El Caso Del Patito Que Se Ahogaba

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El

acaudalado John L. Witherspoon contrata a Perry Mason para que


investigue un caso de asesinato de hace veinte años, con el fin de demostrar
que el joven que quiere casarse con su hija tiene impulsos homicidas en sus
genes.
Un hombre muerto en la cocina, los vapores de gas que impregnan toda la
casa, un pato parece estar ahogándose en la pecera, pero que no murió. Tal
vez este hecho tuvo algo que ver con el asesinato?

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Erle Stanley Gardner

El caso del patito que se ahogaba


Perry Mason - 20

ePub r1.0
Titivillus 28.12.2014

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Título original: The Case of the Drowning Duck
Erle Stanley Gardner, 1942
Traducción: Julio Vacarezza

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Guía del Lector

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales


personajes que intervienen en esta obra:

ADAMS Horace: Ahorcado por asesinato, veinte años atrás.


BURR Mr. y Mrs.: Matrimonio amigo de John L. Witherspoon, invitados de la finca
de éste.
DANGERFIELD Mr.: Actual marido de la viuda de Latwell, asesinado.
DRAKE Paul: Director de una afamada agencia de detectives.
LOIS Witherspoon: Joven y bella hija de John L., novia de Adams.
MARVIN Adams: Un joven de pasado en entredicho, prometido de Lois.
MASON Perry: Célebre abogado criminalista, protagonista de este caso.
MILTER Leslie: Un detective de poca confianza.
STREET Della: La activa y eficiente secretaria de Mason.
WITHERSPOON John L.: Rico hombre de negocios, dispuesto a velar por la
integridad de su nombre.

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Capítulo 1

En una oportunidad, Della Street, secretaria privada de Perry Mason, preguntó a


éste cuál era el atributo más estimable que podía poseer un abogado, a lo que Mason
contestó:
—Es algo especial que hace que la gente confíe en uno.
Y, por cierto, Mason poseía este poder en grado superlativo. Cuando caminaba a
través de una habitación, la gente le seguía instintivamente con la mirada. Cuando se
sentaba en el vestíbulo de un hotel o en el tren, las personas que se hallaban junto a él
invariablemente iniciaban una conversación casual, terminando por confiarle sus
secretos más íntimos.
Como Mason mismo había dicho una vez, un abogado tiene o no esa cualidad. Si
la tiene, es porque posee un don natural como aquel que está dotado de buen oído
para la música. Si no la tiene, no deberá ejercer la profesión de abogado.
Della Street insistió en que solamente se trataba de la reacción instintiva que la
gente experimenta hacia quien puede comprender las debilidades humanas y
demuestra hacia ellas comprensión y simpatía.
Muy pocas veces Mason necesitaba hacer preguntas. A veces, hasta parecía no
tener interés alguno en las confidencias que volcaban en sus oídos. La misma
indiferencia de Mason estimulaba a la gente a ir aún más lejos en sus revelaciones.
Pero se mostraba siempre comprensivo y simpático. Hablaba siempre con indulgencia
de las debilidades humanas y había dicho con frecuencia que todo hombre que ha
llegado a cierta edad tiene un capítulo reservado en su vida. Si no lo tiene, no es un
hombre.
Desde la galería del hotel de Palm Springs, Della Street, de pie bajo las estrellas
que aquí y allá se escondían detrás de las siluetas de las palmeras frondosas, podía
mirar hacia el vestíbulo del hotel y ver al hombre que se había sentado al lado de
Perry Mason. Della sabía, casi con certeza absoluta, que aquel hombre estaba
preparándose para contar a Mason algo tan importante, que hasta entonces lo había
mantenido en el más absoluto secreto.
Si Mason lo había advertido, por lo menos no daba señales de ello.
Estaba estirado confortablemente en el profundo sillón de cuero, con sus largas
piernas extendidas hacia delante, los tobillos cruzados y un cigarrillo entre los labios.
Su cara, que por lo común parecía dura como el granito, se había aflojado hasta
parecer la máscara ceñuda de un luchador en actitud de descanso.
Sólo cuando el individuo que estaba a su lado carraspeó como disponiéndose a
hablar, Mason pareció darse cuenta de su existencia.
—Le ruego me perdone. Usted es míster Mason, el abogado, ¿no es así?
Mason no se volvió en seguida a examinar la cara del hombre. Dejó que sus ojos
resbalasen en forma oblicua para mirar las piernas del otro. Vio unos pantalones

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negros de etiqueta, de raya muy bien planchada, y costosos zapatos de tafilete negro,
tan suaves como guantes.
El hombre que estaba a su derecha siguió hablando:
—Me agradaría consultarle sobre algo.
Y después de un momento agregó:
—Profesionalmente.
Mason se volvió entonces para observarle someramente. Vio una cara de
expresión astuta y frente alta, nariz prominente, una boca ancha de labios apretados
que indicaba decisión y un mentón que casi era demasiado saliente. Los ojos eran
oscuros, pero firmes, con la serena confianza del poder. El hombre tenía cerca de
cincuenta años, y sus ropas, sus modales y el hecho de que se hospedara en ese hotel
especial de Palm Springs denunciaban su fortuna.
Una súbita efusión de cordialidad hubiera atemorizado tanto a este hombre como
le habría ofendido que se usara demasiada reserva con él. Mason dijo simplemente:
—Sí, yo soy Mason.
Y ni siquiera le ofreció la mano.
—He leído mucho acerca de usted… Sus casos… en los diarios… los seguí con
mucho interés.
—¿De veras?
—Presumo que usted ha llevado una vida muy interesante y excitante.
—No es monótona precisamente —convino Mason.
—Y supongo que usted oye muchas historias extrañas.
—Sí.
—Y que es el depositario de muchas confidencias que, a cualquier precio, deben
ser tenidas por sagradas.
—Sí.
—Mi nombre es Witherspoon, John L. Witherspoon.
Ni aun entonces Mason le tendió la mano. Había vuelto la cabeza de tal modo,
que el otro sólo podía verle de perfil.
—¿Vive usted aquí en California, míster Witherspoon?
—Sí, tengo una casa allá abajo, en el valle del río Colorado, en la región
algodonera del valle…, un lugar muy hermoso, mil quinientos acres.
El hombre hablaba ahora muy rápidamente, ansioso por terminar con los
preliminares.
Mason parecía no tener prisa.
—Hace bastante calor allí en verano, ¿no? —preguntó.
—A veces pasa de los ciento veinte grados Fahrenheit. Mi casa tiene aire
acondicionado. La mayor parte de las casas del valle lo tienen. Son maravillosas las
cosas que se inventan en estos días para hacer que el desierto sea habitable.
Mason dijo:
—Debe ser un clima muy agradable en invierno.

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—Así es… Yo quería hablarle de mi hija.
—¿Se hospeda usted en este hotel?
—Sí. Ella está aquí conmigo.
—¿De veras? ¿Vinieron en automóvil?
—Sí. No quiero que mi hija sepa por qué estoy aquí, ni que le he consultado a
usted.
Mason metió las manos en las profundidades de los bolsillos de su pantalón.
Della Street, que observaba a través del cristal de la enorme ventana, vio que Mason
ni siquiera volvió la vista hacia su interlocutor.
—No me gustan los casos rutinarios —manifestó Mason.
—Creo que éste es interesante…, y los honorarios serían…
—Me gusta la excitación —interrumpió Mason—. Algunos casos especiales me
gustan, generalmente porque están relacionados con algún misterio. Empiezo a
trabajar en uno de esos casos y aparece algo que lleva a la excitación. Por lo general,
yo mismo la busco desde algún ángulo. Ésa es mi manera de ser. No me agrada en
absoluto el trabajo común de oficina. Tengo todo el trabajo que puedo hacer y no me
interesan los litigios comunes.
Fue precisamente la indiferencia de Mason lo que acrecentó el deseo de
Witherspoon por confiarse a él.
—Mi hija Lois se va a casar con un joven que debe ingresar en el Cuerpo de
Ingenieros apenas termine en la Escuela.
—¿Qué edad tiene?
—¿Mi hija o el muchacho?
—Ambos.
—Mi hija tiene exactamente veintiún años. El muchacho, unos seis meses más
que ella; está muy interesado en química y física… Es un joven de una inteligencia
poco común.
Mason dijo:
—Realmente, la juventud tiene que correr sus riesgos en estos días.
—Temo no entenderle… No es que me falte patriotismo, pero no me agrada la
idea de tener un futuro yerno que se vea obligado a ir a la guerra tan pronto como
regrese de su viaje de bodas.
—Antes de mil novecientos veintinueve —manifestó Mason— los jóvenes tenían
demasiado de todo. Luego, después de la crisis, no tuvieron suficiente de nada. Así
comenzaron a preocuparse excesivamente por los problemas económicos.
Comenzamos a pensar demasiado en dividir la riqueza en lugar de crearla. La
juventud debería crear algo y tener algo que crear. Los jóvenes modernos entran
ahora en otro estado distinto de cosas. Habrá sufrimiento. Habrá lucha y durezas… y
muerte…, pero aquellos que sobrevivan habrán sido templados en un crisol de fuego.
No aceptarán sustitutos. No se engañe, Witherspoon: cuando termine esta guerra
usted y yo vamos a vivir en un mundo diferente, y lo será así gracias a los hombres

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jóvenes que han sufrido, peleado… y aprendido.
—Yo no pensaba de ese modo en la juventud —contestó Witherspoon—. En
cierto modo, nunca había considerado a la juventud como una fuerza conquistadora.
—Usted vería a la juventud de uniforme en la guerra anterior, pero entonces no
estaba entre la espada y la pared —manifestó Mason—. La «juventud» de mil
novecientos veintinueve, hoy es la edad mediana. Prepárese para una sorpresa… Me
interesa ese joven que usted mencionó. Cuénteme algo más de él.
Witherspoon dijo:
—Hay algo en el pasado de ese joven. No sabe quién es.
—¿Quiere usted decir que no conoce a su padre?
—Ni a su padre ni a su madre. La mujer a quien Marvin Adams había
considerado siempre como su madre le confesó que había sido secuestrado a la edad
de tres años. Ella se lo confió cuando estaba en su lecho de muerte. Por supuesto, esa
revelación, que le fue hecha hace dos meses poco más o menos, fue un gran golpe
para el joven.
—Interesante —contestó Mason frunciendo el ceño y mirando la punta de sus
zapatos—. ¿Qué dice su hija de eso?
—Dice…
Desde la segunda hilera de sillas que estaban colocadas inversamente a las otras y
justamente detrás del lugar donde Mason estaba sentado, se oyó una voz femenina
que decía:
—¿Qué te parece dejarla que lo diga por sí misma, papá?
Witherspoon volvió rápidamente la cabeza. Mason, moviéndose con la gracia
pausada de un hombre alto que no es demasiado pesado para su estatura, se puso en
pie para mirar a la niña vivaz, la cual ahora se había vuelto de modo que estaba de
rodillas sobre el sillón, con los brazos extendidos por encima del respaldo de cuero.
Un libro resbaló del asiento golpeando con fuerza en el suelo.
—No estaba escuchando lo que decíais; te lo aseguro, papá. Estaba aquí sentada,
leyendo. Oí pronunciar el nombre de Marvin… y… creí que podríamos tener una
explicación.
John Witherspoon manifestó:
—No veo la razón para discutir esto en tu presencia, Lois. Para nosotros, no hay
nada que requiera una explicación… todavía.
Mason miró a Witherspoon, luego a su hija y manifestó:
—¿Por qué no? Aquí está mi secretaria, miss Street. Será mejor que vayamos los
cuatro al bar para beber un trago y discutamos el asunto en forma organizada.
Aunque no lleguemos a ponernos de acuerdo, no nos aburriremos. Me inclino a
pensar, Witherspoon, que quizás éste resulte un caso interesante.

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Capítulo 2

Fácilmente y con mucha naturalidad, Lois comenzó a conducir la conversación en


lugar de hacerlo su padre.
—Al fin y al cabo —manifestó la joven—, este problema me concierne
principalmente a mí.
—Concierne a tu felicidad —dijo bruscamente su padre—. Por tanto, me
concierne a mí.
—Mi felicidad —señaló ella.
John Witherspoon miró a Mason con gesto de apelación, luego guardó silencio.
—Estoy enamorada —anunció Lois—. Lo he estado antes: era una emoción
diferente. Pero esta vez estoy enamorada de veras. Nadie podrá decir nada, nadie
podrá hacer nada que haga variar mi decisión. Papá está preocupado por mi felicidad,
y lo está porque hay algunas cosas que ignoramos del hombre con quien voy a
casarme, cosas que el mismo Marvin no sabe.
—Al fin y al cabo —señaló John Witherspoon, con expresión ambigua, según
pensó Mason—, la familia y los antepasados son cosa de importancia.
Lois no hizo caso del comentario. Era una joven vivaz, de ojos muy oscuros y
modales inquietos. Continuó hablando:
—Hace poco más o menos cinco años, Marvin Adams y su madre, Sarah Adams,
vinieron a vivir a El Templo. Sarah era viuda. Tenía algunos bienes. Puso a Marvin en
la Escuela primaria. Yo conocí a Marvin en la Escuela superior. Para mí era un
muchacho más. Ambos nos ausentamos de aquí para ir a la Universidad. Regresamos
para las vacaciones de invierno, nos encontramos de nuevo y… —Lois castañeteó
con los dedos— algo nos sucedió.
Lois miró a los dos hombres como preguntándose si habrían entendido lo que
había querido decir, luego volvió su mirada hacia Della Street.
Della Street hizo un gesto de asentimiento.
—Mi padre —continuó diciendo Lois— se vuelve loco por los antecedentes
familiares. Investiga hasta lo más remoto de nuestro linaje, de tal manera que hace
que el Mayflower parezca un vapor de lo más moderno. Naturalmente, estaba muy
interesado por conocer algo acerca de los padres de Marvin. Pero tropezó con un
obstáculo. Mistress Adams era muy reservada. Había venido al valle porque estaba
tuberculosa y pensaba que el cambio de clima beneficiaría su salud. Pero no fue así.
Antes de morir, admitió al fin que ella y su esposo, cuyo nombre era Horace, habían
secuestrado a Marvin. Marvin tenía entonces tres años de edad. Lo habían
secuestrado para exigir rescate, pero no pudieron cobrarlo. Las cosas se pusieron
demasiado feas para ellos; escaparon y vinieron al Oeste. Se encariñaron con el niño
y decidieron quedarse con él y criarlo. Horace murió cuando Marvin tenía unos
cuatro años de edad. Mistress Adams murió sin revelarle a nadie la verdadera

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identidad de Marvin. Dijo que el joven procedía de una familia muy buena y de
fortuna, pero eso fue todo lo que reveló. Por lo que ella manifestó, Marvin dedujo que
el secuestro se había realizado en algún lugar del Este. Mistress Adams declaró que
los verdaderos padres de Marvin habían muerto.
—¿Fue una declaración pública? —preguntó Mason—. ¿Hecha a las autoridades?
—No, por cierto —contestó Witherspoon—. Nadie conoce esa declaración,
exceptuando Marvin, Lois y yo.
—¿Es usted viudo? —le preguntó Mason.
Míster Witherspoon hizo un gesto afirmativo.
—¿Qué desea usted de mí? —preguntó Mason.
Otra vez Witherspoon pareció menos explícito de lo que se habría podido esperar.
—Deseo que averigüe quiénes fueron los padres del muchacho. Quiero investigar
todo lo que se relacione con Marvin.
—¿Exactamente por qué? —preguntó Lois.
—Quiero saber quién es.
Los ojos de Lois se clavaron en los de su padre.
—A Marvin también le gustaría saberlo —manifestó la joven—. Pero, en cuanto
se refiere a mí, no me importa si su padre fue un cavador de zanjas o un republicano
de Vermont. Voy a casarme con él.
John Witherspoon se inclinó con un gesto de aquiescencia silenciosa que traslucía
demasiada docilidad.
—Si ésa es tu voluntad, querida… —dijo.
Lois consultó su reloj, sonrió a Mason y dijo:
—Y, mientras tanto, tengo una cita…, vamos a dar un paseo a caballo, a la luz de
la luna, con unos amigos. No me esperes, papá, y no te preocupes.
Se puso en pie, dio impulsivamente la mano a Mason y continuó hablando:
—Siga adelante, haga lo que papá quiere. A él le hará sentirse mejor… y para mí
no significará diferencia alguna.
Volvió sus ojos hacia Della Street y algo que vio en la cara de ésta hizo que
rápidamente tornase a mirar a Mason. Luego sonrió, extendió su mano a Della Street
y dijo:
—Nos veremos otra vez —y se fue.
Cuando Lois se hubo ido, Witherspoon se calmó, adquiriendo la expresión de un
hombre que al fin dispone de libertad para decir lo que piensa.
—Fue una bonita historia que narró Sarah Adams —dijo—. La contó para
anticiparse a cualquier averiguación mía. Como usted ve, eso fue hace solamente un
par de meses. Lois y Marvin ya eran novios. Fue un gran sacrificio, hecho por una
madre moribunda… Fue una declaración dramática. En su mismo lecho de muerte
renunció al amor y al respeto de su hijo para asegurarle su felicidad futura. La
declaración de Sarah Adams no era verídica.
Mason enarcó las cejas.

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—Esa declaración fue hecha con falsedades —siguió diciendo Witherspoon.
—¿Por qué motivo?
—Me he valido de detectives —contestó Witherspoon—, y han logrado averiguar
que Marvin Adams era hijo de Sarah Adams y Horace Legg Adams, y que el acta de
nacimiento está debidamente registrada. No hay pruebas de que se haya producido
ningún secuestro en el período que mencionó mistress Adams en su confesión
apócrifa.
—Entonces, ¿por qué hizo ella semejante declaración? —preguntó Della Street.
Witherspoon continuó hablando con expresión torva:
—Les diré a ustedes exactamente por qué. En enero de mil novecientos
veinticuatro Horace Legg Adams fue condenado por homicidio en primer grado. En
mayo de mil novecientos veinticinco fue ejecutado. La historia que contó mistress
Adams fue un esfuerzo patético y postrero para salvar al muchacho de la desgracia
accidental de que ese asunto pudiera hacerse público y perdiera así a la muchacha que
amaba. Sarah Adams sabía que yo trataría de averiguar algo sobre el padre del
muchacho. Confiaba en que su relato impediría esa investigación o la conduciría por
un rumbo equivocado.
—El muchacho no lo sabe, por supuesto —afirmó Mason.
—No.
—¿Ni la hija tampoco? —inquirió Della Street.
—Tampoco.
Witherspoon esperó un momento, mientras daba vueltas a la copa entre sus dedos;
luego, en forma concluyente, dijo:
—Yo no voy a tener en la familia Witherspoon al hijo de un asesino. Creo que
hasta Lois sabrá apreciar la importancia de los hechos cuando se lo diga.
—¿Y qué desea usted que yo haga? —preguntó Perry Mason.
Witherspoon manifestó:
—Tengo una copia completa de las actuaciones del caso. En mi opinión, esa copia
es una prueba concluyente de que Horace Legg Adams era culpable de homicidio con
premeditación, en primer grado. De cualquier modo, quiero ser justo. Deseo
proporcionar a Marvin el beneficio de la duda. Quiero que usted, míster Mason,
examine la copia del caso y me dé su opinión. Si usted cree que el padre de Marvin
era culpable, relataré a mi hija toda la historia, le diré lo que usted opina del asunto y
le prohibiré en absoluto que vuelva a ver o a hablar a Marvin Adams. Significará un
golpe para ella, pero lo hará. Usted verá por qué cuando lea la copia del caso.
—¿Y si yo pienso que quizá fue inocente? —preguntó Mason.
—Entonces tendrá usted que probarlo, revisar el antiguo proceso, aclarar el caso y
conseguir un reconocimiento público de ese error judicial —contestó Witherspoon
con expresión ceñuda—. No debe haber mancha alguna sobre el nombre de la familia
Witherspoon. Puedo asegurarle que no tendré en mi familia al hijo de un asesino
convicto.

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—Un homicidio dieciocho años atrás —comentó Mason con expresión pensativa
—. Será una tarea difícil.
Witherspoon le miró.
—Y yo pagaré unos honorarios bastante elevados —anunció.
—Al fin y al cabo, míster Witherspoon —manifestó Della Street—, suponiendo
que el hombre fuese culpable, ¿cree usted que su hija cambiaría su decisión a raíz de
ese hecho?
Witherspoon contestó con expresión severa:
—Si el padre fue culpable de ese asesinato puede haber cierta tendencia
hereditaria en el hijo. Conozco algunos casos que indican que tales tendencias
existen. Ese muchacho sería un asesino en potencia, míster Mason.
—Continúe —manifestó Mason.
—Si esas tendencias existen —prosiguió Witherspoon—, y si mi hija no atiende a
razones, colocaré a Marvin en posición tal que esas debilidades inherentes a su
carácter tendrán que aparecer. Lo haré en una forma tan dramática que Lois las verá
por sí misma.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Mason.
Witherspoon contestó:
—Entiéndame, Mason; yo haré cualquier cosa para proteger la felicidad de mi
hija, literalmente cualquier cosa.
—Entiendo eso; pero ¿qué es concretamente lo que se propone hacer?
—Colocaré al joven en una posición de donde, aparentemente, la única manera
lógica de salir sea cometer un asesinato; entonces veremos qué hace.
—Ése será un ardid bastante peligroso, tanto para su hija como para la persona
que usted escoja como futura víctima —anunció Mason.
—No se preocupe —contestó Witherspoon—. Este asunto será manejado con
mucha habilidad. Nadie morirá; pero Marvin creerá que ha matado a alguien.
Entonces mi hija lo verá tal cual es.
Mason movió la cabeza.
—Está usted jugando con dinamita —dijo.
—Se necesita dinamita para mover una roca, míster Mason.
Por un momento nadie habló; luego, Mason dijo:
—Leeré la copia del proceso. Lo haré para satisfacer mi curiosidad; es el único
motivo por el cual voy a leerla, míster Witherspoon.
Witherspoon hizo una seña al mozo.
—Tráigame la cuenta —dijo.

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Capítulo 3

Los rayos del sol de la mañana brillaban a través del desierto y, golpeando el
flanco de la barrera montañosa del Oeste, explotaban en una nube de chispas doradas
que tenían los elevados picos. El cielo comenzaba a mostrar ese color azul oscuro que
es tan característico del desierto del sur de California.
Della Street, ataviada con pantalones de cuero, botas de montar de vaquero y una
blusa de color verde brillante, se detuvo al pasar por la puerta del cuarto de Perry
Mason y golpeó con los nudillos.
—¿Está levantado? —llamó suavemente.
Della oyó el ruido de una silla que era corrida hacia atrás y luego unos pasos
rápidos. La puerta se abrió.
—¡Cielo santo! —exclamó Della—. ¡Ni siquiera se ha acostado usted!
Mason se pasó la mano por la frente y señaló hacia una pila de papeles escritos a
máquina que se hallaban sobre la mesa.
—Ese caso de asesinato —dijo— ha conseguido interesarme… Entre…
Della Street consultó su reloj de pulsera y manifestó:
—Olvídese del asesinato. Póngase el traje de montar. Ordené que nos ensillaran
un par de caballos…, por si acaso.
Mason vaciló.
—Hay algo en ese caso que yo…
Della Street pasó firmemente delante de él, abrió las persianas y las empujó hacia
arriba.
—Apague las luces —dijo Della— y eche una mirada.
Mason dio vuelta a la llave. Ya la brillante luz del sol arrojaba sombras oscuras y
aguzadas. La intensa iluminación se reflejaba hacia el fondo de la habitación con un
brillo tal que hacía que el recuerdo de las luces eléctricas pareciera un sustituto
enfermizo y pálido.
—Vamos —dijo Della con voz aduladora—. Un galope corto, una ducha fría y el
desayuno.
Mason se encontraba contemplando el color azul del cielo. Abrió la ventana para
permitir que el aire fresco purificase la habitación.
—¿Qué le preocupa? —preguntó Della Street, advirtiendo su actitud—. ¿El caso?
Mason miró hacia la pila que formaba la copia del proceso y un rollo de
amarillentos recortes de diarios, e hizo un gesto de asentimiento.
—¿Qué tiene de malo? —preguntó Della.
—Casi todo.
—¿Era culpable?
—Podría haberlo sido.
—Entonces, ¿qué hay de malo en eso?

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—La manera en que fue llevado el proceso. Él podía haber sido culpable o podía
haber sido inocente. Pero, por el modo en que llevó el asunto su abogado, el jurado
podía llegar solamente a un veredicto…: asesinato en primer grado. Y no hay
absolutamente nada en todo el caso, en su estado actual, que yo pueda mostrar a John
L. Witherspoon y decirle: «Esto indica en forma concluyente la inocencia de ese
nombre». El jurado, basándose en esas pruebas, le consideró culpable, y Witherspoon
también cree que es culpable con esas mismas pruebas. Y arruinará las vidas de dos
personas jóvenes…, y el hombre quizás era inocente.
Reflejando una expresión de simpatía, Della Street permaneció en silencio.
Mason miraba hacia afuera, contemplando las cumbres desiguales de las escarpadas
montañas que se elevaban casi a tres mil quinientos metros sobre el nivel del mar.
Luego se volvió y, sonriendo, dijo:
—Debería afeitarme.
—No se preocupe por eso. Póngase unas botas de montar de cualquier clase, unos
pantalones y una chaqueta de cuero y vámonos. Eso es todo lo que necesita.
Della Street fue al armario de Mason, revolvió en el interior y encontró las botas
de montar y la chaqueta; las sacó y dijo:
—Le esperaré en el vestíbulo.
El abogado se cambió rápidamente de ropas, reunióse con Della en el vestíbulo y
ambos salieron al aire fresco de la mañana del desierto. El hombre que estaba a cargo
de los caballos les indicó dos de los animales, miró cómo los montaban y sonrió a
Mason.
—Por la forma de montar, uno puede darse cuenta de lo que un hombre sabe de
caballos —dijo—. Éstos son caballos bastante buenos; pero mañana podrán tener
otros mejores.
La mirada de Mason demostró que le había interesado el comentario del hombre.
—¿Cómo puede saberlo? —preguntó.
—Por muchos detalles pequeños. El novato trata de explicarle a usted cómo
montaba siempre «a pelo» cuando era muchacho, y luego se aferra con las dos manos
a la montura.
El hombre hizo una mueca de disgusto.
—Bueno, usted no ha hecho eso. Que tengan un buen paseo.
Los ojos de Mason tenían una expresión pensativa mientras se alejaban del hotel
trotando por el sendero.
—¿Y ahora qué? —preguntó Della.
—Ese comentario sobre la forma de montar a caballo me hace pensar… Usted
sabe que un abogado siempre debe estar a la pesca de detalles.
—¿Y qué tiene que ver eso con la manera de montar? —preguntó Della.
—Todo… y nada.
Della acercó su caballo al del Mason.
—Las pequeñas cosas —manifestó Mason—, los detalles minúsculos que escapan

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al observador común, son en lo que se basa toda la historia. Si un hombre entiende
realmente el significado de las cosas pequeñas, nadie puede mentirle. Fíjese en ese
caballerizo, por ejemplo. Los turistas que vienen son ricos. Se supone que son
inteligentes. Por lo general, han tenido la mejor educación que puede conseguirse con
dinero. Comúnmente, tratan de exagerar sus habilidades de jinetes para que les den
mejores caballos. Y se olvidan completamente de las cosas pequeñas que hacen y que
dan un rotundo mentís a sus palabras. El caballerizo se queda parado al lado de ese
poste y aparentemente no ve nada, pero puede decir exactamente cuánto sabe una
persona acerca de un caballo. Un abogado debería apreciar la importancia de eso.
—¿Quiere usted decir que un abogado debería saber todas las cosas? —preguntó
Della Street.
—No puede saberlas todas —contestó Mason—, pues sería una enciclopedia
ambulante, pero debería conocer los hechos básicos. Y debería saber también cómo
procurarse la información que necesita en cualquier caso dado, para probar que un
hombre está mintiendo cuando sus propias acciones contradicen las palabras que sus
labios están pronunciando.
Della reparó en el semblante algo pálido y la expresión fatigada de los ojos de
Mason, y dijo:
—Usted se está preocupando demasiado por ese caso.
Mason contestó:
—Hace dieciocho años un hombre fue ahorcado. Quizás era culpable. Quizás era
inocente. Pero es tan seguro como el destino que fue ahorcado porque un abogado
cometió una equivocación.
—¿Qué hizo el abogado?
Mason respondió:
—Entre otras cosas, presentó una defensa inconsistente.
—¿No permite eso la ley?
—La ley, sí; pero la naturaleza humana, no.
—Temo no entenderle.
Mason continuó hablando:
—Por supuesto, la ley ha cambiado mucho en los últimos veinte años, pero la
naturaleza humana no ha cambiado. De acuerdo con el procedimiento judicial de
aquellos días una persona podía presentar al tribunal un alegato de inculpabilidad y
tratar de probar que no era culpable. También podía interponer un recurso de insania
que habría considerado al mismo tiempo que el resto del caso, por el mismo jurado, y
como parte integrante del caso completo.
Della Street estudió a Mason profundamente, viendo aquellas cosas que
solamente puede ver una mujer en un hombre con quien ha tenido una asociación
larga e íntima.
Bruscamente, Della manifestó:
—Olvidemos el caso. Vamos a dar un galope bueno y corto, hartémonos del olor

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del desierto y después del desayuno nos ocuparemos otra vez del asunto.
Mason hizo un gesto de asentimiento, espoleó al caballo y comenzaron a galopar.
Dejaron atrás el pueblo, cabalgaron hacia arriba por una garganta sinuosa,
llegaron a un arroyuelo bordeado por palmeras y desmontaron para echarse en la
arena y contemplar cómo las sombras de color púrpura buscaban refugio de la luz del
sol, escondiéndose en las cavidades más profundas de las laderas de las montañas que
les ofrecían protección. El absoluto silencio del desierto descendió sobre ellos,
aquietó su deseo de conversar y los dejó calmados y contentos, con el espíritu
purificado por una tranquilidad total.
Cabalgaron silenciosamente al regreso. Mason tomó una ducha, desayunó y cayó
en un sueño profundo y reparador. Hasta la tarde no vería a John Witherspoon.
Della y Perry se encontraban con él en la sombreada galería que proporcionaba un
resguardo fresco contra el resplandor deslumbrante del desierto. Las sombras de las
montañas se deslizaban lentamente a través del valle, pero pasarían varias horas antes
que llegasen a abrazar el hotel. El calor era seco, pero intenso.
Mason tomó asiento y comenzó a examinar desapasionadamente el caso.
—Usted conoce bien la mayor parte de estos hechos, Witherspoon —manifestó
—, pero quiero que miss Della Street me haga un bosquejo del caso, y deseo aclarar
mi propia perspectiva siguiendo el caso en una lógica sucesión de hechos. Así que
correré el riesgo de aburrirle al insistir sobre hechos que usted ya conoce.
—Continúe usted —manifestó Witherspoon—. Créame, Mason, si usted puede
probarme satisfactoriamente que ese hombre era inocente…
—No estoy seguro de que podamos probarlo nunca —replicó Mason—, al menos
con los datos de que disponemos actualmente. Pero, por lo menos, podemos examinar
el caso a la luz de un razonamiento frío y desapasionado.
Witherspoon apretó los labios.
—En ausencia de pruebas de lo contrario, el veredicto del jurado subsiste.
—En mil novecientos veinticuatro —manifestó Mason—, Horace Legg Adams
estaba asociado con David Latwell. Tenían una pequeña fábrica. Habían
perfeccionado un adelanto mecánico que prometía rendir cuantiosas ganancias.
Latwell desapareció repentinamente. Adams dijo a la esposa de su socio que éste
había ido a Reno en viaje de negocios y que sin duda tendrían noticias de él a los
pocos días. La señora no tuvo noticias de Latwell e hizo averiguaciones en los
registros de los hoteles de Reno, pero no pudo encontrar huellas de Latwell. Adams
contó otras historias. No todas coincidieron. Mistress Latwell dijo que iba a llamar a
la policía. Adams, ante la amenaza de una investigación policial, delató una historia
completamente distinta por primera vez. Mistress Latwell llamó a la policía.
Investigaron. Adams dijo que Latwell era infeliz en su vida matrimonial y que estaba
enamorado de una joven cuyo nombre no figuró en el caso. Se hacía referencia a ella
en los diarios y en el tribunal como a «miss X». Adams manifestó que Latwell le
había dicho que iba a fugarse con esa mujer, que le pidió que tratase de conformar a

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su esposa diciéndole que él había ido a Reno en viaje de negocios, que Adams debía
continuar con el negocio en forma usual y retener la parte de las ganancias de
Latwell; que debía dar a mistress Latwell una pensión mensual de doscientos dólares
y esperar noticias de Latwell en cuanto se refería al destino que Adams debía dar al
resto de la parte que correspondía a aquél. Latwell quería fugarse antes que su esposa
pudiera evitarlo. En esa ocasión, Adams contó una historia convincente; pero, a causa
de sus anteriores declaraciones contradictorias, la policía hizo una investigación
minuciosa. Encontraron el cadáver de Latwell enterrado en el sótano de la fábrica.
Había muchas pruebas circunstanciales de que Adams era culpable. Fue detenido. Se
acumularon más pruebas circunstanciales. Evidentemente, el abogado de Adams se
asustó. Al parecer, pensaba que Adams no le decía la verdad completa y que, cuando
llegase el término de la prueba, tendría que enfrentarse con testimonios por sorpresa,
que harían aún más desesperado el caso. El fiscal terminó su acusación. Era un
cúmulo imponente de pruebas circunstanciales. Adams ocupó el banquillo. No hizo
una buena declaración. Fue atrapado en las repreguntas…, quizá porque no entendía
claramente el interrogatorio, quizá también porque estaba aturdido. Evidentemente,
no era hombre que pudiese hablar con soltura o pensar con claridad en presencia de
una sala atestada de gente y de las caras pétreas de los doce miembros del jurado. El
abogado de Adams presentó un recurso de insania en favor de su defendido. Hizo
comparecer al padre de Adams, quien declaró sobre lo que usualmente puede
desenterrar una familia cuando quiere salvar a un hijo de la pena de muerte. Una
caída en su niñez, un golpe en la cabeza, pruebas de anormalidad…, principalmente
que Horace Adams, cuando era jovencito, tenía inclinación a torturar animales. Solía
arrancarles las alas a las moscas, atravesarlas con alfileres y observar alegremente
cómo se retorcían…, en efecto, ese complejo de torturar animales fue el punto
primordial sobre el cual machacó la defensa. Eso fue una norma desafortunada.
—¿Por qué? —preguntó Witherspoon—. Eso indicaría la insania del acusado.
—Suscitó la antipatía del jurado —contestó Mason—. Muchos niños arrancan las
alas de las moscas. Casi todos los niños pasan por un período en que son
instintivamente crueles. Nadie sabe por qué. Los psicólogos dan diferentes razones.
Pero cuando un hombre arriesga su vida en un proceso, no puede confiarse mucho en
la benignidad de un jurado a quien se le presenta una serie de crueldades precoces,
magnificándolas, deformándolas, para tratar de probar la insania de ese hombre. Más
aún: el hecho de que el abogado de Adams apoyara su defensa en un recurso de
insania, bajo las circunstancias del caso, indicaba que el defensor mismo no creía la
historia de Adams acerca de lo que Latwell le había contado. Las pruebas
circunstanciales pueden ser las cosas más gravemente perjudiciales del mundo. Las
circunstancias no mienten, pero la interpretación que los hombres dan a las
circunstancias es frecuentemente falsa. En apariencia, ninguna persona relacionada
con el caso tenía la menor idea de cómo analizar un caso que dependía sencillamente
de las circunstancias. El fiscal del distrito era un acusador astuto, inteligente, con

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ambiciones políticas. Años más tarde llegó a gobernador del Estado. El abogado
encargado de la defensa era uno de los individuos teóricos que están empapados de la
ciencia abstracta que se desprende de los libros de Derecho… y que no sabía
absolutamente nada acerca de la naturaleza humana. Conocía las leyes. Cada página
del expediente lo demuestra. No conocía a sus jurados. Casi todas las páginas del
expediente lo demuestran. Adams fue condenado por homicidio en primer grado. El
caso fue apelado. El Tribunal Supremo decidió que era un caso de prueba
circunstancial y que, gracias al cuidado con que el abogado de Adams había
presentado sus puntos y apoyado sus argumentos con jurisprudencia, no había errores
de procedimiento. Los jurados habían escuchado a los testigos, habían observado su
conducta en el banquillo y, por tanto, eran los mejores jueces de los hechos. La
sentencia fue confirmada y Adams ejecutado.
Había un dejo de amargura en la voz de Witherspoon cuando dijo:
—Usted es un abogado que se ha especializado en defender a personas acusadas
de crímenes. Tengo entendido que ninguno de sus defendidos ha sido encontrado
culpable en un caso de asesinato. Sin embargo, a pesar de su punto de vista, que
naturalmente está inclinado a favor del acusado, usted no puede decirme que ese
hombre era inocente. En mi opinión, eso es una prueba concluyente de su
culpabilidad.
—No puedo decir que era inocente —anunció Mason—, y no voy a decir que era
culpable. Las circunstancias relacionadas con el caso nunca han sido investigadas por
completo. Yo quiero investigarlas.
Witherspoon manifestó:
—El solo hecho de que usted, inclinado como está en favor del acusado, no pueda
encontrar un atenuante…
—Espere un momento —interrumpió Mason—. En primer lugar, ése no era un
caso que me hubiera atraído. Carecía de todos los elementos de lo espectacular. Era
un caso común de asesinato, sórdido y rutinario. Probablemente, yo no me habría
hecho cargo de la defensa de Adams, si se me hubiera ofrecido. Me gustan los casos
que tienen un elemento de misterio o de rareza. Por tanto, no tengo la inclinación que
usted me atribuye. Soy justo e imparcial… y no estoy seguro de que el hombre fuese
culpable. De lo que estoy seguro es de que ese hombre fue condenado más por la
manera en que su abogado llevó el caso que por cualquier otra razón.
Casi como si hablase consigo mismo, Witherspoon manifestó:
—Si Adams era culpable, es casi seguro que el muchacho ha heredado esa innata
propensión a la crueldad, ese deseo de torturar animales.
—Muchos niños sienten ese deseo —señaló Mason.
—Y lo pierden al crecer —comentó Witherspoon.
Mason hizo un gesto de afirmación.
—Marvin Adams ya tiene suficiente edad para haber perdido esa tendencia —
prosiguió diciendo Witherspoon—. Lo primero que haré será averiguar algo acerca de

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su actitud hacia los animales.
Mason anunció:
—Usted está siguiendo el mismo curso erróneo de razonamiento que el jurado en
mil novecientos veinticuatro.
—¿Qué quiere decir?
—Que porque un hombre es cruel con los animales, usted piensa que es un
asesino en potencia.
Witherspoon se levantó de la silla, caminó nerviosamente hasta el borde de la
galería, quedóse mirando el desierto durante un momento y luego volvió para
enfrentarse con Mason. De algún modo, parecía ahora más viejo, pero su cara
expresaba una decisión inquebrantable.
—¿Cuánto tardaría usted en investigar las circunstancias del caso y formar juicio
sobre las pruebas circunstanciales? —preguntó.
Mason contestó:
—No lo sé. Hace dieciocho años no me habría llevado mucho tiempo. Hoy, las
cosas de importancia han sido oscurecidas. Hechos que pasaron inadvertidos en
aquella época, pero que quizás hubiesen asumido importancia en el caso, han sido
cubiertos, a causa del tiempo, por el simple peso de otros hechos que fueron
apilándose encima de ellos. Ello llevaría tiempo y dinero.
Witherspoon anunció:
—Yo tengo todo el dinero que necesitamos. Tenemos muy poco tiempo. ¿Quiere
usted hacer la investigación?
Mason ni siquiera le miró. Dijo:
—Creo que no hay poder sobre la tierra que pueda hacerme desistir de hacer la
investigación. No puedo arrancarme este asunto de la mente. Pague usted los gastos,
y si yo no puedo llegar a una conclusión satisfactoria, no le cobraré los honorarios.
Witherspoon contestó:
—Me agradaría que usted hiciese ese trabajo en un lugar donde pudiese
desentenderse de toda otra cosa… de toda interrupción posible. Disponemos de pocos
días… Luego actuaré yo…
Mason dijo en voz baja:
—No necesito decirle, Witherspoon, que es muy peligroso sentirse así.
—¿Peligroso para quién?
—Para su hija…, para Marvin Adams… y para usted mismo.
Witherspoon alzó la voz. Su rostro se ensombreció.
—No me importa nada Marvin Adams —dijo—. Pero me importa la felicidad de
mi hija. En cuanto a lo que a mí concierne, estoy dispuesto a sacrificar cualquier cosa
con tal de evitar que mi hija sea desgraciada.
—¿Nunca se le ha ocurrido —preguntó Mason— que si el joven Marvin supiese
exactamente lo que usted está haciendo y el motivo por el cual lo hace, podría
cometer algún acto desesperado?

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—No me importa un comino lo que haga Marvin —contestó Witherspoon,
agregando cierto énfasis a sus palabras por medio de ligeros puñetazos que daba
sobre la mesa a intervalos regulares—. Le digo a usted, Mason, que si Marvin Adams
es hijo de un asesino, nunca se casará con mi hija. Nada podría detenerme para evitar
ese matrimonio, absolutamente nada. ¿Me entiende usted?
—No estoy seguro de entenderle. ¿Qué quiere decir con ello?
—Quiero decir que en lo que concierne a la felicidad de mi hija, nada me
detendría, Mason. Yo procuraría que cualquier hombre que amenazara la felicidad de
Lois dejase de constituir una amenaza para esa felicidad.
Mason dijo en voz baja:
—No hable tan fuerte. Está amenazando. Por poco más que eso, muchos hombres
han sido ahorcados. Seguramente, usted quiere decir…
—No, no, por supuesto que no —manifestó Witherspoon en tono más bajo,
mirando por encima del hombro para ver si alguien había oído sus palabras anteriores
—. No quise decir que mataría a Marvin; pero no me arrepentiría, de ningún modo,
de colocarle en una posición tal que le obligara a poner de manifiesto esa debilidad de
carácter que ha heredado… Oh, bueno, probablemente estoy atormentándome sin
necesidad. Puedo contar con que Lois considerará con sensatez la situación. Me
gustaría que viniese a mi casa, Mason…, usted y su secretaria. Nadie le molestaría
y…
Mason interrumpió para decir:
—No me importa que me molesten.
—Temo no entenderle. Cuando una persona está concentrándose…
—Le dije a usted —continuó Mason— que a juzgar por los datos utilizables y las
pruebas que contiene el expediente, Horace Legg Adams quizá pudo ser culpable. Yo
quiero descubrir pruebas que no estaban en el expediente. Eso significa que
necesitaré algo más que estar solo y no ser molestado. Se necesitará acción.
—Bueno —dijo Witherspoon—, me gustaría tenerle cerca de mí. ¿No podría
usted venir ahora hasta mi casa y…?
Mason contestó vivamente:
—Sí. Partiremos en seguida. Iré allí para examinar su hacienda. Quiero echar un
vistazo a sus terrenos. Deseo conocer algo más de su hija y de Marvin Adams.
Presumo que él estará allí.
—Sí. Y tengo dos huéspedes más, míster y mistress Burr. Espero que no le
molestarán a usted.
—Si me molestan, me retiraré… Della, telefonee a Paul Drake, de la Agencia de
Detectives Drake. Dígale que tome un automóvil y que vaya a El Templo en seguida.
Witherspoon manifestó:
—Buscaré a mi hija y…
Se interrumpió al oír el ruido de unos pies que corrían y el gorjeo de una
carcajada de mujer. Luego los jóvenes llegaron a la carrera por la escalinata, y ya

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empezaban a correr a través de la galería, cuando vieron al trío que estaba sentado a
la mesa.
—Vamos —dijo Lois Witherspoon llamando a su compañero—. Hay que
presentarse al abogado famoso.
Lois usaba un traje de deporte que mostraba el contorno aniñado de su figura;
exhibía un cutis tostado por el sol, que veinte años atrás habría dado lugar a una
llamada a la Policía. El joven que la acompañaba usaba pantalón corto y una blusa
fina. Estaba empapado de sudor. Era un joven vehemente, los ojos y cabello negros,
dedos largos y puntiagudos, gestos nerviosos y una cara delgada y sensitiva que
aparentaba más edad de lo que Mason esperaba. Era una cara que reflejaba una mente
sensible, una mente capaz de sufrir mucho, a la cual una gran impresión podría
desequilibrar.
Lois Witherspoon hizo presentaciones rápidas. Luego dijo:
—Hemos jugado tres partidos de tenis muy rápidos… ¡y quiero decir muy
rápidos! Mi cuerpo tiene una cita con mucha agua fría y jabón.
Se volvió hacia Perry Mason y agregó en tono casi desafiante:
—Pero yo quería que usted nos examinase, sudorosos y todo, porque…, porque
no quería que creyese que nos escapábamos.
Mason sonrió.
—No creo que ustedes dos escapasen de nada —manifestó Mason.
—Espero que no —contestó Lois.
Marvin Adams se puso súbitamente serio.
—No se gana nada —manifestó— con huir de las cosas: de la guerra, de una
pelea o… de cualquier otra cosa.
—Ni de la muerte —agregó rápidamente Lois—, o… —mirando a su padre— de
la vida.
Witherspoon se puso pesadamente en pie.
—Míster Mason y su secretaria regresan con nosotros —anunció a Lois; y luego
se dirigió a Mason—: Voy a pagar la cuenta y luego nos iremos. Si usted no tiene
inconveniente, abonaré también su cuenta, míster Mason, y le evitaré la molestia de
hacerlo.
Mason hizo un gesto de asentimiento, pero sus ojos permanecieron fijos en
Marvin Adams; su mirada no siguió a John L. Witherspoon, que pasaba por la puerta
que conducía al vestíbulo.
—¿Así que usted no cree en la fuga? —preguntó Mason.
—Ni yo tampoco —anunció Lois—. ¿Y usted, míster Mason?
La pregunta hizo sonreír a Della Street, y aquella sonrisa fue la única contestación
que obtuvo Lois Witherspoon.
Marvin Adams se enjugó la frente y rió.
—De todos modos, yo no quiero escaparme. Quiero zambullirme. Estoy tan
mojado como un pato que está ahogándose.

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Della Street dijo con tono de broma:
—Usted tiene que cuidarse de lo que dice en presencia de un abogado. Quizá
podría llevarlo al banquillo de los testigos y preguntarle: «Joven, ¿no manifestó usted
que los patos se ahogan?».
Lois soltó una carcajada.
—Ésa es una expresión favorita de Marvin desde que presenció un experimento
que hizo en clase su profesor de física. Unas noches atrás, en el rancho, Roland Burr,
uno de los huéspedes, pidió a Marvin que hiciera ese experimento. Diles lo que
hiciste, Marvin.
El joven parecía sentirse incómodo.
—Trataba de darme importancia. Vi que míster Burr estaba a punto de decírmelo.
Caramba, creo que dije algo inconveniente.
—De ninguna manera —defendió Lois—. Míster Burr casi llegó a insultar a
Marvin. Yo me levanté, corrí afuera, traje un patito, y Marvin lo ahogó… sin tocarlo
siquiera. Por supuesto, lo sacó del agua a tiempo para evitar que se ahogase
realmente.
—¿Hizo que su pato se ahogara? —preguntó Della.
—En presencia de todos los huéspedes —se jactó Lois—. Me gustaría que
ustedes hubiesen visto la cara de míster Burr.
—Pero, ¿cómo pudo hacer eso? —preguntó Della.
Era evidente que Marvin quería irse de allí.
—No fue nada milagroso —manifestó—. Se trata solamente de uno de los más
recientes descubrimientos químicos. Es tan sólo una treta espectacular. Puse en el
agua unas gotas de un detersorio. Si ustedes me disculpan, iré a darme una ducha. He
tenido muchísimo gusto en conocerle, míster Mason. Espero verle de nuevo.
Lois cogió del brazo a Marvin.
—Muy bien, vamos.
—Un momento —dijo Mason a Lois—. ¿Estaba su padre allí?
—¿Cuándo? —preguntó la joven.
—Cuando fue ahogado el pato.
—No fue ahogado. Marvin lo sacó del agua cuando se había hundido lo suficiente
para probar la veracidad del experimento, lo limpió y…; perdóneme, creo que estoy
divagando. No, mi padre no estaba allí.
Mason hizo un gesto de asentimiento y dijo:
—Gracias.
—¿Por qué me pregunta eso?
—Oh, nada. Sería mejor no mencionárselo a su padre. Creo que es un poco
sensible acerca del uso de seres vivientes en experimentos de laboratorio.
Lois miró un momento a Mason con expresión de curiosidad y luego dijo:
—Muy bien, no diremos una sola palabra. El pato que se ahogaba será un secreto.
Vamos, Marvin.

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Della Street los observó mientras cruzaban el porche, y vio como Marvin Adams
sostenía abierta la puerta a fin de que pasara Lois Witherspoon. Della no habló hasta
que la puerta se hubo cerrado suavemente. Luego dijo a Perry Mason:
—Están muy enamorados. ¿Por qué preguntaba usted si Witherspoon sabía lo del
experimento del pato que se ahogaba?
Mason replicó:
—Porque pensaba que Witherspoon se sentiría inclinado a ver en él, no el
experimento de un joven interesado en la ciencia, sino la crueldad sádica del hijo de
un asesino. Witherspoon se encuentra en un estado de ánimo muy peligroso. Está
tratando de juzgar a otro hombre… y está terriblemente inclinado a creerlo un
criminal. Es una situación que está cargada de dinamita emocional.

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Capítulo 4

Era evidente que John L. Witherspoon estaba orgulloso de su casa, así como de
sus caballos, de su hija y de su posición económica y social. Consciente de su poder,
arrojaba un aura de posesión orgullosa sobre todo lo que entraba en la esfera de su
influencia.
Su casa era un enorme edificio construido en la parte occidental del valle. Hacia
el sur se encontraba el oscuro declive de Cinder Butte. Desde las ventanas delanteras
de la casa podía verse el desierto estéril que rodeaba la fértil extensión del irritado
valle del río Colorado. Al este de la casa había acres de terreno bien irrigado. Lejos,
hacia el oeste, se veían sinuosas montañas de apilados peñascos.
John L. Witherspoon escoltó orgullosamente a Mason y Della Street alrededor del
edificio, mostrándoles las canchas de tenis, la piscina de natación, los fértiles acres de
terreno irrigado, la casa de pared de adobes dentro de la cual vivían los sirvientes
mejicanos.
Largas sombras de color púrpura se deslizaban desde la base de las elevadas
montañas, cruzando silenciosamente hacia abajo, atravesando las fértiles tierras.
—Bueno —preguntó Witherspoon—, ¿qué piensa usted de esto?
—Maravilloso —contestó Mason.
Witherspoon se volvió y vio que el abogado estaba mirando a través del valle
hacia las montañas de color púrpura.
—No, no. Yo quiero decir de mi hacienda aquí, la casa, mis cosechas, mi…
—Pienso que estamos perdiendo un tiempo precioso —contestó Mason.
Se volvió bruscamente y con largos pasos se dirigió hacia la casa, donde Della le
encontró a la hora de la comida encerrado en su habitación, enfrascado una vez más
en la lectura de la copia de aquel antiguo caso de asesinato.
—La comida estará lista dentro de unos treinta minutos, jefe —anunció Della—.
El dueño de la casa dice que nos mandará unos cócteles. Paul Drake acaba de
telefonear desde El Templo diciendo que viene hacia aquí.
Mason cerró el volumen de la copia escrita a máquina.
—¿Dónde podemos poner esto, Della?
—Hay un escritorio ahí fuera, en su salita. Es de estilo misionero, bueno y fuerte.
Será un bonito lugar para que usted desarrolle su trabajo.
Mason movió la cabeza.
—No voy a quedarme aquí —dijo—. Nos vamos mañana temprano.
—Entonces, ¿por qué vino usted? —preguntó, curiosa, Della.
—Quería ver un poco más a estos jóvenes… juntos. Y formarme una opinión de
Witherspoon, en su propia hacienda. ¿Conoció a los otros huéspedes, Della?
—A uno de ellos —contestó Della—. Mistress Burr. A míster Burr no podremos
conocerle.

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—¿Por qué no?
—Tuvo un accidente con un caballo poco después de venir usted para engolfarse
en la lectura de esos documentos.
Rápidamente, Mason se mostró interesado.
—Cuénteme cómo fue eso, Della.
—No lo presencié. Oí hablar de ello. Parece que míster Burr es un gran entusiasta
de la pesca con caña y de la fotografía en colores. Por eso le conoció Witherspoon…
en una tienda de cámaras fotográficas de El Templo. Comenzaron a hablar,
advirtieron que tenían muchos gustos semejantes y Witherspoon le invitó a que
pasara aquí un par de semanas… Tengo entendido que Witherspoon acostumbra hacer
las cosas en esa forma…, le gusta jactarse de esta gran casa. Y sostiene que simpatiza
a primera vista con un hombre, o que jamás llega a gustarle después.
—Una costumbre peligrosa —comentó el abogado—. ¿Cuándo termina el par de
semanas de Burr?
—Creo que terminó hace dos días, pero Witherspoon sugirió que se quedase algo
más. Parece que Burr piensa abrir un negocio aquí en el valle. Advirtió que
necesitaba más capital y mandó a buscarlo al Este. El dinero debe llegar mañana o
pasado, pero Burr tendrá que permanecer inactivo algún tiempo.
—¿A causa del caballo?
—Sí.
—¿Qué ocurrió?
—Parece que Burr quería hacer una fotografía a una de las yeguas. Un vaquero
mejicano la sacó del establo para llevarla al lugar que Burr había designado. La yegua
estaba nerviosa e inquieta. El mejicano le tiró de la cabeza, y Burr se encontraba
parado al lado de ella. El médico se retiró hace unos quince minutos.
—¿Le llevaron al hospital?
—No. Se quedó en la casa. El doctor trajo una enfermera profesional y dejó a
Burr a cargo de ella, por el momento. Enviará de la ciudad una enfermera diplomada.
Mason hizo una mueca y dijo:
—Witherspoon debe sentirse como el anfitrión de aquel cuento en que un hombre
se fractura una cadera y…
—Witherspoon fue quien insistió en que Burr permaneciera aquí —manifestó
Della—. Burr quería irse a un hospital. Witherspoon no quiso ni dejarle hablar del
asunto.
—Por cierto, usted tiene el oído muy alerta —comentó Mason—. ¿Y qué me dice
de mistress Burr?
—Mistress Burr es un knockout.
—¿De qué clase?
—Cabello rojo claro, ojos grandes, color pizarra, un cutis maravillosamente
perfecto, y…
—No, no —interrumpió Mason haciendo una mueca—. Quise decir qué clase de

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knockout.
Los ojos de Della Street brillaron.
—Supongo que es lo que llaman un knockout técnico. Mistress Burr pega golpes
bajos. Ella…
La puerta se abrió. Paul Drake entró como una tromba en la habitación.
—Bueno, bueno —manifestó estrechando las manos de Mason y Della—, la
verdad es que usted anda por lugares raros. ¿Qué significa todo esto?
Antes que Mason pudiera responder, la puerta se abrió nuevamente, y entró un
sirviente mejicano. Se deslizó por la habitación con paso felino. Traía, sobre una
bandeja, tres vasos llenos y una coctelera.
—La cena estará servida dentro de treinta minutos —dijo en inglés perfecto,
mientras hacía circular la bandeja—. Míster Witherspoon les ruega que no se vistan
de etiqueta.
—Dígale que no lo haré —contestó Mason sonriendo—. Nunca lo hago.
Hicieron chocar sus copas, mientras el sirviente se alejaba.
—Brindo por el crimen —manifestó Mason.
Comenzaron a sorber sus cócteles, haciéndolo como una especie de ceremonia.
—Veo que usted escoge lugares lujosos, Perry —comentó Drake.
—Esto me deprime —le confió Mason.
—¿Por qué? Parece como si el sujeto que posee esto hubiese inventado la manera
de burlar el impuesto a las rentas.
—Lo sé —contestó Mason—, pero tiene algo que no me gusta… Una atmósfera
que le hace sentirse a uno como si estuviese enjaulado.
Della Street manifestó:
—No le gusta porque no hay excitación, Paul. Cuando trabaja en un caso, le
agrada salir a buscar los hechos. No le atrae quedarse quieto, esperando que los
hechos vengan a buscarle a él.
—¿Qué clase de caso es? —preguntó Drake.
—No es un caso. Es una autopsia.
—¿Quién es su cliente?
—Witherspoon, el dueño de esta hacienda.
—Lo sé, pero ¿quién es la persona sobre la que usted está tratando de probar que
no cometió el asesinato?
Mason dijo en tono grave:
—Un hombre fue ahorcado hace diecisiete años.
Drake no hizo ningún esfuerzo para ocultar su disgusto.
—Supongo que sería ejecutado un año después de cometer el crimen. Eso
significa que las pistas tienen una antigüedad de dieciocho años, por lo menos.
Mason hizo una señal afirmativa.
—¿Y usted cree que era inocente?
—Pudo haberlo sido.

