El Caso Del Patito Que Se Ahogaba
El Caso Del Patito Que Se Ahogaba
El Caso Del Patito Que Se Ahogaba
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Erle Stanley Gardner
ePub r1.0
Titivillus 28.12.2014
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Título original: The Case of the Drowning Duck
Erle Stanley Gardner, 1942
Traducción: Julio Vacarezza
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Guía del Lector
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Capítulo 1
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negros de etiqueta, de raya muy bien planchada, y costosos zapatos de tafilete negro,
tan suaves como guantes.
El hombre que estaba a su derecha siguió hablando:
—Me agradaría consultarle sobre algo.
Y después de un momento agregó:
—Profesionalmente.
Mason se volvió entonces para observarle someramente. Vio una cara de
expresión astuta y frente alta, nariz prominente, una boca ancha de labios apretados
que indicaba decisión y un mentón que casi era demasiado saliente. Los ojos eran
oscuros, pero firmes, con la serena confianza del poder. El hombre tenía cerca de
cincuenta años, y sus ropas, sus modales y el hecho de que se hospedara en ese hotel
especial de Palm Springs denunciaban su fortuna.
Una súbita efusión de cordialidad hubiera atemorizado tanto a este hombre como
le habría ofendido que se usara demasiada reserva con él. Mason dijo simplemente:
—Sí, yo soy Mason.
Y ni siquiera le ofreció la mano.
—He leído mucho acerca de usted… Sus casos… en los diarios… los seguí con
mucho interés.
—¿De veras?
—Presumo que usted ha llevado una vida muy interesante y excitante.
—No es monótona precisamente —convino Mason.
—Y supongo que usted oye muchas historias extrañas.
—Sí.
—Y que es el depositario de muchas confidencias que, a cualquier precio, deben
ser tenidas por sagradas.
—Sí.
—Mi nombre es Witherspoon, John L. Witherspoon.
Ni aun entonces Mason le tendió la mano. Había vuelto la cabeza de tal modo,
que el otro sólo podía verle de perfil.
—¿Vive usted aquí en California, míster Witherspoon?
—Sí, tengo una casa allá abajo, en el valle del río Colorado, en la región
algodonera del valle…, un lugar muy hermoso, mil quinientos acres.
El hombre hablaba ahora muy rápidamente, ansioso por terminar con los
preliminares.
Mason parecía no tener prisa.
—Hace bastante calor allí en verano, ¿no? —preguntó.
—A veces pasa de los ciento veinte grados Fahrenheit. Mi casa tiene aire
acondicionado. La mayor parte de las casas del valle lo tienen. Son maravillosas las
cosas que se inventan en estos días para hacer que el desierto sea habitable.
Mason dijo:
—Debe ser un clima muy agradable en invierno.
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—Así es… Yo quería hablarle de mi hija.
—¿Se hospeda usted en este hotel?
—Sí. Ella está aquí conmigo.
—¿De veras? ¿Vinieron en automóvil?
—Sí. No quiero que mi hija sepa por qué estoy aquí, ni que le he consultado a
usted.
Mason metió las manos en las profundidades de los bolsillos de su pantalón.
Della Street, que observaba a través del cristal de la enorme ventana, vio que Mason
ni siquiera volvió la vista hacia su interlocutor.
—No me gustan los casos rutinarios —manifestó Mason.
—Creo que éste es interesante…, y los honorarios serían…
—Me gusta la excitación —interrumpió Mason—. Algunos casos especiales me
gustan, generalmente porque están relacionados con algún misterio. Empiezo a
trabajar en uno de esos casos y aparece algo que lleva a la excitación. Por lo general,
yo mismo la busco desde algún ángulo. Ésa es mi manera de ser. No me agrada en
absoluto el trabajo común de oficina. Tengo todo el trabajo que puedo hacer y no me
interesan los litigios comunes.
Fue precisamente la indiferencia de Mason lo que acrecentó el deseo de
Witherspoon por confiarse a él.
—Mi hija Lois se va a casar con un joven que debe ingresar en el Cuerpo de
Ingenieros apenas termine en la Escuela.
—¿Qué edad tiene?
—¿Mi hija o el muchacho?
—Ambos.
—Mi hija tiene exactamente veintiún años. El muchacho, unos seis meses más
que ella; está muy interesado en química y física… Es un joven de una inteligencia
poco común.
Mason dijo:
—Realmente, la juventud tiene que correr sus riesgos en estos días.
—Temo no entenderle… No es que me falte patriotismo, pero no me agrada la
idea de tener un futuro yerno que se vea obligado a ir a la guerra tan pronto como
regrese de su viaje de bodas.
—Antes de mil novecientos veintinueve —manifestó Mason— los jóvenes tenían
demasiado de todo. Luego, después de la crisis, no tuvieron suficiente de nada. Así
comenzaron a preocuparse excesivamente por los problemas económicos.
Comenzamos a pensar demasiado en dividir la riqueza en lugar de crearla. La
juventud debería crear algo y tener algo que crear. Los jóvenes modernos entran
ahora en otro estado distinto de cosas. Habrá sufrimiento. Habrá lucha y durezas… y
muerte…, pero aquellos que sobrevivan habrán sido templados en un crisol de fuego.
No aceptarán sustitutos. No se engañe, Witherspoon: cuando termine esta guerra
usted y yo vamos a vivir en un mundo diferente, y lo será así gracias a los hombres
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jóvenes que han sufrido, peleado… y aprendido.
—Yo no pensaba de ese modo en la juventud —contestó Witherspoon—. En
cierto modo, nunca había considerado a la juventud como una fuerza conquistadora.
—Usted vería a la juventud de uniforme en la guerra anterior, pero entonces no
estaba entre la espada y la pared —manifestó Mason—. La «juventud» de mil
novecientos veintinueve, hoy es la edad mediana. Prepárese para una sorpresa… Me
interesa ese joven que usted mencionó. Cuénteme algo más de él.
Witherspoon dijo:
—Hay algo en el pasado de ese joven. No sabe quién es.
—¿Quiere usted decir que no conoce a su padre?
—Ni a su padre ni a su madre. La mujer a quien Marvin Adams había
considerado siempre como su madre le confesó que había sido secuestrado a la edad
de tres años. Ella se lo confió cuando estaba en su lecho de muerte. Por supuesto, esa
revelación, que le fue hecha hace dos meses poco más o menos, fue un gran golpe
para el joven.
—Interesante —contestó Mason frunciendo el ceño y mirando la punta de sus
zapatos—. ¿Qué dice su hija de eso?
—Dice…
Desde la segunda hilera de sillas que estaban colocadas inversamente a las otras y
justamente detrás del lugar donde Mason estaba sentado, se oyó una voz femenina
que decía:
—¿Qué te parece dejarla que lo diga por sí misma, papá?
Witherspoon volvió rápidamente la cabeza. Mason, moviéndose con la gracia
pausada de un hombre alto que no es demasiado pesado para su estatura, se puso en
pie para mirar a la niña vivaz, la cual ahora se había vuelto de modo que estaba de
rodillas sobre el sillón, con los brazos extendidos por encima del respaldo de cuero.
Un libro resbaló del asiento golpeando con fuerza en el suelo.
—No estaba escuchando lo que decíais; te lo aseguro, papá. Estaba aquí sentada,
leyendo. Oí pronunciar el nombre de Marvin… y… creí que podríamos tener una
explicación.
John Witherspoon manifestó:
—No veo la razón para discutir esto en tu presencia, Lois. Para nosotros, no hay
nada que requiera una explicación… todavía.
Mason miró a Witherspoon, luego a su hija y manifestó:
—¿Por qué no? Aquí está mi secretaria, miss Street. Será mejor que vayamos los
cuatro al bar para beber un trago y discutamos el asunto en forma organizada.
Aunque no lleguemos a ponernos de acuerdo, no nos aburriremos. Me inclino a
pensar, Witherspoon, que quizás éste resulte un caso interesante.
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Capítulo 2
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identidad de Marvin. Dijo que el joven procedía de una familia muy buena y de
fortuna, pero eso fue todo lo que reveló. Por lo que ella manifestó, Marvin dedujo que
el secuestro se había realizado en algún lugar del Este. Mistress Adams declaró que
los verdaderos padres de Marvin habían muerto.
—¿Fue una declaración pública? —preguntó Mason—. ¿Hecha a las autoridades?
—No, por cierto —contestó Witherspoon—. Nadie conoce esa declaración,
exceptuando Marvin, Lois y yo.
—¿Es usted viudo? —le preguntó Mason.
Míster Witherspoon hizo un gesto afirmativo.
—¿Qué desea usted de mí? —preguntó Mason.
Otra vez Witherspoon pareció menos explícito de lo que se habría podido esperar.
—Deseo que averigüe quiénes fueron los padres del muchacho. Quiero investigar
todo lo que se relacione con Marvin.
—¿Exactamente por qué? —preguntó Lois.
—Quiero saber quién es.
Los ojos de Lois se clavaron en los de su padre.
—A Marvin también le gustaría saberlo —manifestó la joven—. Pero, en cuanto
se refiere a mí, no me importa si su padre fue un cavador de zanjas o un republicano
de Vermont. Voy a casarme con él.
John Witherspoon se inclinó con un gesto de aquiescencia silenciosa que traslucía
demasiada docilidad.
—Si ésa es tu voluntad, querida… —dijo.
Lois consultó su reloj, sonrió a Mason y dijo:
—Y, mientras tanto, tengo una cita…, vamos a dar un paseo a caballo, a la luz de
la luna, con unos amigos. No me esperes, papá, y no te preocupes.
Se puso en pie, dio impulsivamente la mano a Mason y continuó hablando:
—Siga adelante, haga lo que papá quiere. A él le hará sentirse mejor… y para mí
no significará diferencia alguna.
Volvió sus ojos hacia Della Street y algo que vio en la cara de ésta hizo que
rápidamente tornase a mirar a Mason. Luego sonrió, extendió su mano a Della Street
y dijo:
—Nos veremos otra vez —y se fue.
Cuando Lois se hubo ido, Witherspoon se calmó, adquiriendo la expresión de un
hombre que al fin dispone de libertad para decir lo que piensa.
—Fue una bonita historia que narró Sarah Adams —dijo—. La contó para
anticiparse a cualquier averiguación mía. Como usted ve, eso fue hace solamente un
par de meses. Lois y Marvin ya eran novios. Fue un gran sacrificio, hecho por una
madre moribunda… Fue una declaración dramática. En su mismo lecho de muerte
renunció al amor y al respeto de su hijo para asegurarle su felicidad futura. La
declaración de Sarah Adams no era verídica.
Mason enarcó las cejas.
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—Esa declaración fue hecha con falsedades —siguió diciendo Witherspoon.
—¿Por qué motivo?
—Me he valido de detectives —contestó Witherspoon—, y han logrado averiguar
que Marvin Adams era hijo de Sarah Adams y Horace Legg Adams, y que el acta de
nacimiento está debidamente registrada. No hay pruebas de que se haya producido
ningún secuestro en el período que mencionó mistress Adams en su confesión
apócrifa.
—Entonces, ¿por qué hizo ella semejante declaración? —preguntó Della Street.
Witherspoon continuó hablando con expresión torva:
—Les diré a ustedes exactamente por qué. En enero de mil novecientos
veinticuatro Horace Legg Adams fue condenado por homicidio en primer grado. En
mayo de mil novecientos veinticinco fue ejecutado. La historia que contó mistress
Adams fue un esfuerzo patético y postrero para salvar al muchacho de la desgracia
accidental de que ese asunto pudiera hacerse público y perdiera así a la muchacha que
amaba. Sarah Adams sabía que yo trataría de averiguar algo sobre el padre del
muchacho. Confiaba en que su relato impediría esa investigación o la conduciría por
un rumbo equivocado.
—El muchacho no lo sabe, por supuesto —afirmó Mason.
—No.
—¿Ni la hija tampoco? —inquirió Della Street.
—Tampoco.
Witherspoon esperó un momento, mientras daba vueltas a la copa entre sus dedos;
luego, en forma concluyente, dijo:
—Yo no voy a tener en la familia Witherspoon al hijo de un asesino. Creo que
hasta Lois sabrá apreciar la importancia de los hechos cuando se lo diga.
—¿Y qué desea usted que yo haga? —preguntó Perry Mason.
Witherspoon manifestó:
—Tengo una copia completa de las actuaciones del caso. En mi opinión, esa copia
es una prueba concluyente de que Horace Legg Adams era culpable de homicidio con
premeditación, en primer grado. De cualquier modo, quiero ser justo. Deseo
proporcionar a Marvin el beneficio de la duda. Quiero que usted, míster Mason,
examine la copia del caso y me dé su opinión. Si usted cree que el padre de Marvin
era culpable, relataré a mi hija toda la historia, le diré lo que usted opina del asunto y
le prohibiré en absoluto que vuelva a ver o a hablar a Marvin Adams. Significará un
golpe para ella, pero lo hará. Usted verá por qué cuando lea la copia del caso.
—¿Y si yo pienso que quizá fue inocente? —preguntó Mason.
—Entonces tendrá usted que probarlo, revisar el antiguo proceso, aclarar el caso y
conseguir un reconocimiento público de ese error judicial —contestó Witherspoon
con expresión ceñuda—. No debe haber mancha alguna sobre el nombre de la familia
Witherspoon. Puedo asegurarle que no tendré en mi familia al hijo de un asesino
convicto.
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—Un homicidio dieciocho años atrás —comentó Mason con expresión pensativa
—. Será una tarea difícil.
Witherspoon le miró.
—Y yo pagaré unos honorarios bastante elevados —anunció.
—Al fin y al cabo, míster Witherspoon —manifestó Della Street—, suponiendo
que el hombre fuese culpable, ¿cree usted que su hija cambiaría su decisión a raíz de
ese hecho?
Witherspoon contestó con expresión severa:
—Si el padre fue culpable de ese asesinato puede haber cierta tendencia
hereditaria en el hijo. Conozco algunos casos que indican que tales tendencias
existen. Ese muchacho sería un asesino en potencia, míster Mason.
—Continúe —manifestó Mason.
—Si esas tendencias existen —prosiguió Witherspoon—, y si mi hija no atiende a
razones, colocaré a Marvin en posición tal que esas debilidades inherentes a su
carácter tendrán que aparecer. Lo haré en una forma tan dramática que Lois las verá
por sí misma.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Mason.
Witherspoon contestó:
—Entiéndame, Mason; yo haré cualquier cosa para proteger la felicidad de mi
hija, literalmente cualquier cosa.
—Entiendo eso; pero ¿qué es concretamente lo que se propone hacer?
—Colocaré al joven en una posición de donde, aparentemente, la única manera
lógica de salir sea cometer un asesinato; entonces veremos qué hace.
—Ése será un ardid bastante peligroso, tanto para su hija como para la persona
que usted escoja como futura víctima —anunció Mason.
—No se preocupe —contestó Witherspoon—. Este asunto será manejado con
mucha habilidad. Nadie morirá; pero Marvin creerá que ha matado a alguien.
Entonces mi hija lo verá tal cual es.
Mason movió la cabeza.
—Está usted jugando con dinamita —dijo.
—Se necesita dinamita para mover una roca, míster Mason.
Por un momento nadie habló; luego, Mason dijo:
—Leeré la copia del proceso. Lo haré para satisfacer mi curiosidad; es el único
motivo por el cual voy a leerla, míster Witherspoon.
Witherspoon hizo una seña al mozo.
—Tráigame la cuenta —dijo.
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Capítulo 3
Los rayos del sol de la mañana brillaban a través del desierto y, golpeando el
flanco de la barrera montañosa del Oeste, explotaban en una nube de chispas doradas
que tenían los elevados picos. El cielo comenzaba a mostrar ese color azul oscuro que
es tan característico del desierto del sur de California.
Della Street, ataviada con pantalones de cuero, botas de montar de vaquero y una
blusa de color verde brillante, se detuvo al pasar por la puerta del cuarto de Perry
Mason y golpeó con los nudillos.
—¿Está levantado? —llamó suavemente.
Della oyó el ruido de una silla que era corrida hacia atrás y luego unos pasos
rápidos. La puerta se abrió.
—¡Cielo santo! —exclamó Della—. ¡Ni siquiera se ha acostado usted!
Mason se pasó la mano por la frente y señaló hacia una pila de papeles escritos a
máquina que se hallaban sobre la mesa.
—Ese caso de asesinato —dijo— ha conseguido interesarme… Entre…
Della Street consultó su reloj de pulsera y manifestó:
—Olvídese del asesinato. Póngase el traje de montar. Ordené que nos ensillaran
un par de caballos…, por si acaso.
Mason vaciló.
—Hay algo en ese caso que yo…
Della Street pasó firmemente delante de él, abrió las persianas y las empujó hacia
arriba.
—Apague las luces —dijo Della— y eche una mirada.
Mason dio vuelta a la llave. Ya la brillante luz del sol arrojaba sombras oscuras y
aguzadas. La intensa iluminación se reflejaba hacia el fondo de la habitación con un
brillo tal que hacía que el recuerdo de las luces eléctricas pareciera un sustituto
enfermizo y pálido.
—Vamos —dijo Della con voz aduladora—. Un galope corto, una ducha fría y el
desayuno.
Mason se encontraba contemplando el color azul del cielo. Abrió la ventana para
permitir que el aire fresco purificase la habitación.
—¿Qué le preocupa? —preguntó Della Street, advirtiendo su actitud—. ¿El caso?
Mason miró hacia la pila que formaba la copia del proceso y un rollo de
amarillentos recortes de diarios, e hizo un gesto de asentimiento.
—¿Qué tiene de malo? —preguntó Della.
—Casi todo.
—¿Era culpable?
—Podría haberlo sido.
—Entonces, ¿qué hay de malo en eso?
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—La manera en que fue llevado el proceso. Él podía haber sido culpable o podía
haber sido inocente. Pero, por el modo en que llevó el asunto su abogado, el jurado
podía llegar solamente a un veredicto…: asesinato en primer grado. Y no hay
absolutamente nada en todo el caso, en su estado actual, que yo pueda mostrar a John
L. Witherspoon y decirle: «Esto indica en forma concluyente la inocencia de ese
nombre». El jurado, basándose en esas pruebas, le consideró culpable, y Witherspoon
también cree que es culpable con esas mismas pruebas. Y arruinará las vidas de dos
personas jóvenes…, y el hombre quizás era inocente.
Reflejando una expresión de simpatía, Della Street permaneció en silencio.
Mason miraba hacia afuera, contemplando las cumbres desiguales de las escarpadas
montañas que se elevaban casi a tres mil quinientos metros sobre el nivel del mar.
Luego se volvió y, sonriendo, dijo:
—Debería afeitarme.
—No se preocupe por eso. Póngase unas botas de montar de cualquier clase, unos
pantalones y una chaqueta de cuero y vámonos. Eso es todo lo que necesita.
Della Street fue al armario de Mason, revolvió en el interior y encontró las botas
de montar y la chaqueta; las sacó y dijo:
—Le esperaré en el vestíbulo.
El abogado se cambió rápidamente de ropas, reunióse con Della en el vestíbulo y
ambos salieron al aire fresco de la mañana del desierto. El hombre que estaba a cargo
de los caballos les indicó dos de los animales, miró cómo los montaban y sonrió a
Mason.
—Por la forma de montar, uno puede darse cuenta de lo que un hombre sabe de
caballos —dijo—. Éstos son caballos bastante buenos; pero mañana podrán tener
otros mejores.
La mirada de Mason demostró que le había interesado el comentario del hombre.
—¿Cómo puede saberlo? —preguntó.
—Por muchos detalles pequeños. El novato trata de explicarle a usted cómo
montaba siempre «a pelo» cuando era muchacho, y luego se aferra con las dos manos
a la montura.
El hombre hizo una mueca de disgusto.
—Bueno, usted no ha hecho eso. Que tengan un buen paseo.
Los ojos de Mason tenían una expresión pensativa mientras se alejaban del hotel
trotando por el sendero.
—¿Y ahora qué? —preguntó Della.
—Ese comentario sobre la forma de montar a caballo me hace pensar… Usted
sabe que un abogado siempre debe estar a la pesca de detalles.
—¿Y qué tiene que ver eso con la manera de montar? —preguntó Della.
—Todo… y nada.
Della acercó su caballo al del Mason.
—Las pequeñas cosas —manifestó Mason—, los detalles minúsculos que escapan
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al observador común, son en lo que se basa toda la historia. Si un hombre entiende
realmente el significado de las cosas pequeñas, nadie puede mentirle. Fíjese en ese
caballerizo, por ejemplo. Los turistas que vienen son ricos. Se supone que son
inteligentes. Por lo general, han tenido la mejor educación que puede conseguirse con
dinero. Comúnmente, tratan de exagerar sus habilidades de jinetes para que les den
mejores caballos. Y se olvidan completamente de las cosas pequeñas que hacen y que
dan un rotundo mentís a sus palabras. El caballerizo se queda parado al lado de ese
poste y aparentemente no ve nada, pero puede decir exactamente cuánto sabe una
persona acerca de un caballo. Un abogado debería apreciar la importancia de eso.
—¿Quiere usted decir que un abogado debería saber todas las cosas? —preguntó
Della Street.
—No puede saberlas todas —contestó Mason—, pues sería una enciclopedia
ambulante, pero debería conocer los hechos básicos. Y debería saber también cómo
procurarse la información que necesita en cualquier caso dado, para probar que un
hombre está mintiendo cuando sus propias acciones contradicen las palabras que sus
labios están pronunciando.
Della reparó en el semblante algo pálido y la expresión fatigada de los ojos de
Mason, y dijo:
—Usted se está preocupando demasiado por ese caso.
Mason contestó:
—Hace dieciocho años un hombre fue ahorcado. Quizás era culpable. Quizás era
inocente. Pero es tan seguro como el destino que fue ahorcado porque un abogado
cometió una equivocación.
—¿Qué hizo el abogado?
Mason respondió:
—Entre otras cosas, presentó una defensa inconsistente.
—¿No permite eso la ley?
—La ley, sí; pero la naturaleza humana, no.
—Temo no entenderle.
Mason continuó hablando:
—Por supuesto, la ley ha cambiado mucho en los últimos veinte años, pero la
naturaleza humana no ha cambiado. De acuerdo con el procedimiento judicial de
aquellos días una persona podía presentar al tribunal un alegato de inculpabilidad y
tratar de probar que no era culpable. También podía interponer un recurso de insania
que habría considerado al mismo tiempo que el resto del caso, por el mismo jurado, y
como parte integrante del caso completo.
Della Street estudió a Mason profundamente, viendo aquellas cosas que
solamente puede ver una mujer en un hombre con quien ha tenido una asociación
larga e íntima.
Bruscamente, Della manifestó:
—Olvidemos el caso. Vamos a dar un galope bueno y corto, hartémonos del olor
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del desierto y después del desayuno nos ocuparemos otra vez del asunto.
Mason hizo un gesto de asentimiento, espoleó al caballo y comenzaron a galopar.
Dejaron atrás el pueblo, cabalgaron hacia arriba por una garganta sinuosa,
llegaron a un arroyuelo bordeado por palmeras y desmontaron para echarse en la
arena y contemplar cómo las sombras de color púrpura buscaban refugio de la luz del
sol, escondiéndose en las cavidades más profundas de las laderas de las montañas que
les ofrecían protección. El absoluto silencio del desierto descendió sobre ellos,
aquietó su deseo de conversar y los dejó calmados y contentos, con el espíritu
purificado por una tranquilidad total.
Cabalgaron silenciosamente al regreso. Mason tomó una ducha, desayunó y cayó
en un sueño profundo y reparador. Hasta la tarde no vería a John Witherspoon.
Della y Perry se encontraban con él en la sombreada galería que proporcionaba un
resguardo fresco contra el resplandor deslumbrante del desierto. Las sombras de las
montañas se deslizaban lentamente a través del valle, pero pasarían varias horas antes
que llegasen a abrazar el hotel. El calor era seco, pero intenso.
Mason tomó asiento y comenzó a examinar desapasionadamente el caso.
—Usted conoce bien la mayor parte de estos hechos, Witherspoon —manifestó
—, pero quiero que miss Della Street me haga un bosquejo del caso, y deseo aclarar
mi propia perspectiva siguiendo el caso en una lógica sucesión de hechos. Así que
correré el riesgo de aburrirle al insistir sobre hechos que usted ya conoce.
—Continúe usted —manifestó Witherspoon—. Créame, Mason, si usted puede
probarme satisfactoriamente que ese hombre era inocente…
—No estoy seguro de que podamos probarlo nunca —replicó Mason—, al menos
con los datos de que disponemos actualmente. Pero, por lo menos, podemos examinar
el caso a la luz de un razonamiento frío y desapasionado.
Witherspoon apretó los labios.
—En ausencia de pruebas de lo contrario, el veredicto del jurado subsiste.
—En mil novecientos veinticuatro —manifestó Mason—, Horace Legg Adams
estaba asociado con David Latwell. Tenían una pequeña fábrica. Habían
perfeccionado un adelanto mecánico que prometía rendir cuantiosas ganancias.
Latwell desapareció repentinamente. Adams dijo a la esposa de su socio que éste
había ido a Reno en viaje de negocios y que sin duda tendrían noticias de él a los
pocos días. La señora no tuvo noticias de Latwell e hizo averiguaciones en los
registros de los hoteles de Reno, pero no pudo encontrar huellas de Latwell. Adams
contó otras historias. No todas coincidieron. Mistress Latwell dijo que iba a llamar a
la policía. Adams, ante la amenaza de una investigación policial, delató una historia
completamente distinta por primera vez. Mistress Latwell llamó a la policía.
Investigaron. Adams dijo que Latwell era infeliz en su vida matrimonial y que estaba
enamorado de una joven cuyo nombre no figuró en el caso. Se hacía referencia a ella
en los diarios y en el tribunal como a «miss X». Adams manifestó que Latwell le
había dicho que iba a fugarse con esa mujer, que le pidió que tratase de conformar a
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su esposa diciéndole que él había ido a Reno en viaje de negocios, que Adams debía
continuar con el negocio en forma usual y retener la parte de las ganancias de
Latwell; que debía dar a mistress Latwell una pensión mensual de doscientos dólares
y esperar noticias de Latwell en cuanto se refería al destino que Adams debía dar al
resto de la parte que correspondía a aquél. Latwell quería fugarse antes que su esposa
pudiera evitarlo. En esa ocasión, Adams contó una historia convincente; pero, a causa
de sus anteriores declaraciones contradictorias, la policía hizo una investigación
minuciosa. Encontraron el cadáver de Latwell enterrado en el sótano de la fábrica.
