50 Los Movimientos Populares
50 Los Movimientos Populares
50 Los Movimientos Populares
50
A los obispos, príncipes, condes y caballeros se les debería permitir poseer sólo lo mismo que
tiene la gente común. El día vendrá cuando ellos también tendrán que ganarse la vida mediante el
trabajo.
Hans Bohm
En los tres últimos capítulos, y en varios de los que han de seguir, dedicamos nuestra
atención a movimientos reformadores cuyo origen fue principalmente académico. Los
conciliaristas en la universidad de París, Wyclif en la de Oxford, y Huss en la de Praga, fueron
todos gentes respetadas en su época por sus conocimientos. Aunque se les acusó de herejes y
sediciosos, nadie se atrevía a decir que sus errores se debían a la ignorancia.
Sin embargo, al leer los anales de la época nos asalta la sospecha de que estos
movimientos reformadores entre gentes doctas no eran sino una mínima parte del bullir religioso,
que se movía principalmente entre gentes pobres e iletradas. No se olvide, por ejemplo, que tanto
el movimiento de Wyclif como el de Huss a la postre hallaron su expresión más permanente, no
en las universidades, sino entre el pueblo. Sin los lolardos o los taboritas, ambos movimientos
hubieran quedado olvidados en documentos antiguos. Aun más, es muy dudoso que Wyclif y los
suyos hubieran podido convencer a quienes los siguieron de entre el pueblo bajo, de no ser
porque desde antes existía entre ese pueblo un hervor que halló expresión en las doctrinas que
venían de Oxford. Lo mismo puede decirse, quizá con más justificación, de los taboritas de
Bohemia, que, aunque llegaron a ser los más decididos defensores del movimiento husita,
probablemente no derivaban la mayor parte de sus doctrinas del reformador de Praga, sino de
ideas que circulaban entre el pueblo.
¿Por qué entonces los libros de historia les prestan tanta atención al movimiento conciliar,
a Wyclif y a Huss, y tan poca a estos otros movimientos populares? Sencillamente, porque los
datos acerca de estos últimos son escasísimos y poco fidedignos. Acerca del movimiento
conciliar, por ejemplo, tenemos las obras de sus principales jefes, así como las actas de los
concilios y las crónicas de la época. Aunque muchas de estas fuentes son de carácter partidario,
su misma abundancia nos permite compararlas, y así tratar de equilibrar nuestro juicio. Pero en el
caso de los movimientos populares la situación es muy distinta. Quienes los siguieron eran en su
casi totalidad gente indocta que, o bien no sabía escribir, o bien no sentía el impulso de dejar
constancia para la posteridad. Muchos de esos movimientos eran de carácter apocalíptico, de
modo que quienes formaban parte de ellos creían que el fin estaba cerca, y por tanto no veían
razón alguna de narrar su historia, o de poner sus enseñanzas por escrito. Es muy posible que, de
haber querido hacerlo, no hubieran podido, pues se trataba de corrientes de entusiasmo que de
pronto aparecían en un lugar, para luego desaparecer, continuar corriendo bajo la superficie, y
brotar de nuevo en otra fecha y otro lugar. Los mismos miembros de los movimientos
desconocían su historia.
En cuanto a los testimonios de sus enemigos, su veracidad es muy dudosa. Había en esa
época una serie de acusaciones comunes que se hacían contra todo movimiento que pareciera
sedicioso o herético. Según se decía, se trataba de gentes que utilizaban su entusiasmo religioso
para dar rienda suelta a la inmoralidad y a la rapiña, odiaban a los sacerdotes y a toda la jerarquía
de la iglesia, profanaban el sacramento del altar, creían que el fin del mundo estaba cercano,
pretendían haber recibido una nueva revelación de Dios, o que el Espíritu Santo se había
encarnado en ellas, etc. Es muy posible, y hasta probable que en algunos casos parte de esto haya
sido cierto. Pero el hecho de que las mismas acusaciones se hicieran contra movimientos a todas
luces diferentes nos hace sospechar que eran frecuentemente falsas. Por todas estas razones, la
historia de los movimientos religiosos populares a fines de la Edad Media está todavía por
escribirse. No es posible conocer a ciencia cierta cómo se relacionaba tal grupo con tal otro, ni
los orígenes de sus nombres, ni siquiera qué querían decir muchos de esos nombres. Luego, no
podemos narrar aquí la historia de dichos movimientos. Pero sí podemos señalar sus
características comunes y lo que significaban para la historia del cristianismo.
