Guimaraes 2003 Lectura Individual
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T ierra de sombras:
desafíos de la sustentabilidad y
del desarrollo territorial y local
ante la globalización corporativa
Roberto P. Guimarães
ISBN: 92-1-322237-8
LC/L.1965-P
N° de venta: S.03.II.G.124
Copyright © Naciones Unidas, septiembre de 2003. Todos los derechos reservados
Impreso en Naciones Unidas, Santiago de Chile
Índice
Resumen ...........................................................................................5
Introducción: Cómo no ser políticamente correcto al hablar
sobre globalización..............................................................7
I. El sustrato ecopolítico de la crisis global de
sustentabilidad....................................................................11
1. Evolución de la agenda de sustentabilidad en un mundo
globalizado.......................................................................13
2. Desarrollo territorial y desarrollo sustentable, dos caras
de la crisis del paradigma de crecimiento económico......14
II. La modernidad del desarrollo sustentable ..................19
1. Transición ecológica y crisis de civilización ...................19
2. Medio ambiente y ética, raíces del nuevo paradigma ......21
3. Desarrollo sustentable en un contexto de globalización ..23
4. Globalización, medio ambiente, mercado y democracia..24
III. El nuevo paradigma de desarrollo sustentable..........29
1. Dimensiones de sustentabilidad .......................................30
2. Actores y criterios de sustentabilidad ..............................32
IV. Desafíos institucionales para el desarrollo local
sustentable...........................................................................37
1. Desafíos estructurales o macro-sistémicos de la
sustentabilidad .................................................................37
2. Acciones estratégicas para el desarrollo territorial ..........40
3. Desafíos súper estructurales a partir de las lógicas de
integración .......................................................................42
4. La sustitución de exportaciones como alternativa de
crecimiento y desarrollo...................................................43
Comentarios finales: fundamentalismos, reduccionismo y la ética de la
sustentabilidad ..................................................................................................................47
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Bibliografía....................................................................................................................................55
Serie Medio ambiente y desarrollo: números publicados................................................59
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Resumen
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que al igual que Suecia y Dinamarca, todavía no logra el apoyo doméstico necesario para decisiones
tan fundamentales como la adhesión incondicional al euro, puede contrariar todas las predicciones de
desastre. Esto ocurrió, por ejemplo, en los años noventa, cuando Inglaterra devaluó unilateralmente
la libra y, aun así, tuvo un desempeño económico superior a sus socios comerciales europeos.
En cambio, los segundos, apodados de “globafóbicos”, hacen caso omiso, por ejemplo, a que todos
los ejercicios de suspensión unilateral de pagos de servicio de la deuda externa en los años ochenta lo único
que han provocado ha sido un desorden aún mayor en las economías locales, con la interrupción inmediata
de flujos de capital desde el exterior. Todo lo cual llevó a un caos económico aún más negativo
socialmente que los problemas provocados por el sobreendeudamiento de los países menos
desarrollados.
Ambas posturas, radicalmente a favor o en contra de la globalización pecan por tratar de
resolver normativamente los dilemas sociales. Ambas se definen con anterioridad, independiente y
hasta por encima de procesos en marcha, inconclusos y, por ende, no determinísticos. Eso no
provocaría mayores daños si se tratara exclusivamente de un debate intelectual. Sin embargo, la
eventual irreversibilidad de opciones de políticas adoptadas únicamente en función de inclinaciones
ideológicas y no sobre la base de la experiencia concreta, como cuando, por ejemplo, se
desindustrializa un país, se desregula su economía sin ningún resguardo, o se renuncia a su
autonomía monetaria, éste constituye el aspecto más desastroso de posturas extremas. Y ese tipo de
extremismos, por general, lo pagan las poblaciones de carne y hueso, y no los tecnócratas de turno o
intelectuales en sus torres de marfil.
No se puede desconocer tampoco los resultados extremadamente negativos de los
eufemísticamente llamados “ajustes” introducidos en las economías de la región en la década
pasada para hacer frente a los supuestos “imperativos” de competitividad provocados por la
globalización. Dos estudios recientes de CEPAL (2000) son elocuentes sobre ese aspecto. En San
Pablo, por ejemplo, se ha duplicado entre 1990 y 2000 la proporción de trabajadores asalariados
(i.e., de la población económicamente activa (PEA) formal) en la industria sin contrato de trabajo y
sin cobertura de seguridad social, del 9% al 22%. En Argentina, el 22% de los asalariados del sector
formal en áreas urbanas no tenían contrato de trabajo en 1990, pasando a 33% en 1996. Si en 1990
el 30% de la fuerza laboral asalariada de Argentina no tenía cobertura de seguridad social, en 1997
ésta ya alcanzaba los 38%. Cuando se desglosa esa información según tamaño de establecimientos
la situación es aún más clara. La proporción de asalariados sin cobertura social en establecimientos
con hasta 5 empleados era de 65% y 75%, respectivamente, en 1990 y 1997, mientras las cifras
equivalentes para establecimientos con más de 5 empleados fueron del 18% y 23%.
En lo que dice relación a la pobreza, aun para Argentina, en los hogares compuestos
solamente por adultos mayores, la pobreza incidía en 11% en 1997. Sin embargo, si se descontaran
los ingresos previsionales, esa cifra ascendería al 65%. En el total de hogares argentinos, que
incluyen adultos mayores, la pobreza alcanzaba al 13% en 1997, pero si éstos no contasen con los
ingresos de los adultos mayores, la pobreza llegaría al 43%! En el total de hogares argentinos, los
hogares pobres respondían por el 12% del total, pero si éstos no contasen con ingresos previsionales
la pobreza habría sido el doble, alcanzando al 24% del total de hogares en 1997.
Así y todo, la relativa ampliación de la agenda internacional, hasta hace muy poco
fuertemente sesgada por el armamentismo entre occidente y oriente, como asimismo por la
seguridad estratégica entre las grandes potencias, ha permitido poner también en el primer plano de
las preocupaciones mundiales los signos de creciente vulnerabilidad en el ecosistema planetario. La
globalización, entre muchos impactos, obliga a darnos cuenta de que, sí, vivimos en un planeta
singular, rico y rebosando vida, pero extremadamente frágil en nuestras manos. Es más, ha sido el
propio proceso de globalización que, por primera vez, ha revelado el acierto de afirmar que la
historia del ser humano es la historia de sus relaciones con la naturaleza y que, además, nuestras
vidas se han fragilizado por igual, ricos y pobres, Norte y Sur, aunque las posibilidades de
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I. El sustrato ecopolítico de la
crisis global de sustentabilidad
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la capa de ozono, como tampoco se puede sustituir la estabilidad del clima, excepto si aceptamos
como válida la búsqueda de otro planeta hacia donde transferirnos una vez que se agoten
definitivamente los ciclos y procesos naturales que dan sustento a la vida en la Tierra.
Se añade a esa singularidad del mundo contemporáneo el hecho de que mientras más
progresamos en la sociedad tecnológica, más íntimos y exigentes se tornan los vínculos entre
nosotros y los sistemas naturales. Y mientras más estrechos sean los vínculos entre nuestros
números, deseos y necesidades, a medida que se agotan algunos de los recursos para satisfacerlos,
tanto más debemos hacer frente a sus efectos. La escasez de un recurso genera el aumento de los
precios de otros, contribuyendo de ese modo a la inflación. A medida que las poblaciones crecen y
aumenta su concentración, deben crearse más y más fuentes de trabajo, y los recursos son utilizados
a un ritmo más intenso. Y al incrementarse la competencia por el uso de los recursos, ejercemos
presiones cada vez mayores sobre la estabilidad de nuestras instituciones.
Incorporar un marco ecológico en nuestra toma de decisiones económicas y políticas —para
tener en cuenta las repercusiones de nuestras políticas públicas para la red de relaciones que operan en
los ecosistemas— puede constituir de hecho una necesidad biológica más que una aspiración. Ha
llegado el momento de reconocer que las consecuencias ecológicas de la forma en que la población
utiliza los recursos de la tierra están asociadas con el padrón de relaciones entre los propios seres
humanos (cf. Lewis, 1947). Para que se puedan entender las implicaciones de la crisis ecoambiental, o
sea, ecológica (escasez de recursos y de servicios ambientales) y ambiental (escasez de depósitos
“contaminables”), pero a la vez ecopolítica, es decir, relacionada con los sistemas institucionales y de
poder de distribución de recursos, se debe intentar comprender el proceso social que hay detrás de ella.
Y las posibles soluciones a la crisis deben encontrarse dentro del propio sistema social.
La expresión ecopolítica, utilizada por primera vez por Deutsch (1977), representa pues una
apócope de política ecológica. Surge del reconocimiento de que para superar la crisis actual habrá
que tomar decisiones políticas; y en ese proceso algunos intereses serán favorecidos más que otros,
tanto al interior de las naciones como entre ellas. Un enfoque ecopolítico para enfrentar los desafíos
de la globalización debe partir de la base de que un problema ecológico no puede ser confundido
con “un problema de la ecología”. El último involucra un desafío científico, de entender la
naturaleza de un determinado fenómeno o proceso natural. En cambio, un problema ecológico
revela disfunciones de carácter socio-político. No se trata apenas de una situación que antepone
obstáculos para adaptarnos a las leyes que regulan el mundo natural, sino de un problema que
creemos que la sociedad estaría mucho mejor si éste, de partida, no existiera.
No debe sorprender la ausencia del argumento ecológico en el pensamiento sociológico,
político y económico tradicional. No sorprende tampoco la “disfuncionalidad” de la mayoría de las
instituciones políticas contemporáneas para afrontar los desafíos de la transición. Creadas en un
mundo de abundancia económica, éstas se revelan incapaces de responder al reto de la escasez
ecológica y ambiental. No sorprende, por último, la insistencia en enfoques parciales y hasta
ingenuos para acercarse a la crisis de sustentabilidad del desarrollo. Enfoques que se han
caracterizado por tratar los desafíos socio-ambientales a partir de una visión de la organización
social que, además de fragmentada, es excesivamente economicista y crematística, y supone
relaciones simétricas entre el ser humano y la naturaleza. En consecuencia, de estos enfoques se ha
derivado un conjunto de propuestas que ponen el acento en soluciones parciales, tales como “la
incorporación de la ‘variable’ ambiental en la planificación”, “la contabilidad ambiental”, y “los
estudios de impacto ambiental”, entre otros.
La realidad actual impone superar tales enfoques y sustituirlos por el reconocimiento de que
los problemas de insustentabilidad revelan disfunciones de carácter social y político (los padrones
de relación entre seres humanos y la forma como está organizada la sociedad en su conjunto) y son
el resultado de distorsiones estructurales en el funcionamiento de la economía (los padrones de
consumo de la sociedad y la forma como ésta se organiza para satisfacerlos). Un enfoque de este
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tipo, ecopolítico, no sólo revela una cosmovisión en que el origen de los problemas ambientales se
encuentra no en la complementariedad sino en la anteposición histórica entre seres humanos y
naturaleza. Asume pues un aspecto central del debate sobre las posibilidades de un desarrollo
sustentable, imaginar formas de profundización de la democracia y de concertación social que
permitan ecuacionar el conflicto ser humano-naturaleza al interior de los países de la región, bien
como entre ésta y los países del mundo desarrollado.
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se ha concentrado casi exclusivamente en crear condiciones favorables para atraer más inversiones
desde afuera de sus respectivos territorios.
En un contexto de creciente globalización comercial y de creciente movilidad de capital en
tiempo real, pareciera que la “cometa” del desarrollo territorial a que hace referencia Boisier (1997),
depende cada vez más de la brisa exógena para que pueda alzar vuelo. Muchos incluso han sugerido
que la globalización, por medio de la nueva Revolución Científica y Tecnológica lleva a una
desterritorialización industrial, al devaluar la importancia del territorio en un modo de producción
industrial que llega casi a la virtualidad. De hecho, se está confundiendo desnacionalización con
desterritorialización; mientras lo que está sucediendo es, por el contrario, una revalorización
territorial, para poder dar soporte eficiente a la evidente segmentación de los procesos productivos.
Si ahora es posible colocar una planta de partes y componentes en un determinado lugar, dentro o
más allá de un mismo país, y otra planta o varias en lugares muy diferentes y distantes, la
evaluación cuidadosa de esos lugares, de esos territorios incluso “de maquila”, resulta
particularmente relevante para la sustentabilidad temporal del nuevo modelo de producción.
Desarrollo territorial y desarrollo sustentable constituyen pues dos caras de una misma
medalla (entre otros, Guimarães, 2001). En ese sentido, uno de los principales desafíos del fomento
productivo local se refiere precisamente a la necesidad de territorializar la sustentabilidad ambiental
y social del desarrollo —el pensar globalmente pero actuar localmente— y a la vez, sustentabilizar
el desarrollo de los territorios y regiones, es decir, garantizar que las actividades productivas
contribuyan de hecho para la mejoría de las condiciones de vida de la población y protejan el
patrimonio biogenético que habrá que traspasar a las generaciones venideras. Pareciera oportuno
revisar cómo se puede enfrentar ese desafío en las condiciones actuales de creciente mundialización
de la economía.