Había muchas pruebas circunstanciales de que Adams era culpable. Fue detenido. Se
acumularon más pruebas circunstanciales. Evidentemente, el abogado de Adams se
asustó. Al parecer, pensaba que Adams no le decía la verdad completa y que, cuando
llegase el término de la prueba, tendría que enfrentarse con testimonios por sorpresa,
que harían aún más desesperado el caso. El fiscal terminó su acusación. Era un
cúmulo imponente de pruebas circunstanciales. Adams ocupó el banquillo. No hizo
una buena declaración. Fue atrapado en las repreguntas…, quizá porque no entendía
claramente el interrogatorio, quizá también porque estaba aturdido. Evidentemente,
no era hombre que pudiese hablar con soltura o pensar con claridad en presencia de
una sala atestada de gente y de las caras pétreas de los doce miembros del jurado. El
abogado de Adams presentó un recurso de insania en favor de su defendido. Hizo
comparecer al padre de Adams, quien declaró sobre lo que usualmente puede
desenterrar una familia cuando quiere salvar a un hijo de la pena de muerte. Una
caída en su niñez, un golpe en la cabeza, pruebas de anormalidad…, principalmente
que Horace Adams, cuando era jovencito, tenía inclinación a torturar animales. Solía
arrancarles las alas a las moscas, atravesarlas con alfileres y observar alegremente
cómo se retorcían…, en efecto, ese complejo de torturar animales fue el punto
primordial sobre el cual machacó la defensa. Eso fue una norma desafortunada.
—¿Por qué? —preguntó Witherspoon—. Eso indicaría la insania del acusado.
—Suscitó la antipatía del jurado —contestó Mason—. Muchos niños arrancan las
alas de las moscas. Casi todos los niños pasan por un período en que son
instintivamente crueles. Nadie sabe por qué. Los psicólogos dan diferentes razones.
Pero cuando un hombre arriesga su vida en un proceso, no puede confiarse mucho en
la benignidad de un jurado a quien se le presenta una serie de crueldades precoces,
magnificándolas, deformándolas, para tratar de probar la insania de ese hombre. Más
aún: el hecho de que el abogado de Adams apoyara su defensa en un recurso de
insania, bajo las circunstancias del caso, indicaba que el defensor mismo no creía la
historia de Adams acerca de lo que Latwell le había contado. Las pruebas
circunstanciales pueden ser las cosas más gravemente perjudiciales del mundo. Las
circunstancias no mienten, pero la interpretación que los hombres dan a las
circunstancias es frecuentemente falsa. En apariencia, ninguna persona relacionada
con el caso tenía la menor idea de cómo analizar un caso que dependía sencillamente
de las circunstancias. El fiscal del distrito era un acusador astuto, inteligente, con
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ambiciones políticas. Años más tarde llegó a gobernador del Estado. El abogado
encargado de la defensa era uno de los individuos teóricos que están empapados de la
ciencia abstracta que se desprende de los libros de Derecho… y que no sabía
absolutamente nada acerca de la naturaleza humana. Conocía las leyes. Cada página
del expediente lo demuestra. No conocía a sus jurados. Casi todas las páginas del
expediente lo demuestran. Adams fue condenado por homicidio en primer grado. El
caso fue apelado. El Tribunal Supremo decidió que era un caso de prueba
circunstancial y que, gracias al cuidado con que el abogado de Adams había
presentado sus puntos y apoyado sus argumentos con jurisprudencia, no había errores
de procedimiento. Los jurados habían escuchado a los testigos, habían observado su
conducta en el banquillo y, por tanto, eran los mejores jueces de los hechos. La
sentencia fue confirmada y Adams ejecutado.
Había un dejo de amargura en la voz de Witherspoon cuando dijo:
—Usted es un abogado que se ha especializado en defender a personas acusadas
de crímenes. Tengo entendido que ninguno de sus defendidos ha sido encontrado
culpable en un caso de asesinato. Sin embargo, a pesar de su punto de vista, que
naturalmente está inclinado a favor del acusado, usted no puede decirme que ese
hombre era inocente. En mi opinión, eso es una prueba concluyente de su
culpabilidad.
—No puedo decir que era inocente —anunció Mason—, y no voy a decir que era
culpable. Las circunstancias relacionadas con el caso nunca han sido investigadas por
completo. Yo quiero investigarlas.
Witherspoon manifestó:
—El solo hecho de que usted, inclinado como está en favor del acusado, no pueda
encontrar un atenuante…
—Espere un momento —interrumpió Mason—. En primer lugar, ése no era un
caso que me hubiera atraído. Carecía de todos los elementos de lo espectacular. Era
un caso común de asesinato, sórdido y rutinario. Probablemente, yo no me habría
hecho cargo de la defensa de Adams, si se me hubiera ofrecido. Me gustan los casos
que tienen un elemento de misterio o de rareza. Por tanto, no tengo la inclinación que
usted me atribuye. Soy justo e imparcial… y no estoy seguro de que el hombre fuese
culpable. De lo que estoy seguro es de que ese hombre fue condenado más por la
manera en que su abogado llevó el caso que por cualquier otra razón.
Casi como si hablase consigo mismo, Witherspoon manifestó:
—Si Adams era culpable, es casi seguro que el muchacho ha heredado esa innata
propensión a la crueldad, ese deseo de torturar animales.
—Muchos niños sienten ese deseo —señaló Mason.
—Y lo pierden al crecer —comentó Witherspoon.
Mason hizo un gesto de afirmación.
—Marvin Adams ya tiene suficiente edad para haber perdido esa tendencia —
prosiguió diciendo Witherspoon—. Lo primero que haré será averiguar algo acerca de
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su actitud hacia los animales.
Mason anunció:
—Usted está siguiendo el mismo curso erróneo de razonamiento que el jurado en
mil novecientos veinticuatro.
—¿Qué quiere decir?
—Que porque un hombre es cruel con los animales, usted piensa que es un
asesino en potencia.
Witherspoon se levantó de la silla, caminó nerviosamente hasta el borde de la
galería, quedóse mirando el desierto durante un momento y luego volvió para
enfrentarse con Mason. De algún modo, parecía ahora más viejo, pero su cara
expresaba una decisión inquebrantable.
—¿Cuánto tardaría usted en investigar las circunstancias del caso y formar juicio
sobre las pruebas circunstanciales? —preguntó.
Mason contestó:
—No lo sé. Hace dieciocho años no me habría llevado mucho tiempo. Hoy, las
cosas de importancia han sido oscurecidas. Hechos que pasaron inadvertidos en
aquella época, pero que quizás hubiesen asumido importancia en el caso, han sido
cubiertos, a causa del tiempo, por el simple peso de otros hechos que fueron
apilándose encima de ellos. Ello llevaría tiempo y dinero.
Witherspoon anunció:
—Yo tengo todo el dinero que necesitamos. Tenemos muy poco tiempo. ¿Quiere
usted hacer la investigación?
Mason ni siquiera le miró. Dijo:
—Creo que no hay poder sobre la tierra que pueda hacerme desistir de hacer la
investigación. No puedo arrancarme este asunto de la mente. Pague usted los gastos,
y si yo no puedo llegar a una conclusión satisfactoria, no le cobraré los honorarios.
Witherspoon contestó:
—Me agradaría que usted hiciese ese trabajo en un lugar donde pudiese
desentenderse de toda otra cosa… de toda interrupción posible. Disponemos de pocos
días… Luego actuaré yo…
Mason dijo en voz baja:
—No necesito decirle, Witherspoon, que es muy peligroso sentirse así.
—¿Peligroso para quién?
—Para su hija…, para Marvin Adams… y para usted mismo.
Witherspoon alzó la voz. Su rostro se ensombreció.
—No me importa nada Marvin Adams —dijo—. Pero me importa la felicidad de
mi hija. En cuanto a lo que a mí concierne, estoy dispuesto a sacrificar cualquier cosa
con tal de evitar que mi hija sea desgraciada.
—¿Nunca se le ha ocurrido —preguntó Mason— que si el joven Marvin supiese
exactamente lo que usted está haciendo y el motivo por el cual lo hace, podría
cometer algún acto desesperado?
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—No me importa un comino lo que haga Marvin —contestó Witherspoon,
agregando cierto énfasis a sus palabras por medio de ligeros puñetazos que daba
sobre la mesa a intervalos regulares—. Le digo a usted, Mason, que si Marvin Adams
es hijo de un asesino, nunca se casará con mi hija. Nada podría detenerme para evitar
ese matrimonio, absolutamente nada. ¿Me entiende usted?
—No estoy seguro de entenderle. ¿Qué quiere decir con ello?
—Quiero decir que en lo que concierne a la felicidad de mi hija, nada me
detendría, Mason. Yo procuraría que cualquier hombre que amenazara la felicidad de
Lois dejase de constituir una amenaza para esa felicidad.
Mason dijo en voz baja:
—No hable tan fuerte. Está amenazando. Por poco más que eso, muchos hombres
han sido ahorcados. Seguramente, usted quiere decir…
—No, no, por supuesto que no —manifestó Witherspoon en tono más bajo,
mirando por encima del hombro para ver si alguien había oído sus palabras anteriores
—. No quise decir que mataría a Marvin; pero no me arrepentiría, de ningún modo,
de colocarle en una posición tal que le obligara a poner de manifiesto esa debilidad de
carácter que ha heredado… Oh, bueno, probablemente estoy atormentándome sin
necesidad. Puedo contar con que Lois considerará con sensatez la situación. Me
gustaría que viniese a mi casa, Mason…, usted y su secretaria. Nadie le molestaría
y…
Mason interrumpió para decir:
—No me importa que me molesten.
—Temo no entenderle. Cuando una persona está concentrándose…
—Le dije a usted —continuó Mason— que a juzgar por los datos utilizables y las
pruebas que contiene el expediente, Horace Legg Adams quizá pudo ser culpable. Yo
quiero descubrir pruebas que no estaban en el expediente. Eso significa que
necesitaré algo más que estar solo y no ser molestado. Se necesitará acción.
—Bueno —dijo Witherspoon—, me gustaría tenerle cerca de mí. ¿No podría
usted venir ahora hasta mi casa y…?
Mason contestó vivamente:
—Sí. Partiremos en seguida. Iré allí para examinar su hacienda. Quiero echar un
vistazo a sus terrenos. Deseo conocer algo más de su hija y de Marvin Adams.
Presumo que él estará allí.
—Sí. Y tengo dos huéspedes más, míster y mistress Burr. Espero que no le
molestarán a usted.
—Si me molestan, me retiraré… Della, telefonee a Paul Drake, de la Agencia de
Detectives Drake. Dígale que tome un automóvil y que vaya a El Templo en seguida.
Witherspoon manifestó:
—Buscaré a mi hija y…
Se interrumpió al oír el ruido de unos pies que corrían y el gorjeo de una
carcajada de mujer. Luego los jóvenes llegaron a la carrera por la escalinata, y ya
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empezaban a correr a través de la galería, cuando vieron al trío que estaba sentado a
la mesa.
—Vamos —dijo Lois Witherspoon llamando a su compañero—. Hay que
presentarse al abogado famoso.
Lois usaba un traje de deporte que mostraba el contorno aniñado de su figura;
exhibía un cutis tostado por el sol, que veinte años atrás habría dado lugar a una
llamada a la Policía. El joven que la acompañaba usaba pantalón corto y una blusa
fina. Estaba empapado de sudor. Era un joven vehemente, los ojos y cabello negros,
dedos largos y puntiagudos, gestos nerviosos y una cara delgada y sensitiva que
aparentaba más edad de lo que Mason esperaba. Era una cara que reflejaba una mente
sensible, una mente capaz de sufrir mucho, a la cual una gran impresión podría
desequilibrar.
Lois Witherspoon hizo presentaciones rápidas. Luego dijo:
—Hemos jugado tres partidos de tenis muy rápidos… ¡y quiero decir muy
rápidos! Mi cuerpo tiene una cita con mucha agua fría y jabón.
Se volvió hacia Perry Mason y agregó en tono casi desafiante:
—Pero yo quería que usted nos examinase, sudorosos y todo, porque…, porque
no quería que creyese que nos escapábamos.
Mason sonrió.
—No creo que ustedes dos escapasen de nada —manifestó Mason.
—Espero que no —contestó Lois.
Marvin Adams se puso súbitamente serio.
—No se gana nada —manifestó— con huir de las cosas: de la guerra, de una
pelea o… de cualquier otra cosa.
—Ni de la muerte —agregó rápidamente Lois—, o… —mirando a su padre— de
la vida.
Witherspoon se puso pesadamente en pie.
—Míster Mason y su secretaria regresan con nosotros —anunció a Lois; y luego
se dirigió a Mason—: Voy a pagar la cuenta y luego nos iremos. Si usted no tiene
inconveniente, abonaré también su cuenta, míster Mason, y le evitaré la molestia de
hacerlo.
Mason hizo un gesto de asentimiento, pero sus ojos permanecieron fijos en
Marvin Adams; su mirada no siguió a John L. Witherspoon, que pasaba por la puerta
que conducía al vestíbulo.
—¿Así que usted no cree en la fuga? —preguntó Mason.
—Ni yo tampoco —anunció Lois—. ¿Y usted, míster Mason?
La pregunta hizo sonreír a Della Street, y aquella sonrisa fue la única contestación
que obtuvo Lois Witherspoon.
Marvin Adams se enjugó la frente y rió.
—De todos modos, yo no quiero escaparme. Quiero zambullirme. Estoy tan
mojado como un pato que está ahogándose.
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Della Street dijo con tono de broma:
—Usted tiene que cuidarse de lo que dice en presencia de un abogado. Quizá
podría llevarlo al banquillo de los testigos y preguntarle: «Joven, ¿no manifestó usted
que los patos se ahogan?».
Lois soltó una carcajada.
—Ésa es una expresión favorita de Marvin desde que presenció un experimento
que hizo en clase su profesor de física. Unas noches atrás, en el rancho, Roland Burr,
uno de los huéspedes, pidió a Marvin que hiciera ese experimento. Diles lo que
hiciste, Marvin.
El joven parecía sentirse incómodo.
—Trataba de darme importancia. Vi que míster Burr estaba a punto de decírmelo.
Caramba, creo que dije algo inconveniente.
—De ninguna manera —defendió Lois—. Míster Burr casi llegó a insultar a
Marvin. Yo me levanté, corrí afuera, traje un patito, y Marvin lo ahogó… sin tocarlo
siquiera. Por supuesto, lo sacó del agua a tiempo para evitar que se ahogase
realmente.
—¿Hizo que su pato se ahogara? —preguntó Della.
—En presencia de todos los huéspedes —se jactó Lois—. Me gustaría que
ustedes hubiesen visto la cara de míster Burr.
—Pero, ¿cómo pudo hacer eso? —preguntó Della.
Era evidente que Marvin quería irse de allí.
—No fue nada milagroso —manifestó—. Se trata solamente de uno de los más
recientes descubrimientos químicos. Es tan sólo una treta espectacular. Puse en el
agua unas gotas de un detersorio. Si ustedes me disculpan, iré a darme una ducha. He
tenido muchísimo gusto en conocerle, míster Mason. Espero verle de nuevo.
Lois cogió del brazo a Marvin.
—Muy bien, vamos.
—Un momento —dijo Mason a Lois—. ¿Estaba su padre allí?
—¿Cuándo? —preguntó la joven.
—Cuando fue ahogado el pato.
—No fue ahogado. Marvin lo sacó del agua cuando se había hundido lo suficiente
para probar la veracidad del experimento, lo limpió y…; perdóneme, creo que estoy
divagando. No, mi padre no estaba allí.
Mason hizo un gesto de asentimiento y dijo:
—Gracias.
—¿Por qué me pregunta eso?
—Oh, nada. Sería mejor no mencionárselo a su padre. Creo que es un poco
sensible acerca del uso de seres vivientes en experimentos de laboratorio.
Lois miró un momento a Mason con expresión de curiosidad y luego dijo:
—Muy bien, no diremos una sola palabra. El pato que se ahogaba será un secreto.
Vamos, Marvin.
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Della Street los observó mientras cruzaban el porche, y vio como Marvin Adams
sostenía abierta la puerta a fin de que pasara Lois Witherspoon. Della no habló hasta
que la puerta se hubo cerrado suavemente. Luego dijo a Perry Mason:
—Están muy enamorados. ¿Por qué preguntaba usted si Witherspoon sabía lo del
experimento del pato que se ahogaba?
Mason replicó:
—Porque pensaba que Witherspoon se sentiría inclinado a ver en él, no el
experimento de un joven interesado en la ciencia, sino la crueldad sádica del hijo de
un asesino. Witherspoon se encuentra en un estado de ánimo muy peligroso. Está
tratando de juzgar a otro hombre… y está terriblemente inclinado a creerlo un
criminal. Es una situación que está cargada de dinamita emocional.
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Capítulo 4
Era evidente que John L. Witherspoon estaba orgulloso de su casa, así como de
sus caballos, de su hija y de su posición económica y social. Consciente de su poder,
arrojaba un aura de posesión orgullosa sobre todo lo que entraba en la esfera de su
influencia.
Su casa era un enorme edificio construido en la parte occidental del valle. Hacia
el sur se encontraba el oscuro declive de Cinder Butte. Desde las ventanas delanteras
de la casa podía verse el desierto estéril que rodeaba la fértil extensión del irritado
valle del río Colorado. Al este de la casa había acres de terreno bien irrigado. Lejos,
hacia el oeste, se veían sinuosas montañas de apilados peñascos.
John L. Witherspoon escoltó orgullosamente a Mason y Della Street alrededor del
edificio, mostrándoles las canchas de tenis, la piscina de natación, los fértiles acres de
terreno irrigado, la casa de pared de adobes dentro de la cual vivían los sirvientes
mejicanos.
Largas sombras de color púrpura se deslizaban desde la base de las elevadas
montañas, cruzando silenciosamente hacia abajo, atravesando las fértiles tierras.
—Bueno —preguntó Witherspoon—, ¿qué piensa usted de esto?
—Maravilloso —contestó Mason.
Witherspoon se volvió y vio que el abogado estaba mirando a través del valle
hacia las montañas de color púrpura.
—No, no. Yo quiero decir de mi hacienda aquí, la casa, mis cosechas, mi…
—Pienso que estamos perdiendo un tiempo precioso —contestó Mason.
Se volvió bruscamente y con largos pasos se dirigió hacia la casa, donde Della le
encontró a la hora de la comida encerrado en su habitación, enfrascado una vez más
en la lectura de la copia de aquel antiguo caso de asesinato.
—La comida estará lista dentro de unos treinta minutos, jefe —anunció Della—.
El dueño de la casa dice que nos mandará unos cócteles. Paul Drake acaba de
telefonear desde El Templo diciendo que viene hacia aquí.
Mason cerró el volumen de la copia escrita a máquina.
—¿Dónde podemos poner esto, Della?
—Hay un escritorio ahí fuera, en su salita. Es de estilo misionero, bueno y fuerte.
Será un bonito lugar para que usted desarrolle su trabajo.
Mason movió la cabeza.
—No voy a quedarme aquí —dijo—. Nos vamos mañana temprano.
—Entonces, ¿por qué vino usted? —preguntó, curiosa, Della.
—Quería ver un poco más a estos jóvenes… juntos. Y formarme una opinión de
Witherspoon, en su propia hacienda. ¿Conoció a los otros huéspedes, Della?
—A uno de ellos —contestó Della—. Mistress Burr. A míster Burr no podremos
conocerle.
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—¿Por qué no?
—Tuvo un accidente con un caballo poco después de venir usted para engolfarse
en la lectura de esos documentos.
Rápidamente, Mason se mostró interesado.
—Cuénteme cómo fue eso, Della.
—No lo presencié. Oí hablar de ello. Parece que míster Burr es un gran entusiasta
de la pesca con caña y de la fotografía en colores. Por eso le conoció Witherspoon…
en una tienda de cámaras fotográficas de El Templo. Comenzaron a hablar,
advirtieron que tenían muchos gustos semejantes y Witherspoon le invitó a que
pasara aquí un par de semanas… Tengo entendido que Witherspoon acostumbra hacer
las cosas en esa forma…, le gusta jactarse de esta gran casa. Y sostiene que simpatiza
a primera vista con un hombre, o que jamás llega a gustarle después.
—Una costumbre peligrosa —comentó el abogado—. ¿Cuándo termina el par de
semanas de Burr?
—Creo que terminó hace dos días, pero Witherspoon sugirió que se quedase algo
más. Parece que Burr piensa abrir un negocio aquí en el valle. Advirtió que
necesitaba más capital y mandó a buscarlo al Este. El dinero debe llegar mañana o
pasado, pero Burr tendrá que permanecer inactivo algún tiempo.
—¿A causa del caballo?
—Sí.
—¿Qué ocurrió?
—Parece que Burr quería hacer una fotografía a una de las yeguas. Un vaquero
mejicano la sacó del establo para llevarla al lugar que Burr había designado. La yegua
estaba nerviosa e inquieta. El mejicano le tiró de la cabeza, y Burr se encontraba
parado al lado de ella. El médico se retiró hace unos quince minutos.
—¿Le llevaron al hospital?
—No. Se quedó en la casa. El doctor trajo una enfermera profesional y dejó a
Burr a cargo de ella, por el momento. Enviará de la ciudad una enfermera diplomada.
Mason hizo una mueca y dijo:
—Witherspoon debe sentirse como el anfitrión de aquel cuento en que un hombre
se fractura una cadera y…
—Witherspoon fue quien insistió en que Burr permaneciera aquí —manifestó
Della—. Burr quería irse a un hospital. Witherspoon no quiso ni dejarle hablar del
asunto.
—Por cierto, usted tiene el oído muy alerta —comentó Mason—. ¿Y qué me dice
de mistress Burr?
—Mistress Burr es un knockout.
—¿De qué clase?
—Cabello rojo claro, ojos grandes, color pizarra, un cutis maravillosamente
perfecto, y…
—No, no —interrumpió Mason haciendo una mueca—. Quise decir qué clase de
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knockout.
Los ojos de Della Street brillaron.
—Supongo que es lo que llaman un knockout técnico. Mistress Burr pega golpes
bajos. Ella…
La puerta se abrió. Paul Drake entró como una tromba en la habitación.
—Bueno, bueno —manifestó estrechando las manos de Mason y Della—, la
verdad es que usted anda por lugares raros. ¿Qué significa todo esto?
Antes que Mason pudiera responder, la puerta se abrió nuevamente, y entró un
sirviente mejicano. Se deslizó por la habitación con paso felino. Traía, sobre una
bandeja, tres vasos llenos y una coctelera.
—La cena estará servida dentro de treinta minutos —dijo en inglés perfecto,
mientras hacía circular la bandeja—. Míster Witherspoon les ruega que no se vistan
de etiqueta.
—Dígale que no lo haré —contestó Mason sonriendo—. Nunca lo hago.
Hicieron chocar sus copas, mientras el sirviente se alejaba.
—Brindo por el crimen —manifestó Mason.
Comenzaron a sorber sus cócteles, haciéndolo como una especie de ceremonia.
—Veo que usted escoge lugares lujosos, Perry —comentó Drake.
—Esto me deprime —le confió Mason.
—¿Por qué? Parece como si el sujeto que posee esto hubiese inventado la manera
de burlar el impuesto a las rentas.
—Lo sé —contestó Mason—, pero tiene algo que no me gusta… Una atmósfera
que le hace sentirse a uno como si estuviese enjaulado.
Della Street manifestó:
—No le gusta porque no hay excitación, Paul. Cuando trabaja en un caso, le
agrada salir a buscar los hechos. No le atrae quedarse quieto, esperando que los
hechos vengan a buscarle a él.
—¿Qué clase de caso es? —preguntó Drake.
—No es un caso. Es una autopsia.
—¿Quién es su cliente?
—Witherspoon, el dueño de esta hacienda.
—Lo sé, pero ¿quién es la persona sobre la que usted está tratando de probar que
no cometió el asesinato?
Mason dijo en tono grave:
—Un hombre fue ahorcado hace diecisiete años.
Drake no hizo ningún esfuerzo para ocultar su disgusto.
—Supongo que sería ejecutado un año después de cometer el crimen. Eso
significa que las pistas tienen una antigüedad de dieciocho años, por lo menos.
Mason hizo una señal afirmativa.
—¿Y usted cree que era inocente?
—Pudo haberlo sido.
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Drake manifestó:
—Bueno, para mí es lo mismo, con tal que se me pague. Pero, por Dios, Perry,
¿quién es el soplete de acetileno?
—¿Soplete? —preguntó Perry, que pensaba todavía en el caso de asesinato.
—La doncella rubia que viste un traje blanco que le sienta como el pellejo a una
salchicha. Cuando uno la mira, puede advertir que lo único que tiene debajo del
vestido es una personalidad encantadora.
Della Street dijo:
—Es casada, Paul. Pero no debe alabarla por eso. Su marido se accidentó con un
caballo esta tarde. Tengo entendido que ahora está lleno de morfina y que tiene una
pierna enyesada, y que una pesa cuelga de…
—¿Es casada?
—Sí. ¿Por qué está tan sobresaltado? Usted sabe que las mujeres bonitas se casan.
—Entonces será pariente de ese sujeto corpulento de barriga prominente y aire
dominador…, ¿cómo demonios es el nombre?
—No. Ése es Witherspoon. Ella es mistress Roland Burr. Se conocieron en El
Templo hace unas semanas. Burr y Witherspoon son compañeros de pesca y de
fotografía. Ya ve que estoy al tanto de los chismes.
Drake silbó.
—¿Por qué, Paul? ¿Qué sucede?
Drake manifestó:
—Cuando hace un rato salí de mi cuarto, abrí la puerta algo silenciosamente y la
nena de blanco estaba recostada sobre el hombre corpulento. Estaban en el pasillo y
ella ofrecía sus labios al hombre. Lo último que vi, mientras retrocedía
silenciosamente a mi cuarto para esperar que se despejase el campo, fue que el sujeto
de la barriga se disponía a ensuciarse de rouge. Tuve que esperar como treinta
segundos.
—Al fin y al cabo, Paul —señaló Della Street—, un beso no significa mucho en
estos días.
Drake contestó:
—Apostaría a que ese beso quiere decir algo. Para mí hubiera significado mucho.
