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CAPÍTULO I

LOS PROBLEMAS DE LA FILOSOFÍA


1. Los principios ontológicos

Se llama ente todo aquello que “es”. Puede tratarse de una silla, de una montaña, de un ángel, de
Don Quijote, de la raíz cuadrada de -1, o aun de absurdos, todo esto “es”, de todo ello puede
predicarse el término “es”, y en la medida en que ello ocurre, se trata de “entes” -así como
“pudiente” es “el que puede”, “viviente” lo que vive, “floreciente” lo que florece, “amante” el que
ama,
“lo que es” se llama “ente”-. A lo que hace que los entes sean, se lo llama ser; los entes, por
tanto, son porque participan del ser -tal como el pudiente participa del poder, lo viviente del vivir,
etc.

La disciplina que se ocupa de estudiar los entes se llama ontología. Esta disciplina enuncia una
serie de principios, válidos para todos los entes, que se denominan principios
ontológicos.
a) El principio de identidad afirma que “todo ente es idéntico a sí mismo”.
Con esto no se dice -adviértase bien- que todo ente sea “igual” a sí mismo, porque no es lo
mismo la identidad que la igualdad. En efecto, 2 + 2 es igual a 4, pero no idéntico a 4; mientras
que 2 + 2 es idéntico a 2 + 2, y 4 es idéntico a 4. Pues la palabra “identidad” deriva del vocablo
latino ídem, que quiere decir “lo mismo”, de manera que “identidad” significa “mismidad”. Si a todo
lo que no es idéntico se lo denomina diferente, podrá decirse que los iguales, como 2 + 2 y 4, son,
no idénticos, sino diferentes. La diferencia admite como una de sus formas a la igualdad, junto a
otras formas suyas como lo mayor o lo menor.

Por tanto, si entre dos entes no se encuentra diferencia ninguna, no se tratará de dos entes, sino
de uno solo; es éste el llamado principio de la identidad de los indiscernibles (indistinguibles),
enunciado por Leibniz (1646-1716).

b) El principio de contradicción sostiene que “ningún ente puede ser al mismo


tiempo ‘P’ y ‘no-P’ “. Con la letra “P” se simboliza cualquier predicado posible (como, por
ejemplo, “papel”, o “cenizas”, o “justicia”, etc.), y con “no-P” su negación (es decir, todo lo que no
sea papel, o todo lo que no sea cenizas, o todo lo que no sea justicia, respectivamente). El
principio señala entonces que ningún ente puede ser al mismo tiempo, por ejemplo, "papel y no-
papel"; si bien ello puede ocurrir en tiempos distintos, porque si se quema la hoja de papel, éste
deja de ser papel, y se convierte en cenizas (no-papel).

c) El principio de tercero excluido dice que "todo ente tiene que ser necesariamente 'P' o 'no-P' ".
Para retomar el ejemplo anterior: todo ente tiene que ser papel o no-papel (entendiendo por "no-
papel" todos los infinitos entes que haya, menos el papel); porque, en efecto, si se trata de
cenizas, será no-papel; si se trata de un ángel, será no-papel, etc.
Como forzosamente tiene que tratarse de una de las dos posibilidades -o P o no-P-,
excluyéndose absolutamente una tercera, por ello el principio se llama de "tercero excluido".
(Obsérvese, como una aplicación de este principio, que en matemáticas las llamadas
demostraciones por el absurdo se apoyan en él).
d) El principio de razón suficiente, o simplemente principio de razón (o del fundamento), conocido
también como principio de Leibniz, porque este filósofo lo enunció por primera vez, afirma que
"todo tiene su razón o fundamento"; o, dicho negativamente, que no hay nada porque sí. El hecho
de que el lector esté leyendo estas líneas, v.gr. tiene su razón, su fundamento; como, digamos, el
deseo de enterarse de qué es la filosofía. El principio sostiene que no puede haber nada
absolutamente que no tenga su respectivo fundamento; no ostiene, ni mucho menos, que se
conozca ese fundamento, porque en efecto ocurre muchísimas veces que se desconoce el
fundamento o razón de tal o cual ente. No se sabe, por ejemplo, la causa de una cierta
enfermedad, como el glaucoma, pero ello no significa que no tenga su fundamento; casos como
éste no hablan contra el principio de razón, sino más bien contra nuestra capacidad para penetrar
en las cosas y determinar sus respectivas razones.

2. La diversidad de los entes

Por lo menos según la experiencia corriente, puede decirse que no hay una sola especie de
entes, sino varias. Respecto de cuántos y cuáles son esos géneros, los filósofos han discutido y
seguirán discutiendo interminablemente. Aquí se adopta una clasificación que no tiene por qué
ser la mejor, pero que es de la más corrientes y que nos resulta cómoda para nuestros
propósitos. Se distinguirá tres géneros de entes: los sensibles, los ideales y los valores.
a) Los entes sensibles (que algunos autores llaman "reales") son los que se captan por medio de
los sentidos, trátese de los sentidos fisiológicamente considerados, como la vista, el olfato, el
tacto, etc., sea el sentido íntimo o autoconciencia, que nos permite en un momento dado darnos
cuenta -por ejemplo- de que estamos tristes o alegres, o de que estamos ejecutando un acto de
atención o evocando un recuerdo. Los entes sensibles se subdividen en físicos y psíquicos.

Los entes físicos son espaciales, es decir, están en el espacio, ocupan un lugar; como la mesa, la
silla o nuestro cuerpo. Los entes psíquicos, en cambio, son inespaciales; no tiene sentido, en
efecto, hablar del espacio que ocupa un acto de voluntad o un sentimiento de avaricia. Es cierto
que, hasta donde nuestra experiencia llega, van siempre ligados a un cuerpo orgánico, pero que
vayan ligados a él no quiere decir que sean lo mismo ni que tengan sus mismas características,
en este caso la espacialidad. Los entes sensibles, sean físicos o psíquicos, son todos ellos
temporales, esto es, están en el tiempo, tienen cierta duración, un origen y un fin. Ello les ocurre
tanto a las sillas y a las
montañas cuanto a cualquier estado psíquico; aun la pasión más perdurable, llega un momento
en que fatalmente cesa y desaparece, ya sea por la muerte o por el motivo, quizás menos
consolador, de que todas las cosas humanas tienen su momento de decadencia y desaparición.-
Además, los entes sensibles están ligados entre sí por un especial tipo de relación que se llama
relación de causalidad: todo ente físico es causa de otro posterior, y a su vez es efecto de otro
anterior; y lo mismo ocurre en el dominio de la actividad psíquica. La relación de causalidad está
ligada al tiempo, es un tipo de relación temporal, porque la causa es siempre anterior al efecto y
el efecto es posterior a la causa.
(Obsérvese que la causa es una forma especial de fundamento o razón, a que se refiere
el cuarta principio ontológico).

b) Como ejemplo de entes ideales (cf. cp. XIII, § 9) puede mencionarse los entes matemáticos:
los números, las figuras, los cuerpos geométricos (otros entes ideales son las relaciones, como la
identidad, la igualdad, la diferencia, la relación de mayor o menor, etc.) Los entes ideales se
caracterizan por su intemporalidad, por no ser temporales. Porque si lo fueran, hubieran tenido
un comienzo en el tiempo, es decir que tendría que pensarse que hubo una época en la cual, por
ejemplo, no existía aún el número 5, y que llegará un momento en que el número 5 desaparezca.
Pero los entes matemáticos, y las relaciones que la matemática establece, no son nada que esté
en el tiempo; éste no los afecta en absoluto. El tiempo sólo tiene relación con el espíritu del
hombre que los conoce, y esto sí es susceptible de ser fechado, por lo que entonces puede
decirse que "en el siglo VI a.C. se descubre el llamado teorema de Pitágoras". El hecho de que se
le ponga un nombre al teorema -el de Pitágoras, por ejemplo- alude al (supuesto) descubridor del
teorema; pero que el descubrimiento tenga autor y fecha no supone que también los tenga lo
descubierto. El descubrimiento del teorema, el proceso mental que
alguien, en determinado momento, realizo, esto sí es un ente psíquico, está inscripto en el tiempo
y es perfectamente fechable. Pero el teorema mismo, es decir, la relación que se da entre los
lados del triángulo rectángulo, es algo totalmente desvinculado del tiempo; porque, haya alguien
que la piense o no, esa relación vale desde siempre y para siempre.

Una segunda característica de los entes ideales es la relación de principio a


consecuencia, o relación de implicación, con la que se alude al especial tipo de
vinculación que enlaza unos entes ideales con otros. Esta relación se diferencia de la relación
causal, entre otras cosas, porque mientras esta última está enlazada con el tiempo, tal enlace no
se da entre los entes ideales. Piénsese lo siguiente: a = b, b = c, c = d……….x = y; luego a = y.
¿Quiere esto decir que al amanecer a = b, a la mañana b = c, al mediodía c = d, y que sólo a altas
horas de la noche ocurre que x = y? Es evidente que no ocurre tal cosa, y es evidente también lo
absurdo del planteo. El matemático ordena estas igualdades para ir de lo que se conoce primero
a lo que se conoce después; pero las cosas mismas, los entes de que aquí se trata, y las
relaciones que los ligan, son todos
a la vez. El libro de matemáticas comienza sentando una serie de postulados o axiomas; luego
sigue el teorema 1, que se demuestra en función de los postulados o axiomas; viene después el
teorema 2, que se demuestra en función del anterior; luego se continúa con otros teoremas más,
3, 4, 5, etc. Pero está claro que el orden en que aparecen los teoremas no es un orden temporal,
como si el teorema 5 hubiese aparecido o fuese verdadero varios meses después del teorema 1.
En rigor, todos los teoremas son verdaderos a la vez, sin ninguna relación con el tiempo; y el
orden según el cual se los
dispone no es sino el orden que corresponde a la relación de principio a consecuencia, a que
unos se fundan o están implicados por los anteriores -o también, si se quiere, se trata del orden
que va de lo más simple a lo más complejo.
c) El tercer género de entes lo constituyen los valores: la belleza, la fealdad, la
justicia, la injusticia, la utilidad, etc. Se trata de entes muy diferentes de todos los anteriores, y la
característica que los separa de ellos reside en que los valores valen: esto significa que frente a
ellos no podemos permanecer indiferentes, porque ante un valor siempre se despierta en
nosotros una reacción, una respuesta -la valoración o estimación- , que puede ser de adhesión -si
el valor es positivo- o de rechazo -si el valor es negativo-. La disciplina que se ocupa del estudio
de los valores se denomina axiología.

A los objetos sensibles en los cuales se dan los valores, o en los cuales éstos
encarnan, se los llama bienes -como una estatua, en que se da el valor belleza, o una máquina
de escribir, que es útil. Todo el mundo conoce la expresión "bienes de consumo", que se oye a
diario, o qué quiere decir que "Gómez posee cuantiosos bienes". De manera que "bienes" son
todas las cosas valiosas, como una sinfonía, o un acto de honradez, una heladera o un
automóvil.- Para evitar graves malentendidos, es preciso no perder de vista esta diferencia: el
valor, de una lado, y la cosa valiosa, el bien, por el otro.
Una obra de arte, como la Alegoría de la Primavera, de Botticelli, es un bien, una cosa valiosa,
distinta de cualquier otra (como, digamos, de La maja desnuda); pero ambas encarnan el valor
"belleza", que les es común.

Una segunda característica de los valores es la polaridad: que los valores poseen polaridad
significa que frente a todo valor hay siempre un contravalor o disvalor o valor negativo -frente a la
justicia, la injusticia; frente a la bondad, la maldad; frente a la utilidad, la inutilidad. La dualidad de
las estimaciones -adhesión o rechazo- está vinculada entonces a la polaridad de los valores.
En tercer lugar, los valores tienen jerarquía. Esto quiere decir que no valen todos uniformemente,
sino que hay valores que valen más que otros, que son más "altos", como suele decirse, en tanto
los otros son más "bajos"; uno: son "superiores" y otros "inferiores". Según tal jerarquía los
valores se ordenan en una serie o tabla de valores, desde los que valen menos o son menos
importantes, hasta los que valen en grado máximo.

Hay valores económicos, como la utilidad; valores vitales, como la salud, la


enfermedad, la lozanía; valores religiosos, como lo santo y lo demoníaco; valores éticos o
morales, como el bien y el mal; valores jurídicos, como la justicia y la injusticia; etc. Pero, ¿cuáles
son los que valen más y cuáles los que valen menos, y, en general, cómo están jerárquicamente
ordenados todos ellos? En este punto, las opiniones de los filósofos son muy divergentes. Hay
quienes sostienen que entre los valores hay relaciones jerárquicas objetivas, rigurosas y
absolutas (objetivismo axiológico); en tanto que otros afirman que
todas las relaciones jerárquicas entre los valores (y los valores mismos) son puramente subjetivas
o relativas (relativismo axiológico), es decir, que varían según las épocas (relativismo historicista),
o según los individuos (relativismo subjetivista), o de acuerdo con el grupo social de que se trate
(relativismo sociologista), etc. Cuál de estas teorías esté en la verdad, no es cuestión que se
pueda encarar al comienzo mismo del estudio de la filosofía; se trata de uno de los problemas
más complejos, y cada una de las diversas doctrinas dispone de fuertes argumentos. Nos
limitaremos, después de dejar señalado el problema, a unas pocas observaciones.

La experiencia muestra que, al menos en primera instancia, son muchas las


personas que adhieren con entusiasmo al relativismo. Si los valores son relativos, si cada cual
valora las cosas a su manera, en el fondo estaría autorizado -parece- a hacer lo que le parezca;
el relativismo, entonces, promete una vida más fácil. Sin embargo, en cuanto se piensa la
cuestión con un poco de cuidado, se nota en seguida que lo que hagan los demás sobre la base
del principio de que cada uno puede hacer lo que le guste, bien puede repercutir
desagradablemente sobre nosotros. Si los valores son relativos, debiera
admitirse que los valores proclamados por el régimen nazi en Alemania, por ejemplo, eran valores
tan legítimos como cualesquiera otros, puesto que eran los valores relativos a ese régimen
político. Pero ocurrió que con ese régimen y con esa teoría se asesinaron millones de personas.
Si se reflexiona sobre esto, puede parecer entonces que el relativismo, si no se lo elimina, por lo
menos hay que restringirlo un poco; el ejemplo que se acaba de aducir nos lleva a pensar que
debe haber en ciertas zonas de la vida humana algunos valores absolutamente negativos, valores
que bajo ninguna circunstancia debieran ser admisibles, porque si no se correría el riesgo de
degradar nuestra propia humanidad.
Piénsese además en lo siguiente. Supóngase que de pronto la mayor parte de los seres
humanos, por un problema genético quizás, comenzasen a nacer ciegos. ¿Qué pasaría entonces
con las obras de arte pictórico? La última cena, de Leonardo, o el Guernica, de Picasso, ¿dejarían
de ser obras de arte, dejarían de ser obras que encarnan grandes valores estéticos? Pues bien,
así como hay ceguera fisiológica, y así como hay ojos que ven mejor que otros, de manera
parecida uno de los más grandes teóricos de la axiología, Max Scheler (1874-1928), sostuvo que
también hay ceguera axiológica, esto es, una incapacidad para captar o acceder a ciertos
valores, como, por ejemplo, a los
estéticos; y efectivamente la experiencia nos pone en contacto con "ciegos axiológicos", o poco
menos, es decir, con personas totalmente insensibles para el arte, o para las normas morales, o
para los fenómenos religiosos. Y bien, así como no se puede sostener que no hay cosas visibles
porque los ciegos nos las ven, de la misma manera -siguiendo el razonamiento de Scheler- no se
puede negar la existencia de valores, de obras de arte, v. gr., porque haya personas
axiológicamente incapacitadas para captarlos, o, en el caso de
la jerarquía, para aprehender adecuadamente el orden que objetivamente les corresponde.A manera de
resumen de este §, se puede esquematizar lo dicho en el siguiente cuadro:

3. Una primera definición de la filosofía


Lo dicho sobre la ontología en los dos §§ anteriores es por ahora suficiente; se lo trajo a colación
para fijar las nociones de ente, de ser, y de los distintos tipos de entes, de tal modo que ahora se
está en condiciones de sacar, a manera de conclusión, una primera definición de la filosofía,
definición que está en el propio Aristóteles, quien al comienzo del Libro IV de su Metafísica dice
que la filosofía (o, más rigurosamente, la ontología o metafísica) es un saber que se ocupa
teoréticamente del ente en tanto ente y de las propiedades que como tal le son propias
Esta definición, sin duda muy técnica, muy "abstracta", y que de primera intención le hubiera
resultado seguramente ininteligible, está ahora el lector en condiciones de comprenderla bien.
Porque hasta aquí no se ha hecho otra cosa sino lo que Aristóteles dice que es lo propio de la
metafísica. En efecto, hemos estado procediendo de manera "teorética", es decir, dedicándonos
simplemente a "conocer". Lo conocido ha sido el ente; se ha dicho qué es ente, cuáles son sus
especies. Y al hablar del ente, no se ha hablado de ningún ente en particular; no se ha hablado
de Napoleón ni de los poliedros ni de las salamandras, y cuando se ha mencionado algún ente
particular, como el papel, o la suma de 2 + 2, ello ha sido tan sólo a manera de ejemplo: nos
hemos ocupado de los entes "en tanto entes". En efecto, este giro, "en tanto entes", significa que
nos hemos ocupado de todos los entes; que, en rigor, en las consideraciones que se llevan
hechas nos hemos referido a la totalidad de absolutamente todo lo que hay -las estrellas, las
obras de arte, los objetos de la matemática, los centauros, y aun de los entes absurdos como los
triángulos redondos-, pero que todos ellos han sido considerados, no para enfocarlos particular o
individualmente, sino para pensarlos únicamente en lo que tienen de entes, para pensarlos "en
cuanto entes".
Como este giro: "en tanto ente"; es lo más difícil de comprender en la definición
aristotélica, conviene fijar la atención en la diferencia que hay entre la filosofía y las llamadas
"ciencias particulares", como la matemática, por ejemplo. Puesto que nos hemos referido a todos
los entes, nos hemos ocupado también de los entes matemáticos; pero con una importantísima
diferencia. Porque está claro que nos hemos ocupado de los "entes matemáticos", y no de los
"entes matemáticos", es decir, que el acento ha sido puesto en lo que los entes matemáticos
tienen de entes, y no en lo que tienen de matemáticos -porque esto último es lo que constituye la
labor propia de la ciencia llamada matemática. Por ello se dice que la filosofía trata del ente en
tanto ente -no del ente en tanto ente matemático, o histórico, o social, o lo que fuere. La filosofía
se ocupa del ente, pero no en lo que tiene de distintivo o de propio en cada caso -como esta hoja
de papel, o el número 8, o la batalla de San Lorenzo-, sino fijándose en lo que el ente tiene de
ente, y en las propiedades que como tal, es decir, en cuanto ente, le corresponden; atendiendo a
es un saber que se ocupa teoréticamente del ente en tanto ente y de las propiedades que como
tal le son propias sus características más generales. Así se ha dicho alguna vez,
paradójicamente, que el filósofo es un "especialista en generalidades".
La filosofía se ocupa con la totalidad de los entes -a diferencia de las ciencias, cada una de las
cuales trata de un determinado sector de entes tan sólo. En este sentido no hay ningún saber que
tenga radio mayor, un alcance más totalizador, que aquel que es propio de la filosofía. Podría
pues caracterizársela diciendo que la filosofía es el saber más amplio de todos -ya que, según la
definición aristotélica, no hay nada que no esté a su alcance, pues todo, de una manera u otra,
cae bajo su consideración, nada le escapa, ni siquiera la "nada" misma. Volvamos a preguntar. Si
todo ente debe tener un fundamento, ¿cuál es el fundamento de los entes en totalidad, vale decir,
qué es lo que hace que los entes sean, en qué consiste el ser de los entes, de cada uno de ellos
y de la totalidad? Los entes son, en efecto; pero, ¿qué quiere decir "ser"? ¿Qué es eso -el ser-
por virtud de lo cual los entes en cada caso son, y son tal cual son? Todas estas preguntas nacen
del asombro del hombre frente a la totalidad del ente, surgen del asombro ante el hecho de que
haya entes cuando bien pudo no haber habido nada (Si esto es un privilegio de la filosofía, si es
ventaja o
inconveniente, queda sin embargo por discutir; sobre ello es mucho lo que puede decirse).

4. El fundamento. Primer origen de la filosofía: el asombro


Para poder precisar mejor el sentido de la afirmación según la cual la filosofía se ocupa con la
totalidad del ente, recuérdese el cuarto principio ontológico, el principio de razón, y aplíqueselo a
la totalidad de los entes. De ello resultarán las siguientes preguntas: ¿por qué hay mundo?, ¿por
qué hay entes? Pues "pudo" -quizás- no haber habido nada; pero como de hecho hay algo, y
como el principio de razón dice que todo tiene su porqué o fundamento, entonces es preciso
preguntar: ¿por qué hay ente, es decir, cuál es el fundamento del ente en totalidad? La totalidad
de los entes, el mundo, parece una totalidad ordenada, estructurada conforme a leyes; pero, ¿por
qué la realidad está ordenada, y lo está tal como lo está y no según pautas diferentes? ¿Por qué
está constituida conforme a leyes, y no de modo enteramente desordenado, caótico? ¿Es ello
casualidad, un capricho, o responde a algún designio inteligente? La parte de la filosofía que se
ocupa de este problema del fundamento, con todas las inflexiones propias del mismo, se llama
metafísica.

Volvamos a preguntar. Si todo ente debe tener un fundamento, ¿cuál es el


fundamento de los entes en totalidad, vale decir, qué es lo que hace que los entes sean, en qué
consiste el ser de los entes, de cada uno de ellos y de la totalidad? Los entes son, en efecto;
pero, ¿qué quiere decir "ser"? ¿Qué es eso -el ser- por virtud de lo cual los entes en cada caso
son, y son tal cual son? Todas estas preguntas nacen del asombro del hombre frente a la
totalidad del ente, surgen del asombro ante el hecho de que haya entes cuando bien pudo no
haber habido nada. Por ello se dice, desde Platón y Aristóteles que el asombro o sorpresa
(θαυμα [thaüma]) es el origen de la filosofía, lo que impulsa al hombre a filosofar. En efecto, el
que algo sorprenda hace que uno se pregunte por lo que ocasiona la sorpresa; y la pregunta lo
lleva al hombre a buscar el conocimiento.
Pero cuando se lo refiere a la filosofía, está claro que no se trata del asombro más o menos
inteligente o tonto de la vida diaria, del asombro ante cosas o circunstancias particulares -como
ante un edificio de enormes dimensiones, o ante la conducta de cierta persona extravagante; sino
que el asombro filosófico es el asombro ante la totalidad del ente, ante el mundo. Y este asombro
-que en su plenitud y pureza aconteció según parece por primera vez entre los griegos, allá hacia
comienzos del siglo VI antes de J.C.- ocurre cuando el hombre, libre de las exigencias vitales más
urgentes -comida, habitación, organización social, etc.-, y también libre de las supersticiones que
estrechan
su consideración de las cosas, se pone en condiciones de elevar la mirada, mucho más allá de
sus necesidades y contorno más inmediatos, para contemplar la totalidad y formularse estas
preguntas: ¿qué es esto, el mundo?, ¿de dónde procede, qué fundamento tiene, cuál es el
sentido de todo esto que nos rodea? -Pues bien, en el momento en que el hombre fue capaz de
formularse estas preguntas de manera conceptual, con independencia de toda concepción mítica,
religiosa o tradicional-, en ese momento había nacido la filosofía.
Desde otro punto de vista, no conceptual, también responde a estas preguntas (al menos en
cierto sentido) otra manifestación de la vida humana, distinta de la filosofía: la religión. En efecto -
y para tomar un ejemplo concreto y referido al mundo griego-, en la Teogonia ("generación de los
dioses"), el poeta Hesíodo (alrededor del 700 a.C.) invoca a las musas y escribe:
Decid cómo, con los dioses, nació todo desde un principio: la tierra, los ríos, el
mar infinito de impetuoso oleaje, los brillantes astros y el ancho cielo en lo alto. Y los que
de ellos nacieron, los dioses dispensadores de bienes. Decid cómo dividieron las
riquezas y cómo distribuyeron los honores; y cómo, desde el primer día, habitaron el
escarpado Olimpo.
Decidme todo esto, musas que habitáis las olímpicas moradas, comenzando
desde el principio; y decidme lo que fue primero de todo.
Primero nació Caos (abismo); luego Tierra de ancho seno, sede inamovible y
perenne de todos; y Eros [amor], el más bello entre los dioses inmortales, que afloja los
miembros y subyuga el corazón en el pecho y la prudente voluntad de todos los dioses y
de todos los hombres.
De Caos nacieron Erebo [tinieblas] y la negra Noche; y de Noche, a su vez,
nacieron Éter y Hemera (el día).
Tierra, en primer lugar, originó un ser igual a ella misma, para que la cubriera
enteramente: Urano (cielo] estrellado, el que habría de ser para los dioses sede
inamovible y perenne. Luego produjo las altas Montañas, plácidas moradas de dioses,
de las Ninfas, [...]
Lejos del amor deseable, también generó a Ponto, el infecundo piélago de oleaje
enardecido. Pero de inmediato, poseída por Urano, dio a luz a Océano, de profundos
remolinos,...

Toda religión y toda mitología, pues, dan una respuesta a aquellas preguntas. La diferencia está
en que la filosofía da una respuesta puramente conceptual. Ello parece haber sido la obra de
Tales de Mileto (hacia el 585 a.C.) y por lo cual pasa por ser el primer filósofo. En efecto, él no se
refiere a nada sobrenatural, no habla de dioses que hayan hecho este mundo ni de las relaciones,
amistades y luchas entre los mismos.
Simplemente, Taks se pregunta qué son las cosas. Y contesta con una respuesta que puede
parecer extraña: el agua; todo procede del agua, el principio o fundamento ( αρχη [arjé]) (cf. Cap.
II,§ 3) de todas las cosas es el agua.
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No se conoce cuál fue la argumentación, las razones por las cuales sostuvo Tales esta tesis.
Conjetura Aristóteles que el curso de su razonamiento pudo haber sido el siguiente: los
fenómenos fundamentales de la vida -la digestión y la reproducción- se realizan en un medio
húmedo; por tanto, según una inferencia analógica, Tales habría sacado la conclusión de que es
de la humedad, es decir, del agua, de donde se han generado todas las cosas
La respuesta de Tales, así como la hipotética argumentación, pueden resultar
demasiado simples, o aun ingenuas. Pero Bertrand Russell (1872-1970) observaba que la
respuesta, a pesar de que pueda parecer elemental y mal fundada, en el fondo no se aleja mucho
de las teorías más modernas acerca de la constitución de la materia, según las cuales el átomo
más simple, y en ese sentido base de todos los demás, es el átomo de hidrógeno (un solo protón
y un solo electrón), el cual constituye las dos terceras partes del agua; Tales se habría
equivocado, según esto, por un error de sólo un tercio. Tal interpretación, sin duda, es un
flagrante anacronismo, porque le atribuye a Tales teorías propias de nuestra época y que él
desconoció por completo. Pero lo que nos interesa es ver que, en todo caso, su pensamiento no
tenía nada de absurdo, aun a la luz de la ciencia actual.

Y sobre todo importa darse cuenta de que la afirmación de Tales carece de


elementos míticos o fantásticos, porque no habla del agua como algo sobrenatural, como cuando
Hesíodo se refería al Océano, que para él era una divinidad, sino que encara su asunto de
manera puramente pensante, de modo puramente conceptual. Con Tales nace el pensamiento
racional, y pasa por ser el primer filósofo precisamente porque intenta explicar la realidad en
términos exclusivamente conceptuales. Junto con ello Tales descubre, a su manera, la idea
fundamental de la unidad de la realidad, porque todo, a pesar de su multiplicidad, se reduce a una
sola cosa, a un solo principio: el agua.

Sin embargo, es preciso formular de inmediato una advertencia, si no se quiere


desconocer el sentido del pensamiento de Tales. Por el hecho de que el principio o fundamento
de todas las cosas sea el agua -es decir, uno de los que llamamos elementos "materiales"-, no
hay que creer que Tales fuese lo que se llamaría un materialista, por lo menos en el sentido con
que se usa hoy en día este término. Porque esa substancia primordial -el agua- era para él algo
fundamentalmente animado y animante, vale decir, algo dotado de vida y a la vez capaz de
otorgarla. (Por ello suele decirse que Tales, y otros filósofos que inmediatamente le siguen -
Anaximandro, Anaxímenes-, son "hilozoístas", porque conciben la materia -en griego υλη (hyle)-
como algo viviente).