Desde tiempos de Constantino, la cuestión de los bienes y la pobreza había sido
preocupación casi constante de los cristianos. Cuando el Imperio Romano se hizo cristiano, y la
iglesia se llenó de lujo y boato, el monaquismo surgió como un movimiento de protesta. Cuando,
en los siglos XII y XIII, la economía monetaria comenzó a cambiar la faz social de Europa, hubo
nuevas señales de inconformidad. La más notable fue el franciscanismo, cuyo fervor barrió toda
la Europa occidental. Pero tanto en época de Constantino como en el siglo XIII la iglesia supo
asimilar esos movimientos, darles un lugar en la estructura eclesiástica, y a la postre hacer de
ellos instrumentos dóciles en manos de la jerarquía.
Lo que sucedió en la época que estamos estudiando fue que la iglesia perdió esa
flexibilidad. Ya en el siglo XIII se comenzó a temer que continuaran surgiendo movimientos
como el franciscano, y que la iglesia no pudiera controlarlos. Por ello en el 1215 el Cuarto
Concilio de Letrán prohibió la fundación de nuevas órdenes. Ahora, en los siglos XIV y XV,
aquella tendencia que se había manifestado en 1215 llegó a su cumbre. El poder de la jerarquía
se sentía amenazado por el fervor de los nuevos movimientos de pobreza. La pobreza franciscana
se había reinterpretado de tal modo que no requería la pobreza de la orden en sí, sino sólo de sus
miembros como individuos. Como órdenes, tanto la San Francisco como la de Santo Domingo se
volvieron ricas y poderosas.
Los prelados, convertidos en poderosos señores, y los frailes, cuyo espíritu de crítica
profética había quedado olvidado, veían en los nuevos movimientos que exaltaban la pobreza
una censura contra ellos. Por tanto, tendían a tildarlos de heréticos y corrompidos.
La cuestión de la pobreza tenía dos vertientes. De un lado estaban las gentes
relativamente pudientes, que abrazaban una pobreza voluntaria, por motivos de renunciación. Tal
había sido el caso, en el siglo XIII, de San Francisco de Asís. Durante los siglos que estamos
estudiando —el XIV y el XV— continuó habiendo personas del mismo origen social que se
sentían impulsadas por motivos semejantes. Pero, puesto que el franciscanismo y otras órdenes
parecidas habían abandonado su espíritu inicial, tales gentes se veían obligadas a buscar sus
propios medios de expresar y vivir lo que creían ser su vocación de pobreza voluntaria, y por
tanto creaban grupos o movimientos que no eran bien vistos por la iglesia jerárquica. Otras veces
se unían a movimientos que existían entre las clases humildes, porque les parecía que allí les era
más fácil cumplir con el consejo evangélico de la pobreza que habían predicado San Francisco y
tantos otros antes que él.
Ahora bien —y ésta era la otra vertiente de la cuestión— si la pobreza voluntaria es una
virtud, ¿no lo será también la involuntaria, la que es el resultado, no de una decisión propia, sino
de las condiciones sociales? En las Escrituras hay numerosas indicaciones de que Dios juzga a
favor de los pobres y contra los ricos que los oprimen. Por diversos medios, esta idea central en
la Biblia les llegaba a los marginados. Entre esos medios se contaban probablemente algunas de
las personas de mejor posición social, que voluntariamente habían echado su suerte con los
pobres, pero cuya educación les permitía apelar a las Escrituras para defender el valor de la
pobreza, y cuyos argumentos y enseñanzas los marginados escuchaban. Otro medio era el de las
muchas historias de mártires y milagros que circulaban entre el pueblo. En ellas se daba
repetidamente el caso de una confrontación entre un señor poderoso y una persona oprimida, y
no cabía duda de que Dios estaba de parte de ésta última.
