlo, de
tocarlo. Pero creo que tenías toda la razón al devolverlo al lugar donde se
hallaba escondido. O eso o llevarlo al cráter del monte Hekla y lanzarlo al
interior. Sería un completo error someter la magia maléfica del anillo a
estudios arqueológicos y científicos. Y, por favor, no te preocupes, no le
hablaré a nadie de tu descubrimiento.
Por fin he conseguido terminar El señor de los anillos tras diez años de
trabajo duro. Es un libro muy extenso que ocupará al menos mil doscientas
páginas y me siento muy orgulloso de él. Será difícil sacarlo a la venta en
estos tiempos tan duros en los que escasea tanto el papel, pero mis editores
siguen mostrándose entusiastas. Cuando finalmente se publique, como
espero que así sea, me aseguraré de enviarte un ejemplar.
Con mis mejores deseos, me despido atentamente.
J. R. R. Tolkien

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—Aquí dice que su abuelo encontró el anillo —dijo Magnus.
Ingileif asintió.
—Así es.
Magnus negó con la cabeza.
—Es increíble.
Ingileif suspiró.
—No lo es. Eso lo explica todo.
—¿Qué es lo que explica exactamente?
—La obsesión de mi padre. La forma en que murió.
—¿A qué se refiere?
Ingileif dirigió la mirada al mar. Magnus observó su rostro con atención mientras
ella luchaba contra sus emociones. Después, miró a Magnus con los ojos
humedecidos.
—Creo que ya le conté que mi padre murió cuando yo tenía doce años, ¿no?
—Sí.
—Estaba buscando el anillo. Siempre me pareció absurdo que un hombre tan
culto estuviera tan convencido de que seguía existiendo. Pero claro, él lo sabía. Su
propio padre debió de decírselo.
—Pero no le contó dónde estaba escondido exactamente.
—Eso es. Mi padre comenzó la búsqueda justo después de que muriera mi abuelo.
Imagino que mi abuelo le había prohibido que lo buscara. Papá solía pasar días
rastreando la zona del valle de Thjórsá sin importarle el tiempo que hiciera. Y llegó
un día en que no regresó.
Ingileif se mordió el labio.
—¿Cuándo encontró esta carta? —le preguntó Magnus.
—Hace muy poco tiempo. Después de haber hablado con Agnar. Ya había visto la
primera carta de Tolkien, la que escribió en 1938 y que le enseñé ayer. Pero él me
pidió que intentara encontrar más pruebas, así que volví a Flúdir y registré los papeles
de mi padre. Había un paquete de cartas de Tolkien a mi abuelo y esta era una de
ellas.
—¿Se lo contó a Agnar?
—Sí.
—Supongo que se emocionó.
—Fue enseguida a Flúdir para verme. A mí y a la carta.
Magnus sacó su cuaderno.
—¿Qué día fue eso?
—El domingo de la semana pasada —contestó, haciendo un rápido cálculo
mental—. El día 19.
—Cuatro días antes de que lo mataran —dijo Magnus. Recordó el correo
electrónico que Agnar envió a Steve Jubb en el que le decía que había encontrado
algo más. Y el mensaje de Jubb a Ísildur en el que le hablaba más o menos de lo

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mismo. Algo de valor. ¿Podría tratarse del anillo?
—¿Tiene alguna idea de dónde se encuentra el anillo?
Ingileif negó con la cabeza.
—Hay un fragmento de la saga que habla de que el anillo estaba escondido detrás
de la cabeza de un perro. Hay todo tipo de afloramientos rocosos de lava con formas
extrañas que podrían ser perros si se miran desde ciertas perspectivas. Eso era lo que
mi padre buscaba. Al parecer, mi abuelo encontró la cueva pero mi padre no.
—¿Y Agnar? ¿Tenía idea de dónde podía estar?
Ingileif negó de nuevo con la cabeza.
—No. Por supuesto, me lo preguntó. Se mostró muy agresivo al respecto. Se
puede decir que lo eché.
—Así que, por lo que usted sabe, el anillo continúa escondido en algún lugar,
dentro una pequeña cueva.
—Eso creo —contestó ella—. Sigue sin creerme, ¿verdad?
Magnus examinó la letra vertical y meticulosa de la carta. Parecía real. Pero desde
luego, si había sido escrita por un falsificador cuidadoso, podía parecer auténtica.
Levantó la vista hacia Ingileif. Daba la sensación de que decía la verdad, al contrario
que en las dos conversaciones anteriores que mantuvo con él cuando mentía tan mal.
Por supuesto, podría haber fingido su torpeza anterior para hacerle creer que esta vez
decía la verdad, pero para ello tendría que ser una actriz consumada. Y muy astuta.
¿Podía creerse que el anillo de La saga de Gaukur había sobrevivido de verdad?
Era un pensamiento tentador. Existía un acalorado debate entre expertos sobre la
precisión histórica que tenían en realidad las sagas islandesas. La mayor parte de los
personajes y los sucesos que se mencionaban en ellas habían existido de verdad, pero,
por otro lado, había también pasajes que eran claramente pura invención. Cuando
Magnus las leía, su estilo directo y sus personajes tan realistas le hacían creer lo
inverosímil hasta sentir que aquella Islandia medieval era tan cercana que casi podía
tocarla.
El detective de homicidios que había en su interior se resistía a aquella tentación.
Para empezar, Magnus ni siquiera estaba seguro de que la saga misma fuera
auténtica. E incluso en caso de serlo, el anillo podría ser ficticio. Y en caso de que el
anillo de oro hubiera existido, probablemente habría quedado enterrado bajo
toneladas de cenizas o lo habría encontrado un pobre pastor mucho tiempo atrás y lo
habría vendido. Todo aquello era poco probable. Muy poco probable. Pero no tenía
sentido hacer especulaciones. Lo cierto es que no importaba lo que Magnus pensara.
Lo importante era lo que creían Agnar, Steve Jubb e Ísildur.
Porque si un verdadero fanático de El señor de los anillos pensaba que podía
hacerse con el anillo, el verdadero anillo, podría sentir la tentación de matar por ello.
—No sé qué pensar —dijo Magnus—. Pero gracias por contármelo. Por fin.
Ingileif se encogió de hombros.
—Desde luego, habría sido mejor contarle todo esto desde el principio. —Dejó

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escapar un suspiro—. Aunque lo mejor habría sido que no hubiera sacado la saga de
mi caja fuerte.

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18
El comedor estaba casi al completo. La oficial Pattie Lenahan echó un vistazo a su
alrededor por si veía a alguien conocido y vio a Shannon Kraychyk, de tráfico,
sentada sola en la mesa del fondo de la sala, al lado de un grupo de friquis civiles del
Departamento de Informática. Se dirigió allí con su bandeja.
—¿Qué tal, Shannon?
—Bien. Si no fuera porque el tonto del culo de mi sargento me las está haciendo
pasar canutas porque este mes no estamos alcanzando nuestra cuota. ¡Como si yo
pudiera hacer algo al respecto! ¿Qué se supone que tengo que hacer si, de repente, los
ciudadanos de Boston deciden en pleno que van a respetar el límite de velocidad?
Pattie y Shannon intercambiaron quejas durante un rato hasta que Shannon se
disculpó y dejó a Pattie sola con el resto de su ensalada del chef.
Los friquis estaban hablando de un caso del año anterior. Pattie lo recordaba. El
secuestro de una mujer en Brookline por su vecino de al lado. Había copado los
periódicos y los chismorreos de la comisaría durante un par de semanas.
—No he visto a Jonson por aquí recientemente —dijo uno de ellos.
—¿No te has enterado? Lo han hecho desaparecer. Es testigo del caso Lenahan.
—¿Te refieres al programa de protección de testigos?
—Supongo que sí.
—Tuve noticias suyas el otro día. —Pattie miró rápidamente al que dijo aquello.
Un chino bajito que hablaba a toda velocidad—. Me envió un correo electrónico de
repente. Quería que le comprobara el encabezamiento de un correo, igual que en el
caso de Brookline.
—¿Lo encontraste?
—Sí. No fue nada difícil. Un tipo de California. No hizo nada por ocultar su IP.
La conversación cambió de tema y Pattie se terminó la ensalada. Se sirvió una
taza de café y regresó a la sala de su brigada.
El arresto de su tío Sean había provocado un gran revuelo en su familia. No era de
extrañar. Todos los miembros de la familia eran policías. Lo habían sido durante tres
generaciones. Y ninguno de ellos era malo, sobre todo, el tío Sean. Ese era el
problema del departamento, que estaba lleno de normas y reglamentos y de policías
que fisgoneaban en lo que hacían sus compañeros. Policías como Magnus Jonson.
Pattie no estaba del todo de acuerdo con el consenso familiar. A ella le parecía
que al tío Sean lo habían acusado de algo bastante serio. Y nunca se había fiado de él
del todo. Hablaba demasiado y era un poco raro. No conocía a Magnus Jonson, pero
sí sabía que no se debe delatar a un compañero de la policía. Nunca.
¿Debía contarle a su padre lo que había oído? Al menos, él era un hombre
decente. Sabría qué hacer y si debía contárselo a alguien más.
Además, si no se lo contaba y él lo descubría, la despellejaría viva.
Era mejor decírselo.

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* * *

El ruido era atronador. Magnus y Árni estaban sentados en la parte de atrás de una
sala alargada de techo bajo, un sótano, escuchando a una banda de nulidades
adolescentes llamada Empaquetado de Plástico. Tocaban una extraña mezcla de
reggae y rap, con su propio toque islandés. Puede que original, pero nefasto. Sobre
todo, en combinación con la ridícula resaca de Magnus. Había creído que la comida y
el aire fresco le habían aliviado el dolor de cabeza, pero ahora había vuelto con
intensidad.
Magnus había regresado diligentemente a la comisaría para poner a Baldur al
corriente de su entrevista con Ingileif. Baldur compartía el escepticismo de Magnus
con respecto a que el anillo de la saga existiera de verdad, pero entendía su opinión
de que la perspectiva de que sí pudiese existir hubiera enfervorizado a Steve Jubb, al
Ísildur actual y a Agnar.
Baldur había enviado a uno de sus detectives a Yorkshire para que registrara la
casa y el ordenador de Steve Jubb, aunque estaban teniendo dificultades para
conseguir una orden de registro de las autoridades británicas. Un abogado penalista
de primera de Londres había aparecido de la nada presentando todo tipo de
objeciones.
Otro indicio de que había mucho dinero detrás de aquel caso.
—¿Esta es la música que te gusta, Árni? —preguntó Magnus.
Árni lo miró con expresión de desprecio. Magnus se sintió aliviado. Al menos, el
chico tenía algo de gusto. Sabía muy poco sobre grupos de música islandeses, pero
recientemente se había aficionado a los etéreos Sigur Rós. Nada que ver con aquella
panda.
El grupo dejó de tocar. Silencio. Un maravilloso silencio.
Pétur Ásgrímsson se levantó de su silla en mitad de la sala y dio unos cuantos
pasos en dirección a la banda.
—Gracias, pero no —dijo.
Hubo gritos de protesta por parte de las cinco estrellas adolescentes y rubias de
rap and reggae.
—Volved el año que viene cuando lo hayáis pulido un poco. Pero sin el batería.
Se giró hacia sus visitantes y acercó una de las sillas que había en la parte de atrás
de la sala. Tenía una figura alta e imponente, de constitución delgada, pero hombros
rectos y los mismos pómulos salientes de Ingileif. Su cráneo, afeitado, sobresalía por
encima de su cara alargada. Sus ojos grises le daban un aire duro e inteligente,
mientras examinaba rápidamente a los dos policías.
—Han venido para hablarme de Agnar Haraldsson, ¿verdad?
—¿Le sorprende? —preguntó Magnus.
—Creí que vendrían antes.

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Había cierto reproche en aquel comentario, una acusación de que estaban siendo
un poco lentos.
—Habríamos venido si su hermana nos hubiera contado toda la historia desde el
principio. O si usted se hubiera puesto en contacto con nosotros.
Pétur arqueó sus cejas rubias.
—¿Qué tendría que haberles dicho?
—¿Usted sabía que Ingileif estaba intentando vender La saga de Gaukur y que
Agnar hacía de intermediario?
Pétur asintió.
—Muy en contra de mi voluntad.
—¿Alguna vez lo vio?
—No. Al menos, no recientemente. Imagino que debí tropezarme con él un par de
veces cuando Ingileif estudiaba. Pero no desde entonces. Tenía muy claro que no
participaría en las negociaciones de la saga.
—¿Pero iba a aceptar lo que le correspondiera de lo que se sacara de la venta? —
preguntó Árni.
—Sí —contestó Pétur sin más. Echó un vistazo a la discoteca—. Son tiempos
duros. Los bancos se están poniendo difíciles. Como cualquier otro, yo pedí mucho
dinero prestado.
—¿Esta es su única discoteca? —Se encontraban en las profundidades de Neon,
en Austurstraeti, una pequeña calle comercial del centro de la ciudad.
—No —respondió—. Esta es la tercera. Comencé con Theme en Laugavegur.
—Lo siento. No lo sabía —se disculpó Magnus—. He estado mucho tiempo fuera
de Islandia.
—Por su acento, creí que era americano —dijo Pétur—. Era el sitio más popular
de Reikiavik hace unos cuantos años. Pasé varios años en Londres empapándome de
la escena musical de allí; se podría decir que aprendiendo el oficio, pero cuando
Reikiavik estaba emergiendo como la Ibiza del norte, pensé que sería mejor volver a
casa. Theme era solo un pequeño café, pero le puse una sala de baile y tuve suerte. Se
convirtió en el local de moda y, como era muy pequeño, todo el mundo tenía que
hacer cola en la puerta. No hay nadie más feliz que una islandesa de diecisiete años
vestida con una camiseta corta y tiritando en la puerta de una discoteca a las tres de la
mañana bajo la nieve.
—¿Y qué pasó con aquello? —le preguntó Magnus.
—Aún sigue abierta, pero es mucho menos popular que antes. Lo vi venir y abrí
Soho. Y ahora, Neon. —Pétur sonrió—. Esta ciudad es inconstante. Tienes que ir un
paso por delante o te pisotearán.
Pétur transmitía seguridad. No le iban a pisotear.
—¿Ha leído La saga de Gaukur? —quiso saber Magnus.
—¿Que si la he leído? Creo que me la sé de memoria. Desde luego, antes sí.
—Su hermana dijo que no le interesaba.

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Pétur sonrió.
—Eso es ahora. Pero no cuando era niño. Mi padre y mi abuelo estaban
obsesionados con ella y me contagiaron aquella obsesión. ¿La han leído?
Magnus y Árni asintieron.
—Yo adoraba a mi abuelo y me encantaban las historias que me contaba sobre
Ísildur, Gaukur y Ásgrímur desde que era pequeño. Me prepararon para ser el
guardián de la saga, ¿sabe? El guardián del secreto. Y no me interesaba solamente La
saga de Gaukur, sino todas las demás.
—¿Sabía que su abuelo había encontrado el anillo? —preguntó Magnus.
Pétur torció el gesto.
—¿Eso se lo ha contado mi hermana? Ni siquiera me había enterado de que ella
lo supiera.
Magnus asintió.
—Me enseñó una carta que Tolkien le escribió a su abuelo Högni en la que
mencionaba que Högni había encontrado el anillo.
—Y lo volvió a dejar —le corrigió Pétur—. Lo puso donde estaba, ¿lo sabe?
—Sí, la carta decía eso también. —Magnus estudió a Pétur. Sin duda, la mención
del anillo le había desconcertado—. ¿Y por qué dejó de estar obsesionado con la
saga?
Pétur respiró hondo.
—Mi padre y yo discutimos por ella, o por el anillo, justo antes de que muriera.
Verá, mi abuelo no confiaba en mi padre después de que este le hablara de La saga de
Gaukur a toda la familia. Se suponía que no debía hacerlo. Se suponía que solo tenía
que contármelo a mí, al hijo mayor.
En la voz de Pétur había cierto tono de resentimiento.
—Así que mi abuelo decidió hablarme de la existencia del anillo unos meses
antes de morir. Hizo hincapié en lo importante que era dejar el anillo donde estaba.
Me metió mucho miedo. Me convenció de que si mi padre o yo encontrábamos el
anillo y lo sacábamos del lugar donde se hallaba escondido, un mal terrible se
desataría en todo el mundo.
—¿Qué tipo de mal? —preguntó Magnus.
No lo sé. No dio detalles. Yo me imaginé que sería una especie de guerra nuclear.
Acababa de leer La hora final, la novela de Nevil Shute. Ya sabe, esa historia de
supervivientes de una guerra nuclear en Australia. Sentí pavor. Pero al día siguiente
de la muerte de mi abuelo, mi padre salió de excursión hacia Thjórsárdalur para
buscar el anillo. Yo me enfadé. Le dije que no debía hacerlo, pero él no me escuchó.
—¿No fue con él?
—No. Yo estaba en el instituto, en Reikiavik. Pero no habría ido de todos modos.
Mi padre era muy amigo del párroco del pueblo. En cuanto mi abuelo murió, mi
padre le habló de La saga de Gaukur y del anillo. Eso también me molestó: por
contarle el secreto a alguien que no pertenecía a la familia. El párroco era un experto

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en leyendas populares y los dos debatieron sobre dónde podría encontrarse el anillo.
Así que salieron juntos de expedición.
»A mi madre tampoco le gustaba que fueran a buscarlo. Ella pensaba que todo
aquel asunto de Ísildur, Gaukur y el anillo mágico era muy extraño. Sinceramente, no
creo que mi padre le contara nada de aquello hasta que estuvieron casados, y ya era
demasiado tarde. —Sonrió—. Por supuesto, nunca lo encontraron.
—¿Cree usted que existe? —le preguntó Árni con mirada de entusiasmo.
—En aquel entonces, sí —respondió Pétur—. Ahora no estoy tan seguro. —En su
voz apareció cierto tono de rabia—. Ya no pienso nunca en el anillo ni en la maldita
saga. El estúpido de mi padre salió a las montañas cuando se había pronosticado una
tormenta de nieve y se cayó por un barranco. Gaukur y su anillo fueron los
responsables. No fue necesario que existieran de verdad para matarlo.
—¿Y su hermana Ingileif? —preguntó Magnus—. ¿Estaba implicada en todo
aquello?
—No —contestó—. Ella conocía la saga, desde luego, pero no sabía lo del anillo.
—¿La ve mucho?
—De vez en cuando. Tras la muerte de mi padre me separé de mi familia. Más
bien, huí de ella. No podía soportarlo. Todo lo relacionado con el anillo. En mi
opinión, era aquello lo que lo había matado. Y sentía que debía haber conseguido que
dejara de buscarlo, tal y como mi abuelo me dijo que hiciera. Por supuesto, yo no
podía hacer nada. No tenía más que quince años. Pero a esas edades a veces creemos
que tenemos más poder del que en realidad tenemos. Dejé el instituto y me fui a
Londres. Luego, después de mi regreso, empecé a ver a Ingileif a veces. Ella estaba
enfadada conmigo. Pensaba que había abandonado a nuestra madre. —Pétur hizo una
mueca de dolor—. Supongo que tenía razón.
—¿Sabe si aún tenía relación con Agnar?
—Lo dudo mucho —contestó Pétur—. Pero él era la persona idónea a la que
acudir en caso de que quisiera vender la saga. —Entrecerró los ojos—. No sospechará
que ella lo mató, ¿verdad?
Magnus se encogió de hombros.
—No descartamos nada. Ella no fue muy clara con nosotros la primera vez que
hablamos.
—Simplemente estaba tratando de ocultar su error. Nunca debió intentar vender la
saga y lo sabía. Pero Ingileif es honesta de la cabeza a los pies. Es inconcebible que
haya matado a nadie. Es incapaz de hacerlo. Lo cierto es que la quiero mucho.
Siempre la he querido. Haría lo que fuera por sus amigos o por su familia. Fue la
única de nosotros tres que cuidó de mi madre hasta el final, cuando estaba muriendo
de cáncer. ¿Sabe que la galería tiene problemas?
Magnus asintió.
—Pues por eso necesitaba el dinero de la saga. Para pagarle a sus socias. Se culpa
a sí misma. Le dije que no se preocupara demasiado por eso; son negocios. Si una

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operación sale mal, lo dejas, te levantas y a otra cosa. Pero ella no piensa así.
Últimamente todo el mundo se está arruinando en Islandia.
La puerta de la discoteca se abrió y entraron otros tres músicos que arrastraban
grandes fundas de instrumentos musicales y aparatos electrónicos. Este grupo lo
componían jóvenes algo mayores, con algo más de pelo.
—Estoy con vosotros en un momento —les dijo Pétur. Después, volviéndose de
nuevo a Magnus y Árni, continuó—: Ingileif ha tenido una vida dura. Primero papá,
después nuestro padrastro, luego mamá, y encima va a perder su negocio.
—¿Padrastro? —preguntó Magnus.
—Sí. Mi madre se volvió a casar. Un borracho gilipollas que se llamaba
Sigursteinn. Nunca lo conocí. Todo eso ocurrió mientras yo estaba en Londres.
—¿Se separaron?
—No. Se emborrachó en Reikiavik. Se cayó del muro del puerto y se mató. Por
suerte para todos, según he oído. Pero mi madre nunca lo superó.
Magnus asintió.
—Como dice, una vida dura la de ella. Y la de usted.
Pétur se encogió de hombros.
—Yo huí de todo aquello. Ingileif se quedó para hacer todo lo que pudiera.
Siempre ha sido así.
—¿Y su otra hermana, Birna?
Pétur negó con la cabeza.
—Está bastante jodida.
—Gracias, Pétur —dijo Magnus, poniéndose de pie—. Una última pregunta: ¿qué
estaba usted haciendo la noche que murió Agnar?
Al principio, Pétur pareció sorprendido por la pregunta, pero después sonrió.
—Supongo que es algo que debe preguntar.
Magnus esperó.
—¿Qué día fue?
—El jueves, día 23. El primer día del verano.
—Las discotecas estaban muy concurridas aquella noche. Pasé la noche yendo de
una a otra. Ahora, si me perdonan, tengo que escuchar esta música. Espero que estos
tíos sean mejores que los últimos.

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19
Árni llevó a Magnus a la casa de Birna Ásgrímsdóttir en Gardabaer, un barrio de las
afueras de Reikiavik.
El dolor de cabeza de Magnus estaba empeorando.
—Árni, comprueba la coartada de Pétur —le ordenó Magnus.
—¿Es sospechoso? —preguntó Árni, sorprendido.
—Todos lo son.
—Creía que estabas convencido de que Steve Jubb había matado a Agnar.
—¡Tú hazlo! —bramó Magnus.
Atravesaban los grises barrios de las afueras.
—Por cierto, he tenido noticias del experto en élfico de Australia —dijo Árni—.
Ha resuelto qué significa kallisarvoinen.
—¿Y qué es?
—Está en finlandés. Al parecer, a Tolkien le gustaba ese idioma, le parecía
interesante. Muchas palabras del quenya proceden del finlandés, al igual que buena
parte de su gramática. Nuestro amigo se preguntó si Jubb e Ísildur podrían haber
utilizado vocabulario finlandés cuando no existiera una palabra en quenya. Así que,
buscó kallisarvoinen en un diccionario de finlandés.
—¿Y?
—Significa «tesoro».
—¿Tesoro? Esa es la palabra que Gollum utilizaba para el anillo en El señor de
los anillos.
—Exacto.
Magnus recordó el mensaje que Steve Jubb había enviado: «He visto a Agnar.
Tiene kallisarvoinen».
—Así que Steve Jubb pensaba que Agnar tenía el anillo —concluyó—. Eso era lo
que quería vender por cinco millones de dólares.
—No hemos encontrado ningún anillo antiguo entre las cosas de Agnar —dijo
Árni.
—Puede que Steve Jubb lo cogiera. Después de matarlo.
—¿Y qué hizo con él? No lo encontramos en su habitación del hotel.
—Quizá lo escondió.
—¿Dónde?
Magnus suspiró.
—¿Quién sabe? O quizá se lo enviara a Ísildur a California. Nadie recordaba que
Steve Jubb hubiera enviado ningún paquete en la oficina de correos, pero fácilmente
pudo haber metido el anillo dentro de un sobre y dejarlo en un buzón.
—Pero Jubb le envió el mensaje a Ísildur después de que hubiera vuelto de su
visita a Agnar. Eso indica que Agnar aún lo tenía o, al menos, que Jubb pensaba que
lo tenía.

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Magnus entendió lo que quería decir Árni.
—¿De verdad crees que Agnar encontró el anillo? —preguntó Árni—. Acababa
de oír hablar de él el domingo anterior. El correo electrónico lo envió el martes. Hay
gente que ha dedicado años enteros a buscarlo y no lo ha encontrado. A menos que
fuera falso.
—Eso también sería difícil de preparar tan rápidamente. Más difícil. Falsificar un
anillo de mil años de antigüedad es una tarea seria. Y apuesto a que Ísildur no iba a
soltar cinco millones de dólares sin comprobar meticulosamente qué estaba
comprando.
—No estarás sugiriendo que es real —dijo Árni—. Que el anillo que Gaukur le
quitó a Ísildur sobrevivió.
—Claro que no —contestó Magnus malhumorado. Pero, por otro lado, tal y como
él mismo había dicho, sería difícil imaginar que el anillo fuera falso. Quizá era una
falsificación antigua, obra del abuelo de Ingileif. Paciencia. Todo se aclarará con el
tiempo.
Sumiso, Árni se quedó en silencio durante un momento.
—¿Y qué hacemos? —preguntó por fin.
—Decírselo a Baldur. Buscar posibles lugares donde lo pudo esconder. Ver si nos
hemos pasado algo por alto. —Magnus miró enfurecido a Árni—. ¿Por qué no me
habías contado esto antes?
—He recibido la respuesta esta mañana.
—Me lo podrías haber dicho en la comisaría.
—Lo siento.
Magnus giró la cabeza y miró por la ventanilla hacia los edificios grises. Le
habían endilgado a un idiota. Y estaba deseando que su dolor de cabeza
desapareciera.

* * *

Birna Ásgrímsdóttir vivía en una casa nueva de cemento con tejado de color rojo
intenso en una moderna urbanización. Cada casa tenía su parcela de césped, además
de algunos árboles jóvenes plantados con optimismo. Por las calles se veían muchos
todoterrenos caros. Ricos. Confortables. Impersonales.
Birna tenía un aspecto más delicado, voluptuoso y era mayor que Ingileif. Tenía
enormes ojos azules y labios carnosos. Podría haber sido atractiva, pero había en ella
algo marchito y desaliñado. Dos líneas se dibujaban hacia abajo desde los extremos
de su boca. Llevaba unos vaqueros ajustados y un jersey de color naranja fuerte.
Cuando vio a Magnus, sonrió y recorrió con la mirada su cuerpo antes de subir
hasta la cara.
—Hola —lo saludó.
—Hola —contestó Magnus, desconcertado a su pesar—. Somos de la Policía

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Metropolitana. Hemos venido a hacerle unas preguntas sobre el asesinato del profesor
Agnar Haraldsson.
—Qué bien —dijo ella—. Entren. ¿Les apetece algo de beber?
—Solo café —respondió Magnus.
Árni asintió.
—Para mí también —dijo con voz un poco ronca. Aquella mujer tenía presencia.
Se sentaron en la sala de estar mientras esperaban el café. Los muebles eran
nuevos y sin personalidad y la habitación estaba dominada por una televisión
realmente inmensa en la que emitían un programa diario de la televisión americana en
inglés que Magnus no pudo reconocer. Satélite.
Había fotografías salpicadas por la sala de estar. La mayor parte de ellas eran de
una despampanante chica rubia de unos dieciocho años en bañador y con diferentes
marcos. Birna. Una Birna más joven. También había un par de fotografías de un
hombre afable y de pelo oscuro vestido con uniforme de la línea aérea Icelandair.
Birna regresó con el café.
—Lo siento. No creo que pueda servirles de mucha ayuda, pero lo intentaré.
—¿Conocía a Agnar?
—No, nunca lo vi. Ustedes ya saben lo de la saga de la familia, supongo.
—Sí, ya lo sabemos.
—Bueno, Ingileif se estaba encargando de todas las negociaciones. Me preguntó
si yo tenía alguna objeción con respecto a que la vendiera y le dije que me importaba
un pimiento.
—¿Le contó los avances de las negociaciones?
—No. De hecho, no he hablado con ella desde entonces.
—¿Le habló de un anillo?
Birna se rio con ganas.
—¿No se referirá al anillo de Gaukur?
—Parece ser que su abuelo lo encontró hace sesenta años, pero luego volvió a
esconderlo. Puede que Agnar lo encontrara recientemente o que dijera que lo había
encontrado.
—No sea ridículo —espetó Birna—. Si alguna vez existió ese anillo, se perdió
hace siglos. Deje que le diga algo —añadió, inclinándose hacia Magnus, que pudo
oler algún tipo de alcohol en el aliento de ella. En el estado en que se encontraba,
hizo todo lo que pudo para no echarse hacia atrás—. Ese anillo y la saga no han
traído más que problemas. No son más que un montón de gilipolleces. No se crean
una palabra. Yo creo que Ingileif debía haber vendido esa condenada saga, sobre
todo, debía haberlo hecho en secreto.
—¿Ingileif y usted tienen una relación estrecha?
Birna se echó sobre el respaldo de su silla.
—Esa es una buena pregunta. Antes la teníamos. Muy estrecha. Después de la
muerte de mi padre, mi madre se volvió a casar y yo tuve algunos problemas con mi

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padrastro. Aunque Ingileif era dos años menor que yo, me apoyó mucho. Me ayudó a
superarlo. Pero después de aquello, nos separamos un poco. Ahora llevamos vidas
diferentes. Yo me casé con un imbécil y ella se dedica a sus diseños.
—¿Problemas con su padrastro?
Birna volvió a mirar a Magnus, esta vez directamente a los ojos, como si
estuviera decidiendo si debía confiar en él.
—¿Es esto relevante para su investigación?
Magnus se encogió de hombros.
—Podría serlo. No lo sabré hasta que me lo cuente.
Birna sacó un paquete de cigarrillos y, después de ofrecerle a Magnus y a Árni, se
encendió uno.
—Yo tenía catorce años cuando murió mi padre. Era una chica guapa. —Hizo un
gesto señalando las fotografías—. A mi madre se le metió en la cabeza que yo debía
convertirme en Miss Islandia. Se obsesionó con eso. Tanto como mi padre con su
saga. Imagino que sería una forma de tratar de superar su muerte, de sacársela de la
mente. Por supuesto, no funcionó. —Sonrió—. Nunca conseguí quedar por encima
del tercer puesto, pero mamá y yo nos esforzamos mucho. En mitad de todo aquello,
se casó con Sigursteinn, que era una especie de vendedor de coches de Selfoss. Le
aseguro que desde el primer momento se encaprichó de mí. No tardó ni un mes
después de casarse en… en fin… —Dio una fuerte calada al cigarro—. Bueno, lo
cierto es que me violó. Yo no lo pensé entonces, pero fue una violación. Quería
acostarse conmigo y yo sentía miedo de él. Ocurrió. Muchas veces.
»Ingileif lo descubrió, nos pilló haciéndolo y se volvió loca. Se lanzó a por él con
una botella rota, pero al final fue ella la que se cortó. ¿Ha notado una pequeña cicatriz
que tiene en la ceja? ¿Y en la mejilla?
Magnus asintió.
—Pues fue Sigursteinn. Ingileif se lo contó a mamá, pero no la creyó. Hubo una
pelea familiar tremenda. Echaron a Ingileif de casa y yo estaba demasiado asustada
como para decir nada. Luego, tres meses más tarde, Sigursteinn se encontraba de
viaje de negocios en Reikiavik cuando se cayó en el puerto. Yo me sentí muy
aliviada.
—¿Cómo reaccionó su madre?
—Se quedó totalmente destrozada. Incluso llegó a acusar a Ingileif de haberlo
matado, lo cual era una estupidez. Entonces, le conté con pelos y señales lo que él me
había hecho y, por fin, lo creyó. —Birna se quedó con la mirada fija, sin cerrar sus
enormes ojos azules—. Aquello echó a perder a nuestra familia.
—Ya imagino —dijo Magnus.
—Ingileif se fue a Reikiavik. En los últimos años volvió a hablarse de nuevo con
mamá. Pasó mucho tiempo con ella antes de que muriera.
—¿Y usted?
Birna parpadeó.

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—Bueno, me casé con Matthías y he tenido una vida perfectamente feliz desde
entonces.
Magnus ignoró el sarcasmo.
—¿Y Pétur?
—Él se perdió todo aquello. Volvió a Reikiavik un par de años después. Nos
vemos de vez en cuando. Pero cuando lo hacemos, tengo la impresión de que le doy
pena. No sé por qué.
«Dios, menuda familia», pensó Magnus. La suya ya era bastante mala. Recordó la
voz temblorosa de Ingileif cuando le habló del fantasma de la niña a la que acusaron
de incesto en la casa Höfdi. Con razón sentía pena por ella. Estaba pensando en
Birna.
—Una última pregunta. ¿Dónde estaba usted el jueves pasado por la noche, el
primer día de verano?
Birna volvió a reírse.
—No puede estar hablando en serio. No creerá que yo maté a ese pobre hombre,
¿verdad?
—Responda a la pregunta.
Birna vaciló.
—¿Tengo que hacerlo?
Magnus sabía lo que iba a escuchar a continuación. Empezaba a acostumbrarse a
la vida sexual de los islandeses.
—Sí. Y tendremos que comprobar si es cierto lo que nos dice. Pero seremos
discretos, se lo prometo. Y no saldrá a la luz en ningún juicio posterior, a menos que
sea relevante para el caso.
Birna dejó escapar un suspiro.
—Matthías se encontraba en Nueva York. Probablemente en la cama con alguna
azafata.
—¿Y usted?
—Yo estaba con un amigo que se llama Dagas Tómasson. También está casado.
Pasamos la noche en un hotel de Kópavogur. Es todo lo anónimo y discreto que
puede ser un hotel en Islandia.
—¿Cuál?
—El Merlin.
—¿Nos puede dar la dirección de él?
—Les daré su número de teléfono móvil —dijo Birna—. No es nada serio —
continuó diciendo, mirando a Magnus a los ojos. Las comisuras de su boca se movían
nerviosamente hacia arriba—. No me gusta limitarme a un solo hombre.
—Creo que le has gustado —dijo Árni cinco minutos después, mientras llevaba
de nuevo a Magnus a la comisaría.
—Cierra el pico —gruñó Magnus—. Y ve a comprobar lo del hotel. Pero
sospecho que esta coartada se sostiene.

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20
Baldur escuchaba con atención a Magnus mientras este le explicaba su teoría de que
Agnar estaba intentando venderle el anillo de La saga de Gaukur a Steve Jubb y al
Ísildur actual.
—¿Y qué sugiere? —preguntó cuando Magnus hubo terminado—. ¿Que
volvamos de nuevo a la casa de Agnar para buscar un anillo mítico que ha estado
perdido durante mil años? ¿Sabe lo absurdo que suena eso? —La expresión en el
rostro alargado de Baldur rayaba el desprecio—. Lo trajeron aquí para que nos
aportara un poco de experiencia en homicidios en las grandes ciudades. En lugar de
ello, se pone a farfullar sobre elfos y anillos como la más supersticiosa de las abuelas
islandesas. Lo próximo que dirá es que fueron los seres ocultos los que lo hicieron.
El pésimo humor de Magnus empeoró. Sabía que Baldur estaba tratando de
sacarle de quicio y se esforzó por controlar su enfado.
—Por supuesto, yo no creo que el anillo tenga en realidad mil años —se explicó
Magnus—. Mire, sabemos que Steve Jubb asesinó a Agnar. Pero mientras no nos diga
el motivo, tendremos que averiguarlo por nuestra cuenta. También sabemos que
Agnar estaba tratando de vender una saga. Los dos la hemos visto. Existe.
Baldur negó con la cabeza.
—Lo único que hemos visto son ciento veinte páginas que salieron de la
impresora de un ordenador hace dos semanas.
Magnus se reclinó en su asiento.
—De acuerdo. Puede que la saga sea falsa. Puede que exista un anillo, pero que
sea también falso. Si hay algo que proporcionara un mayor motivo para que Steve
Jubb matara a Agnar, es eso. Tenemos que encontrarlo.
—La cuestión es que no estoy seguro de que Steve Jubb asesinara a Agnar.
Magnus soltó un resoplido.
—Acabo de interrogarlo de nuevo. No me ha contado nada de sagas ni de anillos.
Pero sí ha negado que asesinara a Agnar.
—¿Y usted le cree?
—La verdad es que sí. Tengo la corazonada de que está diciendo la verdad.
—¿Corazonada?
Baldur buscó una hoja de papel entre el montón que había en su mesa.
—Aquí tiene este informe del laboratorio forense.
Magnus lo ojeó. Era un análisis de las muestras de tierra en los zapatos de Steve
Jubb del número cuarenta y cinco.
—Demuestra que no hay restos del tipo de barro que había en el sendero que va
de la casa de verano al borde del lago, ni del barro que había en el borde mismo.
Magnus leyó el informe mientras la mente le hervía.
—Puede que Jubb se limpiara los zapatos. A fondo.
—Había tierra de la zona que hay justo delante de la casa de verano. Así que

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estuvo en la parte delantera, pero no en la trasera. Y no se limpió los zapatos.
—Quizá se los cambió y se puso unas botas, y después se deshizo de ellas.
—Habríamos encontrado huellas dentro de la casa o alrededor de ella —contestó
Baldur—. Y eso es bastante improbable, ¿no?
Magnus se quedó mirando el papel, sin leer lo que decía, solamente tratando de
averiguar cómo había podido Jubb arrastrar el cuerpo hasta el lago sin que le quedara
barro en los zapatos. Le parecía imposible creer que la presencia de Jubb en la casa
de verano aquella noche fuera una simple coincidencia.
—Otra persona sacó a Agnar —dijo Baldur—. Después de que Steve Jubb se
fuera. Y es bastante probable que esa otra persona lo matara.
—¿Encontraron huellas cerca del lago?
Baldur negó con la cabeza.
—Nada que pudiera utilizarse. Había llovido por la noche y el escenario estaba
realmente contaminado. Los niños, su padre, los médicos, los oficiales de la policía
de Selfoss… Dejaron huellas por todos lados.
—Entonces, un cómplice —sugirió Magnus.
—¿Como quién?
—Ísildur. El tal Lawrence Feldman. —Nada más decirlo, Magnus se arrepintió.
Baldur se dio cuenta del error inmediatamente.
—Usted se puso en contacto con Ísildur dos días después y le contestó desde un
ordenador situado en California.
—Pues un cómplice islandés. Hay fanáticos de El señor de los anillos en este
país.
—No hay registros de ningún número islandés en el teléfono móvil de Steve
Jubb, aparte del de Agnar. Sabemos que Jubb no salió de su hotel desde el momento
en que llegó a Reikiavik por la mañana hasta la hora en que salió hacia el lago
Thingvellir a última hora de la tarde. Ningún miembro del personal del hotel recuerda
que nadie lo visitara en el hotel.
—Puede que alguien subiera directamente a su habitación sin detenerse en el
mostrador de la recepción.
Baldur se limitó a arquear las cejas.
—No me diga que va a soltarlo.
—Aún no. Y no voy a descartarlo como sospechoso. Pero tenemos que ampliar la
investigación. Tener en cuenta las circunstancias más realistas. —Baldur fue
contando con los dedos—: Agnar vio a una amante y a una antigua amante las
semanas anteriores a su muerte. Su mujer estaba tremendamente enfadada por su
infidelidad. Tenía serios problemas de dinero. Compraba drogas. Puede que tuviera
deudas de las que no sabemos nada. Puede que le debiera dinero a su camello. Hubo
alguien más allí aquella noche y tenemos que averiguar quién.
—Así que es una mera coincidencia que estuviera negociando un trato con Jubb y
con Ísildur.

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—¿Por qué no? —preguntó Baldur—. Mire, no debemos descartar del todo este
asunto de la saga. Si lo prefiere, céntrese usted en ella. Pero hay muchas otras cosas
que el resto del equipo debe investigar.
—Estoy seguro de que si yo fuera a California, podría conseguir que Ísildur…
—No —lo interrumpió Baldur.

* * *

Varias zonas horarias en dirección oeste, era la primera hora de la mañana en los
bosques del condado de Trinity, en el norte de California. Ísildur miró desde su
estudio hacia el pequeño valle y la catarata que se desplomaba desde el peñón que
tenía enfrente. El sol de la mañana brillaba sobre la vegetación mojada por la lluvia.
En el jardín podía ver las figuras de tamaño natural de Gandalf, Legolas y Elrond,
esculturas de bronce que había encargado a un artista de San Francisco a un precio
muy elevado.
Era una vista hermosa. Lo había comprado todo con una parte del dinero que
había conseguido tras vender su parte de 4Portal el año anterior. Había estado
buscando un escondite en medio del bosque para concentrarse en sus proyectos y
había encontrado el lugar perfecto. Las montañas alpinas por tres de los lados y un
pequeño camino sinuoso en el cuarto que atravesaba el bosque hasta la ciudad más
cercana, un pueblo muy pequeño que se encontraba a dieciséis kilómetros.
Era un lugar donde podía pensar.
Lo había llamado Rivendell, naturalmente. Como homenaje al refugio en el que la
comunidad del anillo se había establecido. Recordó la primera vez que había leído
algo sobre Rivendell, a los diecisiete años, y se había formado en su mente una visión
clara del lugar, rodeada por bosques, montañas, aguas que fluían, paz y tranquilidad.
Era aquello.
Había estado trabajando en dos proyectos. El que le había absorbido más tiempo
fue su intento de coordinar la recopilación de un diccionario en internet de dos de los
idiomas élficos de Tolkien, el quenya y el sindarin. Aquel proyecto resultó ser mucho
más frustrante de lo que había creído. Tolkien nunca había establecido unas normas
estrictas de gramática y vocabulario, por lo que había muchas interpretaciones
distintas de los dos idiomas. Ísildur lo sabía. El aspecto más importante del
diccionario era que sería lo suficientemente flexible como para que englobara los
diferentes dialectos que habían surgido con el paso del tiempo. El problema estaba en
que sus colaboradores no tenían unas mentes muy flexibles.
El proyecto se había convertido en acritud e insultos. Había esperado que, como
suministrador del dinero, la última palabra sería la suya. Al final, sí que se convirtió
en la figura unificadora: la autoridad a la que todos odiaban.
Su otro proyecto era el de tratar de localizar La saga de Gaukur. La primera vez
que tuvo noticias de ella fue unos años antes, a través de un foro de internet. Había

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reunido a un académico danés que había descubierto algo de la saga perdida en una
carta del siglo XVIII que encontró, con Gimli, un inglés cuyo abuelo había estudiado
en la Universidad de Leeds bajo las enseñanzas de Tolkien. Los pormenores eran
frustrantemente confusos, pero Ísildur estaba deseando destinar una buena suma de
dinero a dedicarles más cuerpo.
Y todo aquello lo hizo desde el ordenador de su estudio de Rivendell.
Nunca había cruzado el océano. Se había criado en Nueva Jersey y había pasado
todas sus vacaciones de niño con su familia en la playa de Jersey. Se había
especializado en electrotecnia en Stanford, California, y había labrado su carrera
profesional en Silicon Valley. Era un programador de gran talento, intuitivo, centrado
y se le daban bien los contactos. 4Portal había sido su segunda empresa, dedicada al
desarrollo de programas y aplicaciones para portales de publicidad en teléfonos
móviles. Tuvo un éxito espectacular y la participación del seis por ciento de Ísildur se
había transformado en muchos millones cuando él y sus socios de mayor visión
comercial decidieron vender.
El plan era que después de pasar más o menos un año en Rivendell, volvería a
Silicon Valley para probar con algo nuevo.
Una vez que tuviera en su posesión La saga de Gaukur. Y el anillo.
Las últimas semanas habían sido una montaña rusa llena de grandes expectativas
y decepciones. En primer lugar, el mensaje de Agnar en el que decía que había
encontrado la saga. Después, un par de semanas más tarde, que había encontrado el
anillo de Ísildur. Las emocionantes noticias de Gimli de que la saga podía ser
auténtica y que iban a empezar con las negociaciones y, luego, que todo había salido
mal.
Agnar había muerto. Gimli estaba en la cárcel. La policía tenía la saga.
Y el anillo seguía por allí, en algún lugar de Islandia, y no tenía modo de saber
dónde.
Ísildur había hecho todo lo posible desde Rivendell. Le había proporcionado a
Gimli el mejor representante legal. Pero cada vez estaba más claro que, si quería
encontrar el anillo, tendría que ir él mismo a Islandia.
Tenía pasaporte. Lo había solicitado antes de salir de viaje a Nueva Zelanda para
ver dónde habían rodado las películas. En el último minuto, canceló el viaje por culpa
de una crisis nerviosa. Había llegado hasta el aeropuerto, pero no subió al avión.
Tenía que superar esos nervios.
Miró la pantalla del ordenador y buscó una web de viajes.

* * *

Magnus pasó el resto del día hablando con los policías que habían registrado la casa
de verano y la otra casa de Agnar, así como la habitación de Steve Jubb. No había
indicios de nada que se pareciera a un anillo.