5. Filosofía e historia de la filosofía


Ahora bien, ocurre que para esta pregunta acerca del fundamento no hay una sola respuesta,
sino muchas; tantas como filósofos. Porque si Tales dijo que el principio de todas las cosas está
en el agua, Anaximandro afirmará que se lo encuentra en lo indefinido o indeterminado,
Anaxímenes en el aire y Pitágoras en los números; los materialistas sostienen que el
fundamento de todas las cosas es la materia, y según otros filósofos ese fundamento lo
constituye Dios, sea que a ese Dios se lo entienda como trascendente al mundo, o bien como
inmanente a las cosas, como constituyendo su sentido o su organización interior; y habrá quienes
digan, como Platón, que el verdadero fundamento de las cosas son las "ideas", y también habrá
quien diga que ese fundamento se halla en el Espíritu, tal como sostendrá Hegel.
Más respuestas al problema del fundamento del ente en totalidad se verán a lo largo de estas
páginas. Lo que ahora interesa no es pasar lista de todas las opiniones, ni mucho menos, sino tan
sólo indicar algunas como ayuda para comprender mejor el sentido del problema que nos ocupa.
Pero además en este punto es preciso y oportuno llamar la atención sobre un hecho -sin duda
desconcertante- que es una de las constantes en el estudio de la filosofía. Y es que, prima facie,
la pregunta por el fundamento de todas las cosas tiene respuestas diversas, contradictorias entre
sí, y -repetimos, prima facie- sin
que ninguna parezca por lo pronto más verdadera que las otras. Hay quienes dicen que la
realidad es en su fondo materia, o que la realidad es Espíritu, o que la realidad es Dios. Pero -por
lo menos en el punto de nuestro estudio en que nos hallamos- no se ve en primera instancia que
ninguna de estas tesis tenga más privilegio que las otras. (Otra cuestión es la de las preferencias
de cada uno; pero de lo que aquí se trata no es de "preferencias", sino de lo que las cosas
mismas son -cuestión que apenas acabamos de abordar).
También por este lado hay una profunda diferencia entre la filosofía y las ciencias (cf.§ 3). Porque
la historia de la ciencia es una historia progresiva, donde cada etapa elimina o supera las
anteriores; por eso, para saber ciencia a nadie se le ocurre estudiar historia de la ciencia. Si se
quiere aprender matemáticas, no se pone uno a estudiar un texto de historia de las matemáticas,
sino que se recurre al tratado más nuevo y más completo de la materia, se lo estudia, y entonces,
habiéndolo asimilado, puede decirse que se sabe matemáticas. La historia de las matemáticas es
propiamente historia, y no
matemáticas (aunque, como es obvio, para estudiarla se necesiten conocimientos matemáticos).
Y a ello va unida la circunstancia de que en cada momento del desarrollo de la ciencia, los
científicos están de acuerdo unos con otros, por lo menos en lo esencial y respecto de la mayor
parte de su material de estudio; y si hay sectores en los que surgen discrepancias, se tratará justo
de aquellas zonas donde el conocimiento científico no ha sobrepasado aún suficientemente: el
ámbito de las hipótesis o las teorías.
Pero al revés de lo que ocurre con la de la ciencia, la historia de la filosofía -por lo menos en
primera instancia- no parece tener carácter progresivo, si con ello se entiende que Platón, por
ejemplo, ha sido superado por Descartes, v.gr., o por tal o cual pensador actual, y que por ello el
estudiarlo sería tan inútil y anacrónico como aprender física, digamos, con las obras de
Arquímedes en lugar de hacerlo con un tratado actual de la materia. Y es que más bien en cada
gran filósofo pareciera latir un valor permanente, de manera parecida a lo que ocurre con el arte o
la literatura, cuyas grandes obras encierran sugerencias, inspiraciones y enseñanzas siempre
nuevas. Por eso estudiar filosofía es en buena parte -tal como aquí se lo hace- estudiar historia
de la filosofía, y por eso la historia.

Aristóteles, o Plotino, o Descartes, o Kant, son tan "actuales" como los filósofos
vivientes. Platón es tan actual como Heidegger, y es por ello por lo que en cada momento de la
historia de la filosofía no hay acuerdo (al revés de lo que pasa en la ciencia). Éste es el fenómeno
de lo que se llama la "anarquía de los sistemas filosóficos". Simplemente, aquí se lo señala; si ello
es un defecto de la filosofía, o si, por el contrario, allí reside su virtud suprema, se tendrá ocasión
de examinarlo más adelante. De todos modos, ahora debe quedar claro lo siguiente: que en el
lugar en que nos encontramos colocados, frente a esta galería de filósofos que se extiende desde
Tales de Mileto hasta nuestros días,
esta galería, considerada independientemente de nuestras simpatías, considerada objetivamente,
se nos ofrece de tal manera que -repetimos- no se ve ningún sistema filosófico que goce de
mayor privilegio que los demás de la filosofía no es historia, sino filosofía.

6. Segundo origen de la filosofía: la duda


¿Será entonces, quizá, que no es posible conocer el fundamento del ente, puesto que la filosofía
se mueve en tal anarquía? ¿O será que hasta ahora no se ha acertado con la manera adecuada
de conocerlo? El conocimiento humano está constantemente asechado por el error, y esto no sólo
ocurre en la filosofía, sino también en la ciencia y en la vida diaria. Entonces aquellas preguntas y
este estado de cosas nos llevan a señalar un segundo origen de la filosofía y a plantearnos el
problema del conocimiento.
El primer origen de la filosofía se lo encontró en el asombro. Pero la satisfacción del asombro,
lograda mediante el conocimiento filosófico, pronto comienza a vacilar y se transforma en duda en
cuanto se observa la multiplicidad de los sistemas filosóficos y su desacuerdo recíproco, y, en
general, la falibilidad de todo conocimiento. Esta situación lleva al filósofo a someter a crítica
nuestro conocimiento y nuestras facultades de conocer, y es entonces la duda, la desconfianza
radical ante todo saber, lo que se convierte en origen de la filosofía.
Reflexiónese ante todo en los llamados errores de los sentidos. Por ejemplo -y estos ejemplos
son muy viejos, repetidamente aducidos a lo largo de la historia de la filosofía, pero justo por ello
conviene recordarlos-, una torre vista a la distancia parece circular, mas observada de cerca
resulta ser de base cuadrangular; un remo parcialmente introducido en el agua parece quebrado,
pero si se lo saca del agua se "endereza", y si se lo vuelve a sumergir, parece volver a quebrarse;
y si mientras se lo ve quebrado se lo toca con la mano, se tendrá a la vez dos testimonios
diferentes: el ojo dice que el remo está quebrado, el tacto que no. Estos problemas los resuelve la
óptica de manera
relativamente sencilla; pero no es ahora la solución de los mismos lo que interesa, sino tomar
clara conciencia de que los sentidos con frecuencia nos engañan, que nuestras percepciones
suelen ser engañosas. Pero entonces, ¿qué seguridad tenemos de que no nos engañen siempre?
Y con nuestra otra facultad de conocer, con el pensamiento, con la razón, ¿qué
ocurre? ¿Puede tenerse la absoluta seguridad de que la razón no nos engaña? Parece que no,
porque a veces nos equivocamos aun en los razonamientos más sencillos, por ejemplo haciendo
una simple suma; por tanto, no es la razón un instrumento tan seguro como para confiar
ciegamente en ella. O bien considérese el siguiente problema: una casa la hacen 50 obreros en
20 días, 100 obreros en 10 días, 200 obreros en 5. 400 en 2 días y medio..., y si se continúa así,
resultará que con un número x de obreros la casa se hará en un segundo. El cálculo está bien
hecho, y desde este punto de vista la argumentación es perfectamente racional; pero es obvio
que no es posible fabricar una casa en tiempo tan breve. En su construcción intervienen factores
que invalidan el cálculo; es preciso, por ejemplo, manipular los materiales, que el cemento o la
argamasa se consoliden, etc. -además de que, y sobre todo, habría tanta gente en un mismo
lugar que nadie podría trabajar (ya dice el refrán que "muchas manos en un plato hacen mucho
garabato"). De manera que la razón, que ha realizado un cálculo matemáticamente irreprochable,
no basta en este caso para determinar la manera de construir rápidamente
la casa del ejemplo; parece como si hubiera una cierta falta de coherencia entre la razón y la
realidad, un cierto coeficiente de irracionalidad en las cosas. Y dejando de lado este ejemplo, que
por supuesto es deliberadamente exagerado, piénsese en tantos sistemas políticos que el
hombre ha ideado, sistemas, muchos de ellos, enteramente racionales, perfectamente bien
pensados, pero que, llevados a la práctica, si no han sido un desastre,
por lo menos han quedado muy lejos de las pretensiones de quienes los idearon y creyeron en
sus bondades, confiados en que con ellos se iban a eliminar las mil y una injusticias que afligen a
las sociedades humanas.
En primera instancia todos creemos ingenuamente en la posibilidad de conocer, el conocimiento
se nos ofrece con una evidencia original; pero esta evidencia desaparece pronto y la reemplaza la
duda ni bien se toma conciencia de la inseguridad e incerteza de todo saber. Nace la duda
cuando nos damos cuenta de este estado de cosas, de la falibilidad de las percepciones y de los
razonamientos.
Ahora bien, la duda filosófica puede asumir dos formas diferentes: la duda por la duda misma, la
duda sistemática o pirroniana, y la duda metódica o cartesiana.
a) Al escepticismo absoluto o sistemático se lo llama también pirroniano porque fue Pirrón de Elis
(entre 360 y 270 a.C, aproximadamente) el que lo formuló. Si puede decirse que lo haya
formulado, porque Pirrón era un escéptico absoluto, es decir, negaba la posibilidad de cualquier
conocimiento, fuera de lo que fuese; y por lo mismo negaba que pudiera siquiera afirmarse esto,
que "el conocimiento es imposible", puesto que ello implicaría ya cierto conocimiento -el de que
no se sabe nada. Pirrón, por tanto, consecuente con su pensamiento, prefería no hablar, y en
última instancia, como recurso final, trataba de limitarse a señalar con el dedo.
Todo esto puede parecer extravagante, y en cierto sentido lo es; pero conviene
observar dos cosas. En primer lugar, que Pirrón era hombre íntegro, en el sentido de que tomaba
con toda seriedad lo que enseñaba, al revés de tantos personajes cuya conducta nada tiene que
ver con sus palabras. A Pirrón hubieron de practicarle dos o tres operaciones quirúrgicas, en una
época en que no existían los anestésicos; pues bien, Pirrón soportó las intervenciones sin exhalar
un solo grito ni emitir una sola queja, ya que gritar hubiese sido lo mismo que decir "me duele",
hubiese sido afirmar algo, cosa que su
escepticismo le prohibía. En segundo lugar, no hay dudas de que debió haber sido un hombre
muy extraordinario; sus conciudadanos lo admiraron tanto que promulgaron una ley
estableciendo, en honor a Pirrón, que los filósofos quedaban exceptuados de pagar impuestos...
b) Pero interesa más (y luego se lo verá con mayor detalle, cf. Cap. VIII, §§ 4-6) la duda
metódica, la duda de Descartes. Esta duda no se la practica por la duda misma, sino como medio
para buscar un conocimiento que sea absolutamente cierto, como instrumento o camino (método)
para llegar a la certeza. En síntesis, dice Descartes lo siguiente: si me pongo a dudar de todo, e
incluso exagero mi duda llevándola hasta su colmo más absurdo, hasta dudar, por ejemplo, de si
ahora estoy despierto o dormido, hasta dudar de que 2 + 2 sea igual a 4 (porque quizás estoy
loco, o porque mi razón está deformada o es incapaz de conocer, y me parece que 2 + 2 es igual
a 4 cuando en realidad es igual a 5); si dudo de todo, pues, y llevo la duda hasta el extremo
máximo de exageración a que pueda llevarla, sin embargo tropezaré por último con algo de lo que
ya no podré dudar, por más esfuerzos que hiciere, y que es la afirmación "pienso, luego existo".
Esta afirmación representa un conocimiento, no meramente verdadero, sino absolutamente
cierto, porque ni aun la duda más disparatada, sostiene Descartes, puede hacernos dudar de él.
Se dijo que es el asombro lo que lleva al hombre a formular preguntas, y
primordialmente la pregunta por el fundamento. Por su parte, la pregunta conduce al
conocimiento; pero a su vez, cuando se tiene cierta experiencia con el conocimiento, se descubre
la existencia del error, y el error nos hace dudar. Se plantea entonces el problema acerca de qué
es el conocimiento, cuál es su alcance o valor, cuáles son las fuentes del conocimiento y a cuál
de las dos -los sentidos o la razón- debe dársele la primacía. De todas estas cuestiones se ocupa
la parte de la filosofía que se conoce con el
nombre de teoría del conocimiento o gnoseología.18
(Aquí también hay una diferencia entre la ciencia y la filosofía, porque la ciencia no se plantea el
problema del conocimiento; la ciencia, por el contrario, parte del supuesto de que, simplemente, el
conocimiento es posible, supuesto sin el cual ella misma no sería posible.)
7. Tercer origen de la filosofía: las situaciones límites
El filósofo pregunta a causa del asombro que en él despierta el espectáculo del
mundo. Ahora bien, en el asombro el hombre se encuentra en una actitud directa, simplemente
referido al mundo, objeto de su mirada. Pero cuando aparece la duda, ocurre que esa mirada se
repliega sobre sí, porque aquello sobre lo que la dirige no es ya el mundo, las cosas, sino él
mismo, o, con mayor exactitud, su propia actividad de conocer; su mirada entonces está dirigida a
esa mirada misma. Puede decirse que con la duda se inaugura la reflexión del hombre sobre sí
mismo -reflexión sobre sí que llega a su forma
más honda y trágica cuando el hombre toma conciencia de las situaciones límites.
Esta expresión de "situaciones límites" la introdujo un filósofo contemporáneo, KarI Jaspers
(1883-1969). El hombre se encuentra siempre en situaciones; por ejemplo, la del conductor de un
taxi, guiando su vehículo, o la del pasajero, transportado en él. En casos como éstos, se trata de
situaciones que cambian o pueden cambiar; el conductor puede empeñarse en cambiar de oficio,
e instalar un negocio, v. gr. Pero además de las situaciones de este tipo, de por sí cambiantes,
hay otras "que, en su esencia, permanecen, aun cuando sus manifestaciones momentáneas
varíen y aun cuando su poder dominante y embargador se nos disfrace", dice Jaspers; y agrega:
"debo morir, debo sufrir, debo luchar, estoy sometido al azar, inevitablemente me enredo en la
culpa". A estas situaciones fundamentales e insuprimibles de nuestra existencia es a las
que Jaspers llama "situaciones límites".

Se trata entonces de situaciones insuperables, situaciones más allá de las cuales no se puede ir,
situaciones que el hombre no puede cambiar porque son constitutivas de su existencia, es decir,
son las propias de nuestro ser- hombres. Porque el hombre no puede dejar de morir, ni puede
escapar al sufrimiento, ni puede evitar hacerse siempre culpable de una manera u otra. En cuanto
que tales situaciones limitan al hombre, le fijan ciertas fronteras más allá de las cuales no puede
ir, puede decirse también que manifiestan la radical finitud del hombre -una de cuyas
expresiones .so encuentra en las famosas
palabras de Sócrates, "sólo sé que no sé nada", en las que se revela la primordial
menesterosidad del hombre en general, y de todo conocimiento humano en particular. Y bien, en
la conciencia de las situaciones límites, o de la finitud del hombre, se encuentra el tercer origen
de la filosofía.
Epicteto (50-138 d.C, aproximadamente) fue un filósofo de la escuela estoica. Era esclavo, y se
cuenta que una vez su amo se complacía en torturarlo retorciéndole una pierna; Epicteto, con
toda tranquilidad, le dijo: "ten cuidado, porque la vas a romper"; y cuando, efectivamente, se la
hubo quebrado, agregó con la misma serenidad: "¿Has visto? Te lo había advertido". La anécdota
revela, en toda su simplicidad y grandeza a la vez, cuál era el ideal de vida que los estoicos
perseguían: lograr la más completa impasibilidad frente a todo cuanto pueda perturbarnos.
Pues bien, Epicteto sostuvo que el origen del filosofar reside "en la conciencia de la propia
debilidad e impotencia" del hombre (lo que hemos llamado su finitud). Enseñaba que hay dos
órdenes de cosas y de situaciones: las que dependen de nosotros, y las que no dependen de
nosotros. No depende de mí mi muerte, ni la fama, ni las riquezas, ni la enfermedad; porque todas
éstas son cosas sobre las que no tengo poder ninguno, sino que están determinadas por el
destino. Por tanto, tratándose de cosas que no dependen
de mí, sobre las cuales no tengo influencia ninguna, es insensato que me preocupe o impaciente.
Si muere un amigo, o cualquier persona a quien amo, no tiene sentido que me desespere, porque
esa muerte no depende de mí, no es nada que yo haya podido modificar o impedir; y si me
preocupase y desasosegase por esa muerte, no haría sino sumar a una desdicha -la de esa
muerte- otra más; la de mi dolor, la de mi sentimiento de impotencia. Todas estas cosas se
encuentran determinadas por el destino, y lo único que debe hacer el sabio es conformarse con
él, o, mejor aun, alegrarse del destino, puesto que es resultado de las sabias disposiciones de la
divinidad. Por ende, lo que corresponde es que el hombre en cada caso trate de cumplir lo mejor
que pueda el papel que le ha sido destinado desempeñar, sea como esclavo, sea como
emperador -porque no deja de ser curioso que dos de los principales filósofos de esta escuela
estoica hayan sido, uno, Epicteto, esclavo, y otro, Marco Aurelio Antonino (121-180 d.C.),
emperador romano. En resumen, lo único que depende de mí son mis pensamientos, mis
opiniones, mis deseos, o, en una palabra, todo acto del espíritu; estoes lo único que puedo
modificar,
y el hombre logrará la felicidad en la medida en que se aplique solamente a este propósito.
Según se desprende de lo que acaba de decirse, el interés fundamental de la
reflexión de Epicteto se centra en la conducta del hombre: problema del que, se ocupa la ética o
moral. Puede concluirse, por tanto, a modo de resumen, que la filosofía brota de tres principales
estados de ánimo -asombro, duda, y angustia o preocupación por la finitud y por lo que se debe
hacer o no hacer-, a cada uno de los cuales corresponde, en líneas generales, una disciplina
filosófica: metafísica, gnoseología y ética, respectivamente.

CAPÍTULO II
CAMBIO Y PERMANENCIA

1. Devenir e inmutabilidad
Se dijo que, al aplicar el principio de razón al conjunto de todo lo que es, se
planteaba el problema metafísico, es decir, el problema relativo al fundamento de los entes en
totalidad; también se dijo que a este problema se han dado las respuestas más diversas (cf. Cap.
I, § 5). Ahora bien, entre esa variedad hay dos doctrinas capitales, y justamente en los comienzos
mismos del filosofar griego, que constituyen como dos modelos primordiales, y a la vez
contrapuestos, que han determinado de manera decisiva todo el pensamiento ulterior -el cual, en
este sentido, puede describirse como serie de posibles compromisos o transacciones entre
aquellos dos modelos.
Lo que movió a los griegos a filosofar fue el asombro, y ese asombro fue ante todo asombro por
el cambio, es decir, por el hecho de que las cosas pasen del ser al no-ser y viceversa. Un árbol,
por ejemplo, gracias a ese cambio que se llama crecimiento, pasa de ser pequeño, y, por tanto,
no ser grande, a ser grande y no ser pequeño. Y el cambio o devenir se manifiesta en múltiples
fenómenos del universo: en el cambio de las estaciones -posición del sol, transformaciones de la
vegetación, etc.-; en el desarrollo del embrión hasta llegar al individuo adulto; en el nacimiento y
en la muerte, y, en general, en la aparición y desaparición de las cosas. Ante tal espectáculo los
griegos se preguntaron: ¿Qué es esto del cambio? ¿Por qué lo hay y qué significa? ¿Es que no
hay más que cambio, que todo es cambio? ¿O que más bien el cambio es cambio de algo que en
su último fundamento no cambia, es decir, de algo permanente? ¿O será el cambio en definitiva
mera apariencia, una ilusión?

Pues bien, un filósofo, Heráclito, afirma que el fundamento de todo está en el


cambio incesante; que el ente deviene, que todo se transforma, en un proceso de continuo
nacimiento y destrucción al que nada escapa. El otro, al contrario. Parménides, enseña que el
fundamento de todo es el ente inmutable, único y permanente; que el ente "es", simplemente, sin
cambio ni transformación ninguna.

2. Heráclito: el fuego
Heráclito vivió hacia comienzos del siglo V a.C entre 544/1 y 484/1, y era natural de Efeso, ciudad
de la Jonia, en la costa occidental del Asia Menor. Como de los demás filósofos anteriores a
Platón, no nos quedan de aquél más que fragmentos de sus obras, lo cual constituye ya una
dificultad para su estudio.1
Más con ella se enlaza otra, en cierto modo más grave, porque depende, no de circunstancias
exteriores, sino del pensamiento mismo del filósofo, de la dificultad de su propia doctrina y de su
expresión, que le valieron el sobrenombre que le dieran los antiguos: ó Σκτεινος "el Oscuro".
Heráclito expresó del modo más vigoroso, y con gran riqueza de metáforas, la idea de que la
realidad no es sino devenir, incesante transformación: "todo fluye", "todo pasa y nada
permanece", son frases que Platón atribuye a los heraclitianos.
Heráclito se vale de numerosas imágenes, la más famosa de las cuales compara la realidad con
el curso de un río: "no podemos bañarnos dos veces en el mismo río" (frag. 91), porque cuando
regresamos a él sus aguas, continuamente renovadas, ya son otras, y hasta su lecho y sus
riberas se han transformado, de manera que no hay identidad estricta entre el río del primer
momento y el de nuestro regreso a él. El río de Heráclito simboliza entonces el cambio perpetuo
de todas las cosas. Por tanto lo substancial, lo que tiene cierta consistencia fija, no la puede tener
sino en apariencia; todo lo que se ofrece como permanente es nada más que una ilusión que
encubre un cambio tan lento que resulta difícil de percibir, como el que secretamente corroe las
montañas, por ejemplo, o un bloque de mármol. Y lo que se dice de cada cosa individual, vale
para la totalidad, para el mundo entero, que es un perenne hacerse y deshacerse. El fragmento
30 reza:
Este mundo, el mismo para todos, no lo hizo ninguno de los dioses ni ninguno de
los hombres, sino que siempre fue, es y será fuego siempre vivo, que se enciende según
medida y se apaga según medida.
La palabra griega que se traduce por "mundo" es cosmos (κοσμος) término que no sólo
significaba el universo, sino tenía también el sentido de "adorno", "ornamento", "arreglo", "orden",
y no cualquier orden, sino el orden armonioso, equilibrado, bello. Esto quiere decir que al llamar
"cosmos" al mundo, los griegos, a través de su lengua -porque todo lenguaje implica una
determinada forma de encarar la realidad-, pensaban el mundo como una totalidad ordenada,
armónica, hermosa: el mundo era para ellos la armonía, la disposición ordenada de todas y cada
una de las cosas desde siempre y para siempre.

Las representaciones mítico-religiosas hablaban de un origen del mundo (no a partir de la nada,
como en la creencia judeo-cristiana, sino) a partir del caos o "apertura" primordial que la divinidad
o divinidades ordenaban (Hesíodo, cf. arriba. Cap. I, § 4). En declarada oposición, Heráclito
sostiene que el cosmos no es obra de los dioses, ni mucho menos, naturalmente, de los hombres;
por el contrario, el mundo "siempre fue, es y será", es decir, es eterno, de duración infinita, desde
siempre y para siempre, con lo cual Heráclito fue "el primero en presentar en Grecia un concepto
de eternidad que es infinidad temporal del ser". El cosmos es además único: "el mismo para
todos", y con esta idea de su unicidad niega Heráclito la pluralidad de los mundos.
Pero, ¿en qué consiste el mundo, cuál es su fundamento, lo que lo hace ser tal
como es? Heráclito afirma que es "fuego siempre vivo". Respecto del significado que le diera el
filósofo al fuego, caben dos interpretaciones diferentes, que en el fondo no son incompatibles. -En
primer lugar se puede pensar que "fuego" designa el principio o fundamento (αρχη) de todas las
cosas, como especie de "material" primordial del que todo está hecho (equivalente entonces al
"agua" de Tales, cf. Cap. I § 4). "El camino hacia
arriba y el camino hacia abajo, uno y el mismo camino", se lee en el fragmento 60, lo cual se
referiría al proceso por el cual se generan todas las cosas del fuego y por el cual todas retornan a
él; el camino hacia abajo sería el proceso de "condensación" por el cual del fuego proviene el mar
(el agua) y de éste la tierra; el proceso inverso es el camino hacia lo alto, que por "rarefacción"
lleva de la tierra al mar y del mar al fuego. En segundo lugar, puede pensarse que "fuego" sea
una metáfora, una imagen del cambio incesante que domina toda la realidad, elegido como
símbolo porque, entre todas las cosas y procesos
que se nos ofrecen a la percepción, no hay ninguno donde el cambio se manifieste de manera tan
patente como en el fuego: la llama que arde es cambio continuo, y cuanto más quieta parece
estar, tanto más rápido es el proceso de combustión (cuando chisporrotea, por el contrario, es
más lento). Fácil es comprender, sin embargo, que ambas interpretaciones del "fuego" no son
necesariamente excluyentes: el fuego bien pudo haber sido para Heráclito símbolo del cambio, y
a la vez motor y substancia del mismo. En cuanto al calificativo de "siempre vivo" que se le aplica
al fuego, significa, no sólo la eternidad del mundo, ya señalada, sino también que esa
"substancia" que es el
fuego la piensa Heráclito como algo animado (hilozoísmo), quizás aun de índole psíquica; el
fuego es un principio generador, autoformador y autoordenador, inmanente a todas las cosas.

3. Heráclito: el logos
El fragmento 30 concluye diciendo que el fuego, que es el mundo, se enciende y se apaga "según
medida" (μετρα). Esta expresión indica que el cambio de que se trata está sometido a un cierto
ritmo alterno -como, por ejemplo, el ritmo cíclico de las estaciones, o el del nacimiento y la
muerte-. Aquí se encuentra, junto a la del fuego, la otra idea fundamental de Heráclito -quizá-, de
seguir a ciertos intérpretes, su tema capital. En efecto, tanto como el cambio le preocupa a
Heráclito la "medida" de ese cambio, la regla o norma a que ese devenir está sujeto. El cambio no
es cambio puro, por así decirlo, sin
orden ni concierto -lo cual sería por lo demás impensable-, sino un cambio que sigue ciertas
pautas. Con lo cual aparece por primera vez -si no con entera claridad, al menos prefigurado- el
concepto de lo que luego se llamará ley científica, y que Heráclito denomina Dike (Justicia) y
logos.
Esa "ley" o norma la piensa Heráclito como ritmo u oscilación entre opuestos; y en otro de sus
célebres fragmentos se lee que "la guerra de todas las cosas es padre, de todas las cosas es rey"
(fr. 53). "Guerra", pólemos (πολεμος) no es sino un nuevo nombre para el cambio. Heráclito la
llama "padre" y "rey" vale decir, la considera aquello que genera, aquello de donde las cosas se
originan, y a la vez lo que manda, gobierna o domina sobre ellas. Éstos son, precisamente, los
dos sentidos principales de la palabra αρχη, arjé, que suele traducirse por "fundamento" o
"principio", porque el fundamento de todos los entes se lo piensa como aquel algo primordial de
que todos provienen, del que dependen y por el que están dominados, pues les impone su ley.
El término "guerra" pone de relieve en la noción de cambio un matiz que no es difícil comprender:
la guerra supone siempre enemigos, contrarios, y según ya sabemos el cambio implica el par de
opuestos ser y no-ser, como si fuesen contendientes o contrincantes. En efecto, Heráclito
concibió lo absoluto como proceso dialéctico, según observaba Hegel:"dialéctico", porque en ese
proceso se realiza la unidad de los opuestos, la coincidentia oppositorum [coincidencia de los
opuestos], según se dirá mucho después. Porque toda cosa, en su incesante cambio, reúne en sí
determinaciones opuestas, es y no es, es hecha y deshecha, destruida y rehecha.
Es preciso saber que la guerra es común [a todas las cosas], y [que] la justicia [es] discordia, y
que todas las cosas ocurren según discordia y necesidad. Que la guerra es "común" a todas las
cosas, significa una vez más que constituye el principio universal que todo lo domina, pues "todas
las cosas ocurren o se generan según la discordia"; y ello acontece inexorablemente ("según
necesidad"). La unidad de los contrarios la insinúa la frase de acuerdo con la cual "la justicia es
discordia", que a la vez insiste en que la "le,"(la justicia) es la lucha.
De la identidad de los contrarios aduce Heráclito numerosos ejemplos, entre ellos los siguientes,
que no requieren mayor comentario:
El mar es el agua más pura y la más sucia, para los peces potable y saludable,
para los hombres impotable y deletérea. Los cerdos gozan del fango más que del agua
pura.

