Grayling A C - Historia de La Filosofía

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Sinopsis

En esta obra colosal, A. C. Grayling examina el enraizamiento histórico de la filosofía tal


como la conocemos hoy. Empieza antes de la era de Buda y Confucio para sumergirse
después en las antiguas escuelas griegas, el dominio del cristianismo, el Renacimiento y
la Ilustración, cuando el desarrollo de las ciencias naturales y las ideas sobre el estado
moral de los individuos tuvieron un enorme impacto. Posteriormente se centra en
filósofos modernos cuyas reflexiones dieron paso a las ciencias sociales, así como en las
principales preocupaciones filosóficas que impulsaron el auge del cálculo y la ciencia
cognitiva. Y como cualquier historia de la filosofía que se precie, esta no puede ser vista
solo desde Occidente, de modo que se aproxima también a las grandes tradiciones de la
India, China, el mundo islámico y el continente africano.

Este decisivo catálogo —que abarca la epistemología, la metafísica, la ética, la estética,


la lógica, la filosofía de la mente, del lenguaje…— nace de un amplio ejercicio
retrospectivo que concluye preguntándonos qué hemos aprendido a partir de este
antiguo cuerpo de pensamiento.
LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA

Un viaje por el pensamiento universal

A. C. Grayling

Traducción de Joan Andreano


Prefacio

Este estudio sobre la historia de la filosofía está destinado tanto al lector general como a
quienes desean embarcarse en el estudio de la filosofía en sí. Para quienes quieran
profundizar en sus pesquisas, hay magníficos tratados académicos acerca de periodos
determinados de la historia del asunto que nos ocupa; espero que estas páginas motiven
a muchos lectores a acudir a ellos y, sobre todo, a las principales lecturas de los propios
filósofos. No todos los clásicos de la literatura están envueltos en un impenetrable velo
de términos técnicos y jerga, como sucede con demasiada frecuencia en la escritura
filosófica contemporánea a consecuencia de la relativamente reciente profesionalización
de esta materia. Antiguamente se daba por supuesto que a la gente instruida le
interesaban las ideas filosóficas; de ahí que autores como Descartes, David Hume o John
Stuart Mill escribieran para todo el mundo, y no solo para devotos de la profesión
avezados.

Contar la historia de la filosofía es ofrecer una invitación y una entrada, como hizo
Bertrand Russell en su Historia de la filosofía occidental, un libro que obtuvo un estatus
casi de clásico por la brillante claridad de su prosa y de su ingenio (aunque no siempre
por su precisión, idoneidad o imparcialidad). Aun así, es un libro que disfruté como
escolar, junto con su predecesor del siglo XIX A Biographical History of Philosophy, de G.
H. Lewes. Que ambos puedan seguir disfrutándose, a pesar del tiempo transcurrido
desde que fueron escritos, da fe de su calidad, aunque sepamos que la reciente
explosión académica ha añadido mucho a nuestra comprensión de la historia de la
filosofía, y a que la propia historia de la filosofía ha crecido y se ha enriquecido desde
aquellas épocas. La ambición de la obra que sigue es reiterar ese logro en nuestros
tiempos, y aportar algo más a este esfuerzo mirando no solo a la filosofía occidental
(aunque sí de modo mayoritario), sino más allá, a las demás grandes tradiciones de
pensamiento —la india, la china, la árabe-persa— si bien solo sea trazando sus líneas
generales a modo de comparación.

Como es evidente, un repaso histórico no pretende ofrecer un tratamiento completo


de los pensadores y los temas que tratan. Para ello se ha de acudir a las fuentes
primarias y a sus estudios académicos. Pero no todos los lectores tienen intención de
llevar más a fondo esta investigación, y es importante darles una narración fiable de los
pensadores y debates que constituyen la gran historia de la filosofía. Ese es el objetivo
principal aquí.
Mi método, por lo tanto, es proporcionar una narración tan clara y concisa como
pueda de las principales figuras e ideas filosóficas. He procurado que las notas sean las
mínimas posibles, y casi todas son apartes o añadidos, y no referencias textuales; hay
bibliografías con los principales textos citados, y obras para que los lectores
profundicen.

Cuando se escribe acerca de ideas filosóficas es una tentación casi irresistible discutir,
debatir, criticar y defender, pues esa es la esencia última de la filosofía. Pero en este tipo
de libro esa tentación hay que refrenarla notablemente, no solo porque ceder a ella
cuadruplicaría la longitud del volumen, sino porque hacerlo no es el principal objetivo.
En ocasiones, empero, es necesario mostrar por qué lo que sucedió con las ideas de un
filósofo resultó influyente o causó desacuerdo, de modo que el elemento de valoración
no está del todo ausente.
Introducción

La historia de la filosofía, tal y como la conocen hoy en día profesores y alumnos, es un


constructo retrospectivo. Se escoge de entre el amplio torrente de la historia de las ideas
a fin de proporcionar antecedentes a las principales preocupaciones filosóficas del
presente. Hay que señalar este hecho, si bien sea para evitar la confusión acerca de las
voces mismas filósofo y filosofía. Durante casi toda su historia, la palabra filosofía tuvo el
significado general de «investigación racional», aunque, a partir de los inicios de la
modernidad, en el Renacimiento, hasta el siglo XIX, significó lo que hoy en día llamamos
«ciencia», y un filósofo era alguien que investigaba cualquier cosa, o todas. De ahí que el
rey Lear le diga a Edgar: «Dejadme primero conversar con este filósofo. ¿Cuál es la
causa del trueno?». En la lápida de William Hazlitt, inscrita en 1830, se describe al
famoso ensayista como «el primer metafísico (nunca superado) de su época», porque,
en aquella época, lo que hoy denominamos «filosofía» se llamaba «metafísica» para
distinguirlo de lo que hoy en día llamamos «ciencia». Esta distinción iba a menudo
marcada por las etiquetas «filosofía moral», para denotar lo que hoy en día llamamos
«filosofía», y «filosofía natural» para denotar a lo que hoy aludimos como «ciencia».

La palabra científico se acuñó recientemente, en 1833, y dio al término relacionado


«ciencia» el sentido que tiene hoy en día. Tras esa fecha, los términos filosofía y ciencia
adquirieron el significado que poseen actualmente, a medida que las ciencias divergían
cada vez más de la especulación general debido a su cada vez mayor especialización y
tecnicismo.

En la filosofía contemporánea, las principales áreas de investigación son la


epistemología, la metafísica, la lógica, la estética, la ética, la filosofía de la mente, la
filosofía del lenguaje, la filosofía política, la historia de los debates en estas áreas de
investigación y el examen filosófico de las suposiciones, métodos y pretensiones de
otros campos de investigación, en ciencia y en ciencias sociales. La mayor parte de esto
constituye (y, ciertamente, las tres primeras constituyen con certeza) la base del estudio
de la filosofía en las universidades anglohablantes y europeas hoy en día.

Paralelamente, estos son los campos de investigación que determinan qué ramas, en
la historia general de las ideas, se seleccionan en la actualidad como historia de la
filosofía, en oposición a la historia de la tecnología, de la astronomía, de la biología y de
la medicina desde la Antigüedad, la historia de la física y de la química a partir del siglo
XVII, y el surgimiento de las ciencias sociales como disciplinas definidas a partir del siglo
XVIII.
Por lo tanto, para ver lo que determina qué ramas de la historia de las ideas acaban
separadas como historia de la filosofía, necesitamos retroceder a través de la lente de las
muchas ramas de la filosofía que acabamos de ver, y esto exige una comprensión
preliminar de qué son esas ramas.

La epistemología, o teoría del conocimiento, es la investigación en torno a la


naturaleza del conocimiento y de cómo se adquiere. Investiga las distinciones entre
conocimiento, creencia y opinión; busca dejar sentadas las bases sobre las que justificar
que se sabe algo, y examina y ofrece respuestas a desafíos escépticos al conocimiento.

La metafísica es la investigación en torno a la naturaleza de la realidad y de la


existencia. ¿Qué existe y qué es natural? ¿Qué es la existencia? ¿Cuáles son los modos
más fundamentales de ser? ¿Hay tipos diferentes de existencia o de cosa existente?
¿Existen entidades abstractas más allá del espacio y del tiempo, como los números y los
universales, además de las cosas concretas en el espacio y el tiempo, como los árboles y
las piedras? ¿Existen entidades sobrenaturales, como los dioses, además del reino
natural? ¿Es la realidad una sola o muchas cosas? Si los humanos forman parte
totalmente del orden natural causal del universo, ¿puede existir el libre albedrío?

La metafísica y la epistemología resultan imprescindibles para la filosofía como tal;


son, por decirlo de algún modo, la física y la química de la filosofía: es básico
comprender los problemas y cuestiones planteados en estas dos ramas para el debate en
todas las demás áreas de la filosofía.

La lógica, la ciencia del razonamiento válido y con sentido, es el instrumento general


de la filosofía, como las matemáticas en la ciencia. En el Apéndice se ofrece un esbozo
de las ideas básicas de la lógica y se explican sus términos clave.

La ética, como asignatura del currículo de filosofía, es la investigación en torno a los


conceptos y teorías de qué es bueno, de lo que está bien y de lo que está mal, de la
elección moral y de la acción. Se usa aquí la frase «como asignatura del currículo de
filosofía» porque el término ética posee múltiples aplicaciones. Incluso cuando se
emplea como nombre de un área de la filosofía, sirve para denotar dos asignaturas
diferentes: el examen y análisis de conceptos éticos (esto sería más adecuado describirlo
como «metaética») y el examen de las morales normativas que intentan decirnos cómo
hemos de vivir y actuar. La moral normativa se distingue de la más teórica
investigación metaética al describirse como un esfuerzo de primer orden, mientras que
la metaética se explica como un esfuerzo secundario. Por su naturaleza, la filosofía es
una investigación secundaria, así que la ética, en el contexto del estudio filosófico,
significa comúnmente metaética.
Pero la palabra ética, aunque relacionada, denota la perspectiva y actitudes de
individuos y organizaciones con respecto a sus valores, a cómo actúan y a cómo se
perciben a sí mismos. Este es un empleo familiar y válido del término, y no deja de ser
interesante que reflexionar acerca de este empleo demuestra que las palabras ética y
moral no significan lo mismo. Esto es más fácil de ver cuando examinamos sus
etimologías: ética procede del griego clásico ethos (carácter), mientras que moral procede
del latín mos, moris (plural mores), que significa «costumbre» o incluso «etiqueta». La
moralidad, por lo tanto, tiene que ver con nuestras acciones, deberes y obligaciones,
mientras que la ética trata de qué tipo de persona es uno, y aunque ambas están
obviamente conectadas, de igual modo son evidentemente distintas.

Esta distinción aparece de manera natural en los debates de metaéticos y normativos.


En su identificación del lugar de creación de valor, algunas teorías metaéticas se centran
en el carácter del agente; otras, en las consecuencias de sus acciones; otras últimas, en si
una acción obedece a un deber. Cuando lo que importa es el carácter del agente,
hablamos de ética en el sentido de ethos que hemos expuesto; cuando lo que importa
son las consecuencias de las acciones o si estas están conformes con el deber, lo que hay
en juego es el espectro más estrecho de la moralidad.

La estética es la investigación en torno al arte y la belleza. ¿Qué es el arte? ¿Es la


belleza una propiedad objetiva de las cosas, ya sean naturales o hechas por el hombre, o
es subjetiva y existe solo en la mirada del espectador? ¿Puede algo tener valor estético,
independientemente de que sea bello, y de que sea o no una obra de arte? ¿Son los
valores estéticos de las cosas naturales (un paisaje, una puesta de sol, una cara)
diferentes de aquellos que atribuimos a artefactos (un cuadro, un poema, una canción)?

La filosofía de la mente es la disquisición en torno a la naturaleza de los fenómenos


mentales y de la consciencia. Antaño fue parte integral de la metafísica, porque esta
última, al investigar sobre la naturaleza de la realidad, ha de preguntarse si la realidad
es solo material o si posee además aspectos no materiales como la mente, o si, quizá, es
solo mental, como arguyen los filósofos idealistas. Pero a medida que se ha dado un
consenso acerca de la opinión de que la realidad es fundamental y exclusivamente
material, y que los fenómenos mentales son los productos de la actividad material de la
mente, comprender estos fenómenos y en particular la naturaleza de la consciencia se
han convertido en un tema de intenso interés.

La filosofía del lenguaje es la investigación en torno a cómo acordamos significados


para sonidos y signos de un modo que permite la comunicación y encarna el
pensamiento, y si esto hace que sea posible, en primer lugar, el pensamiento más allá de
cierto nivel rudimentario. ¿Cuál es la unidad de significado semántico: una palabra, una
oración, un discurso...? ¿Qué es significado? ¿Qué sabemos (o qué sabemos hacer)
cuando conocemos el significado de expresiones determinadas de una lengua? ¿Existe
un idioma como el inglés, o existen tantos idiolectos del inglés como hablantes, lo que
convertiría el idioma, de facto, en una colección de idiolectos que no se solapan del todo?
¿Cómo interpretamos y comprendemos el uso ajeno del lenguaje? ¿Cuáles son las
implicaciones metafísicas y epistemológicas de nuestra comprensión del lenguaje, el
significado y el uso del idioma?

Por las razones correctas, en los nuevos estudios filosóficos se han unido la filosofía
de la mente y la del lenguaje en una sola disciplina de investigación, como dan fe de
modo ubicuo los títulos de libros y de cursos universitarios.

La filosofía política versa sobre los principios de organización social y política, y sus
justificaciones. Se pregunta: ¿cuál es la mejor manera de organizar y gestionar una
sociedad? ¿Qué es lo que legitima las formas de gobierno? ¿Sobre qué se fundamentan
las pretensiones de autoridad en el Estado o en la sociedad? ¿Cuáles son las ventajas y
desventajas de la democracia, del comunismo, de la monarquía y de otras formas de
disposición política?

La historia de la filosofía, vista en retrospectiva a través de las lentes de las disciplinas


antes mencionadas, es parte esencial de la propia filosofía, puesto que todas ellas han
evolucionado con el tiempo como si fueran una gran conversación entre pensadores de
distintos siglos y circunstancias, tratando, empero, las mismas cuestiones
fundamentales; por ello, conocer la «jurisprudencia» de estos debates es crucial para
comprenderlos. Esto nos evita estar reinventando la rueda una y otra vez, nos ayuda a
evitar equivocaciones y a reconocer trampas, nos permite beneficiarnos de las ideas y
esfuerzos de nuestros predecesores, y nos proporciona materiales que emplear para
intentar comprender el tema en cuestión, así como para elaborar las preguntas
adecuadas acerca de ellos.1

El examen filosófico de las suposiciones, métodos y pretensiones de otros campos de


investigación es lo que se encuentra detrás de etiquetas como «filosofía de la ciencia»,
«filosofía de la historia», «filosofía de la psicología», etcétera. Toda investigación se basa
en presupuestos y emplea metodologías, y es necesario ser conscientes de estas. Las
preguntas filosóficas acerca de la ciencia, por ejemplo, se las hacen también los
científicos, y no solo los filósofos; de igual modo, los historiadores, al debatir sus
métodos y objetivos, se hacen preguntas filosóficas acerca del estudio de la historia.
Pensemos más a fondo en cada una de ellas.
¿Debería la ciencia comprenderse en términos realistas o instrumentalistas? Es decir,
¿son las entidades referidas por la terminología técnica científica cosas que realmente
existen, o se trata tan solo de útiles construcciones que nos ayudan a organizar la
comprensión de los fenómenos estudiados? ¿Es el razonamiento científico deductivo o
inductivo? ¿Existe el conocimiento científico? O, teniendo en cuenta que toda ciencia está
sujeta a refutación por parte de evidencias posteriores, ¿debería considerarse como un
sistema de teorías apoyadas en potentes pruebas que, sin embargo, son intrínsecamente
invalidables?

Con respecto a la historia: si no hay pruebas, en un sentido o en otro, de una


afirmación acerca de algo que sucedió en el pasado, ¿resulta, sin embargo, la afirmación
definitivamente cierta o falsa, o no es ninguna de ambas? La historia se escribe en el
presente basándose en pruebas (diarios, cartas, restos arqueológicos) que han
sobrevivido hasta hoy (o así creemos): es parcial y fragmentaria, y muchas de las
huellas del pasado se han perdido. ¿Existe, por lo tanto, algo así como un conocimiento
del pasado, o hay tan solo, en el mejor de los casos, una reconstrucción interpretativa (y
quizá, en muchos casos, meras conjeturas)?

La reflexión acerca de los tipos de indagación, y sobre los tipos de preguntas que
provocan estas indagaciones, demuestra que la filosofía es el intento de dar sentido a las
cosas; de conseguir comprensión y perspectiva en relación con las muchas áreas de la
vida y del pensamiento en las que predominan la duda, la dificultad, la oscuridad y la
ignorancia: es decir, en las fronteras de todos nuestros quehaceres.

A mis alumnos les describo de la siguiente manera el papel de la filosofía: los humanos
ocupamos una franja de luz en medio de una gran oscuridad de ignorancia. Cada una
de esas disciplinas especializadas tiene un puesto en el arco que describe esa franja de
luz, y cada una se esfuerza en ver más allá, en las tinieblas, intentando describir formas,
y así expandir el horizonte de luz un poquito más allá. La filosofía patrulla toda la
circunferencia, esforzándose de un modo especial en aquellos arcos en los que no hay
aún una disciplina oficial, intentando hacer las preguntas correctas a fin de que surja
una oportunidad de formular respuestas.

Esta tarea —hacerse las preguntas adecuadas— es, en efecto, crucial. Hasta los siglos
XVI y XVII, los filósofos no hacían las preguntas adecuadas acerca de la naturaleza con la
suficiente frecuencia y del modo adecuado. Cuando lo hicieron, nacieron las ciencias
sociales, y crecieron hasta convertirse en magníficos y poderosos campos de estudio que
dieron lugar al mundo moderno. Así, en esos siglos, la filosofía dio a luz a la ciencia: en
el siglo XVIII dio a luz a la psicología; en el XIX, a la sociología y a la lingüística empírica;
en el siglo XX desempeñó un papel importante en el desarrollo de la inteligencia
artificial y de la ciencia cognitiva. Sus contribuciones a aspectos de las neurociencias y
de la neuropsicología continúan.

Pero el núcleo de las preguntas de epistemología, metafísica, ética, filosofía política,


las «filosofías de», etcétera, permanece; son preguntas perennes y eternamente
urgentes, porque los intentos de responderlas forman parte de la gran aventura de la
humanidad por comprenderse a sí misma y su lugar en el universo. Algunas de esas
preguntas parecen imposibles de responder, aunque actuar sobre la base de que lo son
sea rendirse demasiado pronto. Más aún: como dijo Paul Valéry, «une difficulté est une
lumière; une difficulté insurmontable est un soleil»: una dificultad es una luz; una dificultad
insuperable es un sol. ¡Una cita maravillosa!, pues nos enseña que el esfuerzo por
resolver incluso lo aparentemente irresoluble nos enseña muchísimo, como testimonia
la historia de la filosofía.

Lo que sigue, pues, es la historia de la filosofía en el sentido moderno de la palabra


filosofía, y muestra cómo comenzó, y cómo fue desarrollándose, el sujeto de las actuales
investigaciones filosóficas. En estas páginas describo, sobre todo, la historia de la
filosofía occidental, aunque proporciono un resumen de las filosofías india, china y
árabe-persa, así como una semblanza de la filosofía africana, para señalar las conexiones
y diferencias entre las grandes tradiciones de pensamiento (véanse las primeras páginas
de la parte V). En todos los casos, me he centrado por necesidad en las figuras e ideas
principales, y en el caso de las tradiciones no occidentales, escribo como espectador
desde el otro lado de la barrera lingüística, al poseer un acceso extremadamente
limitado al sánscrito, al pali y al antiguo chino, y ninguno al árabe.

Una diferencia entre esta historia de la filosofía y otras ya existentes es que esta no se
desvía hacia aquello que en otras más abunda, es decir, las teologías de Agustín, de
algunos de los padres del cristianismo primitivo y de los «escolásticos» de finales de la
Edad Media, como Tomás de Aquino o Duns Escoto. Esta es una historia de la filosofía,
no de la teología o de la religión. Una de las rarezas de las historias de la filosofía que
incluyen teólogos entre los filósofos es que no hay razones para incluir teólogos
cristianos y excluir a los islámicos o judíos; y que no hay razones para incluir teología
en una historia de la filosofía y excluir la historia de la ciencia (en realidad, hay más
razones para incluir esta última). Una diferencia fundamental entre la filosofía y la
teología es que la filosofía es el intento de dar sentido a nuestra existencia y a la de
nuestro mundo de un modo que nos pregunta qué deberíamos pensar y por qué,
mientras que la teología es el intento de explorar y exponer ideas acerca de cierto tipo
de cosa o cosas que se supone que existen, en realidad o en posibilidad, es decir: dios o
dioses, un ser o seres que se suponen diferentes de modos importantes, y con
consecuencias, con respecto a nosotros. Como escribo acerca de esto en relación con la
filosofía árabe-persa, en la parte V: «Si el punto de partida para la reflexión es la
aceptación de doctrina religiosa, en ese caso la reflexión que sigue es teología, o
teodicea, o apología, o hermenéutica, pero no es filosofía». Y ese es el principio de
demarcación que aplico en toda la obra.

Un modo más polémico de ilustrar esto es decir que la filosofía es a la teología como
la agricultura a trabajar en el huerto: es un esfuerzo mucho más amplio, importante y
más variado que el particular, localizado y centrado de «hablar o teorizar acerca de un
dios» (que es lo que significa theo-logos). Evidentemente, en filosofía surge de tanto en
tanto la pregunta acerca de si existen entidades o agencias sobrenaturales, o la de qué
diferencia supondría para nuestro mundo y para nosotros mismos si existieran una o
varias; y hay filósofos que, a partir de la concepción de deidad de la teología natural (es
decir, consideraciones generales acerca de una agencia o mente sobrenatural), la
emplean para garantizar la posibilidad de conocimiento (como hizo Descartes) o como
base de la existencia (como hicieron Berkeley y no pocos más). A lo largo de las
siguientes páginas, esas opiniones se tocan en sus lugares adecuados. Pero los
enmarañados intentos de dar sentido a algo así como una deidad tal y como desean
entenderlas las religiones tradicionales (seres omnipotentes, eternos, omniscientes,
etcétera) no son, más que tangencialmente, una parte fructífera de la historia de la
filosofía, y es mejor, por lo tanto, dejárselos a sus propios historiadores.
Parte I
Filosofía de la Antigüedad
1

La filosofía antes de Platón

Hay un muro entre nosotros y el mundo de la Antigüedad: el periodo del declive y


caída del Imperio romano y el ascenso al poder del cristianismo. Edward Gibbon
conectó ambos fenómenos, y culpó del segundo al primero. Tiene razón en gran parte.
Hay que recordar que en el año 313, el emperador Constantino otorgó al cristianismo
estatus legal y protección por medio del Edicto de Milán, y no mucho más tarde, en el
380, el emperador Teodosio I decretó, con el Edicto de Tesalónica, que el cristianismo
sería la religión oficial del Imperio, proscribiéndose las demás. El cambio produjo
rápidos efectos. A partir del siglo IV d. C., se perdió una vastísima cantidad de la
literatura y cultura material de la Antigüedad, y una parte de ella fue destrozada a
propósito. Zelotes cristianos demolieron a golpes estatuas y templos, destruyeron
pinturas y quemaron antiguos libros «paganos» en una orgía de aniquilación de la
cultura previa que duró varios siglos. Se ha calculado que hasta un 90 por ciento de la
literatura de la Antigüedad pereció en la masacre. Los cristianos tomaron las piedras de
los templos derribados para construir sus propias iglesias, y sobreescribieron los
manuscritos de los filósofos y poetas con sus escrituras. Es difícil comprender, y más
aún perdonar, la inmensa pérdida de literatura, filosofía, historia y cultura general que
esto supuso. Es más: en aquella época, el cristianismo existía en toda una variedad de
versiones en competición, hostiles entre sí, y el esfuerzo (eventualmente con éxito) por
lograr un grado de consenso en una versión «correcta» exigía tratar a las demás como
herejías y aberraciones merecedoras de supresión, incluso de supresión violenta.

En su ataque al pasado, el cristianismo tuvo ayuda de otros con una similar falta de
interés en la alta civilización clásica: hunos, godos, visigodos y demás (los «bárbaros»),
cuyas migraciones e invasiones a un decadente Imperio romano aceleraron su
derrumbe.1 La disminución de la vida mental y cultural fue a la vez causa y efecto de la
disminución de la educación; se escribían y publicaban menos libros, se imponían
prohibiciones sobre lo que se podía leer y debatir, y las predecibles consecuencias de
tales circunstancias fueron un aumento de la ignorancia y de la estrechez de miras. El
cristianismo se congratula de que la conservación de fragmentos de la literatura clásica
que consiguieron sobrevivir a esta época fue obra de monjes que, en siglos posteriores,
copiaron algunos de los manuscritos supervivientes; y aunque esta no es sino una
respuesta parcial, tardía e inadecuada al violento fanatismo destructivo de sus primeros
fieles, debemos estar agradecidos incluso por eso.
Como sería de esperar, tan solo los textos considerados más importantes y
sobresalientes de figuras así consideradas lograron sobrevivir e, incluso así, gran parte
de la obra de algunas de las figuras más importantes pereció. Pensemos en esto:
Aristófanes fue uno solo de una gran cantidad de dramaturgos en la Atenas de los
siglos V y IV a. C. Por citas y alusiones sabemos los nombres de otros 170 dramaturgos
cómicos y los títulos de 1.483 obras. Todas se han perdido: de más de 40 obras de
Aristófanes, solo nos han llegado 11. Poseemos tan solo siete obras del autor trágico
Esquilo, de los 70 títulos que conocemos. Imaginemos que, de las 36 obras impresas en
el Primer Folio de Shakespeare (sabemos de, al menos, una obra perdida, Cardenio,
escrita mano a mano con John Fletcher), solo quedaran cuatro. Si conociéramos los
títulos de las 32 restantes, qué no especularíamos al respecto. Imaginemos que nuestros
descendientes más lejanos solo tuvieran cuatro obras de Shakespeare, nada de
Cervantes ni Goethe excepto sus nombres y su reputación; uno o dos fragmentos de
Schiller, nada de Jane Austen ni de George Eliot excepto, una vez más, referencias
laudatorias; unas pocas citas de las obras de Marx, una pierna del David de Miguel
Ángel, una copia de una copia de un cuadro de Poussin, un solo poema de Baudelaire,
unas pocas líneas de Keats, etcétera: solo restos y retales, y no siempre de su mejor
producción; así es como están las cosas con respecto a la Antigüedad clásica y helénica.
Y pensemos en esto: por accidentes o estragos de la historia, el futuro podría tener poco
más que ofrecer a sus habitantes que esto. Es quizá irónico que fuese un pueblo
asociado a otra religión oriental, el islam, el que, un par de siglos más tarde, irrumpiese
también en el mundo clásico (o, más bien, en lo que era ya en aquella época el cadáver
del mundo clásico) y salvase parte del legado de ese cadáver del olvido.2

Como todo esto nos dice, lo que sabemos de los predecesores de Platón en la filosofía
(se los conoce habitualmente como «filósofos presocráticos», pese a que algunos de ellos
fueron contemporáneos de Sócrates) ha llegado hasta nosotros en retales y fragmentos.
Existen dos fuentes para nuestro conocimiento de ellos: fragmentos, que son citas de sus
obras en las de comentaristas posteriores, y testimonios, que son informes, paráfrasis o
sumarios proporcionados por escritores posteriores. La erudita tarea de identificar y
cotejar estas pruebas se denomina «doxografía». El término doxógrafo se aplica también
a los individuos de la Antigüedad que conservaron los retales de los escritos u
opiniones de los presocráticos al citarlos o hablar sobre ellos.

Tanto Platón como Aristóteles resumieron y citaron a pensadores presocráticos, a


veces de un modo impreciso, lo que ilustra a la perfección lo cuidadosa que debería ser
la doxografía, dado que incluso estos gigantes se equivocaron. En efecto, Aristóteles es
una importante fuente para nuestro conocimiento de los presocráticos, dado que
hablaba a menudo de ellos y que tres de sus alumnos (Eudemo, Menón y Teofrasto)
escribieron tratados sobre ellos. Menón se concentraba en sus tratados médicos,
mientras que Eudemo escribía acerca de sus matemáticas y astronomía. Solo sobreviven
algunos restos de los libros resultantes, en forma de citas y resúmenes en obras de
autores aún posteriores. Teofrasto debatió las teorías de la percepción de los
presocráticos en su obra Sobre las sensaciones, y su ciencia en su Principios de la filosofía
natural. Sobreviven algunas secciones del primer libro, y solo el título de la última obra.

Aristóteles y sus discípulos escribían acerca de pensadores, algunos de los cuales


habían vivido doscientos años atrás. La siguiente fuente importante es Cicerón, quien
escribió doscientos años después de Aristóteles, en el siglo I a. C. El hilo se volvía más
fino y más largo: el hilo de la memoria y de la transmisión de fuentes (copias
manuscritas de copias manuscritas previas, con errores cada vez más abundantes).
Cicerón era un serio estudiante de filosofía, que intentaba informar a sus conciudadanos
romanos acerca del pensamiento griego. Pero, para aquella época, la primera era de
genio filosófico ya había acabado, y en los siglos que sucedieron aparecieron nuevas
causas de imprecisión, entre ellas las polémicas, como los escritos de Clemente de
Alejandría, en el siglo II, cuyas comparaciones entre el pensamiento cristiano y la
filosofía griega estaban diseñadas para favorecer al primero. Aun así, cita a algunos
presocráticos, por lo que entra en el haber doxográfico.

El siglo II d. C. arroja una cosecha bastante rica para la doxografía. El filósofo


escéptico Sexto Empírico citó extensamente a los presocráticos hablando de
conocimiento y percepción, mientras que los Moralia de Plutarco los citan con respecto a
un abanico aún más amplio de temas. Una obra anónima del mismo periodo llamada
Placita [Opiniones] hace lo mismo. Se pensó en un principio que era obra de Plutarco, de
modo que, por comodidad, se llama a su autor desconocido Pseudo Plutarco. Con
posterioridad, en el mismo siglo, Alejandro de Afrodisias citó a un gran número de
presocráticos en su comentario a Aristóteles.

A principios del siglo III, el obispo Hipólito de Roma escribió una Refutación de todas
las herejías en la que argumentaba que las herejías cristianas surgían de la filosofía
griega, y citó extensamente la tradición griega a fin de refutarla, con lo que,
paradójicamente, conservó las opiniones que tanto buscaba demoler.

Una de las fuentes más útiles para la historia de la filosofía griega es Vidas, opiniones y
sentencias de los filósofos más ilustres, de Diógenes Laercio, escrita en el siglo III d. C. Se
trata de una obra útil y entretenida, aunque no siempre precisa. A veces, quizá incluso
demasiado a menudo, se apoya en leyendas y rumores, lo que hace disminuir su valor;
aun así, es muy apreciada. Además de resúmenes de biografías y opiniones, ofrece una
bibliografía de obras filosóficas, que muestra una vez más cuánto hemos perdido.
Hubo un texto previo, por supuesto extraviado, del que bebió el Placita, y que más
tarde sirvió como fuente para la Antología de extractos, sentencias y preceptos de Juan
Estobeo, del siglo V. Ese texto primigenio se atribuye a Aecio, quien vivió alrededor del
año 100, y de quien se cree que empleó como fuente el libro de Teofrasto. Otra
importante fuente del siglo V es Proclo, uno de los últimos directores de la academia
que Platón había fundado siglos antes. La Academia de Platón (la «Escuela de Atenas»)
fue clausurada por el emperador Justiniano en el año 529, junto con una prohibición
generalizada de estudiar filosofía dado que entraba en conflicto con el cristianismo.

Una fuente doxográfica muy importante, pese a estar fechada un millar de años
después del inicio de la filosofía presocrática, es la obra de Simplicio de Cilicia, en el
siglo VI. En su comentario del Libro I de la Física de Aristóteles, cita a unos cuantos de
los presocráticos más importantes y, en algunos casos, se trata de la única fuente de
información que tenemos acerca de sus opiniones e ideas. Es notable su confesión de
que su razón para citar tan extensamente a uno de ellos, Parménides, incluso más allá
de lo estrictamente necesario para su argumentación, es que las copias de la obra de
Parménides eran tan extremadamente raras y difíciles de encontrar que sintió la
necesidad de conservar parte.

Estas son las fuentes más importantes, pero no las únicas. Dispersas a lo largo y ancho
de otros escritos hay menciones, anécdotas y fragmentos de información que la fina
criba de la doxografía ha sacado a la luz. Proceden, por poner algunos ejemplos, de lo
que queda de los escritos de Agatemero, el geógrafo del siglo III; de las Crónicas de
Apolodoro de Atenas, escritas en el siglo II a. C.; del libro Sobre el día del nacimiento del
gramático romano Censorino, en el siglo III, y de otras fuentes.

Como ya hemos señalado, ni los fragmentos ni —quizá incluso más importante— los
testimonios pueden considerarse totalmente fiables. Más allá de su naturaleza breve y
escasa, fueron citados e incluidos por escritores con sus propias motivaciones, a veces
hostiles a las opiniones del filósofo citado o parafraseado. Cuestiones de idioma,
interpretación, contexto y relación con otros fragmentos suponen dificultades a la hora
de comprender lo que el fragmento u opinión citada querían decir realmente. Conviene
tener en mente esta advertencia.

Como consecuencia de los grandes logros académicos del siglo XIX, en que el estudio
de las fuentes doxográficas se benefició de los avances en filología (el estudio del
lenguaje en textos históricos), fue surgiendo una historia de la filosofía primitiva, que
pronto asumió un estatus de ortodoxia. Estudios académicos más recientes, incluidos el
descubrimiento de textos como el Papiro de Estrasburgo, con frases previamente
desconocidas de Empédocles, o el Papiro de Derveni, que contiene citas filosóficas de
los himnos órficos, complican la bonita imagen ofrecida por la ortodoxia, y ponen parte
de ella en solfa.3 Sin embargo, en líneas generales la ortodoxia es un buen punto de
partida: los detallados refinamientos y críticas de las últimas investigaciones
académicas tienen más sentido si uno sabe qué están comentando.

Esa historia ortodoxa es la que sigue.


2

Los filósofos presocráticos

A los presocráticos los bautizaron así los eruditos antes mencionados del siglo XIX no
porque todos ellos antecedieran a Sócrates —algunos eran sus contemporáneos—, sino
porque reconocieron una importante diferencia de intereses entre ellos y Sócrates. Esto
significa que a los presocráticos les interesaban cuestiones en torno a la naturaleza y
orígenes del mundo, mientras que Sócrates centraba su atención en la ética. Estos
eruditos rescataron el nombre que les daba Aristóteles, quien los describía como
physikoi, «los físicos».

Antes de ofrecer un resumen individual de cada una de las grandes figuras, resulta
útil ver dónde encajan en este primer milenio de la filosofía.

El primero de los physikoi no procedía de Atenas, sino de Jonia, un floreciente grupo


de ciudades originalmente fundadas por atenienses en las costas orientales del mar
Egeo. Una de estas ciudades, Mileto, era el hogar de Tales, considerado por los propios
griegos, y desde entonces por todos los historiadores de la filosofía, el Padre de la
Filosofía. Evidentemente no era tal; no es posible que en el transcurso de miles de años
de historia humana anteriores al siglo VI a. C. nadie hubiera especulado acerca de la
naturaleza y orígenes del universo. En efecto, durante varios milenios antes de la vida
de Tales, grandes civilizaciones florecían en Mesopotamia y en Egipto, y poseían
astronomía, arquitectura, burocracia y escritura, así como grandes ciudades y
economías organizadas. Tiene que haber habido miles de ciudadanos, en estas
elaboradas culturas, que se hicieran preguntas filosóficas. Pero Tales es la primera
persona de la que sabemos que se preguntó acerca de la naturaleza y orígenes del
universo, y no solo se hizo las preguntas, sino que adelantó ideas acerca de ellas que
son definitivamente filosóficas, y no religiosas ni mitológicas. Pronto trataremos más al
respecto, porque es, en efecto, un asunto importante.

No conocemos las fechas de nacimiento y muerte de Tales, pero sabemos que se dice
que predijo un eclipse que tuvo lugar en el 585 a. C., de modo que se ha tomado esta
fecha, aproximadamente, como la mitad de su vida, su floruit (florecimiento). El modo
tradicional de ver la historia de la filosofía primitiva es conectar a los miembros de una
«escuela» geográfica de pensamiento como si fueran miembros de una escuela real, con
los discípulos siguiendo a un maestro. Esto puede ser cierto, y creo que probablemente
así era, incluso si a veces una figura identificada como el discípulo de alguien puede
describirse mejor como un seguidor o un colega más joven. En cualquier caso, la
historia otorga a Tales un discípulo, Anaximandro, quien a su vez tuvo un discípulo,
Anaxímenes, y los tres juntos constan como los primeros filósofos jonios.

Mientras que Tales y sus sucesores jonios vivían en los márgenes orientales del
mundo griego, los siguientes pasos de importancia en la historia se dieron en sus
márgenes occidentales, en las colonias griegas de la Italia meridional. Pitágoras —el del
teorema del cuadrado de la hipotenusa— procedía, en realidad, de Jonia, pero se
trasladó a Crotona, en la suela de Italia. La ciudad de Elea, no lejos de Crotona, fue el
lugar de nacimiento de una figura gigantesca en la historia de la filosofía: Parménides.
Por ello se le aplica a veces, y a la escuela de filosofía que fundó, el adjetivo «eleático», y
sus principales seguidores fueron Zenón de Elea y Meliso de Samos. Contemporáneo de
Zenón fue Empédocles, de Acragas, en Sicilia.

Parménides es uno de los dos grandes filósofos presocráticos; el otro es Heráclito,


cuyo lugar de nacimiento quedaba al otro extremo del mundo griego, en Jonia. Hacia el
final de la vida de ambos (Heráclito era el mayor de los dos, por poco; Parménides vivía
aún cuando nació Sócrates, en 470 a. C.), Atenas se convirtió en el centro de la filosofía,
un trono que ostentaría durante varios siglos. Atenas contempló, además del
florecimiento del propio Sócrates, el de Protágoras, el de los sofistas, el de los atomistas
Leucipo y Demócrito, y luego el de Platón y el de Aristóteles; y tras este último, las
escuelas de Epicuro, de los cínicos y de los estoicos.

En el siglo final del primer milenio a. C., los centros de filosofía comenzaron
nuevamente a multiplicarse, e incluyeron Roma y Alejandría como lugares cada vez
más importantes de debate e investigación. El último gran movimiento filosófico de la
Antigüedad, el neoplatonismo, que comenzó con Plotino en el siglo III y floreció hasta el
siglo VII, comprendió pensadores asociados a esas dos ciudades, así como a Atenas y
otras ubicaciones.

Tal es un resumen de la filosofía primitiva, de mil años de esta, que abarca desde los
inicios con Tales, en Jonia, y pasa por Platón, Aristóteles, el epicureísmo, el estoicismo
(que proporcionó la perspectiva vital a muchos helénicos y romanos hasta el
advenimiento de la era cristiana), hasta llegar finalmente al neoplatonismo. Ahora
veremos con más detalle a las figuras centrales de esta historia.

TALES

Tradicionalmente, se ha considerado a Tales uno de los Siete Sabios de Grecia. Su floruit


de 585 a. C. sugirió a posteriores estudiosos que había nacido en 625 a. C., con el criterio
de que los hombres llegan al punto medio de sus vidas hacia los cuarenta años. Su
ciudad natal, Mileto, en las orillas orientales del mar Egeo, era una ciudad próspera y
floreciente. Tales era astrónomo, matemático y —pese a cierta reputación de filósofo
espiritual— un ingeniero de renombre.

La acusación de espiritualidad procede de una historia narrada por Platón en el


Teeteto: Tales cayó en un pozo porque estaba mirando tan intensamente las estrellas que
no miró dónde pisaba.1 Se ve reforzada por una historia que cuenta Aristóteles en su
Política, según la cual el descuido que sentía Tales por las ambiciones terrenales le hacía
ser pobre, algo que le reprochaban sus contemporáneos.

La historia del pozo bien podría tener sus raíces en el hecho de que si desciendes al
fondo de un pozo puedes ver las estrellas incluso de día. La posibilidad de que Tales
estuviese haciendo precisamente eso queda reforzada por otras pruebas de su sentido
práctico. Cuando lo criticaron por su pobreza no dijo nada, pero estudió
cuidadosamente el clima hasta que, un año, fue capaz de predecir que habría un
enorme excedente de aceitunas. Antes de que esto se hiciese obvio, alquiló todas las
prensas de aceitunas de Mileto y las realquiló a precios mayores a los ansiosos
propietarios cuando estos, más tarde, acudieron a él implorando. Dice Aristóteles,
«sacando de esta manera muchos dineros mostró cómo de fácil es que se enriquezca un
filósofo», pero que no es eso lo que los filósofos buscan.

Un punto clave con respecto al sentido práctico de Tales es la historia según la cual lo
contrató el rey de la vecina Lidia, Creso, para encontrar un modo de que su ejército
cruzase el río Halis sin construir un puente. Tales lo consiguió haciendo que el ejército
acampase en la orilla, excavase una zanja a su alrededor y desviase parte del curso del
río para rodear por ambos lados el campamento, quedando tan poco profundo que era
fácil de vadear en cualquier dirección.

Estas credenciales nos sirven para evaluar las opiniones de Tales y sus razones para
sostenerlas. Es evidente que poseía una mentalidad seria, y que había poderosas
razones por las que sus sucesores en la historia de la filosofía lo consideraban el primero
de todos ellos.

Recordemos que uno de los intereses principales de los presocráticos era la cuestión
de la naturaleza y origen del mundo (en el sentido de universo: el término que
empleaban era kosmos), y de ahí la etiqueta de physikoi, «físicos», que les daban. Su señal
distintiva es el rechazo a las narraciones míticas tradicionales del cosmos. Una de esas
narraciones es la que ofrece Hesíodo en su Teogonía, escrita alrededor del 700 a. C., una
de gran e incluso potente encanto poético, pero apenas satisfactoria para un
investigador inteligente y genuinamente interesado en la naturaleza del mundo.
Hesíodo nos dice que «antes que todas las cosas fue Caos [...] Y de Caos nacieron Érebo
y la negra Nix, Éter y Hemera nacieron, porque los concibió ella tras de unirse de amor
a Érebo».

Al desear una narración intelectualmente más atractiva, Tales intentó identificar el arjé
del cosmos, una palabra traducible como «principio», y que en el contexto denota
aquello de lo que está compuesto el universo, o aquello desde lo que ha nacido, o a
ambas cosas. Como dijo Aristóteles hablando de los presocráticos, y en realidad
específicamente de Tales, el arjé es «aquello de lo que todo lo que existe está compuesto
y aquello de lo que proceden y en lo que finalmente se convierten al perecer [...] esto,
dicen, es el elemento y principio de las cosas que son...». El candidato de Tales para este
principio era el agua.

¿Por qué el agua, para Tales? Podemos reconstruir su pensamiento como sigue. El
agua es ubicua: está en el mar, cae del cielo, corre por nuestras venas. Si cortas una
planta puedes ver líquido dentro de ella; si amasas un montón de barro, está húmedo;
nosotros, como los demás animales y plantas, morimos sin agua, y es, por lo tanto,
crucial para la vida. Es más: se podría decir del agua que crea la tierra misma, pues tan
solo es preciso mirar las ingentes cantidades de tierra fértil que produce el Nilo en cada
inundación anual, una referencia al limo arrastrado por la corriente. Y aún más: un
punto clave es que el agua era la única sustancia que Tales conocía que pudiera adoptar
los tres estados materiales: sólido, al congelarse; líquido, en su estado básico; y gaseoso
(cuando hierve y se convierte en vapor). En efecto, se puede decir que el agua (ubicua,
esencial, productiva, metamórfica) era una elección brillante para el arjé si uno vivía en
la Jonia del siglo VI a. C.

Pero no es tan importante qué escogió Tales identificar con el arjé como el cómo y el
porqué de hacerlo. No confió en leyendas, mitos, antiguos escritos, enseñanzas ni
tradiciones. En lugar de ello se basó en su observación y su razonamiento. De ahí que
sea el primer filósofo. El contraste con las narraciones de la creación del cosmos que
ofrece Hesíodo es notable. Hesíodo mismo tenía pocas dudas de que su narración era
simbólica, figurativa, pero hay una enorme diferencia entre un contenido con
narraciones simbólicas e intentar proponer una teoría que se pueda sustentar mediante
la razón y la observación.

Nos dice también Aristóteles que interpretó que Tales sostenía que el alma (anima) era
la causa de movimiento, pues se decía de él que había asegurado que un imán tiene
alma porque mueve el hierro; y aún más, que «el alma se encuentra mezclada en todo el
universo, y quizá es por esto por lo que Tales creía que hay dioses en todas las cosas».
Aquí es necesario recordar que en el principio de la filosofía, que es también el principio
de la ciencia, los recursos conceptuales para explicar movimiento y cambio eran escasos.
Lo único disponible para explicar cómo podían las cosas moverse o cambiar era una
analogía con la propia experiencia humana de agencia: recojo una piedra y la tiro a un
lago, donde salpica. Yo he hecho que se suceda esta cadena de acontecimientos, de
modo que por analogía ha de haber algún principio activo similar que explique el
movimiento y el cambio en el mundo.2 En efecto, decimos que algo anima alguna otra
cosa, lo que nos retrotrae a la idea de que las cosas no animales (esta palabra, también
evocadora de «cosas animadas») tienen un poder de agencia; pueden mover, cambiar o
actuar sobre otras cosas. Lo que Tales intentaba conseguir era una narrativa que
permitiese una generalización de fenómenos que partiese de mi experiencia de agencia
y del poder del imán para mover el hierro, y llegase a una explicación inclusiva de las
alteraciones de lugar y estado. ¿De qué otro modo, sin un vocabulario aún suficiente
para este propósito, podemos hablar de esto si no es diciendo que un imán tiene
«alma», es decir, un principio animador, un poder de causa o de interacción para otras
cosas?

Se adjudica a Tales la máxima «conócete a ti mismo». Se dice de él que murió de viejo


«de calor y sed», es decir, de deshidratación, mientras veía una competición de
atletismo un día caluroso. Para alguien que sostenía que el agua es el arjé del cosmos, es
un final irónico. Diógenes Laercio cuenta una narración distinta de su muerte, citando
una carta supuestamente escrita por Anaxímenes a Pitágoras. En este caso la historia
dice que Tales salió una noche con su sirvienta a mirar las estrellas «y, olvidando dónde
se hallaba, tropezó al borde de un alto acantilado y cayó». Entonces añade Anaxímenes,
en reconocimiento a la posición señera de Tales en la historia de la filosofía: «Nosotros,
que somos sus discípulos, recordemos al hombre y [...] sigamos disfrutando de sus
palabras. Que todas nuestras discusiones comiencen con Tales».

ANAXIMANDRO

Anaximandro, discípulo de Tales, desarrolla de un modo sorprendentemente rápido el


concepto de arjé, señalando que se trata del ápeiron, «lo sin límite», lo «indefinido» o
«infinito». Se trata de un salto notable a partir de la idea de que el arjé ha de consistir en
algún tipo de materia. A diferencia de su maestro, escribió un libro, Peri Physeos [Sobre
la naturaleza], y una cita que hace Simplicio de él cuenta como las primeras palabras
jamás registradas de filosofía.

Como todos los primeros filósofos, Anaximandro fue un hombre de muchas


habilidades. Se le atribuye haber sido la primera persona en trazar un mapa del mundo
entero, tal y como por aquella época se pensaba que era el mundo; también se dice que
predijo un terremoto. La capacidad de prever fenómenos naturales asombrosos —Tales
tuvo su eclipse— parece haber sido una marca de genio que les atribuyeron escritores
posteriores, pues si bien los eclipses podían predecirse en aquellos días (aún con
grandes dificultades), la capacidad de predecir terremotos está todavía hoy en día, en
gran parte, más allá del alcance de la ciencia.

Dijo Eusebio que Anaximandro había desarrollado gnomons para identificar


«solsticios, periodos, horas [horai] y equinoccios». Los estudiosos actuales creen que lo
que realmente hizo fue un reloj de sol para marcar las estaciones, no las horas: al
parecer no existió ningún reloj solar capaz de indicar la hora del día antes del 350 a. C.,
y horai significaba tanto horas como estaciones. Diógenes Laercio informa de que
Anaximandro erigió un gnomon en Esparta. Como esto sugiere, viajó: se dice de él que,
entre otras cosas, estuvo implicado en la fundación de una colonia milesia en las costas
del mar Negro.

Anaximandro creía que los humanos descendían de los peces, lo que puede parecer
una anticipación de la teoría de la evolución, aunque creerlo sería un perfecto ejemplo
de cómo interpretar, en ideas antiguas, ideas actuales superficialmente sugerentes. En
cualquier caso, decía que debíamos abstenernos de comer pescado, puesto que podían
ser nuestros parientes.3 Afirmaba que el Sol está hecho solo de fuego y que no es, como
mucha gente parecía creer en aquella época, más pequeño que la Tierra. Afirmaba que
la Luna brilla al reflejar la luz del Sol, y que la lluvia procede de vapores que se elevan y
condensan en las nubes. Intentó calcular los tamaños relativos del Sol, de la Tierra y de
la Luna, y afirmó que la Tierra era cilíndrica; un cilindro corto y ancho, y vivimos en la
parte plana superior, rodeados por un océano. Diógenes Laercio, sin embargo, afirma
que Anaximandro creía que la Tierra era esférica. En cualquier caso la Tierra estaba
suspendida, inmóvil, en medio del infinito, sin más razones para caer que para alzarse,
o que moverse en cualquier dirección.

Sin embargo, la tesis más distintiva de Anaximandro tiene que ver con el arjé. Decía
que el ápeiron, lo infinito o indefinido, era el origen de todo, así como su destino final,
por medio de un proceso que semejaba la reciprocidad o la compensación. Estas
famosas primeras palabras de la filosofía, citadas por Simplicio, reflejan esta idea: «A
partir de donde hay generación para las cosas, hacia allí también se produce la
destrucción, según la necesidad; en efecto, se pagan mutuamente culpa y retribución
por su injusticia, de acuerdo con la disposición del tiempo». El concepto que hace su
aparición es que la naturaleza opera mediante leyes, y que cuando estas se ven
alteradas se da una retribución que las restaura a su funcionamiento adecuado. Cuando
se interpreta justicia como equilibrio se aprecia mejor el argumento. De su argumento
da fe también así Plutarco: «El infinito es la causa universal de generación y destrucción
del universo. De él se separaron los cielos y en general todos los mundos, que son
infinitos. Afirmaba que la destrucción y, mucho antes, la generación se daban desde
tiempos inmemoriales, y que las mismas cosas se renovaban una y otra vez».

El razonamiento que hay tras la visión de Anaximandro es el que sugiere Aristóteles


en su Física, en la que debate por qué habría que considerar el infinito como el principio
de las cosas. En primer lugar señala que el infinito no puede tener más propósito que el
de ser un principio, y que, en sí mismo, no puede tener principio, es decir, no puede
proceder de nada más fundamental que él mismo, pues, si así fuera, no sería un
principio. La idea del infinito es atractiva, señala Aristóteles, cuando pensamos en la
naturaleza del tiempo, y también en la de las matemáticas. Más aún: se sostiene que «al
ser infinito lo que está fuera del cielo, se piensa que existe también un cuerpo infinito y
un número infinito de mundos; pues, ¿por qué habría algo en una parte del vacío más
bien que en otra? De ahí que se piense que, si hay masa en alguna parte, tiene que
haberla en todas partes. Y también, que si hay un vacío y un lugar infinitos, tendrá que
haber también un cuerpo infinito, porque en las cosas eternas no hay ninguna diferencia
entre poder ser y ser». Después, Aristóteles identifica un problema más íntimamente
relacionado con la idea de Anaximandro: que «si hay una generación y destrucción
incesante es solo porque aquello desde lo cual las cosas llegan a ser es infinito».

La gama de intereses de Anaximandro es impresionante, al igual que la naturaleza de


su pensamiento. Sus ideas son imaginativas y sorprendentes: desde trazar un mapa del
mundo a medir el tiempo y las estaciones del año o los tamaños relativos del Sol y la
Luna; concebir las leyes de la naturaleza y su equilibrio, imaginar una pluralidad de
mundos y finalmente concebir que todo el cosmos surge del infinito... Todo esto es
indicativo de una mente dotada e ingeniosa. Entre los primeros filósofos jonios es el
más imaginativo.4

ANAXÍMENES

Como es de esperar de un discípulo o colega joven de Anaximandro, Anaxímenes


aprendió de sus dos predecesores. Se mostró de acuerdo con Anaximandro en que el
arjé es ápeiron, infinito; sin embargo, no creía que fuese indeterminado. Más bien se
mostraba de acuerdo con Tales en su creencia de que era material, pero identificó como
candidato un material diferente, que él consideró con mayores capacidades
metamórficas que el agua y, por lo tanto, más apto para ser la fuente de la variedad de
cosas del mundo. Su candidato era el aer, algo que podemos traducir libérrimamente
como «aire», pero con el significado de un aire más denso, cargado de niebla o vapor.
Citando a Teofrasto, Simplicio ofrece un resumen de su idea: «El milesio Anaxímenes,
hijo de Eurístrato, compañero de Anaximandro, dijo, como este, que la naturaleza
subyacente es una e infinita, pero no indeterminada, como él [Anaximandro], sino
determinada, y la llamó aire; se diferencia en las sustancias particulares por rarefacción
y condensación. Al hacerse más sutil se convierte en fuego, al condensarse en viento,
luego en nube, más condensado aún en agua, tierra y piedra; las demás cosas se
producen a partir de estas. Hace también eterno al movimiento gracias al cual nace
también el cambio». Nótese que este último punto proporciona una base para el
movimiento y el cambio sin la necesidad de suponer que las cosas poseen pequeñas
almas.

Anaxímenes sostenía que la Tierra es plana y estaba suspendida en el aire como una
hoja, o así describió Aristóteles su idea. Su teoría le permitía decir que las nubes eran
aire húmedo densificado, que, si se aprieta, causa la lluvia; que esta se convierte en
granizo cuando el agua se congela, o en nieve cuando se añade un poco de viento a la
mezcla. Los terremotos suceden cuando la tierra está demasiado seca o demasiado
húmeda, porque cuando está demasiado seca se resquebraja; cuando está demasiado
húmeda, cae.

El Sol, la Luna y las estrellas son aire refinado hasta ser fuego; también son planas y
«cabalgan en el aire». Las estrellas están demasiado lejos de nosotros como para que
podamos sentir su calor. El Sol no orbita alrededor de la Tierra para reaparecer cada
mañana, sino que rodea la circunferencia de la Tierra plana más o menos como uno
puede hacer girar su sombrero en la cabeza. Se oculta de nosotros en la distancia y
detrás de montañas conforme realiza su viaje hacia el punto de partida, y es por eso por
lo que se hace de noche.

Un punto de interés notable de Anaxímenes es su concepto de condensación y


rarefacción como mecanismo de las transformaciones que sufre el aer. Tales no había
ofrecido una sugerencia acerca de cómo podía cambiar su arjé de líquido a sólido y a
gaseoso, pero Anaxímenes sí lo hizo. Es más, Anaxímenes consideraba el calor y el frío
propiedades del aire, no sustancias por derecho propio; Plutarco escribe:

Concedamos que ni lo frío ni lo caliente pertenecen a la sustancia, como pensó Anaxímenes cuando era
viejo, sino que son disposiciones comunes de la materia que sobrevienen en los cambios; pues afirma que lo
que se comprime y se condensa es frío, mientras que lo que es raro y «laxo» (por emplear sus propias
palabras) es caliente. Por lo que no carece de fundamento su afirmación de que el hombre emite lo caliente y
lo frío por la boca: el aliento se enfría cuando se comprime y se condensa con los labios, pero, cuando se abre
la boca, el aliento se escapa y se calienta por su rarefacción.
La observación de que el aire es frío si se lo sopla a través de los labios apretados,
pero cálido si se lo expulsa por la boca abierta, es verificable: cada uno puede hacer este
sencillo experimento y sentir la evidencia en la palma de la mano. Esto demuestra que
las opiniones de Anaxímenes eran un intento de dar sentido a lo que observaba y —he
aquí lo realmente importante— hacerlo en una teoría sistemática e inclusiva que
reuniera todos los fenómenos en un solo marco explicativo restringido por esos hechos
observables. El que los recursos, tanto conceptuales como prácticos, para crear un
marco de trabajo tal fueran primitivos (estos pensadores partían de cero) no hace sino
que lo admiremos aún más.

PITÁGORAS

El siguiente por orden histórico es Pitágoras, pero como persona resulta un misterio.
Ciertamente hubo una escuela o secta pitagórica, quizá una orden religiosa, que tenía
algo que ver con un individuo llamado Pitágoras, y la contribución de esta orden a las
matemáticas y materias relacionadas es muy notable. Sus enseñanzas influyeron en
Platón, quien, sin embargo, solo menciona a Pitágoras por su nombre una vez, cuando
afirma que sus seguidores eran profundamente fieles a él. La frase aparece en el Libro X
de la República: «Fue especialmente amado por sus discípulos por este motivo,
conservando, aun hoy el día, el nombre de vida pitagórica, aparecen señalados [...] entre
los demás hombres». Aristóteles solo lo menciona dos veces en las obras que se
conservan de él, pero escribió un libro acerca de su escuela, que se ha perdido. Citas de
este en obras posteriores sugieren que Aristóteles escribió sobre todo acerca de los
aspectos religiosos del pitagorismo. En efecto, las historias asociadas con el Pitágoras
individuo tienden a aparecer sobre todo en la tradición doxográfica posterior,
apoyándose, para entonces, en leyendas y tradiciones místicas de índole más que
dudosa.

La referencia a Pitágoras más antigua se da en unos versos de Jenófanes, que relatan


cómo Pitágoras impidió que un hombre comiera un perro porque oyó la voz de un
amigo suyo fallecido en el aullido del can. Esto se ajusta a la doctrina pitagórica de la
metempsicosis, es decir, de la transmigración y reencarnación de las almas. Se dice que
Pitágoras había prohibido a sus seguidores comer alubias porque contenían las almas
de los muertos.

Otra temprana referencia a Pitágoras se halla en un fragmento de una obra de


Heráclito. Heráclito, que vivió una generación después que Pitágoras, alabó los avances
que este había hecho en ciencia, si bien dijo que los había malgastado en charlatanerías.
Esto da credibilidad a la idea de que el grupo pitagórico era más que una escuela
filosófica, y que se dedicaba también a un estilo de vida religioso.
Pitágoras era de origen jonio. Se da su floruit sobre el 532 a. C., lo que sugiere un
nacimiento alrededor del año 570 a. C. Nació en Samos, una isla de la costa jónica entre
Éfeso y Mileto, durante el reino de Polícrates, y se dice que abandonó Jonia y se instaló
en la ciudad de Crotona, en Italia, huyendo de la tiranía de aquel. Este detalle es poco
plausible; otras fuentes afirman que aceptó una misión diplomática por petición de
Polícrates y, en cualquier caso, la corte de este se ha considerado ilustrada, en la que
vivieron el poeta Anacreonte y el famoso ingeniero Eupalinos de Mégara. Fuese cual
fuese la causa de que Pitágoras abandonase Samos, la leyenda dice que primero viajó
extensamente por Egipto y por Oriente antes de establecerse en Crotona, y sus biógrafos
atribuyen a sus estudios allí algunas de sus doctrinas. Es una especie de reflejo en los
doxógrafos asegurar que varios de los primeros filósofos griegos adquirieron erudición
«de Oriente». La creencia de que Oriente es una fuente de sabiduría especialmente
profunda ha persistido hasta nuestros días.

Parecería que el aspecto religioso del pitagorismo se centraba en adorar a Apolo.


Durante un tiempo, la orden ostentó una considerable influencia política en las
ciudades griegas del sudeste italiano, pero la perdió en un alzamiento tras la
destrucción de la ciudad de Sibaris por parte de Crotona en el 510 a. C. Un seguidor de
Pitágoras, un famoso luchador llamado Milón que lideró a los crotoniatas en la victoria
sobre los sibaritas, fue quemado vivo en la logia junto con otros pitagóricos cuando los
ciudadanos de Crotona se rebelaron contra ellos al creer que Milón quería implantar
una dictadura contra el pueblo. Solo dos miembros huyeron. Según la narración de
Diógenes Laercio, el propio Pitágoras estaba presente en la casa cuando sucedió el
ataque e intentó huir, pero fue capturado cuando se detuvo ante un campo de alubias
que no quiso cruzar a causa de sus escrúpulos. «Y así —dice Diógenes—, le cortaron el
cuello.» Otras logias de otras ciudades fueron también quemadas, con lo que se quebró
la cohesión de la orden y sus discípulos se dispersaron.

Ni Platón ni Aristóteles citan a Pitágoras, y gran parte de lo que se aseguró que eran
informes de sus enseñanzas han resultado ser falsificaciones. Lo que es cierto, como
mínimo, es que los pitagóricos creían en la metempsicosis y que eran vegetarianos
(aunque, como hemos visto, evitaban las alubias), basándose en que animales y
humanos son parientes y que comer carne es una especie de canibalismo. Algunas de
las enseñanzas de los pitagóricos, en especial los akousmata (las cosas oídas), es decir, las
normas simbólicas de la orden, sugieren una supervivencia a partir de conceptos de
tabú. Incluyen prohibiciones de romper el pan, de pasar por encima de travesaños, de
tocar gallos blancos, de caminar por carreteras, de permitir que golondrinas vivan en su
tejado o de buscarse uno mismo en un espejo junto a una luz. Se instruía a los
pitagóricos a que enrollasen la ropa de cama al despertarse cada mañana y a alisar la
impresión de su cuerpo en el colchón.
Resulta lamentable, para nuestra comprensión de la filosofía de Pitágoras, que las
leyendas que crecieron en torno a él oscurezcan la gran influencia que tuvo sobre Platón
y otros. En los textos de los autores neoplatónicos Porfirio y Jámblico, escritos mucho
más tarde ya en los siglos III y IV d. C., se le representa como a un profeta, un hombre
sagrado que había recibido revelaciones divinas. Jámblico lo llama «el divino Pitágoras»
en su tratado Vida pitagórica, y Porfirio dice: «De nadie se han supuesto más cosas y más
extraordinarias» (Vida de Pitágoras). Algunas de estas opiniones llevaron a la teoría de
que buena parte del pensamiento de Platón es un préstamo de Pitágoras.

Sería fácil pensar que el pitagorismo es solo otro de los muchos movimientos o sectas
que predicaban creencias primitivas. Pero la contribución de la escuela a las
matemáticas y a la ciencia es imposible de ignorar. En efecto, incluso en los aspectos
más sectarios hay puntos de interés: los pitagóricos creían que la música purifica el
alma, algo importante para un sistema de creencias que buscaba ayudar al alma a huir
de la rueda del renacimiento, objetivo asimismo del orfismo y de otras sectas místicas.
Además, los pitagóricos dividían a las personas en tres grupos, en una analogía con la
gente que acudía a los Juegos: algunos lo hacían para competir; otros, para comprar y
vender en las gradas; y otros, para observar (que en griego es theorein, de donde
procede teoría). Los filósofos son los que observan el mundo para estudiarlo. Por lo
tanto, constituyen el mejor tipo de personas, decían los pitagóricos, los más cercanos a
purificarse y, por consiguiente, a escapar del ciclo de renacimiento.

El matemático Aristógenes dijo que Pitágoras fue el primero en tomar el estudio de la


aritmética más allá de las necesidades del comercio. Los pitagóricos introdujeron un
modo de representar números como puntos en triángulos, cuadrados y rectángulos, y
demostraron una gama de propiedades aritméticas a través de las geometrías de esas
disposiciones. Los números-forma tenían también un significado religioso: aquel por el
que los pitagóricos juraban era la «tetractys de la década», es decir, un triángulo de
puntos con una línea de cuatro en su base, tres encima, luego dos y luego uno, sumando
entre todos diez. Los pitagóricos creían que el diez es la base natural para contar, y le
dieron un significado místico. Existen, evidentemente, infinidad de números
triangulares: el tres se representa como el triángulo de dos puntos y un punto encima; el
seis, como un triángulo de disposición «3-2-1»; ya hemos visto el diez; el quince es «5-4-

3-2-1», etcétera.
Filas y columnas con el mismo número de puntos dan «números cuadrados»,
mientras que los «números oblongos» son aquellos en los que las columnas tienen un

punto menos que las filas.

Hoy en día empleamos numerales procedentes en último término de la India (aunque


llamados «arábigos» porque fueron los árabes quienes los transmitieron al mundo a
gran escala), pero en inglés se sigue hablando de figures para denotar cifras.

Si hay algo que casi todo el mundo sabe acerca de los pitagóricos es el teorema de
Pitágoras, que reza que el cuadrado de una hipotenusa (el lado más largo de un
triángulo equilátero) es igual a la suma de los cuadrados de sus otros dos lados, de
donde si a es la hipotenusa, a2 = b2 + c2. En realidad, esto ya lo sabía Tales; lo sabían los
geómetras y agrimensores egipcios, y los babilonios e indios mucho antes; lo que sí es
posible es que Pitágoras o algún seguidor descubriera la prueba.

Un gran logro de la escuela pitagórica fue el descubrimiento de que el tono de una


nota musical depende de la longitud de la cuerda cuya vibración la produce; que
sencillas proporciones numéricas explican los intervalos consonantes de una escala: 2:1,
octava; 3:2, quinta justa; 4:3, cuarta justa, etcétera. Para comprender esto, pensemos en
dos cuerdas de guitarra de igual longitud, tensión y grosor. Si se puntean ambas a la
vez, sonarán igual. Si se puntean a distintas longitudes, a veces sonarán disonantes y a
veces consonantes. En esta última observación subyace la medida de los intervalos
consonantes, siendo un intervalo la distancia entre dos notas, y siendo un intervalo
consonante aquel en que dos notas suenan bien conjuntamente. La experiencia nos
mostrará que, si tenemos dos cuerdas de igual longitud, tensión y grosor, al puntear
una y, simultáneamente, la otra, pero presionada exactamente en su mitad, ambas
arrojarán una consonancia: esta es la octava. Si punteamos la segunda cuerda a dos
tercios de su longitud con respecto a la primera, la consonancia resultante es una quinta
justa (en un piano, toque simultáneamente las notas do y sol de la segunda octava, es
decir, después de do central: tendrá una quinta justa).
Este descubrimiento, incluso más que el teorema del cuadrado de la hipotenusa, ha
sido catalogado como el primer paso de la auténtica ciencia, puesto que proporciona
una descripción cuantificada de un fenómeno observable. Y en su extensión de la idea
de la «armonía de las esferas», extrapola la idea a toda la naturaleza. Los pitagóricos
creían que los cuerpos celestes emitían una vibración a medida que volaban a través del
espacio; y que las distancias entre ellos eran tales que conformaban una escala: la Tierra
y la Luna estaban a un tono de distancia; la Luna y Mercurio, a un semitono; Venus, con
respecto al Sol, a una tercera menor; Marte, con respecto a Júpiter, y este, con respecto a
Saturno, a un semitono; y de Saturno a la esfera fija de estrellas había una tercera
menor.

Para los pitagóricos, como para otros —Platón incluido—, la idea de armonía poseía
un sentido más allá del matemático, de proporciones que producen consonancias; se
convirtió en una metáfora clave al hablar de asuntos éticos y psicológicos. Sin embargo,
por sí sola, sin posteriores aplicaciones filosóficas, supone un paso formidable.

Las ideas y descubrimientos de las matemáticas pitagóricas no llevaron solo a ideas


éticas, sino también a una metafísica en la que se percibía la realidad misma constituida
por números. Se dice que el lema situado sobre la entrada de las logias pitagóricas
rezaba «TODO ES NÚMERO». Pensemos en los puntos como átomos: no es que los
pitagóricos lo dijeran, pero es una conexión que surge de modo natural; máxime
cuando la estructura de los objetos materiales —pensemos en un cristal— es
descriptible, con fines informativos, en términos geométricos. Esto puede no haber sido
el propósito original de los pitagóricos, pues Aristóteles informa de que asignaban
valores numéricos a ciertas abstracciones, como justicia y matrimonio: justicia es cuatro;
matrimonio es tres, «el momento adecuado» es siete. Los impares eran masculinos; los
pares, femeninos. El significado de tales ideas no queda claro. Pero también es probable
que concibieran el mundo compuesto esencialmente de números enteros y sus
proporciones, como sugiere su reacción (su aterrorizada reacción) al descubrimiento de
los «números irracionales». Esto se explica como sigue.

Pensemos en la relación entre la longitud del lado de un cuadrado y la longitud de la


diagonal que va de una esquina del cuadrado a la opuesta. No hay modo de expresar la
proporción entre la longitud de la diagonal y la longitud del lado con números enteros.
Los pitagóricos veían esta inconmensurabilidad como un fenómeno inquietante, incluso
malvado.

Para entender qué había en juego, pensemos en un cuadrado; cada uno de sus lados,
de un metro de longitud. Determinar la longitud de la diagonal parece fácil, porque es
la hipotenusa del triángulo rectángulo que forma con dos lados del cuadrado. Sabemos
que el cuadrado de la diagonal equivale a la suma de los cuadrados de los otros dos
lados: es de dos metros, porque (1 × 1) + (1 × 1) = 2. Pero ¿cuál es la raíz cuadrada de 2?
Obviamente, el número que, multiplicado por sí mismo, dé 2. ¿Qué número es ese? No
puede ser 1, porque 1 × 1 = 1. No puede ser 2, porque 2 × 2 = 4. Por lo tanto, es algo entre
1 y 2. Pero, sea lo que sea, no se puede expresar como una proporción entre dos enteros;
no es una fracción simple. Se comprende mejor en términos decimales: un número
irracional es aquel cuya expansión decimal nunca se acaba o se convierte en periódica
(se repite regularmente). ¿Cómo puede la naturaleza consistir en números que se
comportan tan mal?

El descubrimiento de los números irracionales fue tan traumático para los pitagóricos,
dice la leyenda, que el autor del descubrimiento (o, según otras leyendas, el que desveló
su existencia, puesto que los demás miembros habían jurado mantenerla en secreto), un
tal Hípaso de Metaponto, fue castigado a morir ahogado.

Los hallazgos e ideas de los pitagóricos parecen tan diferentes de los de sus coetáneos
jonios que es un alivio encontrarse en terreno más familiar con su cosmología. En ella,
en efecto, parecen haber tomado elementos prestados de Anaximandro y de
Anaxímenes. Aristóteles cuenta que los pitagóricos creían que más allá de los cielos
existe un «aliento ilimitado» que el mundo inhala, y del que adquiere cohesión y orden.
Esto nos recuerda un poco a Anaxímenes, una extensión de su concepto de que el arjé es
el aer hasta llegar a la idea de que la oscuridad es el aire muy condensado. El aer de
Anaxímenes es ilimitado, como el ápeiron de Anaximandro, y los pitagóricos llaman a la
oscuridad «lo Ilimitado», y a la luz, «el Límite».

Se atribuye a Pitágoras la creencia de que la Tierra era una esfera, y escritores


posteriores afirmaban que pensaba que el universo era heliocéntrico, razón por la cual
al modelo copernicano heliocéntrico del universo se lo denominaba pitagórico. La idea
de que los cielos, más allá del sistema de los planetas, dispuestos como estén, son
ruedas de aire ardiente que vemos a través de aperturas en los laterales inferiores del
cielo —estas aperturas serían las estrellas— es una idea que los pitagóricos podrían
haber tomado de Anaximandro. Este pensaba que había tres ruedas de este tipo, y muy
probablemente los pitagóricos identificaban los huecos entre ellas con tres intervalos
musicales que habían descubierto: la octava, la quinta y la cuarta, esto es, la «música de
las esferas».

El gran legado del pitagorismo fue el descubrimiento musical de que los intervalos de
consonancia podían expresarse como sencillas proporciones numéricas. La idea de
harmonia, armonía, inauguraba una serie de posibilidades conceptuales que demostró
poseer una enorme influencia. Sugería que se podían armonizar los opuestos, o que se
podían producir armonías en sus interacciones, como mínimo mediante la mezcla:
como cuando lo seco y lo mojado, lo caliente y lo frío, se equilibran mutuamente o
atemperan recíprocamente sus excesos. En efecto, la idea de temperamento de la
primera ciencia médica —el armonioso equilibrio entre los «humores» colérico,
flemático, melancólico y sanguíneo— se consideraba el constituyente de la buena salud;
el concepto de temperatura era una proporción entre calor y frío, y la ética Doctrina del
Medio como virtuosa senda entre extremos perversos (así, el coraje sería el virtuoso
punto medio entre la cobardía y la temeridad). Todas ellas están en deuda, de un modo
u otro, con la idea de harmonia. «No es exagerado decir —afirma el historiador de
filosofía antigua John Burnet— que desde ese momento la filosofía griega estaría
dominada por la noción de una cuerda perfectamente afinada.»

JENÓFANES

El floruit de Jenófanes queda en algún punto tras la mitad del siglo VI a. C., lo que lo
convierte en coetáneo de Pitágoras. Sin embargo, vivió largo tiempo y murió con más
de noventa años tras una vida de vagabundeo. Disponemos de una cita suya que dice:
«Hace ya sesenta y siete años desde que el peso de la vida me arrastró de aquí allá por
las regiones de Grecia. Desde mi nacimiento habían pasado ya veinticinco años». Esto le
confería noventa y dos años de edad en el momento de escribir esas frases.

Podemos imaginar tales palabras como respuesta a una pregunta que se hace en uno
de sus poemas: «Estas son las cosas de las que hay que conversar junto al fuego, en el
invierno, confortablemente reclinado, bebiendo vino dulce y comiendo garbanzos secos:
“Dime quién eres, amigo, y de dónde vienes; qué edad tienes, compañero, y cuántos
años tenías cuando la invasión de los medos”». Esta cita a los medos hace referencia a la
conquista de Jonia por Harpago, un medo que sirvió como general del ejército del rey
persa Ciro. Anteriormente, las ciudades jónicas habían quedado bajo el dominio del rey
Creso de Lidia, y cuando Ciro atacó Lidia pidió a los jonios que se rebelasen a su favor.
Los jonios se negaron y, por ello, tras su victoria en el año 540 a. C., Ciro envió una
expedición de castigo contra ellos. En lugar de someterse al dominio persa, muchos de
los griegos embarcaron y abandonaron sus ciudades; la población entera de Focea lo
hizo y se asentó en Sicilia. La aguda pregunta de Jenófanes, «cuántos años tenías
cuando la invasión de los medos», debió de resonar sin duda entre la diáspora de
refugiados jonios que aún podían recordar sus hogares en la costa oriental del Egeo.

Aunque inciertas, sus fechas quedan delimitadas por varios hechos. Uno de ellos es
que se dice que escuchó a Anaximandro dando clase. Otro es que se refiere a su
contemporáneo Pitágoras en pasado, lo que indica que Pitágoras murió antes que él.
Una tradición poco fiable dice que fue tutor de Parménides, lo que lo situaría en el sur
de Italia en algún momento de las dos últimas décadas del siglo VI a. C. A su vez,
Heráclito se refiere a Jenófanes en pasado, lo que sugiere que había muerto para cuando
Heráclito alcanzó su madurez a principios del siglo V a. C.

Jenófanes nació en Colofón, una ciudad jonia situada entre Mileto y Éfeso y, por lo
tanto, cercana a Samos, lugar de nacimiento de Pitágoras. Suponiendo que las
referencias, en sus fragmentos, significan lo que parece que significan, habría
abandonado Colofón cuando la ciudad cayó ante el ejército de Harpago, con veinticinco
años, y desde entonces viajó hasta el día de su muerte. Escribió en verso acerca de una
amplia gama de temas, algunos de ellos filosóficos, aunque es objeto de debate que
haya escrito alguna vez un poema. Las citas de tipo filosófico proceden sobre todo de
sus ataques satíricos a Homero y Hesíodo, cuya narración antropomórfica de los dioses
despreciaba.

Este último es uno de los rasgos distintivos de Jenófanes: su enfático rechazo a la


religión tradicional y sus antropomórficas deidades olímpicas. Sostenía que la
adivinación no existe; que fenómenos naturales como los terremotos y el arcoíris no
eran mensajes de los dioses, sino que deberían ser investigados y comprendidos de un
modo naturalista.

También criticaba mucho la obsesión de los griegos con el atletismo y con el gasto de
dinero público en ello, y decía: «Más valiosa que la fuerza de los hombres y corceles es
nuestro arte [la poesía]. Son estos juicios sin inteligencia; no es adecuado preferir la
fuerza al buen arte». Señala que incluso si surge un púgil más poderoso, o un atleta más
rápido, o un luchador más ágil que los demás, «no por ello estará mejor gobernada la
ciudad. Poca alegría supone para la ciudad que un hombre gane los Juegos; eso no llena
sus graneros».

Acorde con su línea de investigación, se interesó mucho por el mundo natural y


señaló la existencia de fósiles de peces y algas en cimas de montañas, y especuló acerca
de fenómenos meteorológicos y del tamaño del mundo, tanto en diámetro como en
profundidad. Con respecto a esto último, creía que la Tierra se extendía hasta el infinito
hacia abajo, y que por lo tanto el Sol no podía rodearla por la noche. En lugar de ello,
veíamos un sol nuevo cada mañana, creado a partir de «muchos pequeños fuegos».

En Jenófanes leemos la anécdota en la que Pitágoras escucha la voz de un amigo en el


aullido de un perro. Era una sátira: Jenófanes creía que la doctrina de la metempsicosis
era absurda. Se mofaba ácidamente de Homero y Hesíodo porque «atribuían a los
dioses todas aquellas cosas que suponían vergüenza y desgracia entre los mortales:
robos, adulterios y engaños». Dijo que «si los bueyes, caballos y leones pudieran tener
manos y pintar con ellas como los hombres, los caballos pintarían a sus dioses como
caballos y como a bueyes, los bueyes». Él, en cambio, creía que había un dios, que era
totalmente distinto a nada que conociéramos y que podría, en realidad, ser el mundo
mismo.

En los párrafos en los que toca temas importantes de los pensadores jónicos
coetáneos, demuestra conocer también sus ideas y haber recibido su influencia. «Todo
procede de la tierra, y todo muere en la tierra [...]. Todas las cosas son tierra y agua que
nacen y crecen.» Parece haber creído que la tierra se disuelve progresivamente en el
mar: «Todos los seres humanos quedarán destruidos cuando el agua cubra la tierra y la
convierta en barro. Este cambio tiene lugar en todos los mundos».

Esta última frase ha sido causa de no pocos debates entre los eruditos. Sugiere, bajo la
influencia de Anaximandro, la existencia de una pluralidad de mundos; pero en todos
los demás comentarios de Jenófanes, así como en las observaciones de Aristóteles con
respecto a él, parece haber sostenido que «el mundo es Uno», una doctrina que sostenía
Parménides, quien recibió influencias de Jenófanes pese a no haber sido discípulo
directo suyo. Pero no se puede culpar totalmente a Jenófanes de las incoherencias y
rarezas en sus ideas. Un miembro de la escuela fundada posteriormente por Aristóteles
—la escuela peripatética— escribió un tratado sobre Jenófanes y otros dos pensadores,
en el que hacía afirmar a Jenófanes que el mundo no era finito ni infinito, y que ni
estaba en movimiento ni quieto. Simplicio, que escribió mucho más tarde, se mostró
perplejo ante dichas afirmaciones.

Pero, fuese lo que fuese lo que quisiera decir Jenófanes, hay pistas que sugieren una
relación con Parménides. Aristóteles dice en la Metafísica que Jenófanes fue el primero
en afirmar que la realidad es «Uno», y Platón llamó a Jenófanes «el primero de los
eleáticos», entendiéndose por tales a los filósofos de la escuela de Parménides que
compartían la doctrina de que la realidad es una cosa eterna e inmanente. Aristóteles
fue más allá al sugerir que Jenófanes pensaba que el mundo y dios eran una misma
cosa; en efecto, en un fragmento dice que el mundo y dios son «iguales en todo».

Como nos recuerdan posteriores cronistas, sería un error interpretar estas palabras
sobre dios, en este contexto, con el sentido que tendría más tarde en otras ideas acerca
de la deidad, como las más familiares al judaísmo y al cristianismo; pues, en efecto, la
negación, por parte de Jenófanes, de la existencia de los dioses tradicionales, y su
afirmación de que dios y el mundo son una misma cosa existen en conjunto para sugerir
que «no hay más dios que el mundo». Más allá de la conexión con las ideas de
Parménides, estas nociones —suponiendo que fueran lo que Jenófanes quiso decir—
anticipan también la filosofía de Spinoza, quien vivió más de dos mil años después.5
Algo de Jenófanes, que cualquiera que lea estas páginas puede disfrutar, es su
narración de una cena de filósofos, de la que dice: «Ahora, pues, limpio está el suelo y
las manos de todos, y las copas [...]. La crátera en medio se yergue colmada de gozo.
Otro vino hay dispuesto que dicen que nunca traiciona, dulce en los cántaros, y con
perfume de flores [...] y hay también agua fresca, gustosa y muy clara. Al lado hay
rubios panes y se halla la mesa admirable cargada de queso y de miel estupenda y
dorada». Los «alegres hombres» (siempre solo hombres, ¡vaya!) vierten una libación y
juran «actuar con justicia»; el vino es el justo para permitir a todo el mundo regresar a
casa sin ayuda de su criado, y la charla no versa sobre mitos o guerras, sino acerca de la
«excelencia» (areté).

HERÁCLITO

Un modo seguro de pervivir en el recuerdo filosófico es arrojar ideas sorprendentes que


resulten confusas o ambiguas, o aún mejor: una mezcla de ambas. Heráclito es un
ejemplo. Apodado «el oscuro» y «el enigmático», salpicó sus ambigüedades con
arrogancia y misantropía. Era un aristócrata, nacido en Éfeso alrededor del año 540 a.
C., o quizá poco después, y su familia era parte de la élite que regía la ciudad. Cedió su
cargo político hereditario de basileus a su hermano, y más tarde se retiró a vivir una vida
de ermitaño, aunque regresó a la ciudad cuando enfermó, y murió a la edad
aproximada de sesenta años.

Escribió un libro, una copia del cual llegó a Sócrates a través del dramaturgo
Eurípides (al menos según Diógenes Laercio, quien informa de lo que seguramente es
solo una leyenda). Eurípides le habría preguntado qué opinaba de él. Sócrates habría
respondido: «Lo que de él he entendido es espléndido; lo que no he entendido
probablemente sea también espléndido; pero se necesitaría un buzo delio para llegar al
fondo».

Uno de los grandes problemas para comprender la filosofía de Heráclito es que los
fragmentos que han sobrevivido de su libro son oscuros en sí mismos, y no queda nada
claro en qué orden disponerlos, lo que supone un problema porque distintos
ordenamientos implican distintas interpretaciones. En su Retórica, Aristóteles se quejaba
de que era difícil saber cómo puntuar las frases de Heráclito para que tuvieran sentido,
y ofrece como ejemplo la única frase cuya posición en la obra conocemos, la primera de
todas: «Aunque esta razón [logos] existe siempre, los hombres se tornan incapaces de
comprenderla». ¿Es el logos lo que existe siempre, o es que siempre los hombres se
tornan incapaces de comprenderlo?
Ni siquiera conocemos el título del libro, que nos daría alguna pista acerca de su
tema; doxógrafos posteriores afirman que se componía de tres partes: una sobre la
naturaleza, otra sobre política y una tercera sobre teología. Esto sería una ruptura con la
tradición filosófica, al abarcar más que la cosmología. Pero ¿cuál de los tres temas
contenía el argumento principal que deseaba expresar? Dado que parece haberse escrito
en un estilo deliberadamente parecido al de un oráculo —uno imagina que las
comparaciones con Así habló Zaratustra, de Nietzsche, y quizá incluso con su autor,
serían sugerentes— es fácil ver cómo aumentan las dificultades.

La narración que ofrece Heráclito de la naturaleza del mundo va acompañada de


anotaciones acerca de la percepción, del conocimiento y de la investigación. «La
naturaleza ama ocultarse [...]. Los ojos son testigos más exactos que los oídos.»
¿Significa acaso «es mejor ver por uno mismo que fiarse de la palabra de otros»? Incluso
quienes, como Pitágoras, se embarcan en la investigación científica pueden equivocarse:
«La mucha ciencia no instruye la mente, pues hubiera instruido a Hesíodo y a Pitágoras,
como a Jenófanes y a Hecateo». En cualquier caso, Heráclito creía haber comprendido la
naturaleza correcta del logos, un término empleado por muchos filósofos griegos de tal
cantidad de formas que puede dársele cualquier (y más de un) sentido: «narración»,
«teoría», «marco conceptual», «palabra», «razón», «significado», «principio» o lo que
podríamos denominar «lógica subyacente (de algo)». Una reconstrucción razonable de
la narrativa de Heráclito sería la que sigue.

Todo lo que existe se halla en flujo; como vierte Platón en el Cratilo, «Heráclito dice
que todo pasa; que nada permanece; y comparando las cosas con el curso de un río, dice
que no puede entrarse dos veces en un mismo río». El discípulo de Heráclito, Cratilo,
estaba tan convencido de que todo está en constante cambio que no respondía cuando
lo interpelaban, sino que solo movía un dedo para indicar que había oído, pero que,
para cuando estaba listo para responder, el mundo había ya cambiado.

Algunos críticos no creen que Heráclito quisiera decir lo que Platón le atribuye. Según
ellos, lo que decía era que las cosas permanecen y son ellas mismas por medio del
cambio, como es el caso de un río: su flujo no destruye su continuidad como río, sino
que, más bien, la constituye.

Esta última lectura es más coherente con otra de las doctrinas de Heráclito, la de la
«unidad de los opuestos». Una interpretación de esta es que una cosa puede combinar
características opuestas: «La mar es el agua más pura y más impura, para los peces
potable y saludable, para los hombres impotable y mortal». De igual modo, la juventud
y la vejez, despertar y dormir, vida y muerte son «una misma cosa en nosotros [...] lo
uno, movido de su lugar, es lo otro, y lo otro, a su lugar devuelto, lo uno», aunque en
estos casos no simultáneamente. Pero otros de sus fragmentos parecen decir que los
opuestos son, en realidad, idénticos: «El camino directo y el camino inverso que recorre
la carda del cardador es uno y el mismo [...]. El camino hacia arriba y hacia abajo, uno y
el mismo». Estas frases dicen la verdad: una escalera va hacia arriba y hacia abajo a la
vez, y tan solo se diferencia en función de si uno sube o baja. «[Los hombres] no
comprenden cómo divergiendo coincide consigo mismo: acople de tensiones, como en
el arco y la lira.»

Otra identificación de opuestos exige, empero, una interpretación más estudiada: un


fragmento dice: «Bien y mal son una misma cosa». ¿Es esto acaso una versión de la
famosa frase de Hamlet, «nada hay bueno ni malo, sino en fuerza de nuestra fantasía»?
Muy seguramente la explicación es más profunda, pues Heráclito parece haber
sostenido que la existencia misma es posible gracias a la tensión o conflicto que une los
opuestos. «Homero hace votos por que “de los dioses y hombres la rivalidad se aleje”.
Se le esconde que maldice de la generación de todas las cosas, que tienen su origen en la
lucha y la antipatía, y que desaparecerían. [...] La guerra es la madre de todo, la reina de
todo [...] la guerra es común a todos, y que la lucha es justicia, y que todo nace y muere
por obra de la lucha.»

Siguiendo la senda de Aristóteles, muchos exégetas ven a Heráclito conforme a la


tradición de los primeros jonios como esencialmente un monista material, es decir, que
sostiene que hay un solo arjé material subyacente. Sus predecesores habían nominado a
tal efecto al agua, al infinito y al aire; él nominó el fuego. «Este cosmos, el mismo para
todos, no lo hizo ninguno de los dioses ni de los hombres, sino que ha sido eternamente
y es y será un fuego eternamente viviente, que se enciende según medidas y se apaga
según medidas [...]. El fuego eterno es indigencia y hartura [...]. Cambio del fuego todo
y de todo el fuego.» El fuego se convierte en agua, y la mitad del agua se convierte en
tierra, y la otra mitad, en fiero viento, y ambos pueden regresar a agua, y el agua volver
a ser fuego. Estos cambios son consecuencia de la lucha, que es una aplicación de la
justicia y que evita el predominio de una cosa sobre las demás.

Podría parecer que el eterno flujo y cambio hacen imposible el conocimiento, y Platón
creía que esto era lo que quería decir Heráclito. Pero sus afirmaciones acerca del valor
de la enseñanza, así como sus críticas a otros por no alcanzar la comprensión, incluso si
estudian e investigan, sugieren otra cosa. En efecto, parece que otorgaba una gran
importancia ética al conocimiento: «El pensar es la virtud máxima, y sabiduría decir la
verdad y obrar como los que comprenden la naturaleza de las cosas». Es por esto por lo
que dice de sí mismo que prefiere «ver, oír y aprender».
Pitágoras había enseñado un modo de vivir; Heráclito ofrecía sabiduría en enseñanzas
propias. Como muchos otros, aconsejaba moderación y autocontrol en actividades tales
como beber y comer; pero, a diferencia de muchos otros, perseguía abiertamente la
fama: «Los mejores lo dan todo por una cosa: la fama eterna entre los mortales». Dado
que también creía que las mejores muertes suceden en combate, no queda claro que se
refiriera a la fama filosófica. Dijo que «el carácter es el destino», y no siempre es bueno
conseguir lo que se quiere.

En política, abogaba por el imperio de la ley («Menester es que el pueblo luche por la
ley como por sus muros») y por la sabia elección de sus gobernantes. Ambos consejos
son coherentes con la idea de que hay un logos cósmico (lo que se puede interpretar
como que el cosmos está regido por leyes universales) y que la racionalidad —la
comprensión racional de esas leyes universales— se aplica tanto a la ética y a la política
como a la cosmología. Pero no era un protodemócrata: no tenía tiempo para los «tontos»
ni para «los muchos [...] la turba». «El maestro de la masa es Hesíodo: creen que sabía
más que nadie... él, que no descubrió que el día y la noche son una misma cosa.»

No puede negarse que otros y posteriores filósofos se sorprendieron de las ideas de


Heráclito... ¿Cómo podríamos afirmar que fueron «influidos» por él, cuando ni ellos ni
nosotros podemos estar seguros de esas ideas? Evidentemente, sus coetáneos y
sucesores tenían sus propias interpretaciones acerca de lo que quiso decir, y se vieron
influidos, sin duda, por ellas; pero podemos extrapolar distintos resultados, a partir de
esto, para el pensamiento posterior. Hay quien cree que Parménides desarrolló su
filosofía en oposición a la de Heráclito; otros ven a Demócrito hacerse eco de Heráclito
en sus enunciados éticos; a menudo se lee a Platón como si interpretara a Heráclito al
argumentar a favor de lo transitorio e inestable del mundo, y a Parménides a la hora de
argumentar a favor de lo eterno e inmutable del mundo inteligible. Algunos encuadran
perfectamente a Heráclito en la tradición de los físicos jonios; otros lo ven como un
escéptico. Tal es el destino, y la utilidad, de ser «enigmático».

PARMÉNIDES

Parménides nació en el seno de una familia rica en Elea alrededor del año 515 a. C.,
según Diógenes Laercio, o entre una o dos décadas más tarde, de tal modo que la
afirmación de Platón de que Sócrates lo conoció de joven alrededor del 450 a. C. pueda
considerarse posible. Diógenes sigue a Aristóteles en su afirmación de que era discípulo
de Jenófanes, pese a no estar de acuerdo con sus ideas. Sin embargo, al igual que su
profesor, escribió su filosofía en verso, usando hexámetros homéricos embellecidos con
imágenes homéricas, sobre todo de la Odisea. Según Diógenes, también se decía que
Parménides había estudiado con Anaximandro, y que en algún momento mantuvo una
asociación cercana con un pitagórico llamado Ameinias, a quien quiso mucho, como
prueba el hecho de que, a su muerte, le erigiera un altar «como a un héroe». Una de las
razones que se sugirieron para esta devoción fue que Ameinias le convenció de que
dedicase su vida a la filosofía. En la tradición doxográfica hay fuentes que describen a
Parménides como pitagórico, y no hay razón para pensar que no pudiera haber sido
uno de ellos en su juventud, aunque para cuando escribió su poema ya no lo fuese.

El poema de Parménides cuenta la historia de un joven que es transportado en


carruaje al encuentro de una diosa, quien le promete que le enseñará todas las cosas.6
Pero, le advierte, aunque todo lo que le dirá es cierto, él debe ponerlo a prueba por sí
mismo: «Juzga por argumento —le dice ella—, la muy discutible prueba que yo te
ofrezca». Tras una larga introducción, el Proema, comienza el poema mismo con la
primera de sus dos secciones, titulada «Verdad». Tenemos unas 150 líneas del poema,
de las que más de dos tercios pertenecen a esta sección. La segunda parte se titula
«Opinión», y la diosa le advierte de que tiene que ver con una idea del mundo
engañosa; trata acerca de nuestra idea ordinaria del mundo, basada en los sentidos, y de
que estos nos engañan. Por el contrario, la primera parte, «Verdad», nos dice que el
auténtico conocimiento solo es posible en relación con «lo que es», con la realidad,
porque «lo que no es» literalmente no puede pensarse ni decirse. Solo la razón puede
llevarnos a la verdad acerca de lo que es.

Esta verdad es que «lo que es» tiene que ser una sola cosa inmutable y completa,
perfecta, total y eterna. Las ideas de los otros filósofos, basadas en la premisa de la
transformación de un arjé en toda una gama de cosas basadas en el movimiento y el
cambio, en interacción, flujo, reparación, mezcla o cualquier otra idea sugerida por esos
pensadores, resultan falsas a la luz de la razón, pues tan solo lo Único, eterno,
inmutable y comprehensivo, es concebible.

Al principio de la parte titulada «Opinión», la diosa dice: «Con esto concluyo para ti
el discurso cierto y la intelección acerca de la verdad; las opiniones mortales, tras esto,
aprende, escuchando el orden engañoso de mis palabras». Plantea la diosa, entonces,
una cosmología en la que el fuego pertenece a los cielos y se opone a la «noche ignara,
cuerpo compacto y pesado [...] todo lleno está a la vez de luz y de noche invisible; de
ambas por igual, puesto que a ninguna de ambas nada pertenece». En los cielos, la
«necesidad» une las estrellas; la Luna, el Sol, la Vía Láctea y otros fenómenos son o bien
«fuego sin mezcla» o tienen su parte de noche, lo que explica la variación entre ellos; y
«entre medio de fuego se lanza una parte; y en medio de todo esto la demonio, que todo
lo gobierna, pues por doquier el aborrecible nacimiento y la mezcla inicia enviando
hacia el macho la hembra para aparearse y, por otra parte, lo contrario, el macho hacia
la hembra».
Pero esta «senda de la opinión», este «camino de los pareceres», es, repetimos,
engañoso; es el camino «por el que los mortales que nada saben yerran bicéfalos»
pensando que viven en un mundo de contingencia, pluralidad y cambio. Debido a la
engañosa prueba que ofrecen sus sentidos, creen que las cosas pueden ser y no ser a la
vez, porque, por ejemplo, una cosa puede poseer cierta propiedad en un momento y
carecer de ella en otro. «Que la costumbre por camino tan trillado como este no te
arrastre para apacentar ciegos ojos y retumbantes oídos y lengua —advierte la diosa—,
juzga, empero, con el raciocinio.» Pero es importante conocer este «camino del parecer»
para poder ponerlo en contraste adecuadamente con el camino de la verdad. «Es
necesario —le dice ella— que todo lo sepas; por un lado, de la verdad persuasiva el
corazón inconmovible; por otro, las opiniones de los mortales, que no abrigan
convicción verdadera.»

El argumento central del sistema de Parménides reside en lo que él denomina «lo que
es». Hace que la diosa declare que lo que es, «siendo inengendrado, es también
indestructible, íntegro, único y también inmóvil y además perfecto. —Y añade—: Ni fue
alguna vez ni será, puesto que ahora es a la vez todo, uno, continuo». Las preguntas que
plantea esto son las siguientes: ¿es lo que es algo físico, o se trata de algo no físico, una
abstracción como «el infinito», o quizá un dios? Si es físico, ¿cómo podemos explicar
que, en casi todas las ideas, las propiedades espacio-temporales son distintivas, y en
realidad definitorias, de lo físico, mientras que el «lo que es» de Parménides comprende
tanto todo lo que es (espacio) como lo que no cambia (complicando, como mínimo, lo
que podemos comprender como tiempo, si es que el tiempo existe)?

Obviamente, esta pregunta es controvertida con respecto a la interpretación, pero el


consenso general es que Parménides veía lo que es como algo físico. Un fragmento lo
describe como una esfera, y Aristóteles afirmaba que Parménides no creía en ningún
tipo de realidad no física. Tampoco habla de un «dios» o «dioses» en relación con la
realidad (la diosa del poema es meramente una licencia poética), sino que parece ver «lo
que es» como el universo mismo, como todo, visto en su totalidad, como una sola cosa:
un plenum, o completitud de la realidad física.

Esto nos lleva a la pregunta de si la esfera es infinita, puesto que, si no es así, el


espacio debe ser finito a fin de que la esfera lo llene por completo. En cualquier caso, si
la esfera es física, debe comprender todo el espacio, puesto que es inmóvil e inamovible;
y dado que es inmanente, hemos de pensar que no existe el tiempo, o que lo que es
comprende todo el tiempo en un presente inmutable. Tal parece ser el significado del
fragmento «nada hay o habrá además de “lo que es”, porque la parca lo ató para que
íntegro e inmóvil fuese». Esto, al menos, es coherente con la tesis central de que la
realidad es un Uno inmutable; desde la idea de que el tiempo solo existe allí donde hay
cambio, en el ideal plenum de lo que es no puede haber cambio ni, por lo tanto, tiempo,
sino solo un presente eterno.

En efecto, dado que no puede haber nada más allá de lo que es, los conceptos
particulares de cambio y movimiento están vacíos. Solo podría haber cambio y
movimiento si más allá de lo que es hay también lo que no es, en este sentido: si uno
cree, como Anaxímenes, que el arjé se rarifica y condensa, entonces el paso de un estado
(más rarificado) a otro (más condensado) y viceversa presupone que el estado al que
pasa el arjé no estaba, por así decirlo, allí: no había un «ser más condensado» para que el
«ser menos condensado» se convirtiese en él, puesto que si no había tal estado-aún-no-
existente, no habría nada en lo que un estado diferente se convirtiera. De igual modo, la
noción de aire de los pitagóricos, más allá del cosmos, que entra para separar el cosmos
en unidades distintas también presupone la existencia de un «lo que no es», como la
cosa sobre la que tiempo y cambio actúan para convertirla en «lo que es».

El argumento clave para Parménides es que uno no puede pensar «en lo que no es»,
mientras que todo aquello en lo que se pueda pensar «ha de ser». «Ello mismo, pues, ha
de inteligir[se] y ha de ser. Necesario [es] esto: declarar e inteligir que “lo que es” es
pues tiene que ser. Y lo que no es no es.» Otra manera de afirmar esto es decir: si
piensas, has de estar pensando en algo; por lo tanto, no puede haber «nada». «Solo lo
que existe puede ser pensado [...] el pensamiento existe por virtud de lo que es.»

Nótese que Parménides no ofrece meras afirmaciones en la parte concerniente a la


Verdad; ofrece argumentos. El sorprendente contraste entre las dos partes del poema
reside en el hecho de que en la primera se nos pide que pensemos que lo que es ha de
ser comprehensivo: posee el carácter de tautología de decir «lo que es es» y que uno no
puede pensar ni decir lo que no es, porque, por definición, lo que no es no es nada.
Parece paradójico pensar que se pueda tener Nada como objeto del propio pensamiento.
Uno puede, razonablemente, tener mucho que decir acerca de cómo, de hecho,
hablamos acerca de lo que no es el caso (pero es posible, o fue el caso, o será el caso,
pero aún no lo es, etcétera), y uno puede cuestionar también la afirmación de que el
reino de lo real y el reino de lo concebible sean necesariamente el mismo y exclusivo.
Pero al menos son retos serios, y la filosofía se ha enfrentado a ellos a lo largo de toda su
historia. Esto es muy diferente de decir «hay fuego y noche oscura, y la mezcla de los
dos, y en medio de todo, la divinidad que dirige sus destinos [...]». Vemos en anteriores
presocráticos que no toda esta teoría —«el arjé es agua... es aire»— es mera afirmación,
sino que se apoya en algún tipo de observación o inferencia. Pero el «camino de los
pareceres», en el poema de Parménides, no posee ese carácter, incluso si bebe de lo que
era, sin duda, una base de observación a la hora de afirmar que el fuego procede de los
cielos, puesto que ¿de dónde procedería la luz de los cuerpos celestes si ellos mismos no
fuesen fuego o emanaciones del fuego? Y resulta que sí son fuegos o, los más cercanos
de entre ellos, reflejos de fuegos.

Parménides no era un escritor tan oscuro como Heráclito, pero el verso en hexámetro
en el que expone su sistema, sin embargo, crea dificultades para una interpretación
clara. Pese a ello, marca un momento importante en la historia de la filosofía; es un
punto de inflexión, pues la influencia que ejerció en quienes le sucedieron fue enorme,
aceptaran sus ideas o se opusieran a ellas. Sus seguidores Zenón y Meliso defendieron
su teoría del Uno: Zenón, con sus famosas paradojas —Aquiles y la tortuga, entre
otras—, quiso demostrar la imposibilidad del tiempo y del cambio, mientras que
cualquier pensador que aceptara la realidad del cambio y la pluralidad debía
enfrentarse a los argumentos de Parménides y hallar modos de superarlos.

Parménides ejerció su mayor influencia, desde el punto de vista del impacto en toda
la historia posterior de la filosofía, en Platón y los platónicos. Platón admiraba mucho a
Parménides; en uno de sus últimos diálogos lo hacía superar a Sócrates, y toma de él la
idea de que los sentidos y lo que nos dicen del mundo de las apariencias —el mundo
familiar que nos rodea, que parece plural y sujeto a tiempo y cambio— nos engañan con
respecto a la auténtica naturaleza de la realidad. Es un tema que una enorme parte de la
filosofía ha suscrito y que, posteriormente, la ciencia ha conquistado.

ZENÓN DE ELEA

El Parménides, de Platón, y las Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, de
Diógenes Laercio, son casi las únicas fuentes de información de que disponemos acerca
de la vida de Zenón. Si la narrativa de Platón es correcta, Zenón nació en el 490 a. C. y
acompañó a Parménides a Atenas alrededor del año 450 a. C., donde los conoció el
joven Sócrates.

Se dice de Zenón que no solo era el discípulo de Parménides, sino también su hijo
adoptivo y su amante. Era un hombre alto y apuesto, según Platón; Diógenes habla de
«sus escritos, tan llenos de sabiduría». Aristóteles afirmaba que Zenón había inventado
la dialéctica, el tipo de discusión filosófica destinada a llegar a la verdad (en oposición a
la erística, una discusión sostenida meramente para vencer al rival) que comenzaba
partiendo de los razonamientos del oponente y demostraba que llevaban a conclusiones
inaceptables.

Diógenes dice que Zenón era un «varón clarísimo en filosofía y política», pues cuando
fracasó su intento de derrocar al tirano Nearco fue arrestado y torturado antes de ser
ejecutado, pero no traicionó a sus amigos.7 Su muerte originó multitud de leyendas.
Tras decir a Nearco que debía susurrarle en privado algo a la oreja, «se la cogió con los
dientes y no la soltó hasta que lo acribillaron a estocadas». Otra versión afirma que fue
la nariz del tirano la que arrancó, y no la oreja. Una tercera dice que se mordió su propia
lengua y se la escupió al tirano antes que revelar ningún secreto, y que esto hizo que se
rebelaran los ciudadanos, que lapidaron al tirano. Cuando Nearco le preguntó quién
estaba tras el intento de golpe de Estado, Zenón habría respondido: «¡Tú, oh, destructor
de esta ciudad!», por lo que el tirano ordenó arrojarlo a un mortero gigante en el que fue
machacado hasta su muerte.

Se podría pensar que estos escabrosos detalles intentan dar vida a lo que de otro
modo sería un relato aburrido de personas cuyo mayor entusiasmo radica en pensar.
Pero lo cierto es que los filósofos vivieron una época movida, como a menudo
demuestran sus biografías: las ideas pueden ser peligrosas, exigen coraje para
expresarlas o para vivir según ellas. Diógenes escribió un homenaje a Zenón que reza:
«Promoviste, oh Zenón, solicitaste una facción ilustre. Tú querías, al tirano acabando, a
Elea libertar de cautiverio. Mas no lo conseguiste; antes, sobrecogido del tirano, te
mandó machacar en un mortero. Pero ¿qué es lo que digo? No te machacó a ti, sino a tu
cuerpo».

En el Parménides de Platón se hace decir a Zenón que sus argumentos a favor de la


imposibilidad de movimiento y pluralidad los ofrece a modo de defensa de la tesis de
Parménides de que la realidad es una e inmutable: «Es perfectamente verdadero que
este escrito ha sido compuesto para apoyar a Parménides contra los que intentaban
ponerle en ridículo, diciendo, que si todo es uno, resultan de aquí mil consecuencias
absurdas y contradictorias. Mi libro es una réplica a la acusación de los partidarios de la
pluralidad. Les devuelvo sus argumentos, y en mayor número; como que el objeto de
mi libro es demostrar que la hipótesis de la pluralidad es mucho más ridícula que la de
la unidad». En otras palabras, los argumentos de Zenón poseen la forma de una reductio
ad absurdum de una hipótesis inicial, mostrando que se pueden deducir contradicciones
de ella.

Zenón creó unas cuarenta paradojas, de las que se conocen unas diez. La Física de
Aristóteles es la fuente principal de los argumentos de Zenón contra el movimiento. Se
pueden describir de la siguiente manera: suponga que va usted caminando de un
extremo de un estadio hacia el otro. Para hacer esto debe llegar a la mitad del recorrido.
Pero, para llegar hasta allí, ha de llegar a la mitad de esa mitad del recorrido. En
realidad, para llegar a cualquier punto hay que llegar antes a la mitad, y a la mitad de
esa mitad antes, y así ad infinitum. Pero uno no puede pasar por una cantidad infinita de
puntos en un lapso finito de tiempo; por lo tanto, el movimiento es una ilusión.
Una vez más, imaginemos a Aquiles contra la tortuga. Si se le da ventaja, por pequeña
que sea, a la tortuga, Aquiles nunca podrá adelantarla. Pues, para hacerlo, primero debe
llegar al punto del que salió la tortuga; pero, para cuando lo haya hecho, la tortuga se
habrá movido, y Aquiles deberá llegar a ese siguiente punto. Pero, para entonces...
etcétera.

Un tercer argumento es este: imaginemos una flecha disparada hacia una diana. En
cualquier punto de su trayectoria, la flecha ocupa el espacio exacto de su longitud. Por
lo tanto, en ese espacio está quieta, puesto que, dice Zenón, todas las cosas están quietas
cuando ocupan un espacio exactamente igual a su tamaño. Pero, por ello, dado que la
flecha ocupa su propio espacio exacto en cada punto de su vuelo, se encuentra inmóvil
en cada punto de su vuelo.

El propio Aristóteles sugiere algunas respuestas. La argumentación de Zenón supone


que es imposible pasar por un número infinito de puntos en un lapso finito de tiempo.
Pero esto supone no ser capaz de distinguir entre divisibilidad infinita y extensión
infinita. Nadie puede atravesar una extensión infinita en un lapso de tiempo finito, pero
sí puede atravesar un espacio infinitamente divisible, pues el tiempo mismo es
infinitamente divisible; de este modo uno está atravesando un espacio infinitamente
divisible en un tiempo infinitamente divisible.

Con respecto a la argumentación de la flecha: Aristóteles dice que depende de la


noción de que «el tiempo está compuesto de “ahoras” [es decir, intervalos discretos]. Si
no aceptamos esto, la deducción no progresa».

Las argumentaciones de Zenón están dispuestas de tal modo que sugieren que tenía
en mente a los pitagóricos. Al defender que el número es la base de la realidad,
sostenían, correlativamente, que todas las cosas son sumas de unidades. Se dice que
Zenón manifestó: «Si alguien me puede explicar qué es una unidad, podré decirle qué
son las cosas». Aquí ofrece un clásico caso de deducción de una contradicción a partir
de la premisa de «que hay muchas cosas» como sigue: «Si las cosas son muchas [una
pluralidad] ha de haber tantas como hay, y no más ni menos. Ahora bien, si hay tantas
como hay, serán finitas en número. Pero, si las cosas son muchas [una pluralidad], serán
infinitas en número, porque habrá siempre otras cosas entre ellas, y, nuevamente, otras
entre estas. Y de ese modo, las cosas son infinitas en número».

Otra argumentación contra la pluralidad gira en torno a la suposición de que las cosas
pueden dividirse en partes. Hay que asumir que las partes mismas han de ser algo,
pues si las divisiones de las cosas dan finalmente la nada, ¿cómo puede algo
componerse de nada? Supongamos que argumentamos que las partes no son nada, pero
que no poseen tamaño: ¿cómo puede, entonces, aquello que componen tener tamaño, si
ninguna cantidad de cosas sin tamaño puede constituir una cosa con tamaño? Así, no
queda sino la idea de que los elementos de las cosas han de ser algo y han de tener
tamaño. Pero, en tal caso, no pueden ser los elementos de las cosas, porque se los puede
subdividir, y si sus partes, a su vez, tienen tamaño, son también divisibles, y lo mismo
con sus partes, y así una y otra vez; las divisiones nunca acabarían.

Los pitagóricos parecen ser también el objetivo de la argumentación de Zenón contra


el espacio, dada su doctrina acerca del aire, entrando en el cosmos desde fuera del
cosmos. «Si hay espacio, estará en algo, pues todo lo que es está en algo, y lo que está en
algo está en el espacio. De modo que el espacio estará en el espacio, y esto seguirá hasta
el infinito; por lo tanto, no hay espacio.» Dejando de lado la noción de que se ve el
espacio como un contenedor, en un sentido parecido a la idea newtoniana de espacio
absoluto, más que, por ejemplo, en un conjunto de relaciones entre objetos, y de que
haya falacias de equivocación (múltiples sentidos de la misma palabra) en los términos
«algo» y «en», queda la pregunta de por qué el concepto de espacio infinito debería ser
algo intrínsecamente incoherente, como Zenón afirma.

Esto llama la atención sobre el uso que hace Zenón del concepto de infinito. Lo que se
ha dado en llamar «la solución estándar» de las paradojas de movimiento de Zenón
implica cálculo, inventado de modo independiente por Newton y por Leibniz en el siglo
XVII, y su concepto de infinito provoca debates en torno a infinitos reales y potenciales,
el concepto de los primeros de los cuales recibió una defensa formal en la obra de los
matemáticos Richard Dedekind y Georg Cantor a principios del siglo XX. Algunos de los
resultados de la reflexión sobre las paradojas de Zenón son ideas como que los
elementos de la realidad física pueden no ser infinitamente divisibles; de que la noción
de espacio, o de la realidad percibida como un todo, es contradictoria; de que se
necesita construir lógicas paraconsistentes en las que se pueda sostener que ambas
ramas de contradicciones son ciertas.

Una consideración relevante para paradojas como la del «estadio» y la de «Aquiles»


es que si se suma ½ + ¼ + ⅛... se obtiene 1 para intervalos de espacio y de tiempo. Si se
suman las distancias que uno ha de recorrer para llegar a cada mitad de recorrido (la
mitad del estadio, la mitad de esa mitad, etcétera), se obtiene la distancia finita entre los
dos extremos del estadio. Lo mismo sucede con el tiempo que pasa entre cada sucesivo
acto de llegar a un punto, luego a otro siguiente, etcétera. Nuevamente, la conclusión es
que uno puede recorrer un espacio infinitamente divisible en un tiempo finito.

Un sugerente resultado de la reflexión en torno a las paradojas es que surgen de


conflictos entre comodidades conceptuales que empleamos para organizar nuestra
experiencia. Por ejemplo: cuando pensamos en el movimiento como un acontecimiento
continuado que sucede a lo largo de un intervalo de tiempo, pensamos en un objeto
viajando de una posición a otra contra un fondo de puntos de referencia y, desde este
punto de vista, no pensamos, no podemos pensar, en el objeto como sucesivamente,
determinadamente, en puntos consecutivos en el espacio, diferentes de puntos
inmediatamente vecinos en lapsos de tiempo dados. Pero cuando pensamos en el objeto
desde este segundo y diferente punto de vista, la perspectiva del objeto en un punto
determinado en su viaje, no pensamos, y probablemente no podemos, pensar en él del
modo en que pensamos en él bajo la primera perspectiva, es decir: pasando por ese
punto de un modo no especificable como «un lugar en un tiempo», dado que es
exactamente lo que estamos haciendo desde la segunda perspectiva. El problema, pues,
reside en nosotros; a veces nuestros modos de describir las mismas cosas para distintos
propósitos desde perspectivas diferentes son mutuamente excluyentes. Pero esto no
implica que el movimiento mismo sea una ilusión.

Sean cuales sean los méritos de las argumentaciones individuales de Zenón, y más
allá de lo sólidas que resulten las contraargumentaciones, lo cierto es que Zenón
produjo una reflexión sobre la idea parmenidiana que tanto influyó en Platón y buena
parte de la filosofía posterior: la idea, básicamente, de que la apariencia no es realidad.

EMPÉDOCLES

Al igual que Parménides, Empédocles nació en una familia rica e influyente, y tomó
parte en la vida política de la ciudad en la que nació, Agrigento, en Sicilia. Aunque era
un aristócrata, estaba a favor de la facción demócrata; si bien en apariencia mantenía
modales aristocráticos, vestía de un modo llamativo, aseguraba poseer talentos
superiores y desdeñaba referirse a ellos con modestia: «Camino entre vosotros, dios
inmortal, honrado por todos vosotros, adornado por guirnaldas y coronas». Podría ser
que se hubiese ganado esta reputación, al menos en parte, porque, como médico, había
logrado notables hazañas, había salvado a la ciudad siciliana Selinunte de la peste y,
supuestamente, había experimentado con hechicería y magia. Aseguraba que entre sus
poderes estaba el control de los vientos y las tormentas, devolver la juventud e impedir
el mal. «A cualquier ciudad famosa a la que voy —escribió— hombres y mujeres me
alaban, y acompañado por miles, sedientos de conocimiento, algunos en busca de
profecías, y, algunos otros, de cura para todo tipo de enfermedades.»

Su reputación como médico parece haberse basado en algo más que en pretensiones
de mago. Galeno lo nombra fundador de la escuela italiana de medicina, igual en
importancia a otras tradiciones médicas de la época. Su escuela enseñaba que las
enfermedades procedían del desequilibrio entre calor, frío, humedad y sequedad,
propiedades estas en diferentes combinaciones, asociadas con los cuatro elementos que
identificaba como base de todas las cosas: fuego, aire, agua y tierra. Algunas de las
doctrinas de la escuela parecen perspicaces, como, por ejemplo, que la respiración se da
por todos los poros del cuerpo y no solo por los pulmones, y que está conectada con la
circulación de la sangre. Con respecto a otros asuntos, exhibe la marca de un modo de
pensar más primitivo, como localizar la sede de la conciencia en el corazón.

La proximidad entre su ciudad natal y Crotona y Elea hace muy plausible que, como
se ha dicho, Empédocles estudiase tanto con Parménides —en efecto, como compañero
de Zenón— como con los pitagóricos. Una versión dice que era pitagórico, pero que
había sido expulsado de la orden por robar algunos discursos. Su vegetarianismo y su
creencia en la metempsicosis apoyan la afirmación de que lo fue al menos durante un
tiempo.

Empédocles escribió en verso, como había hecho Parménides, y fue el último de los
filósofos griegos en hacerlo. No habría otro gran poema filosófico hasta De rerum natura,
de Lucrecio, en el siglo I a. C. Subsisten más fragmentos de Empédocles que de ningún
otro presocrático: se calcula que una quinta parte de los versos de su poema Sobre la
naturaleza de los seres. Entre sus otros poemas había uno llamado Purificaciones, y se dice
que escribió sobre la invasión de Grecia por Jerjes, un himno a Apolo, un tratado de
medicina y obras de teatro. Lo que se ha entendido de sus ideas está influido por el
descubrimiento, en el siglo XX, de un papiro —el Papiro de Estrasburgo— con poemas
suyos, que sugirió una disposición alternativa en su orden, y, a su vez, un modo
diferente de interpretar sus opiniones.

La cosmología de Empédocles se basa en la premisa de que hay cuatro elementos


eternos e indestructibles, o raíces, como él los llamaba, de los que surgen todas las cosas
en combinaciones. Fue el primero en introducir este arjé cuádruple. Dijo que las cosas
son mezclas de las cuatro raíces en distintas proporciones, y que el cambio es el proceso
de combinación y separación de las cuatro raíces cuando sobre ellas actúan una o dos
potencias motoras externas que llamó Amor y Discordia, respectivamente. Estas
potencias fluctúan en sus relaciones de fuerzas recíprocas, lo que explica cómo primero
una, luego la otra, pueden provocar la agregación y segregación de las cosas.

El cosmos es eterno, y pasa por ciclos determinados según quién se encuentra en ese
momento con ventaja: Amor o Discordia. En su mejor estado, el cosmos es inerte, con
ambas potencias en reposo y las cuatro raíces en un equilibrio separado y sin mezclarse.
Se trata de una esfera que Amor mantiene unida y con Discordia en la periferia. La
noción de una esfera quieta e inerte es de inspiración parmenidiana, pero la esfera de
Empédocles no se mantiene mucho tiempo en estasis, pues Discordia empieza a cobrar
poder y tirar de los lazos forjados por Amor, e inicia así un forcejeo entre ambas, del
que procede la pluralidad de cosas. A medida que el poder de Discordia crece, la lucha
zambulle al cosmos en el caos. En esta parte del ciclo no puede haber vida. Pero
entonces comienza a crecer el poder de Amor, y el cosmos pasa por otra época de
forcejeo durante la cual surgen cosas de la mezcla de los elementos. Finalmente, la
victoria de Amor lleva al ciclo a un nuevo punto de reposo y quietud, y todo comienza
nuevamente.

Un aspecto intrigante de la teoría de Empédocles es su parecer de que las


combinaciones de elementos son aleatorias, y que producen toda una multiplicidad de
cosas extrañas como cabezas de animales en cuerpos humanos, hombros sin brazos,
hermafroditas y otras malformaciones, que desaparecen tan rápidamente como
aparecen porque solo los bien adaptados sobreviven y se reproducen.

Pensaba que veíamos emitiendo rayos de luz por nuestros ojos, que iluminan los
objetos que vemos, y que la superficie entera de nuestra piel es un órgano sensorial
receptivo a las emanaciones de las cosas que nos rodean; y que las combinaciones de
elementos que nos constituyen responden a las combinaciones de elementos de cosas
dentro de nosotros, de modo que las conocemos gracias a nuestra similitud con ellas.

Había aprendido de Parménides a creer que los sentidos eran engañosos, y sostenía,
por lo tanto, que debemos aplicar la razón a fin de comprender la naturaleza de las
cosas desde todas las perspectivas. De los pitagóricos tomó la doctrina de la
metempsicosis, y pensaba, como ellos, que la adquisición de conocimiento purifica el
alma a fin de que pueda escapar del ciclo del renacimiento.

La muerte de Empédocles está envuelta en leyendas; la más conocida es que saltó al


Etna a fin de desaparecer completamente, de modo que la gente creyese que había
subido al cielo sin morir, confirmando así su estatus de divinidad...; pero que su plan
fue descubierto cuando la lava en ebullición expulsó una de sus famosas sandalias
doradas al borde del cráter. Hay variantes de esta historia que provocaron el versito «El
gran Empédocles, alma ardiente / saltó al Etna y quedó al dente». Una versión
alternativa, más sobria, también recogida por Diógenes Laercio, es que de viejo se
rompió una cadera, murió poco después y lo enterraron en Mégara, donde su tumba fue
famosa en la Antigüedad.

Una reflexión sobre las ideas de Empédocles, como las de los demás presocráticos,
muestra por qué no son tan fantasiosas como en un principio parecen. Se pueden ver las
cuatro «raíces» identificadas por Empédocles (tierra, aire, fuego y agua) como
encarnaciones o representaciones de las formas en las que existen las cosas, como
sólidos, líquidos, gases o combinaciones de estos. Aristóteles dice que Empédocles
pretendía que comprendiéramos que el fuego tiene una relación especial con respecto a
las otras tres, conforme actúa sobre ellas en el curso de sus interacciones motivadas por
Amor o Discordia. Su inclusión del aire, al que denominó aither en lugar de aer, a fin de
distinguir su idea de la de Anaxímenes, se basaba en el descubrimiento de que el aire es
una sustancia física. Se dice que lo demostró experimentalmente por medio de una
clepsidra o reloj de agua, poniendo su pulgar sobre el pico, invirtiéndolo y
sumergiéndolo en agua, y luego quitando el pulgar para liberar la burbuja de aire
atrapado, demostrando así su existencia real a quienes habían estado agitando sus
manos delante de sus ojos para demostrar que no había nada real allí. Algunos, de un
modo un tanto exagerado, aseguran que se trata del primer experimento científico
registrado.

Veamos también la argumentación de Empédocles de las fuerzas que provocan el


cambio en forma de agregación o desagregación de elementos: Amor (philotes, que
algunos autores prefieren traducir como amistad) y Discordia (neikos). En los humanos,
estas son emociones que gobiernan gran parte de las interacciones entre personas y,
como en otros presocráticos, la necesidad de una explicación de cómo surgen los
fenómenos relacionados de cambio y movimiento se ofrece de un modo atractivo,
mediante la generalización de nuestra experiencia de agencia, y en especial de cómo las
nociones de atracción y repulsión explican, en términos generales, las conexiones y
desconexiones con los demás. En ausencia de otros candidatos para fuerzas motrices, es
comprensible la proyección de un ejemplo claro y conocido.

Aristóteles había propuesto a Zenón como creador de la dialéctica; a Empédocles le


atribuyó el origen de la retórica. Esto se debió, sin duda, a su reputación de gran orador,
así como a la elocuencia de sus poemas.

ANAXÁGORAS

En el año 467 a. C., el mundo griego se vio sacudido por un acontecimiento dramático:
un gran meteorito —«grande como una carreta»— cayó del cielo sobre el Egospótamos,
en los Dardanelos. Más o menos por la misma época se informó de observaciones de un
cometa, que hoy se supone que fue el Halley. Del típico modo en que las leyendas se
van cimentando sobre una figura en concreto, se dijo que Anaxágoras había predicho la
llegada del meteorito: una imposibilidad, pero una que habla más de su reputación, en
su época y en las siguientes, que de sus auténticos conocimientos como científico.
Además de esa notoriedad intelectual, adquirió otra: el estereotipo de pensador
distraído que olvida lo mundano en su dedicación a una vida de investigación y
reflexión.
Anaxágoras nació en Clazómenas, en Jonia, alrededor del 500 a. C. o quizá un poco
antes, lo que lo convertiría en coetáneo, si bien un poco mayor, de Empédocles. Los
doxógrafos afirman que era discípulo de Anaxímenes, aunque esto es muy improbable,
dado que las mejores fechas de que disponemos para ambos nos indican que
Anaxímenes murió antes de que Anaxágoras naciese. Sin embargo, lo que podría
significar es que comenzó su carrera filosófica bajo la influencia de las ideas de
Anaxímenes, una probabilidad que se sustenta por la cita de Teofrasto según la cual
Anaxágoras estaba «asociado a la filosofía de Anaxímenes».

Un aspecto interesante de la historia de Anaxágoras es que es el primero de los


filósofos más notables en hacer carrera en Atenas, y aún más: que llegó a Atenas en el
480 a. C., el año de la batalla naval de Salamina, en la que los griegos, comandados por
Temístocles, vencieron de modo decisivo a los persas de Jerjes y pusieron fin así a la
amenaza que estos suponían para el mundo helénico. Los persas dominaban desde
hacía mucho tiempo las ciudades griegas del lado oriental del Egeo, lo que incluía las de
Jonia, y que convertía técnicamente a Anaxágoras en un súbdito persa. Esto sugiere, a
su vez, que debió de haber llegado a Atenas en el ejército persa.

Haya sido o no este el caso, era para entonces ya un filósofo, y de suficiente fama para
convertirse —así lo dice Platón en el Fedro— en tutor del joven Pericles, de posterior
fama como el más importante estadista de aquella era. Anaxágoras le enseñó «la teoría
de las cosas elevadas» y «el conocimiento de la auténtica naturaleza de la mente y el
intelecto». Una tradición menos fiable asegura que Anaxágoras fue también tutor del
dramaturgo Eurípides.

La asociación con Pericles resultó funesta, pues probablemente tuvo que ver con que
juzgaran a Anaxágoras, en el 450 a. C., por impiedad. Lo acusaba Cleonte, un general
del ejército ateniense en la primera guerra del Peloponeso. Cleonte era rival político de
Pericles, y tanto Tucídides como Aristófanes lo describen como un hombre sin
escrúpulos. La acusación contra Anaxágoras tenía que ver con su teoría acerca de la
naturaleza del Sol y de la Luna: básicamente, que aquel es una piedra al rojo vivo y que
esta posee la misma sustancia que la Tierra. Se dice que Pericles habló en defensa de
Anaxágoras durante el juicio, y que posteriormente consiguió que lo liberasen (o quizá
lo ayudó a escapar) de la prisión y dejara Atenas. Regresó a Jonia, y al final se estableció
en una colonia de Mileto en la Tróade, en Lámpsaco. A su muerte, los lampsacenses
dedicaron en su memoria un altar a Verdad y a Mente, y desde entonces la fecha de su
muerte fue festivo escolar para los niños. Al parecer, así lo había pedido él.

Diógenes Laercio dice que había escrito un libro en un estilo elocuente y agradable. Lo
que queda de él son algunas citas de la primera parte, conservadas por Simplicio.
Como Empédocles, Anaxágoras tuvo que lidiar con el desafío planteado por
Parménides: cómo dar cuenta de un mundo de pluralidad y cambio, presentado por
nuestros sentidos, a la luz de los argumentos parmenidianos contra ambos, y el
problema metafísico de lo que, en definitiva, existe. Aceptó la idea de Parménides de
que lo que en definitiva existe ha de ser eterno e inmutable, algo a lo que no se puede
añadir ni sustraer nada. Y bien se mostró de acuerdo con Empédocles —suponiendo
que conociera su obra, algo bastante probable— o bien llegó de modo independiente a
la misma conclusión, es decir, que ser y fallecer no son respectivamente creación y
destrucción, sino, en realidad, reajustes: mezclas y separaciones de elementos
eternamente existentes.

Pero añadió la idea de que los elementos fundamentales o «semillas» (panspermia) de


las cosas están, todos ellos, presentes en todo, y que las cosas individuales se
diferencian entre sí solo por la preponderancia de una sobre las otras, y no por la
ausencia de esas otras. De ello se deduce que los elementos nunca se encuentran
separados entre sí en sus formas puras, como pensaba Empédocles que debía pasar en
lo que había descrito como el estado de reposo del ciclo universal.

Lo que existe originalmente, antes de que los mundos cobren existencia, es, según
Anaxágoras, una mezcla indiferenciada de semillas de cosas, y a su muerte lo que se da
es la separación de esas semillas. Todas las cosas individuales poseen todas las semillas
en sí, pero, como hemos mencionado, adquirirán el carácter de aquella que esté
presente en mayor cantidad. No hay vacío, no existe la nada; el universo es todo lo que
es; para apoyar esto, ofreció, como ya hizo antes Empédocles, demostraciones
experimentales de la existencia real y corpórea del aire, a fin de probar que no es la
nada que los sentidos parecen sugerir.

La idea del nous como causa externa que actúa sobre la masa de las semillas era
necesaria en respuesta a la argumentación de Parménides de que el cuerpo carece de
fuerza motriz propia. Los predecesores de Anaxágoras en la tradición jonia parecen
haber dado por sentado, sencillamente, que el arjé es automotriz o inherentemente
causal, pero las ideas de Empédocles y Heráclito habían introducido la noción de una
agencia causal separada de —y adicional a— los elementos: Amor y Discordia, la
operación de logos o nous. Pero sería un error asumir que el nous de Anaxágoras es una
cosa inmaterial, como se llegó a considerar la mente; él afirma que es «la más fina de
todas las cosas», con la capacidad de penetrar en cualquier lugar entre las demás
semillas y que es, en sí misma, «pura» y no mezclada, lo que le proporciona eficacia
causal con respecto a todo lo demás, o, en sus propias palabras, «poder sobre» lo demás.
Aun así, de un modo desconcertante afirma que el nous sabe todas las cosas, como una
mente infinita; a menos que lo que quiera decir es que conoce, en el sentido de «estar en
contacto con» las demás cosas.

La crítica de Aristóteles a la concepción de Anaxágoras del nous es que apenas es más


que un relleno necesario para «los agujeros» en la explicación. «Cuando no consigue
explicar por qué algo es necesariamente, allí lo arroja.» El concepto funciona un poco
como «dios de los agujeros», invocando una deidad en cada oportunidad para explicar
aquello que parece inexplicable. Es ciertamente difícil hallar en los fragmentos una
justificación de cómo el nous imparte un movimiento rotatorio a la mezcla inicial de
cosas, causando así la separación entre frío y caliente, raro y denso, seco y húmedo,
etcétera, aunque nunca completamente; lo seco siempre tiene algo de húmedo en su
interior; lo caliente, siempre un poco de frío y viceversa. Con el tiempo, el remolino de
separación produce dos masas separadas, una con una preponderancia de los elementos
calientes, luminosos, secos y raros, y el otro, con preponderancia de lo frío, oscuro,
húmedo y denso. El primero se llama aether o fuego; el segundo es el aire.

Dado que posee una preponderancia de lo raro sobre lo denso, el aether constituye el
exterior, y el aire, al ser más denso, constituye el interior del mundo. El aire se agrega
hasta formar nubes, agua y tierra, y la tierra, hasta formar piedras. Hay muchos
mundos, sugiere un fragmento, y si esto es lo que Anaxágoras quiso decir, es conforme
a la tradición jonia que le precedió al respecto. Él creía que la Tierra era plana, y que
flotaba en el aire; los terremotos están causados por las turbulencias del aire que hay
bajo la Tierra. Aseguraba que los ríos obtenían su agua de la lluvia y los océanos de los
ríos, aunque el Nilo obtiene la suya de las nieves que se funden en Etiopía. Las estrellas
son piedras que fueron arrancadas de la Tierra y que se pusieron al rojo vivo debido a la
velocidad de su vuelo, pero no sentimos su calor porque están demasiado lejos. Ellas,
así como el Sol y la Luna, también piedras calientes, se ven arrastradas por el
movimiento de torbellino del aether. El Sol es —mejor dicho, se siente— más caliente
que las estrellas porque no está tan lejos. Es más grande que el Peloponeso y su luz se
ve reflejada por la Luna. Los eclipses lunares se dan cuando la Luna atraviesa la sombra
que arroja la Tierra cuando se encuentra entre el Sol y la Luna.

Todo esto es, en gran parte, muy astuto. Anaxágoras debió de haber poseído un
sentido de la vista especialmente aguzado, pues decía que la Luna, que es igual a la
Tierra en cuanto a su composición, alberga valles y llanuras. Pero también era
perceptivo en otras maneras: decía que las plantas eran seres vivos, y que tanto ellas
como los animales procedían de la misma panspermia original, las semillas de las cosas,
y que solo se diferenciaban en sus aditivos. Su teoría de la percepción es que percibimos
las cosas por opuestos, como cuando siento que el cuenco de agua está frío en
contraposición con el calor de mi mano, pero me parece cálido si mi mano está fría. La
imagen, en la pupila del ojo, ha de ser de un color distinto al de la pupila para poderse
ver. De noche vemos peor porque a esas horas las cosas poseen colores más cercanos al
de la pupila del ojo.

Anaxágoras es un caso interesante en el momento presocrático de la filosofía, porque


en su teoría, la mezcla de un razonamiento a priori y de inducciones a partir de la
observación, típicas no solo de los inicios de la filosofía, sino de toda su historia, queda
ya claramente delineada. Sus observaciones acerca del origen del agua de los ríos, de los
eclipses lunares y de algunos de los fenómenos de percepción sensorial anticipan, de un
modo interesante, no solo ideas posteriores, sino la posibilidad misma de su verificación
empírica. Lo que acepta de Parménides acerca de cómo ha de ser la realidad —eterna e
inmutable en su naturaleza fundamental— y cómo soluciona el problema que esto
supone —¿cómo puede, por lo tanto, haber cambio, crecimiento y deterioro?— es un
paradigma de la filosofía enfrentándose por primera vez a la cuestión de apariencia y
realidad: el problema eterno. Su enfoque de estas cuestiones es también paradigmático
de otro modo: el de la razón funcionando a partir de la observación, cuando estos son
los únicos instrumentos disponibles de investigación.

LEUCIPO Y DEMÓCRITO

No está claro si la idea de las semillas de la teoría de Anaxágoras tuvo alguna influencia
en el atomismo de Demócrito y Leucipo, pero al menos se puede hablar de cierta
similitud superficial en su concepción básica.

El atomismo es la teoría según la cual todo está compuesto por diminutos objetos
imperceptibles que son indivisibles (átomo significa «inseparable» o «indivisible»). Fue
la principal competencia a los sistemas, diferentes en otros sentidos, pero parecidos en
su no-mecanicismo, de Platón y Aristóteles. El atomismo de Demócrito y Leucipo
parecía lidiar tan bien con los problemas planteados por Parménides, y a los que se
enfrentaron otros presocráticos posparmenidianos, que Aristóteles, impresionado pese
a discrepar, se sintió obligado a estudiar en gran detalle el atomismo. Por ello escribió
una obra en varios volúmenes acerca de Demócrito, de la que, lamentablemente, solo se
conservan unos cuantos fragmentos que cita Simplicio.8

Apenas se sabe nada de Leucipo, e incluso es posible que nunca existiera: Epicuro, a
quien conoceremos posteriormente, negaba que lo hubiera hecho. Otros doxógrafos
muestran opiniones divergentes con respecto a si nació en Mileto, Jonia, o Elea (Italia),
es decir: en un extremo u otro del mundo griego, lo que sugiere que esto es prueba no
tanto de dónde nació como de la combinación de elementos jónicos y eleáticos en la
filosofía que se le atribuye. Otras tradiciones aseguran que nació en Abdera (Tracia), en
el extremo septentrional del mundo griego: de allí procedía su discípulo Demócrito.

Suponiendo que Leucipo existiera —y probablemente así fue—, los libros que se le
atribuyen, Sobre la mente y La ordenación del cosmos («Macrocosmos»), se escribieron en
algún periodo entre el 440 y el 430 a. C. Era, por lo tanto, coetáneo de Empédocles y de
Anaxágoras, y como en su caso, el pensamiento de Leucipo es una respuesta a
Parménides. Demócrito nació alrededor del año 460 a. C., y se dice de él que vivió hasta
los cien años. Esto significaría que fue no solo contemporáneo de Sócrates y de Platón,
sino que estaría vivo cuando Aristóteles estudiaba con Platón. Fue un gran viajero, y
dejó en sus numerosos libros relatos de sus viajes por el mundo, incluso a la India,
según algunos doxógrafos. En efecto, fue un autor prolífico, pues a sus obras filosóficas,
que trataban sobre metafísica, ética, matemáticas y ciencias naturales, añadió escritos
sobre agricultura, arte, medicina, gramática, literatura y asuntos militares. Estudiosos
más recientes creen que muchos de estos libros los podrían haber escrito sus discípulos
de Abdera: en línea con los escritos atribuidos a Hipócrates, se trataría de la producción
de una escuela, y no de la de un individuo. En cualquier caso, una de las obras que se le
atribuyen con mayor seguridad es Ordenación del pequeño cosmos («Microcosmos»), un
homenaje a su maestro Leucipo.

Las obras de Demócrito están entre los tesoros perdidos del mundo antiguo, y solo
sobreviven como citas y testimonia, como en tantos otros casos. Pero hay aquí una
consideración extra que hacer: la mayoría de las citas e informes proceden de
Aristóteles y de los comentaristas de Aristóteles, lo que significa que vemos el
atomismo a través de los ojos de sus oponentes.

Lo esencial de la teoría atómica es que hay un número infinito de entidades


inseparables, indivisibles y fundamentales, que son eternas e inmutables en todo
excepto su posición. Su naturaleza eterna e inmutable satisface la exigencia
parmenidiana de realidad. Además de ellos, está el vacío, la nada... Pero la nada es real,
a diferencia de la afirmación de Parménides de que no puede haber nada. El vacío es
como el espacio en cuanto que separa los átomos, que, por lo tanto, son capaces de
moverse en el vacío y toparse unos con otros; la idea es que sus muchas formas distintas
les permiten unirse en grandes aglomeraciones y que esas aglomeraciones
posteriormente se separen, dando así lugar a todos los fenómenos de las cosas y sus
cambios en el mundo sensible. Esto refleja la idea, presente también en Empédocles y
Anaxágoras, de que llegar a ser y fallecer son solo cambios, y no auténticas creaciones y
destrucciones de lo que existe.
Los atomistas llamaron a los átomos «lo que es», y al vacío, «lo que no es». En su
Metafísica, Aristóteles describe cómo aseguraban los atomistas que los átomos
constituyen las cosas. «Estas diferencias dicen que son tres: figura, orden y posición. En
efecto, afirman que “lo que es” se diferencia únicamente por la conformación, el
contacto y el giro. Ahora bien, de estos, la “conformación” es la figura, el “contacto” es
el orden, y el “giro” es la posición: así, la a y la n se diferencian por la figura, los
conjuntos an y na por el orden, y la z y la n por la posición. Acerca del movimiento, de
dónde y cómo se da en las cosas que son, también estos, al igual que los otros, lo
pasaron negligentemente por alto.»

El resumen más completo y autorizado de la teoría atomista se da en una larga cita


que ofrece Simplicio del libro de Aristóteles acerca de Demócrito, en la que escribe:

Demócrito cree que la naturaleza de las cosas eternas consiste en diminutas sustancias, que son infinitas
en número. Como lugar para ellas plantea la hipótesis de algo más, que es infinito en tamaño, y que él llama
«el vacío», «la nada», «lo ilimitado». A las sustancias las llama «cosa», «lo compacto» y «lo que es». Tienen
todo tipo de formas y diferencias de tamaño. A partir de estos elementos genera los cuerpos perceptibles.
Están en desacuerdo unos con otros, y debido a su disimilitud y a otras diferencias, se mueven en el espacio,
y al hacerlo se golpean entre sí y quedan agrupados [...] los cuerpos encajan y y se sujetan con fuerza entre sí.
Pues algunos de ellos son ásperos y otros con forma de gancho, unos son cóncavos y otros, convexos, y aun
los demás poseen innumerables diferencias. De modo que él cree que se enganchan unos en otros y
permanecen juntos hasta que una necesidad más fuerte surge en el entorno y los sacude y separa.

Nótese que en esta narración Aristóteles informa de una explicación del movimiento
ofrecida por los atomistas: que los átomos, «debido a su disimilitud y a otras
diferencias, se mueven en el espacio». Dice Teofrasto que, según Leucipo, uno podía
inferir, del incesante cambio y movimiento de las cosas que experimentamos, que
también sus partes han de hallarse en incesante actividad. De modo que no fueron tan
negligentes al respecto como Aristóteles decía, sino que ofrecieron una teoría naturalista
que no necesitaba apelar al uso de metáforas como Amor, Discordia y Justicia a modo
de explicación sustitutiva de los movimientos y el cambio.

Con respecto a una «explicación del origen [...] de las cosas existentes» se pueden
hacer dos comentarios. Ciertamente, el atomismo ofrece una explicación para los
fenómenos sensibles, en tanto combinaciones y separaciones de los átomos. En este
sentido, los atomistas hacen lo que habían hecho previamente los presocráticos jonios,
que es decir cómo el arjé da lugar a, o constituye, el mundo que experimentamos. En
contraste, es difícil encontrar en Parménides una explicación de por qué el mundo nos
parece como lo hace, como un reino de la pluralidad y el cambio, más allá de la
afirmación de que nuestros sentidos son engañosos. Evidentemente, Aristóteles
pretendía decir que los atomistas no ofrecían una explicación de cómo llegaron a
existencia tanto los átomos como el vacío, aunque la verdad es que tampoco explica
nadie más cómo la realidad, o el arjé que hayan escogido, llega a existir.

Pero lo interesante de la respuesta de los atomistas al desafío de Parménides —


básicamente, que todo aquello que sea real ha de ser eterno e inmutable— es que, a la
vez que lo acepta, defiende el pluralismo. El argumento parmenidiano era que, si hay
muchas cosas, todas deben poseer el mismo carácter que el Uno; los atomistas, en
efecto, dijeron: «De acuerdo; pero ¿por qué no puede haber infinitas cosas con las
propiedades metafísicas de lo que los eleáticos llaman el Uno?». Acerca de la cuestión
de la divisibilidad infinita, refutaron la argumentación de Zenón aceptándola de facto;
Zenón había dicho que era incoherente asumir una indivisibilidad infinita, y los
atomistas dijeron: «Estamos de acuerdo, y esa es la razón por la que decimos que los
átomos son, como dice su nombre, no divisibles, ni infinita ni finitamente».

Al igual que sus predecesores, los atomistas ofrecieron ideas acerca de los cuerpos
celestiales, la percepción y el contraste entre lo que Demócrito llamaba conocimiento
«verdadero» y conocimiento «bastardo». Si bien las cosmologías de los antiguos pueden
iluminar las ideas metafísicas y epistemológicas que subyacen tras ellas, no deja de ser
cierto que poseen, en general, tan solo interés histórico, y lo mismo puede decirse de la
narración atomista del Sol, la Luna y las estrellas, y del «vórtice» en el que (de un modo
extraño, puesto que en sistemas centrífugos los objetos más pesados son alejados del
centro con más rapidez) los cuerpos más pesados quedan en el centro del cosmos.
Teofrasto es la fuente principal para lo que los atomistas dicen al respecto de estos
temas.

Junto con las de Platón y Aristóteles, el atomismo es la más influyente de las antiguas
filosofías. Fue la inspiración, más tarde, para la de Epicuro y, a través de él, del
posterior poema metafísico en latín De rerum natura, de Lucrecio, y con el tiempo, de la
ciencia del mundo moderno en las ideas de Gassendi y de los corpusculistas del siglo
XVII (corpúsculo es otra palabra para definir átomo, que significa «cuerpo pequeño», más
que «indivisible»). Estudiosos como Jonathan Barnes han loado estas ideas y las han
calificado como un clímax en la filosofía presocrática. A juicio de Barnes, el atomismo es
la «culminación del pensamiento griego de primera época» y Theodor Gomperz dijo
que era «el fruto maduro del árbol de la vieja doctrina jónica de la materia». Sin
embargo, como ya hemos notado, los atomistas sirvieron este fruto jónico en una
bandeja eleática: de aquí su sabor picante y fuerte, intelectualmente mejorado.

LOS SOFISTAS
En su sentido original, la palabra sofista señalaba a una persona cultivada y experta en
uno o más campos de la enseñanza (sofós significa «inteligente», «hábil», «sabio»...).
Hacia el siglo V a. C., sofista había acabado designando algo más específico: una persona
dedicada profesionalmente —es decir, que se ganaba así la vida— a enseñar las técnicas
de la oratoria y la retórica. Ser competente hablando en público era una habilidad muy
apreciada en las ciudades de la Grecia clásica, en gran parte una cultura oral y
ciertamente una en la que las reputaciones y el estatus de los individuos dependían en
buena medida de sus apariciones en los debates públicos: en su promoción se valoraba
la elocuencia, la capacidad de persuasión y el talento para convencer a un público
numeroso. Dado que era una habilidad muy demandada, los sofistas se ganaban bien la
vida enseñándola. Tuvo un momento especialmente dulce en la democracia ateniense
del siglo V a. C., en la que el debate político y legal constituía el centro de la vida de la
ciudad.

A Sócrates y a Platón les disgustaban los sofistas porque ofrecían enseñar, a cambio
de dinero, la capacidad de convencer a cualquiera de cualquier cosa, lo que significaba
que instruían a la gente para ganar discusiones, y no para descubrir la verdad. En el
Eutidemo, Platón ofrece ejemplos de los trucos que enseñan los sofistas a cualquiera que
quiera vencer a sus oponentes en un debate. No cabe duda de que esto era, en efecto, lo
que muchos sofistas hacían y, debido a que Sócrates y Platón se mostraron tan críticos
con ellos, hoy en día el término sofista tiene una connotación peyorativa. Decimos de un
argumento tramposo, o del hecho de engañar a los demás, que es un sofisma, y el
término sofisticado (aunque actualmente se usa para definir algo de gusto refinado y
elegancia superlativa) significaba en su origen algo deliberadamente complejo y
confuso para despistar a otros.

Esta visión peyorativa de los sofistas, aunque no cabe duda de que está bastante
justificada, es, a la vez, un poco injusta. Además de enseñar retórica y oratoria, los
sofistas enseñaban también aquello que debía complementar a un buen orador, pues de
nada sirve ser elocuente si no hay nada acerca de lo cual serlo: si no se sabe nada de
historia o de literatura, si no se sabe nada de ideas, si nunca se ha reflexionado acerca
del bien y del mal, del estado de la sociedad o de cómo vivir la vida con éxito. La
sociedad griega, en general, se había vuelto más cultivada, rica y avanzada en el siglo V
a. C., y había aumentado el deseo de una educación que fuese más allá de las
tradicionales —y básicas— aritmética, literatura y gimnasia. Las teorías de los filósofos
—y un interés en geografía, historia y otras sociedades y culturas— alimentaban un
deseo de discusión racional y debate inteligente. Los sofistas, pues, eran educadores en
algo más que en retórica, y parte de lo que ofrecían era una filosofía de la vida o ética.
Este aspecto de su tarea llamó la atención de Sócrates, cuyo interés principal era la
cuestión de qué constituye una buena vida y por ello se enfrentaba a otros, y los
desafiaba a que explicaran y justificaran sus ideas al respecto: con los sofistas no hizo
una excepción.

Aunque se habla de ellos en conjunto, los sofistas no constituían una escuela y no


compartían una idea o doctrina común. Eran maestros individuales, profesores
ambulantes, incluso actores, en sus representaciones de retórica. No eran tipos que se
mostraran tímidos con respecto a sus habilidades, como aprendemos en la narración de
Platón del más famoso de ellos: Protágoras, un ciudadano de Abdera, la ciudad de la
que procedía Demócrito.

Protágoras vivió entre los años 490 y 420 a. C., y fue uno de los más allegados a
Pericles en vida del gran estadista. Platón proporciona un vívido retrato suyo, y le hace
decir: «Mi querido joven, las ventajas que sacarás de tus relaciones conmigo serán que,
desde el primer día, te sentirás más hábil por la tarde que lo que estabas por la mañana,
al día siguiente lo mismo, y todos los días advertirás visiblemente que vas en continuo
progreso». Además, asegura Protágoras, el discípulo obtendrá muchos buenos consejos,
de modo que podrá gestionar adecuadamente sus asuntos familiares y los de la ciudad;
y estará «en disposición de hablar bien y de obrar bien».

Otras citas de Protágoras, recogidas por Estobeo, Pseudo Plutarco y otros, sugieren
que no era un mero fanfarrón. Decía que el aprendizaje ha de comenzar pronto, que ha
de hundir raíces profundas para ser eficaz y que exige mucha práctica y dedicación: «El
arte sin práctica y la práctica sin arte son nada». Pero también proporcionó la razón de
la antipatía de Platón hacia él: odiaba las matemáticas —«es una asignatura impo-sible
de conocer y la terminología es desagradable»— y se le atribuye ser el primero en
exponer la idea de que «sobre todo tema hay siempre dos argumentos mutuamente
opuestos», que sería una de las razones invocadas posteriormente por los escépticos
para negar la posibilidad del conocimiento. Sobre esta misma base afirmaba que uno
podía argumentar a favor de todos los lados de cualquier causa. En palabras de un
doxógrafo, «Protágoras convertía el argumento más débil en el más fuerte, y enseñaba a
sus alumnos a acusar y loar a la misma persona».

Platón pone en boca de Protágoras un discurso en el que, tras mostrarse de acuerdo


con Sócrates en que lo que debe enseñarse es a gestionar la ciudad y crear buenos
ciudadanos, lanza su idea de que la buena ciudadanía consiste en la práctica de la
justicia y del autocontrol. Dice que se trata de propensiones naturales que la educación
puede y debe impulsar en las personas, porque conducen a la conservación del buen
orden en la sociedad y, por lo tanto, a la supervivencia de sus miembros. Estas ideas son
intachables.
Sin embargo, Platón informa en el Teeteto de otra idea más controvertida de
Protágoras, la de que «el hombre [...] es la medida de todas las cosas; de la existencia de
las que existen, y de la no existencia de las que no existen», la que se dice que abría su
libro perdido Verdad. Parece tratarse de una afirmación de relativismo, que implicaría
que no existe una verdad objetiva, sino que lo que es verdad para una persona puede
no serlo para otra, que la verdad depende de las distintas experiencias o circunstancias
de las distintas personas. Antes de refutar esta teoría, Sócrates explora modos en que
podría ser cierto que puntos de vista distintos tuvieran validez aunque parezcan
contradecirse mutuamente; por ejemplo, una ciudad podría tener una ley contra algo
que estuviese permitido en otra ciudad. Por ello, un ciudadano de la primera ciudad
podría decir: «Esta cosa y esta otra están mal», mientras que el ciudadano de la segunda
podría afirmar: «Ni esta cosa ni esta otra están mal»; y ambos podrían tener razón. Pero
esto no es lo que los coetáneos de Protágoras y sus sucesores entendieron que decía;
para ellos afirmaba un relativismo subjetivo por el cual dos personas sostenían, con
igual justificación personal, opiniones opuestas con respecto a un mismo tema y sin que
fuese posible someter ninguna de ambas a un veredicto.

Esta opinión no parece coherente con la idea de que la justicia y la precaución han de
ser universalmente aceptadas para que la sociedad —en realidad, la especie humana—
sobrevivan, como Platón pone en boca de Protágoras. Se trata de un importante
argumento, pues uno de los grandes debates del siglo V a. C. giraba en torno a la
cuestión de convención o ley, tal y como se entiende inventada por los humanos, contra
la naturaleza: nomos (ley) contra physis (naturaleza). ¿Son las normas morales el
resultado de acuerdos y costumbres humanas, o tienen sus raíces en la naturaleza de la
realidad? Existía el acuerdo generalizado de que, para que la moral poseyera auténtica
autoridad, debía darse el segundo supuesto. Esto permitía a los críticos con la idea de la
moral convencional argumentar que, dado que se trataba del producto de preferencias
humanas, se la tenía que rechazar. Los defensores de la moral por convención
replicaban que esta tenía, en realidad, sus raíces en la naturaleza.

Era un debate intenso. En el diálogo Gorgias —el nombre de otro sofista—, Platón
hace que el discípulo de Gorgias, Calicles, sostenga esta argumentación: la moral
convencional es un invento de los débiles para protegerse de los poderosos e impedir
que estos hagan aquello a lo que por naturaleza tienen derecho, que es usar a sus
inferiores a voluntad. Las normas genuinas son las ejemplificadas por los animales, que
se comportan totalmente de acuerdo con los dictados de la naturaleza. Una versión un
poco suavizada de esta idea la sostiene Trasímaco en el primer libro de la República de
Platón, en el que alaba al tirano que deja atrás los nudos de la moral convencional a fin
de afirmar su poder.9 En lo que Trasímaco y Calicles sí concuerdan es en que llevar una
vida de autoafirmación es gozar de una vida extremadamente feliz, pues se vive de
acuerdo con la naturaleza.

En su discurso del Protágoras, Protágoras se pone de lado de quienes afirman que la


moral convencional surge de la naturaleza. La incoherencia de esto con su idea de que
«el hombre es la medida», por lo tanto, nos obliga a preguntarnos qué quería decir
exactamente. La naturaleza fragmentaria de las pruebas deja abierta la posibilidad de
una interpretación que elimine esta incoherencia; a algo así se alude en un fragmento en
el que se emplea la palabra chremata (las cosas usadas), que sugiere que las diferencias
de actitud subjetiva se aplican a las cosas producidas por elección y pensamiento
humano (especialmente creencias, actitudes y juicios) y no de las cosas determinadas
por la naturaleza. Dado que la base de la moral se encuentra en la naturaleza, como
sostenía Protágoras, no habría dos verdades opuestas e igualmente válidas acerca de
ella, como habría en el caso en que una persona tiene frío y otra siente calor, en el
mismo momento y lugar.

Esa manera de reconciliar el conflicto, en las ideas de Protágoras, choca, empero, con
la dificultad de que su celebrada frase «el hombre es la medida de todas las cosas» nos
recuerda a una de las definiciones de verdad y falsedad de Aristóteles, y su contraste
con la opinión de Protágoras: «Decir que lo que es no es, o que lo que no es es, es falso;
mientras que decir que lo que es es, y que lo que no es no es, es cierto». Protágoras
parece estar afirmando que lo que decimos hace que las cosas sean como decimos que
son; la definición de Aristóteles nos exige que lo que digamos se corresponda con cómo
son las cosas para que sea verdad. Hamlet dice: «Nada hay bueno ni malo, sino en
fuerza de nuestra fantasía»; Protágoras parece afirmar que todo es lo que la gente dice
que es, en lugar de ser objetivamente como es, más allá de nuestros intereses. Esto, en
efecto, entra en conflicto con la idea que se le atribuye en el Protágoras de que hay
propensiones naturales, en las personas, a manifestar precaución y un sentido de
justicia.

Entre otros grandes sofistas mencionados por Platón en sus escritos hemos visto ya a
uno de ellos, Gorgias; otros que merecen ser mencionados son Pródico de Ceos, Hipias
de Élide, Antifonte de Atenas y Critias, también de Atenas.

Gorgias, coetáneo de Protágoras, nació en Leontinos, en Sicilia. Vivió hasta los cien
años de edad, y fue muy apreciado por su estilo retórico, tanto oral como escrito. Se dice
de él que tomó Atenas por asalto durante una visita diplomática en el 427 a. C., porque
hacía exhibiciones públicas de su oratoria y su retórica, y demostró sus poderes de
persuasión con una defensa de Helena de Troya. Para ello escogió la más indefendible
de las razones de la fuga de Helena a Troya con Paris, es decir: que él la persuadió
(otras razones como el destino, la necesidad o el hechizo lanzado por Afrodita la
convertían en inimputable por indefensión). Es un ejemplo de cómo hacer, del caso más
débil, el más fuerte.

Pródico era nacido en Ceos, una isla del mar Egeo cercana a las costas del Ática. Su
fecha de nacimiento se sitúa en torno al año 460 a. C., lo que lo convertiría en coetáneo
de Sócrates y, en efecto, se dice que fue cercano a él, quizá su profesor. Una frase a
vuelapluma de un tal Dídimo el Ciego dice que Pródico negaba la posibilidad de las
contradicciones, basándose en que, si dos personas parecen contradecirse mutuamente
en una conversación, no pueden estar hablando de lo mismo. También se dice que
negaba la existencia de dioses; esto lo pone en el mismo bando de Protágoras, quien
también era o agnóstico o ateo, si ciertas citas suyas soportan esa interpretación. Quizá
esta fuera otra razón por la que a Platón le disgustaban tanto los sofistas.

Gracias a su fama como maestro y orador, Pródico ganó mucho dinero, al igual que
Hipias, el cuarto de este grupo de famosos sofistas. Hipias había nacido en Elis, en el
Peloponeso. Las fechas son confusas, pero se sabe que aún vivía cuando Sócrates murió
en el 399 a. C. Era un hombre de variados intereses que, además de enseñar retórica y
mnemónica (el arte de la memoria), contribuyó a las matemáticas y creó toda una
colección de textos poéticos y filosóficos. Fue famoso por sus discursos, entre ellos,
charlas improvisadas sobre cualquier tema sugerido por los miembros de su público. Lo
variado de sus intereses y talentos provocó que Platón se burlase de él, y asegurase que
era tal polímata que podía incluso reparar sus propios zapatos. Una frase que Jenofonte
le atribuye es: «¿Cómo puede nadie tomarse en serio las leyes, si a menudo sucede que
las mismas personas que las hacen las revocan y sustituyen por otras?».

Antifonte, ateniense, nació alrededor del año 480 a. C. Contribuyó al debate acerca de
la naturaleza y la convención en la moral. Decía que, en sociedad, uno debería obedecer
las leyes convencionales, pero, a solas, obedecer las naturales. Creía que a menudo las
leyes convencionales contradecían a las naturales, lo que hacía que «la gente sufra más
cuando es posible sufrir menos, que disfrute menos cuando es posible disfrutar más, y
que resulte perjudicada cuando no es necesario». Sin embargo, adoptó la idea de que el
poder de la retórica, en un debate, podía hacer que lo peor pareciera lo mejor, lo que, en
principio, significa que es posible defender la moral convencional contra la natural,
incluso si esto hace que la gente sufra más. «No importa cuán convincente resulte la
acusación —dijo—, la defensa del acusado puede ser igual de convincente; la victoria
llega a través del discurso.»

Critias era otro ateniense y colega de Sócrates. Era también pariente (de mayor edad)
de Platón y, por lo tanto, como él, aristócrata. Opinaba lo opuesto en el debate
convención-naturaleza, y defendía la convención: «La vida humana carecía antaño de
orden; estaba al nivel de la de las bestias, sujeta a la fuerza bruta; no había recompensa
al bien ni castigo al mal. Luego la gente estableció las leyes como castigo, de modo que
la justicia sirviera de poderosa y equitativa gobernante, y convirtiera la violencia en su
esclava». Para él, como para Hobbes muchos siglos después, el estado de naturaleza no
era la fuente de todo bien, sino de todo mal, y era necesario aplicar la razón para traer al
mundo la justicia.

Desde el punto de vista de la historia posterior, la antipatía que sentía Platón por los
sofistas tuvo graves consecuencias. La clave, para Sócrates y Platón, estriba en que la
filosofía es la búsqueda de la verdad, y no se la puede limitar por la necesidad de ganar
un caso u obtener un sueldo. En nuestra época somos muy escépticos ante las opiniones
pagadas (los editoriales patrocinados en los diarios; las farmacéuticas que pagan a
médicos para que prescriban sus fármacos; los políticos que actúan beneficiando a sus
donantes, etcétera). La cuestión en la que tanto Platón como Sócrates insistían sigue
teniendo peso: la verdad no debe estar en venta.
3

Sócrates

Sócrates es un personaje de los diálogos de Platón, representado como el paradigma del


filósofo que busca desinteresadamente la verdad, siempre dispuesto a promover el
pensamiento claro, la sabiduría profunda y el conocimiento de la virtud. Se le muestra
como una persona amada y admirada por sus amigos y por los jóvenes, cálida e
ingeniosa, y como alguien ferozmente listo.

Pero Sócrates es también el nombre de un ser humano real, y la gran pregunta (la
«cuestión socrática») es hasta qué punto representan los diálogos de Platón al auténtico
Sócrates. No cabe duda de que el «método socrático» —el método de interrogar, de
dialogar y de contrastar— era, en efecto, el de Sócrates, como tampoco cabe duda de
que su principal interés, y casi exclusivo, era la ética. Pero ¿cuánta de la filosofía que
hay en los diálogos de Platón es filosofía de Sócrates, y cuánta se debe a Platón? La
respuesta más probable es que los primeros diálogos de Platón sean, hasta cierto punto,
bastante representativos del Sócrates histórico, pero que hacia los diálogos centrales
Sócrates se haya convertido ya en un dispositivo literario para que Platón exponga sus
propias opiniones.

Sócrates nació en Atenas hacia el 470 a. C., y murió allí, en prisión, en el año 399 a. C.,
tras su condena a muerte por «impiedad y por corromper a la juventud de Atenas».
Aunque se le ofrecieron todas las oportunidades para huir, escogió obedecer la ley; lo
habían hallado culpable y condenado a muerte, de modo que no vaciló en beber la
cicuta, y murió como sus conciudadanos habían decidido que muriese.

Nuestras principales fuentes de conocimiento sobre Sócrates son los escritos de Platón
y, en menor medida, los de otro de sus discípulos, Jenofonte, si bien sus narraciones
difieren un tanto. Por ejemplo, Platón (un urbanita) aseguraba que Sócrates amaba la
ciudad y le desagradaba el campo, mientras que Jenofonte (que amaba el campo) decía
lo opuesto. Hay también alusiones a él en Antístenes, Aristipo y Esquines. Aristófanes
lo convierte en objeto de sus chanzas en la comedia Las nubes y en otra media docena de
obras satíricas.

Era un hombre coherente con sus principios, que demostró valor en la batalla y
dedicación a su misión de convencer a sus iguales de que debían pensar en la
naturaleza del bien y de una vida digna de vivirse. El famoso o infame Alcibíades, un
apuesto estadista y general que sería, finalmente, la perdición de su propia ciudad,
Atenas, aseguraba estar enamorado de Sócrates y haber intentado, sin éxito, seducirlo.
Aunque Sócrates estaba casado (con Jantipa, injustamente acusada de ser «una fiera»),
no dejaban de interesarle los jóvenes hermosos, una tendencia aceptable en aquella
época; en el Cármides confiesa estar aturdido ante los encantos del joven del mismo
nombre, pero que desea hablar con él para averiguar si posee aquello que es más
grande que la belleza física: un alma noble.

Según una famosa historia, cuando un hombre llamado Querofonte preguntó al


oráculo de Delfos quién era la persona viva más sabia, la respuesta que obtuvo fue
«Sócrates»; y Sócrates mismo se sorprendió al oír esto, hasta que se dio cuenta de que
carecía de dudas porque solo sabía que no sabía nada. Sin embargo, se veía a sí mismo
como un tábano, siempre importunando a sus iguales haciéndoles preguntas acerca de
la virtud y del mejor tipo de vida.

No hay documentos que indiquen que Sócrates escribiera nada, aunque se dice que
fue coautor o colaborador, de algún modo, de algunas de las obras de su amigo
Eurípides. Es plausible que los primeros diálogos de Platón ofrezcan una imagen
bastante precisa del auténtico Sócrates tanto en su aspecto como en sus opiniones, pero
que a partir de ahí sea la propia filosofía de Platón la que salte al escenario, y que el
Sócrates que aparece en ellos sea su hombre de paja... y, en algunos casos, ni siquiera el
líder del diálogo, sino un mero participante en este, y en ocasiones, el derrotado, como
sucede en el Parménides.

Es posible que el retrato más preciso de Sócrates se dé en la Apología, que es el


discurso ofrecido por el propio Sócrates en su defensa en el juicio. Es muy probable que
este texto reproduzca fielmente el discurso en sus aspectos principales, dado que su
contenido habría sido del dominio público, y muchos aún lo recordarían cuando Platón
lo divulgó. Además, Platón afirma haber estado presente en el juicio de Sócrates, una
afirmación que podría haber sido fácilmente rebatible por sus contemporáneos de haber
sido falsa. Si Platón hubiera tendido a inventarse cosas importantes, casi seguramente
hubiera asegurado que estuvo presente en el lecho de muerte de Sócrates, pero asegura
que no estuvo allí aquel día por estar enfermo, y que solo conoce las conversaciones
entre Sócrates y otros amigos, de aquel día terrible, por referencias.1 En mi opinión, esto
sugiere, además, que Platón no se encontraba entre los amigos íntimos de Sócrates: de
haber sido uno de ellos, habría acudido el día de su muerte, enfermo o no. Sócrates
tenía unos setenta años cuando murió, y Platón unos veinte; las fechas dramáticas
(llamémoslas así) de muchos de sus diálogos son anteriores a su nacimiento; nunca se
incluye a sí mismo entre los presentes en aquellas conversaciones. En pocas palabras: su
conexión personal fue, con toda probabilidad, la misma que tiene un profesor con la
mayor parte de los alumnos que asisten a sus clases. Él era, no obstante, un estudiante
extraordinariamente dotado.

Si aceptamos que las varias narraciones y caricaturas de Sócrates nos indican algo
acerca del Sócrates real, y que los primeros diálogos de Platón nos ofrecen cierta
perspectiva de las ideas y métodos del Sócrates filósofo, podemos arriesgar una historia
suya como la que sigue.2

Recordemos que la Atenas de la época de Sócrates era la Atenas que había surgido
triunfante como líder del mundo griego en la guerra contra Persia, y en consecuencia se
había convertido en una ciudad próspera y poderosa. Era la Atenas de Pericles, quien
había usado los tributos de las posesiones del nuevo imperio ateniense para adornar la
ciudad con bellos templos y estatuas, y para patrocinar las artes. En este punto álgido
de la Antigüedad clásica, el gran ideal era la belleza, sobre todo la de la forma y
fisonomía masculinas, y también lo eran las habilidades sociales y políticas adquiridas
con una educación a manos de los mejores sofistas, habilidades que llevarían a la fama,
el honor, riquezas, influencia y una alta posición en el funcionariado público. Sócrates
era, a todos los efectos, en su persona y en su modo de vivir, un rechazo frontal a todo
esto. Era famoso por su fealdad, con ojos protuberantes, una nariz grande y bulbosa, y
labios gruesos; de constitución robusta, indiferencia hacia la vestimenta y la higiene
personal; tenía extraños hábitos como entrar en trance durante días enteros, absorto en
sus pensamientos. No perseguía posición ni honores públicos, aunque luchó con
notable coraje junto a sus iguales en las guerras. Por todo ello sobresalía, una anomalía,
un excéntrico, sobre todo por hacer incesantes preguntas y confundir a sus
interlocutores cuando estos intentaban responderlas. Uno de ellos, Menón, en el diálogo
que lleva su nombre, tras ver refutados por Sócrates sus varios intentos de definir la
virtud, le dice: «Me parece que imitas perfectamente, por la figura y en todo, a ese
corpulento torpedo marino [la manta raya] que causa adormecimiento a todos los que
se le aproximan y le tocan. Pienso que has producido el mismo efecto sobre mí; porque
verdaderamente siento adormecidos mi espíritu y mi cuerpo, y no sé qué responderte».
A lo que Sócrates replica: «¡Bien! Ahora que sabes que no sabes de qué estás hablando,
podemos empezar a hacer progresos».

Fue el Sócrates de la pobreza y del desapego a las cosas mundanas el que más tarde
imitarían los cínicos; fue el Sócrates de la dedicación al pensamiento y la fidelidad a los
principios el que inspiraría posteriormente a los estoicos; fue la enseñanza de Sócrates
de la «vida examinada» la que inspiraría a Aristóteles a ver la razón como el rasgo
característico de la humanidad, y a la sabiduría práctica (phronesis) como base de la
ética. Y, por supuesto, fue Sócrates a quien Platón tomó como punto de partida para un
logro filosófico de enorme alcance e influencia.
Lo primero que hay que señalar de Sócrates como filósofo es su método, el «método
socrático», conocido como elenchus o refutación. Funciona así: Sócrates pide a su
interlocutor la definición de un concepto ético importante, como justicia, continencia o
coraje. Quiere que le digan cuál es la esencia del (pongamos) coraje: aquella cosa
fundamental que define a todas las acciones y a las personas valientes. No busca
ejemplos, ni listas de características que algunas personas o actos de valentía puedan
encarnar y que las personas y actos cobardes no ejemplifiquen. Luego, cuando obtiene
una definición, Sócrates demuestra que otras cosas que su interlocutor sostiene que son
verdad resultan incoherentes con esa definición.

Un buen ejemplo de este método se encuentra en el Laques. Laques era un general del
ejército ateniense que sabía del coraje de Sócrates en el campo de batalla (Sócrates luchó
como hoplita, soldado de infantería pesada, en la batalla de Potidea, y estuvo en el
ejército con Laques durante la retirada de Delio). En una discusión entre ambos acerca
de cómo entrenar jóvenes como hoplitas, surgió la cuestión de la naturaleza del coraje, y
Sócrates pidió a Laques que la definiera. Laques dijo: «Una disposición del alma a
manifestar constancia en todo»; es decir, constancia. Pero Sócrates pronto le demuestra
que no todas las formas de constancia son buenas: por ejemplo, cuando es tan solo
terquedad, o estúpida inconsciencia, o cuando la muestra un médico que rechaza la
petición de agua de un paciente porque el agua resultaría dañina. «Constancia», pues,
no puede ser la esencia del valor.

Otro participante en la discusión es Nicias, amigo del sofista Pródico, cuya técnica de
«estirar las palabras» —es decir, trazar finas distinciones semánticas y usarlas como
arma lógica— es objeto de las críticas de Sócrates en este diálogo. Nicias ofrece otro tipo
de definición: que el valor es un tipo de conocimiento, es decir, conocimiento de las
bases de la esperanza y el miedo. Laques se opone a la definición de Nicias basándose
en que, con ella, no se puede calificar a los leones y otros animales similares de
valientes; a lo que Nicias, en efecto, responde: «No llamo valiente, ni a bestia, ni a
hombre, ni a nadie que por ignorancia no teme las cosas temibles; yo le llamo temerario
y estúpido. ¡Ah! ¿Piensas que llamo yo valientes a los niños que, por ignorancia, no
temen ningún peligro? A mi entender, no tener miedo y ser valiente son dos cosas muy
diferentes». Es una buena argumentación, y aunque Sócrates afirma «se ve claramente
que [...] Nicias ha aprendido estas bellas cosas [...] de Pródico, el más hábil de todos los
sofistas para esta especie de distinciones», no se muestra en desacuerdo con él. Pero sí
que disiente en cuanto a que «conocer las bases de la esperanza y el miedo» sea una
definición adecuada de valor, porque (parafraseo) «la esperanza y el miedo conciernen
a lo que depara el futuro, mientras que la virtud se aplica a todos los tiempos, y dado
que el valor es una virtud, ha de ser aplicable a todos los tiempos, y no solo a
posibilidades futuras. Así pues, Nicias ha dado una definición solo parcial».
Y es allí, como sucede en otros diálogos, que acaba la conversación: en aporía, de
modo inconcluso, al no hallarse ninguna definición. Pero al menos se han encontrado
las definiciones erróneas o inadecuadas, y se ha aprendido algo a lo largo del camino:
que uno es ignorante acerca de la auténtica naturaleza de X, sea esto lo que sea, y que,
por lo tanto, hay que pensar más en ello.

La clarificación, la consciencia de la propia ignorancia, son cosas positivas. Pero, si el


método del elenchus ha de llevar al conocimiento, no alcanza la plena satisfacción
cuando el único conocimiento que proporciona es el de las propias limitaciones. El
problema principal parece ser la búsqueda socrática de definiciones esenciales. ¿Posee
todo una esencia que se pueda capturar en una definición? ¿No sucede acaso que
algunos conceptos solo se dan cuando se da este o aquel subconjunto de un conjunto
mayor de características, con estos subconjuntos solapándose pero no dándose todos a
la vez, y constituyendo de modo exhaustivo la «esencia» de la cosa? Pongamos por
caso: el valor en el campo de batalla, en la butaca del dentista, en realizar un examen
por quinta vez, en vivir con alegría entre los achaques y dolores de la vejez, en
levantarse todas las mañanas pese al dolor y a la desesperación... ¿Existe una esencia
común a todas estas manifestaciones de valor?

En cualquier caso, ¿basándose en qué es correcto decir que uno no puede saber lo que
es el coraje a menos que pueda dar una definición de su supuesta esencia? «Lo
reconozco cuando lo veo» es una buena respuesta muchas veces, y es posible que, a
menos que uno posea cierto conocimiento de una cosa, sea incapaz de adquirir más
conocimientos al respecto; esto sugiere que, en cierto sentido, el conocimiento previo es
indispensable para comprender la esencia de una cosa, si es que posee una esencia. Otra
versión de esta idea es preguntar: ¿acaso no alcanzamos el conocimiento de cosas en
general —pongamos por caso, de los perros— a través del conocimiento previo de
ejemplos individuales o especiales de la cosa, por ejemplo, este o aquel otro perro en
concreto?

En realidad, según Aristóteles, este era el método de Sócrates, un método inductivo


por el que se pasaba de lo particular a lo general, o de inferencia por analogía a partir de
ejemplos del total. De ser así, el asunto es aún menos satisfactorio, dada la naturaleza
intrínsecamente insegura de las argumentaciones inductivas.3

Pero uno tiene la sensación, especialmente en los primeros diálogos, de que Sócrates
mismo no es del todo ajeno al sofismo. Tomemos por ejemplo el intento de definición
de Laques: cuando propuso la «constancia», evidentemente quería decir «frente a
desafíos, dificultad, amenaza o peligro». Sócrates lo refutó poniendo ejemplos de
constancia en los que estos no se encuentran presentes. La falacia parece ser suya, no de
Laques; un tipo de falacia de equivocación que solo es posible por negarse a tener en
cuenta las calificaciones que unen un concepto general a un conjunto de aplicaciones
específicas.

Sócrates decía que, de joven, había escuchado a filósofos dar conferencias acerca de la
naturaleza de la realidad y del cosmos, y aun así, como el poeta de los Rubaiyat de Omar
Jayam, había vuelto a «salir por la puerta por la que había entrado», no obtenía más
sabiduría debido a que las distintas teorías daban vueltas y más vueltas sin
proporcionar frutos, y (aun peor) ignoraban la pregunta auténticamente importante en
su opinión: la cuestión de cómo vivir. Él se centraba en el areté, una palabra que se
traduce como «virtud» o «excelencia», y que él interpretaba como «excelencia moral».
Consideraba que las virtudes principales eran el valor, la justicia, la templanza y la
sabiduría. La virtud en sí misma, decía, es el conocimiento. Creía que, si uno sabía hacer
lo correcto o ser lo correcto, no podía hacer lo contrario; el vicio es ignorancia, y es la
ignorancia la que hace posible el vicio. Esto significa que la buena vida es la vida
examinada y escogida; la «vida considerada». En efecto, dijo que «una vida no
considerada no merece la pena ser vivida». Una vida considerada es una vida basada en
el conocimiento de lo que está bien y lo que está mal. Es por ello, afirmaba Sócrates, por
lo que nunca se hace el mal a sabiendas o de modo deliberado; hacer algo malo es
dañino para uno mismo, y nadie se hace daño a sí mismo a sabiendas si puede escoger.

Nobles como son, estas opiniones no resisten un escrutinio serio, pues no son
psicológicamente realistas. Para empezar, no tienen en cuenta la posibilidad de la
akrasia, la «falta de voluntad», algo que la mayoría de nosotros experimentamos durante
lapsos considerables: pensemos en las dificultades que tenemos para hacer dieta, dejar
de fumar, resistir las tentaciones... En realidad, Sócrates niega que haya nada similar a
la akrasia; en el Protágoras de Platón pregunta: «¿Cómo es posible que alguien haga algo
a sabiendas de que está mal?». La respuesta es, ¡cielos!, que sucede continuamente. La
prueba es ab esse ad posse, «de lo que es el caso a lo que es posible».

Sócrates también creía en la unidad de las virtudes: que si una persona posee una de
las virtudes, las posee todas. Pero también esto se contradice con la experiencia. Una
persona injusta puede ser valerosa; una persona justa puede ser tímida. Ciertamente,
parece improbable que una persona imprudente pueda ser moderada, pero incluso esto
provoca el problema de que ni sabiduría ni templanza son, en sí mismos, universales:
una persona puede ser sabia como padre, pero imprudente en los negocios; moderado
con respecto a las bebidas alcohólicas, pero no con respecto al chocolate, etcétera.

Se muestre uno de acuerdo o no con todo lo que Sócrates parece haber dicho, no cabe
duda de que es un excelente ejemplo de filósofo seria y sinceramente dedicado a
intentar conocer, comprender, averiguar el mejor modo de vivir, y hacerlo pensando,
debatiendo, buscando, desafiando, reflexionando... En resumen, un pensador dedicado
a obtener claridad y descubrir la verdad, de ser posible.
4

Platón

En la imagen estándar, aunque quizá excesivamente simplificada, del gran periodo de


la filosofía clásica de la Antigüedad, las figuras de Sócrates, Platón y Aristóteles
conforman una especie de trinidad por linaje, con Platón como discípulo de Sócrates y
maestro de Aristóteles. Esto es cierto, pero escrito tan crudamente puede resultar
engañoso. Platón fue uno de los devotos acólitos de Sócrates, y se lo menciona como
uno de los jóvenes a los que Sócrates supuestamente «corrompió» con sus enseñanzas.
Pero recordemos que el método de Sócrates no era de una didáctica convencional; no
daba clases ni instruía, sino que preguntaba y debatía. No tenía escuela ni se ofrecía
como profesor para nadie. Platón, en cambio, fundó una institución académica y tenía
asignaturas (una condición para acceder era tener conocimientos matemáticos) y el
propio Platón tenía toda una gama de ideas profundas e interconectadas de gran
alcance, que enseñaba, y a las que su discípulo más notable, Aristóteles, se enfrentó más
tarde cuando, a su vez, fundó su propia escuela y dio clases en ella a sus discípulos.

Platón (h. 425-347 a. C.) procedía de una familia rica y aristocrática. Debido a su fama,
su biografía pronto se vio trufada de leyendas; se decía de él que descendía de los
primeros reyes de Atenas y de uno de los Siete Sabios; que, cuando era bebé, se posaron
abejas en sus labios como un augurio de las melosas palabras que más tarde surgirían
de ellos. Ciertamente, tenía buenas conexiones: muchos de los personajes que aparecen
en sus diálogos son parientes, y buena parte de ellos ostentaban altas posiciones en la
vida política ateniense. Pero dice poco de sí mismo, e incluso su nombre podría ser un
seudónimo: se cree que su nombre familiar podría haber sido Aristocles, y que Platón
(que significa «ancho») era un apodo que le habría puesto bien su maestro de lucha,
debido a su robusta constitución, bien sus admiradores, por la amplitud de sus
enseñanzas.

Acaso debido a su herencia aristocrática, Platón se oponía a la democracia de Atenas,


cuyos fracasos causaron la derrota de la ciudad a manos de Esparta durante la guerra
del Peloponeso. Era también un poderoso oponente a la idea misma de democracia. El
juicio y ejecución de Sócrates fueron con casi total seguridad consecuencia de las
turbulencias políticas de los años posteriores a la derrota ateniense en el año 404 a. C. A
Sócrates lo ejecutaron en el 399 a. C., y la creencia de Platón de que el caos político
acaba inevitablemente en tiranía —porque surgirá un tirano para restaurar el orden, y
solo hará que las cosas empeoren— subyace a la idea de que el Estado debería estar
gobernado por «reyes-filósofos» que vivan en una libertad monacal con respecto a las
influencias de la búsqueda de riquezas y lazos familiares que pudieran alterar su juicio.

Se ha sugerido que los primeros escritos de Platón fueron contribuciones no tanto a la


filosofía como a la literatura.1 En los Juegos, que eran los acontecimientos periódicos de
la vida cultural griega (los Olímpicos, los Panatenaicos y otros), no solo se daban
competiciones de atletismo, sino también de diálogos. La sugerencia es que los primeros
diálogos aporéticos no buscaban conclusiones filosóficas, dado que ese no era su
objetivo. Sus escritos eran tan admirados por sus cualidades estéticas como por su
contenido intelectual, y es más su estilo que las conclusiones a las que llega lo que
distingue estas primeras obras. De acuerdo con esto, no fue sino hasta después de la
muerte de Sócrates que Platón se interesó más profundamente en las ideas filosóficas,
que hasta entonces había empleado como vehículo de sus ambiciones literarias.

Aunque algunos de los filósofos de la Antigüedad eran teóricos puros —eruditos en


sus torres de marfil, como diríamos hoy en día—, muchos participaban en la vida
práctica y política de sus ciudades-Estado. Platón no tomó parte activa en la vida
política ateniense tras la muerte de Sócrates, pero guardó un duradero interés por la
ciudad griega de Siracusa, en Sicilia, cuyos gobernantes lo invitaron tres veces a que los
aconsejara en asuntos de gobierno. Platón aceptó las invitaciones porque era amigo de
Dion, quien accedió al trono de Siracusa tras una rebelión; Dion era discípulo y
admirador de Platón, y ofreció al filósofo la oportunidad de poner en práctica sus ideas
sobre gobierno. Al final Dion demostró ser un mal gobernante, y su periodo al mando,
en el que intentó establecer una aristocracia platónica, dejó como legado un fracaso y
unas turbulencias que durarían décadas. Decir que el error estaba en las ideas de Platón
y en sus consejos sería solo parcialmente cierto; los materiales intratables de la
naturaleza humana y de la realidad económica, así como los propios fallos de Dion,
jugaron sin duda una parte igual de importante, si no más.

La filosofía de Platón es un sistema, o al menos aspira a serlo (era demasiado crítico


consigo mismo como para que tal aspiración fuese totalmente factible). Se suponía que
sus diferentes componentes debían encajar a fin de proporcionar respuestas a las
preguntas fundamentales que él, de un modo más claro y comprehensivo que sus
predecesores, veía que debían responderse de modo que todas ellas tuvieran sentido.
Estas preguntas son las siguientes: ¿cuál es el estilo bueno de vida, y cuál el mejor tipo
de sociedad? ¿Qué es el conocimiento y cómo lo obtenemos? ¿Cuál es la naturaleza
fundamental de la realidad? Se puede ver que estas preguntas poseen un orden: para
responder a la primera se necesita responder antes a la segunda, y para responder a la
segunda es necesaria una respuesta para la tercera.

De igual modo, muchos filósofos tras Platón reconocieron que, para dar respuesta a
las grandes cuestiones de la ética, uno ha de responder preguntas acerca de la
naturaleza del mundo y de la humanidad que hay en él, y, por lo tanto, de cómo
podemos obtener conocimiento acerca de ambos. Y esto implica que hemos de hallar
respuestas a toda una gama de subpreguntas; por ejemplo, para comprender el
conocimiento y cómo obtenerlo debemos tener ideas acerca de la verdad y la razón,
acerca de los poderes y de la naturaleza de la mente, y acerca de su relación con el resto
de la realidad.

Casi toda la filosofía consiste en enfoques a este conjunto de preguntas planteadas por
Platón. Esto se debe a que Platón las identificó y también al modo en que conectan entre
sí. En este sentido, Alfred North Whitehead, un matemático y filósofo que colaboró con
Bertrand Russell en los Principia Mathematica, dijo que «toda la tradición filosófica
europea consiste en una serie de notas a pie de página de Platón». Exageraba, pero no
demasiado, pues, en efecto, Platón trata o, como mínimo, toca casi todas las grandes
cuestiones de la filosofía. En comparación no solo con lo que le precedió en la historia
de la filosofía, sino con lo que le sucedió, los logros de Platón son enormes: una
imponente montaña en medio de colinas.

Un modo de entrar en la filosofía de Platón es señalar el significado de una analogía


que emplea para describir cómo son las cosas para los seres humanos con respecto a su
comprensión del mundo y de la vida. Se trata de la «alegoría de la caverna», en el Libro
VII de la República. Somos como prisioneros retenidos en una caverna, encadenados de
tal modo que solo podemos ver la pared del fondo de la cueva. Tras nosotros, y entre
nosotros y el túnel que lleva a la salida de la caverna, hay un fuego. Nuestros captores
van y vienen entre nosotros y el fuego, arrojando sombras sobre la pared de la caverna.
Nosotros vemos estas sombras. Si nos liberasen de nuestras cadenas, veríamos el fuego
y a nuestros captores caminando, y así comprenderíamos el origen de las sombras. Pero
si nos permitieran salir de la caverna y ver la luz del día, y, por encima de todo, el Sol,
conoceríamos las cosas tal y como son realmente.

La mayor parte de las personas, dice Platón, son como los prisioneros que ven las
sombras. Algunas logran el nivel de discernimiento que alcanzaría un prisionero con
libertad de movimientos por la caverna. Pero el objetivo es salir al aire libre y ver la
verdad en toda su gloria.
¿Cómo se puede hacer eso? Las primeras indicaciones las tenemos en el Menón, un
diálogo importante porque se distancia por fin de las aporías (inconclusiones) socráticas
con respuestas, aunque sean negativas, a las preguntas formuladas, y se dirige ya hacia
las respuestas positivas que Platón proporcionará. Recordemos que Sócrates había
identificado virtud con conocimiento, y que por ello mismo la pregunta «¿Qué es
conocimiento y cómo lo obtenemos?» se vuelve crucial para la comprensión de cómo
debe ser la mejor vida posible. Así pues, ¿cómo obtener conocimiento? Los
predecesores, sobre todo Parménides, habían convencido a Platón de que los sentidos
llevan a engaño y que no nos revelan la naturaleza genuina de la realidad. Por ello, para
obtener conocimiento debemos hallar un modo de adquirirlo que no dependa de los
sentidos. Como mucho, y en el mejor de los casos, los sentidos nos pueden proporcionar
opiniones acerca del mundo, que revelan ante nosotros un mundo consistente en una
pluralidad de cosas transitorias e imperfectas. Sean como sean los objetos del auténtico
conocimiento, no pueden ser así; tienen que ser eternos, perfectos e inmanentes, y
poseer por lo tanto algunos de los rasgos esenciales que Parménides enumeraba como
característicos de lo que realmente existe.

Para lidiar con esto, Platón expone la siguiente tesis. Hay, dice, dos reinos: el reino o
mundo de lo inteligible, habitado por cosas eternas e inmutables, y el reino o mundo de
lo sensible, que es el mundo que nos muestran nuestros sentidos, el mundo de las cosas
imperfectas y temporales, en constante cambio (siempre están convirtiéndose en otras
cosas). En el mundo de lo sensible, las cosas son copias imperfectas de las cosas del
mundo de lo inteligible; estas últimas son las Formas (también llamadas Ideas), que son
los ejemplos y paradigmas de las muchas cosas temporales e imperfectas que hay en el
mundo de lo sensible. Las Formas son eternas, perfectas e inmutables; son la verdadera
realidad de la que el mundo sensible, el de la experiencia, es tan solo una sombra.

No somos capaces de inferir la existencia de las Formas a partir de sus copias


imperfectas debido a nuestros engañosos poderes de percepción y a nuestros intelectos
finitos; por ello, ha de haber algún otro modo de conocerlas. Tenemos almas inmortales
que, en su estado desencarnado, antes de que nazcamos, viven en el mundo de lo
inteligible y se encuentran en contacto directo con las Formas, y por ello, mientras nos
encontramos en ese estado, lo sabemos todo. Pero en cuanto nuestras almas entran en
los cuerpos lo olvidan todo. El proceso de educación es el proceso de recordar
(parcialmente) lo que sabíamos en nuestro estado desencarnado: de, literalmente,
«desolvidar» lo que sabíamos desencarnados. El término anamnesis significa
«desolvidar». A esta idea se la llama «teoría de la reminiscencia».

La teoría de la reminiscencia se expone en el Menón con el ejemplo del joven esclavo


ignorante al que Sócrates pide una prueba geométrica «recordándole» lo que su alma
inmortal una vez supo. Los críticos señalan que las preguntas de Sócrates están
articuladas de tal modo que cualquier joven listo podría haber ofrecido la prueba
gracias a ella. Pero lo que el ejemplo pretende demostrar es cómo se puede obtener
conocimiento de la virtud (o, de un modo más preciso, cómo se puede recobrar) gracias
a esta incitación. En El banquete se nos cuenta cómo funciona esto: el amor por la belleza
de otro puede ser un camino ideal hacia el amor por la belleza en sí misma y, por lo
tanto, por el amor intelectual a la más elevada belleza de todas, que es «el Bien». En el
mito de la caverna, al Bien se lo representa como el Sol.

En el debate del Menón surgen varias ideas importantes. Una tiene que ver con la
diferencia entre el conocimiento y la auténtica creencia. Supongamos que alguien cree
que uno puede llegar a cierta ciudad por cierta ruta, y que tiene razón. Supongamos que
tan solo resulta tener razón: nunca ha ido allí en persona, pero cree recordar que alguien
dijo que esa era la ruta. De modo que tiene una creencia genuina acerca de la ciudad.
Pero no se puede decir que lo sabe, porque la razón por la que lo cree no es correcta. Si
hubiera estado allí en persona, o si hubiera consultado un buen mapa, podría afirmar
que conoce la ruta. Platón diferencia entre conocimiento y una creencia correcta, y dice
que esta última se convierte en conocimiento cuando se la «ata», es decir, cuando posee
una justificación satisfactoria.

La teoría de Platón exige aceptar la idea de que poseemos almas y de que son
inmortales. En el Fedón se exponen argumentaciones a tal efecto; es un diálogo
apropiadamente situado en la celda de Sócrates, poco antes de que se beba la cicuta.
Aquí, el orden lógico de dependencia entre conocimiento, la doctrina de las Formas y la
doctrina de la reminiscencia se reordena para que saber ciertas cosas cuente como una
razón más para que el alma sea inmortal, dado que no podemos saber tales cosas de
ningún otro modo.

Hay en el Fedón otras dos argumentaciones a favor de la inmortalidad del alma. Una
es que el alma es como las Formas, es decir, que no es una cosa física, empírica y
estructurada, sino inmaterial, única o unitaria; por lo tanto, al igual que las Formas,
debe ser eterna e indestructible. Y por ello mismo, evidentemente, satisface las
exigencias parmenidianas para ser considerada real.

La «argumentación final» es que el concepto de alma es incompatible con el concepto


de muerte. El alma es algo relativo a la vida; cuando la muerte se acerca, ella huye, pues
de otro modo su naturaleza misma se vería negada.

No son argumentaciones satisfactorias, y uno no puede evitar darse cuenta de que


giran, en primer término, en torno a la noción de que existe algo así como un alma.
¿Qué es, pues, «un alma»? El Fedón no ofrece una respuesta clara más allá de dar por
sentado que es diferente al cuerpo y que sobrevive a la muerte de este. En un momento
dado, Platón enumera toda una lista de cosas que hace el cuerpo, y dice que, a
diferencia de este, el alma solo tiene una actividad, que es razonar. Esto parece extraño,
porque, si hubiera cosas como almas, parecería razonable adscribirles también el resto
de actividades mentales, como recordar, esperar, pretender, desear, etcétera. Sin
embargo, en otro momento Platón parece identificar el alma con la personalidad de su
poseedor; cuando se pregunta a Sócrates cómo quiere que lo entierren, él responde a tal
efecto: «Yo no soy mi cuerpo; no es a mí a quien enterraréis».

En el Libro IV de la República se nos plantea una teoría un poco más elaborada del
alma. Aquí Platón explica que el alma tiene tres partes: razón, espíritu y apetito. Con la
primera aprendemos y buscamos la verdad mediante la investigación racional; con la
segunda sentimos emociones como la ira o la determinación, y es la parte en nosotros
que busca el honor; la tercera se centra en deseos corporales tales como la comida, el
vino o el sexo.

En el Fedro, Platón ofrece una narración del modo en que a veces podemos entrar en
conflicto con nosotros mismos cuando las diferentes partes del alma tiran de nosotros
en direcciones distintas. Nos equipara a un carruaje volador con un auriga y dos
caballos; el auriga es la razón, uno de los caballos es el espíritu y el otro, el apetito. El
apetito intenta bajar el carruaje hasta la tierra, mientras que el espíritu intenta obedecer
la orden de la razón de llevarlo a los cielos. Así, el auriga ha de forcejear con las fuerzas
opuestas así representadas. Platón ofrece ejemplos más prácticos de esto en la República:
uno de ellos, de un hombre que desea satisfacer ciertos apetitos, pero que está furioso
consigo mismo por sentir ese apetito.

Esas son las líneas principales del sistema de Platón. Están totalmente presentes en la
más conocida de sus obras, la República. Se trata de un diálogo acerca de la justicia, y
emplea las analogías que pueden aplicarse entre una persona y una polis —un Estado—
a fin de ilustrar acerca de las virtudes de la justicia en cada uno de ellos, justicia que se
consigue logrando el equilibrio o armonía entre los aspectos del Estado, de un modo
análogo al equilibrio o armonía entre aspectos del alma.