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Fue a ver a Linda, la esposa de Agnar, a su casa de Seltjarnarnes. Ella permitió su
intrusión con una irritación que apenas ocultó. Era alta y delgada, tenía el pelo rubio
y el rostro ojeroso. Tenía un bebé y un niño pequeño a los que cuidar y apenas podía
mantener la compostura.
Era una mujer enfadada. Enfadada con su esposo, enfadada con la policía,
enfadada con el banco, los abogados, la puerta del frigorífico que nunca se cerraba
bien, la ventana rota que Agnar nunca arregló, enfadada con aquel enorme agujero
que había en su vida.
Magnus sintió lástima por ella y por sus dos hijos. Por muchos que fueran los
pecados de Agnar, por muchas infidelidades que cometiera, no merecía morir.
Otra familia más rota por un asesinato. Magnus había visto muchas a lo largo de
su carrera. Y había hecho todo lo posible por cada una de ellas.
Por supuesto, ella no había visto ningún puñetero anillo. Registró la casa en busca
de posibles lugares donde esconderlo, pero no encontró nada. A las ocho se fue y
tomó el autobús de vuelta al centro de Reikiavik. Aún no le habían asignado un coche
de la policía y no había ido con Árni.
Su conversación con Baldur le había afectado. Comprendía la postura de Baldur.
Ese era el problema. No podía imaginar cómo Steve Jubb podía haber matado a
Agnar y deshacerse de su cuerpo sin ensuciarse los zapatos.
Pero no podía aceptar que Jubb hubiera ido a ver a Agnar para negociar un
acuerdo de varios millones de dólares y que, un par de horas después, Agnar hubiera
sido asesinado por un motivo que no estuviera relacionado con ello.
Su intuición le decía que aquello no tenía sentido. Y, al igual que Baldur, él
confiaba en su intuición.
Se bajó del autobús en el supermercado Krambúd, enfrente de la Hallgrímskirkja,
y se compró un curry tailandés precocinado. Cuando volvió a la casa de Katrín, lo
metió en el microondas.
—¿Cómo te encuentras?
Se dio la vuelta y vio a la dueña de la casa yendo hacia el frigorífico. Le estaba
hablando en inglés. Sacó un skyr[6] y lo abrió.
—Regular.
—Menuda noche tuviste.
—Gracias por meterme en la cama —musitó Magnus. Lo decía de verdad, aunque
habría preferido no hablar del tema. Ya había tenido suficiente humillación por un
día.
—De nada —contestó Katrín, sonriendo—. Estuviste muy dulce. Justo antes de
dormirte me miraste con una bonita sonrisa y dijiste: «Estás arrestada». Después, te
quedaste dormido.
—Dios mío.
—No te preocupes. Es probable que tengas que hacer lo mismo por mí algún día.
Apoyó la espalda en el frigorífico y se comió el yogur. Tenía en la cara un par de

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piercings menos que la noche en que Magnus la conoció. Llevaba unos vaqueros
negros y una camiseta con la imagen de las fauces de un lobo estampada en ella.
Sonó la señal del microondas y Magnus extrajo de él su cena, la vació sobre un plato
y empezó a comérsela.
—Normalmente no me emborracho así.
—No me importa, de verdad. Siempre y cuando tengas cuidado de dónde
vomitas. Y lo limpies después.
Magnus hizo una mueca.
—Lo haré. Lo prometo.
—¿De verdad eres policía?
—Pues sí.
—¿Qué estás haciendo en Islandia?
—Echar una mano.
Katrín tomó otra cucharada de su skyr.
—¿Sabes una cosa? No me gusta que mi hermano me espíe.
—No me extraña —dijo Magnus—. No te preocupes. Oficialmente, no
pertenezco a la Policía Metropolitana de Reikiavik. No voy a contarle a nadie lo que
haces.
—Bien —respondió Katrín—. Te vi entrando en la galería de Ingileif ayer.
—¿La conoces?
—Un poco. ¿Es sospechosa de algo?
—La verdad es que no puedo hablarte de ello.
—Perdona. Era simple curiosidad. —Levantó su cuchara en el aire—. ¡Ya lo sé!
¿Es por el asesinato de Agnar?
—De verdad que no puedo decirte nada —insistió Magnus.
—¡Eso es! Una amiga mía salió con él cuando estuvo en la universidad. Lo vi el
otro día en una cafetería, ¿sabes? El café París. Con Tómas Hákonarson.
—¿Quién es? —preguntó Magnus.
—Tiene un programa de televisión. Se llama Al grano. Se lo hace pasar mal a los
políticos. Es bastante divertido.
Comieron en silencio durante un minuto. Magnus sabía que debía tomar nota de
ese nombre, pero estaba demasiado cansado. Le daba pereza.
—¿Qué opinas de ella? —preguntó.
Katrín dejó el yogur y se sirvió un poco de zumo de naranja. Magnus se dio
cuenta de que tenía una pequeña gota de skyr en el arete que le sobresalía del labio.
—¿De Ingileif? Me gusta. Pero su hermano es un cabrón.
—¿Por qué dices eso?
—Ya no me deja cantar en sus discotecas, por eso lo digo —le explicó Katrín con
voz enfadada—. Es el dueño de los locales más de moda de la ciudad. No es justo.
—¿Por qué no te deja?
—No lo sé. Tuve algunas actuaciones de bastante éxito. Es solo porque falté a un

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par de ellas. Eso es todo.
—Ah. —Por lo que había visto de Pétur, no le sorprendía que fuera duro con la
gente informal.
—Pero ella me gusta.
—¿Ingileif?
—Sí. —Katrín se encendió un cigarro y se sentó frente a Magnus—. Incluso he
comprado algunas cosas en su galería. Ese jarrón, por ejemplo. —Señaló un pequeño
jarrón de cristal retorcido que tenía una cuchara de madera sucia dentro de él—. Me
costó una fortuna, pero me gusta.
—¿Crees que es una persona honesta? —le preguntó Magnus.
—¿Es una pregunta de policía?
Magnus se encogió de hombros.
—Sí que lo es. A la gente le gusta. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho?
—Nada —respondió Magnus—. ¿Conoces a Lárus Thorvaldsson?
—¿El pintor? Sí, un poco. También es amigo de Ingileif.
—¿Muy amigo?
—Nada serio. Lárus tiene a montones de chicas. Sabes a lo que atenerte con él, no
sé si me entiendes. Sin malos rollos.
—Creo que sí —dijo Magnus. Estaba bastante claro que Katrín lo conocía del
mismo modo que Ingileif.
Katrín se le quedó mirando fijamente.
—¿Me lo estás preguntando como policía o tienes algún otro tipo de interés?
Magnus dejó el tenedor y se restregó los ojos.
—Lo cierto es que no lo sé. —Cogió el plato vacío, lo enjuagó y lo metió en el
lavavajillas—. Necesito dormir. Me voy a la cama.

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21
Baldur parecía tener energías renovadas mientras repartía las tareas a sus detectives
en la reunión de la mañana. Fue pasando el informe del laboratorio forense sobre el
barro en los zapatos de Steve Jubb y explicó que tenían que ampliar la investigación.
Hablar de nuevo con todos aquellos a los que habían interrogado. Entrevistar a otras
personas: cualquiera que pudiera haber tenido la posibilidad de ver a otra persona
visitando a Agnar, los que le vendían la droga a Agnar, sus alumnos, sus novias, sus
compañeros de trabajo, sus amigos, los amigos de su esposa, vecinos… todos.
Hablaron con Rannveig sobre la necesidad de proporcionar a la policía británica
los documentos que exigían para que concedieran una orden de registro de la casa y
del ordenador de Jubb. El detective que Baldur había enviado a Yorkshire había
hablado con los vecinos de Jubb. Decían que era un poco solitario y que salía a
menudo de viaje con su camión. Su pasión por El señor de los anillos era bien
conocida. Una antigua novia que después se casó con otro dijo que se trataba de un
hombre inteligente, obsesivo, pero en absoluto violento. Nada por allí que sirviera de
ayuda. Ninguna pista.
Durante todo ese tiempo, Baldur no miró a Magnus ni una sola vez.
Así fue hasta que terminó la reunión, cuando le hizo una seña a Magnus para que
le siguiera hasta su despacho. Cerró la puerta detrás de él con un golpe.
—¡No me gusta que me desautoricen!
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a que no me gusta que acuda al inspector jefe a mis espaldas para
contarle que deberíamos enviar a alguien a California.
—Me pidió que le diera mi opinión. Se la di —se defendió Magnus.
—Justo ahora es el peor momento para desviar recursos del hilo central de la
investigación.
—¿Cuándo me voy? —preguntó Magnus.
Baldur negó con la cabeza.
—No va a ir usted. Árni ya está de camino. Salió anoche.
—¡Árni! ¿Solo?
—Sí. No puedo permitirme prescindir de más de un oficial.
—¿Y yo qué?
—Bueno, usted es muy valioso —contestó Baldur con voz cargada de ironía—.
Además, Árni tiene una titulación de los Estados Unidos y habla bien inglés.
—¿Y qué debo hacer yo?
—Puede buscar el anillo —dijo Baldur con una sonrisa forzada—. Eso lo
mantendrá ocupado.

* * *

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En cuanto estuvo de vuelta en su mesa, Magnus llamó a Árni. El joven oficial estaba
en el JFK, esperando su vuelo de conexión a San Francisco. Aunque en Nueva York
era muy temprano, Árni parecía completamente despierto. Estaba realmente excitado.
Magnus consiguió calmarlo lo suficiente como para indicarle por dónde debían ir las
preguntas a Ísildur. Amenazarlo con una acusación de conspiración para cometer un
asesinato a menos que contara qué estaba haciendo realmente Steve Jubb en
Reikiavik.
Árni pareció haberlo entendido, aunque Magnus no confiaba mucho en su
capacidad para hacer que Ísildur confesara nada de lo que quería oír.
—Por cierto, ¿comprobaste ayer las coartadas de Birna y Pétur? —preguntó
Magnus.
—Son ciertas —respondió Árni—. Comprobé lo del amante de Birna y el hotel de
Kópavogur. También hablé con los gerentes de las tres discotecas de Pétur. Todos lo
vieron aquella noche.
A Magnus no le sorprendió. Pero sabía lo importante que era que en una
investigación se comprobara y corroborara todo.
—Muy bien. Buena suerte —dijo.
—¿Quieres que te lleve algo?
—No, Árni. Solo una confesión completa de Lawrence Feldman.
Magnus dirigió su atención al ordenador y lo encendió. Estaba convencido de que
Baldur se equivocaba al menospreciar la importancia de Ísildur o Lawrence Feldman
o quienquiera que fuera. Continuaría buscando el anillo, o un anillo, y esperaba que
Árni regresara con algo de utilidad.
Consultó sus correos electrónicos.
Había uno de Colby.

Querido Magnus:
Anoche uno de tus feos amigos entró en mi apartamento y me atacó. Me
puso una pistola en la boca y me preguntó dónde estabas. Le dije que
estabas en Suecia y se fue.
Me asustó muchísimo.
Me voy. No van a encontrarme. No vas a encontrarme. Nadie sabe dónde
estoy, ni mi familia, ni mis amigos, ni la gente del trabajo, ni la policía. Y está
claro que a ti no te lo voy a contar.
Magnus, me has jodido la vida y casi haces que me maten.
Púdrete en el infierno dondequiera que estés. Y nunca, NUNCA, vuelvas a
hablarme.
C.

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Había un mensaje corto que acompañaba aquella carta:

Hola, Magnus:
Siento el retraso en el envío de esto. Ayer estuve fuera del despacho. Voy
a verificarlo.
Agente Hendricks

Magnus se quedó mirando la pantalla. Le inundaron distintas emociones y sintió


que le faltaba el aire. Se ahogaba.
Rabia hacia el cerdo que le había hecho aquello a Colby. Hacia Williams por no
protegerla. Hacia Colby por no comprender que no era culpa suya.
Rabia hacia sí mismo por dejar que aquello ocurriera.
Culpa porque, por supuesto, aquello era culpa suya.
Impotencia porque no podía moverse de Reikiavik, a miles de kilómetros de
distancia.
Culpa, de nuevo, porque en las últimas veinticuatro horas había pensado muy
poco en Colby y casi se había olvidado de ella cuando se encontraba en el mayor de
los peligros.
Dio un golpe en la mesa con el puño. Solo había un par de oficiales en la sala,
pero los dos se giraron para mirarle.
Al menos, Colby no había dicho dónde estaba en realidad. Aunque tal y como
estaban las cosas, no le importó. En ese momento, pensó tomar un avión hacia Boston
para encontrar a Pedro Soto en persona y volarle la tapa de los sesos. ¿Por qué tenía
que andar escondido en Islandia? Él no era ningún cobarde.
Le escribió rápidamente un correo lleno de rabia al subcomisario Williams a
través del agente Hendricks en el que le contaba lo que había ocurrido y le
preguntaba dónde demonios estaba la protección que le había prometido a Magnus.
Si la policía de Boston no podía proteger a Colby, Magnus tendría que volver y
encargarse él mismo. Lo cierto es que no le estaban dejando hacer nada de provecho
en Islandia.

* * *

Ingileif esperaba en el Mokka dándole vueltas a su café con leche. Le gustaba aquella
cafetería, una de las más antiguas de Reikiavik, en la esquina de Skólavórdustígur
con Laugavegur. Pequeña, con paredes de madera y acogedora, era famosa tanto por
sus gofres como por su clientela: artistas, poetas y novelistas. Las paredes hacían las
veces de una especie de galería de arte para artistas locales, cambiándolas una vez al
mes. En marzo le había tocado a su compañera de la galería.

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Vio un periódico sobre la mesa, pero no lo abrió. Había sido una buena tarde.
Había vendido seis jarrones por valor de varios cientos de coronas. Pero también
había tenido una incómoda conversación con una de sus socias por el retraso en los
pagos que les debía Nordidea.
No es que le hubiera mentido exactamente, pero tampoco le había dicho toda la
verdad.
Todo aquel asunto de la saga y la muerte de Agnar había provocado que volviera
a pensar en su padre. Recordaba con claridad la última mañana que lo vio. Había
salido de casa con su mochila cuando se detuvo, volvió y se despidió de ella con un
beso. Podía recordar lo que él llevaba puesto: su anorak azul y sus botas de montaña.
Podía recordar cómo olía, los caramelos de menta que le gustaba chupar. También
recordaba lo enfadada que estaba con él porque le había prohibido quedarse a dormir
en la casa de una amiga la noche anterior. Lo cierto es que aún no le había perdonado
aquella espantosa mañana.
Había muchas preguntas alrededor de la muerte de Agnar, pero habían sido muy
pocas las relativas a la de su padre. En Islandia, la muerte de un hombre por culpa de
una caída en medio de una tormenta de nieve era algo demasiado corriente, un tópico
de la vida islandesa a lo largo de los siglos.
Quizá deberían haberse hecho más preguntas. Quizá deberían hacerse ahora.
—¡Hola, Inga!
Los demás clientes del café se quedaron mirando al hombre que se dirigía a ella,
pero solo durante un par de segundos, antes de volver a sus conversaciones y a sus
periódicos. Los islandeses se enorgullecían de su capacidad para dejar que las
personas famosas pudieran llevar una vida normal en público. Aunque, por supuesto,
solo había una persona realmente famosa en Islandia y esa persona era Björk, pero la
gente de Reikiavik la dejaba moverse tranquila por la ciudad.
—¡Tómas! ¡Qué alegría verte! —Se puso de pie y le dio un beso en la mejilla.
—Espera un momento —contestó el hombre—. Deja que me pida un café.
¿Quieres otro?
Ingileif negó con la cabeza y su acompañante se acercó a la barra para pedirse un
café exprés doble. Ingileif conocía bien sus rasgos: las gafas redondas, los dientes de
conejo, las mejillas salientes, el escaso pelo castaño claro peinado hacia atrás… En
parte, era cierto que aquella familiaridad se debía al hecho de verle una vez a la
semana en la televisión, pero también era el resultado de haber pasado juntos la
infancia.
Volvió a la mesa.
—¿Qué tal va todo? —preguntó—. Fui a tu galería el otro día. Te eché de menos,
pero tienes cosas preciosas. Deben de venderse bien.
—Así es —contestó Ingileif.
—¿Pero? —Tómas había notado la duda en su tono de voz. Era así de perspicaz.
—No va bien —admitió Ingileif—. Nuestro cliente más importante se arruinó el

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mes pasado y nos debe mucho dinero.
—Y el banco no es de mucha ayuda, ¿no?
—En eso tienes razón. Hace un par de años nos arrojaban dinero y ahora no
consiguen recobrarlo con la rapidez que quieren. Nos concedieron uno de esos
créditos de divisa extranjera que no para de crecer.
—Pues te deseo suerte con eso —dijo Tómas—. Estoy seguro de que saldréis
adelante.
—Gracias —contestó Ingileif, sonriendo—. ¿Y tú qué tal? Parece que tu
programa va muy bien. Me encantó cómo atacaste al embajador británico la semana
pasada.
Tómas sonrió abiertamente y sus mejillas se le abultaron como si fuera una
ardilla.
—Se lo merecía. Es decir, por hacer uso de la legislación antiterrorista para
apropiarse del banco más importante de nuestro país. Aquello fue acoso, simple y
llanamente. ¿Les gustaría a los británicos que los americanos les hicieran lo mismo a
ellos?
—Y aquel banquero de la semana anterior, el que se asignó una bonificación de
cuatro millones de dólares tres meses antes de que su banco fuera a la quiebra.
—Al menos, él tuvo la cortesía de regresar a Islandia para afrontar las
consecuencias —dijo Tómas—. Pero ese es el problema, ¿sabes? No voy a llevar a
más banqueros al programa durante una temporada, ni tampoco a embajadores. Tengo
que moverme en una línea muy fina entre ser irrespetuoso para contentar a los
espectadores y no ser demasiado agresivo para no ahuyentar a los invitados.
Le dio un sorbo a su café. Ingileif pensó que la fama le sentaba bien. Siempre le
había gustado Tómas, tenía un sentido del humor cálido y cercano, pero solía ser un
poco tímido y le faltaba seguridad en sí mismo. Ahora era muy conocido y parte de
aquella timidez había desaparecido. Pero no toda. Eso seguía formando parte de su
encanto.
—¿Te has enterado de lo de Agnar Haraldsson? —le preguntó Tómas, mirando a
Ingileif con atención a través de sus gafas.
—Sí —contestó simplemente.
—Recuerdo que tú y él tuvisteis algo.
—Sí, lo tuvimos —admitió Ingileif—. Un gran error. En realidad, es probable que
no fuera tan grande, pero error al fin y al cabo.
—Ha debido ser un duro golpe. Me refiero a su muerte. Para mí lo ha sido y
apenas lo conocía.
—Sí —respondió Ingileif con la voz ronca de repente—. Sí que lo ha sido.
—¿Se ha puesto la policía en contacto contigo?
—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó Ingileif mientras sentía cómo se
ruborizaba.
—Es un caso importante. Una gran investigación. Lo han hecho, ¿verdad?

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Ingileif asintió.
—¿Están averiguando algo? ¿No han arrestado a nadie?
—Sí, a un inglés. Creen que estaba envuelto en una negociación turbia con Agnar.
Pero no creo que tengan muchas pruebas como para demostrarlo.
—¿Lo habías visto recientemente?
Ingileif volvió a asentir. Entonces, cuando vio que Tómas la miraba sorprendido,
protestó.
—No, no para eso. Estaba casado y era muy morboso. Tengo mejor gusto que
eso.
—Me alegra oírlo —dijo Tómas—. Estás muy por encima de él.
—Es usted muy amable al decirlo —contestó Ingileif con fingida cortesía.
—¿Y de qué hablaste con él?
Por un momento, Ingileif pensó hablarle a Tómas de la saga. De todos modos,
todo terminaría saliendo a la luz y Tómas era un viejo amigo. Pero solo fue un
momento.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Por curiosidad. Ha salido en todos los periódicos.
—No será para tu programa, ¿verdad?
—Claro que no. —Tómas se dio cuenta de que su negativa no había sido lo
suficientemente vehemente—. Te lo prometo. Perdona si mis preguntas han sido
demasiado directas. Es la costumbre.
—Es normal —dijo Ingileif. Tómas siempre había tenido la capacidad de hacer
que la gente confiara en él. Parecía inofensivo y también interesado. Pero algo le
decía a Ingileif que debía tener cuidado—. No fue más que una visita para saludar —
dijo—. Como esta.
Tómas sonrió.
—Oye, tengo que irme. Doy una fiesta el sábado, ¿te apetece venir?
—¿Será tan salvaje como tus fiestas de antes? —preguntó Ingileif.
—Más aún. Aquí. Toma la dirección. Me mudé hace unos meses. —Sacó una
tarjeta de visita que llevaba estampado el logo de la RUV, la televisión estatal, y
escribió la dirección de su casa, en Thingholtsstraeti.
Mientras salía de la cafetería, suscitando un par de miradas furtivas, Ingileif no
pudo evitar hacerse una pregunta sencilla: ¿qué demonios había pasado allí?

* * *

Vigdís aceptó la taza de café y comenzó a darle sorbos. Era la quinta taza del día. Las
entrevistas en Islandia siempre implicaban tener que beber mucho café.
La mujer que estaba enfrente de ella tenía treinta y muchos años y llevaba
vaqueros y un jersey azul. Tenía una expresión inteligente y una sonrisa amable.
Estaban sentadas en una elegante casa de Vesturbaer, un distinguido barrio de

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Reikiavik justo al oeste del centro de la ciudad. El Range Rover familiar
obstaculizaba la vista de la tranquila calle.
—Siento tener que robarle más tiempo, Helena —comenzó diciendo Vigdís—. Sé
que ya ha respondido a muchas preguntas de mis compañeros, pero me gustaría que
me contara todo lo que recuerda del día del asesinato y de un par de días antes.
Cualquier detalle insignificante.
Helena y su familia eran quienes habían estado en una de las otras casas de
verano junto al lago Thingvellir y cuyos hijos habían encontrado el cadáver de Agnar.
Después de hablar con Helena, Vigdís tenía pensado visitar al marido de esta en su
oficina de la compañía de seguros de Borgartún.
—Desde luego. No estoy segura de que haya mucho más que pueda contarle.
Pero Helena torció el gesto al terminar la frase. Vigdís se dio cuenta.
—¿Qué ocurre?
—Eh… No es nada. No es importante.
Vigdís sonrió, persuasiva.
—No se preocupe por eso —dijo. Le enseñó a Helena las páginas de su cuaderno,
llenas de anotaciones escritas con nitidez—. Esta libreta está llena de cosas sin
importancia. Pero cualquiera de ellas puede resultar de gran importancia.
—Mi marido opinaba que no debíamos mencionarlo.
—¿Por qué no? —preguntó Vigdís.
Helena sonrió.
—Bueno, decídalo usted. Nuestra hija de cinco años, Sara Rós, nos contó esta
historia ayer en el desayuno. Mi marido está convencido de que se trata de un sueño.
—¿Qué historia es esa?
—Dice que vio a dos hombres jugando en el lago por la noche.
—¿En el lago Thingvellir?
—Sí.
—Eso parece interesante.
—La cuestión es que Sara Rós se inventa muchas historias. A veces, lo hace para
llamar la atención. Otras, es solo por diversión.
—Entiendo. Bueno, creo que debería hablar con ella. Con su permiso, por
supuesto.
—Está bien. Pero no olvide que ha podido inventárselo todo. Tendrá que esperar a
que vuelva de la guardería.
—No —dijo Vigdís—. Creo que será mejor hablar con ella ahora.

* * *

La guardería a la que iba la hija de Helena estaba solo a unos cientos de metros. El
director cedió a regañadientes su despacho a Vigdís y a Helena y fue a buscar a la
niña.

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Era la típica niña de cinco años islandesa. Ojos de un vivo color azul, mejillas
rosadas y un pelo rizado tan rubio que casi era blanco.
Su rostro se iluminó al ver a su madre y se hizo un ovillo sentándose a su lado en
el sofá del despacho del director.
—Hola —la saludó Vigdís—. Me llamo Vigdís y soy policía.
—No pareces policía —contestó Sara Rós.
—Eso es porque soy detective. No llevo uniforme.
—¿Eres de África?
—¡Sara Rós! —protestó su madre.
Vigdís sonrió.
—No, soy de Keflavík.
La niña se rio.
—Eso no está en África. Ahí es donde está el aeropuerto cuando vamos de
vacaciones.
—Exacto —dijo Vigdís—. Bueno, tu madre me ha dicho que viste una cosa la
semana pasada en tu casa de verano junto al lago. ¿Me lo puedes contar?
—Mi padre dice que me lo he inventado. No me cree.
—Yo te creo.
—¿Cómo me vas a creer si no has oído lo que voy a decir?
Vigdís sonrió.
—Tienes razón. Te diré lo que haremos. Tú me cuentas esa historia y, al final, yo
te digo si te creo o no.
La chica miró a su madre, que asintió.
—Me desperté por la noche. Quería ir al baño. Cuando volví, miré por mi ventana
y vi a dos hombres jugando en el lago justo delante de la casa del profesor. Estaban
chapoteando un poco. Entonces, uno de ellos se cansó y se quedó dormido.
—¿Estaban chapoteando los dos?
—Eh… No —dijo la niña tras pensárselo mucho—. Uno de ellos chapoteaba y el
otro estaba en el suelo.
—¿Y ese hombre se quedó dormido en el agua o en el borde del lago?
—En el agua.
—Entiendo. ¿Qué hizo el otro hombre?
—Salió del lago y después se subió a su coche y se fue.
—¿Viste qué apariencia tenía ese hombre?
—Claro que no, tonta. ¡Estaba oscuro! Pero creo que llevaba puesta ropa, no un
bañador.
—¿Y el coche? ¿Viste el color del coche?
La niña se rio tontamente.
—Te he dicho que estaba oscuro. Y sé que es verdad porque vi al hombre
dormido en el lago al día siguiente cuando Jón y yo bajamos allí a jugar. Pero
entonces no estaba muerto. —La niña se quedó en silencio.

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—¿Le hablaste de esto a alguien? —le preguntó Vigdís.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque nadie me lo preguntó. —Miraba fijamente a Vigdís con sus brillantes
ojos azules—. Bueno, ya te he contado mi historia. ¿Me crees?
—Sí —respondió Vigdís—. Sí que te creo.

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22
Magnus echó un último vistazo a la habitación 208 tratando de ponerse en la piel de
Steve Jubb. ¿Dónde escondería algo tan pequeño como un anillo?
No se le ocurría ningún sitio. Había repasado cada centímetro de la habitación y
estaba dejándola hecha un desastre. No le importaba. Las relaciones entre la Policía
Metropolitana de Reikiavik y la dirección del hotel Borg habían caído en picado
durante las últimas dos horas. Al director le había molestado la insistencia de Magnus
en que el actual ocupante de la habitación, un empresario alemán, debía dejarla una
hora antes de lo que tenía previsto abandonar el hotel. También se molestó el
empresario.
La limpiadora, una joven polaca, se mostró más servicial. Estaba muy segura de
no haber visto ningún anillo ni nada que pudiera contener un anillo, tal y como le
había dicho a la policía unos días antes. Por desgracia para Magnus, parecía una chica
responsable y observadora.
Definitivamente, el anillo no estaba allí. La interpretación de Árni del mensaje
que Jubb había enviado a Ísildur probablemente fuera cierta. Jubb no tenía el anillo,
pero pensaba que Agnar sí.
Siguiente parada: la casa de verano en el lago Thingvellir. Otra vez.
Magnus bajó por las escaleras hasta el vestíbulo. Sus pensamientos volvieron a
Colby. ¿Había dicho en serio lo de tomar un avión de vuelta a Boston?
Al menos, estaría haciendo algo. Pero encontrar a Pedro Soto sería difícil.
Matarlo aún más. Era mucho más probable que Magnus le brindara a Soto la
oportunidad de liquidarle a él. Eso solucionaría los problemas de Soto, le quitaría la
presión del juicio de Lenahan y haría que su negocio de importación y distribución de
drogas siguiera adelante.
¿Y si buscaba a Colby para protegerla? Eso sería también difícil. Colby parecía
resuelta a desaparecer. Era una mujer competente. Cuando decidía hacer algo,
normalmente lo hacía. A Magnus le costaría encontrarla. Y a los dominicanos. Pero si
Magnus iba a buscarla, corría el riesgo de conducir a los dominicanos hasta ella. Le
gustara o no, la mejor forma de hacer daño a Soto y proteger a Colby era tratar de
pasar inadvertido, quedarse en Islandia y testificar en el juicio contra Lenahan.
Le entregó la tarjeta de la puerta al recepcionista. Al salir del hotel, pasó junto a
un hombre bajito con barba desaliñada que entraba arrastrando una maleta de ruedas.
El hombre llevaba una gorra de béisbol en la que se leía: «Viva Frodo».
Magnus le mantuvo la puerta abierta.
—Oh… Muchas gracias, señor —dijo el hombre con voz nerviosa. Hablaba
inglés con acento americano.
—No hay de qué —contestó Magnus.
El hotel Borg compartía una plaza con el edificio del Parlamento, el lugar de las
manifestaciones que se convocaban todos los sábados por la tarde durante el invierno.

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Mientras Magnus la atravesaba en dirección al Skoda plateado del Departamento de
Policía que le habían asignado aquella mañana, pensó en la gorra. Extraño, nunca
había pensado en los objetos de recuerdo de El señor de los anillos. ¿Iba a quedarse
pensando en cada camiseta de Gollum o de Gandalf que se encontrara? ¿Había
muchas de ellas?
No. No las había.
Se dio la vuelta y regresó al vestíbulo a tiempo de ver cómo la puerta del ascensor
se cerraba detrás de la maleta de ruedas.
—¿Cuál era el nombre del huésped que acaba de registrarse? —le preguntó al
recepcionista.
—Feldman —contestó. Después, tras mirar la pantalla de su ordenador, dijo—:
Lawrence Feldman.
—¿Qué habitación?
—310.
—Gracias.
Magnus le concedió a Feldman un minuto para que se acostumbrara a la
habitación y, a continuación, subió por el ascensor hasta la tercera planta. Llamó a la
puerta de la habitación 310.
El hombre abrió.
—¿Ísildur? —preguntó Magnus.
Feldman pestañeó.
—¿Quién es usted?
—Soy el sargento Jonson. Trabajo con la Policía Metropolitana de Reikiavik.
¿Puedo pasar?
—Eh… Supongo que sí —contestó Feldman. Tenía la maleta y la chaqueta
encima de la cama, junto a la gorra de béisbol. Magnus pudo oír el sonido de la
cisterna del baño volviéndose a llenar.
—Póngase cómodo —dijo Magnus, señalándole la cama. Feldman se sentó en
ella y Magnus acercó la silla que había junto al escritorio.
Feldman parecía cansado. Sus ojos marrones se movían con rapidez y tenía una
mirada inteligente, pero estaban enrojecidos. Su piel era de un pálido ceroso bajo la
desaliñada barba.
—¿Acaba de aterrizar? —le preguntó Magnus.
—¿Me ha seguido desde el aeropuerto? —contestó Feldman—. Supongo que
sabía que me iba a alojar en el Borg.
Magnus se limitó a resoplar. Feldman tenía razón. Deberían haber sabido que
había muchas probabilidades de que se presentara en Islandia antes o después.
Deberían haber investigado en los aeropuertos. Y el hotel Borg era el lugar más
lógico donde quedarse. Pero Magnus decidió no contarle a Feldman que había sido
una pura casualidad haberlo visto.
Pensó en Árni, que en ese momento se encontraba por el medio oeste camino de

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California. Hizo lo posible para no sonreír.
—¿Debo buscar un abogado? —preguntó Feldman.
—Buena pregunta —contestó Magnus—. No hay duda de que está jodido. Y si
estuviéramos en los Estados Unidos, definitivamente se lo aconsejaría. ¿Pero aquí?
No lo sé.
—¿Qué quiere decir?
—Pues que aquí pueden encerrarle durante tres semanas si creen que es
sospechoso. Eso es lo que le ocurrió a Steve Jubb. Ahora está en la prisión de alta
seguridad de Litla Hraun. Yo podría enviarle fácilmente allí con él si no colabora.
Estamos hablando de conspiración para cometer un asesinato.
Feldman se limitó a parpadear.
—Estos sitios islandeses son duros. Llenos de vikingos grandes, rubios y
fornidos. Pero no se preocupe, les gustará. Les gustan los tipos pequeños. —Feldman
se movió incómodo en la cama—. Muchos de ellos son pastores, ya sabe, de los que
normalmente están solos en la montaña con su rebaño de ovejas. Incumplen la ley.
Violación, incesto, conductas indecorosas con herbívoros… Ese tipo de cosas. Los
arrestan. Van a prisión. No hay mujeres ni ovejas. ¿Qué va a hacer un vikingo rubio y
grande? —Magnus sonrió—. Ahí es adonde va a ir usted.
Por un momento, Magnus pensó que había ido demasiado lejos, pero Feldman
parecía estar creyéndoselo. Estaba cansado, desorientado, en un país extranjero.
Por supuesto, Magnus no tenía la más remota idea de cuáles eran las condiciones
reales de Litla Hraun. Por lo que conocía de Islandia, suponía más bien que los
guardias llevarían a los prisioneros un cacao caliente y pantuflas por la noche
mientras los reclusos veían en la tele el último capítulo de alguna serie y tejían
bufandas.
—Entonces, si hablo ahora con usted, ¿me garantiza que no me enviará allí?
Magnus miró fijamente a Feldman.
—Eso dependerá de lo que usted me cuente.
Feldman tragó saliva.
—Yo no tuve nada que ver con el asesinato de Agnar. Y lo cierto es que no creo
que Gimli tuviera tampoco nada que ver.
—Muy bien —dijo Magnus—. Empecemos por el principio. Hábleme sobre el
anillo de Gaukur.
—Yo prefiero llamarlo el anillo de Ísildur —dijo Feldman—. Me cambié mi alias
de internet por el de Ísildur la primera vez que tuve noticias de la historia.
—¿Cuál tenía antes? —le preguntó Magnus.
—Elrond. El señor de Rivendell.
—De acuerdo. Y bien, hábleme del anillo de Ísildur.
—La primera vez que oí hablar de él fue hace tres años. Un danés, Jens Pedersen,
apareció en una de las páginas web diciendo que había encontrado una carta de un
poeta que era un viejo amigo de Copenhague de Árni Magnússon. El poeta había

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leído La saga de Gaukur. Había un par de frases sobre la lucha de Ísildur por lanzar
el anillo al monte Hekla.
»Este danés era un universitario que estaba haciendo su tesis de doctorado sobre
el poeta. Pidió ayuda en el foro para ver si había alguna conexión entre La saga de
Gaukur y El señor de los anillos. Por supuesto, todos nos volvimos locos. No sabía la
que le había caído. Traté de ponerme en contacto con él con el fin de pagarle para que
investigara más sobre esta saga. Creo que al principio se sintió tentado. Dijo que
había estado en contacto con un profesor de islandés de la Universidad de Islandia
llamado Agnar Haraldsson, quien le había prestado ayuda con relación a Gaukur y a
la saga perdida. Pero luego no me dijo nada más. —Feldman soltó un suspiro—. Creo
que pensó que yo era algún bicho raro.
Magnus dejó pasar el comentario.
—¿Ha tenido noticias suyas recientemente?
Feldman negó con la cabeza.
—No. Pero sé dónde está.
Magnus lo miró sorprendido.
—Terminó su doctorado y ahora es profesor de historia en un instituto de una
ciudad danesa llamada Odense —se explicó Feldman—. He contactado con uno de
sus alumnos.
—¿Qué? ¿Un alumno de un instituto? ¿Qué edad tiene?
—Creo que diecisiete. Es un gran fanático de El señor de los anillos.
Había algo realmente repulsivo en el hecho de que Lawrence Feldman pudiera
reclutar a un estudiante danés por internet para que hiciera espionaje para él. De
hecho, había algo realmente repulsivo en Lawrence Feldman.
—¿Y cómo encaja Steve Jubb en todo esto? —preguntó Magnus.
—¿Gimli? Lo conocí a través del mismo foro. Mencionó una historia que su
abuelo le había contado. Al parecer, estudió en la Universidad de Leeds en los años
veinte y Tolkien, que daba clases allí, fue profesor suyo. Una noche había estado
tomándose unas cervezas con un compañero de estudios islandés y con Tolkien. El
islandés estaba un poco bebido y comenzó a hablarle a Tolkien sobre La saga de
Gaukur, que el anillo de Andvari lo había encontrado un vikingo llamado Ísildur y
cómo a este le dijeron que lo lanzara al monte Hekla. Aquella historia causó una
fuerte impresión en el abuelo de Gimli y, según parece, en Tolkien. Treinta años más
tarde, cuando leyó El señor de los anillos, al abuelo le chocó la similitud de las
historias.
—¿Escribió algo sobre esto?
—No. Le habló a Gimli de ello cuando leyó El hobbit. Por supuesto, se quedó
fascinado y eso es lo que hizo que Gimli se convirtiera en un fanático de El señor de
los anillos. Busqué los datos del abuelo. Se llamaba Arthur Jubb y fue alumno de
Leeds en los años veinte. Tolkien fue profesor allí y fundó un Club Vikingo al que
todos parecían ir a emborracharse y cantar. Pero no hay nada sobre la saga en la

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correspondencia que se ha publicado de Tolkien. ¿Ha visto usted las dos cartas de
Högni Ísildarson?
—Sí.
—Entonces usted sabe el porqué. Tolkien había prometido guardar el secreto de la
familia.
Magnus asintió.
—Así que, formé equipo con Gimli. A mí no me gusta viajar. De hecho, esta es la
primera vez que salgo de los Estados Unidos. Pero Gimli es un tipo listo y, al ser
camionero, viaja mucho. Así que le dije que yo pondría el dinero y que él se
encargara de los trabajos preliminares para que pudiéramos encontrar La saga de
Gaukur. El abuelo de Gimli nunca le dijo el nombre del alumno islandés, así que
Gimli comenzó yendo a Leeds para buscarlo. No hubo suerte.
—Creía que la universidad guardaba los registros.
—Según parece, fue bombardeada en la Segunda Guerra Mundial. Así que, Gimli
vino después a Islandia. Vio al profesor Haraldsson, que se mostró interesado, pero
no podía servirle de mucha ayuda. Casi nos quedamos sin nada. Hasta hace cosa de
un mes o así, cuando el profesor Haraldsson se puso en contacto con Gimli. Una
antigua alumna había acudido a él con La saga de Gaukur y quería venderla. Puede
imaginarse lo emocionados que estábamos Gimli y yo, pero teníamos que darle
tiempo a Haraldsson para que la tradujera al inglés.
—¿Cuánto pedía?
—Solamente dos millones de dólares. Pero el trato era que la saga tendría que
mantenerse en secreto. A mí me gustó, más o menos, la idea. Así que acordamos una
fecha para que Gimli volara a Islandia para encontrarse con Haraldsson. Gimli fue a
verle a su casa de verano del lago Thingvellir y allí leyó la saga. Pero no llegaron a
un acuerdo sobre el precio final y lo cierto era que el profesor no tenía la saga
original con él. Así que Gimli volvió al hotel.
—Desde donde le envió a usted un mensaje.
—Exacto. Le contesté y decidimos una estrategia para llevar a cabo la
negociación de la saga. Él iba a reunirse de nuevo con Agnar al día siguiente, pero lo
siguiente que Gimli supo fue que el profesor estaba muerto y que él era sospechoso
de asesinato.
—¿Y qué hay del anillo?
—¿El anillo? —preguntó Feldman. Trataba de fingir sorpresa, pero no lo
consiguió.
—Sí, el anillo —repitió Magnus—. El kallisarvoinen. Su tesoro. Es una palabra
finlandesa. Hemos encontrado su significado. Y Agnar quería cinco millones de
dólares por él.
Feldman suspiró.
—Sí, el anillo. El profesor dijo que sabía dónde estaba y que podía
conseguírnoslo, pero que nos costaría cinco millones.

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—Entonces, ¿no lo tenía en la casa de verano?
—No. No le dijo a Gimli ni una palabra de dónde podía estar. Pero estaba seguro
de que lo conseguiría. Por una cantidad de dinero adecuada.
—¿Le creyó?
Feldman vaciló.
—Queríamos creerle, claro. Habría sido el mejor descubrimiento de la historia.
Pero sabíamos que podía timarnos fácilmente, así que comencé por buscar un experto
que examinara el anillo una vez que estuviera en nuestro poder. Alguien que después
guardara el secreto.
—¿Steve Jubb no lo vio nunca?
—No —respondió Feldman.
Magnus apoyó la espalda en el respaldo y estudió a Feldman.
—¿Mató Jubb al profesor?
—No —respondió Feldman de inmediato.
—¿Seguro?
Feldman vaciló.
—Bastante.
—Pero no del todo.
Feldman se encogió de hombros.
—Eso no entraba en el plan. Pero yo no estaba allí.
Magnus aceptó como válida aquella explicación.
—¿Conoce bien a Jubb?
Feldman apartó la mirada de Magnus y miró por la ventana hacia las ramas
desnudas de los árboles de la plaza y la parte superior de la estatua de un famoso
islandés del siglo XIX.
—Es difícil responder a esa pregunta. Nunca lo he visto ni he hablado con él en
persona. No sé qué pinta tiene ni cómo habla. Pero, por otra parte, me he estado
comunicando con él a través de internet durante los dos últimos años. Sé mucho sobre
él.
—¿Confía en él?
—Antes sí —respondió Feldman.
—Pero ya no está tan seguro.
Feldman negó con la cabeza.
—Realmente no creo que Gimli matara al profesor. No había motivos para ello y
nunca hablamos de hacer nada parecido. Gimli nunca me pareció violento. La gente
se vuelve agresiva por internet amparándose en su anonimato, pero Gimli no lo fue
nunca. Decía que enfadarse era una completa estupidez. Pero no puedo estar cien por
cien seguro de que sea inocente. No.
—¿Así que ha venido usted a Islandia para ayudarle? —preguntó Magnus.
—Sí —contestó Feldman—. Para ver qué puedo hacer. Hemos estado en
comunicación a través del abogado, Kristján Gylfason, pero quería ver qué podía

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hacer por mí mismo.
—Y buscar el anillo.
—Ni siquiera sé si hay algún anillo —dijo Feldman.
—Pero quiere encontrarlo —objetó Magnus.
—¿Va usted a arrestarme? —preguntó Feldman.
—Por ahora, no —contestó Magnus—. Pero me llevaré su pasaporte. No puede
salir de Islandia. Y deje que le diga algo: si encuentra el anillo, ya sea auténtico o
falso, quiero que me lo diga, ¿está claro? Porque es una prueba. —Feldman apartó los
ojos de los de Magnus.
Magnus dudaba de si tenía autoridad como para confiscar el pasaporte de
Feldman, pero también dudaba de que este lo supiera.
—Y si descubro que está ocultando pruebas, tenga claro que va a pasar unas
cuantas noches en una cárcel islandesa.

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23
Ingileif se encontraba inmersa en su dibujo, con sus ojos pasando rápidamente del
boceto emergente al trozo de piel de pez curtida que tenía delante de ella. Era perca,
de escamas más grandes que las del salmón que solía utilizar y de textura más rugosa.
Era de un maravilloso color azul claro y traslúcido. Estaba diseñando unas fundas
para tarjetas de crédito, un artículo que siempre se vendía bien.
Ingileif no trabajaba en la galería los martes por la tarde. Su socia Sunna, la
pintora, cuidaba de la tienda. Había muchas cosas que le preocupaban, pero sentaba
bien perderse en el proceso del diseño durante una o dos horas. Tras licenciarse en la
universidad, había pasado un año en Florencia aprendiendo a trabajar la piel. Cuando
volvió a Islandia, acudió a la Facultad de Bellas Artes, donde estuvo experimentando
con piel de pez. Cada piel era diferente. Cuanto más trabajaba con aquel material,
más posibilidades encontraba en él.
Sonó el timbre. Ingileif vivía en un diminuto apartamento de un dormitorio en la
planta superior de una casa pequeña del distrito 101, no muy lejos de la galería. El
dormitorio era su estudio y, a veces, también funcionaba como habitación de
invitados. Ella dormía en el salón. El apartamento era austero: minimalismo islandés
con paredes blancas, mucha madera y nada recargado. A pesar de ello, era estrecho,
pero no podía permitirse nada más en el 101 de Reikiavik, el distrito postal del
centro. Y no quería vivir en uno de esos apartamentos impersonales de los suburbios
de Kópavogur o Gardabaer.
Bajó a abrir la puerta. Era Pétur.
—¡Pési! —Sintió un repentino deseo de lanzarse a los brazos de su hermano. Él la
abrazó fuerte durante unos momentos mientras le acariciaba el pelo.
Se separaron. Pétur le sonreía extrañado, sorprendido por aquella repentina
muestra de afecto.
—Sube —dijo ella.
—Siento no haberte llamado —se disculpó Pétur.
—¿Quieres decir desde el asesinato de Agnar? —Se dejó caer sobre la colcha de
su cama apoyando la espalda contra la pared.
Pétur tomó asiento en uno de los dos sillones bajos cromados. Asintió.
—En cierto modo, me alegra que no lo hayas hecho —dijo Ingileif—. Debes de
estar muy enfadado conmigo.
—Te dije que no debías intentar vender la saga.
Ingileif miró a su hermano. En los ojos de él había tanto cariño como rabia.
—Sí, y lo siento. Ojalá no lo hubiera hecho. Necesito el dinero.
—Bueno, lo tendrás ahora. Supongo que aún podrás venderla, ¿no?
—No lo sé —contestó Ingileif—. No lo he preguntado. Ya no me preocupa el
dinero. Todo eso fue un enorme error.
—¿Ha venido la policía a verte?

