Menendez Pelayo en Su Aspecto de Americanista 973465

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BOLETIN

DE LA

BIBLIOTECA MENÉNDEZ Y PELAYO


ASO m.—SEPTIEMBRE-OOTUBRE, W2Í-IÍI. 5

MENÉNDEZ PELAYO
EN SU ASPECTO DE AMERICANISTA

Hubo un momento—que todos quisiéramos considerar como de­


finitivamente pasado—en que fué preciso crear ambiente de fraterni­
dad para las relaciones entre la España de América, que no por dis­
tante ha dejado de sentir un solo día el influjo, fortificante de la
colonización peninsular, y esta vieja España que tampoco ha dejado
un solo día de tener su prolongación vital en el Viejo Mundo.
Pero ya nadie necesita que se le hable de aproximación y de la­
zos. Es más: nadie lo quiere. Estamos en el momento de que nuestra
sensibilidad se afine y de que la mutua confianza cree una corriente
de fecundaciones laboriosas.
El problema parece plantearse mal cuando lo hacemos dentro de
recomendaciones demasiado definidas. Enviar profesores o traerlos;
crear becas de gracia; fundar escuelas, unas de amor y otras de zoolo­
gía; sostener publicaciones de índole obligada a la repetición del
mismo caramelo: todo esto puede s'cr bueno, puede ser malo o puede
6er indiferente. Tal vez acertaríamos viendo mayores desventajas que
ventajas en el sistemático arraigo a un procedimiento inmutable.
Pondría yo el ejemplo de cierta Universidad que se pretendió o se
pretende fundar en Sevilla. El pensamiento es poco menos que una
quimera. Afortunadamente, sin esa Universidad, Sevilla habrá de
convertirse en centro de atracción para los americanos, ya desciendan
éstos de vascos, ya de catalanes, ya de castellanos, ya de gallegos, ya
de asturianos, pues todo el que ha nacido en América ve en Sevilla
una patria distante, idealizada, representativa de la propia patria. No
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se necesita forzar con los artificios del reclamo lo que nace del alma.
Tampoco encuentro convincentes las razones de quienes preten­
den dar derivaciones prácticas al americanismo de España y al his­
panismo de América. No; lejos de ello, hay que insistir en el sentido
espiritual, que no es necesariamente retórico, de toda comunicación.
Aun las notas de cancillería podrían hacerse gratas e idealistas. Las
de corchos, aceites y vinos serán lo que puedan ser, y no hacen
falta.
Nos hemos distanciado principalmente por incultura, y sólo por
instinto tendemos a unirnos. Luego la intimidad puede ampliarse,
perfeccionarse y consolidarse dentro de un orden conceptual positivo.
La conciencia española,—y hablo de la conciencia española de am -
bos mundos,—nota la ausencia de solicitaciones para la curiosidad
elevada. América no será mera productora de exotismos para España
cuando España cuente como vida propia, de realidad palpitante, los
tres siglos de su acción creadora en el Nuevo Mundo. Un falso méto­
do, ayudado por la pereza y sostenido sobre la base de una concep­
ción lugareña, considera cuanto hizo España en América como una
derivación episódica, bien pronto sustanciada. Escritores y pedago­
gos españoles la hacen objeto de un estudio rápido, que se da por
concluido en cuanto queda agotada la lista clásica de los navegantes
y conquistadores.
Recomendar el estudio de la historia de América como un frivolo
tema de ejercicios verbales, convenientes para hacer buena figura
intelectual, sería una falsa dirección. Lo que se necesita no es eso,
sino hacer indispensable en el desenvolvimiento de todo espíritu
cultivado una visión de España con una España no encerrada por
mares, montañas y fronteras. En otros términos: debe arrojarse a la
corriente de las ideas, para que circule, todo lo que fué movimiento
expansivo de un pueblo que no cupo y no cabe dentro de su casa.
Tengo el más intimo convencimiento de que se prepara un cam­
bio de actitud colectiva. He dicho que la sensibilidad española se
afina. Bien pronto exigirá que rehagamos la historia nacional, y que
esto sea mediante un movimiento de acción coherente de peninsula­
res y americanos, para llegar a una sintesis que sea satisfactoria den­
tro de las condiciones trazadas por el objetivismo de la crítica.
Dispersos en un aislamiento de cabilas, entregados a las discor­
dias civiles, cohibidos por el bochorno de las cuarteladas, unos y
otros hemos olvidado colectivamente las grandes figuras y los gran­
des hechos del pasado común, aun cuando les hayamos asignado un
sitio de honor en el desconocimiento.
Verdad es que los pueblos no viven del pasado, sino ante todo
de) presente y de las preocupaciones que llevan la gestación de lo
porvenir. Pero interróguese a los hombres de las épocas fecundas, a
los transformadores activos de pueblos, y la crónica de sus hechos
— 231

nos dirá si eran insensibles a la devoción filial del previsor más que
piadoso Eneas.
Debo reconocer que lo desesperantemente arduo de la dificultad
que ha de vencerse para entrar en una atmósfera de concordia fe­
cunda, no está en España sino en América. ¿Cómo puede haber
americanismo español sin hispanismo americano? Ahora bien: este
sentimiento implica condiciones de realización más difícil que las
indicadas respecto del americanismo de España en las lineas anterio­
res. La verdad es que España tiene que sobreponerse más bien a un
desvío que a un prejuicio. Para ella, América es una cosa distante,
vaga, que no interesa ni emociona. Pero América necesita sobrepo­
nerse a desvíos y prejuicios. El prejuicio antiespañol va a América
por todos los caminos. Cada buque lleva un cargamento de material
de guerra contra España: Inglaterra, los Estados Unidos y Francia,
que tanto influyen sobre la América Española, han hecho la cruzada
antiespañola durante más de cien años. Y no están solas. Tienen un
formidable auxiliar: España. Si; España es la gran difamadora de Es­
paña. No siempre por móviles bajos, no siempre sin razón dentro de
las querellas internas, pero siempre con eficacia, los españoles man­
tienen un estado de alejamiento despectivo para España. El país clá­
sico del atraso, a dos siglos de Europa, nivelado con Africa, inferior
a América, ¿puede ser, en el mejor de los casos, algo más que un
depósito de ruinas curiosas y de glorias muertas?
Pero hay otra cosa todavía. No cabe dentro de lo concebible una
Gran España formada por la patria de origen y por Hispanoamérica
sin que este grupo de pueblos deje de ser una masa desintegrada.
Desunidas por la geografía, las naciones de la América Española vi­
ven aisladas o en estado de reciproca hostilidad. Los desiertos que
separan a los pueblos, no solamente los aislan sino que son causas
de litigios y de guerras. Fuera de las razones políticas, hay otras mu­
chas que envenenan sus escasas relaciones. Lo que esos países po­
seen de vida autónoma, se emplea en inconducentes pujas de supre­
macía. Los grupos que tienen mayor proporción de sangre caucásica
quieren hombrearse con Europa y desdeñan a los otros por indios o
por negros. Las estadísticas de importaciones y exportaciones son
siempre puñales que la hermana clava en las entrañas de las otras
hermanas, demostrando así, con datos numéricos, una superioridad
que se quiere hacer pasar gentilmente de las corambres o las piritas
a las letras. Y en lo que esas naciones tienen todavia de coloniales,
que es mucho, pues reconocen por metrópolis a Londres, a Washing­
ton y a París, la pugna entre ellas es de una acritud particular. Cada
una quiere ser la más parisiense en París, la única bien cotizada en
Londres, la exclusiva depositaría de la confianza del árbitro supremo
en Washington. Y aun en Madrid, hoy que Madrid empieza a ser
nuevamente metrópoli, de cuarta clase, para la América Española,
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se cree un triunfo, por ejemplo, conseguir de este o el otro alcalde la


sustracción de una lápida justamente decretada para honrar la me­
moria de Bello, en beneficio de un personaje político, respetable den­
tro de la estimación oficial, pero sin valor positivo para el conjunto
hispanoamericano, que sólo podrá alcanzar una vida superior cuan­
do se mueva desdeñando esta ruin estrechez de campanarios.