Si ella…
Alguien golpeó la puerta. Mason hizo una señal a Della Street. Ésta abrió.
Lois Witherspoon penetró con paso firme en la habitación. Marvin Adams, con
aspecto algo incómodo, la seguía a cierta distancia.
—Entra, Marvin —dijo Lois, y mirando a Paul Drake, continuó—: Yo soy Lois
Witherspoon. Éste es Marvin Adams. Usted es el detective, ¿no?
Drake miró de soslayo a Mason, pareció confundido por un momento y luego
dijo:
—¿Por qué? ¿He dejado caer alguna lupa o es que usted ha notado que tengo
patillas postizas?
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Lois Witherspoon estaba de pie en el centro de la habitación. Tenía esa expresión
de desafío temerario, esa completa despreocupación de las consecuencias que es
habitual en los jóvenes. Habló con vehemente rapidez:
—¡Apostaría a que usted ha oído toda la historia, así que no trate de engañarme!
No podrá hacerlo. Su automóvil está estacionado ahí fuera. La chapa dice Agencia de
Detectives Drake.
Drake siguió hablando con tono divertido:
—Nunca se debe tomar en serio la patente de un coche. Supóngase usted que
yo…
—Está bien, Paul —interrumpió Mason—. Déjale terminar. ¿Qué es lo que desea
usted de nosotros, miss Witherspoon?
La joven manifestó:
—Quiero que las cosas se hagan con justicia, y a la vista. No quiero que usted
pretenda que este señor es un viejo amigo de la familia, o que ha venido a traerle
unos papeles. En este asunto debemos conducirnos como personas serias y
civilizadas. Mi padre cree que debe escarbar en el pasado. Sé exactamente cómo
deben haberse sentido los insectos de mi clase de biología cuando fueron disecados
para ser examinados bajo el microscopio. Pero si vamos a ser insectos, por lo menos
seamos francos.
Marvin Adams intervino rápidamente.
—Yo quiero saber algo acerca de mis padres. Y no casarme con Lois, si…
—Eso es justamente —interrumpió Lois Witherspoon—. Todo esto está
obligando a Marvin a creer en una posibilidad de… a mí no me gusta. Si usted
descubre pruebas de que el padre de Marvin era millonario y fue mandado a la cárcel
por estafar a la Bolsa, o de que uno de sus lejanos antecesores fue colgado de cadenas
en la Torre de Londres por pirata, él querrá adoptar una actitud de nobleza y huir de
mí, obligándome a echarle el lazo y amarrarle para poderle poner mi marca. Por si
usted no lo sabe, ésta es una experiencia muy molesta para todos nosotros. Me obliga
a sentirme capaz de hacer algo temerario… Ahora que todos nos entendemos,
¿podemos dejar de lado los subterfugios?
Mason se apresuró a dar su consentimiento.
—Excepto cuando sea necesario complacer a su padre —dijo—. Al fin y al cabo,
eso es darle una oportunidad para desembarazarse de lo que él considera que es un
deber de familia, y de arrancarse algo de la cabeza. Quizás eso contribuya a
disminuirle la presión.
Lois manifestó:
—Sí. Es un juguete. Supongo que debo dejarle que juegue con él.
—¿Cómo sigue míster Burr? —preguntó Mason, cambiando de tema.
—Aparentemente, bien. Le llenaron de morfina. Está durmiendo. Su esposa…, no
está durmiendo.
Marvin dijo:
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—Está ahí fuera, paseándose por el pasillo. Supongo que debe sentirse algo
desamparada.
Lois le cruzó una rápida mirada.
—¡Desamparada! ¿Con ese vestido?
—Tú sabes lo que quiero decir, Lois.
—Lo sé, y sé también lo que ella se propone. A esa mujer la gustan demasiado los
hombres para que pueda agradarme a mí.
Marvin Adams exclamó con acento de reproche:
—¡Vamos, niña!
Lois se volvió bruscamente y dio la mano a Mason.
—Gracias por haberme comprendido —dijo—. Pensé que podríamos romper el
hielo.
Paul Drake lanzó un pequeño silbido mientras la puerta se cerraba detrás de la
pareja.
—Eso es personalidad —anunció—. Parece que va directamente al grano, ¿no es
así, Perry? ¿Está ella envuelta en este antiguo caso de asesinato…, afectada por él?
Mason hundió las manos en las profundidades de sus bolsillos.
—Naturalmente —contestó Mason—. A ella le parece que la investigación es un
esfuerzo inútil y tonto. Cree que Marvin Adams fue secuestrado a la edad de tres años
y que la preocupación de su padre es causada por el deseo de investigar sobre la
familia de su futuro yerno.
—Bueno —preguntó Drake curioso—, ¿qué tiene que ver con eso el caso de
asesinato?
Mason contestó:
—Marvin Adams no lo sospecha, pero es hijo del hombre que, hace dieciocho
años, fue ejecutado por ese asesinato; y si cualquiera de esos dos jóvenes
temperamentales y nerviosos tuviese una idea de lo que estamos investigando, se
produciría una explosión de dinamita emocional que ocasionaría estragos en la
familia Witherspoon.
Drake se dejó caer sobre el sofá, entregándose a un característico descanso
muscular que le dejaba flojo como un trozo de cuerda suelta.
—¿Witherspoon sabe todo acerca de eso? —preguntó.
—Sí —contestó Mason—. Hizo sacar una copia del antiguo proceso. Está allí, en
el escritorio. Tendrá usted que leerla esta noche.
Drake manifestó:
—Apostaría a que esa chica descubre todo, antes que estemos trabajando dos
semanas en el caso.
—No acepto la apuesta —le dijo Mason—. Y no dispondremos de dos semanas.
Si no encontramos algo definitivo dentro de unas cuarenta y ocho horas, Witherspoon
va a realizar un original experimento de psicología criminal. ¡Trate de resolver eso!
Drake hizo una mueca.
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—Que me condenen si lo hago…, por lo menos hasta después de comer. Agite
esa coctelera, Della. Creo que está llena.
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Capítulo 5
Della Street estaba en pie a la entrada del comedor, observando con mirada
divertida a Perry Mason, mientras éste era presentado a mistress Roland Burr.
Una mujer habría dicho que mistress Burr tenía más de treinta años. Un hombre
habría opinado que poco más de veinte. Su cabello era del color rojizo de la paja de
avena iluminada por el sol. Su vestido blanco, aunque lejos de ser de corte anticuado,
no era atrevido. Era el modo como se adhería a su cuerpo lo que le aseguraba la
atención extasiada de todos los hombres que se hallaban en la habitación.
Mientras Drake era presentado a mistress Burr, Lois Witherspoon entró en el
comedor.
Comparada con la lujuriosa belleza de la figura de mistress Burr, Lois resultaba
aniñada y atlética. Su vestido era de estilo diferente. Tampoco andaba con el ritmo
seductor y ondulante que hacía que todos los movimientos de mistress Burr fueran
atrayentes. Se movía rápidamente, con el vigor natural de una mujer joven y dinámica
que se encuentra completamente libre de preocupaciones. Su presencia comunicaba a
la habitación una sensación de frescura y, en cierto modo, disminuía el fulgor de la
seductora personalidad de mistress Burr.
Della Street trataba de mantenerse apartada, observando atentamente todo lo que
sucedía. Pero pudo lograrlo solamente en la primera parte de la comida. Bruscamente,
Lois le hizo una pregunta, y cuando la bien modulada voz de Della le contestó, la
atención de los comensales pareció fijarse en la secretaria de Mason.
—¿Cómo sigue Roland? —preguntó bruscamente Witherspoon.
Eso dio una oportunidad a mistress Burr para mostrarse como una esposa devota.
—Será mejor que vaya a verlo —dijo—. Discúlpenme, por favor —agregó
suavemente como si estuviera ansiosa de no interrumpir la conversación…, y como si
no advirtiera la ondulación de su flexible figura.
Mistress Burr estaba todavía fuera cuando sonó el timbre. Witherspoon llamó a
uno de los sirvientes mejicanos.
—Debe ser una enfermera de El Templo —dijo— que viene a reemplazar a la que
el doctor dejó para cuidar al enfermo. Puede llevarla directamente a la habitación de
míster Burr.
El mejicano repuso en voz baja y musical:
—Sí, señor —y se dirigió a la puerta.
Mistress Burr volvió, deslizándose suavemente.
—Descansa cómodamente, según la enfermera —informó.
El sirviente mejicano volvió y, dirigiéndose a la silla de Witherspoon, presentó a
éste una bandeja en la que había un sobre.
—Para usted, señor —dijo.
—¿No era la enfermera? —preguntó Witherspoon.
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—No, señor. Un hombre.
Witherspoon dijo:
—Perdónenme. Por lo general no recibimos visitas inesperadas.
Rasgó el sobre, leyó la breve nota, miró a Mason y frunció el ceño. Durante un
momento, pareció a punto de decir algo directamente a Perry; luego manifestó:
—Les ruego que me perdonen. Es un hombre a quien debo ver. Continúen con su
café y el coñac.
Fuera de la casa, el ladrido de los perros se apagó gradualmente. Por unos
momentos, envolvió la mesa un silencio embarazoso. Luego, mistress Burr preguntó
a Drake:
—¿Se interesa usted por la fotografía en colores, míster Drake?
—Es detective —anunció Lois Witherspoon con tono no muy cortés—, y está
aquí a causa de su profesión. Así que no tendrá usted que andarse con rodeos.
—¡Un detective! ¡Oh, qué interesante! Dígame, ¿acostumbra disfrazarse para
seguir a la gente o…?
—Llevo una vida prosaica —contestó Drake—. La mayor parte del tiempo estoy
muy asustado.
La expresión de los ojos de mistress Burr era de ingenua inocencia, pero su cara
parecía esculpida en yeso.
—¡Válgame Dios —dijo—, qué interesante! Primero, uno de los abogados más
célebres del país, y ahora un detective. Me imagino que existe alguna relación entre
los dos.
Drake posó su mirada en Mason.
Mason miró a mistress Burr.
—Puramente comercial, mistress Burr —aclaró.
Todos rieron sin saber de qué se reían, aunque sabiendo que había sido rota la
tensión y que las averiguaciones habían sido bloqueadas… temporalmente.
Bruscamente, Witherspoon apareció en la puerta.
—Míster Mason —dijo—, me agradaría hablar con usted un momento, si los
demás consienten en ello.
Witherspoon era un mal actor. Su esfuerzo por aparecer despreocupado y cortés
no hacía más que acentuar la aprensión de su voz y de sus modales.
Mason se puso en pie, presentó sus excusas y siguió a Witherspoon hacia un gran
salón.
Un hombre de unos cincuenta y cinco años se encontraba en pie, de espaldas a
ellos. Examinaba un estante de libros y era evidente que ni siquiera veía los títulos de
aquéllos. Sólo cuando habló Witherspoon advirtió el hombre que habían entrado en la
habitación. Se volvió rápidamente.
—Míster Dangerfield —anunció Witherspoon—, le presento a míster Mason.
Míster Mason es un abogado que conoce el asunto del cual deseaba usted hablar. Me
agradaría que él oyese lo que estaba usted empezando a decirme.
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Dangerfield estrechó la mano de Mason con la cortesía automática de una persona
que acaba de ser presentada a otra. Parecía preocupado por sus propios asuntos
mientras murmuraba:
—Encantado de conocerle, míster Mason.
Era un hombre fornido, de corta estatura, aspecto pesado, pero fuerte. Su espalda
era recta como una tabla, mantenía el mentón levantado y su cabeza se erguía
firmemente sobre un cuello grueso. Tenía ojos oscuros, con un fondo de cierto color
rojo-castaño. Las arrugas de su frente demostraban su preocupación, y su cutis poseía
un color gris de cansancio, como si no hubiese dormido la noche anterior.
—Hable usted en seguida —instó Witherspoon—. Dígame para qué deseaba
verme.
—Es debido a esos detectives que usted contrató —contestó Dangerfield.
Witherspoon miró a Mason, vio solamente el perfil del abogado, se aclaró la
garganta, y preguntó:
—¿Qué detectives?
—Los detectives para investigar ese antiguo caso del asesinato de David Latwell.
Yo creía que todo habría terminado con la ejecución de Horace Adams.
—¿Cuál es su interés en eso? —preguntó Mason.
Dangerfield vaciló por un instante.
—Yo me casé con la viuda de David Latwell.
Witherspoon se disponía a decir algo, pero Mason intervino rápidamente:
—¿De veras? Presumo que el crimen le impresionaría mucho.
—Así es… Por supuesto, naturalmente.
—Pero, claro está —continuó Mason—, ya se habrá repuesto de la impresión.
¿Quiere un cigarrillo, míster Dangerfield?
—Gracias —dijo Dangerfield, y extendió la mano a la pitillera que le alargaba
Mason.
—Creo que podríamos sentarnos —manifestó Mason—. Ha sido usted muy
amable en venir aquí, Dangerfield. ¿Vive en el Este?
—Sí. En la actualidad vivimos en St. Louis.
—¿Ah, sí? ¿Vino en automóvil?
—Sí.
—¿Cómo encontró las carreteras?
—Espléndidas. Hicimos un viaje rápido. Vinimos a mucha velocidad. Hace
solamente unos días que nos encontramos aquí.
—¿Entonces no llegó hoy?
—No.
—¿Está aquí, en El Templo?
—Sí. En ese gran hotel que hay allí.
—Supongo que su esposa estará con usted.
—Sí.
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Mason acercó una cerilla para que Dangerfield encendiese su cigarrillo. Luego
preguntó:
—¿Cómo supo usted que Witherspoon había contratado detectives?
Dangerfield contestó:
—Se presentaron algunas personas haciendo preguntas extrañas. Algunos de
nuestros amigos fueron interrogados. Bueno, mistress Dangerfield se enteró de ello.
Como usted ya ha dicho, el asunto original fue, por supuesto, un gran golpe para ella.
No solamente por la desaparición de su esposo, sino que hubo un período durante el
cual creyó que él se había fugado con otra mujer; luego fue encontrado el cadáver y
se desarrolló el proceso. Usted sabe lo que sucede en un proceso de esa clase. Todas
las cosas pasadas salen a relucir y los diarios dan mucha publicidad.
—¿Y ahora? —preguntó Mason.
—Por algunas investigaciones inteligentes que ella hizo por su cuenta, descubrió
que el detective que estaba trabajando en el caso llevaba informes a alguien que vive
en El Templo. Pero no pudo saber el nombre de esa persona.
—¿Sabe usted cómo descubrió ella el asunto de El Templo?
—Más o menos. Fue por intermedio de una señorita encargada de la centralita del
hotel donde se alojaba uno de los detectives.
—¿Cómo pudo usted llegar aquí…, a esta casa?
—Porque tuve un poco más de suerte que mi esposa en conseguir
informaciones…, porque partí de un punto distinto.
—¿Cómo es eso?
—Una noche me senté en mi sillón y traté de encontrar la razón por la cual una
persona cualquiera pudiese estar haciendo una investigación.
—¿Y cuál era esa razón? —preguntó Mason.
—Bueno, yo no estaba seguro, pero pensé que podía estar relacionado con la
viuda de Horace Adams o con su hijo. Sabía que se habían trasladado a algún lugar
de California. Pensé que quizás ella había muerto, y que alguien quería enderezar
asuntos de bienes. Quizás habría un intento de reanudar la antigua homologación
testamentaria de la fábrica.
—¿Así que usted buscó a míster Witherspoon? —preguntó Mason.
—No en esa forma. Tan pronto como llegamos a la ciudad, mi esposa trató de
seguir al detective. Yo empecé a seguir a mistress Horace Adams. Y encontré
justamente lo que esperaba encontrar…, que ella había vivido aquí, que luego murió,
y que su hijo era novio de una chica rica de El Templo. Luego, por supuesto, hice mis
deducciones.
—Pero usted no sabía —expuso Mason.
—En realidad —admitió Dangerfield— no, eso es cierto. Tan pronto como llegué
aquí hice una pequeña jugarreta a míster Witherspoon. El me convenció de que yo
estaba sobre la buena pista.
—Yo no admití nada —manifestó rápidamente Witherspoon.
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Dangerfield sonrió.
—Quizá no con tantas palabras —dijo.
—¿Por qué vino usted aquí? —preguntó Mason.
—¿No lo ve usted? Todo lo que sabe mi esposa es que alguien que vive en El
Templo trata de revisar el caso. Eso la preocupa mucho y está llevándola a un estado
de excitación nerviosa. Si llega a saber que el joven Adams se encuentra aquí, le
denunciará como a hijo de un criminal. Yo no quiero eso, y usted no debería decirlo.
Mi esposa piensa que la horca no fue suficiente para Horace Adams.
—¿La conocía usted en la época del proceso?
Dangerfield vaciló un momento y luego contestó:
—Sí.
—Supongo que conocía a Horace Adams, ¿no?
—No. Nunca llegué a conocerle.
—¿Conocía a David Latwell?
—Bueno…, le había conocido, sí.
—¿Y qué quiere usted que hagamos nosotros? —preguntó Mason.
—Cualquier día de éstos, mi esposa averiguará dónde se halla la oficina de esa
agencia de detectives. ¿Ve usted lo que quiero decir? Deseo que ustedes traten de
engañarla.
Witherspoon iba a decir algo, pero Mason le detuvo con una mirada de
advertencia.
—¿Quiere decirnos exactamente lo que desea que hagamos? —preguntó Mason
—. ¿Podría explicarse mejor?
Dangerfield contestó:
—¿No lo entiende usted? Tarde o temprano, mi esposa encontrará esa agencia de
detectives y entonces empezará a hacer averiguaciones sobre el nombre del cliente.
—La agencia de detectives no se lo dirá —anunció Mason con tono convencido.
—Entonces ella averiguará el nombre del detective que trabaja en el caso y
obtendrá, de un modo u otro, la información de él. Si mi esposa ha empezado con
esto, esté seguro de que lo terminará. Está muy preocupada, y sus nervios alterados.
Lo que yo quiero que ustedes hagan es que paguen a la agencia de detectives.
Entonces, en lugar de negarle informes a mi esposa, le dirán la información que
ustedes y yo queramos que tenga. Estamos realmente embarcados en el mismo
asunto.
Witherspoon preguntó:
—¿Qué información?
—Que los detectives le digan que quien los contrató es un abogado. Que le den su
nombre, y que dejen que ella vaya a ver al abogado. Éste puede engañarla con una
excusa cualquiera y ella se irá a casa y se olvidará de todo.
—¿Cree usted que lo hará? —preguntó Mason.
—Sí.
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—¿Cuál es el interés de usted en esto?
—Primero, no quiero que mi esposa enferme de los nervios. Luego, no quiero que
haya mucha publicidad sobre mi negocio. Mi esposa se hizo cargo de la fábrica
cuando aún estaba tramitándose la sucesión. Hemos trabajado día y noche, como
esclavos, para sacar adelante ese negocio. Algunos procuradores me han dicho que,
en caso de que hubiese existido alguna defraudación al Fisco, además de sufrir
prisión y molestias, la ley de limitaciones no tendrá efecto hasta el momento en que
sea descubierto el fraude.
—¿Entonces hubo fraude? —preguntó Mason.
—¿Cómo demonios puedo saberlo yo? —manifestó Dangerfield—. Estelle hizo
el trato mientras se tramitaba la sucesión. Estoy tratando simplemente de evitar
litigios. Creo que no le parecerá mal, pero usted sabe cómo es eso. Algunos de esos
abogados harían cualquier cosa por sacar dinero de un negocio tan próspero como el
que nosotros tenemos.
—¿Es muy próspero? —preguntó Mason.
—Mucho.
Mason miró a Witherspoon.
—Usted dirá —le dijo Witherspoon a Mason.
Mason se puso en pie.
—Creo que nos entendemos perfectamente —dijo.
Dangerfield sonrió.
—Creo que ustedes me entienden, pero, la verdad, yo no los entiendo a ustedes.
Yo les he dado informes. Pero ¿qué me dan ustedes a cambio de eso?
—La seguridad de que le dedicaremos nuestra atenta consideración —contestó
Mason.
Dangerfield se levantó, dirigiéndose a la puerta.
—Supongo que eso es todo lo que puedo esperar —anunció, haciendo una mueca.
Witherspoon dijo muy apresurado:
—No trate de salir antes de que yo ordene al sereno nocturno que sujete los
perros.
—¿Qué perros? —preguntó Dangerfield.
—Tengo un par de perros policía muy bien adiestrados que guardan la finca. Fue
ésa la causa por la cual demoramos el dejarle entrar. Los perros tienen que ser
encerrados antes de que entre o salga cualquier visitante.
—Me parece una buena idea —manifestó Dangerfield— por el estado actual de
todo. ¿Cómo hace usted para que encierren los perros?
Witherspoon apretó un botón que estaba colocado al lado de la puerta. En seguida
explicó:
—Ésta es una señal para el sereno. Cuando él reciba esta señal y haga sonar una
chicharra, yo sabré que los perros están atados.
Esperaron no más de diez segundos; luego sonó la chicharra. Witherspoon abrió
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la puerta y dijo:
—Buenas noches, míster Dangerfield, y muchas gracias.
A mitad de camino de la puerta, Dangerfield hizo una pausa, miró a Mason y dijo:
—No creo que esté más cerca de saber lo que quiero que cuando empecé, pero
apostaría cinco dólares a que ella no les sacará nada a ustedes.
Y dicho esto se volvió, atravesó la pesada puerta de hierro y subió a su coche. La
puerta cerróse con un golpe y una cerradura automática volvió a su posición.
Witherspoon regresó rápidamente a la habitación y apretó el botón para avisar al
sereno que los perros podían ser soltados una vez más.
—¿Cómo se llama la agencia de detectives? —preguntó Mason.
—Agencia de Detectives Allgood, de Raymond E. Allgood, en Los Ángeles.
Comenzaron a caminar en dirección al ala del edificio donde estaba situada su
habitación.
—¿No va a terminar de cenar? —preguntó Witherspoon sorprendido.
—No —contestó Mason—. Diga a Della Street y Paul Drake que deseo verlos.
Volveremos en automóvil a Los Ángeles. Pero no es necesario que usted se lo diga a
mistress Burr.
—Temo no entenderle —contestó Witherspoon.
Mason manifestó:
—No tengo tiempo para explicárselo ahora.
Witherspoon se ruborizó.
—Considero que ésa es una respuesta demasiado breve, míster Mason.
La voz de Mason reflejó su cansancio.
—No dormí nada anoche —dijo—. Probablemente no dormiré mucho esta noche.
No tengo tiempo para explicarle lo que es evidente.
Witherspoon manifestó con fría dignidad:
—¿Puedo recordarle, míster Mason, que está usted trabajando para mí?
—¿Puedo recordarle que no lo estoy?
—¿Para quién está trabajando, entonces?
Mason manifestó:
—Estoy trabajando para una mujer ciega. Acostumbran esculpir su imagen en los
Tribunales. Tiene una espada en su mano y una balanza en la otra. La llaman Justicia,
y para esa mujer estoy trabajando, por el momento.
Mason se encaminó por el pasillo del lado izquierdo, dejando a Witherspoon con
la vista clavada en él, intrigado y bastante irritado.
Mason estaba arrojando las cosas dentro de su maleta cuando Della Street y Paul
Drake se reunieron con él.
—Debí haber sabido que esto era demasiado bueno para durar —quejóse Drake.
—Probablemente volverá usted —le dijo Mason—. Guarden sus cosas.
Della Street abrió el cajón del enorme escritorio y dijo bruscamente:
—Mire aquí, jefe.
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—¿Qué pasa? —preguntó Mason.
—Alguien abrió este cajón y ha movido la copia.
—¿Se la llevaron? —preguntó Mason.
—No, solamente la han movido…, deben de haber estado leyéndola.
—¿Alguien se retiró del comedor mientras yo estaba afuera con Witherspoon? —
preguntó Mason.
—Sí —contestó Drake—. El joven Adams.
Mason cerró su maleta, limitándose a apretar la tapa hasta que la cerradura
funcionó por sí sola, y dijo:
—No se preocupe por eso, Della. Es trabajo que le corresponde a Paul. Él es el
detective.
Drake manifestó:
—Yo lo adivinaría en seguida.
—A mí me llevaría más tiempo —anunció Mason, sacando su abrigo del
guardarropa.
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Capítulo 6
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una caja.
—Prefiero un cigarrillo.
Allgood cortó nervioso el extremo de un cigarro, raspó una cerilla en la parte
inferior de su escritorio, encendió el cigarro y cambió de posición en su silla
giratoria.
—¿Puedo hacer algo por usted? —preguntó con tono esperanzado.
Mason contestó:
—Con frecuencia acudo a los servicios de una agencia de detectives. Hasta ahora,
la Agencia de Detectives Drake se ha ocupado de todos mis asuntos.
—Sí, lo entiendo; pero habrá ocasiones, por supuesto, en que usted necesitará
investigaciones suplementarias. ¿Le preocupa a usted algo especial, míster Mason?
—Sí —contestó Mason—. Usted hizo cierto trabajo para un tal míster John L.
Witherspoon, del valle del río Colorado.
Allgood aclaró la garganta y levantó la mano para ajustarse los lentes sobre la
nariz.
—Ejem… Por supuesto, usted comprenderá que no podemos hablar de los
asuntos de nuestros clientes.
—Usted ha estado hablando de éste.
—¿Qué quiere decir?
—Ha habido una filtración.
Allgood dijo con tono de seguridad:
—No de esta oficina.
Mason hizo solamente un gesto de afirmación, mientras mantenía su firme mirada
clavada en el detective. Allgood se movió en su sillón, cambió de posición y los
crujientes resortes de la silla giratoria anunciaron su inquietud.
—¿Puedo… puedo preguntar cuál es su interés en el asunto?
—Witherspoon es cliente mío.
—¡Oh!
—Ha habido una filtración —siguió diciendo Mason—. No quiero que haya más
filtraciones y quiero averiguar algo acerca de ésta.
—¿Está usted seguro de que no se ha equivocado?
—Completamente.
Otra vez crujió la silla.
Mason no dio al detective ninguna tregua en la acusación que formulaba su firme
mirada.
Allgood aclaró su garganta y dijo:
—Seré franco con usted, míster Mason. Tuve empleado a un hombre llamado
Leslie Milter. Quizá se le haya escapado algo.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé. Le despedí.
—¿Por qué le despidió?
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—El… no cumplió satisfactoriamente su trabajo.
—¿Después que completó la investigación de Witherspoon?
—Sí.
—¿Trabajó bien en ese asunto?