Estos pasajes, y otros similares, enseñan que los opuestos, sin dejar de serlo, no son nada
separado de modo absoluto, sino más bien momentos alternos y
complementarios de un solo dinamismo -de una unidad superior que los engloba y domina, a
saber, la guerra. En comprenderlo reside la sabiduría:
Uno es lo sabio: llegar al saber de que todas las cosas están gobernadas por
todas.
En efecto:
Las cosas, consideradas juntamente, son un todo y no son un toco,
convergentes y divergentes, acordes y discordes; de todas las cosas resulta uno y de
uno todas las cosas.
La "guerra" no significa entonces -se lo ve ahora con más claridad-desorden, sino, por el
contrario, una armonía: la que de una pluralidad de cosas y acontecimientos discordantes hace el
cosmos único, bello y ordenado, y que no es sino el mundo mismocomo armonía que
incesantemente se construye a sí mismo- "es sabio convenir en que todo es uno" (frag. 50
Dijimos más arriba que a esta especie de ley que todo lo domina le da Heráclito, entre otros
nombres, el de logos, λογος. Es éste un término fundamental, muy rico en significados, que los
diccionarios suelen reducir a tres principales: a) palabra, dicho, discurso; b) relación, proporción; y
c) razón, inteligencia, concepto. Y de todo ello hay resonancias en Heráclito: el logos dice (a) cuál
es la relación entre las cosas (b), su comportamiento, que expresa un cierto orden inteligible (c)
inmanente al mundo. Pero el sentido primero, primordial, de λογος, parece ser más bien el de
"reunión". El logos, en
efecto, la unidad de los contrarios, reúne todas las cosas, puesto que las armoniza y de la
multiplicidad inagotable de ellas constituye o forma el mundo único. Y si se quiere ir más a fondo,
podrá decirse que en definitiva aquello en que están propiamente reunidos los entes, en lo que
todos coinciden o acuerdan, es en que son: lo que reúne es el ser, y λογος; nombra entonces el
ser de los entes. El logos, pues, entendido como el ser en tanto dador de unidad, es el
fundamento de todo, que todo traspasa y domina.

4. Parménides: el ente y sus caracteres


Parménides nació, según se supone, hacia los años 515 a 510 a.C. en la ciudad de Elea, colonia
griega del sur de Italia; entre 490 y 475 escribió un poema didáctico, en hexámetros, conocido
bajo el título De la naturaleza, del que se conserva el proemio, alrededor, quizás, de los nueve
décimos de la primera parte, y muy poco de la última, de mucha menor importancia filosófica;
pues la doctrina que lo ha hecho célebre se encuentra en la primera. Su teoría, según se adelantó
(§ 1), representa la antítesis de la de Heráclito.
Parménides es el primer filósofo que procede con total rigor racional, convencido de que
únicamente con el pensamiento -no con los sentidos- puede alcanzarse la verdad y de que todo lo
que se aparte de aquél no puede ser sino error; sólo lo (racionalmente)
pensado "es", y, a la inversa, lo que es, responde rigurosamente al pensamiento:
Pues lo mismo es pensar y ser,

según afirma el fragmento 3. El pensar no puede ser sino pensar del ente: no hay posibilidad de
alcanzar el ser sino mediante la razón. "La posibilidad de concebir algo (concebibilidad) (y, en
consecuencia, la posibilidad de expresarlo) es criterio y prueba de la realidad de lo que es
concebido (y expresado) porque solamente lo real puede concebirse (y expresarse) y lo irreal no
puede concebirse (ni expresarse). Con lo cual Parménides llega a expresar, no sólo que pensar
una cosa equivale a pensarla existente, sino también que la pensabilidad de una cosa prueba su
existencia; porque si sólo lo real
es pensable, lo pensado resulta necesariamente real".
Lo repite el frag. 8 (verso 34): "Y lo mismo es pensar y aquello por lo cual hay pensamiento". El
pensar sólo es tal pensar para el ser.
Parménides comienza por colocarse ante la alternativa más amplia que pueda unoenfrentar (la
filosofía, dijimos, es el saber más amplio, cf. Cap. I, § 3), ante las dos máximas posibilidades
pensables: o hay algo, algo es, es decir, hay ente -o bien no hay nada:
Ahora bien, yo te diré,y tú escucha atentamente mis palabras, qué caminos de
investigación son los únicos pensables: uno [que dice] que es y que no puede no aer, es
el sendero de la persuasión -pues acompaña la Verdad-; el otro [que dice] que no es y
que es necesario que no sea, y he de decirte que éste es un sendero impracticable. 19

Es evidente que no puede haber posibilidad de más alcance que la que se plantea en esta
disyuntiva: la más amplia porque dentro de ella cae todo absolutamente (la filosofía se ocupa de
la totalidad), inclusive la nada, que aparece en el segundo miembro de la alternativa. De manera
que
La decisión consiste en esto: o es o no es
.

O lo uno o lo otro; pero sin que quepa una tercera posibilidad (cf. principio de
tercero excluido).
Ahora bien, es asimismo evidente que la segunda posibilidad enunciada -que no sea nada- es un
absurdo; porque decir "no hay nada" es como afirmar que "lo que hay es la nada", que "la nada
es", o, en otras palabras, que "el no-ente es": esto es claramente contradictorio, y por tanto debe
rechazarse (principio de contradicción):
porque el no-ente no lo puedes pensar -pues no es posible-, ni lo puedes expresar

Por ende es preciso concluir afirmando decisivamente el primer miembro de la


alternativa, es decir, que "es". Pero si hay algo, si algo "es", a ese algo se lo llamará ente (cf. Cap.
I, § 1). Entonces el ente es necesario.
Es necesario decir y pensar que el ente es: pues le es propio ser, mientras que
no le es a la nada; es lo que te ordeno considerar,

dice la diosa; porque afirmar que "el ente no es" es una evidente contradicción.
De manera que:
Sólo queda pronunciarse por el camino [de investigación] que dice que es; por
éste hay indicios en gran número.

Entre estos indicios, signos o caracteres del ente, nos limitamos a señalar que el ente es único,
inmutable, inmóvil, inengendrado, imperecedero, intemporal, e indivisible
El ente es único. Porque si no, sería múltiple, o, para suponer el caso más simple, habría dos
entes. Ahora bien, si hubiese dos entes, tendría que haber una diferencia entre ambos, puesto
que si no se diferenciasen en nada no serían dos, sino uno solo. Pero lo que se diferencia del
ente, es lo que no
es ente, esto es, el no-ente, la nada. Mas como la nada no es nada, resulta que no puede haber
diferencia algún»» y no puede haber en consecuencia sino un solo ente.

El ente es inmutable, es decir, no está sometido al cambio, en ninguna de sus


formas (cf. Cap. VI, § 5) -"permaneciendo el mismo en el mismo estado, reposa en sí mismo" -,
porque cualquier tipo de cambio supondría que el ente se transformase en algo diferente; pero
como lo diferente del ente es el no-ente, y el no-ente es la nada, y la nada no es nada, el ente no
puede cambiar.
Tómese la forma más simple de cambio, lo que se llama cambio de lugar o
movimiento local, el traslado de un sitio a otro. Para moverse, el ente necesitaría un espacio
donde desplazarse. Este espacio o lugar debiera ser diferente del ente; pero como lo diferente del
ente es el no-ente, la nada, no puede haber espacio ninguno donde el ente se mueva. El ente,
pues, es inmóvil.25
De la inmutabilidad resulta también que el ente carece de origen, que es
inengendrado.
26En efecto, ¿qué origen le buscarás? ¿Cómo y de dónde su crecimiento? Del no
ente no te permitiré que digas ni que pienses, pues no se puede ni decir ni pensar que no
es.

El razonamiento es en esencia siempre el mismo. Si el ente hubiera tenido origen, hubiese tenido
que ser engendrado o producido, o bien por lo que es, por el ente, lo cual es imposible, puesto
que ya es; o bien por algo diferente del ente. Pero como lo diferente del ente es el no-ente, la
nada, no hay nada que pueda haberlo originado; por consiguiente, es ingenerado.
Y encarando la cuestión por el otro lado -ahora no respecto del origen, sino - de su fin-, es preciso
sostener que el ente nunca puede dejar de ser, que el ente es imperecedero: "así como es
ingenerado es también imperecedero" (frag. 8, vers. Porque si el ente se destruyese, si dejase de
ser, entonces sería el no-ente, la nada; y como esto, según ya se sabe, es absurdo, es necesario
eliminar la posibilidad de la desaparición del ente, tanto como la de su generación:
inmóvil en el límite de poderosas ligaduras, es sin principio ni fin, desde que
generación y destrucción han sido lanzadas bien lejos y las ha expulsado la verdadera
creencia.

El ente es además intemporal. En tanto que Heráclito pensaba la eternidad como infinita duración
a través del tiempo (cf. p. 21), Parménides piensa la eternidad del ente como eternidad
supratemporal, como constante presencia, como eterno presente, o, quizás más exactamente,
como in-temporalidad.
Jamás era ni será, puesto que es ahora todo a la vez.

Carece de significado hablar de pasado o de futuro respecto del ente; decir "fue" o "será" implica
duración a través del tiempo. "Sólo puede usarse el presente 'es', porque no hay proceso ninguno
de devenir que comience en un tiempo y termine en otro, durante el cual pudiésemos decir que
todavía no es por completo, pero que habrá de serlo en el futuro"
Decir "fue" o "será", y, en general, hablar del tiempo, supone un proceso de
devenir a través del cual el ente dura; pero el ente es pleno y completo, y por tanto no tiene
sentido aplicarle determinaciones temporales: simplemente "es", como constante presencia más
allá o independientemente de todo tiempo posible, en una especie de presente sin duración
ninguna.

El ente, por último, es indivisible.

Ni siquiera es divisible, pues es todo del mismo modo.


No hay en parte alguna un algo más de ente que pueda impedir
(la continuidad,
ni un algo menos, sino que es todo lleno de ente.
.

En el ente, en efecto, no hay "diferencias" -porque lo diferente del ente, repitamos, es el no-ente-,
sino que es todo y simplemente ente, de modo perfectamente "continuo", sin "interrupciones"
entre algo que fuera menos y algo que fuera más. Y si no hay diferencias, no es posible dividirlo,
puesto que toda división se la hace según partes diferentes.

5. Parménides: impugnación del mundo sensible


Pero si el ente es uno, inmutable, inmóvil, etc., ¿qué pasa entonces con el mundo sensible, con
las cosas que vemos, oímos y palpamos -qué pasa con las mesas, las flores, las montañas, el
mar, y con nosotros mismos, que somos muchos, y no uno, y que nacimos y cambiamos a cada
instante y que habremos de morir? Parménides no transige con nada de ello, puesto que se ha
demostrado que sólo el ente es; por tanto,

todos los que los mortales han establecido, convencidos de su verdad:


generación y perecer, ser y no ser, cambio de lugar y mutación del brillante color

Todas las cosas sensibles y sus propiedades todas -movimiento, nacimiento, color, etc.- no son
más que ilusión, vana apariencia, nada verdaderamente real, sino fantasmas verbales en los que
sólo pueden creer quienes, en lugar de marchar por el camino de la verdad, andan perdidos por el
camino de la mera "opinión" (δοξα), vericueto
por el cual mortales que nada saben
van errando bicéfalos: ya que la incapacidad en sus
pechos dirige la errante mente, y por aquí y por allá son arrastrados,
sordos al par que ciegos, idiotizados, muchedumbre de insensatos,
para quienes el ser y el no ser son lo mismo,
y no son lo mismo, para quienes el sendero de todas las cosas es reversible .

Los hombres en general -los hombres corrientes tanto como los filósofos-,
apoyándose, no en el "pensar" ( νοειν), sino en la mera "opinión" ( δοξα), en lo que les "parece",
coinciden en creer en la realidad del mundo sensible, mundo de diversidad en que todo es y no
es. Pero entonces carecen de saber firme, en el fondo son víctimas de la más total ignorancia, y
van arrastrados de un lado hacia otro, sin rumbo fijo, porque están perdidos, desde el momento
en que para ellos "el ser y el no ser son lo mismo / y no son lo mismo". En efecto, "creen que lo
que es puede cambiar y devenir lo que no era
antes. Ser y no ser son lo mismo en cuanto que ambos se encuentran en todo hecho; y sin
embargo es obvio que son opuestos y por tanto, en sentido más exacto, no son lo mismo". A esos
hombres Parménides los llama "bicéfalos" justamente porque unen ser
y no ser, que son inconciliables. Y en cuanto a la expresión "el sendero de todas lascosas es
reversible", puede bien referirse a Heráclito, que sostenía que cada cosa se convierte en su
opuesta (cf. § 3); y en general todo el pasaje puede interpretarse como crítica, no sólo a los
"mortales" indistintamente, sino además a Heráclito en especial.

Sin embargo -se objetará sin duda-, ¿no vemos acaso movimientos, como el paso de un
automóvil por la calle, o el vuelo de una paloma? En efecto, los "vemos", vale decir, tenemos de
ellos una percepción, un conocimiento sensible. Pero justamente Parménides enseña que el
conocimiento sensible es falaz, que no es más que pura "opinión" engañosa, ilusión, ignorancia
en suma. No debe escucharse más que la enseñanza del pensamiento, que demuestra -no
simplemente afirma, sino demuestra-, tal como se vio, que el ente es inmóvil, etc. Y a quien dijera
que es insensato rechazar el testimonio de
los sentidos, se encargará de responderle un discípulo de Parménides, Zenón, quien mostrará
que lo absurdo son las consecuencias que se desprenden de suponer la realidad del movimiento.

6. El descubrimiento de la razón
Quien por primera vez entra en contacto con el pensamiento de Parménides, no puede dejar de
sentirse desconcertado, y de inmediato tiende a preguntar: "Pero, ¿qué es este ente de que
Parménides habla?", porque se figura que lo dicho no es más que parte de lo que hay que decir,
que no son sino aclaraciones previas, a las que falta el término natural, que se encontraría
diciendo "el ente es esto o lo otro" -quizá la materia, o el espíritu, o Dios, etc. Y bien, es preciso
afirmar de inmediato que tal planteo y tal pregunta son inadecuados; no debe buscarse nada
"más allá" de las palabras de Parménides -y son esas palabras, por otro lado, las que han influido
decisivamente en la historia del pensamiento humano.

Pero -se insistirá-, ¿qué significa entonces lo que Parménides dice? ¿Se trata de un juego? En
todo caso, sería un altísimo juego intelectual; pero en realidad no hay juego ninguno, sino que se
trata de decir qué es el ente, lo que es -se trata simplemente de decir esto: que es necesario,
inmóvil, etc. Ello -¡qué duda cabe!- es muy abstracto, es el máximo de la abstracción o aun del
pensamiento vacío. Pero sea de ello lo que fuere, y sea cual fuere nuestra opinión al respecto, es
menester intentar hacerse cargo de la inmensa fuerza de espíritu, de la enorme capacidad
intelectual que se precisa para pensar de tal manera por primera vez en la historia del hombre. Y
la cuestión reside, según parece, en que sólo estas abstracciones pueden predicarse del ente,
porque cualquier otra cosa que se dijera de él, significaría confundirlo con las cosas sensibles, de
las que Parménides lo separa tajantemente. El ente de Parménides es justamente tal abstracción,
este colmo de la abstracción, si se quiere decirlo así, y esto es lo que hay que esforzarse por
comprender porque en ello reside la imperecedera gloria de este pensador -"enérgico, vehemente
espíritu que lucha con el ser para captarlo y expresarlo", según dice Hegel.
Con Parménides comenzó el filosofar propiamente dicho, y con ello se echa de
ver la elevación al reino de lo ideal. Un hombre se libera de todas las representaciones y
opiniones, les niega toda verdad, y dice que sólo la necesidad, el ser, es lo verdadero. Este
comienzo por cierto es todavía borroso e indeterminado; no puede aclararse más lo que allí yace;
pero precisamente esta aclaración es el desarrollo de la filosofía misma, el cual aquí no existe
todavía.
Hegel enseña que con Parménides se inicia la filosofía en el sentido más propio de la palabra
porque sólo con Parménides el pensamiento se ciñe a lo ideal o racional. Los filósofos anteriores -
Tales y otros como Anaximandro, Anaxímenes, los pitagóricos-, no habían alcanzado aún el
pensamiento en toda su pureza, y por ello afirmaban como fundamento el agua, por ejemplo, es
decir, algo todavía físico, sensible, ligado al mundo de las percepciones y representaciones. Con
Parménides, en cambio, el pensamiento se libera de todo ello y se atiene sólo a sí mismo, al
dominio del concepto, y rechaza todo lo
que tenga origen en lo sensible y en las "opiniones" de los hombres, que se nutren de lo sensible.
Hegel señala lo abstracto, lo "indeterminado" de la especulación parmenídea, pero a la vez
observa que ello es lo propio del comienzo, y que cualquier aclaración y determinación de ese
inicio corresponderá al desarrollo ulterior de la filosofía, de su proceso de paulatina constitución a
lo largo de la historia (cf. Cap. XI, § 17) -pronto se verá cómo ya Platón establece un cierto
intermedio entre el ser y el no-ser.

En la medida en que descalifica el conocimiento sensible y se atiene única y


exclusivamente a lo que enseña el pensar, la razón, puede decirse que Parménides es el primer
racionalista de la historia, y el más decidido y extremo de todos ellos -tanto, que el rigor y
consecuencia con que procede, su "racionalidad" incondicionada, es lo que sorprende, hasta el
punto de parecer tocar el extremo de la extravagancia. Sin embargo es preciso corregir de
inmediato tal impresión tomando conciencia del hecho de que la
reflexión de Parménides, por más extraña que pueda parecer, representa históricamente nada
menos que el momento en que el nombre descubre la razón; la importancia del descubrimiento, el
entusiasmo ocasionado por él, pueden explicar las consecuencias tan extremas y unilaterales que
Parménides saca.
40
Afirmar que Parménides descubrió la razón, significa en este contexto dos cosas. De un lado, que
fue el primero en darse cuenta de que hay un conocimiento -el conocimiento racional- necesario y
universal, a diferencia del conocimiento empírico o sensible, que es contingente y particular. De
otro lado, significa que enunció por primera vez los tres primeros principios ontológicos: el
principio de identidad (lo que es, es; o: el ente es), el de contradicción (el ente no puede no-ser), y
el de tercero excluido (o es o no es). Si se reflexiona en que la lógica, que estudia las estructuras
del pensamiento y, en especial, el razonamiento correcto, comienza con estos principios; en que
la matemática -que pasa por ser la más racional de todas las ciencias-supone que todo
número (o todo conjunto) es idéntico a sí mismo y supone el principio de tercero excluido en las
demostraciones por el absurdo; si se piensa en general que cuando una demostración (en
cualquier ciencia, o aun a veces dentro de la vida diaria) contiene una contradicción es por ello
solo irremediablemente falsa -si se tiene en cuenta todo esto, se comprenderá aun mejor la
inmensa importancia de Parménides al haber logrado formular los principios fundamentales de la
razón, echando así luz sobre ella, sobre las bases de
todo conocimiento científico en general, y sobre la naturaleza misma del hombre, si es que éste
se define por poseer esa facultad que llamamos "razón". Con Parménides, entonces, nos
encontramos con algo que no sólo tiene interés para la filosofía; sino con un acontecimiento
histórico cuya importancia difícilmente puede exagerarse.

Ello no quiere decir, naturalmente, que antes de Parménides nadie hubiese


empleado la razón o realizado inferencias correctas; es obvio que muchísimos hombres, antes de
él, habían pensado racionalmente. Pero una cosa es usar la razón, y otra muy diferente
reflexionar sobre la razón y los principios que la constituyen -tan distinto como es usar los ojos, y
conocer la anatomía y fisiología del ojo. Y como ocurre que aquellos principios constituyen temas
que se aprenden ya en la escuela secundaria o en cualquier manual de lógica elemental, nos
pueden dar la impresión de ser algo tan fácil de conocer
que cualquiera los puede descubrir por sí solo (cf. Cap. III, § 5); sin embargo, fue preciso que la
humanidad atravesara innúmeras experiencias y que surgiera un genio tan poderoso como
Parménides para que tal descubrimiento aconteciera. Sólo haciendo el esfuerzo por tratar de
colocarnos imaginativamente hacia comienzos del siglo V a.C., una época en que nadie lo había
alcanzado aún, se estará quizás en condiciones de apreciar debidamente la enorme magnitud del
descubrimiento de este filósofo.

7. La ejemplaridad de Heráclito y Parménides


Se eligió a Heráclito y Parménides (cf. § 1) porque ilustran dos modos antitéticos de considerar el
fundamento de los entes, porque representan dos posiblidades extremas de enfocar la realidad: o
bien como algo dinámico, en continuo cambio, donde lo real es devenir, transformación incesante,
formación y desintegración irrestañable de todas las cosas, sin que nada permanezca inmutable
(a no ser la ley misma del cambio) -o bien como algo absolutamente estático, fijo, inmóvil, donde
lo verdaderamente real es lo permanente, el ente que es presencia constante.
Ahora bien -y aquí reside lo ejemplar de aquellos dos grandes pensadores-, ocurre que cualquier
otro modo de considerar la realidad no consistirá más que en diferentes maneras de combinar
aquellos dos puntos de vista opuestos. Porque, según parece, no se puede pensar la realidad
satisfactoriamente (a no ser que se excluya su aspecto empírico) sin tener en cuenta, por un lado,
que hay cosas que cambian, y, por el otro, sin pensar que en la realidad ha de haber también
algo permanente, puesto que para pensar hay que establecer relaciones, y las relaciones no
pueden establecerse si no hay constancias, semejanzas, identidades. De manera que todas las
demás teorías posibles
se reducirían, en el fondo, a una combinación más o menos armoniosa o afortunada de estas dos
posiciones extremas.
A manera de ejemplo, considérese la teoría atómica clásica, expuesta en la
antigüedad por Demócrito, filósofo de la segunda mitad del siglo V a.C. Esta teoría sostiene que
el mundo material45 cambia constantemente: las cosas se mueven, se generan, se agrandan o
empequeñecen, desaparecen; pero todas estas formas de cambio no consisten más que en el
cambio de lugar de los átomos: algo se agranda, por ejemplo, porque se le agregan átomos que
estaban en otro lugar, o desaparece porque se disgrega el conjunto de átomos de que estaba
formado. Pero los átomos mismos, por su lado, aparte del cambio de lugar, no experimentan
ninguna otra forma de cambio, sino
que cada uno de ellos es permanente, indivisible, inengendrado, imperecedero, características
todas del ente parmenídeo. Sin embargo, la realidad material en su conjunto -debido al
movimiento de los átomos en el espacio vacío, a la constante combinación y separación de unos
y otros- es cambio continuo. La teoría atómica, pues, vista según esta perspectiva, resulta ser una
ingeniosa combinación de Heráclito y Parménides. De modo tal que estos dos filósofos señalan
los dos grandes caminos - antitéticos y a la vez complementarios- por los que hay que transitar
para pensar la realidad, y nos los señalan con la grandiosidad y pureza del gran inicio del pensar
occidental, del que constituyen los dos grandes maestros y modelos.

8. Segunda caracterización de la filosofía: la filosofía como el saber más profundo


Lo dicho en este capítulo, y lo que en el anterior se había adelantado muestra que una de las
tareas de la filosofía, y según muchos pensadores la tarea central suya, es la que corresponde a
la metafísica: buscar el fundamento último de todos los entes, lo que a veces también se llama
ente supremo ( ον α κροτατον), summum ens). Ese fundamento no es nada que se revele de
modo inmediato; de otra manera no surgiría la pregunta "¿cuál es el fundamento?", sino que,
sencillamente, ya de antemano se tendría la respuesta. Pero "la naturaleza [es decir, el
fundamento de todos los entes]
gusta ocultarse", según sentencia Heráclito (frag. 123), y la tarea del hombre -el "animal
metafísico"- consiste justamente en desocultarlo.
La actitud metafísica puede describirse, desde este punto de vista, como una
inversión de la actitud propia de la vida diaria. Corrientemente, en efecto, no nos ocupamos de la
totalidad del ente ni de su fundamento, sino de tales o cuales entes determinados -los que
determina la preocupación dominante en cada caso: el comerciante se ocupa de la marcha de su
negocio, el médico de sus enfermos, el cartero de la entrega de la correspondencia, etc. Entre
esos entes el hombre por lo común vive perdido (cf. Cap. XIV, § 16). Hegel afirmó que, en
relación con el sentido común, con la actitud de la vida diaria, el mundo de la filosofía es un
mundo al revés. No interesa aquí explicar el significado exacto de esta expresión; basta con
señalar que mientras el sentido común se atiene al aspecto inmediato que las cosas presentan, a
su superficie, por así
decirlo, la filosofía en cambio se ocupa del mundo, de la totalidad del ente, para verlo por su
revés, si se nos permite la expresión; para buscar su fondo último, su fundamento. El filósofo
toma esa especie de gigantesco tapiz que es el universo, y lo da vuelta para tratar de discernir su
trama secreta y su no menos secreto tejedor.
Puede por tanto intentarse una segunda caracterización de la filosofía (cf. la
primera, Cap. I, § 3) diciendo que la filosofía es el saber más profundo, porque se dirige al "fondo"
o fundamento del ente en totalidad, aquello sobre lo cual éste se apoya y de lo que depende. Las
preguntas y los temas filosóficos son entonces, entre todas las preguntas y temas posibles, los
más fundamentales o profundos, desde el momento en que se refieren a aquello que es condición
de todo lo demás. Con lo cual se encuentra en relación algo indicado ya antes (Cap. I, § 3): todo
tipo de saber científico tiene siempre un alcance limitado -la física se ciñe a los fenómenos físicos,
la economía a los económicos,
la psicología a los psíquicos, etc.-, en tanto que el alcance o radio de la filosofía es total, puesto
que su tema es el fundamento de todo ente -aquello, pues, en que reside la unidad última de los
entes en cuanto tales- y sin el cual no habría ni entes físicos, ni económicos, ni psíquicos, y por
tanto no habría ni física, ni economía, ni psicología... ni tampoco filosofía.

CAPÍTULO IV
EL DESCUBRIMIENTO DEL CONCEPTO. SÓCRATES
1. El momento histórico
Para comprender mejor la función de "crítica universal" propia de la filosofía,
conviene detenerse en un filósofo que la ejerció de modo ejemplar, y con celo tal, que lo llevó a la
muerte: Sócrates. Mas para ello es oportuno comenzar apuntando algunas características de la
época en que vivió, el siglo V a.C.
Sócrates nació en Atenas en 470/69, y allí murió en 399. Vivió, por tanto, los dos últimos tercios
del siglo V, la época más espléndida en la historia de su ciudad natal, y de toda la antigua Grecia:
el llamado siglo de Pericles, en honor al célebre político (495-429) que convirtió a Atenas en
centro de un gran imperio e impulsó su extraordinaria cultura.
Ese siglo había presenciado la derrota del inmenso poderío persa por obra de los minúsculos
estados griegos (Maratón, 490; Termopilas, 480; Platea, 479); el triunfo helénico se sella en
449/8. Sócrates tenía poco más de veinte años, y pudo entonces ser testigo presencial del
proceso de expansión política y cultural de Atenas al término de las guerras médicas. "Todas las
edificaciones y obras de arte que embellecieron Atenas en la época de Pericles, las Largas
Murallas que unían la ciudad con el puerto del Pireo, el Partenón, las estatuas de Fidias, los
frescos de Polignoto, fueron comenzadas y terminadas ante sus ojos.
Intervino en el sitio de Potidea (432-430), sublevada contra Atenas, y en las batallas de Delio
(424) y Anfípolis (421), ocasiones en las que dio muestras de gran valentía y fortaleza. Pero
Sócrates no sólo fue testigo del esplendor de
Atenas, sino también de su decadencia y del paso de la supremacía griega a manos de los
espartanos. En efecto, en 431 se había iniciado la guerra del Peloponeso, que habría de acabar
con la derrota de Atenas en 404 y el establecimiento en ella de un gobierno oligárquico
filoespartano, el régimen de los Treinta Tiranos. Su pronto derrocamiento, por obra de Trasíbulo,
en 403, permitió la restauración de la democracia, que sin embargo asumiría frecuentemente las
formas de la demagogia.
Las diversas contingencias sociales y políticas de la época pueden sintetizarse
diciendo que, en primer lugar, y gracias a Pericles, se produce el ascenso de todos los
ciudadanos al poder, es decir, el desarrollo de todas las posibilidades del régimen democrático
(inclusive con el establecimiento del sorteo para la provisión de magistraturas). Debe recordarse
que se trataba -a diferencia de las democracias modernas, de carácter representativo- de una
democracia directa, donde eran los propios ciudadanos (no sus representantes o diputados)
quienes intervenían en el manejo de la cosa pública (Asamblea del pueblo). En segundo lugar,
esa democracia deriva hacia la demagogia en algunos casos, o hacia la tiranía, en otros. Tales
circunstancias corren paralelas con el cambio que entonces se registra en los intereses
filosóficos.

