Sabino, Carlos - La Religion de Los Hanksis

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La religion de los Hanksis Carlos A.

Sabino 2

CARLOS A. SABINO

LA RELIGIÓN DE LOS HANKSIS

NOVELA CIENCIA FICCIÓN

"Desde Luzón para el mundo


por siempre Venezuela lee
a la memoria de Pedro Flaquer"

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La religión de los Hanksis


Autor: Carlos A. Sabino
©Editorial Panapo. Caracas, 1989. Reservados todos los derechos
ISBN: 980-230-279-1
Diseño de Carátula: Dorindo Carvalho Fotografía:
Nicolás Di Folca — Nelson Di Folca Fotocomposición: Epson de Venezuela.

"La composición de este libro fue realizada gracias a la generosa colaboración de Epson de Venezuela S.A.
Elautor desea expresar su gratitud, especialmente a: Jaime Rojo, John Elorriaga y Giuseppe Cucolo".

Distribuye:
TOMOTEX, C. A.
Av. José Angel Lamas, Centro Industrial Palo Grande
Edificio 1, piso 1. (Al lado del hospital militar)
Teléfonos: 462.98.47 — 462.36.31

Hankl Ozal, un simple astronauta, se ve obligado a vivir una experiencia


atroz e inhumana en un viaje de rutina hacia Júpiter. Al regresar a la Tierra, y
casi sin proponérselo, comienza a ser reverenciado y escuchado como un nuevo
profeta En la Religión de los Hanksis asistimos al nacimiento de una nueva
religión, a la lucha de quienes, a mediados del siglo XXII, tratan de difundir sus
nuevas creencias a pesar del antagonismo implacable de sus enemigos.

Carlos Sabino, conocido ya por sus obras de texto y sus trabajos de


sociología, nos revela con esta novela una faceta completamente desconocida de
sí mismo. El autor crea una obra imaginativa y sugerente que apasionará al
lector desde el primer momento, tal es la fuerza de sus personajes y la
coherencia que les da a sus ideas y sus actos.

Editorial Panapo presenta con orgullo a sus lectores unas novelas de


ciencia ficción escritas y publicadas en Venezuela.

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PRIMERA PARTE
EL PROFETA
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Hankl Ozay no había sido un hombre religioso, apenas un astronauta. A mediados del siglo
XXII una profesión más o menos corriente, bien remunerada, donde se podía pasar en segundos
desde el tedio más absoluto hasta situaciones de insoportable riesgo. Una aventura abominable
lo habla cambiado.
El viaje había comenzado como tantos otros, con la rutina de los planes de vuelo, los
exámenes médicos, las pruebas técnicas de la nave. Se trataba en principio de una ruta habitual
aunque luego, llegados a las cercanías de Júpiter, el capitán tenía la intención de acercarse a
algunos de los satélites más alejados del planeta, aquéllos que casi nadie visitaba. Suponía -no
ausente de cierto rigor científico que allí podrían encontrarse grandes yacimientos de ciertos
elementos superpesados, como el Transáureum 111 o los aún más codiciados Ionio y Jovium. De
todos modos, aunque no los consiguieran, siempre habría oportunidad de hacer más
convenciones transacciones.
Pero el capitán Joak era un hombre adusto, malhumorado, que no se llevaba bien con el
segundo de a bordo, una mujer llamada Qiny que financiaba en parte la expedición, puesto que
era la propietaria legal de la Betelgeuse. Hankl, como los otros, pudo advertir con facilidad los
peligros a que estaría expuesto en la larga travesía: el salario era tal vez excesivamente alto,
aunque no se preveía protección económica alguna contra ciertos percances que, lo sabía, eran
bastante probables; el plan de viaje parecía razonable pero, examinándolo con atención,
resultaba un tanto forzado y poco preciso en cuanto a sus etapas parciales. El proyecto, en
conjunto, no ofrecía seguridad. Era capaz sin embargo de despertar la codicia de hombres
jóvenes, en parte aventureros, que todavía podían sentir el llamado siempre irracional y
envolvente del Espacio. La tripulación que era finalmente formada por siete personas, a las que
había que agregar un taciturno Joak y la ambiciosa Qiny, tampoco muy comunicativa. Tú mismo
escogiste Hankl, sin que en el fondo nadie te engañara, confiando en tí, en el dorado camino
que imaginabas estar recorriendo.
La misma noche anterior a la partida, cuando ya todos estaban concentrados en un edificio
de la base de lanzamiento, se produjo un incidente ominoso, que la tripulación advirtió aunque
sin entender plenamente. Hubo una áspera discusión en voz baja y al final unos gritos:
-¡Cállese, usted no sabe nada de esto, imbécil! -¡El que no sabe nada eres tú, Joak! Esta
nave es mía, recuerda, y al final todos tendrán que hacer lo que yo diga.
Las voces cesaron, abruptamente, y todos experimentaron una vaga inquietud. Y sentiste
eso que todavía llaman malos presagios, presentimientos, descartándolos como si sólo fuesen
una estúpida insensatez. Pero no podías dormir.
No fue sorprendente que el clima de tensión se instalase en el vehículo muy pronto, desde
los primeros días. Cualquier cosa servia de pretexto para opiniones encontradas, para órdenes
que se contradecían ante cada detalle. Hankl, como los demás, se vio envuelto sin querer en
acidas disputas, aunque en general fue capaz de mantener la calma. Respetaba lo que dijera el
capitán o la obsesiva señora Qiny pero trataba de hacer, en lo posible, lo que le pareciese más
razonable. Era en definitiva un astronauta joven, que todavía disfrutaba con sus tareas y
encaraba el trabajo con relativo entusiasmo.

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El primer problema que surgió fue de su competencia: una inusual pérdida de combustible
que amenazaba con hacer del viaje completo fracaso, una tragedia quizás. Pudo controlarlo a
tiempo entre las recriminaciones del capitán y la desconfianza de la intolerante señora Qiny,
pero pronto surgieron otros inconvenientes. La nave era anticuada, sin duda, y no respondía
bien al tratamiento exigente que le daban. El descontento entre la tripulación era evidente y
continuo, y esperaban con ansiedad el alivio de una primera escala Júpiter con sus satélites
habitados- estaba sin embargo todavía distante.
Pasaron luego semanas simétricas, nunca del todo tediosas porque la hostilidad y una
atmósfera de amenazas impedían el completo aburrimiento. Hubo también algunos días
plácidos, cuando todo pareció transcurrir como en otros viajes más normales; el cinturón de
asteroides había quedado atrás y nada se interponía entre la nave y su objetivo. A medida en que
se acercaban al gran planeta aumentaron otra vez la tensión y las discordias. Algunos pensaban
que era imposible continuar en esas condiciones y discutían abiertamente con el capitán;
otros echaban la culpa de todo a Qiny o, silenciosamente, esperaban la primera oportunidad
para abandonar de una vez la Betelgeuse. El evidente deterioro del navío, entretanto, hadan que
el ritmo de trabajo fuese realmente excesivo. Los tripulantes disputaban entre sí y con el
capitán y pronto, a pesar de las inflexibles normas que todos decían respetar, hubo algunos
estallidos de desbordada violencia.
El climax llegó cuando, ya próximos al primer cambio de rumbo que debería llevarlos a
Calisto, el capitán Joak convocó a una reunión general; la navegante de guardia había reportado
un desperfecto grave en el sistema de control. Todo hubiera podido superarse con relativa
facilidad si, como en otros casos, se hubiesen hecho las indispensables reparaciones en el casco
que obligaban a salir al exterior de la nave. En realidad estaban ya muy cerca de sitios habitados
y una oportuna señal de auxilio les hubiera sido respondida en pocas horas. Pero nada se hizo.
Lo presentiste Hankl, te burlaste de tus intuiciones, y ahora estás aquí, ante las puertas
de un desastre.
Nadie quiso arriesgarse a la reparación, nadie se ocupó con determinación de ubicar a las
posibles fuentes de ayuda y, durante casi una hora, siguieron las estériles discusiones: de las
acusaciones mutuas se pasó los insultos, y de estos -casi inadvertidamente- a la violencia física.
Estaban en realidad en el límite, agotados y tensos, desconfiando mutuamente entre sí. Uno de
los hombres sacó un arma, en un arrebato absurdo, y disparó contra el capitán. Era una
anticuada pistola de gases, de fuerte onda expansiva pero poca efectividad; no alcanzó a Joak.
Su fallida puntería representó para todos, sin embargo, la mayor de las desgracias: el
proyectil, al dar sobre uno de los paneles de control, produjo diversos e irreparables daños. En
ese instante sonó la alarma general: se había roto también el cierre de una de las compuertas de
seguridad del combustible y la nave podía explotar en cualquier ' momento.
Varios tuvieron tiempo de correr hasta las cápsulas de salvamento mientras se sucedían,
en cosa de segundos, las descomunales explosiones. Hankl Ozay, entonces, se introdujo en el
estrecho compartimiento, donde no podía casi moverse, aunque en el mismo existían sistemas
de soporte vital que garantizaban su supervivencia casi ilimitadamente. Pensó con pesimismo
que quizás lo aguardaran varías semanas de angustiosa espera y que, por desgracia, a nadie
podría ahora reclamar su paga.

Tu temor, lo sabes ahora, Hankl, era morir. Lo comprendiste hace tiempo, hace mucho
tiempo: cuando te apresuraste a ocupar la cápsula de salvamento, en medio de los estallidos
incontrolables de la nave, cuando descubriste que sólo una fracción mínima de segundo te
separaba de la absoluta destrucción; y la evitaste.
Y sientes ahora que te resignarías a dejar de ser, aceptando que tu conciencia es
perecedera y que -monstruosamente- el mundo va a seguir existiendo después de tu
desaparición. Porque has entendido que hay algo mil veces peor, peor que la muerte: aparece
ante tí la imagen de los cráteres helados de Calisto, la superficie oscura de esa luna de Júpiter
que estás condenado a ver, perpetuamente, encerrado en esa pequeña estructura que viene a

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ser como tu piel en el espacio, girando sobre tí, sin esperanzas. Sin la esperanza siquiera de
morir. Ves, cada cierto tiempo, y puedes determinarlo con facilidad -cada 13 horas y 28
minutos "terrestres"- otra cápsula similar a la tuya y, al fondo, como recortada sobre la
superficie inmensamente brillante del planeta que a tus ojos es casi una estrella otra cápsula
más. Ellos fueron tus compañeros y están, como molestas, totalmente atrapados. A salvo, eso
sí, porque se trata de un sistema cerrado, completo, con reservas prácticamente infinitas capaz
de mantenerte vivo por un tiempo que -lo lamentas- podría llegar a ser demasiado largo. Todo
allí está literalmente al alcance de tus manos, no hay espacio para nada más. Tus
movimientos son los
que el mecanismo dé supervivencia te impone, te obliga casi a hacer, para que
mantengas el uso de tus músculos. Has recorrido cada centímetro de tu cápsula en los
primeros aterrados momentos, sin encontrar modo concreto de comunicarte con el cosmos: el
estallido de la nave ha dañado algo, probablemente, y tu transmisor hoy no tiene el poder
siquiera de llegar hasta los otros que están ante tu vista, tan cercanos. Estás aislado.
Finalmente has terminado tu exploración: hay unos paneles, arriba, hada la izquierda,
que tienen un rótulo alentador: HELP - AYUDA, y unos caracteres en ruso y chino. Tal vez,
supones con la Invicta esperanza de quien se siente solo, en ese último rincón haya una antena,
un transmisor de repuesto, algún objeto que pueda sacarte de esta prisión inconcebible. Con
esfuerzo, porque ia tapa del compartimiento parece estar trabada, consigues finalmente llegar
al contenido. La decepción, lo has repetido muchas veces, te hace -llegar por primera vez a la
horrorosa frontera de la locura: allí sólo hay un traje espacial plegable, una caja de oxígeno,
una máquina lectora y anos cubos. Supones que en ellos están escritas algunas estúpidas
instrucciones.
El tedio, la curiosidad, el compromiso de agotar hasta el fin todas las posibilidades, te
llevan a leer -rato después- el contenido de los cubos químicos. Las instrucciones del primero
aumentan tu desolación: comprendes que las cápsulas, todas las cápsulas, han sido
deficientemente equipadas, porque no se han colocado aüí precisamente los básicos sistemas
de comunicación espacial que deben ser provistos como parte del equipo regular. Hay varios
cubos más, sin embargo, de un tamaño que hace suponer la existencia de más largos mensajes.
Es el segundo cubo el que te abruma verdaderamente, con la frustración de quien se
siente víctima de una cruel ironía. Tantas veces lees su comienzo que, por fin, alcanzas a
memorizarlo:

VIAJERO: EN ESTOS MOMENTOS, SIN DUDA, SIENTES ANGUSTIA Y DOLOR. ESTAS


SOLO, TAL VEZ PRÓXIMO A LA DESESPERACIÓN.
PERO NO TEMAS: TEN FE, TU DIOS -CUALQUIERA QUE ESTE SEA- SE ACORDARA
DE TI. ACÉRCATE AHORA A SU PALABRA.
EN ESTOS CUBOS SE HAN HECHO CUIDADOSAS TRANSCRIPCIONES DE TODOS
LOS UBROS SAGRADOS QUE EXISTEN EN LA TIERRA, ASI COMO DE MUCHOS MITOS Y
LEYENDAS DE PUEBLOS QUE YA NO SOBREVIVEN, PERO QUE NOS HAN LEGADO SU
MENSAJE DE FE. EN SU LECTURA . ENCONTRARAS CONSUELO Y ESPERANZA.
NO TE ABANDONES A LA AUTOCOMPASION: ESCUCHA EN CAMBIO LA PALABRA
SAGRADA.

Liga Federal por el Renacimiento de la Fé.

Piensas, en un primer momento, en la soberbia y en la necedad de esos hombres de la


Liga, que creen que de algo puede servir, en tus circunstancias, la vana presencia de esos
textos vacíos de significado. Pero las horas, el tiempo puro, porque hablar allí de horas carece
de sentido, se hace verdaderamente inconmensurable. Y al final lees, (qué otra cosa puedes
hacer?), burlándote un poco al principio, con renuente curiosidad después, estableciendo tu

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propia disciplina e intentando, con paciencia, penetrar en la lógica de todo aquello que parece
una prodigiosa acumulación de irracionalidades.

El joven Ozay, como todos los demás, fue oficialmente dado por muerto y olvidado sin que
se hiciese una exploración sistemática. La razón era muy simple: ninguna estación sabía con
claridad el derrotero de la nave -que había sido cambiado más de una vez durante el trayecto- y
no se habían recibido pedidos de socorro que pudieran alertar a quienes frecuentaban la zona.
Las semanas previstas por Hankl se convirtieron en meses, y los meses se acumularon
desoladoramente. El' artificio funcionaba -eso sí- a te perfección. Desde sus ventanas seguía
viendo periódicamente algunos restos de la perdida nave y, con un horror que no disminuía, las
otras pequeñas cápsulas a la deriva en las que tal vez subsistían aquellos que habían sido sus
compañeros de viaje. Seis años terrestres duró esa tortura inaudita.

El rescate naturalmente fue fortuito. Un carguero que exploraba nuevas rutas, y que por
cierto disponía de pocos medios para recuperar la vida de esos pobres hombres, los encontró ya
casi agonizantes. Dos de ellos murieron antes de que los trasladasen a Calisto, agregándose así al
grupo de quienes no habían atinado a introducirse en las cápsulas; el capitán y una mujer -la
navegante Yu, que era la más veterana del grupo- dieron declaraciones incoherentes, que
anunciaron su insalvable desequilibrio psíquico. Solamente Hankl, entre los cinco
sobrevivientes encontrados, pareció en condiciones de recuperarse alguna vez.
Debilitado y perturbado, aunque mejorando con rapidez, éste llegó a la Tierra como una
especie de héroe, aceptando ya calmadamente la sucesión de ridículos homenajes y tediosas
entrevistas a que seguramente lo someterían. Nunca había ocurrido un caso semejante y la
publicidad fue enorme.
El primer síntoma de que era ahora un hombre diferente pudo apreciarse algunas semanas
más tarde cuando, dado ya de alta por la
variada corporación de médicos que lo asistía, le fue propuesto dirigirse a miles de
millones de personas por medio de la Televisión
- Directa (TVD). El rehusó -simplemente- y se dirigió a su ciudad natal en el norte del
Canadá.
Con expresión seria y apacible Hankl bajó del transporte aéreo, caminó unos pasos, y dijo
sin preámbulos aJ comité de ciudadanos que se había formado para recibirlo:
-Sé que probablemente vaya a defraudarlos, hermanos, pero no quiero actos ni
celebraciones, ni la presencia de la TVD. Me gustarte hablar libremente, con confianza, sólo ante
la gente cuyas caras pueda ver. Les pido que me comprendan: no me interesan las solemnidades
que mañana vayan a olvidarse, sino la verdadera comunicación con mis semejantes.
Ellos, que estaban dispuestos a concederte casi cualquier cosa, aceptaron complacientes
pero sin entusiasmo. El hombre del espacio, como ya se lo llamaba, fue por eso conducido al
mejor local de Yellowknife, a un auditorium pequeño y moderno, donde se agolparon quienes se
sentían privilegiados por poder oír su palabra. Miles de personas quedaron fuera, en las
desiertas calles.
Después de unas breve y emocionada salutación el alcalde le cedió la palabra, no sin antes
hacerte una completa lista de preguntas que fue enlazando con la vigorosa curiosidad que era el
patrimonio común de los presentes. Hankl los miró fijamente, con demorada dulzura, y habló
por fin:

-Nunca piense que podría llegar a vivir un momento como éste, hermanos. Fue demasiado
tiempo. Me sentía tan absolutamente soto, olvidado por los demás y olvidándome de ellos; tan
alejado de la humanidad, que pensaba sólo en mi muerte. Ya saben ustedes que me decidí a
sobrevivir. Si hay en la sala algún miembro de la Liga Federal por el Renacimiento de la Fé
quisiera agradecerles una cosa: esos libros sagrados que hay en todas las cápsulas, y que en
principio pueden parecer inútiles, fueron para mí de invalorable utilidad. Yo no creía en ellos,

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no creo ahora, pero pude estudiarlos con detenimiento. Son inmensamente confusos, en
especial cuando se los toma a todos en conjunto, pero tienen también una riqueza maravillosa,
que, después de un tiempo, estuve en condiciones de apreciar. Sólo necesitaba paciencia para
leerlos y entenderlos- Y la paciencia era la única virtud que me era dado ejercer en esas
circunstancias; el único escudo protector contra la locura que sentía crecer en mí como una
amenaza sombría y permanente.
El publico, primero asombrado e inquieto porque esperaba otra clase de discurso,
comenzó sin embargo a escucharlo con atención. Sus palabras eran tan sinceras que sugerían,
mejor que mi detalles, (o cjue había sentido aquel hombre prisionero en el espacio.
Y comenzó a contar su historia; de un modo directo, simple, sin eludir los pormenores que
podrían haber resultado inelegantes o demasiado personales, sin comprender que de todos
modos su palabra se estaba difundiendo a más vastos auditorios, porque habla sido imposible
eludir la tenaz expectativa de los cazadores de noticias de la TVD. Habló de sus deseos sexuales
postergados y no de las computadoras de navegación, del odio que llegó a sentir y la
desesperanza, omitiendo con deliberación los tecnicismos que parecían el tema obligado de su
disertación. Sus ojos oscuros, su semblante todavía adelgazado por los años de encierro,
comunicaban una fuerza vital arrolladora, una fe en su destino que se transmitía
inmediatamente a los presentes. Al final, elevando su voz pero siempre pausadamente, volvió
sobre las lecturas y los pensamientos da aquellos incontables días:
-Yo al comienzo pensaba, y eso era cierto, que necesitaba de todos los recursos de la
técnica para quebrar mi encierro. Pero cuando supe que ya nada podía hacer, que no había
forma de comunicación que estuviese a mi alcance, comprendí entonces una
verdad terrible: mi rescate dependía casi por entero del azar, del encuentro fortuito con
esa gente del espacio que yo tan bien conocía. Y, mientras tanto, debía luchar contra la
desesperación-. Se quedó en siendo, como dejando que los demás se formularan las preguntas
que él mismo se había hecho tantas veces, sin saber que ahora lo estaban escuchando y viendo
millones de personas, en lugares distantes y hasta en más de un planeta. Prosiguió, como quien
cuenta la forma en que ha atinado a resolver un enigma:
-Yo no creía en Dios, ya les he dicho, y mucho menos en esas frases altisonantes que se
encuentran en los libros sagrados de casi todas las religiones. Pero me pareció que estaba a mi
alcance encontrar una respuesta y un consuelo, mientras me ejercitaba en la critica de todo
aquello sin renunciar a mis escasos conocimientos científicos. Y entonces descubrí que podía
haber religión sin dios, sin ninguna ciase de dioses, sin vida eterna ni almas incorpóreas.
Recordé que nuestro universo era mil veces más complejo y sorprendente que los sueños y las
fantasías vulgares del hombre y que, aun en aquella desolación, yo era también parte de él. Era
en realidad un satélite, un objeto que circulaba como la misma Tierra por el espacio sin medida,
formado de los mismos elementos, como las límpidas estrellas que distinguía sobre el fondo
absolutamente negro del espacio. Al final llegué a conocerlas y a individualizarlas, a hablar con
ellas, rezándoles como si fuesen dioses pero sin olvidar las reacciones de hidrógeno y de helio
que les daban su brillo. Pensé también que algún día podría surgir una nueva religión que no
fuera un resabio de nuestra antigua ignorancia ni una tabla de prohibiciones, sino un sendero de
paz y tolerancia, abierta a la verdad que siempre crece.
Hankl calló: había hablado casi dos horas, sin interrupción, desafiando prejuicios pero
refiriéndose a sí con emotiva candidez, en un tono directo que apasionó a quienes lo escucharon.
El público, el de la sala y el más vasto que lo veía a través de la TVD, se sentía
profundamente conmovido.
Inclinó la cabeza, lentamente, ocultando las lágrimas que ya no podía contener. Un
murmullo grave, unos aplausos que fueron creciendo atronadoramente mientras todos se
ponían de pie, fue la respuesta inmediata. Luego se sucedieron los vítores, las exclamaciones, los
movimientos de la gente que pretendía abrazarlo.
El sólo murmuró:

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-Discúlpenme, ya no puedo hablar más; estoy cansado, muy cansado-. Pero ante los
reclamos pertinaces de quienes ahora lo rodeaban expresando preguntas, hablando de mil cosas
y tratando de acercársele, agregó:
-A todos los espero mañana, hermanos. Sé que debo contar una y otra vez lo que he vivido.
Es mi testimonio. Y es de ustedes.
Un hombre alto, de pelo muy claro, se abrió paso entre la multitud que lo rodeaba
obstinadamente:
-¡Hankl! Soy yo, Will.
-¡Will!
-Vente a nuestra casa, estoy con Ana. De otro modo no podrás descansar.
Mientras Hankl se dejaba arrastrar por sus viejos amigos, reencontrados en circunstancias
tan extraordinarias, su mensaje era comentado, discutido, analizado en todas las ciudades del la
Tierra. Cientos de personas se agolpaban bajo el frío nocturno de Yellowknife a la espera de su
salida, mientras que infinidad de mensajes de salutación, y algunos pocos también de repudio,
llegaban a la emisora que se había atrevido a difundir la histórica predicación. Yellowknife era,
por unas horas, el auténtico centro del mundo.

Hankl había manifestado, con entera claridad, que no estaba dispuesto a dirigirse al
público a través de la televisión-directa: quien quisiese oírlo debía llegar hasta donde él
estuviese. Había hablado también de su sueño de una nueva religión, de esa especie de delirio
constructivo que tanto lo había ayudado a sobrellevar su encierra Ahora eran palabras que se
debatían y se recordaban, inesperadamente, en todos los lugares habitados. Habla sembrado
algo.
Ana y WilI se sentían maravillados por la forma en que su amigo habla cambiado, pero
conservaban el afecto imperturbable de los viejos tiempos. Con cariño dispusieron todo para que
él pudiese dirigirse, al día siguiente, a quienes vinieran a escucharlo. La sala comunal ya no
podía seguir usándose para tal fin, por lo que habitaron un antiguo depósito minero que tenían
en las afueras, cerca del lago, para celebrar las reuniones. Con asombro descubrieron que, aún
antes del demorado amanecer, personas de toda condición trataban pacientemente de reunirse
con Hankl.
Pero había un cambio sutil: el público del segundo día era diferente porque buscaba otras
palabras, tenía inquietudes y preguntas muy
distintas a las de la noche anterior. En la vieja construcción se agolpaban ahora aquéllos
que habían encontrado algo más que una aventura espacial en el relato del hombre del espacio,
los que sentían una emoción singular que los aproximaba mágicamente a esa figura delgada, que
parecía mirarlos casi con sorpresa.
Hankl había visto ya, esa mañana, la grabación de lo que fuera su histórico mensaje. No se
mostró sorprendido ni molesto por la
infidencia de la TVD, sino más bien divertido, como ante una travesura que resultara
preferible no comentar. En el viejo galpón, mientras tanto, la multitud permanecía viendo la
copia de la TVD, adaptándose como podía a tan inapropiado lugar. El frío parecía acercarlos aún
más, mientras la voz de Hankl -la de la grabación- resonaba en el alto recinto. Cuando él llegó,
cerca del mediodía, vestido con una túnica roja que contrastaba con sus pantalones negros,
sonrió complacido. Elevó su voz para interrumpir su propio discurso y habló, más emocionado
aún que el día anterior, firme, confiado:
-Y es cierto eso. Yo estaba completamente aislado, condenado a la que consideré la peor
muerte imaginable, a la desesperación que produce el incesante hastío. Decidí ocupar mi
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tiempo, esa infinita distancia entre mi ser y los otros, y comencé a leer. Memorizaba, comparaba
los textos, analizaba el significado de tantas cosas que me resultaban incomprensibles o carentes
de sentido. Encontré pronto que toda esa creación humana era un titánico esfuerzo encaminado
a combatir la muerte, a hacer aceptable la indestructible idea de la muerte. Y que la auténtica
sabiduría no era concebible sin ello: de poco nos sirven las ecuaciones de Wung si no sabemos
cómo morir.
Hankl hizo una pausa, mientras la gente permanecía atenta, como en tensión, esperando
su palabra. Entonces él cambio de tono, se volvió más íntimo, más directo:
-Comencé a ver a Júpiter de otra manera. No como antes, cuando era un simple navegante
del espacio, sino en toda la variedad de colores y de cambiantes formas que posee, percibiendo
su brillo que allá, desde mi cápsula, superaba al del Sol. Y luego me dediqué a imaginar: qué
hubieran dicho Moisés, o Siddhartha Gautama, si hubiesen visto lo que yo estaba viendo? ¿Qué
hubiesen pensado de tener mis conocimientos sobre el planeta, sobre tantas otras cosas que
para ellos eran misterios absolutos e impenetrables y que yo, como ustedes, aprendí en las
escuelas libres? Y eso fue, desde entonces, lo que traté de hacer: un nuevo Corán, o un nuevo Adi
Granth que conservara el sentido profundo de la religiosidad humana, pero sin el lastre de la
ignorancia que atormentaba de tal modo a aquellos hombres, los profetas fundadores. Una
religión que se reconciliase con nuestra química y con nuestra física, que fuera capaz de recordar
las masas de hidrógeno que componen el universo y las moléculas complejas de carbono de las
que estamos formados, de ese carbono que se crea en el seno de las grandes estrellas de las que
Todos provenimos y que por eso son, en definitiva, nuestras remotas madres.
Hizo un gesto amplio con los brazos, invitando a los demás a que
hablasen. El intenso color de sus vestiduras destacó aún más su
delgadez, la profundidad de sus ojos, la placidez de su semblante. En
su boca, sin embargo, se apreciaban ya los signos inequívocos de un
cansancio profundo.
Muchas fueron las preguntas y, como era previsible, también divergentes. Había quienes
todavía querían saber ios nombres de los responsables de la olvidada catástrofe de la Betelgeuse,
quienes le peguntaban sobre Dios o sobre la forma de adherirse a esa nueva religión, quienes
deseaban -afanosos- transitar por los detalles de la vida en el espacio. Pero en casi todo lo que se
decía, en el ambiente ' cargado del arcaico galpón, flotaba algo que maravillaba a Hankl y
sorprendía a los amigos que tenía a su lado, a Ana y a Will: lo que dominaba no era la curiosidad
sino la fe, era un sentimiento intensamente religioso el que se desplegaba ante Hankl y daba
origen a los interrogantes sobre aquello que él, implícitamente, acababa en realidad de
proponerles: la gente quería una nueva religión. Para eso había venido.
Entonces Hankl comenzó a responderles. Ignoró todo cuanto tuviese que ver con
preciosismos tecnológicos o debates jurídicos, y a los que parecían no entender el carácter
místico que podían poseer los elementos químicos les dijo:
«Claro, yo lo sé tan bien como ustedes, no hay nada de sobrenatural en las moléculas o los
variados átomos, no hay nada que pueda, en apariencia, motivar nuestra fe. Pero la ciencia no
puede aclararnos por qué tenemos una sensación inexplicable, oceánica como decían los
antiguos- cuando nos detenemos a contemplar el asombroso Universo. Nada nos dice sobre ella,
aunque tampoco la niega ni nada podrá decirnos nunca acerca de la propia existencia de las
cosas.
Y a los que vuelven sobre la idea de Dios, o de seres que son en verdad como inconcebibles
fantasmas, les digo que tampoco es necesario inventar un mundo de ficción para poder seguir
creyendo, porque tenemos, inmediatamente ante nosotros, algo aun mas misterioso e
Infinitamente más real. La nueva religión no puede olvidar las profundas verdades de las
religiones anteriores, los mensajes de paz, de amor y de perfeccionamiento interior que hay en
todas ellas; pero debe alejar su culto de cualquier fantasía insana y recordar la preeminencia de
los indestructibles elementos del Cosmos, que son el fundamento de todo lo que conocemos.

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Después de aquellas palabras la reunión, convertida en algo diferente, no quiso


dispersarse. Quienes sentían deseos de orar o de cantar encontraron, para su desconcierto, un
obstáculo imprevisto: no había ninguna oración o salmo que pudiera adaptarse a las nuevas
circunstancias, nada cuyas palabras no aludiesen a dioses o seres sobrenaturales, a las forma de
culto de las religiones existentes. Alguien, sin embargo, encontró una solución eficaz y sencilla:
comenzó a entonar, omitiendo la letra, la melodía de un himno católico bastante poco conocido,
una música dulce y envolvente que fue seguida por muchos. Se trataba de un hombre alto,
corpulento, de pelo y cara casi rojos; parecía habituado a dirigir a los demás, a desempeñar con
facilidad el papel de guía espiritual.
Entretanto, varios amigos de Ana y Will, junto con algunos de los participantes más
entusiastas, habían comenzado a preocuparse por delinear algo así como un comité de recepción
que les permitiese acoger a los visitantes y disponer los encuentros con Hankl.
Agrupados cerca del sitio desde donde él había hablado conversaban animadamente,
trazando planes de lo que ellos concebían como un movimiento religioso destinado a extenderse
por todo el ancho mundo. Hankl Ozay, en completo silencio, percibía cómo sus sueños del
espacio iban adquiriendo la forma concreta de las cosas de la Tierra.

Ferra había pasado una semana memorable, la peor de su vida. Estaba libre, lejos por fin
de aquella institución milenaria a la que tanto amara y que, por lo mismo, lo había decepcionado
tan hondamente. Pero no hallaba la paz: en vez de un horizonte de posibilidades plurales, del
goce de quien puede demorarse en escoger, se sentía acosado por una irrefrenable inquietud.
Estaba demasiado solo.
Deploraba la forma en que habían concluido sus diferencias, tan innecesariamente áspera
y brutal, pero recordaba aún con exasperación las palabras arrogantes del obispo; y eso le
provocaba aún más exasperación, porque había perdido la calma hacia el final
cuando menos resultaba útil, cuando ya la discusión carecía por completo de sentido. Se
sentía por momentos culpable y eso era en realidad lo peor: de todos los sentimientos humanos
el que manos quería para sí era el de la culpa, porque la culpa significaba aceptar que, de algún
modo, eran los otros quienes tenían la razón.
Entonces, esa noche de persistente vigilia, lo vio por la TVD. Era una transmisión confusa
que despertó su atención porque parecía cosa de aficionados: el hombre joven, de mirada
indefinible, como dirigida hacia un punto que los demás no alcanzaban a ver, hablaba en medio
de un auditorio estrecho, colmado de gente. Permaneció, sin saber por qué, contemplando la
escena, escuchando sin mucha atención las palabras del desconocido: una aventura espacial
como tantas, según creyó al principio; un relato sincero, que se podía oír si uno padecía de
insomnio y no quería acogerse a las prescripciones de quienes nada entendían de la vida; una
disertación sobre temas religiosos fundamentales que resultaba profunda a pesar del lenguaje
impropio en que se expresaba. Poco a poco Ferra, fascinado por algo tan extraño, fue dejándose
subyugar por lo que veía y oía, penetrando el ambiente de la remota reunión, mientras olvidaba
la angustia y la frustración que lo atormentaban. Pudo esa vez dormir y, felizmente, despertar
relajado, como si ya lo peor de su ansiedad hubiese pasado. Pocas hora después, hastiado de
recorrer el círculo obsesivo de sus pensamientos, se dispuso a partir hacia Yellowknife. Nada
podía perder, se dijo, acercándose a lo poco de nuevo que en materia de fé surgía en este mundo.
Logró penetrar en el galpón y ver al predicador, al Hombre del Espacio, que no logró
convencerlo aunque sí alcanzarlo con el magnetismo directo de su voz. Pero al final, seducido
por el fervor que sentía como una corriente de vida entre la gente, doblegó sus reservas. Con su
voz firme y educada por años de práctica comenzó a modular el Credo de Botswana, una
olvidada canción litúrgica del siglo pasado. Fue ese el momento decisivo: pocos instantes
después se agregaba al núcleo de quienes discutían, con pasión para él olvidada, el rumbo que
habría de tornar la religión naciente. Feliz por poder participar en tan insólita experiencia se
sintió alcanzado por un signo propicio, pues a pocos les es dado llegar -se dijo- en el propio
instante en que un nuevo amanecer comienza.

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Es irrazonable pensar en Dios como en una certidumbre, basar en su existencia el entero


edificio de una religión. Dios no puede ser afirmado ni negado, y de nada nos sirve la fe en mitos
o seres imaginarios. Cuanto más conozcamos de nuestro universo más cerca nos hallaremos de
aquello a que las religiones han dado el nombre Dios.

De Confesiones y Recuerdos, por HANKL OZAY

Siguieron días confusos, agitados, en los que la dudad del norte pareció estremecerse: su
breve historia no registraba conmoción semejante. Los viajeros llegaban por todos los medios
concebibles, multiplicándose sin cesar, esperando ansiosos una oportunidad para asistir a las
sesiones que se desarrollaban en el antiguo galpón, donde no cabían más de doscientas o
trescientas personas a la vez. Pronto debieron esperar varios días para tener el privilegio de ver
al Hombre del Espacio, de conocer sus relatos, que siempre variaban de algún modo en forma y
contenido. Los visitantes, pronto, comenzaron a llamarse a si mismos peregrinos, y aumentaron
en tai número que provocaron cierta alarma en las autoridades de la ciudad. Nadie estaba
preparado, en Yellowknife, para recibir a una muchedumbre semejante.
Cada tarde Hankl Ozay insistía en su mensaje, diáfanamente, evadiendo con cuidado la
tentación de aceptar el sincretismo: no cedía ante quienes le hablaban de un Ser Supremo, una
inteligencia divina o un Dios omnipotente, a pesar de que sabia que eso podía restarle muchos
adeptos y que compartía, de algún modo, lo que la
piedad de los otros trataba de manifestarle. No transigía con ninguna prohibición y, en
materia de sexo, se apartaba de lo que parecía ser el usual mensaje religioso de esos tiempos: él
no era un predicador ocupado en vituperar las costumbres corrompidas de sus contemporáneos,
sino uno más de esos hombres comunes sobre los que caía la crítica religiosa, aunque en
realidad sutilmente diferente. Aprobaba en principio todas las formas conocidas de conducta
porque -decía- el sexo no es más que un remedio imperfecto para la soledad del hombre. Por
eso aceptaba cualquier tipo de relación que tuviese lugar entre seres humanos libres, tolerando
de buen grado la poligamia, la poliandria o la homosexualidad, pero advertía contra las usuales
prácticas que llevaban al hombre a depender de fantasías electrónicas, porque ellas provocaban
placer -decía- pero conducían en definitiva a la soledad y al odio.
Hankl había tenido un sueño recurrente, cuando habitaba su cápsula-satélite, un sueño
que era a la vez pavoroso y excitante: galopaba veloz, vestido como un árabe, acompañado por
un grupo de fieles seguidores y por la mujer más bella que pudiera concebirse; a lo lejos, desde
un acantilado vociferante, se divisaban las siluetas de sus perseguidores. A veces Hankl se
despertaba en ese punto pero, en otras ocasiones, la ensoñación continuaba, bifurcándose
asombrosamente: era crucificado como el Cristo, en medio de imaginativos tormentos pero, a la
vez, se vela a sí mismo hablando desde un altísimo estrado, extendiendo los brazos sobre una
multitud que no alcanzaba a cubrir con la vista y a la que oía entonar cánticos de devoción
profunda.
-Hay muchos días en seis años -había dicho a Will una de esas noches, cuando comenzaba
a comprender que su sueño podría consumarse-. Todavía me parece irreal estar aquí, caminar,
conversar contigo, beber vino. Y ahora encuentro además que es como si hubiesen estado
esperándome. Creen en mí a pesar de que, como tú sabes, no digo nada nuevo.
-Tal vez es eso Hankl, no las palabras sino los años que pasaste meditando. Es como en las
antiguas historias de los profetas del desierto. La soledad del espacio es aún más profunda; y es
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por eso que tú tienes la convicción que los otros jamás podremos tener, esa fuerza interior que
hace que seas diferente, aunque nos digas lo que ya sabemos. Tal vez por eso te siguen, porque
has pasado una prueba que nadie se atrevería a soportar.

Sin que él se lo propusiera expresamente, en el curso de algunos pocos días, Hankl


comenzó a delinear lo que serian los preceptos del naciente culto. Todo se conjugaba para ello.
Un pequeño grupo de amigos -de fieles, casi- le proponía siempre nuevos y crecientes desafíos:
había que dar un mensaje claro para los peregrinos que retomaban a sus tierras, mantener
comunicación con quienes querían llegar a la ciudad, resolver dudas en relación a la liturgia,
porque los peregrinos reclamaban alguna forma definida de liturgia. Las preguntas de estos
eran, en realidad, la principal fuente de su inspiración:
-Hermano, yo no tengo valor para pensar que no hay nada más allá de nuestra vida. ¿Qué
puedes tú decirme? -le había preguntado en una ocasión una alta joven oriunda del sur del
continente. Otras veces las cuestiones eran concretas, pero no por eso menos complejas, como la
que le había hecho un anciano japonés de fina barba:
-Creo en lo que has dicho, Hermano Ozay: me gusta una religión que no tiene jefes ni
predestinados, que venera también a los antepasados ilustres. Pero entonces, ¿cómo haremos
para mantenemos juntos y no perdernos? ¿cómo podremos organizamos para rendir culto al
espíritu grandioso del Universo y a las madres estrellas?
A todo, Hankl, con su prodigiosa paciencia, sabia encontrar respuesta. Pero no sólo eran
celebradas sus opiniones, siempre ponderadas y firmes, sino también sus silencios, las ocasiones
en que habla dicho, llanamente:
-No sé que decir a eso, hermano. Tendré que pensarlo.
En este difícil comienzo lo ayudaba el pequeño grupo de adeptos que se reunía a su
alrededor, los pocos que parecían dispuestos a dejarlo todo por la nueva fe: Ana y Will que
seguían siendo, aún después de algunas semanas, sus anfitriones en Yellowknife; Ferra, con su
intuición para los rituales y con su profundo deseo de servir; y una joven, Gwani, que era capaz
de transmitir su disciplinado entusiasmo al reducido grupo. Ellos, y algunos otros más -como
Swende, la hermana de Gwani, y el dinámico Du Nott- hablan comenzado a llamarlo, casi sin
querer, "El Profeta del Espacio".
Después de un mes, sin embargo, ya Hankl era, pata todos en la ciudad del norte,
simplemente El Profeta.

Gwani vivía como en una fiesta permanente mientras arribaban los viajeros de todas
partes del mundo, encontrando con satisfacción un nuevo modo de sentirse viva, asumiendo sin
darse cuenta un papel crucial en la organización del movimiento en germen. Nada había
cambiado en ella, en su alegre e intensa forma de hablar, en sus modales despreocupados, que
no excluían por cierto el constante razonamiento y la lúcida apreciación de quienes la rodeaban.
Había dejado un trabajo complejo en la sección social del municipio de Yellowknife por los
ayatares de acompañar a un incipiente profeta en lo que todavía no era capaz de definir y de
entender plenamente, pero tenia la certeza, sin duda envidiable, de saber que era eso,
exactamente, lo que quena hacer en su vida. Distinto era el caso de su hermana Swende.
Ninguna tecnología se ha creado todavía que permita, a cualquiera, componer buena
música. Pero para aquellos que saben entenderlo, el Musint, el sintetizador múltiple que puede
ser tocado con la boca y las manos, es una singular maravilla. Swende, desde pequeña, lo había
comprobado. Era en tantas cosas la antítesis de su hermana que todos habían aceptado sus
modales indolentes, su alejamiento de los grupos de niños y de jóvenes, su desapego ante el
sexo. Por eso Gwani entendió perfectamente su escaso interés por lo que a ella le había parecido
una experiencia fundamental: la sesión en que Hankl, recién llegado del espacio, había contado
sus aventuras espirituales.
Swende aceptó acompañar a su hermana a las reuniones, se detuvo en observar las
variadas olas de peregrinos que iba conociendo y, por fin, se incorporó con reservas y sin mucho

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entusiasmo a la naciente fe. Atravesaba una crisis de creatividad, un período en que nada
agradable parecía salir de su Musint y en que repetía, como una niña, una y otra vez las mismas
melodías inconclusas. Sus experiencias con la música orgánica -con esas complejas estructuras
que permiten al oyente ir modificando lo que escucha de acuerdo a las cambiantes densidades
de cada hormona presente en su sangre- habían sido un completo fracaso.
El cambio vino para ella después, semanas más tarde, cuando conoció Ja figura misteriosa
de Andreas Du Nott Gwani había entablado con él esa amistad fácil de quienes se reconocen
mutuamente como seres semejantes; le impresionaban su vitalidad y su fuerza, la precisión de
su juicio frente a los hombres y las cosas. Swende, en cambio, había percibido en él algo oscuro e
indescifrable, que la perturbaba y atraía al mismo tiempo. Antes de verlo por tercera vez sabia, a
pesar de todo el cinismo conque siempre se hablaba de esas cosas, que estaba profundamente
enamorada de él.

Pieri Dukkok miraba al senador Dowwe con asombro, como si dudase entre insultarlo o
reírse:
-No puedo creer que usted me lo pida, senador. De verdad, parece una broma de mal
gusto.
-Pues no lo es; se trata de algo serio-. Se detuvo un momento-: No tengo más remedio que
aceptarlo: usted es la persona que necesitamos.
-Es difícil dejar de pensar que en su propuesta hay una segunda intención, que es como
una especie de trampa, aunque tal vez muy sutil. Comprenderá que no puedo llegar así,
súbitamente, a un compromiso con usted.
-Tal vez le resulte difícil aceptar un acuerdo con nosotros, lo entiendo. Pero las cosas
cambian con tanta velocidad en este mundo!. No se trata de una trampa, Dukkok: sé
perfectamente que usted no es un ingenuo porque ya me lo ha demostrado muchas veces. Si
tratara de engañar a alguien, se lo aseguro, no hubiese venido a visitarlo justo a usted. Es más
simple de lo que parece: creo que es el único que puede ir hasta allí, mezclarse con ellos,
participar en el culto y luego decirnos en verdad lo que sucede.
-No; hay docenas de agentes mejor preparados que yo, menee conocidos además, que
podrían hacerlo. No se olvide que estoy bajo proceso, un proceso que ciertamente usted inició
hace ya dos años, y paso la vida entre prohibiciones y tribunales. Soy un elemento peligroso ¿no
es así?, que atenta contra los privilegios nacionales, que oreó una unidad indisciplinada e ilegal,
que no acepta las normas...
-Dukkok, deténgase, no me lo haga más difícil. Así es la persona que necesitamos-.
Dukkok, levemente, sonrió-. Alguien con independencia de criterio, sin regionalismos de ningún
tipo, bien
preparado. No queremos un informe de rutina sino algo más... -Bueno, yo en materia
religiosa no soy ningún experto. -No es la materia religiosa la que nos interesa, sino la
inteligencia política, y hasta quizás militar. La zona en que están los estelares es estratégica, y
ahora se encuentra bastante lejos de nuestro control; todos los días hay disturbios en la ciudad.
-¿Los estelares?
-Sí, los que siguen a ese profeta, al astronauta que pasó seis años en una cápsula de
salvamento. El hombre ha provocado una auténtica convulsión.- El senador adoptó entonces un
tono persuasivo-: Le voy a decir algo: para mí ya no están importante el juicio que se le sigue.
Creo que todos saldríamos ganando si usted fuera hasta allí e hiciese un buen trabajo.
Podríamos terminar este odioso asunto y entender un poco mejor ío que sucede con esa gente...
-Déjeme pensarlo un poco, de todos modos. Tengo que asegurarme de lo que hago.
-Eso es lo único que quiero evitar, la pérdida de tiempo. Mire, me he reunido con mis
asesores y puedo ofrecerle condiciones favorables, auténticamente generosas. Si usted se decide
antes de cuarenta y ocho horas le prometemos levantar todos los cargos en su contra, publicar la
información precisa para mejorar su imagen y pagarte además los gastos. Podríamos

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La religion de los Hanksis Carlos A. Sabino 15

reincorporarlo también al Servicio, y hasta dejarlo partir con dos o tres de sus hombres, si eso
fuera importante.
-Eso último no. Si voy allí quiero estar sólo, sin interferencias. Y no me interesa ya ser
agente de nadie. Aceptaría esta misión como si fuera, digamos, una misión Ubre.
-Lo reincorporaremos como miembro emérito, ¿está bien?
-Y tampoco quiero publicidad alguna. Prefiero que no me elogien, seria demasiado obvio.
-Lo haremos después, por supuesto, y sólo muy discretamente. -Bueno, en este caso no
necesito las cuarenta y ocho horas. Apenas estén los papeles legales en mi poder partiré
inmediatamente. -Precisamente aquí los tengo. El grueso senador abrió entonces, con visible
satisfacción, su pesado portafolio de cuero color caramelo.
Yellowknife, en invierno, conservaba todavía un aire arcaico. Tenía viejos sistemas de
clima artificial que no abarcaban más que una parte reducida de su casco central y el lago
helado, con el fondo de los pinos a lo lejos, resultaba de un encanto perturbador. Dukkok Regó
en la noche pero, aún así, encontró claros síntomas de la conmoción que recorría a la ciudad. En
el gran salón de llegada se confundían las caras de algunos peregrinos -distinguió una enorme
cantidad de coreanos- con las de otros grupos menos pacíficos. Lina o dos docenas de árabes
conversaban acaloradamente en la recepción, negándose a entregar toda arma, mientras
también un alto rabino, de negra barba, parecía intervenir de algún modo en otra disputa.
Grandes imágenes holográficas (cuatridimensionales) mostraban un símbolo que luego iría a ver
miles de veces: sobre un fondo azul aparecía el dibujo plateado de una galaxia y, superpuesta, la
figura estilizada de un átomo de carbono: una esfera negra en el centro y seis círculos más
pequeños de intenso tono rojo a su alrededor.
Pieri se sentía relajado, disfrutando casi de su misión. No veía por el momento ningún
peligro en ella sino más bien un afortunado pretexto para resolver sus problemas, aunque sabía,
por. cierto, que podía esperar casi cualquier cosa de un hombre como Dowwe. Si no hubiese sido
por esos locos de los estelares todavía tendría que haber permanecido en Mahon, se decía,
preparándose para una nueva citación ante la Corte Confederal, acosado siempre por el grupo de
poderosos burócratas que se había empeñado en destruir su trabajo al frente de la sección de
inteligencia del Servicio. Sonriendo para sí mismo se propuso no ser despectivo para con los
estelares. Ellos le habían proporcionado la oportunidad impensada de escapar de aquel maldito
laberinto legal.
Una religión nueva no era algo muy interesante para Dukkok y no entendía por qué habría
de serlo para ninguna otra persona. Demasiadas habían surgido ya en el último siglo, algo así
como unas treinta, según los informes del compucom, al que consultó ociosamente durante el
viaje a YelIowknife. Ninguna, por lo que pudo entender, había podido ir muy lejos, más allá de
algunos cientos de miles de adeptos; casi todas parecían ser cismas de antiguos credos,
tentativas de sincretismo o fugaces llamaradas de devoción ante nuevos profetas. Estas últimas
eran, entre todas, las creaciones de menos trascendencia, pues casi nunca sobrevivían a la
muerte o a la trivialización de sus Iniciadores. Sobre Hankl Ozay, en cambio, si compucom no le
había proporcionado ninguna referencia de Interés: sólo una vieja foto y la lista de los cursos de
astronáutica que habla aprobado antes de 2137.
Mientras caminaba lentamente, mirando a su alrededor con parsimonia, se le acercaron
dos mujeres. Ambas llevaban en su pecho el colorido emblema del carbono que se podía ver en
las holografías; te menor, bastante joven, le dijo con una ancha sonrisa:
-Necesita ayuda, hermano?
-Bueno, me parece que sí, es la primera vez que vengo á esta ciudad. ¿Ustedes son...
estelares?
La sonrisa de las dos se convirtió en abierta carcajada:
-Puede llamarnos así, si le parece. ¿Está interesado en la nueva religión?
-No, vengo aquí por algunos negocios... -Vaciló un momento, como si le costara decirlo, y
añadió-: Aunque sí, en realidad, no puedo negarles que hay algo que me atrae en todo esto. Hice

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el viaje personalmente en vez de enviar a mis asistentes porque tenía curiosidad; se dicen tantas
cosas contradictorias... no sé...
Brevemente le dieron la bienvenida. Le recomendaron un hotel confortable donde se
encontraría con otros peregrinos y estarla a salvo de los perturbadores, y se despidieron de él
con afecto, indicándole la forma en que podría comunicarse con ellas. Pieri, al ver la expresión
encantadora de la más joven, que era Gwani, empezó a preguntarse con malicia hasta dónde
llegaría la libertad sexual de los nuevos conversos. En verdad, se dijo, había pasado los últimos
meses en medio de una extremada y agotadora tensión que lo había apartado de todos los
placeres de la vida.
Al llegar al hotel, sin embargo, sufrió una pequeña decepción: no había forma de
entrevistarse con Ozay sino en sesiones guípales y, si tenía suerte, le dijeron, podía participar en
una de ellas dentro de dos meses. Los estelares no poseían una organización formal, de modo
que no podía acercarse a alguna persona con poder en la jerarquía; no existía tal jerarquía. Sólo
había eso, en los hoteles, una especie de servicio de reservación que asignaba un turno a los
interesados y un grupo de adeptos que se encargaba de promover las prédicas de Hankl y se
congregaba en reuniones casi diarias.
Decidió cambiarse, para enfrentar el recio frío, y comer algo en el centro de la ciudad. Era
una breve caminata. Su paseo le mostró lo que nunca antes había visto: una ciudad enteramente
poseída por la efervescencia religiosa: grupos de peregrinos cantando, gente por todas partes,
discusiones serias en los bares y los sitios de recreo. El símbolo de los estelares se veía en los
lugares más inesperados, ya en proyecciones láser o en lumenias, ya en toscos dibujos sobre las
paredes. Conversó con varios de ellos y también con musulmanes y sikhs, con católicos y
budistas. De regreso asistió a una descomunal gresca a la salida de un prostíbulo: la policía local,
totalmente impotente, sólo fue capaz de poner orden luego de que varios cuerpos yacieran sobre
la calzada de plástico blanco. La violencia era mucho mayor de lo que él había imaginado y, por
momentos, parecía incontenible.
Esa fue su primera sorpresa. Para quien nunca había visto disputar a los hombres por
cuestiones de fe aquello resultaba asombroso y perturbador. Pudo enterarse de que el número
de peregrinos superaba ya, en esas pocas semanas, la cifra de varias decenas de millares.
Llegaban desde todas partes, guiados por la devoción, escapando de sus dudas y de su soledad,
transitando el planeta siempre en busca de algún nuevo espejismo; eran muchos los que
veneraban a Hankl aún antes de concertó. El nuevo profeta atraía también a grupos
organizados, como el de unos maronitas de Siria que decidieron incorporarse formalmente a la
nueva confesión para descubrir que no existía aún un rito establecido. Pero estaban también los
otros: los que llegaban movidos por el odio, los que no aceptaban que se negara a Dios así,
abiertamente, y veían en el nuevo culto una ofensiva prédica libertaria, o simplemente el
renovado y persistente error satánico.
Ni el gobierno de las Naciones Federadas ni ninguna religión existente tenían poder para
contener la marejada de peregrinos que habla cambiado, tan pronto, la faz de la ciudad. Los
edictos sobre libertad religiosa impedían cualquier forma de censura que pudiese ejercerse
sobre el mensaje de los estelares. Pero tampoco tenía poder sobre aquellos que sentían como
algo blasfemo la prédica de Ozay y llegaban también a la ciudad con otros fines. A pesar de su
apasionada censura a la violencia, en cualquiera de sus formas, Hankl habla tenido que aceptar
que sus palabras desataban Intensas pasiones, que su persona era ya venerada pero también
cubierta de improperios.

