La Espiritualidad de Nazaret
La Espiritualidad de Nazaret
La Espiritualidad de Nazaret
La espiritualidad de Nazaret se forma en el deseo de llevar una vida semejante a aquellos años ocultos
de Jesús en Nazaret y que De Foucauld llevó a cabo como simple auxiliar y mandadero del convento que
las monjas clarisas tenían en la ciudad. Dice De Foucauld: “Nazaret es humildad, Nazaret es también
silencio; Nazaret es también oración; ¿Qué es también Nazaret? Trabajo. En fin, Nazaret es
principalmente un lugar de obediencia” [1]. De Foucauld releva la extrema humildad de vida que debió
haber llevado Jesús en “el pobre taller del carpintero José” con todas “las inconveniencias de la gente
pequeña” y los bienes que resultan de vivir completamente apartado del “crédito, la influencia, los
honores y el poder”. Respecto del silencio, imagina “¡cómo se callaba frecuentemente en la casa de
María!”, lo que dispone el ambiente hogareño hacia la oración y la acción de gracias en el marco de una
vida llena de serenidad y de paz. El trabajo debió ser asiduo y haber cubierto toda la jornada y por ello
mismo el lugar de la oración debió tomarse “preferentemente por la noche, quitándoselo al sueño”, lo
que recuerda la adoración nocturna al Santísimo, todavía en la ermita de Tamanrasset. Además, Jesús
“vivía sujeto a ellos”, como dice el Evangelio, “sumiso como un niño, a dos de sus pobres criaturas”,
María y José, lo que pone de relieve el inmenso valor de la mansedumbre cristiana. “Nazaret —dice De
Foucauld— es la raíz y el tronco”, mientras que el “Calvario es el fruto”. Ya en esta época escribe acerca
del deseo de morir mártir “despojado de todo, tendido desnudo en la tierra, irreconocible, cubierto de
sangre y de heridas, muerto violenta y dolorosamente”, tal como ocurrirá años más tarde.
Foucauld
Primero estuvo en Beni-Abbés y luego en Tamanrasset en medio del pueblo tuareg del Hoggar.
La espiritualidad de Nazaret es evidentemente de cuño monacal por su énfasis en las virtudes pasivas de
la humildad, la comprensión y la obediencia y la combinación característica de oración y trabajo. Por lo
demás, De Foucauld provenía de los monasterios trapenses Nuestra Señora de las Nieves en Francia y
Akbés en Siria, donde se practicaban habitualmente las condiciones más exigentes de ocultamiento,
separación y silencio, y donde el deseo de mortificación era más intenso. Algunos contrastes con la vida
monástica, sin embargo, aparecen en la elección de Nazaret que tiene que ver con la búsqueda de
simplicidad y pobreza —el objetivo principal de casi todas las reformas monásticas— y con desbordar el
régimen de clausura monacal. Dice el padre Voillaume, fundador de los Hermanitos de Jesús: “Toma
como objetivo en todo y para todo la vida de Nazaret: en su simplicidad y en su extensión; sin hábito
especial, como Jesús de Nazaret; sin clausura, como Jesús en Nazaret; sin querer buscar sitios aislados y
solitarios, sino más bien junto a una aldea, como Jesús en Nazaret; no menos de ocho horas diarias de
trabajo (trabajo manual o de otra clase, pero manual en cuanto sea posible) como Jesús en Nazaret; ni
campos grandes, ni habitaciones espaciosas, ni grandes gastos, ni siquiera grandes limosnas, sino
también una extremada pobreza en todo, como Jesús en Nazaret…” [2].
Las dos columnas vertebrales de la espiritualidad de Nazaret han sido la devoción al Sagrado Corazón de
Jesús y la adoración al Santísimo Sacramento, sin contar desde luego la lectura asidua del Evangelio.
De Foucauld se dejará guiar por un sacerdote excepcional llamado Henri Huvelin (1830-1910), vicario de
San Agustín en París. Según García Rubio, Huvelin le enseñará a De Foucauld la “ciencia del corazón” [4].