11

He dicho todo lo anterior para que no quede ninguna vaguedad


en el sentido de la intención con que pretendo incluir a Menéndez
Pelayo entre las grandes figuras del americanismo. Bien sé que para
muchos de los admiradores inteligentes del gran critico, podrá pare­
cer poco menos que una impertinencia llamar americanista a quien
se distinguió por el horror con que miraba las limitaciones de profe­
sión o de afición. El humanista rechaza la especialidad por embrute-
cedora, y la rechaza más vehementemente aún por insincera, cuando
el especialista debe revestirse de la capa pluvial del oficiante. El cali­
ficativo de americanista parecerá, pues, denigratorio, ya como incom­
patible con la dignidad intelectual de la alta crítica, ya como implica­
ción de una actividad práctica que se confunde a veces con el ranear
de los políticos.
Pero precisamente el americanismo considerado como solidaridad
perfecta dentro de un orden superior, como dato inicial para la for­
mación de una España Grande, no puede ser obra de especialistas ni
de propagandistas, sino resultado de la acción libremente desarrolla­
da por los investigadores y los creadores. Sin ellos no se concibe un
movimiento de tamaña importancia.
Vistas de este modo las cosas, Menéndez Pelayo es el primero de
los americanistas españoles. Los hubo antes que él, pero creo que
nadie antes que él dió la fórmula del americanismo integral. De Me­
néndez Pelayo parte un sentido de la solidaridad que no se había
actualizado en obra alguna. Se le anticiparon el eminente jesuíta ma­
llorquín don Raimundo Diosdado Caballero y el sabio naturalista
colombiano don Francisco Antonio Zea, pero se le anticiparon como
precursores y no como autores de una actualización en que aparezca
el pensamiento de la unidad, muy distinto de la tesis práctica que se
limita a buscar una aproximación aprovechando los datos de la reali­
dad existente.
La Historia de la Poesía Hispanoamericana, escrita por Menéndez
Pelayo para el cuarto centenario del Descubrimiento de América, es
un libro capital para España y fundamental para América. Aun cuan­
do los festejos seculares no son siempre propicios para la crítica, ésta
hizo algunas de sus más brillantes conquistas en 1892. Puede asegu­
rarse que de entonces data la historia del Descubrimiento de América,
despojada de sus leyendas más engañosas. El libro de Menéndez
Pelayo parecía llegar a su hora, como suele decirse. Pero si llegaba a
su hora para la critica, para el público llegaba con un adelanto de
medio siglo. Era, en suma, uno de esos libros que, tal vez incons­
cientemente, van dirigidos a la posteridad, y que tienen como destino
una renovación de las ideas. No había público para el libro de Me­
néndez Pelayo. No lo había en España, y no lo había en América. A
fin de hacemos cargo de lo que esto significa, debemos considerar
un hecho casi desconocido. La Historia de la Poesía Hispanoameri­
cana ea la mejor de las obras de Menéndez Pelayo, o por lo menos la
que él conceptuaba mejor. Así lo afirma don Adolfo Bonilla y San
Martín, quien declara haber oido tales palabras de los labios de Me­
néndez Pelayo. El público no castigaba, pues, una desviación poco
feliz del escritor influyente y aclamado. i.o que pasaba era que la
generalidad carecía de preparación para la lectura de esa obra, tanto
por deficiencias del saber como por insuficiencias del entusiasmo.
Nadie sentía lo americano en España. Nadie sentía lo americano en
América, donde sólo había eco para lo puramente focal, o si se quie­
re, nacional, dentro del concepto erróneo de las patrias hispano­
americanas.
«Esta obra es de todas las mías,—dice el autor,—la menos cono­
cida en España, donde el estudio formal de las cosas de América in­
teresa a muy poca gente, a pesar de las vanas apariencias de discur­
sos teatrales y banquetes de confraternidad.» Tales palabras salieron
de la pluma de Menéndez Pelayo en noviembre de 1910. Se trata de
un hecho de actualidad para los que las leemos en 1921.
¿Y cuál era la actitud americana, según el mismo Menéndez Pela­
yo? ¿Tuvo allí esta obra la difusión que podía esperarse de su mérito
y de la fama del que la escribió? «En América ha sido más leída, y
no siempre rectamente juzgada.» Más leída. Esto es indudable. Pero
hay que decir que lo ha sido fragmentariamente, y que asi se explica
la falta de apreciación recta hasta hoy observada. Yo he visto al anti­
llano abrir el libro en la parte antillana, y al chileno en la parte chile­
na. Naturalmente, el que sólo lee una obra por fragmentos tiene que
juzgarla con parcialidad, sin ese amplio sentido de las cosas que es
la primera condición para apreciarlas rectamente. Los lectores de esta
clase llevan un interés demasiado restringido para tener un sentido
de injusticia, que sólo es posible cuando sabemos abarcar grandes
conjuntos.
¿Creeráse que Menéndez Pelayo tuvo que defender su actitud y
su método en esta obra? «Quien la examine con desapasionado crite­
rio,—sigue diciendo el autor,—reconocerá que fué escrita con celo
de la verdad, con amor al arte y sin ninguna preocupación...» ¿Un
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hombre como Menéndez Pelayo necesitaba hacer un alegato para


demostrar que escribía con celo de la verdad, con amor al arte y sin
ninguna preocupación? Luego se le acusaba de preocupación. ¿Con­
tra quién o contra qué? ¡Contra la verdad! ¡Contra los pueblos ame­
ricanos! Cada lector veía atacado uno de sus pequeños dogmas o
vilipendiado uno de sus pequeños dioses. A esto se llamaba la
preocupaciçn del autor «contra los pueblos americanos». Sin embar­
go, el autor declaraba que no había tal preocupación. Deseaba la
prosperidad de esos pueblos «casi tanto como la de su patria». Y de­
cía con sincera expresión: «porque al fin son carne de nuestra carne
y huesos de nuestios huesos». ¿Pero qué podia hacer él para impedir
la voz de los hechos, voz pocas veces halagadora? «No soy yo: es la
Historia quien suscita a veces desagradables recuerdos». Considérese
que el critico tenia que historiar tiempos cargados de odio. Eran los
tiempos, efectivamente, en que un Marqués de Mcndigorria. nacido
en América, declaraba su orgullo de no pertenecer a la raza de los
criollos; los tiempos en que Fernández Madrid insultaba a España
desde landres; los tiempos en que Sarmiento llenaba sus libros de
verbosos desenfrenos; los tiempos en que circulaban las abomina­
ciones incoherentes de Ignacio Ramírez. Bien poco hizo Menéndez
Pelayo para no arrojar la pluma y volcar el tintero sobre las cuartillas,
dejando que América hiciera la historia de su literatura y que España,
a su vez, compusiera como le fuera posible sus intemperancias. Me-
néndez Pelayo sonreía a veces; a veces disimulaba; a veces, cuando
se amostazaba, contenía la indignación, y limitaba el desahogo a una
frase de cortés ironía. Examinando toda su labor y viendo su con­
ciencia limpia de toda falta, decía: «No creo que los ilustres varones,
de espíritu verdaderamente cientifico, que no faltan en América, han
de mirar con ceño la simpatía razonada y libre de un español que
nunca se avergonzó de serlo ni procuró captar con interesadas adu­
laciones la benevolencia de los extraños». Todas estas palabras están
pesadas y dispuestas con la más escrupulosa probidad. Debe anali­
zarse su contenido.
Había y hay, en efecto, españoles que no renunciaban a lo más
absurdo de la leyenda dorada. Esos españoles querían y quieren una
aproximación a botes de lanza. Americanizan con espada y broquel.
Se mueven haciendo la caricatura de Cortés y Pizarra. Pelean hoy,
contra los americanos, por la causa de los encomenderos, abuelos de
los americanos. Andan de pajes de Vargas Machuca. Son acólitos de
Ginés de Sepúlveda. Los más conciliadores se han estacionado
en 1648. La generalidad está clavada en 1552. Se les ve afanadísimos
buscando un dato para comprobar que 1-as Casas mintió, o que no
escribió, o que no existió.
Había y hay otros españoles, Atlantes de la rebeldía, enemigos de
la España oficial, jefes de las juventudes emancipadas, paladines de
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innominadas libertades, que no encontrando teatro digno de ellos en


