EL CIRCO NUNCA MUERE - Gabriel Báñez

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EL CIRCO NUNCA MUERE

Copyright Gabriel Báñez

Editado en Argentina por Almagesto Ediciones


Editado en Francia por Alfil Editions, París (traduc. Erich Fisbach)

Primer Premio de Calidad en el Concurso Internacional “Juan Rulfo”,


París

“Pienso en la muerte y pienso en el


cielo porque cada vez que pienso
en la muerte pienso también en las
estrellas”
(Emmanuel Bove)

Mc Cornick tomó el violín, contempló sin asombro el cuerpo malva


de la muchacha, y dejó que la melodía llenara las pausas de una
conversación siempre igual, anegada por los días y la rutina. Era junio y
llovía.
El olor rancio del aserrín se había estancado junto a la casilla
rodante y del sobretecho de entrada se escurría un rumor de agua y
viento.
-En junio siempre llueve –dijo Mc Cornick apoyando el arco.
La muchacha estaba desnuda y rendida. Miraba el estampado azul
de las paredes sin ninguna ilusión. Era muy joven, rubia y de cabellos
lacios. Entre sus pechos espléndidos llevaba una medallita con la
estrella de David fundida en oro puro. Mc Cornick la miraba con
hidalguía. El mal tiempo arreciaba.
-Va a seguir lloviendo –insistió él.
-Hasta que cambie la luna –dijo ella.
Mc Cornick pensó entonces que hacía rato que no miraba el cielo
estrellado. Conocía la humedad celeste de las madrugadas, pero había
olvidado las noches. Todavía guardaba la costumbre de las funciones
con el cielo de lona sobre la cabeza. Últimamente los sueños le decían
que se iría a desfondar.
-Dame un beso –pidió ella.
El viejo se incorporó, apoyó el violín contra la puerta de la casilla,
y se agachó junto a la muchacha. Ella sintió que sus pechos se llenaban
de respiración. Acunó la cabeza del viejo y se quedó absorta. El aliento
de Mc Cornick se hizo trepidante.
Habían llegado al circo hacía poco más de cuatro años, bastante
antes de que las funciones desfallecieran y de que su antiguo dueño
decretara el fin de la vida errática. No clausuró ni levantó el espectáculo:
escogió un descampado del pueblo y dijo “ahí nos quedamos”. Desde
ese entonces el circo empezó a languidecer en la inmovilidad más
absoluta. Cuando se agotó el asombro y en el pueblo no quedaron más
espectadores, comenzó el éxodo. Primero fue el alambrista y luego le
siguieron los contratados y por fin la compañía entera. Fue una agonía
demorada que sólo culminó con el desmantelamiento casi total de las
instalaciones. Quedaron únicamente Mc Cornick, la muchacha y ese
dueño convaleciente que se negaba a abandonar la nave. Antes de morir,
como en un gesto de lucidez y magia, dijo: “toque para mí”. Mc Cornick
entonces tocó y el hombre se fue con música de este mundo. Murió con
una sonrisa idílica en medio de los restos de su circo y de esos dos
sobrevivientes que lo miraban sin comprender, entre consternados y
vacilantes por el destino blanco que de ahí en más empezaba.
Todo lo que tenían era una casilla rodante sin tracción, una carpa
muy chica y remendada donde se fermentaban bolsas y bolsas de
aserrín, tres valijas, algunos trastos de cocina y el recuerdo circular de la
pista con aplausos. En ese entonces ella tenía 19 años y él 70, uno
menos de los que tenían ahora, y hacían sus actuaciones
esporádicamente, cuando el circo llegaba o para las funciones de
despedida. El viejo tocaba, cuatro perritos bailaban torpemente, y ella
aparecía llevándose los aplausos y las correas. Ahora estaban solos.
Desde la muerte del dueño que no hacían otra cosa que mirarse
desnudos por las tardes y asistir a la indiferencia del pueblo.
Ella le acarició los cabellos blancos y le dijo:
-Te quiero mucho.
-Todas las noches sueño con que la carpa se viene abajo –dijo él
mirando el techo de metal de la casilla.
La muchacha se ovilló contra su cuerpo y el viejo sintió su olor
joven.
-Es porque te estás poniendo viejo.
El viejo rió:
-Ahora nos dicen gerontes.
-¿Quién?
-Los médicos.
Ella sonrió y lo apretó con una ternura infinita. Afuera el agua se
arrachaba contra los vidrios y producía un sonido cóncavo. El viejo
pensó en los aplausos.
-Hay que traer más aserrín –dijo la muchacha mirando el brasero y
el rostro ausente del anciano.
-Está húmedo.
-No importa.
Mc Cornik le dio un beso en la frente y se levantó a frotar con la
palma uno de los vidrios empañados. Ella se estiró contra la cucheta y se
cubrió con una manta; después bostezó largamente.