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—Sí. Muchas veces. ¿Y a ti?
—Una vez —contestó él—. No tenía mucho que contarles.
—Parece que creen que un inglés mató a Agnar. Un tipo que actuaba en nombre
de un fanático americano de El señor de los anillos que quería comprar la saga.
—No he visto nada de la saga en las noticias —dijo Pétur.
—No. La policía mantiene en secreto su existencia mientras siguen con la
investigación. Se la han llevado para analizarla. Parece que el detective con el que yo
hablé cree que es falsa, lo cual es ridículo.
—No es ninguna falsificación —confirmó Pétur. Suspiró—. Pero, al final, lo
harán público, ¿verdad? Y luego habrá prensa por todas partes. Tendremos que
conceder entrevistas y verlo en las portadas de todas las revistas de Islandia.
—Lo sé. Yo me encargaré de todo eso, si quieres. Sé cuánto odias la saga. Y, al
fin y al cabo, todo esto es culpa mía.
—Gracias por el ofrecimiento. Ya veremos.
—Hay otra cosa que debería enseñarte —dijo Ingileif. Cogió su bolso de detrás
de la puerta y le pasó a Pétur la carta de Tolkien. La segunda, la que escribió en 1948.
Él la abrió y la leyó con el ceño fruncido.
Ingileif esperaba una reacción.
—Esto demuestra que el abuelo había encontrado el anillo.
Pétur levantó la vista hacia su hermana.
—Ya lo sabía.
—¡Lo sabías! ¿Cómo? ¿Desde cuándo?
—El abuelo me lo contó. Y me dijo que quería que el anillo permaneciera oculto.
Le preocupaba que papá lo buscara cuando hubiera muerto y quería que yo se lo
impidiera.
—¿Por qué no me lo contaste? —preguntó Ingileif.
—Era otro de los secretos de nuestra familia —respondió Pétur—. Y después de
la muerte de papá, no quise hablar de ello. De nada.
—Ojalá se lo hubieras impedido —dijo Ingileif.
Los ojos de Pétur se llenaron de rabia.
—¿Y crees que yo no desearía haberlo hecho? Me he estado machacando con eso
durante años. ¿Pero qué podía hacer? Yo estaba en el instituto en Reikiavik. Además,
era su hijo. No podía decirle lo que tenía que hacer.
—No. Por supuesto que no —se apresuró a decir Ingileif—. Lo siento.
Se quedaron en silencio un momento y el enfado de Pétur se aplacó.
—Últimamente, desde que encontré la carta, me he estado haciendo preguntas
sobre la muerte de papá —dijo ella.
—¿A qué te refieres?
—Pues a que él salió con el pastor para buscar el anillo. Quizá lo encontraron.
—No. No tenemos motivos para creer eso.
—Debería ir a preguntarle.

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—¿A quién? ¿Al pastor? ¿No crees que nos lo habría dicho si hubieran
encontrado algo?
—Puede que no.
Pétur cerró los ojos. Cuando los abrió, estaban húmedos.
—Inga, no sé por qué hablar de la muerte de papá me afecta tanto, pero es
siempre así. Quiero olvidarme de ello. Durante años he intentado con todas mis
fuerzas olvidarme de todo, pero parece que nunca lo consigo. No puedo dormir
pensando que fue culpa mía.
—Por supuesto que no fue culpa tuya, Pési —lo consoló Ingileif.
—Lo sé. Lo sé. —Pétur se frotó el ojo con un dedo. A Ingileif le parecía raro ver
tan enfadado a su hermano, que normalmente se mostraba sereno y distante. Se sorbió
las lágrimas y movió la cabeza a uno y otro lado—. Creo que es por el maldito anillo.
De niño estaba obsesionado con él, le tenía miedo. Luego, cuando papá murió, pensé
que era una gilipollez y no quería tener nada que ver con él. —Miró a su hermana con
rabia—. ¿Y ahora? Ahora me pregunto si no habrá destruido a nuestra familia. Ha
venido desde aquel momento, hace mil años, cuando Gaukur se lo quitó a Ísildur en
la cima del Hekla, para destruirnos. A papá, a mamá, a Birna, a mí y a ti.
Se inclinó hacia delante con sus húmedos ojos encendidos.
—No necesita existir en ningún lugar más que aquí. —Se dio un par de golpecitos
en la sien con el dedo—. Está alojado en la mente de todos nosotros, de toda nuestra
familia. Ahí es donde causa el daño.

* * *

Vigdís aparcó el coche en una de las pequeñas calles que bajaba hacia la bahía desde
Hverfisgata y de él salieron ella y Baldur. El nuevo interrogatorio en la universidad
había dado resultados. Un oficial uniformado había entrevistado a uno de los alumnos
de Agnar, un atontado de veinte años que se había acordado de que alguien estuvo
preguntando por Agnar en la universidad el día de su muerte. El alumno le había
dicho a aquel hombre que Agnar tenía una casa de verano junto al lago Thingvellir y
que, a veces, estaba allí. No estaba claro el motivo por el que el estudiante no había
informado antes de aquello, ni para el propio alumno ni para la policía, aunque no
tenía una buena explicación referente a lo que estaba haciendo en el campus de la
universidad un día de fiesta. La policía lo dejó pasar.
No, aquel hombre no había dicho su nombre. Pero el estudiante lo reconoció. De
la tele.
Tómas Hákonarson.
Vivía en la octava planta de uno de los nuevos edificios de apartamentos de lujo
que habían germinado rápidamente en el Skuggahverfi o distrito de la sombra, a lo
largo de la costa de la bahía. Abrió la puerta con los ojos legañosos, como si acabara
de despertarse.

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Baldur se presentó, luego Vigdís, y entraron.
—¿De qué se trata? —preguntó Tómas, parpadeando.
—Del asesinato de Agnar Haraldsson.
—Ah. Entonces será mejor que se sienten.
Los sillones eran de piel cara y color crema. La vista sobre la bahía era
espectacular, aunque en aquel preciso momento una nube negra se cernía sobre el mar
aún más oscuro. Solo se veían los metros más bajos del monte Esja y era imposible
visualizar el glaciar Snaefellsnes en la penumbra. A la izquierda, unas grúas altas se
movían sobre la sala de conciertos nacional aún sin terminar, una de las víctimas de la
kreppa.
—¿Qué es lo que saben? —preguntó Tómas.
—Prefiero preguntar qué es lo que sabe usted —contestó Baldur—. Empezando
por cuáles fueron sus movimientos el jueves día 23. El jueves pasado.
Tómas ordenó sus pensamientos.
—Me levanté tarde. Salí a comer un bocadillo y un café. Luego fui con el coche a
la universidad.
—Continúe.
—Estaba buscando a Agnar Haraldsson. Le pregunté a un alumno suyo que me
dijo que podría estar en su casa de verano junto al lago Thingvellir. Así que fui allí.
—¿Y a qué hora fue eso? —le preguntó Vigdís, libreta en mano y con el bolígrafo
preparado.
—Llegué alrededor de las cuatro, creo. No lo sé. No puedo acordarme con
exactitud. No podía ser mucho antes de las tres y media. Puede que fuera poco
después de las cuatro.
—¿Y Agnar estaba allí?
—Sí. Tomé un café con él. Charlamos un poco. Y luego me fui.
—Entiendo. ¿Y a qué hora se marchó?
—No lo sé. Una vez más, no miré el reloj. Estuve allí unos tres cuartos de hora.
—Así que podrían ser las cinco menos cuarto.
—Más o menos.
Baldur se quedó en silencio. Tómas también. Vigdís conocía aquel juego: se
quedó inmóvil con el bolígrafo apoyado en el cuaderno. Pero Tómas no iba a decir
nada más.
—¿De qué hablaron? —preguntó Baldur por fin.
—Quería hablarle de un posible proyecto para televisión sobre las sagas.
—¿Qué tipo de proyecto?
—Bueno, ese era el problema. No tenía una idea específica, Esperaba que Agnar
me la diera. Pero no fue así.
—Así que se marchó.
—Eso es.
—¿Y qué hizo después?

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—Volví a casa. Vi una película, un DVD. Tomé una copa. Bueno, la verdad es que
fueron varias.
—¿Estuvo solo?
—Sí —contestó Tómas.
—¿Suele beber solo?
Tómas respiró hondo.
—Sí —volvió a contestar.
Vigdís echó un vistazo por el apartamento. Seguro que había una botella vacía de
whisky en el cubo de la basura. Dewar’s.
—¿Y aquella era la primera vez que veía a Agnar? —le preguntó Baldur.
—No —respondió Tómas—. Ya había estado con él una o dos veces antes.
Supongo que era mi contacto para lo relativo a las sagas.
El rostro alargado de Baldur era impasible, pero Vigdís notó que estaba excitado.
Lo que Tómas decía no tenía sentido y Baldur lo sabía.
—¿Y por qué no vino a contárnoslo? —le preguntó amablemente Baldur.
—Pues… Bueno, ya sabe, no vi nada de su asesinato en los periódicos.
—¡No me venga con esas, Tómas! Su trabajo consiste en estar al corriente de las
noticias. Los periódicos estaban inundados de esta.
—Y… No quería tener nada que ver. No pensé que fuera importante.
Ante aquello, Baldur no pudo mantener la compostura. Se rio.
—Muy bien, Tómas. Va a venir con nosotros a la comisaría. Y será mejor que
vaya pensando una historia mejor que esta estupidez. Pero primero quiero que me
enseñe la ropa que llevaba ese día. Y los zapatos.

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24
—¡No puede soltar a Steve Jubb! —Magnus casi gritaba.
Baldur estaba en el pasillo, en la puerta de la sala de interrogatorios, mirándolo.
—Puedo hacerlo y voy a hacerlo. No tenemos pruebas para retenerle. Sabemos
que hubo otra persona allí esa noche después de que Steve Jubb regresara a
Reikiavik. Alguien tiró a Agnar al lago después de que oscureciera.
—Según una niña de cuatro años.
—Tiene cinco. Pero la cuestión es que todas las pruebas forenses lo respaldan.
—Pero ¿y qué pasa con sus padres? Seguramente habrían oído otro coche
pasando por su casa después de las nueve y media.
—Lo hemos comprobado. Se acostaron pronto. Su dormitorio está en la parte
posterior de la casa. Y estaban ocupados.
—¿Ocupados? ¿Ocupados con qué?
—Ocupados haciendo lo que las personas casadas hacen a veces cuando se
acuestan temprano.
—Ah.
—Y ahora tenemos otro sospechoso. —Baldur señaló con la cabeza hacia la
puerta tras la que Tómas Hákonarson acababa de empezar una maratón de sesiones de
interrogatorios.
Magnus miró dentro. Un hombre de gafas redondas, pelo ralo y mejillas
mofletudas estaba sentado fumándose un cigarro, vigilado atentamente por Vigdís. Se
trataba del famoso personaje televisivo.
—¿Y ha confesado?
—Deme tiempo —contestó Baldur—. Sus huellas dactilares concuerdan con las
que encontramos en la casa y que estaban sin identificar. Estamos analizando ahora
su ropa y sus botas. De momento, su historia es que entró y se fue antes de que
llegara Steve Jubb. Jubb llegó a eso de las siete y media de esa tarde y los vecinos
estuvieron fuera toda la tarde, así que es posible que Tómas entrara y saliera sin que
lo vieran. Pero si usted creía que Jubb mentía, debería ver a este tipo. Su historia está
llena de agujeros. La haremos pedazos.
—¿No cree que lo que le dije sobre que Lawrence Feldman y Steve Jubb estaban
tratando de comprarle a Agnar un anillo lo cambia todo?
—No —respondió Baldur con firmeza—. Ahora tengo que trabajar.

* * *

Magnus volvió a su mesa con gran frustración. Lo que realmente le molestaba era la
posibilidad de que Baldur pudiera tener razón y él estuviera equivocado. Baldur era
un buen policía que confiaba en su instinto, pero también lo era Magnus. Y ese era el

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motivo por el que le resultaría de lo más mortificante si se demostraba que la
corazonada de Baldur era la correcta y no la suya.
Sabía que debía respirar hondo, mantener la mente abierta y dejar que la dirección
de la investigación siguiera las pruebas a medida que iban surgiendo. Pero el
problema era que, cuanto más pensaba en el trato de la saga y el anillo, más turbio se
volvía todo. Y más riesgo corrían los que estaban implicados en él.
A decir verdad, Tómas Hákonarson había tenido oportunidad de hacerlo, pero aún
no había un motivo. Ísildur y Gimli, como les gustaba llamarse, sí tenían motivos de
sobra.
El asiento situado frente a Magnus estaba vacío. Árni seguía volando. Magnus
llamó a su teléfono móvil y dejó un mensaje en su buzón de voz para decirle que
Ísildur estaba en Reikiavik y que ya podía regresar a casa.
Pobre hombre.
Encendió el ordenador y comprobó su correo. Había uno del subcomisario
Williams, un correo bien largo, para su gusto.
Williams se disculpaba por el fallo en la protección de Colby. Aseguraba que
hubo un coche de patrulla en su puerta toda la noche, pero que no vieron nada. No
había rastro de Colby, aunque sí le había dicho a su jefe y a sus padres que iba a estar
fuera un tiempo.
Se habían hecho preguntas por Schroeder Plaza, la sede central de la Unidad de
Homicidios. Preguntas sobre Magnus disfrazadas de chismorreo. Amigos de
Lenahan; amigos de amigos de Soto.
El chico al que Magnus disparó había muerto. La investigación sobre su muerte y
la de su compañero más mayor se retrasaría hasta después del juicio de Lenahan.
Pero la gran noticia era la del juicio de Lenahan en sí. El juez se había
impacientado por fin ante las tácticas de retraso de la defensa y había negado su
petición de reclamar miles de correos electrónicos del Departamento de Policía. Eso,
junto con la sorprendente suspensión de otro juicio por asesinato que dejaba un
puesto libre en la lista de casos del juez, implicaba que era probable que el juicio
comenzara algún día de la semana siguiente. Llamarían a Magnus como testigo lo
antes posible. El FBI esperaba que, en cuanto testificara, Lenahan hablaría. Los
federales enviarían a Magnus la información sobre su vuelo en cuanto la tuvieran.
Aún tenían que hablar sobre el aeropuerto de destino, pero no sería Logan. Las
fuerzas del FBI acudirían en masa para recibirle y llevarle a un lugar seguro.
Magnus escribió una respuesta en la que decía que prefería volver a casa. Lo cual
era cierto. Sentía que el valor de lo que estaba aportando a la policía islandesa
equivalía exactamente a cero. El cálculo de Baldur tendría un resultado negativo.
Pensó en Colby y sonrió. Se alegró por ella. Era mejor que la policía de Boston
no la encontrara. Si quería esconderse, que lo hiciera.
Le escribió un correo electrónico rápido en el que le pedía que, si tenía
oportunidad, le dijera si estaba bien. Esperaba con todas sus fuerzas que fuera así.

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Sus pensamientos volvieron al caso. Odiaba la idea de abandonarlo, de dejar que
Baldur lo solucionara.
Bueno, si él tenía razón y Baldur se equivocaba, significaría que el caso volvería
al tema de la saga y el anillo. Sobre todo, el anillo. Y eso dejando a un lado la
cuestión de si se trataba realmente del anillo que le habían robado un par de milenios
atrás a un enano que estaba pescando transformado en lucio. Aquello no era
importante. Lo importante era que Agnar creía saber dónde se encontraba el anillo y
que Feldman lo quería. A toda costa.
¿Y dónde estaba?
Tal y como le había mencionado a Árni, parecía poco probable que Agnar se
hubiera sacado de la manga un falso anillo de mil años de antigüedad en un par de
días. Lo cual significaba que lo tenía otra persona como, por ejemplo, Ingileif, o que
Agnar descubrió dónde podría encontrarlo.
Magnus no creía que Ingileif tuviera el anillo. Vale, no quería creer que Ingileif
tuviera el anillo. Pero sabía que debía mantener abierta la idea de esa posibilidad.
A menos que lo tuviera otra persona. Magnus no tenía ni idea de quién podría ser.
¿Y si Agnar había descubierto dónde estaba escondido? Magnus había leído La
saga de Gaukur. No había suficientes pistas en ella que condujeran a nadie hasta el
anillo. Pero Agnar era experto en literatura islandesa medieval. Sin duda, conocía
docenas de cuentos y leyendas populares que podían esconder pistas, referencias
cruzadas.
Luego Magnus recordó la anotación sobre Hruni en el diario de Agnar. No Flúdir,
sino Hruni. Vigdís había interrogado al pastor de allí, el pastor del que le había
hablado Pétur a Magnus, el amigo del doctor Ásgrímur. Magnus recordó lo que
Vigdís había dicho: el pastor no tenía mucho más de interés que añadir.
Magnus tenía que ir a Hruni. Pero antes quería hablar con Ingileif. Quería saber
más cosas sobre el anillo y sobre el pastor.
Y, maldita sea, quería verla.

* * *

Fue caminando hasta la galería y llegó justo antes de la hora de cierre, pero Ingileif
no estaba allí. Su socia, una mujer morena y muy atractiva, le dijo que probablemente
estaría trabajando en casa. Tenía la dirección de su casa desde la primera entrevista y
solo tardó diez minutos en llegar allí.
La primera reacción de ella al verlo en su puerta pareció de placer, con una
amplia y cálida sonrisa, pero un momento después quedó enturbiada por la duda. Pero
lo invitó a entrar.
—¿Cómo le va por Islandia? —le preguntó—. ¿Ha conocido ya a alguna chica
guapa?
—Aún no.

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—Me ofende.
—Mejorando lo presente, claro.
—Claro. Siéntese.
Magnus se sentó en uno de los sillones bajos cromados y aceptó una copa de
vino. Sobre la pared había apoyado un violonchelo, dominando la pequeña
habitación. Magnus pensó que, en un apartamento tan pequeño, el violín habría sido
un instrumento más adecuado. O un flautín.
—No sabía que podía beber mientras estuviera de servicio —dijo Ingileif,
entregándole la copa.
—No estoy seguro de encontrarme de servicio —contestó Magnus.
—¿De verdad? —se extrañó ella, arqueando las cejas—. No me había dado
cuenta de que esta era una visita de cortesía.
—Bueno, no se trata de una entrevista formal. Quiero que me ayude.
—Creía que era eso lo que había estado haciendo —dijo Ingileif—. Ayudar a la
policía en su investigación. Aunque admito que al principio no fui de mucha ayuda.
—Quiero hablar con usted sobre el anillo. Necesito saber dónde está. Quién lo
tiene.
—No tengo ni idea, ya se lo dije —respondió Ingileif—. Estará dentro de algún
hueco diminuto entre las rocas, en algún lugar del páramo islandés.
—Agnar creía haberlo encontrado —dijo Magnus—. O, al menos, creía saber
dónde estaba. No era solamente la saga lo que trataba de venderle a Feldman, sino
también el anillo.
Magnus le habló del contenido del mensaje que Steve Jubb le había enviado a
Feldman la noche en que asesinaron a Agnar y de la convicción de Feldman de que
Agnar sabía dónde estaba el anillo.
—Entonces, ¿lo tiene alguien? —preguntó ella.
—Es posible.
—¿Quién?
—La candidata más obvia es usted.
Ingileif estalló.
—¡Oiga! Ha dicho que quería mi ayuda. Si lo tuviera, se lo habría dicho. Sé que
no le conté todo al principio, pero me doy por vencida con la saga y con el maldito
anillo. Así que, si no me cree, lléveme a comisaría a interrogarme. O tortúreme.
Usted es de los Estados Unidos, ¿no? ¿Quiere probar conmigo la técnica del
ahogamiento en el agua?
Magnus se quedó perplejo ante la vehemencia de semejante respuesta.
—Sí, he vivido en los Estados Unidos un tiempo. Pero no voy a torturarla. De
hecho, simplemente se lo preguntaré. ¿Sabe dónde está el anillo?
—No —contestó Ingileif—. ¿Me cree?
—Sí —dijo él. Sabía que como detective profesional debía seguir dudando de
ella, pero un detective profesional no estaría tomando una copa de vino en su

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apartamento. Había renunciado a la idea de ser un detective profesional, al menos
mientras estaba en Islandia. Solo quería descubrir al asesino de Agnar.
Ella pareció tranquilizarse.
—Lo siento —se disculpó—. Por lo de la pulla del ahogamiento.
—¿Va a seguir ayudándome?
—Sí.
—Su hermano me dijo que su padre se confió al pastor del pueblo. Que los dos
elaboraron teorías sobre dónde podía estar escondido el anillo. ¿Me puede contar algo
sobre este pastor?
—Yo no sabía nada de que mi abuelo hubiera encontrado el anillo en aquella
época, pero sí sabía que papá planeó con el pastor varias excursiones por el
Thjórsárdalur para buscarlo. Y bueno, ¿qué puedo decirle del reverendo Hákon? —
Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos—. Es un hombre extraño. Es decir,
hay muchos sacerdotes rurales excéntricos en Islandia, pero Hákon es uno de los más
extraños. Muchos de mis amigos le tenían miedo, sentían miedo y fascinación al
mismo tiempo. Solía meterse con ellos.
—¿Pero no con usted?
—No, conmigo siempre se portó bien. Por mi padre, supongo. Es inteligente. Se
considera un intelectual. Está muy interesado en Saemundur el Sabio, ya sabe, el tipo
que engañó al diablo. Y, por supuesto, lo sabe todo sobre la leyenda de la danza de
Hruni.
—¿Lo ha visto recientemente?
—Ofició el funeral de mi madre a finales del año pasado. Lo cierto es que no lo
hizo mal. Definitivamente, tiene carisma —dijo, terminándose el vino—. ¿Quiere
otra copa?
Magnus asintió. Ingileif fue al frigorífico a buscar la botella y volvió a llenar las
copas.
—Esta semana he pensado mucho en la muerte de mi padre después de lo que le
ha pasado a Agnar. Sé que lo que usted está investigando es el asesinato de Agnar,
pero me pregunto si la muerte de papá fue tal y como pareció ser.
—¿Qué ocurrió?
—Papá y el pastor fueron a una excursión de dos días con tiendas de campaña por
las montañas, al oeste del río Thjórsá. Allí arriba el paisaje es muy estéril y seguía
habiendo nieve en el suelo. Nunca supe exactamente adónde fueron. Supuestamente
estaban inspeccionando algunas cuevas y rocas de lava con forma de perro. —Ingileif
le dio un sorbo al vino—. El segundo día venían de vuelta cuando una tormenta de
nieve apareció de la nada. Digo que apareció de la nada, aunque la habían
pronosticado. Pero el día anterior había estado despejado y con sol, lo recuerdo. Se
perdieron en el páramo y papá se cayó por un precipicio. El pastor consiguió bajar
por él. Dice que creía que papá estaba herido de gravedad pero aún vivo. Bajó todo lo
rápido que pudo para buscar ayuda, pero se perdió en medio de la tormenta de nieve.

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Seis horas después encontró una granja de ovejas y pidió ayuda al granjero. Cuando
volvieron al precipicio papá estaba muerto. Se había fracturado el cráneo y se había
roto el cuello. De hecho, creen que probablemente murió a los pocos minutos de caer.
—Lo siento —dijo Magnus—. Mi padre murió cuando yo tenía veinte años. Es
duro.
Ingileif sonrió de inmediato.
—Sí que lo es. Y aunque pienses que lo has superado, lo cierto es que nunca se
supera. Sobre todo, cuando ocurre algo así.
—¿Cree que lo empujó? —preguntó Magnus.
—¿El reverendo Hákon? ¿Quiere decir que los dos encontraron el anillo y el
pastor empujó a mi padre por el precipicio para quitárselo?
Magnus se encogió de hombros.
—Eso lo ha dicho usted. ¿Qué opina?
—No lo sé —contestó Ingileif—. El pastor y mi padre eran buenos amigos. Mi
padre tenía muchos amigos, era bueno con la gente, pero el reverendo Hákon no lo
era. Creo que mi padre fue probablemente el único amigo de verdad que ha tenido.
Tras la muerte de papá, se puede decir que el pastor se recluyó en sí mismo y se
volvió realmente raro. Su mujer lo dejó un par de años después. Nadie del pueblo la
culpó.
—O puede que no fuera más que la reacción de alguien que acaba de asesinar a su
mejor amigo —observó Magnus—. Creo que debería ir mañana a ver al reverendo
Hákon.
—¿Puedo ir con usted? —preguntó Ingileif.
Magnus la miró sorprendido.
—Es difícil de explicar —continuó Ingileif—. Necesito saber qué le ocurrió de
verdad a mi padre. Fue hace mucho tiempo y he tratado de reprimirlo, pero hay
muchas preguntas para las que no tengo respuesta. El asesinato de Agnar ha vuelto a
traérmelas. Simplemente necesito encontrar esas respuestas para seguir adelante con
mi vida. ¿Lo comprende?
—Sí, lo comprendo —respondió Magnus—. Créame, lo comprendo. A veces creo
que paso todos los días tratando de responder a ese mismo tipo de preguntas con
respecto a mi padre.
Magnus consideró la petición. Lo cierto es que no formaba parte de los
procedimientos habituales de una investigación llevar a un testigo a entrevistar a otro
simplemente para satisfacer su curiosidad.
—Sí —accedió sonriendo—. Está bien.
Ingileif le devolvió la sonrisa. Hubo un silencio incómodo, pero, al mismo
tiempo, no lo fue.
—Hábleme de su padre —le pidió Ingileif.
Magnus hizo una pausa. Bebió un poco de vino. Miró a la mujer que tenía
enfrente de él y que ahora lo observaba con sus cálidos ojos grises. No formaba parte

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de los procedimientos habituales de una investigación, pero le habló de su primera
infancia, de la separación de sus padres, de su traslado a América para irse con su
padre. De su madrastra, del asesinato de su padre y de sus intentos frustrados por
resolverlo. Y después, sobre su reciente descubrimiento de la infidelidad de su padre.
Hablaron durante una hora. Puede que dos. Hablaron mucho sobre Magnus y,
después, sobre Ingileif. Se terminaron la botella de vino y abrieron otra.
Al final, Magnus se levantó para irse.
—Entonces, ¿sigue queriendo venir conmigo a Hruni para ver al reverendo
Hákon?
—Me gustaría —contestó ella con una sonrisa.
—Bien —dijo Magnus, poniéndose el abrigo. En ese momento se quedó inmóvil
—. Un momento.
—¿Qué?
—Ese pastor, el reverendo Hákon. ¿Tiene un hijo?
—Sí. De hecho, lo he visto esta misma mañana. Es un viejo amigo mío.
—¿Y cómo se llama?
—Tómas. Tómas Hákonarson. Ahora es presentador de televisión. Es bastante
famoso. Seguro que lo conoce.
—Sí —contestó Magnus—. Lo cierto es que sí lo conozco.

* * *

La calle estaba fría y húmeda tras el calor del apartamento de Ingileif. Caía una suave
llovizna y una brisa fresca empujaba la humedad contra las mejillas de Magnus.
Sabía que debía irse a casa, pero Ingileif no vivía lejos del Grand Rokk.
Solo una cerveza.
Mientras caminaba por las pequeñas calles sin un rumbo fijo, sacó el teléfono.
Debía llamar a Baldur, contarle que el hombre al que había arrestado era el hijo del
pastor que había acompañado al doctor en su búsqueda del anillo diecisiete años
antes.
No tenía el número de la casa de Baldur ni el de su teléfono móvil. Pero si
llamaba a la comisaría, podrían pasarle el mensaje.
A la mierda. Magnus se volvió a meter el teléfono en el bolsillo. Como si a
Baldur le importase. Lo cierto es que no iba a hacer nada con esa información.
Magnus se lo contaría al día siguiente, cuando ya hubiera hablado con el reverendo
Hákon.
Sonó el teléfono. Era Árni.
—Acabo de llegar a San Francisco —dijo—. He recibido tu mensaje. —La
decepción fluía libremente a pesar de los miles de kilómetros que había desde
California.
—Lo siento, Árni. Vi a Ísildur esta mañana en el hotel Borg.

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—¿Te ha dado alguna información útil?
—Sí. Y no es que le haya importado mucho a tu jefe.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Ha arrestado a otro. Un tipo llamado Tómas Hákonarson.
—¿No será el de Al grano?
—Ese mismo.
Árni soltó un silbido por el teléfono.
—¿Y qué hago ahora?
—Supongo que será mejor que vuelvas a casa. Probablemente tu avión dará
media vuelta para ir de nuevo a Nueva York. Será mejor que preguntes si tienen una
plaza en él para ti.
—¡Mierda! —exclamó Árni—. Es como si llevara días en un avión. No creo que
mi cuerpo pueda soportar otro vuelo tan largo.
«No seas tan endeble», pensó Magnus. Pero sintió pena por su nuevo compañero.
—O también puedes registrarte en un hotel y escuchar mi mensaje a primera hora
de la mañana.
—Buena idea. Eso haré. Gracias, Magnús.
—No hay de qué.
—Una cosa.
—¿Sí?
—Sigue adelante. No te rindas. Lo vas a conseguir.
—Buenas noches, Árni.
Cuando Magnus colgó el teléfono, pensó en lo último que había dicho Árni.
Estaba encantado de volver a casa. Pero no le gustaba la idea de dejar la
investigación. Odiaba pensar que iba a irse de Islandia con el asesinato de Agnar sin
resolver. Para ser del todo honesto, también odiaba pensar que Baldur fuera a
resolverlo. Árni tenía razón. No debía rendirse. Estaba deseando ir a Hruni al día
siguiente con Ingileif. También había que encontrar una explicación para la muerte
del padre de ella.
Había muchas cosas que explicar. Con una especie de hartazgo inevitable, su
mente pasó a la muerte de su propio padre.
Se detuvo ante la puerta del Grand Rokk y miró hacia el foco de luz que emanaba
de la barra. La calidez del parloteo y del alcohol se filtraba hacia el pequeño jardín
delantero.
Entró.

* * *

Magnus estaba en apuros. Ya había liquidado a tres de los malos, pero había al menos
otros tres ahí fuera. Estaba cargando su pistola Remington y una Mágnum 357. El
puerto estaba oscuro. Oyó un crujido.

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Se giró. Vio que asomaba una pistola por detrás de un contenedor y lanzó dos
disparos con la Remington. Un cuerpo cayó sobre el asfalto, muerto. Otras dos
figuras salieron desde cerca y saltaron sobre él. Disparó a una de ellas y, a
continuación, apareció un mensaje en la esquina inferior de la pantalla. «HERIDA EN EL
HOMBRO». Tuvo que dejar caer la pistola. La cara sonriente de un matón apareció en
la pantalla seguido del cañón de un subfusil MP5. «Me has alegrado el día», dijo el
tipo. Luego la pantalla se volvió naranja y, después, negra.
«Fin de la partida».
Johnny Yeoh soltó un taco y apartó su silla de la pantalla. Había estado jugando a
la carrera de Magnus durante cinco horas seguidas. Kopz Life era su juego favorito y
siempre se hacía llamar Magnus. Ese tipo era de lo más guay.
Johnny se preguntó si debía arriesgarse y solicitar su ingreso en el Departamento
de Policía de verdad. Lo cierto es que era suficientemente inteligente. Y consideraba
que era bueno cuando trabajaba bajo presión. No es que fuera exactamente
corpulento, pero cuando se lleva una buena pistola, ¿qué importaba eso?
Sonó el timbre. Miró el reloj. Las doce y media de la noche. De repente, se dio
cuenta del hambre que tenía. Había pedido la pizza cuarenta y cinco minutos antes,
aunque como había estado completamente absorbido por el juego, parecía que habían
pasado solo diez.
Apretó el botón para dejar entrar al tipo de la pizza al edificio y, un minuto
después, abrió la puerta de su apartamento para dejarle pasar.
La puerta se abrió de golpe y Johnny se vio empotrado contra la pared de su sala
de estar con un revólver metido en la garganta. Un rostro de piel morena y ojos fríos
lo miraba fijamente a pocos centímetros. Johnny sintió una molestia en los ojos al
cruzarlos tratando de ver la pistola que tenía en la boca.
—Muy bien, Johnny, tengo una pregunta que hacerte —dijo el hombre.
Johnny trató de hablar pero no pudo. No sabía si era por el miedo o por el metal
que se apretaba contra su lengua.
El hombre retiró la pistola dejándola a un centímetro de la boca.
Johnny trató de hablar de nuevo. No hubo ningún sonido. Era el miedo.
—¿Qué dices?
Esta vez Johnny consiguió emitir algunas palabras.
—¿Qué quieres saber?
—¿Has hecho algún trabajo para un policía llamado Magnus Jonson?
Johnny asintió con fuerza.
—¿Encontraste la dirección de un tipo de California al que él buscaba?
Johnny volvió a asentir.
—¿Y si me la escribes, tío? —El hombre echó un vistazo por la habitación. Era
alto, delgado, barbilampiño y con ojos marrones y crueles. Ojos que se posaron en
unos papeles y un bolígrafo—. ¡Ahí!
—Tengo que mirar en mi ordenador —dijo Johnny.

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—Hazlo ahora mismo. Te estoy vigilando, así que no vayas a enviar ningún
mensaje a nadie.
Plenamente consciente de la pistola en la parte posterior de su cabeza, Johnny
Yeoh se acercó al escritorio y se sentó delante del ordenador. Apretó las nalgas
tratando con desesperación de detener el movimiento de su intestino. También quería
orinar.
En menos de un minuto había encontrado la dirección de Lawrence Feldman. La
escribió. La mano le temblaba tanto que tuvo que intentarlo dos veces y, aun así, la
letra era ilegible.
—¿Te dijo Jonson dónde estaba? —le preguntó.
—No —respondió Johnny, dándose la vuelta para mirar al hombre con los ojos
muy abiertos—. No hablé con él. Me envió un correo electrónico.
—¿De dónde venía?
—No lo sé.
—¿De Suecia?
—No lo sé.
—¡Pues míralo! —Le puso la pistola en el cráneo.
Johnny abrió la carpeta de su correo electrónico y encontró el de Magnus. Lo
cierto era que no había comprobado la dirección. El nombre del dominio era lrh.is.
¿Dónde demonios está eso? Un país que empieza por «IS». ¿Israel? No, ese era «.il».
¿Quizá Islandia?
—Oye, responde.
—Vale, vale. Voy a mirarlo. —Johnny tardó menos de un minuto en confirmar
que el dominio era realmente de Islandia. De la policía islandesa, para ser más
exactos.
—Pero Islandia no está en Suecia, ¿verdad?
—No —respondió Johnny.
—¿Está cerca de Suecia?
—Lo cierto es que no —le explicó Johnny—. Es decir, está en Escandinavia, pero
justo en medio del océano Atlántico. A mil quinientos kilómetros. O dos mil.
—Muy bien, vale. —El hombre de la pistola cogió el trozo de papel y retrocedió
hacia la puerta—. ¿Sabes? No eres nada divertido, tío.
Entonces, hizo algo extraño. Miro a Johnny Yeoh a los ojos. Se llevó el revólver a
su propia sien. Sonrió.
Y apretó el gatillo.

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25
El pastor llevaba el periódico que acababa de comprar en la tienda de Flúdir en
dirección a su estudio. Había una especie de artículo en la página cinco sobre la
investigación del asesinato de Agnar. Parecía que se habían hecho pocos avances
desde que al principio se arrestó al inglés. El pastor sonrió como si recordara cómo
había desconcertado a la mujer policía. Pero no debía confiarse. La policía estaba
haciendo un llamamiento público por si algún testigo había visto a alguien
conduciendo hacia esa parte del lago Thingvellir el primer día del verano.
Eso le preocupaba.
Pensó en telefonear, pero sabía que lo mejor que podía hacer era permanecer
tranquilo y en silencio. No había razón para que la policía le visitara de nuevo, pero,
de todos modos, era mejor estar preparado.
Miró el montón de libros que había en su mesa y el cuaderno abierto por la página
en la que había dejado de trabajar la noche anterior. Debía volver a la vida de
Saemundur. Pero no podía disipar la preocupación que aquel artículo en el periódico
le había despertado. Necesitaba algo que lo consolara.
Dejó el periódico y examinó su pequeña colección de CDs del estante inferior de
su larga estantería y escogió uno. Led Zeppelin IV. Lo puso en el reproductor y subió
el volumen.
Sonrió al recordar la vez en que quince años atrás le había gritado a su hijo por
escuchar aquella adoración del diablo y cómo él mismo había escuchado aquella
música a escondidas cuando su hijo estaba en el colegio. Le gustaba. En cierto modo,
era oportuna. Se quedó quieto un momento, cerró los ojos y dejó que la música le
inundara.
Un par de minutos después, salió de casa y cruzó los quinientos metros que le
separaban de la iglesia, ubicada bajo un risco de piedra. Unos acordes toscos e
insistentes sonaban desde su casa resonando entre las rocas que había detrás y
arremolinándose por el valle.
El interior de la iglesia era luminoso y amplio. La luz del sol entraba a través de
los cristales transparentes de las ventanas. El techo estaba pintado de azul claro y
decorado con estrellas doradas, las paredes estaban cubiertas de tablones de color
crema y los bancos estaban pintados de rosa. El púlpito y el pequeño órgano eléctrico
eran de madera de pino claro. Se acercó al altar, cubierto de terciopelo rojo. Detrás de
él había un cuadro de La última cena.
En mañanas como aquella, algunos de los miembros de su congregación
aseguraban que podían sentir a Dios en aquella iglesia. Pero solo el pastor sabía lo
que de verdad se ocultaba allí.
Debajo de sus ornamentos, el altar era en realidad un viejo y destartalado armario
de pino dentro del cual había montones de ejemplares del Lögbirtingablad, boletines
oficiales de varias décadas atrás. El pastor extendió el brazo bajo uno de los

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montones a la derecha del armario. Sus dedos recorrieron aquella familiar forma
redondeada.
El anillo.
Lo sacó y se lo colocó en el cuarto dedo de la mano derecha, donde se ajustaba
bien. El pastor tenía las manos grandes, había sido un buen jugador de balonmano de
joven, pero el anillo no le apretaba. Había sido hecho para los dedos de un guerrero.
Y ahora le pertenecía al pastor de Hruni.

* * *

Baldur ignoró a Magnus durante la reunión de la mañana.


Estaba montando un caso contra Tómas Hákonarson. Nadie había visto a Tómas
volver a casa aquella noche, ni cuando él decía, a eso de las cinco o las seis, ni mucho
más tarde. Había claras muestras de barro en las zapatillas que Tómas dijo que había
llevado puestas aquella noche, pero luego se habían mojado el sábado anterior,
cuando pisó algunos charcos con ellas. El laboratorio estaba realizando un análisis
más exhaustivo y tratando de buscar la correspondencia entre las fibras de sus
calcetines con las tres fibras de la casa de verano que aún seguían sin encontrar
explicación.
El mismo Tómas había pedido un abogado y se ceñía a su historia, negándose a
admitir lo poco convincente que parecía.
Durante toda la reunión, Baldur no dirigió el más mínimo comentario a Magnus,
no le preguntó su opinión, ni le asignó tarea alguna en la investigación. Todo aquello
lo presenció Thorkell Holm.
Que le den a Baldur.
A Magnus le dolía la cabeza. Había tomado algo más que una cerveza en el Grand
Rokk la noche anterior, pero se las había arreglado para no abusar de los chupitos.
Ahora su sufrimiento procedía más de la sensación de tener la cabeza espesa que de
una resaca descomunal. Pero aquello fue suficiente para ponerlo de un humor poco
colaborador.
Magnus le contaría a Baldur todo lo del padre de Tómas cuando le diera la gana.
Cuando hubiera hablado con el pastor.

* * *

Lawrence Feldman iba en el asiento trasero del Mercedes cuatro por cuatro de color
negro y examinaba los edificios de la cárcel que tenía delante de él. Estaba en el
aparcamiento de Litla Hraun. Aquellos edificios no tenían mal aspecto. De color
blanco, funcionales, rodeados de dos alambradas. Pero el paisaje que había alrededor
era inhóspito: llano, desnudo y marrón, extendiéndose a lo largo de las laderas de las

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montañas al norte. Al sur estaba la enorme extensión gris del océano Atlántico. Al
menos, había algo de luz solar por allí.
El viaje desde Reikiavik, a solo una hora, había sido estimulante mientras
ascendían por los campos de lava hacia las nubes. Feldman pensó que aquello podría
ser la Tierra Media, quizá en los confines de Mordor, el hogar del Señor Oscuro
Sauron. No había hierba, nada de vegetación o, al menos, no la vegetación que había
en su tierra. Extraños líquenes y musgos, algunos de ellos de un brillante color lima,
otros grises y otros naranja, se agarraban a las rocas. Parches de nieve se extendían
por las laderas de las montañas adentrándose en las nubes. A un lado de la carretera,
unas columnas de vapor emanaban del suelo.
Mordor. Donde se extienden las sombras.
Un enorme pájaro negro bajó en picado y se posó en un poste de la alambrada a
pocos metros del coche. Abrió el pico y graznó con tono acusador. Ladeó la cabeza y
pareció mirar directamente a Feldman con un ojo. Era un cuervo. Aquel maldito
pájaro le estaba haciendo sentir muy incómodo.
Feldman había preferido quedarse en el coche mientras Kristján Gylfason, el
abogado que había contratado para representar a Gimli, entraba en la prisión para
recogerlo. Las historias que el policía grandullón y pelirrojo le había contado a
Feldman sobre la cárcel aún le inquietaban.
Salió un hombre de un edificio cercano. Era un hombre grande, de casi dos
metros, con pelo largo y rubio, barba y pecho fuerte, vestido con un mono azul, y se
dirigió directamente al Mercedes. Uno de esos pastores depravados de los que le
habían hablado a Feldman, sin duda. Alargó la mano hasta el seguro de la puerta y
sintió alivio al oír aquellos reconfortantes chasquidos electrónicos cuando lo pulsó. El
tipo del mono azul lo vio en el coche, lo saludó secamente con un movimiento de la
cabeza y de la mano y subió a una furgoneta Toyota.
Por fin vio la afable figura trajeada de Kristján salir por la puerta de la prisión
acompañado de un hombre alto vestido con un chándal azul y un vientre prominente.
Feldman alargó la mano, quitó el seguro de la puerta y la abrió.
—¡Gimli!
Gimli se dejó caer en el asiento trasero con un gruñido.
—¿Qué hay? —preguntó.
Feldman vaciló. Era la primera vez que veía a Gimli en persona, pero sentía que
lo conocía muy bien. Estaba abrumado por la emoción. Se inclinó torpemente hacia
delante para darle un abrazo.
Gimli se quedó inmóvil.
—Tranquilo, amiguete —dijo. Tenía un fuerte acento de Yorkshire.
Feldman se apartó.
—¿Cómo te ha ido ahí dentro? —preguntó Feldman—. ¿Es tan malo?
—No ha estado mal. La comida estaba bien. Eso sí, la tele en este país es una
mierda.

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—¿Y los demás prisioneros? ¿Te han tratado bien?
—No les he dicho nada —respondió Gimli—. Estuve calladito.
—Has hecho bien —observó Feldman. Miró fijamente a Gimli, tratando de
adivinar si estaba mintiendo. Feldman comprendería que no quisiera dar muchos
detalles sobre sus experiencias en la prisión.
Gimli se removió incómodo bajo la mirada de Feldman.
—Gracias por tu ayuda, Lawrence. Por Kristján y todo lo demás.
—No hay de qué. Y, por favor, llámame Ísildur. Yo te llamaré Gimli.
Gimli miró a Feldman, levantó una ceja y encogió los hombros.
—Me parece bien. No les he contado nada, ¿sabes? Aunque parece que ellos
solos han encontrado bastantes cosas. Descubrieron lo de la saga y el anillo, por
ejemplo, pero no fui yo el que se lo dijo.
—Claro que no —dijo Feldman, sintiéndose inmediatamente culpable por lo
mucho que él sí le había contado a la policía con mucha menos presión.
Kristján puso en marcha el coche y salió del recinto de la prisión de vuelta hacia
Reikiavik. Feldman se alegró de salir de allí. Miró a su acompañante. Jubb era más
alto de lo que se había imaginado. Por su alias, Feldman había supuesto que se trataba
de alguien más bajito. Pero este Gimli compartía una fuerte solidez con su tocayo de
la Tierra Media. Un buen socio.
—¿Sabes una cosa, Gimli? Puede que nos hayamos quedado sin La saga de
Gaukur, pero aún podemos encontrar el anillo. ¿Quieres ayudarme?
—¿Después de todo lo que ha pasado aquí? —preguntó Gimli.
—Desde luego, comprendería que no quisieras —dijo Feldman—. Pero si lo
encontráramos, podríamos compartirlo. Encargarnos los dos de su custodia. Un
setenta y cinco y un veinticinco.
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a que tú lo guardarías un veinticinco por ciento del tiempo. Tres
meses al año.
Gimli miró por la ventanilla hacia la llanura marrón. Asintió.
—Bueno, he sufrido bastante. Podría sacar también algún provecho.
—¿Trato hecho? —Feldman le extendió la mano.
Gimli la estrechó.
—¿Por dónde empezamos?
—¿Te dio Agnar alguna indicación de dónde podría encontrarse el anillo?
—No, pero estaba bastante seguro de que podía hacerse con él. Como si supiera
dónde está.
—Estupendo. Y cuando la policía te interrogó, ¿te hicieron preguntas sobre
alguien en particular?
Sí. Un hermano y una hermana. Peter e Ingi… no sé qué Ásgrímsson. Tengo
bastante claro que ellos debían de ser los que vendían la saga.
—Muy bien. Lo único que tenemos que hacer es buscarlos. Kristján, ¿puede

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ayudarnos?
—No estaba escuchando su conversación —contestó el abogado.
—Tenemos que localizar a un par de personas. ¿Nos puede ayudar?
—No creo que eso sea apropiado —respondió Kristján—. Si en el futuro tengo
que defenderle, cuanto menos sepa, mejor.
—Entiendo. Entonces, ¿nos puede recomendar algún investigador bueno?
¿Alguien que esté dispuesto a sobrepasar un poco las normas para buscar lo que
necesitamos?
—El tipo de investigadores que nosotros utilizamos no harían nunca esa clase de
cosas.
Feldman torció el gesto.
—¿Y a quién no nos recomendaría? —preguntó Steve Jubb—. Ya sabe, ¿a quién
deberíamos evitar?
—Hay un hombre llamado Axel Bjarnason —contestó Kristján—. Es conocido
por saltarse los límites de la legalidad. Yo no me acercaría a él. Lo pueden encontrar
en la guía de teléfonos. Por la A. En este país, ordenamos a la gente por su nombre de
pila.