un país aprisionado por los prejuicios religiosos y monárquicos, bus­
can el ozono del mar, y aunque sea a distancia, por medio de artícu­
los bien pagados, llevan sus audacias a la fecunda América.
Había y hay los contemporizadores, los amigos de las medias
tintas y de los trapos calientes. Son los que, para salir de apuros,
juzgan las épocas con el criterio de las épocas, riéndose en el fondo
de todo. Son los sacerdotes del eclecticismo, de la manga ancha,
siempre que el eclecticismo y la manga ancha sirvan para amparar
tergiversaciones, pero nunca cuando obliguen a una afirmación ro­
tunda, grave y comprometedora, porque ser ecléctico no es oficio que
se reduce a tener tragaderas de cachalote.
El crítico no puede pertenecer a ninguna de estas tres categorías.
Mcnéndez Pelayo recibió el encargo académico de hacer la Historia
de la Poesía Hispanoamericana, y lo aceptó a sabiendas de que no
tendría público en España y de que el de América reclamaría en fo­
gosas protestas desconociendo su moderación y doliéndose de su
severidad, viendo sólo su amor a la tradición y no comprendiendo
su generosa interpretación de los que pudieran llamarse violencias
antiespañolas que caracterizaron una época de la vida literaria his­
panoamericana. Todo ello aparte de los personalismos y localismos,
escollo en que se estrella cualquier buena intención.
El hecho de que en materia ton ingrata acertara Mcnéndez Pelayo,
especialmente por lo que respecto a cuestiones de criterio general,
indica hasta qué punto llevó su mesurado propósito de justicia. Los
varones a cuya rectitud fiaba el veredicto, han hablado en términos
que no admiten discusión. Todos ellos declaran que el autor procedió
con inflexible honradez.

III

La probidad no es el todo. Hay otro reparo que se levanta silen­


ciosamente contra la obra. El autor no lo dice, pero muchos lo pien­
san. Y muchos que no lo dicen ni lo piensan, creen allá en el fondo
de lo subconsciente que Menéndez Pelayo acometió una empresa
gallarda, pero infecunda, al querer historiar lo inhistoriable.
¿Hay poesía americana?
Vemos que, según Menéndez Pelayo, en España «el estudio for­
mal de las cosas de América interesa a muy poca gente, a pesar de
las vanas apariencias de discursos teatrales y banquetes de confra­
ternidad». Siendo esto asi, nada más natural que el noventa y nueve
por ciento de los lectores asiduos de Menéndez Pelayo tenga en san­
to horror la Historia de la Poesía Hispanoamericana, como obra meri-
— 236 —

tona de paciencia, de resignación, de caridad acaso. Interiormente


consagrarán el más piadoso de los recuerdos a don Marcelino Me­
néndez y Pelayo, como al protomártir de la poesia hispanoamericana.
¿Pero Menéndez Pelayo podía no ser sincero en explícitas decla­
raciones? ¿Por qué estimaba entre lo mejor de su pluma estas páginas
americanas? Nadie escribe por deber piadoso una obra de arte. Y la
Historia de la Poesia Hispanoamericana es ante todo un monumento
de belleza. Hay en ella, sin duda, un gran caudal do saber, pero
hay asimismo un caudal igualmente raudaloso de nobilísima emo­
ción. No es posible llegar más al fondo del alma de un lector enamo­
rado del asunto. Menéndez Pelayo lo consigue a la perfección en su
libro sobre la poesia americana.
Renuncio a la tarea de resumir el contenido de una obra de criti­
ca en que los temas son tan varios y en que tratados éstos al azar de
los nombres de los poetas, por fuerza se repiten a veces y a veces
quedan apenas esbozados. Si el autor hubiera escrito su libro toman­
do a bloques una materia, como la del género descriptivo en la poesía
americana, creo que no habría estudio más popular entre los de
Menéndez Pelayo, a despecho del poco favor con que el público ve
las cosas de América, así en España como en la misma América. Si
aparte del género descriptivo, hubiera tratado de la sátira política,
del humorismo, de la imitación literaria, de los tipos regionales, Me­
néndez Pelayo habría hecho dar un paso de avance de medio siglo,
por lo menos, a un americanismo de realidades y de verdadera efica­
cia. I-a obra no vale menos por haber seguido su autor otro procedi­
miento de exposición, pero las bellezas del contenido y la influencia
pedagógica de los temas se han dispersado para la mayoría en la
maleza de las nomenclaturas geográficas y se han atomizado en el
exigente apartamiento de la cronología. En vez de una guia, necesa­
ria para la historia de América, Menéndez Pelayo habría dejado un
libro apasionante. Con todo, no podía faltarle el mérito del iniciador,
aun cuando no hubiera hecho otra cosa que dar a la imprenta un
rimero de notas enteramente desligadas, pues bien saben todos
cuantos estudian a Menéndez Pelayo cuál es el poder sugestivo de
que está dotada su palabra.
Supuesto lo anterior, yo no me propongo hacer aquí otra cosa
que una simple exposición de las preciosas indicaciones contenidas
en la obra de Menéndez Pelayo. De dos modos puede leerse la His­
toria de la Poesia Hispanoamericana: o vemos en ella un libro de eru­
dición, compuesto minuciosamente, de acuerdo con un plan de divi­
siones geográficas, en el que lo más importante es la compilación de
noticias curiosas, instructivas, útiles, y, sobre lodo, exactas, salvo el
coeficiente necesario de errores que encontramos cuando se hace una
vasta acumulación de datos microscópicos; o bien leyendo las nove­
cientos páginas de corrido, atendemos a la impresión de un conjunto
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grandioso, del que se destacan como de la masa arquitectónica de