Hay eruditos que piensan que el Libro I de la República es uno de los primeros
diálogos socráticos, del conocido tipo de aporía o elenchus, y que los posteriores libros
serían añadidos y expansiones hechas por Platón conforme desarrollaba una teoría
positiva. Esto se debe a que, en el primer libro, los interlocutores de Sócrates ofrecen
definiciones de justicia —uno de ellos dice que es «hacer beneficios a los amigos y
daños a los enemigos», y el otro, Trasímaco, afirma que es lo que deseen hacer los
fuertes— y Sócrates demuestra que ambas son respuestas insatisfactorias. Pero más
tarde, en el Libro II, otros toman en consideración la argumentación de Trasímaco y
argumentan que la justicia surge de contratos sociales destinados a proteger a los
débiles de los fuertes, y que los hombres injustos no suelen ser castigados porque usan
la injusticia para hacerse lo suficientemente ricos como para ofrecer sacrificios que
complacen a los dioses, los cuales, por lo tanto, los perdonan. Esto obliga a Sócrates a
sugerir que, en lugar de intentar definir al individuo justo, deberían intentar saber en
qué consiste la justicia en el Estado. En libros posteriores las ideas para crear un Estado
ideal se aplican para crear una persona justa.

La tesis principal de la República es que la sociedad ideal sería aquella gobernada por
guardianes o «reyes-filósofos», escogidos desde su infancia por su inteligencia, y
criados y educados cuidadosamente de tal modo que, al llegar a la vida adulta, puedan
cumplir con el papel de gobernantes virtuosos, incorruptibles, desapasionados y sabios.
Esto permite a Sócrates desviarse para debatir la educación ideal. La idea principal es
que los Estados deberían criar a los niños sin decirles quiénes son sus padres. El Estado
decidiría qué hombres y mujeres deberían reproducirse, por criterios de compatibilidad:
un tipo de eugenesia. A medida que los niños crezcan en guarderías estatales, se los
separaría en tres grupos: aquellos adecuados para ser entrenados como guardianes,
aquellos aptos para ser adiestrados como guerreros (los «guardianes auxiliares») y el
resto. Tanto hombres como mujeres pueden ser guardianes, y deberían recibir la misma
educación. Se los debe educar en las virtudes de la sabiduría, la moderación, la justicia y
el coraje. También se los debería entrenar bien en gimnasia para asegurarles una buena
salud. No deberían tener propiedades privadas, de modo que no sientan tentaciones de
acumular más, y deberían compartir esposas para evitar la parcialidad. Deberían vivir y
comer con moderación.

El Estado ideal de Platón es una aristocracia, un Estado gobernado por «los mejores».
En aquella época, el término aristócrata no implicaba una casta social hereditaria, sino
que era más cercano a lo que hoy comprendemos por meritócrata, y denotaba los
mejores de entre los ciudadanos en intelecto y virtud. Si todos los ciudadanos, en sus
grados, expresan de modo adecuado las virtudes, el Estado será feliz. Los guardianes
serán sabios; los guerreros, valientes; todo el mundo será moderado y el gobierno será
justo. La armonía prevalecerá, y esta es la clave para la analogía entre Estado e
individuo, pues si la armonía prevalece de igual modo en el individuo, él también será
virtuoso.

En el Libro VIII, Platón describe un conjunto de sistemas políticos por orden de


mérito, comenzando por aquel por el que él aboga y descendiendo por la escala hasta el
que considera el peor, la tiranía. A su juicio, la tiranía era la peor forma de gobierno
porque, como Lord Acton señalaría mucho después, «el poder tiende a corromper, y el
poder absoluto, a corromper absolutamente». Si el poder se concentra en las manos de
un solo individuo, su ejercicio arbitrario puede causar un gran daño.

Entre la aristocracia como gobierno ideal, y la tiranía como el peor, hay varias formas
intermedias. En el gobierno ideal, el Estado lo dirigen los ciudadanos más sabios,
virtuosos y cultos, y su gobierno es desinteresado porque, como hemos señalado, no
poseen intereses personales, sino que se interesan tan solo por el bienestar del Estado.
La siguiente mejor forma es la epistocracia, el gobierno por parte de quienes saben, es
decir, expertos. La diferencia entre aristocracia y epistocracia es que, en el Estado ideal,
los gobernantes no son meramente expertos, sino expertos virtuosos: poseen
experiencia en la naturaleza del Bien, así como en el gobierno y en otros asuntos
prácticos.

Platón quería que sus gobernantes fuesen virtuosos y desinteresados, sin mayores
ambiciones que gobernar sabiamente a fin de evitar que el Estado degenerase en una
timocracia. Hoy en día entendemos por timocracia el gobierno de quienes poseen un
mínimo de propiedades, pero su uso en Platón denota el gobierno de quienes buscan
honor, estatus y gloria militar. Ambicionar estas cosas revela un error entre el Bien y sus
muestras exteriores: considerar erróneamente que la riqueza y la reputación son los
bienes más importantes de poseer. Mientras que la aristocracia aseguraría un gobierno
estable porque no se vería amenazado por divisiones internas, en la timocracia y otras
formas menos satisfactorias de gobierno la rivalidad entra en juego y, con ella, la
inestabilidad.

La timocracia puede convertirse en oligarquía, término por el que Platón se refería al


gobierno de los ricos sobre los más numerosos pobres (esta forma de oligarquía, el
gobierno de unos pocos, se denomina hoy en día plutocracia). La timocracia degenera en
oligarquía porque se permite a los timócratas acumular riquezas, de las que proceden
los vicios a los que la riqueza anima: la persecución del placer y del lujo, y la creencia en
que la acumulación de riquezas es más importante que la virtud. Puede que los
timócratas se preocupasen del honor, dice Platón, pero los oligarcas solo se preocupan
del dinero.

Y el resultado inevitable será... la democracia, un término maldito para Platón. Los


ricos disfrutan de la libertad porque su riqueza la compra. La envidia de tal libertad
hace que la oligarquía se vea superada por la democracia. El populacho, el demos, se
alza contra los oligarcas para desposeerlos, a menudo mediante la violencia y los
disturbios. Pero cuando, en democracia, todo el mundo reclama su libertad y el derecho
a crear y a romper la ley, lo que pronto se da, dice Platón, es la anarquía, pues esa
libertad no es tal, sino libertinaje.

Implícita en la idea de un declive con respecto a la forma de gobierno queda la


afirmación de Platón de que el demos carece del conocimiento y virtudes que debería
poseer un rey-filósofo, y que es lo que los hace aptos para gobernar. Cree que el
derrumbe del sistema democrático y su caída en la anarquía son inevitables dadas las
supuestas características del polloi o plebe: ignorancia, interés propio, prejuicios, envidia
y rivalidades. La anarquía pronto invita a que aparezca un hombre fuerte para restaurar
el orden; dada la naturaleza insoportable de la anarquía, al principio se le dará la
bienvenida con los brazos abiertos. Pero, una vez que se haga con el poder, será difícil
sacarlo de él, y el pueblo estará en la peor de las posiciones: vivirá bajo una tiranía.

Así como el mejor Estado es el gobernado por la sabiduría y la virtud, de igual modo
el mejor tipo de vida es el que vive la persona que se gobierna a sí misma también
mediante la sabiduría y la virtud. La idea de justicia de Platón es la de equilibrio o
armonía: equilibrio entre los tres tipos de personas en el Estado, equilibrio entre los tres
tipos de alma en el individuo. Los distintos tipos de Estado tienen su analogía en
diferentes tipos de personas: los gobernados mediante la sabiduría y la virtud; los
orientados al deseo de honor; los centrados en el ansia de riquezas, los gobernados por
la ignorancia y las bajas pasiones.

La República es un punto álgido en la filosofía de Platón, que une su metafísica de las


Formas, su epistemología de la reminiscencia y su concepción ética de la virtud como
conocimiento en un sistema que proporciona una idea tanto del buen individuo como
del buen Estado. Otros pensadores podrían haberse contentado —justificadamente—
tras haber elaborado un sistema interconectado y su aplicación comprehensiva a
cuestiones clave. Pero Platón no se durmió en los laureles. Su pensamiento siguió
desarrollándose tras la República, y acabó desafiando sus propias ideas, incluso las más
importantes: tanto la teoría de las Formas como la del conocimiento. Y, al hacerlo, elevó
a nuevas cotas el examen filosófico de estos asuntos.

En la filosofía de Platón, las Formas, en el mundo inteligible, son cosas reales; no se


trata solo de cosas mentales. Son Belleza, Verdad, Bien; pero también existen Hombre,
Árbol, Caballo, Montaña y todo lo demás... Aunque Platón sentía conflicto con respecto
a si existían cosas como Pelo o Suciedad. Las caras que son bellas lo son porque su
belleza «participa de» o es una copia imperfecta de la Forma de Belleza. Una montaña
es una montaña porque, de igual modo, «participa de» o es una copia de la Forma de
Montaña.
Para empezar a ver todo lo que hay de problemático aquí, señalemos primero que
«participar de» y «copia» son dos nociones bastante distintas. ¿Qué quería decir Platón?
Para comprender hasta qué punto esta pregunta suscita un problema filosófico de
primer orden, tengamos en cuenta la importante distinción entre cosas como mesas,
manzanas, aviones y conejos, y las propiedades que dichas cosas pueden poseer, como
ser blancas, rojas, planas o redondas. Decimos con naturalidad que muchas cosas
poseen una misma propiedad: este mantel es rojo, esa manzana es roja, la nariz de esa
persona es roja. Eso parece sugerir que hay algo, una «rojez», que todas esas cosas
tienen en común.

A los manteles y las manzanas se los llama «particulares», mientras que a


propiedades como la de ser rojo, o ser plano, se las llama «universales», porque muchos
particulares pueden ser un ejemplo de ellas. En filosofía, mucho tiempo después de
Platón, a finales de la Edad Media, los escolásticos (como se conoce colectivamente a los
filósofos de esa época: véase la sección de filosofía medieval) se encontraron
profundamente divididos en torno a la cuestión de si los universales realmente existen;
o si términos como rojez o llanura son solo nombres que damos a similitudes que vemos
entre diferentes particulares. Algunos de los escolásticos afirmaban que los universales
eran cosas reales: que hay realmente «rojez» en el universo, que existe aparte de las
cosas individualmente rojas, y que existiría incluso si no hubiera cosas rojas. Por ello se
los denomina «realistas». Otros negaban que los universales existieran realmente, y
creían que rojez era solo un nombre que usamos por comodidad descriptiva: por lo
tanto, por ser solo un «nombre» se los denomina «nominalistas». El debate entre
realistas y nominalistas fue una de las cuestiones más calurosamente debatidas en la
filosofía medieval.

Platón era un realista en cuanto a las Formas, pero también lo era en cuanto a las
dificultades que entraña el concepto de Formas. Unas dificultades que comenta en el
Parménides, donde hace que el anciano Parménides pida a un joven Sócrates que
defienda la teoría, y este se las ve y se las desea para hacerlo. Tanto la idea de las cosas
particulares «participando de» las Formas, como la muy diferente idea de que los
particulares «parecen» o son copias de las Formas, acaban bajo el escrutinio de
Parménides.

En primer lugar, Parménides pregunta a Sócrates qué tipos de cosas poseen Formas.
La Belleza y el Bien, sí; relaciones como Equidad y Pluralidad, sí; Hombre y Fuego y
Agua, sí; Barro, Pelo, Suciedad... no. En realidad Sócrates da una respuesta diferente a
la pregunta de si Hombre y Fuego tienen Formas, que la que da acerca de Belleza y
Equidad. Y su respuesta negativa con respecto a Barro y Pelo es desconcertante, dado
que según la metafísica subyacente a la teoría de las Formas, el que un poco de barro
sea barro se debe (o debería ser así) a que posee (participa de, copia) la cualidad de
barro, o —si uno no es demasiado metafísicamente esnob para prohibirlo— de la Forma
de Barro. Porque si esta bota está embarrada y aquella otra bota está embarrada, ambas
poseen la propiedad de estar embarradas, así que ¿no es lógico que, al respecto, ambas
compartan, posean o ejemplifiquen la cualidad de embarradas?

Este asunto queda sin una respuesta satisfactoria. Después Parménides se enfrenta a
«participar de»; Platón a veces dice «participa de» y, a veces, «comparte». Si una
manzana determinada es roja porque «participa de» la Forma de Rojo, ¿posee en ella un
poco de la Forma, o está la Forma plenamente en ella? ¿Se divide la Forma en tantas
partes como cosas la comparten, o es que de alguna otra manera las cosas «participan
de ella» o «la comparten» aun siendo una? Sócrates sugiere, en su respuesta, que uno
debería pensar en una Forma del mismo modo en que piensa en un día: el mismo día
está presente en muchos lugares, pero sigue siendo una sola cosa. Esto deja sin
especificar la naturaleza de la relación de «participar de»: ¿cómo puede la cualidad de
lo rojo, la «rojez», ser algo aparte de esta manzana en particular, o de aquella manzana
en particular, y no ser del mismo tipo o naturaleza de las manzanas físicas particulares
(dado que no es algo que se encuentre en el espacio ni en el tiempo) y sin embargo se
encuentre «en» todas las manzanas?

Podría parecer más plausible escoger la opción «parecer» o «copia», puesto que al
menos se trata de una opción más inteligible. Pero aquí surge el problema del tercer
hombre, así llamado porque, en su discusión de la argumentación, Aristóteles usa el
ejemplo de la relación de un hombre con la Forma de Hombre. El problema es como
sigue. Un hombre es un hombre porque se parece a la Forma de Hombre. Tanto él como
la Forma comparten la «hombría» o cualidad de hombre. Ahora bien, hay dos
posibilidades. Una es que el hombre y la Forma de Hombre —llamaremos a esta última
«Forma de Hombre 1»— sean similares en virtud de algo que las hace similares, que
sería su similitud con otra Forma de Hombre más comprehensiva, a la que podemos
llamar «Forma de Hombre 2». Pero si ambas se parecen a esa Forma, debería haber otra
Forma más comprehensiva aún —Forma de Hombre 3— en virtud de la cual la
similitud entre el Hombre y la Forma de Hombre 1 se parece a la Forma de Hombre 2...
y así ad infinitum.

La alternativa es argumentar que ha de haber una Forma para cada particular, lo que
exigiría un número infinito o, al menos, indefinidamente elevado de Formas
individuales. Pero esto no solo es poco plausible en tanto que duplica cada cosa
material (¿por qué no es cada cosa individual su propia Forma, prescindiéndose así de
un universo paralelo de Formas individuales?), sino que tampoco soluciona el problema
que la teoría busca resolver: cómo pueden diferentes particulares poseer (compartir) la
misma propiedad.

La primera alternativa da por supuesto que las Formas se «autopredican», es decir,


que se aplican a sí mismas: la Forma de Belleza es bella; la Forma de Grandeza es
grande; la Forma de Hombre es un hombre. El resultado, como podemos ver, es una
regresión. La segunda alternativa ofrece una solución incluso menos atractiva. Aun así,
Platón no dio la teoría por perdida, aunque no pudo hallar respuesta satisfactoria a
estos desafíos. En uno de los últimos diálogos, el Timeo, la teoría está todavía con vida;
la emplea en su narración de cómo el creador del Universo (el «Demiurgo» o artesano
divino) emplea las Formas para crear la pluralidad de copias individuales de ellas que
constituyen el mundo.

Platón también cuestionó su propia teoría del conocimiento. Esto sucede en uno de
sus diálogos más estimulantes, el Teeteto. Nótese, ante todo, que hay tres modos en los
que podemos pensar el conocimiento: el saber que algo es el caso, el saber cómo hacer
algo y en el sentido de «conocer X, tener familiaridad con X», como cuando decimos
«conozco Nueva York» o «conozco a Alfredo». Platón habla a menudo como si su idea
básica de conocimiento fuese el último de estos tres, lo que tendría sentido a la luz de la
teoría de las Formas, porque lo que nos dicen el Menón y la República es que el
conocimiento concierne solamente a las Formas —de todo lo demás solo tenemos
opiniones y creencias— y, por lo tanto, el conocimiento es «familiaridad con las
Formas». Según esta idea, del mismo modo que decimos «conozco Nueva York»
podemos decir «conozco la Belleza» o «conozco la Verdad».

Pero en el Teeteto las Formas no aparecen. El debate, en su lugar, se centra en tres


teorías: que el conocimiento se adquiere a través de los sentidos y la percepción, que se
trata de una «creencia verdadera» y que se trata de una «creencia verdadera con
justificación». Se rechaza la primera teoría basándose en que el conocimiento implica
juicio, que es una actividad de la mente, y no de los sentidos. Esto allana el camino para
las dos siguientes teorías, ambas basadas en la idea de que el conocimiento es juicio o
creencia bajo ciertas condiciones (la palabra doxa se traduce tanto por «creencia» como
por «juicio»). La segunda teoría es que el conocimiento es creencia verdadera. Como
vimos en la argumentación del Menón, Platón rechaza esta idea, aunque aquí introduce
una variante hacia la pregunta de cómo es posible una creencia falsa. En el Menón
argumenta que uno puede tener creencias que sean ciertas, pero que no puede afirmar
que sean conocimiento, puesto que nuestras razones para sostener esta creencia no son
las correctas como para que cuente como conocimiento. Regresa a esta argumentación
en el Teeteto, y lo lleva a la tercera teoría, que es que el conocimiento es creencia
verdadera con una justificación o narración, un logos.
El intento de especificar qué tipo de logos convierte una creencia en conocimiento es
poco concluyente; Sócrates acaba diciendo al joven Teeteto: «Así, Teeteto, ¿la ciencia no
es la sensación, ni el juicio verdadero, ni el mismo juicio acompañado de explicación?».
Un regreso a la aporía. Sin embargo, al explorar lo que podría ser el logos, Platón da
inicio a un largo y detallado debate filosófico acerca de la naturaleza del conocimiento
que dura hasta nuestros días. Pues, en nuestros propios días, la definición de
conocimiento como «creencia verdadera justificada» —la tercera opción de Platón—
aún nos atormenta con preguntas acerca de la naturaleza de esa justificación (por no
hablar de las preguntas acerca de la naturaleza de la «verdad»).

Existe un misterio en torno a Platón, con respecto a la idea de que enseñaba una
«doctrina no escrita» o agrafa dogmata, es decir, ideas que nunca escribió, sino que
mantenía en la privacidad de su círculo de discípulos. Aristóteles alude a la existencia
de tales ideas en su Física, y muchos siglos después Plotino, el fundador del
neoplatonismo, parece haberlas conocido, o saber de su existencia, o al menos tener
cierta idea de ellas. Recientemente, eruditos de la Escuela de Estudios Platónicos de
Tubinga han intentado reconstruirlas, y aseguran que Platón reservaba sus ideas (para
sus discípulos) acerca de los principios definitivos de las cosas, de los que hay dos: que
la realidad es Una y que se manifiesta a través de la acción de algo denominado Díada
Indefinida, que es a la vez lo grande y lo pequeño, la carencia y el exceso, lo ambiguo y
lo definido, etcétera, es decir: opuestos que actúan sobre el Uno y como resultado
producen toda la realidad.

Más adelante se sugiere que el Uno es el Bien: Aristóteles informa de que Platón daba
lecciones acerca del Bien, y de que en doctrinas escritas, la Forma del Bien se postulaba
como la más importante, de modo que la identificación sería posible. Pero esto, y en
realidad toda la especulación acerca de una doctrina no escrita, es controvertido.
Aristóteles no habla de una doctrina no escrita, sino de la «así llamada doctrina no
escrita». ¿Empleó la frase «así llamada» de forma neutral, o estaba ya menospreciando
la creencia en la existencia de algo así? Sin embargo, en otras de sus obras —por
ejemplo, en la Metafísica— Aristóteles hace referencia a ideas de Platón que no aparecen
en los textos de este. Y uno nota que los sucesores inmediatos de Platón, como jefes de
la Academia —primero Espeusipo y posteriormente Jenócrates— parecen haber
desarrollado ideas acerca del Uno y un principio cuya oposición genera la realidad;
Espeusipo habla de pluralidad, y Jenócrates, de desigualdad.

¿Hubo una doctrina no escrita? Y, si la hubo, ¿era esotérica y, por lo tanto, se


mantenía dentro de un círculo de discípulos por ser demasiado preciosa para hacerla
pública? Hay a quien le agrada este tipo de sugerencia: ofrece algo de emoción y una
vaga promesa de secretos oscuros y profundos. Es mucho más plausible el hecho de que
lo que se discutía en los seminarios de la Academia variara ampliamente, y que se
explorasen muchas ideas que no llegasen a los registros escritos, y que Platón avanzara
más ideas de las que tuvo ocasión de desarrollar en forma de diálogo para su
publicación. Eso sería totalmente coherente con lo que sucedió, y sucede todavía, en los
debates filosóficos en todo el mundo.

La escuela fundada por Platón, la Academia, duró casi ochocientos años, hasta el 529
d. C. Ese año, el emperador Justiniano, que era cristiano, la abolió y prohibió la
enseñanza de filosofía «pagana» porque contradecía la doctrina cristiana. Pero su larga
historia anterior vio notables cambios y desarrollos filosóficos. Unos ochenta años
después de la muerte de Platón, la Academia cayó bajo la influencia del escepticismo
cuando Arcesilao (316-241 a. C.) se convirtió en su director, lo que provocó que Cicerón
la rebautizase como «la Nueva Academia». Los historiadores de filosofía aceptan esta
etiqueta así como que la fase escéptica se extiende hasta el año 90 a. C., cuando Antíoco
de Ascalón rechazó las enseñanzas escépticas que había recibido de Filón de Larisa en la
Academia. Así fue como comenzó el platonismo medio, una fase en la que las doctrinas
de Platón se vieron modificadas por la introducción de elementos del pensamiento
aristotélico y estoico. El platonismo medio duró hasta que Plotino, en el siglo III,
convirtió la tradición platónica en la poderosa escuela de pensamiento que los
historiadores llaman neoplatonismo.

Sin embargo, la consecuencia inmediata de Platón, y uno de sus más importantes


legados, ha de ser su discípulo estrella, Aristóteles, cuyos desacuerdos con su maestro,
combinados con su propia genialidad, constituyen el siguiente gran paso de la historia
de la filosofía.
5

Aristóteles

Si Aristóteles viviera hoy en día sería un científico, y muy posiblemente un biólogo;


sentiría un vivo interés por el método científico y la lógica, quizá hasta el punto de
haber simpatizado, incluso si no hubiera estado de acuerdo, con el intento, por parte del
biólogo del siglo XX J. H. Woodger, de aplicar la lógica de los Principia Mathematica de
Russell y Whitehead a los principios de la biología. Como esto sugiere, el genio de
Aristóteles era universal y sinóptico: deseaba integrar todo el conocimiento en un gran
sistema.

Algunos eruditos contemporáneos de Aristóteles no se mostrarían de acuerdo con


esta última afirmación; no lo consideraban un filósofo sistemático, sino uno «aporético»,
es decir, que, siguiendo el ejemplo de las inconclusas exploraciones de Sócrates,
acabadas en aporía, ponía bajo examen opiniones, problemas y rompecabezas que
nuestra experiencia cotidiana del mundo nos planteaba, a menudo sin llegar a una
conclusión definitiva. Sin embargo, el propio Aristóteles parecía estar en desacuerdo
con esto, como vemos en las notas introductorias a su Meteorología: «[He] tratado ya con
anterioridad acerca de las causas primeras de la naturaleza y de todos los movimientos
naturales [en la Física], así como del orden de los astros con arreglo a la traslación
superior y de los elementos corpóreos [en Sobre el cielo], a saber, cuántos y cuáles son, y
de su recíproca transformación, como también acerca de la generación y la corrupción
en general [en Acerca de la generación y la corrupción]. Queda aún (por tratar) una parte
de este estudio a la que todos los predecesores han venido llamando “meteorología”
[...]. Una vez tratados estos temas, veremos si podemos dar alguna explicación [...] sobre
los animales y las plantas».

Como esto demuestra, Aristóteles era sistemático en su intención de conseguir una


ciencia enciclopédica. Pasaba de las cuestiones más fundamentales acerca de la
naturaleza de la realidad misma (en su Metafísica) a través de sus investigaciones
científicas, a estudios psicológicos del alma humana (en su Acerca del alma y sus Breves
tratados sobre la naturaleza), del arte y la literatura (incluida su narración acerca de las
«ciencias productivas» en su Poética y Arte retórica) a asuntos éticos y políticos (en su
Ética nicomáquea, Ética eudemia y Política). Y junto con su gran esquema están sus
estudios fundacionales sobre lógica y razonamiento: creó la ciencia de la lógica casi de
la nada en los seis libros conocidos como Categorías, De la interpretación, Primeros
analíticos, Segundos analíticos, Tópicos y Refutaciones sofísticas.
Bajo cualquier criterio, se trata de un corpus de trabajo impresionante. Lo que supone
una sorpresa aún mayor si cabe en un primer encuentro con Aristóteles es que todas
estas obras son textos de sus conferencias y notas de sus investigaciones: las obras que
él mismo pulió para su publicación se han perdido. Esas obras se habían escrito en
forma de diálogo, siguiendo el modelo de Platón, y en contraste con el carácter poco
acabado de los textos que poseemos se dice que poseían una calidad literaria
sorprendente. El griego que escribía Platón era de una enorme belleza; aun así, un
estilista tan grande en el idioma como Cicerón podía decir que si el estilo de Platón era
plata, el de Aristóteles era «un río de oro».

Probablemente, la mayor parte de los diálogos perdidos de Aristóteles son producto


de sus primeros años, cuando era aún estudiante y colega de Platón en la Academia, y
se encontraba todavía bajo la influencia de su maestro. Esto se desprende de pruebas
tales como el que, en fragmentos de su diálogo perdido acerca de la retórica, el Grillos,
parece proponer la misma idea que Platón había ofrecido en el Gorgias con respecto a
que la retórica no es un arte (una tekné). La dificultad con las obras perdidas y solo
conocidas a partir de testimonia es que puede parecer que comprometen a su autor a una
idea que, en realidad, es posible que tan solo mencionara para criticar. Esto nos obliga a
señalar que Aristóteles era un filósofo que revisaba, pensaba y desarrollaba
continuamente sus ideas; los escritos recogidos en su Retórica, de los que hoy en día
disponemos, fueron la continuación de obras perdidas sobre la misma materia, los
Synagoge Technon, de los que se cree que son los primeros escritos de Aristóteles acerca
del tema. Son estos, más que la Retórica, los que subyacen bajo los escritos de Cicerón
sobre retórica.

Que dispongamos de tantas obras de Aristóteles es un accidente afortunado, teniendo


en cuenta la tendencia a desaparecer y la vulnerabilidad de las obras de la Antigüedad.
Los diálogos de Platón sobrevivieron porque su escuela duró casi mil años; los de
Aristóteles estuvieron a punto de no durar nada. Esto fue así porque, cuenta Estrabón,
se legaron a su sucesor como director de la escuela, Teofrasto, quien a su vez se las dejó
a su discípulo Neleo. Neleo se llevó las obras a su hogar en Escepsios, en la Tróade, y
las legó a sus descendientes, ninguno de los cuales estaba mínimamente interesado en
Aristóteles ni en la filosofía. Estos descendientes guardaron los manuscritos en una
bodega, donde la humedad, el moho, los insectos y los ratones los atacaron. Por suerte,
los adquirió un bibliófilo y coleccionista ateniense llamado Apelicón, que vivió en el
siglo I a. C. Su gran biblioteca fue requisada como botín por el general romano Lucio
Cornelio Sila el Dictador cuando, en el año 86 a. C., durante la primera guerra
Mitridática, en la que Roma conquistó Grecia, capturó Atenas. Los textos se llevaron a
Roma, donde Andrónico de Rodas, uno de los pocos supervivientes de la escuela de
Aristóteles (que había desaparecido en el siglo III a. C.) se ocupó de editar las obras. A
Andrónico debemos la forma y disposición de lo que poseemos de Aristóteles.

Aristóteles nació en el 384 a. C., quince años después de la muerte de Sócrates, en


Estagira (Macedonia). Murió en Calcis sesenta y dos años más tarde. Su vida abarcó una
época: cubrió desde los últimos años de una Atenas independiente y verdaderamente
clásica, a la que acudió de adolescente como alumno de la Academia de Platón, a la
absorción de toda Grecia por la monarquía macedonia y el imperio de Alejandro
Magno.

El padre de Aristóteles era el médico de la corte del rey de Macedonia, Amintas III, lo
que significa que la familia pertenecía por derecho de nacimiento al gremio médico de
los Asclepiadeos, así bautizado en honor a Asclepio, dios de la medicina. El padre de
Aristóteles murió cuando él era aún un niño, y quedó al cuidado de un tutor, Proxeno,
quien a los dieciocho años lo envió a Atenas a estudiar con Platón. Fue miembro de la
Academia primero como discípulo y luego como colega durante veinte años, hasta la
muerte de Platón en el año 347 a. C. Abandonó Atenas con un compañero de estudios,
Jenócrates, porque, se dice, le disgustó el nombramiento del sobrino de Platón,
Espeusipo, como director de la Academia. Es posible que Aristóteles fuera candidato y
no resultara escogido; también podría ser que discrepara del enfoque filosófico de
Espeusipo, que era notablemente pitagórico. Fuera cual fuese la razón, Jenócrates y él se
fueron a enseñar a una sede de la Academia en la pequeña ciudad eolia de Aso.

El gobernante de esa ciudad, Hermias, era un hombre notable, que había comenzado
su vida como esclavo y había ascendido gracias a sus grandes talentos. Se trataba de
una persona ilustrada, que fomentaba la presencia de eruditos en su ciudad. Aristóteles
vivió tres felices años allí, durante los cuales se casó con Pitias, sobrina de Hermias, y
posteriormente se trasladó a la localidad vecina de Lesbos. Es casi seguro que hizo esto
porque deseaba proseguir sus estudios empíricos sobre biología marina.

En el 343 a. C. Aristóteles fue a Pella, sede del rey Filipo de Macedonia, donde lo
nombraron tutor —con toda probabilidad, solo uno de los tutores— del heredero al
trono, por entonces un joven de trece años de edad. Este joven pasaría a la historia con
el nombre de Alejandro Magno. Hay muchas especulaciones en torno al hecho de que el
gran filósofo y el gran conquistador mantuvieran esta asociación, aunque una mínima
reflexión demuestra que Aristóteles no tuvo una gran influencia en el príncipe. A
Aristóteles le gustaba la idea de las pequeñas ciudades-Estado republicanas; Alejandro
creó un vasto imperio, que llevó hasta la orilla del río Yamuna, en India. La ética de
Aristóteles predicaba la moderación en todas las cosas; Alejandro bebió hasta morir a
una edad muy temprana. Si hubo alguna influencia parecería haber sido totalmente
negativa. Pero la yuxtaposición de estos impresionantes nombres resulta demasiado
tentadora como para no envolverlos en la leyenda. Plutarco es un buen ejemplo de ello,
cuando cita de forma acrítica supuestas cartas entre el filósofo y el rey, cartas que son,
con casi total certeza, falsificaciones.

Filipo fue asesinado en el 336 a. C. y Alejandro le sucedió. Aristóteles abandonó


Macedonia y regresó a Atenas, donde fundó su propia escuela. Estaba situada en el
Liceo, un gimnasio a las afueras de la ciudad, al norte. Su escuela fue llamada
Peripatética, porque daba clases en el pórtico del edificio (el peripatos). La palabra
peripatético significa «caminar de aquí para allá»; es por lo tanto improbable que
Aristóteles diera lecciones tan elaboradas mientras paseaba, con los discípulos a su
alrededor: el nombre de la escuela es arquitectónico, no descriptivo de la actividad
académica.

La escuela duró doce años bajo el liderazgo directo de Aristóteles. Pero, entonces, su
antiguo discípulo Alejandro, a la sazón gobernante de gran parte del mundo conocido,
se interesó en él de un modo poco saludable. Alejandro creía que Aristóteles estaba
implicado en una conspiración para asesinarlo, y dio órdenes a su virrey en Atenas,
Antípatro, de que lo detuviera. El motivo residía en un primo de Aristóteles, llamado
Calístenes, historiador de la corte de Alejandro, cuya misión era guardar un registro de
las campañas del rey. Alejandro había comenzado a adoptar el estilo de los gobernantes
orientales conquistados, imitando su pompa y circunstancia, y, entre otras cosas,
exigiendo a sus súbditos que se postrasen ante él. Esta actitud causó resentimiento entre
sus seguidores griegos. Calístenes criticó a Alejandro por esto, y en consecuencia
incurrió en su ira (si bien, poco después, abandonó definitivamente la pose de déspota
oriental). Se acusó a Calístenes de incitar a los pajes de Alejandro a matarlo, y fue
colgado por ello. Alejandro creía que Aristóteles estaba tras el intento.

La acusación formulada contra Aristóteles fue la habitual de «impiedad», como se


había hecho con Sócrates. La supuesta impiedad tenía que ver con un poema que había
escrito en honor a Hermias veinte años atrás. Se dijo que la intención de Aristóteles con
el poema era deificar a un mortal. Como más vale prevenir que lamentar, y Aristóteles
era un hombre de prudencia, se fue de Atenas diciendo —en alusión a cómo la ciudad
había tratado a Sócrates— que le evitaba así cometer un segundo crimen contra la
filosofía. Se trasladó a Calcis, en Eubea, con sus discípulos, donde murió un año más
tarde.
En su Física, Aristóteles describe su división de la filosofía (o «las ciencias»: eran una
misma cosa) según su criterio. Se trataba del marco general de trabajo de los estudios, el
mismo mencionado anteriormente según el enfoque sistemático de Aristóteles. La
primera gran división se establece entre la filosofía teórica o especulativa, y la filosofía
práctica.

La filosofía teórica tiene tres componentes; el más general es la «primera filosofía», en


adelante denominada «metafísica»; después, la matemática, y después, la física. La
física trata de la physis, la naturaleza, y de todo lo que contiene, desde los cuerpos
celestes a las plantas y los animales. Los fenómenos estudiados por la física son
materiales y poseen movimiento. Es la más específica de las ciencias teóricas. Las
matemáticas tratan de medir y cuantificar. Es menos específica, más general, que la
física. La metafísica es la más general de todas. Trata de «ser qua ser» con las
características universales y fundamentales de todo en la realidad.

La filosofía práctica es una cosa en particular: es política, de la que la ética es parte


integral. Política significa el estudio de la polis (el Estado) y, dado que el Estado es la
sociedad de personas que lo constituyen, la ética y la política van de la mano. Se podría
decir que Aristóteles pensaba en la política como en una teoría de la conducta general.
En pensamientos posteriores, la filosofía práctica suele disponerse en tres ramas: ética,
economía y política. Pero Aristóteles consideraba que estas empresas estaban
demasiado íntimamente relacionadas como para subdividirlas.

Hay quien añade una tercera fracción al esquema de Aristóteles, para darle un espacio
al arte según el concepto griego de tekné, que incluye las artesanías de todo tipo.
Parecería que la Retórica y la Poética encajan en esta definición, pero en realidad difieren
de las otras obras de Aristóteles en que son manuales prácticos, más que exploraciones
críticas de sus asignaturas.

Y si alguien tuviera por profesión expandir el catálogo de asignaturas aristotélicas,


añadiría aquella que él llamaba «analítica», la ciencia de la lógica. Dado que se necesita
de lógica en todas las ciencias, Aristóteles la veía no como un campo de investigación
separado, sino como uno metodológicamente precedente a los demás, en el sentido de
que sienta las reglas y procedimientos.

Lo que sigue es un recuento de las contribuciones de Aristóteles en cada uno de estos


campos, comenzando por la lógica. Debería señalarse que, dado que las obras
supervivientes de Aristóteles son versiones editadas de lecciones y notas de
investigaciones, hay, a menudo, una notable ambigüedad en lo que escribió, gran parte
de lo cual es extraordinariamente complejo, y motivo de auténticas batallas entre
eruditos al respecto. La siguiente narración, pues, debe leerse bajo esa luz.

Los escritos de Aristóteles acerca de la lógica se conocen como Organon, una palabra
que significa «instrumento», para indicar así que son tratados sobre los métodos de
investigación y de razonamiento. Su brillante sistematización de la ciencia misma de la
lógica se ve en las Categorías, en De la interpretación y en Primeros analíticos. Lo que se
podría considerar una epistemología, puesto que se enfrenta a la cuestión del
razonamiento válido en la ciencia, se da en Segundos analíticos. Por último, Tópicos y
Refutaciones sofísticas constituyen discusiones acerca del razonamiento tentativo y
probabilístico, así como de las falacias del pensamiento.

Resulta útil saber algo acerca de la lógica aristotélica, porque importantes desarrollos
de la filosofía posterior giran en torno a ella o bien fueron provocados por extensiones o
desarrollos de ella, especialmente en las obras de Gottlob Frege, Bertrand Russell y
demás exponentes de la filosofía analítica del siglo XX.

Aristóteles sostuvo que la unidad fundamental de interés lógico es la proposición, «lo


que se dice», y este «lo que se dice» es ora verdadero, ora falso. Una proposición no es
una oración: las oraciones «la nieve es blanca», «Schnee ist weiss», «la neige est
blanche» y «xue shi baide» expresan, en español, alemán, francés y chino la misma
proposición. Lo mismo hacen las oraciones «la nieve es blanca», «el color blanco es una
propiedad ejemplificada por la nieve» o «cristales de hielo fruto de la precipitación y
acumulados en torno a partículas atmosféricas suelen reflejar todas las longitudes de
onda del espectro visible de la luz». De igual modo, la frase «me duele la cabeza», si la
digo yo, puede ser falsa, pero ser cierta si la dice usted; en este caso, la misma oración
expresa proposiciones distintas.

Aristóteles analiza la estructura de las proposiciones dividiéndola en dos


componentes principales, el sujeto y el predicado. El sujeto es aquello acerca de lo cual
se dice algo cierto o falso; el predicado es lo que se dice del sujeto. Así, en «la nieve es
blanca», el término sujeto es «la nieve» (y el sujeto es la nieve) y el término predicado es
«es blanca» (y es lo blanco lo que se dice —se predica— del sujeto). Estos «términos»
son el centro de su atención. Sus escritos lógicos contienen dos informes ligeramente
diferentes de cómo se han de clasificar. Uno es el esquema de categorías (a veces también
llamadas «predicamentos») y el otro es el que acabaría por ser conocido como «las cinco
palabras» o «los cinco predicables».
La intención tras la idea de las categorías es revelar lo que estamos diciendo cuando
hacemos una afirmación del tipo «A es B», «A es un B», «los As son Bs». Por ejemplo, si
yo digo «A es blanco», el predicado entra en la categoría de «cualidad», es decir, nos
dice cómo es A. Si yo digo «A es un copo de nieve», el predicado entra en la categoría
de «sustancia», es decir, nos dice qué cosa es. Si yo digo «hay cinco copos de nieve», el
predicado cae en la categoría de «cantidad»: cuántos hay. Si yo digo «un copo de nieve
cayó tras otro copo de nieve», el predicado entra en la categoría de «relación»: cómo se
relacionan entre sí. En este caso, es en tiempo: «Juan es el padre de Pedro» entra
también en la categoría de relación, en este caso, genética.

Sustancia, cualidad, cantidad y relación son las cuatro principales categorías.


Aristóteles añade seis más: lugar, tiempo, posición, condición, actividad, pasividad. No
afirma que la lista esté completa o sea exhaustiva, y dado que en Platón ya se prefigura
esta clasificación, es probable que Aristóteles tuviera en él su punto de partida.

A partir de darse cuenta de que a menudo hablamos de todas las cosas, o de algunas
cosas (o, al menos, de una cosa) de cierto grupo con cierta propiedad, o que negamos
que posea dicha propiedad, Aristóteles distinguió entre proposiciones universales y
particulares, y entre proposiciones afirmativas y negativas. Pensemos en los términos
de la pregunta como denotando clases de cosas, de modo que cuando decimos «todos
los As son B» (o, para este ejemplo, «todos los As son Bs») podamos pensar en las cosas
que son B como en un círculo, y en las cosas que son A como representadas por un
círculo igual o más pequeño, de modo que cuando digamos que todos los As son Bs
estemos diciendo que el círculo de las As está totalmente contenido en el círculo de los
Bs.1 De igual modo, cuando decimos «algunos As son Bs» queremos decir que el círculo
que representa a A se superpone parcialmente con el que representa a los Bs, etcétera.

La investigación de Aristóteles de cómo esas clases se relacionan entre sí y son


representables de esos modos le proporcionó el concepto de una clasificación en género,
especie, diferencia, propiedad y accidente. Estas son las «cinco palabras» (quinque voces,
como más tarde las llamaron los lógicos) y enumeran los modos en que un predicado
puede relacionarse con un sujeto o, dicho de otro modo, las maneras en que podemos
hablar de algo. Se puede hablar de algo específica o generalmente: eso es especie y
género. Puedes hablar de las diferencias entre especies de cosas que las separan entre sí;
eso es diferencia. Puedes hablar de las características, que se hallan en todos los
ejemplos de la clase de cosas que representa: eso son las propiedades. O puedes hablar
de una característica que algo posee, pero que con la misma probabilidad podría no
tener, es decir, que posee accidentalmente: eso es accidente, como la forma de un zapato
o el color de una camisa.
La especie (o, como Aristóteles la llamó inicialmente, la «definición») de una cosa está
relacionada con su esencia, el factor que la hace ser lo que es. Es específica de la cosa en
cuestión. El género es esa parte de la esencia de la cosa que no es única de ella, sino que
se comparte con otras cosas del mismo tipo en general. De modo que «león» es una
especie del género «animal». La taxonomía biológica difiere de esta clasificación y posee
una jerarquía mucho más detallada, en orden descendente: dominios, reinos, filos,
clases, órdenes, familias, géneros y especies. La diferencia distingue a una especie de
otra dentro de un género; es lo que hace que los círculos sean distintos de los cuadrados
pese a que ambos sean ejemplos de «forma». Estos conceptos dieron a Aristóteles su
idea fundamental acerca de cómo categorizamos o definimos cualquier cosa: lo hacemos
«por género y diferencia».

Lo que Aristóteles deseaba lograr era comprensión: quería ofrecer explicaciones de las
cosas y, en último término, del universo mismo. La palabra en griego para explicación,
aitia, también significa «causa», y Aristóteles enmarcó la tarea de explicar cosas en la de
dilucidar sus causas. Saber o conocer algo, decía, es conocer sus causas. Ahora bien, las
mismas causas tienen causas, y corremos el riesgo de que esta cadena de explicaciones
por causas se extienda hacia atrás para siempre. Es aquí donde la definición entra en
juego. Supongamos que uno explica A diciendo que ha sido causada por B; que B fue
causada por C. Llegará un momento (en D, o quizá en Z) en el que la explicación se
detenga en un punto «porque es lo que es»; hemos llegado a la definición de la cosa, la
narración de su naturaleza, de la que emanan las explicaciones de A, B y C.

Aristóteles identificaba cuatro «causas»: material, eficiente, formal y final.


Supongamos que uno desea explicar qué es una mesa. Se cita la causa material (la
madera de la que está hecha); la causa eficiente (el trabajo del carpintero que la creó); la
causa formal (la forma de la cosa; el patrón o diseño que siguió el carpintero para
hacerla) y la causa final (la finalidad, objetivo o propósito para el que se hizo la mesa).
Una vez que se han ofrecido las cuatro causas, uno ya ha dado una explicación. De
estas, la más importante es la causa final, el propósito u objetivo: el telos. A las
explicaciones que se dan en términos de causas finales se las denomina «explicaciones
teleológicas».

La epistemología y la metafísica de Aristóteles son radicalmente diferentes de las de


Platón. La teoría de Platón exige Formas trascendentes como únicos objetos apropiados
para el conocimiento como tal, y, por lo tanto, la existencia de un reino solo accesible a
través de la mente. Aristóteles describió la teoría de Platón como una mera metáfora
poética. En su opinión, su peor defecto es su incapacidad para explicar el cambio y la
creación de nuevas sustancias. ¿Cómo pueden las Formas trascendentes, eternas e
inmutables causar algo en el reino de lo sensible, donde todo está en constante
movimiento, cambio y flujo? La opinión de Aristóteles es que, en lugar de pensar en las
cosas individuales como copias de, o de algún modo cosas «que participan de» una
Forma, deberíamos verlas como compuestas de materia y forma, siendo esta última
inmanente en la materia. Cuando decimos «la nieve es blanca» no estamos atribuyendo
la presencia de una «blancura» universal, abstracta y existente a la nieve, sino que
estamos experimentando una cosa concreta (con significa en compañía de, junto a, «con-
creto» denota la acreción o suma de dos o más cosas) que constituye la nieve blanca.

La narración aristotélica del cambio gira en torno a la idea de potencialidad (en


griego, dunamis, de la que procede la palabra «dinámica»). Las sustancias poseen una
potencialidad, bien a ser cambiadas por algo al actuar sobre ellas («potencial pasivo») o
a causar cambios en otras sustancias, que es lo que pueden hacer los seres animados
porque poseen «potencial activo». Para el cambio se necesita que la potencialidad se
haga real, algo que él llama energeia.

Esto lleva a la tesis aristotélica de la «primera causa» de todas las cosas. Dado que
todo es una concreción de materia y forma que ha sido unida por una causa, y dado que
la cadena causal no puede retroceder para siempre, ha de haber una primera causa, que,
rompiendo ese retroceso, sea causa de sí misma. Este «primer motor» del universo y
causante de sí mismo debe, dice Aristóteles, haber sido una mente, la naturaleza de la
cual es el pensamiento puro. Da a esto el nombre de Dios. Su razón para creer que la
primera causa ha de ser una mente o alma es que la explicación de cómo pueden
moverse las cosas animadas es que poseen almas (sí: es una narración circular). Todas
las cosas animadas poseen «almas nutritivas» que les motivan para sus funciones más
básicas, las de comer y reproducirse. Todos los animales y algunas plantas poseen,
además, un aspecto «sensible» en sus almas, que les permite percibir el entorno y
responder a él. Los seres humanos poseen ambos y, además, un tercer rasgo en el alma:
racionalidad, que les permite pensar. Para un ser vivo, el alma es la causa eficiente,
formal y final de su ser; solo la causa material tiene relación con su cuerpo.

Aristóteles adoptó la idea de que la sensación es una cualidad pasiva de las almas,
que les permite resultar cambiadas por el contacto de sus cuerpos con las cosas del
entorno exterior. Hoy en día empleamos la palabra informado como un eco de esta
teoría: cuando un objeto externo actúa sobre uno de nuestros órganos sensoriales, el
alma se convierte en potencia en aquello que el objeto es en realidad, tomando la forma
(obviamente, no la materia) del objeto. Supongamos que cojo una pelota: la sensación de
un objeto redondo consiste en que la forma de ese objeto pase de mis manos a mi alma;
quedo así informado de (o, más precisamente, por) la forma de la pelota.
El pensamiento es el alma centrándose sin que sea necesario (ni siquiera a menudo)
que un factor externo provoque que lo haga. Por supuesto, no existiría dicho
pensamiento sin un contacto previo con las cosas, dice Aristóteles, lo que da lugar a
«nada hay en la mente que no haya habido antes en los sentidos», un principio
empírico. Pero tanto el pensamiento como la imaginación consisten en el alma
presentándose a sí misma formas y relaciones entre formas independientemente de la
existencia o no de un estímulo exterior real.

Actividad y movimiento son consecuencia del deseo, dijo Aristóteles; todas las cosas
animadas, en mayor o menor grado, son conscientes de sus estados internos y de
aquello que, en el mundo exterior, podría estar dirigido a esos estados —satisfacerlos o
remediarlos—, ya sean hambre, dolor, deseo de placer o más.

La narración precedente resume las argumentaciones más importantes de la


metafísica y psicología de Aristóteles. Con respecto a la metafísica, Aristóteles otorgaba
una gran relevancia a la cuestión de «ser qua ser», de «lo que es puramente en su carácter
de ser y las propiedades que posee como tal». La metafísica es, por lo tanto, el intento de
comprender la naturaleza fundamental de la existencia. En este campo, la categoría de
máxima importancia es la sustancia (ousia). Como vimos en la lógica de las categorías,
los predicados de sustancia son aquellos invocados en respuesta a preguntas del tipo
«¿Qué es X?». La respuesta a la pregunta «¿Qué es Sócrates?» es, para ser correctos, «es
un hombre», en la que «hombre» es el predicado de sustancia. Pero esto no es, todavía,
el fondo de las cosas. Para Aristóteles, la argumentación más importante, literal y
lógicamente, es que las sustancias son «sujetos últimos» y que son «separables». Por
«sujeto último» quiere decir que existen por derecho propio; por «separables» significa
que se los puede separar de los accidentes que los caracterizan. Por ejemplo, un hombre
es una sustancia individual. Supongamos que cojea; su cojera no es algo que pueda
separarse de él y existir por cuenta propia, de modo que «cojera» no es una sustancia
separable, pero el hombre lo es; se lo puede concebir aparte de su cojera.

Sin duda, esta explicación de una doctrina difícil por parte de Aristóteles magnifica
los problemas en lugar de clarificarlos. Si algo contribuye a aclararlo un poco es la
etimología de la palabra misma «substancia»: substancia, o, como podría decirse,
«permanecer debajo (o debajo de)», refleja de algún modo la idea de que existe o posee
existencia por derecho propio, como categoría fundamental de cosas, de la que otras
cosas sobrevienen o dependen; los colores no pueden existir sin ser colores de algo, ni
puede haber cojeras a menos que algo cojee; son cosas dependientes.
Las opiniones de Aristóteles en cuanto a filosofía práctica, ética y política constituyen
una navegación por mares mucho más calmos que su metafísica y su psicología. Giran
en torno a la idea de que el mejor tipo de sociedad es aquella cuyos miembros viven,
individualmente, el mejor tipo de vida. La filosofía posterior ha juzgado el aspecto ético
de sus ideas más perdurable e importante que el político, puesto que son
filosóficamente mucho más ricas. Pero, para ver cómo encajan entre sí los distintos
aspectos de la filosofía práctica de Aristóteles, podemos señalar lo siguiente.

Un fabricante de espadas tiene la fabricación de espadas como «fin», telos u objetivo


de su actividad. Pero, para el soldado, la espada es solamente un instrumento para su
propio fin, que es matar o incapacitar a su enemigo. Pero esto, a su vez, es tan solo una
parte del objetivo más elevado del gobernante: defender el Estado. El gobernante dirige
al soldado y le dice contra quién y dónde ha de luchar, y el soldado dice al armero de
qué longitud y filo necesita la espada. El arte más elevado es el del gobernante, pues
dirige el Estado; lo que hacen los demás al conseguir su fin particular sirve a este fin
más elevado. Por ello, dice Aristóteles, la política es el arte más elevado; todas las otras
artes y artesanías quedan supeditadas a ella, porque la política busca el bienestar
general de toda la sociedad.

Entre las varias artes subordinadas que contribuyen al logro de este arte más elevado
está la educación, porque es la que forma el carácter, la combinación de cualidades
intelectuales y morales que construyen al mejor tipo de personas. ¿Cuál es el mejor tipo
de carácter? Esa es la pregunta que busca responder la ética.

Existen dos tratados de ética firmados por Aristóteles, la Ética eudemia y la Ética
nicomáquea. Se trata de nombres escogidos por exégetas posteriores; el propio
Aristóteles se refiere, en su Política, a lo que había dicho antes en una obra que describe
como ta ethika (acerca del carácter). Los nombres de los tratados aluden a su amigo
Eudemo y a su hijo Nicómaco, de quienes se dice que los editaron. La Ética nicomáquea
es un tratado sin duda más acabado y posterior a la Ética eudemia, y muy probablemente
sea previo a la propia Política.2 Los escritos aristotélicos sobre ética son los primeros
tratados jamás dedicados total y sistemáticamente a la materia, y se encuentran entre los
mejores.

La técnica de Aristóteles consistía en examinar las opiniones mayoritarias acerca de


las cosas (las endoxa) y los desacuerdos que surgían entre ellas, para hallar una solución
a estos desacuerdos. En la Ética nicomáquea comienza señalando que toda profesión tiene
por objetivo algún bien, lo que significa que hay tantos tipos de bien como profesiones.
Cosas como la construcción de navíos, la estrategia militar o hacerse rico exigen
conseguir bienes subordinados —carpintería, armería, abrir un negocio—, cada uno de
los cuales posee sus propios bienes subordinados que han de lograrse antes, y así otra
vez. Cada bien es un fin que sirve a un fin mayor. Pero ¿cuál es el fin supremo, el bien
mayor? Ha de ser el bien que se desea por sí mismo, no como medio para lograr otro
fin.

Y ¿cuál es el fin deseable por sí mismo? Existe «prácticamente acuerdo» al respecto,


dice Aristóteles: «Tanto la gente como los hombres cultivados le dan el nombre de
“felicidad”» (eudaimonia). Felicidad es una mala traducción para este término: bienestar o
bien-vivir, así como florecer, serían traducciones mejores. Pero luego hay desacuerdo en
cuanto a qué es la felicidad. Algunos dicen que se trata de la acumulación de riquezas;
otros hablan de honor; y otros, por último, de placer. Y sus opiniones difieren en
función de la condición en la que se encuentran: el hombre pobre dice que la riqueza es
la felicidad; el hombre enfermo dice que es la salud.

Pero una somera reflexión revela que riqueza, honor, placer, salud y similares no son
fines en sí mismos: son instrumentos en aras del que sea el fin más elevado. Este fin
último no solo no es un instrumento, puesto que se lo desea solamente por sí mismo y
es suficiente en sí mismo, sino que es aquello hacia lo que todos los demás bienes
intentan llevar; el fin último de toda actividad. Se trata, en efecto, de la felicidad, pero
no identificada como uno de los fines instrumentales individuales. En lugar de ello, será
lo que obtenemos cuando vivimos de acuerdo a «la función propia del hombre».

¿Cuál es la función propia del hombre? Aristóteles arriesga una respuesta a esta
pregunta por medio de analogías. ¿Qué constituye un buen flautista? La excelencia
tocando la flauta. ¿Un buen carpintero? Es alguien diestro haciendo cosas con madera.
Ambos son buenos porque cumplen bien con su función particular, con su trabajo
(ergon). Hacer bien su trabajo es la virtud o excelencia (areté) de un flautista qua flautista
o de un carpintero qua carpintero. ¿Cuál es la areté de un ser humano qua ser humano?
Es hacer bien la función de ser humano. ¿Y cuál es la función de ser humano? Es vivir a
la altura de aquello que distingue y define a la humanidad, es decir, la posesión de
razón. Una buena persona es, por lo tanto, una persona que vive y actúa racionalmente
de acuerdo a la virtud. «La función del hombre —dice Aristóteles— es una actividad
del alma conforme a la virtud, y, si las virtudes son más de una, conforme a la mejor y
la más completa.»

Ahora debemos comprender la naturaleza de la virtud. Hay, según Aristóteles, dos


tipos de virtudes: las de la mente y las del carácter. Las virtudes de la mente se
subdividen en sabiduría práctica y sabiduría teórica. Las virtudes del carácter
comprenden el valor, la templanza y la justicia. Todo el mundo3 nace con la capacidad
de desarrollar estas virtudes, pero ha de hacerlo adquiriendo buenos hábitos durante la
infancia y, eventualmente, al llegar a la vida adulta, adquiriendo sabiduría práctica
(phronesis). Por buenos hábitos, Aristóteles se refería a una disposición a sentir y actuar
proporcionadamente, algo importante para él porque se muestra en desacuerdo con
Sócrates y Platón en cuanto a que la virtud sea el conocimiento, una doctrina que no
tiene en cuenta el fenómeno de la falta de voluntad (akrasia); esta última existe, dice, por
culpa de las emociones sin freno o gobierno; por ello es importante adquirir el hábito de
la fuerza de voluntad.

Según estas ideas, ofrece una definición de virtud. La virtud es el camino de en medio
entre vicios opuestos, uno por deficiencia, otro por exceso. Así, el valor es el sendero o
punto medio entre la cobardía (deficiencia) y la temeridad (exceso); la generosidad es el
medio entre avaricia (deficiencia) y derroche (exceso). El flautista y el carpintero saben
cómo mantener un término medio entre los excesos y defectos que estropearían su obra;
de igual modo, un ser humano puede adquirir algo así como una capacidad técnica
para saber cómo moverse entre los perversos extremos, entre los que se encuentra la
virtud.

¿Hay una regla fija e invariable acerca del medio en todos los casos? No: la naturaleza
individual de cada situación importa a la hora de determinar qué es el término medio
en cada caso. Por ejemplo, uno podría pensar que la virtud de ser caballeroso implica
que uno no debe nunca enfadarse, pues permanecer calmado ante una injusticia
(digamos) es el término medio entre la indiferencia y la ira como reacciones a ella. Pero
dice Aristóteles que la naturaleza del caso podría justificar la ira: estar enfadado «de la
manera correcta, en el grado adecuado, por la razón adecuada» es virtuoso. Pero no
hasta tal grado que socave la razón.

«La virtud hace que sea recto el objetivo y la prudencia, los medios que a él
conducen», dice Aristóteles, y los hábitos formados para desarrollar el carácter
ayudarán a identificar los objetivos adecuados. Si no poseemos, o no hemos
desarrollado aún, la prudencia (sabiduría práctica) para averiguar cómo llegar a estos
objetivos, debemos imitar a quienes sí la poseen. Y Aristóteles acepta que la «fortuna
moral» desempeña su papel: quienes están en circunstancias afortunadas lo tienen más
fácil para alcanzar la eudaimonia que aquellos para quienes la vida es lucha.

Sería un error considerar que, según la doctrina del término medio, cada objetivo
debe ser un compromiso. La doctrina tiene que ver con cómo actuamos, no con buscar
resultados en puntos medios. Quienes critican la ética del término medio de Aristóteles
diciendo que es, por su naturaleza, «de clase media, de edad media y de importancia
media» confunden la acción deseada con el resultado deseado. Evidentemente, la idea
de reflexionar sobre el mejor rumbo que tomar en una situación determinada, teniendo
en cuenta los detalles de esa situación, pretende ofrecer el mejor resultado; pero el mejor
resultado no es necesariamente el término intermedio entre lo que sucedería si se
llevaran a cabo las acciones implícitas en alguno de los dos extremos. Supongamos que
alguien decide ser generoso con una persona sin dinero. Los vicios opuestos serían no
darle nada y darle mucho más de lo que pide, o incluso todo lo que uno posee. La
cantidad generosa es la que uno se puede permitir, y no la mitad de lo que uno posee.
¡En algunos casos, su necesidad y lo que uno se puede permitir provocarán que se le dé
más de la mitad de lo que se posee! Dependerá totalmente del caso.

Aristóteles definió al ser humano como un animal político, es decir, un ser único en
cuanto a su capacidad de vivir con sus semejantes de forma organizada como
ciudadanos de un Estado. De esto parecería desprenderse que su definición del mejor
tipo de vida para la gente debería ser la vida en cooperación, adquirir armonía a fin de
lograr el mejor funcionamiento del Estado. Y, en efecto, se trata de un fin que
Aristóteles identifica como un gran desideratum, especialmente si el Estado es una polis
del tipo que él más aprobaba: un Estado pequeño, aquel cuyo tamaño permitía que la
voz de su pregonero, el stentor, se oyera de un extremo al otro. Esto ilustra las razones
por las que le disgustaban los imperios y monarquías, auténticos opuestos del tipo de
Estado que él creía deseable. Sin embargo, en realidad, hay un «mejor tipo de vida» más
elevado que la vida como ciudadano, aunque ser un ciudadano es lo que la facilita. Ser
un ciudadano es, por naturaleza propia, una vida de actividad —actividad como
ciudadano de la polis—, pero la vida aún más elevada es una vida de contemplación.
Para resumirlo: una vida de filósofo, pues esta, al fin y al cabo, es la vida vivida en
máxima conformidad con el rasgo característico del ser humano: la posesión y ejercicio
de la razón.

De un modo acorde con esta idea, Aristóteles afirma que un Estado estará bien
gobernado si proporciona oportunidad para el ocio, oportunidad para aprender, debatir
y contemplar, sin depender, para nuestra felicidad, de objetos externos de estatus y
bienes materiales, sino siendo nuestros propios amos, y disfrutando del más puro de los
placeres: el ejercicio de nuestros intelectos. Esta es la razón última por la que nos
cultivamos, asegura: para hacer un «uso noble del ocio», una opinión muy diferente de
la creencia actual según la cual la educación sirve casi exclusivamente para encontrar un
trabajo.

Puede parecer que la subordinación aristotélica de la ética a la política se invierte así,


pero no es el caso, pues en su Política Aristóteles afirma que el Estado cobró existencia,
en primer lugar, para que los hombres puedan vivir, pero que luego, a medida que
madura, su objetivo madura también hasta asegurar «que los hombres vivan bien». Tan
solo en las circunstancias tranquilas y seguras de un Estado puede la gente disponer de
tiempo libre y tener la oportunidad de desarrollar sus intereses intelectuales. Lo que les
proporciona aquello que merezca que valga la pena vivir la vida.

Es necesario acabar este resumen de las ideas de Aristóteles con un esbozo de su


cosmología. Esto es así porque su cosmología proporcionó la idea dominante del
universo durante los siguientes casi dos mil años, y gran parte de la ciencia y filosofía
modernas es consecuencia del rechazo a su imagen del cosmos. Esto convierte a su libro
Sobre el cielo (Peri Ouranou, conocido durante la mayor parte de la historia como De
Caelo) en uno de los más influyentes de la historia de la humanidad.

El universo de Aristóteles es una esfera. Las estrellas fijas constituyen su


circunferencia externa, y la Tierra está inmóvil en el centro. Dentro del círculo de
estrellas fijas están las capas de esferas, cada una de ellas transportando uno de los
planetas, y las esferas del Sol y la Luna. Si bien en la Tierra todo está formado por
combinaciones de los cuatro elementos (tierra, aire, fuego y agua), las esferas se
componen de un elemento totalmente distinto, el éter, una sustancia invisible y más
pura que el fuego. El movimiento aparentemente irregular de los planetas (del griego
planetai, vagabundos) se debe a que cada esfera gira sobre su propio eje, pero se ve
influida por la rotación de la esfera que tiene inmediatamente por encima; de este
modo, las esferas de los planetas no se mueven en sincronía con la esfera de las estrellas
fijas, si bien sus rotaciones se ven afectadas por la de la esfera exterior. Se lograron
ingeniosas descripciones matemáticas de estas irregularidades, primero por parte de
Hiparco, hacia el año150 a. C., y posteriormente, y de un modo más notable, por el
astrónomo alejandrino Ptolomeo, cuyo sistema natural fue el dominante hasta el de
Copérnico, en el siglo XVI.

La esfera sublunar, aquella inmediatamente por debajo de la esfera de la Luna, que es


la inferior de las esferas celestiales, es la región de la tierra, aire, agua y fuego, los
elementos inferiores (inferior no significa automáticamente malo o peor; sin embargo,
acaba adquiriendo la connotación que hoy en día le damos porque carece de la pureza y
demás rasgos característicos del éter, el elemento constitutivo de las esferas superiores
—«por encima»—, también llamado «quintaesencia» por ser la quinta esencia adicional
a las cuatro anteriores). Mientras que el movimiento natural del éter es circular (la
trayectoria más perfecta para todo lo celeste es la circular), los elementos inferiores se
mueven bien hacia arriba, bien hacia abajo: la tierra y el agua se mueven hacia abajo,
mientras que el aire y el fuego se mueven hacia arriba. La tierra es el más pesado; el
fuego, el más ligero. Las cosas compuestas por elementos inferiores se mueven en línea
recta, a diferencia de las cosas celestes, superiores, con su movimiento circular.
La doctrina de los cuatro elementos procedía de Empédocles, junto con sus
propiedades de frío, humedad, calor y sequedad. Las cosas compuestas por ellos son
corruptibles y perecederas. Los cuerpos celestiales, hechos de quintaesencia, son
incorruptibles, imperecederos y eternos, satisfaciendo así las exigencias parmenidianas.

Gran parte de la cosmología de Aristóteles la sugería Eudoxo, otro de los discípulos


de Platón, pero la forma en que acabó siendo adoptada por la Iglesia cristiana fue la de
Aristóteles, y esta es la razón de su longevidad: la Iglesia católica apostólica y romana
ordenó ejecutar personas hasta el siglo XVII por negarse a explicar el universo a la
manera aristotélica.4 La tentación de considerar teorías como esta como «pintorescas»
debería relativizarse por el hecho de que, hasta el siglo XVII, cualquiera que observase el
cielo nocturno habría visto los cielos rotando por encima de la Tierra, y carecería de
razones para pensar que quizá fuera él o ella quien rotaba en relación con ellos. Fue
necesaria una gran revolución intelectual para que fuese posible ese cambio de
perspectiva, y en algún momento de la historia de nuestra especie dicho cambio debe de
haber sido una sorpresa vertiginosa, e incluso terrible.

En los siglos inmediatamente posteriores a Aristóteles, pensadores pertenecientes a la


escuela de Mégara (aunque no se trataba estrictamente de una escuela) estudiaron y
desarrollaron sus obras lógicas. Su nombre procede de la ciudad de nacimiento de un
seguidor de Sócrates llamado Euclides, cuyos seguidores a su vez se dedicaron a la
lógica. Sin embargo, con respecto a otros aspectos, la influencia de Aristóteles fue, a
todos los efectos y propósitos, nula. Aun así, pese a que su pensamiento se perdió casi
por completo durante un tiempo —la mera fortuna de la supervivencia de sus obras,
como hemos descrito anteriormente, provoca escalofríos—, su redescubrimiento y
supervivencia ejercieron una influencia inmensa, directamente y por oposición, en la
historia posterior de la filosofía y de la ciencia. En realidad su obra fue redescubierta
dos veces: la primera vez, por Andrónico, doscientos años después de su muerte, y la
segunda, en el siglo XII, cuando obras que habían sobrevivido en tierras conquistadas
por los musulmanes volvieron a ser accesibles en Europa. En la Alta Edad Media, como
consecuencia de este segundo redescubrimiento, a Aristóteles se lo llamó sencillamente
y con total justificación «el filósofo», un nombre acuñado por Tomás de Aquino.
6

Filosofía griega y romana tras Aristóteles

Siete siglos y medio separan la muerte de Alejandro Magno de la de Agustín de


Hipona; Alejandro murió en el 323 a. C.; Agustín, en el 430. Los historiadores dividen
esta amplia franja temporal en dos periodos principales, el helenístico y el imperial. La
muerte de Alejandro marca el fin de la era clásica y el comienzo del periodo helenístico,
mientras que el fin de este se sitúa en torno al inicio del principado de César Augusto,
en el 27 a. C., e inaugura el periodo imperial. Cuatrocientos años más tarde, en vida de
Agustín, el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio romano, y durante
más de mil años la filosofía quedó casi exclusivamente subordinada a las exigencias de
la doctrina cristiana y a la autoridad de la Iglesia.

Las cuatro escuelas filosóficas más importantes, durante los periodos helenístico e
imperial, además de la ya existente Academia de Platón y (brevemente, al principio) de
la escuela peripatética de Aristóteles, fueron la epicúrea, la estoica, la cínica y la
neoplatónica... aunque sería un error llamar a los cínicos escuela en el sentido
organizado; en este caso, la palabra cobra el sentido informal de «tradición de
pensamiento». La escuela (formal) de Aristóteles se extinguió no mucho después de su
muerte debido a que sus principales seguidores, al igual que el propio Aristóteles,
abandonaron Atenas y se establecieron por varias localidades del mundo helénico, de
modo que durante unos cuantos siglos su tradición de pensamiento careció de
influencia. En el siglo III a. C., la Academia de Platón cayó bajo la influencia de los
pensadores escépticos, si bien sobrevivió como institución formal hasta el 529 d. C.,
cuando el emperador Justiniano la abolió y prohibió la enseñanza de «filosofía pagana».

Durante la mayor parte de este periodo, las escuelas epicúrea y estoica fueron las
dominantes. El cinismo era minoritario en términos de partidarios, pero influyó en la
formación del estoicismo y, en realidad, duró notablemente más que el epicureísmo y el
estoicismo, y aún en el siglo V había personas que aseguraban ser cínicas. Esto se debía
sobre todo a que, tras su fundación por parte de Antístenes, el cinismo fue
exclusivamente un modo de vida y una perspectiva ética, sin teorías lógicas,
epistemológicas ni cosmológicas. De ahí que encarne en su forma más pura una
interesante característica de la filosofía de este periodo, esto es, su interés central en
lograr la ataraxia o paz mental. Una de las razones por las que este interés alcanzó un
lugar preeminente entre los objetivos filosóficos, ya bien establecidos, de comprender el
mundo y lograr una buena vida es quizá la mayor inseguridad de la época helénica, la
pérdida de autonomía cívica bajo los imperios de Alejandro y Roma, y la necesidad de
la gente de buscar por sí misma una sensación de seguridad y estabilidad que
acontecimientos exteriores no garantizaban. Fuese cual fuese la razón, la filosofía se
centró cada vez más en fortalecer los recursos psicológicos internos para que el
individuo alcanzara la ataraxia.1

Aunque el cinismo, el epicureísmo y el estoicismo son las principales corrientes de


pensamiento en los periodos helenístico y romano hasta el auge del neoplatonismo, sus
raíces se remontan a la época en que Sócrates estaba con vida. Las figuras fundacionales
del cinismo (Antístenes y Diógenes) eran coetáneas de Platón, y Antístenes fue
discípulo (quizá sea más preciso decir «compañero») de Sócrates. Demócrito, el
atomista, cuyas ideas inspiraron a Epicuro, era también contemporáneo de Sócrates y
Platón. Aunque el fundador del estoicismo, Zenón de Citio, vivió casi un siglo más
tarde (tenía solo ocho años cuando Aristóteles murió en el 322 a. C.), su escuela
compartía raíces socráticas; estaba influido por los cínicos, que a su vez habían tomado
el testigo de los aspectos más robustos y opuestos a las convenciones de las ideas y
estilo de vida socráticos. Así, el estoicismo, al que se adhirieron durante siglos casi
todos los romanos educados y que había tenido en el emperador Marco Aurelio, en el
siglo II, a una de sus más elocuentes voces, se considera una rama del movimiento
socrático.

EL CINISMO

Los cínicos querían «vivir conforme a la naturaleza» y en oposición a las convenciones.


El más famoso, Diógenes de Sinope, conocido como Diógenes el Cínico, llevó estos
compromisos a su límite lógico; se paseaba desnudo, dormía en una tina, se masturbaba
en público diciendo que ojalá el hambre se aliviase tan fácilmente frotándose el
estómago y llevaba una linterna encendida en pleno día y, cuando le preguntaban por
qué, respondía que «buscaba un hombre», y que una vez «había visto unos chicos en
Esparta»: su argumentación era que en Esparta la vida era menos sofisticada que en
Atenas.

Sin embargo, Diógenes no fue el fundador del cinismo, aunque fuera su ejemplo más
dramático. Diógenes Laercio remonta los orígenes del movimiento a Antístenes, y sus
ideas, al ejemplo dado por las ideas y estilo de vida de Sócrates. Antístenes nació en
Atenas y vivió entre el 445 y 365 a. C. Había comenzado su educación con Gorgias, el
sofista, y en consecuencia se había convertido en un consumado orador, pero cambió de
lealtades hacia Sócrates cuando se convenció de que la virtud es la fuente de la
felicidad, y que el camino hacia la virtud pasaba por el ascetismo.
Antístenes creía que la virtud se podía enseñar, y que no requería nada más que la
fuerza de Sócrates, es decir, valor y autocontrol. La virtud ennoblece, decía; se expresa
en hechos y exige pocas palabras. Todo aquel que es bueno merece ser amado, y el
modo de actuar de cada uno debería venir dictado por las leyes de la virtud, se adecuen
o no a las leyes de la polis. Estas dos últimas ideas encajan perfectamente con las de un
outsider, un marginado: Antístenes era un nothos, un nacido bastardo, porque sus padres
no estaban casados (su madre, además, era tracia), de modo que carecía de la
ciudadanía ateniense. No cabe duda de que su seguidor Diógenes heredó de Antístenes
la antipatía por el aristocrático Platón; Antístenes lo acusaba de orgulloso y ladino, y se
cuenta que una vez le dijo, al ver un caballo encabritado y a la fuga en una procesión,
«si fueras un caballo serías uno tan orgulloso y vanidoso como este».

La lista de libros de Antístenes es larga, aunque muy poco de lo que escribió ha


sobrevivido. Su influencia en aquellos que, a la vez, siguieron y expandieron su ejemplo
(Diógenes el Cínico, Crates de Tebas y Zenón de Citio, fundador del estoicismo) es lo
que justifica su nominación como fundador de la escuela; Diógenes Laercio dice de él
que «fue quien condujo a Diógenes a su tranquilidad de ánimo, a Crates a su
continencia y a Zenón a su paciencia». Indiferencia hacia las convenciones y hacia las
ambiciones convencionales, continencia y paciencia son esenciales en las ideas cínicas.
Los estoicos compartían con ella las dos últimas virtudes, pero lo que los hacía
marcadamente diferentes era que estos últimos se preocupaban por sus deberes para
con la sociedad.

Antístenes abrazó la pobreza y la vida ascética, y se asegura que algunos de los


símbolos de adherencia al cinismo (la capa raída, el bastón y la «cartera», una pequeña
bolsa) tienen su origen en él (o, según algunos, en Diógenes). La idea de que lo único
que se necesita a modo de cama es la capa doblada se le atribuye ciertamente a él.

Diógenes el Cínico tomó la idea de burlarse de las convenciones y vivir de acuerdo


con la naturaleza, y la llevó al límite. Nacido en el 412 a. C. en Sinope, junto al mar
Negro, vivió casi noventa años, y murió en el 323 a. C. Parece ser que no comenzó su
vida con buen pie: sufrió el destierro de Sinope por culpa de un delito. Su padre dirigía
la fábrica de moneda, y padre e hijo fueron acusados de rebajar la acuñación.

En Atenas, Diógenes se unió a Antístenes, al que siguió insistentemente pese a que


Antístenes no quería un discípulo. Una de las fuentes de la palabra cínico, que significa
«perro», es que se decía que Diógenes seguía a Antístenes como un perro fiel. Otras
fuentes para el nombre proceden del estilo de vida de Diógenes, digno de un chucho
callejero, y de su malhumorada crítica a todo lo convencional. En griego, kyon significa
«perro», y kynikos, «parecido a un perro».
Según Diógenes Laercio, Diógenes tenía una relación controvertida y hostil con
Platón, al que criticaba por tener alfombras en su casa y asistir a banquetes. Un día,
mientras pisaba las alfombras de Platón, dijo: «Estoy pisando el orgullo de Platón», a lo
que este respondió: «Sí, Diógenes, con otro tipo de orgullo».

Según una historia, Diógenes fue capturado posteriormente por piratas y vendido
como esclavo en Corinto. Lo compró un tal Jeníades para hacerlo tutor de sus hijos. Se
convirtió en un amado miembro de la familia, con la que se quedó hasta su muerte.
Entre las muchas narraciones distintas de la causa de su fallecimiento está la de que lo
mordió un perro y le causó una infección mortal, un obvio juego de palabras inventado
a propósito de la muerte de un cínico.

Aunque se dice que Diógenes escribió libros y obras de teatro, sus ideas se expresan
sobre todo en las anécdotas de su vida, muchas de ellas sin duda apócrifas. Una de ellas
es que le visitó una vez Alejandro Magno, quien le ofreció todo lo que desease, a lo que
Diógenes habría respondido: «Puedes apartarte, que me das sombra».

La principal creencia de Diógenes era que uno debería vivir la vida de un modo
simple y natural, es decir, en efecto, como un perro: y así, orinaba y defecaba en
cualquier parte, en público; comía siempre que sentía hambre y no tenía tabúes con
respecto a qué comer, incluidos alimentos sacados de sacrificios de templos. Él defendía
que había que independizarse de todo tipo de convención, y se definía a sí mismo como
un ciudadano del mundo, un cosmopolita. Acusaba a sus coetáneos de vivir de un modo
artificial, con las mentes enturbiadas («nubladas») por la locura de desear riquezas,
fama y honor. El objetivo de la vida deberían ser la eudaimonia (felicidad) y la atufia
(claridad mental; literalmente, «no nublado»), a las que se llega mediante la askesis
(ascetismo), que proporciona autarkeia (autosuficiencia), fuerza y paz mental. Esto
implicaba vivir sin vergüenza (desvergonzadamente) y burlarse de las leyes sociales y
del Estado siempre que colisionaran con la vida sencilla, natural, auténticamente
virtuosa.

Hay que señalar que, a diferencia de otros que rechazaron la sociedad y sus artificios
como barreras contra la virtud —para un ejemplo posterior y conocido, los «padres del
desierto» y ermitaños cristianos—, los cínicos no se lanzaron a los bosques en busca de
una vida sencilla, sino que vivieron en medio de la ciudad. Los ermitaños cristianos
huyeron al desierto escapando de la tentación; Diógenes desafiaba a la tentación a la
cara. Lo importante era animar a la gente a abrazar la sencillez y un modo de vida
natural enfrentándola a un ejemplo de ella. Y esta confrontación no tenía lugar solo
mediante el ejemplo, sino también criticando, mofándose, riéndose e incluso
aterrorizando a la gente para conseguir que pensara.
Se podría pensar que Diógenes no tuvo nada que perder como delincuente desterrado
y quizá, más tarde, como esclavo, a la hora de escoger vivir la existencia de un perro. Lo
opuesto es cierto en el caso de su sucesor como líder de los cínicos, Crates de Tebas,
quien nació en la riqueza, pero la regaló tras haber conocido a Diógenes. Se declaró
conciudadano de Diógenes (es decir, ciudadano del mundo) y, con ello, repudió los
convencionalismos.

Crates y su esposa, Hiparquía de Maronea, también procedente de una familia rica,


escogieron vivir como mendigos en las calles de Atenas. Acabaron siendo famosos y
respetados por su buen humor y sus principios, y por todas partes se les daba la
bienvenida, sobre todo en su papel de reconciliadores, pues suavizaban peleas
familiares y finalizaban disputas con amabilidad. Su versión de una vida sencilla era
menos belicosa que la de Diógenes, y se centraron en conseguir la ataraxia mediante la
libertad con respecto a los deseos y objetivos convencionales, en lugar de atacando a la
gente por adherirse a la convención.

Según Diógenes Laercio, las cartas filosóficas de Crates estaban tan bellamente
escritas como los diálogos de Platón, pero no ha sobrevivido ninguna; se le atribuyeron
otras treinta y seis cartas, pero se demostró que eran falsificaciones posteriores.
Disfrutaba de la vida filosófica porque lo liberaba a uno de las insatisfacciones y
problemas; cuando se tiene dinero, decía, se puede derrochar a dos manos; cuando no
se tiene nada, no se es infeliz al respecto, pues se estará feliz con lo que se consiga.
Animaba a la gente a vivir con una sencilla dieta de lentejas, y decía que vivir con lujos
acaba llevándonos a los conflictos, pues la razón por la que las personas compiten por
riquezas y posición es que estas son necesarias para obtener una vida lujosa y
posteriormente para mantenerla.

Crates e Hiparquía son atractivos partidarios de la afirmación de que la sencillez y la


naturalidad constituyen la vía hacia la felicidad. Es lógico suponer que tuvieron éxito
siguiendo este camino, porque se tuvieron el uno al otro a lo largo de este.

EPICUREÍSMO

Diógenes Laercio dedica todo un capítulo de su Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos
más ilustres a Epicuro, e incluye citas enteras de tres cartas de Epicuro que resumen sus
ideas acerca de la física, la ética y los cielos, respectivamente. Colecciones de sus dichos,
documentos de la biblioteca del filósofo epicúreo del siglo I Filodemo (hallada bajo las
cenizas volcánicas de Herculano) y, por encima de todo, el bello poema De rerum natura
[De la naturaleza de las cosas], escrito por Lucrecio también en el siglo I, ofrecen una
comprehensiva imagen de las teorías epicúreas. El poema de Lucrecio es una
adaptación en versos hexámetros del libro de Epicuro Peri Physeos [Sobre la naturaleza].
Cicerón, que escribía en el mismo periodo que Filodemo y Lucrecio, ofrecía un examen
crítico de la filosofía epicúrea en sus Disputaciones tusculanas. La duradera reputación
del epicureísmo en los periodos helenístico e imperial se ve reflejada en que otro
Diógenes inscribió sus doctrinas, para beneficio del público, en un muro de la ciudad
licia de Enoanda hacia el siglo II d. C.

Epicuro nació en el 341 a. C. en la colonia ateniense de Samos, y se trasladó a Atenas a


los dieciocho años de edad, en el 323 a. C., cuando los colonos, tras la muerte de
Alejandro Magno, fueron expulsados de Samos. Comenzó a interesarse por la filosofía a
los catorce años, al darse cuenta de que sus maestros eran incapaces de explicar el
significado de caos en las obras de Hesíodo. Estudió en Atenas con Nausífanes,
discípulo de Demócrito, el atomista, antes de trasladarse a Mitilene y posteriormente a
Lámpsaco, ciudades ambas en las que fundó escuelas y tuvo discípulos. Finalmente se
estableció en Atenas, donde adquirió un jardín para situar su escuela, y vivió allí hasta
su muerte, a la edad de setenta y un años. A su escuela, por esa razón, se la llamó «el
Jardín».

Una de las cosas más sorprendentes de la extensa biografía que Diógenes Laercio
escribió sobre Epicuro es su larga narración de las calumnias y hostilidades vertidas
contra el filósofo por sus enemigos. Lo acusaron de practicar magia y de lanzar
encantamientos por dinero, de escribir cartas escandalosas, de ir con cortesanas, de
alabar a personas influyentes, de plagiar a otros filósofos y de dedicarse a los placeres
sensuales y a los lujos. Se decía de él que era bulímico (a fin de comer más), y que era
físicamente tan débil que era incapaz de levantarse de su silla; que difamaba y
calumniaba a otros, entre ellos Aristóteles y Heráclito: habría dicho que el primero
había derrochado su patrimonio y ganado dinero vendiendo drogas, y que Heráclito era
un atolondrado. Según Diógenes Laercio, quienes hablaban así de Epicuro estaban
locos, puesto que todos los demás podían dar fe de su amabilidad y buena disposición,
de su generosidad, gentileza, piedad, consideración hacia los demás, humildad, mesura
y frugalidad, así como de la famosa moderación del estilo de vida del Jardín. Sin duda,
al menos parte de la animadversión y hostilidad que algunos sentían hacia Epicuro
surgía de no entender bien su idea de que la felicidad consiste en buscar el placer y
evitar el dolor (que, como veremos, no significa lo que parece), y de su rechazo a la
religión.

El punto de partida de la filosofía de Epicuro es que el material fundamental de la


naturaleza es materia en forma de átomos, partículas sólidas individuales indivisibles.
Son demasiado pequeñas como para que las percibamos, y se mueven o «caen» en el
vacío (el espacio vacío, entendido como «donde no hay materia»). La teoría procede de
Demócrito, pero incorpora soluciones a problemas que Aristóteles y otros pensadores
habían detectado en las teorías de aquel filósofo. Para empezar, estaba la cuestión de
dar sentido a la idea de un vacío infinito (sin arriba ni abajo, sin dirección; ¿cómo puede
nada caer o moverse en tal espacio?). Por otro lado, y como sostenía Aristóteles en el
Libro VI de su Física, la idea de una partícula mínima de materia es incoherente, pues,
supongamos: si dos de tales partículas mínimas cruzan sus caminos, ¿cómo podrían
estar nunca a una distancia menor a una de ellas? Si lo hiciesen, ya no serían mínimas.
Es interesante señalar una implicación de la idea de Aristóteles: si hay mínimos de
materia, entonces también el espacio y el tiempo han de estar cuantificados. Pero si los
átomos son mínimos diferenciados, entonces no pueden viajar por el espacio de modo
continuo, sino que han de saltar de un punto a otro punto en el espacio y en el tiempo, y
todos lo han de hacer a la misma velocidad.

La respuesta de Epicuro es ingeniosa. En primer lugar, dice, aunque los átomos son,
como su nombre implica, indivisibles, no son lo mismo que la mínima cantidad
concebible de materia, es decir, la mínima; los átomos están compuestos de mínimas,
pero no se los puede subdividir en ellas. La cantidad mínima de materia no puede
existir por sí misma. Como conglomerados indisolubles de mínimas, los átomos poseen
formas (aristas, ganchos), razón por la que se adhieren unos a otros para formar objetos
más grandes, como los que percibimos. Aceptaba la idea de que el espacio y el tiempo
estaban compuestos de cuanta diferenciadas, y de que todos los movimientos atómicos
se daban a la misma velocidad. Estos movimientos se cancelaban en las agregaciones de
átomos que constituían los objetos macroscópicos conocidos, gracias a sus colisiones,
deflexiones y conjunciones.

Los átomos son indefinidamente variados en sus formas, lo que explica la variedad de
cosas que constituyen, y se encuentran en «movimiento continuo por toda la
eternidad». La teoría atómica es consecuencia de señalar las implicaciones de unir dos
proposiciones: que aquello que encontramos en nuestra experiencia es complejo, es
decir, está constituido por partes; y que nada puede proceder de la nada. Por lo tanto,
tiene que haber unidades fundamentales de la realidad material. Y para que se muevan,
se unan y se separen, ha de haber un espacio, un vacío en el que lo hagan. Las
propiedades de las cosas que percibimos —sus colores, gustos y demás— están
causados por las configuraciones de los átomos que las constituyen, y por el modo en
que interaccionan con las configuraciones de átomos que constituyen nuestros órganos
sensoriales.

Este último punto es esencial en la teoría de la mente y de la percepción de Epicuro.


Nuestras percepciones (vista, oído y el resto) son fiables, según Epicuro, y surgen de la
interacción entre el mundo y nuestros órganos sensoriales. El mundo es completamente
físico; no existen las cosas no físicas, lo que implica, en particular, que no existe el alma
o la mente (la palabra para «alma» y «mente» es la misma, anima). Nuestra mente
mueve nuestros cuerpos, y a nuestra mente le afecta lo que le pasa a nuestro cuerpo,
pero nada de esto podría suceder si no fuese porque nuestra mente se compone de la
misma materia que nuestro cuerpo. Nuestras almas o mentes, por lo tanto, están hechas
de átomos materiales, aunque de unos extraordinarios, dispersos por la totalidad de
nuestro cuerpo, y percibimos y sentimos gracias a las interacciones causales entre los
átomos que constituyen nuestro cuerpo y los que constituyen nuestra mente. Cuando el
cuerpo muere, estos átomos se dispersan y, por lo tanto, las funciones de pensamiento y
sensación cesan. No hay vida tras la muerte. Y por ello mismo no hay nada que temer
de la muerte, dice Epicuro: «La muerte no tiene nada que ver con nosotros, porque todo
bien y todo mal radica en la sensación, y la muerte es la privación de sensación».

Es famosa la idea principal de Epicuro, que «el alfa y omega de una buena vida» es el
placer: «El gozo es el principio y el fin de una vida dichosa». La ética epicúrea al
completo se puede resumir como la búsqueda del placer y el rechazo al dolor. El
significado actual de epicureísmo (el goce de buenos vinos, de buenas comidas y fiestas,
la devoción a los placeres sensuales) procede de una interpretación totalmente errónea
de lo que Epicuro quería decir. Pues, inmediatamente, añadía:

[...] pues hay veces que renunciamos a muchos gozos cuando de estos se derivan para nosotros más
dolores que gozos, y hay veces que consideramos muchos dolores mejores que los gozos, concretamente
cuando [...] nos sigue un gozo mayor [...]. También consideramos el propio contento de las personas un gran
bien, no para conformarnos exclusivamente con poco, sino con objeto de que, si no tenemos mucho, nos
conformemos con poco, auténticamente convencidos de que sacan de la suntuosidad el gozo mayor quienes
tienen menos necesidad de él, y de que todo lo natural es fácil de procurar y lo superfluo, difícil de procurar.
Y los gustos sencillos producen igual satisfacción que un tren de vida suntuoso, siempre y cuando sea
eliminado absolutamente todo lo que hace sufrir por falta de aquello. El pan y el agua procuran la más alta
satisfacción cuando uno que está necesitado de estos elementos los logra [...]. Habituarse a un género de vida
sencillo y no suntuoso es un buen medio para rebosar de salud, y hace que el hombre no se arredre ante los
obligados contactos con la vida [...].

Y esa es la razón por la que propone el placer como objetivo y fin: «Cuando
afirmamos que el gozo es el fin primordial, no nos referimos al gozo de los viciosos y al
que se basa en el placer [...], sino al no sufrir en el cuerpo ni estar perturbados en el
alma [...] lo que origina una vida gozosa [no es] sino un sobrio razonamiento que, por
un lado, investiga los motivos de toda elección y rechazo y, por otro, descarta las
suposiciones, por culpa de las cuales se apodera de las almas una confusión de muy
vastas proporciones». Comprender la naturaleza del mundo es la base para esta idea
racional: cuando comprendemos que el universo es un reino material dejamos de tener
miedo, como señala Lucrecio en su gran poema, «de nuestra enemiga la religión» y de
la superstición, y basamos nuestra idea del mundo en la razón y en una clara
comprensión de la realidad.

Entre las dificultades que surgen en la teoría de Epicuro está la de que su imagen de
un universo mecanicista plantea serios problemas acerca del libre albedrío: un problema
que continúa, hoy en día, presente en la filosofía, incluso más, debido a que los recientes
descubrimientos en neurociencias ponen los fenómenos mentales cada vez con más
seguridad en el reino de lo material. Epicuro intentó lidiar con esto diciendo que los
átomos se desvían ligeramente al moverse por el vacío, lo que causa accidentes y
aleatoriedad. Sin embargo, no es una solución satisfactoria, pues, si nuestras elecciones
no se encuentran conectadas causalmente a las acciones que las siguen, sino que, en
lugar de ello, suceden solo al azar o accidentalmente, en tal caso el libre albedrío ni es
albedrío, ni es libre.

Uno de los mayores placeres, según Epicuro, es el de la amistad, o filia. La amistad


puede comenzar con consideraciones acerca de la utilidad que representa una persona
para la otra, pero pronto evoluciona hasta convertirse en un lazo de profundo y
duradero altruismo mutuo.2 Es un proceso que refleja la evolución de la sociedad tal y
como la concebía Epicuro: al principio, los seres humanos eran criaturas solitarias, que a
lo largo de la historia comenzaron a crear familias y comunidades, adquirieron el
lenguaje y compartieron el desarrollo de habilidades como la agricultura o la
edificación. En todo esto hay algo de la idea de una sociedad que emerge de un
idealizado estado natural, tal y como siglos después lo concebirían Rousseau y Locke,
cuando se reconoció la utilidad de la cooperación. Con el paso del tiempo, la cada vez
mayor complejidad de las sociedades provocó la aparición de reyes y tiranos, de la
religión y del miedo a los castigos. Pero la genuina fuente de justicia es la percepción
del beneficio mutuo que comporta mantener los pactos, y la creencia de que una vida
justa, honorable y prudente es la más placentera. Si todo el mundo se comportase de
acuerdo a este ideal, dice Epicuro, no habría nunca tiranía ni necesidad de religión, pues
la sociedad misma sería buena.

Para Epicuro, el objetivo fundamental de la filosofía es ayudar a la gente a ver cuál es


la mejor vida posible, y por qué es así. La filosofía es una educación para la mente y una
terapia para el alma: «Como no asiste a la medicina ninguna utilidad si no busca
eliminar las enfermedades de los cuerpos, igualmente tampoco de la filosofía, si no
busca expulsar la afección del alma», dijo. La vida feliz es una vida de ataraxia, y se
logra mediante la comprensión filosófica de la auténtica naturaleza de las cosas, y
viviendo de acuerdo con dicha comprensión.

EL ESTOICISMO
Se dice de Crates el Cínico que fue maestro de Zenón de Citio, fundador del estoicismo,
de quien se puede afirmar que enseñó la integración de las virtudes cínicas de
continencia y autocontrol, y de haber aplicado el concepto de indiferencia (apatheia) no a
la sociedad y al objetivo de una vida honorable, sino ante las vicisitudes de la fortuna y
la inevitabilidad de la vejez, la enfermedad y la muerte. Lo que el estoicismo
recomendaba posteriormente a los cultivados patricios romanos era un ideal elevado de
una vida noble y llena de autocontrol, una vida de valor y fortaleza, una vida robusta y
viril que podía, con la misma ausencia de pasión, soportar las durezas de la vida
fronteriza militar y las exigencias de la vida familiar en casa.

Zenón procedía de Citio, en la isla de Chipre, donde nació en el 334 a. C. Comenzó su


vida adulta como mercader, pero, tras leer la biografía de Sócrates escrita por Jenofonte,
decidió estudiar filosofía. Se dice que durante una visita a Atenas preguntó a un librero
a quién acercarse de entre los maestros de filosofía, y que en aquel momento pasaba por
allí Crates, por lo que el librero lo señaló con el dedo. Zenón adquirió de Crates su
dedicación a las virtudes cínicas de la continencia y la sencillez, pero su pudor le
impidió vivir «sin vergüenza» como les gustaba a los cínicos; de aquí su idea de integrar
las virtudes, es decir, de ser un semicínico en privado. Además de pudor, tenía un
altísimo sentido del deber cívico, lo que requería que uno realizase sus tareas exigidas
como ciudadano en lugar de rechazar de plano la sociedad. Sus convicciones al respecto
se reflejan en el hecho de que, cuando se le ofreció la ciudadanía ateniense, la rechazó
por mantener la fe en su Citio natal, a la que había contribuido con los baños públicos y
en la que le tenían en alta estima.

Crates no fue el único maestro de Zenón; escuchó a profesores de la escuela de lógica


de Mégara y a filósofos de la Academia y, si bien el cinismo le inspiró para sus
enseñanzas éticas, desarrolló sus ideas de lógica y física a partir de esas otras
influencias. Fundó su propia escuela en la columnata polícroma o estoa (stoa poikile) del
ágora ateniense, de donde procede el nombre de la escuela. Su discípulo y
posteriormente colega Cleantes (h. 330 a. C.-h. 230 a. C.) le sucedió como director de la
escuela tras su muerte, en el 262 a. C. Cleantes desarrolló las ideas físicas y lógicas del
estoicismo, y posteriormente lo hizo su sucesor como director de la escuela, Crisipo
(279-206 a. C.). No se sabe quién de los dos es responsable de las doctrinas del primer
estoicismo, pero el estoicismo posterior, ejemplificado por Séneca, Epicteto y Marco
Aurelio, se dedicaba de un modo casi exclusivo a la cuestión ética de cómo vivir, pese a
que este aspecto del estoicismo estuvo presente casi desde el principio.

En su física, los estoicos opinaban que la firma de la realidad es la capacidad de actuar


sobre alguien o de que alguien actúe sobre uno, y por ello afirmaban que las únicas
cosas que existen son cuerpos físicos. La materia, por lo tanto, es un principio
fundamental (arjé) del universo. Pero señalaban asimismo que también nos referimos a
muchas otras cosas que no son cuerpos, como, por ejemplo, lugares, tiempos y objetos
imaginarios, tales como bestias míticas. Estas cosas no existen, sino que «subsisten», es
decir, poseen una pseudoexistencia de cortesía porque se puede hablar acerca de ellos.
A diferencia de Platón, quien sostenía que los universales existen realmente (aunque en
un Mundo Inteligible solo accesible al intelecto), describían estos objetos de referencia
como entidades meramente mentales, en gran manera como lo harían posteriormente
los nominalistas.

El arjé, la materia, es indestructible y eterno. Pero, junto con la materia, hay otro
principio fundamental del universo, también indestructible y eterno: es el logos, la
razón. Se extiende por todo el universo y lo organiza, haciéndolo pasar por un ciclo de
cambios que comienzan por el fuego, pasando por la formación de los elementos —
fuego, aire, agua y tierra: los primeros dos, activos, y los segundos, pasivos— y de allí al
surgimiento del mundo tal y como lo conocemos, constituido por combinaciones de
estos elementos, y de allí, nuevamente, al fuego universal en un ciclo de eterna
recurrencia. Los estoicos también llamaban «destino» o «dios» a este logos, y es una cosa
material, como el universo físico al que da orden mediante estos ciclos
interminablemente repetidos.

Los estoicos sostenían que el universo es un plenum de materia, lo que significa que no
hay espacio vacío. Esto supone preguntarse cómo pueden las cosas individuarse
(distinguirse unas de otras) externamente, y cómo pueden mantenerse internamente
como cosas individuales. La respuesta es que se mantienen separadas como individuos
diferenciados, y que se mantienen unidas internamente, cada una como un individuo
diferenciado, gracias al pneuma o respiración, que es una combinación de fuego y aire.
El pneuma penetra en todas las cosas y, dado que se halla en diferentes calidades, es la
causa de que las cosas posean propiedades diferentes. Es lo que otorga a plantas y
animales sus respectivas formas de vida, y proporciona la razón a los humanos. No
queda claro si esta idea hacía que los estoicos creyeran que, dado que el pneuma es
materia física, su papel como parte racional del ser humano no podía sobrevivir a la
disolución del cuerpo tras la muerte. Crisipo decía que el pneuma de los sabios
sobreviviría a la muerte de sus cuerpos hasta la siguiente gran conflagración, quizá
porque el pneuma de los sabios posee un poder autointegrador mayor que el de los no
sabios; la idea, no obstante, huele a excusa.

La lógica era un tema de amplio espectro para los estoicos, e incluía no solo razonar y
su ciencia, sino también epistemología y gramática filosófica. Sus contribuciones a la
lógica estrictamente comprendida fueron notables; a diferencia de la lógica aristotélica
de términos, exploraron las relaciones de inferencia entre proposiciones completas,
identificaron tres reglas de inferencia básicas (en realidad, creían que eran cinco, pero
tres de ellas son la misma regla escrita de modos distintos), que hoy en día son
conocidas y cruciales en cálculo proposicional.3 Una característica interesante de su
lógica es que atiende a una estricta bivalencia, es decir, al principio de que hay dos y
solo dos «valores verdad», verdadero y falso, y que toda afirmación es bien uno, bien el
otro. Aristóteles había lidiado con la pregunta de si esto era así realmente, al contemplar
una proposición en futuro: «Mañana habrá una batalla naval». ¿Es ahora la proposición
definitivamente verdadera o falsa? Si es una o la otra, ha de ser ahora un hecho acerca
del futuro. Pero el futuro no existe, de modo que ¿cómo puede haber un hecho acerca
de él? Por lo tanto, Aristóteles decidió que la proposición no era ni cierta ni falsa: la
bivalencia, dijo, no se aplica a proposiciones en tiempo futuro y acerca de temas
contingentes.

Crisipo, no obstante, creía que todas las proposiciones, incluidas aquellas en tiempo
futuro, han de ser definitivamente verdaderas o falsas, y por ello se convirtió en un
determinista estricto: si «mañana habrá una batalla naval» no es ni verdadero ni falso,
es en este momento cuando se decide si mañana habrá una batalla naval. Cuando
afirma el principio metafísico estoico de que el logos, como «destino», guía el universo
por sus repetitivos ciclos históricos, hay que tomarlo de un modo bastante literal.

Esta idea llevó a un enfrentamiento entre los estoicos y la Academia, la escuela de


Platón, que por aquella época ya se había convertido en escéptica. Los estoicos
argumentaban que el criterio de certeza de una creencia depende de si la experiencia
que da lugar a la creencia está causada en la mente por la cosa misma, o no es así; en sus
propias palabras, la verdad consiste en la phantasia kataléptike, o impresión cognitiva,
siendo «impresa en la mente de uno de acuerdo con la propia cosa, y de tal modo que
no pueda surgir de lo que no es». Los escépticos, por su parte, señalaban que «no puede
surgir, de una cosa cierta, una impresión tal que no pueda ser idéntica a una causada
por una cosa falsa». Esta argumentación ha convertido los argumentos escépticos en un
problema central de la epistemología a lo largo de su historia. Los estoicos no creían que
tener meramente una impresión fuera lo mismo que tener conocimiento, ni creían que
fuera suficiente tener una impresión y confiar o creer en ella. Esta impresión ha de estar
sustentada por algo más, algo que la identifique con precisión, como había dicho Platón.
¿Qué es ese algo más?

Esta es la pregunta que toda la epistemología ha intentado responder. Las respuestas


han comprendido desde «una justificación sólida de algún tipo» a «conformidad con
otras verdades conocidas» o «una relación lógica con proposiciones “fundacionales”,
“evidentes” o “básicas”»: las candidatas han sido numerosas. El propio Zenón de Citio
había proporcionado el siguiente ejemplo: extiende la mano. Eso es percibir. Recoge
ahora los dedos: eso es creer. Cierra el puño: eso es comprender. Sujeta firmemente el
puño con tu otra mano: eso es saber. Como aquellas otras sugerencias, esta indica la
forma de lo que debería ser una definición de conocimiento, pero no la sustancia.

Fue, sin embargo, la ética la que hizo al estoicismo tan influyente durante tanto
tiempo, sobre todo en el mundo romano. La idea fundamental en la ética estoica es que
la felicidad —lo que han acordado que es la finalidad o telos de la vida— consiste en
vivir conforme a la naturaleza. Aquello que está conforme a la naturaleza es bueno. El
bien es aquello que nos beneficia en todas las circunstancias, a diferencia de aquello que
nos beneficia solo en algunas, pero no en otras, como, por ejemplo, la riqueza. A esas
cosas que a veces nos resultan buenas y otras veces, malas, los estoicos las llaman
«indiferentes». Las cosas que son siempre buenas son las virtudes de la prudencia, el
valor, la moderación y la justicia. Dado que la riqueza a veces puede ser buena, pese a
no ser un bien incondicional como la prudencia, debemos distinguir lo que es bueno
como tal de aquello que a veces puede tener valor (axia). Las cosas que poseen valor
pueden resultar preferibles por encima de sus opuestos (la riqueza, la salud y el honor
pueden resultar preferibles a la pobreza, la enfermedad y el deshonor) porque
representan una ventaja para nosotros, nos resultan apropiadas (oikeion); y como tales,
tenemos una tendencia natural a buscarlas. Pero, evidentemente, si interfieren con la
consecución de lo que es total e incondicionalmente bueno, no hay que preferirlas.

Vivir bien consiste en escoger racionalmente las cosas que son buenas, y aquellas que
resulten apropiadas y coherentes con las cosas que son buenas; las elecciones se verán
condicionadas por buscar cómo estar conforme a la naturaleza. Bien puede ocurrir que
no alcancemos algunas de las cosas indiferentes que perseguimos racional y
adecuadamente, como la riqueza; pero, si tenemos lo que es bueno —valor, prudencia,
moderación—, aun así seremos felices. Un aspecto importante de esto es la idea de que
deberíamos intentar dominar aquello que cae bajo nuestro control, como nuestros
apetitos, deseos y miedos; pero en cuanto a aquello que no podemos controlar, aquellas
cosas con respecto a las cuales nada podemos hacer, como envejecer, o como el
sufrimiento por una enfermedad o un terremoto, debemos afrontarlo con valor. La
diferencia estriba entre acción y pasión: acción es lo que hacemos; pasión, lo que sufrimos
o soportamos sin elección. Soportar las pasiones (pathé) con valor significa no permitir
que nos dominen; debemos ser apáticos (a-pathe-tic, en inglés) con respecto a ellas. Ese
es el sentido original del término.

Los antiguos también creían que aquellas emociones que hoy vemos activas, como el
amor y la ira, y a las que damos el nombre de pasiones, eran en efecto tan activas como
para que se nos infligieran a nosotros, seres pasivos: se creía que la pasión del deseo
erótico, la lujuria, era una imposición o incluso un castigo de los dioses. Demasiadas
versiones de las pasiones son desobedientes a la razón y por ello debemos educarnos
para estar preparados para ellas, de modo que uno pueda resistirlas... bueno,
estoicamente.

A diferencia de lo sucedido con las filosofías más difíciles y técnicas de Platón y


Aristóteles, y a diferencia del ejemplo prácticamente invivible (aunque entretenido) de
los cínicos, el público aplaudió en Atenas el estoicismo de inmediato. Se erigió una
estatua de Zenón, en cuya inscripción se leía que «Zenón de Citio [...] [era] un hombre
de valía [...] que exhortaba a sus jóvenes discípulos a la virtud y la moderación, y cuya
conducta ofrecía un patrón en perfecta conformidad con sus enseñanzas [...]». Fue una
filosofía popular y tuvo una amplia aceptación. Entre sus admiradores cabe incluir al
rey de Macedonia, Antígono II Gónatas, quien de joven había asistido a clases de Zenón
en Atenas y deseaba llevárselo a Macedonia para hacerlo tutor de su hijo. Cleómenes III
de Esparta introdujo reformas conformes a las enseñanzas estoicas, y hacia el siglo I a. C.
era ya parte importante de la educación de los patricios en Roma; Octavio, que se
convirtió posteriormente en el emperador Augusto, tuvo en su juventud por tutor al
estoico Atenodoro de Tarso.

En los dos primeros siglos de la era cristiana, los líderes del pensamiento estoico
fueron Marco Aurelio y Epicteto, que escribieron en griego, y Séneca, que lo hizo en
latín. Mientras que Epicteto enseñó y Séneca publicó, Marco Aurelio no hizo ninguna de
estas cosas. Su manifestación de una perspectiva estoica en A sí mismo (obra ahora
conocida como Meditaciones) era un diario privado, escrito mientras se encontraba con
su ejército en la turbulenta y peligrosa frontera del Danubio, entre los años 170 y 180 d.
C. Su deseo de privacidad fue la razón de que escribiera en griego. Su humanidad y
estoica dedicación al servicio han sido objeto de admiración desde entonces.

Epicteto nació esclavo en Frigia; su nombre, en efecto, significa «comprado» o


«poseído». Fue llevado a Roma de muy joven, donde su propietario (él mismo, otro
esclavo liberto que había servido al emperador Nerón) le permitió estudiar filosofía con
el estoico Musonio Rufo. Tras ganarse su libertad, Epicteto se estableció como maestro.
En el año 93, el emperador Domiciano prohibió la filosofía en Roma y expulsó a los
filósofos, por lo que Epicteto se trasladó a Nicópolis, en Grecia, y fundó una escuela.
Nunca escribió nada, pero sus enseñanzas se han conservado en el Discursos y, para un
público más popular, en el Enquiridión (manual) de su discípulo Arriano.

En Epicteto, el autoconocimiento y el autocontrol son las ideas clave. Argumentaba


que la distinción entre lo que entra dentro de nuestras posibilidades y lo que queda
fuera demuestra que el bien se puede hallar dentro de nosotros mismos. Nuestro uso de
la razón y nuestra libertad de elección nos permiten evaluar las experiencias que
vivimos y preguntarnos: «¿Puedo hacer algo al respecto?». Si la respuesta es sí, actúa; si
la respuesta es no, di: «Esto no es nada para mí»: esta es la apatheia que se denota en la
idea de sobrellevar (ser estoico con respecto a) lo que es inevitable. Todo gira en torno a
nuestras actitudes, que quedan bajo nuestro control, guiadas por la razón. Aceptar lo
inevitable es libertad: es el precio que se ha de pagar por una mente calmada.

Hay una especie de fatalismo en las enseñanzas de Epicteto. «No pidas que los
acontecimientos sucedan como deseas; desea que los acontecimientos sean como sean y
estarás en paz [...]. Compórtate en la vida como lo harías en un banquete. ¿Van pasando
una bandeja y te llega a ti? Acerca la mano y sírvete discretamente. ¿Te pasa de largo?
No la detengas. ¿Aún no ha llegado? No seas impaciente. Espera a que llegue tu turno
[...]. Recuerda que, por sí mismas, palabrotas y golpes no son ultrajes: es tu juicio el que
los convierte en tales. Cuando alguien te haga encolerizar, es tu propio pensamiento el
que te hace entrar en cólera. Por todo ello, asegúrate de no dejarte llevar por las
impresiones.»

Séneca (el Joven) nació en España en el año 4 d. C. y fue senador y asesor del
emperador Nerón en Roma. Sus esfuerzos por atenuar la creciente crueldad del reinado
de Nerón fracasaron, de modo que intentó jubilarse dos veces, pero el emperador se
negó a dejarle ir. Acabó implicado en la conjura de Pisón para asesinar a Nerón, y su
castigo fue la orden de que se suicidara, lo que hizo. Esto ocurría en el año 65 d. C. El
historiador Tácito ofrece una vívida narración de la escena: debido a su edad y
enfermedad, Séneca no consiguió desangrarse hasta la muerte pese a las numerosas
venas abiertas —la sangre manaba demasiado poco a poco—, de modo que también
tomó veneno y acabó por meterse en agua caliente para acelerar la pérdida de sangre.
Tácito dice que murió «asfixiado por el vapor».

Las obras de Séneca comprenden ensayos, cartas morales, diálogos y tragedias, casi
todo ello publicado en vida, y gozaba de un público lector amplio y de gran
popularidad. Conocía bien el pensamiento de sus predecesores estoicos, y lo aplicaba
eclécticamente a su intento de vivir una vida buena, resuelta y gobernada por la razón.
«Sin duda, vendrán problemas; pero no están aquí y ahora, y puede que ni siquiera
sobrevengan: ¿por qué correr a su encuentro? [...] Hay más cosas que nos dan miedo
que las que nos hacen daño [...]. No seas infeliz antes de que llegue la crisis [...]. Algunas
cosas nos atormentan más de lo que deberían; algunas lo hacen incluso antes de
acontecer; algunas nos atormentan y no deberían atormentarnos en absoluto.
Exageramos, imaginamos o anticipamos la tristeza de un modo innecesario.» Su tema es
el tema central de los estoicos: son nuestras actitudes y creencias las que hacen que la
vida sea buena o mala. Hamlet ejemplificaba a la perfección el estoicismo en la frase
«nada hay bueno ni malo, sino en fuerza de nuestra fantasía».
No hay nada teórico en las exhortaciones de los estoicos, para quienes la filosofía era
un asunto pragmático dirigido a marcar una diferencia en la calidad de vida percibida.
Comprender cómo es uno mismo y cómo son las cosas en el mundo es liberador,
decían, precisamente porque pone en nuestras propias manos la llave de nuestra
felicidad: podemos escoger ser indiferentes a aquello que no podemos cambiar,
mientras, a la vez, gobernamos racionalmente nuestros sentimientos. Fue un exégeta del
estoicismo, Cicerón, quien mejor supo resumir su perspectiva ética: «Aprender a
filosofar —dijo— es aprender a morir», lo que significa que comprender
adecuadamente la muerte nos libera del miedo a ella, de modo que podemos vivir con
mucho más valor y autonomía. Si no se tiene miedo a la muerte se es genuinamente
libre, porque siempre hay una escapatoria a lo intolerable. La libertad con respecto a la
opresión de la ansiedad y el miedo, y de desear aquello que uno no puede conseguir, es
la verdadera felicidad.

Esta idea central de que el objetivo es la felicidad será compartida en todos los debates
éticos a partir de Aristóteles. Las ideas de cómo lograrla tienen también mucho en
común, puesto que para Aristóteles, Epicuro y los estoicos, la razón es la que nos libera.
Las diferencias entre ellos, con respecto a este punto en particular, residen en qué
aspecto de la aplicación de la razón priorizan.

EL ESCEPTICISMO

Una reflexión acerca del curso de la filosofía en los periodos clásico y helenístico sugiere
por qué, a partir del siglo III a. C., hubo una escuela de pensamiento que puso en duda
la posibilidad misma del conocimiento. Eran los escépticos. Los presocráticos habían
puesto su atención en la distinción entre apariencia y realidad, y se habían centrado en
el hecho innegable de que el modo en el que el mundo parece ser no es una guía fiable
acerca de cómo es en realidad; propusieron diferentes versiones acerca de qué era la
realidad subyacente: Parménides, el Uno; Heráclito, el flujo; Demócrito, los átomos;
Platón, las Formas. Además, los sofistas demostraron cómo puede uno defender con
igual solidez cualquier extremo de una misma cuestión, lo que obligaba al pensador a
preguntarse: «¿Qué extremo, por lo tanto, tiene realmente la razón?». Sócrates afirmaba
que su giro de la física a la ética de joven lo provocó la infructuosa y carente de decisión
búsqueda de la realidad, una pérdida de energía cuando la mucho más importante
pregunta «¿Cómo debería uno vivir?» quedaba desatendida; e incluso aquí, como
demostraba la aporía socrática, las respuestas son difíciles de hallar.

En Platón, la cuestión de qué es el conocimiento y cómo podemos adquirirlo era un


tema recurrente, y uno que al final no quedaba totalmente resuelto: en uno de sus
últimos diálogos, el Timeo, reafirma su idea, ya expresada en el Menón, en su República y
en obras anteriores, de que el conocimiento del mundo que nos rodea puede ser, a lo
sumo, probabilístico. Ya había dado cuenta del problema del relativismo en el Teeteto, la
idea de que aquello que es cierto para una persona puede no serlo para otra, sin que
haya una manera de juzgar quién tiene razón.

Al reflexionar sobre todo esto, uno puede preguntarse si el conocimiento es posible


realmente, y si alguna vez la investigación nos llevará a algún sitio. El escepticismo
parece una respuesta natural a esta frecuente aporía. Aristóteles pone su atención en el
problema de la investigación en varias obras, como la Metafísica y los Segundos analíticos,
y aboga por un método que parte de la experiencia y el conocimiento general, y luego lo
va refinando. Tenemos creencias y actuamos basándonos en ellas; según esta idea, no
cabe la posibilidad de la «suspensión del juicio» o de no creer, pues no seríamos muy
diferentes de las plantas. De modo que la pregunta es: «¿Cómo podemos llegar a las
mejores creencias, y cómo podemos señalar racionalmente el punto en el que se separan
las explicaciones de las justificaciones?». Al plantear estas cuestiones —al ofrecer lo que
se puede interpretar como refutaciones al escepticismo—, Aristóteles demuestra estar
muy al tanto de las tentaciones intelectuales del escepticismo.

Sin embargo, esas tentaciones eran grandes, y produjeron una reacción escéptica
articulada en dos formas: el escepticismo de la Academia y el escepticismo incluso más
obstinado de la escuela pirrónica. Como esto sugiere, había notables diferencias entre
estas dos escuelas escépticas, aun cuando Sexto Empírico, quien escribió el resumen
más completo acerca del escepticismo en el siglo II d. C., considerara que las diferencias
eran solo superficiales.

Fue el sexto sucesor de Platón al frente de la Academia, Arcesilao (316-241 a. C.) quien
la recondujo hacia el escepticismo cuando se convirtió en su líder, en el 266 a. C. No
dejó escritos, y han sido posteriores comentaristas (entre ellos, Cicerón, Plutarco y Sexto
Empírico) los que han informado de modo incoherente acerca de sus ideas, por lo que
es difícil atribuirle un conjunto doctrinal preciso. Sin embargo, al reafirmar la
concepción socrática de la filosofía como investigación que procede mediante la
dialéctica, y al aceptar el carácter aporético (carente de conclusiones) de dicha
investigación, argumentaba que debemos resistirnos a creer, que no debemos aceptar
ningún lado en una discusión, porque no existe ningún criterio de verdad capaz de
ayudarnos a escoger entre ellos. Al negar la existencia de un criterio de lo que es
verdad, rechazaba directamente los compromisos que tenían tanto estoicos como
epicúreos con respecto a la existencia de tal cosa.

Este último aspecto nos recuerda que Zenón, padre del estoicismo y unos veinte años
mayor que Arcesilao, también había sido miembro de la Academia y también citaba a
Sócrates como inspiración de sus ideas. Sin embargo, él tomó la ecuación de la virtud
con conocimiento, y de la posibilidad de alcanzar la virtud mediante una vida estoica
para implicar que, por lo tanto, el conocimiento ha de ser posible, incluso si es tan
inaccesible como para que sea necesario vivir de un modo totalmente estoico.

La principal dificultad con la que se enfrentaba Arcesilao fue la afirmación de que la


verdad es accesible. Su opinión era que la verdad es imposible de descubrir. Un punto
clave para el estoicismo era la idea de que una percepción adecuadamente restringida
da lugar a «aprehensiones cognitivas», es decir, representaciones precisas de aquello
percibido. Epicuro creía, de un modo vagamente similar, que es posible contrastar las
afirmaciones acerca de lo no evidente (por ejemplo, la estructura microscópica de la
materia) contra lo que sí es evidente, especialmente lo que aparece en percepción
sensorial; pues, decía, esto último pondrá límites en torno a lo que se pueda afirmar
acerca de lo primero. Pero Arcesilao rechazaba todas estas ideas con el argumento de
que no hay modo de distinguir entre percepciones erróneas y aquellas que son
acertadas. Los estoicos respondían que las aprehensiones cognitivas son aquellas que
surgen de tal modo que resulta imposible que no sean verídicas. Pero, en ese caso, la
pregunta es, evidentemente: ¿qué modo es ese? Y este, habrá que repetir una vez más,
ha sido el meollo del desafío escéptico a lo largo de toda la historia de la filosofía.

Los escépticos seguirían más de cerca la argumentación de Aristóteles (que si uno no


tiene creencias no puede actuar) al afirmar que la acción se basa en el asentimiento (la
aceptación) a una creencia relevante para el asunto en cuestión. Este era un argumento
importante para ellos, porque les permitía huir del problema del determinismo: las
percepciones están causadas por cosas externas, de modo que si percepción y creencia
son la misma cosa, y si la creencia propicia la acción, en tal caso la acción no es sino la
consecuencia de la acción casual del mundo sobre nosotros. Por lo tanto, argumentaban
que el asentimiento a la creencia era necesario como propiciador de la acción; y el
asentimiento es un acto de la mente y de la voluntad. Si no hay asentimiento a una
creencia pero hay acción, entonces la acción es un mero suceso, no muy diferente de la
conducta de una cosa sin mente.

Teniendo todo esto en cuenta, ¿cómo va Arcesilao a explicar la acción? ¿O acaso


supone la suspensión del juicio que uno no puede actuar?

Una reconstrucción de la respuesta de Arcesilao es que, así como el compromiso con


la suspensión de las creencias es el resultado del razonamiento, de igual modo lo sería
la acción, de la siguiente manera: recibimos muchas impresiones sensoriales, a menudo
en conflicto unas con otras. Si todas ellas disparasen la acción, el resultado sería
confusión, e incluso parálisis. De modo que actuamos de acuerdo con lo razonable
(eulogon) no asintiendo a lo que parece razonable (es decir, sosteniendo que es cierto),
sino aceptándolo solo porque es la mejor de las opciones de acuerdo con nuestra
experiencia. Un estoico podría preguntar cuál es la diferencia entre, por una parte,
juzgar que es más razonable actuar según esta impresión que según esas otras
impresiones, y, por otra parte, creer que esta impresión es más fiable o incluso cierta. A
lo que Arcesilao podría responder: pensar que es más eulogon actuar conforme a esta
impresión y no según aquellas impresiones no exige que uno crea que lo que implica
sea el caso (sea cierto).

Dice Cicerón de Arcesilao que exclamó que «nada conocía, ni siquiera su propia
ignorancia». Eso parece dejar abierta la posibilidad de que creyera que existe algo así
como la verdad, pero que no estamos capacitados para descubrirla. De ser cierto, sería
otro modo de distinguir entre escépticos académicos y escépticos pirrónicos. Que esto
sea posible lo ilustra el sucesor de Arcesilao como director de la Academia, Carnéades
(214-129 a. C.).

Carnéades fue uno más del famoso grupo de filósofos invitados a Roma en el año 155
a. C. Allí, un día argumentaba a favor de la justicia y al día siguiente en contra, en lo
que parecería el clásico estilo sofista. Su argumento era el escéptico acerca de la
imposibilidad del conocimiento (y, en especial, de saber si la justicia es conforme a la
naturaleza; buscaba el modo de argumentar que la justicia es un constructo artificial
basado en la conveniencia). A la intelligentsia romana no le gustó su exhibición y
pasarían cincuenta años hasta que la filosofía griega se recobrase del estigma que, de
cara a ellos, había adquirido. Como su predecesor, Carnéades no escribió, y, al estilo
académico, empleó el método dialéctico socrático. Lo que sabemos de sus ideas procede
en primera instancia de su discípulo y amante Clitómaco. Al igual que Arcesilao, se
enzarzó con los estoicos en torno a las cuestiones que los separaban de la Academia,
pero por influencia de sus ideas modificó —se podría decir que suavizó— su
escepticismo, otorgando un papel a la creencia y a algún tipo de asentimiento.

Mientras enfatizaba que no puede haber un criterio de verdad, basándonos en que no


tenemos modo de juzgar la verdad de la experiencia sensorial (que es la base de
nuestros conceptos, y estos, a su vez, de nuestros razonamientos), Carnéades sugirió
que podría haber otro criterio más modesto que nos ayude a escoger cómo actuar en la
vida práctica. Este criterio es la verosimilitud (pithanon). No se trataba de que la
experiencia sensorial pudiera ser casualmente verosímil, por así decirlo, y que nos
hiciera asentir a aquello que causara una impresión en nosotros, debido a alguna
cualidad de la relación misma de impresión, como opinaban los estoicos. Lo que quería
decir era más bien algo como «plausibilidad» o «convencimiento racional». En cualquier
asunto de importancia, un escéptico actuará de acuerdo con las impresiones más
verosímiles. Si se trata de un asunto realmente importante, el escéptico actuará
conforme a lo que sea verosímil y no contradicho, es decir, que no haya más
impresiones que compitan tirando en direcciones distintas. Y en el importante tema que
concierne a la felicidad, las impresiones de las que los escépticos se fiarán serán no solo
verosímiles y no contradichas, sino aquellas que hayan explorado a fondo. Las
impresiones exploradas a fondo son las que siguen siendo verosímiles una vez que las
impresiones asociadas o relacionadas se han analizado en su totalidad.

El criterio de verosimilitud sería él mismo verosímil, porque trata de acciones en


asuntos prácticos, pero Sexto Empírico asegura que Carnéades quería que sirviera
también de criterio para la verdad como tal. Para Cicerón, pithanon significaba
«probable». Esto suscita la pregunta de si Carnéades quiso decir «creencia» cuando
habló de impresiones verosímiles. Hablaba de la aprobación de estas impresiones
verosímiles, algo que no parece muy distinto del asentimiento de los estoicos, aunque él
mismo asegurase que no se trataba de lo mismo. Clitómaco, la persona más cercana a
Carnéades, aseguraba que no quería decir «creencia» cuando hablaba de impresiones
verosímiles aprobadas, aunque otros discípulos (Metrodoro de Estratonicea, Filón de
Larisa) defendían lo contrario. Cicerón aceptaba la opinión de Clitómaco en el asunto.

Esta disputa puede parecer, en gran parte, semántica, pero recordemos lo que se
jugaban los académicos. El fundador de su escuela, Platón, había diferenciado
radicalmente creencia de conocimiento, y consideraba la primera como algo
insuficiente, imperfecto, un mero asunto de opinión, sin relación con la verdad. Podría
incluso ser vergonzoso abrazar meras creencias, como sugiere Platón en la República. Si
el conocimiento es imposible, como aseguraban los escépticos, la creencia no solo es un
pobre segundo plato, sino algo peligroso e incluso vergonzoso. Pero esto es así
solamente si se interpreta creer como «creer que es la verdad». Carnéades sugiere que si
lo que sabes es una mera creencia, y no te engañas pensando que es o podría ser la
verdad, en tal caso es aceptable sopesarla y evaluar su verosimilitud con respecto a la
acción. En cualquier caso, esto es necesario, pues, como el propio Platón había dicho en
el Menón, hay que empezar por algún sitio, y qué mejor que una hipótesis. Una
hipótesis (una idea, una sugerencia, una propuesta) no es la creencia de que algo es
verdad; Carnéades podría haber tenido en mente algo así.

Parecería que los sucesores de Carnéades en la Academia estaban tan inseguros con
respecto a lo que él había dicho y querido decir como todo buen escéptico debería
estarlo con respecto a todo. Clitómaco le sucedió como director en el 127 a. C., y aseguró
que Carnéades había argumentado a favor de la suspensión del juicio, y que no había
creído en la creencia. Filón de Larisa, condiscípulo de Clitómaco (o quizá su alumno) y
su sucesor en calidad de director de la Academia en el 110 a. C., pensaba de un modo
diferente. Creía que la noción de creencia hipotética de Carnéades equivalía a la
aceptación de creencia tentativa o revocable.

Tras Filón, la Academia dejó de ser escéptica; algunos historiadores afirman que bajo
su liderazgo regresó a un platonismo más ortodoxo en el que, aunque no puede haber
conocimiento del mundo a través de nuestros sentidos (solo puede haber opinión,
puesto que es transitorio e imperfecto), sí puede haber, empero, conocimiento de las
verdades eternas. Se conoce esta postura como dogmática, en un sentido no peyorativo,
para resaltar el compromiso con la idea de que la verdad es cognoscible y puede
expresarse.

La Academia, fiel a su tradición como escuela de filosofía, incluso en su época


escéptica se interesó por temas como el conocimiento, la creencia, la verdad, la razón, la
investigación y la acción. A la otra corriente escéptica, el pirronismo, le interesaba casi
en exclusiva una sola cosa: alcanzar la ataraxia, la paz mental o tranquilidad. El hombre
que dio al pirronismo su nombre, Pirrón de Elis, fue un personaje inusual, una figura
llamativa como Diógenes el Cínico, aunque con un carácter totalmente diferente.
Tampoco él escribió nada —no habría encajado con la elección de su conducta hacer tal
cosa— y sus opiniones e ideas nos han llegado a través de partidarios suyos como
Timón de Fliunte (el Silógrafo), citado por Diógenes Laercio, Aristocles, Eusebio y otros.

De Pirrón (360-270 a. C.) se dice que comenzó siendo pintor, pero que, tras leer a
Demócrito, decidió estudiar filosofía y fue alumno de Estilpón, profesor de la escuela de
Mégara (que tomaba sus enseñanzas de Sócrates, dedicaba una gran atención a la lógica
e hizo grandes contribuciones a su desarrollo). Viajó con el ejército de Alejandro Magno
hasta la India, donde, según Diógenes Laercio, conoció a los gimnosofistas (filósofos
desnudos) de dicha región, después de haber trabado contacto previo con los magi de
Persia. Esto le llevó a adoptar una filosofía «nobilísima» que consistía en el
agnosticismo y la suspensión del juicio, diciendo que nada es justo ni injusto, nada es
honroso ni deshonroso, sino que, en realidad, nada existe, y solo la costumbre y el
hábito guían los asuntos humanos.4 Ni nuestra experiencia ni nuestras creencias (doxai)
son verdaderas ni falsas; no hay diferencia lógica entre ellas, y por lo tanto es imposible
decidirse. Según esta idea, no deberíamos tener opiniones acerca de nada, y deberíamos
negarnos a tomar partido en ningún tema.

Diógenes Laercio afirma que Pirrón vivió de acuerdo con esta doctrina. Era una
persona tremendamente relajada y calmada; era indiferente a los acontecimientos: ni
siquiera intentaba apartarse del tráfico, y sus amigos debían rescatarlo constantemente
para evitar que lo atropellaran. Esta combinación, la asiduidad de sus amigos y lo
relajado de su actitud, explican que llegara a vivir hasta los noventa años. Tuvo
ardientes seguidores que intentaron imitar su estilo de vida, y sin duda muchos
filósofos estarían encantados de que sus países siguieran el ejemplo del de Pirrón, Elis,
que lo honró eximiendo a todos los filósofos de pagar impuestos. Un aspecto menos
atractivo de su indiferencia aparece en una anécdota que nos revela que pasó de largo
junto a un hombre que se ahogaba, pues ni el problema del hombre ni el hecho de que
él ayudase o no ayudase importaban.

Definitivamente hay resonancias entre las ideas de Pirrón, tal y como las presentan las
leyendas en torno a él, y lo que podría haber aprendido de filósofos indios en cuanto a
que el mundo es una ilusión y, por lo tanto, creer y desear son esfuerzos sin sentido y,
ellos habrían añadido, dañinos. Pero sabemos, por Timón y otras fuentes, que poseía
una teoría definida: las argumentaciones señaladas anteriormente acerca de lo
indistinguible y lo indecidible de todo implican un resultado, que es que la
comprensión de esos argumentos dará como resultado «primero, dejar de hablar;
posteriormente, liberarse de las preocupaciones». Pero estos argumentos constituyen
por sí mismos afirmaciones bastante sustanciales. La idea de que todo es indistinguible
es la idea de que la realidad carece de forma, que es inestable e indeterminada. Eso es
una tesis metafísica. De ella se sigue la tesis epistemológica que dicta el escepticismo:
nuestra incapacidad para determinar si algo es verdadero o falso descansa en la
indeterminación de la realidad.

El mayor argumento del escepticismo pirrónico procede no de Pirrón, sino de una


figura posterior, Enesidemo, un filósofo nacido en Creta que vivió en el siglo I a. C. (las
fechas son inciertas) y del que se dice que fue miembro de la Academia, pero que la
abandonó cuando Filón de Larisa rechazó el escepticismo. Su libro Pyrrhoneoi Logoi
[Discursos pirrónicos] afirma que ni la percepción sensorial ni el pensamiento
proporcionan una base para el conocimiento, pues siempre se pueden oponer, a los
argumentos y pruebas a favor y en contra de un lado de una disputa, pruebas y
argumentos del otro lado. Comienza su libro acusando a la Academia de dogmatismo al
afirmar unas cosas y negar otras, mientras que los pirrónicos son «aporéticos y libres de
doctrinas», razón por la que están en paz, mientras que otros filósofos «se cansan sin
razón alguna y se agotan en interminables tormentos».

A suspender el juicio se lo llama epojé. Enesidemo enumeró diez argumentos o tropos


que sentaron las bases para afirmar que debemos suspender el juicio. Se resumen en
que las cosas tienen diferente apariencia para la misma persona en momentos distintos
o bajo condiciones diversas, y diferentes también para distintas personas, de tal modo
que no se puede considerar que ninguna apariencia represente definitivamente cómo es
algo realmente. Nuestras diferentes modalidades sensoriales (visión, oído, tacto, gusto y
olfato) y la complejidad de las cosas que debemos percibir hacen imposible afirmar que
sabemos definitivamente algo acerca de algo. La variabilidad de nuestros estados de
ánimo, edad, salud y enfermedades hacen que nuestras percepciones y juicios sean
variables: ¿cuáles contienen la verdad? Estos argumentos explotan consideraciones
acerca de la variabilidad de la percepción, y de lo relativo y conflictivo de cómo parecen
las cosas y de lo que pensamos acerca de ellas.

Sexto Empírico informa de las ideas de alguien (que Diógenes Laercio identifica como
Agripa: sabemos muy poco de él excepto que vivió alrededor del siglo I a. C.) que
resumió los criterios de suspensión del juicio en cinco tropos, que han acabado siendo
los argumentos más famosos a favor del escepticismo de la Antigüedad. El primero es
que cualquier tema de debate provoca ideas enfrentadas, tanto entre personas comunes
como entre filósofos, lo que hace que sea imposible aceptar o rechazar cualquier lado de
la disputa. Por ello debemos suspender el juicio. El segundo es que, cuando uno intenta
justificar una afirmación en una disputa, hay que apelar a una afirmación previa. Pero
también esta, a su vez, ha de justificarse, y el ciclo se repite de modo interminable. Por
ello debemos suspender el juicio. El tercero es que todo es relativo: las cosas parecen ser
en función de las condiciones o circunstancias en que son percibidas o juzgadas. Por
ello debemos suspender el juicio. El cuarto es que todos los intentos de juzgar se basan
en asunciones, pero se pueden invocar asunciones en sentido opuesto, lo que hace
imposible decidir. Por ello debemos suspender el juicio. Y por último, a menudo
descubrimos que, a la hora de confirmar un juicio, nos vemos invocando
consideraciones implícitas en ese juicio, en un pensamiento circular. Por ello debemos
suspender el juicio.

Una de las principales fuentes de información acerca del escepticismo es, como ha
demostrado todo lo anterior, la obra de Sexto Empírico (160-210 d. C.): sus Esbozos
pirrónicos y su Contra los matemáticos. Su sobrenombre nos dice que formaba parte de la
escuela empírica de medicina fundada varios siglos antes de su tiempo, en el siglo III a.
C., por Serapión de Alejandría. La escuela empírica aceptó alegremente el pirronismo,
pues le proporcionaba una base filosófica a su oposición a la escuela dogmática, que
seguía la tradición hipocrática. Los dogmáticos decían que era necesario comprender las
causas ocultas de las enfermedades, mientras que los empíricos aseguraban que lo
impenetrable de la naturaleza hacía que buscar causas ocultas no tuviera sentido, y que
el médico debía centrarse en lo evidente y observable, es decir, en los síntomas. Los
empíricos se dieron cuenta de que los diferentes médicos se mostraban en desacuerdo
entre sí; que distintos países y tradiciones médicas poseían diferentes formas de
comprender y tratar las enfermedades, y de que la única manera segura de tratar una
herida o una enfermedad era emplear técnicas de eficacia ya probada basadas en la
experiencia; o, si la enfermedad era nueva, basar los esfuerzos por erradicarla en lo que
uno podía observar.
Sexto describe al escéptico como alguien comprometido con la investigación, no como
alguien que llega a doctrinas ya establecidas y aboga por ellas. Por ello mismo, los
escépticos no enseñan, sino que se circunscriben a sus investigaciones; se conforman
con la apariencia de las cosas en el sentido de que actúan según lo que perciben; aceptan
tradiciones y costumbres, y viven de acuerdo con ellas; obedecen los dictados de la
naturaleza en cuando a hambre y sed, y adquieren habilidades prácticas —como la
medicina—, pero no afirman saber ni se esfuerzan por ello; y no afirman, sino que tan
solo informan de las cosas que ven, como un cronista o historiador que tan solo registra
lo que percibe.

A mediados del siglo XVI se publicaron traducciones al latín de las obras de Sexto
Empírico y tuvieron una gran influencia en el auge de la filosofía moderna, en autores
como Montaigne, Descartes, Pascal, Bayle, Hume y otros pensadores de la Ilustración, y
a partir de ellos, en la filosofía más reciente y contemporánea en la que el escepticismo
continúa incitando intentos para crear teorías epistemológicas que o bien respondan o
bien abracen consideraciones escépticas.

EL NEOPLATONISMO

A mediados del siglo III d. C. las escuelas epicúrea y estoica habían comenzado a perder
su predominio y surgía un nuevo movimiento filosófico. Se calificaba a sí mismo de
platónico, pero en realidad era una rica síntesis de muchas de las ramas de la filosofía
que habían florecido en los seis siglos transcurridos desde la época de Platón. Este
nuevo movimiento, que posteriores eruditos denominarían «neoplatónico»,
proporcionaba una imagen comprehensiva del universo y de la relación de los seres
humanos con él que muchas personas juzgaban satisfactoria y que, en sus últimas fases,
se convirtió de facto en una religión. Como tal, fue tanto una alternativa al cristianismo
como una fuente de ideas para este, que adoptó y adaptó una notable cantidad de ellas.
Una razón del atractivo del neoplatonismo en el periodo de su máximo florecimiento,
entre los siglos III y VII, especialmente para la gente cultivada, es que rechazaba el
materialismo de epicureísmo y estoicismo —es decir, su idea de que la realidad es
exclusivamente física— y aseguraba, en cambio, que la mente es la base última de la
realidad.

La etiqueta «neoplatónico» llama un tanto a engaño, pues, aunque los pensadores


adscritos a este movimiento se consideraban a sí mismos platónicos y valoraban más las
ideas de Platón que las de los demás filósofos, no se limitaron a resucitar y enseñar sus
ideas, sino que las emplearon como base para su nueva síntesis a gran escala, para la
que aprovecharon, de un modo creativo, todo excepto los aspectos materialistas de los
debates precedentes.
Las dos doctrinas principales del neoplatonismo son, en primer lugar, que la mente es
más importante que la materia (o, en jerga filosófica: que es ontológicamente anterior a
la materia, lo que significa que la precede en el orden de existencia) y, en segundo lugar,
que la causa final de todas las cosas ha de ser un solo principio unitario. Sostenían que
la causa de todo debía poseer como mínimo tanta realidad —y en general más— que su
efecto, a fin de poseer suficiente potencia causal como para provocar ese efecto; por lo
tanto, la causa del universo ha de ser tan real o más real que el universo mismo.

El conjunto de estas tesis constituye la base del neoplatonismo. Dado que la mente es
ontológicamente anterior a la materia, la causa definitiva del universo ha de ser mente o
consciencia, y es más: una mente sola y unitaria. Veían esta mente unitaria como algo
divino y le daban los nombres de «lo Uno», «lo Primero», «el Bien». Es evidente por qué
el neoplatonismo resultaba tan atractivo para los cristianos de la época, y fue la razón
por la que no tardaron en adoptar aspectos favorables de este para su teología
metafísica y moral.

El problema metafísico inmediato para cualquiera que piense en el universo del modo
en que lo hacían los neoplatónicos es: ¿cómo surge la realidad material con la que
estamos familiarizados de una única conciencia mental? Los rasgos más característicos
del neoplatonismo salen de la elaborada y detallada respuesta que ofreció a esta
pregunta.

El pensador habitualmente considerado fundador del neoplatonismo es Plotino, un


griego o romano originario de Egipto. Nacido en Licópolis, en el delta del Nilo, en el
205 de nuestra era, murió sesenta y seis años más tarde en la Campania, en Italia
meridional. Estudió filosofía con Amonio de Alejandría, y a la edad de cuarenta años se
trasladó a Roma, donde durante unos años enseñó las ideas de Amonio. Se dice que
comenzó a desarrollar y poner por escrito sus propias ideas en respuesta a las preguntas
que le hacían sus alumnos. Uno de estos, Porfirio, publicó las enseñanzas de Plotino en
seis volúmenes, cada uno de los cuales contenía nueve tratados; de ahí su nombre, las
Enéadas (del griego ennea, nueve). Los 54 tratados contienen material técnico muy difícil,
y progresan temáticamente desde las cosas más terrestres a las celestiales y, finalmente,
a la discusión acerca del Uno mismo. Comienza por los bienes humanos (el primer
conjunto de nueve tratados), para pasar a un análisis del mundo físico (enéadas II-III);
del alma (enéada IV); del conocimiento y de la realidad inteligible (enéada V) y, por
último, del Uno (enéada VI).

Como ya hemos mencionado anteriormente, Plotino se consideraba seguidor de la


filosofía de Platón, pero sería un error creer que era directamente así. Esto se debe, en
primer lugar, a que en filosofía habían pasado muchas cosas desde la época de Platón, y
el platonismo de Plotino contiene influencias de los debates, críticas y respuestas a las
ideas de Platón que se habían ido acumulando a lo largo de esos seis siglos. Los
principales objetivos para su defensa y el desarrollo del platonismo eran Aristóteles y
los estoicos. En segundo lugar, Plotino aceptaba la validez de las cartas atribuidas a
Platón, así como lo que sabía acerca de las enseñanzas no escritas que mencionaba
Aristóteles, y que él parecía haber conocido. Es más: como cabría esperar de un gran
pensador y filósofo de gran profundidad y creatividad, Plotino desarrolla, en su
pensamiento, las ideas de Platón: dice que son platónicas en espíritu, pero no beben de
los escritos de Platón.

Este último hecho no es sorprendente, dado que no hay una sola e inequívoca teoría
de las Formas en Platón (su propia autocrítica la deja abierta a lo que finalmente
pudiese decidir acerca de la teoría), de modo que es posible ver las contribuciones de
Plotino como desarrollos del espíritu de las teorías platónicas, si bien no siempre se
ajusten a ellas. Mejor aún: se puede identificar lo que tiene de característico el
platonismo de Plotino diciendo que consiste en aceptar la lógica subyacente a la
perspectiva platónica para desarrollarla. Por ejemplo: la teoría de las Formas se basa en
la idea de que existen verdades eternas acerca de entidades inmutables, perfectas y
eternas, y que poseen un estatus ejemplar o fundacional en relación con lo que existe en
el mundo sensible. Tan solo son plenamente accesibles a la mente cuando esta se libra
del cuerpo. Recordamos también que Platón estaba influido por Parménides, quien
sostenía que complejidad y pluralidad no pueden ser definitivas. ¿Tocaba acaso la
doctrina no escrita de Platón este punto? ¿Sugería, o incluso acababa con una idea de
que la realidad ha de ser en definitiva Una? En cualquier caso, el propio Plotino asumió
que el platonismo implicaba que debía haber un principio primero y absolutamente
sencillo, subyacente a la apariencia de complejidad y pluralidad, y es la encarnación de
la verdad eterna de las cosas; esta es, en esencia, la doctrina de Plotino de lo Uno.

Recordemos que Platón murió en el 347 a. C., y que la dirección de la Academia


recayó en su sobrino Espeusipo, y, tras la muerte de este último en el 339, en Jenócrates.
Ambos desarrollaron las ideas de Platón de modos que, aunque excedieron
comprehensivamente sus límites, provocaron controversia, sobre todo en cuanto a la
reducción de las Formas a un Uno y a una Díada (esta última, un principio de opuestos
o multiplicidad). Si es cierto que hubo una enseñanza no escrita expuesta por Platón a
sus discípulos, es posible que estas ideas constituyesen aspectos de esta, y que
proporcionasen las semillas para el surgimiento del neoplatonismo, siglos más tarde.

Las ideas filosóficas fueron temas candentes en Alejandría durante los tres primeros
siglos de nuestra era, pues la ciudad era un animado escenario de debates. El filósofo
judío Filón (20 a. C.-50 d. C.) y el neopitagorismo contribuyeron a la especulación.
Plotino estudió en una escuela de filosofía fundada por un tal Hermias, que, durante los
once años de estudio de Plotino en ella, estuvo liderada por el hijo de Hermias, Amonio
Saccas. Este último ha provocado controversia entre los historiadores de la filosofía.
Poco se sabe de sus doctrinas, pero se cree que fue cristiano, al menos durante un
tiempo. Porfirio afirma que creció cristiano, pero que se convirtió al paganismo al entrar
en contacto con la filosofía griega (un viaje frecuente a lo largo de todas las épocas).
Tanto Eusebio como Jerónimo niegan esto y afirman que fue cristiano toda su vida, pero
probablemente lo confunden con alguien cristiano del mismo nombre, puesto que su
enorme influencia en Plotino no convirtió a este en cristiano.5

Otros, especulando con el nombre Saccas, que sugiere un origen indio de Amonio,
sostienen que podría haber sido un inmigrante de segunda generación en Alejandría
que habría conservado elementos de la tradición filosófica de sus ancestros. Esto
encajaría con la historia de Porfirio de que una vez Plotino quiso visitar Persia e India
por sus filósofos, pero que fue incapaz de llevar a cabo ese deseo.

Un informe del siglo V d. C. acerca de Amonio asegura que su idea principal era que
Platón y Aristóteles estaban totalmente de acuerdo. Dado que sus discípulos más
famosos (Plotino, Orígenes el Pagano —así llamado para distinguirlo del cristiano— y
Longino) se consideraban a su manera platónicos, es posible que Amonio hubiera
logrado convencerlos de que Platón tenía razón y de que Aristóteles no había disentido
de él. Orígenes y Longino eran ortodoxos en su dedicación al platonismo medio, la
época del pensamiento platónico posterior al abandono del escepticismo por la Nueva
Academia y su modificación de las doctrinas de Platón mediante elementos aristotélicos
y estoicos, es decir, el periodo comprendido entre el comienzo del siglo I a. C. y Plotino.
Pero Plotino no siguió la misma senda: dio una nueva y original dirección a la tradición
platónica, y es esta dirección la que lleva el nombre de neoplatonismo.

A la hora de señalar que el origen y gran parte del andamiaje de las ideas de Plotino
es el pensamiento platónico modificado por la crítica aristotélica y estoica, y el rechazo
al materialismo, habría que añadir, para una mejor comprensión del desarrollo,
especialmente del neoplatonismo posterior, la influencia de ciertas ideas místicas de
otros cultos como el orfismo y el judaísmo, que había sido más ampliamente conocido
gracias a la traducción de un conjunto de escrituras hebreas al demótico y al koiné
(griego vulgar) en el texto conocido como Septuaginta (por decirse de él que tuvo setenta
traductores: septuaginta significa «setenta» en latín). Todos estos factores contribuyeron
a crear un clima en el que el neoplatonismo halló una audiencia cada vez más receptiva.

Como suele suceder a menudo en los avances importantes de la historia intelectual, el


fundador de una tradición de ideas tuvo sucesores a la altura, que añadieron, adaptaron
y expandieron esa tradición en varias direcciones. En el caso del neoplatonismo, los
principales sucesores de Plotino fueron Porfirio (233-305 d. C.), Jámblico (245-325 d. C.)
y Proclo (412-485 d. C.). Ya hemos mencionado anteriormente a Porfirio como
compilador de las Enéadas de Plotino; también escribió un comentario sobre Euclides y
un buen número de obras. Si bien compartía con Plotino la opinión de que la
investigación racional es el camino para conocer la naturaleza divina de la realidad, se
concede a Jámblico y a Proclo el crédito de llevar el neoplatonismo en direcciones
místicas, haciendo de él una filosofía religiosa en la que la teúrgia (la práctica de rituales
mágicos para convocar deidades o procurarse su ayuda) desempeña un papel central.
Dado que Proclo fue director de la Academia en el siglo V, es fácil advertir hasta dónde
se habían llevado las doctrinas de Platón en los siglos transcurridos desde su muerte.

Las doctrinas del neoplatonismo son elaboradas. A partir del principio metafísico
fundamental de lo Uno o lo Primero, el universo cobra existencia por etapas en un
eterno fluir, con cada etapa como base o principio para la siguiente. De lo Uno o lo
Primero nada puede decirse excepto que es una unidad y que es absolutamente
fundamental, pues queda «más allá del Ser», es decir, es anterior a este. La primera
actividad de lo Uno es la consciencia o mente, nous. El nous es la segunda etapa
definitiva del ser, tras lo Uno. La comprensión autorreflexiva que el nous posee de su
fuente, el Uno, crea dualidades como el cambio y el reposo, lo mayor y lo menor, la
identidad y la diferencia; y produce número, ideas, Formas y el alma.

El alma contempla las Formas y se ve afectada por ellas (ellas la informan), de tal
modo que, en consecuencia, produce imágenes de las Formas en el tiempo y el espacio.
Estas imágenes espacio-temporales de las Formas son las que conforman el mundo. Así
pues, la realidad es el resultado de la mente o la consciencia; el neoplatonismo es un
tipo de idealismo, la idea metafísica de que la esencia definitiva del universo es mental.
Para los neoplatónicos, el alma y la realidad que produce se encuentran en dos niveles
diferentes de una jerarquía, con el alma en el plano más elevado y la materia en el más
bajo. Aun así, la materia no es sino una emanación del nous, y por lo tanto participa de
lo divino. Es pasiva, es el nivel más bajo de la realidad, es el término de la cadena de
actividades que fluye a partir de lo Uno, una penumbra o margen en los límites
exteriores de la existencia.

Plotino invoca la materia como explicación para el mal. ¿Cómo puede ser malo algo,
en un universo que fluye totalmente de lo Uno, del Bien? Y, sin embargo, es evidente y
manifiesto que el mal existe, de modo que ¿de dónde surge? La materia no puede ser
por sí misma la causa del mal, porque es inerte, pasiva, no posee poderes. La ingeniosa
respuesta de Plotino es decir que, cuando las cosas que se encuentran en una posición
elevada de la cadena de existencia, y en especial los seres humanos, se concentran en las
cosas materiales que tienen por debajo, en lugar de en las cosas más elevadas, se crea el
mal. Consideraba que la gente era esencialmente buena pero corruptible, y que ese era
el modo en que se corrompía. Su opinión fue controvertida entre los neoplatónicos;
Proclo dedicó un tratado entero a refutar esa argumentación, y aseguraba que las almas
humanas son por sí solas capaces del mal, una opinión coherente con la doctrina
cristiana de que la gente nace pecadora debido a la caída de Adán. La teología moral
cristiana invocaba la idea de que la deidad otorgó libre albedrío a la humanidad y que
esta es la fuente del mal; pero el problema para los creyentes en un Dios bueno no se
alejó tan fácilmente, pues no explica los males naturales, como los sufrimientos
causados por el cáncer, los tsunamis, terremotos, etcétera. En realidad, el problema del
mal es uno de los argumentos contra Dios más convincentes, y solo se puede responder
diciendo que si hay deidades, o bien no son totalmente buenas o no son totalmente
poderosas, o ninguna de ambas cosas.

La ética del neoplatonismo constituye una gigantesca fuente de desacuerdos entre sus
partidarios y los cristianos. Dado que los humanos emanan de lo Uno como fuente de
todo lo que existe, dice el neoplatonismo, los humanos mismos son divinos o participan
de lo divino, y el propósito de una vida virtuosa debe ser regresar a la unidad con el
Uno. La ruta más corta para la reabsorción por el Uno debe ser (como uno espera de un
filósofo) una vida de contemplación filosófica dedicada a comprender la naturaleza de
la realidad y vivir conforme a esa comprensión. Esta es la vida de la mente por
excelencia, abjurando de las cosas del cuerpo. Hasta aquí, este rechazo a las cosas
mundanas es coherente con la agotadora visión de aquel primer cristianismo por la que
muchos de sus devotos se iban al desierto a huir de la tentación, llegando en algunos
casos a extremos como la autocastración o vivir en lo alto de una columna. Pero los
neoplatónicos no podían sino rechazar de plano la afirmación cristiana de que la
salvación ya la había logrado, para toda la humanidad, un autosacrificio de Dios en
forma humana, considerándola un precio deslealmente bajo en comparación con la idea
neoplatónica del universo.

La posterior conversión del neoplatonismo en una práctica religiosa imbuida de


teúrgia fue, en gran parte, una respuesta a la naturaleza del final de la era antigua —la
época de la desaparición del Imperio romano de Occidente, el auge del cristianismo y
su vigoroso y prolongado ataque al «paganismo», incluyendo la destrucción de la
literatura y arte de los mil años precedentes; la existencia de muchas otras sectas y
movimientos; las hordas de santones, místicos y magos que pululaban por aquel mundo
crepuscular, compitiendo unos contra otros—, lo que quiere decir que, a fin de atraer
seguidores, había que efectuar plegarias de salvación y de ayuda a los dioses.6 El
examen filosófico de las ideas lo tuvo difícil para competir con las afirmaciones
infundadas, milagros y promesas, cada cual más colorida: es una historia que ya
conocemos. Durante un tiempo, la filosofía desapareció en los pantanos de las
afirmaciones y prácticas religiosas. Luego el neoplatonismo siguió el mismo camino.

En cualquier caso, las ideas neoplatónicas fueron tremendamente influyentes incluso


en este cenagal, sobre todo porque el cenagal mismo estaba en gran parte compuesto
por ellas, en especial por las de Proclo. Agustín, en la cristiandad occidental, y figuras
como Basilio y los dos «padres» llamados Gregorio, en la cristiandad oriental,
mostraron influencia de las ideas neoplatónicas, algo que sucedería también en la
teología de Tomás de Aquino y de otros en momentos posteriores de la Edad Media.
Cuando comenzó la invasión árabe, en el siglo VII, las regiones de Europa del Este en las
que aún sobrevivía la filosofía griega, básicamente Siria y el Egipto mediterráneo,
influyeron inmediatamente el pensamiento en el mundo islámico en expansión.
Durante el redescubrimiento renacentista de la filosofía griega, el neoplatonismo fue lo
que Platón significó para el tremendamente influyente Marsilio Ficino y, a través de él,
para la cultura de la época; sus posteriores elementos teúrgicos alimentaron las llamas
del interés en la magia, el hermetismo, la cábala y otros movimientos místicos del siglo
XVI, en tierras que la Reforma había convertido en protestantes y en las que, por eso
mismo, la autoridad religiosa era demasiado débil como para limitar la explosión de
esos intereses.7 En todas las formas de idealismo de la filosofía moderna y
contemporánea sigue habiendo trazas de neoplatonismo.

El neoplatonismo no es el único ejemplo de filosofía que, con el tiempo, se convirtió


en una religión: lo mismo ocurrió con el budismo, el confucianismo y el jainismo, que
estrictamente no son religiones porque carecen de un dios o dioses, aunque las
versiones más populares del budismo se han visto sepultadas por capas y capas de
elementos sobrenaturales de todo tipo. Dos elementos de la naturaleza humana, la
propensión a la superstición y el hambre de historias sencillas que proporcionen un
marco para algún tipo de comprensión del universo y del propio lugar en él,
constituyen poderosas explicaciones de cómo sucede este fenómeno.
Parte II
Filosofía medieval y del Renacimiento
Conforme a lo que dijimos en la introducción, en cuanto a que esta es una historia de la
filosofía y no de la teología, y teniendo en cuenta que gran parte de lo que se debatía en
la Edad Media respondía más a lo segundo que a lo primero, esta sección se centrará en
aquellos aspectos del pensamiento medieval filosóficamente más relevantes por sí
mismos y por su influencia.

La principal razón para la casi total subordinación de la filosofía a la teología durante


la Edad Media es que, tras la abolición de la Escuela de Atenas —la Academia
platónica— por el emperador Justiniano en el año 529, y su prohibición de enseñar
«filosofía pagana», la actividad intelectual recayó bajo la autoridad de la Iglesia y,
conforme pasaba el tiempo, se volvía cada vez más arriesgado divergir de la ortodoxia
doctrinaria. Hacerlo podía atraer la más severa de las sanciones: la pena de muerte.
Muchas veces así ocurría.

Incluso cuando la especulación se limitaba a asuntos estrictamente filosóficos, no


había garantía alguna de seguridad. Si las ideas de uno tenían, o parecían tener,
implicaciones que arrojaran dudas sobre asuntos de teología, o sobre lo que el bando en
aquel momento ganador en las luchas doctrinarias consideraba ortodoxia, los riesgos
eran igual de graves. Como es natural, esto tuvo un efecto paralizador sobre las
investigaciones.

El problema es que el concepto de deidad —de «dios» o de «dioses»— está


extraordinariamente mal definido. En realidad, gran parte de la teología asegura que no
se puede definir o que, si se define (como, por así decir, «la suma de todas las
perfecciones», o como la plenitud de estados tales como «bondad» o «amor»), entonces
no se puede comprender: «sobrepasa toda comprensión». Esto convierte toda la
vastísima literatura teológica en algo incomprensible para un tipo de escéptico: ¿cómo
se puede decir tanto acerca de algo de lo que no se puede decir nada? Sin embargo, para
otro tipo de escéptico, las ambigüedades intrínsecas, quizá incluso lo inefable del
concepto, en el que las nociones de la religiosidad tradicional de deidad no dejan de
cambiar cada vez que se las pone a prueba, explican realmente lo vasto de esa literatura:
es de esperar que de este lugar de incertidumbre, al que se acude con tanta esperanza,
ansiedad, fervor y tradición —y de una importancia por la que matar, para sus
adeptos— surjan volcánicas erupciones de debate y desa-cuerdo.

Como es obvio, quienes participaban en estos debates a menudo desplegaban ideas


filosóficas, y en su aplicación de estas a veces hacían notables contribuciones a la
filosofía, y no solo a la teología. Además, se enfrentaban a problemas filosóficos
cruciales —el tiempo, el libre albedrío, la idea del bien— desde su perspectiva teológica.
¿Cómo puede existir el mal en un mundo creado por un Dios bueno? ¿Cómo puede
existir el tiempo si Dios es eterno o está más allá del tiempo mismo? Si Dios puede
predecir el futuro y ser omnisciente, ¿hay algo parecido al libre albedrío en la
humanidad? Son estos aspectos del pensamiento medieval —aquellos de los que surge
filosofía, o al menos aquellos sobre los que la filosofía ejerce algún efecto— los que
examinaré.

Es bueno recordar que los filósofos de eras posteriores casi siempre conocían las
obras, las ideas o las teorías de al menos algunos de los filósofos que los habían
precedido. Expandían esas ideas, o las rechazaban o las enriquecían o las evitaban
mediante nuevas ideas; hicieran lo que hicieran, su obra se relacionaba con una
conversación que proseguía. Es bueno también ser conscientes de los lapsos de tiempo
transcurridos entre las figuras que aquí se tratan (o en cualquier otra parte de este
libro). Agustín vivió setecientos años después de Aristóteles; Anselmo, seiscientos años
después de Agustín; Tomás de Aquino, doscientos años después de Anselmo. De modo
que hay 1.500 años de separación entre Tomás de Aquino y Aristóteles, cuya obra, en
gran parte redescubierta poco antes de la época de Tomás, resultó de enorme
importancia para él. Durante esos enormes lapsos de tiempo, cientos de otros
pensadores y escritores, y miles de profesores y alumnos, debatieron e interpretaron las
ideas de los grandes filósofos. De modo que los nombres sobresalientes que se
mencionan en estas páginas son solo eso: sobresalientes, como altas montañas que se
distinguen contra un extenso paisaje de meras colinas.

Dos elementos ayudan a dotar de sentido la historia de la filosofía medieval: las


influencias respectivas de Platón y Aristóteles, y los métodos del debate filosófico y
teológico desarrollados en los siglos XII y XIII.

Como los muchos primeros teólogos cristianos apodados «los padres de la Iglesia»,
Agustín estaba influido por Platón, en gran parte a través del neoplatonismo, pero
también por el diálogo Timeo, que los comentaristas cristianos tenían en gran estima
debido a que ofrecía una cosmología interpretable de modos coherentes con las
Escrituras. Durante siglos, Aristóteles fue poco conocido excepto por las traducciones
de algunas de sus obras de lógica, como las realizadas por Boecio. Quizá sería más
preciso decir que Aristóteles fue poco conocido en la cristiandad europea, pero sus
obras sí eran prestigiosas entre los cristianos sirios, razón por la que, durante los tres
primeros siglos de la expansión islámica por Oriente Próximo, se dio una asimilación de
su filosofía en la cultura e intelectualidad islámicas. Buena cantidad de obras de
Aristóteles se tradujeron al árabe, y con el tiempo aparecieron dos grandes
comentaristas del autor: Avicena (Ibn Sina, 980-1037) y Averroes (Ibn Rushd, 1126-
1198). Podríamos añadir al pensador judío Moisés Maimónides (1135-1204) —nacido, al
igual que Averroes, en Córdoba (España)— en la lista de comentaristas de Aristóteles, y
por lo tanto en el movimiento intelectual europeo que provocó el surgimiento de un
renovado interés por el autor en la cristiandad europea durante el siglo XII.

La consecuencia de este renovado interés fue que comenzaron a aparecer traducciones


al latín de muchas de sus principales obras durante el siglo XII, especialmente en la
segunda mitad: entre ellas, Ética, Política, Física y Metafísica. También se tradujeron los
comentarios de Avicena y Averroes, y los de este último demostraron tener una
influencia especial, sobre todo en algunos lugares. Esto creó una dificultad: la lectura
que hacía Averroes de Aristóteles entraba en conflicto con importantes aspectos de la
doctrina cristiana, nada menos que sobre la creación del mundo y la naturaleza del
alma. Surgieron acalorados debates en torno a si los cristianos podían —y debían—
prestar atención a un filósofo pagano. Durante gran parte de la primera mitad del siglo
XIII planeó la pregunta de si la Iglesia debía prohibir estudiar a Aristóteles. En 1231, el
papa Gregorio IX designó una comisión para que examinase el asunto. Con Sigerio de
Brabante, la Universidad de París se volvió entusiasta seguidora de Aristóteles y
averroísta. En el otro extremo estaban quienes apoyaban a Buenaventura, superior
general de los franciscanos, quien sostenía que las ideas de Aristóteles eran
incompatibles con el cristianismo, y que, por lo tanto, prefería a Platón.

Esta disputa la resolvió Tomás de Aquino (1225-1274), quien vio un modo de hacer
coherente su propio entusiasmo por Aristóteles con el dogma de la Iglesia. Sostenía que
la interpretación averroísta de Aristóteles era errónea, y proporcionó, en su lugar, su
propia interpretación. Con sus obras convirtió el aristotelismo en la filosofía oficial de la
Iglesia. Denominada «tomismo» por su nombre, es aún la filosofía oficial de la Iglesia
católica, apostólica y romana.

El segundo punto concierne al método. Durante la primera mitad del siglo XII, un
obispo de París y profesor de su universidad, Pedro Lombardo, publicó una
compilación de textos y exégesis bíblicos titulada Libri Quattuor Sententiarum [Libro de
las sentencias]. Se convirtió de inmediato en libro de texto para estudiantes de teología;
se exigía la asistencia a clases acerca del libro para obtener la licenciatura, y todo aquel
que desease obtener el grado de maestría en teología debía escribir un comentario sobre
él. Así fue hasta el siglo XV, y tanto la compilación como su importancia en el currículo
dieron forma a la naturaleza del debate teológico y filosófico durante todo ese tiempo.

Junto con las Sentencias, se desarrolló una tradición de aprendizaje mediante disputa,
una dialéctica de preguntas y respuestas que constituyó tanto un método de
aprendizaje como un método de examen. Una versión de ello, denominada «disputa
quodlibetal» (quod libet significa «como se desee»), implicaba que un erudito aceptase el
reto de responder a cualquier pregunta que se le hiciese en un foro público. Los escritos
quodlibetales eran aquellos que se enfrentaban a las cuestiones estándares más
ampliamente debatidas —incluyendo las más controvertidas y problemáticas—, en las
que tanto eruditos como legos estaban interesados.

Un último tema en esta introducción: por una cuestión de organización y de sumarme


a las clasificaciones históricas habituales, acepto que la Edad Media comienza a finales
del siglo V y acaba a principios del siglo XIV, y que la Era Moderna comienza a finales
del siglo XVI. Al periodo que transcurre entre ambos (desde principios del siglo XIV a
finales del XVI) se lo denomina «Renacimiento». Algunos historiadores de la cultura
consideran que el Renacimiento, con el nombre de «Renacimiento nórdico», persiste
hasta el siglo XVII.

Aunque estas etiquetas son meros convencionalismos, a veces incluso torpes y


capaces de llevar a error, resultan cómodas, pues reflejan importantes características de
los periodos que delimitan. Es difícil imaginar a Maquiavelo viviendo (sobreviviendo)
en la cristiandad de, digamos, el siglo XII; es imposible imaginar la explosión de interés
en la magia, alquimia y demás ciencias ocultas del siglo XVI liderando (como lo hizo) el
paso hacia los grandes avances científicos del siglo XVII, y que suceda antes de la
Reforma, cuya fecha de nacimiento se sitúa en el momento, en 1517, en que Martín
Lutero clava sus tesis a la puerta de la iglesia de Wittenberg. Pero el control de (o la
interferencia con) el pensamiento y la investigación era todavía suficientemente grande
a principios del siglo XVII (recordemos que en 1632 el Vaticano llevó a juicio a Galileo
por adherirse a la visión heliocéntrica de Copérnico del universo) como para considerar
el periodo entre Agustín y finales del siglo XVI como un todo.

Sin embargo, en el periodo renacentista, tal y como aquí se lo delimita, tan solo hay
un pensador cuya obra persista en filosofía como objeto de estudio, y es Maquiavelo. A
los demás, pese a ser responsables del platonismo, el humanismo y, en algunos, casos,
del ocultismo de la época —personas como Leonardo Bruni, Nicolás de Cusa, Leon
Battista Alberti, Marsilio Ficino, Giovanni Pico della Mirandola, Tomás Moro, Erasmo
de Róterdam, Francesco Guicciardini, Michel de Montaigne y Giordano Bruno—, no se
los lee como filósofos. De igual modo, dejando aparte a Maquiavelo, lo que tocaré serán
temas (humanismo, platonismo) asociados a estos individuos, en lugar de hablar de los
individuos mismos.
7
La filosofía en la Edad Media

AGUSTÍN (354-430)

San Agustín de Hipona, como se lo conoce en círculos eclesiásticos, nació en la


provincia romana que entonces se llamaba Numidoa, en la actual Argelia. Su madre,
Mónica, era cristiana, y lo crio como tal, pese a lo cual, durante sus años de estudiante
en la adolescencia, se convirtió al maniqueísmo. Volvió a convertirse al cristianismo
pasados los treinta años de edad, tras una vida típica de los jóvenes educados de la
época: tenía una amante estable con la que tuvo un hijo y —como nos cuenta en
Confesiones— disfrutaba tanto de sus pecados que cuando comenzó a rezar añadía a sus
oraciones la coletilla «pero no aún».

Una vez convertido, Agustín se dedicó de pleno a los problemas filosóficos a los que
sus creencias le obligaban a enfrentarse, como los problemas del mal, del libre albedrío
y de la predestinación. Se había visto atraído por la filosofía mucho tiempo atrás, tras la
lectura del diálogo perdido de Cicerón Hortensius, o de la filosofía, de modo que las
dificultades que entrañaba la teología le resultaron obvias de inmediato.

Además de ofrecer soluciones filosóficas a problemas que desafiaban la fe, Agustín


sirvió bien a la Iglesia en otros aspectos, como hacer de sus enseñanzas algo más
aceptable en un imperio en el que el cristianismo competía con tradiciones de
pensamiento más antiguas que no exigían aceptar los milagros como algo literal, sino
como algo simbólico; ni exigían, tampoco, una negación ética de uno mismo tan grande.
El emperador Constantino había otorgado estatus legal al cristianismo por medio del
Edicto de Milán en el año 313, y el emperador Teodosio I lo había proclamado único
culto oficial y permitido en el Imperio romano mediante el Edicto de Tesalónica, en el
380: una conquista muy rápida. La protección otorgada por Constantino al cristianismo,
y finalmente su conversión, ayudaron a ponerlo de moda entre los burgueses ricos y los
patricios del imperio, a quienes, sin embargo, preocupaban bastante determinados
aspectos de la fe que ahora abrazaban. Por ejemplo, las Escrituras aseguraban que era
más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja que un rico entrase al reino de
los cielos. En otro ejemplo, las Escrituras animaban a que uno amase a sus enemigos,
impulsaban la paz y el poner la otra mejilla —una perspectiva muy pacifista—, mientras
que Roma era un poderoso imperio militar. Agustín corrió al auxilio en ambos temas;
aseguró que dar limosnas haría que las almas de los pobres guiaran a las de los ricos al
paraíso; y que la parábola del centurión que pidió a Jesús que curase a su hijo
demostraba que Jesús aceptaba a los militares. Agustín, todo sea dicho, se enfrentó a la
cuestión de las «guerras justas», proporcionando así base a Tomás de Aquino para su
teoría de la guerra justa nueve siglos más tarde.

El maniqueísmo, la doctrina abrazada por Agustín antes de su conversión, fue un


movimiento fundado por un tal Mani o Manes, quien vivió cerca de un siglo antes de la
época de Agustín. Mani —no era su nombre, sino un apodo que venía a significar algo
así como «el Iluminado»— nació en el sur de Babilonia, pero vivió y predicó sobre todo
en Persia. Su enseñanza era una síntesis entre el dualismo zoroástrico, la ética budista y
el folclore babilónico, con tropezones de gnosticismo cristiano añadidos a la mezcla.
Aseguraba que el universo es el escenario de una gran lucha entre dos principios, el
Bien y el Mal; que el primero es el principio de la luz y el segundo, el de las tinieblas. El
Buen Principio es el «Padre de la Majestad»; el Principio del Mal es el «Rey de la
Oscuridad». Este último posee cabeza de león y cuatro pies, pero por lo demás es medio
pez, medio pájaro. Los dos principios habrían coexistido pacíficamente si el Rey de la
Oscuridad no hubiera decidido invadir el Reino de la Luz. En respuesta a esta invasión,
el Padre de la Majestad «hizo emanar» a la Madre de Vida, quien, a su vez, creó al
Primer Hombre, quien tuvo hijos y creó un ejército. A esto le sucedió una larga y
compleja cadena de acontecimientos, con numerosas emanaciones posteriores, incluidas
las de un Mensajero y varias vírgenes. La cosmología e historia universal maniquea son
de proporciones épicas, y lo sorprendente acerca de ella es que Mani afirmara que era,
toda ella, encarnación de la razón, nunca contaminada por la fantasía ni por el
misticismo (y él criticaba al cristianismo por sus elementos milagrosos y mís-ticos).

Puede parecer extraño, por lo tanto, que Agustín fuese un adepto, dadas sus
capacidades intelectuales, para las que la elaborada estructura del maniqueísmo tenía
que resultar irreal.1 En contraste, la imagen cristiana tiene que haberle parecido
relativamente modesta. Pero el modelo cristiano no estaba, como ya hemos dicho, libre
de problemas. Había en juego grandes temas de doctrina, como por ejemplo la
oposición entre las versiones romana, donatista y arriana del cristianismo. Estos
conflictos doctrinales alteraban la fe y la llenaban de conflicto, luchas de poder,
acusaciones y contraacusaciones de herejía y error: algo típico en aquellos lugares. Pero
esos son asuntos de teología y dogma; aquí, por contraste, lo que nos interesa son los
problemas filosóficos que suscitaba el cristianismo.

Uno de ellos era el problema del mal. Se enuncia de un modo muy sencillo: si Dios es
bueno y creó el mundo, ¿cómo puede este contener el mal? Agustín aventuró una
respuesta en su De Libero Arbitrio. En primer lugar distingue entre el mal que hace la
gente y el mal que sufre. Este último está causado por Dios como castigo por nuestros
pecados, pues si los pecados no fuesen castigados acabarían superando a lo que es
bueno. De modo que el sufrimiento impuesto por Dios hace del mundo un lugar mejor,
e impulsa a los pecadores a que se arrepientan.

Esto suscita la idea de que un dios que impone penas como castigos por pecar es un
dios justo, pero no necesariamente uno bueno. ¿Acaso un dios bueno no sería
misericordioso, incluso si la misericordia, a veces, colisionara con la justicia? Es más:
¿qué hay de los sufrimientos de los niños pequeños, como por ejemplo aquellos
afligidos por enfermedades? No es este un asunto de justicia, pues no puede haber un
castigo por pecado. Agustín replica (en De Vera Religione) que el sufrimiento de niños
pequeños es bueno para el resto de nosotros de varios modos, y que, en cualquier caso,
al final se recompensará a los niños por sus sufrimientos.

Pero ¿qué hay del mal que hace la gente? ¿Cómo puede Dios permitir que suceda?
Hay quien argumenta que Dios cree que un mundo en el que la gente posee libre
albedrío, dado que tener libre albedrío implica tener pecado, es mejor que un mundo
sin libre albedrío ni pecado en él. Otros sugieren que Dios no es suficientemente
poderoso para evitar que la gente peque. A todos los efectos, Agustín se inclina por lo
primero, no tanto por la razón comparativa de que hará del mundo un lugar «mejor»,
sino por la razón superlativa de que hace del mundo un lugar perfecto. «En tanto que
los hombres que no pecan obtienen felicidad —escribe—, el universo es perfecto.
Cuando los pecadores son infelices, el universo es perfecto.» Como todos sabemos, ¡ay!,
el mundo no es perfecto; probablemente se deba a la cantidad de pecadores felices que
contiene.

Hay que encajar la idea del mal de Agustín con la idea de que todos nacemos en
pecado debido al Pecado Original (es decir, el pecado de Adán y Eva, pecado de
desobediencia, en el Jardín del Edén). Pero podía lograrse mediante la liberación del
pecado original que ofrecía el bautismo, y las subsiguientes absoluciones periódicas por
los pecados cometidos de ahí en adelante. Agustín no parece apoyarse mucho en esta
idea, y en lugar de ello habla de la «gracia» como aquello que permite a una persona
vivir sin pecado. Pero esto suscita el problema de que aquellas personas que no han
recibido la gracia no son, por lo tanto, capaces de vivir sin pecar y, por ende, si sufrieran
como castigo por sus pecados, se los estaría tratando injustamente.

Al decir que el mal cometido por la gente es resultado de su libre albedrío, Agustín
debe proporcionar una idea del libre albedrío. Al hablar de los pecados cometidos por
la gente y la rebelión de Lucifer, Agustín exonera a Dios como causa última de esos
males —su papel como creador de los agentes que los ponen en práctica parecería
acusarlo: los creó con propensión a pecar, y su omnisciencia le debería haber informado
de que actuarían de acuerdo con esa propensión— y asegura que la causa de los males
son los propios individuos pecadores. Esto sugiere que no hay nada exterior a los
pecadores que los impulse a pecar: los pecados comienzan en ellos. Esto pone a los
humanos en un lugar especial de la cadena causal, como causa primera u originaria.
Pero es una idea incoherente con otra que Agustín no tiene más remedio que aceptar:
que la serpiente convenció a Eva, y esta convenció a Adán de comer el fruto prohibido...
lo que significa que la causa del pecado estaba fuera de ellos. Tampoco es coherente con
lo que afirma en tantos otros lugares, que Dios inclina los corazones de las personas
a que hagan el bien como instrumentos de su misericordia o a que cometan el mal como
agentes del castigo que desea infligir. Al contrario de lo que Agustín desea, esto último
convierte a Dios en causa de los males que cometen las personas.

También surge la difícil cuestión de la predestinación y el conocimiento previo, que


parecerían atributos de la omnisciencia. Como es habitual, se contradice con el libre
albedrío y la agencia humana. También plantea a Agustín problemas insalvables en
cuanto al tiempo. En Ciudad de Dios, Agustín dice: «Dios todas las [cosas] comprende
con una estable y eterna presciencia; no de una manera con los ojos y de otra con el
entendimiento, porque no consta de alma y cuerpo; ni tampoco las comprende de un
modo ahora y de otro después, pues su ciencia no se muda, como la nuestra, con la
variedad del presente, pretérito y futuro». Esto contradice su aseveración, en
Confesiones, de que el futuro no existe; en esa obra asegura que la predicción es tan solo
cuestión de percibir signos o síntomas disponibles en el presente que sugieren cómo se
desarrollarán las cosas, y asegura que es falso decir que se puede ver el futuro, porque
«el futuro aún no está aquí y, si no está aquí, no existe». Se trataba de una
argumentación contra videntes y brujas que aseguraban leer el futuro, pero también
sirve como argumento contra la presciencia divina. Tampoco ayuda a Agustín su otra
doctrina, de que el futuro no es tal para Dios, sino presente, junto con el presente y el
pasado, porque todos los tiempos son uno solo para Él; desde nuestro punto de vista
eso significa que hay un futuro, que, desde nuestra perspectiva de presente, ya existe,
contrariamente a la negación de su existencia por Agustín.

Sin embargo, un argumento interesante que suscita Agustín es que, aunque hablamos
de pasado, presente y futuro, lo que queremos decir es pasado con relación al presente,
presente con relación al presente y futuro con relación al presente. Qué es el tiempo en
sí mismo, asegura no saberlo: «Si me pides que me encuentre contigo mañana a una
hora determinada —dice—, puedo hacerlo; pero, si me preguntas qué es el tiempo en sí
mismo, carezco de respuesta». A él, sin embargo, sí le importaba, a fin de excusar la
existencia de Dios en el tiempo, y así poder responder a quienes preguntaban: «¿Qué
hacía Dios antes de crear los cielos y la tierra?». Porque quienes preguntaban eso podían
también preguntar: «¿Por qué no siguió haciendo nada? O ¿por qué vuelve a la
inacción, como estaba antes? ¿Es que, en realidad, no es eterno?». La respuesta de
Agustín es que Dios está «exento de la relación con el tiempo».2 Además, antes de que
Dios crease «los tiempos» (pasado, presente y futuro) no había tiempo.

En las distintas obras en las que Agustín explica su teología cristiana, se anticipa a
varias ideas filosóficas que cobrarían importancia crucial más tarde. Sus ideas acerca de
la guerra proporcionarían a Tomás de Aquino materiales para desarrollar su teoría de la
guerra justa; prefigura el «argumento ontológico» de Anselmo para la existencia de
Dios, y se adelanta 1.200 años a Descartes con una versión del «pienso, luego existo»: él
dice fallor ergo sum, «me engañan, luego existo», aunque esta idea se daba ya en Plotino,
y antes de Plotino, en Aristóteles. En realidad, a Agustín le gustó tanto esta idea que la
repitió siete veces en diferentes libros. Con toda seguridad, Descartes la aprendió en La
Flèche durante sus años de estudiante, no en vano los profesores jesuitas del lugar eran
admiradores de Agustín.

Por último, las afirmaciones de Agustín acerca de cómo aprenden el lenguaje los
niños las cita Ludwig Wittgenstein al principio de sus Investigaciones filosóficas... como
idea equivocada. Sin embargo, hay quien opina que, de todas las obras de Agustín, las
partes más encantadoras son las partes autobiográficas de Confesiones.

BOECIO (477-524)

Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio fue un aristócrata cristiano romano que nació
en el periodo final del Imperio romano de Occidente; el último emperador de
Occidente, Rómulo Augusto, fue derrocado el año anterior al nacimiento de Boecio. El
nuevo gobernante de Italia, el conquistador ostrogodo Teodorico, era, empero, un
hombre civilizado, educado en Constantinopla, y deseaba que el estilo de vida romano
continuase sin cambios, de modo que Boecio y su familia vivieron en Roma como lo
habrían hecho bajo el imperio.

Boecio poseía una gran educación al mejor estilo romano; sabía griego además de
latín, y podría haber seguido con su cómoda vida de estudios académicos, estudiando y
traduciendo clásicos de la filosofía, de no haber aceptado un cargo de relevancia en el
gobierno de Teodorico, que tenía su sede en Rávena. Fue un error: los centros de poder
arbitrarios son peligrosos. Como recuerda en Consolación de la filosofía, lo arrestaron y
acusaron de traición y de práctica de la magia, con toda seguridad acusaciones falsas
debidas a intrigas palaciegas. Se cree que fue ejecutado, aunque no antes de haber
acabado su Consolación de la filosofía, el libro por el que es famoso.

La ambiciosa tarea que Boecio se había trazado desde joven era traducir y comentar
todas las obras de Platón y Aristóteles. En todo caso, consiguió completar las Categorías
y De la interpretación, de Aristóteles, y escribió comentarios acerca de la Isagoge, de
Porfirio, y de los Tópicos, de Cicerón. Escribió libros de texto sobre aritmética y lógica, y
aunque escribió una obra de teología titulada Opuscula Sacra, su auténtica pasión fue la
lógica, campo en el que era seguidor de Porfirio.

En la Isagoge, Porfirio plantea una serie de cuestiones acerca de los universales —las
propiedades o cualidades que muchas cosas particulares pueden tener en común, como
la cualidad de rojo, la redondez, la de ser humano— tan solo para dejarlas de lado por
ser demasiado difíciles para una obra introductoria. Sin embargo, sí que deja claras qué
preguntas al respecto requieren respuesta. ¿Existen los universales de modo separado
de los particulares de los que son ejemplo? ¿O tan solo existen cosas particulares, y por
lo tanto los universales son solo meros conceptos, nombres que aplicamos a diferentes
particulares para subrayar sus similitudes? Si los universales existen realmente de
modo separado de los particulares, ¿son corpóreos (físicos) o incorpóreos, y, en
cualquier caso, de qué manera son ejemplos suyos los particulares? Se trata del mismo
problema al que se enfrentó Platón con respecto a la relación entre Formas y
particulares, como dijo en su Parménides.

Boecio sostenía que los universales no son cosas con existencia independiente, pero
que sería un error pensar en ellos como meros conceptos vacíos, como sostenían quienes
pensaban que, si los universales no eran cosas con existencia independiente, hablar de
ellos era como hablar de nada. Son universales en pensamiento, pero particulares en
cuanto a su existencia real: «Es universal de un modo, cuando se lo piensa, y singular de
otro, cuando se lo percibe en las cosas en las que tiene existencia». Esta opinión
concuerda con la de los nominalistas de la posterior filosofía medieval, para quienes el
problema de los universales era un tema importante por el que la gente llegaba a
enfrentarse a golpes.

Boecio adoptó una postura parecida a la de Agustín con respecto al problema del libre
albedrío a la luz de la divina omnisciencia y presciencia. El argumento de la
incompatibilidad del libre albedrío con la presciencia de Dios es que, si Dios sabe el
futuro, el futuro debe estar prefijado de antemano, y por lo tanto no puede existir nada
parecido al libre albedrío. Pero si todo lo que hacen los mortales es inevitable, y no
pueden hacer las cosas de otra manera, tampoco se los puede alabar ni culpar por lo
que hacen. La solución, dice Boecio, es ver que Dios no es en el tiempo, sino en la
eternidad, y todo aquello de lo que los mortales piensan en términos temporales —
pasado, presente y futuro— es, para Él, solo presente.

Se puede objetar a esto que a los mortales no los salva de la falta de libertad esta
relación rota de Dios con el tiempo, porque si Dios puede ver lo que, desde una
perspectiva mortal, es el futuro, el mortal no puede hacer sino lo que se ve en ese
futuro. Boecio responde que la inevitabilidad del futuro, como Dios lo ve, es necesaria
solo en relación con Dios, no con el mortal a quien pertenece el futuro. Esto exige una
distinción entre dos tipos de necesidad: una que se aplica a lo divino y otra que no. Lo
que esto implica, en cualquier caso, no queda nada claro.

Como hemos señalado en la conexión con Agustín, dos alternativas a la contradicción


entre la presciencia omnisciente de Dios y la exigencia de que los mortales tengan libre
albedrío para escoger entre pecar o no son estas: o bien negar la presciencia (y, por lo
tanto, la omnisciencia) de Dios, o bien negar el libre albedrío a los mortales. Ninguna de
ambas agrada a la teología tradicional. Boecio podría haber tenido otra opción si
hubiera escogido seguir el modo en que en la Grecia clásica se tocaba el tema del
destino, que, en cualquier caso, implica que el futuro está prefijado y es inevitable. Se
trata de tomar la inquietante idea de que sea cual sea el destino de cada uno, y pese a
que está fijado y es inevitable, uno debería ser recompensado o castigado por él de
todos modos. Pensemos en Edipo, cuyo destino era matar a su padre y casarse con su
madre, con quien más tarde tendría hijos. Sin saber que lo estaba haciendo, siguió su
destino, incapaz de evitarlo incluso si lo hubiese sabido. Y fue castigado severamente
por ello.

La Consolación de la filosofía es una obra de un gran mérito literario, que toma la forma
de un diálogo, mezcla de prosa y verso, entre Boecio, que espera la muerte en prisión, y
Filosofía, encarnada en una mujer. Él está desesperado ante el repentino y tremendo
golpe de mala suerte que ha sufrido; ella le ofrece consuelo... pero no en la forma de
simpatía. Más bien le recuerda que su felicidad yace en algún sitio distinto a los azares y
pesares de la fortuna mundana. Boecio se queja de que su destino demuestra que los
buenos sufren mientras que los malvados prosperan, y Filosofía le responde que va a
demostrarle que eso no es así.

Comienza, como gran parte de la tradición filosófica, por hacer una distinción entre
los bienes mundanos, como riquezas y posición, y los bienes auténticos, virtud y amor.
Boecio no ha perdido estos últimos. De modo que, aunque ha perdido su poder y
riquezas, no ha perdido aquello que conlleva la auténtica felicidad. Después argumenta
que felicidad y bondad son una misma cosa, de modo que los malvados, al no ser
buenos, son necesariamente infelices. Por último, asegura que todo lo que ocurre es la
voluntad de Dios. Y que el sufrimiento y la infelicidad aparentes poseen, en realidad,
un propósito más elevado que puede no ser evidente en el momento del sufrimiento.

En este pasaje, Boecio cree que ha pillado a Filosofía en un renuncio: ¡ah!, le dice, si
todo se desarrolla conforme a la divina providencia, eso significa que todo sucede por
necesidad; de ello se deduce que no hay libre albedrío. Filosofía le responde más o
menos lo que hemos visto hace un momento: que Dios queda fuera del tiempo y que el
futuro y el pasado son solo presente para Él.

Los críticos con Boecio señalan que, al final, sea la pagana filosofía la que consuela a
un cristiano: ¿cómo puede un cristiano aceptar esto?, se preguntan. Hay quien responde
que Boecio estaba demostrando lo insuficiente de la filosofía para proporcionar un
consuelo tan satisfactorio como el cristianismo, lo que significaría que la Consolación de
la filosofía no es sino una elaborada obra en clave irónica. Pero pensar así es estirar más
el brazo que la manga: las ideas que ofrece Filosofía encajan perfectamente con aquellas
que Boecio defiende en sus demás obras.

Además, los sucesores de Boecio en el pensamiento medieval no le interpretaron


como un autor irónico. Junto con Aristóteles y Agustín, disfruta de una posición
predominante en esa tradición; durante siglos sus obras fueron un estándar para el
estudio de la lógica, pero la Consolación superó incluso a esas obras en importancia e
influencia. Fue leída, admirada, traducida e imitada hasta el siglo XVIII.

ANSELMO (1033-1109)

El arzobispo Anselmo de Canterbury no era inglés, sino el hijo de una familia italiana
aristocrática de Aosta. De adolescente intentó hacerse monje, pero su padre no se lo
permitió. Tras la muerte de su progenitor, tuvo una vida itinerante, en la que viajó por
Francia e Italia, hasta que a la edad de veintisiete años decidió entregar su herencia
mundana y hacerse la tonsura, uniéndose a la orden benedictina en la abadía de Bec, en
Francia.3 Llegó a ser el abad y, durante su época allí, la convirtió en una de las mejores
escuelas de Europa, que atraía a estudiantes de numerosos países.

Tras la conquista de Inglaterra por los normandos en 1066 se dotó a la abadía de Bec
de tierras en los nuevos dominios, de modo que Anselmo cruzó el canal de la Mancha
para visitarlas. Fue nombrado sucesor del arzobispo Lanfranc de Canterbury, si bien al
principio Guillermo II (Guillermo Rufo) le negó el puesto, dado que ansiaba los
ingresos de Canterbury para sí mismo. Tan solo cuando Rufo creyó encontrarse en su
lecho de muerte y pidió a Anselmo que le administrara la extremaunción, le permitió
ocupar el arzobispado. Esto sucedía durante una época turbulenta en la Iglesia, que por
aquel entonces tenía dos papas enfrentados entre sí.

Guillermo sobrevivió tanto a su enfermedad como a su sa-tisfacción por ver a


Anselmo como arzobispo de Canterbury. Ambos hombres chocaban constantemente, y
las disputas continuaron entre Anselmo y el sucesor de Rufo, Enrique I. La victoria —
aunque tras dos exilios y otras controversias— acabó inclinándose por Anselmo, quien
consiguió asegurar la independencia de la Iglesia con respecto a la Corona, y la
supremacía de Canterbury sobre York: la lucha entre los dos arzobispos fue una notable
fuente de amargas disputas durante gran parte de su tiempo en el cargo.

A lo largo de su ocupada y turbulenta vida, Anselmo encontró tiempo para pensar y


escribir. La mayor parte de su trabajo se encuentra en una teología increíblemente
intrincada y densa, pero con una intrincada y densa filosofía en él. La reputación de la
escolástica —la «filosofía de las escuelas», un nombre genérico para la filosofía
medieval— como un abuso de la lógica y de distinciones minúsculas está bien
merecida, y Anselmo es un ejemplo. Por ejemplo: en relación con palabras que pueden
actuar tanto como nombres como adjetivos, se pregunta si se refieren a una sustancia o
a una cualidad. Para resolver el problema distinguía entre significatio y apellatio —algo
así como «connotar» y «denotar», respectivamente— y decía que un término como rojo
connota una cosa (básicamente, su «rojez»), pero se aplica a muchas cosas: pelotas rojas,
narices rojas, banderas rojas. Además —y esta es una buena argumentación—, aunque
rojo tenga la connotación de «rojez», no «denota» o ejemplifica rojez: la rojez no es roja
en tanto que «ser un hombre» no es un hombre.

Otro ejemplo es su argumentación de que la verdad siempre ha existido, algo


importante para sus propósitos teológicos. Funciona así: supongamos que la verdad no
ha existido siempre. Luego, antes de que la verdad llegase a existir, es verdad que no
existía la verdad. Pero eso implicaría que había verdad antes de que existiera la verdad,
lo que es una contradicción. De modo que la suposición de que «la verdad no siempre
ha existido» es falsa.

Se recuerda más a Anselmo por sus argumentaciones con respecto a la existencia de


Dios, que se hallan en el Monologion y en el De Veritate, pero, sobre todo, en el capítulo 2
del Proslogion. La argumentación principal, que busca demostrar la existencia de Dios a
partir del mero pensamiento de Dios, es la siguiente. El concepto de Dios es el concepto
de la cosa más grande que hay, algo tan grande que no se puede concebir nada más
grande. El concepto de esta cosa más grande de todas está, obviamente, en nuestra
mente; uno lo concibe. Pero si lo más grande solo estuviera en nuestra mente, uno
podría concebir algo más grande todavía, básicamente algo que fuera lo más grande y
que existiera en la realidad. Por lo tanto, la cosa más grande posible (Dios) ha de existir
realmente.

Esta argumentación ha sido llamada «el argumento ontológico» desde que Immanuel
Kant la criticó en el siglo XVIII. La objeción de Kant es que el argumento hace que existir
sea una propiedad comparable y a la par con cualquier otra propiedad, mientras que el
que algo sea capaz de poseer propiedades no es una propiedad, sino una condición. El
argumento dice que «existir realmente» es una propiedad que hace que algo sea «más
grande» que algo que «exista solamente en la mente». Pero pensemos en esto:
imaginemos que hay una mesa en mi habitación cuya superficie es de color marrón y
que tiene un metro de altura. La palabra «hay» es otro modo de decir «existe». Ahora
bien, puedo pintar la mesa de otro color, o rebajar un centímetro de su altura recortando
sus patas, y la mesa aún existiría; pero ¿podría hacer pasar la existencia de la mesa a
una no existencia pero dejando el color o la altura de la mesa incólumes? Obviamente,
no: ¿cómo puede una mesa no existente tener color o altura? Anselmo supuso que para
que la cosa más grande concebible fuera la cosa más grande concebible debía poseer la
propiedad de existencia como una grandeza esencial; la argumentación de Kant dice
que para poseer cualquiera de las propiedades que putativamente la convierten en la
más grande tiene que —por decirlo de algún modo— existir «previamente», de modo
que la existencia no es una propiedad, ni esencial ni de ningún otro tipo.

En cualquier caso, decir que algo no existe ha de ser, si la cosa existe, decir una
falsedad, pero no es contradecirse. El argumento ontológico intenta tratar la negación
de la existencia de Dios como una contradicción, sobre la base de que la existencia es
parte esencial de su naturaleza. Pero afirmar esto es tan solo cuestión de definición;
Anselmo se apoya en la concepción tradicional de Dios como poseedor de atributos
exclusivamente positivos (y carente de negativos) en grado superlativo, pero eso es
pura estipulación.

Anselmo distingue entre «existente en el pensamiento» y «existente en la realidad»,


pero no lleva la distinción hasta el final, entre algo que tiene una propiedad en el
pensamiento y que tiene una propiedad en la realidad. Esto por sí mismo resulta fatal
para su argumentación. Además, un crítico podría preguntar: ¿qué motiva la afirmación
de que algo que existe en la realidad es «más grande» que algo que existe en el
pensamiento? ¿Qué significa aquí «más grande»: acaso «mejor»? ¿Por qué debería uno
dar automáticamente por supuesto que ser real es mejor que ser un pensamiento?

La que algunos creen que es la mejor contraargumentación contra Anselmo la ofrece


un coetáneo suyo, Gaunilo de Marmoutiers, otro monje benedictino. Se la conoce como
la refutación de la «isla perdida». Gaunilo sugiere que, en lugar de pensar en «la cosa
más grande concebible», pensemos en «la isla más grande concebible». Es una frase
totalmente válida: la comprendemos; así, la isla más grande concebible existe en nuestro
pensamiento. Pero la argumentación de Anselmo nos dice que la isla más grande
concebible en la realidad sería más grande que la isla más grande concebible en nuestro
pensamiento. Por lo tanto, ha de haber una isla aún más grande concebible. Gaunilo
llevó hasta este límite el argumento para demostrar el absurdo de la argumentación de
Anselmo.

Los eruditos aún debaten en torno a la argumentación de Anselmo, y hay algunos


filósofos actuales, como Alvin Plantinga, que intentan formular versiones de la
argumentación que funcionen inequívocamente. Es curioso que no son los argumentos
a favor de una deidad los que acaban llevando a la gente a creencias deístas: en el mejor
de los casos, se trata de justificaciones post facto, racionalizaciones para lo que casi
siempre es un compromiso que surge de otras fuentes.