2. Los sofistas
Al hablar de los primeros filósofos griegos -Tales, Heráclito, Parménides, Zenón pudo observarse
que estos pensadores se ocupaban en lo fundamental con el problema de determinar cuál es la
realidad de las cosas, que se ocupaban sobre todo por los problemas relativos a la "naturaleza" o
al "mundo", y no propiamente por el hombre como tal; por ello suele denominarse cosmológico
ese primer período de la filosofía griega durante el cual predominan los problemas relativos al
"cosmos" (κοσμος) -siglo VI y primera mitad del V. Pero con el avance del siglo V toman mayor
relieve las cuestiones referentes al hombre, a su conducta y al Estado: así se habla de un período
antropológico, que abarca la segunda mitad del siglo V, y cuyas figuras principales son los
sofistas y Sócrates.

Según se dijo, la participación de los ciudadanos en el gobierno llega en esta época a su máximo
desarrollo; cada vez interviene mayor número de gente en las asambleas y en los tribunales,
tareas que hasta entonces habían estado reservadas, de hecho si no de derecho, a la
aristocracia. Pero ahora el número de intervinientes crece cada vez más, y estos recién llegados
a la política, por así decirlo, sienten la necesidad de prepararse, por lo menos en alguna medida,
para la nueva tarea que se les ofrece, desean adquirir los
instrumentos necesarios para que su actuación en público sea eficaz. Por tanto, buscan, por una
parte, información, una especie de barniz de cultura general que los capacite para enfrentarse
con los problemas de que ahora tendrán que ocuparse, una especie de "educación superior". Por
otra parte, necesitan también un instrumento con el que persuadir a quienes los escuchen, un arte
que les permita expresarse con elegancia, y discutir, convencer y ganar en las controversias", el
arte de la retórica u oratoria. Pues bien, los encargados de satisfacer estos requerimientos de la
época son unos personajes que se conocen con el nombre de sofistas.
Hoy día el término "sofista" tiene exclusivamente sentido peyorativo: se llama sofista a un
discutidor que trata de hacer valer malas razones y no buenas, y que intenta convencer mediante
argumentaciones falaces, engañosas. Pero en la época a que estamos refiriéndonos, la palabra
no tenía este sentido negativo, sino sólo ocasionalmente. Si queremos traducir "sofista" por un
término que exprese la función social correspondiente a nuestros días, quizá lómenos alejado
sería traducirlo por "profesor", "disertante", "conferencista". En efecto, los sofistas eran maestros
ambulantes que iban de ciudad en ciudad enseñando, y que -cosa entonces insólita y que a
muchos (entre ellos Platón)
pareció escandalosa- cobraban por sus lecciones, y en algunos casos sumas elevadas.
En general no fueron más que meros profesionales de la educación; no se ocuparon de la
investigación, fuese ésta científica o filosófica. En tal sentido, su finalidad era bien limitada:
responder a las "necesidades" educativas de la época. Hoy en día se anuncian conferencias o se
publican libros sobre "qué es el arte", o "qué es la filosofía", o "qué es la política", cómo aprender
inglés en 15 días, cómo mejorar la memoria o hacerse simpático, tener éxito en los negocios o
aumentar el número de amigos. Los sofistas respondían a
exigencias parecidas o equivalentes en su tiempo: Hipias (nac. por el 480,
contemporáneo, un poco más joven, de Protagoras), por ejemplo, se hizo famoso por enseñar la
mnemotecnia, el arte de la memoria. En general, los sofistas se consideraban a sí mismos
maestros de "virtud" (αρετη [arete]), es decir, lo que hoy llamaríamos el desarrollo de las
capacidades de cada cual, de su "cultura"; y se proponían enseñar "cómo manejar los asuntos
privados lo mismo que los de la ciudad”

La mayor parte de los sofistas no fueron más que simples preceptores o profesores; hubo
algunos, sin embargo, que alcanzaron verdadera jerarquía de filósofos: sobre todo dos,
Protagoras y Gorgias.
De los escritos de Protagoras (480-410 a.C.) sólo quedan fragmentos, entre ellos el pasaje que
cita Platón: "el hombre es la medida de todas las cosas". Con este principio (llamado homo
mensura, "el hombre como medida"), quedaba eliminada toda validez objetiva, sea en la esfera
del conocimiento, sea en la de la conducta; todo es relativo al sujeto: una cosa será verdadera,
justa, buena o bella para quien le parezca serlo, y será falsa, injusta, mala o fea para quien no le
parezca (subjetivismo, o relativismo subjetivista;

Yo [Protagoras] digo, efectivamente, que la verdad es tal como he escrito sobre ella, que
cada uno de nosotros es medida de lo que es [verdadero, bueno, etc.] y de lo que no es; y que
hay una inmensa diferencia entre un individuo y otro, precisamente porque para uno son y
parecen ciertas cosas, para el otro, otras. Y estoy muy lejos de negar que existan la sabiduría
y el hombre sabio, pero llamo precisamente hombre sabio a quien nos haga parecer y ser
cosas buenas, a alguno de nosotros, por vía de transformación, las que nos parecían y eran
cosas malas.

Protagoras enseñaba el arte mediante el cual podían volverse buenas las malas razones, y
malos los buenos argumentos, es decir, el arte de discutir con habilidad tanto a favor como en
contra de cualquier tesis, pues respecto de todas las cuestiones hay siempre dos discursos, uno a
favor y otro en contra, y él enseñaba cómo podía lograrse que el más débil resultase el más
fuerte, es decir, que lo venciese independientemente de su verdad o falsedad, bondad o maldad.
En este sentido es ilustrativa la siguiente anécdota. Protagoras había convenido con un discípulo
que, una vez que éste ganase su primer pleito (a los que los griegos, y en particular los
atenienses, eran muy afectos), debía pagarle los correspondientes honorarios. Pues bien,
Protagoras concluyó de impartirle sus enseñanzas, pero el discípulo no iniciaba ningún pleito, y
por tanto no le pagaba. Finalmente Protágoras se cansó, y amenazó con llevarlo a los tribunales,
diciéndole: "Debes pagarme, porque si vamos a los jueces, pueden ocurrir dos cosas: o tú ganas
el pleito, y entonces deberás
pagarme según lo convenido, al ganar tu primer pleito; o bien gano yo, y en tal caso deberás
pagarme por haberlo dictaminado así los jueces". Pero el discípulo, que al parecer había
aprendido muy bien el arte de discutir, le contestó: "Te equivocas. En ninguno de los dos casos te
pagaré. Porque si tú ganas el pleito, no te pagaré de acuerdo al convenio, consistente en pagarte
cuando ganase el primer pleito; y si lo gano yo, no te pagaré porque la sentencia judicial me dará
la razón a mí".
Gorgias (483-375 a.C.) fue otro sofista de auténtico nivel filosófico. Su pensamiento lo resumió
en tres principios concatenados entre sí: "1. Nada existe; 2. Si algo existiese, el hombre no lo
podría conocer; 3. Si se lo pudiese conocer, ese conocimiento sería inexplicable e incomunicable
a los demás." Era, por tanto, un filósofo nihilista, según la primera afirmación (nihil, en latín,
significa "nada"); escéptico, según la segunda; relativista, según la tercera. A pesar de su
nihilismo y escepticismo, sin embargo, era uno de los sofista: más cotizados y cobraba muy caras
sus lecciones.

De modo que los sofistas con ideas originales fueron de tendencia escéptica o relativista. Más
todavía, en cierto sentido podría afirmarse que el relativismo fue el supuesto común, consciente o
no, de la mayor parte de los sofistas, puesto que, en la medida en que eran profesionales en la
enseñanza de la retórica, no les interesaba tanto la verdad de lo demostrado o afirmado, cuanto
más bien la manera de embellecer los discursos y hacer triunfar una tesis cualquiera,
independientemente de su valor intrínseco. Y el principio del homo mensura y el nihilismo de
Gorgias revelan la crisis que caracteriza la segunda mitad
del siglo V, crisis que no es tan sólo, ni siquiera primordialmente, de carácter político, social y
económico, sino, por debajo de todo ello, en un plano más hondo, una crisis de las convicciones
básicas sobre las que el griego había vivido hasta entonces: se trata de la conmoción de todo su
sistema de creencias, de los fundamentos mismos de su existencia histórica, o, como también
puede decirse, de la "moralidad" hasta entonces vigente. "Crisis" ( κρισις término griego que
significa "litigio", "desenlace", "momento
decisivo", y emparentado con "crítica", cf. Cap. III, § 2) significa que una determinada tabla de
valores (cf. Cap. I, § 2) deja de tener vigencia, y que una sociedad o época histórica permanecen
indecisas o fluctuantes sin prestar adhesión a la vieja tabla y sin encontrar tampoco otra que la
reemplace. Las costumbres tradicionales griegas, la religión, la moral, los tipos de vida vigentes
hasta ese momento, así como la forma e ideales de educación que hasta entonces habían sido su
modelo, en esta época dejan de valer. En efecto:
Durante generaciones, la moralidad griega, lo mismo que la táctica militar, había
continuado siendo severamente tradicional, cimentada en las virtudes cardinales de
Justicia, Fortaleza, Templanza y Prudencia. Un poeta tras otro habían predicado una
doctrina casi idéntica: la belleza de la Justicia, los peligros de la Ambición, la locura de la
Violencia.

Hasta entonces, nadie en Grecia había pensado que en materia moral o jurídica pudiese haber
ningún tipo de relativismos; había dominado una moral y un derecho considerados enteramente
objetivos y que nadie discutía (otra cosa es que se cumpliera o no con esas normas). Pero la
circunstancia de que se discutiesen tales temas, es índice de que en esta época tiene lugar una
profunda crisis. En el siglo V todo cambia radicalmente, y hacia fines del mismo ya nadie sabía
orientarse mentalmente; el inteligente subvertía las concepciones y creencias conocidas, y el
simple sentía que todo
eso estaba ya pasado de moda. Si alguien hablaba de la Virtud, la respuesta era: "Todo depende
de lo que entiendas por Virtud" [es decir, se trata de algo relativo a cada uno]; y nadie lo
comprendía, razón por la cual los poetas dejaron de interesarse en el problema.
Y no son sólo el relativismo de Protágoras o el nihilismo de Gorgias síntomas
alarmantes del estado de cosas entonces reinante, sino también doctrinas -en el fondo
emparentables con la protagórica- como la del energuménico Trasímaco, para el cual la justicia
no es más que el interés del más fuerte, el provecho o conveniencia del que está en el poder; una
doctrina, pues, desenfadadamente inmoralista. No es difícil hacerse
cargo del daño moral, y, en general, social, y de todo orden, que pueden causar teorías
semejantes cuando intentan llevarlas a la práctica gentes inescrupulosas, y cuando no existen
otras más serias para oponérseles y ser "razonablemente" defendidas; no hay más que pensar en
ciertos hechos de la historia contemporánea (explotación, agresión, conquista o sometimiento de
unos pueblos por otros, intervención del Estado en la vida privada o en el pensamiento de los
individuos, etc.)

Los que hemos visto el mezquino uso que se ha hecho de la doctrina científica de la
supervivencia del más apto [o de ciertos pasajes de Nietzsche por parte del nazismo], podemos
imaginarnos sin demasiada dificultad el empleo que harían de esta frase [de Trasímaco] los
hombres violentos y ambiciosos. Cualquier iniquidad podía así revestirse de estimación científica
o filosófica. Todos podían cometer maldades sin ser enseñados por los sofistas, pero era útil
aprender argumentos que las presentasen como bellas ante los simples.
3. La figura de Sócrates
Como suele suceder en momentos de crisis, apareció el hombre capaz de
desenmascarar la debilidad esencial del punto de vista sofístico, una personalidad destinada, si
no a restaurar la moral tradicional, sí en todo caso a fundar una moral rigurosamente objetiva, un
personaje llamado a mostrar que el relativismo de los sofistas no era ni con mucho tan coherente
ni sostenible como a primera vista podía parecer. Este personaje fue Sócrates.

Sócrates es una de las figuras más extraordinarias y decisivas de toda la historia. Sea positivo o
negativo el juicio que sobre él recaiga, 12 de cualquier manera es imposible desconocer su
importancia. Tan así es que se lo ha comparado con Jesús, porque así como a partir de Cristo la
historia experimenta un profundo cambio, de manera semejante Sócrates significa un decisivo
codo de su curso. Y es curioso observar que así como Jesús, históricamente considerado, es un
enigma, porque apenas se sabe algo más que su existencia, de modo parejo es muy poco lo que
se sabe con seguridad acerca de Sócrates; no dejó nada escrito y los testimonios que sobre él se
poseen -principalmente Platón, Jenofonte y Aristófanes- no son coincidentes, y aun son
contradictorios en cuestiones capitales.
Sócrates representa la reacción contra el relativismo y subjetivismo sofísticos. Singular ejemplo
de unidad entre teoría y conducta, entre pensamiento y acción, fue a la vez capaz de llevar tal
unidad al plano del conocimiento, al sostener que la virtud es conocimiento y el vicio ignorancia.
Y, principalmente, en una época en que todos creen saberlo todo, o poder enseñarlo todo y
discutirlo todo, en pro o en contra indistintamente, sin importárseles la verdad o justicia de lo que
dicen -sugestiva coincidencia con nuestro propio tiempo-Sócrates proclama su propia ignorancia.
Un amigo de Sócrates, Querefonte, fue una vez al oráculo del dios Apolo, en Delfos - el más
venerado entre todos los oráculos de Grecia-, y al que habían consultado siempre y seguirían
consultando los griegos en los momentos difíciles de su historia. Y al preguntar Querefonte al dios
quién era el más sabio, el oráculo respondió que el más sabio de los hombres era Sócrates.
Sócrates representa la reacción contra el relativismo y subjetivismo sofísticos.
Pero cuando éste se entera, queda perplejo, porque no reconoce en sí mismo ninguna sabiduría
en el sentido corriente de la palabra. Sócrates se siente confundido, porque tiene conciencia de
estar lleno de dudas, no de conocimientos. ¿Será que el dios ha mentido? Sin embargo, esto es
imposible, porque un verdadero dios no puede mentir, como tampoco puede haberse equivocado.
Por lo tanto sospecha Sócrates que las palabras del oráculo deben tener un sentido oculto, y que
su vida, la de Sócrates, debe estar consagrada a poner de manifiesto y mostrar en los hechos el
sentido encubierto del pronunciamiento del dios.

Para aclarar las palabras del oráculo, Sócrates no encuentra mejor camino que el de emprender
una especie de pesquisa entre sus conciudadanos; se propone interrogar a todos aquellos que
pasan por sabios y confrontar así con los hechos la afirmación del dios y comprobar entonces si
los demás saben más que él o no, y en qué sentido.
¿Por quiénes empezar? Por nadie mejor que por aquellos que -como ocurre también en nuestros
días- suelen sostener que lo saben todo o el mayor número de cosas, y se ofrecen para resolver
todos los problemas; es decir, los políticos. Sócrates, entonces, empieza por interrogar a los
politicos, y los interroga ante todo sobre algo que debieran saber muy bien: ¿qué es la justicia?;
ya que el propósito fundamental de todo gobierno debiera ser primordialmente lograr un Estado
justo. Pero sometidos al interrogatorio,
pronto resulta que le responden mal, o que no saben en absoluto la respuesta.
Sócrates interroga luego a los poetas, y observa que en sus poemas suelen decir cosas
maravillosas, muy profundas y hermosas; pero que, sin embargo, son incapaces de dar razón de
lo que dicen, de explicarlo convenientemente, ni pueden tampoco aclarar por qué lo dicen. Y es
que el poeta habla, pero a través de él hablan -según decían los antiguos- las musas, las
divinidades, y no él mismo; el poeta es un inspirado ( ενθουσιαζων [enthousiázon] significa
literalmente en-diosado) y por ello ocurre frecuentemente que el sentido más profundo de lo que
dice se le escapa, en tanto que lo descubren los múltiples lectores e intérpretes que vuelven una
vez y otra sobre sus obras. Tampoco los poetas, entonces, merecen ser llamados sabios.
Sócrates interroga por último a los artesanos: zapateros, herreros, constructores de navíos, etc., y
descubre que éstos sí tienen un saber positivo: saben fabricar cosas útiles, y además saben dar
razón de cada una de las operaciones que realizan. Lo malo, sin embargo, reside en que, por
conocer todo lo referente a su oficio, creen saber también de las cosas que no son su
especialidad -como, por ejemplo, se creen capacitados para la política, cuando en realidad no lo
están.
Al final de esta larga pesquisa comprende por fin Sócrates la verdad profunda de la declaración
del dios: los demás creen saber, cuando en realidad no saben ni tienen conciencia de esa
ignorancia, mientras que él, Sócrates, posee esta conciencia de su ignorada que a los demás les
falta. De manera que la sabiduría de Sócrates no consiste en la posesión de determinada
doctrina, no es sabio porque sepa mayor número de cosas; muchos, como los artesanos, poseen
múltiples conocimientos de que Sócrates está desposeído; pero en cambio él puede afirmar con
plena conciencia: "Sólo sé que no sé nada", y en esto consiste toda su sabiduría y su única
superioridad sobre los demás.
Platón le hace decir en la Apología:
Me parece, atenienses, que sólo el dios es el verdadero sabio, y que esto ha
querido decir por su oráculo, haciendo entender que toda la sabiduría humana no es
gran cosa, o por mejor decir, que no es nada; y si el oráculo ha nombrado a Sócrates,
sin duda se ha valido de mi nombre como de un ejemplo, y como si dijese a todos los
hombres: "El más sabio entre vosotros es aquel que reconoce, como Sócrates, que su
sabiduría no es nada".15
Frente a la infinitud e inabarcable complejidad de la realidad, frente al misterio que late en todas
las cosas y en especial en la vida humana y en su destino, todo lo que el hombre pueda saber es
siempre, por su finitud irremediable, casi nada; el nombre es profundamente ignorante de los más
grandes problemas que lo conmueven, las grandes cuestiones de su destino y del sentido del
mundo. Y, sin embargo, los hombres presumen saberlo, sin quizás haberse siquiera planteado el
problema, ni menos haberlo pensado detenidamente. Cada hombre, por ejemplo, cree saber cuál
debe ser el sentido de la vida
humana, puesto que en cada caso ha elegido (o, en el peor de los casos, desea) una
determinada manera de vivirla -como comerciante, o como poeta, o como médico, etc.-,
afirmando con ello implícitamente el valor del tipo escogido, así como el de las actitudes que
asume en cada caso concreto -trabajar, o robar, o mentir, o rezar. Y sin embargo pocos, muy
pocos, se plantean el problema de la "verdad" o "bondad" de tal vida o tales
actitudes, ni menos todavía son capaces de "dar razón" de todo ello. Por lo común, más que
realizar personalmente sus existencias, los hombres se dejan vivir, se dejan arrastrar por la
marea de la vida, por las opiniones hechas, por lo que "la gente" dice o hace.

De esta forma Sócrates descubre los límites de todo conocimiento humano, piensa a fondo esta
radical situación de finitud que caracteriza al hombre, éste sólo llega a la conciencia adecuada de
su humanidad, de aquello en que reside su esencia, cuando toma conciencia de lo poco que
sabe. En este sentido Sócrates es sabio: porque no pretende, ingenuamente, como los demás,
saber lo que no sabe.

3. La misión de Sócrates

Pero además Sócrates considera que, desde el momento en que la declaración de su "sabiduría"
proviene de un dios, de Apolo, tal declaración ha de tener algún otro significado; el origen divino
del oráculo lo convence a Sócrates de que tiene que cumplir una misión. O dicho con otras
palabras: el resultado del interrogatorio practicado sobre aquellos atenienses que pasaban por
sabios le revela a Sócrates cuál debe ser la tarea de su propia vida, la de Sócrates. Si su
"sabiduría" se ha revelado mediante el examen practicado entre sus conciudadanos y en tanto los
examinaba, ello significa que sólo es
sabio cumpliendo esta tarea. Por tanto, que el dios lo llame sabio equivale a señalarle su misión,
equivale a exhortarlo a que siga interrogando a sus conciudadanos. Sócrates llega a la
conclusión, entonces, de que el dios le ha encomendado precisamente esta tarea, la de examinar
a los hombres para mostrarles lo frágil de su supuesto saber, para hacerles ver que en realidad
no saben nada. Su misión será la de recordarles a los hombres el carácter precario de todo saber
humano y librarlos de la ilusión de ese falso saber, la de llevarlos a tomar conciencia de los
límites de la naturaleza humana.
En este sentido, no fue propiamente un maestro, si por maestro se entiende alguien que tiene una
doctrina establecida y simplemente la transmite a los demás; por el contrario, Sócrates insiste una
y mil veces en que él no sabe nada, y que lo único que pretende es poner a prueba el saber que
los demás dicen tener. Su función es la de exhortar o excitar a sus conciudadanos atenienses,
pues a su juicio el dios lo ha destinado:
a esta ciudad [...] como a un corcel noble y generoso, pero entorpecido por su
misma grandeza y que tiene necesidad de espuela que le excite y despierte. Se me
figura que soy yo el que el dios ha escogido para excitaros, para punzaros, para
exhortaros todos los días, sin abandonaros un solo instante.
Sócrates compara aquí su ciudad, plena de grandeza, con un corcel, a quien su
grandeza misma, su fama y su gloria lo han entorpecido; en otras palabras, que se ha dormido
sobre sus laureles; y que necesita, por tanto, de alguien que lo aguijonee, que lo espolee, vale
decir, que lo despierte al sentido de la existencia, tanto más cuanto que es responsable
depositario de su anterior gloria, heredero de noble pasado que, sin su esfuerzo de valoración,
conservación, atesoramiento y cultivo, desaparecería, hundiéndose entonces el pueblo ateniense
en la indignidad.
Convencido de su misión, Sócrates persigue sin cesar a sus conciudadanos, por las plazas y los
gimnasios, por calles y casas; y los interroga constantemente -de un modo que sin duda debió
parecer molesto, cargoso y enfadoso a muchos de sus contemporáneos- para saber si llevan una
vida noble y justa, o no, y exigiéndoles además en cada caso las razones en que se fundan para
obrar tal como lo hacen, y comprobar así si se trata de verdaderas razones, o sólo de razones
aparentes. Tal actitud, y la crítica constante a que sometía las ideas y las personas de su tiempo,
puede, por lo menos en buena medida, explicar el odio que sobre sí se atrajo y la acusación de
"corromper a la juventud e introducir nuevos dioses", acusación que lo llevó a la muerte (muerte a
la que no quiso substraerse, aunque lo hubiese logrado con facilidad, por respeto a las leyes de
su ciudad y a su propia convicción referente a la unidad entre pensamiento y conducta).
Sócrates, pues, no comunicaba ninguna doctrina a los que interrogaba. Su objeto fue
completamente diferente: consistió en el continuo examen que los demás y de sí mismo, en la
permanente incitación y requerimiento a problematizarlo todo, considerando que lo más valioso
del hombre, lo que lo define, está justo en su capacidad de preguntar, de plantearse problemas,
que es lo que mejor le recuerda la condición humana, a diferencia del Dios -el único
verdaderamente sabio y por ello libre de problemas y de preguntas. Por
todo esto puede hablarse del carácter problematicista de su filosofar: su "enseñanza" no consistía
en transmitir conocimientos, sino en tratar de que sus interlocutores tomaran conciencia de los
problemas, que se percatasen de este hecho sorprendente y primordial de que hay problemas, y
sobre todo problemas éticos, problemas referidos a la conducta, o, si se quiere, problemas
existenciales, esto es, referentes a la existencia de cada uno de nosotros. Estos problemas no
son casuales, ni caprichosos, ni académicos; por el
contrario, se insertan en la realidad más concreta de cada individuo humano. Se trata, en
defintiva, de la forma cómo debemos vivir nuestra vida, del sentido que ha de imprimírsele. La
existencia humana, en efecto, es esencialmente abierta, a diferencia de los animales, porque a
éstos la especie respectiva les determina el desarrollo de toda su vida. El hombre puede elaborar
su existencia de maneras muy diversas, contrarias, o aun absolutamente incomparables; mientras
que el animal reacciona de manera uniforme frente a un estímulo o situación dados, el hombre
puede reaccionar de mil modos diferentes. Por eso cada vida humana es tan diferente de las
demás.

5. Primer momento del método socrático: la refutación


Su filosofía, pues, la ejercita Sócrates con aquellos a quienes somete a examen; su filosofar es
co-filosofar (συνφιλοσοφειν [synfilosoféin]). El filosofar socrático no es la faena de un hombre
que, más o menos solitario o aislado del mundo, escriba en su gabinete de trabajo páginas y más
páginas conteniendo sus "doctrinas". Por el contrario, Sócrates filosofa conversando con los
demás, mediante el diálogo como especial organización de preguntas y respuestas
convenientemente orientadas, y en el que consiste el método socrático. Por tanto, habrá que
explicar ahora en qué consiste lo
propio de este método y qué fines persigue.

Ante todo hay que llamar la atención sobre una característica general del método, o, mejor, sobre
el tono general del mismo, que es al propio tiempo rasgo distintivo de la personalidad de
Sócrates: la ironía. En sentido corriente, el vocablo "ironía" se refiere a la actitud de quien dice lo
contrario de lo que en efecto piensa, pero de manera tal que se echa de ver que en realidad
piensa justamente lo opuesto de lo que dice (como si alguien, viendo a un calvo, le preguntase
por el peine que usa, o viendo a una persona muy delgada, le preguntase si ha roto la balanza).
En griego "ironía" (ειρωνεια
[eironéia]) significaba "disimulo", o la acción de interrogar fingiendo ignorancia. En Sócrates se
trata de su especial actitud frente al interrogado: disimulando hábilmente la propia superioridad,
manifiesta Sócrates su falta de conocimiento acerca de tal o cual tema, y finge estar convencido
del saber del otro, con objeto de que le comunique ese supuesto saber; para terminar, según se
verá, obligándolo intelectualmente a que reconozca su propia ignorancia. De manera que la ironía
califica la actitud de Sócrates frente a la presunción del falso saber, y resulta del contraste entre el
alto ideal que Sócrates tiene del conocimiento, y la orgullosa ignorancia o jactancia del
interrogado.

Ahora bien, el método propiamente dicho tiene dos momentos: el primero, que es un momento
negativo, se llama refutación; y el segundo, positivo, que es la mayéutica.
La refutación (ελεγχος [élenjos]) consiste en mostrar al interrogado, mediante una serie de
hábiles preguntas, que las opiniones que cree verdaderas son, en realidad, falsas, contradictorias,
incapaces de resistir el examen de la razón. Sócrates se dirige, por ejemplo, a un general,
pidiéndole que le diga qué es la valentía; o se dirige a un pedagogo preguntándole qué es la
virtud, hacia la cual toda educación debiera orientarse; o bien le pregunta a un político qué es la
justicia, puesto que toda política debiera empeñarse por realizarla. Sócrates mismo no responde a
estas preguntas, arguyendo
que ignora las respuestas. Los interrogados, en cambio, creen ingenuamente saber lo que se les
pregunta -como, por los demás, todos creemos ingenuamente saberlo-; pero el interrogatorio a
que Sócrates los somete pone en evidencia que se trata de un falso saber: en el momento en que
ello se hace manifiesto, Sócrates los ha refutado. Un magnífico ejemplo de refutación se
encuentra en el Libro I de la República, en el que se combaten las opiniones del sofista
Trasímaco mencionado más arriba (§ 2). Aquí nos limitaremos a citar y comentar algunos pasajes
del Laques -uno de los diálogos juveniles
de Platón, en los cuales presumiblemente reproduce con mayor fidelidad el método y los temas
de su maestro.

En el Laques (190 e ss) Sócrates le pregunta al general de este nombre, a cuyas órdenes había
servido en Delio, qué es la valentía, cosa que un militar seguramente habrá de saber; y, en
efecto, responde muy ufano

Laques: Por Zeus, Sócrates, no es difícil decirlo: si alguien queda en su puesto, y


enfrenta al enemigo, y no huye, sabe que éste es valiente.
Y, sin duda, el soldado a que se refiere Laques es valiente. Pero Sócrates observa que no se
trata más que de un ejemplo, y que hay otros mucho: casos de valentía diferentes, como, v. gr., el
caso de los guerreros escitas, que luchaban retrocediendo: avanzaban a caballo, lanzaban sus
flechas, y luego, rápidamente, volvían grupas y desaparecían; y por su parte los espartanos, en la
batalla de Platea, simularon retroceder para atraer a los persas y así vencerlos. Y está claro que
también estos casos son ejemplos de valentía. De modo que ya hay aquí una contradicción:
porque en un caso se dice que la valentía consiste en resistir a pie firme, y en el otro que consiste
en retroceder. Laques tiene que admitirlo, y que por tanto lo que ha dicho es insuficiente.