una catedral, de una abadía o de un castillo, torres y explanadas,
pórticos, estatuas, relieves, hornacinas, arboledas, jardines y fuentes.
El autor hubiera podido aumentar el efecto de la totalización, siguien­
do el procedimiento ambicioso, y para él más sencillo, de las diserta­
ciones, del ensayismo, del morceau iMoquena. Nadie habría podido
detenerse para hacer un reparo sobre las distancias entre los zócalos
de una galería de estatuas, o sobre la correspondencia de proporcio­
nes entre dos naves de una iglesia. Pero es de extrañar y de admirar
que, no obstante la modestia de la idea primitiva, pues no pasa de
una simple catalogación de poetas muertos, el autor hubiese sabido
levantarse hasta las alturas de la gran creación estética. No tengo para
qué repetir que la Historia de la Poesía Hispanoamericana es obra de
arte purísimo, y no por insistencia, sino para fijar otro dato, afirmo
que como visión de conjunto del Nuevo Continente, pocos libros
aventajarán al de Menéndez Pelayo por el contenido de esta verdad
intima y dominadora que nos seduce cuando buscamos interpreta­
ciones del alma colectiva.
Menéndez Pelayo parece recorrer toda la historia de América, y
no sólo la ilumina con la antorcha de su genio crítico, sino que des­
pierta en nosotros las emociones de lo desconocido. No creo que
haya un solo americano tan inmodesto,—y más diré,—no creo que
haya un solo especialista en estudios de americanismo tan cerrado a
la sinceridad, que desconozca las enseñanzas de Menéndez Pelayo.
Porque aun 1c® que pretendan saber mejor la historia de América,
encuentran a cada paso ideas nuevas, interpretaciones felices, fórmu­
las de simplificación explicativa que cierran un debate o plantean un
insospechado problema.
El interés que inspiran a Menéndez Pelayo algunos temas es muy
significativo, puesto que su preferencia acusa una visión más clara
que la de los propios americanos, exceptuando ciertos’ hombres
insignes que sin superarle se le igualan en esto, como don Miguel
Antonio Caro, el egregio escritor de Colombia, por ejemplo. Uno de
esos temas es el de la influencia aberrante de las imitaciones de lo
europeo, a que luego me referiré, y el de la acción de los poetas
como maestros y fundadores de civilización en países nuevos. Otro
de esos mismos temas que sin volver a cada paso, como el de la imi­
tación, no deja de repetirse, es el del falso indianismo poético. Para
todos ellos encuentra el autor fórmulas adecuadas do discusión en el
estudio de la propia y genuina literatura americana, reveladora de un
medio geográfico, peculiar y distinto, propio del mundo americano.
Menéndez Pelayo no comete la impropiedad critica de tratar la
poesía americana como expresión literaria de sociedades viejas, sino
como indice de la formación de un Mundo Nuevo. Nos interesa y
cautiva cuanto dice acerca de esas obras raras, impresionantes por
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las revelaciones que contienen, como la Grandeza .Mejicana del cas­


tellano Valbuena, y la Verdadera Historia del soldado Bcrnal Díaz,
autor del más prodigioso de los libros de .Memorias, escrito por un
Muntaner de Medina del Campo que iguala y eclipsa al catalán. Nos
interesa y cautiva cuanto dice acerca de la monstruosa compilación
de versos, poéticos y pedestres, rimados y libres, bárbaros y limadisi-
mos, autobiográficos y simples reflejos de ajenas vidas, que escribió
aquel beneficiado de Tunja, Juan de Castellanos, descendiente direc­
to del Arcipreste de Hita, hombre digno por sí solo de una larga me­
ditación y de una monografía histórica. Ños interesa y cautiva cuan­
to dice acerca de la Araucana y del poema de Pedro de Oña; cuanto
dice acerca de los cronistas de las religiones, y de todos, en suma,
los que iniciaron la vida literaria de América. Pero hay algo que nos
indica todavía más exactamente el grado a que llevó Menéndez Pela-
yo la inteligencia del valor primario, o sea del valor social de la lite­
ratura en aquellos pueblos que comenzaban a vivir. Citaré dos ejem­
plos, tomados de la época en que comienzan a tener vida propia los
países hispanoamericanos. Uno es el caso de Bello, y otro el de un
modesto civilizador que se llamaba el P. Reyes. El juicio que formula
Menéndez Pelayo sobre la figura y la obra de Andrés Bello, basta
por sí solo para acreditar una meditación muy honda y un conoci­
miento muy exacto de la múltiple acción de quien tiene derecho a
ocupar el primer puesto entre los civilizadores egregios de la moder­
na América. <I.agran figura literaria de este varón memorable,—dice
Menéndez Pelayo,—basta por si sola para honrar, no solamente a
la región de Venezuela, que le dió cuna, y a la República de Chile
que le dió hospitalidad y le confió la redacción de sus leyes y la
educación de su pueblo, sino a toda la América Española, de la cual
fué el principal educador por enseñanza directa en la más floreciente
de sus repúblicas; indirectamente, por sus escritos en todas las demás:
comparable en algún modo a aquellos patriarcas de los pueblos pri­
mitivos, que el mito clásico nos presenta, a la vez filósofos y poetas,
atrayendo a los hombres con el halago de las armonías para reducir­
los a cultura y vida social, al mismo tiempo que levantaban los mu­
ros de las ciudades y escribían en tablas imperecederas los sagrados
preceptos de la ley. Acerca de Bello se han compuesto libros enteros,
no poco voluminosos, y aun puede escribirse mucho más, porque no
hay pormenor insignificante en su vida ni apenas materia de estudio
en que él no pusiese la mano. Sus timbres de psicólogo, de pedago­
go, de jurisconsulto, de publicista, de gramático, de crítico literario,
no han obscurecido (por raro caso) su gloria de poeta...» (i) a laque
Menéndez Pelayo consagra algunas investigaciones que vemos ya

(i) Historiad* la P.'uta Hisfancamcricana. Victoriano Suárcz. Madrid. 19...


T. I., pdgs 3S9-3ÓV.
— 239 —

como definitivas. Pero no por haber sido una figura humildísima fué
menos admirable en sí misma, en su sentido intimo, la del P. Reyes,
y no fué Menéndez Pelayo menos justo, ni menos pródigo en elogios
para el modesto clérigo que para el gran Bello. Honduras había lle­
gado casi a la segunda mitad del siglo XIX sin literatura (i). El P. Re­
yes encontró un país enteramente virgen. Menéndez Pelayo se com­
place en pintar al benefactor de Honduras como un «modelo de
virtudes sacerdotales, predicador fervoroso y elocuente, principal
educador de la juventud de su país, cuya cultura le debe más servi­
cios que a nadie, espíritu amable y benévolo que se complacía en
difundir las nociones de las ciencias físicas al mismo tiempo que
empleaba los prestigios de la música y de la poesía para recrear ho­
nestamente el ánimo de sus alumnos». Fraile forzadamente exclaus­
trado por los azares de la época revolucionaria en que vivió, el Doctor
Reyes, como se le designaba desde que dejó de ser Fray José Trini­
dad Reyes, no podía vivir para sí mismo. Tenía que componer versos
y música, instalar la primera imprenta, armar o reparar el primer
piano, formar gabinetes de física, predicar, organizar fiestas popula­
res, asi sagradas como profanas, hacer, en fin, todo lo que hace el
improvisador omniscio en un país donde hay que improvisar cuanto
es necesario para una vida de cultura.
Versos me piden todos a manojos,
decia aquel hombre, ocupado de la noche a la mañana, de la mañana
a la noche en escribir
Convites para bailes, para entierros,
haciendo los oficios del esquilón indiferente que sabe
Repicar alegre en las funciones
Y doblar melancólico por muertos...
El público no dejaba de importunarlo para todo y a toda hora.
Se me piden sainetes, pastorelas,
Cosas muy superiores a mi ingenio,
Y porque nada falte a mi destino,
También hago la música del verso.
Las inquietudes y exigencias de aquel público sencillo, dieron
origen a una serie de piezas dramáticas de Noche Buena, escritas por