Como se ha señalado recién, la clave para entender la dialéctica entre las dimensiones
exógenas y endógenas de los procesos tanto de crecimiento como de desarrollo estaría en que la
globalización puede que engendre efectivamente un único espacio (transnacional) pero lo hace a
través de múltiples territorios (subnacionales) (Boisier, 1999). Según ese razonamiento, y sin
contrariar la naturaleza exógena del crecimiento, las regiones y comunidades locales pueden
complementar, endógenamente, esa tendencia. A la lógica transnacional de circulación del capital la
región puede, por ejemplo, seguir estrategias de fomento territorial que logren promover la
acumulación de conocimiento científico sobre el propio territorio, lo cual fortalece los sistemas
locales de desarrollo científico y tecnológico y favorece cambios también en otras áreas, tales como
la infraestructura de circulación de conocimiento, la mejoría de la infraestructura social y otras.
Por ende, en términos estrictamente económicos, el contexto territorial es ahora decisivo en la
generación de competitividad de las unidades económicas locales insertas en la globalización. De
igual modo, en un mundo donde las comunicaciones se han globalizado, es esencial el
mantenimiento de identidades culturales diferenciadas en la “aldea global”, a fin de estimular el
sentido de pertenencia cotidiana a una sociedad concreta. Eso, contrariamente a lo que defienden los
apóstoles de la globalización, requiere de la revitalización del papel del Estado. Como sugiere
Friedman (2000,31), en su libro demoledor de mitos, aunque francamente pro-globalización:
“de hecho, una razón por la cual el Estado-Nación jamás irá a desaparecer, aunque se
debilite, se refiere a que representa el último árbol de olivo, expresión última de quienes somos
—idiomáticamente, geográficamente e históricamente… Usted no puede ser una persona en sí
mismo; usted puede ser, sólo, una persona rica; usted puede ser, sólo, una persona inteligente;
pero usted no puede ser una persona completa si está sola; para eso usted necesita ser parte de un
jardín de olivos”.
Para comprender lo que dice Friedman, corresponde aclarar que este autor considera que lo
que resume los dilemas de la globalización es la pugna entre las fuerzas del Lexus, el auto más
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lujoso del mundo y construido enteramente por robots, y el hecho de que el conflicto más largo de
la historia de la humanidad, entre palestinos e israelitas, todavía se resume a quien tiene la
propiedad del árbol de olivo. Para Friedman (2000,35), la mayor amenaza a nuestro árbol de olivo
proviene precisamente del Lexus, pues “se manifiesta a partir de las anónimas, transnacionales,
homogeneizadoras, estandarizadoras fuerzas y tecnologías de mercado que forman el sistema
económico globalizador actual”.
La geografía política de la globalización conlleva pues a que los gobiernos locales adquieran un
papel político revitalizado en consonancia con la crisis estructural de competencias y de poder con que
se encuentran los estados nacionales en el nuevo sistema global. Estados nacionales demasiado
pequeños para atender asuntos globales y demasiado grandes para atender asuntos locales. Se abre
entonces un espacio “meso” territorial para la acción de los gobiernos en materia de desarrollo local.
Conviene reiterar que la creciente mundialización económica, al eliminar impedimentos al
comercio como los que protegen a las empresas y sectores interiores, esto es, al elevar el grado de
exposición a la competencia de éstos, ha hecho resaltar el papel de la localización de las empresas
en determinados territorios o regiones, pero eso en la medida en que tales territorios sean capaces de
crear el entorno impulsor de innovaciones y perfeccionamiento productivo, enlazando así de una
manera estricta competitividad y territorio. La definición de competitividad que usara Fajnzylber
(1988), y que es la que está detrás de la posición de la CEPAL en esta materia, sostiene que la
competitividad de una región equivale a la capacidad de ésta para sostener y expandir su
participación en los mercados internacionales y elevar simultáneamente el nivel de vida de su
población, lo cual exige la incorporación de progreso técnico. Tienen razón, por tanto, los
estudiosos que subrayan que el territorio organizado (para distinguirlo de estructuras puramente
geográficas) constituye también un actor directo de la competitividad. Se trata de un espacio
contenedor de una cultura propia que se traduce en la elaboración de bienes y/o servicios
indisolublemente ligados a tal cultura, a partir de los cuales se pueden construir nichos específicos
de comercio internacional precisamente en momentos en los cuales la globalización apunta a la
homogeneización del comercio.
Para captar mejor esa disyuntiva habría que nutrirse del enfoque de la Teoría de la
Dependencia, una “sociología” del desarrollo genuinamente latinoamericana, formulada en los años
sesenta y setenta y cuyos exponentes más destacados fueron Cardoso y Faletto (1969). Utilizando
como ejemplo la generación de progreso técnico, se podría decir que éste no ocurre endógenamente
siquiera en la escala nacional del desarrollo, puesto que lo que caracteriza la situación de
dependencia de nuestras sociedades es precisamente el hecho de que el proceso de generación de
progreso técnico ocurre a la inversa del patrón histórico seguido en los países centrales, dificultando
su difusión intersectorial.
Para ponerlo en los términos de Furtado (1972), lo que caracteriza la situación de
dependencia es la “deformación en la composición de la demanda”. En los países centrales es el
progreso técnico endógeno el que pone en movimiento el proceso de crecimiento al dar soporte
material para la acumulación de capital y acarrear la composición final de la oferta (uno inventa el
motor de combustión interna, logra interesar inversionistas y luego crea un mercado, por ejemplo,
de automóviles). Mientras, en la periferia del sistema capitalista son los cambios en la estructura de
la demanda los que requieren del progreso técnico y permiten la acumulación de capital. En otras
palabras, los sectores de mayores recursos importan pautas de consumo que incluyen, por ejemplo,
la demanda de automóviles, y que requieren la importación de maquinarias y equipos (paquetes
tecnológicos exógenos y cerrados). Lo anterior, a su vez, alimenta la acumulación de capital,
fundada frecuentemente en el ahorro igualmente exógeno (i.e., vía endeudamiento externo).
Si lo anterior revela la orientación exógena del crecimiento, podría decirse que el desarrollo
responde mucho más a variables de carácter endógeno. Desde la perspectiva de la sustentabilidad,
se podría agregar también la dimensión ecológica de la endogeneidad del desarrollo, puesto que
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todas las dimensiones sugeridas anteriormente están condicionadas a una dotación de recursos
naturales y de servicios ambientales también definida territorialmente. Si bien no es la riqueza
natural lo que garantiza la endogeneidad del desarrollo (¡que lo digan los países pobres económica y
políticamente, pero riquísimos en recursos naturales!), sin ella no hay cómo “poner los ‘controles de
mando’ del desarrollo territorial dentro de su propia matriz social” (Boisier, 1993,7).
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Tierra de sombras: desafíos de la sustentabilidad y del desarrollo territorial y local ante la globalización corporativa
menos del entorno inmediato para su supervivencia. Ello dio lugar al establecimiento de patrones de
ocupación del territorio que favorecieron, entre otros, el surgimiento de aglomeraciones humanas,
luego villas, luego ciudades, luego megápolis. En segundo lugar, ha sido posible a los seres
humanos, gracias a la generación de excedentes, adoptar patrones de consumo y acumular bienes
cada día menos relacionados con su supervivencia biológica. Tercero, y como resultado de las dos
dinámicas precedentes, la sociedad en su conjunto pudo independizarse cada vez más del medio
ambiente cercano, logrando perpetuar patrones de consumo que aunque pudiesen ser insustentables
en el largo plazo, podrían mantenerse en el corto plazo mediante la incorporación de ambientes
(territorios) foráneos y/o apartados de la comunidad local —sea por intermedio de la guerra, del
comercio o de la tecnología.
En términos estrictamente ecológicos y referidos a la base territorial de la sociedad, la
práctica agrícola y ganadera, al promover la especialización de la flora y de la fauna, contravino las
leyes más fundamentales del funcionamiento de los ecosistemas, tales como los de diversidad, de
resiliencia, de capacidad de soporte y de equilibrio. Pese a ello, nadie estaría políticamente
dispuesto —o suficientemente insano, conforme sea el caso— para sugerir que los procesos
iniciados por la Revolución Agrícola podrían (¡o debieran!) ser revertidos. No se puede siquiera
imaginar una comunidad civilizada sin que hubiera ocurrido esa evolución en la ocupación del
planeta, pero hay que asumir plenamente las consecuencias de ello. Como advirtió con mucha
propiedad Margaret Mead (1970), debemos considerar:
“los modos de vida de nuestros antepasados como algo a lo cual jamás seremos capaces de
retornar; pero podemos rescatar esa sabiduría original de un modo que nos permita comprender
mejor lo que está sucediendo hoy día, cuando una generación casi inocente de un sentido de historia
tiene que aprender a convivir con un futuro incierto, un futuro para el cual no ha sido educada”.
La evolución descrita reviste de importancia porque revela que lo que determina en definitiva
la calidad de vida de una población, y por ende su sustentabilidad, no es únicamente su entorno
natural sino la trama de relaciones entre cinco componentes que configuran un determinado modelo
de ocupación del territorio. Haciendo uso de una imagen sugerida inicialmente por Duncan (1961),
aunque con propósitos distintos al del presente trabajo, se puede proponer que la sustentabilidad de
una comunidad depende de las interrelaciones entre su:
Población (tamaño, composición y dinámica demográfica)
Organización social (patrones de producción y de resolución de conflictos, y
estratificación social)
Entorno (ambiente físico y construido, procesos ambientales, recursos naturales)
Tecnología (innovación, progreso técnico, uso de energía)
Aspiraciones sociales (patrones de consumo, valores, cultura)
La ecuación del POETA (población, organización social, entorno, tecnología y aspiraciones
sociales) permite entender, por ejemplo, por qué un país como Japón debiera estar en el ranking de
los más pobres del planeta, desde la perspectiva estrictamente ambiental y demográfica. Japón
posee una alta densidad demográfica para su territorio y éste es extremadamente pobre en recursos
naturales y en fuentes tradicionales de energía. Pese a ello, el país se ubica entre los más
desarrollados del mundo gracias principalmente a su tejido social y organización tecnológica. El
patrón de consumo japonés responde, y a la vez determina, la existencia de un patrón de producción
acorde con las aspiraciones sociales de los japoneses y se adapta (más bien, supera) sus limitaciones
ambientales y territoriales. Es la perfecta convergencia entre producción y consumo lo que otorga
sustentabilidad a Japón. Es la posibilidad de incorporación de territorios muy apartados del suyo lo
que le confiere un signo de sustentabilidad aparentemente dura a un estilo de desarrollo que, de otra
forma, sería extremadamente débil y frágil (Pearce y Atkinson, 1993; para una visión crítica, véase
Martinez-Allier, 1995).
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Tierra de sombras: desafíos de la sustentabilidad y del desarrollo territorial y local ante la globalización corporativa
sofisticados. Quizás sea por ello que a ese joven matemático no le haya sido necesario más que unas
cuantas palabras para resumir la crisis actual y, al mismo tiempo, posicionarse ante ella.
En efecto, las relaciones entre modernidad y medio ambiente constituyen las verdaderas
tensiones provocadas por trayectoria de la civilización occidental a partir de la aludida transición
ecológica. Empero en un sentido más amplio que el empleado por Kuhn (1977) para designar la
necesidad de conocimiento convergente para superar la razón científica y trascender paradigmas
vigentes. Modernidad y medio ambiente representan el resultado de una misma dinámica, el
progresivo protagonismo del ser humano con relación a las súper estructuras, a la par de la
progresiva centralidad que asume replantearse las relaciones entre seres humanos y naturaleza. Aun
así, la preocupación con el medio ambiente nos obliga a cuestionar tan profundamente la
modernidad actual que este cuestionamiento conlleva a instaurar los fundamentos mismos de un
nuevo paradigma de desarrollo.
Si medio ambiente y modernidad se han nutrido de la misma fuente civilizadora para llegar a
constituir los verdaderos dilemas o desafíos del nuevo milenio es el contenido valórico o la ética de
ese cuestionamiento que funciona como la amalgama que confiere significado y dirección a esa
“tensión”. Así como el socialismo representó la resistencia antisistémica a la modernidad
“industrial” hegemónica a mediados del siglo pasado y construida por Inglaterra, el ambientalismo
representa hoy la resistencia a la modernidad “del consumo” cien años más tarde, construida ahora
bajo la hegemonía de los Estados Unidos (Taylor, 1997). Ambas dinámicas de resistencia sólo
pudieron trascender como paradigmas de conocimiento y de acción política en la medida en que
pudieron hacerse cargo de las opciones éticas que de éstas resultaban. Las palabras de Rui Lopes
indican que el saber ubicar en su verdadera dimensión el rol de un auto en la sociedad (i.e.,
independiente del status adicional por ser “importado”) ya constituye, de por sí, un acto de extrema
lucidez. Ejercer en tanto la potestad de optar por otra alternativa para satisfacer sus necesidades,
además del poder social (moneda de canje en la modernidad del consumo) le confiere al ser humano
el placer como individuo (medida de bienestar de una sociedad sustentable).