En la semana siguiente Dukkok, que se había registrado como Andreas Du Nott para
proteger su anonimato, vio crecer los enfrentamientos. Llamó a Gwani, la muchacha que
conociera al llegar, y tuvo oportunidad de asistir a una reunión que prefiguraba el culto
naciente: en un salón de una casa de las afueras un joven alto, de barba espesa, les habló
pacientemente, explicándoles que la religión de los ecumenistas estelares o del carbono, como
algunos la llamaban- se oponía definitivamente a toda violencia. Una similitud con los budistas

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y los primeros cristianos, anotó Du Nott no muy sagazmente. Las preguntas llegaron en rápida
sucesión:
-¿Y si tratan otra vez de incendiar al galpón?
-¿Qué hay que hacer si te golpean en la calle, Johnne?
-!Van a tratar de matar al profeta y nosotros no podremos hacer nada! -exclamaba
preocupado un hombre corpulento.
Johnne, con calma, respondía:
-Hay que defenderse, hermanos, no confundamos las cosas. Hay que luchar con toda
nuestra fuerza pero sin violencia.
-No debemos caer en provocaciones estúpidas -agregaban otros. A Andreas, que se había
colocado en el cómodo papel de observador, le gustó la reunión: era fresca y espontánea, ágil,
sin formalismos innecesarios. Pero además se sentía complacido por otra circunstancia: a su
lado se había sentado Swende. La muchacha, ese primer día, lo impresionó con la madurez de
sus comentarios pero aún más, realmente, con la dulce y reservada expresión de su rostro. Al
siguiente día, y luego de una larga charla con Gwani y Johnne -que parecían conformar una
inestable pareja- comenzó a redactar su informe; ya había visto bastante de los estelares como
para poder formarse una idea precisa acerca de ellos. Lo pasó directamente por el compucom al
propio senador Dowwe, que lo atendió con una sonrisa y lo leyó con evidente interés. Luego de
hacerle varias certeras preguntas, que mostraban lo bien informado que estaba, el obeso político
concluyó:
-Dukkok, veo que ha sido tan eficiente como yo esperaba. Todos los detalles son precisos y
el panorama general resulta mucho más claro que cuando uno recibe noticias o informes
impersonales. Pero dígame, en definitiva, ¿qué piensa de todo esto?
-Si quiere la verdad, se la diré: todavía no entiendo para qué me han mandado aquí.
Cualquier sociólogo podría haberle hecho una descripción más profunda.
-Hubieran tardado semanas en comenzar, y no me hubieran dado el auténtico sabor de lo
que ocurre.
-Pero existen también los periodistas...
-Dukkok, Ud. ha salido ganando con todo esto, verdad? ¿De qué se preocupa?
-Me preocupo porque no veo en qué sale ganando usted.
Una sonora carcajada llegó por la transmisión, mientras la amplia figura del senador le
daba la espalda.
-Sé que hay algún motivo por el que me quieren tener lejos de Mahón-insistió Dukkok.
-No dramatice, mi amigo, usted no es el centro del universo. Puede volver por aquí cuando
se le antoje.
-Piensan mandar tropas a Yellowknife?
-No sé, eso no depende de mí, aunque puede ser necesario. Según su propio informe la
situación tiende a agravarse, y el movimiento es más fuerte de lo que pensábamos. Creo que la
misma escasez de rituales les da una fuerza que no tienen otros cultos. Su crecimiento es
realmente rápido, ¿verdad?, aunque no veo que atonten para nada contra la Federación.
-Sí, además les falta por completo el sentido de la organización.
-Creo que debemos conocerlos mejor; eso podría llegar, con el tiempo. Precisamente sobre
ese punto es que quiero su próximo informe: sobre la forma en que se están organizando.
Hágalo cuando, donde y cómo quiera. No se sienta atado por compromiso alguno. ¿Necesita
más fondos?
-Oh, no, por favor. Soy un agente libre, como ya hemos dicho. Desde ahora en adelante
actuaré por mi cuenta, exclusivamente por mí mismo. Pero le debo ese segundo informe,
senador, y no faltaré a mi palabra.
-Eso es lo único que le pido, al menos por ahora. Siga con ellos y no se preocupe, todos
saldremos beneficiados.

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El surgimiento de los Ecumenistas Estelares o de los adoradores del carbono, como se los
llamaba despectivamente- pareció a muchos un hecho intrascendente: la humanidad conocía ya,
desde milenios, esos sentimientos religiosos que podían crecer como avenidas impetuosas,
alimentados por signos propicios y hombres providenciales. Todos pasaban -sin embargo- en
pocos años, quedando como curiosidades que sólo interesaban a los historiadores o los
antropólogos.
Con la excepción de Dowwe y de algunos pocos otros, nadie prestaba ya atención a Ozay en
el ambiente político de las Naciones Federadas. Brownez, el miembro más audaz y carismático
del Gran Consejo Confederal, deploraba simplemente que ese muchacho no hubiese sido capaz
de labrarse un futuro como senador, puesto que tenía el temple para hacerlo; sus aspiraciones
mesiánicas le resultaban algo disparatadas, y pensaba que la permanencia en el espacio le habla
alterado a Hankl ese sentido de la proporción que es indispensable para lograr los éxitos que
pueden alcanzarse en esta vida.
La actitud oficial ante el nuevo movimiento había combinado, como siempre, la tolerancia
y la poca disposición a la acción: sólo ante los crecientes disturbios en esa remota ciudad nórdica
las Naciones Federadas habían advertido a Hankl Ozay sobre la inconveniencia de caer en
excesos verbales que pudiesen estimular a sus adversarios. También había proclamado,
dirigiéndose a éstos, que no aceptaría ninguna forma ostensible de violencia. Un pelotón de
soldados, con los legendarios cascos azules del siglo XX, se desplazaba ya en las noches por los
lugares más concurridos de Yellowknife, custodiando la preocupada ciudad y el galpón de los
estelares, al que la antigua maquinaria minera en desuso daba en verdad un aspecto fantasmal.

Pero la situación pronto se tornó más compleja, escapando del control del alcalde Atgoll:
sobre la ciudad convergía, como conjurada por el nuevo profeta, una heterogénea multitud de
seres apasionados, inconformes, de toda edad y variada condición. Los encuentros callejeros
eran cada vez más ásperos y desagradables. Al principio se reportaban diariamente los heridos,
que eran el lamentable saldo de esas incontrolables pasiones; en las siguientes semanas
comenzaron a contarse también los muertos. Hankl, a veces visiblemente deprimido, evocaba
las aciagas disputas de la Betelgeuse. Casi todos los días morían algunos de los nuevos
conversos, hostigados por fanáticos que actuaban bajo el impulso de sus pasiones, exacerbados
por el clima de pugnacidad reinante en Yellowknife. Casi nada podían hacer las tropas federales
ante la forma poco convencional en que se manifestaban los conflictos. Pronto, por desgracia,
apareció algo peor.
No se trataba ya del simple estallido individual de la ira, o de las confrontaciones
personales estimuladas por las drogas y la agresiva propaganda, sino de una especie de
organización informal, que dio en llamarse "La Hermandad de Dios". Eran gentes de diversos
credos que se sentían firmemente ligados, sin embargo, por una común aversión al ateísmo de
los estelares. Su destino fue fugaz: en pocas semana» -antes de que hubiesen transcurrido dos
meses- se dispersaron por sí mismos. Eran demasiadas las divergencias entre musulmanes,
cristianos y judíos como para sostener una convivencia que sólo se mantenía por el compartido
odio, y la "Hermandad" no pudo elevarse hasta merecer el nombre de tal.
Pero luego llegaron los sikhs, que demostraron ser por completo diferentes. No eran sikhs,
en propiedad, puesto que no aceptaban la autoridad de quienes dirigían la gran religión que tan
valientemente había luchado por su Identidad durante el siglo XXI. Dowwe, ayudado por su
equipo y por los datos que le enviara Dukkok, pudo establecer que se trataba de un grupo
disidente, renuente al "Compromiso de Agrá" firmado en 2067. Las informaciones provenientes
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de Amritsar y Ludhiana indicaban que quienes habían viajado a Yellowknife no tenía relación
alguna con la jerarquía de los sikhs: eran parte de una secta autónoma surgida de una
discrepancia religiosa mucho más arcaica aun. Provenían de un grupo fanático que había
abandonado a los Namdharis y que creía en la antigua profecía que hablaba de un reino alkhs
que abarcaría todo el mundo: Khalistán. Los Desesperados eran unos pocos fanáticos que se
proponían combatir, con las armas si fuese necesario, a todo lo que se interpusiera ante ese
sagrado fin. Obedecían ciegamente a su líder, un hombre bajo, de piel oscura y reluciente barba,
que se hacía llamar El Desesperado. Su verdadero nombre era Rashawand Singh.

Hankl, entretanto, padecía una lucha interior que minaba constantemente sus fuerzas.
Asistía con perpleja felicidad ai crecimiento del número de sus adeptos: cada día sentía con
mayor seguridad estar creando la religión de sus sueños. Pero el sueño era también la pesadilla
aterradora que volvía en las noches cada vez más largas del invierno, el vaticinio oscuro de ira y
de persecuciones que ahora también comenzaba a consumarse en las calles de la ciudad
Alrededor de Hankl se extendía, poco a poco, el círculo de verdaderos fieles que lo
rodeaban y lo reconfortaban a medida que la nueva religión afrontaba sus primeras difíciles
pruebas. Allí había encontrado el amor y la devoción que lo colmaban ahora como un don,
después de tantos años de soledad monstruosa. El deseaba ser libre en sus afectos y, por ello, se
había atrevido a experimentar brevemente con la poligamia. Hankl Ozay era ya para muchos El
Profeta pero, precisamente por eso, trataba de demostrar a los demás que el ascetismo, de por
sí, no tiene un mérito particular: de nada nos sirve si nos impide expresar nuestro amor,
afirmaba.
Ciertos peregrinos comentaban, incluso, que sus relaciones con Ana distaban ciertamente
de ser fraternales. Los amigos de Hankl nada decían, salvo que para ellos la frase encerraba una
especie de falaz contrasentido: una relación fraternal no debía prohibir sino quizás estimular
más allá del básico tabú del incesto biológico el contacto sexual entre hermanos de credo. Así lo
había expresado ei profeta añadiendo una sola limitación: por mas que los bancos de material
genético permitieran otra cosa, cada persona, en el curso de su vida, no debía tener más que un
solo hijo. La norma se aplicaba por igual a hombres y a mujeres, y debía ser respetada en lo
posible, porque de otro modo la humanidad no podría luchar contra la temida
superpoblación y retornarían, como muchos ya lo advertían, los oscuros días del hambre y la
miseria. Para los estelares el hacinamiento era la fuente más segura de violencia y, por eso
mismo, también trataban de limitar las reuniones del culto a un máximo de noventa y dos
personas. Pero ellos no estaban preparados para la lucha contra enemigos aguerridos, para
sufrir el acoso pertinaz de implacables fanáticos. Los Desesperados, en cambio, exhibían una
particular tenacidad. Durante los últimos días de enero comenzaron a atacar a los estelares
despiadadamente, intentando llegar hasta el grupo más íntimo de los seguidores del profeta y
desafiando sin dilación a los soldados federales. Despertaban, a pesar de su escaso número, un
temor difícil de dominar. Una tarde lluviosa asesinaron fríamente a un peregrino -Hung Tsi-
quien había tenido la osadía de manifestar ante ellos su intención de fundar un templo estelar
apenas retornase a su hogar, en el lejano Szechuan. Esa misma noche continuó el
hostigamiento: esta vez lograron herir a uno de los guardias que protegía el galpón, lanzando
luego un explosivo que estalló contra sus paredes. Los daños fueron pocos, pero la amenaza
adquirió de pronto un carácter material y ominoso. En los siguientes días los más íntimos
amigos de Hankl recibieron llamadas inquietantes, asistieron impotentes a la destrucción de
sus vehículos y sintieron que se cerraba a su alrededor un círculo de implacable odia Los
Desesperados hablan logrado, en apenas unos días, llevar la tensión hasta un verdadero
paroxismo.

Dukkok, mientras tanto, había proseguido con eficiencia la oscura labor que le
encomendara el senador: pero lo hacía de un modo distinto a cuando se hallaba en el Servicio,
con dedicación, casi con cariño, como si se tratara de una afición privada y personal. De nadie

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recibía órdenes y a nadie tenía que informar acerca de sus actos; por eso experimentaba una
libertad que a él mismo lo asombraba. Sin proponérselo había aprendido a convivir
maravillosamente con un pequeño grupo, el que integraban Gwani, Johnne y la dulce Swende.
Estaba siempre a disposición de los demás, entusiasta, lúcido, y nadie por supuesto se
atrevía a poner en duda su lealtad al profeta y a la nueva fe. Ninguna reserva interior le impedía
dar ese paso, pues sus convicciones no se contraponían a las del Hankl. En verdad lo admiraba.
Las pocas prescripciones de los ecumenistas eran, para él, casi sus propias normas de vida: le
agradaba pensar en un culto a las estrellas y compartía la actitud universalista y científica del
profeta; en cuanto a los hijos, por otra parte, en nada le afectaba la opinión de Hankl, pues había
logrado prescindir por completo de ellos. En realidad ni Dukkok mismo hubiese sabido decidir,
en aquellos días, si él era algo tan absurdo como un espía que trabajaba por su cuenta, o algo tan
alejado de sus expectativas como un devoto de una nueva religión.
Sus contactos sexuales con Gwani habían sido esporádicos, por completo diferentes a los
que hasta allí tuviera. Había sentido, al estar junto a ella, la extraña sensación de participar en
una ceremonia litúrgica, en un acto ritual. Asombrado e impresionado había descubierto
entonces que el sexo podía ser también una forma impensada de comunión, una manera de
incorporarse al cenáculo profundo de los iniciados, y se había regocijado en la experiencia,
admitiendo la novedad con espíritu abierto. Pero a sus relaciones, por eso mismo, les había
faltado siempre esa espontaneidad casi telúrica que brota de los apasionamientos realmente
subjetivos.
No había ocurrido lo mismo con Swende. Ella era algo mayor que Gwani y su
temperamento, por completo diferente, la llevaba siempre a permanecer como distante:
-Es que aunque tú no lo creas, André, yo siempre estoy escuchando música. La siento en
mi interior, fluyendo todo el tiempo, como si fuera más real que aquello que me circunda.
Una tarde, caminando los dos por la orilla helada del lago, había por fin aceptado tocar su
Musint. Dukkok, poco habituado a tener cerca de sí a una verdadera artista, percibió de pronto
toda la emotividad de una música que lo hacía sentir diferente, como si los sonidos le narrasen
historias desconocidas pero que él mismo hubiese vivido alguna vez. Ese mismo día, poco
después, la había tomado cálidamente de la mano, mirándola directamente a los ojos:
-Eres única, de verdad, Swende.
-Tú también. Y tú lo sabes.
-¿Por qué lo dices?
-¿Quién eres tú, Andreas Du Nott, a qué has venido?
-Ya te lo he dicho... -comenzó a responder, pero se detuvo. Sabía que la penetración de la
muchacha descubrirla las falacias con que corrientemente describía su vida y que la relación
entre ios dos, mal profunda, se hubiese resentido de continuar con el organizado relato con que
siempre encubría sus acciones.
Fue por eso que surgió entre los dos una amistad singular, cargada de silencios y de
música. Disfrutaban estando juntos, simplemente, sin tener que arribar a confidencias ni a
explayar sus sentimientos. Ella sabía que lo amaba entendiéndolo aun sin conocerlo y el se
sentía fuertemente atraído por ella, con un deseo que no podía ni queda ocultar. Nada tenía que
ver la religión de los estelares en todo aquello.
El último atentado de los Desesperados había sido verdaderamente Insensato: habían
penetrado en una casa, durante el desarrollo de una reunión, produciendo un incendio y
destruyendo a su paso todo lo que encontraron. Hankl, debatiéndose entre el horror a la
violencia y los deseos de luchar por la gente a la que tanto amaba, pasó una noche de vigilia y
meditación. A la mañana siguiente, muy "temprano, convocó a una reunión extraordinaria: él
mismo hizo la selección de quienes habrían dé concurrir. No se trataba esta vez de recibir a
esperanzados peregrinos ni de un breve encuentro, como los que solía tener con algunos de sus
íntimos para resolver cuestiones de la práctica cotidiana. Habla ahora una situación especial,
una autentica crisis, y Hankl pensaba que era preciso tomar ya una decisión.

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El grupo de Gwani, como muchos otros fieles amigos del profeta fue convocado para él
cónclave que habría de realizarse antes del mediodía. El sitio escogido era un antiguo barco qué
se hadaba sobre el lago, completamente rodeado por los hielos: se trataba de una embarcación
de recreo, de estilizadas líneas, utilizada en el verano para realizar cortas excursiones. Su
propietario era s'Mou, un anciano pequeño y silencioso conocido por su discreción.
Poco a poco fueron llegando los seguidores de Hankl, en veloces trineos o en esquíes
eléctricos, solos o en reducidos grupos. Algunos tenían un aire preocupado -conscientes de las
dificultades que los amenazaban; otros, en cambio, asistían a toda reunión como a una fiesta,
renovados por la aventura espiritual que ahora vivían.
Du Nott y sus nuevos amigos arribaron temprano. El estaba satisfecho de hallarse ya en el
círculo de los íntimos, y complacido por la compañía de Swende. Hankl, sentado a un extremo
del salón, frente a una larga mesa, llevaba una vestidura completamente blanca que destacaba
sus facciones: el oscuro cabello, las cejas pobladas, los ojos de mirada penetrante. Con un suave
ademán lo llamó:
-Veo que ya estás aquí como en tu casa, hermano.
-Sí, Hankl -respondió con sencillez- así es.
-Tú eras luterano, verdad?
-Bueno, en la provincia de Helsinki me educaron así. Pero nunca fui creyente. No he sido
un hombre religioso.
-¿Estás dispuesto a seguir con nosotros?
-Sí, con seguridad.
-¿Y qué piensas de todo esto?
-Hermano, yo creo que no hay que dejarse arrastrar por la ira, pero también pienso que
necesitamos organizamos mejor para poder defendernos. Mi opinión es que hay que fundar una
gran comunidad mundial... y hacerlo pronto. No podemos seguir así, dispersos y paralizados
ante la amenaza.
-No te preocupes, de eso hablaremos hoy. Dime, Du Nott, ¿estás usando aquí tu verdadero
nombre? Me han dicho que alguien, con un apellido parecido, y muy semejante a ti, apareció
varias veces en la TVD y en los notidiscos.
-Nada tengo que ocultarte, Hankl Ozay, y todo te lo contaré. Pero necesito hablar contigo a
solas, con calma. Sólo te pido algo, algo que es para mí muy importante: confía en mí; no me
juzgues sin oírme, puesto que en nada te he faltado.
-Confío en ti, tú lo sabes, y es por eso que hablaremos. Ya habrá tiempo para todo. Ahora,
discúlpame, pero ya es hora de comenzar.
Aquella mañana, en el lento amanecer de las tierras del Norte, los estelares examinaron
con atención la crisis en que se encontraban: eran un movimiento pacífico pero se sentían
acosados y la violencia, para muchos, obligaba a adoptar ya una respuesta enérgica. Hankl Ozay
escuchó pacientemente, durante casi dos horas, la propuestas de quienes se dirigieron a la
asamblea: se habló acerca de una gran confraternidad mundial, de organizar la resistencia, de
responder con dureza a los viles agresores. Luego, con transparente emoción, se irguió, quedó
en silencio por un instante interminable, y comenzó a hablar. Lo hizo con voz firme y sostenida,
modulando sus frases con lentitud, pero sin solemnidad: ^
-Entiendo los sentimientos de todos, que son también los míos. La carnicería debe
terminar, pero es imposible convencer a los fanáticos o esperar mucha ayuda del gobierno de
nuestras Naciones Federadas. No podemos enfrentar la violencia con la violencia, ya lo han
dicho muchos de ustedes, porque ese sería un camino que nos llevarla a perder nuestra
identidad y, en ese caso, seria preferible abandonarlo todo. No quiero agregar otra guerra más a
la grotesca historia de la guerras religiosas. Pero algo hay que hacer, hay que organizarse,
aunque todos sabemos que no por eso dejarán de existir las amenazas que en este mismo
Instante nos rodean. -Miró por un instante hacia afuera, hacia la blanca superficie del lago, y
continuó-: Yo no me opongo a eso: quien quiera salir a recorrer el planeta en son de paz,
edificando templos con nuestro símbolo, bendito sea. Que esas sean casas de alegría y de

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encuentro, que nadie salga de ellas si no se siente mejor que cuando entró. Quiero que los que
vayan sean los sabios, los que saben, y no los sacerdotes ni menos los ministros de algún oculto
ser sobrenatural. Sé que lo lograremos-. Hizo entonces otra pausa, elevó los ojos, y sin mirar
directamente a nadie añadió:
-Pero eso tampoco es suficiente para lograr la paz. Anoche he comprendido, después de
meditarlo largamente, que debo abandonar esta querida ciudad.
Un murmullo de asombro recorrió el estrecho salón del navío. Ante las caras preocupadas
el profeta continuó, ya en un tono más íntimo:
-Siento que debo irme, hermanos, dejar Yellowknife por un tiempo, poner cierta distancia
con lo que está ocurriendo; quizás eso haga que nuestros adversarios nos olviden. Pero además
quisiera tener la ocasión de escribir con tranquilidad, de concentrarme en las ideas que tanto
hoy se debaten y de evocar lo poco que he vivido. No es que pretenda redactar un nuevo libro
sagrado; nadie mejor que yo sabe que ya son demasiados los que existen. Pero necesito alejarme
de este clima: de inquietud, saber que mi persona no contribuye a que haya más dolor en este
mundo. Y sé que éste es el momento. Sorprenderemos a quienes nos acosan, nos replegaremos
un poco y, mientras yo vuelvo a encontrar la paz que necesito, algunos de ustedes se dispersarán
y fundarán nuevos templos: serán los primeros mensajeros de la fé ecuménica. -Esbozando una
sonrisa agregó-: Los que quieran acompañarme pueden hacerlo, no preciso estar solo.
Hubo un breve debate, aunque poca oposición: la solución propuesta permitía,
sabiamente; que cada uno pudiese adoptar el camino de su preferencia. Nadie podía negarte a
Hankl idéntico derecho. Sólo se exigió que los que fueran a viajar no difundiesen la noticia de la
partida ni el sitio que Hankl, con la ayuda de Fredek, acababa en esos momentos de escoger.
Poco después, a las tres de la tarde del 11 de febrero de 2144, Hankl Ozay abandonaba el navío
con rumbo desconocido. Los fieles que Iban a partir avisaron a sus más íntimos amigos y
familiares, cautamente, mientras que algunos otros se disponían a emprender el camino de
regreso a sus lugares de origen, para difundir la nueva religión entre los suyos.
Todavía al atardecer seguían llegando algunos peregrinos al barco del viejo s'Mou, a
quienes éste atendía con imperturbable y silenciosa deferencia. Pero ya, hacia el Ártico oscuro,
viajaba la heterogénea caravana. Había quienes simplemente usaban sus jetskis, guiándose
como podían sobre un terreno escasamente conocido; otros se trasladaban en los trineos a
reacción, algunos lentos pero seguros y confortables, otros más estrechos y veloces. Un pequeño
grupo, encabezado por Ferra y Fredek, se habla adelantado al resto en una rápida nave aérea:
iban a preparar -allá en la isla aún innominada- el alojamiento para los que vendrían detrás.
Hankl, entretanto, se movía en un trineo eléctrico anticuado, descubierto, que apenas si lo
protegía del frío.
Ana y Will no estaban entre los miembros de la larga caravana. A ellos, como dilectos
amigos del profeta, les habla tocado en suerte la peor de todas las escogencias: la de no poder
escoger. Eran los llamados -y en eso había coincidido por unanimidad el cónclave- a fundar el
templo de la amada Yellowknife, los que debían mantener en alto, aunque discretamente, la
religión estelar en el propio sitio donde había nacido. s'Mou, de todas maneras, les habla
prometido su invalorable ayuda.

Por la suave pendiente del río que daba nombre a la ciudad se desplazaba el trineo de
cuatro asientos que ocupaban Du Nott y sus amigos. Ellos no habían dudado: les atraían tanto la
vastedad del Ártico como la presencia galvanizante del profeta. Dukkok había sido siempre, de
algún modo, un aventurero, y los demás compartían su mismo deseo: querían estar en el mismo
centro de los hechos, viviendo ese día supremo que, lo intuían, sería perpetuamente recordado.
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Luego de un rato, Gwani -que conducía- le formuló por fin la pregunta que él había estado
esperando:
-¿André, que te dijo el profeta cuando te llamó? Los vi hablando antes de la asamblea.
-Bueno, querida, no tendría que contártelo. Es algo bastante personal. Me preguntó si
estaba seguro dé querer seguirlo.
-Eso no es algo muy personal... ¿hubo algo más?
-Gwani, no seas así, tan inquisitiva.
-Ah! Swende, te lo agradezco, pero sé que hay ciertos rumores que circulan entre la gente y
comprendo la curiosidad de Gwani -dijo Dukkok pensativo-. A ustedes no quisiera ocultarles
nada.
-¿Qué es lo que ocultas tú?
-Tendré que contarlo, aunque quería que Hankl fuese el primero en saberlo. No quiero
hacer un misterio de mi pasado.
-No seas ritualista Andreas, sabes que no practicamos la confesión, al menos no como los
católicos -dijo Johnne.
-Es que es difícil de contar, más de lo que ustedes se imaginan... Verán, para comenzar por
el principio: mi verdadero nombre no es Andreas Du Nott sino Pieri, Pieri Dukkok.
-Para mí continuarás siendo Andreas, o André, como te dice Gwani -dijo con firmeza
Swende. Y agregó, preocupada-: Siempre sospeché que había algo oscuro en la historia de tu
vida, algo poco convincente en las vaguedades que contabas...
- Y entonces, mientras el trineo avanzaba con velocidad en la creciente penumbra,
siguiendo las luces de otros que marchaban más adelante, Pieri Dukkok comenzó a narrar la
complicada serie de sucesos que lo había llevado hasta allí:
-Hace algunos años, cuando vivía todavía en Helsinki, fui reclutado para el Cuerpo de
Servicios Especiales de la Federación. Al principio, como a cualquiera, me asignaron tareas
rutinarias, de poca responsabilidad, pero pronto comencé a viajar, trabajando en lo que
denominamos inteligencia y que ustedes llamarían simplemente espionaje. Tuve que recibir un
entrenamiento riguroso, extenso, pero fue interesante.
La voz de Pieri era clara y pronunciaba las palabras lentamente, como si las escogiera una
a una, intercalando innumerables pausas. Los demás, por ello, y porque hablaba con un tono
cargado de dolorosa emotividad, no se atrevían a interrumpirlo ni a hacer comentario alguno.
-Hubo una misión, en el sur de África, que terminó realmente mal; murieron dos agentes y
yo logré salvar mi vida apenas por milagro. Era la primera vez que el Servicio se involucraba
directamente en acciones tan duras, y por eso se produjo una discusión entre los jefes. Todavía
lo recuerdo, porque resultó muy desagradable. Creo que no hace falta que les cuente los
pormenores de todo aquello; fue demasiado confuso. El hecho es que se creó una unidad de
comandos, los Comandos Especiales, que quedó encargada de todas esas actividades que no
podían llegar a conocimiento del público, pero que alguien tenía que hacer. A los pocos meses
me nombraron jefe de los Comandos, que entre nosotros empezamos a llamar Cuerpo Epsilon.
El trineo recorría ahora un lago helado, que se vela casi azul sobre el fondo de las suaves
elevaciones que lo circundaban. Avanzaban, solitarios, en medio de la desolación más absoluta.
Dukkok, evocando momentos más felices, continuó:
-Creo que hice una estupenda labor. Concebí al cuerpo como un arma silenciosa contra el
terrorismo y los grupos fanatizados que amenazaban en muchos sitios la estabilidad de la
Federación; traté de que mis hombres tuviesen también un entrenamiento intelectual, no sólo
militar o técnico. Les dábamos clases de historia, de filosofía, de política. En menos de tres años
logramos desbaratar unas cinco o seis rebeliones de cierta magnitud, en lugares tan diferentes
como San Francisco, Bombay o Kiev. Para mí eso era algo más que un trabajo, era luchar por
una causa, como si fuera el velado protector de todo un planeta de millones de habitantes. Por
eso casi no descansaba; vivía agotado pero feliz. Pero luego, desgraciadamente, todo acabó.
-Ya no perteneces a esos comandos? -se atrevió a preguntar Swende.

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-No, por supuesto, desde hace bastante tiempo. Sucedió que algunos políticos comenzaron
a inquietarse por lo que hacíamos: no les gustaba que interfiriésemos en lo que consideraban sus
asuntos privados y por eso aumentaron los controles sobre el Servicio en general, y
especialmente sobre nosotros. Nos prohibieron que nos ocupásemos de los centros de terapia
psicotek del Atlántico, donde habíamos encontrado cosas realmente deplorables, y que no
interviniésemos en un alzamiento que se gestaba en el Yemen. Yo no les hice caso,
naturalmente, y seguí adelante. Entonces, de improviso, me retiraron toda la confianza que me
habían otorgado y se decidieron a destruirme. Me acusaron de infinidad de crímenes: dijeron
que había usado fondos federales sin justificación, que desobedecía las ordenes superiores, que
estaba tratando de crearme una base de poder personal para tomar el control de la misma
Federación. Eso último era completamente absurdo, como comprenderán, pero insistieron en la
acusación. Fui destituido y mi nombre apareció en las noticias como el de un ser corrupto y
ambicioso.
Dukkok quedó en silencio.
-¿Te condenaron?
-Bueno, se abrió un juicio, que fue una experiencia horrible para mí: yo no tenía modo de
defenderme porque todas las operaciones se hacían en forma absolutamente clandestina y no
tenía por eso constancia alguna de las órdenes que recibía. No estaba en condiciones de avalar
mis actos. Por suerte, como yo conocía demasiados pormenores de la vida política de Mahon,
nadie se atrevió a buscar directamente una condena definitiva. Durante bastante tiempo, les
diré, temí más bien que me asesinaran. Pero simplemente se conformaron con apartarme. Hasta
que, cuando ya parecía que tendría que pasar años en medio de una batalla legal silenciosa y
torturante, apareció un día en mi casa el senador Dowwe, él, quien había sido el verdadero
promotor de todo aquello.
Dukkok, aliviado por la confesión, terminó su relato comentando la entrevista que había
decidido su llegada a Yellowknife. Al final dijo:
-Créanlo o no, soy ahora un hombre completamente libre, no trabajo para nadie. A nadie
debo ni quiero engañar.
Iba acabando ya el corto día de las soledades nórdicas. Gwani había detenido el trineo,
porque en la oscuridad que los rodeaba no podía conducir con seguridad y escucharlo a la vez
con la atención debida. Una fina nevada comenzó a caer mientras el vehículo quedaba envuelto
en un prolongado y equivoco silencio.
Gwani fue la primera en reaccionar. Abrió la puerta, como si se sintiera oprimida dentro
del pequeño trineo, y bajándose del mismo gritó:
-¡Eras un condenado y pestífero espía, André! -Era-dijo él con calma.
-Deberíamos dejarte aquí, abandonado en la nieva Ella caminó unos pasos, furiosa, e
impulsivamente recogió algo de nieve; se la arrojó con fuerza a Dukkok, que en ese momento se
bajaba también del trineo. El vociferó:
-¡Eres más estúpida de lo que podría soñar en el peor de mis sueños!
Gwani, por toda respuesta, se agachó de nuevo y le arrojó otra bola de nieve. Pero esta vez
él respondió: comenzó a perseguirla torpemente y a tratar de echarle nieve en la cabeza. Ya
Swende y Johnne habían descendido, tratando también de alcanzarlos. Nadie podía alejarse
mucho, porque la oscuridad era casi absoluta, y corrían más bien en círculos, alrededor del
trineo iluminado, en el intenso frío. Aquello, en realidad, ya parecía más un juego que una
auténtica disputa.
Fue Gwani, otra vez, la primera en detenerse. Soltó una larga y poderosa carcajada,
mientras golpeaba con sus puños, sin demasiada fuerza, contra la gruesa chaqueta de Dukkok.
Instantes después estaban todos abrazados, jadeantes, cubiertos en parte por la blanca y suave
sustancia que había acabado por unirlos, riendo y empujándose. Swende, tomando la mano de
Dukkok, le dijo:
-Ahora tendrás que contarnos muchas cosas, André! Las historias de espías siempre me
han resultado fascinantes.

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Pero Johnne, recobrando la seriedad, advirtió:


-Volvamos pronto al trineo, que me estoy congelando. Si no nos apresuramos podemos
perder completamente el rumbo, porque la señal de guía ya es débil.
-Eso sí que sería espantoso!

La multiforme caravana remontó hacia arriba el helado río Yellowknife y luego, donde ya
desaparecían los pinos y comenzaba el desierto infinito de la tundra, se aventuró por unas
suaves colinas y unos lagos, hasta llegar al límite del continente. Siempre hacia el norte, y casi en
línea recta, fue atravesando las congeladas aguas que la separaban de la gran Isla Victoria. Allí,
en un improvisado campamento, se fueron reuniendo para hacer una indispensable escala, pues
había que recuperar fuerzas, poner en mejores condiciones los vehículos y distribuir
provisiones. El viaje, hasta ese punto, había constituido un verdadero éxito: nadie los había
hostigado o agredido, y la presencia de tanta gente no había sido advertida -en apariencia- por
los escasos pobladores que habitaban la región.
El trineo que conducía Gwani llegó muy tarde, cuando ya algunos peregrinos comenzaban
el último rastreo de verificación. Los relojes señalaban las diez de la noche pero la noche, en esas
latitudes, no se medía en horas sino en días o meses. El cielo límpido del Ártico mostraba las
estrellas imperturbables en toda su pureza y ninguna estación espacial: éstas quedaban mucho
más hacia el sur, sobre el ecuador terrestre, inaccesibles a la vista.
Hubo una reunión general, de carácter informal, en la que se hizo un breve recuento de lo
acontecido: había tres heridos, producto de un infortunado accidente de un trineo anticuado;
algunos esquiadores poco expertos se habían perdido, aunque sólo dos de ellos todavía no
podían ser localizados; varios trineos más seguían avanzando aún hacia la isla, sin mayores
novedades. Hankl Ozay se veía radiante, gozando del viaje, aunque mostrando también
indesmentibles señales de fatiga.
Desde el campamento se comunicaron con Fredek y Ferra, que estaban ya al otro extremo
de la isla preparando el arribo de los peregrinos y aguardando al Profeta. El tiempo, dijeron, era
bueno, con vientos moderados y el frío habitual: unos treinta grados bajo cero. Les pidieron que,
de ser posible, no llegasen todos juntos, pues ello complicaría el trabajo de recibir y acomodar a
los viajeros. La improvisada asamblea decidió entonces que aquellos que pudiesen partir lo
hicieran de inmediato, en un primer grupo, mientras que el resto saldría a la mañana siguiente.
Eran en total unas trescientas personas.
Ana y Will, desde Yellowknife, les transmitieron un mensaje menos alentador. Se hablan
reunido con los peregrinos, en el frecuentado galpón, para explicarles detalladamente la
decisión de la partida; muchos hablan comprendido pero otros estaban decepcionados o
expectantes, y en la ciudad se extendía un clima de nerviosismo al que contribuían la feroz
alegría de quienes pertenecieran a la disuelta Hermandad de Dios y el estupor de otros
enemigos, que en cambio se sentían burlados por la retirada del profeta y pretendían descargar
su agresividad de cualquier modo. Hankl sugirió suspender toda reunión durante uno o dos
días, de modo de crear cierta incertidumbre sobre el destino de los viajeros y así desalentar la
actividad de los fanáticos. De Los Desesperados nada concreto se sabía.
Hankl y Dukkok, a pesar del cansancio del primero, pudieron sostener en medio de la
noche una larga conversación. El hombre que dirigiera el misterioso Cuerpo Epsilon, liberado
por la confesión que acababa de hacer a sus amigos, se sintió relajado y cómodo ante el profeta,
quien lo alentó con su pacífica actitud. Luego de repetir casi lo que dijera en el trineo, agregando
algunos pocos detalles más, concluyó:
-Y ese es el único compromiso que retengo con la gente de Manon, enviar al senador
Dowwe un informe sobre nuestro movimiento.
Hankl lo miró fijamente:
-Dices nuestro movimiento: ¿lo haces porque lo sientes así, plenamente a conciencia?
-Sí, Hankl, y aunque todavía me siento un poco extraño al pensar en mí mismo como en un
militante religioso, puedo asegurarte que me he convertido en un creyente, en un ecumenista.

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Te he contado todo, sin omitir lo que me incrimina, para que sepas que jamás te traicionaré.
Suceda lo que suceda.
-De todos modos tendrás que enviar el informe ¿verdad?
-Quisiera hacerlo; es una manera de sentirme más alejado de ellos, de liquidar el último
compromiso que retengo. Creo que en nada puede dañarnos y, no sé... no me gustaría faltar a la
palabra que he dada -
-Eso esta bien.
-Pero sabes que tengo completa libertad para enviarlo en el momento que lo considere
oportuno. Por eso, Hankl, te consultaré antes de hacerlo.
-Me alegro que así lo digas, hermano, me alegro sinceramente, porque no tenemos más
oscuridad entre nosotros.
-Pero hay una cosa más, Maestro, una cosa que debo advertirte. Cuando compruebe que ya
no soy un hombre a su servicio el senador, o alguien de su grupo, enviará con certeza a otros
espías. Es probable que ahora, ante nuestra partida, estén tratando de averiguar con exactitud lo
que sucede, que intenten infiltrar a alguien.
-Perderán su tiempo, porque nada tenemos que ocultar.
-Tal vez sea así, pero esa gente puede hacer mucho daño si se propone interferir en lo que
hacemos. Los conozco.

Hacia el norte de la Isla Victoria, en el sitio en que ésta se repliega en la larga bahía de
Hadley, se hallaba la pequeña población de Ventura. Los escasos bloques de plástico que
conformaban casi todo el pueblo se habían dispuesto alrededor del lago, una extensión plana de
hielo que parecía irradiar en la continua noche. Cerca de sus orillas también se hallaban lá
central eléctrica de fisión y los depósitos de víveres y equipos. Ventura había sido fundada un
siglo atrás por el entonces poderoso gobierno del Canadá como puesto de observación
meteorológica y guía para los navegantes que atravesaban, en barcos-deslizadores, el llamado
Pasaje del Noroeste; no se descartaba que la población se convirtiese además en un centro
minero y comercial.
Los comerciantes, los mineros y los criadores de osos -de los bellísimos osos blancos de la
región- hablan llegado poco a poco pero luego, atraídos por lugares más benignos, también se
habían ido. Ventura había tenido sus días de auge, sin duda, pero éste no había sido ni duradero
ni importante. Ahora la habitaban unos pocos aventureros que soñaban con negocios todavía no
descubiertos, artistas que amaban la soledad y científicos de la renovada estación. Sólo a partir
de junio se iniciaba la breve temporada turística; por eso sobraban en invierno las viviendas
plásticas, especialmente las estrechas y poco elegantes de la primera época.
El sitio era ideal: alejado de las grandes rutas y de la inevitable curiosidad humana, poseía
espacio disponible para habitarlo de inmediato y no tenía una gran población autóctona que
pudiera resentirse de la súbita llegada de los estelares. Por eso lo había escogido Fredek, quien
había pasado allí el verano anterior, apenas s'Mou le comunicara esa mañana los planes de
Hankl. Ventura tenía además otra ventaja: muchos de sus habitantes -en particular aquellos que
viajaban regularmente al sur- se hablan convertido al movimiento de los estelares, o al menos lo
veían con benevolencia y curiosidad.
A la mañana siguiente -la mañana era simplemente una claridad traslúcida que aparecía
por el sur- arribó el último grupo de expedicionarios. Hankl, como varios de los otros, no había
podido seguir viajando al descubierto, pues el frío era en verdad intenso y se sentía más con el
gradual agotamiento. Al llegar se vio reconfortado por una alegre recepción: decenas de
banderas con el símbolo estelar eran agitadas en la penumbra del día, y una música triunfal sé
escuchaba en aire. La gente parecía de fiesta, visiblemente conmovida por el que era, sin duda,
el acontecimiento más extraordinario de toda la historia de Ventura.
Enseguida instalaron, en una de las viviendas más grandes, una especie de oficina general
que serviría a la vez como punto de reunión y como templo. Hankl, desmejorado por el viaje,
decidió recuperarse allí descansando unas horas pero, cuando apenas comenzaba a disfrutar del

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sueño que tanto necesitaba, fue interrumpido por las voces y la agitación de quienes más cerca
se hallaban. A través del compucom llegaban noticias alarmantes.
La situación en Yellowknife se había deteriorado seriamente durante la noche. Airados por
el misterioso viaje del profeta tos Desesperados habían decidido lanzarse a la ofensiva: esa
madrugada, después de encontrar la morada de los lugartenientes de Hankl, habían atacado
brutalmente, destrozando su vivienda entre estallidos cegadores y gritos de guerra. Will, el
pacífico, había sido secuestrado. Muchos ecumenistas, sintiéndose burlados y desafiados,
habían salido en busca del despiadado grupo. El enfrentamiento acababa dé producirse; según
decía s'Mou, ni los policías locales ni la tardía aparición de los cascos azules había logrado
detener la furia colectiva. El saldo era deplorable e impreciso: de tres a cinco muertos, algunas
decenas de heridos, casi todos estelares. s'Mou se sentía consternado por el secuestro pero
también algo confuso: lamentaba que, apenas marchado el profeta, sus seguidores hubiesen
reaccionado de un modo tan violento, pero a la vez compartía intensamente esa voluntad de
lucha que los demás sentían frente a la despiadada agresión. Lo que más le preocupaba era la
imposibilidad de comunicarse con Ana, pues nada se sabía de su paradero.
Hubo una corta reunión a la que asistieron los que no estaban descansando u ocupados en
acondicionar sus nuevas viviendas. La mayoría de los peregrinos se hallaba ausente en esos
momentos, pues los viajeros procuraban organizarse para la vida cotidiana, aceptando los
consejos y lo que proponían los más veteranos habitantes de Ventura. Hankl apenas habló. Sólo
trató de explicar, una vez más, que ninguna provocación justificaba iniciar o continuar el camino
de las infinitas represalias. Transmitió ese mensaje a s'Mou para que lo difundiera entre los
fieles y luego se retiró.
Escogió una vivienda algo apartada: una casa de tipo tradicional -no un bloque plástico-
bastante fría aunque espaciosa y dotada de todos los sistemas de comunicación necesarios.
Fredek y Dukkok lo acompañaron por un rato, mientras acababa de instalarse. El profeta
entonces dijo, a ellos y a otras dos amigas que en ese momento estaban allí, que por ésa vez
prefería la absoluta soledad. Pero varias horas después tuvo que salir de su aislamiento.
Viendo que Hankl no respondía a las insistentes llamadas Ferra sugirió a Carindha, que
era algo así como la más cercana de todas sus acompañantes, que fuera a buscarlo hasta la casa.
Era preciso reunir a la gente en el templo porque Ana estaba tratando de comunicarse y,
aparentemente, tenia un importante mensaje que transmitir a todos. A los pocos minutos,
mientras llegaba Hankl y decenas de peregrinos se agolpaban frente al compucom, ella logró
entrar en la red. Con cara descompuesta por la tensión y la voz quebrada dijo:
-Hankl, ha ocurrido un desastre-. Los sollozos no la dejaban continuar; se veía agotada-.
Han matado a Will... lo han torturado!. Es increíble, pero yo misma he visto su cadáver... lo
torturaron y luego lo asesinaron, Hankl.
Rompió a llorar mientras las exclamaciones de horror y de protesta colmaban el
improvisado templo. Hankl hizo un gesto, reclamando silencio, y preguntó:
-¿Fueron ellos?
-Sí, Los Desesperados.
-Y tú, ¿estás a salvo ahora? ¿no te han buscado?
-Creo que no saben donde estoy, pero apenas termine de hablar con ustedes me marcharé
a otro lugar, para estar completamente segura. Todo es todavía muy confuso.
-Has podido hablar con la gente, con nuestros amigos?
-Sí. Ahora están un poco mejor, porque el Gobierno Federal ha legalizado a Los
Desesperados y prometido castigar a ese monstruo que los dirige. Eso los ha tranquilizado un
poco, y también tu mensaje, el que le diste a s'Mou. Algunos han podido acercarse para
acompañarme en mi dolor y los peregrinos son muy comprensivos. Pero todo es demasiado
triste para mí, hermanos, demasiado inesperado.
-Lo sé, Ana, lo sé demasiado bien. Es un golpe espantoso.
Ella, después de recibir las condolencias de los presentes, les informó que Yellowknife
estaba retornado otra vez a la tensa calma de los últimos días. Los Desesperados se ocultaban, o

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habían huido, no era posible saberlo pues no habían dejado señales tras de sí. Antes de retirarse,
pues no quería alertarlos con una transmisión tan fácil de detectar, prometió que en pocos días
se volvería a recibir a los peregrinos. Hankl quedó en silencio, impresionado por la súbita forma
en que todo había cambiado, pero luego se dirigió al grupo que se
agolpaba en la sala; ya la noticia se había difundido y casi todos se concentraban en el
lugar, lo mismo que gran parte de los pobladores de Ventura.
-Hermanos ecumenistas, generosos habitantes de Ventura: ya conocemos la tragedia que
ha golpeado a nuestro joven movimiento. Somos pacíficos y debemos seguir siéndolo. En
momentos tan difíciles es cuando más reflexivos tenemos que ser: estamos lejos de los
acontecimientos y eso tiene que ayudarnos a mantener la serenidad. Hay que superar la
adversidad para salir, con más fuerza, hacia la conquista de todos los espíritus. Espero que
quienes se hayan dejado poseer por la ira detengan la vorágine de sus mentes y retomen pronto
a la calma: sólo son verdaderos principios aquellos que resisten las pruebas a que son
sometidos.
Los fieles, alentados por el ejemplo indudable de sus palabras, lo rodeaban con emotiva
expectación:
-Creo que nuestro amado templo de Yellowknife y la valiente Ana necesitan de nuestro
apoyo. Dentro de muy poco tiempo varios de ustedes tendrán que regresar allá para confortarla,
para concluir la organización de nuestro movimiento, para que la religión de tas estrellas se
afirme y se difunda. Yo, sin embargo, acompañado por algunos que deseen quedarse, continuaré
con el trabajo que me he impuesto: debo dar forma más clara a mis ideas, acabar de escribir el
mensaje que convoque a todo ser humano hacia la conquista del espacio exterior y de la paz
interior.
Hankl bajó los brazos: en sus ojos se percibía el brillo de las lágrimas apenas contenidas.
Un cántico, conmovedor y profundo, comenzó entonces a resonar entre las desnudas paredes de
aquel remoto templo ecumenista.

El senador Florián Dowwe se hallaba en su despacho privado, reunido con uno de los once
miembros del Gran Consejo Confederal: la doctora Dhurt'senma, a la sazón su presidenta de
turno. La conversación era cortés pero no exenta de peligrosas ambigüedades, pues ambos
luchaban desde tiempo atrás por imponer sus puntos de vista frente a la crítica situación de las
colonias extraterrestres, el problema de las minorías nacionales y las migraciones. No parecía
que esta vez fuera a lograrse, por fin, algún progreso.
Dowwe hizo un gesto al robot, y éste comenzó a preparar unas bebidas; tenía la
información precisa para satisfacer a cada uno. En el momento en que la doctora se disponía a
hablar y esbozaba una sonrisa de complacencia, fuera de toda lógica, se encendió la señal del
compucom.
-Es extraño, este aparato no puede conectarse por sí mismo y he pedido absoluta
privacidad -se excusó Dowwe.
Pero la señal continuaba sonando y el senador, curioso, lo conectó. No encontró las
habituales codificaciones respecto al emisor del mensaje: no apareció siquiera nada en la
pantalla, salvo una especie de dibujo geométrico, que era una simple interferencia. Se oyó sin
embargo una voz, que venía distorsionada obviamente por una máquina traductora.
-Florián Dowwe, lo estoy viendo aunque Ud. no pueda hacerlo. Esta no es una transmisión
legal pero he tenido que entrar en su línea de algún modo para que no me detecte.
-Quién es usted que se atreve a tanto?!
-Soy Rashawand Singh, El Desesperado.
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-Ahora no puedo atenderlo, no, de ningún modo. -La doctora Dhurt'senma comenzó a
retirarse, pero Dowwe la detuvo con un ademán expresivo: no le preocupaba que ella supiera de
la inmensa red de relaciones que poseía en el planeta. Su imagen de hombre vinculado a grupos
clandestinos de todo tipo, de político bien informado y del cual siempre se sospechaba una
segunda intención, constituía para él un capital, no un timbre de descrédito.
-¿Quién está con usted?
-No tengo por qué decírselo.
-Pues entonces hablaré libremente...
-Hable.
-Habíamos llegado a un acuerdo, Dowwe, que Ud. acaba de romper: ahora su gente nos
persigue como a animales. Tiene a ese Dukkok trabajando con ellos, y todo lo que yo he hecho
para favorecer un renacer de la fe usted lo ha traicionado completamente.
-No es mí gente la que lo persigue, Singh. Ustedes han quebrado la ley abiertamente y por
lógica tienen que hacer frente a las consecuencias; ¿qué espera, que la Federación lo felicite por
un asesinato con secuestro previo? Además, ellos también buscan un renacer de la fe, no lo ha
entendido?
-La religión del carbono! Algo repugnante: adorando un trozo oscuro de materia,
regodeándose en el sexo más corrupto, ¿cree que así valga la pena la fe, que eso puede llamarse
una fe?
-Hubiéramos podido entendernos si Los Desesperados no hubiesen actuado también
como salvajes.
-En la Federación no hay orden, Dowwe, no hay un verdadero poder. Alguien tiene que
hacerse cargo de los problemas que ustedes no resuelven.
-¿Para qué me ha llamado, Singh? Esto se está pareciendo demasiado a un debate por la
TVD.
Hubo casi un minuto de pesado silencio. La voz de Rashawand sonó luego más débil:
-Quiero proponerle algo, Dowwe, algo que sé que usted está en condiciones de hacer-.
Hubo otra pausa, ahora más breve-: Es algo simple: busque la forma de que no nos persigan,
denos un poco de tiempo; sólo le pido algunos días, lo necesario para ordenar nuestros asuntos y
completar la labor que hemos iniciado. Luego nos entregaremos.
-No puedo creerle, Rashawand, sinceramente. No puedo hacer tampoco pactos con gente
fuera de la ley: debe entender cual es mi posición. Por otra parte, yo no deseo que se les haga
daño alguno a los sectarios del carbono. Es un movimiento joven, que no parece amenazar a
nadie; mi interés al respecto es puramente científico.
- Ahora soy yo quien no puede creerle: Pieri Dukkok no es exactamente un científico.
-Dukkok ya no trabaja para el Servicio, ni tiene nada que ver conmigo. Según parece está
jubilado, de permiso... o algo semejante.
-No podemos entendernos si no muestra un poco las cartas, senador.
-Es que no quiero entendimientos con usted, Singh.
-Tal vez porque yo no le he propuesto todavía mis condiciones, lo que podemos ofrecerle a
cambio de algunos días de libertad. Nuestro grupo es pequeño, sí, pero nuestras influencias son
vastas: ahora mismo podríamos detener casi totalmente el conflicto del Tibet, hacer que
Boddhara adopte una posición más conciliadora, digámoslo así. No habrá violencia, se lo
aseguro, y hasta podrán aceptarse las demandas de libre comercio de la Federación. Sólo le estoy
pidiendo un par de semanas a cambio, senador.
A pesar de la presencia de Sonne Dhurt'senma, de esos ojos azules que parecían no perder
el menor de sus movimientos, el senador levantó algo las cejas, esbozando una leve sonrisa.
Mientras pensaba en una respuesta negativa, pero que El Desesperado pudiese interpretar
también como positiva, la transmisión cesó: desaparecieron las interferencias de la pantalla y
luego se oyeron sólo unas voces confusas, que no alcanzó a interpretar. Ella le dijo:
-Supongo que no accederá. Sería un crimen contra esa pobre gente.

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-No, por supuesto, sería una locura. Además, aunque usted crea otra cosa, yo no tengo
ninguna posibilidad de hacer algo como lo que él me pide.
Sin embargo, en esos mismos instantes, cobraba forma en su mente el mecanismo que
preparaba para lograr que Rashawand Singh te concediese lo ofrecido sin tener que dar nada a
cambio.
Horas antes de que se consumara el trágico destino de Will la ciudad entera había
conocido de la peregrinación de los estelares. Rashawand, apenas lo supo, trató de evitar una
muerte que ahora le parecía innecesaria, porque su objetivo era acallar al causante de todo
aquello, a Ozay, al único responsable del diabólico mensaje que instigaba al pecado. El
secuestro, en realidad, había sido decidido sin mayor premeditación: al constatar que Hankl no
se encontraba entre los fieles Rashawand había estimado conveniente capturar a ese hombre
alto, tranquilo, que parecía jugar un papel tan importante entre los fanáticos del carbono. Habla
pensado que, con él en sus manos, obtendría valiosa información y una posición de poder que
favorecería sus fines: la aniquilación total del movimiento. Ahora, sin nadie ante quien negociar
el destino del rehén, todo aquello comenzaba a carecer en gran parte de sentido. Por eso se
dirigió enseguida a la pequeña casa donde habían retenido al prisionero, pero fue en vano; sus
camaradas regresaban, en ese preciso momento, de un macabro viaje: acababan de trasladar a
las afueras el cuerpo de la víctima. Nada pudo hacer, salvo reconvenirlos por su necia
precipitación y por haberlo matado sin su consentimiento.
Luego los acontecimientos se sucedieron con velocidad: Yellowknife pareció de pronto
abrazar la fe de los estelares y las calles se cubrieron de manifestantes que vitoreaban el
execrable nombre de Ozay; el Consejo de la ciudad solicitó formalmente la expulsión de Los
desesperados y su ¡legalización absoluta; en apenas tres horas un remoto y normalmente
pausado tribunal de la Federación aprobó la medida. Viendo que todo se volvía súbitamente en
su contra Rashawand ordenó a sus seguidores que abandonasen lo antes posible la ciudad pero,
para su desgracia, cuatro de ellos fueron apresados mientras trataban de evadir un control
caminero.
Los prisionero se rehusaron decididamente a hablar. Salvo Ok-kae, un hombre robusto
que fue identificado sin dilación como uno de los secuestradores, los demás no podían ser
acusados formalmente por él crimen y, de todos modos, resultaba imposible obtener a través de
ellos informaciones de valor, porque Los Desesperados no solían conocer los planes de su secta:
se movían en el más absoluto secreto, sin recibir otra información que la estrictamente necesaria
para llevar a cabo sus misiones. Eran precisos, austeros, carentes por completo de piedad.
Esa noche, ante el temor de que se cerrara el cerco a su alrededor, Rashawand Singh
decidió partir. Escogió a dos hábiles camaradas -Warani Kaur y Orhenin- para que lo
acompañaran a su sigiloso destino, mientras el resto de los sectarios acababa de marcharse
hacia el Oriente. Viajaron a pie a través de los bosques helados, durante más de seis horas,
transportando sus mejores armas y un pequeño equipo de comunicaciones, hasta llegar a un
sitio apartado donde él sabía que podría estar a salvo. La confusión general y la poca
imaginación de los soldados impidió que corrieran la misma suerte que Ok-kae.
Arribaron, incansables, al refugio que los últimos Desesperados les prepararan antes de su
apresurada dispersión. Se trataba de una antigua cabaña, abandonada en apariencia, que sin
embargo contenía alimentos y un discreto pero indispensable sistema de calefacción; estaba al
sur del lago, a bastante distancia de sus imprecisas costas, y les resultó bastante difícil hallarla
en medio de tan absoluta oscuridad.
Warani era una joven que tenia una sensibilidad casi mágica para manipular equipos de
comunicación. Por eso pudo confirmar, en poco tiempo, que nadie se había enterado de ia
existencia de la cabaña. Los federales buscaban a Rashawand en otra dirección, hacia los ceñiros
poblados o en las carreteras que conducían al más cálido sur.
Después de una noche relativamente tranquila, y gracias otra vez a la habilidad de Warani,
El Desesperado tuvo la oportunidad de establecer contacto con Dowwe. La conversación lo
satisfizo: sabía que había impresionado a ese repugnante politiquero y que, de un modo u otro,

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contaba con algún margen de libertad a su favor. Dispuesto a consumar, imperturbable, la tarea
que se había asignado, ordenó a la bella Warani que rastreara el sitio adonde se habían
marchado Ozay y su gente. Ella, que se sabía la más apreciada de todos sus discípulos, no pudo
ocultarle su curiosidad:
-¿Qué opinas, Rashawand, accederá ese hombre a lo que le has Pedido?
-No es nuestro problema, Warani. El va a hacer lo que le convenga, por supuesto, sin tener
en cuenta para nada nuestros deseos. Ese hombre tiene mil palabras, todas engañosas, pero
puede ayudamos en nuestros planes si despertamos su codicia o su interés. Nuestro deber es
acabar con ese astronauta blasfemo. Haga lo que haga Dowwe seguiremos adelante, aunque no
contemos con su dudosa protección.