(l) Por vía do paréntesis recomendaré quo no sonrían lo* que erren que las lite­
raturas corresponden a la importancia geográfica y estadística de las republioas. ¿Ru­
bín Darío no es nicaragüense? ¿Olmedo no os ecuatoriano, y no es Batres Mon tufar
hijo do Guatemala? Sin embargo, en Nicaragua no habla habido una imprenta quo
como las de Méjico y el Perú sirviese de medio do acción a los hombres de empresa
intelectual. Guatemala no era una Atenas en tiempo de Batres Montúfar. Quito, tan
hermosa como aislada, ha sido cuna y abrigo de grandes ingenios.
— 240 —

el P. Reyes, serie que Menéndez Pelayo califica de «interesante pro­


longación en pleno siglo XIX de los viejos autos de Navidad, cuya
existencia en Castilla consta desde el siglo XIII, y de los cuales ya
en el XV se encuentra algún ejemplo anterior a Juan del Enzina.»
Cree Menéndez Pelayo que el Dr. Reyes conocía los Pastores de Be­
lén, libro de prosa y verso de Lope de Vega, y afirma que «algunos
de los villancicos del autor hondureno saben a tan buen modelo». El
caso del Dr. Reyes tiene entre otros el interés de su valor foclórico,
y merece estudio como una de tantas supervivencias de la España
del siglo XVI (i) en la América del siglo XIX. Y digo quo esta es una
de tantas supervivencias, porque precisamente lo más interesante del
esfuerzo de vida autónoma de los países americanos cuando cortaron
sus relaciones políticas con España, se halla en el renacimiento vi­
goroso de formas estructurales, sentimientos, ideas y tradiciones de
la España de los Reyes Católicos, que parecían haber quedado sepul­
tadas bajo la capa de las innovaciones borbónicas, y que más tarde
fueron arrebatadas definitivamente o definitivamente consolidadas
por las fuerzas de la vida nacional.
El humilde y casi desconocido P. Reyes nos ha traído con sus
encantadores villancicos y con su piano al tema central de esta expo­
sición.
¿Qué es lo específicamente americano en literatura? ¿Se les veda
acaso a los poetas y escritores del Nuevo Mundo que escriban sobre
los temas eternos, sobre las perspectivas de la vida interior, que pue­
den ser lo mismo rusas o francesas, de la antigüedad clásica o de los
siglos medios?
Naturalmente, Menéndez Pelayo no plantea estas cuestiones con
un propósito de exclusión de los americanos en todo aquello que
pueda significar su participación como factores para formar las co­
rrientes de la cultura humana, y más de una vez muestra su estima­
ción hacia aquellos hombres que se colocan en el primer plano, aun
cuando no sea sino a título de conservadores de una tradición de
alta cultura. Pero el crítico exige que el escritor americano sea distin­
tamente americano en todo aquello a que pueda llegar la influencia
envolvente del medio físico y social. No quiere, en suma, que el
americano sea un falso europeo. Y menos aún quiere que sea un fal­
so americano.
Dos peligros han extraviado el americanismo literario. Uno es la
imitación de formas exóticas. Otro es la falsificación de formas indí­
genas.
Comenzaré por este segundo fracaso del americanismo, para ha­
blar después con mayor extensión del primero, según la exposición
de Menéndez Pelayo.

(i) T. J, págs. aoS-jii.


— 241 —

El habitante de los países hispanoamericanos que cultiva la lite­


ratura, es ante todo un europeo de origen, es un español, pero es un
europeo y un español en un medio distinto del de los autores que
escriben para Europa y para España. De aqui se deducen las dos
actitudes contradictorias a que lleva el concepto que el escritor tiene
de su arte cuando le faltan ios frenos y contrapesos de una prudente
inhibición. O es indianista o es europeista.
Menéndez Pelayo estudia el indianismo falso,—sin que ello quite
méritos al autor,—en ciertas obras de don José Joaquín Pesado, quien
«intentó la creación de una poesia indigena, traduciendo y glosando
(al decir suyo) cantares de más o menos sospechosa autenticidad,
entre los cuales están las famosas poesías del rey Netzahualcóyotl, y
otras anónimas. Semejante trabajo no puede ni debe tomarse como
traducción; es cosa probada que Pesado no conocía las lenguas in­
dígenas, y que se valió únicamente de algunos fragmentos traducidos
en prosa en las antiguas crónicas, y de otros que le interpretó un
indio, amigo suyo, llamado don Faustino Chimalpopoca y Galicia, el
cual soba decir después que los versos de Pesado nada tcnian que
ver con el texto que él habia dado.literalmente traducido. Trátase,
pues, de una^inocente broma literaria, de una poesia popular meji­
cana, casi tan auténtica como la poesía ilírica de la Gusta, de Meri-
mée. La reputación poética de Pesado nada pierde en ello; al contra­
rio: estas que ¿l apellida traducciones, son en realidad de lo más origi­
nal que salió de su pluma (Montes de Oca), y, sobre todo, son magni­
fica poesía (Pimentel), no sabemos si muy azteca, pero seguramente
muy emparentada por una parte con Horacio, y por otra con los li­
bros sapienciales. Quien lea la exhortación del Rey de Tezcuco a
gozar los placeres de la vida feliz, no tiene que dudar del primer ori­
gen, y quien lea los Consejos del padre a la hija o la Enhorabuena en
la coronación de un Príncipe, no podrá menos de reconocer que el
espíritu de la primitiva poesia didáctica y gnómica no le habia encon­
trado Pesado en los jeroglíficos del Anáhuac, sino en el libro de la
Sabiduría y en el Eclesiastes.
«Realmente, él era poeta biblico y poeta clásico, y no otra cosa.
Se le ha llamado ecléctico, pero el eclecticismo, que tiene un sentido
bien determinado en filosofia y en ciencias sociales, no parece que
pueda aplicarse del mismo modo a los poetas, cuya labor no es de
selección científica de ideas, sino de creación de formas vivas. A los
poetas se les juzga por su cualidad predominante y por su tendencia
habitual. El hecho de haber imitado y traducido algunos versos de
Lamartine nada prueba, porque ni estos versos son lo más caracte­
rístico de Pesado, ni Lamartine es muy romántico en la técnica, aun­
que lo sea muchísimo en el sentimiento. Fuera de esto, no sé yo qué
poetas románticos pudieron influir en Pesado, ni es tampoco signo
infalible de romanticismo el cambio de metros en una misma compo-
— 242 —

sición, puesto que lo hacían a cada paso esos traductores italianos


del siglo XV1I1 que Pesado leía tanto, Evasco, Leone y Mattei, y lo
habían hecho tapibién alguna vez poetas españoles de principios de
nuestro siglo, como Arriaz» y Cabanyes. Pesado es, pues, poeta bí­
blico de segunda mano, porque no sabía hebreo, y poeta clásico de
segunda mano, porque no sabia griego; lo que da muestras de saber
muy bien es latín, italiano y castellano. Su clasicismo tampoco es el
de nuestro siglo XVIII, ni tiene aquel género de grandeza oratoria
que admiramos en Quintana, en Gallego o en Olmedo, pero está evi­
dentemente derivado del clasicismo italoespañol del siglo XVI; su
idealismo amoroso es el de los petrarquistas y no el de Lamartine, y
si algún eclecticismo de forma hay, nacerá de la indecisión del poeta
entre las formas amplias y rozagantes de la escuela de Herrera, y la
casta y severa sencillez de la musa de Fray Luis de León.» (i)
A esta lección perfecta, el autor añade una observación de orden
personal, ajena en parte a lo puramente literario de la materia, pero
que trasciende a dominios más extensos, y que revela su honda, su
original, su delicadísima interpretación del problema de América.
«Por tales méritos y circunstancias,—concluye,—quizá la poesía de
Pesado y de sus discípulos está destinada a ser en lo futuro más bien
tenida y estimada por una parte de nuestro caudal clásico que del
particular de la literatura mejicana, y en España se recogerá lo que
en Méjico se denigra, viniendo a cumplirse asi aquel triste vaticinio
que estampó el mismo poeta en el prólogo a las obras de su amigo
don Manuel Carpió.» Las palabras de Pesado que cita Mcnéndez Pe-
layo, son estas: «Si está escrito que Méjico, tal como es hoy, deje de
existir, y que en él se pierda la hermosa lengua castellana, no por
eso se desanimen los mejicanos dotados con el sagrado fuego de la
poesía: las obras suyas que merezcan el honor de la inmortalidad,
serán trasladadas a la antigua España, y conservadas allí con la ter­
nura y el cuidado que merecen a una madre los últimos despojos de
un hijo desgraciado».
Apenas si cabe dentro de lo previsible que los mejicanos pierdan
su lengua materna, aun en el caso de una nueva invasión, como no
han perdido ni perderán lo que de España recibieron cuantos viven
desde hace tres cuartos de siglo bajo un poder extraño. Tampoco es
fácil que desaparezca para siempre la autonomía nacional, no diga­
mos ya en Méjico, pues ni la misma nación de Puerto Rico, que por
su condición insular pudiera haber sido definitivamente dominada,
renuncia a sus aspiraciones de unidad plenamente autónoma. Menos
aún es de suponer que la raza entera reniegue de sus hombres de
mérito, a pesar de momentáneos extravíos de la pasión política. Lo
único que subsiste de los tristes augurios de Pesado, nacidos de un

(I) Tomo I, pígs. US-H7.


