Julia Urquidi - Lo Que Varguitas No Dijo

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PROLOGO

Amigo lector:
Antes de que comiences a leer la primera página
de este libro, o de esta historia, quiero conversar un
poco contigo, decirte que no he intentado hacer una
obra maestra de la literatura contemporánea, sino
dramatizar una vida sencilla, con etapas buenas y malas,
durante los años que compartí mi vida con Mario, con
un hombre al que he amado profundamente. He tratado
de ser todo lo sincera que puede ser una mujer que nada
tiene que ocultar. No tengo porqué mentir; tal vez
algunas escenas de los personajes parezcan un tanto
inverosímiles, pero creo que tiene mayor interés lo que
ellos digan, lo que en el fondo encierran. Una palabra
más, una palabra menos no cambia los hechos que han
sido tal como los pongo frente a ustedes.
Estas historias suceden todos los días en todas
partes del mundo; no he sido la única, la primera, ni seré
la última mujer que ha vivido entre el cielo y el infierno
al querer salvar un amor que solo existió en ella, con la
ceguera que el mismo amor nos da. Con esa venda que
nos pone ante los ojos, no nos damos cuenta que
amamos, pero que no nos aman.
Tuvieron que pasar muchos años, 28, para
comprender una realidad que estaba frente a mí y no la
veía o no quería verla. Quizás.

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No sabría explicar qué es lo que nos oculta la
verdad: ¿ceguera, orgullo, vanidad o estupidez? Tal vez
ese deseo o necesidad imperiosa que toda mujer tiene,
no importa la edad: ser amada.
No guardo en mí ser ningún rencor, ningún
deseo de venganza. Sentimientos mezquinos que no los
conocí cuando podría haberlos sentido, no los voy a
sentir ahora; sería absurdo, ridículo. Solo he querido
contarles mi historia y decirles que no me arrepiento de
nada de los años vividos. A veces, hasta el sufrimiento
vale la pena, enriquece el alma, para saber que uno vive,
que palpita, que está en este mundo.
Tampoco deseo levantar un dedo acusador. No
soy juez de nadie, soy solamente una mujer, y ustedes
me ayudarán a comprender con quién viví: ¿con un
marido, un amante, un primo, un sobrino o,
posiblemente, un desconocido?
No han sido pocas las dificultades que he tenido
que vencer para que este libro salga a la luz, desde la
amenaza velada -a través de terceras personas- hasta el
querer silenciarme -con malas artes- con la compra de
originales por una suma que no era de dejar pasar. Hay
algo que olvidaron quienes trataron de hacerlo (además
de bloquearme varias editoriales): mi conciencia, mi
honestidad, mi reivindicación e integridad de mujer no
están a la venta.

La Paz, Bolivia, 1983.

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Mi amiga Julia y el escritor

Es otra de las heroínas de Cochabamba. Es una


heroína del Amor, del amor con mayúscula porque
nunca conoció amorcillos y cuando se enamoró se
enamoró de verdad, sin cálculos de tiempo ni de otras
circunstancias.
Cuando se casó con el escritor Mario Vargas
Llosa ella tenía 29 años y él 19. Ella, cochabambina
guapa, y él, arequipeño también guapo. Se encontraron
entre dos guapos y con ascendencia de valientes pues
sobran los héroes en la historia de Cochabamba y
Arequipa.
Al saber de los proyectos matrimoniales de la
pareja, alguien le dijo a mi amiga Julia: "No cometas el
disparate de casarte con Varguitas porque tú eres 10
años mayor que él; tendrás una felicidad que durará dos
años y luego él te dejará". La cochabambina repuso sin
vacilar: "¿Ser feliz dos años? ¡Qué maravilla, nadie en la
vida te asegura que será feliz durante dos años!". Y se
casó con el arequipeño joven y guapo y su unión duró
11 años.

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Pregunto, sobre todo a mis lectoras: “¿No es
seductora la posibilidad de ser felices dos años?". Quien
fue feliz con su pareja un par de años o más que dé
gracias al cielo. No hay compañía de seguros, ni humana
ni divina, que te garantice dos años de felicidad, pero la
cochabambina, mi amiga Julia, fue en busca del amor
que dura dos años porque no cree mucho en la
eternidad de los amores.
De su vida con el gran escritor poco se sabe,
salvo que estuvo a su lado hasta que él concluyera sus
estudios universitarios y escribiera sus primeros libros
en Europa, que ya demostraron al mundo su
extraordinario talento literario que lo ha hecho un
hombre universal, habiendo nacido en Arequipa, vivido
algunos años de su infancia en Cochabamba y no tantos
para que centenares de cochabambinos farsantes
afirmen haber sido sus compañeros de curso y de
juegos, y que llegan a tal número que Mario Vargas
Llosa tendría que ser declarado por la Unesco
"Compañero de Curso de la Humanidad y de la
Cochabambinidad".
Volvamos a mi amiga Julia que tiene mucho que
ver en la formación del famoso escritor peruano,
nacionalizado español. Pensemos en el hombre inseguro
de los 20 años y algo más recorriendo las calles de París,
tomado de la mano de la mujer madura que pasó de los
30. Una mujer de la "edad media" (no medioeval),
compañera, esposa y amante de un hombre que recién
comenzaba a recorrer los “boulevards” de París.

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Valerosa cochabambina mi amiga Julia Urquidi
que un día se echó en brazos del cuasi adolescente
seguro de ser feliz con mi amiga Julia, y que
seguramente ella también lo fue. Ella señorialmente ha
dicho que no dirá una sola palabra con motivo de la
visita a Bolivia del gran escritor.
Una historia de dos amantes andinos que nada
tiene que ver con Romeo y Julieta. Una historia de amor
cochabambina y arequipeña con la Julieta que era una
mujer hecha y derecha y un Romeo jovencito que
vencieron a Montescos y Capuletos y se fueron a dar un
beso en París que duró algunos años. Una bella historia
de amor. Un amor que terminó como todos los amores
eternos.
Alfonso Prudencio (Paulovich)
Presencia 1983.

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"El amor se parece a una cadena de
montañas, a las sierras, a la cordillera:
el amor tiene sus escarpadas
pendientes ascendentes, sus
peligrosos declives y aludes, sus
oscuras hondonadas, sus valles
profundos y apacibles y sus selvas. El
amor tiene muchas cumbres, altas y
centelleantes entre las nubes, no
hechas para quedarse allí durante más
de una hora fugaz.
Y como una cadena de montañitas,
todo amor tiene una cumbre cada vez
más alta, superior a cualquier otra.
Cuando se ha alcanzado esa cumbre
casi inalcanzable, solo queda el lento
descenso a las colinas y planicies de la
vida común".
El ángel sin cabeza, de Vicky
Baum.

Cuando conocí a "Varguitas", en modo alguno


llegué a sospechar que, a su lado, habrían de transcurrir
los años más felices de mi vida y también los momentos
de mayor tristeza, desencanto y amargura que cualquier
mujer pudiera soportar.

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Mario era un niño debilucho, engreído y
antipático; toda la familia vivía alrededor de él y él tenía
conciencia de su privilegiada situación y sabía cómo
aprovecharla. Parece que desde niño supo sacar ventaja
de quienes lo querían. Era un niño verdaderamente
insoportable. Confieso que, a escondidas de su madre y
de sus abuelos, en más de una ocasión le di sus buenos
coscorrones y uno que otro jalón de orejas. Reaccionaba
mirándome con sus grandes ojos; aunque no decía nada,
era como si me tuviera miedo.
Además, Mario desarrollaba una singular e
ingenua maldad infantil. Recuerdo que había en la casa
un niño, Orlando, a quien la abuelita adoraba; tendría
poco menos de un año y comenzaba a dar sus primeros
pasos y cada vez que el "Niño de la casa" pasaba por su
lado y lo veía agarradito a la pared y en muy frágil
equilibrio, le daba un disimulado empujón y lo tiraba al
suelo. La escena se repetía las veces que Orlando trataba
de levantarse, y lo hacía con una cara tal de inocencia
que nadie hubiera pensado y menos creído que era él
quien lo empujaba.
Recuerdo, asimismo, el espectáculo que se
organizaba en las tremendas horas de almuerzo de
Marito ---como se lo llamaba familiarmente---; eran los
peores momentos del día; no le gustaba nada, y tanto su
mamá, como sus abuelitos y tíos, danzaban en círculos
ofreciéndole el mundo entero para que comiera algo; a
veces me aburría de toda esta comedia, le daba un tirón
de orejas, diciéndole: "Chiquillo malcriado, si quieres
comes, si no lo dejas". Felizmente nunca me vieron
hacerlo, ya que cuando se caía jugando y pegaba el