La ciudad del norte, entretanto, iba retornando a la calma. El pequeño destacamento de


federales, junto a la policía local, habla alcanzado a hacer unos pocos arrestos entre los más
exaltados, mientras se disolvían de un modo espontáneo los focos de inquietud. Los estelares
seguían reuniéndose, aunque más discretamente, en diversos sitios de Yellowknife. Ana los
dirigía pero ahora, más que recibir a los peregrinos que de todos modos seguían arribando, su
actividad era la de organizar los grupos que constantemente partían en una especie de obra
misionera que crecía con increíble rapidez.
La nube de sectarios y de fanáticos opuestos al profeta ya no se desplazaba hacia el sitio
con el mismo entusiasmo anterior. Faltaba el atractivo de las predicaciones de Hankl, el
ambiente vivificante que brotaba, cada tarde, de su presencia en el ya mítico galpón. Un
remanente escaso, que se dedicaba más a la oratoria que a la acción, se empeñaba todavía en
obtener la ¡legalización de los estelares. Pero eran pocos, sin arraigo en el lugar y, para colmo,
cada grupo actuaba de un modo diferente, enfrentándose con los otros a propósito de las
convicciones y las creencias que cada uno poseía.
Muchos estelares habían regresado de Ventura, después de los primeros días, preocupados
por la violencia y el martirio de Will. Venían dispuestos a divulgar las normas que harían de los
estelares algo más que un agregado informe de cientos o miles de personas: su vocación era
conformar una gran colectividad mundial, una iglesia regida por claros estatutos.
Hankl trabajaba, casi siempre ayudado por Dukkok y Ferra, orientando a los que deseaban
regresar desde el Ártico. Se hacían pequeñas reuniones donde, poco a poco, se iban fijando
normas de acción y escuetas prescripciones. Gwani era la encargada de despedir a los grupos,
dándoles mensajes para Ana y s'Mou, y precisas instrucciones a seguir en Yellowknife. De este
modo se había elaborado finalmente unas pocas reglas, sencillas y claras, que todos debían y
podían acatar. Hankl recalcaba esto último:
-No debemos hacer como las religiones tradicionales que tienen prohibiciones tan rígidas
que nadie puede cumplir por completo ni
seguir durante mucho tiempo. Ningún alimento nos estará vedado, ni ninguna bebida.
Pienso que es preferible premiar la moderación que castigar el exceso.
Los que recién llegaban del Ártico traían la palabra del profeta -escrita en los diminutos
cubos químicos, que podían leerse o escucharse en cualquier momento- y se encontraban con los
demás en grupos de trabajo que discutían intensamente. Exponían las nuevas Ideas en
reuniones religiosas o en conversaciones informales, en que confraternizaban con los peregrinos
que deseaban incorporarse a la nueva fe. No eran pocos los que de inmediato comenzaban a
preparar su partida hacia el sur, hacia las distantes ciudades en las que intentarían difundir su
credo.
Los estelares habían tomado ciertas precauciones para que no los siguiesen hasta Ventura:
prescindían casi del uso del compucom, no transmitían TVD, viajaban lo menos posible y hacían
correr rumores en Yellowknife respecto a nuevas migraciones. Dukkok había hecho creer, con
relativo éxito, que el Profeta se hallaba ya en una aldea del Kivú, en lo más recóndito del África.
Pero no era fácil sostener el engaño: los ecumenistas eran muchos, y en Ventura habitaban
además otras gentes, que difundían las noticias a pesar de sus promesas de guardar el secreto.

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Resultaba imposible controlar la euforia de los peregrinos que regresaban a la ciudad, las
travesuras de los científicos que mandaban crípticos mensajes a sus colegas, la creatividad de los
bailarines que se proponían ofrecer un espectáculo alegórico con motivo de la llegada de un
profeta a sus lejanas tierras. Warani, ayudada por tantos datos a su disposición, tardó menos de
tres días en averiguar el exacto paradero del Hankl Ozay. Llegó incluso a determinar,
demostrando así toda su sapiencia, que el grupo que permanecía en Ventura se había reducido
grandemente:
-Ya no quedan más que unos cien, Rashawand, poco más o menos. La mayoría va
retornando hacia el sur porque están convencidos de que deben extenderse por todo el mundo.
Capto con facilidad los mensajes de despedida, las transmisiones de los trineos que se dirigen
hacia la ciudad.
-Pero Ozay, ¿sigue en la isla?
-Sí, de eso estoy segura. Recibe mensajes dos veces al día, directamente de Yellowknife.
-Entonces tendremos que ir hasta allá. Y pronto. No podemos dejar que se nos escape de
entre las manos.
Pero la empresa no era fácil: tenían que recorrer una gran distancia y no disponían de
medio alguno de transporte. Había que atravesar más de mil kilómetros de desolada tundra sin
que las patrullas federales los descubrieran y sin poner sobre aviso a la gente de Ventura.
Discutieron largamente todas las alternativas hasta que por fin se adoptó un plan de Orhenin.
Era preciso conseguir primero unos jetskis -porque un trineo sería fácilmente detectado en un
viaje tan largo, y no se podía dar por cierta la protección de Dowwe- y luego seguir un itinerario
más largo pero más seguro:
-No podemos atravesar el Lago de los Esclavos, maestro, porque nos avistarán con
seguridad. Tenemos que mantenernos al sur de la gran carretera y marchar hacia el este, para
cruzarla unos kilómetros antes de Dubawnt, en la parte más solitaria. Recién allí podremos
dirigimos hacia el norte y pasar a la isla, alcanzando su extremo oriental. Entonces seguiremos,
bordeando la costa, hasta alcanzar Ventura por el norte, no por el sur. Ellos no van a estar
preparados para eso.
-El viaje así es más largo, sin duda.
-Sí, unos trescientos kilómetros más. Pero es la única forma segura de llegar hasta ese
paraje. La propia soledad de la Isla los protege.
-Bueno, así lo haremos. Hay que conseguir todavía los jetskis y preparar las armas.
Tendremos que viajar en la oscuridad.
-Sí, naturalmente -dijo Orhenin, y prometió-, en muy poco tiempo todo estará todo
preparado, maestro.
Rashawand, impaciente ahora, vivió como una tortura los dos días que necesitaron para
organizar la partida. Los jetskis fueron comprados en un poblado que estaba muy próximo a
Yellowknife, pero gracias al encanto de Warani se evitaron Incómodas preguntas. Todo el
equipo fue revisado innumerables veces. Los preparativos para el viaje debían ser
extremadamente cuidadosos: en un clima como ese, el más pequeño error podía significar la
muerte. El día 18 de febrero, apenas oscureció, salieron los tres fanáticos rumbo al helado
territorio que parecía extenderse, monótono, siempre un poco más allá del horizonte.
El viaje resultó más fatigoso y lento de lo imaginado, porque el
terreno -aunque prácticamente Harto- carecía por completo de señales. La noche era
intensa y el frío comenzaba a penetrar en los trajes después de unas pocas horas de marcha.
Anduvieron toda esa tarde y esa noche hasta casi el amanecer y buscaron refugio en una ruinas
aisladas, a escasos kilómetros de la gran carretera que se veía a lo lejos como un resplandor azul
blanquecino. Era una vieja construcción que apenas si los protegía del frío reinante y de la
búsqueda que se llevaba a cabo en todo el inmenso territorio; llevaban ya diecisiete horas
continuadas de viaje. Allí pudieron descansar, comer algo más que las exiguas raciones de los
trajes y establecer correctamente el rumbo sucesivo. Estaban, para su fortuna, ya muy cerca de
Dubawnt.

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Hacia el mediodía, cuando la claridad era mayor, se produjo un incidente que los llenó de
aprensión: vieron de lejos una patrulla -dos veloces trineos azules- y oyeron a la vez el ruido del
reactor de un esquicóptero. Durante tensos minutos esperaron con ansiedad el posible ataque,
mientras la patrulla se acercaba como dirigiéndose directamente hacia ellos. Pero, apenas a
unos doscientos metros de distancia, ambos trineos se separaron; rodearon prácticamente las
ruinas -que sólo examinaron brevemente- y se dirigieron por diferentes vías hacia donde ahora
volaba la nave. No habían podido encontrar indicios de su presencia porque ya las marcas de los
jetskis se habían confundido en medio del paisaje. La experiencia, aunque sin consecuencias, les
produjo un profundo desasosiego y los impulsó a seguir hacia adelante, hacia parajes que fuesen
menos frecuentados.
Sin haber descansado más que unas pocas horas, esa misma tarde, apenas oscureció del
todo, enfilaron hacia el norte. Atravesaron la gran carretera por debajo de un pequeño puente,
con mucho cuidado, para evitar la detección de los sensores que hubiesen podido colocar los
federales. Era una operación riesgosa pues se trataba de una carretera de primer orden,
permanentemente iluminada, que podía estar patrullada por la guarnición de Dubawnt. Pero
nadie los vio y eso, en realidad, era bastante previsible: las Naciones Federadas no estaban
acostumbradas a las guerras ni a las rebeliones armadas, y menos aún en lugares como aquel,
donde la vida apenas si se afirmaba ante los duros elementos. Las tropas eran relativamente
escasas y, probablemente, se habían desplazado más hacia el Oeste, hacia la isla donde se
encontraba el nuevo grupo religioso con su profeta del espacio. Tal vez Dowwe -pensó
Rashawand- de una manera u otra les estaba facilitando las cosas.
Esa segunda jornada fue, en muchos sentidos, mejor que la anterior es cierto que el
cansancio, después de pocas horas de reposo, Negaba más rápidamente, como en incontrolables
oleadas; pero ya estaban más lejos de la posible vigilancia de los federales y, más confiados,
enfilaban directamente hacia su destino. La noche, por otra parte, resultó excepcionalmente
benigna. Acamparon cerca del lago Pelly, discretamente, colocando debajo de un barranco la
tienda blanca que apenas si podía distinguirse desde el aire. El día duró poco, aunque decidieron
esta vez demorarse algo más para evitar una marcha demasiado forzada que, a la postre, podría
resultar contraproducente. Salieron nuevamente, con la feroz determinación de seguir siempre
hacia el norte, y cerca de la medianoche se enfrentaron al límite del continente, a lo que se llama
el Golfo de la Reina Maud: una extensión helada de unos ciento veinte kilómetros de ancho,
barrida por los vientos, que se utilizaba a veces como vía de comunicación. La travesía fue difícil.
No habla casi forma de orientarse en la terrible oscuridad y el aire recorría la planicie con
dureza, obligándolos a agacharse y a marchar muy despacio; de otro modo podían perderse
irremisiblemente en muy pocos minutos. Varias horas batallaron así hasta que, agotados y
temblorosos, hallaron por fin el suelo de la isla. Orhenin, el único de tos tres que poseía una
constitución física vigorosa, los ayudó a recorrer unos pocos kilómetros más. Deteniéndose con
frecuencia pero sin cejar en la empresa, penetraron en el interior del territorio que habían
señalado como su meta.
Tuvieron que andar todavía otra noche, en medio de un paisaje solitario de lagos
deshabitados para llegar, una madrugada tal gélida y ventosa como todas, a las cercanías de
Ventura. Estaban consumidos, sin fuerzas para seguir una hora más. Con sus últimas energías -y
sobre todo gracias a Orhenin, porque los otros dos ya no tenían vigor ni para eso- construyeron,
en una escarpadura helada un pequeño escondite donde instalaron su tienda de campaña.
Debieron dormir muchas horas, de verdad, antes de estar en condiciones de trazar un plan de
acción.

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Muchas veces me sucedió, especialmente después del


primer año, cuando leía algún pasaje de suprema belleza,
o me era dado ver colores y formas inconcebiblemente
hermosos. Mi espíritu alcanzaba la paz, el sentimiento de
armonía, hasta un alegre bienestar que hacía que
parecieran leves todos mis padecimientos. Trataba de
dormirme así. Y entonces, al poco tiempo, regresaban: los
sueños confusos de persecuciones e improperios, las
angustias conscientes, la total e irreducible soledad. La
mente no podía superar completamente la tosca textura de
los hechos, y terminaba entregándose. A pesar de mis
esfuerzos renacían el dolor y las realidades de mi encierro.
Finalmente comprendí que no era en vano: aún después de
la derrota conservaba en mí el recuerdo del éxtasis y de las
maravillas del cosmos, y podía continuar. Por eso me
encontraron.

De Confesiones y Recuerdos, por HANKL OZAY

Muchos hablan sido los cambios ocurridos en Ventura después de la primera semana de
incesante actividad. Al comienzo los ecumenistas habían casi duplicado la población del sitio,
fascinando y convirtiendo a muchos, aunque perturbando las firmes costumbres de algunos
otros. La paz del remoto lugar se había quebrado: todos los días había reuniones y asambleas y
actos litúrgicos, mientras las escasas calles mostraban un movimiento inusitado. Pero luego, con
el regreso gradual de la mayoría, el poblado fue retornando a su cauce. Los Hanksis, como
comenzaron a llamarlos, se integraron como uno mas de los grupos del mismo a medida que su
número se hizo más pequeño. Pronto llegaron a ser menos de cien personas, sin incluir entre
ellas, por supuesto, a las decenas de nuevos conversos que participaban ya regularmente en las
ceremonias y los ritos.
En esos pocos días se había conformado también un núcleo de . adeptos que empezó a
funcionar como una especie de consejo; lo integraban unas ocho o diez personas. Ellos, junto
con el grupo que encabezaba Ana en Yellowknife, pasaron a desempeñar la dirección efectiva del
movimiento, dado que Hankl vivía más bien retirado y se dedicaba casi exclusivamente a sus
meditaciones y sus escritos. Pero Hankl no estaba solo pues Carindha, una joven discreta y
solicita de la que poco se sabia, lo acompañaba permanentemente y compartía con él la fría casa
en que habitaba.
Dukkok se habla reunido varias veces con el profeta para debatir la forma de organización
que habrían de adoptar. Se había pronunciado a favor de un sistema sencillo, en verdad poco
original pero suficientemente probado:
-Donde haya un grupo de fieles, Hankl, ellos deberán integrarse en lo que ya llamamos una
comunidad; cada comunidad tendrá un pequeño consejo para la dirección de los asuntos del
culto, y estará encabezada por un Guía. Las comunidades se agruparán geográficamente en
zonas, y las zonas en capítulos, más o menos coincidiendo con las provincias y estados de la
Federación; tendrá que formarse un Consejo Mundial, o algo semejante, lo mismo que otros
consejos para cada región, capítulo, planeta.
-Parece simple en principio... está bien. Pero me gustaría que trabajaras para que eso que
propones fuese también flexible. En realidad, lo que me preocupa es otra cosa, Dukkok: es cómo
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evitar que surja una competencia por el poder, que la gente, sin proponérselo, comience a
disputarse la conducción de nuestra iglesia... Tal vez eso es inevitable, lo sé, pero quisiera que
pensaras en alguna forma de impedirlo.
Dukkok, con entusiasmo, trataba de adaptar sus tan diferentes experiencias a la tarea que
tenía asignada.
Con Ferra, un buen conocedor de la historia del catolicismo, Hankl Ozay debatía a menudo
sobre las reglas básicas de vida que todo estelar debería seguir. No deseaba algo tan rígido como
el compromiso semanal de la misa cristiana sino unas exigencias mínimas, fuera de las cuales
existiese completa libertad para asistir a las reuniones del culto, que tendrían que tener alguna
relación con las efemérides astrales. Hankl había sugerido al pasar que a cada hanksl, -alguna
vez en la vida, le haría bien repetir en pequeña escala una experiencia como la suya:
-Eso seria como un retiro riguroso, algo tal vez excesivo para la mayoría de los hombres... -
había objetado Ferra.
-Quizás... es una simple idea. Aunque no resultaría tan difícil de Cumplir si fuera por unos
pocos días, a libre elección de cada quien y una sola vez en la vida. Es una experiencia
reveladora, Ferra, conocer lo que significa el verdadero aislamiento.
Sólo ante el cuidadoso lya, en cambio, Hankl se atrevía a discutir la obra escrita a la cual,
laboriosamente, Iba dando forma, dedicándole horas de paciencia y de verdadero amor.
Todos, en general, trabajaban con buen ánimo, con alegría. Hankl tos alentaba a no
engañarse a sí mismos, a tomar conciencia de sus limitados conocimientos, de sus dudas, de que
estaban creando algo grande sin clara noción de cómo hacerlo: no quería que una especie de
prematura soberbia los llevase a sentirse cómo elegidos, como semidioses diferentes al común
de los hombres. Porque él, el Profeta, el maestro venerado cuyas palabras eran recogidas y
estudiadas en todo momento, pensaba con modestia acerca de sí mismo: frecuentemente se
sentía débil y desconcertado, asombrado aún por el giro prodigioso que había consumado su
vida e incapaz de llevar a cabo la grandiosa tarea que se había impuesto. Rodeado por la
vastedad del Ártico, tan semejante a aquella del espacio exterior, vivía una existencia retraída y
sencilla. Su salud se había deteriorado en Ventura, a pesar de que las máquinas módicas que
había en el poblado no eran capaces de detectar ninguna anomalía orgánica.

Hankl miraba el horizonte blanco, de lejanas montañas, meditando en lo poco que había
conocido del mundo antes de embarcarse como astronauta. Su vida había sido pobre en
experiencias, pensaba, y ahora se sentía conmovido por la amplitud del movimiento que
encabezaba, por la reverencia de sus camaradas, por el afecto y la dedicación que recibía sin
cesar.
-Esta es la primera vez que estoy en el Ártico, Carindha. No me arrepiento de haber venido
aquí, pero a veces pienso que deberíamos haber viajado hacia otro sitio, hacia algún lugar más
cálido... más humano.
-Creí que tú conocías toda esta región, que te hallabas en tu elemento.
-No, yo soy de la ciudad, este paisaje me resulta completamente extraño. Quisiera sentirme
mejor. En las noches vuelven a mí los sueños que tuve allá, los mismos sueños, y es como si
estuviera encerrado todavía en la cápsula, temiendo abrir los ojos porque se que voy a encontrar
otra vez la absoluta soledad. Es el horror del sueño en que me acosan y es todavía más, el
presentimiento de que el verdadero horror se halla después, al despertar.
-Pero yo estoy contigo, Hankl. Ya sé, me doy cuenta cuando te agitas y no puedes dormir.
Si pudiera ayudarte.
-Me ayudas, Carindha; es tan bueno que hayas venido a vivir conmigo. Sólo quisiera tener
más energías para poder continuar con todo lo que me he propuesto hacer.
-Tendrás que hacerte ver por médicos de verdad, Hankl. Tu caso es muy especial y estas
estúpidas máquinas no están preparadas seguramente para comprenderlo.
-Sí, es posible que ya, a esta hora, hayan muerto todos los que me acompañaron en el viaje
hasta Júpiter... siempre pienso en el destino de esa pobre gente.

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En ese momento, después de la señal electrónica y de la espera usual, entraron a la


estancia Swende y Gwani. Se saludaron con afecto. En los pocos minutos siguientes fueron
arribando los restantes invitados: estaban por supuesto Dukkok y Ferra, y también la anciana
Nakoki, Johnne, lya, y Fredek. A medida que llegaban parecía renacer en Hankl esa actitud
confiada, esa especie de alegre simplicidad que a . todos encantaba.
Debatieron acerca de los primeros informes, que llegaban desde Río de Janeiro y Moscú, a
través del enlace que les proporcionaba Ana: en varias ciudades se comenzaba a desarrollar el
cutio ecuménico y los fieles, al igual que en Yellowknife, se contaban por cientos y por miles. Por
doquier habla interés, expectación, aunque también amenazas y problemas. Pero ahora,
afortunadamente, las Naciones Federadas ponían algo más de celo en protegerlos de los
incontables fanáticos.
Luego se habló de los escritos de Hankl. Y éste, nuevamente melancólico, esbozó una
disculpa:
-Se que han grabado ya mucho de lo que digo y lo que escribo, hermanos, pero creo que no
es oso lo mejor. No quiero que me endiosen ni quiero que mi palabra, cualquier cosa que diga, se
convierta por ese sólo hecho en verdad para los otros. He pensado largamente sobre el tema y he
comenzado a escribir una pequeña obra, personal y sencilla, con mis recuerdos y mis
confesiones, con algunas ideas de las que me siento seguro. Creo que así se llamará, Confesiones
y Recuerdos. Sé que hay muchos que desean que redacte un nuevo libro sagrado, pero mi
propósito no es ese: no quiero que nuestro pensamiento se encadene a algunas pocas fórmulas
rituales, que se lo reduzca simplemente a un texto venerado.
-Bueno, Hankl -dijo Dukkok- lo importante es que estén tus ideas, las propuestas básicas
que tanto nos han impresionado a todos. El resto déjalo en nuestras manos, que ya nos
organizaremos para difundir tu palabra. Precisamente acabo de completar lo que te había
prometido.
Enseguida desplegó una agradable proyección holográfica, en tres dimensiones, donde se
podía apreciar de una ojeada el conjunto de asambleas regionales y capitulares, el papel de los
consejos, las relaciones entre los templos y los diversos gulas que se habrían de elegir, Todo lo
explicaba con claridad y orden, pausadamente pero sin circunloquios, de modo que los otros
pudieran entenderlo. Gwani finalmente exclamó:
-Bravo, Andreas. Es bueno tener a un auténtico profesional entre nosotros, ¿no les parece?
Todos rieron y Hankl, entrecerrando los ojos, le dijo:
-Recuerdo que tenías una deuda pendiente con un senador, Andreas. No sería bueno
mandarle una copia de esto ahora y saldarla de una vez? El quedará satisfecho y nosotros nada
perderemos, porque se trata de algo que pronto será público y que, en definitiva, es bastante
inocuo. Creo que a él le interesará conocerlo de antemano.
-Eso mismo pensaba yo. Y creo que una conversación tuya con él quizás nos pueda resultar
conveniente. Aunque Dowwe no nos pueda garantizar nada, él tiene auténtico poder: está en
condiciones de ayudarnos, si se lo propone, y de lograr que controlen a los peores sectarios, a los
que predican con las armas en la mano.
-Pero hay que tener cuidado, Andreas. Tú mismo nos has contado de las intrigas de que es
capaz ese hombre.
-Por supuesto, yo lo conozco bien. Sería muy peligroso llegar a un pacto o cosa semejante:
nos usaría sin piedad. Pero podemos en cambio tratar de que no se incluya entre nuestros
enemigos; exigirle al menos la protección que nos corresponde por ley.
La reunión ya se disolvía. Mientras abandonaban la casa, entre risas y bromas, se
comentaba acerca del pronto regreso al sur: sólo quedarían unos pocos, mientras Hankl
terminaba de dar forma a sus Confesiones. Algunos pensaban en la amada Yellowknife mientras
que otros, oriundos de muy diversos lugares, planeaban los que habrían de hacer en más
distantes horizontes.

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Al salir, rutinariamente, Dukkok observó los alrededores. Divisó una confusa luz rosada a
unos quinientos metros de distancia y -entonces-su cara se transformó súbitamente. Alcanzó a
gritar, mientras se arrojaba sobre el hielo:
-i Al suelo todos! i Nos atacan!
Algunos todavía reían de lo que suponían una teatral ocurrencia suya, cuando un
estruendo atroz pareció arrancar de raíz a la antigua vivienda. Surgían veloces llamaradas de las
paredes y otros estallidos, algo menores, volvían a conmover a todo lo que se hallaba alrededor.
Dukkok, levantándose, rodeó la casa gritando a los sobrevivientes para que lo siguieran:
-¡Rápido, a mi trineo, no hay tiempo que perder!
Dos cadáveres, el de Nakokl y el de Carindha, yacían ante lo que había sido la entrada de la
casa. Johnne tenia una profunda herida en el antebrazo y todos gritaban con pavor. Los
atacantes seguían lanzando, a intervalos regulares, nuevos proyectiles. Pero las paredes de la
vivienda eran sólidas y eso impedía que hubiesen nuevas victimas. Así, cuando un poderoso
láser brilló a lo lejos, amenazante, ya los ocho estelares sobrevivientes recorrían veloces en sus
trineos la corta distancia que los separaba del centro del poblado. Hankl, mirando hacia atrás,
parecía profundamente perturbado.
Loe siguientes minutos fueron de una confusión indescriptible. Ante la casa de reuniones
se agolpaba ya mucha gente, gritando y
discutiendo; otros coman o preparaban sus trineos, mientras que el herido era trasladado
rápidamente hacia la sala de curaciones. Dukkok pensaba que lo mejor era prepararse de
inmediato para la defensa: recoger las armas disponibles, averiguar quiénes y cuántos eran los
atacantes, construir algún tipo de barricada que los protegiera. Ferra, entretanto, trabajaba
febrilmente con el compucom: ya había alertado a Yellowknife y creía que lo mejor era llamar a
los federales. No faltaban quienes, abrumados por la súbita violencia, pidiesen a los visitantes
que se fueran:
-¡Váyanse, váyanse todos! ¿No ven que están causando la ruina de Ventura?! -decía una
pareja de ancianos aterrados.
Hankl callaba. Sentía otra vez que el círculo diabólico de la violencia se cerraba
Implacable, como cuando la Betelgeuse se aproximaba al gran planeta blanco, y no podía
apartar de sí la imagen del cuerpo destrozado de Carindha. Alrededor de él todo se hacía a la
vez, desordenadamente: algunos partían ya hacia el sur, sin esperar las decisiones de los demás,
pensando que lo mejor era alejarse inmediatamente de aquella peligrosa desolación; Ferra
seguía frente al compucom hablando con autoridades y con amigos; Dukkok, hábil para
organizar grupos de voluntarios, y usando algunos sensores infrarrojos, había logrado establecer
que los atacantes no eran muchos y que ya no disponían aparentemente de armas de gran poder.
La resistencia, por ello, ya no era un problema, aunque veía lo difícil que sería pasar a la
ofensiva: ellos tampoco tenían más que algunas pocas armas, viejas pistolas de caza y fusiles de
corto alcance. Poco se podía hacer por el momento.
En medio de la agitación incontrolable, bajo la noche inmensa e inhumana de la isla,
Hankl arribó a una decisión desesperada. No quería una batalla: eso era lo último que podía
aceptar, la confesión de que esos fanáticos eran capaces de arrastrarlo a la brutalidad de la
lucha, que además presentía larga y cruel; no quería morir tampoco así, acorralado en la
oscuridad, esperando simplemente el golpe de gracia que pudiera llegar desde cualquier parte.
En ese momento se escucharon unas fuertes detonaciones, producto de los fusiles anticuados
que se habían llevado quienes patrullaban la noche. Hubo luego un silencio general, que Hankl
aprovechó para hablar:
-Está bien todo lo que hacen, mis queridos amigos -dijo alzando las manos, sosteniendo
una mirada que no lograba fijarse completamente en nadie-. Busquen ayuda y traten de apresar
a esos bandidos, pero no luchen contra ellos. Nada justifica que haya todavía más víctimas. Pero
yo, sin embargo, me marcho. -Volvió a alzar sus brazos, ante el murmullo de los demás, y
agregó-: No voy a pedirles ahora que me sigan, como cuando nos reunimos en el barco de s'Mou,
porque comprendo que la situación es ahora diferente. Sé que podrán sentirse abandonados,

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porque con amor me han seguido hasta tan lejos, pero es mi deseo de paz el que me aleja, quizás
mi debilidad, de ninguna manera mi deseo de separarme de ustedes. Pero no puedo evitarlo, sé
que tengo que irme de aquí, desaparecer, dejar atrás ios sitios habitados. Me internaré entre los
hielos y volveré cuando esta pesadilla haya pasado. A todos los amo profundamente, a todos,
pero debo irme solo.
-Te matarán!, si vas solo te matarán!
-Hankl, no puedes irte así.
-¿Adonde te irás?
Las protestas y los razonamientos de los demás en nada pudieron cambiar lo que había
resuelto. Sólo aceptó finalmente dos cosas: utilizar el mejor trineo disponible y compartirlo con
algunos camaradas; de hecho, no podían ser más de tres. El mismo Profeta, ahora tan
visiblemente perturbado, escogió a sus acompañantes:
-Dukkok, -dijo- tú que eres un hombre de acción, capaz de no perder la calma, quisiera que
me acompañaras. Y también tu mujer, Swende, para que esté contigo y conduzca el trineo: pocos
lo saben hacer como ella. -Recorrió con la mirada al círculo que formaban los presentes y se
detuvo ante lya-: Me gustaría que tú también estuvieses conmigo, hermano, para que juntos
terminemos de dar forma a lo que estoy escribiendo.
En los minutos que siguieron, mientras el vehículo era convenientemente equipado y
dispuesto, hubo una intensa persecución: se hizo una batida por los alrededores que acabó en un
breve combate. Fredek de Inmediato le informó a Dukkok:
-Los encontramos, hermano, ya oíste los disparos. Lo lamento, pero tuvimos que tirar a
matar. Tenemos tres heridos, nada grave, pero hemos logrado hacer un prisionero.
-¿Quiénes?
-Es una mujer, y no ha dicho nada todavía, pero parece pertenecer a la secta de Los
Desesperados.
-Era previsible... ¿crees que son muchos?
-No, quedan solamente dos, casi con seguridad, porque hemos descubierto también el sitio
donde acamparon, como a dos kilómetros de aquí.
-Probablemente el mismo Rashawand sea uno de ellos...
-Sí, todo parece confirmarlo. Pero hay algo más, y algo bastante malo: han logrado
apoderarse de un trineo, del que estaba cerca de la casa.
-Es una máquina vieja... un Sled...
-Sí, pero es muy probable que intenten atacar otra vez; tuvieron que abandonar el gran
láser que traían, pero pueden poseer algunas otras armas.
-Entonces nos vamos. Hankl no está bien y no podrá resistir más enfrentamientos.
Ya Dukkok había logrado establecer un sistema de comunicación, algo precario, que lo
mantuviera en contacto con la poca gente que permanecería en Ventura. Era indispensable no
quedar aislados durante este nuevo viaje, que él seguía sintiendo como innecesario, casi
absurdo, porque sabia que El Desesperado poco hubiera podido hacer contra el sistema de
defensa que ya tenía prácticamente organizado. Ferra aseguraba, además, que en menos de tres
horas llegaría un destacamento de Federales para capturar al sectario. De todos modos, ante el
temor de un nuevo intento del fanático, y viendo el estado depresivo de Hankl, Dukkok decidió
que ya era hora de partir:
-Vámonos ya, Swende, no queda otra cosa por hacer. ¡ Esperamos estar pronto de regreso,
hermanos!
Hankl levantó su mano, lentamente, saludando a quienes lo rodeaban. En todos se
notaban tanto el afecto contenido como la inevitable aprensión que el nuevo viaje provocaba.
Pocos instantes después el veloz trineo, completamente aprovisionado, se alejó rumbo a la
inacabable noche.

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La violencia puede ser dominada, controlada,


reducida hasta lo ínfimo, si se piensa constantemente
en los otros, en que los otros existen. Sólo se llega a
dominar la ira cuando -aun en el caso de que
tengamos pleno derecho a encolerizamos- somos
capaces de abarcar las peores consecuencias de lo
que estamos haciendo.

De Confesiones y Recuerdos, por HANKL OZAY

lya había sido un bibliotecario, un especialista en el cuidado de libros de todas clases: los
antiguos incunables, los libros de papel que tanto abundaron en el siglo XX, los grabados en
cintas y discos magnéticos, los modernos cubos de delicada estructura química. En su ciudad
natal, Lagos, había aprendido el latín y el inglés clásico, los lenguajes universales modernos y
muchos de los idiomas que procedían del gran pueblo bantú. Seguía siendo un estudioso
solitario, un hombre pequeño y alegre, de unos cincuenta años, que gustaba de los placeres
sensuales intensa pero esporádicamente. Su conversión había sido inmediata: poseedor de una
religiosidad difusa a la que no conmovían la rigidez del Islam o el trascendentalismo cristiano,
había decidido acercarse a Yellowknife para conocer al nuevo profeta, como tantos otros. Ahora,
en un paisaje tan opuesto al del Golfo de Guinea, se hallaba un poco incómodo: comprendía que
estaba viviendo una gran aventura, que su papel al lado de Ozay nunca podría ser olvidado pero,
en el fondo, siempre pensaba que al día siguiente iría a abandonarlo todo para regresar a sus
hábitos y a la luz ecuatorial que eran parte de su ser.
Mientras el trineo avanzaba veloz en la insondable noche lya, todavía sorprendido por ei
pedido de Hankl, se esforzó en ordenar sus ideas:
-Sé que necesitas paz para trabajar, hermano -le dijo- pero no veo cómo podrás
encontrarla viajando continuamente. ¿Hacia dónde nos dirigimos?
-Vamos a perdernos, Iya, a alejarnos completamente de la civilización por un tiempo.
Aunque sea en el mismo polo encontraré un , sitio donde no existan asesinos dogmáticos.
Mientras ellos dirigen el trineo y se ocupan de quienes nos persiguen nosotros dos, aquí mismo,
podremos ir ordenando las palabras conque quiero narrar mi historia. Necesito de tu ayuda.
Iya, tan sorprendido como Dukkok o Swende, lo escuchaba con atención.
-Sabes que no he podido tener casi paz desde que llegué del espacio: primero fueron los
funcionarios y los médicos los que me acosaron durante semanas, sin desear molestarme, es
cierto, pero despertando mi ansiedad; luego he predicado sin cesar y, cuando ya comenzaba a
sentirme satisfecho, he tenido que sufrir el hostigamiento de los sectarios, a los que atraigo más
allá de mi voluntad. Hasta a Carindha me han quitado -dijo, conteniendo un sollozo.
Luego Hankl quedó en silencio, mientras Swende se esforzaba por mantener el rumbo del
trineo. Dukkok conversaba por la radio, intermitentemente, con Fredek o con Gwani. Pero
Hankl enseguida se repuso. Sacó una pequeña máquina lectora y un cubo, que entregó a Iva.
Operó sobre los controles y dijo:
-He avanzado bastante en los últimos dos días, después de nuestra última conversación.
Mira esto, por ejemplo.
Iya, resignado a vivir circunstancias tan extraordinarias, trató de concentrarse, como si
estuviera otra vez en Lagos examinando algún antiguo manuscrito y no existiese el desierto
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blanco a su alrededor. Se sentía a la vez halagado y temeroso, pero encontró pronto en la lectura
la forma de evadir su ansiedad. Al rato comentó:
-Bueno, esta parte, no sé... ¿no crees que aquí faltaría explicar algunas cosas? Creo que lo
que dices acerca del budismo moderno no se entiende bien. Piensa que habrá muchos lectores
que ni siquiera sabrán a qué te estás refiriendo...
El ataque había sido un horrible fracaso, y Rashawand lo sabía. A pesar de la sorpresa y del
relativo poder de las armas empleadas, ese hombre demoníaco se les había escapado. No hablan
tenido suficientes bombas con las cuales poder arrasar la casa y perseguir a esos bastardos. La
rapidez de la fuga y el contraataque -para el cual no estaban preparados- confirmaban que entre
ellos se hallaba una inteligencia experimentada, sin duda la de Dukkok. Tenía una herida leve en
una pierna, que se curó en pocos minutos, pero su traje especial ya no podía protegerlo bien del
frío porque se había dañado Irreparablemente. Orhenin, aunque no quiso traslucirlo de
inmediato, al fin tuvo que confesar su preocupación:
-Qué haremos sin Warani, maestro, ahora que necesitamos detectar la presencia de Ozay
por medio de esos aparatos que ella tan bien sabía manejar...
-No seas débil. Este trineo que hemos conseguido tiene un buen sistema de radar y no será
difícil ubicarlos en esta desolación. -Pero usted está herido.
-No es nada grave, ya estoy bien. Dios nos protegerá. Se habían apropiado del vehículo en
el momento de mayor confusión, cuando los estelares que los atacaban se replegaban ante la
amenaza de su láser, llevándose a Warani. Y aunque esa era la única arma de mediano alcance
que les quedaba, pues el láser más pesado hablan tenido que abandonarlo, él confiaba en poder
acercarse lo suficiente a los fugitivos como para destruirlos sin piedad. Había un solo, gravísimo
problema: las gentes de Ventura los había visto claramente cuando se lanzaban a la persecución
y -con seguridad- alertarían a las tropas federales. Tenían poco, muy poco tiempo.
Swende sabía conducir esos trineos que eran como poderosos relámpagos deslizándose
sobre el hielo. Tenían combustible, alimentos compactos -los aburridos alimentos compactos
que horrorizaban a Hankl- y hasta una buena forma de comunicarse por radio con los amigos
que dejaran en Ventura. Pero no tenían idea de hacia dónde dirigirse.
-De verdad, Hankl, quieres que vayamos hasta el Polo? Yo ya he enfilado hacia el norte de
la isla, pero...
-Claro que sí, vamos a seguir hacia adelante sin detenemos.
-Tendremos que reabastecemos antes de dos días, Hankl, esto es un simple trineo de
trabajo -acotó Dukkok- Hay que buscar alguna población donde puedan ayudarnos.
-Trata de hacerte notar lo menos posible. Con toda seguridad El Desesperado ha salido
detrás nuestro, tratando de alcanzarnos.
-Sí, eso dice Fredek, aunque nada ha podido confirmar con exactitud. Los federales todavía
no han aparecido en Ventura.
-Me lo imaginaba... Sigue lo más rápido que puedas, Swende, para ponernos fuera de su
alcance.
Continuaron así durante algunas horas, siempre hacia el norte, hasta que llegó la mañana:
la claridad era aún más tenue que en Ventura cuando, a setenta y cinco grados de latitud norte,
arribaron a la isla de Melville después de cruzar un ancho canal. El calor del vehículo dejaba un
surco en el hielo, perceptible durante largo rato, que identificaba plenamente su ruta. Ellos lo
sabían, aunque no había modo de evitarlo. El Desesperado apenas si necesitaba de su radar.
El Ártico era, en invierno, todavía un completo desierto. No florecían ciudades y pueblos,
como en la próspera zona al sur de Yellowknife, o hasta en la propia Antártida, al otro extremo
del planeta. Dukkok detectó dos dobles y confusas señales -que parecían proceder del mismo
casquete polar- y una conversación que se desvaneció de pronto, proveniente de dos emisores
situados hada este, en la isla de Ellesmere quizás. El viento, que se habla hecho más intenso,
dificultaba la recepción. Desde Ventura le confirmaron sin embargo que sus perseguidores
habían robado un trineo de regular calidad y que sus ocupantes eran sólo dos. Les llevaban una
media hora de ventaja, unos treinta o cuarenta kilómetros en el mejor da los casos.

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Hankl Ozay, inflexible, seguía trabajando. A pesar de la somnolencia de lya -que ya en


poco colaboraba- continuaba revisando sus Confesiones, anotando observaciones y comentarios,
corrigiendo lo ya escrito. Hacia las tres, cuando todos dormitaban y ya se había desvanecido la
débil claridad del sur, Swende se alarmó. Un viento cada vez más intenso le hacía perder con
frecuencia el control del-trineo. Despertó a Dukkok y, pronto, tuvieron que enfrentarse a un
pavoroso desafío: la tempestad barría la planicie de hielo
despiadadamente, sin encontrar obstáculos a su paso, amenazando con destruir al
vehículo, frágil frente a la intensidad de los elementos. No habla ahora nada que pudiese
protegerlos, estaban ya sobre el propio Océano Glacial Ártico.
Durante dos horas la muchacha de los largos cabellos batalló contra el aire poderoso.
Dukkok; cuando podía, la ayudaba: pero había que ser un experto para dejar que el viento
arrastrara el trineo sin perder el completo control sobre el mismo y sin gastar, además,
demasiado combustible. La visibilidad era ya prácticamente nula y el único consuelo consistía
en saber que nada habla hacia adelante, nada contra lo cual chocar o estrellarse, sino la
uniforme inmensidad del hielo.
lya, sin ningún pudor, temblaba de miedo. Hankl estaba otra vez profundamente
ensimismado, tal como luego del ataque a su casa. Comenzó a vomitar en silencio, con lágrimas
en los ojos. -Cuanto tiempo puede durar una cosa como esta, Swende? -No sé, lya, estamos ya
fuera de todo cálculo. -Crees que este trineo podrá resistir?
-Un poco más, no sé. Trata de no angustiarte, en el peor de los casos nos rescatarán.
-No lo creo ¿cómo sabrán de nosotros? Y era verdad. La tecnología no bastaba para
permitir la comunicación en medio de la ventisca y estaban muy lejos de todo, completamente
al margen de los rumbos transitados.
-No importa eso, lya, resistiremos. Tenemos que luchar, en realidad no hay otra
posibilidad... no podemos regresar a ninguna parte en estas condiciones.
Poco después hubo un golpe de viento excepcionalmente intenso y, entonces, el trineo
volcó. Su fuerte exterior no sufrió daño, porque era de una sola pieza de plástico resistente, sin
fisuras, pero dos reactores se desprendieron y un deslizador se quebró. Así era imposible seguir.
El aire era como una cortina blanca, que impedía la vista, y las diminutas fracciones de hielo que
arrastraba se fueron acumulando sobre el borde del golpeado aparato.
Esperaron en silencio, replegados sobre sí. Toda comunicación con el exterior estaba
interrumpida y el vehículo, en esos momentos, sólo les ofrecía el mínimo de calor necesario para
no congelarse. Al cabo de un tiempo que les pareció inconmensurable la tormenta
fue amainando. El hielo casi los había cubierto por completo pero pudieron abrir una
puerta y comenzar la laboriosa faena de desenterrar la máquina. A lo lejos, con alguna
esperanza, divisaron una luz: podía tratarse de alguna estación científica. Era imposible saberlo
con certeza porque la radio -que Dukkok trataba de hacer funcionar desesperadamente- sólo
captaba confusos rumores. La oscuridad era absoluta.
Viendo que los esfuerzos de Andreas no daban resultados concretos lya, impaciente,
propuso:
-Deberíamos marchar hacia allí, ¿no creen? Tal vez puedan ayudarnos a reparar esto.
-Espera un momento, creo que ya puedo captar algo.
Pero sólo se escuchaba un ruido crepitante, que parecía llegar desde muy lejos, no de aquel
sitio de donde provenía la luz.
-Me temo que esta no es una estación científica -dijo Swende, alarmada-. Tendrían una
señal de prueba, o de rescate, o algo parecido; estarían transmitiendo. Tal vez sea un trineo
extraviado...
Dijo lo último con voz trémula, que delataba su temor. Dukkok le respondió:
-Sí, hay que tener cuidado, podría tratarse de Singh... Y es probable además que esté cerca:
la luz de un Sled-31 es bastante débil.
-En cualquier momento pueden sacar su láser. Deberíamos protegernos -añadió lya, que
había perdido súbitamente el ánimo ante tan frustrante posibilidad.

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Pero, en ese mismo instante, mientras trataban de determinar la mejor forma de actuar en
esa difícil situación, comprendieron que algo terrible había sucedido: Hankl ya no estaba. Había
partido silenciosamente, tomando unos esquíes sin motor que había en el trineo y, con pericia,
se había impulsado en dirección a la luz. Había llegado a la conclusión, como después lo hicieron
los demás, que la luz provenía del extraviado vehículo de Rashawand. Swende y Dukkok salieron
tras él, de prisa, pero ya a alguna distancia; no tenían forma alguna de alcanzarlo porque iban a
pie, fatigosamente, hundiéndose
en la blanda nieve recién caída. La oscuridad era tal que sólo podían divisarlo porque
proyectaba su larga sombra ante la débil luz. Cuando por fin se acercaron a él, dando un
pequeño rodeo para aproximarse, tratando de que no los descubrieran, vieron algo que los
estremeció y los detuvo. Rashawand Singh, El Desesperado, empuñaba con decisión su láser
apuntando al profeta. Estaba recostado sobre los restos de su trineo, que se había literalmente
partido en dos. El otro individuo yacía dentro de la inútil máquina, aparentemente sin vida.'
Dukkok estaba armado, aunque con una simple pistola deportiva, pero tenía un ángulo
favorable y la posibilidad de tomar por sorpresa al Desesperado. El diálogo que escuchó, por
momentos deformado por las máquinas traductoras, lo decidió a permanecer inmóvil.
-No, estás equivocado -decía Hankl-, mi muerte sólo servirá para dar más fuerza al
movimiento. ¿Cuándo has visto una religión sin mártires? ¿Crees que has ganado algo, acaso,
matando al pobre WUI? -Yo no lo maté. Y no intentes disuadirme, infeliz. Sé que eres un
perverso que te aprovechas de los instintos de la gente común para tus fines. Sólo quieres poseer
poder para compensar los años de soledad y de monotonía que has pasado en el espacio.
-Monotonía no es la palabra, Rashawand -por momentos Hankl, aunque polemizando,
hablaba con extraordinaria dulzura. Parecía olvidar por completo la presencia del siniestro
láser-. Es algo mucho peor. Diría que es desesperación, y no pienses que lo digo para burlarme
de tu nombre. Pero tuve que soportarlo solo, creándome mi propio mundo, un mundo de lectura
y de meditación. Escuché la voz de muchos hombres que escribieron sobre sus dolores y sus
angustias. Traté de comprenderlos. Leí hasta un documento publicado por tu secta hace unos
veinte años. Si me guiase simplemente una ambición de poder hubiera terminado loco, como
acabaron los otros, o habría aceptado lo que me proponían al regreso: un buen papel en la
Administración Planetaria, cómodas asesorías, hasta el destino político que me brindaba la
publicidad que se hacía con mi nombre. El Desesperado escuchaba, absorto, sin reparar para
nada en el viento helado que mordía sin piedad su pierna casi descubierta, a la que el traje ya no
podía proteger. Pero insistía:
-Sólo intentas justificarte, perro. Propones una vida libertina para ganarte el favor de los
que son como bestias. Reniegas de Dios.
-Ayer mataste a mi mujer y hoy estoy solo, en medio del Ártico, con unos pocos amigos: ¿a
eso llamas tú libertinaje?
-No fue a ella a quien quise matar, tú lo sabes.
-Pero eso no modifica en nada la realidad, tú también lo sabes. Mátame ahora, pero antes
escucha: no puedes cambiar al hombre si no lo aceptas primero como es, si lo conduces por un
camino de prohibiciones y de magia, como si fuese un niño. Yo no propongo ningún libertinaje:
pero me niego a crear una religión cuyo papel principal sea el castigo, la represión, la censura.
-No me convencerás tan fácilmente -dijo con amargura Rashawand-, no he llegado hasta
aquí tan sólo para conversar.
-Tan poco sentido tiene matar aquí como en cualquier otra parte -Hankl Ozay miró
entonces hacia el destrozado trineo y preguntó-: ¿Tu compañero está muerto?
-Sí. Se fracturó el cráneo cuando la tormenta quebró el trineo. El Desesperado, era obvio,
se sentía confundido. Bajó el láser, que mantuvo junto a su cuerpo, y caminó unos pasos hacia
donde estaba Orhenin. Todos se acercaron: no cabía ninguna duda acerca de la suerte corrida
por el muchacho. Hankl habló, pausada y firmemente:
-Quiero proponerte algo, aunque te parezca insensato. No podemos dejarte solo en un
lugar como éste, ni tú puedes seguir por otros medios. Vente con nosotros.

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Rashawand lo miró en silencio, con una expresión de sorpresa tal que resultaba como la
misma caricatura del asombro: sus ojos negros abiertos completamente, la boca entreabierta,
como a punto de decir algo, no se sabía bien si un insulto o una palabra de agradecimiento.
Dukkok, a pesar de las circunstancias, tuvo por un momento ganas de reír.
-Si no cooperamos todos moriremos, entiendes -se atrevió a decir . Swende, temiendo un
rechazo de ese extraño hombre-. La próxima estación puede estar a cientos de kilómetros. -No
me importa morir, y tú lo sabes.
-Es simplemente una cuestión de sentido común -continuó Andreas Dukkok en tono
suave:
-¡Jamás pactaré con ustedes!. No voy a rendirme ni a entregarme.-Dirigió su mirada hacia
su mano, que aferraba todavía el arma.- Puedo
defenderme... o aniquilarlos.
-Pero no quieres -añadió Hankl-. Y sabes que es mejor así: de nada sirven las tragedias.
Comprende, Singh, no es tiempo de combatir.
El Desesperado no respondió y se agachó ante el cuerpo exánime de su compañero,
murmurando unas oraciones. De pronto levantó algo su mano y, sosteniendo el láser
firmemente, lo hizo funcionar con suavidad. Todos se sobresaltaron; Dukkok, incluso, alcanzó a
desenfundar su arma. Pero el rayo se dirigía hacia abajo penetrando, más allá de la nieve
superficial, en la cristalina dureza del casquete polar. Pronto, trabajando con método, El
Desesperado logró abrir una especie de cavidad que podía servir para sepultar a Orhenin. Los
demás, comprendiendo el sentido de la ceremonia, lo ayudaron como pudieron, con
herramientas improvisadas, a perfeccionar la fosa. Rashawand alzó la mirada hacia ellos pero
nada dijo. La tarea era casi imposible por la dureza del hielo aunque, a) cabo de un rato,
lograron un resultado más o menos aceptable. En tono bajo Rashawand terminó sus plegarias,
su figura alargada destacándose contra la vastedad de océano helada El viento frío golpeaba
inclemente sobre su traje, que ya no protegía para nada a su pierna izquierda.
El habla vivido con intensidad esos últimos días: primero en la tenaz y agotadora marcha
hacia Ventura; luego en esa obstinada persecución que su vehículo, más lento, no lograba hacer
con efectividad; finalmente, ante la violencia Inacabable de la tormenta, había asistido
impotente a la muerte de su compañero y la destrucción de su trineo, al estruendo conque éste
se había quebrado después de rodar sin control. La discusión con el profeta, el enfrentamiento
decisivo que tanto anhelara, no le había aportado satisfacción sino mayor ¡incertidumbre. Por
eso ahora, concluida la ceremonia informal sobre la tumba de su discípulo, ei dolor de su cuerpo
maltratado pudo manifestarse en toda su intensidad. Su voluntad lo abandonó súbitamente.
Hizo un gesto apenas disimulado de dolor, al sentir que su pierna ya no podía sostenerlo y se
desvaneció en la implacable oscuridad.
Antes de que alcanzase a caer ya Swende lo sostenía, con algo de maternal ternura,
mientras decía a los otros:
-Creo que ya no hay tiempo para las discusiones. Tenemos que nevarlo inmediatamente
hasta nuestro trineo.
Rashawand despertó unas horas después y, para su sorpresa, descubrió que todavía tenía
el láser en su funda, al lado de su cuerpo. Una cara negra y afable lo miraba con preocupación:
-Deberá disculparnos, hermano -le dijo lya- pero este es un simple trineo y aquí no
tenemos máquinas médicas. Algo malo pasa con su pierna.
-Me lo supongo; me ha despertado un intenso dolor, pero ahora ya no la siento en
absoluto.
-Creo que se le ha congelado.
- Nos perdonarás, Rashawand, pero creo que no teníamos otra alternativa -agregó Hankl-.
Tomamos un deslizador de tu trineo y se lo ajustamos a éste, aunque no calzó del todo bien. Nos
pareció que debíamos traerte con nosotros, a pesar de no tener tu consentimiento, porque no
podíamos dejarte abandonado en el hielo. Pero quiero que sepas que eres completamente libre,
no pretendemos retenerte.

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-¿Adonde nos dirigimos?.


-Eso es lo mato: no lo sabemos. -Dijo Dukkok.- Hemos captado una señal un tanto
Imprecisa, y allá vamos. Tenemos comida para dos o tres días, pero el combustible en estas
condiciones, se va a acabar en pocas horas.
El viaje sé desarrollaba lentamente. Con sólo un reactor en funcionamiento y deslizadores
inadecuados la máquina, aún en ese terreno casi llano, se desplazaba con dificultad. No sabían
tampoco, realmente, donde se encontraban, puesto que el Ártico no es más que un océano
congelado: no existen en propiedad accidentes geográficos ni referencias visuales que orienten
al viajero, especialmente durante el largo invierno que es sólo noche y frío.
Ningún tipo de brújula podía servirles allí, precisamente tan cerca del polo magnético, y
las estrellas remotas -que ahora se veían- eran
también inescrutables. Por eso se movían como a tientas, apenas si guiados por las
vacilantes señales que recogía la sencilla radio del trineo, y sentían el desasosiego de saberse
abandonados a su suerte. Durante muchas horas viajaron así, a moderada velocidad, cuidando
de no apartarse de la línea recta que -en todo caso- los llevaría alguna vez hasta tierra civilizada.
Hankl trabajaba a veces, agregando algunas ideas a lo escrito y haciendo ocasionales
comentarios a lya. Este, que había recuperado en algo su presencia de ánimo, se veía sin
embargo poco atraído por discusiones religiosas, filosóficas, o de cualquiera otra índole. Se
lamentaba más bien para sí mismo de los escasos conocimientos de geografía que poseía, pues
hubiese querido saber a qué distancia se encontraba la próxima tierra habitada, las dimensiones
del océano que atravesaban y un sinfín de cosas que nunca antes le habían interesado.
Después de permanecer un largo rato en silencio, Rashawand comenzó a hablar. Sus
dolores habían disminuido, gracias al potente analgésico que le habían proporcionado, pero su
cuerpo entero acusaba ya los rigores de la intensa aventura. Para olvidar, para entender ios
hechos, se decidió a interrogar a Hankl.
-Qué escribes, el nuevo libro sagrado?
-Sabes, por mi mente pasó muchas veces esa idea, pero la he rechazado. Hay demasiados
libros sagrados. Los tuve junto a mí el tiempo suficiente como parí conocerlos bien. Incluido el
Adi Granth. Quiero que los demás conozcan por lo que pasé, simplemente, y difundir algunas
ideas que tuve mientras reflexionaba en mi cápsula. Nada más.
-Pero eso podrá sacralizarse también, convertirse en un Corán para los que te siguen, no es
verdad?
-Sí, lo sé. Pero trataré de que haya una diferencia: el libro tiene que ser simple, escrito por
un hombre cualquiera, no como si fuese dictado por un dios o un demiurgo.
-Encuentro mucha soberbia en tu modestia, y perdona que te hable así cuando acabas de
salvarme la vida.
-No hay que tomarlo de ese modo, Rashawand. Puede decirse que tú también me la has
salvado a mí, puesto que no quisiste disparar cuando podías.
Siguieron adelante, con Swende siempre en el control y Dukkok a cargo de las
comunicaciones. Para su desgracia, la confusa señal que percibieran rato antes se había
desvanecido por completo y la radio, careciendo de una antena adecuada, solo alcanzaba a
captar rumores sin sentido. El terreno no ofrecía demasiadas dificultades para avanzar -aquí o
allá algunas pequeñas crestas que se formaban sobre la dilatada superficie- pero el vehículo
marchaba mal: el esquí izquierdo era más débil y pequeño que el otro y ello producía un andar
Irregular, una tendencia a derivar de lado que debía ser compensada manualmente. Era un
esfuerzo agotador el que tenía que hacer Swende para manejar un trineo tan sensiblemente
dañado. La potencia, por otra parte, apenas si era la mínima indispensable para una marcha de
mediana velocidad.
Antes que transcurrieran dos horas hubo, por ello, otro percance. El deslizador se soltó y
tuvieron que trabajar duro para amarrarlo medianamente otra vez. Todo parecía oponerse a los
viajeros: la pérdida del rumbo, la oscuridad, las pésimas condiciones de la máquina. Andreas,
trabajando casi con rabia, aprovechó la parada para mejorar, con los materiales a su alcance, la

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antena exterior del transporte. El resultado fue alentador: pronto comenzaron a recibir una
señal bastante nítida, que al menos tenia continuidad; parecía provenir de alguna estación
científica no muy distante. Gracias a ello pudieron corregir el rumbo y Dukkok inició, sin
demora, sus llamadas de socorro.
Entretanto, los tres hombres del asiento de atrás parecían haberse desentendido del
mundo. Hankl había caído otra vez en una especie de ensoñación letárgica, silencioso, la mirada
vacía. Rashawand también callaba, sin poder superar el dolor que le producía su pierna y sin que
los sedantes que le dieran lo ayudasen ya demasiado, lya, por último, después de colaborar en la
colocación del deslizador, se había rendido otra vez al sueño. De nada servían sus reparos y sus
lamentos, de todos modos, pues poco conocía del mundo en que se encontraba.
Las paradas, al poco tiempo, tuvieron que hacerse más frecuentes: el deslizador volvía a
soltarse, el reactor debía ser ajustado, hasta la antena perdía la orientación adecuada. Llegó un
momento, por fin, en que el trineo pareció abandonarlos por completo. Era ahora el deslizador
derecho el que traía originalmente el vehículo- el que se había quebrado ante una saliente de
hielo que Swende no pudo esquivar. Desolada, rendida, ella soltó los mandos y se llevó las
manos a la cara: llevaba treinta y seis horas conduciendo. Se recostó sobre el pecho de Andreas y
éste la abrazó.
-Eres la mujer más valerosa que conozco -le dijo con voz dulce. Estaban a punto de sollozar
cuando lya, sobresaltado, se despertó:
-¿Qué es ese ruido? ¿Qué pasa ahora?
Ellos no habían comprendido todavía que la radio, por fin, les respondía su llamada. Una
voz monótona repetía un mensaje en que se pedía la identificación y la posición de la nave.
Llorando de alegría respondieron a coro y luego, con más calma, continuaron en comunicación
mientras el rescate se acercaba. Tardaron casi dos horas infinitas en llegar porque vinieron en
un vehículo pesado, espacioso, en donde todos podían acomodarse bien y existía la posibilidad
de atender de inmediato al herido.