Sócrates señala, además, que al preguntar por la valentía lo que se busca no son ejemplos, sino
lo común a todos los casos posibles:
Quería interrogarte, no sólo sobre la valentía de los hoplitas [los soldados de la
infantería pesada griega, que luchaban, en general, de la manera indicada por Laques],
sino también sobre la de la caballería y la de todos los combatientes en general. Y no
solamente sobre la valentía de los combatientes, sino asimismo sobre la de los hombres
expuestos a los peligros del mar; y sobre la que se manifiesta en la enfermedad, en la
pobreza, en la vida política; la que resiste no sólo los males y los temores, sino también
las pasiones y los placeres, sea luchando a pie firme o retirándose. Porque en todos
estos casos, Laques, hay hombres valientes, ¿no?
Laques. Por cierto que sí, Sócrates.

Además de la valentía militar, se encuentra también la valentía ante cualquier clase de peligros -
por ejemplo, los de una tormenta en medio del mar-; y asimismo se puede ver valiente o cobarde
ante las enfermedades o ante la pobreza, y aun frente a las pasiones y placeres (v. gr.
resistiéndolos, en lugar de dejarse arrastrar por ellos). De modo que hay distintos tipos de valor -
militar, moral, político, etc.-, y dentro de cada tipo, además, cabe la posibilidad de asumir
actitudes diferentes, que pueden llegar a ser opuestas, según se vio, respecto de la virtud militar,
con los hoplitas y los escitas.
No obstante, a pesar de todos esos diferentes tipos de valentía, y a pesar de la
variedad de diferentes actitudes posibles en cada tipo, se habla de hombres "valientes", vale
decir, de algo que todos éstos tienen en común; y es ese algo común, justamente, lo que
Sócrates busca:
Sócrates. Mi pregunta se refería a qué es la valentía [...]. Trata pues de decirme[...] qué es lo que es lo mismo en
todos estos casos.

Sócrates, pues, pide que Laques le señale lo que es "lo mismo o idéntico en todos los casos o
instancias particulares" -así como si alguien preguntara qué es la belleza, la respuesta adecuada
no podría consistir en decir: "María es bella", porque lo que se busca con la pregunta es lo que
María tiene en común con todas las demás personas hermosas, y con todas las obras de arte, y
con todos los paisajes hermosos, etc. Ahora bien, lo común a todos los casos particulares no es
ya nada particular, sino universal: Sócrates busca el "universal" (como se dirá en la Edad Media),
la esencia o naturaleza. Porque la
esencia es lo que hace que una cosa sea lo que es y no otra (la esencia de la valentía es lo que
hace que un acto sea valiente, y no cobarde; la esencia del triángulo es ser una figura de tres
lados). La esencia, considerada (no tanto en la cosa a la que determina, sino) en el pensamiento,
o, en otros términos, la esencia en tanto se la piensa, se llama concepto. Y la respuesta a la
pregunta por la esencia de algo se llama definición -por ejemplo, si se pregunta: "¿qué es el
triángulo?", la definición será: "el triángulo es una figura de tres lados". De manera que la
definición desarrolla o explica la esencia de algo. Resulta, por consiguiente, que Sócrates busca
la definición de los conceptos (o esencias): de la "valentía", en el diálogo que se está
examinando; de la "piedad' en el
Eutifrón; de la "justicia" en la República, etc.

Habiéndose aclarado lo que Sócrates busca, el interrogado aventura una definición. Pero
Sócrates, mediante nuevas preguntas, mostrará que la definición aducida es insuficiente; y los
nuevos esfuerzos del interrogado para lograr otra u otras definiciones hacen que Sócrates ponga
de manifiesto que tampoco sirven, que son incompatibles entre sí, contradictorias, o que
conducen a consecuencias absurdas. En el caso del
Laques, el general ensaya la siguiente definición:

Laques. Me parece que consiste en cierta firmeza o persistencia del ánimo, si he


de decir cuál es la naturaleza [o esencia] de la valentía en todos los casos.

Sócrates observa, sin embargo -y Laques coincide con él-, que si la valentía debe ser algo
perfecto, noble y bueno ("bello-y-bueno" - καλοκαγαθος [kalokagathós]-, decían los griegos), y no
cualquier firmeza o persistencia lo es. Quien tiene un vicio y se mantiene y persiste en él, tiene
firmeza, pero se trata entonces de una firmeza innoble, mala y despreciable. La firmeza será
perfecta sólo en la medida en que esté acompañada de sensatez, de inteligencia, a diferencia de
la persistencia insensata o tonta:

Sócrates. ¿No es acaso la firmeza acompañada de sensatez la que es noble y


buena?
Laques. Ciertamente.
Sócrates. ¿Y si la acompaña la insensatez? ¿No es entonces mala y perjudicial?
Laq. Sí.
Sócr. Y algo malo y perjudicial, ¿puedes llamarlo bello?
Laq. Estaría mal hacerlo, Sócrates.

Resulta entonces que la valentía, que evidentemente ha de ser algo hermoso y


noble, no podría ir acompañada de insensatez o locura, sino de inteligencia, de buen tino. Por
tanto, parecería ahora posible alcanzar la definición buscada.

Sócr. ¿Entonces, según tú, la valentía sería la persistencia sensata?


Laq. Así parece.

Sin embargo, con lo dicho todavía no se sabe bien en qué consiste la valentía,
porque es preciso aclarar en qué sentido, o respecto de qué, es sensata la persistencia para que
pueda llamársela valentía.
Sócr. Veamos, pues. ¿En qué es sensata? ¿Lo es en relación con todas las cosas,
tanto grandes cuanto pequeñas? Por ejemplo, si alguien persiste en gastar dinero con
sensatez, sabiendo que luego ganará más, ¿dirás que es valiente?
Laq. ¡Por Zeus, claro que no!

En efecto, nadie hablaría de valentía en el caso, v. gr., de un comerciante que se empeña y


persiste en invertir grandes cantidades de dinero, con toda constancia e inteligencia, aunque no le
den ganancia por algún tiempo, pero calculando que luego le rendirán gran beneficio. O bien
Sócr. Suponte ahora un médico que, cuando su hijo, o cualquier otro paciente,
enfermo de neumonía, le pide de beber o de comer, no cede a ello y persiste [en no
darle ni bebida ni comida].
26 Laq. Tampoco en este caso [se hablará de valentía].

Se ve entonces que hay quienes, con toda inteligencia y sensatez, se mantienen y persisten en
cierta actitud -como el comerciante y el médico-, sin que por ello se los pueda llamar valientes en
modo alguno. Por consiguiente, como la definición propuesta puede aplicarse a casos en que,
manifiestamente, no se trata de valentía, la definición no sirve. La primera respuesta de Laques
("si un soldado queda en su puesto, y se mantiene firme contra el enemigo, y no huye") era
demasiado estrecha, porque se refería a un caso particular (a la valentía de los hoplitas, y en
ciertas circunstancias, no siempre). La nueva
definición, en cambio, sufre del defecto contrario: es demasiado amplia, puesto que puede
aplicarse a muchas actitudes que no tienen nada que ver con la valentía, y por ello confunde la
valentía con lo que no es valentía. Los manuales de lógica enseñan que la definición no debe ser
ni demasiado amplia (por ejemplo, "el triángulo es una figura") ni demasiado estrecha ("el
triángulo es una figura de tres lados iguales"); "de-finir" viene a ser tanto como fijar los límites de
algo, establecer sus con-fines, de manera tal que lo definido quede perfectamente de-terminado,
que no se le quite terreno ni se le dé de más,
sino sólo el que le corresponde ("el triángulo es una figura de tres lados"). La función de la
definición consiste en separar, en acotar con todo rigor lo que se quiere definir. Ninguna de las
respuestas de Laques, pues, es una verdadera definición, desde el momento en que no cumplen
con tal función.
Pero todavía hay más dificultades con la última "definición".
Sócr. En la guerra, un hombre resiste con firmeza y está dispuesto a combatir, por
un cálculo inteligente, sabiendo que otros vendrán en su ayuda, que el adversario es
menos numeroso y más débil que su propio bando, y que tiene además la ventaja de una
mejor posición. Este hombre, cuya persistencia se apoya en tanta prudencia y
preparativos, ¿te parece más valiente que quien, en las filas opuestas, sostiene
enérgicamente su ataque y persiste en él?
Laq. Es este otro el que me parece más valiente, Sócrates.
Sócr. Pero la persistencia o firmeza [de este último] es menos sensata que la del
primero.
Laq. Es verdad.27
Laq. Por Zeus, Sócrates, ciertamente que no.
…………………………………………………………………………………………………..
Sócr. ¿No habíamos dicho que la audacia y la persistencia insensatas eran innobles
y perjudiciales?
Laq. Cierto.
Sócr. Y habíamos convenido en que la valentía era algo hermoso.
Laq. Efectivamente.
Sócr. Pues bien, ahora resulta que, por el contrario, llamamos valentía a algo feo: a
la persistencia insensata.
Laq. Es verdad.
Sócr. ¿Te parece, pues, que hemos dicho bien?
28
Sócrates se refiere al caso de quienes defienden una posición muy segura, tienen mayoría y
esperan refuerzos, mientras que quienes atacan son pocos y no han reflexionado suficientemente
pero llevan el ataque con todo vigor. Laques, entonces, y quizás casi todo aquel a quien se le
preguntara, dirá que son más valientes los segundos. Ahora bien, tal admisión tiene el
inconveniente de que conduce a una contradicción, puesto que antes se había establecido que la
valentía debe estar acompañada de sensatez, mientras que en este caso resulta que los menos
sensatos se muestran como los más valientes.

Estos pocos pasajes del Laques bastan para hacerse una idea relativamente
adecuada de la refutación. Ésta se produce en cuanto el análisis muestra que las consecuencias
de la tesis o definición inicialmente aceptada son absurdas o contradicen el punto de partida: la
valentía, por un lado, que primeramente se había dicho que debía ser algo hermoso, resulta fea,
por no ser sensata; por otro, ocurre que, si bien se había sentado que la valentía es un acto
acompañado de sensatez o inteligencia, resulta insensata, puesto que parece más valiente, en el
ejemplo, el soldado que menos uso hace de su inteligencia. El procedimiento de refutación,
entonces (en que se reconoce, por lo menos en parte, el método de reducción al absurdo
corriente en las matemáticas), consiste en llevar al absurdo la afirmación del interlocutor;
mediante una serie de conclusiones legítimas se pone de relieve el error o la contradicción que
aquélla encierra, aunque a primera vista no lo parezca. Sócrates no comienza negando la tesis
propuesta, sino admitiéndola provisionalmente, pero luego, mediante hábiles preguntas, lleva a su
interlocutor a desarrollarla, a sacar sus consecuencias, lo arrastra de conclusión en conclusión
hasta que se manifiesta la insostenibilidad del punto de partida, puesto que se desemboca en el
absurdo o en la contradicción.

6. La refutación como catarsis

Cuando el interrogatorio de Sócrates llega al punto en que se hace evidente la


insostenibilidad de la "definición" de Laques, éste expresa de modo muy vivo el estado de ánimo,
la perplejidad y desazón en que se encuentra:

No estoy acostumbrado a esta clase de discursos; [...] en verdad que me irrita


verme tan incapaz de expresar lo que pienso. Pues creo que tengo el pensamiento de lo
que es la valentía, pero se me escapa no sé cómo, de manera que mis palabras no
pueden llegar a captarlo y formularlo.

Este estado de ánimo, de perplejidad y decepción, lo expresa -y tras interrogatorio relativamente


breve- un hombre que, como él mismo dice, no está acostumbrado a tal género de discusiones,
que no está habituado a los discursos filosóficos, pero que, de todos modos, siente una especial
incomodidad en su espíritu, que él ve solamente como incapacidad para expresarse: cree "saber"
aquello que se le pregunta, pero no se encuentra en condiciones de ponerlo adecuadamente en
palabras. -Podría muy bien preguntarse, sin embargo, si tiene derecho a decir que posee una
idea exacta de una cuestión quien no se encuentra en condiciones de expresarla, puesto que en
tal caso lo que ocurra es tal vez que no se tiene idea de ella o no se la piensa con precisión;
porque si en verdad se tiene la idea rigurosa de algo, se tendrá, al propio tiempo, la expresión,
puesto que pensamiento y lenguaje, concepto y palabra, probablemente marchen siempre
estrechamente unidos. Mas sea de ello lo que fuere, lo que ahora interesa es más bien otra
cuestión.

En otro diálogo platónico, en el Menón, el personaje que da nombre a la obra


expresa en cierto momento el mismo estado de ánimo en que se encontraba Laques. Menón
acaba de ser refutado, y entonces observa:

Menón. Sócrates, había oído decir, antes de encontrarte, que tú no haces otra cosa
sino plantearte dudas y dificultades y hacer que los demás se las planteen.

Estas palabras reflejan bien lo que hemos llamado el carácter problematicista del filosofar
socrático, cuyo objeto era sembrar dudas, hacer que los demás pensasen, en lugar de estar
convencidos y contentos de saber lo que en realidad no sabían. Y agrega Menón:

Si me permites una broma, te diré que, tanto por tu aspecto cuanto por otros
respectos, me pareces muy semejante a ese chato pez marino llamado torpedo.
Pues entorpece súbitamente a quien se le acerca y lo toca; y tú me parece que
ahora has producido en mí algo semejante. Verdaderamente, se me han entorpecido el
alma y la boca, y no sé ya qué responderte.

Tal como Menón lo dice de manera tan plástica, la refutación socrática termina por turbar el ánimo
del interrogado -que creía saber y estaba muy satisfecho de sí mismo y de su pretendida ciencia-,
hasta dejarlo en una situación en la cual ya no sabe qué hacer, en que no puede siquiera opinar,
pues se encuentra como paralizado mentalmente.
Pero, ¿qué se proponía Sócrates al conducir a los interrogados a ese estado de turbación?, ¿qué
fin buscaba con la refutación? No debe creerse que quisiese poner en ridículo las opiniones
ajenas o burlarse de aquellos con quienes discutía -aunque sin
duda muchas de las víctimas del método hayan creído que, efectivamente, se estaba mofando de
ellas. Es indudable que en muchos casos el procedimiento envuelve buena dosis de ironía; pero,
de todas maneras, no se trata de un juego intelectual ni de una burla. Por el contrario, y a pesar
del "humor" con que la lleva a cabo Sócrates, hombre que conoce todas las debilidades humanas
y las comprende, la refutación es actividad perfectamente seria. Más aun, se trata de una
actividad, no sólo lógica o gnoseológica, sino primordialmente moral. Pues la meta que la
refutación persigue es la purificación o purga que libra al alma de las ideas o nociones erróneas.
Para Sócrates la ignorancia y el
error equivalen al vicio, a la maldad; sólo se puede ser malo por ignorancia, porque quien conoce
el bien no puede sino obrar bien. Por tanto, quitarle a alguien las ideas erróneas equivale a una
especie de purificación moral.
Se han empleado los términos "liberación", "purificación" y "purga", que el propio Sócrates utiliza.
En el Sofista, otro diálogo platónico, se desarrolla este tema trazando una especie de paralelo con
la teoría médica contemporánea acerca de la purga. La palabra griega es catarsis (καθαρσις
[kátharsis]), que significaba "limpieza", "purificación" en sentido religioso, y "purga".
Quien tiene el alma llena de errores, vale decir, quien tiene su espíritu contaminado por nociones
falsas, no está en condiciones de admitir el verdadero conocimiento; para poder asimilar
adecuadamente la verdad, es preciso que previamente se le hayan quitado los errores, que se
haya liberado, purificado o purgado el alma, que se la haya sometido pues a la "catarsis". En el
diálogo mencionado dice Sócrates lo siguiente:

En efecto, los que purgan [a los interrogados, es decir, los filósofos] están de
acuerdo con los médicos del cuerpo en que éste no puede obtener provecho ninguno del alimento
que ingiere hasta que no haya eliminado todos los obstáculos internos.
La teoría médica sostenía que el cuerpo no se halla en condiciones de aprovechar los alimentos
mientras se encuentren en él substancias o humores que lo perturben en su natural equilibrio;
sólo una vez que la purga haya eliminado los humores malignos y haya limpiado el organismo,
restableciendo el equilibrio perturbado, el enfermo podrá asimilar los alimentos de manera
conveniente.
Aquéllos [los filósofos] han pensado del mismo modo respecto del alma: que ésta
no podrá beneficiarse de la enseñanza que recibe hasta tanto no la hayan refutado, y
hasta que no hayan llevado así al refutado a avergonzarse de sí mismo y lo hayan
desembarazado de las opiniones que le impedían aprender, y así lo hayan purgado y
convencido de saber sólo lo que sabe, y nada más.
De manera semejante a lo que ocurre con el cuerpo sucede con el espíritu, según Sócrates:
mientras esté infectado de errores, mal podrá aprovechar las enseñanzas, por mejores que éstas
sean; se hace preciso, pues, purgarlo, purificarlo de las falsas opiniones, que no son sino
obstáculos para el verdadero saber. La refutación hace, pues, que el refutado se llene de
vergüenza por su falso saber y reconozca los límites de sí mismo. Sólo merced a este proceso
catártico -de resonancia no sólo médica, sino también religiosa- puede colocarse al hombre en el
camino que lo conduzca al verdadero conocimiento: tan sólo el reconocimiento de la propia
ignorancia puede constituir el principio o punto de partida del saber realmente válido.
Se comprende entonces mejor lo que Sócrates busca: la eliminación de todo saber que no esté
fundamentado. Por este lado, su método se orienta, pues, hacia la eliminación de los supuestos.
A su juicio nada puede tener valor si resulta incapaz de sostener la crítica, si no puede salir airoso
del examen a que lo someta el tribunal de la razón. Un conocimiento sólo merecerá el nombre de
tal en la medida en que sea capaz de superar cualquier crítica que sobre él se ejerza; de otro
modo, no puede pasar de ser una mera opinión -provisoria, teóricamente insostenible, útil quizá
para la vida más corriente del hombre, pero no para una vida plenamente humana, consciente de
sí misma.

7. Segundo momento del método socrático: la mayéutica

Del segundo momento del método socrático, el momento positivo, se hablará sólo brevemente,
porque su desarrollo corresponde más bien a la filosofía platónica.
Sócrates, que como todos los griegos era muy dado a las comparaciones
pintorescas, lo llama mayéutica (μαιευτικη [maieutiké]), que significa el arte de partear, de
ayudar a dar a luz. En efecto, en el Teétetos Sócrates recuerda que su madre, Fenareta, era
partera, y advierte que él mismo también se ocupa del arte obstétrico; sólo que su arte se aplica a
los hombres y no a las mujeres, y se relaciona con sus almas y no con sus cuerpos. Porque así
como la comadrona ayuda a dar a luz, pero ella misma no
da a luz, del mismo modo el arte de Sócrates consiste, no en proporcionar él mismo
conocimientos, sino en ayudar al alma de los interrogados a dar a luz los conocimientos de que
están grávidas.

Insiste Sócrates de continuo en que toda su labor consiste sólo en ayudar o guiar al discípulo, y
no en transmitirle información. Por eso el procedimiento que utiliza no es el de la disertación, el de
la conferencia, el del manual, sino sencillamente el diálogo. La verdad solamente puede hallarse
de manera auténtica mediante el diálogo, en la conversación, lo que supone que no hay verdades
ya hechas, listas -en los libros o donde sea-, sino que el espíritu del que aprende, para que su
aprendizaje sea genuino, tiene que comportarse
activamente, pues tan sólo con su propia actividad llegará al saber. Lo que se busca no es
"informar", entonces, sino "formar", para emplear expresiones más actuales.
La verdadera "ciencia", entonces, el conocimiento en el sentido superior de la
palabra, es el saber que cada uno encuentra por sí mismo; de manera tal que al maestro no le
corresponde otra tarea sino la de servir de guía al discípulo. El verdadero saber no se aprende en
los libros ni se impone desde fuera, sino que representa un hallazgo eminentemente personal.
Por eso es por lo que, siguiendo las huellas de su maestro, los diálogos de Platón -sobre todo los
que suelen llamarse "socráticos" -no terminan,propiamente, como ocurre por ejemplo con el
Laques. Ahí se plantea el problema acerca de qué sea la valentía, pero esa pregunta no se
responde; se discuten y critican distintas
soluciones posibles, pero por último el diálogo concluye, los interlocutores se despiden, y parece
que no se ha llegado a nada, porque la definición buscada no se ha hallado. Pero es que ésta no
interesaba tanto como más bien lograr que el lector pensase por su cuenta.

¿Qué se diría de un autor teatral que, después de la representación de su obra,


saliese al escenario para explicar a los espectadores lo que ha sucedido? Sin duda, se diría que
es mal dramaturgo, ya que considera que el público no ha podido darse cuenta de lo ocurrido, del
sentido de la trama. Los diálogos socráticos, y, en general, casi todas las obras de Platón, hay
que leerlas, podría decirse, como piezas teatrales, las que, en cierto modo, quedan inconclusas
por lo que a su sentido se refiere, y donde el propio espectador, por su cuenta, debe sacar las
conclusiones. El diálogo hace patente el problema, permite que el lector penetre en el sentido
pleno de la cuestión, y finalmente llega a su fin sin dar la respuesta, como diciéndole al lector que,
si es persona suficientemente madura e inteligente, continuando el camino señalado por el
diálogo habrá de encontrar la respuesta buscada. Porque ni en filosofía, ni en ninguna cuestión
esencial, es posible dar respuestas hechas.

Así como la refutación, entonces, ha liberado el alma de todos los falsos


conocimientos, la mayéutica trata de que el propio interrogado, guiado por Sócrates, encuentre la
respuesta. En un célebre pasaje del Menón, por ejemplo, Sócrates interroga a un joven esclavo,
inteligente, sin duda, pero totalmente ignorante de geometría, y por medio de hábiles preguntas -
que propiamente no "dicen" nada, sino que tan sólo "orientan" al esclavo, o le llevan la atención
hacia algo en que no había reparadolo conduce a extraer una serie de conclusiones relativamente
complicadas, de modo que el esclavo mismo es el primero en sorprenderse por haberlas
descubierto. Sobre la base de un dibujo, el esclavo debe calcular la superficie de un cuadrado
(ABCD). Sócrates le pregunta luego acerca del cuadrado cuya superficie sea doble de la del
primero: ¿cuánto medirá su lado? El esclavo no acierta en un primer momento; dice que ese lado
será doble del lado del primer cuadrado. Pero pronto comprende, guiado por Sócrates, que de
ese modo se obtiene un cuadrado cuya superficie (DEFG) es cuatro veces mayor que la del
primero. Por último descubre que el lado buscado se encuentra en la diagonal (AC) del primer
cuadrado, y que el cuadrado resultante se construye sobre esta diagonal (HIJK). El esclavo
mismo declara haber dicho mucho más de lo que creía saber.
Es posible pensar que Sócrates no se comporte tan pasivamente como afirma
hacerlo. Pero, de todos modos, lo que interesa notar es que sus preguntas o incitaciones ponen
en marcha la actividad del pensamiento del discípulo, de tal manera que el interrogado emprende
efectivamente la tarea de conocer, de usar la razón; y esto es lo primordial. Enseñar, en el sentido
superior y último de la palabra, no puede consistir en inculcar conocimientos ya listos en el
espíritu de quien simplemente los recibiría, no puede ser una enseñanza puramente exterior, sino
preparar e incitar el espíritu para el trabajo intelectual, y para que se esfuerce por su solución. El
maestro no representa más que un estímulo; el discípulo, en cambio, debe llegar a la conclusión
correcta mediante su propio esfuerzo y reflexión.

8. La anamnesis; pasaje a Platón


Ahora bien, ¿cómo se explica que el espíritu, simplemente guiado por el maestro, pueda alcanzar
por sí solo la verdad? Sócrates sostiene que el interrogado no hace sino encontrar en sí mismo,
en las profundidades de su espíritu, conocimientos que ya poseía sin saberlo. De algún modo, el
alma descubre en sí misma las verdades que desde su origen posee de manera "cubierta", des-
oculta el saber que tiene oculto; la condición de posibilidad de la mayéutica reside justo en esto:
en que el alma a que se aplica esté grávida de conocimiento.
La explicación "mitológica" que Platón da de la cuestión se encuentra en la doctrina de la pre-
existencia del alma. Ésta ha contemplado en el más allá el saber que ha olvidado al encarnar en
un cuerpo, pero que justamente "recuerda" gracias a la mayéutica: "conocer" y "aprender" son así
"recuerdo", anamnesis (αναμνησις o "reminiscencia".
Así pues, siendo el alma inmortal y habiendo nacido muchas veces, y habiendo
visto todas las cosas, tanto las de este mundo cuanto las del mundo invisible, no hay
nada que no haya aprendido; de modo que no es nada asombroso que pueda recordar
todo lo que aprendió antes acerca de la virtud y acerca de otras cuestiones. Porque
como todos los entes están emparentados, y como el alma ha aprendido todas las
cosas, nada impide que, recordando una sola -lo que los hombres llaman aprender-,
descubra todas las otras cosas, si se trata de alguien valeroso y no desfallece en la
búsqueda. Porque el investigar y el aprender no son más que recuerdo .

Con la frase "mundo invisible" traducimos "en el (mundo de) Hades", nombre del dios que
presidía la región adonde iban las almas de los muertos, el "otro" mundo, y nombre que
literalmente significaría "in-visible". Esa expresión es un recurso literario-mitológico utilizado aquí
para contraponer a las cosas sensibles, otros entes que no cambian, y al conocimiento sensible
otro de especie totalmente diferente. De hecho hay en el hombre, además del conocimiento
empírico, a posteriori, es decir, referido a las cosas sensibles, a
las cosas de este mundo, otro conocimiento radicalmente diferente, que no depende de la
experiencia, es decir racional o a priori (como, por ejemplo, 2 + 2 = 4; cf. Cap. X, § 4), y que por
tanto se refiere a lo no-sensible, a lo in-visible.- Pero con esta teoría de la anamnesis y del
conocimiento a priori nos encontramos ya, probablemente, con temas que pertenecen
propiamente a Platón, más que a su maestro.