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Drake manifestó:
—Bueno, para mí es lo mismo, con tal que se me pague. Pero, por Dios, Perry,
¿quién es el soplete de acetileno?
—¿Soplete? —preguntó Perry, que pensaba todavía en el caso de asesinato.
—La doncella rubia que viste un traje blanco que le sienta como el pellejo a una
salchicha. Cuando uno la mira, puede advertir que lo único que tiene debajo del
vestido es una personalidad encantadora.
Della Street dijo:
—Es casada, Paul. Pero no debe alabarla por eso. Su marido se accidentó con un
caballo esta tarde. Tengo entendido que ahora está lleno de morfina y que tiene una
pierna enyesada, y que una pesa cuelga de…
—¿Es casada?
—Sí. ¿Por qué está tan sobresaltado? Usted sabe que las mujeres bonitas se casan.
—Entonces será pariente de ese sujeto corpulento de barriga prominente y aire
dominador…, ¿cómo demonios es el nombre?
—No. Ése es Witherspoon. Ella es mistress Roland Burr. Se conocieron en El
Templo hace unas semanas. Burr y Witherspoon son compañeros de pesca y de
fotografía. Ya ve que estoy al tanto de los chismes.
Drake silbó.
—¿Por qué, Paul? ¿Qué sucede?
Drake manifestó:
—Cuando hace un rato salí de mi cuarto, abrí la puerta algo silenciosamente y la
nena de blanco estaba recostada sobre el hombre corpulento. Estaban en el pasillo y
ella ofrecía sus labios al hombre. Lo último que vi, mientras retrocedía
silenciosamente a mi cuarto para esperar que se despejase el campo, fue que el sujeto
de la barriga se disponía a ensuciarse de rouge. Tuve que esperar como treinta
segundos.
—Al fin y al cabo, Paul —señaló Della Street—, un beso no significa mucho en
estos días.
Drake contestó:
—Apostaría a que ese beso quiere decir algo. Para mí hubiera significado mucho.
Si ella…
Alguien golpeó la puerta. Mason hizo una señal a Della Street. Ésta abrió.
Lois Witherspoon penetró con paso firme en la habitación. Marvin Adams, con
aspecto algo incómodo, la seguía a cierta distancia.
—Entra, Marvin —dijo Lois, y mirando a Paul Drake, continuó—: Yo soy Lois
Witherspoon. Éste es Marvin Adams. Usted es el detective, ¿no?
Drake miró de soslayo a Mason, pareció confundido por un momento y luego
dijo:
—¿Por qué? ¿He dejado caer alguna lupa o es que usted ha notado que tengo
patillas postizas?

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Lois Witherspoon estaba de pie en el centro de la habitación. Tenía esa expresión
de desafío temerario, esa completa despreocupación de las consecuencias que es
habitual en los jóvenes. Habló con vehemente rapidez:
—¡Apostaría a que usted ha oído toda la historia, así que no trate de engañarme!
No podrá hacerlo. Su automóvil está estacionado ahí fuera. La chapa dice Agencia de
Detectives Drake.
Drake siguió hablando con tono divertido:
—Nunca se debe tomar en serio la patente de un coche. Supóngase usted que
yo…
—Está bien, Paul —interrumpió Mason—. Déjale terminar. ¿Qué es lo que desea
usted de nosotros, miss Witherspoon?
La joven manifestó:
—Quiero que las cosas se hagan con justicia, y a la vista. No quiero que usted
pretenda que este señor es un viejo amigo de la familia, o que ha venido a traerle
unos papeles. En este asunto debemos conducirnos como personas serias y
civilizadas. Mi padre cree que debe escarbar en el pasado. Sé exactamente cómo
deben haberse sentido los insectos de mi clase de biología cuando fueron disecados
para ser examinados bajo el microscopio. Pero si vamos a ser insectos, por lo menos
seamos francos.
Marvin Adams intervino rápidamente.
—Yo quiero saber algo acerca de mis padres. Y no casarme con Lois, si…
—Eso es justamente —interrumpió Lois Witherspoon—. Todo esto está
obligando a Marvin a creer en una posibilidad de… a mí no me gusta. Si usted
descubre pruebas de que el padre de Marvin era millonario y fue mandado a la cárcel
por estafar a la Bolsa, o de que uno de sus lejanos antecesores fue colgado de cadenas
en la Torre de Londres por pirata, él querrá adoptar una actitud de nobleza y huir de
mí, obligándome a echarle el lazo y amarrarle para poderle poner mi marca. Por si
usted no lo sabe, ésta es una experiencia muy molesta para todos nosotros. Me obliga
a sentirme capaz de hacer algo temerario… Ahora que todos nos entendemos,
¿podemos dejar de lado los subterfugios?
Mason se apresuró a dar su consentimiento.
—Excepto cuando sea necesario complacer a su padre —dijo—. Al fin y al cabo,
eso es darle una oportunidad para desembarazarse de lo que él considera que es un
deber de familia, y de arrancarse algo de la cabeza. Quizás eso contribuya a
disminuirle la presión.
Lois manifestó:
—Sí. Es un juguete. Supongo que debo dejarle que juegue con él.
—¿Cómo sigue míster Burr? —preguntó Mason, cambiando de tema.
—Aparentemente, bien. Le llenaron de morfina. Está durmiendo. Su esposa…, no
está durmiendo.
Marvin dijo:

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—Está ahí fuera, paseándose por el pasillo. Supongo que debe sentirse algo
desamparada.
Lois le cruzó una rápida mirada.
—¡Desamparada! ¿Con ese vestido?
—Tú sabes lo que quiero decir, Lois.
—Lo sé, y sé también lo que ella se propone. A esa mujer la gustan demasiado los
hombres para que pueda agradarme a mí.
Marvin Adams exclamó con acento de reproche:
—¡Vamos, niña!
Lois se volvió bruscamente y dio la mano a Mason.
—Gracias por haberme comprendido —dijo—. Pensé que podríamos romper el
hielo.
Paul Drake lanzó un pequeño silbido mientras la puerta se cerraba detrás de la
pareja.
—Eso es personalidad —anunció—. Parece que va directamente al grano, ¿no es
así, Perry? ¿Está ella envuelta en este antiguo caso de asesinato…, afectada por él?
Mason hundió las manos en las profundidades de sus bolsillos.
—Naturalmente —contestó Mason—. A ella le parece que la investigación es un
esfuerzo inútil y tonto. Cree que Marvin Adams fue secuestrado a la edad de tres años
y que la preocupación de su padre es causada por el deseo de investigar sobre la
familia de su futuro yerno.
—Bueno —preguntó Drake curioso—, ¿qué tiene que ver con eso el caso de
asesinato?
Mason contestó:
—Marvin Adams no lo sospecha, pero es hijo del hombre que, hace dieciocho
años, fue ejecutado por ese asesinato; y si cualquiera de esos dos jóvenes
temperamentales y nerviosos tuviese una idea de lo que estamos investigando, se
produciría una explosión de dinamita emocional que ocasionaría estragos en la
familia Witherspoon.
Drake se dejó caer sobre el sofá, entregándose a un característico descanso
muscular que le dejaba flojo como un trozo de cuerda suelta.
—¿Witherspoon sabe todo acerca de eso? —preguntó.
—Sí —contestó Mason—. Hizo sacar una copia del antiguo proceso. Está allí, en
el escritorio. Tendrá usted que leerla esta noche.
Drake manifestó:
—Apostaría a que esa chica descubre todo, antes que estemos trabajando dos
semanas en el caso.
—No acepto la apuesta —le dijo Mason—. Y no dispondremos de dos semanas.
Si no encontramos algo definitivo dentro de unas cuarenta y ocho horas, Witherspoon
va a realizar un original experimento de psicología criminal. ¡Trate de resolver eso!
Drake hizo una mueca.

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—Que me condenen si lo hago…, por lo menos hasta después de comer. Agite
esa coctelera, Della. Creo que está llena.

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Capítulo 5

Della Street estaba en pie a la entrada del comedor, observando con mirada
divertida a Perry Mason, mientras éste era presentado a mistress Roland Burr.
Una mujer habría dicho que mistress Burr tenía más de treinta años. Un hombre
habría opinado que poco más de veinte. Su cabello era del color rojizo de la paja de
avena iluminada por el sol. Su vestido blanco, aunque lejos de ser de corte anticuado,
no era atrevido. Era el modo como se adhería a su cuerpo lo que le aseguraba la
atención extasiada de todos los hombres que se hallaban en la habitación.
Mientras Drake era presentado a mistress Burr, Lois Witherspoon entró en el
comedor.
Comparada con la lujuriosa belleza de la figura de mistress Burr, Lois resultaba
aniñada y atlética. Su vestido era de estilo diferente. Tampoco andaba con el ritmo
seductor y ondulante que hacía que todos los movimientos de mistress Burr fueran
atrayentes. Se movía rápidamente, con el vigor natural de una mujer joven y dinámica
que se encuentra completamente libre de preocupaciones. Su presencia comunicaba a
la habitación una sensación de frescura y, en cierto modo, disminuía el fulgor de la
seductora personalidad de mistress Burr.
Della Street trataba de mantenerse apartada, observando atentamente todo lo que
sucedía. Pero pudo lograrlo solamente en la primera parte de la comida. Bruscamente,
Lois le hizo una pregunta, y cuando la bien modulada voz de Della le contestó, la
atención de los comensales pareció fijarse en la secretaria de Mason.
—¿Cómo sigue Roland? —preguntó bruscamente Witherspoon.
Eso dio una oportunidad a mistress Burr para mostrarse como una esposa devota.
—Será mejor que vaya a verlo —dijo—. Discúlpenme, por favor —agregó
suavemente como si estuviera ansiosa de no interrumpir la conversación…, y como si
no advirtiera la ondulación de su flexible figura.
Mistress Burr estaba todavía fuera cuando sonó el timbre. Witherspoon llamó a
uno de los sirvientes mejicanos.
—Debe ser una enfermera de El Templo —dijo— que viene a reemplazar a la que
el doctor dejó para cuidar al enfermo. Puede llevarla directamente a la habitación de
míster Burr.
El mejicano repuso en voz baja y musical:
—Sí, señor —y se dirigió a la puerta.
Mistress Burr volvió, deslizándose suavemente.
—Descansa cómodamente, según la enfermera —informó.
El sirviente mejicano volvió y, dirigiéndose a la silla de Witherspoon, presentó a
éste una bandeja en la que había un sobre.
—Para usted, señor —dijo.
—¿No era la enfermera? —preguntó Witherspoon.

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—No, señor. Un hombre.
Witherspoon dijo:
—Perdónenme. Por lo general no recibimos visitas inesperadas.
Rasgó el sobre, leyó la breve nota, miró a Mason y frunció el ceño. Durante un
momento, pareció a punto de decir algo directamente a Perry; luego manifestó:
—Les ruego que me perdonen. Es un hombre a quien debo ver. Continúen con su
café y el coñac.
Fuera de la casa, el ladrido de los perros se apagó gradualmente. Por unos
momentos, envolvió la mesa un silencio embarazoso. Luego, mistress Burr preguntó
a Drake:
—¿Se interesa usted por la fotografía en colores, míster Drake?
—Es detective —anunció Lois Witherspoon con tono no muy cortés—, y está
aquí a causa de su profesión. Así que no tendrá usted que andarse con rodeos.
—¡Un detective! ¡Oh, qué interesante! Dígame, ¿acostumbra disfrazarse para
seguir a la gente o…?
—Llevo una vida prosaica —contestó Drake—. La mayor parte del tiempo estoy
muy asustado.
La expresión de los ojos de mistress Burr era de ingenua inocencia, pero su cara
parecía esculpida en yeso.
—¡Válgame Dios —dijo—, qué interesante! Primero, uno de los abogados más
célebres del país, y ahora un detective. Me imagino que existe alguna relación entre
los dos.
Drake posó su mirada en Mason.
Mason miró a mistress Burr.
—Puramente comercial, mistress Burr —aclaró.
Todos rieron sin saber de qué se reían, aunque sabiendo que había sido rota la
tensión y que las averiguaciones habían sido bloqueadas… temporalmente.
Bruscamente, Witherspoon apareció en la puerta.
—Míster Mason —dijo—, me agradaría hablar con usted un momento, si los
demás consienten en ello.
Witherspoon era un mal actor. Su esfuerzo por aparecer despreocupado y cortés
no hacía más que acentuar la aprensión de su voz y de sus modales.
Mason se puso en pie, presentó sus excusas y siguió a Witherspoon hacia un gran
salón.
Un hombre de unos cincuenta y cinco años se encontraba en pie, de espaldas a
ellos. Examinaba un estante de libros y era evidente que ni siquiera veía los títulos de
aquéllos. Sólo cuando habló Witherspoon advirtió el hombre que habían entrado en la
habitación. Se volvió rápidamente.
—Míster Dangerfield —anunció Witherspoon—, le presento a míster Mason.
Míster Mason es un abogado que conoce el asunto del cual deseaba usted hablar. Me
agradaría que él oyese lo que estaba usted empezando a decirme.

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Dangerfield estrechó la mano de Mason con la cortesía automática de una persona
que acaba de ser presentada a otra. Parecía preocupado por sus propios asuntos
mientras murmuraba:
—Encantado de conocerle, míster Mason.
Era un hombre fornido, de corta estatura, aspecto pesado, pero fuerte. Su espalda
era recta como una tabla, mantenía el mentón levantado y su cabeza se erguía
firmemente sobre un cuello grueso. Tenía ojos oscuros, con un fondo de cierto color
rojo-castaño. Las arrugas de su frente demostraban su preocupación, y su cutis poseía
un color gris de cansancio, como si no hubiese dormido la noche anterior.
—Hable usted en seguida —instó Witherspoon—. Dígame para qué deseaba
verme.
—Es debido a esos detectives que usted contrató —contestó Dangerfield.
Witherspoon miró a Mason, vio solamente el perfil del abogado, se aclaró la
garganta, y preguntó:
—¿Qué detectives?
—Los detectives para investigar ese antiguo caso del asesinato de David Latwell.
Yo creía que todo habría terminado con la ejecución de Horace Adams.
—¿Cuál es su interés en eso? —preguntó Mason.
Dangerfield vaciló por un instante.
—Yo me casé con la viuda de David Latwell.
Witherspoon se disponía a decir algo, pero Mason intervino rápidamente:
—¿De veras? Presumo que el crimen le impresionaría mucho.
—Así es… Por supuesto, naturalmente.
—Pero, claro está —continuó Mason—, ya se habrá repuesto de la impresión.
¿Quiere un cigarrillo, míster Dangerfield?
—Gracias —dijo Dangerfield, y extendió la mano a la pitillera que le alargaba
Mason.
—Creo que podríamos sentarnos —manifestó Mason—. Ha sido usted muy
amable en venir aquí, Dangerfield. ¿Vive en el Este?
—Sí. En la actualidad vivimos en St. Louis.
—¿Ah, sí? ¿Vino en automóvil?
—Sí.
—¿Cómo encontró las carreteras?
—Espléndidas. Hicimos un viaje rápido. Vinimos a mucha velocidad. Hace
solamente unos días que nos encontramos aquí.
—¿Entonces no llegó hoy?
—No.
—¿Está aquí, en El Templo?
—Sí. En ese gran hotel que hay allí.
—Supongo que su esposa estará con usted.
—Sí.

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Mason acercó una cerilla para que Dangerfield encendiese su cigarrillo. Luego
preguntó:
—¿Cómo supo usted que Witherspoon había contratado detectives?
Dangerfield contestó:
—Se presentaron algunas personas haciendo preguntas extrañas. Algunos de
nuestros amigos fueron interrogados. Bueno, mistress Dangerfield se enteró de ello.
Como usted ya ha dicho, el asunto original fue, por supuesto, un gran golpe para ella.
No solamente por la desaparición de su esposo, sino que hubo un período durante el
cual creyó que él se había fugado con otra mujer; luego fue encontrado el cadáver y
se desarrolló el proceso. Usted sabe lo que sucede en un proceso de esa clase. Todas
las cosas pasadas salen a relucir y los diarios dan mucha publicidad.
—¿Y ahora? —preguntó Mason.
—Por algunas investigaciones inteligentes que ella hizo por su cuenta, descubrió
que el detective que estaba trabajando en el caso llevaba informes a alguien que vive
en El Templo. Pero no pudo saber el nombre de esa persona.
—¿Sabe usted cómo descubrió ella el asunto de El Templo?
—Más o menos. Fue por intermedio de una señorita encargada de la centralita del
hotel donde se alojaba uno de los detectives.
—¿Cómo pudo usted llegar aquí…, a esta casa?
—Porque tuve un poco más de suerte que mi esposa en conseguir
informaciones…, porque partí de un punto distinto.
—¿Cómo es eso?
—Una noche me senté en mi sillón y traté de encontrar la razón por la cual una
persona cualquiera pudiese estar haciendo una investigación.
—¿Y cuál era esa razón? —preguntó Mason.
—Bueno, yo no estaba seguro, pero pensé que podía estar relacionado con la
viuda de Horace Adams o con su hijo. Sabía que se habían trasladado a algún lugar
de California. Pensé que quizás ella había muerto, y que alguien quería enderezar
asuntos de bienes. Quizás habría un intento de reanudar la antigua homologación
testamentaria de la fábrica.
—¿Así que usted buscó a míster Witherspoon? —preguntó Mason.
—No en esa forma. Tan pronto como llegamos a la ciudad, mi esposa trató de
seguir al detective. Yo empecé a seguir a mistress Horace Adams. Y encontré
justamente lo que esperaba encontrar…, que ella había vivido aquí, que luego murió,
y que su hijo era novio de una chica rica de El Templo. Luego, por supuesto, hice mis
deducciones.
—Pero usted no sabía —expuso Mason.
—En realidad —admitió Dangerfield— no, eso es cierto. Tan pronto como llegué
aquí hice una pequeña jugarreta a míster Witherspoon. El me convenció de que yo
estaba sobre la buena pista.
—Yo no admití nada —manifestó rápidamente Witherspoon.

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Dangerfield sonrió.
—Quizá no con tantas palabras —dijo.
—¿Por qué vino usted aquí? —preguntó Mason.
—¿No lo ve usted? Todo lo que sabe mi esposa es que alguien que vive en El
Templo trata de revisar el caso. Eso la preocupa mucho y está llevándola a un estado
de excitación nerviosa. Si llega a saber que el joven Adams se encuentra aquí, le
denunciará como a hijo de un criminal. Yo no quiero eso, y usted no debería decirlo.
Mi esposa piensa que la horca no fue suficiente para Horace Adams.
—¿La conocía usted en la época del proceso?
Dangerfield vaciló un momento y luego contestó:
—Sí.
—Supongo que conocía a Horace Adams, ¿no?
—No. Nunca llegué a conocerle.
—¿Conocía a David Latwell?
—Bueno…, le había conocido, sí.
—¿Y qué quiere usted que hagamos nosotros? —preguntó Mason.
—Cualquier día de éstos, mi esposa averiguará dónde se halla la oficina de esa
agencia de detectives. ¿Ve usted lo que quiero decir? Deseo que ustedes traten de
engañarla.
Witherspoon iba a decir algo, pero Mason le detuvo con una mirada de
advertencia.
—¿Quiere decirnos exactamente lo que desea que hagamos? —preguntó Mason
—. ¿Podría explicarse mejor?
Dangerfield contestó:
—¿No lo entiende usted? Tarde o temprano, mi esposa encontrará esa agencia de
detectives y entonces empezará a hacer averiguaciones sobre el nombre del cliente.
—La agencia de detectives no se lo dirá —anunció Mason con tono convencido.
—Entonces ella averiguará el nombre del detective que trabaja en el caso y
obtendrá, de un modo u otro, la información de él. Si mi esposa ha empezado con
esto, esté seguro de que lo terminará. Está muy preocupada, y sus nervios alterados.
Lo que yo quiero que ustedes hagan es que paguen a la agencia de detectives.
Entonces, en lugar de negarle informes a mi esposa, le dirán la información que
ustedes y yo queramos que tenga. Estamos realmente embarcados en el mismo
asunto.
Witherspoon preguntó:
—¿Qué información?
—Que los detectives le digan que quien los contrató es un abogado. Que le den su
nombre, y que dejen que ella vaya a ver al abogado. Éste puede engañarla con una
excusa cualquiera y ella se irá a casa y se olvidará de todo.
—¿Cree usted que lo hará? —preguntó Mason.
—Sí.

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—¿Cuál es el interés de usted en esto?
—Primero, no quiero que mi esposa enferme de los nervios. Luego, no quiero que
haya mucha publicidad sobre mi negocio. Mi esposa se hizo cargo de la fábrica
cuando aún estaba tramitándose la sucesión. Hemos trabajado día y noche, como
esclavos, para sacar adelante ese negocio. Algunos procuradores me han dicho que,
en caso de que hubiese existido alguna defraudación al Fisco, además de sufrir
prisión y molestias, la ley de limitaciones no tendrá efecto hasta el momento en que
sea descubierto el fraude.
—¿Entonces hubo fraude? —preguntó Mason.
—¿Cómo demonios puedo saberlo yo? —manifestó Dangerfield—. Estelle hizo
el trato mientras se tramitaba la sucesión. Estoy tratando simplemente de evitar
litigios. Creo que no le parecerá mal, pero usted sabe cómo es eso. Algunos de esos
abogados harían cualquier cosa por sacar dinero de un negocio tan próspero como el
que nosotros tenemos.
—¿Es muy próspero? —preguntó Mason.
—Mucho.
Mason miró a Witherspoon.
—Usted dirá —le dijo Witherspoon a Mason.
Mason se puso en pie.
—Creo que nos entendemos perfectamente —dijo.
Dangerfield sonrió.
—Creo que ustedes me entienden, pero, la verdad, yo no los entiendo a ustedes.
Yo les he dado informes. Pero ¿qué me dan ustedes a cambio de eso?
—La seguridad de que le dedicaremos nuestra atenta consideración —contestó
Mason.
Dangerfield se levantó, dirigiéndose a la puerta.
—Supongo que eso es todo lo que puedo esperar —anunció, haciendo una mueca.
Witherspoon dijo muy apresurado:
—No trate de salir antes de que yo ordene al sereno nocturno que sujete los
perros.
—¿Qué perros? —preguntó Dangerfield.
—Tengo un par de perros policía muy bien adiestrados que guardan la finca. Fue
ésa la causa por la cual demoramos el dejarle entrar. Los perros tienen que ser
encerrados antes de que entre o salga cualquier visitante.
—Me parece una buena idea —manifestó Dangerfield— por el estado actual de
todo. ¿Cómo hace usted para que encierren los perros?
Witherspoon apretó un botón que estaba colocado al lado de la puerta. En seguida
explicó:
—Ésta es una señal para el sereno. Cuando él reciba esta señal y haga sonar una
chicharra, yo sabré que los perros están atados.
Esperaron no más de diez segundos; luego sonó la chicharra. Witherspoon abrió

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la puerta y dijo:
—Buenas noches, míster Dangerfield, y muchas gracias.
A mitad de camino de la puerta, Dangerfield hizo una pausa, miró a Mason y dijo:
—No creo que esté más cerca de saber lo que quiero que cuando empecé, pero
apostaría cinco dólares a que ella no les sacará nada a ustedes.
Y dicho esto se volvió, atravesó la pesada puerta de hierro y subió a su coche. La
puerta cerróse con un golpe y una cerradura automática volvió a su posición.
Witherspoon regresó rápidamente a la habitación y apretó el botón para avisar al
sereno que los perros podían ser soltados una vez más.
—¿Cómo se llama la agencia de detectives? —preguntó Mason.
—Agencia de Detectives Allgood, de Raymond E. Allgood, en Los Ángeles.
Comenzaron a caminar en dirección al ala del edificio donde estaba situada su
habitación.
—¿No va a terminar de cenar? —preguntó Witherspoon sorprendido.
—No —contestó Mason—. Diga a Della Street y Paul Drake que deseo verlos.
Volveremos en automóvil a Los Ángeles. Pero no es necesario que usted se lo diga a
mistress Burr.
—Temo no entenderle —contestó Witherspoon.
Mason manifestó:
—No tengo tiempo para explicárselo ahora.
Witherspoon se ruborizó.
—Considero que ésa es una respuesta demasiado breve, míster Mason.
La voz de Mason reflejó su cansancio.
—No dormí nada anoche —dijo—. Probablemente no dormiré mucho esta noche.
No tengo tiempo para explicarle lo que es evidente.
Witherspoon manifestó con fría dignidad:
—¿Puedo recordarle, míster Mason, que está usted trabajando para mí?
—¿Puedo recordarle que no lo estoy?
—¿Para quién está trabajando, entonces?
Mason manifestó:
—Estoy trabajando para una mujer ciega. Acostumbran esculpir su imagen en los
Tribunales. Tiene una espada en su mano y una balanza en la otra. La llaman Justicia,
y para esa mujer estoy trabajando, por el momento.
Mason se encaminó por el pasillo del lado izquierdo, dejando a Witherspoon con
la vista clavada en él, intrigado y bastante irritado.
Mason estaba arrojando las cosas dentro de su maleta cuando Della Street y Paul
Drake se reunieron con él.
—Debí haber sabido que esto era demasiado bueno para durar —quejóse Drake.
—Probablemente volverá usted —le dijo Mason—. Guarden sus cosas.
Della Street abrió el cajón del enorme escritorio y dijo bruscamente:
—Mire aquí, jefe.

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—¿Qué pasa? —preguntó Mason.
—Alguien abrió este cajón y ha movido la copia.
—¿Se la llevaron? —preguntó Mason.
—No, solamente la han movido…, deben de haber estado leyéndola.
—¿Alguien se retiró del comedor mientras yo estaba afuera con Witherspoon? —
preguntó Mason.
—Sí —contestó Drake—. El joven Adams.
Mason cerró su maleta, limitándose a apretar la tapa hasta que la cerradura
funcionó por sí sola, y dijo:
—No se preocupe por eso, Della. Es trabajo que le corresponde a Paul. Él es el
detective.
Drake manifestó:
—Yo lo adivinaría en seguida.
—A mí me llevaría más tiempo —anunció Mason, sacando su abrigo del
guardarropa.

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Capítulo 6

Mason se detuvo delante de la puerta en cuyo cristal esmerilado se veía una


inscripción que decía:

AGENCIA DE DETECTIVES ALLGOOD


RAYMOND E. ALLGOOD
Gerente
Corresponsales en las principales ciudades

Debajo, en el ángulo izquierdo, decía: «Entrada».


Mason empujó la puerta. Una rubia que parecía tan deslumbrante como las
estrellas lo son en la pantalla miró a Mason con ojos escrutadores y sonrió.
—Buenos días. ¿A quién desea usted ver?
—A míster Allgood.
—¿Tiene usted cita con él?
—No.
—Temo que él…
—Dígale que está aquí Perry Mason —manifestó el abogado.
Los ojos azules de la rubia se ensancharon, y enarcó las cejas.
—¿Quiere usted decir míster Mason…, el abogado?
—Sí.
La joven dijo:
—En seguida, míster Mason, si quiere esperar un momento, por favor.
Se volvió rápidamente hacia el conmutador, levantó una clavija, se dispuso a
enchufarla, vaciló un momento, lo pensó mejor, y levantándose de la silla dijo:
—Un momento, por favor —y penetró en la oficina interior.
Unos instantes más tarde estaba de vuelta, reteniendo abierta la puerta.
—Por aquí, míster Mason. Míster Allgood le recibirá ahora mismo.
Raymond E. Allgood era un hombre de mediana edad, profundas arrugas en la
cara y cejas frondosas. Usaba lentes montados sobre la nariz y colgaba de ellos una
cinta negra. Era virtualmente calvo, excepto una franja de cabello color canela que le
bordeaba las orejas. Parecía tan halagado como inquieto.
—Buenos días, abogado —dijo levantándose para estrechar la mano de Mason—.
Es un gran placer para mí. He oído hablar mucho de usted. Espero que mi agencia
pueda serle útil.
Mason se dejó caer en un sillón, cruzó sus largas piernas, sacó un cigarrillo, lo
golpeó sobre el brazo del sillón y estudió al hombre que estaba tras el escritorio.
—¿No le gustaría un cigarro? —preguntó Allgood con tono hospitalario, abriendo

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una caja.
—Prefiero un cigarrillo.
Allgood cortó nervioso el extremo de un cigarro, raspó una cerilla en la parte
inferior de su escritorio, encendió el cigarro y cambió de posición en su silla
giratoria.
—¿Puedo hacer algo por usted? —preguntó con tono esperanzado.
Mason contestó:
—Con frecuencia acudo a los servicios de una agencia de detectives. Hasta ahora,
la Agencia de Detectives Drake se ha ocupado de todos mis asuntos.
—Sí, lo entiendo; pero habrá ocasiones, por supuesto, en que usted necesitará
investigaciones suplementarias. ¿Le preocupa a usted algo especial, míster Mason?
—Sí —contestó Mason—. Usted hizo cierto trabajo para un tal míster John L.
Witherspoon, del valle del río Colorado.
Allgood aclaró la garganta y levantó la mano para ajustarse los lentes sobre la
nariz.
—Ejem… Por supuesto, usted comprenderá que no podemos hablar de los
asuntos de nuestros clientes.
—Usted ha estado hablando de éste.
—¿Qué quiere decir?
—Ha habido una filtración.
Allgood dijo con tono de seguridad:
—No de esta oficina.
Mason hizo solamente un gesto de afirmación, mientras mantenía su firme mirada
clavada en el detective. Allgood se movió en su sillón, cambió de posición y los
crujientes resortes de la silla giratoria anunciaron su inquietud.
—¿Puedo… puedo preguntar cuál es su interés en el asunto?
—Witherspoon es cliente mío.
—¡Oh!
—Ha habido una filtración —siguió diciendo Mason—. No quiero que haya más
filtraciones y quiero averiguar algo acerca de ésta.
—¿Está usted seguro de que no se ha equivocado?
—Completamente.
Otra vez crujió la silla.
Mason no dio al detective ninguna tregua en la acusación que formulaba su firme
mirada.
Allgood aclaró su garganta y dijo:
—Seré franco con usted, míster Mason. Tuve empleado a un hombre llamado
Leslie Milter. Quizá se le haya escapado algo.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé. Le despedí.
—¿Por qué le despidió?

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—El… no cumplió satisfactoriamente su trabajo.
—¿Después que completó la investigación de Witherspoon?
—Sí.
—¿Trabajó bien en ese asunto?
—En cuanto pueda yo saber, sí.
—¿Y qué sucedió después?
—Simplemente, que no me satisfacía, míster Mason.
Mason pareció acomodarse mejor en el sillón.
—¿Por qué le despidió usted, Allgood?
—Porque habló.
—¿Acerca de qué?
—Del caso Witherspoon.
—¿A quién?
—No sé. No fue por culpa mía. Witherspoon confiaba demasiado en él. Un
hombre que utiliza una agencia de detectives es lo suficientemente tonto para decir lo
que busca a los hombres que están trabajando en el asunto. Sería mejor que tratase
solamente con el director y que le permitiera dar las instrucciones necesarias.
—¿Witherspoon no hizo eso?
—No. Witherspoon estaba demasiado impaciente. Quería obtener informes
diarios. Se arregló con Milter para que le hablase por teléfono todas las noches a eso
de las ocho, a fin de que le comunicara lo que había descubierto. Eso es característico
en Witherspoon. Siempre ha hecho su voluntad. Se torna demasiado impaciente. No
espera. Quiere tenerlo todo en el acto.
—¿Ganó Milter algún dinero por hablar? —preguntó Mason.
—Que me ahorquen si puedo decirlo, míster Mason.
—Pero… ¿qué opina usted?
Allgood trató de evitar la mirada de Mason, pero falló en su intento. Se retorció
en la crujiente silla y manifestó:
—Creo que… quizás esté tratando de sacar algún dinero. ¡Maldito sea!
—¿Cuál es su dirección?
—La última dirección que tuve de él fueron los departamentos Wiltmere.
—¿Es casado o soltero?
—Soltero, aunque…, en cierto modo, tiene una compañera.
—¿Qué edad tiene?
—Treinta y dos años.
—¿Bien parecido?
—Así creen las mujeres.
—¿Le gusta andar de conquistas?
Allgood hizo un gesto de asentimiento.
Mason señaló hacia la oficina exterior.
—¿Y qué hay de la muchacha del escritorio?

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—Oh, estoy seguro de que allí no hay nada, absolutamente nada.
—¿Puede uno confiar en ella?
—¡Oh!, en absoluto.
—¿Desde cuándo trabaja con usted?
—Desde hace un par de años.
Mason preguntó:
—¿Qué puede usted hacer para que Milter se quede quieto?
—A mí mismo me gustaría saberlo.
Mason se levantó y dijo:
—Usted es un detective malísimo.
—Al fin y al cabo —manifestó Allgood—, uno no puede coser los labios de un
hombre…, después que le ha despedido.
—Un detective realmente inteligente podría hacerlo.
—Bueno, nunca había pensado en ello de ese modo.
—Entonces piénselo ahora así.
Allgood se aclaró la garganta. El sillón hizo un gran crujido final mientras el
detective lo echaba hacia atrás y se ponía en pie.
—Supongo que míster Witherspoon estaría dispuesto a recompensarme…
—Usted está haciendo esto por su propia protección —le dijo Mason—. No
parece una cosa muy conveniente el hecho de que en una agencia de detectives se
produzca una filtración.
—Bueno, realmente, míster Mason, poco puede hacer uno para evitarlo. Esas
cosas suelen suceder. Usted no sabe cómo son algunos hombres. Están aquí hoy y
mañana ya se han ido. Como ya he dicho, Witherspoon no debió confiar en ese
hombre.
—Era empleado suyo —manifestó Mason—. Witherspoon le contrató a usted.
Usted contrató a Milter. Ése es su funeral.
—Yo no soy ningún cadáver —comentó Allgood como burlándose.
—Usted podría encontrar uno en su armario cuando pida la renovación de su
licencia.
—Veré lo que puedo hacer, míster Mason.
—En seguida —le dijo Mason.
—Sí, iré al grano en el acto.
—Inmediatamente —recalcó Mason.
—Bueno, yo…, éste…, sí.
Mason dijo:
—Una tal mistress Dangerfield va a presentarse a usted para hacerle unas
preguntas. Déjela que averigüe de usted que yo le he contratado. No mencione el
nombre de Witherspoon.
—Usted puede confiar plenamente en mí para cualquier cosa. Yo la atenderé
personalmente. ¿Debo mandársela a usted?

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—Sí.
—¿Y debo dejarla que me saque la información?
—Sí.
—Muy bien.
—Manténgala apartada de Milter.
—Haré lo posible.
—¿Habla usted de asuntos de negocios con la muchacha de la oficina exterior?
—A veces. Ella lleva los libros.
—¿Trabaja ella en la investigación de algunos casos?
—No.
Mason manifestó:
—No le diga nada de mí.
Mason alzó su sombrero, miró su reloj de pulsera y dijo:
—No espere hasta la tarde para acallar a Milter. Empiece ahora.
Allgood contestó:
—Trataré de hacerle callar de algún modo. Conozco una mujer…, llamada
Alberta Cromwell. Pretende ser su esposa. Quizás ella…, sí, lo probaré. Quizá yo
pueda… Hay un medio allí.
La mano de Allgood se movió hacia el picaporte de la puerta que comunicaba con
la oficina exterior.
Mason salió de la oficina. La rubia del escritorio le sonrió dulcemente y dijo con
voz acariciadora:
—Buenos días, míster Mason.
Mason se detuvo en la cabina de teléfono del vestíbulo del edificio y llamó a la
Agencia de Detectives Drake.
—Habla Mason, Paul. Hay una rubia que trabaja en el escritorio de la Agencia de
Detectives Allgood. No le costará trabajo encontrarla; tiene más o menos veinticinco
años y es de la clase de muchachas que la gente dice que es una vergüenza que no
trabajen en la pantalla. Una nena de ojos grandes, labios rojos y curvas pronunciadas.
Sígala cuando deje la oficina de Allgood. Y continúe vigilándola. Ponga también un
hombre para que vigile a Milter en los apartamentos Wiltmere.
—¿En qué trabaja Milter? —preguntó Drake.
—Es detective.
—No será fácil seguirle.
—¿Por qué no?
—Se dará cuenta de que le seguimos apenas empecemos a hacerlo.
—Déjele que se dé cuenta —dijo Mason—. Eso no nos importa, con tal que le
mantengamos callado. Hágale seguir por dos hombres. Por lo que me concierne a mí,
que se enoje si quiere.
—En seguida pondré a unos hombres al trabajo —manifestó Drake.
—Ocúpese primero de la rubia —le dijo Mason—, y si ella se dirige a los

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departamentos Wiltmere, quiero saberlo.
—Muy bien. ¿Dónde estará usted?
—Me mantendré en contacto con la oficina. Cualquier novedad puede
comunicársela a Della. ¿Ha puesto algunos hombres en ese viejo caso?
—Sí. Me comuniqué con ellos por teléfono desde Indio.
—Muy bien —manifestó Mason—. Cuanto más pienso en ese asunto, menos me
gusta la forma en que fue llevado. Toda esa caballerosidad acerca de mantener fuera
del caso el nombre de la mujer y referirse a ella como a miss X…, quiero saber quién
es miss X… Quiero todo: su nombre, dirección, sus amores, su pasado y presente:
Luego yo predeciré su futuro.
—Estamos trabajando en eso —dijo Paul.
—Soborne a algún periodista de Los Ángeles para que mande una noticia
telegráfica a los diarios de Winterburg. ¿Puede arreglar eso?
—Muy bien. Creo que sí. ¿Cuál es la noticia?
—Ponga a su taquígrafa ante un teléfono interno, para que la tome como yo he de
dictarla.
Mason oyó que Drake decía:
—Oh, Ruth, hágase cargo del otro teléfono. Y tome lo que se diga. Sí, es Mason.
¿Está lista? Muy bien; Perry, puede empezar. No hable muy de prisa.
Mason dijo:
—Debe ser algo como esto: «Con la intervención de Leslie L. Milter, renombrado
detective de Los Ángeles, que investiga un caso de asesinato cometido en Winterburg
hace poco más o menos veinte años, es probable que sea aclarado un antiguo
misterio. Desde hace mucho tiempo, algunas personas se han sentido preocupadas
acerca de si la culpabilidad de Horace Legg Adams, que fue ejecutado por el
asesinato de David Latwell, fue establecida plenamente en la época del proceso…
Recientemente, han sido descubiertas nuevas pruebas que arrojan una luz diferente
sobre las declaraciones prestadas en el juicio. Que hay personas de influencia que
todavía creen en la inocencia de Horace Adams, lo atestigua el hecho de que una de
las agencias de detectives más caras y eficientes del país ha enviado a Winterburg al
as de sus hombres, a fin de que haga una investigación completa del asunto. El
detective ha vuelto ahora a Los Ángeles con un saco lleno de hechos que, de acuerdo
con opiniones autorizadas, son impresionantes. Es muy probable que el viejo caso sea
revisado, en un intento de reivindicar la memoria de un hombre que fue sentenciado
casi veinte años atrás. Los abogados no se han puesto de acuerdo sobre el
procedimiento que han de seguir, pero la opinión general es que ha de encontrarse la
manera de hacerlo…». ¿Lo han tomado taquigráficamente, Paul?
—Ajá, ¿qué se propone?
—Quiero que empiecen a moverse —contestó Mason—. Si Adams era inocente,
entonces existe otro culpable. La pista está aún algo fría y bastante bien cubierta.
Pero si podemos asustar al asesino y empieza a pretender tapar los puntos débiles de

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sus antiguas huellas…, bueno, podríamos quizás agarrarle en el acto.
Se oyó por la línea telefónica una risilla ahogada de Paul.
—¡Y Witherspoon pensó que usted se limitaría al expediente de ese viejo caso tal
como aparece en la copia y en los recortes de diarios! ¡Lo que tiene que aprender ese
pájaro acerca de los métodos de usted…!

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Capítulo 7

Eran poco más o menos las cuatro de la tarde cuando Della Street entró en la
oficina privada de Mason llevando una carta de carácter urgente.
Mason levantó su cansada vista de la copia del proceso del Ministerio Público
contra Horace Legg Adams.
—¿Qué hay, Della?
—Entrega urgente. Parece sospechosa. La dirección está hecha con caracteres de
imprenta, probablemente por una persona que usó la mano izquierda.
Mason estudió el sobre pensativamente, lo colocó contra la luz, hizo una mueca y
dijo:
—No es nada más que un recorte de diario.
Alzó un estilete de hoja delgada que usaba como cortapapeles, rasgó el sobre y
sacó el recorte.
Della manifestó:
—Lamento haberle molestado. Pensé que era algo importante y que le agradaría
ver el sobre antes de ser abierto.
—Espere un minuto —dijo Mason—. Creo que ha tenido una buena idea.
Della fue a situarse al lado del sillón de Mason. Éste sostuvo el recorte de manera
que los dos pudiesen leerlo al mismo tiempo. Estaba escrito con caracteres que eran
de mejor calidad que los comunes; evidentemente no procedía de un diario, y había
sido recortado de una revista charlatana y escandalosa. Decía así:

¿Qué prominente aristócrata del desierto, que se enorgullece de sus


antecesores, se encuentra disgustadísimo porque va a ser heredado por un
esqueleto de familia que no es de su agrado? La respuesta, por supuesto, se
relaciona con una hija testaruda que está resuelta a mudarse a una casa
extraña sin abrir primeramente todos sus armarios. El esqueleto está
destinado a hacer ruido de huesos en gran escala. Nuestro aviso a Papá es
que trate de averiguar si su futuro yerno es cruel con los animales. Si es así,
Papá debe hacer algo antes que sea demasiado tarde. Podría investigar el
asunto del pato que se ahogaba. Al fin y al cabo, los jóvenes que gustan de
ahogar patos, tan sólo por darse importancia ante otras personas, no resultan
muy convincentes para yernos. No nos diga que no le hemos avisado, Papá.

Mason examinó el recorte y dijo a Della:


—Vaya a la Agencia de Detectives Drake y vea si Paul sabe de dónde puede
haber venido este papel.
Della Street tomó el recorte, quedóse un momento dándole vueltas entre los dedos

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y preguntó:
—Esto es sencillamente un chantaje, ¿no?
—No lo sé —contestó Mason.
Della dijo de repente:
—Espere un momento. Yo sé qué revista es ésta.
—¿Cuál?
—Es una pequeña hoja de escándalos, de Hollywood. He visto algunos
ejemplares. Contenían algunas cosas veladas acerca de las estrellas de cine.
—¿Es un diario?
—No, exactamente. Dan a las noticias un aspecto de acertijo. «¿A quién le calza
bien este zapato?», y «¿Puede usted ponerlo en el pie que corresponde?». Mire aquí,
al dorso de este recorte. Podría ver cómo hacen las cosas.
Della Street indicó un párrafo que decía:

«Más o menos, 240 de nuestros suscriptores colocaron el zapato en el pie


correspondiente de la estrella de cine a quien nos referíamos en nuestra
columna de la semana pasada. Esa estrella pensaba que sería una buena idea
dar una fiesta a base de marihuana. Eso sirve para demostrar las cosas que
suceden por allí».

Mason señaló el teléfono.


—Llame a la oficina de Paul. Si está, dígale que venga un segundo. Quiero hablar
con él de esto y de miss X.
Della hizo la llamada y dijo:
—Estará aquí dentro de un momento.
Luego colgó el auricular y manifestó:
—¿Cree usted que miss X es el eslabón que falta?
Mason introdujo las manos en las profundidades de sus bolsillos.
—Por supuesto Della, siempre desconfío de los fiscales de distrito.
—Y ellos siempre desconfían de usted, ¿eh? —contestó Della.
Mason hizo una mueca afirmativa.
—En este caso —dijo—, el fiscal del distrito, de acuerdo con lo que dicen los
diarios, hizo un convenio con el abogado del acusado, según el cual se estipulaba que
durante todo el proceso se llamaría miss X a la joven a quien Adams se había referido
como la persona con quien podía suponerse que se había fugado la víctima. Ése es el
mayor error que cometió el abogado que manejaba el caso.
—¿Por qué?
Mason contestó:
—Porque fue lo mismo que si admitiese públicamente que no creía en su
defendido. Recuerde que Adams manifestó a la Policía que Latwell le había dicho
que iba a fugarse con miss X. Luego, cuando encontraron el cuerpo de Latwell

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enterrado debajo del piso del sótano de la fábrica, la Policía opinó que aquello tuvo
que ser una mentira. El convenio que hizo el abogado de Adams indica que él
también pensaba así. Por lo menos, eso le pareció al jurado.
Della Street hizo un lento gesto de asentimiento.
Mason continuó:
—Ahora bien: ése es uno de los aspectos del caso que no puedo comprender. Lo
más lógico habría sido que el fiscal de distrito hubiese introducido en la prueba esas
declaraciones iniciales, y que luego hubiera llamado a la mujer mencionada en esas
declaraciones, permitiéndole negar que tuvo semejante conversación con Latwell.
—Bueno —manifestó Della Street—, ¿por qué no lo hizo?
—Porque el convenio lo hacía innecesario —contestó Mason—. Cuando el
abogado de Adams estipuló que la mujer podía ser mantenida fuera del caso y que
podría referirse a ella tan sólo como a miss X, el hecho hizo que el jurado pensara
que tanto el fiscal de distrito como el abogado de Adams sabían que éste había estado
mintiendo. Ahora bien: supongamos que Latwell tuvo verdaderamente la intención de
fugarse con esa muchacha. ¿Ve usted qué perspectiva de posibilidades abre eso?
—Pero ella no habría admitido ante el fiscal del distrito que…
—No hay ningún indicio de que ella hablara con el fiscal de distrito alguna vez, o
de que éste hablara jamás con ella —interrumpió Mason—. Ella…
En la puerta de la oficina privada de Mason se oyeron unos golpecitos dados en
forma especial.
—Ése es Drake —dijo Mason—. Déjele entrar.
Paul Drake traía media docena de telegramas.
—Bueno, vamos llegando gradualmente a algo, Perry —manifestó Drake.
Mason dijo:
—Déme sus noticias y luego le daré las mías.
—Milter no está en los departamentos Wiltmere. Le daré una ocasión para
adivinar dónde está.
Mason enarcó las cejas.
—¿En El Templo? —dijo.
—Sí.
—¿Desde cuándo está allí?
—Desde hace cuatro o cinco días.
—¿Dónde?
—En una casa de departamentos de la avenida Cinder Butte, once sesenta y dos.
Es un edificio de dos pisos que ha sido convertido en casa de departamentos…, que
se alquilan amueblados. Hay cuatro en el edificio. Usted sabe de qué estilo. Dos
arriba, dos abajo, cuatro entradas privadas.
—Interesante —comentó Mason.
—¿No es cierto? Ahora le contaré otra cosa. Una joven llamada Alberta
Cromwell pretende ser la esposa de Milter. Le siguió hasta El Templo, encontró que

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estaba desalquilado el departamento contiguo al de él, y lo alquiló.
—¿Él sabe que ella está allí? —preguntó Mason.
—No veo por qué no ha de saberlo. El nombre de ella está en el buzón: «Alberta
Cromwell».
—¿Por qué ella no fue allí con él?
—Maldito si lo sé.
Mason extendió hacia Drake el sobre y el recorte.
—Esto llegó con carácter urgente hace unos minutos.
Drake se dispuso a leer el recorte, pero en seguida lo dejó para decir:
—Todavía no le he dicho todo. Esa rubia de la oficina de Allgood se deslizó a una
farmacia para hablar por teléfono desde allí. Mi ayudante se metió en una cabina
vecina de la que ella ocupaba para poder escuchar la conversación. ¿A que no adivina
lo que oyó?
—No puedo. ¿Qué fue?
—Estaba llamando a la compañía de autobuses Pacific Greyhound para que le
reservaran un asiento en un coche que salía a las cinco y treinta para El Templo.
Los ojos de Mason brillaron.
—Quiero que la haga seguir, Paul.
—No se preocupe por eso. Mi ayudante también reservó un lugar en el mismo
coche. ¿Qué es esto?
—Parece un recorte para un chantaje. Léalo.
Drake lo leyó, arrugó los labios en un silbido.
—Ése es Milter, sin duda.
—No entiendo —manifestó Mason.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Drake.
—Que no lo entiendo, eso es todo —contestó Mason.
Drake dijo:
—Por Dios, Perry, esto es más simple que el ABC. La Agencia Allgood no es
gran cosa. Contrata a cualquier desocupado que conozca el negocio para que haga el
trabajo. Milter andaba buscando dinero. Cuando Witherspoon pidió que le diese
diariamente informaciones por teléfono, Milter vio la oportunidad de conseguir lo
que buscaba. Y decidió aprovecharse de Witherspoon.
—¿Por qué?
—Para evitar que este caso se hiciera público.
Mason movió la cabeza.
—Witherspoon no pagaría para mantener oculto eso.
—Lo haría si su hija fuese a casarse con el sujeto.
Mason pensó en eso algunos instantes y luego volvió a mover la cabeza.
—No pagaría por mantenerlo en secreto…, antes que se realizara el casamiento.
—Eso es lo que está esperando Milter —manifestó Drake—, que el casamiento se
realice. Está allí haciendo tiempo.

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Mason dijo:
—Eso es lógico, pero si éste es el caso, ¿por qué habría de dar tal información a
esa hoja de escándalos?
Paul contestó:
—A Milter deben de haberle pagado por esa noticia.
—¿Cuánto? —preguntó Mason.
—No lo sé —contestó Drake—. Ése es un trabajo que comenzó en Hollywood
unos cuatro o cinco meses atrás. Saca a relucir auténticos trozos de escándalo. El
sujeto que dirige la cosa tiene buen olfato para las noticias, pero no trata de
aprovecharse del individuo. Está tratando de hacer un chantaje a la industria. Por eso
es imposible probarle nada.
—Usted quiere decir que lo que se propone es que le compren su periódico.
—Exactamente. Publica cosas acerca de los astros de Hollywood sin siquiera
avisarlos. Tampoco trata de sacarles dinero. En esa forma, ellos no pueden hacerle
nada. Pero permite que se sepa que su diario y la buena voluntad de la publicación
están en venta. El precio, por supuesto, es mil veces más de lo que vale, excepto para
amordazar al periódico.
Mason consultó su reloj de pulsera y dijo:
—Hable por teléfono con Witherspoon en El Templo, Della, y dígale que va a
tener huéspedes esta noche.
—¿Yo también? —preguntó Drake.
Mason negó con la cabeza.
—Usted quédese aquí y siga con su trabajo, tratando de averiguar algo más de
miss X. ¡Maldita sea!, no puedo ver qué relación tiene Milter con el asunto.
—¿No cree usted que Milter está sencillamente sentado allí abajo, esperando que
se realice el casamiento, para después hacer el chantaje a Witherspoon?
Mason golpeó el recorte con los dedos.
—Esto debe provenir de una filtración de la oficina de Allgood. Esa filtración
parece haber llegado directamente a Milter, que está en El Templo. Si está ahí para
aprovecharse de Witherspoon después del casamiento, ¿por qué habría de arriesgar
toda su posición vendiendo algo como esto por poco dinero a una hoja escandalosa de
Hollywood? Esto está calculado para impedir el casamiento.
Drake pensó un momento en ello y luego manifestó:
—Si usted lo plantea así, hay una sola solución lógica.
—¿Cuál?
—Milter está allí haciendo tiempo, esperando que el casamiento se realice, para
poder aplicar el torniquete a Witherspoon. Eso descarta a Milter. Ese asunto del
periódico escandaloso es otra cosa distinta. No tiene relación alguna con lo otro.
Mason manifestó:
—Es algún allegado a la casa, Paul. Sabe que Witherspoon me retuvo allí. Sabe lo
del pato que se ahogaba. Y eso es algo que Witherspoon no sabe.

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—Tampoco lo sé yo —anunció Drake—. ¿Qué es eso, una broma?
—No, un experimento científico. Marvin Adams lo hizo en presencia de los
huéspedes de Witherspoon, unas noches atrás. Witherspoon no estaba presente.
—¿Cómo hizo para que el pato se ahogase? —preguntó Drake—. ¿Lo retuvo
debajo del agua?
—No. No lo tocó.
—Usted está bromeando.
—No. Es la verdad.
Drake dijo bruscamente:
—Usted va a ir a El Templo esta noche. ¿Piensa interrogar a Milter?
Mason consideró, pensativo, la pregunta.
—Creo que sí —contestó.
—Quizá sea un cliente peligroso —le previno Drake.
Mason contestó:
—Quizá lo sea también yo. Si sabe usted algo del asunto de miss X, llámeme por
teléfono. Estaré en casa de Witherspoon.
—¿Hasta qué hora puedo llamarle?
—Puede llamarme a cualquier hora en que consiga la información —contestó
Mason—. No importa que sea tarde. Y dígale a ese hombre que anda siguiendo a la
rubia de la oficina de Allgood, que me llame directamente a casa de Witherspoon y
que me haga saber adónde va ella cuando llegue a El Templo. Eso hará ganar tiempo.
De otro modo, él tendría que llamar a la oficina y darle la información a usted y luego
usted tendría que llamarme a mí.
—Sería solamente cuestión de minutos —manifestó Drake.
—Los minutos quizá sean preciosos. Deje que su ayudante me informe
directamente a mí.
Drake hizo una mueca.
—Éste es el error que cometió Witherspoon.
Mason recogió unos papeles y los guardó en una cartera que luego cerró,
abrochando las correas.
—Quizá resulte que Milter ha cometido ese error —dijo Mason—. Vea si puede
averiguar algo de ese periódico escandaloso de Hollywood, Paul. Es importante saber
si esa información fue obtenida por mediación de Milter.
—Muy bien, veré lo que puedo hacer y luego se lo comunicaré a usted. Creo que
conozco a alguien que puede informarme concretamente sobre eso.
Mason manifestó:
—Puedo prometerle una cosa. Si Milter vendió esa información a ese periódico
escandaloso, todo el asunto está enredado. No coincide lo suficiente para darnos la
respuesta correcta.
Drake estaba en pie, mirando con ceño fruncido el sobre.
—¡Ciertamente, no coincide! —admitió.