El componente ético y de justicia social que caracteriza de una manera medular ambas opciones
de resistencia a la modernidad se las hace también aparentadas en su carácter contra-sistémico respecto
de la acumulación capitalista. Al propósito original del socialismo de anteponer un límite social a la
racionalidad económica de la modernidad del siglo pasado, se añade ahora el límite eco-social a través
del cual el ambientalismo antepone la biosfera a la lógica económica del mercado. Conviene aclarar en
tanto que sí es correcto señalar que el socialismo ha sido superado por lo menos en sus
manifestaciones “reales” modernas, esto no necesariamente implica idéntico e inexorable destino para
el ambientalismo. El socialismo construido en el siglo XX respondía a una modernidad de cien años
antes (la del “ciudadano”), a través de formas organizativas (partidistas) de ese entonces, modernidad
ésta que fue sobrepasada por la modernidad contemporánea (la del “consumidor”). El ambientalismo,
en cambio, no pretende constituirse como un movimiento político partidista o como una vía única y
exclusiva de resistencia a la nueva modernidad —lo cual, dicho sea de paso, explica en buena medida el
fracaso de los partidos verdes en general. Al plantearse como organizaciones de la sociedad civil que
se dirigen al ser humano antes que al ciudadano o al consumidor, el ambientalismo aspira a mucho más
que al poder. Aspira sencillamente a cambiar la política misma. Tal como indica el lema (motto) del
partido verde germano, “no estamos a la derecha ni a la izquierda; estamos simplemente adelante...”.
La crisis de los actuales paradigmas de desarrollo supone que ésta se refiere al agotamiento
de un estilo de desarrollo ecológicamente depredador, socialmente censurable, políticamente
injusto, culturalmente alienado y éticamente repulsivo. Lo que está en juego es la superación de los
paradigmas de modernidad que han estado definiendo la orientación del proceso de desarrollo.
En ese sentido, quizás la modernidad emergente en el Tercer Milenio sea la modernidad de la
sustentabilidad, en donde el ser humano vuelva a ser parte, antes de estar aparte, de la naturaleza.
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Tierra de sombras: desafíos de la sustentabilidad y del desarrollo territorial y local ante la globalización corporativa
globales. Son procesos locales como, por ejemplo, la quema de combustibles fósiles, los que
producen dinámicas globales como el efecto invernadero y los cambios climáticos afectan a todo el
planeta, incluyendo la vasta mayoría de países que, sin contribuir con la emisión de gases de
invernadero, sufren los impactos más significativos, como los países insulares del Caribe. Cada vez
existen más evidencias de que el aumento de la temperatura del mar a causa del cambio climático
está causando la muerte de los arrecifes de coral porque son ecosistemas muy sensibles a los
cambios de temperatura. Hasta ahora la degradación de los arrecifes se debía a su recolección, a la
contaminación marina, a la destrucción de manglares, etc. Desde el punto de vista económico, para
países como Belice y otros del Caribe, de la salud de los arrecifes depende en gran parte la entrada
de turistas, en circunstancias que el efecto invernadero tiende a destruirlos.
Más importante todavía, si es cierto que ningún país está inmune de las consecuencias de las
perturbaciones provocadas en los ciclos vitales de la naturaleza, las soluciones para los problemas
ambientales dependen de la acción coordinada de todos los países (cambio climático, capa de
ozono, etc.). No debiera sorprender que surgiera en Rio la idea fuerza que ha enmarcado mucho de
la percepción actual: pensar globalmente y actuar localmente. Los desafíos ambientales indican que
la sustentabilidad global depende cada vez más de las sustentabilidades locales, como lo reconoce el
propio Banco Mundial en un informe reciente (BIRF 2000, ver bibliografía). De hecho, a partir de
la Cumbre de Johannesburgo se ha plasmado un nuevo lema (motto) para la acción medio
ambiental. En efecto, el nuevo escenario internacional pareciera indicar que, para que se pueda tener
eficacia pensando globalmente para actuar localmente, se hace indispensable concertar
regionalmente.
Pese a ello, se podría afirmar, desde una perspectiva socioambiental, que el carácter de la
globalización, o por lo menos la difusión de la ideología neoliberal que sostiene la modernidad
hegemónica en los días de hoy, sólo le deja a nuestras sociedades optar por dos caminos
alternativos. O bien se integran, en forma subordinada y dependiente, al mercado-mundo, o no les
quedará otra que la ilusión de la autonomía pero con la realidad del atraso. Sin embargo, el
verdadero problema que se debe debatir no es la obvia existencia de tendencias hacia la inserción en
la economía globalizada, sino qué tipo de inserción nos conviene, qué tipo de inserción permite
tomar las riendas del crecimiento en bases nacionales y qué tipo de inserción permite mantener la
identidad cultural, la cohesión social y la integridad ambiental en nuestros países.
La verdadera libertad y autonomía de los pueblos se define por su capacidad de optar por
distintas alternativas de desarrollo. Tiene razón Octavio Paz (1990,57) cuando nos enseña que:
“la libertad no es una filosofía, ni siquiera es una idea: es un movimiento de la conciencia
que nos lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: Sí o No”.
Del mismo modo y aplicado específicamente al tema en discusión, se utilizan las palabras de
Alfredo Calcagno (1995,265), padre e hijo, en un excelente libro sobre la ideología neoliberal:
“Se afirma que debemos subir al tren de la modernidad (como si hubiera uno solo), aunque
no sepamos si va donde queremos ir, e ignoremos si nos van a subir como pasajeros o como
personal de servicio, al que se devuelve al punto inicial una vez terminado el viaje, o si a la llegada
seremos trabajadores inmigrados. Es decir, nos aconsejan que como países adoptemos una
conducta que ningún liberal (y tampoco una persona cuerda) seguiría en una estación ferrocarril”.
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Entre otros motivos porque se incurre en el riesgo, luego de parametrizar todo lo que pueda ser
parametrizado, de intentar establecer relaciones de causalidad entre los distintos parámetros.
La principal objeción que se debe anteponer a ese tipo de procedimiento es lo que ha dicho nada
menos que Einstein, cuando concluye que (Capra, 1975,39):
“[las leyes de naturaleza matemática]… en la medida en que se refieran a la realidad, están
lejos de constituir algo correcto; y, en la medida en que constituyan algo cierto, no se refieren a la
realidad”.
No se trata de descalificar la base matemática, cuantificada y parametrizable de la economía,
sino que de indicar su insuficiencia para captar la complejidad de los fenómenos sociales (desarrollo
territorial) y ambientales (desarrollo sustentable), los cuales requieren también de una interpretación
que incluya aspectos cualitativos, institucionales e históricos que no son posibles de mensurar
(parametrizar) directamente. Se ha criticado también los intentos recientes de valoración por
suponer equivocadamente que los ciclos ecológicos obedecen a los tiempos y procesos económicos,
sociales y culturales.
No se debe tomar esa postura como una descalificación absoluta de la valoración de los
servicios ambientales y de los recursos naturales. Por el contrario, lo censurable es precisamente el
fundamentalismo neoconservador de querer absolutizar el mercado, reduciendo de esa forma todo el
desafío de la sustentabilidad a una cuestión de asignación de “precios correctos” a la naturaleza. Por
supuesto, es mejor tener alguna noción del valor económico que poseen los bienes y servicios
ambientales, por más arbitraria que ésta sea, que no disponer de ninguna herramienta que asista a la
toma de decisiones en esa área. Representa un importante progreso en esa dirección, por ejemplo, el
estudio realizado por un equipo multidisciplinario de investigadores norteamericanos (Constanza y
otros, 1997), que trató de estimar la contribución económica de 17 categorías de servicios
ambientales prestados por distintos ecosistemas (polinización, control de erosiones, ciclo de
nutrientes, etc.) distribuidos en 16 biomas (bosques, corales, manglares, etc.). El valor económico
promedio de los servicios prestados por la totalidad de la biosfera ascendería a los 33 mil billones
de dólares en 1997, en circunstancias que el PIB mundial alcanzó en ese año 18 mil billones. Si
éstos hubieran sido transaccionados en el mercado, el valor de cada uno de los 17 servicios
identificados en el estudio habría costado a la economía mundial desde 16 mil billones de dólares
hasta 54 mil billones de dólares anuales, o sea, entre una y tres veces el Producto mundial…
No cabe duda que un estudio como el que se acaba de mencionar contiene todavía muchas
falencias e imperfecciones, tanto metodológicas como de mensuración. Problemas típicos, por lo
demás, de iniciativas pioneras de investigación de temas extremadamente complejos. Frente a esas
críticas, son más que acertadas las palabras de Paul Hawken:
“mientras no existe ningún modo “correcto” para valorar un bosque o un Rio, sí existe una
forma incorrecta, que es no asignar ningún valor” (Prugh y otros, 1995,XV)
Sin embargo, hay que reiterar, en primer lugar, el carácter precisamente arbitrario que posee
cualquier ejercicio de valoración ecológica o ambiental. Eso significa que el grado de arbitrariedad
de esa valoración será menos pernicioso desde el punto de vista social cuanto más se logre poner de
relieve y dotar de transparencia a los instrumentos y mecanismos de decisión que definen tal
valoración. De ese modo, el tema de la valoración deja de ser económico y pasa a ser social. Por
otro lado, la valoración misma debe respetar límites muy claros antepuestos por la ética del
desarrollo, sin los cuales se pierde de vista que el objetivo último de la valoración no es el mercado de
las transacciones entre consumidores, sino la mejoría de las condiciones de vida de los seres humanos.
Aspectos como los del horizonte temporal o de las tasas de descuentos —fundamentales para
la valoración económica— resultan ser cruciales. Así como nosotros no admitimos argumentos
económicos de ningún tipo para justificar que se quite la vida a un ser humano a cambio de algún
beneficio comercial, hay que suponer, de igual modo, el derecho “ontológico” a la vida como un
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valor moral aplicable también a las especies no-humanas y a los ecosistemas. El problema, para las
generaciones futuras obviamente, de recibir mayores dotaciones de capital (construido) económico
a cambio de menores dotaciones de capital natural sin poder expresar su deseos de que así sea, se
resume a que el proceso de globalización, como lo señalamos recién, torna homogéneos valores,
prácticas y costumbres culturales disímiles. El “valor” de la destrucción del bosque chileno, o de la
Amazonia brasileña, es muy distinto para los chilenos y brasileños que para los norteamericanos,
japoneses, malayos y otros, mientras los “beneficios” —siempre que uno acoja la globalización
como una hipótesis optimista— puede que sean globales.
Además de consideraciones de orden socioambiental correspondería rescatar también de la
maraña conceptual que obscurece el debate sobre globalización algunos aspectos de naturaleza
sociopolítica (Guimarães, 1996). Como el proceso de hegemonización de la nueva modernidad ha
cobrado fuerza a partir de la caída del Muro de Berlín, no son pocos los que se apresuraron en
declarar “el fin de la historia”, colocando en un mismo plano la liberalización de los mercados y la
democracia (Fukuyama, 1990). No obstante, el desarrollo histórico de las luchas sociales sugiere
que la destrucción de un tipo de Estado no puede ser confundido con la construcción de uno nuevo.
Que la crisis económica, precisamente la de las economías de mercado central planificado, haya
sido responsable por la caída del Estado omnipresente no puede llevar al disparate de concluir que
será esa forma específica de funcionamiento de la economía internacional que proveerá las
fundaciones de un nuevo tipo de sociedad y de un nuevo ordenamiento político del Estado.