La devoción del Sagrado Corazón tuvo un fuerte sentido de expiación (incluso con ribetes políticos como
en la edificación del Sacre Coeur en París después de la guerra franco-prusiana), pero Huvelin le da un
sentido místico. Pío XII (Haurietis Aquas) define la devoción como la “síntesis del cristianismo”, en la
medida que identifica a Jesús con el Amor (tal como aparece en el lema epistolar del padre De Foucauld,
JESUS CARITAS) e introduce la certeza de haber sido amado por Jesús con un amor que antecede y
sobrepasa cualquier amor humano. En ocasiones, el culto adopta un sentido expiatorio que insiste en la
desproporción entre el amor divino y la ingratitud humana respecto de Aquel que nos ha amado y
propicia la Eucaristía como sacrificio reparatorio correspondiente (también en Margarita María en un
momento se impulsaba la comunión frecuente de los fieles). Pero la devoción adopta su sentido propio
cuando el fiel se deja tocar por el Amor de Dios hasta el punto de “tener los mismos gustos que Jesús” y
motiva la capacidad de ver a los demás con los mismos ojos de bondad y dulzura con que Jesús los vería.
Una segunda inflexión se produce en el paso desde la Eucaristía hacia la adoración al Santísimo (también
impulsada con gran vigor en la segunda mitad del siglo XIX europeo) que tiene el mismo sentido de la
oración contemplativa. Tanto la comunión frecuente de los fieles (otrora reservada a los sacerdotes)
como la adoración prolongada al Santísimo al margen de la misa y, por ende, en ausencia de un
sacerdote, recibieron reparos eclesiásticos y debieron abrirse camino en el seno de la Iglesia con las
dificultades correspondientes. En algún momento, De Foucauld se propuso crear una orden dedicada
exclusivamente a la adoración perpetua al Santísimo, pero esto requería de varias personas y se
desviaba del ideal de pobreza asociado al trabajo manual. Como buen monje, De Foucauld rehuyó el
sacerdocio, aunque finalmente se ordenó antes de partir a la misión del desierto, seguramente para
tener la oportunidad de celebrar la Eucaristía, y también —según Voillaume— porque descubrió que el
sacerdocio no era incompatible con el ideal de pobreza. Al sacerdote se le concedería un rango y
prestigio social que impide la abjección, un término expresamente utilizado por De Foucauld para
designar la disposición a ocupar siempre el último lugar y pasar desapercibido, algo que en tierras
extrañas podía conseguirse mucho mejor, puesto que nadie había visto nunca a un sacerdote católico en
un lugar semejante.
El método misional de la caridad
La decisión de instalarse en el desierto proviene de su experiencia previa como oficial del ejército
francés en Argelia y luego como explorador en Marruecos. Al comienzo se instala en Beni Abbès (1901-
1907) bajo el objetivo de preparar la evangelización de Marruecos a través de una asociación de
hermanos confiados al Sagrado Corazón. La evangelización no puede hacerla solo escribía entonces:
debe ser la obra de un grupo unido en la fraternidad y la oración. La obra misionera francesa de esa
época estaba radicada en los llamados Padres Blancos [6], pero su alcance se limitaba a las cabeceras de
la ocupación francesa en el Magreb. En algún momento, sin embargo, bajo la influencia del padre Guérin
(1878-1910) decide enclaustrarse en Tamanrasset, en las profundidades del desierto argelino. Tanto la
decisión de salir de Nazaret y partir hacia el desierto como esta última de internarse en el territorio
remoto de los bereberes, donde prácticamente se perdía toda presencia francesa, constituyen el
impulso más decisivo en la vida del padre De Foucauld de “pasar oculto por la tierra, como un viajero en
la noche” [7].
¿Cómo se combina este afán de ocultarse y callarse con cualquier propósito plausible de evangelización?