El viejo miró la belleza inclemente de la muchacha y se dijo que
era el hombre más feliz del mundo.
Afuera una cortina de agua impedía ver el monte y los campos.
Antes de que el circo se detuviera, mucho antes, solía imaginar que esos
pueblos polvorientos y escarchados de La Pampa no eran más que
pueblos fantasmas, con habitantes sin alma y mujeres estériles. Ahora
encontraba que esa miseria era una razón deslumbrante. Habían vendido
los cuatro perros y todavía tenían la cartera amarilla del finado con los
ahorros de las últimas boleterías; el resto, desde las sillas hasta las
secciones de la lona mayor y la más insignificante de las herramientas,
se había ido en la indemnización del personal.
La muchacha se quejó con un cansancio profundo:
-¿Estás ahí todavía?
-Sí.
Después murmuró algo y se cubrió totalmente. Mc Cornick buscó
el capote y luego retiró con sumo cuidado el violín de la puerta. Salió a la
lluvia con una entereza de adolescente. Cuando regresó, ella ya dormía
profundamente. Dejó la bolsa junto al brasero, removió las cenizas y
volvió a la ventana con una expresión remota. El olor rancio del aserrín
se le hizo insoportable. Entreabrió entonces la traba del ventiluz y se
puso a respirar de la tormenta. Recordó que a poco de llegar al circo
alguien le había dicho que trabajar en una compañía era como vivir en
una cárcel ambulante. Al principio no lo entendió, pero luego, cuando
descubrió que el cielo se encapotaba por las noches, se dijo que era
cierto. Ahora era distinto: ya no estaba la condena trashumante de la
ilusión y ella seguía a su lado, dormitando tras los vidrios inmóviles de la
casilla y sin ninguna perspectiva de futuro. Era insensato, pero era así.
Como cuando los chicos reían al borde de la pista. Porque sí. En ese
abismo de magia inalterada ella era una sonrisa y un desborde para la
edad del viejo. Cuando llegó al circo, él notó que ambos tenían los
mismos ojos azules. Se conocieron por los ojos. Después le preguntaría
si sabía hacer algo y ella diría “nada, nada de nada”. Ese fue un
momento inaugural en sus vidas.
Se quedó un buen rato absorto en la lluvia y después preparó
mate. Era un viejo hermoso, delgado y con esa claridad irlandesa que en
algunos despierta en la vejez. Mantenía el pudor en las facciones y se
afeitaba muy de mañana, con tanta meticulosidad que parecía un
restaurador.
La muchacha volvió a quejarse entre las sábanas. Él la despertó:
-Tomá –dijo alcanzándole el mate.
Ella se restregó los ojos:
-¿Está con azúcar?
-Sí.
-¿Llueve todavía?
-Sí.
La muchacha chupó la bombilla:
-¿Dormí mucho?
-Algo.
-¿Qué hora será?
-Serán como las diez o las doce, más o menos.
Le alcanzó el mate y ella se recogió el pelo con una hebilla. Parecía
más bella aún. En el pueblo creían que era la nieta. Habían llegado a esa
sencilla convicción por los ojos también. Cuando salían de compras al
pueblo la muchacha se burlaba diciéndole “nono”. Se amaban con esas
maneras, no se desmentían.
Mc Cornick volvió a cebar, pero rebasó y restos de yerba fueron a
la manta. Ella rió:
-Estás con el parkinson…
El viejo entonces se incorporó teatralmente y golpeándose el
pecho, gritó con un grito de Tarzán.
Ella lo miró con amor.
-Somos tan cursis.
El viejo se detuvo. Miró las paredes azules de la casilla y agregó:
-Sueño que la carpa se viene abajo, palabra. Y que no estás…
La muchacha le tapó la boca y lo llenó de besos. El rumor metálico
del agua producía ahora un ruido atronador.
-Nunca te voy a dejar –aseguró ella.
Se cubrió con la manta y se aferró a las muñecas de Mc Cornik. Le
sintió la piel tibia y transparente. Antes de volver a dormirse tuvo la
bíblica y serena impresión de que la casilla era como el arca de Noé.
A la mañana siguiente dejó de llover. La tierra supuraba un olor
marrón y el viejo, como todos los días, colgó el espejito en el parante de
la carpa de campaña donde guardaban el aserrín. Mientras se afeitaba
pensó que no sabía gran cosa de la muchacha. Apenas que era judía,
que se llamaba Daniela, y que había escapado de “un montón de lazos,
prejuicios y culturas familiares”.