—En cuanto pueda yo saber, sí.
—¿Y qué sucedió después?
—Simplemente, que no me satisfacía, míster Mason.
Mason pareció acomodarse mejor en el sillón.
—¿Por qué le despidió usted, Allgood?
—Porque habló.
—¿Acerca de qué?
—Del caso Witherspoon.
—¿A quién?
—No sé. No fue por culpa mía. Witherspoon confiaba demasiado en él. Un
hombre que utiliza una agencia de detectives es lo suficientemente tonto para decir lo
que busca a los hombres que están trabajando en el asunto. Sería mejor que tratase
solamente con el director y que le permitiera dar las instrucciones necesarias.
—¿Witherspoon no hizo eso?
—No. Witherspoon estaba demasiado impaciente. Quería obtener informes
diarios. Se arregló con Milter para que le hablase por teléfono todas las noches a eso
de las ocho, a fin de que le comunicara lo que había descubierto. Eso es característico
en Witherspoon. Siempre ha hecho su voluntad. Se torna demasiado impaciente. No
espera. Quiere tenerlo todo en el acto.
—¿Ganó Milter algún dinero por hablar? —preguntó Mason.
—Que me ahorquen si puedo decirlo, míster Mason.
—Pero… ¿qué opina usted?
Allgood trató de evitar la mirada de Mason, pero falló en su intento. Se retorció
en la crujiente silla y manifestó:
—Creo que… quizás esté tratando de sacar algún dinero. ¡Maldito sea!
—¿Cuál es su dirección?
—La última dirección que tuve de él fueron los departamentos Wiltmere.
—¿Es casado o soltero?
—Soltero, aunque…, en cierto modo, tiene una compañera.
—¿Qué edad tiene?
—Treinta y dos años.
—¿Bien parecido?
—Así creen las mujeres.
—¿Le gusta andar de conquistas?
Allgood hizo un gesto de asentimiento.
Mason señaló hacia la oficina exterior.
—¿Y qué hay de la muchacha del escritorio?
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—Oh, estoy seguro de que allí no hay nada, absolutamente nada.
—¿Puede uno confiar en ella?
—¡Oh!, en absoluto.
—¿Desde cuándo trabaja con usted?
—Desde hace un par de años.
Mason preguntó:
—¿Qué puede usted hacer para que Milter se quede quieto?
—A mí mismo me gustaría saberlo.
Mason se levantó y dijo:
—Usted es un detective malísimo.
—Al fin y al cabo —manifestó Allgood—, uno no puede coser los labios de un
hombre…, después que le ha despedido.
—Un detective realmente inteligente podría hacerlo.
—Bueno, nunca había pensado en ello de ese modo.
—Entonces piénselo ahora así.
Allgood se aclaró la garganta. El sillón hizo un gran crujido final mientras el
detective lo echaba hacia atrás y se ponía en pie.
—Supongo que míster Witherspoon estaría dispuesto a recompensarme…
—Usted está haciendo esto por su propia protección —le dijo Mason—. No
parece una cosa muy conveniente el hecho de que en una agencia de detectives se
produzca una filtración.
—Bueno, realmente, míster Mason, poco puede hacer uno para evitarlo. Esas
cosas suelen suceder. Usted no sabe cómo son algunos hombres. Están aquí hoy y
mañana ya se han ido. Como ya he dicho, Witherspoon no debió confiar en ese
hombre.
—Era empleado suyo —manifestó Mason—. Witherspoon le contrató a usted.
Usted contrató a Milter. Ése es su funeral.
—Yo no soy ningún cadáver —comentó Allgood como burlándose.
—Usted podría encontrar uno en su armario cuando pida la renovación de su
licencia.
—Veré lo que puedo hacer, míster Mason.
—En seguida —le dijo Mason.
—Sí, iré al grano en el acto.
—Inmediatamente —recalcó Mason.
—Bueno, yo…, éste…, sí.
Mason dijo:
—Una tal mistress Dangerfield va a presentarse a usted para hacerle unas
preguntas. Déjela que averigüe de usted que yo le he contratado. No mencione el
nombre de Witherspoon.
—Usted puede confiar plenamente en mí para cualquier cosa. Yo la atenderé
personalmente. ¿Debo mandársela a usted?
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—Sí.
—¿Y debo dejarla que me saque la información?
—Sí.
—Muy bien.
—Manténgala apartada de Milter.
—Haré lo posible.
—¿Habla usted de asuntos de negocios con la muchacha de la oficina exterior?
—A veces. Ella lleva los libros.
—¿Trabaja ella en la investigación de algunos casos?
—No.
Mason manifestó:
—No le diga nada de mí.
Mason alzó su sombrero, miró su reloj de pulsera y dijo:
—No espere hasta la tarde para acallar a Milter. Empiece ahora.
Allgood contestó:
—Trataré de hacerle callar de algún modo. Conozco una mujer…, llamada
Alberta Cromwell. Pretende ser su esposa. Quizás ella…, sí, lo probaré. Quizá yo
pueda… Hay un medio allí.
La mano de Allgood se movió hacia el picaporte de la puerta que comunicaba con
la oficina exterior.
Mason salió de la oficina. La rubia del escritorio le sonrió dulcemente y dijo con
voz acariciadora:
—Buenos días, míster Mason.
Mason se detuvo en la cabina de teléfono del vestíbulo del edificio y llamó a la
Agencia de Detectives Drake.
—Habla Mason, Paul. Hay una rubia que trabaja en el escritorio de la Agencia de
Detectives Allgood. No le costará trabajo encontrarla; tiene más o menos veinticinco
años y es de la clase de muchachas que la gente dice que es una vergüenza que no
trabajen en la pantalla. Una nena de ojos grandes, labios rojos y curvas pronunciadas.
Sígala cuando deje la oficina de Allgood. Y continúe vigilándola. Ponga también un
hombre para que vigile a Milter en los apartamentos Wiltmere.
—¿En qué trabaja Milter? —preguntó Drake.
—Es detective.
—No será fácil seguirle.
—¿Por qué no?
—Se dará cuenta de que le seguimos apenas empecemos a hacerlo.
—Déjele que se dé cuenta —dijo Mason—. Eso no nos importa, con tal que le
mantengamos callado. Hágale seguir por dos hombres. Por lo que me concierne a mí,
que se enoje si quiere.
—En seguida pondré a unos hombres al trabajo —manifestó Drake.
—Ocúpese primero de la rubia —le dijo Mason—, y si ella se dirige a los
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departamentos Wiltmere, quiero saberlo.
—Muy bien. ¿Dónde estará usted?
—Me mantendré en contacto con la oficina. Cualquier novedad puede
comunicársela a Della. ¿Ha puesto algunos hombres en ese viejo caso?
—Sí. Me comuniqué con ellos por teléfono desde Indio.
—Muy bien —manifestó Mason—. Cuanto más pienso en ese asunto, menos me
gusta la forma en que fue llevado. Toda esa caballerosidad acerca de mantener fuera
del caso el nombre de la mujer y referirse a ella como a miss X…, quiero saber quién
es miss X… Quiero todo: su nombre, dirección, sus amores, su pasado y presente:
Luego yo predeciré su futuro.
—Estamos trabajando en eso —dijo Paul.
—Soborne a algún periodista de Los Ángeles para que mande una noticia
telegráfica a los diarios de Winterburg. ¿Puede arreglar eso?
—Muy bien. Creo que sí. ¿Cuál es la noticia?
—Ponga a su taquígrafa ante un teléfono interno, para que la tome como yo he de
dictarla.
Mason oyó que Drake decía:
—Oh, Ruth, hágase cargo del otro teléfono. Y tome lo que se diga. Sí, es Mason.
¿Está lista? Muy bien; Perry, puede empezar. No hable muy de prisa.
Mason dijo:
—Debe ser algo como esto: «Con la intervención de Leslie L. Milter, renombrado
detective de Los Ángeles, que investiga un caso de asesinato cometido en Winterburg
hace poco más o menos veinte años, es probable que sea aclarado un antiguo
misterio. Desde hace mucho tiempo, algunas personas se han sentido preocupadas
acerca de si la culpabilidad de Horace Legg Adams, que fue ejecutado por el
asesinato de David Latwell, fue establecida plenamente en la época del proceso…
Recientemente, han sido descubiertas nuevas pruebas que arrojan una luz diferente
sobre las declaraciones prestadas en el juicio. Que hay personas de influencia que
todavía creen en la inocencia de Horace Adams, lo atestigua el hecho de que una de
las agencias de detectives más caras y eficientes del país ha enviado a Winterburg al
as de sus hombres, a fin de que haga una investigación completa del asunto. El
detective ha vuelto ahora a Los Ángeles con un saco lleno de hechos que, de acuerdo
con opiniones autorizadas, son impresionantes. Es muy probable que el viejo caso sea
revisado, en un intento de reivindicar la memoria de un hombre que fue sentenciado
casi veinte años atrás. Los abogados no se han puesto de acuerdo sobre el
procedimiento que han de seguir, pero la opinión general es que ha de encontrarse la
manera de hacerlo…». ¿Lo han tomado taquigráficamente, Paul?
—Ajá, ¿qué se propone?
—Quiero que empiecen a moverse —contestó Mason—. Si Adams era inocente,
entonces existe otro culpable. La pista está aún algo fría y bastante bien cubierta.
Pero si podemos asustar al asesino y empieza a pretender tapar los puntos débiles de
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sus antiguas huellas…, bueno, podríamos quizás agarrarle en el acto.
Se oyó por la línea telefónica una risilla ahogada de Paul.
—¡Y Witherspoon pensó que usted se limitaría al expediente de ese viejo caso tal
como aparece en la copia y en los recortes de diarios! ¡Lo que tiene que aprender ese
pájaro acerca de los métodos de usted…!
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Capítulo 7
Eran poco más o menos las cuatro de la tarde cuando Della Street entró en la
oficina privada de Mason llevando una carta de carácter urgente.
Mason levantó su cansada vista de la copia del proceso del Ministerio Público
contra Horace Legg Adams.
—¿Qué hay, Della?
—Entrega urgente. Parece sospechosa. La dirección está hecha con caracteres de
imprenta, probablemente por una persona que usó la mano izquierda.
Mason estudió el sobre pensativamente, lo colocó contra la luz, hizo una mueca y
dijo:
—No es nada más que un recorte de diario.
Alzó un estilete de hoja delgada que usaba como cortapapeles, rasgó el sobre y
sacó el recorte.
Della manifestó:
—Lamento haberle molestado. Pensé que era algo importante y que le agradaría
ver el sobre antes de ser abierto.
—Espere un minuto —dijo Mason—. Creo que ha tenido una buena idea.
Della fue a situarse al lado del sillón de Mason. Éste sostuvo el recorte de manera
que los dos pudiesen leerlo al mismo tiempo. Estaba escrito con caracteres que eran
de mejor calidad que los comunes; evidentemente no procedía de un diario, y había
sido recortado de una revista charlatana y escandalosa. Decía así:
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y preguntó:
—Esto es sencillamente un chantaje, ¿no?
—No lo sé —contestó Mason.
Della dijo de repente:
—Espere un momento. Yo sé qué revista es ésta.
—¿Cuál?
—Es una pequeña hoja de escándalos, de Hollywood. He visto algunos
ejemplares. Contenían algunas cosas veladas acerca de las estrellas de cine.
—¿Es un diario?
—No, exactamente. Dan a las noticias un aspecto de acertijo. «¿A quién le calza
bien este zapato?», y «¿Puede usted ponerlo en el pie que corresponde?». Mire aquí,
al dorso de este recorte. Podría ver cómo hacen las cosas.
Della Street indicó un párrafo que decía:
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enterrado debajo del piso del sótano de la fábrica, la Policía opinó que aquello tuvo
que ser una mentira. El convenio que hizo el abogado de Adams indica que él
también pensaba así. Por lo menos, eso le pareció al jurado.
Della Street hizo un lento gesto de asentimiento.
Mason continuó:
—Ahora bien: ése es uno de los aspectos del caso que no puedo comprender. Lo
más lógico habría sido que el fiscal de distrito hubiese introducido en la prueba esas
declaraciones iniciales, y que luego hubiera llamado a la mujer mencionada en esas
declaraciones, permitiéndole negar que tuvo semejante conversación con Latwell.
—Bueno —manifestó Della Street—, ¿por qué no lo hizo?
—Porque el convenio lo hacía innecesario —contestó Mason—. Cuando el
abogado de Adams estipuló que la mujer podía ser mantenida fuera del caso y que
podría referirse a ella tan sólo como a miss X, el hecho hizo que el jurado pensara
que tanto el fiscal de distrito como el abogado de Adams sabían que éste había estado
mintiendo. Ahora bien: supongamos que Latwell tuvo verdaderamente la intención de
fugarse con esa muchacha. ¿Ve usted qué perspectiva de posibilidades abre eso?
—Pero ella no habría admitido ante el fiscal del distrito que…
—No hay ningún indicio de que ella hablara con el fiscal de distrito alguna vez, o
de que éste hablara jamás con ella —interrumpió Mason—. Ella…
En la puerta de la oficina privada de Mason se oyeron unos golpecitos dados en
forma especial.
—Ése es Drake —dijo Mason—. Déjele entrar.
Paul Drake traía media docena de telegramas.
—Bueno, vamos llegando gradualmente a algo, Perry —manifestó Drake.
Mason dijo:
—Déme sus noticias y luego le daré las mías.
—Milter no está en los departamentos Wiltmere. Le daré una ocasión para
adivinar dónde está.
Mason enarcó las cejas.
—¿En El Templo? —dijo.
—Sí.
—¿Desde cuándo está allí?
—Desde hace cuatro o cinco días.
—¿Dónde?
—En una casa de departamentos de la avenida Cinder Butte, once sesenta y dos.
Es un edificio de dos pisos que ha sido convertido en casa de departamentos…, que
se alquilan amueblados. Hay cuatro en el edificio. Usted sabe de qué estilo. Dos
arriba, dos abajo, cuatro entradas privadas.
—Interesante —comentó Mason.
—¿No es cierto? Ahora le contaré otra cosa. Una joven llamada Alberta
Cromwell pretende ser la esposa de Milter. Le siguió hasta El Templo, encontró que
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estaba desalquilado el departamento contiguo al de él, y lo alquiló.
—¿Él sabe que ella está allí? —preguntó Mason.
—No veo por qué no ha de saberlo. El nombre de ella está en el buzón: «Alberta
Cromwell».
—¿Por qué ella no fue allí con él?
—Maldito si lo sé.
Mason extendió hacia Drake el sobre y el recorte.
—Esto llegó con carácter urgente hace unos minutos.
Drake se dispuso a leer el recorte, pero en seguida lo dejó para decir:
—Todavía no le he dicho todo. Esa rubia de la oficina de Allgood se deslizó a una
farmacia para hablar por teléfono desde allí. Mi ayudante se metió en una cabina
vecina de la que ella ocupaba para poder escuchar la conversación. ¿A que no adivina
lo que oyó?
—No puedo. ¿Qué fue?
—Estaba llamando a la compañía de autobuses Pacific Greyhound para que le
reservaran un asiento en un coche que salía a las cinco y treinta para El Templo.
Los ojos de Mason brillaron.
—Quiero que la haga seguir, Paul.
—No se preocupe por eso. Mi ayudante también reservó un lugar en el mismo
coche. ¿Qué es esto?
—Parece un recorte para un chantaje. Léalo.
Drake lo leyó, arrugó los labios en un silbido.
—Ése es Milter, sin duda.
—No entiendo —manifestó Mason.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Drake.
—Que no lo entiendo, eso es todo —contestó Mason.
Drake dijo:
—Por Dios, Perry, esto es más simple que el ABC. La Agencia Allgood no es
gran cosa. Contrata a cualquier desocupado que conozca el negocio para que haga el
trabajo. Milter andaba buscando dinero. Cuando Witherspoon pidió que le diese
diariamente informaciones por teléfono, Milter vio la oportunidad de conseguir lo
que buscaba. Y decidió aprovecharse de Witherspoon.
—¿Por qué?
—Para evitar que este caso se hiciera público.
Mason movió la cabeza.
—Witherspoon no pagaría para mantener oculto eso.
—Lo haría si su hija fuese a casarse con el sujeto.
Mason pensó en eso algunos instantes y luego volvió a mover la cabeza.
—No pagaría por mantenerlo en secreto…, antes que se realizara el casamiento.
—Eso es lo que está esperando Milter —manifestó Drake—, que el casamiento se
realice. Está allí haciendo tiempo.
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Mason dijo:
—Eso es lógico, pero si éste es el caso, ¿por qué habría de dar tal información a
esa hoja de escándalos?
Paul contestó:
—A Milter deben de haberle pagado por esa noticia.
—¿Cuánto? —preguntó Mason.
—No lo sé —contestó Drake—. Ése es un trabajo que comenzó en Hollywood
unos cuatro o cinco meses atrás. Saca a relucir auténticos trozos de escándalo. El
sujeto que dirige la cosa tiene buen olfato para las noticias, pero no trata de
aprovecharse del individuo. Está tratando de hacer un chantaje a la industria. Por eso
es imposible probarle nada.
—Usted quiere decir que lo que se propone es que le compren su periódico.
—Exactamente. Publica cosas acerca de los astros de Hollywood sin siquiera
avisarlos. Tampoco trata de sacarles dinero. En esa forma, ellos no pueden hacerle
nada. Pero permite que se sepa que su diario y la buena voluntad de la publicación
están en venta. El precio, por supuesto, es mil veces más de lo que vale, excepto para
amordazar al periódico.
Mason consultó su reloj de pulsera y dijo:
—Hable por teléfono con Witherspoon en El Templo, Della, y dígale que va a
tener huéspedes esta noche.
—¿Yo también? —preguntó Drake.
Mason negó con la cabeza.
—Usted quédese aquí y siga con su trabajo, tratando de averiguar algo más de
miss X. ¡Maldita sea!, no puedo ver qué relación tiene Milter con el asunto.
—¿No cree usted que Milter está sencillamente sentado allí abajo, esperando que
se realice el casamiento, para después hacer el chantaje a Witherspoon?
Mason golpeó el recorte con los dedos.
—Esto debe provenir de una filtración de la oficina de Allgood. Esa filtración
parece haber llegado directamente a Milter, que está en El Templo. Si está ahí para
aprovecharse de Witherspoon después del casamiento, ¿por qué habría de arriesgar
toda su posición vendiendo algo como esto por poco dinero a una hoja escandalosa de
Hollywood? Esto está calculado para impedir el casamiento.
Drake pensó un momento en ello y luego manifestó:
—Si usted lo plantea así, hay una sola solución lógica.
—¿Cuál?
—Milter está allí haciendo tiempo, esperando que el casamiento se realice, para
poder aplicar el torniquete a Witherspoon. Eso descarta a Milter. Ese asunto del
periódico escandaloso es otra cosa distinta. No tiene relación alguna con lo otro.
Mason manifestó:
—Es algún allegado a la casa, Paul. Sabe que Witherspoon me retuvo allí. Sabe lo
del pato que se ahogaba. Y eso es algo que Witherspoon no sabe.
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—Tampoco lo sé yo —anunció Drake—. ¿Qué es eso, una broma?
—No, un experimento científico. Marvin Adams lo hizo en presencia de los
huéspedes de Witherspoon, unas noches atrás. Witherspoon no estaba presente.
—¿Cómo hizo para que el pato se ahogase? —preguntó Drake—. ¿Lo retuvo
debajo del agua?
—No. No lo tocó.
—Usted está bromeando.
—No. Es la verdad.
Drake dijo bruscamente:
—Usted va a ir a El Templo esta noche. ¿Piensa interrogar a Milter?
Mason consideró, pensativo, la pregunta.
—Creo que sí —contestó.
—Quizá sea un cliente peligroso —le previno Drake.
Mason contestó:
—Quizá lo sea también yo. Si sabe usted algo del asunto de miss X, llámeme por
teléfono. Estaré en casa de Witherspoon.
—¿Hasta qué hora puedo llamarle?
—Puede llamarme a cualquier hora en que consiga la información —contestó
Mason—. No importa que sea tarde. Y dígale a ese hombre que anda siguiendo a la
rubia de la oficina de Allgood, que me llame directamente a casa de Witherspoon y
que me haga saber adónde va ella cuando llegue a El Templo. Eso hará ganar tiempo.
De otro modo, él tendría que llamar a la oficina y darle la información a usted y luego
usted tendría que llamarme a mí.
—Sería solamente cuestión de minutos —manifestó Drake.
—Los minutos quizá sean preciosos. Deje que su ayudante me informe
directamente a mí.
Drake hizo una mueca.
—Éste es el error que cometió Witherspoon.
Mason recogió unos papeles y los guardó en una cartera que luego cerró,
abrochando las correas.
—Quizá resulte que Milter ha cometido ese error —dijo Mason—. Vea si puede
averiguar algo de ese periódico escandaloso de Hollywood, Paul. Es importante saber
si esa información fue obtenida por mediación de Milter.
—Muy bien, veré lo que puedo hacer y luego se lo comunicaré a usted. Creo que
conozco a alguien que puede informarme concretamente sobre eso.
Mason manifestó:
—Puedo prometerle una cosa. Si Milter vendió esa información a ese periódico
escandaloso, todo el asunto está enredado. No coincide lo suficiente para darnos la
respuesta correcta.
Drake estaba en pie, mirando con ceño fruncido el sobre.
—¡Ciertamente, no coincide! —admitió.
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Capítulo 8
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—Nuestras maletas están en el automóvil —dijo Mason.
—Manuel las traerá. Ustedes tendrán los mismos cuartos que ocuparon ayer.
Witherspoon los guió hacia el ala nordeste del edificio, abrió la puerta de la salita
de Mason y se hizo a un lado para darles paso.
Mason cedió el paso a Della Street, entró en la habitación detrás de ella y
Witherspoon los siguió. Mason cerró la puerta de un puntapié.
Witherspoon comenzó a hablar:
—Me alegro mucho de que haya venido. Hay una cosa importante…
Mason le interrumpió:
—Olvídese de eso. Siéntese y dígame todo lo que sucede con ese detective. Hable
de prisa.
—¿Qué detective?
—Leslie Milter, el que ha estado aprovechándose de usted.
—¡Milter, aprovechándose de mí! —exclamó Witherspoon con expresión de
incredulidad—. ¡Mason, usted está loco!
—Usted le conoce, ¿no?
—Pues, sí. Es el detective que hizo la investigación del asesinato. Trabaja para
Allgood.
—¿Le ha visto usted?
—Sí. Una vez vino personalmente a traerme un informe; pero eso fue después de
haber completado sus investigaciones en el Este.
—¿Estaba usted en contacto con él, a larga distancia, durante el tiempo que hacía
esa investigación?
—Sí. Me llamaba por teléfono todas las noches.
Mason miró fijamente a Witherspoon y dijo:
—O usted me está mintiendo, o todo está muy enredado.
—Yo no estoy mintiendo —manifestó Witherspoon con fría dignidad—, y no
estoy acostumbrado a que se me acuse de mentir.
Mason dijo:
—Milter está en El Templo.
—¿Es cierto eso? No le he visto desde aquella única vez en que trajo el informe.
—¿Y no ha tenido noticias de él?
—En los últimos diez días, no. Ni desde que completó sus investigaciones.
Mason extrajo de su bolsillo el sobre que había recibido aquella tarde y preguntó:
—¿Esto le dice algo a usted?
Witherspoon contempló el sobre con aire de intensa curiosidad.
—No —contestó.
Mason dijo:
—Ábralo y lea lo que hay dentro.
Witherspoon apartó los bordes del sobre y miró en su interior.
—Parece que no hay nada en el sobre, excepto un recorte de diario —manifestó.
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—Léalo —interrumpió Mason.
Witherspoon metió los dedos de su mano derecha en el sobre para extraer el
recorte, lo acercó a la luz y antes de empezar a leer dijo:
—Creo que podríamos prescindir de todo esto, míster Mason. Algo sucedió esta
tarde que…
—Léalo —interrumpió Mason.
Witherspoon se ruborizó. Por un momento pareció que estaba a punto de arrojar
al suelo tanto el sobre como el recorte. Luego, bajo la firme mirada de Mason,
comenzó a leer.
Mason observaba su cara.
Evidentemente, Witherspoon necesitó leer las primeras líneas para interesarse por
lo que estaba leyendo y advertir su significado. Leyó unas pocas palabras más y la
importancia de ellas le impresionó profundamente. Su cara se contrajo en una mueca
sombría. Sus ojos, yendo y viniendo, terminaron de leer las palabras impresas. Miró a
Mason con expresión ceñuda y dura.
—¡El cochino! —dijo—. ¡El sucio cochino! Pensar que un hombre pueda caer tan
bajo como para publicar semejante cosa. ¿Cómo lo consiguió usted?
—En ese sobre —contestó Mason—. Fue enviado por entrega especial. ¿Sabe
usted algo acerca de eso?
—¿Qué quiere decir?
—¿Tiene alguna idea de quién puede haberlo mandado?
—No, en absoluto.
—¿Sabe dónde fue publicado?
—No. ¿Dónde?
—En una hoja de escándalos, de Hollywood.
Witherspoon manifestó:
—Yo he tratado de ser justo. Ahí fue donde cometí mi más grande equivocación.
Debí haber detenido instantáneamente esto, apenas me enteré del asesinato.
—¿Quiere usted decir —preguntó Mason— que debió contarle a su hija todo
esto? ¿Quiere decir que habría destruido toda la felicidad de su hija y removido todo
ese antiguo escándalo, sin antes hacer una investigación para saber si la condena de
Horace Adams fue justa?
—Eso es exactamente lo que quiero decir —contestó Witherspoon—. Debí
advertir que el veredicto del jurado era concluyente.
—Usted tiene más confianza en los jurados de la que tengo yo —recalcó Mason
—. Y tengo mucha más confianza en los jurados que en los jueces. Los seres
humanos son siempre falibles. De todos modos, vamos a olvidar eso por un momento
y hablaremos de chantaje.
Witherspoon dijo solemnemente:
—No existe sobre la tierra un hombre que pueda hacerme eso a mí.
—¿Ni aunque supiera algo de usted?
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Witherspoon movió la cabeza.
—Yo nunca me colocaría en una posición semejante. ¿No se da cuenta? Ésa es
una de las razones por las cuales ese futuro casamiento es imposible.
Mason parecía estar tratando de dominar una impaciencia que se acrecentaba.