Por todas esas razones, y porque los tiempos eran económicamente malos, pronto surgió
una multitud de movimientos que se confundían entre sí. Algunos no buscaban sino la
posibilidad de practicar la pobreza voluntaria. Otros veían en los males de la época una señal de
los tiempos apocalípticos. El anticristo estaba por venir, o se encontraba ya en el mundo. Era
necesario arrepentirse, castigar el cuerpo, para así salvarse del mal que pronto llegaría. Otros, en
fin, pasaron del arrepentimiento a la acción. Los últimos tiempos que se acercaban debían ser de
fidelidad al evangelio y de justicia. En tales momentos, la tarea del cristiano consistía en tomar
las armas y marchar hacia el Reino de Dios, contra quienes tergiversaban la verdad evangélica, o
contra quienes destruían la justicia oprimiendo a los pobres.
Puesto que es imposible narrar aquí la historia de todo ese bullir, nos limitaremos a dar
una idea somera de un movimiento cuyo tema principal fue la pobreza voluntaria —el de las
beguinas y los begardos—; otro cuya característica fue la penitencia extrema —los flagelantes—;
un tercero que trató de establecer la verdad evangélica mediante la fuerza de las armas —los
taboritas—; y por fin uno de los muchos que soñaron con el Reino de justicia —el de Hans
Bohm.
Beguinas y begardos
El monaquismo había ejercido siempre fuerte atracción sobre las mujeres. En el siglo
XIII, el despertar religioso que dio origen al franciscanismo se hizo sentir también entre ellas.
Muchas se unieron a las ramas femeninas de los franciscanos y los dominicos. Otras engrosaron
las filas de órdenes más antiguas. Pero pronto su número fue tal que los varones comenzaron a
quejarse, y a poner límites en cuanto al número de mujeres que estaban dispuestos a aceptar en
las ramas femeninas de sus órdenes. Es muy probable que parte de este impulso entre las mujeres
se haya debido a que la vida monástica era el único medio en que ellas, aun las más ricas, podían
escapar de una vida completamente dirigida por los deseos y decisiones de otros —padres,
hermanos, esposos e hijos.
En todo caso, pronto los conventos tradicionales resultaron insuficientes, y entonces hubo
gran número de mujeres que se reunieron en pequeños grupos para vivir juntas y llevar una vida
de oración, devoción y relativa pobreza. Se les dio el nombre de “beguinas”, y el de “beguinajes”
a las casas en que vivían. El origen de este nombre es oscuro, pero todo parece indicar que era
despectivo, pues se utilizaba frecuentemente como sinónimo de “hereje”, o de “albigense”. Esto
es índice del modo en que eran vistas por el resto de la sociedad, y por la mayoría de la jerarquía
eclesiástica. Aunque algunos obispos apoyaron el movimiento, otros lo prohibieron en sus
diócesis. A fines del siglo XIII, comenzó a haber legislación contra este género de vida, que
amenazaba la estructura de la iglesia porque, sin constituir una orden oficialmente establecida,
no seguía tampoco el género de vida del resto del laicado.
Por la misma época, el movimiento comenzó a tomar matices algo diferentes. Al
principio, muchos beguinajes no aceptaban sino a mujeres que tuvieran medios de cubrir su
propia subsistencia. Pero después comenzaron a ingresar otras de origen más humilde, cuya
pobreza no era totalmente voluntaria, pero sí más real que la de las primeras. Pronto se empezó a
acusar a los beguinajes de ser centros de holgazanería, donde se refugiaban mujeres que no
querían asumir su responsabilidad en la sociedad. Con creciente insistencia, los obispos se
dedicaron a ponerles trabas. En consecuencia, las beguinas se apartaron cada vez más de la
iglesia jerárquica, y algunas se dieron a doctrinas supuesta o realmente erradas. En unos pocos
lugares, particularmente en los Países Bajos, lograron subsistir hasta tiempos recientes. Pero en
muchos otros fueron suprimidos, o pasaron a las filas de movimientos más radicales.
Al igual que las mujeres, pero en menor número y en fecha ligeramente posterior, los varones
siguieron el mismo camino. Se les dio el nombre de “begardos”, y ellos también a la postre
fueron acusados de herejía y suprimidos.