Cuando terminó de afeitarse recogió de un pliegue del sobretecho
un poco de agua acumulada y se frotó la cara. Las palanganas estaban
llenas, por dos o tres días no tendrían que bajar al pueblo. Después se
quitó el barro de los zapatos y entró a la casilla. Ella dormía. Sacó el
brasero sin hacer ruido, lo limpió, y preparó el fuego para otro mate. El
aire todavía estaba húmedo y del monte se levantaba una neblina de
cementerio. “Van a salir hongos”, pensó el viejo.
Antes de dar con el circo, Mc Cornick reparaba relojes. Dejó el
oficio y la ciudad por el hastío de esos mecanismos inútiles y confiando
en que sus últimos años de vida los consagraría a la aventura de no
repetirse. No tenía familia. El violín y sus cuatro perros fueron su única
distracción mientras tuvo el taller de relojería. Luego llegaron los
mecanismos electrónicos, los digitales con batería, música y memoria, y
la orfebrería de sus dedos quedó sepultada por el progreso. Sin rencor ni
espanto llegó a la conclusión de que esos nuevos relojes sin manecillas
lo dejaban, a él también, sin brazos. Cerró entonces el local, remató las
vitrinas y herramientas y salió al país a ver qué cosa era la vida. Anduvo
de pueblo en pueblo hasta que dio con esa forma rampante y triste que
era el circo. Una mañana se presentó en la boletería, pidió hablar con el
dueño, y cuando éste se agachó para acariciar los perros, Mc Cornick,
sin demasiada estridencia, sacó su melodía de siempre, ese zal anónimo
y brutal que hacía que los animales se encantaran según lo convenido:
en círculos, en sentido opuesto a las agujas del reloj, hasta girar y
detenerse en dos patas. Su único número. Eso fue una mañana de
setiembre y cuando concluyó la rutina, el hombre dijo: “quédese con
nosotros con derecho de pista”. Mc Cornick aceptó, más aterrado que
deslumbrado, y de ahí en adelante pasó al nombre vespertino de “Mac el
Maravilloso”. Durante tres meses trabajó a prueba en la matinée, que era
lo que duraba el derecho de pista, y al cuarto pasó a hacer números en la
última noche. Los sábados y domingos salía con un traje de lentejuelas
prestado; el resto de la semana con una camisola blanca y botas de
montar. Cuando la muchacha se unió a la compañía, Mc Cornick ya había
perfeccionado la rutina y los cuatro perros tenían capa de luces.
Golpeó la calabaza del mate, respiró hondo el aire de la mañana, y
pensó en la muchacha. Era extraño, casi absurdo: había iniciado una
relación a los setenta, cuando la vida torna a convertirse en una agonía
demorada de movimientos y tenedores, cuando los recuerdos se
acomodan sobre las repisas y empieza, más o menos, el espasmo y la
tos en los objetos. Hasta ese entonces había tendido un biombo de
pudor con las mujeres. O de temor. El caso es que toda su existencia de
setenta años, hasta dar con los ojos de esa chica, estuvo signada por el
delirio escrupuloso de aventuras imaginadas. En realidad, nunca había
dejado de ser previsible frente a una mujer. En el abismo del deseo,
había sido siempre un hipócrita consigo mismo: reacciones, gestos,
respuestas soñadas pero nunca una iniciativa.
Volvió a golpear la calabaza del mate como para despertar de un sueño.
Recordó la luz del circo, el trapecio, las sogas y las cuatro vueltas a la
pista.
Se hizo entonces la ilusión de que esos ojos de red consiguieron
lo que siempre había deseado: ser feliz. Sonrió. Era tan cursi.
Cuando Daniela despertó el mate estaba lavado. Mc Cornick se
había ido al monte a buscar hongos. Desde la casilla podía verse la
figura desierta y flaca del viejo. El sol estaba en los eucaliptos. Era una
mañana tibia, con los últimos vapores de la tierra yéndose hacia el oeste.
Daniela se desperezó y gritó: la figura hizo un saludo a lo lejos. Luego la
muchacha fue hasta las ollas y se lavó el pelo con el agua de lluvia. El
viejo le decía que tenía una figura de publicidad. Pero ella hacía como
dos años que no miraba televisión. Sin embargo, las únicas imágenes del
pasado que tenían algún valor estaban relacionadas con su familia. La
odiaba, a su madre sobre todo. Pero sentía que seguía dependiendo de
ella. Muchas noches se sentaban a ver caer las estrellas y ella sacaba el
tema de su familia. Mc Cornick la escuchaba, pero no decía nada. A él le
gustaba su aire tendencioso, sensual. A veces le murmuraba que era la
inspiración de su vejez. Pero ella no entendía o no quería entender.
Cuando el viejo regresó pusieron los hongos sobre una mesa
plegable y los contaron:
-Treinta y tres –dijo satisfecho.
Después los hirvieron. Pero antes de retirarlos el viejo hizo lo que
siempre hacía: limpió un clavo sin óxido, lo sumergió en el agua, esperó
unos minutos, y comprobó si no se ponía súbitamente negro:
-Están buenos –dijo alzando el clavo.
