Diego I. Rosales Meana - Mínima Fenomenología de La Religión en Agustín de Hipona

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Metafísica y Persona

Filosofía, conocimiento y vida


Metafísica y Persona, Año 11, No. 22, Julio-Diciembre 2019, es una publicación se-
mestral, coeditada por la Universidad de Málaga y la Universidad Popular Au-
tónoma del Estado de Puebla A.C., a través de la Academia de Filosofía, por la
Facultad de Filosofía y Humanidades y el Departamento de Investigación. Ca-
lle 21 Sur No. 1103, Col. Santiago, Puebla-Puebla, C.P. 72410, tel. (222) 229.94.00,
www.upaep.mx, [email protected], [email protected]. Editor res-
ponsable: Roberto Casales García. Reservas de Derecho al Uso Exclusivo 04-2014-
061317185400-102, ISSN: 2007-9699 ambos otorgados por el Instituto Nacional del
Derecho de Autor. Licitud de Título y contenido No. (en trámite), otorgados por
la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de
Gobernación. Impresa por Édere, S.A. de C.V., Sonora 206, Col. Hipódromo, C.P.
06100, México, D.F., este número se terminó de imprimir en diciembre de 2018,
con un tiraje de 250 ejemplares.

Metafísica y Persona está presente en los siguientes índices: Latindex, ISOC, RE-
DIB, SERIUNAM, The Philosopher’s Index, ERIH PLUS.

Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura


de los editores de la publicación.

Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos


e imágenes de la publicación sin previa autorización de los editores.

ISSN: 2007-9699
Metafísica y Persona
Filosofía, conocimiento y vida
Año 11 — Número 22

Julio-Diciembre 2019
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Zagal, Héctor, Universidad Panamericana, México
Contenido
Artículos
Mínima fenomenología de la religión en Agustín de Hipona
Diego I. Rosales Meana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Ser y tiempo en Nietzsche. El legado hermenéutico
de Martin Heidegger
Raquel Ferrández-Formoso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33
El Trabajo Doméstico: de la Rerum Novarum a la Amoris Laetitia
Rafael Hurtado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
El surgimiento del Deseo en Kierkegaard:
un análisis de los estadios eróticos inmediatos
Pablo Uriel Rodríguez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
Las exterioridades condenadas y su curvatura ética
Jairo Marcos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111
Lo absolutamente infinito (Spinoza), lo infinito (Schelling, 1795-1796)
y sobre lo absoluto como logos contemporáneo
Nazahed Franco Bonifaz
Rodolfo Cortés Del Moral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125

Notas críticas
Ontología (novo) realista y mundo
José Antonio Pardo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169

Reseñas
Oppy, Graham, Atheism and Agnosticism (Elements in the Philosophy
of Religion), Cambridge: Cambridge University Press, 2018, 72pp
Juan José Sáchez Altamirano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181

Almeida, Michael, Cosmological Arguments (Elements in the Philosophy


of Religion). Cambridge: Cambridge University Press, 2018, 104pp
Paniel Reyes Cárdenas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .188
Artículos

9
Mínima fenomenología de la religión
en Agustín de Hipona
Little Phenomenology of Religion in Augustine of Hippo

Diego I. Rosales Meana


Instituto Aliosventos, Ciudad de México
[email protected]
Resumen
El objetivo de este artículo es dar cuenta de la búsqueda religiosa como una explora-
ción del deseo según Agustín de Hipona. Si la fenomenología de la religión trata de des-
cribir las características esenciales de la vida religiosa, trataré de mostrar cómo el deseo
humano puede ser la clave para comprender el fenómeno religioso. Para Agustín, Dios
es el Summum Bonum, Él es el objeto más amable del deseo. Si consideramos el corazón
humano como el centro del alma, y que este corazón está siempre inquieto, entonces todos
los deseos humanos de beatitudo son detonados en su máxima expresión por la búsqueda
religiosa, cuya mejor expresión es la oración tal y como es considerada por Agustín: la
expansión del deseo.

Palabras clave: Agustín de Hipona, deseo, oración, religión, persona

Abstract
The aim of this paper is to give account of the religious quest as the exploration of desire,
according to Augustine of Hippo. If the Phenomenology of Religion tries to describe the es-
sential characteristics of religious life, we will try to show how can human desire be the clue
in order to understand the religious phenomenon. To Augustine, God is the summum bonum,
so He represents the most loveable object of desire. If we consider the human heart as the cen-
tre of the soul, and that this heart is always restless, then all of the human desires of beatitudo
are detoned in their deepest by the religious quest, which is expressed at its best in prayer as
it is considered by Augustine: the expansion of desire.

Keywords: Augustine of Hippo, Desire, Prayer, Religion, Self

Recepción del original: 01/12/18


Aceptación definitiva: 14/02/19

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Metafísica y persona. Filosofía, conocimiento y vida
Año 11 — Julio-Diciembre 2019 — Número 22

En el fondo del hombre,


agua removida.
Miguel Hernández

1. Introducción

De entre todas las tareas que tiene la fenomenología de la religión, una de


ellas consiste en la descripción comprensiva de los rasgos que componen la
estructura del fenómeno religioso en general. De acuerdo con Martín Velas-
co, esta tarea deberá hacerse cargo de describir y comprender al menos dos
elementos:1 el primero es la materia que compone el hecho humano al que
llamamos religión, es decir, el acto físico, que puede ser un ritual, un canto,
una danza, o cualquier otra manifestación material de la experiencia religio-
sa. El segundo es el elemento formal o intencional que convierte a lo material
en propiamente religioso; es la intención subjetiva que dota de un significado
muy preciso al hecho material y por lo que podemos llamar a ese acto un acto
específicamente religioso.
El objetivo de este trabajo es ofrecer algunos elementos para compren-
der uno de los aspectos de la actitud religiosa en San Agustín: la oración
como deseo. Si bien en San Agustín no encontramos una fenomenología de la
religión propiamente dicha, por la sencilla razón de que esta disciplina como
tal es lejanísima al obispo de Hipona en el tiempo, sí podemos encontrar
en su filosofía elementos filosóficos y fenomenológicos para comprender el
hecho religioso; y para etender la oración como la expresión primordial de la
vida religiosa y como el reconocimiento y la afirmación del deseo humano en
tanto deseo de un amor absoluto.
Para ello, dividiremos este trabajo en tres partes. En primer lugar, hare-
mos algunas precisiones sobre la idea de Dios como summum bonum en San
Agustín. En segundo lugar, intentaremos describir el itinerario existencial
que va desde la inquietudo cordis hasta la formulación explícita del deseo
por el que Dios se hace presente en la vida de los hombres. Por último, des-
tacaremos la idea agustiniana de oración entendida como la afirmación del
deseo de cara a Dios.