ABELARDO (1079-1142)

Se conoce a Pedro Abelardo más allá de la historia de la filosofía por su famosa y trágica
historia de amor con Eloísa. Fue un hombre inteligente, guapo y carismático, y como
profesor en la Universidad de París fue famoso entre sus alumnos, que acudían a él
desde toda Europa debido a su extraordinaria fama. Se enteró de que uno de los
canónigos seculares de Notre Dame, llamado Fulberto, alojaba en su casa a su notable
sobrina, una joven brillante, culta y hermosa: era Eloísa d’Argenteuil. Abelardo se las
ingenió para alojarse también con Fulberto, y se ofreció como tutor de la joven.

Su romance fue inevitable; ella se quedó embarazada y dio a luz a un niño al que
llamaron Astrolabio en honor al instrumento científico. Aunque Abelardo y Eloísa se
casaron en secreto, esto no bastó para aplacar al furioso Fulberto; contrató a hombres
para que secuestraran y castraran a Abelardo. Cuando se recuperó del trauma, tras un
periodo de retiro como monje, Abelardo regresó a la enseñanza y la escritura en una
escuela monástica asociada a la abadía de Saint-Denis. Eloísa se recluyó como monja en
Argenteuil, desde donde escribía a Abelardo conmovedoras cartas de amor en las que le
aseguraba que prefería amarlo a él antes que a Dios, y que deseaba estar en la cama con
él. Las respuestas de Abelardo, lamentablemente, son vacuas y pomposas, y le piden
que se comporte como una buena monja. Al final volvieron a reunirse: Eloísa fundó una
abadía femenina, Le Paraclet, y Abelardo se convirtió en su abad.

Abelardo es una figura filosóficamente importante por varias razones, como por
ejemplo que tuvo un papel definitorio en la forma y modos de la alta escolástica: el
enfoque lógico y sistemático de cuestiones filosóficas y teológicas, y la mezcla de ambas.
Esto queda reflejado en su libro Sic et Non [Sí y no], en el que pone lado a lado párrafos
de las Escrituras que se contradicen, y dicta normas para reconciliar los textos, de las
que una de las principales es tomarse la molestia de identificar equivocaciones. Esta
técnica está pensada para impulsar un acercamiento racional a estas cuestiones
problemáticas. Como sugiere su insistencia en la lógica, tuvo una importancia crucial,
junto a Alberto Magno y otros, en impulsar al recién redescubierto Aristóteles, cuyas
obras habían comenzado a publicarse en latín en gran cantidad en años recientes, y de
las que Abelardo conocía algunas.

Se considera a Abelardo una figura clave entre los nominalistas, tanto porque
rechazaba el realismo acerca de los universales asociado a Platón, como porque ofrecía
una explicación de los universales como nombres, no como cosas: nombres que
aplicamos a cosas que son similares, como esta rosa en particular y aquella otra, por lo
cual llamamos a ambas «rosas», o que poseen características similares, como el rojo de
esa rosa y el rojo de aquella otra, al que por comodidad llamamos «rojez». Pero la rojez
no existe en el mundo más que lo que de rojo tiene cada cosa individual, de modo que
rojez es tan solo un nombre, nomen.

La idea que subyace tras el nominalismo de Abelardo es que todo lo que existe es
individual y particular. Aunque consideraba que los individuos se componían de forma
y materia, era aristotélico en cuanto a que veía la forma como inmanente a la materia, es
decir, perteneciente a esta e inseparable de ella. De ello se sigue que la forma que
«informa» un montón determinado de materia no puede estar en más de un montón de
materia por vez. Esta idea implica que las relaciones —«antes de», «a la izquierda de»,
«padre de»— existen solo porque existen los individuos relacionados.

Para Abelardo, la lógica y la semántica son las bases de la filosofía. Si comprendemos


el modo en que las palabras significan las cosas, y cómo se combinan en oraciones que,
cuando son enunciativas connotan sentencias o proposiciones (una proposición es «lo
que afirma» una afirmación; reconocía que no todas las sentencias afirman
proposiciones; otras sentencias constituyen preguntas, órdenes, expresiones de deseos,
etcétera), comprenderemos mejor la estructura lógica de las argumentaciones. Por
ejemplo, demostró que una oración condicional del estilo «si p, entonces q», en la que p
y q son sentencias o proposiciones, no trata acerca de si p o q son ciertas
independientemente, sino de la relación entre p y q.

Aunque Abelardo estuvo influido por Aristóteles, no conocía todas sus obras, y por
ello algunas de las ideas que desarrolló de modo independiente son muy poco
aristotélicas. Por ejemplo, no creía que la percepción consistiera en que un eidolon o
imagen de las cosas entrase en la mente de uno y la convirtiese («formase») en una
«réplica» de la cosa. En lugar de ello tenía una idea más cercana a la de los realistas
directos, según los cuales vemos a través de los ojos como a través de ventanas, y por lo
tanto obtenemos una aprehensión general de la cosa a la que la imaginación presta
detalles y clarificaciones, y así logramos una comprensión de lo que es.
De un modo parcial y superficial, la teoría de la percepción de Abelardo prefigura las
ideas de Kant, y lo mismo sucede con sus ideas éticas, pues asegura, como haría Kant
más tarde, que la pregunta acerca de si una acción es buena o mala depende totalmente
de la intención del actor. Si las intenciones del actor están formadas por su amor a Dios
y su deseo de obedecerlo, sus acciones son buenas; si no, son malas. Esto hace que las
consecuencias de la acción resulten irrelevantes a la hora de juzgar su valía moral,
incluso si, contrariamente a la intención de su causante, causan daño o mal. Corolario
inevitable de esto es que el albedrío debe ser libre, pues de otro modo no se nos puede
alabar ni criticar por nuestras intenciones. En Diálogo entre un filósofo, un judío y un
cristiano, el filósofo (un estoico) sostiene que se puede alcanzar la felicidad en esta vida
mediante la persecución con éxito de la virtud; Abelardo defiende la opinión cristiana
de que la felicidad definitiva solo se puede alcanzar en el cielo.

TOMÁS DE AQUINO (1225-1274)

Santo Tomás de Aquino, como se lo conoce en círculos religiosos, es, por un amplio
margen, el filósofo y teólogo más importante de la Edad Media. Su mezcla de teología y
filosofía prosigue hoy en día con el nombre de tomismo, que aún se enseña en las
universidades católicas como filosofía oficial de esa religión.

Como miembro de una aristocrática familia de Aquino, en la región italiana hoy


conocida como el Lacio, estudió en la abadía benedictina de Montecasino, y
posteriormente en la Universidad de Nápoles. Su familia deseaba que se uniera a la
gran, gentil y centenaria orden benedictina, como era adecuado por su alcurnia; sin
embargo, mientras estudiaba en Nápoles cayó bajo la influencia de un reclutador para
la recién creada orden de los dominicos, una orden mendicante fundada para oponerse
a la herejía y ferozmente dispuesta a forjar las herramientas intelectuales para lograrlo
(de un modo muy similar a como harían los jesuitas más de tres siglos después,
dispuestos a luchar contra la Reforma protestante del siglo XVI). La reputación de los
dominicos como cazadores de herejías y de herejes les valió el amenazador apodo y a la
vez ingenioso juego de palabras «sabuesos de Dios»: Domini canes.

La familia de Tomás hizo todo lo que pudo por disuadirlo de entrar en la nueva
orden, que, desde su punto de vista, parecía una banda de hippies y luchadores
callejeros con su pobreza, su falta de historia, su intolerancia y sus constantes
enfrentamientos con albigenses y maniqueos. Llegaron hasta el extremo de secuestrar a
Tomás y mantenerlo prisionero en sus castillos familiares; sus hermanos incluso
metieron a escondidas una prostituta en su habitación para intentar distraerlo de su
fervor religioso. Según la leyenda, la espantó con un atizador al rojo vivo, y aquella
misma noche recibió como recompensa la visita de dos ángeles, un acontecimiento que
fortaleció aún más su decisión.

Finalmente le permitieron irse y marchó a París para estudiar en su universidad. Se


inscribió como alumno de Alberto Magno, y acabó tan unido a él que más tarde, cuando
enviaron a Alberto a inaugurar un nuevo studium en Colonia, lo acompañó y, no mucho
después, comenzó allí su carrera de profesor. Sus compañeros y colegas llamaban a
Tomás «el buey mudo», sobre todo porque era hombre de pocas palabras, pero también
por ser grande y corpulento. Alberto les dijo: «Vosotros llamáis a este el “buey mudo”,
pero yo os aseguro que este buey dará tales mugidos con su saber que resonarán por el
mundo entero».

Puede que Tomás de Aquino fuese hombre de pocas palabras en el sentido oral, pero
lo compensó con creces con sus muchos volúmenes escritos. En Colonia escribió
comentarios sobre libros acerca del Antiguo Testamento, así como un estudio
extraordinariamente detallado del Libri Quattuor Sententiarum de Pedro Lombardo.
Convocado a París para servir como maestro en teología para los dominicos, se lanzó a
la defensa de las órdenes mendicantes, que, como demuestra la actitud de su familia,
eran controvertidas; otra orden similar muy famosa era la franciscana, fundada por
Francisco de Asís. La orden dominica y la franciscana pronto se convirtieron en rivales,
incluso, a veces, en amargos rivales.

Durante su primera etapa como profesor en París, Tomás escribió un libro acerca de la
verdad, comentarios sobre Boecio y una colección de respuestas quodlibetales a
preguntas teológicas efectuadas por sus alumnos y por otras personas. Hacia el final de
esta época estaba ya trabajando en uno de sus libros más famosos, el Summa contra
Gentiles.

Traducido literalmente, Summa contra Gentiles significa «contra los gentiles», lo que
implica en realidad contra los no creyentes (summa quiere decir «sumario»). Como
indica la traducción estándar al inglés, «De la verdad de la Iglesia católica», las palabras
«no creyentes» connotaban todo aquel que no fuera miembro de la Iglesia católica, que
aseguraba en aquella época, al igual que ahora, que «no hay salvación fuera de la
Iglesia». Por lo tanto, los miembros de las comuniones ortodoxas del cristianismo
oriental caían bajo el mismo epígrafe. Algunos eruditos creen que el Summa contra
Gentiles se escribió como manual para misioneros, para ayudarlos en sus intentos de
evangelización de paganos y musulmanes en el norte de África. Sea cierto o no, se trata
de un libro inusual entre los de Tomás de Aquino, puesto que sus primeras tres cuartas
partes no se apoyan en las Escrituras y en revelaciones, sino tan solo en la «teología
natural», es decir, en argumentos filosóficos y no en la autoridad de la Iglesia. Esto era
así de modo que se pudiese convertir a los infieles apelando a la razón, sin que tuvieran
que aceptar previamente las afirmaciones de la Iglesia. Así pues, su descripción de la
naturaleza de Dios, de la creación y del modo de alcanzar la felicidad —temas,
respectivamente, de los primeros tres libros de la Summa; asegura a sus lectores que la
felicidad se encuentra en la creencia en Dios— no apela a las Escrituras. El último libro
introduce las creencias básicas del cristianismo católico.

En la década transcurrida entre 1259 y 1269, Tomás estuvo nuevamente en Italia,


implicado en toda una serie de iniciativas como teólogo papal en Roma. Pese a su
enorme ocupación, su prodigiosa producción continuó: escribió varios penetrantes
comentarios acerca de De Anima, de Física y de otras obras de Aristóteles, así como la
Catena aurea, Contra errores Graecorum [Contra los errores de los griegos, acerca de los
cristianos ortodoxos], De potentia Dei y, por encima de todo, las primeras partes de la
vastísima Summa Theologiae (Suma teológica), que escribió como manual para estudiantes
de teología. Justificó la creación de una obra para principiantes citando la frase de San
Pablo en la primera Epístola a los Corintios: «Como a niños en Cristo [...] os di a beber
leche, y no vianda; porque aún no erais capaces». Se trata de su obra más famosa.

En cuanto a tamaño, la Suma teológica es rara vez superada; tiene más de dos millones
de palabras...4 y Tomás de Aquino no concluyó todo aquello que originalmente había
deseado tratar. Adopta la forma de preguntas, con propuestas de respuestas de varios
tipos, que compiten entre sí, y discusiones al respecto de esas respuestas. Es similar a la
forma de una disputa universitaria en la tradición escolástica. El tamaño del libro
implica que las ideas de Tomás se iban desarrollando conforme lo escribía; por ejemplo,
la tercera parte de la Suma teológica, que se corresponde con la tercera parte de la Summa
contra Gentiles acerca de cómo obtener la felicidad, se escribió al mismo tiempo que
escribía su comentario acerca de la Ética nicomáquea de Aristóteles, y se nota su
influencia.

En 1269 los superiores de la orden dominica enviaron nue-vamente a Tomás a la


Universidad de París para combatir allí el auge de una versión del aristotelismo
asociada a Averroes (Ibn Rushd). Los comentarios de Averroes acerca de Aristóteles
impulsaron una poderosa línea proaristotélica contra el neoplatonismo de sus
predecesores, Al-Farabi y Avicena, y habían dado lugar a una notable y creciente
influencia aristotélica. Su interpretación de Aristóteles implicaba nociones incómodas
para la doctrina cristiana —por ejemplo, la idea de que el mundo es eterno, lo que
contradecía las enseñanzas de la Iglesia de que Dios creó el mundo—, de modo que
Tomás, que era aristotélico pero se oponía a la interpretación averroísta, se dispuso a
combatirla.
Sus esfuerzos a tal efecto se vieron enredados en una batalla entre dominicos y
franciscanos de París, uno de los cuales acusó a Tomás de ser averroísta en secreto. La
cuestión aristotélica, por lo tanto, era delicada, pues Tomás estaba presto a defender lo
que admiraba del «filósofo»; dedicó una serie de disputas, entre 1270 y 1272, a
demostrar la coherencia entre las ideas cristianas y las aristotélicas.

En 1272, dos años antes de su muerte, la orden dominica invitó a Tomás a fundar una
universidad allá donde quisiera. Regresó a Nápoles, donde enseñó y predicó a la gente
en la ciudad. Fue en la capilla dominica de San Nicolás, en Nápoles, donde se lo vio
levitar —eso se asegura— mientras recibía una crítica laudatoria de uno de sus libros
desde los cielos. No mucho después, en diciembre de 1273, sucedió lo que se describió
como «un largo éxtasis» (probablemente un infarto) y, aunque se recuperó
parcialmente, ya no fue capaz de seguir escribiendo. Murió tres meses después y fue
canonizado medio siglo más tarde.

Una consecuencia de la controversia aristotélica durante la segunda estancia de


Tomás en París fue que el obispo de la ciudad condenó varias de sus enseñanzas, por lo
que entonces y de modo póstumo su reputación quedó dañada en algunas latitudes. No
fue hasta su proclamación como doctor de la Iglesia, unos dos siglos más tarde —que lo
colocó junto a los «padres latinos de la Iglesia», Ambrosio, Gregorio, Jerónimo y
Agustín—, que su reputación volvió a cotizar al alza. En el Concilio de Trento, en el
siglo XVI, se colocó su Suma teológica en el altar junto a la Biblia, y en 1879 el papa León
XIII, en su encíclica Aeterni Patris, declaró que sus enseñanzas constituyen la exposición
definitiva de la doctrina católica.

A lo que apunta este breve esbozo de la vida de Tomás de Aquino es al hecho crucial y
de máxima importancia de que la recuperación de las obras de Aristóteles y su
traducción al latín, sobre todo durante la segunda mitad del siglo XII —el anterior al de
Tomás—, así como estudios de ellas, por Averroes y Alberto Magno entre otros, estaban
creando tensiones entre la filosofía y la teología, que para algunos simbolizaban la
razón y la fe. Tomás conoció la filosofía de Aristóteles durante sus años de estudiante
en Nápoles, y quedó profundamente influido por ella. En realidad, gran parte de su
filosofía es una adopción directa de la de Aristóteles: en cuanto al mundo material, el
tiempo, el movimiento, la cosmología, la percepción, la ética y aspectos de la cuestión
de la relación de Dios con el mundo. Aristóteles no fue su única influencia; también
Agustín y Boecio, así como Platón, a través del neoplatonismo, desempeñaron un papel
en sus ideas. Pero es evidente, por la penetrante naturaleza de sus comentarios sobre
Aristóteles, que «el filósofo» era la principal fuente de sus ideas. Esa es la razón
principal por la que se lanzó al intento de reconciliar fe con razón, e intentar demostrar
que las doctrinas cristianas tienen, o pueden tener, un andamiaje filosófico.

En la antigua doctrina cristiana había ideas no resueltas, y en conflicto, acerca de la


naturaleza del alma, que abarcaban desde la opinión de Tertuliano de que el alma es
corpórea hasta las versiones de la teoría incorpórea de Platón adoptadas por Orígenes y
por Gregorio de Nisa. El problema requería una adecuada comprensión filosófica del
concepto de «sustancia», que a su vez implicaba pensar en la materia, el cambio y la
forma. Como era de esperar, Tomás halló en Aristóteles conceptos para formular sus
propias ideas acerca de estos temas.

Tomás definió la sustancia material como compuesta por una esencia y una serie de
accidentes. La esencia es, en sí misma, un compuesto de materia y forma, mientras que
los accidentes son todas las demás propiedades que la sustancia individual puede
poseer de modo contingente. En el caso de un individuo humano, el compuesto de
materia y forma que constituye la esencia es el alma, que Tomás definía como
«principio de vida». Es una «forma sustancial», porque en relación con la materia
constituye la sustancia de un determinado ser humano individual. La relación entre
materia y forma es necesaria: la materia puede cambiar (un cuerpo delgado puede
engordar), pero es la forma la que hace a la materia la sustancia específica que es.

Los accidentes son también formas, pero en virtud de su esencia meramente


accidental no contribuyen a hacer que una cosa sea lo que es. Por ejemplo, los colores en
la superficie de una hoja no contribuyen a hacer que sea una hoja, pues cuando los
colores cambian la hoja sigue poseyendo (siendo) la misma sustancia. En contraste, un
cambio de sustancia es o bien algo que llega a ser (una generación) o algo que deja de
ser, una corrupción.

Se puede ver la influencia aristotélica en estas ideas. Pero también se aprecia una
influencia platónica, en especial en el caso de los seres humanos: el hecho de que la
parte racional del alma no es la materia —el que sea inmaterial— es lo que la acerca en
naturaleza a los inmateriales, y la razón por la que puede aprehenderlos. La parte
racional del alma sigue existiendo tras su separación del cuerpo en la muerte; ¿convierte
esto a Tomás de Aquino en un dualista? Asegura que el alma es incorruptible —es
decir, no susceptible al cambio— y que su independencia existencial con respecto al
cuerpo y, por tanto, su «separabilidad» se demuestra por el hecho de que su función no
es ninguna de las de los órganos del cuerpo. Dice que se trata de una cosa «subsistente»,
es decir, que puede funcionar por sí misma, ya sea de modo independiente o en
conjunción con otras cosas. Pero no es una sustancia; las sustancias son más que lo
subsistente porque están, además, «completas». Se puede comprender la idea de
completitud señalando cómo afecta a la idea de resurrección: el alma puede existir
separada del cuerpo, pero está incompleta hasta que se reúne con el cuerpo con la
resurrección física.

Estas ideas acerca de la sustancia, la materia y la forma poseen aplicaciones generales


para Tomás. El cambio implica algo que permanece como es y a la vez algo que no lo
hace. Cuando una hoja cambia de color, algo permanece como es —la hoja, una
sustancia— y algo cambia: su color, un accidente. Se puede hablar de cambios de
cualidad, de cantidad y de otras propiedades accidentales sin atribuir cambio a la
sustancia de la que estas constituyen accidentes. Cuando cambia una sustancia, lo que
permanece como es es la materia, y lo que cambia es la forma sustancial. Esto es
fácilmente perceptible cuando preguntamos, en relación con cambios accidentales,
«¿qué ha cambiado?» y luego nos referimos a la cosa subyacente que constituye el
«qué», es decir, la sustancia. Pero cuando hablamos de una sustancia que cambia entra
en juego el concepto de materia. La materia no existe separada de la sustancia, sino que
la sustancia es materia formada, es decir, compuesta con una forma sustancial. Así, un
cambio en la sustancia es un cambio en el compuesto de materia y forma que la
constituye.

Tomás dice que Dios es el único «ser absoluto» porque es «único y sencillo»; todo lo
demás tiene una existencia restringida debido a cómo está compuesto. Las almas
humanas están creadas por Dios y son incorruptibles e inmortales. El alma contiene un
poder activo, el intelecto, capaz de alcanzar el conocimiento de los universales
abstrayéndose de lo que los sentidos corporales nos dicen. Todo conocimiento humano
comienza en los sentidos —«todo lo que está en el intelecto estuvo antes en los
sentidos»— y el intelecto opera sobre la información así adquirida. Existe el libre
albedrío, y la voluntad desea necesariamente lo que el alma considera bueno, aunque
los deseos del alma cambien con la movilidad de nuestro juicio. No poseemos un
conocimiento inmediato e intuitivo de la existencia de Dios, ni (aquí contradice a
Anselmo) podemos demostrarla a priori. Pero podemos demostrarla a posteriori a partir
de la naturaleza de la creación, que exige una causa primera y una base necesaria para
su naturaleza contingente, y que, en su diseño y propósito, manifiesta la sabiduría y
poder de la deidad.5

A la estela de la Ética nicomáquea de Aristóteles, Tomás afirma que «el bien» es el


objetivo de todo esfuerzo, la culminación de aquello que puede describirse como la
función, la causa final o rasgo característico (es decir, lo que hace que sea una cosa de
ese tipo) de quien se esfuerza. En el caso de los seres humanos, el rasgo característico es
la razón. Dado que todo tiene una función o rasgo característico, todo posee un «bien»;
de modo que el mal se define exactamente como la falta o ausencia de bien: una privatio
boni. A la observación de que hay gente que desea el mal, Tomás responde que
probablemente se equivoquen y crean que lo malo es bueno. Sin embargo, nadie puede
esperar hacer el bien, ni hacerlo, en realidad, sin la Gracia Divina, lo que significa que
nadie puede ser feliz sin Dios.

Esto, dice Tomás, no plantea un problema con respecto al libre albedrío, aunque lo
parezca, porque aunque Dios es, en último término, la causa definitiva de todo, opera
de acuerdo con la naturaleza de la cosa cuando «mueve sus causas»; de igual modo
«mueve las causas voluntarias» de los seres humanos.

La obra de Tomás está llena de filosofía técnica como esta. Sus enseñanzas
constituyen un sistema completo, que es la razón por la que, como «tomismo»,
proporcionan a la Iglesia católica su andamiaje filosófico; su estatus oficial lo fijó el papa
Pío X en su encíclica Doctoris Angelici (junio de 1914): «Los puntos más importantes de
la filosofía de santo Tomás no deben ser considerados como algo opinable, que se
pueda discutir, sino que son como los fundamentos en los que se asienta toda la ciencia
de lo natural y de lo divino. Si se rechazan estos fundamentos o se los pervierte, se
seguirá necesariamente que quienes estudian las ciencias sagradas ni siquiera podrán
captar el significado de las palabras con las que el magisterio de la Iglesia expone los
dogmas revelados por Dios». Esto coloca a la filosofía y a la teología tomistas por
encima de todo debate, lo cual —al menos en el caso de la filosofía— es lo opuesto a lo
que debería ser la filosofía. Pero incluso en los confines del dogma oficialmente
sancionado puede haber lugar para el debate, como vemos por el hecho de que existen
varias escuelas enfrentadas de filosofía tomista: el tomismo escolástico, el tomismo de
Cracovia, el tomismo fenomenológico, el tomismo existencial, el tomismo de River
Forest e incluso el tomismo analítico, pese a que este último es apenas tanto una escuela
como una referencia rápida al hecho de que pocas figuras relevantes de la filosofía
analítica anglófona han sido católicos practicantes (Elizabeth Anscombe, su marido —
Peter Geach— y su amigo Michael Dummett son los principales).

La asociación entre Tomás y Aristóteles tuvo por consecuencia que, durante los siglos
XVI y XVII, nuevas generaciones de filósofos y científicos desafiaran la influencia de
Aristóteles, y que la autoridad de Tomás menguara incluso entre católicos como
Descartes, cuyas ideas acerca de la falta de fiabilidad de la experiencia sensorial y la
diferencia entre mente y cuerpo como sustancias separadas se encuentran en directo
conflicto con las ideas de Tomás. Fue por esto por lo que la Iglesia no aceptó la filosofía
de Descartes, y es la razón por la que colocó sus obras en el Índice de libros prohibidos.

Dentro de la Iglesia católica, la reputación de Tomás sigue siendo poderosa gracias a


las obras de los dominicos y también a que la Universidad Pontificia Santo Tomás de
Aquino ha formado a muchos doctores eclesiásticamente influyentes. Como sucede con
la mayor parte de teólogos, en filosofía su influencia es mucho menor.

ROGER BACON (1214-1292)

Roger Bacon es quizá la figura menos característica de la filosofía de la Edad Media, y la


menos parecida a sus coetáneos de la escolástica. Su principal interés fue la «filosofía
natural», que hoy en día llamamos «ciencia», y fue un empírico: sostenía que las
«teorías suministradas por la razón se deberían verificar mediante datos sensoriales
ayudados por instrumentos y corroborados por testigos fiables». Por ello, según
algunos historiadores de las ideas, constituye una anomalía en su época, un moderno
antes de la modernidad, que se habría sentido más a gusto con Galileo y Newton en el
siglo XVII como colega suyo en el nacimiento de la ciencia. Hay quienes, sin embargo,
aseguran que su interés en la alquimia y la astrología lo anclan firmemente a los
medievales, mientras que otros señalan la obra de Roberto Grosseteste y Alberto
Magno, cuyos intereses científicos eran, en muchos aspectos, similares a los de Bacon.

Nacido en Somerset (Inglaterra), Bacon estudió en Oxford y enseñó en París, tras


hacerse la tonsura e ingresar en la orden franciscana. Como otros de su época, dio clases
acerca de las Sentencias de Pedro Lombardo, pero afirmaba que había que prestarle más
atención a la Biblia y a los lenguajes bíblicos, en los que era experto. Sostenía también
que debía ampliarse el currículo universitario para incluir óptica, astronomía y más
matemáticas. Su Opus Maius, que cubría gramática, matemáticas, astronomía, óptica,
alquimia, la relación entre teología y ciencia, y un resumen de los métodos de
investigación mismos, junto con un examen de las «Causas principales de la ignorancia
humana», pretendía ser una propuesta de un nuevo currículo universitario. El papa
Clemente IV era partidario de las ideas de Bacon, que había conocido antes de acceder
al papado, pero murió demasiado pronto, tras su elección, para poder impulsarlas. La
pregunta de qué influencia habría tenido en su época una nueva universidad centrada
en la ciencia constituye una interesante especulación.

La obra de Bacon con respecto a la óptica, al calendario y a la composición de la


pólvora subrayan sus credenciales de científico empírico. La reforma del calendario se
había convertido en una necesidad, puesto que el calendario juliano entonces en uso
había dejado de estar alineado con los movimientos de los cuerpos celestes y las
estaciones. Bacon calculó correctamente que la fecha de Pascua se había adelantado
nueve días desde el Concilio de Nicea, en el 325, mil años atrás. Se acabó adoptando
algo cercano a la solución que él propuso, aunque no antes de que pasaran otros
cuatrocientos años.6 La reforma del calendario exigía conocimientos matemáticos,
astronómicos y geográficos, razón por la cual lo incluía en su reforma curricular.
Se puede decir que Bacon se adelantó a la idea de Noam Chomsky de una «gramática
universal» en forma de capacidad subyacente y presente en todos los seres humanos,
pues escribió que «la gramática es, en esencia, la misma en todos los idiomas, aunque
varíe accidentalmente en cada uno». Sus experimentos en óptica lo llevaron a describir
el empleo de lentes pulidas como cristales para prender fuego, concentrando los rayos
del sol en objetos secos para encenderlos. También se le atribuye ser uno de los
primeros en fabricar anteojos, si bien los historiadores de la tecnología lo consideran un
tanto improbable y sitúan la invención de las gafas en Italia, y probablemente en
Venecia, donde aparecen las primeras referencias a los anteojos (en decretos que
contienen referencias a «lentes para leer», vitreos ab oculis ad legendum).

El interés de Bacon en la astrología, la alquimia y la posibilidad de que la experiencia


mística también pudiese constituir una fuente de conocimiento son muestras de su
apertura a todas las formas de exploración en una época en la que aún no se habían
trazado las distinciones precisas entre investigaciones fructíferas e investigaciones
infructuosas.7 Estaba influido por Aristóteles —su empirismo se inspiraba en esa
fuente— y creía, erróneamente, que una obra árabe llamada El secreto de secretos había
sido escrita por Aristóteles para Alejandro Magno, por lo que publicó una edición de
esta, con introducción y notas suyas.

La principal obra de Bacon, Opus Maius, comienza con una discusión acerca de las
causas del error. Las identifica como un exceso de confianza en autoridades indignas de
confianza, en la costumbre, en la crédula opinión popular y en demostraciones
aparentemente cultas de retórica y jerga. La sabiduría y la verdad, en cambio, se
encuentran en la revelación general de Dios a lo largo de la historia a los judíos, griegos,
romanos, musulmanes y en esa misma época. Esta opinión, con sus estudios de
gramática y semiótica (la ciencia de los signos) lo llevaron a creer que el estudio del
hebreo, el griego, el árabe y el caldeo eran necesarios para una educación completa.
Pero puso el latín como la lengua más adecuada para la filosofía y, en general, para todo
el aprendizaje. La importancia del lenguaje lo hizo ofrecer lo que es, a todos los efectos,
una filosofía del lenguaje, de un tipo bastante directo; trata el lenguaje como un sistema
de signos que presentan información a un lector o escuchador acerca de algo distinto al
signo en sí, y permite así la transmisión de pensamientos de pensador a recipiente: son
«cosas externas [que] representan el intelecto».

La lucha de Bacon por añadir el estudio de la luz y de la óptica, o «perspectiva», como


se llamaba entonces, dio frutos cuando se convirtió posteriormente en parte del
currículo universitario, añadiéndose al quadrivium original compuesto por aritmética,
geometría, astronomía y música. Está vinculado a su aceptación de ideas astrológicas
basadas en una teoría de la «radiación» de influencias de los cuerpos celestes sobre el
planeta, incluidas las mentes de los seres humanos. Creía que las matemáticas eran la
base de la lógica —en la filosofía más reciente, Gottlob Frege y Bertrand Russell
intentaron en vano demostrar lo opuesto, reduciendo la matemática a lógica—, pero su
principal aplicación era la geometría de los rayos de luz y los caminos reflejados,
refractados y directos que siguen. Este interés llevó a Bacon a examinar también la
anatomía del ojo, y a ampliar el estudio de la visión a cuestiones de percepción y error
perceptivo, ilusiones, alucinaciones y los efectos distorsionadores de la distancia, la
oscuridad y otros factores. Para un empírico, que, como tal, cree que la observación es la
fuente clave y prueba del conocimiento, se trata de algo obviamente importante.

La dedicación al aprendizaje de otras lenguas y los conocimientos acerca de métodos


e instrumentos científicos fueron cruciales para la perspectiva de Bacon. Lo primero le
enseñó que algunas de las traducciones de Aristóteles del griego al latín eran erróneas;
lo segundo le impulsó a usar, y a animar al uso de, instrumentos como el astrolabio.

La séptima parte del Opus Maius demuestra cómo reunía Bacon sus intereses. Su tema
es la moralidad, y cubre la religión, un resumen de las virtudes, la astrología y la ciencia
de la retórica. En esta sección la influencia de Aristóteles es firme, pero la de los estoicos
lo es aún más, y Bacon acude a la sabiduría de Séneca en especial.

Bacon no influyó mucho en sus contemporáneos, y hasta podría haber cierta


discriminación contra él debido a la naturaleza de sus intereses y por su tenaz defensa
de estos. Además de sus revolucionarias ideas acerca del currículo universitario, se le
creía adepto a las artes oscuras, y se rumoreaba que había creado una cabeza de bronce
que podía responder preguntas (y, en algunas versiones de la leyenda, cualquier
pregunta). Como al doctor Dee y otros devotos del ocultismo siglos más tarde, se lo veía
como una figura fáustica, alguien que había traspasado la línea que separaba lo
aceptable de lo diabólico. Se dice que pasó tiempo en prisión; hubo largos periodos en
los que no tuvo puesto de profesor en la universidad; le costaba encontrar mecenas para
su obra. Estos hechos encajarían con esa reputación.

Pero, con la ventaja que da mirar en retrospectiva, los historiadores de la filosofía se


ven atraídos por temas presentes en la obra e intereses de Bacon que prefiguran
desarrollos posteriores, de modo que sobrevive al interés de los ocultistas del siglo XVI,
que lo ven como a un mago y que celebran por su implicación fáustica en temas
demoníacos en The Honorable Historie of Frier Bacon and Frier Bungay, de Robert Greene.
En su lugar, se lo percibe como un moderno antes de la modernidad, o como un
ejemplo especialmente notable de pensador con un interés en la naciente ciencia.

DUNS ESCOTO (1266-1308)


Al igual que Roger Bacon, aunque radicalmente diferente de él en todos los demás
aspectos, Duns Escoto era franciscano. Como tal, no se sentía automáticamente
predispuesto a aceptar las opiniones de dominicos como Alberto Magno y Tomás de
Aquino. Y, en efecto, su obra se caracteriza, en una parte importante, por mostrar
desacuerdo con sus enfoques a las cuestiones que más preocupaban a las mentes de la
escolástica.

Poco se sabe de la biografía de Duns Escoto, más allá de lo que hay escrito en su
tumba en Colonia: «Escocia me aburrió, Inglaterra me impulsó, Francia me enseñó,
Colonia me mantiene». Esto lo dice todo, excepto que el impulso inglés fue en Oxford y
que la educación francesa fue como estudiante, y luego como maestro, de la orden
franciscana en la Universidad de París. La bienvenida que se le dispensó en París no fue
perfecta: él, como sus compañeros franciscanos, fueron expulsados temporalmente por
alinearse con el papa en una disputa entre el Vaticano y el rey de Francia; la
prohibición, empero, no duró mucho.8 En 1307, los franciscanos le ordenaron acudir a
Colonia a enseñar en su universidad, y allí murió al año siguiente.

Se conoce a Escoto como «doctor sutil» en alusión a lo sofisticado de sus ideas


escolásticas. Su principal obra es su comentario de las Sentencias de Pedro Lombardo,
junto con los comentarios adicionales de la misma obra de sus clases en París. Su rasgo
más notable es su marcada diferencia con respecto a la metafísica de Tomás de Aquino.
Escoto no menciona a menudo a Tomás; tiene a otra figura de la época, Enrique de
Gante, como principal diana; pero un rasgo característico de sus ideas es su contraste
con las de Tomás de Aquino. Como otros, también escribió comentarios sobre
Aristóteles, centrándose en algunas de sus obras de lógica.

La principal diferencia entre Escoto y Tomás de Aquino era que Escoto consideraba
que ser y bien eran conceptos unívocos, es decir, que poseían el mismo significado se
aplicaran a lo que se aplicaran, ya fuera Dios o sus criaturas. Tomás de Aquino había
afirmado que el ser de un ser humano y el ser de Dios no eran el mismo, sino
meramente análogos. Escoto tomó la definición aristotélica de la metafísica como el
estudio del «ser qua ser» para apoyar su noción de que ser tiene un único sentido
universalmente aplicable, y sostenía que el término connota todo lo que es, tanto lo
infinito como lo finito. La consecuencia inmediata de esta idea es que no hay una
distinción en realidad entre existencia y esencia, al contrario de lo que había opinado
Tomás de Aquino. La razón de Escoto era una que George Berkeley retomaría
cuatrocientos años más tarde y resultaría crucial para su ataque a la «abstracción» en la
metafísica: que no hay modo de pensar en algo sin pensar en ello como existente.
A modo de posterior oposición a Tomás de Aquino, argumentó que la naturaleza de
Dios solo puede conocerse a través de la revelación, y no mediante la razón solamente.
Esta última premisa era aquella sobre la cual Tomás de Aquino había escrito el Summa
contra Gentiles. Y se mostró en desacuerdo con Aristóteles acerca de la naturaleza de
espacio y tiempo; mientras que Aristóteles sostenía que el espacio se definía por la
presencia en él de cuerpos, y que el tiempo no existe excepto como medida de
movimiento y cambio, Escoto defendía que tanto espacio como tiempo son absolutos y
existen por derecho propio, independientemente de cuerpos y movimiento. Esta idea
también la apoyaba Isaac Newton.

Escoto rechazaba las ideas acerca de la existencia de Dios del tipo expuesto por
Anselmo y Tomás de Aquino, y en su lugar ofrecía una prueba «metafísica» formulada
en términos de la relación de ser primero: el primero en la cadena de causas eficientes,
es decir, de causas que hacen que las otras cosas existan; el primero en el orden de
causas finales, es decir, los propósitos o razones por las que las cosas suceden
(recordemos las «cuatro causas» aristotélicas); y el primero en toda perfección y
grandeza. La argumentación para el primer «primero» —la primera causa eficiente— es
que ha de haber una causa no causada, que no pueda ser causada y que, por lo tanto,
sea independiente de toda causa excepto como primera causa de todo. Y dado que todo
está causado por algo distinto a sí mismo, y que la cadena causal no puede retrotraerse
para siempre, ha de haber una causa primera y no causada. Esta argumentación es, en
su contenido, indistinguible del «argumento cosmológico» empleado por Tomás de
Aquino, pero difiere de este en su énfasis. Como otros que usaban versiones de esta
argumentación, Escoto asumía que la identificación de una causa primera y no causada
con la deidad de una religión revelada carecía de problemas. Se trata, no obstante, de un
enorme salto.

Recordemos que Tomás de Aquino argumentaba que todas las sustancias creadas
están compuestas por forma y materia. Escoto aseguraba que puede haber materia sin
forma, que llamaba «materia prima», y que puede haber criaturas (llamadas
«sustancias») sin materia, es decir, seres espirituales. Y sostenía que las sustancias
pueden tener más de una forma sustancial, como en el caso de los humanos, que poseen
un alma como forma, y una forma corporal. Lo que convierte a una cosa individual en
individual, es decir, en algo diferente a todas las demás cosas y única en sí misma, es su
haecceidad o «estedad», del latín haec, «esto». Al mismo tiempo, empero, Escoto era
realista acerca de los universales, y sostenía que hay «naturalezas comunes» en la
pluralidad de individuos que llamamos por el mismo nombre.

Escoto murió joven y de modo repentino, y dejó sus escritos sin ordenar, por lo que
acabaron mezclándose con los escritos de otros. Tenía seguidores en el periodo
posterior a su muerte, seguidores que se enzarzaron en controversias con los de
Guillermo de Ockham, quien estaba en desacuerdo con muchas de las ideas de Escoto y
a quien se considera su principal rival. Pero la recuperación y publicación, en los siglos
XIX y XX, de los altamente técnicos y sofisticados argumentos de Escoto y,
separadamente, de sus opiniones teológicas (por ejemplo, acerca de la «inmaculada
concepción» de la Virgen María) impulsó un renovado interés por sus argumentos,
tanto teológicos como filosóficos, si bien ha de admitirse, como en el caso de otros
filósofos escolásticos, que es un interés recóndito y muy especializado.

GUILLERMO DE OCKHAM (1285-1347)

Ockham fue otro franciscano, nacido en Surrey (Inglaterra) y educado en Oxford, cuya
carrera difirió de las de sus predecesores porque su comentario de las Sentencias de
Pedro Lombardo fue condenado por un sínodo por su heterodoxia, y se le ordenó
comparecer ante un tribunal papal en Aviñón. Allí se reunió con el ministro general de
la orden franciscana, Miguel de Cesena, quien había sido acusado de herejía porque el
papa Juan XXII estaba en contra del voto de pobreza de los franciscanos. Ockham huyó
de Aviñón con Miguel y otros franciscanos, y halló refugio en la corte de Luis IV de
Baviera, el emperador del Sacro Imperio Romano, quien estaba también enfrentado con
el papa. El pontífice excomulgó a Ockham, y este a su vez acusó al papa de herejía por
negar la pobreza de Jesús y los apóstoles, y por contradecir el apoyo a la orden
franciscana por parte de los papas previos.

Debido a estas disputas, Ockham nunca ejerció de maestro en ninguna de las grandes
universidades, sino que vivió y murió en el reino bávaro de Luis IV como líder de un
pequeño grupo de exiliados franciscanos. Desde allí sus escritos llegaron a ejercer una
considerable influencia en filosofía y teología, y atrajeron más partidarios.

Ockham se veía a sí mismo, conscientemente, como un innovador, como alguien que


dejaba atrás la antigua manera (la via antiqua) de tratar los problemas cruciales de la
filosofía, la lógica y la teología, en pos de un nuevo modo (la via moderna) en el que el
nominalismo era el principal esfuerzo. Se le atribuye haber asentado el principio de «la
navaja de Occam» (un modo alternativo de deletrear su nombre) que, muy resumido, es
el consejo de «no multiplicar innecesariamente entidades». Su significado es que no es
necesario invocar más cosas de las suficientes para una explicación. Se trata de un
consejo excelente, y las teorías del conocimiento y la metafísica de Ockham ilustran esta
aplicación, en conexión con el debate entre nominalistas y realistas.

En directa oposición a Tomás de Aquino, Ockham sostenía que las verdades


teológicas solo se pueden comprender a través de la fe, no mediante la razón. «Los
caminos de Dios no están abiertos a razón, pues Él ha creado el mundo y dispuesto la
vía a la salvación independientes de toda ley de lógica o racionalidad que los humanos
puedan descubrir.»9 La consecuencia inmediata es que no puede haber pruebas de la
existencia de Dios. La libertad y omnipotencia de Dios implican que puede haberse
encarnado no como el hijo de un carpintero en Palestina, sino como un buey o una
mula, o incluso como un buey, una mula y un hombre a la vez. Esta idea atrajo muchas
críticas por parte de sus colegas.

También sostuvo que Dios es el único ser necesario del universo, y que todo lo demás
es contingente y debe descubrirse mediante la investigación. «Nada debiera asegurarse
sin una razón para ello, a menos que sea evidente por sí mismo, conocido mediante la
experiencia o basado en la autoridad de las Escrituras.» Era un nominalista, y sostenía
que solo hay cosas individuales, y que no hay universales o esencias con existencia
separada. Este rasgo de su pensamiento demuestra la aplicación de su «navaja». Su idea
acerca de los universales puede considerarse una versión del «conceptualismo», que
sostiene que los universales son conceptos mentales bajo los que agrupamos individuos
según similitudes percibidas. Así, un término como rojez connota una representación en
el pensamiento, no una entidad del mundo. Esto difiere de otras formas de
nominalismo que sostienen que los universales son, literalmente, tan solo nombres.

Ockham se mostró de acuerdo con quienes sostenían que adquirimos el conocimiento


contingente mediante los sentidos, pero añadió que, dado que también los animales
hacen esto, lo distintivo del conocimiento humano es que los poderes de la mente nos
permiten comprender la existencia y propiedades de las cosas percibidas, y mediante la
memoria y la abstracción clasificamos y organizamos lo que experimentamos. Así
pasamos del conocimiento meramente sensorial al conocimiento proposicional.

Como cabría esperar de un filósofo de temperamento empírico y nominalista,


Ockham estaba interesado en la Física de Aristóteles y escribió un comentario sobre ella,
en el que sostenía —nuevamente basándose en su principio de parsimonia ontológica—
que no todas las categorías de Aristóteles eran necesarias. Estaba muy avanzado a su
época en cuanto al estudio de la lógica, y descubrió una forma de las Leyes de De
Morgan, e investigó una lógica de base de tres valores (verdadero, falso y ni verdadero
ni falso).10 También mejoró la lógica del silogismo aristotélico al demostrar cómo tratar
los términos vacíos (las palabras que no se refieren a nada).

Debido a las disputas del emperador con el papa, Ockham abogó por una línea muy
secularizada con respecto a las esferas de la autoridad temporal y espiritual, muy
influido por el Defensor Pacis [Defensor de la paz] de Marsilio de Padua, un libro que
atacaba las intromisiones del papado en asuntos seculares y abogaba por una forma de
democracia para establecer un gobierno legítimo. Marsilio también se había refugiado
con Luis IV como consecuencia de la hostilidad del papa hacia él. En su propia
contribución a la teoría política, Ockham defendía la separación total entre Iglesia y
Estado, y sostenía que el emperador y el papa eran iguales pero con distintas esferas de
responsabilidad, y decía, citando Timoteo 2,24, que papado y clero no deberían poseer
tierras ni ninguna otra propiedad. Esta idea, muy coherente con su condición de
franciscano, colocaba la autoridad papal únicamente en el reino espiritual.

Con respecto a la eternamente disputada cuestión del libre albedrío, Ockham era un
firme voluntarista; creía que la voluntad es independiente tanto del intelecto como de
nuestros apetitos naturales, tan independiente que puede incluso escoger aquello que
no parece ser bueno. Esto lo opone tanto a Aristóteles como a Tomás de Aquino, para
quien la voluntad está subordinada a la razón. Un coetáneo de Ockham, más joven que
él, Jean Buridan, intentó reconciliar los conflictos generados por estas diferencias de
opinión cuando aseguró que la voluntad es capaz de suspenderse a sí misma —mejor
aún: puede demorar la elección— si se ve enfrentada a alternativas sobre las que no
puede decidirse. Esto dio lugar al tropo del «asno de Buridan», probablemente una
maliciosa reductio de la idea de Buridan: presenta a un asno que muere de hambre por
ser incapaz de escoger entre dos balas de heno entre las cuales se lo ha colocado.

Las ideas de Ockham se debatieron acaloradamente en las escuelas durante el siglo


posterior a su muerte, en gran parte porque su excomunión por herejía añadió un filo
especialmente problemático a las cuestiones. Tan amargas fueron las disputas que se
expulsó a los occamistas de la Universidad de París (los tomistas podían alegar que
seguían a un santo canonizado, mientras que sus oponentes seguían a un hereje
condenado). Los occamistas replicaron que el tomismo y el escotismo (la filosofía de
Duns Escoto) habían llevado a algunos de sus partidarios a la herejía, como hicieron con
uno de ellos, el condenado John Wycliffe. En cada una de las dos «vías» en que filosofía
y teología divergían —la via antiqua de Tomás de Aquino, Duns Escoto y Alberto
Magno y la via moderna de Ockham, Buridan y otros—, lo que había en juego era no
tanto el debate nominalismo-realismo como la cuestión, en general, de cómo entender a
Aristóteles. Por ejemplo: en la cuestión de forma y sustancia, ¿puede haber varias
formas sustanciales en el mismo sujeto? Los seguidores de la via antiqua aseguraban que
sí; los de la via moderna, que no. Diferencias filosóficas de este tipo tenían consecuencias
teológicas, que es la razón por la que eran un tema tan (literalmente) candente. Pues,
según las ideas de la via antiqua, muchas almas podían habitar un ser humano, mientras
que occamistas y sus sucesores rechazaban tales ideas.
8

La filosofía en el Renacimiento

Comparemos el arte del Renacimiento con el arte medieval. Este último está dominado
por la temática religiosa: anunciaciones, flagelaciones, crucifixiones, testimonios,
resurrecciones, numerosas iteraciones de la Virgen con el niño. El arte del Renacimiento
incluye una mayor variedad temática: posee también paisajes, naturalezas muertas,
representaciones de meriendas campestres y festividades, retratos de individuos,
desnudos, batallas y escenas legendarias y mitológicas. Este cambio de paradigma, de
un mundo como peligroso nido de tentaciones y lágrimas a una celebración de la propia
vida y sus posibilidades más alegres, es una señal de una resurrección de la que poetas,
pensadores y artistas de la época eran plenamente conscientes.

Lo mismo se puede decir de la vida intelectual del Renacimiento: presenció cómo


muchos de sus pensadores y escritores dieron la espalda a los estrechos tecnicismos de
la filosofía escolástica a favor de un enfoque más amplio sobre la vida y la sociedad.
Existe un sorprendente paralelismo entre el muy especializado estudio de la filosofía en
las escuelas medievales y la filosofía académica de épocas recientes, y, correlativamente,
del paso a una más amplia aplicación de los trabajos intelectuales tras el cada vez mayor
aislamiento de la filosofía con respecto a lo que importa en la vida. Uno podría suponer
que el paso de un interés filosófico técnico a uno más general es incluso más evidente en
la tradición del pensamiento continental contemporáneo, en el que la obra de escritores
como Jacques Derrida y Michel Foucault encarna el mismo tipo de relación con respecto
a Heidegger que la de Marsilio Ficino con la de Tomás de Aquino: influidos por él, pero
aventurándose en campos más amplios que su importante predecesor, y exhibiendo
una versión contemporánea de los más amplios intereses de Ficino. Marsilio Ficino
(1433-1499), que aprendió mucho de la Summa contra Gentiles de Tomás de Aquino,
señaló, sin embargo, que su siglo —el siglo XV— había «devuelto la luz a las artes
liberales, ya casi extintas: gramática, poesía, retórica, pintura, escultura, arquitectura,
música»; era, en sus propias palabras, «como una edad de oro». De igual modo,
Foucault reconocía una deuda importante para con Heidegger, pero como explorador
crítico de la historia intelectual de la modernidad sus objetos de interés eran diferentes
y más amplios.

La referencia de Ficino a la retórica señala un aspecto importante del giro intelectual


del Renacimiento. Dado que se trataba de una época en la que se daba por supuesto que
el esfuerzo intelectual tenía, como principal interés, la vida tal y como se la vivía, la
relación entre lógica, ética y retórica se veía como algo más íntimo. La teoría de la
retórica dice que, para conseguir un efecto máximo a la hora de convencer o educar a
un público, la composición de un discurso o tratado ha de pasar por varias fases
importantes. Son inventio, la reunión de material e información; dispositio, la disposición
del material, y elocutio, su expresión apropiada en lenguaje. Si lo que se prepara es un
discurso, entonces memoria (aprendérselo de memoria), y pronuntiatio (practicar los
énfasis, el ritmo, las pausas, los gestos y, en general, toda la representación) serán
también esenciales. La fase de dispositio tenía asimismo su propia estructura: exordio
(introducción), narratio (exposición del caso), confutatio (refutación de las objeciones) y
conclusio o peroratio, resumen final y conclusión. Los discursos forenses de todo tipo,
políticos y legales; exhortación e instrucción; la invocación de principios o ejemplos
históricos para influir en las elecciones, decisiones y acciones de individuos y
gobernantes... todos ellos tenían como objeto preocupaciones prácticas. Así pues, la
retórica no era un mero ejercicio.

En el corazón de la retórica está el lenguaje, y de ahí que el interés por el trivium, el


currículo de escuela medieval compuesto por gramática, retórica y lógica, adquiriera
una renovada importancia. Originalmente implicaba tan solo el estudio del latín, pero
ahora evidenciaba su importancia para la ética, puesto que la retórica trata de
convencer, influir, aconsejar y desafiar, y, por lo tanto, se aplica de inmediato al debate
ético. Los intelectuales del Renacimiento no se fijaban en los escritores medievales, que,
en conjunto, habían descuidado la retórica en favor del interés técnico en la lógica, sino
en los tratados de retórica y poética de Aristóteles y Horacio, y en sus comentarios
acerca de ellos y de Cicerón enfatizaban los aspectos éticos y psicológicos. Petrarca
lideró a los demás en esta recalibración de sus intereses, pero le siguieron cientos de
tratados sobre retórica, y muchos de los principales pensadores del Renacimiento
contribuyeron al debate que vinculaba retórica a la idea, tan loada en aquellos días, de
vita activa.

Es normal que un historiador de la filosofía se cuestione si el énfasis renacentista en la


retórica representó una genuina contribución a la filosofía o si —como sugirieron
algunos ya en el Renacimiento— la retórica es, en realidad, antifilosófica. Hubo un
renovado interés en Platón durante el Renacimiento; sus obras aparecieron en latín y
obtuvieron una notable influencia, y se conoció la censura a los sofistas y sus trucos
retóricos en Gorgias (traducido al latín por Leonardo Bruni). Aquellos escépticos con
respecto a si el Renacimiento hizo algo más que aprovechar de modo oportunista
nociones retóricamente útiles de filosofía de una u otra fuente podrían señalar las
paradojas, incoherencias y relativismo que tuvo como consecuencia. La respuesta es
decirles que pensar en las complejidades de la vida cotidiana, en las duras elecciones
que la gente se ve obligada a tomar a veces, en los cambios y variabilidades de la
experiencia y la circunstancia, por supuesto que da como consecuencia una aparente
incoherencia. Los retóricos del Renacimiento podrían argüir que la filosofía, que busca
absolutos, se da el lujo de ignorar realidades, mientras que la retórica las reconoce y las
trata. Podrían citar la argumentación de Aristóteles en su Retórica por la cual este arte o
tekné es crucial para la vida práctica en sociedad, así como la frase de Cicerón de que «a
nosotros los oradores pertenecen los vastos dominios de la sabiduría y el aprendizaje».
Y podrían señalar, junto a Cicerón, que el propio Platón fue un formidable exponente
de la retórica en sus escritos.

Sin embargo, es innegable que las preocupaciones de muchos de los pensadores


renacentistas estaban muy alejadas de los debates técnicos de los escolásticos y sus
sucesores, incluso de aquellos que aseguraban ser partidarios del revivido platonismo
de la época. Esta resurrección del platonismo, así como la del humanismo, son
interesantes; interesante también, pero de un modo bastante distinto, es la energía
intelectual invertida por los pensadores renacentistas en la magia, la alquimia, la
astrología, el hermetismo y la cábala. Todas estas «ciencias ocultas» tuvieron un
tremendo resurgir, sobre todo en aquellas partes de Europa que habían quedado fuera
de la esfera de la Iglesia católica y romana debido a la Reforma, y la principal razón era
que las autoridades religiosas de las zonas protestantes de Europa carecían de la
autoridad o, mejor dicho, del poder para detener la ebullición de interés en ellas. Lo que
impulsaba dicho interés era el deseo de la eterna juventud, de la inmortalidad y de
riquezas obtenidas transformando metales básicos en oro (o convenciendo a otros de
que uno podía, con sus «habilidades», proporcionar cualquiera de estas cosas).1 Como
veremos en la tercera parte, «La filosofía moderna», la ciencia y la filosofía del siglo XVI
y, especialmente, la del XVII surgieron como reacción a esto.

PLATONISMO EN EL RENACIMIENTO

Como demuestra lo anteriormente expuesto, el dominio de Aristóteles en la filosofía


escolástica tardía trajo consigo tensiones que dieron como resultado acusaciones y
contraacusaciones de herejía, debido al peso de las disputas filosóficas en las doctrinas
teológicas. La combinación de ideas de Platón e interpretaciones neoplatónicas lo
convirtió en una figura mucho más simpática y conciliadora desde un punto de vista
cristiano, especialmente para aquellos cristianos que no se enredaron en las salvajes
disputas metafísicas de las escuelas. En efecto, desde una perspectiva cristiana se veían
las ideas platónicas como una inspiración positiva, y se otorgaba una importancia
mística a sus escritos. Por lo tanto, muchos intelectuales del Renacimiento dieron la
bienvenida a su reintroducción.
El platonismo no sustituyó al aristotelismo, ni por asomo; pero el interés que suscitó
tuvo el efecto de debilitar la autoridad del otro, y dio a posteriores filósofos y
científicos, sobre todo a los del siglo XVII, una menor dificultad a la hora de rechazarlo.

Se puede fechar este renovado interés por el platonismo en un acontecimiento


específico en un lugar específico: Florencia, 1439. En el año anterior, un concilio
ecuménico se había trasladado a Florencia desde Ferrara debido a un estallido de peste
en esta ciudad. Este concilio, muy controvertido, tenía el objetivo explícito de salvar la
brecha entre las comuniones ortodoxa y católica, pero quedó enredado en toda una
serie de otros complejos asuntos, como los poderes del papado y las tensiones militares
entre el Sacro Imperio Romano y el Imperio otomano. Cosme de Médici, «el Viejo»,
gobernante de facto de Florencia y fundador de la dinastía familiar, era un hombre de
gran cultura, y aprovechó la oportunidad que le brindaba el cambio de ubicación del
concilio para dar la bienvenida a eruditos bizantinos que acompañaban a los
embajadores de Constantinopla. Uno de ellos fue Georgios Gemistos (1355-1452), más
conocido como Pletón.

Pletón era el más importante erudito de Bizancio en aquella época, y también un


neoplatónico. En 1439 dio una conferencia en Florencia acerca de Platón y de las
diferencias entre este y Aristóteles, siempre a favor de Platón y en descrédito de
Aristóteles. Las conferencias se publicaron posteriormente con el descriptivo título De
differentiis Aristotelis et Platonis. Como es lógico, este libro desencadenó la controversia,
en la que defensores de Aristóteles intentaron desacreditar a Platón afirmando que el
platonismo era en realidad una religión que rivalizaba con el cristianismo. Tal fue la
acusación lanzada contra Pletón por Jorge de Trebisonda, un vehemente aristotélico que
ejerció durante un tiempo de secretario del papa Nicolás V, a su vez un entusiasta de
Aristóteles. El libro de Jorge, Comparatio philosophorum Aristotelis et Platonis, al cual
replicó el cardenal Basilio Besarión, exdiscípulo de Pletón, en su In calumniatorem
Platonis [Contra el calumniador de Platón], es una mezcla de enorme erudición y
polémica rabiosa, casi lunática.2

Pero Pletón había logrado ya el efecto deseado: había estimulado vitalmente el interés
en Platón, así como el de estudiar griego a fin de leerlo en su idioma original. La caída
de Constantinopla ante los otomanos en 1453 lanzó a sus eruditos a la diáspora. Entre
ellos se encontraba Juan Argirópulo (1415-1487), quien anteriormente había estudiado
en Padua y ahora regresaba a Italia como su lugar de exilio deseado. Se estableció en
Florencia, donde dio clases tanto de griego como de filosofía. Uno de sus discípulos fue
Marsilio Ficino, quien traduciría las obras de Platón al latín y dirigiría la Academia
platónica fundada y financiada por Cosme de Médici en Florencia. Ficino también
tradujo obras de Plotino, Porfirio, Jámblico... y, de un modo menos afortunado, quizá, el
Corpus Hermeticus, que desempeñó un importante papel en el auge de las «ciencias
ocultas», entonces y con posterioridad.

La Academia platónica era más un club que una universidad, pero fue el cuerpo de
difusión de ideas platónicas más influyente de la Europa del siglo XV. El papel de Ficino
en ella fue crucial. Además de traducir todas las obras de Platón al latín, escribió un
libro titulado Teología platónica, que era a la vez una introducción al neoplatonismo y
una argumentación a favor de su coherencia con el cristianismo. Decía que las almas
humanas eran, en su inmortalidad, el vínculo entre el mundo abstracto de las ideas y el
mundo material, y que son lo que confiere al ser humano su dignidad especial.
Inspirado por la idea platónica del ascenso hacia el amor del bien en El banquete, acuñó
el término «amor platónico» para describir el amor del alma por Dios cuando, tras
ascender por niveles de conocimiento, alcanza el contacto directo con Él.

El deseo de Ficino de sintetizar la filosofía platónica, el hermetismo y el cristianismo


lo compartía su alumno Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494) quien, en su corta
vida, dio un enorme impulso tanto al humanismo como al ocultismo.

Pico era un aristócrata, el hijo más joven de una familia que gobernaba en Concordia y
en Módena, en Italia, relacionada con toda una panoplia de las mejores casas italianas:
los Sforza, los Este y los Gonzaga. Fue precozmente brillante y su madre deseaba que
entrase en la Iglesia, algo que iba en contra de su inclinación natural. Ella murió
mientras él estudiaba en Bolonia, lo que le dejó libre para seguir su vocación de estudiar
filosofía, primero en Florencia y posteriormente en París. Sus estudios fueron eclécticos
y, además de filosofía, latín y griego, adquirió conocimientos de hebreo y árabe, y se
familiarizó con las ideas caldeas y zoroástricas, así como con el misticismo de la cábala
(en hebreo, Qabbalah).

A su regreso de París a Florencia, Pico conoció a Marsilio Ficino y estudió con él.
Ficino le presentó a Lorenzo de Médici. El primer encuentro entre Pico y Ficino tuvo
lugar un día que Ficino había señalado, por medios astrológicos, como el más propicio
para publicar sus traducciones de Platón. Pico era un escéptico en cuanto a la astrología,
pero esta diferencia de opinión no se interpuso en su relación, ni en la admiración que
Lorenzo de Médici sentía por él.

En efecto, sin el apoyo de Lorenzo es poco probable que Pico hubiese sobrevivido los
siguientes pasos de su carrera, el más inmediato de los cuales fue un lío amoroso con
adulterio incluido que casi acaba con su muerte a manos del furioso marido. Más
arriesgado aún, si cabe, era su plan de desafiar en Roma a todos los eruditos de Europa
a debatir sus 900 tesis, una obra que había comenzado a escribir ya en París y que desde
entonces se había ampliado con sus estudios de tratados sobre la magia, la cábala y los
textos herméticos. Esta variada suma de fuentes tenía una base platónica, como
demuestra el ensayo que escribió para acompañar y explicar la intención de las tesis, el
Discurso sobre la dignidad del hombre.

Pico abre su Discurso con estas palabras: «Tengo leído, Padres honorabilísimos, en los
escritos de los Árabes, que Abdalah sarraceno, interrogado qué cosa se ofrecía a la vista
más digna de admiración en este a modo de teatro del mundo, respondió que ninguna
cosa más admirable de ver que el hombre. Va a la par con esta sentencia el dicho aquel
de Mercurio: “Gran milagro, oh Asclepio, es el hombre”». Aunque en gran parte la
intención del Discurso era legitimar la inclusión sincrética de la cábala y de otras
sabidurías presuntamente místicas y antiguas en el pensamiento cristiano, su principal
efecto fue una vitalista celebración de la valía de lo humano y de todo aquello asociado
en el mundo con la vida (un cambio de 90 grados en el enfoque con respecto a la
ansiedad por intentar acceder sano y salvo a la otra vida, costase lo que costase). Esto es
clave para el humanismo durante el Renacimiento. Se ha descrito el Discurso de Pico
como un texto fundamental a la hora de reflejar su esencia.

Entre las disciplinas que había que impulsar y celebrar, dijo Pico citando a Platón,
estaban las matemáticas. En el Renacimiento había una asociación íntima, en la mente
de mucha gente nerviosa, entre las matemáticas y las artes ocultas; a menudo se
empleaban los términos calcular y conjurar de modo intercambiable. Legitimar las
matemáticas equivalía a legitimar todas las demás disciplinas sospechosas. Pico
sostenía que buscar conocimiento allá donde fuese menester elevaba al ser humano por
encima del resto de la creación y lo acercaba a Dios, de igual modo que Platón había
sostenido que el conocimiento de las Formas, y en especial de la Forma del Bien, era la
gran aspiración de la labor filosófica.

Cuando Pico ensalzaba las virtudes filosóficas de las matemáticas, estaba


mostrándose de acuerdo con su coetáneo, algo mayor, Nicolás de Cusa (1401-1464), el
erudito y místico alemán que consideraba las matemáticas el conocimiento más elevado,
porque es el único cierto. Esto colocaba el esquema de conocimiento de Platón por
encima del interés empírico de Aristóteles en las ciencias naturales. Preferir Platón a
Aristóteles no impidió que Nicolás se apoyase en la metodología empírica a ciertos
efectos; a él se le atribuye la idea de medir el pulso de un paciente mediante un reloj de
agua. Pero el interés de Pico en la numerología y en las implicaciones místicas del
alfabeto lo colocan en la tradición del platonismo que se toma algunas libertades con
respecto al Timeo, y del uso por parte de Platón de la técnica de exponer sus doctrinas
como revelaciones de deidades, para enfatizar lo místico y lo revelado antes que lo
empírico.
Puede resultar contradictorio que la valorización del humanismo no sea el principal
legado de Pico, lugar que ocupa la rama de cabalismo cristiano que contribuyó a
impulsar. Ramon Llull, en la España del siglo XIII, había sido el primero en interesarse
en las posibilidades cristianas de la cábala, pero Pico dio a la idea mayor circulación. Le
siguieron, en los siglos siguientes, Johannes Reuchlin, Paolo Riccio, Athanasius Kircher
y algunos más. Para Pico en persona, así como para la Academia platónica de Florencia,
las turbulentas circunstancias políticas de finales del siglo XV conllevaron el fin del
mecenazgo florentino al platonismo. Cuando Lorenzo de Médici murió en 1492 —un
año de grandes acontecimientos: expulsión de musulmanes y judíos de España;
«descubrimiento» del Nuevo Mundo por Colón; publicación de Sobre los errores de
Plinio, de Leoniceno; amenazas francesas de invasión de Italia (se harían realidad en
1494)— se clausuró la Academia platónica y, al cabo de solo dos años, Pico y su
compañero humanista Angelo Ambrogini, «Poliziano» (1454-1494), habían muerto en
extrañas circunstancias, con toda probabilidad asesinados.

HUMANISMO EN EL RENACIMIENTO

Hoy en día, en inglés, la palabra humanist tiene la connotación de una persona con una
perspectiva no religiosa de la ética. En el contexto renacentista, su connotación era la de
eruditos e intelectuales que creían que los studia humanitatis de retórica, gramática,
historia, poesía y ética contribuirían a desarrollar ciudadanos bien formados y
dedicados a una inteligente vita activa. La fuente e inspiración para las materias de estos
estudios eran, de un modo explícito, la Antigüedad clásica, así como el rechazo a la
escolástica medieval. Los líderes del nuevo movimiento vieron expresamente el
redescubrimiento y la nueva valoración de la cultura intelectual de la Antigüedad
clásica como un renacimiento —renaissance—, y su rasgo característico y crucial era el
humanismo.

Se denomina «padre del humanismo» al poeta y diplomático del siglo XIV Francesco
Petrarca (1304-1374), debido a que su coleccionismo de antiguos manuscritos, su
defensa del valor del pensamiento y las letras clásicas, y su descripción del periodo
transcurrido entre la Antigüedad clásica y el redescubrimiento de sus valores en su
propia época, como «Edad Media», lo convierten en el promotor consciente de una
nueva perspectiva. Su enorme fama como poeta en su propio tiempo contribuyó a
extender su influencia y a inflamar en otros corazones una pasión similar por el pasado
clásico, que incluía el entusiasmo por el descubrimiento de manuscritos olvidados en
monasterios y polvorientos archivos, y el impulso de su traducción y publicación: un
entusiasmo compartido, con excelentes consecuencias, con otros como el amigo de
Petrarca Giovanni Boccaccio, el ciceroniano Coluccio Salutati y, más tarde, Poggio
Bracciolini.
Boccaccio (1313-1375) es famoso por el Decamerón, una colección de cuentos
ingeniosos, perspicaces y a veces obscenos, escritos en un tono naturalista en italiano
vulgar. La signoria (el consejo regente estatal) de Florencia le encargó proporcionar
hospitalidad a Petrarca cuando este último visitó la ciudad en 1350, y se convirtieron
rápidamente en amigos. Petrarca animó a Boccaccio a estudiar literatura clásica,
Boccaccio se refirió a él como «mi amigo y maestro», y el fruto fue su enciclopedia de
mitología griega y romana, la Genealogia Deorum Gentilium, un texto clave para el
humanismo y el arte renacentistas.

Coluccio Salutati (1331-1406), gran canciller de Florencia, de quien su archirrival


Giangaleazzo Visconti, duque de Milán, decía que cada una de sus cartas era más
peligrosa que mil caballeros, modeló su bello estilo literario a imagen de Cicerón, y se
gastó una fortuna coleccionando manuscritos antiguos. Gracias a ello descubrió las
Epistulae ad familiares [Cartas a la familia] de Cicerón, que contienen comentarios y
argumentaciones en torno a la pérdida de las libertades republicanas romanas. La obra
tardía de Salutati De Tyranno [Sobre el tirano] debe mucho a las ideas de Cicerón. Fue
un generoso impulsor de sus contemporáneos jóvenes con más talento, entre ellos
Poggio Bracciolini (1380-1459).

Debemos a Bracciolini uno de los mayores descubrimientos realizados gracias al


rastreo de viejas bibliotecas y archivos monásticos. Envió exploradores en todas las
direcciones en busca de manuscritos: a Alemania, Suiza y Francia, además de por toda
Italia, y recuperó una gran cantidad de obras perdidas, de las que, de lejos, la más
importante fue De rerum natura, de Lucrecio. Su puesto de secretario papal resultó de
gran ayuda en esta tarea, y como consecuencia se hizo rico; la venta de un manuscrito
de Tito Livio financió la compra de una lujosa mansión en el valle del Arno, que él llenó
de antigüedades.

Bracciolini se enzarzó en una célebre disputa con el filólogo Lorenzo Valla (1407-
1457), cuyo trabajo sobre la elegancia de la literatura en latín, su defensa de Epicuro y
del placer, y su denuncia de la fraudulenta Donación de Constantino, mediante una labor
detectivesca del lenguaje, lo hicieron famoso. Valla sostenía que se debía someter los
textos bíblicos a los mismos análisis filológicos que los textos de los autores clásicos.
Bracciolini contraatacó afirmando que la literatura secular y la literatura divina debían
tratarse de modo diferente. Su enfrentamiento tuvo lugar en una serie de detalladas
publicaciones, y acabó —aunque Bracciolini, en un momento, llegó a llamar «demente»
a Valla por pensar como lo hacía— con ambos autores convirtiéndose en amigos. Las
ideas de Valla acerca de la aplicación de la crítica radical a los textos bíblicos no se
harían realidad hasta el siglo XIX, en Alemania.
El poeta y erudito Poliziano, mencionado antes en conexión con Pico della Mirandola,
fue un innovador en el estilo en latín, como Salutati en el siglo precedente. Tradujo a
Homero, Epicteto, Galeno y Plutarco al latín, y publicó ediciones de Virgilio y Catulo
que intentaban ser precisas. Fue tutor de los hijos de Lorenzo de Médici, y Ficino le
invitó a dar clases de literatura clásica en la Academia platónica. Allí influyó en muchos
alumnos procedentes de toda Europa, impulsó el interés por Ovidio y Plinio el Joven,
entre otros, e insistió en una mayor precisión en las traducciones y en la edición de los
textos clásicos.

Como muestran estos retratos de los humanistas más importantes, el humanismo


renacentista era, por encima de todo, un movimiento educativo. La Academia platónica
de Florencia no era sino una expresión más de esto. En Ferrara, el brillante maestro
Guarino Veronese (1374-1460), también conocido como Guarino de Verona, enseñaba
griego, traducía a Estrabón y Plutarco, y escribía comentarios acerca de varios autores
clásicos, incluidos Aristóteles y Cicerón. Había estudiado en Constantinopla para
mejorar sus conocimientos de griego, y regresó a Italia llevando consigo una valiosa
colección de manuscritos de textos clásicos. En Mantua, Vittorino Rambaldoni (1378-
1446), también conocido como Vittorino da Feltre, desarrolló nuevos métodos de
enseñanza de las lenguas clásicas y sus literaturas. Como Guarino, a menudo pagaba de
su propio bolsillo la educación de sus alumnos más pobres. Su fama como profesor
impulsó a muchas de las personalidades más importantes de Italia, entre ellos
Bracciolini, a enviar a sus hijos a su escuela, que constituyó, en realidad, el primer
internado no religioso de Europa. Uno de sus discípulos más famosos fue Federico da
Montefeltro, posteriormente duque de Urbino, cuya característica nariz aguileña es un
poderoso rasgo del retrato que le pintó Piero della Francesca. Federico ganó dinero para
su ducado ofreciéndose como condottiere, un general mercenario a la cabeza de su
propio ejército; sin embargo, las enseñanzas de Vittorino obviamente surtieron efecto,
porque Federico tenía el hábito de hacerse leer textos clásicos, sobre todo filosóficos,
todas las mañanas, al desayunar, en el campamento.

Los educadores humanistas creían que la literatura clásica proporcionaba disciplina


intelectual, entrenamiento moral y gustos civilizados. Se la consideraba especialmente
formativa para quienes estaban destinados a ocupar puestos de liderazgo en sociedad y
en la cultura. Este ideal persistió durante mucho tiempo, y tan solo se ha abandonado
recientemente en favor de objetivos más prácticos y ordinarios. Como sugieren los
ejemplos de Guarino y Vittorino, los studia humanitatis eran sobre todo, aunque no
exclusivamente, característicos de la educación de escuela más que de la de
universidad; mucha más gente asistía a la escuela que a las facultades, y en las
universidades aún predominaban los estudios de derecho, de medicina y de teología,
así como las disputas de metafísica y lógica que subyacían en el corazón de la filosofía.
Pero incluso en las universidades, el estudio de griego y de poesía y retórica clásicas iba
ganando terreno, y se invitó a muchos grandes humanistas a dar conferencias —o se
convirtieron en profesores— de universidades, como Guarino, que fue profesor de
griego en la Universidad de Ferrara.

Supuso, sin embargo, una ventaja para las ciudades que aquellos que recibieran una
educación humanista fueran más susceptibles de convertirse en cancilleres de las
ciudades-Estado o secretarios papales en lugar de en profesores universitarios, porque
extendieron la perspectiva liberal y los horizontes más amplios de miras a los asuntos
prácticos. Y no solo los cancilleres y secretarios, sino que los príncipes y papas mismos
recibieron esta educación, y no pocos de ellos fueron mecenas de la educación
humanista y de la cultura cuando les llegó su turno.

A mediados del siglo XV, la invención por parte de Johannes Gutenberg de la


imprenta de tipo móvil proporcionó un tremendo ímpetu al comercio de libros; en
pocas décadas, todas las grandes ciudades de Europa tenían una o más imprentas, y se
calcula que hacia finales de siglo habían salido de ellas unos veinte millones de libros,
entre los cuales cientos de ediciones de textos clásicos traducidos y editados por
humanistas. Pero, en realidad, la industria del libro había empezado a florecer incluso
antes de esto; la demanda de copistas y escribas había aumentado drásticamente y se
habían introducido nuevos métodos de escritura para que copiar fuese más rápido y
legible. La elaborada caligrafía gótica, que había sido suficiente para las bibliotecas
monásticas y los ricos coleccionistas privados, dio lugar a una forma de minúscula
inventada por Bracciolini (quien creía que las minúsculas originales eran romanas,
aunque en realidad eran carolingias) y a una popular y muy extendida cursiva
inventada por Niccolò de Niccoli (1364-1437), uno de los humanistas que florecieron
bajo el mecenazgo de Cosme de Médici el Viejo, y que sumó a su invención caligráfica
una técnica eficaz para editar textos mediante párrafos y capítulos, con índices de
contenidos en el encabezado. Cuando la imprenta comenzó a extenderse, la letra itálica
de Niccoli fue la forma más habitual de caligrafía empleada. La minúscula de
Bracciolini es, sin embargo, el ancestro directo de los tipos de fuente que ahora nos
resultan más conocidos.

La relación entre humanismo y filosofía en el Renacimiento se percibe más claramente


en términos de ética y teoría política, que, junto con la oeconomia, formaban un todo. La
fuente de esta idea era un conjunto de textos aristotélicos: la Ética nicomáquea, la Política
y una obra de título Oeconomica, atribuida a Aristóteles pero no escrita por él (a su
autor, desconocido, se le conoce por ello como Pseudo Aristóteles). Aristóteles mismo
había concebido ética y política como un continuo, y sus comentaristas posteriores
siguieron su ejemplo al reconocer la combinación tripartita de disciplinas como
constitutiva de la «filosofía práctica». En el Renacimiento, tanto aristotélicos como
platónicos continuaron con esta tradición, que persistió hasta el siglo XVII.

Había un elemento natural en esta idea de que cada rama se relacionaba con las otras
de un modo lógico: el individuo, el hogar y el Estado eran los temas, respectivamente,
de la ética, la economía y la teoría política. Alberto Magno había descrito la conexión
entre ellas en términos de relaciones de un individuo: la relación de un individuo
consigo mismo; un individuo y sus relaciones domésticas con la familia, y un individuo
en sus relaciones civiles con la sociedad. El discípulo de Alberto, Tomás de Aquino,
desarrolló esta idea de la sociabilidad natural del ser humano en su comentario a la
Ética nicomáquea de Aristóteles, y su idea predominó durante todo el Renacimiento.

Lo que añadió el Renacimiento fue la intensificación del interés por la propia


naturaleza humana, dado que esta era la base de la filosofía práctica. Petrarca sería el
primero en apartarse de la lamentación por las miserias del hombre —el «valle de
lágrimas» en el que se centraba el cristianismo medieval— y en celebrar, en lugar de
ello, la dignidad humana. Lo hizo en su De remediis utriusque fortunae (traducido como
Petrarch’s View of Human Life [La idea de vida humana en Petrarca], por Susannah
Dobson en 1791), un conjunto sabio y en ocasiones ingenioso de 254 diálogos, a través
de los cuales desarrolla un tema estoico de moderación y resiliencia.

El tema de «la dignidad del hombre» había sido tratado previamente por el papa
Inocencio III (1160-1216), quien, en el prefacio a uno de sus escritos acerca de la miseria
de la condición humana, afirmó que deseaba equilibrar su narración acerca de esta
materia con algo más positivo, pero que no había conseguido del todo su propósito.
Petrarca y Pico della Mirandola fueron tan solo dos de los que aceptaron el desafío:
hubo nuevos tratados, que a su vez provocaron respuestas en sentido contrario, que
repetían la idea de que la vida de la carne no tiene dignidad ni felicidad. Uno de los que
así respondieron fue Poggio Bracciolini en De miseria humanae conditionis [Sobre lo triste
de la condición humana].

El debate sobre la naturaleza humana implicó comparaciones entre los humanos y


otros animales. Fue una idea común que el hombre es «el hijastro de la naturaleza»,
porque es el único ser de la creación que nace indefenso y desnudo, sin garras ni
colmillos afilados, sin rapidez o la protección de un caparazón, etcétera, pero con un
don: el de la inteligencia. Ficino sostenía que la posesión de inteligencia equipara al
hombre a un dios, pues implica que puede explotar todas las ventajas de los demás
animales —la fuerza del buey, la velocidad del caballo, la lana de la oveja para
calentarse—, mientras que los animales solo pueden emplear la ventaja que les dio la
natu-raleza.
La supuesta superioridad del hombre no estuvo carente de desafíos. Un monje
franciscano que se convirtió al islam, Anselm Turmeda, quien como Abd-Al·lah at-
Tarjuman se convirtió en visir o secretario en Túnez, escribió una ingeniosa narración
de una disputa entre él y un asno en torno a la cuestión de quién era más noble.
Turmeda señala que los humanos comen carne de otros animales; el asno le responde
que los gusanos se comen la carne del humano en la tumba. Los temas se van
sucediendo sin ventaja para el hombre hasta que Turmeda —con su marco mental de
monje franciscano aún intacto— señala que Dios en persona creó al ser humano, y
obliga así al asno a darse por vencido.

Se tomó la encarnación de Cristo como un punto clave a la hora de ensalzar la


dignidad del ser humano; Dios mismo había glorificado la naturaleza humana al
convertirse en hombre a fin de que se cumpliese su plan universal. Había paralelismos
que celebrar; como la Trinidad, el alma humana posee tres partes: intelecto, memoria y
voluntad. Un platónico podía modificar ligeramente esto al citar la razón, el espíritu y el
apetito platónicos como las tres divisiones del alma. Nicolás de Cusa afirmaba que los
poderes de la imaginación y la creatividad humanas reflejaban el poder de la deidad al
crear el mundo; el ser humano era la deidad de su mundo mental, creado por sí mismo.
Se citaba el libro de Génesis, del Antiguo Testamento, para probar que Dios había
investido al hombre como dios de su mundo sublunar, al darle dominio sobre todas las
cosas.

Quizá la consecuencia lógica de estas ideas cada vez más autocomplacientes acerca de
la dignidad del hombre como criatura cuasidivina fue la idea de Pico de que el hombre
puede crearse a sí mismo, puede ser lo que desee ser y puede ocupar cualquier posición
en el esquema de las cosas, de la más inferior a la más elevada. Esto implica que no hay
un lugar predestinado para el ser humano, sino, en su lugar, una atalaya
cuasisobrenatural situada en el exterior, por encima y apartada de las demás cosas, una
atalaya heroica como observador y espejo del mundo. Esta es la idea de Charles de
Bovelles (1475-1566). La carta dedicatoria de su Liber de Sapiente [Libro del sabio] reza:
«Cuando preguntaron a la pitonisa de Apolo en qué consistía la verdadera y más
excelsa sabiduría, se dice que respondió: “Hombre, conócete a ti mismo”». Añade que,
dado que los Salmos afirman que la mayor estupidez del ser humano es la ignorancia
de sí mismo, es evidente que el que el ser humano se conozca a sí mismo es conocer
algo elevado.

Esta idea exaltada de la naturaleza humana impulsada por el humanismo renacentista


halló su insolente opuesto en la Reforma del siglo XVI y en la lúgubre afirmación, por los
protestantes, de la naturaleza caída en desgracia de la humanidad, consecuencia del
pecado de Adán en el Edén. Una enseñanza clave del calvinismo, por ejemplo, es que la
irremediable corrupción e impotencia del hombre solo pueden redimirse por la gracia
de Dios; las hermosas frases de Pico y de Bovelles son falsas, pues el hombre nace
mortalmente enfermo y solo se lo puede rescatar mediante el sacrificio de Jesús en la
cruz. En términos no tan apocalípticos, el escepticismo racional de Michel de Montaigne
(1533-1592) también contribuyó a desinflar las presunciones de la tradición de la
«dignidad del hombre»; señaló que quienes afirman una excelencia exclusiva de los
seres humanos porque caminan erguidos y pueden mirar a las estrellas, mientras que
las bestias miran hacia abajo y solo ven el suelo, se han olvidado de los camellos y de
los avestruces, a los que su bipedestación erguida y sus largos cuellos los colocan más
cerca que los humanos de las estrellas.

Los humanistas del Renacimiento eran cristianos, al menos en cuanto a profesión y


práctica, pensasen lo que pensasen en privado, puesto que no había vida fuera de la
religión. Pero no cabe duda de que una buena parte de ellos creía suficientemente en las
enseñanzas cristianas como para creer que el máximo bien para la humanidad era
alcanzar el paraíso tras la muerte o, al menos, un periodo no demasiado largo en el
purgatorio hasta librarse de los pecados adquiridos por las exigencias de la naturaleza
humana y las presiones de un mundo injusto. Aristóteles había enseñado que el
máximo bien, el summum bonum, era la felicidad, eudaimonia, que el Renacimiento
identificó con la vida eterna en presencia de Dios, tal y como se prometía a los fieles y
virtuosos como recompensa. Pero era muy típico del optimismo humanista pensar que
aunque la auténtica felicidad solo podía ser la póstuma, recién descrita, se puede lograr,
empero, un tipo de felicidad en este mundo, un reflejo o imitación, evidentemente
erróneo e imperfecto, de la suprema felicidad póstuma. Oficialmente, por así decirlo, se
sostenía que esto resultaba más fácil de lograr para los sabios y personas cultivadas,
cuya relación con Dios, mientras se encuentran en este mundo, es ejemplar; sin
embargo, el arte del Renacimiento cuenta una historia más generosa con respecto a las
fuentes de placer y alegría, como, por ejemplo, la contemplación de la belleza.

Conviene recordar que, durante los primeros siglos de historia de su religión, los
cristianos esperaban el regreso inminente de su Mesías y la instauración del Reino de
Dios. San Pablo había prometido que «los santos no verían corrupción» —es decir, que
los santos, entre ellos los mártires, no se pudrirían en sus tumbas— antes del Segundo
Advenimiento. Es por esto por lo que las Escrituras enseñan que uno debería entregar
todo lo que posee, pues no se precisan posesiones en el Reino; uno no debería hacer
planes («no os angustiéis por el mañana»), pues no habrá un mañana; ni debería uno
casarse, pues no tiene sentido ni hay tiempo para criar una familia. Los anacoretas y
hesicastas que se retiraban al desierto para huir de la tentación y obedecer esas
instrucciones fueron de los pocos que intentaron estar a la altura del reto. Pero cuando,
en el siglo IV, el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio romano, y los
cuerpos de los santos, desenterrados para colocarlos en iglesias en las que se esperaba
que obrasen milagros, aparecieron descompuestos, se hizo necesaria una nueva teoría:
así se tomó prestada la doctrina de la inmortalidad del alma del neoplatonismo.

Pero aquella no era la única necesidad. Las enseñanzas de las Escrituras eran
imposibles de cumplir; se requería una idea ética más adaptada a una esperanza de vida
humana normal. El único lugar del que se la podía tomar prestada era la «filosofía
pagana». San Basilio de Cesarea, el Grande (330-379), mostró cómo; en A los jóvenes.
Cómo sacar provecho de la literatura griega, aconsejaba el uso selectivo de escritos
filosóficos paganos como ayuda a la reflexión acerca de la virtud, y afirmaba que si
escogían textos compatibles con el cristianismo y los veían como «el reflejo del sol en el
agua antes de ver el sol mismo» serían de provecho. Otros Padres de la Iglesia le
siguieron, y prefirieron, en general, el estoicismo y el platonismo al aristotelismo y
epicureísmo como fuentes de inspiración. Las ideas éticas de Aristóteles resurgieron
gracias a Tomás de Aquino, pero durante el Alto Renacimiento se comenzó a admirar a
Cicerón y Séneca, y Erasmo de Róterdam (1466-1536) afirmaba que Cicerón ganaba en
la comparación con muchos cristianos, por lo que merecía ser llamado «san Cicerón».
Estas ideas se extendieron ampliamente, e impulsaron a un comentarista a sostener que
Dios había permitido que sobrevivieran los escritos de los paganos precisamente como
advertencia a los cristianos de sus fallos en la comparación.

Pero el debate no tenía un solo bando, en absoluto: Salutati, reflexionando acerca de la


filosofía moral pagana, señaló que a los antiguos les había preocupado la acción
externa, mientras que al cristianismo le preocupa la conciencia interna. Otros llevaron
más allá el razonamiento y afirmaron que, para los paganos, la elección ética dependía
de la razón, pero que para los cristianos lo que cuenta es el tema, muy superior, de
cómo opera en ellos el Espíritu Santo. Esto llevó a algunos pensadores a rechazar,
finalmente, la idea de que la ética clásica y el cristianismo podían ser compatibles y
mutuamente útiles. Matteo Bosso (1427-1502) sostenía que la filosofía no ofrece nada en
cuanto a ética porque carece de la luz divina de la sabiduría de Cristo. Lorenzo Valla y
otros se mostraron de acuerdo. Cuando la Reforma se asentó, a mediados del siglo XVI,
una buena cantidad de teólogos protestantes se sumó a esta opinión.

Pero los protestantes se vieron tan divididos en torno a esta cuestión como los
católicos. El luterano Felipe Melanchthon (1497-1560) sostenía que, aunque el Pecado
Original y la necesidad de redención a través de la fe en Cristo eran los temas centrales
del cristianismo, el uso de la razón a fin de comprender y seguir las leyes de la
naturaleza mientras se está vivo es coherente con la voluntad divina, dado que Dios
proporcionó al hombre la razón para hacerlo. El propio Lutero había seguido a san
Pablo cuando había distinguido entre lo que corresponde a Dios y lo que corresponde al
César, y la implicación era que en esta vida en el mundo es necesario seguir los dictados
de la razón moral. La consecuencia fue que, por cortesía de Melanchthon, algunos
profesores y educadores protestantes se creyeron con licencia para usar la filosofía
pagana como complemento de las Escrituras, siempre que no se contradijeran.

En términos generales, Lutero se mostraba de acuerdo con esto, aunque juzgó


necesario atacar el uso que los filósofos escolásticos hicieron de la ética aristotélica, que
veía como una negación de la doctrina de la gracia. Como se encontraba solo en su
crítica hacia los aristotélicos, más que hacia el propio Aristóteles, una rama de estudios
comparativos entre Aristóteles y las Escrituras se convirtió en tema fijo del debate
filosófico-teológico del siglo XVI. A los platónicos que había entre los humanistas les
resultaba más fácil reconciliar su admiración por Platón con su compromiso con las
Escrituras, pues su noción del Bien supremo era fácilmente identificable con la idea
cristiana. Al fin y al cabo, Platón había enseñado una y otra vez —en el Fedón, en la
República, en El banquete— que tan solo en su estado desencarnado el alma puede
contemplar perfectamente el Bien supremo, algo que es escasamente distinguible de la
definitiva felicidad suprema póstuma de la vida eterna con Dios. Entre los aspectos de
las ideas platónicas que resultaban más atractivos para los cristianos humanistas estaba
su teoría del amor, expuesta en El banquete, pues encajaba perfectamente con la
optimista doctrina de su fe de que Dios es amor, y de que las almas se elevan al abrazo
de su amor a través del amor.

Aristóteles era aún la figura predominante en los estudios de ética en las


universidades; se seguían escribiendo comentarios sobre su Ética nicomáquea, y se
seguían publicando muchísimos tratados morales basados en ella. Algunos de estos
tratados y comentarios se escribían en estilo escolástico; otros, en el más accesible y
agradable estilo humanista. Un ejemplo de estos últimos es el Moralis in Ethicen
introductio, de Jacques Lefèvre d’Étaples (1455-1536), una lectura grácil y amena llena de
ejemplos tomados de la literatura y de la Biblia para ilustrar las ideas de Aristóteles. Fue
un erudito que, entre otras cosas, escribió introducciones a las obras científicas, éticas,
políticas, lógicas y metafísicas de Aristóteles; publicó el De Arithmetica de Boecio y
tradujo la Biblia. Fue uno de los más destacados importadores del humanismo en
Francia.

El estoicismo y el epicureísmo no fueron tan influyentes en el Renacimiento como lo


fueron el platonismo o el aristotelismo, pero eran conocidos. El estoicismo influyó en
algunas personas, pero el epicureísmo solía tener mala fama, porque su identificación
del placer con el bien máximo, incluso cuando se entendía a qué se refería por «placer»,
estaba mal vista. Aquellos que defendían a Epicuro y argumentaban que solían
criticarlo, con frecuencia, quienes nunca lo habían leído, acostumbraban a comprobar
que ese esfuerzo se añadía a otras acusaciones contra ellos. Dos de estas personas,
Giordano Bruno (1548-1600) y Giulio Cesare Vanini (1585-1619) fueron ejecutadas en la
pira.

El Renacimiento fue un periodo no tanto de debate ético original como de esfuerzos


destinados a reconciliar la filosofía moral con la doctrina cristiana o bien a rechazarla.
En el primer caso, lo mejor que se consiguió fue abrir un espacio dentro del cual se
podían aplicar los preceptos ricos y maduros de los filósofos paganos a la vida en este
mundo, dejando que las Escrituras lidiaran con lo que se exigía para la siguiente vida.
Al mismo tiempo, es difícil negar que el espíritu humano que respiraba la filosofía de la
antigüedad pagana tuvo mucho que ver con el espíritu humanista del Renacimiento.
Erasmo proporciona un ejemplo perfecto de alguien que pudo reconocer esto de
conformidad con su catolicismo ortopráctico. Y el foco sobre la naturaleza humana y
sobre las nuevas ideas acerca de la posibilidad de hallar alegría y satisfacción en esta
vida proporcionó un ímpetu a la pintura, a la escultura y a la poesía sin el cual no
existiríamos. Esa es, sin duda, la mayor contribución del pensamiento humanístico y
ético del Renacimiento.

PENSAMIENTO POLÍTICO DEL RENACIMIENTO

Las ciudades-Estado italianas del Renacimiento habían evolucionado durante siglos;


como mínimo desde el siglo XI, para cuando muchas habían comenzado a asumir
formas reconocibles como comunas independientes con sus propios sistemas de
gobierno establecidos. Con ellas había crecido una literatura de consejos, tanto para las
comunas como para sus líderes y administradores, con respecto a los objetivos y el arte
del gobierno.

Nominalmente, las ciudades-Estado formaban parte del Sacro Imperio Romano, y


para el siglo XIII, el estudio del derecho romano en las universidades medievales había
llegado a tal punto de sofisticación que el vasallaje del emperador sobre sus dominios
era, al menos en teoría legal, incuestionable. Resultaba paradójico que las ciudades-
Estado eran, en contraste, independientes de facto, y también republicanas de facto. A lo
largo del Renacimiento, muchos de los gobernantes de las ciudades-Estado acabaron
adquiriendo títulos de duque y de príncipe, y en lugar de celebrar elecciones para el
cargo de magistrado (podestà, «el que tiene el poder») los ducados y principados se
hicieron hereditarios. No todos: los dogi (duques) de Venecia fueron siempre cargos
electos, aunque solo por parte de sus iguales entre las ricas familias principales de la
ciudad. Pero incluso en el momento álgido del Renacimiento, en la Florencia del siglo
XV por ejemplo, el gobernante de facto —en este caso, Cosme de Médici el Viejo— ejercía
su poder bajo la cobertura de la signoria, y no se jactaba de su poder ni de la riqueza que
lo subrayaba. Sus sucesores se comportaron de un modo muy distinto.

Además del problema de la autoridad legal del emperador —y de reyes, reinas o


príncipes de toda Europa—, había habido durante mucho tiempo una idea correlativa,
basada en el argumento de san Pablo de que Dios designa a los gobernantes, y de que se
les debe lealtad y obediencia porque son los regentes temporales de Dios en la tierra.
Para las ciudades-Estado italianas no eran ideas simpáticas, de modo que el
redescubrimiento de Aristóteles, y en especial su Política, disponible en latín por
primera vez en la traducción de Guillermo de Moerbeke en 1260, fue especialmente
bienvenido. Su entusiasmo por el modelo de ciudad-Estado, su apoyo a los sistemas de
gobierno electivos y su loa a las virtudes de lo que llamaba «política» se encontraban en
sintonía con los sentimientos de los italianos. En su opinión, el mejor sistema para tener
un Estado practicable es uno en el que exista una gran clase media que medie entre los
más ricos y los más pobres, cuyos miembros estarán más inclinados a la imparcialidad,
la moderación y la justicia que ninguna otra clase, porque, dice, la gente de moderadas
posesiones «fácilmente [...] se sujeta a la razón». Por ello constituye «un cuerpo de
personas que actúa por el bien común».

Así pues, los comentarios acerca de Aristóteles y sus adaptaciones, por cuanto
respecta a la política, florecieron en forma de una nueva disciplina de «ciencias
políticas» que comenzó con Tomás de Aquino y continuó sin pausa hasta los clásicos de
Maquiavelo y posteriores. De acuerdo con las Escrituras, se sostenía que, mientras que
una «monarquía virtuosa» ha de ser la mejor forma de gobierno, porque imita el
gobierno monárquico de Dios sobre el mundo, en términos prácticos se veía el deseo de
paz y florecimiento económico como la justificación de los principios aristotélicos en la
doctrina de Estado. Así lo defendía Marsilio de Padua (1275-1342), quien fue incluso
más lejos que Aristóteles al sostener que la autoridad política final debía residir en el
pueblo. Su famoso tratado Defensor Pacis [Defensor de la paz], escrito durante la disputa
entre el papa Juan XXII y el emperador del Sacro Imperio, Luis IV de Baviera, abogaba
por la separación entre los poderes imperial y papal —una idea secular— y apoyaba la
opinión de Aristóteles de que el propósito del gobierno es satisfacer la necesidad
racional del pueblo de una «vida suficiente». Uno de los principales argumentos que
empleaba a favor de la democracia era que, si el pueblo es la fuente última de las leyes,
estará más inclinado a obedecerlas.

Para desgracia de Marsilio, la cada vez mayor división y turbulencia de las ciudades-
Estado italianas hacía que su fe en la democracia pareciera fuera de lugar. En una
ciudad tras otra se sustituían formas de cuasidemocracia por oligarquías en muchos
casos hereditarias, de tal modo que la queja de Dante de que Italia había caído bajo el
dominio de los tiranos parecía, a principios del siglo XIV, totalmente cierta. Sin embargo,
Petrarca y muchos otros apoyaban este cambio, bajo la premisa de que uno de los
objetivos principales del gobierno es el mantenimiento de la paz y el orden a fin de que
florezcan las vidas individuales. Influidos por los modelos clásicos y los ideales
humanistas, un elemento añadido era que el Estado debería buscar no solo la paz, sino
también la fama, el honor y la gloria. Esto no implicaba que fuera por medio de la
actividad militar, sino mediante el impulso a las artes y la cultura, el embellecimiento
de la ciudad y el logro de una vida elegante: se prefería lo que se denominaba virtus
más que la vis (fuerza).

Tal idea era totalmente opuesta a la argumentación de Tomás de Aquino de que la


búsqueda de gloria es dañina para el carácter de un príncipe, y de que, en realidad, es
«el deber de un buen hombre despreciar la gloria y los bienes temporales». En contraste
con esto, Petrarca señalaba, en su carta acerca del gobierno a Francesco da Carrara, que
su consejo está precisamente dirigido a mostrar el camino hacia «la fama y gloria
futuras».

Tomás de Aquino había asumido, en común con otros pensadores de la escolástica,


que a menudo había que lograr la paz mediante el uso de la fuerza, razón que le
impulsó a escribir sobre la teoría de la «guerra justa», empleando ideas halladas en
Agustín. Los humanistas del Renacimiento temprano desdeñaban la idea de fuerza y
consideraban que la guerra era algo bestial e indigno de la humanidad civilizada.
Virtus, como característica más deseada en un gobernante, incluía justicia y
generosidad, así como libertad con respecto a la avaricia y el orgullo. Un gobernante así
nunca provocaría en su pueblo la insatisfacción, ni tampoco la animosidad de los
gobernantes o los pueblos de otros Estados. El retrato de Petrarca del gobernante con
virtus discurre en paralelo al modelo ofrecido por Cicerón en su De Officiis, donde
sostenía que el gobernante justo no hacía nada que dañara a su pueblo, sino que
mantenía las promesas que le hacía y se aseguraba así su amor y confianza. Esta fue,
pues, la primera imagen humanista de lo que debía ser un gobernante.

Sin embargo, la prosaica realidad volvió a ejercer presión. En la alabanza a la


grandiosidad de Florencia de su Laudatio Florentinae Urbis, Leonardo Bruni (1370-1444)
loó el arte, la arquitectura, la riqueza y la influencia de Florencia, y aseguró que todo se
debía a la libertad de la ciudad. Con esto quería decir dos cosas. Una, que Florencia era
capaz de defenderse de conquistas desde el exterior, y la otra era que sus instituciones
la protegían de ser tomada por una facción desde dentro. La rivalidad con el Milán de
los Visconti había convertido a Florencia en una potencia militar, lo que explicaba sus
defensas contra el exterior. La seguridad interna que tanto alababa Bruni era —así lo
aseguraba él— una función de su constitución mixta republicana. Los historiadores y
poetas de Roma habían insistido en que la gloria de la ciudad no comenzó hasta que se
libró de la tiranía de los reyes; esto proporcionó a Bruni una lección que él interpretó, en
sus propias palabras, como que «lo que concierne al pueblo lo ha de decidir el pueblo»,
y que la administración de justicia ha de ser escrupulosa.

Las ideas de Bruni diferían de las de Petrarca y los primeros humanistas de dos
modos. Por un lado, Petrarca veía la paz de la ciudad como lo que permitiría una vida
de otium, es decir, de gracioso disfrute en el que cultivar las artes y la cultura. Bruni se
alineaba con los más encallecidos humanistas que encomiaban a Cicerón y su vita activa.
En segundo lugar, Petrarca había impuesto el cultivo de virtus en el gobernante; según
Bruni, todo el mundo, en el Estado, debía cultivarlo, de tal manera que el ciudadano
ideal fuese aquel en el que justicia, prudencia, valor y templanza se combinasen.
También esto es Cicerón en estado puro.

La esperanza de que las ciudades pudieran adoptar o persistir en el modelo florentino


elogiado por Bruni duró poco; con cada vez más frecuencia, los gobiernos caían en
manos de oligarquías, primero, y de príncipes, más tarde. El papel de los escritores en el
gobierno cambió con los tiempos, y se centró en aconsejar a los gobernantes cómo
conservar y ampliar su poder. Si los primeros tratados tenían como tema principal el
florecimiento de un Estado, los nuevos tratados tenían por tema el de «manual para
príncipes». Los gobernantes de Milán, Mantua, Siena y otras ciudades recibieron estos
nuevos tratados de manos de los intelectuales humanistas del lugar, y al final sucedió
también en Florencia. Hacia finales del siglo XV, el gobierno de los Médici no era
diferente al de los Visconti en Milán, y aunque el exilio temporal de los Médici —entre
la invasión francesa de Italia, en 1494, y su restauración, dieciocho años más tarde—
permitió a Girolamo Savonarola establecer algo parecido a un gobierno republicano, a
su regreso el principado mediceo era algo inevitable. En ese contexto escribía
Maquiavelo.

Nicolás Maquiavelo (1469-1527) ocupó altos cargos en el gobierno florentino durante


doce de los tumultuosos años republicanos entre 1494, cuando Piero de Médici fue
derrocado y Savonarola estuvo en auge, y 1512, año del regreso del poder de los Médici.
Fue, sucesivamente y de modo efectivo, ministro de asuntos exteriores de la república y,
después, ministro de la guerra. Dado que su papel implicaba frecuentes viajes a las
cortes de reyes, emperadores, papas y generales en nombre de Florencia, gozó de una
oportunidad maravillosa para observar diferentes personalidades y sistemas. Y dado
que se le encargó la delicada tarea de negociar con potencias mucho más poderosas que
la propia Florencia, pudo refinar sus habilidades analíticas y diplomáticas a una escala
sin precedentes. En todos los años que sirvió a Florencia, sus informes y consejos, en
forma de cartas, fueron muy apreciados, por su astucia y por su sabiduría, así como por
sus cualidades literarias.

El regreso de los Médici al poder en 1512 acabó con la carrera de Maquiavelo. Casi
acaba también con su vida, puesto que lo encerraron en la mazmorra de Bargello y lo
torturaron como sospechoso de haber participado en la conspiración. Por suerte, esta
amenaza fue breve y le permitieron retirarse a su granja en la Toscana, donde, durante
los años siguientes, alivió la inmensa frustración por ser excluido de la vida política
escribiendo, en su lugar, acerca de política. Era un consuelo menor: hacia el final de su
vida volvieron a emplearlo, en cargos menores, como representante de Florencia, y
tomó parte activa en el intento de salvar la ciudad durante las destructivas guerras
italianas de la década de 1520.

Pero el principal legado de Maquiavelo está en sus escritos, y sobre todo en su clásico,
sincero y sinceramente sorprendente manual El Príncipe, terminado en 1513. Su mensaje
es que la virtus principesca no es, como sostenían otros escritores humanistas, impulsar
la paz y la justicia, sino la capacidad de mantener el Estado mediante la ferocidad del
león y la astucia del zorro. Intentar gobernar solo por la virtud, dijo, sería ruinoso,
porque oponentes menos escrupulosos se aprovecharían de ello.

Sin embargo, Maquiavelo introduce una restricción muy importante: cuando examina
el pasado en busca de ejemplos de buenos y malos gobernantes, condena a quienes
fueron crueles y sanguinarios, y cita entre ellos a los sospechosos habituales entre los
emperadores romanos, pero señala especialmente al tirano de Siracusa Agatocles, y dice
de él: «La matanza de sus conciudadanos, la traición de sus amigos, su absoluta falta de
fe, de humanidad y religión, son ciertamente medios con los que uno puede adquirir el
imperio; pero no adquiere nunca con ellos ninguna gloria». Esto demuestra que
Maquiavelo creía que las acciones de un príncipe debían dirigirse a la seguridad y el
beneficio del Estado, no de su propia persona; y fue esa también la razón por la que
instó a Florencia a crear y mantener su propio ejército, en lugar de emplear fuerzas
mercenarias o de intentar sobornar a los invasores: «¿Por qué darles dinero y hacerlos
más fuertes, cuando podrías emplearlo para protegerte tú mismo?», preguntaba una y
otra vez.

La tarea más importante del príncipe es, de lejos, dice Maquiavelo, mantenere lo stato,
mantenerse en el poder. No solo esto estabilizará al Estado y traerá paz, sino que, con la
paz, traerá el honor. A fin de mantenerse en el poder, el príncipe necesitará la virtù, una
palabra que Maquiavelo deriva del latín virtus, como la empleaban otros escritores del
Renacimiento, pero que difiere notablemente de ellos porque, además de valor, orgullo,
determinación y habilidad, incluía, en palabras del autor, ser implacable cuando fuera
necesario. La virtù de Maquiavelo es, pues, virtus más vis, a diferencia de la opinión de
los primeros humanistas de que vis no formaba parte de virtus. En efecto, veía la
disposición a emplear la fuerza como algo crucial para que un príncipe tuviese éxito, y
la falta de esa decisión era la causa de la debilidad de demasiados Estados.

Los primeros humanistas habían deseado que la virtus de un príncipe comprendiese


estándares morales de altura, como la continencia, la sobriedad, la castidad, la
generosidad y la clemencia. Maquiavelo, en cambio, afirmaba que los vicios personales
eran irrelevantes en tanto no pusieran en riesgo al Estado. Pero lo más importante,
decía, es que había que darse cuenta de esta dura realidad: que, aunque sería
maravilloso que un príncipe fuera generoso, misericordioso y se mantuviese fiel a su
palabra, y se ganase así el afecto de su pueblo, estos rasgos han de ceder ante la
necesidad cuando las circunstancias así lo dicten. Y la necesidad pronto se revelará en
muchas circunstancias en las que la generosidad y la piedad resultarían ruinosas, y en
las que es imposible mantener las promesas; al príncipe le conviene aceptar que le
tildarán de cruel, y que es más útil para su seguridad ser temido que amado.

Resumía esta idea expresando que un príncipe debe saber «portarse mal cuando es
necesario» y que «aprenda a poder no ser bueno». Cicerón había afirmado que un
gobernante malvado no es mejor que una bestia, y en su De Officiis había criticado el
empleo del engaño y la fuerza: «El engaño parece ser como de raposa, y la fuerza como
de león». Maquiavelo aceptaba con sinceridad que el gobernante ha de ser tanto el león
como el zorro.

Maquiavelo realiza la interesante afirmación de que, dado que tantos príncipes


pretenden ser generosos y piadosos, cuando en realidad no se trata más que de
disfraces para su voracidad, los ciudadanos de un Estado cuyo gobernante sea franco en
cuanto a sus métodos acabarán admirándolo y confiando en él más que en uno que
simule las virtudes convencionales. Pero, al final, son las necesidades de mantener el
poder las que dictan cómo debe comportarse el príncipe, por encima de cualquier otra
consideración: mantenere lo stato es el principio supremo y, como una veleta, un príncipe
debe estar preparado para «volverse según que los vientos y variaciones de la fortuna lo
exijan de él».

Otros teóricos políticos florentinos, entre ellos, sobre todo, el amigo de Maquiavelo
Francesco Guicciardini (1483-1540), tenían el hábito de alabar la constitución veneciana
como la más perfecta y deseable. La argumentación de Guicciardini era que Venecia
había logrado un equilibrio entre los órdenes sociales del Estado, combinando los
mejores rasgos de todo tipo de Estados: los gobernados por uno, los gobernados por
varios y los gobernados por muchos. En el caso de Venecia, la constitución mixta hacía
que el poder se compartiese entre el dogo, el Senado y el pueblo. A modo de respuesta,
Maquiavelo cambió de opinión y escribió una obra totalmente diferente, en cuanto a
perspectiva, de El Príncipe. Se trata de sus Discursos, a todas luces un estudio de los diez
primeros libros de la historia de Roma de Tito Livio, Ab Urbe Condita. En él, Maquiavelo
sostenía su idea de que el objetivo del gobierno es alcanzar la grandezza, la gloria, pero
no para el príncipe, sino para el propio Estado, como había sucedido con Roma. Y para
conseguir la gloria, un Estado ha de ser libre, capaz de determinar sus propios asuntos
por el bien de todos cuantos lo integran. Dado que los intereses de un príncipe en
particular pueden no coincidir con los intereses del Estado que gobierna, el mejor tipo
de Estado es la república. «Las ciudades obtienen su grandeza no a través de beneficios
individuales, sino mediante la persecución del bien común —escribe Maquiavelo— y no
cabe duda de que este ideal solo puede alcanzarse en repúblicas.» Y va más allá, al
añadir que, cuando el pueblo es el guardián de su propia libertad, la conservará de
modo más eficaz que bajo ninguna otra forma de gobierno.

A diferencia (una diferencia muy marcada) de sus predecesores y contemporáneos,


Maquiavelo instó a que, para proteger la libertad, el Estado armase a los ciudadanos y
aceptase que, ocasionalmente, esto pudiera causar cierta inestabilidad y disturbios. Pero
ese, decía, es el precio que se ha de pagar por la grandezza que se derivaría de la
independencia y de un espíritu marcial, como había sucedido con Roma. En contraste,
un Estado como Venecia nunca podría aspirar a un grado similar de grandeza. Con
respecto a los disturbios que podrían derivarse de un pueblo armado e independiente:
bien, si los ciudadanos alcanzan la virtù, el Estado estará bien ordenado internamente y
se evitarán los disturbios.

Un notable argumento de continuidad con El Príncipe es la insistencia, por parte de


Maquiavelo, en que el objetivo último —aunque en este caso se trate de la vida, la
libertad y la seguridad de la comunidad en lugar del poder del gobernante, como había
sido en El Príncipe— ha de conservarse aun a costa de todo lo demás: «Cuando hay que
resolver acerca de su salvación, no cabe detenerse por consideraciones de justicia o de
injusticia, de humanidad o de crueldad, de gloria o de ignominia. Ante todo y sobre
todo, lo indispensable es salvar su existencia y su libertad». La falta de piedad que se
recomienda al príncipe se recomienda, pues, asimismo al pueblo si la necesidad lo
exige; la adopción, por parte de Maquiavelo, de una sincera forma de realismo se
mantiene hasta el final.

Tomás Moro (1478-1535) lleva al extremo la idea de que una república florecerá
óptimamente si todos sus ciudadanos son devotos de la virtud; virtud, no virtus. A
diferencia de humanistas previos como Petrarca, para quien un buen Estado es un
medio para llegar al otium, el ocio, al servicio de una vida aristotélica de contemplación,
para los ciudadanos de la Utopía de Moro el objetivo es la persecución de la virtud por
sí misma. Cuando todo el mundo se deleita en la virtud individual y colectiva, el Estado
se encuentra en paz externa e internamente, es libre, no se ve azotado por la
«conspiración de los ricos que persiguen sus propios intereses particulares bajo el
nombre y el título de comunitarios». Servir en cargos públicos es la más noble de las
tareas; y Moro reconoce la fuerza de una idea platónica (expresada por el personaje de
Rafael Hitlodeo) de que la abolición de la propiedad privada y una «completa igualdad
de bienes» haría posible la Utopía que describe. La idea es un derivado consciente de la
República de Platón. Pero, quizá no muy sorprendentemente, el propio Moro acaba con
una nota de duda acerca de un sistema de comunismo tan total como el que percibe que
es la fundación de la Utopía que describe Hitlodeo: «Con ello se destruye la raíz de la
nobleza, la magnificencia y el lujo, y la grandeza, cosas que en el común sentir
constituyen el decoro y el esplendor de un Estado». No acaba apoyando directamente
esta última idea; afirma que le gustaría ver en su propio país muchas de las cosas que
describe Hitlodeo, pero deja abierta la cuestión de cuáles no le gustaría ver.
Parte III
La filosofía moderna
9

El surgimiento de la filosofía moderna

Desde el siglo IV al siglo XIV, el predominio cada vez mayor de la religión sobre el
pensamiento en Europa significó que, en gran parte, la filosofía se convirtiera en la
doncella de la teología y fue cada vez más peligroso, para la especulación filosófica,
alejarse demasiado de la ortodoxia doctrinaria impuesta por la Iglesia. Este dominio
acabó con la Reforma durante el siglo XVI. No finalizó porque la Reforma trajese consigo
una mayor liberalidad intelectual —más bien al contrario, cuando uno tiene en cuenta
lo inflexible del calvinismo, por ejemplo—, sino porque la autoridad religiosa, en
muchas partes de Europa que se convirtieron al protestantismo, carecía del poder
necesario para obligar a la ortodoxia teológica o controlar la especulación e
investigación. Una consecuencia inmediata fue una explosión del interés por el
ocultismo: magia, astrología, cábala, hermetismo, alquimia y misticismo... pero, en
medio de todo esto, y en parte surgiendo de esto, hubo también una liberación en la
investigación filosófica y científica.

La Reforma, como todo el mundo sabe, la desencadenó Martín Lutero cuando clavó
sus noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg en 1517. No era el
primero en denunciar las malas prácticas en la Iglesia, pero vivió el amanecer de una
nueva y poderosa tecnología: la imprenta. En el medio siglo anterior a que Lutero
publicase su protesta, la imprenta de Gutenberg se había copiado en cientos de
ciudades y poblaciones de toda Europa, y ya habían salido millones de libros impresos
de ellas. Fue un espectacular ejemplo de cómo la rápida adopción de nuevas tecnologías
cambia la historia.

El interés en la magia, la alquimia y otras «ciencias ocultas» constituyó, en sus


diversas maneras, un esfuerzo por hallar atajos hacia el control de la naturaleza con
vistas a lograr uno o varios deseos: convertir metales bastos en oro, conservar la
juventud, lograr la inmortalidad y predecir el futuro. Todo esto provocó muchos
disparates.1 Pero quedaba claro, para las mentes más intuitivas, que entre estos
esfuerzos había posibilidades de lograr una mayor comprensión del mundo. Lo que se
necesitaba para desenredar todo este sinsentido de lo que sí tenía sentido era, se dieron
cuenta, un método. Las dos figuras principales que se volcaron en lograr métodos de
investigación responsables fueron Francis Bacon y René Descartes. Se considera a estos
dos pensadores, por lo tanto, los fundadores de la filosofía moderna, en gran parte
porque, al describir y aplicar los métodos por los que abogaban, rechazaron las
nociones, la jerga y las restricciones teológicas que llevaban lastrando y anulando la
filosofía desde la Edad Media.

Lo que Bacon y Descartes tenían en común era su rechazo a la escolástica y a sus


cimientos aristotélicos, pero diferían en un aspecto que resultaría importante para la
historia posterior de la filosofía. Bacon era un empírico, mientras que Descartes era un
racionalista (en el sentido epistemológico del término). Esta diferencia ha llevado a la
tradicional agrupación de los filósofos que los siguieron, en los siglos XVII y XVIII, en dos
grandes grupos: los empíricos —cuyas figuras señeras serán John Locke, George
Berkeley y David Hume— y los racionalistas, cuyos nombres más importantes, tras
Descartes, serán Baruch Spinoza y Gottfried Leibniz.

El empirismo es la idea de que todo el conocimiento válido ha de tener su origen en, o


ser puesto a prueba por, la experiencia mundana; y esto significa experiencia sensorial:
ver, oír, tocar, saborear y oler, con la ayuda de instrumentos (telescopios, microscopios,
osciloscopios, en resumen: instrumental científico) que aumenten el alcance y potencia
de la observación.

El racionalismo, en el sentido epistemológico, es la idea de que el conocimiento válido


solo puede alcanzarse mediante la razón, por inferencia racional a partir de primeros
principios, bases lógicas o verdades evidentes por sí mismas.

Las ciencias naturales son el paradigma del conocimiento para los empíricos: implican
observación y experimentación. Las matemáticas y la lógica proporcionan el paradigma
para los racionalistas: las conclusiones del pensamiento matemático y lógico son
eternas, inmanentes y ciertas, que es como los racionalistas sostenían que debía ser la
verdad. Platón es la gran influencia en este tipo de pensamiento.

La historia de la filosofía, en los siglos XVII y XVIII, está rematada por la gigantesca
figura de Immanuel Kant, quien rechazó la oposición entre empirismo y racionalismo, y
abogó por una síntesis entre ambas. Sostuvo que tanto la experiencia como el
pensamiento del mundo, así como el mundo tal y como lo experimentamos y como
pensamos en él, surgen de la combinación de estímulos entrantes mediante la
experiencia y de la acción de la mente sobre ellos, y que ni la experiencia del mundo ni
el mundo como lo experimentamos son posibles de otro modo.

FRANCIS BACON (1561-1626)

Bacon fue un estadista, abogado, ensayista y filósofo. Tuvo una espectacular carrera
entre su admisión a la Universidad de Cambridge, con doce años de edad, y su caída en
desgracia de las altas posiciones, probablemente como consecuencia de maquinaciones
políticas, a la edad de sesenta años, en 1621. Pese a ser un hombre ocupado y ambicioso,
consiguió dedicarle tiempo a su gran amor: el estudio de la filosofía y de la ciencia. Pero
con el tiempo libre al que se vio obligado debido a su caída en desgracia, se lanzó a
acabar un proyecto enciclopédico que contuviese todo el saber, junto con sus teorías de
cómo adquirir más conocimiento. La llamó Instauratio Magna, lo que implicaba un gran
comienzo para una nueva era del saber con bases firmes. Murió antes de poder terminar
el proyecto, pero uno de sus legados más influyentes fue un libro titulado La Nueva
Atlántida, publicado póstumamente en 1627. En él se plantea el concepto de una «Casa
de Salomón», un instituto de investigación para empresas científicas colaborativas: fue
la idea que inspiró a los fundadores de la Royal Society de Londres en 1662, como ellos
mismos reconocieron.

El compromiso de Bacon con la promoción de la ciencia seria tenía el objetivo práctico


de mejorar la suerte de la humanidad mediante una comprensión y control cada vez
mayores de la naturaleza. Pese a la opinión generalizada de que se trataba solamente de
un teórico del método, y no un científico practicante, sí que se dedicó a la ciencia
práctica, a construir un sistema físico y a efectuar experimentos. Fue a consecuencia de
un experimento acerca de la refrigeración (rellenar un pollo muerto con nieve para ver
cuánto tiempo se conservaba) que contrajo una neumonía y murió. Su sistema físico,
geocéntrico y aún muy deudor de Aristóteles, pese a su rechazo a la escolástica, no
suponía un avance.

Realizó, empero, dos grandes contribuciones. Una fue su toma de postura a favor de
la cooperación en la ciencia, así como su exigencia de una base institucional para
compartir experimentos e intercambiar ideas. Los magos y ocultistas de la época eran
secretistas y se reservaban sus conocimientos porque no querían que otros se
anticipasen. Bacon se dio cuenta de que el progreso exige un esfuerzo colegiado, y
abogó con fuerza por él; la ciencia ha acabado dándole la razón.

Su segunda contribución yace en la idea misma del método científico. Había esbozado
estas ideas en una obra previa, El avance del saber (1605), y las había desarrollado para la
Instauratio Magna, una parte de la cual, Novum Organum Scientiarum, se había publicado
en 1620 y tenía una especial relevancia.

Como empírico, Bacon sostenía que la ciencia debía basarse en la observación de los
hechos, que apuntale teorías que los organicen y expliquen. A menudo se caricaturiza
esta idea cuando se dice que la labor de los investigadores debe ser reunir
observaciones aleatoriamente para luego hallar una teoría que los explique; sin
embargo, esto no es lo que decía Bacon. La caricatura, no obstante, fue ampliamente
tenida por cierta: incluso Newton y Darwin la suscribieron y, en realidad, la apoyaron.
En la segunda edición de los Principia, Newton escribió: «Las hipótesis [...] no tienen
lugar dentro de la filosofía experimental. En esta filosofía las proposiciones se deducen
de los fenómenos, y se convierten en generales por inducción». De igual modo, en su
Autobiografía, Darwin escribió: «Me pareció que [...] recogiendo todos los datos que de
alguna forma estuvieran relacionados con la variación de los animales y las plantas bajo
los efectos de la domesticación y la naturaleza, se podría quizá aclarar toda la cuestión.
Empecé mi primer cuaderno de notas en julio de 1837. Trabajé sobre verdaderos
principios baconianos y, sin ninguna teoría, empecé a recoger datos en grandes
cantidades».

Lo que Bacon había querido expresar con su método está mucho más cerca de la idea
hoy estándar de que se recogen observaciones a fin de poner a prueba una hipótesis
previamente formulada y que especifica cuál de esas observaciones podría ser relevante
para apoyarla o refutarla. Así queda expuesto en el Plan de la Instauratio Magna:

La inducción que procede por simple enumeración es una cosa pueril que conduce solo a una conclusión
precaria, que una experiencia contradictoria puede destruir, y que dictamina muy a menudo acerca de un
restringido número de hechos, y solo sobre aquellos que por sí mismos se presentan a la observación. La
inducción que ha de ser útil para el descubrimiento y demostración de las ciencias y de las artes debe separar
la naturaleza por exclusiones legítimas y, después de haber rechazado los hechos que convengan, deducir la
conclusión en virtud de los que admita.

Este método es explícitamente empírico, con la observación y el experimento como


fundamentos. De algún modo, precede a lo que hoy en día se conoce como Métodos de
Mill, por la descripción que hizo el filósofo John Stuart Mill de la inducción en su libro
Un sistema de lógica (1843). Bacon era consciente de los retos que planteaban los
escépticos ante el exceso de confianza en la experiencia sensorial, pero tenía una
respuesta: debemos «recibir como concluyentes las informaciones inmediatas de los
sentidos, cuando estén bien dispuestas [...] la información sensorial, la tamizo y
examino de muchas maneras. Pues es bien cierto que los sentidos engañan, pero al
mismo tiempo proporcionan los medios para descubrir sus propios errores [...]
mediante la experimentación. Pues la sutileza de los experimentos es mucho mayor que
la del mismo sentido, incluso cuando este está ayudado por exquisitos instrumentos;
experimentos, quiero decir, hábil y artificialmente diseñados para el propósito expreso
de determinar la cuestión exacta».

Un rasgo sorprendente del pensamiento de Bacon era que la ciencia debía seguir las
indicaciones del conocimiento práctico adquirido en los oficios y artesanías, en la
experiencia de constructores, carniceros, carpinteros, granjeros y marineros: de
personas que conocen sus materiales, que conocen la naturaleza misma; personas con
experiencia práctica de cómo funcionan las cosas y de lo que se puede hacer con ellas.
Así, dice, nos aseguramos de que las bases de la investigación son como son las cosas, y
no como nos imaginamos que son:

Las bases de esta restauración han de colocarse en la historia natural, una historia natural de un nuevo
tipo y recogida bajo un nuevo criterio [...]. Para empezar, el objeto de la historia natural que propongo es [...]
dar luz al descubrimiento de las causas y proporcionar a una filosofía recién nacida su primer alimento [...].
Deseo que se trate de una historia no solo de la naturaleza, en esencia y en libertad (es decir, de cuando se la
deja seguir su propio curso y trabaja a su manera) —como la de los cuerpos celestes, los meteoros, la tierra y
el mar, los minerales, las plantas y los animales—, sino, incluso más, de la naturaleza cuando se la presiona y
veja, es decir, cuando el arte y la mano del hombre la fuerzan más allá de su estado natural, la constriñen y
moldean.

Al insistir en un método empírico colaborativo, Bacon instaba a hacer algo


revolucionario, en contraste con el prolongado dominio de la doctrina religiosa y del
razonamiento a priori que había gobernado el pensamiento durante casi un milenio.
Pero este enfoque no era nuevo: suponía recuperar la actitud, con respecto a la
investigación, que había inspirado a los primeros filósofos de la Antigüedad, como
Tales, que se habían apoyado en la observación y el razonamiento en lugar de en la
autoridad y la tradición.

Los escritos de Bacon, pues, impulsaron un cambio de actitud hacia la naturaleza del
conocimiento que ayudó a dar a luz a la mente moderna.2 La opinión estándar había
sido, hasta entonces, que los antiguos se habían mostrado superiores en sabiduría a las
nuevas generaciones, y que su época había sido una Edad Dorada que las personas de
épocas posteriores solo podían observar maravilladas. Y cabe decir que, durante un
tiempo, eso fue cierto; durante los «años oscuros», bajo el dominio de la Iglesia, se
perdió mucho conocimiento: pensemos tan solo en cuántos siglos pasaron entre el
conocimiento de los ingenieros bizantinos para erigir la cúpula de Santa Sofía, en
Constantinopla (construida en 537) y el Duomo de Florencia, de Brunelleschi, alabado
como una maravilla de la ingeniería (construido entre 1418 y 1434). Un síntoma de esta
actitud de mirar hacia atrás con admiración es que al sistema heliocéntrico de
Copérnico se lo denominó «sistema pitagórico», lo que significaba que esta teoría no era
sino la reformulación de algo ya sabido en la Antigüedad.

Bacon no compartía esta idea de la Edad Dorada. Su perspectiva era típica de aquel
aspecto del Renacimiento que no se veía a sí mismo como un mero redescubrimiento,
sino como un nuevo nacimiento, en el genuino sentido de volver a empezar.
Evidentemente, para que fuese posible progresar, la investigación debía ser libre. Dado
que aún no estaba libre de la ortodoxia religiosa en todas las latitudes, Bacon sostuvo
que era necesario que lo estuviese, y que había que desenredar la filosofía de la religión
a fin de que esta última no lastrase el progreso. Parte de esta tarea era combatir la
superstición, corolario natural de la religión. Bacon escribió: «Me agrada mucho la
respuesta de aquel a quien enseñándole colgados en la pared de un templo los cuadros
votivos de los que habían escapado del peligro de naufragar, como se le apremiara a
declarar en presencia de tales testimonios si reconocía la providencia de los dioses,
contestó: “Pero ¿dónde se han pintado los que, a pesar de sus oraciones, perecieron?”».
Bacon describió la «fe religiosa ciega y fanática» como «un enemigo problemático e
intratable» para la ciencia.

RENÉ DESCARTES (1596-1650)

El otro gran partidario del método fue el coetáneo de Bacon René Descartes. Al aplicar
su método a lo que él percibía como problemas fundamentales, Descartes suscitó
preguntas que, en gran parte, dieron forma al debate filosófico de los siglos siguientes:
preguntas acerca del escepticismo y la certeza; de la naturaleza de la mente y su
relación con la materia; del papel de la razón. En reconocimiento a estos logros y a su
influencia, los historiadores de la filosofía lo han calificado de «padre de la filosofía
moderna».

Descartes nació en La Haye en Touraine (rebautizada Descartes en su honor), en


Francia. Primero estudió para abogado, y luego viajó a los Países Bajos para enrolarse
en el ejército holandés a fin de estudiar ingeniería militar. Esto le hizo interesarse por
las matemáticas, a las que hizo notables contribuciones. Su principal interés era la física;
deseaba sustituir el modelo aristotélico del universo que enseñaba la Iglesia (a la que,
por otra parte, permaneció leal durante toda su vida) por el suyo propio. A fin de
preparar el terreno para su ciencia, sentía que debía dejar resuelta, de una vez por
todas, la cuestión de cómo podemos obtener conocimiento y alcanzar la verdad. Su libro
al respecto, Meditaciones metafísicas, es el texto clásico que le hizo merecedor del título de
«padre de la filosofía moderna».

La idea de Descartes de cómo podemos obtener conocimiento consta de dos partes.


Una de ellas dice que la investigación debería consistir en pasos pequeños y prudentes
de una idea clara a la siguiente, y con cada paso convenientemente revisado hasta
completar la cadena de razonamiento. La otra parte consiste en asegurarse de que el
punto de salida de la cadena es incuestionablemente cierto. Para lograr esta certeza,
Descartes empleó su famoso método de la duda.

El primer principio de este método es «no admitir como verdadera cosa alguna, si no
supiese con evidencia que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la
prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara
y distintamente a mi espíritu que no hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda».
Aplicó este método a un conjunto de cuatro preguntas básicas. La primera es: «¿Qué
puedo saber con certeza?». Las dos siguientes son: «¿Cuál es la constitución del
universo?» y «¿Cuáles son las relaciones entre sus constituyentes básicos?». La última
pregunta concierne a la existencia de un «dios bueno», porque Descartes necesitaba un
concepto así para ayudarle a responder la primera pregunta. Como a menudo sucede en
filosofía, la respuesta a la primera pregunta condicionaba las respuestas a las demás.

El «método de la duda» procede de la siguiente manera: incluso si dudo de todo lo


que habitualmente doy por sentado que existe, no puedo dudar de que yo existo. Este
es el punto de partida de certeza. Este argumento, aparentemente tan sencillo y directo,
es el famoso cogito, ergo sum de Descartes: «Pienso, luego existo». De inmediato se
pregunta: «¿Qué es esta cosa de la que sé con certeza que existe, este “mí” o “yo”?».
Responde que una breve reflexión muestra que «yo» soy una mente o cosa pensante,
incluso si «yo» no tengo un cuerpo (pues es posible dudar de que uno tenga un cuerpo).

Pero ¿cómo pasamos del conocimiento, aunque sea cierto, de que existo como cosa
pensante a que haya cualquier otra cosa diferente a mí, un mundo externo, otros yoes?
Descartes necesita algo para trasladar esa certeza más allá del punto de partida del
cogito. Lo halla en la idea de que hay un dios bueno; la distinción «bueno» es
importante, porque un buen dios no querría que nos engañase un buen uso de las
facultades que nos ha dado (una mala deidad, sin duda, disfrutaría engañándonos).
Descartes, por lo tanto, ofrece pruebas de la existencia de tal deidad y sostiene,
correlativamente, que los errores en los que tendemos a caer no son atribuibles a ella,
sino a nuestra naturaleza propia del Pecado Original.

Nótese que el «método de la duda» de Descartes pivota, esto es crucial, en dejar de


lado toda creencia o afirmación de conocimiento de la que admita la más mínima duda,
por improbable o absurda que resulte esa duda. El objetivo es ver qué queda, si queda
algo, una vez que uno ha comenzado a cuestionar todo lo que es posible cuestionarse.
Lo que quede será absolutamente cierto. Poner bajo escrutinio cada creencia individual,
una por una, exigiría un tiempo infinito, de modo que Descartes necesitaba todo un
método general de dejar de lado aquello que admite duda. Hizo esto empleando los
argumentos del escéptico.

Su empleo de las argumentaciones de los escépticos no lo convierte en escéptico; al


contrario, empleaba estos argumentos como meros tanteos, como ayudas para montar
su teoría del conocimiento. Merece, por lo tanto, la etiqueta de «escéptico
metodológico», más que la de «escéptico problemático», término por el que se conoce a
todo aquel que cree que el escepticismo supone una auténtica amenaza al conocimiento.
La mayoría de los filósofos, desde la época de Descartes, creen que no proporcionó una
respuesta adecuada a las dudas escépticas que suscitó y que, por eso, el escepticismo es
realmente un problema.

La primera consideración escéptica que emplea Descartes es recordarnos que nuestros


sentidos a veces nos llevan a conclusiones erróneas: los errores de cálculo y de
percepción, las ilusiones y las alucinaciones pueden (y frecuentemente lo hacen)
proporcionarnos falsas creencias. Esto debería impulsarnos a, como mínimo, ser
prudentes a la hora de confiar en la experiencia sensorial como fuente de verdad. Pero
incluso así habría muchas cosas en las que creo según mi experiencia actual, como que
tengo manos y que estas sujetan un libro, que estoy sentado en un sillón, etcétera.
Dudar de esto parecería una locura, aun contando con la frecuente falta de fiabilidad de
los sentidos.

¿Implicaría realmente estar loco dudar de tales cosas? No, dice Descartes —y aquí
saca a colación su segunda argumentación—, pues a veces sueño cuando duermo, y si
ahora estoy soñando que estoy sentado en un sillón con un libro entre las manos, mi
creencia de que estoy haciéndolo se revela falsa. Para estar seguro de que lo estoy
haciendo, tengo que excluir la posibilidad de estar solo soñando con que lo estoy
haciendo.

Pero, incluso si uno estuviera durmiendo y soñando, aún podría saber que (por
ejemplo) «1 + 1 = 2». En efecto, hay muchas creencias así, que podría saberse que son
ciertas incluso en un sueño. De modo que Descartes introduce una consideración
incluso más abrumadora: supongamos que, en lugar de haber un buen dios que desea
que sepamos la verdad, hay un malvado demonio cuyo único propósito es
confundirnos acerca de todo, incluso de que «1 + 1 = 2» y de otras verdades
aparentemente indudables. Si existiese un demonio así, uno tendría una razón
totalmente general para dudar de todo lo que se puede dudar. Y ahora podemos
preguntar: supongamos que existe ese demonio, ¿hay alguna creencia de la que no
puedo dudar? ¿Hay algo acerca de lo cual el demonio no pueda engañarme?

Y la respuesta es que sí, hay algo absolutamente seguro contra duda o engaño. Es la
proposición de que yo existo. Esto es seguro porque, si creo que existo, o incluso si me
pregunto si existo o no, o incluso si pienso en absolutamente cualquier cosa, el mero
hecho de hacerlo demuestra que yo existo. Ningún demonio podría engañarme y
hacerme creer que existo si yo no existiera. «Pienso, luego existo»; cogito, ergo sum: he
ahí el punto de partida indudable que buscaba Descartes.

Algunos críticos con este método han afirmado que las argumentaciones escépticas de
Descartes no funcionan. Sencillamente no son creíbles: ¿cómo puedo dudar de que
estoy despierto? ¿Cómo puede nadie tomarse en serio la idea de un demonio malvado
que intenta engañarme acerca de todo? No sabríamos lo que queremos decir al hablar
de dormir o de ser engañados si no comprendiéramos el contraste con estar despiertos o
acertar, lo que parecería exigir que a veces reconozcamos que estamos despiertos o que
no nos engañan. Así, el método de duda de Descartes no puede siquiera ponerse en
marcha.

Pero estas críticas están fuera de lugar. No es necesario que los argumentos escépticos
sean plausibles. Se trata sencillamente de pruebas que nos ayudan a ver que no
podemos dudar de «yo existo»; siempre ha de ser cierto cuando lo decimos.

Una vulnerabilidad del método de Descartes es que resulta no ser suficiente por sí
mismo porque exige una garantía para confiar en lo que consideramos ideas claras y
pasos cuidadosos. Él asegura que esta garantía requerida es la bondad de una deidad.
Sus dos argumentaciones en las Meditaciones metafísicas a favor de la existencia de un
dios intentan establecer que es el tipo de dios requerido, el Dios de la religión revelada:
un ser omnipotente, omnisciente y totalmente bueno.

La primera de estas argumentaciones se basa en una idea hallada en el


neoplatonismo, que es que la causa de todo tiene que tener al menos tanta, y
habitualmente más, realidad que su efecto. La argumentación es que tengo la idea de un
ser perfecto e infinito. Dado que soy imperfecto y finito, no puedo ser la causa de esta
idea. Por lo tanto, la idea tiene que habérmela causado algo que tiene por lo menos
tanta realidad como su contenido «objetivo», es decir, la cosa existente fuera de mi
mente representada por la idea. Y esa cosa solo puede ser el ser perfecto e infinito, es
decir, Dios.

La segunda argumentación es una versión del «argumento ontológico» que Anselmo


hizo famoso. Es así: existe un ser que es el ser más perfecto que existe. Un ser perfecto
existente es más perfecto que un ser perfecto inexistente. Por lo tanto, el ser más
perfecto necesariamente (es decir: esencialmente, por su esencia) existe.

Ninguna de ambas argumentaciones funciona. El punto de interés, sin embargo, es la


confianza de Descartes en estas argumentaciones. Sus sucesores en la tradición
filosófica no fueron capaces de pensar como él a este respecto, y se encuentra, por lo
tanto, solo en su opinión de que podemos pasar del contenido de nuestra mente a un
mundo fuera de nuestra cabeza porque nuestras inferencias de la primera al segundo (si
se trazan de modo responsable; acepta que nuestra naturaleza imperfecta nos puede
llevar a error) son fiables con ayuda de la bondad divina.
El segundo gran punto de debate en la filosofía de Descartes, el problema cuerpo-
mente, es el origen de un importante debate en la filosofía y, más recientemente, en
psicología y en las neurociencias. ¿Qué es la mente y cuál es su relación con el resto de
la naturaleza? ¿Cuál es la mejor manera de comprender fenómenos mentales como la
creencia, el deseo, la intención, la emoción y la memoria? ¿Cómo da lugar la materia
gris del cerebro a la experiencia consciente y a la vívida fenomenología del color, el
sonido, la textura, el sabor y el olor?

Descartes tuvo en el problema cuerpo-mente un interés especialmente agudo al


sostener que todo lo que existe en el mundo se enmarca bajo el título de sustancia
material o de sustancia mental, donde sustancia —como se señaló anteriormente en la
metafísica aristotélica— es un término técnico que significa «el más básico (o uno de los
más básicos) tipo de cosa existente». Descartes definió la esencia de la materia como
extensión (es decir, ocupación de espacio) y la esencia de la mente como pensamiento.
La materia es, pues, sustancia extendida; la mente, sustancia pensante.

La idea de que mente y materia son en realidad cosas distintas se apoya en otra de las
afirmaciones importantes de Descartes: «Por último, de todo eso hay que concluir que
las cosas que concebimos clara y distintamente como sustancias diversas, verbigracia, el
espíritu y el cuerpo, son en efecto sustancias realmente distintas unas de otras». Al
diferenciar con claridad mente y materia, suscitó el problema aparentemente
insuperable de cómo interactúan. ¿Cómo deriva un acontecimiento corporal, como
pincharse en el dedo, en un acontecimiento mental como sentir dolor? ¿Cómo causa el
acontecimiento mental de pensar «es hora de levantarse» el acontecimiento corporal de
levantarse de la cama?

Descartes propuso, en un principio, la insatisfactoria respuesta de que mente y


materia interactuaban de algún modo en la glándula pineal, situada cerca del centro del
cerebro, pero sus sucesores pudieron ver más allá de esta estratagema; tan solo escondió
el problema en un objeto, en aquella época misterioso, cuya única razón para la
asignación del problema cuerpo-
mente era su localización ideal en el cerebro. Por ello tuvieron que recurrir a sus propias
y heroicas soluciones al problema. Su estrategia fue aceptar el dualismo pero sostener
que mente y materia no interactúan en realidad, y que la apariencia de que lo hacen
esconde la acción divina; tal era la idea que defendían Malebranche y Leibniz.
Malebranche pensaba que no había, en realidad, ninguna interacción, sino que la
deidad proporcionaba correlaciones entre acontecimientos físicos y mentales siempre
que era necesario. A esta doctrina se la llama «ocasionalismo». De igual modo, Leibniz
creía que no ocurría interacción, sino que Dios había dispuesto los reinos mental y
físico, al inicio de los tiempos, en paralelo, de tal modo que parece que mente y materia
interactúan. A esto, por lo tanto, se lo conoce como «paralelismo», y está
inexorablemente ligado a un estricto determinismo, pues, sin él, los paralelos entre
ambos reinos se rompen.

Otros filósofos, desde la época de Descartes y sus sucesores inmediatos —en realidad,
la enorme mayoría—, creen que la única alternativa plausible al dualismo es alguna
forma de monismo (mono significa «uno»). Todas las formas de monismo consisten en la
idea de que hay una sola sustancia. Hay tres posibilidades principales. Una es que solo
existe la materia. La segunda es que solo hay mente. La tercera es que hay una sustancia
neutra que da lugar tanto a mente como a materia. Las tres tenían sus partidarios, pero
ha sido la primera —la reducción de todos los fenómenos mentales a materia— la que
ha tenido más influencia.

Al final, Descartes mismo no llegó nunca a un modo satisfactorio de explicar el


problema cuya profunda dificultad había expuesto. Presionado por la princesa Isabel de
Bohemia para explicar cómo interactúan los fenómenos mentales y físicos, acabó
reconociendo con sinceridad que no tenía una respuesta.

Vale la pena mencionar, de pasada, que la argumentación cogito ergo sum no la inventó
Descartes. A principios del siglo V, Agustín escribió que podía dudar de todo excepto
de que dudaba, e incluso él no creía, probablemente, estar diciendo nada nuevo. Es de
suponer que tampoco lo pensaba Jean de Silhon, cuyo libro Les deux verités [Las dos
verdades], publicado en 1626, contenía la frase «es imposible que un hombre que tenga
la facultad, poseída por muchos, de mirar en su interior y juzgar que existe yerre en su
juicio y no exista».

Descartes conocía la obra de De Silhon, que precede como mínimo cinco años a la
forma de su propio cogito, ergo sum (esbozó el Discurso del método hacia 1630, aunque no
lo publicó hasta 1637), puesto que escribe de modo elogioso acerca del libro, si bien no
lo cita. A decir verdad, Descartes debe a De Silhon más que el cogito, ergo sum; en el
párrafo en que este expone su versión de la argumentación, dice también que la prueba
de la existencia de Dios puede construirse a partir de la propia existencia de uno, un
paso vital para el programa de Descartes.

Las ideas de Descartes dieron forma a gran parte de la fi-losofía posterior. Su punto
de partida en la teoría del cono-cimiento —que comenzamos desde los datos privados
de la consciencia, de los cuales la ruta al mundo exterior debe certificarse mediante una
garantía de certeza para descartar una ilusión fruto del error perceptivo o de
raciocinio— fue aceptado por toda la filosofía occidental hasta el siglo XX, y fue origen
de dificultades ilimitadas. Lo mismo sucedió con su compromiso dualista hacia la
«auténtica distinción» entre mente y cuerpo. Pues, aunque Descartes se esforzó —sobre
todo en las Meditaciones— por proporcionar una garantía para la ruta que va de la
experiencia privada al conocimiento del mundo público, pocos de sus sucesores, si
acaso alguno, fueron capaces de aceptar lo que proponía como solución al problema.

THOMAS HOBBES (1588-1679)

Cuando Descartes publicó sus Meditaciones, incluyó en ellas una serie de comentarios y
objeciones de otros filósofos a los que les había enviado el manuscrito. Los publicó con
sus respuestas. Uno de los participantes en el ejercicio era Thomas Hobbes, a quien
Descartes conoció brevemente en París con posterioridad.

Hobbes vivió, como muestran sus fechas, hasta los noventa y un años; todas las
noches se dedicaba a cantar, pues creía que hacerlo aclaraba sus pulmones y lo
mantenía sano. Había nacido en Wiltshire y, junto con Maquiavelo antes que él, y con
John Locke, que lo sucedió, está considerado uno de los padres de la filosofía moderna.

Su obra más importante, Leviatán (1651), ha eclipsado las otras contribuciones que
hizo a la filosofía, la historia y la ciencia. Estas otras ideas son interesantes y, en muchos
casos, avanzadas a su época. Era un materialista y un empírico, y creía que todo es
físico y que los fenómenos físicos pueden explicarse en términos de movimiento. La
sensación, fuente de todas nuestras ideas, era según él consecuencia de cadenas
causales de acontecimientos que comenzaban en objetos del mundo y que ejercían
presión sobre los órganos sensoriales, que a su vez hacen que los movimientos pasen al
corazón y al cerebro. Era un nominalista en cuanto a los universales, y definía razonar
como una forma de cálculo: «Al razonar comprendo el cálculo [...] razonar es sumar y
restar». Su materialismo era completo; creía que Dios estaba constituido por materia;
desdeñaba la religión, al considerarla en gran parte indistinguible de la superstición y
llena de ideas erróneas acerca de una vida después de la muerte y de un cielo. «Así pues
—dijo—, la filosofía excluye de sí misma a la teología», porque la teología no se presta a
los tipos de explicaciones causales que requiere la scientia, el verdadero conocimiento.

Durante la mayor parte de la década entre 1640 y 1650, Hobbes vivió en un exilio
autoimpuesto en Francia para evitar la guerra civil que arrasaba Inglaterra. Él era
monárquico, hecho que proporciona cierta credibilidad a la opinión de que su defensa
del absolutismo era, en realidad, una defensa de la monarquía absoluta. Pero, en
realidad, sus ideas también son coherentes con el republicanismo; para él, el punto
clave es que, para evitar los males de la guerra civil y la disensión, la autoridad central
del gobierno, tome la forma que tome, ha de ser absoluta.
Hobbes consideraba la pertenencia a la vida política de la sociedad la única garantía
de la seguridad individual. Sin seguridad contra las depredaciones de unos contra otros
en las impredecibles y violentas condiciones del «estado de la naturaleza», la vida sería,
en sus famosas palabras, «solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve». En ausencia de
una autoridad capaz de mantener la paz para todo el mundo, no puede haber
seguridad; ni siquiera los pactos de autodefensa formados por grupos de individuos
serían suficientes. La única fuente de seguridad es un «poder común», una autoridad
central a la que Hobbes llamó Leviatán, un término bíblico que designaba un monstruo
gigantesco. La autoridad del leviatán procede del consentimiento de todos los
miembros de la sociedad, que aceptan su poder ilimitado sobre ellos. El leviatán puede
ser una persona, como un monarca, o un grupo, o, en realidad, cualquier otra entidad,
en tanto que posea plenos poderes:

Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular en el Estado, posee y
utiliza tanto poder y fortaleza que, por el terror que inspira, es capaz de conformar las voluntades de todos
ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero. Y en ello
consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos se constituye en autora
una gran multitud mediante pactos recíprocos de sus miembros con el fin de que esa persona pueda emplear
la fuerza y medios de todos como lo juzgue conveniente para asegurar la paz y defensa común.

Este poder soberano, así instituido por el acuerdo de aquellos sobre los que posee
poder absoluto, carece, por lo tanto, de obligación alguna hacia sus súbditos, más allá
de la de garantizar su seguridad. Para Hobbes, el soberano ha de poseer dos «derechos»
inalienables y no limitables a fin de cumplir adecuadamente su función: sus súbditos no
pueden limitar ni arrebatarle el poder, y nunca se lo puede acusar de tratar
injustamente a sus súbditos. La justificación para atribuirle estos «derechos» es que el
soberano encarna la voluntad del pueblo, al haber sido creado por él para su propia
seguridad. Intentar derrocar al soberano o desobedecerlo sería, por lo tanto,
contradictorio; el pueblo estaría desafiando su propia razón para crearlo: «En virtud de
la institución de un Estado, cada particular es autor de todo cuanto hace el soberano y,
por consiguiente, quien se queja de injuria por parte del soberano protesta contra algo
de que él mismo es autor».

Los dos «derechos» en cuestión son lo que hace del poder del soberano un absoluto.
Solo el soberano puede decidir sobre asuntos de guerra o paz, sobre propiedad,
castigos, nombramientos oficiales, honores y todo tipo de asuntos legales. Hobbes dice
que estos poderes son «la esencia de la soberanía»; son «los signos por los cuales un
hombre puede discernir en qué hombres o asamblea de hombres está situado y reside el
poder soberano».
Hay, sin embargo, un gran límite sobre el soberano, que surge de la razón misma de
su existencia, esto es, garantizar la seguridad de sus súbditos. Si el soberano fracasa en
su tarea, la preocupación de los súbditos por su supervivencia pasa por encima de todo,
y les proporciona el derecho a desobedecerlo e incluso a rebelarse contra él. La
supervivencia es una necesidad y un deber que no se cancela cuando se ceden todas las
demás libertades. A primera vista, esta concesión parece alojar una contradicción en el
centro mismo de la tesis de Hobbes: pues, si el pueblo tiene derecho a derrocar al
soberano que no sabe protegerlo, en tal caso el pueblo tiene la última palabra en cuanto
a la comunidad.

Puede resultar sorprendente que en esta concepción de Estado absolutista, Hobbes


ponga énfasis en ciertas ideas que han resultado importantes en el desarrollo posterior
del pensamiento liberal, incluidas la igualdad, los derechos individuales, la autoridad
política definitiva residente en la voluntad del pueblo (incluso si, en su teoría, se trata
de un caso de «un hombre, un voto, una vez») y una idea de libertad como aquello que
la ley no prohíbe. Las ideas de libertad y los derechos naturales, en especial, han
suscitado notables debates.

Hobbes invoca la idea de «ley de la naturaleza» que liga a un soberano a su deber de


garantizar la seguridad de su pueblo. El concepto de «ley de la naturaleza» está mal
definido, y con respecto a qué justifica la regresión al fin —la regresión de qué
autoridad definitiva proporciona una base para la autoridad del soberano— resulta ad
hoc. Si existen leyes naturales que proporcionan una justificación definitiva para afirmar
que la seguridad de los individuos es de importancia suprema, ¿por qué no puede estar
operativa en la naturaleza misma, quizá a la luz de algo más que también fuera
supuestamente natural, por ejemplo, «la luz de la razón»? ¿Por qué no podría cada
individuo estar «obligado por la ley de la naturaleza, así como a rendir cuentas a Dios,
autor de esta ley, y a nadie sino a Él», a fin de garantizar la seguridad de otros y de sí
mismo?

Una excelente crítica a Hobbes la ofrece Quentin Skinner, quien sostiene que la noción
de libertad de Hobbes menoscaba una noción mejor, que él denomina «libertad
republicana» y es la «libertad como ausencia de dependencia». Las personas libres son
aquellas que no viven bajo ninguna forma de poder arbitrario, se ejerza o no. La noción
de que la libertad es meramente falta de interferencia o prohibición —o, como dice
Hob-bes, mera ausencia de trabas al movimiento— es insuficiente para que las personas
sean realmente libres; no importa lo benigna que sea la existencia del poder, dice
Skinner, su mera existencia convierte a las personas libres en esclavos. Y las personas
libres solo pueden existir en un Estado libre.
Skinner rastrea la historia de la idea de libertad republicana de la antigua Roma al
Renacimiento, y sostiene que estaba detrás de la guerra civil inglesa de la década de
1640, en la que el bando parlamentario luchó contra el intento de la Corona de arrogarse
derechos y prerrogativas a voluntad —derechos arbitrarios— superiores a los del
Parlamento o de los individuos. Como ejemplos de defensores de la idea de libertad
republicana, Skinner cita a James Harrington, Algernon Sydney y John Milton.

Incluso en el primero de sus libros, Elementos de derecho natural y político, Hobbes ya


sostenía que la autoridad que residía en un soberano absoluto deriva de la cesión
voluntaria del poder que, de otro modo, los individuos habrían mantenido para sí
mismos, y que los individuos hacen esto por el interés de su propio bienestar. En su
siguiente libro, De Cive [Sobre el ciudadano], Hobbes combatía la idea de que el mero
hecho de que exista un gobierno convierta al pueblo en esclavos —la idea de libertad
republicana—, afirmando que la libertad es «la ausencia de trabas al movimiento» y que
esto es coherente con la existencia de un soberano absoluto. En el Leviatán refina esta
definición de libertad para decir «ausencia de trabas externas al movimiento», y es esto
lo que Skinner señala como un momento señero en la historia del pensamiento político,
porque introduce una distinción entre libertad y poder. Según Skinner, esto convierte a
Hobbes en «el primero en responder a los teóricos republicanos, al ofrecer una
definición alternativa en la que la presencia de libertad se interpreta totalmente como
ausencia de trabas, más que como ausencia de dependencia». Es de aquí, dice Skinner,
de donde ha surgido toda la teoría posterior acerca de la libertad, que, en consecuencia,
no llega a tener en cuenta las muchas maneras en que la auténtica libertad puede ser
imposible de obtener.

La libertad como «ausencia de trabas» se define como «libertad negativa» tras la


distinción que Isaiah Berlin hace entre libertad positiva y libertad negativa. Es la idea de
libertad que —consecuencia o no de la influencia de Hobbes— muchos comprenden
como básica. Pero es incoherente no solo con la idea de libertad como «ausencia de
dependencia», sino también con la idea de que hay derechos fundamentales a tipos de
libertad que exigen protección contra toda forma de autoridad; estas comprenden las
libertades civiles: libertad de expresión, aspectos inviolables de la vida privada, derecho
de libre asociación, libertad contra formas de opresión por parte de una autoridad
arbitraria y cruel, etcétera. Se trata de un debate que continúa con fuerza.

BARUCH SPINOZA (1632-1677)

Así como Descartes tuvo una gran influencia en filosofía y una influencia considerable
en matemáticas, es probable que Baruch Spinoza influyera más y de una manera más
generalizada: nada menos que en la historia mundial. Esto se debe al impacto de sus
ideas en la Ilustración. Evidentemente, hubo muchos otros que también ejercieron una
gran influencia, como Isaac Newton y John Locke. La contribución de Newton a la
ciencia fue transformadora; el peso de Locke en las ideas sociales y políticas —
pensemos en el impacto de sus escritos en las revoluciones americana y francesa— fue
transformador en otro sentido. Ambos pudieron ser abiertamente citados y debatidos
por sus sucesores, pero la influencia de Spinoza fue mucho más encubierta, sobre todo
porque se lo consideraba un ateo, y se veía el ateísmo con hostilidad y oprobio.3

Esta actitud hacia Spinoza comenzó en su propia comunidad de judíos sefarditas


exiliados en Ámsterdam (Países Bajos), donde Baruch Spinoza nació en 1632. A los
veinticuatro años, su sinagoga lo excomulgó por «herejías abominables» (y también por
«hechos monstruosos»; nunca se hicieron públicos) y nunca fue readmitido. La razón
fue, sin duda, que había comenzado a dar voz a sus ideas filosóficas. Dado que estas
negaban la existencia de una deidad trascendente personalmente interesada en el
destino de la humanidad, así como la existencia del alma inmortal y la relevancia de la
ley mosaica tal y como figuraba en las Escrituras, es poco sorprendente que lo
excomulgaran.

La expulsión de la propia comunidad es algo duro. Spinoza abandonó Ámsterdam y


comenzó a ganarse la vida por las provincias como pulidor de lentes, hecho que se ha
citado como explicación de su temprana muerte, a los cuarenta y cinco años, por
enfermedad pulmonar: la inhalación del fino polvo de cristal habría tenido la culpa, ya
fuera por sí misma o en combinación con alguna otra enfermedad que contribuyó a
empeorar. Pero, para entonces, ya tenía una enorme reputación filosófica, gracias a su
correspondencia con otros sabios, pese a publicar tan solo dos libros en vida: un examen
de los Principios de filosofía de Descartes y su Tractatus Theologico-Politicus (Tratado
teológico-político). Debido a lo impopular de sus ideas entre las autoridades, escogió
limitarse a contactos privados con colegas filósofos, razón por la que rechazó un
ofrecimiento para ejercer de profesor en la Universidad de Heidelberg.

Spinoza tardó varios años en acabar su gran obra, titulada póstumamente Ética, que
interrumpió para escribir un libro en respuesta al empeoramiento del clima de
tolerancia religiosa de los Países Bajos: su famoso —y, en su época e inmediatamente
después, infame— Tractatus Theologico-Politicus. Lo publicó de forma anónima y causó
un escándalo inmediato; un crítico llegó a decir de él que era «un libro forjado en el
infierno por el propio diablo». Su reputación sufrió aún más cuando su ensayo Tratado
político, inacabado a su muerte, se publicó de forma póstuma.

La Ética es un extenso tratado filosófico que comprende metafísica, epistemología,


psicología y ciencias, además de ética. Spinoza había efectuado un intento previo de
exponer estas ideas en su Tractatus de Deo et homine ejusque felicitate [Breve tratado acerca
de Dios, el hombre y su bienestar], que resume perfectamente en su título los temas de
la propia Ética. Su objetivo era demostrar que la mejor vida era una en la que la razón
revela la verdadera naturaleza de las cosas, de tal modo que, al comprenderlas, nos
liberamos de las ataduras de las falsas creencias y de las extraviadas, por
inevitablemente fútiles, pasiones. Los cinco libros de la Ética se titulan, respectivamente,
«De Dios», «De la mente», «De las emociones», «De la servidumbre del hombre» y «De
la potencia del entendimiento». De este modo se puede percibir la evolución de la
argumentación. Las versiones extendidas de los títulos de las últimas dos secciones lo
aclaran aún más: el Libro IV se titula «De la servidumbre del hombre, o de la fuerza de
las afecciones» y el Libro V, «De la libertad humana, o de la potencia del
entendimiento».

En latín, el título de la obra es Ethica Ordine Geometrico Demonstrata, que ilustra el


método en el que está expuesta: como un tratado geométrico, con definiciones, axiomas
y proposiciones con sus demostraciones y corolarios. Tiene un aspecto imponente y
exige al lector que conozca, como mínimo, las ideas filosóficas de Descartes. Pero es un
monumento de claridad y lucidez una vez que uno ha comprendido mínimamente los
conceptos en juego.

Una clave para comprender a Spinoza es su empleo de la frase deus sive natura (dios o
naturaleza) para denotar la totalidad de lo que existe. Para él, el universo es Dios o Dios
es el universo; la naturaleza es Dios o Dios es la naturaleza; se trata de una misma cosa.
Todo lo que existe es el mundo; llámalo Dios, si deseas, sobre la base de que es todo lo
que existe. Esta idea queda muy lejos de la idea de que hay una deidad separada y
providencial, con intenciones y planes para lo que ha creado, que juzga, recompensa y
castiga, y es y hace lo que describen las concepciones tradicionales de deidad.

Las razones para la idea de Spinoza son estas: la idea de lo que fundamentalmente
existe por derecho propio, la sustancia, es la idea de aquello que existe necesariamente,
porque es la naturaleza de la sustancia existir. No puede haber una «sustancia
inexistente». Elimina la posibilidad de que las sustancias puedan compartir atributos
(llamando «atributos» a las propiedades esenciales de una sustancia). Dado que «Dios o
la naturaleza» posee todos los atributos, no puede haber otra sustancia: solo puede
haber una sustancia. Por lo tanto, todo lo que existe ha de ser un atributo (o «modo»,
que significa «manera de ser o hacer») de deus sive natura. Por lo tanto el mundo es todo
lo que es, y todo es un aspecto del mundo, incluidos los humanos.

Spinoza dice que el mundo, deus sive natura, posee «infinitos atributos». Casi con
certeza quiere decir «infinitos en número», así como «infinitos en carácter». Pero los
humanos, con nuestra mente finita, solo conocemos dos de ellos, pensamiento y
extensión (recordemos las dos sustancias de Descartes: mente —cosa pensante— y
materia, que es cosa extendida o espacial). Ser espacial, extendido o material es, por lo
tanto, un atributo de deus sive natura —o Dios: una idea como esta es causa de
excomunión por cualquier comunidad religiosa— y, por lo tanto, es atributo de deus sive
natura ser mente o pensamiento. Las mentes humanas son «modos» de la mente infinita.

De que deus sive natura es un ser necesario —existe necesariamente, no puede no


existir— y de que todas las verdades acerca de ello fluyen con necesidad lógica desde
los infinitos atributos que constituyen su esencia, se sigue, por lo tanto, que todo lo que
es, o sucede, es por sí mismo necesario. Nada puede ser otra cosa que lo que es. Se trata
de un determinismo total y estricto. Spinoza afirma que es la aceptación de esta gran
verdad —que todo lo que es y sucede ha de ser como es y suceder como sucede— la que
nos libera: la libertad humana procede de aceptar la inevitabilidad de las cosas. Cómo
conecta esta idea con el concepto de «libre albedrío», lo debatiremos más adelante.

A lo largo de su esfuerzo por exponer su idea de deus sive natura, y debido a él,
Spinoza ofrece ingeniosas soluciones a varios problemas filosóficos. Una es la cuestión
del lugar de la mente en la naturaleza: el problema mente-cuerpo que fue irresoluble
para Descartes. Era intratable para Descartes porque concebía mente y materia como, en
esencia, sustancias diferentes, por lo que resultaba un misterio cómo podían interactuar.
Para Spinoza, mente y materia son dos atributos de la misma sustancia, la única
sustancia existente, deus sive natura. «El alma y el cuerpo son un mismo individuo al que
se concibe ya bajo el atributo del pensamiento, ya bajo el atributo de la extensión»,
escribió. Mente y cuerpo son «modos» —maneras de ser o actuar— de la sustancia
única y global. Como corolario de esto, tener la idea de un cuerpo consiste en la idea y
aquello de lo que es la idea (el ideatum), que son lo mismo bajo dos descripciones
diferentes. Si la idea es «adecuada» (pensemos en la etimología de esta palabra: «igual
a») al ideatum, es cierta; si es «inadecuada» es falsa.

Este último comentario acerca de la adecuación debería provocar ciertas dudas acerca
de la solución de Spinoza. Si una idea y su ideatum son lo mismo bajo diferentes
descripciones, ¿cómo puede una idea ser falsa? Intentó dar una explicación del error —
en efecto, los aspectos epistemológicos de su Ética están dedicados casi por completo a
explicar el error, puesto que es un auténtico problema para su idea— diciendo que «la
falsedad consiste en una privación del conocimiento, implícita en las ideas inadecuadas,
o sea, mutiladas y confusas». La autopercepción es un buen ejemplo de esto: el sol me
puede parecer un pequeño disco ardientemente dorado, pero no es pequeño. Si hubiera
confundido mi idea del sol con el sol mismo —el ideatum de la idea— estaría
cometiendo un error. Por lo tanto, y con Platón, Spinoza coloca la experiencia sensorial
en el nivel epistemológico más bajo, el de la opinión. Es aquí donde entra la falsedad,
pues a los dos niveles siguientes de cognición —la ciencia, el segundo, y la intuición, el
más elevado— solo les ocupa la verdad. Este nivel más elevado, la «intuición», consiste
en una comprensión totalmente adecuada de la «esencia formal» de los atributos de
deus sive natura.

Otro problema al que Spinoza propone solución concierne a la individualidad. Si el


universo es una sola sustancia comprehensiva, ¿cómo puede haber, o parecer que hay,
tal pluralidad de cosas individuales? Y, sobre todo, ¿cómo pueden los seres humanos
ser diferentes entre sí, si son todos ellos parte de la única cosa que existe? Su respuesta
es que las cosas individuales son modos finitos de la sustancia infinita, y que todos ellos
poseen el impulso de autoconservarse y de perseverar. Es el «conato», el deseo o
voluntad de resistir contra todo aquello capaz de «acabar con su existencia». Todo
posee conato, pero algunos modos del universo, como los animales y humanos, son más
conscientes de sí mismos y tienen más conato que otras cosas.

Esto nos devuelve a la cuestión del determinismo, porque ahora puede parecer que el
conato, al menos en los seres humanos, es una forma de libre albedrío; sin embargo, la
teoría de Spinoza excluye el libre albedrío. En la Ética, Spinoza dice que las personas «se
equivocan al creerse libres, opinión que obedece al solo hecho de que son conscientes de
sus acciones e ignorantes de las causas que las determinan». Aun así, el propio título del
Libro V de la Ética nos cuenta cuál es la argumentación de su teoría: explicar cómo
podemos alcanzar la libertad. ¿En qué consiste la «libertad» para el ser humano, si no es
el libre albedrío?

La explicación que propone Spinoza radica en la distinción que traza entre estados
mentales activos y pasivos. Hacemos algunas cosas; otras cosas las «sufrimos», es decir,
somos recipientes pasivos de ellas; actuamos o actúan sobre nosotros. Cuanto más
adecuadas nuestras ideas, más activos somos; cuanto más inadecuadas, más nos
hallamos en el extremo receptor de los acontecimientos. Dado que la única causa de
todo es deus sive natura, se trata de la única cosa que actúa sin que nada actúe sobre ella,
y, por lo tanto, es la única cosa libre en el sentido metafísico. Pero, en tanto que como
seres humanos podamos progresar de un estado menos activo a uno más activo
mediante ideas más adecuadas, participaremos en mayor grado de la libertad activa de
deus sive natura. Spinoza llama, a esta independencia con respecto a causas externas a
nosotros, «virtud», y añade: «virtud y poder son lo mismo», donde «poder» es la
capacidad de hacer y lograr cosas. Ejercer el poder, en este sentido, nos proporciona
placer, definido como la emoción que sentimos conforme progresamos a ideas más
adecuadas y, por lo tanto, a una mayor libertad.
Dado que dedica un libro entero a las emociones o, como las traducciones de Spinoza
las han vertido de modo estándar, «afectos», es importante señalar sus ideas acerca de
ellas, puesto que resultan cruciales en su teoría. Define las emociones como «ideas
confusas» que surgen debido a nuestro estado encarnado y al conato de
autoconservación, que nos impulsa a alejarnos de lo dañino y a perseguir lo que nos
ofrece alegría o placer. Citando a los estoicos, asegura que las cosas que deseamos, y las
que nuestras pasiones nos impulsan a conseguir, están más allá de nuestro control y,
por lo tanto, cuanto más nos influyen, menos felices somos y, en definitiva, menos
libres. «Llamo “servidumbre” a la impotencia humana para moderar y reprimir sus
afectos.» Si podemos controlar nuestro deseo por aquello que no podemos controlar,
nos liberaremos. Alcanzamos la libertad cuando comprendemos la naturaleza de las
cosas, y esto debilita el poder de nuestros afectos sobre nosotros. Cuando sentimos un
«amor intelectual» por la realidad tal y como es —es decir, cuando vivimos de acuerdo
con la razón y la comprensión— adquirimos ese poder que es la virtud, y somos libres.

El Tratado teológico-político de Spinoza es un libro radical. Su objetivo es advertir a los


lectores contra el poder de la religión en el control de su vida, y lo hace excitando sus
emociones de superstición, miedo y esperanza, que el clero emplea en la dirección en
que la Iglesia y los poderes temporales que la tienen como útil aliado desean llevarlos.
Le preocupaba especialmente explicitar que religión y filosofía (esta última, en el
sentido que incluye también a la ciencia) comprenden esferas totalmente diferentes,
aquella dependiente de la fe y esta, de la razón; que la religión debería permitir a la
filosofía continuar sus investigaciones sin interferencias. Sostenía que tal libertad
conduciría a la paz pública, porque son las disputas religiosas las que provocan
disturbios civiles, y no la ciencia. Demostró, mediante un examen de las Escrituras, que
los profetas no eran ni muy inteligentes ni muy cultos; que las leyes religiosas no
conducen a la felicidad humana; que los milagros son imposibles y que, en general, la
superstición es «la amarga enemiga de todo auténtico conocimiento y verdadera
moralidad».

El Tratado es un ruego por la tolerancia y la libertad de pensamiento e investigación.


Spinoza sostenía que la Biblia se resume en un sencillo mensaje si uno deja de lado todo
lo que dice de leyes y milagros y demás elementos supersticiosos: «Ama a tu prójimo».

Esta afirmación tiene consecuencias inmediatas en la política, según Spinoza; en


efecto, gran parte del objetivo del Tratado era forzar una opinión política. Esta idea era
que constituye un error, para un Estado, creer que puede controlar lo que la gente
piensa, aunque es correcto que impulse una conducta exterior que asegure la paz, la
prosperidad y el bienestar social. Describió el «propósito definitivo» del Estado como
«no [...] dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a otro, sino, por
el contrario, librarlos a todos del miedo para que vivan, en cuanto sea posible, con
seguridad [...] que conserven al máximo este derecho suyo natural de existir y de obrar
sin daño suyo ni ajeno [...] lograr más bien que su alma (mens) y su cuerpo desempeñen
sus funciones con seguridad, y que ellos se sirvan de su razón libre y que no se
combatan con odios, iras o engaños, ni se ataquen con perversas intenciones. El
verdadero fin del Estado es, pues, la libertad».

Lo que es privado de cada individuo por cuanto respecta a sus pensamientos y


creencias no puede quedar sujeto a la ley o a las órdenes del soberano. «[C]ada uno es,
por el supremo derecho de la naturaleza, dueño de sus pensamientos —escribió— y
nunca se puede intentar en un Estado, sin condenarse a un rotundo fracaso, que los
hombres solo hablen por prescripción de las supremas potestades, aunque tengan
opiniones distintas y aun contrarias.» Habrá desacuerdos y disputas, pero el buen
gobierno será tolerante y reconocerá que surgen peores vicios de intentar controlar el
pensamiento que permitiéndole ser libre. Además, la libertad de pensamiento «es
primordial para promover las ciencias y las artes. Estas, en efecto, solo las cultivan con
éxito quienes tienen un juicio libre y exento de prejuicios».

Es evidente por qué el extraordinario logro de Spinoza se convertiría en un faro para


la Ilustración. Dice lo siguiente: lo que existe es el universo; la humanidad forma parte
de ese mismo universo, y está sometida a las mismas leyes. La vida en la razón es una
vida libre de las trabas del miedo, la superstición y esperanzas y deseos poco
razonables; es, en cambio, una vida basada en el conocimiento, en la ciencia y en la
investigación racional, es decir, en lo que realmente importa en la práctica para el ser
humano. La libertad de pensamiento es crucial para el progreso, y para el florecimiento
tanto de los individuos como de la sociedad.

Las ideas de Spinoza despejaron el aire y aportaron libertad intelectual al tiempo que
dirigieron la atención hacia donde realmente importaba: la vida misma, aquí y ahora, en
sociedad, con otros, una vida que exige pensamiento y comprensión. La liberación que
sus ideas no solo instaron, sino que contribuyeron a traer consigo la Ilustración,
demostró ser una liberación embriagadora y extraordinariamente relevante.

JOHN LOCKE (1632-1704)

Como Hobbes, John Locke escribió acerca de filosofía en general y de política; pero, a
diferencia de él, a quien hoy en día solo se trata en relación con sus teorías políticas, en
el caso de Locke, sus contribuciones a ambas esferas han demostrado ser muy
influyentes.
Locke nació en Somerset (Inglaterra). Estudió en Oxford, y obtuvo su licenciatura y su
maestría en el programa de estudios, en aquella época aún escolástico y aristotélico,
antes de ir a por el título de medicina. Sirvió como médico y secretario del estadista
conde de Shaftesbury, ayudándole en sus tareas ministeriales en el gobierno. En 1683,
Shaftesbury fue sospechoso de participar en un complot («el complot de Rye House»)
para asesinar al rey Carlos II, así como a su hermano y heredero Jacobo, con el objetivo
de bloquear el acceso al trono de este último por ser católico. Tuvo que huir de
Inglaterra; Locke, de quien también se sospechaba por haber sido su secretario, hubo de
acompañarle en su exilio a los Países Bajos. Tras la Revolución Gloriosa de 1688, en la
que Jacobo II abdicó y el Parlamento de Inglaterra invitó a Guillermo de Orange a ser el
nuevo rey, Locke regresó a Inglaterra en el mismo barco en el que viajaba la mujer de
Guillermo de Orange, la princesa María. Poco después publicó los Dos tratados sobre el
gobierno civil, que ofrecían una justificación para el dramático cambio constitucional que
había traído la revolución.

Es posible que los Dos tratados se escribieran antes de la revolución, y que quizá
circularan en privado; si fue así, es probable que hayan sido parte de lo que inspiró a los
opositores de Jacobo II a afirmar la autoridad del Parlamento contra la Corona. En
cualquier caso, los Dos tratados, y especialmente el segundo de ellos, demostraron ser de
gran importancia para el pensamiento político posterior, se los citó extensamente en los
documentos de las revoluciones americana y francesa, y fueron una mayúscula
inspiración para el liberalismo político en general.

Las contribuciones de Locke a otras áreas generales de la filosofía fueron igualmente


importantes. Su Ensayo sobre el entendimiento humano es un clásico del empirismo. Los
filósofos de la Ilustración del siglo XVIII tenían en igual estima a él y a Isaac Newton;
Voltaire (cuya amante, Emilie du Châtelet, fue la traductora de Newton al francés)
describió a Locke como «el Hércules de la metafísica». Una razón para tan sublime
alabanza es que hasta entonces el peso de la tradición filosófica había estado del lado
del racionalismo y la epistemología, pero Locke ayudó a inclinarlo hacia el fiel de la
balanza del empirismo. En la Francia de Voltaire dominaban los cartesianos (seguidores
de Descartes); en la Inglaterra de Locke eran los Platónicos de Cambridge (entre ellos,
su figura señera, Ralph Cudworth) quienes enarbolaban la bandera del racionalismo.
Pero la defensa de Locke del empirismo, que constituía también una defensa de la base
lógica que subyace tras los desarrollos de la ciencia natural, se encontraba en el lado
correcto de la historia intelectual. Impulsó a Leibniz, inclinado hacia el racionalismo, a
escribir una crítica a Locke en sus Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, y
constituyó el referente inmediato del pensamiento filosófico de George Berkeley y
David Hume, quienes forman, junto con Locke, la tríada de empíricos británicos, muy
influyente en gran parte de la filosofía posterior.
Locke perteneció a la Royal Society, cuyos miembros estaban interesados, entre otras
cosas (y como lo habían estado Bacon y Descartes), en la cuestión de cómo se alcanza
óptimamente el conocimiento. No aceptaban la solución de Descartes, ni, en general, el
enfoque de los racionalistas, y deseaban ver una justificación teórica para los métodos
empíricos y experimentales que usaban en sus investigaciones científicas. Locke se
ofreció a escribir un ensayo al respecto «para examinar nuestras habilidades, y
averiguar qué temas nuestro entendimiento está, o no, preparado para comprender».
Esto implicaba poner a prueba «el origen, la certeza y el alcance del conocimiento
humano, así como los grados de creencia, opinión y asentimiento, y las bases para
ellos». La tarea acabó llevándole veinte años, en parte debido a su ajetreada vida
política, pero también por el enorme alcance y dificultad de la tarea.

La versión de racionalismo de los Platónicos de Cambridge se basaba en el


compromiso con las «ideas innatas», la doctrina según la cual nacemos conociendo
cierta cantidad de cosas, entre ellas las verdades fundamentales de lógica, moralidad y
teología. Creían esto por causa de Platón, es decir, creían que la experiencia no nos lleva
a verdades definitivas, sino tan solo a opiniones acerca de lo que es imperfecto y
transitorio. Esta idea contrasta visiblemente con la dedicación de los empiristas a la
primacía de la experiencia en la adquisición de conocimiento. De ahí que el Ensayo de
Locke comience, pues, con una refutación de la doctrina de las ideas innatas (Libro I).
De ahí pasa en los libros restantes (II a IV) a tratar de la experiencia misma y de cómo
de ella surge el conocimiento.

El «gran argumento» para que existan ideas como «todo es idéntico a sí mismo»,
«nada se contradice a sí mismo» o «un todo es mayor que sus partes», es que todo el
mundo las conoce o, al menos, asiente a ellas. Locke señala que, en realidad, esto no es
así; que hay innumerables casos en los que la gente no ha pensado en tales temas. Las
ideas de imposibilidad e identidad están ausentes en las mentes de los niños y en las de
muchos adultos, incluso si, al presionarlos, asienten a la idea que se les ha impuesto de
que «es imposible que algo sea y no sea al mismo tiempo». Esto es aún más
pronunciado con respecto a supuestas ideas innatas como principios morales y nociones
de Dios, en las que puede surgir un gran desacuerdo entre individuos.

Locke dice que el conocimiento se preocupa de tres temas: la «física», o naturaleza de


las cosas; las «prácticas», o moralidad; y la «semiótica», o los signos que «la mente
emplea para comprender cosas, o para comunicar este conocimiento a otros». Los dos
libros centrales del Ensayo, el II y el III, están dedicados a los dos tipos de signos que
empleamos, respectivamente: ideas y palabras. Son los «grandes instrumentos de
nuestro conocimiento».
Por idea, Locke entiende «aquello con que se ocupa la mente cuando piensa». Las
ideas llegan a nosotros procedentes de la experiencia, que toma la forma ya de
sensación, ya de reflexión. Sensación es ver, oír y el resto; reflexión es la experiencia de
operaciones internas de nuestra mente que recuerda, compara, infiere, etcétera. Las
ideas pueden ser sencillas o, si se combinan entre ellas, complejas. La mente recibe de
manera pasiva ideas sencillas como los colores o el gusto. Las ideas complejas de las
cosas del mundo, de sus propiedades y relaciones con otras cosas, son consecuencia de
cómo disponemos nuestras ideas a lo largo de nuestra experiencia.

Las ideas son, recordemos, signos; representan algo que no son ellas mismas. Están en
la consciencia; representan —representan— otras cosas. En el caso de las ideas
sensoriales, representan cosas que hay fuera de la mente. Así, cuando uno mira un
árbol, la idea del árbol está en su mente, mientras que el árbol mismo se encuentra en el
exterior. Locke creía que esta teoría de la percepción nos ofrecía suficiente base como
para saber cómo son las cosas. Distinguía entre las «cualidades primarias» de las cosas,
de las que, decía, son «inseparables del cuerpo», de tal modo que nuestra percepción de
ellas nos dice cómo son, y las «cualidades secundarias», que las cosas parecen tener
como consecuencia del modo en que nuestros órganos sensoriales interactúan con ellas.

Las cualidades primarias son la extensión, la forma, el movimiento o reposo, el


número y la solidez. Los objetos físicos siempre las tienen. Si se corta un trozo de
madera en trozos cada vez más pequeños, estos trocitos también tendrán esas
cualidades.

Esto no sucede con las cualidades secundarias. Estas son el color, el tacto, el sonido, la
textura y el olor. Mientras que las cualidades primarias «están en los objetos», en el caso
de las secundarias se encuentran solo «[e]n los cuerpos a los que denominamos de
conformidad con esas ideas, [y] solo son un poder para producir en nosotros esas
sensaciones». Si nadie la mira, una rosa no tiene color, no porque no mirarla haga que
no tenga color, sino porque el color es una percepción mental consecuencia de cómo
interactúa la luz reflejada por esa rosa con nuestros ojos, estimulando mensajes que
pasan por el nervio óptico y llegan al cerebro.

Se puede comprobar que la teoría de la percepción de Locke es causal, exactamente tal


y como lo interpretamos habitualmente: los objetos del exterior nos provocan en la
consciencia que los representan. Sin embargo, no importa lo muy de sentido común que
pueda parecer esto, crea una dificultad: interpone las ideas entre nosotros y las cosas,
creando un «velo de percepción» que no podemos apartar para ver si las ideas
representan con precisión lo que se supone que representan, o incluso si hay algo allí
«entre ellos» (recordemos a Descartes: podríamos tener la idea de un árbol mientras
soñamos, pero esa idea no está re-presentándonos un árbol real).

Locke no intentó lidiar con este problema escéptico. Sencillamente pasó por él de
puntillas cuando dijo que «las doctrinas recibidas son suficientes para nuestros
propósitos actuales», entendiendo por «las doctrinas» las referidas a la mente y sus
operaciones. Esto lo consideraron insuficiente muchos de sus sucesores en filosofía (el
más inmediato de entre ellos, George Berkeley), quienes reconocieron que el problema
escéptico aguardaba aún su solución.

También las palabras son signos; representan ideas. Además, no solo representan
ideas particulares o cosas individuales, sino también ideas generales, como, por
ejemplo, no la idea de un perro en particular, sino el tipo de cosa al que habitualmente
se aplica el término perro. En efecto, la mayoría de nuestras palabras son términos
genéricos, y el conocimiento es «la posesión de ideas generales» que denotan. Esto ha de
ser así porque no podemos permitirnos tener un nombre individual para cada cosa
individual del mundo: el conocimiento sería imposible.

Las palabras son necesarias, dice Locke, porque las ideas son únicas y de cada
consciencia, de modo que ha de haber algún modo de hacer públicos los pensamientos
y de comunicar a los demás lo que estamos pensando o experimentando. Para esto sirve
el lenguaje.

Esta teoría plantea serios problemas. El principal es que, si las palabras denotan ideas
y las ideas son privadas, ¿cómo puedo saber que las mismas palabras suscitan las
mismas ideas en las mentes de los demás que en la mía? ¿Cómo puedo saber que su
experiencia es la misma que la mía cuando ambos empleamos la palabra rojo, es decir,
que ellos no ven como verde lo que yo veo como rojo?

En la segunda edición del Ensayo, Locke introdujo un tema que demostró ser de gran
interés en la filosofía posterior: la cuestión de la identidad personal. ¿Qué me convierte
en la misma persona a lo largo del tiempo, pese a todas las diferencias en mi apariencia
y carácter debidas al paso de los años? En época de Locke, y durante siglos antes, se
daba por sentado que poseemos un alma inmortal que permanece invariable mientras
atraviesa los cambios meramente accidentales y relativamente poco importantes que
sufren nuestro cuerpo y nuestras circunstancias, y que (en el ideario cristiano, y en el de
la mayoría de las confesiones religiosas) sobrevive a la muerte del cuerpo. Por ello se
pensaba que era el alma, y no el cuerpo, la que transportaba la persona. Esto implicaba
que «una persona» y «un ser humano» no eran la misma cosa, una idea que Locke
aceptaba. En efecto, el concepto de persona es un concepto forense; es el concepto de un
ser racional responsable de lo que hace ante la moral y la ley. Como esto sugiere, los
bebés no son aún personas, y un anciano con demencia puede haber dejado de ser una.
Se considera a las corporaciones como personas ante la ley, con sus deberes y
responsabilidades. Teniendo todo esto en cuenta, ¿qué constituye la identidad de una
persona a lo largo del tiempo? Es una pregunta más difícil de responder que la
pregunta «¿Qué constituye la identidad de un cuerpo (una piedra, un árbol, un cuerpo
humano) a lo largo del tiempo?», porque en este último caso uno puede siempre señalar
la continuidad espacio-temporal de la organización física de la cosa, aunque sea
pasando de bellota a poderoso roble.

La respuesta de Locke fue que la identidad personal consiste en la «consciencia de ser


la misma persona a lo largo del tiempo». Esta consciencia se compone de la
autoconciencia, de la memoria y de un interés especial con respecto a uno mismo en el
futuro (Locke introdujo en el idioma inglés la palabra consciousness, consciencia, con
esta teoría). La idea enfureció al clero porque dejaba de lado toda referencia a almas
inmortales —Locke tenía una larga historia de enfrentamientos con el obispo
Stillingfleet al respecto—, y otros filósofos la criticaron porque parecía lidiar con el
problema del modo equivocado: convertía la memoria en la base de la identidad,
mientras que, en realidad, la identidad personal era la base de la memoria. ¿Cómo
puede este recuerdo ser mi recuerdo si no soy la misma persona que tuvo la experiencia
que originó ese recuerdo? También presenta la consecuencia, contraria a toda intuición,
de que la identidad personal no es continua: un viejo general puede recordar cuando
fue un heroico oficial en combate, y el joven oficial puede recordar cuando robaba
manzanas en un huerto de niño, pero el general podría no recordar haber robado esas
manzanas. ¿Acaso no es la misma persona que el chico? Según la idea de Locke, no es la
misma persona, porque no es consciente de ser la misma persona. Pero pensemos en las
cosas de este modo: supongamos que te pido prestado dinero, y que más tarde regresas
para pedirme que te lo devuelva. Si yo te respondiera que no soy la misma persona que
te lo pidió prestado porque no recuerdo haberlo hecho, no te gustaría demasiado.

En el libro final de su Ensayo, Locke ofrece su explicación de la naturaleza del


conocimiento. Dice que consiste en «la percepción de la conexión o del rechazo, del
acuerdo o del desacuerdo, que hay entre cualesquiera de nuestras ideas». Cuando la
conexión o desacuerdo entre ideas es inmediatamente obvia, Locke lo llama
«conocimiento intuitivo». Cuando se requiere del razonamiento para ver la conexión u
oposición, lo denomina «conocimiento demostrativo». Un racionalista no pondría
objeciones a esta definición, y aún no consta como defensa del conocimiento empírico.
Locke, sorprendentemente, hace aquí una chapuza. Escribe: «Hay, sin embargo, otra
percepción de la mente que se emplea en la existencia particular de los seres finitos que
están fuera de nosotros, y que sobrepasando la mera probabilidad, y no alcanzando, sin
embargo, totalmente ninguno de los grados de certidumbre antes establecidos, pasa por
el nombre de conocimiento». Se trata del conocimiento empírico. No posee total certeza
—en efecto, aquí, de pasada, reconoce la dificultad escéptica—, pero «sobrepasa la mera
probabilidad» debido a su origen en la percepción sensorial. Lo denomina
«conocimiento sensible».

La teoría de Locke es casi exactamente lo que creemos, por sentido común, acerca del
conocimiento empírico. Se produce en nosotros debido a la interacción causal entre el
mundo y nuestros órganos sensoriales; es anulable —es decir, aceptamos a veces que
podemos equivocarnos, porque cometemos errores de percepción y de otros tipos—, sin
embargo, en términos generales, la percepción es una fuente fiable de información
acerca del mundo que hay más allá de nuestra mente. En ciencias, nuestras capacidades
perceptivas pueden ampliarse y mejorarse mediante instrumentos —telescopios,
microscopios, osciloscopios, Grandes Colisionadores de Hadrones— y nuestras
capacidades intelectuales pueden mejorarse mediante técnicas matemáticas y otro tipo
de instrumento, el ordenador. Pero, en conjunto, todo ello forma parte del
equipamiento para la investigación empírica. Locke acierta cuando dice que, en la
práctica, se trata de una imagen poderosa y bien justificada por los resultados de su
aplicación. Pero en filosofía, la necesidad sigue siendo ver si se pueden satisfacer los
obvios desafíos escépticos a esta poderosa imagen. Es esa necesidad la que impulsa los
esfuerzos que se efectúan en epistemología.

La filosofía política de Locke es, con toda seguridad, su más importante aportación, no
solo por el avance filosófico que representa en sí mismo, sino por su impacto práctico en
el mundo en los siglos siguientes.

La Revolución Gloriosa de Inglaterra en 1688 dejó establecidos dos importantes


argumentos, vinculados entre sí: la soberanía del Parlamento y el rechazo a la doctrina
del «reinado por gracia divina». Al poner una corona en la cabeza de Guillermo de
Orange bajo sus propios términos, el Parlamento había constituido un acuerdo
constitucional nuevo y permanente. El control de las finanzas nacionales y de las
fuerzas armadas quedaba reservado al Parlamento, y en esas dos cosas residía todo.
Solo el Parlamento podía votar otorgar dinero al gobierno. También, y esto es crucial, el
nuevo acuerdo aseguraba la independencia del poder judicial y el derecho de petición,
dos baluartes de una sociedad libre.

Locke describía su objetivo, en sus escritos políticos, como una justificación de la


posesión del trono por parte de Guillermo de Orange, para «dar validez a su título con
el consentimiento del pueblo»: en este caso, por pueblo se entendía «representado por el
Parlamento», con lo que, de un modo vago, parecía connotarse toda la nación. No cabe
duda de que esta ambigüedad era intencionada, dado que los criterios por los que se
elegía el Parlamento eran de todo menos democráticos.

Convertido en un clásico al instante, el texto, en el que Locke establece la justificación


para la Revolución Gloriosa es su Segundo tratado sobre el gobierno civil (el Primer tratado
es una extensa refutación de la defensa que sir Robert Filmer hace de la doctrina del
derecho divino en su Patriarca o el poder natural de los reyes). Uno de los aspectos más
importantes de la teoría de Locke es su desacuerdo con una teoría más potente que la de
Filmer, como es la idea de soberanía de Hobbes. Locke no escribió directamente acerca
de Hobbes, porque el nombre de este último estaba prohibido: se lo consideraba un
ateo, y el ateísmo en aquella época era sospechoso, cuando no directamente visto con
horror. Peor incluso, las ideas de Hobbes podían aplicarse tanto a monarquías como a
repúblicas. Si alguien intentaba defender el derecho de Guillermo al trono citando a
Hobbes, los oponentes de Guillermo podían citarlo con igual facilidad desde el otro
lado de la argumentación.

Como Hobbes, Locke también emplea la idea de un «estado de naturaleza» existente


antes de la creación de la sociedad civil, pero para él no era un escenario de incesantes
enfrentamientos entre las personas, sino de un lugar en el que los individuos gozaban
de libertad. La mayor parte de esa libertad hay que cederla para obtener los beneficios
de vivir en sociedad, pero Locke sostenía que algunos de esos derechos, sobre todo los
derechos a la vida, a la libertad y a la propiedad, no pueden desaparecer debido a un
contrato social. Por sí mismo, este hecho hace que sea imposible que exista algo así
como una soberanía absoluta: por su propia naturaleza, el absolutismo se contradice
con los derechos naturales que el pueblo aporta cuando suscribe el contrato que da
existencia a la sociedad.

Las ideas de ley natural y de derechos naturales están íntimamente relacionadas. En la


visión de Locke, los derechos naturales reposan en el hecho de que, en estado natural,
los individuos pueden emplear libremente todo lo que la naturaleza les ofrezca a modo
de refugio, confort y alimento. La ley natural dice qué les está permitido y prohibido a
las personas teniendo en cuenta el estado natural: «Los hombres se hallan por
naturaleza en [...] un estado de perfecta libertad para que cada uno ordene sus acciones
y disponga de posesiones y personas como juzgue oportuno, dentro de los límites de la
ley de la naturaleza, sin pedir permiso ni depender de la voluntad de ningún otro
hombre». La alternativa que Locke emplea para describir este estado es decir «esta fue,
al principio, la situación en América». Esto se debe a que, en estado de naturaleza, todo
el mundo es igual; nadie posee más estatus ni más derechos que los demás, ni hay nadie
en posición de dictar a los demás cómo deberían vivir. Así, rechaza la afirmación de
Filmer de que Dios introdujese en el Edén una jerarquía cuando nombró a Adán señor,
primero sobre su compañera Eva, luego sobre sus hijos y, desde allí, sobre toda la
humanidad.

La importancia de la argumentación de Locke a este respecto es que afirma que toda


persona tiene derecho a la autoconservación y, por lo tanto, una obligación correlativa
hacia todas las demás personas en virtud del derecho a la autoconservación de ellas: en
realidad, el deber de ocuparse activamente por el bienestar de los demás a tal efecto.
Esta obligación va más allá de abstenerse de dañar a los demás, pues exige actuar para
protegerlos del daño y castigar a quienes lo causan.

Locke señala que en estado de naturaleza es difícil asegurar la adecuada protección de


estos derechos y el ejercicio de estas obligaciones correlativas; llama a esto los
«inconvenientes» del estado de naturaleza. Pero poner en práctica una soberanía
absoluta para asegurar el cumplimiento de ambos sería, dice, peor que estos
inconvenientes, porque nada podría evitar que el soberano abusara de sus propios
súbditos o incluso les declarase la guerra. Por lo tanto, es erróneo por principio que el
pueblo ceda sus derechos a un gobernante absoluto; hacerlo no solo pone en peligro el
derecho de autoconservación, sino que impide que las personas cumplan con sus
responsabilidades asociadas hacia los demás.

La argumentación de Locke a favor de la sociedad civil es convincente. Ofrece


protección a las vidas, libertad y propiedades de los individuos. Se basa en leyes que
todo el mundo puede conocer, con jueces independientes que las aplican y estructuras
acordadas para obligar a su cumplimiento. Un acuerdo de este tipo resuelve las
dificultades acerca de cómo ejercer adecuadamente esos derechos y responsabilidades.
«Un hombre, según hemos probado, no puede someterse al poder arbitrario de otro;
sino solo el que la ley de la naturaleza le ha dado a fin de preservarse a sí mismo y al
resto de la humanidad, esto es todo lo que puede entregar a la comunidad y, a través de
ella, al poder legislativo. De manera que el poder legislativo no tendrá tampoco nada
más. El poder de los legisladores, aun en su máximo grado, está limitado a procurar el
bien público de la sociedad.» Si un gobierno se comporta de un modo contrario al «bien
público» de la sociedad, se «disuelve» (es un término de Locke) porque pierde su
legitimidad. Esto es lo que sucedió en el caso de Jacobo II; su legitimidad se disolvió
cuando actuó de un modo contrario a los intereses de sus súbditos. La argumentación
de Locke es aún más fuerte: si un gobierno ilegítimo intenta mantenerse en el poder, el
pueblo no solo tiene el derecho, sino el deber, de derrocarlo.
En estas ideas, Locke introdujo el concepto de que el poder es un fideicomiso, y que se
mantiene por el consentimiento de aquellos en nombre de los cuales se ejerce. «¿Quién
podrá juzgar si el príncipe o el cuerpo legislativo están actuando en violación de la
confianza que se depositó en ellos?», se pregunta Locke. Y responde, en un párrafo que
desde entonces ha sido clave para el desarrollo subsiguiente de las ideas democráticas:
«El juez habrá de ser el pueblo; pues ¿quién podrá juzgar si su delegado o diputado está
actuando de acuerdo con lo que se le ha encomendado sino aquel que le ha
encomendado la misión y conserva todavía el poder de destituirlo cuando el
depositario del encargo no lo cumpla?».