* * *

Magnus tardó un rato en conseguir un coche para ir a Hruni y hasta después de comer
no pudo estar en la puerta de la galería en Skólavórdustígur para recoger a Ingileif.
Tardarían menos de dos horas en llegar a Hruni, pero necesitaban tiempo para viajar
hasta allí, hablar con el pastor y volver a Reikiavik esa misma noche.
Ingileif llevaba vaqueros y un anorak, y el pelo rubio atado en una roleta. Tenía
buen aspecto. Y también parecía contenta de verle.
Salieron de Reikiavik bajo una gran nube oscura y los barrios de Grafarvogur y
Breidholt, de un gris menos oscuro, se extendían a ambos lados. Mientras subían por
el puerto de montaña con dirección sudeste, la lava y la nube convergían hasta que,
de repente, llegaron al punto más alto y una amplia llanura inundada brillaba con la
luz del sol por debajo de ellos. La llanura estaba salpicada de lomas y pueblos
diminutos y la dividía en dos un ancho río que llegaba hasta el mar atravesando la
ciudad de Selfoss. Más cerca de ellos, se levantaban altas columnas de humo que
salían de los pozos perforados de una planta de energía geotérmica. Justo debajo
estaban los invernaderos de Hveragerdi, calentados por chorros de agua caliente que
emanaban desde el centro de la tierra. En el aire había cierto olor a azufre, incluso en
el interior del coche.
Una estrecha franja blanca delimitaba la nube negra que se cernía sobre ellos.
Más allá, el cielo era de un azul claro e impecable.
—Háblame de Tómas —dijo Magnus.
—Le conozco de toda la vida —contestó Ingileif—. Fuimos juntos al colegio en

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Flúdir. Sus padres se separaron cuando él tenía unos catorce años y se fue con su
madre a Helia. Es completamente distinto a su padre, un poco bromista, encantador a
su manera, aunque nunca me ha parecido atractivo. Bastante listo. Pero su padre
siempre se sintió decepcionado por su culpa.
Hizo una pausa mientras Magnus maniobraba por una curva especialmente
empinada colina abajo, dando un pequeño volantazo para esquivar a un camión que
venía en la otra dirección.
—En este país se conduce por la derecha —dijo Ingileif.
—Lo sé. En los Estados Unidos también.
—Es que parece que prefieres ir por en medio de la carretera.
Magnus no contestó. Tenía perfecto control del coche.
—Tómas fue de un sitio a otro durante un tiempo después de la universidad —
continuó Ingileif—. Luego, hizo algo de periodismo y, de repente, terminó en ese
programa que presenta Al grano. Es perfecto para ese trabajo. El productor que lo
contrató debe de ser un genio.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace un par de años. Creo que se le ha subido un poco a la cabeza. A Tómas
siempre le gustó beber y tomar drogas, pero sus fiestas tienen reputación de ser aún
más salvajes.
—¿Has estado en alguna?
—La verdad es que no. Últimamente no le he visto mucho, hasta ayer. Pero me ha
pedido que vaya a una el sábado.
—Yo que tú no me pondría demasiado guapa.
—No —dijo ella—. He oído que puede que ya esté reservado para otra.
—¿Dices que lo viste ayer?
Ingileif le contó su encuentro con Tómas en el Mokka y las misteriosas preguntas
que él le hizo sobre el caso de Agnar.
—¿Cómo se lleva con su padre? —le preguntó Magnus.
—Bueno, no sé ahora. Pero siempre fue la típica relación entre un padre
demasiado exigente y un hijo que constantemente trata de agradar, pero que nunca lo
consigue. Tómas trató de rebelarse, dejando los estudios, yendo de juerga y cosas así,
pero nunca consiguió superarlo. En el fondo, siempre sentía la desaprobación de su
padre. Estoy segura de que aún sigue siendo así.
—¿Y podría hacerle un favor a su padre? ¿Un gran favor?
—¿Como asesinar a alguien?
Magnus se encogió de hombros.
Ingileif se quedó pensándolo unos segundos.
—No lo sé —contestó por fin con frustración—. No puedo imaginármelo
haciendo algo así. No puedo imaginar que una persona sea capaz de matar a otra. Ese
tipo de cosas no ocurren en Islandia.
—Ocurren en todos los sitios —dijo Magnus—. Y ha ocurrido aquí. Le ha pasado

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a Agnar.
Ahora se encontraban en la misma llanura, conduciendo por una larga carretera
recta que atravesaba campos de espesa hierba reseca. Cada kilómetro y medio, más o
menos, aparecía una granja o una pequeña iglesia blanca y roja en lo alto de una
loma, con una parcela verde privada y cuidada delante de ella. Había ovejas pastando,
ocultas bajo la lana enmarañada del invierno, pero los animales que más abundaban
eran los caballos, animales robustos, apenas más grandes que los ponis, muchos de
ellos de un color castaño dorado.
—Y en América, ¿eres un policía duro con pistola como los que se ven en la
televisión? —le preguntó Ingileif—. Ya sabes, esos que persiguen a los malos por la
ciudad en coches deportivos.
—A los policías nos molesta mucho lo que se ve en las series de televisión.
Nunca aciertan —respondió Magnus—. Pero sí, llevo pistola. Y la ciudad está llena
de tíos malos o, al menos, las zonas en las que yo he estado trabajando.
—¿No es deprimente? ¿Y no te asusta?
—No sé —contestó. Siempre le resultaba difícil explicarle a un civil lo que es ser
policía. Nunca lo entendían. Colby nunca lo entendió.
—Lo siento —dijo Ingileif y, después, se giró para mirar por la ventanilla.
Siguieron adelante. Puede que Magnus estuviera siendo injusto con Ingileif. Ella
se había esforzado por entenderle la noche anterior.
—Había una chica a la que conocí en la universidad, Erin. Iba a Providence para
trabajar con niños. En aquel entonces, era un sitio realmente peligroso. Fui con ella,
en parte porque pensaba que lo que ella hacía estaba bien, pero, sobre todo, porque
creía que era la chica más guapa de la facultad y quería acostarme con ella.
—Qué romántico.
—Sí. Pero realmente hacía cosas buenas. Era estupenda con los niños. A los
chicos se les caía la baba con ella y a las chicas también les gustaba. Y yo le eché una
mano.
—Apuesto a que también tú les gustaste a las chicas —dijo Ingileif con una
sonrisa burlona.
—Conseguí deshacerme de ellas.
—¿Y conseguiste llevarte a aquella pobre chica a la cama?
—Durante un tiempo. —Magnus sonrió al recordarlo—. De verdad, era muy
buena persona. Una de las mejores personas que he conocido nunca. Mucho mejor
que yo. Cada vez que se encontraba con un niño que estuviera en la droga o que
atacara a sus vecinos con una navaja, ella veía a un pobre chico asustado del que
habían abusado o que había sido abandonado por sus padres y por la sociedad.
—¿Y tú?
—Bueno, yo traté de verlo como ella. De verdad que lo intenté. Pero en mi
mundo había tipos buenos y tipos malos, y lo único que yo veía en él era uno malo.
Pensaba que eran los tipos malos los que estaban echando a perder el barrio y

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corrompiendo a los otros niños que vivían en él. Lo único que deseaba hacer era
evitar que ese pequeño gamberro arruinara la vida de otras personas. Igual que la mía
me la arruinó quienquiera que matara a mi padre.
—Así que te hiciste policía.
—Eso es. Y ella se convirtió en profesora. —Magnus sonrió con ironía—. Y creo
que, de algún modo, ella ha contribuido más que yo a que el mundo sea un lugar
mejor.
—¿La sigues viendo?
—No —contestó Magnus—. Una vez fui a visitarla a Chicago, un par de años
después de terminar la universidad. Para entonces, ya éramos muy diferentes. Aunque
ella seguía estando muy guapa.
—Creo que yo estaría de acuerdo contigo —dijo Ingileif, mirándolo—. Con
respecto a los tipos malos.
—¿De verdad?
—Pareces sorprendido.
—Supongo que sí. —Erin no había estado de acuerdo con él. Tampoco Colby, por
cierto. Los policías siempre se sentían solos en ese aspecto, como si estuvieran
realizando una tarea que nadie más deseaba hacer o de la que ni tan siquiera nadie
estaba dispuesto a admitir su necesidad.
—Claro que sí. Ya has leído las sagas. Las mujeres islandesas siempre estamos
dando la lata a nuestros hombres con que salgan de la cama y vayan a vengar el honor
de su familia antes de la hora del almuerzo.
—Eso es verdad. Siempre me gustó ver eso en una mujer, sobre todo, los
domingos por la mañana.
Continuaron el viaje en silencio, atravesando el puente voladizo del río Ölfusá y
la ciudad de Selfoss.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte en Islandia? —preguntó Ingileif.
—Pensé que estaría varios meses. Pero ahora parece que tendré que volver a los
Estados Unidos la semana que viene para testificar en un juicio.
—¿Vas a volver después?
—No, si puedo evitarlo —contestó Magnus.
—Vaya. ¿No te gusta Islandia? —Ingileif parecía ofendida, lo cual no era de
extrañar. No hay un modo más sencillo de ofender a un islandés que menospreciando
su país.
—Me gusta mucho. Pero me trae malos recuerdos. Y mi trabajo en el
Departamento de Investigación Criminal de Reikiavik no está siendo muy bueno. La
verdad es que no me llevo bien con mi jefe.
—¿Tienes novia en Boston? —preguntó Ingileif.
—No —respondió Magnus, pensando en Colby. Era una exnovia, si es que alguna
vez había sido su novia. Quiso preguntarle a Ingileif por qué le había hecho aquella
pregunta, pero parecería grosero. Quizá no fuera más que curiosidad. Los islandeses

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hacían preguntas directamente cuando querían conocer las respuestas.
—¡Mira, ahí está el Hekla!
Ingileif apuntó hacia la gran montaña blanca y robusta que constituía el volcán
más famoso de Islandia, No tenía la clásica forma cónica de los volcanes, pero
resultaba mucho más rotunda que, por ejemplo, el más hermoso monte Fuji. El Hekla
había entrado en erupción cuatro veces en los últimos cuarenta años a través de una
fisura que recorría la cumbre en horizontal. Y luego, cada dos siglos más o menos,
había una erupción más grande. Como la del año 1104, que había cubierto la granja
de Gaukur en Stöng.
—¿Sabes que en varios sitios de Boston venden rollitos de canela del Hekla? —le
preguntó Magnus—. Son unos rollitos grandes cubiertos de azúcar. Igual que la
montaña.
—¿Y explotan en la cara en intervalos aleatorios?
—No que yo sepa.
—Entonces no son los verdaderos rollitos del Hekla. Tienen que ser un poco más
violentos —dijo Ingileif, sonriendo—. Recuerdo la erupción del Hekla de 1991.
Supongo que yo tendría diez u once años. Apenas puede verse desde Flúdir, pero
tenía una amiga que vivía en una granja a pocos kilómetros al sur y, desde allí, se veía
estupendamente. Fue extraordinario. Ocurrió un mes de enero por la noche. El volcán
resplandecía furioso con sus colores rojo y naranja y, al mismo tiempo, se podía ver
el reflejo verde de la aurora por encima de él. Nunca lo olvidaré.
Tragó saliva.
—Fue el año anterior a la muerte de mi padre.
—Cuando la vida era normal —apuntó Magnus.
—Exacto —confirmó Ingileif—. Cuando la vida era normal.
El volcán se levantaba cada vez más imponente a medida que se acercaban a él.
Después, giraron hacia el norte y lo perdieron detrás de las montañas que rodeaban el
valle. A dos kilómetros de Flúdir encontraron el desvío a Hruni hacia la derecha.
Magnus giró el volante y la carretera serpenteó entre las colinas durante un par de
kilómetros antes de salir a un valle. Se veía la pequeña iglesia blanca de Hruni debajo
de un peñasco rocoso rodeada por una casa y alguna granja.
Se detuvieron en el aparcamiento vacío de gravilla delante de la iglesia. Magnus
salió del coche. Hacia el norte había unas vistas espectaculares de los glaciares a
muchos kilómetros de distancia. Los chorlitos bajaban en picado y volaban en espiral
entre los campos, piando con fuerza al hacerlo. Por lo demás, todo estaba en silencio.
Y en paz.
Se acercaron a la casa parroquial, una casa grande típica islandesa, de color
blanco con tejado rojo, y llamaron al timbre. No hubo respuesta. Pero había un
Suzuki rojo en el garaje.
—Vamos a mirar en la iglesia —sugirió Ingileif—. Al fin y al cabo, es el pastor.
Mientras atravesaban el antiguo cementerio, Ingileif señaló con la cabeza unas

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lápidas más nuevas.
—Ahí está mi madre.
—¿Quieres detenerte un instante? —le preguntó Magnus—. Puedo esperar aquí.
—No —contestó Ingileif—. No me parece bien —dijo, sonriéndole tímidamente
—. Sé que es una tontería, pero no quiero implicarla en todo esto.
—No es una tontería —dijo Magnus.
Así que continuaron caminando hacia la iglesia y entraron. Hacía una temperatura
agradable y lo cierto es que era bastante bonita. También estaba vacía.
Mientras se dirigían de vuelta al coche, Magnus vio a un chico de unos dieciséis
años junto al granero que había al lado de la casa del párroco. Lo llamó.
—¿Has visto al pastor?
—Estaba aquí esta mañana.
—¿Sabes adónde puede haber ido? ¿Tiene otro coche?
El chico miró el Suzuki que había aparcado en el garaje.
—No. Puede que haya ido a dar una vuelta. A veces lo hace. Puede pasar fuera
todo el día.
—Gracias —dijo Magnus. Miró su reloj. Las tres y media. Después se giró hacia
Ingileif—. ¿Y ahora qué?
—Podemos ir a mi casa del pueblo —sugirió ella—. Puedo enseñarte las cartas de
Tolkien a mi abuelo. Y las notas de mi padre sobre dónde podría estar el anillo.
Aunque dudo que sirvan de mucho.
—Buena idea. Volveremos aquí luego.

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26
Austurstraeti estaba a tan solo una manzana del hotel Borg. Ísildur se sentía tranquilo
gracias a los dos hombres que lo acompañaban, el camionero grande de Inglaterra y
el envejecido expolicía islandés. Cuando Gimli le ofreció una cantidad de dinero a
Axel Bjarnason, este se mostró dispuesto a dejarlo todo para ayudarlos, aunque Gimli
sospechaba que aquel investigador privado no tenía muchas otras cosas que dejar.
Tenía el pelo corto y canoso, ojos azules y vivos y un rostro curtido, y más aspecto de
pescador que de investigador privado, aunque Ísildur no había contratado antes a
ninguno.
Estaba claro que conocía su ciudad. Había reconocido de inmediato el nombre de
Pétur Ásgrímsson y solo necesitó unos segundos para comprobar que la galería de
Ingileif se encontraba donde él creía. Llegó al hotel Borg menos de un cuarto de hora
después.
Ísildur estaba nervioso, incluso asustado. Estaba en el extranjero, e Islandia era un
país muy extraño. Habían asesinado a un hombre y podía ser que el asesino fuera el
que caminaba a su lado. Ísildur prefería no pensar demasiado en ello. Decidió no
preguntarle a Gimli directamente si había matado al profesor.
Pero el peligro hacía aumentar la emoción. Era una apuesta arriesgada. Puede que
la policía llegara antes hasta el anillo. Puede que lo del anillo hubiera sido una
mentira desde el primer momento. Puede que nadie lo encontrara nunca. Pero había
una posibilidad, una posibilidad real de que Ísildur terminara siendo el dueño del
anillo que había inspirado El señor de los anillos, y que su tocayo había llevado a
Islandia mil años antes.
Eso sería estupendo. Sería realmente estupendo.
La entrada principal del Neon era una pequeña puerta que daba a la calle, pero
Bjarnason los llevó por la parte de atrás. Allí había otra puerta que un par de cajas de
cerveza mantenían abierta. Un hombre joven estaba metiendo unas cajas de botellas
de vodka.
Bjarnason le hizo detenerse y farfulló unas palabras en islandés. Era un idioma
extraño. Ísildur se pregunto cuál de los idiomas de la Tierra Media sonaría igual.
Posiblemente ninguno. El quenya tenía influencia finlandesa y el sindarin derivaba
del galés. Puede que el islandés fuera demasiado obvio para Tolkien. No tendría
gracia.
El chico los condujo escaleras abajo y pasaron por una gran pista de baile hasta
un pequeño despacho. Allí, un hombre alto con la cabeza afeitada discutía seriamente
con una mujer pelirroja vestida con vaqueros y una camiseta de Severed Crotch[7].
—Adelante —le dijo Bjarnason a Ísildur—. Estoy seguro de que habla su idioma.
—¿El señor Ásgrímsson? —le preguntó Ísildur.
El hombre de la cabeza afeitada levantó la mirada.

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—Sí. —No había indicio de sonrisa en su rostro. Su cráneo liso llamaba
poderosamente la atención.
—Soy Lawrence Feldman y este es mi compañero Steve Jubb.
—¿Qué quiere? Creía que estaba en la cárcel —dijo Ásgrímsson.
—Steve es inocente —le explicó Ísildur—. Supongo que la policía se dio por fin
cuenta de ello.
—Pues si quieren la saga, la tiene la policía. Y cuando hayan acabado con ella, no
habrá modo de poder vendérsela a usted.
Ásgrímsson se mostraba agresivo, pero Ísildur le hizo frente. Estaba
acostumbrado a gente que trataba de mangonearle, gente que menospreciaba a aquel
programador cuyo talento necesitaban para sacar adelante su trabajo.
—Eso lo discutiremos otro día. Queremos hablar con usted sobre un anillo. El
anillo de Ísildur. O puede que usted prefiera llamarlo el anillo de Gaukur.
—¡Salgan de mi discoteca ahora mismo! —La voz de Ásgrímsson era firme.
—Le pagaremos bien. Muy bien —añadió Ísildur.
—Escúcheme —dijo Ásgrímsson, mirándolo con rabia—. Ha muerto un hombre
por culpa de esa estúpida saga. Dos, si incluimos a mi padre. Mi familia la mantuvo
en secreto durante siglos por una razón, una buena razón. Debería seguir siendo un
secreto y así habría sido si se hubiera hecho como yo quería. Pero la razón de que no
lo sea es usted, por meterse donde no le llaman repartiendo dinero por todos sitios.
Dio un paso acercándose a Ísildur.
—Ya ha visto cuál ha sido el resultado. ¡El profesor Agnar Haraldsson está
muerto! ¿No se siente culpable de ello? ¿No cree que debería irse de una vez de
Islandia y volver de una puta vez a los Estados Unidos?
—Señor Ásgrímsson…
—¡Fuera! —Pétur estaba gritando mientras apuntaba con el dedo hacia la salida
—. ¡He dicho que se vaya!

* * *

El pastor sudaba bajo un sol más caliente de lo normal para aquella época del año.
Hacía un día espléndido y ya había caminado unos siete kilómetros. Estaba en un
valle alto, despoblado incluso por las ovejas en aquellos primeros meses del año. Un
arroyo bajaba por el monte cubierto de nieve que había en la punta del valle. A su
alrededor, la nieve se derretía formando hilillos de agua, gota a gota, filtrándose por
las piedras al interior de la tierra. La mayor parte de la hierba que había quedado al
descubierto en los últimos días era amarilla, pero a los lados del arroyo había franjas
de brotes verdes. La primavera. Nuevo alimento para aquella tierra estéril.
A su alrededor los pájaros piaban y gorjeaban bajo la luz del sol.
Respiró hondo. Recordó la primera vez que había ido a aquel valle recién
nombrado pastor de Hruni, cómo había sentido que era allí donde vivía Dios.

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Y en ese momento volvió a creerlo.
A la izquierda, por todo un lateral del valle, había riscos de piedra. Se salió del
sendero, de lo poco que quedaba de él, y chapoteó entre la hierba amarillenta en
dirección a ellos. Sacó su cuaderno.
Tenía que encontrar un buen escondite.
El arresto de Tómas como sospechoso por el asesinato de Agnar Haraldsson había
aparecido en las noticias del mediodía en la radio. Noticia de portada, lo cual no era
de extrañar, dado que Tómas era famoso. En el momento en que lo oyó, el pastor
supo que tenía que buscar un nuevo lugar para esconder el anillo.
Se detuvo y lo examinó en el dedo meñique de su mano derecha. No parecía tener
mil años de antigüedad. Eso es lo que pasaba con el oro. No importaba lo antiguo que
fuera. Si lo pulías con cuidado, parecía nuevo. O menos viejo.
Tenía rasguños y marcas. Pero la inscripción rúnica grabada en su interior aún
podía leerse.
Recordó cuando él y Ásgrímur lo encontraron en aquella cueva. Bueno, apenas
podía decirse que fuera una cueva. Más bien era un agujero en una roca. Fue el
momento más importante, el más trascendente de toda su vida. Y de la de Ásgrímur,
claro. Aunque fuera también su final.
Había sido un milagro que el agujero no hubiera quedado sumergido bajo alguna
de las erupciones volcánicas del milenio anterior, sobre todo en la más grande que
había cubierto la granja de Gaukur. Por lo tanto, aquel anillo estaba relacionado con
los milagros.
Llevaba casi veinte años poniéndoselo y quitándoselo. Le encantaba, lo adoraba.
A veces, se limitaba a sentarse y quedarse mirándolo, con la música de Led Zeppelin
o Deep Purple arremolinándose a su alrededor mientras se hacía preguntas sobre su
historia, su misterio y su poder. Andvari, Odín, Hreidmar, Fafnir, Sigurd, Brynhild,
Gunnar, Ulf Leg Lopper, Trandill, Ísildur y Gaukur. Todos ellos lo habían poseído. Y
ahora era suyo. Del pastor de Hruni.
Extraordinario.
Pero, aunque le proporcionaba una tremenda sensación de júbilo, de poder, cada
vez que se lo ponía, con el paso del tiempo su desilusión había ido en aumento. El
pastor se consideraba a sí mismo un hombre bastante extraordinario y había supuesto
que el anillo lo había elegido a él por sus conocimientos sobre el diablo y sobre
Saemundur. Pero pese a haberse entregado de lleno a sus estudios, no había ocurrido
nada. No había tenido ninguna revelación. El camino hacia el poder y la dominación
no había aparecido.
¿Pero cómo iba a hacerlo si se había encerrado en las montañas de Hruni? Había
supuesto que era su deber esconder el anillo en las sombras del monte Hekla que, al
fin y al cabo, estaba a tan solo cuarenta kilómetros de distancia. ¿Pero esconderlo de
quién? Siempre había creído que su hijo no valía nada, demasiado frívolo y
superficial como para darle un buen uso al anillo. Pero quizá debería hacer algo por

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su vida. Ya era una celebridad en Islandia. Era poco probable que un islandés pudiera
salir al mundo exterior y hacerse un nombre, pero puede que Tómas sí pudiera.
Con la ayuda del anillo.
El pastor escarbó entre las piedras buscando un hueco parecido a aquel en el que
había encontrado el anillo diecisiete años atrás. Tendría que tener mucho cuidado y
tomar buena nota de dónde lo escondía o, de lo contrario, estaría perdido durante
otros diez siglos.
Pero quizá no debiera esconderlo. El anillo no le había revelado ni a él ni al
doctor Ásgrímur que debiera ser apartado del mundo de nuevo. Estaba entrando en el
mundo de los hombres.
Quería que lo descubrieran.
Su escondite en el altar de la iglesia de Hruni no era el mejor. Un equipo de
policías, o cualquier otra persona que se empeñara en ello, lo encontraría allí. Pero
era el lugar apropiado.
El pastor se sacó el anillo y lo apretó con la mano. Cerró los ojos y trató de sentir
lo que el anillo le decía.
Era el lugar apropiado.
Se dio la vuelta y comenzó a caminar de vuelta hacia Hruni a paso ligero. Miró el
reloj. Con suerte, estaría en casa al anochecer.

* * *

La casa de Ingileif, o más bien la casa de su familia, estaba sobre una loma que daba
al río que atravesaba Flúdir. El pueblo de Flúdir era un lugar próspero, con una
tienda, un hotel, dos colegios, algunas instalaciones municipales y varios
invernaderos que funcionaban con energía geotérmica. Ingileif le explicó que aquella
era la mejor zona agrícola de Islandia. Pero no tenía iglesia: su parroquia estaba en
Hruni, a tres kilómetros de distancia.
Aunque el pueblo en sí no era gran cosa, la panorámica era espectacular. Al oeste
estaba el valle del río glaciar Hvítá, con su antiguo asentamiento de Skálholt, el lugar
donde estaba la primera catedral de Islandia, y al norte se encontraban los glaciares,
gruesos bloques blancos que recorrían un horizonte totalmente recto detrás de los
picos de las montañas.
El Hekla quedaba fuera de la vista, detrás de las colinas del sudeste.
La casa era de una sola planta, acogedora y lo suficientemente grande para una
familia de cinco personas. Magnus e Ingileif esparcieron el contenido de varias cajas
de cartón sobre el suelo del dormitorio de la madre de Ingileif. Era cierto que había
una docena de cartas de Tolkien a Högni, el abuelo de Ingileif, y que no habían
llegado a las manos de su padre hasta la muerte de Högni. Ingileif le enseñó a
Magnus una primera edición de La comunidad del anillo, el primer volumen de El
señor de los anillos. Magnus reconoció la letra de la dedicatoria que había en el

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interior: «A Högni Ísildarson, una buena historia se merece otra, con agradecimiento
y los mejores deseos, J. R. R. Tolkien, septiembre de 1954».
Examinaron una carpeta llena de anotaciones y mapas, la mayoría de los cuales
estaban escritos con la letra del doctor Ásgrímur y mostraban suposiciones de dónde
podría estar escondido el anillo. También había notas y cartas de Hákon, el pastor.
Trataban de varias leyendas populares que había investigado. Había varias páginas de
la historia de Gissur y las hermanas trol de Búrfell, que era una montaña cercana a la
granja de Gaukur en Stöng. También se hacía mención a una historia sobre una niña
pastora llamada Thorgerd, que se escapó con un elfo.
—¿Hay elfos en América? —preguntó Ingileif.
—No como tales —contestó Magnus—. Tenemos camellos, chulos, matones,
abogados corruptos y agentes financieros. No elfos. Pero si alguna vez tenemos
problemas con los elfos en el South End, ya sé adónde acudir en busca de ayuda.
Haremos un intercambio con la Policía Metropolitana de Reikiavik.
—Entonces, ¿nunca te contaron historias sobre ellos cuando eras niño?
—Desde luego que sí. Sobre todo cuando vivía con mis abuelos en Islandia. Mi
padre era más aficionado a las sagas que a los elfos y a los troles. Pero recuerdo
haberle preguntado por ellos. —Magnus sonreía al recordar—. Creo que tenía catorce
años. Estábamos de excursión por el Adirondack. Era lo que más me gustaba, salir de
excursión con mi padre. Mi hermano no venía. Así que solo éramos él y yo. Solo nos
hablábamos en islandés durante una semana entera. Hablábamos de todo.
»Recuerdo exactamente dónde estábamos, en la orilla del lago Raquette. Nos
estábamos comiendo un bocadillo sentados en una roca que tenía forma de trol. Mi
padre me contó que los islandeses habían inventado una historia sobre ella. Luego, le
pregunté si creía en los elfos.
—¿Y qué contestó?
—Casi eludió la pregunta, así que insistí. Era matemático. Pasó toda su vida
tratando con pruebas. No había pruebas de que los elfos existieran. Así que me dio
una larga charla sobre cómo, a pesar de que no haya pruebas de que existen los elfos,
tampoco hay pruebas absolutas de que no existan. Por tanto, la ciencia no puede
contestar a esa pregunta. Dijo que, aunque no creía en los elfos, era demasiado
islandés como para negar su existencia y que, si alguna vez yo vivía en Islandia, lo
entendería.
—Y ahora que vives en Islandia, ¿crees en ellos?
Magnus se rio.
—No. ¿Y tú?
—Mi abuela veía seres ocultos a todas horas —contestó Ingileif—. Estaban en un
peñasco cerca de la granja en la que nació mi madre. De hecho, una mujer oculta se
acercó a ella la noche antes de que mi madre naciera. Tenían planeado llamar a mi
madre Boghildur, pero aquella mujer dijo que si mi abuela no le ponía el nombre de
Líney, el bebé moriría joven. Así es como mi madre terminó llamándose Líney.

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—Mejor que Boghildur —apostilló Magnus—. Aquella mujer tenía buen gusto.
—Mira esto —dijo Ingileif, señalando un mapa con notas y flechas garabateadas
por todas partes—. Aquí es adonde iban el fin de semana que murió mi padre. —
Había una cueva señalada cerca de un arroyo a unos diez kilómetros de distancia de
la granja vikinga abandonada de Stöng.
El teléfono móvil de Ingileif sonó. Cuando contestó, Magnus pudo oír una voz
masculina nerviosa, aunque no podía oírla lo suficientemente bien como para
reconocerla.
—Era mi hermano —dijo Ingileif cuando colgó—. Al parecer, los dos extranjeros
que estaban tratando de comprar la saga han aparecido por el Neon. Un americano y
un inglés. Han estado haciéndole preguntas sobre el anillo. Pétur los ha mandado a
freír espárragos.
—Creía que tendrían el suficiente sentido común como para dejar todo eso.
—Eso mismo opina Pétur. Me ha avisado de que vendrán también en mi busca.
No quiere que les diga nada.
—¿Y lo vas a hacer?
—No. Y no van a comprar la saga por muy alto que sea el precio que quieran
pagar, si es que alguna vez tenemos la oportunidad de venderla. Pétur se ha mostrado
inflexible en eso y yo estoy de acuerdo con él. —Miró el reloj—. Son casi las siete.
El pastor debe de haber llegado ya. ¿Vamos a verlo?

* * *

Volvieron a Hruni, pero no hubo respuesta cuando llamaron al timbre. El coche del
pastor continuaba en el garaje. Levantaron la vista hacia las colinas y el valle por si
veían a alguien caminando solo. El sol, más bajo ahora, emitía una luz suave y clara y
parecía distinguir cualquier detalle del paisaje e iluminar la nieve de las montañas
lejanas con un resplandor rosado. Un par de cuervos daban vueltas a lo lejos y la brisa
hacía que sus graznidos se oyeran por toda la pradera. Pero no había indicios de
ningún ser humano por allí.
—¿A qué hora oscurece? —preguntó Magnus—. ¿A las nueve y media?
—No lo sé —respondió Ingileif—. Más o menos, supongo. Cada vez lo hace más
tarde en esta época.
—¿Tienes hambre?
Ingileif asintió.
—Conozco un lugar en el pueblo donde podemos comer algo —sugirió.
—Vamos. Podemos volver aquí luego.
—¿Y luego coger el coche de vuelta a Reikiavik?
Magnus asintió.
—Podríamos hacer eso —dijo Ingileif—. O… —Sonrió. Sus ojos grises se
movieron bajo el flequillo rubio. Estaba encantadora.

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—¿O qué?
—O podemos verle por la mañana.

* * *

Magnus se despertó sobresaltado. Estaba sudando. Durante un momento no sabía


dónde estaba. Miró por la habitación hacia una ventana que no conocía y vio el color
azul grisáceo de la luna detrás de las delgadas cortinas.
Una mano le tocó el brazo.
Se giró y vio a una mujer tumbada a su lado. Ingileif.
—¿Qué te pasa, Magnús?
—Un sueño. No es nada.
—¿Una pesadilla?
—Ajá.
—Cuéntamela.
—No. No pasa nada.
—Magnús, quiero que me hables de tus pesadillas. —Se incorporó apoyándose en
un codo y él vio la sombra de su pecho bajo la débil luz que se filtraba por las
cortinas. Distinguió en ella una media sonrisa de preocupación. Le acarició la mejilla.
Y se lo contó. Le habló del sueño, del 7-Eleven, de O’Malley, del drogadicto. Y
del callejón, los cubos de basura, el tipo gordo y calvo y el niño… el niño que, como
Williams había dicho, acababa de morir.
Ella lo escuchaba.
—¿Se repiten mucho estas pesadillas?
—No —contestó Magnus—. No hasta hace muy poco. Hasta el segundo tiroteo.
—Pero aquellos dos hombres intentaban matarte, ¿no?
—Sí. No me siento culpable en absoluto por ello —le explicó Magnus—. Al
menos, no cuando estoy despierto. —Golpeó el colchón con el puño—. No tiene
sentido. No sé por qué permito que esto me perturbe.
—Bueno, mataste a alguien —dijo ella—. Hiciste bien, no tenías otra opción,
pero te sientes mal. No serías humano si no fuera así. Y eres humano, aun cuando
pienses que eres un policía duro. No me gustarías si no lo fueras.
Ingileif se acurrucó en el pecho de él. Magnus la abrazó con fuerza.
Se besaron.
Él se estremeció.

* * *

Después, ella volvió a quedarse dormida. Pero Magnus no podía. Se quedó inmóvil,
tumbado boca arriba, mirando al techo.

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Ella tenía razón con respecto a las pesadillas, por supuesto. Debería esperarlas,
aceptarlas. Aquella idea lo tranquilizó.
Pero luego pensó en Colby, escondida en algún lugar, Dios sabía dónde, temiendo
por su vida. ¿No debería sentirse culpable por ella?
Miró a Ingileif, que tenía los ojos cerrados y respiraba suavemente a través de sus
labios entreabiertos. Incluso en la penumbra podía distinguir la marca de su ceja.
Colby le había dejado bastante claro que tenía muy pocas posibilidades de salvar
su relación. De hecho, un polvo de una noche con una chica guapa islandesa era una
forma perfectamente razonable de quitársela de la cabeza. Mucho mejor que ponerse
ciego de alcohol y terminar en la cárcel. El problema es que, mirando a Ingileif
tumbada a su lado, aquello no se parecía en nada a un polvo de una noche. Le gustaba
de verdad. Mucho.
Y por alguna estúpida razón, aquello lo convertía en una mayor traición a Colby.
Tras conducir de nuevo desde Hruni se habían detenido en el único hotel de
Flúdir. Resultó tener un restaurante muy bueno. Tomaron una larga y pausada cena
divisando el valle del Hvítá sumergiéndose en la oscuridad delante de ellos.
Caminaron de vuelta a la casa de Ingileif a lo largo del pequeño río que atravesaba el
pueblo y, después, terminaron en el dormitorio de la infancia de Ingileif.
Sonrió al recordarlo.
Estaba siendo ridículo. Llevaba menos de una semana en Islandia y ya empezaba
a comprender que los islandeses tenían una actitud más relajada en cuanto al sexo de
lo que él estaba acostumbrado. Él no era más que aquel pintor, ¿cómo se llamaba? La
coartada de Ingileif. Seguro que a ella le gustaba. Lo mismo que le gustaba el skyr o
el helado de fresa. Puede que menos.
Debía ser cauteloso. Dormir con una testigo era algo del todo inadmisible en los
Estados Unidos y, de algún modo, dudaba de que Baldur se extrañara si alguna vez se
enteraba. ¿Y estaba del todo seguro de que ella era inocente?
Claro que sí.
Pero el detective que había en él, el profesional le decía otra cosa.

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27
Esta vez el pastor de Hruni se encontraba en casa.
Acudió a la puerta. Un hombre imponente con una barba larga y espesa y
enormes cejas negras. Torció el gesto cuando vio a Magnus, pero su expresión
cambió cuando posó la mirada en la acompañante del policía.
—¿Ingileif? Dios mío, no te he visto desde el funeral de tu pobre madre. ¿Cómo
estás, pequeña? —La voz del pastor tenía un agradable y sonoro tono de barítono.
—Estoy muy bien —contestó Ingileif.
—¿Y a qué debo este placer?
Fue Magnus el que respondió.
—Me llamo Magnus Ragnarsson y estoy destinado en la Policía Metropolitana de
Reikiavik. Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas, si es posible. ¿Puedo pasar?
El pastor arqueó sus poderosas cejas.
—Esperaba su visita —dijo—. Supongo que será mejor que pase.
Magnus e Ingileif se quitaron los zapatos y siguieron al pastor por un pasillo
envuelto en un espeso aroma de café recién hecho. Los llevó hasta un estudio
abarrotado de libros. Además de un escritorio, había un sofá y un sillón cubierto con
una desgastada tela de cretona. Ingileif y Magnus se sentaron juntos en el sofá,
mientras que Hákon prefirió el sillón. Magnus se sorprendió al ver la pequeña
colección de CDs apilada entre los libros, entre la que se incluía a Pink Floyd, Black
Sabbath y Led Zeppelin.
No había indicio alguno de café. Lo cual era de bastante mala educación en
Islandia. Siempre ofrecen a sus invitados café y pasteles, sobre todo si lo acabas de
hacer.
Hákon se dirigió a Ingileif.
—Debo confesar que esperaba otra visita de la policía. Pero no entiendo por qué
los acompañas.
—A Ingileif le preocupa la muerte de su padre —intervino Magnus.
—Ah, ya entiendo —dijo el pastor—. Es natural hacerse preguntas, especialmente
dado lo joven que eras cuando sucedió la tragedia. Aunque no comprendo por qué
quieres hacerlas ahora. Y en presencia de la policía.
—¿Sabe que hemos detenido a su hijo?
—Sí, lo he oído en la radio. Han cometido un error con eso, joven. Un tremendo
error. —Sus ojos profundos miraron con ira a Magnus. Pese a tratarse de un hombre
imponente, el reverendo Hákon parecía más joven de lo que Magnus había
imaginado. Tenía algunas canas por las sienes y algunas arrugas en la frente, pero
parecía más cercano a los cuarenta que a los sesenta.
—Lo están interrogando en la comisaría de policía de Reikiavik en este momento
—le informó Magnus—. Y estoy seguro de que mis compañeros querrán hablar con
usted cuando hayan terminado de hacerlo con él. Pero mientras tanto, cuénteme qué

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ocurrió en la excursión que hicieron usted y el doctor Ásgrímur el fin de semana que
él murió.
El pastor respiró hondo.
—Bueno, desde luego, ya hubo una investigación policial y hablé con ellos largo
y tendido. Estoy seguro de que puede encontrar el expediente. Pero respondiendo a su
pregunta, fue a primeros de mayo. Tu padre y yo trabajamos todo el invierno en un
proyecto. —Miró a Ingileif inquisitivamente.
—Magnus ha leído La saga de Gaukur —dijo Ingileif—. Y sabe que mi abuelo
aseguraba haber encontrado el anillo y que lo había vuelto a esconder.
Aquella información hizo que el pastor se detuviera un momento mientras
ordenaba sus pensamientos.
—Bueno, en ese caso, usted sabe ya tanto como yo. Haciendo uso de mis
conocimientos de los cuentos populares y de las claves que aparecían en la saga,
confeccionamos una lista de tres o cuatro lugares donde posiblemente podía estar
escondido el anillo de Gaukur. Aquella era nuestra segunda expedición de la
temporada y hacía un día espléndido. No consultamos la predicción meteorológica
aunque, por supuesto, debimos haberlo hecho.
»Unos años antes yo había leído una vieja historia popular islandesa en la que di
con una leyenda local poco conocida que decía que el anillo estaba oculto en una
cueva vigilada por un trol. Se trataba de una variante de la vieja historia de la pastora
que conocía a un ser oculto o un elfo y se escapaba con él a pesar de la oposición de
la familia de ella. Ese tema es bastante común en estas historias, pero el del anillo era
poco corriente. La ubicación de la cueva está identificada en la historia, así que
cogimos una tienda de campaña y fuimos de excursión hasta allí.
Magnus reconoció la historia de Thorgerd por las notas del pastor que se
encontraban entre los papeles del doctor en casa de Ingileif.
El pastor dejó escapar un suspiro.
—En realidad, se trataba más bien de un agujero en una roca y no había nada en
su interior. Nos sentimos decepcionados y acampamos a un kilómetro y medio de
distancia, más o menos, junto a un arroyo. Estuvo nevando por la noche. Ya sabe, una
de esas tormentas repentinas que se dan en mayo y que surgen de la nada. Seguía
lloviendo cuando nos despertamos. Desmontamos la tienda y emprendimos el camino
a casa. La nieve se hizo más espesa y dificultaba la visión. Tu padre caminaba unos
cuantos metros por delante de mí. Los dos estábamos cansados. Yo miraba al suelo a
cada paso que daba cuando oí un grito. Levanté la vista y había desaparecido.
»Me di cuenta de que nos encontrábamos en el borde de un precipicio y de que él
se había caído. Pude verlo unos veinte metros más abajo, tumbado en una extraña
postura. Tuve que recorrer una distancia bastante larga por el precipicio para
encontrar un camino hacia abajo e incluso entonces era muy difícil caminar por la
nieve. Resbalé y me caí, pero la nieve amortiguó la caída.
El pastor hizo una pausa y miró a Ingileif con sus ojos oscuros y profundos.

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—Cuando encontré a tu padre seguía vivo, pero inconsciente. Se había dado un
golpe en la cabeza. Me quité el abrigo para mantenerlo caliente y me fui corriendo a
buscar ayuda. Bueno, lo de «corriendo» es una palabra poco adecuada en mitad de
aquella tormenta de nieve. Debería haber ido más despacio: me perdí. Hasta que cesó
la tormenta no pude ver una granja a lo lejos. Hacía mucho frío. Recuerda que había
dejado mi abrigo con tu padre.
—¿Era la granja de Álfabrekka?
—Así es. Había dos granjeros allí, un padre y su hijo, y los dos volvieron
conmigo para buscar a Ásgrímur mientras la mujer del granjero llamaba al equipo de
rescate. Cuando llegamos hasta tu padre, ya estaba muerto. —El pastor sacudió la
cabeza—. Cuando el equipo de rescate llegó por fin, dijeron que llevaba muerto un
tiempo, pero aun así sigo pensando que ojalá no me hubiese perdido en mitad de la
tormenta.
—¿Encontró la policía pruebas de que la muerte del doctor no era accidental? —
preguntó Magnus.
—¡Claro que no! —protestó el pastor con voz atronadora—. Puede comprobar el
expediente. Nunca hubo duda alguna al respecto. —El pastor fulminó con la mirada a
Magnus conminándolo a que creyera lo que había dicho. Magnus no se estremeció. Él
mismo decidiría qué es lo que tenía que pensar.
Empezaba a comprender a qué se refería Ingileif cuando dijo que el pastor daba
miedo. Aquel hombre tenía un aura de poder que llegaba hasta Magnus, exhortándolo
a someterse a su voluntad.
Era un poder ante el que Magnus estaba decidido a resistirse.
—¿Continuaste buscando el anillo tras la muerte de mi padre? —preguntó
Ingileif.
El pastor la miró y se relajó un poco.
—No. Dejé todo aquello. Debo confesar que fue divertido trabajar en aquel
galimatías con tu padre, pero una vez que murió, perdí todo el interés en el anillo. Y
en la saga.
Magnus echó un vistazo a las paredes. Había tres grabados distintos de un volcán
en erupción. El Hekla.
—¿Y qué explicación tiene para esto?
—He elaborado un estudio bastante extenso sobre el papel del diablo en la
historia eclesiástica islandesa —le explicó Hákon—. El Hekla era conocido en toda
Europa como la boca del infierno. Como puede imaginar, eso me intrigaba. —Hizo
una pausa—. Debo admitir que, desde ese punto de vista, La saga de Gaukur es muy
interesante. Por lo que sé, en ella se hace la mención más antigua al Hekla con ese
rol. Y también al primer ascenso registrado a la montaña. Hasta ahora pensábamos
que nadie se había atrevido a escalar el Hekla hasta 1750. Pero, por supuesto, Ísildur
y Gaukur ya lo escalaron antes de la gran erupción del año 1104, así que puede que
por aquel entonces no causara tanto miedo.

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—Usted habló con mi compañera hace unos días sobre una visita que le hizo el
profesor Agnar Haraldsson aquí —dijo Magnus.
—Así es.
—¿Y le contó a ella sobre qué quería hablar con usted?
El pastor sonrió y alrededor de sus ojos aparecieron un montón de arrugas.
—Bueno, no fui del todo sincero con su compañera. Me tomo muy en serio las
confidencias de mis feligreses. —Miró fijamente a Ingileif.
—¿Y de qué habló realmente Agnar con usted?
—De La saga de Gaukur, claro. Y del anillo. —El pastor se mesó la barba—. Me
contó que Ingileif le había pedido que representara a su familia en la venta de la saga.
—Miró con el ceño fruncido a Ingileif—. Tengo que admitir que aquello me
sorprendió bastante. Después de todos los años en los que la familia ha conseguido
mantener la saga en secreto. Incluso siglos.
Ingileif se ruborizó tras la amonestación del pastor.
—No creo que le corresponda a usted juzgar eso —dijo Magnus—. De hecho,
debería haberle contado a mi compañera la verdad desde el principio. Le habría
ahorrado mucho tiempo a un montón de gente.
—Ásgrímur era muy buen amigo mío —se defendió Hákon con severidad—. Sé
que él habría querido que lo hiciera así.
—Lo que usted hizo fue obstruir la investigación de un asesinato —lo reprendió
Magnus—. Y bien, ¿tenía Agnar alguna pregunta específica para usted?
—Ingileif acababa de descubrir la carta que su abuelo recibió de Tolkien en la que
hacía referencia al descubrimiento del anillo. Agnar vino directamente aquí para
hacerme las mismas preguntas que usted me acaba de hacer. Tuve la enorme
impresión de que quería buscarlo él mismo. Por supuesto, yo no pude ayudarlo.
—¿Cómo se comportó? —preguntó Magnus.
—Agitado. Excitado. Agresivo en sus preguntas.
—¿Le contó usted algo que no nos haya contado a nosotros?
—Absolutamente no.
Magnus hizo una pausa para examinar al pastor. Pero aquel hombre no iba a decir
nada más.
—¿Sabe? Al día siguiente de verlo a usted, Agnar envió un mensaje en el que
daba a entender que sabía dónde se encontraba el anillo.
—Pues la verdad es que no parecía saberlo cuando yo lo vi.
—¿Le contó usted dónde lo buscó aquel día de 1992?
—No. Me lo preguntó, pero le dije que no era capaz de recordarlo. Pero sí que
puedo, por supuesto.
Ingileif le enseñó al pastor el mapa que había encontrado entre los papeles de su
padre.
—¿Es este el lugar?
Hákon lo miró detenidamente.