Comenzaron a reunirse sin que nadie los convocara, expectantes, tratando de reconfortar a
Ana mientras esperaban que quedasen atrás las horas de alarma y de perturbadora tensión. El
primer día, poco después de la cremación del cadáver de Will, lo hicieron en la casa de s'Mou. A
pesar de los amplios y alegres ventanales azules había en la sala una atmósfera depresiva, pues
aún llegaba hasta ellos el brutal recuerdo de la persecución. Ambarisain, un joven peregrino que
enseguida se mostró apasionado y eficaz, se unió al grupo que formaban apenas unas pocas
personas más: Jeram, John Uttar, un sobrino de s'Mou.
Pronto Ana demostró que era una mujer de temple. No olvidó lo de Will -quién hubiese
podido hacerlo- pero se empeñó en que su proceder estuviese guiado por la más estricta
cordura: no hubo lágrimas, ni lamentaciones, ni una actitud que invocara la protección de los
otros. Fue ella quien -en los siguientes días- se mantuvo en comunicación con Ventura, ella
quien presidió las sucesivas reuniones de trabajo, la que asumió el desafío de acoger en
Yellowknife a los incesantes peregrinos y de seguir en contacto con ellos cuando se marchaban
para propagar la nueva fe. Antes de una semana pudieron reiniciar las sesiones de un culto que,
gracias a sus esfuerzos, y también a las frecuentes conversaciones con Hankl, iba adquiriendo
poco a poco un perfil más definido y completo.
La ausencia del profeta, para sorpresa de quienes regresaban de Ventura, no había
disminuido en absoluto el increíble crecimiento de la nueva religión. La afluencia de peregrinos
en realidad aumentaba, a pesar de que ellos bien sabían que no podrían asistir a las prédicas de
Ozay. Llegaban de todas partes, curiosos o llenos de fervor, abjurando de sus creencias o
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tratando de encontrar el maravilloso vínculo que las hiciera compatibles con el nuevo mensaje.
Una especie de mágica aureola iba rodeando la existencia del profeta, de ese hombre del que
pocos sabían su paradero y de quien casi nunca hablaba la TVD, pero que era capaz de vivir
fuera de las rutinas y de las normas convencionales, abominado por sus enemigos pero siempre
sereno y dueño de sí mismo.
Los Hanksis de Yellowknife disfrutaron brevemente del dulce placer de trabajar en calma,
porque la paz duró poco: pocos después, una noche memorable, llegó por el compucom el
desesperado mensaje de Ferra. Fue una noticia confusa, porque nadie en Ventura parecía
conocer con precisión lo sucedido, que alarmó otra vez a Ana cuando ya creía superados los
momentos oscuros de los últimos días. La misteriosa marcha del profeta hacia la soledad del
Ártico y la renovada presencia de Los Desesperados no alcanzaron, sin embargo, a debilitar su
voluntad. Y pronto, antes de que se consumara la partida de Hankl hacia un destino incierto,
llegó la tranquilizadora voz de Dukkok. Aun en aquellas circunstancias él tuvo el valor de reducir
los hechos a sus exactas dimensiones y la presencia de ánimo para transmitir también el plan de
organización que acababan de aprobar pocos minutos antes. Con voz firme recalcó:
-Ana, no sé cuanto va a durar esto, honestamente, a ti no puedo engañarte: Hankl está
muy afectado, está mal, ha sido algo terrible para él. Pero nosotros debemos continuar.
-No te preocupes, Andreas, yo me haré cargo... cualesquiera sean las circunstancias yo
seguiré adelante.
-Es muy importante que en ausencia de Hankl haya una cabeza visible en nuestro
movimiento, entiendes, alguien alrededor del cual se pueda ir creando nuestro Consejo
Ecuménico. Y esa persona debes ser tú, Ana, no hay otra alternativa. Eres la única capaz de
hacerlo.
-¿Pero dime, es eso lo que realmente han decidido?
-Ana, no hay nadie en estos momentos que pueda decidir aquí cosa alguna. No hay tiempo
aquí para reuniones.
-¿Lo has conversado al menos con alguien?
-Con Gwani; Swende también está de acuerdo y se lo he dicho a Ferra y a algunos otros.
Nadie se va a oponer, te lo aseguro.
Ella, de algún modo resignada, aceptó confiando en que todo fuese provisorio.
Poco a poco fueron arribando los peregrinos que regresaban de Ventura, pues nada cabía
ya hacer allí salvo mantener las comunicaciones. Algunos venían angustiados y paralizados por
los hechos, otros con la mística de quien se siente llamado a realizar obras inmensas. Nadie, por
paradójico que pudiese resultar, se sentía abandonado u olvidado por su joven profeta. Ana
convocó de inmediato a aquellos que, por un motivo u otro, le inspiraban más confianza como
integrantes del futuro consejo. Algunos acudieron también por sí mismos, sin esperar el
llamado, pero ella nada objetó: -se sentía aún algo insegura en su papel de rectora, encabezando
un movimiento que la desbordaba por su vastedad, confusa ante la rapidez de los sucesos. Todo
resultaba un poco perturbador para esa mujer delgada, de finas líneas en su rostro, que nunca
había tenido responsabilidades en ninguna institución. Pero Ana, sin que ella misma lo supiera,
tenía el don de convencer y de guiar, de inspirar confianza y respeto en los demás. Las reuniones
informales entre amigos y conocidos comenzaron a ser, a partir del mensaje de Dukkok, parte dé
algo más trascendente. Las palabras -pensó Ana- tendrán ahora otra densidad y significado, otro
color, pues serán parte de la historia que escribimos con nuestros actos. La responsabilidad le
resultaba en verdad excesiva, pero se dispuso a sobrellevarla porque encontró en ella un modo
de abrirse hacia los demás, de superar el deprimente recuerdo de ese asesinato que había
cambiado por completo su vida.
Estaban nuevamente en el salón de la residencia de s'Mou, una habitación clara, espaciosa,
decorada con exquisito gusto. Ante sí, Ana tenía las caras -plácidas o tensas- de muchos
compañeros de lucha; a casi todos conocía. Comenzó a hablar en voz baja, como era su
costumbre:

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-Hermanos, he propuesto que nos reuniéramos hoy aquí, en casa de nuestro querido
s'Mou, para que asumamos con plenitud la tarea que nos ha encomendado Hankl. Durante dos
días hemos hablado de la preocupación que todos sentimos por su suerte, de la falta de noticias
acerca de su rumbó. Pero es preciso dejar a un lado la ansiedad y emprender el trabajo: llegan
hasta mí infinidad de peticiones, que debemos atender, mientras se forman nuevos grupos de
ecumenistas estelares en todas las regiones de la Confederación, hasta en las colonias de Titán.
La gente necesita consejos, orientación, una palabra de aliento o tal vez un mandato. Tenemos
que tomar decisiones ahora, para no interrumpir la corriente de esperanza que brota por
doquier, afrontar el riesgo de equivocarnos, aceptando que por un tiempo no podremos contar
con la palabra de Hankl. No somos todavía el Consejo Ecuménico que el Profeta ha querido que
exista, pero somos al menos los depositarios de la confianza del maestro que nos guía.
La reunión discurrió sin dificultades durante un rato, mientras se trataron asuntos
prácticos que debían resolverse sin dilación: el sitio de los nuevos encuentros, la construcción de
un templo al lado del antiguo galpón minero, el uso de los fondos. Pero cuando se pasó a decidir
quienes integrarían el Consejo Ecuménico se insinuó la primera dificultad: todos reconocían que
el número de participantes -unos cuarenta- se habla hecho en verdad excesivo, pero casi nadie
quería ceder su puesto. Se aceptó por fin la sugerencia de Ambarisain para que los miembros
quedasen limitados exactamente a veintiséis:
- Ese es el número de la estabilidad y del hierro -dijo con entusiasmo- que queremos para*
nuestra religión. La permanencia y la fortaleza que estarán con nosotros.
Finalmente, y en ausencia de algún criterio común para hacer la selección, la última
palabra fue concedida a Ana. Ella, prudentemente, prometió elaborar una lista que consultaría
con Hankl.
El problema de la composición del consejo fue el primero que se presentó a los hanksis
pero, en definitiva, no fue el más grave. Algunos prefirieron apartarse de lo que vislumbraron
como una disputa por el poder que no concordaba con la transformación espiritual que
experimentaban; otros, con algo de aventureros o quizás más apegados a su tierra, escogieron
los riesgos pero también las promesas de la labor misionera. Finalmente la decisión quedó en
suspenso, sin que se presentasen verdaderas divergencias.
Al siguiente día, sin embargo, surgió nuevamente una situación de tensión. Esta vez la
discusión fue más larga, más acida, más plena de consecuencias. Se trataba de aceptar o no la
inclusión de un grupo japonés que, sin renunciar al shinto, pretendía incorporarse a la religión
estelar. Había quienes pensaban que eso era simplemente un rezago de los cultos que debían
superarse, una forma de convivencia con el politeísmo que resultaba inaceptable. Otros, en
cambio, destacaban la plasticidad que asumía lo sagrado entre los cultores de la religión del
Japón, su larga práctica del más ecuánime sincretismo. En la discusión se mencionaron,
desordenadamente, otros temas: la tensión entre dos grupos estelares de Río de Janeiro que
desconocían mutuamente su legitimidad, el concepto de Dios, las teorías de Houth sobre las tres
dimensiones del tiempo.
No se llegó a ninguna determinación sobre el caso: los miembros del consejo, en gran
parte, no respondían bien al calificativo de sabios que para ellos reclamaba Ozay, y muchos no
habían oído hablar jamás del shinto o de las mutaciones cósmicas del tiempo. Pero, como
trasfondo de todo aquello, quedó esbozada una discrepancia fundamental: había quienes
pretendían hacer del ecumenismo un culto incompatible con cualquier otra creencia
preexistente, una organización jerárquica que trazara firmes límites a lo que pudiera
considerarse como correcto; había otros que sostenían una actitud más amplia y tolerante,
aceptando que cada religión podía ser una senda hacia la verdad y que el individuo -libremente-
era el llamado a decidir sobre el camino de su realización; algunos consejeros confesaron que, a
pesar de la magnitud del problema, no habían, reflexionado nunca acerca de ello. Ana,
descorazonada, salió acompañada de Gwani, quien esa misma mañana había regresado de
Ventura. Le habló con un tono sombrío, que revelaba su desconcierto:

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-No estoy acostumbrada a estas cosas, Gwani, me afectan de un modo demasiado intenso.
Las discusiones me desagradan, especialmente cuando se vuelven tan ásperas.
-No te preocupes, amiga, todo se irá resolviendo poco a poco. Te ha tocado un trabajo
difícil, lo sé, pero en realidad tú has conducido la reunión muy bien. Piensa que cuando regrese
Hankl será más sencillo Negar a ponernos de acuerdo. A veces la fe produce estos
apasionamientos tan poco constructivos.
-Tengo miedo Gwani, eso es lo que sucede. Tengo miedo de que nuestro movimiento se
desangre en grupos enfrentados, que se sectarice como tantos otros y termine por desaparecer
esta gran esperanza.
-No lo creo. Todos tendrán que aceptar en definitiva lo que decida Hankl.
-Ojalá regresase pronto. Presiento que el deseo de poder está como latente detrás de esas
caras agradables y esas palabras suaves, que hay muchos que quieren hacer de esto una Iglesia
cerrada, con sus cánones y sus jerarcas, y no una comunidad de hombres libres.
-Es verdad, pero también hay razón en sus palabras: no podemos crecer si no tenemos una
defensa ante los mitos del pasado, si no nos constituimos en una fuerza capaz de oponerse al
peso muerto de la tradición. Por eso me gusta el plan de Dukkok.
-No se trata del plan, Gwani, ni siquiera de lo que diga Hankl; es algo más profundo. Se
trata del modo en que diversas personas interpretan a veces las mismas cosas.
Caminaron, meditando cada una en sus propios pensamientos, sobre la blanca calzada. El
mundo parecía ahora diferente para las dos, profundamente cambiado, como si se hubiese
llenado de promesas y de desafíos de los cuales, meses atrás, no sospechaban siquiera su
existencia.

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Florián Dowwe se había edificado una reputación ambivalente: muchos lo consideraban


un intrigante, un deshonesto y malévolo politicastro que sólo alimentaba las más egoístas
ambiciones; muchos otros, y hasta a veces los mismos, veían en él a un idealista, a un hombre
capaz de renunciar a todo con tal de no traicionar su pensamiento. Su éxito se debía, en
definitiva, al arte de poder combinar con inteligencia tan opuestas cualidades: lo había
demostrado al renunciar a cargos ejecutivos de importancia para permanecer en el más discreto
Senado Confederal, al insistir en sus puntos de vista aunque quedase aislado, como en aquella
memorable ocasión en que su voto solitario se opuso al de los mil ochocientos dieciséis
delegados de una Asamblea Federal. Pero también era cierto que, desde el mismo Senado, había
logrado ejercer un control efectivo sobre los más encumbrados funcionarios de la Federación y
que para ello se basaba en una secreta red de informantes que cubría todo el planeta. A quiénes
pagaba Dowwe y de dónde provenían sus fondos era algo que desafiaba, por los momentos, todo
intento de investigación.
El senador era la cabeza visible del grupo de quienes, habiéndose opuesto a la Federación
en defensa de los intereses nacionales, formaban ahora una nueva fracción que votaba algunas
veces con los centralistas y otras a favor de los federalistas, sin subordinarse por ello a ninguna
de esas dos grandes tendencias. Su astucia le había permitido convertirse en el auténtico árbitro
de muchas situaciones complejas -otorgándole el don de parecer indispensable- porque había
comprendido, antes que muchos otros, que las Naciones Federadas sobrevivirían a sus
inevitables dificultades iniciales. De nada valía entonces oponerse a su existencia, como hacían
los partidos nacionalistas que todavía se empeñaban en perder elecciones en los más diversos
rincones de la Tierra. Era más prudente -y más lógico, en definitiva- aceptar la realidad: no
podía torcerse a voluntad un proceso de unificación que se había originado hacía ya casi cien
años, cuyas raíces podían encontrarse aun en la primera mitad del agitado siglo XX. Lo
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importante para él -y para muchos otros de los que podía considerarse un líder- era mantener
en alto los poderes supremos del Senado Confederal, evitar que cualquier demagogo
irresponsable pudiese nunca convertirse en un César, un emperador que dominase el planeta
entero. Tanto la doctora Dhurt'senma -con su apariencia apacible- como el fogoso Brownez,
eran por ahora los principales candidatos a detentar tan pavoroso poder.
Todas las mañanas, antes de concurrir al Senado, Dowwe solía examinar los últimos
sucesos con algunos de sus asesores. Esta vez se hallaba solo con Adaniy, la joven polinesia que
se había convertido en su principal asistente, discutiendo acerca de las presiones que ejercían las
grandes organizaciones religiosas sobre la impasible doctora Dhurt'senma.
-Ella sigue insistiendo en que protejamos a las religiones tradicionales de los nuevos brotes
de sectarismo que se han venido presentando en los últimos años... y en eso, tú lo sabes, no es
conveniente exagerar. No es bueno que toda la humanidad se vea obligada a escoger entre seis o
siete inmensas jerarquías burocráticas, en tanto se procura desalentar a otros grupos.
Últimamente está obsesionada con la secta de Rashawand porque los considera algo así como
diabólicos, todopoderosos. ¡Si supiera lo débiles que son!
-Florián -dijo después de un largo silencio Adaniy- es raro, pero creo que por esta vez te
equivocas.
-No me dirás que tú crees otra cosa... que supones que Los '' Desesperados dejarán de ser
algo más que una exótica reminiscencia del pasado -dijo él con vehemencia.
-Por supuesto que no, ellos no tienen mensaje alguno que pueda cautivar al ciudadano
moderno, que recibe desde niño una buena educación científica. Resulta anacrónico y hasta un
poco grotesco el modo en que insisten en mantener ciertos dogmas. No, no es eso. Se trata de los
otros, Florián, de los que siguen a ese astronauta que está como perdido en el Ártico. Ellos sí son
diferentes -Dowwe frunció levemente el ceño, mostrando incredulidad.
-Tú conoces, seguramente, cómo el cristianismo se difundió a todo lo largo del Imperio
Romano, y cómo luchó contra otras religiones hasta que, a pesar de su rechazo al poder
establecido, terminó por convertirse en una religión oficial. Nadie pudo detener su avance
porque ellos tenían un mensaje realmente universal, que no apelaba a un pueblo en particular ni
postulaba un dios semejante a los otros.
-Me extraña que tú hagas esas comparaciones forzadas Adaniy. Sabes muy bien que no
tiene sentido buscar simplitudes después de dos o tres milenios: el paralelismo comienza a
hacerse muy superficial. Yo no lo encuentro, de todos modos.
-Lo que quiero decir es otra cosa: la Federación, lo hemos conversado muchas veces, es
más importante de lo que casi todos creen. Somos, o seremos dentro de poco, una especie de
Estado-planeta cuyas divisiones interiores sólo interesarán a los técnicos. No hay todavía
ninguna religión que parezca entender esto ¿no crees?, que asuma nuestra cultura científica
actual y que acepte de una vez que ya no existen las viejas barreras que se levantaban entre
Oriente y Occidente.
-No lo veo tan importante... los cristianos y los budistas, por ejemplo, parecen adaptarse
muy bien a ese sentido universal que tiene la Federación.
-Si, pero sus rituales, sus palabras, pertenecen a un pasado por completo lejano y no se
adecuan al racionalismo del hombre moderno. Son religiones que se han quedado ancladas a
otro mundo, a un mundo antiguo e ignorante, no al que vivimos hoy.
-Bueno, pero vienen resistiendo bástenle bien el embate del pensamiento científico, por
ejemplo. No sé,... perdona, pero no me parece una idea brillante. ¿Cuántos estelares, o como se
llamen, existen hoy? ¿Cuantos templos tienen?
Ella, obediente, consultó enseguida el compucom. -La máquina registra entre doscientos y
trescientos mil seguidores. Unos sesenta templos, desde Siberia a la Patagonia. -Eso es ínfimo. -
No llevan ni dos meses trabajando en serio, tú lo sabes. La mayoría de sus adeptos no ha tenido
siquiera el tiempo que necesita para registrarse. ¿Te parece poco todavía?
-Bueno, lo acepto, es prematuro hablar de cifras. Pero tampoco veo muchos hechos a favor
de tu teoría.

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-Si Rashawand llega a hacer de Ozay un mártir se extenderán velozmente, te lo aseguro.


Las circunstancias juegan a su favor, y ahora sólo necesitan alguna cosa que los presente ante el
mundo como víctimas propiciatorias. Van a crecer velozmente, te lo aseguro, sobre todo a
expensas de las religiones monoteístas.
-Ese hombre se ha mostrado singularmente torpe. Se dejó arrastrar a una provocación
estúpida, amedrentó a esa aldea remota con sus láseres y todavía dejó que capturaran a su mejor
ayudante. ¿No has podido comunicarte con él, o con Dukkok?
-Imposible. Sólo he podido tener una breve conversación con ella, su discípula; se llama
Warani y se ha negado a damos ninguna información. Lo único seguro es que Rashawand juró
seguir al trineo de Ozay aunque tuviese que caminar hasta el mismísimo fin del mundo.
-Pues debe estar caminando, el muy estúpido, en esas islas heladas. Bueno, creo que ya es
hora de partir, la sesión está por comenzar. Trata de rastrear el Ártico otra vez, a ver si somos los
primeros en lograr alguna noticia.
La sesión no resultó interesante hasta que, hacia las once, un senador del grupo federalista
-pero opuesto a Brownez- propuso una enmienda al Acta de Migraciones del Pacífico. Dowwe
encontró positiva la idea: era un modo de evitar las transgresiones al Acta, que amenazaban con
quitarle todo su sentido, y de censurar a la Presidente del Consejo sin otorgarte más poder a su
enemigo. Se preparó para intervenir en el debate. Cuando ya faltaba paco para que pudiese
exponer sus razones ante la cámara, recibió una llamada privada. Debía ser algo de evidente
importancia porque, para sorpresa de todos, abandonó precipitadamente la sala intercambiando
sólo unas pocas palabras con el senador que tenia a su derecha. En su oficina se encontró con la
cara radiante de Adaniy:
-Los he localizado. ¡Es algo increíble!
-¿A quiénes has localizado?
-Bueno, no yo. Ha sido Palih, el muchacho experto en transmisiones. Los hemos
encontrado a los tres: están juntos en una estación científica cercana al Polo Norte.
-No entiendo... -el senador comenzaba a exasperarse mientras ella, gozando con esos
segundos de incertidumbre, se empeñaba en mantenerlo en suspenso. Entrecerró los ojos y,
contando con (os dedos, pronunció claramente las palabras:
- El Desesperado, el nuevo profeta,... y nuestro viejo amigo Dukkok. Sí, están juntos,
aunque parezca cosa de ficción. Han tenido una terrible aventura y se han salvado por poco de
morir en el hielo. Pero hay más: Dukkok habla como si se hubiese convertido al grupo de Ozay.
-¿Están bien?
-No del todo. Rashawand esta herido en una pierna y el acompañante suyo murió durante
una tormenta. Hankl está muy debil, según parece. -Adaniy seguía sonriendo con malicia,
disfrutando de la información que poseía-: Estaban en un trineo averiado junto con otros dos
estelares cuando los rescataron, pero a ellos no pude Identificarlos bien.
-Parece una broma. ¿Por qué dices que Dukkok se ha convertido? ¿Qué hablaste con él?
-En realidad no mucho; fue el jefe de la estación experimental quien más conversó
conmigo. Dukkok parecía muy interesado en transmitirte un mensaje.
Con paciencia, porque el Polo Norte no era fácilmente accesible ni aún para el compucom,
establecieron contacto. Los atendió un joven Ingeniero biológico, que llamó de inmediato a
Dukkok.
-Salud, senador Dowwe. Me agrada mucho que haya tratado de comunicarse con nosotros.
-¡Salud! ¿Cómo se encuentra, Dukkok?
-Bueno, bastante bien ahora. Nos han recibido magníficamente, pero el viaje ha sido
terrible. Nunca imaginó que el Ártico fuese tan duro.
-¿Qué sucedió, cómo es que está allí con Ozay y con El Desesperado?
-La historia es demasiado larga como para que pueda contársela ahora en todos sus
detalles. Rashawand nos perseguía desde Ventura cuando quedamos atrapados en medio de una
tempestad. A nosotros nos pareció el fin del mundo, aunque la gente de la estación dice que fue

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apenas una ventisca, y que aquí una auténtica tormenta puede durar días enteros. Rescatamos a
El Desesperado, que está herido, y lo trajimos con nosotros.
-¿Es verdad que es ahora un "estelar", o como ustedes se llamen a sí mismos?
-Sí, senador, sin duda alguna. Yo prefiero el nombre de Hanksi.
-¡Hanksis!... No puedo creer que se haya convertido, Dukkok, no me parece posible: Usted
era el hombre menos religioso que yo haya conocido...
-Tal vez usted no me conocía lo suficiente, o tal vez las circunstancias eran otras... no sé. O
quizás soy yo el que ha cambiado... Créame, Dowwe, esta religión es distinta, apela a otras cosas.
Dowwe no pudo evitar sonreírse.
-Veo que efectivamente ha cambiado, Pieri. Todas las religiones están obligadas a decir
que son distintas. Como los partidos políticos, más o menos -y agregó, haciendo un gesto
irónico-: No vale la pena que intente ahora convertirme a mi.
-Cuando nos conozca mejor, senador, verá que los hanksis tenemos una nueva actitud ante
el universo. No somos una secta como tantas, sino la única forma de religiosidad que cabe en el
mundo de hoy.
Ahora sí Dowwe rió, abiertamente.
-No se olvide que fui yo quien primero se interesó por Ozay y sus prédicas, Dukkok.
-No, por supuesto, no me olvido. Y recuerdo también que tengo una deuda pendiente con
usted. Precisamente hablábamos de eso con Hankl antes del ataque. Puedo enviarle de
inmediato, codificada, toda la información sobre nuestra futura organización. Es todavía un
proyecto, como verá, pero espero que lo llevemos a la práctica en los próximos meses. Yo mismo
hice el plan -sonrió. . -Gracias, envíemelo cuando pueda, ya lo examinaré. Por ahora pienso que
hay otras cosas más urgentes que resolver. Hay que arrestar a Singh, por supuesto, pero me
gustaría que ustedes no interfiriesen, que dejaran que yo me haga cargo, personalmente, de esa
situación.
-De acuerdo, pero debo decirle que él no está bien. Han tenido que amputarle una pierna,
que se le había congelado por completo, y las máquinas médicas que hay aquí son un poco
atrasadas como para hacer una buena prótesis. -Dukkok titubeó-: Dowwe, no interprete mal lo
que voy a decirle, pero no me gustaría que se ensañasen contra ese pobre hombre. Sé que es
nuestro enemigo, o que lo fue, pero él es también una persona piadosa... a su manera, por
supuesto.
-Me alegra que me hable así, Pieri. Yo no estoy entre los que desean destruirlo, al
contrario, aunque comprendo que tendrá que pagar por lo que ha hecho.
-El es más inocente de lo que parece, aunque la maquinaria que ha creado es
verdaderamente implacable.
-Bueno, no se preocupe, deje el asunto en mis manos. Espero que ahora, cuando regrese al
mundo civilizado, se mantendrá en contacto más regularmente conmigo.
-Sí claro, con todo gusto.
-Una última cosa, Dukkok. Ya que tanto hablan de él, me gustaría conocer a Hankl Ozay...
personalmente.
-¿Por qué no? Creo que no se opondrá, aunque tendremos que esperar todavía un poco: él
no parece encontrarse completamente bien después de este viaje tan terrible.
-Claro, es comprensible. Lo llamaré pronto.

11

El pesado transporte llegó a la estación, después de rescatar al trineo, con todas sus luces
encendidas. Aquello representaba un verdadero acontecimiento para el pequeño grupo de

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investigadores que vivía en la soledad de las auroras boreales y el conductor hizo sonar
ruidosamente las sirenas para mostrar su regocijo.
La base, para sorpresa de los viajeros, se hallaba rodeada de unos arbustos de coloración
anaranjada que despedían una suave luminiscencia en la noche polar. Los vieron con asombro
mientras uno de los ingenieros les daba una breve explicación:
-Son pequeñas algas que crecen en lo y que aquí se desarrollan enormemente, gracias al
calor del verano. Las estamos estudiando desde hace dos años y hemos aprendido mucho de
ellas. Tienen un metabolismo que se basa en el vanadio y no necesitan casi luz para seguir vivas:
al contrario, algunas mueren cuando liega la época en que, no se pone el sol.
Todo el personal de la base los rodeó, apenas se quitaron sus trajes contra el frío,
ofreciéndoles una cálida y desbordante hospitalidad. En la amplia construcción subterránea
habitaban unas veinte personas, la mayoría expertos en ingeniería biológica y ecología, que
aprovechaban las condiciones peculiares del clima para realizar trabajos de experimentación.
Varios de ellos tenían ya referencias de Hankl y del nuevo movimiento, aunque no así de
Rashawand y sus fallidos propósitos de eliminarlo. La curiosidad ante la insólita aparición los
hacía multiplicarse en preguntas, que nadie tenia ánimos para responder adecuadamente:
querían saberlo todo, casi con impaciencia, como si de pronto hubiesen recordado que vivían en
un mundo distante y cerrado sobre sí mismo. Dukkok tuvo la impresión de que cualquier
persona, absolutamente, hubiera sido bien recibida allí, tanta era la monotonía de la vida y el
aislamiento de aquellos hombres de ciencia.
Todos estaban mortalmente fatigados por la aventura y, luego de • recibir una atención
médica básica, se dispusieron a dormir. Rashawand, sin embargo, tuvo aún que enfrentar otra
prueba: su pierna congelada debía ser inevitablemente amputada porque no había ya forma de
recuperarla, y era mejor proceder de Inmediato. Swende y Dukkok, a pesar del cansancio, se
detuvieron un rato ante el compucom. Con inmensa alegría conversaron un rato con Ana para
tranquilizarla, enterándose de que la paz había regresado por fin a Yellowknife.
Rashawand Singh era un hombre ascético y apasionado, que vivía para una causa. Se habla
esforzado por alejar de si las tentaciones mundanas que impiden el perfeccionamiento interior,
emprendiendo un camino de purificación erizado de luchas interiores. No reconocía que la
intolerancia fuera, sin embargo, uno de los pecados capitales, y por eso había denunciado
públicamente como traición los acuerdos solemnes que figuraban en el Compromiso de Agra. La
jerarquía de los sikhs lo había soportado primero con mal disimulado disgusto, pero luego él se
había empeñado en ahondar las diferencias, agregando ciertos actos hostiles a sus habituales y
vehementes diatribas. Acabo así por constituir una secta independiente, pequeña en número
pero pura y aguerrida. Cuando el Gran Gurú Bahadur Singh los acusó de actuar como "guerreros
desesperados, impíos y faltos de fe", él tuvo la valentía de asumir plenamente et calificativo,
manifestando: "Sí, nos hemos cansado de esperar piedad y respeto por las sagradas palabras, de
esperar el fin de la corrupción y de la venalidad Nos agrada que nos llamen así: somos Los
Desesperados?.
Pero ahora, en su lecho de enfermo, Rashawand no era el mismo hombre de encendida
voluntad y fiero convencimiento que fuera hasta hace poco. La conversación con Hankl Ozay, el
candor y la simple religiosidad del profeta, lo habían alcanzado. Y su conciencia se desganaba:
no por el amistoso tratamiento que había recibido -aunque también lo agradecía- sino porque
sentía en su fuero íntimo que no podía resolver las dudas que lo atormentaban, que sus
creencias fundamentales habían comenzado a vacilar. Por primera vez se sentía extenuado,
acosado por las miserias de su cuerpo, y deseaba dormir, indefinidamente. La palidez de su
cara, que destacaba más por el Intenso color negro de su barba, mostraba las huellas del agudo
sufrimiento.
Antes de que pudieran hacerle efecto los sedantes que le suministraran pensó en dos
cosas: en que aceptaría sin reservas las consecuencias legales de sus actos y en que la paz sería -
de allí en adelanté- el núcleo de su mensaje hacia los hombres. Vagamente imaginó también un
infierno que era una noche infinita.

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El sueño de Andreas Dukkok fue en cambio breve, erizado de caprichosas pesadillas. Lo


despertaron porque la llamada provenía de la capital de la Confederación y porque Adaniy
insistió en destacar que se comunicaba en nombre del propio senador Dowwe. Pocos minutos
después enfrentó por la pantalla a ese hombre hábil, tenaz, que de algún modo le hizo recobrar
la sensación de pertenecer al mundo civilizado. Luego de la conversación, extenuado pero de
mejor humor, estuvo en condiciones de descansar plácidamente.
Fue recién hacia la hora dé la cena -un convencionalismo, en medio de esa noche
perpetua- cuando los cuatro hanksis pudieron departir entre sí nuevamente. Pero no tuvieron la
ocasión de disfrutar de los momentos de distensión que normalmente suceden a toda azarosa
aventura porque Hankl, lamentablemente, parecía no haberse recuperado. La alegría del
reencuentro, por eso, se desvaneció enseguida y reinó en su lugar la incipiente zozobra Es que
algo malo sucedía con Hankl, era evidente: el Profeta no se quejaba, pero padecía un malestar
continuo, impreciso, que lo hacía retraerse sobre si mismo y que por ello resultaba más
preocupante para quienes lo rodeaban. Nada diagnosticaron Las máquinas médicas, corno
ocurriera con algunas enfermedades del espacio durante la década pasada, y tos biólogos
tampoco encontraron ninguna anormalidad: Tai Li, la más versada en medicina, coincidió con la
opinión de Swende, quien afirmaba que se trataba de un trastorno de origen psicológico
derivado de la trágica muerte de Carindha y de la violencia de todo lo que luego le siguió.
Poco más tarde volvieron a comunicarse con Ana. Habían percibido en ella una cierta
inquietud que no concordaba bien con las noticias que transmitía, excelentes todas. Pero ella
misma lo aclaró de inmediato:
-¡Oh no! el entusiasmo entre la gente continua... yo diría que es hasta mayor que antes.
Hoy mismo, por ejemplo, según las informaciones que tengo, se han formado al menos unos
veinte nuevos grupos, en lugares completamente diferentes. No, no es eso: es que nada sucede
como yo lo había imaginado. Temía encontrarme sola, ignorada por un mundo poco
predispuesto a oírme y acosada por enemigos despiadados, pero ocurre todo lo contrario y las
dificultades surgen por causa de nuestros propios camaradas. Todos quieren mandar, Hankl, o
tener la última palabra, y las discusiones se hacen a veces muy difíciles, muy tensas. Me cuesta
tomar decisiones, no en asuntos prácticos, tú lo sabes, sino cuando se habla de problemas
filosóficos o religiosos; casi nunca sé quién tiene la razón. Tienes que venir, Hankl, aunque sólo
sea por unos cuantos días.
-Eso es bueno. Quiero decir que dudes, que no siempre creas tener la razón. Tenemos que
aprender a ser pacientes, como pide el I Ching, y a dejar que cada uno vaya buscando su camino
por sí mismo.
-Pero, ¿vendrás?
El hizo un gesto poco inteligible, y respondió evasivamente:
'Tal vez... me siento verdaderamente agotado.
-Ana -dijo Swende- tendrías que tener preparado un alojamiento para Hankl,
preferiblemente en las afueras de la ciudad, algo que sea reservado, tranquilo. El no se siente
muy bien ahora, aunque se restablecerá con un poco de reposo. Dime, ¿cómo está Gwani?
-Muy bien, ella es una verdadera ayuda para mí. Está en estos momentos en una reunión,
pero debe venir por aquí pronto para hablar con ustedes. Su trabajo ahora es organizar los
consejos capitulares y provinciales con las comunidades que ya están funcionando. Cada día son
más. Pero la dificultad consiste en definir lo que en realidad habremos de ser los estelares, en
orientar a quienes todavía no saben qué camino seguir. El Consejo Ecuménico no me ayuda
mucho en ese sentido.
-¿Por qué?
-No sé, pero mi impresión es que es más fácil encontrar gente ambiciosa que sabios, aún
entre nosotros.
-No lo dudes, Ana. Todos estamos hechos de las mismas moléculas -respondió Hankl con
aire ausente.

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- Pero es muy importante que haya un guía, alguien que nos oriente, y tú eres el único
punto de referencia que tenemos, Hankl. Yo no me engaño, los riesgos que corremos son muy
grandes, y sé que no soy capaz de afrontar sola toda la carga que recae sobre mí.
Tuvieron una magnífica cena, gentileza especial de los ingenieros de la base, en la que las
preguntas no cesaron. Hankl estuvo casi todo el tiempo taciturno y comió apenas unos pocos
bocados, sólo para no desairar a sus anfitriones. Se animó hacia el final, en el momento en que
Tai U, elevando la voz sobre la plural conversación, declaró resueltamente:
-¡No saben qué alegría me produce escuchar lo que dicen! Es como si ustedes expresaran
lo mismo que yo he venido pensando desde hace tiempo, como si hubiesen encontrado las
palabras para decir lo que yo siento. Es maravilloso sentirse así, tan bien interpretada, y por eso
me gustaría unirme desde hoy a la nueva religión. Profeta Ozay, ¿qué se necesita para ser un
hanksi?
-Nada que tú no tengas, Tai Li. Se necesita estudiar nuestro amado Universo, como tú lo
haces, y meditar serenamente acerca de nuestros actos. Puedes asistir a nuestros templos, y me
dicen que hay muchos, para conocer a otros hermanos y sentir la alegría de departir en
comunidad. No tienes por qué adorar a ningún dios, ni obedecer a nadie; sólo ser sincera
contigo misma.
Ella, visiblemente emocionada, se acercó hasta su asiento y lo abrazó con afecto. Luego le
dijo:
-Descansa, Profeta. Mañana a primera hora trataré de sanarte, para que vivas muchos
años.
Ya era tarde, y la fatiga volvía a caer sobre ellos, pero aun así decidieron sostener una
breve reunión para resolver los asuntos pendientes. Dukkok informó acerca de la conversación
que horas antes había tenido con el senador y de los deseos de éste por conocer a Hankl.
Después que los demás hicieron varios comentarios se extendió el silencio. El profeta, ante las
miradas que parecían interrogarlo, dijo entonces:
-Ya veremos, hermanos. No tengo ánimos ahora para tomar ninguna determinación.
-Te entiendo, Hankl -dijo Swende- porque creo saber cómo te sientes. Pero quiero que
recuerdes que gracias a ti ya ha desaparecido la amenaza de esa gente, que tan fieramente nos
perseguía y que ahora se abre un futuro luminoso para nosotros.
-Mañana al mediodía podríamos estar en Yellowknife si así lo deseáramos -agregó lya-. Me
lo ha confirmado hace un rato el Jefe de este lugar. Me parece que ya no tiene sentido regresar a
Ventura, amigos, sólo ha quedado Fredek allí, con los nuevos adeptos que hemos ganado.
-Sí, yo también pienso que debemos permanecer aquí sólo para reponer fuerzas y retornar
a Yellowknife cuanto antes. Tu presencia es necesaria en la ciudad, Hankl, ya has visto lo que
dice Ana. Además, allá podrás hacerte ver por los médicos y concluir tu libro en mejores
condiciones -prosiguió Swende.
Otra vez retornó el pesado silencio. Entonces Dukkok, preocupado, buscó una forma
indirecta de insistir:
- No quieres decidir nada todavía ¿verdad, Hankl?
El, que seguía como ausente, demoró en responder. Su cara carecía casi de expresión, pero
su impasibilidad no podía ocultar del todo el malestar que sentía y que le resultaba difícil de
comunicar a los demás.
-Tengo muchos sueño, hermanos, discúlpenme. Creo que mañana podré encarar todo
mejor, con más energías. Si ven a Rashawand díganle, simplemente, que le deseo lo mejor.
El profeta se retiro, saludando afectuosamente a sus compañeros. Ellos, algo inquietos por
la forma extraña en que se comportaba, se miraron durante algunos segundos, lya fue el primero
en hablar
-¡Sólo los verdaderamente sabios son capaces de perdonar de esa manera!
-Sí, es cierto. -Dukkok habló con lentitud-: Me reconforta eso. Saben, el fanatismo de
Rashawand le ha hecho cometer actos horribles, pero hay que reconocer que es un hombre que
puede detenerse a reflexionar, aun en los momentos más dramáticos. Tengo todavía grabada su

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imagen, cuando apuntaba con su arma a Hankl, recostado sobre su trineo deshecho, ardiendo en
deseos de matarlo pero sin atreverse a apretar el gatillo. No es un simple asesino, amigos.
Tendríamos incluso que apoyarlo, porque creo que sus ideas podrían ahora cambiar,
aproximándose un poco a las nuestras.
-Sí, no hay duda de que Hankl lo ha hecho recapacitar.
El diálogo languideció: no era el momento adecuado para discusiones profundas y
tampoco se podía tomar, en concreto, ninguna decisión. Por fin los tres se retiraron a descansar,
físicamente agotados, pero con un torbellino de ideas que se resistía a sumergirse en la opacidad
del sueño.
Swende atisbo por la puerta entreabierta del cuarto de Rashawand Singh: lo vio dormido,
mirando hacia lo alto, exhibiendo por primera vez un semblante plácido y abiertamente
distendido.
A la mañana siguiente, la oscura mañana del veintiséis de febrero, mientras el viento
azotaba sin piedad las grandes algas de lo, Hankl Ozay, El Profeta, apareció muerto en su lecho.
De nada valió el esfuerzo de biólogos e ingenieros ni el esmerado trabajo de la máquina
médica, que completaba sus análisis de rutina mientras repetía en sus pantallas la trágica
indicación conocida: AUSENCIA TOTAL DE SIGNOS VITALES. Su vida era irrecuperable
porque había muerto varias horas atrás, apenas retirado a su aposento, y porque no se encontró
órgano que reemplazar, parámetro que modificar, signo que alentar en su cuerpo
aparentemente sano.
Habían pasado poco más de dos semanas desde su salida de Yellowknife y apenas unos
meses desde su regreso al planeta. La muerte, repentina, no le dejó siquiera vivir una más de las
primaveras de la Tierra.

12

Somos parte de las estrellas, no porque compartamos


un mismo cosmos infinito, sino porque
materialmente estamos formados por ellas: ni un
solo átomo de nuestro carbono, de nuestro calcio o
nuestro hierro ha podido formarse en otra parte.
Somos simplemente la combinación maravillosa de
todo ello, los hijos de esas estrellas que siempre -
aunque no las veamos- nos circundan desde todas
direcciones.

De Confesiones y Recuerdos, por HANKL OZAY

La noticia recorrió rápidamente la Tierra. Y, a pesar de la tecnología, de las imágenes que


llevaba la TVD y de los múltiples esfuerzos de los comunicadores, llegó de un modo
distorsionado y confuso, creando el comienzo de una leyenda a la que aumentaban la lejanía casi
cósmica del Polo Norte, la presencia en la estación de El Desesperado, la notoriedad que iban
teniendo en todas las regiones los hanksis, fundadores de templos y creadores de símbolos.
Por lo menos en una ciudad de la India hubo fiesta, en celebración de lo que se
consideraba una muerte ritual. Los habitantes de Ankara salieron otra vez a la calle -protestando
la evidente desidia de un Gobierno Federal que no ofrecía la mínima protección a sus súbditos-
mientras que en Jerusalén la noticia pasó casi inadvertida. Yellowknife y otras treinta y ocho
ciudades de todos los continentes declararon duelos oficiales de diversa duración. En Mahón,
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una de las capitales federales, el augusto Senado que pretendía representar a todo el planeta
votó favorablemente la proposición de Dowwe, en la que se deploraba la muerte de tan ilustre
ciudadano.
Para los hanksis, ecumenistas estelares o -como despectivamente se los llamaba- los
adoradores del carbono, la pérdida del profeta abría las puertas a la mayor incertidumbre. Ellos
no conformaban ciertamente una religión como las otras, respaldada por tradiciones de siglos o
mitos milenarios, sino un movimiento incipiente, que erecta vertiginosamente alrededor de su
profeta en tanto iba adquiriendo su propio y peculiar carácter. No tenían escrituras sagradas
sobre las cuales apoyarse ni una organización probada y sólida. Sólo su dinamismo, las
multitudinarias conversiones -los ataques sufridos, por qué no- mantenían su vigor. Ahora todo
podría tal vez derrumbarse y caer en el olvido, como un sueño que se desvanece y no deja tras de
sí ninguna consecuencia. Los hechos, sin embargo, no dieron tiempo para profundas
reflexiones: fueron demasiado veloces, demasiado envolventes como para nadie pudiese
juzgarlos en toda la extensión que poseían.
Los enlutados huéspedes de la estación polar viajaron en un trasbordador especial que tos
dejó esa misma tarde en Yellowknife. Traían consigo el cadáver del profeta y se sentían torpes y
vacíos, como si despertaran bruscamente de una ilusión feliz. La gigantesca recepción los
asombró. Ninguno de ellos había esperado un duelo organizado sino una íntima manifestación
de dolor, un encuentro entre amigos propicio para el recogimiento, donde tai vez reinaran la
soledad y el desaliento. En cambio vieron calles colmadas, estandartes y luces. La música
solemne y los fúnebres himnos resonaban sin pausa, sobrecogiendo el ánimo.
Allí, preparados para recibir el féretro, se encontraban Ana y s'Mou, Feria -con su cara más
roja que nunca- Gwani, Johnne y tantos otros que habían acompañado al profeta desde tos
primeros días de su predica fundadora: allí, con un disco azul que llevaba el símbolo estelar
sobre su pecho, estaba también el propio alcalde de la sacralizada ciudad de Yellowknife,
rodeado de dignatarios federales.
Atardecía ya. A indicación del alcalde Atgoll -y alzando la urna mortuoria ante la multitud-
comenzaron a caminar lentamente por una amplia avenida. Una lluvia de flores descendía sobre
el cortejo. Se dirigieron hasta donde se había levantado una alta tarima y ascendieron a ella,
dejando sobre un estrado especialmente preparado el cadáver de Hankl. Una pequeña guardia
de honor lo rodeó. Todo era solemne, majestuoso, emocionante bajo la luz anaranjada del
crepúsculo. Swende comprendió enseguida que aquello no podía ser obra de Ana
Llegó la hora de los inevitables discursos. Atgoll habló, primero, y afortunadamente
escogió el camino de la brevedad, Sus palabras alabaron el pacifismo de Hankl y pusieron de
relieve el amor que el profeta sintiera por su ciudad natal; no olvidó mencionar que pocas
semanas atrás, por cierto, él mismo estaba dando la bienvenida a quien ahora despedían.
Luego, ante la reticencia de Dukkok y la modestia de Swende, fue lya quien tuvo que
dirigirse hacia la gente. Comenzó con timidez, relatando la sorpresa que sintiera cuando Hankl
la escogió, entre tantos, para que lo acompañara en su jornada hacia lo desconocido. Poco a
poco siguió con su relato, recordando las angustias del viaje, la conducta dé Hankl ante El
Desesperado, las conversaciones sostenidas con el profeta. A medida que lo hacía, lya, para
sorpresa de todos, se iba transfigurando: su voz no se quebraba ya sino que retumbaba con
decisión, con soltura, mientras que el público comenzaba a responderle. Se oían voces,
exclamaciones colectivas, hasta llantos históricos. Alentado por la forma en que ahora lo
escuchaban, ese hombre casi siempre retraído y de apariencia insignificante se convirtió
entonces en un orador poderosa Cuando una mujer, allá abajo, preguntó exaltada:
-Pero, ¿de qué murió? ¿De qué murió? -lya, místicamente, exclamó:
-¡Murió porque ya no era de este mundo, hermanos! Hankl Ozay, El Profeta, no era un
hombre como todos nosotros. Había entregado su vida a las estrellas y regresó tan sólo para
traemos su mensaje, su palabra que siempre nos alumbrará, i ¡Aquí la tengo!! -y entonces, un
poco incongruentemente, alzo sus manos mostrando una máquina lectora y la activó, agitándola
ante la multitud. Un ruido confuso, unas imágenes sin sentido llegaron hasta quienes se

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encontraban en la calle, a bastantes metros de distancia, pero el efecto fue prodigioso: la gente
pareció llegar al paroxismo, gritando y gesticulando, mientras muchos se arrodillaban como si
estuvieran frente a la presencia misma de la divinidad. .
En la alta tribuna, entretanto, reinaba el desconcierta Ana miraba atónita a Swende y a
Dukkok, como si esperara de ellos alguna explicación, y Gwani -con la boca abierta- retorcía sus
manos sin descanso. Sólo Ferra -con los ojos radiantes de alegría- y el alcalde Atgoll, parecían
participar plenamente en ese arrebato colectivo.
lya se hallaba como en trance, contemplando el espectáculo insólito que se abría ante sus
ojos. Durante varios minutos permaneció así, con los brazos en alto, hasta que -de pronto- dio
media vuelta y se quedó mirando a Ana: algo en su actitud lo hizo cambiar súbitamente. Bajó los
brazos; con una sonrisa de niño travieso y un ademán explícito le cedió la tribuna a su
camarada. Ella quedó pensativa, seria, comprendiendo que ya no había lugar para más palabras.
Por eso, con absoluta sencillez, se limitó a invitar a todos al templo para velar los restos del
bienamado profeta.
Llegaron allí cuando ya la noche caía sobre la ciudad, bajo el intenso frío, después de una
breve marcha en la que no cesaron los cánticos rituales. Eran varios millares.
Para las gentes del siglo XXII una muerte sin motivo, sin causas clínicas concretas y
precisas, resultaba algo auténticamente extraordinario. Tanto la supervivencia de Hankl en el
espacio como el final de su vida eran vistos por eso como hechos prodigiosos y excepcionales,
generando entre los más crédulos la sensación de que existía -en lo profundo- una clave
milagrosa para lo que no podía ser explicado de otro modo. El mito comenzaba a crearse sin que
nadie en particular lo alimentase, surgiendo como una corriente indetenible de sentimientos y
esperanzas.
La larga caravana que encabezaban Ana e lya alcanzó el pequeño templo, una construcción
simple que era el centro de reuniones más próximo, depositando allí el cadáver. El tránsito de
quienes querían despedir al hombre del espacio comenzó entonces su lento discurrí, mientras se
multiplicaban las expresiones de devoción, las plegarias y hasta los gritos.
El féretro era sencillo, el tipo de producto industrial convencional que podía encontrarse
en una estación del Polo Norte; la sala era apenas un rectángulo vacío, decorado con algunos
símbolos estelares, enteramente corriente. Pero la multitud vivía un auténtico acto de fe: había
quienes se arrodillaban y rezaban breves plegarias antes de seguir, había quienes lloraban o se
inclinaban en señal de profunda reverencia. Los rituales se improvisaban y diferían entre sí, a
veces como copias alteradas de otros rituales más antiguos, a veces como productos de la
inventiva espontánea de la gente. Pero la fuerza que los nutría parecía indetenible, telúrica,
como surgida de lo más profundo de la tierra.
Sólo después de algunas horas el sepelio comenzó a adquirir cierta normalidad. Fue
entonces cuando la fila, que se extendía hasta muy lejos, alcanzó a convertirse en algo más o
menos estable y organizado. En ese momento algunos de los hanksis más cercanos al profeta
tuvieron la primera oportunidad de conversar a solas, reuniéndose informalmente en una
pequeña habitación lateral, lya, entusiasmado, fue el primero en hablar:
-¡Esto es increíble! Nunca hubiera pensado en algo tan grande, tan magnífico.
Pero la expresión de los demás retrajo su exaltación, induciéndolo a preguntar:
-¿Qué sucede?... Yo también comparto el dolor, ustedes lo saben, pero ahora se han
disipado mis dudas... sé que triunfaremos. ¡Me sentía tan desamparado cuando salimos de
Ventura!
Ferra, ahora absorto, le sonrió, afirmando con la cabeza. Pero fue Gwani quien expuso las
reservas que los demás sentían:
-No es eso lya, no se trata del dolor o la alegría que sintamos... somos libres. Es que la
gente parece haberse vuelto loca.
-Sí -la apoyó su hermana- el ritualismo es excesivo para mí, me resulta incongruente... me
hace sentir mal. Están endiosando a Hankl, pero es también como si nos lo quitaran, como si lo
transformaran en alguien diferente a quien fue.

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-Tienes que ser comprensiva en esta hora, Swende, es un momento muy especial -le
replicó Dukkok-. Ya las aguas volverán a su cauce. Hay que valorar lo que significa este
homenaje, la forma en que nos dará a conocer en el mundo entero... Recibiremos miles y miles
de adhesiones.
-Lo entiendo, sí, pero ellos no se dan cuenta de que están distorsionando nuestras ideas,
las ideas de Hankl.
-La religiosidad del hombre -intervino Ferra- se expresa por caminos inesperados, difíciles
de entender, a veces incontrolables. Debemos aceptar esta consagración espontánea como un
signo favorable.
Ana, percibiendo otra vez tas latentes discrepancias, trató de evitar una discusión
inoportuna:
-lya, ¿logró Hankl terminar de escribir su libro?
-No completamente, aunque en la práctica se podría decir que sí. Sólo faltaban ciertos
retoques, problemas de estilo, las precisiones necesarias para una buena traducción. Pero yo
podré concluirlo en pocos días, para que luego podamos darlo a conocer en todos los idiomas.
-Sí, debemos ocuparnos pronto de eso. Creo que será conveniente reunir al Consejo lo
antes posible, apenas todo se normalice un poco. ¡Hay tanto por hacer! Ustedes tres tienen que
asistir, son miembros por derecho propio, porque Hankl los escogió en su último viaje:
necesitamos su opinión, el relato detallado de todo lo ocurrido desde que salieron de Ventura,
porque las fantasías, ahora, parecen indistinguibles de la realidad.
Todos se retiraron. Algunos para permanecer al lado del cuerpo venerado del profeta,
frente a los fieles que le tributaban su postrer despedida; otros, buscando los breves momentos
de descanso que tanto necesitaban, porque debían estar preparados para las ceremonias del día
siguiente. Ferra, cerca de Ana y Dukkok, permaneció pensativo ante al féretro: su alta figura
destacaba allí, en el austero templo, como si quisiera aún comunicarse con el alma del Hankl. En
realidad observaba, con aguda atención, las plurales manifestaciones de respeto y dolor que
espontáneamente elaboraban las gentes: era tan grande la variedad de idiomas, de vestimentas y
de razas que se sentía fascinado por el sentido verdaderamente ecuménico de la ceremonia.
Meditaba entretanto, no sin cierta inquietud, acerca de todo lo que les faltaba por construir.
Hacia las tres de la mañana, cuando ya era evidente que el desfile de los peregrinos iría a
durar toda la noche, Ferra, de pronto, abandonó el aire reconcentrado que habla mantenido
hasta entonces. Fue como si por fin hubiese comprendido qué era lo que sin saber le
preocupaba, como si hubiese encontrado la solución a un obstinado acertijo que apenas era
capaz de formular. Ocurrió cuando un hombre corpulento, de ancha barba roja, se acercó al
ataúd. Se hincó, murmuró una breve plegaria que nadie pudo entender y luego, al incorporarse,
exclamó con energía, mirando precisamente hacia la dirección en que se encontraba Ferra: -
-¡Hankl Ozay, profeta verdadero: que las estrellas eternas reciban tu cuerpo!
Llevaba una gruesa cadena de oro sobre su pecho y unas ropas corrientes, pero que
delataban su oficio de astronauta.
Ferra entendió. Esa era la ausencia crucial que lo atormentaba, el motivo de su indefinible
desasosiego: el nuevo culto no tenia' ningún rito particular ante la muerte, ninguna expresión
litúrgica que lo diferenciase de las otras religiones existentes. Horas antes, durante un breve
encuentro con Johnne, éste habla dado por supuesto que se seguiría la costumbre dominante en
esos tiempos: la donación de los órganos y la cremación solemne. Todos parecían pensar que así
habría de precederse porque no eran capaces de hallar, en realidad, ninguna otra alternativa.
Ferra, impresionado por las palabras del viajero, se acercó a éste, y el hombre, dirigiéndose
directamente a él, repitió:
-¡Ojalá las estrellas eternas pudieran recibir el cuerpo del venerable Ozay!
El ex-sacerdote, estremecido porque acababa de concebir una idea que se le antojaba
perfecta, tomó por un brazo al peregrino y le dijo:
-Hermano, ¿usted sugiere que llevemos el cuerpo del profeta hasta las mismas estrellas?