Se considera que las ideas de Locke son el punto de partida del liberalismo político. 4
Resultan definitivamente modernas. No fue el primero en formular tales ideas; el
debate en torno a asuntos constitucionales durante la guerra civil inglesa de la década
de 1640 había avanzado y diseminado ideas similares, cuando no considerablemente
más radicales. En efecto, sus ideas incorporan rastros mucho más antiguos, como la idea
renacentista de que las cosas eran notablemente mejores durante la Antigüedad, y que
la historia no ha sido sino un declive con respecto a tiempos mucho más perfectos. La
idea misma de un «estado de naturaleza» en el que la gente vivía en una «perfecta
libertad» (por emplear la frase de Locke) es un ejemplo de esta actitud. Pero el modo en
que las resume y presenta les ha proporcionado su perdurable estatus en el debate
político desde entonces, y explica por qué ejercieron una influencia tan poderosa en los
líderes de las revoluciones americana y francesa.

GEORGE BERKELEY (1685-1753)

Lo que impulsó a Berkeley a la filosofía fue Locke. Berkeley estaba de acuerdo con el
empirismo de Locke, pero no podía aceptar su chapuza con respecto al escepticismo
que suscita la teoría del «velo de percepción», esto es, que nuestras ideas son
intermediarios entre nosotros mismos y un mundo que, de otro modo, es inaccesible,
que queda más allá de ellas, y las causa.

Berkeley nació en su mansión familiar, el castillo Dysart, en el condado de Kilkenny


(Irlanda), y se educó en el Trinity College de Dublín. Se ordenó sacerdote en la Iglesia
de Irlanda y, más tarde, llegó a ser obispo de Cloyne. Como demuestran estos hechos,
pertenecía al «dominio protestante», la élite gobernante de ascendencia inglesa. Escribió
sus grandes obras filosóficas en una época temprana de su vida: su Tratado sobre los
principios del conocimiento humano se publicó en 1710, y los Tres diálogos entre Hylas y
Philonus, escritos para enfrentarse a la incomprensión provocada por su Tratado, vieron
la luz en 1713. Posteriormente publicó tratados acerca de la visión, del movimiento y de
temas médicos, pero estas dos obras contienen su perdurable aportación a la filosofía.
En vida de Berkeley, la reacción a su Tratado fue que sus ideas no podían ni refutarse
ni creerse. Aún es incomprendido o directamente ignorado por algunos filósofos, pese a
que constituye una influencia para dos escuelas de pensamiento del siglo XX: el
positivismo y el fenomenalismo.

A menudo se describe la postura filosófica de Berkeley como «inmaterialismo», con lo


que se quiere dar a entender una refutación de la existencia de la materia (o, más
exactamente, de la sustancia material). Pero Berkeley es famoso, también, por haber
postulado otras tres tesis. Sostuvo el idealismo, la tesis de que la mente constituye la
realidad en último término. Argumentó que la existencia de cosas consiste en que sean
percibidas: esse est percipi. Por último, sostuvo que la mente que constituye la sustancia
del mundo es una única mente infinita, en resumen: Dios. Se trata de cuatro tesis
diferentes pero íntimamente conectadas, y las argumentaciones de las tres primeras
comparten la mayor parte de sus premisas y pasos.

El objetivo de Berkeley, cuando exponía estas tesis, era refutar dos tipos de
escepticismo. Uno es el escepticismo epistemológico, que asegura que no podemos
conocer la verdadera naturaleza de las cosas debido a las contingencias de percepción y
psicológicas que nos obligan a distinguir apariencia de realidad de tal modo que esta se
esconde tras aquella, con lo que el conocimiento de ella es como mínimo problemático
y, en el peor de los casos, imposible.

El otro es el escepticismo teológico, que Berkeley llamaba «ateísmo» y que, en su


visión de las cosas, comprendía no solo la refutación de la existencia de una deidad,
sino también el «deísmo», la idea de que, aunque el universo puede haber sido creado
por una deidad, prosigue existiendo sin su presencia activa.

Al oponerse al primer escepticismo, Berkeley creía estar defendiendo el sentido


común y estar erradicando «los errores y perplejidades en todas las ramas del saber». Al
oponerse al segundo, creía defender la religión.

Berkeley creía que la raíz del escepticismo era la abertura de un hueco entre la
experiencia y el mundo, forzado por teorías de ideas como las de Locke, que implicaban
«la suposición de la doble existencia de las cosas sensibles: una, inteligible o in mente, y
otra, real o extramental». El escepticismo surge porque «mientras el hombre piense que
las cosas subsisten realmente fuera de la inteligencia, y que el conocimiento es real en
tanto en cuanto se conforma con las cosas reales, síguese que nunca puede tener certeza
de que su conocimiento sea absolutamente real. Porque, ¿cómo podrá saber que las
cosas percibidas se adaptan a las no percibidas, que existen sin la mente o fuera de
ella?». El núcleo del problema radica en que si solo conocemos nuestras propias
percepciones, y no las cosas que, se supone, tienen detrás, ¿cómo podemos esperar
adquirir conocimiento de esas cosas, o siquiera justificar la afirmación de su existencia?

Al igual que Locke, los predecesores de Berkeley habían hablado de cualidades


inherentes a la materia, que causaban ideas, en nosotros, que representaban o incluso se
parecían a esas cosas. Materia o sustancia material es el término metafísico que connota
una supuesta base corpórea subyacente a las cualidades de las cosas. A Berkeley le
molestaba, sobre todo, el carácter escasamente empírico de esta idea. Si debemos ser
coherentes con nuestros principios empíricos, decía, ¿cómo podemos tolerar el concepto
de algo que por definición es empíricamente indemostrable, oculto tras las cualidades
perceptibles de cosas, como si fuese su supuesta base? Si la afirmación (que la materia
es la sustancia subyacente en las cosas) no puede defenderse, hemos de buscar en algún
otro lugar.

Berkeley obtiene su respuesta de la respuesta que él mismo da al escepticismo. Se


trata de negar la separación entre experiencia y mundo —y en la terminología de Locke
y en la suya, entre ideas y cosas— afirmando que las cosas son ideas. El argumento se
expone con notable concisión en los seis primeros párrafos del Tratado, y su conclusión
es la primera frase del séptimo párrafo: «De lo dicho se sigue que no hay otras
sustancias sino las espirituales, esto es, las que son capaces de percibir» (para Berkeley,
espíritu y mente son lo mismo). Todo el resto del Tratado y Los tres diálogos son una
expansión, aclaración y defensa de esta tesis. La argumentación es como sigue.

Berkeley comienza al estilo de Locke, ofreciendo un inventario de «objetos del


conocimiento humano». Son «o ideas impresas realmente en los sentidos, o bien
percibidas mediante atención a las pasiones y las operaciones de la mente; o,
finalmente, ideas formadas con ayuda de la imaginación y de la memoria, por
composición y división o, simplemente, mediante la representación de las ideas
percibidas originariamente en las formas antes mencionadas». Ideas de sentidos —
colores, formas, etcétera— «van en compañía» de ciertas maneras; «se presentan
simultáneamente, se viene a significar su conjunto con un nombre y ese conjunto se
considera como una cosa», como una manzana o un árbol.

Aparte de estas ideas, «existe igualmente algo que las conoce o percibe»; «este ser
activo que percibe es lo que llamamos mente, alma, espíritu, yo», y es «enteramente
distinto» de las ideas que percibe.

Pensamientos, sentimientos e imaginaciones existen tan solo en la mente. Pero lo


mismo sucede con las ideas de cosas, que, recordémoslo, son colecciones de ideas: la
idea de una manzana es una composición de las ideas de los colores, formas y sabores
que la constituyen. De modo que no es menos evidente que las varias sensaciones o
ideas imprimidas en un sentido, no importa lo mezcladas o combinadas que se
encuentren (es decir, compongan los objetos que compongan), no pueden existir si no es
en una mente que las percibe.

Se sigue de estas afirmaciones que el abismo entre ideas y cosas desaparece; pues, si
las cosas son colecciones de cualidades, y las cualidades son ideas sensibles, y las ideas
sensibles solo existen en la mente, en ese caso es necesario, para que una cosa exista,
que sea percibida: en palabras de Berkeley, ser es ser percibido, esse est percipi. «Porque
es incomprensible la afirmación de la existencia absoluta de los seres que no piensan,
prescindiendo totalmente de que puedan ser percibidos. Su existir consiste en esto, en
que se los perciba; y no se los concibe en modo alguno fuera de la mente o ser pensante
que pueda tener percepción de ellos.»

Berkeley sabe que esta afirmación es sorprendente, de modo que subraya que, aunque
la gente crea que los objetos sensibles como montañas y casas tienen una existencia
«absoluta», es decir, independiente de la percepción, una mera reflexión acerca de lo
que acabamos de exponer demuestra que se trata de una contradicción. «Pues —
escribe— ¿qué son los objetos mencionados sino las cosas que nosotros percibimos por
nuestros sentidos, y qué otra cosa percibimos aparte de nuestras propias ideas o
sensaciones? Y ¿no es una clara contradicción que cualquiera de estas o cualquier
combinación de ellas puedan existir sin ser percibidas?»

Merece la pena señalar de inmediato que este argumento, junto con la refutación
correlativa de Berkeley de la existencia de sustancia material, no niega la existencia del
mundo externo y de los objetos físicos que contiene, como mesas y sillas, montañas y
árboles. Berkeley tampoco sostiene que el mundo exista solo porque lo piensa una o
más mentes finitas, como la tuya o la mía. En uno de los sentidos de la palabra realista,
de hecho, Berkeley es un realista, puesto que sostiene que la existencia del mundo es
independiente de las mentes finitas, individuales o colectivas. Lo que defiende es que su
existencia no es independiente de la mente como tal.

La fuente de la creencia de que las cosas pueden existir más allá de su percepción es la
doctrina de las «ideas abstractas», a la que Berkeley ataca en su introducción. La
abstracción consiste en separar las cosas que solo se pueden separar en el pensamiento,
no en la realidad: por ejemplo, el color y la extensión de una superficie; o implica
señalar un rasgo común a muchas cosas diferentes y hacer caso solo de ese rasgo y no
de sus ejemplos particulares. De este modo llegamos a la idea abstracta de, por ejemplo,
«rojez», más allá de ningún objeto rojo en particular. La abstracción es una maniobra de
falsificación: lo que provoca la «opinión común» acerca de casas y montañas es que
abstraemos la existencia de la percepción, y así acabamos creyendo que las cosas
pueden existir incluso sin ser percibidas. Pero, dado que las cosas son ideas, y que las
ideas solo pueden existir si hay mentes que las perciban, la noción de «existencia
absoluta extramental» es una contradicción.

Así pues, afirma Berkeley, decir que las cosas existen es decir que son percibidas, y,
«por consiguiente, en tanto que no las percibamos actualmente, es decir, mientras no
existan en mi mente o en la de otro espíritu creado, una de dos: o no existen en
absoluto, o bien subsisten solo en la mente de un espíritu eterno». Y de esta conclusión
se sigue que «no hay otras sustancias sino las espirituales, esto es, las que son capaces
de percibir».

Por lo tanto, el argumento es, en suma, el siguiente: las cosas que encontramos en
episodios de experiencia perceptiva —manzanas, piedras, árboles— son colecciones de
«ideas». Las ideas son los objetos de consciencia inmediatos. Para existir deben ser
percibidas; no pueden existir sin (independientemente de) la mente. Por lo tanto, la
mente es la sustancia del mundo.

Berkeley es un riguroso empirista; no tenemos derecho a afirmar, creer o considerar


importante nada que no esté justificado por la experiencia. Negar que existe una
distinción entre «parece» y «es» es solo otro modo de afirmar que los objetos sensibles
(las cosas del mundo) son colecciones de cualidades sensibles, y, por lo tanto, de ideas.
Esto demuestra que el concepto de materia es redundante, afirma Berkeley, porque todo
lo necesario para explicar el mundo y la experiencia de este está disponible con solo
reconocer que mentes e ideas son todo lo que puede ser. Pero Berkeley añade a esto
toda una serie de objeciones antimaterialistas.

Una argumentación importante a favor del materialismo es que el uso de un concepto


como materia en ciencia explica muchas cosas. Berkeley resume esta idea como sigue:
«Alguien objetará que la explicación de muchas cosas se funda en la materia y en el
movimiento; suprimidos estos, queda destruida la teoría filosófica de los corpúsculos y
minados en su base los principios de la mecánica que tan fecundas aplicaciones han
tenido para los fenómenos. En otras palabras, todos los progresos [...] en el estudio de la
naturaleza radican en el supuesto de que existe realmente la materia o sustancia
corpórea». La respuesta de Berkeley es que el poder explicativo de la ciencia y su
utilidad práctica ni dependen ni implican la verdad de la hipótesis materialista, pues
pueden explicarse igual (o mejor, de un modo más económico) en términos
instrumentalistas. El instrumentalismo es la idea de que las teorías científicas son
herramientas, y que, como tales, no se puede juzgar si son verdaderas o falsas, sino si
son más o menos útiles. Uno no se pregunta si un cuchillo o un tenedor es verdadero o
falso, sino si es útil; y en el campo de las teorías, no solamente útiles, sino también (tal y
como exige la navaja de Occam) todo lo sencillas y económicas posible.

Berkeley expresó su primera versión del instrumentalismo como «doctrina de signos»,


en la que la regularidad y orden de nuestras ideas refleja la firme resolución de Dios,
tan fiable que podemos representar las conexiones así observadas como leyes. La ciencia
es, pues, un cómodo sumario, a efectos prácticos, de lo que en un nivel metafísico de
explicación describiríamos en términos de actividad del «espíritu infinito».

Para Locke, el concepto de cualidades primarias era importante, porque su


experiencia nos acerca a la realidad independiente. Berkeley rechazaba esta idea
basándose en que «nada es tan parecido a una idea como una idea»: una idea no puede
ser «como» una montaña o un árbol; una idea solo puede ser como otra idea (dos ideas
de un árbol, por ejemplo). Para los materialistas, las ideas son «semblanzas» de «cosas
extramentales», pero, dado que las cualidades primarias son ideas, y que solo las ideas
pueden parecerse a ideas, «resulta que ni estas ideas ni sus arquetipos u originales
pueden existir en una sustancia que no perciba».

Algunos de sus críticos opinan que Berkeley no consiguió separar la cuestión de la


sustancia material de la distinción entre cualidades primarias y secundarias, dado que
se puede rechazar el materialismo manteniendo la distinción. Pero, en realidad, eso es
exactamente lo que hace Berkeley, pues no niega que hay una distinción entre
cualidades primarias y secundarias: reconoce que aquellas están presentes en más de un
sentido simultáneamente, y que estas solo están en un sentido a la vez; que aquellas son
medibles y estas no (o no tan directamente), etcétera; pero señala que en el crucial
asunto de su relación con la mente se encuentran a la misma altura, al ser ambas
sensibles y, por lo tanto, dependientes de una mente.

Berkeley convirtió sus argumentaciones en un nuevo y poderoso argumento a favor


de la existencia de una «mente infinita»: una deidad. La mejor exposición de este
argumento se da en el segundo de los Tres diálogos. A partir de la proposición de que «la
realidad de las cosas sensibles no puede existir como no sea en una mente o en un
espíritu», Berkeley concluye que «al ver que no dependen de mi pensamiento y que
tienen una existencia distinta de su ser percibida por mí, tiene que haber alguna otra
mente en la cual existan». Es una conclusión más débil que la de que hay una sola
mente infinita que lo percibe todo siempre; tan solo establece que hay «alguna otra
mente», que, por lo que sabemos, podría ser el vecino de la puerta de al lado. Pero en la
siguiente frase añade Berkeley: «Tan cierto, pues, como que existe realmente el mundo
sensible, es que hay un Espíritu infinito y omnipresente que lo contiene y mantiene». Se
trata de un buen salto. Intenta salvar el vacío que ha dejado en medio cuando afirma:
«Percibo innumerables ideas; y por un acto de mi voluntad puedo formar una gran
variedad de ellas y provocarlas en mi imaginación; aunque hay que confesar que estas
criaturas de la fantasía no son tan distintas, fuertes, vivas y permanentes como aquellas
percibidas por mis sentidos, a las cuales se llama cosas reales. Por todo lo cual, llego a la
conclusión de que hay una mente que me afecta en cada momento con todas las
impresiones sensibles que percibo. Y de la variedad, orden y forma de estas, concluyo
que el autor de ellas es sabio, poderoso y bueno más allá de toda comprehensión». Unas
líneas más adelante, Berkeley describe a este «autor» como la deidad de la religión
revelada. Los pasos que ha omitido para salvar el vacío, por lo tanto, los proporciona un
conocido argumento de la teología, el «argumento del diseño», mientras ignora los
problemas del mal, tanto moral como natural, así como las muchas imperfecciones del
mundo.

Fue otro filósofo el que intentó argumentar que la existencia de estas imperfecciones
demuestra que el mundo es, en realidad, «el mejor mundo posible», dado que un
mundo perfecto no sería el mejor mundo para nosotros. Ese filósofo es Leibniz.

GOTTFRIED WILHELM LEIBNIZ (1646-1716)

Gottfried Wilhelm Leibniz fue reconocido en vida como un genio, y aún se lo considera
tal. Sus aportaciones a las matemáticas, a la lógica y a la filosofía son técnicas, del
mismo modo en que la filosofía analítica del siglo XX es técnica. Puede resultar triste que
naciera cuando nació —a mediados del siglo XVII, cuando los conflictos entre
protestantes y católicos se habían apagado en los campos de batalla de Europa tras
arder por más de un siglo—, porque él, hombre pacífico, sentía la necesidad de
reconciliar a unos cristianos con otros, y a la humanidad con la deidad, y dedicó mucho
tiempo y energía mental a esta inútil ambición, tiempo y energía que habría empleado
con más provecho en otras cosas.

Leibniz nació en Leipzig en 1646, en una cultísima familia luterana de abogados y


profesores universitarios. Su padre enseñaba filosofía en la Universidad de Leipzig, y su
abuelo materno era catedrático de derecho en la misma institución. Estudió en casa
hasta que se matriculó en la universidad, en 1661, con quince años. Estudió filosofía y
matemáticas, y como todo el mundo en aquella época siguió el currículo académico
escolástico de base aristotélica.

Una estancia veraniega en Jena, mientras aún era estudiante, lo puso en contacto con
el matemático Erhard Weigel, quien hizo que se interesara en el concepto de prueba,
aplicado tanto a la lógica como a la filosofía. Como tesis de habilitación escribió un
ensayo muy original, Disertación acerca del arte combinatorio, en la que lanzó la idea de un
lenguaje lógico, una «característica universal», en el que todos los problemas pudieran
plantearse claramente y resolverse.

Leibniz fue a la Universidad de Altdorf para presentar su tesis doctoral, y le


ofrecieron un puesto en su departamento de derecho, pero para entonces había
apalabrado un trabajo como secretario del barón Johann von Boineburg, un protestante
convertido al catolicismo que animó a Leibniz a buscar una reconciliación entre
católicos y protestantes. A raíz de ello Leibniz escribió una serie de monográficos acerca
de los diversos temas de disputa entre ambas confesiones. Al mismo tiempo, mantenía
sus amplios y variados intereses en ciencia, derecho y literatura (escribía poesía en latín)
y añadía a todo esto sus diseños para una máquina de cálculo.

Boineburg presentó a Leibniz al elector de Maguncia, quien lo envió a París como


diplomático a su servicio. Vivió como tal allí durante cuatro años, en los que conoció a
líderes de la ciencia y la filosofía mundiales, como Nicolas Malebranche, Antoine
Arnauld y Christiaan Huygens. Este último se convirtió en su mentor, le enseñó más
matemáticas y física, y le dio a leer manuscritos inéditos de Descartes y Pascal. Leibniz
contó que, mientras leía unas obras de Pascal, le vinieron las ideas de cálculo diferencial
y series infinitas.

En 1673 Leibniz viajó a Londres para presentar su idea de una máquina de cálculo en
la Royal Society. Allí conoció a Richard Boyle, Robert Hooke y John Pell. Este último le
dijo que el cura y científico francés Gabriel Mouton se le había adelantado en cuanto a la
idea de las series infinitas —Leibniz lo comprobó y vio que era cierto— y Hooke le
mostró que su máquina de cálculo tenía fallos. Regresó a París dolido pero
determinado.

La controversia en torno a quién de los dos fue el inventor del cálculo, Leibniz o
Newton, comenzó inmediatamente y prosigue desde entonces. La verdad parece ser
que ambos, de modo independiente, idearon una versión, aunque Newton lo hizo antes
que Leibniz, y que los dos demoraron su publicación, si bien Newton la demoró más. La
disputa se volvió agria y arrojó sombras sobre la última parte de la vida de Leibniz,
porque la poderosa e influyente Royal Society resolvió a favor de Newton, que fue casi
como acusar a Leibniz de plagio.

Las demás aportaciones de Leibniz a las matemáticas comprendían una aritmética


binaria, métodos para resolver ecuaciones lineales, tratados de dinámica y la lógica
como «álgebra universal». Un resultado positivo de la disputa con Newton fue que
Leibniz mantuvo una larga e interesante correspondencia con Samuel Clarke, seguidor
de Newton, con respecto a espacio, tiempo, gravedad, libre albedrío y otros temas. La
concepción relativista de Leibniz del tiempo y el espacio, por ejemplo, tiene ventajas
sobre la concepción absolutista de Newton de ambos.

Leibniz fue nombrado bibliotecario de la corte en Hannover, cuyo duque era heredero
al trono de Gran Bretaña. Así, habría acompañado al duque a Inglaterra en 1714,
cuando este sucedió a la reina Ana, pero, dada su mala reputación en Londres a resultas
de la disputa con Newton, optó por no hacerlo. Murió dos años después, dejando tras
de sí un gigantesco corpus de obras no publicadas, una extensa correspondencia en
alemán, francés y latín con eruditos y científicos de toda Europa, y —no el menor de sus
legados— la Academia de Berlín, cuya fundación había impulsado.

Además de sus monográficos acerca de doctrina religiosa, Leibniz escribió solamente


dos libros: Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (terminado en 1704, publicado
por primera vez en 1765) y Teodicea (1710). Aparte de eso, su obra filosófica aparece en
forma de ensayos en publicaciones, cartas y varios manuscritos inéditos. Entre sus obras
no publicadas más importantes había un Discurso de metafísica, obra relativamente de
juventud, y la posterior Monadología. Su pensamiento fue cambiando con los años, y la
complicada tarea editorial de fechar sus muchos escritos inéditos ha complicado aún
más la comprensión de su desarrollo.

Dijo de sí mismo, en una carta a un amigo fechada en 1714, dos años antes de su
deceso, que había aprendido mucho de las tradiciones aristotélica, escolástica y
platónica, y que de adolescente le había estimulado el descubrimiento de los
«modernos» (filósofos y científicos del siglo XVII), que le habían llevado a sus trabajos
matemáticos y de mecánica. Como con sus intentos de reconciliación entre religiones,
deseaba hallar la verdad de cada una de esas perspectivas y así «descubrir y reunir la
verdad enterrada y dispersa» entre todas ellas.

Entre los modernos que le influyeron se encontraban Descartes y Locke, que


impulsaron su pensamiento acerca de la naturaleza física, y Hobbes y Spinoza, cuyo
ateísmo y materialismo le resultaban problemáticos, sobre todo en cuanto a la cuestión
del libre albedrío y la relación entre Dios y el mundo. Decía que basaba su
razonamiento en lo que denominaba «dos grandes principios»: el principio de no
contradicción («no pueden ser a la vez A y no-A») y el principio de razón suficiente, que
se puede expresar bien como «hay una razón para todo», bien como «todo efecto tiene
una causa». El primero es un principio de lógica; el segundo, de metafísica. Su obra,
empero, muestra fidelidad a varios otros principios: otro principio lógico, la «identidad
de los indiscernibles»; un principio semántico que postula que toda verdad es
«analítica»; un principio metafísico que postula que la naturaleza es un continuo; y un
principio teológico que asegura que todo lo que Dios hace es por la mejor de las razones
posibles.

El principio de identidad de los indiscernibles postula que «no puede haber dos cosas
que posean exactamente las mismas propiedades pero difieran solo en el número»; es
decir, que si dos cosas poseen exactamente las mismas propiedades, no son dos cosas,
sino una misma cosa. El significado de esto se ve de inmediato cuando se lo expresa de
la siguiente manera: no puede haber dos o más cosas distintas que sean totalmente
parecidas. Nótese que esto no es lo mismo que postular una «indiscernibilidad de las
cosas idénticas», que es cierta en sentido trivial; cuando, supuestamente, dos cosas son
idénticas —no son dos cosas, sino una sola cosa— entonces, supuestamente, ambas
cosas no pueden diferenciarse. Si unimos ambos principios obtenemos la «ley de
Leibniz»: x e y son idénticos si, y solo si, para toda propiedad F, x tiene F si y solo si y
tiene F.

El principio de analicidad postula que en todas las proposiciones afirmativas ciertas el


concepto al que nos refiere el término predicado ya está contenido en el concepto de la
cosa referida por el término sujeto. En la filosofía posterior, a tales proposiciones se las
llama «analíticas» porque su verdad-valor solo puede determinarse si se analizan los
significados de los términos sujeto y predicado; un ejemplo es «todos los solteros son
hombres sin casar» o (de un modo más obvio) cualquier tautología, como «todos los
hombres altos son altos». La afirmación de Leibniz parece, en principio, cuestionable,
pues implica que las proposiciones aparentemente empíricas no son lo que parecen.
Afirmaciones como «París es la capital de Francia» o «A veces llueve en Canadá»,
descritas en la filosofía posterior como «sintéticas» en tanto que sintetizan o unen
conceptos no relacionados mediante sujeto y predicado, parecerían resultar analizables
de tal modo que halláramos que el concepto de ser la capital de Francia ya estuviera
«contenido» en el concepto de París; o que «en Canadá» de algún modo esté ya
contenido en el concepto «lluvia». Pero en realidad Leibniz tenía una razón diferente y
más profunda para hacer esta afirmación, que explicamos más adelante.

La exposición del principio de continuidad del propio Leibniz es que «la naturaleza
no da saltos»; todo cambio sucede de modo continuo a través de una serie de pasos
intermedios desde el estado inicial al estado final. Y su «principio de lo mejor» dice que
todo lo que Dios hace, lo hace por la mejor de las razones, de modo que el cáncer
infantil, o que pueblos enteros sean barridos de la faz de la tierra suceden por alguna
razón genial a la luz de algún plan último más importante. Es así como Leibniz puede
asegurar que este tremendamente imperfecto mundo lleno de sufrimiento puede llegar
a ser «el mejor de todos los mundos posibles». Muy resumida, la argumentación es que
Dios es totalmente bueno, de modo que nada que suceda puede carecer de un propósito
eventualmente bueno y, por lo tanto, si hay mucho que parece malo, es porque las cosas
malas acaban siendo buenas para nosotros; y un mundo perfecto no sería el mejor
posible, porque no nos proporcionaría oportunidades para que nosotros, con nuestro
libre albedrío, escogiéramos actuar de modos que nos hicieran ganar la recompensa o el
castigo de la deidad.

Con todas estas tareas teóricas, todas excepto la última de interés filosófico, Leibniz
elaboró una sorprendente idea metafísica, destinada a responder lo que él percibía
como una pregunta filosófica fundamental: ¿qué existe?, ¿qué hay allí? «Creo que la
noción de sustancia es una de las claves de la auténtica filosofía», escribió, y procedió a
argumentar, a lo largo de toda su vida —aunque con cambios con respecto a los detalles
de su idea—, que la vida consiste en sustancias sencillas, entidades individuales que,
acuñando un término derivado del prefijo griego mono (uno), llamó «mónadas».
Algunos de los filósofos naturales (científicos) del siglo XVII habían acuñado el término
«corpúsculo», que significaba cuerpo pequeño, para denotar los minúsculos
componentes de las cosas físicas; al escoger no denominarlos «átomos» evitaban
defender la indivisibilidad y carácter último de estas partículas. Pero Leibniz
consideraba las mónadas la base de la realidad tal y como se nos presenta.

La teoría comienza con el concepto de «sustancia» de Leibniz. Una sustancia es una


cosa que posee «total concepto individual», es decir, es tal que su concepto contiene en
sí mismo todas las cosas que se pueden decir de él (sus predicados). Esto es lo que
quiere decir cuando asegura que todas las proposiciones ciertas son analíticas: el
concepto predicado de toda proposición afirmativa está contenido en el concepto del
sujeto. El concepto de esa sustancia «individua» totalmente esa sustancia, es decir, la
marca de un modo único con respecto a la infinidad de otras sustancias. Dado que todo
lo que se puede decir de una sustancia comprende todas sus propiedades pasadas,
presentes y futuras, la mente capaz de comprender ese concepto es la mente de Dios. La
idea de un concepto totalmente «individuador» es la misma que la de la esencia de la
sustancia, pues es lo que la hace ser la cosa única que es.

Hay un corolario interesante a esta idea, que es que, si uno considera que Dios conoce
toda alma individual, entonces, dado que esa alma contendrá las «marcas y trazas» de
todo lo que es o será verdad acerca de ella, Dios sería capaz de leer, a partir de una sola
alma, todo lo que se puede decir del universo en su totalidad y en su historia.

Leibniz concluye de los principios que ha establecido, junto con su doctrina, que no
puede haber dos sustancias completamente indistinguibles entre sí (es el principio de
identidad de los indiscernibles); que las sustancias son indivisibles y separadas por
siempre como cosas existentes; y que cada sustancia es un mundo completo en sí mismo
y que «imita» a todas las demás sustancias desde su propia perspectiva con respecto a
ellas. Se trata, por lo tanto, de una entidad similar a una mente, «sencilla» en el sentido
lógico de ser «no complejo», y la cosa más fundamental que existe. Estas sustancias
sencillas son las mónadas.

Las mónadas no se encuentran en el espacio; las propiedades que las distinguen unas
de otras no incluyen su localización espacial. Las propiedades que las distinguen o
«individuan» son «percepciones», estados mentales, incluyendo las percepciones que
cada una tiene de todas las demás. No se trata de percepciones conscientes; solo las
«almas racionales» poseen percepciones conscientes, a las que Leibniz llama
«apercepciones». Las mónadas cobran existencia o la pierden tan solo por un acto
explícito de creación o aniquilación de Dios. Y las mónadas son aquello de lo que todas
las cosas están hechas, lo que significa que son los constituyentes de los cuerpos; de tal
modo, incluso un guijarro está compuesto por mónadas y es, en realidad, una infinidad
de mónadas. La respuesta a la pregunta de cómo entidades no espaciales pueden
constituir entidades espaciales (o aparentemente espaciales) gira en torno a la
naturaleza de sus percepciones mutuas; es un aspecto poco claro de la doctrina de
Leibniz, pero, si se trata, en realidad, de un tipo de idealismo en el cual un mundo
material espacial es una proyección de la actividad mental y relaciones de mónadas,
conseguiría evitar la objeción evidente. En sus Principios de la naturaleza y de la gracia
fundados en la razón, Leibniz dice que todo en la naturaleza está «lleno de vida»,
implicando así que todo está lleno de mónadas.

En esta coyuntura se presenta una nueva complicación: parece ser que Leibniz acabó
pensando que las mónadas contenían mónadas en sí mismas; de ser así, eso contradice
la idea de que las mónadas son sustancias sencillas y constituyentes últimos del orden
existente. Su explicación de cómo el mundo fenoménico —el que percibimos— está
constituido por cosas conformes a su elaborada imagen metafísica de las sustancias se
encuentra, confusamente, en contradicción consigo misma en los distintos manuscritos
y cartas en que expuso sus ideas. La versión más clara es la relativamente más
temprana, que se halla en el Discurso de metafísica, en la que el universo y todas sus
partes se consideran como una «emanación» continua de Dios, quien en su omnisciencia
puede ver todos los ángulos y aspectos bajo los que puede aparecer el universo. De
modo que las mónadas, como emanaciones de la deidad, son, por decirlo de algún
modo, ejemplos particulares de estas perspectivas, cada una de ellas con su propio
punto de vista sobre todas las demás.

La versión de Leibniz de los argumentos tradicionales a favor de la existencia de Dios


exhibe su marca. Acepta el argumento ontológico, y dice que no solo el concepto de un
ser perfecto ha de ser necesariamente el concepto de un ser existente, sino que también,
dado que este ser es perfecto, no puede contener en sí mismo nada negativo o que
contradiga ninguna de sus perfecciones. Emplea el «principio de razón suficiente» para
afirmar que las cosas contingentes no pueden tener un criterio de existencia que sea
contingente, pues sería insuficiente para su existencia; por lo tanto, solo pueden existir
porque hay un ser necesario que sirve de criterio suficiente para su existencia, es decir,
Dios.

Partiendo de esta determinista imagen del universo, en la que Dios conoce todo,
incluso del futuro, resulta difícil ver cómo podía Leibniz creer que los humanos
tuvieran libre albedrío. Y si no lo tienen, ¿hay algún papel para las ideas de pecado y de
obligación moral? Y sin embargo, Leibniz quiere y necesita que los humanos dispongan
de libre albedrío, porque, sin esa noción, resultaría imposible justificar la disposición de
las cosas en el mundo por parte de Dios, y especialmente la existencia del sufrimiento y
del mal. Para que la aparente maldad del mundo resulte buena, al menos parte de la
razón ha de ser que es educativa para los humanos, que pueden así ganarse su lugar en
el cielo gracias a su respuesta ante ella.

El intento de Leibniz de crear espacio al libre albedrío no resulta claro ni, hasta donde
llega, convincente. Dice que los humanos ignoran el futuro y que eso es a todos los
efectos y propósitos —y quizá también lógicamente— lo mismo que ser libres. Esta
limitación de las capacidades humanas va más allá, por supuesto, pues no podemos
conocer sino una fracción de los predicados que se aplican a cualquier cosa, en el
presente o incluso en el pasado. Por lo tanto, implica Leibniz, la ignorancia equivale a
libertad.

Intenta un nuevo viraje cuando afirma que los seres inteligentes no están atados por
las leyes «subalternas» del universo —el tipo de leyes del que hablamos cuando
describimos cómo funciona el mundo físico, el que percibimos— y que, por lo tanto,
pueden actuar «como por una suerte de milagro privado». A esta maniobra no le falta
base en el contexto de sus ideas, puesto que si todo es una emanación de la deidad —lo
cual, en diferentes mundos y desde un enfoque distinto, es también lo que creía
Berkeley y, en realidad, lo que gran parte de la teología cree— hay un modo de sostener
que el gran milagro de la deidad queda delegado, de modos extremadamente sutiles, en
parte de lo que emana de ella; si bien esto recupera, con una nueva virulencia, el
problema al que se enfrentan todos los defensores de puntos de vista teístas: hace que la
deidad sea la responsable última del mal.

Tan copiosa fue la producción de Leibniz, tan generalista fue su genio y tan
inacabadas y en desarrollo fueron sus ideas filosóficas que resulta difícil proporcionar
un resumen prolijo de ellas. Es como los filósofos analíticos del siglo XX en cuanto a lo
detallado y técnico de su obra; a diferencia de ellos, intentó construir un sistema a partir
de los detalles técnicos. Habría necesitado más tiempo para ver si se las podía trabajar
de un modo coherente.

DAVID HUME (1711-1776)

David Hume escribió de sí mismo, en un artículo autobiográfico que calificó de


«oración fúnebre», de la siguiente manera: «Soy o, más bien, fui un hombre de
disposición humilde, de temperamento ordenado y de talante alegre, abierto, social y
claro, con capacidad de afecto, pero poco dado a la enemistad y de gran moderación en
todas mis pasiones. Incluso mi amor por la gloria en el campo de las letras, pasión
dominante en mí, nunca agrió mi temperamento, a pesar de mis frecuentes
desilusiones». Es el autorretrato que se esperaría de alguien que confesó que desearía
que de niño lo hubiesen animado a leer a Cicerón, y no las Sagradas Escrituras; y es un
autorretrato preciso, según confirma todo lo que otros dijeron de él.

Es también el autorretrato del filósofo más importante que escribió en inglés antes del
siglo XX. Se le ha considerado el más importante de los tres grandes empíricos, aquel
que finalizó lo que Locke y Berkeley habían intentado antes que él a sus distintas
maneras. En efecto, hay quien piensa que «finiquitó» mediante una reductio ad absurdum
lo que el empirismo había intentado como epistemología, al demostrar —así lo creen—
que acaba colapsando y cayendo en el escepticismo. Esto no es lo que él pretendía,
como demostraremos a continuación.

Hume nació en Edimburgo (Escocia), en una familia antigua pero ya no rica, y se crio
en la finca familiar de Ninewells, cerca de la frontera con Inglaterra. Su madre pronto
reconoció su inteligencia, de modo que cuando su hermano mayor marchó a la
Universidad de Edimburgo, la madre lo envió a él también. Tenía once años. Estaba
destinado a una carrera en derecho, pero pronto se dio cuenta de que nada le interesaba
excepto «la filosofía y el saber en general». Abandonó la universidad a los quince años
sin el título, y se dedicó a estudiar por su cuenta. El resultado fue triple. A los dieciocho
años creía haber descubierto una importante idea filosófica. Al mismo tiempo, perdió la
fe religiosa que profesaba su familia —entre quienes estaba su tío, predicador de la
Iglesia de Escocia— y se volvió ateo. Y dado que sus estudios eran tan intensos y
cargados de consecuencias, tuvo una crisis nerviosa.

Su familia pensó que un cambio de aires y de empleo le beneficiaría, de modo que lo


enviaron a Bristol (Inglaterra) a trabajar como secretario en la oficina de un importador
de azúcar. El remedio fracasó y se marchó a Francia a recuperarse, país en el que pasó
los siguientes tres años. Eligió vivir en La Flèche, localidad de la famosa escuela jesuita
en la que había estudiado Descartes un siglo antes. Allí leyó, debatió con los jesuitas y
escribió su gran obra filosófica, el Tratado de la naturaleza humana.

Hume regresó a Inglaterra en 1737 para preparar la publicación de su libro. Hubo de


editar ciertos párrafos controvertidos con respecto a asuntos religiosos —acabarían
apareciendo póstumamente en sus Diálogos sobre la religión natural— antes de imprimir
los dos primeros volúmenes. Estos vieron la luz, anónimamente, en 1739; el tercer
volumen los siguió en 1741. Hume dijo que el libro había «salido muerto de imprenta»,
porque nadie se fijó en él. En realidad, sí hubo quien tomó nota: incluso tras la edición
de los párrafos más controvertidos, quienes lo leyeron reconocieron de inmediato que
era un escéptico con respecto a la religión, y en consecuencia hubo «murmullos entre los
fanáticos».

La decepción por el reconocimiento a su libro —donde no se lo ignoró, hubo


desaprobación— fue grave. Llegó a escribir una crítica del mismo de su propia pluma.
Había esperado que el libro le granjease un puesto universitario; sin embargo, cuando
solicitó una plaza como profesor de filosofía en la Universidad de Edimburgo lo
rechazaron. Pero necesitaba un empleo, de modo que aceptó ser tutor del hijo de un
noble, solo para darse cuenta de que el niño estaba loco. Después se convirtió en
secretario de su primo, el general St. Clair, a quien acompañó en misiones diplomáticas
en Italia y Austria.

Durante estos años reescribió el tratado y lo distribuyó en dos volúmenes, de los que
el primero cubría las partes epistemológica y psicológica de los Libros I y II del original,
mientras en el segundo reformulaba la discusión ética del Libro III. A los libros
resultantes se los conoce como Investigación sobre el entendimiento humano (publicado en
1748) e Investigación sobre los principios de la moral (1751). Dijo de este último que era «el
mejor sin comparación» de sus libros. Le siguió una colección de ensayos y la primera
parte de su Historia de Inglaterra. Los recursos y tiempo libre para escribirlos se los
proporcionó el empleo que consiguió como bibliotecario de la Facultad de Derecho de
Edimburgo. Su Historia apareció en seis volúmenes, entre 1754 y 1762.

Ese último año recibió la petición de servir como secretario privado del embajador
británico en París, y pronto sirvió como secretario de la embajada y luego en calidad de
chargé d’affaires, haciendo de embajador de forma interina. Fue inmensamente popular
en los círculos parisinos, en cuyos salones se ganó el apodo de le bon David, tan
apreciado por su buen gusto con las viandas y el vino, como celebrado por sus
cualidades intelectuales y su conversación. Cuando regresó a Edimburgo pudo
construirse una casa en el elegante barrio de moda, New Town, y disfrutar en ella de la
compañía tanto de los eruditos como de los «jóvenes despreocupados». Murió de cáncer
en 1776; se enfrentó a su muerte con entereza y buen humor, para sorpresa de James
Boswell, quien corrió a su lecho de muerte para ver cómo afrontaba su deceso «el gran
infiel» sin el alivio de la religión.

Hume había preparado de antemano la publicación de sus Diálogos sobre la religión


natural, y se publicaron no mucho después. También escribió una reseña, The
Advertisement, para su editor, en la que le decía que su Tratado era una «obra de
juventud», y que las dos Investigaciones contenían en su totalidad y con precisión sus
ideas filosóficas. Este juicio no ha contado con el beneplácito de filósofos posteriores,
para quienes el nivel de detalle, el interés y la profundidad del Tratado superan
ampliamente a las Investigaciones. Cuando Hume publicó estas últimas, escribió a un
amigo: adduo dum minuo, «añado quitando». Pero había extirpado gran parte del nivel
de detalle de la argumentación, que, en el Tratado, constituye lo que lo hace tan valioso.
Es por esto por lo que se considera que el Tratado es su obra más importante.

En los Libros I y II del Tratado y en su versión más accesible, la primera Investigación,


Hume comienza enfrentándose a los mismos problemas que Locke y Berkeley, pero con
diferencias importantes. Locke había intentado ofrecer una teoría general del
conocimiento: el conocimiento trata de relaciones entre ideas, y el conocimiento
empírico o contingente es, a todos los efectos, probabilístico. Berkeley había ofrecido
una respuesta metafísica al problema epistemológico: la naturaleza de la realidad
explica cómo sabemos, porque la sustancia de la realidad es la mente, y la experiencia
consiste en tener ideas. Hume se dio cuenta de que sus ideas giraban, esto era crucial,
en torno a sus respectivas teorías de la naturaleza de la mente. Por lo tanto, se abocó a
formular lo que hoy en día llamaríamos una «psicología filosófica», que describió como
teoría de la naturaleza humana.

Su objetivo al hacerlo trascendía los fijados por Locke y Berkeley. Ellos habían
deseado explicar el conocimiento y cómo lo obtenemos; el objetivo de Hume era
explicar cómo un debate acerca de estas mismas cuestiones nos dice algo de suma
importancia acerca de los principios éticos, que es el tema del Libro III del Tratado y de
la segunda Investigación.

El que Hume pudiera hacer avanzar el debate más allá del problema del conocimiento
fue posible gracias al entorno histórico en el que vivió, la Ilustración. Durante todo el
tiempo transcurrido entre el fin de la Antigüedad y el principio de la Era Moderna —
que comenzó en el periodo entre los siglos XVI y XVIII, este último, el de mayor
florecimiento de la Ilustración— había habido muy poca discusión acerca de la ética
más allá de la teología moral cristiana, y apenas algún debate sobre los principios
subyacentes a la ética. El debate moral se restringía a la interpretación de las Escrituras
y de las enseñanzas de la Iglesia, y cualquier divergencia relativa a la ortodoxia
doctrinal en estos asuntos fue objeto, durante mucho tiempo, de duros castigos. Pero el
inicio de la Era Moderna trajo un regreso a ese tipo de debates acerca de principios
éticos que había florecido en la Antigüedad. La principal razón fue la pérdida de
autoridad religiosa con respecto a lo que estaba permitido pensar y expresar, lo que
implicaba que la pregunta del escéptico moral, «¿por qué debería actuar de este modo y
no de ese otro?», podía volver a formularse.

Para el moralista cristiano, la respuesta era «porque Dios lo dice», una respuesta que
lleva implícita las sanciones: recompensa por la obediencia, castigo por la
desobediencia. Pero ni el que alguien diga: «Haz esto», ni el ofrecimiento de
recompensa o amenaza de castigo para reforzar esta orden son razones para obedecerla.
Puede ser prudente obedecer, sobre todo si la persona que ha dado la orden es
suficientemente poderosa como para llevar a cabo sus amenazas. Pero el mero hecho de
la orden, o de promesas o amenazas, no es una razón lógica válida para obedecer. De
modo que, cualquiera que sea la base de la moralidad, no puede ser la voluntad de
alguien, ni siquiera de una deidad.

Esto es lo que impulsó a Hume a preguntarse por «el fundamento general de la moral,
ya sea que proceda de la razón, ya del sentimiento; si alcanzamos el conocimiento de
ella por una cadena de argumentaciones e inducciones o por una sensación inmediata y
una íntima sensación; si, al igual que con los juicios serenos acerca de lo cierto y lo falso,
deberían ser iguales para todo ser racional e inteligente; o si, como la percepción de la
belleza o la deformidad, se basan por completo en la particular materia y constitución
de la especie humana». Su respuesta, basada en una investigación de la naturaleza de la
mente, de la experiencia y del conocimiento, es que «el fundamento general de la
moral» radica en el sentimiento. Las argumentaciones, vinculadas entre sí, que atrajeron
oposición a sus ideas se centraron en su refutación de que fuera la razón o la voluntad
de una deidad las que proporcionan la base de la moralidad. Volveremos a hablar de
esto más adelante.

La afirmación clave de Hume en la teoría que subyace a su conclusión con respecto a


la moralidad es que una investigación de las «operaciones del entendimiento» —es
decir, de cómo funciona la mente— demuestra que nuestras creencias fundamentales
acerca del mundo, de nosotros mismos y de la moralidad no descansan en la razón, sino
en el modo en que está constituida nuestra naturaleza humana. De aquí el título de su
obra más importante, Tratado de la naturaleza humana. Su argumentación para afirmar
esto es como sigue.
En primer lugar, Hume describe su método como «anatomizar la naturaleza humana
mediante un procedimiento regular y promete no extraer ninguna conclusión excepto si
se lo autoriza la experiencia». De modo que se está lanzando a un examen empírico del
modo en que funcionan nuestras mentes y sentimientos. Se veía a sí mismo haciendo
por la «filosofía moral» lo que Newton había hecho por la «filosofía natural»; Newton
había establecido un principio, el de gravitación universal, que explica gran parte de
cómo funciona el universo. Hume ofrece un principio —el principio de la «asociación
de ideas»— que es el principio explicativo correspondiente al funcionamiento de la
naturaleza humana, porque, en su opinión, explica experiencia, creencia, causa,
inducción, nuestro concepto del yo y los límites de la razón.

Partiendo de cero, con la austera confianza en únicamente lo que experimentamos


durante la vigilia, y sin dar por sentado un mundo externo ni nada más, podemos
señalar, dice Hume, que todas nuestras percepciones son de dos tipos: impresiones e
ideas. Tan solo difieren entre sí en el grado de vivacidad: las impresiones son más
vívidas que las ideas; estas últimas son copias desvaídas de las impresiones. Existen
impresiones sencillas y complejas, así como ideas sencillas y complejas. Las ideas
sencillas son copias directas de impresiones sencillas, pero las ideas complejas se
pueden construir mediante el poder de la imaginación a partir de muchas impresiones
sencillas y de otras ideas: Hume afirma que puede imaginar una ciudad «como la nueva
Jerusalén, cuyo pavimento sea de oro y sus muros de rubíes, aunque jamás he visto una
ciudad semejante».

Nótese la importante afirmación de que las ideas son copias de impresiones: uno
nunca tiene una idea que no haya sido antes una impresión. Obviamente, una
impresión (algo impreso) es el modo en el que habitualmente pensamos que actúa el
mundo exterior sobre nuestros órganos sensoriales, o es la presión de un sentimiento
interno sobre nuestra consciencia. Pero, dado que aún no poseemos una base como para
creer que hay un mundo exterior, no podemos expresarnos de esta manera: debemos
limitarnos a las experiencias mismas. Así que señalamos que las ideas son copias
deslavazadas de las impresiones que las preceden; y podemos decir que no nos creemos
autorizados a creer que ninguna idea sea válida a menos que surja de una impresión
precedente. Esta es la limitación empírica.

Un segundo punto vital para Hume es que toda impresión sencilla es atómica; no hay
conexiones lógicas o necesarias entre impresiones; son independientes y funcionan de
modo aislado. Aun así, las ideas sencillas que surgen de estas impresiones se combinan
entre sí de modos ordenados como si hubiera «un lazo o unión secreta entre ideas
particulares que lleva a la mente a unirlas con más frecuencia, y hace que la aparición
de una anuncie a la otra». Esta cualidad de asociación es «una fuerza dócil que
prevalece comúnmente [...] la naturaleza, en cierto modo, ha indicado a cada una de las
ideas simples cuáles son más propias para ser unidas en un complejo».

Hay tres tipos de relación de asociación entre ideas: semejanza —si las ideas son
similares, conectarán—, contigüidad en el tiempo y el espacio —a menudo, si las ideas
surgen juntas, la mente saltará de una a otra de manera natural— y causa y efecto. De
las tres, esta última es, de lejos, la más importante. La asociación explica también la
creencia. Creer en algo —llamemos x a la idea— es que x esté en la mente de uno con
más «fuerza y vivacidad» que si uno no lo cree, como cuando uno cree en algo
neutralmente. Según Hume, un modo estándar de que esto suceda es que una
impresión presente asociada con x, o de la que x deriva, proporciona parte de su fuerza
y vivacidad a la idea de x.

Cuanto más se asocian las ideas entre sí, más se acostumbra nuestra mente a pasar de
unas a otras. Esto explica nuestra creencia de que existe una conexión necesaria entre
causas y sus efectos; creemos que las causas «hacen» que sucedan los efectos, pero si
buscamos una impresión generadora de la idea de «necesidad causal» no hallamos una
en conjunción entre el acontecimiento causa y el acontecimiento efecto. En lugar de ello,
lo hallamos en el hábito que nos hemos formado de ir de la idea de causa a la idea de
efecto. Sentimos el impulso de saltar de la idea de causa a la idea de efecto, y
proyectamos este sentimiento de necesidad al mundo. Es, por lo tanto, el modo en que
nuestras mentes están formadas lo que nos hace pensar como pensamos acerca de la
causalidad. Y esto se aplica a nuestra creencia de que hay un mundo con existencia
independiente de nuestra experiencia: sencillamente no podemos evitar creerlo. Y lo
mismo sucede con nuestra creencia en la fiabilidad de la inferencia inductiva, que en
gran parte reposa en la creencia de que el futuro se parecerá al pasado. Hemos sido
creados para pensar de estas maneras. No hay pruebas filosóficas de estas
argumentaciones; no podemos establecerlas mediante la razón.

Es coherente con esta idea la aportación de Hume al debate iniciado por Locke en
torno a la idea de yo y de identidad propia, que es que la idea de «yo» es mera
conveniencia; en realidad no hay tal cosa, sino la palabra que usamos para representar
lo que creemos que es una entidad única y perdurable. Su razón es que no hay una
impresión originadora que podamos hallar «mirando dentro de nosotros mismos» en
busca del «yo»; lo único que hallaremos en una introspección es un haz de impresiones
e ideas que se dan conjuntamente en ese momento, y que están continuamente
cambiando. Vemos estos haces mutables como perdurables porque las asociaciones
entre las ideas que los constituyen nos llevan a interpretarlos de ese modo, así como la
constitución de nuestras mentes nos lleva a creer, sin más opción, en el mundo externo
y en la causalidad. Las teorías de Hume sobre las creencias y hábitos de la mente
basadas en la teoría de la asociación de ideas ofrecen aquí el mismo resultado que en
otros temas.

Hume concluye que, una vez que comprendamos el modo en que funcionan nuestras
mentes, y cómo esto resuelve las tradicionales preguntas epistemológicas, metafísicas y
éticas de la filosofía, nos mostraremos de acuerdo con él con respecto a un tema
importante: que nuestras mentes realizan dos tipos generales de actividad: comparar
ideas e inferir hechos. Las relaciones entre ideas las percibimos bien por intuición, como
cuando uno ve que «1 + 1 = 2», bien por «demostración», como cuando realizamos una
demostración matemática. De modo que las preguntas acerca de «relaciones de ideas»
quedan confinadas, sobre todo, a los entornos de la matemática y la lógica. Las
«cuestiones de hecho» se descubren por observación empírica y razonamiento causal, y
están relacionadas con el modo en que las cosas son en el mundo. Esta distinción entre
«relaciones de ideas» y «cuestiones de hecho» lleva a Hume a la famosa frase: «Si
procediéramos a revisar las bibliotecas convencidos de estos principios, ¡qué estragos
no haríamos! Si cogemos cualquier volumen de teología o metafísica escolástica, por
ejemplo, preguntemos: “¿Contiene algún razonamiento abstracto sobre la cantidad y el
número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental acerca de cuestiones de
hecho o existencia? No”. Tírese entonces a las llamas, pues no puede contener más que
sofistería e ilusión». Esta idea tuvo una poderosa influencia en los positivistas y en la
filosofía analítica general durante el siglo XX.

Se sigue de la afirmación de que no hay pruebas filosóficas de nuestras creencias


fundamentales acerca de la causalidad y de la existencia independiente del mundo que
esto también se aplica a los juicios morales. Aquí, la conclusión de Hume es que no hay
hechos morales objetivos «externos» que percibamos y a los que respondamos; en su
lugar, lo que hacemos es proyectar nuestros sentimientos al mundo. Este tipo de idea se
conoce como subjetivismo o, en su versión del siglo XVIII, como «sentimentalismo». Dice
que las cosas que consideramos buenas y malas son, en realidad, aquellas cosas que
aprobamos o que nos disgustan.

La teoría moral de Hume ocupa una posición en el debate acerca de la base de la


moralidad que surge del debilitamiento del control religioso sobre el pensamiento
moral. En ausencia de criterios morales derivados de órdenes de una supuesta deidad,
Thomas Hobbes y, sobre una base similar, Bernard Mandeville (en su La fábula de las
abejas, 1714) habían sostenido que el interés propio es lo que gobierna las acciones de las
personas, y que la buena conducta se apoya en el cálculo del beneficio personal que se
obtendría de ella (y, de igual modo, del daño que se sufriría como consecuencia de la
mala conducta). Había dos respuestas a esto. Una es la «racionalista», por aquella época
asociada a la religión, que afirmaba que la razón nos muestra cómo debemos actuar. La
otra es que las fuentes de la moralidad humana residen en los sentimientos de
benevolencia y simpatía; se trata del sentimentalismo, y es la idea adoptada por Hume.

La principal objeción de Hume a la moralidad racionalista es que tener una razón no


es, por sí mismo, suficiente para motivar acción. Tan solo la emoción puede hacerlo.
Hay una razón para que yo aprenda otra lengua, pero, a menos que lo desee o sienta la
necesidad de hacerlo, no lo haré. La función de la razón no es impulsar o provocar, sino
guiar, una vez que ya ha habido motivación. Me puede decir cómo conseguir un
objetivo una vez que estoy motivado para lograrlo. «La razón es y solo puede ser la
esclava de las pasiones y no puede pretender otro oficio más que servirlas y
obedecerlas», escribía Hume. La cuestión que, por lo tanto, toca preguntarse es «si estos
fundamentos [morales] se derivan de la razón o del sentimiento; de si llegamos a
conocerlos siguiendo una cadena de argumentos e inducciones, o más bien por un
sentimiento inmediato y un sentido interno más sutil; de si, como sucede con todo recto
juicio acerca de la verdad y la falsedad, deben ser los mismos en todos los seres
racionales inteligentes, o deben estar fundados, como ocurre con la percepción de la
belleza y la deformidad, en la particular manera de ser y constitución de la naturaleza
humana».

Hume se mostraba de acuerdo con la opinión de que las personas poseen un sentido
moral innato que determina lo que está bien y lo que está mal. Dos de los partidarios de
esta idea eran el conde de Shaftesbury y Francis Hutcheson, a quienes Hume cita en su
Investigación, diciendo de este que «nos ha mostrado, con los argumentos más
convincentes, que la moralidad no es nada en la abstracta naturaleza de las cosas, sino
que es totalmente relativa a los sentimientos o gustos mentales de cada ser, del mismo
modo en que surgen las distinciones entre dulce y amargo, caliente y frío, del
sentimiento particular de cada sentido u órgano». El apoyo a esta idea resume las
convicciones de Hume, para quien «las percepciones morales, por lo tanto, no deben
clasificarse junto con las operaciones del entendimiento, sino con los gustos o
sentimientos».

El postulado clásico de la teoría de la subjetividad moral de Hume aparece de la


siguiente manera en el Tratado: «Tomemos una acción que se estima ser viciosa: el
asesinato intencional, por ejemplo. Examinémoslo en todos sus aspectos y veamos si se
puede hallar algún hecho o existencia real que se llame vicio [...]. No se le puede hallar
hasta que se dirige la reflexión hacia el propio pecho y se halla un sentimiento de
censura que surge en nosotros con respecto a la acción. Aquí existe un hecho; pero es
objeto del sentimiento, no de la razón». La noción clave aquí es la de «algún hecho o
existencia real», que para Hume significa algo objetivamente en el mundo, con una
existencia independiente de las elecciones y preferencias particulares de cada uno, algo
que sea producto de estas. La afirmación de que no hay hechos morales objetivos es,
para Hume, una razón de peso para rechazar el racionalismo. Esto complementa su otra
argumentación de que, incluso si hubiese hechos morales objetivos, su mero
reconocimiento no motivaría a nadie a actuar de uno u otro modo, porque tan solo la
emoción puede provocar la acción. Postuló esto de tal modo que causó, y ha seguido
desde entonces, un gran debate filosófico al afirmar que no se puede derivar una
prescripción de una descripción: no se puede llegar a una frase que afirme lo que uno
ha de hacer a partir de una frase que describa algún aspecto del mundo (por decirlo de
otro modo: de una premisa «x es» no se puede sacar la conclusión «debes hacer y»).

Una objeción que se le suele plantear al subjetivismo es que hace del juicio moral un
asunto arbitrario, que depende del capricho del individuo, cuyas respuestas subjetivas
pueden variar ampliamente de las de otros. Pero Hume creía que la naturaleza humana
es en esencia la misma en todas partes y para todas las personas, y que es
fundamentalmente benevolente. Esta optimista visión implica que habrá un amplio
acuerdo en las respuestas morales, como lo hay también en los juicios con respecto a la
belleza. Por supuesto, reconocía que surgen diferencias de opinión tanto en la esfera
ética como en la estética, pero daba cuenta de ellas explicando que una o algunas de las
partes en desacuerdo estaba bien insuficientemente informada, bien confusa o
deficiente en su moralidad. Hume sostenía, comparando el sentido de lo moral con la
habilidad para la crítica literaria, que podemos refinar nuestras habilidades como jueces
y mejorar nuestras competencias, siempre que evitemos lo que él llamaba «las ilusiones
de la superstición religiosa y del entusiasmo filosófico».

Para Hume, nuestros juicios morales se dirigen principalmente a las virtudes y vicios
del carácter humano. En su opinión hay dos tipos de virtudes, las naturales y las
«artificiales», estas últimas, dependientes de las convenciones sociales. Las virtudes
artificiales consisten en la conformidad con las normas socialmente adoptadas, e
incluyen justicia, castidad y cumplimiento de varios tipos de deber cívico, como, por
ejemplo, el de leyes y acuerdos. Mientras que las virtudes artificiales dependen de las
convenciones que especifican su contenido, las virtudes naturales se hallan
ampliamente diseminadas entre los seres humanos porque, como su nombre implica,
forman parte de nuestras dotes innatas. Comprenden la amistad, la fidelidad, la
generosidad, el coraje, la piedad, la justicia, la paciencia, el buen humor, la
perseverancia, la prudencia y la amabilidad; y para Hume incluían también las virtudes
de una buena disposición, la limpieza, el decoro y ser «agradable y bien parecido», al
menos lo suficiente como para «hacer que una persona sea adorable o amada».
Estas últimas «virtudes» invitan a la crítica, por cuanto no dependen de la voluntad
del individuo. Uno no puede escoger ser o no ser guapo, e incluso puede quedar más
allá de nuestro poder el ser encantador, ingenioso y, en general, una compañía deseable.
¿Cómo pueden, entonces —se pregunta el crítico—, ser virtudes? Sin embargo, queda
claro lo que buscaba Hume: situaba la camaradería y los placeres de la sociedad entre
los bienes más importantes para la humanidad, y veía como una virtud que un
individuo poseyese —y quizá cultivase— las características que esto exigía. Puede que
uno no consiga hacerse guapo a voluntad, pensaba Hume, pero sí puede lograr ser
presentable y limpio.

Es significativo que Hume señalara, en una carta a Hutcheson, que su autor favorito
en cuanto a moralidad era Cicerón. En la misma carta recordaba haber sido obligado de
niño a estudiar un libro devocional protestante titulado The Whole Duty of Man [Todo el
deber de un hombre], lectura obligatoria para los niños de la época, y cuenta a
Hutcheson cómo incluso entonces rechazaba aquel texto. El contraste entre las ideas de
Cicerón y las cristianas le enseñó que las virtudes son aquello que causa placer a su
poseedor y a los demás, aquello genuinamente útil para impulsar la buena camaradería,
mientras que «el celibato, el ayuno, el arrepentimiento, la mortificación, la negación de
uno mismo, la humildad, el silencio, la soledad y, en definitiva, el vagón entero de
virtudes monacales» son, decía, horribles. «Atontan el entendimiento y endurecen el
corazón, oscurecen las apetencias y agrian el carácter.»

Partiendo de esto y de su lista de virtudes, es fácil comprender el concepto de buena


vida que tenía Hume. Se trataba de una perspectiva vital cuyo desarrollo comenzó
pronto; en una carta que escribió a los veintitrés años decía: «He leído muchos libros de
moralidad de autores como Cicerón, Séneca y Plutarco; y, arrobado por sus bellas
representaciones de la virtud y la filosofía, trabajé en la mejora de mi carácter y de mi
voluntad, al mismo tiempo que en la de mi razón y mi entendimiento. Me hacía más
fuerte con continuas reflexiones acerca de la muerte, la pobreza y la vergüenza, y todas
las demás calamidades de la vida». El estoicismo que forma parte de sus primeras ideas
no sobrevive entero en el trabajo de madurez de Hume; sus aspectos de negación de
uno mismo, de autodisciplina, cedieron ante una lealtad más alegre a las virtudes de la
sociabilidad. Y Hume puso en práctica lo que pensaba y decía, ganándose
merecidamente el apodo de le bon David.

Como otros pensadores de la Ilustración, Hume se mostraba inflexible con respecto a


que la filosofía —en el sentido más general de investigación y reflexión— pertenecía al
mundo entero, y no a los estudios de los eruditos o las academias. El «gran defecto de
nuestro tiempo», escribía pensando en la época de los escolásticos que el Renacimiento
había dejado atrás, era que separaba «el mundo cultivado del mundo sociable»; este
último había perdido mucho, en consecuencia, mientras que el mundo culto «perdió en
igual proporción al haber quedado encerrado en facultades y celdas». El resultado fue
que la filosofía había devenido «tan quimérica en sus conclusiones como ininteligible en
su estilo y modo de exposición». La razón para esto fue que los eruditos habían perdido
contacto con el mundo; «nunca consultaron con la experiencia ninguno de sus
razonamientos; [ni] buscaron esa experiencia en el único sitio en que se puede hallar: en
la vida cotidiana y en la conversación». Pero Hume se congratulaba de que en su época
los hombres de letras y los hombres de mundo volvían a conversar, retomando, entre
otros, el debate acerca de la buena vida, como antaño se había hecho a la sombra de los
olivos en la Atenas de la Antigüedad.

JEAN—JACQUES ROUSSEAU (1712-1778)

Quienes creen que las vidas personales de los filósofos son irrelevantes para el estudio
crítico de su obra pueden citar en su defensa el ejemplo de Jean-Jacques Rousseau. Esto
se debe a que, en algunos respectos, la vida de Rousseau fue tremendamente
incoherente con las ideas que profesa. Por ejemplo, en Emilio, o De la educación, propone
una teoría acerca de la educación que muestra una gran simpatía por el punto de vista
del niño, que comienza por una crítica a la costumbre de envolver con fuerza a los bebés
en vendajes en lugar de dejarlos moverse con libertad, para luego criticar incluso con
más dureza la práctica de aquellas madres que delegaban sus bebés en amas de cría. Sin
embargo, en cuanto nació cada uno de sus cinco hijos, los abandonó en la puerta del
Hospital de los Expósitos de París. También fue muy elocuente a la hora de argumentar
a favor de relaciones humanas abiertas y naturales, pero se comportó de un modo
paranoico con todas las personas que intentaron ayudarle, algo habitual, pues tuvo una
vida turbulenta.

Rousseau nació en Ginebra y siempre se sintió orgulloso de ser ginebrino. Su madre


murió pocos días después de su nacimiento y, cuando él tenía diez años, su padre,
relojero, los dejó, a él y a su hermano, al cuidado de su tío. Posteriormente trabajó como
sirviente y como secretario en diversas partes de Italia y de Francia, y durante un
tiempo disfrutó del mecenazgo de una noble saboyana, Françoise-Louise de Warens,
quien le ayudó a obtener una educación; cuando cumplió los veinte años de edad, lo
tomó como amante. En su casa aprendió interpretación y composición musical, y con
posterioridad gozó de cierto éxito como compositor.

Madame de Warens le consiguió un empleo en el servicio del embajador de Francia


en Venecia, pero el trabajo no le gustó y eligió irse a París. No mucho después de llegar
recibía el rechazo a su innovadora propuesta para un nuevo sistema de notación
musical en la Académie des Sciences. Fue en París donde su carrera comenzó de
verdad. Allí conoció a Thérèse Levasseur, quien a partir de entonces se convirtió en su
compañera y en la madre de los niños que dio en adopción. Y también conoció a Denis
Diderot, editor en jefe del gran proyecto de la Ilustración, la Enciclopedia. Se hicieron
amigos y se encontraban a diario para charlar. Diderot lo introdujo en el mundo
intelectual parisino, y Rousseau escribió varios artículos acerca de música para la
Enciclopedia. Esto llevó, a su vez, al encargo de más artículos para el proyecto, entre ellos
el artículo que impulsó la reputación de Rousseau, la entrada sobre economía política.

Su reputación, sin embargo, quedó casi por completo establecida gracias al ensayo
que escribió para la Academia de Dijon acerca de si las artes y las ciencias habían
contribuido a la mejora moral de la humanidad. La respuesta de Rousseau, a diferencia
de la premisa fundacional de la Enciclopedia y de la Ilustración que esta abanderaba, fue
«no». Luis XV, lleno de admiración, le ofreció una pensión como recompensa por el
ensayo; Rousseau declinó.

En 1754 Rousseau regresó a Ginebra y comenzó a escribir la serie de obras sobre la


que descansa su posterior fama. La primera fue el Discurso sobre el origen y los
fundamentos de la desigualdad entre los hombres, un desarrollo de su ensayo de Dijon. En él,
siguiendo la estela de Hobbes y Locke, parte de la idea de un estado de naturaleza y
sostiene que la propiedad es la fuente de la desigualdad social y económica: «El primer
hombre a quien, cercando un terreno, se le ocurrió decir esto es mío y halló gentes
bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil». Su teoría
de la naturaleza humana gira en torno a la idea de que el «hombre por naturaleza» está
interesado, de un modo benigno, por su propio bienestar, es compasivo por naturaleza
y solo necesita «el alimento, una hembra y el reposo» para ser feliz. Aunque no acuñó la
frase «el buen salvaje», sí que esta captura el espíritu de la «moral incorrupta» del ser
humano en estado natural, que Rousseau veía como la cima del desarrollo humano, por
encima de la naturaleza bestial de los animales y la decadente naturaleza de la sociedad
«civilizada».

El libro que dio fama y admiración a Rousseau por toda Europa fue su novela Julia, o
la nueva Eloísa, presentada como una serie de cartas entre dos amantes que viven en un
paraje alpino de exquisita belleza. Se publicó en 1761. Como sugiere el subtítulo, su
modelo era la correspondencia entre los amantes medievales Eloísa y Abelardo. Fue un
tremendo éxito de ventas y provocó una tormenta de emociones a sus lectores, que
describían haber llorado, sollozado, suspirado y sufrido ataques, especialmente a razón
de la profundamente emotiva muerte de la heroína, Julia, al final. Otorgó un gran
impulso al culto a la «sensatez» del siglo XVIII, y también a la naciente industria turística
alpina.
En 1762 Rousseau publicó El contrato social y Emilio, o De la educación. La primera de
estas obras comienza con la famosa frase «El hombre ha nacido libre y por todas partes
se encuentra encadenado». La segunda contiene una sección titulada «La profesión de
fe de un presbítero saboyano», que lanza una defensa unitaria de las creencias
religiosas, contraria a las teologías trinitarias de las confesiones protestantes más
importantes y de la católica. El unitarismo sostiene que Dios es una sola persona y que
Jesús no era Dios, sino hombre; la teología católica y la mayoría de las teologías
protestantes sostienen que Dios es «uno y trino»: Dios Padre, Dios Hijo y el Espíritu
Santo. Por sí solo esto habría bastado para meterlo en problemas, pero él añadió la idea
de que todas las religiones poseen el mismo mérito, y que no existen el pecado original
ni la revelación divina.

La idea de lo que es «natural» en la experiencia humana subyace bajo su teoría de la


educación. En el Emilio sostiene que las etapas de la educación de un niño deberían ser
paralelas a las fases de la historia humana, comenzando, en la infancia, por el estado de
total libertad de la naturaleza y procediendo a una entrada gradual en las relaciones
sociales y económicas en la vida.

Estos dos libros provocaron mucha controversia. Representaban un giro con respecto
al materialismo y empirismo de pensadores de la Ilustración como Diderot, D’Alembert
o D’Holbach, los cuales, por lo tanto, se enfrentaron con Rousseau. Diderot dejó de ser
su amigo. Los teólogos y las autoridades temporales que los apoyaban montaron en
cólera. Prohibieron sus libros y más tarde él corrió la misma suerte; ni las autoridades
francesas ni las suizas le permitieron residir en sus países. Voltaire le ofreció refugio, y
otro tanto hizo Federico II de Prusia, quien, basándose en su Julia y en su Emilio, dijo de
él: «Creo que el pobre Rousseau ha errado su vocación; debería haber sido un ermitaño,
un padre del desierto celebrado por su austeridad y sus flagelaciones». Y añadía:
«Concluyo que la moral de Rousseau es tan pura como ilógica es su mente».

En lugar de todo ello, Rousseau aceptó la oferta de David Hume de ir a Inglaterra. Al


principio allí lo trataron como a una celebridad, pero, cuando la opinión pública se
volvió en su contra y una broma de Horace Walpole acabó inflamando su propensión
natural a la paranoia, estalló en público, y Thérèse y él tuvieron que abandonar el país
precipitadamente.

Durante sus últimos años, Rousseau se dedicó a la botánica y a escribir justificaciones


y defensas, incluidas sus famosas Confesiones, la primera autobiografía de su tipo. Murió
tras un infarto en 1778, a la edad de sesenta y seis años, dejando inconclusa su última
obra, Ensoñaciones de un paseante solitario, en la que confesaba que, pese a sentirse como
un marginado de la sociedad, había hallado «serenidad, tranquilidad, paz, incluso
alegría».

La principal aportación de Rousseau a la filosofía es su teoría política. El texto


fundamental en el que se expone es El contrato social, aunque su Discurso sobre el origen y
los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, entre otros, amplifica y aclara su
doctrina.

En El contrato social, Rousseau busca ofrecer una resolución a un problema que había
descrito al final del Discurso. Allí estipulaba que la consecuencia de que la humanidad
se alejase del estado de naturaleza era la dependencia, inevitable pero tendente a crear
desigualdad, de unos con respecto a otros, al no ser capaces ya de satisfacer cada uno
sus propias necesidades. Esto amenaza con causar inestabilidad y conflictos, lo que
impulsa a las personas a establecer una autoridad para mantener la paz entre ellas. Pero
esta autoridad se limita a institucionalizar y reforzar la desigualdad provocada por la
dependencia mutua, dándole la fuerza de la ley. Tal disposición favorecerá a los ricos y
poderosos, exponiendo así a los pobres y a los carentes de poder a la explotación. En El
contrato social, Rousseau buscaba trazar un modo de compatibilizar los beneficios de la
vida social con la libertad para todos los individuos. El concepto clave en su
argumentación, a tal efecto, es «la voluntad general».

No queda muy claro qué quería expresar Rousseau con «la voluntad general», y está
abierto a interpretarse de varias maneras. Las dos interpretaciones más habituales son,
en primer lugar, que la voluntad general es «la voluntad del pueblo», tal y como se
entiende en el sentido democrático de consenso, esto es, acuerdo de todos con todos. La
segunda interpretación es una noción un tanto más abstracta, algo así como un
propósito o interés común trascendentalmente concebido que existe separado de las
preferencias reales de un individuo en particular. Ambas interpretaciones se pueden
apoyar en los escritos de Rousseau, aunque su pluma parecería favorecer más la
segunda: «Hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general: esta
solo mira al interés común; la otra mira al interés privado, siendo la suma de
voluntades particulares, pero quítense de estas mismas voluntades el más y el menos,
que se destruyen mutuamente, y quedará por suma de las diferencias la voluntad
general».

Ambas interpretaciones de la «voluntad general» son coherentes con la idea,


posteriormente expuesta, de que se trata de una idealización y de que ningún Estado
real encarna este ideal, lo que tiene como consecuencia, si esto es lo que Rousseau
realmente quiso decir, que ningún Estado tiene legitimidad política real.

Sea esta una implicación o no, Rousseau concibe la «voluntad general» como algo
siempre dirigido hacia el bien de todos y de cada uno, lo que significa que nunca puede
entrar en conflicto con el bien de ningún individuo. Esto ofrece un modo de reconciliar
la existencia del Estado con la libertad como valor social y político. El Estado legítimo es
aquel que encarna la voluntad general y, por lo tanto, ser libre es obedecer a la voluntad
general. Rousseau habla de la exigencia de obedecer a la voluntad general como de ser
«obligado a ser libre». La aparente paradoja de esta idea se reduce cuando se señala que
Rousseau diferencia el tipo de libertad que se experimenta en estado de naturaleza —
libertad natural— del tipo de libertad del que uno disfruta en un Estado legítimo,
«libertad civil». La primera es la licencia total para hacer lo que desee, pero también
implica que soy vulnerable a ser presa de la libertad total de los demás a hacerme daño.
En contraste con esto, en «libertad civil» estoy protegido por leyes que expresan la
voluntad general, y por ello mi vida y mi propiedad están aseguradas.

Una idea que anticipa las opiniones de Kant es la afirmación de Rousseau de que en la
sociedad civil las personas disponen de «libertad moral» porque se someten a leyes
morales que se han impuesto a sí mismas. La introducción de esta idea añade un nuevo
tipo de libertad al repertorio de libertades que Rousseau identifica; pero una posibilidad
es que la idea de libertad civil como obediencia a la voluntad general sea cercana a la
idea de autonomía moral, en el sentido de que la participación de cada uno en la
voluntad general convierte a todo el mundo, a efectos prácticos, en un legislador de las
leyes —incluidas las leyes morales— bajo las que uno vive.

Puede que resulte relevante aducir la perspectiva sobre la cuestión de la libertad que
proporciona el discurso del «presbítero saboyano» en el Emilio de Rousseau. En dicho
cuento, el presbítero, apartado del sacerdocio debido a un escándalo sexual y, tras ello,
en una lúgubre crisis personal, emprende una revisión, estilo Descartes, de todas sus
creencias para ver si hay algo de lo que esté seguro. Una cosa de la que se da cuenta de
que está seguro es de que se trata de un ser con libre albedrío, no sujeto a las leyes
físicas de la causalidad, sino en completa libertad para actuar y escoger lo que desee. Si
tomamos esta concepción de libertad por lo que Rousseau exponía en El contrato social,
en el que la libertad consiste en la obediencia a la voluntad general, la implicación es
que la voluntad general es algo que el individuo desea, conscientemente o no. Como
con la idea de «libertad moral», el acto de obedecer la voluntad general es, pues, un acto
de autonomía.
A Rousseau le disgustaban tanto la idea de lo que hoy en día llamaríamos democracia
representativa, con una legislatura electa, como la idea más hobbesiana de un individuo
o cuerpo soberano escogido o designado por el pueblo. Creía que ese tipo de
disposiciones implicaba una alienación del autogobierno y, por lo tanto, una forma de
esclavitud. Esta idea suscita el problema de que la mayoría de las sociedades son
demasiado numerosas como para poder gobernarse de modo asambleario, el
equivalente al ágora griega, de modo que parece impracticable. Algunos comentaristas
sugieren que Rousseau buscaba la distinción entre el soberano de un Estado y el
gobierno de un Estado, en la que este último es el cuerpo que lleva a cabo la voluntad
de aquel. De este modo, el pueblo es el soberano y los administradores de su voluntad
no poseen poder sobre él, sino que le obedecen.

Rousseau, empero, era un pesimista con respecto a la política; con cierta justificación,
conjetura que los gobiernos pronto ejercerían el poder sobre los pueblos en lugar de
estar sometidos a ellos. Es la historia la que proporciona esa justificación, incluida la
historia de las democracias representativas que habían cobrado existencia en vida de
Rousseau.

Con sus opiniones acerca de la religión, que expresa tanto en el Emilio como en El
contrato social, Rousseau enfureció a sus coetáneos, pero un aspecto de ellas era la
necesidad de tolerancia, así como el impulso de una «religión civil» que, al apoyar la
creencia en una deidad y en una vida después de la muerte, en la que se otorgan las
recompensas y castigos debidos, aseguraría que la gente se portase bien. Tenía una idea
convencional acerca de las mujeres: son ayudantes de los hombres y deben someterse a
ellos. Los hombres no necesitan mujeres, dice en el Emilio, sino que las desean; las
mujeres, en cambio, desean y necesitan a los hombres. Añade que las mujeres son más
listas y prácticas que los hombres; su inferior estatus parece justificarse por ser
físicamente más débiles que los hombres.

Esta última idea nos hace pensar que la opinión que de Rousseau había expresado
Federico el Grande de Prusia parece, siendo generosos, bastante acertada.

IMMANUEL KANT (1724-1804)

He aquí una afirmación que pocos de aquellos que saben de filosofía pondrían en tela
de juicio: que las tres figuras más importantes de la filosofía occidental son Platón,
Aristóteles y Kant. Otras figuras tienen una gran importancia en la historia, en gran
parte debido a la influencia que han ejercido sobre quienes los han sucedido; aun así,
cabe poco margen para el desacuerdo con la afirmación de que estos tres nombres
sobresalen del resto. Lo que los distingue es un poder intelectual, su capacidad para
penetrar en lo más profundo de las cuestiones difíciles y el alcance de sus aportaciones.
Los tres crearon nuevos conceptos y vocabularios para explorar las cuestiones
fundamentales de la metafísica, la epistemología y la ética, por no hablar de la
psicología y de la teoría social y política. Todos ellos enriquecieron y provocaron
cambios en el modo de pensar de la humanidad.

Si Immanuel Kant hubiera muerto a los cincuenta años de edad, es posible que nunca
hubiéramos oído hablar de él. En términos del refrán chino que reza «la orquídea teme
el canto del sastrecillo, pero el crisantemo sobrevive a la escarcha del otoño», él fue un
crisantemo que floreció tardíamente. Las orquídeas florecen en primavera y, para
cuando el canto del sastrecillo anuncia el inicio del verano en las llanuras de China
septentrional, su época ha acabado; el crisantemo, sin embargo, resiste. En efecto, la
mayoría de las cosas le sucedieron tarde a Kant: no tuvo un puesto académico
remunerado hasta los cuarenta y seis años. Fue en los años posteriores a esto cuando
finalmente consiguió dejar de dar conferencias con tarifas en función de los estudiantes
que atraía —lo que implicaba dar conferencias sobre una vasta gama de temas,
suficientemente interesantes para atraer clientes— y centrarse en escribir sus grandes
obras: la Crítica de la razón pura (1781), los Prolegómenos a toda metafísica futura (1783), su
Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), la Crítica de la razón práctica (1788)
y la Crítica del juicio (1790).

Durante un corto periodo tras la publicación de la primera Crítica, nadie pareció darse
por enterado de ella, puesto que se trata de una obra difícil, que exige un esfuerzo para
comprender su importancia y sus implicaciones. Parecía que la complejidad de sus
ideas, lo retorcido —en realidad, deficiente— de su estilo literario y la nueva
terminología que había inventado para comunicar sus ideas serían una barrera
permanente contra la apreciación de su obra. Pero, entonces, la Crítica de la razón pura
fue comprendida. Y Kant se volvió famoso. Cada cierto tiempo ha habido filósofos
célebres (pongamos, por ejemplo, a Bertrand Russell o a Jean-Paul Sartre como ejemplos
recientes), pero Kant fue un auténtico fenómeno. La cantidad de visitantes que recibía
su casa se convirtió en tal molestia que se limitó a aparecer en la puerta de su estudio
unos minutos al día para hacerles un gesto de saludo antes de retirarse nuevamente a
su privacidad, como si fuese un miembro de la realeza. Cierto día, un visitante, un tal
profesor Reuss, después de que el servicio doméstico le negase la entrada, se abrió paso
por la fuerza en el estudio de Kant, exclamando: «¡He viajado ciento sesenta millas para
ver al profesor Kant y hablar con él!». Eran casi doscientos sesenta kilómetros, un viaje
de casi una semana en aquella época. Pronto la mayor parte de las universidades
alemanas enseñaban las ideas de Kant, y la mayoría de los profesores en esas
universidades eran kantianos.
La reputación de Kant traspasó las fronteras de Alemania —el poeta Coleridge viajó a
Alemania con el propósito de averiguar más acerca de la «filosofía crítica»—, pero en el
extranjero se tardó más en comprender sus ideas. No hubo una apreciación inteligente
de Kant, en inglés, hasta la publicación de Biographical History of Philosophy, de G. H.
Lewes, en 1846. En realidad, el primer traductor de Kant al inglés fue un adolescente
escocés llamado John Meiklejohn, un prodigio de los idiomas si bien ni siquiera
remotamente preparado para verter la Crítica en un texto medianamente legible. Su
versión, prácticamente ininteligible, se publicó en 1855. Cuando por fin Norman Kemp-
Smith realizó una buena traducción, en 1929 —que durante mucho tiempo sería la
versión estándar en inglés—, resultó (relativamente hablando) tan clara que los
estudiantes alemanes preferían usarla a leer el texto original.

Kant nació en Königsberg (Prusia oriental), en 1724. Su familia era de ascendencia


escocesa, un dato interesante si tenemos en cuenta la frase de Kant de que «lo primero
que interrumpió mi sueño dogmático» fue leer la Investigación sobre el entendimiento
humano, de Hume. El padre de Kant era fabricante de sillas de montar, y ambos
progenitores eran pietistas, una secta protestante que enfatizaba la experiencia personal.
Estudió en el Collegium Fridericianum antes de ingresar en la Universidad de
Königsberg, donde estudió filosofía, física, matemáticas y teología. Se pagó los estudios
dando clases particulares de estudiante y durante muchos años después; también, entre
otras cosas, dio clases a oficiales del ejército en el arte de las fortificaciones. Fue
asimismo un Privatdozent en la universidad, un profesor sin salario que dependía de las
tarifas que pagaban los estudiantes si se apuntaban a los cursos que ofrecía. En
ocasiones fue tan pobre que tuvo que vender sus libros para pagar el alquiler.

Kant era un polímata, y no solo daba clases de multitud de asignaturas —de las
matemáticas a la astronomía, pasando por la física, la geografía, la psicología, la
antropología, el derecho y la filosofía—, sino que además contribuía a esas ciencias: en
astronomía anticipó el descubrimiento del planeta Urano, tal y como reconoció sir John
Herschel, y figura en la teoría Kant-Laplace acerca del origen del universo, basada en la
aplicación de los principios de Newton.

Tal como sugiere lo que hemos señalado de los antepasados de Kant, Königsberg era
una ciudad con extensas relaciones comerciales con localidades del mar Báltico y de
más allá. Era una ciudad que acogía muchas nacionalidades, entre ellas una comunidad
de residentes británicos. Dos de los mejores amigos de Kant eran mercaderes británicos,
J. Green y R. Mot-herby. Formaban parte de una tradición cosmopolita de Königs-berg
que se remontaba a muchos siglos atrás, como demuestra el hecho de que hubiera
compañías de teatro inglesas de gira por la ciudad —y por el resto de Prusia, Polonia y
los Estados del Báltico— ya en época de Shakespeare.
Kant sabía hablar inglés, francés y las lenguas clásicas, y leía mucho en todas ellas.
Era un soltero famoso por la regularidad de sus hábitos: comenzaba su paseo todas las
tardes a las cuatro, y sus conciudadanos decían de él que era más preciso llevando la
hora que el reloj de la catedral. Solo una vez rompió su rutina antes de que la edad le
obligase a hacerlo para siempre: fue cuando recibió su copia del Emilio, de Rousseau, y
no fue capaz de dejar de leerlo. Solo un cuadro colgaba de una pared de su casa: era un
retrato de Rousseau. Sus otros héroes intelectuales eran los autores de la Antigüedad
Horacio y Virgilio, y los modernos Milton, Pope y Hume.

Ya toda una celebridad, le ofrecieron plazas de profesor en otras universidades, pero


nunca quiso irse de Königsberg. Y nunca lo hizo. Decía que, como el mundo venía a
Königsberg, él podía viajar sin abandonar su casa. En los últimos años de su vida, tras
las extenuantes tareas intelectuales del periodo en el que escribió sus grandes obras
filosóficas, se volvió mental y físicamente frágil. Estaba tan delgado que le dolía
sentarse, porque no había carne que le separase las caderas de la silla. Tenía casi
ochenta años cuando murió, ayudado hasta el último momento por su fiel sirviente
Martin Lampe.5

La argumentación de su Crítica de la razón pura resulta crucial para la perspectiva


filosófica madura de Kant y, para comprenderlo, en primer lugar, uno ha de darse
cuenta de que la palabra metafísica, tal como la emplea Kant, hace referencia a lo que
hoy en día llamamos «filosofía» (en aquella época, filosofía significaba sobre todo lo que
hoy llamamos «ciencia») y, en segundo lugar, que la epistemología, la cuestión de cómo
y qué conocemos, era central en esa filosofía. Para ser más precisos: la principal
preocupación de la filosofía tal y como Kant la entendía —y, en realidad, como venía
viéndose en la tradición de filósofos como Descartes, Leibniz, Locke, Berkeley y Hume,
aquellos que Kant cita— era la epistemología, ligada a la cuestión de qué existe,
teniendo en cuenta que el conocimiento es «conocimiento de o acerca de» algo, de modo
que es importante ser muy claro acerca de la naturaleza del «algo» que es el objeto de
conocimiento. En palabras de hoy en día, a las preguntas acerca de lo que existe (ya sea
en general o en algún dominio) se las llama «metafísicas» u «ontológicas», y por ello el
uso por parte de Kant, en el siglo XVIII, del término metafísica puede despistar a un lector
no avezado y llevarle a pensar que trata sobre «lo que existe», y que no reconozca, así,
que en realidad su cuestión fundamental era «¿qué, cómo y cuánto sabemos?». De
acuerdo con esto, hoy en día describiríamos el tema de la Crítica de la razón pura como
«epistemología con algo de metafísica».

Con esto en mente, podemos identificar el objetivo de Kant. Recordemos el choque de


opiniones entre empiristas y racionalistas, en epistemología, con aquellos
argumentando que el origen del conocimiento yace en nuestra experiencia sensorial, y
estos sosteniendo que la razón es el único camino seguro hacia el conocimiento. En la
terminología técnica de la filosofía, al conocimiento derivado de la experiencia se lo
llama conocimiento a posteriori (tras la experiencia), mientras que el conocimiento
derivado de la razón es el conocimiento a priori, que literalmente significa «antes de la
experiencia», pero que se entiende como «independiente de la experiencia». A partir de
Platón, a la ambición racionalista de alcanzar ciertos conocimientos mediante métodos
de razonamiento a priori, es decir, por excogitación e inferencia, se le había opuesto la
afirmación empírica de que solo se puede alcanzar un genuino conocimiento del mundo
por métodos a posteriori de observación y experimentación.

Los racionalistas citaban las matemáticas como paradigma del conocimiento a priori,
mientras que los empiristas, en los dos siglos anteriores a Kant, podían señalar los
avances científicos solo posibles gracias a la investigación a posteriori. Como hemos
señalado en relación con Locke, un típico argumento racionalista era sostener que la
base del conocimiento yace en ideas y principios innatos, mientras que los empiristas
(como el propio Locke) defendían que la mente es una pizarra en blanco en la que se
inscriben las experiencias.6 A Kant le sorprendió la afirmación de Hume de que creemos
en la existencia de una conexión necesaria entre una causa y su efecto no porque
empíricamente observemos tal cosa, ni porque podamos derivar de un razonamiento a
priori que ha de haber tal cosa, sino debido a cómo funciona nuestra mente. Hume
sostenía que nos formamos hábitos mentales de conectar ideas de tal modo que la
impresión o idea de x hace que mi mente pase a la de y con tanta regularidad, con tal
sentimiento de inevitabilidad, que proyectamos ese sentimiento de inevitabilidad en la
relación entre las ideas x e y, suscitando en nosotros la idea posterior de que hay una
conexión necesaria entre ellas, y por proyección, por lo tanto, una conexión necesaria
entre pares de acontecimientos regularmente unidos en el mundo. Lo que sorprendió a
Kant fue la noción de «cómo funciona nuestra mente» como explicación de la idea de
causalidad, y no solo de la causalidad y el asunto relacionado de la inferencia inductiva,
sino también nuestra creencia de que existe un mundo independientemente de nuestra
experiencia, y de que cada uno de nosotros es un yo duradero.

Esta idea de «cómo funciona nuestra mente» fue la que impulsó a Kant a desarrollar
una teoría del conocimiento que reconcilia los puntos de vista empírico y racionalista.
Su idea, básicamente, es que nuestras mentes procesan los datos procedentes de la
experiencia sensorial de un modo que organiza e interpreta esos datos para hacer que el
mundo parezca ser como es. Hace esto imponiendo un aparato de conceptos a priori en
los datos y, así, la unión entre datos y conceptos constituye el mundo de nuestra
experiencia. Por poner un ejemplo conocido: pensemos en hacer galletas. Mezclamos
harina y agua, y luego amasamos hasta tener una masa informe, que aplanamos y
moldeamos con cortadores en forma de círculos y estrellas. De un modo análogo, la
facultad mental que procesa los datos sensoriales —los datos de visión, oído, etcétera—
actúa como un conjunto de cortadores, que imponen orden y estructura en los datos en
crudo. La facultad de la mente que, según Kant, posee esta función organizadora es «el
entendimiento», que describe como consistente en un juego de conceptos muy generales
que se aplica a los conceptos sensoriales y que, al organizarlos, crean la experiencia. Él
empleó el término intuición, en su sentido original de «sentido-experiencia», para
denotar los datos sensoriales. Es el matrimonio entre los conceptos del entendimiento y
las intuiciones ofrecidas por los sentidos lo que genera la experiencia. La experiencia así
generada es «experiencia del mundo tal y como nos parece»: el mundo fenoménico o
aparente. Los conceptos del entendimiento son un aspecto a priori del conocimiento, y
las intuiciones son el elemento a posteriori. Son mutuamente indispensables; sin ambos,
no existe experiencia y, por lo tanto, no hay mundo para nosotros. Kant escribió: «Los
conceptos sin intuición son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas».7

Kant desarrolló esta teoría para responder la pregunta: «¿Es la metafísica (o sea, la
filosofía, en el sentido moderno) posible?». Es decir: ¿podemos resolver los problemas
fundamentales de la filosofía? Y si es posible, ¿cómo? Estos problemas son los
siguientes: ¿qué sabemos?, ¿cómo podemos superar los desafíos escépticos al
conocimiento?, ¿hay un mundo con existencia independiente más allá de nuestra
experiencia de este?, ¿cómo podemos justificar las afirmaciones acerca de la causalidad,
de la fiabilidad de la inducción, de la existencia de un yo? Estas preguntas tienen que
ver con los detallados problemas que debemos resolver si deseamos llegar a alguna
conclusión acerca de los temas más generales que Kant creía que debemos comprender
si deseamos entender cómo justificar afirmaciones acerca de lo que está bien o mal en
sentido moral: la existencia de Dios, el libre albedrío y la existencia del alma.

La respuesta de Kant es decir que, en efecto, podemos responder a las preguntas


acerca de causalidad, escepticismo y demás, porque el modo en que el mundo se nos
aparece es consecuencia del modo en que lo experimentamos; es, en gran parte, un
constructo de nuestra mente. Así, está afirmando que tanto los empiristas como los
racionalistas tienen razón: los empiristas aciertan cuando insisten en que no puede
haber conocimiento sin experiencia sensorial («intuición»), pero se equivocan al afirmar
que la mente es una pizarra en blanco, porque los racionalistas aciertan al afirmar que
existen conceptos a priori proporcionados por nuestra mente, pero se equivocan al
afirmar que esos conceptos a priori, por sí mismos, son suficientes para conocer el
mundo. Así pues, el conocimiento solo es posible gracias a la mezcla de ambos: nuestras
mentes no son pizarras en blanco, sino que están equipadas a priori con modos de
organizar e interpretar los datos aportados por los sentidos, y el indisoluble matrimonio
entre estos dos factores, intuiciones y conceptos, es lo que da lugar a nuestra experiencia
del mundo «como aparece ante nosotros», el mundo fenoménico.
Sin embargo, y tal como implica la concepción de un mundo fenoménico, no tenemos
conocimiento (ni podemos tenerlo) de cómo es el mundo en sí mismo. Cómo es el
mundo en sí mismo, independientemente de cómo lo percibimos, es imposible de saber,
inaccesible: no podemos obviar nuestra manera de tener experiencias para, por así
decirlo, mirar más allá y ver cómo es el mundo no experimentado. El mundo en sí
mismo es lo que Kant llama «realidad nouménica», y dice que lo único que se puede
decir de ella es que no es como la realidad fenoménica. Y aquí encontramos un gran
problema: Dios, el libre albedrío y el alma quedan del lado nouménico de la cuestión.
¿Significa esto que no podemos saber ni decir nada de estos temas?

Si hay cosas tales como Dios, el libre albedrío y el alma, trascienden —en el sentido de
«ir más allá»— los límites de lo que los sentidos nos pueden decir. De modo que
debemos preguntarnos: ¿qué son y dónde están esos límites?, ¿qué límites tienen el
alcance y la competencia de la razón? Kant llama «trascendente» a toda investigación
acerca del lugar y naturaleza de esos límites, y es muy importante señalar que por el
término no quería implicar una investigación acerca de lo que hay más allá de los
límites, sino una acerca de los propios límites, es decir, acerca de las condiciones límite
de lo que hace posible la experiencia y el conocimiento.

La conclusión de la investigación de Kant en torno a estos límites, como ya se ha


indicado con otras palabras, es que las afirmaciones de conocimiento de lo que queda
dentro de los límites son legítimas, mientras que las afirmaciones de conocimiento de lo
que queda fuera no lo son. La tarea filosófica puede arrojar resultados con respecto a los
rasgos generales del mundo fenoménico, el que experimentamos; por ejemplo, puede
justificar la afirmación de que todo acontecimiento tiene una causa. Pero no puede
proporcionarnos conocimiento acerca de lo que queda más allá de la experiencia. Por lo
tanto, lo que se diga de Dios, de la libertad y del alma debe entenderse de un modo
totalmente distinto. Una investigación acerca de los criterios de la moralidad debe
proceder, asimismo, bajo sus propios términos: su relación con respecto a las nociones
de Dios, etcétera, deben comprenderse también de otro modo.

La primera Crítica posee dos partes diferenciadas. En la primera, Kant expone un


esquema de cómo surge la experiencia. La intuición sensorial precede a la facultad del
entendimiento, ya ordenada en forma espacial y temporal por la manera en que operan
nuestras modalidades sensoriales (vista, oído, etcétera). La facultad del entendimiento
luego «pasa las intuiciones por los conceptos», es decir, las interpreta de acuerdo con los
conceptos más fundamentales y generales de que disponemos: conceptos como
causalidad, sustancia, cualidad y cantidad. Uno de los aspectos más interesantes de este
esquema es que la respuesta de Kant a la pregunta escéptica «¿Cómo puedes justificar la
afirmación de que estos conceptos son lo que usamos para crear nuestra experiencia?»
es ofrecer una argumentación —conocida como la «deducción trascendental»— que
demuestra que, a menos que hagamos esto, seríamos incapaces de tener ninguna
experiencia.

Así pues, la primera parte de la Crítica busca demostrar cómo la experiencia surge del
matrimonio entre intuición y conceptualización, y, por lo tanto, dónde yacen los límites
del uso legítimo de nuestra mente. La segunda parte, llamada «Las inferencias
dialécticas de la razón pura», examina lo que sucede cuando la razón intenta ir más allá
de los límites legítimos del pensamiento. Aquí Kant demuestra por qué no podemos
probar la existencia de Dios, del alma inmortal o del libre albedrío. Sostiene que, para
otorgarnos sentido a nosotros mismos, y especialmente a nuestras preocupaciones
morales, debemos asumir que algo da respuesta a estos conceptos; sin embargo, afirmar
que se tiene conocimiento de ellos es imposible.

Como con Hume anteriormente, la principal preocupación filosófica de Kant era


identificar los fundamentos de la moralidad y, para ello, esta primera Crítica es, pese a
su importancia para la metafísica y la teoría del conocimiento, tan solo un punto de
partida. En toda una serie de obras subsiguientes, de las que las dos más importantes
serán la Crítica de la razón práctica y la Fundamentación de la metafísica de las costumbres,
Kant expone sus austeras ideas acerca del «supremo principio de la moralidad».

Si ha de haber algo como la moralidad, sostiene, sus leyes deben aplicarse al dominio
de la acción del libre albedrío, y no al reino empírico determinista gobernado por las
leyes naturales causales. Esto significa que la tarea de la filosofía moral es mostrar cómo
la razón por sí misma (la razón «pura», sin mezclar con factores empíricos) gobierna y
dirige la voluntad. La voluntad, a su vez, cuando es realmente autónoma —cuando
obedece tan solo las leyes que crea por sí misma— expresa a partir de ahí el mayor bien
que puede haber, que es la libertad. «El summum bonum —escribe Kant— es libertad de
acuerdo con una voluntad que no se requiere para actuar.» Los seres con libre albedrío
son lo más valioso del mundo; son «fines en sí mismos» a los que nunca habría que
tratar como meros instrumentos o medios para otros fines.

En opinión de Kant, el valor moral reside en la buena voluntad de un agente que


actúa no por inclinación o deseo de lograr un fin en particular, sino por un sentido del
deber; siendo específico, el deber de obedecer una ley moral que la razón reconoce
como la correcta, dadas las circunstancias. La ley en cuestión no tomará la forma de un
«imperativo hipotético» que aconseje que, si el agente desea lograr cierto objetivo,
debería actuar de tal manera. Tales imperativos, por ejemplo «si deseas proteger tu
salud, deberías dejar de fumar», funcionan de tal modo que si uno no desea cumplir con
el fin, tal como se especifica con el «si», no tiene por qué obedecer la orden (como se
especifica con el verbo en condicional). Más bien, una genuina ley moral adoptará la
forma de un «imperativo categórico» que sencillamente diga «compórtate así». Es
absoluta e incondicional, no contiene «si».

Kant llega a esta idea distinguiendo entre principios que guían acciones —que son
subjetivos, en el sentido de que solo se aplican al agente— y los objetivos, que se aplican
a todos los seres racionales. Los principios subjetivos se denominan «máximas»; los
objetivos, «leyes». Si existieran seres racionales perfectos, sin apetito y pasiones que
interfiriesen en su pensamiento racional, actuarían invariablemente de acuerdo con las
leyes objetivas. Los animales nunca actúan conforme tales leyes, porque no poseen
razón, sino tan solo apetitos e instintos, de modo que su conducta está totalmente
gobernada por las leyes de la naturaleza. Kant resume la gran diferencia entre seres
racionales e irracionales en la Fundamentación de la siguiente manera: «Solo un ser
racional posee la facultad de obrar por la representación de las leyes, esto es, por
principios; posee una voluntad». Los seres humanos se encuentran, figuradamente
hablando, a medio camino entre los animales y los ángeles, en el sentido de que tienen
razón, así como el complemento entero de apetitos e instintos animales. Están, por lo
tanto, en una posición única para poder actuar de conformidad con los principios
objetivos identificados por la razón, pero no siempre lo hacen. De modo que solo ellos
necesitan los conceptos de deber y obligación, y, por lo tanto, imperativos que
especifiquen incondicionalmente qué deben hacer. La forma general de imperativo
categórico es «obra solo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que
se torne ley universal», es decir, que yo vea aplicable de modo universal, a todo el
mundo y no solo a mí. La formulación más famosa del imperativo categórico es «obra
de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de
cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un
medio». Kant ve la comunidad moral de personas como un «reino de fines», una
asociación mutua de seres libres, en la que cada individuo busca realizar objetivos de su
libre elección compatibles con la libertad de todos los demás de hacer lo mismo.

Kant tuvo que atravesar terreno pedregoso para poder estipular estas ideas. Sostuvo
que el principio supremo de la moral es el principio de autonomía, y que el
«fundamento de la voluntad moral» es el concepto puramente formal de legalidad, un
concepto de la razón pura. Kant asegura que la posibilidad misma de moralidad reposa
en que haya seres con libre albedrío que obedezcan leyes de la razón que se aplican a sí
mismos. Tuvo, por lo tanto, que ofrecer un argumento que demostrase que existe la
libertad, y tuvo que explicar cómo pueden las leyes ser válidas tan solo en virtud de sus
propiedades formales y no en virtud de lo que imponen.
La perspectiva ética por la que aboga Kant es una «deontología», una ética basada en
reglas o deberes. Esta idea contrasta fuertemente con todas las formas de ética
«consecuencialistas», que miden el valor moral de una acción por sus consecuencias o
resultados. En deontología, una acción es moral en tanto obedezca la regla que gobierna
el caso, de un modo independiente de los resultados.

Kant no estaba de acuerdo con quienes, ya en la Antigüedad o entre los modernos,


propugnaban que la moralidad era accesible solo a una élite educada. Los principios
morales se aplican a todo el mundo y, por lo tanto, todos han de ser capaces de
comprender las obligaciones e ideales que gobiernan sus vidas morales. Creía que, en
realidad, el pueblo llano comprendía bastante bien la moralidad, incluso si se requería
un tratado filosófico detallado y técnico para exponer completamente sus detalles y su
justificación. Asumió como suya la tarea de explicar y analizar lo «inherente a la
estructura de la razón de todos los hombres», que incluye el principio supremo de la
moralidad, es decir, la autonomía o libertad, junto con la naturaleza categórica de las
verdaderas leyes morales. Sus coetáneos criticaron que no introdujese nada original al
respecto, a lo que él replicó: «¿Quién puede querer introducir un nuevo principio de
moralidad y, como si dijéramos, ser considerado su inventor, como si el mundo hasta
ese momento hubiese ignorado su deber o hubiese estado totalmente equivocado al
respecto?».

Tanto los comentaristas como los biógrafos de Kant señalan la infancia pietista del
pensador como fuente de su severa moralidad del deber. Los pietistas eran numerosos y
tenían influencia en la Königsberg del siglo XVIII, donde Kant nació y vivió toda su vida.
Sus padres fueron estrictos miembros del movimiento; su escuela, el Collegium
Fridericianum, era decididamente pietista, y la universidad de la ciudad era un centro
de difusión de la teología pietista. Los pietistas creían en el pecado original y su
concomitante tendencia del ser humano al mal, pero esto venía acompañado de una
doctrina de la salvación mediante el renacimiento espiritual, las buenas obras y la
búsqueda incansable de la perfección moral. A Kant le disgustaban profundamente la
devoción obligatoria del pietismo y, por extensión, la religión en general, pero obtuvo
de su experiencia de ella la idea del deber y disciplina interiores.

La influencia más poderosa en Kant no fue el pietismo, sino algo opuesto a él en


temperamento y en principio: la propia Ilustración. Se veía a sí mismo como un devoto
de la Ilustración, incluso un custodio de sus valores. Durante gran parte de su carrera
docente dio clases de asignaturas que la mayoría de los partidarios de la Ilustración
querían dar a conocer más ampliamente (incluidas la física y la astronomía) y abanderó
la idea del progreso de la humanidad mediante la aplicación de la ciencia y de sus
métodos. Señaló que para esto la condición necesaria es la libertad: libertad ante
restricciones externas al debate y a la difusión del conocimiento, y libertad interna con
respecto a la timidez e incertidumbre que inhiben el pensamiento independiente. Los
enemigos del progreso son quienes imponen la censura o el conformismo, ya sea de tipo
político o religioso. Tales abusos de poder, escribió en ¿Qué es la Ilustración?, no hacen
sino «pisotear los sagrados derechos del hombre». Añadió: «La religión por su santidad
y la legislación por su majestad quieren generalmente sustraerse a [la crítica]. Pero
entonces suscitan contra sí sospechas justificadas y no pueden aspirar a un respeto
sincero, que la razón solo concede a quien ha podido sostener libre y público examen».

Kant, sin embargo, no creía que fuese posible justificar la moralidad para la mayoría
de la humanidad sin invocar los conceptos metafísicos de una deidad y de la
inmortalidad del alma. Estas nociones, junto con la de libre albedrío, constituyen una
trinidad de conceptos que, aunque no pueden demostrarse válidos, son útiles para dar
sentido a la práctica de la moralidad como un todo. Porque, decía, si asumimos que hay
una deidad y que sobrevivimos a nuestra existencia corpórea, y que, además, hemos de
rendir cuentas, como resultado de poseer libre albedrío, de todo lo que hayamos hecho
en vida, entonces podemos pensar que estamos sujetos a recompensas o castigo después
de la muerte. Y eso es, en su opinión, lo que da a las personas su sentido de por qué
deberían ser morales.

En la propia terminología de Kant, los conceptos de Dios, inmortalidad y libre


albedrío son «postulados [supuestos útiles] por razones puramente prácticas». Su
argumentación al respecto es que la ley moral nos exige alcanzar el máximo bien
posible, y que hacemos esto conformando totalmente nuestra voluntad a la ley moral.
Pero el éxito en esto equivale a la «santidad», un estado al que no se puede llegar en el
mundo em-pírico, en el que los sentidos siempre ofrecerán tentaciones de desobedecer
la ley moral. Si la santidad es posible y exigida por la ley moral, pero no se la puede
alcanzar en este mundo, se sigue que debemos hacer uso de la idea de la posibilidad de
otra vida, una vida no física, en la que el supremo objetivo moral de la santidad se
pueda alcanzar. «Por lo tanto —dice Kant—, prácticamente el bien supremo solo es
posible suponiendo la inmortalidad del alma.»

De igual modo, dice, es necesario postular la existencia de Dios para dar sentido a la
idea de que la virtud será recompensada. El hombre no es la causa de la naturaleza, y
por tanto no es capaz de forzar a la naturaleza a recompensar a quienes lo merecen.
Pero la idea de ley moral exige que tal recompensa sea posible. Por ello debemos
postular que hay un ser capaz de ofrecernos las recompensas que nos merecemos.

Aunque estas no son pruebas de la existencia de la deidad, dice Kant, sino meros
postulados o suposiciones, se los puede «creer racionalmente». No es muy complicado
ver por qué la mayoría de quienes comentan a Kant no se muestran de acuerdo con
esto. Podemos, por ejemplo, preguntarnos: ¿por qué no podemos creer que es una
obligación intentar conseguir el máximo bien sin dar por sentado que ha de ser un
objetivo alcanzable? Podemos creer que solo unos pocos pueden alcanzarlo; podemos
aproximarnos más o menos a él sin alcanzarlo completamente. Al diablo con la
necesidad de inmortalidad. Con respecto a la necesidad de recompensar la virtud: hay
quien piensa que la virtud es su propia recompensa, y quienes piensan que vale la pena
la búsqueda de la virtud incluso si no hay garantías de recompensa: nuevamente la
moralidad puede prescindir del concepto de deidad. Por el contrario, la idea de
esforzarse por hacer el bien y vivir de acuerdo con la mejor concepción posible de la
virtud sin el aliciente del éxito y la recompensa garantizados parece algo mejor que lo
que ofrece Kant.

Hay quien ve extraño que Kant crea que la religión es dañina para la moralidad y, aun
así, haga de los conceptos de deidad e inmortalidad una exigencia para su
argumentación al respecto. Lo que quiere decir es que la religión, como adoración
organizada a una deidad, y con sumisión a lo que una iglesia dice que es su voluntad,
es dañina para la moralidad; pero la idea de que uno posee un alma inmortal que ha de
responder de todo lo que uno haga ante un juez supremo es, a efectos prácticos, una útil
ficción a la que echar mano para justificar la moralidad cuando algún escéptico
pregunte: «¿Por qué debo ser moral?». Lamentablemente para ella, esta idea conserva el
núcleo del argumentum ad baculum —la apelación a amenaza o fuerza— y también falla
en ese aspecto.

Personalmente, Kant no era un hombre religioso, y sus postulados para dar sentido a
la moral poseen un carácter deísta que compartía con, por decir algo, las nociones de
Voltaire. Lo realmente importante es que la teoría moral de Kant es humanista, al
sostener, en primer lugar, que la presuposición más fundamental de la moralidad es la
autonomía de la voluntad, lo que significa que la voluntad obedece leyes que ella
misma se impone a sí misma, y no las prescritas por una fuente externa, ya sea una
deidad o un soberano; y en segundo lugar, que una ley que una voluntad obedezca de
este modo ha de ser válida con criterios puramente lógicos. A este respecto, la teoría de
Kant es un paradigma del pensamiento ilustrado.

LA ILUSTRACIÓN DEL SIGLO XVIII

En su ensayo de 1784 ¿Qué es la ilustración?, Kant escribió: «[L]a Ilustración es la salida


del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa la
incapacidad de servirse de su propio entendimiento, sin la guía de otro. Uno mismo es
culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de
entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la
guía de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí el
lema de la Ilustración».

Ni Kant ni sus coetáneos creían estar viviendo en una época ilustrada. Por
«Ilustración» lo que entendían era aliviar la oscuridad, comenzar a diseminar la luz. La
mente humana empezaba a sacudirse el yugo de la autoridad arbitraria en las esferas
del pensamiento y la creencia. La inmadurez intelectual se caracteriza por una
necesidad de dirección por parte de otros; la madurez intelectual se caracteriza por la
independencia. «[P]ara esta Ilustración únicamente se requiere libertad —escribe
Kant— y, por cierto, la menos perjudicial entre todas las que llevan ese nombre, a saber,
la libertad de hacer siempre y en todo lugar uso público de la propia razón.»

Lo que Kant y sus colegas ilustrados combatían era la denegación de la libertad de


pensamiento. «Mas escucho exclamar por doquier: “¡No razonéis!” —continúa Kant—.
El oficial dice: “¡No razones, adiéstrate!”. El funcionario de hacienda: “¡No razones,
paga!”. El sacerdote: “¡No razones, ten fe!”.» Mientras que el oficial y el funcionario de
hacienda trabajan para autoridades a las que no les gusta que nadie cuestione el statu
quo social y político, el sacerdote es otra cosa: representa una autoridad que odia todo
tipo de cuestionamiento, y ciertamente no el tipo que es escéptico acerca del
conocimiento recibido.

El proyecto que más hizo para transportar la bandera de la Ilustración en el siglo XVIII
fue la Encyclopédie, ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, publicada
por Denis Diderot y Jean le Rond d’Alembert. Declaró la guerra a las autoridades de las
viejas devociones bajo la acusación de que siempre habían sido una barrera al avance
intelectual. Al tomar esta postura, los enciclopedistas seguían la estela de Voltaire, cuyo
grito de guerra, «écrasez l’infâme» («aplastad al infame»), había atacado insistentemente
a la autoridad con las armas de la lógica y la sátira.

La llamada a la guerra de Diderot en la Enciclopedia tiene ese mismo espíritu: «Tened


valor para liberaros —exhortaba a sus coetáneos—. Examinad la historia de los pueblos
en todas las épocas y veréis que los humanos siempre se han visto sujetos a alguno de
estos tres códigos: el de la naturaleza, el de la sociedad y el de la religión... y que nos
hemos visto obligados a transgredir los tres en sucesión, porque no podían estar en
ar-monía».

En su novela Los dijes indiscretos, Diderot narra un sueño. En él, hay un edificio sin
cimientos, cuyas columnas se elevan hacia una neblina. Una multitud de viejos
inválidos y desharrapados vagabundea entre estas columnas. El edificio es el Palacio de
las Hipótesis, y los ancianos son los creadores de sistemas teológicos y metafísicos. Pero
aparece un enérgico chiquillo, que, mientras se acerca al edificio, va creciendo hasta
convertirse en un gigante. El nombre del niño es Experimento, y cuando llega al edificio
le propina un poderoso golpe que lo derrumba.

El sueño encierra un importante aspecto de la Ilustración del siglo XVIII: el auge de la


ciencia en el siglo XVII. Ese siglo comenzó, en cuanto a la ciencia, con Galileo observando
las lunas de Júpiter a través de un telescopio, una observación que apoyó
poderosamente la teoría copernicana del universo. El Vaticano ordenó el arresto
domiciliario de Galileo por decir que la Tierra se mueve, algo que contradecía la
definitiva sentencia de la Biblia, según la cual Dios «fundó la Tierra sobre sus cimientos;
nunca será movida» (Salmos, 104, 5). El siglo acabó con Newton. Contuvo un
espectacular ejército de genios de la filosofía y la ciencia, cuyas obras fundaron los
cimientos de la ciencia y del mundo moderno; entre ellos, Hooke, Boyle, Wren,
Huygens, Wallis, Descartes, Rooke, Kepler, Napier, Leeuwenhoek, Fermat, Pascal,
Leibniz, Hobbes, Spinoza y Locke.

La clave de los avances científicos del siglo XVII fue el uso de la observación y de la
razón, del experimento y de la cuantificación. La clave de la Ilustración del siglo XVIII es
que decidió aplicar el mismo enfoque empírico a regiones del pensamiento más
amplias: política, sociedad, educación, derecho y la idea de los derechos humanos.
Cuando quedó claro que la investigación empírica podía desvelar los secretos de la
naturaleza, otras doctrinas —para empezar, como ejemplos de primer orden, la del
derecho divino de los reyes y las doctrinas teológicas— comenzaron a perder su
respetabilidad intelectual.

Kant escribió: «[S]i nos preguntamos si vivimos ahora en una época ilustrada, la
respuesta es no, pero sí en una época de Ilustración». Aunque comenzó describiendo la
inmadurez del intelecto como el estado en el que necesita la guía externa, también atacó
las varias hegemonías que mantienen encadenada la mente humana a esa necesidad.
Para madurar, el intelecto necesita libertad, «la libertad de hacer siempre y en todo
lugar uso público de la propia razón».

Entradas clave en la Enciclopedia sostenían que la religión había fracasado


notablemente a la hora de proporcionar una base satisfactoria para la moralidad o para
una sociedad justa. Esto seguía también la estela de Voltaire. Pero, aunque Voltaire
había declarado, circunspecto, que criticar la superstición no era lo mismo que criticar la
fe, y que criticar a la Iglesia no era lo mismo que criticar la religión, fueron la fe y la
religión las que sintieron los golpes.
En común con muchos que tenían la misma opinión, lo reconocieran en público o no,
Voltaire aseguraba ser deísta, es decir, alguien que no cree en ninguna religión revelada
pero que sostiene que tuvo que haber, en algún momento, un agente que creó el
universo. La mayoría de los deístas opinaban que este ser no tenía el menor interés
personal en los asuntos humanos, y que no interviene en lo que sucede en el mundo,
dejando esto último a la operación de las leyes naturales. Diderot no tenía tiempo para
el deísmo, que veía como una chapuza; escribió que había cortado una docena de
cabezas de la hidra de la religión, pero que de la que quedaba intacta surgirían
nuevamente todas las demás. «En vano, oh, esclavo de la superstición —dice
Naturaleza a Humanidad en su Suplemento al viaje de Bougainville—, has buscado tu
felicidad más allá de los límites del mundo que te he dado. Ten coraje y líbrate del yugo
de la religión.» Cuando afirma que la humanidad se ha visto siempre sujeta a la
autoridad bien de la naturaleza, de la sociedad o de la religión, o de varias, Diderot
sostenía que nunca ha habido «un auténtico hombre, un verdadero ciudadano, un
genuino creyente».

Quizá uno de los ataques más contundentes a la religión se da en la Politique Naturelle


del barón D’Holbach, que concluye con la afirmación de que la religión, al enseñar a la
gente a temer a déspotas invisibles, le enseña también a temer a los terrenales y, por
consiguiente, le impide buscar la independencia y escoger la dirección y el carácter de
su propia vida. Como esto sugiere —y esto es crucial para comprender la Ilustración—
el repudio a la hegemonía de la religión sobre el pensamiento, aunque es central, no es
la única preocupación, sino el punto de partida de lo que realmente importa: el
proyecto, que deben afrontar todos los individuos, de apoyarse en la razón y aplicar las
lecciones de la ciencia como guías para construir mejores vidas y sociedades. El
proyecto ilustrado, pues, fue concebido por sus partidarios como algo creativo, algo
reformador, basado en la promesa de libertad —especialmente intelectual— para lograr
un mundo nuevo y mejor.

Peter Gay tuvo el buen cuidado de señalar, en su The Enlightenment: An Interpretation,


que la Ilustración siempre ha tenido sus admiradores simplistas y sus detractores
vehementes; entre estos últimos, los que la culpan por aquellos aspectos de la
modernidad que ejemplifican «el superficial racionalismo, el estúpido optimismo y el
irresponsable utopismo», comprendidos en ellos los excesos de la Revolución francesa y
los fracasados experimentos, terriblemente costosos en términos de vidas humanas, de
los varios disturbios del siglo XX. Lo demás es beneficioso. Pero como Gay y, antes que
él, Ernst Cassirer señalaron, incluso si esas críticas son ciertas, hay que comprender la
Ilustración como un movimiento intelectual basado en un conjunto de aspiraciones a la
mejora de las condiciones de la humanidad.
«La experiencia de los philosophes», señala Gay, citando a los pensadores de la
Ilustración por el nombre colectivo en francés que ellos empleaban para consigo
mismos,

fue una lucha dialéctica por la autonomía, un intento de asimilar los dos pasados que habían heredado —el
cristiano y el pagano— para enfrentarlos entre sí y, de ese modo, asegurar su propia independencia [...] el
suyo era un paganismo dirigido contra la herencia cristiana y dependiente del paganismo de la Antigüedad
clásica, pero también era un paganismo moderno, tan emancipado del pensamiento clásico como del dogma
cristiano. Los antiguos enseñaron a los philosophes la utilidad de la crítica, pero fueron los filósofos modernos
los que les enseñaron las posibilidades del poder.

En estas notas, como en las de Kant y las de otros filósofos que hemos citado, una
noción crucial es la de «autonomía», que se interpreta como autogobierno,
independencia de pensamiento y posesión del derecho y la responsabilidad de decidir
acerca de la propia vida, sobre todo en cuanto a elecciones morales. Autonomía
significa dirección propia a la luz de la razón y de las lecciones de la naturaleza; su
opuesto, heteronomía, significa dirección o gobierno por parte de alguien externo a uno
mismo. «Heteronomía» significa sujeción de la propia voluntad a la voluntad de una
autoridad externa, generalmente una deidad o alguna otra abstracción. Por supuesto,
las condiciones de la vida social implican que un individuo esté sujeto a muchas
ataduras necesarias para poder vivir en comunidad. Pero la autonomía en cuestión es
ante todo de pensamiento y de responsabilidad moral, y en este sentido es el progreso
hacia un aumento de la autonomía lo que Kant y sus contemporáneos consideraban
«Ilustración».

Si el objetivo de la Ilustración es pensar y escoger por uno mismo —la autonomía, así,
considerada imprescindible para una vida digna de ser vivida—, entonces resulta
crucial que uno esté preparado para pensar de un modo fructífero y escoger
sabiamente. Esto requiere información; y no solo información, sino información
organizada en conocimiento; y no solo conocimiento, sino conocimiento interpretado en
entendimiento. Es por esto por lo que el monumento de la Ilustración es la Enciclopedia
de Diderot y D’Alembert. Su objetivo explícito era «reunir el conocimiento disperso por
la faz de la tierra, presentar sus características generales y estructura a los hombres con
los que vivimos y transmitirlos a quienes vendrán después de nosotros, de tal modo
que el trabajo de los últimos siglos sea útil en los siglos venideros; que nuestros hijos, al
estar mejor educados, puedan al mismo tiempo ser más virtuosos y más felices, y que
no muramos sin haber merecido la gratitud de la raza humana».

La parte más importante de este párrafo es la afirmación de Diderot de que la


educación es la ruta hacia una buena vida. Un tema de máxima importancia en la
Enciclopedia, como se ve por algunos de sus artículos, como «Sistema» e «Hipótesis», es
que los métodos empírico y lógico son las claves para el conocimiento, y que no solo
son incoherentes con el reconocimiento de la autoridad de las Escrituras o la revelación
divina, sino que en realidad se contradicen con ellas. En su Discurso preliminar,
D’Alembert empieza a narrar la organización del conocimiento con una defensa del
empirismo, y luego acepta las implicaciones de su compromiso: que los conceptos
fundamentales de moralidad y justicia han de derivarse de hechos procedentes de la
experiencia humana, no de supuestas bases metafísicas ni teológicas.

La Enciclopedia se publicó entre 1751 y 1772 en 17 volúmenes de texto y 11 de


ilustraciones; 140 autores se distribuyeron sus 72.000 artículos. Entre ellos se
encontraban algunas de las mentes más eminentes de la Francia del siglo XVIII: además
de a sus editores, incluía a Voltaire, Rousseau, Marmontel, D’Holbach y Turgot, por
citar solo unos cuantos. Compartían el objetivo de Diderot de no solo coleccionar y
difundir, en prosa clara y accesible, lo mejor del conocimiento acumulado, sino de
desplegar esta formidable empresa a modo de máquina de guerra para propagar «luz».
Por ello mismo, la Enciclopedia tuvo una formidable oposición, para empezar, por parte
de los censores, cuyas objeciones e interferencias causaron numerosas demoras en su
publicación. Los primeros siete volúmenes aparecieron anualmente entre 1751 y 1757;
los siguientes diez, en 1766. Seis años más tarde se publicó el último volumen de
ilustraciones, que completaba el plan original. Para entonces ya había reimpresiones de
algunos de los artículos, así como obras inspiradas bien en el acuerdo, bien en oposición
a la obra original. La Enciclopedia se había convertido en una institución, y permanece
como un monumento a aquello a lo que aspiraban la mayoría de los intelectos más
optimistas del momento.

Aunque la Enciclopedia fue una expresión concreta del espíritu de la Ilustración, pese a
toda su importancia solo representa una trama en una historia mayor y más larga. Parte
de esa historia tiene que ver con la oposición al proyecto ilustrado de su propia época,
principalmente por los defensores del statu quo religioso y político amenazado por su
mensaje. Una parte mayor de esa historia tiene que ver con las críticas históricas a la
Ilustración: las de aquellos que la consideran responsable de los excesos de la
Revolución francesa; quienes creen que se merece la reacción representada por el
romanticismo; quienes ven en ella la fuente, en última instancia, tanto del fascismo
como del estalinismo de tiempos más recientes; quienes, aún más recientemente, la
consideran responsable de los «valores liberales», entendidos peyorativamente en el
sentido estadounidense de destructores de los «valores familiares»... y todos los que
creen que encarna la antítesis de todo lo que más importa al espíritu humano en sus
encuentros con lo místico, lo inefable y lo misterioso.
Los primeros oponentes a la Ilustración caen en dos grandes categorías: aquellos a los
que hoy describiríamos como política o ideológicamente conservadores —desde el clero
contemporáneo a los philosophes, a pensadores un tanto posteriores como Edmund
Burke o Joseph de Maistre— y aquellos a los que hoy etiquetamos de románticos, que
defendían la naturaleza, la imaginación y las emociones contra lo que veían como la
cosmovisión reduccionista y mecanicista del racionalismo de la Ilustración.8

Burke y los demás que compartían su orientación política conservadora señalaron el


ataque ilustrado a la tradición, y especialmente a la tradición como fuente de autoridad
moral y política, como causa directa de todo lo que de peor tuvo la Revolución francesa.
En realidad, su pensamiento abarcaba un impulso del pensamiento más amplio, que se
remontaba como mínimo a Locke, quien sostenía que la fuente de autoridad en la
sociedad no es ni la tradición ni el gobierno de un monarca por derecho divino, sino el
pueblo, cuyo consentimiento se requiere para todo aquello que afecte al bien común, y
que tiene derechos, algunos de ellos inalienables, de tal modo que ningún tipo de
gobierno tiene la potestad de subrogarlos. Los philosophes de la Ilustración adoptaron
esta idea como algo normal, y ha sido (pese a Burke, puesto que conservadores
posteriores también la adoptaron) la base de la evolución occidental de la democracia
liberal. Pero en época de Burke, la palabra democracia era un insulto, y «el pueblo» era
una entidad salvaje y anárquica en la que no había que confiar. Desde la perspectiva de
Burke, los philosophes eran, antes que nada, sans culottes, y por lo tanto todos sus
principios eran detestables.

Los románticos interpretaron la defensa de la ciencia por parte de la Ilustración como


la declaración de que el desarrollo científico era equivalente a progreso, lo que, de ser
así, implicaría que la historia y la propia experiencia solo pueden comprenderse en
términos mecanicistas, incluso deterministas. Los románticos, a modo de reacción
contra este empirismo y mecanicismo, afirmaron en primer lugar el predominio de la
emoción sobre la razón, y por ello celebraron lo subjetivo, lo personal, lo visionario y lo
irracional. Otorgaron un lugar de privilegio a humores y pasiones como fuentes de
discernimiento y como árbitros de la verdad, y exaltaron experiencias como las
respuestas individuales ante la belleza natural. En contraste, se suele considerar que las
actitudes de la Ilustración son concurrentes con la preferencia neoclásica por el orden, el
equilibrio y la armonía en la música, la arquitectura, las artes plásticas y la poesía, una
idea que se ve corroborada por la estética aplicada del siglo XVIII.

Apenas es necesario decir que nadie desearía quedarse sin el neoclasicismo del siglo
XVIII ni sin la música y poesía románticas del siglo XIX, así que lo mejor es no tomar
partido entre lo peor de ambos estilos, ni señalar cuál hizo más daño, tras acordar que
ambos tuvieron un lado malo y también malas consecuencias: tanto el duro
reduccionismo mecánico de uno como el irresponsable pensamiento del romanticismo,
que llevó a catástrofes sociales y políticas como el nacionalismo, el racismo y,
eventualmente, el fascismo. Si hay una diferencia entre ambos, es que el amorfo cajón
de sastre del romanticismo dio irreflexiva vía libre a muchas de las consignas que la
Ilustración tanto trabajó por abolir, dados sus efectos negativos sobre el florecimiento
del ser humano, como, por ejemplo, la superstición; y a este respecto se puede justificar
una preferencia como sigue: una buena vida, para los individuos, exige ciertamente lo
mejor de ambas tradiciones, pero es evidente que requiere menos de los aspectos del
romanticismo si estos se resumen en ceder autoridad a cuestiones como la raza, el
héroe, el genio, el Führerprinzip, la tradición, la naturaleza, las emociones desatadas,
visiones, seres sobrenaturales, etcétera.

En la idea ilustrada, la razón es el armamento de las ideas; es el arma empleada en el


conflicto entre puntos de vista. Esto sugiere que la razón es un absoluto que, usado con
responsabilidad, puede resolver disputas y servir como guía hacia la verdad. Pero la
razón, entendida de esta inflexible perspectiva, siempre ha tenido oposición. Uno de sus
principales oponentes es la religión, que afirma que la revelación, en cualquier forma,
desde la experiencia mística al dictado de escrituras por una deidad, comunica, desde
fuera del mundo de la experiencia ordinaria, verdades imposibles de descubrir
mediante la investigación humana en el mundo. Otro oponente es el relativismo, la
opinión de que diferentes ideas, diferentes verdades, diferentes modos de pensar,
incluso aquellos que compiten o se contradicen entre sí, son igualmente válidos, y de
que no hay una posición de autoridad desde la que se los pueda juzgar. En marcado
contraste con esto, en la Ilustración el peso cae enfáticamente del lado de la
argumentación según la cual la razón, pese a sus imperfecciones y fallos, proporciona
un estándar ante el que las demás perspectivas deben someterse. Por lo tanto, sus
partidarios rechazan toda idea que afirme que hay autoridades del mismo calado, o
incluso superiores, que la razón, como la raza, la tradición, la naturaleza o los dioses. La
defensa de la razón por parte de los racionalistas no tiene que ser (y es mejor que no
sea) incondicional, sobre todo porque las respuestas acerca de qué son los seres
humanos (o cuál es la naturaleza humana) suelen ser más irónicas y condicionales de lo
que a veces pensamos, y por lo tanto menos aptas para confiar en ellas. Pero esto fue
algo que los impulsores de la Ilustración en el siglo XVIII comprendían muy bien.
Pongamos como ejemplo la sátira de Voltaire acerca del optimismo racionalista a
ultranza que muestra el doctor Pangloss en Cándido, una obra que desmiente a
cualquiera que acuse a los philosophes de carecer de crítica o de reflexión acerca del
alcance de la racionalidad humana. Y los más importantes filósofos (que no philosophes)
del momento, Hume y Kant, tuvieron también buen cuidado de no sobrevalorar la
razón, aun empleándola para describir sus propios límites.
Examinemos una reacción crítica tardía a la Ilustración, que sirve de ejemplo de cómo
se acabó viendo esta perspectiva optimista como algo destructivo. En Dialéctica de la
Ilustración (1944), que se supone que nació a partir de una conversación en la cocina
entre Max Horkheimer y Theodor Adorno durante los días más oscuros de la Segunda
Guerra Mundial, se debate la idea de que los principios y temas de la Ilustración se han
metamorfoseado en sus opuestos. Los philosophes buscaban la libertad individual, pero
esta se convirtió en un modo de esclavitud ante poderes económicos para quienes
llegaron después de ellos. Se veía la ciencia como la alternativa racional a la religión,
pero el «cientificismo» —tomando la forma de un mito de salvación en el que la ciencia
responderá todas las preguntas y resolverá todos los problemas— acabó sustituyendo a
la religión y ejerciendo una influencia igual de maligna.

Horkheimer y Adorno se centraron tanto en su crítica a la racionalidad científica


porque creían estar presenciando el momento en que su promesa se había vuelto
totalmente tóxica. Adoptada como método filosófico de la Ilustración, la racionalidad
prometía no solo traer progreso en todos los campos, sino, simultáneamente, minar los
dogmas de la religión y, con ellos, la hegemonía de los cleros. Y podía hacerlo, creían
los philosophes, gracias a su carácter objetivo y a su evidente éxito pragmático. En su
promesa, tanto de progreso como de liberación de antiguas supersticiones, se suponía
que la racionalidad científica servía a los intereses de la libertad y la tolerancia. Pero la
racionalidad científica posee una dinámica propia, advierten Horkheimer y Adorno,
que gradualmente la hizo militar incluso contra los valores responsables de su propio
surgimiento. Al hacerlo, pasó de ser un arma contra la represión a ser un arma de
represión. Creyente en sus propios sueños de progreso, borracho por los éxitos del
método racional, triunfante en su creciente dominio de la naturaleza, el sueño
humanista de los philosophes acabó convertido en pesadilla, y las consignas que intentó
destruir reaparecieron bajo nuevos disfraces, de los que el más importante, para
Horkheimer y Adorno, fue el fascismo.

Este análisis fue tremendamente influyente en la Escuela de Fráncfort, y ocasionó un


animado debate tras la Segunda Guerra Mundial. Pero los defensores de la Ilustración
rechazan esta tesis. Citan la incoherencia que supone igualar el dominio científico sobre
la naturaleza —un dominio que, para los ilustrados, debía liberar a la humanidad— con
el dominio político sobre la mayoría de la población ejercido por quienes, como
consecuencia del progreso material facilitado por la Ilustración, acabaron controlando
los resortes del poder económico y político en los siglos siguientes. En medio de la crisis
de la década de 1940, Adorno y Horkheimer pensaban sobre todo en el nazismo, que
veían como el paradójico resultado autocumplido de la Ilustración: en sus propias
palabras, la «racionalidad instrumental» se había transmutado en «política burocrática».
Pero esto, sostienen los defensores de la Ilustración, es imposible. La ideología nazi
extrae su fuerza precisamente de los campesinos y pequeños burgueses que se veían
amenazados por el avance al poder del capital, de modo que no es este último el que ha
de verse como la fuente de la opresión, sino aquellos, vistos como representantes
tardíos de los grupos que más tenían que perder ante la Ilustración y que por lo tanto
reaccionaron contra ella: los reaccionarios. De haber existido en el siglo XVIII, los
partidarios del nazismo habrían defendido las tradiciones del gobierno absolutista,
tanto en el cielo como en Versalles, contra la «racionalidad instrumental», que en el
siglo XVIII se expresaba como el conjunto de impulsos secularizantes y
democratizadores. De modo que, en opinión de los defensores de la Ilustración,
Horkheimer y Adorno entendieron las cosas al revés. No queda claro que la otra forma
de tiranía de la época disponible para su estudio, el estalinismo, admitiera mejor una
genealogía que la remontara a la Ilustración, y por razones similares.

El aspecto más famoso de Dialéctica de la Ilustración es el ataque de sus autores a lo que


consideraban la naturaleza represiva de la «industria cultural». Pensaron que la cultura
de masas era otro resultado a largo plazo del racionalismo instrumental de la
Ilustración, y la rechazaron por ello mismo; pero también en este caso su idea invita al
desacuerdo. La cultura de masas es incapaz de producir cosas valiosas, ya sea en el arte
o en el conocimiento; las tecnologías diseñadas para servir los intereses de la cultura de
masas son, sin embargo, capaces de producir un arte tan refinado como lo pueda exigir
cualquier elitista.

El auge de la ciencia, en los siglos XVII y XVIII, y la lucha de la Ilustración, en el siglo


XVIII, por liberar mentes y personas de las diversas tiranías son productos de la historia
de la filosofía, que demuestran cuán revolucionario es el poder de las ideas.
10

La filosofía del siglo XIX

Una historia de la filosofía del siglo XIX y una más general historia de las ideas de ese
mismo siglo diferirían en un aspecto importante: esta última incluiría la economía y la
política económica; la jurisprudencia; Charles Darwin; las controversias en torno a la
evolución y a la religión; los desarrollos de las ciencias naturales; los comienzos de la
sociología sistemática, de la filología, de la antropología y de la arqueología, de la
historiografía, de la crítica bíblica, etcétera. Fue un siglo en el que se sintió de pleno en
la actividad intelectual el efecto liberador de la Ilustración del siglo XVIII. Gran parte de
esta ebullición del pensamiento y del surgimiento de nuevos campos de estudio fue
consecuencia de que determinados aspectos de la filosofía se volvieron empíricos e
independientes; en efecto, muchos de los pensadores del siglo se mostraban de acuerdo
con Auguste Comte, fundador de la sociología, en cuanto a que esas nuevas disciplinas
eran las sucesoras de la especulación filosófica, y de que la filosofía misma estaba
desapareciendo.

Pero la filosofía estaba lejos de desaparecer, y la obra de las principales figuras de este
periodo —Bentham, Hegel, John Stuart Mill, Schopenhauer, Marx, Nietzsche, los
idealistas británicos, los pragmáticos estadounidenses— no solo tuvo un gran interés y
valor intrínseco, sino que dio forma a desarrollos en el periodo filosóficamente más rico
desde la época clásica: el siglo XX.

Durante el siglo XIX, el término filosofía adquirió su sentido más específico para
significar lo que significa hoy en día —el estudio de las cuestiones relativas a la
metafísica, la epistemología, la ética, etcétera— y, al mismo tiempo, la palabra ciencia
acabó significando lo que significa hoy en día: física, química, biología y demás. Incluso
en las primeras décadas del siglo XIX la palabra filosofía aún tenía la connotación de
ciencia y, en efecto, el término científico se acuñó tarde, en el año 1833 (fue William
Whewell el primero en usarla impresa, en 1843). Es por esto por lo que en su tumba se
describe a William Hazlitt como «metafísico», una palabra que designaba lo que hoy es
un filósofo.

En el siglo XIX se comienza a divisar la separación en dos ramas de la tradición


filosófica. De un lado tenemos a Bentham, Mill y los pragmáticos estadounidenses, que
continúan la senda de Locke y Hume de centrarse en cuestiones específicas de
epistemología, ética, ley y política. También están Hegel, Schopenhauer y los idealistas
británicos, que ofrecen marcos de trabajo inclusivos con los intereses metafísicos al
frente. Ambos grupos siguen siendo fácilmente identificables como parte de la misma
historia en cuanto al alcance de sus intereses. Con Nietzsche se establece una diferencia.
Representa un giro en los intereses filosóficos que, en la segunda mitad del siglo XX, irá
a más con los pensadores «continentales» en direcciones sociológicas, históricas y de
crítica literaria. La principal separación entre ambas ramas se dará como consecuencia
de la obra de Husserl y de Heidegger, sobre todo de este último, durante la primera
mitad del siglo XX; se explica más en detalle en la cuarta parte.

JEREMY BENTHAM (1748-1832)

En un ensayo publicado en 1825, William Hazlitt escribió de Jeremy Bentham —quien


aún estaba vivo— que «su nombre es poco conocido en Inglaterra, un poco más en
Europa; mucho más en las llanuras de Chile y en las minas de México. Ha ofrecido
constituciones para el Nuevo Mundo y ha legislado para tiempos venideros. La gente
de Westminster, donde vive, rara vez sueña con alguien así; el salvaje de Siberia, sin
embargo, ha recibido escaso confort de su melancólico aspecto».

La principal razón por la que Bentham fue, en aquella época, profeta en tantos países
y no en el suyo fue que la parte de su prolífica obra publicada en vida solo interesó a
expertos en derecho, en gobierno, en reforma social y política, en ética y economía, y
por lo tanto tuvo un público doméstico limitado; una de sus obras más influyentes se
publicó primero traducida —al francés primero; luego al ruso, al español, al alemán y a
más idiomas— y solo se publicó en inglés una década después de su muerte.

Otra razón para su olvido en Inglaterra fue que Bentham era un radical en lo político,
así como un republicano, lo que lo situaba en directa oposición con el establishment de su
época e hizo que no recibiera ni reconocimiento público ni honores. Aun así, introdujo
en el idioma inglés las palabras utilitarian, codify e international; fue el primero en
proponer un tribunal internacional de arbitraje para la paz y establecer principios de
derecho internacional; muchos hospitales, prisiones y otras instituciones están
construidos bajo los principios del «Panóptico» inventado por él y su hermano Samuel.
Su influencia en el devenir de los acontecimientos ha sido inmensa, no solo en su propio
país, sino en muchas partes del mundo.

Bentham estudió en Oxford, y posteriormente se convirtió en abogado. No practicó la


abogacía mucho tiempo, pues decidió, en lugar de ello, dedicarse a la reforma social y
legal. Esto se debió a que le inspiró su descubrimiento del principio de utilidad en la
filosofía de David Hume, en la de Claude Helvétius (1715-1771) y en la de Cesare
Bonesana-Beccaria (1738-1794). En Hume halló la idea de que la utilidad es el criterio de
la virtud. En Helvétius, la de que la utilidad puede guiar la conducta, conectándola con
las ideas del placer y el dolor, que Bentham consideraba los únicos móviles para actuar,
tal como había hecho con anterioridad Epicuro. En el tratado acerca de crimen y castigo
de Beccaria halló la frase la massima felicità divisa nel maggior numero («la máxima libertad
para la mayor cantidad»). Creía que aplicando este principio se podría solucionar una
amplia gama de problemas, y se dedicó a la tarea de poner en práctica este principio.

Bentham sostenía que lo que él denominó «utilitarismo» impone a los legisladores y a


los individuos la obligación de «administrar para la felicidad general», una obligación
que, decía, era «de la máxima importancia e inclusiva para todas las demás». Usaba el
término utilidad con el significado de «[todo lo] que tiende a producir beneficios,
ventajas, bien o felicidad», siendo todos estos sinónimos en su modo de uso.

El utilitarismo, ya sea el de Bentham u otros tipos posteriores más elaborados, es una


teoría consecuencialista de la moralidad, es decir, que comprende el valor moral
solamente en términos de los resultados de las acciones, dejando de lado toda cuestión
acerca de las intenciones de los agentes o la calidad de sus caracteres personales. Otras
teorías de la moralidad se centran en estos últimos dos factores, pero el rasgo distintivo
de las teorías utilitarias es que miden el valor moral solamente por los resultados.
Bentham y John Stuart Mill, a quienes se conoce conjuntamente como los utilitaristas
clásicos —pese a que este último supuso avances con respecto a Bentham—, se
mostraban de acuerdo en considerar la felicidad como el bien más preciado, y en dar a
la felicidad de cada una de las personas el mismo valor que a la de todas las demás.
Esto implica que trabajar para producir la máxima felicidad posible para la mayor
cantidad de gente se hace de un modo imparcial; la razón de cualquiera para promover
el bien es la misma que la de cualquier otro para hacerlo.

Está claro que subyace una tensión en el corazón de esta idea. Bentham consideraba
que placer y dolor eran los «amos soberanos» que, en sus propias palabras, «[n]os
gobiernan en todo lo que hacemos, en todo lo que decimos, en todo lo que pensamos».
A esta idea se la denomina «hedonismo» y es, en esencia, una idea egoísta o
autorreferente. ¿De qué manera es coherente este hecho con la exigencia de buscar la
mayor felicidad para el mayor número posible de personas, cuando mis propios «amos
soberanos» pueden impulsarme a actuar de maneras que me ofrezcan ventajas a
expensas de la felicidad general?

Bentham intentó superar esta dificultad de varios modos. Uno de ellos fue decir que
buscamos nuestra propia felicidad cuando buscamos tanta felicidad como sea posible
para los demás. Algunos teóricos han intentado, en efecto, convertir el «interés propio
ilustrado» en su norma de acción, pero hay dos obstáculos a la hora de aceptar esto: en
primer lugar, el hecho empírico de que a veces sí que actuamos a favor de intereses
ajenos a costa de los nuestros; en segundo lugar, el mal gusto que deja en la boca la idea
de que, al final, todo lo que hacemos lo hacemos por interés propio.

Aunque Bentham estuvo influido por Hume, rechazó su filosofía moral. Hume creía
que las acciones nos dicen algo acerca del carácter de las personas, y sostenía que el
carácter era lo moralmente interesante. Para alguien interesado, como Bentham, en las
aplicaciones de la moralidad a asuntos sociales concretos, el carácter es algo demasiado
subjetivo para resultar útil. Tan solo los individuos pueden saber lo que pretenden o
desean, y aun así las razones que hay tras sus acciones pueden resultar opacas incluso
para ellos. ¿Cómo puede esto ayudarnos a distinguir lo que está bien de lo que está
mal? Bentham buscaba una base más práctica.

El mecenas de Bentham fue el primer marqués de Lansdowne, un líder político whig


que presentó a Bentham a un exiliado ginebrino llamado Etienne Dumont, tutor de los
hijos de Lansdowne. Dumont fue responsable de la fama de Bentham en Europa, pues
tradujo algunos de sus manuscritos al francés y los publicó en tres volúmenes con el
nombre de Traités de législation civile et pénale (1802). Los primeros dos volúmenes se
retradujeron al inglés mucho más tarde como The Theory of Legislation (1840).

Lansdowne también animó a Bentham a enfrentarse a la cuestión de cómo alcanzar la


«paz perpetua» en el orden internacional, y cómo regular a derecho las relaciones entre
Estados. En el proceso de esbozar los ensayos que acabarían formando su libro
Principles of International Law [Principios de derecho internacional] Bentham acuñó,
como ya hemos dicho, el término internacional y, de paso, sugirió la idea de un tribunal
en el que resolver disputas entre naciones.

La situación revolucionaria en Francia espoleó de un modo especial el interés de


Bentham. Incluso antes de la revolución él ya había empezado a escribir una serie de
panfletos, con ayuda de Dumont, en los que proponía soluciones políticas y una
reforma judicial para Francia. Se publicaron en francés y llegaron a las figuras más
importantes de París. En el periodo posterior a la toma de la Bastilla, estas propuestas se
debatieron en la Asamblea Nacional. Su apoyo a la revolución le valió la ciudadanía
francesa honoraria en 1792.

Bentham no tuvo la misma influencia en Gran Bretaña. Escribió acerca de reformas


legales para los pobres, política, economía e impuestos; y, por encima de todo, de
reforma del derecho, lo que le ofreció la oportunidad de expresar su actitud crítica hacia
lo que percibía como la turbia naturaleza del derecho anglosajón y lo arbitrario del
«derecho hecho por jueces».
Aceptaba la idea de que el derecho es por su propia naturaleza negativo, en el sentido
de que toda su esencia radica en imponer restricciones y límites, reduciendo, por lo
tanto, la libertad individual. Su idea de libertad era, al igual que con Hobbes, la que hoy
en día se denomina «libertad negativa», es decir, la ausencia de coacción. Esta idea,
cuando se yuxtapone a la versión de Bentham del utilitarismo, tiene una consecuencia
directa. Es placentero ser libre, y doloroso ser coaccionado; dado que placer y dolor son
los criterios de valor, se sigue que la libertad es un bien. Pero Bentham eludió la idea de
que la libertad era un «derecho natural», una idea que ridiculizaba abiertamente, como
cuando decía que todas las apelaciones a derechos naturales eran «tonterías en zancos».
Esto se debía a que rechazaba la idea de un contrato social que hubiera sacado a la gente
de un «estado de naturaleza» en el que disfrutaba de derechos y libertades primitivas,
algunos de los cuales el pueblo habría cedido para disfrutar de las ventajas de la vida en
comunidad. Bentham creía que la gente siempre había vivido en sociedad, y que las
leyes son las órdenes de quien sea o lo que sea que ocupa el poder y la autoridad. Esto
anticipa el «positivismo legal» del teórico John Austin, posterior en el siglo XIX: la idea
de que la ley es el producto expreso de la voluntad de un soberano. Esta idea implica
que, más allá de que una ley sea buena o mala, de que sea moral o inmoral, es ley si se
la promulga. Más aún: esta idea implica que todos los derechos están creados por la
legislación, y que las libertades son conferidas explícitamente, por la ley, o
implícitamente, por el silencio de esta.

Una característica más atractiva de las ideas legales de Bentham tiene que ver con la
cuestión de las pruebas. Creía que la ley de admisión de pruebas era
extraordinariamente confusa; estaba llena de distinciones, excepciones y todo un
montón de oscuros tecnicismos que se habían ido acumulando a lo largo del proceso de
decisiones judiciales y jurisprudencia. Creía que la adherencia de los abogados, como
profesión, a este insatisfactorio estado de cosas era maligna y premeditada, puesto que
prolongaba las vistas y proporcionaba mucho dinero a sus bolsillos. Teóricos del
derecho anteriores a él habían intentado poner orden en este caos, así como justificar
algunas de las doctrinas más extrañas del proceso de admisión de pruebas. Bentham
adoptó un enfoque más duro: quería abolir todas las «reglas de las pruebas» por entero
y sustituirlas por un enfoque más natural con criterios utilitarios, un enfoque basado en
la experiencia cotidiana y el sentido común.

Bentham mantuvo correspondencia con el presidente estadounidense Madison con


respecto a la codificación de leyes, así como con todas las legislaturas estatales del país.
Sus ideas fructificaron indirectamente en otra dirección; un ejemplo es la parcial
codificación del procedimiento civil de Nueva York (el Código Field) gracias al
infatigable esfuerzo de David D. Field II, influido por Bentham durante su viaje a
Europa para investigar códigos civiles. Similar aprovechamiento de las ideas de
Bentham hizo David Hoffman, el erudito legal, quien introdujo la teoría utilitarista en
los estudios de derecho de la Universidad de Maryland en la década de 1820.

Se leyó mucho a Bentham en Sudamérica, y sus escritos provocaron controversias en


Chile y Colombia; en este último país, Simón Bolívar, como presidente, sucumbió a la
presión de la Iglesia católica y prohibió los libros de Bentham. El sucesor de Bolívar en
el cargo, Francisco Santander, revocó la prohibición y restauró los libros de Bentham al
currículo universitario. En Grecia, tras liberarse del yugo otomano, los redactores de la
nueva Constitución estuvieron influidos por Bentham, sobre todo gracias a los escritos
de Anastasios Polyzoides, un discípulo suyo.

Todos los planes de Bentham para la mejora de la sociedad y de sus instituciones,


desde la reforma penal hasta sus ideas de economía política y derecho, se enfrentaron a
formidables resistencias en Gran Bretaña debido a la tradición y a intereses espurios.
Acabó dándose cuenta de que la única esperanza para sus reformas residía en una
reforma política fundamental. A esto le animó James Mill, quien en 1808 se convirtió en
su lugarteniente y ayudante. Bentham había escrito acerca de reforma política
anteriormente, pero había dejado sus manuscritos de lado; ahora, alentado por Mill, los
revisó y amplió. Había llegado a pensar que no solo era imposible acometer reformas de
calado sin una reforma política, sino que la única opción a esta era la revolución, y él
prefería la reforma.

En su opinión, la clave del problema residía en la «influencia» ejercida sobre las


instituciones políticas por individuos y grupos de presión presentes en el establishment,
del rey hacia abajo, y que actúan mediante un Parlamento no representativo y a sueldo
de grandes fortunas. Para combatir esto había que reformar la representatividad
parlamentaria. Es por ello por lo que se lanzó a una campaña a favor de ampliar la base
censitaria, de elecciones anuales y secretas, de calificaciones mínimas para quienes se
presentan a cargos electos, de un sistema de multas que asegure que los diputados
acudan al trabajo, de actas precisas de los debates parlamentarios y de la abolición del
mecenazgo real en cargos y honores. Se sumó a la condena de James Mill a la exclusión
de las mujeres del sufragio, aunque dijo que este debía ampliarse a ellas una vez que
todos los varones pudiesen votar.

La reforma del sistema de representación no era suficiente por sí misma; Bentham


sostenía que había derroche y corrupción en el gobierno, que había que reducir el gasto
público y mejorar la calidad del funcionariado, sobre todo mediante una cuidada
selección y formación de funcionarios.
Cuando se publicaron en 1817 sus propuestas de reforma parlamentaria y, en 1824,
sus ataques a los derroches e incompetencia de la administración pública, se convirtió
en la voz más conocida del país en cuanto a radicalismo político. Por sí mismo esto
habría sido suficiente para marginarlo con respecto al establishment, pero exacerbó esta
marginación con su actitud hacia la religión, a la que veía como una barrera al progreso.
Escribió en términos muy ácidos acerca del dominio de la Iglesia en la educación, y
sorprendió a muchos de sus coetáneos con su Not Paul, But Jesus (1823), en el que
describe a Jesús como un revolucionario político y a san Pablo como un mentiroso.

Sin embargo, Bentham estaba a favor de la libertad religiosa y defendió sobre todo a
los inconformistas religiosos de las medidas contra las libertades civiles que se les
aplicaban por su negativa a aceptar los Treinta y nueve artículos de la Iglesia de Inglaterra.
Estas medidas impedían el acceso a las universidades, al Parlamento y a cualquier cargo
civil o militar. En consecuencia, los inconformistas habían fundado sus propias escuelas,
la mayoría de ellas superiores en currículo y métodos de enseñanza. Por ello, cuando se
hicieron propuestas para una escuela y, posteriormente, una universidad secular en
Londres —University College, hoy en día una de las grandes instituciones de la
enseñanza superior—, Bentham se mostró totalmente a favor. A petición suya, su
esqueleto, rematado por un modelo de su cabeza en cera, y vestido con sus ropas y
sombrero, se encuentra sentado en una vitrina a la entrada del edificio principal de la
universidad, mirando a los estudiantes entrar y salir.

La influencia de Bentham en su país natal se disparó cuando el hijo de su socio James


Mill, nada menos que John Stuart Mill, reintrodujo a sus conciudadanos el pensamiento
de Bentham, primero con la edición y publicación de los cinco volúmenes de sus
Tratados de las pruebas judiciales (1838-1843) y posteriormente desarrollando la doctrina
utilitarista que había heredado de él. Y con la mayor influencia llegaron mayores
críticas; casi todas ellas condenaban la opinión de Bentham de la naturaleza humana,
una imagen un tanto pobre y mecanicista en la que olvidaba casi por completo el lado
de los seres humanos en el que la imaginación, el amor y los sentimientos suelen jugar
un papel dominante. En opinión de Hazlitt, el descuido de estos factores por parte de
Bentham hace que su filosofía «no sea apta para hombres ni para bestias». Karl Marx
compartía esta opinión acerca de Bentham, a quien llamó «archifilisteo», y cuyo
utilitarismo consideraba irredimible por superficial y burgués.

En particular, la críticas se centraron en la afirmación de Bentham, en apoyo del


utilitarismo, de que se podían cuantificar los placeres en un «cálculo hedonista»,
obteniendo una medida objetiva que dijera qué acción tomar en un conjunto dado de
circunstancias. Se condenaba esta idea como «filosofía para cerdos», porque un cerdo
tendría mejores cualificaciones que Sócrates en esa escala de la felicidad, siempre que
tuviera mucho barro en el que revolcarse y mucha basura que comer.

Por encima de todos los demás —esto era de esperar— fue el grupo de presión clerical
el que vilipendió a Bentham, y el que disfrutó con el escándalo que provocó la
publicación de Utilitarianism Unmasked [Utilitarismo al descubierto, 1844] de un tal John
Colls, un sacerdote que había trabajado brevemente como secretario de Bentham antes
de tomar los hábitos, y que en el libro lo retrataba como un hombre peligroso, malvado
y subversivo.

Entre los filósofos, el consenso es que Bentham se equivocó al reducir todas las
motivaciones humanas al deseo de placer y rechazo al dolor como tales, pues incluso si
es correcto sostener que la felicidad es el summum bonum, los caminos hacia ella son
muchos y variados, y sin una narrativa de estos —y de los conflictos entre ellos—
conforme surgen en la naturaleza humana, una teoría basada en la idea corre el riesgo
de ser demasiado simplista.

FRIEDRICH HEGEL (1770-1831)

El pensamiento de Georg Wilhelm Friedrich Hegel tiene un papel crucial en la filosofía


de los siglos XIX y XX, sobre todo debido a su influencia en Marx y el marxismo, y en
Heidegger y otros filósofos, pero también directamente en los idealistas británicos e,
indirectamente, por reacción a estos, en los fundadores de la filosofía analítica.

Para algunos eruditos, Hegel es equivalente, en estatura, a Kant. Ciertamente, algo


que tienen en común es la dificultad y el alcance de su obra, pues ambos fueron
pensadores a gran escala, ambiciosos e innovadores. Otros eruditos lo consideran más
importante que Kant debido al impacto que su pensamiento ha tenido en las más
importantes ramas de la filosofía, la política y los asuntos prácticos del mundo desde
entonces. Y para otros eruditos, apenas cuenta: muchos de los que enseñan filosofía en
la tradición analítica anglófona apenas reparan en su obra; algunos apenas han leído
una palabra suya, ni han sentido la necesidad de hacerlo.

Hegel nació en Stuttgart en 1770. Su padre era funcionario del gobierno del duque de
Baden-Württemberg, y su madre era hija de un abogado del alto tribunal del ducado.
Murió cuando él tenía trece años. Su hermano Georg Ludwig era oficial del ejército y
murió en servicio activo durante la campaña rusa de Napoleón en 1812.

Hegel estudió en un seminario protestante vinculado a la universidad de Tubinga.


Durante su estancia trabó amistad con Friedrich Schelling y con Friedrich Hölderlin.
Los tres eran entusiastas de la cultura helénica y partidarios de la Revolución francesa,
y por ello mismo se oponían a la asfixiante atmósfera del seminario y a la que
consideraban reaccionaria naturaleza de la política de los Estados germanohablantes.
Aunque Schelling ya se había embarcado en sus investigaciones filosóficas desde sus
años de estudiante, Hegel no seguiría su ejemplo hasta bastante después, una vez que
Schelling fue profesor en la universidad de Jena y le invitó a dar clases allí como
Privatdozent. Hasta entonces, se había ganado la vida como profesor particular.

Durante su estancia, Hegel se embarcó en la que acabaría siendo la más celebrada de


sus obras, Fenomenología del espíritu (1807), cuyo manuscrito finalizó mientras en la
ciudad se oían los sonidos de la victoria del ejército de Napoleón en la batalla de Jena.
Sin un empleo estable aún, había tenido que aceptar la edición de una revista durante
un tiempo hasta convertirse en director de una escuela, un trabajo que mantuvo durante
una década. La enseñanza fue un acicate para su idea de crear una obra enciclopédica
en tres partes que cubrirían, respectivamente, lógica, el mundo natural y Geist (mente,
espíritu). Mientras trabajó en la escuela escribió la primera parte de su ambiciosa
empresa, Ciencia de la lógica.

En 1816, Hegel obtuvo por fin una plaza asalariada en Heidelberg, donde escribió
Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1817). Al año siguiente se trasladó a la Universidad
de Berlín, con una fama creciente y con cada vez más alumnos alemanes y del resto del
mundo en sus clases. Publicó Filosofía del derecho en 1821, y en 1829 lo nombraron rector
de la Universidad de Berlín. Murió dos años después durante una epidemia de cólera.
Una leyenda, que se ha repetido en varias versiones, es que sus últimas palabras fueron
lamentarse de que no se había comprendido su filosofía. Una versión, obviamente falsa,
lo muestra susurrándole a un discípulo: «Nadie me ha comprendido excepto tú [...] y ni
siquiera tú lo entiendes», y muere antes de que el discípulo pueda pedirle una
aclaración.

Desde el principio, Hegel concibió la filosofía como parte de un movimiento de


reforma social y política. La veía necesaria a modo de respuesta ante las divisiones en la
sociedad, y la concebía en particular como un modo de restaurar la armonía entre las
ideas y la práctica, tal como él y sus amigos Schelling y Hölderlin creían que había
sucedido en la Grecia clásica. En su primer escrito publicado, una defensa de la filosofía
de Schelling contra la de Fichte, Hegel afirmó: «La división es el origen de la necesidad
de filosofía». Él y sus amigos estaban escandalizados ante lo que percibían como falta
de integración en la cultura alemana, y estaban unidos en la creencia de que lo único de
lo que la cultura alemana podía estar orgullosa era Kant. Aun así, se mostraban críticos
con la filosofía kantiana; Hölderlin decía que Kant era como Moisés en cuanto a que
había sacado a su pueblo del exilio, pero su pueblo aún necesitaba guía hacia la Tierra
Prometida.

Los tres amigos crearon conjuntamente un documento, probablemente concebido por


Hölderlin, aunque durante mucho tiempo se lo creyó obra de juventud de Hegel
(debido a que la versión conocida estaba escrita de su puño y letra) titulado «La más
antigua síntesis programática del idealismo alemán». El proyecto que traza comienza
con la idea kantiana del individuo como ser moral radicalmente libre, en que libertad es
la sujeción a normas que los individuos se imponen a sí mismos. Pero el documento va
más allá de Kant al afirmar que el hecho de que la razón pueda idear y autoaplicarse
tales leyes es un signo de que no está limitada tal y como describe Kant; más bien
debería ser capaz de trascender los límites de la experiencia empírica y proporcionar
una respuesta a la pregunta: «¿Cómo debe ser el mundo para un ser moral?».

La respuesta se formula en términos de una metafísica «de las ideas». Parecía claro,
para los autores del documento, que la ciencia se beneficiaría de que la liberasen del
confinamiento de lo que ellos describían como «cansino» procedimiento experimental.
Pero, más importante todavía, el concepto de «ideas» mostraba cómo proporcionar toda
una nueva teoría del Estado. Esto se haría demostrando que no hay, en realidad, una
idea del Estado: «No hay más idea del Estado que lo que la hay de una máquina,
porque el Estado es algo mecánico. Solamente lo que es objeto de libertad puede ser una
“idea”. ¡De modo que hemos de superar el Estado! Pues los Estados tratan a las
personas como engranajes de su maquinaria». Y la tarea de la filosofía, en este
programa, es proporcionar la base para un nuevo tipo de sociedad en la que todos
seremos iguales y libres porque nuestras mentes habrán sido liberadas, estarán
educadas y serán autónomas; habrá una «libertad absoluta de las mentes que llevan en
sí el universo intelectual y que no buscan ni a Dios ni la inmortalidad allá afuera».

Estos inicios revolucionarios de Hegel no duraron mucho. Para cuando escribió


Fenomenología del espíritu ya creía que el periodo de la historia que le había tocado vivir
era la culminación de un proceso de transformación cultural, y que, por lo tanto, la tarea
de la filosofía no era la que él había creído al principio, sino algo diferente, semejante a
explicar a todo el mundo aquello que él veía como un hecho: que el viaje dialéctico del
Geist había llegado a su culminación. Estas diez palabras encierran el núcleo de la
filosofía de Hegel: su explicación es la siguiente.

La palabra Geist significa «mente» o «espíritu», y para Hegel significaba una mente o
agencia universal de la que participan todas las mentes humanas individuales. Las
evidentes dificultades a la hora de traducir correctamente la palabra Geist han
impulsado, en ocasiones —sabiamente—, a algunos traductores y a la mayor parte de
los comentaristas filosóficos a emplear la palabra sin traducir: pensemos en ella con el
significado de «mundo-mente» o de «mundo-espíritu», del que nuestras mentes finitas
individuales toman parte. Como su posterior obra Filosofía de la historia universal se
encargaría de demostrar, Hegel ve la historia como el desarrollo o devenir del Geist, su
cada vez mayor autorrealización y, con el tiempo, su autocumplimiento.

Una manera de aclarar la argumentación de Hegel es señalar que la historia,


efectivamente, ha experimentado un desarrollo de la mente en el sentido de un grado
cada vez mayor de entendimiento, consciencia y saber logrados por la humanidad,
conforme el conocimiento ha pasado de la ignorancia supersticiosa de nuestros
ancestros en las cuevas (como los caricaturizamos) al grado de sofisticación que la
ciencia ha hecho posible, acompañado por un conocimiento más extenso de la historia y
de la sociedad que el que poseían nuestros ancestros. Hegel creía que el Geist había
llegado a su culminación al respecto; creía que su época marcaba el punto álgido del
desarrollo, e incluso que (y esto es sorprendente) el Estado prusiano —con su
monarquía autoritaria— era la encarnación de esa culminación.

La palabra fenomenología, que aparece en el título de Fenomenología del espíritu, significa


«estudio de las apariencias». El término fenómeno significa «apariencia», y no significa la
cosa que se nos está apareciendo, o que parece aparecerse, ante nosotros. El sol nos
parece un objeto terriblemente brillante que hay en el cielo, encima de nosotros, y que
podríamos tapar con una moneda; si uno cierra los ojos tras mirar brevemente el sol
habrá una imagen posterior persistente tras nuestros párpados: también eso es un
fenómeno, pero, en este caso, el objeto real ya no está inmediatamente «detrás» de la
apariencia, porque esta imagen posterior está causada por la continuada excitación de la
ruta visual entre los ojos y el cerebro. De la misma manera, Fenomenología del espíritu
denota el modo en que se aparece el Geist en diferentes momentos de su desarrollo
hacia su autoculminación en la historia.

Para ser aún más precisos, la argumentación de Hegel es que este desarrollo es el
desarrollo del autoentendimiento, de la consciencia de sí mismo del Geist, y que cuanto
mayor es este grado de autoconsciencia, más libre es el Geist, hasta llegar al estado de
libertad absoluta. Alcanza este estado porque es, a la vez, el de conocimiento absoluto:
ambos son una misma cosa. Este conocimiento de la realidad como es en sí misma —
que él llamó «conocimiento absoluto»— se logra a medida que vamos dejando atrás el
conocimiento meramente sensorial mediante grados cada vez mas elevados de
autoconsciencia. Hegel subrayó que, dado que la autoconsciencia exige consciencia de
los demás, se siente con más fuerza como deseo de lo que no es uno: por otra
consciencia, por la posesión de cosas en su entorno; deseo, en otras palabras, de cambiar
y apropiarse del mundo o de aspectos de él. Esta fue una idea que interesó sobremanera
a Marx, para quien el objetivo de la filosofía no era limitarse a comprender el mundo,
sino cambiarlo.

La necesidad que siente una autoconsciencia por relacionarse con otra


autoconsciencia surge del hecho de que así es como se logra la consciencia de uno
mismo: mediante el reconocimiento y valoración de otra consciencia. Una de las partes
más celebradas de la Fenomenología del espíritu es la discusión que hace Hegel de la
relación entre amo y esclavo, y de la afirmación precedente de que la expresión más
primitiva y genuina de reconocimiento mutuo entre dos autoconsciencias no es la
amistad, sino el conflicto, o incluso el combate a muerte. Sin embargo, dice, pronto los
combatientes se dan cuenta de que la destrucción de la relación es inevitable a menos
que uno de ambos ceda, de modo que se llega a un entente que suele poner fin al
conflicto; un entente que casi siempre toma una forma asimétrica en la que el vencedor
guarda superioridad sobre el vencido: una relación amo-esclavo.

Pero esta relación es inestable. El esclavo reconoce la existencia del amo, pero esto no
es satisfactorio para el amo, para quien el esclavo es solo una cosa. El reconocimiento
mínimo y explotador del amo hacia el esclavo hace que este busque satisfacción en
moldear partes del mundo en forma de objetos: las plantas que cultiva, la mesa que hizo
con madera. Le dan un sentido, le proporcionan autoestima. Pero ¡ay! Los objetos que
crea no se los queda él, sino su amo: se ve alienado de los frutos de su trabajo. Esta idea
clave inspiró a Marx a desarrollar su teoría de la alienación del trabajo: no solo se llevan
los productos del esclavo (del trabajador), impidiéndole su autoafirmación como
creador, sino que se convierten en un factor importantísimo de lo que lo oprime.

Hegel veía en el estoicismo de la antigua filosofía un intento de salida con respecto a


la alienación mediante el hallazgo de la fuerza interior y el consuelo en la soledad de la
propia mente, convirtiendo en algo indiferente el que alguien sea un esclavo (como
Epicteto) o un emperador (como Marco Aurelio). Pero este desapego de la realidad es,
finalmente, estéril, dice Hegel, y acaba llevando a «la consciencia infeliz» o «el alma
alienada», en la que amo y esclavo están discordantemente unidos en una sola
consciencia. Esta consciencia añora ser independiente de las cosas materiales, pero
forma parte del mundo, la condición física del cual —con todos sus placeres y dolores—
es ineludible. Y así la consciencia, desgarrada, sufre. El objetivo de Hegel es el
cristianismo, o cualquier religión que haga lo que hace el cristianismo, es decir: que
vuelva la naturaleza humana contra sí misma. Ve inevitable la alienación del mundo
como consecuencia de postular un dios que existe separado de los seres humanos y
fuera del mundo. La idea de este dios es una proyección de un lado de la naturaleza
humana, el más espiritual; esto aliena a esta parte con respecto al resto de sí mismo,
creando así la discordancia en cuestión.
El objetivo del desarrollo de la autoconsciencia del Geist es el conocimiento absoluto,
el conocimiento de la realidad tal como es en sí misma. La posesión de este
conocimiento es la libertad absoluta. El término que Hegel empleó para describir su
perspectiva filosófica es idealismo absoluto, lo que denotaba su convicción de que la
realidad definitiva, en sí misma, es mental. En estados menos desarrollados de
consciencia, la mente no se da cuenta de que ella constituye la realidad; cree que la
realidad es algo independiente, y que nuestra percepción y nuestra razón son
instrumentos para descubrir la naturaleza de esa realidad independiente. El fracaso de
estos instrumentos a la hora de percibir la naturaleza de la realidad en sí misma es lo
que llevó a Kant a afirmar que solo pueden operar en relación con el mundo tal y como
se nos aparece, dado que el modo en que se nos aparece responde en gran parte a cómo
la mente lo configura. Pero, cuando la mente llega al punto en el que se da cuenta de
que toda la realidad es construcción propia, deja de anhelar más conocimiento. Pues no
hay nada más allá de la mente que se conoce a sí misma. El conocimiento absoluto es,
pues, «mente que se conoce como mente».

Nótese la implicación de esto. La mente, el Geist, ha alcanzado el objetivo último de su


viaje hacia la autoconsciencia porque él, Hegel, ha comprendido la naturaleza de la
realidad. La historia del mundo como desarrollo del Geist se ha consumado; la
explicación de Hegel de la realidad es el registro de ese hecho. Se puede decir, en
resumen, que el universo ha hallado su sentido en Hegel.

Esto nos devuelve, necesariamente, a la pregunta de qué es el Geist. Dado que Hegel
emplea el término «idealismo absoluto» para diferenciar su idea del «idealismo
subjetivo», en el que la realidad se describe como, de algún modo, dependiente de
mentes finitas individuales o de una colectividad de mentes, así podría resultar natural
pensar en el Geist como en una mente universal, una consciencia cósmica. Podría
resultar natural pensarlo incluso como un dios, pero de ser así no puede ser Dios tal
como lo concebimos habitualmente, porque sería un dios que, hasta la llegada de Hegel,
no era totalmente consciente de sí mismo y de la naturaleza de la realidad. Además, a
Hegel le importaba que la mente individual se comprendiera a escala social, y por ello
la sugerencia en su teoría parece ser que la mente universal está bien constituida, bien
compartida por todas las mentes individuales. El ideal que postulaba en sus primeras
obras, la armonía social, se apoya en la idea de que los individuos, en su mejor y más
racional capacidad, una vez desterrado todo egoísmo, actuarían en consenso porque
todos son socios, por así decirlo, en la consciencia cósmica.

El método que Hegel empleaba era la dialéctica. En Platón, la dialéctica era el proceso
por el cual, en un debate de preguntas y respuestas, se daba un acercamiento a la
verdad, gracias a que las argumentaciones opuestas se ayudaban entre sí —se
impulsaban mutuamente— en esa dirección. En Hegel, la dialéctica es el proceso en el
que cualquier oposición puede, por el choque generado, producir algo nuevo, que a su
vez se verá enfrentado por un opuesto en otra oposición, para obtener un nuevo
resultado. Hegel creía que su uso del método iba más allá del de Platón, que quedaba
confinado a problemas o conceptos particulares. En Hegel, la historia completa del
mundo —como historia del desarrollo de la autoconsciencia del Geist— se comprende
en términos de la constante evolución de nuevas síntesis tras choques de opuestos.

Se puede pensar en un estado determinado de las cosas como en una tesis a la que se
opone un opuesto o antítesis. Del enfrentamiento entre ellas surge un nuevo estado de
cosas, la síntesis. Esta síntesis se convierte en una nueva tesis a la que una nueva
antítesis se opone, dando lugar a una posterior síntesis. Esta se convierte nuevamente
en una tesis a la que se opone una antítesis... y así una y otra vez. La autoconsciencia
final del Geist es la síntesis última de la cadena dialéctica histórica que ha llevado a este
punto.

La dialéctica es tanto el proceso mediante el cual se desarrolla la historia, como el


método de argumentación e investigación filosófica empleado por Hegel. Expone el
método en su Ciencia de la lógica. Cabe señalar que su idea contraviene directamente la
idea de la lógica estándar según la cual, cuando se opone una antítesis a una tesis, el
resultado es la contradicción, un callejón sin salida del que no puede salir nada más
(dado que, según la lógica estándar, nada puede seguir de una contradicción). En lugar
de esto, los contenidos particulares de la tesis y de la antítesis son los que determinan
qué surge de su interacción por oposición. Y lo ilustra al principio de la Ciencia de la
lógica, cuando pone como ejemplos los opuestos ser y nada, y cómo la relación entre ellos
genera, como síntesis, el devenir. Aplicado a la historia, el proceso dialéctico es uno en el
que los conflictos —en una sociedad, o entre Estados— causan una desintegración que
se supera mediante la reconciliación y nuevos acuerdos, que a su vez se convierten en
las tesis de nuevas antítesis que requerirán solución en forma de nuevas síntesis, y esto,
una y otra vez.1

Esta última afirmación llama la atención hacia su Filosofía de la historia universal, en la


que rastrea lo que interpreta como el devenir dialécticamente progresivo de la historia
desde sus inicios (así lo ve él) en Oriente, en Asia, hasta su culminación en la Europa de
sus días, especialmente en Prusia. «La historia del mundo —escribió— no es sino el
progreso de la consciencia de libertad.» Esta frase bien podría resumir también toda su
filosofía. Es obligatorio, en este punto, registrar una impresión inevitable: que la visión
que tiene Hegel de la historia parece la de un lecho de Procusto en el que encajar a la
fuerza los hechos, debidamente encogidos o estirados para que quepan. Lo que nos
ofrece de un modo inmediato esta sensación es su afirmación de que China y la India
son «historia exterior» porque no parecían ofrecerle pruebas del desarrollo dialéctico
del Geist. Escogió Persia como punto de inicio de la «historia auténtica» porque fue el
primer imperio que dejó de existir. El deseo imperial persa era la tesis; el deseo de
independencia de las ciudades-Estado griegas era la antítesis; el momento de choque
fue la victoria griega sobre la armada persa en Salamina, en el 480 a. C., y la síntesis fue
el surgimiento de la civilización griega clásica subsiguiente, sobre todo de su filosofía.

Pero la sociedad griega dependía de la esclavitud, de modo que el principio de


libertad era muy imperfecto en sus disposiciones, en opinión de Hegel, pese a ser un
avance con respecto al despotismo persa. Además, los griegos confiaban en augures y
oráculos para tomar sus decisiones, otra señal de que el Geist estaba en una fase
relativamente rudimentaria. Pero la aceptación, por parte de Sócrates, del viejo lema
délfico «¡Conócete a ti mismo!» señala un punto de inflexión; introduce el principio de
pensamiento independiente contra la cultura consuetudinaria de los griegos, algo que
Hegel consideraba uno de los momentos cruciales de la historia.

Las generalizaciones psicológicas de Hegel desempeñan un papel notable en su


visión: los orientales carecen prácticamente de libertad, de voluntad propia y de
consciencia individual, y se encuentran en abyecta sumisión a un gobernante. Los
griegos tenían un mayor, si bien aún relativamente subdesarrollado, grado de
autoconsciencia, que Sócrates subvirtió oponiéndole un estándar de lo mismo aún
mayor, razón por la que lo condenaron a muerte, pues había perturbado la perspectiva
general. Hegel sigue trazando su evolución, que no siempre es fácil ni lineal, por Roma
y posteriormente por el cristianismo previo a la Reforma, hasta que los comienzos del
acercamiento del Geist a su autoperfección comienzan a percibirse en el mundo alemán,
con la Reforma.

Hegel no consideraba que la Reforma tuviera una importancia solamente religiosa. La


idea según la cual todo individuo debía responsabilizarse de sus propias decisiones
allana el camino a cuestiones más generales acerca de moralidad, política y naturaleza,
lo que lleva al proyecto de la Ilustración de aplicar la razón a todos los aspectos de la
vida y de la sociedad, con el desarrollo concomitante de ideas acerca del derecho a la
libertad de las personas, y desafiando así los viejos impedimentos al avance individual,
e impulsando una mayor igualdad y mejores oportunidades sociales. Pero esto no
implica que la anarquía suponga un grado aún más elevado de desarrollo; no es la
«libertad subjetiva» lo que importa, al menos no hasta que el mundo esté organizado de
modos totalmente racionales, puesto que, entre tanto, se necesitarán la ley y la
moralidad. En un orden totalmente racional, los individuos siempre escogerían actuar
conforme a sus más altas concepciones de la ley y de la moral, en armonía con los
demás. La Prusia de la época de Hegel no había llegado todavía a ese punto, aunque
Hegel parecía creer que estaba cerca.

Hegel expone la filosofía política contenida en estas ideas en su Filosofía del derecho.
Vale la pena señalar que escribió su Filosofía de la historia universal en un momento en el
que Prusia, tras sufrir toda una serie de reformas liberales, comenzaba a recular hacia
un régimen más autoritario bajo el rey Federico Guillermo III. El concepto de libertad
individual de Hegel no era, como esto indica, especialmente libertario; más bien era el
de que uno es libre en tanto cumpla con su deber, porque al hacerlo se libera de la
tiranía de los meros impulsos y deseos. Ser miembro de una sociedad cuyos valores
comparto —valores que la sociedad ha adoptado por sus propios intereses— significa
que actuar contra el deber que guardo hacia la sociedad es, a todos los efectos, actuar en
contra de mis intereses. A esto se refería Hegel al asegurar que escoger libremente es
escoger racionalmente.

Para Hegel, la mejor disposición sociopolítica es una monarquía constitucional,


parecida (si bien no igual) a la de la Prusia de su época. No era liberal; no creía que el
pueblo debiera tener derecho a voto; apoyaba el principio de monarquía y su idea de
libertad de opinión era limitada. Resulta fácil compartir con Karl Popper su
animadversión por la filosofía política de Hegel cuando se piensa en su afirmación de
que «el Estado es la manifestación de la Idea Divina en la tierra» y que, por lo tanto,
debemos «venerarlo». Los defensores de Hegel alegan que esas frases las citaron
alumnos suyos de sus notas de clase, y que por «Estado» quería decir la sociedad en su
conjunto. Así, su defensa de la libertad —incluso si la entendía como una idealizada
conformidad con un sentido racional del deber— y su correlativa defensa del imperio
de la ley suavizan la apariencia de lo que parecería, de un modo muy poco atractivo,
apoyo al autoritarismo. Aun así, queda claro que no era ni un liberal ni un demócrata.

El legado de Hegel es más importante que los detalles de su pensamiento. Al poco


tiempo de su muerte, sus discípulos tuvieron un gran cisma y se dividieron en dos
bandos: los hegelianos «viejos» o «de derechas», que subrayaban los aspectos
conservadores de sus opiniones, y los hegelianos «jóvenes» o «de izquierdas», que veían
las radicales implicaciones de sus ideas como una llamada a traer la libertad, la
reconciliación entre hombre y sociedad, y un mundo gobernado por la razón. Daban
por sentado que Hegel había demostrado que esto era inevitable, al tratarse del destino
de un proceso históricamente necesario. Pero también creían que no había llevado hasta
el final las implicaciones de sus ideas, y estaban dispuestos a ser ellos quienes lo
hicieran.
Si bien los hegelianos de derechas dejaron de ser influyentes a las pocas décadas de la
muerte de Hegel, la cosa fue muy distinta con los de izquierdas. Su primer objetivo fue
la religión, a la que veían como un importante obstáculo para el progreso humano.
Tomaron el concepto inicial de «consciencia infeliz» de Hegel y describieron la religión
como una forma de alienación: la humanidad crea la idea de Dios, proyecta en esa
ficción todo lo mejor de los seres humanos, al tiempo que deprecia la naturaleza
humana; trata al ser que ha creado como si él fuera el creador y se arrodilla ante él. Los
hegelianos jóvenes que argumentaron más convincentemente esto fueron David
Friedrich Strauss (1808-1874) y Ludwig Feuerbach (1804-1872). The Life of Jesus, Critically
Examined, de Strauss, trataba los evangelios como cualquier otra fuente histórica, con lo
que creaba un enfoque nuevo y secular al estudio de la religión, de sus libros y de sus
creencias. En La esencia del cristianismo, Feuerbach examinaba la psicología religiosa y la
antropología, centrándose en la proyección de rasgos humanos en un ser ficticio con
todas las consecuencias derivadas de ello.

Strauss y Feuerbach serían traducidos al inglés por George Eliot (Mary Anne Evans),
la ensayista y novelista inglesa, que dio amplio alcance a sus ideas incluso antes de que
la filosofía del propio Hegel fuese conocida fuera de Alemania. Pero incluso mientras
las ideas de Hegel comenzaban a popularizarse, los hegelianos jóvenes estaban
«poniéndolas del revés». Feuerbach abogaba por una inversión materialista del
idealismo hegeliano: no es el pensamiento el que crea la realidad, sino que es el
pensamiento el que surge de la materia (en forma de seres humanos). La mente es la
esencia de la humanidad, y no algo separado y superior a ella, como creía Hegel; una
opinión que, sostenía Feuerbach, es en sí una forma de alienación. Por ello iba más lejos
y creía que se debía sustituir la filosofía y la teología por una ciencia de la humanidad,
que se centrase en la gente real y en la vida real. Estos aspectos revisados y materialistas
del pensamiento de Hegel fueron una inspiración para Karl Marx. El «giro sociológico»
que se puede apreciar en Feuerbach tuvo importantes paralelismos en todo el
pensamiento del siglo XIX: evidentemente en Marx, pero también en el «positivismo» de
Comte y en el movimiento inspirado por este. G. H. Lewes, consorte de Eliot y autor de
A Biographical History of Philosophy, era seguidor de Comte y creía, de un modo un tanto
hegeliano, que la historia de la filosofía había llegado a su final con Comte y que, de ahí
en adelante, la sociología debía sustituirla.

ARTHUR SCHOPENHAUER (1788-1860)

Entre quienes reconocieron la influencia de Schopenhauer se encuentran Richard


Wagner, Friedrich Nietzsche, Gustav Mahler, George Santayana, Ludwig Wittgenstein,
Erwin Schrödinger, Albert Einstein, Thomas Mann, Jorge Luis Borges y muchos más. A
diferencia de Hegel, Schopenhauer era un escritor dotado y lúcido, y su pensamiento se
aplica a la vida tal como se la vive, en lugar de a generalizaciones históricas acerca de la
política. Su principal influencia fue Kant, pero otra influencia fue la filosofía india. De
adulto vivió una vida solitaria y ascética: leía en los muchos idiomas que conocía y su
mayor placer se lo proporcionaba la música, a la que consideraba la más elevada de las
artes y un lenguaje universal, el único que promete liberar a la humanidad de sus
sufrimientos.

Arthur Schopenhauer nació en Danzig (actual Gdansk) en 1788. Su padre, Heinrich


Floris Schopenhauer, era un rico comerciante de origen holandés; su madre era una
conocida novelista. Ardiente discípulo de Voltaire y apasionado anglófilo, Heinrich
Schopenhauer deseaba que su primogénito naciese en Inglaterra. Cuando Johanna
Schopenhauer se quedó embarazada, la familia no tardó en mudarse a ese país, pero
Johanna extrañaba demasiado su casa como para quedarse, de modo que marido y
mujer regresaron a Danzig, y allí nació Arthur. A modo de compensación, Heinrich
amuebló su casa en un estilo totalmente inglés.

Heinrich tenía grandes ideas en cuanto a la educación infantil, que incluían enviar a
Arthur a estudiar dos años a París, así como algunos meses a Londres. El dominio de
idiomas de Arthur —inglés, francés, italiano, español y latín— explica en parte la
excelente calidad de su prosa en alemán.

Cuando Schopenhauer tenía diecisiete años su padre murió, lo que supuso un


tremendo golpe. Su hermana y su madre se mudaron a Weimar, capital cultural del
mundo alemán, donde Johanna Schopenhauer comenzó a organizar sus célebres
veladas literarias, a las que asistían Goethe, los hermanos Grimm, Friedrich y August
Schlegel, el poeta Christoph Wieland, Heinrich Meyer y otros. Schopenhauer estudió en
la Universidad de Gotinga y luego acudió a clases en Berlín, donde escuchó al filósofo
kantiano Johann Gottlieb Fichte y al teólogo Friedrich Schleiermacher.

La relación entre madre e hijo se fue volviendo cada vez más difícil. La cercanía de
Schopenhauer con su padre lo llevó a criticar la indiferencia de su madre por la muerte
de este. Para ser justos con ella, hay que dejar constancia de que siempre se había
sobreentendido que no se trataba de un matrimonio por amor, y nunca se había
asegurado que lo fuera. Ella tenía dieciocho años cuando se casaron; él, cerca de
cuarenta. La tensión entre madre e hijo llegó al extremo cuando él ofreció su tesis
doctoral al editor de su madre, F. A. Brockhaus. Las novelas de Johanna Schopenhauer
no poseían una gran calidad, pero eran populares y se vendían bien, de modo que, por
complacerla, Brockhaus aceptó la tesis; era Sobre la cuádruple raíz del principio de razón
suficiente. Johanna dijo que nadie la leería; Schopenhauer replicó que sus obras se
leerían mucho tiempo después de que sus «novelitas basura», como él las llamaba,
hubiesen sido olvidadas. Tenía razón.

Sobre la cuádruple raíz... y un encuentro personal impulsaron a Goethe, muy


impresionado, a invitar a Schopenhauer a colaborar con él en sus investigaciones acerca
del color, un tema en el que Goethe había hecho contribuciones científicas notables.
Durante un viaje a Italia, en 1818, llevaba consigo una carta de presentación de Goethe
para lord Byron, pero nunca llegó a usarla, al ser —dijo— demasiado tímido para ello.

En 1818 Schopenhauer publicó su principal obra filosófica, El mundo como voluntad y


representación, y en 1820 se convirtió en profesor de la Universidad de Berlín. Había
desarrollado una profunda aversión hacia la filosofía de Hegel y, con la esperanza de
apartar a los alumnos de ella, programaba sus clases para que coincidieran en hora con
las de aquel.2 Y mientras que cientos de estudiantes acudían a las clases de Hegel, solo
cinco asistían a las de Schopenhauer. Disgustado, abandonó la docencia universitaria y
Berlín mismo para establecerse en Fráncfort, donde vivió desde ese momento
acompañado solamente por una sucesión de perros, dedicado a la escritura. No siempre
estuvo solo; en 1819 una chica que limpiaba su casa se quedó embarazada de él, pero el
niño murió con solo unos meses de edad.

El propio Schopenhauer reconocía que debía a la filosofía de Kant la mayor parte del
desarrollo de la suya. Aceptaba de Kant la idea de que el mundo tal como se nos
aparece, el mundo fenoménico, consiste en representaciones que experimentamos, y
que su estructura y carácter son producto del modo en que lo experimentamos y
conceptualizamos. Y aceptaba también la distinción entre los mundos fenoménico y
nouménico, este último, la realidad tal cual es. El punto en el que Schopenhauer se
aparta de Kant es la cuestión del acceso al mundo nouménico. Kant decía que
carecemos de acceso a este, y que lo único que podemos decir de él es que no tiene nada
del carácter de la realidad fenoménica. Se sigue de ello que los conceptos con los que se
constituye la realidad fenoménica, como la causalidad, no se aplican a la realidad
nouménica. Este fue el principal obstáculo para aceptar la idea de Kant, porque, si el
poder causal no puede atribuirse al noúmenon, ¿qué explica la ocurrencia de las
intuiciones, la aportación sensorial sobre la que opera el entendimiento para producir
experiencia y, así, el mundo fenoménico?

Para Schopenhauer, el noúmenon es accesible: lo experimentamos como voluntad. La


voluntad es la realidad nouménica que subyace tras las apariencias y, por lo tanto, tras
la naturaleza. La experimentamos directamente, íntimamente, en nosotros; precede al
conocimiento consciente, y está totalmente separada de él. Decir que la voluntad se
manifiesta independientemente del conocimiento es decir que lo hace
independientemente de la aplicación de conceptos. Por lo tanto, el conocimiento es
secundario. Como sustrato de todo; como realidad única, fundamental y primaria, pues
todo lo demás es apariencia, la voluntad es la fuente de toda existencia y acción.

Schopenhauer veía la voluntad como una fuerza ciega, y creía que su implacable
expresión de sí misma, manifestándose en la experiencia humana en forma de deseo,
ansia, añoranza e inevitable insatisfacción, causa sufrimiento. A fin de librarse del
sufrimiento uno ha de librarse del poder del deseo o, por decirlo de otro modo, de la
esclavitud del deseo. Aquí se percibe de inmediato el paralelismo con el pensamiento
budista. Schopenhauer cuenta que halló extasiado que el budismo resonaba con las
ideas que él había desarrollado; El mundo como voluntad y representación se publicó más o
menos al mismo tiempo que él comenzaba a conocer las enseñanzas budistas. Sin
embargo, él ya estaba familiarizado con los Upanishads, de los que tenía siempre una
copia en su escritorio, y de los que leía un poco todas las noches antes de dormir. En los
Upanishads se alcanza la idea de moksha (liberación) del samsara (sufrimiento, y en los
Upanishads, renacimiento) o, al menos, se avanza en ello, mediante la comprensión de la
unidad del Atman (el yo) y el Brahman (la realidad universal subyacente: véase
«Filosofía india», en la quinta parte).

Entre los invitados a una de las tertulias literarias de Johanna Schopenhauer, en 1814,
había un erudito en antigüedades indias, Friedrich Majer, quien estaba escribiendo un
libro acerca del hinduismo (se publicó en 1818). Schopenhauer había tomado notas
acerca de cultura india en las clases de antropología a las que había asistido en la
Universidad de Gotinga en 1811; como consecuencia de sus encuentros con Majer y con
otro indologista de nombre Klopstock, decidió sacar de la biblioteca de Weimar una
edición traducida de los Upanishads. Por aquella época estaba escribiendo Sobre la
cuádruple raíz del principio de razón suficiente, y poco después comenzó a trabajar en El
mundo como voluntad y representación. Es probable, por lo tanto, que la idea del deseo
como fuente de sufrimiento conectara bien con su idea de la voluntad como realidad
nouménica, con la metafísica del noúmenon, proporcionando de inmediato una ruta a
una perspectiva ética basada en la universalidad del sufrimiento y la demanda de una
respuesta a este hecho por nuestra parte.

Un alivio del sufrimiento, aunque sea solo temporal, consiste en la experiencia


estética. La contemplación extasiada del arte, y especialmente de la música, nos
transporta fuera de nosotros mismos, borrando la línea divisoria entre el yo y sus
representaciones, y fundiendo el uno en las otras. La música es la ruta más potente a
esta trascendencia del sufrimiento; Schopenhauer la veía como la más pura de las artes:
universal y atemporal.
La idea de Schopenhauer de que existir es sufrir proporciona la base a su ética. Esta
base es la compasión, no solo por las demás personas, sino también por todos los
animales y la naturaleza. La compasión es «la inmediata participación,
independientemente de motivos posteriores, en el sufrimiento de los demás, en primer
lugar, y, por lo tanto, en su prevención y su eliminación». Todo acto que se realice por
cualquier otro motivo «no puede tener valor moral». La argumentación de
Schopenhauer es que todos los demás sistemas de moralidad se acaban reduciendo a
una cuestión de egoísmo. En religión, el motivo es complacer a la deidad para, así,
escapar a un castigo u obtener una recompensa. Aunque Kant acertaba al distinguir
entre tratar a las personas como un fin y tratarlas como un medio, y al afirmar que es
moralmente ilegítimo tratar a cualquiera como un medio, dice Schopenhauer, la suya
sigue siendo una moral egoísta, porque trata al agente y al paciente del acto moral como
a dos seres separados. La compasión, empero, implica la identificación de quien la
siente con quien sufre. Él incluía a todos los animales en el universo moral, porque
también ellos son manifestaciones de la realidad subyacente de la voluntad, y de igual
modo sufren. Creía que ningún ser humano que fuese cruel con los animales de otras
especies podía ser una buena persona.

En El mundo como voluntad y representación Schopenhauer dedicó dos capítulos al tema


del sexo, en la primera discusión filosófica seria que recibía el tema. Este debate se cita
en términos muy positivos en El origen del hombre, de Charles Darwin. La visión de
Schopenhauer de la poderosa y problemática naturaleza del deseo sexual influyó
también en Freud. Schopenhauer asignaba al sexo un lugar central como ejemplo del
implacable impulso de la voluntad, como era de esperar; aun así, al mismo tiempo
ofreció una visión relajada y liberal de la homosexualidad.

En sus muchos ensayos se pueden hallar otras aplicaciones y extensiones de su


filosofía, que demuestran la variedad de opiniones que poseía acerca de la vida y de la
sociedad. En política era liberal; estaba de acuerdo con Platón en cuanto a la eugenesia y
expresaba la idea de que, aunque las mujeres «son más sobrias en cuanto a juicio» y más
compasivas que los hombres, están mejor preparadas para los papeles de cuidadoras y
maestras de los niños porque son también «más infantiles, frívolas y cortas de miras».
Cuando, al final de su vida, conoció a la escultora Elisabet Ney, cambió de opinión y,
menos paternalista, dijo: «Si una mujer consigue sustraerse a las masas [...] crece
incesantemente, y más que un hombre».