En realidad, la discusión de replantear lo que Aníbal Pinto llamaba hace casi dos décadas
“el falso dilema entre Estado y mercado” ya debiera estar pasada de moda. Vale recordar sus
palabras para los faltos de memoria:
“De un lado queda en claro el papel indispensable e irrenunciable del Estado en cuanto a
establecer los grandes objetivos sociales y procurar que las fuerzas del mercado se ajusten en la
medida de lo posible a esos designios. El segundo sería que ese propósito no puede ignorar la
vigencia histórica de ese mecanismo en una sociedad presidida por la escasez, de modo que lo que
se realiza para modificar sus bases y para redirigir sus impulsos no puede llegar al extremo de
provocar lo que bien podría calificarse —a la luz de variadas experiencias históricas— como la
‘venganza’ del mercado” (Pinto, 1978,33)
Tampoco hay que perder de vista la metamorfosis de nuestra percepción respecto del
mercado. Como nos recuerda Fernando Henrique Cardoso (1995), en los siglos XVII y XVIII, el
mercado se expandió por la vía del comercio, convirtiéndose en un elemento “civilizador” para
contener el arbitrio de la aristocracia. En consecuencia, en el siglo pasado no se veía al mercado
como un modelo en oposición al Estado, sino como instrumento de transformación de las relaciones
sociales hacia niveles superiores de sociabilidad. En el presente siglo, en cambio, es precisamente el
Estado que pasa a ser considerado como el contrapunto bondadoso para contener las fuerzas ciegas
del mercado que, abandonadas a sí mismas, serían incapaces de realizar la felicidad humana.
Pareciera en tanto que en la actualidad de nuevo se considera al mercado como sinónimo de libertad
y democracia.
No obstante lo anterior, como insinúa el dicho popular, “otra cosa es con guitarra”, y las
propuestas de muchos progresistas latinoamericanos, cuando se metamorfosean en “pragmáticos”
en el poder (como el propio Cardoso), pueden encerrar ciertas paradojas. Entre engancharse en la
defensa extrema del mercado y engancharse en defender al Estado, uno termina abogando por un
Estado que no sea neoliberal pero que no sea a la vez intervencionista. Esto conduce a la paradoja
señalada en un seminario organizado por Cardoso mismo para inaugurar su primer peRiodo como
Presidente del Brasil, y que reunió a un grupo de connotados intelectuales para discutir los desafíos
presentes y las propuestas para superarlos (Przeworski, 1995,23):
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“un tipo de Estado que sea capaz de hacer lo que se debe hacer, pero no sea capaz de hacer
lo que no se debe hacer”.
Un Estado que tenga plena capacidad para intervenir pero que esté suficientemente aislado de
presiones de los intereses privados para decidir cuándo intervenir. Esto, señala acertadamente
Przeworski, revela ser una prescripción inadecuada, puesto que
“el motor del crecimiento son las externalidades que el mercado no provee con eficiencia; a
menos que el Estado intervenga, aunque en forma extremadamente selectiva, no habrá
crecimiento” (Przeworski, 1995,24).
Acorde con los análisis de Aníbal Pinto de hace dos décadas, Przeworski concluye que el
falso dilema Estado versus mercado oscurece el hecho de que lo que está en juego son arreglos
institucionales que incentiven e informen adecuadamente a los agentes económicos privados y
estatales, para que éstos se comporten en forma beneficiosa para la colectividad en su conjunto.
Si la globalización ha llevado al “endiosamiento” del mercado, ha llevado también a la
“demonización” del Estado, lo cual, como diría Silvio Rodríguez, “no es lo mismo, pero es igual”.
Nadie cuestiona que el Estado latinoamericano se encuentra en la actualidad sobre-dimensionado,
sobre-endeudado y sobre-rezagado tecnológicamente. Antes de una simple consecuencia de la
incuria de gobernantes populistas “irresponsables”, tales predicamentos han sido el resultado de una
realidad histórica de consolidación de sociedades nacionales y de “despegue” del crecimiento que
no se puede descalificar a la ligera.
Resulta también, y como mínimo, “paradojal” que los predicadores del libre mercado, del
achicamiento del Estado y de la privatización a la ultranza, sean los primeros en no aplicar en sus
mismos países lo que sermonean al resto del mundo, tal es el caso por ejemplo de los Estados Unidos.
Como es sabido, uno de los resultados de la aplicación del llamado “Consenso de Washington” ha sido
la masiva privatización de los servicios públicos en prácticamente todos los países latinoamericanos.
Ahora bien, en los Estados Unidos de Norteamérica, 3 de cada 4 ciudadanos es abastecido por empresas
estatales de servicios de agua. El gobierno mantiene la propiedad de casi el 100% de sistema de
alcantarillado. De los aproximadamente 3.000 sistemas de generación y/o distribución de energía
eléctrica en Estado Unidos, .000 son de propiedad pública, estatales o de cooperativas de consumidores.
Y de acuerdo con las normas de la Comisión Federal de Comunicaciones, agente estatal que regula
prestación de servicios de telecomunicaciones, está vedado conceder licencias de telefonía a empresas
que tengan más del 25% de su capital en poder de extranjeros (Palast, 1997).
La economía de mercado, que, en verdad, ha estado desde siempre con nosotros aunque con
distintos matices, es excelente generadora de riqueza, pero es también productora de profundas
asimetrías sociales y ambientales. Por eso mismo, el Estado (o el nombre que se quiera dar a la
regulación pública, extra mercado) no puede renunciar a su responsabilidad en áreas claves como la
educación, el desarrollo científico y tecnológico, la preservación del medio ambiente y del patrimonio
biogenético, y traspasarlas al mercado. Esto no contradice la tendencia a la expansión del liberalismo
económico, que también obedece a una evolución histórica más que a un capricho ideológico, pero
supone adaptar la economía de mercado a las condiciones y posibilidades reales del mundo en
desarrollo.
El equilibrio entre ese tipo de maniqueísmo Estado-Mercado disfrazado en pragmatismo
posmoderno sólo puede ser encontrado en la política. Para complicar aún más las cosas, el resultado
de la globalización y de la sacralización del mercado conduce precisamente a generalizar las críticas
hacia los políticos y sus organizaciones. La crisis del Estado es pues también una crisis de las
formas de hacer política en la región, con importantes repercusiones para los temas relacionados
con la gobernabilidad. El desencanto de la política es la contrapartida del auge de la ideología
neoliberal, llevando a niveles de paroxismo las relaciones entre lo público y lo privado en favor del
interés privado. No debiera sorprender que todo lo que es público, incluyendo al “hombre” público
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y más precisamente al político, sea visto con sospecha o desencanto. Y es en el vacío de la política
que los grupos económicos, los medios de comunicación y los resquicios oligárquicos del pasado
reciente enquistados en los nichos clientelistas del Estado, todos travestidos en agentes de la
modernidad basada en la ideología neoconservadora, pasan a definir la agenda pública y a actuar
como poderes fácticos de gran influencia en la resolución de los problemas nacionales.
Sin embargo, desde una perspectiva democrática, no existen postulaciones capaces de
defender sólidamente la tesis de que la elaboración y gestión de la vida pública pueda realizarse sin
la mediación de la política. Los partidos políticos, a su vez, son insustituibles para la profundización
de la democracia, para el mantenimiento del consenso mínimo alrededor de un proyecto nacional y
para la transformación del estilo de desarrollo concentrador y excluyente todavía vigente, razones
por las cuales es fundamental recuperar el prestigio de la actividad y de las instituciones políticas en
nuestros países (véase al respecto, Guimarães y Vega, 1996).
En resumen, si ya no podemos contar con la intervención del Estado, sí, lo necesitamos para
garantizar la constitución de espacios y reglas de negociación entre actores independientes, incluso
estatales. Este Estado no es ni el movilizador e intervencionista del pasado, sino un Estado
regulador, facilitador, asociativista y estratega, que garantice la calidad y cobertura de los servicios
públicos, y que ofrezca los cimientos institucionales y estratégicos para el crecimiento en bases más
equitativas que en el pasado. La experiencia histórica no sólo en América Latina sino en muchas
otras partes del mundo demuestra que el desarrollo, librado exclusivamente a las fuerzas de
mercado, tiende a reproducir las condiciones iniciales del proceso, con todas sus secuelas de
desigualdad y de exclusión sociales. Como señala con gran propiedad Lechner (1995,65), ni el viejo
estatismo ni el nuevo antiestatismo ofrecen una perspectiva adecuada:
“Frente a la preeminencia avasalladora del mercado, conviene recordar la paradoja
neoliberal: los casos exitosos de liberalización económica no descansan sobre un desmantelamiento
del Estado sino, muy por el contrario, presuponen una fuerte intervención estatal”.
Ello cobra aún más importancia cuando se reconoce que la gobernabilidad, que se definía
hasta hace muy poco en función de la transición de regímenes autoritarios a democráticos, o en
función de los desafíos antepuestos por la hiperinflación y la inestabilidad económica, se funda hoy
en las posibilidades de superación de la pobreza y de la desigualdad. Como afirma la edición de
1994 del Informe sobre el Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el
Desarrollo (PNUD):
“nadie debiera estar condenado a una vida breve o miserable sólo porque nació en la clase
equivocada, en el país equivocado o con el sexo equivocado”.
Las nuevas bases de convivencia que proveen de gobernabilidad al sistema político requieren
por tanto de un nuevo paradigma de desarrollo que coloque al ser humano en el centro del proceso
de desarrollo, que considere el crecimiento económico como un medio y no como un fin, que
proteja las oportunidades de vida de las generaciones actuales y futuras, y que, por ende, respete la
integridad de los sistemas naturales que permiten la existencia de vida en el planeta.
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en la cual los objetivos económicos de progreso estén subordinados a las leyes de funcionamiento
de los sistemas naturales y a los criterios de respeto a la dignidad humana y de mejoría de la calidad
de vida de las personas.
1. Dimensiones de sustentabilidad
Conviene precisar más detalladamente las distintas dimensiones que componen el paradigma
de desarrollo sustentable. Desde luego, éste se refiere a un paradigma de desarrollo y no de
crecimiento, por dos razones fundamentales. En primer lugar, por establecer un límite ecológico
intertemporal muy claro al proceso de crecimiento económico. Contrarrestando la noción de que no
se puede acceder al desarrollo sustentable sin crecimiento —trampa conceptual que no logró evadir
siquiera el Informe Brundtland (Goodland y otros, 1992)— el paradigma de la sustentabilidad
supone que el crecimiento, definido como incremento monetario del producto y tal como lo hemos
estado experimentando, constituye un componente intrínseco de la insustentabilidad actual. Por otro
lado, para que exista el desarrollo es necesario, más que la simple acumulación de bienes y de
servicios, cambios cualitativos en la calidad de vida y en la felicidad de las personas, aspectos que,
más que las dimensiones mercantiles transaccionadas en el mercado, incluyen dimensiones sociales,
culturales, estéticas y de satisfacción de necesidades materiales y espirituales.
Con referencia a ese primer aspecto del paradigma —del desplazamiento del crecimiento
como un fin último hacia el desarrollo como proceso de cambio cualitativo— justifícase reproducir
el pensamiento de Herman Daly (1991) (citado en Elizalde, 1996):
“Las afirmaciones de lo imposible son el fundamento mismo de la ciencia. Es imposible
viajar a más velocidad que la de la luz, crear o destruir materia-energía, construir una máquina de
movimiento perpetuo, etc. Respetando los teoremas de lo imposible evitamos perder recursos en
proyectos destinados al fracaso. Por eso los economistas deberían sentir un gran interés hacia los
teoremas de lo imposible, especialmente el que ha de demostrarse aquí, que es imposible que la
economía del mundo crezca liberándose de la pobreza y de la degradación ambiental. Dicho de
otro modo, el crecimiento sostenible es imposible.
“En sus dimensiones físicas, la economía es un subsistema abierto del ecosistema terrestre
que es finito, no creciente y materialmente cerrado. Cuando el subsistema económico crece,
incorpora una proporción cada vez mayor del ecosistema total, teniendo su límite en el cien por
cien, sino antes. Por tanto, su crecimiento no es sostenible. El término “crecimiento sostenible”
aplicado a la economía, es un mal oxymoron; autocontradictorio como prosa y nada evocador
como poesía”.
En segundo lugar y por añadidura, la sustentabilidad del desarrollo sólo estará dada en la
medida que se logre preservar la integridad de los procesos naturales que garantizan los flujos de
energía y de materiales en la biosfera y, a la vez, se preserve la biodiversidad del planeta. Este
último aspecto es de suma importancia porque significa que, para que sea sustentable, el desarrollo
tiene que transitar del actual antropocentrismo al biopluralismo, otorgando a las demás especies el
mismo derecho “ontológico” a la vida, lo cual, dicho sea de paso, no contradice el carácter
antropocéntrico del crecimiento económico al que se hizo alusión anteriormente, sino que lo
amplifica. La sustentabilidad ecoambiental del desarrollo refiérese tanto a la base física del proceso
de crecimiento, objetivando la conservación de la dotación de recursos naturales incorporada a las
actividades productivas, como a la capacidad de sustento de los ecosistemas, es decir, la mantención
del potencial de la naturaleza para absorber y recomponerse de las agresiones antrópicas y de los
desechos de las actividades productivas.
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Ahora bien, no basta con que el desarrollo promueva cambios cualitativos en el bienestar
humano y garantice la integridad ecosistémica del planeta. Nunca estará de más recordar que
(Guimarães, 1991b.24):
“en situaciones de extrema pobreza el ser humano empobrecido, marginalizado o excluido de
la sociedad y de la economía nacional no posee ningún compromiso para evitar la degradación
ambiental, si es que la sociedad no logra impedir su propio deterioro como persona”.