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Capítulo 8

Mason tocó la campanilla de la enorme verja de hierro. El profundo ladrido de


grandes perros ahogó el sonido. Un momento más tarde, los perros llegaron a la verja
mostrando los colmillos, mientras sus ojos relampagueaban con un fulgor
amarillento.
Una luz se encendió en el porche. Un mejicano se acercó rápidamente por el
camino embaldosado y dijo:
—¿Quién es?, por favor.
Reconoció en seguida a Perry Mason y Della Street y agregó:
—Oh, sí. Esperen un momento, por favor.
El mejicano se volvió, dirigiéndose rápidamente hacia la casa.
Los perros se retiraron unos metros y continuaron vigilando, con sus ojos
amarillos, a la pareja.
Witherspoon mismo vino muy de prisa desde la casa.
—Bueno, bueno, me alegro de verlos. ¡Naturalmente que sí! ¡Atrás, King! ¡Atrás,
Prince! Átalos, Manuel.
—No tenemos tiempo para eso —manifestó Mason—. Mande abrir la verja. Los
perros no nos harán nada.
Witherspoon miró a los perros con gesto de duda.
—No nos harán daño —insistió Mason—. Mande abrir.
Witherspoon hizo una señal al mejicano. Éste metió una enorme llave en la
cerradura de hierro, hizo funcionar el pasador y abrió la verja.
Los perros vinieron corriendo hacia ellos.
Mason atravesó la verja con gran serenidad, hizo caso omiso de los perros y
estrechó la mano de Witherspoon.
Mientras tanto, los animales retrocedieron para husmear a Della Street. Ésta
extendió las puntas de los dedos con evidente despreocupación.
Witherspoon estaba nervioso y aprensivo.
—Vamos —dijo—. Entremos en la casa. No debemos quedarnos aquí fuera. Estos
perros son salvajes.
Anduvieron en dirección a la casa. Los animales los seguían.
Witherspoon mantuvo abierta la puerta y dijo:
—Es la cosa más rara que jamás haya visto.
—¿Qué?
—Los perros. Debían haberlos devorado a ustedes. No acostumbran hacerse
amigos con tanta rapidez.
—Tiene buen sentido —manifestó Mason—. Vamos adonde podamos hablar…
privadamente.
Witherspoon los guió hacia el interior de la casa.

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—Nuestras maletas están en el automóvil —dijo Mason.
—Manuel las traerá. Ustedes tendrán los mismos cuartos que ocuparon ayer.
Witherspoon los guió hacia el ala nordeste del edificio, abrió la puerta de la salita
de Mason y se hizo a un lado para darles paso.
Mason cedió el paso a Della Street, entró en la habitación detrás de ella y
Witherspoon los siguió. Mason cerró la puerta de un puntapié.
Witherspoon comenzó a hablar:
—Me alegro mucho de que haya venido. Hay una cosa importante…
Mason le interrumpió:
—Olvídese de eso. Siéntese y dígame todo lo que sucede con ese detective. Hable
de prisa.
—¿Qué detective?
—Leslie Milter, el que ha estado aprovechándose de usted.
—¡Milter, aprovechándose de mí! —exclamó Witherspoon con expresión de
incredulidad—. ¡Mason, usted está loco!
—Usted le conoce, ¿no?
—Pues, sí. Es el detective que hizo la investigación del asesinato. Trabaja para
Allgood.
—¿Le ha visto usted?
—Sí. Una vez vino personalmente a traerme un informe; pero eso fue después de
haber completado sus investigaciones en el Este.
—¿Estaba usted en contacto con él, a larga distancia, durante el tiempo que hacía
esa investigación?
—Sí. Me llamaba por teléfono todas las noches.
Mason miró fijamente a Witherspoon y dijo:
—O usted me está mintiendo, o todo está muy enredado.
—Yo no estoy mintiendo —manifestó Witherspoon con fría dignidad—, y no
estoy acostumbrado a que se me acuse de mentir.
Mason dijo:
—Milter está en El Templo.
—¿Es cierto eso? No le he visto desde aquella única vez en que trajo el informe.
—¿Y no ha tenido noticias de él?
—En los últimos diez días, no. Ni desde que completó sus investigaciones.
Mason extrajo de su bolsillo el sobre que había recibido aquella tarde y preguntó:
—¿Esto le dice algo a usted?
Witherspoon contempló el sobre con aire de intensa curiosidad.
—No —contestó.
Mason dijo:
—Ábralo y lea lo que hay dentro.
Witherspoon apartó los bordes del sobre y miró en su interior.
—Parece que no hay nada en el sobre, excepto un recorte de diario —manifestó.

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—Léalo —interrumpió Mason.
Witherspoon metió los dedos de su mano derecha en el sobre para extraer el
recorte, lo acercó a la luz y antes de empezar a leer dijo:
—Creo que podríamos prescindir de todo esto, míster Mason. Algo sucedió esta
tarde que…
—Léalo —interrumpió Mason.
Witherspoon se ruborizó. Por un momento pareció que estaba a punto de arrojar
al suelo tanto el sobre como el recorte. Luego, bajo la firme mirada de Mason,
comenzó a leer.
Mason observaba su cara.
Evidentemente, Witherspoon necesitó leer las primeras líneas para interesarse por
lo que estaba leyendo y advertir su significado. Leyó unas pocas palabras más y la
importancia de ellas le impresionó profundamente. Su cara se contrajo en una mueca
sombría. Sus ojos, yendo y viniendo, terminaron de leer las palabras impresas. Miró a
Mason con expresión ceñuda y dura.
—¡El cochino! —dijo—. ¡El sucio cochino! Pensar que un hombre pueda caer tan
bajo como para publicar semejante cosa. ¿Cómo lo consiguió usted?
—En ese sobre —contestó Mason—. Fue enviado por entrega especial. ¿Sabe
usted algo acerca de eso?
—¿Qué quiere decir?
—¿Tiene alguna idea de quién puede haberlo mandado?
—No, en absoluto.
—¿Sabe dónde fue publicado?
—No. ¿Dónde?
—En una hoja de escándalos, de Hollywood.
Witherspoon manifestó:
—Yo he tratado de ser justo. Ahí fue donde cometí mi más grande equivocación.
Debí haber detenido instantáneamente esto, apenas me enteré del asesinato.
—¿Quiere usted decir —preguntó Mason— que debió contarle a su hija todo
esto? ¿Quiere decir que habría destruido toda la felicidad de su hija y removido todo
ese antiguo escándalo, sin antes hacer una investigación para saber si la condena de
Horace Adams fue justa?
—Eso es exactamente lo que quiero decir —contestó Witherspoon—. Debí
advertir que el veredicto del jurado era concluyente.
—Usted tiene más confianza en los jurados de la que tengo yo —recalcó Mason
—. Y tengo mucha más confianza en los jurados que en los jueces. Los seres
humanos son siempre falibles. De todos modos, vamos a olvidar eso por un momento
y hablaremos de chantaje.
Witherspoon dijo solemnemente:
—No existe sobre la tierra un hombre que pueda hacerme eso a mí.
—¿Ni aunque supiera algo de usted?

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Witherspoon movió la cabeza.
—Yo nunca me colocaría en una posición semejante. ¿No se da cuenta? Ésa es
una de las razones por las cuales ese futuro casamiento es imposible.
Mason parecía estar tratando de dominar una impaciencia que se acrecentaba.
—Vamos a entendernos bien —dijo—. Usted contrató a la Agencia de Detectives
Allgood para que investigara sobre este caso de asesinato. Leslie L. Milter era el
representante de la Agencia. Al parecer, se encuentra en El Templo en este mismo
momento, viviendo en el número once sesenta y dos de la avenida Cinder Butte.
Milter es lógicamente quien dio la información al hombre que vomitó esta columna
escandalosa. La Agencia Allgood echó a Milter por haber hablado. Eso quiere decir
que él debe de haber hablado con alguien. Lo más lógico es que haya hablado con el
encargado de la columna.
—Me aflige y molesta saber que Milter no era de confianza —manifestó
Witherspoon con tono digno—. Parecía un hombre muy eficiente.
—¡Afligido! —dijo Mason, casi gritando—. ¡Molestado! ¡Maldita sea, el hombre
es un chantajista! ¡Se encuentra aquí con objeto de hacer un chantaje! ¿A quién? ¿A
quién podrá hacerlo sino a usted?
—No lo sé.
Mason manifestó:
—Witherspoon, si usted está ocultándome algo, abandonaré este caso tan
rápidamente que…
—No estoy ocultándole nada. Estoy diciéndole la pura verdad.
Mason dijo a Della Street:
—Llame por teléfono a Paul Drake. Dígale que hemos llegado. Quizás él tenga
alguna novedad. Este asunto está todo él enredado.
Mason comenzó a pasearse por la habitación.
Witherspoon manifestó:
—Desde que usted llegó, he estado tratando de decir algo importante que ha
sucedido. Hemos agarrado a Marvin Adams con las manos en la masa.
—¿Haciendo qué? —preguntó Mason, sin detener sus pasos y arrojando la
pregunta sobre su hombro como si se refiriese a un asunto de poca importancia.
—Siendo cruel con los animales…; al menos, ésa es una deducción justa…, y
explica algo de lo que decía ese recorte de diario.
—¿Qué hizo Marvin Adams? —preguntó Mason.
—Va a ir a Los Ángeles esta noche.
—Lo sé. Entiendo que regresa al colegio.
—Llevó a Lois a cenar esta noche. No quería cenar en casa.
—¿Y qué?
Witherspoon dijo en tono irritado:
—Déjeme que yo lo diga.
—Continúe y dígalo entonces.

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Con una expresión de dignidad ofendida, Witherspoon continuó hablando:
—Marvin estuvo esta tarde en el lugar donde guardamos el ganado, conejos,
pollos y patos. Había allí una pata con algunos patitos. Tal como me lo cuenta el
ayudante mejicano, Marvin dijo que necesitaba uno de los patitos para realizar un
experimento. Dijo que quería ahogarlo.
Mason dejó de caminar por el cuarto.
—¿Estaba Lois con él? —preguntó.
—Así tengo entendido.
—¿Qué dijo?
—Eso es lo que me resulta más increíble en el asunto. En lugar de sentirse
molesta, Lois le ayudó a agarrar a uno de los patitos y dijo a Marvin que se lo llevase.
—¿Ha hablado usted con Lois de eso?
—No, no lo he hecho. Pero he resuelto que debe saberlo. Es hora de que le cuente
todo el asunto.
—Entonces, ¿por qué no se lo dice?
Witherspoon contestó:
—Porque he estado aplazándolo.
—¿Por qué?
—Creo que puede usted comprender por qué.
Mason manifestó:
—Probablemente porque su entendimiento es mejor que sus emociones. Si usted
le cuenta a su hija la historia tal como la sabe ahora, ella simpatizará con Marvin o se
volverá violentamente partidaria de él y se pondrá en contra de usted. La muchacha
está enamorada. Usted no puede desacreditar a Marvin a sus ojos sin tener pruebas.
—El padre de Marvin fue ajusticiado por asesinato.
—Creo que a ella eso no le importa un comino —declaró Mason—. Simplemente
adoptará la posición de que el padre de Marvin era inocente. Pero, ¿qué le sucederá a
Marvin cuando lo sepa?
—No me importa lo que le suceda —manifestó Witherspoon.
—Quizá le importe si Marvin llegara a suicidarse.
Mientras consideraba en su mente esa idea, la cara de Witherspoon cambió de
expresión. Bruscamente dijo:
—Creo que lo único que puede hacerse es que mi hija vea a Marvin tal cual es.
—¿Cuándo le vio por última vez? —preguntó el abogado Mason.
—Se fue de aquí en automóvil media hora antes que ustedes llegaran.
—¿Dónde estaba el patito?
—Al parecer, en el automóvil, con él.
—¿El joven Adams es dueño de ese automóvil? —preguntó Mason mirando su
reloj.
—No. Pertenece a un amigo suyo…, un muchacho que es alumno del colegio
secundario de aquí. No deberían permitir que un automóvil de esas condiciones

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anduviera por los caminos. Es una vergüenza.
—¿Acostumbra Lois pasear con él en automóvil?
—Sí. Ésa es otra cosa que no puedo entender. Parece que a ella le divierte esto. El
parabrisas está rajado. Los muelles de los asientos, rotos… ¡Condenado sea, Marvin
la tiene hipnotizada!
—No está hipnotizada —declaró Mason—. Está enamorada. Eso es peor…, o
mejor.
Della Street anunció:
—Paul Drake está al teléfono.
Mason acercó el auricular a su oído.
—Hola…, hola, Paul. Habla Perry. Estamos aquí, en casa de Witherspoon. ¿Qué
novedades hay?
Drake contestó:
—Las cosas marchan. Probablemente dentro de pocos minutos tendrán ustedes
noticias de mi ayudante en El Templo. Me llamó desde una de las paradas del
ómnibus hace más o menos una hora, diciéndome que la rubia había hablado por
teléfono con Milter. Él la está esperando. Estamos todavía trabajando con ese caso en
el Este. Creo que ya hemos averiguado quién es miss X. Es decir, conocemos su
nombre, pero todavía no la hemos localizado. Era cajera de una confitería en la época
en que fue cometido el crimen. ¿Está seguro de que no quiere que suspenda las
llamadas después de medianoche?
Mason contestó:
—Llámeme apenas tenga cualquier información. No me importa la hora que sea.
—Muy bien, quédese por ahí cerca y tendrá noticias de ese ayudante de El
Templo.
—¿Está seguro de Milter, Paul…, que está aquí en El Templo?
—Positivamente. Lo hemos comprobado.
—Quiero estar seguro de esa dirección. ¿Milter vive en el número once sesenta y
dos de la avenida Cinder Butte?
—Así es. Es un edificio de gran tamaño que ha sido convertido en una casa de
departamentos. Milter ocupa uno que está situado en el piso alto, a la derecha.
—Muy bien. Llámeme si sucede algo.
Mason colgó el receptor, se volvió a Witherspoon y dijo:
—Milter vive aquí, en El Templo, desde hace varios días…, y está aquí ahora.
—Ni siquiera ha intentado ponerse en contacto conmigo. No hay duda de que no
ha tratado de hacerme víctima de un chantaje.
Mason entornó los ojos.
—¿Y qué hay de Lois? ¿Tiene la chica algún dinero a su nombre?
—No hasta que ella… Espere un instante. Sí, ella tiene también. Ahora tiene
veintiún años. Los cumplió hace una semana. Sí, posee el dinero que heredó de su
madre.

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—¿Cuánto?
—Cincuenta mil dólares.
—Muy bien —declaró Mason con expresión ceñuda—, ésa es su respuesta.
—¿Quiere usted decir que Milter está molestando a Lois?
—Sí.
—Pero Lois no sabe nada acerca de aquel caso de asesinato.
—La chica es una actriz muy buena —manifestó Mason—. Usted no debe
imaginarse que un hombre del calibre de Leslie Milter va a dejar que pase de largo
una oportunidad de esa clase. Pensándolo bien, él no trataría de sacarle dinero a
usted. Usted es un pájaro duro de pelar y le importa un comino que pueda salir a
relucir el escándalo relacionado con ese asesinato…, no le interesará hasta después
que Marvin se haya convertido en su yerno; entonces, y solamente entonces, usted
pagaría dinero para silenciarlo. Espere un minuto. Marvin y su hija no estarán
planeando hacer algo imprevisto, ¿no?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Huir, para luego casarse?
—Mi hija quiere anunciar su compromiso y casarse el mes próximo. Creo que le
dije a usted que Marvin va a ingresar en el ejército cuando se gradúe en junio y…
Mason movió la cabeza y dijo:
—No lo creo. Lois pagaría para evitar que usted se enterase de los hechos, pero…
Espere un minuto. Ésa ha de ser la solución. Milter debe de haber dado a su hija la
información, sin decirle que usted sabe algo de eso. La ha amenazado con llevarle a
usted los hechos, a menos que ella le dé algún dinero para comprar su silencio.
—¿Quiere usted decir que le dio dinero para…?
—Todavía no —contestó Mason—. Una vez que él consiga el dinero, se irá de
aquí. Quizá Milter está cerrando el trato, pero no ha conseguido cerrarlo del todo…
todavía no. Supongo que antes que Lois entrase en posesión de esa herencia habría de
hacer algunos trámites judiciales. ¿Dónde está ella ahora?
—No lo sé. Ha salido.
—Quiero hablar con ella, apenas vuelva.
Witherspoon dijo:
—Si ese hombre trata de molestar a Lois, yo voy a…
Mason le interrumpió:
—Lo sé —interrumpió Mason—, pero todavía faltan tres semanas para el mes
que viene. Si Milter estuviese planeando hacer víctima de chantaje a alguien el mes
que viene, no estaría esperando por aquí, ahora, donde uno podría tropezar con él en
la calle. No, ese pájaro ha hundido sus colmillos en alguien ahora mismo y está
sangrándole a muerte…, o está preparándose para hacerlo.
Witherspoon manifestó con tono de irritación:
—Si Lois está cogiendo el dinero que le dejó su madre y dándoselo a algún
chantajista para evitar que los hechos relacionados con ese mozalbete se hagan…

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—Espere un minuto —interrumpió Mason—. Usted ha encontrado algo. ¿Para
evitar que los hechos se hagan qué?
—Que se hagan públicos —contestó Witherspoon.
—Tome en cuenta el consejo de un abogado, Witherspoon, y quítese la costumbre
de mencionar las cosas que va a hacer… Parece como si Milter fuese la clave de todo
el asunto. Voy a tener una entrevista con Milter. Cuando termine con él, abandonará
la ciudad con el rabo entre las piernas.
—Yo iré con usted —anunció Witherspoon—. Cuando pienso en Lois echándose
en las garras de un chantajista… Yo iré a verle.
—Conmigo, no. No habrá testigos en esta entrevista. Uno no usa guantes blancos
cuando anda en trato con un chantajista. Della, quédese aquí a la espera de
novedades. Si Drake telefonea alguna información, anótela.
—¿Y qué hay de aquella muchacha de la agencia de detectives? —preguntó Della
Street—. Venía para acá en autobús y…
Mason miró su reloj y dijo:
—Ya debe de haber llegado…, a menos que el autobús se haya retrasado.
¡Magnífico! Tendré la oportunidad de hablarles a ambos juntos.
Witherspoon corrió hacia la puerta.
—Los perros —dijo—. Espere aquí un momento, hasta que yo haga atar a esos
condenados perros.
Mason miró su reloj y manifestó:
—Ese autobús ya debe de estar aquí… ¡Cómo se alegrará esa rubia cuando me
vea entrar!

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Capítulo 9

Mason enfiló su coche por el camino real del desierto. Las luces de El Templo
mostraban una especie de halo debajo de las estrellas. La aguja del cuentakilómetros
temblaba alrededor de la línea de los cien kilómetros.
Una irregularidad del camino hizo sacudir levemente el coche. Mason lo enderezó
y aminoró la velocidad. Otra vez un bache hizo balancear la parte trasera del coche y,
aminorando la marcha hasta cincuenta kilómetros por hora, Mason torció
deliberadamente el volante.
La trasera del automóvil dio un gran coletazo.
Mason levantó el pie del acelerador, tuvo cuidado de usar los frenos, y se acercó a
un lado del camino. Antes de llegar allí oyó el ruido inconfundible que produce un
neumático pinchado.
Era el neumático de la rueda trasera derecha. Mason lo miró tristemente, se quitó
la chaqueta y la tiró sobre el respaldo del asiento delantero. Se arremangó, sacó la
llave del tablero, tomó una linterna de la guantera y caminó hacia la trasera del coche
para abrir la maleta. Tanto sus maletas como la de Della Street estaban allí. Tuvo que
sacarlas y revolver todo para encontrar las herramientas necesarias, a fin de cambiar
el neumático. Con la ayuda de su linterna, echó mano del gato, lo colocó debajo del
coche y empezó a levantar éste.
Detrás de él, a distancia, vio unos faros que a gran velocidad venían bajando por
la larga recta de la carretera.
Mientras se hallaba levantando el coche, Mason oía el chirrido de los neumáticos
del otro automóvil. Luego, con un rugido, el coche pasó como una exhalación, y la
corriente de aire que levantó a su paso hizo que el automóvil de Mason se balanceara
suavemente sobre sus muelles. Mason observó cómo la luz trasera se desvanecía en la
distancia a una velocidad que él estimaba en ciento veinte kilómetros por hora, más o
menos.
Mason quitó las tuercas y la taza y retiró la rueda. Luego sacó de la maleta la
rueda auxiliar.
La hizo rodar hasta la punta del pie, la levantó, la acomodó en su lugar y ajustó
las tuercas y la taza. Luego bajó el gato, volvió las herramientas al maletero y colocó
nuevamente allí las numerosas maletas. En seguida reanudó el viaje.
Encontró sin mucha dificultad la dirección que buscaba. Milter ni siquiera se
había molestado en adoptar un nombre falso. En el tarjetero que estaba colocado
encima del timbre se veía un trozo de una tarjeta de visita que decía simplemente:
Leslie L. Milter.
Mason tocó el timbre dos veces. No hubo respuesta. Luego golpeó fuertemente la
puerta.
Oyó ruido de pasos en la escalera que tenía a la izquierda. Se abrió la puerta. Una

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joven morena y atractiva, de sombrero atrevido y lustroso abrigo de pieles atravesó el
porche, vio allí detenido a Mason, vaciló un momento y luego se volvió para mirarle
con expresión francamente curiosa.
El abogado sonrió y saludó a la joven, quitándose el sombrero.
Ella contestó a la sonrisa de Mason y dijo:
—Creo que no está.
—¿No tiene usted idea de dónde puedo encontrarle?
—No —contestó la joven riendo alegremente, y agregó—: Apenas le conozco.
Tengo el departamento contiguo al suyo. Varias personas han venido a verle esta
noche…, una verdadera procesión. ¿Usted no estaba…, no tenía cita con él?
Mason tomó una decisión rápida.
—Si él no está en casa —dijo—, es inútil que yo espere.
Mason miró el nombre de la joven que estaba encima del timbre de la puerta de
su departamento y manifestó:
—Usted debe ser miss Alberta Cromwell. ¿Puedo dejarla en alguna parte?
—No, gracias. La calle principal está sólo a una manzana de aquí.
Mason dijo:
—Esperaba encontrar a míster Milter en casa. Había entendido que él tenía una
cita y que le encontraría en casa.
—Creo que vino una señorita, y vi a un hombre que salía de la casa un momento
antes que viniera usted. Al principio creí que el hombre había tocado el timbre de mi
departamento. Yo estaba en la cocina, el grifo estaba abierto y verdaderamente creí
que sonaba mi timbre.
Se rió con una risilla que demostraba cuán nerviosa estaba.
—Apreté la chicharra para que mi visitante subiese. No pasó nada, y luego
escuché pasos en la escalera que conduce al departamento de míster Milter, por lo
que supongo que no fue mi timbre el que sonó.
—¿Hace tiempo?
—No. Hace unos quince o veinte minutos.
—¿Sabe usted cuánto tiempo se quedó ese visitante?
La joven rió y dijo:
—Caramba, usted habla como si fuese un detective…, o un abogado. No sabe
quién era esa muchacha, ¿verdad?
—Es que estoy muy interesado en míster Milter.
—¿Por qué?
—¿Sabe usted algo de él?
Ella dejó pasar un rato antes de contestar esa pregunta. Luego dijo:
—No gran cosa.
—Entiendo que solía ser detective.
—¿Oh, sí?
—Yo quería hablar con él de un caso en el cual trabajo.

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—¡Oh!
La joven vaciló y dijo:
—Bueno, tengo que irme al centro. Lamento no poder ayudarle. Buenas noches.
Mason se quitó el sombrero y observó cómo se alejaba la joven.
Desde la cabina de teléfono de una farmacia, Mason llamó a casa de Witherspoon
y preguntó por Della Street. Cuando Della acudió al teléfono, Mason dijo:
—¿Alguna novedad de Paul Drake, Della?
—Sí. Habló por teléfono el ayudante de Drake.
—¿Qué dijo?
—Dijo que el autobús había llegado a su hora y que la muchacha descendió y fue
directamente al departamento de Milter. Que la joven tenía una llave del
departamento.
—¡Oh! —exclamó Mason—. ¿Qué sucedió después?
—La joven fue arriba y no permaneció allí mucho tiempo. Ésa es una de las cosas
que preocupan al detective. No sabe justamente el tiempo que se quedó arriba la
muchacha.
—¿Por qué no?
—El hombre supuso, sin duda, que la joven estaría arriba algún tiempo y entonces
cruzó la calle y anduvo cerca de media manzana, para hablar por teléfono desde un
restaurante. Habló con Drake y le dio su informe. Drake le dijo que le telefonease a
usted aquí. Estaba hablando por teléfono conmigo, cuando vio que la rubia pasaba
por allí. De modo que colgó el teléfono y comenzó a perseguirla. Unos cinco minutos
más tarde volvió a hablar por teléfono desde la estación; dijo que la joven estaba
sentada allí esperando el tren de medianoche para Los Ángeles y que se veía que
había estado llorando.
—¿Dónde está el detective?
—Está todavía en la estación. Está vigilando a la rubia. El que ella espera es un
tren local que lleva un pullman hasta la línea principal, donde aguarda cuatro horas.
Es enganchado después al expreso y llega a Los Ángeles a eso de las ocho de la
mañana.
—¿El detective no puede decir exactamente cuánto tiempo estuvo ella en el
departamento?
—No. No pudo ser más de diez minutos. Quizá menos. De acuerdo con lo que
dice, él creyó que era una buena oportunidad para llamar por teléfono e informar.
Naturalmente, esperaba que la rubia estuviese allí arriba algún tiempo… Ya sabe
usted, cuando una muchacha tiene la llave del departamento de un hombre…, él
imaginó…, que tendría tiempo de sobra para telefonear.
Mason miró su reloj y dijo:
—Quizá yo tenga que hablar con ella. Iré a la estación para ver si puedo hacer
algo.
—¿Vio usted a Milter?

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—Todavía no.
—Un automóvil se alejó de aquí en seguida que usted se marchó…, dos o tres
minutos después. Creo que era Witherspoon. Probablemente está tratando de localizar
a Lois.
—Trate de averiguar bien eso, ¿quiere?
—Muy bien.
—Voy corriendo a la estación. Adiós.
Mason fue directamente en su automóvil a la estación. Oyó el silbato de una
locomotora, cuando le faltaban dos o tres manzanas para llegar allí. Mientras
estacionaba el coche, el tren entraba en la estación.
Mason se dirigió al andén justamente a tiempo para ver que subía al tren la joven
rubia que él había conocido en la oficina de Allgood. Por un momento, la luz de la
estación iluminó la cara de la joven, y no le cupo a Mason duda alguna acerca de su
identidad, ni de que había estado llorando.
Mason volvió a su automóvil, y ya se había alejado unas tres o cuatro manzanas
de la estación cuando oyó el sonido de una sirena. A una manzana de distancia cruzó
velozmente un automóvil de la policía.
Al llegar a la esquina, Mason advirtió que el coche había doblado en dirección al
departamento de Milter. Mason le siguió y vio que el automóvil de la policía se
acercaba al encintado de la acera deteniéndose.
Mason estacionó su automóvil directamente detrás del coche de la policía. Un
oficial saltó del automóvil y atravesó rápidamente el camino de cemento que
conducía al departamento de Milter. Mason iba detrás de él. El oficial apretó el
timbre con su grueso pulgar, luego se volvió y vio a Mason.
Por un momento, Mason devolvió la mirada del oficial. En seguida se volvió
tímidamente y comenzó a bajar los escalones.
—¡Eh, usted! —llamó el oficial.
Mason se detuvo.
—¿Qué quería usted? —preguntó el oficial.
—Quería hablar con alguien.
—¿Con quién?
Mason vaciló.
—Vamos, dígalo.
—Con míster Milter.
—¿Le conoce usted?
Mason, escogiendo cuidadosamente sus palabras, contestó:
—Nunca le he visto.
—Usted le necesitaba, ¿eh?
—Sí, quería verle.
—¿Estuvo usted aquí antes?
Mason esperó un rato antes de contestar.

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—Sí.
—¿Cuánto tiempo hace?
—Unos diez minutos.
—¿Qué hizo usted?
—Toqué el timbre.
—¿Qué sucedió?
—Nadie contestó a mi llamada.
El oficial tocó nuevamente el timbre y manifestó:
—Quédese por aquí cerca. Creo que necesitaré hablar con usted. Cruzó hacia un
departamento en cuya puerta decía: «Encargado» y apretó el botón del timbre.
Se encendió una luz en uno de los cuartos bajos. Pudieron oír pisadas de pies
desnudos sobre el piso; luego, pisadas de unos pies descalzos con pantuflas, que
venían por el pasillo. La puerta se abrió un poco y una mujer de unos cuarenta años,
envuelta en una bata, miró a Mason con cara ceñuda y expresión de fría
inhospitalidad. Luego, al ver el brillo de la insignia y de los botones dorados del
uniforme del oficial, se volvió instantáneamente cordial.
—¿Puedo hacer algo por usted? —preguntó la mujer.
—¿Vive aquí un hombre llamado Milter?
—Sí. Vive en ese apartamento, allí…
—Lo sé. Quiero entrar.
—¿Ha tocado el timbre de su departamento?
—Sí.
—Yo…, si él está en casa…
—Quiero entrar —repitió el oficial—. Déme una llave maestra.
La mujer pareció indecisa tan sólo un momento; luego dijo:
—Espere un minuto.
Se perdió en el oscuro interior de la casa. El oficial preguntó a Mason:
—¿Para qué quería verle usted?
—Quería hacerle unas preguntas.
Un receptor de radio que tocaba en algún lugar del piso bajo dejó oír cuatro
rápidas descargas. El oficial preguntó:
—¿Vive usted aquí?
Mason le dio una de sus tarjetas y dijo:
—Soy un abogado de Los Ángeles.
El oficial se volvió, colocó la tarjeta de modo que le diera la luz y manifestó:
—¡Oh! ¿Es usted Perry Mason, el abogado? He leído algunos de sus casos. ¿Qué
hace usted aquí abajo?
—Ando de paseo —contestó Mason.
—¿Vino usted a ver a Milter?
Mason trató de dar a su risa el adecuado matiz de expresión y contestó:
—Es difícil que yo haya venido de tan lejos solamente para ver a Milter.

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—¡Eh, usted! —llamó por el pasillo el oficial, dirigiéndose a la encargada—, no
podemos esperar toda la noche por esa llave.
—Un minuto. Estoy tratando de encontrarla.
Durante el corto período de silencio que siguió, Mason oyó el ruido metálico que
producía el auricular de un teléfono al ser colocado en su horquilla.
—Considerando el ruido que hizo la radio cuando ella marcaba el teléfono de
Milter —manifestó Mason con una risilla ahogada—, va a darle mucho trabajo evitar
que sepamos lo que está haciendo.
—¡Eh! —gritó el policía—, deje de hablar por teléfono. Consígame la llave o iré
a buscarla yo mismo.
Oyeron nuevamente las pisadas de los pies descalzos con pantuflas que
avanzaban rápidamente por el pasillo.
—Me costó mucho trabajo encontrarla —mintió la encargada—. Déme su
nombre, por favor… por si se presenta alguna molestia.
—Haggerty —contestó el oficial tomando la llave.
Mason atravesó el porche, esperó mientras el oficial introducía la llave en la
puerta y luego dijo:
—Bueno, yo no subiré con usted. El asunto por el cual quería ver a Milter no era
importante.
Mason se volvió y comenzó a alejarse. El oficial dejó que diese dos pasos antes
de llamarle:
—¡Eh, espere un minuto! No estoy seguro de eso.
—¿De qué?
—De que no era importante el asunto por el cual usted quería ver a Milter.
—No le entiendo —manifestó Mason.
—¿Por qué supone usted que pedí esta llave maestra?
—No sabría decirlo.
—Hace un rato una desconocida habló por teléfono a la guardia, diciendo que
aquí había sucedido algo raro. ¿Sabe usted algo de eso?
—No.
—¿Sabe quién pudo ser la mujer que telefoneó?
—No.
—De cualquier modo, vamos arriba —dijo el oficial—. Quédese conmigo un
rato. Quiero echar un vistazo allí arriba. Quizá no haya ocurrido nada. Pero es posible
que tenga usted que responder a algunas preguntas.
El oficial comenzó a subir la escalera. Mason le seguía dócilmente.
Entraron en un cuarto que era una combinación de sala de estar y dormitorio. Una
amplia sección de la pared, cubierta por un espejo, era giratoria y ocultaba una cama.
El mobiliario, sencillo y algo desteñido. Una puerta, en el extremo de la habitación,
estaba cerrada. Sobre una mesa sencilla, colocada en el centro del cuarto, había unas
revistas. En el extremo opuesto, una pecera grande y redonda, en cuyo fondo se veía

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un pequeño castillo, unas algas marinas de determinada clase y unas cuantas
conchillas desparramadas. Un par de peces dorados daban vueltas, nadando
perezosamente. En la pecera, tan sumergido que solamente sobresalían del agua la
cabeza y parte del pico, un pato luchaba débilmente.
El oficial siguió la dirección de la mirada de Mason, vio la pecera, se volvió hacia
el otro lado y se detuvo.
—¡Eh! —dijo—, ¿qué le pasa a ese pato?
Mason miró el pato y manifestó rápidamente.
—Supongo que esta puerta conduce a otra habitación.
—Veremos —anunció el oficial.
Golpeó la puerta, no obtuvo respuesta y la abrió. Se volvió para mirar hacia la
pecera.
—Es raro lo que le sucede a ese pato —manifestó—. Está enfermo.
Un olor peculiar se deslizaba dentro de la habitación en que el oficial acababa de
entrar, un olor acre y muy débil. Evidentemente, el cuarto estaba destinado a servir de
comedor. Había una mesa grande en el centro, un aparador de pino y sillas de
comedor del tipo común.
Mason anunció:
—Vamos a abrir estas ventanas. No me gusta este olor. ¿Qué le trajo a usted aquí?
Concretamente, ¿qué dijo aquella mujer?
—Dijo que aquí ocurría algo raro. Vamos a echar un vistazo al otro cuarto.
El oficial abrió una puerta que conducía a un cuarto de baño. Estaba vacío. Mason
cruzó la habitación y abrió de par en par las ventanas, mientras el oficial abría otra
puerta que conducía a la cocina.
Mason, que esperaba su oportunidad, volvió rápidamente a la sala de estar y
sumergió la mano dentro de la pecera.
El patito había dejado de luchar. Mason lo sacó del agua. Era un bulto húmedo,
casi inerte, de plumas mojadas.
El abogado sacó un pañuelo de su bolsillo y secó al ave, enjugándole el agua de
las plumas. El patito hacía débiles movimientos con las extremidades.
Pasos pesados resonaron en el piso. Mason metió el patito dentro del bolsillo de
su chaqueta. El oficial, con la cara de color gris, venía tambaleándose hacia Mason.
—Cocina…, hombre muerto…, alguna clase de gas. Yo traté…
El policía dio un traspiés y se desplomó en una silla.
Mason, mirando hacia la cocina, pudo ver una puerta parcialmente abierta y la
figura de un hombre caído sobre el suelo.
El abogado contuvo la respiración, corrió hacia la cocina, cerró la puerta de
golpe, volvió a la sala de estar y dijo al oficial:
—Saque la cabeza por la ventana. Respire un poco de aire fresco.
Haggerty hizo un gesto de asentimiento. Mason le sostuvo hasta llegar a la
ventana y dejó al oficial apoyado sobre el alféizar.

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Actuando rápidamente, el abogado volvió atrás, alzó la pecera, entró en el cuarto
de baño y volcó el agua en el lavabo. Utilizando el grifo de la bañera volvió a llenar
de agua la pecera, hasta que los peces que habían estado agitándose en el fondo
volvieron a nadar una vez más en el recipiente. Cuando la pecera estuvo nuevamente
llena de agua, Mason cruzó el comedor y la colocó otra vez sobre la mesa. El oficial
estaba todavía inclinado sobre el alféizar. El patito, que Mason extrajo de su bolsillo,
estaba más fuerte ahora y podía moverse mejor. Mason volvió a secarle las plumas, lo
puso de nuevo en el agua y cruzó hacia la ventana.
—¿Cómo sigue? —preguntó al oficial.
—Mejor…, tragué un poco de eso…
Mason anunció:
—Las ventanas están abiertas. Esta parte de la casa se ventilará. Tenemos que
abrir las ventanas de la cocina. Ése es algún gas mortífero. Lo mejor que podemos
hacer es llamar a los bomberos para que rompan las ventanas.
—Muy bien…, yo…, estaré bien dentro de un minuto. Me sentí muy mal un
momento.
—Quédese tranquilo —le dijo Mason.
—¿Qué gas será ése? —preguntó el oficial—. No es gas de cocina.
—No; aparentemente es alguna clase de gas químico. ¿Qué tal se siente para bajar
la escalera?
—Hay un hombre allí dentro. Tenemos que sacarlo.
—Ése es un trabajo para los bomberos. ¿Tendrán máscaras?
—Sí.
—Bueno, vamos a hablar por teléfono.
Mason se dirigió al teléfono, llamó a la Central y preguntó a Haggerty:
—¿Se siente lo suficientemente bien como para hablarles?
El oficial contestó:
—Sí —tomó el teléfono y explicó la situación a la oficina de bomberos; colgó el
auricular, fue a sentarse al lado de la ventana y dijo—: Me siento mejor ahora. ¿Qué
demonios le pasaba a ese pato?
—¿Qué pato?
—El que estaba en la pecera.
—¡Ah!, ¿dice usted el que estaba zambulléndose?
—Tenía un aspecto muy raro —dijo Haggerty—. Supongo que el gas lo trastornó.
Mason señaló a la pecera y preguntó:
—¿Ése que está allí?
—Sí.
El patito flotaba sobre la superficie del agua. Estaba arreglándose las plumas y
parecía débil y mareado.
—Supongo que el aire fresco le hizo revivir —declaró Mason.
—Ajá. ¿Por qué quería usted ver a Milter?

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—¡Oh!, nada especial.
—¿Sí? ¿A estas horas de la noche? —preguntó escépticamente el oficial.
—Oí decir que Milter estaba sin empleo. Creí que podría darle algún trabajo.
—¿En qué se ocupaba Milter?
—Era detective.
—¡Oh! ¿Trabajaba en algo aquí?
—No lo creo. Oí decir que estaba sin empleo.
—¿Con quién trabajaba antes?
—Con un hombre llamado Allgood, en Hollywood —contestó Mason—. Usted
podría telefonear a Allgood e investigar acerca de Milter.
Las sirenas anunciaron la llegada de los bomberos. Uno de ellos, provisto de una
máscara, entró en la cocina, levantó las ventanas y arrastró hacia fuera el cuerpo
inerte. Diez minutos más tarde un médico anunciaba que el hombre estaba muerto y
que, en su opinión, había sido envenenado con hidrocianuro.
Luego llegaron más policías y un hombre de la oficina del sheriff. Descubrieron,
sobre la cocina de gas, un pequeño cántaro, con un poco de líquido.
—Eso es —exclamó el doctor—. Se pone ácido clorhídrico en una vasija, se echa
en ella un poco de cianuro y se produce un gas mortífero. Ése es el sistema que
utilizan para ejecutar criminales en las cámaras letales. El efecto es casi instantáneo.
—Buscaremos huellas dactilares en ese cántaro —anunció el oficial.
Mason se estiró y bostezó.
—Bueno, supongo que ya no tengo nada que hacer aquí.
El oficial dijo con expresión agradecida:
—Usted me salvó la vida. Si no hubiera abierto esas ventanas, yo habría muerto.
¡Dios mío, ese gas es poderoso!
—Me alegro de haber hecho lo que pude —dijo Mason.
—¿Se aloja usted en el hotel?
—No. Estoy de visita en casa de un amigo…, un hombre llamado Witherspoon,
que tiene un rancho en las afueras…
—¡Oh!, sí; le conozco —anunció el sheriff adjunto—. Voy por aquellos lugares
de cuando en cuando, para cazar torcaces o codornices. ¿Se quedará usted allí algún
tiempo?
—No, probablemente hasta mañana tan sólo. Creo que será mejor que usted
telefonee a Allgood para hacerle saber lo que le ha ocurrido a este hombre. Quizás
Allgood le dé alguna información de utilidad.
—Es una buena idea —afirmó el sheriff adjunto.
—Podrían llamarle desde este teléfono —observó Mason—. Probablemente,
Allgood tendrá algún teléfono por el que pueda llamársele de noche.
El sheriff consultó un momento con la Policía y luego hizo la llamada telefónica.
Mason caminó hasta la ventana y encendió un cigarrillo. Había pasado muy poco
tiempo cuando el telefonista, impelido por la declaración de que se trataba de una

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llamada policíaca de urgencia, localizó a Allgood en Hollywood. Mason oyó lo que
se decía desde El Templo.
—Hola, ¿hablo con Allgood…? Usted tiene una agencia de detectives ahí… Ajá,
está bien… Está hablando con la oficina del sheriff de El Templo. ¿Solía trabajar con
usted un hombre llamado Milter, Leslie L. Milter…? Ajá… Está muerto. Fue
encontrado muerto en su habitación… Quizá sea un crimen. Alguna clase de gas…
¿Quién podría estar interesado en matarle…? No conoce a nadie, ¿eh? ¿No estaba
trabajando en ningún caso para usted…? ¿Cuánto tiempo…? ¿Por qué le despidió…?
Nada más que porque no tenía trabajo para él, ¿eh…? ¿Qué tal era? ¿Un buen
hombre…? Ya veo… Muy bien, háganos saber si averigua algo. Llame a El
Templo…, a la oficina del sheriff o al jefe de Policía. Muy bien, adiós.
El funcionario colgó y dijo:
—Milter trabajó para Allgood hasta hace cuatro o cinco días. Allgood le despidió
porque no tenía trabajo para él. Los negocios andaban bastante mal. Allgood dice que
Milter era un hombre bastante bueno. No puede recordar cuáles eran los casos en que
Milter trabajó recientemente, pero, lo averiguará y nos lo comunicará. Cree que en su
mayor parte eran trabajos rutinarios.
Mason dejó escapar un suspiro de alivio al comprobar que Allgood había seguido
sus instrucciones. Apagó su cigarrillo, lo dejó caer en el cenicero y dijo:
—Bueno, me voy. Si me necesitan para algo, pueden verme en casa de
Witherspoon.
—¿Cómo estaba usted aquí? —preguntó el sheriff.
El oficial manifestó:
—Llegó en su automóvil, justamente detrás del mío. Yo le hice subir.
Dieron las buenas noches a Mason y, mientras éste bajaba la escalera, oyó que
movían el cadáver del Leslie Milter.
Mason fue en su automóvil hasta una estación de servicio nocturno, abrió la
maleta, sacó el neumático pinchado y dijo:
—Arréglelo lo más pronto posible. Estaré de vuelta dentro de unos cinco minutos
para ver cómo va.
Dejó el neumático en la estación de servicio y anduvo las cinco manzanas que le
separaban de la villa donde le habían dicho que vivía Marvin Adams.
La villa era un edificio estucado, sencillo y sin pretensiones. Las flores plantadas
en el jardín evidenciaban que mistress Adams había querido hermosear el lugar. En el
frente de la casa había una luz encendida. Mason tocó el timbre.
Vino a la puerta un joven de aspecto intelectual.
—¿Está Marvin Adams? —preguntó Mason.
—No, señor, no está…, tomó el tren nocturno para Los Ángeles.
Mason dijo:
—¿Adams conducía un automóvil, creo…, esta tarde, a primera hora?
—Sí.

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—¿El automóvil es de usted?
—Sí.
—Adams llevaba consigo un paquete que yo le di para que lo entregase. Parece
que olvidó el encargo. Debió dejarlo en su cuarto o en el automóvil. Es un paquete
cuadrado, envuelto en papel verde, y lleva escrito mi nombre. Creo que podríamos
mirar en su cuarto, para ver si lo dejó allí. Podría haberlo dejado allí, usted sabe…,
mientras hacía su equipaje.
—Pues, sí, señor. Si quiere, pase por aquí.
El muchacho condujo a Mason por un pasillo, pasó por la puerta abierta de un
cuarto de baño, hizo una pausa, golpeó la puerta del dormitorio y la abrió.
Era la habitación típica de un muchacho: patines, raquetas de tenis, un par de
gallardetes, algunos cuadros en las paredes, una percha con corbatas, una cama con
manta de lana oscura y sin colcha, un par de zapatos blancos de tenis colocados al
lado de la cama, y un par de medias de deporte tiradas sobre el piso al lado de los
zapatos de tenis.
Mason examinó superficialmente la habitación y manifestó:
—Creo que no está aquí el paquete. ¿Adams se aloja en esta pieza?
—Sí. Otro muchacho y yo tenemos cuartos aquí y Marvin se aloja en la
habitación. Quizá la alquilaría después.
—Bueno, parece que no está aquí el paquete. ¿Y qué hay del automóvil? ¿Dónde
está?
—Fuera, en la calle.
—No está cerrado con llave, ¿verdad?
El muchacho sonrió irónicamente y dijo:
—No. Nadie querría robarlo.
Mason manifestó:
—Le echaré un vistazo cuando salga. Tengo una linterna.
Mason dio las gracias al muchacho, dijo buenas noches, y cuando la puerta se
hubo cerrado, extrajo una pequeña linterna del bolsillo de su abrigo y sometió a un
rápido examen el decrépito sedán arrimado al borde de la acera. Estaba vacío.
Caminó pensativamente hacia la estación de servicio en la que había dejado su
coche. Sus pasos resonaban sobre la acera de cemento. La calle estaba oscura y casi
no había tránsito. No encontró a ningún peatón. Un cierzo helado venía del desierto.
Las estrellas brillaban intensamente. La acera estaba bordeada por esos tétricos
árboles del desierto cuyas siluetas parecen a la distancia hilos de humo azul que se
reflejan contra el cielo.
El hombre de la estación de servicio anunció a Mason:
—Su neumático está listo.
—¿Tan pronto? —preguntó Mason.
El hombre sonrió y dijo:
—No tenía nada, excepto que el tapón se había perdido y la válvula se había

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aflojado. Eso dejaba escapar el aire.
—¿Cómo pudo haberse aflojado la válvula? —preguntó Mason.
—Bueno, pudo haberse aflojado sola. El tapón se había perdido… Quizás alguien
quiso gastarle una broma pesada…, algún chico, va sabe usted.
Mason pagó, saltó al coche, puso el contacto y marchaba ya a ochenta por hora al
llegar a los límites de la ciudad. El cuentakilómetros llegaba a los cien kilómetros
cuando enfilaba el camino del desierto, bajo el firmamento tachonado de estrellas.

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Capítulo 10

Lois Witherspoon acudió a la puerta de la gran casa al tiempo que Mason tocaba
el timbre de la verja exterior. Los perros, rompiendo a ladrar al sonido del timbre,
vinieron a la carrera hacia el espacio iluminado por la luz del zaguán, contra la cual
se reflejaba la silueta esbelta de la muchacha.
Un momento más tarde, Lois hizo girar un interruptor que inundó de luz el
espacio situado delante de la verja de hierro.
—¡Oh!, es usted, míster Mason. ¡King…! ¡Prince…, quietos! No tengo llave. No
sé dónde está el sereno… ¡Oh!, aquí está. Pedro, abra la verja para que pase míster
Mason.
Un sirviente mejicano, de mirada algo soñolienta, introdujo una llave en la
enorme cerradura y dijo:
—Espere un momento, señor, hasta que asegure los perros.
—No será necesario —manifestó Mason, abriendo la verja.
Los perros corrieron hacia él y luego dieron vuelta a su alrededor, mientras
Mason caminaba con calma en dirección a la casa. El perro más joven saltó y puso
sus patas delanteras sobre el brazo de Mason. El perro más viejo trotaba
tranquilamente al lado del abogado. Ambos movían continuamente la cola. Lois dijo:
—Después de cierto tiempo, los perros se hacen amigos de los huéspedes; pero
está usted batiendo todas las marcas de tiempo.
—Son unos perros muy bonitos —declaró Mason—. Es una cosa muy peculiar la
psicología canina. Le lanzan un desafío, y uno se queda firme, los mira, y, como
decimos los abogados, «la demanda está entablada». Sigue uno ocupándose de sus
asuntos, no demuestra temor alguno y casi ningún perro será capaz de atacarle. ¿Está
en casa su padre?
—Pues no. ¿No le vio usted?
—No.
—Tengo entendido, por los sirvientes, que salió unos minutos después que usted.
Creo que dijo que deseaba verle a usted por alguna cosa y que le alcanzaría antes que
llegara a la ciudad. Yo no estaba aquí.
Mason pasó un brazo alrededor de la cintura esbelta de Lois, la hizo a un lado y
cerró la puerta de un puntapié. Mientras ella estaba aún sobresaltada, Mason le
preguntó:
—¿Conoce usted a un tal Leslie L. Milter?
—No.
—¿Ha estado alguien tratando de molestarla?
—¿A mí? ¡Cielo santo, no!
—Usted salió. ¿Dónde estuvo?
—¿Y a usted qué le importa?

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—Mucho. No ande con rodeos. No tenemos tiempo. Los segundos son preciosos.
¿Dónde estuvo usted?
—Fui a la ciudad…, quería hacer unas compras… y ver a Marvin antes que se
fuera.
—¿Le vio?
—Sí. Le encontré en la estación.
—Yo no la vi allí.
—No podía verme. Estábamos en el extremo opuesto de la estación, cerca del
depósito de mercancías.
—¿Cuánto tiempo antes de que llegara el tren?
—Yo llegué allí unos diez minutos antes que arribara el tren. Marvin vino uno o
dos minutos después que yo.
—¿Estaban allí, en la oscuridad, diciéndose adiós?
—Sí.
—¿Y qué más?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Por qué razón se despidió de él aquí y fue luego corriendo a la ciudad?
La mirada de Lois se encontró con la de Mason. Éste podía sentir cómo los
músculos de la joven se endurecían bajo su brazo.
—Quería que me llevase en automóvil a Yuma… y que se casara conmigo.
—¿Cuándo?
—Esta noche…, ahora…, en seguida.
—¿Él no quiso?
—No.
Mason manifestó:
—Mejor así. Marvin tenía un patito cuando se fue de aquí. Hable rápido y en voz
baja.
—Sí, lo tenía.
—¿Qué hizo con el patito?
Lois contestó nerviosamente:
—Pues él…, él cogió el pato y me preguntó si podía prestárselo unos días.
Prometió devolvérmelo. Dijo que quería hacer aquel experimento para un amigo.
—¿De dónde lo sacó?
—Del corral. Hay una pata madre y una familia de patitos… No sé lo que hizo al
fin Marvin con el patito. No lo llevaba consigo al tomar el tren… Me había olvidado
del pato.
Mason dijo:
—Ahora escúcheme y entiéndalo bien. Salga al corral con una linterna. No me
importa qué excusa invente. Finja que está buscando a uno de los sirvientes o que vio
a alguien que andaba merodeando por allí. Lleve consigo a uno de los perros atado
con una traílla. Y traiga uno de aquellos mismos patitos.

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—Yo… —Lois se interrumpió, mientras los perros comenzaban a ladrar una vez
más.
Mason miró a través de la ventanilla romboidal que había en la puerta y dijo:
—Otro automóvil.
—¡Padre! —exclamó Lois, mientras Witherspoon gritaba a los perros, que
dejaron de ladrar en seguida.
—Salga por el patio —manifestó Mason—. Consiga ese pato y vaya a la ciudad.
Encontrará el automóvil que conducía Marvin estacionado junto a la acera delante de
la casa donde él tiene su habitación. Está sin llave. Ponga el pato en la parte trasera
del coche, debajo de la alfombrilla. Cuídese de no ponerlo en la parte delantera. En la
trasera, debajo de la alfombrilla…, y vuelva aquí lo más pronto posible.
Lois suspiró y dijo:
—¿No puede usted decirme qué…?
—No —interrumpió Mason—. No hay tiempo, y no hable a nadie, ni siquiera a
su padre, de aquel asunto del pato que se ahogaba. Ahora, dése prisa.
Lois se volvió y comenzó a correr mientras se oían resonar las pisadas de
Witherspoon por el pasillo.
Mason se volvió hacia él y dijo:
—Hola. Tengo entendido que usted me buscaba.
Witherspoon contestó:
—Por Dios, Mason, ¿se ha enterado de lo que sucede?
—¿A Milter?
—Sí.
—Yo estaba allí cuando la Policía llegó al lugar —declaró Mason.
—Es una cosa terrible. Quiero hablar con usted. Venga conmigo a mi estudio.
Mason, estamos en una situación terrible.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Yo… ¡maldita sea! Usted sabe tan bien como yo lo que quiero significar.
—Temo no entenderle.
Witherspoon dijo:
—Usted recuerda que le dije que Marvin Adams llevaba consigo un pato cuando
se fue de aquí.
—Sí.
—Ese pato estaba en la sala de estar de Milter, en una pecera.
—¿El mismo pato?
—Exactamente. Yo lo identifiqué.
—¿Cómo se llama? —preguntó Mason mientras Witherspoon le guiaba por el
pasillo.
Witherspoon se volvió a Mason con un movimiento rápido y brusco.
—¿El detective? —preguntó—. Milter, Leslie L. Milter.
—No, el pato.

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Witherspoon dejó de caminar y preguntó:
—¿De qué demonios está hablando usted?
—El nombre del pato —respondió Mason, sacando con mucha calma un
cigarrillo de su pitillera.
—¡Santo Dios, el pato no tiene nombre! Es un pato joven. Pato. Pato. Un ave
joven. Un patito.
—Entiendo —manifestó Mason.
Witherspoon, que aparentemente estaba bajo una terrible tensión nerviosa, frunció
el ceño. Había en sus ojos un reflejo de irritación.
—Entonces, ¿qué demonios quiere decir el preguntarme cuál era el nombre del
pato? Los patos no tienen nombre.
—Usted lo identificó como el mismo pato que Marvin Adams se llevó consigo —
señaló Mason.
Witherspoon dijo:
—Ésta no es ocasión para hacerse el gracioso.
—Así es —convino Mason.
El estudio de Witherspoon era una habitación enorme, amueblada al estilo
misionero. Había cuadros de caballos y de vaqueros que galopaban detrás de novillos.
En la pared se veían cabezas disecadas de animales diversos, rifles y revólveres de
seis tiros que pendían de viejos y usados cinturones llenos de cartuchos. Un cántaro
estaba lleno de anillos cortados de serpientes de cascabel. Las paredes del cuarto eran
de espino nudoso. Y encima y alrededor del gran hogar que se hallaba en el extremo
de la habitación, inscritas a fuego en la pared de madera, se veían algunas famosas
marcas de hacienda que se conocen en la historia del Oeste.
Aun preocupado como estaba, el orgullo de posesión de Witherspoon se
sobrepuso a su inquietud y dijo:
—Aquí es donde vengo cuando quiero alejarme de todo. Hasta tengo allí un catre
en el que puedo dormir. Soy la única persona que tiene llave de este cuarto. Ni
siquiera Lois… ni los sirvientes… pueden abrir esa puerta, excepto cuando mando a
alguien que limpie esto. Estas hermosas alfombras que usted puede ver en el suelo
fueron hechas por los indios navajos. Ahora, siéntese y dígame qué diablos estaba
tratando de hacer con ese pato… ¿Trataba de embromarme?
Witherspoon abrió un gabinete y descubrió un estante lleno de botellas y copas.
Debajo del estante, hábilmente oculto detrás de una puerta, había un refrigerador
eléctrico.
—¿Whisky y soda? —preguntó Witherspoon.
—Ahora no —contestó Mason.
Witherspoon se sirvió bastante whisky, dejó caer en la copa unos trozos de hielo,
echó soda y bebió más de la mitad de la mezcla. Luego dejóse caer pesadamente en
una de las enormes sillas de respaldo de cuero sin curtir, abrió una caja de cigarros,
eligió uno, mordió nerviosamente y raspó una cerilla en la parte inferior de la mesa.