—Vamos a entendernos bien —dijo—. Usted contrató a la Agencia de Detectives
Allgood para que investigara sobre este caso de asesinato. Leslie L. Milter era el
representante de la Agencia. Al parecer, se encuentra en El Templo en este mismo
momento, viviendo en el número once sesenta y dos de la avenida Cinder Butte.
Milter es lógicamente quien dio la información al hombre que vomitó esta columna
escandalosa. La Agencia Allgood echó a Milter por haber hablado. Eso quiere decir
que él debe de haber hablado con alguien. Lo más lógico es que haya hablado con el
encargado de la columna.
—Me aflige y molesta saber que Milter no era de confianza —manifestó
Witherspoon con tono digno—. Parecía un hombre muy eficiente.
—¡Afligido! —dijo Mason, casi gritando—. ¡Molestado! ¡Maldita sea, el hombre
es un chantajista! ¡Se encuentra aquí con objeto de hacer un chantaje! ¿A quién? ¿A
quién podrá hacerlo sino a usted?
—No lo sé.
Mason manifestó:
—Witherspoon, si usted está ocultándome algo, abandonaré este caso tan
rápidamente que…
—No estoy ocultándole nada. Estoy diciéndole la pura verdad.
Mason dijo a Della Street:
—Llame por teléfono a Paul Drake. Dígale que hemos llegado. Quizás él tenga
alguna novedad. Este asunto está todo él enredado.
Mason comenzó a pasearse por la habitación.
Witherspoon manifestó:
—Desde que usted llegó, he estado tratando de decir algo importante que ha
sucedido. Hemos agarrado a Marvin Adams con las manos en la masa.
—¿Haciendo qué? —preguntó Mason, sin detener sus pasos y arrojando la
pregunta sobre su hombro como si se refiriese a un asunto de poca importancia.
—Siendo cruel con los animales…; al menos, ésa es una deducción justa…, y
explica algo de lo que decía ese recorte de diario.
—¿Qué hizo Marvin Adams? —preguntó Mason.
—Va a ir a Los Ángeles esta noche.
—Lo sé. Entiendo que regresa al colegio.
—Llevó a Lois a cenar esta noche. No quería cenar en casa.
—¿Y qué?
Witherspoon dijo en tono irritado:
—Déjeme que yo lo diga.
—Continúe y dígalo entonces.
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Con una expresión de dignidad ofendida, Witherspoon continuó hablando:
—Marvin estuvo esta tarde en el lugar donde guardamos el ganado, conejos,
pollos y patos. Había allí una pata con algunos patitos. Tal como me lo cuenta el
ayudante mejicano, Marvin dijo que necesitaba uno de los patitos para realizar un
experimento. Dijo que quería ahogarlo.
Mason dejó de caminar por el cuarto.
—¿Estaba Lois con él? —preguntó.
—Así tengo entendido.
—¿Qué dijo?
—Eso es lo que me resulta más increíble en el asunto. En lugar de sentirse
molesta, Lois le ayudó a agarrar a uno de los patitos y dijo a Marvin que se lo llevase.
—¿Ha hablado usted con Lois de eso?
—No, no lo he hecho. Pero he resuelto que debe saberlo. Es hora de que le cuente
todo el asunto.
—Entonces, ¿por qué no se lo dice?
Witherspoon contestó:
—Porque he estado aplazándolo.
—¿Por qué?
—Creo que puede usted comprender por qué.
Mason manifestó:
—Probablemente porque su entendimiento es mejor que sus emociones. Si usted
le cuenta a su hija la historia tal como la sabe ahora, ella simpatizará con Marvin o se
volverá violentamente partidaria de él y se pondrá en contra de usted. La muchacha
está enamorada. Usted no puede desacreditar a Marvin a sus ojos sin tener pruebas.
—El padre de Marvin fue ajusticiado por asesinato.
—Creo que a ella eso no le importa un comino —declaró Mason—. Simplemente
adoptará la posición de que el padre de Marvin era inocente. Pero, ¿qué le sucederá a
Marvin cuando lo sepa?
—No me importa lo que le suceda —manifestó Witherspoon.
—Quizá le importe si Marvin llegara a suicidarse.
Mientras consideraba en su mente esa idea, la cara de Witherspoon cambió de
expresión. Bruscamente dijo:
—Creo que lo único que puede hacerse es que mi hija vea a Marvin tal cual es.
—¿Cuándo le vio por última vez? —preguntó el abogado Mason.
—Se fue de aquí en automóvil media hora antes que ustedes llegaran.
—¿Dónde estaba el patito?
—Al parecer, en el automóvil, con él.
—¿El joven Adams es dueño de ese automóvil? —preguntó Mason mirando su
reloj.
—No. Pertenece a un amigo suyo…, un muchacho que es alumno del colegio
secundario de aquí. No deberían permitir que un automóvil de esas condiciones
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anduviera por los caminos. Es una vergüenza.
—¿Acostumbra Lois pasear con él en automóvil?
—Sí. Ésa es otra cosa que no puedo entender. Parece que a ella le divierte esto. El
parabrisas está rajado. Los muelles de los asientos, rotos… ¡Condenado sea, Marvin
la tiene hipnotizada!
—No está hipnotizada —declaró Mason—. Está enamorada. Eso es peor…, o
mejor.
Della Street anunció:
—Paul Drake está al teléfono.
Mason acercó el auricular a su oído.
—Hola…, hola, Paul. Habla Perry. Estamos aquí, en casa de Witherspoon. ¿Qué
novedades hay?
Drake contestó:
—Las cosas marchan. Probablemente dentro de pocos minutos tendrán ustedes
noticias de mi ayudante en El Templo. Me llamó desde una de las paradas del
ómnibus hace más o menos una hora, diciéndome que la rubia había hablado por
teléfono con Milter. Él la está esperando. Estamos todavía trabajando con ese caso en
el Este. Creo que ya hemos averiguado quién es miss X. Es decir, conocemos su
nombre, pero todavía no la hemos localizado. Era cajera de una confitería en la época
en que fue cometido el crimen. ¿Está seguro de que no quiere que suspenda las
llamadas después de medianoche?
Mason contestó:
—Llámeme apenas tenga cualquier información. No me importa la hora que sea.
—Muy bien, quédese por ahí cerca y tendrá noticias de ese ayudante de El
Templo.
—¿Está seguro de Milter, Paul…, que está aquí en El Templo?
—Positivamente. Lo hemos comprobado.
—Quiero estar seguro de esa dirección. ¿Milter vive en el número once sesenta y
dos de la avenida Cinder Butte?
—Así es. Es un edificio de gran tamaño que ha sido convertido en una casa de
departamentos. Milter ocupa uno que está situado en el piso alto, a la derecha.
—Muy bien. Llámeme si sucede algo.
Mason colgó el receptor, se volvió a Witherspoon y dijo:
—Milter vive aquí, en El Templo, desde hace varios días…, y está aquí ahora.
—Ni siquiera ha intentado ponerse en contacto conmigo. No hay duda de que no
ha tratado de hacerme víctima de un chantaje.
Mason entornó los ojos.
—¿Y qué hay de Lois? ¿Tiene la chica algún dinero a su nombre?
—No hasta que ella… Espere un instante. Sí, ella tiene también. Ahora tiene
veintiún años. Los cumplió hace una semana. Sí, posee el dinero que heredó de su
madre.
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—¿Cuánto?
—Cincuenta mil dólares.
—Muy bien —declaró Mason con expresión ceñuda—, ésa es su respuesta.
—¿Quiere usted decir que Milter está molestando a Lois?
—Sí.
—Pero Lois no sabe nada acerca de aquel caso de asesinato.
—La chica es una actriz muy buena —manifestó Mason—. Usted no debe
imaginarse que un hombre del calibre de Leslie Milter va a dejar que pase de largo
una oportunidad de esa clase. Pensándolo bien, él no trataría de sacarle dinero a
usted. Usted es un pájaro duro de pelar y le importa un comino que pueda salir a
relucir el escándalo relacionado con ese asesinato…, no le interesará hasta después
que Marvin se haya convertido en su yerno; entonces, y solamente entonces, usted
pagaría dinero para silenciarlo. Espere un minuto. Marvin y su hija no estarán
planeando hacer algo imprevisto, ¿no?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Huir, para luego casarse?
—Mi hija quiere anunciar su compromiso y casarse el mes próximo. Creo que le
dije a usted que Marvin va a ingresar en el ejército cuando se gradúe en junio y…
Mason movió la cabeza y dijo:
—No lo creo. Lois pagaría para evitar que usted se enterase de los hechos, pero…
Espere un minuto. Ésa ha de ser la solución. Milter debe de haber dado a su hija la
información, sin decirle que usted sabe algo de eso. La ha amenazado con llevarle a
usted los hechos, a menos que ella le dé algún dinero para comprar su silencio.
—¿Quiere usted decir que le dio dinero para…?
—Todavía no —contestó Mason—. Una vez que él consiga el dinero, se irá de
aquí. Quizá Milter está cerrando el trato, pero no ha conseguido cerrarlo del todo…
todavía no. Supongo que antes que Lois entrase en posesión de esa herencia habría de
hacer algunos trámites judiciales. ¿Dónde está ella ahora?
—No lo sé. Ha salido.
—Quiero hablar con ella, apenas vuelva.
Witherspoon dijo:
—Si ese hombre trata de molestar a Lois, yo voy a…
Mason le interrumpió:
—Lo sé —interrumpió Mason—, pero todavía faltan tres semanas para el mes
que viene. Si Milter estuviese planeando hacer víctima de chantaje a alguien el mes
que viene, no estaría esperando por aquí, ahora, donde uno podría tropezar con él en
la calle. No, ese pájaro ha hundido sus colmillos en alguien ahora mismo y está
sangrándole a muerte…, o está preparándose para hacerlo.
Witherspoon manifestó con tono de irritación:
—Si Lois está cogiendo el dinero que le dejó su madre y dándoselo a algún
chantajista para evitar que los hechos relacionados con ese mozalbete se hagan…
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—Espere un minuto —interrumpió Mason—. Usted ha encontrado algo. ¿Para
evitar que los hechos se hagan qué?
—Que se hagan públicos —contestó Witherspoon.
—Tome en cuenta el consejo de un abogado, Witherspoon, y quítese la costumbre
de mencionar las cosas que va a hacer… Parece como si Milter fuese la clave de todo
el asunto. Voy a tener una entrevista con Milter. Cuando termine con él, abandonará
la ciudad con el rabo entre las piernas.
—Yo iré con usted —anunció Witherspoon—. Cuando pienso en Lois echándose
en las garras de un chantajista… Yo iré a verle.
—Conmigo, no. No habrá testigos en esta entrevista. Uno no usa guantes blancos
cuando anda en trato con un chantajista. Della, quédese aquí a la espera de
novedades. Si Drake telefonea alguna información, anótela.
—¿Y qué hay de aquella muchacha de la agencia de detectives? —preguntó Della
Street—. Venía para acá en autobús y…
Mason miró su reloj y dijo:
—Ya debe de haber llegado…, a menos que el autobús se haya retrasado.
¡Magnífico! Tendré la oportunidad de hablarles a ambos juntos.
Witherspoon corrió hacia la puerta.
—Los perros —dijo—. Espere aquí un momento, hasta que yo haga atar a esos
condenados perros.
Mason miró su reloj y manifestó:
—Ese autobús ya debe de estar aquí… ¡Cómo se alegrará esa rubia cuando me
vea entrar!
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Capítulo 9
Mason enfiló su coche por el camino real del desierto. Las luces de El Templo
mostraban una especie de halo debajo de las estrellas. La aguja del cuentakilómetros
temblaba alrededor de la línea de los cien kilómetros.
Una irregularidad del camino hizo sacudir levemente el coche. Mason lo enderezó
y aminoró la velocidad. Otra vez un bache hizo balancear la parte trasera del coche y,
aminorando la marcha hasta cincuenta kilómetros por hora, Mason torció
deliberadamente el volante.
La trasera del automóvil dio un gran coletazo.
Mason levantó el pie del acelerador, tuvo cuidado de usar los frenos, y se acercó a
un lado del camino. Antes de llegar allí oyó el ruido inconfundible que produce un
neumático pinchado.
Era el neumático de la rueda trasera derecha. Mason lo miró tristemente, se quitó
la chaqueta y la tiró sobre el respaldo del asiento delantero. Se arremangó, sacó la
llave del tablero, tomó una linterna de la guantera y caminó hacia la trasera del coche
para abrir la maleta. Tanto sus maletas como la de Della Street estaban allí. Tuvo que
sacarlas y revolver todo para encontrar las herramientas necesarias, a fin de cambiar
el neumático. Con la ayuda de su linterna, echó mano del gato, lo colocó debajo del
coche y empezó a levantar éste.
Detrás de él, a distancia, vio unos faros que a gran velocidad venían bajando por
la larga recta de la carretera.
Mientras se hallaba levantando el coche, Mason oía el chirrido de los neumáticos
del otro automóvil. Luego, con un rugido, el coche pasó como una exhalación, y la
corriente de aire que levantó a su paso hizo que el automóvil de Mason se balanceara
suavemente sobre sus muelles. Mason observó cómo la luz trasera se desvanecía en la
distancia a una velocidad que él estimaba en ciento veinte kilómetros por hora, más o
menos.
Mason quitó las tuercas y la taza y retiró la rueda. Luego sacó de la maleta la
rueda auxiliar.
La hizo rodar hasta la punta del pie, la levantó, la acomodó en su lugar y ajustó
las tuercas y la taza. Luego bajó el gato, volvió las herramientas al maletero y colocó
nuevamente allí las numerosas maletas. En seguida reanudó el viaje.
Encontró sin mucha dificultad la dirección que buscaba. Milter ni siquiera se
había molestado en adoptar un nombre falso. En el tarjetero que estaba colocado
encima del timbre se veía un trozo de una tarjeta de visita que decía simplemente:
Leslie L. Milter.
Mason tocó el timbre dos veces. No hubo respuesta. Luego golpeó fuertemente la
puerta.
Oyó ruido de pasos en la escalera que tenía a la izquierda. Se abrió la puerta. Una
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joven morena y atractiva, de sombrero atrevido y lustroso abrigo de pieles atravesó el
porche, vio allí detenido a Mason, vaciló un momento y luego se volvió para mirarle
con expresión francamente curiosa.
El abogado sonrió y saludó a la joven, quitándose el sombrero.
Ella contestó a la sonrisa de Mason y dijo:
—Creo que no está.
—¿No tiene usted idea de dónde puedo encontrarle?
—No —contestó la joven riendo alegremente, y agregó—: Apenas le conozco.
Tengo el departamento contiguo al suyo. Varias personas han venido a verle esta
noche…, una verdadera procesión. ¿Usted no estaba…, no tenía cita con él?
Mason tomó una decisión rápida.
—Si él no está en casa —dijo—, es inútil que yo espere.
Mason miró el nombre de la joven que estaba encima del timbre de la puerta de
su departamento y manifestó:
—Usted debe ser miss Alberta Cromwell. ¿Puedo dejarla en alguna parte?
—No, gracias. La calle principal está sólo a una manzana de aquí.
Mason dijo:
—Esperaba encontrar a míster Milter en casa. Había entendido que él tenía una
cita y que le encontraría en casa.
—Creo que vino una señorita, y vi a un hombre que salía de la casa un momento
antes que viniera usted. Al principio creí que el hombre había tocado el timbre de mi
departamento. Yo estaba en la cocina, el grifo estaba abierto y verdaderamente creí
que sonaba mi timbre.
Se rió con una risilla que demostraba cuán nerviosa estaba.
—Apreté la chicharra para que mi visitante subiese. No pasó nada, y luego
escuché pasos en la escalera que conduce al departamento de míster Milter, por lo
que supongo que no fue mi timbre el que sonó.
—¿Hace tiempo?
—No. Hace unos quince o veinte minutos.
—¿Sabe usted cuánto tiempo se quedó ese visitante?
La joven rió y dijo:
—Caramba, usted habla como si fuese un detective…, o un abogado. No sabe
quién era esa muchacha, ¿verdad?
—Es que estoy muy interesado en míster Milter.
—¿Por qué?
—¿Sabe usted algo de él?
Ella dejó pasar un rato antes de contestar esa pregunta. Luego dijo:
—No gran cosa.
—Entiendo que solía ser detective.
—¿Oh, sí?
—Yo quería hablar con él de un caso en el cual trabajo.
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—¡Oh!
La joven vaciló y dijo:
—Bueno, tengo que irme al centro. Lamento no poder ayudarle. Buenas noches.
Mason se quitó el sombrero y observó cómo se alejaba la joven.
Desde la cabina de teléfono de una farmacia, Mason llamó a casa de Witherspoon
y preguntó por Della Street. Cuando Della acudió al teléfono, Mason dijo:
—¿Alguna novedad de Paul Drake, Della?
—Sí. Habló por teléfono el ayudante de Drake.
—¿Qué dijo?
—Dijo que el autobús había llegado a su hora y que la muchacha descendió y fue
directamente al departamento de Milter. Que la joven tenía una llave del
departamento.
—¡Oh! —exclamó Mason—. ¿Qué sucedió después?
—La joven fue arriba y no permaneció allí mucho tiempo. Ésa es una de las cosas
que preocupan al detective. No sabe justamente el tiempo que se quedó arriba la
muchacha.
—¿Por qué no?
—El hombre supuso, sin duda, que la joven estaría arriba algún tiempo y entonces
cruzó la calle y anduvo cerca de media manzana, para hablar por teléfono desde un
restaurante. Habló con Drake y le dio su informe. Drake le dijo que le telefonease a
usted aquí. Estaba hablando por teléfono conmigo, cuando vio que la rubia pasaba
por allí. De modo que colgó el teléfono y comenzó a perseguirla. Unos cinco minutos
más tarde volvió a hablar por teléfono desde la estación; dijo que la joven estaba
sentada allí esperando el tren de medianoche para Los Ángeles y que se veía que
había estado llorando.
—¿Dónde está el detective?
—Está todavía en la estación. Está vigilando a la rubia. El que ella espera es un
tren local que lleva un pullman hasta la línea principal, donde aguarda cuatro horas.
Es enganchado después al expreso y llega a Los Ángeles a eso de las ocho de la
mañana.
—¿El detective no puede decir exactamente cuánto tiempo estuvo ella en el
departamento?
—No. No pudo ser más de diez minutos. Quizá menos. De acuerdo con lo que
dice, él creyó que era una buena oportunidad para llamar por teléfono e informar.
Naturalmente, esperaba que la rubia estuviese allí arriba algún tiempo… Ya sabe
usted, cuando una muchacha tiene la llave del departamento de un hombre…, él
imaginó…, que tendría tiempo de sobra para telefonear.
Mason miró su reloj y dijo:
—Quizá yo tenga que hablar con ella. Iré a la estación para ver si puedo hacer
algo.
—¿Vio usted a Milter?
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—Todavía no.
—Un automóvil se alejó de aquí en seguida que usted se marchó…, dos o tres
minutos después. Creo que era Witherspoon. Probablemente está tratando de localizar
a Lois.
—Trate de averiguar bien eso, ¿quiere?
—Muy bien.
—Voy corriendo a la estación. Adiós.
Mason fue directamente en su automóvil a la estación. Oyó el silbato de una
locomotora, cuando le faltaban dos o tres manzanas para llegar allí. Mientras
estacionaba el coche, el tren entraba en la estación.
Mason se dirigió al andén justamente a tiempo para ver que subía al tren la joven
rubia que él había conocido en la oficina de Allgood. Por un momento, la luz de la
estación iluminó la cara de la joven, y no le cupo a Mason duda alguna acerca de su
identidad, ni de que había estado llorando.
Mason volvió a su automóvil, y ya se había alejado unas tres o cuatro manzanas
de la estación cuando oyó el sonido de una sirena. A una manzana de distancia cruzó
velozmente un automóvil de la policía.
Al llegar a la esquina, Mason advirtió que el coche había doblado en dirección al
departamento de Milter. Mason le siguió y vio que el automóvil de la policía se
acercaba al encintado de la acera deteniéndose.
Mason estacionó su automóvil directamente detrás del coche de la policía. Un
oficial saltó del automóvil y atravesó rápidamente el camino de cemento que
conducía al departamento de Milter. Mason iba detrás de él. El oficial apretó el
timbre con su grueso pulgar, luego se volvió y vio a Mason.
Por un momento, Mason devolvió la mirada del oficial. En seguida se volvió
tímidamente y comenzó a bajar los escalones.
—¡Eh, usted! —llamó el oficial.
Mason se detuvo.
—¿Qué quería usted? —preguntó el oficial.
—Quería hablar con alguien.
—¿Con quién?
Mason vaciló.
—Vamos, dígalo.
—Con míster Milter.
—¿Le conoce usted?
Mason, escogiendo cuidadosamente sus palabras, contestó:
—Nunca le he visto.
—Usted le necesitaba, ¿eh?
—Sí, quería verle.
—¿Estuvo usted aquí antes?
Mason esperó un rato antes de contestar.
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—Sí.
—¿Cuánto tiempo hace?
—Unos diez minutos.
—¿Qué hizo usted?
—Toqué el timbre.
—¿Qué sucedió?
—Nadie contestó a mi llamada.
El oficial tocó nuevamente el timbre y manifestó:
—Quédese por aquí cerca. Creo que necesitaré hablar con usted. Cruzó hacia un
departamento en cuya puerta decía: «Encargado» y apretó el botón del timbre.
Se encendió una luz en uno de los cuartos bajos. Pudieron oír pisadas de pies
desnudos sobre el piso; luego, pisadas de unos pies descalzos con pantuflas, que
venían por el pasillo. La puerta se abrió un poco y una mujer de unos cuarenta años,
envuelta en una bata, miró a Mason con cara ceñuda y expresión de fría
inhospitalidad. Luego, al ver el brillo de la insignia y de los botones dorados del
uniforme del oficial, se volvió instantáneamente cordial.
—¿Puedo hacer algo por usted? —preguntó la mujer.
—¿Vive aquí un hombre llamado Milter?
—Sí. Vive en ese apartamento, allí…
—Lo sé. Quiero entrar.
—¿Ha tocado el timbre de su departamento?
—Sí.
—Yo…, si él está en casa…
—Quiero entrar —repitió el oficial—. Déme una llave maestra.
La mujer pareció indecisa tan sólo un momento; luego dijo:
—Espere un minuto.
Se perdió en el oscuro interior de la casa. El oficial preguntó a Mason:
—¿Para qué quería verle usted?
—Quería hacerle unas preguntas.
Un receptor de radio que tocaba en algún lugar del piso bajo dejó oír cuatro
rápidas descargas. El oficial preguntó:
—¿Vive usted aquí?
Mason le dio una de sus tarjetas y dijo:
—Soy un abogado de Los Ángeles.
El oficial se volvió, colocó la tarjeta de modo que le diera la luz y manifestó:
—¡Oh! ¿Es usted Perry Mason, el abogado? He leído algunos de sus casos. ¿Qué
hace usted aquí abajo?
—Ando de paseo —contestó Mason.
—¿Vino usted a ver a Milter?
Mason trató de dar a su risa el adecuado matiz de expresión y contestó:
—Es difícil que yo haya venido de tan lejos solamente para ver a Milter.
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—¡Eh, usted! —llamó por el pasillo el oficial, dirigiéndose a la encargada—, no
podemos esperar toda la noche por esa llave.
—Un minuto. Estoy tratando de encontrarla.
Durante el corto período de silencio que siguió, Mason oyó el ruido metálico que
producía el auricular de un teléfono al ser colocado en su horquilla.
—Considerando el ruido que hizo la radio cuando ella marcaba el teléfono de
Milter —manifestó Mason con una risilla ahogada—, va a darle mucho trabajo evitar
que sepamos lo que está haciendo.
—¡Eh! —gritó el policía—, deje de hablar por teléfono. Consígame la llave o iré
a buscarla yo mismo.
Oyeron nuevamente las pisadas de los pies descalzos con pantuflas que
avanzaban rápidamente por el pasillo.
—Me costó mucho trabajo encontrarla —mintió la encargada—. Déme su
nombre, por favor… por si se presenta alguna molestia.
—Haggerty —contestó el oficial tomando la llave.
Mason atravesó el porche, esperó mientras el oficial introducía la llave en la
puerta y luego dijo:
—Bueno, yo no subiré con usted. El asunto por el cual quería ver a Milter no era
importante.
Mason se volvió y comenzó a alejarse. El oficial dejó que diese dos pasos antes
de llamarle:
—¡Eh, espere un minuto! No estoy seguro de eso.
—¿De qué?
—De que no era importante el asunto por el cual usted quería ver a Milter.
—No le entiendo —manifestó Mason.
—¿Por qué supone usted que pedí esta llave maestra?
—No sabría decirlo.
—Hace un rato una desconocida habló por teléfono a la guardia, diciendo que
aquí había sucedido algo raro. ¿Sabe usted algo de eso?
—No.
—¿Sabe quién pudo ser la mujer que telefoneó?
—No.
—De cualquier modo, vamos arriba —dijo el oficial—. Quédese conmigo un
rato. Quiero echar un vistazo allí arriba. Quizá no haya ocurrido nada. Pero es posible
que tenga usted que responder a algunas preguntas.
El oficial comenzó a subir la escalera. Mason le seguía dócilmente.
Entraron en un cuarto que era una combinación de sala de estar y dormitorio. Una
amplia sección de la pared, cubierta por un espejo, era giratoria y ocultaba una cama.
El mobiliario, sencillo y algo desteñido. Una puerta, en el extremo de la habitación,
estaba cerrada. Sobre una mesa sencilla, colocada en el centro del cuarto, había unas
revistas. En el extremo opuesto, una pecera grande y redonda, en cuyo fondo se veía
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un pequeño castillo, unas algas marinas de determinada clase y unas cuantas
conchillas desparramadas. Un par de peces dorados daban vueltas, nadando
perezosamente. En la pecera, tan sumergido que solamente sobresalían del agua la
cabeza y parte del pico, un pato luchaba débilmente.
El oficial siguió la dirección de la mirada de Mason, vio la pecera, se volvió hacia
el otro lado y se detuvo.
—¡Eh! —dijo—, ¿qué le pasa a ese pato?
Mason miró el pato y manifestó rápidamente.
—Supongo que esta puerta conduce a otra habitación.
—Veremos —anunció el oficial.
Golpeó la puerta, no obtuvo respuesta y la abrió. Se volvió para mirar hacia la
pecera.