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—Sí, ese es. Y ahí está la granja, Álfabrekka. Supongo que podría haberle dicho a
Agnar dónde estaba y hacer que perdiera el tiempo. Estoy seguro de que el anillo no
está allí. Al menos, no lo estaba hace diecisiete años y dudo que haya llegado allí
después.
—¿Está seguro de que no estaba allí? —preguntó Magnus—. Me pregunto si
Agnar descubrió las claves de su ubicación en algún otro sitio y encontró algo que
usted no vio.
—Estoy completamente seguro —contestó Hákon—. Créame. Ásgrímur y yo
raspamos cada centímetro de aquella cueva y no era muy grande.
—¿Su hijo sabía algo de todo esto? —volvió a preguntar Magnus.
—¿Tómas? No lo creo. En aquella época tenía… ¿qué? ¿Trece años? No le hablé
de la saga ni del anillo ni entonces ni después. ¿Y tú, Ingileif?
—No —contestó ella.
—Entonces, ¿por qué estuvo hablando con Agnar el día en que murió? —dijo
Magnus.
Hákon negó con la cabeza.
—No lo sé. No tenía ni idea de que se conocieran.
—Una coincidencia interesante, ¿no cree?
Hákon se encogió de hombros.
—Puede. Supongo que sí. —Luego se inclinó hacia delante y miró a Magnus—.
Mi hijo no es ningún asesino, joven. Recuérdelo.

* * *

—Dios, ese hombre me da escalofríos —dijo Ingileif mientras volvían en el coche


hacia Reikiavik.
—¿Siempre fue así?
—Siempre fue raro. Nosotros no íbamos mucho a la iglesia, pero cuando lo
hacíamos, sus sermones siempre me ponían los pelos de punta. Mucho fuego y
azufre, y el diablo detrás de cada piedra. Como podrás imaginar, escuchar ese tipo de
cosas cuando estás sentada en la iglesia de Hruni es bastante aterrador para un niño.
—Se rio—. Recuerdo que un lunes por la mañana, después de uno de sus servicios,
devolví la horquilla para el pelo que había «tomado prestada» de la niña que se
sentaba a mi lado en clase. Estaba muy asustada porque me fuera a tragar la tierra o
me cayera encima un rayo.
—Puedo imaginármelo.
—Y bien, señor detective, ¿estaba diciendo la verdad?
—No lo creo. Sabemos que le mintió a Vigdís con respecto a Agnar. Estoy
bastante seguro de que ha mentido en cuanto a Tómas. Debe haberle hablado de la
saga y del anillo. ¿Por qué si no iba a ir Tómas a hablar con Agnar? Me alegro de
haber conseguido que lo niegue. Una mala decisión por su parte.

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—¿Por qué?
—Porque cuando consiga que Tómas admita que su padre le habló de la saga,
habremos pillado a Hákon en otra mentira. A partir de ahí se esforzará por dar sentido
a su historia. ¿Qué te ha parecido a ti?
—Yo creo que mató a mi padre. Y creo que tiene el anillo. ¿No podrías registrar
su casa?
—Necesitaríamos una orden de registro.
—¿Vas a pedirla?
—Es posible. —A Magnus le habría encantado. Pero tendría que convencer a
Baldur y eso no era fácil. No hasta que hubiera conseguido echar por tierra la historia
de Tómas. Estaba deseando volver a la comisaría para interrogarlo.
—¿Podemos pasarnos por aquella granja a la que el reverendo Hákon fue a pedir
ayuda? —le pidió Ingileif—. Puede que haya alguien allí que recuerde algo.
Magnus vaciló.
—Por favor, Magnus. Ya sabes lo importante que es para mí.
—¿Cómo se llamaba la granja? ¿Álfabrekka? Nos la mostró en el mapa.
—Exacto. Tendríamos que subir por el Thjórsárdalur.
—Pero para eso tenemos que desviarnos cincuenta kilómetros y luego volver.
—Por lo menos.
Magnus sabía que debía hablarle a Baldur de su entrevista con Hákon cuanto
antes. Y quería hacerlo en persona mejor que por teléfono para así poder enfrentarse a
Tómas.
Miró a Ingileif. Era cierto. Sabía lo importante que era para ella la muerte de su
padre.
—De acuerdo —dijo suspirando—. Saca el mapa y dime por dónde tenemos que
ir.

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28
Cuando el avión inició su descenso hacia el aeropuerto de Keflavík, Diego se pasó la
lengua por los labios. Estaba nervioso. No era por el aterrizaje, estaba deseando que
llegara ese momento. No era por el vuelo, había subido ya a muchos aviones. Pero
nunca antes había estado en Europa. Podría habérselas arreglado en España y puede
que en Italia. Pero ¿en Islandia?
Por lo poco que había podido saber, se trataba de un país raro.
Esperaba ver nieve y hielo, esquimales e iglús. Probablemente aguantaría el frío.
Desde los quince años había vivido en la ciudad de Lawrence, a unos treinta
kilómetros al norte de Boston. Hacía bastante frío allí en invierno.
El frío había constituido un fuerte impacto cuando llegó a los Estados Unidos a
los siete años. Su familia era de la ciudad de San Francisco de Macorís, en la
República Dominicana. Habían cruzado el Paso de Mona hasta Puerto Rico en barca
y con unos falsos documentos de identificación que compraron allí volaron hasta
Nueva York. Pasaron varios años en Washington Heights, en el norte de Manhattan,
donde su padre se ganaba la vida pasando droga. Lo arrestaron, fue a la cárcel y
murió allí diez años después. Su madre se llevó a Diego y a sus dos hermanas a
Lawrence, donde vivía su prima.
Allí Diego había comenzado su carrera en el mundo de la droga ocupándose de la
logística, antes de encargarse de realizar tareas más desagradables, las cuales se le
daban bastante bien. No era tan gratuitamente violento como otros matones de Soto.
Era listo y, a menudo, eso tenía más importancia. Era realmente quien mejor podía
encargarse de ir a buscar a un policía de Boston entre un montón de esquimales para
eliminarlo.
Aterrizó y salió del avión poco después. El control de inmigración no supuso
ningún problema. El oficial echó un vistazo rápido al falso pasaporte estadounidense
de Diego y lo selló. Después, en la sala de llegadas, buscó el letrero con el nombre de
«Señor Roberts». El tipo que lo sostenía era bajo y fornido, con pelo castaño cortado
al rape y lo que parecía cierto acento ruso, aunque, en realidad, era lituano. Condujo a
Diego hasta el aparcamiento y hasta un todoterreno Nissan.
Habían tenido poco tiempo para preparar el viaje de Diego, pero Soto se había
ocupado de informarse a través de sus proveedores a gran escala de quiénes eran los
tipos más importantes en el mundo de la droga en Islandia y presentarse ante ellos.
Eran de Lituania, una especie de país de Rusia, y lo iban a ayudar.
Echó un vistazo al paisaje negro. No había nieve. Y tampoco iglús. Ni siquiera
había un maldito árbol. Aquel lugar le puso los pelos de punta.
Y más o menos media hora después de viajar en coche, se detuvieron en el
aparcamiento de un Taco Bell. Qué bien. Diego había insistido en que quería un
burrito, aunque era temprano. Cuando volvió al coche, había otro hombre
esperándole en el asiento trasero. De unos treinta años, también con el pelo rapado y

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ojos azules y pequeños.
—Me llamo Lukas —dijo, presentándose con un fuerte acento que no era como el
ruso que Diego había oído en Boston.
—Joe —contestó Diego, dándole la mano.
—Bienvenido a Islandia.
—¿Tienes la pipa?
Lukas vaciló y, a continuación, sacó una Walter PPK de un bolso negro. Diego la
examinó. Parecía una PPK/S, pero tenía una terminación en acero azul. Un modelo
europeo, quizá. No estaba en buenas condiciones. El número de serie había sido
borrado. No era un revólver, pero aquella tarea consistiría en soltar un par de tiros y
salir corriendo.
—Ten cuidado con esto —dijo el lituano—. No hay revólveres en Islandia. Este
lo compraron en Ámsterdam y lo introdujeron aquí de contrabando.
—Aparte de los policías. ¿Tienen pistolas, no?
—Los policías tampoco llevan pistola. Excepto en el aeropuerto.
Diego sonrió.
—¡Qué guay, tío! ¿Y la munición?
Lukas se la entregó.
—¿Y para escapar?
Lukas metió la mano en el bolso y sacó un teléfono móvil.
—Toma esto. El primer nombre de la lista de contactos es Karl. Llámalo cuando
quieras salir. Si eres tú, di: «¿Puedo hablar con Óskar?». ¿Entendido? De lo contrario,
pensaremos que la policía te ha pillado y estarás solo.
—¿Qué ocurrirá después?
—Te buscaremos un coche y te sacaremos de Islandia.
—¿Será rápido?
—Será muy rápido. Confía en mí. No queremos que te cojan. Y si lo hacen, no les
digas que te hemos ayudado. No queremos entrar en guerra con la policía.
—Entendido —dijo Diego—. ¿Y dónde puedo encontrar a Magnus Jonson?
—¿Sabes cómo es físicamente?
—Sí.
—Entonces, te aconsejo que te des un paseo por la puerta de la comisaría de
policía hasta que lo veas.
—Estupendo. ¿Puedes hacer alguna pregunta más por mí, tío? Para saber dónde
vive.
—No —contestó Lukas—. Si disparas a un policía en las calles de Reikiavik, se
liará una gorda. Muy gorda. Si saben que hemos estado preguntando por un policía,
tendremos grandes problemas. ¿Lo entiendes?
—Supongo que sí —respondió Diego.
—Bien, ahora te llevamos a tu hotel y después vas a un pequeño aeropuerto del
centro de la ciudad para alquilar un coche. Hay una estación de autobuses enfrente de

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la comisaría de policía. Te sugiero que vayas allí a vigilar.

* * *

Árni estaba agotado. Era sorprendente lo cansado que podía ser estar sentado en un
sitio tanto tiempo. Se alegraba mucho de estar de vuelta en Islandia, aunque su reloj
biológico estaba completamente confuso.
Había deseado de verdad poder entrevistar a Ísildur. Había planeado todo tipo de
estrategias inteligentes para obligarle a señalar a Steve Jubb como el asesino. Y había
esperado poder ver un poco de California: el viaje hasta el condado de Trinity
prometía ser espectacular. Incluso podría haber llegado a ver alguna secuoya gigante.
Al final, ni siquiera había entrado en San Francisco, y pasó la noche en un Holiday
Inn del aeropuerto organizando el vuelo de vuelta a la mañana siguiente vía Toronto.
Nunca antes había estado en Canadá. No le impresionó.
Lo único bueno era que estaba devorando El señor de los anillos. Iba por la
página seiscientos cincuenta y siete, y siguiendo. Era un libro estupendo. Y aún más
interesante tras haber leído La saga de Gaukur.
El aeropuerto de Keflavík estaba abarrotado de gente. Todos los vuelos de
América del Norte llegaban a Islandia a la misma hora. Árni no les hizo ningún caso
a sus compatriotas que se abastecían en la tienda libre de impuestos y fue directo al
control de inmigración y a aduanas. Cuando atravesó la puerta para acceder a la
explanada principal, vio a un hombre al que reconoció. Andrius Juska, bajito, fornido
y con el pelo corto, un soldado raso de una de las bandas lituanas que vendían
anfetaminas en Reikiavik. Árni lo reconoció porque lo había seguido durante tres días
un par de meses antes, mientras echaba una mano a la Brigada de Narcóticos.
La «prensa amarilla», que era como en Islandia se denominaba a sus periódicos
más conocidos, estaba obsesionada con los narcotraficantes lituanos y los veía por
todos lados. Lo cierto era que la mayor parte de las drogas de Islandia era vendida por
islandeses. Pero el inspector jefe de la policía estaba especialmente preocupado por la
posible propagación que en un futuro podrían tener las bandas extranjeras del
narcotráfico, siendo los principales candidatos las pandillas de moteros escandinavos
y los lituanos. Hasta ahora no había indicio alguno de bandas latinas ni rusas, pero la
policía estaba alerta por si los veía.
Juska sostenía un letrero de bienvenida para un tal señor Roberts. Árni aminoró el
paso. Mientras lo hacía, un hombre delgado de piel morena se acercó al lituano. Por
la reticencia con que se saludaron, estaba claro que no se conocían de antes.
Árni dejó que la bolsa se le resbalara entre los dedos y, a continuación, se
arrodilló para recogerla. Los dos hombres hablaban en inglés, el acento del lituano
era fuerte y el del otro hombre era americano. No utilizaba un lenguaje formal, sino
de la calle. Árni lo observó bien. Aquel hombre tenía unos treinta años, llevaba una
chaqueta de cuero negra y parecía saber desenvolverse. Estaba bastante claro que no

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parecía el típico turista americano que llega a Islandia.
Interesante.

* * *

Battle of Evermore resonaba en todo el estudio mientras Hákon estaba sentado en su


sillón con los ojos cerrados. Tenía el anillo en el dedo mientras la música de Led
Zeppelin le inundaba.
Estaba excitado. Cuanto más lo pensaba, más claro tenía cuál era su papel en los
planes del anillo. Por desgracia, no era él la persona a través de la cual el anillo daría
rienda suelta a su poder sobre el mundo. Pero sí había sido elegido para ser el
catalizador por el cual el anillo escaparía de su estancia durante mil años en los
páramos islandeses y volvería de nuevo a ser el centro del mundo de los hombres.
En efecto, un papel muy importante.
El asesinato de Agnar y el arresto de Tómas no eran cosas que ocurrieran todos
los días. La policía se estaba acercando, pero eso ya no le preocupaba demasiado al
pastor. Estaba predestinado.
Escuchó la evocadora mandolina: Waiting for the angels of Avalon. Sus
pensamientos volvieron a la pregunta de quién sería el elegido para llevar el anillo
después de él. ¿Quizá Tómas? Cada vez que lo pensaba le parecía menos probable.
¿Ingileif? No. Aunque siempre había sido una chica tenaz, era la última persona que
podía imaginar que terminara corrompiéndose. ¿El detective grandullón y pelirrojo?
Posiblemente. Tenía acento americano y transmitía un aura de poder y competencia.
Por un momento, Hákon se preguntó si debería darle ya el anillo al policía. Pero
no. Carecía del valor para hacerlo.
Cuando hubo terminado, volvió a mirar el anillo. ¿Debería dejarlo de nuevo en el
altar o llevarlo con él?
Los sucesos iban ocupando su lugar.
Apagó el equipo de música, cogió el abrigo y salió al garaje con el anillo sujeto
fuertemente a su dedo.

* * *

A pocos kilómetros al sur de Flúdir, Magnus e Ingileif llegaron al inmenso Thjórsá.


Se trataba del río más largo de Islandia y arrastraba torrencialmente un agua de color
verde blanquecino desde los glaciares del sur del país hacia el océano Atlántico.
Giraron a la izquierda siguiendo la carretera por el valle hacia la antigua granja de
Gaukur en Stöng.
El río brillaba bajo la luz del sol. A la izquierda, algunas granjas desperdigadas y,
de vez en cuando, una iglesia resguardada bajo un peñasco, muchos de ellos aún

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cubiertos de nieve. Más adelante, a la derecha, surgía imponente el Hekla. Aquella
mañana, su cima estaba cubierta por las nubes, más oscuras que las nubes blancas que
se repartían por el resto del pálido cielo.
Siguiendo las instrucciones de Ingileif, Magnus tomó un desvío y continuó por un
camino sucio serpenteando entre las colinas hasta llegar a un pequeño valle. El Skoda
que le había asignado la policía se esforzaba por mantener la tracción. El camino
estaba en muy malas condiciones y, en ocasiones, era muy empinado. Después de
avanzar traqueteando durante ocho kilómetros, por fin llegaron a una pequeña granja
blanca con tejado rojo situada en la ladera, en el extremo del mismo valle. Por debajo
de la granja, la típica pradera verde y exuberante se extendía hasta un tumultuoso
arroyo. El resto de la hierba del valle aparecía de color marrón y sin brillo en las
zonas que ya no estaban cubiertas de nieve.
Álfabrekka.
—Qué bellas son estas pendientes —dijo Ingileif.
Magnus sonrió al reconocer la cita de La saga de Njál. Y la terminó: «Más de lo
que nunca antes me lo habían parecido».
Cuando entraron en el corral, un hombre delgado y vivaz de unos cincuenta y
cinco años se acercó a ellos vestido con un mono azul.
—¡Buenos días! —los saludó con una amplia sonrisa y el cuerpo casi temblando
ante la emoción de recibir visita—. ¿En qué les puedo ayudar?
Sus ojos de un vivo color azul brillaban en su rostro pálido y arrugado. Unos
mechones de pelo canoso sobresalían por debajo de su gorro de lana.
Ingileif tomó la iniciativa presentándose a ella y a Magnus.
—Mi padre era el doctor Ásgrímur Högnasson. Quizá lo recuerde. Murió cerca de
aquí en 1992.
—Ah, sí. Claro que me acuerdo de aquello —contestó el granjero—. Le doy mi
pésame, aunque hayan pasado tantos años. Pero no nos quedemos aquí. ¡Entren a
tomar un café!
En el interior, el padre y la madre del granjero los saludaron. El padre, un hombre
increíblemente arrugado, se removió en su cómodo sillón, mientras que la madre se
ocupaba del café y los pasteles. Una estufa calentaba la sala de estar, que estaba
abarrotada de adornos islandeses, entre los que había, al menos, cuatro banderas de
Islandia en miniatura.
Y una enorme pantalla de televisión de alta definición. Solo para recordarles que
realmente se encontraban en Islandia.
El granjero más joven que los había saludado era el más locuaz de los tres. Se
llamaba Adalsteinn. Y antes de que pudieran hacerle ninguna pregunta, les habló de
sus padres, de que él estaba soltero, que la granja había pertenecido a su familia
durante varias generaciones y, sobre todo, de que la agricultura hoy día era dura, muy
dura.
El café estaba delicioso, al igual que los pasteles.

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—Adalsteinn, quizá pueda contarme lo que ocurrió el día que encontró a mi padre
—lo interrumpió Ingileif.
Adalsteinn se lanzó a hacer una larga descripción de cómo un pastor aterido de
frío había llegado a su puerta y cómo él y su padre lo habían seguido de vuelta al
lugar donde Ásgrímur se había caído. Definitivamente, el doctor estaba muerto y muy
frío. No había indicios de lucha ni de que se tratara de un crimen, estaba bastante
claro desde dónde había caído. La policía no le hizo ninguna pregunta en especial que
indicara que sospechaban de algo que no fuera un accidente.
Durante todo ese rato, la madre del granjero hizo algunas apreciaciones muy
útiles y corrigió algunos detalles erróneos, pero el viejo permaneció sentado en su
sillón en silencio, observando y escuchando.
Magnus e Ingileif se pusieron de pie y estaban a punto de marcharse cuando
habló por primera vez:
—Háblales del hombre oculto, Steini.
—¿El hombre oculto? —Magnus miró directamente al viejo y, después, al
granjero más joven.
—Lo haré, padre. Se lo contaré fuera.
Adalsteinn condujo a Magnus y a Ingileif al corral.
—¿Qué hombre oculto? —preguntó Magnus.
—Mi padre lleva viendo huldufólks toda su vida —le explicó Adalsteinn—.
Según dice, hay unos cuantos que viven por aquí. Lo han hecho durante
generaciones. Ya sabe a qué me refiero. —Su amable rostro examinaba el de Magnus
buscando algún atisbo de desprecio.
—Sé a qué se refiere —dijo Magnus. Al fin y al cabo, Álfabrekka quería decir
«ladera del elfo». En Islandia había cierto debate sobre las diferencias exactas entre
los elfos y los seres ocultos. Pero probablemente aquel lugar estaba repleto de ambas
razas. ¿Qué podía esperar?—. Continúe.
—Pues él dice que vio a un hombre oculto joven corriendo a toda prisa por el otro
lado del valle una hora antes de que llegara el pastor.
—¿Un hombre oculto? ¿Cómo sabe que no se trataba de un ser humano?
—Bueno, mi madre y él llegaron a la conclusión de que era un hombre oculto,
porque el pastor llevaba un anillo de oro antiguo.
—¿Un anillo?
—Sí. Yo no lo vi, pero ellos le quitaron los guantes para calentarle las manos y
vieron que lo llevaba puesto.
—¿Y qué tiene que ver eso con los seres ocultos?
Adalsteinn respiró hondo.
—Hay una antigua leyenda de esta zona sobre un anillo de bodas. Thorgerd, la
hija del granjero de Álfabrekka, estaba cuidando a su rebaño por los pastos de las
montañas cuando se le acercó un hombre oculto atractivo y joven. Se la llevó y se
casó con ella. El granjero estaba furioso, buscó a Thorgerd y la mató. Después, fue en

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busca del hombre oculto. Este escondió el anillo de bodas en una cueva vigilada por
el perro de un trol. El granjero fue en busca del anillo, pero el trol lo mató y se lo
comió. Después, hubo una gran erupción del Hekla y la granja quedó enterrada por
las cenizas.
Magnus se quedó impresionado por cómo se había destrozado La saga de Gaukur
con el paso de las generaciones. Sin embargo, los componentes básicos seguían ahí:
el anillo, la cueva y el perro del trol.
—¿Así que su padre cree que aquel hombre oculto buscaba al pastor?
—Algo así.
—¿Y usted qué piensa?
El granjero se encogió de hombros.
—No lo sé. Se lo contó a la policía, pero no le hicieron caso alguno. Nadie más
había visto a ningún hombre joven por las colinas. No había motivo alguno para que
un joven saliera en mitad de una tormenta de nieve. No lo sé.
—¿Le importa si volvemos y le preguntamos a su padre sobre aquel hombre
oculto?
—Adelante —contestó el granjero.
El viejo seguía en su sillón mientras su mujer lavaba las tazas del café.
—Su hijo me ha contado que el pastor llevaba un anillo.
—Ah, sí —contestó la esposa del anciano.
—¿Qué tipo de anillo?
—Era oscuro, estaba sucio, pero se podía ver que bajo la suciedad había oro.
Debía de ser muy antiguo.
—Era el anillo de bodas del hombre oculto —dijo el viejo—. Por eso mataron a
su amigo. Había robado el anillo de bodas del hombre oculto. ¡Qué estúpido! ¿Qué
esperaba? Me sorprende que no mataran también al pastor, aunque estaba medio
muerto cuando llamó a nuestra puerta.
—¿Vio usted al hombre oculto con claridad? —le preguntó Magnus.
—No. Estaba nevando. En realidad, solo lo vislumbré.
—Pero está seguro de que era joven.
—Sí, por la forma en que se movía.
Magnus miró de reojo a Ingileif.
—¿Podía tener unos trece años?
—No —contestó el viejo—. Era más alto que eso. Además, recuerde que estaba
casado. A los trece años se es muy joven para que un hombre oculto se case, incluso
en aquella época. —Miró fijamente a Magnus con una expresión de absoluta certeza.

* * *

—Tómas era alto a los trece años, uno de los más altos de la clase dijo Ingileif.
Probablemente medía un metro setenta y cinco, más o menos.

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Conducían a gran velocidad por el Thjórsárdalur de vuelta a Reikiavik.
—Entonces pudo haber estado allí con ellos ese día —corroboró Magnus.
—No era de esperar que la policía lo descubriera, ¿no?
—Probablemente no —dijo Magnus—. Policía rural. No había motivo alguno
para pensar que se había cometido un asesinato. Buscaré el expediente. Posiblemente
se encuentre en la comisaría de Selfoss.
—¡Sabía que Hákon tenía el anillo!
—La verdad es que parece que así es. Aunque aún me cuesta creer que el anillo
exista de verdad.
—¡Pero los granjeros lo vieron en su dedo!
—Sí, justo antes de ver a un elfo.
—Bueno, no me importa lo que opines. Yo creo que Hákon mató a mi padre y
cogió el anillo. Tuvo que ser así.
—A menos que fuera Tómas el que lo mató.
—Solo tenía trece años —protestó Ingileif—. No era de ese tipo de niños. Pero
Hákon…
—En fin, si Tómas no mató a tu padre, pudo haber sido testigo de su muerte.
Parece que voy a tener que hablar con él de muchas cosas.
—¿Podemos volver a Hruni y registrar la casa de Hákon?
—Necesitamos una orden de registro. Sobre todo, si vamos a buscar pruebas que
queremos utilizar en un juicio, lo cual es posible. Por eso tengo que volver a
Reikiavik.
Iban bastante deprisa. La superficie de la carretera que avanzaba junto al río era
excelente, pero había algunas curvas. Magnus aumentó la velocidad al subir por una
pequeña colina y casi chocó con un BMW todoterreno que venía hacia él en dirección
contraria.
—Hemos estado a punto. —Miró de reojo para ver la reacción de Ingileif ante su
forma de conducir.
Iba muy erguida en su asiento con el ceño fruncido débilmente.
Sonó su teléfono. Contestó de inmediato, miró a Magnus y masculló un «Já» dos
o tres veces y colgó.
—¿Quién era? —preguntó él.
—De la galería —contestó Ingileif.

* * *

Magnus llevó a Ingileif directamente a su apartamento del distrito 101.


—¿Te veo esta noche? —preguntó ella mientras salía del coche—. Podría
prepararte la cena —propuso, sonriendo.
—No lo sé —respondió Magnus—. Tengo que trabajar hasta tarde en el caso.
—No me importa. Podemos cenar tarde. Estaré deseando saber cómo va todo. Y

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bueno… —vaciló ruborizándose—. Estaría bien verte.
—No sé, Ingileif.
—¿Qué? Magnús, ¿qué pasa?
—Hay una chica de Boston.
—¡Pero te pregunté si había alguna chica! Me dijiste que no.
—No la hay. —Magnus trató de ordenar sus pensamientos—. Es una antigua
novia. Definitivamente, una antigua novia.
—¿Y entonces?
—Pues… —Magnus no sabía qué decir. Ingileif estaba de pie en la acera
mirándolo. La sonrisa de ella había desaparecido.
—¿Y bien?
—¿Soy como Lárus?
—¡Qué!
—Me refiero a si no soy más que… ya sabes, alguien a quien ir a ver cuando te
apetezca…
—¿Cuando me apetezca follar? ¿Es eso lo que tratas de decir?
Magnus dejó escapar un suspiro.
—No sé qué es lo que estoy tratando de decir.
—Mira, Magnús. Vas a volver a los Estados Unidos en los próximos días. Me
gustaría pasar el mayor tiempo posible contigo antes de que te vayas. Es sencillo. Si
eso te supone algún tipo de problema, dímelo y no perderé el tiempo. ¿Te supone
algún problema?
—Yo…
—No te molestes en contestar, porque, ahora que lo pienso, puede que a mí sí me
suponga un problema. —Se dio la vuelta.
—¡Ingileif!
—Los hombres son unos gilipollas —murmuró airadamente mientras volvía a su
apartamento.

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29
—¡Otro jodido elfo!
Baldur miraba a Magnus sin dar crédito. Magnus lo había sacado de la sala de
interrogatorios donde aún seguía trabajando con Tómas. No le hizo gracia que lo
interrumpieran, pero a regañadientes condujo a Magnus a su despacho. Escuchó
atentamente cómo Magnus le contaba su entrevista con el reverendo Hákon y con los
granjeros, pero empezó a impacientarse cuando Magnus le contó la historia del viejo
sobre troles y anillos y el hombre oculto al que había visto.
—¡Se supone que soy el más anticuado de aquí y, sin embargo, tengo que
escuchar esta tontería del elfo y el trol!
—Obviamente, no se trataba de un elfo —se explicó Magnus. Era Tómas. Era
alto a los trece años de edad.
—¿Y el anillo? ¿Está tratando de decirme que el pastor llevaba un anillo antiguo
que perteneció a Odín, a Thor o a alguien por el estilo?
—No sé si el anillo es auténtico —contestó Magnus. Y francamente, no me
importa. La cuestión es que hace diecisiete años un pequeño grupo de personas sí
pensaba que era importante. Lo suficiente como para matar por ello.
—Ah, así que ahora vamos a resolver otro crimen, ¿no? Una muerte de 1992.
Solo que no fue un crimen, sino un accidente. Hubo una investigación. Sabemos que
fue un accidente.
Magnus apoyó la espalda en la silla.
—Déjeme hablar con Tómas.
—No.
—Hablé con su padre.
Baldur negó con la cabeza.
—Vigdís debió darse cuenta de que eran padre e hijo.
—El de Hákon es un nombre bastante corriente —la excusó Magnus—. Debemos
haber entrevistado a docenas de testigos. Apuesto a que al menos cinco de ellos
tienen un nombre igual que el apellido de otro. Ella no sabía que Tómas había pasado
su infancia en Flúdir, así que no había una relación evidente.
—Debió comprobarlo —insistió Baldur.
Puede que el inspector tuviera razón, pero Magnus no quería hacer hincapié en
ello.
—Puedo decirle a Tómas que los granjeros lo vieron en la tormenta de nieve.
Puedo convencerle de que sabemos que estaba allí.
—He dicho que no.
Se quedaron en silencio, mirándose el uno al otro. Entonces Magnus sonrió.
—Sé que usted y yo no hemos tenido un buen comienzo.
—No le quepa duda.
—Pero concédame solo veinte minutos. Usted puede estar también. Sabrá si

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hacemos algún progreso, si hay alguna brecha. Si no consigo nada, habremos perdido
veinte minutos. Nada más.
Las comisuras de los labios de Baldur apuntaban hacia abajo y el escepticismo se
podía ver en todo su alargado rostro. Pero estaba escuchando.
Respiró hondo.
—De acuerdo —dijo—. Veinte minutos. Vamos.

* * *

Tómas Hákonarson parecía agotado, al igual que su abogada, una mujer tímida de
unos treinta años.
Baldur les presentó a Magnus. Tómas lo examinó con ojos cansados.
—No se preocupe, no quiero hablar con usted sobre Agnar —empezó diciendo
Magnus.
—Bien —respondió Tómas.
—Es de otro asesinato del que quiero hablar con usted. Uno que tuvo lugar hace
diecisiete años.
Tómas se espabiló de repente y miró fijamente a Magnus.
—¿Sabe de qué asesinato le hablo?
Tómas se quedó inmóvil. Magnus notó que no se atrevía a hablar. Un buen
síntoma.
—Eso es —dijo—. El doctor Ásgrímur. Hace diecisiete años su padre empujó al
doctor Ásgrímur por un precipicio. Y usted fue testigo de ello.
Tómas tragó saliva.
—No sé de qué está hablando.
—Acabo de volver de Hruni, donde me he entrevistado con su padre. Y fui a
Álfabrekka para hablar con los granjeros que lo ayudaron a volver en busca del
doctor. Ellos lo vieron a usted.
—Imposible.
—Vieron a un niño de trece años escabullándose cerca de su granja en mitad de la
nieve.
Tómas torció el gesto.
—No era yo.
—¿De verdad?
—Además, ¿por qué iba mi padre a matar al doctor? Eran amigos.
Magnus sonrió.
—El anillo.
—¿Qué anillo?
—El anillo sobre el que fue a hablar con el profesor Agnar.
—No tengo ni idea de qué me habla.
Magnus se inclinó hacia delante. Habló con voz baja y apremiante, apenas algo

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más que un susurro.
—¿Sabe? Los granjeros vieron que su padre llevaba un anillo antiguo. Sabemos
que su padre empujó al doctor Ásgrímur por un precipicio y cogió el anillo. Usted lo
presenció y salió corriendo.
—¿Él lo ha admitido? —preguntó Tómas.
Magnus pudo ver que en el mismo momento en que formulaba la pregunta,
Tómas se arrepentía de haberla hecho, así como de su implicación de que había algo
que admitir.
—Lo hará. Vamos a arrestarle enseguida.
Hizo una pausa y observó cómo Tómas jugueteaba con la taza de café vacía que
tenía delante de él.
—Díganos la verdad, Tómas. Puede dejar de proteger a su padre Es demasiado
tarde para eso.
Tómas miró a su abogada, que escuchaba atentamente.
—De acuerdo.
—Cuénteme —dijo Magnus.
Tómas respiró hondo.
—Yo no estaba allí —explicó—. No sé a quién vio su granjero, pero no fue a mí.
Magnus estuvo tentado de protestar, pero se contuvo. Era mejor conseguir que
Tómas contara toda su historia y ocuparse después de las brechas que en ella hubiera.
—Ni siquiera estoy seguro de si mi padre lo mató. De verdad que no. Pero sí sé
que tiene el anillo. El anillo de Gaukur.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Magnus.
—Él me lo dijo. Unos cinco años después, cuando yo tenía unos dieciocho. Me
dijo que estaba cuidando de él por mí. Me contó toda la historia del anillo, que era el
mismo anillo de Andvari de La saga de los volsungos, que Ísildur lo había traído de
vuelta a Islandia y que Gaukur había matado a su hermano por él y después lo había
escondido. Una vez me lo enseñó.
—Entonces, lo ha visto de verdad.
—Sí.
—¿Le contó cómo se hizo con él?
Tómas vaciló.
—Sí. Sí que lo hizo. Dijo que él y el doctor Ásgrímur lo habían encontrado aquel
fin de semana y que el doctor Ásgrímur lo llevaba puesto cuando se cayó por el
precipicio. Me dijo que lo había sacado del dedo del doctor Ásgrímur.
—¿Mientras estaba muriéndose en el fondo del precipicio?
Tómas se encogió de hombros.
—Supongo que sí. No lo sé. Fue en ese momento o cuando volvió a por él con los
granjeros y lo encontraron muerto. Pero imagino que habría sido bastante difícil
quitarle entonces el anillo.
—¿Eso no le indignó?

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—Claro que sí. —Tómas tragó saliva—. Mi padre fue siempre un poco raro. Pero
se volvió aún más tras la muerte del doctor. Yo le tenía miedo, me intimidaba. Aún
sigue haciéndolo, a decir verdad. Y…
—¿Sí?
—Bueno, no me extrañaría que hubiera hecho algo tan espantoso como sacar un
anillo del dedo de un moribundo.
—¿Y qué me dice de asesinar a ese hombre?
Tómas dudó. Magnus miró a la abogada de Tómas. Escuchaba con atención, pero
lo dejaba hablar. Por lo que a ella se refería, su cliente iba camino de su absolución.
Baldur también escuchaba atentamente, permitiendo que Magnus continuara con
aquello.
Tómas respiró hondo.
—Sí. También pudo matar al doctor.
—¿Admitió él que lo había hecho?
—No, para nada. Nunca.
—¿Pero usted sospecha que lo hizo?
—Al principio, no —respondió Tómas—. No se me había ocurrido. Siempre creí
a mi padre en todo. Pero luego aquella sospecha empezó a rondarme la cabeza.
Esperaba que no fuera verdad, pero no podía evitar preguntarme si mi padre había
empujado al doctor.
—¿Se lo dijo?
—No. Claro que no. —Estaba claro que lo último que Tómas haría sería
enfrentarse a su padre—. Pero un día oí algo por casualidad. Era mi padre hablando
con mi madre. Fue varios años después de que se separaran. Era la boda de Birna
Ásgrímsdóttir. Papá la oficiaba. Hablaban de lo desmejorada que estaba Birna. Mi
padre dijo algo como: «No es de extrañar, cuando han asesinado a su padre». No sé si
mi madre se dio cuenta. No dijo nada. Estoy seguro de que mi padre fue consciente
de que había cometido un error por el modo en que la miró de inmediato. Creo que no
sabía que yo estaba escuchando.
—Eso no es exactamente una prueba concluyente —observó Magnus.
—No —admitió Tómas.
Y sin duda, ese era el motivo por el que Tómas se lo había contado. Magnus
seguía sin estar convencido de que Tómas no hubiera estado allí y lo hubiera
presenciado todo. Pero volvería a ello más tarde.
—Muy bien, ¿y por qué visitó a Agnar?
—¿Puedo tomar un poco de agua? —preguntó Tómas.
Magnus asintió. Para sorpresa de Magnus, Baldur se dirigió a la puerta para
pedirla. Un minuto después, un oficial de la policía volvió con un vaso de plástico y
una jarra.
Tómas bebió agradecido. Ordenando sus pensamientos.
—Agnar se puso en contacto conmigo. Apenas nos conocíamos. Habíamos

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coincidido en fiestas y teníamos uno o dos amigos comunes, ya sabe cómo es esta
ciudad.
Magnus asintió.
—Nos reunimos en una cafetería.
—El café París —dijo Magnus, recordando su conversación con Katrín en la que
ella le contó que los había visto juntos.
Tómas torció el gesto sorprendido.
—Continúe —le ordenó Magnus.
—Agnar me contó que había conocido a un rico americano que quería comprar el
anillo de Gaukur. Yo me hice el tonto, pero Agnar siguió adelante. Dijo que acababa
de volver de Hruni, donde había hablado con mi padre. Dijo que aunque mi padre
negó que tuviera el anillo, Agnar estaba seguro de que mentía.
—¿Le contó por qué?
—Sí. Era ridículo. —Tómas sonrió—. Dijo que era porque mi padre parecía muy
joven para su edad. En La saga de Gaukur, el guerrero que tiene el anillo, Ulf no sé
qué, tiene en realidad noventa años, pero parece mucho más joven, y Agnar tenía la
teoría de que a mi padre le pasaba lo mismo, que no envejecía.
—Sé a lo que se refiere —dijo Magnus—. Es un poco raro.
—Lo sé. La cuestión es que me reí de él. Y eso era un problema, porque justo
entonces Agnar estuvo seguro de que yo sabía de qué me estaba hablando.
—Pero usted no llegó a admitirlo.
—No. Luego aseguró que mi padre debía de haber asesinado al doctor Ásgrímur.
Obviamente, yo le dije que eso no era cierto. Pero Agnar insistió. Parecía muy seguro
de lo que decía. Básicamente trataba de chantajearme. O chantajearnos.
—¿Cómo?
—Dijo que a menos que mi padre le vendiera el anillo, por el cual Agnar
prometió que pagaría un alto precio, iría a la policía y le contaría, les contaría a
ustedes lo del anillo y lo del asesinato del doctor Ásgrímur.
—¿Y qué hizo usted?
—Llamé a mi padre. Le conté lo que había dicho Agnar.
—¿Cómo se lo tomó?
—No se creyó nada. Los dos estábamos de acuerdo en lo absurdo de que Agnar
pensara que mi padre había asesinado al doctor Ásgrímur. Pero, por supuesto, mi
padre sabía que yo sabía que tenía el anillo. Dijo que debíamos poner a Agnar en
evidencia. Así que fui a buscarle. Primero fui a la universidad y luego un estudiante
me dijo que estaba en una casa del lago Thingvellir. Lo cierto es que yo conocía
aquella casa. Entrevisté allí al padre de Agnar hace unos años. ¿Sabe que fue ministro
del Gobierno?
Magnus asintió.
—Así que fui con el coche hasta el lago Thingvellir. Le dije a Agnar que mi padre
no tenía ni idea de lo que había dicho. Le recomendé que dejara de chantajearnos.

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—¿Se lo recomendó? ¿O lo amenazó? —preguntó Magnus.
—Se lo recomendé. Le hice saber que si continuaba con aquello, era casi seguro
que sus clientes no consiguieran el anillo. Casi le confesé que mi padre lo tenía.
—¿Qué contestó Agnar?
—Me miró durante unos momentos, pensativo. Luego me sugirió que si mi padre
se mostraba muy testarudo y no le cedía el anillo por las buenas, yo se lo robara para
entregárselo a él. De ese modo, yo evitaría ir a la cárcel.
—¿Y qué respondió usted?
—Le dije que lo pensaría.
Magnus lo miró sorprendido.
—Agnar tenía algo de razón. Yo sabía que mi padre nunca se desharía del anillo,
pero no quería que fuera a la cárcel. Sabía dónde lo guardaba y me resultaría fácil
cogerlo y vendérselo a Agnar.
—¿Y lo hizo?
—¿Que si robé el anillo? No. Fui directamente a casa y me senté a pensar en ello.
Al final, decidí contarle a mi padre lo que Agnar me había sugerido. Lo llamé aquella
noche.
—¿Y qué dijo su padre?
—Se enfadó. Se enfadó mucho.
—¿Con usted?
—Con Agnar y conmigo. Le molestaba que prácticamente yo hubiera admitido
que tenía el anillo. No pareció en absoluto agradecido por el hecho de que yo me
hubiera puesto de su parte, que lo hubiera llamado en lugar de ir a robar el anillo. —
Había rabia en la voz de Tómas—. Básicamente, perdió la compostura.
—¿Y qué hizo usted?
—Me puse muy nervioso. Me tomé una copa o dos para tranquilizarme. —Tómas
hizo una mueca de dolor—. Terminé bebiéndome casi toda la botella de whisky. A la
mañana siguiente me desperté tarde, sin estar seguro aún de qué debía hacer. Luego
me enteré de la muerte de Agnar por la radio.
Tómas tragó saliva.
—¿A qué hora pasó todo aquello? —preguntó Magnus—. ¿Cuándo llegó a casa
desde el lago Thingvellir?
—Alrededor de las cinco y media o así. Tal y como le conté a su compañero. —
Tómas desvió la mirada rápidamente hacia Baldur.
—¿Y a qué hora llamó a su padre?
—Como media hora después. Puede que una hora.
—Por tanto, eran alrededor de las seis o seis y media. —En la mente de Magnus
apareció la pregunta obvia—: ¿Y es posible que su padre fuera al lago Thingvellir esa
misma noche? ¿Para callarle la boca a Agnar?
Tómas no respondió.
—¿Y bien?

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—No lo sé —contestó. Pero estaba bastante claro que aquella idea también había
pasado por su mente.
—Una pregunta más —dijo Magnus—. ¿Dónde esconde su padre el anillo?

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30
—Buen trabajo —dijo Baldur mientras salían de la sala de interrogatorios y se
dirigían rápidamente a su despacho. No sonrió, ni siquiera miró a Magnus, pero este
supo que lo decía de verdad.
—¿Vamos a arrestar a Hákon? —preguntó Magnus.
—Le diremos a la policía de Selfoss que lo arreste y lo traiga aquí para
entrevistarlo —dijo Baldur—. Llegarán allí antes. Y les pediré que busquen el
maldito anillo. —Se detuvo al llegar a la puerta de su despacho—. Me gustaría que
estuviera usted conmigo cuando traigan a Hákon.
—Cuando hable con la policía de Selfoss, ¿puede pedirles que comprueben sus
informes sobre la muerte del doctor Ásgrímur en 1992? —preguntó Magnus.
Baldur vaciló y luego asintió secamente.
Cuando Magnus regresó a su mesa, Árni estaba allí. Parecía agotado.
—¿Cómo está el goberneitor? —se burló Magnus.
—Muy gracioso. He oído que han pasado muchas cosas por aquí.
—Baldur acaba de enviar a la policía de Selfoss para que arreste al pastor de
Hruni.
—¿Crees que él mató a Agnar?
—O él o Tómas —respondió Magnus—. Pronto lo sabremos.
—Entonces, ¿Ísildur y Steve Jubb son inocentes?
—Eso parece —dijo Magnus. Y le contó todo lo que había ocurrido mientras Árni
había estado a treinta y cinco mil pies de altura.
Magnus suponía que tendría que esperar tres horas hasta que llevaran a Hákon,
pero menos de una hora después Baldur entró en la sala con la cara echando chispas.
—Se ha ido —dijo.
—¿Se ha llevado su coche? —preguntó Magnus.
—Por supuesto que sí.
—¿Y el anillo?
—También ha desaparecido. Si es que alguna vez existió.