Los flagelantes
Los flagelantes aparecieron por primera vez en 1260, pero fue el siglo XIV el que vio su
súbita expansión. Eran gentes que castigaban su propio cuerpo a latigazos, en penitencia por sus
pecados. Tal cosa no era nueva, pues varios de los grandes maestros del monaquismo la habían
practicado. Pero hasta entonces siempre había tenido lugar dentro de la vida monástica, y casi
siempre había sido regulada por las autoridades. Ahora se volvió un movimiento popular.
Convencidos de que el fin del mundo se acercaba, o de que Dios lo destruiría si la humanidad no
daba grandes muestras de arrepentimiento, centenares y millares de cristianos se dedicaron a
darse latigazos hasta hacer correr la sangre.
No se trataba, contrariamente a lo que podría suponerse, de una histeria momentánea y
desordenada, sino de una disciplina rígida y a veces hasta ritualista. Cuando alguien deseaba
unirse al movimiento, tenía que comprometerse a seguirlo durante treinta y tres días y medio.
Durante ese tiempo les debía obediencia absoluta a sus superiores. Después, aunque volvía a su
casa, el flagelante quedaba comprometido a golpearse todos los años en Viernes Santo. Durante
los treinta y tres días de su obediencia, el flagelante se unía a un grupo que seguía a diario un
ritual prescrito. Iban en procesión hasta la iglesia, marchando de dos en dos y cantando himnos.
Tras rezarle a la Virgen en la iglesia, se dirigían a una plaza pública, siempre entonando himnos.
Una vez allí, se desnudaban el torso y formaban un gran circulo.
Tras postrarse en oración, quedaban hincados de rodillas y, al mismo tiempo que
continuaban su canto, se flagelaban hasta sangrar. Otras veces, mientras se golpeaban, uno de sus
jefes les predicaba, por lo general acerca de los sufrimientos de Cristo. Después se levantaban,
volvían a cubrirse las espaldas, y marchaban de nuevo en procesión. Esto hacían dos veces cada
día, además de otra flagelación privada por la noche.
Aunque se les acusó de ser gente desordenada, lo cierto es que los flagelantes tenían una
disciplina estricta. Al principio, la jerarquía no los miró con malos ojos, pero poco a poco su
actitud fue cambiando. Esto se debió principalmente a que los flagelantes parecían ofrecer un
camino de salvación aparte de los sacramentos de la iglesia. Si su flagelación constituía una
penitencia, como ellos decían, esto implicaba que era posible ofrecer una penitencia válida aparte
de la confesión sacerdotal. Además, algunos comenzaron a referirse a la flagelación como un
“segundo bautismo”, en imitación de lo que se había dicho muchos siglos antes acerca del
martirio. En consecuencia, varios prelados los acusaron de pretender usurpar “el poder de las
llaves” que les había sido dado a Pedro y sus sucesores. De ello se seguían otros cargos. El
vestirse con un hábito especial, sin tener permiso para ello, era un acto de desobediencia. Cuando
sus reuniones fueron proscritas, los que continuaron juntándose fueron acusados de tener
reuniones ilícitas. En varios países se les persiguió. A la postre, dejaron de practicar su
flagelación en público. Pero al parecer el movimiento continuó clandestinamente por varias
generaciones.
Los taboritas
Al tratar acerca de los husitas, hemos tenido ocasión de referirnos a los taboritas. Su
contacto con los husitas de Praga, y la necesidad de presentar un frente unido contra las repetidas
cruzadas que fueron lanzadas contra Bohemia, llevaron a los taboritas a mitigar algunas de sus
doctrinas originales. Pero al parecer esas doctrinas se basaban al principio en un milenarismo
exagerado. El fin estaba a punto de llegar. Entonces Jesucristo castigaría a los impíos, y exaltaría
a los elegidos. En los últimos días, en espera de que el fin viniera, la tarea de esos elegidos
consistía en tomar la espada y preparar el camino al Señor. No había por qué tener misericordia
de aquellos a quienes de todos modos el Juez Supremo iba a condenar al fuego eterno. Por tanto,
todos los que ahora se oponían a la voluntad de Dios debían ser destruidos por las milicias
cristianas. Al llegar el triunfo final, Dios restauraría el paraíso. Cuando algunos de entre los
taboritas, los adamitas, llevaron estas doctrinas al extremo de andar desnudos, imitando a Adán y
Eva en el paraíso, y se dedicaron a una vida licenciosa afirmando que, puesto que ya se contaban
entre los elegidos, no podían condenarse, el resto de los taboritas se volvió contra ellos y los
destruyó a filo de espada.