—Es raro lo que le sucede a ese pato —manifestó—. Está enfermo.
Un olor peculiar se deslizaba dentro de la habitación en que el oficial acababa de
entrar, un olor acre y muy débil. Evidentemente, el cuarto estaba destinado a servir de
comedor. Había una mesa grande en el centro, un aparador de pino y sillas de
comedor del tipo común.
Mason anunció:
—Vamos a abrir estas ventanas. No me gusta este olor. ¿Qué le trajo a usted aquí?
Concretamente, ¿qué dijo aquella mujer?
—Dijo que aquí ocurría algo raro. Vamos a echar un vistazo al otro cuarto.
El oficial abrió una puerta que conducía a un cuarto de baño. Estaba vacío. Mason
cruzó la habitación y abrió de par en par las ventanas, mientras el oficial abría otra
puerta que conducía a la cocina.
Mason, que esperaba su oportunidad, volvió rápidamente a la sala de estar y
sumergió la mano dentro de la pecera.
El patito había dejado de luchar. Mason lo sacó del agua. Era un bulto húmedo,
casi inerte, de plumas mojadas.
El abogado sacó un pañuelo de su bolsillo y secó al ave, enjugándole el agua de
las plumas. El patito hacía débiles movimientos con las extremidades.
Pasos pesados resonaron en el piso. Mason metió el patito dentro del bolsillo de
su chaqueta. El oficial, con la cara de color gris, venía tambaleándose hacia Mason.
—Cocina…, hombre muerto…, alguna clase de gas. Yo traté…
El policía dio un traspiés y se desplomó en una silla.
Mason, mirando hacia la cocina, pudo ver una puerta parcialmente abierta y la
figura de un hombre caído sobre el suelo.
El abogado contuvo la respiración, corrió hacia la cocina, cerró la puerta de
golpe, volvió a la sala de estar y dijo al oficial:
—Saque la cabeza por la ventana. Respire un poco de aire fresco.
Haggerty hizo un gesto de asentimiento. Mason le sostuvo hasta llegar a la
ventana y dejó al oficial apoyado sobre el alféizar.
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Actuando rápidamente, el abogado volvió atrás, alzó la pecera, entró en el cuarto
de baño y volcó el agua en el lavabo. Utilizando el grifo de la bañera volvió a llenar
de agua la pecera, hasta que los peces que habían estado agitándose en el fondo
volvieron a nadar una vez más en el recipiente. Cuando la pecera estuvo nuevamente
llena de agua, Mason cruzó el comedor y la colocó otra vez sobre la mesa. El oficial
estaba todavía inclinado sobre el alféizar. El patito, que Mason extrajo de su bolsillo,
estaba más fuerte ahora y podía moverse mejor. Mason volvió a secarle las plumas, lo
puso de nuevo en el agua y cruzó hacia la ventana.
—¿Cómo sigue? —preguntó al oficial.
—Mejor…, tragué un poco de eso…
Mason anunció:
—Las ventanas están abiertas. Esta parte de la casa se ventilará. Tenemos que
abrir las ventanas de la cocina. Ése es algún gas mortífero. Lo mejor que podemos
hacer es llamar a los bomberos para que rompan las ventanas.
—Muy bien…, yo…, estaré bien dentro de un minuto. Me sentí muy mal un
momento.
—Quédese tranquilo —le dijo Mason.
—¿Qué gas será ése? —preguntó el oficial—. No es gas de cocina.
—No; aparentemente es alguna clase de gas químico. ¿Qué tal se siente para bajar
la escalera?
—Hay un hombre allí dentro. Tenemos que sacarlo.
—Ése es un trabajo para los bomberos. ¿Tendrán máscaras?
—Sí.
—Bueno, vamos a hablar por teléfono.
Mason se dirigió al teléfono, llamó a la Central y preguntó a Haggerty:
—¿Se siente lo suficientemente bien como para hablarles?
El oficial contestó:
—Sí —tomó el teléfono y explicó la situación a la oficina de bomberos; colgó el
auricular, fue a sentarse al lado de la ventana y dijo—: Me siento mejor ahora. ¿Qué
demonios le pasaba a ese pato?
—¿Qué pato?
—El que estaba en la pecera.
—¡Ah!, ¿dice usted el que estaba zambulléndose?
—Tenía un aspecto muy raro —dijo Haggerty—. Supongo que el gas lo trastornó.
Mason señaló a la pecera y preguntó:
—¿Ése que está allí?
—Sí.
El patito flotaba sobre la superficie del agua. Estaba arreglándose las plumas y
parecía débil y mareado.
—Supongo que el aire fresco le hizo revivir —declaró Mason.
—Ajá. ¿Por qué quería usted ver a Milter?
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—¡Oh!, nada especial.
—¿Sí? ¿A estas horas de la noche? —preguntó escépticamente el oficial.
—Oí decir que Milter estaba sin empleo. Creí que podría darle algún trabajo.
—¿En qué se ocupaba Milter?
—Era detective.
—¡Oh! ¿Trabajaba en algo aquí?
—No lo creo. Oí decir que estaba sin empleo.
—¿Con quién trabajaba antes?
—Con un hombre llamado Allgood, en Hollywood —contestó Mason—. Usted
podría telefonear a Allgood e investigar acerca de Milter.
Las sirenas anunciaron la llegada de los bomberos. Uno de ellos, provisto de una
máscara, entró en la cocina, levantó las ventanas y arrastró hacia fuera el cuerpo
inerte. Diez minutos más tarde un médico anunciaba que el hombre estaba muerto y
que, en su opinión, había sido envenenado con hidrocianuro.
Luego llegaron más policías y un hombre de la oficina del sheriff. Descubrieron,
sobre la cocina de gas, un pequeño cántaro, con un poco de líquido.
—Eso es —exclamó el doctor—. Se pone ácido clorhídrico en una vasija, se echa
en ella un poco de cianuro y se produce un gas mortífero. Ése es el sistema que
utilizan para ejecutar criminales en las cámaras letales. El efecto es casi instantáneo.
—Buscaremos huellas dactilares en ese cántaro —anunció el oficial.
Mason se estiró y bostezó.
—Bueno, supongo que ya no tengo nada que hacer aquí.
El oficial dijo con expresión agradecida:
—Usted me salvó la vida. Si no hubiera abierto esas ventanas, yo habría muerto.
¡Dios mío, ese gas es poderoso!
—Me alegro de haber hecho lo que pude —dijo Mason.
—¿Se aloja usted en el hotel?
—No. Estoy de visita en casa de un amigo…, un hombre llamado Witherspoon,
que tiene un rancho en las afueras…
—¡Oh!, sí; le conozco —anunció el sheriff adjunto—. Voy por aquellos lugares
de cuando en cuando, para cazar torcaces o codornices. ¿Se quedará usted allí algún
tiempo?
—No, probablemente hasta mañana tan sólo. Creo que será mejor que usted
telefonee a Allgood para hacerle saber lo que le ha ocurrido a este hombre. Quizás
Allgood le dé alguna información de utilidad.
—Es una buena idea —afirmó el sheriff adjunto.
—Podrían llamarle desde este teléfono —observó Mason—. Probablemente,
Allgood tendrá algún teléfono por el que pueda llamársele de noche.
El sheriff consultó un momento con la Policía y luego hizo la llamada telefónica.
Mason caminó hasta la ventana y encendió un cigarrillo. Había pasado muy poco
tiempo cuando el telefonista, impelido por la declaración de que se trataba de una
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llamada policíaca de urgencia, localizó a Allgood en Hollywood. Mason oyó lo que
se decía desde El Templo.
—Hola, ¿hablo con Allgood…? Usted tiene una agencia de detectives ahí… Ajá,
está bien… Está hablando con la oficina del sheriff de El Templo. ¿Solía trabajar con
usted un hombre llamado Milter, Leslie L. Milter…? Ajá… Está muerto. Fue
encontrado muerto en su habitación… Quizá sea un crimen. Alguna clase de gas…
¿Quién podría estar interesado en matarle…? No conoce a nadie, ¿eh? ¿No estaba
trabajando en ningún caso para usted…? ¿Cuánto tiempo…? ¿Por qué le despidió…?
Nada más que porque no tenía trabajo para él, ¿eh…? ¿Qué tal era? ¿Un buen
hombre…? Ya veo… Muy bien, háganos saber si averigua algo. Llame a El
Templo…, a la oficina del sheriff o al jefe de Policía. Muy bien, adiós.
El funcionario colgó y dijo:
—Milter trabajó para Allgood hasta hace cuatro o cinco días. Allgood le despidió
porque no tenía trabajo para él. Los negocios andaban bastante mal. Allgood dice que
Milter era un hombre bastante bueno. No puede recordar cuáles eran los casos en que
Milter trabajó recientemente, pero, lo averiguará y nos lo comunicará. Cree que en su
mayor parte eran trabajos rutinarios.
Mason dejó escapar un suspiro de alivio al comprobar que Allgood había seguido
sus instrucciones. Apagó su cigarrillo, lo dejó caer en el cenicero y dijo:
—Bueno, me voy. Si me necesitan para algo, pueden verme en casa de
Witherspoon.
—¿Cómo estaba usted aquí? —preguntó el sheriff.
El oficial manifestó:
—Llegó en su automóvil, justamente detrás del mío. Yo le hice subir.
Dieron las buenas noches a Mason y, mientras éste bajaba la escalera, oyó que
movían el cadáver del Leslie Milter.
Mason fue en su automóvil hasta una estación de servicio nocturno, abrió la
maleta, sacó el neumático pinchado y dijo:
—Arréglelo lo más pronto posible. Estaré de vuelta dentro de unos cinco minutos
para ver cómo va.
Dejó el neumático en la estación de servicio y anduvo las cinco manzanas que le
separaban de la villa donde le habían dicho que vivía Marvin Adams.
La villa era un edificio estucado, sencillo y sin pretensiones. Las flores plantadas
en el jardín evidenciaban que mistress Adams había querido hermosear el lugar. En el
frente de la casa había una luz encendida. Mason tocó el timbre.
Vino a la puerta un joven de aspecto intelectual.
—¿Está Marvin Adams? —preguntó Mason.
—No, señor, no está…, tomó el tren nocturno para Los Ángeles.
Mason dijo:
—¿Adams conducía un automóvil, creo…, esta tarde, a primera hora?
—Sí.
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—¿El automóvil es de usted?
—Sí.
—Adams llevaba consigo un paquete que yo le di para que lo entregase. Parece
que olvidó el encargo. Debió dejarlo en su cuarto o en el automóvil. Es un paquete
cuadrado, envuelto en papel verde, y lleva escrito mi nombre. Creo que podríamos
mirar en su cuarto, para ver si lo dejó allí. Podría haberlo dejado allí, usted sabe…,
mientras hacía su equipaje.
—Pues, sí, señor. Si quiere, pase por aquí.
El muchacho condujo a Mason por un pasillo, pasó por la puerta abierta de un
cuarto de baño, hizo una pausa, golpeó la puerta del dormitorio y la abrió.
Era la habitación típica de un muchacho: patines, raquetas de tenis, un par de
gallardetes, algunos cuadros en las paredes, una percha con corbatas, una cama con
manta de lana oscura y sin colcha, un par de zapatos blancos de tenis colocados al
lado de la cama, y un par de medias de deporte tiradas sobre el piso al lado de los
zapatos de tenis.
Mason examinó superficialmente la habitación y manifestó:
—Creo que no está aquí el paquete. ¿Adams se aloja en esta pieza?
—Sí. Otro muchacho y yo tenemos cuartos aquí y Marvin se aloja en la
habitación. Quizá la alquilaría después.
—Bueno, parece que no está aquí el paquete. ¿Y qué hay del automóvil? ¿Dónde
está?
—Fuera, en la calle.
—No está cerrado con llave, ¿verdad?
El muchacho sonrió irónicamente y dijo:
—No. Nadie querría robarlo.
Mason manifestó:
—Le echaré un vistazo cuando salga. Tengo una linterna.
Mason dio las gracias al muchacho, dijo buenas noches, y cuando la puerta se
hubo cerrado, extrajo una pequeña linterna del bolsillo de su abrigo y sometió a un
rápido examen el decrépito sedán arrimado al borde de la acera. Estaba vacío.
Caminó pensativamente hacia la estación de servicio en la que había dejado su
coche. Sus pasos resonaban sobre la acera de cemento. La calle estaba oscura y casi
no había tránsito. No encontró a ningún peatón. Un cierzo helado venía del desierto.
Las estrellas brillaban intensamente. La acera estaba bordeada por esos tétricos
árboles del desierto cuyas siluetas parecen a la distancia hilos de humo azul que se
reflejan contra el cielo.
El hombre de la estación de servicio anunció a Mason:
—Su neumático está listo.
—¿Tan pronto? —preguntó Mason.
El hombre sonrió y dijo:
—No tenía nada, excepto que el tapón se había perdido y la válvula se había
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aflojado. Eso dejaba escapar el aire.
—¿Cómo pudo haberse aflojado la válvula? —preguntó Mason.
—Bueno, pudo haberse aflojado sola. El tapón se había perdido… Quizás alguien
quiso gastarle una broma pesada…, algún chico, va sabe usted.
Mason pagó, saltó al coche, puso el contacto y marchaba ya a ochenta por hora al
llegar a los límites de la ciudad. El cuentakilómetros llegaba a los cien kilómetros
cuando enfilaba el camino del desierto, bajo el firmamento tachonado de estrellas.
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Capítulo 10
Lois Witherspoon acudió a la puerta de la gran casa al tiempo que Mason tocaba
el timbre de la verja exterior. Los perros, rompiendo a ladrar al sonido del timbre,
vinieron a la carrera hacia el espacio iluminado por la luz del zaguán, contra la cual
se reflejaba la silueta esbelta de la muchacha.
Un momento más tarde, Lois hizo girar un interruptor que inundó de luz el
espacio situado delante de la verja de hierro.
—¡Oh!, es usted, míster Mason. ¡King…! ¡Prince…, quietos! No tengo llave. No
sé dónde está el sereno… ¡Oh!, aquí está. Pedro, abra la verja para que pase míster
Mason.
Un sirviente mejicano, de mirada algo soñolienta, introdujo una llave en la
enorme cerradura y dijo:
—Espere un momento, señor, hasta que asegure los perros.
—No será necesario —manifestó Mason, abriendo la verja.
Los perros corrieron hacia él y luego dieron vuelta a su alrededor, mientras
Mason caminaba con calma en dirección a la casa. El perro más joven saltó y puso
sus patas delanteras sobre el brazo de Mason. El perro más viejo trotaba
tranquilamente al lado del abogado. Ambos movían continuamente la cola. Lois dijo:
—Después de cierto tiempo, los perros se hacen amigos de los huéspedes; pero
está usted batiendo todas las marcas de tiempo.
—Son unos perros muy bonitos —declaró Mason—. Es una cosa muy peculiar la
psicología canina. Le lanzan un desafío, y uno se queda firme, los mira, y, como
decimos los abogados, «la demanda está entablada». Sigue uno ocupándose de sus
asuntos, no demuestra temor alguno y casi ningún perro será capaz de atacarle. ¿Está
en casa su padre?
—Pues no. ¿No le vio usted?
—No.
—Tengo entendido, por los sirvientes, que salió unos minutos después que usted.
Creo que dijo que deseaba verle a usted por alguna cosa y que le alcanzaría antes que
llegara a la ciudad. Yo no estaba aquí.
Mason pasó un brazo alrededor de la cintura esbelta de Lois, la hizo a un lado y
cerró la puerta de un puntapié. Mientras ella estaba aún sobresaltada, Mason le
preguntó:
—¿Conoce usted a un tal Leslie L. Milter?
—No.
—¿Ha estado alguien tratando de molestarla?
—¿A mí? ¡Cielo santo, no!
—Usted salió. ¿Dónde estuvo?
—¿Y a usted qué le importa?
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—Mucho. No ande con rodeos. No tenemos tiempo. Los segundos son preciosos.
¿Dónde estuvo usted?
—Fui a la ciudad…, quería hacer unas compras… y ver a Marvin antes que se
fuera.
—¿Le vio?
—Sí. Le encontré en la estación.
—Yo no la vi allí.
—No podía verme. Estábamos en el extremo opuesto de la estación, cerca del
depósito de mercancías.
—¿Cuánto tiempo antes de que llegara el tren?
—Yo llegué allí unos diez minutos antes que arribara el tren. Marvin vino uno o
dos minutos después que yo.
—¿Estaban allí, en la oscuridad, diciéndose adiós?
—Sí.
—¿Y qué más?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Por qué razón se despidió de él aquí y fue luego corriendo a la ciudad?
La mirada de Lois se encontró con la de Mason. Éste podía sentir cómo los
músculos de la joven se endurecían bajo su brazo.
—Quería que me llevase en automóvil a Yuma… y que se casara conmigo.
—¿Cuándo?
—Esta noche…, ahora…, en seguida.
—¿Él no quiso?
—No.
Mason manifestó:
—Mejor así. Marvin tenía un patito cuando se fue de aquí. Hable rápido y en voz
baja.
—Sí, lo tenía.
—¿Qué hizo con el patito?
Lois contestó nerviosamente:
—Pues él…, él cogió el pato y me preguntó si podía prestárselo unos días.
Prometió devolvérmelo. Dijo que quería hacer aquel experimento para un amigo.
—¿De dónde lo sacó?
—Del corral. Hay una pata madre y una familia de patitos… No sé lo que hizo al
fin Marvin con el patito. No lo llevaba consigo al tomar el tren… Me había olvidado
del pato.
Mason dijo:
—Ahora escúcheme y entiéndalo bien. Salga al corral con una linterna. No me
importa qué excusa invente. Finja que está buscando a uno de los sirvientes o que vio
a alguien que andaba merodeando por allí. Lleve consigo a uno de los perros atado
con una traílla. Y traiga uno de aquellos mismos patitos.
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—Yo… —Lois se interrumpió, mientras los perros comenzaban a ladrar una vez
más.
Mason miró a través de la ventanilla romboidal que había en la puerta y dijo:
—Otro automóvil.
—¡Padre! —exclamó Lois, mientras Witherspoon gritaba a los perros, que
dejaron de ladrar en seguida.
—Salga por el patio —manifestó Mason—. Consiga ese pato y vaya a la ciudad.
Encontrará el automóvil que conducía Marvin estacionado junto a la acera delante de
la casa donde él tiene su habitación. Está sin llave. Ponga el pato en la parte trasera
del coche, debajo de la alfombrilla. Cuídese de no ponerlo en la parte delantera. En la
trasera, debajo de la alfombrilla…, y vuelva aquí lo más pronto posible.
Lois suspiró y dijo:
—¿No puede usted decirme qué…?
—No —interrumpió Mason—. No hay tiempo, y no hable a nadie, ni siquiera a
su padre, de aquel asunto del pato que se ahogaba. Ahora, dése prisa.
Lois se volvió y comenzó a correr mientras se oían resonar las pisadas de
Witherspoon por el pasillo.
Mason se volvió hacia él y dijo:
—Hola. Tengo entendido que usted me buscaba.
Witherspoon contestó:
—Por Dios, Mason, ¿se ha enterado de lo que sucede?
—¿A Milter?
—Sí.
—Yo estaba allí cuando la Policía llegó al lugar —declaró Mason.
—Es una cosa terrible. Quiero hablar con usted. Venga conmigo a mi estudio.
Mason, estamos en una situación terrible.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Yo… ¡maldita sea! Usted sabe tan bien como yo lo que quiero significar.
—Temo no entenderle.
Witherspoon dijo:
—Usted recuerda que le dije que Marvin Adams llevaba consigo un pato cuando
se fue de aquí.
—Sí.
—Ese pato estaba en la sala de estar de Milter, en una pecera.
—¿El mismo pato?
—Exactamente. Yo lo identifiqué.
—¿Cómo se llama? —preguntó Mason mientras Witherspoon le guiaba por el
pasillo.
Witherspoon se volvió a Mason con un movimiento rápido y brusco.
—¿El detective? —preguntó—. Milter, Leslie L. Milter.
—No, el pato.
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Witherspoon dejó de caminar y preguntó:
—¿De qué demonios está hablando usted?
—El nombre del pato —respondió Mason, sacando con mucha calma un
cigarrillo de su pitillera.
—¡Santo Dios, el pato no tiene nombre! Es un pato joven. Pato. Pato. Un ave
joven. Un patito.
—Entiendo —manifestó Mason.
Witherspoon, que aparentemente estaba bajo una terrible tensión nerviosa, frunció
el ceño. Había en sus ojos un reflejo de irritación.
—Entonces, ¿qué demonios quiere decir el preguntarme cuál era el nombre del
pato? Los patos no tienen nombre.
—Usted lo identificó como el mismo pato que Marvin Adams se llevó consigo —
señaló Mason.
Witherspoon dijo:
—Ésta no es ocasión para hacerse el gracioso.
—Así es —convino Mason.
El estudio de Witherspoon era una habitación enorme, amueblada al estilo
misionero. Había cuadros de caballos y de vaqueros que galopaban detrás de novillos.
En la pared se veían cabezas disecadas de animales diversos, rifles y revólveres de
seis tiros que pendían de viejos y usados cinturones llenos de cartuchos. Un cántaro
estaba lleno de anillos cortados de serpientes de cascabel. Las paredes del cuarto eran
de espino nudoso. Y encima y alrededor del gran hogar que se hallaba en el extremo
de la habitación, inscritas a fuego en la pared de madera, se veían algunas famosas
marcas de hacienda que se conocen en la historia del Oeste.
Aun preocupado como estaba, el orgullo de posesión de Witherspoon se
sobrepuso a su inquietud y dijo:
—Aquí es donde vengo cuando quiero alejarme de todo. Hasta tengo allí un catre
en el que puedo dormir. Soy la única persona que tiene llave de este cuarto. Ni
siquiera Lois… ni los sirvientes… pueden abrir esa puerta, excepto cuando mando a
alguien que limpie esto. Estas hermosas alfombras que usted puede ver en el suelo
fueron hechas por los indios navajos. Ahora, siéntese y dígame qué diablos estaba
tratando de hacer con ese pato… ¿Trataba de embromarme?
Witherspoon abrió un gabinete y descubrió un estante lleno de botellas y copas.
Debajo del estante, hábilmente oculto detrás de una puerta, había un refrigerador
eléctrico.
—¿Whisky y soda? —preguntó Witherspoon.
—Ahora no —contestó Mason.
Witherspoon se sirvió bastante whisky, dejó caer en la copa unos trozos de hielo,
echó soda y bebió más de la mitad de la mezcla. Luego dejóse caer pesadamente en
una de las enormes sillas de respaldo de cuero sin curtir, abrió una caja de cigarros,
eligió uno, mordió nerviosamente y raspó una cerilla en la parte inferior de la mesa.
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Su mano se mostraba bastante firme mientras arrimaba la llama al cigarro, pero el
reflejo de ésa acentuaba la red de arrugas que surcaban su frente y rodeaban sus ojos,
y que demostraban claramente su preocupación.
Mason preguntó:
—¿Todavía quiere hablar del pato?
Witherspoon preguntó en tono irritado:
—¿Adónde quiere usted llegar?
Mason contestó:
—Simplemente, que cuando uno identifica a un pato, tiene que conocer al pato
cuando lo ve. El pato debe tener algo que permita reconocerlo. Debe haber algo que
le concede personalidad, alguna cosa que le distingue de todos los demás patos.
Witherspoon manifestó:
—No sea tonto. Yo le previne a usted que esto podría suceder. Ese condenado
muchacho es un corrompido. Es un mal sujeto. Éste será un trago muy amargo para
Lois, pero tendrá que pasarlo. Es mejor que haya sucedido así y no cuando ya fuera
de la familia.
—¿El pato? —preguntó Mason.
—Adams —gritó Witherspoon—. Estoy hablando de Adams. ¡Lois no ha tenido
la intención de casarse con un pato!
—¿Hizo usted algunos comentarios a la Policía acerca del pato? —inquirió
Mason.
—Sí.
—¿Qué dijo usted?
—Les dije que el pato era mío.
—¿Les dijo cómo fue a parar allí el pato?
—Les dije que el joven Adams se lo llevó de aquí cuando se fue esta tarde —
contestó Witherspoon con tono grosero y desafiante—. ¡Maldita sea!, Mason, estoy
dispuesto a ir muy lejos para proteger la felicidad de mi hija; pero llega el momento
en que uno tiene que dejar de engañarse a sí mismo. Y hasta la fecha, ni siquiera ha
sido anunciado el compromiso de mi hija.
—¿Piensa usted que Marvin Adams asesinó a ese detective?
—Por supuesto.
—¿Y qué le ha dado esa idea?
—¿Sabe usted qué le mató? —preguntó Witherspoon alzando la voz en su
excitación—. Un bonito experimento químico —siguió diciendo rápidamente,
contestando a su propia pregunta—. Milter estaba en la cocina, preparando al parecer
un ponche de ron para él y su huésped. El asesino sacó un cántaro de la alacena, lo
puso sobre la parte trasera de la cocina, echó dentro del cántaro un poco de ácido
clorhídrico, y dijo: «Bueno, hasta luego, Leslie, ahora tengo que irme», dejó caer en
el ácido un poco de cianuro y se fue. Estaba funcionando el quemador de gas de la
cocina, calentando el agua con azúcar que estaba encima de él. Sobre la alacena había
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dos tazas con ron, en cada una de las cuales había un trozo de manteca. El zumbido
del quemador de la cocina evitó a Milter oír cualquier ruido sibilante que pudiera
haber sido producido por el cianuro al disolverse en el ácido clorhídrico. El gas
mortífero llenó el cuarto. Cuando Milter advirtió que ocurría algo raro, ya era
demasiado tarde. Quiso dirigirse a la puerta y cayó muerto. El gas seguía ardiendo
debajo de la cacerola en la cual hervían el agua y el azúcar. Cuando el agua se
consumió, el azúcar comenzó a quemarse, llenando el cuarto de humo y de un olor
peculiar. Eso fue lo que salvó la vida del oficial cuando miró dentro de la cocina. Lo
primero que él olió fue una ráfaga de azúcar de la cacerola que se quemaba.
Mason dijo:
—Muy interesante está resultando hasta este momento.
—¿Qué quiere decir con eso?
Mason se echó hacia atrás en la silla de cuero, levantó los pies para colocarlos
sobre un banquillo y sonrió a Witherspoon.
—Dos tazas —dijo—, con ron y manteca en cada una de ellas.
—Sí, así es.