Asimismo, tal como hizo ver muy atinadamente Claudia Tomadoni (1997):
“en situaciones de extrema opulencia, el ser humano enriquecido, ‘gentrificado’ y por tanto
incluido y también ‘gethificado’ en la sociedad y en la economía tampoco posee un compromiso
con la sustentabilidad”.
Ello porque la inserción privilegiada de éstos en el proceso de acumulación y, por ende, en el
acceso y uso de los recursos y servicios de la naturaleza les permite transferir los costos sociales y
ambientales de la insustentabilidad a los sectores subordinados o excluidos.
Lo anterior implica, especialmente en los países periféricos con graves problemas de pobreza,
desigualdad y exclusión, que los fundamentos sociales de la sustentabilidad postulan como criterios
básicos de política pública los de la justicia distributiva, para el caso de bienes y de servicios, y los
de la universalización de cobertura para las políticas globales de educación, salud, vivienda y
seguridad social. Lo mismo se aplica, en aras de la sustentabilidad social, a los criterios de igualdad
de género, reconociéndose como un valor en sí mismo, y por tanto por encima de consideraciones
económicas, la incorporación plena de la mujer en la ciudadanía económica (mercado), política
(voto) y social (bienestar).
En cuarto lugar, el nuevo paradigma postula también la preservación de la diversidad en su
sentido más amplio —la sociodiversidad además de la biodiversidad— es decir, el mantenimiento
del sistema de valores, prácticas y símbolos de identidad que permiten la reproducción del tejido
social y garantizan la integración nacional a través de los tiempos. Ello incluye, por supuesto, la
promoción de los derechos constitucionales de las minorías y la incorporación de éstas en políticas
concretas de educación bilingüe, demarcación y autonomía territorial, religiosidad, salud
comunitaria, etc. Apunta en esa misma dirección, la del componente cultural de la sustentabilidad,
las propuestas de introducción de derechos de conservación agrícola, equivalente a los derechos
reconocidos con relación a la conservación y uso racional del patrimonio biogenético, cuando tanto
“usuarios” como “detentores” de biodiversidad compartieran sus beneficios y se transformasen de
esa forma en co-responsables por su conservación. La sustentabilidad cultural de los sistemas de
producción agrícola incluye criterios extra-mercado para que éste incorpore las “externalidades” de
los sistemas de producción de baja productividad, desde la óptica de los criterios económicos de
corto plazo, pero que garantizan la diversidad de especies y variedades agrícolas; pero además, la
permanencia en el tiempo de la cultura que sostiene formas específicas de organización económica
para la producción.
En quinto lugar, el fundamento político de la sustentabilidad se encuentra estrechamente
vinculado al proceso de profundización de la democracia y de construcción de la ciudadanía. Éste se
resume, a nivel micro, a la democratización de la sociedad, y a nivel macro, a la democratización
del Estado. El primer objetivo supone el fortalecimiento de las organizaciones sociales y
comunitarias, la redistribución de activos y de información hacia los sectores subordinados, el
incremento de la capacidad de análisis de sus organizaciones y la capacitación para la toma de
decisiones; mientras el segundo se logra a través de la apertura del aparato estatal al control
ciudadano, la reactualización de los partidos políticos y de los procesos electorales, y por la
incorporación del concepto de responsabilidad política en la actividad pública.
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En ese orden de ideas, además de los criterios de política pública introducidos en la sección
anterior, se impone tener en cuenta que una de las principales falencias de la economía neoclásica
radica en suponer que el capital natural (recursos naturales y servicios ambientales) es
perfectamente sustituible por el capital construido (tecnología, máquinas y equipos). Así se
presume, por ejemplo, que si una comunidad puede perfeccionar sus embarcaciones o adquirir más
barcos aumentará la captura de pescado. Pero eso constituye una verdad a medias, puesto que una
vez que sea alcanzado el límite disponible de pescado, el incremento de la flota pesquera o la
incorporación de nuevas tecnologías sólo acelerará el deterioro del ecosistema marino hasta llevar a
su agotamiento. A partir de ahí, no sirve de nada la supuesta sustitución que, en los hechos, habrá
llevado a la ruina económica de la comunidad. Es por ello que una política sustentable de
exploración de recursos naturales debe, por un lado, limitar las tasas de extracción de éstos a las
tasas de recuperación del ecosistema. Por otro lado, habrá que fortalecer los llamados “clusters
económicos” para, más que restringirse a la extracción de recursos, promover actividades
industriales y de servicios que agreguen valor al recurso y promuevan la difusión intersectorial y
personal de la riqueza.
Si lo anterior es de fácil constatación en lo que dice relación con los recursos renovables
(bosques, recursos del mar, agua, suelo, etc.), respecto de los recursos naturales no renovables se
requiere de una prioridad aún más específica. Por ejemplo, a nadie convendría alargar hasta el límite
la extracción del cobre (responsable por aproximadamente 40% de las exportaciones chilenas) si ya
existieran sustitutos perfectos para todos los usos del cobre. En este caso, la sustentabilidad del país
se medirá, en parte apenas, por la capacidad de tornar más eficiente la producción de cobre y alargar
en el tiempo las reservas disponibles. Lo que garantizará en definitiva la sustentabilidad de una
economía como la chilena, sobre ese aspecto particular, será la capacidad, tal como en los recursos
renovables, de “sembrar el cobre” según el concepto sugerido originalmente por Serageldin (1994).
En otras palabras, Chile será sustentable en cobre en la exacta medida, por ejemplo, en que logre
invertir en programas de investigación y desarrollo de sustitutos para el cobre (e.g., las fibras
ópticas) cantidades equivalentes a las inversiones para mejorar y tornar más eficiente y rentable la
extracción actual del cobre. De este modo, “sembrando” el cobre, Chile seguirá desarrollando su
economía aún cuando, en el peor de los escenarios, se agote el recurso.
En segundo lugar, habría que encontrar respuestas satisfactorias para la interrogante de cuáles
son las principales potencialidades con que se cuenta para enfrentar este desafío. Desde luego, la
amplia mayoría del continente y del Caribe disponen de una dotación de capital natural de recursos
forestales, pesqueros, minerales y energéticos en relativa abundancia. Esto sería más que suficiente
para satisfacer los requerimientos de bienestar de los pueblos, siempre y cuando sea privilegiada la
satisfacción de las necesidades básicas de la población por encima de la simple acumulación de
riqueza, y siempre que se adopten las prioridades ya mencionadas. Por otra parte, el capital cultural
de los países de la región ha alcanzado un alto nivel de identidad nacional, pese a que todavía
persisten importantes dificultades relacionadas con la integración étnica y con las identidades
regionales. Muchos países disponen también de un importante “stock” de capital institucional en
términos de un sistema de leyes, incentivos y sanciones que regulan la vida en sociedad, a la par de
una trama de organizaciones para garantizar la observancia de tales normas.
El capital social de los países de la región funda su fortaleza en la existencia de actores
sociales organizados, en niveles históricos muy significativos de participación y de concertación
social, todo lo cual hace que se puedan alcanzar, en lenguaje económico, márgenes más eficientes
en los “costos de transacción” para, entre otros, aumentar la productividad en el uso de recursos.
Sobre este aspecto, quizás el único obstáculo que se antepone para lograr maximizar el importante
capital social disponible esté relacionado con los atisbos de consumismo más reciente que han
resquebrajado el tejido de confianza entre ciudadanos y las características de solidaridad que habían
estado presentes en épocas pasadas (para el caso chileno véase, por ejemplo, PNUD, 2000). Se trata
pues de recuperar dotaciones de capital social latentes y promover su consolidación.
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La principal potencialidad con que cuenta América Latina y el Caribe para llevar a la práctica
un estilo de desarrollo sustentable se refiere a su muy significativo capital humano. Es precisamente
el capital humano de una comunidad lo que permite que ésta logre hacer el mejor uso de sus demás
dotaciones de capital, maximizar sus beneficios económicos y sociales y, de ese modo, producir
acumulación de bienestar por encima de la simple acumulación de riqueza. Sobre ese aspecto,
habría que reformar y universalizar el acceso a los sistemas educativos de la región, para que se
puedan incrementar las posibilidades de que todos puedan adquirir los conocimientos y capacidades
necesarios para contribuir plenamente al desarrollo.
Hace falta, en tanto, explorar un aspecto del capital humano para que se logren potenciar
efectivamente las relaciones de sinergia entre los distintos stock de capital disponibles en los países
y, a su vez, garantizar la materialización de las prioridades de política pública indicadas con
anterioridad. Habrá que concentrar esfuerzos en aumentar la capacidad endógena de acumulación de
conocimiento y de progreso técnico. En otras palabras, se impone expandir el inmenso potencial de
investigación social, científica y tecnológica existente, dotando de recursos humanos, materiales y
tecnológicos al sistema educativo, desde la base hasta la cúspide de la pirámide de conocimiento.
Conviene reiterar la importancia del papel del Estado en esta área, aún más cuando se reconoce que
el motor del desarrollo en un mundo globalizado es precisamente el conocimiento. No se trata
simplemente de garantizar, vía mercado, el acceso a la educación, sino de fortalecer prácticas
colectivas de satisfacción de las necesidades sociales de acumulación de conocimiento.
En tercer lugar, reforzando lo dicho recién, el desarrollo es considerado, cada vez más, como
un proceso endógeno, que depende de la capacidad del territorio para transformar los impulsos de
crecimiento en desarrollo, esto es, capacidad para pasar del plano abstracto institucional al plano
concreto de las personas, capacidad para movilizar y coordinar los recursos internos del propio
territorio, recursos que por su lado, asumen progresivamente una dimensión intangible, no material.
Se ha sugerido, por ende, que uno de los desafíos igualmente fundamentales en la actualidad es
crear condiciones para que el desarrollo sea el resultado de una adecuada articulación sinergética
entre varios factores (Boisier, 1997, 1999), tales como:
Recursos, tanto materiales como, principalmente, no materiales;
Actores individuales, corporativos y colectivos;
Instituciones, sistemas de normas y las organizaciones para garantizar su observancia;
Procedimientos de gestión, de administración, y de información;
Cultura o el sistema de valores y prácticas que confieren identidad, e
Inserción externa que garantice la supervivencia económica de la comunidad.
La conjugación de estos factores conlleva a la idea de que una región o comunidad local
requiere, para transformarse en actor relevante, de un proyecto político de desarrollo. La existencia
de un verdadero proyecto político de desarrollo regional puede ser el elemento determinante para
transitar a una posición ganadora. Desde este punto de vista es más importante el análisis del
discurso que el estudio de las cifras, claro está, en tanto ese discurso sea representativo de un
consenso social.
El concepto de territorio sustentable sería asimilable a cualquier región o comunidad en la
cual su desarrollo se ajuste a los patrones de la sustentabilidad; no es la región o el territorio en sí
mismo “sustentable” sino la forma de intervención en ella. Acá cabe toda el tema de indicadores
comunitarios de sustentabilidad, como los propuestos por Guimarães (1998), así como también cabe
una enumeración de los elementos estructurales del desarrollo sustentable. Como en otros ámbitos,
es posible razonar en términos estratégicos, poniendo en relieve las fortalezas, oportunidades,
debilidades y amenazas que enfrenta el desarrollo local. El potencial de políticas de desarrollo
sustentable está estrechamente ligado a la valorización que el mercado mundial le confiera a
productos o a sus servicios ambientales, una cuestión sobre la que se puede “apostar a ganador”. En
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tal sentido, la mayor fortaleza de un desarrollo local sustentable reside en su carácter bioregional
(Guimarães, 2001), de zonas de resguardo de la biodiversidad. Al igual, los resguardos de la población
con respecto al uso de productos industriales (pesticidas, preservantes, etc.) en la cadena alimenticia
proveen de no despreciables oportunidades de negocios para territorios como las bioregiones.
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entonces, y luego acompañadas por otros centros del pensamiento regional, pueden ser sintetizadas
en lo que quedó conocido como la industrialización sustitutiva de importaciones. Se proponía a la
región volcarse hacia la expansión de sus respectivos mercados por la vía de incentivar la
producción interna de los productos hasta entonces importados desde afuera de la región.
A título de ilustración, sería suficiente recordar, para comprobar el relativo éxito de la
propuesta, que el motor de la reestructuración productiva del Brasil, teniendo como eje la
instalación de la industria automovilística a fines de los años cincuenta, permitió, entre otros, que la
economía brasileña, que ocupaba en la época una de las últimas posiciones relativas en la región,
pudiese transformarse en la más grande y más diversificada economía de América Latina, ocupando
hoy día un lugar destacado entre las diez mayores economías del planeta.