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El individuo se sobresaltó, sorprendido. Apenas atinó a responder: -No es posible, ya sé,


pero él se lo merecería. -Tenemos una estrella cercana, el Sol. No sería tan difícil enviar una
pequeña nave hasta allí...
El hombre abrió mucho los ojos y sonrió levemente. Entonces, tuvo un gesto magnifico: se
despojó de la cadena de oro que llevaba y la colocó, con cuidado, al pie del féretro.
-Me siento honrado en entregarles este donativo.
Mientras Ana y Dukkok consideraban la propuesta, todavía con un poco de asombro, la
idea se propagó a lo largo de la fila, aceptándose con vigor incontenible. Antes de una hora se
había formado un pequeño montículo de objetos de valor a la vera del féretro del profeta Ozay.
La TVD pudo lograr -no mucho después- una entrevista con lya quien, con su habitual
destreza, encontró un pensamiento de Hankl que parecía apropiado a la situación. La frase
pronto se esparció por todos los continentes: "He estado mucho tiempo allí, como un objeto
más en el cosmos, como un satélite de un satélite de un planeta. Pero provengo, como todos,
del material que crean las infinitas estrellas en sus mutaciones. A ellas regresaré, con cada
uno de mis átomos, en un tiempo próximo o distante, como quien vuelve á su hogar
primigenio."

La nave, un espacioso carguero de esos que recorren lentamente el sistema solar en todas
direcciones, se fue alejando de su plataforma de lanzamiento, ubicada en la estación orbital
Trópikos. Se encaminó hacia Venus, su primera etapa, atravesando las vastedades desiertas.
Mucho antes de haberse aproximado al planeta, iluminado entonces en su mitad derecha
por el sol, hizo una operación no contemplada en los manuales de navegación; transcurría el
segundo día de viaje. Mientras la tripulación observaba un respetuoso silencio, se abrieron las
compuertas de una de sus bodegas y un dispositivo en forma de brazo sostuvo, durante algunos
instantes, un pequeño contenedor motorizado, un commy de unos dos metros de largo. Lo
orientó directamente hacia el Sol mientras se encendía su motor, en tanto el brazo mecánico
volvía a su sitio y las compuertas se cerraban.
El commy fue adquiriendo velocidad, atraído por la implacable gravedad del astro. Su
recorrido rectilíneo fue seguido durante un tiempo por los hombres del carguero y por algunos
otros que, desde naves cercanas, pudieron apreciarlo a través de sus telescopios. Horas después
se disolvía sobre la superficie de la estrella con una pequeña llamarada, que se confundió con la
corona flamígera que la rodea. Ni aun el observatorio orbital Maxwell Vil -colocado tan cerca del
Sol- pudo registrar el inevitable final: el momento en que el cuerpo del profeta se desintegró al
ser acogido en el seno de la madre estrella.

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SEGUNDA PARTE

LOS HANKSIS

13

Los robots y las maravillosas máquinas que hoy


poseemos parecen rodearnos en todo momento como
si no existiese otro mundo más allá de su poder y de
su encanto. Pero están, hacia afuera, las fuerzas
indisciplinadas del inmenso universo que todavía no
sabemos recorrer y hacia dentro de nosotros un
mundo que a veces nos sobrecoge y nos confunde.
Ninguna máquina, ninguna droga, puede evitar que
la angustia nos penetre o que nos amenacen
infinidad de peligros que desconocemos casi por
completo, Sólo nuestra fe en que somos parte del
Universo, en que podemos llegar siempre más allá,
puede evitar que nos destrocemos contra nosotros
mismos.

De Confesiones y Recuerdos, por HANKL OZAY

El terreno era propicio, el mensaje oportuno: la extraña saga del Hombre del Espacio tenía
la capacidad de cautivar la imaginación de millones de seres. La vida de Hankl Ozay, abrumada
de paradojas, comenzó entonces a conocerse: sus Confesiones y Recuerdos fueron traducidos al
árabe, al swahili, al neopolinesío, a todos los noventa y seis idiomas que reconocía la Federación,
lya Semarani redactó, apasionado, un breve texto en que se recogían los pocos actos conocidos
del profeta, algunas frases que éste pronunciara y una especie de diálogo interior que reflejaba el
estupor de Hankl ante la desconcertante experiencia de la soledad absoluta. Surgieron también -
fervorosas e ingenuas- las nuevas oraciones, que recorrieron los mundos habitados con
inusitada celeridad. Casi todas ellas concluían con una frase que pronto llegó a hacerse famosa:
Tú, Hankl Ozay, que con paciencia supiste mantener la razón, ayúdanos a recorrer con
felicidad nuestro camino de regreso a las estrellas.
Las imágenes de El Profeta invadieron los vehículos espaciales, las salas de medicina, las
paredes de los hogares y también de los prostíbulos. Eran frecuentes en la Tierra y en Marte, en
las colonias que laboriosamente se asentaban sobre las lunas de Saturno y en las antiguas
residencias de aquellos que -en el lago Titicaca- respetaban aún la forma de vivir de sus
antepasados. El símbolo de los estelares, la conjunción de la espiral galáctica con el círculo que
representaba al átomo del carbono, llegó a ser tan conocido como otros arcaicos signos: aparecía
en cualquier calle de Singapur o de Manaos, en la TVD y en las sempiternas paredes de los
baños.

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Los templos se elevaron, sin pausas. La Liga Federal por el Renacimiento de la Fe que,
ante el estupor de Hankl, le había dado a este la oportunidad de conocer los libros sagrados de la
Tierra cuando aún buscaba el modo de salir de su encierro, comenzó a recoger los frutos de su
generosa preocupación: su labor fue reconocida y elogiada por los pacíficos hanksis, que
supieron valorar la Importancia del verdadero ecumenismo. En sus cubos aparecieron al poco
tiempo, junto al Corán y la Biblia, las enseñanzas del profeta venido del espacio. Muchos de sus
miembros, impresionados por tantas coincidencias, abrazaron en esos años la nueva religión: la
veían, no sin algo de justicia, como su impensable pero más auténtica creación, como la forma
en que se expresaban, en esa centuria turbulenta, sus anhelos de universalidad y de paz.
Algunos hanksis habían sentido, en aquel día aciago de febrero, qué con la muerte de
Hankl acababan también los sueños de crear una nueva religión que fuera más justa, inteligible
y universal. Para quienes lo habían conocido, por ello, el dolor por la pérdida se fundía con
temores y con dudas, con la preocupación por el destino de la obra común. Pero ellos, en
realidad, eran sólo una minoría, algunos pocos miles que vivían con intensidad un mensaje
espiritual por el que de algún modo siempre hablan aguardado. Eran los pioneros, los que
conscientemente buscaban una fe. Pero para los demás, para los millones de adeptos que iban
sumándose a los seguidores iniciales, Hankl era un ser trágico y en parte legendario, un símbolo
de la tolerancia y de la racionalidad, un mito que representaba la indómita voluntad del hombre
ante los horrores del espacio.

14
***********

-Esa pregunta es demasiado amplia, no sabría como responderle -Dukkok vaciló por un
momento y agregó-: Hay algo que sí quiero que sepa, algo que sostengo desde hace tiempo: no
debemos retroceder a las intolerancias religiosas o culturales ni a la competencia nacionalista
del pasado. No sé lo que usted piensa al respecto, pero yo me he convencido de que ya no es una
cuestión de opinión... es algo más, se trata de la supervivencia.
-Está entonces con la posición de Dhurt'senma?
-De verdad, no sé cual es la posición de Dhurt'senma. Pero, si no me equivoco, creo que no
estamos en lo mismo: no quiero tampoco un poder mundial tan extenso que nos imponga en
cada ocasión lo que tengamos que hacer. Ello no nos dejaría libertad de movimientos, podría ser
la antesala de la peor dictadura de la historia humana. Los hanksis necesitamos de la libertad.
-Bueno, ella por ahora está lejos de una posición tan extrema. Y de Brownez, ¿qué opina?
-Tampoco conozco muy bien lo que él propone.
La conversación discurrió así, con un Dukkok que evitaba a toda costa trazar definiciones
políticas precisas y un senador Dowwe afable, suavemente inquisidor, paternal por momentos.
Finalmente éste sentenció:
-Veo que ha aprendido muchas cosas en estos meses, mi amigo, y permita que lo llame así.
Me alegro, sinceramente me alegro de este cambio.
-Tal vez es que usted no está tan lejos de sentir como nosotros -Dukkok lo miró, esbozando
una sonrisa, sintiendo que lo respaldaba, como tantas otras veces, el poderoso influjo de la
herencia del gran Hankl. Ya en un tono más serio agregó-: Quiero, ante todo, que nos dejen
crecer, que respeten nuestra fe, nuestro culto. Me parece que no es mucho. Además -se atrevió a
sugerir- no percibo contradicción alguna con sus ideas, senador.
-Porqué no las hay, por supuesto. Puedo prometerle que, en lo que esté a mi alcance, no
habrá persecuciones, ni abiertas ni encubiertas. Mi grupo, porque usted sabe que no es un
partido, favorece religiones como las de los hanksis. Yo, personalmente, podré ayudarlos quizás,
alguna vez que otra, sobre todo si se presentan problemas. Aunque por ahora no veo que existan
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reales amenazas contra ustedes: según mis informaciones el grupo de Los Desesperados está
prácticamente disuelto. Para las grandes religiones ustedes se han convertido en un
inconveniente, es verdad, en una especie de presencia molesta, pero no son un peligro directo.
Nada indica que los vayan a combatir con armas desleales.
-Sí, nuestra situación ha mejorado considerablemente... Al menos Rashawand ha
mostrado un verdadero cambio, una actitud constructiva. Pienso que acaso, si las circunstancias
lo permitieran, acabaría hasta por unirse a nosotros.
-Las circunstancias, usted lo sabe, siempre pueden cambiar y varían, de hecho, de un día
para otro. Trataré de favorecer una reconciliación, si eso es posible. Sólo les pido una cosa, y se
lo pido porque sé que no atenta contra sus convicciones: que no se definan por ningún bando de
los que se disputan el poder federal, que actúen con cautela y, por supuesto, que no abandonen
estos contactos con mi grupo.
-Naturalmente, creo que todos preferimos no comprometernos demasiado con ninguno de
los grupos políticos que existen: Es lo más prudente, lo único que se corresponde con nuestra
vocación universalista. En cuanto a lo otro, senador, estoy de acuerdo con usted: pero hay que
ser discretos, muy discretos. En mi posición, no puedo permitir que nadie me acuse de estar a su
servicio. Sería el comienzo de mi ruina.
El hombre obeso, sabiamente, rió:
-Lo sé, mi amigo, lo supe antes que usted.
Lejos de allí, sobre las costas de otro océano, Rashawand Singh enfrentaba entretanto su
primera audiencia. Desde la antigua sala en que sesionaba la Corte Federal de Vancouver
millones de personas pudieron ver -a través de la TVD, por supuesto- ese acontecimiento
sensacional. El Desesperado, con el rostro sereno de quien se ha acostumbrado a dominar sus
emociones, llegó caminando con cierta dificultad: la demora en recibir asistencia médica había
impedido que su pierna artificial se adaptase perfectamente a su cuerpo.
Los cargos a los que debía responder eran múltiples: instigación al homicidio, posesión
ilegal de armas, conspiración contra la seguridad de la Federación y complicidad con actos
criminales. Junto a el se sentó la bella Warani Kaur y, un poco más hacia la izquierda, con
semblantes adustos, Ok-kae, Flores y Pustenak formaron otro pequeño grupo. Ellos no estaban
acusados del delito de instigación, pero en cambio se los hacía materialmente responsables de
los crímenes de secuestro y homicidio. Se había ya establecido que Orhenin era quien,
disparando apresuradamente, había provocado la masacre ocurrida en la casa de las afueras de
Ventura donde murieran Carindha y Nakoki.
Luego de las habituales presentaciones de la acusación y la defensa, que fueron
relativamente breves, El Desesperado tuvo ocasión de hablar. Se incorporó, clavó sus ojos
negrísimos en el Gran Jurado, y comenzó con pausada convicción:
-Sí, soy responsable de todos los hechos que aquí se han mencionado. Y, a pesar de las
expresivas palabras de quienes han tratado de defenderme, debo manifestar que soy
responsable también de mucho más: de todo los delitos de que se acusa a estos hombres y
mujeres que me acompañan hoy en esta sala, de lo que han hecho ellos, y otros más, que
creyeron estar luchando contra la blasfemia y el pecado. Nadie sino yo mismo decidió terminar
con la vida de Hankl Ozay. Nadie sino yo fue el que se dispuso a cazarlo en el refugio que él
había buscado, a perseguirlo en medio de la noche, como si fuese un animal maligno. Lo
consideraba un ser impuro y corruptor, una manifestación casi perfecta del demonio. Sólo
podría decir, en mi descargo, que nunca quise matar a aquellos que lo acompañaban. Pero eso
ya no importa; lo que importa es declarar que me equivoqué. -El público, que seguía sus
palabras como conteniendo la respiración, comenzó a llenar la sala con sus murmullos y
comentarios: nadie esperaba una declaración semejante. El Desesperado, después de una pausa,
prosiguió con emoción:
-Porque cuando estuvo solo frente a mi láser, sin posible escapatoria en el desierto helado,
intuí que ese hombre no era el demonio blasfemo y egoísta que yo había concebido. Algo en su

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voz me dijo que debía prestar atención a sus palabras, que era un hombre de paz... tal vez un
santo. Y lo escuché.
-¡Traidor! ¡El blasfemo eres tú! -resonó potente la voz de Ok-kae. Pero Rashawand
continuó imperturbable:
-No me estoy excusando: quise hacer el mal e induje a otros a hacerlo. Ellos necesitaban
un guía, un maestro, pero ese maestro los engañó; pues los llevó a realizar actos que algún día
quizás repudiarán por impíos, tal como yo hoy los repudio -hizo una pausa, que esta vez no
quebró siquiera el más débil susurro. Luego cambió de tono, se inclinó hacia el auditorio y
agregó-: Supe que ese hombre era diferente a los demás, que no podía ser un impostor. Sus
ideas me parecían maliciosas y perversas; aún a veces lo siento todavía así. Pero entendí que era
un auténtico profeta cuando lo tuve frente a mí, cuando se acercó por su voluntad a mi trineo en
la noche potar y comenzó a hablarme. Sólo un hombre extraordinario podía hacerme cambiar de
actitud así, súbitamente, cuando estaba armado y no tenía más que hacer un leve movimiento
para terminar con su vida. Y eso es lo único que quiero recordar en esta tarde, no para buscar un
perdón que no solicito, sino para que sepan de esta íntima satisfacción que nadie jamás podrá
quitarme: tuve ante mí al Profeta y logré reconocerlo. Ahora pido clemencia para todos estos
jóvenes que me han seguido, pido justicia, porque sus obras han sido en realidad hechas por mí,
sólo por mí, y ellos no merecen el castigo. No pido perdón para mí mismo porque sé,
simplemente, que aún no lo merezco.
El discurso, la intensidad y la pasión de las palabras, conmovieron inmediatamente a la
sala. La esencia del problema judicial, determinar si era inocente o culpable, quedó relegada de
algún modo a un periférico segundo plano. Ahora se destacaba más bien otra cuestión, por
completo diferente: ¿qué castigo imponer, razonablemente, a un hombre que había cometido
auténticos delitos pero que mostraba un arrepentimiento tan sincero? Las deliberaciones se
prolongaron hasta la mañana siguiente.
La sentencia, como era de esperar, resultó bastante compleja: se preveían las habituales
sesiones de psicotek, un conjunto de reparaciones que Rashawand debía hacer y varías
restricciones a su libertad de movimientos. Pero no se lo encarcelaba ni recluía en ningún
presidio federal, sino que se lo confinaba por algún tiempo en lugares que, ciertamente remotos,
no ofrecían para él peligro alguno. El resto de los acusados recibió, sin embargo, un trato menos
benevolente: el jurado se notó impresionado por las palabras de Rashawand pero no acogió con
igual confianza su declaración de que él se hacía responsable por la conducta de sus seguidores.
El singular fanatismo de Ok-kae, su desafiante justificación de todo lo que había hecho, hicieron
que con él -y con sus dos amigos- se adoptase una actitud más dura. A Warani, en cambio, sólo
le condenaron a penas inusualmente leves. Nadie previo, en aquella mañana de primavera
boreal, las dilatadas consecuencias que traería ese peculiar veredicto.
El juicio, realizado tan poco tiempo después de la muerte del Profeta, dividió todavía más a
los estelares, desafiados ahora por una paradoja que se les antojaba nueva: mientras la
desaparición de Hankl y su simbólico funeral hablan fascinado a millones de seres -que
percibían en su vida una parábola misteriosa y conmovedora- ellos, los que habían estado a la
vanguardia del movimiento, se sentían cada vez más impotentes para controlarlo, enfrentados
por diferencias crecientes, escindidos en lo que peligrosamente podían llegar a ser sectas o
colectividades diferentes. Algunos pensaban que Rashawand había sido injustamente protegido
-tal vez por turbias maquinaciones políticas- para que Los Desesperados continuaran siendo
una amenaza que los paralizara. La leve condena les parecía una grosera burla, inapropiada para
quien era nada más que un asesino fanático. Ellos culpaban también a Rashawand por otro
crimen, para el cual no podía haber suficiente castigo ni piedad sobre la tierra: lo hacían
responsable de la persecución que había debilitado las energías del Profeta conduciéndolo -
indirectamente- a su prematura muerte.
Pero había también otro punto de vista, el que adoptaban especialmente Swende, Dukkok
e lya. Era imposible para ellos olvidar que la mirada del Desesperado no sólo contenía cólera y

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La religion de los Hanksis Carlos A. Sabino 64

furor, sino también una sinceridad y una limpieza desconcertantes. Dukkok, en la siguiente
sesión del Consejo, lo defendió largamente, no sin cierta pasión:
-Es que nosotros lo vimos, participamos en eso, en lo que ya hemos contado tantas veces.
El pudo matarnos a todos sin piedad, sin demorar más que un instante. Pero se dejó convencer,
dejó que Hankl lo persuadiera, y tuvo que desistir cuando comprendió que ya no tenía ninguna
fuerza espiritual que oponerle. Desde ese momento fue un hombre nuevo, como lo ha dicho en
el juicio, y pienso que algún día, con la suficiente ayuda del tiempo, terminará por unirse a
nosotros.
-Esa sí sería una afrenta intolerable, que tengamos que compartir nuestro templo con un
monstruo como ese -dijo una joven que se había Incorporado a las sesiones del Consejo
recientemente.
-¿Qué propones entonces, que alimentemos el odio durante todas nuestras vidas, que
hagamos ahora nosotros con él lo que ese desgraciado quiso hacer con Hankl?
-Yo no quiero hablar del odio, no es eso -terció en el diálogo el austero Ferra- pero,
Andreas, todo debe tener su medida: te complaces en contarnos una y otra vez la misma
historia, como si no la conociéramos, y especulas con una conversión que nadie ha hecho. El
hombre sólo ha tenido algunas expresiones de simpatía para con nuestro maestro, nada más,
algo que puede interpretarse como un modo de agradecerle que le salvara la vida. No tiene
sentido que divaguemos ahora respecto a lo que deberíamos hacer ante situaciones que, como tú
bien sabes, están lejos de haberse consumado.
De este modo Ferra, con un lenguaje claro y a veces hasta duro, pero con la habilidad para
mantener los debates en un terreno práctico en el que siempre se imponía con facilidad, había
pasado a ser la figura dominante del Consejo. No es que pudiera negarse la primacía espiritual
de Ana -viuda de quien fuera el primer mártir de la causa y amiga entrañable de Hankl- que
todos reconocían y aceptaban al discutir materias relacionadas con la fe. Pero ella no sabía
navegar en las aguas confusas de los conciliábulos, en la maraña de las decisiones que había que
tomar cada día, conservando el equilibrio entre tantas pasiones e intereses diferentes. El único
capaz de realizar también todo eso, Dukkok, era casi siempre adversado por Ferra y por el grupo
de quienes se habían congregado con entusiasmo a su alrededor. Los amigos de Dukkok, Ana y
Gwani principalmente, ejercían también una influencia poderosa, pero el Consejo contaba con
26 miembros y Ferra lograba casi siempre que las decisiones que se tomaban coincidieran con
su pensamiento.

15

Ningún hombre puede afirmar que se encuentra más


allá de toda religión. Pensé por ello que era preferible
construir la más abierta, la que pudiera situarnos
mejor ante la inmediata pero a la vez profunda
percepción de esos cielos que gobiernan nuestras
vidas y a los que tratamos de gobernar, no siempre
vanamente.

De Confesiones y Recuerdos, por HANKL OZAY

En Yellowknife, dicen sus habitantes, se siente más el frío pero menos la superpoblación.
Siempre hay un horizonte de árboles oscuros, un aire penetrante y límpido que hace que el
hombre se sienta libre, aunque tal vez algo pequeño ante la vastedad del obsesivo paisaje.

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Dukkok y Swende, después de aquellos días de febriles cambios, retornaron a sí mismos.


Encontraron una casa discreta y sólida, antigua, que se abría en amplios ventanales sobre el
inmenso lago casi siempre blanco. Desde allí compartieron el optimismo que brotaba de una
religión naciente y también el amor, la música, las rutinarias actividades de las que nadie
escapa.
Dukkok había hallado en Swende aquello que nunca se había atrevido a buscar: no es que
ella fuese la encarnación de algún modelo idealizado de mujer, la corporación de un sueño;
Dukkok, de hecho, era persona poco dada a tales fantasías. Por eso tal vez no había imaginado
nunca que pudiese aguardarlo una compañera así, tan cálida pero a la vez tan distante, tan
independiente pero casi maternal. Para él, Swende seguía siendo de algún modo una persona
extraña, con ideas que a veces lo sorprendían y emociones que no sabia compartir. Pero con ella
se sentía siempre cómodo y a gusto, dueño de sí, como nunca antes en sus relaciones amorosas-.
Ella no era seductora pero lo seducía, hora tras hora, y le despertaba deseos apasionados, que no
habían podido provocar ni las salas tecnificadas del PNW, ni las atractivas jóvenes que
frecuentaban los ambientes mundanos de Mahón.
Pero, a pesar de las apariencias, y en contra de lo que a veces murmuraban algunos,
Dukkok era estelar porque creía en ello con auténtica convicción, más allá de su amor y de las
increíbles circunstancias que lo habían acercado tanto al Profeta. Gwani -que conocía bien a
ambos- había terminado por afirmar, en una ocasión en que él se sentía desanimado por ciertas
acusaciones que le hicieran:
-Pero, Andreas, yo sé que no es así. Sólo los necios o los malintencionados pueden creer
que tú sigues siendo un espía o que te has hecho hanksi porque vives con Swende. A veces
pienso que en realidad ha sucedido lo contrario, que tú has convertido a Swende, aunque no te
hayas dado cuenta de cómo lo hacías, aunque ella misma jamás vaya a admitirlo.
Tal vez por eso, pocos días después de que ambos decidieran tener el único hijo que les
permitía la piedad, ella dijo una noche, mientras caminaban lentamente:
- Si por mi fuera yo tendría contigo más de un hijo, Andreas, sin importarme tanto lo que
haya dicho nuestro querido Hankl. Pero parece que realmente hemos creado una nueva religión
y, sinceramente -rió con suavidad- eso es lo que menos yo esperaba crear en mi vida.
Si Dukkok sentía una transformación espiritual tan grande que hasta se asombraba de sí
mismo, si Swende continuaba siendo la muchacha silenciosa de siempre, ensimismada y un
poco misteriosa, para Gwani -en cambio- la gran mutación había sobrevenido de improviso, en
un soto instante violento e imborrable. Fue allá en Ventura, en la oscuridad de la noche infinita,
cuando comprendió que su vida podía terminar abruptamente, cuando en ese instante para el
que no estaba preparada vio a Dukkok arrojarse a tierra mientras la golpeaba el cadáver
destrozado de Carindha. Fue entonces, cuando corría desesperada hacia el trineo, que cambió
por completo el sentido de su religiosidad. No su modo de ser, porque Gwani siguió siendo
exactamente la misma Gwani de siempre, la joven que parecía poseer el don de transmitir de
inmediato una sensación profunda de felicidad. Pero en ese momento entendió, más allá de la
razón y del pensamiento consciente, que la muerte la aguardaba como a todos y que sus
sentimientos religiosos habían perdido la ingenua superficialidad que tenían hasta ese día. Y
cuando por fin vio partir el trineo en que avanzaban hada el norte su hermana y sus amigos, no
tuvo miedo en verdad y tampoco experimentó ningún presentimiento. Sólo un vacío. La
desconocida sensación de estar frente a lo que era sin duda irrevocable la estremeció por
completo. Entonces, en medio de la loca confusión que la rodeaba, advirtió lo ridículo que
resultaba el corpulento Ferra con su agitación y su incesante movimiento y cuando nació,
pensaba, esa especie de distanciamiento silencioso entre ellos, ese producto de la absoluta
incompatibilidad más que de la enemistad efectiva.
Los meses siguientes, pasados los momentos de desazón que siguieron a la muerte de
Hankl, habían reafirmado esa mutua repulsión que aparecía inadvertidamente casi, como algo
que era parte ya de las reuniones y las sesiones del culto, únicas ocasiones en que se veían. Para
Gwani él representaba todo lo que quería ver alejado de una religión que concebía más como

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libre exploración del espíritu que como cuerpo organizado de fieles. A ella no le interesaban las
sutiles distinciones teológicas ni las complicadas relaciones de poder que, lentamente, se iban
tejiendo a su alrededor. Sólo Ana, que parecía haber incorporado mágicamente el mensaje
renovador del Profeta, era capaz de mantenerla allí, en el epicentro de esa corriente febril que
era el capítulo de los estelares de Yellowknife, en perpetua actividad, percibiendo todos los días
el ascenso de lo que era como una marejada incontenible.
Porque la religión de los estelares había cobrado realmente vida, superando los inevitables
obstáculos iniciales y extendiéndose más allá de lo que podía preverse: en todo el mundo
habitado los hanksis crecían y se multiplicaban, desmintiendo a los escépticos y asombrando a
los indiferentes. En pocos meses habían logrado lo que no estaba al alcance de ninguna secta, lo
que les permitía compararse, de algún modo, con religiones de siglos: no eran sólo los millares
de seguidores y los templos que se levantaban sin cesar, era también el mito que se construía
alrededor de ese hombre que había logrado convertirse en un personaje de leyenda, en tiempos
en que la tecnología parecía relegarlas creencias ancestrales a un submundo irrelevante. Pero,
todavía más, los hanksis hablan alcanzado a delinear sus propios ritos, sus costumbres y unas
formas de culto que, aunque diversas y no perfectamente organizadas, repetían sus rasgos
esenciales en la Tierra y los demás mundos habitados.
Ser hanksi, sin embargo, no implicaba ningún sacrificio especial, ningún alejamiento del
mundo convencional y cotidiano: en eso los estelares se asemejaban a las grandes y tradicionales
religiones del pasado, al budismo o al shintoísmo, por ejemplo, que no requerían -como es la
común exigencia de las sectas- de una vida por entero dedicada a una exaltación religiosa que la
mayoría de los hombres no puede alcanzar de un modo permanente. Se podía ser artista o
comerciante, político o artesano, se podía ser hombre, mujer o un hermafrodita de laboratorio, y
sin embargo sentirse cobijado por las claras enseñanzas del Profeta. Era necesario, es verdad,
cultivar un modo especial de valentía: olvidar la existencia de dioses protectores a quienes
pudieran pedirse beneficios, dejar de lado los rituales misteriosos y antiguos que cautivan la
imaginación, posponer toda confianza en cualquier forma de vida eterna. Los astronautas, los
científicos, los habitantes de las más opulentas ciudades de la Tierra y tos hijos de las colonias
espaciales eran quienes parecían abrazar con mayor facilidad el nuevo credo.
En sólo algunos años, gracias a la previsión de Hankl y a la titánica labor del apasionado
Ferra, los estelares lograron perfilar las normas básicas de un culto que fue enriqueciéndose con
las ideas que aportaron infinitos seguidores. El primer momento decisivo Negó,
previsiblemente, el 11 de febrero de 2145. Se conmemoraba el aniversario de la partida de Hankl
hacia Ventura y, en todos los templos estelares, se realizaron solemnes reuniones que evocaron
el renunciamiento del Profeta. El Consejo Ecuménico, desde la ciudad del norte, proclamó un
día especial, dedicado a la reconciliación y la paz. Fue un éxito: millones de personas
remembraron, en ambiente festivo, lo que comenzó a considerarse ya como una epopeya. Luego,
el 26 de ese mismo mes, se recordó la muerte de Hankl: mucha gente había vivido casi
orgiásticamente durante las dos semanas anteriores, por lo que el día resultó propicio para el
recogimiento. Algunos, sobre todo en el mundo occidental y en China, lo llamaron el Día de los
Proyectos, porque la meditación estimulaba la antigua costumbre de formular planes para una
nueva vida, como en el día de Año Nuevo; otros, sobre todo en la India, en África y en Siberia, lo
llamaron el Día de las Preguntas: la gente se volvía a interrogar acerca de la extraña muerte del
profeta, de su sino misterioso, pero también respecto a atoas infinitas cuestiones que ni los
científicos ni los guías hanksis eran capaces de responder a cabalidad. -
Los templos estelares, en estas ocasiones, proporcionaban un sitio de encuentro para las
festividades colectivas. Pero pronto, para dar un marcó adecuado a las prácticas de meditación,
comenzaron también a construirse las Casas de la Paz. Se elevaban en sitios más apartados, lejos
de la febril actividad de las ciudades, y servían para un propósito que pronto se generalizó entre
los fieles: realizar retiros espirituales, de unos tres o cuatro días de duración. Los maestros
hanksis, quienes estudiaban especialmente el legado de las grandes religiones de Oriente,
aconsejaban realizar estas prácticas una vez al año, y proponían hacerlas en Casas de la Paz que

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estuviesen distantes del lugar de residencia habitual de cada creyente. Allí se leían los escritos
que dejara Hankl, y a veces también los de otras religiones, se organizaban debates y cursos, se
meditaba sobre temas de ciencia y de filosofía. En esos días, al contrarío de lo que ocurría
durante las fiestas del mes de febrero, se vivía en medio del más completo ascetismo.
Pronto, en algunas de esas casas, y gracias a una iniciativa que surgió de una comunidad
de Montevideo, se comenzó a practicar otra forma de meditación, más original y exclusiva. El
propósito era repetir, de un modo alegórico pero asimismo realista, la odisea vivida por Hankl
en el espacio: los creyentes se aislaban en cápsulas que se asemejaban a las que tenían las naves
extraterrestres y permanecían allí, en completa soledad, durante seis días completos. La idea
había provenido de un astronauta veterano quien -deseoso de experimentar de algún modo lo
ocurrido a Ozay, y siguiendo la recomendación que éste hacía en uno de sus cubos- se había
atrevido a instalarse en una cápsula de salvamento y a accionar el mecanismo de eyección
durante un viaje de rutina. Sus peripecias -que incluían una agria discusión con el capitán de su
nave y la pérdida de su empleo- fueron comentadas con auténtico interés por sus camaradas,
que pronto lograron instalar en tierra un dispositivo semejante. Ante la difusión de esta práctica
el Consejo Ecuménico, reunido a la sazón en Nueva York, sugirió que todo hanksi, al menos una
vez en su vida, debía atreverse a pasar ritualmente esos seis días de aislamiento absoluto.
Los templos ecumenistas seguían elevándose por todas partes, llenándose de gente que -
convencida o no- asistía a las discusiones y las conferencias, observaba las proyecciones
cuatridimiensionales, participaba de los rituales y las fiestas. Los verdaderos hanksis, aquellos
que acogían en lo más íntimo el mensaje del nuevo profeta, procuraban también disponer los
medios para que -llegado el momento- sus cuerpos fuesen a acompañar al de Hankl, en el viaje
ritual sin retorno hasta el distante sol.
Mientras todo esto ocurría y los hanksis se integraban a la vida cotidiana con la
naturalidad de aquello que llega para permanecer, la burocracia federal, por medio de la
Comisión Universal para la Fe, decidía reconocerlos públicamente como una religión oficial
más. Dowwe, que era uno de los siete senadores patrocinantes de la propuesta, se encontró
después de la noticia con la lúcida Adaniy, su principal consejera y asistente personal. La
conversación que sostuvieron tuvo para él un final sorprendente:
-Estoy cansado, Adaniy. La sesión fue más larga de lo que pensábamos.
-No me extraña: varios miembros de la Comisión son demasiado conservadores y no
entienden que el mundo cambia, se modifica.
-Bueno, pero al fin lo hemos hecho. Ahora los hanksis no podrán olvidar quiénes son sus
amigos.
-No creo que nunca lo hayan olvidado...
-Tal vez Dukkok no, pero allí también hay muchos que no entienden nada de política
mundial.
-Cómo sea, Florián, en esa gente podemos confiar. Yo me siento realmente feliz en este día,
porque ahora podrán tener cierto poder de decisión, estarán en condiciones de defenderse mejor
de tantas amenazas.
Dowwe, atraído por el tono quizás demasiado enfático de su confidente y amiga, se acercó
más hacia ella. Algo quedaba vibrando detrás de sus palabras, algo que él no podía captar con
completa exactitud:
-No entiendo bien lo que quieres decir... ¿crees que esa decisión sea tan importante?
Adaniy, intuyendo que su entusiasmo era excesivo para la situación, replicó:
-Tal vez la decisión en sí misma no, Florián. Se trata de algo más bien formal, que de todos
modos iba a producirse tarde o temprano. Pero no puede ocultarte que me alegra, hemos estado
tan cerca de los estelares.
-Adaniy, es que tú también... No, no puede ser...
Ella, un poco turbada, sonrió tímidamente. Después de un expresivo silencio se decidió a
responder:

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-No es lo que tú piensas, Florián, no temas, no he tenido absolutamente nada que ver con
ellos. Sabes que no podría engañarte en una cosa así. Es otra cosa, una especie de afinidad, de
simpatía que se mantiene desde lejos. Lo más que he llegado a hacer, te lo confieso, es visitar un
par de veces el templo hanksi que hay aquí en Mahón.
Florián Dowwe se sintió auténticamente asombrado. Más que las estadísticas o que la
misma sesión deja Comisión para la Fe esta conversación, en apenas unos minutos, le había
hecho entender todo el vigor conque se expandían los hanksis. Los ojos del viejo senador no
traicionaron su inquietud pero hubo algo en sus gestos, en la forma en que bajo sus brazos y los
colocó sobre el respaldo de la silla, que hizo comprender a Adaniy hasta qué punto él se hallaba
perturbado. Ella puso sus manos sobre las de él e insistió:
-Sabes que siempre te he sido leal, Florián, y que no te abandonaré, no trabajaré para
otros. Recuerda que, cuando estaba más próxima al budismo, pude mantener también mi
independencia y no te traicioné siquiera en el asunto de la autonomía de Bihar.
El, entonces, la abrazó con afecto. Con lucidez pensó que todavía tendría que pasar algún
tiempo hasta que pudiera comprender cabalmente lo que con Adaniy estaba ocurriendo.
Lejos de allí, en la nevada Yellowknife, El Gran Consejo de los hanksis dejó por una vez de
lado sus diferencias y recibió la noticia con unánime alborozo. En una solemne proclama los
ecumenistas estelares declararon que valoraban el gesto de la Federación Mundial y que estaban
dispuestos a trabajar a favor de su consolidación y desarrollo. Esa noche Ferra y Dukkok se
abrazaron, mientras Ana reía y lloraba a la vez, y recibieron la visita de lya, que regresó después
de una ausencia de varios meses para incorporarse a la fiesta. La alegría que provocaba el
reconocimiento era compartida por varios millones de fieles, que sentían que por fin habían sido
aceptados por un mundo que hasta hace poco los miraba más con curiosidad que con auténtica
simpatía.
Sin embargo alguien, en su remoto cautiverio, avivaba en esos momentos su rencor:
pensaba que ese día se había consumado la mayor de las blasfemias y que de allí en adelante en
nada podía respetarse a la infame Federación.

16

El psicotek había demostrado, más allá de toda duda razonable, que Stek Ok-kae era
tremendamente peligroso: tanto el balance estructural de sus proteínas como la historia de sus
primeros años indicaban que ese hombre robusto, de escasa estatura y barba rala, era capaz de
arrebatos de violencia que se sumaban a una escasa disposición para el olvido. La Junta
encargada de establecer su castigo dictaminó, en consecuencia, que su condena debía ser
cumplida en principio íntegramente, y que era preferible que ello se hiciese en un ambiente
apartado, donde sus movimientos fuesen más fáciles de observar. En la Estación Orbital
Himalayas-5, se pensó, podría tenerse a Ok-kae aislado, evitándose además que interviniera en
los destinos de su secta.
Pocos meses después llegó hasta el juez Ogárov, en Vancouver el primer informe sobre te
suerte de Los Desesperados: las conclusiones no podían ser mejores. Rashawand Singh,
valientemente, se había apartado de su pasado de intolerancia y aceptaba con expresa buena
voluntad los planes de quienes pretendían rehabilitarlo. Además, habla sostenido una larga
reunión con los remanentes de lo que fuera su combativo grupo, tratando de llevarlo hacia el
nuevo sendero que se proponía recorrer. La acogida no había sido del todo favorable, es cierto,
pero de hecho Los Desesperados parecían ya al borde de te disolución y no había razones para
temer el resurgimiento activo de te fanática secta La mayoría de sus integrantes, ante los
dramáticos sucesos que llevaron a te transformación espiritual de su gula, había optado por
regresar de un modo u otro al seno de te gran religión sikh. Las pocas decenas de sectarios que
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persistían en su vocación de exclusivismo y violencia no tenían un gurú, un dirigente


carismático que lograse aglutinarlos como grupo organizado. Había algunos pocos más que,
lealmente, continuaban reconociendo a Rashawand como su único líder y que esperaban con
paciencia su retorno al mundo de los seres libres.
Ok-kae, entretanto, y a pesar de los negativos resultados que reiteraba el psicotek, exhibía
en general buena conducta. Trabajaba con tenacidad, silencioso y apartado, en la sección de
alimentos de la gran estación orbital. Sus jefes informaban que se adaptaba bien a su equipo,
aunque sin mostrar demasiada intimidad hacia sus compañeros, todos reclusos como él.
Tampoco parecía interesado en establecer contacto con Pustenak y con Flores, los otros dos
desesperados que compartían su suerte en diferentes secciones de Himalayas-5.
Hjar Svensonn paseó su vista por la amplia sala donde se distribuían y procesaban los
alimentos: los robots, controlados a veces por sus hombres, mantenían el lugar en perfecto
orden. En realidad los peligros eran ínfimos, casi desdeñables: ninguna agresión o sabotaje
podía ser emprendido allí, porque los sistemas automatizados de vigilancia lo impedían, y el
principal problema que enfrentaba -tan antiguo como las cárceles mismas- era evitar que el
tedio de esa gente se transformase en agudo malestar. Por eso prefería a los reclusos que
tuviesen fuertes inclinaciones religiosas, como Ibrahim u Ok-kae, porque para ellos existía
también otra realidad, otro mundo más trascendente que el inmediato, tan monótono como
insoportable. Hjar, antes de retirarse a su cubículo, se detuvo un momento a observar los
prisioneros. De todos ellos era Ok-kae el que tenía una más definida personalidad, el único que
parecía poseer una inteligencia clara y una voluntad superior a la del común. Pero seguía
sintiéndose incómodo ante él. No es que le temiese, por supuesto: el robusto convicto no podía
ocasionarte el menor daño físico, eso era impensable en un lugar como aquel. Pero el modo
excesivamente sumiso conque el sikh acataba sus órdenes y la furia contenida que alcanzaba a
presentir debajo de su semblante inexpresivo, le provocaban a veces un ligero estremecimiento,
un deseo de evitarlo en todo lo posible. Hjar, después de recordarse a sí mismo que ese
espantoso trabajo tenía una paga que lo hacía tolerable, se retiró del recinto.
Apenas los ocho hombres quedaron solos en la aséptica sala, dos de ellos, precisamente
Ibrahim y Ok-kae, se acercaron cautamente.
Ok-kae habló en árabe, con bastante dificultad:
-Tengo buenas noticias para ti, Ibrahim.
Ibrahim era un hombre alto, bastante joven, que tenía una cara lampiña en la que se
combinaban de un modo extraño la dureza de facciones con una ingenua mirada. Sin disimular
su interés preguntó:
-¿Has sabido algo de la Jihad?
-Sí, Flores logró por fin hacer contacto con tu gente. Ellos te recuerdan siempre, con la
esperanza de que puedas regresar y unirte a sus proyectos.
-¡Ojalá pudiera hacerlo! Pero bien sabes que aún deben pasar otros tres años hasta que me
permitan regresar a la Tierra.
-No desesperes, Ibrahim, haz como yo: trabaja, con mucha prudencia, pero trabaja
siempre. Tengo que decirte algo más, algo que te alentará: la Jihad de los Justos se ha
reorganizado, al menos en algunas regiones. Parece que están preparando algunas acciones de
importancia.
-Eso es bueno, es lo que deben hacer, continuar activos. Me atormenta no poder colaborar
para nada con ellos, no estar haciendo algo útil, ahora que tal vez me necesitan más que antes.
-No te preocupes, Ibrahim, ya encontraremos la forma de hacerlo.
-Es que estoy tan aislado aquí, tan impotente... parecería como si mi condena nunca fuese
a terminar.
-Eso no tiene por qué ser así.
Ok-kae fingió estudiar el panel indicador de un robot, mientras miraba disimuladamente a
su alrededor. Al comprobar que nadie podía escucharlo se atrevió a decir, con un susurro:
- Si tú me ayudaras, podríamos escapar de aquí, aunque te parezca imposible.

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Ibrahim lo miró con incredulidad. El otro prosiguió, hablando suavemente, con una leve
sonrisa en sus labios:
-No es tan difícil como tú crees, te lo aseguro; he pensado en un plan que no puede fallar.
Pero necesito de tu colaboración, Ibrahim, porque sólo si estamos unidos podremos fugarnos.
Los ojos de Ibrahim comenzaron a brillar con alegría, pero Ok-kae hizo un breve ademán,
como llamándolo a la calma:
-No se trata de algo imposible, entiendas, pero es preciso que trabajemos con paciencia,
inteligentemente. De otro modo nos perderíamos para siempre.
-Entiendo. Dime, ¿qué es lo que yo debo hacer?
-Por ahora nada. Ya te avisaré. Tengo que lograr antes que algunas otras personas nos
ayuden. Pero no debes hablar de esto con nadie, absolutamente con nadie.
Ok-kae sentía, desde los días del juicio en Vancouver, que con él se había cometido la más
abrumadora de las injusticias. Había visto con indecible asombro la forma en que su jefe
renegaba públicamente de su fe, de la fe por la que él hubiese dado sin vacilar la vida. El
asombro, casi inmediatamente, se transmutó en un odio inacabable: para él era la mayor de las
blasfemias esa retractación ante el Gran Jurado, esa forma de pedir clemencia que se le antojaba
la más grande de las hipocresías. Había sentido, además, que eso hacia quedar como fanáticos
incapaces de arrepentimiento, a los más leales seguidores del grupo, propiciando su derrumbe
moral. Nada pudo hacer, sin embargo, en aquel aciago momento, pero guardó para sí el
propósito de una perseverante venganza. El veredicto, por cierto, confirmó sus peores temores:
el que fuera su gurú, gracias a su abominable traición, había logrado una condena leve, en tanto
que el, por mantener en alto sus principios, era relegado a una desolada estación orbital.
Pero lo peor llegó más tarde, tiempo después, cuando se enteró de las campañas pacifistas
que llevaba a cabo Rashawand, cuando comprendió que a pesar de la muerte de Hankl Ozay los
impuros estelares se extendían con la velocidad de los corceles del demonio. Fue entonces
cuando, ya habituado a las repetitivas pero en el fondo benignas condiciones de su
internamiento, concibió el designio de regresar hacia la lucha. Sus proyectos eran vastos,
aunque sus posibilidades ciertamente limitadas: por eso, con sensatez, se propuso antes que
nada acabar con su aislamiento. No te fue difícil saber de sus antiguos camaradas y pronto
encontró la forma de comunicarse con ellos: sobraban en la estación las personas que, por un
poco de dinero, eran capaces de realizar pequeños servicios a los prisioneros. Cultivó entretanto
la amistad con Ibrahim, un hombre simple al que le resultaba fácil dominar, porque comprendió
que no podía estar solo en esa delicada empresa, que necesitaba de alguien próximo que lo
ayudara y actuase como su más inmediato colaborador.
El segundo paso consistía en ponerse en contacto con la Tierra Ello, en principio, le estaba
completamente vedado a Ok-kae, quien se veía por lo tanto ante un obstáculo aparentemente
insuperable. Pero el problema se resolvió de un modo insólito, mucho antes de lo que él se
atreviera a imaginar: un día fue encargado de ayudar en la descarga de una gran nave
procedente de la Tierra, a la cual se le habla trabado el mecanismo que permitía mover los
contenedores. Una vez allí, por afortunada coincidencia, se encontró con una joven que se quedó
mirándolo fijamente. El tuvo una corazonada y preguntó, en el idioma de su tierra natal:
-¿Por qué me miras así, con la sinceridad de una leona?
Ella, que era de Amristar y que entendió enseguida la alusión al segundo nombre que lleva
todo sikh, respondió con una esquiva sonrisa:
-Porque creo que te conozco. Tú fuiste valiente también como el león, en ese terrible juicio.
-Yo soy Ok-kae Singh, y vivo la desventura de los hombres sinceros.
-Sí, ya lo recuerdo. Mi nombre es Addahadap Kaur.
Siguieron conversando, mientras fingían destrabar el complicado sistema de descarga de
la nave. Ella no compartía realmente sus ideas religiosas pero, compasiva y deseosa de darle una
oportunidad, se ofreció sin reticencias a servirle de correo.
Gracias a su valiosa ayuda Ok-kae, en pocas semanas, estuvo en condiciones de saber lo
que había acontecido entre los Desesperados: se informó de quiénes eran los pocos que seguían

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fieles a las ideas que en otro tiempo pregonara Rasahwand y también supo, con invicto orgullo,
que muchos de ellos lo consideraban como un mártir y casi como un gurú.
El siguiente paso fue establecer contacto directo con su gente. Le llevó mucha paciencia
acercarse sin despertar sospechas a la sala del compucom y conquistar la buena voluntad de una
empleada que, después de larga resistencia, accedió a dejarlo hablar. Lo tenía que hacer
brevemente, porque ella le cobraba una enormidad, pero podía de esa forma ir consolidando
una red de amigos y de apoyos, atento siempre a los proyectos que iba conformando en su
mente. El dinero, a esas alturas, lo conseguía gracias a Ibrahim, que de buena gana le entregaba
casi todo lo que le enviaba su familia.
Hasta allí había cometido, en verdad, tan sólo leves transgresiones a las normas de su
confinamiento. Alentado porque sus planes se iban concretando sin tropiezos gracias a la ayuda
de muy diversas personas, se atrevió entonces a acometer objetivos más ambiciosos. Contaba ya
con la solidaridad de quienes seguían considerándose como auténticos desesperados y -por otra
parte- con la activa benevolencia de la Jihad de los Justos. Comprendió entonces que no se
trataba simplemente de escapar: era indispensable tener una línea de acción clara para cuando
llegara el momento de regresar a la Tierra.
No se atenía ya estrictamente al credo de Los Desesperados, porque pensaba que en sus
condiciones debía aceptar ciertos compromisos con la poca gente que estuviese dispuesta a
secundarlo. Pero, más allá de dogmas y de definiciones teológicas, los propósitos de Ok-kae
tenían una connotación indudablemente personal. En eso no estaba errado el tantas veces
criticado psicotek: él era un hombre rencoroso, absolutamente apegado al pasado y por eso, a
pesar del tiempo transcurrido, odiaba cada día más a Rashawand. Anhelaba destruirlo, hacerle
pagar su monstruosa y descarada traición, pero soñaba también con una venganza más sutil y
refinada, quizás más brutal: demostrarle a ese engendro del oscuro demonio que él -el
despreciado Ok-kae- era capaz de realizar lo que el falso gurú no había alcanzado a hacer:
emprender una gran cruzada que exterminase -sin vanas contemplaciones- a los blasfemos
hanksis, a sus cómplices del satánico Gobierno Federal y al mismo Rashawand.
Ok-kae sonaba, y sus sueños eran terribles pesadillas que se confundían con anhelos de
pureza y de fiera austeridad. Cuando miraba hacia la Tierra azul no veía sus nubes ni sus mares,
sino ciudades incendiadas por la insurrección que pretendía desencadenar. Por ahora, sin
embargo, debía concentrar sus esfuerzos en algo más pequeña pero indeciblemente Importante:
escapar de Himalayas-5.

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Se llamó en una época Guancal y antes aún, San Juan de Manapiare; quedaba lejos de
todo. Allí, un día lluvioso de agosto, apareció un hombre de pelo intensamente negro, con una
pierna que a pesar de todo se notaba como ortopédica, calmo y sencillo. Su barba estaba intacta,
como su corazón y su nombre: Singh, el león.
Había pasado sin dolor las primeras experiencias a las que se lo sometió con el propósito
expreso de rehabilitarlo. Su fanatismo había sido confrontado con hechos que hubiesen podido
alterarlo profundamente, desarrollando en él la semilla de la tolerancia que todos los hombres
llevan por dentro. Pero Rashawand ya había aprendido tantas cosas en el Ártico que ahora se
encontraba como ante una paradoja: comprendía que lo que estaba haciendo no podía
reformarlo, puesto que ya estaba transformado, pero no podía solicitar a sus jueces que lo
absolvieran por completo, porque ello hubiera podido ser interpretado como una burla o un
gesto impropio de soberbia.
Había ayudado secretamente a unos familiares de Carindha por medio de una oración
fúnebre que los conmovió; había trabajado para enviar póstumamente sus restos hasta el Sol. En
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varios sitios -una aldea persa, el Pacífico, una ciudad africana- había predicado con amor en
contra de las innumerables injusticias cotidianas. Se atrevió también, aunque esto nadie se lo
pidiera, a exponer ante los miembros de lo que había sido su secta, las ideas de paz y de
tolerancia que ahora eran suyas; hasta de su admiración por el Profeta habló, en esa noche
alucinante. La respuesta había sido inesperadamente cálida: muchos de sus antiguos camaradas
hablan aceptado su cambio, al menos de palabra, aunque algunos pocos también lo habían
rechazado con vehemencia, tratado de Hegar hasta la agresión. Ok-kae, confinado aún por sus
delitos, era quien más enconadamente continuaba odiándolo y le habla hecho saber, por medio
de algunos de sus seguidores, que jamás podría gozar de su perdón.
El castigo de El Desesperado -su viejo nombre, aunque ahora poco apropiado a su modo
de ser, se resistía con tenacidad al olvido, había sido finalmente leve. Después de la última
sesión de psicotek se decidió que debía trabajar obligatoriamente dos años, en condiciones
normales, para la Corporación Protectora del Río Ventuari. Eso era todo. Rashawand asesoraba
a los visitantes, colaboraba en el estudio de ciertas especies de árboles tropicales, recorría con
frecuencia los caños o pequeños ríos de la vasta región.
Se sentía a gusto, unido con lealtad a un paisaje que no era tan distinto al de su tierra
natal, fascinado por la plenitud de la naturaleza que allí el hombre, inteligentemente, había
protegido de sus propios excesos. Vivía entonces un tiempo de meditación, de profunda
comunión con la tierra, alejado de vanas tentaciones y de efímeras angustias. Pero su ascético
recogimiento no excluía el amor y la amistad hacia sus semejantes: por eso, y porque nunca
había podido olvidarla, acogió con inocultable alegría la visita inesperada de Warani, a la que no
había visto sino una vez después de los días del juicio en Vancouver.
Llegó sin aviso a su morada, una construcción circular que se elevaba sobre una delgada
columna de unos quince metros de altura, abriéndose directamente hacia las copas de los
árboles. La mañana traía un aire fresco, aromático; cargado de tenues sonidos. El escuchó su
nombre, pronunciado por esa voz musical que tan bien conocía, y por un instante creyó que su
vida solitaria lo había conducido a ingobernables alucinaciones.
-Rashawand... Rashawand...
-¡Warani! ¡No puede ser! ¿Cómo has llegado hasta aquí?
-Por el camino del amor a la verdad -respondió ella, sonriendo al recordar en esa
circunstancia el comienzo de una antigua plegaria.
Warani había sido -no tanto tiempo atrás- una discípula sincera y una inteligente
compañera de lucha, pero también la amenaza más directa a su propósito de vivir en completa
castidad, porque Rashawand sabía que, así como ella se dedicaba íntegramente a la fe que
compartían, podía también entregársele a él como mujer. Era una joven de perturbadora
belleza, intensamente suaves sus movimientos, que parecía adorarlo. Pero cualquier
acercamiento profano hubiese sido doblemente censurable: él no era sólo un asceta sino
también su maestro, y por ello el último a quien podía permitírsele un pensamiento semejante.
Conversaron con esa intensidad que sólo conocen quienes se encuentran después de la
distancia. Ella le contó de su breve cautiverio, de las pruebas por las que había pasado en esos
largos meses. Pero también fue pródiga en preguntas, interrogándolo con orden y con pasión
acerca de su vida actual. Sentenció, después de unos momentos:
-Rashawand, eres el mismo pero también eres otro. Me alegro de que sigas siendo tan
sincero como siempre, pero me alegro también de que hayas tenido el valor para cambiar. Singh,
tú eres de verdad mi maestro porque siempre tienes algo nuevo que enseñarme.
Lo dijo con amor, con intensa ternura. Y él sintió otra vez que lo atrapaba ese antiguo
dilema, que renacía esa lucha interior que no podía superar por completo: quiso exponerte la
lenta y profunda transformación que habían seguido sus ideas, pero pensó también en
aproximarse más aún y abrazarla, sin palabras. Nada hizo. Ella por fin habló, tal vez
entendiéndolo:
-Los Desesperados ya no existen, Rashawand, al menos en la forma en que los
recordamos. No reconocerías al grupo si hoy te acercases a él: los que quedan son unos fanáticos

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que parecen haberse vuelto locos, que han olvidado todo lo que aprendieron contigo y se
comportan más como una banda de delincuentes que como una organización religiosa.
-Algo de eso intuí cuando estuve con ellos, hace ya algún tiempo. Pero no me he olvidado
de mi responsabilidad: no soy yo quien deba censurarlos, porque ellos son el amargo fruto de
mis errores pasados.
-No digas eso, no te acuses, todos podemos elegir. Ellos han buscado deliberadamente ese
camino. Y ahora ha quedado sólo la violencia, el hábito de agredir, que han convertido en una
forma de vida. Son pocos, es verdad, pero llevan nuestro antiguo nombre.
-¿Qué has sabido de Ok-kae, Warani?
-Se dice que él es quien los dirige... Nadie sabe con exactitud dónde está preso, pero es
seguro que ha encontrado alguna forma de comunicarse con ellos. Es el más duro, el más
implacable -Warani hizo una pausa, y dijo ya en otro tono, más íntimo-: ha jurado vengarse de
ti.
Rashawand -no pudo evitarlo- la miró con ternura. Ella siguió: -La mayoría de los
nuestros, tú lo sabes, se ha dispersado, regresando hacia la antigua tradición. Pero también hay
otros, otros de gran valor, que no pueden olvidar al antiguo maestro, que comprenden su
necesidad de aislamiento pero que esperan también de él orientación y guía.
-¿Vienes tú en nombre de ellos?
-No, no así, directamente, pero me siento de algún modo cercana a lo que sienten.
El comprendió el desamparo que transmitía su discípula, el vago reproche dirigido a quien
había sido Inapelable gurú. Y, con clara exactitud primero, con su apasionamiento de siempre
después, fue desplegando ante Warani los hechos que ella casi perfectamente conocía, pero
sobre los que aún no se habían detenido a dialogar. Ella revivió entonces el pasado: nada le
costó entender el empecinamiento conque él había perseguido a Hankl por el desierto helado, la
conmoción y la sorpresa de aquel mítico encuentro, lo ocurrido después, su expiación y dolor, su
nueva vida. Penetró en el laberinto de su razón y de sus emociones, intuyendo también que la
muerte inexplicable del Profeta había hecho todo más sencillo, pues su mensaje era ahora
patrimonio común, lugar propicio para abiertas reflexiones. Se sintió reconfortada porque
Rashawand, otra vez, mostraba el espíritu indómito que siempre lo caracterizara. Pero entonces,
y más que antes, fue otra vez consciente de la ambivalencia de sus sentimientos. Porque ella
también, aunque de otro modo, había tenido que luchar contra la tentación que su propio
maestro representaba y, mientras él hablaba, pensó por un momento que podrían -ya fuera de la
vorágine de Los Desesperados- encontrarse simplemente como hombre y mujer. Pero la asaltó
entonces el temor de haber hecho algo para el arrepentimiento porque, quizás para compensar
el aislamiento de la secta, ella había quebrado su voto de castidad con ligereza, sin siquiera
pasión, en los meses oscuros en que vivió solitaria. Nada podía decir, sin embargo: todo parecía
confuso, impreciso, fuera del tiempo y del lugar apropiados. Después de una pausa, por ello,
volvió hacia los temas que podían unirlos. Interrogó así a Rashawand sobre el futuro:
-Te comprendo, Rashawand, entiendo todo por lo que tú has pasado. Me hubiera gustado
estar más cerca de ti... Pero dime, ¿qué harás ahora? quiero decir, cuando puedas salir de aquí,
como un hombre enteramente libre...
El percibió en su tono los ecos de una lucha interior que, por cierto, no alcanzó a entender
con claridad. Respondió llanamente, dando forma a los proyectos que delineaba con paciencia
en las noches del trópico:
- Es verdad... Yo no puedo proseguir para siempre en esta vida de aislamiento: algún día
tendré que regresar, lo sé, para que todos conozcan lo que pienso ahora. Pero creo que ese
tiempo aún no ha llegado. Warani -hizo una pausa, como buscando las palabras exactas- ya te he
dicho lo que significa para mí el mensaje de Hankl. Sé que es difícil aceptarlo, pero en este
tiempo he buscado sin descanso una especie de síntesis: sigo siendo un sikh, porque siempre lo
he sido y ya no podré dejar de serio, pero me he convertido también en un estelar... en un
hanksi, como dicen ahora. Sé que suena un poco incongruente, pero es la más profunda verdad.