—Y en el mismo momento en que cayó muerto, Milter estaba calentando agua
para verterla dentro de su mezcla.
—Eso es.
—Su idea es de que el asesino colocó simplemente el cántaro encima de la parte
trasera de la cocina, dijo: «Hasta luego, Leslie», y dejó caer un poco de cianuro
dentro del ácido.
—Bueno, algo parecido a eso.
—Pero, ¿no lo entiende usted? —preguntó Mason—. Si Milter estaba preparando
un trago para dos personas, la que echó el cianuro en el ácido clorhídrico debió de ser
la persona para quien estaba destinado el segundo trago. Por tanto, mal pudo haber
dicho: «Hasta luego, Leslie», e irse…, mientras la bebida estaba calentándose en la
cocina. Tuvo que echar mano de otra excusa.
Witherspoon frunció el ceño, miró al abogado a través de los anillos azules del
humo de su cigarro y dijo:
—Cáspita, eso es cierto.
—Y eso nos trae otra vez al pato —declaró Mason—. ¿Por qué llegó usted a la
conclusión de que aquel pato era el suyo?
—Porque es mi pato. Tiene que serlo. Usted recordará que le dije que el joven
Adams se llevó un pato de mi rancho…, lo cual fue un acto de condenada
impertinencia. Voy a preguntar a Lois sobre eso. Tendrá que enterarse, tarde o
temprano, de la historia completa, y quizá sea mejor que la vaya sabiendo desde
ahora.
Witherspoon extendió el brazo para coger el teléfono interior. Mason levantó la
mano y dijo:
—Espere un minuto. Antes de que llame usted a Lois, vamos a hablar del pato.
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Según tengo entendido, usted ya le ha dicho a la Policía que el pato procedía de su
rancho.
—Sí.
—¿Cómo lo sabía usted? ¿En qué lugar estaba marcado el pato?
Witherspoon contestó:
—¡Maldita sea! Mason, ese pato nos está dando demasiado trabajo a usted y a mí.
Cada vez que yo empiezo a hablar del pato, usted me hace preguntas ingeniosas e
irónicas. No se acostumbra marcar los patos.
—¿Por qué? —preguntó Mason.
—¡Condenado sea! Porque no hay necesidad de hacerlo.
—Se marca el ganado, ¿no es así? —preguntó Mason, señalando hacia la pared
donde estaba el hogar.
—Sí, por supuesto.
—¿Por qué?
—Para no confundirlo con el del vecino.
—Muy interesante —manifestó Mason—. En China, donde las familias viven en
casas flotantes y se dedican a la cría de patos, tengo entendido que tiñen de distintos
colores a los patos para que no se confundan con los de sus vecinos.
—¿Qué tiene que ver eso con este pato?
—Simplemente esto —contestó Mason—. Usted mismo admite que debe marcar
sus novillos para no confundirlos con los de sus vecinos. ¿Cómo, entonces, va usted a
identificar a este pato como de su propiedad, y no de la de otra persona?
—Usted sabe perfectamente que aquel pato era mío.
Mason manifestó:
—Yo estoy pensando en el momento en que usted se encuentre delante de un
jurado. Será algo muy incómodo para usted, porque ahora se ha puesto en evidencia.
Usted dirá: «Sí, este pato es mi pato». El fiscal dirá: «Repregunte», y el abogado
defensor comenzará a hacerle preguntas. «¿Qué le permite identificar a ese pato?».
—Bueno, su tamaño y color, en primer lugar.
—¡Oh! —dijo Mason—. Y el abogado preguntará: «¿Qué hay de distinto en su
color y tamaño?».
—Bueno, ese color amarillento que tienen los patos jóvenes. Y es del mismo
tamaño que los otros patitos de la bandada.
—¿Cuántos tiene?
—Ocho o nueve…, no estoy muy seguro.
—¿Cuál de los ocho o nueve era este pato?
—No sea tonto. Eso no puede saberse.
—Así que admite —dijo Mason, sonriendo— que este pato parece exactamente
igual a otros ocho o nueve patos, del mismo color y tamaño, que usted tiene en su
hacienda.
—Bueno, ¿y qué hay con eso?
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—Que no puede decir cuál de los ocho o nueve es.
—Naturalmente que no. Uno no bautiza a los patos ni les pone nombre.
—Y, sin duda —prosiguió diciendo suavemente Mason—, en otras partes del
valle hay casas que tienen patos, y probablemente que haya otras varias haciendas
donde los patitos son exactamente de su tamaño, edad, color y apariencia.
—Supongo que así será.
—¿Y si esos patitos fueran llevados a su corral y mezclados con los suyos, la falta
de marca o de otra señal le permitiría reconocer a los que son de su propiedad?
Witherspoon fumaba en silencio, y la rapidez con que lo hacía indicaba
claramente su tensión nerviosa.
—Así que ya ve —continuó diciendo Mason—; usted haría un papel muy
desairado cuando tratase de identificar a ese pato.
—El oficial dijo que cuando él entró en la habitación algo le pasaba al pato —
manifestó Witherspoon—. Usted debe de saber algo acerca de eso.
—Sí —contestó Mason—, el pato estaba parcialmente sumergido. Pero eso no es
raro. Usted sabe que los patos acostumbran a zambullirse.
—El oficial dijo que parecía que…, parecía que… Bueno, que parecía que el pato
estaba ahogándose.
Mason alzó las cejas con expresión incrédula.
—¿Ahogándose?
—Eso fue lo que dijo el oficial.
—Oh, bueno —dijo Mason con un tono de voz que demostraba un alivio infinito
y exagerado—, entonces eso no tendrá ninguna consecuencia. Usted no necesita
preocuparse en absoluto.
—¿Adónde quiere usted llegar?
—Entonces usted puede identificar a su pato. No le dará ningún trabajo —
exclamó Mason.
—¿Cómo?
—Pues —contestó Mason con una sonrisa de superioridad— porque su pato es
distinto a todos los demás. Si ese pato es suyo, usted tiene el único pato en todo el
mundo que no puede nadar.
Witherspoon miró a Mason con ojos llameantes y dijo:
—¡Maldita sea! Usted sabe lo que quiero decir. Marvin es químico. Había puesto
alguna cosa en el agua.
Mason alzó las cejas y preguntó:
—¿Había algo en el agua, entonces?
—Sí, por supuesto. El pato estaba ahogándose.
—¿Se ahogó?
—No. Se repuso…, y, según creo, comenzó a nadar.
—Entonces, no pudo ser algo que había en el agua lo que estaba haciendo que el
pato se ahogase.
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—Bueno, entonces fue el gas lo que le descompuso. Cuando el cuarto fue
ventilado, el pato comenzó a nadar.
—Ya veo… Muy interesante. Y, a propósito, Witherspoon, usted tiene muchas
escopetas aquí. Supongo que usted acostumbra cazar mucho.
Witherspoon contestó «sí», con la voz de una persona a quien no le importa nada
que se cambie el tema de la conversación.
—¿Estas cabezas pertenecen a animales cazados por usted?
—Sí.
—Hay aquí unas carabinas muy bonitas.
—Sí.
—Veo que tiene algunas escopetas.
—Sí.
—¿Y supongo que en estas cajas hay otras escopetas?
—Sí.
—¿Suele usted cazar con trampas?
—Sí.
—Hay torcaces por aquí abajo. ¿Acostumbra cazar torcaces?
—Bueno, torcaces no.
—¿Caza patos, a veces?
—Con mucha frecuencia.
—¿Es buena la cacería de patos por aquí cerca?
—Sí.
—Cuando uno acierta a un pato en el aire con la parte céntrica de una carga de
perdigones, supongo que lo mata instantáneamente, ¿no es así?
Durante un momento el reflejo del entusiasmo encendió la mirada en los ojos de
Witherspoon.
—¡Ya lo creo que sí! No hay nada que satisfaga más a uno que cuando mata
limpiamente a un ave. Se toma una de esas escopetas de calibre veinte, con una carga
buena y pesada, y cuando uno le acierta con el centro de la munición, el pato ni sabe
qué es lo que le ha tocado. Está volando y, de pronto, un instante después, está
contraído…, completamente muerto.
—¿El pato cae al agua con frecuencia? —preguntó Mason.
—Sí.
—¿Y cómo sacan los patos del fondo del agua? —preguntó Mason—. ¿Tienen
alguna clase de draga para rastrear el fondo?
Witherspoon sonrió con una expresión de superioridad excesiva.
—Para ser un abogado cuya fama de inteligencia es tan grande, míster Mason, es
usted, por cierto, bastante ignorante acerca de las cosas que todo el mundo conoce.
Mason alzó las cejas y exclamó:
—¿De veras?
—Los patos no se hunden. Aunque reciban un tiro y mueran, flotan sobre la
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superficie del agua —manifestó Witherspoon.
—¿Es verdad eso?
—Sí.
—Entonces, el hecho de que alguna clase de gas hubiese intoxicado a ese pato, no
le habría hecho hundirse —declaró Mason—. Esa circunstancia de que se ahogaba, a
la que se refirió el oficial, debió de ser motivada por alguna otra causa.
Witherspoon, advirtiendo la trampa en que había caído, se movió hacia delante en
su silla como preparándose para ponerse en pie. Su cara se tornó casi de color
púrpura y dijo:
—Condenado sea, Mason; usted… —se interrumpió para reprimirse.
—Por supuesto —continuó diciendo suavemente Mason—, estaba solamente
tratando de señalarle la posición en la cual se ha colocado. Yo diría que es una
posición bastante incómoda. No hay duda de que usted ha puesto a la Policía sobre la
pista del joven Adams. ¿No es así?
—Bueno, les conté lo del pato y les dije que el último que lo había tenido era
Adams. Usted puede obtener sus propias conclusiones. Adams fue allí arriba y
probablemente es la persona para quien Milter estaba preparando el ron caliente con
manteca.
Mason movió tristemente la cabeza.
—Es muy lamentable que usted haya echado a la Policía sobre Adams. Le
arrestarán por asesinato, con la sola prueba de ese pato. El oficial ha dicho que ese
pato estaba ahogándose, ¡pobre patito! Sin duda, se había encariñado con Marvin
Adams y cuando éste se fue de la casa de Milter, dejándolo en la pecera, el patito
decidió suicidarse ahogándose. Supongo que la excitación que produjo el
descubrimiento del cadáver de Milter le hizo cambiar de idea. Decidió que, al fin y al
cabo, valía la pena vivir. El pato…
—¡Alto! —aulló Witherspoon—. Me importa un comino cuál sea mi arreglo con
usted. No voy a permitir que se quede usted sentado ahí tratándome como si yo
fuese…, como si yo fuese…
Mason aspiró suavemente el humo de su cigarrillo y anunció:
—Eso no es más que una muestra de lo que usted se ha echado encima. Un buen
abogado defensor le colocará en una situación muy comprometida en presencia del
jurado. Si había algo en el agua que hacía que el pato se ahogara, éste habría seguido
ahogándose. Evidentemente, el pato cambió de parecer. El abogado defensor de este
caso le colocará a usted en una posición muy difícil.
—No tenemos abogados de esa clase en estos alrededores —manifestó
Witherspoon con una mirada torva—, y yo tengo cierta influencia en la comunidad.
Cuando diga que ese pato es mío, todos harán honor a mi palabra. No se me harán
todas estas repreguntas.
—¿Y cuando el oficial diga que el pato estaba ahogándose, los abogados de aquí
no investigarán esa declaración?
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—Bueno… —dijo Witherspoon, y vaciló; luego agregó—: Bueno, el oficial dijo
que el pato parecía estar ahogándose.
—Pero, ¿ningún abogado local le repreguntaría en la forma que yo acabo de
bosquejar?
—En absoluto.
—¿Por qué?
—En primer lugar, un abogado no pensaría en eso. En segundo lugar, yo no lo
toleraría.
—Pero si el joven Adams fuera inculpado de asesinato —declaró Mason—, quizá
no fuera defendido por un abogado local. Quizá le defendiera un abogado de Los
Ángeles.
—¿Qué abogado de Los Ángeles se haría cargo del caso de un muchacho de esa
clase que no tiene amigos, ni dinero, ni…?
Mason sacóse el cigarrillo de la boca, clavó su mirada en la de Witherspoon y
anunció:
—Yo lo haría.
Pasaron tres o cuatro segundos antes de que la mente de Witherspoon pudiera
asimilar completamente el efecto de la observación de Mason.
—¡Usted lo haría! Pero ¡usted ha sido contratado por mí!
—Para resolver el misterio de aquel antiguo caso de asesinato. No dijimos nada
de ningún otro caso. ¿Podría decirle a su hija, por ejemplo, que usted opone reparos a
eso?
Witherspoon fumaba nerviosamente.
—Supongo que no puedo hacer ninguna objeción; pero… Bueno, por supuesto,
usted debe comprender que yo no puedo ser colocado en una posición poco digna.
Todo ese asunto acerca de la identificación de un pato…
Mason se puso en pie y dijo:
—Hay una sola manera de evitarlo.
—¿Cómo?
—No identificando el pato.
—Pero ya lo he hecho.
Mason dijo:
—Llame por teléfono a la Policía y dígales que ahora que lo ha pensado bien,
usted advierte que los patos se parecen mucho entre sí, que todo lo que puede decir es
que es un pato similar de tamaño, color y aspecto a uno del cual se le dijo a usted que
Marvin Adams se llevó consigo cuando se fue de su hacienda esta tarde.
Mientras consideraba esta sugerencia, Witherspoon se restregaba los dedos a lo
largo del ángulo de la mandíbula.
—Condenado sea, Mason, ése es el mismo pato. Usted puede argüir todo lo que
quiera, pero sabe tan bien como yo que es el mismo pato.
Mason sonrió al dueño de la casa y le preguntó:
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—¿Desea usted que repitamos todo lo que hemos dicho?
—¡Dios santo, no! No vamos a ninguna parte con eso.
—Entonces, será mejor que se ponga en contacto con la Policía y cambie de
parecer sobre la identidad de ese pato.
Witherspoon movió obstinadamente la cabeza.
Mason le miró pensativo un momento y luego dijo:
—Me dijeron que usted salió de aquí poco tiempo después que yo.
—Sí. Le perseguí por todo el camino hacia la ciudad, pero no pude alcanzarle.
—Probablemente pasó por mi lado, en el camino —manifestó Mason—. Se me
pinchó durante la marcha un neumático.
Witherspoon frunció el ceño como tratando de recordar alguna cosa y luego
anunció:
—No recuerdo haber visto ningún coche estacionado al borde del camino. Iba a
bastante velocidad.
—Un coche pasó por mi lado —dijo Mason— a unos cien kilómetros por hora.
—Por eso no le habré visto.
—¿Dónde fue usted? —preguntó Mason.
—A la ciudad.
—¿Me buscaba a mí?
—Sí.
—¿Y así fue como llegó a la casa de Milter?
—Sí.
—¿La única razón?
—Sí.
—Debió de estar en la ciudad unos treinta minutos antes de ir allí.
—Dudo de que fuese tanto tiempo.
—¿No fue allí primero?
—No.
—¿Por qué no?
Witherspoon vaciló perceptiblemente y luego dijo:
—Efectivamente, pasé con mi coche por la casa apenas llegué a la ciudad. No vi
su automóvil estacionado allí, de modo que empecé a dar vueltas por la ciudad en
busca de usted. Creí haber visto… a una persona que conozco. Traté de encontrarla…
Dudo de que fuese tanto como treinta minutos.
—Espere un minuto. Vamos a aclarar bien esto. ¿Usted creyó ver a alguien que
conoce…, una mujer, pero no pudo encontrarla?
—Fue un caso de identidad equivocada. Andaba dando vueltas en mi coche
buscándole a usted, y cuando pasé por la calle principal alcancé apenas a ver a esa
mujer, justamente cuando ella doblaba una esquina. Yo había pasado el cruce, de
modo que doblé por la esquina próxima y traté de encontrarla, rodeando la manzana.
—¿Quién era esa mujer?
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—No lo sé.
—Usted dijo que era una amiga suya.
—No. Solamente pensé que era una amiga mía.
—¿Quién?
Witherspoon vaciló un momento y luego contestó:
—Mistress Burr.
—¿No era ella?
—No.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque pregunté a la enfermera nocturna si mistress Burr había salido. Me dijo
que mistress Burr se había acostado temprano.
—¿Ella y su esposo tienen cuartos separados?
—Ahora sí…, después del accidente. Antes de eso, ocupaban la misma
habitación.
—¿Hay una enfermera continuamente con Burr?
—Sí, por ahora…, hasta que recobre su normal estado mental.
—¿Qué pasa con su estado mental?
—Oh, la irresponsabilidad usual que sigue al uso de la morfina en algunos casos.
El médico dice que no es extraño. Estuvo bastante desequilibrado durante cierto
tiempo. Tiene la pierna atada a una pesa que cuelga del techo. Le sorprendieron
tratando de desatar la soga. Dijo que tenía que salir de allí porque alguien estaba
tratando de matarle. El doctor explica que es una reacción postnarcótica y que no
tiene importancia, pero que Burr debe ser vigilado. Si hubiese conseguido bajarse de
la cama, se habría salido de posición esa fractura y tendría que empezar de nuevo la
cura.
Mason miró su reloj y dijo:
—Bueno, tengo quehacer.
—¿No va a quedarse aquí esta noche?
Mason movió la cabeza y se dirigió hacia la puerta, luego hizo una pausa para
decir:
—Se lo digo por última vez… Llame por teléfono a la Policía y cambie la
identificación a ese pato.
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Capítulo 11
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—¿Es su esposa?
—Viuda.
—¿Cree usted que ella sabe algo sobre el crimen?
—Debe de saberlo si está en su casa.
—¿Y suponiendo que no esté allí?
—Eso es una de las cosas que deseo averiguar.
—¿No estará la Policía todavía en posesión del departamento de Milter?
—Probablemente.
—¿Va usted a correr el riesgo de tropezar con ellos?
—No.
—Pero, ¿no tendrá que hacerlo, para averiguar si ella está en casa?
Mason sonrió.
—Hay solamente dos modos de saber si una joven está en casa. Uno de ellos es
mirar si está en casa.
—¿Cuál es el otro?
—Encontrarla fuera de su casa.
—Vamos —dijo Della Street—. Déjese de evasivas. ¿Dónde?
Mason manifestó.
—Hay también dos maneras de abandonar la ciudad, para una joven que no tiene
automóvil. Una es en tren. La otra, en autobús. El último tren ya ha salido.
Miraremos primero en la estación de autobuses.
—¿La conocería usted si la viese?
—Creo que sí. De cualquier modo, he conocido a una joven que dice ser la
ocupante del departamento contiguo al de Milter y que dio el nombre de Cromwell.
Della Street se inclinó hacia atrás en su asiento y dijo:
—Querer sacarle informes a usted cuando no quiere darlos, es como tratar de
sacar agua de un pozo seco.
Mason sonrió.
—No puedo dar lo que no tengo.
—No, pero si lo tuviese, tampoco lo daría. Yo voy a echar un sueñecito. Supongo
que no querrá que entre con usted en la estación de los Greyhound.
—No.
—Muy bien, despiérteme cuando salga de allí.
Della Street movió los hombros hasta colocar su cabeza en una posición cómoda
y se durmió. Mason siguió conduciendo a gran velocidad hasta que llegó a la calle
principal de El Templo. Luego redujo la marcha, yendo a detener el coche a media
manzana de la estación de autobuses Greyhound. Della Street estaba, al parecer,
dormida, y Mason se deslizó suavemente del coche, cerró la portezuela sin hacer
ruido y empezó a caminar rápidamente por la acera.
Sentadas en los amplios bancos, había cuatro personas que esperaban el autobús
de las tres para Los Ángeles. Alberta Cromwell ocupaba un rincón aislado. Su codo
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descansaba sobre el brazo del banco y sostenía el mentón con la palma de la mano.
Sus ojos miraban fijamente, sin ver, hacia un estante de revistas que tenía delante.
Al tiempo que Mason tomaba asiento al lado de ella, la joven volvió la cabeza lo
suficiente para mirar los pies y las piernas de Mason. Luego, volvió los ojos hacia el
estante de revistas.
Revistas de cubiertas espeluznantes, que representaban casos policíacos de
supuesta autenticidad, se hallaban colocadas en hileras, una encima de otra. La mayor
parte de ellas mostraban mujeres jóvenes empeñadas en una lucha desesperada por la
vida, y, según podía deducirse por el estado de sus ropas, también por el honor.
Después de varios segundos, durante los cuales Alberta Cromwell permaneció
inmóvil, Mason preguntó tranquilamente:
—Es bastante deprimente pensar en un crimen, con ese escenario por delante,
¿no?
Al sonido de la voz de Mason, la joven volvió rápidamente la cabeza. Al tiempo
de reconocerle, un sobresalto nervioso e involuntario denunció su emoción; pero
cuando habló, después de unos segundos, su voz era serena:
—¿También va usted a Los Ángeles? —preguntó.
Mason mantenía su mirada fijamente sobre el perfil de Alberta Cromwell.
—No —contestó.
La joven se volvió una vez más para mirar a Mason. Luego, sus ojos vacilaron y
desvió la cabeza rápidamente.
Mason preguntó:
—¿No cree que sería mejor decírmelo todo?
—No hay nada que decir. ¿Acerca de qué?
—Su motivo para ir a Los Ángeles tan repentinamente.
—No creo que sea repentinamente. Hace tiempo que pensaba hacerlo.
—Vamos a ver —manifestó Mason—. Parece que no lleva usted maleta. Ni
siquiera una muda.
—¿Es asunto que le interesa a usted? —preguntó la joven—. Al fin y al cabo,
creo que usted supone demasiadas cosas acerca de lo que fue solamente un…, un…
—Sí —interrumpió Mason—. ¿Solamente un qué?
—Una tentativa de ser buen vecino.
—Usted me dijo que conocía solamente en forma superficial a Leslie Milter.
—¿Y qué?
—Supongo que cualquier esposa podría decir otro tanto de su marido —observó
Mason.
Alberta Cromwell alzó el mentón, entornó los párpados y demostró claramente
que no deseaba continuar la conversación.
Mason se levantó, caminó hasta el estante de las revistas y compró cuatro o cinco.
Volvió al banco, sentóse al lado de la joven y comenzó a volver al azar las hojas de
una de las revistas. Bruscamente dijo:
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—Aquí hay un pensamiento muy interesante. Dice que el criminal hace más por
su propia captura que la misma Policía. Tratando de encubrirse, facilita a la Policía
alguna cosa definitiva para investigar…, sin tener en cuenta las pistas que pueden
relacionar a una persona con el crimen original.
Ella no dijo nada.
—Ahora tomemos su caso, por ejemplo —continuó diciendo Mason con gran
calma, como si estuviera discutiendo el asunto desde un punto de vista
completamente objetivo—. Su ausencia no preocupará mucho a la Policía esta noche,
pero por la mañana empezarán a investigar. Por lo menos, al mediodía, andarán
buscándola a usted. Por la tarde, estarán indagando por todas partes para encontrarla.
Hacia medianoche, usted será la principal sospechosa.
—¿De qué?
—De asesinato.
La joven se volvió para mirar a Mason con ojos muy abiertos que expresaban su
horror.
—¿Quiere usted decir… que alguien… fue asesinado?
Mason contestó:
—Como si usted no lo supiera.
—No lo sé.
—Parecía muy apresurada para abandonar la casa al tiempo que yo tocaba el
timbre.
—¿Parecía apresurada?
—Sí.
—Bueno, ¿qué hay con eso?
—Nada. Solamente una coincidencia, eso es todo. De cualquier modo, cuando la
Policía comience a investigar sobre Milter…
—¿Y qué ha hecho Leslie Milter ahora? —preguntó la joven.
Mason contestó:
—Él no lo hizo. Se lo hicieron a él. Está muerto. Alguien lo asesinó.
Mason pudo sentir cómo se movía el banco, sacudido por el súbito sobresalto de
la joven.
—No muy bien —declaró el abogado.
—¿Qué?
—El sobresalto convulsivo. La primera vez, cuando usted me vio, lo hizo con
naturalidad. Éste fue fingido. Hay mucha diferencia entre los dos. Usted quizá me
habría engañado si yo no hubiera visto el primer respingo.
—Oiga —inquirió ella—, ¿quién es usted?
—Mi nombre es Mason. Soy un abogado de Los Ángeles.
—¿Perry Mason?
—Sí.
—Oh —dijo la joven con un tono que estaba colmado de desaliento.
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—¿Qué le parece si sostenemos una pequeña charla?
—Yo…, yo no creo que tenga nada que decir.
—Oh, sí, usted tiene algo que decir. Hay personas que estiman sus facultades de
conversación. Reflexione un poco sobre las cosas.
Mason dedicó una vez más su atención a las revistas. Después de haber
transcurrido unos minutos, dijo:
—Aquí tenemos a una joven que escapó. Si no fuese por eso, la Policía nunca
habría sospechado de ella. Es una cosa extraña eso de querer escapar de algo. Una
persona siente deseos de correr y no advierte que ésa es la peor cosa que puede hacer.
Vamos a ver qué hicieron con esa mujer.
Mason volvió las hojas de la revista y continuó diciendo:
—La mujer fue condenada a cadena perpetua en la cárcel de Tehachapi. Debe de
ser una cosa bastante terrible que una mujer joven y hermosa sea encerrada entre
cuatro paredes. Año tras año, advertirá cómo está envejeciendo. Cuando sale de la
cárcel, su cutis es áspero, su cabello gris, su elegancia se ha esfumado. Su paso ya no
es ágil. Y sus ojos ya no brillan. Es nada más que una mujer de edad mediana,
abatida…
—¡No siga! —exclamó Alberta Cromwell, gritando casi a Mason.
—Perdóneme —manifestó Mason—. Hablaba solamente de la revista.
Mason miró su reloj y continuó diciendo:
—Faltan unos treinta minutos para que llegue el autobús. Supongo que la puerta
trasera de su departamento se abre como un porche…, un lugar para los desechos y
quizás una cortinilla de junco. ¿Hay un tabique entre eso y el porche del
departamento contiguo, o es simplemente una barandilla?
—Una barandilla de madera.
Mason hizo un gesto de asentimiento y preguntó:
—Quizás él estaba preparando para usted un ron caliente con manteca, y luego
usted… Bueno, ¿qué le parece si me cuenta lo sucedido?
Ella apretó los labios hasta que la boca parecía una línea.