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primer chillido, toda la familia corría despavorida a ver
lo que le había pasado al "Tesoro de la casa". En ese
entonces, Marito tenía unos nueve años y yo 19.
Por esa misma época nació Patricia, hija de mi
hermana Olga, sobrina mía y prima hermana de Marito.
Este sintió unos celos exagerados, pues mi hermana
vivía en casa de sus suegros y la nueva niña le quitó en
algo su lugar de privilegio y el "trono de Rey de los
caprichos".
Recuerdo que cuando Olga se preparaba para ir a
la clínica, para dar a luz a Patricia, Mario se había
trepado a un árbol frente al dormitorio; en uno de esos
momentos miré hacia arriba y ahí estaba Marito en lo
más alto, mirando todo lo que sucedía en la habitación.
De un solo grito lo hice bajar del estupendo mirador
que había encontrado.
En un futuro no demasiado lejano, estos dos
personajes habrían de incidir en mi vida en forma
contundente.
El tiempo siguió su curso, los abuelos de Mario y
toda la familia regresaron al Perú. No mucho tiempo
después, me casé. Un matrimonio que se frustró seis
años más tarde por diversos motivos. No viene al caso
relatar este episodio que nada tiene que ver dentro de
esta historia.
Después de mi divorcio, me quedé un tiempo en
Bolivia, trabajando en el Ministerio de Minas y
Petróleos. Hasta que un buen día decidí ir a pasar
vacaciones a Lima, a la casa de mi hermana.

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Llegué a mediados de mayo de 1955 -pocos días
antes de mi cumpleaños-. Al día siguiente vi a Mario,
me acuerdo de que vestía un pantalón gris, camisa
blanca sport y una chompa también gris -muy estilo
Corín Tellado-; fue una sorpresa el verlo, sorpresa
agradable que disipó la imagen que tenía y guardaba del
chiquillo mal criado y engreído que conocí casi 10 años
atrás.
Se hicieron muchas bromas sobre el tiempo
transcurrido y, por supuesto, como ocurre en estas
ocasiones, entre conversaciones y risas, rememoramos
aquellos momentos. Lucho, mi cuñado y tío de Mario,
que siempre le ha tenido gran cariño y admiración, me
contó toda su “carrera” universitaria y literaria. Escribía
artículos en la prensa limeña y estudiaba Filosofía y
Letras. A los diecinueve años, Mario era, en verdad,
todo un hombre, de personalidad definida y gran
madurez y un gran apasionado por la política de esa
época (Conversación en La Catedral).
Nuestra relación comenzó discutiendo sobre
literatura, punto en el que siempre mantuve mi criterio a
salvo de cualquier influencia y nunca me lo pudo
cambiar. El primer libro de nuestra discusión fue uno
de la vida del pintor francés Toulouse Lautrec. Por otra
parte, y contrariamente a lo que afirma Mario, nunca he
leído a Delly ni a Corín Tellado; siempre encontré que
esas novelitas llamadas "rosas" anquilosan la mente y en
la mayoría de ellas hay una pornografía disfrazada.
Desde niña me gustó leer a buenos autores, también me
apasionaba la poesía. Para mí, el encontrarme con Mario
fue maravilloso; al margen de las relaciones

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sentimentales, siempre teníamos interesantes temas de
conversación y discusión. También aprendí mucho de él,
a pesar de su juventud.
Siempre que Mario iba a casa de mi hermana, lo
acompañaba el fiel Javier, gran amigo, que llegó a ser
uno de los mejores que he tenido y tengo, y que
compartió momentos importantes tanto en mi vida
como en la de Mario, hasta mucho después de nuestra
separación.
Mi hermana y mi cuñado, sobre todo mi
hermana, como yo era divorciada, se oponían a que
saliera con amigos en Lima, pues tenía bastantes. Mi
hermana decía: "No, Julita, no salgas con nadie, aquí la
gente es habladora, es mejor que te lleve Mario", y tanto
fue el cántaro a la fuente... que acabé enamorándome
como una chiquilla quinceañera.
Era un gran amor que nunca antes había sentido,
o al menos desde que realmente tenia quince años;
sinceramente, yo parecía más adolescente que Mario.
Una noche que íbamos al cine en un destartalado
taxi, me abrazó y me besó, lo que esperaba desde hacía
tiempo, pero no por eso dejó de sorprenderme, pues no
me atrevía ni siquiera a insinuarlo. Cuando pudo hablar,
me dijo: "Julita, me parece mentira, es algo maravilloso".
A partir de ese día vivíamos esperando el momento de
volver a vernos. Nadie conocía nuestro romance, salvo
Nancy, una prima hermana de él y, lógicamente, Javier.
A ellos no pudimos ocultárselo. Con Mario sabíamos
que, por mi condición de mujer divorciada y mayor que

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él, tendríamos a toda la familia en contra, lo que en
parte era lógico, aunque Mario no lo aceptaba.
Caminábamos mucho, nos gustaba hacerlo sobre
todo cuando caía esa llovizna tan típica de los inviernos
limeños; ocasionalmente tomábamos un colectivo,
ómnibus o taxi: solo cuando íbamos al centro de Lima.
Al comienzo de nuestras salidas, Mario, todo galante,
me llevaba del brazo; no estábamos callados ni un
momento, siempre teníamos de qué hablar o de qué reír.
Mario me atrajo desde el primer día que lo vi hecho un
hombre, pero me reflexionaba mí misma, me decía que
no podía ser, que qué sacaría con un muchacho tan
joven que todavía no había terminado ni la Universidad;
pero los sentimientos no se controlan, sobre todo si
uno no quiere hacerlo.
Me acostumbré a salir con Mario, perdí el
entusiasmo de aceptar cualquier otra invitación, estaba
pendiente de la hora en que llegaría a la casa de mi
hermana; las visitas a sus tíos eran cada vez más
frecuentes.
Muchas veces me quedé esperándolo; la primera
vez que me dejó plantada me envió un lindo ramo de
rosas, con una tarjeta que decía: "Mis rendidas excusas".
A veces, cuando perdía la esperanza de verlo, me iba al
cine con mi cuñado Lucho, que era tanto o más
"cinemero" que yo.
Frecuentemente visitaba a la abuelita Carmen,
una viejecita encantadora. No había nada que le gustara
más que conversar, lo mismo que a la Mamaé; me
pasaba horas con ellas y ambas compartían una
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chochera enorme por Mario. Actuando con mucha
discreción, les sonsacaba cuanto quería sobre su
"Cholito", como llamaban cariñosamente a Varguitas;
de ese modo me iba enterando de toda la vida de Mario,
al menos de los últimos diez años que había dejado de
verlo. La abuela lloraba al contarme cuando su padre lo
puso al Colegio Militar Leoncio Prado, lo que hizo en
castigo porque descubrió que su hijo escribía versos y
no era precisamente el mejor alumno de su curso en el
colegio en que estaba. Prácticamente, Mario vivió toda
su infancia y adolescencia con sus abuelos, mi hermana
Olga y mi cuñado Lucho, que era como un padre para
él, mucho más que el verdadero. Lucho lo llamaba
Flaco y, según tengo entendido, hasta hoy usa ese
apelativo.
Mario consultaba todo con Lucho, y creo que
aún lo sigue haciendo. Claro que en esta época no
sospechaba que su tío-cuñado iba a convertirse en su
suegro-tío.
En la medida en que se formalizaban nuestras
relaciones sentimentales, se acrecentaban las dificultades
para mantenerlas en secreto ante la familia; si alguien
hacía un comentario acerca de las miradas más o menos
significativas que me hacía otro, Mario palidecía o
procuraba de inmediato cambiar de tema. Luego me
pedía explicaciones, desasosegado e incómodo.
No se me pasaba por la mente la idea de casarme
con Mario; sin embargo, tan solo el pensar en mi
regreso a Bolivia me producía tristeza. Día a día me
sentía más ligada a él y no sabía qué hacer para salir de

