190 PDFsam 432737036 13 Leyendas Tenebrosas Del Peru

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seríamos la familia unida de siempre, evitando las complicaciones. Yo me


entregaría a las tareas de la chacra y la caza, y mis hijos pescarían e irían al
colegio. En unos años, podríamos trasladarnos a la ciudad, podría ser a Pevas, tal
vez a Iquitos. Y, quién sabe, quizá a Lima.
En efecto, volvimos a la vida apacible y normal de todos los días. Mis hijos eran
muy estudiosos y sacaban buenas notas en el colegio estatal. Mi mujer tenía un
pequeño negocio de artesanías: hacía buenas estatuillas con figuras de animales
talladas en madera de topa, que vendía a algunos comerciantes. Ellos las pintaban
o barnizaban, y vendían como recuerdos a los turistas. Por mi parte, me dedicaba
por completo a la chacra, la mayor parte llena de monte y que iba recuperando
poco a poco.
Incluso me dediqué con más curiosidad a desenterrar las vasijas de los antiguos,
que tenían pinturas hermosas y de colores amarillos y rojizos. Decían que las
monjas del pueblo compraban muchas de estas vasijas a los indígenas y también
a los mestizos, para llevárselas al extranjero y venderlas en dólares y euros. Pero
yo podría venderlas en Pevas y me pagarían más. O quizá podría llevarlas a un
museo, para que todos pudieran ver los grandes artistas que habían sido nuestros
antepasados.
Así pasó un mes. Y el día de luna verde, ocurrió lo inevitable.
Era de mañana y habíamos desayunado temprano café y plátanos fritos. Mis hijos
habían ido al colegio. De pronto, uno de ellos llegó corriendo. Desde afuera y casi
sin aire por el esfuerzo, dijo que una boa había atrapado a mi hijo menor y lo
estaba ahogando. ¿Dónde?, ¿dónde?, pregunté. Y la respuesta me hizo temblar de
pies a cabeza.
—En la quebrada de aguajes.
Dejé la retrocarga que estaba alistando y me encaminé a mi destino.
Corrí solo, atravesé el monte y llegué en pocos minutos, sudando a chorros, a la
quebrada maldita. No había nadie. El agua estaba mansa y no había rastros de
pisadas sobre la arena. Todo había sido una trampa. Mis hijos debían estar en el
colegio sin saber nada.
De pronto, surgió de la espesura de la maleza un lagarto negro inmenso, furioso.

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— ¡Así que te atreviste a abandonar a mi hija!


Y de una dentellada, arrancó una de mis piernas. El dolor fue terrible y lancé un
grito ronco. La sangré empezó a borbotear y caí dando alaridos.
— ¡Abandonaste a mi hija, maldito! —oí otra voz, esta vez chillona y furibunda,
y me vi cara a cara con la boa madre, de escamas tan filudas como cuchillas.
No me dio tiempo para pensar. Hubiera podido tragarme de un bocado, pero
prefirió arrancarme la otra pierna. Mis gritos de dolor y mis llantos no calmaron
el hambre de venganza de los reptiles.
Entonces aparecieron mis hijos, mis trillizos, a quienes supliqué ayuda para curar
mis heridas. Pero ellos se hicieron gigantescos, y me mostraron más bien sus
colmillos feroces y babeantes.
— ¡Nos abandonaste, y dejaste sola a nuestra madre! —dijeron.
Uno de ellos me arrancó una mano, el otro me arrancó un brazo y el tercero se
deshizo de lo que quedaba de mi brazo sin mano. Para entonces, yo era una masa
sanguinolenta, que apenas podía emitir gritos de dolor. Ya solo me quedaban la
sorpresa y el llanto.
Entonces surgió Yara de las aguas, monstruosa, con sus escamas brillantes al sol
y sus colmillos violentos. Me clavó los ojos hasta atravesarme el escaso corazón
que aún latía en mí.
—Nos habíamos amado tanto, y me abandonaste —chilló.
—No fue mi culpa —me defendí, ensangrentado y a punto de desfallecer—. No
pude luchar contra tu embrujo. Te amé porque me obligaste a amarte.
—Nunca te obligué —dijo Yara, ahora convertida en la mujer más hermosa del
mundo, con sus palabras cálidas y mirada tierna—. Si sentiste que me amabas, es
porque así es. Siempre ha sido así.
Sentí que tenía razón. Me había rendido ante su belleza magnífica y salvaje. La
culpa había sido mía siempre. Tosí débilmente y escupí chorros de sangre.
Yara, convertida nuevamente en una boa salvaje, no escuchó más razones y se
abalanzó sobre mí.

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Vi exactamente lo que había visto el maestro Cuipal, viejo conocedor de la
naturaleza.
La boa arrancaba mi cabeza y se la tragaba con furia incontenible. El resto de mi
cuerpo se lo disputaron mis trillizos, dentellada a dentellada. Hasta que de mí solo
quedó una mancha sangrienta sobre la arena, que la lluvia que empezaba a caer
se encargaría de limpiar y desaparecer para siempre.

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