1
Cf. Velasco, J. M., Introducción a la fenomenología de la religión, Madrid: Trotta, 2006, p. 86.

12
Mínima fenomenología de la religión en Agustín de Hipona

2. La búsqueda de Dios en Agustín:


el misterio como summum bonum

Para Agustín, al ámbito de lo sagrado se accede principalmente a través


de la vía interior. Si lo sagrado es, para decirlo con Martín Velasco, “el ámbito
en el que se inscriben todos los elementos que componen el hecho religioso,
el campo significativo al que pertenecen todos ellos”,2 entonces ese ámbito
se encuentra, aunque no solamente pero sí de manera primordial, por la vía
de la interioridad. “No hay, pues, ya lugar a dudas: es Dios la inmutable
naturaleza, erguida sobre el alma racional, y allí campea la primera vida y la
primera esencia, donde luce la primera sabiduría. He aquí la soberana Ver-
dad, que justamente se llama ley de todas las artes y arte del omnipotente
Artífice”.3 Aparecen aquí varios elementos que se asocian con el ámbito de
lo sagrado y que se encuentran precisamente en el ámbito de la vía interior:
en la vivencia que el sujeto tiene de sí, en la profundización y hondura de la
propia estructura interna del alma humana. Dios es inmutable y está erguido
sobre el alma racional. Ahí está la primera vida, la primera esencia, la prime-
ra sabiduría. Agustín se refiere a Dios, pues, como el origen, como lo primero,
como el principio de todos los principios, como el origen de todas las cosas,
pero además es también la primera vida, es decir: aquello que dota a los seres
de existencia, es lo que posibilita el movimiento y el transcurrir de la historia.
Dios es también la primera esencia y la primera sabiduría: es el conocimiento
de todas las cosas, como si en Él se develaran todos los secretos y los miste-
rios del mundo. Nos sitúa, pues, Agustín, en el plano de lo último, de lo pri-
migenio, de lo originario, y ése es sin lugar a dudas el ámbito de lo sagrado.
Por otra parte, Dios se encuentra “erguido sobre el alma racional”, como
en una vertical ascendente que regula y domina todo lo que está debajo, y
según lo cual todo lo demás es camino, o vía, hacia esa meta que es lo más
alto en el orden de las realidades:
amonestado de aquí a volver a mí mismo, entré en mi interior guiado por ti; y
pude hacerlo porque tú te hiciste mi ayuda. Entré y vi con el ojo de mi alma,
como quiera que él fuese, sobre el mismo ojo de mi alma, sobre mi mente, una
luz inconmutable, no ésta vulgar y visible a toda carne ni otra cuasi del mismo
género, aunque más grande, como si ésta brillase más y más claramente y lo
llenase todo con su grandeza. No era esto aquella luz, sino cosa distinta, muy
distinta de todas éstas.

2
Velasco, J. M., Introducción a la fenomenología de la religión, p. 87.
3
uer. rel., XXXI, 58.

13
Metafísica y persona. Filosofía, conocimiento y vida
Año 11 — Julio-Diciembre 2019 — Número 22

Ni estaba sobre mi mente como está el aceite sobre el agua o el cielo sobre la
tierra, sino estaba sobre mí, por haberme hecho, y yo debajo, por ser hechura
suya. Quien conoce la verdad, conoce esta luz, y quien la conoce, conoce la
eternidad. La caridad es quien la conoce.4

Dios es para Agustín el summum bonum el más grande de todos los bienes,
la cima de la escala ontológica, aquello que da sentido, existencia y bondad,
es decir, ser, a todo el resto de lo que hay. Al ver Agustín la precariedad
de absolutamente todas las cosas, su condición de corruptibles, de mortales
y de pasajeras, deduce que ha de haber un principio que sea radicalmente
fundamento de todo cambio y de todo movimiento, una consistencia ver-
daderamente suficiente, capaz de nutrir de vida a todo cuanto está vivo: tan
nada se basta a sí mismo de manera plena, que ha de haber una realidad que
sea solamente suficiencia. De este modo, los bienes se van situando en una
jerarquía que va de lo más a lo menos perfecto, en la que Dios es el bien más
alto y los bienes más ínfimos son los bienes cuyo talante pertenece más bien
al mundo. Dentro de esta escala el hombre es un ser intermedio, pues, por
su dimensión de carne, está en el mundo; pero, por su espíritu, es imagen de
Dios mismo. En este sentido, es esta vía espiritual –que se manifiesta en la vía
interior–, por la que podemos acceder o tener algún tipo de noticia de Dios
mismo y por medio de la cual nos habla Dios en la voz del corazón, que es ni
más ni menos que el centro mismo de lo que somos.
Es importante aclarar que, aunque Dios se sitúa en la cima de la jerarquía
de los entes, no es un ente Él mismo, como todos los otros entes que son crea-
tura suya. No es que Dios no tenga ser o existencia o subsistencia, sino que
es de otro modo que ser, es de otro modo que los entes que únicamente par-
ticipan del ser de Dios. El mismo Agustín quiere evitar esta confusión, que
históricamente ha sido llamada ‘ontoteología’ y ante la cual arremete toda la
metafísica de la posmodernidad: Dios no es un ente, como si al sumar todos
los entes del mundo obtuviéramos un agregado de perfecciones que dieran
lugar a lo que llamamos Dios. Éste no es el caso, al menos para Agustín:
¿Subsistir es una palabra digna de Dios? Se comprende bien su sentido en
las realidades que sirven a otras de sujeto, como el color o la forma en los
cuerpos. Subsiste el cuerpo, y por eso es sustancia; mas el color o la forma
subsisten como en propio sujeto en el cuerpo, y, por ende, no son sustancias,
sino que subsisten en el cuerpo, que es substancia […]. Llamamos propia-
mente substancias a los seres mudables y compuestos. Si Dios subsiste y
se le puede llamar con toda propiedad sustancia, existe en Él algo como en
sujeto, y entonces no sería ya simple, por no identificarse en Él el ser y sus
atributos, como grande, bueno, omnipotente y cualquier otro digno de Dios.

conf. VII, 10, 16.


4

14
Mínima fenomenología de la religión en Agustín de Hipona

No se puede decir que Dios subsiste y es sujeto de su bondad, ni que esta


bondad no es sustancia o esencia, o que Dios no es la misma bondad, sino
que la bondad existe en Él como en un sujeto. Luego es evidente que Dios
no es substancia [sino en un sentido abusivo. Su nombre propio y verdadero
es esencia, y acaso Dios sólo se pueda llamar esencia].5

Dios, pues, no es una más de todas las sustancias del mundo, sino que es
lo que da sentido al mundo, y no solamente sentido sino consistencia y, en
un sentido más radical: existencia. A ese fundamento, que no es cognoscible
del mismo modo que el resto de los entes que forman parte del mundo, a
los que se conoce de manera objetiva, se accede por una vía que es más bien
subjetiva, es decir, existencial. He aquí una de las grandes aportaciones de la
metafísica y la filosofía agustinianas y desde donde habría que leer, también,
las Confesiones: ellas no son tanto un tratado de filosofía ni una autobiografía.
Si fueran lo primero estaría tratando de su tema como un objeto y si fueran lo
segundo estaría Agustín haciendo de sí mismo un objeto también. Y tampoco
es el caso. Las Confesiones, centrales para la comprensión de la filosofía agusti-
niana, son el testimonio de un hombre a quien ha ocurrido el acontecimiento
de la gracia y que, dirigiéndose a Aquél que ha salido a su encuentro, alaba
y da gracias para que de ese modo los demás hombres podamos ver cómo
ha actuado esa gracia en él. Así, la filosofía agustiniana no es solamente una
teoría sobre Dios ni tampoco únicamente una teoría sobre el mundo o sobre
el hombre, sino un giro existencial que transforma a toda la persona hasta su
centro más íntimo, que llamamos corazón.
Por eso, la idea de Dios como el summum bonum no es una idea que se ob-
tenga únicamente de la reflexión teórica en solitario, o del estudio profundo
del universo y de su estructura, sino después de haber vivido una serie de
acontecimientos que testimonian que el sentido hondo de la existencia no
está en el conocimiento objetivo de la realidad sino, más bien, en el misterio
que da sentido a la historia de cada una de las personas, a través de vivencias
tan grandes y radicales como el gozo, el sufrimiento, la conciencia del tiempo
y de la muerte, o el amor.
Con todo, al ser este Misterio lo que atraviesa toda la realidad desde su
más profunda hondura, también es este Misterio lo más trascendente a ella:
Dios es trascendencia radical e inmanencia radical. Como lo señala Martín
Velasco en línea explícitamente agustiniana:

trin. VII, 5, 10. Sobre la experiencia de Dios y la noción de éste como un sujeto que no subsiste
5

al modo de todos los entes, cf. Bucur, B. G. “Theophanies and Vision of God in Augustine’s
De Trinitate: An Eastern Orthodox Perspective”, en St. Vladimir’s Theological Quarterly, vol. 52,
núm. 1, 2008, pp. 67-93.

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Metafísica y persona. Filosofía, conocimiento y vida
Año 11 — Julio-Diciembre 2019 — Número 22

la absoluta trascendencia de esa realidad frente al hombre y a todas las reali-


dades de su mundo, su condición de totalmente otra; y, al mismo tiempo, y
precisamente por ser absolutamente trascendente, su condición de reali-
dad íntimamente inmanente en toda la realidad mundana y en el corazón
mismo del hombre. A esta realidad, superior summo meo, interior intimo meo,
se ha sabido y sentido remitido el hombre religioso y, tal vez, en muchos
momentos, el hombre sin más, a lo largo de la historia. La condición tras-
cendente-inmamente de esta realidad en relación con todas las realidades
mundanas comporta a su vez su presencia en todo lo que es y en el centro
mismo de la vida humana; y la condición misteriosa, elusiva, nunca objeti-
va, ni susceptible por tanto de una experiencia objetivable, de su Presencia.6

De este modo, Dios es summum bonum no únicamente en sentido ontoló-


gico, sino también en sentido axiológico: es el Bien perfecto y, por tanto, es lo
que subyace al más hondo y al más fuerte de todos los deseos que configuran
cada uno de los movimientos de nuestro cuerpo y cada uno de los movimien-
tos de nuestro corazón.7
Con la afirmación de la trascendencia, el sujeto no quiere remitir el Miste-
rio al más allá de todo lo que existe, como si fuese ajeno a todo y el propio
hombre que lo reconoce. El sujeto religioso afirma o, mejor, reconoce la
absoluta trascendencia del Misterio desde la conciencia de su presencia en
la entraña de lo real y en el corazón de la persona. El reconocimiento de la
absoluta Trascendencia, lejos de oponerse a su presencia en la intimidad de
la persona, la supone.8

Precisamente por esta suposición, realiza Agustín su ya clásica fórmula:


“y todo, Dios mío –a quien me confieso por haber tenido misericordia de mí
cuando aún no te confesaba–, todo por buscarte no con la inteligencia –con la
que quisiste que yo aventajase a los brutos–, sino con los sentidos de la carne,
porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más
elevado que lo más sumo mío [interior intimo meo et superior summo meo]”.9
No es casual que esta afirmación sobre la intimidad y la superioridad de
Dios comiencen con una alabanza de agradecimiento. Cada afirmación que
Agustín hace de Dios la hace, en primer lugar, dirigiéndose a Él de manera
personalísima –como excluyendo toda posibilidad de considerar a Dios, o
el Misterio como un objeto de conocimiento o de uso– y, en segundo lugar,

6
Velasco, J. M., El fenómeno místico. Estudio comparado, Madrid: Trotta, 2006.
7
Incluso, para la espiritualidad en Agustín, las notas de Dios no son únicamente objetivas, sino
que se tiene experiencia de ellas en primera persona, sobre todo en el centro de la afectividad
cuyo lugar propio es el ‘corazón’. Cf. Lorenc, J. A., “God as Dulcedo Mea in Augustine’s
Confessions”, en Didaskalia, vol. 19, núm. 1, 2008, pp. 145-159.
8
Velasco, J. M., Introducción a la fenomenología de la religión, p. 141.
9
conf. III, 6, 11.

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Mínima fenomenología de la religión en Agustín de Hipona

el tono es siempre de agradecimiento y arrepentimiento, con lo que Agustín


deja ya ver uno de los más importantes elementos de la vida religiosa: el
elemento de la salvación. Si Dios se ha hecho presente en la vida de Agustín
es en el contexto de un drama, en el contexto de una realidad precaria que
debía ser completada, no únicamente como un agregado o como una cu-
riosidad más o menos agradable o maravillosa. Si Agustín habla de Dios es
porque Dios responde a una pregunta (magna quaestio mihi factus sum)10 que
se presenta como aguijón permanente de toda la existencia.
Todo el discurso anterior sobre Dios, acerca de su realidad y de su majes-
tuosidad; de su preeminencia ontológica y de su prevalencia axiológica; de su
misterio y de su patencia; de su intimidad y de su superioridad, así como de
toda otra nota que el discurso filosófico pudo haber dicho de Él, no es posible
si antes no se hubiera planteado el hombre Agustín la pregunta radical sobre
su propia vida. La búsqueda religiosa no es tal si antes no se han hecho pre-
sentes en la vida de quien busca las crisis que ponen en cuestión las premisas
fundamentales sobre las que se funda su existencia. No se trata aquí de ver
cómo es Dios para San Agustín, sino de comprender el itinerario existencial
de la vida religiosa para poder así entrever su sentido. Por eso, veremos a
continuación el modo como la inquietud primordial termina siempre con la
afirmación de un deseo más o menos determinado y que, en el camino de
la constitución de ese deseo, el sujeto se va constituyendo a sí mismo y va
siendo, poco a poco, encontrado o confrontado por acontecimientos que no
dependen de sí y que para el sujeto religioso podrían ser el inicio de un en-
cuentro salvífico con el misterio que redime.

3. El itinerario existencial: de la inquietud al deseo

La búsqueda de Dios no es jamás ajena al deseo más hondo de felicidad


y de paz que reside en el corazón de los hombres. Si bien hemos señalado ya
algunos de los rasgos fundamentales de la idea de Dios en San Agustín, hay
que decir que a ello no se llega únicamente por vía de la reflexión, sino que
el santo de Hipona recorrió un camino existencial de búsqueda no exento de
dramas y alegrías, pero en el que estos dramas y alegrías, precisamente, eran
los signos más patentes de su acercamiento o alejamiento de Dios. La vida
religiosa es, precisamente, vida, y no una reflexión aislada.
Esto quiere decir, en primer lugar, que el conocimiento de Dios, o que la
búsqueda del hombre religioso no es una búsqueda objetiva, sino que hay un

conf. IV, 4, 9.
10

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Metafísica y persona. Filosofía, conocimiento y vida
Año 11 — Julio-Diciembre 2019 — Número 22