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aquella encrucijada. La más mínima e imprevista
ausencia de Mario era más que suficiente para llenarme
de angustia; esperaba con verdaderas ansias el momento
de verlo, de besarlo, de estar a su lado. Mis propias
reacciones me causaban una profunda extrañeza.
Bastaba, pues, con que me tomara una mano, para
sentirme segura y plenamente feliz. Y eso que nunca
hubo entre nosotros ningún tipo de insinuaciones. Ni
tampoco nunca intentó siquiera caricia alguna que
pudiera ofenderme o, cuando menos, molestarme; sin
decirnos nada había entre nosotros un acuerdo mutuo
de respeto, de un amor sin nada que ocultar o de qué
avergonzarnos. Mario era apasionado y al mismo
tiempo tímido. Me trataba con delicadeza y creo que fue
eso lo que más me conquistó; en su actitud veía que no
buscaba una probable aventura con una mujer
divorciada, mayor que él, sino algo mucho más noble,
más profundo, desinteresado y sincero; pienso que en
ese entonces realmente me quería. De ahí mi
desbordada ternura; añoraba su presencia, cerraba los
ojos y me parecía sentirlo a mi lado, que tenía sus
manos entre las mías con una presión tan dulce, como si
quisiera, a través de la piel, sentir su amor por mí. Era,
sin duda, un amor diferente.
Continuábamos con nuestras caminatas desde la
Av. Armendáriz a Barranco, siempre conversando y
riendo; ya la realidad nos acosaba y teníamos que actuar
con tacto y prudencia, a veces, hasta con hipocresía,
para disipar cualquier duda acerca de la naturaleza de
nuestras relaciones. De manera que, si mi cuñado
comentaba, por ejemplo, cuando ya me encontraba
arreglada y dispuesta para salir con Mario: "Qué guapa

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estás, Negra. ¿Vas al cine con el Flaco?". Yo, con una
fingida indiferencia, respondía: "¿Acaso va a venir? ¿Por
qué no vamos todos?". Y efectivamente, en ocasiones
así sucedía: nos acompañaban Lucho, mi hermana, o su
tía Laura o casi todos ellos. Entonces, nos tomábamos
las manos en la oscuridad del cine y debajo del asiento,
saboreando el agradable peligro, la pequeña y deliciosa
aventura que engrandece las cosas y las magnifica. Por
otra parte, en estas ocasiones, gracias a la complicidad
de Nancy y a su hábil intervención (no sé cómo lo
hacía), siempre Mario resultaba sentado a mi lado.
Cuando nuestro presupuesto lo permitía -lo que
no era muy seguido-, íbamos al Negro-Negro, una boite
pequeña y oscura que era nuestro lugar secreto y donde
nos sentíamos protegidos de las miradas de la familia.
Generalmente, íbamos con Nancy y Javier.
En el Negro-Negro había una orquesta de
mujeres. En un principio les pedía que tocaran el vals
"Engañada". Desde ese entonces y siempre que nos
veían entrar, lo interpretaban sin necesidad de pedirlo.
Ahora me pregunto si no sería una gran premonición.
La letra dice:
No creas que si tú te alejas te voy a llorar.
Tendré que buscar otro amor,
pero que sepa amar...
Y aunque sé que sufriré por mucho tiempo,
mas luego tú verás... te lograré olvidar

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Las sospechas comenzaron después de un viaje a
Paramonga con algunos miembros de la familia, para
visitar a un tío de Mario, que ejercía allí su profesión de
médico.
Pasamos dos largos y estupendos días; hasta ahí
todo iba muy bien. Incluso nadie sospechó nada en la
fiesta que tuvimos con varios amigos del tío, hasta la
madrugada. Ya de regreso y en el trayecto a Lima,
quizás vencida por el cansancio y el sueño, le dije a
Mario: "Varguitas, préstame tu hombro. Estoy agotada".
Y me quedé dormida, agarrándole la mano. Mario y yo
estábamos en la parte trasera del automóvil, al lado del
chofer. Sin embargo, tan insignificante detalle bastó
para despertar sospechas de la tía Laura, quien llamó ya
en Lima a una reunión de familia para decidir sobre
nosotros.
Desde hacía un tiempo Mario me había hablado
de casarnos, pero como yo tenía mis temores, no tomé
el asunto muy en serio; siempre tenía la idea de que sería
un riesgo demasiado grande y no me decidía a tomar
una determinación, pero, como siempre, el amor se
impuso a la razón, y comenzamos a hacer planes.
Sabíamos que teníamos que escaparnos, puesto que
nadie lo permitiría. Organizamos un plan. Yo tenía que
decir que una amiga mía, esposa del Embajador de
Bolivia en ese entonces, me había invitado a pasar unos
días con ellos en Chosica; y él, que iría a alguna parte
con unos amigos. Pero, con la reunión familiar, los
acontecimientos se precipitaron. Recuerdo que aquella
tarde tenía que ir con una prima hermana a un bingo del
Club Aéreo, en Jirón de la Unión. Telefónicamente, y

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con bastante riesgo, Mario me hizo desistir de mi salida.
Me dijo que lo esperara, que no me moviera de casa,
que no estaba seguro a qué hora podría ir. A eso de las
ocho de la noche fue a buscarme. Lo noté nervioso y
eufórico. Me abrazó, y me dijo: "Negrita, tenemos que
irnos esta noche; en casa de tía Laura están reunidos
todos, se han dado cuenta de lo nuestro, nos van a
separar. Tía Olguita ha dicho que te irás a Bolivia; están
viendo la forma de decidir sobre nosotros, y eso no lo
permitiré, no te dejaré ir nunca, así que vámonos esta
noche". Por supuesto, estaba con Javier. Sin pensarlo un
minuto subí a casa, saqué una chompa y dejé una nota
diciendo que había ido al cine. Alquilamos un auto, que
estaba todo viejo y deshecho, tanto que tenía mis dudas
de llegar a alguna parte en él. Con Javier nos fuimos a
Chincha. Días antes ya Javier había ido allí para arreglar
el asunto de nuestro matrimonio; proclamas y todas
esas cosas absurdas que se necesitan ¿para qué?, nadie lo
sabe. Estábamos convencidos de que nuestro viaje era
sobre seguro y que no tendríamos problemas. Allí nos
esperaba un muchacho del lugar, que trabajaba con
Mario en Radio Panamericana. Todo perfectamente
organizado en pocas horas, pero qué equivocados qué
estábamos.

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II

Llegamos a Chincha después de una agitada


noche de viaje, durante la cual solo hicimos una parada
para tomar café. Hacía frío. En la Alcaldía sufrimos
nuestro primer sofocón. El señor Alcalde estaba en un
almuerzo, donde lo fueron a buscar. Llegó con unas
copas de más y se negó rotundamente a celebrar la
ceremonia. "No ---decía---de ninguna manera, esta
señorita es muy bonita para que se case", riendo a
carcajadas, seguramente por el alcohol que llevaba
dentro. No hubo forma de persuadirlo, nosotros nos
quedamos desconcertados. A partir de esta sorpresiva
negativa, se sucedieron las más increíbles peripecias. En
la búsqueda de alguien que nos casara se pasó el día.
Nos fuimos al hotel, si se le puede llamar así. En
cualquier momento las paredes parecía que iban a
venirse abajo, francamente de hotel no tenía nada.
Tomamos dos piezas, una para Javier y Mario y otra
para mí. Cuando Mario me acompañó hasta la puerta de
mi habitación le di un beso de buenas noches, me
abrazó muy fuerte, y me besó muchas veces, con una
pasión que, hasta este momento para mí era
desconocida en él, y como nunca antes lo había hecho.
Confieso que me encontraba atemorizada. Me miró
apartándome un poco de sí y me dijo: "Negrita, no me
botes, déjame a tu lado; para mí tú ya eres mi mujer; no
me eches, por favor. Mañana, sea como sea, nos
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casaremos, no tienes por qué preocuparte de nada, por
favor; te adoro, te necesito conmigo, Negrita... "Y.… se
quedó conmigo. Anticipábamos, apenas unas horas
nuestra noche de bodas, sin que antes se hubiera
producido -como ya lo dije- la más pequeña insinuación
de una entrega, a pesar del gran amor que sentíamos el
uno por el otro.
Esa mañana nos levantamos temprano y
continuamos buscando quién nos casara; yo no
regresaba a Lima sin hacerlo, pues si ya era bastante
enfrentar a la familia ---toda una familia que es un clan--
-estando casados, mucho más lo era sin estarlo y
habiendo pasado dos días juntos. Cerca de las ocho de
la noche, en un pueblito llamado Grocio Prado,
encontramos al fin un Alcalde; era pescador. Tuvimos
que esperarlo, pues su esposa nos aseguró que nos
casaría. Estábamos bastante lejos de nuestro punto de
partida. Nunca he rezado con tanto fervor como a la
Santa del lugar, Melchorita, para que no pasara nada y
pudiera al fin convertirme en la mujer de Mario ante la
ley de los hombres, que para mí no tiene ninguna
importancia: pero no se trataba solo de nosotros, sino
de una familia apegada a las tradiciones, y a quienes les
tenía bastante miedo.
Por fin apareció nuestro bien hechor, el
Alcalde-pescador. Era un hombre corpulento, no usaba
zapatos y hablaba mal el español, pero tenía una mirada
bondadosa y dentro de su misma ignorancia
comprendió nuestro problema. Por supuesto, como
todos los alcaldes que vimos, le llamó la atención la
diferencia de edades, pero felizmente lo convencimos, y