El método misional del padre De Foucauld consiste en instalarse en las inmediaciones de una aldea,
aprender la lengua y apreciar las costumbres y hacerse lentamente conocido solo por la bondad del
carácter y del trato. La benevolencia, mansedumbre, pobreza y humildad debe ser suficiente para
reconocer la santidad de una vida que ha sido dedicada a Dios a través de Jesucristo, antes de
pronunciar incluso su nombre y de anunciar a viva voz su evangelio. La oración y la celebración
eucarística permanecen en la oscuridad del encierro claustral, reservada a la intimidad de quienes alojan
en casa, mientras que la caridad es lo que se da a conocer y ver a los demás. De Foucauld no se instala
en tierras árabes, sino bereberes, apenas islamizadas —como él mismo indica— y en continuas disputas
con grupos árabes. Y dentro de todo, tenía suficiente protección del ejército francés para emprender
una misión tradicional, a pesar de que terminó instalándose en la frontera más remota del colonialismo
francés. Su método misional se asienta en la espiritualidad completamente original que De Foucauld
había experimentado en Nazaret y que se consolida en el ardiente deseo de comunicar a Jesucristo
únicamente a través de la fuerza testimonial de la bondad. “Yo quisiera ser —dice De Foucauld— lo
bastante bueno para que ellos digan: Si tal es el servidor, ¿cómo entonces será el Maestro…?”. Esta
posibilidad misional descansa en la capacidad innata de todos los pueblos —y de cualquier persona— de
reconocer y apreciar el bien, cualquiera sea su fuente, incluso cuando esta proviene de alguien extraño y
desconocido.
La caridad del padre De Foucauld era modesta y sencilla, pequeños regalos (que conseguía con sus
parientes), tiempo abundante de conversación en lengua tuareg, compañía frecuente y siempre una
sonrisa en los labios, el símbolo corporal de la acogida. La estrategia misional del padre De Foucauld
descansa también en la radicalidad del compromiso con los demás, la de aquel que ha abandonado
familia y amigos, bienes y poder, y se ha decidido a vivir enteramente en Cristo, aunque al margen de
toda conciencia escrupulosa sobre las posibilidades del amor puro. Se conserva algo de su examen de
conciencia en las cartas que dirige al padre Huvelin, por ejemplo, desde la ermita de Tamanrasset, en
que se reprocha “un gran fondo de orgullo” puesto que a veces aparenta ante los demás más de la
bondad que realmente existe en su corazón (que puede ser el riesgo de una sonrisa falsa). De Foucauld
no tuvo períodos prolongados de sequedad espiritual, que son tan comunes en los místicos, incluso en
los místicos de la caridad como Teresa de Calcuta, pero igual se reprocha la dificultad de mirar a Jesús y
permanecer en su compañía, incluso en la soledad del desierto, donde se pueden e
zvitar mejor las distracciones humanas. Según él, se deja llevar demasiado por ensoñaciones que lo
distraen de la oración, “ensoñaciones que sobrevienen constantemente en mis horas de oración y que
estoy lejos de poder expulsar rápidamente” (y que incluyen también la dificultad de saltar de la cama
apenas uno se despierta). Un último motivo de confesión es que “yo no veo suficientemente a Jesús en
todos los hombres, no soy lo bastante sobrenatural con ellos, lo bastante dulce, y humilde, ni
suficientemente dispuesto a hacer el bien a su alma cada vez que puedo” [10]. Con todo, De Foucauld
recomienda continuamente no detenerse en el mal realizado y pertenece a aquellos que consideran que
el Mal se corrige haciendo el Bien, siempre en la creencia en la eficacia purificadora de la bondad, algo
que él mismo podría testimoniar con su propia vida, marcada por una juventud disparatada en humores
y afectos (lo que le ha hecho más difícil el camino de su canonización).
De Foucauld murió apenas conocido y apreciado por un puñado de oficiales que servían en la frontera
argelina (sobre todo por el comandante Laperrine, compañero suyo en la escuela militar de Saint-Cyr).
Durante años mantuvo correspondencia con algunos pocos sacerdotes (Huvelin y Guérin que a la sazón
habían muerto), algún amigo —Louis Massignon— y sobre todo con su hermana, Marie de Blic, y su
prima hermana, Marie de Bondy, cuyos apellidos compuestos recuerdan la procedencia noble de los De
Foucauld. Esta literatura epistolar contiene lo mejor de su testamento espiritual. Entregó una o dos
indicaciones para el momento de su muerte. Había escrito y corregido un montón de veces las reglas de
una asociación religiosa que, no obstante, fueron apenas conocidas y jamás consideradas seriamente
por la autoridad eclesiástica. De Foucauld será conocido sobre todo por el libro que muy pronto (1921)
le dedicara Rene Bazin (un escritor católico de renombre en ese entonces) que tuvo un enorme éxito
editorial [11]. El padre Voillaume (1905-2003) —como muchos otros— se entera de la existencia del
eremita por el libro de Bazin, que todavía se puede leer con provecho, a pesar de las objeciones del
padre Six que considera que Bazin explota excesivamente el talante aventurero de De Foucauld y el
enorme atractivo que ejerce el desierto sobre la mentalidad europea, relegando la profundidad
espiritual del mensaje foucauldiano que bien podía realizarse completamente en la rutina del trabajo
obrero de cualquier ciudad [12].