Hacia finales del siglo XIX, Schopenhauer era el filósofo más famoso de Europa, y su
influencia se extiende a la vida intelectual del siglo XX, más allá de la filosofía como tal.
Las imágenes de Schopenhauer muestran a un hombre de apariencia lóbrega, con
mechones de cabellos canosos sobresaliendo como orejas de conejo de los laterales de
un cráneo por demás calvo. Estas imágenes no reflejan el sentido del humor, la
inteligencia y la compasión que —pese a ciertas ideas poco atractivas, como las
referentes a las mujeres o a sufrir en silencio a los idiotas— se manifiestan de modo
evidente en toda su filosofía.

EL POSITIVISMO

Se ha colgado la etiqueta de «positivismo» a toda una gama de perspectivas filosóficas


de los siglos XIX y XX, de modo que resulta útil aclarar sus diversas acepciones. La
versión más famosa es el «positivismo lógico» del siglo XX, que se describe más
adelante. En el siglo XIX, el término se asocia a la teoría legal y al pensamiento de
Auguste Comte (1798-1857).

En teoría legal, positivismo significa que la respuesta a la pregunta «¿Qué es una ley
válida?» es que está promulgada por una autoridad debidamente constituida o deriva
de un precedente reconocido, lo que explícitamente significa que la validez de la ley no
tiene nada que ver con que sea intrínsecamente «moral» o «justa», es decir, no tiene
nada que ver con sus méritos. Incluso una ley realmente mala —hay muchas— es válida
si está promulgada por las autoridades adecuadas. Ha habido una muy influyente
escuela positivista de derecho en Gran Bretaña, que va desde Bentham a John Austin
(1790-1859) y Herbert Hart (1907-1992).

Mucho más cercano en significado es el positivismo de Comte. En realidad, él acuñó


el término positivismo. Para Comte, como posteriormente para los positivistas lógicos del
Círculo de Viena, se trata de la idea de que el único conocimiento válido procede de
fuentes empíricas y científicas, es decir, de la experiencia sistemática y lógicamente
organizada de los fenómenos naturales. Un corolario es el rechazo a la metafísica y a la
teología como fuentes de conocimiento. La diferencia entre el positivismo de Comte y el
del Círculo de Viena es que aquel era una teoría social y política, mientras que lo que
interesaba a los positivistas del Círculo de Viena era la filosofía de la ciencia y la
epistemología.

Comte nunca afirmó haber inventado el positivismo; creía que Galileo, Bacon,
Descartes y Newton —a decir verdad, cualquiera que hubiera efectuado una auténtica
contribución a la ciencia— eran los fundadores del positivismo, incluso si nunca habían
empleado el término. Comte creía que los intentos de la humanidad por explicar el
mundo se habían dado a lo largo de tres fases históricas: una primera fase teológica que
ofrecía explicaciones sobrenaturales; una fase metafísica, en la que se realizaron los
primeros esfuerzos especulativos y las primeras explicaciones naturalistas, en términos
de fuerzas y principios desconocidos; y, por último, la fase positiva, en la que se ha
logrado una comprensión científica de las leyes que gobiernan el mundo.

Al igual que Hegel, Marx y otros filósofos, Comte creía que las leyes que gobiernan la
conducta de los individuos y sociedades eran tan científicas como las que se habían
descubierto en las ciencias naturales. Trazó una analogía con la ciencia médica, que por
aquella época revelaba cada vez más las causas ocultas de las enfermedades. Sus
primeras obras le granjearon la atención y las alabanzas de John Stuart Mill, G. H.
Lewes (quien finalizaba su A Biographical History of Philosophy con una encendida loa a
Comte), George Eliot, T. H. Huxley y otros. Tanto él como sus ideas se volvieron
famosos y, al final, esa fama se le subió a la cabeza: decidió que, dado que el
positivismo debía sustituir a la religión, y teniendo en cuenta que la atracción que
ejercía la religión sobre el pueblo se debía al ritual, la liturgia, el canto de himnos, los
santos, mártires y demás cosas similares, el positivismo debía plantear la competencia
en los mismos términos. Por lo tanto, fundó una religión secular, la Religión de la
Humanidad, que incluía un catecismo, un santoral, sacerdotes, rituales, plegarias,
sacramentos y lugares de adoración. Tomó todos los rasgos distintivos de su Religión
de la Humanidad del catolicismo de su Francia natal, pero dejando fuera a Dios y a
Cristo. Los firmes partidarios de sus actitudes científicas previas en lo político y social le
abandonaron, y la empresa se hundió en el más completo ridículo. Había algo válido y
perceptivo en la intención, pero la ejecución hizo que todo fracasara.

JOHN STUART MILL (1806-1873)

En su Autobiografía, John Stuart Mill recuerda la rigurosa educación que le proporcionó


su padre James Mill, el colaborador de Jeremy Bentham. Mill empezó a estudiar griego
con tres años de edad; latín, con ocho; a los diez enseñaba matemáticas, historia y
clásicos de la literatura a sus hermanos. Su gran amor era la historia, pero leía ciencia y
escribía poesía, esto último por insistencia de su padre: su primera obra poética, escrita
a los doce años, era una continuación de la Ilíada.

El padre de Mill era el autor de la monumental e influyente History of British India.


Mill padre jamás visitó la India, no hablaba ningún idioma de la India y era crítico —
incluso hostil— con casi todo lo indio, y aun así su libro se usaba en la India como
manual para gobernar el Raj.

Como sucedía con Bentham, para Mill padre la teoría era más importante que la
realidad; la implacable educación que impuso a su precozmente superdotado hijo da fe
de ello. Como era de esperar, el joven Mill sufrió un ataque de nervios; a los veinte años
se halló sumido en un «hondo y seco abatimiento», y el propósito que se había marcado
en la vida, impulsar la justicia social, había perdido su atractivo. Le rescató de su
tristeza, y de los pensamientos recurrentes de suicidio, la poesía de William
Wordsworth. Le enseñó a valorar aquello de lo que había carecido totalmente la
educación de su padre: la «cultura interna del individuo» como parte importante del
proceso por el cual alcanzar el gran objetivo de la felicidad, «la prueba de todas las
reglas de conducta».

Alcanzar la felicidad se logra, dice Mill, no buscando la propia felicidad —


«pregúntate si eres feliz y dejarás de serlo»—, sino buscando la felicidad de los demás,
ayudando a mejorar a la humanidad, o persiguiendo objetivos artísticos o de otro tipo
que sean dignos en sí mismos. La felicidad aparecerá en todas estas actividades; uno «la
inhala con el aire que se respira». Esta idea subyace bajo el liberalismo de Mill y su
versión de la ética utilitarista.

Mill nació en Londres en 1806, y creció en la enrarecida atmósfera de los grandes


planes de reforma social, legal y política de Bentham y su padre. Como inconformista
religioso (aunque, personalmente, agnóstico), se le impidió inscribirse en Oxford o
Cambridge, pues no suscribía los Treinta y nueve artículos de la Iglesia de Inglaterra.
Asistió a clases del University College, fundado por Bentham y su padre, entre otros,
pero no llegó a obtener un título. En su lugar, se enroló en la Compañía Británica de las
Indias Orientales, en la que trabajó a lo largo de los siguientes treinta años en cargos de
creciente importancia. Se mostró en desacuerdo con el cambio de administración de la
India de 1858, por el cual la Corona británica tomaba el control directo de manos de la
Compañía, y por eso rechazó un puesto en el Consejo de la India.

En 1851, Mill se casó con la mujer a la que había amado durante años, pero que había
estado casada con otra persona. Se trataba de Harriet Taylor, quien había colaborado en
la investigación y redacción de parte de su obra. Ella murió en 1858. Mill fue escogido
parlamentario en 1865, y fue el primer diputado en abogar por el sufragio femenino. El
libro que escribió en colaboración con Harriet Taylor, La esclavitud de las mujeres, en el
que defendía la igualdad entre sexos, se publicó en 1869.

Un sistema de lógica (1843) fue una aportación al debate acerca del método científico,
un tema importante teniendo en cuenta la fase histórica en la que se encontraba
entonces la ciencia, y que había llamado la atención de otros pensadores, como John
Herschel y William Whewell. Junto con los ensayos que Mill publicaba, por aquella
época, en el Westminster Review, acerca de una amplia variedad de temas, su libro acerca
de la lógica y del método científico le ayudó a forjarse una reputación. Pero la obra por
la que se recuerda, sobre todo, a Mill se encuentra en dos libros cortos y relativamente
accesibles, Sobre la libertad (1859) y El utilitarismo (1863).
La pregunta central de Sobre la libertad es: «¿Cuál debería ser el límite al poder que
una sociedad puede ejercer legítimamente sobre los individuos?». Mill sostenía que los
individuos no tienen que rendir cuentas ante la sociedad por aquello que tan solo les
concierne a ellos mismos, y que, de igual modo, la sociedad no puede interferir en la
vida de los ciudadanos excepto cuando sus acciones puedan causar daño a otros. En
conjunto, estas dos nociones implican que los individuos deberían ser libres a menos
que exista una buena razón para que no lo sean.

Es natural pensar que el concepto de libertad se encuentra en oposición a ideas como


la tiranía o la carencia de derechos individuales. Mill sostenía que también hay que
defender la libertad de la coacción social y el conformismo, como, por ejemplo, en la
moral. Las personas deberían ser libres para vivir como quieran, decía, siempre que no
causen daño a los demás, pues esto permite la más amplia exploración posible de
maneras de vivir con prosperidad.

Por esta opinión se considera que Mill es un «liberal clásico», y en esa línea apoyó la
abolición de la esclavitud. Pero merece la pena señalarse que creía que, en «estados
atrasados de la sociedad», el gobierno autoritario sobre la población era legítimo.
También plantea dificultades cuando asegura que podemos causar daño a otros no solo
por lo que hacemos, sino también por lo que dejamos de hacer. Esto deja abierta la
posibilidad, a las sociedades, de coaccionar a las personas para que hagan cosas como ir
a la escuela, pagar impuestos o abstenerse de fumar tabaco en zonas públicas.

Una característica admirable de Sobre la libertad es su defensa de la libertad de


expresión, que Mill consideraba fundamental para la sociedad civil y el progreso. La
censura podría hacer que verdades importantes no se supieran, sostenía, y sin debate
las ideas se fosilizan hasta convertirse en dogmas.

Mill es uno de los principales partidarios de un tipo de utilitarismo en ética; la idea de


que son las consecuencias de las ideas las que hacen que estas sean correctas o erróneas.
Kant había defendido la opinión deontológica: el bien y el mal derivan de las
intenciones del agente, y que la conducta que producen esté conforme con reglas
universalizables es independiente de sus consecuencias. En contraste, los
consecuencialistas sostienen que ninguna acción es intrínsecamente buena ni mala, y
que la única medida de su valor moral es su resultado o consecuencia. Como
consecuencialistas, los utilitaristas sostienen que la medida del valor moral de una
acción es el grado en el que promueve un resultado positivo, pues el objetivo de toda
acción que pretenda ser de valor moral es «el máximo bien para el mayor número
posible»: es el Principio de Utilidad.
Mill compartía con los utilitaristas anteriores la idea de que lo que es bueno es la
felicidad, y de que la felicidad consiste en el placer y en la ausencia de dolor. Esta idea
hedonista (basada en el placer) no es, empero, egoísta, sino altruista; Mill sostenía que la
decisión de si una acción iba a maximizar la felicidad para el mayor número de
personas debería tomarse desde el punto de vista de un observador distante y
desinteresado.

La idea de Bentham de un «cálculo hedonista» había sido criticada por puntuar más
alto a un cerdo que a Sócrates en la escala de felicidad que mide, siempre que el gorrino
tuviera suficiente barro y basura de los que disfrutar. Mill combatía estas críticas al
distinguir entre placeres «superiores» e «inferiores», y sostener que la persona mejor
situada para juzgar qué es cada cosa es aquella que conoce ambos. Una persona que
solo conozca los placeres inferiores únicamente conocerá un lado de la cuestión; una
persona que conozca los placeres superiores, y que posea una consciencia y
sentimientos refinados como consecuencia de ello, no tomaría parte en placeres
indignos.

Esta elitista idea no encaja del todo con lo que se sabe de psicología humana, dado
que algunos de los «placeres superiores» —leer a Esquilo en griego, ir a la ópera—
pueden resultar un arduo trabajo para algunos, mientras que el deseo de quedarse
hecho un ovillo en el sofá con una bebida alcohólica a mano suele aparecer incluso en el
más sofisticado de los epi-cúreos.

Mill era un utilitarista clásico o del acto, al sostener que las consecuencias de cada
acción individual constituyen la medida de su valor moral. Esta idea no es totalmente
coherente con dos otras importantes opiniones que sostenía: que ningún individuo es
más especial que los demás a la hora de medir las consecuencias de sus acciones y que
un principio fundamental de la libertad es que se deberían reivindicar los derechos de
todo el mundo. Una idea utilitarista tosca parecería justificar el descuidar los derechos e
intereses de las minorías en cualquier cuestión: si pudieras salvar a seis personas
matando a cinco individuos, una opinión utilitarista básica sería que debes hacerlo. En
consecuencia, muchos utilitaristas han abandonado el «utilitarismo del acto» por una
idea de «norma utilitaria»: que deberíamos vivir según aquellas reglas que, en términos
generales, tengan más probabilidades de producir la mayor felicidad al mayor número
de personas, incluso si en alguna ocasión en particular no es así. La insistencia de Mill
en los derechos de las minorías y en el valor igualitario de todos encaja más
naturalmente con el utilitarismo de las normas que con su propia versión.

El ahijado de Mill, Bertrand Russell, dijo de él que era merecedor de la gran


reputación de que gozó en su día por sus virtudes intelectuales, su probidad moral
personal y lo elevado de su idea de objetivo vital. Ciertamente merece la reputación que
aún posee por su defensa de la libertad individual y por ser abanderado de la causa de
la mujer.

KARL MARX (1818-1883)

Karl Marx era descendiente de un linaje de rabinos que habían servido en la comunidad
judía de Tréveris, en la provincia prusiana del Rin, desde principios del siglo XVIII. Su
padre, Heinrich Marx, fue el primero en la línea de sucesión en romper con la tradición,
cuando se convirtió en abogado y propietario de viñedos, y en dar el paso incluso más
revolucionario de convertirse al luteranismo: su nombre, Heinrich, sustituyó al original
Heschel. Henriette Pressburg, la madre de Marx, procedía de una rica familia
holandesa, también judía, emparentada con la familia Philips, que se haría famosa
durante el siglo siguiente gracias a sus productos electrónicos. Cuando Marx, mucho
más tarde, vivía en Londres en la pobreza, sus parientes Philips fueron generosos con
su ayuda económica. Henriette siguió a su marido en su conversión al luteranismo.

El padre de Marx estaba interesado en la filosofía y en la reforma política. Educó a sus


nueve hijos e hijas en casa en sus primeros años, y luego envió a los varones al instituto
Friedrich-Wilhelm, cuyo director, otro pensador liberal e ilustrado, era amigo suyo. La
escuela se hizo conocida por proporcionar una educación liberal a sus alumnos;
mientras Marx estudió allí, la policía hizo varias redadas y se despidió a varios docentes
y trabajadores. Estos antecedentes encajan bien con la posterior dirección que tomaría
Marx. Sin embargo, cuando con diecisiete años fue a la Universidad de Bonn, no era
todavía el pensador radical que sería más adelante.

Excusado del servicio militar por su propensión a infecciones respiratorias, Marx


llevó una vida típica de estudiante: saltándose clases, enfrentándose en un duelo y
siendo arrestado por ebriedad. Su padre hizo que lo transfirieran a la Universidad de
Berlín, con la advertencia de que se tomase los estudios en serio. Marx había deseado
estudiar filosofía y literatura, pero su padre insistió en que cursase derecho. Para la
época de su paso a la Universidad de Berlín, Marx tenía una nueva razón para
comenzar a tomárselo en serio: había propuesto matrimonio a Jenny von Westphalen,
hija de un aristócrata al que le dedicó su tesis doctoral.

En el centro del debate, en la Universidad de Berlín —como en la mayor parte de


círculos intelectuales de la Europa de la época— se encontraban las ideas hegelianas.
Marx se unió a un grupo de radicales que posteriormente se conocería como «jóvenes
hegelianos», que se reunía en torno a Bruno Bauer y Ludwig Feuerbach. Los jóvenes
hegelianos no eran discípulos acríticos de Hegel: lo que habían adoptado era su
metodología dialéctica, más que sus ideas metafísicas. En este momento los intereses
literarios de Marx aún latían; escribió una novela, una obra de teatro y un buen puñado
de versos amorosos de-dicados a Jenny von Westphalen. Pero su atención se centraba
cada vez más en la filosofía. Trabajó con Bauer en una edición de la Filosofía de la religión
de Hegel, y en su tesis doctoral apoyaba la «autoridad soberana» de la filosofía (una cita
que tomó de Hume) sobre la investigación en general y sobre la teología. Aunque la
principal dedicatoria de su tesis es para el padre de Jenny von Westphalen, tiene otra:
«Al más eminente santo y mártir del calendario filosófico», es decir, Prometeo, quien
robó el fuego a los dioses para dárselo a la humanidad, cuyas palabras Marx cita con
deleite en el prefacio: «En una palabra, ¡yo odio a todos los dioses!».3

Las esperanzas que Marx había depositado en una carrera docente se vieron
frustradas por la creciente hostilidad de los jóvenes hegelianos hacia el radicalismo. En
su lugar se hizo periodista y se trasladó a Colonia para trabajar en el Rheinische Zeitung.
Sus sentimientos políticos y sus opiniones acerca de la economía se vieron afilados por
la experiencia, en parte por su examen de las auténticas condiciones sociales y también
por el trato al diario por parte de las autoridades, que no tardaron en prohibirlo. Marx
se trasladó a París para unirse a un diario incluso más radical, el Deutsch-Französische
Jahrbücher, que también había reclutado a Mijaíl Bakunin. Marx contribuyó con dos de
sus primeras publicaciones más importantes al único número en ver la luz. En París
conoció a Friedrich Engels, y de inmediato ambos comenzaron una colaboración que
duraría toda la vida. La obra de Engels La condición de la clase obrera en Inglaterra
convenció a Marx de que el proletariado podía ser el vehículo revolucionario que se
necesitaba para alcanzar la justicia económica y social, impulsando y apresurando el
proceso dialéctico que, desde la inevitabilidad histórica, debe traer este estado final.

En los escritos que Marx produjo en París y Bruselas, entre 1843 y 1848 —incluidos los
Manuscritos económicos y filosóficos y las Tesis sobre Feuerbach—, su atento estudio de la
economía, de la economía política y de la historia alimentaron el desarrollo de ideas que
acabarían dando por resultado su obra maestra, El capital. Los estudiosos de Marx
coinciden al señalar el libro que escribió junto con Engels, La ideología alemana, como su
ruptura con los jóvenes hegelianos y con el idealismo filosófico, afirmando, en lugar de
ello, un concepto de progreso histórico totalmente inducido por las condiciones
materiales de vida. Este libro fue un preludio al más famoso de los escritos conjuntos de
Marx y Engels, El manifiesto comunista, publicado a principios de 1848, pocos meses
antes del estallido de varias revoluciones en Europa.

Marx había heredado dinero tras la muerte de su padre, que ahora lo empleaba para
ayudar directamente a la causa revolucionaria y fundar un diario de apoyo a esta. Lo
expulsaron de Bélgica bajo sospecha de estar comprando armas para los insurrectos; ya
en París no tardaron en clausurar su diario. En el verano de 1849, Jenny y él
abandonaron Francia con destino a Londres, donde se establecieron. Pasó allí el resto de
su vida, con el apoyo económico de Engels, pero en la pobreza. Al principio continuó
con la promoción de actividades revolucionarias de la Liga Comunista, así como entre
los exiliados alemanes en Londres. Durante unos años fue corresponsal en Londres del
New York Daily Tribune, un diario estadounidense de base lectora obrera. Era un trabajo
intermitente y mal pagado, pero dio a Marx un amplio público lector.

Las actividades políticas, como tener un papel de liderazgo en la Asociación


Internacional de Trabajadores (la «Primera Internacional»), consumían enormes
cantidades de su tiempo y energía, en gran parte debido a que, tras la disminución de la
actividad revolucionaria en Europa, los activistas comenzaron a luchar entre ellos por
cuestiones de estrategia y dirección. Marx se opuso al intento de Bakunin de hacer que
la Internacional caminase en dirección al anarquismo, y acabó venciendo. Para
entonces, empero, el éxito de Una contribución a la crítica de la economía política (1859) que
anticipaba ya el mucho más detallado El capital, aún en manuscrito, había convencido a
Marx de dedicar el grueso de sus energías a este último. Entre otras cosas, pensaba que
el fracaso de la revolución en Europa exigía un examen del propio capitalismo.

La mala salud, la pobreza, las decepciones de la política práctica y el trabajo continuo


fueron su destino desde los años universitarios. Es de admirar la camaradería que Jenny
von West-phalen le proporcionó durante su vida, en la que le dio siete hijos de los que
solo tres sobrevivieron. Sea cual sea la opinión que uno tenga de su trascendental
legado, hay dos cosas que no admiten duda: que la suya fue una vida épica, y que
demuestra cómo la filosofía puede —como él mismo dijo, debe— cambiar el mundo.

Marx dividió sus principales esfuerzos entre el activismo político práctico y la teoría
que le proporcionaba justificación. En los párrafos precedentes he dado un breve esbozo
de su activismo. El lado teórico de su obra se divide entre el análisis técnico de
cuestiones económicas y una variedad de temas de interés filosófico más general. Los
tres volúmenes de El capital están dedicados casi exclusivamente a lo primero.
Contienen extensas investigaciones acerca de la producción de mercancías, que exige la
existencia de mercados y la división del trabajo; la distinción entre valor de uso y valor
de cambio, y la teoría del valor-trabajo que subyace a ambos; la naturaleza del
capitalismo; la afirmación de que la plusvalía es la fuente del beneficio y temas
relacionados. Los críticos han identificado fallos en la exposición de Marx, pero aspectos
de su argumentación —la tensión entre trabajador y capitalista, con aquel demandando
salarios más altos y este en busca de mayor beneficio; la naturaleza inestable de los
ciclos económicos— siguen siendo convincentes.
Las ideas más directamente filosóficas de Marx han tenido una influencia igual de
importante. Las que siguen son algunas de las más notables.

El liberalismo posee críticos a izquierda y derecha del espectro político. El liberalismo


es la filosofía política que promulga la libertad individual, la igualdad, el imperio de la
ley, la democracia, la libertad religiosa y el respeto por derechos tales como la
privacidad, la libertad de expresión, la libertad de prensa y la libertad de reunión. Las
críticas a él desde la derecha son las que uno esperaría desde un punto de vista que
desea un mayor control sobre (y una mayor uniformidad en) el pueblo llano,
subordinando las preferencias individuales a las exigencias de la moral convencional, la
lealtad y el patriotismo; un Estado regimentado, posiblemente valores militares,
etcétera. Para un ejemplo, busque cualquier Estado fascista de la historia reciente. A este
respecto, un Estado fascista no es muy diferente de uno autoritario comunista: es como
si los extremos del espectro político se curvasen tanto que se tocaran hasta ser
indistinguibles en sus efectos prácticos, y difirieran solo en su retórica.

Marx ofrece una crítica al liberalismo desde la izquierda. En su ensayo Sobre la cuestión
judía critica la argumentación de Bruno Bauer de que la religión es un obstáculo para la
emancipación humana. La diana de Bauer era el levantamiento de prohibiciones a los
judíos, no porque fuera antisemita, sino porque creía que debía prohibirse toda religión;
escribía desde una robusta militancia atea y secular. La respuesta de Marx fue distinguir
entre emancipación política y emancipación humana. La primera consiste en acordar
derechos que protejan a las personas de la depredación de otras personas e
instituciones; la última consiste en impulsar la comunidad y la hermandad, de modo
que las personas no necesiten ser protegidas unas de otras.

Evidentemente, Marx consideraba que el liberalismo era un avance con respecto a


formas más represivas de la sociedad marcadas por las discriminaciones religiosas y los
conflictos, pero creía que era, en sí mismo, una barrera a la auténtica emancipación, al
colocar muros protectores entre las personas en lugar de promover su unión
comunitaria. En un estado perfecto de la sociedad, decía, esos muros no serían
necesarios porque prevalecería la armonía, y las personas harían causa común unas con
otras. Esta atractiva idea es imposible. La idea de que se puede perfeccionar hasta tal
punto la naturaleza humana como para hacer innecesarias medidas para proteger a los
débiles de los fuertes, como para no necesitar una promoción activa de la justicia, como
para no necesitar métodos de resolución de fricciones cuando la diversidad de intereses
y deseos humanos entra en conflicto, es utópica. Es perfectamente comprensible que
algunos prefieran arriesgarse y elijan el liberalismo.
Una de las frases más conocidas de Marx es que la religión es «el opio del pueblo». La
cita en la introducción de su contribución a la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, en
la que sostiene que «la crítica de la religión es el presupuesto de toda crítica», y que el
ser humano y la sociedad son los creadores de la religión, que es, por lo tanto, la
«conciencia tergiversada del mundo». La humanidad sufre bajo disposiciones sociales y
económicas opresivas, y el sentimiento religioso es «expresión de la miseria real y
protesta contra la miseria real. La religión es la queja de la criatura en pena, el
sentimiento de un mundo sin corazón y el espíritu de un estado de cosas embrutecido.
Es el opio del pueblo». Es, dice, tarea de la filosofía desenmascarar la religión
desenmascarando las fuentes del sufrimiento: «La superación de la religión como
felicidad ilusoria del pueblo es la exigencia de que este sea realmente feliz».

Para conseguir esto ha de comprenderse la base material de la historia para ver cómo
la auténtica comunidad entre las personas se ha visto impedida, hasta el momento, por
la opresión política y económica de las masas. Comprender esto animará al pueblo a
liberarse revolviéndose contra la opresión.

Estas ideas, que surgieron en el contexto de las reflexiones de Marx en torno a la


afirmación de Feuerbach, resultaron sorprendentes y escandalosas cuando las hizo, pese
a que no fue el primero en decir que Dios y la religión son invenciones humanas. Otra
de las frases más citadas de Marx se da también en su obra acerca de Feuerbach: «Los
filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que
se trata es de transformarlo». Las Tesis sobre Feuerbach resumen de un modo sucinto la
crítica de Marx tanto a la filosofía idealista como a la materialista que le preceden.
Aunque era materialista en sus ideas metafísicas, Marx acusó al materialismo previo de
no reconocer cómo contribuyen el pensamiento y la acción de los seres humanos a la
naturaleza de la realidad que perciben. Los idealistas habían visto a los humanos
hacerlo, pero habían concluido, erróneamente, que la realidad misma era, por lo tanto,
ideal. Su error consistió en no ver que la actividad humana es actividad material, que
afecta al mundo real y físico: excavar minas para extraer su mineral, cortar árboles,
desviar el curso de los ríos. Esta imagen de la relación del hombre con la naturaleza es
materialismo histórico: una relación de trabajo, de lucha, de músculo y de sudor.

Hay una concepción de la historia que subyace de tal modo en el pensamiento de


Marx que, aunque no la expone en un texto específico, es posible extraerla de sus
diversos escritos, sobre todo de su primera colaboración con Engels, La ideología alemana
(1845), y de la canónica Elementos fundamentales para la crítica de la economía política
(1859). En gran parte ambas argumentan lo que se acaba de exponer acerca de las
condiciones materiales de la existencia humana, pero lo vinculan a la noción de que, así
como con el tiempo cambian las condiciones de producción, también lo hacen las
relaciones humanas. A medida que las personas toman consciencia de cómo las
circunstancias económicas en que viven moldean sus vidas, también se vuelven más
capaces, según Marx, de liberarse de la opresión de dichas circunstancias.

El proceso histórico es dialéctico; en él, las contradicciones entre los intereses


materiales de diferentes secciones de la sociedad —campesino y terrateniente en el
feudalismo, trabajador y capitalista en el capitalismo— se expresan como conflictos, en
una dinámica representable como el movimiento hegeliano de tesis y antítesis, que
producen una síntesis, que a su vez se convierte en la siguiente tesis, etcétera —una
secuencia, en palabras de Engels, de «negación de la negación»—, hasta que la
evolución determinista da como resultado un Estado puro de comunismo en el que el
Estado «se desvanece» porque la fraternidad humana hará que leyes y gobiernos sean
innecesarios.

Esta es, en cualquier caso, la idea estándar, influida por intérpretes tardíos de Marx,
sobre todo Lenin. Los expertos en Marx disienten en cuanto a si realmente tenía una
filosofía de la historia y, si acaso la tenía, cuál era. Algunos aseguran que cuando escribe
acerca de acontecimientos históricos particulares, no los coloca en un patrón fijo de
desarrollo histórico; un ejemplo citado es su ensayo El 18 de brumario de Luis Bonaparte,
acerca de los acontecimientos revolucionarios de Francia entre 1848 y 1851. Aun así, las
frases iniciales de ese ensayo desmienten esto: «Los hombres hacen su propia historia,
pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino
bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han
sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime
como una pesadilla el cerebro de los vivos».

Sin embargo, la atribución a Marx de la idea de que el proceso histórico es


determinista —que la sociedad llegará, necesariamente, a un Estado final comunista—
es difícil de casar con la noción de que la clase obrera ha de protagonizar la revolución
para hacer que ese comunismo suceda; si uno dice que se trata de un impulso para
acelerar los procesos de la historia, contradice, por ello mismo, la idea de que esos
procesos son necesarios. Quizá, por otra parte, Marx no creyera que el materialismo
histórico fuera un proceso determinista; pero en tal caso, su narración del proceso por el
cual el feudalismo fue desplazado y sustituido por el capitalismo, y su idea de que
ciertas sociedades no estaban aún preparadas para la revolución al no haber alcanzado
todavía el nivel de industrialización necesario para la existencia de un proletariado
urbano, parecen exigir una lectura en sentido opuesto.

Aunque el análisis del trabajo de Marx es esencial para su teoría económica y política,
posee también una poderosa dimensión filosófica. En sus Manuscritos económicos y
filosóficos de 1844 expone su idea de alienación. Sostiene que, en un sistema capitalista,
los trabajadores sufren alienación de cuatro modos distintos: se ven alienados de las
cosas que producen; de la satisfacción del trabajo, pues este es duro y desagradable; del
ejercicio de sus poderes naturales; y de otra gente, puesto que su relación con ella se
convierte en una de intercambio en lugar de una de mutualismo. Todo en el sistema
capitalista, sostiene, está conectado con la alienación: la renta, los salarios, los
beneficios, etcétera. Su alternativa deseada no queda totalmente esbozada, pero gira en
torno a la idea de un trabajo satisfactorio para el obrero y que sacie las necesidades
tanto del trabajador como de los demás.

Una noción subyacente a toda la obra de Marx es que los sistemas económicos, hasta
el capitalismo, e incluido este, son injustos y opresivos, y que el comunismo, bien
realizado, sería una buena disposición de las cosas, porque estaría basado en el
mutualismo de los seres humanos: en ser camaradas, en compartir y en auténtica
libertad. La pregunta que requiere una respuesta más inmediata es si hay tipos de
sociedades que puedan ser justas y humanamente buenas sin tener que esperar a que
las utopías acerca de la naturaleza humana se hagan realidad.

FRIEDRICH NIETZSCHE (1844-1900)

En torno al nombre de Friedrich Nietzsche gira una leyenda de genio y locura, de


profundo conocimiento y revolución filosófica. Sus escritos poseen el carácter vatídico
de los profetas del Antiguo Testamento, y de un modo deliberado: su libro más extenso,
Así habló Zaratustra, está escrito como si se tratase de la revelación que un visionario trae
con él de las montañas. No juega en contra de la originalidad y poder del pensamiento
nietzscheano decir que era un dramaturgo de las ideas, además de filósofo. En efecto, en
sus palabras, en su apariencia y en su biografía es el paradigma del pensador
relámpago, que busca deliberadamente epatar a quienes encuentra, ya sea haciéndolos
enfurecer o llevándolos a un nuevo modo de pensar.

Nietzsche nació cerca de Leipzig, en Sajonia, hijo de un pastor luterano que murió de
una enfermedad cerebral con treinta y seis años, cuando Nietzsche tenía cinco. Tuvo un
hermano que murió durante su infancia, y una hermana, Elisabeth, dos años más joven
que él, que desempeñaría un importante papel en la reputación póstuma de Friedrich.

Al haber sido su padre un empleado público (los pastores estaban en nómina del
Estado), a Nietzsche le concedieron una beca para la prestigiosa Escuela Schulpforta, en
Naumburg. Allí estudió música y lenguas modernas y clásicas, se enamoró de la —por
entonces poco conocida— poesía de Friedrich Hölderlin y oyó por primera vez hablar
de Richard Wagner. Estudió filología y teología en la Universidad de Bonn, y pensó, al
principio, en dedicarse a ser pastor religioso. Para gran decepción de su madre y de su
hermana, perdió la fe al leer The Life of Jesus, Critically Examined, de David Strauss, y La
esencia del cristianismo, de Ludwig Feuerbach. En lugar de ello, se dedicó a la filología
clásica como discípulo del profesor Friedrich Ritschl, en la Universidad de Leipzig, y
allí adquirió la pasión por la filosofía tras leer El mundo como voluntad y representación, de
Arthur Schopenhauer.

En 1867 Nietzsche se presentó voluntario al servicio militar, en una división de


artillería del ejército prusiano. Era un excelente jinete, lo que, a ojos de sus superiores,
era el principal requisito para ser un oficial. Este podría haber sido su destino de no
haber sufrido un accidente mientras cabalgaba, suficientemente grave como para
dejarlo inválido bastantes meses. Así pues, regresó a sus estudios, y poco después
conoció a Richard Wagner y a su mujer, Cosima, quienes ejercerían una gran influencia
en él.

Ritschl, el maestro de Nietzsche, lo tenía en alta estima, y le ayudó a hacerse con la


cátedra de filología clásica en la Universidad de Basilea, en 1869, a la increíble edad de
veinticuatro años, incluso antes de haber obtenido su doctorado. Fue precisamente a
instancias de Ritschl que la Universidad de Leipzig otorgó a Nietzsche un doctorado
honoris causa a fin de regularizar un tanto la situación. La clase inaugural de Nietzsche
versó sobre Homero, aunque la disertación que había estado escribiendo, y que nunca
acabó, era un análisis de las fuentes empleadas por Diógenes Laercio para Vidas,
opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres. Richard Wagner y Cosima vivían en
Lucerna, no muy lejos, y Nietzsche se convirtió en un visitante habitual de su casa,
donde conoció a Franz Liszt, entre otros.

En Basilea, Nietzsche conoció al gran historiador del Renacimiento Jacob Burckhardt,


así como a otras dos personas que ejercieron influencia en su pensamiento: el teólogo
Franz Overbeck, con quien mantendría amistad el resto de su vida, y el filósofo ruso
Afrikan Spir.

Durante la guerra franco-prusiana de 1870-1871, Nietzsche sirvió como ordenanza


médico en el ejército prusiano, cayó enfermo debido a las duras condiciones de vida en
la zona de guerra y quizá contrajo sífilis en un burdel frecuentado por los soldados. Es
una hipótesis que se ha repetido como origen de su mala salud crónica desde entonces,
así como de la locura de la última década de su vida, puesto que la «parálisis general
por demencia» solía ser consecuencia de la infección sifilítica.

En 1872 Nietzsche publicó El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, su


primer libro. Fue muy mal acogido entre la comunidad académica, porque no tuvo en
cuenta los protocolos estándares de una obra erudita, algo muy alejado de las
intenciones de Nietzsche, en cualquier caso: era un filósofo especulativo y polémico, y
este libro sentaba sus credenciales como tal. Intentó ser transferido a la Facultad de
Filosofía, pero fue en vano. En la primera parte del decenio de 1870 escribió ensayos
que publicó en forma de libro con el título de Consideraciones intempestivas, incluido uno
acerca de Wagner, pese a que, hacia 1876, su admiración por el compositor había
comenzado a enfriarse desde que había percibido, con sorpresa y decepción, el falso
boato del Festival de Bayreuth y la autopromoción del músico.

En 1879, demasiado enfermo como para mantener sus actividades docentes en


Basilea, Nietzsche se retiró. Acababa de publicar un libro de aforismos titulado Humano,
demasiado humano, y decidió viajar a Italia y al sur de Francia en invierno, y a Sils Maria,
en los Alpes, en verano, y se dedicó por completo a escribir. Entre 1879 y 1888 publicó
toda una gama de grandes obras, como Aurora. Reflexiones sobre los principios morales
(1881); La gaya ciencia (1882); Así habló Zaratustra (1883); Más allá del bien y del mal (1886);
La genealogía de la moral (1887); El ocaso de los ídolos, o Cómo se filosofa a martillazos; El caso
Wagner; Ecce Homo; El Anticristo y Nietzsche contra Wagner (todos en 1888); y preparó los
materiales para el esbozo de un libro al que llamó La voluntad de poder. Durante estos
años, Nietzsche contó con la ayuda de un secretario, Peter Gast (seudónimo de Johann
Heinrich Köselitz), pagado parcialmente por un amigo del filósofo, Paul Rée.

Rée y Nietzsche se enamoraron de la misma mujer, la vivaz y talentosa Lou Andreas-


Salomé, escritora y psicoanalista, y amiga, entre otros, de Freud o Rilke. Nietzsche le
propuso matrimonio varias veces, pero su relación con ella y con Rée acabó de un modo
amargo debido a la preferencia de ella por aquel. Resultó una experiencia dolorosa para
Nietzsche, quien culpó no solo a Andreas-Salomé y a Rée, sino también a su hermana
Elisabeth, quien había intervenido debido a su frontal rechazo hacia Andreas-Salomé, el
tipo de mujer moderna que las convicciones anticuadas —incluso reaccionarias— de
Elisabeth no podían tolerar. Nietzsche y Elisabeth tuvieron, en el mejor de los casos, una
relación complicada, pero tras esta debacle él declaró sentir «auténtico odio» por ella.

Elisabeth acabó teniendo una influencia maligna sobre la reputación de Nietzsche, al


falsearlo y presentarlo como un nazi avant la lettre tras su locura y muerte. Ella se había
casado con un fanático protonazi llamado Bernhard Förster, que había llevado a un
grupo de arios de ojos azules a Sudamérica con la intención de crear una raza de amos,
un plan frustrado tempranamente por la muerte de casi todos por enfermedades
tropicales. Desesperado, el propio Förster se suicidó. Elisabeth, tras adoptar el nombre
de Frau Förster-Nietzsche, editó y publicó las obras de su hermano para darles el giro
antisemita, nacionalista y protonazi que deseaba. Pero Nietzsche estaba enfáticamente
en contra del antisemitismo y del nacionalismo, y sus doctrinas eran éticas, no políticas.
En parte como consecuencia de su ruptura con el editor Ernest Schmeitzner (debido,
justamente, al antisemitismo de Schmeitzner) y en parte debido a que sus libros apenas
vendían algún que otro ejemplar, Nietzsche comenzó a autopublicarse. Imprimió
cuarenta copias del último volumen de su Zaratustra y se las regaló a amigos y
conocidos. Durante la última década de su vida, una época muy productiva, se dedicó a
pensar y escribir a un ritmo furioso.

La mala salud de Nietzsche mejoró muy poco en esta época, y acabó volviéndose
adicto al opio para combatir su insomnio. A finales de 1888, sus amigos comenzaron a
preocuparse por las duras cartas que les enviaba, así como su afirmación de descender
de la nobleza polaca, cuyas aristocráticas virtudes habría heredado pese a la
interferencia, decía, de cuatro generaciones de madres alemanas. A principios de enero
de 1889, su salud mental sufrió una crisis total de la que nunca se recuperó. Vivió bajo
los cuidados de su madre y su hermana, incapacitado por su locura y, en los últimos
años, por una serie de ataques que lo paralizaron, hasta su muerte en 1900. Se dice que
lo que finalmente lo llevó a la demencia fue ver a un caballo golpeado salvajemente por
su dueño; se lanzó a proteger al animal, abrazándolo y sollozando.

La principal preocupación filosófica de Nietzsche era la ética, y en gran parte,


comprendida como la entendían los filósofos de la Antigüedad, es decir, como la
respuesta a las preguntas «¿Qué tipo de persona debería ser?», «¿Cómo debería vivir?»
y «¿Qué valores deberían guiar y dar forma a mis acciones, mis objetivos, mi vida?».
Son preguntas diferentes de aquellas relativas más estrictamente a la moralidad, como
«¿Qué hace que una acción sea buena o mala?» o «¿Cuáles son los principios de la
moral?».

Acaso resulte sorprendente para algunos que ética y moral, pese a estar
evidentemente relacionadas, puedan distinguirse de este modo. La ética es un tema más
inclusivo que la moralidad; tiene que ver con el carácter, mientras que la moralidad está
relacionada con las acciones. Nuestras acciones surgirán, sobre todo, como es evidente,
de nuestro carácter, pero los objetivos de la investigación en ética (buscar la respuesta a
«¿Qué tipo de persona debería ser?») y de los debates acerca de la moralidad («¿Qué es
lo correcto en este caso?») son obviamente distintos.

Nietzsche creía que los valores de la civilización occidental eran erróneos. Los
consideraba distorsionados por el legado del pensamiento judeocristiano. Su crítica no
iba dirigida solo hacia el cristianismo, sino a aquellos filósofos que habían aceptado
gran parte de la perspectiva moral del cristianismo, y buscaba una justificación
independiente que no requiriera una base deísta.

Así, su anuncio, en La gaya ciencia, de que «Dios ha muerto» no era tan solo una
afirmación de su ateísmo, sino la declaración de que todo lo que se había construido
sobre los cimientos del deísmo se había derrumbado. Si la cultura y la civilización
enteras, basadas en el cristianismo, carecen de base, se hace necesario «reevaluar todos
los valores». La confusión y ansiedad de vivir en las ruinas del difunto orden se ven
exacerbadas al darse uno cuenta de que dicho orden no solo carecía de base, sino que en
realidad era dañino: su moralidad socavaba, cuando no pervertía, lo que la humanidad
podía llegar a ser.

Corregir esta situación no es fácil, dice Nietzsche, pero es necesario hacerlo. El primer
paso es comprender qué ha sucedido. Esto es lo que se esboza en La genealogía de la
moral. Antaño, lo que era «bueno» lo determinaba la autovaloración de los nobles, los
miembros de más altas miras y más poderosos de la sociedad, y lo que era «malo» se
asociaba a lo opuesto, «lo vulgar, lo plebeyo, lo bajo». Pero este orden se vio invertido
por una «rebelión de los esclavos» provocada por el resentimiento, y el contraste
«bueno-malo» predicado bajo la perspectiva aristocrática fue sustituido por un nuevo
contraste entre «bueno» y «malvado». El orgullo se convierte en un pecado; los buenos
son los humildes, sumisos y sufrientes: precisamente quienes habían sufrido esclavitud
o exilio. Es bueno tener compasión y sentir piedad; el olvido por uno mismo y el
sacrificio son virtudes; Nietszche las llama virtudes «no egoístas», tan diferentes de la
afirmación del ego, que es una noble virtud.

En El anticristo Nietzsche indica el sistema de valores que opone a la «moral del


esclavo» introducida por la tradición judeocristiana, cuando pregunta: «¿[Q]ué es
bueno? Todo lo que acrecienta en el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de
poder, el poder mismo. ¿Qué es malo? Todo lo que proviene de la debilidad. ¿Qué es
felicidad? La conciencia de que se acrecienta el poder; que queda superada una
resistencia. No contento, sino aumento de poder; no paz, sino guerra; no virtud, sino
aptitud».

La hermana de Nietzsche, Elisabeth Förster-Nietzsche, dio buen uso a esos pasajes,


que, si no se leen apropiadamente, ofrecen una interpretación siniestra.4 Pero puesto en
yuxtaposición a las ideas de Schopenhauer, uno puede ver lo que quería decir.
Schopenhauer creía que la voluntad de existir, que para él es el noúmenon, está
perpetuamente condenada a la frustración, y que tal es la causa del sufrimiento, que es
ubicuo en el mundo. Nietzsche opone que la voluntad de superar esta frustración, de
luchar y conquistarla, a fin de poder vivir, crear y tener éxito, es la vía ética. Perseverar
y desear, desear crecer y expandirse, son cosas dignas; ser el que se esfuerza y por ello
supera las barreras al crecimiento y la expansión es ser un Übermensch, un
«superhombre» en el sentido de hombre superior, y así, genuinamente moral.

Lo que esto implica, dice Nietzsche, es la afirmación de la vida, ser «pura afirmación».
La idea es vivir como si uno fuera a vivir la propia vida una y otra vez; se trata de la
noción del «eterno retorno», cuya contemplación hace que nos decidamos a vivir una
vida tan afirmativa, positiva y noble como sea posible. Pero eso implica no vivir bajo
una ilusión: hay que abrazar la vida que se escoge de un modo sincero, pues la vida
también implica sufrimiento y pérdida, dolor y duelo. De ahí que también se exija valor.
Estas ideas aparecen en La gaya ciencia y Ecce homo.

Pero hay una excepción al dolor que hemos de aceptar al escoger la vida y vivirla con
valor y sinceridad, y esa excepción —también la había señalado Schopenhauer— es el
arte. «[E]l arte intenta siempre que no perezcamos a causa de la verdad.» El arte nos
ayuda a comprender «cómo hacer bellas las cosas» ya sea creándolas o disfrutándolas;
como esto último, podemos ser «poetas de nuestras vidas» y darnos a nosotros mismos
satisfacción y estilo, tratando nuestras vidas como una obra creativa y otorgándole
valor estético como parte de su carácter ético. Para esto debemos ser entes autónomos,
espíritus libres; exige que rechacemos las restricciones que la moralidad convencional y
la sociedad intentan imponer.

Nietzsche no presentó sus ideas de un modo sistemático, sino a través de polémicas o


mediante el uso de tropos, como el contraste entre las actitudes hacia la vida y hacia el
arte representadas, respectivamente, por Apolo y Dionisos. En su libro El nacimiento de
la tragedia en el espíritu de la música —que posteriormente consideró mal escrito y
confuso— sostenía que tanto el orden y la racionalidad de lo apolíneo como la
naturaleza instintiva, a veces extática y casi siempre caótica de lo dionisíaco, son
cruciales para el drama, y que, en realidad, la tensión entre ellos es la fuente de todo
arte. Mientras que Esquilo y Sófocles representan el punto álgido de esa fructífera
tensión, Eurípides y Sócrates enfatizaron lo apolíneo por encima de lo dionisíaco, y
llevaron, así, a su final a aquella gran época de la cultura griega.

Algunos comentaristas creen ver nihilismo en el centro de la filosofía de Nietzsche. A


la luz de los temas de «afirmación» y «eterno retorno», está claro que Nietzsche no era
un nihilista; más bien atacaba tanto al nihilismo como al pesimismo, considerándolos
resultados de la falta de fe en la moralidad tradicional y deísta, allá donde nada está en
su sitio. «Falta la especie superior, es decir, aquella cuya fertilidad y poder ina-gotables
mantienen la creencia en el hombre —escribió—, la especie inferior (“rebaño”, “masa”,
“sociedad”) olvida la modestia y exagera sus necesidades de valores cósmicos y
metafísicas. Por este proceso se vulgariza la existencia entera: hasta tal punto que
domina la masa, tiraniza a los hombres de excepción, de manera que pierden la fe en sí
mismos y se convierten en nihilistas.» Su reconocimiento del problema que conlleva
repudiar los valores tradicionales al completo es precisamente lo que hace que
pensadores como Heidegger le crean un nihilista, pero yerran el tiro: no «devalúa todos
los valores», sino que los «re-evalúa».

Las ideas por las que Nietzsche es famoso —el antimoralista, el superhombre, el
contraste entre la moral del amo y la moral del esclavo, ir «más allá del bien y del mal»,
«la re-evaluación de todos los valores», «hacer filosofía con un martillo» (recordemos el
«¡Romped, rompedme, hombres del conocimiento, las viejas tablas!», de Zaratustra)—
han sido estudiadas y en ocasiones adoptadas por otros pensadores, tanto de la escuela
analítica como de la continental, en el siglo posterior a su época. Como sucede a
menudo con pensadores fértiles y originales, las interesantísimas ideas de Nietzsche
están abiertas a cualquiera, de cualquier tradición de pensamiento, como objeto de
reflexión y estudio; en ambos casos valen la pena.

EL IDEALISMO

Durante la segunda mitad del siglo XIX se propuso toda una gama de filosofías
idealistas, sobre todo en Gran Bretaña, pero también en Estados Unidos. Sus principales
figuras fueron T. H. Green, F. H. Bradley, J. M. E. McTaggart, James Ward, Bernard
Bosanquet y el estadounidense Josiah Royce. Estos pensadores no estaban
absolutamente de acuerdo, pese a que algunos (no todos) coincidían en la idea de que la
realidad consiste esencialmente en Una Mente; sus motivaciones para sostener diversas
formas de idealismo eran similares. En parte se trataba de una reacción ante lo que
percibían como el poco nutritivo y desagradable plato del empirismo y del utilitarismo
de los dos siglos precedentes a su época. También en parte reaccionaban al impacto de
los estudios bíblicos alemanes, de la biología darwiniana y del aumento de la
alfabetización en general, en la posibilidad de la religión. Y en parte se debía a que
estaban bajo la influencia de Hegel, pues incluso si todos estos pensadores rechazaban
la etiqueta de «hegeliano», como hacía F. H. Bradley, no cabe duda de la presencia de
Hegel en su lenguaje. Por ejemplo, las ideas éticas de Bradley se expusieron en una serie
de ensayos expresamente dialécticos que era necesario leer, decía él, en el orden de
publicación para comprenderse bien.

Todos estos motivos estaban conectados. T. H. Green (1836-1882) lideró el


contraataque. Uno de sus alumnos de Oxford escribió que el predominio del «análisis
científico» hacía que todo pareciese árido y carente de inspiración: «Estábamos
asustados; veíamos que todo pasaba por la tiranía del mecanismo racional abstracto [...]
del sensacionalismo individualista [...] del mecanicismo agnóstico», y el giro hacia
formas de idealismo, que poseían una notable dimensión religiosa y proporcionaban
una nueva perspectiva acerca de la deidad y de la vida moral que parecían rescatar
ambas de las implicaciones reduccionistas y desmitificadoras de la ciencia, resultaron
una tabla de salvación a la que muchos se abrazaron. El propio Green escribió un
influyente estudio sobre Hume en el que caracterizaba la filosofía de este, con su
atomismo psicológico, como escéptica y, por lo tanto, destructora de la posibilidad de
conocimiento y moralidad social.

Impulsado en parte por la hostilidad de Green hacia el empirismo que había


dominado la filosofía en Gran Bretaña desde Locke, el interés que despertó la
publicación de J. H. Stirling The Secret of Hegel en 1865 recuperó la curiosidad por el
idealismo. En el prefacio a la antología Essays in Philosophical Criticism, editada por
Andrew Seth (posteriormente conocido como Seth Pringle-Pattison) y R. B. Haldane en
1883, Edward Caird escribió: «Los autores de este volumen creen que la línea de
investigación que ha de seguir la filosofía, o en la que es de esperar que se hagan las
mayores aportaciones a la vida intelectual del hombre, es aquella que inauguró Kant, y
por cuyo emprendimiento con éxito nadie ha hecho tanto como Hegel».

El idealismo es la noción metafísica de que la naturaleza fundamental de la realidad


es mental, es decir, que es mente o consciencia. Según Berkeley (véanse pp. 305-312) el
mundo existe como ideas en la mente de Dios; por decirlo en sus propias palabras, el
«espíritu eterno» es la sustancia del mundo y lo mantiene en existencia por un acto de
creación continua, es decir, por concebirlo (pensar en él).5 Debido a las motivaciones que
impulsaron el giro hacia el idealismo de finales del siglo XIX, nada tan directo como el
idealismo deísta de Berkeley resultaba suficiente. Quizá lo más cercano a ello lo ofrecía
Green, cuya idea de la naturaleza subyacente de la realidad se puede caricaturizar, de
un modo no del todo incorrecto, como una versión hegeliana e internalizada de
Berkeley.

Green postulaba la idea de una «consciencia eterna» a modo de dos despliegues


conectados, o de un despliegue que se puede describir de dos modos: el de la evolución
de una voluntad individual y el de la cada vez mayor presencia o actualización de Dios
en el mundo. Describía la «consciencia eterna» como «la ley de la naturaleza, o la
voluntad de Dios, o su idea». Green quería decir que la «consciencia eterna» es
inmanente (y residente) en la humanidad, y solo existe plenamente cuando las personas
comprenden correctamente que está en ellas, y, por lo tanto, contribuyen a su
actualización en ellas mismas. Decir que «lo divino existe tanto más plenamente cuanto
los individuos lo actualizan en sí mismos» es casi decir que Dios existe porque la gente
cree en él, aunque una caracterización de su argumentación más cercana a su intención
original sería decir que la evolución de la autoconsciencia humana consiste en que Dios
se hace gradualmente más manifiesto en el mundo. Es obvia la inspiración hegeliana en
esta idea.

Los individuos deben comprender, insiste Green, que cada uno de ellos contiene tan
solo una chispa de la consciencia eterna, y que la plena realización de lo divino en el
mundo exige cooperación y comunidad. El «yo» del individuo existe como parte de una
sociedad de yoes, y la autorrealización del individuo es una aportación a la
autorrealización de todos.

Green desarrolló una moral y una teoría política completas de la idea allí implícita del
carácter esencialmente social de los seres humanos. Gira en torno a la noción de que
disponemos de libre albedrío, y que este es más libre cuando actúa para alcanzar el
estado mejor y más satisfactorio para su yo. Pero esto va de la mano de reconocer que
trabajar con los semejantes requiere la idea de un bien común, que una aceptación
voluntaria de leyes y costumbres compartidas ayuda a impulsar. La relación entre
individuo y sociedad es recíproca: juntos, los individuos forman la sociedad y a la vez
son formados por ella. En consecuencia, el Estado, a escala nacional y local, es
importante porque proporciona las circunstancias en las que los individuos pueden
actuar mejor por el bien común. Pero el Estado no debería intervenir demasiado; su
papel debería limitarse a proteger los derechos y deberes que mejor conduzcan a la
autoactualización del individuo.

Green ocupa un lugar notable en el idealismo del siglo XIX debido a su crítica a Hume
y su adopción de un enfoque filosófico que, al menos creían sus contemporáneos,
parecía reforzar el pensamiento moral y político, aunque con una base menos
reduccionista que el empirismo por entonces imperante. Pero no fue el portaestandarte
destacado del nuevo idealismo; ese papel lo ejerció F. H. Bradley (1846-1924).

Las primeras obras de Bradley se enmarcan en el campo de la ética y la lógica, pero la


razón principal de su fama, que disfrutó en vida, fue su idea metafísica, tal como la
expuso en Apariencia y realidad (1893) y en los ensayos escritos posteriormente en la
expansión y defensa de sus doctrinas. Las ideas que expone en ese libro fueron muy
influyentes, aunque, sobre todo, en sentido negativo, pues provocaron la reacción de G.
E. Moore y Bertrand Russell que dio como resultado el surgimiento de la filosofía
analítica del siglo XX.

Bradley creía que nuestro modo cotidiano de pensar y hablar del mundo —y también
los discursos más sofisticados de filósofos y científicos— posee contradicciones internas
que solo se hacen evidentes cuando intentamos dar un sentido sistemático a nuestra
experiencia. Revelar estas contradicciones nos obliga a rechazar dos nociones comunes:
que hay muchas cosas existentes de modo independiente en el mundo, y que existen de
modo independiente a que nosotros o cualquiera sepa cualquier cosa sobre ellas. La
primera de estas nociones es el pluralismo; la segunda, el realismo. Rechazar tanto el
pluralismo como el realismo implica pensar en la realidad como un todo único y
completo, que él llamó «el Absoluto»: la realidad como es en sí misma y como la
totalidad inclusiva de todo lo que es. El término es un préstamo directo de das Absolute
de Hegel, y, de un modo análogo a la identificación de Hegel de das Absolute con el
espíritu, Geist, Bradley sostuvo que el Absoluto consiste en experiencia o conciencia.

La argumentación de Bradley para rechazar pluralismo y realismo gira en torno a su


explicación de las relaciones. Hay dos tipos de relaciones, externas e internas. Ejemplos
de relaciones externas son «sobre» y «a la izquierda de». Un vaso situado sobre una
mesa no causa ninguna diferencia ni al vaso ni a la mesa; una silla a la izquierda de la
mesa no causa ninguna diferencia ni a la silla ni a la mesa. Si se saca el vaso de la mesa,
sigue siendo un vaso; si se mueve la silla al otro extremo de la mesa, sigue siendo una
silla. Las relaciones externas no afectan a la naturaleza de sus relata (las cosas así
recíprocamente relacionadas). Pero las relaciones internas son esenciales para sus relata
y los convierten en lo que son. «Hermano de» es un ejemplo; no puedes ser el hermano
de alguien a menos que seas de sexo masculino y poseas al menos un hermano o
hermana. «Estar casado con» convierte en relata a ambos cónyuges; no puedes ser tal a
menos que cumplas la relación de «estar casado con» alguien. Divórciate y ya no serás
un cónyuge. Las relaciones externas son contingentes; las relaciones internas son
necesarias, son esenciales para que sus relata tengan la naturaleza que tienen a fin de
estar en esa relación unos con otros.

La argumentación de Bradley es que no hay relaciones externas; y que si eso parece


implicar que todo está internamente relacionado con todo lo demás, es fácil advertir que
no puede haber siquiera relaciones internas. Esto se debe a que en realidad no hay
muchas cosas (y esto implica que no hay relaciones, ni siquiera internas), sino una sola
cosa: todo. El Absoluto. La primera argumentación, que no hay relaciones, se conoce
como «regresión de Bradley» y se la describe sencillamente de la siguiente manera: si A
está relacionada con B mediante la relación R, entonces A tiene que estar relacionada
con R mediante una relación R1. Pero entonces, A tiene que estar relacionada con R1
mediante una relación R2... y así en regresión hasta el infinito.

Bradley pone un cubito de azúcar como ejemplo de una «cosa» que posee las
propiedades de blancura, dureza y dulzura. Repitiendo la argumentación de Berkeley,
pregunta cuál es la supuesta «cosa» subyacente en todas estas cosas. ¿Existe acaso un
cubito de azúcar sin propiedad alguna, y existen, independientemente de él, las
propiedades de blancura, dureza y dulzura que de algún modo le pertenecen? ¿O acaso
el cubo es tan solo una agrupación de estas propiedades? Pero, en caso de que así sea,
¿qué une estas propiedades en un todo? ¿Una relación? Pero ¿qué es esa relación? Él
considera que estas preguntas se pueden traducir en el problema de qué hacemos
cuando predicamos una propiedad de una cosa, es decir: cuando predicamos la
«blancura» del cubo de azúcar (se la adscribimos). Si la blancura es el azúcar —por
tratarse de una de las cualidades constituyentes que, junto con las otras, constituye el
azúcar— en tal caso no se está diciendo nada; y si uno dice que la blancura no es la
misma cosa que el azúcar, en tal caso, decir que «el azúcar es blanco» es afirmar que el
azúcar es algo que no es. Nótese que emplea el «es» de identidad, lo que significa que
cuando uno dice «S es P» se está afirmando que S y P son una misma cosa.

La idea de que, en las relaciones externas, los relata son independientes de (y no se


ven afectados por) las relaciones que mantienen a Bradley le parecia incoherente. Si la
relación R está separada de los relata A y B, entonces —como hemos dicho antes— ha de
haber una relación que relacione los relata con R... y así en una regresión perpetua. Al
traste con las relaciones externas. De ahí pasa a demostrar que la idea de relaciones
internas es igualmente incoherente. Si estas están «basadas» en las naturalezas de sus
relata, entonces ha de haber algún aspecto de los relata que les ofrezca base. Por ejemplo,
para que haya una relación de «hermano de», la persona que esté en esta relación con
otra ha de ser del sexo masculino y compartir al menos un progenitor con la otra
persona; pero en tal caso, estas partes del relatum —la masculinidad, la herencia
genética compartida— también se encuentran relacionadas entre sí, y, a la vez, con la
relación «ser hermano de». Y, así, se da la regresión perpetua una vez más.6

La incoherencia del concepto de relaciones, tal y como lo percibe Bradley, es la razón


que aduce para rechazar el pluralismo. Si no hay una pluralidad de cosas
independientes, entonces el holismo es lo correcto; solo hay una cosa, y esta cosa es, por
lo tanto, todo. La razón para creer que este todo es la consciencia o la experiencia se
puede reconstruir (él no ofrece una argumentación al respecto) diciendo que si no fuera
experiencia o consciencia, entonces no sería una sola cosa, puesto que hay experiencia
(él y usted y yo la tenemos), y si la realidad no es experiencia, en tal caso habría más de
una cosa: la experiencia y lo que se experimenta, que, por hipótesis, no es en sí mismo la
experiencia. Pero si solo hay una cosa y hay experiencia, en tal caso la experiencia ha de
ser esa única cosa. Sostiene que la apariencia de diversidad y pluralidad es un artefacto
de nuestro pensamiento finito y parcial, que impone distinciones y diferencias. Pero
estas, y las contradicciones que pronto percibimos cuando intentamos pensar en ellas de
un modo racional, se reconcilian y quedan reunidas en el todo; en el Absoluto se
reconcilian y superan holísticamente todas las contradicciones.
En su pensamiento moral, Bradley se enfrenta a la pregunta: «¿Por qué debo actuar
moralmente?». Nótese que esta pregunta parece presuponer que existe una moralidad,
y pregunta por qué debería uno conformar su vida y acciones a esta. Su respuesta es
que actuar moralmente es alcanzar la autorrealización, y la autorrealización se explora
en los ensayos dialécticamente dispuestos de sus Estudios éticos (1876), cada uno de los
cuales se enfrenta a una sugerencia de otra doctrina ética, solo para rechazarla como tal,
aunque reteniendo algún aspecto de ella que le resulte útil. A lo largo de este camino
hay numerosas discusiones muy interesantes, especialmente en los ensayos «El placer
por el placer» y «Mi posición y sus deberes», pero el final del debate es insatisfactorio,
pues viene a decir que el yo ideal —el «buen yo»— es inalcanzable, pues depende para
su existencia del mal que ha de superar para ser lo que aspira a ser; y al ser esto así, el
bien final es inalcanzable, porque para ello el mal ha de existir.

De los nombres antes mencionados como líderes del pensamiento idealista, uno de
ellos ha legado un problema que aún hoy atormenta a los filósofos. Se trata de la prueba
ofrecida por J. M. E. McTaggart (1866-1925) de que el tiempo es irreal.

Las primeras obras de McTaggart fueron extensos estudios de Hegel. Publicó tres
libros y una notable cantidad de monográficos breves acerca de la filosofía de Hegel
antes de exponer de forma sustancial su propia versión del idealismo en su obra
principal, The Nature of Existence (primer volumen publicado en 1921; segundo volumen
publicado póstumamente en 1927). También era admirador de Bradley, y estaba muy
influido por él. Pese a estas influencias reconocidas, las ideas que expuso eran propias e
independientes.

El interés que algunas personas manifiestan por las vidas de los filósofos se vería muy
estimulado por McTaggart. Tenía una apariencia extraña —una cabeza muy grande y
un caminar que se arrastraba un tanto hacia los lados— y solía montar un triciclo por
Cambridge, teniendo buen cuidado de saludar a todos los gatos que encontraba por su
camino (como contraste, Bradley, en Oxford, solía disparar a los gatos con su revólver si
estos se atrevían a entrar en terrenos de la facultad). McTaggart era muy tímido, como
lo fue también Bertrand Russell de joven; precisamente Russell cuenta que la primera
vez que McTaggart lo llamó a la puerta de su habitación, en el Trinity College, Russell
fue demasiado tímido para pedirle que entrara, y McTaggart, demasiado tímido para
entrar, de modo que hubo una larga espera con McTaggart al otro lado del umbral.

El monográfico que McTaggart publicó en 1893 —más un panfleto que un libro—


titulado The Further Determination of the Absolute [La determinación adicional del
Absoluto] sostenía que la realidad es espiritual y atemporal, y que consiste en una
comunidad de espíritus que se aman mutuamente. Esta idea siguió siendo su
concepción fundamental de la realidad a lo largo de toda su obra. A diferencia de la
idea de Bradley, se trata de una versión pluralista y relacional del Absoluto, en lugar de
una monista y holística.

McTaggart ya había establecido, en sus Studies in the Hegelian Dialectic (1896), su


compromiso con la idea de que no existe el tiempo, pero las argumentaciones ofrecidas
en aquella obra no son las mismas que expuso en su famoso ensayo «On the Unreality
of Time» [De la irrealidad del tiempo], en el periódico Mind, en 1908. Su argumentación
es la siguiente.

Hay dos modos de hablar acerca del tiempo; uno de ellos consiste en ordenar
acontecimientos antes de y después de, mientras que el otro modo gira en torno a nominar
el presente y ordenar los acontecimientos como pasado o futuro en relación con el
presente. A esta última manera de ordenar pasado-presente-futuro la llamó «serie A», y a
la primera forma de ordenar (antes de/después de), «serie B». Luego argumentó que, si el
tiempo es real, necesitamos ambas series, aunque puede decirse que la serie A es más
fundamental que la B. La razón es que en la serie B, el lugar en el que se desarrollan los
acontecimientos es fijo: dos acontecimientos, X e Y, son tales que si X tiene lugar antes
de Y, entonces es así para siempre. Pero no hay tiempo sin cambio, y el cambio implica
acontecimientos que se desarrollan en el pasado, pasando por el presente y llegando
hasta el futuro. De modo que solo hay cambio si existe la serie A.

Pero la serie A tiene una contradicción: esto ocurre porque será cierto, de todo lo que
sucede, que es a la vez pasado, presente y futuro en función del punto de vista de cada
caso. Si algo está pasando ahora, fue en el futuro antes que ahora, y será en el pasado
cuando haya sucedido —pero en el pasado fue ahora, y el actual ahora fue un será,
desde ese punto de vista— y el ahora será pasado cuando el acontecimiento haya tenido
lugar, en el futuro. De modo que para todo acontecimiento X podemos decir que las tres
descripciones (X es pasado, X es presente y X es futuro) son ciertas, y cuál de las tres es
aplicable ahora depende de la elección de cuándo es ahora. Pero dos o más de estas
condiciones no pueden existir sin contradecirse, dado que el orden de cuál es pasado,
cuál es presente y cuál es futuro es arbitrario; no podemos decir qué descripción es
preferible y, mucho menos, correcta.

Dicho de otro modo: si uno intenta sostener que X es pasado, presente y futuro en
épocas diferentes, debe emplear conceptos de la serie A para seleccionar un punto
desde el cual se pueda afirmar que X es pasado, es presente o es futuro; pero usar las
descripciones de la serie A para fijar ese punto —llamémoslo Punto 1— en la serie
temporal plantea una petición de principio (es circular) y genera una regresión: como se
puede ver, para justificar escoger el Punto 1 es necesario invocar la serie para escoger
un Punto 2 a fin de fijar el Punto 1, pero para justificar invocar un Punto 2 a fin de fijar
el Punto 1 es necesario invocar la serie para fijar un Punto 3... y así hasta el infinito.

Así pues, la serie A es contradictoria; y si no puede haber cambio sin la serie A, no


hay cambio; y si no hay cambio, el tiempo no existe. Desde el punto de vista de cómo se
nos aparece el mundo (de un modo erróneo, creen los idealistas) en experiencia, las
descripciones de los acontecimientos en términos de la serie B (antes de, después de)
tienen cierta utilidad, como también la tiene el empleo de conceptos de la serie A, si nos
especifican arbitrariamente el «ahora»; ahora bien, la serie B no permite el cambio y es,
por lo tanto, menos fundamental que la A. Esta última es esencial para la naturaleza del
tiempo si este existe, que es la razón por la que su naturaleza contradictoria resulta fatal
para la idea misma del tiempo.

Sin embargo, la utilidad de la serie B para tratar con el modo en que el mundo se nos
aparece (erróneamente) exige que expliquemos cómo es posible. McTaggart lo hace
ofreciendo lo que él denomina la «serie C», que es la serie B comprendida sin referencia
al tiempo, es decir: sin referencia al cambio. La serie C pone acontecimientos en un
orden de antes/después que es fijo, lineal, asimétrico y transitivo, que es como es la serie
B, con la excepción de que el uso normal de la serie B conlleva la implicación, de la que
carece la C, de que las cosas que eran «antes de» cambiaron o devinieron hasta ser
«después de», es decir, que asume, calladamente, la serie A.

Las perspectivas de serie C sobre (aparentes) acontecimientos son pensamientos o


experiencias, y McTaggart sugiere, en The Nature of Existence, que son perspectivas
particulares a las mentes individuales, las mentes que, mutuamente relacionadas por el
amor, constituyen la realidad; lo cual sugiere que, aunque las experiencias de la serie C
son individuales, de algún modo se coordinan.

Los filósofos aún forcejean con la argumentación de McTaggart contra la existencia


del tiempo. Incluso aquellos que quieren hallar el modo de demostrar que el tiempo es
real, aceptan que la distinción entre serie A y serie B es el punto de partida para debatir
sobre el tema.

Vale la pena mencionar al «último idealista», el notable T. L. S. (Timothy) Sprigge


(1932-2007), cuyas ideas, aunque influidas sobre todo por Spinoza, Bradley, William
James y Santayana, se parecían a las de McTaggart en el sentido en que creía que la
realidad es fundamentalmente una comunidad de mentes que, en sus interrelaciones,
constituyen el Absoluto; la realidad es «una única conciencia divina dentro de la cual
interactúa y se entreteje una vasta cantidad de torrentes de experiencia finita». Su
metafísica fue decisiva para el modo en que escogió vivir su vida; si la realidad es la
totalidad de la experiencia, la experiencia de todo —de los animales, de la propia
naturaleza— es de gran valor. Su libro The Vindication of Absolute Idealism (1984) es,
hasta la fecha, el último monumento a una tradición filosófica que fue barrida por el
movimiento analítico, que fue en parte una reacción a ella, pero también una
continuación, alimentada y mejorada por desarrollos en ciencia y en lógica, de la
tradición empirista que el idealismo intentó sustituir.

EL PRAGMATISMO

En las últimas décadas del siglo XIX, y en paralelo a los idealistas británicos, un grupo de
filósofos estadounidenses —entre los que sobresalían Charles Sanders Peirce (1839-
1914) y Wil-liam James (1842-1910)— desarrollaron una corriente filosófica a la que
denominaron «pragmatismo». Un partidario un tanto tardío de esta corriente, John
Dewey (1859-1952), continuó la línea de pensamiento que ellos desarrollaron, y tuvo
influencia en el periodo transcurrido entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial. El
movimiento quedó en suspenso durante un tiempo antes de que algunos de sus temas
resurgieran en la obra de varios filósofos estadounidenses de finales del siglo XX.

Peirce recordaba cómo él y algunos amigos pusieron en marcha un «club metafísico»


en la década de 1870 en Cambridge (Massachusetts), para debates filosóficos. Se reunían
bien en su estudio, bien en el de William James, y entre sus otros miembros se contaban
Chauncey Wright, Oliver Wendell Holmes Jr. y Nicholas St. John Green, a quien Peirce
concede el crédito como «padrino del pragmatismo» por insistir en que el grupo se
tomase en serio la definición de «creencia» ofrecida por el psicólogo y filósofo
Alexander Bain, como «aquello según lo cual un hombre está preparado para actuar».
Peirce escribió: «Partiendo de esta premisa, el pragmatismo es poco más que un
corolario». Alexander Bain (1818-1903) fue un filósofo y psicólogo escocés, uno de los
primeros en aplicar métodos científicos a la psicología (y fue, a este respecto, una
enorme influencia en William James). Bain sostenía que es natural creer, y que la duda
es una condición incómoda de la que la investigación nos libera llevándonos a lo que
describió como el «sereno, satisfactorio y feliz tono mental» que es la creencia. Peirce
adoptó esta idea porque encajaba bien con su opinión de que la investigación es un
proceso dirigido a corregir y adaptar la conducta para que sea más efectiva en el
mundo. Los problemas surgen cuando la conducta resulta inadecuada para lograr un
objetivo; la solución al problema es hallar una regla de acción que supere el problema y
nos ayude a avanzar hacia el objetivo. Y ese es el objetivo de la investigación: la
adquisición de creencias estables y perdurables. Llamamos «verdades» a tales creencias,
dice Peirce, y damos el nombre «realidad» a aquello que describen.
Peirce reconocía que las personas emplean distintos métodos para intentar llegar a
creencias estables, entre ellos, sobre todo, la apelación a la autoridad y el razonamiento
a priori. Pero insistía en que los métodos científicos son el mejor modo de resolver las
diferencias de opinión en cuanto a qué creer, porque todos los que usen tales métodos
«convergen» en las creencias más estables a largo plazo. «La opinión destinada a ser
objeto de acuerdo por todos aquellos que investigan es lo que denominamos verdad —
escribió— y el objeto representado en esta opinión es el real.»

Uno de los escritos más influyentes de Peirce es un ensayo titulado «Cómo esclarecer
nuestras ideas». En él enuncia la máxima pragmática, como sigue: «Consideremos qué
efectos, que puedan tener concebiblemente repercusiones prácticas, concebimos que
tenga el objeto de nuestra concepción. Nuestra concepción de estos efectos es la
totalidad de nuestra concepción del objeto». Por ejemplo, nuestra idea de «dureza» —o
de que algo sea «duro»— es solo nuestra idea de lo que esto significa en la práctica,
como lo difícil que es de romper, rayar o perforar algo duro. Definir «dureza» de este
modo es similar a lo que se llama «definición operacional», o algo similar a decir qué es
una cosa diciendo lo que hace. Cuando pensamos en el significado de la palabra duro y
distinguimos su significado del de otras palabras, dice Peirce, vemos que «no hay
ninguna distinción de significación tan afinada que no consista en otra cosa que en una
posible diferencia de la práctica».

Nótese que esta es una teoría acerca del significado, no de la verdad, pues,
obviamente, tanto creencias ciertas como erróneas poseen significado. Pero nos guía
hacia la concepción apropiada de la verdad; esta se alcanza cuando la aplicación del
método científico ha eliminado creencias sin valía práctica y establecido aquellas que
demuestran su utilidad.

Peirce tuvo que reconocer que es posible que creencias comúnmente sostenidas en
una época requieran una revisión, y por ello aceptó una epistemología falibilista (si bien
lo hacía, sobre todo, contra aquellos «fundacionalistas» que sostenían que hay puntos
de partida firmes para el conocimiento: ideas innatas, como sostenían algunos
racionalistas, o los «hechos reconocidos», esto es, datos, de la experiencia sensorial,
como sostenían los empíricos). Esto supone un problema para su idea, porque implica
que, para fijar el sentido de «verdad» y «realidad», se necesita algo más que la
convergencia entre pensadores. William James intentó lidiar con este problema, pero
acabó derivando en una perspectiva diferente.

En lugar de centrarse en la convergencia, James se centró en la eficacia de una


creencia. La verdad, dijo, es lo que funciona. «Lo “verdadero”, para decirlo muy
brevemente, no es más que lo conveniente en relación con nuestro pensamiento, así
como “lo bueno” no es más que lo conveniente en relación con nuestro
comportamiento.» La elección de terminología en el caso de «lo (moralmente) bueno»
resulta un tanto chocante, pero la idea de que llamamos «verdaderas» a las verdades
convenientes es una idea lo suficientemente natural como para que la adopte un
pragmático. La objeción a ello, empero, es evidente: hay falsedades útiles, y hay
verdades sin utilidad práctica, de modo que el hecho de que creer algo resulte útil no es
una garantía de su certeza.

James creyó que había resuelto un problema dejado inconcluso por quienes afirman la
perogrullada de que, en cierto sentido, la verdad es un «acuerdo» entre nuestras ideas y
la realidad. Preguntó: «¿Qué es este “acuerdo”, y qué es esta “realidad”?». La
naturaleza de la relación de acuerdo, correspondencia o encaje entre lo que tenemos en
la cabeza y lo que hay fuera, en el mundo exterior (o en algún otro reino, como el de
objetos abstractos como números) ha sido siempre extremadamente difícil de
especificar. Si uno niega que la mente es un mero espejo que, de algún modo, refleja la
realidad; si se afirma que en lugar de ello interactúa con la realidad para efectos
prácticos, se percibe cómo la «verdad» se puede percibir constituida conjuntamente por
esa relación. El modo en que analicemos la realidad y lo que creamos al respecto tiene
mucho que ver con nuestras necesidades y nuestros intereses, y, por supuesto, con las
facultades perceptivas y cognitivas desarrolladas para ello. Esta idea posee un
característico aroma kantiano.

Las motivaciones de James al adoptar el pragmatismo tienen mucho que ver con el
clima intelectual de la segunda mitad del siglo XIX. Tras el auge de la ciencia y de la obra
de Darwin, había tensiones entre la perspectiva vital que conllevaba la ciencia y las
perspectivas tradicionales de la religión, así como entre las moralidades asociadas a
ambas. James describía a quienes insistían en el enfoque científico como «de mente
dura», y a los otros como «de mente tierna». Aceptaba la liberación de la ciencia, pero
deseaba que en su perspectiva hubiera también espacio para la religión. Veía el
pragmatismo como la respuesta, porque, aunque está conforme con las exigencias de
una postura de mente dura, también ofrece una defensa de las ideas de mente tierna, al
señalar que creer es útil y beneficioso. Este argumento lo contradijo Bertrand Russell,
quien señaló que empujaba a James a defender que la proposición «Papá Noel existe» es
cierta.

Dewey desarrolló la noción de investigación como búsqueda de «creencia


establecida». Describió cómo esta comenzaba en una «situación» inestable y buscaba
convertir esa situación en una coherente. La incertidumbre en que comienza la
investigación no se debe solamente a que el investigador carece de creencias
apropiadas, sino que es más bien función de las creencias inadecuadas del investigador
y de la naturaleza objetivamente inestable de la situación en la que tiene esas creencias.
Así, en conjunto, propician la necesidad de hacer que la situación se determine. Esto
implica que las «situaciones» son estados objetivos de los que el investigador y sus
creencias forman parte; se relaciona con la idea, compartida por todos los pragmáticos,
de que la experiencia —percepción, pensamiento e investigación— es un todo en el que
no somos meros recipientes pasivos de impresiones sensoriales, sino que inferimos y
conceptualizamos activamente un mundo, y justificamos nuestras creencias en torno a
él por referencia a cómo encajan unas con otras, una noción de justificación por
«coherencia». Dewey señaló que comenzamos desde la perspectiva de participantes en
el mundo, en medio de cosas con las que ya estamos interactuando y tratando, incluso
antes de comenzar a filosofar; no partimos de una posición de tabula rasa.

De esta visión pragmática de las creencias como esencialmente herramientas se


desprende que el escepticismo no es una opción y, por lo tanto, no es un punto de
partida válido para la investigación, como pretendía Descartes. El falibilismo implícito
en el pragmatismo no constituye una forma de escepticismo, porque, como sostenía
Peirce, aceptar la falibilidad de las creencias no es lo mismo que afirmar que son falsas,
y es coherente con la opinión optimista de que la investigación acabará convergiendo, al
menos en muchas de ellas, validándolas. En cualquier caso, una postura de duda exige
por sí misma justificación, y dado que por sí misma es improductiva, provoca el deseo
de retirarla en la búsqueda de las creencias estables y útiles que necesitamos.

Quienes comentan el pragmatismo suelen conectarlo con el conductismo, en


psicología, y con el instrumentalismo, en filosofía de la ciencia: este último consiste en
la noción de que las teorías científicas son modos de organizar nuestro pensamiento
acerca de los fenómenos y predecir su comportamiento, y que los conceptos en ellas no
se corresponden a entidades y procesos realmente existentes. Es fácil interpretar a
Dewey de este modo debido a su identificación, con el nombre de «la falacia filosófica»,
de la idea de que los términos de nuestras teorías sobre el mundo y sobre la mente son
referenciales, más que dispositivos inventados con el propósito de resolver problemas.
Los pragmáticos creyeron que esto les permitía trazar un camino entre el idealismo y el
realismo en metafísica, un sendero más fiel a los dictados del método científico y, al
mismo tiempo, como deseaba James, respetuoso con la validez de otras regiones de
creencia más «de mente tierna».

Hay entre los pragmáticos, no obstante, notables diferencias. Peirce creía que la
aplicación del método científico daría como resultado ideas impersonales y objetivas:
una perspectiva de mente dura para investigadores de mente dura. Las características
de las creencias que satisfacen este enfoque son los resultados observacionales de su
aplicación. El interés de James en permitir espacio para preocupaciones «de mente
tierna» implica que la satisfacción en cuestión es no solo observacional, sino también
emotiva. El libro que proporcionó al pragmatismo una mayor circulación en su
momento, Pragmatismo: un nuevo nombre para viejas formas de pensar, de James, hizo que
el pragmatismo sirviera a propósitos personales y subjetivos, para decepción de Peirce;
pues, si Peirce estaba interesado en hacer de la filosofía algo más científico, James la
hizo más psicológica.

El interés de Dewey era, también aquí, diferente. Ponía el centro de atención en la


sociedad y en la ética social, y veía las creencias como instrumentos creados por los
seres humanos para poder navegar la realidad social en la que habitan. Se puede decir
que tomó la explicación de la verdad de James, de «valor al contado», y la llevó un paso
más allá, al afirmar que lo que valida una creencia es el acuerdo social con respecto a
considerarla como tal, basado en su aprobación social. Pero esto no era algo que dejar al
azar; la educación es el camino ideal para asegurar que la sociedad se vigile a sí misma
con respecto a qué creencias es mejor tener como guías vitales.

Hay en esta idea una incoherencia: dar a la educación el valor de «lo que produce una
sociedad cuya aprobación valida las creencias que tiene como guía» implica que hay
algún otro criterio para identificar las creencias que merecen aprobación y que, gracias a
la educación, nos pueden ayudar a vivir mejor. Dewey ensalzaba la idea de una
comunidad racional, y de la educación como el proceso que la produce; pero la idea de
racionalidad es vacua si cualquier cosa que guste a la comunidad a modo de creencias
constituye su verdad. Juzgar entre creencias que compiten entre sí exige algo más que la
casualidad de las preferencias.

Varios filósofos estadounidenses se han identificado con el pragmatismo en la


filosofía reciente, entre ellos Richard Rorty, Hilary Putnam, Robert Brandom y Cornel
West. Las diferencias entre ellos hacen que aplicarles la etiqueta sea un tanto
desconcertante, a menos que se aplique a todos ellos la caracterización que hace Putnam
del pragmatismo como la combinación de las siguientes ideas: que el escepticismo
requiere tanta justificación como la creencia; que ninguna creencia es inmune a la
posibilidad de revisión si aparecen nuevas pruebas; y que las consideraciones acerca de
la aplicación práctica de nuestras creencias constriñen lo que podemos decir y pensar.
El «neopragmatismo» bien puede ser algo totalmente diferente: a veces se lo identifica
como la idea posmoderna de que la verdad siempre es relativa al contexto social.
Aunque es fácil ver por qué esta idea puede afirmar ser la heredera de Dewey, Peirce le
pondría reparos.
Parte IV
La filosofía del siglo XX
Quien observe la historia de la filosofía del siglo XIX, y cómo se desarrollaba contra el
telón de fondo de los avances en ciencias naturales, matemáticas y lógica, el efecto
social del debate darwiniano y los enfoques sistemáticos y eruditos —especialmente en
Alemania— a la crítica textual y a las ciencias sociales, habría sido capaz de prever un
cisma en torno al enfoque de la tarea filosófica durante el siglo XX. Este cisma consiste
en dos corrientes: una bastante bien definida, llamada «filosofía analítica», y otra más
difusa consistente en una o más ramas, de modo engañoso, pero que se ha dado en
denominar convencionalmente «filosofía continental».

La primera corriente, la «filosofía analítica», es la dominante en el mundo


anglohablante. No se trata de una escuela, o de un corpus doctrinario, sino que es
reconocible en sus varios métodos e intereses compartidos, y por su continuidad con la
tradición empírica de la historia de la filosofía. Se ha visto influida por innovaciones en
lógica y ciencia, y, bien usándolas, bien bajo su influjo, se centra en un conjunto de
consideraciones acerca de la verdad, el significado, la naturaleza de la mente y los
conceptos utilizados para pensar acerca del valor. La idea motivadora para esta
corriente es que, mediante un exhaustivo análisis de estos temas, se podrá arrojar luz
sobre las preocupaciones tra-dicionales de la metafísica, la epistemología y la ética, o, al
menos con respecto a algunos problemas filosóficos tradicionales —como pensaban, de
modos distintos, los positivistas lógicos y Wittgenstein y sus seguidores—, demostrar
que son espurios.

Los «fundadores» de la filosofía analítica —los pensadores de inicios del siglo XX que
dieron a este estilo de filosofía su primer impulso— son Bertrand Russell y G. E. Moore.
La obra de este último, en especial, desempeñó un papel importante a la hora de colocar
la lógica formal en el centro de los métodos y preocupaciones de la filosofía analítica.
Otros grandes nombres son Rudolf Carnap, Ludwig Wittgenstein, W. V. Quine,
Elizabeth Anscombe, Richard Hare, P. F. Strawson, Michael Dummett, Donald
Davidson y Hilary Putnam.

La mayoría de las historias de la filosofía analítica otorgan también un lugar


destacado al alemán Gottlob Frege como uno de los fundadores identificables del
movimiento. Esto se debe a que su obra influyó en Russell, y a que Wittgenstein —que
en un momento dado, en el siglo XX, atrajo una ingente cantidad de seguidores—
aseguraba haberse sentido influido por él. En realidad, Frege comenzó a ser conocido en
filosofía tan solo después de la Segunda Guerra Mundial, y únicamente obtuvo el
reconocimiento y el estatus que han llevado a algunos a situarlo en esa posición de
fundador gracias a los monumentales estudios de su obra escritos por Michael
Dummett en el último tercio del siglo XX. Lo cierto es que sus innovaciones en lógica
fueron de gran importancia por derecho propio, y entre los pocos que las conocían y
apreciaban estaban Russell, quien no podría haber desarrollado sus propias
innovaciones en formalismo lógico sin la obra de Frege, Giuseppe Peano y otros lógicos
del siglo XX.

El surgimiento de la filosofía analítica coincidió con la mayor y más rápida expansión,


desde la Edad Media, de la cantidad de gente que enseñaba y escribía filosofía en
instituciones académicas. Así pues, como era de esperar, el siglo produjo decenas de
filósofos sobresalientes cuya obra atrajo la atención y los aplausos de sus colegas. Libros
y publicaciones profesionales, conferencias y clases magistrales, y florecientes
departamentos de filosofía en las universidades conforman, juntos, un rico y fértil
campo de actividad. Se podría complementar la corta lista de «grandes nombres» con
una larga lista de individuos notables dignos de mención, y que no faltarían en una
enciclopedia.

La otra corriente de la filosofía del siglo XX, a la que se ha dado la engañosa etiqueta
de «filosofía continental» debido a que sus figuras iniciales más destacadas escribieron
en alemán y francés, continuó y expandió la tarea de comprender la experiencia y la
naturaleza de la realidad en la tradición hegeliana, y aplicó la reflexión filosófica de un
modo más amplio a asuntos de la vida y de la sociedad, un poco a la manera de
Nietzsche. Entre sus grandes nombres se encuentran Edmund Husserl, Martin
Heidegger, Jean-Paul Sartre, Jacques Derrida, Gilles Deleuze y, en relación con la
extensión del área filosófica hacia la sociología y más allá, Michel Foucault y Jürgen
Habermas. Pero la «filosofía continental» tiene muchos partidarios y colaboradores
también en la comunidad filosófica anglohablante, lo que niega la condición geográfica
de su nombre, y está tan asociada, divulgativamente, a corrientes y movimientos como
a «grandes pensadores»: la fenomenología, el posmodernismo, la deconstrucción, el
existencialismo, la teoría crítica de la Escuela de Fráncfort, la teoría psicoanalítica,
etcétera.

Al igual que la filosofía analítica, la continental ha presenciado una amplia expansión


del personal, y no solo en el entorno académico. Aunque hay departamentos de filosofía
en prácticamente todo el mundo que son principal o exclusivamente «continentales» en
su enfoque, aquellos interesados o influidos de algún modo por la filosofía continental
no se encuentran solamente en los departamentos de filosofía, sino también en los de
sociología, literatura, derecho y otros departamentos universitarios. Esto es
consecuencia de la poderosa atracción ejercida tanto por los pensadores como por los
temas implicados.
En las páginas que siguen trato por separado la filosofía analítica y la continental, y
ofrezco un resumen de algunos de sus pensadores más destacados y de sus temas más
importantes.
11
Filosofía analítica

La filosofía analítica no es un corpus doctrinario, sino un estilo de hacer filosofía,


dirigido hacia un conjunto reconocible de preocupaciones clave. No es realmente un
nuevo estilo, excepto en una cosa en especial: el empleo de herramientas extraídas de la
nueva lógica que Frege, Russell y otros desarrollaron alrededor de finales del siglo XIX y
principios del XX. Más allá de eso, la cuidadosa argumentación y clarificación
practicadas por la mayor parte de los grandes filósofos de la historia se dan en ella,
como de costumbre. En su búsqueda de la claridad y la precisión, en su clarificación de
conceptos y relaciones entre ellos, en el uso de nuevas herramientas lógicas, en su
atención a ideas de la ciencia que puedan arrojar luz a problemas filosóficos, los
filósofos analíticos enfatizan el detalle sobre la «panorámica general» en sus
explicaciones de los objetos de estudio. Las preocupaciones principales —la verdad, el
significado, el conocimiento, la naturaleza de la mente, los conceptos de la ética— no
son nuevos para la filosofía, pero han sido cruciales durante toda su historia. Lo nuevo
es lo que el énfasis en el detalle y las mejoradas herramientas de la lógica han permitido
a los filósofos lograr con relación a ellos.

La mejor explicación que se puede dar de la filosofía analítica es mostrar un ejemplo


de su obra. Aquello que el filósofo de Cambridge Frank Ramsey, trágicamente fallecido
en plena juventud en 1930, describió como «un paradigma de filosofía» es una teoría
propuesta por el gran fundador de la filosofía analítica, Bertrand Russell. La teoría es
que, si uno analiza la estructura subyacente de las cosas que decimos, empleando la
lógica para explicitar totalmente esa estructura, se podrá resolver una cantidad notable
de problemas filosóficos. Explicar esta idea exige un poco de contexto.

Recordemos que John Locke, en el tercer libro («De las palabras») de su Ensayo sobre el
entendimiento humano, había propuesto la idea de que el significado de una palabra es
una idea en la mente de la persona que la usa. Eso es algo que superficialmente resulta
plausible, pero una breve reflexión demuestra que no puede ser cierto. Las ideas son
privadas; las palabras, públicas; las palabras tienen que poseer el mismo significado
para la mayoría de sus usuarios, pero ¿cómo puede una persona estar segura de que la
idea en la mente de una persona es igual a la idea de la mente de otra persona cuando
ambas emplean la misma palabra? La teoría de Locke implica que lo que sucede en
comunicación es que se codifica una idea en habla o escrito, se transmite mediante
ondas sonoras o marcas en papel, y luego un oyente o lector la descodifica. ¿Qué son
esas relaciones de codificación y descodificación? Surge el mismo problema que antes:
¿qué garantía hay de que los manuales de codificación de emisor y receptor coincidan?
¿Qué garantiza que el receptor entienda exactamente lo que pretende el emisor? Y
nuevamente nos preguntamos: ¿qué tipo de cosa es la idea que un tér-mino general —
digamos, por ejemplo, perro— significa? ¿Es la imagen mental de un tipo de perro en
particular, con su raza, tamaño y color determinados, o es una imagen de una mezcla de
todas las razas, tamaños y colores? Si el caso es el primero, ¿cómo representa a todos los
perros? Si es el último, bueno ¿cómo puede haber una imagen así?

A la luz de las dificultades que entraña la sugerencia de Locke, gana terreno una idea
aparentemente mejor y, en realidad, muy antigua: que el significado de una palabra es
lo que denota. Esta propuesta también puede parecer plausible. Si uno quiere enseñarle
a alguien el significado de la palabra pañuelo, una buena manera es mostrarle un
rectángulo de tela de algodón de las empleadas para enjugarse la cara o sonarse la
nariz. Se llama a esto «teoría denotativa del significado». Lamentablemente, solo
algunas palabras de la lengua —los sustantivos— denotan cosas; otras palabras —los
verbos— transmiten información sobre acontecimientos o actividades; y otras —
adjetivos y adverbios— describen las propiedades de las cosas o el modo en que se dan
los acontecimientos; otras palabras ni denotan ni describen, sino que solamente poseen
funciones dentro de las frases: palabras como y, o, la, etcétera (estas pequeñas palabras
tienen un nombre largo: son palabras «sincategoremáticas»). Es más: muchos
sustantivos denotan cosas que no están en el espacio-tiempo, sino que son ficticias,
como unicornios y dioses, o abstractas, como el número nueve y la propiedad de la
blancura. Obviamente, un realista con respecto a los universales diría que blancura
denota una cosa existente, pero como hemos demostrado varias veces en las páginas
precedentes, esa idea es, como mínimo, controvertida. Y ¿qué pasa con los unicornios y
similares? ¿Qué se denota con esas palabras? Estas preguntas suscitan problemas para
la teoría denotativa.

Estas dificultades quedan bien ejemplificadas por la noción de que si una palabra ha
de denotar algo para poseer significado, una palabra con significado ha de denotar algo.
De modo que la palabra unicornios, que posee significado, ha de denotar unicornios, y
dado que no creemos que los unicornios existan en el espacio-tiempo como entidades
físicas en el reino zoológico, nos vemos obligados a creer que poseen algún tipo de
existencia no física. Una sugerencia es que no existen, sino que subsisten, en una especie
de semiexistencia, una categoría metafísica incómoda y mal definida que parece creada
ad hoc para apuntalar la teoría denotativa del significado. Posee la absurda consecuencia
de que, si yo hablo de mi «hermano número un millón y uno», de inmediato tengo un
millón de hermanos que subsisten, además de mi hermano real, de carne y hueso.
A Bertrand Russell le convenció la idea de que el significado es la denotación, y en
principio esto significa que tenemos que tragar con la idea de las entidades subsistentes.
Pero en ese punto, su «vívido sentido de la realidad», como lo describió, se rebeló
contra esa idea, y llegó a una solución al problema de cómo mantener la teoría
denotativa del significado sin la florida ontología —el catálogo de lo que existe— que
parece exigir. Se trata de decir que solo hay dos palabras en el lenguaje que sean
expresiones genuinamente denotativas; todos los demás términos aparentemente
denotativos son en realidad descripciones camufladas. Las dos palabras auténticamente
denotativas son las partículas demostrativas este y ese. Está garantizado que denotan
algo siempre que se las emplea, como cuando uno señala un objeto y dice: «esa cosa
ahí». Pero cuando usamos la palabra unicornio estamos usándola como abreviación de
«algo que posee la propiedad de ser un unicornio», y dado que no hay nada de lo que
uno pueda decir «esto (o eso) posee la propiedad de ser un unicornio», no se denota
nada.

Veamos cómo funciona esto en relación con un problema como el siguiente.


Supongamos que alguien dice: «El actual rey de Francia es sabio», pese a que hoy en día
Francia no tiene rey. ¿Es esto cierto o falso? A primera vista, la tentación es decir que es
falso. De modo que... ¿hace esto que la frase «El actual rey de Francia no es sabio» sea
cierta? Una vez más, estamos tentados de responder que no, que es falsa. De modo que
ambas afirmaciones, la de que el rey de Francia es sabio y la de que no es sabio, son
ciertas. ¿Cómo es posible? Si una de las afirmaciones es falsa, ¿no tiene que ser, acaso,
que su opuesta sea cierta? Pero al reflexionar un momento uno ve que la razón de que
ambas sean falsas es que Francia no tiene rey; no hay nada a lo que se pueda aplicar la
descripción «el actual rey de Francia».

Russell tomó esta idea para demostrar que, mientras que las formas superficiales de la
lengua pueden conducir a error en cuanto a lo que se está diciendo realmente, se puede
mostrar lo que realmente se está diciendo haciendo explícita su «forma lógica»
subyacente. Hacerlo demuestra que la frase «el actual rey de Francia» parece una
expresión denotativa, pero en realidad es una abreviación de «algo que posee la
propiedad de ser rey de Francia». De modo que la oración es, en realidad, dos
oraciones, que dicen (1) «hay algo que tiene la propiedad de ser rey de Francia» y (2)
«ese algo es sabio». Es ahora visible que esta afirmación puede ser falsa de dos maneras
distintas: que (1) sea falsa, o que (1) sea cierta pero (2) sea falsa.

Russell llegó a subrayar que cuando se usa el artículo «el/la», se implica unicidad, es
decir, que solo hay una cosa con la propiedad en cuestión: «El actual rey de Francia».
De modo que deberíamos analizar «El actual rey de Francia es sabio» como tres
oraciones: (1) hay algo que es el actual rey de Francia; (2) solo hay una cosa así, y (3) ese
algo es sabio. En colaboración con su colega A. N. Whitehead, Russell ideó una notación
para la lógica formal y consideró que proporcionaba un modo absolutamente inteligible
y claro de exponer la estructura subyacente de frases como «El actual rey de Francia es
sabio». Creía que su notación constituía el «lenguaje perfecto» para aclarar conceptos.
En esta notación, el análisis de la frase «el actual rey de Francia es sabio» arroja esta
cadena de símbolos:

ЗxFx & [[(y)Fy → y = x] & Gx]]

que se pronuncia: «Existe algo, x, que posee la función F (siendo F “el actual rey de
Francia”); y cualquier otra cosa, sea lo que sea, llámese y, que posea la función F, es
idéntico a x [esto hace referencia a la unicidad de “el”]; y x tiene la propiedad G (G =
“ser sabio”)».

Russell tenía una segunda y muy importante motivación para esta Teoría de las
Descripciones, como se la denominó. Ya se ha sugerido previamente; tiene que ver con
el hecho de que la lógica clásica se basa en que hay dos y solo dos valores, verdadero y
falso, de tal manera que si una proposición no es verdadera, es falsa; y si es falsa, no es
verdadera. Esto se conoce como bivalencia («dos valores»). Parece algo obvio que
verdad y falsedad cubren todas las posibilidades que hay entre ambas, pero no es así;
hay más modos en los que una proposición puede no ser verdad que tan solo siendo
falsa: por ejemplo, careciendo de sentido; o por carecer totalmente de valor de verdad; o
quizá porque hay más de dos valores de verdad, pongamos tres, o cuatro: ahora hay
sistemas lógicos con muchos valores de verdad. La idea de que una proposición puede
tener un tercer valor de verdad «ni verdadero ni falso» la sugiere lo siguiente.
Supongamos que digo «El hombre de la calle está silbando». Tú miras por la ventana;
hay un hombre y está silbando. «Eso es cierto», dices. Supongamos que cuando miras
por la ventana hay un hombre, pero no está silbando. «Falso», dices. Pero ¿y si cuando
miras por la ventana no hay ningún hombre? ¿Es la proposición «El hombre de la calle
está silbando» verdadera o falsa cuando no hay ningún hombre? «Ninguna de ambas»,
puedes responder... y así te encomiendas a un tercer valor de verdad, «ni verdadero ni
falso». A veces se emplea la expresión «brecha de valor de verdad» para describir esta
tercera opción.

¿Por qué no tratar «El actual rey de Francia es sabio» como «ni verdadero ni falso»,
bajo los mismos criterios? Russell, y está lejos de ser el único, se negó a tomar esta ruta.
Abandonar la bivalencia crea dificultades: por ejemplo (uno importante) implica
abandonar la «ley de la doble negación», en la que decir no no p es lo mismo que decir p,
porque dos negaciones se anulan mutuamente, y esto solo puede suceder si los valores
de verdad de no p y de p son alternativas directas y exclusivas. Y allí donde no tenga
dominio la ley de doble negación, tampoco lo tiene el «principio del tercero excluido»,
que dice que «todo es bien A, bien no A», excluyendo una tercera posibilidad. Dejar de
lado este principio implica que hay cosas que no son A ni son no A. A primera vista,
parece sencillamente ilógico.

Habría que señalar, no obstante, que la ley del tercero excluido no se aplica en
mecánica cuántica; como Hamlet le dijo a Horacio, el mundo es un lugar más extraño de
lo que creemos. Lo mismo vale con la lógica y las matemáticas «intuicionistas», donde
los valores de verdad no son verdaderos o falsos, sino demostrables y no demostrables.
Pensémoslo: si bien decir «no es no» es decir «es», porque los dos noes se anulan
mutuamente, decir «no es demostrable que no es demostrable» no es lo mismo que
decir «es demostrable». De modo que en lógica y matemáticas intuicionistas, las leyes
de doble negación y de tercero excluido no se sostienen.

Pero hay otras razones para que nos aferremos a la bivalencia. Sin ella, corremos
riesgos de indeterminación y ambigüedad. Por ejemplo, supongamos que uno defiende
—como hacen muchos filósofos— que conocer el significado de una frase consiste en
conocer sus «condiciones de verdad», es decir, aquello que la hace verdadera o falsa.
Esto implica que toda oración con sentido ha de considerarse como decididamente falsa
o verdadera, sepamos o no cuál de ambas. Si las oraciones pudieran también ser «ni
verdaderas ni falsas» —si permitimos que haya «brechas de valor de verdad»— en ese
caso, la explicación que se da de en qué consiste el significado se complica mucho más.
Más adelante explicaremos en detalle algunas de estas argumentaciones.

Esta digresión acerca de la Teoría de las Descripciones de Russell, y de algunas de sus


implicaciones filosóficas y lógicas, ilustran cómo funciona la filosofía analítica. Todas y
cada una de las argumentaciones apenas esbozadas aquí se debaten al detalle, y se
exploran y refinan estas y otras argumentaciones acerca de referencia, descripciones,
significado, verdad, bivalencia, «forma lógica», etcétera. Un rasgo común de todas estas
investigaciones es el método de examinar los conceptos analizándolos, investigando lo
que implican y qué suponen, qué significan realmente cuando se los sitúa bajo
escrutinio y cómo se conectan a otros conceptos. Algunos lectores se mostrarán
aliviados al saber que la filosofía analítica no se escribe en símbolos lógicos, como
parecería ser el caso por el ejemplo anterior; también tomarán nota de que una
argumentación precisa y un examen metódico de conceptos y teorías no es, en realidad,
muy diferente de lo que han hecho desde siempre Platón, Locke, Hume y otros
filósofos. La novedad es aquello que se toma prestado de las novedades en lógica.

Vale la pena subrayar desde el principio que la palabra análisis denota toda una gama
de distintas técnicas. Puede significar descomponer algo hasta llegar a sus
constituyentes básicos; a esto se lo llama «descomposición», como cuando uno
desmonta un reloj para inspeccionar el mecanismo. Puede significar demostrar que algo
se puede explicar en términos de otra cosa que es más básica que la original; a esto se lo
denomina «reducción», como cuando uno demuestra que los pensamientos en la mente
son actividades electroquímicas de las neuronas del cerebro. Puede implicar buscar su
«esencia», o definir propiedades de algo. Puede implicar colocar el concepto en una
relación reveladora con otros conceptos, como cuando uno ve que comprender el
concepto necesidad es más fácil si se comprenden sus relaciones con posibilidad y realidad.
Puede implicar interpretar o traducir un concepto a otros conceptos más claros. Puede
implicar rastrear la historia del desarrollo del concepto. Por norma general, las técnicas
de la filosofía analítica son una combinación de algunos, de la mayoría o de todos estos
procedimientos. El objetivo es aclarar y comprender: la ambición es que los más difíciles
problemas de la filosofía puedan resolverse o, como esperan algunos pensadores en
relación con algunos problemas tradicionales, «disolverse», es decir, que se demuestre
que no son problemas en absoluto.

BERTRAND RUSSELL (1872-1970)

Bertrand Russell tuvo una larga vida, y se dedicó a mucho más que a la lógica y a la
filosofía: se presentó dos veces como candidato a miembro del Parlamento (ambas
veces, en apoyo al sufragio femenino) y, tanto durante la Primera Guerra Mundial como
en las últimas dos décadas de su vida, hizo campaña a favor del desarme y la paz
mundial. Escribió libros, tanto técnicos como «populares»; fundó y durante un tiempo
dirigió una escuela; fue columnista de un diario estadounidense durante varios años y
ganó el Premio Nobel de Literatura. La suya fue una vida asombrosamente activa y
vigorosa, vivida en la defensa de causas siempre liberales y progresistas, y siempre
chispeante gracias al ingenio, la claridad y lo incisivo de su mente.

Fue también, por ello mismo, una vida llena de controversia. El Trinity College de
Cambridge lo despidió por su oposición a la Primera Guerra Mundial, y sus actividades
antibelicistas lo llevaron a la cárcel tanto entonces como al final de la última década de
su vida; la última ocasión, por su oposición a las armas nucleares. Durante su juventud
hizo campaña a favor de concepciones sensatas del divorcio y de la educación sexual;
años más tarde la hizo contra la guerra de Vietnam. A medida que envejecía se hacía
más radical. En su juventud fue (y describía jocosamente haber sido) un pedante, una
noción heredada de una abuela de austera moral que lo crio: la condesa Russell, viuda
del primer ministro y conde Russell. La experiencia relajó su actitud. Se casó varias
veces, y uno de sus libros más controvertidos, Matrimonio y moral, le costó perder su
empleo en Nueva York por culpa de moralistas ofendidos —lo que lo dejó casi en la
miseria—, aunque quince años más tarde ganó el Premio Nobel de Literatura. Cuando
se le concedió la Orden al Mérito —la mayor distinción posible en el sistema honorífico
británico—, el rey Jorge VI le dijo, en la ceremonia de entrega: «Se ha comportado usted
a veces de un modo que sería reprobable que todo el mundo adoptase», a lo que Russell
respondió que lo que uno hace depende de lo que uno es; pongamos por ejemplo, dijo,
la diferencia entre un cartero y un niño travieso que se dedican, ambos, a llamar a todos
los timbres de una calle. El rey no supo qué responder.

El empuje que dio Russell a la fundación de la filosofía analítica contó con la ayuda de
su joven colaborador en Cambridge G. E. Moore. En efecto, Russell, siempre generoso a
la hora de alabar a otros, dijo que Moore le dio el primer impulso hacia el abandono del
idealismo hegeliano que había adoptado como estudiante. Pero la tierra para hacerlo
había sido fértil desde antes. A su llegada a Cambridge, Russell fue discípulo de su
padrino, John Stuart Mill, pese a mostrarse en desacuerdo con su explicación de las
matemáticas. Su primer libro filosófico, que publicó diez años más tarde, fue un estudio
de Leibniz; en él escribió: «Que toda filosofía sensata debería comenzar por un análisis
de las proposiciones es una verdad demasiado evidente, quizá, como para pedir una
prueba». Pero antes de ello, y por influencia de los capos de la filosofía de Cambridge,
se convirtió en un neohegeliano. McTaggart consiguió inocularle una visión negativa
del empirismo, y G. F. Stout le convenció de creer en el Absoluto. Decidió que se podía
y se debía comprender la naturaleza del Absoluto desde la perspectiva de la ciencia, y
resolvió acometer el ambicioso proyecto de escribir algo similar a la «enciclopedia de las
ciencias» hegeliana, pero empleando los avanzados conocimientos científicos
disponibles en la década de 1890 (elaboró su plan mientras residía en Berlín, en 1895).

El concepto era hegeliano, pero, pese a las prevenciones de Bradley con respecto a
investigaciones improvisadas, que, sostenía, siempre llevan a contradicciones, Russell
empleó la técnica de Kant de los «argumentos trascendentales»1 para examinar aspectos
particulares de la experiencia y la realidad, intentando así construir una única y
comprehensiva explicación del Absoluto. Comenzó con la geometría y pasó a la
aritmética, pero pronto su proyecto encontró dificultades. Esto se debe a que la teoría de
relaciones necesaria para apoyar una tesis idealista absoluta es insostenible: no se puede
dar coherencia a las diferencias entre puntos espaciales, o entre números, a menos que
se acepte que hay relaciones asimétricas y externas.
Russell había estado intentando escribir un ensayo (quizá un libro) informalmente
llamado «Un análisis del razonamiento matemático» —partes de este llegaron a formar
parte de su gran obra filosófica Los principios de las matemáticas (1903)— en el que
intentaba superar las implicaciones que llevaban a contradicciones de la doctrina de las
relaciones internas.2 Cuando vio que esto no podía hacerse, dio la vuelta a su
argumentación y, en su lugar, empleó las contradicciones como reductio de la doctrina.
Un importante motivo para hacerlo fue su primer encuentro con G. E. Moore (1873-
1958).

Moore llegó a Cambridge dos años después que Russell, con una ignorancia casi total
con respecto a filosofía, y la discreta ambición de convertirse en maestro de escuela
(«enseñar los clásicos a preuniversitarios», en sus propias palabras). En Cambridge
asistió a clases de McTaggart y de otros, y decidió dedicar la segunda parte de su grado
universitario a la filosofía. Aprendió con McTaggart, al que admiraba, y en
consecuencia también él se convirtió en neohegeliano, pero solo durante un tiempo;
pronto cedió a un cierto sentido de la sorpresa ante algunas de las cosas que se
afirmaban en filosofía, y en especial llegó a creer que las aserciones de McTaggart acerca
de la irrealidad del tiempo eran no solo absurdas, sino «perfectamente monstruosas».
Dijo que, aunque la mayoría de los filósofos aseguraban estar motivados por una
sensación de maravilla ante el universo, su caso era diferente: era una sensación de
maravilla ante las tonterías que decían otros filósofos.

El resultado neto de las discusiones entre Russell y Moore fue que ambos rechazaron
las doctrinas clave (monismo e idealismo) del neohegelianismo, y adoptaron el
pluralismo y el realismo. Durante este proceso se encomendaron a la idea de que el
método correcto en filosofía es el análisis de juicios o proposiciones que, en opinión de
Moore, existen independientemente de los actos de juzgarlos, y que consisten en
complejos de conceptos.

El pensamiento de Moore en esta época, entre la década de 1890 y el inicio del siglo
XX, le llevó a escribir su mayor obra filosófica, Principia Ethica. Durante la misma época,
Russell trabajaba en ideas que finalmente le llevarían al inmenso proyecto, que escribió
en colaboración con A. N. Whitehead, de los Principia Mathematica. Como sugiere el
punto de partida de su gran esquema de una absoluta e idealista «enciclopedia de todas
las ciencias», las matemáticas se encontraban en el centro de sus intereses filosóficos.
Fue una de sus razones para escribir acerca de Leibniz, cuya metafísica se encontraba
muy influida por sus ideas lógicas y matemáticas. Leibniz había imaginado una
characteristica universalis, un lenguaje perfectamente claro y ordenado, en el que se
pudieran expresar las matemáticas, las ciencias y la metafísica sin ambigüedades, y en
el que los problemas se pudieran resolver mediante «cálculo» y superar así el
desacuerdo. Esta idea inspiró la creencia de Russell de que la lógica podía ser ese
lenguaje; dio forma a la aspiración, por parte de muchas personas influidas por Russell
y Frege, de que el análisis lógico del lenguaje sería el camino perfecto para solucionar
los problemas fundamentales de la filosofía.

Durante la segunda mitad de la década de 1890, Russell elaboró una serie de análisis
intensivos: su tesis doctoral Un ensayo sobre los fundamentos de la geometría (1897); An
Analysis of Mathematical Reasoning (en algún momento entre 1897 y 1899); un manuscrito
inédito titulado «Fundamental Ideas and Axioms of Mathematics» (1899); un borrador
inédito de Los principios de las matemáticas (1899-1900); su libro sobre Leibniz (1900) y
luego Los principios de las matemáticas (1903). También había escrito un libro sobre el
marxismo en Alemania, La socialdemocracia alemana, en 1896. Mientras, el trabajo para los
Principia Mathematica estaba ya avanzado; la obra generó material para numerosas obras
derivadas, como el ensayo «Sobre la denotación» (Mind, 1905), que contenía la famosa
Teoría de las Descripciones, así como las semillas de ideas que posteriormente Russell
desarrollaría, acerca del espacio, el tiempo y la materia como «construcciones lógicas».

La evolución de las ideas de Russell en los años previos a Los principios de las
matemáticas le convencieron de que las matemáticas puras (aritmética, análisis y
geometría) descansan sobre la lógica: «Las matemáticas puras tratan exclusivamente
con conceptos definibles en términos de una cantidad muy reducida de nociones lógicas
[y] sus proposiciones se pueden deducir de una cantidad muy reducida de principios
lógicos fundamentales». Esta idea —que las matemáticas se pueden reducir a ló-gica—
se denomina «logicismo», y su inspiración fueron los poderosos nuevos desarrollos en
lógica del siglo XIX. Entre esos desarrollos se encontraba la revolucionaria obra de Frege,
incluido su tratamiento de la cuantificación —que se explica más adelante— y de ideas
provocadas por asociación, que Frege aplicó a su propio intento de derivar la aritmética
de la lógica. Russell supo de la obra de Frege por Giuseppe Peano en un congreso
internacional de matemáticas celebrado en París en 1900, y adaptó algunos de sus
aspectos a su propio proyecto logicista.

El logicismo estaba motivado por el deseo de resolver dos grandes rompecabezas


acerca de las matemáticas: uno, de tipo epistemológico; el otro, metafísico. El
epistemológico es el siguiente: ¿qué justifica que afirmemos que sabemos verdades
matemáticas como «1 + 1 = 2»? El rompecabezas metafísico es este: ¿qué son las
entidades u objetos a que nos referimos en matemáticas? Ambos problemas están
conectados: sería justo que afirmáramos saber que «1 + 1 = 2» si tan solo supiéramos qué
son 1 y 2, y cómo comprendemos «+» e «=». Estos problemas no habían quedado
resueltos con el tratamiento otorgado por Kant a las verdades matemáticas como
«sintéticas» a priori, basadas en las «formas de sensatez» que organizan la «intuición»
(experiencia sensorial) espacial y temporalmente, y subyacentes, por lo tanto, a la
geometría y a la aritmética, respectivamente. La primera sugerencia de que las
matemáticas son analíticas, y no sintéticas, se atribuye a Richard Dedekind (1831-1916),
quien, como Frege, estaba influido por la moda de la «aritmetización» de ciertas ramas
de las matemáticas, cuya base es que los cimientos de la aritmética y el análisis (una
parte de las matemáticas desarrollada a partir del cálculo) son meramente conceptuales.
Frege siguió creyendo que la geometría era sintética a priori, pero sostenía que la
aritmética poseía una base totalmente distinta. De igual modo, Dedekind sostenía que
las intuiciones geométricas no tenían lugar a la hora de idear una «base científica para la
aritmética».

El propio Russell había deseado desde hacía mucho tiempo ver las matemáticas
colocadas sobre cimientos incuestionables. De niño, su hermano mayor Frank le enseñó
geometría, pero cuando el niño cuestionó sus puntos de partida —las definiciones y
axiomas— su hermano le dijo que tenía que aceptarlas o que, de otro modo, no podrían
seguir. A Russell le encantó la belleza de Euclides; en realidad, el reino de las
matemáticas al completo, pero le molestaba que se asentara en cimientos que había que
aceptar a ciegas. Por lo tanto, la idea de demostrar que las matemáticas se apoyan en la
lógica era profundamente atractiva.

Fue «en el último día del siglo XIX» (el 31 de diciembre de 1900)3 cuando Russell acabó
su primer borrador de Los principios de las matemáticas. Solo cinco meses más tarde
descubrió una paradoja que amenazó toda la empresa, y que, cuando se la explicó a
Frege por carta, poco más tarde, hizo que este abandonase el logicismo, desesperado.
Frege escribió a Russell: «Tu descubrimiento de la contradicción me ha sorprendido
más allá de toda explicación [...] me ha dejado como alcanzado por un rayo, porque ha
sacudido los cimientos sobre los que deseaba construir la aritmética [...]. Es incluso
peor, porque parece socavar [...] los únicos cimientos posibles para la aritmética como
tal». Frege no tardó mucho en abandonar sus intentos, pero Russell continuó luchando
por hallar maneras de evitar el problema, y también, finalmente, en vano.

La historia del proyecto de Russell y de su devastadora paradoja es la siguiente.


Señalemos primero la noción intuitiva de conjunto, colección o clase de cosas: una
colección de tazas de té en una bandeja; un conjunto de vacas en un rebaño. Frege y,
tras él, Russell buscaban definir el número o cantidad en términos de clases. Tomemos
una clase cuyos miembros sean un cuchillo y un tenedor; otra clase constituida por
marido y mujer; otra clase cuyos miembros sean una vaca y un toro: son, todas ellas,
clases de pares o parejas. Esto nos ofrece un modo de definir el número 2: «2» es la clase
de todas las clases de parejas. De igual modo, 3 es la clase de todas las clases de tripletes
(la clase que contiene todas las clases de este tipo: una clase contiene cuchillo, tenedor y
cuchara; otra, madre, padre e hijo; otra, una vaca, otra vaca y un toro, etcétera). Esto
puede repetirse con todos los números. De un modo un poco más preciso: «el número
de una clase es la clase de todas las clases que son similares a ella», frase en la que
similar es un término técnico de teoría de conjuntos que especifica qué se obtiene en una
relación unívoca entre los miembros de las clases en cuestión.

Pese a las apariencias, esta no es la paradoja en cuestión, aunque parece circular, pues
los conceptos de parejas, tripletes, cuádruples, etcétera, no contienen el concepto de
número: un camarero que no sepa contar sabría colocar cuchillo, tenedor y cuchara al
poner la mesa.

Sin embargo, ahora vemos asomarse la paradoja. A fin de prepararnos para ella,
pensemos en esta otra paradoja relacionada. En una aldea hay un barbero que afeita a
los hombres —a todos los hombres y solo a estos hombres— que no se afeitan a sí
mismos. ¿Se afeita a sí mismo, o no? Si lo hace, no lo hace; si no lo hace, lo hace. Por
razones obvias se la llama «la paradoja del barbero». La paradoja de Russell es esta:
pensemos en que algunas clases son miembros de sí misma y otras, no. La clase de
todas las clases es, obviamente, miembro de sí misma, porque es una clase; pero la clase
de los hombres no es un hombre, como resulta obvio. Ahora bien: ¿qué pasa con la clase
de todas las clases que no son miembros de sí mismas? Si es miembro de sí misma, no
es miembro de sí misma; si no es miembro de sí misma, es miembro de sí misma.

El que el concepto de clases pueda arrojar una contradicción resulta letal para
cualquier sistema construido sobre su utilización. Aunque los detalles de cómo esto
creó problemas en las empresas de Frege y Russell son complejos, el esbozo sirve para
señalar por qué arruinó las esperanzas de Frege y por qué obligó a Russell a buscar
numerosas maneras ad hoc de evitar el problema —en definitiva, insatisfactorias—,
sobre todo mediante una «teoría de tipos» que pretendía ordenar las clases en una
jerarquía tal que (hablando de un modo un tanto esquemático) solo clases de un tipo
inferior pudieran formar parte de una clase de tipo superior.

Sin un modo de evitar la colisión con la paradoja, Russell no podría haber procedido
con su programa logicista. Los dispositivos que creó —la teoría de tipos y dos
controvertidos axiomas— acabaron permitiéndoles, a él y a su colaborador A. N.
Whitehead, completar la gigantesca obra Principia Mathematica, publicada en tres
volúmenes que vieron la luz, respectivamente, en 1910, 1912 y 1913. Los gastos de
impresión de los volúmenes, con sus cientos de páginas de símbolos lógicos, fueron tan
elevados que Russell y Whitehead tuvieron que pagar parte de ellos de su propio
bolsillo. El gigantesco manuscrito tuvo que ser transportado a las oficinas de
Cambridge University Press en un carrito para bebés.
Se han descrito los Principia Mathematica como una de las tres grandes obras de lógica
de todos los tiempos, junto al Organon aristotélico y a Grundgesetze der Arithmetik [Leyes
básicas de la aritmética] de Frege.4 Una de las razones para ello es que la notación
desarrollada por Whitehead y Russell hizo de la lógica una herramienta mucho más
eficaz y accesible, y reveló muchas más de sus posibilidades y usos. Esto allanó el
camino a importantes desarrollos posteriores en lógica y filosofía, algunos de ellos
llevados a cabo por el propio Russell. Otras opiniones acerca de los Principia
Mathematica, pese a reconocer su fructífero carácter en términos filosóficos, no han sido
tan positivas. El brillante lógico austriaco Kurt Gödel escribió acerca de ellos: «Es de
lamentar que esta primera presentación, comprehensiva y elaborada, de una lógica
matemática y de la derivación matemática que de ella se sigue carezca hasta tal punto
de precisión formal en sus cimientos que representa, a tal efecto, un notable retroceso si
se la compara con Frege. Lo que falta, por encima de todo lo demás, es una explicación
precisa de la sintaxis del formalismo». Aunque certero, es un juicio duro: sin los avances
mismos de los Principia Mathematica, habría sido más difícil percibir lo que se necesita
para una explicación formal precisa de sus cimientos.

Entre las consecuencias importantes de esta obra se cuenta toda la obra filosófica
posterior de Russell. Una vez liberado de sus tareas en el gran libro, dirigió su atención
a una pregunta central en casi todo lo que hizo en filosofía desde entonces: la cuestión
de cómo deriva la ciencia de la experiencia. Nótese que esta cuestión no es la misma de
cómo —o si— la experiencia justifica la ciencia; no es un intento de refutar el
escepticismo acerca de la posibilidad de conocimiento científico. Lo que Russell deseaba
era explicar los cimientos del conocimiento en la experiencia empírica, tal y como
habían intentado hacer, de distintos modos, Locke, Hume y Mill. Y para él, el
paradigma del conocimiento era la ciencia. Permaneció coherente toda su vida en la
búsqueda de este objetivo, aunque sus estrategias cambiaron varias veces, y sus últimas
ideas implicaron significativas cesiones.

Al principio, la empresa de Russell adoptó el camino de mostrar cómo las nociones


fundamentales de la física —que en 1912, año de la publicación de su obra Los problemas
de la filosofía, eran espacio, tiempo, causalidad y materia— resultan exhaustivamente
«verificados» por la observación y el experimento. Para la época en que realiza el último
intento de esta tarea, en su libro El conocimiento humano. Su alcance y sus límites (1948), la
física se había deshecho de la causalidad y la materia; el espacio-tiempo había
sustituido a espacio y tiempo, y Russell había acabado aceptando aquello que había
rechazado enérgicamente tildándolo de «contrarrevolución ptolemaica de Kant» contra
la objetividad científica (por poner una vez más la mente humana en el centro del
universo), es decir, que hay aspectos a priori no eliminables en toda explicación de cómo
la ciencia surge de la experiencia.
Este último cambio en su pensamiento fue considerable para Russell, porque
implicaba abandonar su antaño pura forma de dedicación empirista a la idea de que la
experiencia sensorial es la base del conocimiento. Había distinguido el «conocimiento
por descripción» del «conocimiento por familiaridad», este último derivado de aquel, y
aquel consistente en «contacto cognitivo directo» con algo: «Estamos familiarizados con
todo aquello de lo que somos directamente conscientes, sin el proceso intermedio de
inferencia ni conocimiento previo de verdades». El conocimiento por descripción, en
cambio, es el conocimiento indirecto, y su justificación descansa, en último término, en
su inferencia a partir de la familiaridad. Por ejemplo, mi conocimiento de que el Everest
es la montaña más alta del planeta es indirecto, pero en último término se basa en el
hecho de que existe conocimiento por familiaridad (no necesariamente mía) que me
proporciona la base para ello.

La técnica que Russell aplicó en las primeras fases de su programa se denominaba


«construcción lógica». Acuñó el término «dato sensorial» para denotar una impresión
sensorial —el objeto inmediato de consciencia en la experiencia— y propuso considerar
los objetos físicos como construcciones lógicas a partir de datos sensoriales reales y
posibles. Imaginemos que percibimos una mesa: experimentamos visualmente formas
de color que percibimos como el mantel y, pongamos por caso, parte de las patas; y
damos por sentado que, si nos concediésemos la experiencia de hacer cosas tales como
mirar la mesa por debajo del mantel o rodearla, obtendríamos más datos sensoriales del
mismo tipo. La totalidad de los datos sensoriales que creamos y que podríamos tener
constituye la mesa; esta es la construcción lógica a partir de ellos.

Esta idea, que en posteriores desarrollos se denominaría «fenomenalismo» —entre los


fenomenalistas se encuentran Rudolf Carnap y otros positivistas lógicos del Círculo de
Viena, así como A. J. Ayer—, se parece mucho al idealismo de Berkeley, pero se
distingue de este por un detalle crucial. Berkeley explica la existencia de un objeto
actualmente no percibido por mí, ni por ningún otro ser finito, como siendo percibida
por un ubicuo y omnipresente «espíritu infinito», o Dios. Esa es la razón por la que la
mesa de mi habitación existe incluso si yo ni nadie más está allí presente para percibirla;
la está percibiendo el espíritu infinito. Para los fenomenalistas, la existencia actualmente
no percibida de la mesa consiste en la «verdad desnuda» (es decir, una verdad no
apoyada ni explicada por nada más) de una afirmación «condicional contrafactual» que
reza: «Si yo estuviera ahora en mi habitación, vería la mesa». Una afirmación
condicional es una afirmación «si-entonces»; un condicional contrafactual es uno cuya
parte «si» afirma algo que no está sucediendo (es contraria a los hechos). Nótese que los
verbos de una frase condicional contrafactual están siempre en tiempo subjuntivo: «Si
yo fuera... entonces haría...», lo que denota que lo que se quiere decir es «Si yo fuera
(pero no lo soy)... entonces haría...».
La dependencia de condicionales contrafactuales «apenas ciertos» es uno de los
principales fallos de este enfoque. ¿Qué hace que esos condicionales sean verdad? Es un
hecho poco útil de los condicionales en general, para estos propósitos, que son siempre
verdaderos si la parte «si» de ellos es falsa; esto es meramente consecuencia de la lógica
de la condicionalidad (véase el Apéndice sobre lógica para la tabla de verdad de p → q,
«si p, entonces q»). ¿Cómo puede girar en torno a esto una teoría epistemológica? Sin
embargo, sin aceptar la verdad desnuda de los contrafactuales es imposible «construir»
objetos físicos a partir de la experiencia sensorial de ellos, porque esta experiencia
sensorial que tenemos de ellos es siempre parcial y limitada, de tal modo que la
cantidad de datos sensoriales reales y posibles que constituyen putativamente el objeto
es tal que uno nunca podría «reducir» exhaustivamente el objeto a experiencias.

Podemos argumentarlo de otro modo: decir que un objeto es una construcción a partir
de datos sensoriales reales y posibles es decir que las afirmaciones acerca de objetos
físicos pueden traducirse en afirmaciones acerca de experiencias sensoriales reales y
posibles. Pero una traducción tal no podrá realizarse sin restos: siempre habrá
afirmaciones acerca de objetos que superen a las afirmaciones acerca de experiencias
sensoriales posibles o reales. Entre ellas se incluyen afirmaciones acerca de las
experiencias sensoriales de otras personas, y afirmaciones en las que se hace referencia a
todos los lugares y momentos en los que se pueden experimentar los datos sensoriales
que constituyen el objeto.

Estos argumentos están relacionados con un problema que Russell se negó a


enfrentar, porque adoptó hacia él la misma actitud de desdén que Locke: el problema
de los retos escépticos a la experiencia como base del conocimiento. Otros teóricos de
los datos sensoriales, como A. J. Ayer, se tomaron este problema en serio y descubrieron
que hace caer todo el proyecto fenomenalista. Si el fenomenalismo estuviese en lo cierto,
dijo Ayer, debería haber «un paso deductivo a partir de descripciones de la realidad
física a descripciones de apariencias posibles, si no reales. Y, a la inversa, la existencia
de los datos sensoriales debe ser condición suficiente para la existencia del objeto físico;
ha de haber un paso deductivo desde las descripciones de apariencias reales o [...]
posibles, a descripciones de la realidad física. —Pero, añade Ayer—: La objeción
decisiva al fenomenalismo es que ninguna de esas exigencias queda satisfecha».

En el prefacio a El conocimiento humano, Russell señala que los términos creencia,


verdad, conocimiento y percepción poseen usos comunes imprecisos que requerirán una
progresiva aclaración. Los conceptos de estos términos tienen que analizarse como
preparativo para la tarea de síntesis que consiste en mostrar cómo los objetos de
creencia y percepción están «construidos lógicamente» a partir de la experiencia. Esta
fue siempre su metodología. Pero, al fin, tras muchos intentos de crear un relato de
cómo la experiencia subyace a la ciencia, desde Nuestro conocimiento del mundo exterior
(1914), pasando por el Análisis de la mente (1921) o el Análisis de la materia (1927), y la
acepción de una idea llamada «monismo neutral», expuesta por vez primera por James,
de que tanto mente como materia son expresiones de una sustancia más fundamental,
llegó a la conclusión, en El conocimiento humano (1948), de que solo se puede pasar de la
experiencia a la ciencia con ayuda de ciertos principios a priori. Estos principios a priori
son lo que él denomina «postulados», y encarnan creencias acerca de la causalidad, la
permanencia relativa de las cosas físicas y la validez de las generalizaciones inductivas.
Los describió como creencias «instintivas», como había hecho Hume. Pero al ser
conocidas a priori, mientras se aplican a cómo son realmente las cosas en el mundo, son
sintéticas a priori, en el sentido kantiano, aunque Russell nunca afirmó que fueran
«trascendentalmente necesarias»; en efecto, la epistemología de El conocimiento humano
es falibilista y tentativa, muy lejos de la búsqueda de cimientos sólidos que había
impulsado su obra en lógica y matemáticas, y que él había dicho —en la primera frase
de Los problemas de la filosofía— que eran lo que la filosofía buscaba descubrir.

Quizá la fase más importante del trayecto que acabamos de describir, desde el punto
de vista de su conexión tanto con la primera época filosófica de Wittgenstein como con
el desarrollo del fenomenalismo, fue la de «atomista lógico» del pensamiento de
Russell. A veces Russell decía que «la lógica es la esencia de la filosofía» para comunicar
su idea de que las formas superficiales del lenguaje son engañosas y de que es, por lo
tanto, necesario analizar su estructura subyacente mediante el preclaro lenguaje de la
lógica. Este análisis se pone a prueba en la Teoría de las Descripciones. Aplicar el
mismo análisis estructural al mundo del que habla el lenguaje, y mostrar las conexiones
entre las estructuras, respectivamente, del mundo y del lenguaje ofrecieron a Russell la
explicación que buscaba. En su libro La filosofía del atomismo lógico, escrito mientras
estaba en prisión en 1918, sostenía lo siguiente. El mundo consiste en una pluralidad de
cosas, todas las cuales poseen cualidades y se relacionan con las demás cosas. Una
descripción del mundo debería ser más que una lista de objetos: también requeriría una
explicación de sus cualidades y relaciones. Las cosas, con sus cualidades y relaciones,
constituyen hechos, y los hechos se expresan con proposiciones. A las proposiciones
que expresan «hechos básicos», es decir, que sencillamente afirman que algo posee una
cierta cualidad o que está relacionado de tal modo con otra cosa, Russell las
denominaba «proposiciones atómicas». Cuando las proposiciones atómicas se combinan
entre ellas por medio de las palabras lógicas y, o o si... entonces, constituyen
proposiciones complejas o «moleculares». Estas son extraordinariamente importantes,
porque la posibilidad de inferencia depende de ellas. Por último, hay «proposiciones
generales», como «todos los hombres son mortales», que requieren la aceptación de
algunos principios generales además de la prueba empírica proporcionada por la
familiaridad con los objetos y propiedades referidas en las proposiciones atómicas.
Los «átomos» del mundo a los que se ha llegado por análisis son datos sensoriales
particulares, «pequeños retales de color o sonidos, cosas momentáneas», y son también
propiedades como «blancura» y relaciones como «después de» o «junto a». Una razón
para llamarlas «átomos» es que, en este contexto, son cosas a la vez básicas o
fundamentales, y lógicamente independientes entre sí. Analizar símbolos complejos
(proposiciones) desmontándolos en los «símbolos sencillos» de los que están
construidos —las proposiciones atómicas— nos permite una conexión directa entre los
términos que hay en ellos y estos átomos de experiencia. En un «lenguaje lógicamente
perfecto» (la lógica de los Principia Mathematica), los componentes últimos de las
proposiciones atómicas se corresponderán unívocamente con los constituyentes
atómicos de los hechos. Idealmente, a todo objeto atómico le correspondería su propio
símbolo único e individual.

Los átomos del mundo son sencillos —cosas que no pueden analizarse más— y su
vida es muy corta; se trata de datos sensoriales fugaces, de modo que los complejos que
constituyen, los hechos, son «ficciones perfectas» construidas basándose en ellos.
Estamos familiarizados con los átomos; todo lo demás lo conocemos por descripción.

Las «clases de atomismo lógico» esbozan un programa, más que ofrecer una
metafísica y epistemología detalladas, pero incluso así sugieren dificultades, entre ellas
las siguientes. La teoría intenta, de un modo ambicioso, proporcionar una explicación
empírica del significado que comprenda ideas acerca del conocimiento, la percepción y
la mente, y lo hace dando por sentado que hay una sola manera correcta de representar
la estructura subyacente del lenguaje en lógica. Esto es, como mínimo, cuestionable.
Russell incluye, entre los objetos de familiaridad directa, no solo los objetos sencillos,
sino sus cualidades y relaciones, tratando también a estas como si fueran sencillas y no
analizables. Cita los retales de colores como ejemplos de tales átomos, pero los colores
no pueden ser atómicos, porque no son lógicamente independientes entre sí. Tuvo que
retroceder rápidamente con su idea de que los componentes más sencillos de la base de
la estructura lógica son datos sensoriales —átomos de experiencia— y tuvo que afirmar
que solo se los puede conocer por inferencia como límite del análisis. Pero entonces
descarrila la ambición de conectar la física —que es un corpus de conocimiento
descriptivo— con una base experimental que proporcione una conexión directa entre
símbolos sencillos y entidades sencillas.

El Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein expone una versión de esta idea pero


de un modo mucho más riguroso, sistemático y conciso (que expongo más adelante).
Algunas de las propuestas que Russell y Wittgenstein desarrollaron, cada uno a su
manera, ya las habían debatido previamente cuando Wittgenstein era discípulo de
Russell en Cambridge, antes de la Primera Guerra Mundial.
Russell nunca se vio a sí mismo como un filósofo moral, aunque ciertamente era un
moralista —no del tipo puritano; más bien, lo opuesto—, pero en realidad hizo
genuinas aportaciones a la teoría moral, adelantando el emotivismo (la idea de que los
juicios éticos son en realidad expresiones de cómo se siente quien juzga acerca del tema
en cuestión) y la «teoría del error» (la idea, asociada sobre todo a J. L. Mackie, de que,
dado que los juicios éticos no son objetivos, son falsos). A la luz del hecho de que
Russell tenía opiniones muy marcadas acerca de lo bueno y lo malo —la Primera
Guerra Mundial era un error; las armas nucleares eran malas; pegar a los niños está
mal; la hipocresía es mala; la amabilidad y la compasión son buenas; la paz es buena—,
no hay conexión directa entre su teoría y la práctica.

Los escritos populares de Russell sobre temas sociales y de moralidad estuvieron


entre las influencias que contribuyeron a liberar al menos el mundo occidental de
algunos de los excesos de la moral victoriana, y sus populares escritos de filosofía
atrajeron a muchas personas a los temas en cuestión. Se convirtió en un sabio al que
preguntaron, en su vejez, qué mensaje desearía transmitir al mundo, y él respondió
poniéndose a la altura del desafío, con su tono decimonónico, que esperaba que la
racionalidad y la paz acabasen triunfando sobre la locura a la que la humanidad es tan
propensa. Puede que el rey Jorge y otras personas guardaran ciertas reservas con
respecto a la vida privada de Russell, pero, mirado en conjunto, no cabe la menor duda
de que fue un gran hombre.

GOTTLOB FREGE (1848-1925)

Russell conoció la obra de Gottlob Frege gracias al lógico Giuseppe Peano, pero, como
él mismo admitió, no acabó de comprenderla bien en su totalidad, en gran parte debido
a la notación, muy poco intuitiva, que Frege creó para exponer su nueva y poderosa
extensión de la lógica. Entre los primeros en apreciar la importancia de su obra, aparte
de Peano, Russell y unos pocos más, estaban los lógicos Alonzo Church y Kurt Gödel.
Se pueden remontar los inicios de la reputación de Frege a una alusión a su obra hecha
por Russell durante sus Conferencias Lowell en Harvard, en 1914, publicadas con el
título de Nuestro conocimiento del mundo exterior, en la que afirmaba que Frege había
ofrecido «el primer ejemplo completo» del «método lógico-analítico en filosofía». En el
número de 1915 de Monist se publicaron extractos del primer volumen del Grundgesetze
der Arithmetik [Leyes básicas de la aritmética] de Frege, traducidos por Johann
Stachelroth y Philip Jourdain, quienes citaron la frase de Russell para explicar el
proyecto de Frege en sus introducciones.

Sin embargo, la comunidad filosófica conoció más a fondo a Frege cuando, en 1952,
Peter Geach y Max Black publicaron traducciones de parte de su obra.5 Escribieron: «Un
objetivo de este volumen es que los lectores anglohablantes dispongan de los ensayos
de lógica de Frege más importantes, que se encuentran dispersos en varias
publicaciones periódicas ya extintas, en alemán [...]. El profesor Ryle y lord Russell han
sido de la máxima utilidad al prestarnos artículos de Frege que, de otro modo, habrían
sido casi imposibles de conseguir». Como demuestran estas líneas, las ideas de Frege
eran casi inaccesibles a menos que uno fuese un lector versado en matemáticas y
alemán, con facilidad para conseguir libros y publicaciones raras. A su obra la sucedió
un extenso tratado sobre las ideas de Frege por parte de William y Martha Kneale en El
desarrollo de la lógica (1962) que, a su vez, precedió por una década la publicación de la
gran obra de Michael Dummett, Frege: Philosophy of Language (1973), el primero de una
serie de libros magistrales acerca de (e influidos por) Frege, que corroboraron su
importancia como figura seminal de la filosofía analítica.

En efecto, en su propia historia de la filosofía analítica, que él mismo definió de un


modo tan idiosincrático como controvertido como la idea de que «solo se puede obtener
una explicación filosófica del pensamiento a través de una explicación filosófica del
lenguaje», Dummett atribuye su origen al Grundgesetze de Frege, asegurando que ofrece
el primer ejemplo claro de «giro lingüístico», la esencia de la filosofía analítica. Algunos
de los temas característicos proceden, en efecto, de la necesidad de Frege de
proporcionar herramientas mucho más afiladas que las que ofrece el lenguaje ordinario
para llevar a cabo su plan de demostrar que la aritmética y la lógica son una misma
cosa. Dijo que su Begriffsschrift [Ideografía] guardaba la misma relación con el lenguaje
común que «el microscopio con el ojo». Pero en el proceso de creación de este nuevo
lenguaje lógico magnificó consideraciones y conceptos filosóficamente importantes
acerca del lenguaje común hasta darles relevancia.

Frege nació en la ciudad hanseática de Wismar, en la costa báltica de Alemania, hijo


del fundador y director de una escuela para niñas. Lo educaron en la fe luterana y
estudió en un Gymnasium local antes de asistir a las universidades de Jena y Gotinga.
Tras el preceptivo examen, se convirtió en Privatdozent en Jena, y durante los siguientes
cinco años dio clases sobre una variada temática del currículo estudiantil de
matemáticas. El pequeño libro en el que establecía su Begriffsschrift se publicó en 1879, y
tras ello fue nombrado professor extraordinarius (profesor contratado), lo que significaba
un salario y seguridad. El Begriffsschrift constituyó un avance revolucionario en lógica,
pero lo difícil de su notación impidió que se lo apreciase como tal o, incluso a veces, que
se lo comprendiese.

En 1884, Frege publicó Die Grundlagen der Arithmetik, un folleto escrito en términos
relativamente informales como introducción a la obra técnica que llevaría a cabo más
tarde en su Grundgesetze der Arithmetik (publicada en dos tomos, en 1893 y 1903). El
Grundlagen es, empero, la obra que a la vez contiene e impulsa sus contribuciones
filosóficas más importantes, como demuestran tres ensayos que más tarde demostrarían
ser tremendamente influyentes, «Función y concepto» (1891), «De los sentidos y la
referencia» y «Sobre concepto y objeto» (ambos de 1892).

Como demuestran las fechas de publicación del Grundgesetze, el último volumen


apareció poco después de que Russell comunicase a Frege el devastador descubrimiento
de la paradoja. En el intercambio de misivas entre ambos, unas diez cartas de cada lado,
Russell expuso una serie de argumentaciones que posteriormente desarrolló, y Frege,
tras el choque inicial, buscó su propia solución al problema. Como el segundo volumen
del Grundgesetze estaba a punto de publicarse, Frege añadió un posfacio en el que
explicaba el descubrimiento de Russell y sugería un modo de llevar a buen puerto su
proyecto pese a ello. Insistió en su intento de hallar una solución hasta 1906, cuando, al
parecer, perdió el ánimo y abandonó la que había sido la empresa de su vida. Sin
embargo, en el proceso hizo contribuciones del máximo valor a la lógica y a la filosofía.

Hay que lamentar que, en su vejez, Frege, que fue siempre políticamente conservador,
llegó a expresar opiniones abiertamente fascistas y antisemitas, de la mano de otros que
también apoyaron el surgimiento de la ideología nazi en aquel lugar y aquella época,
entre ellos Martin Heidegger, de quien nos ocuparemos más adelante (véanse pp. 622-
629).

La importancia de Frege en la lógica habla por sí misma: fue una revolución en ella
gracias a que inventó un sistema formal y una notación asociada que es, en realidad, el
cálculo de predicados de la lógica matemática moderna. Russell y Whitehead
inventaron una notación mejorada y más intuitiva para representar la cuantificación y
la estructura de complejos que había desarrollado Frege, e hicieron, así, más accesibles
sus ideas.

Sin embargo, en el proceso de desarrollo de su lógica y de las ideas necesarias para


aplicarla a su principal objetivo, que era demostrar la identidad de aritmética y lógica
(que es lo mismo que decir: demostrar que se puede reducir la aritmética a lógica, que
es analítica), Frege desarrolló también una filosofía del lenguaje, y este aspecto de su
logro es de idéntica importancia. Llegó a una filosofía del lenguaje a través de la
necesidad de explicar la referencia —cómo un término se refiere a objetos o conceptos—
y esto, a su vez, exigía idear una teoría del sentido, que es —por hablar en términos
muy bastos— lo que uno ha de saber acerca de un término para ser capaz de identificar
a qué se refiere.
Es importante subrayar desde el principio el rechazo de Frege al «psicologismo». El
psicologismo es la idea de que los conceptos tienen que explicarse por referencia a los
procesos o estados mentales de quienes los emplean. Entre otras cosas, esto implica que
las leyes de la lógica y de las matemáticas son generalizaciones a partir de cómo
funcionan las mentes. Se decía que la lógica describía las «leyes del pensamiento», y la
psicología es la ciencia de cómo pensamos; de aquí la conexión. En algunas opiniones —
la de Mill, por ejemplo—, conceptos matemáticos como número se creían
empíricamente basados en la experiencia de contar.

Contra tales ideas, Frege argumentaba enfáticamente que la lógica tiene que ver con
un reino objetivo que no tiene relación con cómo piensa la gente, y que por lo tanto no
se puede reducir a consideraciones empíricas o psicológicas. Ofrece un ejemplo de
«autoidentidad» para apoyar esta afirmación. La autoidentidad es el principio de que
todo es idéntico a sí mismo, y es cierto por la definición de la palabra idéntico; no
tenemos que dar la vuelta al mundo examinando todas las cosas para ver si son
autoidénticas. Si el psicologismo fuese cierto, el significado de idéntico estaría
constituido por ideas en el cerebro de diversas personas que piensan en la identidad,
quizá cada una de un modo distinto, y que, quizá, con el paso del tiempo, acaben con
una opinión distinta a la que tenían cuando empezaron. Pero el significado de
«idéntico» no es subjetivo ni depende de modas, dice Frege: es objetivo. Otro modo de
expresar esta argumentación es decir que hay una diferencia entre la creencia de que
una proposición p es cierta, y que p sea cierta. La argumentación de Frege es que la
certeza de p no se puede reducir a la creencia de que p es cierta. Esta es su principal
arma contra el psicologismo.

El debate en torno al psicologismo fue intenso, sobre todo entre los filósofos
alemanes, alrededor del cambio de siglo. Frege convenció a Edmund Husserl de
abandonar su postura psicologista, y fue el antipsicologismo de Husserl el que impulsó
el animado debate en el que los defensores del psicologismo afirmaron, entre otras
cosas, que las leyes de la lógica son normativas y están basadas en consideraciones de
valor. Bajo este punto de vista, el principio de no contradicción, «no pueden ser a la vez,
A y no A», es una ley normativa, un «imperativo» que le dice a uno cómo pensar
correctamente, en este caso, mostrando lo que no debe ser pensado. 6 Frege sostenía que
las leyes de la lógica no son normativas, sino descriptivas, y que solo describen cómo
son objetivamente las cosas. Dado que el empirismo y el naturalismo son formas del
psicologismo, este debate ha continuado desde entonces, y el antipsicologismo ha sido
rechazado, según criterios empíricos o naturalistas, por, entre otros, Moritz Schlick (de
los positivistas lógicos) y por W. V. Quine.
Para demostrar la identidad de lógica y aritmética, Frege necesitaba explicar la
referencia: cómo un término refiere a objetos o conceptos que, de acuerdo con su
antipsicologismo, se han de entender como existentes independientemente de los actos
de referencia o de pensar en ellos. Por lo tanto, tuvo que desarrollar una filosofía del
lenguaje. Para ver la conexión entre lógica y filosofía del lenguaje, nótese primero que el
obje-tivo de esta última es ofrecer una explicación de cómo las expresiones de una
lengua se relacionan con el «universo del discurso» al que se aplica el lenguaje. El
lenguaje ordinario se relaciona con el mundo de las tazas de té, de las personas, de los
árboles y las montañas; la aritmética nos relaciona con números y funciones como la
suma y la resta; el lenguaje de la física nos relaciona con cuarks y leptones, con campos
y fuerzas, etcétera. Una de las relaciones clave es la que hace que lo que decimos sea
cierto o falso; hablando de un modo grosero, una correspondencia (o, en el caso de una
falsedad, la falta de una) entre lo que decimos y cómo son las cosas. Entre las
afirmaciones más sencillas se encuentran las que dicen que una cosa posee cierta
propiedad —por ejemplo, «la bola es redonda»— y damos por sentado que el término
sujeto «bola» se refiere a un objeto del tipo apropiado, y que el término predicado
«redonda», que introduce una propiedad, es la palabra para esa forma en particular.
Para ver si la oración es cierta, debemos comprobar si los términos sujeto y predicado
están correctamente empleados de modo que ambos realicen la contribución apropiada
a la oración en conjunto. La oración está compuesta por los términos sujeto y predicado,
y por el modo en que van unidos —en este caso, gracias al «es» del predicado—, de tal
modo que el valor de verdad de la oración viene determinado por sus partes. Esto se
denomina «composicionalidad», y demuestra por qué en filosofía del lenguaje es una
tarea tan importante descomponer las oraciones hasta sus componentes y comprender
las contribuciones que hacen a la verdad y al significado.7

Tal análisis concierne también a la lógica, porque las conexiones inferenciales entre
oraciones también giran en torno a cómo se relacionan sus partes entre sí. Aquí es
donde la lógica y la filosofía del lenguaje comparten un mismo interés. Ya Aristóteles
había reconocido que las inferencias válidas dependen de cómo se dan los términos en
las oraciones; su teoría del silogismo diferenciaba entre términos sujeto y predicado, y
demostraba cómo la disposición de los términos (y el que las oraciones en las que se dan
sean universales o particulares, negativas o afirmativas) determina las inferencias que
se pueden extraer. Pero una debilidad de esta lógica es su incapacidad para tratar
adecuadamente con oraciones que contienen más de una expresión cuantificadora (los
cuantificadores son expresiones como todas, muchos, la mayor parte de, algunas, al menos
un y todos los números naturales). A esto se lo llama «generalidad múltiple». Un
ejemplo estándar es «Todo el mundo ama a alguien». Esto representa una ambigüedad,
entre que una persona es amada por todas las demás personas, a que todo el mundo
ama a como mínimo una persona que es diferente, en la mayoría de los casos, de todos
los individuos que los demás aman: «Hay alguien que es amado por todo el mundo» y
«Por cada persona existente hay otra a la que la primera ama». Nótese cómo, para
aclarar la primera oración, se requiere una paráfrasis que revele de qué modo las partes
que la constituyen contribuyen al todo. Representar las oraciones mediante un
simbolismo lógico claro acaba con toda ambigüedad, y lo hace, sencillamente,
ordenando adecuadamente los cuantificadores «todo» y «al menos una persona»:

(∃x)(y)(Ayx), que se enuncia: «Existe una x tal que para todas las y, y está en la relación A con x» (hay
alguien a quien todo el mundo ama)

(y)(∃x)(Ayx), que se enuncia: «Para toda y existe una x tal que y está en la relación A con x» (todo el
mundo tiene alguien a quien ama).

Frege se dio cuenta, sin embargo, de que la referencia de términos que se dan en las
oraciones no es suficiente para explicar todos los significados de esas oraciones ni las
relaciones de inferencia que conllevan. Se dio cuenta de esto debido a dos
rompecabezas relacionados provocados por términos referentes. Uno tiene que ver con
afirmaciones de identidad, y el otro, con contextos en los que los términos de referencia
no consiguen contribuir composicionalmente al valor de verdad de las oraciones en las
que se dan.

Pensemos en las oraciones de identidad «1 + 1 = 2»; «Jane Austen es la autora de


Orgullo y prejuicio» y «La estrella de la mañana, Fósforo, es idéntica a la estrella
vespertina, Héspero». Hablando con criterios lógicos, todas ellas tienen una misma
estructura, «x = x», aunque aparecen como «a = b», en donde a y b son expresiones
referentes diferentes, y el significado de «Jane Austen es Jane Austen» es muy diferente
del de «Jane Austen es la autora de Orgullo y prejuicio». Hay una (gran) razón: esta
última oración da mucha más información que la primera. Si bien se puede determinar
la certeza de «x = x» de un solo vistazo, no se puede determinar la verdad de «La
estrella de la mañana es la estrella vespertina» sin algo de astronomía.

Frege lidió con este problema distinguiendo entre la referencia de un término —su
denotación de algo— y el sentido del término, del que, muy informalmente, podríamos
pensar que es su «significado», pero que queda mejor descrito como lo que uno sabe
cuando sabe localizar la referencia (aquello denotado) del término. De modo que «La
estrella de la mañana es la estrella vespertina» es una frase de identidad cierta en virtud
del hecho de que las expresiones «estrella de la mañana» y «estrella vespertina» se
refieren a la misma cosa, pero difieren en su sentido; y esta es la razón por la que,
cuando se descubrió que lo que se creían dos estrellas diferentes, Fósforo y Héspero —
la primera, visible a primera hora de la mañana; la segunda, muy brillante a última hora
de la tarde— eran un mismo objeto celeste (en realidad, el planeta Venus), devino un
descubrimiento excitante pese a tratarse de un ejemplo del bastante aburrido «x = x».

El segundo rompecabezas surge de una consideración de identidad, esta vez en


relación con el hecho de que si a y b se refieren a una misma cosa —son
«correferentes»— entonces, en la oración «a es redonda», uno puede sustituir a por b, lo
que da como resultado «b es redonda» y el valor de verdad de la oración original sin
sufrir cambios debido a la sustitución. A esto se lo conoce como principio de
intersustitutividad de términos correferentes salva veritate («que conserva el valor de
verdad»). Toda lengua en la que se aplique este principio se llama lengua extensional o
lengua funcional de verdad.

Pero pensemos en esto: supongamos que Tom no sabe que Cicerón se llama también
Tulio (su nombre era Marco Tulio Cicerón), pero cree, acertadamente, que escribió De
Amicitia [Sobre la amistad]. Por el principio de intersustitutividad de términos
correferentes salva veritate, los valores de verdad de «Tom cree que Cicerón escribió De
Amicitia» y «Tom cree que Tulio escribió De Amicitia» deberían ser el mismo. Pero dado
que Tom no sabe que Tulio es otro nombre de Cicerón, no creerá que Tulio escribió De
Amicitia, de modo que no podemos sustituir «Cicerón» por «Tulio» y conservar el valor
de verdad. Aquí el principio de intersustitutividad fracasa.

Expresiones como «cree que», «sabe que», «espera que» o «intenta que» son informes
de actitudes proposicionales, es decir, actitudes psicológicas hacia la proposición que
sigue al que en cada caso: «Tom cree que p», «Tom espera que p», etcétera, en la que p es
cualquier proposición. Evidentemente, cuando en un contexto de actitud proposicional
se da una expresión referente, no refiere en su modo directo normal; eso explica el
fracaso del principio de intersustitutividad. Los lenguajes o contextos en los que este
principio no se aplica se denominan «intensionales». Los contextos de actitud
proposicional son intensionales.

Nótese, sin embargo, que el principio de intersustitutividad fracasa solo si tratamos


las expresiones referentes como si funcionaran del mismo modo en contextos de actitud
proposicional que fuera de ellos. Frege, empleando la distinción entre sentido y
referencia, propuso que este no fuera el caso; que los términos referentes que se dan en
tales contextos no refieren a sus referentes, sino a sus sentidos. Dado que los sentidos de
los términos son, a efectos prácticos, «maneras de pensar» en sus referentes, aquello a lo
que nos referimos por «Cicerón» en la frase de actitud proposicional no es el hombre
que tiene ese nombre, sino el modo de pensar que nos permite referirnos a ese hombre.
Dado que los sentidos de «Cicerón» y «Tulio» son diferentes —son maneras distintas de
«presentar» al hombre Cicerón—, los términos «Cicerón» y «Tulio» en el contexto de
actitud proposicional no son correferentes; se refieren a sentidos diferentes. Verbos de
actitud proposicional como cree, espera, etcétera, ejercen un «desplazamiento de
referencia». De este modo no se viola el principio de intersustitutividad; sigue siendo
válido para todos los casos en los que dos o más términos se refieren a la misma cosa,
ya se trate de un objeto o un sentido.

Estas ideas han demostrado su potencia en la filosofía del lenguaje, sobre todo a la
hora de provocar desacuerdos y defensas. Pensemos en el hecho de que parece muy
natural decir que, en «Cicerón escribió De Amicitia» y en «Tom cree que Cicerón escribió
De Amicitia» hablamos de (nos referimos a) la misma persona, Cicerón. En una
conversación habitual no pensaríamos que en el primer caso hablamos del hombre, sino
en el segundo, un «modo de presentación» asociado con su nombre. Es más; parece
indispensable tomar la referencia al nombre como si fuera la misma en ambos contextos
cuando decimos «Cicerón escribió De Amicitia y Tom cree que también él escribió De
Senectute». Se trata de un caso claro de anáfora, en el que comprender a quién se refiere
el él exige comprender expresamente que se refiere a la misma cosa que refiere
«Cicerón». Es así como funcionan los pronombres: su trabajo es conservar la referencia.
La idea de Frege exige una teoría de la anáfora más compleja que la intuitiva.

Los partidarios de Frege tienen respuestas para esta crítica (y para otras); la riqueza y
el alto nivel técnico del debate surgido de la obra de Frege dan fe de su importancia.
Sirve para volver a ilustrar el hecho de que, incluso si no llega a los objetivos que se
había marcado, una investigación puede ser enormemente fructífera solo por el viaje
emprendido.

G. E. MOORE (1873-1958)

Ya hemos mencionado la asociación de G. E. Moore con Russell. Como estudiante, y


posterior receptor de una beca de Cambridge, fue también amigo de Lytton Strachey,
John Maynard Keynes y Leonard Woolf, a través del cual ejerció una notable influencia
sobre el Grupo Bloomsbury como consecuencia de su obra más importante, Principia
Ethica. En esa obra llegaba a la conclusión de que las dos cosas más intrínsecamente
valiosas que valía la pena buscar por sí mismas eran la belleza y la amistad, una opinión
calculada para reverberar con las sensibilidades artísticas y literarias de los miembros
del grupo.8

La decisión de Moore de cambiar sus estudios clásicos por los de filosofía estuvo
influida por McTaggart, que en aquella época era un profesor universitario joven y
enérgico. McTaggart se convirtió en su tutor y, bajo su guía, Moore adoptó una filosofía
idealista. El ensayo de su beca, acerca de la base metafísica de la ética, reconocía una
deuda con Bradley, y al mismo tiempo sometía la ética kantiana a una prolongada
crítica. Para ser exactos, Moore criticaba a Kant por no distinguir entre la actividad
psicológica de realizar juicios y la cuestión de la verdad o falsedad objetiva de esos
juicios. Esto discurría en paralelo al rechazo de Frege al psicologismo, y es uno de los
dos aspectos de la primera filosofía de Moore que sobrevivieron a su abandono del
idealismo.

El otro era su identificación de aquello que, sostenía, era una falacia del pensamiento
ético: definir «el bien» en términos de placer o deseo, es decir, algo que pueda ser
empíricamente identificado como lo que proporciona el concepto de bien con su
contenido. Dado que los candidatos habituales para definir el bien son las propiedades
naturales, tales como placer o felicidad, Moore llamó a esto «la falacia naturalista». En
su lugar, afirmó que el bien (o «lo bueno») es indefinible. Todo intento de explicar o
definir «el bien» es como intentar explicar o definir «amarillo»: uno no puede definir el
color amarillo con palabras o en términos de otra cosa que no sea ello mismo; uno solo
puede mostrar un ejemplo de cosa amarilla a quien desee saber qué significa «amarillo».

Esta argumentación la desarrolló más a fondo en los Principia Ethica. Allí, su


argumentación acerca de la falacia naturalista es la «argumentación de la pregunta
abierta». Si alguien identifica el placer como el bien, se le puede responder: «Esto
resulta agradable, pero la pregunta permanece abierta en cuanto a si es bueno». Para
cualquier propiedad natural propuesta como análisis del «bien», se puede reconocer la
presencia de esa propiedad natural y, aun así, preguntarse si eso que se postula como el
bien es, en efecto, el bien.

Estas ideas han resultado controvertidas. En primer lugar, la «falacia naturalista» está
mal denominada. No se trata de una falacia: puede que sea un error identificar el bien
con alguna propiedad o estado natural, pero hacerlo no es una contradicción ni un error
lógico, y no queda restringido a los candidatos naturales a explicar el bien, porque,
como el propio Moore señala, es igualmente erróneo identificar el bien con algo
trascendente o metafísico, como la orden de alguna deidad; así, «X es bueno porque
Dios lo ordena» es, en opinión de Moore, un ejemplo de la falacia.

Además, no resulta obvio que identificar una propiedad moral con una natural deje
abierta la pregunta «Pero ¿es bueno?». Pues, si una teoría afirma (y, en los mejores
casos, justifica la afirmación) de que el bien es el placer o la felicidad, en tal caso,
preguntar «Pero ¿es bueno?» yerra totalmente el sentido de la teoría, o suscita dudas
contra ella.
La dedicación de Moore a la falacia naturalista le obligó a enfrentarse a la cuestión de
cómo podemos conocer o reconocer el bien cuando lo vemos. Su respuesta, forzada por
su opinión de que el bien es indefinible, es que lo sabemos porque «lo intuimos»;
poseemos una facultad de intuición moral que nos permite reconocer el bien cuando
nos lo encontramos.

A primera vista es improbable. ¿Qué facultad es esta y cómo funciona? ¿Es diferente
en gente diferente, como sugiere la omnipresente evidencia de desacuerdos morales? La
aseveración de que existe una «facultad de intuición moral» no deja espacio para que
nos preguntemos qué puede justificar un juicio moral o, al contrario, qué se puede
invocar para criticarlo, dejando los desacuerdos morales en el terreno de lo indecidible.
El peor de los resultados sería una especie de anarquía relativista, en la que las distintas
personas «intuirían» el valor o carencia de valor moral de las cosas, cada uno a su
manera idiosincráticamente distinta e incluso enfrentada.

Una consecuencia de la idea de Moore en conexión con esto es lo que acabó siendo
denominado «no cognitivismo» en ética: la idea de que cuando la gente hace juicios
morales no está afirmando que algo es verdadero o falso, sino manifestando una actitud
o respuesta emocional, pues no hay nada «allá fuera» en el mundo, un hecho moral o
propiedad, de lo que se está hablando; en lugar de ello, las afirmaciones morales solo
son expresiones de estados psicológicos como aprobación o desaprobación, lo que
significa que pronunciarlos es pronunciar preferencias y deseos, no juicios de correcto y
erróneo, o bueno y malo.

Estos aspectos de las ideas éticas de Moore no son, ciertamente, habituales, pero
cuando se trata de definir cómo hacer lo correcto Moore regresa a una idea utilitarista-
consecuencialista bastante estándar: la de que lo correcto es lo que produzca el máximo
bien. Y, dado que el «utilitarismo del acto» impone sobre nosotros la difícil, si no
insuperable, carga de intentar decidir, en cada ocasión, qué acto producirá el mejor
resultado, Moore cae en una especie de «utilitarismo de las normas» que afirma que
uno debería seguir las normas cuya obediencia tiende a ofrecer los mejores resultados.

Moore también expuso sus ideas en los terrenos de la metafísica y de la


epistemología. En su ensayo «Refutación del idealismo» (1903) caracterizó el idealismo
como la tesis de que esse est percipi, «ser es ser percibido (o experimentado)». Toma
como principal argumentación de los idealistas que negar ese esse est percipi es una
contradicción, y, correlativamente, que debido a que el «es» (est) es el «es» de identidad,
existencia y experiencia son una misma cosa: «amarillo y la sensación de amarillo son
absolutamente idénticos». Si uno puede demostrar que no son «absolutamente
idénticos», se refutará el idealismo; esto era lo que pretendía hacer Moore.
Una argumentación que ofrece es que si «amarillo» y «la sensación de amarillo» son
idénticos, «no habría razón alguna para insistir» en que lo son, y la insistencia en que lo
son indica que, en realidad, no lo son. Aquí habría sido de ayuda la distinción de Frege
entre sentido y referencia como un modo de explicar por qué la argumentación de
Moore no funciona. Otra manera es examinar la motivación tras la afirmación de la
identidad, que es —como sostenía Berkeley— que asegurar que hay dos cosas amarillas
—un amarillo (o amarillismo que provoca su sensación) «ahí fuera» y una sensación de
amarillo «aquí dentro», la primera, inaccesible tras la segunda, pero postulada como su
causa— es duplicar entidades en contra del principio de la navaja de Occam; aún peor,
es afirmar como causa de una entidad mental (la sensación) algo que no es una entidad
mental (un objeto del mundo material), desafiando el principio de que solo las cosas
pueden causar cosas: causas mentales para efectos mentales; causas materiales para
efectos materiales. Moore ignora estos tipos de argumentación para su afirmación sobre
el esse est percipi y se centra exclusivamente en un análisis exhaustivo de los términos
esse y percipi, en detrimento de su propia causa.9

Su segunda argumentación gira en torno a distinguir los actos conscientes de sus


objetos, lo que por sí mismo refutaría el esse est percipi si se demostrara que es inevitable.
La clave de esta argumentación es que en una consciencia de verdor y en una
consciencia de azul hay algo común a ambas, que es la consciencia, y que, por tanto,
esta no es lo mismo que aquello de lo que son esas consciencias. Esto asume, aunque
pendiente de ciertas cuestiones, el carácter de un análisis «acto-objeto» del pensamiento
y la experiencia; un idealista podría abogar, sin embargo, por un análisis «adverbial»,
en el que pensar y experimentar son cosas que se dan en modos, como «experimentar
verdemente» y «experimentar azulmente», en los que solo existe el pensar y
experimentar, pero con un carácter especialmente verde o azul propio cada vez.

Para Moore, la consecuencia directa de estas argumentaciones fue un compromiso,


durante cierto tiempo, con el «realismo directo», la idea de que estamos familiarizados
con cosas «externas al círculo de nuestras ideas y sensaciones» sin la intervención de
ningún soporte de representación, como ideas o sensaciones. Hay aquí un paralelismo
con respecto a su intuicionismo con respecto al bien, y por razones obvias no puede ser
más plausible que aquel. Tuvo que abandonarlo cuando se dio cuenta de que suscitaba
un problema acerca de la falsedad: ¿cómo podríamos nunca estar equivocados si nos
encontramos en una relación sin intermedios con los objetos del pensamiento y la
experiencia? Durante largo tiempo probó una versión de la teoría de datos sensoriales
en la que estos fueran literalmente idénticos a las superficies de los objetos, intentando
así conservar, al menos, algo de la idea del realismo directo. Juzgaba esto necesario
porque, en cuanto uno hace de los datos sensoriales un tertium quid interviniente entre
el mundo y la propia mente, abre la puerta al escepticismo.
Al final, la solución de Moore fue aceptar que los datos sensoriales pueden no ser
idénticos a la superficie de los objetos, y bloquear el escepticismo mediante una robusta
apelación al sentido común: afirmaba saber con completa certeza muchas cosas, como
que poseía un cuerpo, que su cuerpo siempre había estado en contacto con la tierra —o
no muy lejos de ella—, que la tierra había existido durante mucho tiempo y otras
creencias similares basadas en el sentido común. Aseguraba que podemos saber que el
«significado ordinario» de proposiciones de sentido común es «certero y totalmente
verdadero» y que es sencillamente perverso, por parte de los filósofos, cuestionarlos.
Por ejemplo, el significado ordinario de la afirmación de que la tierra ha existido
durante muchos años dice algo indudable, pero los filósofos lo atacan diciendo: «Bueno,
depende de lo que uno quiera decir con “la tierra”, “existir” o “muchos años”».

En su ensayo «Prueba de un mundo exterior» (1939), Moore definió los «objetos


exteriores» como cosas que, para existir, no dependen de ser experimentadas, y
posteriormente afirmó que podía demostrar la existencia de dos de estas cosas. Lo hizo
levantando las manos diciendo: «Aquí hay una mano; aquí hay otra». Evidentemente, a
modo de refutación del escepticismo esto es totalmente inadecuado, pero Moore
aseguró que no intentaba refutar el escepticismo, sino demostrar la existencia de objetos
externos. Esto puede parecer un mero truco de manos (literalmente), porque ignora la
argumentación de Descartes de que toda afirmación de saber (más que de creer) algo ha
de excluir la posibilidad de equivocarse, y las argumentaciones escépticas demuestran
las maneras en que podemos equivocarnos incluso al afirmar saber que «aquí hay una
mano» o «tengo dos manos».

Leer a Moore es ver una muestra de filosofía analítica en pleno funcionamiento, que
consiste en un examen minucioso, lento y meticuloso de conceptos particulares. En
ocasiones esta práctica choca con sus críticas a esa perversidad de los filósofos que
hacen preguntas como «¿Qué quieres decir con “existe”?» y similares. Su técnica estaba
pensada para demostrar que, con la atención debida, se podían despachar los
problemas filosóficos; esta noción, traducida a la idea de que la atención adecuada a los
usos estándares del lenguaje basta para disponer de los problemas filosóficos —e
incluso, en el caso extremo, de la fi-losofía— acabó instalándose en el último
Wittgenstein y en los «filósofos del lenguaje ordinario» de Oxford de la década de 1950.
En el caso de Moore, esta lenta y meticulosa técnica produjo, hay que decirlo, resultados
más bien pobres; en manos de otros filósofos analíticos de importancia, de esa época y
posteriores, este método de análisis minucioso, lento y meticuloso de conceptos y
teorías ha producido resultados de gran interés.

LUDWIG WITTGENSTEIN (1889-1951):


SU PRIMERA FILOSOFÍA
Debido a su personalidad inusual y a sus modos poco ortodoxos, así como al estilo
profético y aforístico de sus escritos y de su método filosófico, Ludwig Wittgenstein
atrajo discípulos entusiastas, muchos de los cuales lo consideraron el filósofo más
importante del siglo XX. Se trata, ciertamente, de una figura atractiva, algunas de cuyas
contribuciones tienen un lugar permanente en el pensamiento de su época, mientras
que otras han tenido influencia más allá de la filosofía, en esferas tan diversas como la
teología o la teoría literaria.

Wittgenstein nació en Viena y fue el más joven de los hijos de un rico industrial, Carl
Wittgenstein, cuya casa era el centro de la vida cultural vienesa. Brahms y Mahler
estaban entre los visitantes habituales; Ravel y Richard Strauss escribieron concertos
para Paul, hermano de Ludwig, cuando perdió un brazo durante la Primera Guerra
Mundial. Su madre, Leopoldine, era católica —las familias por ambas ramas eran judías
conversas en el siglo XIX— y Wittgenstein mantuvo un interés en la religión, si bien poco
ortodoxo, durante toda su vida.

Carl Wittgenstein educó a sus hijos en casa, con escaso éxito, siguiendo un currículo
que él mismo diseñó. Finalmente, cuando cumplió catorce años, enviaron a Ludwig a la
escuela. Incapaz de acceder a un Gymnasium, consiguió plaza en una Realschule de Linz,
en la que tuvo como compañero de clase a Adolf Hitler. Odió la escuela y fue infeliz en
ella, y como consecuencia no tuvo ningún éxito; cuando la abandonó, tres años más
tarde, no tenía las cualificaciones necesarias para entrar en la universidad.

Esto supuso un golpe para Wittgenstein, puesto que había albergado el deseo de
estudiar física con el famoso Ludwig Boltzmann en la Universidad de Viena. En lugar
de ello, su padre lo envió a un colegio técnico de Berlín para que estudiara ingeniería.
Aunque tenía aptitudes naturales para ello —de niño había construido una máquina de
coser— también allí fue infeliz y abandonó al cabo de solo tres trimestres. Pero había
desarrollado el interés en la aerodinámica, en parte debido a una frase de Boltzmann,
según la cual la entonces novísima ciencia aeronáutica necesitaba «héroes y genios»,
héroes que arriesgasen sus cuellos en las frágiles máquinas voladoras más pesadas que
el aire, y genios capaces de hacerlas volar. Así pues, Wittgenstein se dirigió a
Manchester, en Inglaterra, en pos de su nuevo sueño.

Mientras estaba enfrascado en el diseño de una hélice, Wittgenstein se vio cada vez
más interesado en la cuestión de los fundamentos de las matemáticas. Pidió consejo con
respecto a qué leer sobre la materia, y le recomendaron Los principios de las matemáticas,
de Russell. El libro tuvo un efecto revolucionario en él. Con anterioridad tenía pocos
conocimientos filosóficos de fondo, pese a que Schopenhauer, muy de moda a finales
del siglo XIX, era un tema de conversación habitual en casa de los Wittgenstein, donde
tenía admiradores, por lo que Ludwig estaba familiarizado con sus ideas.

Entusiasmado por las ideas del libro de Russell, Wittgen-stein escribió un ensayo
acerca de los fundamentos de las matemáticas y se lo envió a Frege. Este le invitó
amablemente a visitarlo, y procedió —así lo explica el propio Wittgenstein— a «fregar
el suelo» con él, explicándole que, en primer lugar, debía hacer un exhaustivo estudio
del tema, y recomendándole que acudiese a hacerlo con Russell en Cambridge.
Wittgen-stein lo hizo y pasó allí cinco trimestres. Uno de sus amigos, David Pinsent,
escribió que «es evidente que Wittgenstein es un discípulo de Russell, y que le debe
muchísimo». Por su parte, Russell escribía a su amiga lady Ottoline Morrell que
Wittgenstein era «la persona más capaz que he conocido desde Moore».

En el año previo al estallido de la Primera Guerra Mundial, Wittgenstein pasó un


verano en Noruega dedicado al estudio de la lógica. Allí recibió la visita de Moore,
quien tomó notas de algunas de sus ideas. Moore creía que Wittgenstein era un genio
porque era «la única persona que ponía mala cara en mis clases». La influencia de estas
clases en Wittgenstein era más importante de lo que ninguno de ambos probablemente
se daba cuenta, teniendo en cuenta la naturaleza de la filosofía tardía de este.

Durante la guerra, Wittgenstein sirvió en el ejército austriaco, primero en el frente


oriental, como mecánico en una unidad de artillería, y luego, hacia el final de la guerra,
tras haber sido ascendido a oficial, como observador de artillería. Durante su estancia
en el campo de instrucción trabó amistad con el arquitecto vienés Paul Engelmann, y se
enzarzó con él en un debate religioso. Leyó la exégesis que Tolstói hace de los
evangelios, El evangelio abreviado, que le conmovió; más tarde leyó los evangelios
mismos, que juzgó inferiores a la versión de Tolstói.

Hacia el final de la guerra, Wittgenstein fue capturado e internado en Monte Cassino,


con el manuscrito de su Tractatus Logico-Philosophicus en el petate. Consiguió enviar
cartas a Russell e incluso, gracias a la influencia de John Maynard Keynes, una copia de
su manuscrito del Tractatus. Fue liberado a finales de 1919 y se dedicó a intentar que le
publicasen el libro. Tras mucho esfuerzo, consiguió un editor dispuesto a publicarlo con
la condición de que Russell escribiera el prefacio. Cuando Wittgenstein leyó la
introducción de Russell montó en cólera: dijo que Russell no había comprendido sus
ideas y las había plasmado erróneamente, pese a que se habían encontrado en persona
en Holanda poco después de la liberación de Wittgenstein del campo de prisioneros, y a
que habían repasado el manuscrito línea por línea.
El Tractatus fue el único libro que Wittgenstein publicó en vida. Pensó que
solucionaba todos los problemas de la filosofía, y por lo tanto abandonó la disciplina y
se convirtió en profesor de escuela. No tuvo éxito en esa empresa, de modo que probó
con la jardinería y llegó a contemplar la posibilidad de hacerse monje. Le interesaba la
arquitectura, y contribuyó al diseño de la casa de una de sus hermanas. Finalmente,
algunos miembros del Círculo de Viena le convencieron de reunirse con ellos para
debatir sobre su libro; cuando lo hizo, le resultó evidente que no había resuelto todos
los problemas de la filosofía, de modo que regresó a la batalla. En 1929 volvió a
Cambridge y presentó el Tractatus como tesis doctoral. Fue el único título que logró. Le
examinaron Russell y Moore; este último, que estaba en contra del nuevo título de
doctor, escribió en su informe de examinador: «Esta es la obra de un genio; dejando eso
aparte, satisface las exigencias para el doctorado».

Russell consiguió a Wittgenstein una beca de cinco años en Cambridge, tiempo


durante el cual Wittgenstein ofreció seminarios. Sus alumnos tomaban notas, y el
resultado fueron un par de volúmenes, los cuadernos «azul» y «marrón» que circularon
en forma de copias mimeografiadas y causaron un gran revuelo en la comunidad
filosófica. Cuando la beca llegó a su fin, Wittgenstein decidió emigrar a Rusia, pero
cambió de opinión tras una visita. En 1939 Moore se jubiló de su cátedra de filosofía en
Cambridge y se eligió a Wittgenstein para sucederle. Durante la Segunda Guerra
Mundial trabajó, como voluntario, de conserje en un hospital, y regresó a la enseñanza
en Cambridge al acabar la guerra (nunca fue residente, al haber adquirido la ciudadanía
británica). Siempre le disgustó la vida de profesor titular; no comía en la Mesa de
Profesores y evitaba a sus colegas, de modo que en 1947 renunció a su cátedra y se fue a
vivir a Irlanda, donde continuó trabajando en las notas de lo que posteriormente se
publicaría como Investigaciones filosóficas. En 1949 visitó Estados Unidos para ver a su
amigo y exdiscípulo Norman Malcolm, y a su regreso descubrió que tenía cáncer. Pasó
sus últimos dos años viviendo con varios amigos en Cambridge, donde murió en 1951.

Como se puede deducir a partir de este esbozo, Wittgenstein era un individuo


inestable, una persona atormentada: hay quien piensa que esto se debía a su
homosexualidad, objeto de persecución en aquella época, y que le habría hecho sentir
culpabilidad. Era también una personalidad desconcertante, que ejercía una poderosa
influencia sobre los estudiantes que caían ante su embrujo. Su reputación, iniciada por
la admiración que le profesaban Russell y Moore en sus primeras épocas en Cambridge,
y confirmada por el difícil e iniciático Tractatus, resultaba amplificada hasta alcanzar las
dimensiones de secta por parte de sus devotos alumnos e imitadores, que reproducían
su modo de hablar y gesticular, y que trataban la filosofía como si fuese, en conjunto,
cuestión de comprender, mostrarse de acuerdo con las ideas de Wittgenstein y
exponerlas hasta la saciedad. El embrujo se prolongó una generación más tras su
muerte, sostenido por una serie de libros confeccionados a partir de sus voluminosas
anotaciones, y por una buena cantidad de influyentes seguidores que se dedicaron a
interpretar sus ideas y a aplicar sus métodos.

El objetivo de Wittgenstein en el Tractatus era muy de su época: demostrar que se


podían solucionar los problemas de la filosofía mediante la comprensión de cómo
funciona el lenguaje, y que podemos hacer esto último a través de lo que Frege y Russell
intentaron identificar como «la lógica de nuestra lengua». Este pensamiento fue, en
efecto, la clave para toda su filosofía, tanto la primera como la tardía, aun cuando su
filosofía tardía estaba basada en una concepción radicalmente diferente de cómo
funciona el lenguaje.

Los problemas filosóficos que había que solucionar mediante la comprensión de «la
lógica de nuestro lenguaje» eran los tradicionales: el conocimiento, la mente, la
existencia, la realidad, la verdad y el valor. Su solución, según Wittgenstein, no se
consigue enfrentándose a los problemas en sí, sino demostrando que en realidad no son
problemas, que surgen de una mala comprensión del lenguaje. Así, una explicación
correcta de cómo funciona el lenguaje corta de raíz los problemas.

La idea fundamental del Tractatus, adquirida de Russell, es que el lenguaje posee una
estructura subyacente, cuya inspección muestra aquello que se puede decir con sentido.
Para Wittgenstein, lo que se puede decir es lo mismo que se puede pensar, de modo que
cuando una persona ha demostrado todo lo que se puede decir con sentido, ha
mostrado los límites del pensamiento. Más allá de esos límites, la lengua y el
pensamiento carecen de sentido. Es en esta zona exterior, asegura, donde surgen los
problemas filosóficos, como consecuencia de intentar decir lo indecible y de pensar lo
impensable. Así pues, al inicio del Tractatus escribe: «Lo que pueda en absoluto decirse,
puede decirse con claridad; y de lo que no se puede hablar, mejor es callarse». De igual
modo, la última frase del Tractatus es la ya famosa: «Sobre aquello de lo que no se
puede hablar se debe guardar silencio». En una carta a Russell en la que explicaba estas
frases, Wittgenstein señalaba: «La argumentación central [del Tractatus] es la teoría de lo
que se puede expresar mediante proposiciones —es decir, mediante el lenguaje— (y
que, además, es lo mismo que lo que se puede pensar) y lo que no se puede expresar
mediante proposiciones, sino tan solo mostrarse; lo cual, creo, es el problema cardinal
de la filosofía».

Wittgenstein tenía una razón explícita a la hora de sostener esto. Si la tarea correcta de
la filosofía era «no decir nada salvo aquello que se puede decir, esto es, las
proposiciones de las ciencias naturales —algo, por consiguiente, que no tiene nada que
ver con la filosofía—; y siempre que alguien quisiera decir algo metafísico, señalarle que
ciertos signos de sus proposiciones carecen por completo de referencia», ¿excluye esto
la ética, la estética, la religión y los «problemas de la vida» como algo carente de
sentido? No: Wittgenstein deseaba dejar claro que tan solo el intento de decir algo
acerca de ellos es lo que carece de sentido. «Hay, en verdad, lo que no se puede poner
en palabras —dice—. Ello se muestra; es lo místico.» Aquí, mostrar en lugar de decir es lo
único posible. En efecto, Wittgenstein alude a la «segunda mitad, más importante y no
escrita, del Tractatus», lo que significa que el Tractatus muestra desde dentro de los
límites del lenguaje lo que es importante. En otra carta escribió: «Pues lo ético está
delimitado desde dentro, por decirlo de algún modo, en mi libro [...]. Aquello de lo que
muchos están balbuceando hoy en día lo he definido en mi libro manteniéndome en
silencio al respecto».

Las ciencias naturales, incluida la psicología, y las ciencias sociales, comprendidas la


filología, la arqueología, la antropología y la historia, enfocaban la ética, la estética y la
religión desde una perspectiva reduccionista y desmitificadora, explicándolas en
términos naturalistas y empíricos. Las experiencias religiosas eran alucinaciones o
engaños, según los psicólogos; la Biblia era la obra de muchas personas a lo largo de
prolongados lapsos de tiempo, llena de inconsistencias y errores, decían críticos
literarios e historiadores; diferentes culturas enfocaban preguntas éticas de modos
distintos, decían los antropólogos. La tesis del Tractatus protege la ética y la religión de
estos ataques cruzados de la ciencia colocándolas fuera del reino de aquello de lo que se
puede hablar.

La argumentación es la siguiente. Tanto el mundo como el lenguaje poseen una


estructura. El lenguaje consiste en proposiciones, que son compuestos de
«proposiciones elementales» que a su vez son combinaciones de «nombres». Los
nombres son los constituyentes últimos del lenguaje. De igual modo, el mundo consiste
en la totalidad de hechos, que están compuestos por los «estados de cosas», que a su vez
son combinaciones de «objetos». Los nombres y los objetos, así como las «proposiciones
elementales» y los «estados de cosas», son niveles lógicamente especificados de
estructura; a qué se corresponden en la realidad es una pregunta que debe establecer
una investigación muy diferente. Esta estructura lógicamente especificada es puramente
abstracta; representa lo que sea que hay en los niveles más elementales de los complejos
relacionados que son el lenguaje y el mundo.

A cada nivel de estructura del mundo le corresponde un nivel de estructura en el


lenguaje. Los nombres denotan objetos; las combinaciones de nombres que constituyen
las proposiciones elementales se corresponden con los estados de cosas; cada uno de
estos, a su vez, se combina para formar, respectivamente, proposiciones y hechos. La
disposición de nombres en el nivel más fundamental de la estructura del lenguaje
«refleja» o «retrata» la disposición de los objetos en el nivel más elemental de la
estructura del mundo. Esta es la base de la «teoría pictórica del significado», crucial en
el Tractatus.

Las proposiciones elementales son lógicamente independientes entre sí. Por lo tanto,
hemos de decir cuáles son ciertas y cuáles son falsas para poder proporcionar una
explicación completa de la realidad. Esto significa que la realidad consiste en todos los
estados de cosas posibles, existentes o no; la realidad es todo lo que se da y lo que no se
da. Las proposiciones se construyen a partir de proposiciones elementales gracias a los
conectores lógicos y, o, etcétera (en realidad, gracias a un conector primitivo a partir del
cual se pueden definir los otros) y, por lo tanto, el valor de verdad de las proposiciones
es una función de los valores de verdad de las proposiciones elementales que las
constituyen. Esto no se aplica, como es obvio, a las tautologías, que son siempre ciertas,
ni a las contradicciones, que son siempre falsas. Las proposiciones verdaderas de la
lógica y de las matemáticas son las tautologías (verdades analíticas). No dicen nada
acerca del mundo porque su valor de verdad es coherente con cualquier manera en que
pueda ser el mundo (con la existencia o no existencia de cualquier estado de cosas).

Cuando una cadena de signos no consigue expresar una proposición, se convierte en


un sinsentido. No es falso; no puede serlo, porque no dice nada capaz de ser falso ni
cierto. Las proposiciones de filosofía pertenecen a este tipo, y esto comprende aquellas
en las que Wittgenstein nos dice que esto es así. Dice: «Mis proposiciones son
elucidatorias de este modo: quien me comprende termina por reconocer que son
sinsentidos, si las usó para, a través de ellas, salir de ellas. (Por así decirlo, tiene que
tirar la escalera después de haber subido por ella)». Toma prestada la imagen de la
escalera de Schopenhauer.

Evidentemente, las proposiciones de la ética, la estética, la religión y de «los


problemas de la vida» pertenecen a la misma clase de proposiciones que las filosóficas;
no son retratos de hechos reales o posibles, y por ello son sinsentidos.

El Tractatus dispone estos temas en siete proposiciones numeradas, cada una de las
cuales posee proposiciones subor-dinadas comentadas en ellas —y los propios
comentarios subordinados poseen comentarios subordinados, y estos a su vez...— en un
elaborado sistema de notación decimal. Las proposiciones y subproposiciones están en
una forma muy comprimida, pero explican en detalle la naturaleza de los niveles
estructurales y cómo se relacionan entre sí. Aprendemos que está en la esencia de los
objetos ser posibles constituyentes de los estados de cosas, de tal modo que si
supiéramos todos los objetos que hay, conoceríamos todos los estados de cosas que
podría haber. En sí mismos, los objetos no sufren cambios; tan solo sus combinaciones
las sufren. Cuando se combinan, los estados de cosas que constituyen están
determinados. Esta es la razón por la que un análisis completo de una proposición
acabará en la especificación de una determinada combinación de objetos, dado que solo
hay un análisis completo de cada proposición y que cada uno de sus nombres
constituyentes denota un objeto. Correlativamente, los estados de cosas que existen
dejan establecida la cuestión, de este modo, de qué estados de cosas no existen.

La «teoría pictórica del significado» se basa en estas consideraciones. «Una


proposición es un retrato de la realidad» y «un pensamiento es un retrato lógico de
hechos»; los pensamientos son lo que las proposiciones expresan. La totalidad de las
proposiciones es el lenguaje, y «la totalidad de las proposiciones verdaderas es el todo
de la ciencia natural (o la totalidad de las ciencias naturales)». Wittgenstein había
sacado su idea para la teoría pictórica del informe de un accidente de tráfico en París, en
el que se emplearon juguetes para representar lo que había ocurrido. La relación entre
los cochecitos de juguete y sus disposiciones y los coches reales era una de
correspondencia; la simulación, en el tribunal de París, era una maqueta de la escena
real. «La forma pictórica es la posibilidad de que las cosas se conecten unas con otras
como los elementos del retrato [...]. Para que un hecho pueda ser un retrato tiene que
tener algo en común con lo retratado.» Posteriormente ofrece una analogía incluso
mejor: «El disco, el pensamiento musical, la notación musical, las ondas acústicas, están
todos en la misma relación pictórica interna que se da entre el lenguaje y el mundo».

La restricción del lenguaje con significado a proposiciones que sean retratos reales o
posibles de hechos del mundo es lo que hace que hablar de temas que no sean
científicos sea un sinsentido (aunque, como hemos señalado antes, no carente de
importancia para Wittgenstein). Nada se puede decir de ellos, y si se hace un esfuerzo
por decir algo de ellos, el resultado será un sinsentido. Tal es el destino de la propia
filosofía, dice Wittgenstein, incluso bajo la caritativa perspectiva de considerar las
proposiciones filosóficas como elucidaciones finalmente desechables. Así intentó
Wittgenstein alcanzar su doble objetivo de resolver todos los problemas de la filosofía
demostrando que la propia filosofía era espuria, y proteger lo realmente importante
ante las ambiciones reduccionistas de la ciencia. Más adelante veremos qué tuvo que
decir del éxito de esta misión en su propia filosofía.

EL POSITIVISMO LÓGICO

El positivismo lógico es una escuela de pensamiento asociada principalmente con el


Círculo de Viena de filósofos de los decenios de 1920 y 1930. La influencia del Círculo
de Viena fue grande, en parte porque algunos de sus miembros abandonaron la Europa
continental rumbo a Estados Unidos o Reino Unido por las presiones políticas de la
década de 1930, y en parte porque visitantes extranjeros en sus reuniones, como W. V.
Quine y A. J. Ayer, informaron de sus debates a audiencias anglohablantes. Esto es
especialmente cierto en el caso de Ayer, cuyo libro superventas Lenguaje, verdad y lógica,
de 1936, expuso las ideas positivistas y lo hizo famoso. Pero la razón principal es que, a
través de los artículos y libros de sus miembros, de sus conferencias y de su publicación
periódica Erkenntnis, los positivistas lógicos aprovecharon una marea muy importante:
en las primeras tres décadas del siglo XX, la física había realizado avances
espectaculares, y la pregunta de los positivistas —¿por qué la filosofía no ha avanzado
tanto como la física?, una pregunta que ya se hacía Kant en el siglo XVIII— acabó
respondida por ellos mismos: porque estaba aún enfangada en la metafísica, y no había
aclarado la cuestión de qué diferencia claramente las preguntas y respuestas con
significado de las espurias.

El positivismo lógico del Círculo de Viena es la idea de que las únicas formas de
conocimiento auténtico proceden de la ciencia, del examen sistemático y lógicamente
organizado de los fenómenos naturales. Un corolario es el rechazo de la metafísica y de
la teología como fuentes de conocimiento, sean cuales sean las demás utilidades que
puedan tener (si las tienen). La diferencia entre el positivismo de Comte y el del Círculo
de Viena es que aquel era un positivismo político y de teoría social, mientras que los
positivistas del Círculo de Viena estaban interesados en la filosofía de la ciencia y en la
epistemología.

Se conoce también al positivismo lógico con los nombres «empirismo lógico» y, a


veces, «neopositivismo», para distinguirlo de la variedad comteana. La intención de los
miembros del Círculo de Viena era tomarse el empirismo en serio, rechazando todo lo
que fuera metafísico o a priori, y aclarando el papel de las convenciones y de otros
principios del marco de referencia de la ciencia sin apelar a aquello que no sea
verificable mediante la experiencia o mediante lógica y definición. Estos compromisos
se encuentran en el núcleo de su perspectiva, pero, en otros aspectos, el positivismo
lógico estaba lejos de constituir un corpus definido o una doctrina; los debates en el
seno del Círculo de Viena evolucionaron, y sus miembros se mostraban en desacuerdo
en cuanto a varios temas. Hacia el final había dos corrientes divergentes de esta
perspectiva, una asociada a Rudolf Carnap y al fundador del Círculo, Moritz Schlick; la
otra, asociada a Otto Neurath.

Moritz Schlick (1882-1936) nació en Berlín y estudió allí física con Max Planck; se
doctoró en 1904 y después, durante un tiempo, trabajó como físico experimental.
Planck, como Hermann von Helmholtz antes que él, se interesaba mucho por la filosofía
y se había visto influido por el renacimiento neokantiano de finales del siglo XIX en
Alemania, al que Helmholtz y otros «físicos filosóficos» habían contribuido. Con una
inspiración similar, Schlick se trasladó a Zúrich para estudiar filosofía, y enseñó
posteriormente en Rostock y Kiel antes de ser nombrado profesor de Naturphilosophie en
la Universidad de Viena, en 1922. Se había labrado una reputación gracias a su libro
Espacio y tiempo en la física actual (1917) que, como comentó a Einstein en
correspondencia, era un intento de explicar el comentario del autor de la teoría de la
relatividad general de que esta «acababa con los últimos vestigios de objetividad física
en el espacio y el tiempo».

La cátedra que se le encomendó en Viena a Schlick la había creado su predecesor


Ernst Mach (1838-1916) como reconocimiento a sus contribuciones a la ciencia y la
filosofía. Las ideas de Mach eran decididamente positivistas, sobre todo en su enfático
rechazo a la metafísica y en su énfasis en un enfoque estrictamente empírico —y, por lo
tanto, en su caso, instrumentalista— a las cuestiones acerca de entidades teóricas tales
como el átomo y sus componentes. Su positivismo tuvo influencia en el Círculo de
Viena.