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-No, no es incongruente... es algo sincero. Quizás sea el mejor modo de mantener la


tradición y aceptar el cambio de los tiempos.
-Sí, tal vez pudiéramos reagrupar a algunos de nuestros camaradas, Warani, no a través
del odio, como antes, sino tratando de encontrar el punto en que confluyen esos ríos: la antigua
y parsimoniosa corriente de nuestro pasado, el torrente impetuoso que ha desatado Hankl.
Ella pensativa, nada le respondió. Miró hacia afuera durante un rato, apreciando cómo
cambiaba el color de los árboles a medida que progresaba la mañana y luego dijo,
incoherentemente:
-Este paisaje es desconcertante, Rashawand, nunca había visto nada igual. Yo he nacido en
Lhasa, ¿recuerdas? -y enseguida agregó, sonriendo francamente-: Me gusta la idea, sí... tal vez es
lo mejor. Al menos vale la pena Intentarlo. Pero, ¿como crees tú que podríamos hacerlo?
-No lo sé exactamente, no lo sé. Pero si los estelares fueran tan tolerantes y abiertos como
dicen, podríamos integrar alguna especie de confraternidad: seguir las mismas enseñanzas
aunque por diversos caminos, sin ofendemos, como hermanos que compartimos una misma
mesa pero vivimos de modo diferente. No sé si será posible logrado, si ellos aceptarán algo así.
Los rencores, a veces, sobreviven largamente. Tampoco sé cómo recibirán nuestros hermanos
una propuesta semejante. De todos modos este es mi camino, lo único en que ahora puedo creer
-de pronto sonrió, inclinando su cabeza y cambiando de tono-: Ah, Warani, perdóname, porque
estoy hablando con soberbia, sólo de mí mismo, de mis proyectos, sin conocer a fondo los tuyos.
Ella mostró un semblante de felicidad, pero replicó austeramente, como en los viejos
tiempos:
-Te seguiré como antes, Rashawand. Estoy dispuesta a hacer todo lo que me pidas.
Hubo un corto silencio, una corriente poderosa de afecto que los acercó. El tomó sus
manos entre la suyas:
-Pues entonces te pediré algo: me gustarte que viajases a Yellowknife con esta propuesta,
que lo transmitieses a quienes me conocen: Dukkok, Swende, lya -sus manos se acariciaban ya,
pero ambos se contenían- que les cuentes a ellos, pero sólo a ellos, de nuestros proyectos.
También tendrías que ir a hablar con los nuestros, con los que tú pienses que mejor me
comprenden. ¿Crees que haya alguno que pueda seguimos?
-No sé, Rashawand, tal vez lo mejor serte que tú viajases y hablaras con ellos. ¿Podrías
hacerlo?
-No de inmediato, no puedo abandonar este trabajo. Pero aquí, en esta zona, algunos
podrían visitarme.
Se besaron en el momento de la despedida. No como amantes, ciertamente, pero tampoco
como discípula y maestro: ambos sintieron una alocada felicidad y anticiparon, con gozo, la
promesa de un próximo encuentro.
Swende no podía creerlo: el compucom se había conectado solo y estaba funcionando,
transmitiendo algo. Era muy tarde y la casa, tan alejada de la ciudad, se rodeaba a esas horas de
un silencio grave, que parecía sobrenatural. La voz sonaba extraña y las palabras ininteligibles,
pero después de unos momentos comprendió que no se trataba de ningún error: alguien, del
otro lado, parecia repetir su nombre. En la pantalla nada se observaba pero Swende, por fin,
logró captar algo:
-Andreas Dukkok o Swende -Aere, necesito comunicarme con ustedes, es importante -
decía el compucom, en medio de un crepitar lejano que a ella le resultaba amenazante. Se
acercó, un poco temerosa: el conjunto de la voz y la imagen, que ahora dejaba ver un borroso
contorno femenino, era auténticamente fantasma).
-¿Quién llama?
-Es Swende Aere?
Vaciló durante unos segundos pero la voz, con firmeza, insistió:
-Es usted Swende Aere?
-Sí.
Hubo una nueva demora, ahora desde el lado del emisor; la pantalla se aclaró.

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La religion de los Hanksis Carlos A. Sabino 75

-Gracias por decir la verdad. Es una amiga la que intenta comunicarse así, créame. Tengo
motivos para hacerlo de este modo, tan poco usual, porque nadie, salvo usted o Dukkok, debe
saber de esto. Nadie.
-¿Qué quiere? -Swende todavía reflejaba en su voz la molestia y el temor que le producía la
intrusión.
-Una entrevista, nada más que eso. Tengo un mensaje que debo darles: es de parte de un
hombre al que tal vez ustedes aprecien. Pero no puedo decirles más. Quiero conversar con
privadamente... y acepto de antemano que fijen la fecha y el lugar.
-¿Pero, quién es él?
-Tiene que comprenderme, no estoy en condiciones de hablar.
-Es que así no puedo comprometerme a nada...
Hubo otro silencio, ahora un poco más largo, hasta que ella respondió:
-Está bien, le diré algo: él es uno de los que estaban en el asiento de atrás, después de la
tormenta. No puedo decirle nada más, porque temo que haya alguien escuchando, pero creo que
con eso basta... si no tienen demasiada mala memoria. Los llamare mañana, a la misma En la
amplía sala, debajo de la representación estilizada de la galaxia, la gente permanecía absorta,
concentrada en el juego de imágenes y de palabras que poco a poco los iba cautivando.
-Renaceremos siempre en la corriente del universo -decía un hombre joven, de rasgos
fuertemente asiáticos, que iba excitándose a medida que pronunciaba su pequeño discurso.-
Ningún juicio final nos aguarda, hermanos, sino las infinitas estrellas, nuestras madres, que nos
han permitido el don inigualado de la vida. Juntos nacimos y nos hemos perfeccionado: mucho
hemos hecho en apenas milenios, pero nuestro camino no tiene límites. Hankl Ozay, el Profeta,
lo ha dicho: en nosotros, en cada uno de nosotros, existe plenamente el Cosmos. Más allá de lo
que vemos con nuestros pobres ojos está el testimonio de los soles que los crearon, y de los que
nos seguirán alumbrando. -Calló, e inmediatamente, todos repitieron a coro-: Tú, Hankl Ozay,
que con paciencia supiste mantener la razón, ayúdanos a recorrer con felicidad nuestro camino
de regreso a las estrellas.
Hubo luego una pequeña ceremonia: la gente, tomada de la mano, fue formando dos
grandes círculos concéntricos. En silencio, se inclinaron ligeramente, bajando sus cabezas,
mientras el salón quedaba completamente a oscuras. Luego se produjo un sonido grave, casi un
temblor, en tanto surgía en el centro una proyección verdaderamente admirable: todos alzaron
su vista para mirar el volumen de la Tierra, cubierto en gran parte por un blanco brillante que
tenía la calidad del hielo. La imagen se ensanchó, como en un acercamiento vertiginoso, hasta
que un paisaje de frías montañas quedó al descubierto. Frente a una caverna, alumbrada por un
fuego de maderas de pino que desprendía un fuerte olor a resina, se agrupaban varios hombres y
mujeres vestidos con pieles. Contemplaban la luna llena con arrobamiento mientras movían
lentamente sus cuerpos, sin desplazar sus pies, en una danza casi silenciosa: sólo se oía una
especie de murmullo acompasado, un ritmo que se repetía, idéntico a sí mismo, hasta producir
una sensación como de vértigo. Después de unos minutos la proyección se desvaneció y en su
lugar apareció un sol rojizo que destacaba contra el fondo negro del espacio vacío y una pequeña
cápsula de -salvamento. Luego la luna. Pero la luna no ya vista desde la Tierra sino como desde
allí mismo, mostrando una colonia en la que destacaba, también bajo un cielo negro, la figura
del primer templo estelar fundado en ese astro. La proyección fue desdibujándose, mientras una
música placentera envolvía al templo.
El grupo, después de una plegaria final, comenzó a desmembrarse. En ese momento una
obesa mujer, de clara cabellera, se acercó hasta Dukkok; éste se habla situado cerca de la
entrada, a pocos pasos de su vehículo, de acuerdo a lo ya convenido, Pero todavía era rodeado
por un grupo de amigos, que conversaban animadamente. Ella le dijo, con naturalidad:
-Hermano, ¿podrá llevarme hoy hasta mi nueva casa? Quisiera mostrarle lo que he traído
de Londres. Es una auténtica antigüedad.
-Sí, hoy me es posible -le respondió él, sonriente. Se despidió brevemente de los otros y se
encaminó con la mujer hacia su automóvil.

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En pocos momentos, después de atravesar las zonas menos densas de la ciudad, se


encontraron frente a una cabaña de troncos. No muy lejos, bajo la luz del lento atardecer, se
dibujaban tos movimientos de unas olas rosadas. El lago estaba próximo y la ciudad se vela
ahora como una nube de brumosa luminosidad. El frío se sentía más allí.
La cabaña era un lugar apartado, con sutiles dispositivos de seguridad, que Dukkok
utilizaba a veces para entrevistas privadas y para aislarse de los compromisos que implicaba su
pertenencia al Consejo Ecuménico. El sabía ahora, por ello, que la mujer no llevaba consigo
ningún arma mortal conocida. Tensa, ella le habló francamente, casi con rudeza:
-Le diré la verdad de una vez. Si no le interesa lo que le propongo me marcharé, y nadie
sabrá nunca de esto. Le pido idéntica discreción.
-Hable entonces.
-Vengo de parte de Rashawand Singh, el Maestro.
-¡Ustedes...!
-Sí, soy Warani Kaur -sonrió tímidamente, distendiéndose un poco-y me costó mucho
esfuerzo transformarme así. Sólo un experto artesano puede hacer que una luzca natural con
cuarenta kilos de más.
-Estoy seguro de que nadie ha podido reconocerla.
-No, y es importante que todo siga de este modo. Tenemos ahora enemigos que no están
dispuestos a perdonarnos.
- ¿El grupo de Los Desesperados continúa existiendo?
-No, no, todo ha cambiado. La mayoría ha encontrado formas más convencionales de vida,
pero hay algunos, algunos pocos, que se han vuelto aún más fanáticos que antes. Han formado
una hermandad sectaria verdaderamente peligrosa, llena de odio hacia nosotros. No sé como
explicárselo... no hay mística ahora, es algo diferente. El que los dirige es Ok-kae.
-¿Ok-kae? ¿Pero él no está preso..?
-Sí, sabemos que lo tienen en una estación orbital, aunque es casi seguro que ya ha
encontrado el modo de comunicarse con los suyos. El juró vengarse de nosotros y hemos
comenzado a recibir terribles amenazas.
-¿Y Rashawand qué hace? ¿Qué piensa de todo eso?
- El está bien, terminando de cumplir su condena en un sitio tranquilo, viviendo casi como
Un hombre libre. Pero no podría asegurarle que esté a salvo... Por eso actúo con tanta cautela.
Tiene algunas ideas que es necesario que ustedes conozcan.
Dukkok hizo un gesto interrogativo y ella prosiguió, expresándose con cierta dificultad:
-Sucede que estamos formando un nuevo grupo, pero no una secta cerrada como antes.
¡Rashawand ha cambiado tanto en estos años! Ahora acepta en gran parte el legado de Hankl,
sus enseñanzas, pero trata de continuar con algunos de los preceptos que siempre hemos
seguido.
-No parece que así pueda tener muchos seguidores entre sus antiguos discípulos...
-No, claro está, la mayoría piensa que eso está demasiado lejos de nuestra tradición. He
estado hablando con algunos; hace poco, y casi todos prefieren mantenerse apartados, porque
no entienden que pueda haber un gurú que sea a la vez un hanksi.
-Pero Rashawand no es un hanksi... ¿o es que ha pensado en convertirse?
-No, no de ese modo. El no puede adoptar una filosofía renegando de la otra. Ha estado
meditando y estudiando para lograr una síntesis, para encontrar el punto en que pudieran
unirse postulados tan diferentes. Creo que lo ha logrado. Dukkok, eso es lo que queremos que
acepten, que comprendan ustedes: nosotros somos sikhs y nunca podremos dejar de serlo,
porque hay formas de vida que nadie está en condiciones de cambiar por un simple acto de la
voluntad; pero también somos leales seguidores del Profeta, creemos en él y en su palabra.
-Es grato para mí oír lo que dices, Warani. Sabes, desde que conocí a El Desesperado
siempre sentí por él verdadero respeto y hasta admiración. Sé que es un hombre extraño, sin
duda, pero desde hace tiempo esperaba que sucediese algo así, algo como lo que tú me cuentas.

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-Rashawand tiene también mucha confianza en usted, y en Swende e lya. Por eso me pidió
que los buscara. Me dijo que ustedes tres entenderían, que recordarían lo que sucedió en el
Ártico. -¡Nadie en este mundo podría olvidarlo!
Ella, ya con más confianza en sí misma, comenzó a tutearlo también:
-¿Cómo crees que los demás recibirían una propuesta como ésta? -Perdón, pero eso no
está claro para mí: ¿a qué propuesta te refieres?
Ella, algo turbada otra vez porque se daba cuenta de que no lograba exponer sus ideas con
claridad, respondió vacilante:
-La de constituir, no sé, algo así como una amplia confraternidad. Dukkok, comprendo que
estas ideas tienen que parecerte algo confusas, pero pienso qué debiéramos tener ciertos
contactos regulares, que tenemos que trabajar juntos, aunque más no sea para compartir las
informaciones que necesitamos para defendernos. Tenemos enemigos comunes y, en gran parte,
también una fe común. -Así planteado suena bien, como algo constructivo. Y yo no me opongo,
al contrario, creo que tienes razón. Pero no lo verán de esa manera en el Consejo Ecuménico, te
lo aseguro. Hay mucha gente allí que tiene un resentimiento irracional contra Rashawand.
-¿Y si él hiciese una declaración pública que no dejara lugar a dudas?
- Warani, él ya la ha hecho, durante el juicio. Y eso más bien ha creado resistencia.
Recuerda esto: hay quienes hasta lo acusan de haber matado indirectamente al profeta.
-Pero tú sabes que no es así.
Dukkok asintió con la cabeza, pensativo. Permaneció mirando las tranquilas aguas:
valoraba el coraje de aquel hombre enjuto que todavía recordaba con un láser en la mano, y le
gustaban también los acuerdos, las amplias alianzas que podrían fortalecerlos, no porque
temiera a Ok-kae y a su pequeño grupo de sectarios, sino porque concebía al movimiento de los
estelares como algo amplio, sin barreras, auténticamente universal. Pero sabía de la oposición
de Perra y de sus muchos seguidores, de la aprehensión con que tocios recibirían una
proposición semejante.
-Mira, no puedo proponer nada en el Consejo... para decirte la verdad, estamos en minoría
allí y nuestras sugerencias pocas veces son seguidas. Sería contraproducente. Además, anticipo
de antemano lo que algunos objetarán: para ellos la única alternativa sería que Rasnawand se
acercara a nosotros como un hermano más, aceptándolo todo, como cualquier hombre de fe que
se despoja de su pasado al comenzar un nuevo rumbo.
-El tiene ahora una humildad que no reconocerlas, Dukkok, y tal vez podría hacerlo: se ha
convertido en un hombre dulce, pacífico, sin N ambiciones. Pero no se trata de eso, él no puede
proceder así; cuando se siente el llamado de la fe no deben hacerse concesiones por razones
prácticas, y él estaría mintiendo si pretendiese ser un simple hanksi, un hombre que ha borrado
su anterior existencia. Hay además un legado sikh que conservar, algo nuestro. Creemos en
Hank Ozay como en un auténtico profeta pero eso no es todo: para nosotros siempre será
importante esa actitud de entrega, de misticismo, que es tan diferente al racionalismo de
ustedes.
- Creo que lo entiendo, aunque quizás no tan bien como quisiera Yo soy un hombre
práctico -ya sabes- y sin embargo no se me ocurre la forma en que podría ayudarlos...
La reunión continuó así, durante un rato más. Poco podía ser acordado puesto que Dukkok
no poseía el control del Consejo y Warani, enfrentada ahora a este hombre de ojos afables pero
poco dado a la especulación, encontraba que sus propias propuestas resultaban vagas e
imprecisas. A pesar de todo, ambos abandonaron la casa con una sensación de paz. Dukkok
porque sentía que se estaban cumpliendo algunas esperanzas que ya casi habla olvidado; Warani
porque percibía una corriente de amistad, de camaradería, que sus antiguos compañeros ahora
raramente le lograban transmitir. Ella sabía que, a pesar de la falta de acuerdos concretos, una
nueva puerta se había abierto para todos.
Era ya tarde cuando se despidieron, prometiéndose mutuamente la mayor discreción.
Antes de hacerlo hablaron casi con entusiasmo de transmisores clandestinos y del compucom,

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de las técnicas que utilizarían en lo sucesivo para comunicarse entre sí. El sol, a pesar de la hora,
se distinguía todavía como un inmenso disco rojo sobre el horizonte del lago.

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Lya, su cara oscura muy próxima a la ventana que se abría sobre la vastedad helada de la
isla, releyó lo que acababa de escribir: era un relato extraño, el relato de una voz que hablaba a
Hankl durante aquellos primeros momentos de su encierro, una especie de diálogo interior que
tal vez sirviese de prólogo para ciertos escritos del Profeta. Dejó entonces sobre la mesa el cubo y
se Incorporó, con la idea de salir a dar un paseo. Estaba satisfecho porque creía haber captado la
intensidad de esa experiencia y porque sus investigaciones sobre la vida de Hankl le estaban
abriendo ya desconocidos horizontes. Iba a dar la señal para que la puerta se abriese cuando,
desde el fondo de su mente, surgió entonces una inquietud que lo detuvo: había captado, sí, las
sensaciones que tuviera Hankl tantos años atrás, pero ahora comprendía que se le estaba
escapando algo fundamental. ¿Qué pensaste, Hankl, qué sentiste, además de la inmensa
sensación de triunfo, de alivio, de invicta alegría? ¿Cómo percibiste a esos hombres de los que
nunca has hablado, a los astronautas sencillos que encontraron tu perdida cápsula y te
trajeron otra vez al mundo de lo humano? Es que yo, lya Semarani, sé que eras un hombre
como todos los otros; pero yo mismo -él que recorrió contigo la más negra de todas las negras
noches- soy el que proclamo ahora sin vergüenza que eres casi como un dios. No que lo fuiste,
sino que lo sigues siendo, inmortal en verdad por obra de ti mismo. Pero eso no es todavía lo
esencial. No.
Esa es simplemente la historia de tu rescate, una aventura a contar por la TVD; no es la
forma en que se yergue un profeta. Es preciso hacerse otra pregunta, como tú supiste darnos a
entender en aquella ocasión inolvidable: dejar de lado las culpas de los que te llevaron hasta
Júpiter, las técnicas de salvamento, los azares permanentes del cosmos. Puede entender, cómo
hiciste para no volverte loco: porque te conocí y supe de tu paciencia indescriptible, de tu
curiosidad, de tu fe. Lo que nunca voy a poder entender es cómo lograste no sentirte un dios
después de todo aquello, cómo pudiste volver a contárnoslo todo, repitiendo tu humildad y tu
paciencia más allá de la locura.
Lya, inmóvil y pensativo sintió, recién en ese instante, que lo estaban llamando por el
compucom. La llamada se repetía ya desde hace un rato. Recobrándose, saludó mecánicamente:
-Buenas tardes-Desde la pantalla una cara conocida, una mujer sonriente y casi calva, le
respondió con afecto:
-Hermano lya, pensé que había salido...
-No, simplemente estaba pensando -rió-, estaba de verdad como en otro mundo.
-Perdón por interrumpirlo así, pero lo llamo para confirmar el viaje del que hablamos.
¿Estará con nosotros la próxima semana en Etiopía?
- Sí, sí, por supuesto. Pero no es necesario que vengan a buscarme, viajaré hasta allí por mi
cuenta. Quiero pasar antes unos días en Europa.
-Como a usted le parezca. Lo único que le pido es que nos avise con tiempo: quisiéramos
prepararle una gran bienvenida. -Gracias, lo haré. Estaré en contacto con ustedes.
De todo aquel grupo que rodeara a Hankl durante las últimas semanas de su vida sólo lya,
el africano, había regresado a Ventura.
Varios meses estuvo atareado en Yellowknife, colaborando en la organización del
movimiento y revisando los textos que les había legado el profeta. Pero pronto encontró que el
incesante reunirse y discutir no ayudaban en nada a su trabajo y que no estaba de verdad
interesado en la labor del Consejo: sus inacabables sesiones, que tan fácilmente caían en
pormenores administrativos o políticos, le producían un profundo hastío.
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En cierto que su papel en el nuevo movimiento no era en modo alguno desdeñable: nadie
podía olvidar la confianza que en él había depositado Hankl, consultándolo aun sobre los temas
más trascendentes, ni la sorprendente oración fúnebre que dirigiera a la multitud el día aciago
del regreso. Por eso le habían conferido un título honorífico, el de Custodio Insobornable de la
Palabra Escrita, un-reconocimiento de sabor medieval que a él lo enorgullecía y le permitía
evocar gratos recuerdos, lya era, en cierto modo, como un arbitro supremo en cuanto a la fe
naciente, aunque un arbitro sin poder ni capacidad de decisión, un hombre al que simplemente
todos, en una ocasión u otra, se veían obligados a consultar, pero que no encabezaba ningún
grupo o fracción dentro de la organización.
No sin algo de tristeza lya comprendió que ese no era el destino que quería para sí mismo.
La búsqueda de poder, con todas sus ludias y sus implacables exigencias, no era una pasión que
alcanzase realmente a conmoverlo. Su puesto en el Consejo era ya más un estorbo para sus
deseos que un vehículo de su realización interior: por eso decidió irse por un tiempo. Consideró
la idea de regresar a su tierra, pero pronto cambió de opinión: tal vez pensó que allí no podría
sentirse libre, entre homenajes y obligadas explicaciones, tal vez entendió que necesitaba de un
escenario distinto para vivir plenamente como un hombre renovado.
Decidió entonces trasladarse otra vez hacia el norte y pasar algunos días en Ventura,
anticipando el placer que le proporcionaría visitar aquel lugar en primavera. Quería ver otra vez
el poblado, recordar desde cerca lugares y sucesos, hablar con la gente de la que no se habla
despedido. Llegó a finales de junio, cuando mejor podían apreciarse los esfuerzos de los
ecologistas por adaptar diversos vegetales a ese clima auténticamente extremo.
Ventura le pareció calma, tibia, diferente pero ahora más bella. Se dedicó a caminar, a
pasear en esquí, a organizar con el compucom toda la información que poseía. Poco a poco
comenzó a escribir sobre toda la vasta experiencia que recorrían los ecumenistas. Sin apremio se
dedicó también a investigar otra faceta de los hechos que a nadie parecía interesar: la biografía
de Hankl, de ese desconocido que había bajado literalmente de los cielos y sobre el que en
realidad tan poco se sabía. Olvidó por completo al Consejo Ecuménico y a Yellowknife, dispuesto
a quedarse en la isla durante más tiempo del que había previsto.
Pero lya no solo amaba los cielos puros del inmenso norte: también amaba a París, a esa
ciudad que siempre aceleraba el pulso de sus días. Por eso estaba allí ahora, confundido entre
sus eternas multitudes, como un turista más, transitando con fruición sus bulevares -intactos en
su trazado desde hacia tres siglos- liviano de ropas, en esos días de verano que le hacían
recordar, absurdamente, sus caminatas juveniles por la inmensa Lagos. Las ciudades le parecían
agradables así, por pocos días, pero luego todo su absurdo movimiento se le tornaba difícil de
tolerar. París, claro está, seguía siendo diferente: había cafés que recordaban la vida que se hacía
centenares de años atrás, excitantes mujeres, maravillosos puestos donde se vendían libros y
pinturas antiguas.
Se acercó con interés a uno de esos sitios y pronto se concentró en examinar lo que para él
era un verdadero tesoro: una guía turística de 1932, con variadas ilustraciones, completamente
hecha en papel, por supuesto. La hojeó durante un rato, morosamente, dispuesto a comprarla
cualquiera fuese el precio que pidieran, porque se le ocurrió una idea original: iría leyendo, en
francés clásico, la descripción de los lugares que mencionaba la guía, mientras los visitaba en su
recorrido vespertino. Tomó el libro con cuidado, se incorporó, y entonces comprendió que lo
venían observando desde hacía un rato: vio una sonrisa franca, unos dientes quizás un poco
grandes, una cara redonda y las manos extendidas de un hombre de tan baja estatura como él
mismo:
-Gran Maestre de los Cubos Mágicos, Ángel Custodio del Profeta, o como quiera te llamen
tus discípulos, ¡se te saluda! -dijo el hombre haciendo una graciosa y profunda reverencia.
-¡U Dan! ¡Qué coincidencia! Mi título es el de Custodio Insobornable de la Palabra Escrita,
pero puedo dejarme corromper por un buen café, si ese es tu propósito.
-Lo es.

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Hablaban los dos animadamente, interrumpiéndose con frecuencia, alborozados. U había


llegado a París varias semanas atrás para asistir a un seminario sobre restauración de obras de
arte que había logrado aburrirlo hasta el límite de lo indecible, lya estaba por poco tiempo,
porque debía cumplir su compromiso con el capítulo de los estelares de Etiopia -una disertación
solemne- y porque además planeaba un recorrido original:-Detesto los viajes apresurados,
sabes. Prefiero en cambio alquilar en Bengasi un buen automóvil y atravesar el desierto a baja
altura Me han dicho que puedo llegar en cosa de unas quince o veinte horas.
-Los climas extremos parecen ejercer un efecto adictivo sobre ti, querido lya. ¿Cómo
puedes soportar la vida en esa espantosa isla del Ártico? ¿O es que ese es el único modo que
tienen los estelares de hacerte insobornable?
Lya rió, despreocupadamente. El siempre había sido custodio de algo, pensó, y las bromas
de un viejo amigo encontraban cálido eco en su corazón. Siguieron conversando un largo rato,
hasta que por fin abordaron el tema inevitable:
-Pero no es así, U. Yo soy miembro por derecho propio del Consejo Ecuménico pero casi
nunca asisto, para evitar el tedio de esas discusiones interminables. No participo en las intrigas
del poder y por eso todos me respetan, aunque no me tomen mucho en cuenta a la hora de
decidir. Para mí es una buena solución: renuncio al dudoso poder que podría tener, y que no me
interesa, pero a cambio no me fastidio con las reuniones y las habladurías. Hago casi la misma
vida que en Lagos, aunque te parezca imposible.
-¿En Ventura?
-Claro. La única diferencia es que ahora me dedico más a escribir y a investigar. Me gusta.
Estoy comenzando escribir la biografía de Hankl, de como era él antes, ¿comprendes?
-Sí, pero aún así me cuesta imaginarte convertido en un dirigente religioso.
-A todos nos puede pasar -rió otra vez el nigeriano-. No creas, no somos fanáticos; se trata
de una religión diferente, que permite que uno haga de su vida lo que más desee.
La cara de U Dan reflejó, casi a su pesar, una expresión de incredulidad, lya insistió:
-¿No me crees?
-No, no es para decirlo así, pero es que los hechos resultan tan contradictorios,..
-Umm, eso me interesa. Dime con sinceridad: ¿qué piensas de los estelares, así, en
conjunto?
-Así, en conjunto, la respuesta sólo puede- darse--mientras cenamos. Es demasiado larga.
Caminaron por las orillas del Sena, con las últimas tenues luces del crepúsculo, lya
condujo a su amigo a un restaurant pequeño y discreto. Este, apenas se sentaron, comenzó de
algún modo a responderle:
-Mi primera reacción, por supuesto, fue de absoluta Indiferencia. No sé si alguien lleva la
cuenta, pero creo que deben aparecer cada año como unas diez religiones nuevas. Lo del Ártico,
esa especie de carrera de trineos, me resultó ya un poco más atractivo; estéticamente, por
supuesto. Creo que debe ser uno de los pocos sitios de la Tierra en que pueden suceder todavía
aventuras como esa. Sentirse sólo, en una situación límite, en medio de un paisaje
extraterrestre...
-Fue terrible, U. Yo nunca había sentido el miedo hasta ese momento, no sabía lo que era
estar perdido, en la noche absoluta.
-Imagínate cuando llegó la noticia completa y comprendí que era el lya que yo conocía, mi
amigo, el que viajaba con el profeta del espacio. Creo que no estaba tan asombrado desde que
tenía cinco años. Naturalmente, a partir de ese momento, comencé a seguir con más interés lo
que sucedía con ustedes.
-Hay estelares en Mandalay?
-Sí, aunque no demasiados. Pero mi trabajo me ha obligado a viajar y he conocido ya a
muchos; me sorprende cómo se multiplican. Los de allá se parecen demasiado a los budistas, no
han podido modificar su estilo, entiendes, su herencia de siglos. Pero he visto estelares que
visten unas túnicas rojas, sin mangas, y otros que marchaban en una especie de procesión el Día
de las Preguntas. Me gustó el nombre.

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-Como ves, no aprisionamos a nadie en un ritual predeterminado.


-Tal vez, pero he hablado también con otros que son verdaderos fanáticos. El mes pasado
un tipo, un comerciante en Irán, me dijo que Ozay era el último profeta del que hablaba la
Biblia, el directo continuador de Cristo y Mahoma. Me mostró un cubo tuyo... Pero he asistido
también a una reunión que parecía más bien una bacanal de la antigua Roma, bien agradable
por cierto, y me han regalado un objeto prodigioso, realmente original: un rosario hanksi, de
noventa y dos cuentas en que cada una de ellas está hecha de un elemento químico diferente.
Bueno, ahí tienes una primera respuesta, lya, mi incomprensión ante tanta diversidad.
-Eso es un síntoma de vitalidad, amigo, de juventud. Te puedo asegurar que las cosas son
aún más complicadas, porque debajo de toda esa variedad de costumbres, que no es en sí tan
sorprendente, existen discrepancias teológicas auténticas.
-Respecto a eso, precisamente, iba a hacerte mi segunda observación. La creencia en un
Dios está demasiado arraigada en el mundo occidental, lo mismo que la de una vida después de
nuestra vida; por más que ustedes nieguen esas ideas, ¿cómo podrán evitar que reaparezcan
bajo otra forma, alteradas, socavando la esencia de lo que predican? ¿Es por eso que tú, aunque
sea implícitamente, te dedicas a endiosar a Hankl Ozay?
-U, crear una nueva religión, no una secta más, es algo bien diferente a lo que tú imaginas.
No es tan simple como exponer un credo bien definido y tratar de difundirlo. Es otra cosa, se
parece más a poner en marcha un gigantesco mecanismo que no sabes cómo habrá de funcionar,
que te sobrepasa por su misma fuerza, te desborda. La gente, en definitiva, hace lo que quiere
.en materia religiosa.
-Pero tú mismo, por ejemplo, al difundir lo que Hankl escribió, al comentar sus textos, ¿no
tratas de dar forma a todo eso?
- Sí, por supuesto, aunque otra cosa es que lo logre. Yo lucho por ser claro, por llevar la paz
y la tolerancia a todos los hombres, pero no hay mensaje que no pueda llegar a ser tergiversado.
Hay estelares que, a mi modo de ver, son todavía politeístas, como los griegos antiguos: sólo
agregan el nombre de Hankl a la lista siempre incompleta de sus dioses.
-Pero tú -el birmano señaló expresivamente a lya con el índice- tú, ¿qué piensas? ¿Crees de
verdad que Ozay era un personaje sobrenatural?
Lya quedo callado, con una sonrisa leve detenida sobre su rostro, una expresión de duda,
la copa de vino muy próxima a su boca.
-lya... no te esfuerces, entiendo que no puedes decir ni una cosa ni otra.
-No, no es eso...
Los amigos continuaron así, mirándose durante un largo minuto: lya, como si estuviera a
punto de hablar de un misterio impenetrable; Ú expectante, deseoso de reiterar sus preguntas
pero conteniendo el aliento, como el cazador que tiene miedo de hacer el menor movimiento que
pueda espantar a su presa. Luego, inesperadamente, U se sobrecogió: había sentido algo
perturbador en la mirada de su amigo. No pudo impedir que lo recorriese un escalofrío y, como
tantas otras veces, sintió que se le humedecían los ojos.
Fue el propio lya quien quebró el encanto. Bebió de la copa, la depositó con suavidad sobre
la mesa y dijo en voz muy baja:
-Pensé que ibas a reírte cuando te hablé de una biografía de Hankl. No, no me hubiera
ofendido, hermano, al contrarío, te agradezco la deferencia, porque sé que hubiese sido lógico: si
hay alguien que parece no necesitar una biografía es Hankl.
-Bueno, eso sí lo pensé... Un hombre joven, prácticamente sin pasado, que estuvo seis años
sin hacer otra cosa que leer y contemplar de lejos la luna de un planeta. Su vida activa, sus
hechos, como podríamos decir, abarcan apenas unos pocos meses. Y creo que todos los conocen.
-Es cierto, completamente cierto. Gwani me dijo una vez algo así, que Hankl se quejaba de
lo poco que había vivido. Como si él supiese ya, como si se diera cuenta de que pronto iría a
desaparecer -lya se servio algo más de vino y prosiguió, inclinándose sobre la mesa-: Fue eso lo
que me provocó, U, tú ya me conoces: siempre me han intrigado las respuestas demasiado

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obvias. Entonces me dije que no importaba: quena irme de Yellowknife y la biografía me parecía
por lo menos un buen pretexto.
Ahora U Dan, cuya curiosidad ya no podía ser disimulada, se decidió a preguntar:
-Y qué, ¿descubriste algo que valiese la pena?
-Bueno, no, esa no es exactamente la palabra: no descubrí nada, pero encontré que las
cosas no eran tan simples como parecían. Por ejemplo... Hankl Ozay no entró a la tripulación de
la Betelgeuse sólo porque la paga allí fuese un poco mayor: tengo pruebas de que él sabía a qué
se estaba arriesgando.
U Dan alzó un poco los hombros:
-No veo que eso pueda llegar a tener mucha importancia...
Si, si, la tiene. Verás, ese no ere el primer viaje de Hankl, ni el segundo; él habla empezado
a navegar desde muy joven, cuando aún no tenía siquiera la edad legal para hacerlo. Y además
ya había hecho un viaje anterior hacia Júpiter, en Ja Centauro, que es de la misma compañía
que la Betelgeuse, así que conocía el estilo de trabajo de esa gente. Pero hay más, fíjate: allí
había trabajado como segundo navegante pero en su último viaje, dos años después, aparece
como tercer navegante.
-Eso sí es extraño.
-Cuando me enteré de esos datos comencé a pesar que había algo más, alguna razón que lo
había llevado a hacerle correr el riesgo. Nadie se embarca en una aventura como esa porque sí, o
por una pequeña diferencia de salario y Hankl, por lo que sé, no era especialmente apegado al
dinero. Entonces me pareció lógico ponerme a investigar al resto de la tripulación: si había
algún motivo de carácter personal para que Hankl se enrolara en esa nave, ese motivo podría
aparecer al conocer a los otros, a los que lo acompañaban en el viaje.
Lya hizo una pausa y, cuando sin titubear se disponía a proseguir su relato, sucedió algo
insólito:
-Verás, pedí a Nueva York los registros...
-¡lya Semarani! ¡Maestro! -gritaron casi al unísono dos figuras obesas que obstruyeron por
un momento la puerta del pequeño local-sabíamos que tarde o temprano lo encornaríamos en
París -vociferó todavía ella.
Lya, casi atemorizado por la brusca aparición, dejó caer su copa al suelo y el vino se deslizó
por la lisa superficie del piso, esparciendo su intenso aroma. U Dan, decepcionado, vio como su
amigo se recuperaba rápidamente y comenzaba a dialogar con los intrusos. Ellos eran corteses,
efusivos, deseosos de agradar pero imprudentes; enseguida constató que eran los más
fervorosos fieles del capítulo estelar de Saint Germain. La conversación, al cabo de un rato,
recobró su vivacidad: a U Dan, a pesar de sus bromas, le interesaba conocer más de los hanksis.
Lya, en cambio, parecía más bien como aliviado, como si hubiese recuperado la lucidez y
quisiese olvidar la confesión que había estado a punto de hacerle. La pareja era la excusa
perfecta: ya nada cabía decir ante sus extrovertidos amigos, nada que pudiese sembrar dudas o
confundir los ánimos.
Después de un rato la amable reunión se disolvió: la pareja desapareció tan
estruendosamente como había llegado e lya, entrecerrando un poco los ojos, dijo llanamente a
su amigo:
-Sé que fueron inoportunos... pero me alegro. De otro modo te hubiera podido contar lo
que es mejor no decir por ahora: hay temas sobre los que no se debe hablar a menos que uno
esté completamente seguro.
-Pero lya, no me puedes dejar así, alguna vez me tendrás que seguir hablando de esto...
-Confórmate, U. A nadie le he hablado más que a ti. Dime, ¿sabes tú donde alquilar un
buen automóvil en esta ciudad?
-Por supuesto que sí. Te llevaré al sitio al que tú siempre me acompañas.
Los dos rieron. Sobre los viejos techos de París caía una fina llovizna que, a esa hora de la
noche, resultaba decididamente otoñal.

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19

Fue simultáneo, brutal y completamente sincronizado: en el mismo momento, a pesar de


la diferencia horaria entré las distintas reglones, se produjo el devastador ataque. Cayeron por
igual un suburbio flotante del sur de Brasil, una pequeña población de Tennessee, una pacífica
aldea africana y dos ciudades europeas, Oporto y Tambov. En todos los casos se colocaron
explosivos en el templo estelar y en algunos comercios, se dañaron las instalaciones del
compucom y de la TVD, y se transmitió el mismo mensaje, mediante potentes lumenias:
"¡Muerte a los Hanksis, adoradores del carbono!". Las victimas fueron numerosas,
especialmente porque en Tambov se desarrollaba en esos momentos una nutrida reunión para
festejar la (togada de un grupo de peregrinos procedente del norte.
Hubo alarma en Yellowknife, porque esa era la primera agresión organizada desde los
tiempos de Rashawand y sus Desesperados. Pero aquel precedente, aunque no tan distante, era
visto por todos como parte de un pasado casi mítico, inmensamente alejado de la paz actual.
Ana convocó al Consejo para esa misma noche mientras decidía, por su cuenta, solicitar la
protección de la policía local.
En la reunión se oyeron voces preocupadas, lamentaciones» alguna que otra crítica: en
realidad, nadie sabía bien qué hacer, porque era evidente que resultaba imposible custodiar por
igual a todos los templos y Casas de la Paz que había en el ancho mundo. Se redactaron
mensajes de condolencia y se dispuso fletar un commy especial para dar adecuada sepultura a
las víctimas. Dukkok, que en el Consejo habla pedido insistentemente datos para tratar de
encontrar el origen de los atentados, se acercó a Ana, apenas levantada la sesión:
-Ana, por favor, tengo que hablar contigo. No me siento satisfecho con lo que hemos
resuelto.
-Ya sé que es insuficiente... creo que todos lo sabemos. Pero dime, ¿qué otra cosa podemos
hacer?
-Bueno, hay algo que debiéramos hacer, en todo caso: investigar. No podremos sentirnos a
salvo hasta que sepamos quiénes están detrás de todo esto, ¿no crees? ¿Puedes venir ahora a
casa? Allá estaríamos más cómodos.
Los dos, junto con Swende, arribaron en pocos minutos a la vieja mansión. Se dirigieron
enseguida al cuarto que Andreas habla acondicionado especialmente como centro de
comunicaciones.
-Hay algo que no me gusta en este asunto, saben... algo que no acabo de entender bien.
-Bueno, Andreas -dijo Swende- no pasa casi una semana sin que se produzca, en una parte
u otra, alguna agresión contra nosotros.
-Lo sé, lo sé, pero no es eso. Es la sincronización, la técnica que utilizaron... no se trata de
la acción aislada de un fanático o de un perturbado. Estamos frente a un tipo de mentalidad
diferente.
-¿Que te propones hacer, Andreas? -Ana confiaba en Dukkok, en la experiencia que había
adquirido durante su trabajo en el Servicio, y deseaba por eso que pasase a la acción.
-Bueno, lo primero es reunir información, apelando a todas las fuentes disponibles para
identificar a los agresores. Después veremos.
-¿Vas a llamar a Dowwe?
-Sí, sí, inmediatamente.
Dukkok operó con rapidez: escogió un canal fuera de la línea regular que garantizaba la
privacidad total de la comunicación, aunque a costa de una pésima recepción llena de ruidos e
interferencias. La llamada fue atendida por un recepcionista medio dormido, que estuvo a punto
de interrumpirla porque le resultaba casi imposible entender lo que decían. No se atrevió a

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llamar al propio senador, por supuesto, a esas horas de la noche -en Mahon eran más de las tres-
pero al rato apareció Adaniy. Ella enseguida se hizo cargo de la gravedad de la situación.
-Sí, comprendo que estén preocupados. ¿Esta línea es segura?
-Completamente.
-Bueno, denme unos minutos... voy a revisar lo que tengo por aquí...
Vieron, a través de la confusa .pantalla, cómo se servía un café y recorría con la vista los
archivos -secretos, a los que sólo ella y el senador tenían acceso. En la pequeña sala los tres
estelares aguardaban en tensión. Adaniy salió un momento y regresó enseguida, diciendo con
cierta satisfacción:
-Creo que encontré algo, aunque el sentido no parece muy claro... -se apartó otra vez un
poco del compucom.
-¿De qué se trata?
-Bueno, hubo un atentado, hace cosa de dos meses, contra unas salas de diversión en
Missouri y, simultáneamente, estalló una bomba en la Iglesia Fundamental Americana, a dos
mil kilómetros de allí. Los objetivos son bien distintos, como ven, pero lo que llama la atención
es la coincidencia en el método: se usaron idénticos explosivos, el mismo tipo de lumenia para
dejar los mensajes en el aire, hasta la forma de redactar parece provenir de un mismo molde...
-¿Quiénes fueron?
-No seas impaciente, Pieri, ya te lo diré. Aunque de verdad eso es lo único que me
desconcierta. El grupo se llama la Jihad de los Justos -qué nombre, ¡verdad!- y, según lo que
pudimos averiguar, es la primera vez que actúan en forma tan violenta. Hasta ahora se habían
ensañado contra los comerciantes en licor, especialmente en Egipto y en Francia, y contra
algunos disidentes musulmanes, liberales sunnitas. Hacían destrozos en los comercios y todo
eso, pero trataban de que no hubiese víctimas.
-Me resulta un poco extraño... no veo en qué hayamos podido provocarlos. ¿Sabes quién
los dirige?
-No con seguridad, aunque el cuartel general parece estar en la zona de Baghdad, o allí
estaba hasta hace seis meses. Espera... aquí tengo un informe, más reciente, que habla de una
reunión en el norte de la india, en la que se encontraron varios activistas. Hum... el informe no
es preciso... No sé si debiéramos hacerle caso, porque parece más bien un rumor.
-Una cosa más, Adaniy: ¿has sabido algo de Los Desesperados últimamente?
-Sí, pero-creo que es lo mismo que tú ya debes saber. Rashawand tiene un puñado de
seguidores, aunque el grupo ha crecido bastante en estos meses, según me dicen. De los otros,
de los que se seguían llamando así, hay poca información reciente: eran apenas unas cuarenta o
cincuenta personas hasta hace un año, cuando se trataron de reorganizar con el nombre de
Khalistán Vive, pero luego han estado inactivos, o por lo menos trabajando de un modo más
discreto.
-Bueno, muchísimas gracias, Adaniy, nos has ayudado más délo que crees.
-Ojalá sea así. Colaboraré en todo lo que pueda con ustedes.
Ana quedó intrigada por la conversación:
-No entiendo, no me parece lógico... no hemos hecho nada contra los musulmanes, tú lo
sabes. Debe ser una mera coincidencia.
-Nada nuevo, querrás decir -respondió Swende-. Sabes bien que algunos simplemente no
nos perdonan por el sólo hecho de existir, de desafiar las viejas creencias; a esos les hemos
desarticulado el mundo...
-Está bien, está bien, pero ¿por qué ahora?, ¿por qué de esa forma tan brutal?
-Todavía no lo sabemos, Ana, pero ya tenemos una pista. Tiene que haber algo, estoy de
acuerdo, algo en particular -Dukkok entonces sonrió, como disculpándose por anticipado de la
travesura que iba a cometer, y entrecerrando sus ojos agregó-: Voy a llamar a alguien, a una
persona a la que tú has conocido en circunstancias poco gratas, pero que ahora vive una vida por
completo diferente. Ana, nadie debe saber de esto... por favor... es importante mantener el
secreto.

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-Pero ¿quién es? ¿A qué tanto misterio?


-Ya verás.
Dukkok manipuló de nuevo sus aparatos. Esta vez lo hizo con más cuidado,
pacientemente, utilizando además un viejo teclado de los que Ana solo había visto en las
películas. Al cabo de una media hora, después de varios intentos fallidos, se encendió por fin
una pequeña luz que indicaba que el mensaje estaba siendo recibido. Hubo que esperar aún otro
rato, que se les hizo interminable, hasta que pudieron escuchar lo que al principio sonó como un
rumor casi musical, ondulante y sugestivo. Luego se oyó débilmente una voz femenina, mientras
la pantalla permanecía casi a oscuras.
-¿Quien es?
-Andreas.
-Te esperaba; ya sé lo que pasó esta tarde.
-Te llamo para pedirle información, Warani Kaur -Ana ahogó un grito de asombro-
cualquier cosa que puedas decirme tiene un inmenso valor para nosotros. No sabemos
realmente quiénes están detrás de esto.
-Nosotros tampoco, de verdad, pero yo temo lo peor. -¿Qué es lo peor?
-Todavía no lo sé, pero me han dicho que algunos de los que estuvieron con nosotros, la
gente que trató de formar Khalistán Vive, recuerdas, ha desaparecido desde hace una semana de
todos los sitios conocidos. Antes de eso se habló bastante, allá en Amritsar, de un mensaje en
clave de Ok-kae, pero nunca se supo su contenido, ni siquiera si en realidad había tal mensaje...
-¿Has oído hablar alguna vez de la Jihad de los Justos?
-No, jamás. ¿Quiénes son ellos?
-Otra secta fanática, pero musulmana. Pueden estar detrás de este maldito asunto, aunque
no lo sabemos con exactitud.
Era ya tarde en la noche cuando Ana decidió regresar hasta su casa. Dukkok, un poco
aprensivo, prefirió acompañarla durante el trayecto: abrigaba algunos temores y se sentía
demasiado excitado por los acontecimientos, inconforme con la idea de irse ya a dormir.
Hicieron el corto viaje en silencio y, cuando él regresaba solo hacia su casa, todavía inquieto,
pasó con su automóvil frente al Templo Primigenio de los hanksis, el que se habla erigido
alrededor del galpón donde predicara en otros tiempos el venerado Hankl.
De inmediato observó que sucedía algo extraño: el vehículo de los guardias había
desaparecido y sobre la pared frontal del gran edificio resplandecían las letras rojas de una
lumenia, con la ya conocida consigna: "Muerte a los impuros hanksis!". Dukkok, sin pensarlo,
imprimió velocidad a su automóvil, haciéndolo adquirir más altura. Cuando ya se había elevado
unos treinta metros sobre el nivel del pavimento los vio: el pesado aparato de la policía iba
detrás -¡y debajo!- del otro automóvil, que con las luces apagadas escapaba a gran velocidad.
Cuando estaba a punto de aceptar que la persecución sería imposible, pues la distancia era ya
demasiada, el vehículo de los terroristas, hizo un giro abrupto; luego, descendiendo
rápidamente, disparó contra los sorprendidos vigilantes. Fue un fogonazo breve, de color
rosado, pero de monstruosa intensidad: el automóvil de los policías quedó casi completamente
destruido mientras, a lo lejos, comenzaban ya a sonar las sirenas de alarma.
Dukkok, que había quedado casi enfrentado a los atacantes, pudo entonces verlos: eran
apenas dos y el aparato había sido preparado, evidentemente, para acciones de guerra, porque a
esa corta distancia se distinguían su armamento y su curioso blindaje. Entonces, arriesgándose a
que le dispararan, Andreas se atrevió a actuar: desde arriba, porque ellos habían perdido mucha
altura, lanzó un pequeño dardo contra la cubierta del vehículo que se cruzaba en esos momentos
con el suyo. Era un proyectil de plástico adherible, de forma casi esférica, que llevaba en su
centro un diminuto micrófono y un potente transmisor.
Ellos, por fortuna, no atinaron a hacer nada. Cegados tal vez por las luces del automóvil de
Dukkok -que éste habla olvidado reducir- o temiendo quizás que comenzara una cacería en
regla, los fanáticos se apresuraron a escapar. Se alejaron en dirección contraria al lago y, rumbo
hacia el norte, desaparecieron raudamente en medio de la negra noche. Dukkok, por su parte,

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tampoco perdió tiempo. De encontrarse con la policía -pensó- lo demorarían largo rato con sus
farragosas preguntas. Además el uso del dardo, como bien sabia, era completamente ilegal. En
pocos minutos llegó a su casa y le contó a Swende, un poco nervioso, lo que acababa de suceder:
hacia demasiado tiempo que había abandonado la acción. Ella no perdió la calma y comenzó
enseguida a llamar a la gente, mientras Dukkok calibraba los aparatos que necesitaba para
emprender la persecución. El micrófono nada le transmitía, salvo a veces algún ruido confuso,
pero el localizador le seguía indicando claramente el rumbo de los fugitivos.
-El primero en llegar fue Fredek, un joven alto, de negro pelo lacio que le caía hasta los
hombros. Había sido uno de los más leales seguidores de Hankl, prácticamente desde el primer
día, y todos recordaban lo bien que se habla adelantado a preparar la memorable llegada del
profeta a Ventura. Dukkok se sintió aliviado al verlo: -¡Fredek, qué bueno que llegaste! Vámonos
en tu auto a perseguir a esos asesinos. ¡No hay tiempo que perder! -¿Los tienes localizados?
-Sí, pero temo que en cualquier momento se cambien a otro vehículo más grande. Pueden
venir de lejos... Cargaron en el rápido auto de Fredek los aparatos que necesitaban y Dukkok,
prudente, no omitió incluir entre ellos un arma, que conservaba desde los tiempos del Cuerpo
Epsilon.
La señal de localización seguía estando al norte de ellos, aunque el rumbo parecía
desplazarse cada vez más hacia el oeste. Dukkok comprobó con desagrado que les llevaban ya
una amplia ventaja, aproximadamente cien kilómetros. Eso era demasiado para un automóvil
como el que tenían, bueno- pero estrictamente convencional. Fredek conducía bien,
manteniendo la máxima velocidad posible pero sin gastar mucho combustible, porque no tenían
idea de cuánto habría de durar la persecución. Durante unas tres horas se mantuvieron así,
silenciosos, orientándose por el punto de luz que destacaba, sobre un mapa de la región, la
posición del otro vehículo. No se encontraron con nadie en el trayecto, lo cual era perfectamente
natural puesto que evadían los corredores de vuelo normales, e indicaba además que la policía
de la ciudad no tenia la menor noción de hacia dónde habían huido los atacantes. Luego, el
punto de luz se detuvo.
El mapa indicaba que se hallaban próximos al río Hess, en la zona de Kondike, Yukon, y
hacía allí continuaron Fredek y Dukkok. Llegaron cuando ya amanecía y el espectáculo del cielo
era imponente. Sobre un fondo de nubes de claros colores alcanzaron a divisar, hacia lo lejos y
sobre las montañas del oeste, la silueta de un transporte que se alejaba a gran velocidad: no
tente el menor sentido intentar alcanzarlo puesto que seguramente irte a desarrollar, en cosa de
minutos, una velocidad diez veces superior a la de cualquier automóvil.
Demoraron más de media hora en entender dónde se hallaban: nada divisaban, aunque se
movían apenas a unos diez metros de altura, salvo la monotonía de un paisaje abrupto, al que
daba color la hierba que relucía en el lento amanecer. No había edificios, ni señal alguna del
automóvil que buscaban pero este de todas maneras, continuaba emitiendo sin interrupción la
señal de localización. Por fin Dukkok encontró lo que sin duda eran sus huellas, apenas visibles
en algunos trechos que conservaban la escarcha de la noche, y fue dándole a Fredek la
orientación precisa. Entonces la encontraron.
Era una abertura más bien pequeña, disimulada entre las rocas, que tendría apenas unos
dos metros de altura. Se bajaron con cautela, dejando el automóvil protegido, y se acercaron no
sin algo de temor: hubiera resultado fácil disparar contra ellos, porque tenían que acercarse
prácticamente en descubierta. Dukkok, con una potente linterna, iluminó la entrada de la cueva
y descubrió enseguida que no se trataba de una formación natural, sino de los restos de una
primitiva explotación minera. Fredek se lo confirmó:
-Sí, esto debe haber sido una mina de oro siglos atrás, Andreas, he visto sitios parecidos.
-Debemos entrar con cuidado. Existen dispositivos de seguridad terriblemente
ingeniosos...
Pero en este caso no los había: ni alarmas, ni disparadores automáticos, ni gases. Todo lo
comprobó Dukkok con precisión, haciendo las pruebas de rutina que tantas veces aplicara en
otros tiempos. Desde la entrada, la mina se alargaba en un corredor que progresivamente

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descendía y se ensanchaba hasta alcanzar un amplio espacio rectangular, de techo bajo. Había
filtraciones en casi todas las paredes y también un olor acre, que no pudieron identificar, pero
hallaron una rudimentaria instalación eléctrica a la que lograron hacer funcionar para así
iluminar el sitio. El auto estaba allí, abiertas sus puertas, y todavía conservaba sobre su techo,
hacia la parte de atrás, el dardo que le había lanzado Dukkok. Este, que iba esbozando ya en su
mente un plan de acción, lo retiró, diciéndole a Fredek:
-Es mejor que no sepan que estuvimos aquí. Eso nos dará una pequeña ventaja.
Revisaron con cuidado el lugar. Encontraron abundantes provisiones, herramientas,
algunos explosivos y también unas pocas armas livianas. Los ocupantes del sitio no habían
tratado de borrar sus huellas, evidentemente, como si esperasen retornar pronto y no
imaginaran que pudieran ser descubiertos. En total, calcularon, habían estado allí unas cuatro o
cinco personas. Lo más interesante eran esos cubos que se hallaban sobre una mesa, junta a un
transmisor que permitía entrar, como enseguida lo comprendió Dukkok, a las redes mundiales
del compucom.
-Fredek, es mejor que salgamos ya de aquí. Yo buscaré algunos instrumentos que tengo en
el automóvil y, mientras tú te quedas afuera vigiando, regresaré para hacerle un pequeño
cambio a este aparato. Quiero estar informado de todo lo que hablan.
Así lo hicieron, moviéndose con velocidad, y Dukkok retornó a concluir su tarea: en pocos
minutos colocó un microtransmisor en el vehículo abierto, en un sitio cerca de la puerta en que
no podía ser visto; conectó electrónicamente su código de compucom al aparato que estaba
sobre la mesa y, con cuidado, sacó una copia de los cubos que pudo encontrar. Volvió algo
agitado, porque había perdido ya la costumbre de realizar acciones de espionaje: -Vamos, sería
peligroso demorarse más. -¿Pudiste hacerlo todo? -Sí, tengo hasta una copia de los cubos.
Despegaron de prisa y, mientras regresaban a Yellowknife eludiendo los corredores aéreos
habituales, Andreas tuvo tiempo de examinar el contenido de los cubos. Poco después exclamó,
sin poder ocultar su asombro:
-¡Lo tengo, Fredek, lo tengo!
-¿Qué tienes?
-Lo que buscábamos: sé quiénes son.
Fredek lo miró, interrogativo.
-Está el grupo de la Jihad de los Justos, como me habían dicho, pero también están los
otros. Es lo que yo ya sospechaba: algunos de los Desesperados, con Ok-kae a la cabeza, han
organizado todo orto. Fredek, los planes que tienen son aterradores.