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eso que Mario se aumentó la suya en dos años. Lo
importante fue que nuestro simpático Alcalde-pescador
tenía dificultades para celebrar la tan buscada ceremonia.
En nuestro atufamiento nos habíamos olvidado que se
necesitaban dos testigos; por supuesto, Javier era uno,
pero ¿y el otro?; el amigo de Mario se había hecho
humo desde la noche anterior. Nos paramos en la
puerta, le pedimos a un señor que pasaba por allí,
después de esperar casi una media hora, que lo fuese y
aceptó, pero dijo que sin vino no podría haber
matrimonio, que había que festejarlo y que iría a su casa
a buscarlo. Fueron los minutos más largos de mi vida;
¡que angustia la que sentía! Me imaginaba que sucedería
y que no nos casaríamos. Por fin llegó nuestro
improvisado testigo, muy sonriente y con su botella de
vino en la mano. Comenzó la ceremonia, me parecía
que no acababa nunca, que no llegaría nuestro buen
Alcalde a la parte en que teníamos que decir "sí, acepto".
Cuando todo terminó, creía que era mentira que ya
estábamos casados, ya nada ni nadie podría separarnos;
ilusa de mí, no sospechaba, en mi alegría, el largo
camino que me faltaba recorrer. Brindamos con nuestro
testigo y su famoso vino, que debió haber estado
guardado mucho tiempo; tenía un gustito muy
sospechoso a vinagre.
Regresamos al hotel con los nervios deshechos
por la tensión de todo el día, deseábamos comer algo,
pues desde el desayuno no probábamos bocado alguno.
Como nos habíamos acostumbrado a hablar en voz baja,
como si fuéramos personas que planean el asalto a un
banco, Mario llamó al mozo y pidió tres Coca-Cola, en
un tono tan bajo y conspirativo que el mozo se nos

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quedó mirando con una cara de sorpresa increíble;
cuando nos dimos cuenta de lo que pasaba, los tres
estallamos en una carcajada tan estruendosa que por un
momento tuve miedo de que se nos cayeran las paredes
del viejo hotel.
En la mañana Javier nos despertó a las siete. En
Lima ya nos buscaban con la Policía por órdenes del
padre de Mario.
Una vez más, Javier se adelantó a nosotros
partiendo a Lima con la misión de hablar con la familia
y de comunicarnos luego por teléfono lo que estaba
sucediendo. Ni sospechábamos que era mucho peor de
todo lo que podíamos habernos imaginado. El auto en
que viajaba Javier sufrió un vuelco y mi buen Gordo
casi no llegó a destino.
El encuentro de Javier con mi suegro fue
violento; se negó a decirle donde estábamos y delante
de mi suegro el actuó como si él no supiese nada. Su
llamada nos alarmó muchísimo. Volvimos a Lima
muertos de miedo. Mario aparentaba una tranquilidad
que estaba lejos de sentir y no podía disimular sus
nervios. No sabíamos de que era capaz el padre de
Mario, hombre de carácter tremendamente fuerte. Pero
todo lo que podíamos imaginar se quedaría pequeño en
comparación a todo lo que sucedió después.
Llegamos a casa de mi hermana cerca del mediodía.
Hubo, como era previsible, lágrimas, lamentos,
recriminaciones y negras profecías. Mi cuñado Lucho,
más comprensivo y flexible que Olguita, en medio de

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todo lo que consideraba una “tragedia”, tuvo palabras
reconfortantes y nos felicitó. Me pronosticaron también
que mi matrimonio con una “guagua” fracasaría a los
seis meses. A todo ello respondí que me tenía sin
cuidado y que prefería un día o un mes o un año de
felicidad, junto a Mario, antes que no tenerla nunca.
Contra todos los augurios, mi matrimonio duró nueve
años y se terminó por circunstancias muy ajenas a mi
voluntad, porque, por encima de todo, amé a Mario
fuera de cualquier límite, y creí que el mundo entero
terminaría para mí cuando decidió dejarme. Confieso
que necesité mucho carácter y valor para salir adelante,
cosa que por fin he logrado, después de varios años.
Entre tanto, mi hermana Olga había tomado
medidas para evitar tensiones con la familia de Mario.
De manera que no permitió bajo ningún concepto que
mi marido viviera conmigo en su casa. Aceptó que me
visitara, eso sí, pero sin ninguna intimidad. En la noche
él se iba a su casa y yo me quedaba en la mía. Algunas
mañanas al despertar, encontraba a Mario sentado en mi
cama, viendo me dormir, mirándome con ternura.
Por otro lado, la actitud de intransigencia de mi
suegro no tenía límites. Amenazó incluso con pegarme
un tiro, por lo que me prohibieron que abriera la puerta
de casa si alguien llamaba. Así pues, sonaba el timbre,
tenía que correr a refugiarme en mi habitación. Su
incontrolable ira lo llevó a extremos insospechados:
hizo que la policía fichara a Mario, como si fuera un
delincuente común, para que no pudiera seguirme si
conseguía con todas esas presiones sacarme del país.
Acepté abandonar Lima para evitar una tragedia entre

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padre e hijo. Pasamos momentos muy angustiosos; lo
único que hacíamos era llorar muy abrazados, como si
nada ni nadie pudiera separarnos, como si jamás me
pudieran separar de sus brazos. Con el transcurrir de los
años aprendí que el separarnos resultaría más fácil que
casarnos, tal como sucedió, pero no nos adelantemos a
los hechos.
Sin embargo, no quise viajar a Bolivia. Estaba
segura de que mi padre jamás iba a aceptar el trato
denigrante que se me daba. Decidí irme a Chile, a
Antofagasta, donde pasaba vacaciones mi madre con
unos familiares, sin saber nada de lo sucedido.
La noche antes de mi partida, mi hermana
consintió que Mario se quedara conmigo. Era la tercera
vez que estábamos juntos y solos, desde la víspera de
nuestro matrimonio. Pasamos la noche sin dormir,
llorando por las injusticias que se cometían en contra de
nosotros; ¿Por qué no nos dejaban vivir nuestra vida?
Era tanta la angustia y desesperación de Mario que
perdió el conocimiento de un ataque de nervios por la
impotencia, por no poder hacer nada contra la poca
comprensión de su padre y demás familiares que nos
quitaron todo apoyo moral; nadie levantó una voz para
decir que se nos dejara tranquilos. Solo mi cuñado nos
entendía, pero él tampoco podía hacer mucho contra
los que nos censuraban. Me sentí responsable de la
situación y muy preocupada por Mario. Y, no obstante,
me repetí la imperiosa necesidad de superar este trance,
porque uno de los dos debía sostener al otro y yo era la
más fuerte.

22
Al día siguiente, viajé en vuelo directo a Antofagasta.
Sí, nuestra despedida resultó desgarradora, casi
indescriptible. Nos abrazamos y no lográbamos
desprendernos. Ambos teníamos la impresión de que el
mundo se venía abajo. Hubo juramentos y promesas,
palabras atropelladas, besos. Corrí al avión y a
tropezones entré en él. Pero, poco después, cuando ya
estaba sentada en el avión, toda la desesperación
acumulada, contenida a duras penas, reventó en
sollozos. Una azafata me dio no sé qué tranquilizante
que me dejó adormilada. Tuvieron que avisarme cuando
aterrizamos en Antofagasta. Apenas si recuerdo nada
más de aquel triste viaje, y que no sería el único.
Mi madre me esperaba, sorprendida por el
telegrama que le envié avisándole de mi llegada. Al
contarle lo sucedido lloró junto conmigo. Siempre fue
muy amiga de sus hijas y a todas nos dio su
comprensión y enorme cariño en todo momento. Era
una mujer maravillosa. En ella y con ella encontré el
apoyo, el consuelo y la ternura que tanto necesitaba.
Mi principal objetivo diario era escribir a Mario.
Y recibir sus cartas, toda una razón de vivir. Solo así
lograba calmar mi profundo dolor y esperar a que los
días transcurrieran con una enorme monotonía.
Me ayudó mucho a soportar mi soledad un
primo lejano, soltero, simpático y buenmozo, quien
frecuentemente me llevaba al cine y escuchaba con
paciencia todo lo que le contaba, que era mucho, acerca
de Mario. A veces, jugábamos lota en las reuniones
familiares. Era una grata y agra-dable compañía y
23
también un confidente en quien depositar toda la pena y
la inquietud que me asaltaban de manera permanente.
Mi marido me hablaba en sus cartas de las
conversaciones que tenía con mi suegro, relacionadas
con nuestra insoportable situación. Me daba ánimos,
estaba convencido de que pronto volveríamos a
reunirnos. Cada día echaba de menos, con mayor
amargura, al marido que lo fue por escaso tiempo y con
el que solo había pasado dos noches de intimidad
absoluta.
Sucedió que mi primo, mientas comentábamos
una película, en la puerta de casa me abrazó y me besó
de manera sorpresiva, dejándome perpleja. Luego,
confesó que se había enamorado de mí y me pidió que
me quedara, que anulara mi matrimonio con Mario para
casarme con él. Hablaba en forma tan atropellada, que
creía que le estaba entendiendo las cosas al revés.
Cuando me recuperé de mi confusión, le dije que nunca
se me había ocurrido ni pensar en esa situación, que me
hada sentir muy mal, que no quería herirlo, pero que
nunca alenté ningún sentimiento aje no a nuestra
amistad, que con su comportamiento me ofendía, lo
mismo que a mi marido. Por último, le pedí que dejara
de visitarme, lo que me dolió porque estaba habituada a
su compañía, ya que generalmente, después de su
trabajo iba a buscarme.
El primo se sintió muy avergonzado y se fue en
silencio. Aquella noche no pude dormir. Tenía la vaga
sensación de que Mario me reprochaba mi conducta
que, en mi criterio, nada tenía de reprochable, pues yo