CAPÍTULO V
EL MUNDO DE LA IDEAS. PLATÓN
I. La obra de Platón y su influencia
II.
Platón nació en Atenas en 429 ó 427, y murió en la misma ciudad en 348 ó 347 a.C. Después de
dedicarse a la poesía, pronto se consagró a los estudios filosóficos, siguiendo las enseñanzas de
Cratilo, secuaz de Heráclito. A los veinte años entró en contacto con Sócrates, que determinaría
decisivamente su pensamiento, y en cuya boca puso la mayor parte de sus propias doctrinas -
máximo homenaje del gran discípulo al maestro. Hacia el año 385 estableció su escuela, la
Academia, así llamada por encontrarse en un parque y gimnasio consagrado al héroe Academo.
Esta escuela y centro de investigación, donde se cultivaron no sólo la filosofía sino todas las
ciencias, ejerció incomparable influencia hasta que fue cerrada, y sus bienes confiscados, por el
emperador Justiniano, en 529 d.C; de manera que duró más de 900 años (más de lo que haya
durado hasta el momento cualquier universidad existente). Sus obras, afortunadamente, nos han
llegado completas. Constan de unos veinticinco diálogos (además de otros sospechosos o
seguramente apócrifos), la Apología (o Defensa) de Sócrates, y trece cartas (algunas
probablemente auténticas, como la Séptima, otras apócrifas). Entre los diálogos deben citarse (en
orden cronológico probable) Laques, Ion, Protágoras, Eutifrón, Critón, Gorgias, Menón, Cratilo,
Banquete, Fedón, República (quizás su obra maestra), Parménides, Teétetos, Fedro, Sofista,
Timeo y Leyes.
Platón no fue sólo filósofo, o, mejor, porque lo fue de modo tan eminente, su poderosa
personalidad abarca todos los intereses humanos. Matemáticas y astronomía, física, política y
sociología, teoría psicológica y la más notable capacidad de comprensión anímica, las dominó su
potente genio; y esa multiplicidad de intereses hace que sus obras no puedan ser ignoradas por
ninguna persona culta. Pero si se debiera señalar otra actividad en la cual alcanza idéntica
genialidad a la que logra en el campo filosófico, es preciso decir en seguida que Platón fue uno de
los más grandes artistas de la palabra, uno de los escritores más grandes de todos los tiempos,
un genio literario con el que muy pocos pueden compararse; de modo tal que en definitiva no se
sabe qué admirar más, si al filósofo o al artista, por la riqueza imaginativa, la multiplicidad de
recursos a que echa mano, el dtvb ominio de la lengua y la capacidad soberana para alcanzar las
máximas posibilidades expresivas le la belleza y flexibilidad de la prosa griega.
Se ha dicho que la grandeza del arte griego reside en haber sabido armonizar de manera perfecta
la claridad, la racionalidad y la seriedad, por un lado, con la imaginación, la pasión y el brillo, por
el otro. En este sentido, Platón es el artista griego por excelencia; su estilo es perfecta
combinación de prosa y poesía, con infinita variedad de modos, que van de lo gracioso a lo
suntuoso, del humor a la solemnidad, de lo cotidiano al entusiasmo más noble y al fervor
religioso, del rigor lógico más exigente a las metáforas y alegorías más poéticas e imaginativas.
Maravillosa armonía de broma con seriedad, de lógica con misticismo, de parodia o sátira con
alegoría o exhortación moral, de poesía con filosofía, de mito y ciencia, de intuición y erudición,
nadie ha sabido hermanarlos como él. "Nadie ha pensado en igual estado de gracia ni llegó hasta
profundidades tan pavorosas iluminado por la luz solar de la belleza" (E. Martínez Estrada). Su
estilo:
No tiene igual por su flexibilidad y variedad extraordinaria: frases cortas ligeras y
delicadas que vuelan rápidamente; preguntas y respuestas que se entrecruzan con
viveza; imitaciones burlescas de Lisias, de Pródicos o de Gorgias, tan perfectas que los
sabios no pueden distinguir la copia del modelo. Y al lado de estas partes cómicas, las
hay conmovedoras y tiernas. Con mucha frecuencia, el estilo es elevado, lírico. Platón se
siente poseído del entusiasmo de la inspiración, como el poeta a que en el Ion se refiere,
se eleva sin esfuerzo hasta lo sublime. Y todos estos tonos diversos están tan bien
unidos que el lector pasa sin chocarle de uno a otro.
Ocuparse de Platón -y lo mismo vale, en parecida medida, de los presocráticos, de Aristóteles,
etc.- puede parecer ocuparse de antigüedades. Sin embargo, ello es una ilusión, como la de! que
viera sólo el follaje de un árbol y desdeñara ocuparse de las raíces y del suelo en que se nutren.
Platón es incomparablemente más "actual" que la mayoría de los autores contemporáneos, si
denominamos "actual", no a quien simplemente mantiene su existencia biológica, sino a quien
tiene algo que decir y enseñar en nuestro tiempo. Porque Platón está vivo en cada una de las
manifestaciones de nuestra cultura; más todavía, en lo que cada uno es, y si no lo notamos es
justo porque damos por cosa nuestra lo que en realidad es fruto de nuestra historia. En esta
historia nuestra. Platón es factor esencial, tan esencial que puede decirse, sin temor a exagerar,
que si no hubiese existido Platón seríamos muy diferentes de lo que efectivamente somos
seríamos de una manera que no podemos siquiera imaginar, entre otros motivos porque
nuestra imaginación es, también ella, en buena medida, imaginación platónica. Su influencia
sobre el pensamiento filosófico, científico, político y religioso, así como sobre el arte, es
literalmente inconmensurable -tanto, que trazar la historia de la influencia de Platón hasta
nuestros días equivaldría a hacer la historia entera de la cultura occidental.
2. Planteo del problema
Como su maestro Sócrates, Platón está persuadido de que el verdadero saber no puede referirse
a lo que cambia, sino a algo permanente; no a lo múltiple, sino a lo uno. Ese algo invariable y uno
lo había encontrado Sócrates en los conceptos: lo universal y uno frente a la singularidad y
multiplicidad de los casos particulares (cf. Cap. IV, § 5). Pero -y aquí comienza la crítica de
Platón- Sócrates, por una parte, no se preocupó por aclarar convenientemente la naturaleza del
concepto, su status ontológíco; y, por otra parte, limitó su examen al campo de los conceptos
morales -piedad, justicia, virtud, valentía, etc.-, de modo que no llegó a encarar el problema en
toda su universalidad. Platón se propondrá completar estas dos lagunas: precisar, de un lado, la
índole o modo de ser de los conceptos -que llamará "ideas"-, e investigar, de otro lado, todo su
dominio: no sólo' los conceptos éticos, sino también los matemáticos, los metafísicos, etc.

Hay un saber que lleva impropiamente este nombre, y es el que se alcanza por medio de los
sentidos, el llamado conocimiento sensible; en realidad, no debiéramos llamarlo "conocimiento",
sino meramente opinión (δοξα \dóxa\), porque es siempre vacilante, confuso, contradictorio: el
remo fuera del agua nos parece recto, hundido en ella se nos muestra quebrado (cf. Cap. I, § 6).
Este tipo de "conocimiento" es vacilante y contradictorio porque su objeto mismo es vacilante y
contradictorio, se encuentra en continuo devenir, según enseñó Heráclito, a quien en este sentido
sigue Platón. Si nuestro saber se edificase sobre las cosas sensibles, la consecuencia entonces
sería el relativismo, consecuencia que justamente sacó Protágoras: "el hombre es la medida de
todas las cosas". Ahora bien. el verdadero conocimiento deberá ser de especie totalmente
diferente del que proporcionan los sentidos; no vacilante y contradictorio, como el que la
percepción suministra, sino constante, riguroso y permanente, como cuando, por ejemplo, se
afirma que "2 más 2 es igual a 4": porque esto no es verdad meramente ahora o en una cierta
relación, sino siempre y absolutamente. La ciencia, pues, el verdadero conocimiento, habrá de
referirse a lo que realmente es (según había sostenido Parménides respecto del ente y Sócrates
respecto de los conceptos). El objeto de la ciencia, entonces, no puede ser lo sensible, siempre
vacilante y cambiante, s-no lo uniforme y permanente, que es lo único que puede realizar la
exigencia de la ciencia. Precisamente, Sócrates lo convenció de que hay conocimiento objetivo,
válido para todos: el conocimiento que nos dan los conceptos, las definiciones, las esencias.
Frente al cambio y a lo relativo, tras de lo cambiante y aparente, Platón busca lo inmutable y
absoluto, lo verdaderamente real, única manera, a su juicio, de hacer posible la ciencia y la moral.

3. El modo de ser de lo sensible, y el de las ideas. Los dos mundos.


Como lo permanente e inmutable no se encuentra en el mundo de lo sensible, Platón postula otro
mundo, el mundo de las "ideas" o mundo inteligible, o lugar "supraceleste", del que el mundo
sensible no es más que copia o imitación. La palabra "idea" (en griego ειδος [eidos], ιδεα [idea])
proviene del verbo εοδω (eido), que significa "ver"; literalmente, "idea" sería lo "visto", el "aspecto"
que algo ofrece a la mirada , la "figura" de algo, su "semblante", por ejemplo, el aspecto o figura
que presenta esto que está aquí, esta silla. En Platón, la palabra alude, no al aspecto sensible,
sino al "aspecto" intelectual o conceptual con que algo se presenta; por ejemplo, en nuestro caso,
el aspecto, no de ser cómoda o incómoda, roja o verde, sino el aspecto de ser "silla" -lo cual, es
preciso observarlo bien, no es nada que se vea con los ojos del cuerpo, ni con ningún otro sentido
(no hay, en efecto, ninguna sensación de "silla", sino sólo de color, o sabor, o sonido, etc.), sino
solamente con la inteligencia: por eso se dice que se trata del aspecto "inteligible", es decir, de la
"esencia". (Conviene por tanto, al estudiar a Platón, prescindir de todo lo que sugiere
corrientemente la palabra "idea" en el lenguaje actual, que nos hace pensar en algo psíquico,
mientras que[para Platón las ideas son algo real, cosas, más todavía, las cosas verdaderas,
metafísicamente reales, más reales que montañas, casas o planetas).
Para aclarar mejor la índole de las "ideas" y su diferente modo de ser respecto de las cosas
sensibles, conviene hacer referencia a un pasaje del Fedón,que el lector hará bien en estudiar
atentamente. Allí Platón establece la diferencia entre las cosas iguales, de una parte, y la idea de
lo igual (lo igual en sí o la igualdad misma), de la otra. En síntesis, el texto dice lo siguiente.

Supóngase un leño (1) igual a otro (2), menor que un tercero (3) y mayor que un cuarto (4). a) En
primer lugar, obsérvese que el leño 1 es igual al 2, menor que el 3 y mayor que el 4, es decir, que
el leño 1 es a la vez, igual y no-igual, pues es menor y mayor, esto es, que es contradictorio. Pero
la igualdad, o, como también dice Platón, "lo igual en sí", la idea de igualdad, no es igualdad en
cierto respecto y en otros no, no se convierte en la idea de la desigualdad (si esto sucediera, no
podríamos pensar), sino que es siempre la igualdad, perfectamente idéntica a sí misma. b) En
segundo lugar, se puede cortar en dos el leño 1, y entonces el leño, que era igual al 2, se habrá
convertido en menor, habrá dejado de ser igual, habrá desaparecido como igual; y desaparecerá
absolutamente si se lo quema.
Pero la igualdad misma no se la puede cortar y convertirla en lo menor, ni se la puede destruir, c)
En tercer lugar, las cosas iguales, como los leños, son sólo imperfectamente iguales, tanto por
todo lo que se acaba de decir, cuanto por la circunstancia de que, observados con mayor
precisión -con una lupa, v. gr.-, revelarían diferencias. Las cosas iguales, pues, "aspiran" a ser
como la igualdad en sí, pero en el fondo siempre les falta algo para serlo plena o perfectamente,
son insuficiente o imperfectamente iguales, deficientemente iguales. En general, las cosas
sensibles no son plenamente, sino que constituyen una mezcla de ser y no-ser. -Quizás pueda
lograrse una noción aproximada de lo que se va diciendo si se piensa en la relación que hay entre
el triángulo del que se ocupa el matemático, y la figura que dibuja en la pizarra; el dibujo se
parece o imita al triángulo -al triángulo en sí, o, si se prefiere decirlo de otra manera, a la
triangularidad-, pero evidentemente no son lo mismo. Cuando el geómetra dice que "la suma de
los ángulos interiores del triángulo es igual a dos rectos", piensa en el triángulo en general, en la
triangularidad, y no en ese o aquel triángulo particular, o, mejor dicho, en esa figura
aproximadamente triangular que ha dibujado en la pizarra: ésta tendrá que ser o equilátera, o
isósceles, o escaleno, y el triángulo a que se refiere el teorema es cualquiera de los tres; si
además nos refiriésemos sólo a los triángulos equiláteros, tampoco saldríamos del paso, porque
el triángulo dibujado tiene ciertas dimensiones determinadas, en tanto que el equilátero en que
piensa el geómetra se refiere a cualquiera, tenga las dimensiones que tuviere; por último,
observada con detención, toda figura triangular resulta ser imperfecta (por ejemplo, porque con
una lupa se vería que el segmento que constituye uno de sus lados no es perfectamente
rectilíneo, sino irregular). Por tanto, no es lo mismo el triángulo en sí -la idea "triángulo"- que las
cosas o figuras sensibles triangulares.
Se desprende entonces de todo lo anterior que las cosas iguales (o las cosas triangulares) -y,
generalizando, las cosas sensibles- son contradictorias, cambiantes e imperfectas, en tanto que la
igualdad (o la triangularidad) -y, en general, todas las ideas son idénticas, inmutables y perfectas.
Por ende, cosas sensibles e ideas representan dos órdenes de cosas, dos modos de ser,
totalmente diferentes. La belleza es siempre la belleza; en cambio las cosas o personas bellas,
por más hermosas que sean, llega un momento en que dejan de serlo, o simplemente
desaparecen. Por ello es también diferente nuestro modo de conocerlas; las cosas iguales se las
conoce mediante los sentidos (y por ello cosas de este género se llaman cosas sensibles), en
tanto que la igualdad no se la ve, ni se la toca ni oye, ni la capta ninguno de los otros sentidos,
sino que se la conoce mediante la razón, mediante la inteligencia (por ello de la igualdad, de la
belleza, la justicia, etc., se dice que son entes inteligibles).
Pero si bien cosas sensibles e ideas representan dos órdenes diferentes del ser, con todo hay
entre ambos una relación, que Platón dice es una relación de semejanza o copia o imitación;
relación que, al ver las cosas iguales, nos permite pensar en la igualdad, a la manera como, al ver
el retrato de un amigo, nos acordamos del amigo, justamente porque hay similitud entre el retrato
y él. Del mismo modo, las cosas bellas se asemejan a la belleza, las cosas buenas al bien, las
cosas justas a la justicia, etc.
Mas para que al ver el retrato de Pedro yo me acuerde de Pedro o reconozca que es retrato de
Pedro, es preciso que antes haya conocido a Pedro; de otra manera, no lo reconocería. Del
mismo modo, si al ver dos leños iguales reconocemos allí la igualdad, aunque la igualdad misma
no la "vemos", esto supone que de alguna manera ya conocíamos la igualdad; no podríamos
pensar que dos cosas sensibles son iguales, si no supiésemos ya de alguna manera qué es la
igualdad, así como no podemos decir que un objeto es hermoso sin tener previamente el
conocimiento de la idea de belleza, o decir que tal figura es triangular sin saber qué es el
triángulo; la igualdad, la belleza, la triangularidad son, respectivamente, el "modelo" que cada una
de estas cosas "imita", y sólo su conocimiento "previo" permite reconocerlas como iguales, bellas
o triangulares -de modo semejante como en el caso del retrato de Pedro. Y como en este mundo
sensible no se percibe la igualdad, la belleza ni la triangularidad (sino sólo se ven cosas
singulares iguales, bellas, triangulares), es preciso que el conocimiento de las ideas lo hayamos
adquirido "antes" de venir a este mundo.
Así, al menos, se expresa Platón. Antes de nacer, el alma del hombre habitó el mundo de las
ideas, donde las contempló y conoció en su totalidad y pureza. Al venir a este mundo y a este
cuerpo, atraviesa un río, el Leteo, el río del Olvido, y ese saber suyo de las ideas se olvida, si bien
queda latente, de manera que ahora, con ocasión de las cosas sensibles que ve, lo va
recordando más o menos oscuramente: al ver leños iguales, "recordamos" la igualdad, al ver
cosas bellas recordamos la Belleza, etc. "Aprender no es sino recordar" (Fedón 72 e; Menón 81 a
ss; cf. Cap. IV, § 7). No obstante, conviene tener claramente presente que tales referencias a una
vida anterior, el Leteo, etc., en parte no son propiamente "explicaciones", sino "mitos", es decir,
"relatos" donde lo predominante es lo poético o figurativo, y no lo conceptual; se trata de
alegorías, de símbolos, que no es preciso, naturalmente, tomar al pie de la letra. Quizá Platón no
encontró una explicación conceptual que le pareciese verdaderamente suficiente, y entonces
recurrió al mito; o quizá considerase que en este terreno cualquier conceptualización sería
fatalmente insuficiente, en tanto que el mito permite una amplitud de interpretaciones que lo hace
singularmente apto para tales temas. El hecho es que recurrió a este expediente de la pre-
existencia del alma.

4. El conocimiento a priori

Mas fuera de ello lo que fuese, lo que primordialmente interesa es la afirmación de tal tipo de
conocimiento independiente del conocimiento sensible, lo que se llama conocimiento a priori (cf.
Cap. IV, § 7). Que haya tal conocimiento, es un hecho, no asunto de discusión; la discusión
tendrá lugar tan sólo respecto de la forma de explicarlo. Y se trata de un hecho tan importante,
que en cierto modo podría decirse que toda la filosofía gira en torno a esta cuestión. Por ello
conviene precisar su sentido, sin perjuicio de que más adelante, cuando se hable de Kant, se
tenga que volver otra vez sobre el tema.

Conocimiento a priori quiere decir conocimiento -no "anterior" temporalmente, sino independiente
de la experiencia-; no que se lo haya obtenido sin experiencia ninguna, sino un conocimiento tal
que, cuando se lo piensa con claridad, nos damos cuenta de que la experiencia no puede jamás
cambiarlo, ni tampoco fundamentarlo, porque lo que afirma vale con independencia de lo que la
experiencia diga. Conocimiento de este tipo es, por ejemplo, la afirmación "dos más dos es igual a
cuatro". Esto lo hemos aprendido, sin duda, con ayuda de la experiencia; por ejemplo,
valiéndonos de un ábaco, o de los dedos de la mano; pero esa experiencia no ha sido más que
una ayuda para pensar algo que no es nada empírico y jamás puede representarse
empíricamente de modo adecuado, puesto que ni el "dos" ni el "cuatro" son cosas sensibles, y, en
general, no lo es lo que la proposición enuncia. Todo conocimiento empírico es particular y
contingente, es decir, se limita a un número dado de casos, y siempre dice meramente que algo
es así (si bien podría haber sido de otro modo). Por tanto, si la proposición "dos más dos es igual
a cuatro" fuese un conocimiento empírico, en rigor tendríamos que decir: "hasta donde se ha
observado, dos más dos es igual a cuatro; pero quizá mañana, o en otro lugar, no suceda así".
Sin embargo, no es esto lo que decimos; estamos siempre dispuestos a corregir los
conocimientos empíricos, como, por ejemplo, hubo que corregir la afirmación "todos los cisnes
son blancos" el día en que se encontró cisnes que no lo eran; pero tal corrección no cabe en
nuestro ejemplo, porque aquí se trata de una afirmación universal y necesaria, es decir, que vale
para todos los casos, y que forzosamente tiene que ser así y no puede ser de otra manera. Y por
ello no sólo podemos decir, en general, que "dos más dos es igual a cuatro", sino también que
"dos sillas más dos sillas son cuatro sillas", o que "dos marcianos más dos marcianos son cuatro
marcianos", aunque no hayamos jamás visto marcianos ni sepamos si existen o no; pero nuestra
afirmación, precisamente por ser a priori, por ser necesaria, exige que la experiencia se amolde a
ella. Si se tratase de un saber empírico, yo no podría saber con seguridad si "dos sillas más dos
sillas..."; tendría que esperar a confirmarlo empíricamente; pero sabemos bien que tal espera
sería ridícula: no hace falta más que pensar nuestra proposición para saber que la experiencia
tendrá que sujetarse a ella forzosamente. El conocimiento a priori no se refiere a los hechos, no
es un conocimiento de hecho (de facto), contingente, sino de derecho (de jure), necesario. La
diferencia entre conocimiento empírico y conocimiento a priori es una diferencia, entonces, que se
refiere al valor del conocimiento. (Por eso se trata de una cuestión que no puede resolver, por
ejemplo, la psicología; ésta es una ciencia empírica, una ciencia de hechos, que precisamente por
ello no puede plantearse, ni menos aun resolver, el problema del valor del conocimiento. La
psicología puede describir los pasos a través de los cuales el niño aprende a contar y llega,
finalmente, a la afirmación "dos más dos es igual a cuatro", nos narra lo que empíricamente
ocurre en un número determinado de sujetos; pero cuando se enuncia aquella proposición, no se
dice lo que de hecho ocurre, sino lo que forzosamente tiene que ser.

5. Los dos mundos; doxa y episteme

Según Platón, entonces, resulta haber dos mundos o dos órdenes del ser: el mundo sensible, de
un lado, el mundo de las ideas o mundo inteligible, del otro; y consiguientemente hay dos modos
principales de conocimiento, la doxa u opinión, y la episteme (επιστημη el conocimiento
propiamente dicho o "ciencia". Todo esto recuerda a Parménides, quien también separaba el
mundo sensible y la opinión, del ente único, inmutable, inmóvil, cognoscible mediante la razón (cf.
Cap. II, §§ 4 y 5). Sin embargo, para Parménides se trataba, en el fondo, de la diferencia entre el
ente y el no-ente, de manera que el mundo sensible equivalía a la nada, de la cual no puede
haber conocimiento ninguno, sino sólo ignorancia; en tanto que con Platón el problema está
planteado de manera más matizada, en términos menos extremos. En efecto, el mundo sensible
no es para él pura nada, sino que tiene un ser intermedio, imperfecto; pero, de
todos modos, algo de ser; no es el verdadero ser, inmutable, permanente, que corresponde a las
ideas, sino que se trata de una mezcla de ser y no-ser, y por eso todo allí es imperfecto y está
sometido al devenir; y lo que tiene de" ser, lo tiene en la medida en que copia o imita -siempre
imperfectamente- a las ideas. De manera que entre el ser pleno -las ideas- y el no-ser absoluto,
se intercala el mundo del devenir, el de las cosas sensibles, que son y no son, que participan,
copian, dependen de las ideas. Sintéticamente, podríamos trazar el siguiente cuadro de los
caracteres respectivos de los dos mundos:

IDEAS COSAS SENSIBLES


únicas (una sola idea de belleza, una sola idea de múltiples (muchas cosas bellas, etc.)
igualdad, etc.) mutables (devienen)
inmutables (no devienen) contradictorias
idénticas a sí mismas temporales
intemporales contingentes y particulares
necesarias y universales participantes
participadas copias, imitaciones
modelos dependientes
independientes fenómenos
realidades imperfectas
perfectas

6. Grados del ser y del conocer


Lo que se acaba de decir es todavía demasiado sucinto y general; en efecto, es necesario
precisar las subdivisiones de ambos mundos y sus respectivos modos de conocimiento. Ello lo
realiza Platón en la República, 509 d - 511 e, valiéndose de un segmento, en lo que se conoce
como ejemplo o paradigma de la línea, un diagrama o esquema con que se representan las
distintas zonas o grados del ser, desde la nada hasta el ser en toda su plenitud, y, paralelamente,
los grados del saber, desde la ignorancia hasta el conocimiento absoluto.

Se traza un segmento AE y se lo divide en dos porciones desiguales, AC y CE, siendo CE mayor


que AC para simbolizar el mayor grado de ser (o realidad) y de verdad que tiene el mundo
inteligible respecto del sensible (o "visible", según dice Platón). Cada uno de estos dos
segmentos se vuelve a dividir, conservando la misma proporción anterior, de tal manera que
resulte AB:BC::CD:DE::AC:CE. Por cada uno de estos puntos se trazan perpendiculares,
procurando destacar la horizontal que pasa por C, que señala la separación entre los dos
mundos. A la izquierda del segmento AE se indicarán los distintos grados de la realidad; a la
derecha, los grados del saber. Por debajo del punto A se encontrará, de un lado, la nada, el no-
ente, y del otro, la ignorancia más absoluta. Por encima de E se colocará aquella idea que, según
Platón, es la idea suprema, la Idea del Bien, a la que también llama la "Idea de las ideas". (El no-
ente, su opuesto absoluto, representará entonces el mal. El cuadro será, pues, el siguiente:

Los dos segmentos principales, AC y CE, corresponden, según se ha dicho, a los dos mundos:
AC representa el dominio de lo que Platón llama "lo visible", y también "lo opinable", el mundo del
devenir o mundo de la opinión (dóxa), porque se lo conoce precisamente merced a esta forma de
saber. Es el mundo en que se mueve todo saber vulgar y el único mundo que conocen los que
Platón llama "amantes de las apariencias" (filodóxos). En cambio CE representa el mundo
inteligible, la verdadera realidad, los entesque son sin devenir ni cambio ninguno; se lo conoce
mediante la epistéme, "ciencia" o conocimiento propiamente dicho. Es el mundo que reconocen
los verdaderos "amantes de la sabiduría", es decir, los filósofos (de φιλος [filos], "amante", y
σοφια [sofía], "sabiduría").

7. El mundo de la dóxa

El segmento AB corresponde a los entes cuyo ser es el más débil posible por así decirlo (porque
más abajo de ellos no hay sino puro no-ser): entes como las sombras, las imágenes que se
proyectan en los espejos o en cualquier otra superficie parecida, los sueños. El estado de espíritu
correspondiente lo llama Platón eikasía, εικασια {imaginación o conjetura). Está claro que hay
gran diferencia entre la sombra de un caballo, de un lado, o su imagen en un espejo, o un caballo
simplemente soñado, y por otro lado, el caballo mismo que se ve o se toca: la sombra o el reflejo
no tienen sino dos dimensiones, y la sombra no hace además sino representar el contorno del
caballo; en cuanto al sueño, no se trata más que de una imagen psíquica, que se desvanece
rápidamente. En la medida en que en estos casos tomásemos la sombra, la imagen o el sueño
por la realidad, nos encontraríamos en un estado de eikasía. Un notable ejemplo - que Platón,
naturalmente, no conoció, pero que ilustra muy bien el tema que nos ocupase lo encuentra en el
cine; porque lo que allí se nos ofrece no son sino sombras proyectadas sobre la pantalla, pero
sombras que, en la medida en que la película nos interesa, nos hacen reír o llorar como si se
tratase de la vida real.

Tomando ahora un caso referente al campo moral, 6 podría decirse lo siguiente. La justicia es una
idea que, como tal, estaría colocada en el segmento DE de nuestro esquema. Todo sistema
jurídico o sistema de gobierno efectivamente existente en alguna parte, sería un tipo de cosa
sensible (segmento BC), que, como toda cosa sensible, no podría realizar, sino de manera
imperfecta, la idea de justicia, porque lo perfecto es siempre sólo la idea, y sus manifestaciones o
copias sensibles suponen necesariamente una degradación o deformación de la misma; así las
leyes de Atenas, por ejemplo, que encarnan de manera imperfecta (para Platón, quizá de manera
demasiado imperfecta) la idea de justicia. Piénsese ahora en un abogado que, para defender a su
cliente, tergiversa la ley ateniense en su alegato, tratando de presentar como justo o disculpable
lo que
según esa ley es injusto y punible: aquí la ley estaría deformada de manera análoga a como el
caballo resulta deformado en su sombra, y quien resultase convencido por el abogado, es decir,
quien creyese que la justicia es tal tergiversación, se encontraría en estado de eikasía.
Otro ejemplo se encuentra en el libro X de la República, donde Platón hace una crítica de las
artes plásticas y, con más precisión, de la teoría imitativa de las mismas. Allí señala que lo que un
pintor, v.gr., representa en el cuadro es una imagen o copia (AB) de un objeto sensible (BC),
como, digamos, un lecho, el que, a su vez, lo ha fabricado el carpintero pensando en la idea de
cama. Como la cama sensible (BC) es "copia", o mejor "representación", de la idea, la imagen
pintada será copia de una copia, es decir, estará dos grados separada de la verdadera realidad;
y, además, no representa la cama sensible tal como es en sí, sino tal como se nos aparece en
determinada perspectiva, a cierta distancia, y todo ello en dos dimensiones. (Se cuenta de un
pintor de la época, Zeuxis, que había representado en el cuadro unas uvas con tanta perfección,
que los pájaros al verlas se pusieron a picotearlas tomándolas por uvas reales; los pájaros se
encontraban en estado de eikasía).
Pues bien, Platón critica este tipo de arte imitativo en cuanto tiende a producir en nosotros tales
nociones erróneas, que tiende, en una palabra, a engañarnos, cosa que puede ocurrir, no sólo
con la pintura, sino en general con todo arte, por ejemplo, con la literatura. Más todavía, sostiene
que frecuentemente se emplea el arte para producir nociones ilusorias y estimular deseos que
debieran ser reprimidos, o, en todo caso, no excitados; y, en efecto, sabemos bien cómo esto
ocurre en el cine, la literatura, y, peor aun, en la política y en la propaganda en casi todas sus
formas. En este sentido Platón percibió con toda claridad los engaños y peligros a que puede
conducir la literatura y sobre todo la retórica, la sofística, en tanto arte capaz de no dejar ver las
cosas tales como son, sino de interponer imágenes falaces con las que se nos deforma la
realidad.
Sin embargo, conviene entender rectamente a Platón y su "condena del arte", y no
caer en las deformaciones fáciles de que su doctrina ha sido víctima. En primer lugar, lo anterior
no representa más que un aspecto de la teoría platónica general del arte, su crítica al arte
imitativo y los peligros de éste: "todo lo que [allí] dice está dominado por la idea de que el artista
nos da sólo la apariencia externa de las cosas". Pero en otros lugares de su obra, y considerando
la cuestión desde otras perspectivas, se encuentra una versión mucho más "positiva", por así
decirlo. Para no salir de la República, téngase en cuenta que en el Libro III el arte está tomado en
el buen sentido, con la función de presentar imágenes de la virtud, la justicia, el dominio de sí,
etc., con el fin de que el espíritu aprenda a reconocerlas. "Su idea general del arte puede
expresarse de la siguiente manera: la función propia del arte consiste en colocar ante el alma
imágenes de lo que es intrínsecamente grande o hermoso, y ayudar así al alma a reconocer lo
grande o hermoso en la vida real; cuando el arte hace equivocar a la gente haciendo que tomen
por más que apariencia lo que sólo es apariencia, no cumple su debida función". -Con todo,
podría señalarse que de esta manera Platón subordina el arte a la moral, mientras que a
nosotros, en nuestra época, nos parece que el arte tiene valor en sí, independientemente de
consideraciones morales, políticas o lo que fuese. Es preciso, sin embargo, tener en cuenta que
la idea del "arte por el arte" es una idea típicamente moderna, totalmente desconocida en la
antigüedad. Entre los griegos, además, el arte, la literatura, estaban vinculados a su vida de
manera tan íntima, de la que apenas podemos hacernos una idea. A falta de libro sagrado, como
la Biblia, los poetas representaban para los griegos un papel parecido: constituían la base de toda
su educación, sus escritos desempeñaban la función de código ético, y hasta la legislación podía
fundarse en los poetas. En cierta ocasión, Atenas y Megara disputaban acerca de a cuál de las
dos debía pertenecer la isla de Salamina; el arbitro, un espartano, dictamina que la isla pertenece
a Atenas, porque cuando en la Iliada (II, 564 ss.) se hace el catálogo de las naves de los griegos
que sitiaban Troya, las naves de Salamina aparecen al lado de las atenienses. Se comprende,
por ende, que el arte tuviese entonces una importancia directa y concreta sin comparación con lo
que ocurre en nuestra época, y que Platón se viese obligado a juzgarlo en tal contexto.
El segmento BC se refiere a las cosas sensibles propiamente dichas, como las
casas, los caballos, las montañas; el estado del espíritu mediante el cual las captamos se llama
pístis (πιστις), "creencia" (quizá, muy libremente, podría traducirse por "sentido común", en la
medida en que el sentido común considera que estos objetos sensibles representan la verdadera
realidad). En el campo ético, la pístis consiste en creencias morales correctas acerca de lo que
debe hacerse, pero que no están acompañadas de conocimiento (epistéme) y, en tal sentido, son
"ciegas", aunque suficientes para la acción. Mas en la medida en que están ligadas a casos
particulares, y el que las posee, justo por ser "creencias" y no conocimientos, es incapaz de "dar
razón" de ellas, son imperfectas, inseguras y vacilantes, como toda cosa sensible. Puede
recordarse el caso de Laques: este general, sin duda, era valiente y capaz de comportarse como
tal en la batalla; pero puesto frente a casos diferentes de aquellos para los cuales había sido
entrenado, caía en la confusión, por no ser capaz de "dar razón" de lo que la valentía fuese, por
no poder definirla o dar su fundamento racional (cf. Cap. IV, § 5). Puede ocurrir, entonces, que
puesta frente a tales dificultades, la "creencia" que alguien sostiene termine viniéndose abajo. En
todo caso, el percatarse de la contradicción que afecta a todas las cosas sensibles, lleva a que el
espíritu busque un saber que merezca este nombre -o bien conduce al escepticismo o al
relativismo, que es lo que Platón se propone evitar.
8. El mundo inteligible
Con esto pasamos por encima de la horizontal trazada en C y penetramos en el mundo inteligible
-paso que representa, en la alegoría de la caverna, cf. § 14, la salida del prisionero fuera de este
antro, es decir, la salida del mundo de las apariencias, para penetrar en la zona del verdadero
ser. Dentro del esquema de estudios que Platón proyecta en la Republica (535 a - 541 b) se trata
del paso a la enseñanza superior.