En los años veinte surgen pequeñas iniciativas foucauldianas, entre las que destaca el esfuerzo de
Suzanne Garde (1896-1954) por crear una asociación laica que penetrara el mundo árabe a través de la
caridad, finalmente establecida bajo la forma de un orfanato en Dalidah tras un reguero de
incomprensiones eclesiásticas. Según Voillaume, el propio de Foucauld habría querido una asociación de
“enfermeras laicas, vestidas como laicas… sin nombre ni hábito religioso” [13] (preanunciando la
fundación de las Hermanas de la Caridad, aunque la madre Teresa de Calcuta, a diferencia de Suzanne,
era una religiosa) que pudieran construir una obra evangelizadora, algo completamente inaudito en una
época en que la responsabilidad y la iniciativa laical estaban apenas reconocidas. El esfuerzo de Suzanne
Garde lo continúa Magdeleine de Jesús (Magdeleine Hutin, 1898-1989), que funda la fraternidad de las
Hermanitas de Jesús en 1939 y se instala en Touggourt, un oasis del Sahara argelino.
Al igual que Magdeleine, Voillaume y sus compañeros fundaron en los años treinta la fraternidad en El-
Abiodh-Sidi-Cheikh, en el Sahara argelino, para misionar en tierra árabe, tal como quería el padre De
Foucauld a través de comunidades de contemplación y trabajo. Después de la guerra, sin embargo, el
nacionalismo árabe (acicateado por los resultados en la Indochina francesa que conseguiría rápidamente
su independencia) y la corrupción administrativa del colonialismo francés, ensombrecerá las
posibilidades de las misiones. El Abiodh quedó en medio de la zona de guerra presionado por las bandas
insurgentes (que llegaron incluso a asesinar a un Hermanito en una emboscada similar a la que le costó
la vida a De Foucauld) y la represión militar francesa. Las fraternidades intentaron en vano preservar un
clima de entendimiento y amistad, consiguieron que los sacerdotes no fueran movilizados (en una
actitud que contrasta con el nacionalismo exacerbado de las guerras mundiales que incluyó el
entusiasmo patriótico del padre De Foucauld, deseoso de servir a su país durante la primera guerra),
pero no alcanzaron a retener la confianza de la población musulmana y quedaron expuestos a
represalias que los obligaron a abandonar Argelia en la segunda mitad de los años cincuenta [14].
De inmediato se planteó el problema del trabajo en la vida sacerdotal. Muchos pensaban que debía ser
un trabajo artesanal que retuviera la libertad del sacerdote y evitara la alienación del trabajo industrial,
pero la inmersión en el mundo obrero exigía una experiencia de trabajo asalariado. También se
planteaba la cuestión de la participación sindical y de las luchas obreras, en las que el sacerdote podría
verse involucrado más allá de lo razonable, cuya frontera quedaba trazada por el rechazo de la violencia
y la exigencia de amor universal que exige amar incluso a enemigos y adversarios y respetar
enteramente su dignidad y derechos. En los años cincuenta la espiritualidad de los Hermanitos y
Hermanitas de Jesús se entremezcló con la de los curas obreros que provenían de diversas órdenes
religiosas o incluso del clero secular, alguno de los cuales despertaron reticencias y críticas dentro del
episcopado de la época [16]. Voillaume y los suyos compartían el acento en el trabajo y reaccionaron,
por ejemplo, contra la disposición que limitó alguna vez el trabajo de un sacerdote a un máximo de tres
horas diarias (en el esfuerzo del episcopado francés por contener la inmersión obrera), recordando
entre otras cosas que ganarse la vida trabajando, antes que vivir de las limosnas, fue común en el clero
secular durante el primer milenio. Se recordaba el ejemplo de San Pablo, que se dedicó expresamente al
oficio de tejedor y exhortaba a todos a ganarse el pan con el sudor de su frente y de evitar ser una carga
para otros, algo que reaparece en la regla monástica de San Benito. En la tradición católica, fue
realmente novedosa la prohibición de trabajar, que pesó sobre los sacerdotes post-tridentinos. El
trabajo del sacerdote tiene también un sentido evangelizador, “permite que los pobres se acerquen
familiarmente a un sacerdote que comparte su género de vida”, en un mundo en que se había perdido
la confianza y la antigua familiaridad rural con los sacerdotes. Tiempo después, Pablo VI resolverá
favorablemente la posibilidad de que los sacerdotes trabajen incluso tiempo completo bajo condiciones
que debían aprobar los obispos y superiores.