24
no tenía la culpa de nada de lo sucedido. Después de
muchas dudas y cavilaciones, decidí no contar nada a
Mario de ese insignificante y pasajero incidente; al
menos para mí era un episodio sin importancia y no
quería poner la más mínima duda en su mente.

25
26
27
El muchacho desapareció de la casa, y todos se
preguntaban las razones; incluso su madre decía que
nada sabía, pero que lo veía muy cambiado y
preocupado, que se pasaba horas echado en la cama
mirando al vacío. Tantas eran las preguntas que me vi
obligada a hacer la mía y dije a su madre: "Cierto, ¿qué
es de tu hijo? Hace días que no viene por aquí". Ella me
miró, me sonrió, se acercó a mí, me apretó un hombro y
me respondió casi al oído: "¿Usted no lo sabe, m'hijita?;
no se haga la tonta, que ya está grandecita para eso". Me
quedé tan cortada que no supe qué decir.
Volví a ver a mi primo en el cumpleaños de su
abuela hermana de la mía. Aún sin quererlo, estaba
nerviosa esperando su llegada. Hizo su aparición con
unos traguitos de más y me sacó a bailar. Mi madre fue
la que inocentemente me dijo: “Anda, hijita, diviértete
un poco. Has estado a mi lado toda la fiesta. Tú que
eres tan alegre". Me levanté muy tensa y nos pusimos a
bailar. Él me miró sonriendo y murmuró: "No se ponga
así, no la voy a comer, ya me dijo lo que pensaba, no
tenga miedo y diviértase, olvídese por un momento del
cabrito que la espera". No respondí. Concluyó la música
y me retuvo, para continuar bailando. Pero bruscamente
me deshice del abrazo y volví junto a mi madre.
Realmente me sentía confundida; a pesar de lo tensa
que estaba, me sentí cómoda en ese abrazo que es el
baile y en esos instantes se me mezclaban en la mente
las dos imágenes. Después de muchos años, me he
preguntado qué hubiera pasado si yo no hubiera estado
tan enamorada de Mario y escuchaba todas esas
palabras de amor que me decían; pero nadie sabe cómo

28
la telaraña del destino sutilmente nos envuelve a todos y
hace con nosotros lo que quiere.
Mi estadía en Antofagasta se me hacía muy
penosa. Extrañaba a Mario, a pesar del consuelo que mi
madre trataba de darme. Pasaba horas reflexionando
acerca de los métodos que empleó mi suegro para
conseguir sus propósitos y separarnos tan
drásticamente. El hecho de que fuera divorciada y
mayor que Mario no era factor para que se me colocara
poco menos que en la condición de una delincuente.
Comprendía, con todo, que yo no era para el padre de
mi marido, la persona ideal, pues seguramente él querría
para su hijo una muchachita joven, una nuera a la que
pu- diera manejar a su antojo. Pero tampoco había
razón para ser tratada en esa forma, y menos por el
padre de Mario que nunca se preocupó por él cuando
era niño, ni mucho menos de adolescente; su único
derecho de padre era el de haberlo engendrado.
Y, ¡por fin!, un maravilloso día llegó el tan
ansiado cable de mi marido. Su padre autorizaba mi
regreso a Lima. Mi exilio sentimental había, pues,
terminado. Ya tenía su permiso para poder amar a mi
marido como deseaba hacerlo. Era tan grande mi alegría
que olvidé todo lo que había pasado para poder
reunirme con Mario. Hubiera querido tener alas en ese
mismo instante para volar junto a él. Pero surgió un
problema: no tenía dinero suficiente para el pasaje. Lo
resolví pronto. En la casa de empeños -sin decir nada a
nadie-vendí un anillo con un brillante de un quilate y
medio, una pulsera de oro, con 34 dijes, también de oro,
y algunas otras pequeñas joyas. Por todo me dieron una

29
cantidad irrisoria, pero que cubría mis propósitos. No
me importó el valor material de todo ello, pues lo único
que me interesaba era irme a Lima . Cuando mi madre
se enteró de lo que había hecho, casi se desmayó, quiso
recuperar las cosas, pero no pudo. Ya era tarde.
Luego tuve que enfrentarme con el Cónsul del
Perú, que se negó a darme la visa para ingresar a su país,
quizás porque cometí el error de decirle que iba a residir
en Lima y en mi pasaporte constaba mi condición de
turista. Se puso muy intransigente, y solo la intervención
del Cónsul de Francia, quien tenía amistad con mi padre
y con el que hablé de asunto, logró que al día siguiente
me llamara el temible Cónsul peruano y sellara mis
documentos.
Me despedí apenada de mi madre, por dejarla
con una preocupación tan intensa por mí. Le prometí
que le escribiría desde Lima para contarle con todo
detalle lo que ocurrió. También ella, como es obvio,
quería lo mejor para su hija y le preocupaba la edad de
Mario y su inestable condición de estudiante.
En el avión me di cuenta de las miradas que me
dirigían algunos pasajeros. Pronto encontró la respuesta
de tan curiosa actitud: era tal mi alegría que me reía sola.
¡Qué vuelo más largo, me parecía que no llegaría nunca!
Hasta que por fin aterricé en Lima.
En el aeropuerto me esperaban Mario, mi
hermana, Lucho y Nancy.

30
"Existen pocos crímenes que merezcan mayor castigo que el de
entregarse totalmente en manos de otro"
Barbey d'Aurevilly

III

Después de pasar Aduana e Inmigración, corrí


como si estuviera participando en una competencia
deportiva, hasta precipitarme en los brazos de Mario.
Nos mirábamos, nos besábamos. Volvíamos a mirarnos
y a besarnos. Me sentía plenamente feliz de
encontrarme con él Todo lo que había a mi alrededor se
borró, solo existíamos él y yo. Si en ese momento se
hubiera acabado el mundo, qué contenta me hubiera
sentido de dejar este en sus brazos.
Durante mi ausencia, y en colaboración con mi
hermana y su prima Nancy, Mario había alquilado un
pequeño departamento en una Quinta de la calle Porta
que a mí me pareció tal vez más bello que el Palacio de
Versalles, que aún ni pensaba que llegaría a conocerlo.
Constaba de dos piezas, una que servía de Living-
comedor, con muebles bastante usados; otra pieza más
grande que era el dorn1itorio, un baño como para una
casa de muñecas, y una piecita diminuta que tenía el
nombre de cocina, a la que realmente tenía que entrar