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Su mano se mostraba bastante firme mientras arrimaba la llama al cigarro, pero el
reflejo de ésa acentuaba la red de arrugas que surcaban su frente y rodeaban sus ojos,
y que demostraban claramente su preocupación.
Mason preguntó:
—¿Todavía quiere hablar del pato?
Witherspoon preguntó en tono irritado:
—¿Adónde quiere usted llegar?
Mason contestó:
—Simplemente, que cuando uno identifica a un pato, tiene que conocer al pato
cuando lo ve. El pato debe tener algo que permita reconocerlo. Debe haber algo que
le concede personalidad, alguna cosa que le distingue de todos los demás patos.
Witherspoon manifestó:
—No sea tonto. Yo le previne a usted que esto podría suceder. Ese condenado
muchacho es un corrompido. Es un mal sujeto. Éste será un trago muy amargo para
Lois, pero tendrá que pasarlo. Es mejor que haya sucedido así y no cuando ya fuera
de la familia.
—¿El pato? —preguntó Mason.
—Adams —gritó Witherspoon—. Estoy hablando de Adams. ¡Lois no ha tenido
la intención de casarse con un pato!
—¿Hizo usted algunos comentarios a la Policía acerca del pato? —inquirió
Mason.
—Sí.
—¿Qué dijo usted?
—Les dije que el pato era mío.
—¿Les dijo cómo fue a parar allí el pato?
—Les dije que el joven Adams se lo llevó de aquí cuando se fue esta tarde —
contestó Witherspoon con tono grosero y desafiante—. ¡Maldita sea!, Mason, estoy
dispuesto a ir muy lejos para proteger la felicidad de mi hija; pero llega el momento
en que uno tiene que dejar de engañarse a sí mismo. Y hasta la fecha, ni siquiera ha
sido anunciado el compromiso de mi hija.
—¿Piensa usted que Marvin Adams asesinó a ese detective?
—Por supuesto.
—¿Y qué le ha dado esa idea?
—¿Sabe usted qué le mató? —preguntó Witherspoon alzando la voz en su
excitación—. Un bonito experimento químico —siguió diciendo rápidamente,
contestando a su propia pregunta—. Milter estaba en la cocina, preparando al parecer
un ponche de ron para él y su huésped. El asesino sacó un cántaro de la alacena, lo
puso sobre la parte trasera de la cocina, echó dentro del cántaro un poco de ácido
clorhídrico, y dijo: «Bueno, hasta luego, Leslie, ahora tengo que irme», dejó caer en
el ácido un poco de cianuro y se fue. Estaba funcionando el quemador de gas de la
cocina, calentando el agua con azúcar que estaba encima de él. Sobre la alacena había

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dos tazas con ron, en cada una de las cuales había un trozo de manteca. El zumbido
del quemador de la cocina evitó a Milter oír cualquier ruido sibilante que pudiera
haber sido producido por el cianuro al disolverse en el ácido clorhídrico. El gas
mortífero llenó el cuarto. Cuando Milter advirtió que ocurría algo raro, ya era
demasiado tarde. Quiso dirigirse a la puerta y cayó muerto. El gas seguía ardiendo
debajo de la cacerola en la cual hervían el agua y el azúcar. Cuando el agua se
consumió, el azúcar comenzó a quemarse, llenando el cuarto de humo y de un olor
peculiar. Eso fue lo que salvó la vida del oficial cuando miró dentro de la cocina. Lo
primero que él olió fue una ráfaga de azúcar de la cacerola que se quemaba.
Mason dijo:
—Muy interesante está resultando hasta este momento.
—¿Qué quiere decir con eso?
Mason se echó hacia atrás en la silla de cuero, levantó los pies para colocarlos
sobre un banquillo y sonrió a Witherspoon.
—Dos tazas —dijo—, con ron y manteca en cada una de ellas.
—Sí, así es.
—Y en el mismo momento en que cayó muerto, Milter estaba calentando agua
para verterla dentro de su mezcla.
—Eso es.
—Su idea es de que el asesino colocó simplemente el cántaro encima de la parte
trasera de la cocina, dijo: «Hasta luego, Leslie», y dejó caer un poco de cianuro
dentro del ácido.
—Bueno, algo parecido a eso.
—Pero, ¿no lo entiende usted? —preguntó Mason—. Si Milter estaba preparando
un trago para dos personas, la que echó el cianuro en el ácido clorhídrico debió de ser
la persona para quien estaba destinado el segundo trago. Por tanto, mal pudo haber
dicho: «Hasta luego, Leslie», e irse…, mientras la bebida estaba calentándose en la
cocina. Tuvo que echar mano de otra excusa.
Witherspoon frunció el ceño, miró al abogado a través de los anillos azules del
humo de su cigarro y dijo:
—Cáspita, eso es cierto.
—Y eso nos trae otra vez al pato —declaró Mason—. ¿Por qué llegó usted a la
conclusión de que aquel pato era el suyo?
—Porque es mi pato. Tiene que serlo. Usted recordará que le dije que el joven
Adams se llevó un pato de mi rancho…, lo cual fue un acto de condenada
impertinencia. Voy a preguntar a Lois sobre eso. Tendrá que enterarse, tarde o
temprano, de la historia completa, y quizá sea mejor que la vaya sabiendo desde
ahora.
Witherspoon extendió el brazo para coger el teléfono interior. Mason levantó la
mano y dijo:
—Espere un minuto. Antes de que llame usted a Lois, vamos a hablar del pato.

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Según tengo entendido, usted ya le ha dicho a la Policía que el pato procedía de su
rancho.
—Sí.
—¿Cómo lo sabía usted? ¿En qué lugar estaba marcado el pato?
Witherspoon contestó:
—¡Maldita sea! Mason, ese pato nos está dando demasiado trabajo a usted y a mí.
Cada vez que yo empiezo a hablar del pato, usted me hace preguntas ingeniosas e
irónicas. No se acostumbra marcar los patos.
—¿Por qué? —preguntó Mason.
—¡Condenado sea! Porque no hay necesidad de hacerlo.
—Se marca el ganado, ¿no es así? —preguntó Mason, señalando hacia la pared
donde estaba el hogar.
—Sí, por supuesto.
—¿Por qué?
—Para no confundirlo con el del vecino.
—Muy interesante —manifestó Mason—. En China, donde las familias viven en
casas flotantes y se dedican a la cría de patos, tengo entendido que tiñen de distintos
colores a los patos para que no se confundan con los de sus vecinos.
—¿Qué tiene que ver eso con este pato?
—Simplemente esto —contestó Mason—. Usted mismo admite que debe marcar
sus novillos para no confundirlos con los de sus vecinos. ¿Cómo, entonces, va usted a
identificar a este pato como de su propiedad, y no de la de otra persona?
—Usted sabe perfectamente que aquel pato era mío.
Mason manifestó:
—Yo estoy pensando en el momento en que usted se encuentre delante de un
jurado. Será algo muy incómodo para usted, porque ahora se ha puesto en evidencia.
Usted dirá: «Sí, este pato es mi pato». El fiscal dirá: «Repregunte», y el abogado
defensor comenzará a hacerle preguntas. «¿Qué le permite identificar a ese pato?».
—Bueno, su tamaño y color, en primer lugar.
—¡Oh! —dijo Mason—. Y el abogado preguntará: «¿Qué hay de distinto en su
color y tamaño?».
—Bueno, ese color amarillento que tienen los patos jóvenes. Y es del mismo
tamaño que los otros patitos de la bandada.
—¿Cuántos tiene?
—Ocho o nueve…, no estoy muy seguro.
—¿Cuál de los ocho o nueve era este pato?
—No sea tonto. Eso no puede saberse.
—Así que admite —dijo Mason, sonriendo— que este pato parece exactamente
igual a otros ocho o nueve patos, del mismo color y tamaño, que usted tiene en su
hacienda.
—Bueno, ¿y qué hay con eso?

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—Que no puede decir cuál de los ocho o nueve es.
—Naturalmente que no. Uno no bautiza a los patos ni les pone nombre.
—Y, sin duda —prosiguió diciendo suavemente Mason—, en otras partes del
valle hay casas que tienen patos, y probablemente que haya otras varias haciendas
donde los patitos son exactamente de su tamaño, edad, color y apariencia.
—Supongo que así será.
—¿Y si esos patitos fueran llevados a su corral y mezclados con los suyos, la falta
de marca o de otra señal le permitiría reconocer a los que son de su propiedad?
Witherspoon fumaba en silencio, y la rapidez con que lo hacía indicaba
claramente su tensión nerviosa.
—Así que ya ve —continuó diciendo Mason—; usted haría un papel muy
desairado cuando tratase de identificar a ese pato.
—El oficial dijo que cuando él entró en la habitación algo le pasaba al pato —
manifestó Witherspoon—. Usted debe de saber algo acerca de eso.
—Sí —contestó Mason—, el pato estaba parcialmente sumergido. Pero eso no es
raro. Usted sabe que los patos acostumbran a zambullirse.
—El oficial dijo que parecía que…, parecía que… Bueno, que parecía que el pato
estaba ahogándose.
Mason alzó las cejas con expresión incrédula.
—¿Ahogándose?
—Eso fue lo que dijo el oficial.
—Oh, bueno —dijo Mason con un tono de voz que demostraba un alivio infinito
y exagerado—, entonces eso no tendrá ninguna consecuencia. Usted no necesita
preocuparse en absoluto.
—¿Adónde quiere usted llegar?
—Entonces usted puede identificar a su pato. No le dará ningún trabajo —
exclamó Mason.
—¿Cómo?
—Pues —contestó Mason con una sonrisa de superioridad— porque su pato es
distinto a todos los demás. Si ese pato es suyo, usted tiene el único pato en todo el
mundo que no puede nadar.
Witherspoon miró a Mason con ojos llameantes y dijo:
—¡Maldita sea! Usted sabe lo que quiero decir. Marvin es químico. Había puesto
alguna cosa en el agua.
Mason alzó las cejas y preguntó:
—¿Había algo en el agua, entonces?
—Sí, por supuesto. El pato estaba ahogándose.
—¿Se ahogó?
—No. Se repuso…, y, según creo, comenzó a nadar.
—Entonces, no pudo ser algo que había en el agua lo que estaba haciendo que el
pato se ahogase.

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—Bueno, entonces fue el gas lo que le descompuso. Cuando el cuarto fue
ventilado, el pato comenzó a nadar.
—Ya veo… Muy interesante. Y, a propósito, Witherspoon, usted tiene muchas
escopetas aquí. Supongo que usted acostumbra cazar mucho.
Witherspoon contestó «sí», con la voz de una persona a quien no le importa nada
que se cambie el tema de la conversación.
—¿Estas cabezas pertenecen a animales cazados por usted?
—Sí.
—Hay aquí unas carabinas muy bonitas.
—Sí.
—Veo que tiene algunas escopetas.
—Sí.
—¿Y supongo que en estas cajas hay otras escopetas?
—Sí.
—¿Suele usted cazar con trampas?
—Sí.
—Hay torcaces por aquí abajo. ¿Acostumbra cazar torcaces?
—Bueno, torcaces no.
—¿Caza patos, a veces?
—Con mucha frecuencia.
—¿Es buena la cacería de patos por aquí cerca?
—Sí.
—Cuando uno acierta a un pato en el aire con la parte céntrica de una carga de
perdigones, supongo que lo mata instantáneamente, ¿no es así?
Durante un momento el reflejo del entusiasmo encendió la mirada en los ojos de
Witherspoon.
—¡Ya lo creo que sí! No hay nada que satisfaga más a uno que cuando mata
limpiamente a un ave. Se toma una de esas escopetas de calibre veinte, con una carga
buena y pesada, y cuando uno le acierta con el centro de la munición, el pato ni sabe
qué es lo que le ha tocado. Está volando y, de pronto, un instante después, está
contraído…, completamente muerto.
—¿El pato cae al agua con frecuencia? —preguntó Mason.
—Sí.
—¿Y cómo sacan los patos del fondo del agua? —preguntó Mason—. ¿Tienen
alguna clase de draga para rastrear el fondo?
Witherspoon sonrió con una expresión de superioridad excesiva.
—Para ser un abogado cuya fama de inteligencia es tan grande, míster Mason, es
usted, por cierto, bastante ignorante acerca de las cosas que todo el mundo conoce.
Mason alzó las cejas y exclamó:
—¿De veras?
—Los patos no se hunden. Aunque reciban un tiro y mueran, flotan sobre la

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superficie del agua —manifestó Witherspoon.
—¿Es verdad eso?
—Sí.
—Entonces, el hecho de que alguna clase de gas hubiese intoxicado a ese pato, no
le habría hecho hundirse —declaró Mason—. Esa circunstancia de que se ahogaba, a
la que se refirió el oficial, debió de ser motivada por alguna otra causa.
Witherspoon, advirtiendo la trampa en que había caído, se movió hacia delante en
su silla como preparándose para ponerse en pie. Su cara se tornó casi de color
púrpura y dijo:
—Condenado sea, Mason; usted… —se interrumpió para reprimirse.
—Por supuesto —continuó diciendo suavemente Mason—, estaba solamente
tratando de señalarle la posición en la cual se ha colocado. Yo diría que es una
posición bastante incómoda. No hay duda de que usted ha puesto a la Policía sobre la
pista del joven Adams. ¿No es así?
—Bueno, les conté lo del pato y les dije que el último que lo había tenido era
Adams. Usted puede obtener sus propias conclusiones. Adams fue allí arriba y
probablemente es la persona para quien Milter estaba preparando el ron caliente con
manteca.
Mason movió tristemente la cabeza.
—Es muy lamentable que usted haya echado a la Policía sobre Adams. Le
arrestarán por asesinato, con la sola prueba de ese pato. El oficial ha dicho que ese
pato estaba ahogándose, ¡pobre patito! Sin duda, se había encariñado con Marvin
Adams y cuando éste se fue de la casa de Milter, dejándolo en la pecera, el patito
decidió suicidarse ahogándose. Supongo que la excitación que produjo el
descubrimiento del cadáver de Milter le hizo cambiar de idea. Decidió que, al fin y al
cabo, valía la pena vivir. El pato…
—¡Alto! —aulló Witherspoon—. Me importa un comino cuál sea mi arreglo con
usted. No voy a permitir que se quede usted sentado ahí tratándome como si yo
fuese…, como si yo fuese…
Mason aspiró suavemente el humo de su cigarrillo y anunció:
—Eso no es más que una muestra de lo que usted se ha echado encima. Un buen
abogado defensor le colocará en una situación muy comprometida en presencia del
jurado. Si había algo en el agua que hacía que el pato se ahogara, éste habría seguido
ahogándose. Evidentemente, el pato cambió de parecer. El abogado defensor de este
caso le colocará a usted en una posición muy difícil.
—No tenemos abogados de esa clase en estos alrededores —manifestó
Witherspoon con una mirada torva—, y yo tengo cierta influencia en la comunidad.
Cuando diga que ese pato es mío, todos harán honor a mi palabra. No se me harán
todas estas repreguntas.
—¿Y cuando el oficial diga que el pato estaba ahogándose, los abogados de aquí
no investigarán esa declaración?

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—Bueno… —dijo Witherspoon, y vaciló; luego agregó—: Bueno, el oficial dijo
que el pato parecía estar ahogándose.
—Pero, ¿ningún abogado local le repreguntaría en la forma que yo acabo de
bosquejar?
—En absoluto.
—¿Por qué?
—En primer lugar, un abogado no pensaría en eso. En segundo lugar, yo no lo
toleraría.
—Pero si el joven Adams fuera inculpado de asesinato —declaró Mason—, quizá
no fuera defendido por un abogado local. Quizá le defendiera un abogado de Los
Ángeles.
—¿Qué abogado de Los Ángeles se haría cargo del caso de un muchacho de esa
clase que no tiene amigos, ni dinero, ni…?
Mason sacóse el cigarrillo de la boca, clavó su mirada en la de Witherspoon y
anunció:
—Yo lo haría.
Pasaron tres o cuatro segundos antes de que la mente de Witherspoon pudiera
asimilar completamente el efecto de la observación de Mason.
—¡Usted lo haría! Pero ¡usted ha sido contratado por mí!
—Para resolver el misterio de aquel antiguo caso de asesinato. No dijimos nada
de ningún otro caso. ¿Podría decirle a su hija, por ejemplo, que usted opone reparos a
eso?
Witherspoon fumaba nerviosamente.
—Supongo que no puedo hacer ninguna objeción; pero… Bueno, por supuesto,
usted debe comprender que yo no puedo ser colocado en una posición poco digna.
Todo ese asunto acerca de la identificación de un pato…
Mason se puso en pie y dijo:
—Hay una sola manera de evitarlo.
—¿Cómo?
—No identificando el pato.
—Pero ya lo he hecho.
Mason dijo:
—Llame por teléfono a la Policía y dígales que ahora que lo ha pensado bien,
usted advierte que los patos se parecen mucho entre sí, que todo lo que puede decir es
que es un pato similar de tamaño, color y aspecto a uno del cual se le dijo a usted que
Marvin Adams se llevó consigo cuando se fue de su hacienda esta tarde.
Mientras consideraba esta sugerencia, Witherspoon se restregaba los dedos a lo
largo del ángulo de la mandíbula.
—Condenado sea, Mason, ése es el mismo pato. Usted puede argüir todo lo que
quiera, pero sabe tan bien como yo que es el mismo pato.
Mason sonrió al dueño de la casa y le preguntó:

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—¿Desea usted que repitamos todo lo que hemos dicho?
—¡Dios santo, no! No vamos a ninguna parte con eso.
—Entonces, será mejor que se ponga en contacto con la Policía y cambie de
parecer sobre la identidad de ese pato.
Witherspoon movió obstinadamente la cabeza.
Mason le miró pensativo un momento y luego dijo:
—Me dijeron que usted salió de aquí poco tiempo después que yo.
—Sí. Le perseguí por todo el camino hacia la ciudad, pero no pude alcanzarle.
—Probablemente pasó por mi lado, en el camino —manifestó Mason—. Se me
pinchó durante la marcha un neumático.
Witherspoon frunció el ceño como tratando de recordar alguna cosa y luego
anunció:
—No recuerdo haber visto ningún coche estacionado al borde del camino. Iba a
bastante velocidad.
—Un coche pasó por mi lado —dijo Mason— a unos cien kilómetros por hora.
—Por eso no le habré visto.
—¿Dónde fue usted? —preguntó Mason.
—A la ciudad.
—¿Me buscaba a mí?
—Sí.
—¿Y así fue como llegó a la casa de Milter?
—Sí.
—¿La única razón?
—Sí.
—Debió de estar en la ciudad unos treinta minutos antes de ir allí.
—Dudo de que fuese tanto tiempo.
—¿No fue allí primero?
—No.
—¿Por qué no?
Witherspoon vaciló perceptiblemente y luego dijo:
—Efectivamente, pasé con mi coche por la casa apenas llegué a la ciudad. No vi
su automóvil estacionado allí, de modo que empecé a dar vueltas por la ciudad en
busca de usted. Creí haber visto… a una persona que conozco. Traté de encontrarla…
Dudo de que fuese tanto como treinta minutos.
—Espere un minuto. Vamos a aclarar bien esto. ¿Usted creyó ver a alguien que
conoce…, una mujer, pero no pudo encontrarla?
—Fue un caso de identidad equivocada. Andaba dando vueltas en mi coche
buscándole a usted, y cuando pasé por la calle principal alcancé apenas a ver a esa
mujer, justamente cuando ella doblaba una esquina. Yo había pasado el cruce, de
modo que doblé por la esquina próxima y traté de encontrarla, rodeando la manzana.
—¿Quién era esa mujer?

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—No lo sé.
—Usted dijo que era una amiga suya.
—No. Solamente pensé que era una amiga mía.
—¿Quién?
Witherspoon vaciló un momento y luego contestó:
—Mistress Burr.
—¿No era ella?
—No.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque pregunté a la enfermera nocturna si mistress Burr había salido. Me dijo
que mistress Burr se había acostado temprano.
—¿Ella y su esposo tienen cuartos separados?
—Ahora sí…, después del accidente. Antes de eso, ocupaban la misma
habitación.
—¿Hay una enfermera continuamente con Burr?
—Sí, por ahora…, hasta que recobre su normal estado mental.
—¿Qué pasa con su estado mental?
—Oh, la irresponsabilidad usual que sigue al uso de la morfina en algunos casos.
El médico dice que no es extraño. Estuvo bastante desequilibrado durante cierto
tiempo. Tiene la pierna atada a una pesa que cuelga del techo. Le sorprendieron
tratando de desatar la soga. Dijo que tenía que salir de allí porque alguien estaba
tratando de matarle. El doctor explica que es una reacción postnarcótica y que no
tiene importancia, pero que Burr debe ser vigilado. Si hubiese conseguido bajarse de
la cama, se habría salido de posición esa fractura y tendría que empezar de nuevo la
cura.
Mason miró su reloj y dijo:
—Bueno, tengo quehacer.
—¿No va a quedarse aquí esta noche?
Mason movió la cabeza y se dirigió hacia la puerta, luego hizo una pausa para
decir:
—Se lo digo por última vez… Llame por teléfono a la Policía y cambie la
identificación a ese pato.

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Capítulo 11

Mientras iba hacia la ciudad en el coche de Mason, Della Street dijo:


—Me arrancó usted de allí con tanta rapidez que no tuve siquiera una oportunidad
de enterarme de lo que pasaba. ¿Qué sucedió?
—Milter fue asesinado.
—¿Por quién?
—Si no hacemos un trabajo rápido, dentro de unas doce horas la Policía culpará a
Marvin Adams de ese crimen.
—¿Fue ése el motivo de que Lois saliese corriendo de allí?
Mason sonrió y dijo:
—Yo no sabría decirlo.
—¿Por qué no permitió que yo lo hiciera, jefe?
—Hiciera, ¿qué?
—Cualquier cosa que debía hacerse.
—Yo quería mantenerlo todo en familia.
—Usted no puede confiar en Lois, en cuanto concierne al muchacho. Ella está
sencillamente loca por él. Si usted dejara que ella se enterase de algo que pueda
perjudicarle a usted, Lois le traicionaría si con eso pensara que puede ayudar al
muchacho.
—Lo sé. Pero tuve que confiar en ella, en primer lugar, porque los perros la
conocían, en segundo lugar, porque ella conocía bien la hacienda. Usted se habría
visto en apuros. Reconozco que es un peligro utilizarla. Un gran peligro.
—¿Adónde vamos ahora?
Mason contestó:
—Tenemos que hacer algunas cosas en la ciudad. Luego iremos a alcanzar ese
tren de medianoche. Lleva un coche dormitorio hasta la línea principal y lo
desenganchan allí para que espere el tren expreso de Los Ángeles. Tengo entendido
que el coche es reenganchado a eso de las tres de la mañana. Podemos disponer de
algo menos de una hora.
—¿Tomó el tren esa chica rubia de la agencia de detectives?
—Ajá.
—¿Alguien más?
—Marvin Adams.
—¿Viajan juntos en el tren?
—Bueno, ambos viajan en el tren.
—¿Es solamente una coincidencia?
—No lo sé.
—¿Qué tenemos que hacer en la ciudad?
—Quiero ver a Alberta Cromwell. Ocupa el departamento contiguo al de Milter.

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—¿Es su esposa?
—Viuda.
—¿Cree usted que ella sabe algo sobre el crimen?
—Debe de saberlo si está en su casa.
—¿Y suponiendo que no esté allí?
—Eso es una de las cosas que deseo averiguar.
—¿No estará la Policía todavía en posesión del departamento de Milter?
—Probablemente.
—¿Va usted a correr el riesgo de tropezar con ellos?
—No.
—Pero, ¿no tendrá que hacerlo, para averiguar si ella está en casa?
Mason sonrió.
—Hay solamente dos modos de saber si una joven está en casa. Uno de ellos es
mirar si está en casa.
—¿Cuál es el otro?
—Encontrarla fuera de su casa.
—Vamos —dijo Della Street—. Déjese de evasivas. ¿Dónde?
Mason manifestó.
—Hay también dos maneras de abandonar la ciudad, para una joven que no tiene
automóvil. Una es en tren. La otra, en autobús. El último tren ya ha salido.
Miraremos primero en la estación de autobuses.
—¿La conocería usted si la viese?
—Creo que sí. De cualquier modo, he conocido a una joven que dice ser la
ocupante del departamento contiguo al de Milter y que dio el nombre de Cromwell.
Della Street se inclinó hacia atrás en su asiento y dijo:
—Querer sacarle informes a usted cuando no quiere darlos, es como tratar de
sacar agua de un pozo seco.
Mason sonrió.
—No puedo dar lo que no tengo.
—No, pero si lo tuviese, tampoco lo daría. Yo voy a echar un sueñecito. Supongo
que no querrá que entre con usted en la estación de los Greyhound.
—No.
—Muy bien, despiérteme cuando salga de allí.
Della Street movió los hombros hasta colocar su cabeza en una posición cómoda
y se durmió. Mason siguió conduciendo a gran velocidad hasta que llegó a la calle
principal de El Templo. Luego redujo la marcha, yendo a detener el coche a media
manzana de la estación de autobuses Greyhound. Della Street estaba, al parecer,
dormida, y Mason se deslizó suavemente del coche, cerró la portezuela sin hacer
ruido y empezó a caminar rápidamente por la acera.
Sentadas en los amplios bancos, había cuatro personas que esperaban el autobús
de las tres para Los Ángeles. Alberta Cromwell ocupaba un rincón aislado. Su codo

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descansaba sobre el brazo del banco y sostenía el mentón con la palma de la mano.
Sus ojos miraban fijamente, sin ver, hacia un estante de revistas que tenía delante.
Al tiempo que Mason tomaba asiento al lado de ella, la joven volvió la cabeza lo
suficiente para mirar los pies y las piernas de Mason. Luego, volvió los ojos hacia el
estante de revistas.
Revistas de cubiertas espeluznantes, que representaban casos policíacos de
supuesta autenticidad, se hallaban colocadas en hileras, una encima de otra. La mayor
parte de ellas mostraban mujeres jóvenes empeñadas en una lucha desesperada por la
vida, y, según podía deducirse por el estado de sus ropas, también por el honor.
Después de varios segundos, durante los cuales Alberta Cromwell permaneció
inmóvil, Mason preguntó tranquilamente:
—Es bastante deprimente pensar en un crimen, con ese escenario por delante,
¿no?
Al sonido de la voz de Mason, la joven volvió rápidamente la cabeza. Al tiempo
de reconocerle, un sobresalto nervioso e involuntario denunció su emoción; pero
cuando habló, después de unos segundos, su voz era serena:
—¿También va usted a Los Ángeles? —preguntó.
Mason mantenía su mirada fijamente sobre el perfil de Alberta Cromwell.
—No —contestó.
La joven se volvió una vez más para mirar a Mason. Luego, sus ojos vacilaron y
desvió la cabeza rápidamente.
Mason preguntó:
—¿No cree que sería mejor decírmelo todo?
—No hay nada que decir. ¿Acerca de qué?
—Su motivo para ir a Los Ángeles tan repentinamente.
—No creo que sea repentinamente. Hace tiempo que pensaba hacerlo.
—Vamos a ver —manifestó Mason—. Parece que no lleva usted maleta. Ni
siquiera una muda.
—¿Es asunto que le interesa a usted? —preguntó la joven—. Al fin y al cabo,
creo que usted supone demasiadas cosas acerca de lo que fue solamente un…, un…
—Sí —interrumpió Mason—. ¿Solamente un qué?
—Una tentativa de ser buen vecino.
—Usted me dijo que conocía solamente en forma superficial a Leslie Milter.
—¿Y qué?
—Supongo que cualquier esposa podría decir otro tanto de su marido —observó
Mason.
Alberta Cromwell alzó el mentón, entornó los párpados y demostró claramente
que no deseaba continuar la conversación.
Mason se levantó, caminó hasta el estante de las revistas y compró cuatro o cinco.
Volvió al banco, sentóse al lado de la joven y comenzó a volver al azar las hojas de
una de las revistas. Bruscamente dijo:

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—Aquí hay un pensamiento muy interesante. Dice que el criminal hace más por
su propia captura que la misma Policía. Tratando de encubrirse, facilita a la Policía
alguna cosa definitiva para investigar…, sin tener en cuenta las pistas que pueden
relacionar a una persona con el crimen original.
Ella no dijo nada.
—Ahora tomemos su caso, por ejemplo —continuó diciendo Mason con gran
calma, como si estuviera discutiendo el asunto desde un punto de vista
completamente objetivo—. Su ausencia no preocupará mucho a la Policía esta noche,
pero por la mañana empezarán a investigar. Por lo menos, al mediodía, andarán
buscándola a usted. Por la tarde, estarán indagando por todas partes para encontrarla.
Hacia medianoche, usted será la principal sospechosa.
—¿De qué?
—De asesinato.
La joven se volvió para mirar a Mason con ojos muy abiertos que expresaban su
horror.
—¿Quiere usted decir… que alguien… fue asesinado?
Mason contestó:
—Como si usted no lo supiera.
—No lo sé.
—Parecía muy apresurada para abandonar la casa al tiempo que yo tocaba el
timbre.
—¿Parecía apresurada?
—Sí.
—Bueno, ¿qué hay con eso?
—Nada. Solamente una coincidencia, eso es todo. De cualquier modo, cuando la
Policía comience a investigar sobre Milter…
—¿Y qué ha hecho Leslie Milter ahora? —preguntó la joven.
Mason contestó:
—Él no lo hizo. Se lo hicieron a él. Está muerto. Alguien lo asesinó.
Mason pudo sentir cómo se movía el banco, sacudido por el súbito sobresalto de
la joven.
—No muy bien —declaró el abogado.
—¿Qué?
—El sobresalto convulsivo. La primera vez, cuando usted me vio, lo hizo con
naturalidad. Éste fue fingido. Hay mucha diferencia entre los dos. Usted quizá me
habría engañado si yo no hubiera visto el primer respingo.
—Oiga —inquirió ella—, ¿quién es usted?
—Mi nombre es Mason. Soy un abogado de Los Ángeles.
—¿Perry Mason?
—Sí.
—Oh —dijo la joven con un tono que estaba colmado de desaliento.

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—¿Qué le parece si sostenemos una pequeña charla?
—Yo…, yo no creo que tenga nada que decir.
—Oh, sí, usted tiene algo que decir. Hay personas que estiman sus facultades de
conversación. Reflexione un poco sobre las cosas.
Mason dedicó una vez más su atención a las revistas. Después de haber
transcurrido unos minutos, dijo:
—Aquí tenemos a una joven que escapó. Si no fuese por eso, la Policía nunca
habría sospechado de ella. Es una cosa extraña eso de querer escapar de algo. Una
persona siente deseos de correr y no advierte que ésa es la peor cosa que puede hacer.
Vamos a ver qué hicieron con esa mujer.
Mason volvió las hojas de la revista y continuó diciendo:
—La mujer fue condenada a cadena perpetua en la cárcel de Tehachapi. Debe de
ser una cosa bastante terrible que una mujer joven y hermosa sea encerrada entre
cuatro paredes. Año tras año, advertirá cómo está envejeciendo. Cuando sale de la
cárcel, su cutis es áspero, su cabello gris, su elegancia se ha esfumado. Su paso ya no
es ágil. Y sus ojos ya no brillan. Es nada más que una mujer de edad mediana,
abatida…
—¡No siga! —exclamó Alberta Cromwell, gritando casi a Mason.
—Perdóneme —manifestó Mason—. Hablaba solamente de la revista.
Mason miró su reloj y continuó diciendo:
—Faltan unos treinta minutos para que llegue el autobús. Supongo que la puerta
trasera de su departamento se abre como un porche…, un lugar para los desechos y
quizás una cortinilla de junco. ¿Hay un tabique entre eso y el porche del
departamento contiguo, o es simplemente una barandilla?
—Una barandilla de madera.
Mason hizo un gesto de asentimiento y preguntó:
—Quizás él estaba preparando para usted un ron caliente con manteca, y luego
usted… Bueno, ¿qué le parece si me cuenta lo sucedido?
Ella apretó los labios hasta que la boca parecía una línea.
Mason dijo:
—Milter estaba esperando a esa chica rubia de la agencia de detectives cuando
llegó el autobús de Los Ángeles. Ella tenía una llave del departamento de Milter.
Probablemente él no quería que usted lo supiera.
—Pero yo sí lo sabía —manifestó la joven—. Era nada más que un negocio. Yo
sabía que vendría ella.
—Oh, de modo que él la convenció de que se trataba solamente de un negocio,
¿no es así?
Ella no contestó.
Mason manifestó:
—Usted quiere decir que él trató de convencerla, y usted fingió que le dejaría
hacerlo.

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La joven se volvió y Mason pudo ver el sufrimiento en sus ojos, cuando dijo:
—Le digo que era por negocios. Yo sabía que ella venía aquí. Su nombre es Sally
Elberton. Trabaja para la agencia de detectives donde Leslie estaba empleado. Sus
relaciones eran puramente comerciales.
—¿Sabía usted que ella tenía una llave del departamento?
—Sí.
—Ella debió de llegar antes de lo que esperaba Milter —manifestó Mason.
Alberta no dijo nada.
—¿Sabía miss Elberton algo acerca de usted?
La joven se dispuso a decir algo, pero luego se reprimió.
—Es natural —continuó diciendo Mason— que ella no lo supiera. Así que miss
Elberton vino y usted se deslizó por la puerta trasera, escaló la barandilla y se fue a su
propio departamento. Me pregunto cuánto tiempo pasó hasta que usted volvió hacia
allí.
La joven dijo:
—No era Sally Elberton.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Porque yo…, yo sentí curiosidad. Después de un rato, fui a la ventana y
observé.
—¿Y qué vio?
—Lo vi cuando salía del departamento.
—Oh, ¿era un hombre?
—Sí.
—¿Quién?
—No conozco su nombre. Nunca le había visto antes.
—¿Qué aspecto tenía?
Ella contestó:
—Anoté el número de la matrícula de su automóvil.
—¿Cuál es?
—No le daré a usted esa información.
—¿Era un hombre joven? —preguntó Mason.
Una vez más la muchacha se negó a responder.
Mason dijo, casi como si estuviese reflexionando:
—Cuando el hombre se fue, usted volvió al departamento de Leslie para
preguntarle qué había en todo aquello. Miró por la ventanilla de cristal de la puerta
trasera. ¿O abrió usted la puerta y recibió una ráfaga de gas? Usted se preguntaba si
debía dejar abierta la puerta o… No, espere un minuto. Esa puerta trasera debía de
estar cerrada con llave y ésta colocada en la cerradura. Milter debió de hacer eso, para
que usted no interrumpiera la conversación. Ésa es una idea interesante. Si él hubiera
confiado un poco más en usted, si hubiese dejado sin llave la puerta trasera, usted
quizás habría logrado abrir a tiempo para salvarle la vida. De modo que, después,

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usted volvió corriendo a su propio departamento y bajó velozmente la escalera para
probar la puerta delantera del departamento de Milter. Usted me encontró a mí
tocando el timbre y se dio cuenta de que la puerta estaba cerrada con llave. Eso,
supongo, es lo que sucedió.
La joven no dijo nada.
Mason comenzó a hojear la revista de nuevo y dijo:
—Bueno, si no podemos hablar sobre el crimen, por lo menos podemos leer
acerca de él. Aquí hay una fotografía que muestra…
Con un ligero movimiento de su brazo, la joven hizo caer la revista de la mano de
Mason, se puso en pie de un salto y empezó a caminar rápidamente hacia el extremo
de la estación de autobuses. Casi corría en el momento de trasponer la puerta.
Mason esperó sin moverse hasta que la puerta se hubo cerrado. Luego alzó las
revistas del suelo, las apiló sobre el banco de la sala de espera y se encaminó hacia la
puerta.
Della Street se despertó cuando Mason abría la portezuela del coche.
—¿La vio? —preguntó.
—Sí.
—¿Dónde está?
—Se fue.
—¿Dónde?
—A su casa.
Della sonrió con expresión pensativa y manifestó:
—No hay duda de que usted sabe tratar a las mujeres, ¿no es así, jefe?

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Capítulo 12

Después de haberse detenido breves instantes para que subiese un pasajero


solitario, el tren comenzó a ganar velocidad. A la derecha, el sol temprano de la
mañana encendía las nevadas crestas de las altas montañas. La locomotora,
deslizándose velozmente a la vera de montecillos cargados de fruta dorada, silbaba
con intermitencias al atravesar los cruces de caminos carreteros. En los coches
dormitorio, los camareros empezaban a sacar los equipajes para apilarlos en los
pasillos. En el coche-comedor empezaban a escasear los pasajeros, mientras el tren se
aproximaba a los suburbios de Los Ángeles.
Mason entró en el coche-comedor. Sally Elberton estaba sentada sola en una mesa
para dos.
—¿Uno, señor? —preguntó el mozo, levantando un dedo hacia Mason—.
Tendremos el tiempo justo para servirle a usted.
Mason contestó:
—Gracias, me sentaré aquí —caminó con mucha calma hacia la mesa en que se
hallaba la joven, y sentóse frente a ella.
Durante un minuto, ella mantuvo sus ojos fijos en el plato, luego llevó a sus
labios una taza de café, miró con indiferencia a Mason y volvió a mirar hacia el plato.
Después, de repente, sus ojos sobresaltados se posaron en el abogado y la taza de café
quedó inmóvil en su mano.
—Buenos días —dijo Mason.
—¿Cómo? ¿Estaba usted en este tren? No lo sabía… ¿Ha estado… en el Sur?
—Subí hace apenas un rato —contestó Mason.
—Oh —dijo sonriendo la joven—. Yo lo tomé temprano… Estuve visitando a un
amigo.
Un camarero se inclinó solícitamente sobre el hombro de Mason y dijo:
—Si usted quisiera hacer su pedido en seguida, señor…
—Solamente café —manifestó Mason.
El abogado abrió su pitillera, extrajo un cigarrillo, lo encendió y se echó hacia
atrás en el sillón, dejando que uno de sus brazos descansara sobre el borde de la
mesa.
—¿Llegó a verlo? —preguntó.
—¿A quién?
—A su amigo.
La joven estudió a Mason por un momento, como si estuviera reflexionando sobre
si debía mostrarse irritada o graciosa. Luego contestó sonriendo:
—Resulta que no era un amigo, sino una amiga.
—¿Su nombre no sería, quizá, Milter? —preguntó Mason.
Esta vez la joven decidió contestar con indignación glacial:

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—En primer término, no sé quién le dio a usted esa idea —dijo—, o quién le
concedió el derecho de investigar mis asuntos privados.
—Yo solamente estaba preparándola a usted —manifestó Mason—. Algo así
como sometiéndola a un ensayo.
—¿Un ensayo para qué?
—Para las preguntas que vendrán más tarde.
—Puedo asegurarle a usted —dijo la joven en un tono de voz frío y formal— que
si alguien tiene derecho a interrogarme, puedo contestarle sin ninguna ayuda, míster
Mason.
Mason se inclinó ligeramente hacia atrás para que el camarero pudiese servirle su
café. Le dio un dólar y dijo:
—Pida la cuenta, páguela y guárdese el cambio.
Luego varió un poco de posición, esperó que el sonriente camarero se hubiese
retirado y preguntó con tono de completa indiferencia:
—¿Estaba Milter muerto o vivo cuando usted fue allí?
La joven no pestañeó siquiera. Su cara era una máscara de frío desdén cuando
contestó:
—No sé a qué se refiere usted.
Mason puso crema y azúcar en su café, lo revolvió y bebió después lentamente,
saboreando su cigarrillo mientras contemplaba el paisaje por la ventanilla. La rubia
que tenía enfrente continuaba observándole con la mirada fría de una joven fastidiada
que trata de mantenerse a la mayor distancia posible de un hombre.
Mason terminó su café, empujó su silla hacia atrás y se puso de pie.
Los ojos de la joven demostraron su sorpresa.
—¿Es… es eso todo? —preguntó, dejando escapar las palabras, en un momento
de descuido, por el muro de su reserva.
Mason sonrió a la joven y dijo:
—Usted contestó a mi pregunta en el primer momento.
—¿Cómo?
—Con esta mirada de impávida sorpresa, con su indiferencia, con la calma
estudiada de su respuesta. Usted estuvo ensayando durante toda la noche su respuesta
a esta pregunta. Usted sabía que alguien iba a formulársela.
Y con eso Mason salió con mucha calma del coche-comedor, dejando tras sí a una
joven muy desconcertada, que alargaba el cuello para observar sus espaldas mientras
él abría la puerta, cruzaba el vestíbulo y entraba en el coche-dormitorio.
Mason encontró a Marvin Adams en el último coche. Adams miró hacia Mason
con expresión incrédula y se puso en pie.
—¡Míster Mason! —exclamó—. No sabía que usted había tomado este tren.
—Yo tampoco lo sabía —manifestó Mason—. Siéntese, Marvin. Quiero tener una
rápida charla con usted.
Adams hizo un poco de sitio para que Mason pudiera sentarse a su lado.

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Mason cruzó las piernas y se puso lo más cómodo posible, apoyando un codo
sobre el brazo acolchado del asiento del pullman.
—Usted cogió anoche un pato de la casa de Witherspoon —manifestó Mason.
Marvin sonrió mientras contestaba:
—Era el animalito más inteligente que he conocido. Comencé a alimentarlo con
moscas y se puso muy contento.
—¿Qué ocurrió con ese pato?
—No sé lo que pasó. Desapareció.
—¿Cómo? —preguntó Mason.
—Lo llevé a la ciudad en el coche que yo conducía.
—¿Era suyo el coche?
—No, lo pedí prestado a uno de los muchachos de El Templo. Era de esa clase de
automóviles que suelen usar los colegiales. Ya sabe usted, un coche que ha visto días
mucho mejores, pero que ahora sirve solamente para ir y venir.
—¿Lo condujo usted hasta la casa de Witherspoon?
Marvin Adams sonrió y dijo:
—Saqué la «cafetera» esa y la aparqué delante de la mansión familiar. Siempre
sospeché que a Witherspoon no le agradaba que yo aparcase la «cafetera» delante de
su casa. Varias veces me dijo que cuando deseara ir allí no tenía más que llamar por
teléfono y que él enviaría un coche a buscarme.
—¿No hizo usted eso?
—No lo hice. La «cafetera» vieja no tenía muy buen aspecto, pero a mí me
gustaba. Usted conoce esa clase de sentimientos.
Mason hizo un gesto de afirmación y preguntó:
—¿A Lois no le importaba eso?
La sonrisa divertida del joven se convirtió en una de ternura.
Dijo en voz baja:
—Le encantaba.
—Muy bien —manifestó Mason—. Usted llevó el pato en el automóvil a la
ciudad. Y luego, ¿qué sucedió?
—Ya me había despedido de Lois. Tenía que hacer, muy rápidamente, mi maleta,
y luego alcanzar el tren…, y advertí de repente que tenía hambre. Me hacía falta un
bocadillo. No había sitio para aparcar en la calle principal. Yo conocía un pequeño
restaurante de la avenida Cinder Butte. Llevé allí mi coche y lo aparqué…
—¿Exactamente delante del restaurante? —interrumpió Mason.
—No. Ese lugar estaba abarrotado de automóviles. Tuve que ir a una manzana
más adelante para aparcar mi coche. ¿Por qué?
—Nada —contestó Mason—. Quería enterarme bien de todo. Supongo que será
por mi profesión de abogado. Continúe.
—¿Por qué toda esa conmoción por un pato? ¿Está irritado el viejo Witherspoon
por haber perdido uno de sus patos premiados?

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Mason no contestó a esa pregunta y respondió con otra. Dijo:
—Cuando le encontré por primera vez, usted dijo algo de hundir a los patos con
alguna clase de composición química nueva. ¿De qué se trata?
—Se conocen con el nombre de detersorios —contestó Adams.
—¿Qué es un detersorio?
El semblante del joven demostró el entusiasmo de una persona cuando discute
sobre su tema favorito.
—Las moléculas de un detersorio tienen una estructura compleja. Un extremo de
las largas moléculas es hidrófugo, o, en otras palabras, tiende a ser rechazado por el
agua. El otro extremo es hidrófilo, o sea, tienen afinidad con el agua. Cuando un
detersorio es mezclado con agua y aplicado sobre una superficie grasosa, el extremo
de la molécula que no tiene afinidad para el agua se adhiere a la grasa. El otro
extremo se une al agua. Todo el mundo sabe que hay una cierta antipatía natural entre
el agua y la grasa. No se mezclan. Pero un detersorio hace aún más que mezclarlos.
Los une.
—Usted mencionó algo acerca de un pato que se ahogaba —manifestó Mason.
—Sí; uno puede hacer con un detersorio cosas que parecen físicamente
imposibles. Ocasionalmente, la naturaleza usa las propiedades repulsivas del agua y
de las grasas para dar cierta protección a los animales y a las plantas. Las plumas del
pato rechazan el agua y, por tanto, encierran una masa de aire de un volumen bastante
grande. Si se pone en el agua una cantidad pequeña de este detersorio o agente de
humedad, el detersorio moja inmediatamente las plumas aceitosas. Luego, por
detracción capilar, el agua empapa las plumas y se introduce en ellas del mismo
modo que lo haría en una esponja. Si le interesa eso, puedo mandarle unos trabajos
sobre el tema.
—No, gracias. No será necesario. Quería solamente averiguar algo acerca de eso.
Supongo que su intención era usar ese pato para hacer un experimento similar.
—Sí. ¡Cáspita, era un animalito muy inteligente! Me habría gustado quedarme
con él. El experimento no le hace daño alguno. Uno puede divertirse mucho con ese
experimento. Especialmente, cuando algún sujeto no simpatiza con uno y lo ataca
cuando comete algún error, uno puede hacer un comentario sobre un pato que se
ahoga y…
—¿Como hizo usted con Burr? —preguntó Mason.
Adams sonrió, hizo un gesto afirmativo y después de un instante, dijo:
—Estaba dándome importancia delante de Lois. Pero Burr se las traía. Siempre
me tuvo antipatía.
—¿Alguna razón? —preguntó Mason.
—Ninguna que yo conozca. Por supuesto, míster Mason, yo voy a ser franco con
usted. A Witherspoon no le agrada la idea de que yo entre a formar parte de su
familia, casándome con su hija. Lo sé… pero eso no me detendrá. Voy a hacer lo que
haga feliz a Lois. Y tengo el derecho de considerar mi propia felicidad. Dentro de

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unos meses voy a ingresar en el ejército. No sé lo que sucederá después. Nadie lo
sabe. Sé que será una tarea muy dura. Yo… ¡Cáspita, estoy hablando demasiado!
—No, no lo está —declaró Mason—. Prosiga. Vamos a oír el resto.
—Bueno —continuó diciendo Adams—, creo que voy a arriesgar mi vida, y que
otros muchos hombres como yo también van a arriesgar sus vidas, para que los
pájaros como Witherspoon puedan disfrutar de las cosas que tienen. Supongo que no
debería sentirme así, pero… De cualquier modo, si soy lo suficiente bueno para salir
a luchar por John L. Witherspoon, también lo soy para casarme con su hija y formar
parte de su familia. Sé que, en cierto modo, no es una cosa sensata, pero… ¡maldita
sea!, yo amo a Lois y ella me ama a mí, y no sé por qué habríamos de portarnos como
unos tontos. Quizás estemos juntos solamente unas semanas.
—¿Por qué no quiso usted irse anoche a Yuma con Lois y casarse con ella? —
preguntó Mason.
Adams se sorprendió súbitamente. Luego entornó los ojos y preguntó con voz fría
y formal:
—¿Quién se lo ha dicho?
—Lois.
Adams permaneció silencioso un rato y luego manifestó:
—Porque era demasiado ruin hacer las cosas de ese modo. Escribí a Lois una
carta después de tomar el tren, diciéndole que si pensaba de la misma manera la
semana próxima, informase a su padre de lo que íbamos a hacer y que luego nos
casaríamos.
Mason hizo un gesto de asentimiento y dijo:
—Acerca de ese pato. ¿Tuvo usted alguna razón especial para llevárselo?
—Sí, la tuve.
En seguida, Adams rebuscó en su bolsillo y extrajo una carta.
—Esto habla por sí mismo —dijo.

Estimado míster Adams:


Por conversaciones con unos amigos suyos, tengo entendido que usted
posee un producto químico que puede ser puesto en el agua para hacer que
un pato se hunda sin ser tocado.
Algunos socios de mi club han estado riéndose de mí, y valdría la pena
gastarse hasta cien dólares para devolverles sus bromas, haciéndoles ver
algo parecido a eso. Sus amigos me dicen que usted estará en Los Ángeles el
lunes por la mañana. Si quiere telefonear a Lakeview dos-tres-siete-uno y
concertar una cita conmigo, estaré esperándole con cinco nuevos y bonitos
billetes de veinte dólares.
Sinceramente suyo,
Gridley P. Lahey.

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Mason examinó la carta cerca de un minuto; luego la plegó bruscamente, la metió
en su bolsillo y dijo:
—Permítame que guarde esto. Hablaré por teléfono con míster Lahey. Dígame
dónde puedo ponerme en contacto con usted después de que yo haya concertado una
cita con él. Me gustaría estar allí cuando usted haga el experimento.
Adams parecía intrigado.
—Todo está perfectamente —declaró Mason—. Déjeme que lleve este asunto
y…, ¿me haría usted un favor?
—¿Qué?
—No mencione esta carta a nadie. No mencione el hecho de que los patos pueden
ahogarse, a menos que le haga esa pregunta una persona que tenga derecho a que se
le conteste.
—Temo no entenderle, míster Mason.
—¿Y si le dijera yo que esto es de especial interés para Lois?
—Entonces lo haría.
—Hágalo, pues —dijo Mason.
El tren se detuvo lentamente. El camarero aulló:
—Los Ángeles, pasajeros para Los Ángeles.
Mason se puso de pie y preguntó:
—¿Qué cantidad de ese detersorio se necesita para hacer hundir un pato?
—Una cantidad muy pequeña del producto de la mejor clase. Unas pocas
milésimas del uno por ciento.
—¿Flota después sobre la superficie del agua?
—Bueno, no exactamente, aunque significa la misma cosa. El extremo hidrófugo
de las moléculas trata de separarse del agua. Eso hace que las moléculas tiendan a
congregarse en gran número alrededor de la superficie del agua, o cualquier
superficie que esté mojada.
Mason dijo:
—Ya veo, y esas moléculas disuelven el aceite.
—Hablando con propiedad, las moléculas no disuelven el aceite. Simplemente,
evitan que el aceite rechace el agua. Una vez que ha sido sacado el detersorio del
agua y de las plumas, el pato vuelve a nadar como siempre.
—Comprendo —manifestó Mason, mientras una hilera de pasajeros pasaban
empujándose por el costado del tren—. Me interesa ese dato. ¿Dice usted que lo dejó
en el automóvil?
—Sí.
—¿Dónde?
—En el asiento delantero.
—¿No podría haber pasado por encima del respaldo del asiento delantero y caer
en el asiento de atrás?
—No. Era demasiado joven para volar siquiera un poco. Podía haber caído al piso

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de la parte delantera del automóvil, pero ya miré allí cuidadosamente.
Mason dijo:
—No diga absolutamente nada acerca de ese detersorio, ni del experimento de
hundir el pato. Si alguien le pregunta, dígale que quería el pato simplemente para
domesticarlo. Y, por el momento, no mencione esta carta que recibió de Los Ángeles.
—Muy bien, haré como usted dice, míster Mason. Pero mire, yo necesito esos
cien dólares. En estos momentos, esa cantidad me parece tan grande como la Casa de
la Moneda de los Estados Unidos. Un hombre que está tratando de terminar sus
estudios y casarse… Bueno, puede usted darse cuenta de lo que ese dinero representa.
—No veo ninguna razón para que yo no pueda arreglar eso —manifestó Mason,
sacando su cartera.
—No, no. Solamente quise decirle a usted que no dejase escapar a ese sujeto.
Asegúrese de ponerse en contacto con él.
Mason sacó de su cartera cinco billetes de veinte dólares y dijo:
—No se preocupe. Le describiré el experimento y luego le cobraré los cien.
Adams parecía dudar.
Mason le puso el dinero en la mano y dijo:
—No sea tonto. Esto es para evitar ponerme en contacto con usted. ¿Dónde puedo
decirle a ese hombre que compre el detersorio?
—Oh, en muchas partes. En la Compañía Científica Central, que fabrica los
mejores productos de laboratorio de todo el país…, o en la Compañía Química
Nacional, de Nueva Orléans. O, por supuesto, en la Corporación Americana de
Química y Cianógenos, de Nueva York. A ese hombre no le costará ningún trabajo
conseguir un detersorio, si sabe cómo pedirlo.
Mason preguntó:
—¿Dónde puedo ponerme en contacto con usted, si necesito alguna otra
información?
Adams sacó un tarjetero de su bolsillo, extrajo una tarjeta, garabateó un número
sobre ella y se la entregó al abogado.
—Muy bien —dijo Mason—. Le llamaré si le necesito. Tengo que ocuparme de
cierto equipaje, de modo que no me espere. Puede irse ya.
Mason observó cómo Marvin Adams se dirigía rápidamente a la escalera del
pasadizo subterráneo que corría debajo de las vías.
El muchacho no había dado más de veinte o treinta pasos cuando un individuo de
aspecto tranquilo, que había estado de pie junto a la pared, examinando a los
pasajeros, dio un paso adelante como para bloquearle el camino.
—¿Su nombre es Adams? —preguntó el hombre.
Marvin Adams, que pareció algo sorprendido, hizo un gesto afirmativo.
El hombre levantó la solapa de su chaqueta lo suficiente para mostrar una
insignia.
—Los muchachos de la jefatura desean hacerle unas preguntas —dijo—. No

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llevará mucho tiempo.
Mason pasó al lado de Adams sin dar señales de haberle reconocido. El joven,
sobresaltado y con los ojos muy abiertos, miraba atónito al detective de la Jefatura.
—¿Quiere usted decir…, que desean interrogarme…, a mí?
Mason no pudo oír la respuesta del hombre.