Cuando Schlick ocupó su puesto en Viena, el matemático Hans Hahn le invitó a


unirse a un grupo de estudio de los Principia Mathematica de Russell y Whitehead. Esto,
a su vez, contribuyó a que dos de los alumnos de Schlick, Friedrich Waismann y
Herbert Feigl, le animasen a crear un grupo de debate extracurricular acerca de
problemas filosóficos más generales. Este fue el núcleo del Círculo de Viena, llamado,
en sus primeras épocas, Círculo de Schlick. Sus miembros no eran exclusivamente
filósofos, sino que incluía también científicos y matemáticos, y acabó convirtiéndose en
un distinguido grupo: además de los ya mencionados, contaba con los matemáticos
Gustav Bergmann y Theodor Radaković, con el físico Philipp Franck, con el lógico Kurt
Gödel, con el sociólogo y filósofo Otto Neurath y con los filósofos Victor Kraft y Rudolf
Carnap. Otros se unían al Círculo de tanto en tanto, como Karl Popper (quien, sin
embargo, era crítico con su perspectiva), e incluso había intercambios con un círculo de
Berlín de ideas similares, la Sociedad Berlinesa de Filosofía Científica, que incluía entre
sus miembros al filósofo Hans Reichenbach y al matemático Richard von Mises. Todo
esto constituye una letanía de nombres estelares.

Los debates del Círculo continuaron de modo informal durante varios años, hasta que
algunos de sus miembros decidieron que era el momento de pronunciar públicamente
su idea central como contribución al impulso a la ciencia y a la filosofía científica. La
ocasión fue la fundación de la Sociedad Ernst Mach en 1928 por parte de la Asociación
de Librepensadores Austriacos como plataforma para conferencias de divulgación
científica y filosófica. Schlick aceptó la invitación a ser su pre-sidente; Hahn se convirtió
en uno de los vicepresidentes, y Carnap y Neurath formaron parte de su secretariado.
Al año siguiente, Carnap, Neurath y Hahn publicaron un panfleto titulado «La
perspectiva científica del mundo: el Círculo de Viena», que dedicaron a Schlick, e
hicieron coincidir su publicación con la primera Conferencia para la Epistemología de
las Ciencias Exactas. La conferencia se había organizado en colaboración con la
Sociedad Berlinesa de Filosofía Científica, y se desarrolló en Praga como evento
marginal del Quinto Congreso de Físicos y Matemáticos Alemanes. Es fácil percibir
cierta rigidez teutona en todo esto —los nombres de todos estos acontecimientos poseen
una maravillosa longitud y una cua-lidad engolada—, pero la organización de estos
eventos del Círculo demostró su eficacia para divulgar sus debates e ideas. A principios
de la década de 1930 el Círculo se hizo cargo, en colaboración con la Sociedad Berlinesa,
de una publicación titulada Annalen der Philosophie y rebautizada como Erkenntnis bajo
la edición de Reichenbach y Carnap. Durante los años siguientes se lanzaron dos series
de libros, una editada por Schlick y Frank, y la otra por Neurath, y se dieron
conferencias por toda Europa, auspiciadas por el Círculo y por la Sociedad Berlinesa. En
la segunda Conferencia para la Epistemología de las Ciencias Exactas, Kurt Gödel
anunció su «teorema de la incompletitud», un resultado muy importante en lógica
teórica que demuestra que el «logicismo» —el intento de fundamentar las matemáticas
en la lógica, como habían intentado Frege, Russell y otros— no es posible.

El nazismo y el estallido de la guerra destruyeron la riqueza de ideas y el debate, y


dispersaron por todo el mundo a sus participantes. Pero la reputación del Círculo y de
sus miembros estaba ya asentada, razón por la que Quine, Ayer y otros visitaron Viena
para aprender de primera mano lo que allí se debatía.

El principal compromiso del positivismo lógico, pese a notables diferencias en sus


detalles e interpretaciones, es su insistencia en que el discurso con sentido es bien
analítico (las afirmaciones de la lógica y de las matemáticas) o empíricamente
comprobable (las afirmaciones de la ciencia empírica). Todo lo demás, cognitivamente,
carece de sentido. Las afirmaciones de la metafísica, la ética y la teología caen en esta
última clase, pues se trata de afirmaciones sintéticas no comprobables por observación
ni por experimento. El mejor aforismo en defensa del positivismo lo ofreció, dos siglos
antes de que el Círculo de Viena existiese, David Hume, quien escribió, al final de su
Investigación sobre el entendimiento humano: «Si cogemos cualquier volumen de teología o
metafísica escolástica, por ejemplo, preguntemos: ¿contiene algún razonamiento
abstracto sobre la cantidad y el número? No. ¿Contiene algún razonamiento
experimental acerca de cuestiones de hecho o existencia? No. Tírese entonces a las
llamas, pues no puede contener más que sofistería e ilusión».

Las afirmaciones factuales y analíticas constituyen la ciencia. Tanto Schlick como


Carnap partieron de la idea de que, en su base, la ciencia se apoya en informes
observacionales directos, que ellos denominaron «oraciones de protocolo», y que los
términos observacionales que se dan en ellas están ostensiblemente definidos (es decir,
definidos señalando figuradamente o literalmente las cosas de las que hablan). Schlick
escribió: «No hay manera de comprender significado alguno sin la referencia final a la
definición ostensible, y esto significa, de un modo obvio, referencia a la “experiencia” o
a la posibilidad de “verificación”». La ecuación de «experiencia» con «posibilidad de
verificación» resulta interesante; hacer que las oraciones de protocolo informen de las
experiencias es precisamente darse cuenta de la posibilidad de verificación, es decir:
hacer real esa verificación. Carnap planteó la cuestión diciendo que, dado que las
oraciones de protocolo consisten en informes incorregibles de observaciones, no
requieren verificación. Schlick se mostró de acuerdo, y escribió que las oraciones de
protocolo eran «el inamovible punto de contacto entre conocimiento y realidad [...]
conocemos estos puntos de contacto absolutamente fijos, estas confirmaciones, en su
individualidad; son las únicas afirmaciones sintéticas que no son hipótesis».

Otto Neurath señaló el problema que plantea esta explicación. Asume que las
oraciones de protocolo son incorregibles porque corresponden directamente y
neutralmente a hechos independientes de la experiencia. Pero las oraciones de
protocolo no pueden ser incorregibles, dice Neurath, porque en el mejor de los casos,
qué proposiciones cuentan como básicas solo puede ser cuestión de convención, y
ninguna afirmación, ni siquiera una oración de protocolo putativa, es inmune a revisión
o rechazo. «No hay modo alguno de tomar oraciones de protocolo concluyentemente
establecidas como puras como punto de partida de las ciencias —escribió—. No existe
la tabula rasa. Somos como marineros que han de reconstruir su barco en mar abierto.»
Comenzamos nuestras investigaciones ya equipados con todo un aparato de asunciones
y teorías, y el resultado de nuestras investigaciones es, a veces, tener que cambiar
algunas de estas —como cambiar cuadernas del barco en medio del mar— y esto
significa aún más que la prueba de verdad no es saber si una afirmación dada se
corresponde con la realidad, sino si es consistente con afirmaciones ya establecidas y
aceptadas.

La idea de Neurath anticipa teorías como la de Quine, quien sostenía que la


observación no es neutral sino «cargada de teorías», es decir, que llevamos a cabo
nuestras observaciones en términos de nuestras teorías previas, las cuales, por lo tanto,
determinan lo que observamos. Como demuestra la práctica científica actual, esto
significa que, si una observación no encaja con lo que se presupone, tiene tantas
probabilidades de ser ignorada, desechada por aberrante o atribuida al error como de
hacernos cambiar nuestras teorías para darle cabida en ellas. Pero si la teoría se lleva a
la observación, en ese caso el «significado» de los términos observacionales, y la noción
de confirmación por observación de la teoría misma, se establece por adelantado —
hablando en términos lógicos— a la observación; así, la observación no puede
interpretar el papel que le atribuyen Schlick y Carnap.

Un concepto clave en la perspectiva de los positivistas es la «verificación»: su


posibilidad es lo que confiere importancia cognitiva a las afirmaciones sintéticas.
Debido a la importancia que esto posee en sus ideas, generó una enorme cantidad de
debate, que se encuentra en el fondo de tantas cosas que sucedieron en distintas áreas
de la filosofía analítica que vale la pena examinarlo en detalle.

La idea de verificación puede comprenderse de una de dos maneras distintas. O se la


entiende como especificar la naturaleza del significado, o se la comprende como el
criterio para establecer la presencia de significado. Hace lo primero en la afirmación de
Schlick de que «el significado de una proposición es su método de verificación»,
mientras que realiza lo segundo en la sentencia de A. J. Ayer de que «una afirmación es
factualmente significante para una determinada persona si y solo si sabe cómo verificar
la proposición que pretende expresar». Nótese que si la definición de Schlick es
correcta, el «principio de verificación» de Ayer es cierto; sin embargo, el principio de
verificación puede ser cierto sin que la definición verificacionista del significado de
Schlick lo sea, pues, incluso si es cierto que una afirmación exige importancia factual
para un individuo dado, si este desea verificarla —es decir, si sabe qué observaciones
establecerían su verdad o falsedad—, no se sigue de ello que el método de verificar la
proposición constituya su significado. Así, «el canario está en la jaula» es verificable
mediante el principio de verificación, pero «el canario está en la jaula» no significa «ve
al estudio y levanta la tela que cubre la jaula».

El principio de verificación implica una distinción entre oraciones y proposiciones. Se


dice que una oración es «factualmente significante» solo si la proposición que pretende
expresar es verificable. Una oración que no expresa una proposición verificable no
expresa ninguna proposición en absoluto; es literalmente un sinsentido, «sin sentido».
Veamos, por ejemplo, las siguientes dos oraciones: (1) «Dios está en el cielo», y (2) «El
canario está en la jaula». Dado que hay modos de verificar si el canario está en la jaula
(podemos ir y mirar), la oración 2 expresa una proposición y es, por lo tanto,
significante; pero no hay modo de verificar si lo que dice 1 es cierto o falso, de modo
que no expresa proposición ninguna, y carece por lo tanto de significado: más
correctamente, es «factualmente insignificante», pues los positivistas aceptan que 1
pueda tener un significado emotivo o estético en tanto que exprese una particular
actitud no cognitiva al mundo.

Hasta ahora se ha dado al principio de verificación una forma restringida, al exponer


que una oración es factualmente insignificante si para una persona dada no hay modos
de verificar lo que dicha oración afirma. Pero este principio se puede generalizar: si
nadie puede verificar lo que dice una oración, en ese caso la oración es, sin cualificación,
factualmente insignificante. De este modo, el principio mismo requiere cualificación: las
oraciones factualmente insignificantes son aquellas para las que no hay ningún modo
de verificación en principio. Si uno no cualifica así la idea, una oración cualquiera
podría contar como insignificante en virtud del mero hecho contingente de que hasta
entonces nadie lo había verificado, pero cobraría significado en cuanto alguien lo
hiciera.

Hay problemas evidentes con este planteamiento. Para empezar, las leyes generales
de la ciencia no son, siquiera en principio, verificables, en tanto «verificar» significa
proporcionar pruebas de su veracidad. Los repetidos experimentos y la evidencia
acumulada pueden apoyarlas firmemente, pero no pueden verificarlas de un modo
concluyente. Otra víctima es la historia: ¿cómo puede la veracidad de las afirmaciones
acerca del pasado ser verificada por observaciones hechas en el presente y en el futuro?
Y sin embargo, tanto la ciencia como la historia son corpus de oraciones factualmente
significantes. Peor aún es la consideración de que ni siquiera una afirmación acerca de
un objeto físico observado se puede verificar de modo concluyente, porque la cantidad
de observaciones necesarias para su verificación puede ser infinita; y aunque
permanece la posibilidad de que una sola observación, en el futuro, refute lo que uno
dice acerca del objeto, la afirmación no está ni puede estar verificada.

La respuesta de los verificacionistas es sugerir una liberalización o relajación del


principio, para que admita casos en los que lo único posible sea la prueba relevante a la
veracidad de una afirmación. Según esta perspectiva, una oración es factualmente
significante si los procedimientos empíricos son al menos una condición necesaria de
los esfuerzos por determinar su valor de verdad.

Pero esto tan solo hace que el problema reaparezca en otro lugar con relación al
concepto de «relevancia». Lo que constituye una prueba «relevante» a favor o en contra
de una afirmación acerca de hechos empíricos es, en gran medida, cuestión de criterio.
Lo que se considera relevante puede variar muchísimo en función de la estrategia
conceptual de los observadores, pero solo bajo una perspectiva relativista («tu verdad es
la tuya y mi verdad es la mía, incluso si son opuestas») variaría el significado de los
términos con el contexto de verificación relevante. Por ejemplo: supongamos que en
algún remoto país, durante una sequía, se hace que llueva. Según los científicos
implicados, la causa inmediata de la lluvia fue la siembra de yoduro de plata en las
nubes, realizada desde un avión. Según la comunidad local, lo que causó las
precipitaciones fue la danza de la lluvia de un brujo local. Cada escuela de pensamiento
tiene opiniones distintas con respecto a qué consisten pruebas relevantes a la hora de
verificar lo que cada una de ellas ha afirmado. Esto no es un ejemplo especialmente
bueno, porque posteriores pruebas dejarían el asunto asentado, pero representa
bastante bien el problema.

Un mejor ejemplo nos lo ofrece la «paradoja de los cuervos». La afirmación «todos los
cuervos son negros» es el equivalente lógico a la afirmación «nada que no es negro es
un cuervo» («todas las cosas no negras son no cuervos»).10 Esto significa que uno puede
confirmar que «todos los cuervos son negros» mirando todo lo que no es negro para
asegurarse de que no es un cuervo. Esto convierte mi camiseta blanca en la prueba de
que todos los cuervos son negros. Así pues, ¿qué criterio de relevancia hace que una
prueba empírica sea útil para verificar una proposición?

Intentos más sofisticados de probar un principio de verificación como criterio de


significado han girado en torno a la idea de que una oración es verificable si implica
afirmaciones acerca de lo que se puede observar. Una objeción a esto es que la verdad
de una oración acerca de algún estado de cosas físico es coherente con la falsedad de
cualquier informe observacional asociado a ella. Supongamos que alguien dice: «Jones
está al otro lado de la calle», y que yo miro pero no consigo ver a Jones: quizá acaba de
entrar en una tienda o se interpone momentáneamente un autobús. Mi fracaso a la hora
de ver a Jones —es decir, la verdad de la afirmación «no veo a Jones al otro lado de la
calle»— es coherente con la verdad de «Jones está al otro lado de la calle». Sería absurdo
suponer que el fracaso en la observación cancela la verdad de la anterior afirmación. Si
lo que dice una oración es cierto y la frase de observación que se supone que implica es
falsa, deberíamos tener una contradicción entre manos; sin embargo, no hay nada
contradictorio implícito en el ejemplo.

Una objeción que la oposición al verificacionismo señaló rápidamente es que el propio


principio no cae en ninguna de las categorías de proposiciones significantes que suele
demarcar. No es una tautología, pero tampoco es empíricamente verificable. ¿Qué
estatus, preguntan sus críticos, se supone que tiene? Una sugerencia es que se trata de
una convención, en el sentido de que ofrece una definición de significado de acuerdo
con las condiciones que, en la práctica, se ven satisfechas por proposiciones
empíricamente informativas. Añádase la idea de que las proposiciones a priori de
matemáticas y lógica poseen, por definición, significado, y un elemento prescriptivo
que diga que solo se deben considerar poseedoras de valor de verdad a las
proposiciones pertenecientes a alguno de esos dos casos; estipulemos que solo se puede
considerar literalmente significantes a las oraciones con valor de verdad... y ya tenemos
un principio de verificación.
La dificultad con esto es doble. Podemos poner en duda el elemento prescriptivo
como mera ley arbitraria; y podemos poner en duda el elemento descriptivo diciendo
que, como mucho, demuestra que las afirmaciones de la metafísica, la ética, la estética y
la teología no caen en las clases de afirmación preferidas por los positivistas lógicos, de
lo que no se sigue que carezcan de valor de verdad ni de significado. Como mucho, el
elemento descriptivo afirma lo que ya está reconocido, que una explicación del
significado y —si la noción es aplicable— del valor de verdad de las afirmaciones, o de
afirmaciones extraordinariamente generales acerca de la naturaleza del mundo o de la
experiencia humana, exige un tratamiento diferente tanto de aquello que explica las
afirmaciones sobre fenómenos observables como de lo que caracteriza los lenguajes
formales. Por sí mismo, esto no ofrece una base sólida para excluir la metafísica, o
cualquier otra disciplina, a favor de lo que pueda ser útil a las ciencias naturales.

Hasta tal punto se han empleado estas objeciones para minar el verificacionismo que,
al menos en su forma original, positivista lógica, ya no se emplea. Pero, como hemos
mencionado, las implicaciones del debate permanecen en la filosofía de la ciencia, en la
filosofía del lenguaje y en la teoría metaética, aspectos de todas las cuales veremos más
adelante.

Moritz Schlick fue asesinado en las escalinatas centrales de la Universidad de Viena


en 1936. Le disparó un estudiante llamado Johann Nelböck. Se cuentan distintas
historias al respecto. Una de ellas es que Schlick tenía un lío amoroso con la prometida
de Nelböck. Otra es que Schlick había suspendido a Nelböck. En cualquier caso, el
asesinato estuvo motivado por el resentimiento. Parece mucho más probable que a
Nelböck le animasen a hacerlo los nazis (era simpatizante) pese a que Schlick, aun
siendo muy crítico con la política de ultraderecha en la Austria previa al Anschluss, no
era especialmente relevante en términos políticos. Nelböck quedó en libertad tras
apenas dos años en prisión, inmediatamente después de la anexión de Austria por parte
de Hitler.

Para entonces, la mayoría de las figuras más importantes del Círculo de Viena habían
huido de la oscura sombra del nazismo que se extendía por Europa. El más importante
partidario del mensaje del positivismo durante la diáspora fue Rudolf Carnap. La
discutidísima perspectiva de los positivistas ya había comenzado a provocar un fértil e
influyente desacuerdo, sobre todo por parte de W. V. Quine y Karl Popper, pero Carnap
siguió desarrollando el proyecto positivista de modos muy significativos.

RUDOLF CARNAP (1891-1970)


El filósofo que más se esforzó por desarrollar, con el máximo nivel de detalle, y con la
mayor sofisticación técnica a mano, el programa del positivismo lógico, también crucial
en la obra de Russell, de lograr una «construcción lógica» de la ciencia a partir de la
experiencia, fue Rudolf Carnap. Fue en respuesta a Carnap que W. V. Quine desarrolló
una influyente idea alternativa, basada en gran medida en repudiar el concepto de la
distinción entre analítico y sintético, crucial para el positivismo: la distinción entre
afirmaciones lógicas y matemáticas, cuya verdad o falsedad concierne sobre todo a los
términos que se dan en ellas, y las afirmaciones empíricas, acerca de cómo son,
contingentemente, las cosas del mundo.

Carnap nació en Ronsdorf (Alemania), y creció en Barmen, una localidad hoy en día
agregada a Wuppertal.11 Estudió física en la Universidad de Jena, en los años previos a
la Primera Guerra Mundial, y asistió a clases de matemáticas y lógica de Frege; también
estudió de un modo intensivo a Kant con el amigo y colega de Frege Bruno Bauch, una
importante figura de la Sociedad Kant de Alemania y editor de su publicación, Kant-
Studien. Carnap contaba que Bauch y él se pasaron un año entero debatiendo la Crítica
de la razón pura. En la guerra Carnap sirvió en el frente, y tras ella regresó a la
Universidad de Jena para acabar sus estudios. Los físicos dijeron de su tesis sobre el
espacio que era demasiado filosófica, y los filósofos la juzgaban demasiado física. La
sometió a juicio en 1921 y al año siguiente la publicó en Kant-Studien.

En una conferencia de filosofía de 1923, Hans Reichenbach, de la Sociedad Berlinesa


de Filosofía Científica, presentó a Carnap a Moritz Schlick, quien lo invitó a visitar el
Círculo de Viena. Así lo hizo, y poco después le ofrecieron un puesto en la Universidad
de Viena. Como ya hemos explicado antes, con respecto al positivismo lógico, tuvo un
papel crucial en la formulación de las doctrinas del Círculo, así como en el impulso a
sus actividades. En 1928 publicó dos libros, La estructura lógica del mundo y
Pseudoproblemas de filosofía (en inglés se publicaron en un solo volumen), dos clásicos de
la perspectiva y del programa del positivismo lógico.

En 1931 Carnap ocupó la cátedra de filosofía de la ciencia de la Universidad Carolina


de Praga, donde recibió la visita (entre otros) de Quine.12 La amenaza creciente del
nazismo le impulsó a emigrar a América en 1935, donde aceptó un trabajo en la
Universidad de Chicago y, más tarde, uno en el Instituto de Estudios Avanzados de
Princeton y en la Universidad de California.

Carnap trabajó en lógica, semántica, modalidad (la lógica de posibilidad y necesidad),


probabilidad y la naturaleza de las teorías científicas, y publicó obras influyentes en
todos estos tópicos. Su influencia en Quine y en muchos otros, bien directa, bien
estimulando un desacuerdo productivo entre ellos, fue grande. La propia percepción de
Quine de la historia de la filosofía del siglo XX resulta instructiva; escribiendo acerca de
Carnap en 1970, tras la muerte de este, Quine dijo: «Lo considero la figura dominante en
la filosofía a partir de la década de 1930, tal y como Russell lo había sido en las
anteriores. La merecida gloria de Russell fue creciendo posteriormente, a medida que se
acumulaban las pruebas de su importancia histórica; pero el líder en posteriores
desarrollos fue Carnap. Algunos filósofos asignarían este papel a Wittgenstein, pero
otros muchos compartirían mi opinión con respecto a la escena».

El lenguaje de las teorías científicas, sostenía Carnap, consiste en conjuntos de


expresiones lógicas y no lógicas: las primeras, basadas en axiomas y reglas de inferencia
del modo estándar; las últimas, apoyándose en un conjunto de postulados que
especifican su significado. Reglas de correspondencia conectan las expresiones no
lógicas con un dominio, proporcionando así una interpretación empírica de la teoría.

Las propias expresiones no lógicas se dividen en las observacionales y las teóricas,


que se distinguen por caer bajo dos tipos de leyes, empíricas y teóricas,
respectivamente. Los objetos, y las propiedades de estos que se pueden observar y
medir, caen dentro de las leyes empíricas. Las leyes teóricas lidian con objetos no
observables y propiedades inferidas de observaciones empíricas. La línea divisoria
entre ellas no siempre es clara, pero sí se pueden identificar casos claros de cada una.
Las leyes de los gases, por ejemplo, predicen una observación: el movimiento
browniano de motas de humo en un contenedor de cristal puede observarse como un
efecto del comportamiento de las moléculas que constituyen el gas. En contraste,
fenómenos del tipo teorizado por la mecánica cuántica —por ejemplo, la acción de los
gluones a la hora de mantener a los cuarks unidos en hadrones— no se pueden
observar. Como esto sugiere, la distinción entre leyes teóricas y empíricas está, en gran
parte, predicada en la escala de los fenómenos bajo investigación; dado que la conducta
de los fenómenos macroscópicos invita a teorías cada vez más refinadas acerca de las
microestructuras, las leyes se van haciendo cada vez más teó-ricas.

Esta distinción es, no obstante, muy problemática. Hay buenas razones para creer que
incluso las afirmaciones observacionales aparentemente más inocuas acerca de
entidades macroscópicas —partículas de humo, elefantes, planetas— son en realidad
teóricas o, al menos, están muy cargadas de teoría. Al fin y el cabo, el aspecto que nos
presenta el mundo en nuestra experiencia cotidiana es un constructo creado con las
interpretaciones que nuestro cerebro hace de los estímulos sensoriales, y estas
interpretaciones se basan en teorías acerca de lo que los datos comunican en relación a
entidades y acontecimientos, más allá de nuestros cráneos, y que tomamos como origen
causal de los estímulos. Este problema puede, a su vez, enfrentarse de varias maneras,
por ejemplo, aceptando que las observaciones son interpretaciones basadas en teorías,
pero diferenciándolas de clases de afirmaciones cuya distancia inferencial del estímulo
sensorial exige rasgos adicionales no relacionados con estímulos, como hipótesis cuya
plausibilidad gira en torno a cómo organizan nuestras interpretaciones de la
experiencia.

Pero la distinción en torno a la que gira toda la estructura carnapiana —la que se da
entre afirmaciones analíticas y sintéticas— parece mucho más problemática debido al
ataque que le dirigió su discípulo y amigo W. V. Quine.

WILLARD VAN ORMAN QUINE (1908-2000)

Willard van Orman Quine, conocido entre sus amigos y colegas como «Van», nació en
Akron (Ohio), en aquella época, la capital mundial del neumático. Su padre era un
empresario de éxito de ese sector. Bien podría ser que una conexión inadvertida con las
ruedas impulsara la pasión de Quine por viajar. Tenía la ambición de visitar tantos
países como le fuera posible, incluso si eso significaba tan solo pasar el pie por la
frontera para poder decir que había estado allí. Por eso se llegó a sugerir que su
autobiografía, más centrada en sus viajes que en su filosofía, debería titularse A Moving
Van (un Van en movimiento / una furgoneta en movimiento).

Su aptitud para la lógica comenzó pronto; escribió: «Puede que tuviera nueve años
cuando comenzó a preocuparme lo absurdo del cielo y de la vida eterna, y el riesgo en
el que incurría por tener esas perversas dudas». En el Oberlin College, durante sus
estudios universitarios, oyó hablar de Russell y de su filosofía matemática, y quedó
prendado de ella. Otra influencia importante fue la psicología conductista de J. B.
Watson. Ambas dieron forma a su perspectiva filosófica.

Dado que A. N. Whitehead estaba por aquella época dando clases en la Universidad
de Harvard, su asociación con Russell impulsó a Quine a inscribirse en su programa de
estudios de posgrado. Así pues, comenzó a estudiar en otoño de 1930 bajo la
supervisión de Whitehead (una supervisión, al parecer, meramente nominal) y acabó su
tesis doctoral en tan solo dos años. Su título fue «La lógica de las secuencias: una
generalización de los Principia Mathematica».13 Obtuvo una beca Travelling gracias a ella,
y escogió ir a Viena, donde asistió a clases de Schlick y a encuentros del Círculo de
Viena, en los que conoció a Kurt Gödel, A. J. Ayer y Friedrich Waismann. Esperaba
conocer al «gran Wittgenstein», como lo describía en una carta a sus padres, sabiendo
que, aunque Wittgenstein estaba en Cambridge, podría regresar a Viena durante el
verano. Finalmente nunca se encontraron.
Quine también fue a Varsovia, donde conoció a los lógicos Stanisław Leśniewski,
Alfred Tarski y Jan Łukasiewicz; y a Praga, la parte más importante de su visita, pues
allí asistió a clases de Carnap y pasó muchas horas discutiendo con él. «Asistí con
pasión a las clases de Carnap —escribió Quine—. [Fue] mi mejor profesor. Fui en gran
parte su discípulo durante seis años. En años posteriores sus ideas cambiaron, y
también lo hicieron las mías, de modos divergentes. Pero incluso allá donde estábamos
en desacuerdo, él era quien establecía al tema; la línea de mis razonamientos estaba en
gran parte determinada por los problemas que, en mi opinión, planteaba su posición.»

Con la excepción del periodo sirviendo en la armada de Estados Unidos durante la


Segunda Guerra Mundial, la carrera entera de Quine transcurrió en la Universidad de
Harvard. En su larga vida —llegó a los noventa y dos años, y murió el día de Navidad
del último año del siglo XX—, Quine publicó más de veinte libros y muchísimos
ensayos, y contribuyó a la teoría del conocimiento, a la lógica, a la filosofía del lenguaje
y a la filosofía de la ciencia. Le llovieron doctorados honoris causa, premios y medallas, y
fue probablemente el filósofo más veces honrado en público de ese siglo.

Los dos aspectos centrales de la perspectiva filosófica de Quine son el naturalismo y el


extensionalismo. Su naturalismo consiste en considerar que las ciencias naturales
ofrecen las mejores explicaciones de que disponemos de la realidad y de cómo llegar a
ella: así pues, la ciencia nos proporciona nuestra ontología y nuestra epistemología.
Dado que la ciencia está siempre abierta a revisión a la luz de nuevas pruebas, era un
falibilista en cuanto a epistemología. Rechazaba la existencia de una plataforma
filosófica exterior a la ciencia, desde la que se pudieran examinar las afirmaciones,
métodos y teorías de la ciencia para justificarla o criticarla.

Aceptar que la ciencia nos proporciona la ontología —nuestra noción de lo que


existe— es aceptar el fisicalismo, la idea de que lo que existe es lo que se puede describir
en términos físicos. Esto, evidentemente, implica que no existen entidades no físicas
como los dioses o las formas de Platón, y, en especial —en filosofía de la mente— que
todos los fenómenos mentales son o surgen causalmente de fenómenos exclusivamente
físicos. Y significa, correlativamente, que la epistemología asociada es un empirismo
concienzudo. Pero el naturalismo de Quine posee un giro sorprendente: se sentía
obligado a añadir una categoría de entidades abstractas en su ontología, los conjuntos,
necesarios para las matemáticas, y dado que las ciencias son imposibles sin
matemáticas, nos vemos forzados, dice Quine, a aceptar que los conjuntos existen
también como cosas físicas.

Pero esto es coherente con la otra gran dedicación de Quine, que es el


extensionalismo. Como hemos señalado en relación con la solución de Frege al
rompecabezas sobre contextos en los que términos correferentes no puedan ser
intercambiados salva veritate, un contexto o lenguaje extensional es uno en el que ese
intercambio o sustitución puede darse sin problema, mientras que un contexto
intensional (nótese que lo escribimos con «s», «intensional», y no con «c»,
«intencional»)14 es uno en el que esa sustitución puede cambiar el valor de verdad de la
oración en la que se inscriben esos términos. «Cicerón escribió De Amicitia» es verdad, y
lo sigue siendo si se sustituye «Cicerón» por «Tulio»; pero no se puede cambiar
«Cicerón» por «Tulio» en «Tom cree que Cicerón escribió De Amicitia», porque aunque
puede que sea cierto que Tom cree que Cicerón escribió De Amicitia, si no sabe que
Cicerón y Tulio son la misma persona, será falso que crea que «Tulio escribió De
Amicitia».

Quine sostenía que los únicos lenguajes aceptables eran los extensionales, y que
intentar explicar cualquier cosa —ya se trate de la lógica, de la ciencia o del lenguaje—
mediante conceptos intensionales como «significado» o «analicidad», o nociones
modales como «posiblemente» y «necesariamente» es un error. Puede que no sea
suficiente, para comprender una teoría, que sea extensional, pero es necesario. El
paradigma de un lenguaje extensional es la lógica de predicado, y puede emplearse
para averiguar la ontología de cualquier teoría, parafraseándola en términos lógicos de
un modo similar al tratamiento de Russell de oraciones que contienen frases
des-crip-tivas. La teoría da por sentado que todo x que la propia teoría «cuantifique» —
es decir, use un cuantificador para decir que «hay al menos una x»— existe. Quine lo
resumió en el lema «ser es ser el valor de una variable». Nótese que aquello que una
teoría está preparada para cuantificar tan solo nos dice lo que la teoría dice que existe;
no nos dice lo que en realidad existe. Si, por otras razones, no tenemos una base para
aceptar la existencia de la x en cuestión, entonces hay razones para rechazar la teoría o
para ajustarla. Empleamos las mejores teorías científicas disponibles para decidir qué
existe.

Quine exigía, además, que, para que algo fuese una entidad legítima, poseyese un
claro «criterio de identidad», es decir, debía ser posible distinguir x de y si debíamos
contar con x en nuestra ontología. Lo muestra cuando señala cómo se comporta, al ser
examinado, algo sin un claro criterio de identidad, en este caso, un «hombre gordo
posible»: «Fijémonos, por ejemplo, en el hombre gordo posible que está en aquel umbral
y en el posible flaco situado en aquel otro. ¿Son el mismo hombre posible o son dos
hombres posibles? ¿Cómo podríamos decidir esta cuestión? ¿Cuántos hombres posibles
hay en aquel umbral? ¿Hay más hombres posibles delgados que gordos? [...] ¿[E]s el
concepto de identidad simplemente inaplicable a los posibles no actualizados? Pero
¿qué sentido puede tener hablar de entidades de las que no pueda decirse
significativamente que son idénticas consigo mismas y distintas las unas de las otras?».
Su lema para este principio es: «ninguna entidad sin identidad».15

El ataque de Quine a la distinción analítico-sintético se da en un famoso ensayo


titulado «Dos dogmas del empirismo» (1951), en el que, pese a ser él mismo un
concienzudo empirista, se enfrentaba a los aspectos en los que creía que el positivismo
se había equivocado. «Uno de ellos [los dogmas] es la creencia en cierta distinción
fundamental entre verdades que son analíticas, basadas en significaciones, con
independencia de consideraciones fácticas, y verdades que son sintéticas, basadas en los
hechos. El otro dogma es el reduccionismo, la creencia en que todo enunciado que tenga
sentido es equivalente a alguna construcción lógica basada en términos que refieren a la
experiencia inmediata.»

El rechazo a la distinción entre lo analítico y lo sintético es consecuencia del


extensionalismo de Quine, porque la idea de analicidad gira, esencialmente, en torno a
la noción intensional de significación, y su pregunta es: «¿qué cosa es una
significación?». Quine identificó dos tipos de afirmaciones descritas, de un modo
estándar, como analíticas: las que son lógicamente ciertas, incluidas tautologías tales
como «ningún hombre sin casar está casado» y afirmaciones no tautológicas como
«todos los solteros están sin casar». La primera es cierta en virtud de las partículas
lógicas que contiene («ningún» y «sin»), mientras que la segunda, pese a que no
sobresale como una verdad lógica, puede demostrarse como tal si se demuestra que sus
términos son sinónimos, o sustituyendo uno de los términos por un sinónimo para
revelar su carácter tautológico subyacente, como, por ejemplo, «solteros» por «sin
casar». Ahora, por lo tanto, la pregunta es si hay disponible una noción clara de
«sinónimo».

Tal vez sea posible llegar a una noción así mediante la definición: dos términos son
sinónimos si pueden definirse cada uno en términos del otro. ¿Podría funcionar? Bueno,
¿en qué se basan las definiciones? Respuesta: en las observaciones empíricas, por parte
de lexicógrafos, de que los usuarios del lenguaje tratan ciertas expresiones como
sinónimos, de tal modo que uno puede emplearse como definición del otro. Pero en tal
caso la definición se explica por sinonimia, y no puede ser invocada para explicar la
sinonimia sin caer en la circularidad. Pese a todo, Quine acepta que la definición puede
exigir sinonimia en el caso de introducciones convencionales de nuevas notaciones
técnicas.

Si la definición no puede explicar la sinonimia, ¿qué hay de la sustitución salva


veritate? Podemos dejar de lado casos triviales, como el fallo de sustitución de «hombre
sin casar» y «soltero» en «soltero tiene siete letras» y señalar el hecho mucho más
interesante de que términos heterónimos (no sinónimos) pueden sustituirse salva
veritate, como cuando «la estrella de la mañana» sustituye a «la estrella del atardecer» en
«la estrella del atardecer es Venus». Como se demuestra con esto, la sustitución no es
suficiente para la sinonimia.

¿Qué hay de la sugerencia de que las oraciones analíticas, si hay alguna, son
necesarias? Dado que «necesariamente, todos los solteros son solteros» es cierta,
entonces, si «soltero» y «hombre sin casar» son sustituibles salva veritate, podemos decir
que «necesariamente, todos los solteros son hombres sin casar» es cierta, y esto nos
permite decir que «“todos los solteros son hombres sin casar” es analítica» es cierta. Y
esto dice que «soltero» y «hombre sin casar» son sinónimos en el sentido exigido.

Quine rechaza esto como «prestidigitación» sobre la base de que hablar de


«necesidad» ya presupone una noción de analicidad, y que en cualquier caso la
modalidad es, en su opinión, profundamente sospechosa. También rechazó el intento
de Carnap de demostrar que, incluso si la noción de analicidad es demasiado vaga en el
lenguaje cotidiano, se puede construir un lenguaje formal preciso, cuyas reglas
semánticas especifiquen qué oraciones son analíticas, que serían, en ese lenguaje, las
que son ciertas solo en virtud de esas reglas. Esta noción no es, evidentemente, una
noción de analicidad, sino solo de «analicidad en el lenguaje construido», y por lo tanto
no queda a la altura del reto de Quine.

Si no hay distinción entre oraciones analíticas y sintéticas porque la noción de las


primeras es incoherente, se sigue de esto que todas las oraciones son sintéticas, incluso
las de lógica y matemáticas. Quine acepta esta conclusión. Tiene una metáfora para
explicarlo: la idea de una telaraña —una «telaraña de creencias»— cuyos extremos
exteriores, y solo esos extremos exteriores, se encuentran en contacto directo con el
mundo a través de los estímulos sensoriales causados por ese mismo mundo, y donde,
por lo tanto, nuestras oraciones son revisables a la luz de esa experiencia. Pero, cuanto
más profundamente penetramos en esa telaraña, menos efecto tienen esos impactos, de
tal modo que en el centro de la telaraña, las frases de lógica y matemáticas parecen
firmes, incluso no revisables. Pero, si un impacto suficientemente fuerte golpea en la
telaraña, las ondas de choque penetrarán hasta llegar a las oraciones de lógica.

Esta idea es una forma de holismo, la idea de que la telaraña de creencias está tendida
como un todo integrado, y que se sostiene a sí misma como tal. Desafía a los demás
«dogmas» que Quine halló en el empirismo, en el «reduccionismo», en la tesis de que
afirmaciones individuales en las teorías científicas se ven apoyadas o socavadas por
observaciones particularmente relevantes para ellas. El holismo de Quine resiste esto
cuando argumenta que «nuestros enunciados acerca del mundo externo se someten
como cuerpo total al tribunal de la experiencia sensible, y no individualmente [...] las
afirmaciones científicas no son, por separado, vulnerables a observaciones adversas,
porque es tan solo conjuntamente, como teoría, que dan a entender sus consecuencias
observables».

Es consecuencia del escepticismo de Quine con respecto a los significados que uno no
puede decir que «el significado de una oración es la proposición que expresa», lo cual
había parecido algo natural y que muchos sostenían. En especial, a la hora de traducir
de un idioma a otro, cuando decimos que oraciones, en los distintos idiomas,
«significan lo mismo», lo que en realidad queremos decir es que las oraciones expresan
la misma proposición; decimos que snow is white y la neige est blanche «dicen la misma
cosa». Pero, sostiene Quine, imaginemos la dificultad de traducir desde otro idioma si
no tuviéramos nada para ayudarnos excepto la evidencia empírica del comportamiento
y del entorno de los hablantes. El manual de traducción que construiríamos con esta
base no quedaría determinado por las pruebas que recogiéramos: si los nativos dicen
gavagai cada vez que ven un conejo y lo señalan con el dedo, no tenemos una prueba
sólida de que quieran decir «conejo», «ideal para guisar» o «animal de mal augurio».
Como este ejemplo se apoya en una sola palabra cuya referencia no se puede fijar con
precisión en la lengua del traductor, Quine describe el caso como «inescrutabilidad de
la referencia». Y Quine cree que la traducción de oraciones teóricas del lenguaje de los
hablantes nativos no solo quedará no determinada, sino que quedará indeterminada, en
el sentido de que siempre se las podrá traducir satisfactoriamente, por igual, con dos o
más oraciones del idioma del traductor. «Lo que demuestra la inescrutabilidad de la
referencia —dice Quine— es que la noción de proposiciones como oraciones resulta
insostenible.»

En Palabra y objeto (1960), Quine expuso su idea alternativa, llamada «conductismo


lingüístico», que sostenía que la tarea del traductor demuestra que lo que queremos
expresar como «significado» de una oración es la clase de todos los estímulos
sensoriales que provocan las aceptaciones y disensiones de un hablante con respecto a
la oración. Así pues, significado es «significado-estímulo». Se consigue una traducción
(aunque indeterminada) cuando una comparación de los asentimientos y disensiones
tanto del traductor como del nativo coinciden en las mismas condiciones de estímulo.
Esto se aplica, en general, al significado.

Se puede percibir, de este resumen de la perspectiva filosófica de Quine, que es


sistemática y que se gobierna en todo momento por los compromisos fundamentales ya
mencionados: el naturalismo y la idea de que solo la extensionalidad proporciona
claridad y determinación, cualidades ambas que se pierden cuando se invocan los
conceptos de significado y de modalidades. Es una visión filosófica que se encuentra en
armonía con una era científica que, en términos filosóficos, comenzó con las
innovaciones en lógica que proporcionaron nuevas herramientas para explorar el
lenguaje, el pensamiento y el conocimiento.

Pero todas las tesis clave de Quine, a su vez, han sido desafiadas, como es de esperar
teniendo en cuenta cómo son las cosas en el terreno de creativas y animadas justas en
que se ha convertido la filosofía (trataremos algunas de esas reacciones en páginas
próximas). Uno de los muchos aspectos en los que esto es así es que, a diferencia de la
hostilidad que Quine tenía por ellos, los conceptos modales («necesariamente» y
«posiblemente») han sido investidos de una gran respetabilidad por Saul Kripke, quien
ha creado una semántica para una lógica modal cuantificada empleando las nociones de
«mundos posibles», y definiendo «necesariamente» como «cierto en todos los mundos
posibles» y «posiblemente» como «cierto en, al menos, un mundo posible». Hablaremos
de esto más adelante.

KARL POPPER (1902-1994)

Karl Popper fue otro de los críticos con el positivismo lógico que había asistido a
reuniones del Círculo de Viena como invitado. Su reacción a las ideas que allí oyó
constituyó una gigantesca contribución a la filosofía de la ciencia. También escribió
acerca de política, y tuvo una notable repercusión gracias a su libro La sociedad abierta y
sus enemigos, en la que tildaba a Platón, Hegel y Marx de «historicistas» que sostenían la
idea de que la historia está gobernada por leyes inexorables dirigidas al logro de un
objetivo utópico (o, más acertadamente, eutópico). El libro ataca al totalitarismo y
defiende la idea de la democracia liberal. Escrito durante la Segunda Guerra Mundial,
con el nazismo y el estalinismo como encarnaciones perfectas de los sistemas políticos a
los que se opone Popper, el libro tuvo vehementes defensores y detractores, como suele
suceder con la mayoría de los debates políticos. Los detractores argumentaban que
representaba de un modo erróneo a Platón y a Hegel, y que era partidista a favor del
liberalismo (algo, esto último, que él no negaría).

Popper nació en Viena, entonces capital del Imperio austrohúngaro, de padres judíos
que se habían convertido a la variante luterana del protestantismo poco antes de que él
naciera. Así pues, lo bautizaron. Su padre era un abogado rico y bibliófilo, poseedor de
una enorme biblioteca que Popper aprovechó. Dejó la escuela con dieciséis años y
comenzó a asistir a la Universidad de Viena como estudiante invitado, y estudió
ciencias y filosofía. Se hizo marxista, se unió al Partido Socialdemócrata austriaco y
durante un tiempo trabajó en Viena para el Partido Comunista. La policía disparó
contra bastantes de sus compañeros durante los disturbios del verano de 1919, parte de
las insurrecciones revolucionarias que azotaron Europa tras la Primera Guerra Mundial.
Popper ya había comenzado a mostrarse escéptico con respecto a lo que acabaría
calificando de «pseudociencia» del materialismo histórico marxista, que se esperaba de
los miembros del partido que aceptasen como evangelio, y acabó convirtiéndose a un
tipo de social liberalismo.

Como sucedió con la del también vienés Ludwig Wittgenstein, la educación de


Popper fue poco ortodoxa. Durante un tiempo trabajó en una fábrica y como carpintero;
más tarde se formó como profesor de escuela y trabajó con niños con necesidades
especiales en un centro de cuidados diarios mientras continuaba sus estudios en el
Instituto Pedagógico de Viena. Tras obtener un doctorado en psicología de la educación,
se convirtió en profesor de secundaria de física y matemáticas, y por las tardes escribía
su primer libro, La lógica de la investigación científica (1934). La amenazadora sombra del
fascismo, y el que la conversión de su familia al luteranismo no significara protección
alguna contra el antisemitismo de la época, convencieron a Popper de abandonar
Europa. Gracias al éxito de su libro consiguió un puesto en Nueva Zelanda, en la
Universidad de Dunedin. Tras la guerra aceptó una plaza en la London School of
Economics, donde dio clases hasta su jubilación.

La filosofía parece conservar bien a algunas personas; como Russell y Quine, Popper
vivió hasta pasados los noventa años. Recibió numerosos honores y medallas a escala
internacional, fue proclamado caballero en Gran Bretaña y admitido en la Royal Society.
Sus ideas filosóficas generaron mucho debate, y posiblemente fueran el mayor estímulo
para el interés en la filosofía de la ciencia de la segunda mitad del siglo XX.16

El verificacionismo de los positivistas fue el desencadenante del desarrollo de las


ideas de Popper. En una perspectiva verificacionista, las hipótesis científicas son
confirmadas por observación y debilitadas por la ausencia de observaciones que la
confirmen. Por ejemplo: planteamos la hipótesis de que tal y tal es el caso, y se la pone a
prueba ideando un experimento para ver si ciertos resultados, predichos por la
hipótesis, se pueden observar. Si, en efecto, se efectúan esas observaciones, se confirma
—o así asumimos que pasa— la hipótesis. Esto resulta plausible. Pero Popper señaló
que es, en realidad, una falacia lógica; para ser específicos, «la falacia de la afirmación
del consecuente». La primera premisa de este razonamiento es «si p, entonces q»; donde
p es el antecedente, y q, el consecuente. La segunda premisa es q, es decir, es una
afirmación del consecuente, informando de que se ha dado una observación del
resultado predicho. De la conjunción de las dos premisas, «si p, entonces q», y q, se
asume que se sigue p, es decir, que se ha confirmado la hipótesis p.
[(p → q) & q] por lo tanto, p.

Para ver que no constituye una forma válidamente lógica de argumentación, tan solo
es necesario sustituir las variables p y q por oraciones en las que p no se siga de «si p,
entonces q»; así, por ejemplo, «(p) si está lloviendo, entonces (q) las calles están mojadas;
(q) las calles están mojadas, por lo tanto (p), está lloviendo». Evidentemente, el que las
calles estén mojadas es coherente con que no llueva; por ejemplo, ha habido una
inundación; ha reventado una cañería; ha llovido antes, pero ahora ya no llueve; así,
concluir que «está lloviendo» no queda confirmado por el hecho de que las calles estén
mojadas. Se sigue de esto que si se observa q en cualquier experimento, es posible que p
no sea el caso; cualquier cantidad de observaciones que aparentemente lo confirmen son
coherentes con la falsedad de p.

En lugar de esto, afirma Popper, deberíamos considerar una versión prima hermana
de la «falacia de afirmar el consecuente» como el modo correcto de describir las cosas.
Es la siguiente: si una hipótesis predice ciertos resultados, y un experimento no
reproduce esos resultados, la hipótesis ha sido falseada: «si p, entonces q, pero no q;
entonces, no p». Esta es una forma lógicamente válida de argumentar (conocida como
modus tollens) y apuntala la alternativa de Popper al verificacionismo, que es el
falsacionismo. La idea dominante es que mientras que cualquier cantidad de
afirmaciones que aparentemente confirman una hipótesis es coherente con la falsedad
de p sin que lo sepamos, una sola observación que contradiga la hipótesis es suficiente
para falsearla definitivamente. En opinión de Popper, lo que distingue a una auténtica
teoría científica es que especificará qué demuestra que es falsa. Si una teoría es
coherente con cualquier cosa —si nada es capaz de falsearla— es vacua: «Una teoría que
lo explica todo, no explica nada».

Al argumentar que la ciencia procede mediante la técnica deductiva de buscar cómo


falsear hipótesis, y demostrar así que la visión tradicional de la ciencia como inducción
es incorrecta, Popper sugiere que deberíamos interpretar la ciencia como una serie de
«conjeturas y refutaciones» (la frase constituye el título de uno de sus libros). Tenemos
un problema e intentamos solucionarlo aventurando una conjetura con respecto a su
solución. Ponemos a prueba la conjetura; un solo resultado negativo la refuta; uno
positivo la «corrobora», pero no la confirma; posteriores evidencias pueden refutarla.

La falsabilidad proporciona el criterio que separa lo que es ciencia de lo que no lo es.


Es importante, dice Popper, distinguir la lógica del descubrimiento científico de la
psicología de este. Todo tipo de pistas e indicios pueden sugerir conjeturas: como el
famoso sueño del químico August Kekulé, de una serpiente devorando su propia cola,
que le dio la idea de que la molécula de benceno es un anillo de seis átomos de carbono,
todos ellos con un átomo de hidrógeno unido. Pero la fuente psicológica o accidental de
inspiración no juega papel alguno en el riguroso testeo de las hipótesis.

Sería razonable creer que, cuanto más probable parezca una hipótesis, más justificada
está nuestra aceptación de esta si compite con una hipótesis que parezca menos
probable. Pero Popper sostenía que las hipótesis improbables son científicamente
preferibles, basándose en que hay una relación inversa entre la probabilidad de una
hipótesis y su contenido informacional: cuanta más información contenga, de más
modos puede estar equivocada; por lo tanto, más valiosa resulta para la ciencia si resiste
los esfuerzos por falsearla. Dado que una teoría científica no puede ser aceptada
concluyentemente como verdad, Popper invocó la idea de «verosimilitud», o «parecido
con la verdad», para caracterizar las buenas teorías científicas: aquellas que resisten los
más rigurosos intentos de refutarlas.

Entre las respuestas críticas con las ideas de Popper, la principal tiene que ver con su
teoría de la falsabilidad. Una objeción estándar a su teoría es afirmar que no evita la
carga de la base inductiva, porque decir que un resultado negativo, en un experimento,
falsea la conjetura que se está poniendo a prueba es como decir que ese resultado
negativo se repetirá en cualquier prueba experimental futura de la conjetura. Pero
Popper tiene respuesta para esta objeción: «Mi propuesta se basa en una asimetría entre
posibilidad de verificación y falsabilidad; una asimetría fruto de la forma lógica de las
afirmaciones universales. Pues estas nunca derivan de afirmaciones singulares, pero las
afirmaciones singulares las pueden contradecir».

Más general es el problema de que la falsabilidad no se puede considerar más como


un modo de dejar las cosas sentadas ante una hipótesis, que lo que se puede tomar el
resultado positivo de un experimento para confirmarlo. Imre Lakatos (1922-1974),
colega de Popper en la London School of Economics, sostenía que las teorías científicas
eran falseadas no por resultados negativos, ni siquiera en «pruebas críticas», sino por el
definitivo fallo general de los programas de investigación de los que forman parte,
fracasos que se manifiestan cuando el programa de investigación ya no se adecua a los
varios fenómenos que contempla. Empleemos el ejemplo que Popper mismo gustaba de
citar: el descubrimiento del planeta Neptuno. Los astrónomos llevaban tiempo perplejos
por la anómala naturaleza de la órbita de Urano, y dos de ellos (John Adams y Urbain
Le Verrier, de modo independiente) lanzaron la hipótesis, apoyada en los principios
newtonianos, de que la anomalía podía explicarse por los efectos gravitatorios ejercidos
por un octavo, y hasta entonces no detectado, planeta. Los cálculos de Le Verrier
permitieron al astrónomo Johann Galle, del Observatorio de Berlín, detectar Neptuno
precisamente en el lugar predecible mediante las leyes de Newton. Popper veía esto
como un poderoso ejemplo de corroboración. Lakatos preguntó: ¿qué habría pasado si
no se hubiera hallado ningún planeta en el lugar predicho? ¿Habría quedado falseada la
teoría gravitatoria de Newton? Dado que podría haber múltiples razones por las que se
podría cometer un fallo de observación, la respuesta es un no rotundo. Una enorme
teoría científica, compuesta por muchísimas partes, no puede ser refutada por una sola
observación contraria, sino tan solo por la pérdida final de poder explicativo y
predictivo a medida que se acumulan fallos observacionales y experimentales.

Esta idea casa bien con el holismo de Quine, y con cualquier noción de que las teorías
científicas se aceptan o rechazan en su totalidad, no por componentes. Thomas Kuhn
(1922-1996) expresó esa visión en La estructura de las revoluciones científicas, que gira en
torno a la idea de que los científicos trabajan dentro de un paradigma, un marco teórico,
que constituye para ellos la «ciencia normal» mientras tal marco teórico es aceptado;
pero que todo el marco teórico puede ser sustituido por uno nuevo, diferente —
dándose así un «cambio de paradigma»— cuando se descubren anomalías. Kuhn cita
ejemplos históricos de cambios de paradigma como el paso de la idea ptolemaica del
universo a la copernicana.

La idea de Kuhn se opone a la noción de la ciencia como proyecto acumulativo, en el


que se hacen nuevos descubrimientos a medida que se refinan o ajustan teorías más
antiguas, conforme se crean nuevas técnicas e instrumentos, y conforme el corpus de
conocimiento acumulado crece. En su lugar, afirma que los conceptos y teorías de un
paradigma pasado son distintos en contenido (incluso si emplean las mismas palabras)
a los del nuevo paradigma; los significados mismos de las expresiones cambian. Este
aspecto de su pensamiento sería subrayado por Paul Feyerabend (1924-1994), lo que
implica un fuerte relativismo en el que no hay modo de comparar, o de adjudicar, entre
paradigmas enfrentados (por ejemplo, entre la danza sioux de la lluvia y sembrar las
nubes con yoduro de plata para provocar precipitaciones). Feyerabend describía los
distintos paradigmas como «inconmensurables», y sostenía que no solo no es posible
arbitrar entre la danza sioux y los procedimientos químicos para crear lluvia, sino que
incluso palabras como temperatura y masa poseen significados distintos en paradigmas
distintos.

Lakatos intentó dar coherencia recíproca a las ideas de Kuhn y Popper, al sostener
que el paradigma del primero podía reformularse como «programa de investigación», y
que falseamientos acumulativos de elementos del «cinturón protector» de hipótesis
auxiliares de un programa de investigación llevarían a su abandono cuando el conjunto
de elementos nucleares de la teoría ya no pueda defenderse. Una virtud de la
proposición de Lakatos es que, al rechazar los cambios y desplazamientos abruptos del
modelo de Kuhn, encaja mejor con la naturaleza aparentemente acumulativa y
evolutiva del crecimiento del conocimiento científico. Al mismo tiempo, exige
enfrentarse al mismo tipo de argumento que expuso Feyerabend: ¿significa electrón lo
mismo para su descubridor, J. J. Thomson, que para la mecánica cuántica? No, pero, a
modo de respuesta, se puede decir que existe una continuidad, porque la teoría cuántica
ha permitido una comprensión más precisa y poderosa del concepto de electrón que lo
que tuvo Thomson a su disposición.

LUDWIG WITTGENSTEIN: SU FILOSOFÍA POSTERIOR

Tras su regreso a Cambridge en 1929, y unos años después de que los miembros del
Círculo de Viena Moritz Schlick y Friedrich Weismann le convencieran de que no había
resuelto todos los problemas de la filosofía como había asegurado en el Tractatus Logico-
Philosophicus, Wittgenstein escribió copiosamente. Produjo un manuscrito en el que basó
su trabajo de solicitud de beca, la Research Fellowship del Trinity College, y que,
evidentemente, deseaba convertir en libro; esto, así como el resto del material que
Wittgenstein escribió durante los dos años posteriores, fue objeto de conversaciones con
Cambridge University Press, pero nunca quedó lo suficientemente satisfecho con el
resultado como para publicarlo.

Sin embargo, sus ideas se comenzaron a conocer en los círculos filosóficos, en parte
gracias al boca a boca, en parte gracias a debates con colegas y visitantes, y en parte
también a la circulación de manuscritos, especialmente los cuadernos «azul» y
«marrón», que contenían notas de las conferencias y clases de Wittgenstein en
Cambridge, de los cursos 1933-1934 y 1934-1935, respectivamente. Estos cuadernos se
publicaron, más tarde, conjuntamente, con el título Preliminary Studies for the
Philosophical Investigations, aludiendo a una de las obras principales que surgieron en
este periodo y que se publicó tras la muerte de Wittgenstein, las Investigaciones filosóficas
(1953).

Wittgenstein comienza las Investigaciones filosóficas diciendo que deben leerse en


paralelo con el Tractatus, a fin de efectuarse una comparación entre ambas obras,
implicando que de este modo se podrá ilustrar a qué respectos las ideas del primer libro
estaban equivocadas. Hay un aspecto importante en el que hallamos continuidad entre
sus filosofías primera y posterior: en ambas fases, Wittgenstein afirma que los
problemas filosóficos surgen de nuestra incapacidad para comprender cómo funciona el
lenguaje. Lo que cambia es su concepción de cómo funciona el lenguaje.

El Tractatus había sostenido que el lenguaje posee una única lógica subyacente que un
análisis de estructura revelaría exponiendo la relación «pictórica» entre las
proposiciones del lenguaje y el mundo, que descansaba en el vínculo denotativo entre
«nombres» y «objetos» en las bases de las dos estructuras paralelas. En las
Investigaciones filosóficas la idea central es que el lenguaje, en lugar de poseer una sola
esencia subyacente, consiste en muchas prácticas distintas (Wittgenstein las llama
«juegos de lenguaje»), dentro de cada una de las cuales el significado de las expresiones
consiste en los usos que de ellas se hace en el contexto (la «forma de vida») que es el
entorno del juego de lenguaje.

Esto señala otra diferencia entre el enfoque del Tractatus y las ideas de madurez de
Wittgenstein. En el Tractatus había intentado ofrecer una explicación austera y
sistemática; ahora sostenía que aquel era un modo erróneo de proceder. En lugar de
idear teorías para solucionar problemas filosóficos, deberíamos ver nuestra tarea como
una terapéutica, la de «disolver» esos problemas demostrando que surgen de un mal
uso del lenguaje. La metáfora de la terapia se aplica aquí con total seriedad. «El filósofo
trata una pregunta como una enfermedad.» Luego varía de imagen: «¿Cuál es tu
objetivo en filosofía? Mostrarle a la mosca la salida de la botella cazamoscas».

Una de las fuentes principales de malentendidos surge cuando tomamos una


expresión de un contexto de uso y la aplicamos en otro al que no pertenece. Si miramos
el uso correcto de las expresiones, resistiremos la tentación de aplicarlas erróneamente.
Comenzamos —como había hecho, implícitamente, el Tractatus— aceptando la
seductora idea de que aprendemos los nombres de los objetos asociándolos con objetos.
Wittgenstein cita a san Agustín cuando describía cómo sus mayores señalaban cosas
con el dedo y pronunciaban sus nombres para enseñarle a hablar. En este modelo, dice
Wittgenstein, acabamos creyendo que «cada palabra tiene un significado. Este
significado está coordinado con la palabra. Es el objeto por el que está la palabra».
Luego procedemos asumiendo que las oraciones son combinaciones de nombres. Tal es
la idea del Tractatus. Nos lleva a buscar la esencia del lenguaje, como algo que está
oculto: la «forma lógica» subyacente tras la superficie.

Pero, argumenta ahora, en realidad el modo en que opera el lenguaje «yace


abiertamente». En cuanto miramos en el lugar adecuado, vemos que el lenguaje no es
una cosa uniforme, sino muchas actividades distintas. Describimos, damos parte,
informamos, afirmamos, negamos, especulamos, damos órdenes, contamos historias,
bromeamos, cantamos, felicitamos, maldecimos, rezamos, recordamos, actuamos,
agradecemos, advertimos, nos quejamos y muchas más cosas. Cada una de esas
actividades es un juego de lenguaje: «La expresión “juego de lenguaje” debe poner de
relieve aquí que hablar el lenguaje forma parte de una actividad o de una forma de
vida». La alusión a juegos no implica nada banal; Wittgenstein está señalando el hecho
de que no hay una sola cosa común a todos los juegos; no hay una esencia única ni una
propiedad definitoria que convierta en juego a todo lo que es un juego, ni que diferencie
todos los juegos de los no juegos.

Considera, por ejemplo, los procesos que llamamos «juegos». Me refiero a juegos de tablero, juegos de
cartas, juegos de pelota, juegos de lucha, etcétera. ¿Qué hay común a todos ellos? No digas: «Tiene que haber
algo común a ellos o no los llamaríamos “juegos”», sino «Mira si hay algo común a todos ellos». Pues si los
miras no verás por cierto algo que sea común a todos, sino que verás semejanzas, parentescos y por cierto
toda una serie de ellos. [...] No puedo caracterizar mejor esos parecidos que con la expresión «parecidos de
familia»; pues es así como se superponen y entrecruzan los diversos parecidos que se dan entre los
miembros de una familia: estatura, facciones, color de los ojos, andares, temperamento, etcétera, etcétera. Y
diré: los «juegos» componen una familia.

En estos juegos, las expresiones tienen usos, funciones, propósitos, oficios, papeles,
empleo —Wittgenstein usa todas esas palabras para hablar de lo que se hace con ellas—
y la idea general es que el significado de las expresiones consiste en papeles que
interpretan en los juegos de lenguaje a los que pertenecen. En ocasiones se denomina a
esto «teoría del uso del lenguaje», un nombre que la hipersimplifica, pero que no deja
de ser preciso, siempre que recordemos que la insistencia de Wittgenstein por «conocer
el significado» de una expresión no hace referencia a un estado mental interior de
«comprender», sino que es una técnica: conocer el significado de una expresión es
dominar una técnica para seguir las reglas de su empleo. Y las reglas de uso no solo
para esa expresión en especial, sino del lenguaje como tal; ser un hablante es,
holísticamente, ser el hablante de una lengua entera.

Wittgenstein insiste en que las reglas que se siguen al «seguir una regla» no deben
entenderse como la constitución de una estructura coercitiva que determine de
antemano lo que debe producir su correcta aplicación, como hacen, por ejemplo, las
reglas de la multiplicación en la aritmética. Lo que hace que una regla, en lenguaje, sea
una regla es su uso colectivo por parte de los hablantes de ese idioma. De modo que,
aunque las reglas guíen y proporcionen una medida del grado de corrección de cada
usuario individual del idioma, no son como inmutables vías férreas, sino que son, más
bien, un producto de las formas de uso del lenguaje cotidianas. Registran costumbres o
prácticas; son como los postes de señalización que guían a los caminantes por un
sendero. ¿Qué los justifica o los fundamenta? Ellos mismos lo hacen: «La
fundamentación [...] tiene un límite [...] es nuestra actuación la que yace en el fondo del
juego de lenguaje».

Adquirimos la capacidad para comprender el uso de expresiones gracias a nuestro


entrenamiento como miembros de la comunidad de nuestro lenguaje. Este
entrenamiento se da en la «forma de vida», compartida por profesores y discípulos. Esta
forma compartida de vida es el marco de referencia y el fundamento de la práctica de
hablar en público. Un corolario de esto es que el lenguaje es esencialmente público; no
puede existir un lenguaje conocido y hablado solo por una persona. Puede existir
contingentemente un lenguaje privado, como el código que Samuel Pepys ideó para
mantener su diario íntimo en secreto, pero un código así tan solo disfraza un lenguaje
público. Un «lenguaje lógicamente privado», para empezar, no se podría aprender, y,
en cualquier caso, si ser capaz de hablar un idioma es dominar a la perfección la técnica
de seguir unas reglas, ha de haber una distinción entre obedecer una norma y
meramente creer que uno lo hace, y esta comprobación de su uso solo la pueden ofrecer
los demás miembros de la comunidad lingüística.

Un corolario de la argumentación de las Investigaciones filosóficas es que examinar el


lenguaje como protección contra malentendidos generadores de problemas filosóficos
«deja todo como está»; no cambia nada acerca de cómo vemos el mundo o cómo nos
vemos a nosotros mismos, más allá, evidentemente, de librarnos de la tentación de
filosofar y, por lo tanto, como la mosca, de caer en la botella cazamoscas.

Esta, no obstante, podría no haber sido la última idea de Wittgenstein con respecto al
papel de la filosofía. Elizabeth Anscombe editó y publicó las notas en las que
Wittgenstein trabajaba al final de su vida, con el título Sobre la certeza. Se trata del
esbozo de una argumentación en torno a que necesitamos tener ciertas certezas
absolutas, sin dudas, a fin de poder hacer algo, lo que sea. Parte de la afirmación de
Moore («Aquí hay una mano») y lanza la idea de que los discursos dependen de que
haya algunas proposiciones inmunes al cuestionamiento; serían las «bisagras» sobre las
que gira el discurso, o (por variar la metáfora) el lecho del río por el que fluyen las
aguas del discurso. Como los bancos fluviales, puede resultar erosionado con el tiempo,
pero ha de suceder de un modo tan lento como para que los significados públicos de las
expresiones del discurso permanezcan estables como para cumplir con los objetivos de
comunicación.

Lo realmente interesante acerca de Sobre la certeza es que se trata de un ejercicio de


epistemología estándar, un debate acerca de un problema filosófico principal y uno de
los tradicionales: cómo lidiar con el desafío escéptico de la posibilidad del
conocimiento. No lo trata como un pseudoproblema que se desvanecerá en cuanto
centremos nuestra atención en las formas superficiales habituales del lenguaje. Quizá a
esas alturas Wittgenstein había superado aquello que él mismo había inspirado a otros a
aceptar imitando su enfoque: la improbable idea de que, por sí misma, la atención al
lenguaje cotidiano disolvería los problemas filosóficos.

Como hemos mencionado con anterioridad, Wittgenstein atrajo una comunidad de


seguidores y admiradores fanáticos. Sus discípulos tendían a creer que la filosofía
poswittgensteiniana consistiría tan solo en leer, exponer y aceptar las ideas de
Wittgenstein. Esto era muy poco saludable, al estrechar las miras de las preocupaciones
de la filosofía y evitar el examen crítico y el fructífero desacuerdo que surge del libre
pensamiento de los filósofos. El fanatismo de los discípulos es un fenómeno habitual, y
nunca constructivo. Sin embargo, al cabo de un par de décadas emergió una evaluación
más ponderada del papel de Wittgenstein en la historia de la filosofía y, hoy en día, los
aspectos más valiosos de su pensamiento se entienden mejor.

LA FILOSOFÍA DEL LENGUAJE ORDINARIO

Nunca hubo una escuela o movimiento de la «filosofía del lenguaje ordinario» como tal;
el término es una convención empleada para identificar, de un modo aproximado, a
todo un grupo de filósofos cuyas ideas individuales acerca de cómo ejercer la filosofía
tenían mucho en común, impulsados por lo que habían aprendido, y con lo que se
habían mostrado de acuerdo o en desacuerdo, en el marco general de la indagación
filosófica de la primera mitad del siglo XX, a la que habían dado forma sobre todo
Russell, los positivistas lógicos y Wittgenstein. Así como Cambridge había sido el
epicentro de la filosofía en las primeras décadas del siglo, y Viena lo había sido en el
periodo de entreguerras, Oxford asumió ese rol en el cuarto de siglo posterior a 1945.
En ese lugar, en aquella época, influyentes figuras como Gilbert Ryle, John Austin,
Richard Hare y (aunque renegaba de la etiqueta de «filósofo del lenguaje ordinario»)
Peter Strawson formaron parte de la constelación de talentos de una ciudad
universitaria desbordante de ellos, y a la que, por la misma razón, muchos posteriores
grandes talentos de la filosofía de Estados Unidos, Australia y otras partes del mundo
acudieron como doctorandos. Durante varias décadas, desde 1945, Oxford fue,
filosóficamente, lo que París había sido para los clérigos de la Edad Media.

Todos aquellos que merecen incluirse bajo el paraguas de la «filosofía del lenguaje
ordinario» compartirían, a grandes rasgos, las siguientes convicciones con respecto a
qué es la filosofía y qué hace. Estaban de acuerdo con que no es ciencia; no se enfrenta a
sus problemas mediante observaciones y experimentos, sino a través de la cuidadosa
clarificación de conceptos y el rastreo de las conexiones entre ellos. Aunque ya no
compartían la esperanza de sus predecesores de que la lógica formal serviría como el
lenguaje perfecto en el que expresar, y por lo tanto resolver, los problemas filosóficos,
compartían el escepticismo con respecto a la metafísica como proyecto de construcción
de grandes teorías acerca de la naturaleza de la realidad. Y creían que un buen modo de
comenzar una investigación de los conceptos y sus interconexiones es examinar el
lenguaje, no solo porque sí, como objetan sus críticos, sino como un buen, y quizá
necesario, punto de partida.
Como evolución de la filosofía analítica, esta perspectiva, más bien estándar,
representa un alejamiento de las primeras y excesivas ambiciones de los primeros
filósofos analíticos con respecto a la lógica y, correlativamente, la idea de que la filosofía
se convertiría en parte de la ciencia. Esa ambición hacia la lógica era la ambición de un
«lenguaje ideal» en el sentido de la characteristica universalis de Leibniz, del «lenguaje
perfectamente lógico» de Russell o de los cálculos formales de Carnap para la
«construcción lógica del mundo». El objetivo al formular un lenguaje ideal era huir del
peligro de la naturaleza engañosa del lenguaje ordinario, con sus errores de
representación sobre cómo pensamos acerca del mundo. Una idea más modesta, la
«filosofía del lenguaje ordinario», consistía en lograr ese mismo objetivo no traduciendo
a un lenguaje formal —algo que, a fin de cuentas, se había demostrado impracticable—,
sino lidiando con las falsas representaciones en el mismo lenguaje. Tampoco llegó al
extremo de la opinión del Wittgen-stein maduro, según el cual todos los problemas
filosóficos de-saparecerían con las observaciones de los usos del lenguaje cotidiano. En
el mejor de los casos, la idea era que algunos problemas desaparecerían de este modo,
mientras que otros se volverían más tratables si uno ponía más atención en las
distinciones y matices del uso y —si o allá donde fuese diferente— del significado.

Debido a este último punto, y a sus antecesores, centrados en el intento mucho más
ambicioso de una reglamentación lógica del lenguaje para su análisis formal, se suele
decir a menudo que la filosofía analítica del siglo XX realizó un «giro lingüístico». Y,
como demuestran estos variados enfoques, es cierto. Examinar el lenguaje y el modo en
que se usa es nuestra llave para poder examinar cómo pensamos, y nuestro
pensamiento revela cómo percibimos que es el mundo, y por qué creemos que es de ese
modo. Uno puede decir, por lo tanto, que un examen del lenguaje es un examen de
nuestro mundo: nuestro mundo, la realidad fenoménica en la que vivimos y de la que
hablamos, dejando para un proyecto posterior y diferente (la ciencia) la formulación de
maneras de pensar qué es el mundo, por así decirlo, nouménico: la estructura y
propiedades de la realidad junto a (y más allá de) la experiencia cotidiana.

Las dos figuras más paradigmáticas (además de Wittgenstein) de la «filosofía del


lenguaje ordinario» son Gilbert Ryle y John Austin. Las diferencias entre ellos, tanto en
estilos como en intereses, ilustra la amplia variedad de aquello que llamamos «filosofía
del lenguaje ordinario».

Gilbert Ryle (1900-1976) pasó toda su carrera —con la excepción de su servicio militar
en la Segunda Guerra Mundial— en Oxford, donde se convirtió en el decano de la
comunidad filosófica, un hombre poderoso cuyas opiniones acerca de cualquier
individuo podían, sin más demora, elevar su carrera académica. Su influencia a este
respecto se percibía incluso tan lejos como en Australia. Era un colega cordial, que pasó
la vida entera soltero y que, como sus contemporáneos y protegidos A. J. Ayer y P. F.
Strawson, era, como escritor filosófico, un estilista: se expresaba con una austera
elegancia que se convirtió, entre posteriores filósofos de Oxford, en lo que los críticos
llaman, no sin razón, un incomprensible manierismo de involución y sofisticación
disfrazado de sutileza.17

Ryle concebía la filosofía como una especie de geografía conceptual. Al principio de


su libro más influyente, El concepto de lo mental (1949), dice: «Este libro presenta lo que
puede llamarse, con algunas reservas, una teoría de la mente. Sin embargo, no ofrece
nueva información sobre la mente. Poseemos de ella un rico conocimiento que no se
deriva ni es perturbado por las tesis de los filósofos. Las tesis que constituyen este libro
no pretenden aumentarlo, sino rectificar su geografía lógica». Todos usamos conceptos
mentales con gran facilidad, para comprender y relacionarnos con otros en las
transacciones cotidianas de la vida; pero mientras una cosa es saber cómo aplicar esos
conceptos, otra diferente es comprender sus conexiones recíprocas y con conceptos no
mentales. «La mayoría de la gente puede hablar con sentido empleando conceptos de
los que no puede decir nada con sentido —comenta Ryle—; son como los que saben ir
de un lado a otro de su pueblo, pero no pueden dibujar o leer un mapa de él.»

Hay que tomarse en serio esta metáfora cartográfica. «Determinar la geografía lógica
de los conceptos es poner de manifiesto la lógica de las proposiciones que los contienen,
o sea, mostrar qué proposiciones son congruentes o incongruentes con ellas, cuáles se
siguen de ellas y de cuáles se infieren.» Nótese que Ryle habla, como lo habían hecho
Russell y los positivistas, de «poner de manifiesto la lógica de las proposiciones que [...]
contienen [los conceptos]», pero no «parafraseando en el simbolismo de la lógica», sino
rastreando conexiones. Este era el nuevo sentido que tenían los filósofos analíticos de su
tarea lógica: un movimiento desde una concepción más formal a una menos formal del
papel de la lógica.

La diana de Ryle en El concepto de lo mental es el dualismo cuerpo-alma de Descartes,


la tesis de que hay sustancia mental y sustancia física, y que son esencialmente distintas.
Denominó al dualismo de Descartes «el fantasma en la máquina», y sostuvo que surgía
de transportar de manera ilegítima conceptos que pertenecen a un reino de discursos a
otro reino al que no pertenecen. Calificó la acepción y empleo de este mito acerca de la
mente de «doctrina oficial», debido a que tantos filósofos, psicólogos, etcétera, lo
asumieron acríticamente como verdad.

Ryle denominó «error categorial» a esta excesivamente común mala aplicación de


conceptos. Uno de los ejemplos que ofrece es este: imaginemos que le dicen a un niño
que va a ver el desfile de una división del ejército. Batallones, baterías y escuadrones
pasan desfilando, ante lo cual el niño pregunta: «Pero ¿dónde está la división?». Como
dice Ryle, «el desfile no era efectuado por batallones y baterías, escuadrones y una
división, sino por los batallones, baterías y escuadrones de una división». De igual
modo, Ryle imagina a un extranjero al que llevan a un partido de críquet y le señalan
los porteros, los defensores, los centrocampistas y los delanteros, y luego pregunta:
«¿No hay nadie en el campo de juego que tenga como función contribuir a la conciencia
de equipo?»; este, pues, es el error sobre el que descansa el concepto de mente como
sustancia diferente del cuerpo: hay poderes, capacidades y disposiciones mentales, pero
no existe también, de modo separado, una cosa, la mente, hecha de sustancia mental,
además de ellos.

Además, los conceptos de mente y cuerpo no pertenecen a una misma categoría


lógica, como si fueran socios metafísicos iguales pero opuestos. El concepto de cuerpo
pertenece a la misma a la que se aplican conceptos como espacio, color, movimiento y
peso, y en la que los sujetos de los predicados de color, peso, etcétera, son cosas. El
concepto de mente pertenece a la categoría de lo que la gente (y otros animales) hacen
—como recordar, esperar, desear, calcular, pensar— y de aquello que están dispuestos a
hacer dadas las circunstancias adecuadas, como «sentir dolor» al quemarse, «desear una
bebida» al estar deshidratados, etcétera. Ryle sostenía que el típico error de pensar que
«cuando nos referimos a algo, ha de haber algo referido» nos impide ver que, cuando
nos referimos a estados y procesos mentales, no estamos haciendo lo mismo que cuando
nos referimos a cosas físicas. En efecto, dijo, hablar de fenómenos mentales es una
abreviatura de hablar acerca de conducta, abreviatura que se toma prestada del
lenguaje referente a cosas empleado para el mundo físico.

La idea de que hablar de pensamientos, intenciones y deseos es una abreviatura para


hablar de conducta ha acabado denominándose «conductismo lógico». Ryle no
repudiaba la etiqueta conductista, aunque creía que un nombre más adecuado para su
perspectiva debía ser «fenomenología», porque trata de lo que se manifiesta —de lo que
(a)parece, de lo observable— cuando empleamos vocabulario mental que pretende (en
su opinión) referirse a entidades o acontecimientos ocultos en el espacio mental
privado. Como esto demuestra, el «conductismo lógico» es una tesis acerca de los
significados de conceptos y términos, y es diferente de las teorías conductistas de la
psicología en las que los estados y procesos psicológicos se exploran en términos de
estímulo, respuesta, aprendizaje y refuerzo. Pero comparte con ellas, y más
íntimamente con el «conductismo metodológico», la opinión generalizada de que el
correcto método a emplear para comprender el debate acerca de los fenómenos
mentales es restringir su atención a observaciones de la conducta: la idea de que el
lenguaje mental como mínimo se explica, y quizá resulta redundante, en la traducción a
términos de descripción de conducta.
Ryle apunta una argumentación de apoyo contra la línea de flotación de lo que
denomina «la leyenda intelectualista», es decir, que toda realización de una acción
inteligente, por parte de una persona, viene precedida y dirigida por un acto interno y
consciente de planificación. Su argumentación, conocida como «regresión de Ryle», es
que este acto interno, si se encuentra inteligentemente dirigido como lo suponemos,
debe haber estado, a su vez, precedido de un acto interno e inteligente de planificación.
Pero, si es así, este acto de planificación, a su vez, debe haber sido precedido... y así
hasta el infinito. «Si para que cualquier operación pueda ser ejecutada inteligentemente
se requiere la ejecución previa e inteligente de otra operación, es lógicamente imposible
romper el círculo.» Esta argumentación ha resultado ser un reto para todas las teorías
«cognitivistas» posteriores que postulaban antecedentes mentales para conductas
racionales como anticipar, decidir o formular estrategias.

Hay otro punto que vale la pena señalar aunque sea de pasada. Ryle asegura, de un
modo incoherente, tanto que hay una «doctrina oficial» acerca de la naturaleza de la
mente —la doctrina aceptada por «tantos filósofos, psicólogos y otros [que] aceptan
acríticamente su verdad»— y que su doctrina «ni deriva de, ni se ve afectada por, los
argumentos de los filósofos». El objetivo de su libro es demostrar que la dualidad
cartesiana cuerpo-alma, una idea filosófica que ha inducido a error a tantos, puede
corregirse mediante un examen filosófico de esta, evitando así que muchos otros se
vean inducidos a error por ella. O bien la filosofía tiene consecuencias, buenas o malas,
como demuestra Ryle, o bien no cambia nada, como él asegura que hace.

Hay que distinguir a J. L. Austin (1911-1960) del doctor en jurisprudencia del siglo XIX
John Austin, y conviene no confundir su libro Sense and Sensibilia (Sentido y percepción)
con la novela de Jane Austen Sense and Sensibility (Sentimiento y sensatez). El juego de
palabras del título de Austin daba sus frutos en momentos de comedia improvisada
frente a sus discípulos. Se publicó el mismo año, 1962, que su otro libro, Cómo hacer cosas
con palabras; ambos aparecieron póstumamente.

Al igual que Ryle, Austin comenzó estudiando lenguas clásicas, pero pronto gravitó
hacia la filosofía. Después de un distinguido periodo en la inteligencia militar durante
la Segunda Guerra Mundial, y más allá de visitas a Harvard para pronunciar las
Conferencias William James de 1955, y a Berkeley (California), en 1958, su carrera se
desarrolló íntegramente en Oxford. Publicó poco en vida, y su obra más importante fue
una traducción del Grundlagen der Arithmetik, de Frege, en 1950. El primero de los dos
libros antes mencionados lo editó, a partir de sus ensayos, y lo preparó para su
publicación su colega G. J. Warnock; otro colega, J. O. Urmson, hizo lo propio con el
segundo. Las Conferencias William James aparecieron impresas con el título Cómo hacer
cosas con palabras, y las conferencias que Austin dio anualmente, desde 1947,
constantemente revisadas y embellecidas, con el título «Problemas de filosofía», se
incluyeron en el volumen Sentido y percepción.

En estas últimas conferencias, Austin tomaba como pretexto el segundo libro de A. J.


Ayer, Los fundamentos del conocimiento empírico (1940), que expone una idea fenoménica
del conocimiento, y lo sometía a un ataque clásico de «lenguaje ordinario». 18 Como esto
y el título del libro sugieren, el principal objetivo de las atenciones de Austin era la
percepción.

Austin tuvo una gran influencia en Oxford a través del grupo de debate que
organizaba los sábados por la mañana con los colegas. Aunque cortés, fue siempre una
figura dominante; algunos compañeros le tenían miedo. Las reuniones del sábado eran
informales y con un aire relajado, pero la implacable pregunta «¿Qué quieres decir
con...?» daba forma al contenido de los debates y, a través de ellos, a la perspectiva
filosófica prevalente en el Oxford de la época.

Un ejemplo del estilo de filosofar de Austin lo proporciona el modo en que distingue


entre hacer algo por error y hacer algo por accidente. Supongamos que posee usted un
burro, pero un día comienza a odiarlo y decide matarlo de un tiro. Lleva su escopeta a
la pradera, donde suele pacer, apunta y le dispara. Supongamos que justo en el
momento de hacerlo, el burro se mueve y usted mata a otro burro que estaba detrás. Ha
matado al segundo burro por accidente. Pero ahora supongamos que en realidad es de
noche; que su odio por el burro está alimentado por el whisky; usted apunta y dispara
al otro burro: ha matado al burro de alguna otra persona por error.

En Sentido y percepción, Austin asegura que la tesis que quiere examinar está
encarnada en la afirmación «nunca vemos o por lo demás percibimos (o “sentimos”), o
en cualquier caso nunca percibimos o sentimos directamente objetos materiales (o cosas
materiales), sino solo datos sensoriales (o nuestras propias ideas, impresiones, sensa,
percepciones sensoriales, perceptos, etcétera)». Y dice que su respuesta general a esa
doctrina es...

que es una concepción típicamente escolástica, atribuible, primero, a una obsesión por unas cuantas palabras
particulares cuyos usos son simplificados en exceso, no realmente entendidos ni cuidadosamente
estudiados, ni correctamente descritos; y, segundo, a una obsesión por unos cuantos (y casi siempre los
mismos) «hechos» medio estudiados. (Digo «escolástica», pero podría exactamente igual haber dicho
«filosófica»; la simplificación excesiva, la esquematización y la constante repetición obsesiva de la misma
gama reducida de secos «ejemplos», no solo son peculiares de este caso, sino demasiado comunes para ser
descartados como una debilidad ocasional de los filósofos.)

Para deconstruir el caso del fenomenalismo muestra que aquello en lo que descansa
—el palo recto que parece torcido, visto a través del agua; lo indistinguible de una
experiencia genuina y una alucinatoria— no es sino una serie de errores acerca de
locuciones como «se parece a», «parece que», «se ve», «tiene aspecto», y las distinciones
entre ellos. Pensemos en los matices de significado de las oraciones: «(1) se ve culpable;
(2) parece culpable, (3) tiene aspecto culpable». En las conferencias (no así en la versión
publicada), Austin emplea el ejemplo de encontrarnos con un cerdo. Cuando lo
hacemos, decimos: «¡Mira! ¡Un cerdo!», no decimos «Tiene apariencia de cerdo, huele
como un cerdo, hace ruidos de cerdo... por lo tanto, es un cerdo». Es decir, no juzgamos
que estamos ante un cerdo basándonos en los datos sensoriales que estamos
experimentando. La respuesta de Ayer fue mostrarse de acuerdo con que juzgamos
directamente que se trata de un cerdo, pero que si nos piden que justifiquemos por qué
lo creemos, podemos y debemos apelar a las pruebas de que disponemos, sobre todo
pruebas sensoriales: lo que hemos visto y oído (las impresiones sensoriales de la vista y
el oído). Ayer mismo acusaba a Austin de no distinguir entre los órdenes de
acontecimientos psicológicos y lógicos. Psicológicamente, el orden es «¡Mira! ¡Un
cerdo!»; lógicamente, es «Tengo esta prueba y esa otra, y eso justifica la afirmación de
que es un cerdo». Austin tampoco se toma en serio el hecho de que podemos tener tales
evidencias y, aun así, equivocarnos: la posesión de datos sensoriales asociados a un
cerdo es coherente con la ausencia de un cerdo. Tal es la fuerza del desafío escéptico
que debe superar una teoría epistemológica.

La influencia de las ideas contenidas en Cómo hacer cosas con palabras ha sido muy
grande, porque en estas conferencias Austin introdujo el concepto de habla
performativa (o realizativa): locuciones como «lo prometo», «te desposo», «ojalá
lloviese», «¡cierra la puerta!» o «¿has leído a Tolstói?». Estas no son afirmaciones de un
hecho, al estilo de «ese animal es un cerdo», y por lo tanto no son candidatas a ser
clasificadas como verdaderas o falsas; aun así, poseen significado e importancia. La
clave es que estas expresiones constituyen realizaciones de acciones: las acciones de
prometer, desposar, ordenar, etcétera. Decir «lo prometo» es, en efecto, prometer;
pronunciar «yo te desposo», en las circunstancias adecuadas, es desposar a alguien;
«ojalá lloviese» expresa un deseo; «¡cierra la puerta!» es una orden, y «¿has leído a
Tolstói?» es una petición de información. Son actos de habla.

Hacer cosas con el lenguaje, ya sean afirmaciones (Austin las llama «enunciados
constatativos»), ya sea prometer, ordenar, pedir, etcétera, son actos locutivos o
locucionarios. El acto mismo de decir algo es un acto ilocutivo o ilocucionario —el acto
de afirmar, pedir, ordenar— y tiene relación con el tipo de enunciado que es: bien posea
la fuerza de una afirmación (fuerza asertiva), la de una pregunta (fuerza interrogativa) o
la de una orden (fuerza imperativa), etcétera. El efecto logrado al decir algo es el acto
perlocutivo o perlocucionario: el acto de conseguir que alguien haga algo si damos una
orden, o el acto de informar a alguien que hemos pronunciado una afirmación
verdadera... en definitiva, el de conseguir un determinado efecto en la audiencia. Estas
ideas promovieron un fértil debate, uno de cuyos notables frutos fue el libro de John
Searles Actos de habla (1969).

Austin buscaba superar los problemas que acosan a la tradicional teoría de


correspondencia de la verdad, la teoría que afirma que «una afirmación es cierta si se
corresponde con los hechos». El problema con esto es el siguiente: ¿cuáles son los
elementos de las afirmaciones y de los hechos, y cuál es la relación de correspondencia
que, se supone, mantienen? Austin responde diciendo que la relación de
correspondencia consiste en conjuntos de convenciones que gobiernan el modo en el
que vinculamos lo que decimos con aquello sobre lo que hablamos. Especificó dos tipos
de convenciones: «descriptivas», que correlacionan palabras y frases con tipos de
situaciones en el mundo, y «demostrativas», que correlacionan oraciones (en realidad,
usos de las oraciones en situaciones específicas) con situaciones reales del mundo.

Una objeción de P. F. Strawson (1919-2006) a esta propuesta es que confunde dos


preguntas: «¿Cómo usamos la palabra “verdadero”?» y «¿Cuándo es correcto describir
una oración como verdadera?». La primera pregunta exige un análisis del papel que
desempeña el predicado «... es verdadero» en el lenguaje, mientras que la segunda
pregunta por las condiciones que se deben satisfacer para que «... es verdadero» esté
correctamente aplicado. Si Austin tuviese razón, decir de una afirmación dada que es
cierta sería decir algo sobre los significados de las palabras empleadas para hacer la
afirmación, o sería decir que las convenciones se están aplicando correctamente... pero
no estamos haciendo ninguna de ambas cosas. En lugar de ello, estamos mostrándonos
de acuerdo (o en desacuerdo) con lo que dice la afirmación.

La posición de Austin y la respuesta de Strawson se dieron en un debate que


sostuvieron en una conferencia de la Sociedad Aristotélica en 1950. El debate es en sí
importante por su papel en el desarrollo de las ideas sobre la verdad conocidas como
«teorías deflacionarias» o «teorías minimalistas», así denominadas porque su objetivo es
negar que la verdad sea una propiedad sustantiva de las cosas que decimos o creemos
—es decir, una propiedad sustantiva como «correspondencia» o «coherencia»—, y
afirmar, en su lugar, que hablar de la verdad es hablar de poca cosa. Por ejemplo: nada
se añade a la aserción de una afirmación p cuando se dice «es cierto que p», de modo
que «... es cierto» resulta redundante (de aquí su versión como «teoría de la
redundancia»); como mucho, «es cierto» solo señala acuerdo o énfasis (la opinión de
Strawson) o se trata de un dispositivo de abreviatura para evitar la repetición: alguien
dice «el Everest es la montaña más alta no solo del Himalaya, sino del mundo», y en
lugar de repetir toda la frase para demostrar que estamos de acuerdo con ella, decimos
simplemente «es cierto». Pero el debate entre Austin y Strawson acerca de la verdad
también es un ejemplo de cómo la «filosofía del lenguaje ordinario» se enfrentaba a una
pregunta que era, en sí misma, sustantiva, y no un mero «jugar con palabras», como
decían algunos críticos.

Puede que a Strawson le disgustara la etiqueta «filosofía del lenguaje ordinario» y en


verdad que la etiqueta no hace justicia a la última parte de su obra, pero lo que le hizo
sobresalir en los inicios de su carrera en Oxford fue su meticulosa atención a las
distinciones lingüísticas demostrada en sus desacuerdos con Austin acerca de la verdad,
y en el ensayo con el que se granjeó la fama, «On Referring» [Sobre la referencia], una
crítica de la teoría de las descripciones de Russell.

«On Referring» se publicó en el periódico Mind en 1950, y su argumentación


fundamental es que la teoría de Russell es un esfuerzo por resolver un problema que, en
primer lugar, nunca surgiría si tuviéramos cuidado a la hora de distinguir entre
expresiones —como, por ejemplo, palabras y oraciones—, de los usos de expresiones y
de los enunciados de las expresiones. Imaginemos la oración «el actual rey de Francia es
sabio» pronunciada por personas diferentes bajo los reinados de distintos reyes
franceses. Es siempre la misma frase, pero las ocasiones de uso son diferentes cada vez;
se estaría hablando de distintos reyes, y a veces la frase estaría empleándose para decir
algo verdadero y otras veces, para algo falso.

Lo que se puede decir de este modo de oraciones completas se puede decir, también,
de las frases que se dan en ellos, tal como sucede con la descripción «el actual rey de
Francia». Por sí misma, la frase no se refiere a nada, pero se la puede usar para referirse
a un rey de Francia si hay uno en el momento presente. Tras la teoría de Russell,
recordaremos, está la idea de que el significado es denotación, y Russell evitó los
problemas de esta idea diciendo que solo hay dos «nombres lógicamente correctos», los
demostrativos «esto» y «eso». La opinión que opone Strawson es que «referir» no es
algo que hagan las expresiones, sino algo que la gente usa para que las expresiones
hagan. Se sigue que «el significado de una expresión no puede identificarse con el
objeto al que nos referimos mediante su uso en una ocasión particular. El significado de
una oración no puede identificarse con la aserción que hacemos mediante su uso, en
una ocasión particular». Russell había confundido la descripción con su uso: «Lo
importante es que la pregunta sobre si la oración es o no significativa es totalmente
independiente de la pregunta que puede plantearse acerca de un uso particular de ella».

Era habitual que Strawson generalizase las ideas acerca del lenguaje y del uso que
subyacían tras sus críticas a Austin y a Russell, y también lo hizo en su primer libro,
Introducción a la teoría lógica (1952). El objetivo es distinguir entre la gramática y la
sintaxis del lenguaje ordinario y las estructuras formales de la lógica, sosteniendo que
las primeras no quedan perfectamente representadas en las últimas, ni por ellas. Esto
era, por lo tanto, un repudio del proyecto «logicista» de la primera filosofía analítica. En
el libro fue introduciendo la idea de «presuposición» para explicar la relación lógica
entre una afirmación tal como «el hombre del jardín está silbando» y la afirmación «hay
un hombre en el jardín», que ha de ser cierta para que la primera oración sea cierta o
falsa. Una consecuencia de esta idea es que, en caso de fallo de presuposición —es decir,
cuando una oración presupuesta es falsa—, una oración de presuposición cae en una
«brecha de valor de verdad»; no hay lugar para la bivalencia. Como es natural, este
aspecto de las ideas de Strawson atrajeron numerosas críticas.

En 1959, Strawson publicó uno de sus dos grandes libros, Individuos, que tenía el
subtítulo —un tanto provocativo, dado el sesgo generalmente antimetafísico de la
filosofía analítica— Ensayo de metafísica descriptiva. Justificó el subtítulo en la
introducción al hacer una distinción entre la metafísica descriptiva de Aristóteles y
Kant, quienes examinan conceptos y categorías «que, en su carácter más fundamental,
no sufren cambios» y son, por lo tanto, características estructurales de nuestro
pensamiento, y la «metafísica revisionista» de Descartes, Leibniz o Berkeley, quienes
intentaban construir una mejor imagen metafísica del mundo. La metafísica descriptiva
era, pues, análisis conceptual como se lo practicaba en la filosofía analítica, pero con un
carácter más general, y su propósito principal —como el de la cartografía de Ryle— era
mapear las conexiones entre conceptos, sobre todo para ver cuáles son más
fundamentales.

Dos ideas clave de Individuos son, en primer lugar, que lo que nos permite hacer
referencias identificativas a cosas del mundo se apoya en que tomemos el mundo como
un único sistema espacio-temporal, en el cual somos capaces de volver a identificar los
elementos —los más fundamentales, los cuerpos particulares— con el paso del tiempo;
en segundo lugar, que la mayoría de aquello a lo que nos referimos del mundo lo
hacemos bajo una descripción, no como resultado de una familiaridad personal con ello.
Por lo tanto, tenemos la misma idea del «conocimiento por descripción» y del
«conocimiento por familiaridad» de Russell, pero con una gran diferencia: que aquello a
lo que se puede remontar el rastreo del conocimiento descriptivo no son los datos
sensoriales privados, como en Russell, sino objetos del mundo público.

La exigencia de reidentificación ofrece una refutación al escepticismo, puesto que si


hemos de ser capaces de reidentificar objetos a fin de que nuestro lenguaje y nuestro
pensamiento funcionen, algo que solo pueden hacer si abarcan un reino espacio-
temporal unificado, entonces, que tengamos éxito reidentificando objetos particulares
demuestra que las dudas escépticas acerca de la existencia de las cosas independiente
de la percepción carece de base.19 De otra forma de escepticismo, relacionada con la
existencia de otras mentes, se encarga la argumentación, por Strawson, de que
atribuirse uno mismo estados psicológicos —«me duele» y similares— gira en torno a
haber aprendido el lenguaje relevante para hacerlo en un contexto público, de modo
que el significado de «dolor» es el mismo cuando nos lo aplicamos a nosotros mismos o
lo aplicamos a otros; pero esto significa que no podemos dudar de la existencia de otras
mentes, pues de otro modo la adquisición de estos términos sería imposible.

Otra contribución original es la solución que Strawson ofrece a la cuestión mente-


cuerpo. Se enfrenta a ella mediante un examen de a qué nos referimos cuando usamos
el pronombre «yo», y argumenta que su referente es una entidad a la que pertenecen
constitutivamente dos tipos de predicados: los físicos y los mentales. Se trata de una
forma de teoría de «aspecto dual» de lo que constituye una persona, pero su especial
interés reside en la afirmación de Strawson de que este concepto de persona es
primitivo; tanto, que intentar «separar» una persona en aspectos físicos y mentales es,
hablando ontológicamente, un error.

Strawson publicó su segundo gran libro, Los límites del sentido, en 1966. Es una
indagación de la Crítica de la razón pura de Kant que intenta separar sus partes más
valiosas de las menos valiosas; entre estas últimas, a juicio de Strawson, el compromiso
de Kant con la existencia de juicios a priori sintéticos. Para entonces, la supuesta
hegemonía, si es que alguna vez hubo tal cosa, de la «filosofía del lenguaje ordinario»,
en el sentido más estrechamente relacionado con Ryle y Austin, había desaparecido, si
bien entre aquellos aún deslumbrados por la potente luz de Wittgenstein todavía
permanecía cierta propensión a creer que «filosofía» significaba «leer, debatir y
mostrarse de acuerdo con Wittgenstein». Este atractivo seguía permaneciendo mientras
Strawson escribía, pero su obra contribuyó a centrar la atención en una gama más
amplia de problemas filosóficos.

Strawson rechazaba la etiqueta de «filosofía del lenguaje ordinario», y tanto Individuos


como Los límites del sentido ilustran perfectamente por qué. Pero hubo dos aspectos en
los que los intereses y técnicas particulares más subrayadas en ese momento en filosofía
desempeñaron un papel en otras contribuciones que hizo. Uno es que él y su profesor
Paul Grice escribieron una respuesta al ataque de Quine a la distinción analítico-
sintético, en la que sostenían que Quine había puesto un listón muy alto como estándar
de «clarificación» de los conceptos requeridos para explicar la analicidad, garantizando
así su fracaso; y que en cualquier caso, cuando el concepto queda explicado, a la luz de
la familia de conceptos a la que pertenece (significado, sinonimia, posibilidad lógica,
etcétera) resulta a la vez respetable y útil.
El segundo aspecto es que, a lo largo de su vida, Strawson siguió interesado en la
cuestión de la referencia y de la diferencia entre la gramática y la lógica de la distinción
sujeto-predicado. Se trató de un interés avivado por su pensamiento con respecto a
Russell, al inicio de su carrera, y que se alimentó y mantuvo vivo con los desarrollos de
teorías de referencia, a medida que el interés en la filosofía del lenguaje se convertía en
la principal preocupación de la filosofía analítica, en el último tercio del siglo XX. Al
mismo tiempo, sus discusiones en torno a la referencia continuaron demostrando esa
sensibilidad a los matices de significado que fue la herramienta principal de la «filosofía
del lenguaje ordinario».

LA FILOSOFÍA DEL LENGUAJE

El logro sobresaliente de la filosofía analítica, en el último tercio del siglo XX, es la


filosofía del lenguaje, que, hacia finales de siglo, se mezcló con la filosofía de la mente,
conforme los dos proyectos de investigación reconocían, cada vez más, el alcance de su
interdependencia. El «giro lingüístico» que tomaron, de varias maneras diferentes,
Frege, Russell, Wittgenstein, los positivistas y los «filósofos del lenguaje ordinario»
apuntaba a la necesidad de un tratamiento sistemático del lenguaje, y fue a ello que,
equipada y potenciada con las nuevas herramientas de la lógica, dirigió su atención
total, en ese periodo, la filosofía analítica.

En la Edad Media, los escolásticos reconocieron la conexión entre lógica y lenguaje,


pero fueron los importantes desarrollos en lógica, sobre todo los efectuados por Frege y
su subsiguiente aplicación por parte de Russell y otros, lo que proporcionó el músculo
que hizo, de la propia lógica y de las teorías de la referencia y del significado, un campo
de auténtico progreso. Se ha señalado que en todas las demás áreas de la filosofía —
ética, teoría del conocimiento, filosofía política, estética— la historia de esta asignatura
sigue siendo un recurso que enriquece el pensamiento contemporáneo. Pero en la
filosofía del lenguaje hay relativamente poco, más allá de algunas sugerencias y
reflexiones, que no sea original del propio siglo XX, y en especial de su segunda mitad.

En un lugar central de la filosofía del lenguaje se encuentra la «teoría del significado»,


una expresión que denota dos enfoques que, según muchos, poseen importantes
conexiones entre sí. En uno de estos enfoques, se ve la teoría del significado como el
intento de proporcionar un esclarecimiento, análisis o explicación general del concepto
de significado. El otro enfoque es el proyecto técnico de construcción de una teoría
formal para un lenguaje especificado, que arroja teoremas para cada oración de ese
lenguaje, que «dan el significado» de ellas.
El primer e informal sentido de «teoría del significado» es la tarea reconocible de
aclarar el concepto de significado, quizá en términos de lo que los hablantes desean o
pretenden comunicar a sus interlocutores. El segundo y más formal sentido de la frase
es la tarea, igualmente reconocible, aunque diferente, de construir un cálculo lógico
«para un lenguaje L» en el que cada oración o de L esté emparejada con un significado,
llamémoslo s, de o, en un esquema «o significa s en L», donde la palabra «significa» sería
sustituida por algo que proporcionase el emparejamiento deseado. Una breve reflexión
acerca de este esquema sugiere que, dado que «significa» es una noción intensional, y
precisamente se requiere una representación formal porque, por su propia naturaleza,
es extensional (véase el debate acerca de estas nociones en Frege y Quine, páginas 470-
480 y 509-518) el esquema requerido debería ser algo como «o es X en L si y solo si S»,
donde X es un comodín para lo que sea que se necesite poner en su lugar con tal de que
el resultado ofrezca la alternativa a «significa» coherente con la extensionalidad
requerida, y en la que S es lo que sea, por su equivalencia, el significado de o. El
andamiaje («si y solo si») hace que el contexto sea extensional (función de verdad).

Muchos teóricos creen que el enfoque formal puede aclarar aquello que se busca
mediante el enfoque informal; otros sostienen que es la única manera de hacerlo.
Aunque pensadores tempranos como Russell o Carnap pensaron que traducir a un
idioma formal explicaría el lenguaje o resolvería problemas causados por la
ambigüedad del uso coloquial, la mayoría de los exponentes tardíos del enfoque formal
adoptaron la perspectiva, mucho más modesta, de averiguar cómo un análisis del
significado que puede identificarse en un contexto formal da sentido al lenguaje
natural.

Evidentemente, la idea de una «teoría del significado» había estado implícita en gran
parte de lo que había sucedido en las primeras décadas del siglo. La ambición de
Russell de lograr un «lenguaje lógicamente perfecto» sostiene la idea de un significado
en el lenguaje natural que se nos escamotea; lo mismo con el construccionismo lógico de
Carnap. Los positivistas habían ofrecido una teoría del significado cuando propusieron
el principio de verificación. Quine había abogado por una explicación conductista del
significado en términos de condiciones de estímulos, al mismo tiempo que cuestionaba
la inteligibilidad de las interpretaciones intensionales del significado de «significado».
Strawson y otros habían ofrecido explicaciones parciales de aspectos del significado y
de lo que compone la referencia; la palabra clave en ese caso es parciales. Todos estos
esfuerzos venían impulsados, en esencia, por el deseo de resolver un problema en algún
otro lugar de la filosofía. Ahora se sentía la necesidad de una explicación sistemática del
significado mismo, a partir de lo que se había aprendido en esos debates.
A principios de la década de 1950 apareció la traducción al inglés de J. L. Austin de
Grundlagen der Arithmetik, de Frege, y no mucho después, las Translations from the
Philosophical Writings of Gottlob Frege, de Peter Geach y Max Black. La disponibilidad de
estas obras en inglés dio impulso a la filosofía del lenguaje durante las siguientes
décadas. Recordemos que Frege había encontrado la lógica en una posición no muy
diferente de cuando Aristóteles la había dejado, y que ideó una sintaxis y una semántica
para el cálculo proposicional y de predicados. En el proceso de indagación de las
aplicaciones de este nuevo sistema en la reducción de la aritmética a lógica, desarrolló
ideas que demostraron ser importantes para la posterior filosofía del lenguaje, como el
concepto de composicionalidad —la idea de que el significado de las expresiones está
determinado por su contribución a los significados de unidades más grandes del
lenguaje— y la distinción sentido-referencia.

Otro acontecimiento, al final de esa década, alentó el movimiento hacia la filosofía


sistemática del lenguaje: la publicación de Palabra y objeto, de Quine, en 1960. Ofrecía
una formalización de la ciencia en lógica de primer orden enriquecida por teoría de
conjuntos, y mostraba de qué manera la lógica ayuda a la metafísica al proporcionar un
modo de identificar las relaciones ontológicas de lenguajes y teorías. Un efecto
igualmente importante fue que estimuló al discípulo y colega de Quine Donald
Davidson a formular un enfoque de la teoría del significado que acabaría siendo el más
influyente de todos.

Donald Davidson (1917-2003) estudió lenguas clásicas y literatura en Harvard, pero


mientras lo hacía cayó bajo el influjo de A. N. Whitehead y dejó su licenciatura para
estudiar un grado de maestría en filosofía. Tras servir en la armada de Estados Unidos
durante la Segunda Guerra Mundial, regresó a Harvard y a su interés original en la
filosofía antigua, y escribió su tesis doctoral acerca de Platón. Pero, para cuando había
acabado de escribir su disertación, conoció a Quine, y sus intereses volvieron a cambiar,
esta vez centrándose en el trabajo contemporáneo de la tradición analítica. Tuvo
puestos de trabajo en las universidades de Stanford, Chicago y Berkeley, pero viajó
incansablemente para dar conferencias y participar en simposios, a medida que sus
ideas y su creciente interés en la filosofía del lenguaje ejercían su atracción sobre el
mundo de la filosofía analítica.

La idea clave del enfoque de Davidson es que una teoría de la verdad es la forma
correcta de una teoría del significado. Busca demostrar de qué manera el significado de
una oración es función de los significados de las palabras que la constituyen, y
correlativamente muestra lo que un hablante sabe de «conocimiento del significado» de
expresiones en su lenguaje. Una formulación grosso modo de una teoría así numeraría un
conjunto de reglas que mostrarían cómo vincular palabras y frases con sus significados,
y cómo conectar las palabras y frases entre sí formando estructuras cuyos significados
estuvieran constituidos por dichas conexiones. El significado es composicional, y la
teoría ha de explicar cómo funciona esto. Davidson compartía con Quine su dedicación
al principio de que los significados no son «entidades significadas», es decir, objetos,
estados de cosas, conceptos o siquiera «significados». Es fácil ver por qué: si una oración
está compuesta por expresiones que «significan» entidades significadas, entonces la
oración «Platón está pensando en las Formas» exige que cada elemento de la oración
signifique, respectivamente, un ser humano, una actividad mental, una abstracción —y
en cada caso, un ejemplo particular de la cosa significada— y aún más: las cosas que las
«significan» han de combinarse de tal modo que «signifiquen» que Platón está
pensando en las Formas. Una de las objeciones más importantes a esto es que la
ontología de las entidades significadas es un enredo poco plausible (recordemos, a este
respecto, la exigencia de «ninguna entidad sin identidad» de Quine), dado que
contendría abstracciones, supuestos, universales, conceptos, entidades ficticias, etcétera.
Otra razón relacionada es que ser un usuario competente del lenguaje es algo que se da
de modo natural: los niños pequeños aprenden a hablar observando la conducta
lingüística de otros; interpretamos el habla de los demás a la luz del contexto y del
conocimiento general, no vinculando expresiones del lenguaje con una variedad de
«entidades significadas» concretas y abstractas.

Así pues, Davidson propone que sustituyamos la frase «significa que» por algo más
claro. Pensemos en el caso de emplear el español para explicar los significados de
expresiones en francés. Podemos decir «La oración en francés la neige est blanche
significa “la nieve es blanca”» o, para ser más informativos, «La oración en francés la
neige est blanche significa que la nieve es blanca». Es más informativo porque las
palabras detrás de «significa» nos explican qué dice la frase la neige est blanche, no tan
solo emparejándola con una expresión de modo no informativo, que es como sucedería
si le dijéramos a alguien que no sabe ni francés ni chino mandarín que «La oración en
francés la neige est blanche significa xue shi baide».

En «La oración en francés la neige est blanche significa “la nieve es blanca”», la frase
general en español está en el metalenguaje, y la expresión incrustada en francés se
encuentra en el lenguaje objeto. Nótese que un lenguaje puede ser su propio
metalenguaje: podemos decir «La oración en español “la nieve es blanca” significa que
la nieve es blanca». Al principio esto puede no parecer muy informativo, pero sugiere el
siguiente paso de esta teoría.

Aún no nos hemos librado de la inútil palabra significa; y he aquí el meollo de la


propuesta de Davidson. Utilicemos la estructura extensional «—si y solo si—»
(abreviada, de modo estándar, como ssi). La idea es que lo que flanquea a ssi es, a la
izquierda, una afirmación acerca de una oración en el lenguaje objeto (llamémosla o) y,
a la derecha, una afirmación en el metalenguaje (llamémosla p) que nos dice bajo qué
condiciones se puede hacer la afirmación acerca de o. La afirmación acerca de o es que
posee cierta propiedad, llamémosla T. De modo que el esquema sería el siguiente: «o es
T ssi p». ¿Cuál es la propiedad crucial, T, que realiza el necesario truco de hacer que la
oración general en metalenguaje nos diga lo que queremos saber acerca de o? Davidson
sostiene que el mejor candidato para T es verdadero. «La oración “la neige est blanche”
es verdadera en francés si y solo si la nieve es blanca.»

Davidson escribió: «Una teoría aceptable de la verdad debe implicar, para cada
oración o del lenguaje objeto, una oración de forma “o es verdad si y solo si p”, en la que
p es sustituida por cualquier oración que es cierta si y solo si o es. Dada esta
información, la teoría se pone a prueba por la evidencia de que las oraciones T son
verdaderas; hemos abandonado la idea de que también debemos saber si lo que
sustituye a p se traduce como o». Así, la expresión «significa que» ha sido sustituida por
la relación de «equivalencia material» —lo que significa igualdad de valor de verdad—
al afirmar la condición bajo la cual la oración en lenguaje objeto del esquema es cierta.

El problema con esto es que «La oración “la neige est blanche” es verdadera en
francés si y solo si la nieve es blanca» es también cierta... y poco útil. En efecto, el
esquema T es tal que todas las parejas de oraciones materialmente equivalentes (con el
mismo valor de verdad) pueden sustituirse por o y p. La respuesta de Davidson es que
cualquiera que conozca una teoría de la verdad adecuada para un lenguaje sabrá, por lo
tanto, que los ítems léxicos del lenguaje (palabras y frases) poseen significados
asociados, que hay principios que gobiernan su composición en oraciones, y sabría
también lo que estas dos cosas implican con respecto a las interpretaciones correlativas
de oraciones en las posiciones o y p. Además, la teoría pretende apuntalar una
explicación empírica del significado, de modo que las interpretaciones correlativas no
son accidentales; las condiciones empíricas de uso acabarán restringiendo tanto el
asunto que habrá en juego algo más fuerte que la mera «equivalencia material».

La teoría de la verdad que emplea Davidson para su propósito es la desarrollada por


el lógico Alfred Tarski (1901-1983) para lenguajes formales. Tarski asumió la
disponibilidad previa de un concepto de significado para establecer el concepto de
verdad para construir un lenguaje formal L; «o es verdad en L ssi p» aprovecha que o y p
se toman como sinónimos en ambos lenguajes (metalenguaje y lenguaje objeto). La idea
de Davidson era darle la vuelta al calcetín y emplear la verdad para explicar el
significado, en lugar de usar el significado para explicar la verdad, como había hecho
Tarski. Sin embargo, la concesión hecha por Davidson, que se requiere invocar algo más
fuerte que la mera «equivalencia material» para que la teoría funcione, es importante.
En efecto, parece como si gran parte del trabajo que debería hacer una teoría del
significado ya se ha hecho en conexión con «asignaciones de significados a unidades
léxicas», principios de composicionalidad y las relaciones interpretativas entre
sustituyendos de lenguaje objeto y metalenguaje para o y p. Sin embargo, su idea básica,
que los significados son condiciones de verdad, desató un debate fructífero, sobre todo
gracias a quienes se mostraban en desacuerdo.

Para el aspecto empírico de su teoría, Davidson amplió la idea de «traducción radical»


de la obra de Quine hasta obtener una teoría de la «interpretación radical». El «lingüista
de campo» ideado por Quine observa los enunciados y las circunstancias de los
enunciados de hablantes nativos y los asocia (indeterminadamente) a enunciados de su
propio idioma bajo los mismos estímulos-condiciones. Davidson hace que el intérprete
radical haga algo diferente, que es relacionar los enunciados de los hablantes nativos
con las condiciones objetivas del entorno extralingüístico que harían que los enunciados
fueran verdad. El intérprete asume que los hablantes son racionales, que por norma
general quieren decir la verdad y que generalmente poseen creencias verdaderas acerca
del mundo (a esto se lo llama «principio de caridad»). Sobre esta base busca dar un
sentido coherente a lo que el hablante ha dicho. Esto no equivale a una traducción
única; los datos son coherentes con interpretaciones diferentes, de modo que la
interpretación sigue siendo indeterminada.

A partir de, en gran medida, las mismas consideraciones, Quine había llegado a la
conclusión de que la indeterminación del significado significa que no hay significados.
De un modo más conservador, Davidson sostiene que, incluso si el significado es
indeterminado, sigue siendo significado. Los patrones de conducta de los hablantes
permiten la idea de que el significado se encuentra allá donde convergen las
interpretaciones de la conducta de los hablantes. El argumento generaliza: todos somos
intérpretes del habla de los demás, incluidos hablantes de nuestro mismo idioma; por lo
tanto, empleamos algo así como las mismas técnicas de interpretación en nuestras
transacciones lingüísticas dentro de la misma comunidad lingüística.

Davidson hizo también importantes contribuciones a la filosofía de la mente y la


filosofía de la acción, proporcionando en todos los casos el marco de trabajo, como con
su filosofía del lenguaje, para un debate completo. Parte de su obra más temprana
estuvo enmarcada en la filosofía de la acción, en la que sostenía, contra lo que se había
convertido en ortodoxia wittgensteiniana, que explicar las razones por las que alguien
actúa de una determinada manera es un tipo de explicación causal. En la filosofía de la
mente, y por razones relacionadas con sus ideas acerca de la acción, Davidson propuso
una controvertida teoría que denominó «monismo anómalo», que consistía en las
siguientes tres tesis: «Los acontecimientos mentales causan acontecimientos físicos;
todas las relaciones causales están gobernadas por leyes naturales; ninguna ley natural
gobierna las conexiones causales entre acontecimientos mentales y físicos». Este
conjunto de afirmaciones parece incoherente, de ahí el adjetivo anómalo. Pero Davidson
no es un dualista cuerpo-mente, de ahí el término monista. Al explicar esta idea,
Davidson introdujo la idea de «superveniencia» para describir de qué modo los
fenómenos mentales pueden ser «en cierto sentido dependientes» de los fenómenos
físicos pese a no ser reducibles a ellos, y pese a que no hay leyes psicofísicas que
gobiernen la relación. La noción de superveniencia es a todas luces ambigua, pese a
brillantes esfuerzos durante los posteriores debates por concretarla.

El enfoque verdad-condicional de Davidson al significado fue rechazado por Michael


Dummett, cuyos argumentos por un enfoque distinto generaron un debate igualmente
extenso porque ilustraba cuán íntimamente relacionadas están las cuestiones
metafísicas con las cuestiones acerca de cómo comprendemos el lenguaje.

Michael Dummett (1925-2011) resultó admitido, inmediatamente tras acabar sus


estudios de licenciatura, en 1950, en el All Souls College de Oxford, una de las pocas
instituciones académicas no docentes del mundo cuyos miembros pueden dedicarse por
completo a su investigación o a otros intereses. En las primeras dos décadas de su
estancia, su país vivió un auge del racismo asociado a la inmigración procedente de
otros países que habían sido parte de su imperio, y tanto él como su esposa se
convirtieron en destacados activistas antirracistas. Su copiosa producción publicada
comenzó principalmente con la primera de una serie de grandes obras, Frege: Philosophy
of Language (1973). Durante las siguientes tres décadas le siguieron obras acerca de
Frege, de la filosofía de las matemáticas, de la filosofía del lenguaje y de la metafísica, y
de historia de la filosofía.

Para cuando Dummett acababa su licenciatura, la influencia de Wittgenstein se


encontraba en su punto álgido, y Dummett se consideraba un seguidor. Una
característica de la filosofía de Wittgenstein que seguía ejerciendo atractivo sobre él era
la idea de que «significado es uso»; para ser más precisos, de que conocer el significado
de una palabra es conocer cómo emplearla. La contribución de Dummett a la filosofía
del lenguaje es, básicamente, su intento de explicar esto en detalle.

El estudio que Dummett hizo de Frege le llevó a mostrarse en desacuerdo con la idea
de que el significado de las oraciones de un lenguaje se da especificando sus
condiciones de verdad, sobre la base de que esto implica un compromiso tácito con el
realismo con respecto al dominio de ese lenguaje. En este contexto, realismo es la tesis
de que las entidades de un dominio dado existen independientemente de nuestro
conocimiento, experiencia o habla. En matemáticas, un realista es alguien que cree que
las entidades matemáticas (números o conjuntos) existen independientemente de
nuestro conocimiento de ellas. Un realista acerca del mundo sobre el cual se extiende
nuestra experiencia perceptiva (lo que vemos, oímos, etcétera) es alguien que cree que
ríos, árboles y montañas existen con independencia de nuestro conocimiento o
experiencia de ellas. El realismo, en cualquier dominio, nos permite sostener que lo que
se dice acerca del dominio es bien verdadero, bien falso, sepamos o no cuál de ambas
opciones, porque el modo en el que las cosas son en el dominio fija de un modo
determinado su valor de verdad. Pero esta idea, pese a la aparente plausibilidad de
todas sus características —que el dominio existe independientemente de nuestro
conocimiento, y que esto hace que todas las oraciones acerca de él sean
determinadamente ciertas o falsas—, crea un serio problema para la pregunta de cómo
comprendemos el lenguaje.

Esto se debe a que el realismo coloca las condiciones de verdad de muchas de


nuestras oraciones más allá de cualquier capacidad que podamos tener de acceder a
ellas. ¿Cómo aprendemos el significado de las oraciones si su significado consiste en
condiciones de verdad que trascienden nuestra capacidad de saber o no saber si se dan?
En opinión de Dummett, una teoría del significado ha de decirnos lo que saben los
hablantes cuando saben —es decir: comprenden— el significado de sus oraciones, y, al
decirnos lo que saben, la teoría debe mostrar cómo permite ese conocimiento a los
hablantes derivar todo aspecto del uso de las oraciones a partir de las condiciones, sean
cuales sean, que gobiernan su sentido. Si se toma la verdad como el concepto básico de
una teoría del conocimiento, la teoría debe explicar de qué manera el conocimiento de
las condiciones de verdad conecta con los aspectos prácticos del uso de lenguaje. En
cualquier teoría aceptable de ese tipo hay dos exigencias, según Dummett. Una es que
debemos poder distinguir entre la manifestación del conocimiento de un hablante de los
significados de las oraciones en su lengua; la otra es que, dado que la lengua es una
herramienta de comunicación, el sentido de sus expresiones debe ser público y, por lo
tanto, lo que los hablantes sepan acerca del significado ha de ser no solo públicamente
observable en su conducta lingüística, sino también aprehensible en contextos públicos.

Una teoría del significado basada en la verdad no satisface todas estas exigencias si se
comprende la verdad desde la perspectiva realista. Una teoría basada en la verdad no
plantearía problemas si el conocimiento de las condiciones de verdad consistiera en ser
capaz de reconocer si se darán o no, puesto que esto constituye una maestría práctica de
un procedimiento destinado a establecer el valor de verdad de una oración. Así,
«comprender una oración» se reduce a poseer capacidad para reconocer; comprender el
sentido de una oración determina (y es determinado por) los usos que se le pueden dar.
Aquí, la conexión entre conocer el significado y uso está clara.
Pero si se acepta que el valor de verdad pueda ser una propiedad (que posiblemente
trascienda el reconocimiento) de las oraciones, se rompe el vínculo con el uso y no
tenemos modo de saber cómo podría demostrarse el conocimiento de las condiciones de
verdad por parte de un hablante. Y si no podemos saber esto, no podemos saber
tampoco de qué modo se determinan recíprocamente el sentido y el uso.

Esto no implica que la verdad sea irrelevante para una teoría del significado; más bien
nos dice que necesitamos un concepto diferente de verdad, uno que no haga de la
verdad una propiedad realista (o trascendente al reconocimiento) de lo que decimos. Es,
pues, uno que tenemos que asociar a los procedimientos que empleamos para establecer
el valor de verdad: una concepción antirrealista de la verdad, algo como la verificación.
Como es obvio, este pensamiento suscitó controversia de inmediato.

Dummett sugirió que hay un prototipo de concepción antirrealista de la verdad en la


explicación intuicionista del significado de las afirmaciones matemáticas. En ella, la idea
fundamental reside en que la comprensión de afirmaciones matemáticas se basa en ser
capaz de reconocer pruebas de ellas. Hacer una afirmación matemática es asegurar que
hay una manera de probarla; comprender las expresiones matemáticas es comprender
cómo contribuyen a determinar lo que cuenta como prueba de cualquier afirmación en
la que tengan lugar. Por lo tanto, las alternativas al binomio bivalente estándar de
valores de verdad «verdadero» y «falso» es «demostrable» y «no demostrable». Aceptar
esto implica aceptar que el principio del tercero excluido es generalmente inválido para
afirmaciones matemáticas, pues el teorema de la doble negación, que afirma que p y «no
no p» son equivalentes, no se sostiene: «no es demostrable que no es demostrable que p»
no equivale a «p es demostrable».

En el caso del lenguaje ordinario, verificable ocupa el lugar de demostrable, no sobre el


criterio de que comprender una oración exija necesariamente verificarla, sino sobre la
base de que uno reconocería una verificación de esta si se la ofrecieran. En el caso del
lenguaje ordinario, la capacidad de reconocer lo que verificaría una oración ha de ir
acompañada también por una capacidad para reconocer lo que constituiría una
falsificación de ella, porque difiere de las matemáticas intuicionistas en que no hay un
modo uniforme de formar la negación. Tanto para la verificación como para la
falsificación las explicaciones han de ofrecerse sistemáticamente en términos de lo que
los hablantes son capaces de hacer.

Una objeción inmediata a las propuestas de Dummett es que son revisionistas. El


habla y el pensamiento cotidianos se basan en asunciones de bivalencia y realismo,
incluso si (en el caso de entidades abstractas como los conjuntos, o personajes ficticios
como Harry Potter) los hablantes tratan los compromisos realistas implícitos, si uno los
fuerza a ello, con «suspensión de la incredulidad». Nuestra práctica cotidiana es aceptar
formas clásicas de inferencia, por lo que una teoría que exija la sustitución por una
alternativa lógica no será directamente descriptiva con respecto a nuestra práctica
lingüística. Generalmente, si nos vemos obligados a escoger entre una teoría revisionista
y una conforme a asunciones existentes, la opción conservadora parece preferible. La
respuesta de Dummett es robusta; recuerda que no tenemos criterios para la afirmación
previa de que el lenguaje ordinario está perfectamente ordenado; el propio Frege había
señalado que muchas características del lenguaje ordinario hacen que sea difícil dar con
una semántica coherente para él; pone como ejemplos la vaguedad, la ambigüedad y la
presencia de términos singulares vacíos, es decir, que no significan nada. Davidson
había empleado una teoría de la verdad del estilo de la de Tarski, pero el propio Tarski
había admitido que la manera en que funcionan los lenguajes naturales genera
incoherencias: «lo que estoy diciendo ahora es falso» es una perfecta frase en castellano,
que obedece todas las normas sintácticas y gramaticales, y aun así se contradice a sí
misma. De modo que quizá una teoría revisionista era exactamente lo que se necesitaba.

Pero el mayor problema parece ser la metafísica que implica una teoría
verificacionista de la verdad. Implica abandonar el realismo para el dominio en el que
se aplica el lenguaje, y aunque puede ser más fácil de debatir en el caso de las
matemáticas, no resulta tan fácil en el caso del mundo espacio-temporal común que
ocupamos. Aquí, la idea de que no hay hechos de la materia que existan
independientemente de nuestro conocimiento, que hacen que lo que decimos sea
verdadero o falso incluso si no sabemos cuál, resulta profundamente contraintuitiva. Si
digo algo acerca del interior de un exoplaneta que orbita una estrella cualquiera de
nuestra galaxia —por ejemplo, que su núcleo consiste en hierro fundido— parece
razonable suponer que lo que digo bien es cierto, bien es falso, lo que supone que tal es,
o no es, el caso del núcleo del planeta, como se afirma. La teoría alternativa de Dummett
parece implicar que todo aquello, en el universo, que queda más allá de nuestra
capacidad de investigación es indeterminado, como el caso del gato de Schrödinger en
el ejemplo la física cuántica, que no está ni vivo ni muerto, sino ambos estados, hasta
que se fija uno de los dos cuando alguien abre la caja y observa, anulando así la
«función onda» y acabando con la indetermi-nación.

Sin embargo, esta objeción está fuera de lugar. La argumentación de Dummett es que
comprender una oración consiste en saber un par de cosas sobre ella: qué la verificaría y
qué la falsificaría. Es una teoría acerca de lo que tenemos que saber para comprender las
oraciones de nuestro lenguaje, es decir, sobre procedimientos de verificación. No es una
teoría acerca de la naturaleza de lo que existe. Es por esto por lo que se podría sostener
que es un error creer que la teoría posee implicaciones metafísicas, porque en realidad
trata de las conexiones epistemológicas entre lo que decimos y el dominio acerca del
que hablamos. El debate metafísico tradicional había tenido lugar entre materialismo e
idealismo, ambas, tesis acerca de la naturaleza de la realidad. El debate entre realismo y
antirrealismo, en la filosofía del lenguaje, es acerca de qué concepto de verdad emplear
para explicar el significado. Así, bien puede decirse que es engañoso invocar el término
«realismo» para resumir la idea de lo que hay en juego en un concepto de verdad
trascendente a la verificación —por muy natural que nos resulte— dado lo fácilmente
que este uso se confunde con «realismo» como doctrina metafísica.

Aunque gran parte del debate sobre la teoría del significado giraba en torno a ideas
concebidas por Davidson y Dummett, hubo otras propuestas de calado. Una de ellas es
la teoría de la intencionalidad comunicativa de Paul Grice (1913-1988). En lugar de
analizar la estructura del lenguaje, Grice centró su atención en el efecto que el hablante
pretende producir en una audiencia o lectores que reconocen sus intenciones. El
significado de su enunciado es, hablando en términos generales, el contenido de la
intención. Llama a esto «significado para el hablante». Hay también un «significado
lingüístico» derivado de los significados de los hablantes, que es el significado de una
formación dada de palabras que los hablantes pueden, por así decir, almacenar en su
repertorio de enunciados y utilizar para decir lo que pretenden decir. Se puede expresar
esta idea de la siguiente manera: las prácticas de los hablantes confieren «un
significado» a una formación de palabras por sus similares intenciones de producir
efectos similares en sus oyentes, de tal forma que, cuando ya se ha establecido que esa
formación de palabras sirve para ese propósito, cualquiera las puede emplear para
expresar lo que desea decir y que otros reconozcan que tiene esa intención. «Significado
lingüístico» es en realidad significado de la oración, que una sentencia o afirmación
adquiere cuando existe la práctica, entre los hablantes, de emplearla para comunicar la
intención que reconoce que sirve para comunicar.

Grice introdujo también la idea de implicatura conversacional, que es lo que la


audiencia reconoce que implica el modo en el que un hablante dice algo. Por ejemplo,
pongamos que pregunto a una colega si determinado estudiante es bueno en filosofía y
ella me responde: «Tiene buena caligrafía». Entra dentro de lo razonable inferir que el
estudiante en cuestión no es el próximo Platón. Grice observó que el lenguaje es un
procedimiento cooperativo, en el que hablantes e interlocutores contribuyen al éxito
comunicativo. Si un hablante dice: «¿Podrías cerrar la ventana?», es más probable que
su interlocutor cierre la ventana a que le responda: «Sí, podría» y siga sentado, pese a
que su respuesta es literalmente correcta (podría hacerlo, tiene manos y piernas, y está
cerca de la ventana, etcétera), pero la respuesta, el mero «Sí, podría», no conecta con la
intención del hablante en esas circunstancias. Grice describió un conjunto de principios
que rigen la implicatura y la comunicación. Uno de ellos, el Principio de Cooperación,
dice que, cuando le llegue el turno de hablar en una conversación, el hablante debe
proporcionar la cantidad justa de información —ni demasiada ni demasiado poca— y
debe proporcionar información que crea verdadera y relevante dadas las circunstancias.
Su interlocutor ha de asumir que tal es el caso, y observará las mismas restricciones en
su respuesta.

Una importante rama que surgió junto a las teorías del significado fue el de las teorías
de la referencia. Frege había dado por supuesto que la referencia de un nombre como
Aristóteles está fijada por los hablantes que vinculan una descripción o conjunto de
descripciones con ese nombre, descripciones como «discípulo de Platón y profesor de
Alejandro Magno», y que permiten a los hablantes localizar el referente del nombre.
Russell se mostró de acuerdo para el caso general de conocimiento descriptivo, y añadió
la idea de que, en episodios de habituación con algún elemento, uno puede referirse a él
empleando el pronombre demostrativo «esto». Posteriores pensadores, entre ellos
Searle y Strawson, modificaron estas ideas; Strawson sugirió que las comunidades
lingüísticas establecen las referencias de los nombres mediante racimos de
descripciones, cualquier subconjunto de los cuales es suficiente para identificar al
usuario del nombre. Esto permitía a una comunidad tal descubrir que, por ejemplo, una
descripción tradicionalmente asociada a algún individuo, en realidad no era aplicable,
sin que por ello se pierda la conexión entre el nombre y el individuo nombrado. Por
ejemplo, supongamos que el descubrimiento de un antiguo papiro demuestra de modo
concluyente que Aristóteles jamás fue maestro de Alejandro. Este hecho no implicaría
que «Aristóteles» dejase de nombrar a Aristóteles, porque, si lo hiciera, que «Aristóteles
nunca fue maestro de Alejandro» no sería información acerca de Aristóteles.

Dicho de otro modo, esta idea afirma que ninguna descripción única de las usadas de
modo estándar para referirnos a Aristóteles denota una propiedad esencial de
Aristóteles. Esto funciona perfectamente con un ingenioso giro proporcionado por Keith
Donnellan (1931-2015) a la cuestión del papel de las descripciones en la referencia.
Donnellan señaló que a veces podemos referirnos a alguien con éxito empleando una
descripción que, en realidad, no es aplicable, como cuando llamamos la atención acerca
de alguien diciendo «la mujer que está bebiendo champán» cuando en realidad está
bebiendo agua con gas. Donnellan sostenía que, por eso, debemos distinguir los usos
referentes de las descripciones de los usos atributivos, siendo estos últimos los casos en
los que la descripción sí es aplicable. Por ejemplo, supongamos que alguien llamado
Smith es salvajemente asesinado. Podemos no saber quién ha cometido el crimen y aun
así decir «el asesino de Smith está loco». Esto aplica atributivamente la descripción «el
asesino de Smith»; lo que decimos se refiere expresamente a ese individuo.
Supongamos ahora que Jones ha sido condenado, siendo inocente, por el asesinato de
Smith, de modo que se lo describe como «el asesino de Smith», y supongamos que
volvemos a decir «el asesino de Smith está loco». Pese a que la descripción, en justicia,
no es aplicable a él, es suficiente para referirnos a él cuando discutamos al respecto.

Donnellan creyó que esta distinción demostraba que tanto Russell como Strawson se
habían equivocado en cuanto a las descripciones en el debate establecido entre ellos.
Russell creyó que decir «el F es G» era decir «hay una y solo una cosa que es F», lo que
solo sería cierto en casos atributivos (y solo si en el contexto tuviera sentido afirmar la
unicidad; como cuando un cónyuge dice al otro «el bebé está llorando» en un edificio
lleno de bebés llorando). Russell no tomó en cuenta los casos referenciales. Strawson,
por el contrario, había tratado todas las descripciones como si fueran referenciales, al
asegurar que si un hablante dice «el F es G» y no hay ningún F, el hablante no ha
conseguido referirse a nada. Así, Strawson no había tomado en cuenta los casos
atributivos.

Esto llevó a Donnellan, y tras él, pero independientemente, a Saul Kripke (n. 1940) y
Hilary Putnam (1926-2016) a sostener que a menudo se da el caso de que los referentes
de nombres —y algunas otras expresiones como «términos naturales», caso de oro o
agua— no están fijados a través de descripciones, sino que se encuentran, en lugar de
ello, vinculados directamente a sus referentes, quizá mediante una «cadena causal» o
por una historia de uso pasado de hablante a hablante. Supongamos el caso de
descubrir que Aristóteles nunca había enseñado a Alejandro; los teóricos previos habían
dado por sentado que esto no desvinculaba el nombre de su referente porque otras
descripciones seguían sirviendo como la información necesaria para identificarlo. Pero
¿y si alguien dijera: «Aristóteles no solo nunca enseñó a Alejandro, sino que tampoco
estudió con Platón, ni escribió la Metafísica, ni ninguna de las demás obras; ni siquiera
vivió en Atenas...» y se tratase genuinamente de Aristóteles de quien salían a la luz tan
sorprendentes revelaciones? Si algún subconjunto de las descripciones de Aristóteles es
necesario para que él sea Aristóteles, esto significaría que no es Aristóteles de quien
estamos hablando, sino alguna otra persona. Pero ¿qué subconjunto es ese? ¿Y por qué?
Cualquiera de las descripciones, de modo individual, puede negarse con respecto a
Aristóteles; si no pueden ser todas, ¿a partir de qué momento comenzamos a perder a
Aristóteles si las vamos cortando una por una? Y, en cualquier caso, si cualquier
descripción de Aristóteles puede ser individualmente negada, se sigue de ello que
ninguna es esencial, lo que implica que colectivamente no son esenciales.

En la concepción de Kripke, los nombres son «designadores rígidos», es decir,


términos que se refieren al mismo individuo en todos y cada uno de los mundos
posibles en los que dicho individuo existe. Esto ofrece sentido a la idea de que una,
algunas o todas las descripciones tradicionalmente asociadas con Aristóteles puedan no
ser aplicables: habría un mundo en el que Aristóteles nunca enseñó a Alejandro; un
mundo en el que nunca estudió con Platón ni enseñó a Alejandro; hay un mundo en el
que nada de lo que habitualmente asociamos a Aristóteles se le aplica. En efecto, los
mundos posibles se distinguen entre sí especificando que las propiedades asociadas a
un determinado elemento de uno o más mundos no son las mismas asociadas con él en
otros mundos.

Los designadores rígidos deben diferenciarse de los designadores no rígidos como,


por ejemplo, «el autor de Hamlet», porque, en realidad, esta descripción puede asociarse
a Bacon, Marlowe o Beaumont en lugar de a Shakespeare. Como diríamos antes, hay un
mundo en el que Hamlet fue escrita por Bacon, no por Shakespeare, por lo que «el autor
de Hamlet» se refiere a distintos individuos en mundos diferentes.

Una consecuencia interesante se sigue, para las afirmaciones de identidad, de la


noción de designación rígida de Kripke. Fue un descubrimiento empírico que la estrella
de la mañana, Fósforo, y la estrella de la tarde, Héspero, eran el mismo planeta, Venus.
Los cinco términos referentes se refieren a la misma cosa en todos los mundos posibles
en los que existe. Ahora bien: los descubrimientos empíricos se afirman en
proposiciones sintéticas a posteriori. Aun así, la identidad «la estrella de la mañana es la
estrella de la tarde», aunque se descubre que es cierta a posteriori y claramente no
analítica, es —como en un ejemplo de «x = x»— necesariamente cierta. Aquí, por lo
tanto, hay un caso de verdad necesaria descubierta a posteriori.

Esta concepción de referencia es también importante, como hemos señalado, por los
términos naturales: términos que hacen referencia a cosas de origen natural como oro,
agua, tigres y lirios, en oposición a cosas artificiales como sombreros, bicicletas, profesores y
aviones. Kripke sostenía que los términos naturales son designadores rígidos. Oro se
refiere siempre (en todos los mundos posibles) al elemento con número atómico 79. Sea
o no sea amarillo y maleable, es oro si tiene 79 protones en el núcleo. El agua solo es
agua si tiene la estructura molecular H2O; no importa si es incolora, inodora e insípida,
o si es negra y salobre; si su estructura molecular consiste en dos átomos de hidrógeno
con unión covalente con un átomo de oxígeno, es agua.

La gran pregunta es la siguiente: si la referencia (por hablar en términos aproximados)


no funciona mediante descripciones, ¿cómo conecta un nombre con su referente? Una
sugerencia, ya hecha, es que la referencia funciona por una cadena causal, que vincula
históricamente usos presentes de un término con la ocasión en que se fijó el referente
del término. Así, el nombre Tomás hace referencia a Tomás porque sus padres le dieron
el nombre, quizá en una ceremonia de bautizo, y desde entonces lo ha señalado. En
tanto posteriores hablantes se refieran a la misma entidad por el nombre, como hicieron
hablantes con anterioridad, la cadena causal es del tipo correcto. Se han ofrecido
distintos modos de hacer esto más plausible; Donnellan hablaba de una «teoría de
explicación histórica» que ayudaría con los casos más difíciles, como Pegaso y unicornio,
en los que —dado que no existen caballos alados ni con cuernos— no hubo un
momento de bautizo; tan solo historias y leyendas.

Una crítica a la teoría causal de referencia es que poseemos intuiciones plausibles de


que el éxito no accidental de un hablante usando nombres está asociado a que posea
conocimientos relevantes de hechos acerca del referente que lo ayuden a identificarlo.
Kripke aceptaba esto al afirmar que las descripciones pueden ayudar a fijar la
referencia, para empezar, pero eso no es lo mismo que decir que las descripciones son el
«significado» del nombre. En su lugar, sostenía que un designador rígido designa lo
que designa en virtud de una propiedad esencial del referente. Pongamos por caso oro:
la palabra designa rígidamente el elemento cuya propiedad esencial es tener 79
protones en el núcleo, haya o no un solo usuario en el mundo con conocimientos de
física. Como esto implica, la esencia de una cosa o de un tipo de cosas no es lo que la
identifica con su nombre para un usuario, ni puede constituir el «significado» del
nombre.20

El libro en el que Kripke expuso por primera vez sus ideas con respecto a estos temas,
El nombrar y la necesidad (1972 y 1980), es un clásico moderno de la filosofía. Kripke, un
niño prodigio, ya había proporcionado una semántica para lógica modal cuantificada en
su juventud; luego escribió sobre Wittgenstein —fue controvertido: se llamó
«Kripkenstein» a su interpretación de Wittgenstein— y aportó importantes
contribuciones a la filosofía de la mente. Entre las grandes figuras de la filosofía
analítica del siglo XX, él es un paradigma de aquello que más admira este tipo de
filosofía: poder técnico, agudeza, creatividad y un legado memorable, al haber hecho
avanzar el debate.

Como es de esperar, la literatura de filosofía del lenguaje es voluminosa y está en rápida


evolución. Pocas cosas están inmóviles en medio de un debate tan vigoroso. Dos
ejemplos de entre muchos ilustrarán esto, ambos consecuencia de volver a ideas de
Wittgenstein.

Recordemos la afirmación de Wittgenstein acerca de seguir una norma, que era que
«una regla no puede determinar ningún curso de acción porque todo curso de acción
puede hacerse concordar con la regla». Si esto es cierto, suscita un serio problema para
cualquier teoría que afirme que el significado se puede explicar en términos de las
reglas que gobiernan el uso de palabras y oraciones. Kripke ofrecía una «solución
escéptica» a este dilema, que acepta que no hay límites objetivos a los usos que los
hablantes hacen de las expresiones de su lenguaje; en lugar de ello, lo que cuenta como
seguir correctamente una regla es, sencillamente, el asentimiento de los demás usuarios
del lenguaje de que se está siguiendo la regla. Dado que Kripke afirma que su
explicación de la argumentación de Wittgenstein, y la solución escéptica al problema
que implica, podrían no ser lo que el propio Wittgenstein afirmara, se le atribuye a un
pensador ficticio llamado «Kripkenstein», y se debate siempre empleando ese nombre.

El otro ejemplo tiene también que ver con la idea de que el significado consiste en el
uso, y se trata en gran medida de una respuesta a la insatisfacción con las teorías del
significado basadas en la verdad como la de Davidson, y con cualquier afirmación de
que las palabras denotan o representan cosas o estados de cosas, de las que la versión
más sencilla es la que dice que el significado de un término es lo que este denota.
Constituye también una respuesta a las críticas a las teorías tipo «significado-es-uso»
que giran en torno al hecho de que muchas cosas tienen usos —por ejemplo, los
cuchillos y los tenedores— sin tener significado, y, en efecto, muchas palabras tienen
usos, a menudo importantes (como la, y, de), pero carecen de significado. Esta teoría
actualizada (o racimo de teorías) del uso se conoce como semántica conceptual (o
inferencial) de roles, y la idea clave es que los significados de las expresiones se
encuentran en sus relaciones con otras expresiones, sobre todo en lo que puede implicar
y se puede inferir de su uso. El primero en sugerir esta noción fue Wilfrid Sellars (1912-
1989); su discípulo Robert Brandom está entre quienes se encuentran desarrollándola.21

Si hubo alguna vez esperanza en que la filosofía del lenguaje proporcionase el modo
de resolver los grandes problemas tradicionales de la filosofía, a finales del siglo XX no
se había cumplido. En realidad se podría decir que ni siquiera había logrado una «teoría
del significado» que despertase un cierto consenso. El debate en torno a la referencia
obtuvo mejores resultados que el debate sobre el significado. A medida que el siglo
entraba en sus últimas décadas, el interés en el lenguaje comenzó a dividirse en dos
direcciones: una era la cada vez mayor conexión con la filosofía de la mente, mientras
que la otra fue un enfoque más centrado en aspectos particulares del lenguaje y del uso
del lenguaje, como expresiones indícicas (aquellas que vinculan un enunciado a un
hablante, un lugar o un momento específicos), ambigüedades, anáforas, contexto,
pragmatismo, discurso ficticio y otras preocupaciones igual de especializadas. En
algunas de estas áreas, los filósofos se han beneficiado del trabajo con ideas (y con
colegas) procedentes de la lingüística. Las obras de Davidson, Dummett, Kripke y otros
se siguieron explorando y continuaron inspirando nuevas ideas como reacción creativa
a ellas por parte de quienes llegaban a su estudio por primera vez: la filosofía nunca es
estática.
LA FILOSOFÍA DE LA MENTE

Durante la primera mitad del siglo XX, la filosofía de la mente no constituyó una
disciplina separada y autónoma. Los libros de texto incluían el debate cuerpo-mente en
el apartado de metafísica, y las teorías de la percepción se asociaban al problema del
escepticismo en epistemología. Los enfoques científicos en psicología habían
comenzado a cobrar forma durante la segunda mitad del siglo XIX en Alemania, Austria
y Estados Unidos, y en la primera mitad del siglo XX, inspirado por los éxitos de las
ciencias naturales (especialmente de la física), el deseo de una psicología empírica y
observacional proporcionó al conductismo una ventaja notable.

En consecuencia, se recomendó el conductismo a los filósofos que o bien deseaban


reducir los fenómenos mentales a conducta, o (lo que para la mayor parte era el
equivalente) analizar términos mentales como términos conductuales. Los positivistas
lógicos (Quine, Wittgenstein y Ryle, cada uno a su manera) apelaron a estrategias
conductistas para hablar de lo mental. No hubo un momento de epifanía, en los dos
decenios que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, que hiciera a los filósofos
abandonar cualquier tipo de conductismo como recurso para la comprensión de la
mente, sino que el abandono del conductismo en psicología fue un factor de
importancia.

La caída en desgracia del conductismo, tanto en psicología como en filosofía, no


supuso, empero, el abandono de la idea que subyacía tras el conductismo, es decir, que
en última instancia los fenómenos mentales son, o tienen su base en, fenómenos
naturales, sobre todo funciones cerebrales. Esto redirigió los esfuerzos de la filosofía por
averiguar cómo interpretar o comprender los fenómenos mentales de un modo
coherente con el rechazo tanto del conductismo como de cualquier forma de dualismo.
La creciente sofisticación de la neurología, la fisiología y la bioquímica otorgó empuje a
esa confianza. La primera escala del viaje fue, naturalmente, aventurar la hipótesis de
que los fenómenos mentales, en cierto sentido, son fenómenos físicos del cerebro y del
sistema nervioso central, que equivale a decir: los acontecimientos mentales y los
acontecimientos del sistema nervioso son idénticos. El primer problema era intentar
averiguar cómo articular satisfactoriamente esta idea.

Las primeras teorías de la mente, expuestas en las décadas de 1950 y 1960, fueron
debidas a U. T. Place, Herbert Feigl y J. J. C. Smart. Las concepciones de Place y Smart
representan algo así como un punto intermedio, puesto que creían que los fenómenos
intencionales22 —creer, desear...— se comprendían mejor de un modo conductista,
mientras que los estados fenoménicos —los dolores, los aguijonazos del hambre— se
pueden asociar con estados físicos del sistema nervioso. Feigl se mostraba de acuerdo
con respecto a los estados fenoménicos, pero creía que el conductismo era insuficiente
para explicar los estados intencionales, puesto que una explicación completa de ellos
debía incluir factores que no son exclusivos de la persona (u otro organismo) en
cuestión; otras cosas —otras personas, otros aspectos del mundo— que frecuentemente
deben figurar en las explicaciones intencionales. ¿Cómo explicar «pensar en un árbol» si
no se hace referencia a nada que no sea el pensamiento (por ejemplo, el árbol),
especialmente si uno desea diferenciar entre «pensar en un árbol» y «pensar en un río»?
De aquí que asimilar explicaciones intencionalistas a las conductistas constituiría un
error categorial, en el sentido propuesto por Ryle.

El argumento de Feigl sobre estados intencionales es una primera formulación de lo


que se daría en llamar «antiindividualismo». Como lo describe uno de sus principales
partidarios, Tyler Burge, en Foundations of Mind (2007), en este contexto, individualismo
es la tesis de que los estados mentales de un individuo son constitutivamente
independientes de toda relación con una realidad más amplia, mientras que el
antiindividualismo dice que muchos de esos estados son lo que son, en parte, en virtud
de relaciones entre el individuo con esos estados y una realidad más amplia. Otro
nombre para este tipo de noción es externalismo, y versiones de este se aplican también
a la teoría del significado, así como a teorías de intencionalidad. A menudo se emplean
las expresiones «contenido amplio» y «contenido estrecho» para describir el contenido
de los estados mentales en la noción antiindividualista o externalista, y en la noción
individualista o internalista, respectivamente.

Place sostenía que la identidad en cuestión no es de la variedad «x = x», sino que se


trata de una identidad composicional: una nube es una colección de partículas de agua,
pero una partícula de agua no es una nube. Del mismo modo, un acontecimiento mental
está compuesto por acontecimientos físicos, y cuando sepamos suficiente acerca de
ambos podremos mostrar cómo aquel se reduce a esto.

Feigl y Smart, usando la distinción sentido-referencia de Frege, eran de la opinión de


que la identidad entre tipos de estados fenoménicos y estados físicos es identidad x = x;
así, las expresiones que describen los estados respectivos difieren en sentido pero se
refieren a lo mismo.

Dos de las principales objeciones a las teorías de identidad son, en primer lugar, que
restringen los fenómenos mentales al cerebro —¿qué hay de la posibilidad de que los
ordenadores u otras entidades no biológicas posean estados mentales?— y, en segundo
lugar, que no dicen nada de uno de los rasgos más desconcertantes de la vida mental, la
existencia de los qualia, es decir, la cualidad sentida de experiencias de dolor, placer,
hambre, deseo, depresión y similares, el aspecto subjetivo de la vida mental. Esto es
crucial en el enconado debate acerca de la consciencia, del que hablaremos
posteriormente.

La primera objeción dice que los estados mentales y cerebrales no pueden ser
idénticos si los estados mentales se pueden dar en cosas que no son cerebros. La
identidad, en el sentido estándar de x = x, es necesaria, pero si los estados mentales son
«pluralmente realizables», es decir, capaces de darse en diferentes tipos de sistemas, la
relación entre estados mentales y estados cerebrales es tan solo contingente. Una
respuesta a esta objeción es debilitar la afirmación de identidad, pasándola de
«identidad de tipo» a «identidad de caso»: en lugar de decir «tipos de estados mentales,
como sentir dolor, son idénticos a tipos de estados del sistema nervioso central, como la
activación de los haces de fibras C» (se trata de las fibras amielínicas nociceptoras que
transmiten la primera sensación de dolor en los animales), aseguramos solamente que
«casos de estados mentales son idénticos a casos de estados del sistema nervioso
central». La distinción entre tipo y caso se entiende fácilmente si se explica así: «Todo
ser humano, individualmente, es un caso (una muestra, un ejemplo) del tipo (la especie)
animal Homo sapiens sapiens». O diciendo: «En “tres tristes tigres tragaban trigo en un
trigal” hay siete casos de la letra t». La identidad de caso permite la realización plural
de estados mentales, al tiempo que mantiene la idea fundamental de toda teoría de
identidad en que «este caso de estado mental es idéntico en caso x = x a este caso de
estado» (sea el tipo de caso que sea, aunque en los humanos es un caso de cuerpo).

Otro enfoque es el funcionalismo, que dice que hay que identificar los estados
mentales por los papeles causales que interpretan, independientemente de si un wet-
ware (digamos, el cerebro) o un dry-ware (ordenadores, por ejemplo) lleva a cabo las
operaciones causales. Así, decir qué es un dolor, o un recuerdo, o un deseo, es decir qué
papeles causales son interpretados respectivamente por el dolor, los recuerdos o los
deseos, independientemente del sistema que esté llevando a cabo la tarea. Se trata de
una teoría de «caja negra» en virtud de los límites a la pluralidad realizable, y por lo
tanto susceptible de albergar interpretaciones muy variadas, incluyendo algunas
directamente contradictorias entre sí. La idea básica es que los estados mentales son
estados funcionales, y estos últimos son nexos de entradas y salidas, junto con las
relaciones entre entradas y entradas, y entre salidas y salidas. El objetivo es evitar
restringir los estados mentales solo a cerebros biológicos, y al mismo tiempo no ser tan
permisivo como para atribuir estados mentales a casi cualquier dispositivo funcional (el
monitor del termostato de casa, por ejemplo).

Una objeción que se plantea de inmediato al funcionalismo es que no parece ofrecer


una zona media entre opciones demasiado permisivas y opciones demasiado
restrictivas y que satisfaga intuiciones acerca de la vida mental. No se enfrenta en
absoluto a la cuestión de la naturaleza subjetiva de los estados mentales, que en algunos
casos no plantean ninguna diferencia causal, tal como se puede ver con el argumento
del espectro invertido: cada vez que usted ve verde, yo veo azul; esto, sin embargo, no
supone diferencia alguna con respecto a cómo nos comportamos con respecto a las
cosas que a usted le parecen verdes y a mí, azules. Es más: yo puedo lamentarme de
algo, y no hacer nada con respecto al hecho de lamentarme de ello. ¿Cuál sería el rol
causal en términos del cual caracterizar «lamentarme» como estado intencional?

Un ejemplo famoso, expuesto por John Searle, sugiere que el funcionalismo no puede
explicar adecuadamente estados intencionales como comprender. Imaginemos una
persona que posee un exhaustivo manual para correlacionar cadenas de caracteres
chinos. Se le entrega una cadena de caracteres; él los mira en el manual hasta encontrar
la otra cadena de caracteres con la que está relacionada y entrega esta segunda cadena.
Para alguien que habla chino, está proporcionando respuestas inteligentes a preguntas
o comentarios, pero él no tiene ni idea de qué significan ni las cadenas ni los caracteres.
Podemos suponer que ni siquiera sabe que se trata de caracteres chinos; para él, la
escritura japonesa o coreana podría ser indistinguible de la china. En una explicación
funcionalista, una mente es como esta persona: lleva a cabo una tarea, pero
mecánicamente, sin saber lo que está haciendo. Searle interpuso este ejemplo a la
afirmación de que la relación software-hardware de un ordenador refleja la relación
mente-cerebro en los animales, siendo así la mente el software del cerebro. Pero acierta
en ambas dianas: funcionalismo y analogía del ordenador. Para Searle, la moraleja es
que no puede haber intencionalidad sin consciencia.

El argumento de la «habitación china» de Searle despertó fuertes controversias. Una


respuesta fue que, incluso si el hombre dentro de la sala no sabe chino, el sistema
entero, del cual él es solo una parte, sabe chino. Searle respondió que, incluso si el
hombre hubiera construido el sistema entero (aprendiendo el libro de reglas de
memoria, generando cadenas de caracteres, emparejándolos con otros caracteres y
distribuyendo estos últimos), aun así no sabría hablar chino.

El «monismo anómalo» de Donald Davidson constituye otro argumento contra las


teorías de identidad fisicalistas de tipo. Esta noción, que se ha descrito ya, dice que,
aunque los acontecimientos mentales causen acontecimientos físicos, y aunque todas las
relaciones causales estén gobernadas por leyes naturales, hay, sin embargo, leyes no
naturales que gobiernan las conexiones causales entre acontecimientos mentales y
físicos. La incoherencia en estas afirmaciones explica el adjetivo anómalo.

La invocación de Davidson de la idea de superveniencia para describir el modo en


que los estados mentales pueden «en cierto sentido depender» de los estados físicos,
pese a la ausencia de leyes psicofísicas, constituye una forma de «fisicalismo no
reductivo». Algunos críticos describen la idea de Davidson como una teoría de
identidad de caso, pese a que hacerlo no encaja fácilmente ni con la noción de
superveniencia ni con su rechazo asociado del reduccionismo. La dificultad para colocar
su idea en el espectro de teorías fisicalistas es consecuencia del hecho, que él subraya,
de que hablar de racionalidad entra esencialmente en muchas descripciones mentales,
pero no tiene papel alguno en las descripciones físicas; todo intento de explicar aquella
en términos de estas, en consecuencia, está abocado al fracaso. Aun así, no se puede ni
pensar en reintroducir ninguna forma de dualismo de sustancia bajo el disfraz de un
«dualismo de caso» o «dualismo de propiedad» del tipo que caracterice de un modo
más natural al monismo anómalo.

Un notable aspecto de la contribución de Davidson es que traslada el foco del debate,


alejándolo de la sensación y reconduciéndolo hacia la intencionalidad como marco de lo
mental, citando, para ello, al filósofo y psicólogo del siglo XIX Franz Brentano al
respecto: «Todo fenómeno mental —escribió Brentano— se caracteriza por lo que los
escolásticos de la Edad Media han llamado la inexistencia intencional (o mental) de un
objeto, y lo que podríamos llamar, aunque no totalmente sin ambigüedad, referencia a
un contenido, dirección hacia un objeto (el cual no debe ser entendido aquí como
significando una cosa), u objetividad inmanente. Todo fenómeno mental incluye algo
como objeto dentro de sí mismo...». Esto permite la identificación de los estados
mentales por su contenido; así, creer y desear son actitudes entendidas en términos de
lo que es creído y de lo que es deseado, respectivamente.

Lo atractivo de esta noción, para Davidson, queda claro cuando uno recuerda su
teoría de la interpretación. Adscribir actitudes proposicionales es algo que se consigue
al interpretar la conducta lingüística en contexto; «imponemos condiciones de
coherencia, racionalidad y consistencia» a la conducta del agente y a sus causas, lo que,
en la práctica, significa que para averiguar el significado de lo que dice un agente hay
que aplicar una teoría de la mente de lo que hace. Por lo tanto, todo lo que deseemos
saber de la mente se revela por lo que hacen los conceptos mentales de trabajo para
facilitar una interpretación radical.

Si bien la versión de fisicalismo no reductivo de Davidson resultaba atractiva para


algunos, la conexión con su teoría de la interpretación lo resultó en menor grado, sobre
todo porque su afirmación de que revela todo lo que se puede decir acerca de la mente
implica que una psicología científica no es posible. Esto suscitó la sospecha, en algunos,
de que a fin de cuentas el monismo anómalo podría ser una forma de
epifenomenalismo, la idea de que los fenómenos mentales son meros productos
resultantes o efectos derivados de acontecimientos físicos mucho más importantes en el
cerebro que los genera. Esto, empero, no debe considerarse una crítica a Davidson,
porque el epifenomenalismo niega explícitamente que los fenómenos mentales ejerzan
influencia causal alguna en los fenómenos físicos, mientras que precisamente la
anomalía de la noción de Davidson es que los estados mentales causan, en efecto,
conducta física, pero no gobernada por ninguna ley que contenga descripciones
mentales.

Estas sospechas de epifenomenalismo, suscitadas por las ambigüedades de las formas


no reductivas de fisicalismo, nos recuerdan una pregunta: ¿qué sentido tienen los
fenómenos mentales si son epifenómenos? Podrían no ser más que un accidente de la
evolución. Si no desempeñan papel alguno en la causa de conducta, no sirven para
interpretar la conducta, lingüística ni de ningún otro tipo. El mundo podría estar
poblado por zombis sin mentes o por criaturas cuyas vidas mentales son subproductos
ineficaces de lo que realmente está haciendo el trabajo.

En efecto, la crítica de que el fisicalismo no reductivo podría caer fácilmente en


epifenomenalismo lo hace cuestionable. Como mínimo hace que parezca que la teoría
posea una versión actualizada del problema al que se enfrentaba Descartes. Como
recordaremos, Descartes era incapaz de hallar cómo podía existir una conexión causal
entre fenómenos mentales y físicos si se trata de sustancias totalmente diferentes. Toda
idea que diga que los fenómenos mentales no pueden reducirse a fenómenos físicos, y
que no sea epifenomenalista, debe explicar de algún modo cómo se conectan. Tal
explicación es, obviamente, imposible bajo el criterio de que no existen leyes que los
conecten. No siempre se pueden solucionar viejos problemas vistiéndolos con ropajes
nuevos.

La idea de que los estados mentales causan la conducta, y de que podemos describir y
predecir la conducta adscribiéndola a estados mentales que son su origen, es tan natural
que constituye la idea comúnmente asumida por la mayoría de la gente. Somos, en
términos generales, bastante buenos para interpretar y predecir la conducta de los
demás, y se dice que el uso de conceptos como deseo, creencia, intención, hambre,
lujuria, esperanza, tristeza, alegría y otros estados mentales constituye una «psicología
del sentido común» que vamos aprendiendo desde la infancia. Constituye un «saber
tácito», un conocimiento implícito del que no podemos ser del todo conscientes, un
poco como nuestro conocimiento de la gramática. Su éxito puede emplearse como un
indicador de que, sea lo que sea aquello a lo que los términos mentales hagan
referencia, sean procesos neurológicos u otra cosa, la «teoría del sentido común» sabe
muchas cosas acerca de la mente.
Esta es una idea que el «materialismo eliminativo» rechaza con fuerza. Es la teoría que
afirma que la «psicología del sentido común» está completamente equivocada, y que los
estados y procesos a que pretenden hacer referencia sus términos no existen. Toda
teoría que niegue la existencia de cualquier clase de entidades es «eliminativa» con
respecto a esa clase; si añadimos el «materialismo», obtenemos una teoría que asegura
que las únicas cosas existentes son estados y procesos materiales, es decir, físicos. En
realidad, como es lógico, toda teoría de la mente que sea materialista está, en virtud de
ese mismo hecho, bien encarrilada a ser eliminativa. En Palabra y objeto, Quine
preguntaba si, dado que se supone que los términos mentales denotan acontecimientos
físicos en el cerebro, esto equivalía a una teoría de lo mental, afirmando así que los
estados mentales y físicos eran idénticos; o si más bien era una recomendación para que
abandonásemos del todo las referencias a los estados mentales. Respondía que, dado
que acaban siendo lo mismo, ¿para qué duplicar lo que decimos? Dejemos de hablar de
lo mental.

El materialismo eliminativo ocupó la pista central con la obra de Paul y Patricia


Churchland y Stephen Stich. El trabajo de este último From Folk Psychology to Cognitive
Science [De la psicología del sentido común a la ciencia cognitiva, 1983] y
Neurophilosophy, de Patricia Churchland (1986) son hitos importantes en su desarrollo.
La argumentación de Patricia Churchland es que, una vez que tengamos una plena
comprensión del cerebro, tendremos asimismo una comprensión completa de lo que
hoy en día llamamos estados y procesos mentales, y no necesitaremos el vocabulario de
la psicología del sentido común para hablar acerca de ellos. Nuestra situación con
respecto a la mente, sostiene Churchland, está a la misma altura que la comprensión de
Aristóteles del movimiento; los desarrollos de las ciencias naturales proporcionaron un
modo de explicar cómo se daba el movimiento sin recurrir a la actividad de agencia del
anima, de modo que las referencias a esta última se han eliminado.

Lo que distingue el materialismo eliminativo de los Churchland de anteriores teorías


fisicalistas de la mente y el cerebro es su identificación explícita de estructuras
cerebrales como las entidades que ejecutan el trabajo. Las primeras teorías no habían
ofrecido sugerencias con respecto a qué eran realmente las estructuras o estados del
cerebro a los que los estados mentales son idénticos o a los que se reducen; se habían
limitado a señalar vagamente «lo que sea que hay en el cerebro» y que una futura
ciencia identificaría como el candidato adecuado. Ahora, afirmaban los Churchland, los
desarrollos en neurociencia habían llevado a la filosofía de la mente a una conexión tan
íntima consigo misma que ya no era posible distinguir dónde acababa la neurociencia y
dónde comenzaba la filosofía de la mente.
Pero el materialismo eliminativo no es tan solo una potente teoría de la identidad; es
eliminativa, y asegura que no existen cosas como las creencias, deseos, esperanzas,
etcétera. Pongamos como ejemplo la diferencia entre decir que un relámpago es una
descarga eléctrica, donde una teoría con los recursos adecuados para ello explica la
naturaleza de un fenómeno familiar (y sustituye a la de, por decir algo, «el relámpago es
un rayo disparado por Zeus») y afirmar que los demonios no existen. En este último
caso, no es que hayan surgido recursos más adecuados para explicar las «posesiones
demoniacas» en términos de enfermedades mentales; es que se ha dejado hablar
totalmente de demonios para explicar las enfermedades mentales. Esto es exactamente
lo que sucederá, dicen los eliminativistas, a medida que las ciencias del cerebro
progresen.

Los argumentos a favor del materialismo eliminativo responden a dos tipos: aquellos
contra la psicología del sentido común y aquellos a favor del potencial explicativo de la
neurociencia. Veamos algunos. Una teoría de la mente debería implicar un programa de
investigación que arrojara explicaciones del fenómeno en cuestión. La psicología
popular (o «del sentido común») no lo hace; en lugar de ello, ignora franjas enteras de la
vida mental, incluidos los sueños, la consciencia, el aprendizaje, la memoria, las
enfermedades mentales y esas conductas que ahora sabemos consecuencia de daños
cerebrales. Más aún: hay paralelismos con otras teorías populares acerca de otros
aspectos del mundo —el clima, las enfermedades físicas, la conducta animal— que la
ciencia ha acabado desplazando: la psicología popular seguirá ese mismo patrón a
medida que los desarrollos en neurociencia vayan aumentando. Mientras tanto, ese
conocimiento —del cerebro, de neurofisiología, de endocrinología y genética— que ha
crecido de un modo espectacular a lo largo del siglo XX arroja cada vez más luz sobre la
vida mental, principalmente gracias a las imágenes por resonancia magnética (escáneres
IRM) que facilitan observar en tiempo real la activación de estructuras cerebrales en
respuesta a diversas tareas y desafíos, y enriquecen así el conocimiento ya obtenido de
correlaciones entre autopsias cerebrales y defectos psicológicos.

Son argumentos atractivos. Aun así, la psicología del sentido común sigue siendo
poderosa y tiene éxito predictivo como teoría cotidiana de la mente, y —lo que es más
importante— el enfoque neurofilosófico hace más misteriosos (en lugar de aclararlos)
los tozudos hechos de la experiencia introspectiva: tenemos, o parecemos tener, un
acceso directo y privilegiado a estados mentales como dolor, hambre, deseo y la
experiencia cualitativamente rica de ver (en colores, un hecho notable), oír, saborear,
etcétera. La respuesta del materialismo eliminativo es decir que nuestras
interpretaciones de lo que está pasando dentro de nosotros pueden estar condicionadas
culturalmente por la psicología popular que aprendemos conforme crecemos, del
mismo modo en que la gente del pasado afirmaba «ver» huir a los demonios en un
exorcismo, y que podríamos creer que sabemos lo que es un estado mental
supuestamente interior... y equivocarnos.

Estos últimos argumentos suscitan la gran pregunta de la consciencia, y en particular


ese aspecto de la consciencia que consiste en experimentarse a uno mismo teniendo una
experiencia de un determinado modo. Hablar de consciencia comprende hablar de
nociones relacionadas, como ser sintiente, o estar despierto, o conocer cosas fuera de
uno mismo, pero el problema crucial para cualquier teoría fisicalista de la mente (en
realidad, para cualquier teoría de la mente) es cómo explicar el fenómeno que ha
acabado llamándose aspecto «cómo es» de la consciencia, en honor al famoso ensayo de
1974 de Thomas Nagel «¿Cómo es ser un murciélago?». Sobre una base observacional
sabemos que los murciélagos se orientan y hallan presas mediante ecolocalización. Lo
que no podemos saber es cómo resulta para un murciélago «ver» el mundo a través de
los patrones de sonido de los rebotes de sus chillidos de alta frecuencia. Hay algo que
es, para el murciélago, tener esa experiencia, pero solo el murciélago puede saber cómo
es.

Nagel sostenía que el principal desafío para el fisicalismo es explicar el carácter


subjetivo de una experiencia así. Define la posesión de estados mentales conscientes
como consistente en ser subjetivamente «algo que es como ser» el poseedor de ellos, y
sostiene que ninguna teoría reductiva de los estados mentales refleja esto porque todas
esas teorías son compatibles con la ausencia de subjetividad: en pocas palabras, con ser
zombis. No solo no lo reflejan, sino que parecen en principio quedar excluidas de
hacerlo por dos razones: una es que la naturaleza de tal experiencia solo puede
comprenderse ocupando el punto de vista de quien la experimenta; la otra es que no
importa la riqueza de los datos externos disponibles para un observador, pues estos
datos no le otorgan acceso a ese punto de vista. Podemos conocer hechos acerca de las
habilidades de ecolocalización del murciélago, pero no podemos hacernos con el punto
de vista del murciélago con respecto a cómo es emplearlos.

Nagel no pretendía que este argumento fuese una refutación del fisicalismo, sino más
bien subrayar la especial dificultad que deben superar las teorías fisicalistas. Otro
contribuidor al debate, Frank Jackson, sí creía, no obstante, que estas objeciones dejaban
fuera de juego el fisicalismo, e ideó el experimento mental «el cuarto de Mary» para
demostrar por qué. Una científica muy inteligente llamada Mary vive permanentemente
en una habitación en la que los colores son tan solo blanco y negro. Solo viste ropas
blancas y negras, posee un televisor en blanco y negro, y todos los libros que obtiene
son, también, en exclusivo blanco y negro. Es una científica de la visión, y sabe todo lo
que hay que saber acerca de la visión en color: la estructura del ojo, los nervios ópticos,
la corteza visual, la parte del espectro electromagnético visible al ojo humano y la
naturaleza de la respuesta del sistema visual a la radiación electromagnética a distintas
frecuencias. Ella sabe todo esto pese a no haber visto ningún color excepto blanco y
negro. Un día sale de la habitación y ve una rosa roja. Al hacerlo, dice Jackson, aprende
algo nuevo: aprende cómo es ver el rojo. Lo que aprende es el carácter cualitativo de ese
tipo de experiencia. Esto estaba ausente del exhaustivo conocimiento objetivo de la
visión en color. Por lo tanto, dice Jackson, las teorías fisicalistas están equivocadas.

David Chalmers emplea otra argumentación en el mismo sentido. Postula un mundo


habitado solo por zombis, entendidos como cosas que son duplicados exactos de seres
humanos en todos los aspectos excepto en cuanto a que sus experiencias carecen de
qualia, de carácter no cualitativo, «subjetivamente sentido». Es un mundo concebible y,
por lo tanto, metafísicamente posible; y si es metafísicamente posible, el fisicalismo es
falso... porque describe a los seres humanos exactamente como los zombis de ese
mundo.

Chalmers también distingue entre «el problema difícil de la consciencia» —cómo


explicar los qualia— y los problemas fáciles, por ejemplo explicar el desempeño en el
cerebro de varias funciones cognitivas como el procesado de entradas sensoriales,
integración de información, etcétera. El problema difícil es explicar por qué el
desempeño de estas funciones va acompañado por el fenómeno de «cómo es» para
llevarlas a cabo.

La incapacidad por parte de las teorías fisicalistas para explicar los qualia se conoce
como «vacío explicativo», y algunos pensadores (el propio Chalmers, Jackson y Kripke,
entre ellos) infieren de él un vacío ontológico, es decir, que la consciencia no es física.
Los fisicalistas responden o bien negando que exista un vacío explicativo —lo que, por
sí mismo, ya cierra ese vacío explicativo— o bien aceptando la existencia de ese vacío
explicativo pero negando que de él se infiera un vacío ontológico. Daniel Dennett, como
ejemplo principal, sostiene que no hay vacío explicativo porque, dice, no existen los
qualia; se trata de una «ficción filosófica». Lo justifica sosteniendo que, en realidad, el
cerebro solo presta atención a unos pocos detalles importantes cada vez, y solo así es
capaz de funcionar, puesto que si intentase absorber demasiada información a la vez se
vería saturado y sería ineficaz. Los experimentos demuestran que ignoramos mucha
información incluso acerca del entorno perceptivo inmediato (por ejemplo, el famoso
experimento del gorila y los jugadores de baloncesto, en el que la mayor parte de la
gente que ve un vídeo de personas pasándose una pelota, y a la que piden que cuente
los pases, no ve la figura de un gorila a escala real que pasa entre los jugadores, se
golpea el pecho y sale del plano). En efecto, experimentos similares muestran que el
mundo, tal y como lo percibimos, es una construcción de realidad virtual.
Pero los pensadores críticos con la posición de Dennett sostienen que esto no
demuestra que no exista la consciencia; es imposible convencer a nadie de que la calidez
que siente en sus manos al acercarlas al fuego o el sentimiento de intenso dolor al
ponerlas encima del fuego son ilusiones. Que no seamos capaces de explicar la
consciencia con los actuales conocimientos no debería ser motivo para negar su
existencia; tampoco debería implicar que no posee base física el hecho de que sea
irreductiblemente subjetiva, y accesible solo a un observador privilegiado. En esta
concepción, el vacío explicativo es real, pero no tiene por qué implicar un vacío
ontológico, y puede ser solo función del actual e inadecuado estado de conocimientos
de la neurociencia. En el otro extremo del debate están quienes creen que el problema
difícil es, sencillamente, demasiado difícil como para ser resuelto: en esta noción, la
consciencia no puede comprenderse a sí misma más que lo que un globo ocular puede
verse a sí mismo. No hay muchos que acepten esta admisión de derrota. Una posición
respetable es la de pensar que sea lo que sea que revele la neurociencia en el futuro, la
utilidad explicativa y predictiva de los conceptos de la psicología del sentido común
permanece, y no deja de ser impresionante que así sea.

ÉTICA

Se suele trazar una línea divisoria entre la «ética normativa» —teorías o sistemas éticos
que se ofrecen a sí mismos como guía o, en el caso de las éticas religiosas, exigencia con
respecto a cómo vivir— y la «metaética», que es el análisis filosófico de conceptos y
lenguaje éticos, generalmente sin ambición normativa. Casi todo el pensamiento ético
de la filosofía analítica del siglo XX es metaética, al menos hasta los últimos decenios, en
los que la «ética aplicada», centrada en los problemas de la práctica terapéutica, la
empresa, la guerra, la investigación científica, etcétera, comenzó a ganar peso e
influencia en paralelo a un refinamiento técnico cada vez mayor en el debate metaético.

Sería comprensible creer que la ética normativa ocupase al máximo a los filósofos,
teniendo en cuenta las gigantescas masacres e inhumanidad de ambas guerras
mundiales, la amenaza de extinción por guerra nuclear, la extensión de los
totalitarismos por todo el planeta y las aparentemente imparables violaciones de los
derechos humanos en todo el planeta. Y sin embargo, fue como si en la filosofía
analítica el puro horror de tanta inhumanidad hubiese exigido mirar hacia otro lado,
buscar un tema más calmado, tranquilo y apacible. En lugar de investigar qué fue lo
que hizo que algo como el Holocausto —el asesinato de millones de personas a escala
industrial— fuera moralmente tolerable para algunos, al menos durante un tiempo, los
filósofos analíticos se dedicaron a investigar (por ejemplo) la conexión lógica entre un
imperativo, «¡cierra la ventana!», y la capacidad de algunos en circunstancias de
obedecer: si la ventana está cerrada, ¿convierte esto al imperativo en algún sentido en
un tipo de afirmación falsa? Y si es así, ¿en qué sentido?23

Puede argüirse, a modo de respuesta, que no deberíamos apresurarnos a emitir juicios


morales sin una clara idea de la naturaleza y significado de tales juicios, y es cierto; y
puede decirse también que no debemos permitir que los evidentes horrores del siglo XX
ocupen todo el espacio de debate disponible, obviando otras preocupaciones legítimas.
Puede sostenerse también que un regreso al debate civilizado en torno a cómo
examinamos los asuntos éticos, como contribución a ser capaz de pensar bien en ellos,
es precisamente la respuesta adecuada a los intentos de los bárbaros de acabar con el
debate —con la civilización misma— de un modo absoluto. También esto es cierto. Aun
así, no hay razón por la que no pueda ser posible ejercer ambas tareas (la de luchar
contra la monstruosidad y la de aclarar el discurso ético) y hacerlo, en ocasiones, a la
vez.

Se puede decir que los debates éticos en la filosofía analítica del siglo XX comenzaron
incluso antes del siglo XX; se pueden remontar, incluso, a Aristóteles. Lo cierto es que él,
Hume y Kant siguen siendo las figuras dominantes de todo debate ético. Un poco más
próximos en el tiempo, los utilitaristas del siglo XIX conforman la fuente de las varias
formas de utilitarismo de acción, norma y preferencia a las que muchos filósofos
morales retroceden cuando se los presiona, al final de sus especulaciones, para que
respondan a la pregunta: «Así, pues, ¿qué nos ayuda a decidir cómo actuar en un caso
dado?». Entre ellos, estos antecedentes siguieron (siguen) dando forma a la naturaleza
del debate, que tiene que ver con las cuestiones íntimamente interconectadas de cómo
comprendemos el lenguaje ético; si existen (o no) hechos o propiedades morales
objetivos; cómo justificar afirmaciones morales y cómo se conecta el pensamiento moral
con otros aspectos de la mente, de la naturaleza y de la condición humanas: la
semántica, la metafísica, la epistemología y la psicología, respectivamente, del discurso
ético y de la vida.

Pero para un comienzo más cercano en el tiempo, podemos decir que la ética
comienza, en la filosofía analítica del siglo XX, con los Principia Ethica de G. E. Moore,
que ya hemos visto en la sección dedicada a su pensamiento filosófico en las pp. 480-
486. Su oposición a la «falacia naturalista», su intuicionismo y su adhesión a una forma
de utilitarismo de las normas constituyeron la perspectiva dominante durante el primer
tercio del siglo, incluso si hubo quienes —como David Ross (1877-1971)— sostuvieron
que lo que intuimos, en nuestra vida moral, no es lo intrínsecamente bueno (la amistad
y la belleza, en la teoría de Moore), sino nuestro deber. Ross reconocía que estos deberes
pueden entrar en conflicto, y creía que había que hacer una elección basándonos en las
circunstancias en las que nos vemos inmersos. Opinaba que, con este ajuste, el enfoque
intuicionista a la ética conforma lo que la mayoría de las personas aceptaría como una
descripción correcta de su modo de pensar en asuntos morales.

Los positivistas lógicos se mostraban de acuerdo con respecto a la falacia naturalista,


pero no en cuanto a la intuición, que, si existía, socavaba la idea realista de que los
juicios éticos implican referencia a propiedades o estados de cosas objetivos cuya
presencia o ausencia confiere valor de verdad a dichos juicios. En lugar de ello,
sostienen que las afirmaciones éticas no son en absoluto afirmaciones, puesto que no
son verificables, sino que expresan actitudes. Se trata de emotivismo, una idea sostenida
por Russell antes de los positivistas, y por Carnap y otros entre ellos, popularizada por
A. J. Ayer en Lenguaje, verdad y lógica (1936) y a la que Charles Stevenson dio un
tratamiento más exhaustivo en Ética y lenguaje (1944).

Charles Stevenson (1908-1979) estudió en Yale y luego en Cambridge (donde asistió a


clases de Moore y de Wittgenstein, por lo que sus intereses pasaron de la literatura a la
filosofía) y finalmente se doctoró en Harvard. Enseñó durante varios años en Yale,
universidad que finalmente le negó la cátedra por su defensa del emotivismo, en
especial porque él defendía que algunos debates morales no se pueden solucionar sobre
criterios racionales, y que en tales casos hemos de recurrir a criterios irracionales. La
Universidad de Michigan le concedió una cátedra, y en ella permaneció hasta el final de
su carrera.

Stevenson opinaba que su obra «cualificaba y complementaba» lo que Russell, Ayer,


Carnap y otros habían dicho a favor de una idea no cognitivista de lenguaje moral. Su
argumentación principal es que los términos éticos tienen significados emocionales, con
lo que quería expresar que, debido a la historia de su uso, tienen una «tendencia a
expresar» las actitudes de los hablantes y a evocar actitudes en la audiencia. El discurso
factual es también expresivista, en tanto que expresa las creencias del hablante; la gente
rara vez habla acerca de sus creencias, como haría si dijera: «Solía creer que Jones había
insultado a Smith»; en lugar de ello, solemos expresarlo así: «Jones insultó a Smith».
Pero en una oración del estilo de «Jones no debería haber insultado a Smith» está
pasando mucho más, porque no trata de lo que ocurrió, sino que —y esto es mucho más
importante— comunica la desaprobación del hablante al respecto. Aunque las oraciones
con «debería» contienen de modo implícito las creencias, la actitud que comunican es
importante de cara a determinar qué tipos de razones son relevantes para gestionar los
casos de desacuerdo moral e incertidumbre que surgen debido a su empleo.

Pero no acaba aquí la historia. Es igual de importante el hecho de que, al enunciar una
afirmación, el hablante no solo está expresando su actitud, sino que pretende que su
especial elección de terminología emotiva evoque una actitud similar en su interlocutor.
Stevenson cambió la palabra evocar por invitar tras un debate con J. O. Urmson, por
reflejar mejor la intención del hablante al comunicar su actitud, porque, aunque a veces
los hablantes expresan actitudes tan solo por liberar sus sentimientos, sería raro tener
actitudes de aprobación y desaprobación pero, en la mayoría de los casos, no desear que
algo se siguiera a fin de promover o inhibir lo que las suscita.

Este es el modelo «autobiográfico» de discurso moral, que refiere las actitudes del
hablante y sus intenciones al expresarlas. ¿Qué pasa en casos no autobiográficos, como
«x es bueno»? En paralelo al análisis del caso autobiográfico, parecería que el análisis
correcto es que expresa un imperativo o una exhortación: «Aprobemos x». Dice
Stevenson: «Recordemos que los imperativos, en esta conexión, son útiles tan solo para
la analogía y, en realidad, solo para superar la suposición de que las oraciones éticas no
pueden expresar nada excepto creencias». Vemos esto al comparar la conexión entre «x
es bueno» y «aprobemos x» con la conexión entre «x es amarillo» y «creamos que x es
amarillo». Stevenson dice: «El segundo modelo, a diferencia del primero, es inútil,
porque no nos permite eliminar ninguna suposición que requiera ser eliminada». Así
pues, la analogía con el caso autobiográfico subraya con respecto a qué las afirmaciones
de juicio ético son más que meras expresiones de actitud.

En el habla cotidiana, en cuanto a asuntos morales, la gente dice tranquilamente: «Eso


es cierto» (o falso) en respuesta a afirmaciones como «Tom es un buen hombre». ¿Cómo
comprender esto desde una perspectiva no cognitivista como la de Stevenson; la
opinión de que no se está describiendo ningún hecho, sino tan solo la actitud del
hablante? Stevenson responde que es perfectamente adecuado decir que afirmaciones
éticas son ciertas o falsas cuando se haga por razones meramente sintácticas: poner «es
cierto que» antes de p en «es cierto que p» no añade nada nuevo a p. De modo que «es
cierto que» y lo demás funciona como se ha descrito en varias teorías «deflacionarias»
de la verdad: como algo que marca acuerdo, que enfatiza o que permite la reiteración
sin necesidad de emplear todas las palabras de la frase original. No implican ni exigen
la existencia de hechos morales que señalen la certeza o falsedad de lo que decimos.

La idea básica de que las afirmaciones morales son expresiones de actitud provoca
críticas basadas en que no es mejor que una teoría «hurra-abucheo», que no hace nada
por esclarecer por qué a veces queremos decir «hurra» y otras veces queremos
abuchear. Añadir que queremos que otros se nos unan en nuestros hurras y abucheos
no ayuda. Hechos arbitrarios de nuestras biografías pueden explicar nuestras
inclinaciones personales al respecto, pero, en ausencia de otras razones (y obviamente,
de razones inteligentes y válidas) para querer gritar «hurra» y abuchear, y del deseo de
que otros se nos unan, ¿de qué modo equivale esto a una teoría ética? Una reflexión así
llevó a R. M. Hare a endurecer el argumento y sostener que los enunciados éticos no son
meras expresiones más invitaciones, sino expresiones más prescripciones, y las
prescripciones son universalizables.

R. M. Hare (1919-2012) fue profesor de la cátedra White’s de filosofía moral en


Oxford. Estudió literatura clásica en la escuela y en Oxford, y la Segunda Guerra
Mundial interrumpió sus estudios de licenciatura. Como a muchos de su generación, la
guerra afectó tremendamente su vida: fue destinado a una unidad de artillería en la
India y Singapur; con la caída de este país fue capturado por los japoneses. Estuvo
prisionero hasta el final de la guerra. Nunca consiguió hablar de la larga marcha por el
río Kwai para acabar como trabajador forzado de la línea férrea del ejército japonés que
unía Birmania con Siam.

Hare regresó a Oxford para terminar sus estudios y consiguió una beca de enseñanza
de su college, Balliol, para pasar luego a ser tutor y, posteriormente, obtener la cátedra
White’s de filosofía moral. Fue profesor de una buena cantidad de distinguidos
pensadores de la filosofía británica de la segunda mitad del siglo XX, entre ellos Bernard
Williams, David Pears y Richard Wollheim. De Hare, un tutor implicado y atento que
observaba la tradición de Oxford de lecturas conjuntas con los alumnos, se dice que
desanimaba a quienes no eran buenos en filosofía preguntándoles, a media lectura de
su trabajo: «¿Ha pensado usted en la posibilidad de una carrera en el funcionariado?».

Además de aceptar, con reservas, la fuerza de la argumentación del emotivismo, así


como su corolario de la inexistencia de hechos morales empíricos, Hare creía, siguiendo
a Kant, que el discurso moral está sujeto a la razón y posee una estructura lógica.
Mientras que el significado del discurso factual es descriptivo, pues su significado está
gobernado por condiciones de verdad, el significado del discurso moral es prescriptivo,
que Hare define diciendo que una afirmación prescriptiva es una que implica al menos
un imperativo: «Haz esto y esto [...] no hagas esto y aquello...». Fiel a la afirmación de
Hume de que no se puede derivar ninguna oración que contenga el verbo ought (deber)
de ninguna cantidad de afirmaciones puramente descriptivas (ningún «es» puede
implicar un «debe») —lo que significa que los hechos nunca deberían establecer
nuestras elecciones en cuanto a cómo actuar—, Hare aceptaba que el razonamiento
moral puede arrojar conclusiones prescriptivas solo si se inferían de premisas que
contuvieran una o más afirmaciones prescriptivas. El aspecto de guía del discurso moral
radica en las elecciones que hacemos acerca de cómo considerar los aspectos
descriptivos, como se puede demostrar con este ejemplo: supongamos que está usted de
pie en la trayectoria de un autobús. El hecho no es suficiente para implicar que usted
deba apartarse, porque es posible que esté usted allí por propia elección, deseoso de
cometer suicidio por atropello. Que usted se aparte o no lo haga depende de un
compromiso prescriptivo alojado en las razones que tenga usted para escoger cualquier
curso de acción.

En opinión de Hare, términos morales como «bueno» o «debe» comprometen a


quienes los utilizan a considerar las prescripciones como universalizables, es decir,
aplicables a todo el mundo en la misma (o similar) situación relevante. La precaución es
que los juicios que expresan la prescripción deben contener tan solo términos
universales, es decir, no estar asociados a agentes particulares. Esto se debe a que la
misma acción, realizada por agentes distintos, puede invitar a evaluaciones diferentes
en función de las circunstancias. Imaginemos que Jones pone la zancadilla a Smith
cuando este pasa a su lado. Jones estaría cometiendo una maldad si de este modo le
impidiera ganar una carrera, pero estaría haciendo lo correcto si Smith estuviese
huyendo con el botín de un atraco.

Como siempre, surge la pregunta: ¿cómo juzgamos qué elecciones hacer, qué
prescripciones universalizar? La respuesta de Hare es utilitarista: aquellas que, dadas
las circunstancias, satisfagan las preferencias de la mayoría de los implicados.

Un aspecto de la teoría de Hare que comparte con otras teorías no cognitivistas es que
considera espurias las preguntas acerca de la objetividad de los valores. Hare asegura
que nunca ha conocido a nadie que sepa qué significa la pregunta «¿Son los valores
objetivos?». Cuando las personas difieren con respecto a los valores, no se están
contradiciendo mutuamente: están negando las opiniones respectivas, que es a lo que se
reduce, al final, asegurar que alguien está equivocado. Su argumentación principal es
esta: imaginemos dos mundos, de los cuales en uno existen valores morales objetivos y
en el otro no (por poner un ejemplo, podemos decir que en este segundo mundo
existieron, pero se los aniquiló). La gente seguirá hablando y comportándose del mismo
modo en ambos mundos; no hay diferencia entre ellos. Por lo tanto, la idea de «valores
objetivos» no sirve, está vacía.

Incluso una persona que se muestre de acuerdo con Hare en que no hay valores
objetivos puede pensar que la argumentación de los dos mundos no funciona, puesto
que hay una gran diferencia entre lo que emplean los habitantes de los dos mundos
para explicar sus juicios de valor —por qué los hacen, de dónde proceden—, por no
hablar de lo que los soporta o justifica, si es que hay algo. Sus críticos acusan también a
esta teoría de dejar fuera casi todo lo que hace que una teoría moral sea sustantiva. Una
exigencia de universalizabilidad debería identificar las bases morales en virtud de las
cuales los principios que encarna deberían ser de aplicación en todos los casos
relevantes similares. Además, decidir qué convierte en relevantemente similares a los
casos relevantes similares pide también una mínima comprensión de qué los hace
moralmente relevantes.

La idea de que no hay valores morales objetivos constituye la nota base de la ética en
filosofía analítica tras el rechazo al intuicionismo de Moore. La primera oración de Ética:
la invención de lo bueno y lo malo (1973), de J. L. Mackie, dice exactamente eso: «No
existen valores objetivos». El título del libro nos dice de dónde proceden nuestros
valores no objetivos: los inventamos. Su libro resultó impactante porque, aunque el
problema de cómo pensamos en nuestros valores y cómo justificamos nuestros juicios
de valor era conocido, su exposición proporcionó las bases para articular y debatir de
modos más certeros los puntos de vista cognitivistas y no cognitivistas; el debate pasó
de cuestiones exclusivamente metafísicas —la existencia o inexistencia de los valores
independientemente del pensamiento— a cuestiones en torno a si el discurso moral es
apto para ser evaluado en términos de verdad o falsedad, es decir, capaz de poseer
valor de verdad. Los cognitivistas afirman que lo es; los no cognitivistas lo niegan.
Podría creerse que cognitivismo y objetivismo van de la mano, pero esto solo se da si el
cognitivista es también un realista moral, es decir, si cree que hay hechos o propiedades
morales independientes de la mente que hacen que los juicios morales sean acertados o
erróneos. Pero un antirrealista moral o subjetivista puede asimismo ser cognitivista,
cuando sostiene que las proposiciones acerca de actitudes o respuestas emocionales son
también aptas para ser evaluadas en términos de verdad o falsedad; también puede
sostener una «teoría del error» que diga que las proposiciones que comunican juicios
morales son aptas para ser evaluadas en términos de verdad o falsedad, pero que son
todas falsas. Es esta última la opinión de Mackie.

John Mackie (1917-1981) nació en Sídney (Australia). Su padre, nacido en Escocia, era
profesor de la Universidad de Sídney y una de las figuras clave de la educación en
Nueva Gales del Sur. Su madre era profesora de escuela. Tras graduarse en filosofía en
la Universidad de Sídney con honores, Mackie acudió a Oxford y se graduó mientras
acababa el periodo de la «guerra falsa» de la Segunda Guerra Mundial. Se alistó en el
ejército y lo destinaron a Oriente Próximo, tras lo cual enseñó en Australia y Nueva
Zelanda hasta su regreso a Reino Unido en 1963 como profesor de la recién fundada
Universidad de York y, tras ella, de Oxford.

La razón por la que Mackie sostiene una «teoría del error» sobre el discurso moral es
que presupone valores objetivos —se refiere a ellos, habla sobre ellos, afirma su
presencia o ausencia, los asume— pero, dado que no los hay, todo el discurso es falso.
Después procede a exponer cómo pensar y teorizar acerca de ética con éxito sin tener
que presuponer valores objetivos.
Mackie dice que el mejor modo de pensar en lo que llama «valores objetivos» son las
Formas de Platón, que ofrecen «una dramática imagen de lo que deben ser los valores
objetivos». Además de existir de la manera en que lo hacen, son intrínsecamente
directores de acción; el mero conocimiento de ellos nos dice cómo actuar, sin que se
requiera más motivación. Pero ¿por qué debería ser así? Podría haber valores objetivos
que no fueran necesariamente motivadores; muchas personas reconocen que saben lo
que es correcto, pero no lo hacen.

Sin embargo, la idea misma de los valores objetivos, en cualquier caso, no resiste una
investigación. Mackie ofrece dos razones principales para esto. En primer lugar, hay en
perspectivas morales muchas (y a veces grandes) diferencias, a menudo intratables. La
mejor para esto es que las perspectivas morales van asociadas a un modo de vida y
cultura, y las culturas difieren. Es implausible creer que una cultura posee acceso
correcto y privilegiado a valores morales objetivos y otras no lo poseen. Pone ejemplos
de culturas que difieren en sus ideas sobre el matrimonio; una, monógama; la otra,
polígama. Es mucho más plausible pensar que sus ideas morales opuestas son
consecuencia de factores históricos y culturales que creer que una de ellas acierta y la
otra se equivoca, en cuanto a una verdad objetiva.

En segundo lugar, sean lo que sean, supuestamente, los valores morales objetivos son
cosas decididamente «extrañas», según Mackie. Si pensamos en ellos metafísicamente,
debemos imaginarlos como un tipo de propiedad totalmente diferente a cualquier otra
cosa del universo. Si pensamos en el asunto de un modo epistemológico, hemos de
otorgarnos el crédito de poseer la especial facultad de detectar y rastrear la presencia de
estas extrañas cosas, una facultad muy diferente de la que empleamos en la percepción
normal del mundo. En pocas palabras: no tiene sentido pensar que los valores formen
«parte del tejido del mundo».

Los críticos responden a la primera argumentación —el «argumento de la


relatividad»— afirmando que las diferencias en perspectivas morales podrían no ser, en
realidad, tan grandes como aparentan ser. En una sociedad occidental uno honra y
cuida de sus padres ancianos comprándoles una casita en la costa, mientras que en una
sociedad tradicional uno lo hace matándolos y comiéndolos para que sobrevivan en
nosotros. Las diferencias superficiales son enormes, pero expresan el mismo principio
subyacente.