— 243 —

pesimismo que tenía muchas razones para aferrarse al corazón de los


mejicanos previsores y de los españoles amigos suyos y amantes de
España, es el sentido superior de una solidaridad que aparece con
frecuencia y nunca inoportunamente en las páginas americanas de
Menéndez Pelayo.

IV

Por el ejemplo de sus observaciones acerca de la poesía seudo


azteca, en realidad clásica y bíblica de Pesado, vemos cómo trata
Menéndez Pelayo el punto de la proyección del Viejo Mundo en la
literatura de América, y cómo no sólo encuentra legitimo sino lauda­
ble que los americanos acudan a las literaturas consagradas, buscan­
do en ellas asi las formas de la expresión como las corrientes vivas
de la emoción humana. Los poetas a lo Pesado interesan por su me­
lancólica suavidad, nacida de un subjetivismo que los lleva a las
cosas de otros tiempos, muertas para la insensibilidad que las desco­
noce, pero en realidad perdurables para el arte. Con todo,—ya lo he
dicho,—mayor tenia que ser el interés que en un estudio de la poesía
hispanoamericana despertaran los representantes del género descrip­
tivo. Menéndez Pelayo dió pruebas de un americanismo lleno de vi­
goroso entusiasmo siempre que encontró plenamente expresada, con
verdad objetiva y con sentimiento del arte, la vida natural y espon­
tánea del Nuevo Mundo.
¡Cosa singular! El más americano de los poetas de América es
precisamente el más admirado de Menéndez Pelayo, el que casi des­
de la infancia le interesaba como caso excepcional de cultura clásica,
Amida a un sentimiento vital de la naturaleza en las regiones equi­
nocciales. Así, Menéndez Pelayo llegó a ser americanista sin saberlo,
por movimiento más de sensibilidad estética que de reflexión estu­
diosa, y fué americanista de una gran escuela. He aquí cómo nos
refiere aquella aventura literaria: «Desde que casi en nuestra infancia
leimos algunos versos de este poema, (sobre la vida rústica en Méjico,
del guatemalteco P. Landivar), en una de las notas que puso Maury
a su apéndice de la Agresión británica, ontramos en gran curiosidad
de adquirir y leer la Rusticatio, deseo que sólo se nos cumplió bastan­
tes años después, por ser libro difícil de hallar, aun en Italia, donde
se imprimió dos veces durante el destierro de su autor con los de­
más hijos de la Compañía». El P. Landivar era un enamorado de su
patrio suelo, y endulzando el destierro, que no debía terminar, se de­
dicó a hacer en versos latinos el cuadro más completo que se conoce
de la vida centroamericana, desde el valle de Méjico hasta las campi­
ñas guatemaltecas. En este poeta, antes que en Bello y en Valbucna,
aprendió Menéndez Pelayo a sentir la emoción del «vasto y riquísimo
— 244 —

conjunto de rarezas físicas y de costumbres insólitas en Europa».


Fué su descubrimiento personal de América. El espíritu clásico de
Menéndez Pelayo se deleitaba con aquella América en latin, como se
deleitaba con la América en latín de Pedro Mártir. Y en honor del
poeta declara que su latín es noble, que no es latin de colegio, sino la
lengua siempre viva, conservada en la tradición ininterrumpida de los
grandes inspirados y grandes humanistas, como Fracastorio, Polizia-
no y Pontano. Si Landivar hubiera escrito en castellano, Bello ten­
dría un rival, y no figuraria, solitario y aislado, con su Agricultura
de la Zona Tórrida. Landivar describió los lagos de Méjico, los cam­
pos de Oajaca, el volcán del Jorullo, las cataratas de Guatemala, el
beneficio de la cochinilla y del añil, las costumbres y palacios de los
castores, el cultivo de la caña de azúcar, la cria de ganados, los ejer­
cicios ecuestres, gimnásticos y venatorios, las corridas de toros y las
peleas de gallos. Este conjunto de cuadros de un exotismo tan raro
como verdadero, no se ha perdido del todo para el público, y logra
un sitio en las antologías gracias a la traducción que de una parte de
la Rusticado Mexicana hizo <el elegantísimo Pagaza», obispo de Ve­
racruz, autor de los deliciosos Murmurios de la Selva, poeta «que es
sin disputa uno de los más acrisolados versificadores clásicos que
hoy honran las letras españolas». Menéndez Pelayo declara que «la
Musa de Landivar era la de Virgilio rejuvenecida y transportada a la
naturaleza tropical». Lo mismo exactamente dice de la de Bello, y el
estudio que hace del poeta venezolano es digno de un examen de­
tenido por el peso de las consideraciones a que se entrega el criti­
co, haciendo todo un tratado sobre el valor de la poesia descriptiva.
Vemos que si Bello fué grande en la pintura del mundo físico, esto
se debe a que por una parle no se abandonó a la improvisación fan­
tástica, sino a que emprendió un estudio minucioso y directo de ese
mundo físico, guiado por los consejos y el ejemplo de Humboldt,
quien figura con pleno derecho entre los fundadores de la estética
americana. Humboldt enseñó a buscar el consorcio de la literatura y
de la ciencia, según el modelo del Viaje de las regiones equinocciales
y del Cosmos, obras suyas, continuadoras de las de Buffon, Rousseau
y Saint Pierre. Por otra parte, Bello era profunda y devotamente vir-
giliano. Vivía con Virgilio y lo sentía. Vivía asimismo en el comercio
asiduo de Céspedes, y el poeta cordobés acabó de enseñarle «el arte
exquisito de ennoblecerlo todo con los matices y tintas de la dicción
poética». Nunca hubo, pues, quien aventajara a Bello como artista
consciente de su técnica. Estudió todos los precedentes y todos los
modelos: estudió hasta modelos inmediatos, como la Emilia de Arria­
ra y la Agresión británica de Maury. Bello había encontrado en este
poema «el arto de la descripción americana, o a lo menos de la des­
cripción por grandes masas», pero su triunfo consistió en «descar­
garla de tanta pompa y tanta retórica».
— 245 —