-De algo hay que morir –bromeó ella.
Por la tarde sintieron un rumor de tormenta en los intestinos, con
fiebre y espasmos de un frío que a él le pareció azul. Creyó que se le
calcinaban los testículos y en medio de su delirio sintió tener piedras.
Daniela, en cambio, murió. Pero murió muy dócilmente, con una
sensación de frío que apenas se le manifestó en los oídos: lo último que
oyó fue que tenía nieve en los tímpanos. Un aluvión lento que terminó
por cubrirla totalmente.
A la madrugada, después de los vómitos, el viejo se acurrucó junto
al cuerpo tieso de la muchacha y se durmió buscando calor.
Despertó tiritando. Cubrió a Daniela con una manta y se puso a
preparar mate. No recordaba gran cosa, pero el aserrín y el rescoldo del
brasero le devolvieron la sensación calcinada en los testículos. Se palpó
y tuvo una mueca de alivio: estaban intactos. Luego se puso junto al
catre. Estaba mareado y febril:
-Fueron los hongos –le dijo- fueron esos hongos de mierda.
Notó que la muchacha le asentía con la cabeza y la dejó dormir.
Antes le acarició el pelo, más brillante que nunca y súbitamente crecido.
-Vas a tener que cortártelo –murmuró.
La humedad de las últimas lluvias había desafinado el violín.
Mientras esperaba el silbido de la pava se puso a tensar las cuerdas,
sentado al borde de la casilla. La mañana era luminosa y diáfana. El aire
tenía el olor del estiércol de los campos, recién abonados. Cerró
entonces la puerta y se puso a probar con ímpetu algunas notas. Luego
se afeitó, tomó mate, y con el resto del agua dejó que hirviera y preparó
caldo de arroz.
-Es para la descompostura –le dijo al tiempo que la acomodaba
entre dos almohadones.
La muchacha mantenía una rigidez espectral.
Con los párpados cerrados y los brazos en cruz por encima de la
manta, parecía una visión intacta del pasado. Raro, pero mantenía el
mismo gesto que durante las funciones: se inclinaba levemente,
entornaba los párpados y ponía los brazos cruzados para agradecer los
aplausos.
-Tuve la culpa, yo tuve la culpa –dijo el viejo.
En seguida le aferró la mandíbula y le abrió la boca, tirándole la
cabeza hacia atrás. Le vació entonces una cucharada de caldo. El vapor
comenzó a escapársele de entre las comisuras y dos hilitos tibios
bajaron hasta los pómulos. Mc Cornik la miró: era como un cráter en
erupción. Cuando completó el tazón la volvió a acostar y la arropó con
cuidado. Sobre la manta, a la altura de los pies, colocó el capote para la
lluvia y encima de éste un almohadón:
-Tratá de dormir –susurró.
Estaba horizontal y eterna, con una mueca estéril en los labios. El
viejo ya se apartaba cuando un rumor de esclusa y bajo vientre salió de
las sábanas. Se volteó y destapó el cuerpo desnudo:
-No es nada –dijo.
La limpió con agua tibia y cambió las sábanas, volteándola a un
lado y al otro. El fondo del catre lo cubrió con lonas de la carpa mayor,
los últimos parches que quedaban. Por último, la acurrucó.
Antes de volver a taparla contempló la malva desnudez de los
muslos y se sintió feliz. La perfumó y tuvo la serena impresión de que le
pertenecía más que nunca. “Todo está igual”, pensó.
Al mediodía, antes de marcharse al pueblo, la remeció y le dijo
palabras de amor al oído. Se despidió con un beso en la frente y buscó
en la cartera amarilla unos pocos pesos y el viejo reloj de plata, grande y
con leontina. Jamás lo consultaba, lo mantenía como recuerdo de la
profesión. Lo puso en hora mirando el sol y luego le dio cuerda. Inclinó
la cabeza del cadáver y se lo echó al cuello:
-Atrasa –dijo.
En el silencio de la casilla el pecho de la muchacha despedía un
sonido acompasado y firme. Camino al pueblo, repasó mentalmente las
compras. Era un cuarto de legua escasa de una huella desprolija y
estrecha. Mc Cornick siempre encontraba pensamiento nuevos en esa
marcha vacía. En realidad era lo único que encontraba, porque a la aridez
del paisaje había que sumarle la ausencia de molinos y alambrados. El
monte próximo a la casilla era lo único cierto; después, hasta los
primeros caseríos, nada. Había escuchado decir que toda la zona estaba
surcada por napas de agua salada, y estando tan lejos del mar le parecía
increíble. Más increíble que la decisión del viejo de instalar su circo allí.
Aunque era un buen lugar para una agonía. Se preguntó si junto al mar
saldría agua dulce y siguió caminando. Estaba liviano y tranquilo.