20

Durante toda la noche Ok-kae, en su austero cuarto, se sintió atrapado por ideas que lo
alejaban del reposo: varias veces estuvo a punto de dormirse pero, en cada una de esas
ocasiones, un ramalazo do tensa expectativa lo devolvió a la vigilia. De a ratos conciliaba un
sueño liviano, plagado de pesadillas en las que fracasaban de mil modos distintos los planes que
tenía para la mañana siguiente. Cuando despertaba, en cambio, ocupaba su mente en imaginar
qué sucedería en la Tierra cuando hubiese regresado. La figura de Rashawand lo tenía por
completo obsesionado: se introducía, sin querer, en todos sus proyectos, a veces como el
apóstata que era obligado a pedir públicamente perdón por sus traiciones, a veces como el
maestro que, después de todo, reconocía en su antiguo discípulo la fuerza interior de la que él
mismo carecía. Pero lo que más atormentaba a Ok-kae era la conjetura -que por momentos
llegaba a ser auténtica certeza de que jamás llegaría a ser reconocido como un auténtico Gurú,
hiciera lo que hiciese. Tenía ahora bastantes seguidores, sin duda, e incluso había logrado un
raro ascendiente entre fanáticos de otra religión pero sabía -en el fondo- que lo consideraban
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como un jefe o como un adalid en la batalla, no como un verdadero maestro y orientador


espiritual.
La estación orbital, como las astronaves, se guiaba por un día artificial de 24 horas: era la
única forma de sincronizar las actividades cotidianas con la Tierra y de imprimir a éstas un
ritmo regular y preciso. Poco después de las seis, ya resignado a no poder dormir, Ok-kae se
vistió y se dirigió parsimoniosamente hasta el puesto de guardia. Se daba cuenta de que no era
bueno llegar demasiado temprano, porque podría resultar sospechoso que un recluso se tomase
tan en serio su trabajo, pero era tanta la ansiedad que lo consumía qué no pudo esperar más.
Para serenarse, repasó por última vez loé detalles del plan: había logrado, sin demasiada
dificultad, que Ibrahim y él fuesen los encargados de recibir el primer trasbordador del día. Eso
era importante, porque Ibrahim lo obedecía en todo, sin formular enojosas preguntas ni pensar
mucho por sí mismo. Luego, cuando se les unieran Pustenak y Flores, estaría ya con viejos
conocidos y todo marcharía seguramente mucho mejor.
Al llegar al puesto encontró a un soldado visiblemente aburrido, que le dijo ásperamente:
-¿Qué haces tú aquí? Todavía falta como media hora para que llegue tu turno.
Ok-kae, nervioso, mostró una sonrisa tímida y dijo en voz muy baja:
-No podía dormir, señor, y no tenía ningún otro lugar adonde ir. Esperaré... no es tanto
tiempo.
El soldado, molesto, miró el reloj y se encerró en un áspero mutismo.
Ok-kae ya no lograba contener su ansiedad, y se reprochaba haber actuado con
impaciencia: no sabía hacia donde dirigir sus ojos, porque el espacio era muy pequeño y se
encontraba a cada rato con la mirada del desconfiado guardia. Lo peor era que ya no podía
regresar a su celda: eso hubiera sido como confesar que sucedía algo fuera de lo normal.
Entretanto Ibrahim, que había prometido llegar diez minutos antes de las siete, no daba todavía
señales de aparecer. Ok-kae sentía contra su espalda la presión que hacía la única pequeña arma
que había podido obtener: una pistola de gas paralizante, robada a un guardia tiempo atrás por
convictos de una sección bien alejada de su sector.
Faltaban apenas tres minutos para las siete, y Ok-kae ya desesperaba, cuando por fin vio
acercarse la silueta alta y desgarbada de Ibrahim. Se saludaron brevemente, casi sin cambiar
palabras, y permanecieron tensos, atentos a la rutina de la operación. A las siete y un minuto el
soldado recibió la orden de abrir la puerta. La nave había llegado. Entonces todo sucedió con
increíble rapidez. El soldado, un joven de origen sudamericano, hizo correr la puerta que daba al
pasillo de recepción de la carga, abierto ya por el otro extremo, donde comunicaba con la parte
trasera del trasbordador: tenia en su rostro una expresión de desconfianza que preocupó a tos
dos reclusos., Ok-kae avanzó primero, para que el cuerpo de Ibrahim ocultara al guardia el
pequeño bulto que formaba su arma. Pero el soldado se movió, inteligentemente, y en el
momento en que iba a gritar algo sucedió lo más extraño: no apareció el contenedor con los
alimentos en la puerta de la nave sino que emergieron dos figuras, gritando y gesticulando:
-¡Vamos! ¡Rápido!, métanse adentro. -Eran Pustenak y Flores, que habían logrado
escaparse, como lo tenían previsto, durante la escala que diez minutos antes había hecho el
trasbordador en otra entrada de Himalayas-5. Mientras tanto, ya repuesto de su sorpresa, el
soldado había sacado su arma, gritando:
-¡Ehy tú!, ¿qué llevas ahí? ¡Deténganse o disparo! No pudo hacer mucho más. Desde
dentro del trasbordador le tiraron primero, con brutal precisión, abatiéndolo en el acto. Ok-kae
e Ibrahim se metieron en el transporte, que inmediatamente cerró sus compuertas. La maniobra
de despegue fue rápida, imprecisa, porque sabían que en menos de diez minutos toda la estación
entraría en alerta general y saldría en su persecución. Conducía un amigo de Ibrahim, que se
había matriculado en esa tripulación algunos meses antes para facilitar la fuga de los convictos.
No se veía a ninguno de los otros miembros del equipo que había llegado desde la Tierra.
Ok-kae, molesto porque no se habían seguido sus instrucciones, preguntó ceñudo:
-¿Qué sucedió? ¿Por qué no hicieron las cosas como lo habíamos convenido?

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-Hubo un incidente en la otra puerta -dijo Flores-, cambiaron la guardia a último


momento y tuvimos que correr hasta aquí sin esperar a que descargaran la mercancía. Estamos
vivos de puro milagro.
- Pero ¿cómo?, no entiendo: ¿cómo no han avisado a la guardia de esta puerta?
- Hicimos volar el sistema de comunicaciones. Deben estar pensando que tienen una falla
difícil de detectar -se rió, con evidente sarcasmo.
-¿Y la otra gente que venía de la Tierra? -insistió Ok-kae.
-Lo lamento -siguió Pustenak- pero hubo después otro problema: intentaron dar parte de
lo sucedido y tuvimos que eliminarlos. -¿A los tres? -Sí, a los tres.
La noticia, de todas maneras, se conoció enseguida: eran las siete y catorce minutos
cuando salía, repleta de gendarmes, una nave de guerra dispuesta a alcanzarlos. Pero habla
primero que ubicarlos, y eso requería de una búsqueda sistemática que demoró un buen rato: el
trasbordador, que no emitía señal alguna, resultaba difícil de detectar en medio de la cantidad
de vehículos espaciales que se movían cerca de la Tierra. Abu Majdí, su piloto, después de las
vacilaciones iniciales, actuó con la eficiencia de un verdadero profesional: no habían pasado
cuarenta minutos cuando la pequeña nave se posaba, sin mayores problemas, a pocos
kilómetros del sitio escogido para el aterrizaje: un desolado paraje de la Siberia Oriental, en el
Territorio del Yakutsk. Cerca, muy cerca, los aguardaba un transporte que los llevaría hasta un
lugar seguro.
La cruenta fuga de Ok-kae causó sensación: era el tipo de noticia que entusiasmaba a los
millones de espectadores de la TVD, que suscitaba interminables declaraciones por parte de
jueces y políticos, del personal de seguridad y -en este caso- también de líderes religiosos. Sus
despiadados métodos, naturalmente, fueron repudiados y lamentados por todos los
comentaristas.
Cuando Dukkok conoció los hechos sintió, pese a la gravedad que tenía sin duda la
situación, un cierto alivio. Swende se encontraba estudiando una partitura del siglo XIX y la
música resonaba en toda la casa, con el peculiar timbre de sus instrumentos antiguos. El le hizo
una expresiva seña y ella bajó el volumen:
-Ok-kae se ha escapado, lo acaban de decir por la TVD.
-¡No puede ser! ¿Dónde lo tenían?
-En Himalayas-5.
-¡Pero de allí es imposible salir! ¿Cómo puede haberse fugado de una estación en órbita?
-Lo ayudaron desde afuera, por supuesto. Con él se fue un tipo de esa hermandad
musulmana, de la Jihad... en el mismo trasbordador de los alimentos. La tripulación ha
desaparecido. Dejaron atrás dos soldados muerto y dos heridos.
-Entonces se han unido...
-Sí, todo está claro ahora: los atentados, lo que significan los cubos que encontré en la
mina abandonada. Sabes, Swende, no sé qué hacer... me siento extraño, como en los últimos
meses del Servicio, cuando conseguía informaciones con las que no sabía luego cómo proceder.
-No te entiendo.
Entonces Andreas le contó lo que había podido deducir de los cubos que copiara en la
mina y con los que había trabajado durante casi toda la noche. La información estaba en clavo,
en idiomas de difícil acceso y en un vocabulario poco convencional que resultaba casi imposible
traducir pero, después de muchas horas, algo había captado. El plan, aparentemente, se
desarrollaría en tres etapas: en la primera seguirían los atentados contra templos hanksis y otros
objetivos menores, hasta el día que se denominaba como "5+3"; era imposible comprender qué
significaban esas cifras pero, evidentemente, marcaban un punto clave en el proyecto de los
terroristas. Tres días después, según todo lo indicaba, actuarían dos grupos diferentes en la
segunda fase del proyecto, la operación "Khalistán". Luego de "Khalistán" venían indicaciones
más vagas, que remataban casi siempre con expresiones confiadas de triunfo. Una de ellas decía:
..y a partir de este momento los hanksis no podrán defenderse y quedarán reducidos a cenizas.
En los documentos, además, se hacían algunas alusiones insultantes hacia Rashawand Singh y

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se mencionaban insistentemente ciertos lugares: Yellowknife por supuesto, y Río de Janeiro y


Moscú, que eran importantes centros hanksis, pero también otros dos sitios que sorprendieron a
Dukkok: La Meca y Amritsar.
-No sé -concluyó Andreas- no creo que ellos puedan recibir apoyo oficial del Islam o de los
sikhs... es prácticamente imposible que las jerarquías se comprometan con una banda como la
de Ok-kae. Por eso me extraña la cantidad de veces que se habla de esas ciudades.
-¿Y a propósito de qué se las menciona?
-De comunicaciones y de viajes y, oscuramente, casi siempre en relación al día "5+6".
Tengo la sospecha de que debiéramos actuar rápido, Swende, porque la fuga de Ok-kae significa
que los planes de la secta están ya en marcha.
-Todo resulta un poco oscuro para mí, ¿sabes? ¿No has podido captar nada de lo que
hablan en la mina abandonada?
- Todavía no; el transmisor funciona bien, me parece, pero nadie ha estado allí desde que
lo colocamos.
Dukkok, casi bruscamente, salió de la habitación. La crítica situación que se había creado
lo colocaba ante un problema complejo, de múltiples aristas, donde quedaba en tela de juicio su
propia identidad. Porque, ante el cariz que iban tomando los hechos, él no acertaba a reaccionar
de un modo unívoco: era a veces el Pieri de otros tiempos, preciso en la acción, frío y enérgico,
pero era también el nuevo Andreas, el hombre plácido que compartía la esperanza de un hijo
con una artista, el líder religioso siempre dispuesto a dar su palabra de moderación y de
consuelo.
Swende lo encontró meditando, en una pequeña habitación en la que a veces se encerraba
cuando quería estar solo, mirando el inmenso panorama que se divisaba desde la ventana. No
quiso interrumpirlo pero él, viéndola, le sonrió con dulzura.
-Querido, lamento interrumpirte, pero pienso que debemos hacer algo. Acaban de decirme
que han ocurrido otros tres atentados contra nuestros templos, -dijo ella, acariciándole
suavemente los cabellos.
Decidieron, después de considerarlo largo rato, convocar a una pequeña reunión para esa
misma tarde. El asunto era demasiado delicado como para discutirlo públicamente en el
Consejo, pues Dukkok no se atrevía a divulgar la aventura que habían tenido Fredek y él en el
Klondike, ni los medios utilizados para obtener información: resultaban demasiado alusivos a su
pasado, a un Dukkok que pocos conocían a pesar de los rumores que nunca dejaban de circular y
que él no deseaba ahora confirmar.
En la reunión, lamentablemente, no pudieron decidir gran cosa, aunque Ana y Ferra
quedaron a cargo de difundir, a todos los capítulos y provincias hanksis, una alerta general: las
reuniones en los templos se reducirían a un mínimo hasta nuevo aviso, las Casas de la Paz
acogerían sólo a los peregrinos que se identificasen plenamente y se postergarían dos o tres
festivales que ya estaban programados en diversas partes del mundo. Dukkok gestionaría una
entreviste formal con Dowwe, para que s'Mou y Ambaristain pudiesen pedir mayor protección al
gobierno federal e hiciese valer los derechos que cabían a los estelares como religión de la
Federación.
La reunión fue breve, práctica, pero no sirvió para disipar la preocupación que se abatía
sobre quienes tenían la responsabilidad de responder a las vandálicas agresiones. Por eso un
grupo, que se dispuso a permanecer en guardia toda la noche, se dirigió hacía la sala de
transmisiones para iniciar su Labor; lo conformaban Gwani, Dukkok y Fredek. Durante horas
recolectaron todo tipo de datos, entrando incluso con discreción en los archivos electrónicos del
propio Servicio. Pero poco en concreto pudieron averiguar: la policía, en definitiva, parecía
saber menos que ellos.
Hacia la medianoche, Fredek, haciendo un gesto de cansancio, expresó su desánimo:
-Lo siento, pero esos asesinos tienen la fortuna de su parte. No hay forma de saber nada de
ellos.

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Gwani tomó las manos de él con cariño y nada dijo. Los tres quedaron en silencio,
abatidos, durante un largo rato. Entonces -cuando el sueño los comenzaba a vencer y se
aprestaban a organizar los turnos en que se rotarían para dormir- potente, claro, nítido,
comenzó a oírse el transmisor que habían dejado en la mina. Las voces proferían exclamaciones
aisladas, en un idioma que no conocían, pero aquello no era un inconveniente con los medios
que Dukkok tenía a su disposición. En pocos minutos, gracias a las máquinas traductoras y a un
buen sistema de grabación en dos etapas, los tres hanksis consiguieron una versión inteligible.
Lo que se desprendía de la conversación era que los hombres acababan de llegar e
inspeccionaban el sitio. Se quejaban del frío y de la poca luz, y del desorden en que habían
dejado todo. Después de un siendo prolongado hubo otro diálogo, más largo, en que
intervinieron por lo menos tres personas. Ninguno de ellas, por lo visto, era Ok-kae, porque
alguien dijo en tono imperativo:
-Vamos, deprisa, tenemos que recoger todo enseguida porque el jefe nos espera. No
debemos dejar ningún rastro. Recuerden, esta es zona hanksi.
Por lo que oyeron después resultaba obvio que planificaban una acción en Moscú, o cerca
de esa ciudad. Pero lo más interesante vino luego, cuando la misma persona dijo:
-Aquí todavía es cinco más uno, pero allá pronto será cinco más dos... ya nos tata poco.
-¿Qué dices?
-Las fechas, idiota, ¿no te acuerdas? Cinco era el momento en que se escaparía el jefe. En
cinco más seis será el gran día... para el que hay que preparar todo a la perfección.
- Está bien, está bien, no sé por qué tendrán que hacer las cosas tan complicadas. Ni
siquiera tengo idea de lo que tendremos que hacer...
-Cállate, y mete esto en el auto, hay que llegar al Yakutsk antes del alba. A su debido
tiempo nos informarán de lo que tenemos que saber. A mí tampoco me han dicho nada todavía,
comprendes, es por nuestra propia seguridad. Cuanto menos sepamos es mejor.
Luego se oyeron muchos ruidos, entre ellos el típico de la partida de un automóvil. No
estaba claro a qué habían venido los terroristas a su refugio, aunque uno de ellos se quedó allí
después que los demás se marcharon. Lo oyeron hablar más tarde por el compucom con
diversos sitios: Xian, Buenos Aires, San Diego. La red que habían construido los fanáticos era
amplia, pero iba quedando poco a poco al descubierto. Tarde en la noche cesaron las
transmisiones. El hombre, era evidente, se había echado a dormir.
Los tres hanksis analizaron la información que poseían y decidieron, aunque con la
reticencia de Fredek, que era mejor no entregarla por entero a las fuerzas de seguridad. En
realidad informaron de todo -de los sitios de los probables atentados y de lo dicho sobre el
Yakutsk- pero sin mencionar la mina abandonada y los medios que utilizaban para obtener
tantos datos.
Rato después, agotados, cayeron todos en un sueño liviano, atentos a los pocos sonidos
que podrían hacer un hombre solo en un lugar tan aislado. Dukkok se sentía satisfecho porque
al fin había averiguado con precisión la clave de las fechas, pero lamentaba no haber llevado
consigo la noche anterior una cámara de televisión, porque así, sólo con el micrófono, perdían
mucha información valiosa. El localizador del auto, afortunadamente, seguía funcionando: los
hombres viajaban en silencio, sobre territorios poco poblados, hacia la Siberia Oriental. En el
momento en que Dukkok fue vencido por el sueño la señal indicaba que, precisamente,
comenzaban a atravesar el estrecho de Bering.

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Durante los tres siguientes días los hanksis, atrapados por la diabólica situación, vivieron
en medio de una singular angustia. Sabían, por encima de todo, que estaba en marcha una
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conjura macabra destinada a destruirlos por completo, pero eran incapaces de develar su
mecanismo, de descifrar la forma y el sentido de lo que tramaban los conspiradores. Pero
además debían hacer frente al desafío, inmediato y doloroso, de los continuos atentados de la
banda de Ok-kae. Las informaciones que poseían, también en este caso, eran suficientes para
alertarlos pero no bastaban para organizar una defensa completa, capaz de evitar los
despiadados ataques: los estelares conocían los sitios en que -en cualquier hora desdichada-
podría ocurrir una desgracia, pero no tenían clara noción del momento o de las armas que los
fanáticos escogerían para llevar a cabo sus propósitos.
En esas horas difíciles, sin embargo, los hanksis demostraron que eran capaces de
entender lo que significaba la verdadera solidaridad: nadie quiso rendirse ante la amenaza y
miles de personas -espontáneamente y casi con alegría- hicieron guardias en los templos y en las
Casas de la Paz, compraron sutiles detectores de armas y explosivos, vigilaron, permanecieron
alertas y dispuestas a la lucha, mientras se organizaba rápidamente una vasta y discreta red de
comunicaciones que se extendía por todo el planeta y convergía en el cuartel general que había
establecido Dukkok en Yellowknife.
Pero, a pesar de todos los esfuerzos, la violencia impuso ineluctable sus víctimas. Muchas
de ellas cayeron por azar, por el simple hecho de estar cerca de algún templo o porque los
disparan de los asesinos barrían las calles sin misericordia; no faltaron los curiosos, que pagaron
con su vida el morboso placer de presenciar, algunos enfrentamientos, pero la mayoría fueron
jóvenes, valerosos hanksis que salieron a defender con fervor el derecho a practicar la religión a
la cual recién se habían convertido. Mucha gente sintió verdadero asombro ante la magnitud de
la persecución: no hablan pensado nunca que las guerras religiosas pudiesen renacer en esa
época con el furor olvidado que recordaban los textos de historia, y aparecer así, de pronto, con
la sólida dimensión de las cosas reales. El balance fue aciago: sé destruyeron en total una
veintena de templos y muchos otros resultaron dañados. Las muertes, las inevitables marcas de
esa lucha desigual, se acercaron lamentablemente al millar. Parecía demasiado para una religión
que, en definitiva, había surgido sólo pocos años atrás.
Durante ese tiempo Dukkok casi no durmió. Mientras se elevaban plegarias y los cascos
azules hacían su trabajo de rutina, él siguió en su pequeño cuarto de comunicaciones con sus
amigos, estableciendo contactos, desesperándose cuando -impotente- no era capaz de impedir
otra desgracia. Pero lo que de verdad lo angustiaba, más allá de esa salvaje agresión que algún
día tendría que cesar, era la seguridad de que algo mayor se estaba preparando. Su
preocupación, compartida sólo por un pequeño grupo de íntimos, giraba alrededor de la críptica
operación "Khalistán" que -según sus cálculos- debía estar ya a punto de iniciarse.
Los dispositivos que Dukkok colocara para espiar los movimientos de sus enemigos
funcionaban a la perfección. El hombre que se hallaba escondido en la antigua mina de oro
permaneció allí todo ese tiempo. Era evidente que su rol se limitaba casi exclusivamente a servir
de enlace entre los diferentes grupos que operaban en todo el mundo, que era apenas una pieza
más de un amplio mecanismo sobre el que no tenía ningún control. El automóvil al cual estaba
conectado el localizador fue encontrado, después de varias horas, por la policía de la Yakutiya.
Pero en el no viajaba Ok-kae sino dos de sus secuaces, antiguos miembros de la secta de Los
Desesperados, que en esos momentos se dirigían hacia el sur para cometer un atentado en
Japón. El interrogatorio que se les hizo fue infructuoso: ellos nada sabían de otras operaciones y
se limitaron a hablar, sin ser herméticos, acerca de las órdenes que habían recibido al despegar.
Respecto al paradero de su jefe nada fueron capaces de decir porque, después del atentado,
debían aguardar hasta que los convocasen nuevamente. Poco a poco, gracias a la colaboración
de Dowwe y a la menos legal intromisión en los archivos del Servicio, los hanksis fueron
reuniendo la información dispersa que recogían de los terroristas que iban siendo detenidos, de
lo que Warani Kaur les explicaba respecto a sus costumbres y sus métodos, de lo que hablaba
Dallieri, el hombre escondido en la mina del Yukon. La casa de Swende y Dukkok no permanecía
tranquila ni un momento, pues en ella convergían quienes buscaban o traten información, los
miembros del Consejo, policías locales y hasta varios funcionarios federales. Pero a la pequeña

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salita sólo entraban los más allegados, siempre pocos a la vez, rodeando un equipo de trabajo
que se centraba en el trío inicial: Dukkok, Gwani y Fredek. Los momentos de euforia se
alternaban rápidamente con los de depresión: en varias ocasiones creyeron llegar al nudo de la
conspiración pero luego, una y otra vez, tuvieron que admitir que esos hombres despiadados
ocultaban muy bien sus movimientos.
Pero la paz tampoco reinaba en la mente de Ok-kae: aunque todo fuera desarrollándose
del modo previsto -ya que en poco afectaban a sus propósitos los hombres que, aquí o allá, iban
siendo apresados- él seguía alimentando una oscura sensación de fracaso, como si todo lo que
hiciese siempre fuese a resultar insuficiente para alcanzar el triunfo. Confiaba, sin embargo, en
la lealtad de su grupo, en el núcleo de ocho fanáticos, completamente fieles a su persona, que
casi no habían participado en los hechos subsiguientes a la fuga. Cuatro, contándose él mismo,
provenían de los más aguerridos Desesperados que persistían en su manera intolerante y
apasionada de vivir; los otros cuatro, con ibrahim como jefe, eran los miembros de la Jihad de
los Justos que habían acabado por aceptar incondicionalmente su autoridad.
Desde su escondite, provisto por la Jihad, en una zona montañosa del sur de Turquía, dio
los últimos toques a su plan: ordenó que estuvieran dispuestos las dos aeronaves que necesitaba,
convocó a los siete restantes miembros de los dos comandos que se formarían, revisó los
explosivos, las armas, los equipos de comunicaciones que se usarían en la operación Khalistán.
Todo lo hizo con la precisión y la autodisciplina que aprendiera de Rashawand Singh en otros
tiempos y concluyó sus preparativos más de una hora antes de lo que él mismo se había fijado
como límite. Eso lo hizo sentirse más confiado.
Ibrahim, que había sido convocado antes que los otros, entró a la habitación con un aire
sombrío y pesimista:
-Apresaron a otros dos hermanos esta tarde, Stek. Uno está herido.
-No te atormentes, Ibrahim, todo está saliendo casi como lo previmos.
-No sé... me preocupa que no hayamos conseguido darles un gran golpe... algo recio,
definitivo. No me parece que así podamos acabar con ellos, Stek. Si las cosas siguen de esta
manera terminarán por apresarnos a todos -Ibrahim, impaciente ya, agregó- ¿por qué no
atacamos a Yellowknife de una vez? Deberíamos hacer algo directo contra los miembros del
Consejo, por ejemplo, porque los simples actos de propaganda no nos van a llevar a ninguna
parte.
Ok-kae hizo un gesto de disgusto, y respondió rudamente:
-Mira, vamos a aclarar algo: yo soy el que manda aquí, entiendes, y tengo un plan que tú
no serías siquiera capaz de imaginar. Si yo no hubiera organizado la fuga todavía estarlas en
Himalayas-5, viviendo casi como un vegetal, ¿o no te acuerdas ya de eso? -luego bajó la voz, y se
enfrentó a la cara alterada de su compañero:- Ibrahim, todo saldrá bien, te lo aseguro. Confía en
mí. Si siguen al pie de la letra mis órdenes los hanksis serán destruidos antes de que vuelva a
salir el sol, completamente... pero de un modo mejor que si lo hiciéramos nosotros mismos:
nunca podrán renacer porque serán millones y millones de personas las que los aplastarán.
-Pero, eso es imposible., ¿cómo podríamos lograrlo? -dijo Ibrahim intrigado.
-Apenas lleguen los otros lo sabrás, porque el momento ya está próximo. Y apenas lo sepas
te dispondrás a hacerlo. ¡Antes de que caiga la noche los estelares maldecirán el día en que
hayan nacido!
A los pocos minutos comenzaron a llegar los demás conspiradores: primero lo hicieron los
otros tres miembros de la Jihad, porque Ok-kae habla dispuesto que ellos saldrían antes hada su
destino. Apenas se hubieron sentado él les habló firmemente, exponiendo su plan por medio de
frases cortas, sin rodeos, usando un tono casi militar. Por fin, una exclamación de asombro
brotó de quienes lo escuchaban. Ibrahim lo abrazó y lo besó con entusiasmo, diciendo:
-¡Hermano, sabia que debía confiar en ti! ¡Has tenido una idea sencillamente prodigiosa!
Cuando salieron los cuatro miembros de la Jihad hacia el vehículo que afuera los
aguardaba entraron a la sala, de inmediato, los otros tres conjurados. Ok-kae, que los conocía
desde hacía muchos años, les habló en un lenguaje más emotivo, tratando de que renaciera en

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ellos la mística voluntad de Los Desesperados. Pero no lo logró completamente: sus camaradas
aceptaron de buen grado las órdenes, disponiéndose a seguirlas sin protestar, pero no hubo
júbilo entre ellos sino más bien asombro, una especie de incómoda sensación de sorpresa,
Flores, el más reticente, se atrevió a asomar sus escrúpulos morales:
-Pero es que nunca habíamos hecho algo así, Stek. No sé si deberíamos, realmente,
comprometernos en algo tan terrible...
-Ese fue el fallo de Rashawand: fue voluntarioso pero le faltó audacia -sentenció Ok-kae-.
La única forma de vencer es estar dispuesto a arriesgarlo todo. ¿Retrocederás ahora, Flores,
cuando el éxito ya está tan cerca de nosotros?
-Obedeceré, Ok-kae, -terció Pustenak- y sé que a veces hay que cometer actos blasfemos
por un fin superior, pero no me gustará hacerlo... no es lo mismo que disparar contra un maldito
gendarme.
-Tal vez tengas razón -le respondió el otro, conciliador- pero lo he pensado largamente: es
necesario, absolutamente necesario. Créanme, debemos olvidar por el día de hoy todos los
pensamientos que hagan vacilar nuestras manos, porque mañana veremos el triunfo, ¡Vamos ya!
no podemos demoramos más.
Eran las diez de la noche en Yellowknife cuando Fredek lanzó un grito:
-¡Entramos!, ¡entramos!
-¿Qué dices, te has vuelto loco ya?
-¿Miren: no reconocen esa cara?
La transmisión del compucom, obviamente deformada por alguna poderosa interferencia,
permitía observar, sin embargo, algo que los fascinó: la cara un poco redonda, alterada y tensa,
de Stek Ok-kae. En pocos instantes conectaron también el sonido y tuvieron la oportunidad de
escuchar, así, la sucesión de órdenes que iba impartiendo ese hombre obsesivo a los secuaces
que trabajaban para él en diversa partes del mundo. No les resultó difícil ubicar la zona de
donde partía la emisión, aunque no lo pudieron hacer con la precisión deseada: sólo
determinaron que se hallaba a no más de mil kilómetros de Baghdad. El contenido de los
mensajes de Ok-kae resultaba evidente: estaba reuniendo fuerzas para emprender una acción de
mayor envergadura. Después de unos momentos, en que escucharon al prófugo con auténtico
desasosiego, Dukkok propuso:
-Por fin todo va encajando: están preparando la operación Khalistán; hoy es el día 5+5;
ahora mismo está dando los toques finales a su plan. Debemos partir de inmediato, no hay
tiempo que perder.
-Sí, tienes razón, vamos -dijo Gwani, mientras Fredek, asintiendo también, le explicaba a
Swende cómo tenía que informar a las autoridades de lo sucedido.
Todo se hizo rápidamente: el viaje en automóvil hasta el transporte aéreo -que ya estaba
completamente equipado a la orilla del lago- les llevó apenas cinco o seis minutos; la
interconexión con el compucom fue algo más larga, pero se realizó también eficazmente. Al rato,
alarmados porque sabían que el tiempo actuaba en contra suyo, los tres hanksis atravesaban
hacia el este la vasta superficie del continente americano.
Entretanto, muy lejos de allí, un hombre cavilaba acerca de las infinitas complejidades de
la acción humana. Rashawand, a quien le faltaban pocos meses para acabar de cumplir su
condena, estaba perfectamente informado de todo lo que sucedía. Aún antes de que los hanksis
llegaran -laboriosamente- a la conclusión de que era Ok-kae el jefe de los terroristas él, sin más
datos que las vaguedades que aparecían en la TVD, había interpretado bien los signos: sólo un
hombre como ese, despiadado pero a la vez algo sentimental, era capaz de actos de esa
magnitud. Bien lo conocía: con su aire sumiso pero dispuesto a transformarse a la menor
oportunidad, con su reticente manera de asentir a todo lo que se le dijese, resultaba en realidad
singularmente peligroso. Rashawand creía también adivinar sus sentimientos, pues su conducta
durante el juicio en Vancouver había sido por demás explícita. Sólo se preguntaba, expectante,
cuándo llegaría hasta él. Esperaba su ataque y sabía, con la certeza de quien conoce los íntimos
deseos de los otros, que no lo querría matar directamente: no debía preocuparse de un, láser que

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lo sorprendiese o de una bomba que estallara durante su no vigilado sueño. Ok-kae no actuaría
así, estaba seguro. Antes de matarlo desearía insultarlo largamente, convenciéndose de- paso a
sí mismo de que tenía la razón, gritándole tal vez, o dirigiéndole palabras tan heladas como sus
esperanzas.
Hubiera anhelado estar todo el tiempo con Warani porque ahora, definitivamente, había
aceptado que la amaba. Pero eso era del todo inconveniente porque, en tal caso, sus enemigos la
podrían encontrar más fácilmente, y eso era lo que menos deseaba en el mundo. Por tal razón,
apelando a todo su control, decidió permanecer así, simplemente esperando en su casa, la casa
que se elevaba entre los magníficos árboles que tanto amaba y que eran ya como los inseparables
compañeros de sus pensamientos.
El transporte aéreo redujo su velocidad al aproximarse al Mediterráneo Oriental: debían
ahora hacer un esfuerzo especial para localizar con precisión a Ok-kae porque, durante el viaje,
el fugitivo podría haberse alejado bastante de la zona. Lo que decepcionaba a Dukkok era que el
compucom que habían detectado permanecía silencioso, sin exhibir ningún signo de vida desde
el momento en que partieron de Yellowknife. Así era imposible seguir adelante, puesto que no
podrían llegar a conocer el lugar exacto del comando de Ok-kae. Los terroristas podían estar,
seguramente, ya muy lejos de allí.
En vista de las circunstancias, y mientras Fredek comenzaba a rastrear posibles señales
que lo condujeran otra vez hacia el último de los Desesperados, Andreas decidió ponerse en
contacto otra vez con Yellowknife. Swende le dio una noticia que lo alentó: el compucom de Ok-
kae estaba, de acuerdo a lo que reportaban los federales, en un sitio definido del sur de Turquía.
Pero, según parecía, ya nadie quedaba allí.
-Fredek -dijo Dukkok- la situación ha cambiado. Ya no es importante llegar hasta ese
lugar, todos se han ido.
-¿Entonces, adonde nos dirigiremos? -preguntó preocupada Qwani, que mantenía los
controles de la aeronave.
-No sé, déjame pensar... podrían estar en cualquier lugar más o menos cercano. Es
imposible saberlo.
-Tal vez lo mejor sería llegar hasta el sitio que acaban de abándónar! Pueden haber dejado
algún rastro, algo que nos sirva como una pista... -Está bien, lo haremos... no nos queda otro
remedio.
Pero ellos sabían que así perderían un tiempo precioso y que, en todo caso, ya la policía o
los cascos azules estarían examinando aquel lugar. La otra alternativa, tratar de encontrarlos al
azar dentro de ese dilatado espacio aéreo, no resultaba sin embargo muy alentadora: era como
buscar un pez en medio de un inmenso lago.
Mientras Gwani continuaba dirigiéndose hacia el sitio indicado, ellos dos, febrilmente, se
ocuparon de las comunicaciones: consultaron con Warani, hablaron con dos templos estelares
próximos al lugar y, además, encontraron la forma de penetrar en las transmisiones internas de
la policía. Gracias a esto captaron una diálogo que les indicó que había una aeronave -en la que
presumiblemente viajaba Ok-kae- que se estaba dirigiendo hacia el sur. Los cascos azules la
habían seguido sin verla, sólo por medios electrónicos, pero había desaparecido súbitamente,
emitiendo una señal de alta energía: se sospechaba, por ello, que se había estrellado en pleno
desierto arábigo, a unos cien kilómetros de Jkjdah pero lejos de la costa.
Hacia allí se dirigieron, volando sobre el Egipto para no recorrer las mismas rutas que los
vehículos oficiales, ahora sí, a toda velocidad. Fue cuando cruzaban el Mar Rojo que Dukkok,
recordando súbitamente algo que permanecía como escondido en el fondo de su mente, volvió a
revisar los cubos que había encontrado en la mina del Yukon. Entonces, excitado, llamó a sus
amigos:
-Fredek, ¡trae ese mapa! Creó que ya he entendido de que se trata la operación Khalistán!
¡Es algo alucinante...! ¡Tenernos que dirigirnos hacia La Meca de inmediato!

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La primera parte del plan había concluido con éxito: a pesar de que el refugio en las
montañas fuera localizado mucho antes de lo pensado Ok-kae, mirando a su alrededor, constató
que sus hombres ya se hallaban a salvo, bien lejos de miradas inquisidoras que pudieran echar
por tierra sus propósitos. Los policías había detectado demasiado tarde a la pequeña y rápida
aeronave y por eso no habían podido seguirla. A unos metros de allí, en medio del desierto, un
montón de plástico ardiente, de penetrante olor, era el único residuo visible del simulado
accidente. Todo estaba en silencio.
Los cuatro hombres caminaron sobre un extenso depósito de lava que formaba, aquí y allá,
pequeñas cavernas naturales. Tenían ante sí un panorama amplio, vacío, que relumbraba
intensamente bajo la poderosa luz del mediodía; el viento del desierto soplaba sin cesar
haciendo un ruido extraño sobre sus cuerpos, como si se tratara de algo más que de una
corriente de aire inanimado. El paisaje era excesivo, inhumano, y producía un desasosiego
profundo.
Al cabo de unos minutos Ok-kae, que se iba guiando por un pequeño detector,
encontró el lugar donde debían esperar a que los recogiesen. Poco después apareció
un automóvil, que llevaba con los colores de la guardia oficial de la Gran Mezquita de
La Meca. Lo conduela un árabe grueso, que en su boca contraída exhibía la tensión
que no develaban sus ojos ni sus palabras. Se cambiaron las vestiduras en unos
momentos y arrancaron hacia el sur, hacia la ciudad, a baja altura y poca velocidad,
porque no podían ahora permitirse el lujo de despertar sospechas.
Dukkok, entretanto, confirmó su corazonada hablando directamente con
Rashawand. Era algo riesgoso para el lejano recluso, pero necesario para todos. El
Desesperado, desde muy lejos, lo alentó en sus sospechas:
-Sí, es algo diabólico, que yo nunca hubiera hecho, pero es muy probable que
tengan razón. Me parece recordar que él y Dallieri mencionaron una vez algo así. No
fue siquiera discutido.
Desde ese momento, ya sobre Arabia, Gwani se esforzó por ubicar a los
terroristas: sabían ahora, casi con certeza, que su objetivo era la ciudad santa de los
musulmanes. Pero, a pesar de que se hallaban todavía sobre el desierto, la búsqueda
resultaba difícil, casi imposible, porque miles de viajeros se desplazaban en todos los
medios de locomoción imaginables hacia o desde la Meca. El grupo que buscaban
podía estar en cualquiera de los centenares de vehículos que vetan, o quizás estaba
oculto, aguardando en algún lugar de las cercanías. No había forma alguna de
saberlo.
Dukkok, por ello, decidió dirigirse por radio hacia las autoridades de la ciudad,
mientras se acercaban al único aeropuerto que podían utilizar las naves no oficiales.
La Meca, como ciudad sagrada reconocida por millones de creyentes, poseía
particulares privilegios: era uno de los pocos sitios del planeta donde existía una
religión oficial y se necesitaba una especie de visado para poder entrar a su perímetro.
Por eso era preciso actuar con tacto pues ellos, al fin y al cabo, no eran más que
infieles aproximándose al más santo de todos los lugares.
Pero los hanksis fueron incansables. Hablaron primero con los técnicos del
aeropuerto y luego con los funcionarios de seguridad hasta que explicaron su caso,
mientras todavía estaban en el aire, a un dignatario que los escuchó impenetrable. El
procedimiento era lento, laborioso, pero por fin lograron aterrizar con la venia de un
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importante imán, quien los recibió con escepticismo. El religioso, que estaba a cargo
de toda la vigilancia de La Meca en esos momentos, preguntó por fin:
-Bien, ¿pero cómo puedo yo saber que hay algo concreto detrás de lo que dicen,
que no es simplemente una alucinación persecutoria la que los ha traído hasta
nuestra ciudad?
-Venerable Ammar: ¿qué interés podemos tener en sembrar aquí la alarma? Por
otra parte, ustedes nada pueden perder si controlan de un modo severo las entradas
de la ciudad durante algunas horas.
Nada malo sucederá, y en cambio tendrán la posibilidad de evitar una horrible
tragedia, el sangriento atentado que seguramente han planeado esos monstruos.
Además pueden consultar a los cascos azules, a la policía o hasta con el mismo
Servicio; todos les confirmarán la historia que contamos.
-Así lo haré: no puedo pasar por alto sus denuncias, pero no actuaré con
precipitación. Ustedes aguarden aquí, que pronto serán atendidos.
Los hanksis, sin saber si hablan logrado su objetivo o si simplemente estaban
detenidos, quedaron en una pequeña sala cubierta de tapices, aceptando sin
alternativas los amplios asientos que se alineaban a lo largo de todas las paredes. Pero
el Venerable Ammar, a pesar del aire alocado que traían los viajeros -y que lo inducía
a no tomar demasiado en serio sus denuncias- optó prudentemente por seguir sus
consejos: dio a los Jefes de Puerta órdenes de controlar estrictamente las entradas y a
los guardianes del templo les indicó que, sin causar mayor alarma, fueran tratando de
reducir en lo posible las aglomeraciones que siempre se producían. Luego, sin perder
un instante, comenzó a trabajar con el compucom.
El automóvil, guiado por el árabe, se iba acercando hacia la entrada del Este,
usualmente la menos utilizada. La Gran Mezquita, desde allí, aparecía a menos de dos
mil metros de distancia, majestuosa y esbelta. Pero el tránsito se había vuelto lento,
como si algo sucediese más adelante:
-¿Qué ocurre? -preguntó nervioso Pustenak.
-Esto es normal -le respondió con aire de suficiencia Ok-kae- La Meca es una
ciudad de estatuto especial y hay controles en cada entrada. En este automóvil nadie
nos descubrirá.
El conductor, mirando de reojo a Ok-kae, lo contradijo sin eufemismos:
-Normalmente no es así, sin embargo. Algo sucede... tal vez un inconveniente
transitorio, no sé. No es usual que demoren tanto en este puesto.
-¿Y no puedes avanzar por el lado? Al fin y al cabo tenemos insignias de la
Guardia.
-Sí, tal vez sea lo más conveniente, aunque raramente se hace... Tal vez
debiéramos esperar un poco.
Ok-kae después de unos minutos y viendo que las cosas en nada mejoraban,
decidió hacerse cargo de la situación:
. -Busca un canal más elevado, pero mantente a baja velocidad, corno si
estuvieras investigando lo que sucede.
El conductor alzó un poco las cejas y obedeció. En algunos segundos se halló
prácticamente enfrente de la guardia y entonces, con lamentable impericia, hizo que el
automóvil aterrizara bruscamente. Lo hizo mal, rozando prácticamente a otro vehículo
que no había visto su descuidado descenso, y se colocó al lado de la caseta de control.
El grueso árabe hizo entonces un gesto de saludo, afectando quizás demasiada
despreocupación, pero desde dentro nada le contestaron. En ese momento Ok-kae,
aferrando su arma, comenzó a sentir que algo importante había salido mal, mientras
veta con preocupación cómo el guarda les indicaba que aparcaran a un lado, debajo

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de un arco labrado. El hombre que manejaba, sin poder evitar dirigir su mirada hacia
Ok-kae, cumplió lentamente la orden.
Durante unos tres minutos permanecieron así, silenciosos, encerrados dentro del
pequeño automóvil, impotentes y tensos. El guardia, entretanto, nada parecía hacer.
Pero dentro del puesto también reinaba el nerviosismo: uno de sus compañeros,
usando la línea directa, se habla comunicado con sus superiores y decía:
-No sé exactamente qué es, pero hay evidentemente algo bastante extraño. Sí, el
automóvil es nuestro, aunque el conductor no es conocido. Son cinco hombres, eso a
veces es ocurre, pero no es lo corriente a esta hora.
Desde la pantalla del compucom, entonces, surgió la cara preocupada del
venerable Ammar:
-Hermanos, no pierdan la calma, y por nada del mundo dejen avanzar a ese
automóvil. Manténganlo allí por unos momentos, mientras ven estas caras -mostró
enseguida los retratos de Ok-kae, Pustenak y Flores, modificándolos rápidamente de
diversas maneras para que pudieran reconocerlos aun cuando se hubiesen
maquillado-. Si alguno de ellos está allí presente deténganlos de inmediato pero con
cuidado, con mucho cuidado, porque esa gente es auténticamente peligrosa. Alá los
proteja.
Mientras tanto Ok-kae, discretamente, había logrado observar cómo los hombres
conversaban por el compucom. De inmediato sacó sus conclusiones: o hacían algo ya,
sin ninguna dilación, o serian atrapados a pocos pasos de su objetivo.
Tres de los guardias, haciendo sólo movimientos cautelosos, se dirigieron hacia la
puerta de la caseta. Fue entonces cuando Ok-kae se decidió a actuar:
- ¡Vamos! ¡Síganme! -exclamó, y salió del auto con un láser en la mano,
corriendo, rumbo hacia la Gran Mezquita que se imponía a todo el paisaje circundante
con sus dos altos minaretes de clarísimo mármol. Sólo Flores tuvo velocidad para
seguirlo, porque los otros dos Desesperados fueron literalmente quemados por los
láseres de los guardias, que ya habían salido del puesto de control. El árabe, que
trataba vanamente de poner en marcha el automóvil, quedó atrapado dentro de él:
rápidamente fue cercado por una especie de escudo electrónico, que impidió que la
máquina se pusiese en movimiento. Sin poder hacer nada, maldijo el estúpido
momento en que se había unido a esos hombres perversos, alzó los brazos y,
resignado, se entregó.
La rápida acción de los guardias, de todos modos, no fue suficiente para impedir
el pánico, porque Ok-kae y su acompañante, aprovechando la confusión, se
adentraron en la ciudad. Se dirigieron corriendo hacia donde ya se agolpaba una
pequeña multitud curiosa, frente a unas casas bajas, mientras eran perseguidos de
cerca por los guardias. La gente gritaba y aullaba, sonaban sirenas y alarmas de todo
tipo, y hasta los tiros: ante a esa multitud los custodios del templo no podían ya usar
sus láseres, porque corrían el riesgo de provocar una masacre, y empleaban entonces
las convencionales pistolas con dardos autoguiados. Pero Flores y Ok-kae también
disparaban de a ratos, hacia atrás, con sus terribles armas, eliminando cada vez a
alguno de sus adversarios.
La persecución, en definitiva, no podía durar mucho: los fugitivos iban siendo
cercados por innumerables guardias, que acudían desde todas direcciones, y se vieron
pronto encerrados en una red de callejuelas que no conocían. Sin querer, en la prisa
de la huida, se habían ido alejando del centro de la ciudad y estaban ya próximos a
otra puerta, la del norte. Los fugitivos corrían desesperadamente, tratando de
ocultarse con la idea de regresar luego hacia su objetivo, pero ya era imposible.
Penetraron en un callejón estrecho, que aparentemente estaba desierto y, cuando
Flores trataba de forzar una puerta que había hacia la izquierda, divisó cómo -a poca
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distancia- se acercaba un helicóptero liviano. Alzó la mano para advertir a su


compañero y Ok-kae, en ese momento, viendo que el pasaje no tenía salida y que no
habla forma de escapar, le gritó a Flores:
-¡Tenemos que hacerlo ya, aunque no lleguemos a la Kaaba!
Flores, acatando la orden, se dispuso a sacar la terrible bomba: era un explosivo
de enorme poder, capaz de hacer volar en pedazos todo lo que hubiera en centenares
de metros a la redonda, que podía accionarse como un misil mientras desplegaba su
corto vuelo. Ok-kae, mirando alrededor, también sacó su arma: no se trataba en este
caso de un explosivo sino de una lumenia, un sistema electrónico de señales que
reaccionaria con la bomba para escribir sobre el cielo -ionizando los átomos de la
atmósfera- un terrible mensaje: "DESTRUIMOS LA CUNA DEL ATRASO Y LA
SUPERSTICIÓN. MAHOMA FUE SOLO UN IMPOSTOR. EL ÚNICO PROFETA
VERDADERO ES HANKL OZAY". Más abajo, a modo de firma, aparecería entonces en
color rojo un nombre: "RASHAWAND SINGH".
Pero todo acabó en ese momento: un poderoso dardo buscó el amplio pecho del
apasionado Ok-kae y lo destrozó. No tuvo tiempo siquiera de mirar a Flores porque
cayó, pesadamente, sobre las piedras y la arena suelta que cubrían la acera, Flores,
súbitamente aterrorizado, soltó la bomba y las armas que llevaba. Alzando los brazos
recordó que aun la peor de las prisiones es un sitio habitado por hombres vivos.
Los tres hanksis habían permanecido prácticamente incomunicados, en la lujosa
salita, durante todo el tiempo que duró la aventura. Estaban encerrados como
prisioneros, aunque a cada instante entraban al cuarto amables servidores que les
ofrecían refinados alimentos y toda clase de bebidas, de bebidas sin alcohol, por
supuesto. Cuando ya desesperaban, porque llevaban casi una hora en esa
incertidumbre, apareció otra vez ante ellos la atildada persona del venerable Ammar.
Con una levísima inclinación y extendiendo los brazos con las palmas hacia abajo, dijo
con voz dulce:
-¡Alá los proteja! ¡Durante siglos les agradeceremos esto!
-¿Qué pasó? -dijeron los tres casi al unísono, impacientes.
-Vengan conmigo, les mostraré -y comenzó a relatarles lo sucedido.
Cuando estuvieron frente a la bomba, Dukkok, consternado, explicó a los demás
lo que hubiera podido ocurrir:
-No sólo hubieran hecho volar la Gran Mezquita sino a media dudad. Esto es
terrible... estaríamos lamentando ahora quizás miles de muertes.
-De todos modos la persecución fue dura. Han muerto más de treinta personas,
entre peregrinos y sagrados guardias. Pero esto no es lo peor, créanme. ¿Saben qué es
este aparato?
-Sí -dijo Dukkok-, una lumenia, y de buena calidad.
-Vean qué dice... - Al leer el mensaje todos quedaron asombrados:
-Es increíble hasta dónde puede llegar el ser humano cuando se decide a hacer el
mal-dijo deprimido Fredek.
-Sí, aunque yo sospechaba algo así. Era inconcebible que ese hombre vengativo
olvidara tan pronto a Rashawand -agregó Dukkok.
-Hemos sido afortunados al poder evitar una desgracia, una acción destinada a
sembrar un odio tal vez inextinguible -afirmó el Venerable.
En ese momento, visiblemente nervioso, un asistente se acercó hasta el anciano y
murmuró unas pocas palabras.
-Tienen una llamada desde el propio Senado Confederal. Acompáñenme, desde
aquí podrán hablar tranquilos.
Vieron enseguida la conocida cara del senador Dowwe dominando la amplia
pantalla de ese compucom. Estaba serio.
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-¡Senador, pudimos impedirlo! ¿Se ha enterado de lo que acaba de pasar?-dijo


eufórico Dukkok.
-Sí, acaban de darme todos los detalles.
-Hubiera sido espantoso, ¿verdad?
. - Sí -repitió el senador, pero bajó la vista. No daba muestras de alegría, ni
siquiera se lo notaba aliviado por el desenlace. Era increíble, pero parecía más bien
como si estuviese contrariado o preocupado por algo.
-Pero, ¿qué ocurre? -Dukkok, alarmado, habla captado inmediatamente la
evidente expresión del senador.
-Prepárense para una mala noticia, hijos míos. Algo horroroso acaba de suceder.
-En YelIowknife?
-No, no en Yellowknife -tomó aliento, y dijo luego lentamente, marcando bien tas
palabras-: Acaban de destruir completamente el Harimandir, el Templo Dorado de
Amritsar, el lugar más sagrado de la religión sikh. Los muertos se cuentan por
millares.
Todos, hasta el propio venerable Ammar, lanzaron una exclamación de asombro.
Pero Dowwe continuó:
-La lumenia, como se imaginarán, no decía nada bueno -y mostró su texto:
JAMAS OLVIDÁREMOS. EL ÚNICO PROFETA VERDADERO ES HANKL OZAY-. Esta
vez no habla firma...
-Pero... es una calumnia espantosa...
-Sí, sí, no tienen que explicármelo. Escúchenme, en estos momentos es preciso
no perder la calma. Hay que prepararse para un período difícil. Va a llevar cierto
tiempo explicar a todo el mundo lo que en verdad ha sucedido.
-Hacia allí iba el otro grupo... el que salió de Turquía antes que Ok-kae... -musitó
Gwani.
-Sin duda. Pero ellos no fallaron, nadie alcanzó a detenerlos.
Hubo luego un largo y deprimente silencio. El senador, antes de cerrar la
comunicación, agregó:
-Seria mejor que regresasen a Yellowknife cuanto antes y que nos mantuviésemos
todo el tiempo en contacto. El grupo de Ibrahim ha dejado demasiadas pistas y no
resultará difícil atraparlo. Pero, como comprenderán, con eso no se soluciona el
problema que enfrentamos.