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Capítulo 13

Della Street estaba en el automóvil de Mason, fuera de la estación. El abogado se


deslizó dentro del automóvil y se sentó detrás del volante.
—¿Todo salió bien? —preguntó Della.
—Sí.
—¿Habló con la muchacha en el tren?
—Ajá.
—¿Pudo sacarle algo?
—Más de lo que ella quería dar…, y no tanto como yo quería conseguir.
—¿Viajaba Marvin Adams en el tren?
—Ajá.
—Estuve mirando a mi alrededor para ver si andaba por aquí algún policía
vestido de paisano —manifestó Della Street.
Mason torció hábilmente el volante para llevar el coche fuera del aparcamiento.
Miró a Della de soslayo, y con expresión divertida dijo:
—¿Y vio si había alguno?
—No.
—¿Qué le hizo pensar que podría localizar a un hombre así?
—¿A un policía de paisano?
—Sí.
—¿No son ellos…, bueno, no son más bien… típicos?
—Solamente en las novelas —contestó Mason—. Nuestros detectives de alta
escuela son demasiado inteligentes como para parecer detectives.
—¿Había uno de ellos allí?
—Ajá.
—¿Arrestó ese hombre a la rubia de la agencia de detectives?
—No —contestó Mason—. Arrestó a Marvin Adams.
Della Street miró a Mason como si fuera la primera vez en su vida que le veía la
cara y preguntó.
—¿Arrestaron a Marvin Adams?
—Sí.
—¿Y usted no…?
—¿No qué? —preguntó Mason, mientras Della hacía una pausa para rebuscar
palabras.
—¿Usted no se quedó para ayudarlo a salir del trance?
—¿Cómo podía yo ayudarle a salir?
—Diciéndole que no hablara.
Mason movió la cabeza.
—Yo creí que ésa era una de las razones por las cuales estaba usted ansioso por

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tomar ese tren.
—Lo era.
—Vamos, largue eso, tacaño —regañó ella—. ¡No sea así!
Mason manifestó:
—En su situación, lo mejor que puede hacer el joven Adams es contar toda la
historia a su manera; de ese modo, se deja sin mencionar una cosa determinada. Y eso
ya lo he arreglado yo.
—¿Qué es ello? —preguntó Della Street.
Mason extrajo la carta de su bolsillo y se la entregó a Della, que la leyó mientras
Mason guiaba el coche por entre el tráfico de la ciudad.
—¿Qué significa esto? —preguntó Della.
—Hay novecientas noventa y nueve probabilidades sobre mil de que signifique
que Gridley P. Lahey es un individuo puramente ficticio. El número de teléfono será
probablemente el de una gran tienda o fábrica donde trabajan varios centenares de
empleados.
—Entonces quiere decir que…
—Que el asesinato fue premeditado —declaró Mason—, que fue tramado para ser
cometido a una hora fija. Quienquiera que fuese quien lo cometió, planeó las cosas
deliberadamente para que Marvin Adams fuese culpable del crimen.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Muchas cosas. Entre ellas, significa que la búsqueda del asesino puede
orientarse dentro de un círculo muy pequeño.
—¿Cómo?
—En primer término —manifestó Mason—, Marvin Adams fue elegido por
alguna razón especial. Esa razón es que la persona que lo eligió sabe algo que el
mismo Marvin ignora.
—¿Quiere usted decir que es algo del pasado de Adams?
—Así es. Esa persona tuvo que enterarse de algo referente al padre de Marvin, y
también que Milter estuvo trabajando en el caso.
—¿Algo más? —preguntó Della.
—Sí. Significa igualmente que la persona sabía lo del experimento del pato que
se ahogaba.
—¿Y qué más?
Mason dijo:
—Aquí hay algo que me intriga. Ese hombre sabía que el pato que fue dejado en
el departamento de Milter iba a ser identificado. Ahora bien: ¿cómo sabía eso?
—Debía de saber que Witherspoon iría a El Templo.
—Parece que ni Witherspoon mismo lo sabía antes que yo me fuese. Fue algo que
decidió hacer de pronto, a menos…
—¿A menos qué? —preguntó Della.
Mason apretó los labios y en seguida dijo:

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—A menos que toda la cosa haya sido planeada deliberadamente por el único
hombre que sabía que el pato debía y podía ser identificado.
—Usted quiere decir… que fue…
—John L. Witherspoon —terminó Mason por ella.
—Pero, jefe, eso es absurdo.
—Quizá no sea absurdo. Quizás hizo sus planes para comprometer a Adams.
Pudo haber querido que Adams pensara que había cometido un crimen.
—¿Pero no un verdadero crimen?
—Quizá no.
—Entonces algo debe de haber salido mal en los planes de ese hombre.
—Así es.
—¿Y qué sucedería a ese hombre… en el caso de que hubiera cometido un error?
—Se encontraría en muy mala situación —contestó Mason—. Legalmente, quizá
podría probar que no era una asesinato en primer grado. Quizá fuese calificado de
homicidio involuntario. Pero quizá le daría mucho trabajo probar sus aseveraciones al
jurado.
La voz de Della Street vibraba de indignación cuando dijo:
—Bueno, ¿para qué vamos a seguir con rodeos? ¿Por qué no desenmascaramos
en seguida a Witherspoon?
—A causa de las leyes de difamación e injurias. No diremos nada hasta que
podamos probarlo.
—¿Cuándo será eso?
Mason manifestó:
—No lo sé. Quizá tengamos que contentarnos y dejar que lo diga el fiscal del
distrito de El Templo.
Ambos guardaron silencio durante el resto del viaje hasta la oficina. Mason llevó
el coche hasta el aparcamiento que había enfrente del edificio en que se hallaba
instalado su despacho. Cruzaron la calle y Mason preguntó al encargado del ascensor:
—¿Está Paul Drake en su oficina?
—Sí, llegó hace media hora.
Subieron en el ascensor. Mason se detuvo para meter la cabeza dentro de la
oficina de Drake y dijo a la chica del teléfono:
—Diga a Paul que estoy trabajando. Avísele que vaya a verme tan pronto como
tenga tiempo disponible.
Mason y Della Street caminaron hacia la oficina privada del abogado. Della Street
estaba aún abriendo la correspondencia cuando los pasos de Drake resonaron tras la
puerta. Sus nudillos golpearon sobre ella una señal convenida.
Mason le dejó entrar.
Drake caminó hacia el gran sillón de cuero acolchado y sentóse transversalmente
en él, con las piernas colgando por encima de uno de los brazos.
—Bueno, Perry, usted acertó en una cosa.

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—¿En qué?
—En el hecho de que cuando un caso es muy antiguo, la gente comienza a
descuidarse y ciertas cosas salen a relucir.
—¿Qué ha descubierto usted?
—Miss X se llama Corine Hassen.
—¿Dónde se encuentra ahora?
—¡Maldito si lo sé, pero estamos sobre su pista y es seguro que podremos
encontrarla!
—¿Es un pista reciente?
—No. Es más vieja que andar a pie. No puedo encontrar una sola persona que la
haya visto desde la época del proceso. Es demasiado tiempo…
Mason hizo un gesto de asentimiento.
—El fiscal consiguió mantenerla fuera del proceso mediante un convenio que
hizo con la defensa, a raíz del cual se la llamaría miss X. En esas circunstancias, ella
podía estar segura de no verse envuelta en el juicio y permanecer oculta hasta que
todo fuese olvidado.
Drake manifestó:
—Donde hay tanto humo, debió haber algo de fuego.
—¿Qué quiere decir eso?
—Quiero decir que Latwell fue visto varias veces con ella. Por supuesto, la teoría
de la acusación fue que Adams conocía esto y, por tanto, había introducido el nombre
de ella en el proceso.
—¿Qué edad tenía la mujer? —preguntó Mason.
—Unos veinticinco años.
—Tendrá unos cuarenta y cinco años ahora.
—Así es.
—¿Era atractiva?
—Mis corresponsales telefonean que sus retratos, tomados hace veinte años,
indican que era una joven bastante bien parecida, pero nada extraordinario, ya usted
me comprende. Según tengo entendido, sus ojos eran más bien pequeños. Su figura
era lo más atrayente en ella. Era muy elegante… hace veinte años. Trabajaba como
cajera en una chocolatería donde vendían helados, caramelos, almuerzos ligeros y
cosas por el estilo.
—¿Y cómo desapareció esa joven Hassen? —preguntó Mason.
—Bueno, vivía con su tía. Sus padres habían muerto. Dijo que se le presentaba
una oportunidad de conseguir un empleo en la costa del Pacífico, que tenía un
pretendiente que siempre estaba pidiéndole que se casara con él, que era
enormemente celoso, y que ella estaba cansada de todo ese asunto y pensaba irse sin
dejar su dirección; que se pondría en contacto con su tía después de cierto tiempo…;
poco más o menos, la historia de siempre.
Mason frunció el ceño y dijo:

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—No estoy seguro de que lo sea. ¿Cuándo se fue, Paul?
Drake consultó su libreta de apuntes y contestó:
—Aproximadamente en la misma fecha del crimen.
—Paul, empiece a trabajar en eso como si se tratase de una desaparición común
—manifestó Mason—. Busque por todas partes. En los registros de hospitales, en los
de cadáveres no identificados y en todo donde sea posible.
—¿En los alrededores de la ciudad de Winterburg? —preguntó Drake.
—No —contestó Perry Mason—. En Los Ángeles y San Francisco para
empezar…, y pruebe en Reno, especialmente.
—No entiendo lo que usted quiere decir —manifestó Drake frunciendo el
entrecejo.
—Vamos a considerar este asunto lógicamente —dijo Mason—. Nuestro más
grande error es que nos dejamos hipnotizar por los hechos y empezamos a dar una
falsa interpretación a esos mismos hechos por el solo peso de las circunstancias.
Ahora, en este caso, las pruebas parecían pesar mucho en contra de Horace Adams.
En cierto momento del proceso, su abogado se atemorizó y llegó a convencerse de
que su cliente era culpable. A pesar de todo lo que suceda, Paul, un abogado nunca
debe llegar a convencerse de la culpabilidad de su cliente.
—¿Por qué? —preguntó Drake—. ¿Son tan frágiles las conciencias de los
abogados?
—No se trata de la conciencia del abogado —manifestó Mason—. Se trata de
hacerle justicia a un cliente. Una vez que el abogado llega a convencerse de que su
cliente es culpable, interpreta todas las pruebas desde un punto de vista
completamente falso y las valora erróneamente. Usted puede ver lo que sucedió en
este caso con la misteriosa miss X***. Ahora estoy actuando sobre la teoría de que
Horace Adams era inocente. En ese caso, el relato que él hizo de miss X*** bien
pudo haber sido cierto. Entonces, es muy posible que miss X*** fuese a Reno para
reunirse con Latwell.
Drake dijo:
—No puedo imaginarme eso, Perry. Adams pudo haber sido inocente; pero
cuando se vio atrapado por una red de pruebas circunstanciales, trató de mentir para
zafarse de ella. Si esa chica hubiera ido a Reno, se habría enterado por los diarios del
asesinato de Latwell y…
—¿Y qué? —preguntó Mason mientras Drake vacilaba.
—Probablemente habría escapado —contestó el detective, después de pensarlo
mucho.
Mason sonrió.
—Bueno, Paul, necesitamos un punto de partida y no tenemos tiempo para andar
dando tropezones a lo largo de una pista vieja. Ordene a sus hombres de Winterburg
que hagan lo que puedan, pero ponga también a trabajar en Reno a algunos de sus
empleados. Quizá eso nos haga ganar tiempo. Vamos a examinar los registros de los

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hospitales y a hacer todo el trabajo rutinario que se acostumbra realizar en un caso de
desaparición. Y ahora vamos a considerar su gestión. Supongamos que usted
estuviese en Reno, que quisiera desaparecer y anduviese huyendo de alguna cosa en
el Este. ¿Adónde iría? De diez veces, nueve iría a Los Ángeles o a San Francisco.
¿No es así?
—Bueno, sí —admitió Drake, luego de pensar un rato sobre la pregunta.
—Muy bien; al mismo tiempo que investigan en Reno, investiguen también en
Los Ángeles y San Francisco. Busquen un rastro de Corine Hassen, sea bajo su
nombre verdadero o supuesto.
—Bajo un nombre supuesto no será cosa nada fácil —anunció Drake.
—Oh, no lo sé. Ella debe de haber usado su nombre verdadero en ciertas
ocasiones, en el correo, en los Bancos o en su licencia para conducir automóviles.
Vea lo que puede hacer.
—Muy bien, pondré unos hombres a trabajar en seguida en eso.
Mason metió los pulgares en las sisas del chaleco, bajó el mentón apoyándolo en
el pecho y fijó caprichosamente la mirada en los dibujos de la alfombra que adornaba
el suelo.
—Caramba, Paul, estoy cometiendo una equivocación en alguna parte…; ya la he
cometido.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque es la sensación que experimento cuando sigo una pista falsa. Quizá sea
mi subconsciente, que trata de prevenirme.
—¿Dónde pudo haber cometido un error?
—No lo sé. Tengo el presentimiento de que tiene algo que ver con Leslie Milter.
—¿Y qué hay sobre él?
—Cuando uno llega a descubrir el plan verdadero —dijo Mason—, cada hecho
cabe justamente dentro de ese plan y encaja perfectamente. Cuando uno hace un plan
en el cual hallan cabida todos los hechos menos uno, y no se puede poner ese hecho
en su sitio, entonces lo más probable es que el plan haya sido mal trazado. Ahora,
vamos a Milter. Indudablemente, Milter estaba tratando de hacer chantaje. Sin
embargo, él pasó la noticia a esa hoja escandalosa de Hollywood. Y a propósito, ¿ha
conseguido averiguar algo acerca de eso?
—He conseguido averiguar que el asunto vino de una filtración. No he podido
saber la relación que Milter pudo tener con ella, pero es casi seguro que él fue el
culpable.
—Sí; aunque no tuviéramos información alguna acerca del periódico escandaloso,
es muy razonable pensar que Allgood despidió a Milter por hablar —manifestó
Mason—. Por tanto, Milter tuvo que haber hablado con alguien. ¿Con quién? Parece
que no fue con Lois. Ni con Marvin Adams. Podía haber hablado con Witherspoon
todo lo que quisiera. No debió hablar a ese periódico escandaloso de Hollywood.
Ahora, póngase en la situación de Milter. Era un chantajista. Andaba rondando a su

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presa. Estaba en la situación de un submarino que tiene un solo torpedo y se
encuentra esperando a un poderoso destructor. Ha de tener seguridad en acertar con
ese único disparo en un punto vital. En esas circunstancias, no es posible imaginar
que malgastara su munición. Sin embargo, a eso precisamente equivalía dar la noticia
a ese libelo. Si en realidad le pagaron por ello, sería una suma muy pequeña, y…
—Ellos nunca pagan por las noticias —dijo Drake—. A veces conceden favores,
pero no pagan.
Durante un rato, Mason se mantuvo silencioso y pensativo. Luego dijo:
—Usted debe darse cuenta de que Milter debió de ser quien me envió esa carta de
entrega urgente. No lo habría hecho si hubiera estado tratando de aprovecharse de
Witherspoon o preparándose para hacer chantaje a Lois o Marvin o…, ¡cáspita!
—¿Qué? —preguntó Drake.
Mason observaba pensativamente a Drake. Sus cejas se juntaban formando un
línea horizontal sobre sus ojos.
—Caramba, Paul, hay una solución que haría que las cosas coincidieran.
Mirándola desde cierto punto de vista, es una solución muy atrevida pero
contemplándola desde otro ángulo, es la única solución lógica.
—¿Qué está usted ocultándome? —le preguntó Drake.
—Nada —contestó Mason—. Está ahí delante de nosotros. Solamente que no lo
hemos visto.
—¿Qué? —preguntó Drake.
—¡Míster y mistress Roland Burr!
—No lo entiendo.
—Oiga esto —manifestó Mason—: Burr se encontró con Witherspoon. Al
parecer, ese encuentro fue casual. Pero quizás haya sido arreglado de antemano. Todo
lo que había que hacer en realidad es hacerse el encontradizo con Witherspoon en El
Templo, interesarse por la pesca con caña o por la fotografía en colores, y
Witherspoon comenzaría a hablar. Un hombre inteligente puede producir una
impresión muy favorable, y… Sí, caramba, eso es. Eso debe ser. Burr, o su esposa,
debieron de averiguar algo. Ellos pudieron dar la noticia a esa hoja escandalosa…, o
quizás estén planeando hacer víctima de chantaje a Witherspoon, y ese periódico fue
el medio que utilizaron para ablandarlo.
Drake frunció sus labios, emitiendo un silbido en tono bajo.
—Tome nota, Paul, para averiguar algo acerca de míster y mistress Roland Burr
—dijo Mason.

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Capítulo 14

Faltaba poco para mediodía cuando Della Street entró muy apresurada en la
oficina y dijo:
—Mistress George L. Dangerfield espera ahí fuera y dice simplemente que tiene
que verle a usted para un asunto que no puede discutir con ninguna otra persona.
Mason frunció el ceño.
—Creí que Allgood iba a telefonearme para darme la noticia antes que ella
viniera aquí.
—¿Quiere que le llame por teléfono? —preguntó Della.
Mason hizo un gesto afirmativo.
Unos momentos después, cuando Allgood atendió el teléfono, su voz tenía un
sonido verdaderamente preocupado.
—Su secretaria me dijo que quería hablarme, míster Mason.
—Sí, acerca de aquella filtración de su oficina. ¿Se enteró de lo de Milter?
—Sí. Fue un suceso desgraciado… Cuando la policía me habló por teléfono, me
dieron la noticia de que Milter había muerto, de modo que pude ocultarles muchas
cosas.
—Yo estaba allí —manifestó Mason—. Usted hizo un buen trabajo. ¿Sabía usted
que su secretaria escuchó nuestra conversación y fue a ver a Milter anoche?
—Sí. Al final optó por contármelo todo. Pude notar que algo le pasaba esta
mañana. Siguió muy preocupada por ello, y hace más o menos media hora vino a
decirme que tenía que hablar conmigo. Me contó la historia completa. Yo estaba a
punto de telefonear para tratar de ponerme en contacto con usted. No quería hablarle
desde la oficina.
—Usted iba a prevenirme cuando mistress Dangerfield se dispusiera a venir a
verme —replicó Mason.
—Sí, se lo haré saber oportunamente.
—Ella está aquí ahora.
—¿Qué? ¡Esa señora del demonio!
—Está esperando en mi oficina exterior.
—No sé cómo pudo conseguir alguna información acerca de usted. Por cierto, no
la obtuvo por intermedio de mi oficina.
—¿Ni por intermedio de su empleada? —preguntó Mason.
—No. Estoy seguro de eso. Esa joven hizo una confesión bastante completa. No
quiero decirle los detalles por teléfono. Me gustaría ir a su oficina.
—Venga entonces —dijo Mason—. ¿Puede hacerlo ahora mismo?
—Sí. Estaré ahí dentro de veinticinco o treinta minutos.
—Muy bien, venga en seguida.
Mason colgó el auricular y dijo a Della Street:

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—Allgood dice que mistress Dangerfield no se enteró por intermedio de él.
Vamos a hacerla pasar para ver qué dice. ¿Qué aspecto tiene, Della?
—Bueno, está bastante bien conservada. Se ha cuidado mucho. Si recuerdo bien,
mistress Dangerfield tendría unos treinta y tres años en la época del proceso. Eso
quiere decir que ahora tiene más de cincuenta. No parece que tenga más de cuarenta.
—¿Es pesada? ¿Regordeta? —preguntó Mason.
—No. Es delgada y… flexible. Su cutis se conserva en buen estado. Se ha
cuidado muy bien. Estoy dándole a usted los detalles que notaría una mujer. Los
detalles externos, el estilo.
—¿Es rubia o morena?
—Morena. Tiene ojos grandes y negros.
—¿Usa gafas?
—Creo que debe usarlas para ver bien, pero las lleva en la cartera. Justamente
cuando yo fui a hablarle estaba guardando el estuche de las gafas. Ella sabe que las
gafas le afean los ojos.
—Voy a hacerle una pregunta sobre las mujeres, Della —interrumpió Mason—.
¿Podría mistress Dangerfield haber descuidado su físico y luego haberse recuperado
en esta forma?
—No, en absoluto —contestó Della Street—. No. A la edad de cincuenta años no
es posible. Es una mujer que se ha cuidado durante toda su vida. Mistress Dangerfield
tiene ojos, piernas, caderas, y lo sabe… y los utiliza.
—Interesante —comentó Perry Mason—. Vamos a echarle un vistazo.
Della Street hizo un gesto de asentimiento y salió para escoltar a mistress
Dangerfield hasta la oficina de Mason.
La mujer fue directamente hacia Mason, caminando con ritmo suave y uniforme.
Estrechó con expresión cordial la mano que le tendía el abogado, alzando sus
pestañas largas y negras para que Mason pudiera contemplar sus ojos.
—Empezaré por decirle que le agradezco mucho que me haya recibido. Sé que
usted es un abogado muy ocupado y que solamente recibe a quien ha citado con
anterioridad, pero el asunto que me trae es muy importante y —dijo mirando hacia
Della Street— en extremo confidencial.
—Siéntese, mistress Dangerfield. No tengo secretos para mi secretaria. Ella toma
notas para mí y conserva mis registros en forma. Pocas veces confío a la memoria lo
que puede ser escrito. Della, tome nota de lo que mistress Dangerfield diga.
Mistress Dangerfield aceptó con amabilidad el desaire. Se puso seria un instante;
luego, sonrió a Mason una vez más.
—¡Por supuesto! Ha sido muy estúpido de mi parte —dijo—. Debí suponer que
un abogado que tiene tanto trabajo como usted necesita sistematizar estos asuntos. La
razón por la cual estoy preocupada es que lo que debo decir es muy, muy
confidencial. La felicidad de otros depende de ello.
Mason preguntó.

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—¿Desea usted contratarme para hacer algo por usted, mistress Dangerfield?
Porque si es así…
—No, de ningún modo. Deseaba hablar con usted sobre un asunto que se refiere a
otra persona.
—Tome asiento —invitó Mason—. ¿Un cigarrillo?
—Gracias, lo aceptaré.
Mason le dio un cigarrillo y él también cogió otro; encendió primero el de ella y
después el suyo.
Mistress Dangerfield tomó asiento en el gran sillón, examinó a Mason de soslayo
por entre las nubes de humo de su cigarrillo y luego dijo bruscamente:
—Míster Mason, usted está realizando un trabajo para míster John L.
Witherspoon.
—¿Qué le lleva a hacer esa declaración? —preguntó Mason.
—¿No es así?
Mason sonrió y dijo:
—Usted hizo una afirmación. Yo estoy formulando una pregunta.
Mistress Dangerfield rió.
—Bueno, voy a convertir mi afirmación en una pregunta.
—Entonces yo responderé todavía con una pregunta.
Mistress Dangerfield tamborileó nerviosamente sobre el brazo del sillón con sus
dedos largos y bien arreglados, aspiró el humo de su cigarrillo, miró a Mason y rió.
—No llegaré a ninguna parte discutiendo con un abogado —dijo—. Pondré mis
cartas sobre la mesa.
Mason hizo una inclinación de cabeza.
Ella dijo:
—Tal como informé a su secretaria, mi nombre es mistress George L.
Dangerfield. Pero mi nombre no ha sido siempre mistress Dangerfield.
El silencio de míster Mason era una cortés invitación a proseguir.
Con la expresión de quien suministra una información imprevista que tendrá
repercusiones explosivas, mistress Dangerfield manifestó:
—Yo era antes mistress David Latwell.
La expresión de Mason no cambió.
—Continúe —dijo.
—Esta información no parece sorprenderle —anunció ella en un tono de voz que
demostraba desencanto.
—Un abogado pocas veces puede mostrarse sorprendido… aunque lo esté
realmente —anunció Mason.
—Usted es un individuo muy burlón —manifestó ella con una sombra de
irritación en su voz.
—Lo lamento, pero usted dijo que deseaba poner las cartas sobre la mesa —dijo
Mason haciendo una señal en dirección al escritorio—. Ahí está la mesa.

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—Muy bien —se rindió ella—. Yo era mistress David Latwell. Mi esposo fue
asesinado por Horace Adams. Horace Adams y David eran socios en la ciudad de
Winterburg.
—¿Cuándo fue cometido el asesinato? —preguntó Mason.
—En enero de mil novecientos veinticuatro.
—¿Y qué le ocurrió a Adams?
—¡Como si usted no lo supiera!
—¿Ha venido usted a dar informes o a tratar de conseguirlos? —preguntó Mason.
Mistress Dangerfield reflexionó un momento sobre eso, luego se volvió
francamente a Mason y dijo:
—Un poco de cada cosa.
Ella sonrió y continuó:
—El asesinato fue cometido a principios de mil novecientos veinticuatro. Horace
Adams fue ahorcado en mayo del año siguiente. Horace tenía una esposa…, Sarah.
Sarah y Horace y David y yo solíamos reunirnos de cuando en cuando. Horace y
Sarah tenían un hijo, Marvin. El niño tenía unos dos años cuando el crimen fue
cometido y más o menos tres cuando su padre fue ejecutado. No creo que a Sarah le
gustara yo o que confiara plenamente en mí. Ella dedicaba su vida enteramente a su
esposo e hijo. Yo no podía considerar las cosas de esa manera. Yo no tenía hijos… y
era atractiva. Me gustaba salir y hacer un poco de vida nocturna. Sarah no lo
aprobaba. Ella pensaba que una mujer casada debe quedarse siempre metida en su
casa. Eso era hace unos veinte años. Desde entonces han cambiado las ideas sobre el
matrimonio. Menciono esto para demostrar que Sarah y yo no nos llevábamos muy
bien, aunque a causa de nuestros esposos, que eran socios, hacíamos que las cosas
pareciesen muy suaves y armoniosas en la superficie.
—¿Sabían los hombres que ustedes no se llevaban bien? —preguntó Mason.
—¡Santo cielo, no! Todo era demasiado sutil para que los hombres pudieran
advertirlo. Sarah levantaba una ceja en el momento preciso o miraba de modo
especial el largo del vestido que yo usaba. O cuando su esposo me cumplimentaba
por mi aspecto y le preguntaba a ella si no le parecía que cada día yo estaba más
joven, Sarah decía que sí con esa expresión de dulzura especial que pasa
completamente inadvertida para un hombre, pero que tanto significa para una mujer.
—Muy bien —dijo Mason—. Ustedes no se querían ¿Y qué sucedió?
—No he dicho eso —manifestó ella—. He dicho que Sarah no aprobaba lo que yo
hacía. Creo que nunca me quiso. A mí no me disgustaba ella. La compadecía. Bueno,
luego fue cometido el asesinato, y yo nunca pude perdonar a Horace Adams por lo
que dijo tratando de evitar que fuese descubierto el crimen.
—¿Y qué fue ello? —preguntó Mason.
—Él había matado a David y, como resultó evidente después, enterró el cadáver
en el sótano de la fábrica, recubriendo el piso con cemento. Lo único que yo sabía era
que David había desaparecido bastante bruscamente. Horace me telefoneó

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diciéndome que había tenido alguna dificultad con una de las patentes y que David
había ido a Reno muy precipitadamente, por asuntos de negocios, y que me escribiría
tan pronto hubiese encontrado alojamiento y supiera el tiempo que iba a estar
ausente.
—¿Le hizo sospechar el hecho de que su esposo fuera a Reno? —preguntó
Mason.
—Para decirle la verdad, sí.
—¿Por qué? ¿A causa de que él estaba interesado en otra mujer?
—Bueno, no… exactamente. Pero usted sabe cómo es eso. No teníamos hijos y…
yo amaba a mi esposo, míster Mason. Le amaba mucho. Al pasar los años, he
advertido que el amor no es todo en la vida, pero a esa edad las cosas me parecían
diferentes. Me hice atractiva porque sabía que no íbamos a tener hijos, y yo quería
conservar a mi esposo. Traté de darle todo lo que pudiera ofrecerle otra mujer. Intenté
ser tan atractiva como las jóvenes que él conociese y que quizá quisieran coquetear
con él. Traté de mantener concentrada su atención en mí. Yo…, oh, a mi modo, vivía
mi vida para mi esposo tanto como Sarah vivía para el suyo, solamente que ella tenía
un hijo. Esto hacía que las cosas, en cierto modo, fueran diferentes.
—Continúe —dijo Mason.
Mistress Dangerfield dijo:
—Seré absolutamente franca con usted, míster Mason. Creo que había un poco de
envidia por mi parte… de Sarah Adams. Ella podía permitirse que sus manos se
volvieran ásperas y toscas. Cuando los cuatro íbamos a un club nocturno, Sarah
estaba como fuera de lugar. Parecía justamente lo que era: una esposa que había
dedicado la tarde a su hijo y que luego, en el último minuto, se había arreglado
poniéndose sus mejores prendas para salir. Sarah no parecía…, no parecía formar
parte del conjunto ni pertenecer a la vida nocturna; las ropas que vestía no parecían
hechas para ella. Pero retenía el amor de Horace Adams; esto era evidente.
—¿A pesar de los comentarios de Adams sobre lo linda que estaba usted?
—¡Oh, sí! —dijo ella castañeteando los dedos—. Él me miraba como a cualquier
otra mujer o a un paisaje. Apreciaba a una mujer hermosa tanto como apreciaba un
cuadro o cualquier cosa hermosa; pero sus ojos siempre se volvían hacia su mujer.
Solía contemplarla largamente con la expresión de quien se siente feliz, cómodo y
seguro.
—¿Y su esposo no la miraba a usted de ese modo?
—No.
—¿Por qué no?
—Él era distinto, él… Yo no estoy engañándome, míster Mason. Mi esposo me
habría abandonado si hubiera encontrado otra mujer físicamente más atractiva que
yo, aunque yo me preocupara por parecer más hermosa que todas las demás; eso es
todo.
—Ya entiendo.

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—No estoy segura de que lo comprenda tan bien. Para entenderlo, usted tendría
que saber cómo reacciona una mujer ante estas situaciones. Era un esfuerzo por mi
parte, y en algún lugar de mi subconsciente existía un temor, un temor de dar un
traspiés y ya no ser entonces la más hermosa de las mujeres para mi esposo.
—De modo que cuando pensó que su esposo había ido a Reno, usted…
—Estaba muy asustada, y luego, al no recibir noticias de él, me puse frenética. Yo
tenía un amigo en Reno. Mandé un telegrama a ese amigo, pidiéndole que buscara en
los hoteles para averiguar dónde se hospedaba David y para que averiguase…; bueno,
para que averiguase si estaba solo. Cuando supe que David no figuraba en los
registros de ningún hotel de Reno, fui a hablar con Horace. Se mostró tan
completamente inquieto y me contestó con tantas evasivas, que advertí que estaba
mintiendo o tratando de encubrir algo. Y entonces me dijo que David se había fugado
con otra muchacha.
—¿Quién era ella?
—No creo que su nombre necesite entrar en esto.
—¿Por qué?
—Porque, por supuesto, David no se fue con ella. Él no había tenido nada que ver
con esa joven. Era solamente algo que inventó Horace para tratar de encubrir el
crimen.
—¿Dónde está esa mujer ahora?
—Cielo santo, no lo sé. He perdido su pista por completo. No creo ni siquiera
haberla conocido. No significaba más que un nombre para mí. Por supuesto, yo
habría averiguado algo más acerca de ella si no hubiera sido por la forma en que
actuó Horace. Llamé a la Policía y no pasó mucho tiempo para que averiguasen que
Horace estaba mintiendo y que David había sido asesinado. No lo sé. Supongo que si
Horace hubiera dicho la verdad, habría podido escapar a la pena de muerte.
—¿Cuál era la verdad?
—Debieron de tener una pelea horrible a causa de algo en la fábrica, y Horace, en
un ataque de ira, golpeó a mi esposo. Luego se asustó, dándose cuenta de que tenía
que hacer algo con el cadáver. En lugar de llamar a la Policía y confesar, esperó hasta
la noche, hizo un agujero en el cemento, cavó una fosa, enterró a David, cubrió el
lugar con cemento, puso virutas y escombros sobre el cemento para que pudiera
endurecerse y, por supuesto, dejó que yo pensara durante todo el tiempo que David
había ido a Reno en un imprevisto viaje de negocios.
—¿Cuánto tiempo transcurrió hasta que usted empezó a sospechar? —preguntó
Mason.
—Debieron de ser unos tres o cuatro días. Supongo que debieron de pasar unos
cuatro o cinco días antes que Horace contara la historia de que David se había fugado
con una mujer… después que mi amigo me informó que David no estaba en Reno.
Mason echóse hacia atrás en su silla giratoria y cerró los ojos, como si estuviera
tratando de reconstruir algún dato del pasado.

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—Continúe hablando, mistress Dangerfield —dijo Mason.
—Es una cosa terrible estar enamorado de alguien y saber que ha sido asesinado.
Uno siente primero algo así como un choque terrible y luego… Bueno, yo sentí un
odio espantoso e irrefrenable hacia Horace Adams y hacia su esposa, y supongo que
si hubiera pensado en ello, hasta por el niñito. No sentía por ellos ni una partícula de
simpatía o caridad. Cuando el jurado dictó contra Horace un veredicto que significaba
que sería ahorcado, me volví loca de alegría. Salí de allí para celebrarlo,
completamente sola.
—¿No sentía usted simpatía alguna por mistress Adams? —preguntó Mason,
todavía con los ojos cerrados.
—Absolutamente ninguna. Ya le dije que la odiaba. No sentía simpatía alguna por
ninguno de ellos. Podría haber tirado de la soga que ahorcó a Adams y me habría
regocijado con ello. Traté de conseguir que me permitieran presenciar la ejecución,
pero no me dejaron.
—¿Para qué quería usted presenciarla? —preguntó Mason.
—Quería solamente gritarle: «¡Asesino!», justamente en el momento en que fuera
ahorcado, para que mis palabras vibrasen en sus oídos en el mismo momento en que
se le quebraba el cuello. Yo…, ya le dije que estaba hecha una salvaje. Míster Mason,
soy un animal bastante emocional.
El abogado abrió los ojos, miró a mistress Dangerfield y dijo:
—Sí, puedo apreciarlo.
—Le digo esto para que usted pueda entender mi posición actual.
—¿Cuál es su posición actual? —preguntó Mason.
—Advierto algo de lo terriblemente equivocada que estaba.
—¿Está arrepentida?
—No por lo que sentía hacia Horace —contestó rápidamente mistress
Dangerfield—. A él le habría matado con mis propias manos. Me alegro de que ese
abogado embarullara su defensa de tal modo que lo ahorcaran. Como ya he dicho, si
Horace hubiera dicho la verdad, probablemente le habrían condenado por homicidio
involuntario o por asesinato en segundo grado; pero por el modo en que trató de
encubrirse y por todo lo demás… bueno, no hablaremos de eso, porque yo quiero
hablar de Sarah.
—¿Qué hay de Sarah?
—Supongo que yo perseguí a Sarah. Traté de evitar que consiguiera su parte de
dinero del negocio. La molesté de todas las maneras que pude. Sarah tomó el efectivo
que pudo conseguir y desapareció. Era, por supuesto, la única cosa que podía hacer a
causa del niño. No tenía mucho dinero. Nunca supe adonde fue. Nadie lo supo. Borró
cuidadosamente sus huellas. El niño era demasiado joven para recordar y Sarah pensó
que podría criarlo de manera que nunca supiese que su padre había sido ejecutado por
asesinato.
—¿Sabe usted adonde fue ella? —preguntó Mason.

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Mistress Dangerfield rió y dijo:
—No sea tan curioso, míster Mason. Por supuesto que ahora lo sé. Sarah fue a
California. Trabajó duramente…, demasiado duramente. Dio al muchacho una
educación bastante buena. El muchacho creyó siempre que su padre había muerto en
un accidente automovilístico y que ellos no tenían ningún otro pariente. Sarah cuidó
mucho de que él no supiera nada acerca de su vida pasada y de que no tuviera
contacto alguno que pudiera revelársela. Fue una cosa magnífica. Sarah sacrificó su
vida entera para eso. Bueno, ella trabajó demasiado duramente. Se puso delicada y
contrajo una tuberculosis. Hace cuatro o cinco años fue al valle del río Colorado. Allí
se la quería bien. Y ella siguió trabajando, aun en los momentos en que debiera
haberse tomado un descanso. Si hubiera ido a un hospital se hubiera quedado
absolutamente tranquila, quizá se habría curado; pero estaba dando estudios a su hijo
y Sarah siguió trabajando hasta… hasta que no pudo más.
—¿Y después? —preguntó Mason.
—Después murió.
—¿Cómo sabe usted todo esto? —preguntó Mason.
—Porque hice lo posible por averiguarlo.
—¿Por qué?
—Porque…, créalo o no, yo advertí que tenía una conciencia.
—¿Cuándo?
—Hace bastante tiempo. Pero realmente no me di cuenta de ello hasta que alguien
utilizó a un detective para empezar a investigar el caso.
—¿Quién lo empleó?
—No lo sé. Primero creí que era Sarah. Era alguien que vivía en El Templo. No
pude averiguar quién.
—¿Por qué vino usted a verme?
—Porque creo que usted sabe quién está detrás de todo esto y cuál es el motivo
que le guía.
—¿Qué le hace pensar eso?
—El hecho de haber localizado a Marvin Adams. He sabido que él está
comprometido, aunque no en forma oficial, con la hija de Witherspoon, y que a usted
se le ha visto en casa de Witherspoon.
—¿Cómo llegó a saber esto? —preguntó Mason.
—Por casualidad. Para decirle la verdad, míster Mason, yo estuve en El Templo
porque creí que la agencia de detectives estaba allí. Ese detective telefoneaba sus
informes a El Templo. Supe eso por intermedio de la chica encargada de la centralita
del teléfono del Winterburg City Hotel. Eran llamadas telefónicas de estación a
estación. No pude conseguir el número.
—¿Y cómo vino a parar a mí?
Mistress Dangerfield dijo:
—Por un comentario casual de mistress Burr.

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—¿Mistress Burr? —preguntó Mason.
—No sea tan misterioso. Usted la conoció en casa de Witherspoon.
—¿Y usted la conoce? —preguntó Mason.
—Sí. La conozco desde hace años.
—¿Dónde la conoció usted?
—En la ciudad de Winterburg.
—¿De veras?
—Ella vivía allí.
Mason alzó un lápiz del escritorio y deslizó su índice y pulgar por la madera,
lenta y pensativamente.
—Eso —dijo— es muy interesante. Mistress Burr debía de ser una niñita en la
época del asesinato.
—¿Qué quiere usted significar con eso?
—¿No lo era?
Mistress Dangerfield desvió su mirada y frunció el ceño mientras hacía un
esfuerzo para concentrarse.
—No —dijo—, no lo era. Tenía por lo menos diecisiete o dieciocho años…, quizá
diecinueve. ¿Qué edad cree que tiene ella ahora, míster Mason?
—Creo que no sirvo mucho para calcular edades —respondió Mason—. Pensé
que ella tendría poco más o menos treinta años…, y diría que no es posible que usted
tenga más de treinta y ocho o treinta y nueve.
—¡Adulador!
—No; realmente, así lo creo —dijo Mason—. No estoy tratando de adularla.
Estoy verdaderamente interesado en ver cómo una mujer puede continuar siendo
joven sin importarle el número de cumpleaños que pueda haber celebrado.
—Yo no voy a decirle la edad que tengo, pero Diana Burr tiene…; vamos a ver…,
ella tenía…; sí, tiene entre treinta y ocho y treinta y nueve años.
—¿Y usted la reconoció después de todos estos años? —preguntó Mason.
—¿Qué quiere usted decir después de todos estos años?
—¿Cuándo la vio por última vez?
—Oh, hace unos tres años.
—¿Entonces usted conoce al esposo de mistress Burr?
Mistress Dangerfield movió la cabeza y dijo:
—No lo creo. El nombre original de mistress Burr era Diana Perkins. Constituía
un gran problema para su madre. Mistress Perkins solía conversar conmigo. Vivían
en la misma manzana que nosotros. Luego, Diana se fugó con un hombre casado.
Volvió después de cuatro o cinco años, asegurando que el hombre se había divorciado
de su esposa y se había casado con ella.
—¿Y qué dijo la esposa sobre ello?
—Oh, ella se había ido. La gente perdió su rastro. Quizá Diana decía la verdad o
quizá no. Bueno; después, Diana volvió a irse de la ciudad durante algún tiempo y

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apareció luego con un esposo flamante.
—¿Burr? —preguntó Mason.
—No —contestó sonriendo mistress Dangerfield—. No era Burr. Diana, lo temo,
acostumbra cambiar el modelo antiguo por uno nuevo apenas aparece este último.
Vamos a ver. ¿Cuál era el nombre de su esposo? Radcliff creo que era, aunque no
estoy muy segura de ello. Creo que se divorció de ella. Diana volvió a la ciudad de
Winterburg, permaneció allí una corta temporada y luego se fue a California. Allí se
casó con míster Burr.
—¿De modo que usted la encontró en la calle y conversó con ella?
—Sí.
—¿Mencionó mistress Burr algo acerca de aquel antiguo caso de asesinato?
—No. Se condujo con mucho tacto.
—¿Sabe ella que Marvin Adams es el hijo del hombre que fue ahorcado por
asesinato?
—Estoy casi segura de que no lo sabe. Al menos, no dijo nada acerca de ello. Por
supuesto, Sarah murió antes que mistress Burr viniese a El Templo. Mistress Burr
está allí desde hace solamente tres o cuatro semanas. No creo que el nombre de
Adams signifique nada para ella.
—¿Usted no le contó nada?
—No; por supuesto que no.
—Muy bien —manifestó Mason—; eso explica cómo dio usted conmigo. Ahora
continúe y dígame para qué desea verme.
—Yo…, yo quería descargar un poco mi conciencia —dijo ella.
—Espere un minuto. Una pregunta más. ¿Conocía usted a Milter, el detective que
estaba investigando este asunto?
—Le he visto un par de veces, aunque él no lo sabía. Nunca le conocí, en el
sentido que usted quiere significar. Nunca hablé con él.
—¿A qué hora salió usted de El Templo, mistress Dangerfield?
—Esta mañana, temprano.
—¿Dónde está míster Dangerfield?
—En El Templo. Le dejé una nota diciéndole que me llevaría el coche y que
pasaría el día fuera. Estaba durmiendo pacíficamente cuando yo me fui. Le gusta
quedarse levantado hasta muy tarde por la noche y dormir hasta tarde por la mañana.
Yo soy todo lo contrario. Me he acostumbrado a ir a la cama y a dormirme en
seguida. Él puede entrar en la habitación sin despertarme. Con mucha frecuencia, me
levanto por la mañana y salgo mucho antes que él se despierte. Me gusta andar por la
mañana temprano. He comprobado que ese ejercicio resulta muy beneficioso antes
del desayuno.
Mason se reclinó hacia atrás una vez más en su silla giratoria y cerró los ojos de
nuevo, como tratando de reconstruir mentalmente algún suceso del pasado.
—¿Así que usted hizo una investigación para asegurarse de que su esposo no

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estaba en Reno?
—Mi esposo. Oh, usted quiere decir David. Sí.
—¿Quién hizo la investigación?
—Un amigo.
—Cada vez que usted se ha referido a esa investigación ha usado la expresión «un
amigo» —replicó Mason—. ¿No cree que eso es bastante indefinido? Usted nunca ha
usado un pronombre al referirse a ese amigo. ¿Es porque tiene miedo de hacerlo?
—¿Por qué dice usted eso, míster Mason? No lo entiendo. ¿Por qué habría yo de
tener miedo de usar un pronombre?
—Porque usted tendría que decir «él» o «ella», y eso indicaría el sexo de ese
amigo —declaró Mason.
—Bueno, ¿qué diferencia hay en ello?
—Me preguntaba solamente si ese «amigo» no sería quizá su marido actual,
George L. Dangerfield.
—Usted tiene unos modales de lo más desagradable para tratar… —replicó ella
irritada.
—¿Lo era? —repitió Mason.
Bruscamente, mistress Dangerfield rió y dijo:
—Sí. Ahora puedo advertir cómo adquirió usted su fama para repreguntar. Quizá
yo trataba de ocultarlo un poco, porque el hecho podría parecer…; bueno, un poco…;
bueno, basándose en eso, cualquiera habría podido llegar a una conclusión errónea.
—¿Y la conclusión habría sido errónea?
Mistress Dangerfield estaba ahora en plena posesión de sus facultades. Se rió de
Mason y dijo:
—Le he dicho, míster Mason, lo mucho que yo quería a mi esposo y cuánto temía
perderlo. ¿Cree usted que una mujer que abriga esos sentimientos puede tener
relaciones con otro hombre?
—Yo solamente estaba interesado en descubrir algo que usted parecía querer
ocultar. Quizá se deba solamente a mi instinto para repreguntar —manifestó Mason.
—Yo había conocido a George L. Dangerfield antes de nuestro casamiento —dijo
ella—. Él había estado… bastante loco por mí; pero no vivía en la ciudad de
Winterburg desde dos años antes de la ocasión en que le telegrafié. Yo le vi solamente
una vez después de mi casamiento, y eso fue para decirle en forma definitiva y
terminante que, a causa de mi matrimonio, todo había terminado entre nosotros.
Mason repitió lentamente las palabras de mistress Dangerfield:
—«Todo había terminado entre nosotros».
Una vez más, mistress Dangerfield se irritó; pero luego reprimióse y dijo:
—Usted tiene un modo por demás agradable de sondear en la mente de una
persona. Muy bien; si lo quiere de esa manera, la respuesta es sí.
—¿Dejó usted El Templo antes que aparecieran los periódicos esta mañana?
—Sí. ¿Por qué?

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—Exactamente, ¿por qué vino aquí?
—Ya le dije que fue mi conciencia la que me trajo aquí. Yo sé algo que nunca le
he dicho a nadie.
—¿Qué?
—Yo no fui testigo en ese viejo proceso, de modo que nadie me lo preguntó. Y no
di voluntariamente la información.
—¿Y cuál era esa información?
—Horace Adams y David tuvieron una pelea.
—¿Quiere usted decir una discusión?
—No; quiero decir una pelea a puñetazos.
—¿Y por qué fue?
—No lo sé.
—¿Cuándo?
—El día que David fue asesinado.
—Continúe —dijo Mason—. Deseo saberlo todo.
Mistress Dangerfield dijo:
—David y Horace tuvieron una pelea. Creo que David llevó la peor parte. Cuando
regresó a casa estaba terriblemente irritado. Fue al baño y se colocó unas toallas
mojadas en la cara; luego, anduvo dando vueltas por el dormitorio y salió. Solamente
un rato después empecé a preguntarme qué podría haber estado haciendo David en el
dormitorio. Recordé haber oído cómo abría y cerraba un cajón del escritorio. Tan
pronto como pensé en ello, corrí al escritorio y abrí el cajón donde David siempre
guardaba su pistola. Ya no estaba allí.
—¿A quién le ha contado usted esto? —preguntó Mason.
—A nadie en el mundo, excepto a usted. Ni siquiera a mi esposo.
Hubo un largo silencio en la oficina, mientras Mason barajaba en su mente las
declaraciones de mistress Dangerfield, luego el abogado miró hacia Della Street para
asegurarse de que había taquigrafiado lo dicho.
Della hizo una señal afirmativa casi imperceptible.
El silencio hizo que mistress Dangerfield se tornase inquieta. Empezó a
puntualizar cosas que eran evidentes.
—Vea usted, míster Mason, lo que eso podía significar. Si el abogado de Horace
hubiera dicho francamente que ellos se habían peleado, si hubiera parecido que David
sacó una pistola y Horace le golpeó en la cabeza… ¿quién sabe? Quizás habría sido
legítima defensa y Adams habría sido puesto en libertad. De cualquier modo, no era
la clase de crimen por el cual se acostumbra ahorcar a un hombre.
—¿Y qué se propone usted hacer? —preguntó Mason.
—Quiero que usted entienda una cosa, míster Mason —dijo ella—. No voy a
ofrecer un espectáculo desgarrador ni a hacer que la gente me señale con el dedo de
la vergüenza. Pero pensé que podría firmar una declaración jurada y dársela a usted
para que la retuviese como estrictamente confidencial. Luego, si este asunto

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relacionado con el antiguo caso empezara a arruinar la vida de Marvin Adams, usted
podría ir a ver al padre de la muchacha…, en estricto secreto, por supuesto…,
mostrarle esa declaración jurada, informarle de su conversación conmigo, y Marvin
podría…; bueno, usted sabe, podría vivir feliz.
Mistress Dangerfield rió nerviosamente.
Mason dijo:
—Eso es muy interesante. Hace veinticuatro horas habría sido una solución muy
simple. Ahora, quizá no lo sea.
—¿Por qué?
—Porque ahora los antecedentes de ese viejo caso pueden hacerse públicos, a
pesar de todo lo que hagamos.
—¿Por qué? ¿Qué ha sucedido dentro de las últimas veinticuatro horas? ¿Míster
Witherspoon ha…?
—Es algo que le ha sucedido a ese detective, Leslie L. Milter.
—¿Qué?
—Fue asesinado.
Durante un momento, mistress Dangerfield no entendió el significado completo
de las palabras de Mason. Dijo mecánicamente:
—Pero estoy diciéndole a usted que si su abogado hubiera… —se interrumpió en
la mitad de la frase, irguiéndose en su silla, y preguntó—: ¿Quién fue asesinado?
—Milter.
—¿Quiere usted decir que alguien lo mató?
—Sí.
—¿Quién… quién lo hizo?
Mason levantó una vez más el lápiz del escritorio y deslizó sus dedos hacia arriba
y abajo por la lustrada madera. Contestó:
—Ésa es una pregunta que se tornará más importante según pase el tiempo…, una
pregunta que tendrá gran influencia en la vida de varias personas.

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Capítulo 15

Mistress Dangerfield pareció estupefacta un momento. Luego dijo bruscamente:


—Debo telefonear en seguida a mi esposo.
Mason miró a Della Street y dijo:
—Puede hablar desde aquí.
Mistress Dangerfield se puso en pie y manifestó:
—No. Yo… tengo algunas otras cosas que hacer.
—Mistress Dangerfield, me gustaría hacerle unas preguntas más —dijo Mason.
Ella movió la cabeza con decisión súbita y firme.
—No. Le he dicho todo lo que deseaba decirle, míster Mason. Mi esposo
ignoraba que yo venía aquí. Le dejé una nota diciéndole que estaría todo el día fuera.
No le dije adónde iba. Yo… cogí el coche… Me parece que será mejor decirle
inmediatamente dónde estoy.
—Puede usar este teléfono —dijo Mason—. Contestarán la llamada en pocos
minutos.
—No —anunció ella con firmeza, y miró a su alrededor casi como podría mirar
un animal una jaula nueva—. ¿Por aquí se sale? —preguntó luego, señalando hacia la
puerta que conducía al vestíbulo.
—Sí —contestó Mason—, pero…
—Hablaré con usted más tarde, míster Mason. Tengo que retirarme ahora mismo.
Mistress Dangerfield salió rápidamente.
Mason dijo a Della Street.
—Ligero, Della. ¡Drake!
Pero los dedos de Della Street ya estaban haciendo girar el disco del teléfono. En
seguida dijo:
—¿Con la oficina de Drake? Una mujer, mistress Dangerfield, acaba de salir de
esta oficina. Tiene cincuenta años, parece de cuarenta, morena, ojos oscuros, abrigo
azul oscuro. Está esperando el ascensor. Hágala seguir inmediatamente. Vea adónde
va y qué hace. ¡Rápido…! Eso es.
Della colgó y dijo:
—La seguirán ahora mismo.
—Buen trabajo.
—Daría cien dólares por saber lo que mistress Dangerfield dice por teléfono a su
esposo —dijo Della.
Los ojos de Mason se entornaron.
—Lo que más le interesa es averiguar dónde estuvo su marido anoche…, cuando
Milter fue asesinado. Llame por teléfono en seguida al jefe de Policía de El Templo.
Della Street hizo la llamada, explicando al telefonista que era de urgencia, y en
menos de un minuto Mason iniciaba su conversación telefónica con el jefe de la

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Policía.
Mason dijo:
—Habla con el abogado Perry Mason, de Los Ángeles. Una tal mistress
Dangerfield acaba de abandonar mi oficina. Su esposo está en El Templo. Mistress
Dangerfield va a hablarle por teléfono. Si usted puede interceptar esa llamada
telefónica, creo que obtendrá una información interesante que…
—¿Es usted Mason? —interrumpió la voz.
—Sí.
—¿Cuál es el nombre de esa mujer?
—Dangerfield.
—Deletréelo.
Mason lo deletreó.
—¿Ella va a hacer la llamada?
—Sí. En seguida.
La voz dijo:
—No corte. Aquí hay alguien que quiere hablar con usted, pero yo voy a
ocuparme primero de esto.
Mason no cortó la comunicación y, tapando el transmisor con la mano, dijo a
Della Street:
—Por lo menos, allí tenemos una cooperación inteligente. Probablemente no nos
informarán de lo que diga y quizá no admitan que han escuchado la conversación,
pero apostaría a que arreglarán las cosas de modo que intercepten esa llamada.
La voz del hombre resonó en el auricular:
—Hola, hola. ¿Hablo con Perry Mason?
—Sí.
—Muy bien; míster Witherspoon desea hablarle.
La voz de Witherspoon ya no era la voz cuidadosamente modulada de un hombre
que está acostumbrado a dar órdenes y dominar cualquier situación en que se ve
colocado. Había algo casi patético en la ansiedad de su voz cuando dijo:
—¿Es usted, Mason?
—Sí.
—Por favor, venga aquí. ¡Venga en seguida!
—¿Qué sucede? —preguntó Mason.
Witherspoon contestó:
—Ha habido otro.
—¿Otro qué? —preguntó Mason.
—Otro crimen.
—Usted quiere decir que alguien más que Leslie L. Milter ha…
—Sí, sí. ¡Santo Dios, esto es absurdo! ¡La cosa más ridícula que usted ha oído!
Todos se han vuelto locos. Ellos…
—¿Quién fue el asesinado? —preguntó Mason.

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—El hombre que se hospedaba en mi casa, Roland Burr.
—¿Cómo? —inquirió Mason.
—En la misma forma. Alguien dejó caer un vaso de ácido en su habitación, echó
un poco de cianuro en él y se fue. El pobre tipo estaba en la cama, con su pierna rota.
No habría podido levantarse de la cama aunque hubiera querido. Tuvo que
permanecer allí sin hacer nada por salvarse.
—¿Cuándo fue?
—Hace poco más o menos una hora.
—¿Quién lo hizo? —preguntó Mason.
Witherspoon casi gritó por el teléfono:
—¡Por eso es por lo que tiene usted que venir aquí en seguida!
—¿Quién lo hizo? —repitió Mason.
—Esos condenados idiotas de la Policía pretenden que yo lo hice —gritó
Witherspoon.
—¿Le han detenido a usted?
—Supongo que significa lo mismo.
—No diga nada —dijo Mason—. Permanezca callado. Voy en seguida para allá.
Mason colgó el auricular y dirigiéndose a Della Street dijo:
—Prepare usted mis cosas, Della. Salimos para El Templo.
Della Street repuso:
—Usted se olvida de Allgood. Viene hacia aquí.
Mason había empujado su silla hacia atrás y empezaba a dirigirse hacia el
guardarropa. Se detuvo bruscamente, quedándose en pie al lado de la esquina del
escritorio, y dijo:
—Tiene razón. Me había olvidado por completo de Allgood.
Sonó el timbre del teléfono. Della Street, alzando el auricular, contestó:
—Un momento —luego colocó su mano sobre la boca del transmisor y dijo a
Mason—: Allgood está ahí afuera.
Mason se acomodó en su sillón giratorio.
—Hágale pasar, Della —dijo.
Mientras Allgood entraba en la oficina siguiendo a Della, trataba de adoptar una
expresión seria e imponente. Llevaba puestos los lentes. La cinta negra que colgaba
hasta sumergirse en la solapa de su chaqueta daba a su cara cierta expresión de
severidad inflexible.
Los bordes de la boca de Mason se contrajeron en una sonrisa.
—Siéntese, Allgood —dijo.
—Gracias, abogado.
—¿Qué hay de esa visita que su secretaria hizo a Milter? —preguntó Mason.
—Estoy sumamente afligido por ello, abogado. Quería explicárselo a usted.
—¿Explicar qué?
—Cómo sucedió.

