Resumen Libro Amar o Depender
Resumen Libro Amar o Depender
Resumen Libro Amar o Depender
¿Quién no ha caído alguna vez bajo los efectos del apego amoroso? Cuando el amor obsesivo se dispara,
nada parece detenerlo. El sentido común, la farmacoterapia, la terapia electroconvulsiva, los médium, la
regresión y la hipnosis fracasan al unísono. Ni magia ni terapia. La adicción afectiva es el peor de los
vicios.
Depender de la persona que se ama es una manera de enterrarse en vida, un acto de automutilación
psicológica donde el amor propio, el autorespeto y la esencia de uno mismo son ofrendados y regalados
irracionalmente.
Bajo el disfraz del amor romántico, la persona apegada comienza a sufrir una despersonalización lenta e
implacable hasta convertirse en un anexo de la persona “amada”, un simple apéndice. Cuando la
dependencia es mutua, el enredo es funesto y tragicómico: si uno estornuda, el otro se suena la nariz. O,
en una descripción igualmente malsana si uno tiene frío, el otro se pone el abrigo.
“El sentimiento de amor” es la variable más importante de la ecuación interpersonal amorosa, pero no
es la única. Una buena relación de pareja también debe fundamentarse en el respeto, la comunicación
sincera, el humor, la sensibilidad, y cien adminículos más de supervivencia afectiva.
Lo que define el apego no es tanto el deseo como la incapacidad de renunciar a él. Si hay un síndrome
de abstinencia, hay apego.
El hecho de que desees a tu pareja, que la degustes de arriba abajo, que no veas la hora de enredarte en
sus brazos, que te deleites con su presencia, su sonrisa o su más tierna estupidez, no significa que sufras
de apego. El placer (o si quieres, la suerte) de amar y ser amado es para disfrutarlo, sentirlo y
saborearlo. Si tu pareja está disponible, aprovéchala hasta el cansancio; eso es apego sino intercambio
de reforzadores. Pero si el bienestar recibido se vuelve indispensable, la urgencia por verla no te deja en
paz y tu mente se desgasta pensando en ella; bienvenido al mundo de los adictos afectivos.
El sujeto apegado concentra toda la capacidad placentera en la persona “amada”, a expensas del resto
de la humanidad. Con el tiempo esta exclusividad se va convirtiendo en fanatismo y devoción: “Mi
pareja lo es todo”. El goce de la vida se reduce a una mínima expresión: la del otro. Es como tratar de
comprender el mundo mirándolo a través del ojo de una cerradura, en vez de abrir la puerta de par en
par. Quizás el refrán tenga razón: “No es bueno poner todos los huevos en la misma canasta”;
definitivamente, hay que repartirlos.
No hay relación sin riesgo. El amor es una experiencia peligrosa y atractiva, eventualmente dolorosa y
sensorialmente encantadora. Este agridulce implícito que lleva todo ejercicio amoroso puede resultar
especialmente fascinante para los atrevidos y terriblemente amenazante para los inseguros. El amor es
poco previsible, confuso y difícil de domesticar. La incertidumbre forma parte de él, como de cualquier
otra experiencia.
Todos esperamos que nuestra pareja sea relativamente estable e incuestionablemente fiel. De hecho, la
mayoría de las personas no soportarían una relación fluctuante y poco confiable, y no sólo por principios
sino por salud mental. Por donde se mire, una relación incierta es insostenible y angustiante. Anhelar
una vida de pareja estable no implica apego, pero volverse obsesivo ante la posibilidad de una ruptura,
si.
La historia afectiva de estas personas está marcada por despechos, infidelidades, rechazos, pérdidas o
renuncias amorosas que no han podido ser procesadas adecuadamente. Más allá de cualquier
argumento, lo primordial para el apego a la estabilidad/confiabilidad es impedir otra deserción afectiva:
«Prefiero un mal matrimonio, a una buena separación». El problema no es de autoestima sino de
susceptibilidad al desprendimiento. El objetivo es mantener la unión afectiva a cualquier costo y que la
historia no vuelva a repetirse.
Las personas con baja autoimagen, que se consideran poco atractivas o feas, pueden aferrarse muy
fácilmente a quienes se sientan atraídos por ellas. A veces este apego funciona como un acto de
agradecimiento: «Gracias por tu mal gusto». No obstante, pese a la terrible discriminación física que
acontece en el mundo civilizado, he visto parejas de individuos muy poco agraciados (al menos de
acuerdo al patrón tradicional de belleza), que se gustan y degustan mutuamente como un manjar de
dioses. En ciertas ocasiones, compartir complejos puede crear mucha más adicción que compartir
virtudes; al menos en el primer caso la competencia no cabe.
Como es sabido, el apego sexual mueve montañas, derriba tronos, cuestiona vocaciones, quiebra
empresas, destruye matrimonios, sataniza santos, enaltece beatos, humaniza frígidas y compite con el
más valiente de los faquires. Encantador, fascinante y enfermador para algunos; angustiante,
preocupante y desgarrador para otros.
Cuando la adicción sexual es de parte y parte, todo anda a pedir de boca. La relación se vuelve casi que
indisoluble. Pero si el apego es unilateral y no correspondido, el que más necesita del otro termina mal,
o abre sucursal. Las parejas que coinciden en su afán sexual, no necesitan terapeutas ni consejeros, sino
una buena cama (finalmente todo lo arreglan bajo las sábanas). Dos adictos al erotismo, viviendo juntos,
alimentando a cada instante el apetito, jamás se sacian. Por el contrario, cada vez se necesitan más y la
droga debe ser mayor para producir el mismo efecto. Ningún drogadicto se cura por saciedad.
Si alguna víctima de este apego decide acabar valiente e inquebrantablemente con la pasión que lo
embarga, las recomendaciones exceden la ortodoxia terapéutica: rezar mucho, entregarse al ángel de la
guarda o irse a vivir a Alaska, lo más lejos posible del oscuro objeto del deseo.
El apego a los mimos/contemplación puede estar libre de todo apego sexual y de cualquier esquema
deficitario. En estos casos, el simple gusto por el contacto físico o el «contemplis» en general, es el que
manda. Ya sea por causas heredadas o aprendidas, la hipersensibilidad a los arrumacos pone en marcha
un alud placentero y arrollador, imposible de detener, que se irradia hasta los lugares más recónditos de
nuestro organismo. No es de extrañar que las personas mimosas queden fácilmente atrapadas por los
besos, abrazos, la sonrisa u otras manifestaciones de afecto. Una señora no muy bien emparejada
defendía su apego así: «Yo sé que tiene mil defectos… ¡Pero es que acaricia tan rico!» Conocí a un joven
ejecutivo, víctima del estrés, que lograba apaciguarse totalmente si su esposa le «rascaba» la cabeza.
El apego a la convivencia tranquila y en paz es de los más apetecidos, sobre todo después de los
cuarenta años. Hay una época en la vida en que estamos dispuestos a cambiar pasión por tranquilidad.
Muchos de mis pacientes prefieren la calma hogareña a las simpáticas y divertidas emociones fuertes.