estremecimiento, una sacudida, una llamada y un deseo que empuja y mueve


al sujeto a hacerse las preguntas más radicales sobre sí, y a vivir su vida de
cara a ese nuevo horizonte. Hay una insatisfacción primera, una inquietudo
cordis, como el propio Agustín lo señala en el comienzo de las Confesiones:
“nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse
en ti”,11 que desata todo el itinerario religioso del ser humano. ¿Pero en qué
consiste exactamente esta inquietud? ¿Cuál es la relación de esta situación
existencial de inquietud con el deseo más hondo de felicidad?
La inquietud agustiniana es la experiencia de la contingencia del propio
yo, y que constituye la constatación de que el hombre necesita de una realidad
que lo reconstruya y lo reconstituya en su ser. La vida humana está tan llena
de dramas –constata el hombre religioso–, y es tan precaria, que al imaginar
hasta dónde podría llegar en belleza, en bondad, en esplendor, en caridad si
se desenvolviera completamente, lo que de hecho hay resulta siempre poco.
La inquietudo cordis no es simplemente un cierto malestar del hombre con
su entorno, sino el resultado de haberse planteado radicalmente una pregun-
ta sobre sí mismo y sobre el sentido de su vida, “¿quién soy, para qué estoy
aquí y qué debo hacer con las posibilidades que se me presentan?”. Jean-Yves
Lacoste lo explica elocuentemente en el único pasaje (y que además es una
nota a pie de página) en el que cita explícitamente a Agustín en su maravillo-
sa obra Experiencia y Absoluto:
la inquietud, según su formulación clásica en el “íncipit” de las Confesiones
de Agustín, es esa nota de la humanidad del hombre que lo sustrae a toda
satisfacción cuya medida la den el mundo y la tierra, y lo ordena hacia la sa-
tisfacción escatológica que, por simple definición, sólo lo Absoluto promete.
El hombre inquieto puede así aburrirse del mundo y de la tierra, puede soñar
con un más allá del mundo y de la tierra.12

La inquietud se presenta, entonces, como la insatisfacción de un deseo, como


el perenne incumplimiento de una expectativa, como el desasosiego frente a
las preguntas últimas que son formuladas y reformuladas pero que no logran
obtener respuesta con nada de lo que en este mundo se ofrece, con ninguno de
los bienes o de los entes que las coordenadas del espacio y del tiempo pueden
poner frente a mí. Así lo ha dicho Hannah Arendt: “el hombre tiene la opción
de no querer encontrarse en casa en el mundo y de mantenerse en actitud de
remisión constante al Creador”,13 y si tiene esa opción es porque puede aún

11
conf. I, 1, 1.
12
Lacoste, J. Y., Experiencia y Absoluto. Cuestiones disputadas sobre la humanidad del hombre,
traducción de Tania Checchi, Salamanca: Sígueme, 2010, 35n, p. 21.
13
Arendt, H., El concepto de amor en San Agustín, traducción de Agustín Serrano de Haro,
Madrid: Encuentro, 2009, p. 93.

18
Mínima fenomenología de la religión en Agustín de Hipona

mantener la espera –o esperanza– en bienes o estados mucho mejores y ma-


yores y más valiosos que lo que el mundo tal cual y como es puede ofrecerle.
Solamente puedo comenzar a buscar un Absoluto cuando me doy cuenta
de que todo lo sujeto al mundo me deja insatisfecho. Por eso la inquietudo
cordis no responde a cualquier tipo de deseo o a cualquier tipo de insatisfac-
ción, sino a la insatisfacción respecto de las preguntas más radicales y más
importantes de mi existencia: la pregunta por mi origen, por mi identidad, mi
vocación y mi destino. Así la describe Martín Velasco:
es la experiencia del hombre de todos los tiempos que desea, que anhela una
vida mejor, que aspira a una plenitud que el mundo le niega; que sueña con
otra cosa que lo que la vida le ofrece. Esa experiencia ha sido en realidad el
motor de la historia. Ese anhelo trabaja a todo hombre en su interior y se
manifiesta en todas las religiones –pero no sólo en ellas– bajo la forma del
anhelo de salvación, es decir, de una plenitud, sólo realizable más allá de uno
mismo, venida de arriba, traída por un salvador.14

Cuando surge en un hombre esta inquietudo cordis o, más bien, cuando esta
inquietud se deja ver con claridad, surge también la búsqueda de proyectos
y el lanzamiento de hipótesis sobre qué pueda ser aquello que se desea: “si
nada de lo que ahora tengo me satisface, ¿qué puede satisfacerme?”, y enton-
ces intentamos solucionar la pregunta buscando objetos satisfactores.
La inquietud se transforma así, poco a poco, en deseo, en appetitus –para
decirlo con lenguaje agustiniano– que va buscando y va intentando, a lo
largo de la existencia, ser saciado. Toda acción humana es, de este modo –y
aunque sea veladamente–, la comprobación de una hipótesis sobre qué pueda
ser la beata vita, es decir, aquella maravilla que pueda saciar los más profundos
anhelos de mi corazón. Así, incluso, es como puede interpretarse toda acción
humana y toda empresa o proyecto que puedan emprender los hombres:
todas las funciones de la acción tienen como meta ese fruto de la contempla-
ción, pues es el único libre porque se apetece en razón de sí y no tiene como
meta otra cosa [quia propter se appetitur, et non referetur ad aliud]. A éste sirve la
acción; en efecto, cualquier cosa que se hace bien, lo tiene como meta, porque
se hace en razón de éste; en cambio, no en razón de otra cosa, sino en razón de
él mismo, uno se atiene a él y lo tiene. Ahí, pues, está el fin que nos basta. Por
tanto, será eterno, pues no nos basta un fin, sino ese que no tiene fin alguno.15

A este itinerario vital, sin embargo, va unida la experiencia de la frus-


tración, de la crisis y eventualmente del encuentro, aunque sea fugaz, con

Velasco, J. M., La experiencia cristiana de Dios, Madrid: Trotta, 1999, p. 97.


14

Io. Eu. tr. CI, 5.


15

19
Metafísica y persona. Filosofía, conocimiento y vida
Año 11 — Julio-Diciembre 2019 — Número 22

aquella paz y aquel amor que sí corresponden a lo que quiero. No otra cosa
es lo que nos quería contar San Agustín en las Confesiones: el itinerario que
recorrió buscando hasta encontrar lo que verdaderamente buscaba, como lo
deja claro en uno de los más bellos pasajes jamás escritos en la historia de la
literatura espiritual y filosófica:
¡tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que
tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y, deforme como era,
me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas
yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen
en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste, resplan-
deciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti;
gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y abraseme en tu paz.16