En la farmacia compró ajenjo molido, formol y tinturas. Era un
local húmedo que todavía conservaba la publicidad del viejo Geniol,
enmarcada con cartulina amarilla a la pared y por encima de la balanza
de pie. Don Linera era también un hombre antiguo, con ideas arcaicas y
tachuelas y clavos en la cabeza. Siempre estaba atento y desconfiado.
Mc Cornick no se sorprendió cuando el farmacéutico, como al descuido,
le preguntó por la nieta.
-Quedó en cama. El ajenjo es para ella –contestó.
Linera hizo un gesto indolente:
-Creí que se habían ido.
-No todavía –replicó el viejo.
-Si es para el estómago esto le va a ir muy bien –dedujo el
farmacéutico mientras terminaba de envolver los frascos.
-Claro –repuso el viejo. Y extendió un billete de mil.
Linera dio una vuelta completa a la manivela de la registradora y el
campanilleo metálico quedó flotando en el aire.
-En el pueblo va a haber censo –dijo de pronto el farmacéutico.
Mc Cornick tomó el cambio y miró los ojos sin brillo del hombre:
-Mejor –dijo. Y se marchó.
El pueblo era un caserío recto y simétrico, con una plaza principal
inútil pero prolija y calles de polvo que había que aplacar cada dos días.
Para eso estaba el camión de la acaroína de la delegación municipal y el
encargado del club de fomento. En las veredas de las casas había
bancos de plaza, todos idénticos, y acacias al frente que siempre se
podaban igual: como globos terráqueos. Bordeando el río de polvo de la
calle principal estaban los palenques de troncos, encalados y rectos. La
lluvia última había lavado el olor resinoso de la acaroína. Un resquemor
asaltaba a Mc Cornick cada vez que bajaba al pueblo, conversar con esa
gente era como volver a los clientes y a los relojes.
Caminó resueltamente hacia la tienda y compró hilo chanchero y
agujas de colchonero.
-Para los remiendos de la lona –dijo sin soberbia. Sabía que cada
compra debía justificarse y estaba acostumbrado. El tendero era un
rumano opaco y cansino. Su único problema era que el ferrocarril del
Provincial ya no pasaba más por esas tierras. Mc Cornick le mostró el
paquete de la farmacia, y continuó: -el formol es para las polillas, me
están comiendo todo.
El tendero lo miró sin fervor:
-Si no vuelve el tren a nosotros también nos van a comer las
polillas.
Tenía un rostro de cartón y un cuerpo de utilería. A Mc Cornick le
disgustaba el olor a género que le salía de la boca y le hablaba dándole
la espalda.
-Pero si hacen el censo es por algo –dijo.
-Es lo mismo –dijo el tendero-, somos pocos y nos conocemos
mucho.
Mc Cornick sintió que esas palabras lo desalojaban. Era una
especie de intruso apacible en el pueblo y lo sabía. Antes de marcharse,
el hombre le mandó saludos para la nieta.
-Serán dados –dijo. Y se fue.
De regreso, abrió y ventiló la casilla. El sol de la tarde había
embotado el aire y en el rostro desencajado de la muchacha se notaban
los primeros signos de descomposición. Mc Cornick hizo entonces lo
que siempre hacía: destapó el cuerpo, tocó para ella su melodía triste de
todas las tardes, y finalmente se desnudó el también para quedarse a su
lado. La contempló con esmero.
-Te voy a hacer el amor –dijo de pronto.
Y como ella mantenía el embeleso ausente de la muerte, él la
penetró. Primero con una suave inconsciencia y luego
acompasadamente, al ritmo de ese zal que el oído le marcaba. El pecho
rítmico de la muchacha terminó por envolverlo. En el crepitante instante
del éxtasis sintió que la vida le daba lo mejor. Luego lloró emocionado.
Cuando se enjugó las lágrimas tuvo la certeza de saberse impecable:
-Te quiero –murmuró. Enseguida la cubrió, le besó el reloj al cuello
y la medallita de David y le repitió con una ternura infinita que la amaba
más que a nada en el mundo.
Al otro día la bañó y le recortó el cabello y las uñas de los pies. El
cuerpo demacrado despedía olores nauseabundos. “Como cuando
abonan la tierra”, pensó el viejo. Cada movimiento que realizaba
dependía del sonido inalterable de ese reloj. A la noche, cuando terminó
de secar el aserrín y de acomodar las agujas con las secciones de hilo,
hizo más música para el cadáver.