La definición contemplativa de las comunidades debía, sin embargo, mantenerse a toda costa. El
principal enemigo de la oración para aquel que trabaja es la fatiga, así como el mal que acecha al orante
que no trabaja es la acedia, la melancolía que proviene de hacer siempre lo mismo en un clima de
excesiva tranquilidad y calma. El ideal de la adoración eucarística nocturna se torna difícil después de
una jornada larga y fatigosa de trabajo, pero las comunidades debían reservar las vísperas del sábado y
la mañana del domingo para la oración y la reflexión comunitaria (que incluye la “revisión de vida”,
poner en común la experiencia personal de la semana). También se procuraba reservar una quincena del
año para un retiro espiritual o un año sabático para experiencias más profundas de renovación
espiritual. La vocación contemplativa y la fidelidad a la Iglesia serán las dos notas más profundas de las
hermandades foucauldianas, según el juicio que hace Voillaume hacia el final de su vida. La
espiritualidad de Nazaret es sobre todo clausura, silencio, oración prolongada, trabajo y pobreza, no
solo inmersión en un medio pobre y el deseo de compartir las condiciones de vida de los demás. “Los
discípulos del eremita del Hoggar están llamados por encima de todo a vivir y manifestar una fe viva,
una fe humilde vivida como una obediencia de la inteligencia humana a la verdad divina manifestada en
la plenitud del misterio de Cristo”. El test de esta fe —dice Voillaume— es “nuestro comportamiento vis-
à-vis de la Eucaristía”. De la adoración eucarística frecuente y prolongada Charles de Foucauld obtuvo
toda su espiritualidad —que no logró cuajar en ninguna doctrina, puesto que apenas escribió notas y
cartas, y de ninguna institución, ya que no consiguió jamás un discípulo ni una aprobación episcopal—.
Pero de la devoción al Corazón de Jesús obtuvo “la qualité d’humble charité envers tout homme” [17], el
impulso decisivo de la caridad hacia todos los hombres.
El ideal de los Hermanitos y Hermanitas de Jesús consiste en “querer ser pequeños, pobres, viviendo del
fruto de un trabajo humilde, entregados al prójimo en los humildes servicios de la caridad amistosa para
todos, generosos en la práctica de la obediencia, sinceramente deseosos de ser despreciados y tenidos
como nada por el nombre de Jesús, a fin de esforzarse por realizar este ideal en el seno de comunidades
íntimamente fraternales, pero mezcladas completamente con la masa humana para llevar el testimonio
del Salvador” [18]. Queda pendiente la cuestión de la eficacia evangelizadora de este método misional.
No obstante, el impulso evangelizador del Hermanito —dice Voillaume— no debe medirse por la
eficacia, las actividades exteriores y las obras organizadas (que no se desdeñan, sin embargo), sino por el
amor que es capaz de brindar (y con el que es capaz de brindarse) a los demás, independientemente de
si tiene éxito apostólico. Después de la muerte de Charles de Foucauld no quedó aparentemente nada,
solo silencio y frustración, ninguna obra reconocible ni tangible, pero la semilla sembrada en el desierto
terminó por florecer de un modo que nadie pudo haber previsto. Lo mismo sucede con cada uno de sus
discípulos que parecen haber malgastado su vida en un esfuerzo inútil. Durante la beatificación de
Charles de Foucauld en 2005 el cardenal Saraiva Martins ha recogido su lección como la de aquel que ha
querido “acoger el Evangelio en toda su sencillez, evangelizar sin querer imponer, dar testimonio de
Jesús respetando las demás experiencias religiosas, reafirmar el primado de la caridad vivida en la
fraternidad”. El llamado “apostolado de la bondad” tiene un camino trazado por este monje singular de
la era moderna.