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—Dispongo solamente de unos pocos minutos. Adelante.
Allgood retorcía nerviosamente su dedo índice alrededor de la estrecha cinta de
seda que colgaba de sus lentes.
—Quiero que usted entienda que miss Elberton es una joven sumamente leal —
dijo.
—¿Leal a quién?
—A mí…, al negocio.
—Continúe.
—Sucede que Milter se mantenía en contacto con ella. Milter, en tales asuntos,
tenía el hábito de la persistencia.
—¿Aun cuando no se le necesitaba? —preguntó Mason.
—Así parece.
—Muy bien —manifestó Mason impaciente—, ella sabía dónde estaba Milter.
¿Cómo pudo ella escuchar nuestra conversación?
Allgood admitió:
—Eso se debió a una inadvertencia mía y a cierta cantidad de curiosidad natural
por parte de miss Elberton. Hay un sistema de comunicación interna en mi oficina y,
poco antes que usted llegara, yo había estado conversando con mi secretaria. Dejé la
palanca en posición tal que nuestra conversación podía ser escuchada en la otra
oficina. Ella, por su propia cuenta, se dispuso a comunicarse con Milter…; es decir,
trató de hacerlo.
—¿No lo hizo?
—No.
—¿Por qué no?
—Dice que Milter estaba ocupado en otra cosa cuando llegó a su departamento.
—¿Estaba vivo?
—No lo sabe.
—¿Por qué no?
—No subió. Había otra persona con él.
—¡Mentira! Miss Elberton tenía una llave del departamento de Milter.
—Sí, entiendo eso. Ella explicó cómo sucedió. Parece que…
—No importa —interrumpió Mason—. Si a usted le interesan esas explicaciones,
a mí no. Vamos al grano. Milter era un chantajista. Yo confié en usted cuando me dijo
que estaba muy afligido porque Milter había hablado, y que usted le despidió de su
empleo. En vista de lo que ha sucedido desde entonces, ya no estoy tan seguro.
—¿No está tan seguro de qué? —preguntó Allgood, mientras su mirada
examinaba toda la oficina, excepto el lugar donde estaba sentado Perry Mason.
Mason manifestó:
—Su agencia parece estar metida en esto hasta el cuello.
—Míster Mason, usted está insinuando que yo…
Mason le interrumpió para decir:

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—No tengo tiempo para ocuparme de posturas dramáticas. Estoy simplemente
diciéndole que al principio confié en su palabra y en su explicación. Ahora no confío
en ninguna de las dos sin comprobar su veracidad. Existen demasiadas coincidencias.
Yo hablo con usted acerca de uno de sus ayudantes que se ha dedicado a hacer
chantaje. Usted, «inadvertidamente», deja el sistema de intercomunicación de su
oficina de modo que tal conversación es captada por su secretaria. Ella va a El
Templo. Ella tiene una llave del departamento de ese hombre. Usted sabe, Allgood,
que podría ser que usted estuviese preparando algún negocio. Habiéndole sacado
legítimamente todo el dinero qué pudo a Witherspoon, usted utilizó a Milter como
pantalla para aprovecharse de Witherspoon y conseguir algún dinero.
Allgood se puso en pie de un salto.
—¡Yo vine aquí para dar una explicación, míster Mason, no para ser insultado!
—Muy bien —dijo Mason—; por eso vino usted aquí. Usted está aquí. Ha dado
su explicación. Hágame el favor de considerar el insulto puramente como una
interposición que no figuraba en el programa original, tal como había sido planeado.
—Esto no es asunto de broma —declaró Allgood con expresión bravucona.
—Tiene usted sobrada razón. No lo es.
—Yo he tratado de ser sincero con usted. He puesto todas mis cartas sobre la
mesa.
—Usted no ha puesto absolutamente nada sobre la mesa —manifestó Mason—.
Las verdaderas cartas no llegaron allí hasta que yo hice que cayeran de su manga.
Cuando llegué a su agencia, su secretaria entró en su despacho para anunciarle que yo
estaba allí. No pude oír su conversación porque en ese momento no estaba conectada
la palanca del aparato de intercomunicación de la oficina. Usted debió de conectarla
después que ella salió y mientras yo entraba. Eso significa que lo hizo
deliberadamente. ¿Y qué me dice de esa columna en la hoja escandalosa de
Hollywood?
—Le aseguro que no sé de qué habla usted.
—¿No lo sabe?
—No.
Mason hizo una señal a Della Street y dijo:
—Llame por teléfono a Paul Drake.
Hubo un momento de incómodo silencio, hasta que éste fue roto por Della, que
decía:
—Paul está al teléfono, jefe.
Mason alzó el auricular.
—Paul, Allgood está aquí en la oficina. Cuanto más pienso en las cosas, más me
convenzo de que todo ese asunto del chantaje quizá fue preparado de antemano…,
una especie de consecuencia del empleo, si usted entiende lo que quiero decir.
Drake dijo:
—Ya veo.

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—Allgood está en mi despacho ahora. Me pregunto si esa hoja escandalosa de
Hollywood no consiguió la noticia por intermedio de Allgood. ¿Dijo usted que ellos
no pagaban nada?
—Así es, no pagan en dinero. Pagan con avisos y noticias interesantes.
—Averigüe si han andado en negocios con la agencia Allgood, ¿quiere? Y no
abandone la oficina. Yo voy a salir. Me detendré en mi camino al ascensor para
facilitarle algunas novedades interesantes. Investigue sobre esa hoja de escándalo y
vea si parece que Allgood es quien dio la noticia.
Mason colgó el auricular y dijo a Allgood:
—Bueno, no voy a detenerle más. Quería que usted supiera lo que pensaba acerca
de eso.
Allgood se encaminó a la puerta, hizo una pausa, se volvió, señaló a Della Street
con un movimiento de cabeza y dijo:
—Hágala salir de aquí.
Mason negó con la cabeza.
—Tengo algo que decirle.
—Dígalo, pues.
—Noté que la Policía detuvo a Marvin Adams cuando bajó del tren esta mañana.
—¿Y qué?
—También estoy en antecedentes de que usted tuvo una conversación en extremo
confidencial con Marvin Adams antes de que el tren entrase en la estación. Él le
entregó una carta.
—Continúe —dijo Mason.
—Me pregunto si usted informó a la Policía acerca de esa conversación y de la
carta.
Mason dijo:
—Mantengo muchas charlas de las cuales no digo nada a la Policía. Mi
conversación con usted, por ejemplo. No les he dicho nada sobre eso…, todavía.
Allgood manifestó:
—Me gustaría saber si le agradaría que ese periódico de Hollywood publicara un
pequeño artículo que sugiriese que la Policía haría bien en averiguar algo acerca del
distinguido abogado que hablaba con cierto joven un momento antes de que el tren
procedente de El Templo llegara a Los Ángeles, y que quizá convendría preguntarle a
ese joven qué fue lo que el abogado le dijo que no mencionara a la Policía… y qué
decía la carta que dio al abogado. Ya ve, abogado, que cuando llega el momento de
ser molesto, dos personas pueden practicar, con mucha gracia, ese juego.
Mason hizo una señal a Della Street y dijo:
—Llame por teléfono a Paul Drake.
Una vez más hubo un silencio, mientras Della Street llamaba por teléfono al
detective. Esta vez, empero, la mirada de Allgood no recorría la oficina. Sus ojos
brillaban con expresión dura, mientras contemplaba con gesto desafiante a Perry

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Mason.
—Aquí está Drake —anunció Della Street.
Mason dijo:
—Hola, Paul. Quiero cancelar la orden de averiguar la relación que Allgood
puede tener con esa hoja escandalosa.
Una sonrisa de triunfo arrugó la cara de Allgood.
—Me pareció que usted vería la luz, abogado. Al fin y al cabo, podríamos ser
razonables. Ambos somos hombres de negocios.
Mason esperó a que Allgood hubiera terminado de hablar, y luego dijo por
teléfono a Paul Drake:
—La razón por la cual le digo esto es porque no hay necesidad de perder tiempo
en ese asunto. Allgood no le dio la noticia al hombre que escribe esa columna… Él
mismo la escribe. Es el propietario de ese maldito periódico. Acaba de descubrirse a
sí mismo.
Una vez más Mason dejó caer el auricular en la horquilla.
Allgood parecía un hombre que hubiera recibido un puñetazo en el estómago.
Mason continuó:
—Usted no está tratando con un novato, Allgood. Yo sé lo que hago. Usted se
descubrió con esa última amenaza. Usted practica una clase de chantaje bastante
ingenioso. Publica una de esas pequeñas insinuaciones y sugiere el escándalo. Las
personas afectadas corren a las oficinas del periódico para ver qué se puede hacer y se
enredan en las manos de la Agencia de Detectives Allgood. Mientras tanto, algunos
de los grandes magnates de Hollywood están reflexionando sobre la posibilidad de
comprar su periódico, Allgood, para ponerle una mordaza, y su precio será tal, que le
dará a usted el noventa y nueve por ciento de ganancia neta.
—Usted no puede probar una sola palabra de eso —manifestó Allgood.
Mason señaló a Della Street y dijo:
—Estoy haciendo esta declaración en presencia de un testigo. Vaya, demándeme
por calumnias, y ¡déme una oportunidad para probarlo! Le desafío a que lo haga.
Allgood hizo una pausa, desconcertado, y luego se volvió para salir bruscamente
de la habitación.
Mason miró a Della Street, sonrió y dijo:
—Bueno, eso aclara una cuestión.
—¿Cuál?
—De dónde procede la noticia de ese periódico. Allgood pensó que podría hacer
un chantaje a Witherspoon, y que yo no lograría saberlo nunca.
—¿Pero usted sospechaba de él?
—No del todo. Pero sí noté que había dejado conectada la palanca de ese sistema
de intercomunicación en su oficina, para que la joven de la oficina exterior oyera todo
lo que decíamos. Por eso dije a Drake que la siguiera. Vamos. Corramos a El Templo.
Della tomó de nuevo su libreta de notas taquigráficas y dijo:

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—Bueno, nuestras maletas están todavía en el coche. Haríamos bien en
marcharnos. No se olvide de ver a Paul Drake antes.
—No lo olvidaré. ¿Entendió el significado de aquella conversación telefónica?
—¿Hubo otro crimen? —preguntó Della.
—Eso es.
—¿Quién?
—Roland Burr.
—¿Hizo algún arresto la Policía?
—Sí.
—¿Adams?
—No. Nuestro estimado John L. Witherspoon. Piense en esa novedad.
Se detuvieron en la oficina de Drake. Mason habló, mientras mantenía su mirada
fija en el minutero de su reloj de pulsera.
—Entienda bien esto, Paul, y entiéndalo pronto. Hubo otro asesinato: Roland
Burr. La Policía ha arrestado a John L. Witherspoon. Parece que van a procesarlo.
—¿Sabe cuáles son las pruebas? —preguntó Drake.
—Todavía no. Pero aquí está la cuestión que me interesa. La esposa de Roland
Burr procedía originariamente de la ciudad de Winterburg. Tenía dieciocho o
diecinueve años en la época del crimen. Latwell y Horace Legg Adams tuvieron una
pelea a puñetazos el día que Latwell fue asesinado. Latwell fue a su casa, cogió una
pistola y desapareció. Ésa fue la última vez que su esposa le vio. Así pues, parece que
fue en defensa propia.
—¿Pelearon por una mujer? —preguntó Drake.
—Mistress Dangerfield me dio la información. Pero no quiso decir por qué
pelearon. Va a jugar sus cartas a su modo y no me permite que utilice sus informes,
salvo en forma privada. Pero podemos trabajar basándonos en eso.
—Sólo que no podemos probarlo sino por intermedio de ella.
Mason asintió con impaciencia y dijo:
—Todo es anterior a la cuestión que me interesa.
—¿Cuál?
—Diana Burr es un producto local. Siguió yéndose del lugar, y casándose, y
volviendo allí entre los casamientos. Roland Burr fue su tercera aventura, quizá la
cuarta. Ahora bien: si ella había andado jugueteando, quizás haya vuelto a uno de sus
primeros amores para su casamiento final. Por si acaso, Paul, averigüe acerca de
Roland Burr. Vea si tiene antecedentes en la ciudad de Winterburg.
—Y si los tuviera, ¿qué significaría eso?
—Entonces, averigüe si él conoció a Corine Hassen —contestó Mason.
—¿No sería todo eso demasiada coincidencia? —preguntó Drake.
—¡Al demonio con las coincidencias! Si las cosas sucedieron como yo pienso,
fue un asunto planeado con mucho cuidado. Witherspoon era un buen candidato.
Cualquiera habría podido planear algo para hacerlo pasar por santo. Su orgullo por

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las cosas que posee, su deseo por demostrarle a cualquiera su entusiasmo por la pesca
con caña y la fotografía en colores. ¡Caramba! Paul, todo coincide.
—Coincide, ¿con qué? —preguntó Drake.
—Con un designio para un crimen deliberado y premeditado.
—No lo entiendo —dijo Drake.
—No tengo tiempo para explicarlo —manifestó Mason, dirigiéndose a la puerta
—. Ya lo entenderá mientras vaya averiguando los hechos.
—¿Qué estuvo haciendo con Allgood?
Mason sonrió.
—Apretándole un poco. El tipo se descubrió solo. Le apuesto ciento contra uno a
que él dirige esa hoja escandalosa de Hollywood. Uno le proporciona trabajo, le da
ocasión para utilizar las informaciones que consigue en su trabajo, y se echan las
bases para que él se haga con una gran suma de dinero cuando se decida a
desprenderse del periódico.
—¿Entonces, esa rubia actuaba de acuerdo con sus instrucciones?
—Maldito si lo sé. Quizá todos hayan estado traicionándose entre sí, pero no
puede asegurarse. Él fue quien publicó esa noticia en la hoja escandalosa. Yo fui a
verle, le di algo en que pensar, y él me devolvió la visita mandándome el recorte que
se refería a Witherspoon. Si no hubiera sido por mi visita, es probable que se lo
habría enviado directamente a Witherspoon. Éste habría ido a verle para que indagara
sobre el recorte y Allgood le habría cobrado una suma fabulosa por hacer otra
investigación.
Drake dijo:
—He oído decir que Allgood acostumbra sacar dinero de los dos extremos, pero
usted fue bastante lejos con él, ¿no es así, Perry? Usted no puede probar nada de eso,
y…
—Ya lo veremos —anunció Mason—. Deje que me demande. Empezaré a tomar
declaraciones, consultaré algunos libros, y se lo probaré bastante pronto.
—Si usted tiene razón —dijo Drake—, él no le demandará.
—No me demandará —anunció Mason con tono convencido—. Vamos, Della,
tenemos que ir a El Templo.

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Capítulo 16

A John L. Witherspoon, retenido temporalmente bajo custodia en la oficina del


sheriff, se le permitió hablar en privado con su abogado en un cuarto para testigos,
contiguo a la sala del tribunal.
—Es la cosa más tonta y absurda que jamás se haya visto —bramó Witherspoon
—. Y todo empezó con mi identificación de aquel maldito pato.
—¿Por qué no me cuenta todo? —manifestó Mason.
—Bueno, le conté a la Policía lo del pato. Y les dije que Marvin se había llevado
ese pato de la hacienda. Para mí, todo era muy sencillo, y continúa siéndolo,
¡condenado sea!
—¿Qué dijo usted a la Policía? —insistió Mason.
—Les dije que Marvin Adams se había llevado un pato de mi casa. Identifiqué al
pato como de mi pertenencia…, el mismo que había tomado Marvin Adams. Eso fue
todo lo que necesitó la Policía. Decidieron atrapar a Marvin Adams. Lo detuvieron
cuando bajó del tren en Los Ángeles.
—Continúe —dijo Mason.
—Parece que Marvin Adams les contó una historia bastante sincera. Dijo que
había cogido un pato y que luego lo había puesto en su automóvil. Que el pato había
desaparecido y que eso era todo lo que él sabía del asunto. Admitió que no había
registrado completamente el coche, pero que estaba seguro de que el pato había
desaparecido. La Policía también pensaba así. Se pusieron en contacto con la Policía
local y fueron a registrar el coche que Marvin había conducido…, ¿y qué piensa usted
que encontraron?
—¿Qué encontraron? —preguntó Mason.
—Ese condenado pato en la trasera del coche. El pequeño demonio, de alguna
manera, cayó por encima del asiento delantero, fue a parar al piso y luego se deslizó
debajo de la alfombrilla.
Witherspoon se aclaró la garganta, cambió de posición moviéndose inquietamente
en la silla y agregó:
—Una condenada combinación de coincidencias especiales me ha colocado en
una situación difícil.
—¿Y cómo fue eso? —preguntó Mason.
—Bueno, después que usted se fue de mi casa anoche, yo quise alcanzarle, tal
como ya se lo aseguré. Pero no le dije exactamente lo que sucedió después de eso…,
es decir, se lo dije, pero no me ajusté estrictamente a la verdad.
—Continúe —dijo Mason con tono de reserva.
—Le seguí a usted, a toda velocidad. Pero pasé a su lado, sin verle, cuando estaba
cambiando un neumático al costado del camino. Le dije que le busqué por la ciudad y
que creí haber visto a mistress Burr y que me fui por una calle transversal tratando de

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encontrarla. Bueno, eso es cierto. Lo que no le dije a usted era algo que creí que sería
muy fastidioso para mí.
—¿Qué?
—Inmediatamente de llegar a la ciudad, fui en mi automóvil hasta el
departamento de Milter. Le dije a usted que no vi su automóvil allí y que pasé de
largo. Eso no es cierto: yo no prestaba atención a los automóviles. Estaba demasiado
fuera de mí. Bajé del coche luego de aparcarlo junto al encintado de la acera, fui
directamente al departamento de Milter y toqué el timbre. Naturalmente, creí que
usted estaba allí arriba. No habiéndole encontrado por el camino, creí que usted se me
había adelantado.
—¿Entonces fue usted al departamento de Milter?
—Sí.
—¿Inmediatamente de haber llegado a la ciudad?
—Sí.
—¿Y qué hizo?
—Toqué el timbre.
—¿Y luego qué?
—Nadie contestó, pero vi que la puerta no estaba cerrada del todo. La empujé
impaciente, y la puerta se abrió. La cerradura automática no había llegado a su lugar.
—¿Qué hizo usted? —preguntó Mason.
—Empecé a subir la escalera y alguien oyó mis pasos…, una mujer.
—¿La vio usted?
—No, por lo menos no le vi la cara. Yo había subido la mitad de los escalones
cuando esa mujer vino a la cabecera de la escalera. Yo podía ver una pierna y algunas
ropas interiores…, y me sentí molesto como el demonio. Ella quería saber qué era lo
que yo hacía y por qué me había introducido en el departamento. Dije que deseaba
ver a míster Mason, y ella me dijo que míster Mason no estaba allí y que me fuese.
Naturalmente, en esas circunstancias, me volví y bajé la escalera.
—Usted no me dijo nada de eso —manifestó Mason.
—No, no se lo dije. Me daba vergüenza hacerlo. Pensé que un hombre de mi
posición no podía admitir que se había introducido de ese modo en una casa. Yo no vi
la cara de esa mujer y ella no vio la mía. Pensé que nadie me había visto.
—¿Y le vieron?
—Alguna mujer que vive al lado. Oyó conversar, y evidentemente es una de esas
personas curiosas que acostumbran espiar por las celosías y entrometerse en los
asuntos ajenos.
—¿Ella le vio a usted?
—No cuando entré, pero sí al salir —contestó Witherspoon—. Identificó mi
automóvil. Hasta anotó el número de mi matrícula. Por qué, no lo sé, pero lo hizo.
—¿No dio esa mujer alguna razón para haber anotado el número de su matrícula?
—No lo sé. Dijo a la Policía que pensaba que una mujer había entrado conmigo.

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Probablemente porque oyó la voz de una mujer en el departamento contiguo al de
ella.
—¿Entró con usted una mujer allí?
—No —contestó Witherspoon—. Por supuesto que no. Yo estaba solo.
—¿Lois no estaba con usted?
—Claro que no.
—¿Ni mistress Burr?
Witherspoon desvió su mirada y dijo:
—Dentro de un momento voy a hablar con usted acerca de mistress Burr. Ésa es
otra de esas condenadas cosas.
—Muy bien —manifestó Mason—. Cuéntelo a su modo. Es su funeral. Quizá sea
mejor que diga usted el responso.
—Bueno, la mujer del otro departamento suministró el número de mi matrícula a
la Policía. Naturalmente, si ese pato de la pecera era mío, y procedía de mi casa, y
Marvin Adams no lo había llevado allí, la Policía pensó que quizá fuera yo quien lo
había llevado.
—Es una suposición bastante natural —comentó Mason secamente.
—Le digo que es una condenada combinación de coincidencias —bramó
Witherspoon—. Y me enfurezco cada vez que pienso en ello.
—Bueno, cuénteme algo de Burr.
—Esta mañana, por supuesto, participé a mistress Burr la excitación que reinaba
en El Templo y que Milter había sido asesinado. Roland Burr se sentía mejor y quería
verme, de modo que fui a charlar con él.
—¿Y eso lo dijo a Burr?
—Sí.
—¿Qué dijo él?
—Bueno, sentía curiosidad… como la sentiría cualquiera.
—¿Le dijo usted algo acerca de Milter? —preguntó Mason.
—Bueno, un poco, no mucho. Había llegado a encariñarme con Burr. Me parecía
que podía confiar en él.
—¿Él sabía que yo estaba en la casa?
—Sí.
—¿Por qué lo sabía?
—Bueno… Bueno, creo que habíamos hablado de eso en términos generales.
—¿Y después qué?
—Esta mañana Roland Burr me pidió que le llevara su caña de pescar favorita. Le
dije que lo haría tan pronto como pudiera encontrarla.
—¿Dónde estaba la caña?
—Burr dijo que la había dejado en mi estudio. Creo que ya le dije a usted que yo
tengo ideas particulares acerca de ese refugio mío. Y soy el único que tiene llave de
esa puerta. Nunca dejo entrar allí a los sirvientes, excepto cuando yo mismo les abro

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la puerta y me quedo observando lo que hacen. Guardo cierta cantidad de licores allí
y ése es uno de los defectos de estos mejicanos. No se puede confiar en ellos cuando
andan cerca de la tequila.
—¿Y Burr había dejado su caña de pescar allí dentro? —preguntó Mason.
—Parece que sí…, es decir, él dijo que la había dejado allí. No recuerdo que lo
hiciera, pero seguro que debió de dejarla allí.
—¿Cuándo?
—Él estuvo charlando conmigo allí dentro. Eso ocurrió el día que se rompió la
pierna. Tenía consigo su caña de pescar. Pero no puedo recordar si la dejó allí, mas
tampoco puedo recordar si no la dejó. Bueno, de cualquier modo, Burr me pidió que
se la llevara, que no tenía prisa por conseguirla, y que le gustaría tenerla para
juguetear con ella. Tiene manía por las cañas de pescar, le gusta tocarlas, blandirías y
hacer todas esas cosas por el estilo. Juega con ellas como puede hacerlo cualquier
hombre con su escopeta favorita, con su cámara fotográfica o con cualquier otro
juguete.
—¿Y la Policía sabe algo acerca de esa caña? —preguntó Mason.
—Oh, sí. Mistress Burr y el médico estaban allí en ese momento. Le prometí a
Burr que se la traería. Luego el doctor salió para dirigirse a la ciudad en automóvil y
mistress Burr expresó que le gustaría ir con él. Yo le dije que iría a la ciudad más
tarde y que la buscaría para traerla a casa en mi coche.
—¿De modo que ella fue a la ciudad con el doctor?
—Sí… Y yo me quedé solo en la casa sin contar los sirvientes.
—¿Y qué hizo usted?
—Bueno, anduve dando vueltas y haciendo algunas cosas que debía hacer. Tenía
la intención de ir a mi estudio para buscar la caña de pescar de Burr, apenas tuviese
una oportunidad para ello.
—¿A qué hora fue eso?
—Oh, supongo que fue alrededor de las ocho y treinta o las nueve. Tenía muchas
cosas que hacer en mi casa: observar a los hombres cuando empezaran a trabajar, y
otras cosas por el estilo. Burr me había dicho que no tenía prisa por la caña de pescar.
Creo que dijo que le gustaría tenerla a cierta hora de la tarde.
—Prosiga —dijo Mason—. Vamos al grano.
—Bueno, más o menos, una hora después, uno de los sirvientes pasó por el cuarto
de Burr. Ya sabe usted dónde está su cuarto, en el piso Bajo; las ventanas dan al patio.
El sirviente miró por la ventana y vio que Burr estaba sentado en la cama, y por la
forma en que estaba sentado… Bueno, maldito sea, el mejicano vio que estaba
muerto.
—Continúe —dijo Mason.
—El sirviente vino a llamarme. Corrí a la puerta, la abrí, vi a Burr en la cama, en
seguida vi un vaso sobre la mesa, a unos tres metros de la cama. Aspiré una ráfaga de
un gas especial y caí desvanecido. El mejicano me arrastró afuera hasta el corredor,

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cerró la puerta y llamó a la Policía. Vino el sheriff, miró por la ventana, llegó a la
conclusión de que el hombre había sido asesinado de la misma forma en que lo fue
Milter, rompió las ventanas y dejó que se ventilara el lugar. Luego entraron los
oficiales. No había duda acerca de ello. Burr había sido asesinado en la misma forma:
cianuro de potasio en un vaso de ácido. El pobre diablo no había tenido siquiera una
oportunidad para salvarse. Estaba allí, encima de la cama, con la pierna enyesada y
suspendida de una polea, de la que colgaba una pesa. Le fue imposible moverse de la
cama.
—¿Dónde estaba la enfermera? —preguntó Mason.
—Ahí está —contestó Witherspoon—. Esa condenada enfermera tuvo la culpa de
todo.
—¿De qué manera?
—Oh, se puso nerviosa…, o Burr se puso nervioso. No sé cuál de las dos cosas.
La enfermera cuenta una historia completamente absurda.
—Bueno, ¿dónde estaba ella? —preguntó Mason—. Yo creí que Burr estaría
constantemente atendido por alguien.
Witherspoon dijo:
—Ya le dije a usted que Burr fue sorprendido cuando trataba de salirse de la
cama, y que decía que alguien estaba tratando de matarle. El doctor dijo que eso era
un caso sencillo de reacción posterior a la aplicación de narcóticos. Nadie prestó
mucha atención a eso…, entonces, por lo menos. Por supuesto, más tarde, cuando el
asesinato se consumó, sus palabras tuvieron el efecto de una profecía. De modo que
la Policía se puso en contacto con la enfermera. Ésta manifestó que Burr le había
dicho en confianza que era yo la persona que habría de matarle.
—¿La enfermera no había dicho nada de eso a las autoridades?
—No. Ella también creía que se debía quizás a una reacción producida por los
narcóticos. El doctor estaba seguro de ello. Usted sabe cómo una enfermera debe
ceder ante las opiniones de un médico. En esas circunstancias, si ella hubiera dicho
algo de eso a alguna persona, habría sido culpable de una grave falta en su conducta
profesional. Tuvo que callarse la boca, según dice ella…, ahora.
Mason dijo:
—Pero con todo, usted no ha contestado todavía a mi pregunta con respecto a
dónde se encontraba la enfermera cuando sucedió todo eso.
—La enfermera estaba en la ciudad.
—¿Y Burr estaba solo allí?
—Sí. Vea usted. Burr no podía moverse en absoluto de la cama. Podía, sin
embargo, usar sus brazos y manos y había un teléfono muy cerca de la cama. En
realidad, no necesitaba ser atendido continuamente por una enfermera. Podía recibir
ayuda en cualquier momento, con solo levantar el auricular del teléfono. Hay en la
casa un sistema de intercomunicación telefónica. Usted puede apretar un botón en el
conmutador y comunicar su teléfono con cualquiera de las líneas principales del

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exterior de la casa o puede mover la palanca y comunicarse con cualquiera de la
media docena de habitaciones que tienen teléfono interior con sólo apretar el botón
correspondiente. Burr podía ponerse en comunicación con la cocina, cuando
necesitaba algo.
—Hábleme de la enfermera —insistió Mason.
—Bueno, primero, cuando Burr fue puesto en la cama, luego de serle colocado el
aparato para la pierna, hizo que su esposa sacara una bolsa del armario y que se la
trajera. Esa bolsa contenía algunos de sus anzuelos, un par de sus libros favoritos, una
linterna pequeña, cuatro o cinco novelas de bolsillo, y varias cosas más. Solía tener
esa bolsa al lado de la cama, para poder alcanzarla y atar anzuelos, revisar sus
carretes de pesca o escoger un libro. Cuando esa enfermera vino a trabajar aquí, dijo a
Burr que creía que sería mejor que él la avisara cuando necesitara algo. Ella vaciaría
la bolsa y colocaría su contenido sobre el tocador. Le dijo que cuando necesitara algo
se lo pidiera a ella y agregó que no iba a dejar la bolsa donde estaba, ya que no quería
tropezar con ella cada vez que anduviera alrededor de la cama. Eso enfureció a Burr.
Dijo que no iba a permitir que ninguna mujer se mezclara en sus cosas de pescar, que
las guardaría al lado de la cama, y que, cuando las necesitara, las cogería él mismo.
La enfermera trató de imponer su autoridad y se apoderó de la bolsa. Burr alcanzó a
cogerla de la muñeca y se la retorció fuertemente. Luego le dijo que se fuera y que no
volviera más. Que le arrojaría cuanto tuviese a mano si ella se atrevía a meter sólo la
cabeza por la puerta de la habitación. La enfermera telefoneó al doctor, éste vino aquí
y la enfermera, mistress Burr, el doctor y yo tuvimos una conversación con Burr. El
resultado de ella fue que el doctor y la enfermera regresaron a la ciudad. Mistress
Burr fue con ellos para buscar una enfermera nueva. Quedó el teléfono conectado con
la cocina y se les dijo a las mujeres que prestaran atención especial para que se
contestara al teléfono de Burr apenas éste descolgara el auricular de su cuarto.
Parecía mejor dejarlo solo en esas circunstancias. Al menos, el doctor pensaba así.
—¿Y usted? —preguntó Mason.
—Por cierto —contestó Witherspoon—, para decirle la verdad, yo estaba un
poquito molesto a causa de los nervios de Burr. Le dije, con tono algo violento, que
yo pensaba que sería mejor que se fuera a un hospital. Por supuesto, yo debía tener
ciertas consideraciones con él, ya que había estado sufriendo muchos dolores.
Todavía estaba muy débil y muy enfermo. El peligro de las complicaciones no había
pasado aún. Estaba nervioso e irritable. Los efectos posteriores de las drogas estaban
deformando sus perspectivas mentales. Indudablemente, se hacía difícil soportarle.
De todos modos, creo que sus acciones carecían de razón y había tratado a la
enfermera como un perfecto patán.
—¿Y qué relaciona a usted con la muerte de Burr? —preguntó Mason.
—La condenada caña de pescar. Ahí estaba Burr sobre la cama, con la caña de
pescar en las manos. Había empezado a armarla. Tenía dos partes de la caña en su
mano derecha, y la otra parte en la mano izquierda. Bueno, usted puede ver en qué

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situación me coloca esa circunstancia. Soy el único que pudo haber encontrado la
caña, y el único que pudo habérsela dado. Yo estaba solo en la casa. Los perros
estaban sueltos. Ningún extraño pudo haber entrado. Los sirvientes juran que no se
acercaron a la habitación. El pobre diablo de Burr no tuvo siquiera una oportunidad
para salvarse. Ahí estaba, retenido inmóvil en la cama, con su vaso de veneno
colocado sobre la mesa, a unos tres metros de la cama, donde no le fue posible ni
volcarlo, ni hacer nada por salvarse.
—¿Pudo haber alzado el teléfono?
—Sí. Pero evidentemente el efecto del gas fue demasiado rápido para permitirle
hacer tal cosa. Ni siquiera sabía lo que sucedía. Alguien…, algún amigo íntimo de él
había entrado en la habitación y al darle esa caña de pescar, probablemente dijo:
«Mira lo que sucede, Roland, yo encontré tu caña de pescar. No estaba en el estudio
de Witherspoon. La dejaste en otra parte». Y Burr cogió la caña de pescar y comenzó
a armarla. El amigo diría: «Bueno, hasta luego. Si necesitas algo, avísame». Y
dejando caer una cantidad de cianuro de potasio en el ácido, salió de la habitación.
Unos minutos más tarde, Burr estaba muerto. Tuvo que ser algún amigo íntimo.
Bueno, ahí tiene.
—Desde el punto de vista de la Policía —declaró Mason—, es un caso perfecto.
Usted fue casi la única persona que tuvo la oportunidad. ¿Y qué hay del motivo?
Witherspoon pareció incómodo.
—Continúe —le dijo Mason—. Vamos a oír la mala noticia. ¿Qué hay del
motivo?
—Bueno —contestó Witherspoon—; mistress Burr es una mujer muy singular. Es
natural como una criatura. Es afectuosa e impulsiva y… Bueno, muchas cosas más.
Usted tendría que conocerla para entenderme.
—No ande con tantos rodeos —manifestó Mason—. En palabras claras: ¿cuál es
el motivo?
—La Policía piensa que yo estaba enamorado de mistress Burr y que deseaba
quitar de en medio a su esposo.
—¿Qué les hace pensar eso?
—Ya se lo dije a usted. Mistress Burr es muy natural, impulsiva y afectuosa y…
Bueno, ella me había besado un par de veces en presencia de su esposo.
—¿Y algunas veces sin la presencia de su esposo? —preguntó Mason.
—Eso es lo grave del asunto —admitió Witherspoon—. Aparte de nosotros tres,
no había nadie más cuando ella me besó. Pero un par de sirvientes vieron cómo me
besaba cuando su esposo no estaba presente. Es la cosa más natural del mundo,
Mason. Puedo explicárselo. Algunas mujeres son afectuosas por naturaleza y les
agrada ser besadas y acariciadas. Yo no le hacía el amor en forma apasionada, tal
como, según parece, lo cuentan los sirvientes. Los mejicanos no entienden más que
un amor apasionado. Simplemente yo le rodeaba el talle con el brazo, en una especie
de gesto paternal…, y, bueno, ella alzaba la cara para que la besara, y yo la besaba.

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—¿Puede la Policía vincularle a usted con algo relacionado con el veneno?
—Ésa es otra mala cuestión —admitió Witherspoon—. Tengo alguna cantidad de
ese ácido en mi casa y siempre uso cianuro para envenenar las ardillas de tierra y los
coyotes. Las ardillas de tierra constituyen una peste horrible. Una vez que consiguen
entrar en un campo de cereales, lo devoran todo. Merodean por el establo y se comen
el heno de los caballos. La única manera de librarse de ellas es envenenándolas. En
toda California se acostumbra envenenar las ardillas de tierra, y el cianuro es uno de
los venenos que se usan. También se usa un poco de estricnina y otros productos.
Siempre tengo cebada envenenada en la hacienda, y también cierta cantidad de
cianuro. Vea, pues, un caso claro de pruebas circunstanciales; ninguna otra cosa en el
mundo en que pueda basarse la Policía, excepto esas circunstancias, lo cual me
coloca en una situación muy difícil.
—Tiene razón —declaró Mason.
Witherspoon lo fulminó con una mirada de ira.
—Usted debería atrasar el reloj en dieciocho años —continuó Mason secamente
— y pensar en lo que debió de sentir Horace Adams cuando la Policía le metió en la
cárcel, acusándole de asesinato, y Adams advirtió que esas circunstancias habían
conspirado para tejer una telaraña de pruebas circunstanciales que podía resultar el
más grande perjuicio sobre la tierra, no porque las circunstancias mientan, sino
porque miente la interpretación que hace el hombre de las circunstancias. Usted se
inclina a ser bastante escéptico entonces.
—Le digo —manifestó Witherspoon— que ésta es una cosa única. ¡Maldita sea!
Ni en cien años podría suceder otra vez.
—Bueno, que sean dieciocho —dijo Mason.
Con rabia impotente, Witherspoon miró de hito en hito al abogado.
—¿Quiere usted que yo le represente? —preguntó Mason.
—¡Demonios, no! —gritó Witherspoon enfurecido—. Lamento haberle llamado.
Me procuraré un abogado que no trate de darme una lección moral. Conseguiré un
abogado bueno. El mejor que pueda conseguir con dinero. Y saldré absuelto de este
caso.
—Hágalo —manifestó Mason, y salió de la habitación.

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Capítulo 17

Lois Witherspoon miró a Mason con ojos relampagueantes.


—Usted no puede hacerle eso a mi padre —dijo.
—¿Hacer qué? —preguntó Mason.
—Usted sabe muy bien lo que yo quiero decir. Si yo no hubiera puesto allí ese
segundo pato, papá no se habría visto en esto.
—¿Cómo podía yo saber que su padre habría ido a buscar una caña de pescar para
Burr y que luego afirmaría que no lo había hecho?
—No se atreva a decir que mi padre está mintiendo.
Mason se encogió de hombros y dijo:
—La fuerza de las pruebas circunstanciales está en contra de su padre.
—No me importa en qué medida las pruebas circunstanciales estén en contra de
él. Mi padre tiene sus defectos, pero entre ellos no se encuentra la mentira.
—Sería bueno que pudiera convencer a la Policía de eso —señaló Mason.
—Escúcheme, míster Perry Mason. No voy a quedarme aquí en pie para cambiar
palabras con usted. Quiero algunos resultados. Usted sabe tan bien como yo que mi
padre nunca pudo matar a Roland Burr.
—El problema está en convencer a doce hombres que ocupan los estrados del
jurado —declaró Mason.
—Muy bien, empezaré a convencerlos desde ahora mismo. Iré a la Policía a
manifestarles que puse ese pato en el coche de Marvin y también que usted me
mandó hacerlo.
—¿Y a quién beneficiaría con eso?
—Eso explicará cómo el pato pudo llegar al coche de Marvin y… y…
—Y que el pato que Marvin llevó en su coche era el que fue encontrado en el
departamento de Milter —manifestó Mason.
—Bueno…, aun suponiendo…
—Y eso, por supuesto, señalaría directamente a Marvin.
—Bueno, Marvin tiene una coartada perfecta.
—¿Para qué?
—Para los asesinatos.
—¿Cuál es su coartada para el asesinato de Milter?
—Bueno…, bueno, no estoy segura de que tenga una coartada para eso, pero
estaba detenido en Los Ángeles, y bajo custodia de la Policía, cuando Burr fue
asesinado. Así que —terminó diciendo Lois con acento triunfal— la prueba de ese
pato no le perjudicará en absoluto.
—Quizá no le perjudique —dijo Mason— en la forma que usted quiere decir,
pero quizá le perjudique en otra forma.
—¿Cómo?

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—¿No lo ve? En el preciso instante en que la Policía empiece a interrogarle,
comenzarán a hacerle preguntas sobre su pasado. Querrán conocer sus antecedentes
de familia. Y los periódicos hablarán mucho de eso.
—¿En qué forma? ¿Quiere usted referirse al secuestro de Marvin?
—¿No conoce usted la verdad que se oculta detrás de esa historia del secuestro?
—preguntó Mason.
—Yo…, la historia del secuestro es la única que he oído.
Mason sonrió a Lois.
—Su padre me dio unas copias escritas a máquina, unos diarios viejos. Yo los
llevé a mi habitación para poder trabajar en ellos. Mientras estábamos comiendo,
alguien se introdujo en mi habitación y los leyó.
—Míster Mason, ¿me acusa usted de ser una espía de esa índole?
—Yo no he acusado a nadie. Solamente estoy haciendo una exposición.
—Bueno, yo no he tenido nada que ver con eso. Nunca he visto ninguna copia,
como usted las llama.
—¿Y no conoce usted los hechos ciertos que se ocultan detrás de esa historia del
secuestro?
—No. Todo cuanto sé es lo que la madre de Marvin le dijo en el lecho de muerte.
—Eso fue una mentira —anunció Mason—. Una mentira que ella dijo para
asegurar la felicidad de su hijo. Ella sabía que Marvin estaba enamorado de usted.
Sabía que su padre querría conocer todo cuanto se relacionara con la familia de
Marvin. Sabía que una vez que su padre se pusiese a investigar, encontraría una cosa
que era algo desagradable.
—¿Qué?
—El padre de Marvin fue condenado por asesinato en mil novecientos
veinticuatro, y ejecutado en mil novecientos veinticinco.
La cara de Lois se contrajo en una expresión horrorosa.
—¡Míster Mason! —exclamó—. ¡Eso no puede ser!
—Ésa es la verdad —declaró Mason—. Por eso me contrató su padre. Él quería
que yo examinara el expediente para ver si podía encontrar en él alguna prueba de la
inocencia de Horace Adams.
—¿Pudo encontrarla? ¿La encontró?
—No.
Lois miró a Mason como si la hubiera golpeado.
—Su padre no se lo diría a usted hasta tener completa seguridad —siguió Mason.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que iba a prohibirle que tuviera relaciones con Adams, lo viese, le escribiese o
hablara por teléfono con él.
—No me importa lo que hizo el padre de Marvin. No me importa quién fue. Yo le
amo a él. ¿Entiende, míster Mason? ¡Yo le amo a él!
—Entiendo —declaró Mason—. Pero creo que su padre no entiende.

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—Pero —dijo Lois— esto es… Esto es… Míster Mason, ¿está usted seguro?
¿Está usted absolutamente seguro de que no era cierto lo que mistress Adams dijo del
secuestro?
—Parece que no hay duda alguna de ello.
—¿Y el padre de Marvin fue condenado por asesinato y… ahorcado?
—Sí.
—¿Y dice usted que su padre era culpable?
—No.
—Pensé que eso era lo que usted había dicho.
—No. Dije que, tras examinar el expediente, no pude encontrar ninguna prueba
de la inocencia de Adams.
—Bueno, ¿no significa eso lo mismo?
—No.
—¿Por qué no?
—En primer lugar, mi examen se limitó al expediente. En segundo lugar, encontré
algunos detalles que indicaban su inocencia, pero que no eran pruebas. Sin embargo,
espero probar que Horace Adams era inocente, por algunas circunstancias que no
aparecieron en el expediente, pero que están comenzado a salir a luz.
—¡Oh, míster Mason, si usted pudiera hacer eso…!
—Pero —continuó diciendo Mason— si la Policía comienza a investigar los
antecedentes familiares de Marvin, averigua algo sobre ese antiguo caso de asesinato
y lo ventila en los diarios, mi trabajo será excesivamente difícil. Aun después de
haberlo realizado no sería eficaz. Una vez que la gente se afirme en la idea de que el
padre de Marvin fue un asesino, yo puedo presentarme unos días, o quizás unas
semanas más tarde, y probar que no lo era, pero la gente creerá siempre que se trata
de una especie de estratagema ideada por un abogado costoso que ha sido contratado
por un suegro millonario para que Marvin pueda ser absuelto. Y mientras viva
Marvin, andarán murmurando historias de él, a sus espaldas.
—No me importa —declaró Lois—. Me casaré con él, de cualquier modo.
—Seguramente —manifestó Mason—. A usted no le importa. Usted puede
sobrellevar eso. ¿Pero qué me dice de Marvin? ¿Y de sus hijos?
El silencio de Lois demostró con cuánta violencia había sido golpeada por esa
idea.
—Marvin es sensible —continuó Mason—. Tiene entusiasmo, es inteligente y
quiere progresar. No disponía de mucho cuando iba a la escuela, no tenía mucha ropa,
ni dinero para gastar; pero tenía personalidad. Tenía pasta de conductor. Era
presidente de su clase en la Escuela Superior. Ahora, en la Universidad, es popular y
aventajado. La gente gusta de él y Marvin corresponde a los sentimientos de la gente.
Quítele usted todo eso. Póngalo en una situación en que la gente murmure a sus
espaldas y que cesen las conversaciones cada vez que él entre en un cuarto. Eso…
—¡Deténgase! —gritó Lois.

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—Estoy hablando de los hechos —replicó Mason.
—Bueno, usted no puede dejar que condenen a mi padre a causa de un pato…
—Ese pato no tendrá absolutamente nada que ver con la condena o absolución de
su padre —contestó Mason—, en cuanto concierne al asesinato de Roland Burr. En
primer lugar, lo que hizo que la Policía sospechara de él fue la declaración que prestó
acerca del pato. La única manera de conseguir que absuelvan a su padre es averiguar
quién dio a Burr esa caña de pescar.
—¿Y cómo vamos a conseguirlo? —preguntó Lois—. Los sirvientes dicen que no
lo hicieron. No había nadie más en la casa. Mistress Burr había ido a la ciudad con el
doctor, y, según el testimonio del doctor y de mistress Burr, la caña de pescar fue una
de las últimas cosas que pidió Roland Burr antes que ellos salieran. Eso sucedió
mientras los tres estaban juntos en la habitación, y todos salieron al mismo tiempo.
—Por cierto que eso parece muy malo —admitió Mason.
—Míster Mason, ¿no puede usted hacer algo?
—Su padre no quiere que yo le represente como abogado.
—¿Por qué no?
—Porque he insistido en señalarle la semejanza de la situación en que él se
encuentra ahora con aquélla en la cual se encontraba Horace Adams hace unos
dieciocho años. A su padre no le gusta eso. Su opinión es que la familia Witherspoon
no puede tolerar emparentarse con una persona perteneciente a la familia de alguien
que fue acusado de un crimen.
—Pobre papá. Me doy cuenta de cómo se siente. ¡La familia significa tanto para
él! ¡Siempre se ha sentido tan orgulloso de nuestra familia!
—Me parece que sería mejor que él cambiara de modo de pensar —declaró
Mason—. Y quizá sería bueno que también nosotros lo hiciéramos.
—No entiendo lo que dice.
—Hemos estado confiándonos demasiado, simplemente a causa de nuestros
antecesores. Nos hemos hipnotizado. Seguimos diciendo orgullosamente que otras
naciones deberían temernos porque nunca hemos perdido una guerra. Tendríamos que
pensar de otro modo. Quizá sería bueno que supiéramos que debemos apoyarnos
sobre nuestros propios pies…, empezando por su padre.
—Yo amo a mi padre, y amo a Marvin —dijo Lois.
—Por supuesto —manifestó Mason.
—No voy a sacrificar a uno por el otro.
Mason se encogió de hombros.
—Míster Mason, ¿no puede usted comprender? No voy a dejar que mi padre
arriesgue su posición porque yo puse ese pato en el coche de Marvin.
—Comprendo.
—No parece que usted quiera prestarme gran ayuda.
—No creo que nadie pueda ayudarla a usted, Lois. Es algo que tiene que decidir
por sí misma.

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—Bueno, supongo que no le será indiferente lo que yo haga. ¿No es así?
—Probablemente.
—¿No puede aconsejarme para salir de esto?
—Si usted dice a las autoridades que puso ese pato en el coche —contestó Mason
—, lo único que hará es saltar de la sartén al fuego. Eso no sacará a su padre de
allí…, ahora, por lo menos. Simplemente, hundirá a Marvin.
—Si no fuera por ese pato, nunca habrían comenzado a sospechar de mi padre.
—Eso está muy bien, pero ya han empezado a hacerlo. Han descubierto pruebas
suficientes, de manera que no van a retroceder. Quizás usted se encontrará frente a la
situación de tener a su padre procesado por el asesinato de Roland Burr, y a Marvin
procesado por el asesinato de Leslie Milter. ¿No significaría algo eso?
—No me agrada la idea de contemporizar con mi conciencia a causa de los
resultados —replicó Lois—. Creo que es mejor hacer lo que uno cree que está bien
hecho, y dejar que los resultados hablen solos.
—¿Y qué es lo que usted cree que debe hacer?
—Hablar a las autoridades acerca de ese pato.
—¿Prometería usted esperar unos días antes de hacerlo? —preguntó Mason.
—No. No lo prometo. Pero yo… Bueno, lo pensaré.
—Muy bien —dijo Mason—, piénselo.
Parecía que Lois estaba a punto de llorar, pero su orgullo se impuso, y salió con el
mentón muy erguido.
Mason bajó al cuarto de Della Street y golpeó con los nudillos en la puerta.
Della Street, con mirada ansiosa, abrió rápidamente la puerta y preguntó:
—¿Qué quería ella, jefe?
—Quería tranquilizar su conciencia —replicó Mason.
—¿Acerca de aquel pato?
—Sí.
—¿Qué va a hacer Lois?
—En cualquier momento confesará todo.
—Y eso, ¿dónde le coloca a usted?
—Me dejará en una mala situación aquí —contestó Mason.
—Supongo que está considerando las cosas con optimismo, ¿no?
La sonrisa de Mason se convirtió en una mueca.
—Siempre miro las cosas con optimismo.
—¿Cuánto tiempo le ha concedido ella para que usted llegue a una solución?
—Ni ella misma puede decirlo. No se conoce a sí misma.
—¿Un día o dos?
—Quizá.
—¿Y eso, dónde le coloca a usted?
Mason dijo:
—Sentado justamente en el cráter de un volcán que puede entrar en erupción en

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cualquier momento. Bueno, Della, conviértase usted en una perfecta ama de casa y
consígame un trago.

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Capítulo 18

Todo era excitación en El Templo. El hecho de que John L. Witherspoon hubiera


sido acusado de asesinato y estuviera siendo objeto de un interrogatorio preliminar
dirigido por el juez Meehan era suficiente para que una gran cantidad de hombres
acudieran a la ciudad. El caso era discutido en restaurantes, vestíbulos de hoteles,
salas de billar y peluquerías. Había tantas teorías diferentes como hombres discutían
los asesinatos.
Lawrence Dormer, el abogado que representaba a Witherspoon, era considerado
como el mejor abogado criminalista en el valle. Dormer estaba no solamente
intrigado por la prueba sino que también echaba mano de todos los tecnicismos que la
ley permite. Se decía en voz alta por las calles que Dormer había decidido que las
pruebas era suficientes para que el juez pudiera procesar a Witherspoon. Y que, por
tanto, Dormer no iba a descubrir su propio juego presentando testigos, sino que
obligaría al fiscal de distrito a que pusiera sobre la mesa tantas cartas como fuera
posible.
Lois, atormentada entre el amor por su padre y el que sentía por Marvin Adams,
todavía guardaba silencio en cuanto se refería a su relación con el caso. Pero era un
silencio tenso que podía explotar en cualquier momento.
Mason hizo un gesto de asentimiento.
—¿No sabe usted lo que significa eso? —preguntó Della Street.
—¿Qué?
—Usted está aquí en territorio extraño, en un distrito al cual no pertenece, donde
las gentes de la localidad son muy solidarias. Algo que quizá quedara inadvertido en
Los Ángeles, aquí no será pasado por alto. Lo que se aceptaría como una buena treta
en la ciudad, aquí será considerado como una cosa muy reprensible. Por Dios, antes
de terminar el caso son capaces de acusarle a usted de ser cómplice del crimen.
Mason sonrió de nuevo.
Alguien golpeó la puerta con los nudillos.
—Vea quién es, Della.
Della Street abrió la puerta.
George L. Dangerfield estaba parado en el umbral.
—¿Puedo entrar? —preguntó.
—Ciertamente —contestó Mason—. Pase.
Dangerfield manifestó:
—Mi esposa y yo hemos sido citados como testigos.
Mason alzó las cejas.
—Averigüé algo acerca de la teoría sobre la cual basará el fiscal el caso mañana,
y yo pensé que usted debería saberlo, porque… Bueno, eso podría tener algún efecto
sobre… muchas cosas.

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—¿Qué? —preguntó Mason.
—El fiscal sacaría a relucir ese viejo caso.
—¿Quiere usted decir el caso Adams?
—Sí.
—¿Por qué?
—¿Recuerda —dijo el visitante— cuando Witherspoon estaba conversando con
usted en el hotel de Palm Springs? Se dice que Witherspoon manifestó que, si llegaba
a ser necesario, pondría al joven Marvin Adams en una posición donde parecería que
el asesinato fuese la única salida y que de este modo obligaría al muchacho a
demostrar su verdadero carácter.
Mason sonrió.
—Nunca recuerdo nada de lo que me dice un cliente, Dangerfield.
—Bueno, el caso es que —continuó diciendo Dangerfield— usted le explicó lo
peligrosa que era esa idea, y que ambos siguieron conversando sobre ese mismo
tema. Sucede que esa conversación fue escuchada por uno de los muchachos del bar,
un colegial que trabaja allí durante sus vacaciones. Había un biombo detrás de la
mesa que ustedes ocupaban, y ese muchacho estaba detrás del biombo, limpiando una
ventana.
Mason dijo:
—Muy interesante. Supongo que el muchacho conocía a Witherspoon, ¿no?
—Sí. Reconoció a Witherspoon.
—Muy interesante. ¿Y cómo llegó usted a saber todo esto?
—Por el fiscal del distrito. Averiguó que mi esposa y yo estábamos en la ciudad y
nos citó como testigos. Estuvo hablando conmigo acerca de aquel antiguo caso.
—¿Y qué le dijo usted? —preguntó.
Dangerfield contestó:
—Ése es justamente el asunto. Insistí en decirle que yo no veía qué relación podía
tener ese detalle con el presente caso y que no había motivo para desenterrar viejos
recuerdos.
—¿El fiscal habló con usted y con su esposa?
—No. Hasta ahora, solamente ha hablado conmigo. Visitará a mi esposa esta
tarde. Yo… Bueno, yo quería ver qué podía hacerse. Pensé que quizá podíamos
afirmar que el caso le está poniendo muy nerviosa…, conseguir que un médico nos
otorgue un certificado o algo así. Usted es abogado y sabrá cómo pueden arreglarse
esas cosas.
—No deben arreglarse —declaró Mason.
—Lo sé, pero da lo mismo.
—¿Por qué no quiere prestar declaración sobre esto su esposa?
—No vemos la necesidad de reanudar aquel viejo caso.
—¿Por qué?
—Caramba —manifestó Dangerfield—, usted sabe por qué. Mi esposa se lo dijo.

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Ella sabía que David Latwell tenía una pistola en el bolsillo cuando fue a la fábrica el
día en que fue asesinado… Y guardó silencio acerca de eso… durante todo el
proceso.
—¿Alguna vez mintió su esposa acerca de eso?
—No, nadie le preguntó nada, en ningún momento. Simplemente, no se presentó
a declarar por propia voluntad.
—¿De modo que ella le confesó a usted ese detalle?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Anoche.
—Sumamente interesante —manifestó Mason—. ¿No será raro si, como resultado
de procesar a Witherspoon por asesinato en mil novecientos cuarenta y dos,
aclaramos un crimen que fue cometido en mil novecientos veinticuatro?
—Usted no puede aclararlo —dijo Dangerfield—. Quizás usted consiga poner en
evidencia que habría podido dictarse un veredicto de homicidio involuntario. Eso no
aclarará nada.
—O hacer aparecer el homicidio como cometido en legítima defensa.
—Usted no puede hacer que Adams resucite —manifestó Dangerfield—. Y quizá
obligue a mi esposa a cometer perjurio.
—¿Cómo?
—Mi esposa nunca admitirá que conocía la existencia de aquella pistola cuando
tenga que ocupar el banquillo de los testigos —dijo Dangerfield—. Dice que si puede
reunirse con usted, Witherspoon y Marvin Adams, contará exactamente lo que
sucedió, pero que no tolerará ser puesta en la picota como una mujer que…; bueno,
usted ya sabe.
—¿Y bien? —preguntó Mason.
—De modo que me mandó decirle que si usted quiere ver aclarado ese viejo caso,
tendrá que realizarse una conferencia privada. Que si alguna vez se ve obligada a
ocupar el banquillo de los testigos, negará todo el asunto. Y a usted le corresponde
evitar que sea citada como testigo.
Mason apretó los labios.
—¿Su esposa dirá algo al fiscal acerca de la pistola?
—No; por supuesto que no.
Mason metió las manos en las profundidades de sus bolsillos.
—Lo pensaré —prometió.