El primer corte fue longitudinal, del esternón al bajo vientre. Luego
lo prolongó hasta el cuello. La luna de la madrugada cintilaba en el techo
de la casilla cuando produjo la segunda incisión, más profunda y firme
que la primera. La sangre tenía el olor del alcanfor y estaba oscura y
lenta. Dos horas estuvo sacándole vísceras y órganos y arrojándolas a
un pozo de un metro de profundidad que hizo junto a la casilla. Terminó
de vaciar a Daniela al aire libre. Los ojos glaucos de la joven miraban el
fondo de la madrugada con embeleso. Cada tanto se limpiaba las manos
con el aserrín y proseguía, alegre y febril. Cuando terminó, ya había
clareado. El cuerpo había perdido la forma y estaba aplastado contra la
mesa como un trapo mojado. Luego lo lavó, limpió los coágulos y secó
con cal las cavidades. Después lo rellenó con aserrín empapado en
formol y lo cosió con costuras gruesas en el pecho, las piernas y los
brazos. De entre la masa informe de órganos y cartílagos había separado
el corazón para conservarlo en un frasco con formol, pero al cabo de
examinarlo un buen rato decidió que no tenía nada de raro y lo arrojó al
pozo. Los cuentos siempre hablan del corazón de las personas, no era
necesario uno verdadero. Sentía en las manos el olor metálico de la
carne en descomposición y se lavó. Luego barrió el piso de tierra,
esparció aserrín a la entrada de la casilla y preparó fuego sobre el
montículo de tierra que tapaba los restos. Se sintió temblar por el
esfuerzo. Al mediodía, las huellas de la carnicería estaban borradas y
Daniela devuelta a las mantas del catre. Se durmió al sol.
Se despertó tiritando. Miró el sol, calculó la hora, y entró a la
casilla. Destapó el cuerpo corrugado y lo miró con éxtasis: el muñeco de
piel le devolvió una mirada amarilla. Suspiró con alivio y le dio cuerda al
reloj.
-Casi me duermo –dijo.
Luego lo cubrió con precauciones de viejo y le levantó los
párpados: las cuencas se le habían hundido y tenía los ojos como dos
gelatinas. Se dijo entonces que al otro día bajaría al pueblo para
comprarle anteojos de sol. Le besó la frente y salió para preparar el mate.
Cuando fue por el agua notó que los baldes estaban vacíos y que hasta
el último resto se le había ido en la limpieza. Se sintió contrariado:
-No hay nada de agua –gritó.
Creyó escuchar la voz de Daniela que desde el interior de la casilla
le decía algo. Partió al pueblo con baldes y cacerolas.
..................

-Si estuviera el tren lo llevaba a las vías a respirar el vapor de la


locomotora –dijo la mujer –, tiene los bronquios a la miseria.
-El Provincial ya no va a pasar más –contestó Pastor Almendros
mientras repasaba la mesada del mostrador. Mc Cornick se acodó a la
barra y se puso a mirar las etiquetas amarillentas de las bebidas: fernet,
hesperidina, licor 8 Hermanos, caña Legui, botellones de barro de
ginebra holandesa. El polvo cubría los envases.
-Por eso hacen el censo –prosiguió Almendros con el trapo rejilla
sobre el hombro-, para robar más a gusto.
-Para esta época el Beto siempre tiene el pasmo, probé con el
alcanfor pero no le hace nada…
-¿Qué edad tiene el Beto?
-Los siete.
Almendros miró pensativo el ventilador de techo y dijo:
-Para cuando le bajen del todo se le va a ir.
La mujer rió con pudor. Luego miró por encima de las espaldas de
Mc Cornick, y dijo:
-Ojalá…
Almendros traspuso la barra, extendió los brazos como estacas y
miró fijamente al viejo:
-Qué va a tomar el hombre…
-Ginebra.
-Ginebra –suspiró Almendros y se agachó hasta desparecer del
mostrador. Se escuchó un ruido de botellas y el tintinear apagado de
vasos. Luego emergió con su aspecto de arbusto marrón y le enfrentó el
vaso, a medio llenar. Mc Cornick sintió el perfume y se la llevó a la boca.
La bebió como si fuera té caliente, sin ninguna urgencia. Almendros lo
miraba como a punto de romper a hablar:
-¿Y la nieta que no se la ve?
-Ahí anda…
-Buena muchacha –dijo Almendros.
-Buena –repuso el viejo.
Desde el fondo del salón se escuchó el saludo de despedida de la
mujer y los pasos nudosos que se alejaban. Almendros levantó el trapo a
modo de saludo.
-Y qué habrá sido de la compañía, digo yo?
-En otro circo, supongo –dijo el viejo.
-Vida difícil la del circo.
-Ajá.
Mc Cornick terminó la ginebra, se frotó el cuello y desde el fondo
de sus ojos irlandeses sacó un destello de burla:
-¿Y para qué es el censo?
-Por las elecciones… Vamos a tener elecciones…
Desde la calle entraba el olor rápido de la acaroína. Mc Cornick lo
aspiró tranquilo. Cuando salió del club, anochecía. Cargó los baldes que
había dejado a la entrada y se marchó.