* * *

Habían sido veinticuatro horas de frustración para Ísildur. Estaba empezando a dudar
de Axel, el investigador privado que había contratado. Pétur Ásgrímsson no se había
mostrado en absoluto dispuesto a ayudar, su hermana Ingileif parecía haber
desaparecido de la faz de la tierra y Axel no había conseguido gran cosa de sus
supuestos contactos en la policía. Tómas Hákonarson había sido arrestado por el
asesinato de Agnar, existían pruebas de que había estado en el lago Thingvellir la
noche en cuestión, pero la policía estaba desestimando los rumores de anillos

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mágicos considerándolos cosa de mitología.
¡Idiotas!
Él y Gimli estaban esperando en el hotel Borg a que Axel los llamara. En
habitaciones separadas. A pesar de que habían establecido una conexión muy íntima
en el mundo virtual, en el real tenían poco en común. Ísildur estaba releyendo La
saga de los volsungos y Gimli veía las repeticiones del partido de balonmano. Le
había contado que siempre que iba a un país extranjero le gustaba ver los deportes del
lugar en la televisión.
El teléfono móvil de Ísildur sonó. Miró la pantalla. Era Axel.
—La he encontrado —dijo el investigador privado.
—¿Dónde está?
—En su apartamento.
—¡Estupendo! Vamos a hablar con ella.
—Los recojo en cinco minutos.
Ísildur llamó a Gimli y esperaron en la puerta del hotel. La plaza estaba vacía, a
excepción de algunas palomas. El edificio del Parlamento era achaparrado por el lado
sur, una imponente estructura de piedra ennegrecida. Era un poco más pequeño que la
sucursal del banco de Ísildur en el condado de Trinity y estaba al lado de lo que
seguramente era la catedral más diminuta del mundo.
Axel apareció en su viejo cacharro y subieron a él. Enseguida estuvieron en la
puerta del edificio de Ingileif. Una vez más, Ísildur tomó la iniciativa y llamó al
timbre.
Una mujer guapa y rubia abrió la puerta con una ligera sonrisa.
—Hola —la saludó Ísildur, confiando en que aquella joven islandesa hablara su
idioma—. Me llamo Lawrence Feldman. Soy la persona que estaba a punto de
comprar su saga. ¿Podemos pasar?
La media sonrisa desapareció.
—No, no pueden —contestó Ingileif—. Váyanse. No quiero tener nada que ver
con ustedes.
—Sigo dispuesto a pagar un alto precio por la saga, señorita Ásgrímsdóttir.
—No voy a hablar de ello con usted.
Ísildur insistió.
—Y si por casualidad conoce el paradero del anillo, le pagaré por que me facilite
esa información. O por el anillo, si es que lo tiene usted.
—¡Váyase de una puta vez! —exclamó Ingileif en un inglés tajante, cerrándole la
puerta de golpe en la cara.
—Curioso. Eso es exactamente lo que dijo su hermano —bromeó Gimli, riéndose
entre dientes.
Pero a Ísildur no le pareció gracioso. Había esperado que Ingileif diera un paso
adelante. Por su experiencia, si se muestra mucho dinero, normalmente uno consigue
lo que quiere.

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Pero, al parecer, no era necesariamente así en Islandia.
Cruzaron la calle de vuelta al coche.
—¿Y ahora qué? —preguntó Gimli.
—¿Sabe algo sobre vigilancia electrónica, Axel? —preguntó Ísildur.
—¿A qué se refiere?
—Aparatos de escucha. Micrófonos ocultos y ese tipo de cosas.
—Eso es ilegal —contestó Axel.
—También lo es cruzar la calle de forma imprudente y acabamos de hacerlo. Lo
importante es que no te pillen.
—La verdad es que cruzar la calle de manera imprudente no es ilegal en Islandia
—lo corrigió Axel.
—Me da igual —dijo Ísildur—. Quiero enterarme de lo que esa mujer sabe. Y si
no va a decírnoslo, tendremos que averiguarlo por nosotros mismos.
—Supongo que sí —respondió Axel.
—Obviamente, es arriesgado. Lo que significa que recibirá un dinero extra. Por
las molestias.
—Veré lo que puedo hacer.

* * *

Árni volvió en el coche a su apartamento. Estaba agotado, demasiado como para


conducir. Casi choca con la parte trasera de una furgoneta que se detuvo
repentinamente en un semáforo.
Su mente vagaba a la deriva hacia el caso y lo que Magnus le había contado.
Había algo que no cuadraba, algo que le daba vueltas en la cabeza. Hasta que llegó al
apartamento y se preparó una taza de café no se dio cuenta de lo que era.
Dios mío. Había cometido otro error.
Estuvo tentado de olvidarlo, meterse en la cama y confiar en que Magnus y
Baldur lo descubrieran todo por su cuenta.
Pero no pudo. Tenía que hablar con algunas personas. Y tenía que hacerlo
inmediatamente. Con suerte, estaría equivocado. Al fin y al cabo, era probable que lo
estuviera, como solía pasar. Pero tenía que comprobarlo.
Primero necesitaba cafeína. En cuanto se terminó el café cogió la chaqueta y se
dirigió de nuevo al coche.

* * *

Diego no estaba contento.


Había pasado la mayor parte del día dando vueltas por la estación de autobuses de
Hlemmur, justo frente a la comisaría de policía. No había visto a Magnus entrar ni

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salir del edificio. Pero aún no estaba seguro de que Magnus no estuviera allí, porque,
además de las dos entradas de la fachada principal, le daba la sensación de que había
otra en la parte de atrás, donde se encontraba el aparcamiento.
Además, llamaba mucho la atención. Ese país era jodidamente blanco. Ni
caucásico ni moreno claro, solo cien por cien blanco. La gente era tan rubia que el
pelo era también casi blanco. No había señales de piel bronceada por ningún sitio y,
desde luego, nadie de piel morena.
Diego estaba acostumbrado a estar mimetizado. Si se pensaba en él,
probablemente se diría que parecía hispano, pero podría haber sido árabe o turco, o
incluso un italiano bronceado, o una mezcla de todos ellos. En cualquier ciudad
americana pasaba inadvertido. Incluso cuando se cargó a aquel corredor de bolsa en
aquella bonita dudad de Cabo Cod, nadie lo miró. Había gente con su aspecto en
todos los pueblos de los Estados Unidos.
Pero allí no.
¿Dónde estaban los malditos esquimales? Tenían pelo negro y rostros morenos.
Pero seguramente no vivían en este país.
Aquello era una tontería. Había comprobado sus opciones. Había llamado a la
comisaría para preguntar si un tal Magnus Jonson trabajaba allí. Le dijeron que sí, en
el Departamento de Tráfico. Pero Diego estaba seguro de que ese no era el Jonson al
que buscaba.
Entonces, ¿cuál era el siguiente paso? Podría simplemente entrar y preguntar si
había un policía americano trabajando en esa comisaría. Suponía que esa era la clase
de estrategia que habría funcionado; si el tipo con el que hablaba no conocía la
respuesta, probablemente la encontraría fácilmente. El problema era que Jonson
sabría que alguien preguntaba por él. Diego no quería avisar a su objetivo.
Podría acudir de nuevo a los lituanos. Sabía que Soto les había pagado bien para
que lo ayudaran. Sabía que en un lugar pequeño como aquel querrían asegurarse de
que no se les relacionaba con el sicario, pero seguramente sí podrían ponerlo en
contacto con un tercero que pudiera ayudarlo. Un investigador privado o un abogado
poco honesto. Alguien que hablara islandés. Alguien que fuera bien blanco.
No tenía mucho tiempo. Jonson podría estar en un avión de vuelta a los Estados
Unidos en cualquier momento. Una vez allí, a los federales les sería fácil mantenerlo
a salvo durante los días que quedaban para el juicio.
Estaba sentado en la cafetería de la estación, tomándose su quinta o sexta taza de
café y sus ojos se movían rápido entre las dos entradas principales.
Salió un tipo alto. Un tipo alto y pelirrojo.
¡Era él!
Diego dejó su taza medio vacía de café y casi salió dando un brinco de la estación
de autobuses.
A trabajar.

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* * *

Magnus subió la cuesta en dirección al Grand Rokk. Eran las ocho y media y tenía la
impresión de que ya no lo iban a necesitar más en la comisaría aquella tarde.
Baldur se había puesto furioso. Cualquier pensamiento positivo que anteriormente
hubiera tenido con respecto a Magnus se había disipado. ¿Por qué no había llamado
Magnus a Baldur nada más saber que Hákon era el padre de Tómas? ¿Por qué no se
había quedado con Hákon en Hruni y había esperado a los refuerzos para arrestar al
pastor?
¿Por qué había permitido que Hákon huyera?
Mientras que el resto de la Unidad de Crímenes Violentos corrían de un lado para
otro como estúpidos, Magnus se quedó por allí sin nada que hacer. Así que se fue.
El camarero lo reconoció y le sirvió una Thule. Un par de clientes habituales lo
saludaron. Pero él no estaba de humor para charlar, aunque se mostró simpático. Se
llevó la cerveza hasta un taburete del rincón de la barra y se la bebió.
Baldur tenía razón, desde luego. El motivo por el que Magnus había esperado a
regresar a Reikiavik antes de contarle lo que Hákon había dicho era poco noble. Lo
había hecho para ser él y no Baldur quien desmoronara la historia de Tómas.
Y así había sido. Había resuelto el caso. No solo había descubierto quién había
matado a Agnar, sino también lo que le había ocurrido al padre de Ingileif. El
momento de la victoria había sido dulce, pero solamente duró una hora.
Había una posibilidad de que Hákon hubiera salido simplemente a hacer un
recado y que volviera alrededor de una hora después. O que lo arrestara la policía.
Era un tipo fácil de identificar en un país tan pequeño o, al menos, sus partes
habitadas lo eran. Magnus se preguntó si Hákon se escondería en el campo, como los
forajidos de las sagas, y si viviría entre las bayas mientras huía de la ley.
Era una posibilidad.
¿Lo haría?
Era cierto lo que le había dicho a Ingileif, que los recuerdos de la primera parte de
su vida en Islandia eran dolorosos y se habían vuelto aún más por la casualidad de
encontrarse con su prima. Y estaba claro que las cosas no iban bien con Baldur. Pero
había otras que sí le gustaban de su corta estancia en Islandia. Tenía una afinidad con
ese país. Más aún. Había una lealtad, un sentido del deber. El orgullo que los
islandeses sentían por su país, su determinación por dejarse la piel para hacer que
aquel lugar funcionara se contagiaba.
La idea del inspector jefe de reclutar a alguien como Magnus no había sido mala.
Los oficiales de la policía que había conocido eran inteligentes, honestos,
trabajadores. Eran buenos tipos, incluso Baldur. Pero carecían de experiencia en los
delitos típicos de las grandes ciudades y eso era algo en lo que él sabía que podía
ayudarles.

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Y luego estaba Ingileif.
No tenía ningún deseo de volver con Colby y estaba bastante seguro de que ella
tampoco deseaba volver con él.
Pero Ingileif era otra cosa.
Realmente lo había jodido todo. Ella tenía razón, su relación era más que un
polvo rápido. Magnus no sabía cuánto más ni tampoco ella, pero eso no importaba. Él
no debía haber hecho que eso importara.
Pidió otra cerveza.
Volvería a intentarlo. Le diría que lo sentía. Quería verla otra vez antes de volver
a casa. Puede que ella lo mandara con viento fresco, pero merecía la pena arriesgarse.
No tenía nada que perder.
Se bebió de golpe media cerveza y salió del bar.

* * *

Diego había encontrado un buen escondite, bajo el toldo para fumadores del jardín de
la entrada del Grand Rokk. Había entrado con toda tranquilidad para pedirse una
cerveza en la barra y bahía visto al policía grandullón bebiendo solo, inmerso en sus
pensamientos.
Perfecto.
Había un problema. El coche de Diego seguía aparcado a un par de manzanas de
la estación de autobuses. Había seguido a Jonson a pie. No había modo de llevar a
cabo su golpe a la luz del día. Necesitaba la oscuridad para poder huir sin problemas.
Pero seguía habiendo luz. Miró el reloj. Eran casi las nueve y media. ¿Qué pasaba
en ese país? Aún estaban en abril, en su país ya habría anochecido desde hacía horas.
Así que seguiría a Jonson. Si estaba todavía en la calle cuando por fin
anocheciera, lo haría, si no tendría que seguirlo hasta su casa y entrar allí durante la
madrugada.
Después, vio que el policía grandullón salía con paso decidido del bar y pasaba
junto al toldo con dirección a la calle.
Diego lo siguió.
Por fin estaba anocheciendo, o al menos atardeciendo. No estaba lo
suficientemente oscuro. Pero si Jonson daba un largo paseo antes de meterse en casa,
habría alguna posibilidad de hacer algo. Diego prefería asestarle un par de disparos a
Jonson en la cabeza en una calle tranquila antes que meterse en una casa extraña con
Dios sabe quién más en su interior.

* * *

Magnus se dirigió a la casa de Ingileif. Había luz en su apartamento. Vaciló. ¿Estaría

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dispuesta a escucharle?
Solo había un modo de saberlo.
Llamó al timbre de la puerta lateral del edificio, que era donde estaban las
escaleras que subían a su piso.
Ella abrió.
—Ah, eres tú.
—He venido a decirte que lo siento —dijo Magnus—. Me he comportado como
un estúpido.
—Pues sí. —El rostro de Ingileif estaba frío, casi carente de expresión. No era
hostil, pero estaba claro que no se alegraba de verlo.
—¿Puedo entrar? —preguntó él.
—No —respondió Ingileif—. Sí que actuaste como un estúpido. Pero en lo
esencial tenías razón. Te vas de Islandia en un par de días. No tiene sentido que nos
impliquemos más emocionalmente.
Magnus parpadeó.
—Lo entiendo. Al fin y al cabo, es lo mismo que yo te dije, pero con más tacto.
Pero…
Ingileif lo miraba con asombro.
—¿Pero qué?
Magnus quería decirle que le gustaba de verdad, que quería conocerla mejor, que
quizá no tuviera sentido, pero que era lo que tenía que hacer, sabía que era lo que
tenía que hacer. Pero los ojos grises de ella permanecían fríos. No, decían. No.
Él suspiró.
—Me alegro de haberte conocido, Ingileif —dijo. Se inclinó hacia delante, la
besó rápidamente en la mejilla y se dio la vuelta adentrándose en la creciente
oscuridad.

* * *

Árni estaba sentado en su coche, mal aparcado justo en la puerta de la librería


Eymundsson en Austurstraeti y llamó a la comisaría. Magnus no volvería en toda la
tarde. Luego llamó al teléfono móvil de Magnus. No hubo respuesta. El teléfono
estaba apagado. Así que telefoneó a casa de su hermana.
—¡Ah, hola, Árni! —lo saludó Katrín.
—¿Has visto a Magnus?
—Esta tarde no. Pero puede que esté aquí. Déjame que vaya a ver. —Árni daba
golpecitos con los dedos sobre el salpicadero mientras su hermana miraba en la
habitación de Magnus—. No, no está aquí.
—¿Tienes idea de dónde podría estar?
—¿Cómo demonios voy a saberlo? —protestó Katrín.
—Por favor, Katrín. ¿Adónde va por las tardes? ¿Lo sabes?

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—La verdad es que no. Espera. Creo que a veces va al Grand Rokk.
—Gracias.
Árni colgó y condujo el coche a toda velocidad hasta el Grand Rokk. Llegó en
dos minutos.
Tenía que hablar con Magnus. Lo había comprobado. Había cometido un error.
Sabía quién había matado a Agnar.
Detuvo el coche en la calle justo delante del bar y entró corriendo. Le mostró la
placa al camarero y le preguntó si había visto a Magnus. Lo había visto. El
grandullón se había ido hacía quince minutos.
Árni volvió rápidamente a su coche y fue colina arriba hacia la Hallgrímskirkja.
Se detuvo en un cruce. Un hombre cruzaba delante de él con una holgada sudadera
con capucha. Aquel hombre era bastante alto, delgado, de piel morena, y caminaba
con decisión. Árni lo conocía de algo.
Era el tipo de la sala de llegadas del aeropuerto de Keflavík. El americano que
estaba con el camello lituano.
Aquella era una calle tranquila. El latino había acelerado el paso. Se levantó la
capucha.
Mientras Árni atravesaba el cruce para ir cuesta arriba, entrevió a Magnus
caminando despacio y arrastrando los pies, con la cabeza gacha, absorto en sus
pensamientos. Árni estaba cansado. Tardó un par de segundos en darse cuenta de lo
que ocurría. Frenó, cambió la marcha de golpe y aceleró marcha atrás pendiente
abajo. Chocó con un coche que había aparcado, abrió la puerta y salió de un salto.
—¡Magnus! —gritó.
Magnus se giró cuando oyó el ruido del estruendo metálico. Lo mismo hizo el
tipo latino.
Estaba a tan solo veinte metros de él, o menos. Agarraba algo en el bolsillo
delantero de la sudadera.
Árni se lanzó sobre él.
Vio cómo el latino abría los ojos. Lo vio sacar la pistola del bolsillo. Levantarla.
Árni dio un salto en el aire justo cuando se disparaba la pistola.

* * *

Magnus vio cómo Árni salía de su vehículo, lo oyó gritar, lo vio correr hacia el
hombre alto de la sudadera gris.
Se precipitó hacia delante justo cuando Árni derribaba a aquel hombre. Oyó el
sonido de un disparo, amortiguado por el cuerpo de Árni. El hombre se apartó
rodando de Árni y se giró hacia Magnus. Levantó la pistola mientras seguía tumbado
en el suelo.
Magnus se encontraba a unos seis metros de distancia. No había posibilidad de
alcanzar a aquel hombre antes de que apretara el gatillo.

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Había un hueco entre las dos casas que estaban a su izquierda. Dio un bandazo y
se adentró en él. Hubo otro disparo y la bala rebotó en el revestimiento metálico de la
casa.
Magnus apareció en el patio de atrás. Había otros patios por delante y a un lado.
Giró a la derecha y saltó una valla de un metro ochenta de alto. Hizo oscilar su
cuerpo justo cuando sonó otro disparo.
Pero Magnus no quería escapar de aquel tipo.
Quería atraparlo.
Se encendió un foco y deslumbró a Magnus. Aquel patio daba a una casa de
aspecto más próspero. Magnus buscó un lugar donde esconderse.
Antes de que se encendiera, Magnus había notado que el foco estaba a medio
metro de la valla que lindaba con el siguiente patio. Corrió directamente hacia él,
llegó a la valla y se agachó. Se escondió entre las sombras. Era imposible que el
hombre lo viera a través de la luz deslumbrante.
El hombre apareció en lo alto de la valla y se dejó caer. Se detuvo para poder
escuchar. Silencio.
Magnus respiraba con fuerza. Tragó saliva tratando de controlarlo y para
asegurarse de que no se oía.
El hombre permaneció inmóvil, mirando detenidamente por todo el jardín.
Magnus se había dado cuenta de que había cometido un error. Aquel tipo había oído
el silencio. No había oído pasos corriendo.
Sabía que Magnus estaba en aquel patio.
El plan de Magnus había sido atrapar al tipo mientras corría por el jardín,
agarrarlo desde atrás. Aquel plan no iba a funcionar.
Por un segundo, el hombre miró directamente a Magnus. Este se quedó inmóvil,
rogando por que su teoría sobre la luz fuera verdad. Así fue.
Con cautela, el hombre examinó un arbusto. Después otro. Luego volvió a
quedarse quieto, escuchando.
El foco se activaba con el movimiento. Sin movimiento no había luz. Se apagó.
Magnus sabía que contaba con un segundo o dos antes de que los ojos del hombre
se acostumbraran a la luz. También sabía que si salía corriendo, el hombre dispararía
en dirección al ruido y la bala le encontraría. Así que, corrió un par de pasos hacia
delante y dio un bandazo hacia la izquierda, un movimiento con efecto típico de un
defensa.
Se oyó un disparo. La llama del cañón iluminó el rostro del hombre durante una
fracción de segundo.
Movió la pistola hacia la derecha, apuntó directamente a Magnus, hacia arriba.
Así que Magnus se lanzó en picado, haciendo una entrada de fútbol directamente
hacia las rodillas del hombre. Otro disparo, solo le pasó un poco por encima, y el
hombre se agachó.
Magnus se retorció y embistió contra la mano que sostenía la pistola. Agarró el

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cañón, lo giró hacia arriba y en dirección al hombre. Otro disparo y ruido de cristales
rotos en la casa. Un chasquido gratificante y un grito tras romperse un dedo atrapado
en el seguro del arma. El hombre acercó la mano que tenía libre a la cara de Magnus
y forcejeó por llegar hasta sus ojos. Magnus dio unas cuantas sacudidas y le arrancó
la pistola, rodó hacia atrás y se puso en pie.
Clavó la pistola en la cara del hombre.
Quería apretar el gatillo. Estaba deseando apretar el gatillo. Pero sabía que eso le
acarrearía todo tipo de problemas.
—¡Ponte de pie! —le gritó—. ¡Levántate o te vuelo la tapa de los sesos!
El hombre se levantó despacio con la mirada fija en Magnus y jadeando.
—¡Levanta los brazos! ¡Ven aquí!
Magnus pudo oír gritos dentro de la casa.
—¡Llamen a la policía! —gritó en islandés.
Empujó al hombre por el lateral de la casa y hacia la calle y lo empotró contra la
pared, con la cara pegada al metal ondulado. Ahora tenía un problema. Quería
atender a Árni, pero no podía arriesgarse a dejar a aquel hombre sin cubrir.
Volvió a plantearse otra vez volarle la cabeza a aquel tipo. Estuvo a punto.
Mala idea.
—Date la vuelta —dijo y, mientras el hombre se giraba hacia él, se cambió la
pistola a la mano izquierda y le asestó un golpe en la mandíbula con la derecha.
A Magnus le dolió la mano, pero el hombre cayó al suelo. Inconsciente.
Magnus se arrodilló junto a Árni. Seguía vivo. Los párpados se le movían
nerviosamente y respiraba con dificultad. Tenía un agujero en el pecho, había sangre.
Pero no escuchó el terrible sonido silbante típico de una herida torácica con
aspiración.
—No te preocupes, Árni. Vas a ponerte bien. Aguanta, tío. No es grave.
Los labios de Árni comenzaron a moverse.
—Shhhh —dijo Magnus—. Ahora quédate callado. Enseguida vendrá una
ambulancia.
Alguien había llamado a la policía, pudo oír las sirenas acercándose.
Pero Árni continuó moviendo los labios.
—Escucha, Magnus —susurró.
Magnus acercó la cabeza al rostro de Árni, pero no pudo entender qué es lo que
este trataba de decirle, tan solo la última palabra, algo que sonó como «despedida».
—Oye, no hace falta despedirse ahora, Árni. Te vas a poner bien. Eres
Terminator, ¿recuerdas?
Árni movió la cabeza de un lado a otro e intentó hablar de nuevo. Fue demasiado
para él. Cerró los ojos. Sus labios dejaron de moverse.

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31
Magnus saltó al interior del coche de policía que acompañaba a la ambulancia hasta
el Hospital Nacional, con las luces intermitentes y las estridentes sirenas sonando.
Llegaron en menos de cinco minutos. Lo apartaron a codazos los médicos que
empujaban a Árni a través de los pasillos y las puertas de doble hoja del hospital. Lo
último que Magnus vio de su compañero fueron sus pies asomando por la parte
posterior de la camilla mientras avanzaba a toda velocidad hacia el quirófano.
Le aconsejaron que entrara en una pequeña sala de espera y comenzó a pasearse
por ella mientras de fondo se oían las voces de una televisión. Había policías
uniformados que iban de un sitio para otro.
Una mujer con una tablilla portapapeles le preguntó por sus familiares más
próximos. Escribió el nombre y la dirección de Katrín. Después, la llamó.
—Ah, hola, Magnus. ¿Has visto a Árni? —le preguntó.
—Sí. Vino a buscarme.
Por el tono de su voz, Katrín supo que algo malo había pasado.
—¿Qué ocurre?
—Estoy en el hospital. Le han disparado a Árni.
—¿Disparado? No pueden haberle disparado. Esto es Islandia.
—Pues lo han hecho. En el pecho.
—¿Está bien?
—No, no lo está. Pero está vivo. Aún no sé si es muy grave. Ahora está en el
quirófano.
—¿Ha tenido algo que ver contigo?
—Sí —contestó Magnus—. Sí que ha tenido que ver conmigo.
Cuando colgó el teléfono pensó exactamente en qué tenía aquello que ver con él.
Era culpa suya que casi hubieran matado a Árni. Había sido él quien había conducido
a un matón dominicano hasta Islandia armado con una pistola y dispuesto a usarla.
Debería ser él quien estuviera en la mesa de operaciones.
—¡Joder, Árni! —exclamó, dando un puñetazo contra la pared.
El dolor le recorrió toda la mano, aún sensible por la zona que había estado en
contacto con la mandíbula del matón. Muy bien. Puede que Árni no estuviera
acostumbrado a vivir rodeado de criminales armados, pero un policía de Boston no
habría hecho nunca lo que había hecho él. Había muchas opciones. Conducir el coche
directamente hacia el hombre. Llegar hasta Magnus y colocar el coche entre él y el
matón. Simplemente hacer sonar la bocina, bajar la ventanilla y gritar. Todas esas
cosas habrían funcionado mejor que salir corriendo en dirección a un hombre armado.
Y, por supuesto, si aquel fuera un país normal y Árni hubiera llevado una pistola,
podría haberla desenfundado y gritar un alto.
Pero, pese a no ser muy inteligente, Árni era valiente. Y si el matón hubiera
tardado una fracción de segundo más, el ataque precipitado de Árni podría haber

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salido bien. Pero el dominicano había sido rápido y Árni recibió una bala que iba
dirigida a Magnus.
El inspector jefe de la policía había contratado a Magnus para controlar la
propagación de la violencia de las grandes ciudades a Reikiavik. Pero lo único que
había hecho era llevarla directamente al centro de la ciudad, al corazón del
Departamento de Policía.
Eso sí, ya se había topado con bastantes muertes poco usuales en Islandia. El
doctor Ásgrímur, Agnar y el padrastro de Ingileif.
Katrín irrumpió en la sala.
—¿Cómo está? —preguntó.
—No lo sé. Aún no han dicho nada.
—He llamado a mis padres. Están de camino.
—Lo siento —se disculpó Magnus.
Katrín era una mujer alta. Lo miró directamente a los ojos.
—¿Le disparaste tú?
—No.
—Pues entonces no tienes por qué disculparte de nada.
Magnus le dedicó una pequeña sonrisa y se encogió de hombros. No iba a
aprovechar ese momento para discutir con una islandesa.
Apareció una médico de cuarenta y tantos años, segura de sí misma, competente,
pero preocupada.
—¿Es usted un familiar cercano? —le preguntó a Katrín.
—Soy la hermana de Árni, sí.
—Ha perdido mucha sangre. La bala continúa dentro, justo al lado del corazón.
Vamos a intervenir para sacarla. Tardaremos un buen rato.
—¿Se pondrá bien?
La médico miró a Katrín a los ojos casi del mismo modo que ella había hecho con
Magnus.
—No lo sé —contestó—. Tiene posibilidades. Muchas. No puedo decir más.
—De acuerdo, no pierda el tiempo aquí —dijo Katrín—. Dese prisa.
Magnus estaba seguro de que en Islandia había médicos competentes. Pero le
preocupaba que tuvieran poca experiencia con heridas de bala. En su país, en el
Boston Medical Center, pasaban muchas noches de los viernes y los sábados tapando
agujeros de disparos.
Decidió no mencionárselo a Katrín.
Hubo un ruido en la puerta de la sala de espera y entró Baldur. Magnus ya había
visto a Baldur enfadado anteriormente, pero nunca de esa forma.
—¿Cómo está? —preguntó.
—Le están operando ahora —respondió Magnus—. La bala sigue dentro y están
tratando de sacársela.
—¿Sobrevivirá?

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—Eso esperan —contestó Magnus.
—Más vale que así sea —dijo Baldur—. Ahora tengo algunas preguntas para
usted. —Miró a Katrín con desaprobación en el rostro. Aunque no llevaba toda su
habitual parafernalia, se le veían algunas salpicaduras de metal sobresaliendo de su
cara—. ¿Nos disculpa?
Katrín torció el gesto. Magnus se dio cuenta de que el policía le había caído mal
de inmediato y no estaba de humor como para que la apartaran.
—Dejémosla aquí —sugirió Magnus—. Tiene tanto derecho a estar aquí como
nosotros. Más. Podemos hablar fuera.
Baldur fulminó con la mirada a Katrín. Esta le devolvió el gesto. Salieron al
pasillo.
—¿Sabe por qué han disparado a uno de mis agentes? —preguntó Baldur con la
cara a pocos centímetros de la de Magnus.
—Sí.
—¿Y bien?
—Soy testigo de un importante caso de corrupción policial en Boston. Hay gente
que quiere verme muerto. Traficantes de droga dominicanos. Por eso vine aquí.
Parece que me han encontrado.
—¿Y por qué no me habló de esto?
—El inspector jefe de la policía pensó que cuantas menos personas lo supieran,
menos posibilidades habría de que se filtrara la noticia.
—¿Y él lo sabía?
—Desde luego.
—Si Árni muere, le juro que… —Baldur vaciló mientras trataba de pensar en una
amenaza convincente.
—Me he disculpado ante la hermana de Árni y lo hago ante usted —dijo Magnus
—. Siento haber conducido a ese matón hasta aquí. Solo les he traído problemas.
Debería irme.
—Sí. Debería irse. Cuanto antes. Quiero que se vaya de este hospital, no puede
hacer nada aquí. Vuelva a la comisaría para prestar declaración. Lo están esperando.
Magnus no tenía fuerzas para protestar. Estaba deseando quedarse para ver cómo
iba Árni, pero, en cierto modo, Baldur tenía razón. Era una distracción. Debería irse.
Asomó la cabeza por la puerta de la sala de espera.
—Tengo que irme ya —le dijo a Katrín—. Llámame si hay noticias, sean las que
sean.
—El policía calvo de la Gestapo te ha mandado a casa, ¿no?
Magnus asintió.
—Está un poco enfadado. Es comprensible.
—Claro. —Katrín no parecía convencida—. Te llamaré cuando sepa algo.

* * *

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Magnus durmió mal. Sin pesadillas, por suerte, pero estuvo esperando que el teléfono
sonara. No lo hizo.
Se levantó a las seis y llamó al hospital. No quiso llamar al móvil de Katrín por si
había conseguido quedarse dormida y así no despertarla. La operación había
terminado y le habían sacado la bala. Árni había perdido mucha sangre, pero estaba
vivo. Se mostraban optimistas, aunque cautelosos, haciendo hincapié en esto último.
Pero Árni seguía inconsciente.
Magnus bajó hasta la comisaría de policía. Hacía un día gris, ventoso y feo en
Reikiavik. Frío, pero no mucho.
Había otros dos o tres detectives en la Unidad de Crímenes Violentos. Los saludó
con un gesto de cabeza y ellos le respondieron con una sonrisa y un gesto similar.
Aunque estaba preparado para ignorar cualquier hostilidad, se alegró de que aquel no
pareciera ser el caso.
Vigdís se acercó con una taza de café.
—Imagino que necesitas esto —dijo.
—¿Sabemos quién es el que disparó?
—No. Tiene pasaporte estadounidense, pero estamos bastante seguros de que es
falso. No ha hablado.
—Es un profesional. No va a hablar. —Magnus le había proporcionado al
detective que le había tomado declaración la noche anterior toda la información que
le fue posible. Incluida la persona con quien contactar en el Departamento de Policía
de Boston. Le había quedado muy claro que Baldur no quería que entrevistara al
dominicano.
—Puede que envíen a otro, ¿sabes? —dijo Vigdís—. A otro matón.
—Tardarán uno o dos días antes de que se den cuenta de que las cosas se han
torcido y consigan a otro para enviarlo aquí. Y yo me iré pronto.
—Mantén los ojos abiertos —le aconsejó Vigdís—. Ahora no vas a tener a Árni
cerca para cuidarte.
Magnus sonrió.
—Lo haré.
Vigdís tenía razón. Probablemente no habría problemas durante veinticuatro
horas, pero debía pensar en un lugar donde esconderse hasta tomar el avión de vuelta
a los Estados Unidos.
—Si necesitas ayuda, no tienes más que pedirla, ¿de acuerdo?
—Muy bien, gracias.
Cuando Vigdís se fue, Magnus miró su ordenador. Tenía que contarle al FBI y a
Williams lo que le había ocurrido. Pero antes de empezar a escribir vio que había un
correo electrónico que le había llegado directamente y no a través del FBI.

Hola, Magnus:

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Hay algo que tengo que decirte. Un tipo entró en mi apartamento hace un
par de noches y me metió una pistola en la boca. Quería saber dónde
estabas. Más o menos le hablé del dominio de la policía de Reikiavik que
había en tu dirección de correo electrónico.
Me siento realmente mal por esto. No lo he dicho en el departamento,
pero imagino que tenías que saberlo para que andes con cuidado y no
tengas problemas.
Johnny Yeoh

La rabia se adueñó de Magnus. Golpeó la tecla para responder y comenzó a


escribir, pero un par de palabras después se detuvo. Lo cierto es que no podía echarle
la culpa a Johnny. La pistola era real, la amenaza también. Si Johnny no le hubiera
dicho a aquel tipo lo que quería saber, se habría arriesgado a que le volara la cabeza.
Aunque podría haberle avisado antes.
En realidad, con quien más furioso estaba Magnus era consigo mismo. No debía
haber violado los protocolos que el FBI le había impuesto. Había una razón por la que
no querían que enviara correos electrónicos directamente a nadie de los Estados
Unidos. Y resultó que era una muy buena razón.
Borró el correo que tenía a medio escribir y lo sustituyó por un simple «Gracias
por decírmelo». De todos modos, Johnny Yeoh tendría serios problemas, no por haber
hablado con el matón, sino por no haber informado de ello inmediatamente. Y todo
aquello saldría a la luz en su debido momento.
Magnus redactó un correo para Williams en el que le explicaba lo que había
ocurrido la noche anterior, omitiendo por el momento la información de que Johnny
Yeoh había hecho que los dominicanos se dirigieran a Islandia.
Se dio cuenta de que había alguien sentado en la silla de Árni delante de él. Snorri
Gudmundsson, el inspector jefe de la Policía Nacional de Islandia. El Gran Salmón
en persona.
Esperaba que en algún momento le convocaran en el despacho del inspector jefe.
No esperaba su visita.
—¿Cómo está, Magnús? —le preguntó el inspector jefe.
—Es difícil explicarlo con palabras —contestó—. Me siento mal por Árni.
—No lo haga —dijo—. Yo sabía que usted corría peligro de muerte. Sabía que
existía la posibilidad de que vinieran a buscarlo. No pensé que uno de mis oficiales
terminaría con un disparo, pero me equivoqué, y eso es responsabilidad mía, no suya.
—El inspector jefe dejó escapar un suspiro—. Gracias a Dios, va a sobrevivir.
—¿Está seguro? —preguntó Magnus.
—No al cien por cien, pero va mejorando por momentos.
—Es un hombre valiente. Muy valiente.
—Lo es.

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—Oiga, Snorri. Quería decirle una cosa. Me enteré por mi jefe el otro día. El
juicio en Boston se ha adelantado a la semana que viene. Tendré que ir allí a
testificar.
—Me alegro por ello.
—Supongo que no volveré aquí.
—Yo creo que sí. —Los ojos azules y brillantes del inspector jefe centellearon.
Magnus arqueó las cejas sorprendido.
—Ya lo hablamos cuando usted vino. Quiero que se quede aquí dos años.
—Sí, pero después de todo lo que ha pasado…
—Hemos conseguido resultados en el caso de Agnar. Sabemos quién es el
asesino. Lo único que debemos hacer es encontrarlo. Por lo que me han dicho, usted
tuvo un papel importante en la resolución del caso.
—¿Por lo que le han dicho? Entonces no habrá sido Baldur.
—No. Fue Thorkell.
—No puede haberse alegrado mucho de que hayan disparado a su sobrino.
—No. Pero no le culpa a usted. Y si me culpa a mí, no lo ha dicho.
—¿Y qué me dice de Baldur? Estoy seguro de que le encantaría que me volviera a
los Estados Unidos y no regresara nunca más.
—Déjeme a mí a Baldur.
—No sé —dijo Magnus. Había supuesto que en cuestión de días habría terminado
su vida en Islandia. Y también había supuesto que se alegraría de que fuera así.
—Va a volver —insistió el inspector jefe, poniéndose en pie—. Tiene una
obligación moral. Para mí, eso es algo importante. Y creo que también lo es para
usted.
Mientras Magnus veía cómo el inspector jefe salía de la habitación, dos
pensamientos ocuparon su mente.
El primero, el más insistente, si de verdad debía quedarse en Islandia.
El segundo, más discreto, que no estaba tan seguro como el inspector jefe de que
el caso había quedado resuelto.

* * *

Diez minutos más tarde, Baldur entró en la sala.


—¿Qué está haciendo aquí? —gruñó al ver a Magnus.
—Trabajo aquí. Al menos, por ahora.
—Aquí no necesitamos espectadores. ¿Ha prestado su declaración?
—Anoche.
—Entonces, váyase a casa y quédese allí para que podamos localizarlo si
necesitamos que añada algo más.
—¿Han encontrado al reverendo Hákon? —le preguntó Magnus.
—Todavía no. Pero lo haremos. No puede salir del país.

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—¿Han buscado en Stöng? ¿O en Álfabrekka?
—¿Por qué íbamos a hacerlo?
—Sabemos que el anillo ejerce una enorme influencia sobre Hákon. Es un
hombre extraño, un romántico a su modo. ¿Adónde iba a ir? Estoy seguro de que
usted está buscándolo en todos los lugares más obvios, en los aeropuertos, en casa de
sus parientes, si es que los tiene. Pero podría ir a algún lugar que sea de importancia
para el anillo. Un sitio como Stöng. O la cueva donde encontraron el anillo. Creo que
el mapa que diseñó el doctor Ásgrímur sigue en mi coche.
Baldur se limitó a negar con la cabeza.
—Si cree que voy a destinar nuestros escasos recursos a ir a un lugar en mitad de
la nada para satisfacer sus estúpidas teorías de lo que un anillo «opine»… —La voz
se le fue apagando por la frustración—. Olvídelo. Váyase a casa.

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Pero Magnus no se fue a casa. Pidió un coche y condujo hacia la granja abandonada
de Gaukur en Stöng. Cuanto más avanzaba hacia el este, peor se ponía el tiempo. Una
nube gris y húmeda se había colocado sobre Islandia y él la estaba atravesando.
Incluso después de haber bajado por los campos de lava y adentrarse en la amplia
llanura que rodeaba Selfoss, la visibilidad no era mucha. Los caballos miraban
tristemente desde los campos empapados hacia la carretera. De vez en cuando, una
iglesia o una granja aparecían entre la neblina sobre una pequeña loma.
Desde luego, no se veía nada del Hekla, ni siquiera cuando tomó la carretera que
recorría en paralelo la ribera del río Thjórsá.
No tenía ni idea de si encontraría realmente algo en Stöng o en Álfabrekka. Pero
estaba completamente seguro de que no quería quedarse en Reikiavik de brazos
cruzados. Había intentado ponerse en la mente del pastor. Era difícil de hacer, no
podía fingir que comprendía a ese hombre, pero le daba la sensación de que su
corazonada no era tan mala.
Pensó en la petición del inspector jefe de la policía de que se quedara en Islandia.
En realidad, era más bien una orden.
Estaba seguro de que en cuanto llegara a su país podría convencer a Williams de
que le permitiera quedarse en Boston. Pero la apelación del inspector jefe al sentido
del honor de Magnus había sido inteligente. La policía islandesa le había
proporcionado un refugio. Uno de ellos casi había dado su vida por salvar la de
Magnus. El inspector jefe tenía razón. Se lo debía.
Nada más llegar a Islandia sintió de inmediato el deseo de regresar a las violentas
calles de Boston. Pero puede que Colby tuviera razón. ¿Qué tipo de vida era aquella?
Resolver un asesinato e ir a por el siguiente. Una búsqueda frenética e infinita para
descubrir quién era él, para darle sentido a su pasado, al asesinato de su padre, a sí
mismo.
Tenía la oportunidad de ver que las respuestas a esas preguntas no estaban en
Boston, sino ahí, en Islandia. Si quería, podría tratar de seguir huyendo de su pasado
islandés, de su familia. Pero estaría huyendo de sí mismo. Se pasaría la vida
escapando, yendo de un muerto a otro en el barrio del South End. Quizá si se quedaba
en Islandia un par de años podría empezar a responder a esas preguntas, a descubrir
quién era de verdad.
E incluso quién era su padre. Durante los últimos días había conseguido volver a
guardar en su caja la revelación que le hizo Sigurbjörg de que su padre le había sido
infiel a su madre. Pero no permanecería allí quieta el resto de su vida. Aquella
confesión formaba ahora parte de él. Al igual que el asesinato de su padre, le
obsesionaría.
Aunque ahora conducía por un corto tramo en línea recta, Magnus frenó.
El asesinato de su padre.

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Aquel rompecabezas le había atormentado fuese donde fuese, impregnando todo
lo que hacía. La policía no había encontrado al asesino ni él tampoco, por mucho que
lo había intentado. Pero puede que todos hubieran estado buscando en el lugar
equivocado. Quizá debería buscar en Islandia.
Nada más ocurrírsele aquella idea, Magnus trató de descartarla. Sabía cuánta
ansiedad le provocaría seguir esa línea de pensamiento, cómo se consumiría en una
investigación aún menos fructífera. Pero aquella idea, una vez que había surgido, no
podía ser ignorada.
La familia de su madre odiaba a su padre y ahora sabía por qué. Sigurbjörg se lo
había dicho. Lo culpaban de haberla destruido. Querían venganza.
La respuesta estaba en Islandia. La respuesta a todo estaba en Islandia.

* * *

Pétur observó al pequeño grupo de polacos que se acercaba a su coche, restregando,


lavando y puliendo. Había superado el deseo de pagarles el doble por haber hecho un
buen trabajo. No quería que lo recordaran. El hecho de que su BMW cuatro por cuatro
fuera blanco ayudaba. Implicaba que era más fácil ver cualquier resto de suciedad
que se hubieran dejado. Decidió que él mismo se encargaría de ello en cuanto
hubiesen terminado.
Pétur mantenía normalmente la cabeza fría, pero casi se le había pasado por alto
la suciedad. Si la policía lo hubiese detenido en su apartamento la noche anterior y le
hubiesen incautado el coche, el equipo forense habría podido adivinar dónde había
estado la tarde anterior.
Y el problema de los BMW cuatro por cuatro era que llamaban la atención, incluso
en el país de los todoterrenos caros. Inga lo había visto: sus ojos se cruzaron con los
de ella durante una fracción de segundo el día anterior cuando pasó por su lado a toda
velocidad.
Por eso la había llamado a su móvil de inmediato y le había pedido que no dijera
nada.
Esperaba que no lo hubiera hecho. Rogaba a Dios que no lo hubiera hecho.
Buscando consuelo, cerró la mano alrededor del objeto que llevaba en el fondo
caliente del bolsillo de su abrigo.
Un anillo.
El anillo.

* * *

Pero Ingileif no se lo había contado a nadie. Le había sorprendido ver a Pési subiendo
por el Thjórsárdalur y no se le ocurría ningún motivo por el que él hubiera estado allí.