31
de lado, pues si lo hada de frente me habría quedado
atascada. Pero era lindo, era allí donde viviría con Mario,
sería allí donde se realizarían todas nuestras promesas
de amor, donde realmente viviría mi sueño tan anhelado.
Por un tiempo, almorzamos en casa de mi
hermana; vivíamos con muy poco dinero. Mario
continuaba sus estudios en la Universidad y acumulando
trabajo. En un momento dado llegó a tener nada menos
que siete. En particular, uno de ellos no podría ser más
fúnebre: consistía en fichar a los muertos del
cementerio. Establecimos un método: él recogía los
datos y yo hacía las fichas, que se entregaban cada fin de
semana. En lo que a mí se refiere, también procuré
aportar cuanto me fuera posible. Un compatriota y buen
amigo, que por entonces vivía en Lima, y que en Bolivia
llegó a ser un prominente miembro de la empresa
privada, un gran señor, que se lo veía buenmozo con su
linda cabellera blanca, me daba trabajos de copiados a
máquina, por los que me pagaba 50 soles semanales,
suma que ayudaba mucho a nuestra magra economía.
Teníamos muy buenos amigos. Javier seguía
siendo el primero y estaba siempre con nosotros;
continuaba con sus intenciones de enamorar a la prima
Nancy, chica muy linda y de gran simpatía, que por
aquel entonces se presentó como candidata a Miss Perú,
representando a Arequipa. Anecdóticamente, recuerdo
que el día final del concurso, Javier poco menos que
llenó el teatro de flores, dejando allí su presupuesto de
todo un año. Pero el querido y entrañable Gordo
siempre ha sido así para sus cosas; no le importaba lo

32
que le costaría algo si con ello iba a dar gusto a quienes
estimaba.
Aún no me había encontrado con los padres de
Mario. Una tarde fuimos a un cine, y en medio de la
oscuridad me di cuenta de que las personas que estaban
a nuestro lado, tremenda coincidencia, eran ellos. Di un
codazo a Mario y le dije: "Sal rápido, no preguntes nada,
pero sal". Salimos rajando del cine; ya en la calle le
conté lo que pasaba y en menos de un segundo nos
hicimos humo.
En circunstancias muy penosas, con motivo de la
enfermedad del papá de Nancy, me encontré con Dorita.
La mamá de Mario me saludó muy cortés y
ceremoniosamente.
En sucesivas ocasiones se mostró más cordial y
cariñosa conmigo. Por supuesto que a su “Cholito" se
lo comía materialmente a besos cada vez que lo veía.
Al papá de Nancy lo cuidaba una monja bastante
metete y, según entiendo, con muy poca caridad
cristiana, quien, sin duda aleccionada por una tía política
de Mario, una persona muy especial y un poco resentida
con todos los de la familia, ya que su matrimonio no era
precisamente feliz, culpaba a todo el mundo de esa
situación, menos a ella misma. La malévola monja me
preguntó -en presencia de todos y con un marcado
acento español-:"Oye, tú dime ¿ese muchachito tan
buenmozo que te tiene abrazada es tu hermano
menor?". Miré a la monja con ojos asesinos,
respondiéndole: "No, madre, no sé qué le habrán dicho,
pero es mi marido"; y la muy metete, que curioseaba
33
por todas partes, me soltó agria y desabrida: "Vamos,
vamos, que no estoy para bromas". Tuve que llevarme a
Mario de la habitación, porque se puso furioso y quería
decirle a la religiosa todas las iniquidades del mundo.
El padre de Nancy, que fue un hombre
encantador, murió a los pocos días. No pudo superar
aquella enfermedad.
Conocí a Pupi y Abelardo. Fuimos a su
matrimonio. En todo momento me han brindado una
desinteresada y sólida amistad y, por entonces, también
a Mario; más que amigos éramos verdaderos hermanos.
Cuando nació su primera hija, no me aparté del lado de
Pupi, mientras Mario, Lucho y Abelardo recorrían la
clínica como padres primerizos. Ayudé al médico que la
atendía en el parto, quien en un momento dado me
indicó que le pusiera la máscara de anestesia; al ver el
sufrimiento de mi buena amiga, se la puse, pero no se la
saqué de inmediato, con lo cual durmió feliz el resto del
día y de la noche. Fue una imprudencia de mi parle, que
gracias a Dios no tuvo ninguna consecuencia, pero eso
sí, estoy segura de que en sus futuros alumbramientos
me extrañó.
Pupi y Abelardo tuvieron después un varoncito y
una segunda niña de la que fuimos padrinos Lucho y yo,
lo que contribuyó a que nuestra amistad, que por mi
parte aún persiste, se hiciera más fuerte e
inquebrantable; pero Mario los olvidó a medida que
aumentaba su prestigio.
Los domingos hacíamos almuerzos en casa de
ellos; como tenían una terraza que daba a un patio, un
34
día se nos ocurrió hacer anticuchos. Con Pupi
preparamos todo un día antes, y el domingo temprano
marchamos con Mario a casa de los Oquendo, donde
Lucho nos esperaría. La primera odisea fue prender el
fuego en la parrilla; todos se creían maestros en ello,
pero cada uno era más inútil que el otro, lo que nos
causaba una gran hilaridad, en medio de una
camaradería maravillosa. Total, acabamos prendiendo el
fuego Pupi y yo; felices y orgullosas con nuestro triunfo,
pusimos los esperados anticuchos a la parrilla y
comenzó una humareda tan tremenda que creíamos que
se iba a incendiar la casa, costándonos mucho quitarla;
tuvimos que echar agua al fuego y todo se calmó.
Pasadas todas estas peripecias logramos lo que
queríamos: comer unos anticuchos deliciosos. Hicimos
muchos experimentos más en el arte culinario. Así era
nuestra vida, sencilla y agradable. A veces, me pregunto
si Mario habrá encontrado en su nueva vida los mismos
amigos que eran tan sinceros y que tanto lo alentaron al
comienzo de su triunfal carrera. No lo creo. Otro amigo
incomparable era Lucho Loayza, que también escribía;
recuerdo que él y Mario se presentaron juntos a un
concurso de cuentos de la "Revista Francesa", que
concedía como primer premio un viaje a París. Pues
bien, pasó el tiempo y llegó el día en que se daría el
premio. Una tarde llegó Lucho a casa todo emocionado,
casi no podía hablar, sinceramente creí que era él quien
había ganado el ansiado galardón, pero no, era Mario.
De inmediato nos lanzamos a la calle para darle la gran
noticia. El mismo Lucho se la dijo. Nunca he visto un
desprendimiento tan grande, una nobleza semejante, y
aún menos entre escritores que comienzan.

35
Como la situación económica de todos era más o
menos parecida, pero quizá la nuestra un poco más
débil, cuando los sábados o domingos queríamos tomar
un buen té con pasteles, generalmente de La Tiendecita
Blanca, íbamos todos a visitar a un amigo -que dicen
que ahora triunfó como escritor y que, dicho sea de
paso, desde hace varios años me debe los derechos de
autor de una edición popular de La ciudad y los perros-
como era mayor que todos los del grupo y quería
formar parte de él, nos invitaba unos tés fabulosos, de
los que siempre salíamos haciendo comentarios y riendo
alegremente; nos despedíamos con un "hasta la
próxima". Nunca lo invitamos a nuestras reuniones.
Vivíamos tranquilos, sin mayores
preocupaciones, compartiéndolo todo entre nosotros. A
todos esos excelentes amigos les hacía mucha gracia el
apelativo que yo le daba a Mario: le decía "mi Homoso",
lo que hacía reír mucho a Pupi y Abelardo. Para resumir,
fue aquella una época inolvidable, durante la cual
compensábamos privaciones y necesidades con amor,
ternura, y todo lo demás pasaba a segundo término.
Como Mario estaba ocupado todo el día en sus
diferentes trabajos, escribía sus artículos de noche.
Llevaba una mesita de máquina a mi lado, junto a la
cama. De rato en rato hacía una pausa, me besaba y
continuaba escribiendo. Me leía lo que escribía; y
cambiábamos impresiones sobre sus artículos que, por
supuesto, para mí siempre eran buenos.
Al poco tiempo de estar viviendo en la calle
Porta, me regalaron un perrito. Era una “bellotita”

36
blanca y crespa, le pusimos el nombre de Batuque. Sin
ser fino tenía una inteligencia increíble. A las 12:30, hora
en que Mario llegaba a casa, rascaba la puerta y salía
como un bólido a esperar a mi marido. No se
equivocaba nunca en la hora. En una de aquellas salidas
lo atrapó la perrera. Mario, cuando lo supo, fue
inmediatamente a buscarlo y pudo rescatarlo después de
algunas pericias. Lo encontró en una jaula. Me contó
horrorizado que los metían dentro de una bolsa y
después los mataban a palos. De regreso a la casa, en un
taxi, tal vez por miedo o no sé qué Batuque hizo todas
sus necesidades corporales encima de Mario. Resultado:
no sé cuál de los dos estaba más sucio. Entraron juntos
a la ducha. Nos acompañó casi dos años mi fiel Batuque.
Cuando tuvimos que irnos a la casa de los abuelos, lo
entregamos a Joaquín. El día que se lo llevaron fue de
una pena enorme, parecía darse cuenta de lo que pasaba.
Nos miraba con sus ojitos llenos de tristeza, no quería
caminar, con las uñas se prendía a las piedras del patio.
En su mirada me parecía ver algo de reproche, como si
hubiera querido decir: "¿Por qué me hacen esto, por qué
me echan?". Con la inteligencia que tenía, espero que
hubiera comprendido lo que yo le decía. Nunca más lo
vi. Después de un tiempo supe que murió atropellado
por un auto.
Todo marchaba perfectamente entre nosotros y
todo hubiera seguido de la misma forma, si Mario no
hubiera comenzado con unos celos obsesivos y sin
justificación. Quizá estos celos hubiesen sido más
lógicos en mí. En definitiva, él tenía compañeras de
Facultad y sus amigas de soltero. Además, nos
amábamos y no había, en consecuencia, motivos para