De camino pensó en el censo y en las elecciones. Pensó también
en el agua caída. Había llovido mucho últimamente, pero nunca lo
suficiente. Cada vez que atravesaba la zona de las napas de agua salada
le brotaban pensamientos increíbles. Le gustaba el lugar. Se prometió
que alguna vez llevaría a Daniela a ese paraje y que, en medio de la nada,
haría su música. Estaba en el momento más sereno del día.
Dejó los baldes junto a la casilla y se sentó al frescor de la noche.
En medio de ese cielo estrellado pensó en lo extraña que era la vida.
Tanto tiempo de intimidad con Daniela, tanto de estar desnudos
haciendo música por las tardes, y, sin embargo, nunca el amor de los
cuerpos. Nunca hasta antes de ayer. Era extraño, pero era así. Recordó la
intensidad del instante y recordó también la intensidad del momento. Se
sintió masculino.
Se acostó junto al cuerpo sin hacer el menor ruido.
Al otro día muy temprano empezó los preparativos para mejorar la
casilla. Delimitaría el terreno, haría canteros con flores y almácigos y
zurciría los restos de lona para hacer un parasol. Estaba exultante. Ese
pedazo de tierra era una vuelta a la infancia. Mientras carpía y
emprolijaba las borduras volvía a descubrirse en la luminosa alegría de
aquellos días. Pensó que la memoria reparaba partes ausentes.
Trabajó hasta las diez de la mañana. Después levantó a Daniela y
la puso al sol, como quien pone un muñeco húmedo a orear. Estaba
satisfecho con la limpieza, alrededor del terreno sobresalían las estacas
rojiblancas que antes tensaban la lona mayor.
-Nuestra casa –murmuró.
Luego se acercó al cuerpo y le dio un beso en la frente. El gusto
ácido del formol quedó en sus labios. Le inspeccionó la piel, tensa y
amarilla, y se dijo que tanto sol no era conveniente. Recordó la cartera
amarilla del finado: todavía había plata. Al otro día iría a comprar semillas
y los anteojos para el sol.
Levantó el cuerpo, lo volvió a la cama y lo ubicó con suaves
retoques, mirándolo y volviéndose sobre él. Temía que perdiera la forma.
Luego ventiló el lugar. Aunque el primer olor ya se había retirado,
persistía el aroma salobre de la sangre y las tinturas. La observó desde
la puerta: la muchacha tenía una expresión de estropajo, desfondada y
triste.
-En el pueblo va a haber censo –dijo, y enseguida, como
reponiéndose, agregó -: pero para los del pueblo nosotros no existimos.
El tictac en el pecho de Daniela continuaba como un rumor.
Cuando regresó a la tarea de limpiar el terreno, ya no le pareció tan
acogedor como antes. Estaba más prolijo, pero más triste también. Le
recordaba la pista del circo. Se apoyó entonces contra la azada y empezó
a llorar. Volvió a la casilla: la mirada embalsamada de la muchacha le
provocó más lágrimas. Entonces se desnudó, buscó su violín y empezó a
hacer música. Luego se durmió. Soñó que la joven se incorporaba, lo
besaba en la frente y se iba a campo traviesa hasta desaparecer en el
monte de eucaliptos.
Despertó reseco y hambriento, con latidos en el vientre y con la
sensación de tener arena en los ojos. Miró por la ventanita: estaba el
crepúsculo, la azada volcada sobre los yuyos y más atrás el bosque de
eucaliptos. Se volvió:
-Soñé que te habías ido –dijo.
Después se levantó dando tumbos y metió la cabeza en un balde
con agua. Tiritó, tenía la piel ardida y sentía los músculos endurecidos.
Casi no se podía mover.
-Soñé que te ibas –insistió para sus adentros, como borracho.
Hacia el oeste se desbarrancaba un sol amoratado y perfecto, ralas
nubes cárdenas lo seguían. El aire venía con ramalazos de estiércol. Se
tanteó los testículos como cada vez que tenía malos presagios y luego
se desperezó. “No va a llover”, pensó. Desnudó entonces los despojos
de la joven y se acostó a su lado. Le hizo el amor con la sensación
reseca del aserrín. Más tarde partió al pueblo. Estaba animado. “Anteojos
y pintura”, se dijo.
De camino pensó en el olor a lavandina y almidón que brotaba del
sexo de Daniela. Desde que había comenzado a hacerle el amor
descubría fragancias nuevas. Comparó esos olores con el aroma rápido
de la acaroína y pensó que tanto el sexo como el agua estaban hechos
para aplacar esas cosas.