23

La noticia se propagó por el Punjab más rápidamente que si la Nevara la misma


TVD. Eran miles, decenas de miles, millones de personas las que difundían los
hechos: al principio muchos no podían creerlo, tan lejos de sus mentes estaba la
posibilidad de algo semejante, tan asombrosa resultaba una agresión para la cual no
podían recordar ningún precedente. Luego la sorpresa fue tornándose en indignación
y la indignación en protesta. A medida que se confirmaba la noticia, que se conocían
los detalles del atroz atentado, la gente comenzaba a salir a las calles. El hecho habla
ocurrido a las 3.15 de la tarde, hora local, pero ya poco después eran millones de
personas las que se agolpaban frente a los templos, sollozando, gritando, pidiendo
información y consejo a sus maestros, exigiendo alguna forma de compensación o de
venganza. Amritsar, en esas primeras horas, era un verdadero caos de gritos,

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manifestaciones airadas y fanatismo religioso, un hervidero de rumores que crecía


bajo el rojo cielo de un lento atardecer.
La velocidad de estos sucesos hizo que los demás actores del inmenso drama
aparecieran como torpes, lentos, incapaces de comprender la intensidad de aquellos
sentimientos. El remoto gobierno de la Federación, como es lógico, mostró más
preocupación por detener a los terroristas que por aplacar enseguida a los ya
exaltados habitantes del Punjab: el complicado mecanismo de la política mundial no
tenía la agilidad necesaria para responder a desafíos imprevistos.
La captura de Ibrahim se logró antes de esa misma noche cuando éste, junto con
sus tres compañeros, se dirigía hacia el sur del mar Caspio. No hubo resistencia. La
pequeña nave aceptó la orden de descender y se dirigió sin prisa al lugar que
indicaron las fuerzas de seguridad. Sus ocupantes fueron Inmediatamente
desarmados y detenidos, y arribaron al cuartel general de Qom sin haber pronunciado
una sola palabra que pudiera incriminarlos. Pero allí se derrumbaron.
Ninguno de los cuatro fue parco en su confesión. Ibrahim, ante la primera
preguntar bajó la cabeza y comenzó a hablar. Todo lo contó: la forma en que realizaron
el atentado, las razones que diera Ok-kae para Nevarlos a cometer esas acciones, lo
que pensaba de los hanksis, de los sikhs, de los cristianos y de los musulmanes. La
policía incluso tuvo dificultades para entender lo que decía, porque los otros tres lo
interrumpían continuamente, dando su propia versión de los sucesos. Todos parecían
deseosos de hablar, como si quisiesen lavar una culpa que los afectara demasiado,
como si la sucesión de los acontecimientos hubiese escapado a su control,
hundiéndolos en la confusión. Ibrahim, retornando a la seguridad de sus sentimientos
religiosos, mostró franca alegría cuando se enteró del fracaso del atentado a La Meca,
aunque lloró cuando supo de la muerte de Ok-kae y de los inmensos daños que su
artefacto había causado a la ciudad de los Sikhs. Las respuestas de todos se tiñeron,
así, de cierta incongruencia, pero nada impidió que se conocieran los más íntimos
detalles de la infame conjura.
Mientras esto ocurría, y se ponía en marcha el lento proceso de sanción a los
culpables, el 'gobierno local del Punjan comenzó a preocuparse seriamente por el cariz
que iban tomando los hechos. Su primera decisión fue difundir una declaración
solemne en la que se exhortaba a todos a la calma, prometiendo un rápido castigo
para los responsables del pavoroso atentado. Su texto, repetido obsesivamente por
todos los medios de comunicación desde temprano, fue deplorablemente escueto,
demasiado racional y lógico, completamente inadecuado para penetrar en el ánimo de
la exaltada muchedumbre. Era imposible contener ya sólo con palabras a una
multitud que iba pasando en minutos del estupor al odio.
En Yellowknife, el Consejo Ecuménico, reunido ante la emergencia, ordenó que
todos los templos y Casas de la Paz de Asia del Sur fuesen cenados de inmediato, para
evitar nuevas víctimas. Los hanksis, realmente, estaban desesperados: tenían que
hacer comprender en pocas horas, a una humanidad indiferente o enardecida, que
ellos seguían siendo el grupo pacifista de siempre, que todo se trataba de una
gigantesca maquinación para inculparlos de un crimen monstruoso.
Pero nada de esto llegó durante esa terrible noche a los millones de seres que, en
el Punjab y otras regiones próximas, aterrorizados pero a la vez dispuestos a sembrar
el terror, comenzaron a recorrer las calles. La violencia, de hecho, se había iniciado
casi de inmediato: no eran aún las seis cuando en la pequeña ciudad de Gurdaspur
alguien descargó su ira arrojando una piedra contra el nuevo templo de los hanksis,
que con tantas esperanzas se había levantado frente a una plaza sombreada de
mangos. A ese primer proyectil, inocuo e irresponsable, le siguieron otros y otros,
miles de objetos de todo tipo y tamaño. Aparecieron al momento las armas, las
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cápsulas explosivas, los ingenios que siempre ha concebido el hombre para consumar
la destrucción y la muerte. El templo, en menos de media hora, quedó reducido a
cenizas. Por todas partes comenzó a emerger el terrible panorama de los incendios, la
sangre de los heridos, los escombros esparcidos a lo largo de lo que habían sido
pacíficas avenidas.
En esas primeras horas de sorpresa el gobierno del Punjab, considerando que las
protestas eran un problema de orden público que se podía resolver con algunas pocas
bombas de gas sedante, sacó a la calle a sus mejor entrenados cuerpos policiales. Los
resultados fueron magros: muchos de los agentes fueron atacados por las turbas pero
otros, la mayoría quizás, actuó de un modo totalmente sorprendente. Ellos también
eran sikhs y también se sentían ofendidos e irritados, impotentes frente a la masacre
que no habían sabido impedir. Por eso se unieron a la muchedumbre, sin compasión
para con los que iban resultando las víctimas del descontrol, utilizando sus armas
como puntales del desorden.
El gobierno continuó con sus vanos intentos para evitar el caos hasta eso de las
once: ya a esa hora se contaban catorce templos hanksis destruidos, infinidad de
incendios, saqueos y agresiones, y por lo menos una veintena de asesinatos. La
multitud no sólo vertía su ira contra los hanksis -que al fin y al cabo no eran muy
numerosos en esa región- sino que se ensañaba con todos quienes no fuesen sikhs:
cristianos y mahometanos, hinduistas y minorías extranjeras de toda procedencia.
Antiguos odios, en apariencia olvidados, resurgían intactos tras la atrevida
provocación.
Pero luego los manifestantes especialmente en Amritsar y en otras graneles
ciudades, cambiaron de dirección como cambia de dirección el viento: se encaminaron
hacia las oficinas de las Naciones Federadas exigiendo que la ciudad obtuviese un
estatuto de privilegios similar al de La Meca pues, según se decía, eso había salvado a
los mahometanos del ataque intentado contra su sagrada ciudad. Los más exaltados,
entretanto, unas diez mil personas entre las que se contaban las mismas fuerzas
policiales que tenían la misión de dispersarlas, se congregaron frente a la sede del
gobierno regional enarbolando la más radical de las propuestas: la secesión pura y
simple del Punjab, el abandono de la Federación. Antes del amanecer, viendo que la
presión aumentaba y que no era posible ninguna negociación, el gobierno local
renuncio en pleno.
El día siguiente trajo terribles y continuas novedades. Se equivocaron los hanksis
que pensaron en una reacción limitada, circunscrita a los miembros de la colectividad
sikh; se equivocaron los miembros del gobierno y del Senado Confederal que
supusieron que se hallaban ante uno más de esos eternos problemas locales, que
siempre comienzan con exigencias de más autonomía pero concluyen cuando se
aumenta el presupuesto. A medida que la Tierra giraba y que iba amaneciendo en
regiones situadas más hacia el oeste, a medida que llegaban con claridad las noticias
de lo sucedido en Amritsar, se despertaban pueblos que iban compartiendo la ira, el
deseo de expresar frustraciones y odios a los que ahora podía darse cauce. Había para
algunos, por fin, una víctima propiciatoria sobre la cual descargar violencias
contenidas: los hanksis, los ateos e irreverentes que fomentaban un culto herético
lleno de libertad, se habían convertido súbitamente en responsables de todos los
males conocidos. Su misma novedad, su desarraigo frente a tradiciones de milenios,
los hadan fáciles presas del odio irracional, pues eran como el símbolo de un mundo
nuevo que muchos se resistían a aceptar.
Nadie estaba preparado para ello, para una revuelta tan vasta, tan indisciplinada
y carente de objetivos, tan brutal y sanguinaria. Hacia el mediodía, en toda la India,
en Australia y en las vastas áreas dominadas por el Islam, los muertos se contaban ya
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por miles: era una expresión de furor incontenible, un arrebato colectivo que nadie
estaba en condiciones de detener. En muchas otras regiones estallaban también
protestas aisladas, ligadas o no a problemas religiosos, que mostraban en toda su
magnitud la debilidad de un Gobierno Federal siempre sentido como remoto y algo
extraño, sólo entendido como propio por minorías cultivadas entre las cuales,
evidentemente, se extendía con más fuerza la prédica de los hanksis.
La TVD, en un esfuerzo desesperado, elaboró un programa especial que fue
transmitido repetidamente, en todas las frecuencias y en todos los idiomas: la escena
central la constituía un breve relato de Ibrahim, donde el miembro de la Jihad de los
Justos explicaba la forma brutal en que se había escapado de Himalayas-5 y los
objetivos que perseguían los atentados contra La Meca y Amristar. La crueldad de todo
ese proyecto, expuesta así, abiertamente, tente una especie de candidez que la hacía
rayar en la inocencia. Pero tai vez por eso era más útil, más persuasiva, porque de esa
manera se transmitía con nitidez toda la atroz demencia del plan de Ok-kae. También,
mediante un excelente y novedoso montaje, podía verse al venerable Ammar contando
los sucesos sobre el fondo de la hermosa mezquita que tan bien supiera custodiar; a
Ana, pronunciando palabras de paz y de concordia; a un Gran Gurú de los sikhs
exhortando a la calma. Luego de esas escenas, en una breve declaración, el Gobierno
Federal hacía un llamado a la serena reflexión.
Adaniy, la verdadera inspiradora de esta campaña, había entendido que era
preciso utilizar un tono emotivo, cálido, que pudiera imponerse a las pasiones
descontroladas. No le había sido difícil convencer a Dowwe de lo urgente que era
actuar porque éste, como casi todos los miembros del Senado, sentía ahora la
fragilidad de una Federación que en pocos días podía disolverse como si nunca
hubiese existido. Afortunadamente las protestas carecían de un eje, de una dirección
unificada que las llevara hacia una meta definida. Dowwe, con la prudencia de
siempre -aunque aterrado como todos- se dispuso sabiamente a esperar: era imposible
que las cosas continuasen así por muchos días más. En cuanto al destino de los
hanksis, se dijo, nada se podía predecir hasta que no amainara la gigantesca
confusión.

24

-Como a los antiguos cristianos, que alguna vez también lucharon por un mundo
nuevo, nos ha llegado ahora a nosotros el tiempo de las catacumbas -afirmó Ferra, un
poco solemne, al comenzar otra de las innumerables reuniones que venían
sosteniendo en las últimas horas. Y ciertamente, al igual que anos atrás, el grupo
rector de los hanksis se veía en medio de una tormenta que no había querido desatar,
acosado, enfrentado a las reacciones de quienes los aborrecían o despreciaban.
Estaban nuevamente en la casa de s'Mou, en uno de sus profundos sótanos,
donde no llegaban ni el frío ni la agitación de la superficie. Ana, calmadamente,
presidía la reunión, a la que asistían unas treinta o cuarenta personas. Ella había
logrado, especialmente durante los últimos meses, sobreponer su liderazgo a las
disputas que, día a día, parecían amenazar la propia existencia del Consejo
Ecuménico. Ahora, tratando otra vez de serenar a los presentes, comenzó a explicar
con su habitual paciencia:

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-Sí, hermanos, yo sé que lo que sucede es grave, que es como si se destruyera de


pronto todo lo que hemos logrado edificar después de la muerte de Hankl. Pero es
preciso que algunos sepamos mantener la calma, que no perdamos el control de
nuestros nervios y miremos un poco hacia adelante, hacia el futuro. Y pienso que
debemos ser nosotros, todos nosotros -recalcó- los que demos el ejemplo. Este es un
buen momento para recordar lo que decía Hankl respecto a las autoridades y los
dignatarios: él no quería obispos o ayatollahs, quería un Consejo de Sabios, porque
con sabiduría...
-¡Pero ya han matado a algunos miles de los nuestros y el motín se está
convirtiendo en una carnicería! -la interrumpió irritado alguien, con voz ronca, desde
el fondo de la sala.
-...y han destrozado por lo menos a doscientos treinta de nuestros templos y
Casas... lo sé -completó Ana sin ironía- pero hay que pensar dé todos modos
positivamente, entienden, no entregarse a la autocompasión. Hay una ancha parte del
mundo en la que no ha sucedido nada; en Yellowknífe, por ejemplo. Aquí la mayoría
de la población nos sigue, el alcalde Atgoll es hanksi, la tranquilidad ha sido absoluta.
Y así en muchas otras regiones, en la mitad del mundo por lo menos -ante algunas
miradas escépticas Ana continuó-: Esto no puede durar eternamente... tiene que tener
un fin. El motín va a ir acallándose, como ha sucedido siempre cuando la gente se
rebela, porque pocos tienen la energía suficiente como para continuar así durante
mucho tiempo, viviendo en la barbarie. Ellos mismos se cansarán y se irán
convenciendo, poco a poco, de la locura que representa todo esto.
Pero esta vez, para desconsuelo de Ana, la reunión escapó de sus manos: la
escucharon, le dieron incluso la razón, pero fue sin entusiasmo, sin que sus palabras
crearan la mágica oportunidad de penetrar en los deseos y la voluntad de los otros.
Cada vez que ella hablaba los ánimos se sosegaban un tanto, aunque enseguida, sin
que nadie en realidad se lo propusiera, regresaba el agresivo clima conque se iniciara
la sesión. El primer problema irreductible a sus esfuerzos fue planteado por Ferra,
quien vivía esos días en medio de una rara exaltación. Eso era bueno, -porque su
pasión era capaz de disipar el desánimo y la tristeza que se extendían entre los
hanksis a medida que llegaban las luctuosas noticias- pero su actitud, además,
provocaba otro efecto: enardecía, de un modo militante, a todos contra todos, porque
él no dejaba de criticar, de analizar, de discutir implacablemente todo lo que los
demás decían. Dejándose llevar por su propia vehemencia -y tal vez por una especie de
solapada envidia que tenía su origen en los lejanos tiempos de Ventura- Ferra
comenzó a increpar a Dukkok:
-Y ahora te lo debo decir, Andreas, aunque me duela, aunque sepa que no es
bueno que entre nosotros surjan los reproches y las desavenencias: tú no has actuado
con la necesaria solidaridad, no has tenido de verdad confianza en este Consejo. Tú
has hecho algo que delata, de un modo lamentable, tu pasado de... no sé cómo decirlo
exactamente...
-¡Pues di lo que tengas que decir sin tanta palabrería! -¡No estoy dispuesto a
aceptar que, después de todo lo que he hecho, tú vengas a acusarme ahora de lo que
ni siquiera entiendes!
-Es que es muy simple -continuó Ferra con un amplio ademán, que dirigió hacia
el centro del grupo-: ¿tú estuviste todo este tiempo en contacto con Rashawand Singh,
no es verdad? Actuaste sólo, o consultando a uno o dos amigos tuyos, como si fueras
el único estelar sobre el planeta. Creías que ibas a detener la conspiración con tus
alocados viajes, como cuando trabajabas en el Servido, pero el resultado ha sido otro,
ya les, ha sucedido lo que yo, desde un primer momento, sabía que iba a suceder...

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-¡Nadie va a enseñarme ahora lo que tengo que hacer! Tú eres un fanático, sabes,
pero eres peor todavía, porque no te atreves a decirlo sin tapujos.
En ese preciso instante, mientras las palabras subían y subían de tono, mientras
se acercaba el momento irreversible de los insultos en público -y todo el pequeño
grupo, salvo Ana, entraba en una especie de histeria colectiva de gritos y
exclamaciones sin sentido- sonó la señal de la puerta principal de la casa. Ella se
paró, seguida del siempre silencioso s'Mou, y volvió poco después acompañada del
inesperado visitante.
lya Semarani, que había regresado precipitadamente desde Etiopía en un viaje en
que menudearon los sobresaltos, quedó atónito cuando abarcó con sus ojos lo que
tenía frente a si. La refinada sala en la que se desenvolvía la reunión contrastaba con
el espectáculo de quienes gritaban y se agitaban frenéticamente, con las voces
destempladas de quienes eran de algún modo, para amarga ironía, los heraldos de un
nuevo mundo de tolerancia y razón. La agitación siguió durante casi un minuto
mientras los presentes, uno a uno, iban descubriendo su presencia. La última en
hacerlo fue Qwani, que venía diciendo:
-...porque jamás lo aceptaré, nunca seré como aquellos que se creen con derecho
a decir a los demás lo que es bueno y lo que es malo y actúan como si fuesen los
dueños de la verdad. No comprendo cómo tú, Ferra, te atreves a... -en ese momento,
sintiendo ya la presencia casi sólida del silencio, ella se volvió. Cambió entonces
bruscamente de tono para decir con sincera alegría-: ¡Pero si es el querido lya! lya
Semarani, hermano, bienvenido seas.
El, un hombre al que la vida le había enseñado que siempre hay algo, en alguna
parte, aguardando para sorprendemos, se sintió halagado: la frenética y descomedida
discusión se había detenido por obra de su sola presencia. Ana, comprendiendo el
sentido de lo que ocurría, aprovechó para hacer algo que serenara los ánimos. Habló
brevemente, tratando de poner orden en la caótica reunión y luego, confiando en el
Custodio Insobornable de la Palabra Escrita, le cedió la palabra; esperaba que esa
especie de magnetismo que lya poseía devolviera a los presentes el sentido común.
Pero lya, de algún modo, la defraudó.
Sus primeras frases fueron sabias, equilibradas, repletas de ecuanimidad:
justificó el celo de Dukkok y la arrebatadora pasión de Perra, habló elogiosamente de
Ana, recordando sus sacrificios y su lúcida conducción, y se lamentó del horror de los
sucesos, pero alcanzando a dejar en los presentes el leve sabor de la esperanza. Casi
todos los asistentes, emocionados, estaban al borde de las lágrimas. Pero luego,
cuando ya el grupo esperaba alguna clase de propuesta, lya se detuvo; el pesado
silencio fue interrumpido por alguien que, angustiado, preguntó:
-Pero en definitiva ¿que debemos hacer ahora, lya Semarani? ¿Crees tú que El
Desesperado esté detrás de todo esto?
El, con una sonrisa difícil de interpretar, respondió:
-No, ese hombre es una especie de santo, aunque muchos de ustedes no lo crean.
He conocido pocas personas que posean la virtud de admitir sus errores y él es una de
ellas. He visto cómo lo hacía justamente en el momento en que tenía todo el poder en
sus manos, cuando nada lo obligaba a ceder o a retractarse. Hermanos, no se puede
negar el mérito de esa rara virtud, -lya, nuevamente haciendo un siendo, miró hacia
arriba fijamente, como si estuviese ante alguna visión-: Pero dejen que les cuente lo
que sentí cuando estaba en Etiopia, asistiendo a unas ceremonias demasiado rituales
para mi gusto y viendo cómo comenzaban a propagarse estos disturbios, que son
verdaderamente como la obra del demonio. Ahi comprendí que hay un destino
inmodificable trazado ante nosotros, -lya miró a su alrededor, lentamente, y bajó el
tono de su voz como si fuese a revelar un inesperado secreto-: ¡Hankl es más grande
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de lo que muchos piensan! El es el profeta que nos guía y que nos protege, porque él,
desde el mismo Sol donde se ha convertido en luz que nos alumbra, nos ha puesto
esta prueba para que entendamos que no podemos descansar: siempre habrá
enemigos que tratarán de destruirnos, siempre habrá conspiraciones y revueltas; la
misma Federación puede dejar de existir. Pero nosotros sobreviviremos porque somos,
de algún modo, también los elegidos: Hankl no era un hombre corriente, como todos
los demás. No. He investigado mucho sobre su vida, y he tenido un sueño en que lo he
visto como él mismo también se veía en sus sueños, mirando hacia adelante, hacia
multitudes que entonan himnos de fe y de esperanza, como si estuviese vivo otra vez.
Y entendí su mensaje: debemos luchar ahora contra todo el fanatismo que es el
resabio del pasado, contra los dioses que veneran las otras religiones, que son los
(dolos de la primitiva humanidad.
Hubo murmullos en la sala, como si muchos no estuviesen dispuestos a aceptar
el misticismo que emanaba de esas últimas palabras, lya, sintiendo que se habla roto
el encanto, aceptó implícitamente la crítica. Adoptó entonces un tono más coloquial y
comenzó a relatar, con su habitual vivacidad, las aventuras que había corrido para
llegar a Yellowknife: habló de la forma en que el Islam comenzaba a perseguir a los
hanksis, de su viaje hacia el oeste, perdido en medio de un inconmensurable desierto
hostil, de la forma que en Dakar habían destruido los templos y amenazado su propia
vida. Su figura, pequeña y oscura, parecía moverse con una intensidad que se
transmitía de inmediato a los presentes; sus gestos, sus cambios de voz, la forma en
que sus palabras se iban hilvanando, daban a todos la sensación plena de estar allí,
sobre las indómitas arenas del Sahara.
Pero la magia de este otro relato, finalmente, también se deshizo. No podía ser de
otra manera porque el discurso de lya -en definitiva- sólo añadía más confusión a la
que ya reinaba en el profundo sótano. Muy pocos de los hanksis del Consejo estaban
dispuestos a aceptar el endiosamiento de Hankl que estaba implícito en las palabras
del Custodio; muchos rechazaban, a la vez, la actitud combativa conque él pretendía
oponerse a las restantes religiones; casi nadie compartía sus elogios hacia Rashawand
Singh. Por eso, a los pocos instantes, resurgió el conflicto y Ana, más atribulada ahora
que antes, comprendió que ya no podía seguir deteniendo con sus manos lo que era
un torrente de opiniones encontradas.
La reunión comenzó a dispersarse sin que se llegase a ningún acuerdo, y fue
terrible porque además todos sintieron -súbitamente-que las diferencias que se habían
acumulado en esos años eran en verdad formidables. Decepcionado, con inocultable
tristeza, s'Mou hizo un último llamado a la concordia:
-Pero hermanos, no se vayan. Continuemos aquí, en esta casa que es de todos,
hasta que podamos adoptar alguna decisión coherente.
Lo dijo, hospitalario, con evidente dulzura. Pero no lo escucharon. Los invitados
comenzaron a irse como si nada restase por decir, abiertamente divididos, en
pequeños grupos que mostraban lo irreductible de las discrepancias. Sólo quedaron
finalmente él, Ana e lya quien, como si no comprendiese el efecto que habían causado
sus palabras, contemplaba atónito a los otros dos. Viendo lo preocupados que estaban
acertó entonces a preguntar:
-Espero que en la próxima reunión del Consejo las cosas marchen mejor, porque
esta sesión ha sido un verdadero desastre. ¿Cuándo nos volveremos a reunir?
Ellos se miraron con tristeza. s'Mou, suspirando, le respondió entonces con
pesimismo:
-Creo que no has comprendido, lya... no has comprendido nada. No hay
programada ninguna nueva sesión del Consejo... y en estas condiciones creo que seria

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inconveniente volver a convocarlo: las diferencias se ahondarían más, supongo,


alentando los odios que van surgiendo entre nosotros.
-Pero entonces, Ana, ¿qué ha pasado? ¿Ya no existimos más los hanksis como
religión organizada?, ¿un loco motín atizado por un alucinado ha deshecho todo lo que
construimos durante estos años?
-Tal vez no sea así -dijo Ana pensativa- tal vez no sea tan grave como dices... pero
de todos modos estamos frente a una situación muy delicada. No hemos dejado de
existir como religión, al contrario, creo que la violencia conque se nos acosa muestra
lo importante que ya somos. Pero como grupo organizado, no sé... no sé que puede
aguardamos.
En tos siguientes dos días 1a revuelta, la Impensable revuelta en la que
parecieron convergir todas las frustraciones y los odios dispersos de buena parte del
planeta, comenzó a ceder. En algunas partes las autoridades locales asumieron los
reclamos de la población, creando así complejos problemas políticos en el seno de la
Federación; en otras hubo combates, anacrónicas barricadas y hasta soldados que
dispararon contra la turba enardecida; en la mayoría de los casos, sin embargo, la
violencia cesó como había llegado: de improviso, sin razón justificada, ahora
repudiada por ese deseo de normalidad y de orden que -en el fondo- poseen todos los
seres humanos.
En el Senado, para alivio de los hanksis, sus derechos fueron confirmados: se
aprobaron fondos federales para la reconstrucción de tos templos, se financió incluso
la ceremonia mortuoria que, en el caso particular de los estelares, resultaba tan
inusitadamente costosa. A la ciudad de Amritsar, por supuesto, se le otorgó el estatuto
especial que sus habitantes todavía seguían reclamando, una semana después, con
invariable vehemencia.
Allá en Yellowknife, entretanto, Ana recordó la paciencia de Hankl.
Prudentemente no quiso convocar al Consejo, aunque se mantuvo en contacto directo
con todos sus miembros. Ella veía con claridad los efectos que la crisis había
producido en las filas de ese movimiento que crecía con la fuerza de la juventud
aunque que era incapaz de apoyarse, en momentos de crisis, en auténticas y firmes
tradiciones. Pero, meditando y conversando largamente con todos, viajando para
hablar con las autoridades y para confortar a las comunidades que más habían
sufrido, encontró por fin lo que a sus ojos podría ser una solución. Lentamente, con
confianza en sí misma pero sin dejarse llevar por un vano optimismo, fue insinuando
primero y proponiendo después -a algunos pocos- lo que constituiría el más ambicioso
proyecto de su vida.

25

Siete meses después del ominoso atentado contra el Templo Dorado de Amritsar,
ya disipadas en parte las pasiones de aquellos días horrorosos, Ana decidió que había
llegado el momento de actuar. Estaba segura de que, en alguna forma, era posible ya
reconstruir la organización de los Ecumenistas Estelares: tal vez no debiera haber
ahora un gran consejo mundial, pensaba, como en los tiempos en que todavía estaba
vivo Hankl y que ahora parecían tan lejanos; pero algo debía hacerse, algo que
reunificara a la gran hermandad que, a pesar de todas las divergencias, resurgía
victoriosa.

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Nuevamente los hanksis, repuestos del duro golpe, se extendían por todos los
mundos habitados; otra vez se construían templos, se realizaban conversiones
masivas, aunque -para dolor de todos- la semilla de la calumnia no había sido
extirpada completamente en algunas regiones. En la mente de muchos sobrevivía aún
una perversa asociación de ideas, el vínculo que había forjado Ok-kae entró los
seguidores de Hankl Ozay y el atentado del Punjab.
Fue entonces cuando Ana, investida del poder moral que todos continuaban
reconociéndole, inició su última serie de consultas. Tuvo con s'Mou una agradable
conversación, en el barco que, otra vez sobre el lago helado, les recordaba a ambos el
histórico renunciamiento de Hankl; se entrevistó con Swende y Dukkok, en su
anticuado caserón repleto de sonidos; habló con Ferra, en sus modernas oficinas,
donde llegaban a cada instante informaciones y mensajes desde todas partes del
mundo; estuvo con Gwani, Fredek y Ambaristain, con muchos otros, a los que confió
sus inquietudes y sus proyectos. Por último, satisfecha al comprobar que las heridas
cicatrizaban y las emociones iban cediendo paso a la razón, resolvió poner en marcha
el mecanismo que había concebido para reconciliar, aunque fuera en parte, a todos los
hanksis. Pero antes de comenzar, antes de atravesar las grandes aguas -como decía el
viejo oráculo chino que consultó- se dispuso a realizar el viaje que tendría que llevarla
hasta el más apartado de todos los hanksis. A él también tenía la obligación de
consultarlo.
Una mañana fría como pocas salió sola de su casa, sin informar a nadie, casi
clandestinamente, y abordó una pequeña aeronave. La discreción, en este caso,
resultaba esencial. A baja velocidad, porque no era experta en ese tipo de vehículos,
emprendió el camino del sur. Atravesó un país de grandes llanuras y lagos helados,
internándose en las planicies del amplio continente mientras veía, allá abajo, cómo se
disolvían poco a poco los signos del invierno. Alcanzó el Mississippi antes del mediodía
y, todavía tensa porque no se acostumbraba a la máquina, descendió en Paducah para
un breve descanso. Casi no comió.
Recorrió luego paisajes más amenos: las islas del Caribe la deslumbraron con sus
colores y sus formas mientras el sol, a su derecha, producía extraños reflejos en las
aguas. Ana se sintió feliz, viva como nunca, y deseo tener alguien a su lado para poder
comentarle las maravillas que vela. Pero pronto llegó el crepúsculo, y enseguida la
noche, haciendo que su despreocupada alegría se transformase en una suerte de
velada intranquilidad.
Volaba otra vez sobre la tierra firme americana cuando estableció contacto, sin
mayores inconvenientes, con un amigo que se hizo cargo de anunciar su llegada al
aislado destino que perseguía. La última hora de navegación la obligó a un esfuerzo
titánico: ya estaba demasiado cansada como para seguir adelante pero, con esa
voluntad que siempre demostraba, Ana continuó sin desmayar, atravesando
desconocidas cadenas montañosas, volando ya a baja altitud sobre las selvas, que
intuía opulentas y misteriosas. Pronto una fuerte lluvia, muy distinta a las de su tierra
natal, comenzó a dificultarle la visibilidad. Pero la radio, ahora que estaba cerca, la
guió con infaltable precisión. Se encontró así finalmente en un sitio plano, rodeada por
la intensa y enloquecedora lluvia, a pocos metros de la meta que se había propuesto.
Era ya noche cerrada y estaba satisfecha pero exhausta. El largo viaje había
concluido.
Esa era la casa, se dijo tal como la conocía por la descripción que le dieran: sobre
una columna casi transparente se elevaba la construcción circular, abierta a la
naturaleza e iluminada tenuemente, que parecía como un disco de plata entre las
copas de los árboles. Se bajó del aparato, cuidando de no mojarse, pero se encontró
enseguida con una sensación sorprendente y agradable que nunca antes había
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experimentado: sus pies se hundieron un poco sobre la tierra mojada, pisando la


grama áspera que rodeaba a la construcción, y se deslizaron suavemente sobre esa
flexible superficie que la acogía casi con dulzura. Entonces Ana, en un arranque
juvenil que pocos de los que la conocían hubieran supuesto en ella, abandonó el
impermeable que la protegía y se quitó los zapatos. Como una niña comenzó a correr
hacia la casa, no en línea recta sino zigzagueando para pasar adrede sobre los charcos
que iba formando la lluvia. Cuando ya estaba a algunos pocos pasos de la entrada una
voz, desde arriba, la saludó con afecto:
-¡Bienvenida! Veo que no debo preocuparme por no haberla ido a buscar.
Ella, por toda respuesta, alzó un brazo en señal de saludo y penetró en el tubo
que sostenía la vivienda y por el que circulaba también el elevador. Rashawand Singh
la esperaba ya arriba, con una sonrisa amplia pero que revelaba además su
desconcierto.
-Ha sido fascinante -dijo Ana-, nunca había hecho sola un viaje tan largo.
-Me alegro que lo tome así. En realidad no me enteré de su visita sino hace cosa
de dos horas, cuando me llamaron desde Caracas... pero, discúlpeme, no lo creí del
todo, pensé que simplemente se trataba de alguna confusión. Nunca imaginé que
llegaría hasta aquí directamente desde Yellowknife, y además con este tiempo.
-Tenía que hablar con usted, Rashawand, y tenía que hacerlo a solas, con
discreción.
El, ahora más desconcertado todavía que antes, sólo atinó a pasar su mano por
sobre su renegrida barba.
-Es que... ¿no está solo acaso?
-Bueno, no... en realidad no. Me acompaña una amiga muy querida. Mi condena
ya ha terminado y estoy aquí simplemente porque es mi voluntad.
En ese istante y para confirmar sus palabras, apareció por la puerta de la
habitación la figura esbelta de Warani. Ana la miró directamente a los ojos y le dijo,
como todo saludo:
-Tu eres Warani Káur, ¿no es así?
-Es para mí un gran placer poder saludarla, Ana. Me hubiera ido hace un rato,
pero en realidad la lluvia y mis deseos de conocerla hicieron que cometiera esta
especie de indiscreción...
-De ninguna manera, todo lo que vayamos a hablar podemos hablarlo
perfectamente entre los tres.
Pasaron a otra sala, más espaciosa y agradable, que se abría directamente hacia
las copas de los árboles. La noche era fresca, húmeda y, aunque la lluvia no penetraba
en la habitación, el ruido de las gotas sobre el follaje producía un efecto sedante,
totalmente novedoso para Ana.
Conversaron un rato, con cierta timidez al principio porque nunca se habían
visto antes, a pesar de que sus vidas estaban ligadas, más allá de su voluntad y de
sus recuerdos, en una historia común que los tres habían contribuido a tejer. Cuando
ya todos se sentían algo más cómodos Ana, consciente de su misión, comenzó a
hablar suavemente. Lo hizo con cálida camaradería, buscando hacerles entender los
motivos y las esperanzas que la habían impulsado a hacer ese prolongado viaje:
-Ya sé que están un poco intrigados por esta visita que les hago, y les agradezco
la hospitalidad, la delicadeza de que no me hayan preguntado nada todavía -hizo
entonces una expresiva pausa y continuó, ya más seria-: Los hanksis estamos en
problemas, me supongo que ya lo saben, porque no hemos podido responder unidos a
la terrible calumnia. Aquellos días fueron espantosos y creo que todavía no podemos
olvidarlos por completo. Es cierto que hemos sobrevivido como movimiento, pero
estamos atomizados, alejados los unos de los otros, como si no nos conociéramos ni
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nos tuviésemos afecto... Es difícil luchar contra eso, porque de nada sirve decir que
debemos estar unidos cuando la gente no desea hacer las mismas cosas, cuando
recorre caminos diferentes. Yo comprendo que así sea, lo acepto sin reservas, pero no
quiero que nos apartemos tanto que ya no podamos reconocer siquiera aquello que
tenemos en común.
Warani y Rashawand la miraban todavía sorprendidos porque, a pesar de lo claro
de la explicación, comprendían cada vez menos los designios de esa encantadora
mujer. Ella captó su desconcierto y agregó:
-No se impacienten, por favor, enseguida verán hacia dónde quiero ir.
-No me impaciento, Ana -dijo él- en absoluto, pero de verdad no sé en que
podríamos ayudarte.
-Es muy sencillo, de verdad. Pienso que en una situación como ésta debemos
partir de lo mínimo, de lo alcanzable, sin ejercer coerción sobre nadie y sin proceder
con vanidad. Quiero que cada hanksi siga actuando a su modo pero que todos
reconozcan que son hanksis, que hay un cierto credo común que compartimos y que
nos permite encontrarnos siempre como amigos, intercambiando nuestras
experiencias con simpatía y humildad. Pero esto debe ser dicho y aceptado, debe ser la
expresión consciente de nuestra voluntad, no la consecuencia de la acción de nuestros
enemigos o de las sugerencias de quienes no nos comprenden para nada.
Warani reflexionó un momento y enseguida la estimuló a proseguir: -Esas son
palabras muy sabias, Ana. Pero ¿cómo podrás lograrlo? -No es fácil, lo sé, y por eso
vengo trabajando sin descanso desde hace meses. Mi propuesta es que nos reunamos
todos, todos los que reconocemos a Hankl como Profeta, no importa cómo vivamos o
sintamos eso, y que digamos en voz alta las reglas del juego. Si es preciso que
desaparezca el Consejo Ecuménico, éste dejará de existir; si es necesario,
cambiaremos por completo la organización que una vez pusimos a funcionar. Pero es
importante que nos encontremos en una especie de Concilio, como dirían los católicos,
y qué nos comuniquemos con total tolerancia y amplitud.
-Parece una buena idea, en principio, aunque naturalmente no conozco lo que
piensan los demás. No sé cómo nosotros, sin embargo, podríamos ayudarte-Ana lo
miró fijamente, no sin cierta emoción, y lo interrumpió: -Dije todos, Rashawand, todos
los que acepten a Hankl... Vine a confirmar si ustedes se cuentan entre ellos.
La declaración los sorprendió, aunque ya no demasiado: era lo único que podía
dar sentido al viaje, a las explicaciones y al cálido trato de la visitante. Warani habló
esta vez:
-Eso fue lo que precisamente traté de expresarle a Dukkok hace ya tiempo, pero
en esa ocasión él me dijo que resultaba imposible, que nuestra presencia iba a ser mal
recibida...
-Sí, sí, lo sé. Pero ahora las cosas han cambiado, Warani, hemos pasado al otro
extremo. Sólo Ferra, que mantiene algo así como una organización propia, podría
oponerse a que entraran en ella. Pero no se trata de eso, por supuesto, sino de algo
bien diferente. Le he dicho a Ferra que mantenga su grupo, que lo haga crecer lo más
posible, pero que no condene a los que están fuera de él, que no lance un anatema
contra nadie, porque eso sería como repetir el exclusivismo y la intolerancia de otras
religiones volviendo hacia un pasado que él mismo se ha esforzado por superar. Y creo
que me ha comprendido, que está dispuesto a transitar la estrecha senda que ahora
se abre ante nosotros.
Rashawand, con visible emoción, se inclinó hacia adelante en su silla y habló
entonces con voz quebrada:
-Ana, lo que tu acabas de hacer, este encuentro, es algo que nunca podré olvidar.
Es para mí como el fin de un dolor que ya lleva varios años, como una absolución. Y
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es algo que jamás dejaré de agradecerte, de recordarte... porque yo recuerdo cada día
la muerte que le dimos al desventurado Will.
-No te atormentes más, Rashawand. Sé muy bien como fue aquello, pero
debemos terminar con el pasado, evitar que nos obsesione.
El se incorporó, dio unos pasos vacilantes, y la abrazó suavemente mientras ella
permanecía en su silla. Después se dirigió hacia los ventanales y quedó allí de pie,
contemplando cómo caía la lluvia. Todos quedaron en silencio, pensativos, hasta que
él, ahora con un tono más sereno, le expuso una inevitable objeción:
-Ana, estamos dispuestos a apoyarte, a participar con buena voluntad, a seguirte
en lo que quieres hacer. Pero, ¿no será inconveniente reunir en un solo sitio a gentes
que tienen opiniones tan distintas, a personas que no se conocen y que tal vez no
poseen un espíritu tan constructivo como tú? Espera, eso no es lo principal, lo que
más me preocupa es otra cosa: es mi presencia allí. ¿No crees acaso que el solo hecho
de que yo esté en el concilio pueda perturbar las deliberaciones, qué resurte algo
irritante, creando más problemas de los que soluciona? El fracaso de una asamblea
tan grande podría traer consecuencias infortunadas, y por mucho tiempo.
-No, no lo creo. Y te diré por qué: he trabajado mucho en estos meses y conozco
los sentimientos de mi gente. Tal vez haya un poco de resistencia al comienzo, pero el
ambiente ahora es otro, muy diferente al que había antes de la revuelta -calló,
meditando un instante, y luego agregó con una sonrisa-: De todos modos hay que
intentarlo, hay que correr el riesgo. Los hanksis no podemos permitirnos excluir a
nadie por principio y, cuando tengamos que hacerlo, habrá de ser por medio de una
norma clara, que todos aceptemos de antemano, no sobre la base de prejuicios o
calumnias. Necesitamos una nueva fundación, comprenden, un nuevo estilo más
abierto que el de las otras religiones.
La lluvia, que había cesado del mismo modo repentino en que había comenzado,
impregnaba todavía de humedad el aire. Hacía calor y un perfume vegetal envolvía
sutilmente a la casa. Ana, que ahora sentía plenamente la fatiga y la tensión del viaje,
se recostó en su silla y cerró los ojos. En pocos segundos, ante el asombro de Warani y
Rashawand, se quedó profundamente dormida.

26
Ana se veía más alta y delgada, casi Incorpórea, sobre la breve plataforma que la
enfrentaba a más de mil delegados expectantes. Vestía de blanco, una túnica fina a la
que la tensión de su cuerpo imprimía fugaces movimientos; sobre su cabeza, flotando,
un tocado de luces describía los círculos majestuosos que trazan las lejanas galaxias.
Representando a cerca de diez millones de hanksis una multitud de hombres y
mujeres esperaba su palabra.
Comenzó con un tono pausado, grave, que excluía sin embargo toda solemnidad:
-Hermanos: Cuando nuestro querido Hankl regresó desde el vacío, desde la
oscuridad de sus días solitarios, tuve en verdad una gran alegría. Retornaba un amigo
al que todos creíamos perdido. Sabía bien de la firmeza de su carácter, de su cálida
sensatez, de su paciencia. Por eso no me extrañó que fuese el único sobreviviente de
aquella prueba inhumana. Pero pronto comprendí que él, para superarla, había
apelado a un recurso insólito, original, poco menos que impensable: había creado lo
que hoy a todos nos congrega, la única religión que en verdad puede aspirar a
interpretar las angustias del hombre moderno, la fe de quienes conocemos la ciencia y

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dominamos una técnica que asombraría a nuestros antepasados, pero que todavía
sabemos que somos frágiles criaturas en medio de una inconmensurable galaxia.
Prosiguió entonces recordando algunos hechos, que eran como los hitos que
demarcaban la breve historia de los hanksis: las agresiones y el legendario viaje del
Profeta, la rica variedad de formas que iba asumiendo el culto, el modo en que los
estelares se habían organizado y mantenido en contacto. A medida que hablaba e iba
percibiendo de algún modo, la receptiva atención de los presentes, adquiría más
confianza, lograba esa soltura que permite enfrentar a un vasto público con la misma
naturalidad que se experimenta al conversar con los viejos amigos. Por eso no fue
breve ni eludió aquellos temas que podían suscitar divergencias; por eso mencionó a
Rashawand, a los conflictos de Consejo Ecuménico, a la Impotencia que invadió a los
estelares tras la calumnia de Ok-kae. Al final, luego de más de una hora, su discursó
concluyó con palabras de aliento:
-Ha llegado el momento de comenzar, hermanos. Vamos a trabajar, a discutir, a
tratar de dar forma a nuestros deseos y nuestras esperanzas. Sólo me resta pedirles
algo, algo que ojalá pudieran recordar a cada instante: quiero que todos expongan sus
ideas con libertad, sin reservas, empleando la imaginación. Necesitamos crear algo
nuevo, un modo de organizamos que nos permita vivir como hermanos pero aceptando
la diversidad de los otros, que nos haga sentir libres, pero unidos en una
responsabilidad que todos compartamos -hizo una breve pausa y concluyó-: 'Tú,
Hankl Ozay, que con paciencia supiste mantener la razón, ayúdanos a recorrer con
felicidad nuestro camino de regreso a las estrellas".
Ana oyó los aplausos, vio a la gente de pie, las múltiples señales de aprobación y
de alegría. Y, a pesar de su inocultable felicidad, sintió también que la abrumaba la
magnitud de ese primer éxito, que sobrepasaba sus mejores expectativas pero que la
situaba ante la ardua misión de llevar hasta el final tan auspicioso comienzo.
Durante todo el día La Asamblea Universal de los hanksis trabajó intensamente:
se habló de principios organizativos, de las formas aceptables y no aceptables del
culto, de algunos de los esotéricos escritos que últimamente había propagado lya. La
gigantesca reunión hacia en verdad honor a su nombre, porque nunca la ciudad de
Yellowknife había visto tal variedad de lejanos visitantes. Una delegación procedente
de las colonias de lo llegó ataviada con lujosos trajes de alta tecnología que no quiso
abandonar en ningún momento: ellos decían que el clima artificial les hacía daño y
que sólo una vestimenta completa -capaz de alimentarlos y mantener en perfecto
equilibrio todas sus funciones- podía considerarse como verdaderamente civilizada; la
gente de las grandes ciudades se reía de esas cosas, aunque la mayoría no aceptaba
de buen grado ni a los nudistas -uno de ellos se atrevió incluso a nadar en el lago, que
Iniciaba en ésa época su período de deshielo- ni a los seguidores de Chou, que
repudiaban la unilateralidad de los sexos y propiciaban un hermafroditismo artificial
basado en la más eficiente biotecnología. Pero la mayoría de los estelares, fuera de
estos casos extremos, era gente corriente y sencilla: entre ellos predominaban los
habitantes de las nuevas ciudades y colonias espaciales, los que provenían de hogares
cristianos o hinduistas, los científicos, astronautas, artistas e ingenieros mentales.
Hacia el final de la tarde la Asamblea Universal logró, para satisfacción de los
delegados, un primer resultado concreto: se aprobaron los dieciséis artículos de lo que
fue llamado el Credo de te Tolerancia, un sencillo documento en el que se reconocía
como estelar a todos los que veneraran al Profeta -sin discriminar a quienes tuviesen
además otras creencias- y se exhortaba a seguir las enseñanzas que dejara Hankl. Fue
en el momento preciso en que sonó la señal que indicaba que ya se había logrado la
mayoría -mientras los participantes seguían aún manifestando sus preferencias- que
Ana se levantó de su asiento y se acercó a Rashawand. Dukkok, al ver el audaz
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movimiento, miró con cierto pavor a Swende, porque temía que Ana estuviese a punto
de cometer una imprudencia. Pero nada ocurrió.
Rashawand la vio acercarse, se incorporó, y a pesar de que estaba habituado a
dominar sus emociones, no pudo impedir que unas lágrimas resbalaran por sus
mejillas. Ana le tendió las manos y el, inclinando la cabeza, dijo en voz alta, para que
lo oyeran los que estuviesen cerca:
-Ana, la primera entre los hanksis, eres la persona más sabia que conozco. Tuya
es esta obra, esta alegría que vivimos -y elevó aún más la voz- tú eres para mí como el
undécimo gurú de los sikhs, tan grande como el mismo Nanak!
Muy pocos, naturalmente, pudieron entender estas precisas palabras, y en
realidad sólo un puñado de hanksis las oyó; la asamblea era vasta, y casi todos
seguían con pasión en ese instante los resultados de su primera consulta general. Por
eso Rashawand, aún emocionado, solicitó mediante el compucom del concilio la
oportunidad de dirigirse a la reunión en pleno. El aparato le informó de inmediato que,
debido a la plural motivación de los asistentes, había decenas de personas inscritas
antes que él.
Al día siguiente los hanksis trabajaron ya en grupos más pequeños y solo
permanecieron una o dos horas congregados en la plenaria. Así fue transcurriendo el
gran concilio, con innumerables reuniones parciales o totales, saturando a cada rato
la capacidad del compucom especial que allí se había instalado, tantos eran los
informes, propuestas, sugerencias y observaciones que iban haciendo de continuo los
delegados. Había quienes trabajaban febrilmente, con pasión indoblegable, pero no
todos lo hacían así: estaban también aquéllos que preferían las excursiones por el
lago, las fiestas nocturnas o las conversaciones privadas. Muchos comprobaron, con
pesar, que eran más frecuentes los discursos altisonantes o cargados de misticismo
que las propuestas prácticas, pero tuvieron que aceptar que esa era en definitiva la
voluntad de la asamblea. Así lo reconoció también Ana, la segunda noche, cuando un
grupo de Sumatra se quejó de lo poco que se había avanzado:
-Nada ganarás con desesperarte, Suhau. No te dejes llevar por la impaciencia.
Hasta los discursos vacíos son necesarios para que nos conozcamos, para sentir que
estamos juntos y que podemos convivir aunque sea por unos días.
Muchos de los que fueran miembros del Consejo Ecuménico -como Fredek,
Dukkok, Ambaristain o Swende- prefirieron el trabajo discreto de las comisiones, los
pequeños círculos de discusión, la labor fatigosa pero necesaria de poner a punto las
resoluciones que iban saliendo de la asamblea. Pero hubo algunos discursos
memorables, que casi todos los delegados oyeron con indeclinable atención.
El tercer día, al final de la mañana, habló Gwani. Sus palabras fueron breves,
concisas, cargadas de un sentido pragmático que logró Impresionar a casi todos:
abogó por una mayor liberalización de las costumbres, insistió en mirar hacia el
futuro y fue seductoramente modesta al hablar de sí misma. Pero la expectativa de los
delegados no decayó a lo largo de la jornada: se aguardaba la alocución final de la
sesión de la tarde ya que ella correspondía, según el plan elaborado, nada menos que
al legendario Ferra.
Llegó con una vestimenta sencilla aunque exótica: unos amplios pantalones
negros, una camisa de teff blanca que destacaba el tono rojizo de su cara, flexibles
zapatos de cuero auténtico. Y comenzó con unas frases que electrizaron á los
delegados
-No basta declararse justo para ser justo. No basta hablar de la razón para ser
razonable: ¡No basta proclamarse un hanksi para ser un hanksi! -Quedó tenso,
silencioso por unos instantes interminables, y luego agregó-: Pero no es éste el
momento ni el lugar de hablar de nuestras discrepancias; no debemos insistir en lo
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que nos separa sino dejar que el tiempo haga su trabajo, su sabio trabajo: durante
seis años un hombre, aislado en la inmensidad del cosmos, se sintió el más inútil de
los hombres. Y el tiempo dijo lo contrarío. La obra de Hankl Ozay, el Profeta, es la guía
que hoy nos congrega, la fuerza que nos une, más allá de las divergencias y de las
opiniones que tengamos.
Continuó así, conciliador y casi amigable, tal vez un poco altisonante,
defendiendo sus ideas y su obra. Pero aceptó la diversidad -aunque sin entusiasmo-
reconoció el derecho de los demás a ser lo que quisiesen ser y la última unidad de
todos en un gran fraternidad.
Al otro día hablaron lya y una delegada de Darwin, Australia, que fue quizás la
más precisa y clara de todas las personas que se dirigieron a la Asamblea Universal.
En cambio lya, como siempre, hizo un discurso vigoroso, pleno de emoción y de
cambios de tono, que eludió sin embargo las cuestiones que se habían discutido hasta
allí. Pronunció una enigmáticas frases sobre el pasado de Hankl, sembrando la
perplejidad entre los asistentes, y luego pidió algo insólito:
-Hermanos, no quiero fatigarlos más con mis palabras, como tal vez tantas veces
los he fastidiado con mis cubos. Por eso quiero pedirles algo, algo que ojalá se
dignaran aprobar de inmediato: quisiera ceder unos minutos de mi tiempo para que
hable una persona que todos deben conocer mejor, para que Rashawand Singh, El
Desesperado de otros tiempos, nos explique qué hace aquí entre los hanksis y cómo se
siente de nuevo en Yellowknife.
Un murmullo de asombro recorrió la sala, recogiendo una sensación general de
desconcierto. Pero lya, inteligentemente, propuso que de inmediato se pasase a votar.
Dijeron algunos, horas después, que la curiosidad privó en ese instante sobre el
rencor o los resentimientos. El hecho fue que una mayoría abrumadora lo aceptó y
entonces Rashawand, aún sorprendido, inició su lento caminar hacia el estrado.
Alguien gritó furioso, desde el fondo de la sala:
-¡Esto es el fin! ¡Ahora los asesinos de Hankl se atreven a miramos desde lo alto!
El hombre, y una treintena más de delegados, se retiraron ostensiblemente
ofendidos. Hubo cierta conmoción, miradas, comentarios, mientras Rashawand se
acercaba imperturbable hacia la tarima. Sus ojos brillaban más que nunca cuando
comenzó:
-Gracias, hermanos, gracias por dejarme estar aquí. Este es un día de fiesta para
mí, y para todos quienes me acompañan. Quisiera hablar, como tantos de ustedes, del
futuro que queremos construir, de aquello que podemos desde hoy hacer juntos. Pero
no puedo: no tengo mucho tiempo y debo ante todo recordar ese pasado que aún me
duele, ese pasado al que es difícil apartar de la conciencia, de las leyendas y los
hechos que nunca se alejarán de mi vida.
Y así, con entera franqueza, relató la historia de su viaje delirante hacia la
oscuridad del Ártico, lo que sintió mientras perseguía a Hankl, mientras lo enfrentaba
con un láser en la mano pero sin poder disparar y comenzaba a admirarlo, a
reconocerlo ya como un Profeta. Fue parco, intenso, pero más elocuente aún que
cuando se enfrentó al jurado de Vancouver. Al final, con palabras sencillas, reconoció
públicamente al Profeta y ensalzó a Ana, emotiva y sinceramente. Lo hizo sin abjurar
de su pasado sikh, con la modestia del hombre que sabe que todavía no ha
encontrado el camino pero persiste en buscarlo con tenacidad y con pasión.
Y ahora fue Ana quien lloró, silenciosamente, sin que nadie se percatara de ello
porque la Asamblea, casi unánime, estalló en una especie de ovación descontrolada.
El concilio de los ecumenistas estelares había sobrevivido a su más exigente prueba.
La última jornada fue tal vez la menos emotiva, la que más se dedicó a la
organización y las rutinas inevitables que los seres humanos tejen en su convivencia.
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La religion de los Hanksis Carlos A. Sabino115

Algunas despedidas anticipadas dieron a la tarde primaveral un aire de nostalgia. Ana


dio por concluida la Asamblea haciendo votos para que perduraran la amistad y la
concordia. Su cara ya no podía ocultar ni la felicidad ni el agotamiento que sentía.
A unos pasos de allí, afuera, cuatro amigos conversaban a la luz declinante de la
tarde. El más alto de ellos, que no era otro que Andreas Dukkok, interrumpió en un
momento a Swende para decir como en broma:
-Esperen, quiero proponerles algo, para que podamos seguir hablando con más
tranquilidad: ¿Qué les parece si nos vamos ahora a Ventura para cenar? Allá no hay
buenos restaurantes, ya lo saben, pero me encantaría volver por unas horas.
Swende y Warani rieron, pero Rashawand tomó la idea con inusitada seriedad:
-Es lo mejor que podríamos hacer, de veras; para mí será una forma de regresar,
después de tantos años, como quien enciende una luz en una habitación cerrada y
descubre que han desaparecido los fantasmas -luego, contagiándose del espíritu
festivo de los demás, agregó con picardía-: Lo ideal sería llegar hasta la isla usando
unos buenos esquíes eléctricos... Warani y yo conocemos un buen camino -rió-,
aunque creo que tendremos que dejarlo para otra ocasión: mi pierna no me permite ya
correr esas aventuras.

Caracas, 11 de febrero de 1988, 2 de julio de 1989

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