37
desconfiar. Aquellos celos me resultaban absurdos
desde todo punto de vista. Y, sin embargo, yo misma
habría de sufrirlos años más tarde, hasta límites
insospechados.
Por ejemplo, Mario no me permitía ir sola a
Lima. Nosotros vivíamos en Miraflores. De manera que
cuando llegaron mi hermano y su esposa, en viaje de
novios, ni siquiera me fue posible acompañarlos al
centro. Naturalmente, aun menos saludar a ningún
amigo boliviano, con quienes me encontraba en
ocasiones.
Recuerdo que asistimos a la fiesta que daba una
prima hermana mía. Al llegar a su casa con Olga y
Lucho, reparé entre los invitados a un señor bien
parecido, alto, moreno, con las sienes canosas y ojos
claros. Conociendo las reacciones de Mario, lo saludé
cortés pero parcamente. Con todo, me di cuenta de que
Mario me miraba de reojo y no me sacaba los ojos de
encima. Luego, en un momento dado, entré a la cocina
en busca de algo para beber y me tropecé con el
referido señor -cuyo nombre nunca supe- que peleaba
con una cubeta de hielo pegada al refrigerador. Me
preguntó: "Señora, ¿puedo servirla en algo?". Le
respondí que no y le di las gracias por su gentileza. Al
ver que insistía, con objeto de no sentirme ridícula le
dije: "Solo quería un refresco o algo de beber; me
muero de sed, pero no se moleste, yo misma me serviré,
siga usted con lo que está haciendo".
Me replicó: "No faltaba más, saco este hielo y la
atiendo". Me sirvió un whisky con mucha agua. No

38
alcancé a tomar el vaso, cuando ¡zas! entró Mario que
me miró como si pretendiera fulminarme. Para
disimular mi temor pregunté:
"¿Conoce usted a mi marido?" Y aquel señor
prácticamente desconocido dijo: "No tenía el gusto. Lo
felicito, tiene usted una esposa encantadora". ¡Para qué
lo diría!
Con toda descortesía, Mario me agarró de un
brazo y me sacó de allí corno si estuviera huyendo de la
peste; sinceramente me sentí en el aire. Como no quería
tener problemas, me aterraba la idea de que este señor
me invitara a bailar. Me refugié en el dormitorio de mi
prima y me recosté en su cama. Al poco rato entró mi
marido y se echó a mi lado; le dije: "Si estás cansado,
¿por qué no nos vamos?, mañana trabajas temprano".
Me contestó que él hacía lo que quería y que no
necesitaba que lo cuidaran. "Bueno, cuando decidas irte,
me avisas", concluí. Entonces comenzó con algo muy
infantil; me daba pataditas, primero muy suaves,
después aumentaron en intensidad hasta hacerme daño,
seguramente porque no le hacía caso, hasta que me
empujó y me hizo caer de la cama. Volví a recostarme
sin decirle nada, pero el jueguito prosiguió y no
pudiendo refrenar mis impulsos de cólera, me senté en
la cama y le largué una cachetada. Mario me la devolvió
de inmediato. Grité y acudió mi cuñado. Le expliqué a
Lucho lo que había sucedido y nos llevó a casa.
Nos acostamos, ambos muy ofendidos. No pude
conciliar el sueño. Pensé mucho y llegué a la conclusión
de que los celos de Mario eran producto de una enorme

39
inseguridad. Él se sentía menor que yo. Por mi parte,
nunca me sentí mayor que él. Ahí estaba la diferencia.
Pero ya me estaba cansando de sus niñerías.
En la mañana, cuando salió a la Radio me hice la
dormida. Era la primera vez que se iba a trabajar sin
darme un beso de despedida. Estuve cavilando, tratando
de encontrar la forma de darle más confianza en sí
mismo. Tenía que comprender que lo quería y que por
esa única razón me casé con él porque ¿qué otra cosa
podía ofrecerme fuera de su amor? Si ni siquiera
teníamos lo suficiente para vivir decorosamente. Y, no
obstante, yo me encontraba feliz en el pequeño
departamento, en esas dos piecitas donde nos
amábamos con intensidad, donde nuestros cuerpos no
tenían secretos para ninguno de los dos, donde nos
fundíamos en un solo ser.
Me gustaba tanto sentarme en el suelo, con la
cabeza apoyada en sus rodillas, y que me leyera a Borges,
Neruda, Marcel Schwob (sus Vidas imaginarias), a
Vallejos, que me describiera todo ese mundo que era el
de él. Con frecuencia interrumpía la lectura y me besaba.
¿Qué podía valer más que todo esto? Pues bien,
embargada por todas estas reflexiones, comprendía que
por sobre todo me dominaba el amor que sentía por mi
marido. Mi enojo se fue diluyendo hasta esfumarse por
completo. Lo esperé al mediodía como si nada hubiera
pasado, pero él guía enojado. Apenas me dirigió la
palabra; almorzamos en silencio. Luego él fue a
descansar y yo me puse a lavar los platos; generalmente
esta labor la tenía que dejar para después que él se

40
hubiera ido, porque comenzaba a llamarme y no me
dejaba hacer nada.
Cuando terminé fui al dormitorio, lo abracé y le
dije:
-Ya, “Homoso”, no sigas enojado, abrázame y
deja esas tonterías.
Pero me rechazó con tanta furia que me quedé
paralizada y se me saltaron las lágrimas. Mirándome me
respondió:
-Puedes llorar lo que quieras, ¿quieres que llame
a tu buenmozo para que te consuele? -dijo y agregó-: Te
confieso y te advierto que no puedo seguir viviendo así.
No acertaba a comprender a qué se refería, si a
mí llanto o a la cachetada; se lo pregunté; respondió que
no me hiciera la tonta ni menos la ingenua, que se
refería a mis coqueteos con todo hombre que se pusiera
a mi alcance.
Aunque soy rápida para contestar una ofensa,
por unos segundos enmudecí ante su insólita respuesta,
pero repuse:
Qué pena, Mario, o te has casado con una mujer
muy coqueta o tienes una inseguridad tan grande que no
te dejará vivir en paz. Tienes muchísima razón, no
podemos continuar así, será mejor que lo decidamos ya
mismo.
Me vio tan decidida que noté su inquietud, y dijo:

41
-Ahora estoy muy cansado, déjame dormir un
rato; si quieres puedes echarte a mi lado.
Me reí por dentro ante su gran concesión y me
acosté a su lado, dándole la espalda.
Desperté sobresaltada. Estaban golpeando a la
puerta y yo dejé que abriera Mario. Eran nuestros
buenos amigos que venían a buscarnos para ir a la
pizzería de Miraflores. Mario regresó al dormitorio y
ordenó:
-Vamos, levántate, vamos a salir, están aquí Pupi,
Abelardo y Lucho.
Le respondí en mal tono:
-Gracias, no voy a ninguna parte contigo, puedo
coquetearle al mozo; anda, ve tú.
-No puedes hacerme esto, ¿qué les diré?
-¿Y a mí qué? Diles lo que se te ocurra.
No tenía deseos de salir, además estaba con los
ojos hinchados por haber llorado y dormido. Entonces,
en forma sorpresiva e imprevisible, me besó
emocionado pidiéndome que fuera con ellos. Como los
enojos nunca me han durado, mucho menos con Mario,
me arreglé un poco y salí diciéndoles que estaba
resfriada y que por eso no quería salir. En el camino a la
pizzería, mi marido me llevó abrazada por los hombros,
estrechándome junto a él.