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Capítulo 19

Era una nueva experiencia para Perry Mason el sentarse como espectador en la
sala de un tribunal…, y era una experiencia penosa.
El domador experto que está sentado en la tribuna contemplando un rodeo,
balancea instintivamente su cuerpo mientras observa que otro jinete trata de no ser
arrojado al suelo por un potro. El experto jugador de bolos, cuando está de espectador
mirando cómo las bolas van rodando por el plano, empuja instintivamente con su
propio cuerpo mientras las bolas chocan contra los palos.
Perry Mason, sentado en la primera fila de los asientos destinados al público en la
apiñada sala del tribunal de El Templo, escuchando la audiencia preliminar del caso
del ministerio público de California contra John L. Witherspoon, se inclinaba a veces
nada delante en su silla, como disponiéndose a formular una pregunta. Cuando se
hacía alguna protesta, se aferraba a los brazos de su sillón como si estuviera a punto
de levantarse para discutir el tema.
Sin embargo, consiguió mantenerse en silencio durante el transcurso de la larga
audiencia del día, mientras las pruebas presentadas por el fiscal de distrito se iban
acumulando contra el acusado.
Varios testigos declararon que Roland Burr había sido huésped de la casa del
acusado. Dijeron que el acusado había invitado a Roland Burr a su casa después de
una conversación casual que ambos mantuvieron, durante la cual descubrieron que
tenían muchos gustos afines, entre los que se hallaban el de la pesca con caña y la
fotografía. También se puso de manifiesto que cuando se encontraron por primera vez
en el vestíbulo del hotel, Witherspoon formuló su invitación sólo después de haber
aparecido mistress Burr y tras haber sido presentada ella al acusado.
Poco a poco, la figura de mistress Burr comenzó a asumir un lugar más
importante en el proceso.
Los sirvientes declararon que Roland Burr hacía frecuentes viajes a la ciudad. Su
mujer le acompañaba en la mayoría de aquellos viajes; pero, a veces, cuando Burr
estaba en su habitación solía encontrarse con Witherspoon en los corredores o en el
patio. Los sirvientes mejicanos de Witherspoon declararon con repugnancia evidente,
pero la historia que contaron indicaba una creciente intimidad entre el acusado
Witherspoon y mistress Burr, la esposa del hombre que había sido asesinado.
Luego vinieron más pruebas de besos robados, pequeñas intimidades, que, en
virtud del interrogatorio del fiscal de distrito, comenzaban a asumir proporciones
siniestras…, figuras entrelazadas en los pasillos, conversaciones en voz baja de
noche, al lado de la piscina de natación, debajo de las estrellas. Poco a poco, el fiscal
sacó a relucir cada «caricia clandestina», cada «avance sexual subrepticio».
Con precisión fría y mortífera, el fiscal, después de probar el motivo, comenzó a
probar la oportunidad. El médico que había estado atendiendo a Burr declaró sobre el

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estado del paciente, explicando que era completamente imposible que el enfermo
pudiera dejar la cama, que no solamente su pierna estaba escayolada, sino que estaba
levantada y retenida en su lugar por una pesa suspendida del cielo raso por una polea;
uno de los extremos de una cuerda estaba amarrado a esa pesa y el otro atado
fuertemente a la pierna del paciente. Fueron presentadas fotografías que demostraban
la posición del mortífero vaso de ácido desde el cual habían sido generados los
vapores de cianuro. El vaso había sido colocado a unos tres metros escasos del pie de
la cama, encima de una mesa que originalmente fue diseñada para sostener una
máquina de escribir, pero que había sido introducida en la habitación para que fueran
colocados los medicamentos sobre ella, debido a una sugerencia que hizo el mismo
John L. Witherspoon cuando míster Burr se rompió la pierna.
El doctor declaró también que, cuando él y mistress Burr abandonaron la casa, el
último deseo de Roland Burr fue que Witherspoon le trajera su caña de pescar, la
cual, según la víctima, había sido dejada en el estudio de Witherspoon.
Los sirvientes declararon que nadie más que Witherspoon tenía llave del estudio y
que, en el momento en que debió de ser cometido el crimen, las únicas personas que
se encontraban en la casa eran Witherspoon, el muerto y ellos, los sirvientes. El fiscal
de distrito presentó pruebas acerca de los perros, demostrando que ningún extraño
hubiera penetrado en la casa mientras los perros policías adiestrados estuvieran
sueltos por la finca.
La caña de pescar que el muerto retenía en su mano cuando el cadáver fue
descubierto fue identificada concluyentemente como la misma caña de pescar que
Burr había pedido a Witherspoon que le trajera. Fueron presentadas fotografías que
mostraban el cuerpo tal como había sido descubierto. Habían sido armadas dos partes
de la caña de pescar. El paciente retenía en su mano izquierda la punta de la caña. La
mano derecha estaba crispada alrededor de la virola de la segunda parte. La posición
del cuerpo indicaba que el hombre estaba colocando la última parte de la caña cuando
fue vencido por los vapores del gas.
—El tribunal podrá observar —manifestó el fiscal del distrito, señalando la
fotografía— que es por completo evidente que el muerto apenas había recibido la
caña de pescar cuando los vapores de cianuro fueron puestos en libertad.
—Protesto —gritó Lawrence Dormer, el abogado defensor del acusado,
poniéndose en pie—. Protesto por esa exposición, señoría —continuó diciendo
Dormer con vehemencia indignada—. Ésa es claramente una conclusión. En algo…
—Retiro esa exposición —anunció el fiscal de distrito con una sonrisa afectada
—. Al fin y al cabo, la fotografía habla por sí sola.
Dormer volvió a sentarse ante la mesa de los abogados.
El fiscal de distrito siguió hablando con calma, fundamentando su caso. El
testimonio médico revelaba aproximadamente la hora de la muerte, como también la
forma de la muerte.
El fiscal de distrito llamó a James Haggerty, el oficial que entró con Mason en el

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departamento de Milter cuando el cuerpo fue descubierto. El fiscal de distrito le
preguntó su nombre y su ocupación, mientras Lawrence Dormer escuchaba atento
desde su silla, preparado para objetar la primera pregunta por la cual el fiscal de
distrito tratase de abrir la puerta para probar aquel otro crimen.
El fiscal de distrito dijo:
—Ahora bien: oficial Haggerty, voy a preguntarle si cuando entró en el
departamento de Leslie L. Milter, en la noche anterior al asesinato de Roland Burr,
notó usted alguna cosa que pudiera indicar que en ese departamento había ácido
clorhídrico o también cianuro de potasio.
—Protesto —gritó Dormer, poniéndose en pie—. Esto no es sólo inadmisible en
derecho, inaplicable y abstracto, sino que el fiscal de distrito prejuzga al formular esa
pregunta; así lo hago constar. El acusado en este caso está siendo procesado por un
crimen, y por un crimen solamente. Ese crimen es el asesinato de Roland Burr. No
hay ningún punto de la ley que esté mejor establecido que aquel que dice que cuando
un acusado está siendo procesado por un crimen, el tribunal o el jurado no pueden
prejuzgar contra él por medio de la introducción en su proceso de las pruebas de otro
crimen. Aparentemente, el fiscal de distrito cree que puede introducir esa prueba
extraña…
—Me inclino a estar de acuerdo con el abogado defensor —resolvió el juez—,
pero escucharé la argumentación del fiscal de distrito.
El fiscal de distrito, Copeland, estaba completamente preparado no solamente con
argumentos, sino con un buen acopio de casos de jurisprudencia.
—Si el tribunal me lo permite —manifestó el fiscal, con los modales calmosos de
una persona que se siente muy segura del terreno que pisa y que está haciendo una
argumentación para la cual se halla perfectamente preparada—, no hay cuestión
alguna, en cuanto se refiere a la regla general expuesta por el abogado de la defensa.
Existen, sin embargo, ciertas excepciones. Expondré, para comenzar, que donde
existen excepciones a la regla la prueba es permitida solamente para el propósito de
demostrar la oportunidad, solamente con el propósito de demostrar algún hecho
relacionado con el crimen por el cual el acusado ha sido procesado, y no con el fin de
probar que él es culpable de cualquier otro crimen. En virtud de esta regla, la prueba
de falsificaciones anteriores ha sido admitida con el propósito de demostrar que el
acusado ha falsificado la firma de cierto individuo. En lo que se refiere a ciertos
crímenes sexuales, la exposición de actos previos ha sido permitida para demostrar
que han sido derrumbadas las barreras naturales de la restricción. Y así, en este caso,
señoría, deseo presentar esta prueba, no con el propósito de probar que el acusado
asesinó a Leslie L. Milter, sino con el fin de probar: primero, que el acusado estaba
familiarizado con ese método de asesinato; segundo, que tenía una cantidad de ácido
clorhídrico; tercero, que tenía una cantidad de cianuro de potasio; cuarto, que sabía
perfectamente que una solución formada por esos dos productos químicos produce un
gas mortífero. Ahora bien: si el tribunal me lo permite, poseo gran cantidad de

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jurisprudencia que se relaciona con las reglas de la ley. Me agradaría citar esta
jurisprudencia y leer parte de ella para el tribunal. Por ejemplo, leería a vuestra
señoría una cita del volumen dieciséis de Corpus Juris, página quinientos ochenta y
nueve, que dice así: «Donde la naturaleza del crimen es tal que el conocimiento de la
culpabilidad debe ser probado, es admisible la prueba de que en otro tiempo y lugar
no muy lejano similar a aquel del cual se le acusa…». Hasta aquí la cita. Para poder
demostrar que el acusado conocía el gas mortífero que sería producido por…
El juez Meehan miró el reloj e interrumpió al fiscal de distrito para decir:
—Se acerca la hora de la interrupción. Al tribunal le agradaría mucho tener una
oportunidad para hacer algunas investigaciones independientes sobre este punto. Es,
evidentemente, un punto crucial en el caso y será discutido largamente. El tribunal,
por tanto, suspende este caso hasta mañana a las diez. El acusado es devuelto a la
custodia del sheriff. Se levanta la sesión hasta mañana a las diez.
Witherspoon salió de la Sala de Justicia escoltado por los ayudantes del sheriff. El
juez se retiró de su estrado. Los espectadores comenzaron a hablar entre sí con tono
bastante excitado. Era evidente que el muro de pruebas que el fiscal de distrito estaba
empezando a edificar implacablemente alrededor de la figura de un hombre que había
sido tan prominente en la vida de la comunidad, impresionaba a los espectadores.
Lois Witherspoon, el mentón levantado, los ojos duros y secos, salió de la Sala de
Justicia desdeñando tanto las miradas de compasión que algunos le dirigían como las
de desprecio que encontraba en los ojos de otros.
De vuelta en la salita del hotel, Mason estiróse en un cómodo sillón y dijo a Della
Street:
—Esto está muy bien, después de aquellas duras sillas de la sala.
Della dijo:
—Durante toda la audiencia, parecía que usted tenía ganas de levantarse y
mezclarse en la discusión.
—Así es —admitió Mason.
—Por lo que he oído, el fiscal está promoviendo un juicio bueno contra
Witherspoon.
Mason sonrió y dijo:
—Quizá Witherspoon sufra lo suficiente como para aprender a tener un poco de
compasión y caridad. Sabrá cómo se sentía Horace Adams hace dieciocho años.
¿Sabe ya algo de Paul Drake?
—Sí.
—¿Le transmitió usted mi mensaje?
—Sí. Le dije que usted quería que se siguiera a esa chica de la agencia de
detectives Allgood y también que deseaba saber, lo mejor que fuera posible, todo lo
que hizo Roland Burr el día que nosotros llegamos, así como el anterior.
—Antes que lo pateara el caballo —dijo Mason sonriendo—. Después de ese
accidente, tuvo que permanecer quieto.

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Della dijo:
—Drake se halla trabajando en ello. Ha estado entrando y saliendo durante todo
el día, mandando telegramas y hablando por teléfono. Tiene un par de detectives
trabajando aquí. Dijo que llegaría a tiempo para tomar un cóctel antes de la cena.
Mason dijo:
—Bueno, iré a mi cuarto a darme un baño y cambiarme de ropa. Nunca vi tanta
gente amontonada en la sala de un tribunal. Exudan humedad, olor e interés. Me
siento pegajoso.
Mason se fue a su cuarto, y estaba a mitad del baño cuando llegó Paul Drake y
dijo:
—¡Caramba, Perry, no sé si usted adivina el pensamiento o cómo lo hace, pero sí
que tiene buenas corazonadas!
—¿De qué se trata ahora? —preguntó Mason.
—De esa misteriosa miss X*** del antiguo caso de asesinato, Corine Hassen.
—¿Qué hay de ella?
—La hemos encontrado.
—¿Dónde?
—En Reno, Nevada.
—¿Muerta? —preguntó Mason.
—Sí.
—¿Asesinada?
—Se suicidó arrojándose al lago Donner. El cadáver no fue identificado, pero la
Policía tenía fotografías en el archivo.
—¿Cuándo? —preguntó Mason.
—Parece que fue, poco más o menos, en la fecha en que fue asesinado David
Latwell.
—La fecha es de suma importancia —manifestó Mason.
—Tengo todos los detalles a su disposición, inclusive las fotografías del cadáver.
—¿Dice usted que no fue identificada?
—No. Estaba desnuda cuando fue encontrada y no pudieron hallar ninguna de sus
ropas. Parece que era una joven muy atractiva. El veredicto fue de suicidio. Usted
puede comparar estas fotos. Es Corine Hassen, sin duda.
—¿Sabe usted, por casualidad, si ella sabía nadar? —preguntó Mason.
—No he averiguado eso, pero lo sabré dentro de poco.
Mason dijo:
—Las cosas están empezando a tomar forma.
—No le entiendo, Perry —manifestó Drake—. Francamente, no lo entiendo.
Mason secóse con una toalla y extendió sobre la cama ropa interior limpia. Una
vez más su cara adquirió esa expresión peculiar que le daba un aspecto de dureza
granítica.
—¿Y qué hay de la muchacha de la agencia de detectives Allgood?

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—¿Sally Elberton? La estamos siguiendo.
—¿Puede usted encontrarla en cualquier momento?
—Sí.
Mason dijo:
—A menos que yo esté muy equivocado, Lois Witherspoon va a presentarme un
ultimátum esta noche, y no me sorprendería tener noticias de su padre.
Drake manifestó:
—Tengo para usted algunos datos más sobre Roland Burr. Solía venir a la ciudad
con frecuencia para comprar artículos fotográficos y cosas por el estilo. El día que
usted vino de Palm Springs, el día que Burr fue coceado por el caballo…, parece que
desarrolló gran actividad. Fue a la ciudad cuatro o cinco veces. Aparentemente,
estaba procurándose artículos fotográficos y haciendo compras. Pero fue al correo un
par de veces. En uno de sus viajes su esposa no le acompañó.
Mason hizo una pausa en el acto de ponerse la camisa y preguntó:
—¿Averiguó usted especialmente en todos los lugares donde puede ser
depositado un paquete para ver si Burr había…?
—Ésa es otra de las cosas que usted acertó —interrumpió Drake—. En la estación
del Pacific Greyhound, Burr dejó un paquete, recibió una contraseña por él; pero
hasta donde yo he podido averiguar, nunca volvió para retirar ese paquete. La joven
que estaba de servicio allí no recuerda que Burr volviese a buscarlo.
—Espere un momento —manifestó Mason—. Habría varias muchachas
trabajando allí.
Drake hizo un gesto afirmativo y dijo:
—Eso coincide con el asunto de la pierna rota.
—¿Qué quiere usted decir?
—Ese paquete fue registrado, poco más o menos, a las doce del día en que Burr
se rompió la pierna. La chica que estaba encargada de la sección de encargos
comienza a trabajar a las nueve de la mañana y se retira a las cinco de la tarde. A esta
hora, Burr ya se había roto la pierna. Evidentemente, Burr no podía volver allí
después de haberse roto la pierna.
—¿Qué hay del paquete? —preguntó Mason.
Drake dijo:
—Ha desaparecido. Por tanto, alguien presentó la contraseña correspondiente.
—¿La muchacha no recuerda quién fue a retirar el paquete?
—No. Recuerda a Burr, pero no recuerda muy bien el paquete. Dice solamente
que era pequeño, envuelto en papel color castaño. Creo que era del tamaño de una
caja de cigarros, pero no puede asegurarlo. Entregan y retiran muy pocos paquetes en
esa oficina.
—¿La muchacha que está encargada de ese mostrador de encargos tiene otras
cosas que hacer? —preguntó Mason.
—Sí. Está encargada del quiosco de las revistas y actúa como cajera del bar.

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—¿No sería posible que alguien se hubiera deslizado por detrás del mostrador y
se hubiera apoderado del paquete sin presentar contraseña alguna?
—Imposible —contestó Drake—. Ellos podrían jurar que no. Vigilan
estrechamente los paquetes…, y una persona tendría que levantar una parte del
mostrador para entrar y salir.
Mason manifestó:
—Supongo que eso me da una salida; pero no me importa decirle, Paul, que ha
sido una escapada con suerte.
Drake miró cómo el abogado se ponía los pantalones y dijo:
—Usted no necesita andar con tantos rodeos conmigo. ¿Qué me está ocultando?
—Nada —contestó Mason—. Todas las cartas están sobre la mesa. ¿Averiguó
algo acerca de que Burr tuviera antecedentes en la ciudad de Winterburg?
Drake dijo:
—Ésa es otra cosa en la cual usted tenía razón. Burr vivía en la ciudad de
Winterburg.
—¿Cuándo?
—No sé exactamente cuándo, pero fue hace varios años. Trabajaba en seguros,
allí.
—¿Qué hizo Burr, después de eso? —preguntó Mason.
—Fue a la costa, adquirió un aparcamiento de coches, consiguió algunas
licitaciones y cosas por el estilo. Siguió durante algún tiempo con el aparcamiento de
coches. Desde entonces, se ha ocupado de media docena de cosas. Hay una brecha en
su vida. No puedo averiguar nada acerca de él entre mil novecientos treinta y mil
novecientos treinta y cinco, aproximadamente. Aunque no creo que volviera a la
ciudad.
Mason dijo:
—Consiga las huellas dactilares de Burr, Paul. Averigüe si alguna vez estuvo
preso. Probablemente le tomaron las huellas dactilares en la oficina del médico
forense.
—Vamos —dijo Drake—. Usted tiene algo más que una corazonada en esto.
Hable y cuénteme la historia.
Mason dijo:
—No hay ninguna historia todavía, Paul. Sin embargo, le diré alguna de las cosas
que me condujeron a estas corazonadas. Entiéndame: cuando yo empiezo a trabajar
en un caso, actúo bajo la presunción de que mi cliente es inocente. Por tanto, no es
nada extraordinario que tuviera la corazonada de que Corine Hassen hubiese ido a
Reno. Ahora bien: si Adams estaba diciendo la verdad y Latwell tuvo intención de
huir con ella, y si ella había ido a Reno, entonces es evidente que alguien intervino
para cambiar el cuadro por completo. Eso dio como resultado el asesinato de David
Latwell. ¿No era razonable suponer que eso mismo podía haber dado como resultado
también el asesinato de Corine Hassen?

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—No había señales de violencia en el cadáver —contestó Drake—. Ciertas
personas que paseaban en una canoa pudieron ver que el cadáver flotaba en las aguas
claras del lago. Dieron la alarma a la oficina del sheriff y el cuerpo fue recuperado.
Había pruebas que indicaban que ella llegó a Reno. El cadáver fue devuelto a Reno,
se tomaron fotografías y un jurado de médicos forenses dio el veredicto de que
Corine Hassen había muerto ahogada.
—Y aun así pudo ser un crimen —manifestó Mason.
Drake reflexionó un momento, y luego dijo:
—Bueno, tal como yo me lo figuro, no creo que Milter anduviera haciendo
chantaje a nadie. Debieron de ser Burr y su esposa los que planeaban sacarle dinero a
Witherspoon. Pero no veo en qué nos ayuda esa circunstancia. Simplemente agrega
otro motivo para un crimen. Witherspoon se ha colocado en una situación difícil, y…
Drake se interrumpió mientras unos nudillos golpeaban a la puerta. Della Street
llamó:
—¿Se puede entrar, jefe? ¿Está usted presentable?
—Apenas —contestó Mason—. Pase, adelante.
Della Street se deslizó dentro del dormitorio y dijo:
—Está ahí fuera.
—¿Lois Witherspoon?
—Sí.
—¿Qué quiere?
—Desea verle a usted inmediatamente —manifestó Della—. Ha llegado a una
decisión. Creo que se lo dirá ahora mismo.
Mason dijo:
—Muy bien, vamos a escucharla de una vez.
Lois Witherspoon se puso en pie al entrar Mason en la salita del departamento
que el abogado ocupaba en el hotel.
—Quiero hablar con usted a solas —dijo.
—Está bien —manifestó Mason, señalando hacia Paul Drake y Della Street—.
Puede usted decir lo que quiera en presencia de estas personas.
—Es acerca de ese pato que usted me hizo poner en el coche de Marvin —dijo
Lois—. Ahora parece que ellos conseguirán relacionarlo con el asesinato de Milter.
Quiero decir que el asunto del pato tomará importancia. Yo no voy a quedarme quieta
y dejar que enloden a mi padre con eso…
—No la culpo a usted —manifestó Mason.
—Voy a contarles lo del pato. Usted sabe lo que significará.
—¿Qué significará?
Lois dijo:
—Estoy arrepentida de haberlo hecho. Estoy arrepentida por mí misma. Por papá.
Y por usted.
—¿Y por qué por mí?

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—Aquí no dejarán de castigarlo por una cosa como ésa, míster Mason.
—¿Por qué no?
—Porque eso fue «fabricar» pruebas. No sé mucho de leyes, pero me parece que
es violar la ley. Si no lo es, constituye una violación de la ética jurídica… o, al
menos, yo pienso así.
Mason encendió un cigarrillo.
—¿Sabe usted algo de cirugía? —preguntó.
—¿Qué quiere usted decir?
Mason dijo:
—En algunas ocasiones hay que cortar, y cortar muy hondo, para poder salvar la
vida del paciente. Esto es lo que usted podría llamar cirugía legal.
—¿No es ilegal?
—Quizá.
—¿Le causará molestias que yo cuente mi historia?
—¡De ninguna manera!
La mirada de Lois se suavizó algo y dijo:
—Míster Mason, usted ha sido muy bueno conmigo. No sé por qué me ordenó
que lo hiciera… Sí, lo sé también. Usted simpatizó mucho con Marvin y creo que está
ocultándome algo.
Mason dijo:
—De eso mismo quiero hablar con usted. Siéntese.
—Tomaremos un cóctel —dijo Lois—. Fumaremos un cigarrillo y me gustaría
que me dijese toda la verdad.
—¿Puede soportarla?
—Sí.
Mason dijo:
—Ya le he dicho la verdad acerca de los antecedentes de Marvin, y por qué me
buscó su padre. Le dije que no había encontrado nada en el expediente de ese caso de
asesinato, pero que estaba enfocándolo desde otro ángulo. Bueno, ahora tengo la
prueba que necesito. Puedo limpiar a Marvin del estigma de la tragedia de su
padre…, pero no lo haré a menos que se me permita hacerlo a mi manera. Una vez
que usted diga algo del pato yo estaré metido en el caso…, hasta el cuello. Una vez
que esté metido en él, no tendré libertad para hacer las cosas que quiera, a fin de
aclarar aquel viejo caso. Una vez que Marvin conozca aquel antiguo caso, él la
abandonará. Usted debería comprenderlo. Al fiscal del distrito le gustaría mucho
verme enredado en el asunto del pato. Además, quiere presentar pruebas de aquel
viejo caso. Usted, justamente, le facilitaría el juego. Si el fiscal de distrito trata de
presentar pruebas relativas a ese antiguo caso como motivo adicional para el
asesinato de Burr, los testigos cometerán perjurio. Quiero manejar la cosa a mi modo.
—¿Cómo así? —preguntó Lois, evidentemente vacilando en tomar su decisión.
—Quiero que usted haga llegar un mensaje a su padre.

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—¿Qué?
—Dígale que trate de que su condenado idiota de defensor se quede sentado y se
calle —contestó Mason con tanta vehemencia que sus oyentes se sobresaltaron.
—¿Por qué? ¿Qué quiere usted decir? El abogado de mi padre no ha dicho
mucho. Ha repreguntado a los testigos y solamente ha hecho una o dos objeciones.
—Está protestando la pregunta acerca de lo que encontró el oficial cuando subió
al departamento de Milter —manifestó Mason.
—Santo cielo, ¿no es eso el asunto completo? ¿No se basa en esa circunstancia
todo el caso? Como le dije, no sé mucho de leyes, pero me parece que si ellos pueden
introducir el otro asesinato en el presente caso y enrolar a papá con muchas sospechas
en el primero y muchas sospechas en el segundo, entonces la gente creerá que es
culpable y…
—Por supuesto que lo harán —manifestó Mason—, y lo hará también el juez.
Pero los diarios ya han comentado ese asunto. Todo hombre, mujer o niño de la Sala
de Justicia que tiene suficiente edad para leer o pensar, conoce la prueba que el fiscal
de distrito está tratando de introducir. Si su padre logra suprimirla por medio de un
tecnicismo legal, esa prueba aún estará pesando en la mente del juez. ¿Qué se
propone hacer el abogado de su padre?
—No lo sé.
Mason dijo:
—He oído decir que el abogado de su padre piensa que el caso está tan oscuro
que el juez no va a sobreseerlo, y, por tanto, él no presentará pruebas por ahora, sino
que dejará que su padre sea procesado y presentará sus pruebas en el momento del
procesamiento.
—Bueno, ¿no es ése un buen procedimiento legal?
Mason la miró y dijo:
—No.
—¿Por qué?
—Porque su padre es un hombre orgulloso. Este asunto está carcomiéndole el
espíritu. Un poco de esto le hará bien; quizá demasiado, le arruinará. Lo que es más,
le arruinará en la comunidad. Éste es un lugar pequeño. Su padre es un hombre
prominente. Tiene que hacer añicos este asunto o el asunto le hará añicos a él. Si este
abogado comienza a sacar ventaja de los tecnicismos, y la gente advierte que su padre
es absuelto gracias a un tecnicismo… Oh, bueno, ¿para qué seguir?
Lois dijo:
—¿Quiere usted que hable con papá?
—No —dijo Mason ásperamente.
—¿Por qué no?
—Porque éste no es un caso mío. Hasta constituye una falta de ética el que yo
diga una sola palabra acerca de lo que está haciendo el otro abogado.
Lois dijo:

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—¿Pero qué vamos a hacer nosotros acerca del pato?
—Si así lo desea usted, vaya y cuente su historia —manifestó Mason—. Eso no
ayudará a su padre en este momento. Envolverá a Marvin en el asunto, sacará a
relucir todo ese escándalo, probablemente será la causa de que el muchacho se
suicide o, en todo caso, le mandará corriendo a alistarse en el ejército, sin terminar su
educación…, y usted sabe lo que sucederá. Él hará todo lo posible para no volver
jamás. Y si vuelve, nunca volverá a verla a usted.
Lois estaba pálida, pero su mirada era firme.
—¿Qué debo hacer? —preguntó.
—Deje que la guíe su conciencia —aconsejó Mason.
Lois dijo:
—Eso es poco más o menos lo que yo esperaba que usted hiciera.
Lois miró a Della Street, vio la simpatía en los ojos de Della y dijo con expresión
salvaje:
—No simpatice conmigo. Supongo que podría portarme como otra mujer y
empezar a chillar, pero esto es algo que requiere acción, no lágrimas.
—¿Y si Marvin no quiere casarse con usted? —preguntó Mason.
Lois repuso con gesto de determinación:
—Puedo arreglar las cosas de modo que lo haga.
—¿Y luego contará el asunto del pato?
—Sí. Espero que no le haré daño a usted, ni echaré a perder sus planes, pero voy
a decírselo a ellos, de todos modos. Estoy cansada de tener esta mentira embotellada
dentro de mí.
—¿Y luego?
—Luego —dijo Lois—, si no podemos probar que el padre de Marvin era
inocente, ¿cuál será la diferencia? Marvin ya será mi esposo. No podrá abandonarme
entonces.
—Habrá muchas noticias feas en los diarios —dijo Mason.
—No importa. Lo que más me preocupa es lo que eso pueda hacerle a usted…,
pero no puedo arriesgar la situación de mi padre quedándome callada más tiempo.
Mason dijo:
—Yo me cuidaré solo. No se preocupe por mí. Vaya y cuénteles la historia del
pato.
De repente, Lois dio la mano a Mason. Sus dedos fríos apretaron la mano del
abogado.
—Supongo que usted ha hecho algunas cosas magníficas en su vida, míster
Mason, pero creo que ésta debe ser la mejor de todas… Usted es un hombre tan
bueno…, lo que hizo por Marvin, y ahora está dispuesto a poner en peligro su carrera
profesional… Bueno, gracias.
Mason le palmeó en la espalda.
—Vaya a hacerlo —dijo—. Usted es una luchadora. Usted puede conseguir lo que

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quiera de la vida…, si pelea lo suficiente para alcanzarlo.
Lois dijo:
—Bueno, no crea que no voy a pelear lo suficiente.
Lois empezó a caminar hacia la puerta.
La observaron en silencio mientras abría la puerta. No era ocasión para
despedidas convencionales ni para vacíos formulismos de cortesía. Se quedaron en
pie, simplemente, observándola.
De pronto rompió el silencio el timbre del teléfono. Della saltó como si hubiera
explotado una bomba a su espalda. Lois Witherspoon hizo una pausa y esperó.
Mason, que estaba más cerca del aparato, puso la mano en el transmisor, se
colocó el auricular en el oído y dijo:
—Hola…, sí, habla Mason… ¿Cuándo? Muy bien, estaré allí en seguida.
Mason dejó caer el auricular en la horquilla y dijo a Lois Witherspoon:
—Busque a su novio, vayan a Yuma y cásense.
—Lo haré.
—Y no diga nada de aquel pato —agregó Mason.
Lois movió la cabeza.
Mason sonrió.
—Usted no tendrá que decir nada acerca de eso.
—¿Por qué?
Mason manifestó:
—Su padre me busca. Quiere que yo actúe como abogado suyo mañana.
Lois dijo fríamente:
—Usted no puede actuar como abogado de mi padre, míster Mason.
—¿Por qué no?
—Porque usted ha contribuido a formar algunas de las pruebas que hay en contra
de él.
—Éticamente, es probable que usted tenga razón —manifestó Mason—, pero ésa
es una cuestión académica de la que usted no necesita preocuparse…, porque mañana
yo voy a entrar en el tribunal para hacer saltar en un millón de pedazos esa acusación
contra su padre.
Lois quedó un momento contemplando la determinación que demostraba la cara
de Mason y el brillo de sus ojos. Bruscamente corrió hacia él y preguntó:
—¿No le gustaría besar a la novia?

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Capítulo 20

La Sala de Justicia bullía de excitación mientras Perry Mason atravesaba la


barandilla que separaba la mesa de los abogados de los espectadores y tomaba asiento
al lado de Lawrence Dormer y del acusado.
El juez Meehan llamó al orden a la Sala.
Lawrence Dormer se puso en pie.
—Si el tribunal me lo permite —elijo—, me gustaría hacer constar que míster
Perry Mason está asociado en la defensa de este caso.
—Así se hace constar —anunció el Juez Meehan.
Mason se levantó lentamente.
—Ahora bien: señoría —observó Mason—, en nombre del acusado, John L.
Witherspoon, retiramos la protesta que el acusado hizo ayer contra la pregunta que el
fiscal del distrito formuló al oficial Haggerty. El oficial puede contestarla.
El fiscal del distrito Copeland se mostró más que sorprendido. Transcurrió un
momento antes que pudiese dominar su estupefacción. Presintiendo una trampa, se
puso en pie y dijo:
—Por supuesto, el tribunal comprende que la pregunta fue formulada con el único
propósito de demostrar que el acusado pudo haber tenido acceso a venenos similares,
que conocía su uso y aplicación y que conocía asimismo la naturaleza fatal de ese
gas.
—Así lo tengo entendido —manifestó el juez Meehan.
—Espero que el abogado lo entienda —anunció Copeland, mirando a Mason.
Mason tomó asiento y cruzó las piernas.
—El abogado conoce la ley… o cree conocerla —dijo con una sonrisa.
El fiscal de distrito, Copeland, vaciló durante treinta largos segundos; luego, hizo
leer la pregunta al testigo y recibió su contestación.
Tanteando cautelosamente su camino, Copeland demostró que al ser descubierto
el cuerpo de Roland Burr, el veneno, su disposición y uso eran exactamente iguales
que en el caso de la muerte de Leslie Milter.
Copeland demostró asimismo que Witherspoon apareció en el departamento unos
treinta o cuarenta minutos después del descubrimiento del cadáver de Milter, que
luego había dicho al testigo, Haggerty, que estaba buscando a Perry Mason, y que
Haggerty le había manifestado que Mason acababa de retirarse de allí. Witherspoon
dijo después que había estado buscando por todas partes a míster Mason y que fue al
departamento de Milter como último recurso. El testigo declaró que Witherspoon no
solamente no había hecho referencia a una visita anterior al departamento de Milter,
sino que había dado a entender a sus oyentes que era la primera vez que había estado
allí.
Todas estas preguntas fueron asentadas en el expediente y contestadas sin

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objeción. Pero por el extremo cuidado con que Copeland formulaba sus preguntas,
era evidente que cada vez estaba más preocupado.
Cuando Haggerty terminó su declaración, Copeland se puso en pie y dijo:
—Si el tribunal lo permite, esta prueba será completada por mi próximo testigo,
por mediación del cual probaremos que el acusado fue visto cuando abandonaba el
departamento de Milter poco más o menos a la hora en que el crimen debió
cometerse. La Sala comprenderá que quizá sea un poco desusado el curso de este
procedimiento, que todas estas pruebas son ofrecidas para un propósito muy limitado
y —agregó con acento triunfal— que han sido aceptadas sin objeción por parte del
acusado.
—¿Algunas preguntas más? —preguntó Mason.
—No. Puede usted repreguntar.
Mason dijo:
—Míster Haggerty, cuando usted entró por primera vez en ese departamento, ¿se
dio cuenta de que había una pecera con un pato dentro?
—Protesto por ser impropia la repregunta —dijo rápidamente Copeland—. La
prueba relacionada con el asesinato de Milter fue introducida para un propósito muy
limitado. No deseo probar el caso de asesinato en este momento.
—Lo que usted desea no establece ninguna diferencia —manifestó Mason—.
Usted abrió la puerta al interrogatorio directo lo suficiente como para que sirviera a
sus propósitos. En virtud de las leyes de repreguntas, yo tengo derecho a abrirla toda.
¡Y eso es lo que voy a hacer, señor fiscal de distrito, abrirla de par en par!
Copeland añadió:
—Protesto ante vuestra señoría. No es propio volver a preguntar de esta forma.
—¿Por qué no? —preguntó Mason—. Usted buscó relacionar al acusado con el
crimen de Milter.
—Pero solamente con el propósito de demostrar su familiaridad con ese método
especial de perpetrar un crimen —manifestó el fiscal de distrito.
—No me importa cuál es o fue su propósito —argumentó Mason—. Yo voy a
probar que John L. Witherspoon no pudo tener ninguna relación con el asesinato de
Milter. Voy a probar que Milter estaba muerto antes que Witherspoon empezara a
subir la escalera que conduce a ese departamento. Voy a probarlo tanto por
intermedio de los propios testigos de la acusación, como por algunos que presentaré
yo. Y después voy a hacerle digerir sus argumentos. Usted, señor fiscal, se metió en
esto y…
El juez Meehan golpeó su estrado con el mazo.
—El abogado deberá abstenerse de personalizar —dijo—. El abogado dirigirá su
argumento a la Sala.
—Muy bien —dijo Mason con una sonrisa—. Señoría: hago constar que el fiscal
de distrito consiguió introducir ciertas pruebas con un propósito limitado. Además,
por parte de la defensa no hubo objeción alguna a esa prueba. El fiscal de distrito ha

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mostrado la parte que, según creyó, beneficiaría su tesis. Nosotros tenemos derecho a
mostrarlo todo.
—En cuanto se refiere a esa pregunta específica —dijo el juez Meehan—, se
rechaza la protesta. El testigo contestará a la pregunta.
—Está bien. Había un pato en esa pecera —declaró Haggerty.
—¿Y notó usted algo extraño en el pato?
—Sí.
—¿Qué?
—Parecía estar… Parecía como si estuviera manoteando en el agua… Tenía
aspecto de un pato que no supiera nadar…, parecía que se estaba ahogando.
El ruido de las carcajadas en la sala apagó los golpes del mazo del juez.
Haggerty se movió incómodo en el banquillo y cambió de posición, pero
contempló con mirada desafiante a los espectadores que reían.
—Siendo ésta una comunidad agrícola —manifestó Mason sonriendo cuando las
carcajadas cesaron—, supongo que debe de divertir bastante a los espectadores la
idea de un pato que no ha aprendido a nadar y que se ahoga en una pecera. ¿Está
usted seguro de que el pato estaba ahogándose, míster Haggerty?
Haggerty dijo:
—Algo raro le pasaba. No sé lo que era, pero el pato estaba sumergido.
Solamente sobresalía del agua una pequeña parte del pato.
—¿Ha oído usted decir que los patos se zambullen? —preguntó Mason.
Se oyó correr por la sala la risa ahogada de los espectadores.
Haggerty dijo:
—Sí. Pero ésta es la primera vez que vi zambullirse a un pato con la cola hacia
abajo.
Un huracán de carcajadas atronó la sala cuando Haggerty terminó su frase.
—¿Está seguro de que algo le sucedía al pato cuando usted entró en la
habitación? —preguntó Mason cuando el orden fue restablecido en la sala.
—Sí. El pato no estaba bien a flote. Unas dos terceras partes de su cuerpo se
hallaban sumergidas.
—¿Qué le sucedió al pato después? —preguntó Mason.
—El pato pareció sentirse mejor. Yo no las tenía todas conmigo a causa de haber
aspirado una ráfaga del gas. Luego, cuando me recuperé, miré al pato de nuevo. Esta
vez el pato estaba flotando bien sobre el agua.
—¿Se encontraba todavía el pato en la pecera cuando el acusado entró en el
departamento? —preguntó Mason.
—Sí.
—¿Hizo el acusado alguna declaración acerca del pato?
—Sí.
—¿Cuál?
—Dijo que el pato era suyo.

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—¿Algo más?
—Dijo que Marvin Adams, un joven que estuvo de visita en casa del acusado, se
había llevado el pato aquella misma tarde.
—¿Y el acusado identificó positivamente al pato?
—Sí, absolutamente. Dijo que podría jurarlo en cualquier momento. Era su pato.
Mason hizo una inclinación, sonrió y dijo:
—Muchísimas gracias, oficial Haggerty, por haber hecho una declaración
excelente. No tengo más preguntas que formularle.
El fiscal de distrito, Copeland, vaciló un momento y luego llamó a Alberta
Cromwell.
Alberta Cromwell caminó por uno de los lados de la sala, levantó la mano, prestó
juramento y luego sentóse en la silla de los testigos. Miró a Perry Mason con mirada
dura y desafiante, la mirada de una mujer que ha reflexionado perfectamente sobre lo
que va a decir y que está resuelta a negar las cosas que no está dispuesta a admitir.
Copeland se mostraba suave una vez más. Ahora pisaba terreno legal que le era
más familiar; sus modales y el tono de su voz lo demostraban.
—¿Su nombre es Alberta Cromwell y vive usted aquí, en El Templo?
—Sí, señor.
—¿Vivía usted en el once sesenta y dos de la avenida Cinder Butte, en una casa
de departamentos?
—Sí, señor.
—¿La misma casa de departamentos donde vivía la víctima, Leslie Milter?
—Sí, señor.
—¿Y dónde estaba situado su departamento, con referencia al de Milter?
—Mi departamento era contiguo al de Milter. Había dos departamentos en el
segundo piso. Él tenía uno y yo el otro.
—¿Hay alguna puerta entre ellos, o algún medio de comunicación?
—No, señor.
—Ahora bien: en la noche en cuestión, ¿vio usted al acusado, míster John L.
Witherspoon?
—Sí, señor.
—¿Dónde y cuándo?
—Eran, aproximadamente, las doce menos veinte, quizá las doce menos cuarto.
No puedo asegurar la hora exacta. Sé que fue después de las once y treinta y antes de
medianoche.
—¿Dónde lo vio usted?
—En el momento en que él abandonaba el departamento de Leslie L. Milter.
—¿Está usted segura de haberlo identificado?
—Sí, señor. No solamente vi al hombre, sino que también anoté el número de la
matrícula de su automóvil. Estoy completamente segura de que era míster
Witherspoon.

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—Bien; ¿sabe usted si él salió del departamento de la víctima o…?
—Sí, señor —interrumpió Alberta Cromwell en su ansiedad por contestar a la
pregunta—. Sé que salió de ese departamento. Oí sus pasos cuando bajaba la
escalera. Luego sentí cómo se abría y cerraba la puerta de abajo, y él atravesaba el
porche.
—¿Cómo pudo usted ver todo esto?
—Desde mi ventana. La casa tiene dos ventanas en cada lado del segundo piso.
Una está situada en el lado de míster Milter, y la otra en el mío. Desde mi ventana, yo
podía mirar hacia abajo y ver la puerta del departamento de míster Milter.
—Puede usted repreguntar —manifestó Copeland.
Con la mirada fija en los ojos de la testigo, Mason se puso lentamente en Pie.
—Usted era amiga de Leslie Milter.
—Sí.
—¿Lo había conocido usted en Los Ángeles?
La mirada de la testigo era desafiante cuando contestó:
—Sí.
—¿No era usted amante de Milter?
—No.
—¿No era su esposa?
—No, en absoluto.
—¿Dijo usted alguna vez ser su esposa?
—No.
—¿Vivió usted con él alguna vez, con carácter de esposa?
—Protesto por ser esa pregunta impropia, inadmisible e inaplicable —rugió
indignado Copeland—. Si la Sala lo permite, esa pregunta es formulada puramente
con el propósito de humillar a la testigo. No tiene absolutamente ninguna relación
con…
—Ha lugar a la protesta.
Mason se inclinó ante la decisión del juez y dijo respetuosamente:
—Señoría, si se me permite argumentar ese punto, pienso que la inclinación de la
testigo es un factor material y…
—Esta Sala no permitirá esa pregunta —expuso el juez Meehan—; usted tiene
derecho a preguntar a la testigo si era esposa de la víctima o si alguna vez había
pretendido ser su esposa. Tiene derecho a preguntarle si ella era amiga del muerto,
pero habiendo recibido las contestaciones que recibió, la Sala decide que usted no
tiene derecho a colocar a esta testigo en una situación embarazosa en vista del estado
actual del expediente. Usted comprenderá, abogado, que la prueba concerniente al
asesinato de Leslie Milter ha sido introducida para un propósito muy limitado,
mientras que su derecho de repreguntar acerca de los hechos que los oficiales
encontraron en ese departamento no está limitado. En su derecho de insistir con la
testigo en cuanto al motivo, sí está limitado. La Sala decide que la relación que usted

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sugiere, aun en el caso de que hubiera existido, sería demasiado remota.
—Muy bien —dijo Mason—, haré la pregunta de otra manera. Miss Cromwell, es
posible que usted saliera por la puerta trasera de su departamento y, escalando una
barandilla baja de madera, pasara al porche del departamento de Milter, ¿no es así?
—Supongo que cualquiera habría podido hacerlo.
—¿Lo hizo usted alguna vez?
Había una mirada de triunfo en los ojos de la testigo.
—No —contestó rápidamente con un tono de frialdad.
—¿Lo hizo usted durante la tarde en cuestión?
—No, por cierto.
—¿No había visto usted a Leslie Milter esa tarde?
—Le había visto a primera hora de la tarde, entrando en su departamento.
—¿Estuvo usted de visita en el departamento de Milter?
—No, señor.
—¿No estaba Leslie Milter preparando para usted un trago de ron caliente con
manteca cuando sonó el timbre de la puerta, y él le dijo que volviera a su
departamento?
—No, señor.
—Ahora bien: usted ha dicho que vio que el acusado salía del departamento de
Milter. ¿Estuvo usted vigilando el departamento aquella tarde desde muy temprano?
—No, señor. Yo no estaba vigilando el departamento cuando vi salir al acusado.
Me encontraba en pie, casualmente, junto a la ventana.
—¿Por qué estaba en pie junto a la ventana?
—Fue una casualidad que yo estuviera allí.
—¿Podría el acusado haber mirado hacia arriba y haberla visto a usted?
—No. No lo creo.
—¿Por qué?
—Porque yo miraba hacia afuera. Él tendría que haber mirado hacia adentro.
—¿Y no pudo el acusado haberlo hecho así?
—De ninguna manera.
—Usted quiere decir que él no habría podido verla en pie junto a la ventana
porque no había luz alguna detrás de usted, ¿no es así?
—Por supuesto.
—Entonces, el cuarto debía de estar a oscuras.
La testigo vaciló un momento y luego repuso:
—Sí, supongo que sí. Quizás estuviera a oscuras.
—¿No estaban encendidas las luces en ese cuarto? —preguntó Mason.
—No, señor. Me figuro que no.
—¿Estaban levantadas las cortinas?
—Pues…, yo…, no estoy segura de eso.
—¿Quiere usted hacer creer a la Sala que vio al acusado a través de una cortina

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bajada? —preguntó Mason.
—No, no quise decir eso.
—Entonces, ¿qué quiso usted decir?
Durante unos instantes, Alberta Cromwell se vio atrapada y la desesperación
asomó a sus ojos. Luego vislumbró una salida y dijo triunfalmente:
—Yo pensé que su pregunta se refería a si todas las cortinas se hallaban caídas o
levantadas. Yo sabía que la cortina de esa única ventana estaba levantada, pero no
recordaba cómo se hallaban las demás.
La testigo sonrió triunfalmente, como diciendo: «Usted creyó que me tenía
atrapada esta vez, ¿no es así? Pero me escapé».
Mason dijo:
—Pero había luces en el cuarto.
—No. Estoy segura de que no había ninguna.
—¿Con qué propósito entró en esa habitación a oscuras?
—Pues yo… necesitaba algo que había allí.
—¿La ventana ante la cual usted estaba en pie se encontraba situada en el lado
más alejado de la puerta?
—Sí, en el más alejado de la puerta.
—Y la llave de la luz está cerca de la puerta, ¿no es así?
—Sí.
—¿De modo que cuando entró en ese cuarto para buscar algo que ahora no
recuerda, usted no encendió la luz, sino que atravesó a oscuras el cuarto para
detenerse ante la ventana y mirar hacia abajo, hacia la puerta del departamento de
Milter?
—Yo estaba en pie allí…, pensando.
—Ya veo. Bien. Poco después de eso, cuando yo aparecí en la puerta del
departamento y toqué el timbre de la puerta para entrar, usted bajó la escalera de su
departamento, ¿no es así?
—Sí.
—¿Y habló usted conmigo?
—Sí.
—¿Y caminamos unos pasos juntos, en dirección al centro de la ciudad?
—Sí.
—Y usted fue a la estación de autobuses, ¿no es así?
El fiscal de distrito miraba fijamente cuanto intervino:
—Señoría, debo protestar. Este interrogatorio ya va demasiado lejos. Dónde fue
esta testigo o qué hizo después que dejó la casa de departamentos son preguntas
impropias. Es inadmisible en derecho, inaplicable e inútil, y demasiado remoto desde
el punto de vista del tiempo para tener algún efecto sobre el caso. La Sala deberá
recordar que todas estas preguntas fueron introducidas para un propósito muy
limitado.

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El juez Meehan hizo un gesto afirmativo y dijo:
—La Sala oirá las argumentaciones sobre esto, míster Mason, si usted desea
argumentarlo, pero estimo correcta la posición que ha adoptado el fiscal de distrito.
—Yo también lo estimo así —manifestó Mason—. Creo que es enteramente
correcta y pienso que no tengo más preguntas que hacer a esta señorita. Muchas
gracias, miss Cromwell.
Alberta Cromwell esperaba tener una batalla campal con Mason y le sorprendió la
calma con que el abogado aceptó sus declaraciones, que diferían tanto de las que ella
previamente le había hecho.
Miss Cromwell se disponía a abandonar el banquillo de testigos cuando Mason le
dijo en tono indiferente:
—Oh, una pregunta más, miss Cromwell. He notado que Raymond E. Allgood
está en la sala. ¿Le conoce usted?
Ella vaciló, luego dijo:
—Sí.
—¿Conoce usted a su secretaria, Sally Elberton?
—Sí.
—¿Alguna vez hizo usted alguna declaración a cualquiera de ambos, en el sentido
de que era la esposa de Leslie Milter? —preguntó Mason.
—Yo…, es decir…
—Por favor, ¿quiere usted ponerse en pie, miss Elberton?
La joven rubia se levantó de muy mala gana.
—¿No dijo nunca a esa mujer que usted era la amante de Leslie Milter? —
preguntó Mason.
—Yo no dije que era su amante —contestó la testigo—. Le dije que dejase
tranquilo a Milter y…
La testigo se detuvo bruscamente a mitad de la frase, maldiciendo mentalmente
las palabras que habían brotado de su boca.
Mientras advertía el efecto de lo que había dicho, mirando a su alrededor a los
ojos curiosos que la enfocaban, Alberta Cromwell se dejó caer lentamente en la silla
de los testigos, como si sus rodillas hubieran perdido súbitamente sus fuerzas.
—Prosiga —dijo Mason—; termine lo que iba a decir.
La testigo dijo indignada:
—Me atrapó usted. Me hizo creer que todo había terminado, y luego hizo que esa
mujer se pusiera en pie y…
—¿Qué tiene contra esa mujer, como dice usted? Eso es todo, miss Elberton.
Puede sentarse de nuevo.
Sally Elberton volvió a ocupar su asiento, consciente de que los espectadores
alargaban el cuello para mirarla. Luego, todos los ojos se volvieron una vez más
hacia Alberta Cromwell.
—Muy bien —dijo la testigo, como resolviéndose súbitamente a terminar con

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todo—. Le diré a usted la pura verdad. Lo que le he dicho era verdad, excepto que
trataba de ocultar una sola cosa. Yo era la amante de Leslie Milter. Nunca se casó
conmigo. Me dijo que no era necesario, que estábamos casados tan legalmente como
si lo hubiéramos hecho en una iglesia, y yo le creí. Viví con él como si fuera su
esposa. Luego apareció esa mujer y cambió todo por completo. Hizo que Milter
intentara abandonarme. Yo sabía que él me había engañado antes, pero fue en
oportunidades aisladas, como cualquier hombre lo hace. Mas ahora era diferente. Ella
lo había trastornado completamente, y…
El estupefacto fiscal de distrito, recobrando súbitamente su presencia de ánimo,
interrumpió para decir:
—Un momento. Me parece que esto también es demasiado remoto y distante; que
es inadmisible en derecho, inaplicable, inútil, y…
—Yo no lo creo así —dictaminó severamente el juez Meehan—. Esta testigo está
ahora haciendo una declaración que se contradice completamente con lo que declaró
bajo juramento unos minutos antes. En vista de las circunstancias, el tribunal quiere
escuchar todas las explicaciones que desea exponer la testigo. Puede continuar, miss
Cromwell.
Alberta Cromwell se volvió hacia el juez y dijo:
—Supongo que usted no me comprenderá, pero todo fue así. Leslie me abandonó
y vino aquí, a El Templo. Tardé dos o tres días en averiguar dónde había ido. Vine
para reunirme con él. Me dijo que estaba aquí por un asunto de negocios, y que yo no
podía estar con él, que yo estropearía el asunto si trataba de causarle molestias. Yo
me enteré que había un departamento desocupado al lado del suyo y me mudé allí.
Supuse que Leslie estaba realmente trabajando en un caso, y…
—No importa lo que usted suponga —interrumpió el fiscal de distrito, Copeland
—. Limítese a contestar las preguntas de míster Mason, miss Cromwell. Si la Sala me
lo permite, haré constar que a esta testigo no debería permitírsele hacer una
declaración de esta naturaleza. Debería solamente contestar las preguntas que se le
formulen.
El juez Meehan se inclinó hacia adelante para ver a la joven.
—¿Está usted explicando las contradicciones en que incurrió en su declaración,
miss Cromwell? —preguntó.
—Sí, señor juez.
—Continúe —dijo el juez Meehan.
La testigo prosiguió:
—Después, Leslie me dijo que fuera una buena chica y que no le molestara, que
poco más o menos una semana después nos iríamos de allí para viajar a donde
quisiéramos. Que podríamos ir a Méjico, a Sudamérica o a cualquier parte. Dijo que
iba a tener mucho dinero y…
El juez Meehan la interrumpió para decir:
—No interesa especialmente lo que él dijo. Quiero saber por qué falseó usted

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parte de su testimonio y si ésa es la única parte en que usted dejó de decir la verdad.
—Bueno —dijo la testigo—, tengo que explicar esto para que usted pueda
comprender. La noche en que fue asesinado, Leslie me confió que su negocio estaba a
punto de ser concluido y que Sally Elberton vendría a verle. Me dijo que yo había
estado equivocada acerca de su relación con ella, pues se debía únicamente a que
deseaba sacarle algunos informes. Luego estuvo trabajando para poder terminar su
negocio. Me manifestó que ella era una muchacha vanidosa, de cabeza hueca y que él
tenía que mimarla con el fin de sacarle información.
—¿Estuvo usted en el departamento de Leslie Milter aquella noche? —preguntó
el juez.
—Bueno, sí, estuve. Fui allí para charlar con él; Milter estaba preparándome un
ron caliente con manteca. Esperaba que Sally Elberton llegaría alrededor de la
medianoche. Sonó el timbre de la puerta y Milter se enojó y dijo: «Di a esa muchacha
una llave de mi departamento para que no tuviera que tocar el timbre y la viera todo
el mundo. Supongo que ha perdido la llave. Vuélvete a tu departamento, dentro de
media hora o tres cuartos te haré una señal para que sepas que no hay moros en la
costa».
—¿Qué hizo usted? —preguntó Mason.
—Salí por la puerta trasera y crucé mi departamento. Oí cómo Leslie cerraba con
llave la puerta trasera después de salir yo. Luego oí que iba hacia el frente de su
departamento.
—¿Miró usted para ver quién entraba en el departamento de Milter?
—No, señor, no lo hice. Ella ya estaría dentro cuando yo hubiera podido llegar a
mi ventana, de todos modos. Entré, me senté y me puse a escuchar la radio.
—¿Y luego qué?
—Después de un momento empecé a ponerme nerviosa y a sospechar un poco.
Salí de puntillas hasta el porche trasero y no pude oír absolutamente nada; luego
apliqué mi oído a la pared y creí oír que alguien andaba por allí con paso muy suave.
Me pareció escuchar voces. Resolví ir a la ventana para mirar hacia abajo, a la puerta,
y ver exactamente cuándo salía ella. Fui a la habitación del frente y me detuve ante la
ventana. Vi que había un coche estacionado delante del departamento, y luego este
hombre —la testigo señaló a Witherspoon— salió y subió al coche. Yo no sabía que
Leslie esperaba a un hombre, y pensé que quizá fuese un oficial de Policía.
—¿Por qué un policía? —preguntó Mason.
La testigo dijo:
—Oh, no lo sé. Leslie sabía aprovechar las oportunidades, a veces. Yo… Bueno,
él había tenido algunos tropiezos. De cualquier modo, anoté el número de la
matrícula.
—¿Y luego qué? —preguntó Mason.
La testigo respondió:
—Pensé bajar para tocar el timbre de Leslie. Creí que así le haría venir a la puerta

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y que cualquier otra persona que estuviera arriba se quedaría allí. Pero…, yo no
estaba vestida, no llevaba encima nada más que una bata. De modo que volví a mi
dormitorio y me vestí. Y bien; pensé que sería conveniente echar una ojeada por la
ventanilla de la puerta trasera. Fui otra vez al porche trasero, pasé por encima de la
barandilla y traté de abrir suavemente la puerta. Estaba cerrada con llave. En la parte
superior de la puerta había una ventanilla de cristal en forma de rombo. Poniéndome
de puntillas, pude mirar a través de ella. Noté que la cocina estaba llena de humo.
Acerqué un cajón a la puerta, me subí a él y miré a través de la ventanilla romboidal.
Pude ver los pies de un hombre, con los dedos apuntando hacia arriba, y que el azúcar
y el agua se habían consumido en la vasija. Golpeé la puerta y no recibí respuesta.
Intenté girar el picaporte y comprobé que la puerta estaba cerrada con llave. Puse otra
vez el cajón en su lugar, escalé la barandilla del porche, volví a mi departamento y
bajé la escalera lo más rápidamente posible. Como usted estaba tocando el timbre de
la puerta del departamento de Milter, no me atreví a demostrar mucho interés ni traté
de forzar mi entrada allí. Tan pronto como pude desembarazarme de usted, hablé por
teléfono a la Policía para decirles que algo raro había ocurrido en el departamento de
Leslie Milter. Después fui a la estación de autobuses y esperé…, y, Dios me ayude,
ésta es la verdad y toda la verdad.
El juez Meehan miró a Perry Mason.
—¿Alguna otra pregunta? —dijo.
—Ninguna, señoría.
El fiscal de distrito, Copeland, contestó a la pregunta del juez Meehan moviendo
la cabeza con expresión algo deslumbrada.
—Eso es todo —dijo el juez Meehan a la testigo—. Puede usted retirarse.
Fue sólo al oír el tono cariñoso de la voz del juez cuando Alberta Cromwell
comenzó a llorar. Sollozando fue alejándose del banquillo de los testigos.
El alguacil se acercó al fiscal de distrito, Copeland, y le tocó el hombro; en
seguida le entregó una nota plegada.
Copeland examinó la nota con expresión intrigada y luego dijo al juez Meehan:
—Informo a vuestra señoría que creo haber descubierto una situación muy
desusada y extraña. Si la Sala me lo permite, haré comparecer a un testigo de cargo.
—Está bien —dijo el juez Meehan.
El fiscal de distrito se levantó, se dirigió hasta la barandilla que le separaba de la
sala e hizo una pausa para mirar la figura vestida de luto y pesados velos de mistress
Burr, que se hallaba sentada en la primera fila de espectadores. El fiscal de distrito
alzó la voz y dijo dramáticamente:
—Si la Sala lo permite, ahora deseo poner en el banquillo de los testigos a Diana
Burr, viuda de Roland Burr. Ella será mi próximo testigo. Mistress Burr, ¿quiere
adelantarse, por favor, para prestar juramento?
Mistress Burr estaba sorprendida e indignada, pero al ordenarle el juez Meehan
que se adelantara, se dirigió hacia el banquillo de los testigos procurando parecer

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muy trágica y elegante en su luto. Alzó la mano y le fue tomado juramento. Dio su
nombre y domicilio y esperó con expresión anhelante, mientras el fiscal de distrito,
Copeland, miraba hacia el tribunal para asegurarse de que polarizaba la atención de
todos los espectadores.
—¿Vio usted alguna vez ahogarse a un pato? —preguntó dramáticamente el fiscal
de distrito.
Esta vez los espectadores no tenían motivo para reír. Una sola mirada al
semblante de mistress Burr bastaba para darse cuenta de que ése era un momento
lleno de tensión dramática.
—Sí —contestó mistress Burr en voz baja.
En el silencio que descendió sobre la sala de justicia era posible percibir el ruido
de la respiración y los roces de la ropa de la gente que se movía inquieta en las sillas,
mientras trataba de ver mejor a la testigo.
—¿Dónde? —preguntó el fiscal de distrito, Copeland.
—En la casa de John L. Witherspoon.
—¿Cuándo?
—Hace poco más o menos una semana.
—¿Qué sucedió?
Mistress Burr dijo:
—Marvin Adams habló de un pato que se ahogaba. Mi esposo se rió de él y
Adams trajo un pato joven y una pecera. Adams puso algo en el agua y el pato
comenzó a hundirse.
—¿Se ahogó el pato?
—Míster Adams sacó el pato de la pecera antes que se ahogara por completo.
El fiscal de distrito se volvió triunfalmente hacia Perry Mason y dijo:
—Ahora puede usted preguntar.
—Muchísimas gracias —dijo Mason con exagerada cortesía.
Durante unos largos instantes, Mason quedóse sentado, perfectamente inmóvil, y
luego preguntó en voz baja:
—¿Vivió usted antes en la ciudad de Winterburg, mistress Burr?
—Sí.
—¿Conoció a su esposo allí?
—Sí.
—¿Qué edad tiene usted?
Mistress Burr vaciló, y luego dijo:
—Treinta y nueve años.
—¿Conoció usted a una persona de nombre Corine Hassen en la ciudad de
Winterburg?
—No.
—¿Oyó hablar a su esposo alguna vez de una tal miss Corine Hassen?
La testigo evitó la mirada de Mason.