Sin embargo, los paralelos posibles entre la situación regional entre fines de los cincuenta y
fines de los noventa terminan ahí. Entre otros, ya nadie duda que el proceso de sustitución de
importaciones se ha prácticamente agotado, aunque todavía persisten muchas posibilidades para una
sustitución selectiva de importaciones. Por lo mismo, corresponde desarrollar con detenimiento dos
consideraciones importantes para caracterizar la situación actual y distinguirla de la fase primario-
exportadora anterior. Por una parte, a diferencia del peso de las importaciones en la economía
regional en los cincuenta, las exportaciones de América Latina y el Caribe no alcanzan hoy siquiera
una sexta parte del producto regional, aunque con importantes variaciones nacionales. Segundo, y
pese a lo anterior, no cabe duda que las exportaciones actuales poseen un carácter estratégico que,
en buena medida, condiciona fuertemente el conjunto de la estructura productiva de los países, sus
patrones de consumo y sus patrones de producción.
Por consiguiente, proponer que la región concentre esfuerzos en sustituir exportaciones
implica transformaciones mucho más profundas de lo que podría indicar el peso relativo de éstas en
el producto regional. El presente diagnóstico-propuesta, además de permitir que la región ingrese al
Tercer Milenio sentando las bases de una transformación estructural sin precedentes en su historia,
permitiría también, por primera vez, que una región del mundo transite de hecho hacia un desarrollo
verdaderamente sustentable.
Algunas ilustraciones para dar forma, aunque preliminar e inicial, a lo que se está sugiriendo.
Se propone sustituir, por ejemplo, las exportaciones de productos forestales, en especial madera
(con o sin valor agregado) por la mantención de los bosques para la exportación de los servicios
ambientales que éstos ofrecen, en particular los de secuestro de carbono. Aún en lo que se refiere a
los bosques, habría que promover también una “sustitución de exportaciones” de segunda
generación, reinvirtiendo las ganancias con la “exportación” del secuestro del carbono en programas
de desarrollo científico y tecnológico para la explotación de la biodiversidad del “bosque en pié”.
Un ejemplo aplicado a los recursos naturales no renovables como el cobre permite indicar el
carácter casi “revolucionario” de la propuesta, al dirigirse claramente a una sustitución
intertemporal de las exportaciones de recursos naturales no renovables (i.e., incorporando de esa
forma la dimensión intergeneracional de la sustentabilidad, algo que hasta el momento sigue
encapsulado únicamente en la retórica). Se hace referencia aquí a la re-inversión, por ejemplo en
Chile, de los ingresos del cobre (destinados en la actualidad a fines de estabilización macro
económica, militares y otros) en el desarrollo científico y tecnológico de los sustitutos del cobre
(por ejemplo, las fibras ópticas, tecnología que Chile no domina). En más de un sentido, se estaría
proyectando la sustitución de las exportaciones de cobre en el futuro, “sembrando
tecnológicamente” su sustitución cuando se agote el recurso o su uso productivo.
Antes de seguir ahondando en ejemplos para demostrar que no se trata de una propuesta
simplemente retórica, vale destacar al menos tres aspectos. En primer lugar, por primera vez la
región estaría intentando llevar a la práctica un perogrullo de las últimas décadas. Ello se refiere a
que el futuro de nuestras economías, en verdad de nuestras sociedades, pasa necesariamente por que
logremos transformarnos en sociedades basadas en la explotación del conocimiento por encima de
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CEPAL - SERIE Medio ambiente y desarrollo N° 67
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Comentarios finales:
fundamentalismos, reduccionismo y
la ética de la sustentabilidad
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Tierra de sombras: desafíos de la sustentabilidad y del desarrollo territorial y local ante la globalización corporativa
de desarrollo ambiental y socialmente sostenible, sin que todos los países estén dispuestos a cambiar
su patrón actual de crecimiento y de incorporación del patrimonio natural. En el frente de las
políticas concretas, aunque los países de la región asumieron con entusiasmo los compromisos de la
Cumbre de Rio en 1992, en el transcurso de los años ‘90 fue disminuyendo el ímpetu en su
aplicación. Si bien la región ha vivido un claro cambio institucional y normativo, no se ha
desplegado la visión y el potencial reformador y movilizador de la agenda de sostenibilidad. El
desempeño económico ha sido insuficiente para revertir los rezagos con que la región ya había
llegado a la Cumbre de Rio, y los avances han sido más expresivos en el equilibrio
macroeconómico que en el bienestar social. Desgraciadamente, la región no es ahora más sostenible
social y económicamente que hace 10 años. La situación ambiental tampoco muestra signos claros
de avance, sino todo lo contrario.
La búsqueda de soluciones a los problemas ambientales en escala mundial requiere de nuevas
formas de concertación entre los países de la región, puesto que los países más desarrollados han
demostrado actuar mucho más coordinados en la identificación y defensa de sus intereses. Eso
quedó evidenciado, por ejemplo, en los documentos confidenciales traídos a la luz pública muy
recientemente y que comprueban que ya en Estocolmo el entonces llamado Grupo de Bruselas
(Alemania, Bélgica, EE.UU., Francia, Países Bajos y Reino Unido) trató, entre otras maniobras, de
resistir la creación del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y el
establecimiento de regulaciones ambientales al nivel mundial. Son en verdad reveladoras algunas de
las afirmaciones de esa auténtica asociación de conspiradores tras bambalinas —una instancia no
oficial de toma de decisiones que debe permanecer no oficial y confidencial— (Hammer, 2002). En
una nota preparada por el gobierno de Inglaterra para una reunión secreta del grupo, en diciembre
de 1971 en Ginebra, se sugiere claramente que:
“nuevas y dispendiosas organizaciones internacionales deben ser evitadas, aunque un
reducido pero efectivo mecanismo central de coordinación… no sería bienvenido pero será
probablemente inevitable”
Treinta años después de Estocolmo, un comportamiento semejante quedó evidenciado una
vez más, al menos en los Estados Unidos. De acuerdo con una advertencia difundida por una
organización ambientalista, lobistas financiados con 850 mil dólares de la compañía petrolera Exxon,
enviaron una carta al Presidente Bush solicitando que no asistiera a la Conferencia de Joahnnesburgo y
boicoteara las negociaciones sobre cambios climáticos (Amigos Da Terra, 2002). Como indicaba el
documento de Exxon (www2.exxonmobil.com/files/corporate/public_policy1.pdf):
“Hasta más que la Cumbre de Rio de 1992, la Cumbre de Johannesburgo irá a proveer un
escenario global de ‘mídia’ para muchos de los más irresponsables y destructivos elementos
involucrados en asuntos internacionales críticos sobre economía y medio ambiente. Su presencia
iría apenas ayudar a propagandear y dar credibilidad a las agendas antilibertad, antipueblo,
antiglobalización y antioccidentales.”
Desgraciadamente, los deseos de ese grupo de influyentes empresarios se tornaron realidad.
Según lo que sugerían:
“El tema menos importante entre las cuestiones globales mundiales es el de los cambios
climáticos, y esperamos que sus negociadores mantengan eso afuera de la mesa de negociaciones y
de foco del encuentro... en nuestra opinión el peor desenlace de Johannesburgo sería lo de firmar
cualquier paso rumbo a una Organización Mundial de Medio Ambiente, como sugerido por la
Unión Europea”.
Como es sabido, no se avanzó en lo último, y los Estados Unidos no han ratificado el
Protocolo de Kyoto.
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CEPAL - SERIE Medio ambiente y desarrollo N° 67
Por otro lado, afianzando la defensa de los intereses de todos los Países de América Latina y
el Caribe, se hace igualmente urgente definir una visión de futuro y de viabilidad del desarrollo que
se precisa y se quiere, tanto para los países como para lo que tienen en común como región. Es en
ese contexto que la diversidad regional, biológica, cultural y de conocimiento, podrá jugar un papel
decisivo en el desarrollo sostenible en el nuevo siglo. En el nivel de las estrategias nacionales de
desarrollo, no se puede perder de vista, por último, que la relación entre medio ambiente y
desarrollo, en la región, pasa por el nudo perverso creado por las situaciones de extrema pobreza y
de profundas desigualdades socioeconómicas a que están relegadas las amplias mayorías.
El reto más singular del Nuevo Milenio está puesto precisamente en la calidad del
crecimiento (i.e., el incremento en los niveles de bienestar y reducción de las desigualdades
socioeconómicas), mucho más que en su cantidad (i.e., el incremento puro y simple del producto).
Rubens Ricúpero (2001), Secretario General de la United Nations Conference on Trade and
Development (UNCTAD), ha sido muy afortunado al recordar que:
“La teoría del chorreo, la prioridad en crecer la torta, jamás ha resultado, ni en China ni en
los Estados Unidos. No es suficiente con aumentar la riqueza o expandir y mejorar la educación.
Son indispensables políticas distributivas y políticas correctivas y compensatorias de las injusticias
y desequilibrios del pasado.”
Se han revelado igualmente oportunas las palabras del Secretario General de Naciones
Unidas, Kofi Annan, al escribir, en el prefacio de un libro de la Universidad de Naciones Unidas
sobre las implicaciones del proceso de globalización (Grunberg y Khan, 2000: 19):
“La última década revela cómo millones de seres alrededor del planeta han estado
experimentando la globalización no como un agente del progreso, sino como una fuerza disruptiva
y hasta destructiva, mientras muchos millones más han estado absolutamente excluidos de sus
beneficios…La globalización ha sido vista por muchos como inevitable. Si bien es cierto que su
principal motor sea la tecnología y la expansión e integración de mercados, no es menos correcto
resaltar que la globalización no es una ‘fuerza de la naturaleza’, sino el resultado de procesos
impulsados por seres humanos. Es en ese preciso sentido que corresponde domesticarla para el
servicio de la humanidad. Para ello requiere ser cuidadosamente administrada, nacionalmente, por
países soberanos, e, internacionalmente, a través de la cooperación.”
Lo anterior implica tomar en cuenta los desafíos que la globalización antepone para la
gobernabilidad en todos sus niveles: planetario, regional, nacional y subnacional, porque, entre
otros motivos, tal como indican Grunberg y Khan (2000):
“Los temas globales son hoy por hoy menos y menos la suma total de las interdependencias
que unen países individuales entre sí. Muchas de las dinámicas globales simplemente ignoran
fronteras nacionales. La erosión de los Estados nacionales significa que los gobiernos tienen
menos y menos poder. Y los gobiernos débiles pueden llevar al fin de la gobernabilidad. Muchos
aplauden esa erosión de gobernabilidad —de hecho, la miran como el principal atractivo de la
globalización. Éstos son los verdaderos anarquistas —quizás mucho más anarquistas que los
jóvenes encapuchados que rompieron ventanas durante la reunión de la OMC en Seattle en 1999.”
Por último, pero no por ello menos importante, constituye motivo de alarma la nueva realidad
geopolítica y de seguridad a partir de los acontecimientos del 11 de septiembre del 2001
(Guimarães, 2002). El brutal ataque de que fueron víctima los Estados Unidos llevó a niveles
insospechados de inseguridad en la principal potencia mundial. La respuesta inicial, marcadamente
militar, hace renacer el espectro de una nueva Guerra Fría, lo cual representaría un retroceso en las
relaciones internacionales. Sería desafortunado para los esfuerzos de pavimentar la transición hacia
el desarrollo sostenible si se empezaran a supeditar los desafíos sociales, ambientales e institucionales
del desarrollo a consideraciones exclusivamente geopolíticas (i.e., según los límites e interpretaciones
siempre problemáticas respecto de lo que significan movimientos o acciones terroristas, nacionalistas o
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Tierra de sombras: desafíos de la sustentabilidad y del desarrollo territorial y local ante la globalización corporativa
de legítima protesta u oposición). Esto representaría una evidente marcha atrás al permitir que los
avances logrados en la civilización occidental, y en cierta medida profundizados con la
globalización, se vean ahora amenazados por la lucha antiterrorista, supeditándose, asimismo, los
intereses colectivos de bienestar material y espiritual a los intereses del mercado.