El segmento CD se refiere a las ideas matemáticas; y, podría agregarse a los conceptos


fundamentales de todas las ciencias particulares, suponiendo que Platón hubiese conocido el
desarrollo posterior de las mismas (en su tiempo las únicas ciencias particulares relativamente
desarrolladas eran las matemáticas). El modo típico de conocer estos entes, se llama diánoia,
διανοια, (entendimiento).
La primera característica de la diánoia consiste en que se vale de diagramas o dibujos como
representaciones imperfectas de los entes a que se refiere, que son objetos del pensamiento
puro; tales ilustraciones sirven, entonces, a modo de puente para pasar de lo sensible a lo
inteligible: el triángulo dibujado en la pizarra, por ejemplo, no es el triángulo a que el matemático
se refiere en sus demostraciones, pero sirve de ayuda para pensar en éste (cf. más arriba, § 3).
Este paso de lo sensible a lo inteligible se da en todas las ciencias, no sólo en las matemáticas: el
estudio de las ciencias (si se prescinde quizá de las meramente descriptivo-empíricas, como la
natomía o la geografía) nos obliga a abandonar el puro testimonio de los sentidos y a confiar más
bien en el pensamiento; el físico, por ejemplo, encuentra la fórmula que explica todos los
fenómenos de su campo, en última instancia, en la ley de gravedad, y está claro que ésta, la
afirmación según la cual la fuerza es igual al producto de las masas dividido por el cuadrado de la
distancia, no es un hecho perceptible, sino una ley que pensamos (en términos de Platón, una
"idea"). En la medida en que las matemáticas ofrecen tal puente que lleva de lo sensible a lo
inteligible, se comprende la importancia que Platón les concede como estudio propedéutico
respecto de la "dialéctica" o filosofía: sirven como preparación, para que el espíritu del estudiante
se vaya habituando a pensar abstractamente, sin ayuda de las cosas sensibles; en la República
prescribe diez años de estudios matemáticos previos a quien haya luego de dedicarse a la
filosofía, y se cuenta que a la entrada de la Academia había una inscripción que decía: "nadie
entre aquí si no sabe matemáticas".
La segunda característica de la diánoia -y, puede decirse, del conocimiento científico en general
(cf. Cap. III, §§ 3 y 9)- es la de ser un conocimiento hipotético, un conocimiento que parte de
"hipótesis". Este término no tiene en Platón el sentido con que se lo usa hoy día en la ciencia,
para referirse a una teoría probable, pero que puede resultar verdadera o falsa. "Hipótesis"
significa, literalmente, "puesto [thesis] debajo [hypó]", es decir "subpuesto", "supuesto". Se trata,
entonces, de los supuestos propios de toda ciencia: la aritmética, por ejemplo, parte de la
afirmación (o supuesto) del número, la geometría de la del espacio, etc., pero ese supuesto o
punto de partida mismo no lo discuten; simplemente proceden a partir de él. Por ello se dice en la
República (533 b - c) que las ciencias "sueñan" acerca del ente del cual se ocupan, que no están
"despiertas" respecto de ello. El término diánoia se refiere a este tipo de pensar que va de algo
que se da por supuesto a las conclusiones que de ello se desprenden. La deficiencia o
imperfección, si así puede decirse, de la diánoia reside entonces en que admite su punto de
partida como si fuese algo independiente o autosuficiente, puesto que no da razón de él; pero la
verdad es que la hipótesis no es nada que se baste a sí mismo, y por eso necesita que se la
fundamente, aunque en ello no consiste la tarea de la matemática, ni de la ciencia en general. Por
el contrario, es ésta faena de la filosofía o "dialéctica", como la llama Platón. Con lo cual se pasa
al segmento DE. En efecto, el conocimiento filosófico es aquel en el cual se da razón de cada
idea hasta llegar a un principio que sea efectivamente autosuficiente, anhipotético. Si viésemos el
mundo de las ideas completo, y tal como él es, veríamos un cosmos, una totalidad ordenada,
especie de organismo donde las ideas están conectadas entre sí formando una estructura
armónica -en tanto que las ciencias consideran sus campos respectivos como si fuesen
independientes de todo lo demás. Veríamos, entonces, un verdadero cosmos, una totalidad de
sentido, donde cada idea ocupa el lugar que le corresponde según las relaciones que tiene con
las otras -organismo que culmina en una idea suprema, la Idea del Bien, de la que todo lo demás
depende, siendo ella absolutamente independiente, principio incondicionado (ανυποθετος αρχη,
anhypóthetos arjé): aquí todo "¿por qué?" ya habría desaparecido, porque "en la medida en que
se pueda preguntar '¿por qué?' el ideal del conocimiento no está satisfecho. Preguntar '¿por
qué?' es lo mismo que preguntar '¿de qué depende esto?", y aquí habríamos llegado a un
principioincondicionado, o, como dice el Fedón (101 d, e), a "algo suficiente" (τι ικανον, ti
hikanón). Desde luego, el logro perfecto de tal conocimiento no es una posibilidad humana, sino
un desiderátum, un ideal; pero un ideal que expresa, según Platón, la meta a que todo hombre
aspira y a que todo conocimiento tiende.

Este modo de conocimiento, que Platón llama nóesis (νοησις), "inteligencia", se


caracteriza en primer lugar por ser puramente intelectual, sin ningún elemento sensible, imágenes
o ejemplos, como en el caso de la diánoia: es conocimiento de puras ideas donde todo queda
perfectamente comprendido. En segundo lugar, es un conocimiento absoluto, no-hipotético,
porque cada idea -la idea de número, de que parte el matemático; la de movimiento, de que parte
el físico, etc.- se ofrecerá dentro de una serie o escala, relacionada con las ideas superiores y con
las inferiores, y de modo tal que la totalidad misma esté unificada por el principio supremo, que es
la Idea del Bien. De manera que conocimiento y ente son la contraparte el uno del otro, de tal
modo que al ser más pleno corresponde el conocimiento más completo o perfecto: "lo
absolutamente ente es absolutamente cognoscible". "La unidad final en que se encuentran
ambos, Conocimiento y Ente, es la Idea del Bien, que por lo tanto es la causa suprema y última
del universo."
Resulta, entonces, que ciencia y filosofía (dialéctica) difieren en que el hombre de ciencia va de la
hipótesis a las consecuencias que de ella se desprenden, en tanto que el filósofo parte de la
hipótesis en busca de un principio no-hipotético. Para la ciencia, la hipótesis es una barrera, más
allá de la cual no puede proceder, en tanto que la filosofía trata de eliminar o superar las hipótesis
(τας υποθεσεις αναιρουσα [tas hypothéseis anairoúsa]). Platón, pues, concibe la filosofía "como
la única esfera en la cual el pensamiento se mueve con perfecta libertad, no sujeto a ninguna
limitación. [...] En consecuencia el pensamiento, cuya naturaleza se ejemplifica imperfectamente
en el ideal de las matemáticas, está perfectamente ejemplificado en el de la filosofía; todo el que
piensa, y está resuelto a no dejar que nada lo detenga en su pensar, es un filósofo, y por ello
Platón está en condiciones de decir que la filosofía ( διαλεκτικη [dialektiké]) es lo mismo que el
pensamiento (nóesis)”. Lo característico entonces de la naturaleza filosófica, y el rasgo que
permite determinar si alguien tiene condiciones para la filosofía o no, es justamente la capacidad
de ser "sinóptico" (συνοπτικος [synoptikós] , es decir, la facultad de ver a la vez, conjuntamente,
las relaciones entre las diversas ideas, lo
múltiple en lo uno.

9. La dialéctica
El método de la nóesis es la dialéctica (término que también designa en Platón la filosofía sin
más). Una breve referencia a este tema permitirá a la vez observar más de cerca la estructura del
mundo inteligible, es decir, las relaciones entre unas ideas y otras.

La dialéctica, vocablo que mentaba, en el lenguaje corriente de la época, simplemente el diálogo,


el discurso razonado, significa en la República el arte de la conversación que tiene por meta dar
razón de alguna idea, buscando el principio de que depende; en el Sofista, es la técnica de
"moverse", por así decirlo, en el mundo de las ideas, determinando las relaciones entre unas y
otras según se enlacen entre sí o estén separadas, de modo semejante a como unas letras se
combinan con algunas pero no con otras; combinándolas y dividiéndolas según sus articulaciones
naturales, tal como un buen trinchador hace con las presas.
Según que el orden seguido en el proceso vaya de una idea hacia las que le están subordinadas,
o bien hacia las ideas superiores (o,simplemente, de los casos sensibles a la idea), en la
dialéctica resaltará el momento de la división (διαιρεσις [diáiresis]), o bien el de la combinación
(συναγωγη) o sinopsis, la dialéctica descendente o la ascendente.
Del procedimiento de división se encuentra un famoso ejemplo en el Sofista, que sirve a la vez
para comprender claramente la organización del mundo inteligible. El diálogo se propone definir
ese personaje que es el sofista; pero como se reconoce la dificultad de la empresa, se resuelve
comenzar con algo más fácil, como tarea preparatoria: se propone definir la pesca con caña.
Simplificando un poco, se tendría lo siguiente: Pescar con caña es un arte. Pero hay dos formas
de arte: productivo, cuando de lo que se trata es de fabricar algo nuevo, o adquisitivo, cuando el
arte consiste simplemente en lograr algo que ya existe; ejemplo de lo primero, fabricar sillas; está
claro que la pesca pertenece al segundo grupo. A su vez hay dos formas de arte adquisitivo: uno
que consigue su objeto mediante intercambio, otro por medio de su captura. Esta captura, a su
vez, puede ser de dos formas distintas: o bien aplicarse a seres inanimados, o a seres animados,
tal como en nuestro caso. Pero a los animales se los puede dividir en terrestres y acuáticos, y el
arte de apoderarse de estos últimos es lo que se llama, en general, pesca. Mas ocurre que la
pesca puede practicarse de dos modos: sea sin herir al pez (valiéndose, por ejemplo, de una red),
sea hiriéndolo. Y por último la pesca cruenta o vulnerante puede efectuarse hiriendo al animal de
arriba hacia abajo, por medio de un arpón, v. gr.; o hiriéndolo de abajo hacia arriba: y es éste el
caso de la pesca con caña. De tal manera se ha llegado a la definición completa de lo que sea la
pesca con caña: es el arte adquisitivo, mediante captura, de animales acuáticos, en forma cruenta
e hiriendo al animal de abajo hacia arriba.
En resumen, el esquema resultante puede representarse de la siguiente manera:
Como en cada caso se ha hecho la división en dos, se tratará de una división "dicotómica". En el
ejemplo se ha considerado sólo una de las divisiones; si se completase cada una de las dos en
todos los casos, se obtendría el siguiente esquema:

Si esta figura se invierte, se verá que semeja un árbol, que se conoce con el nombre
de "árbol de Porfirio".
Ahora bien, este esquema proporciona una imagen de las relaciones entre las ideas: éstas se
encuentran orgánicamente ordenadas, subordinadas las más particulares a las más generales,
formando de esta manera una especie de pirámide, cuyo vértice está ocupado por la idea
suprema, la "Idea de las ideas", la Idea del Bien; ésta entonces fundamenta todas las demás y les
da sentido, y a su luz tan sólo se llega al conocimiento perfecto: un conocimiento (nóesis) para el
cual el mundo inteligible se ofrece como gradación de ideas, cada una relacionada con las que le
son superiores y con las inferiores, constituyendo un cosmos, una totalidad orgánica
fundamentada y unificada por el Bien (por conocer tal totalidad es por lo que antes, § 8 infine, se
dijo que el dialéctico o filósofo es "sinóptico").
Como tal tipo de conocimiento depende en definitiva de que se llegue a la idea del Bien como
principio absolutamente incondicionado (anhipotético), la dialéctica propiamente dicha es la
dialéctica ascendente, que va de lo sensible hacia las ideas, y en último término hasta el Bien. La
dialéctica es entonces el "viaje" desde el devenir (génesis, γενεσις) hacia el ser (ουσια [usía]),
desde lo múltiple hacia la suprema unidad, de las apariencias hacia la verdadera realidad, hasta
llegar a algo absolutamente firmen superando las hipótesis o supuestos en que se apoya la
diánoia. Se lee en la República:
el método dialéctico es el único que, superando las hipótesis, se remonta hacia el
principio mismo para pisar allí terreno firme; y al ojo del alma, que está verdaderamente
sumergido en un bárbaro lodazal [las cosas sensibles), lo atrae con suavidad y lo eleva
hacia lo alto.

Puede decirse también que la dialéctica representa un tránsito desde lo fragmentario hacia esa
totalidad orgánica articulada que es el mundo de las ideas presidido por el Bien.
Y tal "viaje" es el que realiza el amor (ερως [éros]) en tanto impulso o aspiración hacia lo ideal y lo
perfecto a partir de lo parcial, deficiente e imperfecto, de lo que no se basta a sí
mismo; porque el amor es justamente el deseo de remediar una carencia. El que ama, ama lo que
no posee, desea aquello de que está falto, 25 y en definitiva desea lo perfecto y autosuficiente. De
esta manera, el Banquete describe el ascenso del alma desde el amor a un cuerpo bello hasta
llegar a la belleza en sí (como un aspecto del Bien). Dice Platón:
He aquí, pues, el recto método de abordar las cuestiones eróticas o de ser conducido por otro:
empezar por las cosas bellas de este mundo teniendo como fin esa belleza en cuestión [la idea
de Belleza] y, valiéndose de ellas como de escalas, ir ascendiendo constantemente, yendo de un
solo cuerpo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas
acciones y de las acciones a los bellos conocimientos, hasta terminar, partiendo de éstos, en ese
conocimiento [...] que no es conocimiento de otra cosa sino de la belleza absoluta, y llegar a
saber por último lo que es la belleza en sí.

10. La Idea del Bien

Hemos dicho que la Idea del Bien es la idea suprema, la "Idea de las ideas"; Platón se refiere a
ella en la República (502 c - 509 c), y comienza por advertir que, justo por tratarse de la idea
suprema, es muy difícil alcanzarla y hablar de ella tal como es en sí misma; por ello propone, no
tratar del Bien en sí mismo, sino comparándolo con el sol. En efecto, para ver algo no basta con
el ojo y la cosa visible, sino que es preciso también la luz, que el sol otorga. De modo semejante,
no basta con el "ojo" del alma y las cosas inteligibles o ideas, sino que es preciso además un
principio que a las ideas las haga aptas para ser captadas, que las haga cognoscibles; esto es
justamente lo que hace el Bien: es lo que otorga inteligibilidad a las ideas. En esta perspectiva, el
Bien es fundamento gnoseológico. Pero además el sol, con su luz y calor, les presta vida a las
cosas de este mundo, y, en tal sentido, las hace ser; de modo semejante, el Bien hace ser a las
ideas. Por este lado, entonces, el Bien es fundamento ontológico. Y en cuanto que es origen o
principio del ser, el Bien está más allá del ser mismo (de ahí, sin duda, la dificultad para hablar de
él, según señala Platón al comienzo del pasaje). Dice entonces:

A las cosas cognoscibles [o inteligibles; se refiere a las ideas] no sólo les adviene
por obra del Bien su cognoscibilidad, sino además se les añaden, por obra también de
aquél, la realidad y el ser; pero el Bien mismo no es ser, sino que todavía está más allá
del ser por su dignidad y poder.

La idea del Bien, en una palabra, constituye lo absoluto (anhypótheton). Es preciso en este punto
llamar la atención sobre la expresión - δεα του αγαθου (idea toü agathoü)- que se ha traducido
por "Idea del Bien", según es corriente hacerlo. Las palabras "bien" y "bueno" tienen para
nosotros sentido predominantemente moral, en tanto que los términos griegos correspondientes
poseían sentido más amplio y en parte diferente -un poco lo que todavía sucede en español en
expresiones como "un buen cuchillo", "un buen vino", "un buen caballo", "un buen
pianista": está claro que en ninguno de estos casos el término "bueno" tiene significado moral,
sino que lo "bueno" del "buen cuchillo" consiste en que "cumple bien" su función, la de cortar, en
que es perfectamente apto para tal función. Por ello Heidegger traduce la palabra griega agathón
(αγαθον [bien]) por "lo que hace apto para" algo; y, en efecto, la Idea del Bien es lo que hace a
las demás ideas (y, por ende, a las cosas sensibles) aptas para ser y para ser conocidas o
inteligidas.
Pero entonces, además del sentido ontológico y del gnoseológico, hay otro significado más en la
Idea del Bien. Se dice que algo es "bueno" cuando es útil "para" algo, cuando es apto "para" algo
-el alimento, por ejemplo, es bueno "para" la salud-, y en este caso se piensa en un fin u objetivo
(lo que los griegos llamaban τελος, [télos]) hacia lo cual algo tiende o aspira. Pues bien, en tanto
idea suprema, el Bien es en esta perspectiva el fin último, aquello hacia lo cual todo se dirige, la
meta suprema. El Bien resulta entonces fundamento teleológico.

F.M. Cornford resume el pasaje citado de Platón acerca de la Idea del Bien diciendo: "Ésta es la
suprema Forma [Idea] o Esencia que se manifiesta, no sólo en las especies particulares de
bondad moral -como la justicia, la valentía, etc.-, sino a través de toda la naturaleza (porque toda
criatura viviente tiene su propio "bien"), y especialmente en el orden hermoso y armonioso de los
cuerpos celestes (592 b). El conocimiento del Bien, del que depende la felicidad, tiene que incluir
la comprensión del orden moral y físico del universo entero. Como objeto de un propósito
atribuido a una Razón divina operante en el mundo, este Bien supremo hace inteligible al mundo,
tal como una obra de la industria humana se vuelve inteligible cuando percibimos el propósito
para el que se la destinó. En cuanto de este modo ilumina y da cuenta del aspecto racional del
universo, el Bien es análogo al sol, que, como fuente de luz, es la causa de la visión y de la
visibilidad, y por tanto de toda existencia mortal. En la medida en que la Idea del Bien se
manifiesta a través de toda la naturaleza, se expresa la circunstancia de que -según Platón, y, en
general, según la concepción griega- todo ente tiene como una dirección, algo hacia lo que se
orienta o aspira, su propio "fin" (télos), que, en definitiva, es el Bien. La totalidad de la realidad, y
en especial, en este caso, el mundo sensible, resulta comparable a una obra del hombre, por
ejemplo una máquina; porque a ésta la comprendemos cuando nos damos cuenta del fin para el
que ha sido hecha (el reloj, v. gr., para saber la hora); o mejor como una obra de arte, que
"comprendemos" cuando penetramos el sentido que el artista ha querido imprimirle. Así en uno
de sus últimos diálogos, en el Timeo, Platón considera el mundo sensible como una especie de
obra de arte, hecha por un artista o artesano (demiurgo) divino, artífice que lo ha hecho tomando
por modelo a las ideas, y, por tanto, a la Idea del Bien, superior a todas las otras.
11. La relación entre los dos mundos

En cuando que la idea del Bien es el fundamento de todas las demás ideas, constituye a la vez el
fundamento de todas las cosas sensibles, puesto que éstas deben su seré inteligibilidad a las
ideas: éstas son justamente el "aspecto" (éste, se dijo, § 3, es el significado originario de "idea")
bajo el cual las cosas sensibles se presentan, es decir, son. Conviene entonces volver a decir
algunas palabras sobre la relación entre los dos mundos.

Las ideas, según sabemos, tienen carácter metafísico, porque representan la realidad perfecta,
verdadera, auténtica, el puro ser y valor. En segundo lugar, son esencias, es decir, lo que hace
que los entes sean lo que son, aquello que hace ser a los entes, la cosa misma en su ser más
propio. En tercer lugar, son la causa, el fundamento ( αρχη) de las cosas sensibles. En último
lugar, representan su término, su fin (télos), la meta de todo lo que es, su sentido; lo cual implica
una especie de tendencia o apetencia hacia la idea, por lo que se dice en el Fedón (75 a-b) que
todo lo sensible quiere ser como la idea, se esfuerza por copiar la idea o asimilarse a ella.

La lectura más inmediata de Platón (y es lo que ocurre, por ejemplo, según veremos, en la
alegoría de la caverna, donde aparecen segregados la realidad exterior a la caverna, y el antro de
las sombras) sugiere que ideas y cosas sensibles constituyen dos mundos aislados, y así
interpretó la cuestión Aristóteles, quien vio entre ambos mundos una profunda separación
(χωρισμος, [joorismós]). Pero que estén separados no significa, en modo alguno, que no haya
relaciones entre uno y otro; hemos dicho, precisamente, que las cosas sensibles tienen su
sentido, su explicación, su razón de ser y existir, en la idea; entre ambos mundos se da, pues,
cierta correspondencia. El mundo inteligible representa el modelo (paradigma) del sensible. Pero
la dificultad está en determinar con exactitud y precisión el tipo de relación que se da entre ambos
órdenes de cosas, perqué la mayor parte de las expresiones que Platón emplea -participación,
copia, imitación- tienen más carácter metafórico que propiamente conceptual; y no falta además
la ocasión (en el Parménides, 130 e - 131 e) en que el propio filósofo critica estas expresiones o
giros, sin que, sin embargo, parezca proponer otros mejores. Es éste, pues, uno de los tantos
problemas que Platón deja sin respuesta, como estímulos quizás o interrogaciones que quedan
abiertos al lector, y con lo cual sigue fiel a la actitud eminentemente problematicista de su maestro
Sócrates.

Por lo demás, no han faltado los intérpretes (Hegel; o Nettleship, op. cit., p. 239; P. Natorp) que
no admiten la separación de los dos mundos, y que sostienen que tal separación no representa
nada más que un modo de expresarse. Pero esta teoría tropieza con serias dificultades, entre
otras las circunstancia de que Aristóteles, discípulo de Platón a lo largo de casi veinte años, y que
por tanto debió haber conocido bastante bien el punto de vista de su maestro, se expide en
sentido contrario. De todas maneras, no puede dejarse de apuntar que se trata de un problema
no resuelto.

12. La alegoría de la caverna

Platón se vale de una alegoría para dar forma plástica, digamos, a las teorías que se acaban de
esbozar, y al mismo tiempo para expresar "dramáticamente" la condición y el destino del hombre -
ya que, al fin de cuentas, no es la filosofía otra cosa sino la plena asunción de este destino y
condición (cf. más adelante, Cap. XIV, §§ 17 y 20 y Cap. XV, § 2). Se trata de la alegoría de la
caverna (República, VII, 514 a - 521 b), uno de los pasajes más famosos -quizás el más famoso
de todos- de la literatura filosófica, y al par un trozo de antología literaria.
Para comprender mejor lo que Platón dice, conviene valerse del esquema precedente.
Supongamos la ladera de una montaña, sobre la cual se abre la entrada de una caverna, de la
que el dibujo ofrece un corte longitudinal. Dentro de la caverna hay hombres que están sentados
y encadenados, de tal manera que no pueden ni siquiera girar sus cabezas o inclinarlas, sino que
se ven obligados a mirar solamente la pared que tienen a su frente, en el fondo de la caverna. A
sus espaldas, y hacia arriba, subiendo la pendiente de la caverna, hay una especie de tapia o
paredilla, detrás de la cual corre un camino por el que marchan hombres llevando sobre sus
cabezas objetos artificiales que sobresalen por encima de la tapia. Todavía más atrás y más
arriba hay una hoguera, que lanza su luz sobre estos objetos, los cuales a su vez proyectan sus
sombras sobre la pared del fondo de la caverna y a la cual miran los prisioneros. Aun más arriba,
siguiendo la pendiente, se termina por salir al mundo exterior, donde están los árboles, los
animales, los cuerpos celestes y en definitiva el sol.
Pues bien, la caverna representa nuestro mundo, el mundo sensible; y el exterior de la caverna
representa el mundo real, es decir, el mundo de las ideas, cuya forma más alta, el Bien, está
simbolizada por el sol.
El mundo sensible, entonces, resulta ser un mundo de sombras de apariencias. Se ha observado
que si Platón hubiera vivido en nuestro tiempo, quizás hubiese reemplazado la caverna por un
cinematógrafo. Pero, de todos modos, la idea de que el mundo sensible es comparable a una
caverna, aparece en la filosofía y la religión de su época, como, por ejemplo, en Empédocles
(hacia 450 a.C); y en las llamadas religiones de misterios, 35 se celebraban ceremonias en especie
de antros subterráneos, que representaban los Infiernos (el Hades): allí se llevaba a los
candidatos para la iniciación y se les revelaban ciertos objetos sagrados a la luz de una antorcha.
Los hombres que viven en la caverna son, según Platón, prisioneros; y tal idea de que el alma del
hombre está como prisionera en este mundo. Platón la toma del orfismo.
Todo esto apunta hacia lo que podría llamarse la "religiosidad" o el misticismo de Platón, rasgo
muy característico de su pensamiento; también podría hablarse de cierto "pesimismo" en su juicio
acerca del mundo sensible en general, y del cuerpo en particular. En otro lugar dirá, recordando
una doctrina pitagórica y órfica, y haciendo un juego de palabras, que "el cuerpo ( σωμα [sooma])
es una tumba (σημα [seema]) para el alma", una especie de castigo para el alma, que está
condenada a vivir en este mundo por culpas pasadas. Lo corporal es en definitiva la fuente y raíz
de todo mal, por tanto de todo pecado. Sin embargo es preciso observar que esta valoración
negativa de lo corporal no es uniforme en la obra de Platón; en algunos diálogos, corro en este
pasaje que consideramos, o, sobre todo, en el Fedón, aparece más acentuada, en tanto que en
otros, como en el Banquete, se atenúa.
Sea como fuere, si se quiere interpretar el sentido de esta vida en la caverna de manera más
"neutral", digamos -es decir, sin intervención de factores religiosos, místicos, etc.-, podría
enfocarse el asunto de la siguiente manera -que, por lo demás, no es incompatible con la anterior,
sino que en el fondo no es más que otro aspecto de la misma cuestión. Los prisioneros de la
caverna -es decir, nosotros mismos, en este mundo sensible- no tenemos ni libertad ni verdadero
conocimiento, casi como le ocurre al animal, en la medida en que es pura sensibilidad y carece de
la posibilidad de conocer las ideas, puesto que no posee razón. El hombre, en primera instancia,
está confinado al conocimiento sensible, y en tal sentido somos "prisioneros de las apariencias",
de los fenómenos, de los que sólo el conocimiento propiamente dicho, es decir, en definitiva, la
filosofía, nos puede librar. Como el "drama" de la alegoría consiste en "liberar" al prisionero para
llevarlo hacia lo alto y terminar por sacarlo de la caverna, la ficción narra el proceso de des-
animalización del hombre, el proceso de su humanización o educación hasta llegar a su
realización plena.
La alegoría, que ahora estamos en condiciones de leer y comentar, tiene propiamente tres partes:
I. La primera describe la caverna, los prisioneros y la vida que éstos llevan; II. La segunda nos
habla de la liberación y ascenso de un prisionero; III. La tercera, de su regreso al antro.