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Pero su instinto le decía que no debía decírselo a Magnus. No sabía por qué.
Se dijo a sí misma que no era importante y, en realidad, ¿por qué iba a serlo? Pero
no dio el paso siguiente de preguntarse a sí misma por qué, si no era tan importante,
no le había dicho nada.
Se sentía decepcionada por el comportamiento de Magnus. Le gustaba pensar de
sí misma que tenía un punto de vista del sexo y de las relaciones muy realista. A
pesar de lo que Magnus había insinuado, ella no se iba a la cama con todos los
hombres que le gustaban. Estaba aquella única noche con Lárus, pero todos sabían
que no había nada que decir sobre aquella noche con Lárus. O al menos, todos en
Reikiavik.
Le había gustado Magnus. Y había confiado en él. Luego, de repente, él se había
sacado una novia de la nada y, más o menos, había terminado llamándola puta.
Gilipollas.
El problema del repentino deterioro de su relación era que hacía más difícil que
Magnus le dijera si Hákon había matado de verdad a su padre o si, en realidad, había
sido Tómas. Le parecía poco probable que hubiera sido este, pero no lo sabía seguro.
Sí que conocía a alguien que lo sabría. La madre de Tómas.
Se llamaba Erna, e Ingileif se fiaba de ella. Era una mujer bajita de pelo rubio y
rizado que procedía de un pueblo de los fiordos occidentales, donde había conocido a
Hákon cuando este estuvo allí de sacerdote. Ingileif recordaba el modo en que Erna
solía mirar desde abajo a su marido, no solo literalmente, puesto que Hákon era casi
medio metro más alto que su esposa, sino también el modo en que parecía someterse
a la voluntad de él. Pero Erna era en esencia una mujer honesta, amable y sensible
que se había asegurado de que Tómas no desarrollara una frustración emocional.
Habría necesitado mucha valentía para dejar a su marido, pero definitivamente había
sido una sabia decisión.
Ella sabría cuál de los dos, su hijo o su marido, había matado al médico. Ella lo
sabría.
Así que Ingileif salió con su Polo hacia Helia, una ciudad a unos cincuenta
kilómetros al sur de Flúdir, que es donde sabía que Erna vivía con su segundo
marido.
El viaje fue desagradable por la niebla, pero no había mucho tráfico en la
carretera. Escuchó las noticias por la radio esperando conseguir más información
sobre Tómas o, posiblemente, sobre el arresto del reverendo Hákon. No se habló de
ninguna de las dos cosas. Pero sí dijeron algo sobre unos disparos en el distrito 101,
un policía herido que acabó en el hospital y un ciudadano americano que había sido
arrestado por la policía.
Por un momento, un espantoso momento, Ingileif pensó que el policía era
Magnus. Pero después revelaron el nombre del detective Árni Holm y respiró
tranquila.
Pero estaba completamente segura de que Magnus estaba implicado de algún

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modo en aquello. Quizá fuera el ciudadano americano al que habían encerrado.
Helia era un pueblo moderno que se alineaba a lo largo de la ribera del río Ranga
Oeste, el segundo más largo tras el Thjórsá. Ingileif había buscado la dirección de
Erna en la web nacional del directorio de teléfonos: su casa era de una sola planta a
solo treinta metros del río y estaba rodeada de un verde jardín. Ingileif no tenía ni
idea de si Erna habría salido a trabajar, puesto que la mayor parte de las mujeres
islandesas trabajaban, pero cuando Ingileif llamó a la puerta, Erna salió a abrir.
Reconoció a Ingileif de inmediato y la hizo pasar. El cabello rubio de Erna seguía
siendo igual de rubio, pero ahora era teñido, y había ganado peso. Pero sus ojos
azules seguían brillando al ver a Ingileif, aunque volvieron a nublarse llenos de
preocupación.
—¿Has oído la horrible noticia de Tómas? —preguntó mientras entraba en la
cocina para hacer café.
—Sí —contestó Ingileif—. Es difícil no enterarse. Está en todos los periódicos.
¿Has ido a verlo?
—No. La policía no me ha dejado. He hablado con su abogado por teléfono. Dice
que la policía no tiene suficientes pruebas para demostrar nada. Yo ni siquiera sabía
que conocía a ese tal Agnar. ¿Por qué narices iba a matar a ese hombre? El abogado
me ha dicho que todo tiene que ver con un manuscrito que el profesor estaba
intentando vender. Ven aquí, Ingileif, vamos a sentarnos.
La sala de estar presumía de un gran ventanal con vistas al río, apenas visible
entre la neblina. Ingileif recordó que el marido de Erna era director de una de las
sucursales bancarias del pueblo. Estaba claro que le había ido bien. Ingileif se
preguntó, igual que todos los islandeses desde la kreppa, si ese hombre habría
concedido en persona hipotecas al cien por cien en los tiempos de prosperidad.
—Está relacionado con nuestra familia, Erna. Y con tu marido.
—Ah, ya me lo temía.
—El manuscrito es una antigua saga que ha pertenecido a mi familia durante
varias generaciones. La saga de Gaukur. ¿No te lo mencionó Hákon nunca?
—No directamente. Pero era a eso a lo que dedicaba tanto tiempo en sus
conversaciones con tu padre, ¿no?
—Así es. Y cuando murió mi madre a finales del año pasado…
—Oh, sí. Lo siento mucho. Habría ido al funeral de haber podido.
—Sí. Bueno, tras su muerte, decidí vender la saga por medio del profesor Agnar.
Y la policía cree que fue por esta saga por lo que mataron a Agnar.
—Entiendo. Pero sigo sin entender qué tiene eso que ver con Tómas.
Pero Ingileif pudo ver en el rostro de Erna que empezaba a comprenderlo.
—Todo se remonta a la muerte de mi padre.
—Sí. Eso estaba pensando. —Erna se mostraba ahora recelosa.
—Estoy segura de que la policía va a venir pronto a interrogarte sobre ello. Puede
que hoy —dijo Ingileif—. Y te prometo que no les contaré lo que me digas. —

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Aquella promesa era más fácil de hacer ahora que Magnus se había convertido en un
estúpido—. Pero quiero saber qué le ocurrió a mi padre. Necesito saberlo.
—Fue un accidente —contestó Erna—. Hákon estaba allí. Un terrible accidente.
Hubo una investigación policial y todo.
—¿Tu marido te contó lo que estaban haciendo él y mi padre aquel fin de
semana?
—No. Se mostró muy reservado con aquello y, francamente, a mí no me
interesaba. Estaban investigando algo. No tengo ni idea de qué.
—¿Alguna vez te habló de un anillo?
—¿Un anillo? No. ¿Qué tipo de anillo?
Erna parecía estar realmente desconcertada. Ingileif respiró hondo. Las preguntas
se iban a volver más dolorosas, no había modo de evitarlas.
—Se trataba de un anillo que se mencionaba en La saga de Gaukur, el manuscrito
que el profesor al que asesinaron trataba de vender. ¿Sabes? La policía cree que mi
padre y tu marido encontraron el anillo ese fin de semana.
Erna frunció el ceño.
—Él nunca lo mencionó. Y yo nunca vi ningún anillo. Pero ese tipo de cosas le
fascinaban. Y había una cosa. Algo que escondió en el altar de la iglesia. Lo vi entrar
allí a escondidas varias veces.
—¿Alguna vez fuiste a ver de qué se trataba? —le preguntó Ingileif.
—No. Me convencí a mí misma de que no era asunto mío. —Erna se estremeció
—. Pero lo cierto es que no quería ir a mirar. No quería saber nada. A Hákon le
interesaban cosas bastante poco convencionales. Me daba miedo lo que pudiera
encontrar.
—La policía cree que pudieron asesinar a mi padre por ese anillo.
—¿Quién? —preguntó Erna—. No sería Hákon.
—Eso es lo que creen. —Ingileif tragó saliva—. Eso es lo que yo creo.
Erna parecía perpleja. Y la perplejidad se convirtió en rabia.
—Sé que mi exmarido es un excéntrico. Sé que en el pueblo cuentan todo tipo de
historias raras sobre él. Pero estoy absolutamente segura de que no mató a tu padre. A
pesar de toda su fascinación por el diablo, no mataría a nadie. Nunca. Y…
Una lágrima apareció en los ojos de Erna.
—¿Y?
—Y tu padre era el único amigo de verdad que tenía Hákon. A veces pienso, o
mejor dicho, sé que Hákon le tenía más cariño a él que a mí. La muerte de tu padre lo
destrozó. Casi acaba con él. —Se sorbió las lágrimas y se limpió los ojos con un dedo
—. Empezó a comportarse de una forma aún más extraña, desatendiendo sus
obligaciones como párroco, escuchando la espantosa música de Tómas. Fue
imposible vivir con él después de aquello. Imposible.
Ingileif se dio cuenta de que no avanzaría más en lo que respectaba a Hákon.
Dejaría las preguntas a Erna para la policía. Seguía pensando que Hákon había

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matado a su padre, pero estaba convencida de que Erna no lo creía. Y no veía
necesario discutir con ella.
—¿Pero qué tiene todo esto que ver con Tómas? —preguntó Erna.
—La policía cree que estaba allí con Hákon y mi padre. Los granjeros a los que
Hákon acudió para pedir ayuda lo vieron. O al menos, vieron a un chico. Y la policía
piensa que era Tómas. —Ingileif no quería enredar el asunto hablando de seres
ocultos.
—Pero eso es absurdo —protestó Erna—. ¿Creen que Tómas mató al doctor
Ásgrímur? ¡Pero si por entonces solo tenía doce años!
—Trece —la corrigió Ingileif—. Y sí, piensan que estaba allí. Cuanto menos,
pudo haber presenciado lo que ocurrió.
—¡Eso es ridículo! —exclamó Erna—. Tuvo que ser otra persona. —Y entonces
se le iluminaron los ojos—. Espera un momento. ¡No pudo ser Tómas!
—¿Por qué no?
—Porque estaba conmigo ese fin de semana. En Reikiavik. Estaba cantando en la
Hallgrímskirkja con el coro del pueblo. Yo fui a escucharlo. Nos quedamos en casa
de mi hermana en Reikiavik aquel sábado por la noche.
—¿Estás segura?
—Estoy muy segura. No volvimos hasta el domingo por la tarde. Recuerdo ver a
Hákon cuando llegamos a casa. Acababa de regresar de la montaña. Se encontraba en
un estado lamentable —le sonrió a Ingileif—. ¿Lo ves? ¡Mi hijo es inocente!

* * *

Los tres hombres permanecían apretujados en el coche de Axel, aparcado a cien


metros de la casa en la que Ingileif había entrado. Axel estaba al volante, Ísildur en el
asiento trasero y Gimli en el del acompañante, con el ordenador abierto en su regazo.
Sin reparar en gastos, Axel le había colocado cuatro micrófonos ocultos a Ingileif
cuando entró en su casa la madrugada del día anterior. Uno en su bolso, otro en su
abrigo, otro en el dormitorio de su apartamento —ese había sido el más difícil— y
otro en el coche. El micrófono del coche servía también como un dispositivo de
localización y esa localización del coche se mostraba en el mapa del GPS del
ordenador.
El rastreador les había permitido seguir a Ingileif a una distancia segura desde
Reikiavik hasta Helia. Habían pasado junto a la casa en la que se había detenido y
aparcaron donde no pudieran verlos. El micrófono de su abrigo estaba transmitiendo
alto y claro, pero en islandés, a través de un receptor que estaba conectado al portátil.
Axel farfulló algunas traducciones mientras escuchaba, pero eran frustrantemente
incompletas.
Cuando Axel comenzó a murmurar algo sobre un anillo, Ísildur no pudo contener
su impaciencia por saber más, pero Axel se negó a dar más explicaciones para no

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perderse nada de la conversación.
En cuanto Ingileif salió de la casa, Ísildur le pidió a Axel que lo tradujera.
—¿No deberíamos seguirla?
—Podemos alcanzarla luego. El receptor nos dirá donde está. ¡Quiero una
traducción completa y la quiero ahora!
Axel cogió el ordenador del regazo de Gimli y pulsó algunas teclas. La
conversación había quedado grabada en el disco duro del ordenador. La tradujo
entera, despacio y con cuidado.
Ísildur estaba fuera de sí de la emoción.
—¿Dónde está esa iglesia? —preguntó—. El lugar donde está escondido el anillo.
—No lo sé —respondió Axel—. La iglesia más cercana a Helia es un lugar
llamado Oddi. No está lejos.
—Parece que eran vecinos cuando Ingileif era pequeña —dijo Gimli—. Está claro
que el tal Hákon es el padre de Tómas Hákonarson. ¿Sabemos dónde nació? ¿Dónde
se crio? O al menos, ¿dónde se crio Ingileif? Puede que no fuera en Helia. Me ha
parecido como si esta Erna se hubiera mudado o se hubiera ido.
—Búscalo en Google —sugirió Ísildur—. Tenéis Google en Islandia, ¿no?
—¿Que busque en Google a quién?
—A Tómas Hákonarson. Es una gran estrella en este país. Habrá una biografía
suya en algún lugar.
Axel abrió el buscador, escribió algunas palabras, pulsó la tecla de Intro y avanzó
por el texto que había en la pantalla.
—Aquí está. Nació en un pueblo de los fiordos occidentales pero se crio en
Flúdir. No está muy lejos de aquí.
—¡Pues entonces, vamos a la iglesia de Flúdir! —ordenó Ísildur—. ¡En marcha!
Axel le devolvió el portátil a Gimli y encendió el motor del coche.
—La iglesia de Hruni es la más cercana a Flúdir. Ese hombre debe ser el pastor de
Hruni —dijo Axel, sonriendo de oreja a oreja.
—¿Y eso qué tiene de especial?
—Digamos simplemente que todo encaja.

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33
Mientras Magnus subía por el valle del Thjórsá en dirección al monte Hekla
escondiéndose entre las nubes en algún lugar del sudeste, el paisaje se volvía cada
vez más inhóspito. La hierba daba paso a piedras negras y montículos de arena, como
el detritus de una enorme cuenca minera abandonada. El río fluía entre las piedras
redondeadas de varios metros de altura conocidas como Búrfell, el hogar de los troles
en los antiguos cuentos populares. Justo después, la carretera cruzaba un río más
pequeño, el Fossá, un afluente del Thjórsá, pero aún potente, y Magnus llegó a un
cruce con una señal. Bueno, eran dos. Una era una indicación de Stöng. La otra:
«Carretera cortada».
Magnus giró. No era una carretera. Ni siquiera era un sendero. Había giros,
curvas, pendientes, descensos bruscos. Llegó un momento en que el camino no era
más que arena negra. La neblina se arremolinaba alrededor de Magnus mientras
conducía su coche a través de aquel terreno ennegrecido. Más adelante y a la
izquierda fluía el Fossá. Las lenguas de nieve bajaban desde las montañas y
seguramente aquella carretera habría sido impracticable un par de semanas atrás,
antes de que la nieve se derritiera. En una o dos ocasiones Magnus se planteó darse la
vuelta. Pero, por supuesto, al todoterreno de Hákon le habría resultado más fácil
pasar por allí.
Después, pasó por una curva y lo vio. El Suzuki rojo. Estaba aparcado en un
tramo estrecho del camino, quince metros por encima del río. Magnus se detuvo junto
a él y comprobó la matrícula. Definitivamente, se trataba del vehículo del reverendo
Hákon.
Apagó el motor y salió del coche.
El aire húmedo se le metió por los orificios nasales. Tras el ruido del motor de su
coche y el de las piedras y rocas contra el chasis, todo parecía en silencio, un silencio
húmedo. Aunque había un pequeño murmullo, el sonido del agua que corría por
debajo.
En algún lugar entre la niebla se oyó el graznido de un pato. Se hacía raro
escuchar el sonido de algo vivo en aquel paisaje.
Magnus se acercó al Suzuki. Vacío. Probó a abrir la puerta. No estaba cerrada. No
había llaves en el contacto.
Miró a su alrededor. La visibilidad solo llegaba a unos cincuenta metros. No
podía ver a Hákon. La neblina se arremolinaba alrededor de los pináculos de lava
retorcida que rodeaban a Magnus, formas grotescas y extrañas, gárgolas volcánicas.
Bajo sus pies había arenilla negra y esquirlas de obsidiana, rocas disueltas en cristales
negros del interior de la tierra que luego habían sido expulsadas sobre el mismo lugar
donde él se encontraba.
Quizá Hákon había dejado el coche allí para seguir caminando hasta Stöng. Era
una posibilidad. Magnus no podía ver lo suficientemente lejos a lo largo del camino

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como para evaluar su estado. Pero Hákon era islandés y conducía un todoterreno. No
era muy probable que se rindiera tan fácilmente.
Aquel hombre estaba loco y Magnus lo sabía. Podría haber emprendido una larga
caminata hasta Dios sabía dónde a través de aquel paisaje inhóspito. Puede que hasta
la cueva de Álfabrekka. O al monte Hekla. Podría pasar días allí.
Magnus miró alrededor del Suzuki en busca de huellas. Había algunas, pero eran
confusas. Se retiró del vehículo en círculos cada vez más grandes, pero el suelo era
demasiado duro como para revelar en qué dirección podría haber ido Hákon. Sin
embargo, encontró algo interesante.
Huellas de neumático. A unos diez metros del Suzuki en un pequeño trozo de
tierra blanda. Otro coche había aparcado allí. ¿Pero cuándo?
Magnus no tenía ni idea de la última vez que había llovido en aquel lugar en
particular. El Thjórsárdalur estaba muy bonito cuando Ingileif y él habían ido a
Álfabrekka el día anterior. Puede que no hubiera llovido desde entonces. O puede que
hubiera llovido veinte minutos antes.
Consideró si debía seguir en coche hasta Stöng. Recordaba la granja abandonada
de su infancia. Estaba en una pequeña parcela de césped junto a un arroyo. Pero
primero tenía que informar a Baldur sobre lo que había visto.
Sacó el teléfono. No había cobertura, lo cual apenas le sorprendió. Y tampoco
había una radio de la policía en el coche.
Así que decidió regresar a la carretera principal hasta que consiguiera tener
cobertura para hacer la llamada.
Tras dos kilómetros destrozándose los huesos con los baches, su teléfono, que
yacía en el asiento que había a su lado, comenzó a sonar.
Se detuvo y lo cogió. No podía conducir con una sola mano por aquella carretera.
—Hola, Magnus. Soy Ingileif.
—Hola —contestó Magnus receloso, pero contento de que fuera ella.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, estoy bien.
—Esta mañana oí en la radio que ha habido un tiroteo, que hay un policía en el
hospital y que han detenido a un americano. Supuse que eras uno de los dos.
—Sí, ocurrió justo después de ir anoche a tu casa. Han disparado a mi compañero
Árni. Yo detuve al tipo que lo hizo.
—¿Y él iba a por ti?
—Así es.
Hubo un breve silencio. Después, Ingileif volvió a hablar.
—Acabo de ir a ver a Erna, la madre de Tómas. Vive en Helia.
—¿Ah, sí?
—Está convencida de que Tómas no mató a mi padre. No podía estar allí. Estaba
cantando con el coro del pueblo en la Hallgrímskirkja de Reikiavik ese fin de semana.
—O eso es lo que dice ella. Es su madre, ¿recuerdas?

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—Pero eso se puede comprobar, ¿no? Aunque hayan pasado diecisiete años.
—Sí que se puede —admitió Magnus. Ingileif tenía razón. Era poco probable que
se tratara de una mentira—. ¿Qué te ha dicho de Hákon?
—Está segura de que él tampoco mató a mi padre. Pero no tiene ninguna prueba.
—Creo que en eso podemos no hacerle caso —dijo Magnus.
—Supongo que sí. Pero sonaba muy convincente. También me ha dicho dónde
esconde Hákon el anillo.
—¿En el altar de la iglesia?
—¿Cómo lo sabes?
—Tómas me lo contó ayer.
—¿Lo has encontrado? ¿A Hákon?
Magnus miró hacia atrás.
—No. Pero sí que he encontrado su coche hace unos minutos. En la carretera que
va a Stöng. Debe de haber seguido caminando o algo así. O se ha encontrado con
alguien. He visto otras huellas de neumáticos al lado.
Hubo un silencio al otro lado de la línea. Por un momento, Magnus pensó que la
conexión se había cortado. Había poca cobertura.
—¿Ingileif? Ingileif, ¿estás ahí?
—Sí, estoy aquí. Adiós, Magnus.
Y colgó.

* * *

Pétur estaba debajo de su coche, limpiando el chasis con un trapo. Había vuelto a
casa desde el lavado de coches, había cogido un trapo y un cubo y, después, aparcó en
una calle de una zona residencial a un kilómetro de distancia. No quería que sus
vecinos le vieran lavar el coche con tanto esmero.
Sonó su teléfono, metido en el bolsillo de sus apretados pantalones. Salió de
debajo del BMW y contestó.
—¿Pési? Soy Inga.
Se puso de pie. Necesitaba estar concentrado para mantener aquella conversación.
—¡Inga! ¡Hola! ¿Cómo estás?
—¿Por qué no querías que dijera que te vi ayer?
—Estabas con el policía grandullón, ¿no?
—Sí. Veníamos de ver a los granjeros que fueron a buscar a papá con Hákon.
Pési, estoy bastante segura de que a papá lo mataron. No fue un accidente.
Pétur se dio cuenta de que ella le estaba dando la oportunidad de pasar a la
ofensiva.
—Creía que habíamos acordado dejar ese tema —dijo—. ¿Por qué has estado
hablando de eso con la policía? ¿Qué ibas a conseguir?
—Pési, ¿adónde ibas ayer?

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Pétur respiró hondo.
—No puedo decírtelo, Inga. Lo siento. No me hagas más preguntas.
—Eso no puede ser, Pési. Necesito saber lo que está pasando aquí. ¿Ibas a
reunirte con Hákon? ¿En la carretera de Stöng?
—Oye, ¿dónde estás ahora?
—Acabo de salir de Helia.
—Vale, tienes razón. Mereces una explicación. Y te la daré. Completa.
—Entonces, habla.
—No por teléfono. Tenemos que hablarlo cara a cara.
—De acuerdo. Estaré de vuelta en Reikiavik esta tarde.
—No, aquí no. ¿Recuerdas adónde solía llevarnos papá de excursión? ¿Ese sitio
que él decía que era su preferido de toda Islandia?
—Sí.
—Vale, nos vemos allí. Por ejemplo, ¿dentro de una hora y media?
—¿Por qué allí?
—Voy allí a menudo, Inga. Es donde está papá. Voy allí a hablar con él. Y quiero
que esté presente cuando te lo cuente.
Hubo un silencio al otro lado del teléfono. Ingileif sabía que tanto
sentimentalismo no era propio de Pétur, pero también sabía lo mucho que le había
afectado la muerte de su padre.
—De acuerdo. Dentro de una hora y media.
—Nos vemos allí. Y prométeme que no le contarás nada a la policía. Al menos
hasta que me hayas dado la oportunidad de explicártelo todo.
—Lo prometo.

* * *

Ahora que tenía cobertura, Magnus llamó a Baldur.


—He encontrado el coche de Hákon —dijo, antes de que al inspector le diera
tiempo de colgarle.
—¿Dónde?
—En la carretera de Stöng. No hay señales de él. Y hay demasiada neblina como
para ver en la distancia.
—¿Está usted allí ahora? —le espetó Baldur.
—No. He tenido que retroceder un par de kilómetros para conseguir cobertura y
poder llamarle.
—Enviaré a una unidad para que vaya a ver.
—Y para buscar a Hákon.
—Eso no será necesario.
—¿Por qué no? ¿Lo ha encontrado?
—Sí. En el fondo del Hjálparfoss. Un trabajador de la central eléctrica ha

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descubierto un cuerpo allí hace media hora. Un hombre grande con barba y con
alzacuellos.
Hjálparfoss era una catarata que se encontraba a tan solo un kilómetro, más o
menos, del desvío a Stöng. Magnus había visto la señal que lo indicaba. El potente río
que tenía debajo de él, el Fossá, llegaba hasta allí.
—Puede que saltara —sugirió Baldur.
—No lo creo —dijo Magnus—. He visto huellas de neumáticos al lado del
Suzuki. Lo empujaron.
—Bueno, no vuelva allí —le ordenó Baldur—. No quiero que siga formando
parte de esta investigación. Voy de camino a Hjálparfoss y será mejor que usted no
esté allí cuando yo llegue.
Magnus sintió el deseo de responderle. Había tenido la corazonada de que Hákon
había ido hacia Stöng. Había encontrado el coche. Pero se mordió la lengua.
—Me alegro de haber sido de ayuda —dijo, y colgó.
Bueno, casi se mordió la lengua.
Baldur tardaría al menos una hora, probablemente dos, en llegar a Hjálparfoss
desde Reikiavik, lo cual le daba a Magnus tiempo de sobra.
Condujo por el camino hasta la carretera principal. La falda del Búrfell emergía
inquietante entre la neblina por delante de él. El desvío a Hjálparfoss era un camino
mucho mejor, pero aun así tenía que atravesar montículos negros de piedras y arena.
Unos cientos de metros más adelante, aparecieron las cataratas, dos poderosos
torrentes de agua divididos por una roca de basalto y cayendo sobre una charca.
Había un coche de policía con las luces encendidas junto al río, por debajo de la
catarata, y un pequeño grupo de tres o cuatro personas se apiñaban en torno a algo.
Magnus aparcó al lado del coche de la policía y se presentó. Los oficiales se
mostraron simpáticos y se hicieron a un lado para dejar que le echara un vistazo al
cadáver.
Sí que era Hákon, muy maltrecho tras su recorrido por el río y tras caer por la
catarata.
Magnus miró los dedos del pastor de Hruni.
Estaban desnudos.

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34
Magnus volvía con el coche a Reikiavik. El Thjórsá, que el día anterior centelleaba,
fluía grande e inquietantemente gris hacia el océano Atlántico.
Las cosas habían cambiado. Definitivamente, habían cambiado.
Parecía que alguien había matado a Hákon. No había sido Tómas, que estaba
encerrado sano y salvo. Entonces, ¿de quién se trataba?
¿Steve Jubb y Lawrence Feldman?
Desde que había llegado a Islandia, Magnus había sabido de muchas personas que
habían sufrido una muerte repentina a lo largo de los últimos años. No solamente
Agnar y ahora Hákon, sino también el doctor Ásgrímur. E incluso el padrastro de
Ingileif.
Demasiadas coincidencias para un país tan pacífico.
Otra caída. Otro ahogamiento.
El doctor Ásgrímur había muerto por una caída. Se suponía que había sido un
accidente. Agnar había sufrido un golpe en la cabeza y, después, se había ahogado.
Incluso el padrastro de Ingileif se había caído en el puerto de Reikiavik, dándose un
golpe en la cabeza y ahogándose.
Ahí estaba. Fue esa muerte la que hizo que anteriormente, cuando hablaba con el
inspector jefe, surgieran dudas en la mente de Magnus.
Se trataba de un modus operandi recurrente, una forma de matar por la que un
asesino mostraba preferencias. Incluso los asesinos más inteligentes a menudo se
aferraban al mismo método.
Solo había dos personas que estuvieran conectadas con todas las muertes. Un
hermano y una hermana. Pétur e Ingileif.
Magnus descartó a Ingileif. Pero ¿y Pétur?
Tenía coartadas. Estaba en el instituto en Reikiavik cuando murió su padre. Pero
¿era posible que hubiera podido salir aquel fin de semana sin que nadie lo supiera?
¿Podía ser él el hombre oculto que había visto el granjero? Se suponía que estaba en
Londres cuando murió su padrastro, pero fácilmente podía haber tomado un avión a
Reikiavik para pasar un par de días sin que nadie lo supiera. Si se había enterado de
lo que aquel hombre le había hecho a su hermana Birna, podría haber vuelto para
vengarse. Sobre todo si ya había matado antes.
Pero ¿y el asesinato de Agnar? Pétur tenía una coartada para ello. Estuvo en sus
discotecas toda la noche, Árni lo había comprobado.
Magnus golpeó el volante con la palma de la mano. ¡Árni! Eso es lo que había
estado tratando de decirle antes de quedar inconsciente tras el disparo. No era
«despedida», sino «coartada»[8]. Trataba de hablarle a Magnus sobre una coartada. La
de Pétur.
Magnus pudo imaginar lo que había ocurrido. Árni se había pasado por las tres

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discotecas de Pétur y le habían asegurado que habían visto allí a Pétur en algún
momento de la noche del asesinato. No había contrastado las horas ni había elaborado
una cronología precisa de dónde estuvo Pétur exactamente y a qué hora durante
aquella noche. Era el tipo de descuidos típicos de él. Pero, si era justo con Árni,
también era el tipo de cosas por las que después se sentiría culpable.
Pétur se había asegurado de que lo vieran a primera hora de la noche, luego fue
hasta el lago Thingvellir, donde llegó después de las nueve y media, cuando Steve
Jubb ya se había ido. Puede que esperara alrededor de una hora después de haber
matado a Agnar hasta que anocheció del todo para llevarlo hasta el lago. Eso
explicaría los indicios de moscas en el cadáver en la casa de verano. Después, por
supuesto, aún tendría tiempo de volver a sus locales a primera hora de la madrugada
mientras seguían en funcionamiento.
Cuatro muertes. Y Pétur era responsable de todas ellas.
Magnus aceleró en dirección a Reikiavik. Quería llamar a Ingileif. Por supuesto,
era hermana de Pétur. A quien primero mostraría lealtad sería a él. Pero no encubriría
a un asesino. ¿O sí?
Magnus la llamó por teléfono.
—¿Ingileif? Soy yo, Magnus.
—Ah.
—¿Dónde estás?
—Voy camino de Flúdir.
La carretera de Helia a Flúdir pasaba por el desvío al valle del Thjórsá, no muy
lejos de donde se encontraba Magnus.
—Tengo que hablar contigo. Estoy muy cerca. Si esperas y me dices dónde estás,
iré hasta allí.
—No puedo, Magnus. Tengo una cita.
—Es importante.
—No. Lo siento, Magnús.
—¡Es muy importante!
—Mira, si quieres detenerme, hazlo. Y si no, deja que siga con mi vida.
Magnus se dio cuenta de que había sido demasiado insistente, pero aun así le
habían sorprendido las evasivas de ella.
—Ingileif, ¿dónde está Pétur?
—No lo sé. —De repente, su voz se volvió más calmada, menos beligerante.
Estaba mintiendo.
—¿Adónde vas? —le preguntó Magnus.
Silencio.
—¿Vas a reunirte con él?
Ingileif colgó.
Un coche de la policía pasó con la sirena y las luces encendidas a toda velocidad
río arriba para reunirse con los oficiales que miraban boquiabiertos el cadáver del

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pastor.
Magnus recordó lo tensa que Ingileif se había puesto de repente en aquella misma
carretera el día anterior, como si hubiera visto algo. ¿Quizá al conductor del coche
con el que se habían cruzado? ¿A Pétur?
Si lo había visto, la información de que había encontrado el coche de Hákon la
habría hecho pensar. Seguiría las mismas líneas de pensamiento que estaba siguiendo
Magnus. Al igual que él, Ingileif querría hablar con Pétur. Iba a reunirse con él ahora.
En Flúdir. Si es que había sido sincera con él al respecto.
Magnus volvió a llamar a Ingileif. Tal y como esperaba, ella no contestó al
teléfono. Pero le dejó un mensaje diciéndole que habían encontrado el cadáver de
Hákon río abajo, lejos de su coche. Si se iba a reunir con su hermano, era algo que
tenía que saber.
Siguió conduciendo. Aún le quedaban unos cuantos kilómetros para llegar al
cruce donde podría girar a la izquierda en dirección a Reikiavik o a la derecha hacia
Flúdir. Pero primero tenía que contarle a Baldur lo de Pétur.
Llamó a su teléfono móvil. No hubo respuesta. El muy cabrón no se lo quería
coger.
Probó con Vigdís. Al menos, ella lo escucharía.
—Vigdís, ¿dónde estás?
—En la comisaría.
—Necesito que vayas a arrestar a Pétur Ásgrímsson.
—¿Por qué?
Magnus se lo explicó. Vigdís lo escuchó y le hizo una o dos preguntas
pertinentes.
—Tiene sentido —dijo ella—. ¿Se lo has contado a Baldur?
—No contesta a mi llamada.
—Hablaré con él.
El teléfono de Magnus volvió a sonar un minuto después.
—No quiere hacerlo. —Era la voz de Vigdís.
—¿Qué es lo que no quiere hacer?
—Darme autorización para arrestar a Pétur.
—¿Qué?
—Dice que es muy pronto para sacar conclusiones. Ni siquiera ha visto el cadáver
aún. Ha habido demasiados arrestos precipitados en esta investigación.
—Es simplemente porque yo lo he sugerido —se quejó Magnus amargamente.
—No sé si será por eso. Pero sí sé que no puedo arrestar a Pétur si mi jefe me dice
que no lo haga.
—No, claro que no, Vigdís. Te estoy poniendo en una situación difícil.
—Así es.
—La cuestión es que creo que va a reunirse con su hermana. Creo que ella ya lo
ha descubierto. Me preocupa que si se ven, él trate de hacerla callar. Para siempre.

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—¿No estás sacando demasiadas conclusiones?
Magnus torció el gesto. Estaba preocupado por Ingileif. Puede que Vigdís tuviera
razón. Quizá estaba yendo demasiado lejos en sus conclusiones, pero después de lo
que le había ocurrido a Colby, la seguridad de Ingileif le preocupaba. Le preocupaba
mucho.
—Puede ser —admitió—. Pero prefiero sacar demasiadas conclusiones antes que
no sacar ninguna.
—Mira, voy a ver si puedo encontrar a Pétur en sus discotecas o en su casa.
Después lo seguiré si va a algún sitio, ¿de acuerdo?
Magnus sabía que Baldur no iba a estar muy conforme cuando se enterara de lo
que Vigdís estaba haciendo.
—Gracias —dijo—. Te lo agradezco de verdad.
Magnus llegó al cruce. Con Vigdís en Reikiavik buscando a Pétur, Magnus podría
concentrarse en Ingileif.
Giró a la derecha en dirección a Flúdir.

* * *

Pétur apenas podía ver el lago Thingvellir entre la penumbra que había por delante de
él. Ya había pasado más de una semana desde la última vez que había estado allí. Una
semana en la que habían pasado muchas cosas. Una semana en la que había perdido
el control.
Todo se había echado a perder aquel día, diecisiete años atrás, cuando su padre
había muerto en aquella tormenta de nieve en las colinas que hay sobre el
Thjórsárdalur. Desde entonces, se había pasado toda la vida tratando de minimizar los
daños.
Había intentado apartarse de todo lo relacionado con La saga de Gaukur, de su
familia, de Islandia. Aquello le funcionó durante un tiempo, aunque nunca pudo
sacarse la muerte de su padre del corazón, del alma. Pensaba en ello todos los días.
Durante diecisiete años había pensado en ello cada maldito día.
Pero aquella tristeza había alcanzado cierto tipo de equilibrio hasta que Inga había
vuelto a sacar a la luz el asunto de la saga. Pétur había tratado de convencerla para
que no la vendiera. Debía haber sido más persuasivo, mucho más. La confianza de
Inga y de Agnar de que sería posible mantener en secreto la venta nunca había sido
creíble.
Todo era culpa de Inga.
Se sentía ansioso por ir a verla ahora. Le explicaría todo, lo haría de forma que
ella lo comprendiera. Sabía que ella lo consideraba un hermano en quien podía
confiar. Por eso precisamente se había enfadado tanto con él cuando Pétur las
abandonó a ella, a su madre y al resto de su familia. Quizá por eso mismo
comprendería por qué había matado a Sigursteinn. Aquel hombre merecía morir por

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lo que le había hecho a Birna.
Lo de Agnar sería más difícil de explicar. Al igual que lo de Hákon. Pero Pétur no
tenía otra opción. No había otro camino. Inga era inteligente, lo entendería.
Estaba perdiendo el control. Había disimulado bien su rastro en lo de Agnar. No
tanto con Hákon. ¿Y con Inga?
Esperaba de verdad que ella lo comprendiera. Que se mantuviera en silencio.
Porque de no ser así… ¿qué pasaría entonces?
Pétur hurgó en su bolsillo en busca del anillo. Sintió un repentino deseo de
mirarlo. Se detuvo a un lado de la carretera y apagó el motor.
Silencio. A su derecha estaba el lago, de un color gris oscuro. La niebla ocultaba
la isla que había en el centro del lago y, más aún, las montañas que había al otro lado.
Oyó en la distancia el ruido de un coche, cada vez más fuerte, avanzando con el
zumbido del aire y después, disminuyendo.
De nuevo, silencio.
Examinó el anillo. Hákon lo había mantenido en buenas condiciones. No parecía
que tuviera mil años, pero, pensándolo bien, el oro no tenía necesariamente que tener
aspecto de ser tan antiguo. Miró en su interior. Pudo distinguir la forma de las runas.
¿Qué era lo que se suponía que decían? «Andvaranautur». El anillo de Andvari.
El anillo. Aquel era el anillo que había destruido a su familia. Cuando Högni lo
encontró, fue la perdición de todos ellos.
Había obsesionado a su padre y le había provocado la muerte. Le había
obsesionado brevemente a Pétur antes de que tratara de olvidarlo. Había obsesionado
a Agnar y a los admiradores extranjeros de El señor de los anillos y había
obsesionado a Hákon. Pero no lo había poseído.
Solo su abuelo, Högni, había tenido la valentía de volver a colocar el anillo donde
debía estar. Fuera del alcance de los hombres.
Pétur había pasado toda la vida luchando contra el poder del anillo. Tenía que
admitirlo, había perdido. El anillo había ganado.
Pétur deslizó el anillo por el dedo.
Si Inga se negaba a permanecer callada, tendría que morir. No había más que
decir.
Pétur miró su reloj. Quedaba una hora. Puso el BMW en marcha y se dirigió al
encuentro con su hermana.

* * *

Magnus condujo a toda velocidad hasta Flúdir. El camino de entrada a la casa de


Ingileif estaba vacío. Salió del coche y pulsó el timbre. Nada. Se echó hacia atrás y
miró las ventanas. No había señales de vida. Era un día gris y, si había alguien en el
interior, habría necesitado, al menos, encender una luz.
¡Maldita sea! ¿Dónde demonios estaba?

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Miró a su alrededor buscando algo de inspiración. Un anciano vestido con un
pantalón de peto y una boina estaba arreglando el jardín de al lado.
—¡Buenos días! —lo saludó Magnus.
—Buenas tardes —lo corrigió el hombre.
—¿Ha visto usted a Ingileif? —Magnus estaba seguro de que en un pueblo del
tamaño de Flúdir, aquel hombre sabría dónde estaba Ingileif, aunque ella no viviera
allí desde hacía años.
—Acaba de irse.
—¿Hace cuánto?
El hombre se puso de pie. Se desperezó. Se quitó la gorra dejando ver su pelo
canoso y de punta. Miró con atención a Magnus. Volvió a ponerse la gorra. Se rascó
el mentón. No es que fuera muy viejo, pero por el aspecto de su cara, Magnus podría
apostar que había pasado varias décadas bajo el frío y la lluvia. Y que no estaba muy
seguro de ayudar a aquel forastero.
—¿Hace cuánto tiempo que se ha ido? —volvió a preguntar.
—Ya le he oído. No estoy sordo.
Magnus forzó una sonrisa.
—Soy amigo suyo. Es urgente que la encuentre.
—Hace unos diez minutos —contestó por fin el hombre—. No estuvo aquí
mucho rato.
—¿Por dónde se fue?
—No lo sé seguro.
—¿Qué coche conducía? —preguntó Magnus. No tenía ninguna pista.
—Yo diría que si usted es amigo suyo, debería saberlo.
Magnus trató de controlar su impaciencia.
—Puede que esto le suene un poco melodramático, pero creo que Ingileif corre
peligro. Necesito encontrarla de verdad.
El hombre se limitó a resoplar y volvió a su jardín.
Magnus saltó por encima de la valla, agarró al viejo por el brazo y se lo retorció
por detrás de la espalda.
—¡Dígame qué tipo de coche lleva o se lo rompo!
El hombre se quejó del dolor.
—No le voy a decir nada. El doctor Ásgrímur era un buen amigo mío y no voy a
ayudar a nadie que trate de hacerle daño a su hija.
—¡Puñeteros islandeses! —murmuró Magnus en inglés, lanzando al hombre
contra el suelo. Todos eran unos tercos hijos de puta.
Volvió a subir a su coche. ¿Adónde ir? Si hubiera hecho el camino de vuelta para
reunirse con Pétur en Reikiavik, la habría visto. Había estado buscándola entre los
conductores con los que se había cruzado cuando iba hacia allí. No había mucho más
hacia el norte de Flúdir. Pero hacia el este estaba Hruni. Puede que hubiera ido allí.
Ya fuera para encontrarse con Pétur o para buscar el anillo.

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El desvío hacia Hruni estaba al sur del pueblo. Recorrió a toda velocidad los tres
kilómetros en dos minutos. Tal y como esperaba, había un coche de la policía en el
aparcamiento de delante de la iglesia con un oficial en el asiento delantero leyendo un
libro.
El libro era Crimen y castigo. El policía casi lo había terminado.
Reconoció a Magnus y lo saludó.
—¿Has visto a Ingileif Ásgrímsdóttir? —le preguntó Magnus—. Una mujer rubia,
de casi treinta años.
—No. Y llevo aquí desde las ocho de la mañana.
—¡Joder!
—¿Te has enterado de que parece que han encontrado el cadáver de Hákon? —
preguntó el agente.
—Sí. Lo he visto, en el fondo del Hjálparfoss. Está muerto. No hay ninguna duda
al respecto. Pero me preocupa Ingileif. Creo que quienquiera que matara al pastor va
ahora detrás de ella.
—Avisaré por radio si la veo.
—¿Puedes llamarme a mi móvil? —le pidió Magnus, dándole a continuación su
número al agente.
—Puedes preguntarles a aquellos tipos de ahí detrás.
Magnus se giró. Había un coche aparcado a un lado del camino que daba a la
iglesia y a la casa parroquial.
—¿Quiénes son?
—Tres hombres. Un islandés y dos extranjeros. Les he preguntado qué hacían. No
me han dado ninguna respuesta o, al menos, ninguna que tuviera sentido.
Feldman y Jubb, pensó Magnus.
—Están esperando a que te vayas de aquí para registrar la iglesia —dijo—. Pero
gracias. Voy a hablar con ellos.
Volvió al coche. Había un islandés bajito en el asiento del conductor, con Jubb
sentado a su lado y Feldman en la parte de atrás. Parecían claramente incómodos al
ver a Magnus.
Magnus salió de su vehículo y se acercó al de ellos. El islandés bajó la ventanilla.
—Hola, Lawrence y Steve —los saludó Magnus en inglés, haciendo un gesto con
la cabeza a los dos extranjeros.
—Buenas tardes, agente —respondió Lawrence desde el asiento de atrás.
—¿Y usted es? —le preguntó Magnus al islandés.
—Axel Bjarnason. Soy investigador privado. Trabajo para el señor Feldman.
—¿Para qué?
Axel se encogió de hombros.
—Nos está ayudando en una investigación —intervino Feldman.
Magnus estuvo a punto de decirles que perdían el tiempo, que ya habían
registrado la iglesia por completo y que no había ningún anillo allí, pero se lo pensó

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mejor. Mejor era dejarlos que se pasaran el día entre la neblina de aquel brezal dejado
de la mano de Dios.
—¿Alguno de ustedes ha visto a Ingileif Ásgrímsdóttir? —les preguntó.
La expresión de paciente desinterés de Axel no cambió. Pero no respondió a la
pregunta. Jubb frunció el ceño.
—No, agente. No la hemos visto —respondió Feldman—. Al menos, hoy no.
Intentamos hablar con ella ayer, pero no se mostró muy emocionada de vernos.
—No me sorprende —dijo Magnus—. Si la ven, ¿me pueden avisar? —Escribió
su número en un trozo de papel que arrancó de su cuaderno y se lo dio a Feldman—.
Acaban de encontrar al pastor. Asesinado. Estoy bastante seguro de que el que lo ha
hecho está buscando a Ingileif en este momento.
Feldman cogió el papel.
—Tenga por seguro que lo llamaremos —contestó.
Magnus se giró para mirar la iglesia, achaparrada bajo los riscos entre la neblina.
Un cuervo bajó de las nubes y se posó a un lado del camino, unos metros por delante.
Se movía nervioso mirando a los dos coches.
—Que tengan un buen día —dijo Magnus, volviendo a su coche. Bajó
rápidamente por la colina volviendo a la carretera principal.
No la habría visto venir en la otra dirección. Hacia Reikiavik. Apostaba que
estaba en Reikiavik.

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35
Steve Jubb se quedó mirando el coche del policía desapareciendo por la colina.
—Sabéis que esto no está bien.
—¿Qué es lo que no está bien, Gimli? —preguntó Feldman.
—Para empezar, no me llamo Gimli, sino Steve.
—Ya hemos hablado de eso antes. Debemos usar nuestros apodos.
—No, Lawrence. Yo no me llamo Gimli, sino Steve. Tú no te llamas Ísildur, sino
Lawrence. Esta no es la Tierra Media, sino Islandia. El señor de los anillos no es real,
es una historia. Una historia jodidamente buena, pero una historia al fin y al cabo.
—Pero, Gimli, ¡el anillo puede estar en esa iglesia! El anillo de La saga de los
volsungos. El anillo sobre el que escribió Tolkien. ¿No te das cuenta de lo genial que
es esto?
—La verdad, me da igual. Ese profesor con el que hablé hace tan solo una semana
está muerto. Ha muerto un párroco. Hay un chiflado corriendo por ahí de un lado a
otro que va detrás de una chica para matarla. Una persona real, Lawrence. ¿No lo
entiendes?
—Oye, eso no tiene nada que ver con nosotros —contestó Feldman. Miró a Jubb
con recelo—. ¿O sí?
—¿Qué quieres decir?
—Pues… ¿Mataste al profesor? —preguntó Feldman.
—No seas ridículo. Por supuesto que no, joder.
—Eso es lo que dices tú, pero yo no tengo modo de saber si estás contando la
verdad.
—Mira, ese policía está buscando a Ingileif. Nosotros sabemos dónde está.
Deberíamos decírselo. —Jubb sacó su teléfono móvil—. Dame su número.
—No, Gimli. No.
—¡Dios! —exclamó Jubb. Salió del coche de un salto, abrió la puerta de atrás y
sacó a Feldman. El hombrecillo trató de asirse al cinturón de seguridad, pero Jubb se
lo arrancó de las manos. Jubb apretó el puño—. Dame el número o te parto la cara.
Feldman se tiró al suelo encogido de miedo y le dio a aquel grandullón de
Yorkshire el trozo de papel con el número de Magnus.
Jubb se giró hacia el asiento del conductor.
—¿Estás de mi parte? —le preguntó a Axel.
—El problema, Steve, es que ponerle un micrófono oculto al coche de esa chica
no ha sido exactamente legal.
Jubb no esperó a discutirlo. Se inclinó hacia delante, agarró al investigador
privado y lo lanzó contra el suelo de la carretera. Saltó al asiento del conductor y
puso el coche en marcha. Mientras Feldman y Axel golpeaban el lateral del coche,
maniobró y salió a toda velocidad en busca del policía, dándole de refilón a Feldman
en las piernas con el parachoques.

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* * *

Magnus disminuyó la marcha cuando llegó al cruce con la carretera principal al sur
de Flúdir. Su teléfono móvil sonó.
—¿Sí?
—Soy Steve Jubb. ¡Espere ahí! Voy detrás de usted.
—De acuerdo —contestó Magnus. Estaba seguro de que Feldman y Jubb sabían
más de lo que decían, aunque le sorprendió que hubieran decidido contárselo—. Le
espero.
Magnus se detuvo a un lado de la carretera. En dos minutos, vio el coche del
investigador privado avanzando a toda velocidad en su dirección. Se paró detrás de él
y Steve Jubb se bajó del vehículo con un ordenador portátil bajo el brazo. Solo.
Subió al asiento que había al lado del de Magnus.
—Espere un momento —dijo mientras encendía el ordenador y el receptor que
llevaba conectado—. Esto nos dirá dónde se encuentra Ingileif.
—¡Estupendo! —exclamó Magnus. Puso el coche en marcha y giró a la izquierda
hacia Reikiavik. Aquella era la dirección más probable y quería llegar hasta Ingileif
—. ¿Dónde están sus amigos?
—Capullos —murmuró Jubb mientras tecleaba en el ordenador.
Magnus no estaba seguro a qué se refería, pero estaba dispuesto a tomarle la
palabra.
—Gracias por venir a ayudarme.
—Debería haberle dicho algo allí atrás —dijo Jubb—. Debí haberle contado todo
cuando me arrestaron. —Pulsó un par de teclas—. Vamos… —farfulló.
—¿Así que le han puesto un micrófono en el coche?
Jubb se limitó a resoplar y siguió dando golpecitos en el teclado.
—Ya la tenemos. Va hacia el norte. Muy al norte de aquí. Dé la vuelta.
—¿Está seguro?
—Joder, claro que estoy seguro. Mírelo usted.
Magnus disminuyó la marcha y miró la pantalla del ordenador que estaba en el
regazo de Jubb. En ella se veía un mapa del suroeste de Islandia y mostraba un
círculo que se movía hacia el norte por una carretera que había al otro lado de Flúdir.
—¿Adónde demonios va? —preguntó Magnus—. Ahí arriba no hay nada, ¿no?
Mire el mapa. Hay uno en la guantera.
Jubb sacó el mapa.
—Tiene razón. No hay mucho al norte de aquí. Un par de glaciares, creo. La
carretera atraviesa justo por el medio del país.
—Seguirá cortada en esta época del año —dijo Magnus.
—Espere un momento. Aquí hay algo. ¿Gullfoss? ¿Sabe qué es eso?
—Es una catarata —dijo Magnus—. Una catarata enorme.