Mason dijo:
—Milter estaba esperando a esa chica rubia de la agencia de detectives cuando
llegó el autobús de Los Ángeles. Ella tenía una llave del departamento de Milter.
Probablemente él no quería que usted lo supiera.
—Pero yo sí lo sabía —manifestó la joven—. Era nada más que un negocio. Yo
sabía que vendría ella.
—Oh, de modo que él la convenció de que se trataba solamente de un negocio,
¿no es así?
Ella no contestó.
Mason manifestó:
—Usted quiere decir que él trató de convencerla, y usted fingió que le dejaría
hacerlo.
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La joven se volvió y Mason pudo ver el sufrimiento en sus ojos, cuando dijo:
—Le digo que era por negocios. Yo sabía que ella venía aquí. Su nombre es Sally
Elberton. Trabaja para la agencia de detectives donde Leslie estaba empleado. Sus
relaciones eran puramente comerciales.
—¿Sabía usted que ella tenía una llave del departamento?
—Sí.
—Ella debió de llegar antes de lo que esperaba Milter —manifestó Mason.
Alberta no dijo nada.
—¿Sabía miss Elberton algo acerca de usted?
La joven se dispuso a decir algo, pero luego se reprimió.
—Es natural —continuó diciendo Mason— que ella no lo supiera. Así que miss
Elberton vino y usted se deslizó por la puerta trasera, escaló la barandilla y se fue a su
propio departamento. Me pregunto cuánto tiempo pasó hasta que usted volvió hacia
allí.
La joven dijo:
—No era Sally Elberton.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Porque yo…, yo sentí curiosidad. Después de un rato, fui a la ventana y
observé.
—¿Y qué vio?
—Lo vi cuando salía del departamento.
—Oh, ¿era un hombre?
—Sí.
—¿Quién?
—No conozco su nombre. Nunca le había visto antes.
—¿Qué aspecto tenía?
Ella contestó:
—Anoté el número de la matrícula de su automóvil.
—¿Cuál es?
—No le daré a usted esa información.
—¿Era un hombre joven? —preguntó Mason.
Una vez más la muchacha se negó a responder.
Mason dijo, casi como si estuviese reflexionando:
—Cuando el hombre se fue, usted volvió al departamento de Leslie para
preguntarle qué había en todo aquello. Miró por la ventanilla de cristal de la puerta
trasera. ¿O abrió usted la puerta y recibió una ráfaga de gas? Usted se preguntaba si
debía dejar abierta la puerta o… No, espere un minuto. Esa puerta trasera debía de
estar cerrada con llave y ésta colocada en la cerradura. Milter debió de hacer eso, para
que usted no interrumpiera la conversación. Ésa es una idea interesante. Si él hubiera
confiado un poco más en usted, si hubiese dejado sin llave la puerta trasera, usted
quizás habría logrado abrir a tiempo para salvarle la vida. De modo que, después,
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usted volvió corriendo a su propio departamento y bajó velozmente la escalera para
probar la puerta delantera del departamento de Milter. Usted me encontró a mí
tocando el timbre y se dio cuenta de que la puerta estaba cerrada con llave. Eso,
supongo, es lo que sucedió.
La joven no dijo nada.
Mason comenzó a hojear la revista de nuevo y dijo:
—Bueno, si no podemos hablar sobre el crimen, por lo menos podemos leer
acerca de él. Aquí hay una fotografía que muestra…
Con un ligero movimiento de su brazo, la joven hizo caer la revista de la mano de
Mason, se puso en pie de un salto y empezó a caminar rápidamente hacia el extremo
de la estación de autobuses. Casi corría en el momento de trasponer la puerta.
Mason esperó sin moverse hasta que la puerta se hubo cerrado. Luego alzó las
revistas del suelo, las apiló sobre el banco de la sala de espera y se encaminó hacia la
puerta.
Della Street se despertó cuando Mason abría la portezuela del coche.
—¿La vio? —preguntó.
—Sí.
—¿Dónde está?
—Se fue.
—¿Dónde?
—A su casa.
Della sonrió con expresión pensativa y manifestó:
—No hay duda de que usted sabe tratar a las mujeres, ¿no es así, jefe?
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Capítulo 12
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—En primer término, no sé quién le dio a usted esa idea —dijo—, o quién le
concedió el derecho de investigar mis asuntos privados.
—Yo solamente estaba preparándola a usted —manifestó Mason—. Algo así
como sometiéndola a un ensayo.
—¿Un ensayo para qué?
—Para las preguntas que vendrán más tarde.
—Puedo asegurarle a usted —dijo la joven en un tono de voz frío y formal— que
si alguien tiene derecho a interrogarme, puedo contestarle sin ninguna ayuda, míster
Mason.
Mason se inclinó ligeramente hacia atrás para que el camarero pudiese servirle su
café. Le dio un dólar y dijo:
—Pida la cuenta, páguela y guárdese el cambio.
Luego varió un poco de posición, esperó que el sonriente camarero se hubiese
retirado y preguntó con tono de completa indiferencia:
—¿Estaba Milter muerto o vivo cuando usted fue allí?
La joven no pestañeó siquiera. Su cara era una máscara de frío desdén cuando
contestó:
—No sé a qué se refiere usted.
Mason puso crema y azúcar en su café, lo revolvió y bebió después lentamente,
saboreando su cigarrillo mientras contemplaba el paisaje por la ventanilla. La rubia
que tenía enfrente continuaba observándole con la mirada fría de una joven fastidiada
que trata de mantenerse a la mayor distancia posible de un hombre.
Mason terminó su café, empujó su silla hacia atrás y se puso de pie.
Los ojos de la joven demostraron su sorpresa.
—¿Es… es eso todo? —preguntó, dejando escapar las palabras, en un momento
de descuido, por el muro de su reserva.
Mason sonrió a la joven y dijo:
—Usted contestó a mi pregunta en el primer momento.
—¿Cómo?
—Con esta mirada de impávida sorpresa, con su indiferencia, con la calma
estudiada de su respuesta. Usted estuvo ensayando durante toda la noche su respuesta
a esta pregunta. Usted sabía que alguien iba a formulársela.
Y con eso Mason salió con mucha calma del coche-comedor, dejando tras sí a una
joven muy desconcertada, que alargaba el cuello para observar sus espaldas mientras
él abría la puerta, cruzaba el vestíbulo y entraba en el coche-dormitorio.
Mason encontró a Marvin Adams en el último coche. Adams miró hacia Mason
con expresión incrédula y se puso en pie.
—¡Míster Mason! —exclamó—. No sabía que usted había tomado este tren.
—Yo tampoco lo sabía —manifestó Mason—. Siéntese, Marvin. Quiero tener una
rápida charla con usted.
Adams hizo un poco de sitio para que Mason pudiera sentarse a su lado.
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Mason cruzó las piernas y se puso lo más cómodo posible, apoyando un codo
sobre el brazo acolchado del asiento del pullman.
—Usted cogió anoche un pato de la casa de Witherspoon —manifestó Mason.
Marvin sonrió mientras contestaba:
—Era el animalito más inteligente que he conocido. Comencé a alimentarlo con
moscas y se puso muy contento.
—¿Qué ocurrió con ese pato?
—No sé lo que pasó. Desapareció.
—¿Cómo? —preguntó Mason.
—Lo llevé a la ciudad en el coche que yo conducía.
—¿Era suyo el coche?
—No, lo pedí prestado a uno de los muchachos de El Templo. Era de esa clase de
automóviles que suelen usar los colegiales. Ya sabe usted, un coche que ha visto días
mucho mejores, pero que ahora sirve solamente para ir y venir.
—¿Lo condujo usted hasta la casa de Witherspoon?
Marvin Adams sonrió y dijo:
—Saqué la «cafetera» esa y la aparqué delante de la mansión familiar. Siempre
sospeché que a Witherspoon no le agradaba que yo aparcase la «cafetera» delante de
su casa. Varias veces me dijo que cuando deseara ir allí no tenía más que llamar por
teléfono y que él enviaría un coche a buscarme.
—¿No hizo usted eso?
—No lo hice. La «cafetera» vieja no tenía muy buen aspecto, pero a mí me
gustaba. Usted conoce esa clase de sentimientos.
Mason hizo un gesto de afirmación y preguntó:
—¿A Lois no le importaba eso?
La sonrisa divertida del joven se convirtió en una de ternura.
Dijo en voz baja:
—Le encantaba.
—Muy bien —manifestó Mason—. Usted llevó el pato en el automóvil a la
ciudad. Y luego, ¿qué sucedió?
—Ya me había despedido de Lois. Tenía que hacer, muy rápidamente, mi maleta,
y luego alcanzar el tren…, y advertí de repente que tenía hambre. Me hacía falta un
bocadillo. No había sitio para aparcar en la calle principal. Yo conocía un pequeño
restaurante de la avenida Cinder Butte. Llevé allí mi coche y lo aparqué…
—¿Exactamente delante del restaurante? —interrumpió Mason.
—No. Ese lugar estaba abarrotado de automóviles. Tuve que ir a una manzana
más adelante para aparcar mi coche. ¿Por qué?
—Nada —contestó Mason—. Quería enterarme bien de todo. Supongo que será
por mi profesión de abogado. Continúe.
—¿Por qué toda esa conmoción por un pato? ¿Está irritado el viejo Witherspoon
por haber perdido uno de sus patos premiados?
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Mason no contestó a esa pregunta y respondió con otra. Dijo:
—Cuando le encontré por primera vez, usted dijo algo de hundir a los patos con
alguna clase de composición química nueva. ¿De qué se trata?
—Se conocen con el nombre de detersorios —contestó Adams.
—¿Qué es un detersorio?
El semblante del joven demostró el entusiasmo de una persona cuando discute
sobre su tema favorito.
—Las moléculas de un detersorio tienen una estructura compleja. Un extremo de
las largas moléculas es hidrófugo, o, en otras palabras, tiende a ser rechazado por el
agua. El otro extremo es hidrófilo, o sea, tienen afinidad con el agua. Cuando un
detersorio es mezclado con agua y aplicado sobre una superficie grasosa, el extremo
de la molécula que no tiene afinidad para el agua se adhiere a la grasa. El otro
extremo se une al agua. Todo el mundo sabe que hay una cierta antipatía natural entre
el agua y la grasa. No se mezclan. Pero un detersorio hace aún más que mezclarlos.
Los une.
—Usted mencionó algo acerca de un pato que se ahogaba —manifestó Mason.
—Sí; uno puede hacer con un detersorio cosas que parecen físicamente
imposibles. Ocasionalmente, la naturaleza usa las propiedades repulsivas del agua y
de las grasas para dar cierta protección a los animales y a las plantas. Las plumas del
pato rechazan el agua y, por tanto, encierran una masa de aire de un volumen bastante
grande. Si se pone en el agua una cantidad pequeña de este detersorio o agente de
humedad, el detersorio moja inmediatamente las plumas aceitosas. Luego, por
detracción capilar, el agua empapa las plumas y se introduce en ellas del mismo
modo que lo haría en una esponja. Si le interesa eso, puedo mandarle unos trabajos
sobre el tema.
—No, gracias. No será necesario. Quería solamente averiguar algo acerca de eso.
Supongo que su intención era usar ese pato para hacer un experimento similar.
—Sí. ¡Cáspita, era un animalito muy inteligente! Me habría gustado quedarme
con él. El experimento no le hace daño alguno. Uno puede divertirse mucho con ese
experimento. Especialmente, cuando algún sujeto no simpatiza con uno y lo ataca
cuando comete algún error, uno puede hacer un comentario sobre un pato que se
ahoga y…
—¿Como hizo usted con Burr? —preguntó Mason.
Adams sonrió, hizo un gesto afirmativo y después de un instante, dijo:
—Estaba dándome importancia delante de Lois. Pero Burr se las traía. Siempre
me tuvo antipatía.
—¿Alguna razón? —preguntó Mason.
—Ninguna que yo conozca. Por supuesto, míster Mason, yo voy a ser franco con
usted. A Witherspoon no le agrada la idea de que yo entre a formar parte de su
familia, casándome con su hija. Lo sé… pero eso no me detendrá. Voy a hacer lo que
haga feliz a Lois. Y tengo el derecho de considerar mi propia felicidad. Dentro de
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unos meses voy a ingresar en el ejército. No sé lo que sucederá después. Nadie lo
sabe. Sé que será una tarea muy dura. Yo… ¡Cáspita, estoy hablando demasiado!
—No, no lo está —declaró Mason—. Prosiga. Vamos a oír el resto.
—Bueno —continuó diciendo Adams—, creo que voy a arriesgar mi vida, y que
otros muchos hombres como yo también van a arriesgar sus vidas, para que los
pájaros como Witherspoon puedan disfrutar de las cosas que tienen. Supongo que no
debería sentirme así, pero… De cualquier modo, si soy lo suficiente bueno para salir
a luchar por John L. Witherspoon, también lo soy para casarme con su hija y formar
parte de su familia. Sé que, en cierto modo, no es una cosa sensata, pero… ¡maldita
sea!, yo amo a Lois y ella me ama a mí, y no sé por qué habríamos de portarnos como
unos tontos. Quizás estemos juntos solamente unas semanas.
—¿Por qué no quiso usted irse anoche a Yuma con Lois y casarse con ella? —
preguntó Mason.
Adams se sorprendió súbitamente. Luego entornó los ojos y preguntó con voz fría
y formal:
—¿Quién se lo ha dicho?
—Lois.
Adams permaneció silencioso un rato y luego manifestó:
—Porque era demasiado ruin hacer las cosas de ese modo. Escribí a Lois una
carta después de tomar el tren, diciéndole que si pensaba de la misma manera la
semana próxima, informase a su padre de lo que íbamos a hacer y que luego nos
casaríamos.
Mason hizo un gesto de asentimiento y dijo:
—Acerca de ese pato. ¿Tuvo usted alguna razón especial para llevárselo?
—Sí, la tuve.
En seguida, Adams rebuscó en su bolsillo y extrajo una carta.
—Esto habla por sí mismo —dijo.
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Mason examinó la carta cerca de un minuto; luego la plegó bruscamente, la metió
en su bolsillo y dijo:
—Permítame que guarde esto. Hablaré por teléfono con míster Lahey. Dígame
dónde puedo ponerme en contacto con usted después de que yo haya concertado una
cita con él. Me gustaría estar allí cuando usted haga el experimento.
Adams parecía intrigado.
—Todo está perfectamente —declaró Mason—. Déjeme que lleve este asunto
y…, ¿me haría usted un favor?
—¿Qué?
—No mencione esta carta a nadie. No mencione el hecho de que los patos pueden
ahogarse, a menos que le haga esa pregunta una persona que tenga derecho a que se
le conteste.
—Temo no entenderle, míster Mason.
—¿Y si le dijera yo que esto es de especial interés para Lois?
—Entonces lo haría.
—Hágalo, pues —dijo Mason.
El tren se detuvo lentamente. El camarero aulló:
—Los Ángeles, pasajeros para Los Ángeles.
Mason se puso de pie y preguntó:
—¿Qué cantidad de ese detersorio se necesita para hacer hundir un pato?
—Una cantidad muy pequeña del producto de la mejor clase. Unas pocas
milésimas del uno por ciento.
—¿Flota después sobre la superficie del agua?
—Bueno, no exactamente, aunque significa la misma cosa. El extremo hidrófugo
de las moléculas trata de separarse del agua. Eso hace que las moléculas tiendan a
congregarse en gran número alrededor de la superficie del agua, o cualquier
superficie que esté mojada.
Mason dijo:
—Ya veo, y esas moléculas disuelven el aceite.
—Hablando con propiedad, las moléculas no disuelven el aceite. Simplemente,
evitan que el aceite rechace el agua. Una vez que ha sido sacado el detersorio del
agua y de las plumas, el pato vuelve a nadar como siempre.
—Comprendo —manifestó Mason, mientras una hilera de pasajeros pasaban
empujándose por el costado del tren—. Me interesa ese dato. ¿Dice usted que lo dejó
en el automóvil?
—Sí.
—¿Dónde?
—En el asiento delantero.
—¿No podría haber pasado por encima del respaldo del asiento delantero y caer
en el asiento de atrás?
—No. Era demasiado joven para volar siquiera un poco. Podía haber caído al piso
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de la parte delantera del automóvil, pero ya miré allí cuidadosamente.
Mason dijo:
—No diga absolutamente nada acerca de ese detersorio, ni del experimento de
hundir el pato. Si alguien le pregunta, dígale que quería el pato simplemente para
domesticarlo. Y, por el momento, no mencione esta carta que recibió de Los Ángeles.
—Muy bien, haré como usted dice, míster Mason. Pero mire, yo necesito esos
cien dólares. En estos momentos, esa cantidad me parece tan grande como la Casa de
la Moneda de los Estados Unidos. Un hombre que está tratando de terminar sus
estudios y casarse… Bueno, puede usted darse cuenta de lo que ese dinero representa.
—No veo ninguna razón para que yo no pueda arreglar eso —manifestó Mason,
sacando su cartera.
—No, no. Solamente quise decirle a usted que no dejase escapar a ese sujeto.
Asegúrese de ponerse en contacto con él.
Mason sacó de su cartera cinco billetes de veinte dólares y dijo:
—No se preocupe. Le describiré el experimento y luego le cobraré los cien.
Adams parecía dudar.
Mason le puso el dinero en la mano y dijo:
—No sea tonto. Esto es para evitar ponerme en contacto con usted. ¿Dónde puedo
decirle a ese hombre que compre el detersorio?
—Oh, en muchas partes. En la Compañía Científica Central, que fabrica los
mejores productos de laboratorio de todo el país…, o en la Compañía Química
Nacional, de Nueva Orléans. O, por supuesto, en la Corporación Americana de
Química y Cianógenos, de Nueva York. A ese hombre no le costará ningún trabajo
conseguir un detersorio, si sabe cómo pedirlo.
Mason preguntó:
—¿Dónde puedo ponerme en contacto con usted, si necesito alguna otra
información?
Adams sacó un tarjetero de su bolsillo, extrajo una tarjeta, garabateó un número
sobre ella y se la entregó al abogado.
—Muy bien —dijo Mason—. Le llamaré si le necesito. Tengo que ocuparme de
cierto equipaje, de modo que no me espere. Puede irse ya.
Mason observó cómo Marvin Adams se dirigía rápidamente a la escalera del
pasadizo subterráneo que corría debajo de las vías.
El muchacho no había dado más de veinte o treinta pasos cuando un individuo de
aspecto tranquilo, que había estado de pie junto a la pared, examinando a los
pasajeros, dio un paso adelante como para bloquearle el camino.
—¿Su nombre es Adams? —preguntó el hombre.
Marvin Adams, que pareció algo sorprendido, hizo un gesto afirmativo.
El hombre levantó la solapa de su chaqueta lo suficiente para mostrar una
insignia.
—Los muchachos de la jefatura desean hacerle unas preguntas —dijo—. No
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llevará mucho tiempo.
Mason pasó al lado de Adams sin dar señales de haberle reconocido. El joven,
sobresaltado y con los ojos muy abiertos, miraba atónito al detective de la Jefatura.
—¿Quiere usted decir…, que desean interrogarme…, a mí?
Mason no pudo oír la respuesta del hombre.
Faltaba poco para mediodía cuando Della Street entró muy apresurada en la
oficina y dijo:
—Mistress George L. Dangerfield espera ahí fuera y dice simplemente que tiene
que verle a usted para un asunto que no puede discutir con ninguna otra persona.
Mason frunció el ceño.
—Creí que Allgood iba a telefonearme para darme la noticia antes que ella
viniera aquí.
—¿Quiere que le llame por teléfono? —preguntó Della.
Mason hizo un gesto afirmativo.
Unos momentos después, cuando Allgood atendió el teléfono, su voz tenía un
sonido verdaderamente preocupado.
—Su secretaria me dijo que quería hablarme, míster Mason.
—Sí, acerca de aquella filtración de su oficina. ¿Se enteró de lo de Milter?
—Sí. Fue un suceso desgraciado… Cuando la policía me habló por teléfono, me
dieron la noticia de que Milter había muerto, de modo que pude ocultarles muchas
cosas.
—Yo estaba allí —manifestó Mason—. Usted hizo un buen trabajo. ¿Sabía usted
que su secretaria escuchó nuestra conversación y fue a ver a Milter anoche?
—Sí. Al final optó por contármelo todo. Pude notar que algo le pasaba esta
mañana. Siguió muy preocupada por ello, y hace más o menos media hora vino a
decirme que tenía que hablar conmigo. Me contó la historia completa. Yo estaba a
punto de telefonear para tratar de ponerme en contacto con usted. No quería hablarle
desde la oficina.
—Usted iba a prevenirme cuando mistress Dangerfield se dispusiera a venir a
verme —replicó Mason.
—Sí, se lo haré saber oportunamente.
—Ella está aquí ahora.
—¿Qué? ¡Esa señora del demonio!
—Está esperando en mi oficina exterior.
—No sé cómo pudo conseguir alguna información acerca de usted. Por cierto, no
la obtuvo por intermedio de mi oficina.
—¿Ni por intermedio de su empleada? —preguntó Mason.
—No. Estoy seguro de eso. Esa joven hizo una confesión bastante completa. No
quiero decirle los detalles por teléfono. Me gustaría ir a su oficina.
—Venga entonces —dijo Mason—. ¿Puede hacerlo ahora mismo?
—Sí. Estaré ahí dentro de veinticinco o treinta minutos.
—Muy bien, venga en seguida.
Mason colgó el auricular y dijo a Della Street:
Era una nueva experiencia para Perry Mason el sentarse como espectador en la
sala de un tribunal…, y era una experiencia penosa.
El domador experto que está sentado en la tribuna contemplando un rodeo,
balancea instintivamente su cuerpo mientras observa que otro jinete trata de no ser
arrojado al suelo por un potro. El experto jugador de bolos, cuando está de espectador
mirando cómo las bolas van rodando por el plano, empuja instintivamente con su
propio cuerpo mientras las bolas chocan contra los palos.
Perry Mason, sentado en la primera fila de los asientos destinados al público en la
apiñada sala del tribunal de El Templo, escuchando la audiencia preliminar del caso
del ministerio público de California contra John L. Witherspoon, se inclinaba a veces
nada delante en su silla, como disponiéndose a formular una pregunta. Cuando se
hacía alguna protesta, se aferraba a los brazos de su sillón como si estuviera a punto
de levantarse para discutir el tema.
Sin embargo, consiguió mantenerse en silencio durante el transcurso de la larga
audiencia del día, mientras las pruebas presentadas por el fiscal de distrito se iban
acumulando contra el acusado.
Varios testigos declararon que Roland Burr había sido huésped de la casa del
acusado. Dijeron que el acusado había invitado a Roland Burr a su casa después de
una conversación casual que ambos mantuvieron, durante la cual descubrieron que
tenían muchos gustos afines, entre los que se hallaban el de la pesca con caña y la
fotografía. También se puso de manifiesto que cuando se encontraron por primera vez
en el vestíbulo del hotel, Witherspoon formuló su invitación sólo después de haber
aparecido mistress Burr y tras haber sido presentada ella al acusado.
Poco a poco, la figura de mistress Burr comenzó a asumir un lugar más
importante en el proceso.
Los sirvientes declararon que Roland Burr hacía frecuentes viajes a la ciudad. Su
mujer le acompañaba en la mayoría de aquellos viajes; pero, a veces, cuando Burr
estaba en su habitación solía encontrarse con Witherspoon en los corredores o en el
patio. Los sirvientes mejicanos de Witherspoon declararon con repugnancia evidente,
pero la historia que contaron indicaba una creciente intimidad entre el acusado
Witherspoon y mistress Burr, la esposa del hombre que había sido asesinado.
Luego vinieron más pruebas de besos robados, pequeñas intimidades, que, en
virtud del interrogatorio del fiscal de distrito, comenzaban a asumir proporciones
siniestras…, figuras entrelazadas en los pasillos, conversaciones en voz baja de
noche, al lado de la piscina de natación, debajo de las estrellas. Poco a poco, el fiscal
sacó a relucir cada «caricia clandestina», cada «avance sexual subrepticio».
Con precisión fría y mortífera, el fiscal, después de probar el motivo, comenzó a
probar la oportunidad. El médico que había estado atendiendo a Burr declaró sobre el
A pesar que la noche había sido fría y que era a principios de primavera, el sol de
mediodía había hecho subir el termómetro, y el juez Meehan, sentado en la antesala,
descansaba cómodamente, aunque con poca corrección, en mangas de camisa y
mascaba un trozo de tabaco.
Mason entró allí justamente unos momentos antes que llegara Copeland. El juez
Meehan, echándose hacia atrás y adelante en una crujiente silla giratoria colocada
detrás de una mesa repleta de papeles, les saludó con una inclinación de cabeza y
escupió en una abollada escupidera de metal; luego dijo:
—Tomen asiento, caballeros. Vamos a ver si podemos averiguar qué hay en todo
esto.
Los dos abogados se sentaron.
El juez Meehan dijo:
—No debemos desperdiciar prueba alguna, y si hay algo en este caso que
signifique que el fiscal de distrito está equivocado, nos gustaría averiguarlo, ¿no es
así, Ben?
El fiscal de distrito manifestó:
—Pero yo no me he equivocado. Y es por eso por lo que usted oye tantas
protestas.
Mason sonrió al fiscal de distrito.
El juez Meehan dijo:
—Personalmente, me gustaría saber qué hay en todo esto.
Mason dijo:
—Hace más de veinte años, el padre de Marvin Adams fue ejecutado por el
asesinato de su socio, un hombre llamado Latwell. La viuda de Latwell se casó con
un hombre llamado Dangerfield. El crimen fue cometido en la ciudad de Winterburg.
El padre de Adams declaró que Latwell le había dicho que se fugaría con una
muchacha llamada Corine Hassen, pero las autoridades encontraron el cuerpo de
Latwell enterrado debajo del piso de cemento del sótano de la fábrica.
—¿Así que era allí donde esa Corine Hassen entraba en el caso? —dijo el juez
Meehan.
—Nunca supe el nombre de esa mujer —manifestó el fiscal de distrito—. No
podía comprender a qué se refería Mason cuando formuló sus preguntas acerca de
Corine Hassen.
—¿Sabía Witherspoon algo de esto? —preguntó el juez Meehan, masticando su
tabaco con más rapidez de lo habitual.
Mason contestó:
—Sí. Contrató a la agencia de detectives Allgood, de Los Ángeles, para que
investigase. La agencia mandó a Milter. Luego despidieron a Milter porque hablaba