La lírica agustiniana, en este caso en particular, no tiene únicamente la


función de adornar sus proposiciones y sus tesis para que sean bellas –aun-
que también–, sino que lleva en ella verdades importantes.
Veámoslo con detenimiento: Dios rompió su sordera, fugó su ceguera, lo
hizo respirar perfumes, lo saboreó y, por último, lo abrazó y le colmó el tacto en
la paz. Este énfasis en la saciedad de los sentidos contrasta con el comienzo de la
frase, en la que Agustín señala que, por estar fuera de sí, es decir, en las cosas del
mundo, no encontraba a Dios, que estaba dentro de sí más interior que lo más
íntimo en el seno de su corazón. A pesar de que la paz plena no está solamente
en los sentidos, sin duda ella incluye también la paz de los sentidos y el sosiego
de los apetitos de la carne. Dios está, pues, en todos lados, y la experiencia de
la calma después de la manifestación de la máxima de las inquietudes se hace
patente también en la tranquilidad de la vida del cuerpo mortal.
Si bien Dios está presente en el interior del hombre, también lo está el
mundo, que es bello y que es bueno, es anuncio de lo que anhela el corazón
humano. El problema, como el mismo Agustín dice, “se hallaba fuera”, se
hallaba en querer carnalmente ese mundo, en quererlo mundanamente, en
no reconocer el orden bajo el cual están regidas las cosas y la primacía de
Dios y del espíritu sobre el mundo, que es finito. La inquietud se presen-
ta cuando tomamos por excelentes las cosas que son solamente mejores y
como mejores las que son únicamente buenas, y cuando a todas las que-
remos como si fueran más perfectas de lo que son o, más aún, cuando nos
tomamos a nosotros mismos como el bien que queremos, dirigiendo nues-
tro appetitus no hacia los bienes superiores sino hacia nosotros mismos. De
hecho, puede decirse que el deseo de Dios es un deseo cualitativamente
distinto que el deseo de los bienes del mundo, y fácilmente –ahí está el

16
conf. X, 27, 38.

20
Mínima fenomenología de la religión en Agustín de Hipona

problema– puede pensarse que son deseos del mismo talante. Así lo afirma
Martín Velasco:
un doble error del hombre pone en peligro la realización adecuada de su ser
desde el punto de vista del deseo: confundirlo con los múltiples deseos y
pensar que la posesión de los muchos bienes puede acallar su deseo radical;
y concebir el deseo radical como un deseo mayor, pero de la misma natura-
leza, que puede ser saciado por bienes de la misma naturaleza que los que
responden a sus muchos deseos, aunque mayores que todos ellos.17

Sin embargo, este deseo del mundo es siempre signo y puerta de entrada
al conocimiento que el hombre puede tener de su propio deseo de Absoluto.
La búsqueda religiosa implica en Agustín una modificación en la propia
vida: si a Dios se accede principalmente por la vía interior, existir de cara a él
implicará también una renovación en la propia vida y una transformación de
los diferentes deseos, no tanto en su objeto como en el modo de desear esos
diferentes objetos. Si la inquietud es la constatación de nuestra propia fini-
tud, el deseo es el primer motor, es la herida en el alma de Dios que mueve
al hombre a buscarle, comenzando por supuesto por el reconocimiento de la
bondad y la belleza de todos los bienes de este mundo, pero también relati-
vizándolos a la vista del último y el primero de todos los bienes, que es gozo
primordial del amor de Dios como summum bonum.
Por eso la vida religiosa en Agustín no implicará la negación del deseo sino
justamente lo contrario: implicará la profundización en él para no truncarlo
en bienes inferiores, sino aprender a desear hasta el final. La vida religiosa
intentará lograr que el deseo se ensanche lo suficiente para que abandone la
mediocridad con la que suele vivir, conformándose con los bienes precarios
del mundo, hasta que este deseo sepa de sí mismo y sea consciente de que
es un deseo destinado a saciarse únicamente con el Absoluto, es decir, con
lo que más arriba habíamos mencionado con Lacoste: en el éschaton que dé
cumplimiento a todo movimiento de la historia.
A Dios se le busca deseando, pero el deseo no sabe originariamente de sí,
sino que ha de ir constituyéndose poco a poco hasta que logra reconocerse
como deseo de Absoluto: su naturaleza precaria necesita purificarse para que
no decaiga y se vuelva sobre sí mismo en lugar de salir hacia el bien que real-
mente lo satisface. El deseo tiende a fracasar continuamente y a conformarse
con bienes inferiores. No otra cosa es el pecado:

Velasco, J. M., Introducción a la fenomenología de la religión, p. 152.


17

21
Metafísica y persona. Filosofía, conocimiento y vida
Año 11 — Julio-Diciembre 2019 — Número 22

porque la soberanía imita la celsitud, mas tú eres el único sobre todas las
cosas, ¡oh Dios excelso! Y la ambición, ¿qué busca, sino honores y gloria,
siendo tú el único sobre todas las cosas digno de ser honrado y glorificado
eternamente? La crueldad de los tiranos quiere ser temida; pero ¿quién ha de
ser temido, sino el solo Dios, a cuyo poder nadie en ningún tiempo ni ningún
lugar, ni por ningún medio puede sustraerse ni huir? Las blanduras de los
lascivos provocan al amor; pero nada hay más blando que tu caridad ni que
se ame con mayor provecho que tu verdad, sobre todas las cosas hermosa
y resplandeciente. La curiosidad parece afectar amor a la ciencia, siendo tú
quien conoce sumamente todas las cosas.18

En este sentido el pecado es satisfacer el deseo radical con bienes menu-


dos, es no haber profundizado en el deseo lo suficiente y conformarse con re-
medos del verdadero Amor. Así también señala Agustín en De vera religione:
¿qué apetece la curiosidad sino el conocimiento, que no puede ser cierto si no
lo es de cosas eternas y que siempre permanecen en el mismo ser? ¿Qué bus-
ca la soberbia sino una poderosa facilidad operativa, y que sólo consigue el
alma perfecta sometiéndose a Dios y dedicándose a su retiro con omnímoda
adhesión? ¿Qué ambiciona el placer corporal sino el descanso, que sólo se da
donde no hay indigencia ni corrupción?19

El deseo revela siempre, aun en el pecado, la característica peculiar del


hombre que le lleva a buscar, siempre e inevitablemente, el fin definitivo de
su deseo, es decir, el único bien absoluto capaz de saciarlo de manera plena.
Por eso el deseo es no solamente el motivo principal de la vida o, incluso, el
motor de la historia en la sociedad de los hombres, sino también el núcleo de
toda vida religiosa para san Agustín: “el deseo es el seno del corazón”.20
El deseo no es una pasión que haya que evitar, como lo consideran los estoi-
cos, ni tampoco un accidente respecto de una sustancia, como algo que ocurra
en el tiempo pero la identidad de aquél a quien le ocurre no tiene que ver con
su deseo pasajero. El deseo es más bien una de las manifestaciones del centro
vital y del núcleo personal, así como una de las primeras y más importantes
vías por las cuales el Misterio habla al hombre. Lo que está verdaderamente in-
quieto en el hombre no es el cuerpo, ni el alma, ni la mente, sino precisamente
el corazón, es decir, el núcleo que atraviesa la totalidad de la persona desde sus
capas más bien epidérmicas hasta las honduras y abismos más profundos de la
memoria. Por eso toda inquietud del cuerpo, del alma y de la mente ha de ser
siempre interpretada como la concreción o singularización de la única y verda-
dera inquietud, que es la del corazón, que solamente se acallará recibiendo el

18
conf. II, 6, 13.
19
uera rel. LII, 101.
20
Io. Eu. tr., XL, 10.