13. La vida en la caverna

Habla Sócrates:
Y ahora -proseguí- compara con el siguiente cuadro imaginario el estado de
nuestra naturaleza, según esté o no esclarecida por la educación.

Tal como aquí se dice, la alegoría pretende ante todo representar simbólicamente nuestra
naturaleza, nuestro ser-hombres, según que esta naturaleza nuestra se encuentre en estado de
plenitud o no. El texto griego emplea la palabra paídeia (παιδεια), que se puede traducir por
"educación", pero en el sentido de "formación" (lo que en alemán se llama Bildung), es decir, en el
sentido del proceso mediante el cual se "forma" el hombre a partir de su animalidad, el proceso
consistente en el despliegue de las posibilidades del hombre. Ese despliegue está determinado y
presidido por un modelo (παραδειγμα [parádeigma]) previo, por un "aspecto" (idea) determinante
que lo guía, y que no es sino la idea misma de hombre como ideal que toda persona debiera
esforzarse por desarrollar en sí, el ideal que está como dormido en forma de posibilidades o
potencialidades, y que justamente se trata de despertar.
La situación en que encuentran los prisioneros es la situación con que comienza nuestra humana
existencia: comenzamos estando como "dormidos", es decir, "olvidados" (cf. el río Leteo, más
arriba, § 3) de lo que en realidad somos -el olvido, para Platón, de que nuestro verdadero ser no
es el ser físico, sensible, corporal, sino nuestra alma. Pero si estos términos de "alma" y "cuerpo"
-sobre todo entendidos como entidades diametralmente opuestas- parecen expresiones poco
adaptadas a los problemas y al contexto de nuestro mundo contemporáneo (mundo que, entre
otras cosas, se caracteriza por un profundo desconocimiento de todo lo que tenga sabor a cosa
religiosa, porque el hombre contemporáneo carece de sentido para lo sagrado, lo cual,
entiéndase bien, no implica necesariamente ninguna "fe" determinada), puede expresarse lo que
dice Platón con ayuda de otra terminología. Con expresiones de la filosofía de la existencia, se
dirá entonces que, en primera instancia, y ante todo, vivimos en el anonimato, en el olvido de
nosotros mismos, porque en nuestra vida diaria somos, no nosotros mismos como auténticas
personalidades libres, sino que nos encontramos sometidos al poder de un tirano impersonal, que
en términos sociológicos puede denominarse "la gente", y que en términos filosóficos llama
Heidegger el "se" o el "uno" (cf. Cap. XIV, § 10). En efecto, en la mayor parte de nuestros actos
no nos comportamos como personas autónomas que libremente deciden hacer esto o lo otro, sino
que hacemos lo que la "gente" hace; compramos un aparato de televisión o nos cortamos el
cabello de cierta manera, porque "la gente" ve televisión, porque "se" usa tal corte de cabello,
"uno" compra tal semanario presuntamente intelectual porque es lo que "se" lee. Se trata
entonces de actitudes, inclusive de "ideas", que se adoptan por una especie de imposición del
medio social en que se vive; y en todos esos casos es el "se", el "uno", el impersonal, el que
decide, y no nosotros mismos; y esa tiranía o dominación impide entonces que llevemos una
existencia auténtica, nos impide descubrirnos en lo que nosotros mismos somos, y oculta nuestra
verdadera realidad con la especie de máscara que nos impone. Y es preciso no perder de vista
que el impersonal no sólo dicta las modas en materia de ropas o peinados, sino que también hay
modas en el campo de las ideas, esto es, ideas impuestas por "la gente": son muchos, en efecto,
los que participan de determinadas ideas políticas porque son las ideas políticas de moda, lo que
"queda bien", lo que ahora "se" piensa -como si el impersonal pudiese pensar, y olvidando que el
pensar es siempre eminentemente personal.
Ahora bien, nuestro objeto, puesto que nos dedicamos a la filosofía, y en general el objeto de todo
hombre que no quiera ser víctima del engaño, es llegar a la verdad que se esconde tras los
fenómenos de este mundo sensible, o tras las opiniones del impersonal. Por tanto, si se quiere
alcanzar la verdad, debemos comenzar por eliminar el error, porque en nuestro punto de partida,
como en la situación en que Platón inicia su relato, en la condición con que comienza en cada
caso la existencia humana, nos encontramos en el error: ésta parece ser la situación primera del
hombre. Por eso Sócrates había enseñado que el método filosófico ha de comenzar por la
refutación, que consiste en purgar el alma de los falsos conocimientos que la tienen encadenada
y le impiden el acceso a la verdad; luego, ya purificada, podrá volverse sobre sí misma y
reconocerse tal como en realidad es (cf. Cap. IV, § 6).
De esta manera puede verse que lo dicho por Platón al afirmar que estamos viviendo en un
mundo de sombras, dominados y tiranizados por las apariencias, etc., si le quitamos el lenguaje
religioso o mitológico con que muchas de sus afirmaciones están envueltas, resulta expresar lo
que es la situación del hombre en cualquier época, inclusive la nuestra. La filosofía platónica,
pues, no es nada del "pasado", si con ello queremos referirnos a algo definitivamente caduco; no
es una reliquia ni tema de anticuarios, sino que su pensamiento está pleno de posibilidades que la
reflexión actual debe explotar adecuadamente.
Luego de las palabras de Sócrates citadas al comienzo de este §, se describe la condición y vida
de los prisiones, tal como lo hemos hecho más arriba y según las hemos representado con ayuda
del dibujo. Y después de tal descripción, Glaucón, uno de los interlocutores de Sócrates, no
puede menos que observar admirado:

-¡Extraño cuadro y extraños cautivos! -exclamó.


-Semejantes a nosotros,
contesta Sócrates. Porque aunque es evidente que el cuadro que ha descrito es bien extraño,
Sócrates insiste en que en todo caso ésta es la situación en que el hombre se encuentra; y si el
hombre normalmente no se da cuenta de lo extraño de ese modo de existir en que se ignora a sí
mismo y vive de modo inauténtico, es justamente porque vive en él, y por ello le parece "natural";
lo extraño brota de la circunstancia de que Sócrates enfoca tal situación desde fuera de la misma,
y al que está inmerso en ella entonces le parece algo inusual, por ignorancia de la manera cómo
efectivamente está existiendo. Por ello Sócrates dice que tales cautivos son "semejantes a
nosotros". Y agrega:
-Y ante todo, ¿crees tú que en esa situación puedan ver, de sí mismos y de los
que están a su lado, alguna otra cosa fuera de las sombras que se proyectan, al
resplandor del fuego, sobre el fondo de la caverna expuesto a sus mirada?
-No -contestó-, porque están obligados a tener inmóvil la cabeza durante toda su
vida.

De manera que los prisioneros no ven más que las sombras que se proyectan en el fondo de la
caverna, y como éstas son lo único que conocen, las toman por la realidad.
-Y en cuanto a los objetos que transportan sobre sus espaldas [quienes caminan
detrás de la tapia], ¿podrán ver otra cosa que no sean sus sombras?
-¿Qué más pueden ver? Las sombras que ven los prisioneros, y que toman por
la realidad, no son sólo las sombras de sí mismos, sino también las sombras de los
objetos artificiales que sobresalen por encima de la tapia.
-Y si pudieran hablar entre sí, ¿no juzgas que considerarían objetos reales las
sombras que vieran?
-Necesariamente.
Los prisioneros hablan, y si hablan naturalmente tendrán que hablar de algo; pero como no
conocen otra cosa sino las sombras, tendrán que hablar sobre ellas, considerándolas, no como lo
que son -es decir, sombras-, sino como la realidad.

-¿Y qué pensarían si en el fondo de la prisión hubiera un eco que repitiera las
palabras de los que pasan? ¿Creerían oír otra cosa que la voz de la sombra que desfila
ante sus ojos?

-¡No, por Zeus! -exclamó.

En el fondo de la caverna hay un eco, de modo tal que la voz de los que caminan detrás de la
tapia parece brotar de las sombras; por tanto, los prisioneros creerán que el eco no es sino la voz
de las sombras mismas. En una palabra, entonces,
-Es indudable -proseguí- que no tendrán por verdadera otra cosa que no sea la
sombra de esos objetos artificiales.

Un poco más adelante se agrega todavía algo sobre la vida de los prisioneros:
Y suponiendo que allí hubiese honores, alabanzas y recompensas establecidos
entre sus moradores para premiar a quien discerniera con mayor agudeza las sombras
errantes y recordara mejor cuáles pasaron primeras o últimas, o cuáles marchaban
juntas y que, por ello, fuese el más capaz de predecir su aparición [...]

Los prisioneros se honran y alaban y tienen poder según su capacidad para ver las sombras,
recordarlas mejor y predecir lo que ha de suceder. Platón alude, probablemente, a los políticos
corrientes, meros empíricos en el sentido más limitado de la palabra, dotados tan sólo de
habilidad o maña para recordar lo que sucede usualmente, y obrar en consecuencia.
Si se resume este primer momento de la alegoría, diremos entonces que los prisioneros se
encuentran en el estado de espíritu que se llamó (cf. § 5) eikasía o imaginación, que es el inferior
en la escala del "saber": de tal manera los prisioneros, es decir, los hombres en su vida corriente,
se encuentran en la forma inferior de existencia posible, "prisioneros" de las apariencias o
fenómenos, según se ha dicho. "En otras palabras, el modo de ver de los hombres en general, en
lo que se refiere a sí mismos y al mundo que los rodea, es un modo de ver deformado por medios
falsificadores, por sus propias pasiones y prejuicios, y por las pasiones y prejuicios de las otras
gentes, tal como se les trasmiten mediante el lenguaje y la retórica", la prensa y la televisión, la
propaganda y la política. En estas condiciones, pues, los hombres ni tienen libertad ni verdadero
conocimiento (e ignoran que no los poseen).

14. La liberación del prisionero

La segunda parte de la alegoría va a narrar la liberación de un prisionero y su ascenso fuera de la


caverna; ello acontece en cuatro momentos.
a) En primer lugar, la liberación misma. Sigue hablando Sócrates:

-Considera ahora -proseguí- lo que naturalmente les sucedería si le los librara de


sus cadenas a la vez que se los curara de su ignorancia .
De lo que se trata es, pues, de librar al prisionero de su ignorancia ( αϕροσυνη) [afrosynee]), de
su falta de pensamiento; y ello va a acontecer como proceso de "formación" o cultura, como
aprendizaje del pensar.
Si a uno de esos cautivos se lo libra de sus cadenas y se lo obliga a ponerse
súbitamente de pie, a volver la cabeza, a caminar, a mirar la luz, todos esos movimientos
le causarán dolor, y el deslumbramiento le impedirá distinguir los objetos cuyas sombras
veía momentos antes.
El prisionero echa ahora su mirada, no sobre las sombras, sino sobre las cosas cuyas sombras
antes veía; pero en realidad no puede decirse, por el momento, que "vea" estas cosas, porque
como su vista no está acostumbrada sino a la oscuridad, el exceso de luz que ahora experimenta
le deslumbra y no puede distinguir los objetos con que se enfrenta.
¿Qué habría de responder, entonces, si se le dijese que momentos antes sólo
veía vanas sombras y que ahora, más cerca de la realidad y vuelta la mirada hacia
objetos reales, goza de una visión verdadera?

Es obvio que estará convencido de que las sombras eran más reales que los objetos que ahora
ve, porque las sombras las discernía perfectamente bien, eran para él algo claro, puesto que su
ojo estaba adaptado a ellas.
Supongamos, también, que al señalarle cada uno de los objetos que pasan, se le
obligara, a fuerza de preguntas, a responder qué eran; ¿no piensas que quedaría
perplejo, y que aquello que antes veía habría de parecerle más verdadero que lo que
ahora se le muestra? -Mucho más verdadero- dijo.

No solamente el prisionero no puede contemplar adecuadamente los objetos que ahora se le


presentan, sino que, peor aun, no puede reconocerlos como los objetos que proyectaban las
sombras. Se encuentra en un estado de completa confusión o turbación. Y es que, precisamente,
cuando comienza la educación (paideia), la reflexión filosófica,cuando el hombre empieza a salir
de la tiranía de la "gente", del impersonal, se siente como perdido, turbado, confuso, porque todo
lo anterior, en que hasta ese momento había vivido, le parecía claro y evidente, en tanto que
ahora todo lo ve borroso y oscuro -a pesar de que se trata de cosas más verdaderas y reales que
las que antes percibía. Al hablar del método socrático se vio que el resultado de la refutación es,
justamente, la perplejidad (cf. Cap. IV,§ 6). De manera semejante, muchas afirmaciones de la
ciencia (por ejemplo, el movimiento o la esfericidad de la tierra) y de la filosofía (v. gr., las aporías
de Zenón acerca del movimiento, cf. Cap. III, § 6) resultan extrañas y sorprendentes para el
"sentido común".
-Y si se le obligara a mirar la luz misma del fuego, ¿no herirá ésta sus ojos? ¿No
habrá de desviarlos para volverlos a las sombras, que puede contemplar sin dolor? ¿No
las juzgará más nítidas que los objetos que se le muestran?
-Así es- dijo.
Evidentemente su vista se turbará aun más, y sus ojos sufrirán todavía más, si se le obliga a
fijarlos en la luz de la hoguera; e intentará volver la cabeza para recobrar la visión de las sombras,
que está convencido son más reales.

-Y en caso de que se lo arrancara por fuerza de la caverna -proseguí-, haciéndolo


subir por el áspero y escarpado sendero, y no se lo soltara hasta sacarlo a la luz del sol,
¿no crees que lanzará quejas y gritos de cólera? Y al llegar a la luz [es decir, fuera de la
caverna], ¿podrán sus ojos deslumbrados distinguir uno siquiera de los objetos que
nosotros llamamos verdaderos?
-Al principio, al menos, no podrá distinguirlos -contestó .

A todos los inconvenientes anteriores se agrega ahora otro más: al prisionero se lo arrastra -
puesto que él de buen grado no quiere salir- fuera de, la caverna; y entonces, a la luz del día, no
podrá ver ya nada en absoluto, tan intensa le resulta esta claridad comparada con las sombras
entre las que antes había vivido a lo largo de años. Incluso ocurrirá que, si el prisionero pudiera
hacerlo, escaparía de sus liberadores para regresar a las profundidades de la caverna.
La situación es paradójica, y se asemeja a la de quien se acerca por primera vez a
un curso de filosofía y oye hablar del movimiento, del tiempo o de la valentía (cf. Cap. III,
§§ 6 y 8; Cap. IV, § 5); hasta ese momento vivía muy tranquilo creyendo saber, más o
menos oscuramente, qué eran el tiempo, el movimiento o la valentía, pero ahora, con la
filosofía, las cosas empiezan a complicársele, todo lo que creía saber vacila, y se
pregunta entonces para qué se habrá metido en tales problemas: en términos de Platón,
ese principiante quiere regresar a las sombras. Pero, tal como señalan las últimas
palabras citadas, aquí comienza un proceso de adaptación a las nuevas circunstancias,
de que se ocupa el segundo momento de esta segunda parte de la alegoría.
b) El prisionero liberado se va adaptando gradualmente a la nueva situación.
-Si no me engaño -proseguí-, necesitará acostumbrarse para ver los objetos de la
región superior. Lo que más fácilmente distinguirá serán las sombras, luego las
imágenes de los hombres y de los demás objetos que se reflejan en las aguas y, por
último, los objetos mismos; después, elevando su mirada hacia la luz de los astros y de
la luna, contemplará durante la noche las constelaciones y el firmamento más fácilmente
que durante el día el sol y el resplandor del sol.
-Sin duda.
-Por último, creo yo, podría fijar su vista en el sol, y sería capaz de contemplarlo,
no sólo en las aguas o en otras superficies que lo reflejaran, sino tal cual es, y allí donde
verdaderamente se encuentra.
-Necesariamente -dijo.

El proceso por el cual el prisionero liberado se va adaptando a la nueva situación es


un proceso gradual, y Platón habla simbólicamente (cf. §§ 7 y 8) de los pasos que deberá
seguir: primero aprenderá a discernir las sombras de las cosas exteriores a la caverna,
52 515 d-e
53 515 c - 516 a.
54 516 a - b

luego sus imágenes reflejadas, más tarde las cosas mismas, más adelante los cuerpos
celestes de noche, luego de día, y finalmente el sol.
Esta es una de las enseñanzas de la alegoría: la necesidad de proceder
gradualmente en el orden de la educación. Es imposible ir de golpe a la metafísica -
imagínese qué ocurriría si a un niño de diez o doce años se le leyese el trozo del Fedón
sobre los iguales. Platón sostiene, de esta manera, que antes de penetrar en el estudio de
las ideas superiores es preciso un aprendizaje preparatorio: el estudio de las matemáticas
(cf. más arriba, § 8 ). En cierto sentido -viene a decir entre líneas- aquí se encuentra una
de las fallas de los sofistas: haber cometido el error de discutir con cualquiera los temas
morales, políticos o metafísicos, sin la necesaria preparación para ello -como quien
quisiera hablar de física atómica con quienes desconocen el álgebra elemental. Y lo que
Platón dice de los sofistas quizá podría aplicarse hoy día a las cuestiones políticas, que
por suponer temas éticos y metafísicos sólo podrían abordar adecuadamente quienes
tuvieran la necesaria preparación filosófica.
c) En el tercer momento, el liberado descubre en el sol la causa suprema. Dice
Sócrates:
-Después de lo cual, reflexionando sobre el sol, llegará a la conclusión de que
éste produce las estaciones y los años, lo gobierna todo en el mundo visible y que, de
una manera u otra, es la causa de cuanto veía en la caverna con sus compañeros de
cautiverio.
Es evidente -afirmó- que, después de sus experiencias, llegaría a esas
conclusiones.55
-Seguramente.
El sol es la causa de todas las cosas, y a la vez lo que las gobierna (la palabra
αρχη "principio", "fundamento", tiene en griego estos dos matices, según se señaló, Cap.
II, § 3). El sol, con su luz y calor, es la causa de todas las cosas del mundo exterior, y a la
vez, indirectamente, de las del mundo interior a la caverna, porque no podría haber fuego
sin el calor del sol. El sol representa la idea suprema, la Idea del Bien.
d) En el cuarto momento, el liberado recuerda la caverna y la vida que allí llevaba.
-Si recordara entonces su antigua morada y el saber que allí se tiene, y pensara
en sus compañeros de esclavitud, ¿no crees que se consideraría dichoso con el
cambio y se compadecería de ellos?
56
Yo, al menos -dijo-, creo que estaría dispuesto a sufrir cualquier situación antes
que vivir de aquella manera.
Recuerda su vida anterior y siente alegría por haberla dejado, a pesar de que en un
primer momento aborrecía la nueva morada. Y a la vez experimenta cierto desdén y
compasión por sus compañeros que aún viven en las sombras; porque el "saber" que allí
se tiene no es verdadero saber, sino el grado inferior de la opinión (dóxa), a saber, la
imaginación o conjetura (eikasía). Y continúa Sócrates:
¿Piensas tú que nuestro hombre seguiría deseoso de aquellas distinciones
[honores y cargos que se otorgan los prisioneros entre sí] y envidiaría a los colmados de
honores y autoridad en la caverna? ¿O preferiría, acaso, como dice Homero, "trabajar la
tierra al servicio de otro hombre sin patrimonio" y sufrirlo todo en el mundo antes que
volver a juzgar las cosas como se juzgaban allí y vivir como allí se vivía?
57
55 516b-c
56 516 c
57 516 d - e.
El que ha salido de la caverna sabe que todos los cargos y distinciones que se
disciernen en el antro, no son más que honores referidos a sombras, es decir, a algo cuyo
valor es ínfimo. El pasaje de Homero que aquí se cita está tomado de la Odisea, XI, 489.
Allí Ulises baja a los Infiernos (Hades), que no eran, para la religión homérica, morada de
castigo, sino el lugar a donde iban, después de la muerte, las almas de los hombres, sus
"sombras" o "dobles", para llevar allí una existencia decaída, inferior, especie de pálido
reflejo de lo que era su vida en este mundo. Ulises encuentra allí a Aquiles, y es éste
quien pronuncia las palabras citadas: aquí, en el Hades, podré reinar sobre las almas de
los muertos -viene a decir Aquiles-; pero preferiría vivir aunque fuese como asalariado
antes que ser rey en un mundo de sombras.
15. La misión del filósofo
Pues bien, el prisionero que se ha desembarazado de las cadenas, que se ha vuelto
genuinamente libre con la visión de la verdadera luz y la fuente de todo lo verdadero, no
es sino el filósofo llegado al término del "viaje" (cf. § 9) que de la contemplación de las
cosas sensibles lo ha llevado a la completa visión del mundo de las ideas, a cuyo
resplandor tan sólo se logra el verdadero saber, el conocimiento supremo, y, a la vez,
indirectamente, el conocimiento de lo sensible.
Pero cuando el filósofo ha alcanzado el conocimiento supremo, no le es lícito
quedarse allí, habitando fuera de la caverna, a pesar del gozo que experimenta en la
visión de ese nuevo mundo. Debe regresar al antro, donde están sus antiguos
compañeros, sus semejantes. Pues el filósofo tiene una misión que cumplir con los demás
seres humanos -una misión educativa, iluminadora, liberadora: la de conducirlos también
a ellos hacia la verdad, tarea que corresponde a la misión que Sócrates consideraba que
el dios le había confiado (cf. Cap. IV, § 4).
De modo que la tercera parte de la alegoría narra el regreso del liberado a la gruta.
-Y ahora considera lo siguiente -proseguí-: supongamos que ese hombre
desciende de nuevo a la caverna y va a sentarse en su antiguo lugar, ¿no quedarán sus
ojos como cegados por las tinieblas, al llegar bruscamente desde la luz del sol''
-Desde luego -dijo.58
-Y si cuando su vista se halla todavía nublada, antes de que sus ojos se adapten
a la oscuridad -lo cual no exige poco tiempo-, tuviera que competir con los que
continuaron encadenados, dando su opinión sobre aquellas sombras, ¿no se expondrá a
que se rían de él?
Con el regreso, se produce un nuevo enturbiamiento y entorpecimiento de la vista;
pero producido ahora por un fenómeno inverso al anterior: porque en este caso es, no el
exceso, sino la escasez de luz lo que lo causa.
59
58 516 c.
59 516 e - 517 a.
Junto a los prisioneros que han quedado en la caverna, el liberado parecerá torpe y
se expondrá a que se burlen de él..Todos conocemos, en efecto, multitud de anécdotas o
chistes sobre los sabios "distraídos", que expresan exactamente el fenómeno que Platón
señala, porque esos hombres están habituados a ocuparse de cosas de las que el vulgo
no se ocupa, y por eso, en los menesteres cotidianos, se muestran torpes, "olvidados",
"distraídos". En otro de sus diálogos, en el Teétetos, relata Platón la siguiente anécdota
referida a Tales:
Se cuenta que también Tales, estudiando una vez los astros y mirando hacia lo
alto, cayó en un pozo, y una pequeña esclava tracia, burlona y graciosa, se mofó de él,
diciendo que por querer mirar el cielo, no distinguía lo que le era próximo y se hallaba
bajo sus pies. Estas palabras pueden aplicarse a todos los que se dedican a la filosofía
[...]. Pero cuando el filósofo eleva consigo a alguien [...] para investigar la justicia en sí y
la injusticia en sí [...], el que tiene alma pequeña 1...1 debe pagar el tributo [de las
bromas anteriores]: siente el vértigo de estar suspendido en las alturas, y mirando hacia
abajo, sorprendido y admirado, por la falta de hábito, inquieto, dudoso y balbuceante,
suscita las risas, no de las esclavas de Tracia o de cualquier ignorante (pues éstos no
tienen conciencia de ello), sino de todos los que se han educado como hombres libres .60
-Con toda seguridad -dijo.
De manera que esta situación tiene dos caras, por así decirlo: los hombres
corrientes pueden burlarse de cierta torpeza del filósofo o de los científicos en la vida
diaria, pero muchos más motivos tendrían los filósofos u hombres de ciencia para
burlarse de aquellos que intentan ocuparse de cuestiones filosóficas o científicas sin estar
convenientemente preparados para ello.
Continúa el texto de la alegoría:
¿No le dirán que por haber subido a las alturas ha perdido la vista y que ni
siquiera vale la pena intentar el ascenso? Y si alguien ensayara libertarlos y conducirlos
a la región de la luz, y ellos pudieran apoderarse de él y matarlo, ¿es que no le
matarían?
61
Solamente en un Estado perfecto se suprimiría toda alienación y el hombre podría
realizarse en la plenitud de sus posibilidades. Pero Platón señala que tal Estado perfecto
no es más que un ideal irrealizable (cf. § 7); y si por rarísima casualidad llegara a
realizarse, no duraría para siempre, y al cabo del tiempo fatalmente se echaría a perder,
porque perfectas son sólo las ideas, y todo lo sensible está irremisiblemente sujeto a la
Los prisioneros atribuyen la torpeza del liberado al hecho de haber salido al exterior
de la caverna; por tanto, considerarán como perjudicial salir del antro. Y si alguien
intentase liberarlos, como ignoran que se trata de una liberación, se resistirían e inclusive
matarían a quien lo pretendiese -en lo cual hay, sin duda, alusión al destino de
Sócrates,[muerto precisamente por intentar liberar de las cadenas de la ignorancia a sus
conciudadanos.
16. El Estado perfecto es una idea
Tiene lugar aquí una especie de polémica o contraposición entre el filósofo y los
demás hombres, entre la filosofía y las opiniones corrientes, el impersonal. La alegoría de
la caverna concluye, pues, señalando la inadaptación del filósofo al mundo de las
sombras, o, en los términos en que Platón pensaba el problema, el desajuste entre el
filósofo y la polis (πολις), el Estado. En los Estados tales como de hecho existen, el
filósofo no encuentra lugar adecuado, está alienado. El filósofo -es decir, el hombre pleno,
el hombre que ha desarrollado todas sus posibilidades- no puede realizar su vida propia
en el Estado; por ello Sócrates debió morir. Y por ello está alienado en general todo
hombre, en cuanto encierra en sí la posibilidad de un desarrollo pleno (por eso es
también por lo que el filósofo es filósofo, aspirante a la sabiduría, y no sofós, "sabio").
60 Teétetos 174 a - 175 d (trad. R.MONDOLFO, El pensamiento antiguo, tomo I. p. 212, abreviada
modificada)
61 República 517 a.

corrupción -diríamos, en términos más actuales, a la finitud. De modo que Platón, inventor
e iniciador de todas las utopías políticas, desde las suyas propias, pasando por las del
Renacimiento, hasta llegar a Marx, tenía perfecta conciencia de que un Estado político
perfecto es una imposibilidad.
¿Por qué, entonces, en la República se proyecta un Estado que quiere ser
perfecto?
No se trata de que Platón crea posible realizarlo. Ese Estado perfecto no existe “en
ninguna parte de la tierra",62 y no existirá a no ser "por un milagro", 63sino que sólo tiene
"existencia" en nuestros pensamientos (εν λογοις, [en lógois]),64 o quizás exista en el
cielo "un modelo para el que quiera contemplarlo y fundar [...] su ciudad [o] Estado
interior." Y a continuación agrega: "por lo demás, nada importa que exista en algún sitio o
que alguna vez haya de existir."65
El Estado que esboza la República es el despliegue de la idea de Estado, de la idea
de Justicia. Se lo construye "en el cielo a manera de modelo ( παραδειγμα)".66 mediante
el cual determinar la relativa bondad o justicia de los Estados efectivamente existentes.
Tal función de modelo es propia de toda idea (cf. § 3), que por esencia nada sensible
puede igualar -así como nadie pretende que el hombre justo sea la justicia misma, y nos
conformamos con su aproximación."67 La idea nos sirve de "modelo" con el cual apreciar
los individuos y los Estados justos; pero no es propósito de Platón mostrar que tales
modelos puedan realizarse.68 Si se objeta que se trata nada más que de una "idea" o de
un pensamiento alejado de la realidad. Platón no lo niega. Pero, ¿se criticaría al artista
que ha representado en la tela el más hermoso de los hombres, porque el autor del
cuadro es incapaz de mostrarnos que tal hombre existe en la realidad sensible? 69 ¿Pierde
acaso su valor la demostración geométrica porque la figura dibujada en la pizarra o en el
libro sea imperfecta (cf. § 3)? Lo que interesa es "haber construido en el pensamiento e!
modelo del Estado perfecto",70
única guía para nuestro conocimiento y valoración.

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