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* * *

Pétur entró en el amplio aparcamiento. En aquella época del año y con aquel tiempo,
estaba vacío, a excepción de un autobús de turistas.
Salió de su BMW. Oía el estruendo de la inmensa catarata sin verla, más allá del
centro de información. Había turistas por todo el sendero que venían desde la catarata
hablando en susurros unos a otros sobre la grandiosidad de lo que acababan de
presenciar. En cinco minutos se marcharían hacia la siguiente parada de su viaje,
quizá los géiseres de Geysir o el emplazamiento de la asamblea del Althing, en
Thingvellir.
Bien, pensó Pétur.
En lugar de dirigirse directamente hacia la catarata, Pétur giró a la izquierda, río
arriba. Había ahora un sendero bien arreglado que subía a lo alto de la pequeña
colina. En su infancia no era más que un estrecho camino de cabras.
Justo en la cima de la colina había una hondonada poco profunda. Era allí donde
al doctor Ásgrímur le gustaba llevar a su familia de excursión los días de sol. Los
turistas iban normalmente hasta el pie de las cataratas, se quedaban a medio camino o
seguían el desfiladero río abajo. La hondonada, por encima de las colinas, ofrecía
cierta privacidad, incluso durante el verano. La hierba y el musgo, suaves y mullidos,
constituían un lugar confortable sobre el que poder sentarse cuando estaban secos.
A esas alturas de mayo, entre la neblina, todo estaba muy húmedo y no había
indicios de persona alguna. Solo estaba a un par de cientos de metros del
aparcamiento, pero no había posibilidad de ser visto ni oído por encima de aquel
estruendo.
Pétur caminó hacia el río. El ruido sordo fue en aumento cuando la magnífica
catarata se fue abriendo por debajo de él. Su fuerza era extraordinaria. El valle del
Hvítá caía por el desfiladero dividiéndose en dos y cada parte lanzaba una densa
cortina de agua pulverizada. El salto de agua resultante era conocido como Gullfoss,
que significa «catarata dorada» por los juegos de luz que provoca el sol cuando está
bajo sobre la delicada capa de humedad que queda en suspensión sobre la caldera.
Cuando se daban las condiciones idóneas, había un arcoíris de color dorado y púrpura
danzando sobre las cataratas.
En los días claros era posible ver Langjökull, el «glaciar largo» que provocaba
toda aquella agua, agazapado entre los picos de las montañas treinta kilómetros al
norte. Pero hoy no. Hoy todo estaba cubierto de un sudario gris de humedad, agua
pulverizada y niebla fundidos en uno.
Bien, pensó de nuevo.
Pétur se quedó de pie esperando a Ingileif.
Estaba encantado de haber elegido aquel lugar para su encuentro. Como la
carretera hacia Stöng. Pétur había convencido a Hákon para que fuera a aquel remoto

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lugar con el disparatado cuento de que sabía dónde estaba escondido el timón de
Fafnir. Recordó la mirada de emoción y expectación en el rostro del pastor mientras
se acercaba a su coche, aparcado más arriba del Fossá. Pétur había llevado al pastor
hasta el río y luego se detuvo para dejarle pasar. Un golpe en la parte de atrás de la
cabeza con una piedra y el pastor cayó al suelo: aquello era lo único que Pétur pudo
hacer para evitar que cayera al agua. Lo sostuvo el tiempo suficiente como para
quitarle el anillo del dedo y luego lo lanzó al torrente. Podían pasar semanas hasta
que encontraran su cadáver, si es que lo encontraban algún día.
Ese era otro efecto que el anillo tenía sobre las personas. Los convencía de dejar a
un lado el buen juicio para hacerles creer lo increíble. Pétur sonrió. La ironía de que
el pastor hubiera caído en la misma artimaña que Gaukur mil años atrás le gustaba.
Pétur se quedó mirando la catarata y pensó en su padre. Aquel lugar le traía
recuerdos de aquella época luminosa antes de que las cosas se torcieran. Quizá lo que
le había dicho a Inga era cierto. Quizá su padre estaba allí presente de verdad.
Pétur se estremeció. Esperaba que no fuera así. No quería que su padre
presenciara lo que podría ocurrirle a Inga si no prometía mantener la boca cerrada.
Pétur se preguntó qué pensaría la policía cuando encontraran el cuerpo del pastor
o su coche, lo cual era más probable. ¿Un accidente? ¿Suicidio, quizá?
Era una idea. En el peor de los casos, si Inga terminaba en la catarata, Pétur
podría decir que ella misma se había quitado la vida. Había recibido una llamada de
ella. Estaba angustiada, alterada por una sensación de traición al haber intentado
vender La saga de Gaukur. Le había dicho que iba a Gullfoss. Él temió que se
suicidara y fue hasta allí para intentar detenerla. Pero fue demasiado tarde. La vio
saltar.
Eso explicaría su presencia en la catarata. Estaría lo suficientemente cerca de la
verdad como para salir airoso.
Jugueteó con el anillo que llevaba en el dedo. Era casi seguro que lo arrestarían y
sería difícil explicar por qué el anillo estaba en su posesión. Sería mucho mejor
esconderlo en algún lugar antes de hacer saltar las alarmas.
Pero se estaba adelantando a los acontecimientos. En cuanto fuera capaz de
explicarle todo bien a Inga, ella lo comprendería, se daría cuenta de que Pétur no
había tenido otra opción.
¿Verdad?

* * *

Magnus y Steve Jubb pasaron a toda velocidad por Flúdir y por las tierras de labranza
que había a continuación, y que estaban salpicadas de invernaderos abovedados y
emitían espirales de humo volcánico. La carretera pasaba poco después a lo largo del
río Hvítá, que iba crecido.
—He sido un estúpido hijo de puta —dijo Jubb—. Pensaba que todo ese asunto

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de Agnar no tenía nada que ver conmigo. Yo sabía que era inocente, pero esperaba
mantener en secreto la existencia de la saga y del anillo. Parecía que merecía la pena.
—Yo creía que usted había matado al profesor —dijo Magnus.
—Ya sé que lo creía. Pero yo sabía que no lo había hecho. Y me imaginaba que al
final usted se daría cuenta de ello.
—¿Había tenido alguna relación con Pétur?
—Nunca —contestó Jubb—. No lo conocí hasta el otro día, cuando fui a verlo
con Lawrence Feldman. Ese hombre es muy raro, por cierto. Listo. Rico. Pero raro.
—¿Y usted no? —preguntó Magnus.
—No hay nada malo en ser un admirador de El señor de los anillos —se defendió
Jubb—. Lo que sí está mal es dejar que eso te ciegue ante lo que está ocurriendo en el
mundo real. —Miró a su alrededor hacia el extraordinario paisaje que se dejaba ver a
veces entre la neblina que los rodeaba—. Aunque algunas veces me cuesta creer que
este país forme parte del mundo real.
—Sé a qué se refiere.
El teléfono de Magnus sonó. Vigdís.
—No he encontrado a Pétur en su casa ni en el Neon. No lo han visto por allí en
todo el día. No saben dónde está. Voy ahora a mirar en las otras dos discotecas.
—No te molestes —dijo Magnus—. Se dirige a Gullfoss. Va a reunirse allí con su
hermana. Y luego va a matarla.
—¿Estás seguro?
Magnus vaciló. ¿Estaba seguro del todo? Había cometido errores en anteriores
ocasiones durante aquella investigación.
—Sí, estoy seguro. ¿Puedes llamar a un equipo de Operaciones Especiales?
¿Cómo lo llamáis aquí? La Brigada Vikinga. Probablemente la niebla esté demasiado
baja como para llamar a un helicóptero, pero cuanto antes lleguen aquí, mejor.
—No nos van a autorizar a llevar a la Brigada Vikinga —dijo Vigdís—. Llamaré
a Baldur. Pero ya sabemos los dos lo que va a decir.
—¡Mierda! —Magnus sabía que Baldur no haría caso a su petición—. ¿Puedes
venir tú, Vigdís?
Una pausa.
—De acuerdo. Voy para allá.
—Y trae un arma.
—Llegaré lo más rápido que pueda. Desarmada. —Colgó.
—¡Cuidado! —Steve Jubb se estremeció mientras gritaba.
Magnus casi se sale de la carretera al tomar una curva a demasiada velocidad y
con una sola mano en el volante. Según avanzaban hacia el norte, el estado de la
carretera iba empeorando. Las piedras golpeaban el suelo del coche como si fueran
balas.
—¡Se ha detenido en Gullfoss! —dijo Jubb, mirando la pantalla.
Tras recorrer a gran velocidad los pies de algunas colinas, bajaron para atravesar

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un estrecho desfiladero sobre un puente suspendido y, después, se encontraron con
una carretera en mejor estado que se extendía a través de una llanura hacia el interior
de la niebla.

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36
Pétur vio la familiar silueta de su hermana saliendo de la penumbra por el borde de la
hondonada. Caminaba de la misma forma que lo hacía cuando era pequeña, incluso
su abrigo era del mismo color. Le trajo recuerdos de aquellas excursiones en familia
antes de que todo se echara a perder. A los doce años, Inga era realmente bonita,
incluso cuando llevaba sus gafas de niña buena, pero siempre estuvo eclipsada por la
despampanante Birna. Pétur sintió una repentina oleada de cariño por su hermana
pequeña.
Ella no lo defraudaría. Era imposible que lo hiciera.
Levantó la mano para saludarla.
—¿Por qué narices nos vemos aquí? —preguntó ella con un escalofrío.
—Es el lugar idóneo —contestó Pétur con solemnidad—. Es el mejor sitio para
hablar de papá.
Aquello no empezaba bien.
—Lo que quiero saber es qué hacías yendo hacia Stöng ayer. Encontraron el
coche de Hákon, ¿sabes? Y su cuerpo en el fondo del Hjálparfoss.
—Luego te lo cuento. Pero primero quiero hablarte de papá.
—¡Dios mío! —exclamó Ingileif—. Sabes cómo murió, ¿verdad?
Pétur asintió mirándola a los ojos. La mirada de ella era de preocupación,
inquisitiva, pero también de rabia.
—Yo estaba con ellos ese fin de semana. Con el pastor y con papá.
—Creía que estabas en el instituto.
—Lo sé. Papá quiso que le acompañara en aquella expedición. Estaba convencido
de que encontrarían el anillo. Yo no sabía qué hacer. Como te dije, yo estaba
totalmente en contra de que fueran a por el anillo. Le recordé las advertencias del
abuelo. Pero, al final, me convenció. El problema era que mamá me lo había
prohibido, así que no se lo dijimos. Tomé el autobús hasta Helia desde Reikiavik y
me recogieron allí.
—Entonces, ¿mamá nunca lo supo?
—No. —Pétur negó con la cabeza—. Acampamos en las colinas y, luego, a la
mañana siguiente, fuimos a la cueva. En realidad, no era una cueva. Más bien un
agujero en la lava. Tardamos tres horas en encontrarlo, pero fue papá quien lo
descubrió. ¡Estaba tan emocionado!
Pétur sonrió al recordarlo.
—¿Y quién puede culparle? Era increíble. Allí estaba el anillo, cubierto con una
pequeña capa de polvo. No brillaba ni nada de eso. Había que frotarlo para ver que
era de oro. Pero allí estaba la prueba de que La saga de Gaukur, la historia que ha ido
pasando por todos nuestros antepasados durante tantos años, era real.
—Pero papá y tú siempre creísteis que era real, ¿no?
—Creíamos en ello —contestó Pétur—. Teníamos fe. Pero cualquiera que crea o

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tenga fe en lugar de simplemente saber a ciencia cierta, siempre tiene dudas. Y tiene
que disipar esas dudas… Fue impresionante.
»Así que me vi envuelto en todo aquello. Pero unos minutos después le dije a
papá que teníamos que volver a dejarlo. Le hablé de todas las cosas malas que le
traería al mundo, de cómo el abuelo me había dicho que me asegurara de que papá
nunca se lo quedaría. Tuvimos una fuerte discusión. Papá miró al reverendo Hákon
en busca de apoyo y lo consiguió. Yo incluso traté de quitarle el anillo, pero me
empujó.
»Lo eché todo a perder —continuó Pétur—. Ellos comenzaron a caminar juntos y
yo les seguía veinte metros más atrás, enfurruñado, mucho. Entonces, empezó a hacer
mal tiempo. Hacía sol y, un momento después, se puso a nevar. Vi mi oportunidad.
Papá iba delante, luego el pastor y luego yo. Pasé por delante del pastor y traté de
quitarle a papá el anillo. Sabía en qué bolsillo del abrigo lo llevaba. Mi plan era salir
corriendo entre la nieve y volver a dejarlo en la cueva. Estaba seguro de que podría
dejarlos atrás en mitad de la tormenta de nieve y que ellos enseguida se cansarían.
Así que papá y yo rodamos por la nieve, después le empujé y él se cayó, golpeándose
la cabeza con una piedra. —Pétur tragó saliva. Las lágrimas se asomaron a sus ojos
—. Pensé que se había quedado inconsciente, pero estaba muerto. Sin más.
—¡No me lo creo! ¡Le empujaste por un precipicio! Lo encontraron al pie de un
precipicio.
—No fue así. Te lo prometo. Fue una caída de un par de metros. Pero fue por la
forma en que se golpeó en la cabeza. Se dio en la sien… Justo aquí. —Pétur se tocó
su cráneo afeitado.
—Entonces, ¿cómo explicas lo del precipicio?
—El reverendo Hákon vio lo que había pasado. Se hizo cargo de todo. Yo estaba
destrozado después de ver lo que había hecho. Se me quedó la mente en blanco. No
podía decir nada, no podía pensar en nada. Hákon sabía que había sido un accidente.
Me dijo que me fuera, que saliera corriendo, que fingiera que nunca había estado allí.
Así que me fui. Empujó a papá por el precipicio. Ya estaba muerto, eso seguro. Los
de la autopsia se equivocaron al decir que estuvo vivo unos minutos. Pero Hákon me
encubrió.
Ingileif se llevó una mano a la boca, con el ceño fruncido por la angustia.
—No puedo creerlo —dijo—. Entonces, ¿eras tú el elfo que el viejo granjero vio?
—¿El elfo? —preguntó Pétur extrañado.
—Da igual.
Pétur le sonrió a su hermana.
—Es verdad. Maté a papá. Pero fue por error. Un error espantoso y horrible. Si
Hákon estuviera vivo, podría decírtelo. —Dio un paso adelante. Tomó las manos de
su hermana entre las suyas. La miró a los ojos, que estaban asustados, horrorizados,
confundidos—. ¿Me perdonas, Inga?
Ingileif se quedó aturdida por un momento. Luego dio un paso atrás.

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—No fue un asesinato, Inga. Estoy seguro de que lo comprenderás.
—Pero ¿qué pasa con Aggi? ¿Y con el pastor? ¿Los has matado también?
—¿No lo entiendes? Tuve que hacerlo.
—¿Qué quieres decir con que tuviste que hacerlo?
—Como ya debes saber, Hákon se quedó con el anillo. Cuando Agnar fue a verle,
imaginó que lo tendría. Acusó a Hákon de haber matado a papá y de quedarse con el
anillo. Hákon lo echó, por supuesto, pero después, Agnar acudió a Tómas y trató de
convencerle de que actuara como intermediario. Intentó sobornar a Hákon a través de
él.
—Pero ¿qué tiene todo eso que ver contigo?
—Hákon había sido muy bueno conmigo. Me apartó por completo de la
investigación policial. Hasta entonces, yo no tenía ni idea de lo que había pasado con
el anillo. Me esforcé mucho para no pensar en ello ni hacer preguntas al respecto,
pero lo cierto es que no me sorprendió que Hákon se lo hubiera cogido a papá. Así
que, al final, Hákon me llamó. Me contó lo que estaba pasando, que parecía que
tendría que contar la verdad sobre lo que le ocurrió a papá a menos que yo hiciera
algo.
—¿El qué?
—No me lo dijo. Pero los dos lo sabíamos.
—¡Oh, Dios mío! ¡Mataste a Aggi!
—Tuve que hacerlo. ¿No lo comprendes?
Ingileif negó con la cabeza.
—No tenías que hacerlo. ¿Y luego mataste a Hákon?
Pétur asintió.
—Una vez que su hijo estaba en la cárcel y la policía iba detrás de él, supe que la
verdad saldría a la luz.
—¿Cómo pudiste?
—¿Qué quieres decir con eso? —protestó Pétur con un destello de rabia—. Fuiste
tú la que insistió en poner a la venta La saga de Gaukur. Si no hubiera sido por eso,
todo habría salido bien.
—Eso es una gilipollez. Sí, cometí un error. Pero no tenía ni idea de lo que
ocurriría. ¡Fuiste tú! Tú los mataste. —Ingileif dio un paso atrás—. De acuerdo,
puede que mataras a papá sin querer, pero no a los otros dos. Espera… ¿Mataste a
Sigursteinn también?
Pétur asintió.
—Tienes que admitir que se lo merecía después de lo que le había hecho a Birna.
Tomé un avión desde Londres, me reuní con él en Reikiavik y lo invité a unas copas.
—¿Y terminó yendo al puerto?
—Así es.
—¿Quién eres? —preguntó Ingileif con los ojos abiertos de par en par—. Tú no
eres mi hermano. ¿Quién eres?

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Pétur cerró los ojos.
—Tienes razón —dijo—. Es esto. —Sacó la mano del bolsillo. Le enseñó el
anillo en el dedo—. Aquí. Mira.
Se lo sacó del dedo y se lo dio a ella. Era su última oportunidad. Puede que el
anillo corrompiera a su hermana igual que había hecho con él, con su padre, con
Hákon y con todos los demás.
Ingileif lo miró fijamente.
—¿Es este?
—Sí.
Ella cerró la mano alrededor de él. Pétur sintió el deseo de cogerlo, pero se
resistió. Dejó que ella lo tuviera. Dejó que su magia maléfica actuara sobre ella.
—Entonces, ¿qué vas a hacer? —le preguntó Pétur.
—Voy a ir a la policía —contestó Ingileif—. ¿Qué creías que haría?
—¿Estás segura? ¿Estás completamente segura?
—Por supuesto que sí —respondió ella. Miró a su hermano. Además de miedo y
horror, ahora había odio en sus ojos.
Pétur dejó caer los hombros. Cerró los ojos. Bien. El anillo iba a salirse con la
suya. Había sido un tonto al pensar que aquello podría terminar de otro modo.
Dio un paso al frente.

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37
Magnus pasó junto a un autobús de turistas que salía mientras él entraba en el
aparcamiento. Estaba casi vacío. Había dos coches aparcados uno al lado del otro. Un
todoterreno grande y un utilitario mucho más pequeño, con un tercero que se
encontraba a pocos metros de ellos.
—Ese es el de Ingileif —dijo Jubb, señalando al más pequeño.
—¡Quédese aquí! —gritó Magnus mientras salía del coche.
Atravesó corriendo el aparcamiento y bajó por unos escalones de madera. La
catarata apareció delante de él, una caldera de agua que caía con un gran estruendo.
El sendero conducía a un saliente con un punto de observación a medio camino de la
catarata.
Nada. Nadie. Solo agua. Una cantidad inconmensurable de agua.
Miró hacia la parte superior de las cataratas. El camino terminaba a poca distancia
de ellas, y casi podía verse desde allí en su totalidad. Pero hacia abajo había más
escalones, un sendero, otro aparcamiento y un desfiladero. Muchos lugares donde
poder esconderse.
Magnus bajó los escalones en dirección al desfiladero.

* * *

—¿Pési? ¿Qué estás haciendo? —Ingileif lo miró con el terror reflejado en sus
ojos, pero la rabia superó al miedo. Pétur sabía que tendría que luchar con ella. Su
hermana no se rendiría fácilmente. Deseó tener una piedra o algún otro instrumento
contundente con el que golpearla primero. Si la golpeaba con la suficiente fuerza con
el puño, podría dejarla inconsciente.
Tragó saliva. Iba a ser muy difícil golpear a Ingileif.
Pero… Pero tenía que hacerlo.
Dio otro paso adelante. Pero entonces notó un movimiento por el rabillo del ojo.
Una pareja con un trípode apareció por el borde de la hondonada. Uno de ellos —
adivinó que sería una mujer por su altura y silueta— los saludó con la mano. Pétur no
la reconoció, pero volvió a mirar a Ingileif, que no se había dado cuenta de nada.
Tendría que ganar tiempo hasta que se hubiesen marchado.
—¿Quieres que me entregue? —le preguntó a su hermana.
—Sí —contestó ella.
—¿Por qué iba a hacerlo?
Durante dos minutos mantuvieron una conversación entrecortada, mientras Pétur
observaba a la pareja sin mirarlos directamente. Vio cómo colocaban el trípode, lo
movían y lo desmontaban. Pétur no sabía si habían tomado una fotografía de las
cataratas o si habían decidido no hacerla. Pero se sintió aliviado al ver que

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desaparecían por el borde de la hondonada.
Dio un paso más hacia su hermana.

* * *

Jubb no se quedó en el coche. Echó un vistazo al aparcamiento y, después, se dirigió


a la oficina de información. Una mujer de mediana edad que había en su interior le
deseó una buena tarde en inglés, después de adivinar que se trataba de un extranjero.
—¿Ha visto a dos personas por aquí? —le preguntó Jubb—. Un hombre y una
mujer. El hombre es calvo y la mujer rubia. Islandeses.
—No. Creo que no. Acabo de hablar con una pareja de alemanes. El hombre
llevaba un gorro de lana, así que no he podido ver si era calvo. Pero la mujer tenía el
pelo moreno, de eso estoy segura. Iban a hacer unas fotografías de las cataratas.
—¿Pero no eran islandeses?
—No. Lo siento. Pero claro, desde aquí no puedo ver bien el aparcamiento.
—Gracias —dijo Jubb.
Mientras salía del puesto de información, vio a la pareja alemana de la que había
hablado la mujer bajando hacia el aparcamiento desde la colina de arriba,
acurrucándose el uno contra el otro para protegerse del frío. El hombre llevaba un
trípode apoyado sobre el hombro.
Jubb corrió hacia ellos.
—Hola —les gritó—. ¿Hablan mi idioma?
—Sí —contestó la mujer.
—¿Han visto a un hombre y a una mujer ahí arriba? El hombre es calvo y la
mujer rubia.
—Sí —respondió la mujer—. Justo en lo alto de esta colina de aquí.
Jubb se quedó pensando por un momento. ¿Debía subir corriendo o ir a avisar a
Magnus?
Fue a avisar a Magnus.
Bajó a toda velocidad desde el aparcamiento hacia las cataratas.

* * *

Pétur decidió no golpear a Ingileif. Al menos, no enseguida. Se giró y se acercó


despacio al borde del precipicio.
—¿Adónde vas? —le gritó Ingileif.
—Voy a mirar las cataratas.
—¿Me estás escuchando?
—Sí, te escucho.
Tal y como esperaba, Ingileif le siguió. Seguía discutiendo con él, suplicándole

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que se entregara. Pero se mantenía a cierta distancia.
Pétur se paraba, hablaba y continuaba caminando. Aquello parecía funcionar. Por
fin se encontraba a pocos centímetros del borde del desfiladero. Tenía que gritar para
hacerse oír.
Ingileif se había quedado quieta. No avanzó más.
Entonces, vio en su mirada que ella sabía lo que estaba haciendo, la estaba
incitando a dirigirse hacia su propia muerte. Dio unos pasos atrás y, después, se dio la
vuelta y salió corriendo. Pétur fue detrás de ella. Tenía las piernas más largas, era más
fuerte, estaba más en forma. La alcanzó, lanzándola al suelo.
Ella gritó, pero el grito quedó ahogado por la humedad y el estruendo del agua.
La inmovilizó contra la hierba, pero ella levantó la mano derecha y le arañó la cara.
¡Mierda! Aquello iba a ser muy difícil de explicar a la policía. Ya pensaría en
algo.
Él la golpeó en la cara. Ella gritó y siguió retorciéndose debajo de él. La volvió a
golpear, más fuerte. Ella se quedó quieta.
Pétur tragó saliva. Tenía los ojos inundados de lágrimas. Pero no le quedaba otra
opción. Nunca le había quedado otra opción.
La arrastró hacia el borde del precipicio. Aquel lugar no era bueno. Por debajo del
precipicio había una pendiente cubierta de hierba que llegaba hasta el agua. Era
pronunciada, pero no lo suficiente. Tendría que subir unos cuantos metros más río
arriba.
Tiró de ella por un sendero escabroso mientras las piernas y el cuerpo de ella iban
chocando contra las piedras. Parecía estar volviendo en sí. Pero casi había llegado a
un buen sitio, la cima de una roca que sobresalía y que tenía por debajo una caída
vertical hasta el río que se precipitaba hacia las cataratas.
¡El anillo! Ella tenía el anillo. Maldita sea. Puede que lo hubiera dejado caer
cuando estuvieron forcejeando. O puede que lo tuviera en algún bolsillo.
La dejó en el suelo. Ella se quejó. Pétur comenzó a registrarle los bolsillos.
Y entonces, emergiendo de la nada, una enorme figura vino volando por el aire y
lo tiró al suelo.

* * *

Magnus no llegó a oír los gritos de Steve Jubb por encima del estrépito de la catarata.
Pero sí se detuvo y miró hacia atrás, hacia el camino por el que había bajado.
Vio la corpulenta figura de Jubb tambaleándose por el sendero en dirección a él
mientras movía los brazos.
Magnus corrió. Era cuesta arriba y la pendiente era muy pronunciada, pero corrió.
Normalmente hacía mucho ejercicio y corría varios kilómetros al día en cuanto
tenía la posibilidad. En Islandia no había tenido oportunidad de hacerlo y ya no se
encontraba tan en forma. El corazón le latía con fuerza y le costaba respirar. El

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camino era empinado, pero corrió lo más deprisa que pudo.
—¡Allí arriba! —exclamó Jubb—. Por encima de la catarata.
Magnus no esperó a que le diera más explicaciones y continuó corriendo cuesta
arriba.
Sentía como si el pecho le fuera a explotar mientras subía por el borde de la
colina.
Los vio. Dos figuras, a pocos metros del borde del precipicio, una de ellas tirada
en el suelo, la otra agachada por encima de ella.
Magnus corrió más deprisa cuesta abajo en dirección a donde estaban. No había
posibilidad de que Pétur lo oyera con todo aquel ruido y estaba demasiado
concentrado en Ingileif como para ver que se acercaba a él.
Magnus se abalanzó sobre Pétur y juntos rodaron hacia el borde del precipicio.
Pétur se retorció y consiguió zafarse, poniéndose de pie. Estuvo balanceándose
sobre el filo del acantilado por encima del río.
Magnus lo miró manteniéndose a pocos metros. No quería caer por el precipicio
en una lucha a muerte con Pétur. Iba a ser difícil arrestarle. Para empezar, Magnus no
llevaba esposas. No sabía qué haría si conseguía dominar a Pétur. Quizá le diría a
Steve Jubb que se sentara sobre él durante una hora hasta que llegara Vigdís. Por
supuesto, si estuviera en el país de Mickey Mouse, llevaría un arma, en cuyo caso
todo habría sido mucho más fácil. Pero…
Magnus vio cómo Pétur lo examinaba. Pétur era alto y delgado. Pero Magnus era
fuerte y sabía que daba la impresión de que sabía cuidar de sí mismo. Normalmente,
la gente no se metía en problemas con Magnus.
Magnus oyó un gruñido por detrás de él. Ingileif. Aquella era una buena noticia:
al menos, estaba viva.
—Muy bien, Pétur —dijo Magnus sin alterar la voz—. Más vale que te entregues.
Ya no tienes escapatoria. Ven conmigo.
Pétur vaciló. Entonces, miró hacia atrás, hacia el río agitado y las rocas dentadas
que salían de él. En un momento, se giró y desapareció.
Magnus dio unos pasos adelante y miró por encima del borde. Había una especie
de sendero o, más bien, una serie de asideros para manos y pies que conducían hasta
unas rocas que estaban a la orilla del río. Vio que era posible bajar por ellos casi hasta
el río y subir de nuevo río arriba.
Magnus bajó detrás de Pétur. Las gotas de agua hacían que las piedras fueran
extremadamente resbaladizas y a Magnus le costó mucho mantener el equilibrio.
Pétur se estaba arriesgando más, y le estaba sacando ventaja. Magnus se dio cuenta
de que habría sido mejor quedarse en lo alto del precipicio; probablemente habría
podido correr río arriba hasta el lugar adonde se dirigía Pétur antes de que este
llegara. Ya era demasiado tarde.
Magnus sintió que perdía el equilibrio. Se agarró a la roca con una mano. Por
debajo de él, el río se precipitaba hacia el filo de la catarata. El agua era una hermosa

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y mortal mezcla de colores verdes y blancos.
Aquello era la muerte.
Magnus tiró de sí con sus dos brazos y se quedó jadeante sobre una roca. Vio
cómo Pétur daba saltos entre las piedras a apenas un metro y medio del agua. El
equilibrio de aquel hombre era extraordinario.
Pero entonces, Pétur resbaló. Al igual que Magnus, se agarró a una roca con un
brazo y pudo sujetarse. Pero al contrario que aquel, Pétur no pudo agarrarse con la
otra mano. Se quedó colgado de allí, balanceándose, con las piernas juntas por
debajo, tratando con desesperación de mantener los pies fuera del agua, para que el
río no se los llevara y lo arrastrara.
Magnus saltó sobre una roca. Otra más. Su sentido del equilibrio no era tan bueno
como el de Pétur. Las rocas estaban ahora a unos tres metros y medio del filo del
precipicio, en medio del río.
Aquello era una estupidez.
Pétur lo miró con un gesto de dolor en el rostro por el esfuerzo de estar colgando
de un solo brazo y su cabeza afeitada llena de gotas de agua.
No podría mantenerse así mucho tiempo más.
Magnus se giró. Pudo ver a Ingileif de pie al borde del precipicio gritándole y
agitando las manos. Le hacía señas para que subiera. Magnus no podía oír lo que
gritaba por encima del estruendo, pero pudo leer sus labios. «¡Déjalo!», parecía gritar.
Magnus miró de nuevo a Pétur. Ingileif tenía razón. Vio cómo el hombre que
había asesinado a cuatro personas, incluido su propio padre, y que acababa de intentar
matar a su hermana, intentaba salvar la vida.
Los ojos de Pétur se cruzaron con los de Magnus. Pétur supo que Magnus ya no
trataba de llegar hasta él.
Cerró los ojos, su mano resbaló y cayó sin gritar. El torrente sacudió su cuerpo
lanzándolo por el borde de la catarata.
En dos segundos había desaparecido.

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38
Magnus vio a Ingileif de pie junto al BMW de su hermano, con la montaña cubierta
por la nieve levantándose por encima de ella.
Se detuvo a su lado y salió del coche.
—Llegas tarde —dijo ella. Tenía el rostro rosado por el frío y los ojos le
brillaban.
—Lo siento.
—No importa. Me alegra que hayas venido.
Magnus sonrió.
—Me alegra que me lo hayas pedido.
—Pensé que te habrías ido a los Estados Unidos.
—Mañana. Aunque en el Departamento de Policía todos piensan que ya me he
ido.
—¿Y dónde te hospedas?
—Lo cierto es que no puedo decírtelo.
Ingileif torció el gesto.
—Creía que a estas alturas ya confiarías en mí.
—No. No es eso. Digamos que he aprendido por las malas que cuantas menos
personas sepan dónde estoy, mejor.
Había una remota posibilidad de que Soto enviara a un sustituto del matón que
había disparado a Árni, así que el inspector jefe había decidido dejar que todos
pensaran que Magnus había vuelto a Boston. Lo cierto era que había enviado a
Magnus a la granja de su hermano a una hora y media al norte de Reikiavik. Era un
lugar bonito, junto a un fiordo, con unas vistas impresionantes. Y el hermano del
inspector jefe y su familia eran muy hospitalarios.
Nadie sabía nada de Colby Esa era una buena señal. Lo que tenía que hacer era
permanecer oculta durante un par de días más.
—¿Y qué hacemos ahora? —dijo Magnus, mirando hacia el monte Hekla que se
levantaba por encima de ellos.
—Subir, por supuesto.
—¿Puedo preguntar para qué?
—¿Qué clase de islandés eres tú? —le preguntó Ingileif—. Hace un día precioso,
así que vamos a subir una montaña. ¿No quieres?
—Ah, me encantará —contestó Magnus—. ¿Es difícil? —Le había pedido
prestadas unas botas al granjero e iba, más o menos, vestido para la ocasión.
—Es fácil en verano. Ahora será más difícil. A primeros de mayo hay todavía
mucha nieve, pero nos las arreglaremos. Vamos.
Así que emprendieron el camino por una ladera del volcán. Hacía un día
magnífico, el cielo estaba despejado y frío, y ya había una magnífica vista que se

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extendía por detrás de ellos. La nieve yacía sobre la lava y la piedra pómez y era
realmente más fácil caminar por ella que por las rocas y piedras negras. Magnus se
sentía bien. El aire era fresco, el ejercicio lo estimulaba y era agradable tener a
Ingileif a su lado. O delante de él. Caminaba a paso rápido, y Magnus estaba feliz de
ir detrás de ella.
—¿Cómo está tu amigo? —preguntó ella cuando se pararon para recobrar el
aliento y admirar las vistas—. El que recibió el disparo.
—Árni está mejor, gracias a Dios. Dicen que se va a recuperar del todo.
—Me alegro de oírlo —dijo Ingileif. Por delante de ellos estaba el valle
ennegrecido del río Thjórsá y, más allá, aquella llanura enorme por la que corría el
Hvítá. Y un poco más allá, más montañas.
—Entonces, ¿te vas mañana? —preguntó Ingileif.
—Así es.
—¿Vas a volver? —Había cierta vacilación en el modo en que formuló la
pregunta.
—No lo sé —contestó Magnus—. Al principio, no quería hacerlo. Pero el
inspector jefe me ha pedido que me quede. Me lo estoy pensando.
Y se lo estaba pensando de verdad. Por un lado, tenía cierta sensación de
obligación, gratitud por lo que el inspector jefe y Árni habían hecho por él. Pero por
el otro, la semilla de la sospecha que había germinado en su mente en la carretera que
subía al Thjórsárdalur tres días antes no dejaba de darle vueltas. La sospecha de que
las respuestas sobre la muerte de su padre podrían estar en Islandia y no en las calles
de Boston.
Tal y como había supuesto, aquella semilla había echado raíces. Estaba creciendo.
No iba a desaparecer ahora.
—Por si sirve de algo, me gustaría que volvieras —dijo Ingileif.
Lo miró, sonriendo con timidez. Magnus sintió que le devolvía la sonrisa. Vio el
rasguño en la ceja de ella, que ya le era tan familiar. Era extraño sentir que la conocía
tan bien a pesar de que no habían pasado más de diez días desde que la había
entrevistado por primera vez en su galería.
—Sí. Sirve de algo.
Ella se acercó, alargó los brazos y lo besó. Un beso largo e intenso.
Después, se apartó.
—Vamos. Aún nos queda un largo camino por delante.
A medida que ascendían, la montaña se iba volviendo más extraña. No había ni
un solo cono redondeado en la cumbre del monte Hekla. Por el contrario, una serie de
viejos cráteres de anteriores erupciones salpicaban la cima. Un vapor sulfuroso salía
de las fisuras y las estrechas grietas de la montaña. La nieve se volvió más fina, y las
zonas desnudas más frecuentes. Cuando Magnus puso la mano sobre la lava negra y
desnuda, se dio cuenta del porqué. Estaba caliente. Por debajo, y no a mucha
distancia, el volcán bullía.

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Cuando llegaron a la cumbre, la vista era extraordinaria y vieron cómo Islandia se
extendía alrededor de ellos: amplios ríos, montañas escarpadas y glaciares que se
movían lentos y poderosos.
—Es impresionante pensar en los tres hermanos que subieron hasta aquí hace mil
años —dijo Magnus—. Ya sabes, Ísildur, Gaukur y Ásgrímur.
—Sí.
Magnus miró a su alrededor.
—Me pregunto dónde estaría entonces el cráter al que trataron de lanzar el anillo.
—¿Quién sabe? —respondió Ingileif—. A mi padre le inquietaba saberlo. No
hace falta que te diga que la primera vez que subí aquí fue con él. La montaña habrá
cambiado mucho desde aquella época.
—¿Qué vas a hacer con la saga ahora? ¿Vas a venderla?
Ingileif negó con la cabeza.
—Vamos a regalársela al Instituto Árni Magnússon. Pero antes, voy a dejar que
Lawrence Feldman la tenga durante un año a cambio del dinero suficiente como para
pagar las deudas de la galería. Birna se quedará con su parte, claro.
—Es una buena idea.
—Sí. Fue de Lawrence, pero parece que a todos les parece bien. Creo que se
siente culpable.
—Con razón. —Magnus pensó en todo lo que había ocurrido durante las dos
semanas anteriores. Se preguntó si alguna vez encontrarían el anillo. El cuerpo de
Pétur no había aparecido todavía. Al parecer, podrían pasar días o semanas antes de
que la catarata lo escupiera.
Esperaba que, de algún modo, el anillo se quedara allí, en el fondo del Gullfoss.
Pero no podía decirle nada de eso a Ingileif. Al fin y al cabo, el que estaba ahí
abajo era su hermano.
—Vamos —dijo Ingileif.
Empezó a bajar la montaña por el lado izquierdo del camino que habían traído
para subir. La nieve era muy fina o inexistente y el suelo estaba muy caliente. Bordeó
un antiguo cráter y se detuvo junto a una pequeña espiral de humo que salía de una
grieta del suelo.
—¡Cuidado! —exclamó Magnus. La nieve y la lava sobre la que ella estaba
parecía precaria. Había un fuerte olor a azufre en el aire.
Ingileif se sacó algo del bolsillo.
—¿Qué es eso? —preguntó Magnus.
—El anillo.
—¿El anillo? ¡Creía que lo tenía Pétur!
—Él me lo dio. Creo que esperaba que me hiciera cambiar de opinión.
—¡Pero no se lo dijiste a nadie!
—Lo sé.
Magnus se encontraba a pocos centímetros de Ingileif. Deseaba ver de cerca el

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anillo, la causa de tanto dolor y angustia durante las últimas dos semanas. ¿Cómo que
dos semanas? El último milenio.
—¿Qué vas a hacer con él?
—¿Tú qué crees? —contestó Ingileif—. Voy a lanzarlo a la boca del infierno, tal
y como Tolkien le aconsejó a mi abuelo que hiciera. Justo lo que Ísildur quiso hacer.
—No lo hagas —le pidió Magnus.
—¿Por qué no? Es lo mejor.
—¿Que por qué no? Porque es uno de los descubrimientos arqueológicos más
importantes que ha habido nunca en este país. Es decir, ¿es auténtico? ¿No te lo has
estado preguntando todo este tiempo? ¿Cuál es su antigüedad? ¿Lo escondió Högni o
cualquier otro hace ochenta años? ¿O de verdad tiene varios siglos? O incluso más.
Puede que de verdad proceda del Rin, de los tiempos de Atila el huno. ¿No lo
comprendes? Son preguntas fascinantes, aun sin contar con su relación con Tolkien.
Y todas ellas pueden ser respondidas por los arqueólogos.
—Pues sí. Son preguntas fascinantes —confirmó Ingileif—. Te lo aseguro. Es de
oro. Tiene una inscripción rúnica grabada en el interior, aunque no he tratado de
descifrarla. Pero sea lo que sea, es maléfico. Ya le ha causado suficiente daño a mi
familia. Me voy a deshacer de él.
—No, Ingileif, espera. —Magnus sintió un poderoso deseo de quitarle el anillo.
Ingileif sonrió.
—Quería que subieras hasta aquí conmigo para dejar claro que tenía la fuerza
necesaria para hacerlo. Pero mírate ahora.
Magnus podía ver el anillo entre los dedos pulgar e índice de Ingileif. No sabía de
qué se trataba en realidad, si tenía diez años o mil. Pero sabía que ella tenía razón.
Asintió.
Ingileif se inclinó y lanzó el anillo por la grieta.
No hubo ningún trueno. Ni relámpagos. El sol brillaba sobre el cielo azul claro de
Islandia.
Ingileif volvió junto a Magnus y lo besó rápidamente en los labios.
—Vamos —dijo—. Pongámonos en marcha. Si te vas mañana a Boston, hay
muchas cosas que tenemos que hacer y no nos queda mucho tiempo.
Con una enorme sonrisa, Magnus la siguió montaña abajo.

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Nota del autor
Cualquier lector que haya leído un libro como este puede muy bien preguntarse
cuánto de él es real y cuánto inventado. Esta pregunta merece una respuesta.
Realmente existió un tal Gaukur. Vivió en Stöng, una próspera granja que quedó
totalmente arrasada por la erupción del Hekla del año 1104. Tanto los restos del
edificio original como la reconstrucción a unos cuantos kilómetros en la carretera del
Thjórsárdalur merecen ser visitados. Su muerte a manos de su hermanastro Ásgrímur
se menciona en La saga de Njál. Gaukur tuvo su propia saga, sobre la que hay una
referencia en el Mödruvallabók del siglo XIV, pero nunca fue transcrito. La historia
sobre la que hablaba la saga sigue siendo desconocida.
J. R. R. Tolkien fue profesor de inglés medio en la Universidad de Leeds desde
1920 hasta 1925, donde creó el Club Vikingo, con su cerveza y sus canciones
islandesas de borrachos. Sus cartas prueban que, tras escribir el primer capítulo de El
señor de los anillos a finales de 1937, no supo durante varios meses cómo continuar
la historia y enlazarla con su anterior novela, El hobbit. El caso del anillo hace
conjeturas sobre una posible solución.
Islandia es un país pequeño donde todos parecen conocerse. Es bastante posible
que algunos de los personajes de esta novela parezcan reales. Si es así, este parecido
es una mera coincidencia.
Le estoy muy agradecido al fallecido Ólafur Ragnarsson y a Pétur Már Olafsson
por ser quienes primero me enseñaron Islandia. Fue después de esta visita cuando me
decidí a escribir un libro que estuviera ubicado en este país, una ambición que he
tardado quince años en ver cumplida. También me gustaría dar las gracias a Sveinn
H. Gudmarsson, a Sigrídur Gudmarsdóttir, al comisario jefe Karl Steinar Valsson de
la Policía Metropolitana de Reikiavik, a Ármann Jakobsson de la Universidad de
Islandia, a Ragga Ólafsdóttir, a Dagmar Thorsteinnsdóttir, a Gautur Sturluson, a
Brynjar Arnarsson y a Helena Pang por su tiempo y ayuda. Richenda Todd, Janet
Woffindin, Virginia Manzer, Toby Wyles, Stephanie Walter y Hilma Roest aportaron
muchos comentarios útiles sobre el manuscrito. Les doy las gracias a mis agentes,
Carole Blake y Oli Munson, y a mis editores, Nicolas Cheetman de Corvus y Pétur
Már Ólafsson de Bjartur-Veröld, por toda su ayuda. Y por último, me gustaría dar las
gracias a mi mujer, Barbara, por toda su paciencia y apoyo.

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MICHAEL RIDPATH. Nació en Devon, Inglaterra, en 1961. Es autor de una serie de
thrillers ambientados en el mundo de los negocios y las finanzas, campo que conoce
a la perfección tras pasar varios años trabajando en la City de Londres. También
escribió la serie de novelas policiales Fuego y hielo, protagonizadas por el detective
islandés Magnus Jonson.
Su último libro, Traitor’s Gate, es una novela de espionaje ambientada en Berlín en la
Segunda Guerra Mundial.

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Notas

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[1] Las sagas islandesas son libros que describen la vida en Islandia durante la época

medieval. Constituyen la más antigua expresión de la literatura del país. (N. del T.)
<<

ebookelo.com - Página 272


[2] Friendly’s es una conocida cadena estadounidense de restaurantes de comida
rápida que cuenta con más de quinientos establecimientos por toda la costa atlántica
de los Estados Unidos. (N. del T.) <<

ebookelo.com - Página 273


[3] La Ivy League es un grupo de ocho universidades de gran prestigio del noreste de

los Estados Unidos. El nombre de Ivy («hiedra») procede de la hiedra que cubre los
muros de estas universidades. (N. del T.) <<

ebookelo.com - Página 274


[4] El Yuletide o Yule es un festival del invierno que a menudo coincide con la

Navidad y que se celebra históricamente sobre todo en el norte de Europa. (N. del T.)
<<

ebookelo.com - Página 275


[5] Se trata de una nota en el manuscrito que está leyendo Magnus sobre La saga de

Gaukur. (N. del T.) <<

ebookelo.com - Página 276


[6] El skyr es un producto lácteo parecido al yogur, típico de los países escandinavos.

(N. del T.) <<

ebookelo.com - Página 277


[7] Severed Crotch es un grupo de música heavy metal de Reikiavik. (N. del T.) <<

ebookelo.com - Página 278


[8] Las palabras inglesas goodbye, «adiós» en español, y alibi, «coartada», tienen una

pronunciación similar en la última sílaba, de ahí que el personaje las confundiera. (N.
del T.) <<

ebookelo.com - Página 279

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