22
Mínima fenomenología de la religión en Agustín de Hipona

calor de un amor infinito y absoluto. “La dimensión de trascendencia que abre


en el hombre la Presencia originante que la funda está atestiguada en todas las
dimensiones fundamentales en las que la persona se realiza: la conciencia, la
tendencia y el deseo, el sentimiento, la libertad”.21 A pesar de que el deseo es
siempre un deseo que arrastra a la totalidad de la persona, muchas veces este
deseo es vivido de manera fragmentada. Por su condición de contingente, la
experiencia que el hombre tiene de sí requiere de un proceso que lo unifique y
que le ayude a ver y a comprender que esos deseos que a primera vista parecen
de los bienes del mundo, son en realidad el grito ahogado del deseo hondo
que no es deseo de mundo sino de lo que está más allá del mundo. Agustín
mismo es testigo de lo difícil y arduo que suele ser para el hombre constituir el
deseo de absoluto como tal, y que el camino del hombre religioso está constan-
temente cargado de frustraciones y de fracasos: “antes gustaba de excusarme
y acusar a no sé qué ser extraño que estaba conmigo, pero que no era yo. Mas,
a la verdad, yo era todo aquello, y mi impiedad me había dividido contra mí
mismo”.22 Y es aquí en donde la oración adquiere un papel primordial en la
vida del sujeto religioso, no solamente como un ejercicio meditativo, sino como
un acto de relacionarse con Dios en el que quien ora se deja interpelar por ese
misterio escuchando el lenguaje divino que, entre otros recursos, tira de los
deseos humanos para hablar al hombre.23

4. El deseo y la oración como centro


de la inquietud religiosa

Según citábamos a Juan Martín Velasco algunas líneas arriba, el deseo de


Absoluto es un deseo cualitativamente distinto al resto de los deseos, no so-
lamente un deseo cuyo objeto es mayor. Para empezar, porque el objeto del
deseo de Absoluto no es, precisamente, un objeto: Dios no es, para Agustín,
un objeto, porque Dios no es una cosa como el resto de las cosas del mundo,
que se pueda poseer y que luego pueda conservarse. Dios es más bien quien
ha de actuar sobre el hombre, de modo que el deseo de Dios no se sacia cuan-
do el hombre lo posee, sino cuando el hombre deja que Dios sea quien entre
en su vida y la reconfigure. Un objeto es algo que puede medirse, una cosa
ante la cual es posible desarrollar una técnica para dominarlo, poseerlo y
conservarlo de mejor manera. La relación con el misterio es, definitivamente

Velasco, J. M., El fenómeno místico, p. 255.


21

conf. V, 10, 18.


22

Madec, G., “Le chant et le temps. Méditation avec Augustin philosophe, théologien et pasteur
23

(Confessions, livre XI)”, en Science et Esprit, vol. 53, núm. 1, 2000, pp. 111-121.

23
Metafísica y persona. Filosofía, conocimiento y vida
Año 11 — Julio-Diciembre 2019 — Número 22

de otro talante. Por eso el papel de la oración es eminente en la configuración


de la vida religiosa, pues la oración reconstituye y reconfigura el modo como
concebimos nuestro propio deseo:
es ante todo y principalmente en la oración –dice Jean-Louis Chrétien– donde
nos explicamos a nosotros mismos con nuestro deseo, y lo que nos aclara aquello
que podemos y que no podemos pedir, así como el modo como debemos y cómo
no debemos pedirlo. La claridad viene de ese diálogo con Dios, como la norma y
la regla de nuestras súplicas y de nuestras respuestas entre los hombres.24

La oración es principalmente el acto por el que situamos nuestra vida


enteramente de cara a Dios, es decir, de cara a ese summum bonum, a ese
Bien Absoluto que, por su perfección y maravilla, es capaz de ayudarnos a
reconfigurar, reinterpretar y dar un justo sentido a toda la vida mundana.
Agustín es plenamente consciente de que en la vida hay situaciones de mu-
chísimo dolor y de confusión, de desesperación incluso, en las que el hom-
bre, imbuido en la temporalidad, no sabe qué es lo que quiere y, por tanto,
no sabe a dónde ha de dirigir su vida. En ese sentido, Agustín propone la
oración como la profundización en ese deseo, como el momento en el que
levantamos la inquietud para revisarla a la luz de Dios, es decir, para juz-
garla y reconfigurarla desde una perspectiva mucho más grande que la que
da nuestra situación espacio-temporal. Naturalmente, esta perspectiva sería
inconseguible por las solas fuerzas del hombre, por lo que el creyente ha de
disponerse a ser reconfigurado por la presencia ante la cual se sitúa cuando
ora. A este propósito, señala Juan Martín Velasco:
la dificultad radica en que cualquier acto nuestro de pregunta, de conocimien-
to, de deseo tiene el yo en su origen y tiende a completarlo o a perfeccionarlo.
Mientras que la pregunta, el conocimiento y el deseo referidos al Misterio sólo
se referirán a él si, en lugar de tenerlo por objeto “realizan” que tienen en él
su origen y su raíz. De forma que, cuando el hombre se pregunta por Dios,
en realidad se está haciendo eco de la pregunta que Dios le ha dirigido desde
siempre; cuando cree conocerlo, está tomando conciencia de la luz por la que
conoce y conoce todo; y cuando lo desea, está en realidad siendo atraído por la
fuerza de atracción que el bien, que la Presencia ejerce sobre él.25

Por eso el deseo, que tiene su origen en el yo, o que pareciera tener su
origen en el yo, ha de ser reconfigurado en la oración, para que una alteridad
lo lime y le quite los sobrantes de hybris con los que la condición humana
inacabada y contingente suele mezclarlo.

24
Chrétien, J. L., Saint Augustin et les actes de parole, Paris, PUF, 2008, p. 183.
25
Velasco, J. M., El fenómeno místico, p. 255.

24
Mínima fenomenología de la religión en Agustín de Hipona

Como el deseo no sabe inicialmente de sí, o la noticia que de sí tiene es


una noticia muy imperfecta, Agustín propone a la oración como el camino
para que este deseo se constituya plenamente y no olvide su propia verdad.26
En una carta escrita a Proba, una mujer rica, Agustín nos dejó uno de los más
importantes textos sobre la oración que se han escrito. En esa carta, el obispo
de Hipona intenta responder a Proba cómo ha de orar y cuál es la función de
la oración; señala:
podría parecer extraño que Dios nos pida hacer peticiones cuando él conoce,
antes incluso de que se lo pidamos, aquello que nos es necesario. Sin em-
bargo, debemos reflexionar que a él no le importa tanto la manifestación de
nuestro deseo, algo que él conoce muy bien, sino más bien que este deseo se
reavive en nosotros mediante la petición para que podamos obtener aquello
que él ya está dispuesto a concedernos.27

La oración nos ayuda a reconocer qué queremos, es la reconfiguración de


nuestro deseo desde una perspectiva mucho mayor que la que podríamos al-
canzar si solamente juzgásemos lo que somos y lo que queremos a la luz que
nos ofrece la perspectiva del mundo.28
A partir de la reorientación radical de la mirada que supone la toma de con-
ciencia de la precedencia absoluta de Dios, el análisis de las dimensiones
fundamentales de la existencia humana, el conocimiento y el deseo, los con-
vierte en “lugares” en los que se percibe la Presencia de la que no podemos
prescindir, pero a la que no podemos apresar, abarcar ni poseer.29

De este modo, lo que se revela en la oración es una alteridad que no es un


objeto pero que sacia o que puede al menos potencialmente saciar mi deseo,
no ya solamente porque efectivamente sea el éschaton que espero, es decir, el
fin de la historia, sino porque el orante aprende a concebir su deseo de ma-
nera adecuada, lo que le permite orientarse bien en el mundo y así pensar su
presente como un presente ya definitivo.
En efecto, si para actuar y para poder responder a la pregunta “¿qué
hago?” debo también, e incluso antes, responder a la pregunta “¿qué quie-
ro?”, la oración me ayuda a orientarme en la acción, pues aclara y despeja
las condiciones que enturbian la concepción de mi deseo, al ofrecerme hori-

Un importante libro sobre la teoría agustiniana del lenguaje y su transformación en


26

oración, cf. Antoni, G., La prière chez Saint Augustin. D’une philosophie du langage à la théo-
logie du Verb, Paris: Librairie Philosophique J. Vrin, 1997.
27
ep. 130.
28
Sobre el círculo que va de Dios al hombre y del hombre a Dios, y que es constitutivo de
la identidad del sujeto, es interesantísimo ver el trabajo de Marion, J. L., Au lieu de soi.
L’approche de Saint Augustin, Paris: PUF, 2008, p. 72ss.
29
Velasco, J. M., El fenómeno místico, p. 256.