Fue directo al almacén general, un lugar descascarado y percudido
de humo. Fermín Donoso lo recibió como recibía a los que estaban de
paso: sin mirarlo siquiera. Pagó la pintura y las semillas. Ya se marchaba
cuando recordó los anteojos. El dueño meneó la cabeza. Pero luego lo
detuvo un instante:
-Esperesé –dijo-, a lo mejor le sirve esto –y se volvió para revolver
en un cajón y mostrarle unas antiparras-: son para soldadura autógena,
las tengo de cuando estaban las cuadrillas del Provincial.
Mc Cornick las miró a la luz de una lámpara. Le parecieron
estrambóticas:
-Están bien –dijo-, ¿cuánto es?
-Doscientos.
Antes de volver pasó por el club a tomar la copa de ginebra. Había
olor a tabaco de hoja y a caporal. Pensó que la cosecha estaba a punto
de terminar. Cuando quedaban pocos días para ser embolsada, bajaban
los golondrinas y medieros que por nada se tenían que arremangar. Mc
Cornick divisó a Almendros en la barra; un poco más lejos, entre la pared
de los jamones y chacinados, estaba el delegado municipal, rodeado por
un anillo de gente. Se acercó, pidió el trago, y debajo del estaño puso los
bultos con las pinturas, semillas y antiparras. Hacía calor y en el aire
todavía flotaban los rastros del polvo de la tarde. Ese día no había
pasado el camión municipal. La ginebra lo empezaba a abotagar cuando
escuchó un chistido por detrás:
-Venga, acérquese.
Era el delegado municipal, gesticulando, nervioso. El viejo echó
una mirada de relámpago a los bultos y después, despacio, se acercó. El
delegado le parecía un hombre teatral. Algunos se corrieron. Le estrechó
la mano. El delegado le señaló a su derecha. Entonces la vio: estaba
sentada, absorta sobre unas planillas. No tendría más de veintidós años.
Muy parecida a Daniela. Ella alzó la vista y le sonrió con los ojos:
-Encantada.
-Encantado -dijo Mc Cornick.
La joven llegó a la tarde –explicó el delegado -viene por el censo;
en el pueblo va a haber censo –remarcó.
Mc Cornick no escuchó nada. Estaba embelesado con los ojos de
la joven. Sin dejar de mirarlos, preguntó:
-¿Y a qué viene?
Ella rió con ganas:
-Por el censo, soy la censista –insistió.
-El censo –repitió el viejo como atontado.
-Como ustedes están lejos –intervino el delegado-, lo llamé para
que aprovechara…
Mc Cornick miró de reojo las planillas:
-Mi nieta no está.
La joven hizo un mohín:
-No importa, yo mañana paso...
En medio de la claridad lunar del camino, no podía dejar de pensar
en esos ojos. Llegó excitado. Entró en la casilla, pálido:
-Mañana hay censo, viene la censista –dijo al aire.
El cuerpo seguía allí. Él le dio la espalda y desempacó.
Durmió mal. El ardor de los testículos se le mezcló con el crepitar
metálico del pecho de Daniela. Se levantó muy de madrugada, como de
costumbre. Después se afeitó de memoria y se miró al espejo. Se veía
bien. Vació uno de los baldes y salió al monte. La figura del viejo se
perdió entre las sombras de humedad.
Volvió con el sol fresco de la media mañana. Dejó el balde en la
mesa plegable y entró a lavarse y preparar mate. Parecía más joven. Se
acercó al cuerpo y algo le dijo al oído.
Después de refrescarse sentó a Daniela en la cucheta. La acomodó con
cuidado, buscando la naturalidad del gesto. Le colocó las antiparras y le
dio cuerda al reloj de leontina. Se alejó. La miró. Estaba bellísima en su
quietud. Sonrió. Luego se retiró, dejó en penumbras la casilla, y se sentó
junto a la mesa plegable a esperar.
Como a la hora, más o menos, el viejo divisó una silueta conocida.
Cuando se levantó para recibirla tuvo un estremecimiento. La muchacha
le sonrió a los ojos. Lo miraba con intensidad. De inmediato reconoció el
lugar y exclamó algo que Mc Cornick no alcanzó a comprender.
La joven giró y miró hacia el interior de la casilla; de entre las sombras,
creyó adivinar un perfil:
-Dígale que se acerque…-dijo.
-No puede: está descompuesta -repuso el viejo.
La muchacha hizo un gesto de contrariedad. Luego se detuvo:
-Espero que no sea nada…
-Nada, nada –repitió el viejo.
Iba a incorporarse, pero antes anotó algo en una planilla y señaló con el
dedo índice:
-¿Puedo entrar?
-Puede entrar, entre –la animó el viejo.
Y mientras la joven entraba a la casilla, en el tiempo en que sus
ojos se acostumbraban a la penumbra, Mc Cornick, como todas las
tardes, sacó los hongos del balde y buscó el violín para hacer música, su
música, esa melodía anónima y brutal que tanto amaba.

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