Si Bello es un hombre que ha estudiado numerosos modelos,


¿qué le queda en su haber personal? «A mi entender,—dice Menén­
dez Pelayo,—le queda casi todo: le queda su maravilloso estilo, del
cual ha dicho el gran poeta colombiano Pombo «que es un manso
rio cargado de riqueza y con el fundo de oro». Le queda aquel pere­
grino sabor, a la vez latino y americano, que al mismo tiempo que
nos halaga el gusto con la quinta esencia del néctar clásico, estimula
el paladar con el jugo destilado de las exóticas plantas intertropica­
les. En los cantos de Bello llegan a nosotros los sones de la vena
virgiliana y de la flauta de Sicilia, armoniosamente mezclados con el
yaraví amoroso, que suena desde el lejano tambo, mientras brillan en
el cielo las cuatro lumbres de la Cruz Austral, y se perciben en el
ambiente tibio y regalado las luminosas huellas del cocuyo fosfores­
cente. Le queda la fusión de lo antiguo y de lo novísimo, de la pre­
cisión naturalista y de la nostalgia del proscrito; el arte de dar cierto
género de vida moral a lo inanimado, personificando al maíz, jefe
altanero de la espigada tribu, haciendo desmayar dulcemente el bana­
no, rendido bajo el peso de su carga; mostrándonos la solicitud casi
maternal con que el búcare corpulento ampara a la tierna teobroma, y
poetizando, como ya notó Caro, la lucha por la existencia en las plan­
tas a cuyas raíces viene angosto el seno de la tierra. Y no le queda­
rían sólo destellos exquisitos, sino cuadros de gran composición
clásica, como el incendio y la repoblación de las florestas, que por
cualquier lado que se le mire es digno de las Geórgicas', pinturas
épicas e idílicas, como la edad de oro de Cundinamarca y el salto
audaz del Bogotá espumoso, y la montaña abierta por el cetro divino
de Nenquetaba» (i).
■ Por lo dicho, quien haya leído distraídamente la obra de Menén­
dez Pelayo, y más aún quien -no la haya leído, creerá que el critico
admiraba sólo un americanismo literario de alta escuela, transcrip­
ción noble y sabia, sincera y realista de la vida, si se quiere, pero
siempre de tono clásico, siempre renacimiento virgiliano, siempre
transcripción de las Geórgicas, «para cantar nuevos frutos y nuevas
labores, y consagrar con su voz las vírgenes florestas del Nuevo
Mundo», bajo la forma do modelos descriptivos en que la dicción
poética, como en Bello, Landivar y Pagaza, «llega a un grado de pri­
mor y perfección insuperables».
No; Menéndez Pelayo supo asimismo beber en el barro de la lite­
ratura indocta y silvestre, admirándola como pudo haber admirado
la más delicada de las acopladuras de Bello. No es la Agricultura de

(l) T. I, págs. 386-387. Bello tenía el don da las invenciones felices en el arte do
la expresión pintoresca. Asi, Meníndcz Pelayo puede citar: el carmín viviente de los
nopales, los sarmientos trepadores. Jas rosas do oro y el vellón de niove dol algodón,
las urnas de púrpura del cacao y los albos jazmines del café.

2
— 246 —

la Zona Tórrida, no es la Rusticado Mexicana, no es la zampona de


los Murmurios de la Selva lo que él encuentra más distintamente re­
presentativo de una virgen América, sino el venero de que brota
aquellu Memoria sobre el cultivo del mais en Antioquia, de Gutiérrez
González, «extraño poema», dice con admiración Mencndcz Pclayo:
«lo más americano que hasta ahora ha salido de las prensas».
Según Pombo, el titulo no debe considerarse como una simple
humorada. Gutiérrez González, sin duda, «quiso dar una broma a sus
amigos y al mundo». Pero la materia era de suyo tan noble, y tan
grande el ingenio del poeta, que éste no consiguió hacer de su Me­
moria sobre el cultivo del mais en Antioquia una simple algarada de
localismo, sino que realizó una obra de arte, de arte bárbaro, como el
de Facundo o el de Martín Fierro, y de mayor exotismo para el euro­
peo, por cuanto el escenario no es una pampa sino una selva.
El poeta quiso que no se le entendiera sino por los antioqueños.
Sobrecargó sus versos de expresiones locales, sin dignarse escribirlas
con cursiva (1). Pero a pesar de todo, no sólo se le entendió y se le
descifró gracias a un vocabulario especial agregado como apéndice
de la obra (2), sino que se le admira en España y en toda la América
Española.
Menéndez Pelayo no cree, como Cuervo, que el poema de Gutié­
rrez González sea virgiliano. En efecto, el poeta antioqueño «no se
propone aplicar a nueva naturaleza y a nueva materia poética el arte
de Virgilio... Pero como apenas hay cosa que en los antiguos no esté,
a lo menos en germen, viene a encontrarse, seguramente sin cono­
cerlo, no con la aristocrática y refinada inspiración de las Geórgicas,
última perfección del estilo poético, sino con un vigoroso cuadro de
género, titulado Moretum, que anda, no se sabe con qué fundamento,
entre los poemas menores atribuidos a Virgilio, y en el cual, con mi­
nuciosidad de detalle que pudiéramos Homar flamenca u holandesa,
se describen las faenas con que el pobre labrador Simylo exigui
cultor rusdeus agri, prepara su frugal almuerzo con ajo, apio, ruda y
otras hierbas, mezclando queso, aceite y vinagre para componer un
cierto almodrote. Dicen que el autor de este raro idilio le tradujo o
imitó de otro poemita griego de Parthenio que hoy se conserva... El
que haya leído y recuerde este poema..., podrá formarse idea aproxi­
mada de la poesia muy sana, robusta y confortante, pero montaraz,
que constituye el mayor hechizo de la Memoria de Gutiérrez Gonzá­
lez. Algunas pinturas de la vida rústica en insignes novelistas mo­
dernos, en nuestro Pereda, por ejemplo, pueden servir también de
tipo de comparación muy aproximado» (3).

(1) Yo no escribo español, sino antioqueño, dice ol poeta.


(j) V. Poesías «le Gregorio Gutiérrez González. Bogotá. 1SS1.
(3> T. II, págs. 61-63.
— 2M —

Añadiríamos, no a título de reparo, sino para completar la nota


de Menéndez Pelayo, que el poema o Memoria encierra algo más que
un cuadro a la holandesa, pintura minuciosa y modesta de la vida
rústica. El poeta de Antioquia no describe un campo cultivado, sino
la selva hirsuta y la lucha que entabla el hombre contra ella en el
momento del desmonte y de la quema. Es la agresión primera, la
acometida más brava de la civilización, que con treinta peones semi-
desnudos rompe la maleza para derribar después los árboles gigan­
tescos de una virgen América. Y si bien es verdad que encontramos
la glorificación del maiz, no como jefe altanero de la espigada tribu.
presentándose para una revista, con su hueste en formación de bata­
lla, sino en la mesa antioqueña donde se comen los frisóles, la ma­
zamorra y las arepas; si es verdad que el poeta, enternecido, no olvi­
da las natillas, el moto y los tamales, no nos habla como un autor de
idilios, sino como un propagandista, como un patriota que defiende
el derecho a no transigir
con algunos petulantes
Que sólo porque han ido a tierra ajena
Y han comido jamón y carnes crudas
De su comida y su niñez reniegan.
El poema ha empezado como epopeya y acaba como himno. Ha
empezado hablando de los árboles que
sacuden sus bejucos
Cual destrenzada cabellera rubia,
Donde tienen guardados los aromas
Con que el ambiente en su vaivén perfuman;
ha comenzado hablando de la lucha en la que entran los peones
Cantando a todo pecho la guavina,
Canción sabrosa, dejativa y ruda;
Ruda cual las montañas antioqueñas,
Donde tiene su imperio y fué su cuna,
para concluir con su salve a la arepa y a la bebida popular, fermen­
tada en tarros, remedio del calor: ¡a la chicha antioqueña!