El argumento de la rareza parece no ser un argumento real. Muchas cosas en el


mundo parecen extrañas a primera vista tan solo porque no estamos acostumbrados a
ellas —canguros, muchas especies de peces abisales de formas realmente raras, lo que
sucede en el horizonte de sucesos de un agujero negro, el entrelazamiento cuántico—,
de modo que ser «extraño» por mera oposición a lo que nos resulta familiar no es un
argumento que apoye que algo no exista, mucho menos que no pueda existir. Más
urgente resulta el problema de cómo detectar los valores objetivos, si es que existen.
Podemos dejar a un lado el argumento de que la ausencia de la facultad para detectar x
no implica, por sí sola, la inexistencia de x, porque, como es lógico, un objetivista moral
cree que sí detectamos x, y la pregunta de Mackie de cómo lo hacemos es legítima.
Podríamos aventurar que es plausible que lo hagamos citando el ejemplo de las
entidades y propiedades referidas en matemáticas, que hallamos mediante la razón.
Esto podría redundar en beneficio de Mackie, sin embargo, puesto que, en el caso del
acuerdo matemático sobre axiomas y reglas, de modo invariable se producirá acuerdo
acerca de los resultados de su empleo. Una convergencia de este tipo es notablemente
menos común en ética.

Mackie afirma que esta idea puede describirse como «escepticismo moral» o
«subjetivismo», pero hay que entenderla como una posición metaética o «de segundo
orden», no como una posición normativa o «de primer orden», en la que las diferencias
y disputas en torno a la buena vida permanecen, pero todavía podrán decirse cosas
útiles para decidir cómo alcanzar ese objetivo. Se muestra sincero y reconoce que una
buena vida consiste en «la búsqueda efectiva de las actividades que [cada individuo]
considera dignas», bien intrínsecamente, bien porque le beneficia instrumentalmente a
él o a aquellos que le importan; esto significa que «egoísmo y altruismo autorreferencial
caracterizarán, en gran parte, sus acciones y sus motivos».

El egoísmo habla por sí mismo: naturalmente nos preocupan nuestro bienestar y


futuro. «Altruismo autorreferencial» refleja la idea de aquello que Hume describió
como «generosidad confinada»: restringir nuestros intereses o preocupación a aquellos
que nos son más cercanos. Aceptar estas realidades implica aceptar que habrá, por lo
tanto, competición y conflicto entre individuos y grupos. Estas pragmáticas ideas, según
Mackie, serían obvias de no ser por los esfuerzos de las tradiciones tanto religiosas
como humanistas por imponer la idea opuesta, la de que «la buena vida para el hombre
es una de amor fraternal y desinteresada búsqueda de la felicidad general», lo que
Mackie sostiene que es impracticable y, en cualquier caso, incluso implausible siquiera
como ideal. Pero esto puede suavizarse con el argumento de que «toda posible, y
ciertamente toda deseable, vida humana es social», y esto significa que la cooperación
es un valor importante con todo lo que implica, entre otras ideas, el corolario de que el
individualismo extremo no es la respuesta a la implausibilidad del universalismo.

Ya se ha mencionado al principio que la sombra de Aristóteles, de Hume, de Kant y


del utilitarismo se cierne sobre el debate ético, pero, por supuesto, el impulso general de
cada uno en las perspectivas que han moldeado es diferente. Se pueden identificar tres
perspectivas generales. Una es la deontología, una ética basada en normas que intenta
identificar nuestros deberes morales y asegura que debemos obedecerlos sin importar
las consecuencias. Kant era un deontólogo. La segunda perspectiva es el
consecuencialismo, una ética basada en resultados que afirma que lo correcto es aquello
que tenga las mejores consecuencias, sea como sea que las identifiquemos: «maximizar
la felicidad (o la “utilidad”) para la mayoría» es el núcleo de la versión utilitarista. La
tercera es la ética de la virtud, una ética centrada en la persona que asegura que la
principal pregunta ética es «¿Qué tipo de persona debo ser?» y por lo tanto enfatiza el
carácter moral por encima de las acciones o de sus consecuencias. La fuente pensante de
esta ética de la virtud es Aristóteles.

Las dos primeras perspectivas dominaron la ética filosófica de la era moderna, es


decir, desde que recomenzó el debate ético, en el siglo XVIII, tras más de un milenio de
dominio del cristianismo, que había ahogado el debate de principios morales al
asumirse la afirmación de que la moral basada en las órdenes divinas de las Escrituras
solventaba toda pregunta acerca del bien y del mal y de cómo vivir. Pero en un seminal
ensayo de 1958 titulado «La filosofía moral moderna», Elizabeth Anscombe (1919-2001)
sostuvo que tanto la deontología como el consecuencialismo asumen que la base de la
ética es el concepto de obligación, lo cual no tiene sentido en ausencia de un legislador
que (como la deidad de la moralidad religiosa) la imponga. Por lo tanto, hay que buscar
en otro lugar la base de nuestra ética: en el concepto de virtud.

Hoy en día se considera que el ensayo de Anscombe fue el pistoletazo de salida para
un renovado interés en la ética de la virtud, pese a que trata de las carencias de la
deontología y del consecuencialismo, sobre todo la permisiva idea, por parte de este
último, de que toda acción es aceptable si el resultado esperable beneficiará a la
mayoría. Anscombe también atacó la falta de claridad en conceptos clave de la teoría
ética, como el deseo, la intención, la acción y el placer. Recomendaba que la filosofía
regresara a Aristóteles para pensar nuevamente en el bien, pero que antes de hacerlo se
dedicase a una aclaración psicológica preparatoria de estos conceptos.

Tres conceptos clave para la ética aristotélica —y, por lo tanto, cruciales para la ética
de la virtud— son (a) la virtud misma, que Aristóteles llamaba areté y que puede
traducirse como «excelencia», y en especial «excelencia de carácter»; (b) sabiduría
práctica, que en el griego de Aristóteles era phronesis; y (c) florecimiento o felicidad, que
vertía en griego como eudaimonia. Examinémoslos uno por uno.

Las virtudes son rasgos de carácter como la sinceridad, la integridad, el valor, la


prudencia, la amabilidad, el sentido de la justicia, la continencia, etcétera. De estos
rasgos de carácter surge la conducta virtuosa que se asocia a ellos. Una persona virtuosa
mantiene sus promesas y honra sus obligaciones no porque sea un deber, ni porque las
consecuencias de hacerlo sean preferibles a las consecuencias de no hacerlo, sino porque
es una persona con integridad.

Las virtudes no son absolutos: hay personas más sinceras que otras, o más valientes
que otras. Ser virtuoso en un aspecto no implica ser virtuoso en los demás; una persona
valiente puede no ser amable o no saber contenerse. Sin embargo, en este caso se nos
presenta un peligro, y es que esa valentía pueda convertirse en temeridad o crueldad,
de modo que la idea de unidad de las virtudes cobra atractivo.

Este último punto está conectado con la idea de la sabiduría práctica o phronesis, que
se puede interpretar, en términos contemporáneos, como poseer sobriedad y buen
juicio, como se esperaría de una persona sensata, reflexiva y madura por las
experiencias vitales. Aristóteles creía, en efecto, que para la virtud se requería
experiencia y madurez, pero está claro que puede haber jóvenes dotados de sabiduría
práctica y que puedan ser a la vez valientes, amables, sinceros, etcétera.

Para Aristóteles, eudaimonia corresponde a vivir una vida virtuosa. Las traducciones
de este término como «florecimiento» o «felicidad» son insatisfactorias, porque los
perros pueden ser felices y los árboles, florecer, mientras que eudaimonia es el logro de
una vida racional, y la razón es el rasgo más elevado y distintivo de la humanidad. La
razón, evidentemente, juega papeles cruciales en los otros dos tipos de ética; para Kant,
las leyes morales son leyes racionales, y para los utilitarios, juzgar cómo actuar exige
interpretar y anticipar las consecuencias. En la ética de la virtud, sin embargo, no se
trata de reconocer y obedecer un principio o calcular un efecto, sino poseer sabiduría
práctica, lo que entra constitutivamente en el concepto de buena vida. Y la buena vida
misma posee un carácter, sin duda diferente en sus detalles en función de cada
individuo, pero común en lo que comparte: la cualidad de eudaimonia.

Uno de los puntos fuertes del enfoque de la ética de la virtud es que, cuando se tiene
en cuenta lo que se necesita para reconocer los propios deberes y ver cómo actuar de
acuerdo con ellos, como exige la deontología, o determinar qué normas seguir con la
esperanza de maximizar la utilidad, como requiere el utilitarismo de las normas (el
utilitarismo del acto tiene solo una regla: «maximiza la utilidad en este caso»), es
necesario aplicar pensamiento, imaginación y las lecciones aprendidas mediante la
experiencia —en resumen, phronesis— para conseguirlo. Se puede, por lo tanto, dejar de
teorizar acerca de deberes y consecuencias, y ver que el cultivo y posesión de las
virtudes que constituyen la phronesis son más que suficiente. Esto refuta la crítica, que se
suele hacer a la ética de la virtud, de que se centra solo en el agente y no en lo que hace,
es decir, que se enfrenta tan solo a la pregunta de qué tipo de persona se debe ser, en
lugar de a las preguntas de qué debería uno hacer ante una elección forzosa. Como
demuestra la insistencia en la phronesis, la explicación de lo que uno es incorpora ya una
explicación de lo que uno habitualmente hace.

Las figuras más importantes en el desarrollo de la ética de la virtud son Philippa Foot
(1920-2010) y Alasdair MacIntyre (n. 1929). La primera empezó una conferencia
diciendo: «En filosofía moral resulta útil, creo, pensar en plantas». La razón es que hay
mucho en común entre evaluar si las plantas gozan de buena salud y florecen, y evaluar
si lo mismo sucede con un ser humano. La idea de una estructura conceptual de la
evaluación también tiene su lugar: la «gramática» subyacente de hablar acerca de un ser
humano saludable y de un ser humano eudaimónico tienen mucho en común. Forma
parte del florecimiento humano ser un eficaz razonador práctico, del mismo modo que
forma parte de ser un ser humano saludable que las rodillas o el estómago estén en
buenas condiciones de funcionamiento. Identificar virtudes es, en parte, reconocer qué
nos dice la «manera de mantenerse» como ser humano. Pensemos en un ejemplo de otra
especie, por ejemplo, los lobos: los lobos cazan en manada; así es como se mantienen.
Un lobo que no contribuya a la caza pero coma la presa es un gorrón, y es por lo tanto
defectuoso en el rasgo de lobedad exigido. De igual modo, parte de lo que hace que los
humanos «se mantengan» es hacer y mantener tratos. Esto implica que romper tratos es
algo defectuoso, algo no virtuoso.

En Tras la virtud (1981), MacIntyre da un giro comunitario a la idea de las virtudes, y


sostiene que están constituidas por el trabajo que hacen para construir comunidades.
Retrata las virtudes como disposiciones que permiten, a quienes las poseen, superar
barreras para aprender más acerca de sí mismos y del bien, contribuyendo así a hallar lo
mejor, tanto en lo que hacemos como agentes humanos, como en la vida en general.
Pero la dimensión social de las virtudes resulta integral: «Las virtudes encuentran su fin
y propósito, no solo en mantener las relaciones necesarias para que se logre la
multiplicidad de bienes internos a las prácticas, y no solo en sostener la forma de vida
individual en donde el individuo puede buscar su bien en tanto que bien de la vida
entera, sino también en mantener aquellas tradiciones que proporcionan, tanto a las
prácticas como a las vidas individuales, su contexto histórico necesario [...]. Admitir
esto es también admitir la existencia de una virtud adicional [...] la de un sentido
adecuado de las tradiciones a las que uno pertenece y con las que uno se enfrenta».

Como católico (reconvertido desde el ateísmo) que reconocía su afiliación al tomismo,


a MacIntyre le resultaba natural atribuir las carencias de la deontología y del
consecuencialismo a sus aspiraciones a constituir una racionalidad sin dioses. Señaló
que otros, como Nietzsche, habían rechazado ya la idea de una racionalidad moral
debido al mismo fallo; en opinión de MacIntyre, una concepción aristotélica de las
«excelencias» puede complementar lo que en ellas falta.

El recrudecimiento del debate acerca de la ética de la virtud hizo considerar, a los


partidarios de la deontología y del consecuencialismo, cómo enfrentarse a estas ideas o
incorporarlas a sus propios enfoques. Esto hace necesario distinguir, ahora, entre ética
de la virtud y «teoría de la virtud», que incorpora el debate acerca de las virtudes en los
tres enfoques.

El escenario de mayor crecimiento en cuanto al debate ético, en la segunda mitad del


siglo XX, ha sido el de la ética aplicada. Se trata del esfuerzo por enfrentarse de un modo
práctico con dilemas de la vida cotidiana: aborto, matrimonio entre personas del mismo
sexo, control de armas, investigación con células madre, bebés de diseño, conducta
sexual, identidades de sexo y género, discriminación, principios de distribución de
recursos escasos, libertad religiosa, suicidio asistido y eutanasia, libertad de expresión,
derechos de los animales, ayuda humanitaria, leyes de guerra... La lista de áreas de
debate, a menudo un debate enconado y divisorio, es larga. La ética empresarial y la
ética biomédica han sido campos de importante desarrollo. Se trata de un escenario en
el que la metaética y algunas consideraciones normativas se mezclan, a menudo de
modo urgente, y es posible ver cómo los distintos enfoques a la teoría ética
proporcionan distintos recursos. Por ejemplo, los empresarios con inquietudes éticas
pueden preguntarse qué tipo de empresa quieren dirigir, es decir, qué ethos o carácter
quieren exhibir como entidad. Pueden enfrentarse a un problema cuya solución urgente
los obligue a pensar en cuál podría ser la consecuencia de sus diferentes posibles
acciones, a fin de escoger la óptima. El cuerpo profesional al que están colegiados puede
prescribir ciertas obligaciones que sus miembros deben obedecer si desean seguir
acreditados. En estos casos, la ética de la virtud, el consecuencialismo y la deontología
se ven en juego, respectivamente; no todos los casos tienen por qué ser necesariamente
éticos, ciertamente, pero es fácil imaginar las circunstancias en las que pueden serlo.

FILOSOFÍA POLÍTICA

Casi todas las explicaciones que se pueden leer acerca de la filosofía política de la
tradición analítica del siglo XX —incluida, ahora, esta misma— comienzan con la famosa
frase que Peter Laslett escribió en 1956 en la introducción de una antología de ensayos
que editó, titulada Philosophy, Politics and Society: «La filosofía política ha muerto». Seis
años más tarde, Isaiah Berlin, en el volumen sucesor de aquella famosa antología, si
bien rechazó la opinión de Laslett, afirmó que el siglo XX no había producido «un corpus
de filosofía política con entidad». Aun así, en ese mismo volumen se reimprimía el
ensayo de John Rawls «Justicia como equidad», lo que indicaba que pronto llegaría la
prueba de que la afirmación de Berlin era prematura, pues en la década siguiente verían
la luz los grandes clásicos de la filosofía política analítica: Teoría de la justicia, de Rawls
(1971), y Anarquía, Estado y utopía, de Robert Nozick (1974).

Laslett indicó que la gran tradición inglesa del pensamiento político que va de Hobbes
a Bosanquet podría haber llegado a su fin debido a los horrores del siglo XX, cuyas
guerras y atrocidades habían hecho que la política pareciera un asunto demasiado serio
como para dejarlo en manos de filósofos. Se trata de una idea extraña si tenemos en
cuenta que fue la época de tumultos la que impulsó a Hobbes y a Locke (y, antes que a
ellos, a Maquiavelo) a escribir sobre ideas políticas. Además, las guerras y atrocidades
del siglo XX habían dado pie a que Karl Popper escribiera La sociedad abierta y sus
enemigos (1946), que describió como su contribución al esfuerzo bélico, pero que no
consiguió suscitar un gran entusiasmo entre otros filósofos. E incluso cuando Laslett
emitía su lúgubre augurio, Isaiah Berlin, John Rawls y Michael Oakeshott escribían, y
en Europa, Hannah Arendt, Louis Althusser, Georg Lukács y los miembros de la
Escuela de Fráncfort estaban en activo, aunque resultaban casi invisibles para sus
contemporáneos anglohablantes.

Una razón ofrecida para la marginación temporal de la filosofía política en la


tradición analítica fue el surgimiento de la ciencia política o politología. Si bien la
filosofía política gira en torno a los conceptos fundamentales de la política —autoridad,
justicia, libertad, derechos, igualdad, democracia y totalitarismo, y los análisis de
orientaciones políticas particulares como el socialismo, el fascismo, el liberalismo y el
marxismo—, la politología trata de gobiernos, Estados, partidos políticos, instituciones,
ciudadanía, sistemas de poder, control y legislación y la distribución de recursos
económicos y sociales. La filosofía política examina principios y justificaciones, y es
especulativa, crítica y evaluadora; la politología examina prácticas y estructuras, y es
descriptiva y empírica. La idea es que el giro al positivismo de la filosofía, con su
respeto por los métodos de la ciencia, hizo que, para algunos, el trabajo empírico de
describir las instituciones y prácticas resultara más agradable que la tarea, más dura y
complicada, de buscar principios y justificaciones para ellos.

Pero, como demuestran los acontecimientos, la filosofía política no había muerto; las
contribuciones de Rawls y Nozick son un elemento permanente que se suma a la gran
tradición por la que Laslett creía estar de duelo.

John Rawls (1921-2002) nació en Baltimore, donde su padre era abogado y su madre,
Anna Abell Stump Rawls, era activista por el sufragio femenino. Ella y sus compañeras
sufragistas habían sido testigos de cómo la Decimonovena Enmienda a la Constitución
de Estados Unidos, aprobada en agosto de 1920 —seis meses antes del nacimiento de
John—, otorgaba a las mujeres estadounidenses el derecho a votar. Como presidenta del
capítulo local de la League of Women Voters, tuvo un papel activo en la campaña a
favor de una Enmienda de Igualdad de Derechos que otorgase a las mujeres la igualdad
con los hombres en todos los aspectos, sociales y económicos. En el momento de escribir
estas líneas, casi un siglo más tarde, esa enmienda no se ha aprobado. Los intereses de
Anna Bell Stump Rawls tuvieron, indudablemente, un efecto en los de su hijo: hay una
progresión natural desde su activismo al tema de la teoría de Rawls, motivada por el
deseo de formular una teoría política genuinamente práctica.

Durante su infancia, Rawls perdió a dos de sus cuatro hermanos por enfermedades
que él había sufrido y que, aseguraba, habían contraído por su culpa. Tras graduarse en
Princeton, en 1943 se alistó en el ejército y sirvió en el Pacífico como soldado de
infantería. Allí sufrió importantes traumas y perdió la fe religiosa debido a sus
experiencias. Tras la guerra regresó a Princeton para doctorarse y luego pasó una
temporada en Oxford con una beca Fulbright, asistiendo a debates con Isaiah Berlin,
Herbert Hart y Stuart Hampshire. Tras un breve periodo como profesor en la
Universidad de Cornell fue a Harvard, donde pasó el resto de su carrera.

Rawls se opuso a la intervención militar estadounidense en Vietnam. Era un


individuo reservado y tartamudeaba, por lo que detestaba exponerse en público, razón
por la que no hizo campaña en contra; sin embargo, su pensamiento político destaca por
un fuerte deseo de hallar modos de evitar o gestionar el conflicto político, y de lograr la
reconciliación cuando el conflicto sucede, así como de idear el mejor sistema político
razonable.

Todo esto señala la intención de Rawls en su contribución al debate en torno a un


aspecto crucial del pensamiento liberal occidental: la aparente incoherencia entre
libertad e igualdad. La igualdad solo puede lograrse si se restringe la libertad; la
libertad da como resultado desigualdades debidas a las diferencias en el punto de
partida de la gente, en el talento, en la energía y en la suerte. Isaiah Berlin, acorde con
su idea general de «pluralidad de valores», sostenía que libertad e igualdad están
irremediablemente enfrentadas. Rawls era más optimista, y creía que una sociedad justa
conseguiría ciudadanos individualmente libres y, en lo relevante, iguales. Su
concepción de «equilibrio reflexivo» juega aquí un papel; es aquello a lo que se llega
cuando la reflexión en torno a los principios y valores consigue una relación más
coherente entre ellos.

La primera cuestión a la que se enfrentó Rawls fue una de método: ¿cómo enfocar la
tarea de formular un concepto de justicia que todo ciudadano juicioso considere
razonable? Su respuesta consiste en generalizar la idea de un «contrato social» como el
que propusieron Locke, Rousseau y Kant, preguntando qué tipo de disposición
sociopolítica escogerían las personas si pudieran hacerlo, como si dijéramos, antes de
nacer. Imaginémoslas tras un «velo de ignorancia» con respecto a lo que serán, sin saber
nada acerca de su futuro: a qué clase social pertenecerán; lo inteligentes, dotadas o
sanas que serán; qué tipo de sociedad será; qué tipo de valores, objetivos y creencias
tendrán. Tan solo sabrán que se aplicarán «circunstancias de justicia» y que la situación
será una de moderada escasez de recursos, de modo que sus creencias con respecto a lo
moral y políticamente correcto determinarán la distribución de esos recursos.

Sin embargo, los habitantes de esta «posición original», pese a encontrarse tras ese
velo de ignorancia, no estarán completamente privados de ayuda para escoger en qué
tipo de sociedad quieren vivir, pues tendrán una «teoría mínima del bien» que les dice
que prefieren tener en mayor abundancia cierta gama de «bienes sociales primarios»,
que son «cosas que se supone que un hombre racional quiere, más allá de cualquier otra
cosa que quiera», es decir, «derechos y oportunidades, oportunidades y poderes,
ingresos, riqueza [y] cierto sentido del propio valor». Rawls sostiene que las personas
situadas tras el velo de ignorancia aplicarían lo que se conoce como estrategia
«maximin» a la hora de escoger qué tipo de sociedad debería ser: «maximin» es una
estrategia de teoría de juegos consistente en maximizar el mínimo de ganancias que uno
puede anticipar razonablemente en una situación dada. Sobre esta base, asegura, la
gente situada en la posición original escogería ver los siguientes dos principios de
justicia funcionando: en primer lugar, que todos los miembros de la sociedad gozaran
de igual derecho al máximo grado de libertad básica compatible con la libertad básica
de todos los demás; en segundo lugar, que las desigualdades de la sociedad se
dispusieran de tal modo que proporcionaran el máximo beneficio posible a los menos
favorecidos, y permitirían que cargos y empleos estuvieran abiertos a todo el mundo
bajo el principio de «justa igualdad de oportunidades». El primer principio tiene
prioridad sobre el segundo, y la «justa igualdad de oportunidades» tiene prioridad
sobre asegurarnos de que los más desfavorecidos obtienen el mejor trato posible para
ellos en las circunstancias.

La idea motriz de Rawls, que es que la justicia es equidad, postula una sociedad cuyas
instituciones y estructuras poseen una «estructura básica» que asegura una distribución
de bienes y cargas sociales que los ciudadanos juiciosos consentirían y con la que
cooperarían. Su idea asume que la sociedad está en un razonable buen estado, es decir,
que no está desgarrada por la guerra, ni sufre sequías ni hambrunas. También asume
que las ventajas arbitrarias —nacer con talento o en una familia rica— no hacen a nadie
merecedor de una porción mayor en la distribución; esta ha de ser igualitaria a menos
que todo el mundo se beneficie de una distribución desigual.
Una sociedad no sería justa si ignorase a las generaciones futuras y consumiera todos
sus recursos sin dejar nada para quienes vienen detrás. Por ello, en la «posición
original» habría que efectuar una decisión basada en un principio de «ahorros justos»
que estableciera lo que cada generación ha de conservar para uso de las siguientes.

La idea de la «posición original» permite a Rawls desarrollar una serie de pasos que
sus ocupantes llevarían a cabo a medida que fueran aprendiendo cada vez más acerca
de la sociedad que van a ocupar, pasando de los principios más generales a modos más
específicos de asegurar la máxima compatibilidad de libertad e igualdad, y en particular
para que la sociedad que están creando sea duradera. El objetivo es alcanzar una
concepción estable de justicia que genere consentimiento por ser «comprensible para
nuestra razón [y] congruente con nuestro bien». De modo que se ofrecería una
comparación entre los principios identificados y aquellos principios utilitaristas
dirigidos a maximizar los beneficios para el mayor número posible de personas, lo que
significaría, como mínimo, ignorar la exigencia de hacer lo máximo posible por quienes
están peor... o lograr la máxima utilidad posible para todos, lo que mantendría en juego
cierta consideración por los más desfavorecidos, pero no lograría la mejor distribución
posible de bienes y cargas. Rawls afirma que los ciudadanos preferirían los principios
del «velo de ignorancia» a los utilitaristas, porque la regla de «maximin» en la que se
apoyan es más propensa a producir equidad que los demás sistemas de distribución.

La obra de Rawls generó una ingente respuesta, tanto en calidad de desarrollos como
de críticas; se puede decir que, desde 1971 en adelante, la filosofía política ha sido
moldeada por ella. Cada uno de los pasos de su argumentación ha acabado
protagonizando algún debate: la idea de «posición original», su tratamiento de la
controvertida cuestión de diferencias entre capacidades naturales y puntos de partida
como barreras para la igualdad, los propios principios individuales de la justicia,
etcétera. Para centrarnos en un objetivo —si bien notable— de las críticas, pensemos en
la argumentación de la «teoría mínima del bien» con la que Rawls debía equipar a los
habitantes de la posición original. El velo de ignorancia está pensado para limitar los
razonamientos de los habitantes a consideraciones imparciales, lo que sería imposible si
conocieran (por decir algo) su raza, sexo o afiliación religiosa de antemano. La
concepción que deben tener del bien es «mínima» porque si estuviera «aumentada» por
cualquier teoría particular del bien —cristiana, musulmana, humanista...— el resultado
estaría sesgado en esa dirección, y no obtendría automáticamente el consentimiento de
todos. Pero ¿qué garantía hay de que esta concepción mínima conseguirá este último
desiderátum? Recordemos que consiste en la idea de que tener más, en cierta gama de
«bienes sociales primarios», es decir, «cosas que se supone que un hombre racional
quiere, más allá de cualquier otra cosa que quiera», es deseable, y que estas cosas son
«derechos y oportunidades, oportunidades y poderes, ingresos, riqueza [y] cierto
sentido del propio valor». ¿Es eso lo que (todos) los hombres (racionales) quieren? Son
bienes especialmente valorados desde el individualismo liberal, ciertamente, pero
atribuir a los habitantes de la posición original esta concepción del bien nos lleva a
preguntarnos qué tipo de sociedad habrían deseado: se les están dando exactamente los
valores que garantizarían esa elección.

A esta crítica se añaden otras dirigidas al concepto de posición original. Una muy
poderosa es que se describe a los habitantes de la posición original no solo como
iguales, sino, a todos los efectos, idénticos; están todos exactamente en la misma
situación, con la misma información o falta de ella, la misma teoría mínima del bien y la
misma capacidad de razonamiento. En palabras de un crítico (Brian Barry),
«enfrentados a la misma información y razonando del mismo modo, llegan a idénticas
conclusiones. Podríamos estar hablando de ordenadores con los mismos programas, a
los que se introducen los mismos inputs y llegan a un acuerdo». ¿Cómo puede surgir un
tipo de contrato social de una situación en la que no hay nada acerca de lo que
negociar? La consideración básica debería ser protegerse uno mismo a toda costa por si
uno se encuentra en la parte inferior de la pirámide en la sociedad emergente. En efecto,
esto sugiere la razón para la asimetría en la idea de Rawls de que mientras que las
ventajas arbitrarias no ofrecen justificación para partes proporcionadas pero por lo
tanto desiguales en una distribución, las desventajas arbitrarias sí la ofrecen, y esto,
aunque moralmente no es objetable, tampoco es por sí mismo un principio de justicia, si
bien puede ser uno de equidad.

Anarquía, Estado y utopía, de Robert Nozick (1974), se sitúa en un punto del espectro
político bastante alejado del punto en el que se sitúa Rawls. Mientras que Teoría de la
justicia coloca a Rawls firmemente en la tradición liberal, Nozick describe su punto de
vista, en su libro, como libertario en el sentido estadounidense: un punto de vista
perteneciente al extremo de la política de derechas que el propio Nozick reconoce como
«aparentemente monstruoso» (no justifica el «aparentemente»). Afirma que ha llegado a
esta perspectiva, desde puntos de vista más liberales, como consecuencia de sopesar los
argumentos a su favor: esta es, cuando menos, una afirmación muy aventurada, que
parece refutar la aseveración de Hume de que es solo la emoción, y nunca la razón, la
que motiva nuestras elecciones. Pero Nozick tiene un especial interés a la hora de hacer
esta afirmación, dado que en su época como estudiante había sido miembro del Partido
Socialista y que, en una obra posterior, Meditaciones sobre la vida (1989), señala las áreas
«erróneas» de Anarquía, Estado y utopía, aquellas en las que optó por «una idea
indebidamente estrecha» porque dejó fuera cuestiones «de solidaridad social y
preocupación humanitaria por los demás». Conviene tener en mente estas
modulaciones de la idea, pese a que Nozick se consideró un libertario de derecha hasta
el final.
Robert Nozick (1938-2002) nació en Nueva York en el seno de una familia judía de
inmigrantes rusos. Estudió en su Brooklyn natal y se licenció en la Universidad de
Columbia. Se doctoró en Princeton y posteriormente pasó un año en Oxford con una
beca Fulbright. Según explica, fue en Princeton cuando halló por primera vez
argumentos en defensa del capitalismo, en los escritos de Friedrich Hayek y Milton
Friedman, y en conversaciones con el economista Murray Rothbard. Empezó
rechazando los argumentos para más tarde acabar pensando, como declaraba en una
entrevista para la revista Forbes, en 1975, que «bueno, de acuerdo, los argumentos son
válidos, el capitalismo es el mejor sistema, pero solo la gente mala piensa así. Más tarde,
en algún momento, mi cabeza y mi corazón comenzaron a ir al unísono». Hay algo en
esta frase, y en lo que presagia, que suscita una pregunta. Capitalismo y libertarismo de
derecha no van necesariamente de la mano; hay formas de capitalismo que intentan
paliar los desastres de los más desfavorecidos por medio de cláusulas de bienestar y
redistribución mediante intervención estatal («capitalismo del bienestar»); hay formas
que combinan la participación privada y la estatal en la economía. ¿Por qué pasar de un
extremo al otro, de aceptar argumentos a favor del capitalismo a adoptar el libertarismo
de derecha, que es un punto de vista muy determinado acerca de la relación entre
Estado e individuo?

Uno de los principales motivos de Nozick para exponer sus ideas libertarias-
conservadoras fue combatir las ideas de Rawls, por entonces colega suyo en Harvard.
La carga de su argumentación se expone de modo claro y sucinto en el prefacio a
Anarquía, Estado y utopía: «Los individuos tienen derechos, y hay cosas que ninguna
persona o grupo puede hacerles sin violar los derechos». Estos derechos son tan firmes
que nos obligan a cuestionarnos qué límites tiene el Estado en relación con los
individuos. Así pues, Nozick se centra en la cuestión de la legitimidad del Estado. Deja
su conclusión escrita asimismo muy clara y sucintamente en el prefacio: «Un Estado
mínimo, limitado a las estrechas funciones de protección contra la violencia, el robo y el
fraude, de cumplimiento de contratos, etcétera, se justifica; que cualquier Estado más
extenso violaría el derecho de las personas de no ser obligadas a hacer ciertas cosas y,
por tanto, no se justifica; que el Estado mínimo es inspirador, así como correcto». Esto
posee ecos de la clásica teoría decimonónica del «Estado vigilante nocturno», uno de
cuyos aspectos Nozick resumió ingeniosamente cuando dijo que ningún gobierno tiene
derecho a «prohibir actos capitalistas entre adultos que consintieran».

Dos implicaciones de estos argumentos, dice Nozick, son que «el Estado no puede
usar su aparato coactivo con el propósito de hacer que algunos ciudadanos ayuden a
otros o para prohibirle a la gente actividades para su propio bien o protección». El
aspecto libertario-conservador de esta idea queda de relieve en estas implicaciones. Es
de presumir que la idea de gravar a los individuos lo suficiente como para proporcionar
seguridad social es un ejemplo de coacción estatal contra sus ciudadanos para ayudar a
otros; ciertamente, las leyes que prohíben las drogas recreativas o exigen el uso de casco
para ir en moto son ejemplos del Estado legislando para el propio bien o protección de
sus ciudadanos.

Los «firmes derechos» que Nozick asegura que tienen los individuos son aquellos del
«estado de naturaleza» ya imaginado por Locke. Son anteriores a todo contrato social y
a la existencia de toda institución y son inviolables; tanto es así que el advenimiento de
un contrato o de instituciones no puede revocarlos ni siquiera limitarlos. Reconoce que
no ofrece ninguna base para lo que dice con respecto a estos derechos, aunque su
argumentación contra la idea de que los individuos pueden soportar cierta carga en
interés del bien social común intenta proporcionar algún tipo de justificación; allí dice
que no existe ninguna entidad social (ninguna «sociedad») cuyos intereses puedan
satisfacerse mediante la carga a sus individuos; existen solo esos individuos. Pedir a un
individuo que asuma una carga en beneficio de la sociedad es lo mismo que usar a ese
individuo para beneficiar a otros individuos; la invocación de una «sociedad» no es sino
una excusa barata para taparlo. «No hay ningún sacrificio justificado de alguno de
nosotros por los demás.»

Los individuos son personas separadas, cada uno de ellos busca su propio beneficio a
su manera, según Nozick, y ve su individualidad como parte de la razón de la
inviolabilidad de sus derechos fundamentales. Son, por usar terminología de Kant,
«fines en sí mismos», y es de suponer que es por esto por lo que Nozick se muestra
favorable a una idea que cita, proveniente de teóricos políticos previos, acerca de las
personas que «tenían la propiedad de sí mismos y de su trabajo».

El estado mínimo que atisba Nozick se parece mucho a una corporación privada,
sobre todo por el hecho de que no se financia mediante impuestos. Esto suscita la
interesante idea de un Estado que se financia mediante la oferta de servicios a sus
ciudadanos. Y esta es, en efecto, una manera de interpretar la sugerencia estilo «mano
invisible» de Nozick de cómo cobra existencia, en primer lugar, el Estado. Las personas,
en estado de naturaleza, tenderán a agruparse para protegerse de los depredadores, y
finalmente surgirá una agencia de protección dominante —el Estado— de este proceso
autoorganizativo. Esto, sin embargo, plantea un problema al que Nozick debe
enfrentarse, como si dijéramos, desde el otro lado de su posición: el desafío anarquista.
¿Por qué debería existir el Estado en forma alguna? Los anarquistas afirman que el
Estado emplea el uso de su monopolio de la fuerza para castigar a quienes desafían ese
monopolio. Cuando el Estado emplea su poder coactivo para obligar a unos a ayudar a
otros, como hace con, por ejemplo, los impuestos, está violando sus derechos
fundamentales. La respuesta de Nozick es afirmar que la justificación para la existencia
del Estado, que es la protección frente a ataques que ofrece a sus ciudadanos, traza por
sí misma los límites de sus poderes. Podríamos objetar que esta «Utopía» —que él
afirma que es fuente de inspiración y, a la vez, legítima— de proteger la paz
protegiendo esos derechos inviolables, implica ipso facto protección frente a la violación
de estos por ella misma.

Una crítica estándar a las teorías de Estado mínimo es que no tienen en cuenta la
justicia redistributiva. Nozick ataca la idea implícita de una agencia que recoja y luego
distribuya equitativamente bienes sociales y económicos. En su lugar, propone lo que
denomina «justicia en la adquisición». Pensemos en la idea de Locke de llegar a poseer
una cosa, no poseída por nadie más, mediante el propio trabajo. Esto es una adquisición
justa. Llegar a poseer algo mediante una transferencia justa —comprar algo a alguien
que lo posee de modo legítimo y lo vende por propia voluntad— es otra forma. Una
tercera forma es por rectificación de pasadas injusticias ya en adquisición, ya en
transferencia, como devolver obras de arte robadas a sus justos dueños, como en el robo
de arte por parte de los nazis. Llegar a poseer algo por uno de estos tres métodos ofrece
derecho a ello. Si todo el mundo tiene aquello a lo que tiene derecho, la distribución de
adquisiciones por parte del Estado es justa. Nozick emplea el ejemplo de un jugador de
baloncesto que se hace inmensamente más rico que los demás porque todos los demás,
voluntariamente y de un modo frecuente, pagan pequeñas cantidades de dinero por
verlo jugar. Imaginemos que, al inicio de su carrera, todo el mundo tiene exactamente la
misma cantidad de dinero. Es de suponer que se trata de un acuerdo. A lo largo de su
carrera, el jugador se vuelve inmensamente rico, de un modo totalmente legítimo. ¿Se
ha convertido la distribución en injusta? Es evidente que no, dice Nozick.

Lo que Nozick deja fuera de su ejemplo es el caso de adquisición de bienes por


herencia: ¿es justo o injusto? Está la cuestión de las desigualdades planteadas por los
diferenciales de adquisiciones: las ventajas que proporcionan en sanidad, educación y
oportunidades. Y ¿no se debería considerar que ventajas naturales como la inteligencia,
el buen aspecto o las habilidades atléticas constituyen un tipo de adquisición que viola
la idea de derecho a ellas y de todo lo que se sigue de esta idea?

La defensa que hizo Nozick del punto de vista libertario de derecha hizo muy felices a
los políticos conservadores, y es la razón por la que es más conocido. Pero hizo también
importantes contribuciones a la teoría del conocimiento y a la ética, que desplegó sobre
todo en otra obra suya, Philosophical Explanations (1981).

FILOSOFÍA FEMINISTA
La filosofía política, además de la filosofía del conocimiento, es el campo de batalla en el
que el feminismo ha tenido un mayor impacto. No hay una sola escuela de pensamiento
en el feminismo político, que abarca casi todas las posibilidades, desde el marxismo al
liberalismo y el libertarismo conservador. Más allá de la filosofía analítica se encuentran
las ramas posestructuralista y psicoanalítica de la teoría feminista, que comparten con el
debate anglohablante la misma dedicación fundamental: desafiar el silenciamiento de
las voces femeninas, el olvido intencionado de las perspectivas feministas y la
subordinación social, política y económica de las propias mujeres. Las diferencias de
opinión en cuanto a la naturaleza de la subordinación social y política, y cómo acabar
con ella, constituyen la sustancia principal del debate en teoría política feminista.

Podría pensarse que, como los conceptos de justicia e igualdad son los objetivos
centrales de la disciplina de la filosofía política, no hay necesidad de un enfoque
feminista. Una respuesta inmediata es que, dado que todos los debates acerca de estos
conceptos los han llevado a cabo hombres contra el telón de fondo de un mundo
dominado por hombres, existen serias dudas acerca de si su comprensión de esos
conceptos, y en especial de cómo es vivir en circunstancias en las que no se aplican,
permiten una plena integración en ellos de las perspectivas de la mujer. Los debates
masculinos dan por sentado que su perspectiva masculina es neutral, y que el campo de
aplicación de esos conceptos es la esfera pública. Ninguna de estas afirmaciones permite
la posibilidad de que existan consideraciones inmediatamente excluidas por ellas.

Pongamos el siguiente ejemplo. En los debates acerca de la igualdad, ¿cuántas veces


se comienza señalando que la desigualdad de sexos está en la urdimbre misma del
orden socioeconómico debido al modo en que está estructurado el mundo? Un anuncio
supuestamente neutral para un empleo da por supuesto que quienes soliciten el puesto
podrán trabajar de nueve de la mañana a cinco de la tarde, de lunes a viernes, cuarenta
y ocho semanas al año. Eso impone, de inmediato, dificultades por discriminación y
costes a toda mujer con niños en edad escolar o más pequeños. La asunción subyacente
tras el modo en que está estructurada la semana laboral es tradicionalmente masculina:
la de que el trabajo y la vida pública son el dominio de los hombres, mientras que la
esfera privada y doméstica es el dominio de la mujer. Cuando las mujeres trabajan bajo
estas disposiciones, lo que suelen tener disponible es muchas veces trabajo a tiempo
parcial y mal pagado: los efectos discriminatorios se ramifican.

En los debates sobre justicia, se da por sentado de entrada que el punto más
importante que hay que tener en cuenta es cómo efectuar las distribuciones de bienes
sociales y económicos. Un enfoque feminista consiste en preguntar si, en relación con
los puntos que conciernen a los debates sobre justicia, el concepto de justicia es el que
hay que usar; quizá nociones como cuidados y necesidad son más fundamentales. Por
ejemplo: la petición de que las contribuciones al bienestar individual y social hechas por
mujeres (o por cualquiera) en el ámbito doméstico sean recompensadas de un modo
justo nunca se ha atendido, basándose en que, si las labores domésticas y el cuidado de
los niños se tasaran adecuadamente, «la economía» no podría soportar la carga. El
estatus de las labores domésticas es acorde con el rechazo a siquiera tolerar la idea de
pagar por ellas, a menos que se trate de cuidar de las casas y los hijos de otras personas.

Esto demuestra que la familia es una de las zonas clave en la lucha por la igualdad y
la justicia; y, aunque Rawls reconoció esto, lo hizo desde la perspectiva externa y
pública, en la que la familia es una unidad social, más que desde un punto de vista
privado e interno en el que una familia constituye una estructura social con
complejidad. En la teoría liberal, los problemas a los que se enfrentan las mujeres con
respecto a igualdad, libertad y oportunidades quedan enmascarados por su
preocupación por una visión de la vida privada familiar que, como señala Alison
Jaggar, «abarca y protege las intimidades del hogar; la familia, el matrimonio, la
maternidad, la procreación y la crianza» en modos que militan en contra de los
derechos y necesidades de la mujer.

Además, tratar la familia como un repositorio de esos aspectos de la vida —


necesidades corporales y emocionales, demasiado complicadas y difíciles de
compartimentar, a diferencia de los horarios del ferrocarril o los movimientos de
tropas—, que se juzgan como no adecuados para una imagen de «lo auténticamente
importante» (la exigencia en el dominio público de razón, carencia de emociones, juicio,
gestión de los intereses comunes), contribuye a la devaluación de lo que sucede en el
plano familiar, y provoca el menosprecio del estatus de la mujer. Casi todo lo
relacionado con la distinción entre esfera pública y esfera privada supone poderosas
ideas tradicionales sobre roles masculinos y femeninos, en detrimento de la autonomía
e igualdad de oportunidades de la mujer. Mientras la concepción dominante de la
sociedad esté basada en esta estructura, el debate sobre igualdad y justicia seguirá
fuertemente sesgado por ella.

Estos ejemplos tan solo esbozan la importancia y alcance de un aspecto de la filosofía


feminista, que abarca mucho más que el aspecto político. Un ejemplo notable es la
cuestión del sesgo de sexo a la hora de teorizar sobre la naturaleza del conocimiento. A
este respecto, una línea muy importante de pensamiento invoca la idea de
«conocimiento situado», es decir, conocimiento cuya adquisición y justificación están
moldeados por las circunstancias del sujeto que lo estudia. Se aprecia fácilmente cómo
una posición de marginalidad en el esfuerzo por adquirir y aplicar conocimiento
supone una desventaja para un sujeto, en comparación con aquellos a quienes se ha
concedido un lugar más privilegiado en ese esfuerzo; esta situación ha sido y sigue
siendo la circunstancia de la mujer: en el pasado se les negó la educación, se les negó el
acceso a laboratorios y escuelas de medicina, se les negó la entrada en profesiones
basadas en el conocimiento, se les negó la entrada en foros de debate y exposición de
ideas... la lista es larga.

A primera vista, esto parecería justificar la inclusión al completo de las perspectivas


feministas bajo la rúbrica de «filosofía política feminista», teniendo en cuenta que tantos
déficits sufridos por las mujeres, en relación con adquirir y emplear el conocimiento,
son consecuencia de subordinaciones sociales, políticas y económicas. Estas
subordinaciones consisten no solo en que se excluye a las mujeres de la educación, sino
también en que se las trate como poseedoras de un intelecto inferior o que se vean
perjudicadas por el predominio de sus emociones y la esclavitud corporal a las
hormonas, a los embarazos y, en general, a una menor fuerza bruta física: una opinión
masculina de largo recorrido es que las mujeres solo sirven para servir a los intereses de
hombres y niños, y que se interesan sobre todo por asuntos domésticos y trivialidades
sociales como la moda y los chismorreos.

Estas opiniones denigrantes han sido la base estándar para negar a las mujeres la
oportunidad no solo de compartir con los hombres los esfuerzos epistémicos, sino
también para identificar y articular los modos en que los enfoques masculinistas en la
epistemología dejan fuera de sus explicaciones las perspectivas que conllevan los
enfoques feministas. Por ejemplo, la manera en que se experimenta el mundo depende
del encuentro del sujeto conocedor con él; cómo interactúa uno con las otras personas,
moralmente y en la interpretación de sus estados intencionales, está moldeado por
quién y qué es cada uno; por lo tanto, las experiencias, el estilo de pensamiento y las
respuestas emocionales que un sujeto aporta a la cuestión de adquirir y evaluar
información han de considerarse relevantes. Sobre la base de lo que se puede describir
como la naturaleza sexuada de los rasgos, la conducta, el lenguaje, la identidad y la
experiencia, resulta plausible creer que las subjetividades difieren de modos
suficientemente importantes como para que cobre importancia cómo interpretar la tarea
de la epistemología a la luz de ellas, y otorgar igual importancia a la tarea de enriquecer
las teorías moral y política con perspectivas feministas. Ninguna teoría del
conocimiento puede dejar de lado estas consideraciones, como ninguna filosofía política
puede proceder como si todos los habitantes de una sociedad política compartieran las
mismas necesidades e intereses, a grandes rasgos, masculinos.

La filosofía feminista surgió en paralelo a la creciente influencia del feminismo social


y político en la segunda mitad del siglo XX, y está destinada a ser un componente
importante en el pensamiento del futuro. Lo que potencia el interés en epistemología
feminista es el logro, por parte de la teoría política feminista, a la hora de abordar el
obstáculo fundamental para ambas. Es este uno de los desarrollos más importantes en
filosofía de finales del siglo XX. Los augurios parecen sugerir que las perspectivas
feministas tendrán una posición crucial en la historia de la filosofía del siglo XXI cuando
llegue el momento de escribirla.

Ninguna historia de la filosofía analítica estaría completa sin una mención, al menos, de
otras figuras de importancia, aparte de las ya mencionadas en el texto principal; un
estudiante más intensivo y exhaustivo de este periodo y esta tradición podría y debería
investigarlos. La siguiente es una lista muy incompleta y sin un orden particular.

Dos importantes contribuidores a la filosofía del lenguaje, a la lógica filosófica y a la


ética son Simon Blackburn y John McDowell. También en esos campos, David Wiggins;
en filosofía del lenguaje, lógica filosófica y teoría del conocimiento, Timothy Williamson
y Christopher Peacocke. En filosofía moral e historia de la filosofía, Bernard Williams.
En filosofía moral, legal y política, Ronald Dworkin. En filosofía política, Gerald
«Gerry» Cohen. En filosofía del lenguaje, filosofía de la mente y epistemología, Wilfrid
Sellars. En filosofía del lenguaje y lógica filosófica, Crispin Wright. En filosofía moral y
política, Thomas «Tim» Scanlon. En filosofía del lenguaje y filosofía de la mente, Robert
Brandom. En filosofía del lenguaje, matemáticas, epistemología, ética y estética, David
Lewis. En filosofía de la mente, Jerry Fodor. Martha Nussbaum en filosofía social, moral
y legal. Peter Singer, en ética. Derek Parfit en filosofía moral y algunos aspectos de
metafísica. En áreas centrales de la filosofía analítica, y más tarde como crítico de esta,
Richard Rorty. Se podría escribir fácilmente una lista más larga. Futuros resúmenes
podrían ser diferentes a este, pero pocos se mostrarían en desacuerdo con la actual lista
en el momento de escribir estas líneas.
12

Filosofía continental

La etiqueta «filosofía continental» —imprecisa, como ya hemos mencionado al inicio de


esta parte, pero establecida por la costumbre— es un término paraguas bajo el que se
colocan muy distintas búsquedas: la fenomenología, el existencialismo, la hermenéutica,
la teoría crítica, el psicoanálisis, el estructuralismo, el posestructuralismo, el
deconstructivismo, el marxismo, la arqueología conceptual y enfoques de la ciencia, la
mente, la vida y asuntos feministas empleando los recursos de varios de los
movimientos de pensamiento precedentes.

Las grandes figuras de la filosofía continental de la primera mitad del siglo XX,
Husserl, Heidegger, Merleau-Ponty y Sartre, se dedican a lo que los filósofos analíticos
considerarían filosofía reconocible. La metodología que emplean muestra continuidad
con las de Kant o Hegel, siendo este último el que proporciona una presencia más
importante y continuada de fondo. Esto último señala el principal punto de divergencia
con respecto a la filosofía analítica, cuya adopción de enfoques e intereses suscitados
por la lógica y una actitud respetuosa con la ciencia la llevó a tocar una serie de temas
que se alejaron cada vez más de los que interesaron a los filósofos continentales, una
situación que se volvió más evidente en la segunda mitad del siglo.

En este segundo periodo, la obra de algunos cuyo nombre sobresale —Gadamer,


Deleuze, Derrida, Ricoeur, Foucault, aunque no Habermas— se vuelve menos
reconocible como filosofía desde el punto de vista analítico, y todos estos escritores
divergen entre sí, con respecto a sus preocupaciones, de un modo tan acusado como con
respecto a los filósofos analíticos. Puede que la cuestión de si lo que estos escritores
hicieron es o no filosofía no resulte demasiado importante —hay quienes sostienen que
no lo es; otros dicen que es una expansión de la filosofía—, pero para el escritor de una
historia de la filosofía suscita preguntas acerca de a quién incluir y a quién no, dado que
la obra en cuestión es justamente eso, una historia de la filosofía. Mi respuesta a esto la
doy más adelante. No deja de ser cierto, no obstante, que muchas de estas figuras ponen
en práctica un método, en lugar de explicar y justificar una idea, y que este último es el
procedimiento estándar de la filosofía analítica, si bien, por supuesto, hay ideas en los
métodos practicados, pues no hay procedimiento humano sin sus asunciones y sus
objetivos, incluso si son indirectos.
Va siendo hora de reconocer la principal razón por la que los filósofos analíticos
prestan tan poca atención a sus colegas continentales. Es que los primeros se muestran
impacientes (en el mejor de los casos; en el peor, despreciativos, e ilustraré esto) con lo
que ven como ab/usos y con/fusiones del lenguaje común, con su uso de neologismos
no explicados, su deliberada ambigüedad y su sobrecarga, atenuación y deflación de
significados (el uso de la barra, como arriba, es un dispositivo habitual, ¿un tipo de
fal/acia?) parece impresionista y resbaladiza, con una falta de claridad que enmascara
falta de claridad de pensamiento o, peor aún, pretensión de profundidad. Algunos
escritores continentales responden que el problema es el lenguaje, y que esos trucos
están pensados para demostrar ese hecho. Se trata de un debate que hay que llevar a
cabo públicamente: si los marcos conceptuales llevan a engaño debido a intenciones
ocultas, o a raíces y nociones sesgadas —ocultas, tal vez, incluso para quienes quieren
criticarlas—, es un hecho de gran importancia que exige aclaración y corrección. Si lo
único disponible a modo de remedio es la chanza, el juego de palabras y la finta,
estamos ante un caso muy malo. Si el argumento es que el lenguaje (y, por lo tanto,
aquello que queremos transmitir por medio de él) es irreductible e irremediablemente
engañoso, impreciso, y está atascado con los cadáveres de creencias y nociones del
pasado, en tal caso un anuncio a tal efecto parecería cuestión puntual, aunque no deja
de ser una paradoja de los cretenses: si la afirmación es cierta, ¡tenemos razones para no
aceptarla!1

El distanciamiento entre las tradiciones filosóficas analítica y continental es tema de


reflexión filosófica, pero también sociológica e histórica. En la naturaleza, los ejemplos
de especiación demuestran que, cuanto más crecen las divisiones, más disminuyen las
posibilidades de volver hacia atrás. En un sentido no importa: dejemos que broten cien
flores. Pero en otro sentido es desafortunado, puesto que hay temas de gran interés e
importancia filosófica en bastante de lo que se conoce como filosofía continental.
Debido a la diversidad de temas englobados en esta etiqueta, y debido también a que no
es fácil en todos los casos ofrecer una explicación clara y concisa de sus
argumentaciones principales, procederé como con la sección de filosofía analítica,
fijándome en unas ocasiones en pensadores, y en otras, en las temáticas.

EDMUND HUSSERL (1859-1938)

Edmund Husserl es el originador de la «fenomenología», el estudio de la naturaleza


fundamental de la conciencia subjetiva y la experiencia, y constituye una gran
influencia para los siguientes tres filósofos que trataremos aquí.

Nacido en Prossnitz (Moravia, entonces parte del Imperio austrohúngaro), en una


familia judía de clase media, Husserl demostró muy pronto su talento con las
matemáticas y accedió a la Universidad de Leipzig a estudiarlas, junto con física y
astronomía. Aunque asistió a clases de Wilhelm Wundt, la influencia más importante
que recibió fue su amistad con el que sería, en el futuro, primer presidente de
Checoslovaquia, Thomas Masaryk, gran aficionado a la filosofía, que animó a Husserl a
estudiar a los empíricos británicos. Masaryk también lo convenció de convertirse al
cristianismo protestante. Tras mudarse a la Universidad de Berlín, Husserl tuvo de
profesor al matemático Karl Weierstrass, quien despertó su interés por los fundamentos
de las matemáticas y le enseñó la obra de Bernard Bolzano (1781-1848), cuyo
Wissenschaftslehre [Teoría de la ciencia, 1837] plantó una cierta cantidad de ideas que
germinarían posteriormente en el pensamiento de Husserl.

Para su doctorado, Husserl acudió a Viena, donde, a la vez que escribía sobre cálculo,
asistía a las clases de psicología de Franz Brentano. En la Universidad de Halle, el tema
de su habilitación señalaba ya el cambio que Brentano había causado en él; trataba «Del
concepto del número: análisis psicológicos». El matemático creador de la teoría de
conjuntos, Georg Cantor, fue uno de sus examinadores. Husserl obtuvo un puesto como
profesor de filosofía en Halle en 1887, y cuatro años después publicó su primer libro, un
desarrollo de su tesis: Filosofía de la aritmética: investigaciones lógicas y psicológicas.

La crítica que Gottlob Frege hace de este libro parece haber constituido un punto de
inflexión para Husserl. Frege criticó que Husserl tratara palabras, conceptos y objetos
indistintamente como ideas, pero con diferentes concepciones de idea en contextos
diferentes; por tratar los objetos a veces como subjetivos y a veces no; por afirmar que
los conceptos abstractos tienen un origen psicológico y por afirmar que dos
pensamientos pueden permanecer numéricamente distintos cuando todas las
propiedades que los diferenciaban han desaparecido. Sea esto, o no, lo que hizo que
Husserl se volviera con posterioridad tan firmemente antipsicologista como lo fue
Frege, lo cierto es que al final eso es lo que sucedió.

En 1901, poco después de la publicación de Investigaciones lógicas, Husserl obtuvo un


puesto de trabajo en la que, en aquel momento, era la institución líder mundial de
investigación en matemáticas, la Universidad de Gotinga. Tuvo a Felix Klein y a David
Hilbert como colegas, y a Ernst Zermelo, Paul Bernays y Hermann Weyl como
discípulos. Inspirado por Husserl, este último intentó incorporar temas
fenomenológicos en su obra de física. A lo largo de las siguientes tres décadas, primero
en Gotinga y posteriormente en Friburgo, las ideas de Husserl tomaron su rumbo
propio y característico, especialmente a partir de 1905, cuando quedó convencido de
que el fenomenalismo debía ser un tipo de idealismo trascendental en el sentido
kantiano. Dado que sus ideas fueron evolucionando con el tiempo, el siguiente esbozo
se centra en los conceptos más asociados con ellas.2
En nuestra experiencia cotidiana y en nuestras investigaciones naturalistas y
científicas del mundo, somos conscientes de cosas y estados de cosas tanto externas a
nosotros como internas (un picor, un dolor, el hambre). Esta es la «actitud natural». La
fenomenología no investiga estos asuntos. Lo que investiga es la consciencia misma.
Centrarse exclusivamente en la naturaleza de la consciencia exige una «reducción»,
retirar la atención de todo lo que no sea la consciencia misma de modo que solo ella esté
sometida a examen. Esto se hace mediante la epojé o suspensión de la atención en todo
lo que no sea la consciencia misma, poniendo entre paréntesis (parentetización) todas
las consideraciones del contenido representacional de la consciencia, aquello con lo que
está relacionada. La «parentetización» no niega la realidad de las cosas, sino que, en
cierto sentido, la mantiene suspendida de modo que no distraiga la atención de los
rasgos invariantes de la consciencia, que es lo que la reducción fenomenológica busca
hacer visible. Esto crea una marcada distinción entre la psicología, como ciencia
empírica, y la fenomenología como «ciencia pura» en el sentido kantiano, es decir, que
se centra solo en la naturaleza y condiciones de la consciencia como tal, despojada de
toda consideración de aquello que representa o con lo que se conecta.

En la percepción, nuestra mirada se centra fuera, en las cosas. En la reflexión miramos


hacia dentro, hacia la experiencia misma: «Accedemos a la experiencia vivida
subjetivamente en la que nos volvemos “conscientes” [de las cosas]». Husserl emplea la
noción de «intencionalidad» de Brentano para describir el carácter de esa «experiencia
vivida» o consciencia. Nos centramos en el carácter intencional de la consciencia —no
en lo que los actos de consciencia pretenden más allá de sí mismos— mediante la
reducción y la epojé. Pero este no es el paso final. Para llegar a la estructura fundamental
de la consciencia se necesita de otra reducción más, la reducción eidética (eidós significa
«esencia»). Esta revela la base a priori de la experiencia vivida, su esencia, las
condiciones invariantes y necesarias que constituyen la consciencia como tal. Una de las
técnicas dirigidas a lograr esto es la «variación eidética»: permutar posibles variaciones
de la experiencia para descubrir aquello que ha de permanecer sin variar a lo largo de
todas las variaciones. La inspección del carácter intencional de la consciencia demuestra
que la actividad o noesis de la consciencia se dirige hacia el contenido de la actividad o
noema: recordemos que esto no es sino la consciencia misma; los objetos, normales y
putativos, de intención, han sido parentetizados. La variación eidética se puede
interpretar, por lo tanto, como noesis actuando sobre el noema.

Lo que, según Husserl, revela el método fenomenológico es que, mientras que desde
la «actitud natural» el mundo parece dado y preexistente, cuando damos la vuelta a
nuestra mirada y examinamos nuestra experiencia, vemos que el mundo está presente
«para nosotros», es decir, está relacionado con la subjetividad de nuestra consciencia.
Resulta útil recordar la tesis de Kant de que la manera en que se nos aparece el mundo
es una función del modo en el que lo experimentamos; en su opinión, nuestras
modalidades sensoriales y nuestro aparato de conceptos a priori moldean y organizan
los datos en crudo hasta tener un mundo. Para Husserl, la pregunta a la que hay que
dar respuesta es: «¿Cómo es posible que un mundo concebido como independiente
tenga su origen “en nosotros”?».3

Pronto se hicieron evidentes los problemas que planteaba su proyecto. ¿Cómo es


posible la intersubjetividad si las condiciones fundamentales de la «experiencia vivida»
son tan profundamente subjetivas? ¿Y qué hay del inconsciente? ¿Qué, de la experiencia
de la encarnación, que es difícil de explicar incluso tras los más arduos esfuerzos de
reducción? Avanzada su carrera, Husserl acabaría convencido de que la consciencia no
se puede comprender mediante solipsismos, sino que posee, básicamente, una
dimensión comunal. De modo que centró su atención en el «mundo de la vida», el
mundo tal y como lo vivimos previamente a analizarlo o a teorizar ya sea acerca de él o
de nuestra experiencia de él. El mundo de la vida es el entorno social, político, histórico,
en el que las personas interactúan y se comunican.

Pese a lo abstracto de sus primeras investigaciones, Husserl creía que la


fenomenología acabaría por explicar la naturaleza que subyacía al fondo de lo que la
psicología empírica intenta investigar, y por ello tuvo siempre un propósito práctico en
mente. Consideraba el proyecto de la fenomenología como una nueva ciencia, y
esperaba que sus discípulos se unieran a él para fundarla; ninguno de ellos lo hizo, y
esto incluyó a su discípulo y ayudante Heidegger, cuya deserción de la obra (así la
percibió Husserl) le supuso una decepción. Hacia el final de su vida —como persona de
origen judío en la Alemania de la década de 1930 esto le resultó especialmente
doloroso— sostuvo que no comprender la base de la consciencia, sino dedicar todos los
esfuerzos a comprender la humanidad y el mundo de la vida desde la base exclusiva de
la actitud natural era lo que estaba precipitando al mundo a la crisis. Había perdido un
hijo en la Primera Guerra Mundial; ahora, en Friburgo, tuvo que mudarse de barrio
porque por su cualidad de judío no se le permitía residir en el suburbio en el que
llevaba viviendo tanto tiempo. Pocos asistieron a su funeral; Heidegger, miembro del
partido nazi, no asistió y aseguró más tarde que era debido a la gripe.

La fenomenología siguió siendo una de las grandes influencias de la filosofía


continental, aunque no en la forma original de la «fenomenología trascendental» de
Husserl, sino en la de «fenomenología existencial» asociada con Heidegger, Merleau-
Ponty y Sartre, hacia la que había comenzado a dirigirse Husserl en sus últimos años, a
medida que los problemas del mundo y de la vida le pesaban cada vez más.

MARTIN HEIDEGGER (1889-1976)


Martin Heidegger nació en Messkirch, en Baden-Württemberg (Alemania), en una
modesta familia católica. El cura local le ayudó a ingresar en las escuelas de Friburgo y
de Constanza. En el seminario de San Conrado, en Constanza, Heidegger tuvo como
asesor espiritual al futuro arzobispo de Friburgo, Conrad Gröber. Este le entregó un
ejemplar de Sobre los múltiples significados del ente según Aristóteles, de Franz Brentano,
que Heidegger confesó no haber entendido, pero que posteriormente desencadenaría el
interés en la metafísica que le llevaría a escribir Ser y tiempo.

Antes de dedicarse a la filosofía, empero, Heidegger tuvo un breve periodo de


seminarista, para acudir luego a estudiar teología en la Universidad de Friburgo y, al
cabo de dos años, en 1911, pasarse a filosofía. En 1915 obtuvo un puesto de profesor en
dicha universidad, y poco después contrajo matrimonio con una de sus alumnas, Elfride
Petri. Celebraron dos bodas: una católica, para él, y una protestante, para ella. Tuvieron
dos hijos y su matrimonio duró toda su vida, pese a que Heidegger tuvo un romance
público con Hannah Arendt mientras ella era su alumna, en la Universidad de
Marburgo, tras el ingreso de él en dicha institución, en 1923. Tuvo un lío amoroso más
largo (de varias décadas) con otra alumna, Elisabeth Blochmann, quien tuvo una
distinguida carrera como teórica de la educación. Blochmann era amiga de la esposa de
Heidegger, y de la correspondencia se deduce que Heidegger y Petri tenían un
matrimonio abierto en el que ella también tenía amantes.4

En los años previos a su traslado a Marburgo, Heidegger fue íntimo amigo de


Husserl, y trabajó como su ayudante. Debatieron intensamente acerca de
fenomenología, y Husserl creía que Heidegger sería su colega en el desarrollo de una
nueva ciencia de la consciencia. En 1919 Heidegger rompió con el catolicismo (aunque
no con el cristianismo) y poco después dio inicio a un detallado análisis de la metafísica
de Aristóteles y de sus exégetas escolásticos. En sus clases en Marburgo se distanció de
las opiniones de Husserl, si bien le dedicó su Ser y tiempo.

Husserl se retiró en 1928 de la cátedra de filosofía de Friburgo, y Heidegger regresó


para sustituirlo. Cinco años más tarde Heidegger se afilió al Partido Nacionalsocialista y
se convirtió en rector de la universidad. Dimitió del cargo un año después, pero,
mientras estuvo en él, aplicó algunas de las reformas educativas de los nazis con lo que
se ha calificado de «entusiasmo». Siguió siendo miembro del partido hasta 1945, y
rechazó pedir disculpas o condenar las atrocidades de los nazis como le pedían
antiguos alumnos. Se le prohibió la actividad docente hasta 1951, pero en ese último año
se le concedió estatus de profesor emérito.

Durante la década de 1930 tuvo lugar un cambio o giro, die Kehre, en el pensamiento
de Heidegger, marcado por un nuevo interés en la estética, especialmente en la poesía
de Hölderlin y también en Nietzsche. Comenzó a ver de un modo diferente su propia
doctrina expuesta en Ser y tiempo, y, parte como respuesta, parte como desarrollo,
escribió su segunda gran obra, Contribuciones a la filosofía, a finales de la década. No la
publicó: aparecería en alemán en 1988, doce años después de su muerte; traducida al
inglés, en 1999, veintitrés años después de su deceso.

Mientras estudiaba teología en la Universidad de Friburgo, Heidegger tuvo como


profesor a Carl Braig. Braig era autor de una obra titulada Vom Sein: Abriß der Ontologie
[Sobre el ser: esbozo de una ontología]. El primer encuentro de Heidegger con Husserl
tuvo lugar poco después, en forma de los dos volúmenes de las Investigaciones filosóficas
de Husserl. Ambos factores provocaron su giro de la teología a la filosofía. Hubo más
gotas para colmar el vaso: Henri Bergson daba conferencias y escribía en Francia acerca
del tiempo, y cuando Heidegger conoció a Husserl en persona debatieron acerca del
creciente interés de este último en el tiempo. La importancia de la conexión entre el
tiempo y el ser estuvo clara para Heidegger desde muy pronto.

Pero estas influencias le hicieron pensar que la cuestión clave concierne a la


naturaleza fundamental del propio ser. En su Metafísica, Aristóteles había clasificado los
varios significados de ser: como «lo verdadero», como potencialidad y realidad, como
sustancia, como propiedad, como existencia puramente mental, como esencialidad,
como pertenecer a entidades dependientes, en relación con las categorías... pero
Aristóteles decía que deseaba conocer el significado de ser, su esencia, ser como ser:
«Hablamos del ser en muchos sentidos —escribía Aristóteles en la Metafísica—, pero
siempre con vistas a un sentido dominante [...] es adecuado que una ciencia estudie el
ser en tanto que algo que es». La pregunta de Heidegger era exactamente la misma.
Escribió: «De un modo bastante impreciso me movía la reflexión siguiente: “Si el ente
[Seiende] viene dicho con muchos significados, ¿cuál será entonces el significado
fundamental y conductor? ¿Qué quiere decir ser [Sein]?”». Él creía que la filosofía había
relegado el tema del ser sobre la base de que era indefinible o demasiado general, pero
que sin una investigación de este nunca entenderíamos las condiciones que hacen
posible, en el sentido más general, ser.

El punto de partida de Heidegger es la idea de que una respuesta a la pregunta «¿Qué


quiere decir ser?» ha de darse teniendo en cuenta la manera en que la pregunta se nos
presenta, y también a qué —y, más sugerentemente, a quién— se presenta como
pregunta. ¿Qué o quién es «el Ser de la pregunta»? Si bien puede parecer que la
pregunta de qué es el Ser debería ser totalmente general, y debería hablarnos acerca del
ser de cualquier cosa en cualquier lugar, hay un ser particular presente siempre que se
efectúa la pregunta, que es «el ser que plantea la pregunta». Investigar este ser puede
llevar a una comprensión del Ser en general. Pero esta investigación no se debe llevar a
cabo en los ya familiares términos de la psicología, la antropología o (por ejemplo) la
filosofía cartesiana, sino fenomenológicamente, comenzando por una consciencia
preteórica de ser-en-el-mundo, así, con estos guiones, para mostrar que el ser en
cuestión no es algo separado del mundo, ni colocado contra él ni en una relación sujeto-
objeto con él, sino en y de él.

Heidegger llama Dasein (literalmente, «ser» o «existir») al Ser de este ser; un Dasein es
un ser-allí, un concepto primitivo y sui generis. Heidegger advierte contra la tentación
de identificar el Dasein con el «ser humano» en el sentido cotidiano de este último
término, pero, por mor de la claridad, podría pensarse en el Dasein como «un ser
(humano) visto desde el punto de vista metafísico de su consciencia esencial de existir
y, más aún, de existir en el mundo».

Dasein posee logos, que no hay que comprender del modo habitual, como razón o
lenguaje, sino como la habilidad o capacidad de recoger y recordar las manifestaciones
del Ser que constituyen el mundo. Cuando, por ejemplo, usamos una pala, la red de
significados de la que forma parte la pala —los usos que se le puede dar, por qué se
necesita para esos propósitos, por qué existen esos propósitos, etcétera—, junto con
todas las demás manifestaciones similares del Ser, constituyen «el mundo». Dasein es,
de este modo, un punto de recolección en el que las cosas abandonan su ocultamiento y
se hacen presentes. Estas dos nociones, abandonar el ocultamiento y estar presente, son
cruciales en la metafísica de Heidegger.

Heidegger tomó de Parménides la idea de alétheia («revelación» y, por lo tanto,


«verdad»), como el desocultamiento o la aparición por los que los seres se manifiestan.
Pensó que esto implicaba que el sentido primario de «ser», de Aristóteles en adelante, es
«presencia» —el desocultamiento demuestra que es presente tanto en el sentido de no
ausente como en el sentido de «ahora mismo»— y de aquí la conexión con el tiempo. En
efecto, la conexión con el tiempo es fundamental; dado que Dasein «se extiende» del
nacimiento a la muerte, tras haber sido «arrojado al mundo» en un momento de la
historia, enfrentado a una gama de posibilidades de entre las que debe escoger de tal
modo que pueda existir «auténticamente», aunque no es una posibilidad, sino una
inevitabilidad —la inevitabilidad de la muerte—, especialmente relevante para lograr la
autenticidad, porque enfatiza la individualidad del Dasein y lo abre a la ansiedad o el
miedo, el Angst. El auténtico modo del Dasein de lidiar con el mundo, «habérselas con
algo, producir, cultivar y cuidar, usar, abandonar y dejar perderse, emprender, llevar a
término, averiguar, interrogar, contemplar, discutir, determinar»... es el cuidado
[Besorgen] u ocuparse de las cosas y de los demás, que es «la estructura misma del
Dasein», una relación que Heidegger también llama «manejabilidad» y
«equipamentalidad».
Los conceptos ancla de Ser y Tiempo son Sein y alétheia, «ser» y «desocultamiento» o
«aparición». La discusión acerca de la naturaleza fundamental del Ser queda restringida
a la primera parte del tratado; la mayor parte del resto la ocupa una discusión acerca
del Dasein en términos «existencialistas». El «desocultamiento» se consigue mediante la
ansiedad y el cuidado (nótese que ansiedad no es miedo —que es siempre miedo de
algo en particular—, sino más bien un estado de ánimo indefinido y general de temor y
angustia, que altera el modo en que el mundo se presenta al Dasein). El desocultamiento
es como un claro del bosque, que se abre al Dasein en su autocomprensión de la
estructura del cuidado, que es triple: la condición de arrojado —se nos arroja al mundo
sin una respuesta a la pregunta «¿Por qué estoy aquí, por qué estoy aquí ahora?»—, el
proyecto —el proceso de mirar las cosas que nos rodean en busca de posibilidades de
huir de nuestro temor— y finalmente la caída, la condición causada por la tendencia del
Dasein a fallarse a sí mismo, a extraviarse de la autenticidad. Pero solo logrando la
autenticidad se puede superar la angustia de la existencia.

Dado que Ser y tiempo es una obra que comienza autoproclamándose como un
examen del concepto fundamental de la ontología, el que se centre en el Dasein y en la
búsqueda de autenticidad les pareció a algunos críticos, entre ellos Husserl, una
distracción; en sus propios términos, le parecía una reducción de la fenomenología a la
antropología. Para Husserl, el modo en que el Dasein se relaciona con el mundo es a
través de la consciencia; sin embargo, al añadir estados de ánimo como modo de hacer
el mundo presente al Dasein, no como objeto de su atención, sino como horizonte de su
existencia, Heidegger insistía en que el mundo no es algo puesto contra el Dasein como
sujeto cognoscente, sino como parte de la existencia misma del Dasein. Es, empero,
«estar vuelto hacia la muerte» lo que constituye la clave fundamental hacia la
autenticidad; cuando el Dasein acepta su propia finitud y la inevitabilidad de la muerte,
abre —desoculta— su Ser a sí mismo, y lo completa al darle el sentido en plenitud.

Ser y tiempo nunca se acabó. Heidegger publicó con cierta prisa la primera parte, bajo
presión para asegurarse una cátedra de filosofía en Marburgo, pero no lo terminó
porque en los años siguientes el alcance de sus intereses cambió, en parte hacia la
estética y hacia Nietzsche, como hemos mencionado antes, pero también para escribir
una investigación histórica sobre «la comprensión del Ser por el Dasein». Más tarde aún,
tras la Segunda Guerra Mundial, cuando se le permitió nuevamente enseñar tras la
desnazificación, volvió su atención hacia objetivos aún más lejanos; entre otras cosas, la
tecnología, examinar qué es y qué relación puede tener la «existencia humana» (aquí
usa esta expresión en lugar del Dasein) con ella.

La afiliación de Heidegger al partido nazi ha rodeado su obra y su vida de


controversias, sin que haya una sencilla línea divisoria entre defensores y apologistas,
por un lado, y detractores por el otro, sino que hay una auténtica melée en la que toman
parte quienes defienden y admiran todo lo que hizo; quienes rechazan su filosofía
debido a su nazismo; quienes rechazan su nazismo, pero defienden su filosofía; quienes
defienden el nazismo, pero condenan su filosofía, etcétera.

En 1966, un amigo de Heidegger llevó periodistas de Der Spiegel a su casa para


entrevistarlo. Le había convencido, con un gran esfuerzo sostenido a lo largo de mucho
tiempo, de que hablase acerca de su pasado nazi. Él se mostró de acuerdo, con la
condición de que la entrevista no se publicaría hasta después de su muerte. Si eso
pareció la promesa de una revelación o de una confesión, los periodistas se vieron
decepcionados. Se mostró tenso y nervioso durante la entrevista, y siempre evasivo. No
solo eso, sino que pareció añadir una nueva traición a las antiguas: cuando los
periodistas le preguntaron si la filosofía influye en la realidad, incluida la realidad
política, se escudó primero tras la afirmación de que «se necesita un nuevo tipo de
pensamiento que aún no está claro», pero que tiene algo que ver con enfrentarse al
advenimiento de tecnologías que los antiguos sistemas políticos no serán capaces de
gestionar; más tarde, cuando le presionaron, se desdijo al afirmar que no, la filosofía no
puede influir en la realidad ni en la política. Esto estaba en directa contradicción con su
discurso en el grandioso y teatral acontecimiento de su toma de posesión del cargo de
rector de la Universidad de Friburgo, incluida la procesión de togados, desfile de
dignatarios y banderas con la esvástica. Los jóvenes periodistas de Der Spiegel dijeron a
Heidegger: «Nosotros, los políticos, los semipolíticos, los ciudadanos, los periodistas,
etcétera, nos vemos obligados constantemente a tomar decisiones [...] esperamos ayuda
del filósofo, incluso si se trata, por supuesto, de una ayuda indirecta, mediante rodeos.
Y ahora se nos dice: “No, no puedo ayudarles”». Heidegger respondió: «No puedo».

Para desgracia de quienes, como el propio Heidegger, desean separar al pensador del
pensamiento, sus Cuadernos negros, publicados en 2014, suponen un problema serio,
pues parecen revelar la conexión de su antisemitismo con su filosofía, al afirmar que los
judíos son «anti-Dasein» que manipulan el Dasein con sus conspiraciones. Los
partidarios de la teoría literaria no tardaron en relacionar la idea de anti-Dasein, «no
estar ahí», con las intenciones de la Solución Final.

MAURICE MERLEAU—PONTY (1908-1961)

Maurice Merleau-Ponty nació en la ciudad portuaria de Rochefort-sur-Mer, en la costa


atlántica de Francia. Su padre, capitán de artillería, murió cuando él tenía cinco años. La
familia se trasladó a París, donde él recibió educación en dos prestigiosas instituciones,
el Lycée Louis le-Grand y luego la École Normale Supérieure, en la que, entre sus
colegas, se contaban Jean-Paul Sartre, Claude Lévi-Strauss, Raymond Aron y Simone
Weil. Simone de Beauvoir, que estudiaba en La Sorbona, era una visitante habitual.
Merleau-Ponty aprobó su disertación de licenciatura acerca de Plotino en 1929, año en el
que asistió a las «conferencias de París» de Husserl, que introdujeron al público de La
Sorbona a las idea de Husserl y formaron la base del libro Meditaciones cartesianas. Fue
una experiencia importante; desde aquel momento, Husserl se convirtió en una
influencia relevante en su obra.

Tras el servicio militar obligatorio, Merleau-Ponty recibió una beca para su estudio
acerca de la percepción, ganándose la vida como profesor de escuela y posteriormente
como tutor en la École Normale Supérieure. Con el estallido de la guerra, en 1939, se
alistó en la infantería, pero poco después de la rendición francesa fue desmovilizado.
De regreso en París, Sartre y él se unieron al grupo clandestino de resistentes
intelectuales, vagamente anarquista, Socialisme et Liberté. Supuso el inicio de una
relación profesional que se prolongaría con su colaboración en el diario de posguerra
Les Temps Modernes, hasta que la desilusión de Merleau-Ponty con el comunismo los
separó en 1950. En 1956 hubo una reconciliación parcial.

Merleau-Ponty obtuvo su doctorado con la tesis La estructura del comportamiento


(1942); su obra más importante, Fenomenología de la percepción, apareció en 1945. Tras un
periodo como profesor de educación y psicología infantil en La Sorbona, en 1952 lo
nombraron profesor de filosofía en el Collège de France, el más joven en la historia de la
institución. Murió de un infarto de miocardio en 1961, con solo cincuenta y tres años,
mientras preparaba una clase sobre Descartes.

Para Merleau, el «sujeto cuerpo» —en esencia, una consciencia encarnada— sustituye
al ego cartesiano como punto de partida desde el cual superar falacias de lo que
denomina «pensamiento objetivo», una idea que trata el mundo de modo fragmentario,
como un grupo de cosas en relaciones causales externas entre sí. Esta concepción del
mundo genera enfoques de la realidad enfrentados a la realidad: en uno, la consciencia
es tan solo una de las muchas cosas que existen, y las demás cosas que existen lo hacen
independientemente de la consciencia; en el otro enfoque, la consciencia constituye el
mundo, y por lo tanto existe fuera de él. Al primer enfoque lo llama «empirismo»; al
segundo, «idealismo». Ambos enfoques, dice, son erróneos. El hecho de que alternemos
entre estas perspectivas incoherentes es lo que genera escepticismo y nos impide
obtener una correcta comprensión de la intencionalidad. Sostiene que, en su lugar,
optemos por una concepción holística, una integración indisolublemente
interdependiente de mundo y consciencia.

«La carne se encuentra en el corazón del mundo» es una de las frases más citadas de
Merleau-Ponty; resume la idea de que el cuerpo es una forma de consciencia, y de que
es el lugar en el que la percepción y la acción coexisten de un modo tan íntimo que la
percepción ya lleva en ella un cierto sentido de la acción a la que ella invita. Lo que
percibimos está, en parte importante, condicionado por lo que podemos hacer al
respecto; percibir es ver una gama de posibilidades de acción. Dado que la acción es
una función corporal, y que acción y percepción están esencialmente vinculadas, se
sigue que el sujeto de la experiencia está esencialmente encarnado. Esto queda
demostrado más aún por el modo en que la emoción se expresa corporalmente, y por el
hecho de que sentirse de una determinada manera acerca de algo cambia el modo de
percibirlo: por ejemplo, ver la cara de la persona amada nos impulsa a actuar de cierto
modo hacia ella.

Un componente interesante de la idea de Merleau-Ponty es que, dado que considera


el pensamiento una función corporal (el pensamiento privado es expresión corporal
imaginada, dice), podemos ver danza, mimo, pintura, música y habla como expresiones
del pensamiento: como formas de pensar. Lo que confiere el significado a las
expresiones es el contexto en el que se emplean, y los contextos consisten en formas de
vida compartidas. El trabajo educativo de Merleau-Ponty en pedagogía, en La Sorbona,
aportó el interés por el aprendizaje de idiomas de su teoría de la expresión, y en
especial al escenario en el que el lenguaje adquiere sentido y, al hacerlo, señala el
nacimiento de un pensamiento. Se trata de «lenguaje hablante», le langage parlant, el
modo de expresión primario, que conviene distinguir del lenguaje hablado, le langage
parlé, expresión secundaria, repositorio de cultura y relaciones establecidas entre signos
y significaciones. Su principal interés residía en el primero.

La idea de contexto juega su papel en la gestión del problema que surge de rechazar
el «empirismo», que ofrece una explicación relativamente directa de la verdad: que esta
es una coincidencia entre lo que pensamos y cómo son las cosas. Esto no estaba
disponible para Merleau-Ponty, quien, por eso, necesitaba explicar cómo podemos
acertar y fallar. Lo hace inventando la noción de «máxima aprehensión», la idea de que
hay un contexto en el cual la aprehensión o agarre del material sobre el que actuamos es
óptima, tanto es así que, si no es óptima —si tenemos la sensación de que erramos la
diana con respecto a cómo lo estamos viendo—, sentimos una tensión. Aquello que
otros llaman «tener razón» o «comprender la verdad» es, pues, «obtener la máxima
aprehensión» sobre el tema en cuestión, mientras que «equivocarse» es carecer de esa
aprehensión o agarre.

Se presupone, para esta explicación, la aceptación de la idea de que el mundo, tal y


como lo percibimos, es el resultado de la interacción entre la consciencia y las cosas del
mundo. El propio cuerpo es también una cosa en el mundo, y es tanto un objeto de
percepción como aquello que percibe. Merleau-Ponty ha de demostrar, por lo tanto, que
la mutua e indisoluble interdependencia entre el mundo y la consciencia precede a la
consciencia del nexo percepción-acción del propio sujeto encarnado. Sin embargo, la
consciencia que precede a la percepción es, en sí misma, parte de la experiencia, como
telón de fondo general de los episodios particulares de percibir y actuar. Al igual que el
efecto general de la gravedad en todo lo que hacemos, la presencia de este telón de
fondo ejerce una especie de «tirón» que sentimos de varias maneras, de las que una
importante es el tirón social hacia la presencia de otros. Esta idea es importante para la
perspectiva de Merleau-Ponty, dado que de otro modo podría parecer solipsista, pues
queda claro que la experiencia de uno mismo ha de ser diferente de, y más inmediata
que, la propia experiencia de los demás, a menos que uno tenga una sensación
inmediata de ellos también como experimentadores.

Otro punto clave para Merleau-Ponty es que el tiempo está constituido, en la


experiencia, tanto como sentido de ausencia, en el momento presente, de pasado y
futuro, como percepción continua de la actualización de posibilidades: esta última es la
sensación del paso o flujo de tiempo. Con respecto al primer punto, el tiempo
proporciona los horizontes que estructuran la experiencia; existe siempre un sentido
implícito del pasado y del futuro situados justo al otro lado de los horizontes que
enmarcan el presente, dando así forma a la experiencia actual. Con respecto al segundo
punto, la percepción como consciencia de posibilidades siente cómo se desplaza hacia
delante en el tiempo porque una, de una gama de posibilidades, se hace real, generando
la siguiente gama de posibilidades... etcétera.

En posteriores refinamientos de su pensamiento, publicados póstumamente como Lo


visible y lo invisible, Merleau-Ponty revisa la cuestión de cómo cuerpo y mente están
ontológicamente entrelazados, pero con suficiente espacio entre ambos para la
comunicación, e introduce la noción del «quiasmo» o cruce, del cual un ejemplo
paradigmático es el cuerpo a la vez como la cosa sentida y la cosa sintiente, como
cuando una persona toca su propia cara. La relación sentido-sintiente no es una
identidad estricta; si lo fuera, no podría haber un intercambio entre ambos. Lo «visible»
es la carne; sus cruces son con lo «invisible», aquello que tratan el arte, la literatura, la
música y las emociones: ideas en un «universo de ideas». Pero sería erróneo ver esto
como la oposición de dos órdenes, pues «toda relación», como escribe en sus últimas
anotaciones, «es simultáneamente aprehender y ser aprehendido», una idea que
mantiene la continuidad con la intuición con la que inaugura su aportación, en la
Fenomenología de la percepción.

Se incluye a Merleau-Ponty en el cuadro de los «existencialistas», pero la falta de topoi


«interesantes» en su obra (temas como la muerte, la ansiedad y la libertad radical), así
como la falta de interés en su trabajo por parte de la generación posterior —Derrida,
Deleuze y otros, pese a que Derrida escribió para criticar su enfoque en la carne,
acusándolo de enfatizar la inmediatez y contigüidad en lugar de la distancia, la ruptura
y la intangibilidad— demoraron la respuesta a su obra. La publicación póstuma de sus
escritos reavivó el interés en él.

JEAN—PAUL SARTRE (1905-1980)

Jean-Paul Sartre vivió una vida muy pública, y sirve como paradigma de intelectual
comprometido. Sus talentos eran múltiples: escribió novelas, obras de teatro, biografía y
crítica, además de filosofía, pero en todos ellos, su compromiso filosófico y político —
este último, en evolución a lo largo del tiempo— nunca quedó al margen. Desde el
punto de vista estrictamente filosófico, su obra más importante es El ser y la nada (1943)
y es también importante El existencialismo es un humanismo (1946). Él pensaba que su
obra más importante era Crítica de la razón dialéctica (1960), en la que intentaba
proporcionar una nueva base al marxismo como «filosofía de nuestra época», pero libre
de asociaciones con lo que consideraba la degradada versión soviética.

Sartre nació y se educó en París, y formó algunas de sus relaciones más importantes
mientras estudiaba en la École Normale Supérieure, donde conoció a Maurice Merleau-
Ponty y a Raymond Aron. También por la misma época conoció a Simone de Beauvoir,
quien estudiaba en La Sorbona. Mientras estudiaba en la École se ganó la fama de
bromista pesado, y una de sus jugarretas —anunciar a la prensa que el rico aviador
Charles Lindbergh iba a recibir un doctorado honorario— causó tal desastre que
precipitó la dimisión del director. Se exigía a los franceses algún tipo de servicio
nacional, de modo que Sartre pasó un tiempo en el ejército como meteorólogo antes de
embarcarse en una carrera docente, que es lo que hacía la mayoría de sus coetáneos
mientras trabajaba en sus disertaciones doctorales.

Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Sartre regresó al ejército, fue


capturado y encarcelado por los alemanes durante nueve meses. La experiencia le
transformó. Simone de Beauvoir recuerda que, a su regreso a París, se había convertido
en una persona seria. El grupo clandestino de resistencia que ayudó a formar,
Socialisme et Liberté, contempló varias opciones, incluidos los asesinatos de
colaboracionistas, pero acabó hundiéndose por falta de colaboradores. Decepcionado,
Sartre decidió centrarse en escribir.5 Los años de guerra trajeron consigo El ser y la nada
y las obras de teatro Las moscas y A puerta cerrada, así como numerosos artículos en
revistas.

Poco después de la liberación de París, en 1944, Sartre, junto con Simone de Beauvoir,
Raymond Aron y Maurice Merleau-Ponty fundó Les Temps Modernes, así llamada por la
película Tiempos modernos, de Charles Chaplin. Su número uno contenía una declaración
de intenciones escrita por Sartre, en la que se definía el concepto de littérature engagé.
Las páginas de esta revista presentaron al mundo a un buen número de grandes
escritores, como Jean Genet y Samuel Beckett. La Guerra Fría y la controvertida cuestión
de Stalin acabaron cobrándose su precio; Aron fue el primero en abandonar la
publicación debido al apoyo de la revista al comunismo —se fue a Le Figaro, como
director— y, más tarde, fue Merleau-Ponty quien abandonó. Otra de sus víctimas fue la
amistad entre Sartre y Albert Camus. El primero desaprobaba explícitamente la actitud
del segundo hacia la guerra de Argelia; argelino de nacimiento, Camus reconocía la
fuerza de los argumentos de ambos bandos en ese feo episodio, quizá demasiado, razón
por la que Sartre reclutó a un crítico hostil para con El hombre rebelde. Cuando Camus
respondió, Sartre reaccionó con un escrito que hacía inevitable la ruptura.

En las tres décadas posteriores a 1945, Corea, Cuba, Rusia, Argelia, los movimientos
anticolonialistas de África y otras partes del mundo, la oposición a la hegemonía
estadounidense, Vietnam y la política en general atrajeron la atención de Sartre. Fue
detenido por provocar disturbios durante el Mayo de 1968 en París, pero liberado por
órdenes del general De Gaulle, quien señaló que «a Voltaire no se lo arresta». Sartre
rechazó la Legión de Honor en 1945, rechazó su elección a la Académie Française en
1949 y rechazó el Premio Nobel en 1964, alegando siempre que no deseaba
reconocimientos por parte de instituciones asociadas a disposiciones políticas contra las
que él luchaba. En 1976, sin embargo, aceptó un doctorado honoris causa de la
Universidad de Jerusalén. Tras su muerte, uno de los miembros de la Academia Sueca
aseguró que unos años después de rechazar el Premio Nobel, Sartre, o uno de sus
representantes, preguntó si, pese a todo, podía embolsarse el dinero.

A su funeral, en 1980, acudieron enormes multitudes, se dice que cincuenta mil


personas escoltaron su ataúd hasta Montparnasse. Cuenta una leyenda que un joven les
dijo a sus padres que había ido a la manifestación contra la muerte de Sartre. Esto, como
el propio nombre del cementerio, es una adecuada rúbrica a su final.

Sea lo que sea que la gente sepa sobre Sartre, conocen su larguísima relación con
Simone de Beauvoir. Ambos dejaron de ser amantes, en el sentido físico de la palabra,
muy pronto en su relación, y tuvieron muchos otros amantes, en el caso de Beauvoir, de
ambos sexos. Entre estos había alumnos y colegas, que compartían o se pasaban uno al
otro. El único vínculo duradero era el que tenían entre ellos. Debido al machismo,
consciente o no, que lo permea todo, no se hizo justicia a la talla de De Beauvoir como
pensadora y escritora, y se la relegó a una nota a pie de página, en vida y durante
mucho después. Es posible que en el futuro la historia cambie ese orden.
Lo que atrajo a Sartre a la fenomenología fue su promesa de superar la oposición
entre realismo e idealismo, en su simultánea afirmación tanto de la presencia del
mundo como de la preeminencia de la consciencia. En 1933 pasó un año en el Instituto
Francés de Berlín para estudiar atentamente los escritos de Husserl; más tarde, durante
los primeros años de la guerra, estudió a Heidegger. Su «ontología fenomenológica»
(subtítulo de El ser y la nada) parte de estos puntos, pero acaba divergiendo. Comparte
con ambos su manera de distinguir entre ontología y metafísica, comprendida aquella
como proyecto descriptivo específicamente relacionado con la consciencia, y esta, como
un intento de proporcionar un marco explicativo sinóptico definitivo de la vida y del
mundo. Heidegger había rechazado la idea de un proyecto así; más moderado, Sartre
dice que plantea preguntas irresolubles.

Sartre comienza por distinguir dos categorías fundamentales de ser: en sí mismo (en-
soi) y por sí mismo (pour-soi). En términos poco elaborados, el en-sí es el ser no
consciente, y el por-sí es el ser consciente. Posteriormente añadiría una tercera categoría,
para-otros (pour-autrui). Todo ser humano es a la vez un en-sí y un por-sí. El aspecto en-
sí de las personas es pasivo; posee una existencia inerte y torpe. El aspecto por-sí es
dinámico, fluido y metamórfico. Depende del en-sí —es decir, no puede existir sin él—,
pero está constantemente haciendo un esfuerzo por trascenderlo o «nihilizarlo»,
creando así una «situación». Las situaciones son indeterminadas, y su indeterminación
es función de las diferentes proporciones en la mezcla de en-sí y por-sí. Según Sartre,
esto demuestra que estamos siempre intentando ser más de lo que somos, o algo
diferente de lo que somos. Plantea el ejemplo de un camarero de un restaurante, que se
esfuerza por ser un camarero, un ser en-sí; pero no puede ser un camarero del mismo
modo en que un plato es un plato, porque como hombre es un ser por-sí que trabaja
como camarero mientras desea ser un camarero. De modo que se encuentra en una
situación de «mala fe», intentando ser algo que no puede ser.

Lo que explica el dilema del camarero es que el ser en-sí interpreta el papel de
sustancia o coseidad, mientras que el por-sí no es sustancial, no es una cosa, sino, por
decirlo de algún modo, un «actuar contra» cosas. El en-sí es facticidad, el por-sí es
posibilidad; la relación entre ellos como la relación entre el pasado y el futuro, o entre
realidad y posibilidad; de ahí el esfuerzo «nihilador» del por-sí, del mismo modo en que
el futuro nihiliza el pasado. La experiencia del tiempo es la experiencia del por-sí
esforzándose por sus posibilidades contra lo inerte de la torpeza del en-sí como «qué
es».

La categoría para-otros se vuelve relevante con la aparición de otro sujeto. Una figura
a lo Robinson Crusoe no podría deducir la existencia de un Otro a partir de las
categorías de en-sí y por-sí; el único modo de conocer a para-otros es encontrarnos con
otro. Sartre pone el ejemplo de que nos descubran en una situación embarazosa: la
vergüenza que sentimos no es sino una «reducción fenomenológica» de darnos cuenta
de que el Otro es un por-sí, un sujeto de experiencia. El Otro, así, nos objetiva —somos
para él un objeto: existimos en la consciencia del Otro—, que es como acabamos
conociéndonos a nosotros, en primer lugar; pero, dado que, según Sartre, el principal
modo en el que los individuos se relacionan es mediante el conflicto, se da también el
caso de que «el infierno son los otros» (se trata de la frase culminante de su obra A
puerta cerrada). La razón es que antes de encontrarnos con el Otro somos libres y
autoconstitutivos, mirando hacia fuera desde el yo prerreflexivo en el mundo. Cuando
Otros entran en la escena, se convierten en un desagüe que nos absorbe; pues estamos
creados para vernos como nos ve el Otro, objetivados, una situación alienante porque
nos deja convertidos en un en-sí para el Otro. Vemos esto cuando nos damos cuenta de
que emociones como la vergüenza y el orgullo solo surgen como respuesta a «la
mirada» (le regard) de un Otro. La mirada no exige la presencia real de un Otro; basta
con su presencia nocional.

Evidentemente, la relación entre uno mismo y el Otro es recíproca y mutua: así como
el Otro me objetiva y aliena, yo lo objetivizo y alieno. «Mientras yo intento liberarme del
dominio del prójimo, el prójimo intenta liberarse del mío; mientras procuro someter al
prójimo, el prójimo procura someterme.» Aquí la alusión a Hegel y su dialéctica amo-
esclavo es evidente. Se trata de una fuente inevitable de mala fe, mauvaise foi, porque
todas las posibles formas de relación generan problemas. Sartre describe como
«masoquismo» el esfuerzo por anexionarse la libertad del Otro subyugándonos a él
como nada más que un objeto, mientras que el «sadismo» es el esfuerzo por trascender
su intento de objetivación de nosotros negándonos a permitirle hacerlo. El amor es el
esfuerzo por conseguir una totalidad de ser «por sí-en-sí» gracias a la fusión de las dos
consciencias, la mía y la del Otro, en una sola. Pero dado que esto obliteraría la otredad,
que es la base de la consciencia de la existencia de por-sí, y porque, además, la
obliteración es mutua, la consecuencia es contradicción y conflicto. Sin embargo, como
no hay huida posible a la relación con los demás, la única manera que conseguimos de
vivir con la situación es a través de la mala fe.

Resulta crucial, para la idea de Sartre, la dedicación al par de ideas conectadas de que
«la existencia precede a la esencia», y de que somos radicalmente, incluso
agónicamente, libres. La primera idea es que los individuos son autocreados; no llegan
al mundo, o al momento de autoconsciencia, con un plan previo para ellos, sino que
deben crear aquello en lo que se convierten a través de sus elecciones y acciones. «[E]l
hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y [...] después se define.»
El corolario es que todo hombre es responsable de su propia creación: «El hombre está
condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo,
por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que
hace». El conocimiento de esa libertad y de la responsabilidad que implica provoca
angustia.

La cuestión que surge es si resulta posible alcanzar la autenticidad, el valor básico,


cuando no único, de la ética sartreana. A la luz de nuestra condena a las condiciones de
alienación y angustia antes descritas, su respuesta no parece describir algo alcanzable.
Es esta: logramos la autenticidad si abandonamos nuestro deseo de ser un «en-sí-por-sí»
y así liberarnos de la identificación de nuestro ego como ser-en-sí-mismo, es decir, como
cosa. En lugar de ello, debemos permitir el surgimiento de una espontánea ipseidad
previa a la toma de consciencia que sustituya al «yo» como ego. Si dejo de estar en
relaciones de apropiación y de autoidentificación con mi ego, y en su lugar me centro en
mis objetivos y metas exteriores, dejo de vivir en mala fe.

Existe la idea extendida de que El existencialismo es un humanismo es un resumen de las


ideas de Sartre a mediados de la década de 1940 —el origen del texto es una conferencia
pronunciada en 1945—, en gran parte porque su brevedad y accesibilidad lo
convirtieron en la obra estrictamente filosófica de Sartre que más público alcanzó una
vez traducida a distintas lenguas. Atrajo notables ataques por parte de otros filósofos, y
el propio Sartre acabaría rechazando algunos de sus aspectos posteriormente. Se trata,
sin embargo, de un locus classicus para los temas de libertad, de su angustia y de la
responsabilidad impuesta por la libertad para ser autocreadores. Estos temas fueron
una inspiración para generaciones de jóvenes que, en las décadas de 1950 y 1960, se
enfrentaron a su libertad, incluso si solo los conocieron como lemas, separados de su
fuente en la ontología y fenomenología de El ser y la nada.

Por aquella época era habitual colocar a Albert Camus (1913-1960) con Sartre como
«existencialista», pese a que él repudiaba la etiqueta e insistía en describir su idea como
«absurdista». Sostenía que lo absurdo de la condición humana consiste en la naturaleza
gratuita de la relación entre la humanidad y el mundo; el que ninguno de ambos posea
sentido intrínseco es «su único lazo», en sus propias palabras. Y suscita tres posibles
respuestas: el suicidio literal, el suicidio en forma de aceptación de consuelo religioso o
la valiente aceptación e integración de lo absurdo de las cosas. Su ensayo El mito de Sísifo
es, más allá de sus novelas, la principal exposición de esta idea. Concluye diciendo de
Sísifo, condenado por toda la eternidad a una tarea inútil —intentar ascender una
enorme roca a lo alto de una colina—, que, en vista de que «el trabajo mismo» confiere
sentido, «hay que imaginarse a Sísifo dichoso». Las novelas de Camus profundizan y
amplían aspectos de este tema central, y le proporcionaron un poderoso ascendente
sobre la imaginación de su época.
Así como la reputación de Camus como filósofo se ha visto ensombrecida por su
conexión con Sartre, lo mismo ha sucedido, y posiblemente de un modo menos
excusable, con Simone de Beauvoir (1908-1986). Por supuesto, su reputación como
novelista y feminista es sobresaliente, pero su contribución específicamente filosófica se
ha visto subordinada a sus logros en aquellos otros campos. Para ilustrarlo, podemos
mencionar lo siguiente: Sartre había aprendido de Hegel la idea de que la consciencia
está hecha «por-sí» debido a su relación con otra, y a través de la concepción de «la
mirada» desarrolló y situó esta idea en su teoría de la alienación y del inútil esfuerzo
por alcanzar la trascendencia, mediante el amor o, lo que es en realidad el vínculo amo-
esclavo. De Beauvoir emplea estas ideas en términos que concretan e iluminan la
verdadera situación de las relaciones entre hombres y mujeres. Lo hace caracterizando
la ideología predominante como una en la que el hombre es el Sujeto y la mujer, el Otro
y el esclavo, con el papel de reconocer los esfuerzos masculinos y así validarlos y servir
a ellos. Describe el amor romántico como el esfuerzo de una mujer por capturar la
subjetividad de un hombre «fascinando» su «mirada» incluso si le permite legislar
cuáles han de ser sus propios intereses y objetivos. De Beauvoir concluye, como hizo
Sartre, que el intento de forjar una relación ha de fracasar, dadas las condiciones que
impone la Otredad. En su caso, sin embargo, lo que escribe ha de tener un carácter de
revelación para todo lector, puesto que acierta de lleno en el nervio de la realidad; en
Sartre la argumentación está expuesta en términos estrictamente abstractos.

Añádase a estos pensamientos la observación de De Beauvoir, en la apertura del


segundo volumen de su libro más famoso, El segundo sexo, de que la existencia precede
a la esencia en su declaración de que una no nace mujer, sino que se hace tal, con todo
lo que esto implica: es fácil ver que su utilización de estos temas la coloca en primera
línea entre los pensadores existencialistas. Unida a su énfasis en las posibilidades
sociales de la ética, esbozadas en Para una moral de la ambigüedad (1948; la traducción al
inglés del título, Ethics of Ambiguity, no le hace justicia), la influencia que tuvo sobre
Sartre y su giro hacia preocupaciones más universales en su activismo se hace evidente.

Una obra notable de los últimos años de Sartre fue su biografía —aunque lejos de
constituir una biografía ortodoxa— de Gustave Flaubert, El idiota de la familia (1971-
1972). Aunque incompleta, reúne los temas existencialistas del inicio y los marxistas,
posteriores, de la obra de Sartre, y se beneficia de los notables poderes de observación
psicológica que fundamentan sus obras de teatro y sus novelas. El resultado fue descrito
por un crítico muy preparado como «admirable pero loco», utilizando una frase que
una vez Sartre había dirigido a otra persona. En la biografía, Sartre traza una inesperada
comparación entre la infancia desdichada de Flaubert y su propia y feliz niñez. El crítico
dice, socarronamente, de los Sartre: «¡Qué egoísta, qué irremediablemente injusto, por
parte de esta familia burguesa, haber infligido un contento tan puro en el futuro
marxista, existencialista y creador de Roquentin! La familia Flaubert, en cambio, fue
más correctamente burguesa y suministró los niveles adecuados de trauma e
infelicidad, de los que se privó a Sartre». Se trata de una broma que suscita una
interesante pregunta.

HANS—GEORG GADAMER (1900-2002)

La fenomenología y el existencialismo dominaron la filosofía continental durante la


primera mitad del siglo XX. La segunda mitad del siglo fue testigo de la diversificación
de intereses, de los que uno de los primeros fue la teoría de la hermenéutica de Hans-
Georg Gadamer.

Gadamer nació en una familia de estrictos luteranos en la pequeña ciudad de


Marburgo, en el valle del río Lahn, en Hesse (Alemania). Fue hijo único; su madre
murió cuando él tenía solo cuatro años, y quedó bajo la tutela de un padre poco
comprometido. Creció en Breslavia, en la región prusiana de Silesia, donde su padre
había obtenido un puesto como profesor de química. Poco después de comenzar sus
estudios universitarios en Breslavia, Gadamer regresó a estudiar a Marburgo, donde su
padre había sido nombrado profesor de farmacia. Se trató de un movimiento con
consecuencias, puesto que poco después de acabar su tesis doctoral sobre Platón,
Gadamer se convirtió en ayudante del recién llegado Heidegger. Este se formó una
mala impresión de las capacidades de su ayudante, por lo que Gadamer abandonó la
filosofía por la filología.

El trabajo de Gadamer para su tesis de habilitación, nuevamente sobre Platón,


devolvió la fe de Heidegger en él, y a esto le siguió una relación cercana, si bien no
siempre fácil, en la que Gadamer obtuvo puestos de docente en las universidades de
Marburgo, Kiel y Leipzig a lo largo de las dos siguientes décadas, antes de suceder a
Karl Jaspers en la cátedra de filosofía de Heidelberg.

La vida en Alemania, durante el periodo nazi, no era fácil para nadie que no se
alineara a favor del régimen, y durante el último año de la guerra no fue fácil para
nadie. De algún modo, Gadamer logró sobrevivir sin verse demasiado comprometido,
más allá de afiliarse a la Liga de Profesores Nacionalsocialistas en 1933 —el año del
ascenso de los nazis al poder— y de firmar el «Juramento de Lealtad de los profesores
alemanes a Adolf Hitler y al Estado nacionalsocialista». Su primer trabajo, en la
Universidad de Kiel, fue sustituir a un profesor judío que había sido expulsado.
Gadamer, como otros, se dio cuenta de que, a fin de mantener un puesto de trabajo,
había que acatar la línea oficial, de modo que asistió voluntariamente a un campamento
en el que se proporcionaba doctrina nazi y ejercicio físico para moldear el tipo de
ciudadano adecuado para la nueva Alemania. Mientras estaba en el campamento
apareció de visita Hitler, quien a Gadamer le pareció «un simple, incluso rarito, como
un niño jugando a ser soldado». Al final de la guerra Gadamer fue uno de aquellos en
los que las potencias ocupantes confiaron para ayudar con la reconstrucción de un país
y una sociedad devastados.

La obra que solidificó la reputación de Gadamer llegó relativamente tarde en su vida:


tenía sesenta años cuando se publicó Verdad y método (1960), el libro en el que expone su
teoría de la hermenéutica. En la introducción describe su objetivo, que es legitimar la
verdad comunicada por modos de experiencia que no pueden verificarse por medio de
los métodos de las ciencias naturales. ¿Qué tipo de conocimiento y de verdad es el que
la hermenéutica —la labor de interpretación y de comprensión correcta de las «ciencias
humanas» y el arte— puede obtener? La respuesta: el conocimiento de la verdad reside
en la comprensión. Escribe: «La actualidad del fenómeno hermenéutico reposa en mi
opinión en el hecho de que solo una profundización en el fenómeno de la comprensión
puede aportar una legitimación de este tipo»; una convicción que, dice, se ve reforzada
«en vista del peso que en el trabajo filosófico del presente ha adquirido el tema de la
historia de la filosofía», explicado por el hecho de que las verdades en los textos de los
grandes pensadores solo pueden conocerse mediante un método hermenéutico, y no a
través de los métodos aceptados por las ciencias naturales.

Y lo mismo pasa con el arte. Nada sistemático y cuantitativo puede sustituir a la


experiencia personal del arte, que comprende verdades que el arte comunica de un
modo único: «La [experiencia] del arte representa el más claro imperativo de que la
conciencia científica reconozca sus límites», escribe. Una historia similar: también aquí
Gadamer se resistió a los esfuerzos de otros, como Wilhelm Dilthey, de resolver el
problema de que los humanos son seres históricos que intentan comprender la historia
mediante una metodología inadecuada, tal y como él la veía, para la tarea. Dilthey había
escrito: «La primera condición para la posibilidad de una ciencia de la historia reside en
el hecho de que yo mismo soy un ser histórico... en el hecho de que quien estudia la
historia es el mismo que la hace». A fin de evitar el relativismo se requiere un riguroso
enfoque que ayude al historiador, como intérprete, a trascender los límites de su marco
cultural e histórico. Gadamer y, por las mismas razones, Habermas después de él
rechazan este enfoque. Pero Gadamer rechaza también la idea de Heidegger de que la
ontología tiene prioridad en la empresa hermenéutica. En lugar de ello, sostiene que la
hermenéutica debe unir ontología e historia para demostrar que es a través del lenguaje
y del contexto vivido de la interpretación que se llega plenamente al Ser.

La hermenéutica es el esfuerzo por «recuperar el sentido» de textos y del pasado, y


comenzó como una técnica aplicada a los estudios bíblicos y filología clásica en los
estudios académicos, de rápido avance, de los siglos XVIII y XIX; una búsqueda, típica de
la Ilustración, de verdad y comprensión objetiva, o tan objetiva como sea posible. Por lo
tanto, para los eruditos la cuestión del método hermenéutico era importante. Dilthey
amplió su aplicación a las ciencias humanas en general, y sostuvo que implicaba ir «de
fuera hacia dentro»: del exterior de las demás personas a nuestra consciencia interior
mediante los signos externos que ofrecen: el habla, la escritura, la conducta, las
producciones artísticas, los tratos.

Heidegger tenía una idea distinta. Coherente con su ambición de ir más allá de la
superficie de las cosas y, por lo tanto, de zambullirse más profundamente que las
teorías y métodos de la hermenéutica a lo que subyace en ellas en la misma estructura
del entendimiento, Heidegger rechazó la idea del «círculo hermenéutico» —la idea de
que, en cualquier estructura de significado, las partes y el todo son mutuamente e
interdependientemente interpretativos— y sostuvo que la posibilidad de comprender
algo implica necesariamente «haberla comprendido ya», en el sentido de que la base
misma de nuestra capacidad de comprender nos exige estar en el mundo con esa cosa.
Por lo tanto, en el nivel ontológico, la posibilidad de comprender «ya está» allí, y la
hermenéutica es el proceso por el que explicitamos la estructura de este aspecto de la
base ontológica.

Gadamer intentó llevar más allá la idea de que los seres humanos son, en los aspectos
más básicos de su naturaleza, constitutivamente propensos a comprender, e intentó
entender y determinar las capacidades y limitaciones de esa dotación inicial. Considera
que el arte es especialmente revelador de la naturaleza de la verdad, pues demuestra
que la verdad es un acontecimiento, algo que ocurre cuando nos vemos arrastrados a la
comprensión de que el arte nos presenta algo que va más allá de nosotros. No se trata
de aplicar criterios, de poner una vara de medir junto al arte y juzgar su valía desde un
punto de vista objetivo. La idea de que la verdad es «algo que sucede» es crucial; su
preocupación es mostrar «no [...] lo que hacemos ni lo que debiéramos hacer, sino lo
que ocurre con nosotros por encima de nuestro querer y hacer» en el proceso de
interpretación.

No se trata de una explicación subjetivista; Gadamer rechazó el punto de vista


subjetivista de la primera teoría hermenéutica. Más bien gira en torno a la idea de que,
al encontrar la verdad, algo más grande que nosotros nos saca de nosotros, como
sucede cuando jugamos —pensemos en el tenis o en el ajedrez— cuando nos vemos
atrapados en el acto de jugar, una situación en la que el juego sobrepasa la consciencia
del jugador y es como si se jugase a sí mismo mediante el jugador. No es el sujeto
jugando, sino el juego que absorbe al jugador. Esto no significa que el jugador se
convierta en un peón inconsciente en el juego, sino más bien que el sujeto se ve
implicado sin esfuerzo, en gran modo como la idea de jugar a tenis en modo zen, en el
que la consciencia de uno mismo no se interpone haciendo el juego poco espontáneo o
forzado. El juego se despliega por sí solo y, sin embargo, el jugador sigue siendo un
agente en él, uno de los factores, pese a lo cual experimenta una nueva libertad que
surge al ceder el esfuerzo por con-trolar.

Al jugar al juego, el jugador se presenta a sí mismo como participante, con vistas no a


ganar, sino tan solo a estar en el juego y a desarrollar más aún la tarea del juego mismo.
Esto explica la génesis del arte: cuando la autopresentación del jugador deja de ser solo
por el placer de jugar y se ofrece como una presentación a los demás, se transforma en
una posibilidad de verdad: no como una intención del jugador o del espectador, sino
porque es «el modo de ser de la obra de arte». Pues el arte habla: en el encuentro con el
arte, uno oye algo que le afirma y le supone un antes y un después; la experiencia no es
meramente teórica —no es tan solo reconocer la verdad—, sino algo práctico y
existencial, algo que nos cambia la vida. El arte nos habla, nos dice: «¡Has de cambiar tu
vida!».

Tras todo pensamiento, dice Gadamer, yace todo un corpus de nociones y creencias
de fondo, que él denomina «prejuicios», no en un sentido negativo, sino en uno neutral,
pues puede que valga la pena mantener algunas de estas nociones y afirmaciones
previas, mientras que otras pueden ser merecedoras de rechazo. No es posible vivir sin
prejuicios en este sentido —nociones, creencias heredadas— y son una forma de
conocimiento, de modo que Gadamer rechaza el «prejuicio contra los prejuicios» de la
Ilustración y asigna al entendimiento la tarea de revelarlos y evaluarlos, así como a la
autoridad y a la tradición que los constituye. La tradición es lo que hace inteligible
nuestra propia situación: comprender es, en esencia, un proceso histórico, y sin una
apertura a la manifestación de la tradición en nosotros y en las obras de arte y literarias
que encontramos, no podríamos lograr realizar la tarea de comprensión.

Hay otros dos principios cruciales para la idea general de Gadamer. Uno es el
concepto de «horizonte» o límite del conocimiento, comprendido no en un sentido
negativo, sino más bien como algo similar al marco que rodea un cuadro y nos permite
verlo correctamente. Cuando el horizonte de alguien se «funde» con el de otro, o (por
decir algo) con el de un texto, uno consigue «ver más allá de lo cercano y de lo muy
cercano, no desatenderlo, sino precisamente verlo mejor integrándolo en un todo más
grande y en patrones más correctos».

Algunos de sus críticos creyeron que Gadamer estaba impugnando la ciencia; otros,
que se estaba oponiendo al tipo de cientificismo que puede provocar involuntariamente
una perspectiva positivista. Entre los primeros críticos se encontraba Jürgen Habermas,
quien comprendió que Gadamer decía que la verdad está en directa oposición con el
método, en el sentido del método científico. También acusó a Gadamer de no tomar en
cuenta el poder de la ideología en su explicación sobre tradición y autoridad, que
exigen, según Habermas, cuestionamiento, no aceptación. Gadamer replicó que eso era
caer presa de la falacia moderna de que los sujetos pueden librarse del pasado, mientras
que, en realidad, se da el caso de que tales legados no pueden rechazarse al por mayor,
sino que deben proporcionar el punto de partida del proceso de comprender.

Incluso a partir de una explicación tan sucinta de los principales temas de Gadamer,
es fácil ver cómo encajan en su amplia gama de contribuciones prácticas a los debates
acerca de la educación, los ideales europeos, las humanidades y el impulso a la
comprensión mutua entre culturas diferentes. En consecuencia, sus ideas han sido
influyentes en campos más allá de lo estrictamente académico: en medicina,
arquitectura, derecho y cuidado medioambiental. Vivió hasta los ciento dos años y
trabajó hasta el momento de su deceso.

PAUL RICOEUR (1913-2005)

La hermenéutica halló un segundo campeón en Paul Ricoeur, un joven contemporáneo


de Gadamer.

Ricoeur quedó huérfano a muy temprana edad: su madre murió poco después de su
nacimiento, y su padre cayó abatido en la segunda batalla de Champagne, en
septiembre de 1915. Su familia era hugonota, y los abuelos que lo criaron, asiduos
estudiosos de las Escrituras, inculcaron hábitos lectores y de estudio en él. Asistió al
Lycée Émile-Zola en Rennes y realizó estudios de licenciatura en su universidad antes
de trasladarse a La Sorbona, donde escribió una disertación sobre teología.

El estallido de la guerra acabó proporcionándole un nuevo y largo periodo de estudio:


en un campo de prisioneros, tras ser reclutado en el ejército y ser capturado. El Offizier
Lager (Oflag II-d) en el que pasó los cinco años siguientes se autoorganizó como centro
de estudio de un modo tan eficaz que el gobierno del régimen de Vichy le concedió la
capacidad de otorgar títulos. Allí llevó a cabo un estudio al detalle sobre el psiquiatra y
pensador religioso Karl Jaspers, y tradujo Ideas I, de Edmund Husserl. La traducción
formó parte de su trabajo doctoral tras la guerra. Su carrera docente comenzó en la
Facultad de Teología de la Universidad de Estrasburgo (la única universidad francesa
con un departamento de teología protestante), en la que permaneció hasta 1956, año en
el que se le concedió una cátedra de filosofía en La Sorbona.
Los tres libros más importantes de Ricoeur se publicaron durante sus años en La
Sorbona: Finitud y culpabilidad e Introducción a la simbólica del mal aparecieron en 1960,
seguidas por Freud: una interpretación de la cultura, en 1965. Ese mismo año cometió el
error de aceptar un puesto de decano en la recién creada Universidad de Nanterre,
llamada por aquel entonces «Paris X Nanterre» y situada en los suburbios occidentales
de la ciudad. Se convirtió en uno de los campus con más disturbios durante los
événements de mayo de 1968, con el propio Ricoeur siendo atacado y apodado «el viejo
payaso» por sus alumnos. Había aceptado un nuevo puesto allí lleno de optimismo en
relación con un novedoso enfoque en la educación universitaria, y pronto se vio
desencantado por el inesperado efecto que habían causado las reformas, pensadas para
liberar el sistema universitario parisino de su rígido tradicionalismo y su masificación.
La consecuencia fue que dimitió y fue a enseñar en la Universidad Católica de Lovaina,
en Bélgica, y posteriormente al Divinity School de la Universidad de Chicago. Regresó a
Francia tras su jubilación, en 1985.

Con un trasfondo como este, podría parecer que Ricoeur pertenece a la misma
categoría de pensadores que Søren Kierkegaard, Jaspers y Emmanuel Lévinas, es decir,
pensadores que hallan sus soluciones en algún tipo de teología o de compromiso deísta.
Sobre la base de que un compromiso así no constituye solución alguna para los
problemas de la filosofía, no incluyo a los pensadores religiosos entre los filósofos, al
menos sin cualificación. Pues, si existe un ser omnipotente, omnisciente y eterno, en ese
caso todo es posible: «Las apuestas están cerradas», como suele decirse; por ello no vale
la pena siquiera pensar en los problemas, dado que la solución, incluso si es
incomprensible, está a mano sin más necesidad de pensar. Pero Ricoeur, pese a sus
muchos escritos acerca de religión y de fe, nunca postuló una deidad como respuesta
filosófica a nada, sino que ofreció una profunda metafísica ética que no depende de una
revelación privilegiada ni de una base doctrinaria.

La principal contribución de Ricoeur fue el modo en que combinó fenomenología y


hermenéutica para conseguir lo que consideraba el principal objetivo de esta última,
«superar distancias», como, por ejemplo, la que hay entre el presente y la cultura del
pasado. «Al superar esta distancia, al hacerse contemporáneo del texto, el intérprete
puede hacerse con su significado: extranjero, consigue hacerlo familiar, es decir, lo hace
suyo. Es el crecimiento de su propio entendimiento de sí mismo lo que busca a través
de su comprensión de los demás. Toda hermenéutica es, así, explícita o implícitamente,
autocomprensión por medio de la comprensión de los demás.»

En efecto, Ricoeur veía toda la filosofía como hermenéutica, que demuestra que la
existencia se expresa a sí misma y llega al significado mediante una actividad continua
de interpretación de los signos mediante los cuales se manifiesta la cultura. La
individualidad o, de un modo más preciso, el descubrimiento de uno mismo se
consigue mediante el proceso de venir a apropiarse de estos significados y reflexionar
sobre ellos. Esto proporciona la ruta a la respuesta a una pregunta que él veía en la raíz
misma de la filosofía: «¿Quién soy?». Una reflexión demuestra que tenemos una
«naturaleza doble», que yace a ambos lados de una línea que divide lo que tenemos de
voluntario e involuntario en nosotros. Pero el descubrimiento de uno mismo nunca
puede ser completo, porque el «yo» que pregunta «¿Quién soy?» es a la vez el buscador
y la cosa buscada. La única manera de gestionar esta circularidad dialéctica es mediante
el enfoque hermenéutico.

Lo que un enfoque así nos hace ver, como seres encarnados cuya individualidad no
puede explicarse mediante un acto de introspección cartesiana, es que tenemos que
reconocernos a nosotros mismos como unidades lingüísticas, sociales y corporales. Pero
no como unidades estáticas; vivimos una narrativa en el tiempo, y el modo como
experimentamos este tiempo es parte de lo que hace posible la reflexión necesaria para
el autodescubrimiento. Este descubrimiento instó a Ricoeur a desarrollar una teoría del
tiempo, en la que distingue entre «tiempo fenomenológico» (el paso del tiempo, desde
el pasado al presente y proyectándose al futuro, experimentado de forma lineal) y el
«tiempo cosmológico»: la concepción general, más abstracta, de «río del tiempo». El
«tiempo humano» es la integración de ambos. Estas dos concepciones del tiempo se
presuponen mutuamente, y en su aspecto integrado como tiempo humano exigen ser
comprendidos en términos narrativos, con la historia en la que somos personajes a la
vez «escrita» y «leída» por nosotros, esto último, constituyendo la base de la identidad
propia.

Pero la identidad individual es un constructo frágil; ha de crearse a partir de la


«lectura» que damos de la narrativa que escribimos para nosotros mismos, pero
también depende de lo que otros piensen de nosotros, de cómo nos tratan y de cómo
nos relacionamos con ellos. La individualidad se puede perder, y dado que el objetivo
ético de la vida es lograr una sensación de valía merecida, dicha pérdida es un fracaso
moral. Dado que lograr este objetivo depende de la naturaleza de las relaciones, ha de
haber una reciprocidad de benevolencia entre uno y los demás, y la actitud de
«solicitud» que subyace tras esta reciprocidad es fundamental, pues conecta el yo y los
otros a través de la simpatía. El tratado de ética de Ricoeur, originalmente pronunciado
en las Conferencias Gifford, entre 1985 y 1986, se llama Sí mismo como otro (1990).

Para Ricoeur, los valores más elevados son la amistad y la justicia, pues ambos
defienden la individualidad, y cuando esta se pierde o es dañada, proporcionan medios
para su reparación y restauración; en realidad, incluso para la redención: todas aquellas
horas de estudio de las Escrituras en casa de sus abuelos dejaron su huella en este
atractivo y humano enfoque a la cuestión de vivir.

GILLES DELEUZE (1925-1995)

Hasta el inicio de su colaboración con el psiquiatra radical Félix Guattari a finales de la


década de1960, Gilles Deleuze era historiador de la filosofía, si bien uno muy inusual.
Era también inusual por mantenerse al margen de la principal corriente de la filosofía
continental hasta aquel momento, moldeada por la influencia de la fenomenología y por
las ideas de Hegel y Heidegger; él era un empirista (en cierto modo) que se reflejaba en
una tradición filosófica cuyos miembros resultaban prácticamente invisibles para otros
que escribían filosofía en alemán y francés en el siglo XX: figuras como Spinoza, Leibniz,
Hume (estos eran los invisibles para los continentales), Kant y Nietzsche. Aunque
influido por Kant, lo trataba con afecto como «un enemigo». Igualmente formativo para
su pensamiento, despreciaba a Hegel. Veía una poderosa conexión entre todos los
filósofos sobre los que había escogido escribir, que describió como «un vínculo secreto,
constituido por la crítica a lo negativo, el cultivo de la alegría, el odio a lo interior, la
exterioridad de fuerzas y relaciones y la denuncia del poder».

Deleuze nació y vivió toda su vida en París, salvo por un breve pero afortunado año
en Normandía, tras la invasión alemana de Francia en 1940. Fue una época afortunada
porque allí tuvo un profesor que le inspiró a leer y que dio vida a sus intereses
intelectuales. Los siguientes años de guerra, durante los cuales estudió en el Lycée
Henri-IV y en La Sorbona, no pasaron sin tristeza: Georges, hermano de Deleuze, fue
detenido por actividades de la Resistencia y murió de camino a la prisión en Alemania.

Como era habitual en los eruditos franceses, Deleuze comenzó enseñando en varias
escuelas, incluida la Louis-le-Grand, antes de convertirse en profesor de la Universidad
de París. A principios de la década de 1960, al tiempo que publicaba uno de sus
estudios históricos más influyentes, Nietzsche y la filosofía (1962), conoció y trabó amistad
con Michel Foucault. El incluso más importante encuentro con Guattari tuvo lugar al
mismo tiempo que las revueltas de estudiantes y trabajadores de 1968, y señaló el
momento en el que comenzó a filosofar con su propia voz, en lugar de a través de los
estudios de otros. En su «Carta a un crítico severo» describió sus estudios históricos de
un modo colorido, si bien quizá no elegante: «[Veía] la historia de la filosofía como una
especie de sodomía o, lo que viene a ser igual, de inmaculada concepción. Me
imaginaba llegando por la espalda a un autor, y hacerle un hijo, que sería el suyo y que
sin embargo sería monstruoso [...] monstruoso porque hacía falta pasar por toda clase
de descentramientos, deslizamientos, roturas, emisiones secretas que tanto placer me
dieron».
Entre los influyentes libros que Deleuze escribió con Guattari se encuentran los dos
volúmenes de El Anti-Edipo (1972) y Mil mesetas (1980). Los acontecimientos de 1968 lo
convirtieron en activista: hizo campaña por las condiciones de vida en la prisión (con
Foucault) y por los derechos de los gais, y escribió sobre cine y arte. Guattari murió en
1992, y la última de sus colaboraciones, ¿Qué es la filosofía?, apareció en 1991.

Deleuze sufrió problemas pulmonares toda su vida, y en 1969 le tuvieron que extirpar
un pulmón. Respirar se le hizo cada vez más difícil a lo largo de los años siguientes,
algo que hacía que incluso las tareas más sencillas le resultasen titánicas, y finalmente
incluso insoportables. Desde principios de los años 1990 apenas podía siquiera escribir.
En 1995 se suicidó tirándose de una ventana de su apartamento.

Dos principios se encuentran en el corazón de la perspectiva filosófica de Deleuze.


Uno es el de que «todas las identidades son efecto de la diferencia»; el otro es que «el
auténtico pensamiento es un enfrentamiento violento con la realidad, una ruptura
involuntaria de categorías establecidas». Su primer compromiso con la historia de la
filosofía estuvo motivado por la idea de que la «historia de la filosofía» existía a modo
de barrera no oficial —«¿Cómo puedes pensar sin haber leído a Platón, a Descartes, a
Kant y a Heidegger, y tal y tal otro libro acerca de ellos? Una formidable escuela de
intimidación»—, que consagra a los expertos y a su campo, mientras que la de-dicación
a la tradición filosófica debería ser una empresa creativa, que generase nuevos
conceptos. Esto conecta con la afirmación de Deleuze de que es un empírico, aunque no
en el sentido estándar. «Siempre me he sentido un empírico», escribe, porque cree que
«lo abstracto no explica, sino que debe ser explicado, y el objetivo no es redescubrir lo
eterno y lo universal, sino hallar las condiciones bajo las cuales algo nuevo se produce».
Subraya muy especialmente este último punto: el papel creativo del empirismo. Por
decirlo de otro modo, su empirismo es un rechazo de todo lo «trascendental» con su
correlativa dedicación a todo lo que es inmanente. La implicación es un desafío a toda
afirmación del papel privilegiado del razonamiento a priori y a la dualidad metafísica
del ser.

El filósofo favorito de Deleuze es Spinoza, a quien describe como «el príncipe de los
filósofos [...] el Cristo de los filósofos [...] el filósofo absoluto»; incluso los más grandes
de entre los demás filósofos son «apenas más que apóstoles que se distancian de su
misterio o se acercan a él». La razón de esto es que, en su opinión, Spinoza combina de
modo exacto los dos principios antes descritos: empirismo, en el sentido de rechazo a lo
trascendente, e inmanencia; un solo plano en el que todas las cosas existen porque todo
es un modo de la sustancia única que Spinoza llamó deus sive natura. Es más, el objetivo
de la Ética de Spinoza es, como dice su título, la ética: toda la argumentación principal
del libro intenta disipar las ilusiones que nos impiden lograr la libertad y la felicidad;
libertad con respecto a las ilusiones y con respecto a inútiles luchas contra la necesidad;
felicidad como rechazo de las «tristes pasiones».

Un concepto clave para Deleuze es el de «inmanencia». Significa aquello que es


empíricamente real, y se entiende que implica que todo lo real es en un mismo plano de
existencia: no hay un plano más profundo, elevado o trascendental diferente del
empírico, o que constituya su esencia. Todo lo que es ha de comprenderse en términos
de su relación con las otras cosas. Una relación fundamental, entre estas, es la de
identidad. Al pensar en los conceptos de identidad y diferencia, solemos comenzar por
el de identidad, señala Deleuze, distinguiendo entre identidad numérica y cualitativa, la
primera con el significado de «x = x» y la segunda, que dos cosas, x e y, son tan similares
que uno no puede apreciar la diferencia, como en gemelos idénticos. Sin embargo,
deberíamos considerar la diferencia como el concepto fundamental, porque todo lo que
se da —las cosas, sus propiedades, sus relaciones con otras cosas— se da como diferente
de las demás cosas, más aún: se da como auto-diferenciación, porque ser es un proceso:
el proceso de llegar a ser. Por lo tanto, en términos que no usa Deleuze, tanto la
individualidad como la pluralidad son efectos o consecuencias de la diferencia.

Hacer de la diferencia un concepto más fundamental que la identidad suscita


preguntas en cuanto a la repetición. Sopesando el «eterno retorno» de Nietzsche,
Deleuze observa que el regreso no es una recapitulación, un simulacro exacto, de una
vida y unas circunstancias anteriores, sino que es el regreso mismo el que regresa: el
regreso es lo que se repite, pero se repite en algo diferente cada vez, porque «la
diferencia habita la repetición» y el momento del regreso no es el pasado, sino el futuro:
«El sujeto del eterno retorno no es lo mismo, sino lo diferente; no es lo similar, sino lo
disímil».

Una de las frases más sorprendentes de Deleuze (entre muchas) es lo que afirma del
objetivo del esfuerzo ético, que es «volverse merecedor de lo que nos sucede», pues solo
entonces «nos convertiremos en la descendencia de nuestros propios acontecimientos, y
por lo tanto renaceremos».

Como en otros casos mencionados en estas páginas, la creatividad filosófica de


Deleuze tuvo un amplísimo alcance, y él consideraba sus escritos acerca de cine, de
artes plásticas y de novelistas no como obras de crítica, sino de filosofía. Eran
oportunidades para la creatividad filosófica, el mismo motivo que había suscitado sus
estudios históricos; la filosofía es, en su perspectiva, esencialmente una tarea
constructiva. Sus escritos acerca de historia de la filosofía son accesibles; su obra
principal, Diferencia y repetición (1968), es difícil, y sus escritos en colaboración con
Guattari lo son aún más, hasta el extremo de la impenetrabilidad. La afirmación de que
son deliberadamente herméticos, con giros sorprendentes en el sentido asociado a
determinados términos, hay que enfrentarla con la afirmación de que Deleuze quería
mantener alerta a sus lectores y obligarlos a pensar. En esto tuvo éxito.

JACQUES DERRIDA (1930-2004)

Sartre fue un intelectual famoso, conocido en el mundo entero; viajó, apareció en


televisión, lo entrevistaron a menudo. Pero era aquella una época más lenta, con menos
canales de televisión, y en la que los viajes de larga distancia eran notablemente más
difíciles. Para cuando Jacques Derrida llegó a la escena, todos los medios para
amplificar la propia presencia en el mundo como famoso intelectual —más televisión,
viaje transatlántico frecuente y fácil, mayores oportunidades para semestres en
universidades estadounidenses— eran ya más numerosos, y al menos una de las
razones de la reputación de Derrida tiene que ver con este hecho. La otra guarda
relación con que era un iconoclasta, y escribió de un modo que, por decirlo suavemente,
permitía muchas interpretaciones. Por esta razón, explicar a Derrida exige observar la
verdad —si él aceptase tal término— de su principio, que es que nada existe fuera de su
contexto. Se podría llegar a decir que, en su caso, el contexto lo es todo.

Nació en Argel, en una familia judía sefardí. La política antisemita del régimen de
Vichy le impidió acceder al liceo local, por lo que, junto con otros niños judíos, tuvo que
asistir a una escuela segregada. Se dedicó por entero al fútbol durante un año, y tenía
ambiciones de convertirse en jugador profesional. A buen seguro, esta laguna tuvo algo
que ver con su suspenso en el primer intento de entrar en la École Normale Supérieure.
Lo consiguió al segundo intento. Allí, la disertación que escribió trataba sobre Husserl.
Posteriormente afirmó que Husserl y Heidegger fueron las dos influencias principales
en su pensamiento, y que sin ellos nunca habría sido capaz de hablar.

Tras varios años dando clase, Derrida consiguió un puesto docente en La Sorbona y
trabajó como ayudante de Paul Ricoeur, antes de que le ofrecieran, en 1964, una plaza
en la École Normale Supérieure, que ocupó durante veinte años. Su reputación quedó
establecida poco después, en 1967, cuando se publicaron los tres libros que le dieron
fama: De la gramatología, La escritura y la diferencia y La voz y el fenómeno. Hacia el final de
su vida había escrito más de cuarenta libros y había pasado gran parte de sus últimas
décadas en Estados Unidos. Se convirtió en una figura tremendamente controvertida y
causa de disensiones, como lo demuestran las protestas suscitadas por la pregunta de la
Universidad de Cambridge, en 1992, sobre si otorgarle un doctorado honorario. Muchos
de los grandes filósofos analíticos le consideraban un fraude o, en el mejor de los casos,
un emperador cuyo traje solo se hacía visible a la luz menos exigente de los
departamentos de literatura.
Siguiendo los principios del propio Derrida, debería ser imposible decir exactamente
cuáles eran sus ideas. Sin embargo, a riesgo de conseguir lo imposible, lo que sigue es
un intento.

El deconstructivismo de Derrida gira en torno a la afirmación de que no hay nada


similar a un «tema principal», un tema o argumentación del discurso, una singularidad
que centre el entendimiento. Pensar que, en un discurso, hay algo que puede
comprenderse es seguir prisionero de la «metafísica de la presencia». No hay ni tema
principal ni «verdad», sino solo perspectivas y su aplazamiento, tratándose este último
de la continua huida del significado con respecto a nuestro intento de fijarlo, el escape
de un texto o enunciado de los esfuerzos por ligarlo de modo efectivo a un sentido
definitivo. Cuando intentamos comprender, solo encontramos rupturas y desvíos; el
esfuerzo por comprender tan solo expone malentendidos.

La principal manera de pensar de la filosofía occidental, dice Derrida, es


«logocéntrica», pues privilegia el lenguaje como expresión de la realidad, y por lo tanto
se erige como mediador entre la consciencia y la realidad. Hereda de Heidegger la
oposición a la «metafísica de la presencia», que promueve apariencias por encima de las
condiciones que hacen posibles esas apariencias. Y procede oponiendo binarios —
positivo y negativo, bien y mal, simple y complejo— y nuevamente favorece un lado de
la división. El resultado es que la filosofía se deja mucho en el tintero, partiendo del
hecho mismo de que los supuestos binarios no son en realidad opuestos, sino parte de
una jerarquía de subordinaciones. La deconstrucción intenta tomar en cuenta todos los
factores, con el objetivo de «desplazar» el sistema constituido por esos intentos.

Una idea clave en De la gramatología es que el continuo aplazamiento del significado


introduce un vacío entre lo que el productor de un signo desea expresar por medio de él
y lo que los signos logran comunicar. Acuña el término différance, con una a en el lugar
en que suele escribirse la segunda e, como nombre para ese vacío (Derrida dice que no
se trata de un concepto, ni siquiera de una palabra). Cuando se la pronuncia, es en sí
misma un ejemplo de la argumentación, pues su pronunciación es, en francés,
indistinguible de la palabra común différence, e ilustra así la diferencia entre
significación en el habla y en la escritura. También sugiere la idea de dónde hallar
lecturas alternativas y suprimidas: en los márgenes de un texto, en las notas a pie de
página, en el espacio entre intención y resultado, en lo que no se dice o en lo que, de
facto, queda excluido en un acto de habla o un discurso dado.

A medida que las ideas de Derrida se iban desarrollando, y conforme las respuestas a
ellas, tanto críticas como favorables, aumentaban en cantidad y frecuencia, comenzaron
a cambiar. Respondió a las críticas sobre lo impenetrable de sus escritos reafirmándose
y defendiendo que eran así de modo deliberado y necesario; en una tardía entrevista en
Le Monde, en agosto de 2004, dijo que su enfoque encarnaba «un intransigente, incluso
incorruptible, ethos de la escritura y el pensamiento [...] sin concesión siquiera a la
filosofía, y sin permitir que la opinión pública, los medios de comunicación o el espectro
de un público intimidatorio nos asusten o nos fuercen a simplificar o nos repriman. De
aquí el estricto gusto por el refinamiento, por la paradoja y la aporía».

Los estudiosos de Derrida le atribuyen un giro en sus intereses, en los últimos años de
su vida, hacia la política y la ética. Escribió sobre textos bíblicos, sobre Kierkegaard y
sobre Lévinas, y, como algunos de sus contemporáneos, dirigió su atención hacia la
crítica literaria, la arquitectura, el psicoanálisis, los debates sobre el feminismo y los
gais, e inevitablemente, al tratarse de la gran forma de arte y formato cultural del siglo
XX, de cine.

Pese al rechazo del propio Derrida a que se lo asocie a una dedicación principal, y a
su aseveración de que estaba poniendo en marcha un proceso que, a la luz del eterno
aplazamiento de los significados, es la única opción abierta al pensamiento, se pueden
apreciar influencias muy definidas, y reconocerlas nos dice mucho. Heidegger había
escrito acerca de una «tarea de destrucción» que abre los textos a posibilidades
diferentes y habitualmente suprimidas de interpretación. La explicación de Claude
Lévi-Strauss de la tribu nambikwara de Brasil —y especialmente de su jefe, que vio en
la perspectiva de aprender a leer y escribir la oportunidad de afianzar su poder sobre su
tribu— facilitó una buena cantidad de lecciones acerca del habla y de la escritura y las
implicaciones, para las distorsiones del poder, que puede causar una manera de
apropiarse de ellas.

Pero la referencia más interesante puede ser la de Maurice Blanchot (1907-2003), quien
escribió en La literatura y el derecho a la muerte (1948) sobre la profunda extrañeza de la
experiencia autoral, y la idea de que «la literatura empieza en el momento en que la
literatura es pregunta». Blanchot citaba a Mallarmé en su Crisis de verso: «¡Digo: una
flor! Pero, en la ausencia en que la cito, por el olvido al que relego la imagen que me da,
en el fondo de esa palabra que pesa, que surge de sí misma como algo desconocido,
convoco con pasión a la oscuridad de esa flor, a ese perfume que me atraviesa y que no
respiro», y debate el sentido del poeta del «doble estado de la palabra» y los dos
aspectos de la lengua que él distingue de un modo tan absoluto. «Para definirlo
encuentra la misma palabra: silencio. Puro silencio, la palabra bruta... “A cada uno
bastaría tal vez para intercambiar la palabra humana, tomar o poner en la mano de otro
una moneda en silencio...” Silenciosa, entonces, porque nula, pura ausencia de palabra,
puro intercambio donde nada se intercambia, donde solo el movimiento de
intercambio, que no es nada, es real.»
Así pues, pese —nuevamente, pese— a su rechazo a reconocer una teoría que puede
mantenerse inmutable suficiente tiempo para ser evaluada según los cánones de un
enfoque filosófico que Derrida tiene dificultades para deconstruir, es difícil ver cómo
evitar la acusación de que, si tiene razón, cuarenta libros acerca de ella son treinta y
nueve libros (y quizá cuarenta) más de lo necesario.

PENSAMIENTO CONTINENTAL: UN SALON DES REFUSÉSn>

Como las muchas bocas del Ganges, han proliferado tantas variedades de pensamiento
en la filosofía continental a partir de la segunda mitad del siglo XX que un resumen de
ellas corre el riesgo de convertirse en una historia general de las ideas. Dado que el
presente no es ese tipo de libro, sino que se trata, específicamente, de una historia de la
filosofía, la cuestión acuciante es a quién incluir y a quién excluir. Casi todas las
biografías de los escritores de no ficción más importantes en francés y alemán del siglo
XX los describen como filósofos junto con sus otras dedicaciones —crítica cultural, crítica
literaria, teoría social, psiquiatría, novela, etcétera—, lo cual comienza a estirar el
término demasiado como para que sea útil, a menos que (y, quizá, ¿por qué no?) este se
revisara para hacer que abarque más en su extensión.

Por suerte para el autor, responder esa pregunta acerca de a quién incluir (y, por lo
tanto, a quién excluir) no es un asunto totalmente arbitrario. En la introducción señalo
que la «historia de la filosofía» se identifica mediante lo que los filósofos de hoy
seleccionan de entre la historia general de las ideas como antecedentes y precursores de
sus preocupaciones. Los debates que seleccionan constituyen la jurisprudencia con
respecto a esas preocupaciones; los pensadores que estudian son aquellos a quienes
tienen buenas razones para escoger como guías. La propia tradición filosófica, por lo
tanto, nos dice mucho acerca de a quiénes y qué identifica como importantes para las
disciplinas que hemos calificado como metafísica, epistemología, ética y sus campos de
investigación allegados. Pero, evidentemente, este es un juicio realizado en un momento
muy determinado; por ello mismo, algunos pensadores pueden ser sobrevalorados y
otros, ignorados, y generaciones posteriores podrán verlos de un modo totalmente
diferente.

La narración previa de la filosofía continental se ha centrado en una cantidad de


individuos sobresalientes cuya inclusión era evidente, y algunos cuya inclusión era
menos importante. Por ejemplo, no todo el mundo tendrá del todo claro que Derrida
fuera un filósofo au pied de la lettre, mientras que otros dirán que, si merece este
tratamiento destacado, más lo merecen Habermas y Foucault, si no la mayoría de los
que mencionaremos próximamente. No hemos otorgado dicho tratamiento destacado a
los escritores y pensadores que mencionaremos a continuación, por lo que constituyen
una especie de salon des refusés, y esto merece cierta explicación. En el proceso se hacen
merecedores de un lugar en estas páginas, al fin y al cabo, y no cabe duda de que
algunos de ellos disfrutarían con este ejemplo de su rechazo a los binarios: ser incluidos
o excluidos. Es posible que en el futuro uno o más de ellos sean considerados de mayor
importancia que aquellos que hemos tratado hasta ahora. Y, en efecto, puede suceder
también que personas a las que no mencionamos aquí pasen a ser consideradas, en el
futuro, los filósofos más importantes del siglo XX. Sea como sea, mi elección de a
quiénes incluir será, sin duda, controvertida. Como criterio general, me he dejado guiar
por dos consideraciones. La primera es que si una idea viene determinada, o está
diseñada para acabar en, una conclusión religiosa, el lugar apropiado para su discusión
son los estudios religiosos; esto explica lo que digo más adelante de Lévinas y Jaspers.
La segunda es que si aquellos que se implican predominantemente en un nuevo
conjunto de ideas están de modo visible en el campo de estudio al que esas ideas más
contribuyen —estudios culturales, sociología, historia de las ideas—, entonces el lugar
apropiado para discutir esas ideas está en esos campos; esto explica lo que digo más
adelante de Foucault y Habermas. En todos estos casos, estos escritores poseen fuentes
filosóficas, dimensiones e importancia, como los hay en la mayoría de los debates sobre
asuntos de importancia intelectual, pero se ha de trazar una línea y estas
consideraciones son bastante convincentes en cuanto a dónde yace.

Los escritores sobre los que vamos a hablar caen dentro de las siguientes dos
categorías. La primera engloba a aquellos individuos que fueron principalmente
filósofos, y la segunda consiste en individuos que fueron ante todo teóricos políticos,
sociales y culturales.

El primer grupo, ordenado por fecha de nacimiento, comprende a Henri Bergson


(1859-1941), Karl Jaspers (1883-1969), Gaston Bachelard (1884-1962), Jean Wahl (1888-
1974), Alexandre Kojève (1902-1968) y Emmanuel Lévinas (1906-1995). Los siguientes
resúmenes no les hacen justicia, pero tampoco, espero, son demasiado injustos con ellos.

Bergson fue un excelente estilista de la prosa, y sus argumentos a favor del libre
albedrío, basados en la experiencia intuida de tiempo y duración, le hicieron muy
famoso en su época, también debido a que, para muchos, ofreció resistencia, con éxito, a
las implicaciones deterministas de la ciencia. Recibió el Premio Nobel de Literatura,
entre otros muchos galardones. Su reputación quedó dañada por su intento de corregir
a Einstein con respecto al tiempo en un debate cara a cara en abril de 1922. Unos meses
después, la Academia Sueca concedió el Premio Nobel de Física a Einstein, pero no por
su teoría de la relatividad general, que, en opinión de la Academia, había sido puesta en
entredicho por Bergson —tal era la reputación de Bergson que la Academia la tuvo en
cuenta—, sino por su trabajo en el efecto fotoeléctrico. De anciano, pese a su deseo de
convertirse al catolicismo, Bergson permaneció en el judaísmo como símbolo de
oposición a los nazis. Su falta de influencia filosófica está vinculada, sin duda, a su
valoración de la intuición y lo irracional frente a la ciencia. Como Nicolas Malebranche
dos siglos antes que él, la enorme fama de que disfrutó en vida parece haber vaciado su
reserva de reputación, sin dejar nada para su disfrute póstumo. Son cosas que suelen
suceder.

Jaspers comenzó su carrera como médico y psiquiatra, y efectuó importantes


contribuciones en este último campo, sobre todo en la concepción de un enfoque
biográfico a la terapia. Formuló una versión ricamente trabajada de la filosofía
existencialista, con tonos cuasirreligiosos por sus ideas sobre la necesidad de
«trascendencia» como respuesta a la angustia existencial. La conclusión de su
pensamiento es, a todos los efectos, que creer en Dios es tranquilizador. Esto explica la
influencia que ha tenido en los teólogos.

Alexandre Kojève ofreció una serie de famosas conferencias en el París de los años
treinta acerca de Hegel, que tuvieron gran influencia en el desarrollo posterior del
pensamiento francés. A las conferencias asistieron —entre muchos otros— Raymond
Queneau, Georges Bataille, Maurice Merleau-Ponty, Jean-Paul Sartre, Jacques Lacan y
Raymond Aron. En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Kojève se
convirtió en un importante estadista en Francia y fue uno de los padres de la
Comunidad Económica Europea.

Jean Wahl hizo mucho por promover el interés en el existencialismo religioso de


Søren Kierkegaard, y fue un eficaz director de pista del lado institucional y académico
de la filosofía, al mantener vivo el pensamiento francés en la «Universidad en el Exilio»
en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, y como director de la
publicación Revue de Métaphysique et de Morale.

Gaston Bachelard fue un historiador de la ciencia, y su desacuerdo con la filosofía de


Bergson probablemente tuvo que ver con la relativa invisibilidad póstuma de este.
Anticipó la noción de los «cambios de paradigma» de Thomas Kuhn en su rechazo a la
noción de Auguste Comte de que la historia de la ciencia consiste en una suave
ascensión hasta su culminación con el positivismo comteano.

Emmanuel Lévinas es una figura atractiva, cuyas preocupaciones éticas ejercieron una
influencia transformadora en la vida de algunas personas. Si es o no más correcto
describirlo principalmente como pensador religioso, preocupado sobre todo por
exponer una doctrina normativa, es una pregunta suficientemente poderosa como para
incluirlo en este resumen. Ha tenido una gran influencia en los teólogos.
Jürgen Habermas (n. 1929) es el miembro de este salon sobre cuya inclusión más se ha
meditado. Es una figura de gran importancia, cuyas contribuciones públicas como
intelectual y cuya defensa de los valores de la Ilustración como erudito solo se ven
igualadas por los avances realizados en su trabajo sobre comunicación y la esfera de lo
público. Si las líneas de demarcación significan algo —y quizá no deberían—, en tal caso
su obra pertenece a la sociología, aunque de un tipo filosófico. Habermas es uno de los
pocos pensadores que tienen influencia sobre ambos lados de la gran división entre
pensamiento continental y (a grandes rasgos) anglohablante, si bien en esta última
tradición lo leen casi exclusivamente sociólogos y politólogos.

El segundo grupo, aquí ordenado de algún modo en torno a afiliación y área de


actividades, es incluso más heterogéneo, pero se puede decir de sus miembros que
poseen un interés principal en la sociología, la política, la teoría social y crítica, y la
historia de las ideas.

Los miembros sobresalientes de la Escuela de Fráncfort de teoría crítica —Max


Horkheimer (1895-1973), Herbert Marcuse (1898-1979), Erich Fromm (1900-1980) y
Theodor Adorno (1903-1969)— son muy claramente sociólogos políticos y partidarios
de la teoría crítica, como lo son también aquellos situados en un más amplio círculo de
pensadores marxistas y otros teóricos cuyos nombres sobresalen desafiando su
problemático siglo: Georg Lukács (1885-1971), Ernst Bloch (1885-1977), Henri Lefebvre
(1901-1991), Raymond Aron (1905-1983) y Louis Althusser (1918-1990).

Hannah Arendt (1906-1975) rechazó decididamente la etiqueta de filósofa, si bien es


plenamente merecedora de ella gracias a sus ideas acerca de la naturaleza humana y los
extremismos políticos. Se trata de un ejemplo perfecto de intelecto a la vez penetrante y
valiente. Su principal preocupación fue subrayar la importancia de la implicación
política como responsabilidad cívica para derrotar el totalitarismo y el especial terror de
la banalidad del mal —el mal llevado a cabo de modo cotidiano por gente ordinaria de
modos aparentemente ordinarios y poco importantes—, manteniendo viva la resistencia
de la esperanza contra ese tipo de «tiempos oscuros» que había presenciado en la época
nazi y estudiado de un modo tan penetrante tras ella. Resulta extremadamente
sobrecogedor que fuera amante de Heidegger antes de que este se convirtiera al
nazismo, y que tras la guerra lo perdonara.

Michel Foucault (1926-1984) hizo de su sociología y su historia de las ideas algo


indispensable para toda comprensión de la modernidad. La argumentación de auténtico
calado filosófico que su obra ofrece una y otra vez es que el poder —sea cual sea la
forma que este poder adopte: institucional, político, personal, de formas difusas, no
institucionales y no evidentes o en formas reconocibles y estructuradas— determina
qué es lo que cuenta como conocimiento, como locura, como delito o como expresión
aceptable de la sexualidad; esto nos ha de alertar sobre la perenne necesidad de resistir,
de sospechar y de estar alerta. Puede que la argumentación no sea en su origen de
Foucault, pero sí lo es el alcance de su generalización.

Foucault sostenía que las ideas aceptadas acerca de la naturaleza humana y la historia
distorsionan nuestros esfuerzos por llegar a buenas teorías en medicina, psicología y
criminología, sobre todo porque giran en torno a un modelo —el de las ciencias
naturales— que les exige que sean rigurosas y cuantitativas. Sostenía, en oposición a
esta idea de metodología correcta, que se requiere una concepción nueva de la
naturaleza humana, una alternativa a la creada por el pouvoir-savoir, el «poder-
conocimiento», de las formas dominantes de pensar, aunque mediada.

La reflexión acerca de la preocupación de Foucault y de otros sociólogos,


historiadores de las ideas y teóricos de la crítica mencionados aquí, con inclinaciones y
preocupaciones filosóficas, dirige su atención hacia algo que constituye gran parte del
pensamiento continental, que es resistirse ante lo que ve, o teme, en la ciencia:
reduccionismo, determinismo, objetividad, neutralidad, racionalidad y monopolio de la
verdad y del poder epistémico. Estos pensadores anticientíficos (o anticientificistas)
insisten, ante ello, en la irreductibilidad y central importancia, ya sea descrita o
teorizada, del ser humano. Este impulso «posmoderno» queda reflejado en La condición
posmoderna (1979), de Jean-François Lyotard, con sus afirmaciones de que las «grandes
narrativas» de la modernidad (acerca del progreso, la ciencia, la racionalidad) han
perdido su credibilidad y que, por lo tanto, su autoridad, en todas sus formas, debe
desafiarse. Gran parte del pensamiento continental de la segunda mitad del siglo XX es
una respuesta a esa afirmación.

No es posible cerrar el catálogo de este salon sin citar los nombres del crítico cultural
Walter Benjamin (1892-1940), el psicoanalista Jacques Lacan (1901-1981), la mística
Simone Weil (1909-1943) y la psicoanalista y feminista Luce Irigaray (n. 1930), todos los
cuales han ampliado nuestros horizontes en el pensamiento reciente y contemporáneo.
Su mera mención demuestra que el paisaje del pensamiento es algo mucho más amplio
que lo que sugieren los estrictos límites de la filosofía académica, ejemplo de un hecho
mucho más general: que el diagrama de Venn de las clases de intelectuales y eruditos
muestra, en el mejor de los casos, solo una superposición parcial. Siempre ha sido así.

Hay dos razones para la proliferación de nombres aquí mencionada en conexión con
la tradición analítica del siglo XX. Una de ellas es que hay más personas, más
universidades, más viajes y comunicación, más maneras de guardar registros, más
publicaciones de todo tipo —más de todo lo que resulta relevante para aumentar la
cantidad de personas que estudian, escriben, piensan y enseñan— que en ninguna otra
época de la historia. Como el propio universo físico, los universos del discurso están en
constante expansión. Un día en la vida, en nuestros tiempos modernos, es como una
década (a veces, como un siglo) del pasado.

La otra razón es que el tiempo no ha cribado aún las multitudes de quienes escriben y
hablan, ofreciendo sus ideas y clamando por nuestra atención. Si el historiador
dedicado a la historia filosófica (o, más ampliamente, intelectual) reciente pudiera saltar
un par de siglos en el futuro para ver lo que el paso del tiempo ha cristalizado, sus
elecciones serían fáciles: serían los Aristóteles y Kant de la época, dominando como
altas montañas sobre un paisaje de colinas circundantes. Esto nos obliga a decir:
miremos a nuestro alrededor y preguntémonos: ¿quiénes son, en este siglo recién
acabado, y hoy en día, los destinados a ser los grandes en el futuro? ¿Hemos siquiera
escuchado sus nombres? Casi nos parece oír, de fondo, las palabras del «Ozymandias»
de Shelley:

Vi a un viajero de tierras muy remotas.

Hay dos piernas —me dijo— en el desierto,

son de piedra y sin tronco. Un rostro yerto

sobre la arena yace: la faz rota,

el frío de esos labios de tirano,

hablan del escultor que ha conseguido

reflejar la pasión, y ha trascendido

al que pudo tallarla con su mano.

Hay algo escrito en ese pedestal:

«Soy Ozymandias, el gran rey. ¡Mirad

mi obra, hombres de poder! ¡Desesperad!:

La ruina es de un naufragio colosal.

A su lado, infinita y legendaria,


solo queda la arena solitaria».
Parte V
Las filosofías india, china, árabe-persa y africana
Como he mencionado en la introducción general, aunque este libro trata, sobre todo, de
la historia de la filosofía occidental, es a la vez relevante y deseable que haga un apunte
de las grandes tradiciones filosóficas de India, de China y del mundo musulmán, así
como del debate emergente acerca de la «filosofía africana». En estos campos, más que
un experto, soy un observador; ser un experto en, al menos, aspectos de ellos debería
ser el requisito mínimo que uno debería cumplir para escribir al respecto y, sin
embargo, solo puedo reclamar ese título para mí, con la debida modestia, en cuanto a la
filosofía occidental. No obstante, un vivo interés por estas tradiciones, incluso desde el
punto de vista de verse fascinado por las comparaciones y diferencias entre ellas y la
filosofía occidental, es un requisito para el estudiante serio de las ideas, incluso si el
acceso a las de estas otras tradiciones se ha de lograr a través de traducciones.

Una exposición completa de las tradiciones filosóficas de India, China y el mundo


islámico exigiría seguir su desarrollo a lo largo del tiempo. En las explicaciones aquí
ofrecidas la atención se centra en las ideas originales y en los subsiguientes núcleos de
doctrinas. Recomiendo fervientemente que la sección de filosofía india solo se lea tras
haber leído de la primera a la cuarta parte del libro; la sección de filosofía árabe-persa
solo se debería abordar tras haber leído, como mínimo, la primera parte.

En interés del estudio desapasionado he de decir lo siguiente. Parece haber una receta
para convertirse en una figura dominadora de civilizaciones como Buda, Confucio,
Sócrates, Jesús y Mahoma. Es esta: «No escribas nada. Ten discípulos devotos. Ten
suerte». Nótese que esta receta no incluye ni «Sé original» ni «Sé profundo». Ninguna
de estas figuras fue ninguna de esas cosas, aunque en el apartado «Ten suerte» sí que
tuvieron seguidores que fueron ambas cosas y que crearon, a partir de recuerdos
fragmentarios de sus enseñanzas, y de las leyendas que incluían recuerdos de sus
personas, sistemas completos de pensamiento y prácticas que los propios pensadores
originales probablemente no habrían reconocido y, quizás, tampoco aprobado.

Si todo esto resulta descorazonador, una especie de lèse-majesté contra las figuras más
importantes y simbólicas, nótese lo siguiente. Todas esas figuras fueron, en su época,
tan solo una entre muchas otras que hacían lo que hacían ellos: enseñar o predicar,
reunir seguidores, tomar conceptos prestados unos de otros y disentir unos de otros y
de enseñanzas previas. En algunos casos pasaron décadas; en otros, siglos, hasta que las
enseñanzas que se les atribuyeron se pusieron por escrito. En todos los casos, los
seguidores de sus seguidores comenzaron a disentir entre ellos y a dividirse en
facciones, y estos cismas y peleas formaron distintas versiones de los legados, que, así,
sobrevivieron.
Pongamos como ejemplo a Siddharta Gautama, el que acabaría siendo conocido como
Buda. Según la leyenda era hijo de un rey, y había vivido una vida tan protegida y
opulenta que la primera vez que, fuera de los muros del palacio, vio a alguien enfermo,
a un viejo y a un cadáver, quedó perturbado hasta el punto de abandonar su posición y
su familia, y lanzarse a una vida mendicante, buscando liberarse de los sufrimientos de
la vida. Probó la meditación profunda a los pies de los yoguis; probó la mortificación
corporal, según la costumbre de los ascetas; buscaba, a través de estos medios, liberarse
de los eternos ciclos de dolor que constituyen la existencia. Nada funcionó. Pero un día,
sentado bajo un árbol Bodhi, halló la iluminación: se convirtió en Buda, «el iluminado»,
y quedó liberado; y pasó el resto de su vida enseñando a sus discípulos.

Esta explicación, fabulada y abreviada, hace que parezca que Gautama era único,
como si hubiera aparecido de la nada con una gran y transformadora revelación que
ofrecer al mundo. Pero ¿qué hay de los yoguis y ascetas con los que estudió? En
realidad, Gautama surgió en un periodo tumultuoso de la historia de la India debido a
las decenas de miles de buscadores de la verdad, mendicantes, yoguis, ascetas,
profesores y predicadores, todos los cuales congregaban grandes multitudes en las
amplias salas de debate públicas y en los parques a orillas del Ganges, donde discutían
entre ellos, daban conferencias y enseñaban a sus seguidores. Era creencia común que
los actos de caridad ayudaban a conseguir una reencarnación mejor en la siguiente vida,
y por ello estos enjambres de mendicantes podían confiar en recibir alimentos y ropas
por parte de las comunidades por las que pasaban. Nada ayudó más a impulsar la
filosofía y la religión en la India que las ideas combinadas de reencarnación y karma.

Las enseñanzas del Buda comenzaron a ponerse por escrito tres o cuatro siglos
después de su muerte. Las dos fuentes más antiguas de lo que se cree que predicaba son
el Sutta Pitaka [El cesto de los discursos] y el Vinaya Pitaka [El cesto del código
disciplinario]. Constituyen una antología, vía transmisión oral, de enseñanzas, de las
que se había formado un canon aproximado cerca de un siglo después de su muerte. La
naturaleza oral de este primer registro introdujo expresiones predecibles y repetitivas,
necesarias para la memorización, y las variaciones en los futuros textos elaborados a
partir de ellas son, en parte, atribuibles a las imprecisiones de la memoria. Pero también
hubo, en efecto, malentendidos, interpolaciones y reinterpretaciones del material
transmitido, lo que se sumaba a la variabilidad de estas versiones escritas.

Además, fuese cual fuese el idioma que hablara Buda en su tierra nativa, en el pueblo
Sakya, que vivió en lo que hoy en día es la frontera entre India y Nepal, en las colinas
del norte de la cuenca del Ganges, no era pali, sánscrito ni ninguno de los dialectos
prácritos, y la transmisión de las enseñanzas budistas mediante una de estas lenguas, y
posteriormente en otras del sudeste asiático, así como el tibetano, el chino y el japonés,
introdujo muchas adiciones y cambios diferentes hasta crear lo que es hoy en día el
budismo.

No obstante, hay un núcleo reconocible en la doctrina budista, que se centra en las


Cuatro Nobles Verdades y en el Óctuple Sendero. Un hecho sorprendente acerca del
budismo, así como del inmediato rival que le surgió casi al mismo tiempo, el jainismo,
es que no se trata de una religión, sino de una filosofía. No implica una deidad o
deidades, ni se apoya en mensajes de fuentes trascendentes acerca del propósito de la
vida y cómo vivirla. Posteriores versiones del budismo procedentes del Tíbet, China y
Japón fueron adoptando toda una pléyade de supersticiones y creencias en dioses y
seres no humanos —un desarrollo típico de la imaginación humana—, pero esto
constituye una versión corrupta del original, como los austeros eruditos de la Escuela
Theravada de Sri Lanka no dejan de repetir, mientras miran con desdén los excesos de
las escuelas Mahayana y su incrustación, en la «doctrina verdadera», de lo que ellos
consideran sinsentidos.

Las cosas no son muy diferentes por cuanto respecta a Confucio. También él fue uno
de los muchos literati que intentaban aconsejar a los príncipes y enseñar un modo de
vida; tuvo la buena suerte de inspirar a un seguidor que vivió aproximadamente un
siglo más tarde, Mencio, cuya admiración impulsó a eruditos posteriores a recoger
dichos atribuidos a Confucio y ponerlos por escrito. Unos dos siglos y medio después
de la muerte de Confucio, el primer emperador de la China unificada, entre el 221 y el
210 a. C., hizo una hoguera con los escritos de todos los filósofos anteriores —y,
además, con todos los de autores vivos— a fin de borrar el pasado y establecer la
filosofía legalista de su época, que apoyaba su reinado. Por suerte no consiguió destruir
todas las copias de clásicos previos como el Clásico de poesía, los Anales de primavera y
otoño, las Analectas, el Yijing (en las primeras transcripciones occidentales, I Ching) ni el
libro de Mencio, el Mengzi. Cuando ascendió al poder la siguiente dinastía, los
«antiguos Han», la reputación de Confucio floreció; se le atribuyó la autoría o edición
de muchos de los clásicos, y los exámenes para entrar a trabajar en la burocracia del
imperio giraban en torno a los clásicos que se le atribuían. El carácter confucianista de
China se fue creando en los muchos y largos periodos en que Confucio era el tema de
estos exámenes imperiales; tan solo dejaron de ser así en la primera década del siglo XX.

Este patrón de recolección post mortem de dichos y enseñanzas, con los primeros
escritos décadas después del acontecimiento y el establecimiento de un canon siglos
después, se repite en los casos de Mahoma y Jesús. La figura que aquí sobresale es
Sócrates, a quien Platón, Jenofonte y otros que escribieron sobre él, conocieron
personalmente, pero, incluso en este caso, y con excepción de un par de sátiras de
Aristófanes, nada se escribió ni registró acerca de él hasta después de su muerte.
Posteriores filósofos desarrollaron diferentes aspectos del legado de Sócrates —
Aristóteles, el tema de la vida considerada; los cínicos, su desdén por las convenciones;
los estoicos, su fortaleza y su adherencia a los principios morales—, pero en los casos de
Buda, Jesús y Mahoma, las divergencias y cismas entre sus seguidores, en los siglos
posteriores a su muerte, acabaron en conflictos y violencia. También esto,
lamentablemente, es un rasgo típico de las cosas humanas.

Sócrates es, no obstante, como los demás, en cuanto a que fue uno de un grupo
numeroso de personas —en su caso, los sofistas— que, en gran parte, hacían lo mismo
que él: enseñar, influir, atraer discípulos. De igual modo, Jesús era uno más de un
amplio número de entusiastas y predicadores, y su forma de ejecución —reservada por
las autoridades romanas a los culpables de insurrección política— sugiere que no se le
consideraba muy distinto a los muchos otros que perturbaban la paz y el orden en la
época. Gautama competía por la atención de sus coetáneos con los jainas, con otros
filósofos ateos y con los devotos deístas de la India de su época. ¿Por qué fue Confucio,
en lugar de Mozi, quien acabó teniendo seguidores mucho después de su propia época,
seguidores que elaboraron enseñanzas en su nombre, convirtiéndolo en el sabio más
venerado de China? ¿Por qué escogió san Pablo crear una religión a partir del difunto
Jesús en lugar de escoger a cualquier otro de los zelotes y predicadores de la época? Se
puede responder: por los méritos intrínsecos de sus enseñanzas. Puede ser. Pero,
indudablemente, hubo mucho de suerte en ello. Y hace que uno se pregunte, provocado
por la Elegía escrita en un cementerio campestre, de Thomas Gray: ¿cuántos Hampdens
campesinos, cuántos oscuros Miltons escondidos pensaron y enseñaron por millares,
pero han sido olvidados? Enfoquemos nuevamente la cuestión y preguntémonos: ¿por
qué las novelas rosas venden cantidades muchísimo mayores que la auténtica
literatura? ¿Hubo acaso maestros y pensadores de profundas ideas, cuyas enseñanzas
eran demasiado difíciles de comprender o de seguir, por lo que fue el legado de los
otros, más fáciles, el que ha florecido en la historia? Un examen de la historia de la
filosofía sugiere una respuesta: resaltan los pensadores que pueden ofrecer más, a las
mentes dispuestas, que las enseñanzas populares asociadas a esos «grandes nombres».

Algo que podemos aprender de todo esto es que «Buda», «Confucio» y los demás son
más nombres de imágenes o de iconos que de personas; o, quizá, las ideas de las
hipotéticas personas a las que atribuir, por comodidad, la inspiración de una filosofía o
(en los casos de Jesús y Mahoma, de los que no nos ocupamos en este libro) de una
religión.

Escoger de este modo a unos cuantos individuos para elevarlos a estatus de icono es
una manera de resumir un periodo entero en el que ellos, y muchos otros, se hacían
preguntas acerca de los valores, la sociedad, las ideas del bien y la investigación acerca
de cuestiones fundamentales sobre el mundo y la humanidad. No cabe duda de que
otros habían hecho lo mismo en los milenios precedentes, pero en esta época —entre los
siglos VIII y III a. C., para ser exactos— hubo un notable florecimiento del debate, tanto
con respecto a la cantidad de personas implicadas como en los registros escritos de lo
que surgía de las discusiones. Es por esta razón por la que a esta época se la ha llamado
Era Axial (la axiología es el estudio de los valores, del griego axia, «valía», «valor»); el
término lo acuñó Karl Jaspers, basándose en las ideas expuestas por los eruditos del
siglo XIX que se sorprendían de que el surgimiento de la filosofía en la India y China
fuera coetáneo al de su aparición en el mundo griego. Jaspers incluyó el zoroastrismo en
Persia y el judaísmo de Oriente Próximo entre los movimientos que constituyeron la
época, y podría haber añadido muchos más que, desde entonces, se han desvanecido o
reducido a curiosidades históricas, como los cultos mistéricos, el hermetismo o las
versiones, entonces contemporáneas, de religiones mitopoéicas de Egipto y
Mesopotamia. Parecería que la filosofía —lo que hoy en día reconocemos
específicamente como filosofía— destacó contra un telón de fondo cada vez más
nutrido de especulación en todas esas formas, y no deja de ser sorprendente que las
grandes figuras del corazón de aquel periodo (Buda, Confucio, Sócrates) son filósofos,
no profetas ni líderes religiosos, y menos aún dioses (aunque, desde entonces, Buda ha
adquirido un estatus divino en las mentes de los seguidores de ciertas escuelas de
budismo).

Por último, está surgiendo un campo de estudio de la filosofía africana, que también
tocaremos en estas páginas. El término «filosofía africana» es controvertido, porque las
diferentes historias y culturas de las distintas partes de ese gran continente no se
prestan fácilmente a la generalización, y no hay, de momento, corpus doctrinarios,
escuelas de pensamiento o grandes figuras identificables a las que aferrarse como punto
de entrada. Con una excepción: en África meridional, la importancia del concepto de
Ubuntu —humanidad, con un énfasis en la naturaleza esencial de la conexión y
generosidad: «yo soy porque nosotros somos»— saca a la luz una tradición ética,
implícita y explícita, que fue ignorada por los colonizadores y por los misioneros que
los acompañaban y que, sin embargo, posee una profundidad que deja en ridículo a
otras perspectivas. Ubuntu se alinea con los mejores y más ricos aspectos de lo que
decimos cuando hablamos de «humanismo» en el sentido contemporáneo del término
(un tema que tratar en otro lugar). Hablo de Ubuntu más adelante en el lugar pertinente.
13
La filosofía india

¡Qué pena que la riqueza y profundidad del pensamiento de las tradiciones filosóficas
indias queden tan herméticamente alejadas de la filosofía occidental por los velos del
sánscrito y el pali! También la metafísica, la epistemología, la lógica y la ética de las
escuelas indias yacen tras un velo de mala comprensión de su naturaleza: la creencia de
que son exclusivamente religiones o teologías en lugar de filosofías. La realidad es que
la mayoría de las escuelas son no deístas. La confusión surge del hecho de que un modo
útil de explicar el objetivo de toda la filosofía india es decir que es soteriológica —una
soteriología es una doctrina de salvación—, porque busca acabar con el sufrimiento que
es la existencia mediante la comprensión de la verdadera naturaleza de la realidad. Así
pues, todas las escuelas ofrecen un completo paquete de metafísica, epistemología y
ética como sistema, y el que su objetivo práctico sea la huida del sufrimiento ofrece a
muchos una invitación a aplicarles, perezosamente, la etiqueta de religiones.

Las escuelas de filosofía india se denominan dárshanas, una palabra que significa
literalmente «visión» y, por extensión, «vista», en el sentido de punto de vista o
perspectiva. Se dividen básicamente en dos grupos: las ástika, «ortodoxas», y las nástika,
o «heterodoxas». La distinción versa en torno a si la dárshana acepta o no como
fundamental la autoridad de los Vedas, las antiguas escrituras de la India (veda significa
«conocimiento» o «sabiduría»). Las dárshanas que no aceptan la autoridad de los Vedas
son el budismo, el jainismo y la escuela chárvaka, y es la razón por las que se las
considera heterodoxas.

Los Vedas consisten en las cuatro colecciones de textos del Rig-veda, el Yajur-veda, el
Sama-veda y el Atharva-veda. El Rig-veda es el veda de los himnos de sabiduría; los dos
siguientes comparten buena parte del contenido del Rig-veda, pero se aplican sobre todo
en rituales de sacrificio e himnos litúrgicos, respectivamente; el Atharva-veda queda
aparte como una colección de fórmulas para combatir el mal y las enfermedades. Se
considera al Rig-veda el primero, fechado en torno a 1100 a. C., pero procedente de una
larga tradición oral anterior.

Se denomina «periodo védico» a la época entre el 1500 y el 500 a. C. en el noroeste de


la India, cuando los Vedas cobraron forma y, con ellos, en la parte final de esta era, los
manuales de instrucciones, llamados Bráhmanas, para llevar a cabo los rituales védicos,
así como comentarios sobre el significado profundo de los textos y rituales, llamados
araniakas. En parte de estos últimos podemos hallar discusiones filosóficas. Pero los
principales textos filosóficos, en conexión con los Vedas, son los Upanishads. Upanishad
significa literalmente «sentarse a escuchar con atención» (es decir, a un maestro o
profesor) y se los conoce como Vedanta porque se los considera la parte final o secciones
de cierre de los Vedas, y poseedores del significado o propósito profundo de estos.

Se considera Ṣruti («lo oído», en el sentido de «lo revelado», ya sea por contacto con la
deidad misma, o por su aprehensión por parte de los sabios o rishis del pasado en sus
meditaciones) a la literatura védica. Ṣruti se contrapone a Smṛti («lo recordado»), que
describe toda la otra literatura. Varios de los textos Ṣruti admiten haber sido fabricados
por los rishis del mismo modo en que un carpintero fabrica un carruaje.

Del centenar largo de Upanishads, hay diez que se consideran los más importantes y,
entre ellos, el Brijad-araniaka, o «Gran Enseñanza del Bosque», ocupa un lugar
destacado. Fue escrito alrededor del 700 a. C. y se le atribuye al sabio Iagñavalkia.
Comienza así: «En verdad la aurora es la cabeza del caballo listo para el sacrificio,
siendo el sol su ojo; el viento es el aliento del animal, la boca el fuego, y el año su
cuerpo». Esto ofrece una idea equivocada de lo que sigue, pues los intercambios y
discusiones que componen el cuerpo principal del texto constituyen una sorprendente
fuente de conceptos acerca del yo verdadero (Atman) y su unicidad con la realidad
última (Brahman), que aparecen más explícitamente detallados en las dárshanas de la
tradición filosófica.1 El modo en que las tesis se presentan admite una amplia variedad
de interpretaciones, pero es también muy sugerente. El erudito en sánscrito que
introdujo la tradición de los Upanishads en el mundo académico de Occidente, Paul
Deussen (1845-1919), escribió sobre ellos que arrojan «si no la luz más científica, sí la
más íntima e inmediata acerca del secreto definitivo de la existencia», una idea
compartida por Schopenhauer, quien tenía una copia de los Upanishads en su mesa de
noche y dijo de ellos: «En todo el mundo no existe ningún estudio, exceptuando el texto
original, que sea tan benéfico y eleve tanto el espíritu como los Upanishads. Han sido el
solaz de mi vida y serán el solaz de mi muerte».

Antes de examinar con más detalle algunas de las dárshanas, resulta útil hacer un
breve resumen de todas ellas. Las seis escuelas ortodoxas son Samkhya, Yoga, Nyaya,
Vaishésika, Purva Mimamsa (también conocida simplemente como Mimamsa) y
Vedanta (a veces llamada Uttara Mimamsa). Las tres escuelas heterodoxas (hubo otras
escuelas, minoritarias) son, como ya hemos mencionado, chárvaka, budismo y jainismo.

Samkhya es la más antigua de las escuelas ortodoxas, y la creó el autor de los Samkhya
Sutras, el sabio Kapila (siglo VII o VI a. C.). Establece un dualismo de la materia (prakriti)
y la consciencia (purusha, que también significa «espíritu» y «esencia individual») y
considera ambas igualmente reales. Es pluralista al sostener que purusha es múltiple.
Se asocia el Yoga a la escuela Samkhya como aplicación práctica de sus enseñanzas.
Los escritos de un tal Patanjali, fechados en algún momento anterior al siglo V a. C.,
establecieron las técnicas de las posturas, respiración y meditación que posteriores
escuelas de yoga desarrollaron. Los yoga sutras atribuidos a Patanjali, aunque muy
posteriores a los de Kapila, aceptan la ontología y la epistemología Samkhya, y añaden
una dedicación a un tipo de deísmo del que carece la doctrina Samkhya, no deísta.

Fue Aksapada Gautama, en el siglo VI a. C., quien puso por escrito las enseñanzas de
la escuela Nyaya, acerca de epistemología y lógica, en los Nyayasutras. Al proponer una
forma de realismo directo, enfatiza la importancia de la evaluación crítica de las fuentes
del conocimiento (pramanas), que identifica como percepción sensorial, inferencia y
testimonio de expertos.

La escuela Vaishésika es una variante y un desarrollo de la escuela Nyaya. Se dice que


su fundador fue Kanada Kashyapa, quien vivió en algún momento entre los siglos VI y II
a. C. Esta escuela proponía una metafísica naturalista y atomista, y sostenía que todo
está compuesto por átomos indestructibles, indivisibles y eternos (paramanu). Sus
teorías de relaciones y causas son muy sofisticadas. A veces se trata a las escuelas
Nyaya y Vaishésika como una escuela sola.

Purva Mimamsa es lo más cercano, entre las dárshanas, a una religión en el sentido
estándar del término. Es ritualista y exige a sus seguidores una fe incuestionable en los
Vedas, la observancia de los sacrificios que estos exigen (especialmente los sacrificios de
fuego) en la creencia de que, si no se realizan, el universo sufrirá efectos perversos. Por
ello, otro nombre de Purva Mimamsa es Karma Mimamsa, debido a su atención en la
acción o karma. Sin embargo, no es deísta en sentido directo; sus primeros seguidores
no daban importancia a las deidades, pero posteriores desarrollos de la perspectiva
acabaron importando elementos deístas. El fundador de la escuela, Jaimini, vivió en el
siglo IV a. C. Sostenía que el testimonio verbal, la Palabra o Shabda de los Vedas, es la
única fuente fidedigna de conocimiento. La escuela consideraba los Vedas como
apaurusheya, «reveladas por sí mismas», «no escritas», y sostenía que eso apoyaba su
autoridad.

La Vedanta, o Uttara Mimamsa, es la escuela cuya metafísica es lo suficientemente


similar al budismo como para que resulte un tanto familiar a ojos occidentales. Vedanta
significa «final de los Vedas», y por ello toma gran parte de su inspiración de los
Upanishads. Enseña que el mundo es una ilusión, Maya; una de las ramas de Vedanta,
obra del sabio Adi Shánkara, del que se dice que vivió en el siglo VIII a. C., enseña la
doctrina de advaita, el no dualismo, que enfatiza el tema de los Upanishads de que el
alma individual, o Atman, y la realidad definitiva, o Brahman, son una y la misma cosa.
La Vedanta subraya las ideas de reencarnación (punarjanma), así como el efecto del
karma acumulado en cuanto a las perspectivas de reencarnación y de liberación
definitiva.

La más antigua de las escuelas heterodoxas es Chárvaka, también conocida como


Lokáyata (aunque podría tratarse de una escuela con una doctrina tan cercana a
Chárvaka que se acabaron fundiendo). Se remonta al siglo VIII a. C. Es atea y
materialista en su metafísica y empirista en epistemología, considerando la percepción
directa como la principal fuente de conocimiento.

El budismo lo fundó Siddharta Gautama, quien vivió en algún momento entre el siglo
VI y finales del siglo IV a. C., más probablemente esto último. Se trata de una filosofía
atea que enseña un medio de liberación del sufrimiento, al igual que otras escuelas,
pero con una metafísica radicalmente diferente, que niega la realidad tanto del Atman
como del Brahman. Con el tiempo, posteriores versiones del budismo fueron añadiendo
aderezos sobrenaturales, como hacen casi todos los sistemas cuando se convierten en
una perspectiva y en un sistema popular para lidiar con la vida cotidiana (popular
significa, aquí, «del pueblo»). El budismo se ha hecho conocido en todo el mundo, y
atrae tanto interés como seguidores, aunque ya no tenga una gran presencia en su país
de origen. Las leyendas acerca de Buda (que fue un príncipe que vivió una vida
regalada hasta que un día abandonó su palacio y vio el sufrimiento del mundo)
crecieron con el paso de los siglos. Lo único que permanece de la doctrina básica en
todas las escuelas budistas es la doctrina de las Cuatro Nobles Verdades y el Óctuple
Sendero hacia la liberación de la existencia mediante el logro del nirvana (la extinción).
Las Cuatro Nobles Verdades son que la vida es sufrimiento; que el sufrimiento surge
del deseo y la ignorancia; que se puede huir de ese sufrimiento y que se puede
conseguir esa liberación viviendo una vida ética y meditando. El Óctuple Sendero
consiste en la Visión Correcta (comprensión), la Emoción Correcta, el Hablar Correcto,
el Actuar Correcto, el Medio de Vida Correcto (un trabajo que no cause daño a otros), el
Esfuerzo Correcto, la Atención Consciente Correcta y la Meditación Correcta.

Se dice que el jainismo existió durante mucho tiempo antes de cobrar un nuevo
impulso gracias al sabio Mahavira, en el siglo VI a. C. Los jainas lo consideran el
vigésimo cuarto tirthankara, o descubridor de un vado a través del mar de eternos
nacimientos y muertes (samsara). Los tirthankaras son quienes alcanzan la auténtica
comprensión de la naturaleza del yo, y son, por lo tanto, capaces de atravesar samsara y
dejar tras de sí un camino que otros pueden seguir y, de ese modo, lograr la liberación
(moksa). Es una doctrina atea, que predica el ascetismo y ahimsa (no violencia).
Las escuelas ástika son los afluentes que van a dar en el hinduismo, una serie de
perspectivas y prácticas relacionadas que, a lo largo de su evolución, se volvieron
deístas durante el surgimiento de la llamada «síntesis del hinduismo», entre el 500 y el
300 a. C. Fue durante esta época que se proclamó la autoridad de los Vedas, así como la
integración de los escritos Smṛti, destacando entre ellos el Majabhárata y el Ramayana, y
en especial la sección de este último denominada Bhagavad-gītā, que tiene un estatus tan
alto en el hinduismo que a veces se la considera Ṣruti en lugar de Smṛti, «oída» más que
«recordada».

De entre las escuelas nástika, el budismo, en sus muchas y variadas formas, y el


jainismo, en una de sus dos formas tradicionales principales, continúan existiendo. La
escuela Chárvaka se extinguió hace mucho.

Todas las escuelas comparten gran parte de su perspectiva: parte o todos los temas
del sufrimiento, la liberación mediante la extinción, tras conocer la verdadera
naturaleza de la realidad o la acumulación de suficiente karma, la naturaleza ilusoria de
la experiencia cotidiana, el ascetismo y la meditación como potenciadores del proceso
de liberación... todas estas cosas aparecen una y otra vez en todas las escuelas, y giran
en torno a una misma preocupación central compartida: el objetivo de escapar del
sufrimiento. Las diferencias estriban sobre todo en los detalles técnicos de carácter
epistemológico o metafísico subyacentes a estos temas.

Un vistazo más detallado a algunas de estas dárshanas nos da una idea más adecuada
de su sofisticación filosófica. Miremos, por ejemplo, el dualismo de Samkhya. No se
trata de un dualismo «mente-materia» como en la tradición occidental, sino un
dualismo entre la consciencia y todo lo que no es consciencia, es decir: purusha y prakriti,
respectivamente. Es más: purusha es consciencia pura, algo más fundamental que lo que
comúnmente podemos denotar con el término mente.

Samkhya sostiene que prakriti —todo lo que no es consciencia— consiste en tres


cualidades o propiedades (gunas) sumadas, respectivamente: sattva, o «esencia», cuyo
concepto sugiere iluminación, claridad, armonía, bondad; rajas, o «polvo», un concepto
que sugiere actividad, pasión, movimiento, cambio; por último, tamas, u «oscuridad», el
concepto que sugiere letargia, pesadez, desesperación, caos. El prakriti es estable, en un
estado de latencia o potencialidad pura, cuando los tres gunas están equilibrados.
Cuando entre ellos hay desequilibrio, se sucede una secuencia de acontecimientos, en
que el prakriti se manifiesta en 23 estructuras independientes entre sí llamadas tattvas.
La más elevada es buddhi, voluntad o intelecto, que aunque no es consciente, está tan
cerca de la purusha que lo parece. Las demás estructuras, repasando la lista
rápidamente, son un sentido de la individualidad que podríamos llamar «egoidad»; las
capacidades animadas de sentir, hablar, moverse, comer y procrear; los «elementos
sutiles» del sonido, el gusto, el tacto, la vista y el olfato, y los «elementos groseros» de
espacio, aire, fuego, agua y tierra, que, en sus respectivas combinaciones, constituyen
los objetos cotidianos de nuestro mundo físico.

Según la epistemología Samkhya, las tres fuentes fiables de información son la


percepción, la inferencia y el testimonio de expertos, por orden de importancia.
Sabemos que hay un incendio cuando lo vemos; sabemos, con un grado de falsabilidad,
que hay un incendio cuando inferimos su existencia del humo que vemos a distancia;
sabemos, con un grado aún mayor de falsabilidad, que hay un incendio que no
podemos ver ni inferir, porque nos los dice un testimonio fiable. En la percepción, los
órganos sensoriales perciben los objetos —el ojo, los colores; el oído, los sonidos—, y
estas percepciones, a su vez, se organizan en una representación de la mente (manas) a
la que el ego (ahamkara) aporta su perspectiva y a la que el intelecto (buddhi) aporta el
entendimiento. Esta triple combinación constituye el conocimiento. Como esto
demuestra, manas, ahamkara y buddhi son los tres elementos constitutivos de aquello a lo
que en español damos el nombre genérico de «mente». Esta mente tripartita no es la
purusha, pero la purusha «da fe» de esta actividad, aportando así la consciencia a ella. Un
símil sería que la purusha es el señor de la casa; la mente tripartita es el portero y los
sentidos son las puertas.

El aspecto soteriológico de Samkhya —es decir, la doctrina acerca de la liberación del


sufrimiento— posee una sutileza que surge del hecho de que la purusha es, en términos
ontológicos, totalmente distinta del prakriti, es decir, es un orden totalmente distinto de
la realidad. La doctrina no es que la purusha, como Yo Auténtico, deba liberarse de los
vínculos del prakriti, porque, como orden distinto de la realidad, la purusha no puede
estar en ninguna relación —excepto la de presenciar— con nada que sea o surja del
prakriti. Más bien, la liberación consiste en darnos cuenta de que uno no está atado
por/ni al prakriti; consiste en reconocer la diferencia ontológica y su implicación de que
la purusha ya es, y siempre ha sido, libre. Una característica común a las soteriologías
indias es que son gnósticas: la liberación consiste en obtener conocimiento; la fuente del
sufrimiento es la ignorancia.

La causalidad es un tema importante en las dárshanas. Las enseñanzas de Samkhya al


respecto son que los efectos existen con anterioridad a sus manifestaciones, en forma de
latencia en sus causas. La causalidad es la manifestación de lo que ya estaba implícito
en la causa. La importancia de esto para la metafísica de Samkhya es que implica que el
mundo, como emanación de lo absoluto (el Brahman) estaba ya en el absoluto antes de
su manifestación. En términos del prakriti, la idea parece ser que la causalidad es el
despliegue de la causa misma en efecto. Para justificar esta idea, Samkhya dice que no
exige llevar a existencia nada que no existiera de antemano, y que explica por qué los
efectos son siempre de la misma naturaleza que sus causas: las vacas siempre dan a luz
a otras vacas.

Se considera a Samkhya la menos desarrollada o sofisticada de las dárshanas por ser la


primera. Las filosofías (o, debido a la conexión entre ellas, la filosofía) de la escuela
Nyaya-Vaishésika no solo está más desarrollada, sino que tiene rasgos similares, en sus
grandes ideas, a las grandes ideas de la metafísica occidental.

Nyaya puede traducirse como «lógica» y gran parte de su debate tiene que ver con los
métodos de demostración. Vaishésika es una filosofía de la naturaleza, que intenta
identificar la gama de cosas a las que se aplican la cognición y el lenguaje, y
proporcionarles así una base objetiva. Los primeros comentaristas y desarrolladores de
estas dos ideas las conectaron; comentaristas y desarrolladores muy posteriores —de los
últimos siglos del primer milenio d. C.— les dieron una dimensión deísta y asociaron la
escuela unificada con la adoración a Shiva.2

Una idea definitoria de Nyaya-Vaishésika es que «la existencia es la capacidad de


conocer y la capacidad de nombrar». Durante su época clásica, Vaishésika desarrolló
una sofisticada teoría de la causalidad que implicaba un conjunto de «existentes
primarios», o padarthas, rigurosamente definidos: de sustancia, de calidad, de
movimiento, particular, universal, de inherencia y de no existencia. El término en
sánscrito padartha significa, etimológicamente, «referente (artha) de una palabra (pad)», y
las primeras tres categorías, de sustancia, calidad y movimiento, se consideran
primarias. Pero todas las categorías tienen astitva, que significa «-icidad», es decir,
existencia, exigida para poder ser conocidas y nombradas. Son, por lo tanto, reales y
objetivas. La «no existencia» o «ausencia», añadida a la lista de categorías
posteriormente, tiene, de igual modo, existencia separada, pues se puede conocer y
nombrar la ausencia de algo.

Hay nueve sustancias en la categoría de sustancia: tierra, agua, aire, fuego, éter,
tiempo, espacio, yo y mente. Hay veinticuatro cualidades en la categoría de cualidad,
una lista muy dispar que incluye cualidades sensoriales de color, sonido y olfato, y
abstracciones como odio, mérito y cercanía. En la categoría de movimiento hay cinco
tipos: lanzar hacia arriba, lanzar hacia abajo, expansión, contracción e ir. Todas las
categorías están atravesadas por asociaciones particulares entre cualidades y sustancias:
la tierra está relacionada con el olor; el agua, con el gusto; el fuego, con el color, etcétera.
El yo se asocia con el conocimiento, el placer, el deseo, la frustración y el odio, entre
otras cualidades.
Las sustancias (dravya) pueden ser permanentes e impermanentes. Las sustancias
permanentes, por indestructibles, son los átomos y aquello que constituyen. Los átomos
no son solo definitivos en el sentido ontológico —no hay nada en lo que se puedan
dividir como reza su nombre—, sino que son también individuales y totalmente
distintos entre sí. La expresión antya vishesha que indica esto es una de las fuentes del
nombre de la escuela, Vaishésika. Por su naturaleza, los átomos se unen y separan para
formar las sustancias de tamaño intermedio y que son, por lo tanto, impermanentes. El
espacio, el tiempo y los yoes son, sin embargo, totalmente individuales e infinitos en
tamaño (aunque cada yo queda restringido y luego vinculado a un cuerpo físico).

La escuela distinguía entre «ser blanco» como cualidad y «blancura» como universal.
Esto tiene relación con el fundamental modelo sustrato-propiedad de su ontología: la
sustancia, o dharmin, posee la propiedad, o dharma, de modo inherente en ella; la
inherencia, o samavaya, es un concepto especial en su doctrina. Una reformulación
técnica de las afirmaciones normales del lenguaje en forma dharmadharmin proporciona
una explicación ontológicamente clara de lo que se está diciendo: hablar de, o pensar en,
una vaca, es hablar de, o pensar en, una vaquedad universal que se sustancia en una
localización X (el sustrato) por la relación de inherencia, lo que da como resultado algo
así como «la vaquedad está haciéndose inherente aquí». Se ha señalado que, de un modo
incluso más acusado que el alemán, en sánscrito los términos pueden componerse y
complementarse tanto para acentuar la abstracción como para nominalizar las
abstracciones de tal modo que una referencia a ellas les imputa realidad independiente.
Una consecuencia de ello es que se trata la relación de inherencia como algo
independientemente real. Se creyó que esto era necesario debido a que la unidad de
cosas inseparables (por ejemplo, una superficie y su color) compuestas por una
sustancia y una cualidad exige que lo que las vincula sea tan real como ellas.

La doctrina Vaishésika de samavaya —inherencia— es una parte fundamental de su


cosmología realista. La inherencia se encuentra a medio camino entre la parte y el todo,
la cualidad y la sustancia, la acción y la sustancia, los caracteres genéricos y sus
manifestaciones individuales, la sustancia eterna y la individualidad última de los
átomos. De la escala más diminuta a la más gigantesca, todo se mantiene unido gracias
a samavaya.

La inherencia es uno de los tres tipos de causa reconocidos por la escuela: inherente,
no inherente y eficiente. La causa inherente es aquella en la que el efecto se hace
inherente, como a la tela es inherente la urdimbre de su tejido. La causa no inherente es
correlativa, ya sea de la causa o del efecto. Por ejemplo: la posición de las hebras en la
urdimbre es una causa no inherente de la tela (podrían haber estado tejidas de otra
manera). La causa eficiente es la labor del telar que urdió las hebras en un tejido. La
doctrina Vaishésika difiere notablemente de la idea de Samkhya de que el efecto debe
existir en la causa, y sostiene que el efecto debe ser una nueva existencia, no contenida
en la causa, sino creada de cero por esta. Una causa se define como «un precedente
invariable del efecto», para evitar tratar cualquier cosa, o todo, lo que ha precedido un
efecto como parte de su causa. Para evitar las dificultades en torno a cuánto tiempo ha
de pasar, o cuántos factores pueden llegar a intervenir, entre una causa y su efecto, se
añade la cualificación de que una causa no puede quedar «demasiado alejada» del
efecto, y la lejanía o relevancia se definen de varias maneras en función de la longitud y
naturaleza de la cadena de factores que intervienen.