Aunque en todo este movimiento el estudioso moderno puede descubrir las consecuencias
de un profundo sentimiento de opresión social, los propios taboritas no veían el Reino venidero
principalmente en tales términos. No se trataba tanto de la victoria de los oprimidos sobre los
opresores como del triunfo de los santos sobre los pecadores. Pero el hecho es que casi todos los
taboritas pertenecían a las clases marginadas de Bohemia, y que los “pecadores” a quienes
condenaban eran los ricos y poderosos, primero en Bohemia, y después de la condenación de
Huss en el resto de Europa.
Otro hecho significativo es que la expectación escatológica llevó a los taboritas a tomar
acciones concretas, y que contribuyó a sus repetidos triunfos sobre los invasores alemanes. Es
importante señalar esto, porque frecuentemente se dice que tal expectación lleva a las gentes al
conformismo, cuando lo cierto es que la historia nos ofrece repetidos casos que prueban lo
contrario. En realidad, mucho depende del contenido concreto de esa expectación, y del modo en
que se relacione con los tiempos presentes.
Hans Bohm
Corría la cuaresma del año 1476. Las cosechas habían sido escasas en el sur de Alemania.
En la diócesis de Wurzburg, el obispo, que era también señor de la comarca, imponía impuestos
cada vez más onerosos. En la pequeña aldea de Nicklashausen, había una imagen de la Virgen
que se había convertido en motivo de peregrinación, pues se decía que tenía poderes milagrosos.
Un buen día del mes de marzo, el joven pastor Hans Bohm se alzó en medio de los peregrinos y
comenzó a predicar. Sus palabras eran conmovedoras. Su mensaje, que era necesario
arrepentirse, halló eco en los corazones de aquellas gentes angustiadas, y pronto los que acudían
a escuchar al joven Bohm se contaban por millares. Muchos de ellos permanecían allí, y los
cronistas cuentan que el número de congregados pasó de cincuenta mil.
Entonces los mensajes de Bohm se volvieron más radicales. En presencia de tanta miseria
reunida allí, no era difícil ver el contraste entre el mensaje cristiano y la vida lujosa que llevaba
el obispo de Wurzburg. Bohm comenzó a atacar la pompa, la avaricia y la corrupción del clero.
Después anunció que el día vendría cuando todos los seres humanos serían iguales, y todos
tendrían que trabajar por igual. Esto era lo que el Señor prometía. A la postre, Bohm urgió a sus
seguidores a actuar en anticipación del día del Señor, negándose a pagar toda clase de impuestos,
diezmos y otras obligaciones, y señaló un día en que todos juntos marcharían a reclamar sus
derechos.
Lo que Bohm intentaba hacer nunca se supo, pues el día antes de la fecha señalada los
soldados del obispo se apoderaron de él y dispersaron a sus seguidores a cañonazos. Poco
después Bohm fue quemado por hereje. Puesto que al parecer el fermento de su predicación
continuaba, el obispo puso a toda la aldea en entredicho, y prohibió las peregrinaciones a ella.
Pero aun esas medidas no ahogaron las últimas chispas del movimiento, hasta que la iglesia fue
destruida por orden del arzobispo de Mainz.
Este episodio es sólo uno de varias docenas que podíamos haber narrado. Los últimos
años de la Edad Media se caracterizaron por un gran descontento popular, que combinaba causas
sociales con motivos religiosos. Los oprimidos veían que la vida de los opresores, no sólo era
injusta, sino también se arropaba en un manto de piedad cristiana, y hasta se apoyaba en la
autoridad de la iglesia. Frente a tal situación hubo multitud de movimientos de protesta, y hasta
rebeliones que sólo pudieron ser sofocadas mediante la acción militar. En todos estos casos las
autoridades eclesiásticas, que se contaban entre los que se beneficiaban con la situación
existente, les prestaron todo su apoyo a los poderosos. A consecuencia de ello floreció el
sentimiento anticlerical, inspirado inicialmente, no por corrientes modernas de secularización,
sino por el viejísimo sueño de la justicia entre los seres humanos.
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