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—¿Qué objeto tiene todo esto? —interrumpió el fiscal de distrito—. ¿Por qué no
repregunta a la testigo acerca del pato?
Mason no hizo caso de la interpelación.
—¿Oyó hablar a su esposo alguna vez de una tal miss Corine Hassen? —preguntó
otra vez.
—Bien…, sí…, hace años.
Mason volvió a acomodarse en su silla y permaneció en silencio durante varios
segundos.
—¿Alguna otra pregunta? —preguntó el juez Meehan a Mason.
—Ninguna, señoría.
El fiscal de distrito, Copeland, dijo con una sonrisa sarcástica.
—Yo esperaba que usted formulara algunas preguntas que arrojasen un poco más
de luz sobre ese pato que se ahogaba.
—Ya sé que usted lo esperaba —dijo Mason sonriendo—. El pato que se ahogaba
ahora se ha convertido en un problema suyo, señor fiscal de distrito. No tengo
ninguna otra pregunta que formular a esta testigo.
El fiscal de distrito dijo:
—Muy bien, mi próximo testigo será Marvin Adams. Debo declarar a vuestra
señoría que no esperaba hacer esto, pero la Sala comprenderá que estoy tratando
simplemente de llegar a los hechos ciertos en este caso. En vista de lo que ha
declarado esta testigo de cargo, creo que es…
—El fiscal de distrito no necesita hacer ninguna declaración. Limítese a llamar a
su testigo.
—Marvin Adams, adelántese —dijo el fiscal de distrito.
Marvin Adams, evidentemente de mala gana, acudió lentamente hacia el
banquillo de los testigos, prestó juramento y sentóse enfrentando los ojos hostiles del
fiscal de distrito.
—¿Oyó usted lo que dijo esta testigo acerca de un pato que se ahogaba?
—Sí, señor.
—¿Realizó usted ese experimento?
—Sí, señor.
—Ahora bien —dijo el fiscal de distrito, poniéndose en pie y apuntando a Marvin
Adams con un dedo acusador—: ¿Realizó usted o no ese experimento en el
departamento de Milter la noche en que fue asesinado?
—No, señor.
—¿Conocía usted a Leslie L. Milter?
—No, señor.
—¿Nunca fue presentado a él?
—No, señor.
—¿Estuvo alguna vez en el departamento de Milter?
—No, señor.

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—¿Pero sí realizó usted su experimento de hacer ahogar a un pato, y explicó ese
experimento a los huéspedes reunidos en casa de míster Witherspoon?
—Sí, señor.
—Y —dijo triunfalmente el fiscal de distrito— entre las personas allí presentes
estaba incluido míster John L. Witherspoon, ¿no es así?
—No, señor. Míster Witherspoon no estaba allí.
Durante un momento, el fiscal de distrito se sintió confundido.
—¿Y qué hizo usted? —preguntó tratando de ocultar su desconcierto—. ¿Cómo
hizo usted para que el pato se hundiera?
—Usé un detersorio.
—¿Qué es un detersorio?
—Es un descubrimiento relativamente nuevo por medio del cual la repulsión
natural que existe entre el agua y el aceite puede ser eliminada.
—¿Cómo se hace eso?
Mientras Marvin Adams explicaba la compleja acción de los detersorios, los
espectadores escuchaban con la boca abierta. El juez Meehan se inclinó hacia delante
para mirar al joven. Su cara demostraba interés.
—¿Y usted quiere decir que con la ayuda de este detersorio puede hacer que un
pato se hunda? —preguntó el fiscal de distrito.
—Sí. Unas pocas milésimas de una solución al uno por ciento del detersorio
concentrado harían que un pato se sumergiera.
El fiscal de distrito reflexionó sobre eso durante unos segundos y luego dijo:
—Ahora bien: usted todavía no está emparentado de ningún modo con el acusado,
¿no es así?
—Sí, señor, lo estoy.
—¿Qué?
—Soy su yerno.
—Usted quiere decir… ¿Qué quiere decir?
—Quiero decir —manifestó Marvin Adams— que estoy casado con Lois
Witherspoon. Ella es mi esposa.
—¿Cuándo se realizó ese casamiento?
—A eso de la una de esta mañana, en Yuma, Arizona.
El fiscal de distrito se tomó cierto tiempo para reflexionar también sobre esto. Los
espectadores susurraban entre sí.
El fiscal de distrito, Copeland, continuó con su interrogatorio. Ahora formulaba
sus preguntas con la cautela de un cazador que acecha a su presa.
—Es, por supuesto, muy posible que una de las personas que presenciaron ese
experimento dijera al acusado lo sucedido. ¿No es cierto eso?
—Protesto —dijo Mason tranquilamente—, por ser argumentativa esa pregunta e
instar al testigo a que llegue a una conclusión.
—Ha lugar la protesta —intervino el juez Meehan.

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—¿Alguna vez discutió usted con el acusado sobre ese experimento del pato que
se ahoga?
—No, señor.
—¿Con su hija?
—Protesto —dijo Mason—. Eso es inadmisible, irrelevante e inmaterial.
—Ha lugar la protesta.
Copeland se rascó la cabeza, miró primero unos papeles que tenía sobre la mesa y
después al reloj que colgaba de la pared de la sala y dijo de repente a Marvin Adams:
—Cuando usted se fue de casa del acusado en la noche del crimen llevó un patito
consigo, ¿no es así?
—Sí, señor.
—¿Uno que pertenecía al acusado?
—Sí, señor. La hija del acusado me dijo que podía llevármelo.
—Exactamente. ¿Y se llevó usted el pato para un propósito determinado?
—Sí, señor.
—¿Para hacer un experimento?
—Sí, señor.
—Ahora bien: ¿está usted seguro de que no fue al departamento de Leslie L.
Milter poco después de dejar la hacienda de Witherspoon?
—Nunca he ido al departamento de míster Milter.
—¿Está dispuesto a jurar que el pato que el oficial Haggerty encontró en el
departamento de Milter no era el mismo que usted cogió en la hacienda de
Witherspoon?
Antes que Adams pudiera contestar a la pregunta, Lois Witherspoon dijo con voz
clara y firme:
—Él no puede contestar a esa pregunta. Yo soy la única que puede hacerlo.
El juez Meehan golpeó para imponer silencio, pero miró con curiosidad a Lois
Witherspoon.
Mason, en pie, dijo suavemente:
—Pensaba objetar la pregunta de todos modos sobre la base de que obliga al
testigo a que llegue a una conclusión y es argumentativa. A este tribunal no le
interesa lo que un testigo está dispuesto a jurar. Eso no ayuda a resolver las
cuestiones de derecho en el tribunal. Las declaraciones sobre un hecho que un testigo
hace bajo juramento son las únicas pertinentes. Preguntar a un testigo sobre lo que
está dispuesto a jurar es argumentativo.
—Ésa es, por supuesto, una forma vaga de formular la pregunta —manifestó
Meehan—. Quizá técnicamente su protesta es correcta en ese aspecto.
—Y aunque la pregunta fuera formulada en otra forma —dijo Mason—, lo mismo
obligaría al testigo a llegar a una conclusión. El testigo puede declarar si puso algún
pato en la pecera del departamento de Milter. Puede atestiguar si alguna vez estuvo en
el departamento de Milter. Puede atestiguar si conservó el pato en su poder o qué hizo

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con él. Pero el hecho de preguntarle si cierto pato es uno que él ha visto o tenido en
su posesión antes, es obligarle a que llegue a una conclusión…, a menos, por
supuesto, que se demuestre que ese pato tiene una marca que le distinga de todos los
demás patos.
—Por supuesto —dijo el juez Meehan—; si el testigo no sabe eso, puede declarar
sencillamente que no lo sabe.
Marvin Adams sonreía.
—Pero lo sé —dijo—. El pato que dejé en el automóvil…
—Un momento —interrumpió Mason, alzando una mano—. Hay una protesta
formulada a la consideración del tribunal, míster Adams. Absténgase de contestar
hasta que el juez haya decidido sobre la protesta.
Lois Witherspoon, todavía en pie, dijo:
—Él no puede contestar a esa pregunta. Yo soy la única que puede contestarla.
El juez Meehan dijo:
—Voy a pedir a miss Witherspoon que se siente. Al fin y al cabo, debemos
mantener el orden en la sala del tribunal.
—¿Pero no comprende usted, señor juez? —preguntó Lois Witherspoon—. Yo…
—Basta —dijo el juez Meehan—. A este testigo le ha sido formulada una
pregunta y una protesta sometida a la consideración del tribunal, una protesta bastante
técnica, por cierto, pero que, no obstante, el acusado está en su derecho de formular.
—Si el tribunal me lo permite —manifestó Mason—, opino que esta pregunta y
esta protesta tienen más importancia de lo que el tribunal advierte. Noto que se acerca
la hora de la interrupción del mediodía. ¿Podría sugerir que el tribunal estudiara la
protesta hasta las dos de la tarde?
—No veo que haya ningún motivo para hacerlo así —dijo el juez Meehan—. La
protesta, como yo la entiendo, es técnica; primero, por la naturaleza de la pregunta;
luego, en cuanto se refiere a si insta al testigo a llegar a una conclusión. Por supuesto,
si el testigo no lo sabe, puede decirlo exactamente con esta mismas palabras. Pienso,
por tanto, que no debe fundarse la pregunta en el hecho de que debe existir una marca
en el pato u otra clase de medio de identificación que sirviera para que el testigo
contestase afirmativamente con seguridad. De cualquier modo, en cuanto a la forma
de la pregunta…, me refiero a lo que el fiscal de distrito ha preguntado al testigo
sobre si estaría dispuesto a jurar cierto extremo…, creo que la protesta está bien
formulada en contra de esa pregunta. En cuanto se refiere a ese punto específico, el
fiscal de distrito podrá formular otra pregunta en forma conveniente… y supongo que
el abogado defensor formulará una protesta. Sobre lo cual se dejará una constancia
muy clara en el expediente para evitar cualquier cuestión de derecho.
—Muy bien, señoría —manifestó Mason—. Perdóneme, y si el tribunal me lo
permite, antes que el fiscal de distrito reconstruya esa pregunta, ¿puedo sugerir al
tribunal que advierta al fiscal de distrito que no tire la prueba más valiosa de este
caso?

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Copeland se mostró muy sorprendido y se volvió rápidamente para preguntar a
Mason.
—¿A qué se refiere usted?
Mason dijo suavemente.
—A este trozo de papel que le fue entregado a usted hace unos momentos.
—¿Qué significa?
—Es una prueba.
El fiscal de distrito dijo al juez Meehan:
—Hago constar, señoría, que no es una prueba. Era una comunicación privada y
confidencial que me envió cierta persona que está presente en esta sala.
—¿Quién? —preguntó Mason.
—Eso no es asunto de su incumbencia —contestó Copeland.
El juez Meehan intervino secamente diciendo:
—Basta, caballeros. Vamos a terminar con el prurito de personalizar. El tribunal
tratará de imponer cierto orden. Bien, miss Witherspoon, ¿quiere usted sentarse, por
favor?
—Pero, señoría, yo…
—Siéntese, por favor. Ya tendrá oportunidad de contar su historia más tarde.
Ahora bien: para las debidas anotaciones en el expediente, hágase constar que al
testigo se le ha formulado una pregunta. Esa pregunta ha sido protestada. Ha lugar la
protesta.
—Y si el tribunal me lo permite —intervino Mason suavemente—, ¿podría
hacerse constar que, en este momento, he solicitado que el fiscal de distrito no
destruya la nota que le fue entregada hace unos minutos?
—¿Con qué fundamento? —preguntó el juez Meehan—. Me inclino a convenir
con el fiscal de distrito que ésa es una comunicación confidencial.
Mason dijo:
—Es la prueba más fehaciente en este caso. Solicito que el tribunal se haga cargo
de esa prueba hasta tanto yo pueda demostrar que es pertinente.
—¿Con qué fundamento? —preguntó Copeland.
Mason dijo:
—Vamos a hacer una lista de las personas que sabían que Marvin Adams había
realizado el experimento de ahogar a un pato, ya que solamente una de esas personas
pudo haber escrito esa nota al fiscal de distrito…; una nota que, supongo, decía al
fiscal de distrito que hiciera comparecer a mistress Burr y la interrogara sobre ese
punto. El acusado en este caso no lo sabía. De ningún modo pudo escribir esa nota.
Mistress Burr no escribió esa nota. Lois Witherspoon no la escribió. Y es evidente
que tampoco la escribió Marvin Adams. Sin embargo, fue escrita por alguna persona
que sabía que el experimento había sido realizado a esa hora y en ese lugar. Creo, por
tanto, que el tribunal estará de acuerdo conmigo en que ésta es una prueba muy
pertinente.

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El fiscal de distrito, Copeland, dijo:
—Si el tribunal lo permite, el acusador, lo mismo que la Policía que investiga un
caso, recibe con frecuencia cartas anónimas relacionadas con hechos de importancia.
La única manera en que ellos pueden seguir recibiendo esas noticias es guardar el
secreto acerca de las fuentes de información.
Mason intervino con rapidez:
—Creo, si el tribunal me lo permite, que ya se aproxima la hora de la interrupción
del mediodía; yo podría discutir el asunto en la antesala con el juez y el fiscal de
distrito, y llegaría a convencer tanto al juez como al fiscal de distrito de la
importancia de esa prueba.
El juez Meehan dijo:
—No veo por el momento ninguna razón para pedir al fiscal de distrito que
presente como prueba una comunicación confidencial que puede haber recibido de
cualquier persona.
—Gracias, señoría —dijo Copeland.
—Por otra parte —continuó diciendo el juez Meehan—, me parece que, por si esa
nota pudiera resultar una prueba de importancia, deberá ser reservada hasta más
adelante.
Copeland dijo en tono digno:
—Yo no tenía absolutamente ninguna intención de destruirla, señoría.
—Yo pensé que el fiscal de distrito se disponía a tirarla —dijo Mason.
Copeland le contestó con tono agrio:
—Ésta no es la primera vez que usted ha estado equivocado en esta vista.
Mason hizo una inclinación de cabeza.
—Siendo yo un simple ciudadano, mis equivocaciones no pueden incidir sobre la
acusación de hombres inocentes.
—Basta, caballeros —dijo el juez Meehan—. La audiencia se levanta hasta las
dos de la tarde. Voy a pedir al abogado que se reúna conmigo en la antesala a la una y
treinta, pediré al fiscal de distrito que no destruya la nota hasta después que se haya
reunido con el abogado en la antesala. Se suspende la audiencia hasta las dos de la
tarde.
Mientras la gente empezaba a salir de la sala del tribunal, Mason miró a Della
Street y sonrió.
—¡Cáspita! —exclamó—. Ésa fue una escapada.
—¿Quiere decir que estaba usted fingiendo? —preguntó Della.
—Estaba ganando tiempo —admitió Mason—. Lois Witherspoon iba a hacer
público todo el asunto.
—De todos modos, lo hará a las dos de la tarde —manifestó Della Street.
—Lo sé.
—¿Y entonces?
Mason sonrió y dijo:

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—Eso me da dos horas durante las cuales debo encontrar una salida o…
—¿O qué? —preguntó Della Street al notar que Mason dejaba rota la frase.
—Resolver el caso —dijo Mason.
Lois Witherspoon vino hacia ellos y dijo:
—Eso fue muy ingenioso, míster Mason, pero no me detendrá.
—Muy bien —dijo Mason—. ¿Pero me prometerá que no va a decir nada hasta
las dos de la tarde?
—Voy a decírselo a Marvin.
—Hasta un momento antes que Marvin vaya al banquillo, no —dijo Mason.
—No; voy a decírselo ahora.
—¿Decirme qué? —preguntó Marvin Adams, mientras se acercaba a Lois,
pasándole un brazo alrededor de la cintura.
—Lo referente al pato —contestó Lois.
Un ayudante del sheriff se acercó y dijo:
—John Witherspoon desea hablarle, míster Mason. También quiere ver a su hija y
—el sheriff sonrió— a su nuevo yerno.
Mason dijo a Adams:
—Quizás éste sea un buen momento para que usted converse con Witherspoon.
Dígale que trataré de verle un poco antes de que nuevamente se constituya el tribunal
esta tarde.
Mason vio a Paul Drake y le hizo una seña para que se acercara.
—¿Ha podido averiguar algo acerca de esa carta? —preguntó Mason en voz baja.
—¿Qué carta?
—La que yo le di a usted…, la que recibió Marvin Adams, en la cual el que la
escribió ofrecía cien dólares para que le enseñara a hundir un pato.
Drake dijo:
—No pude averiguar nada acerca de eso, Perry. El número de teléfono es, tal
como usted lo sospechaba, de una gran tienda. Y allí no conocen a nadie que se llame
Gridley P. Lahey.
—¿Y qué hay de la carta?
—No pude averiguar absolutamente nada acerca de ella. Ha sido enviada por
correo dentro de un sobre corriente y escrita en un pedazo de papel arrancado de un
bloc de los que se venden en las droguerías, librerías, tiendas de «cinco y diez» y
tantas otras partes, por lo cual es imposible encontrar sus huellas. Podemos guiarnos
por la escritura, y eso es todo. Pero no nos sirve de nada ahora.
Mason dijo:
—Puede sernos útil más tarde, Paul. Vea si puede localizar a la enfermera que
atendía a Burr…, la que él despidió, ¿quiere? Ella…
—Esa enfermera estaba aquí, en la sala del tribunal —interrumpió Paul—. Un
minuto, Perry. Creo que podré encontrarla.
Paul atravesó rápidamente la portezuela de la barandilla que rodeaba el estrado

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del tribunal y se abrió paso entre la gente que pugnaba por salir de la sala. Unos
minutos más tarde regresó acompañado por una joven bastante atractiva.
—Le presento a miss Field —dijo Paul—, la enfermera que atendía a Burr en la
mañana del día en que fue asesinado.
Miss Field dio la mano a Mason y dijo:
—He estado muy interesada observando cómo se desarrolla esta causa. Creo que
no debería hablar con usted. He sido citada por el fiscal de distrito para declarar como
testigo.
—¿Para demostrar que Burr le pidió a Witherspoon que le llevara una caña de
pescar? —preguntó Mason.
—Sí. Creo que ése es uno de los puntos que quiere.
Mason dijo:
—Usted no acostumbra pescar, ¿no es así, miss Field?
—No tengo tiempo.
—¿Entiende usted mucho de cañas de pescar?
—No.
—¿Hay alguna posibilidad, por remota que sea, de que Burr pudiera haberse
levantado de la cama? —preguntó Mason.
—Absolutamente ninguna. Tendría que haber cortado la cuerda que sostenía la
pesa sobre su pierna y, aun en este caso, dudo que pudiese haberlo hecho. De
conseguirlo, habría sacado nuevamente el hueso fracturado de su lugar.
—¿La cuerda no había sido tocada?
—No.
Mason dijo:
—Burr no quería que usted tocara su bolsa. ¿Fue ése el motivo por el cual la
despidió?
—Por ahí empezó el incidente. Él tenía esa bolsa siempre al lado de su cama y
constantemente andaba hurgando en ella, sacando libros, material para atar anzuelos
y cosas por el estilo. Yo tropezaba con ella cada vez que me acercaba a la cama. Al
fin, le dije que iba a colocar sobre el tocador su contenido, que podía pedirme lo que
deseara y que yo se lo llevaría.
—¿Y a Burr no le gustó eso?
—Pareció ponerlo furioso.
—¿Qué sucedió después?
—En ese momento, nada; pero media hora más tarde él necesitó algo y yo tropecé
de nuevo con la bolsa. Me incliné para recogerla y Burr me agarró del brazo y me lo
retorció hasta casi romperlo. Por lo común, me llevo bien con los pacientes; pero hay
cosas que no puedo tolerar. De todos modos, probablemente yo habría informado al
doctor de lo sucedido y me habría quedado en el empleo si Burr no me hubiera
ordenado que saliera de la habitación, diciéndome que si alguna vez volvía allí me
tiraría todo lo que tuviera a mano. Hasta trató de golpearme con un tubo de metal.

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—¿De dónde sacó Burr ese tubo? —preguntó Mason.
—Era uno que él había dicho que le llevara la noche anterior. Contenía unos
papeles, unos planos. Era uno de esos tubos de metal que se usan para guardar mapas
y planos.
—¿Vio usted ese tubo la mañana del crimen?
—Sí.
—¿Dónde?
—Burr lo tenía en el suelo, al lado de la cama, con la bolsa.
—¿Qué hizo Burr con el tubo después de que trató de golpearla con él?
—Lo puso…; vamos a ver, creo que lo puso debajo de las ropas de la cama. Yo
estaba tan asustada en ese momento que no lo noté…; nunca he visto a un hombre en
semejante estado de furia. De cuando en cuando, los pacientes nos causan algunas
molestias, pero esto era diferente. Burr me asustó por completo. Parecía fuera de sí.
—¿Y telefoneó usted al doctor?
—Hablé por teléfono con el doctor y le informé que Burr había estado
excesivamente violento conmigo y que insistía en que se le cambiara la enfermera. Le
dije asimismo que me parecía mejor que trajera con él una nueva enfermera.
—¿Pero el doctor volvió a casa de Witherspoon sin traer otra enfermera?
—Sí. El doctor Rankin creyó que podría arreglar las cosas con un poco de
diplomacia. No advertía la magnitud de lo que había sucedido ni lo violento que era
el paciente.
—Ahora bien: ¿Burr le dijo a usted el día anterior que alguien estaba tratando de
matarlo?
Ella pareció molesta. Dijo:
—Creo que no debo hablar de eso con usted, míster Mason; por lo menos, no
debo hacerlo sin el consentimiento del fiscal del distrito. Usted sabe que yo soy
testigo en el caso.
—Yo no estoy tratando de enterarme de su testimonio —manifestó Mason.
—Bueno, creo que no debo hablar con usted de eso.
Mason dijo:
—Me doy cuenta de su posición. Está bien, muchas gracias, miss Field.

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Capítulo 21

A pesar que la noche había sido fría y que era a principios de primavera, el sol de
mediodía había hecho subir el termómetro, y el juez Meehan, sentado en la antesala,
descansaba cómodamente, aunque con poca corrección, en mangas de camisa y
mascaba un trozo de tabaco.
Mason entró allí justamente unos momentos antes que llegara Copeland. El juez
Meehan, echándose hacia atrás y adelante en una crujiente silla giratoria colocada
detrás de una mesa repleta de papeles, les saludó con una inclinación de cabeza y
escupió en una abollada escupidera de metal; luego dijo:
—Tomen asiento, caballeros. Vamos a ver si podemos averiguar qué hay en todo
esto.
Los dos abogados se sentaron.
El juez Meehan dijo:
—No debemos desperdiciar prueba alguna, y si hay algo en este caso que
signifique que el fiscal de distrito está equivocado, nos gustaría averiguarlo, ¿no es
así, Ben?
El fiscal de distrito manifestó:
—Pero yo no me he equivocado. Y es por eso por lo que usted oye tantas
protestas.
Mason sonrió al fiscal de distrito.
El juez Meehan dijo:
—Personalmente, me gustaría saber qué hay en todo esto.
Mason dijo:
—Hace más de veinte años, el padre de Marvin Adams fue ejecutado por el
asesinato de su socio, un hombre llamado Latwell. La viuda de Latwell se casó con
un hombre llamado Dangerfield. El crimen fue cometido en la ciudad de Winterburg.
El padre de Adams declaró que Latwell le había dicho que se fugaría con una
muchacha llamada Corine Hassen, pero las autoridades encontraron el cuerpo de
Latwell enterrado debajo del piso de cemento del sótano de la fábrica.
—¿Así que era allí donde esa Corine Hassen entraba en el caso? —dijo el juez
Meehan.
—Nunca supe el nombre de esa mujer —manifestó el fiscal de distrito—. No
podía comprender a qué se refería Mason cuando formuló sus preguntas acerca de
Corine Hassen.
—¿Sabía Witherspoon algo de esto? —preguntó el juez Meehan, masticando su
tabaco con más rapidez de lo habitual.
Mason contestó:
—Sí. Contrató a la agencia de detectives Allgood, de Los Ángeles, para que
investigase. La agencia mandó a Milter. Luego despidieron a Milter porque hablaba

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demasiado.
El juez Meehan dijo:
—Por supuesto, todo esto no figurará en el expediente. Si ustedes, muchachos,
quieren que yo vuelva allí dentro para sentarme y escuchar, lo haré. Pero si hay
alguna posibilidad de que esa nota constituya una prueba valiosa…, o si Witherspoon
no es culpable de estos dos crímenes y otra persona sí lo es, quizá sería una buena
idea que tuviéramos una charla oficiosa y que intercambiásemos nuestra información.
—Yo no tengo nada más que decir —manifestó Copeland.
Mason hizo un gesto con las manos y dijo:
—Yo pondré mis cartas sobre la mesa.
—Muy bien; vamos a echarles un vistazo.
Mason dijo:
—Milter era un chantajista. Estaba aquí para hacer chantajes. Los testimonios
prueban que Milter dijo a su amante que estaba casi a punto de terminar un negocio.
Ahora bien, ¿a quién estaba haciendo víctima de chantaje?
—A Witherspoon, por supuesto —manifestó el fiscal de distrito.
Mason movió la cabeza.
—En primer lugar, Witherspoon no es de la clase de hombres que se dejan pisar.
En segundo lugar, Milter carecía de motivos para presionar a Witherspoon. A éste no
le importaba que salieran a relucir todos los hechos de aquel antiguo caso. Estaba
preparándose para obligar a su hija a que deshiciera su compromiso y luego él se
olvidaría de todo.
—¿Y qué me dice de la hija de Witherspoon? —preguntó el juez Meehan—. ¿No
tiene ella dinero?
—Sí.
—Y bien, ¿qué me dice entonces?
—Si Milter hubiera ido a ella con esa historia, Lois Witherspoon se habría casado
con Marvin Adams de todos modos. Milter no podía decirle: «Mire, miss
Witherspoon, yo sé algo del hombre con quien va a casarse y es algo que a usted no
le gustaría oír. Si me paga tantos miles de dólares, no se lo diré a usted».
—Tiene usted razón —dijo el juez Meehan—, pero eso no es lo que él habría
dicho a miss Witherspoon. Milter habría dicho: «Usted me paga tantos miles de
dólares y yo no lo diré a su padre».
—Lois Witherspoon no le habría pagado ninguna cantidad —manifestó Mason
sonriendo—. Ni siquiera le habría dado unos centavos. Le habría golpeado la
condenada cara, y arrastrando a Marvin Adams, se hubiera ido a Yuma para casarse
con él y desafiar al mundo.
—Ya lo creo que habría hecho eso —convino sonriendo el juez Meehan.
—Ahora, fíjense bien en esto —continuó diciendo Mason—. Milter iba a recibir
una gran suma de dinero. Dijo a su amante que el dinero iba a ser suficiente para que
ellos pudieran viajar donde quisieran. Eso significa que él tenía alguna cosa más

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grande y mejor que lo que podía ser un chantaje común. Se relacionaba con algo que
él había descubierto cuando investigaba aquel viejo caso de asesinato. Y la persona a
quien Milter estaba presionando no disponía de dinero en efectivo para pagarle, pero
esperaba tenerlo poco después.
—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó el juez Meehan.
Mason dijo.
—Ahora estoy haciendo deducciones.
—Las deducciones no tienen consistencia —objetó Copeland.
—Vamos a olvidarnos de que somos contrarios en este caso. Vamos a mirar esto a
la luz de un razonamiento frío. Un chantajista posee cierta información.
Naturalmente, trata de sacar todo el dinero posible de esa información. Una vez que
lo obtiene, escapa del lugar… hasta que el dinero se acaba, y entonces vuelve a por
más.
El juez Meehan dijo:
—Siga hablando. Me parece que tiene usted toda la razón.
Mason continuó:
—Vamos a ver hasta dónde puedo llegar. Milter investigó un crimen. Descubrió
cierta información. Vino aquí para aprovecharse de alguien. Ese alguien le hizo
esperar. Pero, en la noche en que fue asesinado, Milter confiaba obtener el dinero.
Ahora, ¿cuál era esa información de la que él esperaba hacer fortuna? ¿A quién
exprimía y por qué?
—Bueno —dijo Meehan—, supongamos que usted conteste a esas preguntas.
Usted no parece pensar que pudo haber sido Witherspoon o su hija. Por lo tanto,
debió de ser el joven Adams. Ahora bien: ¿De dónde iba a sacar el dinero el joven
Adams?
El fiscal de distrito se enderezó súbitamente en su sillón.
—¡Casándose con Lois Witherspoon! —exclamó—. Y adquiriendo luego el
dominio de la fortuna de ella.
Mason sonrió y dijo a Copeland:
—¿Entonces su teoría es que Adams iba a casarse, atrapar inmediatamente la
fortuna de su esposa y malgastar en pagar a un chantajista para evitar que éste dijera a
su suegro algo que ya sabía?
La sonrisa se borró de la cara de Copeland.
—¿Y si nos lo dijera usted? —preguntó el juez Meehan.
Mason dijo:
—La agencia para la cual trabajaba Milter está enterada del asunto. Editaba una
hoja de escándalos en Hollywood y presionaba a sus propios clientes. Allgood
decidió sacar dinero a Witherspoon. Estaba planeando el primer paso de esa campaña
cuando yo aparecí en escena. Allgood no cambió su plan de campaña a raíz de eso,
sino que simplemente comenzó a usarme como medio de contacto. Allgood quería
llevar a cabo un chantaje de carácter especial, algo que debía hacerse «en grande»

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para que diera resultado. Milter, por su parte, andaba detrás de una presa
verdaderamente grande. Como yo lo veo, caballeros, hay una sola cosa que Milter
pudo haber descubierto con respecto a ese antiguo caso que le habría dado una
información lo suficientemente importante como para ser vendida por una pequeña
fortuna.
La silla giratoria crujió mientras el juez Meehan, sentándose muy derecho, dijo:
—Cáspita, eso parece razonable. ¿Supongo que usted quiere referirse a la
identidad del verdadero asesino?
—Exactamente —contestó Mason.
—¿Quién fue? —preguntó el juez Meehan.
Mason dijo:
—Míster Burr se alojaba en casa de Witherspoon. Míster Burr estaba en la ciudad
de Winterburg poco más o menos en la época del asesinato. Míster Burr estaba
tratando de conseguir dinero. Dijo a Witherspoon que había pedido dinero al Este, y
que esperaba que llegara el día en que fue pateado por el caballo. La historia de ese
antiguo caso demuestra que Corine Hassen dijo que tenía un novio que era
infinitamente celoso. Roland Burr, en esa época, tendría alrededor de veintisiete años.
Éste conocía a Corine Hassen. Junten ustedes todas esas cosas y podrán hacer una
deducción bastante razonable con respecto a quién es la persona a la que Milter
estaba presionando y por qué.
—¿Y qué hubo del dinero que Burr iba a recibir del Este? —preguntó Copeland.
—Llegó, por cierto —contestó Mason—. Vamos a retroceder, para reflexionar
sobre el antiguo crimen. Más de una persona estaba envuelta en él. Llevar el cuerpo
de Latwell al sótano de la vieja fábrica, abrir un agujero en el cemento, cavar una
tumba, enterrar el cadáver, poner cemento nuevo sobre el agujero, cubrir con
desechos ese lugar del sótano, luego irse a Reno y encontrarse con que Corine Hassen
esperaba que Latwell se reuniera con ella, embarcarla en un bote, volcarlo, dejar que
ella se ahogara, luego quitarle las ropas y dejar el cuerpo desnudo en el lago…;
bueno, yo diría que todo eso necesitaba ser hecho por dos personas, una de las cuales
debía tener acceso a la fábrica. Si usted fuera víctima de un chantaje por asesinato y
tuviese un cómplice que poseyera dinero, naturalmente enviaría por su cómplice y le
diría que pagase, ¿no es así?
—¿Se refiere usted a la viuda de Latwell? —preguntó el juez Meehan.
—Eso es…; a la actual mistress Dangerfield.
El juez miró al fiscal de distrito y dijo:
—Esto sí parece que tiene consistencia.
Copeland frunció el ceño.
—Eso no explica muchos hechos —manifestó.
—Ahora bien —continuó Mason—; supongamos que el cómplice decidió que
sería mucho mejor deshacerse de Milter que dejarse estafar. Para lograr eso, la pareja
necesitaba, naturalmente, disponer de una persona a quien se le pudiera echar la culpa

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del crimen, una persona que hubiera tenido un motivo y una oportunidad para
hacerlo.
—¿Witherspoon? —preguntó Copeland escépticamente.
Mason movió la cabeza.
—Witherspoon se metió en el asunto por accidente. El que ellos eligieron como
lógicamente sospechoso fue Marvin Adams. Ustedes pueden ver qué bonito arreglo
habrían podido construir usando las pruebas circunstanciales. Cuando los oficiales
irrumpieron en el departamento de Milter, encontrarían en la pecera un pato ahogado.
Eso sería lo suficientemente extraño para atraer inmediatamente la atención. Marvin
Adams había ido a la ciudad para tomar el tren de medianoche. Tenía que preparar
algunas maletas. Planeaba venir a la hacienda de Witherspoon en un automóvil
prestado. Eso significaba que Lois Witherspoon no podía volver a la ciudad con él,
porque, si lo hacía, no tendría medios de regresar a la hacienda. Marvin tenía que
preparar algunas maletas. Por tanto, era casi seguro que entre las once y doce de la
noche Adams estaría en El Templo. Saldría algo temprano para ir andando hasta el
tren. Nadie le acompañaría. No podría probar una coartada. Su motivo sería evidente.
Milter había tratado de sacarle dinero para mantener en secreto aquel antiguo caso de
asesinato. Adams no tenía dinero. Y recurrió al asesinato.
El juez Meehan hizo un gesto de asentimiento y hubo por parte del fiscal de
distrito una seña afirmativa casi imperceptible.
—Eso era lo más lógico que podía esperarse: que resultara un plan concebido de
antemano —manifestó Mason.
—¿Pero cómo sabían ellos que el joven Adams iba a sacar un pato de la
hacienda? —inquirió el juez Meehan.
—Porque tendieron una trampa de cien dólares —dijo Mason—, mediante el
sencillo ardid de firmar una carta con un nombre supuesto.
El juez Meehan leyó la carta en voz alta.
—¿Supongo que Marvin Adams le dio a usted esta carta? —preguntó el juez a
Mason.
—Sí.
—Bueno —dijo Copeland, con tono pensativo—, entonces díganos lo que
sucedió, míster Mason.
Mason dijo:
—Burr era víctima de un chantaje. Llamó a mistress Dangerfield para que trajera
dinero, pero ella poseía un sistema propio que era mejor que pagar dinero.
Witherspoon tenía ciertas cantidades de ácido y cianuro en su rancho y Burr
consiguió una buena cantidad de ambas sustancias, hizo un paquete con ellas,
depositó el paquete en la oficina de encargos de la compañía de autobuses Pacific
Greyhound y envió el recibo del paquete a mistress Dangerfield, que estaba en su
hotel de El Templo. Luego Burr volvió a la hacienda. Es indudable que Burr tenía
intención de hacer otra cosa, que o bien estaba relacionada con el asesinato o haría

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recaer sobre el joven Adams la culpabilidad del crimen. Pero sucedió algo que Burr
no pudo prever. Fue pateado por un caballo. Se le metió en la cama, le pusieron
inyecciones, y se encontró con que estaba tirado de espaldas con una pierna levantada
en el aire y atada a una cuerda, de la que colgaba una pesa. Esto fue algo que él no
había podido prever.
—¿Qué sucedió en el departamento de Milter? —preguntó el juez Meehan—.
¿Cómo explica usted eso?
—La chica que trabajaba para Allgood telefoneó que iba hacia allí. Tenía algo
importante que decir a Milter. Éste, que andaba en amores con dos mujeres (su
amante y esta rubia), dijo a Alberta Cromwell que esperaba una visita de negocios a
medianoche, y le hizo creer que su relación con la rubia era puramente comercial.
Pero sucedió que mistress Dangerfield llegó allí antes que la chica de la agencia de
detectives. Probablemente, mistress Dangerfield dijo: «Está bien, usted nos tiene en
sus manos. Usted quiere tantos miles de dólares, y nosotros vamos a pagarlos sin
chistar. Pero queda entendido que haremos un solo pago y nada más. No vamos a
tolerar presión en el futuro». Ebrio de triunfo, Milter dijo: «Por supuesto.
Precisamente estaba preparando un poco de ron caliente con manteca. Vamos a la
cocina y beberemos un trago». Mistress Dangerfield siguió a Milter a la cocina, vertió
el ácido clorhídrico en un cántaro y echó el cianuro dentro del ácido; quizá preguntó
dónde estaba el baño, y salió de allí, cerrando la puerta de la cocina al salir. Pocos
instantes más tarde, cuando oyó que el cuerpo de Milter caía al suelo, supo que su
trabajo estaba hecho. Le faltaba solamente poner el pato en la pecera y salir de allí.
Entonces comenzaron las complicaciones.
—¿Se refiere usted a Witherspoon? —preguntó el juez Meehan.
—Primero, la rubia de la agencia de detectives. Ella tenía una llave del
departamento. Abrió tranquilamente la puerta y empezó a subir la escalera. Entonces
fue cuando mistress Dangerfield pensó con rapidez, hay que reconocérselo.
—¿Qué hizo mistress Dangerfield? —preguntó Copeland.
Mason sonrió.
—Se quitó las ropas.
—No estoy seguro de entender lo que usted quiere decir con eso —manifestó
Copeland.
—Muy sencillo —dijo Mason—. Milter tenía dos mujeres que andaban en amores
con él. Una era su amante. La otra, la muchacha de la agencia de detectives.
Naturalmente, cada una de ellas creía que era la única, pero sospechaba y sentía celos
de la otra. La rubia tenía una llave. Comenzó a subir la escalera. Vio a una mujer
semidesnuda en el departamento. Había ido a prevenir a Milter de que Mason estaba
sobre la pista. ¿Qué era lo más natural que hiciera en vista de tales circunstancias?
—Volverse y salir de allí —dijo el juez Meehan, escupiendo explosivamente jugo
de tabaco en la escupidera— y decir: «al infierno con él».
—Exactamente —manifestó Mason—. Estaba tan excitada que ni siquiera se

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molestó en cerrar del todo la puerta de la calle. Luego vino Witherspoon. Comenzó a
subir la escalera y mistress Dangerfield le hizo el mismo juego obligándole a retirarse
algo violento. Luego, con el campo despejado, mistress Dangerfield se fue de allí. La
amante de Milter prestaba su aquiescencia, aunque sospechaba. Vigilaba y escuchaba.
Cuando mistress Dangerfield, en pie al final de la escalera, discutía con Witherspoon
por haberse atrevido a subir, la amante de Milter oyó la voz femenina y decidió que
era su oportunidad para ver quién era la mujer, sacando la cabeza por la ventana. Vio
que Witherspoon salía del departamento, y anotó el número de matrícula de su
automóvil.
El juez Meehan reflexionó durante un momento y luego dijo:
—Bien; ha podido suceder justamente en esa forma. Supongo que ella bajó la
escalera y vio que usted estaba en la puerta. No querría pararse allí y tocar el timbre.
De cualquier modo usted estaba tocando el timbre y no recibía respuesta. Ella quería
hablar por teléfono, de modo que se dirigió al centro de la ciudad. Eso dio
oportunidad a mistress Dangerfield para vestirse y abandonar el departamento.
—Así es, porque yo me fui después, también.
—Muy bien —dijo el juez Meehan—. Usted ha expuesto una teoría interesante.
No es nada más que eso, pero es interesante. Esa teoría explica el asesinato de Milter,
pero no el de Burr. Supongo que mistress Dangerfield decidiría no estar dispuesta a
tener un cómplice que siempre la estaba metiendo en enredos, de modo que decidió
eliminarlo en la misma forma. Pero, ¿cómo consiguió burlar la vigilancia de los
perros de Witherspoon? ¿Cómo obtuvo la caña de pescar para Burr?
Mason movió la cabeza y dijo:
—Ella no realizó eso.
El juez Meehan hizo un gesto de asentimiento.
—Yo estaba pensando —dijo— que el hecho de que ambos crímenes fuesen
cometidos con ácido y cianuro, no es una prueba concluyente de que los dos fueron
perpetrados por la misma persona. Sin embargo, ésa es la teoría sobre la cual hemos
estado trabajando.
—Era razonable —manifestó Copeland.
El juez Meehan movió la cabeza y dijo:
—Los medios son poco comunes. Muy pocas personas habrían pensado en
cometer el crimen en esa forma, pero después de toda la publicidad, es lógico suponer
que el segundo asesinato pudo haber sido cometido por cualquier persona entre diez
mil…, en cuanto se refiere a los medios. Solamente porque dos personas son muertas
a tiros con un intervalo de tres o cuatro días, no va uno a creer que han sido muertas
por el mismo criminal. El único motivo por el cual uno cae en la trampa es que los
medios fueron un poco extraños.
—Exactamente —dijo Mason—. Y en esa relación hay algo que es muy
significativo y muy interesante. Cuando vine a la hacienda de Witherspoon, traía
conmigo una copia de la prueba de aquel viejo sumario y algunos recortes de diarios.

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Mientras cenaba, los dejé en el cajón de un escritorio y alguien lo abrió y revolvió las
copias…, alguien que evidentemente quería saber el motivo de mi visita.
—¿Burr, quizá? —preguntó el juez Meehan.
—Burr estaba entonces en la cama, con una pierna rota.
—¿Marvin Adams?
Mason negó con la cabeza y contestó:
—Si Marvin Adams hubiera sabido algo del antiguo asesinato, probablemente
habría roto su compromiso con Lois Witherspoon. Es indudable que se hubiera
emocionado tanto, que nosotros lo habríamos advertido. John L. Witherspoon no lo
hizo, porque sabía el motivo por el cual estábamos allí. Lois Witherspoon no lo hizo:
primero, porque no es una fisgona y, segundo, porque cuando finalmente yo le dije
por qué estábamos allí, se puso tan pálida que advertí que, hasta entonces, no había
sabido nada de eso. Queda una sola persona, una persona que se levantó de la mesa
mientras comíamos y estuvo ausente durante unos minutos.
—¿Quién? —preguntó Copeland.
—Mistress Burr.
El sillón del juez Meehan crujió un poco.
—¿Quiere usted decir que ella asesinó a su esposo? —preguntó.
Mason repuso:
—Mistress Burr se enteró de aquel viejo caso y de lo que nosotros estábamos
investigando. Comenzó a atar cabos. Coincidía con los apuros económicos de su
esposo y con el hecho de que mistress Dangerfield había llegado a El Templo.
Mistress Burr encontró en la calle a mistress Dangerfield, y aquélla reflexionó un
momento y comprendió. Es más, Burr sabía que su esposa estaba enterada. Mistress
Burr es sumamente nerviosa. No le gusta permanecer quieta. Sus antecedentes
demuestran que tras estar casada un tiempo, comienza a inquietarse. Witherspoon
pudo pensar que aquellos abrazos eran paternales o platónicos, pero mistress Burr no
lo creía así; miraba codiciosamente la hacienda y la cuenta bancaria de Witherspoon,
y había sabido que su esposo era culpable de asesinato.
—¿Cómo pudo ella averiguarlo? ¿Dónde estaba la prueba? —preguntó el juez
Meehan.
Mason dijo:
—Considere usted las pruebas. La enfermera fue despedida por vaciar la bolsa
que Burr guardaba al lado de su cama. ¿Qué había en esa bolsa? Libros, anzuelos,
avíos de pescar…, ¿y qué más?
—Nada más —contestó Copeland—. Yo estaba presente y revisé la bolsa.
Mason sonrió:
—Después de la muerte de Burr.
—Naturalmente.
—Espere un minuto —dijo el juez Meehan a Mason—. Esa habitación estaba
llena de vapores de gas mortífero. Hasta que las ventanas fueron rotas, nadie habría

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podido entrar allí para sacar algo de la bolsa, de modo que usted tiene que admitir que
las cosas que había en la bolsa cuando Ben Copeland la revisó, eran las mismas que
estaban en ella cuando Burr fue asesinado, a menos que el asesino sacase algo de la
bolsa.
Mason continuó:
—Bueno, vamos a mirarlo de este modo. Burr consiguió el ácido y el cianuro
para que mistress Dangerfield pudiera utilizarlos. Consiguió una buena cantidad de
ambas sustancias como pudo, y luego las puso en su bolsa. Quizá tuvo intención de
traicionar a mistress Dangerfield, o quizás a su esposa, que ya estaba sospechando
demasiado. Todo iba bien en cuanto a él se refería, y entonces tuvo que guardar cama
a causa de la pierna rota. Tan pronto como se sintió un poco mejor, pidió a su esposa
que le trajese aquella bolsa y que la pusiera cerca de su cama. No quería que ninguna
otra persona la tocase. Uno puede imaginarse lo que sintió cuando la enfermera
anunció que iba a vaciarla. Una persona que no fuese una enfermera profesional
habría podido errar la apreciación de la importancia que tenía el hecho de la presencia
del ácido y del cianuro en la bolsa. Pero con una enfermera…, puede uno figurarse lo
que habría sucedido.
—Espere un minuto, Mason —dijo el juez Meehan—. Su razonamiento se
derrumba ahí. Mistress Burr no habría matado a su esposo. No tenía la necesidad de
matarlo. Todo lo que tenía que hacer era denunciarle al sheriff.
—Exactamente —manifestó Mason—, y eso era lo que ella pensaba hacer.
Póngase usted en la situación de Burr. Estaba en la cama, atrapado. No podía
moverse. Su esposa no solamente sabía que él era culpable de asesinato, sino que
también tenía la prueba de ello. Iba a denunciarle al sheriff. La enfermera había
estado a punto de descubrir el secreto de Burr. Su esposa lo sabía ya. Burr despidió a
la enfermera. Confiaba en que se le presentaría alguna oportunidad para matar a su
esposa antes que ésta fuese al sheriff, pero Burr estaba imposibilitado en la cama.
Advirtió que estaba atrapado. Para Roland Burr existía una sola salida.
—¿Cuál? —preguntó el juez Meehan, tan interesado, que sus mandíbulas habían
dejado de moverse.
Mason dijo:
—La enfermera sabía mucho de ácidos y cianuros, pero no sabía absolutamente
nada de pescar. Burr le dijo que le diese un estuche de aluminio, expresando que
contenía planos. Lo escondió debajo de las mantas, pero, en realidad, lo que contenía
era su caña de pescar. Como es natural, Burr se sentía muy amargado por lo de
Witherspoon. Sabía que su esposa tenía la intención de deshacerse de él para casarse
con Witherspoon luego. De modo que Burr decidió hacer que fallase tal proyecto
justamente en su comienzo. Tenía una sola salida, pero al usarla, se propuso tomar
una cruel venganza del hombre a quien su esposa había elegido como sucesor suyo
para los honores matrimoniales. Procuró que hubiera testigos cuando pidió a
Witherspoon que le trajese la caña de pescar, que era justamente la caña de pescar que

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él había escondido debajo de las mantas y que estaba guardada en el tubo de
aluminio. Apenas se le dejó solo sacó la caña de pescar, juntó dos de sus partes, puso
la tercera parte sobre la cama al alcance de la mano, colocó nuevamente la tapa al
estuche de aluminio, lo dejó caer al suelo y le dio un buen empujón. El estuche
atravesó rodando la habitación. Luego Burr abrió la bolsa: sacó de ella las cosas que
temía que la enfermera encontrase: la botella de ácido y el cianuro. Las puso sobre
una mesa de ruedas que había sido colocada al lado de la cama, dejó caer el cianuro
en el ácido y con el extremo de la caña de pescar empujó la mesa tan lejos como pudo
hacerlo. Luego alzó con su mano izquierda la punta de la caña de pescar y la sostuvo
como si hubiese estado a punto de insertarla en la virola.
El juez Meehan estaba demasiado interesado para perder tiempo en expectorar.
Tenía los labios apretados y miraba fijamente a Mason.
—¿Y luego? —preguntó el riscal de distrito, Copeland.
—Luego —contestó Mason, muy sencillamente—, Burr hizo una profunda
aspiración.

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Capítulo 22

Della Street dijo a Mason con acento de reproche:


—La verdad es que sabe usted asustar a las personas, ¿no es así?
—¿Lo cree usted?
—Usted sabe bien que es así. Cuando llegaron las dos de la tarde y el juez no
apareció en la sala para continuar la vista de la causa y luego los ayudantes del sheriff
comenzaron a dar vueltas para detener a unas cuantas personas, creí que le habían
encarcelado a usted bajo la acusación de haber querido cambiar las pruebas, por
cómplice o por alguna otra cosa.
Mason sonrió y dijo:
—El fiscal de distrito fue muy duro de convencer, pero una vez que captó la idea
actuó rápidamente y con energía. Vamos a hacer nuestras maletas para escapar de
aquí.
—¿Y qué hay de Witherspoon? —preguntó Della.
Mason dijo:
—Creo que ya lo he soportado demasiado. Le mandaremos la factura a primero
de mes, y eso pondrá fin a nuestra amistad con míster John L. Witherspoon.
—¿Confesó mistress Dangerfield?
—Todavía no. Pero ahora tienen suficientes pruebas en contra de ella para
procesarla. Encontraron la caja que fue registrada en la estación del Pacific
Greyhound, la botella de detersorio y, lo que es mejor que todo, el lugar donde ella
quemó una carta que contenía instrucciones de Burr. Las cenizas de la carta dejan ver
todavía suficiente escritura como para que pueda probarse la conspiración. También
encontraron unas cuantas huellas dactilares en el departamento de Milter.
—Se había pensado que ella usó guantes mientras estuvo en el departamento de
Milter —dijo Della Street.
Mason rió y dijo:
—Usted olvida que mistress Dangerfield se quitó las ropas para asustar a los
visitantes y obligarles a que se fuesen. Una mujer no tiene puestos los guantes cuando
aparece semidesnuda en lo alto de la escalera.
—No, tiene razón —admitió Della Street—. ¿Y qué fue de Lois y Marvin?
—Marcharon a disfrutar su luna de miel. ¿Trajo usted los documentos de esa
testamentaría, Della?
—Los tengo en la maleta. Pensé que usted dispondría de tiempo para trabajar en
ellos.
Mason miró su reloj y dijo:
—Conozco una posada en el desierto, dirigida por un anciano simpático y una
mujer que hace las más maravillosas tartas de manzana. Está situada en una meseta
de unos mil metros de altura, donde hay muchas gargantas de granito para

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explorar…, donde nadie nos molestaría y podríamos revisar todos esos documentos
archivados, bosquejar un plan estratégico y un alegato…
—¿Por qué vacila usted tanto? —interrumpió Della Street.
—Odio alejarme tanto de un interesante caso de asesinato.
Della lo tomó de la mano y dijo:
—Vamos, no permita que eso le retenga. Usted no tiene ya que preocuparse por
encontrar caso. Ellos van en busca de usted. ¡Dios mío, que asustada estuve cuando
Lois Witherspoon se puso en pie y empezó a contar lo que sabía, y advertí que usted
estaba solamente ganando tiempo!
Mason sonrió.
—Yo también sudé tinta un rato. Mientras vigilaba el reloj traté de causar
excitación para que el fiscal de distrito olvidase lo que estaba haciendo. De haber
usado la táctica común de objetar a las preguntas y a los testigos, habría conseguido
simplemente polarizar las sospechas sobre mí mismo. Y conseguí mi objetivo, pero
no se engañe usted…, fue a duras penas.
Della dijo:
—Por cierto, apenas lo consiguió. ¿Alguien le preguntó por qué el pato no
terminó de hundirse?
—No —contestó Mason.
—¿Qué les habría dicho, si se lo hubieran preguntado?
Mason sonrió y dijo:
—Desde el momento en que Haggerty entró en el cuarto, él estaba a cargo del
caso. A él le habría tocado explicar por qué el pato no se ahogó.
Della Street examinó a Mason con la mirada astuta que una mujer dirige a un
hombre que conoce muy bien.
—Usted entró en ese departamento —manifestó Della—. Vio que el pato se
ahogaba y pensó que Marvin Adams había estado allí. Como usted simpatizaba con él
porque su padre había sido ejecutado por asesinato y Marvin estaba enamorado,
usted, deliberada, voluntaria y maliciosamente, y además, con malvado designio,
comenzó a falsear las pruebas.
Mason dijo:
—Usted debería añadir: contra la paz y la dignidad del pueblo del estado de
California.
Della Street miró a Mason con ojos sonrientes.
—¿Queda muy lejos esa posada del desierto? —preguntó.
—Tardaremos más o menos dos horas en llegar allí en automóvil.
—Voy a hablar por teléfono a la oficina para avisar a Gertie —manifestó Della—.
¿Para cuándo le digo que estaremos de vuelta? ¿Cuánto tardará usted en hacer el
alegato de la testamentaría?
Mason entornó sus ojos con expresión pensativa, miró hacia el azul sin nubes del
cielo del sur de California y entonces sintió la caricia del sol que bañaba con caluroso

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brillo la metrópoli del desierto.
—Diga usted a Gertie —dijo Mason— que volveremos cuando nos consiga un
buen caso de asesinato…, antes no. Dígale que no nos moleste por cualquier caso de
asesinato común. Nosotros queremos…
Della comenzó a andar hacia el hotel. Mason marchaba a su lado, mientras los
transeúntes estiraban el cuello, volviéndose para observarlos.
Della Street miró a Perry Mason.
—Bueno —dijo Della—, usted ha contribuido a la educación de una comunidad
agrícola. Usted les ha enseñado cómo debe ahogarse un pato, señorito de la ciudad. Y
bien, ¿qué más sabe usted?

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