No menos inquietante podría ser la tendencia en otorgar prioridad al interés individual,
económico y estratégico, de los países hegemónicos, relegando a un segundo plano la agenda de
cooperación internacional en materia de erradicación de la pobreza, reducción de las desigualdades
y recuperación de la capacidad de soporte de los ecosistemas planetarios. Como reconoció el Premio
Nobel de Economía Joseph Stiglitz (2001), un mes después del atentado a la Torres Gemelas:
“hay el sentimiento creciente de que quizás nos hemos equivocado al poner demasiado
énfasis en los intereses materiales egoístas, y demasiado poco en los compartidos”
Eso sin mencionar que el propio ataque a la Torres Gemelas puede ser parcialmente debitado
a la desregulación y consecuente privatización de la seguridad de los aeropuertos y de las líneas
aéreas norteamericanas. El riesgo de hacer retroceder la agenda de sostenibilidad es por tanto real,
pero, como sugiere Stiglitz, ojalá se imponga el reconocimiento de que:
“con la globalización viene la interdependencia, y con la interdependencia viene la
necesidad de tomar decisiones colectivas en todas las áreas que nos afectan colectivamente”
Los comentarios introducidos hasta aquí requieren todavía de una reflexión más general
respecto del fundamento ético que cimienta el paradigma de la sustentabilidad. La economía
necesita rescatar su identidad y sus propósitos iniciales, sus raíces como oikonomia, el estudio del
aprovisionamiento del oikos, o del hogar humano, por una feliz coincidencia, la misma raíz
semántica de la ecología. Desgraciadamente, con la aceleración de los tiempos de la modernidad, la
economía ha dejado de estudiar los medios para el bienestar humano, convirtiéndose en un fin en sí
mismo, una ciencia en la cual todo lo que no posea valor monetario, todo respecto del cual no se
pueda establecer un precio, carece de valor.
Esto se está convirtiendo en uno de los fetiches más perniciosos de los tiempos modernos y
muchos de nosotros lo aceptamos sin siquiera esbozar reacción, pese a las advertencias de
economistas de la estatura del Premio Nobel de Economía, Amartya Sen (1986, 1989):
“Se asigna un ordenamiento de preferencias a una persona, y cuando es necesario se supone
que este ordenamiento refleja sus intereses, representa su bienestar, resume su idea de lo que
debiera hacerse y describe sus elecciones... En efecto, el hombre puramente económico es casi un
retrasado mental desde el punto de vista social. La teoría económica se ha ocupado mucho de ese
tonto racional arrellanado en la comodidad de su ordenamiento único de preferencias para todos
los propósitos.” (Sen, 1986:202)
Pese a nuestra ceguera, una ceguera muchas veces interesada —cuando vendemos nuestros
valores y nuestra capacidad crítica a cambio de una cuota extra de consumismo— la realidad
empírica nos demuestra que la acumulación de riqueza, es decir, crecimiento económico, no
constituye y jamás ha constituido un requisito o precondición para el desarrollo de los seres
humanos, puesto que es el uso que una colectividad hace de su riqueza, y no la riqueza misma, el
factor decisivo. Los números nos indican con suficiente claridad qué países con niveles equivalentes
de riqueza económica poseen niveles de bienestar radicalmente distintos. Bastaría con recordar que
las cuatro décadas de la post-guerra revelan el dinamismo más impresionante ya registrado por la
economía mundial y por las economías latinoamericanas, sin que esta acumulación de riqueza haya
significado mucho más que la acumulación de la exclusión, de las desigualdades sociales y del
deterioro ambiental.
De hecho, se ha acrecentado la brecha de equidad en términos globales, con la distancia entre
ricos y pobres saltando de 30 veces en 1960 a 63 veces en 1990, y a 79 veces en 1999, poniendo en
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CEPAL - SERIE Medio ambiente y desarrollo N° 67
tela de juicio las teorías que postulan que el simple proceso de crecimiento puede resolver los
problemas de inequidad y de injusticia social. Si en 1990, los ingresos de nada más que 358 personas
equivalían a los ingresos de 45% de la población mundial, en 1998 ese grupo de privilegiados se había
reducido a tan sólo 283 individuos. Los 3 más ricos del planeta, Bill Gates ocupando el primer
puesto, poseen una riqueza equivalente al PIB de los 43 países más pobres del planeta.
Para ponerlo en términos más humanos, esas cifras indican que si imaginásemos a cada 100
habitantes de una “aldea global” —como corresponde a los que idolatran a la globalización como un
nuevo semi-Dios que nos va a rescatar de todos lo males— éstos estarían distribuidos de la
siguiente forma: 57 asiáticos, 21 europeos, 14 del hemisferio occidental y 8 africanos. El 70% sería
miembro de etnias no-blancas. Seis habitantes concentrarían dos terceras partes de toda la riqueza
del planeta, y todos serían ciudadanos norteamericanos. Ochenta de cada 100 habitarían viviendas
precarias, 70 no sabrían leer, 50 sufrirían de malnutrición y sólo uno habría logrado una educación
universitaria.
Por otro lado, un estudio reciente revela como, además de las desigualdades sociales, se ha
acrecentado enormemente el poder de las empresas transnacionales. Las 51 economías más grandes
del planeta son, en verdad, corporaciones, y las 300 más grandes disponen de activos superiores al
Producto de todos los países del mundo en desarrollo. General Motors, por ejemplo, equivale a la
economía de Dinamarca, IBM a la de Singapur, y Sony a la de Pakistán. Las 200 transnacionales
más grandes, pese a que emplean tan sólo el 0.78% de la mano de obra mundial, responden por el
27% del Producto Mundial (Anderson y Cavanagh, 1999).
No debiera ser necesario una argumentación empírica para justificar la afirmativa de que no
es únicamente el crecimiento o la acumulación de la riqueza que conduce al desarrollo. El propio
acercamiento a ese tema por parte de algunos de los “padres” de la economía neoclásica deja muy
en claro esa postura. Como nos recuerda José Manuel Naredo (1998):
“cuando el término ‘desarrollo sostenible’ está sirviendo para mantener en los países
industrializados la fe en el crecimiento y haciendo las veces de burladero para escapar a la
problemática ecológica y a las connotaciones éticas que tal crecimiento conlleva, no está de más
subrayar el retroceso operado al respecto citando a John Stuart Mill, en sus Principios de
Economía Política (1848) que fueron durante largo tiempo el manual más acreditado en la
enseñanza de los economistas”.
Resulta extremadamente actual el pensamiento de Stuart Mill, curiosamente, enunciado en la
misma fecha en que salía a la luz pública el Manifiesto Comunista de Karl Marx y Friedrich Engels:
“No puedo mirar al estado estacionario del capital y la riqueza con el disgusto que por el
mismo manifiestan los economistas de la vieja escuela. Confirmo que no me gusta el ideal de vida
que defienden aquellos que creen que el estado normal de los seres humanos es una lucha incesante
por avanzar y que aplastar, dar codazos y pisar los talones al que va delante, característicos del
tipo de sociedad actual, e incluso que constituyen el género de vida más deseable para la especie
humana. No veo que haya motivo para congratularse de que personas que son ya más ricas de lo
que nadie necesita ser, hayan doblado sus medios de consumir cosas que producen poco o ningún
placer, excepto como representativos de riqueza. Sin duda es más deseable que las energías de la
humanidad se empleen en esta lucha por la riqueza que en luchas guerreras, hasta que
inteligencias más elevadas consigan educar a las demás para mejores cosas. Mientras las
inteligencias sean groseras necesitan estímulos groseros. Entre tanto debe excusársenos a los que
no aceptamos esta etapa muy primitiva del perfeccionamiento humano como el tipo definitivo del
mismo: el aumento puro y simple de la producción y de la acumulación.”
Es cierto, no tiene sentido intentar refundar una nueva sociedad sobre la base de un
movimiento de expansión de mercados impulsado por el desarrollo tecnológico. El afán del
crecimiento ilimitado, basado en la creencia en el desarrollo tecnológico igualmente ilimitado, lo
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Tierra de sombras: desafíos de la sustentabilidad y del desarrollo territorial y local ante la globalización corporativa
único que produce es la alienación de los seres humanos, convirtiéndolos en robots que buscan sin
cesar la satisfacción de necesidades que a cada día menos relaciones poseen con las necesidades de
supervivencia y de crecimiento espiritual. Pese a que hemos sido llevados a creer ciegamente que
mientras más nos transformemos de ciudadanos en consumidores, más nos acercaremos a la libertad
y a la felicidad, la verdad es que nos tornamos menos humanos en el camino.
Vienen de inmediato a la mente las palabras de Marx, escritas desde una posición ideológica
opuesta a la de Stuart Mill y cuando la internacionalización del capitalismo se encontraba todavía
gateando. Reflexionando sobre la propiedad privada y la distinción entre ser y tener, decía Marx (1975):
“la propiedad privada nos ha vuelto tan estúpidos y parciales que un objeto sólo es nuestro
cuando lo tenemos, cuando existe para nosotros como capital o cuando directamente lo comemos,
lo bebemos, lo usamos, lo habitamos, etc., en resumen lo utilizamos de alguna manera. Así, todos
los sentidos físicos e intelectuales han sido reemplazados por la simple alienación de todos estos
sentidos; cuanto menos seas y cuanto menos expreses tu vida, tanto más tienes y más alienada está
tu vida... todo lo que el economista te quita en la forma de vida y de humanidad, te lo devuelve en
la forma de dinero y riqueza.”
En contraste al ser que tiene pero no es, advirtió Erich Fromm (1978), un siglo más tarde:
“el amor [y la solidaridad] no es algo que se pueda tener, sino un proceso... Puedo amar,
puedo estar enamorado, pero no tengo... nada; de hecho, cuanto menos tenga, más puedo amar”
Contrariamente al precepto máximo del neoliberalismo “consumo, ergo soy”, con su corolario
de “si yo soy consumidor, soy un ciudadano libre”, señalaba Fromm hace más de dos décadas:
“Tener libertad no significa liberarse de todos los principios guías, sino la libertad para
crecer de acuerdo con las leyes de la estructura de la existencia humana; en cambio, la libertad en
el sentido de no tener impedimentos, de verse libre del anhelo de tener cosas y el propio ego, es la
condición para amar y ser productivo.”
Se impone destacar también, empero en una dimensión distinta a la señalada, la realidad de
las relaciones entre seres humanos y naturaleza, tal como éstas se expresan en la modernidad actual.
Tiene razón Clive Lewis (1947:69), cuando afirma que:
“lo que nosotros llamamos de poder del Hombre sobre la Naturaleza es el poder de algunos
hombres sobre otros hombres, utilizando la naturaleza como su instrumento”
Esto implica el reconocimiento de que las situaciones de degradación ambiental revelan nada
más que inequidades de carácter social y político como también distorsiones estructurales de la
economía.
De ser así, las posibles soluciones a la actual crisis de civilización vía el desarrollo
sustentable se las habrá que buscar en el propio sistema social, y no sobre la base de alguna magia
tecnológica o de mercado. Como hubo oportunidad de afirmar en páginas precedentes, conviene
tener siempre presente que en situaciones de extrema pobreza los individuos excluidos de la
sociedad no poseen ningún compromiso para evitar la degradación ambiental, si es que la sociedad
no logra impedir su propio deterioro como seres humanos.
De igual modo, si proyectamos en el largo plazo las realidades de poder entre seres humanos,
con las consecuentes implicaciones para la forma como éstos incorporan la naturaleza, la situación
se perfila aún más delicada. En efecto, tal como las relaciones de poder son sincrónicas, existe
también una asimetría de poder diacrónica, intergeneracional. En otras palabras, cada generación
ejerce poder (la forma como hace uso de la naturaleza) sobre las generaciones subsiguientes;
mientras éstas, al modificar el patrimonio natural heredado, resisten e intentan limitar el poder de
sus antecesores.
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CEPAL - SERIE Medio ambiente y desarrollo N° 67
Este proceso, repetido hacia el infinito termina por llevar no a más poder sobre el mundo
natural, sino que todo lo contrario, a más precariedad de la sociedad humana. Cuanto más posterior
es una generación, y, por definición, cuanto más ésta vive en un tiempo cada vez más cercano a la
extinción de las especies (al acercarse al infinito), menor será su poder sobre la naturaleza, es decir,
su capacidad de ejercer poder sobre otros seres humanos.
Como concluye en forma brillante Lewis (1947), (en una época en que la sustentabilidad
todavía no estaba de moda...):
“la naturaleza humana será la última parte de la Naturaleza a rendirse al hombre... y los
sometidos a su poder ya no serán hombres: serán artefactos. La conquista última del Hombre será
de hecho la abolición del hombre...”
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Stiglitz, Joseph (2001), “Cambiar las Prioridades”, El País, 11 de octubre, versión electrónica
http://www.jubilee2000uk.org/analysis/articles/Cambiar_las _prioridades.htm.
(2002), “El Malestar en la Globalización”, Editorial Alfaguara, Buenos Aires.
Taylor, Peter J. (1997), “Modernities and Movements: Antisytemic Reactions to World Hegemony”,
REVIEW: A Journal of the Fernand Braudel Center, N° 1, invierno, pp. 1-17.