Menéndez Pelayo nunca deja de mostrar cuánto le complacen los


dones de la originalidad. Vemos en su análisis de la obra de Pedro
de Oña, por ejemplo, que después de alabar todas las excelencias
del Arauco domado, demuestra que el poeta ni es épico, a pesar de
su relación directa con los acontecimientos, ni es americano para
— 248 —

el arte, aunque nacido en América. Y advierte que «en este poema,


enteramente americano por su asunto, y escrito, además, por autor
que en su vida había salido de América, y no podía conocer, por
consiguiente, otra naturaleza que la del Nuevo Mundo, esta na­
turaleza tan nueva y tan grandiosa brilla por su ausencia, y está
sustituida por los bosquecillos cortados a tijera, por reminiscencias
de los jardines de Armida y de Alcina y de las orillas del Tajo, des­
critas por Garcilaso; por una vegetación absurda o convencional,
propia, a lo sumo, del Mediodía de Italia o de España, y que nunca
pudieron contemplar los ojos de Pedro de Oña en las florestas de su
nativo Chile. Las descripciones campestres que hace son muy loza­
nas y recrean agradablemente la vista y el oído; pero están tomadas
de los libros y no de la naturaleza. Algunos nombres indígenas de
plantas, algunos chilenismos o peruanismo de dicción, algún fugitivo
rasguño de costumbres de los salvajes, no bastan para compensar
esta falsedad continua, doblemente extraña en quien se preciaba de
haber vivido entre los araucanos y conocer su frasis, lengua y modo.
El idilio de Caupolicán y Fresia en el canto V, que es, sin duda, lo
mejor de la obra, quizá lo único enteramente bueno, es bello en si
mismo, y parecería muy bien en una égloga o en un poema mitoló­
gico; pero, ¿quién, si se detiene un poco a considerar la descripción
del supuesto valle de Elicura, en que Caupolicán y su amada sestea­
ban, no ha de pasmarse de verle plantado de álamos, fresnos y ci-
preses; cubierto de jazmines, azucenas, lirios, claveles; engalanado
por vides trepadoras, poblado de gamos, jabalíes y venados; mientras
el blanco cisne pasea por la ribera, y suena el zumbido de las abejas;
siendo, como es notorio, que ninguno de estos árboles, llores y ani­
males existia en los valles de Arauco, ni existen todavía los más de
ellos? Y, en cambio, el rey de aquellas selvas, la araucaria gigante,
nada dice al poeta nacido a su sombra. Quizá no pueda presentarse
otro ejemplo igual de la tiranía ejercida por los libros, y de la general
ausencia del sentimiento de la naturaleza hasta tiempos muy re­
cientes». (1)
Tampoco se podrá decir,—lo repito,—que Menéndez Pelayo exija
de los americanos un americanismo a toda costa. Ya vimos que les
permite beber en las fuentes de los libros sapienciales, en las de los
clásicos de Grecia y Poma, en las de los modelos petrarquistas y aun
en las del neoclasicismo y del romanticismo, español o francés; pero
lo que nunca admitió ni toleró fué, por un lado, ya lo he dicho, el
americanismo a fuerza de mazo y escoplo, como rechuzó, por el otro
lado, las formas ajenas de sentimiento y de expresión que no fueran
modelos para la propia y espontánea fuerza creadora, sino muletillas
do cacoquimios.

(1) T. II, pJjp. 314.317.


— 249 —

. Estuvo muy lejos de creer que la realización de la belleza hubiera


de conseguirse a expensas de los destellos interiores del alma. Por
otra parte, con harta desenvoltura hace mofa de la falsa poesía na­
cional, formada de héroes indígenas, conservados en salmuera zorri-
llcsca (hoy seria parnasiana), como cuando nos habla de aquel poeta
de los siboneyes, cantor
de las vírgenes tostadas
De esbeltos talles y de negros ojos
Que vivieron al son de las cascadas
Bajo el ancho dosel de los corojos.
Aquel poeta lo era por su pequeña colección de sustantivos indí­
genas aprovechables para la rima, como se puede ver examinando la
descripción del medio en que desenvolvían su inocente actividad las
vírgenes tostadas, con sus padres, hermanos y pretendientes:
Allí en pobres y rústicos caneyes
Tranquilos habitaron los behiques,
Las vírgenes cubanas, los caciques,
Una familia, en fin, de siboneyes.
Este empeño de indianismo sin fondo ni objeto, que dió lugar a
aquella burleta:
Me gusta la pifia,
Me gusta el mamey.
Yo soy de Bayamo,
Yo soy siboney,
forma uno de los dos polos de la despersonalización literaria en Amé­
rica. El otro polo es el prurito que ayer se llamaba huguismo o zo-
rrillismo, y que hoy se arrastra a los pies de otros ídolos de la moda,
algunos de ellos no de metal, noble o plebeyo, sino de porcelana.
«En vez de traer al arte castellano, en la lengua de Heredia y de
don Andrés Bello, las singulares y prodigiosas hermosuras del suelo
tropical,—dice Menéndez Pelayo refiriéndose a estos imitadores afran­
cesados,—prefirieron repetimos por centésima vez, en jerga mestiza
y agabachada, lo que en París habían aprendido y lo que desde París
se difunde por toda Europa; y así fué como, en son de independen­
cia, vinieron a perder todo carácter americano y todo carácter espa­
ñol, sin ser tampoco franceses sino de imitación y contrahechos,
porque nadie reniega impunemente de su casta.» (i)
En una historia do la Poesía hispanoamericana, las palabras trans­
critas plantean una cuestión cuya importancia excede Jos límites de
la discusión exclusivamente estética. Estamos en presencia de una

(0 T. i, 289-
— 25° —

verdadera desnacionalización, de un descasamiento, y más diría, de


una emasculación. «En francés se piensa, en francés se siente, en
francés se habla». Exacto; pero pudo haber añadido Menéndez Pelayo
que hablar, sentir y pensar en un idioma extraño es no hablar, ni
sentir, ni pensar. Porque el hombre de nuestra raza nunca deja de ser
un inferior para el francés, que lo explota y lo domina por la fasci­
nación. La prosa francesa no es vehículo de ¡deas, y el verso francés
no es vehículo de sentimiento cuando no hay reacción personal en
quien los acoge: son champaña que se bebe sin medida y que se sube
mucho a la cabeza. Lo que dice París tiene carácter de verdad inata­
cable, y si es contra España o contra la América Española, se con­
sagra como un dogma. No van estos hipnotizados al foco de la luz
para encender llamas de verdad, amor y belleza en el espíritu, sino
para girar locamente, como mariposas o como los insectos nocturnos
de Montmartre.
España es cliente; la América de ella nacida lo es más aún.
Hay en esto una obstinación que desalentaría si bajo el aspecto de
las manifestaciones de coloniaje, no sintiéramos la corriente profun­
da de las fuerzas silenciosas que acabarán por hacernos indepen­
dientes de los demás. Lejos de mi el pensamiento de que nos unire­
mos por el odio contra gentes de distinta conformación. Y más lejos
aún de mí el pensamiento de que debamos rechazar las ondas frescas
de la cultura extraña. Apartemos la soberbia, pero nada aprendere­
mos y nada seremos si nos es imposible sentir que la modestia en­
cuentra sus limites en el decoro, y que el decoro no es otra cosa
sino el sentimiento de la personalidad.
Menéndez Pelayo supo atacar con decisión admirable el prurito
de la mutua deturpación a que nos entregamos españoles y america­
nos durante el siglo que duró nuestra triple borrachera de impostu­
ras históricas formadas con dos o tres compases de la Marsellesa,
diez comentarios de periodistas sobre las libertades británicas y algún
mal entendido capitulo de Tocqueville acerca de la democracia yanqui
de 1830. El crítico, sereno y fuerte, sin atender a los gritos demagógi­
cos ni a los improperios de la canalla absolutista, robó algunos de los
mejores años de su labor a la tarea gigantesca que fué el encanto de
su hermosa vida para tender un puente de verdad y belleza entre la
fecunda España de los Pinzones y la España joven que cortan los
Trópicos.
Carlos Perevka.

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