25
Metafísica y persona. Filosofía, conocimiento y vida
Año 11 — Julio-Diciembre 2019 — Número 22

zontes de significado mayores a lo que puede ofrecerme cualquier objeto del


mundo. Es justamente porque el deseo busca siempre ser logrado, saciado y
eso es precisamente la acción, como lo veíamos antes, que en la medida en
que tengamos claro cuál es el objeto del deseo, o su finalidad, o lo logremos
situar en sus adecuadas proporciones dentro del orden de todo lo creado, en-
tonces la oración es un instrumento primordial de acción y, por tanto, como
también lo veremos, de salvación:
lo que se concibe con el deseo nace con el logro. No basta al avaro conocer
y amar el oro si no lo posee; ni basta conocer y amar la comida o el ayunta-
miento si no llega a realizar estos actos; ni basta conocer y amar el poder y
el honor si no los consigue. Ni siquiera cuando se poseen todos estos bienes
son suficientes. El que bebiere de esta agua tendrá sed de nuevo. Por eso se dice en
el Salmo: Se empreñó de dolor y parió iniquidad. Llama empreñarse de maldad
o trabajos a la concepción de aquellas cosas cuyo conocimiento y deseo no
bastan, pues el alma se consume en ardores y enferma de indigencias hasta
conseguir sus anhelos y entonces es como si los diese a luz [et quasi pariat ea].
No sin cierta elegancia en el idioma latino parta [parida], reperta [encontrada],
comperta [descubierta], tres palabras que se derivan de “parto”.30

El deseo busca su saciedad y la busca en la acción: el deseo es tan hondo


y tan profundo en el corazón humano, es tan su centro y su núcleo que mue-
ve la existencia toda y la permea permanentemente hasta que no encuen-
tra saciedad. Puede hacer tantas hipótesis sobre su objeto como la vida se lo
permita, pero no terminará de buscar hasta que encuentre y consiga lo que
quiera. Por eso es importante la oración, pues permite que el sujeto se dé
cuenta de que aquello que desea no es tanto un objeto que esté en su mano
conseguir, como el don de la gracia de un amor que ya ha salido a su encuen-
tro. En este sentido la oración es salvadora:31 “si pedir es expresar y articular
nuestro deseo, la oración de súplica no se dirige únicamente al Dios creador,
sino también al Dios salvador. Ella lo reconoce como tal y no puede realizar-
se sino porque Él se da a sí mismo a reconocerse como tal”.32 El creyente, el
orante, no solamente concibe al Misterio como un misterio que ha generado
y creado todo lo que le rodea, incluido su deseo, sino que espera realmente
que ese deseo sea colmado y percibe intuitivamente que es precisamente ese
Misterio aquello a lo que puede recurrir para colmarlo. Así, la oración sitúa al
orante en un ámbito de disponibilidad y disposición, a la vez que le permite
encontrar la paciencia necesaria para esperar que su inquietud será algún día

30
trin, IX, 9, 14.
31
Cacciari, A., “Introduzione a la Epistola 130 a Proba di S. Agostino”, en Agostino D’Ip-
pona, La preghiera. Epistola 130 a Proba, Roma: Edizione Paolina, 1981.
32
Crétien, J. L., Saint Augustin et les actes de parole, p. 184.

26
Mínima fenomenología de la religión en Agustín de Hipona

colmada e, incluso, si el deseo es transfigurado en la oración, se abre la puerta


para que también el presente sea vivido como un presente ya definitivo.
Precisamente por eso la oración consiste en acrecentar el deseo. Así lo afir-
ma Agustín:
tu deseo es tu oración; si el deseo es continuo, continua es la oración. No en
vano dijo el Apóstol: “orad sin cesar”. Pero ¿acaso nos arrodillamos, nos pos-
tramos y levantamos las manos ininterrumpidamente, y por eso se dice “orad
sin cesar”? Si decimos que oramos así, creo que no podemos hacer esto sin
interrupción, pero existe otra oración interior y continua, que es el deseo. Cual-
quier cosa que hagas, si deseas aquel sábado, no interrumpes la oración. Si no
quieres dejar de orar, no interrumpas el deseo; tu deseo continuo es tu voz, o
sea tu oración continua. Callas si dejas de amar.33

Por eso el deseo tiene un valor tan alto en la experiencia agustiniana de la


fe y en la experiencia cristiana de Dios: porque forma parte de la estructura
antropológica que prepara al hombre para su relación con el Absoluto; pero
este deseo requiere de un ejercicio, de una disciplina, de cierta ascesis que le
permita dirigirse al summum bonum y no a los bienes intermedios o que, si
se dirige a éstos, lo haga considerándolos como bienes útiles que están enca-
minados y han de ser medios para establecer una relación real con el único
summum bonum que sí puede saciar y acallar la inquietudo cordis. Esa escuela
del deseo es, en primer lugar, la oración. Ella es
un aprendizaje –permanentemente necesario– del deseo que, al ser enun-
ciado y formulado, se transforma y se sacia a sí mismo con el trabajo y el
incremento, así como las palabras de amor ensanchan en amor mismo, lejos
de ser una información que nos comunicamos.34

Cuando deseamos y cuando oramos deseando, el deseo se incrementa: no


es el mero tránsito de un código binario de un lado a otro, sino que es un acto
performativo: un acto que modifica al sujeto que lo lleva a cabo. La oración es
el constante construir y ensanchar el corazón para dar lugar a que el Misterio
sea quien llene la vida de un sentido. Por eso, para el creyente la oración es un
acto salvador y liberador, pues, al enriquecer el espíritu, al dilatar el corazón,
hay lugar para que la subjetividad orante encuentre ámbitos más holgados
en donde desenvolverse, ámbitos de sentido y de significado que le vienen
dados por la relación con un bien que no es un bien limitado por ninguna de
las características que tienen los bienes del mundo.

en. in Ps. 37, 14. Un interesantísimo estudio sobre la oración en Agustín basado en sus
33

comentarios a los Salmos, puede encontrarse en: Vincent, M., Saint Augustin. Maître de
prière. D’après les Enarrationes in Psalmos, Paris: Beauchesne, 1990.
34
Chrétien, J. L., Saint Augustin et les actes de parole, p. 185.