Toledo, Víctor (1999), “Consensos Naturo-Sociales: Una Evaluación de las Nuevas Construcciones del
Territorio y de las Regiones”, Comité Técnico Interagencial del Foro de Ministros de Medio ambiente de
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Tomadoni, Claudia (1997), Investigadora del Programa Geográfico (PROGEO) de la Universidad Nacional
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Wilson, John O. (1992), “Socio-Economic Justice”, (Paul Ekins y Manfred Max-Neef, eds.), Real-Life
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CEPAL - SERIE Medio ambiente y desarrollo N° 67
Serie
medio ambiente y desarrollo
Números Publicados
1. Las reformas del sector energético en América Latina y el Caribe (LC/L.1020), abril de 1997. E-mail:
[email protected] - [email protected]
2. Private participation in the provision of water services. Alternative means for private participation in the
provision of water services (LC/L.1024), May, 1997. E-mail: [email protected]
3. Management procedures for sustainable development (applicable to municipalities, micro region and river
basins) (LC/L.1053), August, 1997. E-mail: [email protected], [email protected]
4. El Acuerdo de las Naciones Unidas sobre pesca en alta mar: una perspectiva regional a dos años de su firma
(LC/L.1069), septiembre de 1997. E-mail: [email protected]
5. Litigios pesqueros en América Latina (LC/L.1094), febrero de 1998. E-mail: [email protected]
6. Prices, property and markets in water allocation (LC/L1097), February, 1998. E-mail: [email protected] -
[email protected]
Los precios, la propiedad y los mercados en la asignación del agua (LC/L.1097), octubre de 1998. E-mail:
[email protected] - [email protected]
7. Sustainable development of human settlements: Achievements and challenges in housing and urban policy in
Latin America and the Caribbean (LC/L.1106), March 1998. E-mail: [email protected] www
Desarrollo sustentable de los asentamientos humanos: Logros y desafíos de las políticas habitacionales y
urbanas de América Latina y el Caribe (LC/L.1106), octubre de 1998. [email protected] www
8. Hacia un cambio de los patrones de producción: Segunda Reunión Regional para la Aplicación del Convenio
de Basilea en América Latina y el Caribe (LC/L.1116 y LC/L.1116 Add/1) vols. I y II, en edición. E-mail:
[email protected] - [email protected]
9. La industria del gas natural y las modalidades de regulación en América Latina, Proyecto CEPAL/Comisión
Europea “Promoción del uso eficiente de la energía en América Latina” (LC/L.1121), abril de 1998. E-mail
[email protected] www
10. Guía para la formulación de los marcos regulatorios, Proyecto CEPAL/Comisión Europea “Promoción del uso
eficiente de la energía en América Latina” (LC/L.1142), agosto de 1998. E-mail: [email protected] www
11. Panorama minero de América Latina: la inversión en la década de los noventa, Proyecto CEPAL/Comisión
Europea “Promoción del uso eficiente de la energía en América Latina” (LC/L.1148), octubre de 1998. E-mail:
[email protected] www
12. Las reformas energéticas y el uso eficiente de la energía en el Perú, Proyecto CEPAL/Comisión Europea
“Promoción del uso eficiente de la energía en América Latina” (LC/L.1159), noviembre de 1998. E-mail:
[email protected] www
13. Financiamiento y regulación de las fuentes de energía nuevas y renovables: el caso de la geotermia
(LC/L.1162) diciembre de 1998. E-mail: [email protected] www
14. Las debilidades del marco regulatorio eléctrico en materia de los derechos del consumidor. Identificación de
problemas y recomendaciones de política, Proyecto CEPAL/Comisión Europea “Promoción del uso eficiente
de la energía en América Latina” (LC/L.1164), enero de 1999. E-mail: [email protected] www
15. Primer Diálogo Europa-América Latina para la Promoción del Uso Eficiente de la Energía, Proyecto
CEPAL/Comisión Europea “Promoción del uso eficiente de la energía en América Latina” (LC/L.1187), marzo
de 1999. E-mail: [email protected] www
16. Lineamientos para la regulación del uso eficiente de la energía en Argentina, Proyecto CEPAL/Comisión
Europea “Promoción del uso eficiente de la energía en América Latina” (LC/L.1189), marzo de 1999. E-mail:
[email protected] www
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Tierra de sombras: desafíos de la sustentabilidad y del desarrollo territorial y local ante la globalización corporativa
17. Marco legal e institucional para promover el uso eficiente de la energía en Venezuela, Proyecto
CEPAL/Comisión Europea “Promoción del uso eficiente de la energía en América Latina” (LC/L.1202), abril
de 1999. E-mail: [email protected] www
18. Políticas e instituciones para el desarrollo sostenible en América Latina y el Caribe, José Antonio Ocampo
(LC/L.1260-P), Nº de venta: S.99.II.G.37 (US$10.00), septiembre de 1999. E-mail: [email protected] www
19. Impactos ambientales de los cambios en la estructura exportadora en nueve países de América Latina y el
Caribe: 1980-1995, Marianne Schaper (LC/L.1241/Rev.1-P), Nº de venta: S.99.II.G.44 (US$10.00), octubre de
2000. E-mail: [email protected] www
20. Marcos regulatorios e institucionales ambientales de América Latina y el Caribe en el contexto del proceso de
reformas macroeconómicas: 1980-1990, Guillermo Acuña (LC/L.1311-P), Nº de venta: S.99.II.G.26
(US$10.00), diciembre de 1999. E-mail: [email protected] www
21. Consensos urbanos. Aportes del Plan de Acción Regional de América Latina y el Caribe sobre Asentamientos
Humanos, Joan MacDonald y Daniela Simioni (LC/L.1330-P), Nº de venta: S.00.II.G.38 (US$10.00),
diciembre de 1999. E-mail: [email protected] www
Urban consensus. Contributions from the Latin America and the Caribbean Regional Plan of Action on Human
Settlements, Joan MacDonald y Daniela Simioni (LC/L.1330-P), Sales Nº: E.00.II.G.38 (US$10.00), June
2000. E-mail: [email protected] www
22. Contaminación industrial en los países latinoamericanos pre y post reformas económicas, Claudia Schatan
(LC/L.1331-P), Nº de venta: S.00.II.G.46 (US$10.00), diciembre de 1999. E-mail: [email protected] www
23. Trade liberation and industrial pollution in Brazil, Claudio Ferraz and Carlos E.F. Young (LC/L.1332-P), Sales
Nº: E.00.II.G.47 (US$10.00), December, 1999. E-mail: [email protected] www
24. Reformas estructurales y composición de las emisiones contaminantes industriales. Resultados para México,
Fidel Aroche Reyes (LC/L.1333-P), Nº de venta: S.00.II.G.42 (US$10.00), mayo de 2000. E-mail:
[email protected] www
25. El impacto del programa de estabilización y las reformas estructurales sobre el desempeño ambiental de la
minería de cobre en el Perú: 1990-1997, Alberto Pascó-Font (LC/L.1334-P), Nº de venta: S.00.II.G.43,
(US$10.00), mayo de 2000. E-mail: [email protected] www
26. Servicios urbanos y equidad en América Latina. Un panorama con base en algunos casos, Pedro Pírez
(LC/L.1320-P), Nº de venta: S.00.II.G.95, (US$10.00), septiembre de 2000. E-mail: [email protected] www
27. Pobreza en América Latina: Nuevos escenarios y desafíos de políticas para el hábitat urbano, Camilo Arraigada
(LC/L.1429-P), Nº de venta: S.00.II.G.107, (US$10.00), octubre de 2000. E-mail: [email protected] www
28. Informalidad y segregación urbana en América Latina. Una aproximación, Nora Clichevsky (LC/L.1430-P), Nº
de venta: S.99.II.G.109, (US$10.00), octubre de 2000. E-mail: [email protected] www
29. Lugares o flujos centrales: los centros históricos urbanos, Fernando Carrión (LC/L.1465-P), Nº de venta:
S.01.II.G.6, (US$10.00), diciembre de 2000. E-mail: [email protected] www
30. Indicadores de gestión urbana. Los observatorios urbano-territoriales para el desarrollo sostenible. Manizales,
Colombia, Luz Stella Velásquez (LC/L.1483-P), Nº de venta: S.01.II.G.24, (US$10.00), enero de 2001. E-mail:
[email protected] www
31. Aplicación de instrumentos económicos en la gestión ambiental en América Latina y el Caribe: desafíos y
factores condicionantes, Jean Acquatella (LC/L.1488-P), Nº de venta: S.01.II.G.28, (US$10.00), enero de
2001. E-mail: [email protected] www
32. Contaminación atmosférica y conciencia ciudadana. El caso de la ciudad de Santiago, Cecilia Dooner,
Constanza Parra y Cecilia Montero (LC/L.1532-P), Nº de venta: S.01.II.G.77, (US$10.00), abril de 2001. E-
mail: [email protected] www
33. Gestión urbana: plan de descentralización del municipio de Quilmes, Buenos Aires, Argentina, Eduardo Reese
(LC/L.1533-P), Nº de venta: S.01.II.G.78, (US$10.00), abril de 2001. E-mail: [email protected] www
34. Gestión urbana y gobierno de áreas metropolitanas, Alfredo Rodríguez y Enrique Oviedo (LC/L.1534-P), Nº
de venta: S.01.II.G.79, (US$10.00), mayo de 2001. E-mail: [email protected] www
35. Gestión urbana: recuperación del centro de San Salvador, El Salvador. Proyecto Calle Arce, Jaime Barba y
Alma Córdoba (LC/L.1537-P), Nº de venta: S.01.II.G.81, (US$10.00), mayo de 2001. E-mail:
[email protected] www
36. Consçiêcia dos cidadãos o poluição atmosférica na região metropolitana de São Paulo – RMSP, Pedro Roberto
Jacobi y Laura Valente de Macedo (LC/L.1543-P), Nº de venta: S.01.II.G.84, (US$10.00), mayo de 2001. E-
mail: [email protected] www
37. Environmental values, valuation methods, and natural damage assessment, Cesare Dosi (LC/L.1552-P), Sales
Nº: E.01.II.G.93, (US$10.00), June 2001. E-mail: [email protected] www
38. Fundamentos económicos de mecanismos de flexibilidad para la reducción internacional de emisiones en el
marco de la Convención de cambio Climático (UNFCCC), Jean Acquatella (LC/L.1556-P), Nº de venta:
S.01.II.G.101, (US$10.00), julio de 2001. E-mail: [email protected] www
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CEPAL - SERIE Medio ambiente y desarrollo N° 67
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Tierra de sombras: desafíos de la sustentabilidad y del desarrollo territorial y local ante la globalización corporativa
61. Identificación de áreas de oportunidad en el sector ambiental dirigido a las micro y pequeñas empresas: el caso
mexicano, Lilia Domínguez Villalobos (LC/L.1792-P), N˚ de venta: S.02.II.G.106 (US$ 10.00), mayo de 2003.
E-mail: [email protected] www
62. Gestión municipal para la superación de la pobreza: estrategias e instrumentos de intervención en el ámbito del
empleo, a partir de la experiencia chilena, Daniel González Vukusich (LC/L.1802-P), N˚ de venta:
S.02.II.G.115 (US$ 10.00), abril de 2003. E-mail: [email protected] www
63. A systems approach to sustainability and sustainable development, Gilberto Gallopín (LC/L.1864-P), Sales N˚:
E.03.II.G.35 (US$ 10.00), March, 2003. E-mail: [email protected] www
Necesidades de bienes y servicios para el mejoramiento ambiental de las PYME en Chile. Identificación de
factores críticos y diagnóstico del sector, José Leal (LC/L.1851-P), N˚ de venta: S.03.II.G.15 (US$ 10.00),
marzo de 2003. E-mail: [email protected] www
64. Sostenibilidad y desarrollo sostenible: un enfoque sistémico, Gilberto Gallopín (LC/L.1864-P), N˚: de venta:
S.03.II.G.35 (US$ 10.00), mayo de 2003. E-mail: [email protected] www
65. Necesidades de bienes y servicios ambientales de las pyme en Colombia: identificación y diagnóstico, Bart van
Hoof (LC/L. 1940-P), N˚ de venta: S.03.II.G.98 (US$ 10.00), agosto, 2003. E-mail: [email protected] www
66. Gestión urbana para el desarrollo sostenible de ciudades intermedias en el departamento de La Paz, Bolivia,
Edgar Benavides, Nelson Manzano y Nelson Mendoza (LC/L.1790-P), N˚ de venta: S.02.II.G.104
(US$ 10.00), septiembre de 2003. E-mail: [email protected] www
67. Tierra de sombras: desafíos de la sustentabilidad y del desarrollo territorial y local ante la globalización
corporativa, Roberto P. Guimarães, (LC/L.1965-P), N˚ de venta: S.03.II.G.124 (US$ 10.00), septiembre de 2003.
E-mail: [email protected] www
• El lector interesado en adquirir números anteriores de esta serie puede solicitarlos dirigiendo su correspondencia a la Unidad de
Distribución, CEPAL, Casilla 179-D, Santiago, Chile, Fax (562) 210 2069, correo electrónico, [email protected].
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www Disponible también en Internet: http://www.eclac.cl
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Dirección:.................................................................................................................................
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