En Nyaya-Vaishésika se consideran válidas cuatro pramanas, o formas de cognición:


percepción, inferencia, comparación y testimonio. En el gran debate entre los filósofos
de esta escuela y los budistas, los últimos sostenían que solo hay dos formas de
cognición válidas, percepción e inferencia. El gran erudito budista Nagarjuna, en el
siglo II d. C., desafió a la escuela Nyaya-Vaishésika a que explicase qué era lo que
validaba los pramanas. Si la afirmación de conocimiento se basa en la percepción, ¿qué
justifica la percepción como base del conocimiento? Aquí existe la amenaza de un tiro
por la culata en forma de regresión; es paralelo al problema de la inducción como forma
de razonamiento, cuya única justificación parece ser la base inductiva de éxitos pasados.
Los pensadores de Nyaya-Vaishésika podían responder que los pramanas se validan a sí
mismos, puesto que demuestran su validez cuando validan afirmaciones de
conocimiento, del mismo modo en que la luz de un candil ilumina el candil que la
produce. Nagarjuna respondió que este tipo de ejemplo solo funciona si pensamos en la
luz del candil como si no fuera luz al principio, lo que resulta contradictorio.

Los Nyayasutras definen la percepción, o pratyaksa, como una conexión no verbal y


directa entre sentido y objeto. Con el tiempo el concepto evolucionó y pasó de centrarse
en el acto de percibir, según la escuela clásica Nyaya-Vaishésika, al percepto mismo, un
cambio que fue atacado por críticos budistas, que forzaron un regreso tardío (en el siglo
VI d. C.) a la insistencia en el acto en lugar de en su contenido. Se explica que el error y
la ilusión poseen tres fuentes: una es creer que existe algo que no existe. Otra es creer
que algo que solo existe en la consciencia existe fuera de la consciencia. La tercera es el
caso en el que lo percibido no puede ser considerado irreal, porque se percibe; y aun así,
lo que uno creía que estaba siendo percibido no es real, sino algo más, una ilusión o
error perceptivo, por ejemplo, ver un arbusto en la oscuridad y creer que es un perro.

El reino natural de Nyaya es, como hemos mencionado, la lógica. Su clásico esquema
de inferencia tiene esta forma: primero está la afirmación de una posición, seguida por
los argumentos a su favor, seguidos por las pruebas a su favor; luego, la afirmación del
principio general implicado, luego una demostración de que el caso en cuestión cae
dentro del mismo principio, y luego la conclusión de que la afirmación de posición es
correcta. Un ejemplo Nyaya es, pues, como sigue. Proposición: hay un incendio en las
colinas. Pruebas: hay una columna de humo por encima de las colinas. Principio: donde
hay humo, hay fuego. Asunción: este acontecimiento particular de una columna de
humo sobre las colinas está de acuerdo con el principio que conecta humo y fuego.
Conclusión: esto demuestra la proposición de que hay un incendio en las colinas. La
metateoría de estas inferencias utiliza una interesante anticipación del empleo de
técnicas similares a las de Venn, o de conjuntos teóricos, de inclusión y exclusión de
clases y tipos: así, lo que se propone ha de referirse a algo que caiga dentro de la clase
de cosas cubierta por el principio o, si se cita un ejemplo en negativo, ha de caer fuera
de ella (pongamos, como variación, el ejemplo de «no hay un incendio en las colinas»
inferido de la ausencia de humo) y el concepto de aquello referido por el término sujeto
de la proposición a probar ha de caer, de igual modo, dentro del concepto de prueba de
campo ofrecida. Y así siempre.

La Nyaya-Vaishésika es una tradición filosófica viva. Navya-Nyaya es una forma


especialmente desarrollada de ella, que desde finales del siglo XIII hasta el presente ha
ocupado una posición similar, con respecto a sus antecedentes clásicos, a la que ocupa
la moderna filosofía occidental en relación con la filosofía occidental clásica. Sus teorías
de universales, verdad y conocimiento, como apenas apunta el rudimentario esbozo
que he hecho, es del máximo interés y refinamiento, y ofrecen una comparación
reveladora y enriquecedora con los mismos temas en la filosofía occidental.

Las escuelas de filosofía ástika comparten un mismo punto de partida, ya sea en forma
monista o dualista, en la concepción upanishádica de la relación entre el Atman (yo,
alma) y el Brahman (lo absoluto, la realidad como un todo, el yo universal). Según la
idea upanishádica clásica, Atman y Brahman son dos lados, el subjetivo y el objetivo, de
la misma realidad; son, como enseña la forma no dualista de Vedanta, advaita, una y la
misma cosa. Este es el significado del Mahavakya, o «Gran Sentencia», de los Upanishads,
tat tvam asi, «eso eres tú», del que se interpreta que implica «yo soy eso», y por eso
mismo, «Atman es Brahman». La articulación de esta concepción de la naturaleza última
de la realidad, junto con el desarrollo en detalle de los aspectos metafísicos y
epistemológicos de una idea que identificase la ruta correcta hacia el resultado
soteriológico —cómo lograr la liberación del sufrimiento superando la ignorancia que es
su causa fundamental— es el objetivo de las escuelas ástika.

El budismo afirma que esto es un error. En directa contraposición con los programas
ástika, el budismo afirma que no hay Atman, ni Brahman, ni realidad absoluta; no solo no
existe el yo, sino que no hay permanencia de ningún tipo. La postulación de la
existencia (e intento de explicar la naturaleza) de un yo permanente no solo es un
objetivo erróneo, sino que constituye la fuente misma del sufrimiento. La
argumentación rigurosamente crítica de los pensadores budistas persigue una
reducción del pensamiento fenoménico y sus objetos, para lograr un conocimiento
liberador del dharmadhatu, «cómo son las cosas realmente».

Las escuelas budistas discutían entre sí con un alto nivel de sofisticación. Un modo de
ilustrar esto es hacer referencia a una distinción señalada en los textos de los
Abhidharma, que se remontan al siglo III a. C. en adelante, y que consisten en
comentarios y desarrollos de los sutras o enseñanzas del Buda. La distinción es entre
existencia primaria o sustancial, y existencia secundaria, conceptual o derivada. La
escuela Madhyamaka sostenía que todo existe de modo secundario, y que cuando se
buscan existentes primarios no se encuentra nada. Si se intentan reducir los existentes
secundarios a existentes primarios, que son su base putativa, la reducción lleva al vacío:
nada posee existencia inherente. Traducido al lenguaje de la verdad, esto equivale a
afirmar que «la verdad definitiva es que no hay verdades definitivas». Pero el vacío, o
sunyata, es en sí mismo consecuencia de causas y condiciones, no en el sentido de que
hubo antaño existentes primarios que dejaron de existir, dejando atrás los existentes
secundarios, sino en el sentido de que las cosas que tomamos por reales en nuestra
experiencia de ellas son meras convenciones sin sustancia. Comprender que son vacías,
carentes de sentido, insustanciales, un mero fluir de nadas... implica considerarlas
indignas de nuestro deseo de tenerlas. En tanto que las creamos sustanciales, somos
ignorantes en cuanto a su verdadera naturaleza, y es de ahí de donde surge el
sufrimiento.

La escuela Yogachara pensaba que la doctrina de la escuela Madhyamaka era


insostenible, basándose en que nada puede ser existente secundario sin que haya un
existente primario con respecto al cual ser secundario. Por ello tuvo que postular un
existente primario, y nominó para ese papel al flujo de consciencia no dual: «solo
mente» o cittamatra. Como sugiere su nombre, los partidarios de la escuela Yogachara
tenían un especial interés en la meditación, lo que explica su motivación para identificar
el existente primario con lo que yace en el nivel fenomenológico más profundo de la
consciencia desatada en meditación. Sin embargo, la doctrina de Yogachara de los Tres
Aspectos, que especifica la naturaleza del cittamatra, demuestra que la definición de la
argumentación —el vacío, aunque descrito de un modo distinto— es la misma que en la
doctrina Madhyamaka. El primer aspecto es el reino de la dualidad sujeto-objeto, que es
como piensan del mundo aquellos que no han sido iluminados, como demuestra el
lenguaje que emplean. El segundo aspecto es el aspecto «dependiente», el flujo de
experiencia que el no iluminado polariza incorrectamente en sujeto y objeto, pese a que
el flujo de experiencia es lo único que hay. El tercer aspecto «perfeccionado» es la
verdad sobre las cosas, a la que se llega mediante la meditación: vacío, pero redefinido
como «no dualidad».

En la escuela Dinnaga-Dharmakirti solo se reconocen dos modos de cognición:


percepción e inferencia. Constituyen la «cognición correcta», en tanto es «conocimiento
no contradicho por la experiencia». El argumento de la escuela Dinnaga para que haya
solo dos modos de cognición es que la experiencia cotidiana solo nos ofrece dos
aspectos: el particular, que es lo que percibimos, y el universal, que es lo que inferimos.
Los universales no son reales, y la percepción de un particular se da solo
momentáneamente; ese momento consiste en una percepción «no construida», mientras
que lo que le sigue inmediatamente está «construido» por la atribución interpretativa de
cualidades y propiedades, es decir, de universales. La percepción construida puede, no
obstante, llevar a acciones correctas y, por lo tanto, en virtud de no ser contradicha por
la experiencia, cuenta como conocimiento. Dado que se podría decir de esta idea que
gravita en torno a la distinción entre «conocimiento por familiaridad» y «conocimiento
por descripción», podemos ver la clara similitud con ideas como las de Russell en la
epistemología occidental moderna (véase p. 463-464).

La escuela Dinnaga sostenía que hay cuatro tipos de percepción: percepción sensorial,
percepción mental, percepción yóguica (extrasensorial) y percepción reflexiva o
autoconsciencia. Otros eruditos budistas criticaron la inclusión de la última como forma
de percepción, pues entendían que implicaba una «consciencia de estar consciente», lo
que implicaba a su vez un yo (¿un yo superior?), lo cual, en una doctrina que enseña la
no realidad del yo, no deja de suponer una complicación.

La escuela Dinnaga-Dharmakirti desarrolló ideas influyentes en lógica y


epistemología, y el Hetucakra (rueda de razones) de Dinnaga, que mostraba todas las
posibles combinaciones de un razonamiento con sus ejemplos positivos y negativos,
especificaba cuáles de ellas constituían inferencias válidas. De las nueve combinaciones,
solo dos son válidas: en ambos casos, cuando el razonamiento (hetu) está presente en el
sujeto y en el ejemplo positivo y ausente del ejemplo negativo. Por ejemplo: al juzgar
que hay un incendio en aquellas colinas porque uno ve el humo, y tener un ejemplo
positivo de fuego y de humo conectados (por ejemplo, un fuego en la cocina) y un
ejemplo negativo en el que nunca hay conexión entre humo y fuego (por ejemplo, en las
aguas de un lago).

Para los jainas —cuyo nombre procede de jina, «victoria», y que implica vencer al
sufrimiento superando el ciclo de renacimientos hasta la liberación de la no existencia—
, el camino para la liberación consiste en la no violencia (ahimsa), el desapego
(aparigraha), el ascetismo y la aceptación de que la realidad es infinitamente compleja y
multifacética (anekantavada) de tal modo que nunca es posible ofrecer una sola y única
descripción de algo. Esto significa que todo lo que pensemos o digamos tan solo puede
ser parcialmente verdad, y lo es «tan solo desde cierto punto de vista» (syadvada). Todo
punto de vista tiene parte de razón, de modo que «desde cierto punto de vista, X es» y
«desde cierto punto de vista, X no es» son simultáneamente posibles. Por lo tanto, la
doctrina jainista de la sustancia concede que decae y a la vez es estable. Afirmar que es
definitivamente de un modo u otro es «unilateral» (ekanta) e incluso extremista. Los
paralelismos con el escepticismo son sorprendentes. Se ha sugerido (véase p. 171) que
Pirrón de Elis visitó la India y aprendió su perspectiva filosófica de los «filósofos
desnudos», los gimnosofistas; estos bien podrían haber sido jainistas, pues los más
devotos de entre ellos solían ir siempre desnudos.

Las únicas fuentes de conocimiento acerca de la escuela Chárvaka-Lokáyata son los


comentarios hostiles y críticos de sus adversarios. Informan de que la escuela era
empirista, materialista y hedonista. Era radicalmente empirista en su epistemología, y
sostenía que la percepción sensorial es la única vía válida de cognición; era
radicalmente materialista en su metafísica, al negar la existencia de las almas, de los
dioses o de una vida después de la muerte; se dice que era hedonista en cuanto a su
ética, a que alababa las virtudes del placer. Lokáyata significa «de la gente», y es posible
que al principio se refiriese a las nociones materialistas y mundanas, y al estilo de vida
de la gente normal y corriente. Pero acabó significando «escéptico», porque la
restricción a la experiencia sensorial como único medio válido de adquisición de
conocimiento implica que la inferencia es inherentemente dudosa y condicional, algo
que la escuela aceptaba.

Chárvaka es el nombre del supuesto fundador de la escuela, aunque existe un


fundador más antiguo, supuesto autor de un sutra perdido, llamado Barhaspatya. Se dice
del Barhaspatya-sutra que, según él, la percepción no nos dice nada acerca de la
reencarnación, o de si los rituales y sacrificios sirven para algo, o de si existen otros
mundos, como cielos e infiernos, o si las acciones producen consecuencias buenas o
malas en esta vida o en otras supuestas. Por lo tanto, no hay razón para creer en nada
de todo esto. En lugar de ello, la percepción nos dice que las cosas naturales son sus
propias causas; que sus propiedades residen en y surgen de su constitución física. La
consciencia es consecuencia de procesos físicos en el cuerpo. Dado que la existencia
física es la realidad, el placer y el rechazo al dolor son buenos. Se dice, a modo de
crítica, en el Sarva-siddhanta Samgraha, que la idea de cielo de la escuela Chárvaka era
«comida deliciosa, jóvenes hermosas, buena ropa, perfumes y guirnaldas», mientras que
moksha, la liberación de la extinción, se daba de modo natural e inevitable con la muerte.
La idea de la vida que sostiene (o que acepta funcionalmente) la mayor parte de la
gente en las sociedades civilizadas de hoy en día es precisamente la de la escuela
Chárvaka.

Estos esbozos e ideas de algunas de las escuelas filosóficas indias pretenden subrayar
que, de tener la competencia lingüística necesaria para un estudio detallado de ellas,
proporcionarían un gran discernimiento sobre problemas que son tan fundamentales
para la filosofía occidental como para ellos. Se ha conjeturado que hubo comunicación
entre los pensadores indios y los griegos: el gran Imperio persa abarcó ambos mundos,
Oriente y Occidente, durante muchos siglos, y sería implausible pensar que no hubiera
contacto o intercambio de ideas. El griego y el sánscrito son descendientes de un
lenguaje común previo, el indoeuropeo o ario, y los lenguajes contienen pistas de las
cosmologías de sus usuarios en sus vocabularios o estructuras; ideas de sustancia y
propiedad, causalidad, conocimiento, mente y consciencia, la pregunta de si aquello
que encontramos en nuestra experiencia cotidiana es un reflejo fiel o uno engañoso de la
naturaleza verdadera de la realidad... Se trata de cuestiones que yacen en el corazón
mismo de la filosofía, y las tradiciones de pensamiento indio y occidental las enfocan de
modos notablemente similares.
14

La filosofía china

El confucianismo, el moísmo, el taoísmo y el legalismo son las principales escuelas de


pensamiento filosófico de China. A partir del siglo I d. C. también el budismo se
convirtió en una influencia, y fue dominante durante las dinastías Sui (581-618) y Tang
(618-960). Pero más allá de estos periodos (y de otros más breves), el confucianismo fue
la perspectiva dominante. Durante la dinastía Han (206 a. C.-220 d. C.), los exámenes de
acceso al funcionariado imperial se basaban en textos confucianistas; cuando la dinastía
Song (960-1279) sustituyó a la Tang, se reintrodujeron los exámenes al funcionariado
basados en textos confucianistas, y la práctica duró los mil años que transcurrieron
desde entonces hasta 1905 (exceptuando el periodo de la invasión de la dinastía
mongola Yuan, 1279-1368).

La clasificación de las escuelas filosóficas de la época pre-Han se debe a Sima Qian


(145-86 a. C.) y sus Memorias históricas, conocidas en chino como Shiji.1 Este notable
hombre había heredado de su padre el título de historiador de la corte, pero había caído
en desgracia por una intriga política y había sido castrado y encerrado en prisión, y se
esperaba de él que, como todos los eruditos que habían sufrido prisión, se suicidara tras
ser liberado. Pero él se negó a hacerlo con tal de continuar su gran trabajo histórico. Su
libro es la primera gran obra de la historiografía china, y —excusando su clara
tendencia confucianista— constituye un valioso recurso. Los tratados posteriores, y
sobre todo en los textos de las escuelas mismas, introdujeron numerosas correcciones a
la obra de Sima Qian, pero esa obra hizo mucho por establecer la clasificación
tradicional del pensamiento chino, y en especial el estatus de Confucio, para el resto de
la historia de China.

De Confucio mismo —Kong Fuzi, o «maestro Kong»— se dice que nació en el estado
de Lu, en el 551 a. C., y que murió en el 479 a. C., lo que coloca el acontecimiento solo
cinco años antes del nacimiento de Sócrates, y a un año o dos del nacimiento o de la
muerte de Siddharta Gautama (en función de que se acepten las fechas más tardías o
más tempranas de su vida). Lu era un Estado vasallo del reino Zhou (h.1046-256 a. C.)
en la zona aproximada de la actual provincia de Shandong, en China oriental. Lu es
importante en la historia de China no solo como lugar natal de Confucio, sino también
de Mozi (470-391 a. C.), fundador del moísmo, y como tema de los Anales de primavera y
otoño, una crónica de la historia del Estado que cubre el periodo entre el 722 y el 481 a.
C. Según Mencio (Meng Zi, 372-289 a. C.), el segundo filósofo más importante de la
escuela confucianista, los Anales... fueron escritos por el propio Confucio, por lo que se
los coloca en los Cinco Clásicos que se le atribuyen. Los otros cuatro son el Clásico de
poesía (Shijing, también llamado Libro de las canciones o Libro de las odas); el Libro de la
historia (Shujing); el Registro de los ritos, y el Libro de las mutaciones (Yijing).

En la época del nacimiento de Confucio, el reino de Zhou estaba en declive, y así


había estado durante más de un siglo. Los muchos pequeños Estados vasallos que
otrora había dominado se habían empezado a convertir en Estados más grandes que
competían entre sí por la hegemonía. Los combates que tuvieron lugar en el continente,
entre los siglos V y III a. C. dieron a la época su nombre de «periodo de los Reinos
Combatientes». En las Analectas (Lunyu), texto de enseñanzas confucianistas que se dice
compilado por sus discípulos y seguidores (pero casi con certeza editado a la vez
mucho más tarde, en los siglos I o II d. C.), se describe cómo Confucio contempla con
reproches la historia de la primera época del reino de Zhou, considerada una era
dorada.

Es probable que de joven Confucio ocupara un puesto de funcionario, pero estaba


ansioso por aportar sus ideas al primer gobernante que quisiera oírle, y por ello viajó
por el fragmentado reino de Zhou en busca de una audiencia. Había muchos como él,
los llamados Ru o intelectuales, y todos intentaban lo mismo. No tuvo éxito, pero a lo
largo de su esfuerzo acumuló un buen número de seguidores. Durante siglos, a las
Analectas se las consideró tan solo como comentarios de los Cinco Clásicos, y por ello el
estatus relativamente menor que poseían podría explicar por qué casi tres cuartas partes
de las frases que Mencio atribuye a Confucio no aparecen en las Analectas, teniendo en
cuenta que sus fuentes, en otras compilaciones, se perdieron mucho tiempo atrás.
Mucho más tarde, durante la dinastía Song, cuando se devolvió a Confucio la
reputación de la que había gozado durante la dinastía Han, se otorgó a las Analectas el
estatus de texto de máxima autoridad, y se lo incluyó entre los Cuatro Libros, junto con
el Libro del Gran Saber (Da Xué), la Doctrina de la medianía (Zhongyong) y el Mencio
(Mengzi). El Da Xué es un capítulo del Registro de los ritos que incluye un comentario de
un erudito confucianista llamado Zengzi. El Zhongyong es también un capítulo de los
Registros, en el que se dice que colaboró el nieto de Confucio, Zisi. El Mengzi es el libro
escrito por Mencio, que establece la doctrina confucianista y sus propios desarrollos de
esta en forma de largas conversaciones con varios reyes y gobernantes. Los Cuatro
Libros y los Cinco Clásicos son el corpus sobre el que se basa la tradición confucianista
y, por lo tanto, la cultura de China durante gran parte de los últimos dos mil años.

La argumentación de Confucio era que si quienes ostentan el poder del gobierno se


comportan con ética —es decir, con propiedad y benevolencia— crearán una buena
sociedad. Una vida disciplinada, mediante la correcta observancia de rituales y
formalidades, conseguiría esto. Una clave para el logro de la armonía social y el orden
correcto es cómo observar las relaciones entre gobernante y gobernado, entre padre e
hijo. Un párrafo de las Analectas relata una anécdota en la que a Confucio le hablan de
una aldea que cuenta con un «hombre íntegro» porque denunció a su padre a las
autoridades por robar una oveja. Confucio le respondió: «Entre mi gente, los hombres
íntegros hacen las cosas de una forma diferente: el padre encubre al hijo, el hijo encubre
al padre y hay integridad en lo que hacen». Esto puede parecer cuestionable a la
moderna sensibilidad occidental —que la lealtad supere a la honestidad—, pero, con
una interpretación generosa (y una que, además, es conforme a todo lo demás que dice
Confucio), la argumentación que hace es que, si todas las relaciones se llevaran a cabo
correctamente, no habría habido maldad acerca de la cual mentir.

La teoría funciona de arriba abajo: si los gobernantes se comportan bien, los padres
serán buenos padres, los hijos crecerán bien y respetuosos, y por lo tanto la sociedad
será armoniosa y florecerá. La dirección del flujo ético es desde aquellos que ocupan
posiciones de autoridad, que fijan los estándares y ejemplos de buena conducta, hacia
aquellos que dependen de ellos. En consecuencia, quienes deben dar ejemplo han de
observar los más altos estándares de conducta.

Los dos conceptos fundamentales de la ética confucianista son los de ren,


benevolencia o humanidad, y li, que significa literalmente «ritos», pero que denota, en
general, una buena conducta. En su origen, ren significa «viril», más o menos como la
raíz de la palabra sánscrita vir, «héroe», o como la palabra latina vir, que significa
«hombre» en el sentido de masculinidad: de esta última procede virtud, un término
otrora restringido solo al macho de la especie.

Ren posee toda una gama de significados. El principal es el de humanidad o


benevolencia, y por ello mismo engloba amabilidad, consideración, compasión y una
preocupación por la humanidad en general. Pero su adecuado ejercicio requiere un
conocimiento del carácter humano, la capacidad de distinguir a la gente buena de la
mala (zhiren significa «conocimiento del hombre»). Así pues, en las Analectas Confucio
responde a un discípulo que le pregunta: «¿Qué piensas de devolver bondad por
odio?». Confucio respondió: «¿Y con qué devolverás la bondad? Más vale devolver
justicia por odio, y bondad por bondad».

La idea de reciprocidad o shu aquí presente subyace en la Regla Dorada del


confucianismo: «No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan». Se trata de una
argumentación familiar, en este caso el negativo de la que reza «Trata a los demás como
te gustaría que te trataran». El comentario de George Bernard Shaw con respecto a esta
última —«No trates a los demás como querrías que te tratasen a ti, pues podría no
gustarles»— demuestra por qué su formulación en negativo es preferible. Exige el
ejercicio de la imaginación moral, de ponerse en el lugar del otro y de ver las cosas
desde su perspectiva: «Zeng dijo: el camino del Maestro es esforzarse al máximo y
ponerse en el lugar de los demás».

También se pueden aplicar otros términos a quienes son ren. Existe el sheng o sheng-
ren, el «sabio»: este término se da incluso más en Mencio. Existe el junzi u «hombre
superior», «hombre ejemplar»; existe xian («hombre admirable» u «hombre de
excelencia»), y todos estos contrastan con xiao ren, literalmente, «hombre pequeño», el
opuesto de junzi.

El término genérico de denota virtud, pero no en el sentido de «las virtudes» tal y


como lo comprendemos habitualmente; quizá se aproxima más a la virtù de Maquiavelo
(véase p. 258). «Las virtudes» tienen sus propios nombres. Lealtad es zhong; piedad filial
—el respeto y deferencia hacia los propios mayores y ancestros, una virtud confuciana
muy importante— es xiao; la buena fe es xin; el coraje es yong; la educación, la cortesía,
el respeto... es rang.

Un término que se repite frecuentemente en la filosofía china, como en las Analectas,


es Tian, «cielo» (literalmente, el cielo físico). Es un error interpretarlo en el sentido
religioso. Más o menos como el logos en la filosofía de los estoicos, refleja un concepto
muy complejo en el que se mezclan todas, la mayoría o algunas de las siguientes ideas:
un orden comprehensivo e independiente de cómo son las cosas; aquello con lo que se
debería cumplir para hacer las cosas de un modo correcto o adecuado; ley natural;
destino; aquello que escapa a nuestro control personal; necesidad. Quizá la manera más
directa de comprender, para la sensibilidad occidental, qué es Tian sería describirlo
como «el universo», comportándose como si fuera una entidad volitiva. Pero Tian no es
una deidad ni ningún tipo de agencia consciente. Como cielo, consta como un espacio:
al principio de la novela clásica Sueño en el pabellón rojo, de Cao Xueqin (titulada, en la
traducción al inglés de David Hawkes, The Story of the Stone [Historia de la piedra]), una
diosa llamada Nu-Wa está reparando el cielo con rocas fundidas y olvida una a los pies
de las Grandes Montañas de la Fábula. Dos monjes la hallan y ella les pide que la lleven
a ver mundo. Se convierte en un chico (Jia Baoyu, el protagonista de la novela) y el libro
nos cuenta la historia de su familia, de sus amistades y de sus amores. En esta obra, de
la dinastía Qing del siglo XVIII, el cielo y los inmortales son como serían la tierra de las
hadas y los hechiceros en historias occidentales, o como la Tierra Media y los hobbits. No
forman parte de la ontología de las Analectas u otras escuelas de la filosofía china.
Mucho se dice en las Analectas acerca del estudio y del aprendizaje, o xue, a fin de
lograr el estatus de ren, así como de adquirir una comprensión de la gente y de la
sociedad, zhi. Un hombre cultivado y sabio sabrá seguir el camino, o Dao.

El Dao (muy a menudo transcrito como Tao) es un término clave en el pensamiento


chino, con sus propios matices y sus ricos conjuntos de asociaciones para las diferentes
escuelas. En el pensamiento confucianista se suele expresar en términos de «el camino
del caballero», «el camino del padre» o «el camino de Wen y Wu», siendo estos dos
legendarios reyes fundadores del periodo Zhou, padre e hijo, que escogieron,
respectivamente, el modo civil y el modo militar de regir. Pero la idea general del
camino confucianista es la de la conducta correcta, apropiada, compasiva, benevolente,
mutuamente respetuosa y leal del gobierno, en general, y de las relaciones, en
particular.

Para convertirse en una persona superior, que sigue el camino de ren, uno debe
aprender las cuatro asignaturas que enseña Confucio: cultura, buena conducta, lealtad y
honestidad. El término para cultura, wen, significa literalmente «ornamento»,
«decoración», pero aplicado a una persona denota las gracias intelectuales y personales
que conforman un junzi, un «hombre superior». Al rey Wen, de Wen y Wu, se lo
conocía como «el rey culto». Una persona culta respeta y observa los ritos, o li, la
práctica de los cuales asegura que todo se haga con respeto, cortesía, reverencia y
disciplina. La importancia de li, para Confucio, consiste en que, si se sigue el proceso
correcto, tanto en asuntos del gobierno como en la vida cotidiana, todo quedará
ordenado y claro, porque se mantendrán las relaciones del modo adecuado. Un libro
entero de las Analectas está dedicado a debatir acerca de ritos, el dominio de los cuales
(junto con el de la música, la escritura, las matemáticas, la arquería y la conducción de
carros) se veía como un requerimiento necesario para todo caballero.

Para Confucio, la familia constituye los cimientos de la sociedad; es el lugar en el que


se aprenden la piedad filial y el respeto fraterno, y con ellos, una actitud de compasión
y consideración hacia la humanidad en general: el ren. Ejercer el ren es un asunto
práctico, un asunto pragmático, y la implicación es que puede aprenderse, más o menos
como las virtudes de Aristóteles, que pueden practicarse hasta convertirse en hábitos.

Para la tradición confucianista, surge una cuestión acerca de la importancia relativa


de los dos conceptos fundamentales, ren y li. ¿Cuál es el más importante? A esto se lo
acabó llamando «debate nei-wai»; nei significa «interno», y wai, «externo». El propio
Confucio, muy apropiadamente, abogaba por el equilibrio: «Cuando la naturaleza
prevalece sobre la cultura, se tiene a un salvaje; cuando la cultura prevalece sobre la
naturaleza, se tiene a un pedante. Cuando naturaleza y cultura están en equilibrio, se
tiene a un caballero». Al mismo tiempo, otros textos de las Analectas parecen priorizar
ren por encima de li, o li por encima de ren, otorgando así a la tradición confucianista
espacio para el debate.

La perspectiva confucianista, como se recoge en las Analectas, es idealista y optimista,


tanto en cuanto a la naturaleza humana como en cuanto a las posibilidades de cultivar
adecuadamente esa misma naturaleza. Mencio, el segundo maestro de la tradición
confucianista, de quien la leyenda asegura que aprendió de Zisi, nieto de Confucio (483-
402 a. C.; las fechas mismas indican que esto es imposible, pues Mencio nació en el 372
a. C.), adoptó la idea de que la naturaleza humana es fundamentalmente buena. De ello
se sigue que las posibilidades de un Estado y de una sociedad confucianistas ideales son
también buenas. El tercer maestro de la tradición, Xun Zi —su verdadero nombre era
Xun Kuang (h. 310-h. 235 a. C.); se lo conoce por el nombre de su libro, Xun Zi—, estaba
en desacuerdo; su actitud, más realista, dio como consecuencia el enfoque más
cuidadosamente trabajado, en el confucianismo, con respecto a la ética social.

La idea de Mencio con respecto a la naturaleza humana lo pone, en el debate nei-wai,


en la banda del nei, lo interno. Lo más importante, dice, es el xin —el corazón y la
mente, o «corazón-mente»—, de donde procede todo lo que lleva a la gente al ren.
Mencio explicaba las maldades como consecuencia de fuerzas externas; en épocas duras
la gente comete delitos o se vuelve violenta debido a su lucha por la supervivencia. No
hay una disposición natural de la gente a ser así, sino que el sufrimiento es «lo que
hunde y ahoga sus corazones». A modo de prueba de la bondad innata, Mencio cita
fenómenos como el malestar que sentimos todos cuando un niño corre peligro de caer a
un pozo; no nos sentimos así porque deseemos congraciarnos con los padres del niño u
obtener la aprobación social, sino que el sentimiento tiene su origen en el xin.

Muy al estilo confucianista, Mencio identifica las virtudes cardinales como


benevolencia (ren); la rectitud (yi); la sabiduría (zhi) y el decoro (li). Todos tienen
asociada una actitud emocional que los expresa o pone en práctica; la benevolencia
surge de la compasión; la rectitud, del desdén por lo que es malo o erróneo; la
sabiduría, de sentimientos de aprobación y desaprobación; y el decoro, del respeto y
reverencia que sentimos por algo o alguien. La idea de que las virtudes se expresan
mediante su conexión a emociones es acorde con la argumentación, que podemos hallar
en Hume, entre otros, de que las emociones son la fuente de la motivación; en la
explicación de Mencio se afirma que las virtudes no solo surgen de un estado
motivacional o sentimiento correlativo, sino que se expresan a través de él, y que estos
sentimientos son parte de la dotación natural de la psicología humana.
Mencio sostenía que dos de estas cuatro virtudes, la benevolencia y la rectitud, son las
más importantes. Un gobernante que posea ambas será consciente del efecto de su
política en el pueblo y actuará siempre para beneficiarlo. Su sentido del honor le hará
desdeñar las malas acciones y la corrupción, tanto a pequeña como a gran escala. Con
un gobernante benevolente y recto, el Estado florecerá y el pueblo será feliz. La razón
por la que será feliz no es tan solo la obvia, que tendrá paz y prosperidad, sino también
que en tales circunstancias su bondad natural podrá expresarse más plenamente, lo que
constituye la guinda del pastel; en una buena sociedad, la gente está en su mejor
versión, lo que hace que la sociedad sea incluso mejor. Se trata de un círculo virtuoso.
Quizá diga más de la disposición del propio Mencio al nei, de lo que él pensaba
realmente que se podía lograr; en tal caso, es mérito suyo. El siguiente maestro
confucianista, Xun Zi, pensaba de un modo muy diferente.

Xun Zi vivió al final del periodo de los Reinos Combatientes, una época en la que el
propio confucianismo, el taoísmo, el legalismo y otras escuelas habían crecido en
partidarios y en energía en su pugna, constituyendo lo que se conoce como las «Cien
escuelas de pensamiento» de la era dorada de la filosofía china. No había, en realidad,
cien escuelas de pensamiento —el idioma chino usa redondeos elevados (cien, mil, diez
mil) para denotar pluralidades importantes—; significaba que Xun Zi conocía los
argumentos de las demás escuelas y filosofías, y se enfrentó a ellas en el libro que lleva
su nombre, el Xun Zi.

Xun Zi adoptó la idea de que los seres humanos son por naturaleza propensos al mal,
y que ser bueno exige un esfuerzo consciente. La gente, dijo, es básicamente codiciosa;
busca su beneficio personal, ve a la otra gente como rival y de ello surgen la envidia y la
hostilidad; esto es la causa de los delitos, la violencia y la traición. Las personas nacen
con órganos sensoriales, que los hacen buscar placeres disolutos. Por ello son necesarios
la educación y modelos de conducta virtuosa. Solo entonces se desarrollan la cortesía, el
refinamiento y la lealtad. Escribió: «Así pues, un trozo de madera retorcido requiere la
horma, el vapor para ablandarlo y la fuerza aplicada, todo para enderezarlo. Un trozo
de metal romo ha de pasar por la piedra afiladora para convertirse en una hoja».

Una idea interesante del confucianismo, y enfatizada por Xun Zi, es la «rectificación
de nombres» (zheng ming). La idea es que, dado que los nombres de las cosas son
convencionales y dependen, para su utilidad, del acuerdo en cuanto a su aplicación, los
problemas surgen cuando este acuerdo se pierde. Por lo tanto, decía Xun Zi, el
gobernante debería establecer los significados de los nombres por decreto, de modo que
constituyan un estándar para todo el mundo en todas partes, y que las órdenes se
obedezcan de modo apropiado. «Los nombres no poseen una realidad intrínseca —
escribió—. Uno acuerda emplear cierto nombre y emite una orden de que se aplique a
cierta realidad, y si esta orden se obedece y se convierte en un hábito, se puede decir
que es un nombre real.» Puede parecer una idea simplista, pero no lo es. En cualquier
parte del mundo, en circunstancias de grandes distancias y medios de viaje lentos, y
dado que la pronunciación y significados pueden diferir de un valle al de al lado, las
dificultades de comunicación presentan problemas al gobierno. La idea de la
«rectificación de nombres» constituye el ruego por un len-guaje oficial estándar que
todo el mundo pueda comprender claramente, no solo con el fin de obtener una
administración eficaz —pese a que, a este respecto, su valor es obvio—, sino también
para promover valores y estándares, un modo de transmisión de normas culturales.

Otro modo de lograr cohesión social es estandarizar el li, los rituales, e impulsar su
empleo. También en este caso la idea tiene que ver con la promoción de normas y
estándares, porque la realización de li representa el orden y las relaciones de la
sociedad, de una manera seria y disciplinada que une a la sociedad en cuanto a lo que
espera de sí misma. Xun Zi llega a comparar el li con los aromas y especias de la cocina,
y la nutrición que aporta al cuerpo político. Todas las sociedades tienen festividades,
ceremonias y celebraciones comunes —el Cuatro de Julio, el Desfile del Cumpleaños de
la Reina, Acción de Gracias, Navidad, Eid, Diwali— y el objetivo que persiguen es
promover una sensación de identidad, lealtad a un propósito común y recordatorio de
los acontecimientos fundadores para todos. En la organización de un desfile militar uno
ve, entre otras cosas, un orden de rango y precedencia; el acontecimiento mismo exhibe
jerarquía y cadena de mando: al escribir acerca del li, Xun Zi dice que, entre otras cosas,
manifiestan las «diferenciaciones», es decir, los lugares que ocupan los diferentes
grupos en la sociedad. Una de las grandes virtudes que el confucianismo inoculó en la
sensibilidad política china es el orden; a lo largo de la historia de China los desórdenes
han adquirido una connotación de terror cuasisobrenatural debido a todos los cambios
de dinastía que han resultado de ellos, y mucho de lo que ha ocurrido en la historia
reciente y contemporánea de China se puede explicar si uno lo mira a través de esta
lente.2

El fundador del moísmo es Mozi, contemporáneo de Sócrates. Mucho más tarde,


durante las dinastías Ming y Qing, se representó a Mozi como un adversario del
confucianismo y, para peor, como uno no muy eficaz. Otros, especialmente aquellos
dedicados a investigaciones más recientes acerca del pensamiento chino, reconocen el
interés de la filosofía moísta y las contribuciones de su escuela a las matemáticas y la
lógica.

El texto que expone el pensamiento de Mozi, el Mozi, establece sus doctrinas


principales en tres versiones, que algunos eruditos consideran representativas de las
tres facciones más importantes de la escuela; otros, de un modo más plausible,
consideran que estas versiones son consecuencia de las sucesivas ediciones por parte de
distintas tradiciones que se desarrollaron desde Mozi y los diálogos con sus discípulos.
Sin embargo, tras estudiar sus principios, existen dos ideas principales: en primer lugar,
la preocupación por los demás: el amor fraterno o ai; en segundo lugar, una fuerte
influencia utilitaria con respecto a sopesar los beneficios (li) y los perjuicios (hai).

El primer principio es «elevar al individuo digno» y «seguir el estándar [yi] que él


establece». Se puede ver que una sociedad florece cuando es populosa, rica y ordenada.
Para que esto suceda debe ser gobernada por hombres dedicados al yi. Una estructura
con una clara «cadena de mando» ayuda a asegurarse de que tales hombres lleguen al
gobierno.3

La «preocupación imparcial» (jianai) o igualdad de trato y consideración hacia todos


por parte del gobierno protege la armonía y la seguridad sociales. La palabra jianai
significa «valorar a los demás como se valora uno mismo» (a veces se traduce como
«amor universal» —ai significa amor— y puede traducirse mejor como «amor
desinteresado» o «amor equitativo»). Mozi lo asocia con un principio posterior, «buscar
la paz», en el sentido de oponerse al militarismo y no recurrir a la agresión bélica; la
conexión es que, si a uno no le gustaría tener que combatir en una guerra, no debe
enviar a otros a sufrir y morir en una. Los perjuicios de una guerra superan
ampliamente los beneficios; la agresión entre Estados está motivada por la codicia de
riquezas o de poder, lo cual es indigno: no es yi. «Cuando nos preguntamos por las
causas de los perjuicios, ¿qué hallamos? ¿Proceden de amar a los otros e intentar
beneficiarlos? Proceden, más bien, de odiar a los otros e intentar causarles daño. Tales
acciones están motivadas por la parcialidad, por el egoísmo, y esto origina todos los
grandes perjuicios del mundo.»

Sopesar con sobriedad li y hai, beneficios y perjuicios, era la base de la «moderación


en los gastos» (incluyendo, específicamente, la «moderación en los funerales» no solo en
cuanto a su coste, sino también a los tres años de luto por los padres, durante los cuales
no se trabajaba). Aunque la prolongación de ese luto es probablemente correcta desde el
punto de vista psicológico —se necesita un mínimo de dos años para superar la pérdida
de una persona querida, ya sea debida a la muerte o al final de una relación
importante—, Mozi creía que la manera convencional de señalar respeto y devoción
filial mediante una observancia tan estricta era consecuencia de «confundir lo habitual
con lo correcto, y la costumbre con lo acertado». No es este el único aspecto en el que el
moísmo se muestra congruente con el Nuevo Testamento y su crítica a los sepulcros
blanqueados de los fariseos.
Observar y obrar en conformidad con la imparcialidad del Tian, que es igual para
todos, y como en la naturaleza, en el orden natural de las cosas, que existe para
beneficio de todos, asegurará que individuos y sociedad, por igual, sean yi.

La preocupación de Mozi por el bienestar del prójimo —«amar a los demás e intentar
beneficiarlos»— es el motivo principal de su doctrina. Aunque la palabra ai significa
«amor», en este contexto puede traducirse mejor como «preocupación benevolente»
(recordemos la etimología de benevolente como «que desea el bien», «que quiere lo
mejor para los demás»). Cuando esto se da de un modo recíproco entre individuos, y
cuando es el principio en torno al cual opera el gobierno, el resultado será una sociedad
buena y floreciente. Cuando se encuentra ausente, es la fuente de todo mal. «Todo el
desorden del mundo —dice Mozi— surge de una falta de preocupación benevolente»
entre los miembros de una familia, entre gobernante y gobernados, entre un Estado y el
vecino.

Hay, no obstante, una tensión implícita en estos pensamientos, una tensión conocida
en toda reflexión ética: la tendencia de la gente a preocuparse más por su familia que
por los extranjeros, que se opone a la idea de la universalidad de esta preocupación. En
la teología moral cristiana surgió el mismo problema con respecto a la amistad a la luz
del mandato de agapé, amor imparcial por la humanidad. San Agustín, que había amado
mucho a un amigo en su adolescencia, lidió con el dilema de que hacerlo era
incoherente con el agapé. Mozi se enfrenta al problema preguntando: si tuvieras que
confiar el cuidado de tu hijo a una tercera persona, ¿escogerías a una persona imparcial
o una parcial? «En una cuestión como esta —afirma— no hay tontos en el mundo:
aunque uno mismo pueda no ser imparcial, siempre confiará su familia a alguien que lo
sea.»

Esta sensación de familiaridad que uno tiene al contemplar el pensamiento de Mozi


—la idea de amor o preocupación fraternal, el mandato de promover el bien común—
se ve incluso acentuada por su descripción de la alternativa: una situación anárquica en
la que se aplican diferentes estándares y las personas solo persiguen su beneficio
particular, algo así como el estado de naturaleza hobbesiano. Los valores y estándares
compartidos, dice Mozi, evitan esto, de modo que si se «eleva al hombre bueno» y los
demás siguen su estándar y ejemplo (fa), prevalecerá el orden. Pero esto significa que el
gobernante debe ser un modelo de rectitud y benevolencia, y los demás han de
conformarse. Hobbes no exige al poder que sea un estándar de virtud; Mozi lo hace.

Además, Mozi especifica cómo determinar la naturaleza del estándar que el


gobernante debe establecer. Hay tres maneras. Una es mirar al pasado en busca de
ejemplos de grandes gobernantes que fueron virtuosos y benevolentes, y cuyos Estados,
en consecuencia, florecieron. La segunda es emplear pruebas empíricas, pues la
conducta del gobernante será evidente en los efectos que tendrá en la sociedad, y «los
ojos y oídos de la multitud» registrarán esos efectos. La tercera es aplicar la prueba de
beneficios contra perjuicios —li y hai—, un principio utilitarista de decisión que puede
emplearse en toda acción y situación.

Los seguidores de Mozi desarrollaron una escuela de lógica y metafísica que se


denominó Escuela de los Nombres. Es famosa sobre todo por un debate acerca de la
proposición «un caballo blanco no es un caballo». Este rompecabezas gira en torno a
sutilezas propias del antiguo idioma chino y en la comprensión del negativo fei («no» o
«no es») en la fórmula bai ma fei ma (bai significa «blanco» y ma significa «caballo»; así
pues, la frase total significa «caballo blanco no caballo»). La argumentación del Diálogo
del Caballo Blanco de un libro escrito por el lógico moísta Gongsun Long es que caballo
describe una forma y blanco, un color; y que el nombre de un color no puede utilizarse
para definir una forma, y por lo tanto, asegura el partidario de la argumentación, se
puede afirmar que bai ma fei ma. El experto en filosofía china A. C. Graham sugiere que
la apariencia de paradoja surge de la incapacidad para distinguir entre el «es» de fei,
«no es», como «es» de inclusión (x es parte de y), y el «es» de identidad (x es y, x es la
misma cosa que y). Esto sugiere una interpretación plausible que salvaría la afirmación
de ser una mera falacia, un error de categoría o una confusión: ver la expresión como la
versión abreviada de «el concepto caballo blanco no agota el concepto caballo», es decir,
no todos los caballos son blancos.

La ética moísta ofrece una perspectiva simpática y atractiva; lo mismo hace también el
daoísmo o taoísmo, antigua transcripción del término que, de un modo poco útil,
representó el sonido d como una t. Puede que muchos lectores reconozcan el refrán «el
mundo está en manos de aquellos que lo dejan ir. Cuanto más se lo persigue, más se
aleja el mundo». El budismo zen (llamado «budismo chan» en China) posee una actitud
similar hacia las prácticas: el método zen para jugar a un juego consiste en no centrarse
en lo que se está haciendo, porque eso interrumpe e inhibe, sino, en lugar de ello,
dejarse llevar por el flujo, como reza el dicho. La idea bien puede haber procedido del
taoísmo, la filosofía del camino o dao. En realidad hay varios movimientos, grupos y
doctrinas que pueden colocarse vagamente bajo el paraguas del «taoísmo», y lo único
que tienen en común es la idea de que hay un camino o senda que lleva a un destino
deseado, sea convertirse en ren, lograr la tranquilidad, huir de las absurdas exigencias
de la sociedad o lo que sea que se identifique como el objetivo correcto. Pero hay un
texto considerado importante para esta perspectiva filosófica, el Dao De Jing (o la
antigua transcripción, Tao Te King), a veces también llamado según el nombre de su
supuesto autor, Laozi.
Bien Laozi es una figura legendaria, como sugiere su nombre (tan solo significa «viejo
maestro») o bien fue una persona que vivió en el siglo VI a. C., posiblemente llamada
Lao Dan, en algunas tradiciones, maestro de Confucio. Los partidarios del taoísmo
sostienen que sus doctrinas proceden de la más remota antigüedad, quizá incluso del
Emperador Amarillo, Huangdi, a quien la leyenda sitúa en el tercer milenio antes de
Cristo y a quien se considera fundador de la civilización china. En las Memorias
históricas, Sima Qian dice que Confucio se hallaba extasiado ante Laozi y que lo llamaba
«dragón», equiparándolo así a la más importante y celebrada de las figuras mitológicas
de China. La idea, que se remonta por lo menos al periodo pre-Han, de que
confucianismo y taoísmo son opuestos fue apoyada por el clásico posterior del taoísmo,
el Zhuangzi, que asegura, en el curso de su promoción de la idea taoísta de que la
sabiduría es una especie de flexibilidad relajada, hábil y sensible, que Confucio carecía
de esta cualidad.

Los estudios académicos demuestran que el Dao De Jing no lo escribió una sola
persona. Proporciona el núcleo de una serie de ideas llamadas daode, y Sima Qian
otorgó la etiqueta Daojia a las comunidades que pusieron estas ideas en práctica: jia
significa «familia» o (figurativamente) «tribu». En realidad hubo varias Daojia, ahora
denominadas «Huang-Lao», «taoísmo filosófico» y «taoísmo religioso». Pero todas ellas
beben de los conceptos centrales del taoísmo: Dao (camino); de (poder, potencia, virtud);
wuwei (no hacer nada), etcétera. El propio Dao De Jing se divide en dos partes (jing
significa «clásico»): el clásico del Dao y el clásico del De.

El concepto Dao es extremadamente complejo, rico y múltiple. La primera frase del


propio Dao De Jing dice: «El Tao que puede ser expresado con palabras no es el Tao
eterno». Esto parece cerrar la puerta a la comprensión. La cosa empeora: el uso del
artículo el antes de la última mención al Tao parece implicar que hay un solo Tao eterno.
Algunas personas así lo interpretan. Otros sostienen que el original en chino —dao ke
dao fei chang dao, literalmente, «Tao posible de decir no duradero por siempre Tao»—
deja abierta la posibilidad de que haya muchos Caminos. Tampoco se puede nombrar al
Tao: la segunda oración del Dao De Jing reza: «El nombre que puede ser pronunciado no
es el nombre eterno», es decir: «El (un) nombre (del Tao) que puede ser pronunciado no
es (su, sus, el) nombre eterno». Tao es wanwu, «diez mil cosas», lo que sugiere que el
Tao es realidad que trasciende todo lo que puede ser comprendido; es inagotable,
indiferente, inasible. O es el origen o fuente de todas las cosas, inaccesible a la
comprensión. Es lo que sostiene todo, la fuente de la existencia y su continuación. Estos
esbozos metafísicos son suposiciones, dado lo inefable del Tao. Posteriores
comentadores han añadido su idea personal acerca de lo que podría o debería significar;
algunos, dándole una connotación religiosa, asociándolo a la adivinación, la cosmología
y la meditación.
De se ha traducido previamente como «virtud», «bondad» o «moralidad», mientras
que en representaciones del Dao De Jing se lo traduce a veces como «potencia», una
especie de fuerza vital hacia la autorrealización. En esta idea, seguir el Camino es
aplicar, dirigir o desatar el potencial vital propio. «Seguir el Camino» resuena sobre
todo con las primeras concepciones del Tao como enseñanza o senda. El carácter chino
de Tao posee dos componentes, uno de ellos, asociado a caminar o realizar un viaje, y el
otro, con seguir. Pero la esencia del viaje que debe seguirse, en el Dao De Jing, es que se
trata de algo más profundo y anterior a los «caminos» o virtudes de otras escuelas:
«Cuando se abandona el Tao, aparecen la moralidad y el deber. Cuando la inteligencia
y el conocimiento prosperan, aumenta la hipocresía. Cuando surge el desacuerdo entre
parientes, aparecen la piedad filial y el amor. Cuando la confusión se expande por el
reino, surgen los funcionarios leales. Olvidaos de la santidad, renunciad al
conocimiento, y el pueblo saldrá ganando con creces. Rechazad la moralidad, acabad
con el deber, y el pueblo volverá a la piedad filial y al amor». El mandato aquí implícito
es adoptar el camino de wuwei. Posee la implicación de que en una época previa a la
sociedad y a la organización social, la gente se comportaba de un modo natural y
espontáneo, y su bondad no costaba esfuerzo. Con la sociedad llegó la necesidad de
hacer un esfuerzo por ser humanos, por ser sinceros, por la piedad filial.4

Wuwei significa «no acción». No significa que uno no deba literalmente hacer nada a
fin de estar de conformidad con el Camino; una interpretación más precisa, como se ha
sugerido, es «sin esfuerzo», «sin empeño». Esto es coherente con la idea, bastante
definida, de wuwei en el Zhuangzi, donde se relaciona con el desapego y el logro de la
serenidad. Posteriores filósofos legalistas recomendaron wuwei a los gobernantes —
aquello que los políticos denominan «inacción maestra»—, dejando que las cosas sigan
su curso, sin interferir. Los maestros taoístas emplean varias analogías para explicar
wuwei, identificándolo con el agua, que fluye en torno a las cosas sin dificultad. «El
sabio actúa sin esfuerzo, enseña sin muchas palabras, produce sin poseer, crea pero es
indiferente a su resultado, no reclama nada, y por ello mismo no tiene nada que
perder.» Se puede aprender a vivir según el principio de wuwei observando la
naturaleza, su espontaneidad y sus ritmos: «La naturaleza dice poco. Un vendaval no
dura toda la mañana. Una tormenta no dura todo el día. ¿Quién los crea? La naturaleza.
Si la naturaleza no puede hacer que duren mucho, ¿cómo podría hacerlo el hombre?».
La idea de «naturaleza» y «lo natural» es ziren. Zi significa «uno mismo», y ren significa
«como es». La idea es que aquello que uno es y que saca de dentro surge de la
naturaleza interna de las cosas (incluido uno mismo).

El otro gran clásico del taoísmo es el Zhuangzi, así llamado por su autor (sus fechas,
399-295 a. C., le otorgan una vida larguísima: nació el año en que murió Sócrates). Es un
libro más juguetón y divertido que el Dao De Jing; más crítico, más escéptico, lleno de
anécdotas sacadas de la vida animal y de los insectos, y hace preguntas y plantea
dilemas pero los deja sugerentemente sin resolver. Las historias son entretenidas e
instructivas, y algunas se han vuelto famosas fuera del contexto del Zhuangzi y de la
propia filosofía taoísta. Está, por ejemplo, la historia del hombre que soñó que era una
mariposa, alegremente aleteando por el mundo, y que, al despertar, se preguntó si era
un hombre que había soñado que era una mariposa, o una mariposa soñando que era
un ser humano.

Algunos críticos consideran que el Zhuangzi es un libro más sofisticado que el Dao De
Jing, y es cierto que le preocupa menos seguir el Camino para sus propósitos mundanos
en lugar de centrarse en el viaje interior y la experiencia personal de estar en el Camino.
No está claro, no obstante, cuál es la relación exacta —mucho menos las fechas de
composición— entre el Zhuangzi y el Dao De Jing, de modo que estas comparaciones
pueden inducir a error; la diferencia podría radicar no en el desarrollo, sino más bien en
el tono, en el énfasis o en la intención.

El Zhuangzi enseña que uno debería distanciarse de la política y de la vida práctica y,


en su lugar, alinearse con el Camino y seguirlo espontáneamente, sin esforzarse ni
desear. Pensar las cosas analíticamente o en exceso es erróneo. Vagabundear por el
Camino: ese es el ideal. Más tarde, en el siglo I d. C., un tipo de taoísmo llamado
«taoísmo de la Claridad Suprema» se popularizó entre la élite, pese a las tendencias
antirracionalistas y anárquicas de la versión del taoísmo del Zhuangzi. Es probable que
la familiaridad con este tipo de taoísmo facilitara la aceptación del budismo en China,
en esta misma época.

Los reinos combatientes del Periodo de los Reinos Combatientes fueron unificados
por la fuerza por un individuo decidido y feroz que, en el momento de convertirse en
gobernante de la China unificada, adoptó el nombre de Qin Shi Huangdi (259-210 a. C.),
implantando así el término Huangdi, «emperador». Así pues, se lo conoce como el
Primer Emperador de China. Su dinastía fue muy corta —del 221 al 206 a. C. tan solo—,
pero cambió el rumbo de la historia de China. Había comenzado su carrera como
gobernante del Estado de Qin, y desde allí conquistó a sus vecinos. Los famosos
guerreros de terracota custodian su tumba a las afueras de Xi’an.

Además de unificar China y hacer construir su magnífica tumba, Qin Shi es famoso
(o, más bien, infame) por otra razón: en el 212 a. C. ordenó incinerar miles de libros y
enterrar vivos a 460 eruditos confucianistas. Eso asegura, en cualquier caso, Sima Qian
y, haya sido la conducta de Qin Shi tan homicida o no, la pérdida de muchos de los
textos de la China pre-Qin está corroborada por pruebas como la ausencia de todas las
fuentes de las citas de los textos supervivientes (por ejemplo, las citas que Mencio hace
de Confucio) y el hecho de que la biblioteca imperial de Qin ardió durante la oleada de
violencia que acompañó a la toma de poder por parte de los Han en el 206 a. C. De esta
biblioteca se decía que contenía dos copias, solo para uso de palacio, de todos los libros
incendiados por Qin Shi. Si esto es cierto, la suma de ambos incendios, el intencional y
el accidental, tiene que haber supuesto una tragedia gigantesca.

A la luz de las enseñanzas del confucianismo y el moísmo, Qin Shi debe de haber
parecido una total contradicción con el tono del pensamiento político y ético chino. Y lo
fue, pero no salió de un vacío intelectual. La base teórica para esta draconiana manera
de entender el gobierno se la proporcionó la filosofía legalista, resumida por Han Fei (h.
280-233 a. C.) en el libro que lleva su nombre, el Han Feizi. Esta perspectiva rechazaba la
idea de que las prioridades de un gobernante estuvieran determinadas por principios
de benevolencia, y al hacerlo rechazaba la noción de que el objetivo del gobierno eficaz
fuera el bienestar del pueblo. En su lugar, sostenía que las prioridades del gobernante
son mantener el poder y el orden en el país. Las similitudes de esta noción con las de
Maquiavelo (véanse pp. 257-259) son notables. La palabra ley, como en el caso de la
palabra estándar, es fa, y la idea es que el orden se mantiene imponiendo castigos
mediante la acción de las leyes. Han Fei importó la idea del taoísmo de que el
gobernante debería (parecer) «no hacer nada», desde detrás del muro de la ley, oculto y
remoto.

Había una buena cantidad de pensadores legalistas en el gobierno. Li Si (h. 280-208 a.


C.) fue primer ministro de Qin Shi Huangdi. Sus escritos eran pragmáticos y se
centraban por completo en los temas del gobierno. Había tres conceptos fundamentales
en su conjunto de ideas: ley y castigo, la técnica del estadista y la naturaleza del poder y
cómo retenerlo. «Gobernar mediante la ley [fa] es alabar lo bueno y despreciar lo malo»,
escribió Han Fei. La identificación de «estándar» y «ley» resultó natural para los
legalistas, dado que todo significado diferente a la idea de «estándar» en, por poner un
ejemplo, los pesos y medidas, era irrelevante. El filósofo legalista Shang Yang (390-338
a. C.), ministro del reino de Qin que ayudó a Qin Shi Huangdi a hacerse con el resto de
China, creía que los castigos graves, mucho más graves que los delitos, en una doctrina
de proporcionalidad, constituían un modo de asegurar el orden, pues el pueblo estaría
demasiado asustado ante la perspectiva como para causar problemas. «A la hora de
castigar —escribió en el Libro del Señor Shang— las ofensas leves deben recibir castigos
graves; si se evitan las ofensas leves, las más graves no aparecerán. Así es como los
castigos acabarán con los castigos, y los asuntos florecerán.»

Como muestra posteriormente el libro de Shang Yang, a los legalistas les preocupaba
la intervención burocrática exacta en la gestión del Estado. La regulación del comercio y
de los mercados, los precios —sobre todo de los alimentos— y la organización militar
eran temas que se examinaban al detalle. La preparación y la organización lo eran todo;
a un gobernante no se lo debía tomar por sorpresa. Ha de recordarse que en tiempos de
Qin la población de China se acercaba a los treinta millones de personas, algo enorme
para la época, en un país que abarcaba desde el norte del mar de Bohai hasta la actual
frontera con Vietnam, al sur, y que llegaba, al oeste, hasta Chengdu, en la provincia de
Sichuan: un país también vastísimo, aunque la mayoría de la población se agrupaba en
torno a los ríos Yang-tsé y Amarillo, y la capital era Xianyang, más o menos limítrofe
con la Xianyang de hoy en día, en la actual provincia de Shaanxi. Gestionar un país tan
grande y poblado exige un enfoque desapasionado del oficio de gobernar y de
mantener la estabilidad. Por ello se consideraba clave un control estricto de la jerarquía.
El gobernante ha de tener un férreo control de sus ministros, los cuales, a su vez, han de
tener un férreo control de los funcionarios repartidos por todo el país, y los
funcionarios, a su vez, han de mantener un férreo control sobre el pueblo. Se citaban
ejemplos de gobernantes que no habían sido sino meras marionetas de sus asesores
para explicar la inestabilidad del periodo de los Reinos Combatientes, y su debilidad
era la razón por la que Qin Shi había conseguido derrotarlos a todos. Mientras que
antaño los gobiernos se habían basado en lealtades personales y conexiones familiares,
los legalistas insistían en disposiciones institucionales que limitarían el criterio de los
individuos gracias a reglas que regirían el funcionamiento de las instituciones. Los
propios ministros y funcionarios debían poseer descripciones precisas de sus cargos, y
ser sometidos a inspecciones rigurosas para asegurarse de que cumplían exactamente
con aquello que se esperaba de ellos, y que no hacían nada más que lo que se les exigía.

¿Y qué pasaba si un gobernante era necio e incapaz? Se ha sugerido que la insistencia


de los legalistas en instituciones, normas y el imperio de la ley era un modo de
salvaguardar el Estado contra gobernantes incompetentes. Han Fei creía que la época de
los reyes sabios había acabado hacía tiempo, y que no tenía sentido soñar con que
llegase otro. Cuenta la historia de un granjero que araba un campo en el que había un
árbol. Una liebre que corría por el campo topó con el árbol, se rompió el cuello y murió.
El granjero disfrutó tanto comiéndose la liebre que dejó de labrar y se puso a esperar a
que otra liebre corriera hacia el árbol y se rompiera el cuello. La estupidez consistente
en imitarlo a la espera de que aparezca otro rey sabio, dice Han Fei, es evidente.

Esto encaja con el pensamiento legalista acerca del poder o autoridad (shi) en general.
Tanto en el Han Feizi como en el Zhuangzi se cita a uno de los primeros filósofos
legalistas (y también taoísta), llamado Shen Dao (350-275 a. C.), con relación al poder. Él
creía que tiene sus fuentes bien en el amor de las masas, bien en su sumisión. Sostenía
que las posiciones comportan poder en virtud de su propia condición de posición: así, el
poder de un gobernante le pertenece en virtud de su papel. Han Fei usaba este
argumento: «Hablo del poder de la posición debido a los gobernantes mediocres [...] si
se atienen a la ley y se apoyan en el poder de su posición, habrá orden; si no lo hacen,
habrá disturbios». Debido a que los gobernantes aptos por naturaleza serán raros, las
disposiciones institucionales de poder y ley deben mantenerse para que los Estados
puedan funcionar incluso bajo gobernantes mediocres. Hay que olvidarse de intentar
gobernar mediante la virtud, especialmente si la virtud del gobernante es más bien
modesta. Solo el ejercicio del poder puede asegurar que el pueblo se mantenga
calmado.

Y este nivel de realismo recorre toda la teoría: los legalistas se mostraban de acuerdo
con Xun Zi con respecto a que el pueblo llano está más inclinado hacia el egoísmo y la
maldad, si bien no se centraban tanto en debatir sobre la naturaleza humana y sí en los
aspectos prácticos de gestionar sus peores aspectos. El legalismo era, en efecto, cínico
con respecto a xiao ren, el pueblo llano (las palabras significan literalmente «hombre
pequeño»). Para Han Fei, poseían mentes infantiles, y decía que un gobernante sensato
no confía en que su pueblo intente hacerle el bien, sino en asegurarse de que no pueda
hacer el mal. Otros legalistas proponían tomar medidas que debilitaran la capacidad del
pueblo de alzarse contra su gobernante; Shang Yang aconsejaba tener al pueblo
ocupado o en la agricultura o en la guerra, que, además de no permitirles convertirse en
molestias, aseguran que el Estado se fortalezca de otros modos.

Han Fei también aconsejaba que, si bien las leyes (fa) debían hacerse tan públicas
como fuera posible, la estrategia del gobierno (shu) debía mantenerse en estricto secreto.
La estrategia y los planes funcionan solo si la oposición a ellos puede ignorarse o
minimizarse, y el pueblo es políticamente débil si no sabe lo que tiene en mente el
gobierno. Las personas son instrumentos del poder del gobernante; sirven para
aumentar su poder e influencia, y hay que procurar por todos los modos asegurarse de
que no cobren una ventaja que los haga menos útiles. Esto se extiende a asegurarse de
que tampoco haya mucha riqueza acumulada en manos privadas, porque también la
riqueza es poder.

El lugar en el que el legalismo se puso plenamente en funcionamiento fue el reino de


Qin. Los partidarios de este draconiano modo de pensar pueden alegar que fue
precisamente por esto por lo que un gobernante de Qin acabó siendo el emperador de
toda China. Cuando Xun Zi visitó Qin, en el siglo III a. C., la gente le pareció poco
educada y temerosa; los funcionarios, rígidos e impersonales; la sociedad, atrasada,
bestial y estúpida. Como tiende a suceder cuando tales ideas se ponen en práctica,
quienes abogan por ellas acaban convertidos en sus presas una vez que caen en
desgracia con los gobernantes a los que sirven; a Shang Yang lo ataron a cuatro carros y
lo descuartizaron; Han Fei se suicidó en prisión para evitar que lo sometieran a tan
brutal ejecución.
Quizá estos desafortunados filósofos-políticos deberían haberse preparado para su
destino —o haberlo evitado— consultando el Yijing, el «Libro de los cambios», el
famoso texto adivinatorio fechado en el 1000 a. C., aproximadamente. El libro acabó con
su disposición actual (hay varias) a finales del primer milenio antes de Cristo. Contiene
disposiciones de líneas en hexagramas, con frases vinculadas a cada hexagrama y a
cada línea, de un modo no muy distinto a las frases de las galletitas de la suerte. El
aspecto filosóficamente interesante del Yijing es el conjunto de comentarios que acabó
añadido a él, conocido como las «diez alas». Se atribuyó su autoría a Confucio del modo
tradicional, por comodidad. La naturaleza oracular y enigmática del Yijing permite una
amplia gama de interpretaciones con respecto a sus significados, y teorías acerca de su
origen y propósitos: es una mancha de Rorschach en la que todo aquel que mira puede
ver libros enteros de significado. Quizá ese sea su auténtico valor.

Un ejemplo de cómo se trata al Yijing en el moderno ambiente académico lo dan


quienes aseguran que se basa en la observación sistemática de la naturaleza y sus
cambios, junto con los sentimientos empáticos así generados, y que, por lo tanto,
subyace a toda la filosofía china. El pensamiento acerca de la realidad procede a partir
de imágenes, y los diagramas mapean «todas las situaciones humanas básicas». Las
observaciones de la naturaleza y el mapeo de las situaciones humanas proporcionan un
sistema exhaustivo que cubre el origen del cosmos, la ética tanto de las relaciones
humanas como de la relación con el entorno y consideraciones filosóficas acerca de la
sociedad. Esta sería una cosecha muy sustancial para proceder de un conjunto breve,
repetitivo y enigmático de comentarios vinculados a bloques de líneas —«antes de la
completitud, el éxito», reza uno—, pero, como es evidente, surge de las «diez alas»,
libro escrito muchos siglos más tarde por comentadores para los cuales el Yijing original
suponía más la ocasión que el objeto de sus pensamientos. Gran parte de lo que se dice
en los comentarios ofrece interpretaciones de qué es lo que hay que comprender en
función de cómo hayan caído las ramitas de aquilea tras lanzarlas para hacer cada
pregunta al Yijing, de modo que la afirmación de que se puede hallar en el libro asuntos
de importancia filosófica es más bien tendenciosa.

Si ponemos en contraste las escuelas confucianista y moísta con el taoísmo; estos tres,
con el legalismo, y estos cuatro con el lugar del Yijing en la sensibilidad china —y no se
ha dicho aquí nada acerca del posterior desarrollo del confucianismo como
«neoconfucianismo» durante la dinastía Song (coetánea de la Edad Media occidental,
siglos X a XIII) y posteriormente, bajo la influencia de taoísmo y budismo—, vemos cuán
rica es la historia intelectual de China. Lo que precede debería servir como aperitivo que
impulsase una mayor exploración. Pero hay que reconocer que, como en el caso de la
filosofía india, el impedimento de la lengua, en este caso el antiguo chino —incluso más
difícil que el sánscrito, que ya es suficientemente difícil—, inhibe el grado de
profundidad de una implicación que, seguramente, demostraría ser tan educativa como
fascinante.
15

La filosofía árabe-persa

No puede dejar de señalarse que los debates acerca de tradiciones filosóficas —filosofía
occidental, filosofía india, filosofía china— se refieren a ellas con criterio geográfico o
étnico, y que posteriores subdivisiones —filosofía de la antigua Grecia, filosofía
medieval, filosofía analítica, filosofía continental...— lo hacen en función de género o
periodo histórico. Única entre las etiquetas que se les pone a franjas identificables de la
historia de la filosofía, hay una que se identifica explícitamente con una religión: la
«filosofía islámica». Esto lleva tanto a error como lo sería poner la etiqueta de «filosofía
cristiana» a la filosofía originada en Europa. Pues, más allá de la cuestión acerca de los
límites entre teología y filosofía, o, incluso más pertinente, lo que distingue doctrina
religiosa de filosofía, está el hecho de que algunos de quienes contribuyeron al debate
filosófico en aquellas áreas conquistadas por gente que había adoptado alguna de las
versiones del islam —Oriente Próximo, Persia, África septentrional, España— en los
primeros quinientos años tras su fundación, no eran musulmanes: eran judíos,
cristianos, zoroástricos, ateos y otros que vivieron, pensaron y escribieron en aquellas
regiones durante esa época.

Además, gran parte del contenido del pensamiento filosófico de aquella época y lugar
era herencia de la filosofía desarrollada en los mundos griego y romano: en efecto, gran
parte de la región había sido romana y griega —bizantina— durante siglos. Es
importante que la etiqueta de identificación reconozca estos hechos. Una candidata
sería «árabe-persa», como aproximación más cercana a una demarcación
etnogeográfica. Sin embargo, también esta está lejos de ser ideal, dado que parte de la
obra filosófica más importante realizada durante esta época se desarrolló en España, y
que la etnia real de los filósofos, individualmente, resulta irrelevante. Moisés
Maimónides fue un judío sefardí; Averroes, un árabe andaluz; Avicena nació en un
lejano rincón del norte del Imperio persa, de ascendencia uzbeka-afgana.

Por ello, algunos intentan demarcar esta franja de la historia de la filosofía como
«filosofía del mundo islámico». Pese a la persistencia de la asociación con una religión
—es como llamar «filosofía del mundo cristiano» a la filosofía europea, algo que no
sería cierto durante casi la mitad de la historia de la filosofía europea— es una opción
menos imprecisa, y su adopción, a modo de etiqueta histórico-geográfica de
comodidad, es aceptable. De igual modo, si no más, lo es la etiqueta que yo he escogido,
«árabe-persa», esta vez relacionada con los idiomas en los que se escribió la filosofía. La
virtud de esta etiqueta es que se mantiene en mente el hecho, de gran importancia para
la filosofía de la tradición occidental, de que fue a través del árabe que algunos de los
textos clave de la Antigüedad se conservaron y recuperaron.

Lo que sigue es un resumen de los principales pensadores del mundo islámico en el


periodo que va de Al-Kindi (h. 801-873 d. C.) a Ibn Rushd (Averroes, 1126-1198). Nos
centraremos en tratar las cuestiones de interés estrictamente filosófico, sobre todo en
conexión con su influencia, apenas esbozada, en debates en los círculos filosóficos más
amplios de su época, a través de traducciones del árabe al latín y del uso de textos como
los comentarios de Averroes a Aristóteles en universidades europeas. La obra de estos
pensadores forma parte notable de la historia de la filosofía como tal; la teología del
islam es un tema totalmente distinto, aunque a veces es difícil trazar una línea que los
separe, dada la insistencia, por parte de algunos historiadores musulmanes, en que «la
tradición de la filosofía islámica se encuentra firmemente arraigada en la cosmovisión
de la revelación coránica, y funciona dentro de un cosmos en el que la profecía o
revelación se acepta como cegadora realidad que constituye la fuente no solo de la ética,
sino también del conocimiento.»1 En estas palabras reside el problema: si el punto de
partida para la reflexión es la aceptación de una doctrina religiosa, la reflexión
subsiguiente es teología, o bien teodicea, exégesis, casuística, apologética o
hermenéutica, pero no es filosofía.

Si esta delimitación parece demasiado tajante, pensemos en esto: si aceptamos como


base incuestionable la existencia y continuada actividad interesada de un creador
omnipotente, benevolente, eterno y sobrenatural, de inmediato determinados campos
quedan cerrados a todo debate —por ejemplo, que el mundo tiene un inicio en el
tiempo— y provoca ciertos problemas difíciles de resolver, como la existencia del mal
moral y natural, que en principio cabría considerar responsabilidad última del ser en
cuestión, pues es causa de todo lo que existe, pero lo cual contradice su bondad o
benevolencia, que se suelen suponer totales. O, si el ser es Uno, porque la unidad es
perfecta, completa, coherente y autosuficiente, ¿por qué hay muchas cosas? ¿Por qué un
ser así crearía o emitiría pluralidades? O, si la realidad es una emanación continua del
ser divino (en el pensamiento musulmán, fayd), debida a alguna necesidad de su
naturaleza, ¿significa eso que no existe el libre albedrío en el universo? Si el ser irradia
el universo por voluntad propia, ¿por qué lo hace, dada la imperfección de la pluralidad
y la maldad que de ella se deriva? Hallar soluciones a estos problemas es el tema de la
teología y la teodicea; un enfoque filosófico cuestionaría la fuerza conceptual de la
ontología (la existencia de un ser o seres de ese tipo), lo cual crea dificultades.

En árabe, los términos para filosofía y filósofo son, respectivamente, falsafa y faylasuf,
tomados del griego. Filosofía, matemáticas, física, astronomía y medicina eran
conocidas como las «ciencias extranjeras», al proceder de fuentes helénicas de las
regiones conquistadas por el islam en su expansión inicial, en su primer siglo. Pero
¿cuáles eran estas fuentes helénicas? Si se consulta el catálogo del vendedor de libros de
Bagdad Ibn al-Nadim, quien, en 988, escribió una lista de libros disponibles en el
mundo islámico, podemos saber qué se había traducido de lenguas extranjeras. No
están Homero ni Tucídides, ni Ovidio ni Virgilio; tampoco Esquilo ni Cicerón. En el
catálogo consta tan solo una parte del legado del mundo clásico, puesto que entre el
mundo clásico y la llegada del islam había habido cristianismo —Siria era un territorio
cristiano nestoriano; al este, el Imperio romano, de habla griega, centrado en
Constantinopla, era territorio ortodoxo— y los cristianos no solo no habían intentado
conservar la cultura humanista de la era clásica, sino que habían tomado medidas
activas para hacerla desaparecer.2 Lo que los cristianos conservaron fue la literatura
técnica: matemáticas, medicina, tratados de lógica, astronomía... Había obras de Platón
y de Aristóteles, de Euclides, Galeno y Ptolomeo, pero ningún poeta, ninguna obra de
teatro, ninguna carta ni discurso.

Es interesante, aunque inútil, especular acerca de qué impacto habría tenido la cultura
humanista de la Antigüedad clásica de haber sobrevivido en ciertas cantidades en la
cultura islámica. Conocemos el efecto que tuvo su redescubrimiento en el Renacimiento
europeo. ¿Podría haber sucedido algo parecido? No obstante, lo que sobrevivió, sobre
todo, como muestra el catálogo de Ibn al-Nadim, fue Aristóteles. Para la mayor parte de
los eruditos musulmanes (Al-Farabi, un platónico, era la excepción), Aristóteles era la
filosofía, y se le llegaron a atribuir incluso partes del corpus neoplatónico.

En la época de la conquista árabe, los grandes centros filosóficos del mundo cristiano
helénico eran Atenas —una pálida imitación de su pasada gloria— y, de un modo
mucho más importante, Alejandría, que cayó ante el ejército musulmán de Amr ibn al-
As en septiembre del año 642. Por una de esas extrañas piruetas de la historia,
Aristóteles, cuya filosofía apenas había logrado sobrevivir, casi de casualidad (véanse
pp. 122-123) se había convertido en la figura más admirada y estudiada en Alejandría,
en el periodo inmediatamente anterior a este acontecimiento, mientras que Platón había
caído en una relativa oscuridad. En cualquier caso, el neoplatonismo, que había
conservado algunas ideas de Platón, era una forma sincrética de teosofía (un grupo de
ideas que afirmaban que era posible el encuentro y el conocimiento directos de una
deidad) tras absorber otras ramas de pensamiento y enfatizar al Platón más místico, el
del Timeo. Así pues, la idea que tenían los eruditos árabes de la historia de la filosofía
griega era bastante particular.

Otro canal filosófico en el mundo islámico fue Persia. El emperador Justiniano cerró la
Academia de Atenas en el año 529, confiscando la propiedad y expulsando a los
filósofos. Estos se refugiaron en Persia, en la corte de Cosroes I (o Khosrau I, 501-579),
rey del Imperio sasánida y con reputación de sabio. Poco se sabe de las actividades allí
de los atenienses, pero una buena cantidad de textos filosóficos griegos se incorporaron
a lo largo de las siguientes décadas a la colección de textos zoroástricos, el Avesta, lo que
demuestra que su presencia tuvo un impacto. No habrían estado introduciendo nada
que resultara poco familiar a los eruditos persas, pues para entonces el intercambio
entre los mundos griego y persa llevaba produciéndose ya más de mil años, de modo
que quizá lo que consiguieron fue aumentar el interés por la tradición filosófica que
representaban, al menos lo suficiente como para recomendar algunos de los textos que
llevaban con ellos a los editores del Avesta.

Son necesarias algunas advertencias previas con respecto al marco teológico del
surgimiento de la filosofía como tal en el mundo islámico. Una breve cronología nos
prepara para esto. El profeta Mahoma murió en el año 632, y le sucedió su suegro Abu
Bakr as-Siddiq. El nombramiento de este último como califa del islam por parte de los
ancianos en Medina irritó a quienes deseaban ver al sobrino y yerno de Mahoma, Alí,
como califa. Finalmente, Alí se convertiría en el cuarto califa, pero el daño ya estaba
hecho; el cisma que acabaría separando a los suníes de los chiíes quedó expuesto
permanentemente por este desacuerdo en cuanto a la sucesión. El clan de los Omeya se
opuso al nombramiento de Alí, y este fue asesinado en el 661, solo para ser sucedido
por su hijo Hasan, quien abdicó ese mismo año y dejó el control en manos de los
Omeya. Con ellos, el imperio se expandió mucho y muy rápido, hasta tocar las costas
del Atlántico, al oeste, y las fronteras de China al este.

La dinastía omeya gobernó desde Damasco durante un siglo antes de ser derrocada
por la dinastía abásida, que se estableció en Bagdad y gobernó sobre el mundo islámico
durante los siguientes quinientos años, del 750 al 1528. Esta fue la edad de oro del islam,
impulsada por el deseo de los abásidas de impulsar la cultura y el conocimiento.
Construyeron una gran biblioteca en la capital, Bayt al-Hikmah (casa de la sabiduría:
hikmah significa «sabiduría»), como centro para el estudio y la traducción de
manuscritos griegos y sirios al árabe. Los primeros califas abásidas —Harún al-Rashid
(r. 786-809); Abu Abás Al-Mamún (r. 813-833, quien tuvo el famoso sueño de que se
debían realizar traducciones); y Al-Mutásim (Abu Isḥaq Muḥammad ibn Harun al-
Rashid, r. 833-842)— fueron mecenas de eruditos y traductores, e incluyeron entre ellos
a sus cortesanos.

En este entorno de conocimientos, la teología o kalam apoyada por la casa gobernante


era Mu’tazili o Mustazilí, que colocaba la razón y la evidencia como adjuntas de la fe.
Mustazilí significa «que retira», es decir, el que suspende el juicio, el que ve dos lados
de una cuestión, el que emplea pruebas racionales y empíricas para evaluar
argumentos. Mientras la teología mustazilí tuvo influencia, la división entre suníes y
chiíes no fue especialmente importante, y los pensadores podían cuestionar la ortodoxia
y mostrarse en desacuerdo entre sí sin temer, y debatir libremente puntos difíciles de la
kalam. Un aspecto notable del enfoque racionalista y empirista de la teología mustazilí
fue que proporcionaba maneras de distinguir entre enseñanzas genuinas y falsas, y
entre creencias correctas y erróneas, lo cual evidentemente importaba, porque las
creencias correctas eran las que llevaban al creyente al paraíso.

Desde principios del siglo IX a los mustazilíes se les oponen los fundamentalistas
hanbalitas (seguidores de Ahmad bin Hanbal, 780-855), que proclamaban la literalidad
absoluta del Corán; los zahiríes (seguidores de Dawud Al-Zahiri, 815-884) y, sobre todo,
los asharíes, así llamados por Abu al-Hasan Al-Ash’ari (874-936). Todos estos grupos
eran más literalistas y dogmáticos que los mustazilíes. La escuela ash’arí se convirtió en
(y aún es) la más importante de las escuelas teológicas suníes, y a veces se la denomina
«la ortodoxia suní». La escuela mustazilí siguió teniendo influencia entre los chiíes, y
hoy en día la escuela de derecho chií zaidista le reconoce autoridad. Como
consecuencia, la filosofía islámica se ha asociado sobre todo con el islam chií; las
escuelas suníes, basadas en el ideal de seguir «la tradición de Mahoma y el consenso de
la umma [comunidad]» resultan inhóspitas para la filosofía y tienden, en lugar de ello, a
la ortodoxia.

El primer filósofo musulmán reconocido es Al-Kindi (AbuYusuf Ya’qub ibn Isḥaq al-
Kindi, h. 801-873). No fue el primero en enfrentarse a las ideas filosóficas griegas; la
kalam mustazilí había absorbido ya influencias de esas fuentes, como demuestran las
críticas asharíes a las enseñanzas mustazilíes; el propio Al-Ash’ari culpaba a Aristóteles
de algunas de las doctrinas mustazilíes. Pero Al-Kindi estaba interesado en algo más
que en aplicar el pensamiento griego a la teología. Deseaba aprender de toda la gama de
posibilidades que podía ofrecer, y escribió montones de tratados —Ibn al-Nadim
enumera 260 títulos de obras suyas— acerca de todo tipo de temas, de la medicina a la
astrología, las matemáticas o la filosofía. Lamentablemente, pocos de estos tratados han
sobrevivido, quizá debido a la hostilidad del califa Al-Mutawákkil (822-861), quien
confiscó sus libros y también persiguió a los chiíes, destruyó el altar del tercer imán chií,
Husayn Ibn Ali, obligó a los judíos a llevar ropas que los identificaran como tales y taló
el ciprés sagrado de los zoroastristas para construir un nuevo palacio.

Al-Kindi nació en Kufa, hijo del emir de la ciudad. Se decía que descendía de los reyes
de Kinda, uno de los cuales fue compañero de Mahoma. Tuvo el mecenazgo del califa
Al-Mamún y del califa Al-Mutásim; dedicó su obra más importante, Sobre la filosofía
primera, a Ahmad, hijo de este último, de quien era tutor. Los califas lo nombraron
supervisor de los proyectos de traducción de Bait al-Hikmah, lo que le ofreció acceso
completo a todas las colecciones de libros. Entre sus logros se encuentra la adopción del
sistema indio de numerales (0, 1, 2, 3...) que ahora empleamos de modo universal.

Al-Kindi deseaba demostrar que «la filosofía de los antiguos», como se la llamaba, era
coherente con las enseñanzas del islam y, a la vez, coherente en sí misma. Se centró
sobre todo en la geometría, la lógica y la física, y en estas el problema de la
compatibilidad no era grave. El siguiente reto era justificar las afirmaciones de la razón
en contra de la aceptación acrítica de la tradición y el dogma. Por ello, sostuvo que
«para el buscador de la verdad, nada es más importante que la verdad, y nunca
desprecia la verdad ni a quien la pronuncia [...] nadie es menos por decir la verdad; más
bien, la verdad lo ennoblece todo». Empleando la única versión por entonces disponible
de Del alma de Aristóteles, una paráfrasis, Al-Kindi fue capaz de afirmar que los griegos
creían en la inmortalidad del alma y, por ello, tenían una ontología dualista en la que el
cuerpo perecedero y el alma imperecedera son existencias distintas. Esto implicaba
establecer que el alma es sustancial, algo que hizo invocando la noción aristotélica de
esencia para discurrir así: «Dado que los cuerpos pueden perecer, “estar vivos” no es
una propiedad esencial de ellos. Estar vivo, sin embargo, es una propiedad esencial de
ser una persona. Por lo tanto, una persona no es lo mismo que su cuerpo. Las cosas
vivas son sustancias. Las personas son cosas vivas. Por lo tanto, las personas (las almas,
el aspecto esencialmente de “ser vivo” que hay en nosotros) son sustancias». Un
problema con esto es que para Aristóteles una sustancia es una combinación de forma y
materia; esto exige que un alma sustancial consista en algún tipo de materia no
corporal. ¿Cómo se puede entender esto? Al-Kindi no ofreció una solución.

Para la teología musulmana o kalam, la unicidad de Dios es una doctrina clave, dado
que unidad y singularidad son propiedades de la perfección, y el mayor grado de
realidad se vincula al más alto grado de unidad. La teología trinitaria cristiana era
anatema para el islam, de modo que la doctrina de Plotino del Uno primordial resultaba
muy atractiva para Al-Kindi, y reforzaba su afirmación de que falsafa y kalam eran
coherentes entre sí. Si una cosa es una, sin partes, no está sujeta a cambio y decadencia,
y es por lo tanto eterna. Esto, por cierto, proporcionó a Al-Kandi munición contra los
fundamentalistas hanbalitas, a los que su literalismo los llevaba a decir, como rezaba el
Corán, que Dios hacía cosas como sentarse en su trono, algo que implica que se ve
sujeto a cambios y que, por lo tanto, no es eterno. Además, la plenitud de la realidad
constituida por la unicidad de Dios explica la creación: Dios hace emanar el universo de
la plenitud de su realidad; surge de su desbordante abundancia de realidad así como el
agua desborda de una cisterna llena.

También Al-Farabi aceptaba una idea emanacionista de la realidad. Abu Nasr


Muhammad ibn Muhammad al-Farabi (h. 872-950) era conocido como «el segundo
maestro», no por Al-Kindi, sino, tal era la estima que se tenía por él, por Aristóteles.
Poco se sabe de su biografía, pero una tradición que afirma que nació en Asia central ha
provocado que la Universidad Nacional de Kazajistán se bautice con su nombre; otra
tradición lo remonta a Persia. Pasó la mayor parte de su vida en Bagdad, aunque viajó a
Egipto y Marruecos, entre otros lugares, y falleció en Damasco.

Al-Farabi optó por la posición de que la filosofía es superior a la teología como modo
de llegar a la verdad. Había pasado tiempo con cristianos en Bagdad, estudiando con
ellos lógica, ya como discípulo o como colega, y sus investigaciones al respecto eran
profundas. Hizo compendios del Órganon aristotélico y escribió comentarios acerca de
este y de Arte retórica y De la interpretación, así como de la Isagoge de Porfirio.

Para Al-Farabi, la investigación acerca de las formas válidas de inferencia contenía


una implicación importante: le convenció de que la lógica es universal y que, en tal
capacidad, subyace a todos los idiomas y pensamientos. Esto contradice la idea de que,
como el Corán había sido dictado por Dios en árabe, la gramática de este idioma
encierra la estructura fundamental del lenguaje y del pensamiento. En opinión de Al-
Farabi, la lógica es superior a la gramática, lo que parece implicar que, debido a la
íntima asociación entre gramática y teología, esto subrayaba aún más la superioridad de
la lógica (de la filosofía en general) sobre la teología. La tarea de traducir textos
filosóficos griegos y crear un vocabulario para la falsafa en árabe hizo que sus oponentes
sospecharan que los filósofos deseaban sustituir la gramática árabe por la griega. Al-
Farabi llevó a cabo la maniobra conciliadora de señalar que «el arte de la gramática» era
indispensable para que los lógicos describieran los principios de la lógica. Pero en El
libro de las letras vuelve a incidir en lo inadecuado de la estructura de la gramática árabe
para revelar la estructura lógica, y describe el lenguaje cotidiano como tan solo un
método de popularizar la expresión de verdades filosóficas de modo accesible al
público.

Al-Farabi sigue a Aristóteles en su explicación del alma, identificando sus principales


facultades —en orden jerárquico descendente— como racional, imaginativa, sensible y
nutritiva. Al igual que Aristóteles, describe el «sentido común» como el conjunto
sensorial que combina e integra todo lo aprehendido por los cinco sentidos en una
cognición unificada, y lo sitúa en el corazón. Al-Farabi otorga un lugar especial a la
imaginación, debido a su asociación con la adivinación y la profecía. Aristóteles había
concebido el imaginar como el poseer imágenes de cosas cuando las cosas mismas se
encuentran ausentes, y la facultad de la imaginación como la facultad de redisponer
imágenes, como cuando uno toma la cabeza y alas de un águila y los cuartos traseros de
un caballo y los combina en la criatura mítica denominada «hipogrifo». A estas dos
funciones, Al-Farabi les añadió una tercera: la facultad de la imitación, que permite la
recreación no solo de imágenes, sino también de emociones y deseos. Esto encajaba con
su idea de que la poesía existe para provocar sentimientos así como imágenes, y
explicaba la profecía como la recepción, en la imaginación, de imágenes sensoriales y
sentimientos asociados en una forma comunicable a un público más amplio y no
filosófico; imágenes y sentimientos que contienen ideas que normalmente solo serían
aptas para la más alta forma de intelecto, el único tipo capaz de mantenerse al nivel de
la verdad y la realidad.

Al-Farabi escribió también acerca de política, y en este terreno era más un platónico
que un aristotélico. Seguía a Platón en su idea de que el mejor gobernante debía ser el
rey-filósofo, pero era suficientemente realista como para considerar poco probable que
los hubiera disponibles de modo habitual; en su lugar, se centró en la cuestión de por
qué y cómo las sociedades entran en declive con respecto a este ideal. Decía que esto
sucedía por tres razones: por ignorancia, por maldad y por error. Las ciudades
ignorantes no consiguen comprender la auténtica naturaleza de la humanidad y la
razón de su existencia. Las ciudades malvadas o que erraban habían sabido antaño —
quizá aún sabían— la razón de la existencia de la humanidad, pero no logran actuar
ante ese conocimiento. Las ciudades malvadas no consiguen actuar ante ese
conocimiento porque son malvadas; las que están en error, porque no aplican
adecuadamente el conocimiento o porque sus gobernantes los dirigen mal.

Posteriores filósofos del mundo islámico se mostraron unánimes en su admiración


por las obras lógicas de Al-Farabi, y algunos de ellos —Avicena, por ejemplo—
reconocían más ampliamente su influencia en su perspectiva filosófica. Maimónides lo
describió como «un gran hombre» y dijo que «todos sus escritos son excelentes y sin
falta». Aunque Avicena y Averroes tuvieron mayor influencia en el pensamiento
europeo cuando se conocieron sus escritos, también es cierto que las obras de Al-Farabi
alertaron a los filósofos europeos de los tesoros que aguardaban ocultos en Aristóteles.

Avicena (Abu Alí Al-Husayn ibn Abdalá ibn Al-Hasan ibn Alí Ibn Sĩna, 980-1037)
nació en Afshona, cerca de Bujará, en el actual Uzbekistán, entonces una región del
Imperio persa. Su padre era un reputado erudito ismaelita de Afganistán, funcionario
del gobierno. Avicena relata en su autobiografía —es uno de los pocos filósofos
musulmanes que escribieron una— que había leído ya el Coran con diez años, que
había aprendido matemáticas de un tendero indio y que había aprendido también los
rudimentos de la medicina de un sanador itinerante. Posteriormente estudió
jurisprudencia islámica, Fiqh. Comenzó sus estudios de Falsafa en su adolescencia, y
asegura haber leído la Metafísica de Aristóteles cuarenta veces antes de comprenderla, y
que solo llegó a esa comprensión tras leer el breve tratado acerca de ella de Al-Farabi,
que compró por escaso dinero en un puesto de un mercadillo solo porque el vendedor
le animó a hacerlo. Tanto le gustó poseer la clave a Aristóteles por medio de la
serendipia que a la mañana siguiente se apresuró a dar limosna a los pobres como
muestra de gratitud.

Avicena comenzó su carrera como médico tras ofrecer sus conocimientos


gratuitamente a los enfermos de su ciudad a fin de practicar. Su primer nombramiento
fue como médico personal del emir local. Allí tuvo acceso a una abundante biblioteca, y
lo aprovechó a fondo. Tras la muerte de su padre fue trasladándose de un lugar a otro
por la región del mar Caspio, buscando empleo y, a veces —eran tiempos convulsos en
la región—, teniendo que ocultarse para evadir su detención y encarcelamiento.
Finalmente consiguió establecerse en Jibal como médico de Alá Al-Dawla (Abu-Jáfar
Muhamad ibn Rústam Dushmanziyar, r. 1008-1041), quien había establecido una
dinastía independiente (y, como se demostraría, breve) en Irán occidental. Avicena
escribió en persa uno de sus libros más importantes, titulado sencillamente Filosofía para
Al-Dawla, para explicar a Al-Dawla sus doctrinas. Avicena pasó los últimos diez años de
su vida en Jibal, y murió con cincuenta y siete años durante una marcha con el ejército
de Al-Dawla, en una de sus muchas campañas. Cuando enfermó, sus compañeros le
recomendaron quedarse en casa, a lo que él respondió: «Prefiero una vida corta con
anchura que una vida estrecha con longitud».

Avicena escribió que concebía la función de la filosofía como «determinar la realidad


de las cosas en tanto resulte posible para los seres humanos». El filósofo, pues, está
invitado a dos tareas: una teórica, que apunta a descubrir la verdad, y una práctica, que
apunta a hallar el bien. Buscar la verdad perfecciona el alma a través del conocimiento
como tal; buscar el bien perfecciona el alma a través del conocimiento de lo que se debe
hacer. Mientras que el conocimiento teórico tiene que ver con lo que existe,
independientemente de nuestras elecciones y acciones, el conocimiento práctico
concierne a cómo decidimos actuar.

Cada una de estas formas de conocimiento tiene tres subdivisiones. En el


conocimiento teórico está la física, las matemáticas y la metafísica. Los conocimientos
prácticos son gestionar la ciudad, gestionar la casa y gestionarse uno mismo. Las dos
primeras subdivisiones del conocimiento práctico tienen que ver con los principios por
los que se comparten las cosas. El tercero concierne a conocer las virtudes, refinando así
el alma, y conociendo los vicios a fin de evitarlos, para así purificar el alma. El
conocimiento práctico nos lo enseñan la divina sharia, la ley derivada del Corán, y el
hadith, los supuestos dichos de Mahoma.

La lógica es la base de la filosofía, decía Avicena, y es también el camino más elevado


a la felicidad. Esto es así porque nos permite alcanzar lo que no se sabe de lo que se
sabe, mediante inferencia y derivaciones. Nos proporciona reglas para razonar
correctamente, de modo que pensemos de un modo válido; el razonamiento válido
lleva al conocimiento, y el razonamiento incorrecto, a la falsedad. De un modo muy
poco habitual, Avicena acepta que a veces Dios puede proporcionarnos conocimiento
gratuitamente. La lógica trata de conceptos, y por ello debemos comprender los
términos en los que se expresan, así como las formas de prueba válida que implican.

La física trata con los tres principios de las cosas corporales: la materia, la forma y el
intelecto. El intelecto mantiene unidas la forma y la materia, y es, por tanto, la causa de
la existencia de los cuerpos. Los cuerpos celestiales se mueven en trayectorias circulares
y no están sujetos a generación ni corrupción; sin embargo, generación y corrupción
suceden a los cuerpos creados a partir de los cuatro elementos —tierra, aire, fuego y
agua—, cuyas diferentes combinaciones dan lugar a diferentes tipos de cosas
sublunares: minerales, plantas y animales. De estos últimos, el más elevado es el ser
humano, cuya forma es el alma.

Avicena dedicó mucha atención al alma, y dijo que si su función se restringía a la


nutrición, al crecimiento y a la reproducción, era un alma de planta; si a estas se
añadían el movimiento y la sensación, era el alma de un animal; y si a las cinco se
añadía la racionalidad, era un alma humana. La racionalidad poseía dos partes, la
teórica y la práctica; es el cultivo de la parte teórica el que hace que un ser humano logre
su adecuada perfección: una idea muy aristotélica.

La disciplina que estudia estos principios teóricos es, por excelencia, la metafísica. Su
temática es la existencia, la existencia en tanto que tal. Esto implica que examina lo que
es esencial para la existencia: unidad y multiplicidad, causa y efecto, universalidad y
particularidad, potencialidad y realidad, posibilidad y necesidad, completitud e
incompletitud. Los existentes son bien sustancias, bien accidentes, que se distinguen por
el hecho de que las primeras son existentes que no están en una sustancia, mientras que
los segundos lo son. La existencia de una cosa es bien contingente, bien necesaria.
Negar que una cosa necesaria existe es contradictorio; negar que existe una cosa
contingente no es contradictorio. Algo puede existir necesariamente en sí mismo o
necesariamente a través de otra cosa. Esta doctrina, que emplea las nociones modales de
necesidad y posibilidad, proporcionó a Avicena un importante argumento, tal y como
sigue.

Uno puede notar que una cosa x posee cierta propiedad F a fin de ser lo que es, es
decir, que F es esencial para x. Pero esto es cierto exista x o no. La cuestión de si algo x
existe necesariamente es otro tema. Las cosas solo existen si se causa su existencia. Las
cosas que conforman el mundo existen de modo contingente, porque no existirían de no
ser porque alguna otra cosa ha causado su existencia. Ahora bien, la cadena causal de la
existencia de las cosas no puede remontarse hacia atrás hasta el infinito, de modo que
ha de haber un ser no causado, no contingente —necesario—, como primera causa de
todo. Avicena lo identifica con Dios. De modo que Dios es una cosa necesaria; pero el
que él cause la existencia de todo lo demás (por emanación del necesario
desbordamiento de abundancia de su realidad) significa que también esas cosas son
necesarias; la suya es «necesidad a través de otra cosa necesaria». La actividad creativa
del ser necesario hace necesario que exista todo lo demás, y eso hace que todo lo demás
sea necesario en sí mismo.

Lo que le gustaba a Avicena de esta argumentación es que había un problema


potencial en la idea adoptada de Aristóteles de que los intelectos elevados (solo)
piensan en las cosas más elevadas que hay (verdades universales y necesarias). Esto
significaría que Dios no piensa en —o, lo que sería peor, no puede pensar en— cosas
particulares. Sin embargo, si todo es necesario por transmisión divina, Dios puede
pensar en ello. Esto resuelve un problema teológico.

También resuelve una dificultad teológica asociada, o la misma dificultad vestida de


otro modo. Las cosas y acontecimientos particulares sufren cambios, de modo que, si
Dios sabe de ellos, su conocimiento —y, por lo tanto, Dios mismo— sufre cambios. Pero
si Dios es uno y perfecto no puede sufrir cambios. Para proteger la eterna inmutabilidad
de Dios, su conocimiento ha de quedar restringido a aquello que no cambia: los
universales y esencias. Pero esto hace que Dios no sea el Dios de la religión revelada,
interesado en el pecado y la virtud. Al hacer que todo sea necesario mediante la
transmisión de la necesidad divina a todo lo que emana de él, también esa dificultad
queda superada.

El Dios de Avicena es muy parecido al Dios abstracto, impersonal y que «solo piensa
en sí mismo» de Aristóteles. El Dios de Avicena es sencillo, sin partes, inmutable; y
dado que no posee género ni diferencia, no puede ser caracterizado ni definido,
solamente nombrado. Al ser inmaterial es totalmente bueno, dado que la maldad solo
surge de la materia, que Avicena había definido como «la fuente de privación» o
negatividad. Es absolutamente bello, porque no hay belleza superior al intelecto
absoluto. Es el placer más elevado, porque hace lo más elevado que puede hacerse:
pensar. Como bien, placer y belleza más perfectos, se trata de la cosa más deseable y
digna de amarse que hay. Todo lo demás, en una jerarquía que baja de las cosas
celestiales a las mundanas, emana de Dios continua y eternamente, porque si en algún
punto esto no sucediese, se trataría de algo que no ha sucedido antes, lo que crearía una
perturbación en todas las perfecciones. Pero esto, felizmente, es imposible dada la
naturaleza del ser en cuestión. Esta concepción de Dios provoca dos pensamientos
asociados: uno es el deus sive natura de Spinoza; el otro es que si sustituyésemos las
referencias a la deidad, en la explicación de Avicena, por referencias al universo natural,
es difícil ver cuál sería la diferencia. Esto nos devuelve el razonamiento de que si es
concebible que algo se cause a sí mismo, ¿por qué no decir que el universo se causó a sí
mismo? ¿Y que las necesidades de todo lo que sigue son las necesidades de las leyes
físicas naturales?

Avicena tuvo un gran impacto tanto en el pensamiento occidental como en el de


Oriente, y fue así tanto para bien como para mal. Entre quienes sintieron un impacto
negativo estuvo Al-Ghazali, entre los musulmanes, quien por ello le atacó; y Tomás de
Aquino y Guillermo de Auvernia, entre los escolásticos de Occidente. Se mostraban en
fuerte desacuerdo con sus ideas acerca de la naturaleza de Dios y la relación de este con
el mundo, y acerca de la eternidad del universo: a ambos lados de la división religiosa,
la ortodoxia exigía un acto de creación en el tiempo. Incluso posteriores partidarios de
Avicena —entre ellos, Averroes y Mulla Sadra— no creían que hubiera compren-dido
correctamente a Aristóteles, y estaban en desacuerdo con algunas de sus ideas. Sin
embargo, como demuestra este esbozo, la suya era una mente filosófica poderosa, y su
influencia —ejercida lejos de los centros metropolitanos de enseñanza y poder, y
lograda durante una vida turbulenta— fue notable.

A Al-Ghazali (Abu Ḥamid Muḥamad ibn Muḥamad Al-Ghazali, 1058-1111) no le


gustaba la falsafa, ni se consideraba faylasuf, no le gustaba que lo llamaran faylasuf y
hasta escribió un libro llamado La incoherencia de los filósofos. Era jurista —y como tal se
ganó su reputación—, así como un teólogo de la escuela ash’arí, y un místico inspirado
por el sufismo. Se lo conoce en el islam suní como Mujaddid, «renovador de la fe», uno
de aquellos que aparecen una vez cada siglo para volver a inspirar a la umma, la
comunidad de los fieles. Aun así, consta como uno de los grandes filósofos del mundo
islámico, y una de sus obras tuvo gran influencia en los escolásticos europeos.

Nacido en Tabaran, un barrio de la ciudad de Tus, en la región de Jorasán, en las


fronteras de Asia central, Al-Ghazali estudió en Nishapur e Isfahán antes de ser
nombrado profesor de la prestigiosa madrasa Nizamiya, en Bagdad. Su gran reputación
le convirtió en confidente de sultanes y visires, pero la cercanía del poder militar y
político, así como las corruptelas de la corte, le repelían. Tras cuatro años enseñando en
Bagdad abandonó de repente su puesto y viajó a Damasco y Jerusalén, y desde ese
momento se juró que viviría independiente de todo mecenazgo. Tras realizar su
peregrinaje a la Meca, regresó a su ciudad natal y fundó una pequeña escuela privada y
un convento sufí. Pero cinco años antes de morir volvió a cambiar de opinión y volvió a
enseñar en una institución pública, la madrasa Nizamiya de Nishapur. Dijo a sus
seguidores que lo hacía porque la gente estaba teológicamente confundida, y porque las
autoridades le habían implorado que volviese a enseñar al pueblo.

Al-Ghazali escribió una autobiografía, y en ella afirma que, mientras enseñaba en


Bagdad, llevó a cabo un estudio de dos años de filosofía a fin de refutarla, y que pasó
un año más escribiendo La incoherencia de los filósofos. Hay quien opina que lo hizo para
evitar la acusación de que había estudiado filosofía de modo intensivo en su juventud,
porque La incoherencia... es una obra de gran calado, tanto filosófico como literario, y
destila madurez y una larga meditación. Entre sus demás obras hay un manuscrito sin
título en el que había copiado párrafos enteros de otros filósofos, así como un libro
titulado Doctrinas de los filósofos, que es una versión en árabe, libremente traducida y
adaptada, del original de Avicena, en persa, Filosofía para Alá Al-Dawla. Antaño se creía
que este compendio era una preparación para La incoherencia..., pero subsiguientes
estudios sugieren que es posterior y que posee otro objetivo.

En el siglo y medio posterior a su muerte, la traducción que hizo Al-Ghazali de


Filosofía para Alá Al-Dawla se tradujo varias veces al latín, así como al hebreo. La primera
traducción al latín apareció en la segunda mitad del siglo XII, obra de Domingo
Gundisalvo (fall. 1190) y Iohannes Hispanus (fl. 1190), este último, probablemente un
mozárabe (un árabe cristiano) de Toledo. Fue la única obra de Al-Ghazali conocida por
los filósofos europeos durante los siglos XII y XIII, y al tratarse de una traducción y
adaptación de la Filosofía para Alá Al-Dawla, se dio por supuesto que Al-Ghazali era un
discípulo de Avicena, y que el libro era un resumen de la obra de su maestro. Esta
impresión se veía reforzada por el hecho de que la mayor parte de traducciones al latín
omitían el material provisional en el que Al-Ghazali se distanciaba de lo que estaba
traduciendo.

Dado que Al-Ghazali describía su La incoherencia de los filósofos como una «refutación»
de ideas filosóficas, se dio por sentado que rechazaba todo aquello que estuviera
asociado al pensamiento aristotélico. En realidad, el asunto es más complejo. Su
principal objetivo era la afirmación, por parte de los filósofos, de que la lógica y la razón
son superiores, como fuentes de conocimiento, a la teología, que se basa en la revelación
y la fe. Esto socava las bases del islam, dice Al-Ghazali, y anima a algunos filósofos a
descuidar sus deberes religiosos. Su método es tomar algunas de las grandes doctrinas
filosóficas y demostrar que los filósofos no consiguen demostrarlas mediante los
estándares de sus propios métodos, sobre todo debido a que aceptan acríticamente las
nociones de las que parten. En algunos casos muestra que verdades que él mismo
acepta no podrían demostrarse por los métodos de los filósofos. Los contraargumentos
que utiliza no son totalmente originales; emplea la obra de críticos cristianos
antiaristotélicos, que se conocían en los debates de la kalam desde el siglo IX.
En su discusión de las ideas filosóficas de causalidad, Al-Ghazali anticipa la idea de
Hume con respecto a por qué, dado que no hay una «conexión necesaria» en las
relaciones causales, creemos que la hay. Un problema que persigue a pensadores con
restricciones teológicas que obedecer es si puede haber algo así como «causas
secundarias», es decir, causas en la naturaleza que no sean la agencia causal de una
deidad. La solución que propone Al-Ghazali es que tales causas no existen, todo lo que
sucede es debido a la voluntad de Dios; pero lo que a los humanos se les aparece como
una conexión entre causa y efecto, y que solo es lo que distingue putativamente su
suceso vinculado de una mera yuxtaposición fortuita de acontecimientos, es el hábito de
expectativa que nos formamos nosotros, al ver vinculados tan a menudo esos
acontecimientos.

Aunque Al-Ghazali no consideraba heréticas la mayor parte de las doctrinas que


atacaba, hay tres que, en su opinión, suponían serios desafíos a la fe islámica. Todas
ellas se encontraban en la filosofía de Avicena: la eternidad del universo, la restricción
del conocimiento de Dios a los universales, y la negación de la resurrección de los
cuerpos. El islam enseña lo opuesto: que Dios creó el universo en un momento
determinado; que Dios conoce los particulares así como los universales, y que un día las
almas de los muertos se reunirán con sus cuerpos. Dado que las doctrinas de Avicena
son peligrosas para la fe, y llevarían por mal camino a cualquiera que las aceptara, Al-
Ghazali emitió una fatua, al final de La incoherencia... que afirma que todo aquel que
enseñe esas doctrinas es un kafir (un no creyente) y un apóstata, y debería, por tanto,
morir.

No fue solo a los filósofos como Avicena, sino también a los ismaelitas, a quienes Al-
Ghazali atacó por herejes y apóstatas; en el caso de estos últimos parece no haber
comprendido sus ideas, al atribuirles la creencia en dos dioses. Sus escritos fijaron los
límites de la tolerancia desde la perspectiva de la sharia, estipulando una prueba para
saber si una doctrina constituye apostasía y no creencia. Esta era que hay tres
enseñanzas fundamentales que no se pueden desafiar: el monoteísmo, las profecías de
Mahoma y las enseñanzas del Corán acerca de la vida después de la muerte. Cualquier
cosa que impugne estos principios está prohibida bajo pena de muerte. Todo lo demás
será evaluado según sus méritos, pero, incluso si es erróneo, debe ser tolerado.

También propuso un modo de reconciliar conflictos entre los resultados del


razonamiento demostrativo válido y la revelación, que solo pueden ser —porque ambos
son ciertos— conflictos aparentes. Consistía en tratar los enunciados del Corán como
simbólicos si entran en contradicción con argumentos sólidos. Por ejemplo: un
argumento tal demuestra que la naturaleza de Dios es tal que no tiene manos ni se
sienta en un trono. Los párrafos del Corán que hacen referencia a sus manos o a que se
sienta en el trono son, por lo tanto, simbólicos. Pero está prohibido dar una
interpretación simbólica a algo del Corán que no contradiga los resultados de
demostraciones válidas. La mayor parte de los teólogos y juristas musulmanes
posteriores a Al-Ghazali han aceptado estas ideas, aunque algunos han afirmado que,
en caso de conflicto entre razón y revelación, debe considerarse superior la revelación.

En el mundo islámico, la gran obra de Al-Ghazali es El resurgimiento de las ciencias


religiosas, que trata de la ética de la vida cotidiana de los fieles, cubre rituales y
costumbres, y habla de las cosas que llevan a la perdición y de las que llevan al paraíso.
Critica el materialismo y ensalza una vida de autocontrol y buenas acciones, y afirma
que las sutilezas teológicas y de jurisprudencia no son tan importantes como la pureza
interna que comporta la virtud. Le atraía el enfoque sufí de lo sagrado, y el tratado que
algunos consideran un resumen y popularización de El resurgimiento..., conocido como
La alquimia de la felicidad, promueve el ideal de autorrealización espiritual y unión con lo
divino. «Los místicos, y no los hombres de letras, son quienes han tenido experiencias
reales —escribió en su autobiografía—. Yo ya había progresado tanto como era posible
por la senda del aprendizaje. Lo que me quedaba no lo obtendría estudiando, sino por
la experiencia inmediata y caminando la senda mística.»

Hay que atribuir a Al-Ghazali un papel importante a la hora de establecer el dominio


de los asharíes suníes en el islam y, por lo tanto, con respecto a fijar los límites de la
tolerancia y de la ortodoxia en esta, la rama mayoritaria de esta religión. Aunque lejos
de proscribir el uso de la razón en la lógica y las matemáticas, o el empleo de evidencia
empírica en astronomía y física, el efecto principal de tres cosas —su ataque a la falsafa
(aunque en realidad se limitase a asuntos metafísicos que colisionaran con la teología),
las enseñanzas de El resurgimiento... y su propia tendencia a la iluminación mística—
acabaría dando poder al rigorismo doctrinario y al fideísmo por encima de la reflexión y
el pensamiento crítico. Había en todo esto una dimensión política, que giraba en torno a
las diferencias entre suníes y chiíes con respecto a otras razones teológicas. Una de las
consecuencias, ya anotada, es que la filosofía ha sido más común entre los segundos, y
con notable diferencia, que entre los primeros.

Ibn Rushd, más conocido en Occidente como Averroes (Abu al-Walid Ahmad ibn
Muḥammad ibn Rushd, 1126-1198), respondió a La incoherencia de los filósofos de Al-
Ghazali con su La incoherencia de la incoherencia. Esta obra no recuperó la reputación de
la filosofía para los suníes, y tampoco lo consiguió ninguna de las demás doctrinas de
Averroes. Pero sus comentarios sobre Aristóteles le convirtieron en una de las figuras
más importantes para los escolásticos europeos, algunos de entre los cuales tenían sus
propias razones para criticarlo tanto como sus correligionarios.
Averroes nació en Córdoba (Andalucía), nieto de un famoso e influyente juez y
teórico del derecho, Abdul-Walid Muḥammad (fall. 1126), cuyo hijo, Abdul Qasim
Ahmad, fue también juez hasta que la dinastía almohade sustituyó a la almorávide, en
1146. Averroes siguió la tradición familiar y se hizo con una buena reputación como
jurista. Pero también obtuvo una gran reputación en medicina, y su tratado al respecto,
el Libro de las generalidades de la medicina, fue uno de los textos de cabecera tanto en
Europa como en el mundo islámico durante siglos. Fue en respuesta a la petición del
califa almohade Abú Yaqub Yusuf de que le explicase Aristóteles que Averroes se lanzó
a comentar los textos aristotélicos (excepto la Política), una tarea que le llevó treinta
años. También escribió acerca de la República de Platón y de la Isagoge de Porfirio, entre
otras. Su principal preocupación era recuperar a Aristóteles de entre las capas de
neoplatonismo superpuestas por filósofos anteriores del mundo islámico, así como
comprender la filosofía misma. Sus interpretaciones fueron a veces cuestionables, pero,
en extensión y profundidad, su trabajo con el corpus aristotélico fue la razón más
importante del redescubrimiento de Aristóteles entre los escolásticos europeos.

Averroes tomó de Aristóteles la idea de que el universo es eterno, lo que implica que
no fue creado por Dios. Interpretó también que Aristóteles rechazaba la idea de
inmortalidad personal. Por su parte, sostenía que existe una única mente universal —la
mente de Dios—, lo que contradice la idea de que hay almas individuales con mente y
voluntad. Estas creencias colisionaban tanto con la doctrina cristiana como con la
musulmana, y cuando los comentarios de Averroes llegaron a los escolásticos en
traducción al latín causaron un escándalo. La gente tomó partido: había aristotélicos
entusiastas —se los llamaba «averroístas»— y detractores. Buena cantidad de escuelas y
universidades prohibieron la enseñanza de Aristóteles, y en 1231 el papa Gregorio IX
encargó una comisión para que investigara sus obras. Hacia esa época, los textos
aristotélicos comenzaban a aparecer en latín, directamente traducidos de los originales,
y no a través de las traducciones intermedias al siriaco y al árabe. Las contribuciones de
Tomás de Aquino no se limitaron solo a la mera conciliación de Aristóteles con la
doctrina cristiana, en gran parte separando a Aristóteles de la interpretación que
Averroes hacía de él, sino que convirtieron el pensamiento aristotélico (en su propia
interpretación, conocida como tomismo) en la filosofía oficial de la Iglesia.

La defensa de la filosofía de Averroes comienza con la afirmación de que el Corán


impone su estudio, citando varias suras (versos), incluida la número 3, «[e]n la creación
de los cielos y de la tierra y en la sucesión de la noche y el día hay, ciertamente, signos
para los dotados de intelecto»; y en la sura 59: «pensad; podéis ver». La mejor manera
de hacerlo, dijo, es seguir la práctica de los abogados, que es extraer cuidadosamente
inferencias de los hechos y de las premisas aceptadas. Cualquiera que posea la
capacidad para pensar de esta manera debería hacerlo, y debería aprovechar el trabajo
de sus predecesores, tengan o no la misma religión, no de un modo acrítico, sino
aceptando aquello que contenga de verdadero. Se debe permitir estudiar filosofía a
quienes deseen hacerlo, pues todo daño que proceda de ellos es meramente accidental,
como cuando uno se derrama agua encima cuando bebe. No todo el mundo, no
obstante, tiene capacidad para la filosofía, que es la razón por la que el Corán menciona
tres senderos para que la gente alcance la verdad: el demostrativo (la lógica y la
prueba), el dialéctico (debate e interpretación) y el retórico (el lenguaje común).
Averroes los caracterizó como, respectivamente, los caminos de la filosofía, de la
teología y de las masas.

Dado que el Corán contiene la verdad definitiva, el conocimiento al que se llegue


mediante el razonamiento demostrativo no puede entrar en conflicto con él. Los
conflictos aparentes han de ser solo eso: aparentes; por eso, si la filosofía y las escrituras
colisionan, hay que interpretar las escrituras simbólicamente. De todos modos, dice
Averroes, esto siempre se ha hecho así, porque Dios ha mezclado significados claros y
abiertos con otros ocultos para impulsar el estudio de las Escrituras y que se preste
atención a la hora de hacerlo. Esto podría tomarse como una razón más para su idea de
que el conocimiento filosófico es superior. Aceptaba que si la umma ha llegado a un
consenso en cuanto al significado de determinado texto, ese es su significado y las
demás interpretaciones quedan prohibidas; allá donde no hay una interpretación
acordada, el debate acerca del texto debería ser libre. Dado que hay muy pocos textos
cuyo significado se ha acordado, existe un amplio margen para el debate. En especial,
dice Averroes, esto significa que Al-Ghazali se equivoca al prohibir ideas como que el
universo es eterno, como que no existe la resurrección de la carne o que el conocimiento
de Dios atañe solo a los universales; los tres argumentos están abiertos a discusión.

La existencia de Dios, dice Averroes, puede demostrarse por observación de


propósito y diseño en el universo, pero él no estaba de acuerdo con la doctrina del
emanacionismo y, en su lugar, sostenía que Dios trascendía el universo. En consonancia
con su intención de reconciliar filosofía y religión, afirmaba que la disputa acerca de si
el universo es eterno o fue creado en un momento dado puede resolverse sobre
principios aristotélicos diciendo que el universo es eterno, pero su forma le fue
impuesta en un momento determinado.

Aquellos de entre los escolásticos que tenían problemas con las ideas de Averroes
consideraban que aceptaba la implicación de que si, en el mejor de los casos, lo que se
puede decir sobre el conocimiento y la voluntad de Dios es metafórico, se sigue que la
relación de Dios con el mundo ha de ser tal que excluye la posibilidad de la providencia
(es decir, de la actuación de Dios en el mundo para dirigir, cambiar o intervenir en las
vidas de individuos y sociedades). Las escrituras sugieren otra cosa, pero en Averroes
(y en algunos de los escolásticos) la doctrina de la «Doble Verdad» —la filosofía y la
teología acceden a la verdad cada una a su manera, o (con una mayor concesión) ven la
misma verdad de modos distintos— resuelve o evita el problema. En directa respuesta a
Al-Ghazali acerca del tema de la creación, Averroes sostuvo que los agentes eternos y
temporales se comportan de modo muy diferente. Un agente temporal puede tomar
una decisión y demorar su implementación, pero para Dios no existe diferencia entre un
momento u otro, ni hay lapso entre intención y acción. ¿Por qué crearía Dios un mundo
en un momento determinado y no en algún otro momento? Pero, en cualquier caso,
antes de que hubiera un mundo no había nada que distinguiera los momentos en el
tiempo, de modo que la disputa carece de sentido.

Una doctrina característica de Averroes es la «unicidad del intelecto». Creía que el


intelecto era una sola entidad eterna de la que los seres humanos individuales
participan, más o menos como si un montón de ordenadores portátiles ejecutaran el
mismo programa, pero cada uno de ellos accediera a aquello para lo que el programa lo
estuviera empleando de modo específico. Averroes creía que esta doctrina explicaba
cómo era posible el conocimiento universal. Creía que Aristóteles había expuesto la
doctrina en Del alma, pero Tomás de Aquino sostuvo en su propio tratado Sobre la
unidad del intelecto: contra los averroístas que se trataba de una interpretación errónea. La
sección de Del alma es famosa por opaca y abstrusa, en parte porque es breve, pero
también debido a que el propio Aristóteles afirma que la cuestión es extremadamente
difícil; sin embargo, parece sostener la inmortalidad e inmaterialidad de la parte de la
mente correspondiente al «agente intelectual».

El efecto paralizante que tuvo Al-Ghazali en la reputación de la falsafa en el mundo


islámico dio como resultado su desaparición —quizá sería más correcto hablar de su
completa absorción por la kalam, la teología— en el islam suní, que incluso hoy en día
constituye el 90 por ciento del islam. Pero, tras la época de Averroes, la filosofía no
floreció siquiera entre los chiíes, como lo había hecho en la edad dorada que se dio entre
los siglos IX y XIII, al menos en el sentido de producir grandes pensadores cuyas
contribuciones constituyeran parte plena e importante de la historia de la filosofía en
general. La razón es sencilla: la doctrina religiosa no es hospitalaria para con la reflexión
filosófica; esta posee propensión a desafiar, socavar o trastocar las certezas dogmáticas.
El nivel de libertad que Al-Ghazali estaba dispuesto a conceder a la falsafa parece muy
generoso para los estándares posteriores, pero no resultaba suficiente.
16

La filosofía africana

Europa, India y China poseen tradiciones, religiones, folclore, poesía, arte y antologías
de máximas que encarnan la sabiduría aprendida mediante la experiencia. Han
desarrollado también corpus de pensamiento característicamente filosóficos, en forma
de debates detallados —y, en la mayoría de los casos, por escrito— acerca de teorías e
ideas metafísicas, epistemológicas, éticas y políticas.

Europa, India y China son áreas geográficas extensas, y contienen numerosas y


variadas ramas de folclore y tradiciones en sus varias regiones internas. Cuando se
emplean las etiquetas «filosofía india» y «filosofía china» no se pretende que engloben
todo el folclore, la tradición y la religión del área geográfica denotada, sino las escuelas
de filosofía bien desarrolladas que se pueden hallar en su historia, como, por ejemplo, la
advaita, el confucianismo o el budismo. Para aprender de ellas y para, quizá, enfrentarse
a ellas, uno ha de acudir a los corpus de escritos y a aportaciones con nombres y
apellidos, que constituyen en conjunto un debate reconocible sobre temas —temas que,
eso sí, en algún momento u otro, intrigan, causan perplejidad y perturban a todo el
mundo: la verdad, el significado, la existencia y el valor— que, en filosofía, se someten a
una exploración extendida, avanzada e intensa, de modos intelectualmente rigurosos.

¿Funciona la expresión «filosofía africana», en este sentido, del mismo modo que
«filosofía india» o «filosofía china»? ¿Hay en África escuelas desarrolladas de filosofía
que sean distinguibles de las tradiciones, las religiones, el folclore, la mitología, la
poesía, el arte y las antologías de máximas que encarnan la sabiduría aprendida
mediante la experiencia?

Para responder hay que empezar por hacer una distinción. Si se considera a Agustín
de Hipona y a los neoplatónicos de Alejandría (Egipto) como «filósofos africanos», en
ese caso la respuesta es un «sí» rotundo. Pero si consideramos las regiones geográficas
de Egipto y del norte y nordeste de África como histórica y culturalmente unidas a
Europa y Oriente Próximo, esa apropiación daría lugar a equívocos. Si «filosofía
africana» ha de denotar sistemas de pensamiento acerca de cuestiones metafísicas,
epistemológicas, éticas y políticas que sean particularmente africanas, y que se fueron
desarrollando a lo largo de debates, hemos de buscarlas en el África occidental y en la
subsahariana.
En estas vastas franjas de territorio africano hay ricas vetas de folclore, historias,
sagacidad, tradición, arte y religión. ¿Constituye todo esto filosofía? En los demás
continentes no se considera el mismo material como tal. Pero ha surgido con fuerza la
opinión, en relación con el África poscolonial, de que de dicho material se puede extraer
pensamiento claramente filosófico. La idea es que el folclore, los cuentos, las máximas,
la tradición, el arte y la religión contienen y expresan cosmovisiones, y a esto se añade
la afirmación de que una cosmovisión, por el mero hecho de serlo, es una filosofía. ¿Es
esto cierto? El material contiene, en verdad, cosmovisiones asociadas a los pueblos y
lenguajes de diferentes partes de África, desde los yoruba de Nigeria y Benín hasta los
zulúes de KwaZulu-Natal. Si se añade un sentido expandido y muy amplio a la etiqueta
«filosofía», y si nos permitimos la admisión de cualquier cosmovisión en ella, la
cosmovisión de (pongamos por caso) Homero, basada en la interacción de los seres
humanos con los dioses olímpicos, o las tradiciones aborígenes australianas, que son
antiguas y muy sofisticadas, contarían como filosofía. ¿Resulta satisfactorio?

Esta es la pregunta crucial para determinar si las cosmovisiones identificables en las


tradiciones africanas se pueden colocar en la misma categoría que las obras de Platón y
Kant (como hitos no discutibles de qué es «filosofía»). Lo mínimo que se puede decir es
que hay una gran diferencia en juego en este caso, y que en un libro como este se
requiere una mayor definición en la acepción de la palabra filosofía. Si aceptáramos un
sentido mucho menos estricto del término, esta obra debería constituir una explicación
enciclopédica de antropología y etnografía, folclore, leyendas, aforismos y lingüística
comparativa, así como filosofía en el sentido asociado a Platón y a Kant.

Es importante insistir en que el uso inequívoco de los términos no debe tomarse como
una continuación de la lamentable idea, sostenida casi universalmente por los
colonizadores blancos del pasado, de que las culturas africanas son «inferiores». El
impresionante trabajo de Edward Wilmot Blyden comenzando la «descolonización de la
mente africana», la actividad política de James Beale Horton, médico militar y
empresario, la codificación del derecho Akan y los principios constitucionales por parte
de los juristas John Sarbah y Joseph Hayford (el «rey de África occidental») desmienten
tal opinión. Los tres últimos se educaron en Gran Bretaña, pero como tantos otros que
derivaron su inspiración de su sentimiento de pertenencia a su patria natal o adoptiva,
y de lo que Blyden llamaba con orgullo «negritud», la buena disposición con la que su
sofisticación cultural y política aprovechó la oportunidad para expresarse demuestra
esa falsedad.

Estos pensadores son solo cuatro ejemplos de entre muchos cuyas contribuciones al
despertar político del África colonizada son importantes.1 En tal respecto son
comparables a Gandhi en la India. Decir que su pensamiento constituye «una filosofía
política africana» distintiva, en lugar de pensamiento político aplicado a un contexto
africano, es describir erróneamente su contribución. Podría resultar más plausible
afirmar tradiciones africanas identificables como fuentes de los conceptos del
«consciencismo» propuesto por Kwame Nkrumah, en Ghana; o de la Ujamaa o «gran
familia» propuesta por Julius Nyerere, de Tanzania, ambos inspirados por el modo
tradicional en que se organizan las comunidades tribales de África. Pero en tanto que
son primos hermanos de las nociones subyacentes acerca de la interconexión humana
que sustentan el comunalismo y el socialismo, no son ideas exclusivamente africanas,
sino universales.

Un pensamiento similar se aplica a la filosofía africanista, es decir, a las obras


filosóficas compuestas por personas africanas o de ascendencia africana, ya sea en
África o en cualquier otro lugar. Describir como «filosofía africana» la obra escrita en el
siglo XVIII por Anton Amo, nacido en Ghana pero llevado a los Países Bajos con solo tres
años, sería erróneo, pese a que las alabanzas al autor y a su continente por parte de
colegas de la Universidad de Wittenberg, en Prusia, proporcionen mucha gloria a
ambos. Describir como «filosofía africana» la obra de un distinguido filósofo de
ascendencia africana como Kwame Anthony Appiah, nacido en Gran Bretaña y docente
en Estados Unidos, sería igualmente erróneo. Como lo sería, también, describirme así a
mí, que nací en África.

Se suele citar al pensador etíope del siglo XVII Zara Yacob y a su libro Hatäta a la hora
de discutir la afirmación de que África no tiene una filosofía escrita y sistemática. Hay
razones para cuestionarse la autenticidad de este libro: su descubridor, el misionero del
siglo XIX padre Giusto d’Urbino, es sospechoso de haberlo falsificado.2 Pero, para los
propósitos de este libro, supongámoslo auténtico.

Yacob sostiene un enfoque racionalista para el descubrimiento de la naturaleza


universal de la verdad y la moralidad, diciendo que la observación del mundo y de la
gente revelará el propósito de Dios, que fue hacer deliberadamente imperfectos a los
humanos de modo que para ser «dignos de la recompensa» deban buscar la perfección.
Yacob se crio y estudió como cristiano copto; rechazó convertirse al catolicismo cuando
el rey Susenyos, de Etiopía, influido por jesuitas portugueses, exigió a su pueblo que lo
hiciese, y en lugar de ello desarrolló su propia versión de moralidad deísta influida por
los Salmos del rey David, que tanto admiraba. Le seguía su discípulo Walda Heywat,
quien completó el Hatäta con sus propios escritos.

Merece la pena señalar que Yacob y Heywat eran productos de una cultura literaria
que había estado durante mucho tiempo en contacto con creencias y pensamientos
cristianos, musulmanes y judíos —Yacob cita, en el Hatäta, debates con representantes
de las tres fes— y son merecedores, por lo tanto, de ser clasificados junto con Agustín y
los pensadores de Alejandría, y, así, como herederos de las tradiciones teológicas y
filosóficas desarrolladas en Oriente Próximo y Europa. Yacob había estudiado en
escuelas cuyas asignaturas incluían sewasewa, interpretación de las Escrituras, que
puede ser un intenso impulso a la idea de que las diferencias en interpretación —y por
extensión, de un modo más general, las diferencias entre religiones— ensombrecen
cualesquiera verdades que subyacen en ellas. La existencia de tales verdades
universales era, en esencia, la idea de Yacob. Es un filósofo africano en cuanto que nació
y vivió en África, pero su filosofía surge del mismo contexto general que la de Agustín.

La idea de que buena parte de lo que se califica como «filosofía africana» no encaja en
la segunda palabra de la frase es controvertida precisamente porque retiene un
importante tipo de estatus de las tradiciones intelectuales y culturales en cuestión.
Algunos, con temperamentos más agrios, que adopten esta idea pueden decir: «En una
época en la que los términos que confieren estatus se han vuelto notablemente
espaciosos a fin de dar cabida a las ambiciones de autoafirmación de cuantos sea
posible, podemos sucumbir al peligro de que pierdan su utilidad real. Si “filosofía” pasa
a significar cualquier cosa que piense o diga cualquiera, en lugar de algo que supera un
alto listón en cuanto a qué se refiere y cómo lo hace, habremos perdido un término útil
y deberemos retroceder para referirnos de un modo distinto a la filosofía: quizá con el
engorroso título de “Estudios Metafísicos, Epistemológicos, Éticos y Físicos”, o EMEEF,
para abreviar, a fin de permitir que todas las demás opiniones e ideas tradicionales de
todo tipo sean celebradas bajo la etiqueta, dignificadora pero, en cualquier caso, de nulo
valor informativo, de “filosofía”».3

Este tipo de idea hace que los partidarios del concepto de «filosofía africana» digan
que la negación de su existencia consiste en «un implícito desprecio a África», incluso
«un insulto tácito». Pero enrocarse en una idea tan defensiva es perder la oportunidad
de enfrentarse a una cuestión crucial: «¿Hay algo a la vez únicamente africano y
fundamentalmente filosófico en la cultura y tradición africanas?». La taxonomía
establecida por Henry Odera Oruka de los esfuerzos intelectuales y culturales africanos
que, según él, cumplían con estos criterios, comprende cosmologías tradicionales,
dichos de sabiduría, puntos de vista políticos, filosofía académica profesional, filosofía
literaria y estudio «hermenéutico» de la gramática de las lenguas africanas a fin de
extraer doctrinas filosóficamente importantes enterradas en ellos. Como lo escrito
previamente sugiere, esto no convence, y una de las principales razones por las que es
así se puede ver por comparación: aquello que se considera claramente filosófico en las
filosofías china e india no precisa de un criterio tan exigente como el de ser
exclusivamente chino o indio. Es por ello por lo que «filosofía india» significa «filosofía
hecha en la India o por filósofos indios». El término «filosofía africana» busca un
significado diferente, y lo quiere para propósitos de identidad poscolonial más que por
buscar la verdad o el entendimiento per se. La controversia al respecto no es asunto de si
filósofos de otras partes del mundo rechazan el ingreso a su club por razones que no
son intrínsecas de la cuestión de la temática y modos de la filosofía; grandes filósofos
africanos como Paulin Hountondji, Kwasi Wiredu y Kwame Anthony Appiah rechazan
el enfoque etnofilosófico, y los dos últimos opinan lo mismo con respecto a la «filosofía
de sabios».

Es más convincente señalar que las tradiciones y perspectivas que proporcionan la


estructura a una sociedad y a las relaciones sociales, así como las justificaciones
ofrecidas para esas tradiciones, constituyen una idea ética. En tal sentido hay mucho
que descubrir en África, por ejemplo, en el rico y muy atractivo concepto de Ubuntu
(véase más adelante). Dado que esta idea y sus implicaciones se han visto cada vez más
debatidas y mencionadas, han acabado constituyendo una notable contribución
filosófica. Es indiscutible que los filósofos africanos —filósofos de etnias africanas que
escriben, enseñan o ambas cosas, en cualquier lugar de África o del resto del mundo—
pueden hallar, en los recursos culturales de una u otra tradición cosmológica, historia o
sabiduría tradicional, especialmente africana, los materiales para articular teorías
metafísicas y epistemológicas, y contribuir también a la teoría lógica. Sin embargo, no
necesariamente ha de ser etnografía disfrazada de filosofía.

El concepto de Ubuntu es uno de esos temas; he aquí una noción de notable interés
para el pensamiento ético en la tradición humanista. Se trata de una definición de la
existencia moral humana en términos de reciprocidad, un reconocimiento de la
interconexión esencial, y por ello mismo constitutiva, definitoria, formativa de lo
humano, entre todas las personas. «Humanidad», expresamente comprendida en su
sentido de especie pero también moral, es exactamente lo que significa ubu-ntu en
lenguas ngubi (bantúes) como el zulú, el xhosa y el ndebele: -ntu significa «humano» y
el prefijo ubu- funciona como el sufijo -idad en español: crea un nombre abstracto a
partir de uno concreto. Ubuntu tiene resonancia con los conceptos de «consciencismo» y
de Ujamaa ya mencionados antes, y posee paralelismos directos en otros conceptos
bantúes, como la idea shona de Hunhu.

La constelación de ideas contenidas en Ubuntu incluye amabilidad, bondad,


generosidad, simpatía, compasión, cuidados, actitudes y acciones humanitarias, y el
reconocimiento de una interdependencia que confiere derechos libremente proclamados
y, a la vez, una obligación de reciprocidad gustosamente aceptada. El resumen más
breve de esta actitud humanista es la afirmación «yo soy porque tú». Aunque se trata de
un concepto antiguo, su prominencia contemporánea se debe a su defensa pública por
parte del escritor Jordan Kush Ngubane en la década de 1950 y a su adopción por parte
del arzobispo Desmond Tutu durante su presidencia de la Comisión para la Verdad y la
Reconciliación tras el final del apartheid en Sudáfrica.4

Como es obvio, las virtudes de generosidad y amabilidad no son exclusivas de


Ubuntu; yacen en la base de todas las morales, sean humanistas o religiosas. El
llamamiento al amor y el cuidado fraternal en el moísmo (una filosofía secular) y en el
cristianismo (una religión) exige más que la mera generosidad y amabilidad —no es
fácil amar a todo el mundo, de ahí que sea un llamamiento exigente—, pero de lo más
realista porque las exigencias más modestas son lugares comunes y sin duda surgen de
la naturaleza esencialmente social de los seres humanos, que hace de la reciprocidad
una actitud evolutivamente ventajosa. Pero la insistencia del Ubuntu en un significado
activo de esto es una alternativa saludable a la versión en negativo que reza «no hagas
daño» o, incluso, a una aún más pálida versión de la frase en positivo «maximiza tu
disponibilidad». Para merecer ser descrito como Ubuntu (un poco como ser
denominado mensch, pero más obsequioso) es ser la característica que el término denota,
y esto es exactamente lo que una ética —de ethos, carácter— aspira a ser. Se encuentra
entre el excesivamente ambicioso «ama a tu prójimo» y la escasa ambición de «no hagas
daño», a modo de principio ético positivo y realista que contiene su propia justificación,
a saber: que como animales sociales que se necesitan mutuamente deberíamos vivir
como dicta ese hecho acerca de nosotros mismos. Acaba con la división entre ser y
deber diciendo que este último (el valor) queda implícito en el «ser» (el hecho): el hecho
de ser humano implica esencialmente —porque las relaciones humanas son internas y
modificadoras de relatos— las virtudes recíprocamente constitutivas de ser
humanitario.

Resulta muy apropiado que, así como la humanidad misma procede de África, de
igual modo una de las mejores ideas acerca de cómo puede florecer —la idea de
Ubuntu— emane también de allí.
Conclusiones

La reflexión en torno a la gran aventura de la filosofía muestra dos cosas. La primera es


que la filosofía se asienta sobre dos preguntas fundamentales y profundas. La primera
es «¿Qué hay?», y la segunda es «¿Qué importa?».

La primera es una pregunta acerca de la naturaleza de la realidad. ¿Qué existe? ¿Qué


es existencia? ¿Qué tipo de cosas existen? ¿Qué es real, de un modo definitivo y final?
Esto suscita preguntas acerca del conocimiento. ¿Cómo podemos saber y decir algo
acerca de la realidad, acerca del mundo y de nosotros mismos, y de la relación entre
nosotros y el mundo? ¿Qué es el conocimiento? ¿Cuáles son los mejores medios para
adquirirlo? Esto, a su vez, suscita preguntas acerca de conceptos que hemos de
comprender a la hora de entender el conocimiento y cómo obtenerlo: razón, experiencia,
verdad y significado, que implican a la lógica, la percepción, el pensamiento, la
teorización, dar sentido al lenguaje, la mente y la consciencia.

Esto demuestra que la pregunta «¿Qué hay?» es el origen de la metafísica, la


epistemología, la lógica, la filosofía del lenguaje y la filosofía de la mente.

La segunda pregunta, «¿Qué importa?», trata acerca del valor: de la ética y de la


política, que Aristóteles consideraba una continuación de la ética; trata acerca de la
buena vida y la buena sociedad, la cuestión de nuestras obligaciones y
responsabilidades, nuestros juicios acerca de lo erróneo y del daño, y de cómo
remediarlo; acerca de cómo vivir y de qué tipo de personas deberíamos ser, tanto
individual como socialmente. Trata de lo que más importa, en definitiva, y de un modo
más profundo. Y trata también de la estética, que tiene que ver con la calidad de la
experiencia vivida. Tomando todas estas consideraciones a la vez, esta pregunta acerca
del valor lo es acerca de la humanidad, de las relaciones, de la sociedad y del sentido de
la vida.

Lo segundo que nos demuestra una reflexión sobre la gran aventura de la filosofía es
que la filosofía es una empresa con importantes consecuencias. Comenzó como una
investigación reflexiva y seria acerca de cualquier cosa y de todo, y a medida que
maduraba surgía toda una gama de temas cruciales, los que hemos identificado como
implicados en las dos grandes preguntas. Los intentos de responderlas han adoptado
muchas formas. Pero se han hecho progresos. En los siglos XVI y XVII, filósofos
interesados en la estructura, propiedades y comportamiento del universo material —
personas como Copérnico, Galileo, Newton— empezaron a hallar buenos modos de
preguntar y responder a sus preguntas, y el resultado fue el nacimiento de la ciencia
moderna. En los siglos XVIII y XIX, filósofos interesados en lo que hoy en día llamamos
psicología, sociología, lingüística, filología e investigación histórica dieron a luz a las
ciencias sociales. En el siglo XX, la psicología y la lógica tuvieron un papel protagonista
en el auge de la informática y de las ciencias cognitivas.

Aún no sabemos qué existe definitivamente. Todavía vamos a la greña con problemas
acerca de lo correcto y lo erróneo, de cómo deberíamos organizar la sociedad, acerca del
significado y del valor, y especialmente sobre la búsqueda de una vida buena y digna.
Muchas personas no piensan en estas cosas, y optan en su lugar por un conjunto de
ideas ya empaquetadas procedentes de alguna tradición, generalmente una religión, de
la que, en su mayoría, escogen lo que les conviene e ignoran lo incómodo. Pero la
filosofía es el rechazo a ser vago con respecto a las grandes preguntas. Patrulla la
circunferencia del pequeño lago de luz que es el conocimiento y escudriña la oscuridad
de la ignorancia en busca de formas. Incluso si la mayoría de las personas se
desentiende del desafío de pensar (Russell dijo: «Mucha gente preferiría morir antes que
pensar, y en realidad, es lo que hace»), aun así muchas veces se hallan enfrentados a
menudo a una pregunta filosófica: acerca del bien y del mal, acerca de alguna elección
con respecto a algo fundamental, acerca de lo que significa todo realmente. Así pues,
todo el mundo es un filósofo en algún momento; todos participamos. Y eso nos
convierte a todos en actores en la gran historia de la filosofía.
Apéndice
Un esbozo de lógica

Así como las matemáticas son la herramienta de la ciencia, la lógica es la herramienta de


la filosofía. Resulta útil dar un vistazo a lo que ocurre en la lógica —y familiarizarse con
algunos de sus términos y conceptos— para apreciar muchos de los debates de la
filosofía. Lo que sigue es un esbozo en esa dirección.

La lógica es el estudio del razonamiento y la argumentación. Posee tres ramas


diferenciadas: hay lógica deductiva, que se ocupa del estudio de formas válidas de
razonamiento deductivo. Está la lógica inductiva, que se ocupa del tipo de investigación
y razonamientos propios de la vida cotidiana y de algunas de las ciencias. Y está la
lógica informal, que trata de los muchos tipos de razonamientos empleados en un
debate, en derecho y en política, en el establecimiento y defensa de tesis en cualquier
rama del saber discursivo y de las falacias y mecanismos retóricos típicos de un debate
tal. En la lógica informal se emplean tanto consideraciones deductivas como inductivas,
pero un rasgo importante es su esfuerzo por identificar y evitar las falacias informales
del razonamiento, es decir, las que no surgen de la forma o estructura misma del
razonamiento, independientemente de su contenido.

En la lógica deductiva el concepto de forma resulta crucial. La lógica deductiva no


estudia argumentaciones individuales, sino tipos de argumentos, para averiguar qué
tipo está tan estructurado o formado que, si las premisas son ciertas, la conclusión sea
con seguridad también cierta, independientemente del tema. Esto es lo que significa el
término válido; es un concepto que se aplica solo a la estructura de las argumentaciones,
no a su contenido. Un argumento es sólido si, además de tener una forma válida, posee
también premisas ciertas, es decir, si tanto su contenido como su forma son correctas.
Así pues, la solidez de los argumentos es, en parte, cuestión de los hechos (aquellos
dados por sentado en las premisas) y en parte cuestión de cómo está estructurada la
argumentación. Sin embargo, permítaseme repetir una vez más: la lógica deductiva solo
está interesada en este último tema —la forma o estructura— y su objetivo es identificar
qué tipos de argumento son válidos en virtud de su forma de tal modo que si se le
suministran premisas válidas, esa forma o estructura garantizará una conclusión cierta.

En contraste, los argumentos inductivos, si son buenos, solo hacen sus conclusiones
probables hasta cierto punto. Que el grado de probabilidad puede ser muy bajo pese a
que el argumento parezca plausible se puede demostrar mediante un ejemplo del tipo
de inducción más sencillo, la «inducción por enumeración», en la que se infiere una
conclusión general a partir de una cantidad limitada de premisas particulares: «Este
cisne es blanco, ese cisne es blanco, aquel otro cisne es blanco... así pues, todos los cisnes
son blancos». Algunos cisnes, en realidad, son negros; hay incluso cisnes de color
blanco y negro.

La inferencia inductiva siempre va más allá de lo que dicen las premisas, mientras
que las inferencias deductivas no contienen nueva información en la conclusión, que
suele ser un sencillo reordenamiento de la información de las premisas. Pongamos por
caso: «Todos los hombres son mortales; Sócrates es un hombre; por lo tanto, Sócrates es
mortal». Lo único que ha sucedido es que se han redistribuido los términos dados en la
argumentación para obtener la conclusión.

Pero, aunque en la conclusión de un argumento deductivo pueda no haber nueva


información, puede ser psicológicamente informativo. Esto se demuestra mediante la
historia del duque y del obispo. Un famoso obispo era el invitado de honor en una fiesta
campestre que ofrecía un duque. En algún momento de esta, el duque deja solos a sus
invitados para ir a pedir algo a sus sirvientes, y el obispo entretiene a la concurrencia
contando que hace mucho tiempo, cuando era un sacerdote apenas ordenado, la
primera persona cuya confesión oyó fue la de un asesino múltiple de una clase
especialmente vil. En aquel momento regresó el duque y, palmeando al obispo en la
espalda, dijo: «El obispo y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo. La mía fue la
primera confesión que escuchó». El resto de los invitados, evidentemente lógicos sin
excepción, abandonaron con prisas la fiesta.

El primer estudio sistemático de lógica lo realizó Aristóteles. Con adiciones y


extensiones, efectuadas especialmente por los lógicos de las escuelas medievales, su
lógica permaneció intacta como una ciencia completa hasta el siglo XIX. Pero entonces,
en manos de los matemáticos Augustus de Morgan, George Boole y, sobre todo, Gottlob
Frege, se transformó en lógica matemática o «simbólica», un instrumento con mucho
más alcance y potencia que la de Aristóteles. Una de las innovaciones que hizo esto
posible fue el desarrollo de una notación a fin de expresar más nociones y más
complejas. La notación hoy en día estándar deriva de la desarrollada por Bertrand
Russell y Alfred North Whitehead para su Principia Mathematica.

La lógica aristotélica reposa sobre tres «leyes del pensamiento». La ley de identidad,
que afirma que «A es A»; la ley de no contradicción, que dice que «no hay a la vez A y
no-A» y la ley del tercero excluido, que reza «o bien A, o bien no-A». Augustus de
Morgan demostró que las dos últimas son dos maneras de decir la misma cosa.
Un ejemplo de cómo se exploran las inferencias en el marco de la lógica aristotélica lo
proporciona el «cuadro de oposición de los juicios». Usando las letras S y P para,
respectivamente, sujeto y predicado (en la oración «el caballo es marrón», «el caballo»
es el sujeto y «marrón» es el predicado), uno puede describir los cuatro modos
estándares de proposición de la siguiente manera:

A: Universal afirmativo: «Todo S es P».

E: Universal negativo: «Ningún S es P».

I: Particular afirmativo: «Algún S es P».

O: Particular negativo: «Algún S no es P».

Disponerlas así

nos permite leer las inferencias inmediatas: A implica I, E implica O, A y O son


contradictorias, como E e I; A y E son contrarias (pueden ser falsas a la vez, pero no
pueden ser ambas ciertas) e I y O son subcontrarias (pueden ser ciertas a la vez, pero no
pueden ser ambas falsas). Con un adecuado ejemplo de frase demostrativa en español
en lugar de A, E, I, O, podemos demostrar rápidamente esto, por ejemplo; A: todos los
hombres son altos; E: ningún hombre es alto; I: algunos hombres son altos; O: algunos hombres
no son altos.

El principal objeto de estudio de Aristóteles y su tradición de lógica fue el silogismo,


una forma de argumentación en la que se deriva una conclusión de dos premisas. En
sus Primeros analíticos, Aristóteles definió el razonamiento silogístico como un discurso
en el que «tras suponer ciertas cosas, se sigue necesariamente de ellas algo más porque
son así». El silogismo «todos los hombres son mortales; Sócrates es un hombre; por lo
tanto, Sócrates es mortal» constituye el ejemplo estándar. Se trata de un silogismo
categórico, y posee dos premisas: una mayor («todos los hombres son mortales»), una
menor («Sócrates es un hombre»); y la conclusión que se puede inferir de ambas,
«Sócrates es mortal». Nótese que en este silogismo la premisa mayor es una
generalización, mientras que la premisa menor y la conclusión son particulares. La
tradición aristotélica clasificó todas las formas de silogismo en función de la cantidad
(todo, algunos), cualidad (afirmativo, negativo) y distribución de los términos en las
premisas y conclusión, ideando mnemónicos tales como «Bárbara», «Celarent»,
«Darapti», etcétera, para los 256 así identificados: así, «Bárbara» es AAA, por
«bArbArA»; «Celarent» es EAE por «cElArEnt», «Darapti» es AAI por «dArAptI»,
etcétera. De estas 256 formas, solo 19 son válidas (e incluso de esas 19, algunas son
controvertidas).

La nueva «lógica simbólica» es un instrumento mucho más potente y con mayor


alcance que esta silogística tradicional. Su empleo de símbolos asusta a las personas a
las que no les gusta nada que huela a matemáticas, pero un poco de atención al
principio nos muestra que, lejos de ser alarmantes, resultan extremadamente útiles y
aclaradores.

En el modo estándar de notación de esta lógica, se usan letras de la parte final del
alfabeto en minúscula (p, q, r...) para denotar proposiciones y se acuña un pequeño
conjunto de símbolos para mostrar las relaciones entre ellos: & para «y», ∨ para «o», →
para «si . . . entonces . . .», y ¬ para «no». Así,

p & q (pronunciado «p y q»)

p ∨ q ( pronunciado «p o q»)

¬ p ( pronunciado «no p»)

Los operadores como & y demás se pueden definir de un modo sencillo e informativo
mediante «tablas de verdad» (o «tablas de valores de verdad»), Así, por ejemplo (con V
por verdadero y F para falso),

p q p&q

V V V
V F F

F V F

F F F

Bajo «p» y «q» listamos las combinaciones de posibilidades de verdad y falsedad: en


la primera fila ambas son verdad; en la segunda, «p» es verdad pero «q» es falsa; en la
tercera, «p» es falsa pero «q» es verdadera, etcétera. En la tercera columna ponemos el
resultado de «p & q». La «V» de verdadero solo se da en la fila en la que «p» y «q» son
verdaderas, cada una por independiente; en todos los demás casos, en los que bien «p»,
bien «q», o ambas son falsas, «p & q» es falsa. Esto nos ofrece una imagen del
significado del operador lógico «&» («y»): las proposiciones «&» solo son verdaderas
cuando las proposiciones que une son verdaderas.

Para ∨ («o») las cosas están así:

p q p∨q

V V V

V F V

F V V

F F F

Esto demuestra que «p ∨ q» es verdadera si al menos uno de ambos, «p» o «q», es


verdadero, y que solo es falsa si ambos, «p» y «q», son falsos. Esto define el significado
de «∨» en cálculo lógico.

Con estos sencillos elementos, y el uso intuitivo de paréntesis para mantenerlo todo
claro, se pueden explorar formas de argumentaciones a fin de conocer si poseen validez
o no. Por ejemplo: de las premisas «p → q» y «p» uno puede deducir «q», sin importar
el valor que se asigne a «p» y «q» individualmente. Esta argumentación se escribe así:

[(p → q) & p] → q

y se puede demostrar que es una verdad lógica creando una tabla de valor de verdad
como esta:
p q p→q (p → q) & p [(p → q) & p] → q

V V V V V

V F F F V

F V V F V

F F V F V

El hecho de que aparezca «V» en las cuatro filas que quedan bajo la flecha principal
de la última columna demuestra que la proposición completa «[(p → q) & p] → q» es
verdadera, sin importar las V y F individuales de los componentes. Se trata de una
«verdad lógica» o tautología. De ello se sigue que toda argumentación con la forma:

Premisa 1: p → q

Premisa 2: p

Conclusión: q

es válida. A este tipo de argumentación se la denomina modus ponendo ponens o modus


ponens.

Podemos usar tablas de valor de verdad para poner a prueba la validez de lo


siguiente:

Premisa 1: p → q

Premisa 2: q

Conclusión: p

y
Premisa 1: p → q

Premisa 2: ¬q

Conclusión: ¬p

Hallaremos que la primera es una falacia, llamada «afirmación del consecuente» (en
«p → q», «p» es el antecedente y «q», el consecuente, aquí afirmado por su uso como
segunda premisa), debido a que hay una «F» en una de las filas que hay bajo la flecha
en «[(p → q) & q] → p»:

p q p→q (p → q) & q [(p → q) & q] → p

V V V V V

V F F F V

F V V V F

F F V F V

En los casos en los que aparece una «F» en todas las filas situadas bajo el operador
final, lo que hay no es una mera falacia, sino una falacia lógica.

El segundo ejemplo es, no obstante, una forma lógicamente válida de inferencia, como
muestra su tabla de valor de verdad: se la conoce como modus tollendo tollens o modus
tollens.

Estos son los rudimentos del «cálculo proposicional», que trata con argumentos que
implican proposiciones completas. Pero el verdadero trabajo comienza cuando se
añaden a este cálculo unos cuantos dispositivos realmente potentes, transformándolo en
«cálculo de predicados» al meterlo dentro de las proposiciones. Esto es importante,
dado que las proposiciones afirman que todas, muchas o al menos algunas de ciertas
cosas tienen ciertas propiedades; y deseamos comprender la validez en términos de este
mayor grado de estructura mediante expresiones cuantificadoras («cuánto/a/s»).
Para esto se emplean las letras x, y, z minúsculas del alfabeto representando cosas
individuales, y los símbolos cuantificadores (x) y (∃x) se usan para denotar,
respectivamente, «todas las cosas x» y «al menos una cosa x», esta última, haciendo
horas extra lógicas por todos los demás cuantificadores excepto «todos», como por
ejemplo «algunos», «muchos», «la mayoría», «unas cuantas», «tres», «cuatro», «un
millón», etcétera. Letras mayúsculas de parte previa del alfabeto (F, G, H) representan
expresiones de predicado como «... es marrón» o «pertenece a la reina». De modo que la
frase «la mesa es marrón» se escribiría simbólicamente como (∃x)(Fx & Gx),
pronunciada como «hay una x tal que x es F y x es G», que en este caso significaría «hay
una x tal que x es una mesa y x es marrón».

Equipados con normas suplementarias que permiten una ejemplificación de


expresiones generales de la forma x(Fx) para dar a las expresiones individuales la forma
Fa (las letras minúsculas de inicio del alfabeto representan individuos particulares) los
argumentos pueden ser puestos a prueba, como antes, para ver su validez. Así pues,
modus ponendo ponens, anteriormente representado con la fórmula [(p → q) & p] → q, se
vería, cuantificada, con este aspecto:

(x){[(Fx → Gx) & Fx] → Gx}

Las reglas de ejemplificación nos permiten reescribir esto así:

[(Fa → Ga) & Fa] → Ga

que, se puede ver claramente, es un ejemplo de modus ponendo ponens.

Los debates de lógica inductiva suelen darse en conexión con debates sobre
metodología científica, por la razón evidente de que la investigación científica se ocupa
de asuntos contingentes, y el proceso de formular una hipótesis o predicción y ponerla
luego a prueba empíricamente no puede nunca poseer el grado de conclusión esperado
de la lógica deductiva, excepto tal vez cuando se demuestra definitivamente que una
hipótesis es incorrecta.

Lo interesante acerca del razonamiento inductivo es que es siempre inválido desde el


punto de vista de la lógica deductiva. Como hemos mencionado antes, sus conclusiones
siempre van más allá de lo abarcado por las premisas. Por eso mismo, gran parte del
debate acerca de la inducción tiene que ver con el sentido en el que se la puede
considerar justificada. Un argumento recurrente parece ser el de que la única
justificación disponible para la inducción es, ella misma, inductiva: que ha funcionado
bien en el pasado. Si esto no es ser meramente circular, en tal caso la noción subyacente
de que el mundo es un reino coherente en el que las leyes y patrones de ocurrencia son
estables y podemos confiar en que se repitan ha de aceptarse como premisa general. Los
intentos mismos de justificar esta premisa solo pueden ser inductivos; si se ponen, lo
único que se hace es reintroducir la circularidad que, se supone, la noción debe
convertir en virtuosa y no en viciosa.

La inferencia inductiva puede adoptar varias formas. Ya hemos señalado la inducción


por enumeración sencilla; existen también —y de un modo general, son mejores—
inducciones con forma de inferencias causales, estadísticas y probabilísticas, así como
argumentos por analogía, todas las cuales, cuando se encuentran razonablemente
controladas y se tiene en cuenta su falsabilidad, resultan útiles para asuntos prácticos e
investigación científica. Las encuestas infieren, a partir de muestras representativas de
la población, la opinión generalizada, con un grado razonable de fiabilidad; se trata de
un ejemplo magnífico de lo eficaz que puede ser la inducción controlada.

Un argumento a favor de la inducción puede residir en una llamada al concepto de


racionalidad: quien no se tome en serio la conclusión de una inferencia como la
implicada en la idea «Mejor llevo el paraguas, porque parece probable que llueva» está
actuando de modo irracional. Si resulta racional tomarse en serio las conclusiones de las
inferencias inductivas, ese hecho justifica la inducción.

El filósofo estadounidense Nelson Goodman ofreció un interesante giro al debate


acerca de la inducción. Sostenía que podía replantearse el problema como la pregunta
de cómo justificamos pensar que nuestra descripción de las cosas en el futuro depende
de nuestra descripción de ellas ahora. Por ejemplo, creemos que tendremos derecho a
describir las esmeraldas que hallemos en el futuro como verdes, porque hasta ahora
todas las esmeraldas que se han hallado en la historia han sido verdes. Pero pensemos
en esto: supongamos que uno crea una nueva palabra, verzul, que significa «verde hasta
ahora, y azul a partir de la fecha del futuro X». En tal caso, la palabra verzul se aplica a
las esmeraldas con tanta legitimidad como la palabra verde, porque las esmeraldas han
sido verdes hasta ahora, y la definición de verzul exige tan solo que en el futuro se
vuelvan azules. Ahora bien, resulta obvio que ahora creemos que está más justificado
usar verde como la descripción correcta que usar verzul. Pero ¿con qué criterios? Al fin y
al cabo, la base evidente para ambas descripciones es la misma: que todas las
esmeraldas del pasado y del presente son verdes.
Además de la lógica inductiva y de la lógica deductiva, existen otros dominios de esta
ciencia en los que se emplean principios y nociones de lógica para explorar ideas afines.
Existe la «lógica difusa», que se ocupa de dominios que contienen términos vagos y
conceptos imprecisos; la «lógica intensional», que se ocupa de dominios en los que el
contexto viola el funcionamiento ordinario de la lógica (por ejemplo, interfiriendo con la
referencia de ciertos términos); la «lógica deóntica», que trata, sobre todo en terrenos de
la ética, con ideas de obligación (expresada con palabras como «deber» y «tener que»);
la «lógica plurivalente», en la que hay más de dos valores, «verdadero» y «falso»; la
«lógica paraconsistente», que contiene, acepta y gestiona contradicciones; la «lógica
epistémica», en la que se usan operadores como «cree que» y «sabe que», etcétera.

FALACIAS DE LA LÓGICA INFORMAL

Como su nombre sugiere, la «lógica informal» no se ocupa solo del asunto técnico de las
formas de razonamiento, que hemos visto antes, sino con todo lo que se ve implicado en
los debates y argumentaciones cotidianas: la retórica, la persuasión, la exhortación, el
desacuerdo, la investigación, el análisis de las cosas, su solución, llevar una
argumentación a un tribunal, al parlamento o a una reunión de mercadotecnia.

Una importante —e interesante— consideración en el razonamiento informal es la


detección y prevención de falacias. Para su uso cotidiano, la identificación de falacias es
muy útil. Existen numerosas falacias, y muchas de ellas forman parte del repertorio
retórico estándar que utilizan políticos, publicistas e incluso amigos y amantes para
conseguir convencer a los demás.

En primer lugar es útil recordar que un argumento puede ser válido en su forma, pero
no ser sólido, ya sea porque una o más de sus premisas sean falsas, ya sea porque se
incurre en una falacia. Pongamos como ejemplo el siguiente silogismo: «Nada es más
brillante que el sol; una vela es más brillante que nada; por lo tanto, una vela es más
brillante que el sol». Es válido pero no sólido, porque incurre en una falacia: un
equívoco. Se trata de una falacia que implica el uso de una palabra en dos significados
distintos, como sucede con «nada» en la primera y la segunda ocasión, y que permite,
así, que se extraiga una conclusión errónea.

Algunas de las falacias más habituales, muchas de las cuales se usan a propósito para
engañar, son las siguientes.

La falacia del falso dilema funciona ofreciendo una alternativa —«o nos hacemos con
armas nucleares o corremos el riesgo de que nos ataquen»— que pretende ser exclusiva,
en el sentido de que ninguna otra opción es posible, cuando, en realidad, existen
muchas otras opciones.

La falacia de la pendiente resbaladiza implica afirmar que si sucede o se permite X, Y


y Z le seguirán en breve de forma inevitable. «Si das a tu hijo un teléfono móvil, lo
siguiente que querrá será una televisión en su habitación, y luego un coche.»

La falacia del hombre de paja se da cuando alguien ataca a su oponente o su punto de


vista representándolo en su versión más débil, negativa o peor, de modo que sea fácil
de derribar.

La falacia de petición de principio, también llamada, de un modo muy ilustrativo,


«razonamiento circular», implica asumir en las premisas lo que el argumento afirma
probar en su conclusión: «Dios existe porque lo dice la Biblia, que fue inspirada por
Dios». Hoy en día, en lengua inglesa se emplea la frase begging the question con el
significado de «nos hace preguntarnos, suscita la cuestión, impulsa a cuestionarse». Si
eso es lo que uno desea decir, deberían usarse estas últimas expresiones, y reservar la
frase begging the question para su sentido de razonamiento circular.

Hay unas cuantas falacias que giran en torno al uso ilegítimo de las emociones para
que alguien acepte una conclusión que no se sigue de las premisas ofrecidas. Una de
estas falacias es argumentum ad baculum, la apelación al uso de la fuerza: «Cree lo que
digo (o haz lo que te digo) o te golpearé». Aunque esta aclaración deja en evidencia de
un modo descarnado la falacia, se trata de la esencia de las morales de inspiración
divina.

Una segunda de estas falacias es argumentum ad misericordiam, la apelación a la pena.


«Me sentiré dolido, mal, perturbado o triste, si no crees lo que te digo», o «soy pobre»,
«me ofende», «formo parte de una minoría», «me discriminan». La broma que se suele
hacer al respecto de esta falacia es la del reo convicto del asesinato de sus padres que
pide clemencia porque es huérfano. Asociada a esta falacia está la idea de que quienes
han sido victimizados o han sufrido son invariablemente buenos, tienen la razón o se
les pueden excusar sus malas acciones.

Una tercera falacia de este tipo es el uso de lenguaje prejuicioso, que implica el uso de
términos emotivos o con cargas determinadas para dar un «giro» a la idea que se
comunica de algo. El lenguaje racista o machista es un ejemplo claro de esto; otro
ejemplo es el uso de eufemismos para ocultar el propósito real de algo; así, a los
escuadrones de la muerte de Idi Amin se los denominaba «unidades para la seguridad
pública», y la CIA llama «despedir con perjuicio extremo» a los asesinatos de líderes
extranjeros hostiles.

Existen también las falacias de apelar a «lo que piensa todo el mundo» (argumentum ad
populum), a lo que piensa gente en posiciones de autoridad (argumentum ad verecundiam)
o la afirmación de que nadie sabe realmente la respuesta, de modo que se puede creer lo
que uno quiera (argumento de la ignorancia o ad ignorantiam). Ninguna de ellas
constituye una base sólida para aceptar una idea o una creencia.

Una forma muy común de falacia es el argumento ad hominem, que consiste en atacar
a la persona en lugar de a sus argumentos; puede consistir en el insulto directo a un
individuo, en insinuaciones y sugerencias que asocian al individuo con gente o sucesos
negativos, la ridiculización de la persona, o devolviendo una acusación contra el
individuo (el famoso «y tú más», tu quoque).

Igualmente habitual es el empleo de estadísticas sesgadas, la introducción de señuelos


para distraer a las personas del verdadero impulso de un argumento, el razonar que si y
sucedió después de x, es que sucedió debido a x (post hoc ergo propter hoc) y generalizar a
partir de un solo ejemplo o una muestra reducida de ellos. Todas estas son falacias.

Por último, también lo es atribuir las propiedades de una parte al todo, algo que
sabemos que no es correcto, porque sabemos que un grupo de ballenas no es una
ballena. Esta falacia, llamada de composición, es una que desde siempre se ha aplicado
a grupos y naciones: «Conocí a un francés maleducado, de modo que todos los
franceses son maleducados».

Aunque a menudo se emplean las falacias de razonamiento informal de modo


deliberado, para ganar debates haciendo trampas y así convencer o coartar a las
personas a que piensen o crean algo, es también frecuente que razonemos de un modo
defectuoso al cometer una o más de estas falacias sin darnos cuenta. Un curso de
«razonamiento recto y razonamiento torcido», por parafrasear el título de un famoso
libro acerca del razonamiento informal de Robert Thouless, resultaría muy beneficioso
para todos, y no cometemos una falacia de composición si afirmamos, por lo tanto: sería
muy beneficioso para el mundo entero.
Agradecimientos

Mis agradecimientos van a mis colegas del New College of the Humanities,
especialmente a la doctora Naomi Goulder y al doctor David Mitchell, así como a
aquellos amigos y colegas de filosofía de esa institución, que han hecho de esta
experiencia algo tan gratificante: Simon Blackburn, Daniel Dennett, Peter Singer,
Christopher Peacocke, Ken Gemes, Steven Pinker, Rebecca Goldstein y el difunto
Ronald Dworkin. Gracias a Daniel Crewe, de Viking Penguin; a Bill Swainson, que fue
el primero en encargarme este libro; a Catherine Clarke, a Mollie Charge y a los muchos
alumnos que a lo largo de los años me han enseñado tanto acerca de los pensadores e
ideas delineados en estas páginas, y que han demostrado así la profunda verdad del
dicho docendo disco.
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Notas

1. Tanto en filosofía como en historia de la filosofía todo está siempre abierto a debate. La aseveración de que
toda la tradición filosófica es una sola y larga conversación podrían disputarla quienes creen que no podemos
comprender el pensamiento de un filósofo del pasado sin situarlo firmemente en su contexto histórico. Esto es
cierto, pero no excluye confrontar la continuidad de sus ideas y preocupaciones con las nuestras. Muy a
menudo, las nuestras surgen de ellas, o ambas, de las mismas causas.

1. Evidentemente hablamos del Imperio occidental; Bizancio conservó suficiente como para permitir a los
invasores musulmanes, en siglos posteriores, beneficiarse de los restos del pensamiento clásico (véanse pp. 235-
236).

2. Recordemos que, para esa época, el Imperio romano oriental se había convertido ya en la totalmente
cristiana Bizancio, no más interesada en conservar cuidadosamente y en pleno la cultura precristiana que las
demás partes de la cristiandad.

3. El Papiro de Estrasburgo y el de Derveni son casos célebres al respecto. El último es el texto original en
griego más antiguo jamás descubierto, y data de alrededor del 330 a.C. Se halló en una necrópolis al norte de
Tesalónica en 1962, y han pasado muchos años de eruditos esfuerzos hasta poderlo leer e interpretar: una tarea
aún incompleta. El rollo se conservó porque resultó parcialmente quemado en una pira funeraria. Contiene
citas de Anaxágoras, Parménides y Heráclito entre material de un himno órfico de la creación y un comentario
que asegura que el himno es alegórico. El Papiro de Estrasburgo contiene un poema de Empédocles y ha
desempeñado un papel clave en debates acerca de la interpretación de su pensamiento.

1. Allí, según Platón, fue objeto de las risas de «una sirvienta de Tracia de espíritu alegre y burlón» por ello.

2. Las palabras agente, actor, agencia, actividad y acción tienen la misma raíz en el verbo del latín ago agere egi
actum. Es un verbo complicado, con varios significados distintos en latín, pero entre ellos están «hacer» e
«impulsar» (como en «impulsar un coche») y en combinación con otras expresiones puede adquirir el sentido
de hacer que algo ocurra.

3. La teoría de la evolución nos dice que todos los animales están emparentados; los humanos compartimos
una cuarta parte de nuestros genes con el arroz, de modo que, aplicando la opinión de Anaximandro, no
deberíamos comer nada.

4. Martin Heidegger dio conferencias y escribió acerca del fragmento de Anaximandro en Simplicio: «El dicho
de Anaximandro» (1946).

5. Véanse pp. 285-293.

6. Se trataba de una licencia poética; en el islam se otorga literalidad a artificios similares. Es una de las
muchas diferencias entre filosofía y religión.

7. Nearco era el tirano de Elea, donde vivían Parménides y Zenón.


8. La cercanía geográfica de estos filósofos sugiere a menudo razones para la influencia e interés que se
tenían. La ciudad de nacimiento de Aristóteles, Estagira, no quedaba muy lejos de Abdera, de donde procedía
Demócrito y quizá también Leucipo.

9. Si estas ideas parecen anticipar a las de Nietzsche, es solo parcialmente; ciertamente, Nietzsche describe la
«moral del esclavo» como la conversión, por parte del débil, de sus sufrimientos y vulnerabilidades en
virtudes, y afirmaba que el «superhombre», en lugar de esto, debía afirmarse positivamente; pero no, al menos
en mi opinión, a expensas de alguien menos robusto.

1. Las obras de Platón que hacen referencia al juicio y muerte de Sócrates son el Eutifrón, el Critón, el Fedón y
la Apología. Cerca del ágora de la Atenas de la época de Platón, uno puede ver los cimientos de la prisión en la
que se tuvo prisionero a Sócrates y donde murió. El día que bebió la cicuta se bañó; solo una de las celdas
posee una bañera, también visible en los cimientos. Es posible, pues, visitar el lugar en el que se desarrollaron
estos acontecimientos. Para quienes se conmueven con estas cosas, el lugar es un acicate notable para la
reflexión.

2. Los diálogos relevantes a tal efecto son Laques, Cármides, Eutifrón, Critón, Apología, Protágoras, Menón y
Gorgias.

3. Véase el Apéndice sobre lógica, pp. 759-772.

1. Se trata de una sugerencia de Gilbert Ryle en su libro Plato’s Progress (1966).

1. Estas relaciones quedan bien representadas mediante diagramas de Venn.

2. También se ha atribuido a Aristóteles un texto llamado Magna Moralia, pero es más probable que sea obra
de un alumno o seguidor suyo.

3. Aristóteles decía, en realidad, «todos los hombres libres».

4. Tal y como le sucedió a Giordano Bruno en 1600, a Giulio Cesare Vanini en 1619... y casi a Galileo en 1632.

1. Clásicos de esta moda son los escritos de Séneca, Cicerón y Marco Aurelio, así como las enseñanzas de
Epicteto.

2. Tras la loa que hizo Aristóteles de la amistad en su Ética nicomáquea, el concepto se convirtió en un punto
central para gran parte de la filosofía práctica, de Epicuro a Cicerón y llegando por la vía de la tradición hasta
G. E. Moore.

3. Las «indemostrables» básicas o reglas de inferencia que identificaron eran: modus ponens (p → q; p; luego q);
modus tollens (p → q; ¬q; luego ¬p); y las tres formas del silogismo disyuntivo que no parecen haber sido
capaces de reconocer como tales: (p v q; p; luego ¬q); (p v q; ¬p; luego q); (¬(p & q); p; luego ¬q); este último
equivale, en las Leyes de De Morgan, a (¬p v ¬q); ¬p; luego ¬q. (Véase el Apéndice sobre lógica, pp. 759-772.)

4. Comparemos estas ideas a la idea mayoritaria en la filosofía india (véanse pp. 677-695): que el mundo es
una ilusión; que la realidad es la nada; que el objetivo último debería ser escapar a la existencia. Es muy
plausible que Pirrón adquiriera estas ideas de los «filósofos desnudos» de la India y decidiera vivir según ellas.
5. Hubo un Amonio el Cristiano, que escribió en la Biblia. Por su parte, el escritor cristiano Orígenes fue
discípulo de Amonio de Alejandría, y fue, a su vez, profesor de Eusebio; esto añade confusión a la historia de la
relación entre Amonio y el cristianismo. En realidad, Amonio tuvo dos discípulos llamados Orígenes, y el otro
era pagano. También enseñó a Herenio y a Casio Longino.

6. Los intentos de resucitar la «teología de la prosperidad» en África y América son versiones de este
fenómeno.

7. Para más información al respecto, véase A. C. Grayling, La era del ingenio, capítulo 13, passim.

1. Los mundos del Rey de la Oscuridad tienen como atributos o «eones» Aliento Pestilente, Viento Abrasador,
Penumbra, Neblina, Fuego Devorador, Fuentes de Veneno, Columnas de Humo, Simas Abismales, Pantanos
Fétidos y Columnas de Fuego. Un lugar dramático. Pero es interesante comprobar cómo la imaginación de los
humanos tan solo exagera aquello que le es familiar. Compárese con la ciencia, cuyos descubrimientos
trascienden la imaginación.

2. Agustín tenía sentido del humor; al enfrentarse a la pregunta «¿Qué hacía Dios antes de crear el mundo?»,
afirma que no dará por válida la respuesta «preparar el infierno para la gente que hace preguntas
complicadas».

3. La tonsura, el afeitado de la zona superior de la cabeza, era la marca de la esclavitud en tiempos


precristianos, y los monjes cristianos la empleaban para simbolizar la obediencia absoluta —la esclavitud— a
Dios.

4. Eso es ocho veces el tamaño del libro que tienes en las manos en este momento.

5. Se trata, respectivamente, del «argumento cosmológico» y del «argumento teleológico» (o «argumento del
diseño»). A diferencia del argumento cosmológico de Anselmo, intentan apoyarse en consideraciones
empíricas. Véase A. C. Grayling, The God Argument, capítulo 3, 2013, passim, para un debate en torno a estas
argumentaciones.

6. Se trataría de la reforma del calendario del papa Gregorio XIII, en 1582, el «calendario gregoriano».

7. Su tocayo posterior, Francis Bacon, junto a René Descartes, dedicó una gran atención a cuestiones de
metodología en su obra, a principios del siglo XVII, y fue extraordinariamente influyente. Véase A. C. Grayling,
La era del ingenio, capítulo 16, 2016, passim.

8. En aquella época, el poder del papado podía ser una molestia, y otras veces una ayuda, para los reyes
medievales, cuyos países estaban infestados de órdenes religiosas leales al papa y que, por lo tanto, espiaban
constantemente y actuaban en su nombre, de forma abierta y en secreto. Uno de los motivos —además de
expropiar sus riquezas— por los que Enrique VIII abolió las órdenes monásticas en Inglaterra tuvo este origen.

9. La tentación de ver ironía en estas palabras aumenta al especular qué habría pasado de aplicarse la navaja
de Occam a la teología como parte de cualquier narración del mundo; las circunstancias de la época y la vida
de Ockham sugieren que hay que resistir tal tentación.

10. Véase el Apéndice sobre lógica, pp. 759-772. Augustus De Morgan fue un matemático y lógico del siglo
XIX, que demostró que el principio del tercero excluido («Todo es bien A, bien no A») y el principio de no
contradicción («No se puede tener simultáneamente a A y a no-A») son versiones uno del otro.
1. Véase A. C. Grayling, La era del ingenio, tercera parte, 2016, passim, especialmente capítulos 13 y 14.

2. Besarión era el patriarca latino de Constantinopla y fue propuesto dos veces para el papado en Roma. Es
interesante especular con lo diferente que habría sido tener un papa platónico en la subsiguiente historia de la
filosofía y la ciencia.

1. Véase A. C. Grayling, La era del ingenio, 2016, capítulos 16 y 17, passim.

2. La era del ingenio, de A. C. Grayling, es una exposición de la tesis de que la revolución científica y filosófica
del siglo XVII constituyó, literalmente, el inicio del pensamiento moderno y del dominio funcional de la
perspectiva científica.

3. Los ateos de la época se denominaban a sí mismos «deístas»; el deísmo era la idea de que el universo
seguramente había sido creado por un dios, dado que en aquella época pocos podían imaginar una alternativa
plausible a ello; pero creían que, desde ese momento, la deidad había dejado de existir o había perdido interés,
y por ello concedían escasa importancia, más allá de la sociológica, a las creencias religiosas.

4. No en el sentido peyorativo que da a la palabra liberal la derecha estadounidense, para quienes es sinónimo
de socialista, términos ambos insultantes en su léxico.

5. Hay un conmovedor ensayo acerca del declive y la muerte de Kant, escrito por Thomas de Quincey,
titulado Los últimos días de Emmanuel Kant, basados en las memorias del amigo de Kant Ehregott Wasianski, y
de las de su sirviente durante tantos años, Martin Lampe. El ensayo de De Quincey se publicó en 1827, lo que
demuestra la enorme fama de Kant; De Quincey lo comienza así: «Doy por sentado que toda persona instruida
confesará cierto interés por la historia personal de Emmanuel Kant, aunque le hayan faltado afición u
oportunidades para conocer la historia de sus opiniones filosóficas. Los grandes hombres, aun cuando sigan
caminos poco frecuentados, serán siempre objeto de curiosidad para la gente ilustrada. Suponer al lector del
todo indiferente a Kant es suponerlo del todo inintelectual [...]».

6. El propio Locke comenzó con la metáfora de la pizarra en blanco, pero tuvo que modificarla al aceptar que
tenemos capacidades innatas para procesar la experiencia: comparar, recordar, inferir, etcétera.

7. La frase exacta es esta: «Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son
ciegas».

8. Conviene siempre tener en cuenta la diferencia entre racionalismo, como la postura que aboga por el uso de
la razón, y racionalismo como la doctrina filosófica según la cual las mejores formas de conocimiento son a
priori.

1. No creo necesario señalar que toda esta explicación de la dialéctica y, en general, de las ideas de Hegel, tal
como las expongo aquí, es un resumen extraído de la densa oscuridad de una de las colecciones de textos
filosóficos más impenetrables de todo el canon; hace que los fragmentos de Heráclito parezcan un cuento
infantil.

2. Schopenhauer sentía autentica aversión por Hegel. Escribió: «Hegel, nombrado desde arriba, por los
Poderes Innombrables, como el Gran Filósofo, es una criatura filosófica plana, un impúdico charlatán, vulgar,
sin espíritu, repugnante, ignorante, que con una frescura, una sinrazón y una extravagancia sin par, compiló
un sistema que fue trompeteado por sus venales adeptos como si fuera la sabiduría inmortal, y como tal, fue
considerado realidad por los imbéciles, lo cual provocó un coro de admiración como jamás se había escuchado.
El extenso campo de influencia espiritual del que aquellos en el poder han dotado a Hegel le ha permitido
lograr la corrupción intelectual de una generación entera».

3. La tesis de Marx se titula «Diferencia entre la filosofía de la naturaleza en Demócrito y en Epicuro».

4. El cardenal Richelieu dijo una vez: «Dadme seis líneas escritas de puño y letra del hombre más honesto, y
hallaré en ellas suficiente para hacer que lo cuelguen».

5. Nótese que en este sentido metafísico, Kant no es un idealista; la etiqueta «idealismo trascendental» que se
ha aplicado a sus ideas posee el sentido, bastante diferente, de que los fenómenos que constituyen el mundo tal
como se nos aparece son el resultado de cómo organiza nuestra mente los datos de la experiencia sensorial;
nunca sostuvo que la mente fuese la base de la realidad en sí misma. Su idea es epistemológica, no metafísica.

6. Esto reconstruye un tanto la argumentación de Bradley; en la propia Apariencia y realidad la argumentación


no queda demasiado clara.

1. Un argumento trascendental es uno que, partiendo de una conclusión x aceptada de antemano, se pregunta
por las condiciones necesarias para aceptar x. Es una argumentación que funciona hacia atrás, por así decirlo,
hacia las condiciones necesarias para x. Un ejemplo trivial sería: estás leyendo estas palabras, de modo que
sabemos que es cierto que has nacido y sobrevivido hasta este momento, dado que de otro modo no podrías
estar haciéndolo.

2. Véase la discusión, en la tercera parte, de la doctrina de relaciones de Bradley, pp. 426-429.

3. En todas partes la gente, erróneamente, creyó que el siglo XX acababa el 31 de diciembre de 1999. Pero,
dado que nunca hubo un año 0, y el primer año de la era común fue el 1 d. C., se desprende que el último año
de cada siglo acaba en 0; así pues, el último año del siglo XIX es 1900 y el último año del siglo XX es 2000. El
siglo XXI comenzó el 1 de enero de 2001.

4. Tal es el criterio del autor de la entrada relacionada en la Stanford Encyclopaedia of Philosophy.

5. En el London Review of Books del 18 de septiembre de 1980, Michael Dummett escribe: «Cuando las
traducciones de Geach y Black vieron la luz, en 1952, no había casi obra de Frege en inglés, a excepción de Leyes
fundamentales de la aritmética [...] [Su] volumen, con su selección de artículos y extractos de otros libros, ofreció,
pues, un enorme servicio al poner a disposición del público filosófico una muestra representativa de los
escritos de Frege».

6. Nótese que el principio de no contradicción es equivalente a la ley del tercero excluido («Todo es bien A,
bien no-A»); esto puede demostrarse mediante las Leyes de Morgan. (Véase el Apéndice sobre lógica, pp. 759-
772.)

7. La mención del «es» del predicado nos recuerda seguir siendo conscientes de la diferencia entre él y el «es»
de identidad: así, el «es» del predicado dice que algo posee cierta propiedad, como en «la bola es redonda»,
mientras que el «es» de identidad, como en «x es x» o «Jane Austen es la autora de Orgullo y prejuicio», dice que
las cosas a que cada lado refiere son una y la misma cosa. Decir de dos o más cosas que son idénticas es, en
términos coloquiales, una ambigüedad entre «una misma cosa» y «tienen exactamente el mismo aspecto, son
exactamente similares»; cuando hablamos de «el “es” de identidad» es de la primera de la que hablamos.
8. Uno siente la tentación de suponer que los miembros del Grupo Bloomsbury economizaban teniendo solo
amigos bellos.

9. Señalo esto sin intención, como es obvio, de mostrar acuerdo con Berkeley, cuyas ideas requieren una
refutación un poco más elaborada; véase Grayling, Berkeley: The Central Arguments, 1986.

10. Se trata de la «contraposición» de «todos los cuervos son negros»: (x)(Rx → Bx) y (x)(¬Bx → ¬R) son
equivalentes lógicas.

11. Barmen fue la localidad de la famosa Declaración de Barmen de 1934, impulsada por Karl Barth, que
rechazaba las ideas racialmente sesgadas de los nazis sobre religión, especialmente el antisemitismo.

12. Medio siglo más tarde, Quine, por entonces muy anciano y considerado uno de los grandes de la filosofía,
regresó a Praga por invitación de sus filósofos, y sus entusiasmados huéspedes le llevaron en coche a visitar la
casa en la que Carnap había vivido. Cuando el coche se detuvo delante, Quine miró por la ventanilla y dijo:
«Esta no es la casa». La consternación de los filósofos de Praga, me comentaron personalmente, fue grande.

13. Décadas más tarde se estaba preparando un Festschrift en honor a Quine, y su amigo de toda la vida y
colega Burton Dreben escogió escribir acerca de la tesis doctoral de Quine. Halló en ella algo que no pudo
comprender, y por lo tanto decidió escribir a Quine y preguntarle. Quine se dio cuenta de que tampoco él lo
comprendía, y le respondió por escrito: «No hay modo de comprender la mente de un doctorando». Se cuenta
una historia similar del poeta T. S. Eliot, quien escribió una tesis doctoral en Oxford acerca de la filosofía de F.
H. Bradley. Cuando, mucho tiempo después, le sugirieron que la publicase, la releyó y se dio cuenta de que no
entendía una sola palabra. A. J. Ayer aseguraba que, mientras se encontraba en el momento álgido de una
fiebre en Sierra Leona durante la Segunda Guerra Mundial (era oficial de inteligencia), comprendió a Kant,
pero que al recuperarse había olvidado todo lo que había entendido. Estas anécdotas demuestran que, a veces,
la inspiración filosófica surge en momentos de intensa inmersión en un problema, pero esta misma inspiración
puede eludirnos una vez pasado ese marco mental.

14. Intencional, con «c», significa, en lenguaje común, «a propósito», mientras que en filosofía significa
«dirigido hacia» y tiene que ver con la relación entre el pensamiento, en la mente de una persona, y aquello en
lo que está pensando. Así, cuando alguien piensa en algo (x) decimos que el pensamiento tiene la intención x, y
por lo tanto decimos que todo pensamiento posee contenido intencional, que es «acerca de» algo. Intensional,
con una «s», tiene que ver con el significado. La diferencia entre intensión y extensión es la misma que hay entre
sentido y referencia, respectivamente, y es análoga a la distinción gramática entre connotación y denotación.

15. El divertido y significativo ejemplo del «hombre gordo posible» se da en un ensayo del libro de Quine
Desde un punto de vista lógico (1953). El título del libro procede de una famosa canción calypso de Harry
Belafonte: From a logical point of view / Always marry a woman uglier than you («Desde un punto de vista lógico /
cásate siempre con una mujer más fea que tú»).

16. Popper fue generoso con su tiempo y con sus ánimos, como demuestra su correspondencia con el autor.

17. Los críticos afirman que muy a menudo este enfoque tiene el objetivo de hilar tan fino como los antiguos
escolásticos, y que su efecto ha sido hacer que la filosofía vuelva a ser esotérica, un reducto de una élite de
iniciados que excluye a muchos que podrían sentirse interesados en seguir e incluso contribuir a debates acerca
de la verdad, el significado, la mente, la razón, el conocimiento y el bien. No les falta razón. Los debates más
técnicos de la filosofía exigen precisión y matices: conseguir ambos sin llegar al oscurantismo es siempre
bienvenido.
18. Ayer, uno de sus profesores en Oxford, no estaba orgulloso de Los fundamentos del conocimiento empírico,
que escribió en los cuarteles de Caterham mientras se encontraba en periodo de instrucción para oficiales en la
Guardia Galesa, en 1940. Pero creía que Austin no había tenido un completo éxito a la hora de demoler el
fenomenalismo, y en 1967 publicó una interesante respuesta en el diario Synthese, con el título «Has Austin
Refuted the Sense-Datum Theory?» [¿Ha refutado Austin la teoría de datos sensoriales?].

19. El autor escribió una tesis doctoral, en Oxford, bajo supervisión de Strawson, que debate esta
argumentación, y que la modifica quitando el principio implícito de verificación sobre el que giraba la idea
original. Parte de esa tesis se publicó como The Refutation of Scepticism (1985) y su temática se desarrolla
posteriormente en Scepticism and the Possibility of Knowledge (2008).

20. John Stuart Mill defendía algo parecido a una teoría causal de la referencia, y hablaba de nombres «con
denotación pero sin connotación». Su modo de exponer el asunto no es del todo acertado, pues en muchos
idiomas los nombres tienen connotaciones —incluso en inglés: «Irene» significa «paz»; «Ágata» significa
«buena», etcétera—, pero, evidentemente, las connotaciones no son el «significado» del nombre.

21. Sellars fundó la que se conoce informalmente como Escuela de Pittsburgh de filosofía en la Universidad
de Pittsburgh, donde sus colegas Robert Brandom y John McDowell estuvieron entre los muchos pensadores
influidos por su pensamiento.

22. Nótese una vez más que escribimos intencional, con c, de «intención», en el sentido literal de «dirigirse
hacia» (usamos coloquialmente intención como sinónimo de «estar decidido o dispuesto a hacer algo», pero su
sentido original es «dirigido hacia» o «centrado en»).

23. El filósofo moral analítico R. M. Hare fue hecho prisionero de los japoneses durante tres años en la
Segunda Guerra Mundial, y se dice que formuló una «guía para la vida en las condiciones más duras» que, sin
embargo, nunca publicó, limitándose a investigaciones metaéticas hasta una edad muy avanzada, cuando
empezó a contribuir en debates acerca del aborto, la esclavitud y los derechos animales.

1. Aludo a la Paradoja de Epiménides o paradoja de los cretenses: Epiménides, un cretense, dice «todos los
cretenses son mentirosos», lo que, si es cierto, es falso.

2. Un resumen hecho por el propio Husserl se puede hallar en su artículo sobre la fenomenología para la
Encyclopaedia Britannica (1927), que debía escribir, originalmente, junto con Heidegger.

3. Kant tiene una respuesta: no en la idea (que exige escepticismo) de un origen causal de la intuición en el
reino nouménico —pues la categoría de causalidad no se aplica a la realidad nouménica—, sino en la
deducción trascendental de las categorías y en la «refutación del idealismo», que demuestran que debemos
tratar al mundo como si existiese independientemente de nuestra experiencia, pues de otro modo no
podríamos tener la experiencia.

4. Cabe aquí hacer un aparte. Por norma general, la vida privada es asunto de cada uno, pero la vida personal
y política de Heidegger, como luego sucederá con la de Sartre, llama la atención porque hay quien cree —
alineándose con Sainte-Beuve, en contra de Proust, en la cuestión de si comprendemos mejor a los escritores si
conocemos su vida personal— que posee un interés más allá del de los diarios personales. Por otra parte, como
señala Luce Irigaray, el conocimiento biográfico no solo puede distorsionar la percepción de la obra de un
pensador, sino que, especialmente en el caso de las mujeres, puede utilizarse para devaluar o desacreditar su
obra. Por el otro lado, una sugerencia sobre cómo la comprensión de ese fenómeno puede ayudar a romper las
altas barreras que el machismo impone a las mujeres consiste en examinar las diferencias que esa información
biográfica plantea en la recepción de las obras de mujeres de situaciones tan dispares como Harriet Taylor y
Frida Kahlo. La cuestión queda abierta y es importante.

5. Esta versión de los acontecimientos es discutida; incluso se ha sugerido que Sartre y Simone de Beauvoir
fueron colaboracionistas. El destino de las reputaciones quedará siempre en póstumo vilo entre admiradores,
detractores, revisionistas, personas en busca de contratos editoriales y la implacable exposición del tiempo.

1. Entre las participaciones más interesantes y brillantes en el Brijad-araniaka están la filósofa Gargi
Vachaknavi y la esposa de Iagñavalkia, Maitrei. Sin embargo, hay aspectos de lo que dice este Upanishad que
son repugnantes: en el libro VI, capítulo 4, aconseja a los hombres golpear a las mujeres «con un palo o con la
mano» si se niegan a mantener relaciones sexuales con ellos.

2. Shiva, «el destructor y transformador», es uno de la Trimurti, o trinidad hindú, junto a Brahma y a Vishnu.
Tiene muchas apariencias y cumple numerosos roles, como lo demuestran sus representaciones: con una
serpiente en torno al cuello, un tercer ojo en su frente, el río Ganges manando de su cabello, con un tridente en
la mano, etcétera.

1. A la hora de ofrecer nombres y títulos de obras en chino (por norma general, el nombre de un pensador se
suele usar también como nombre de su obra), empleo el modo Pinyin de transcripción del chino a letras del
alfabeto romano. Hoy en día ha sustituido al sistema Wade-Giles, que es un poco confuso. Por ejemplo, la obra
clásica Dao De Jing se conocía, bajo el sistema Wade-Giles, como Tao Te Ching.

2. A modo de ejemplo de cómo la filosofía implica cambios en la práctica, esta argumentación constituye una
de las claves para comprender China. Véase A. C. Grayling y Xu Youyu (escribiendo conjuntamente bajo el
seudónimo «Li Xiao Jun»), The Long March to the Fourth of June, 1989, acerca de la historia del Partido
Comunista de China entre la «Larga Marcha» de 1934-1935, de Mao Zedong, y los sangrientos acontecimientos
de la plaza de Tiananmen, el 4 de junio de 1989.

3. Aquí se habla específicamente de hombres: en ningún periodo de la historia de China, hasta hace
relativamente poco, se tuvo en cuenta siquiera a las mujeres para roles de ese tipo.

4. Así pues, el «estado de naturaleza» de los taoístas es el opuesto del de Hobbes y se parece más al de Locke:
los taoístas tienen modelos claros para su concepción en las vidas de los animales situados en la cúspide de la
cadena alimentaria, y que viven despreocupados al carecer de depredadores.

1. Esta es una afirmación de Seyyed Hosein Nasr, en su introducción a History of Islamic Philosophy, coeditado
con Oliver Leaman.

2. Ya hemos mencionado antes (véanse pp. 25-26) los denodados esfuerzos realizados por el cristianismo para
borrar la civilización clásica precedente. Un pequeño fragmento indicativo de esto: en la ciudad de Alejandría,
en el siglo V, había bandas organizadas de cristianos que atacaban y daban palizas a los «filósofos paganos», en
la misma tradición de los grupos de supremacistas blancos del sur de Estados Unidos que buscaban
afroamericanos para dar palizas y linchar, una expresión de odio racial que fue habitual entre la década de
1860 (final de la esclavitud) y la de 1960.

1. Incluso aquí uno nota la importancia de las distinciones: una grandiosa figura como Nelson Mandela
debería encabezar una lista de ejemplares activistas políticos, en lugar de constar en la lista de Blyden o, menos
aún, en la de Locke y Rousseau.
2. Me alertó de esta posibilidad mi colega el doctor David Mitchell.

3. Esto se aplicaría también a todos los pensadores incluidos en el salon des refusés de la Parte IV: los
sociólogos, politólogos, antropólogos, historiadores de las ideas y exponentes de la «teoría crítica», a todos los
cuales se etiqueta, en algún momento, de «filósofos».

4. En «The Historical Development of the Written Discourses on Ubuntu», C. B. N. Gade remonta su uso hasta
al menos 1846. Ngubane trató el concepto en sus novelas y en la revista African Drum. El trabajo expresamente
filosófico con el concepto se atribuye a S. J. T. Samkange y T. M. Samkange, Hunhuism or Ubuntuism: A
Zimbabwe Indigenous Political Philosophy, 1980.

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