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Metafísica y persona. Filosofía, conocimiento y vida
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Al situarse el orante en un ámbito y en un horizonte fundado en el éschaton,


todo se relativiza, hasta la propia subjetividad, pero no anonadándola, sino
cumplimentándola y restituyéndola por la alteridad que viene al encuentro
en el momento de la oración.
La vida entera del buen cristiano es un santo deseo. Lo que deseas aún no
lo ves, pero deseándolo te capacitas para que, cuando llegue lo que has de
ver, te llenes de ello. Es como si quieres llenar una cavidad, conociendo el
volumen de lo que se va a dar; extiendes la cavidad del saco, del pellejo o
de cualquier otro recipiente; sabes la cantidad que has de introducir y ves
que la cavidad es limitada. Extendiéndola aumentas su capacidad. De igual
manera, Dios, difiriendo el dártelo, extiende tu deseo, con el deseo extiende
tu espíritu y extendiéndolo lo hace más capaz. Deseemos, pues, hermanos,
porque seremos llenados.35

En este sentido, poco importa que el que ora sea plenamente consciente de
que está orando a un summum bonum, o que pida explícitamente un éschaton que
represente el cumplimiento de todo movimiento histórico. Para Agustín, es
ya suficiente con el ejercicio de repetirnos a nosotros mismos lo que desea-
mos o de no dejar nunca de desear una paz completa para nuestra vida. Así,
ejercitarnos en el reconocimiento de nuestro deseo es ya comenzar a orar por-
que así va tejiéndose y dilucidándose poco a poco nuestra identidad y, con
ello, nuestra condición de relación a un Absoluto. Así lo hace ver él mismo
en las Confesiones: “¿Por qué te hago relación de tantas cosas? No ciertamente
para que las sepas por mí, sino que excito con ellas hacia ti mi afecto y el de
aquellos que leyeren estas cosas, para que todos digamos: Grande es el señor
y laudable sobremanera. Ya lo he dicho y lo diré: por amor de tu amor hago
esto”.36 Por esta misma razón, incluso el silencio puede ser adecuado para
la oración, pues el silencio es acogida, es hospitalidad de alteridad y, en ese
sentido, el silencio permite que entren en la vida y en el corazón de quien ora
los significados que el ruido del mundo no le permiten escuchar.37
La oración se sitúa así, en el centro del sentido religioso y, en el centro
de este centro, el deseo, que es el seno último del corazón. La vida religiosa

35
ep. Io. tr. IV, 6.
36
conf. XI, 1, 1. Esto, por otra parte, está en una línea de seguimiento respecto de la oración
de Jesús según la relatan los Evangelios: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y
se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al que llama se le abrirá.
¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le
pide un pez le dé una culebra? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas
a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los
que se las pidan!”. Mt 7, 7-11.
37
Cf. Mt 6, 7-8: “Y, al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su
palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que
necesitáis antes de pedírselo”.

28
Mínima fenomenología de la religión en Agustín de Hipona

se trata, para Agustín, de reconocer la no-definitivdad del mundo y que el


deseo –que es el primer motor de todos mis actos–, que ese appetitus que
me empuja a actuar cada vez y a conseguir un fin que calle y que acalle mi
inquietud, aprenda a verse colmado no consigo mismo, sino a través de lo
que pueda sobrevenir de la alteridad total que representa el Misterio. “Esto
quiere decir también que la oración de súplica no es una simple etapa pre-
via o provisoria de nuestro camino, sino que ella es y debe ser coextensiva a
nuestra existencia temporal”.38 Así, si en la actitud religiosa hay un factor de
salvación, éste se presenta, entre otras cosas, en este punto: la relación con el
Misterio me permite ver que si hay un drama y si hay desasosiego es porque
juzgo, actúo y configuro mi deseo de acuerdo con horizontes de sentido fini-
tos y mundanos, de modo que el acto religioso, que se realiza principalmente
en la oración, ha de permitirme encontrarme con realidades mucho mayores
y verdaderamente fundantes, aunque ellas no sean nunca objetivas y claras
sino que permanezcan siempre como algo que hay que seguir descubriendo.

5. Conclusiones

De acuerdo con uno de los objetivos de la fenomenología de la religión,


que consiste en describir los elementos formales y materiales del acto reli-
gioso para obtener su sentido, la filosofía agustiniana, leída desde su propio
itinerario existencial, representa, en muchos de sus aspectos, el esfuerzo por
comprender el sentido de la vida religiosa, de modo que podría considerarse,
si no una fenomenología de la religión en forma, sí una filosofía que ofrece
elementos significativos para comprender muchos de los aspectos más im-
portantes de la vida religiosa.
El encuentro con Dios se da para Agustín sobre todo a través de la vía interior.
Esto quiere decir que el ámbito de lo sagrado surge cuando el sujeto comienza a
explorar en la hondura de su alma para ir tras las fuentes de sentido que echa de
menos cuando está vuelto al mundo. Esa búsqueda comienza cuando el sujeto
se percibe a sí mismo como incompleto o como contingente: hay una especie
de crisis que, aunque no necesariamente ha de vivirse como un acontecimiento
concreto o una etapa de la vida señalable, sí que marca en la historia existencial
de la persona una nueva manera de vivir la vida como pregunta y de cara a esas
preguntas últimas que nunca están del todo respondidas.
En este sentido, la religión tiene para Agustín la función de hacer del hom-
bre una constante relación al infinito, al summum bonum que da sentido a todo

Chrétien, J. L., Saint Augustin et les actes de parole, p. 187.


38

29
Metafísica y persona. Filosofía, conocimiento y vida
Año 11 — Julio-Diciembre 2019 — Número 22

bien mundano y a toda experiencia histórica. Si el sentido religioso se des-


pierta primariamente con la inquietudo cordis, y es ésta lo que nos mueve a
plantearnos la vida como un problema, entonces los deseos que funjan como
el móvil de nuestros actos serán la noticia principal del hambre de sentido que
habita en el corazón. Naturalmente, como este deseo está fracturado y confi-
gurado por la contingencia, es necesario que se la hagan presentes algunos
acontecimientos para que pueda ser consciente de sí mismo y constituirse de
manera plena. Así, la oración tiene en el itinerario de la vida religiosa un papel
primordial, sobre todo en su relación con el deseo: si para Agustín orar es de-
sear es porque en el deseo está inscrito ya el código de su satisfacción, la marca
del Absoluto, que es huella de ausencia y que solamente él puede colmar.
Por eso, como él mismo señala en De vera religione, la religión tiene la función
de provocar el reencuentro con el amor que ha fundado nuestra existencia:
“relíguenos, pues, la religión con el Dios omnipotente, porque entre nuestra
alma, con que conocemos al Padre y la Verdad, esto es, la luz interior que nos
la da a conocer, no hay de por medio ninguna criatura”.39 En este sentido, el
deseo es el fundamento o el origen, o el acicate de la vida del sujeto religioso,
en la medida en que es éste el que, por una parte, le recuerda que es finito y
que necesita de algo, o de alguien, para poder calmar la gran inquietud del
corazón y, en segundo lugar, porque es el mismo deseo, en su estructura des-
centradora del sujeto el que lo saca de sí y le dice hacia dónde ha de ir a buscar
el encuentro con esa experiencia que pueda resultar definitivamente salvífica.

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39
uer. rel. LV, 113.

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