42
Nuestras reuniones solían ser muy bulliciosas y
alegres, pero aquella noche no hubo esa alegría
espontánea ni los chistes acostumbrados.
Probablemente les contagié mi estado de ánimo. La
verdad es que los repentinos cambios que se operaban
en Mario me tenían desorientada. Mientras ellos
conversaban, yo pensaba en cuál iba a ser su actitud
cuando estuviéramos solos en casa y qué se podía hacer
para poner fin a esas escenas tan desagradables que a
ambos nos amargaban y nos entristecían; nos queríamos
y, sin embargo, nos heríamos.
Al regresar a casa, se pusieron a leer Vidas
imaginarias durante por lo menos una hora; siempre leían
en voz alta, pasándose el libro de unos a otros. Cuando
nos quedamos solos, Varguitas, abrazándome, dijo:
-Ahora soy yo el que te pide que no estés
enojada; ven conmigo y deja de estar triste, durante toda
la comida no he oído tu voz; ya, Negrita, a ver, quiero
verte reír ¿qué pueden haber pensado nuestros amigos
al verte así? ¿Crees que no se han dado cuenta de que
algo anda mal?
Le contesté:
-Si quieres que me ría, cuéntame un chiste. Me
tiene sin cuidado lo que piensen los amigos. Me interesa
lo que pensemos nosotros de nuestro matrimonio;
¿queremos hundirlo o llevarlo adelante? Eso es lo que
me importa y nada más.
A lo que repuso:

43
-Bien sabes que no podría vivir sin ti, Negrita.
Como siempre, ganó él. Nos amamos con pasión
y ternura. Amanecimos abrazados como si jamás
hubiera ocurrido nada entre nosotros. Como si nunca
hubiera dudado de mí. Éramos los seres más felices del
mundo.
Según Mario, él jamás fue celoso, fueron mis
celos injustos los que más tarde nos hicieron vivir en un
infierno y eso me lo reprochaba cruelmente. Pero antes
de estas afirmaciones, pasaron muchas cosas. Cosas con
cuyo recuerdo todavía me estremezco.

44
"Toda la educación de la mujer debe ser dirigida hacia el hombre. La
mujer está hecha para ceder ante el hombre y soportar sus injusticias".
Jean Jacques Rousseau

IV

Pero los propósitos y las promesas de


tranquilidad se esfumaron muy pronto, y de nuevo
volvieron los infundados enfrentamientos, con todas
sus lamentables consecuencias y hasta hubo otra
escenita peor. Como hasta los 10 años viví en Chile, me
fascinaba el mar. Una mañana que nos invitaron a
almorzar sus abuelos, me fui temprano a casa de ellos.
No dije nada a mi marido, no lo consideré necesario. Y
fui a la playa con el abuelo Pedro, un viejecito adorable,
a quien le encantaba ir al mar tanto o más que a mí.
Estuvimos gran parte de la mañana en la playa de
Miraflores. Llegamos a almorzar cuando ya Mario
estaba en casa. Nada comentó delante de los abuelos,
pero lo noté extraño y de mal humor, disimulando la
verdadera razón de su actitud explicando que había
pasado un mal momento en la oficina. Como no tenía
deseos de discutir después de una mañana tan agradable,
me quedé callada sin hacer ningún comentario e ignoré
su mal humor. Terminado el almuerzo, Varguitas se fue
a la habitación de su mamá, yo me quedé conversando

45
con doña Carmen y la Mamaé por unos minutos, hasta
que Mario me llamó en voz alta, diciéndome:
-Negrita, ¿quieres venir a acompañarme?
La abuela se rió, comentando:
-Este mi "Cholito" no puede estar sin ti, no nos
deja ni conversar un rato, pero nada, ve con él.
Entré en la habitación y ¡la que se armó! ¡Santo
Dios!
Mario estaba descompuesto de furia. Hablaba en
voz baja para que no escucharan sus familiares, apenas
si lograba entenderle. Nunca lo había visto tan enojado,
era presa de unos celos monstruosos. Me acusó de
haber utilizado al abuelo, un hombre viejo -decía-, que
no se daba cuenta de nada, como pantalla para mis
coqueteos con todos los hombres que había en la playa.
Para ocultar mi miedo, lo miré sonriendo y le dije:
-Gracias, realmente me halagas, no me insultas,
no sabía que era una Miss Universo, a quien todos
miran.
Mi actitud entre sarcástica y defensiva lo sacó
más de sus casillas y se armó la “toletole”. Mi ironía
cambió en enojo; le dije:
-Mira, Varguitas, te guste o no te guste, iré a la
playa cuando me plazca, y si dudas tanto de mí, pues es
bien fácil, nadie te obliga a seguir a mi lado.

46
Cierto que estaba segura de su amor, por eso me
permitía el lujo de decirle aquello. Sin embargo, con los
años, iría perdiendo esa seguridad y me aterraría la
palabra separación. Todo cambia en la vida.
Sus celos me resultaban sofocantes. Lo quería
mucho, pero si me casé con él, lo hice para que ambos
fuéramos felices y no para destruirnos (algo que
olvidaría tiempo después). Posiblemente, Mario había
heredado el temperamento celoso de su padre, que una
vez fueron calificados de paranoicos por un médico.
Pero yo no iba a permitir que Mario me hiciera la vida
imposible; a toda costa me oponía a esta permanente
actitud que afectaba nuestra unión. No era dueña de
salir a comprar ni cigarrillos, e inclusive llegó a extremos
tales como "por olvido" dejarme encerrada bajo llave en
la casa.
Al ver mi enojo, fue bajando el tono de voz, se le
fue pasando la furia, le costó un poco el quitarme la mía,
aunque nunca me duraban mis enojos con él, pues lo
quería demasiado. Me llevó a su lado en la cama,
comenzó a aplacarme con caricias, besándome y, como
siempre, terminamos haciendo el amor y olvidando el
mal momento pasado, como si las peleas fueran un
aliciente para poder amarnos.
No dejé de ir a la playa, aunque con un poco de
miedo, pero lo hice. No me agradaba disgustarlo, pero
esas prohibiciones no las toleraba. Llegamos a un
acuerdo; él iría a buscarnos, estaría un momento con
nosotros, regresaríamos juntos, y todos contentos.

47
Se acercaba Navidad, la que pasaríamos en casa
de Olga y Lucho, con ellos y sus hijos Wanda, Patricia y
Lucho. Fue una noche muy linda, aunque con un
pequeño inconveniente. Mi marido se molestó conmigo
porque tomé una escoba, le puse papeles de colores, y
entré al living montada en mi escoba, gritando: ¡llegó
Papá Noel! ¡Llegó Papá Noel! Dijo que no le gustaba
que hiciera el ridículo, era como si le fastidiara cualquier
expresión de alegría espontánea; para él todo era hacer
el ridículo. Superado este incidente lo pasamos muy
bien.
Pocos días antes de Año Nuevo, comenzaron
otra vez los malditos celos, los soporté porque llegaba
una fiesta que había esperado para pasarla feliz con mi
marido. Era nuestro primer Año Nuevo y teníamos
planes de festejarlo con nuestros amigos. El 31 en la
tarde, estando en casa de sus primas Nancy y Gladys,
me atribuyó el hecho de coquetear al enamorado de una
de ellas. No pude soportarlo. Me fui a casa de mi
hermana Olga. Sé que les amargué la noche, pero no
quisieron dejarme sola. Juntos examinamos la actitud de
Mario, su conducta tan inestable, inesperada; yo insistía
en su inseguridad. Ninguno podía comprenderla. Antes
de casarnos, le conté toda mi vida, sin ocultar nada,
puesto que no tenía nada de qué avergonzarme, ni
mucho menos algo que pudiera hacerlo pensar en un
engaño. Me preocupaba suponer que hubiera heredado
ese lado de su padre: la enfermedad de los celos.
Mario apareció al día siguiente, por la tarde.
Tenía mala cara, como si no hubiese dormido. Dijo que
quería hablar conmigo. Acepté, con la condición de que

48
estuviesen presentes Olga y Lucho. Hablamos
largamente de todo lo que nos atormentaba. Se
aclararon las cosas. Me pidió que volviera a casa con él.
Accedí, con la condición de que no se volvieran a
repetir esas estúpidas escenas. Lo prometió y cumplió
fielmente su promesa. Nunca más en los años que duró
nuestro matrimonio me martirizó con sus enfermizos
celos. No sé si porque se convenció de mi amor o
porque temía que lo abandonara. Nunca lo supe. El 1
de enero volvimos a casa y festejamos el Año Nuevo a
nuestra manera, saliendo solo a medianoche para comer
algo.
Se inició una etapa muy feliz; ya no había nubes
en nuestro horizonte, todo era maravilloso, vivíamos el
uno para el otro, sin reproches ni peleas. Era el hogar
que ambos habíamos soñado, buscado y, al fin,
encontrado.
Seis meses después de nuestro matrimonio, se
me atrasó mi periodo unos 15 días. No le di, sin
embargo, mucha importancia. En mi matrimonio
anterior, pese a un sinfín de exámenes médicos, no se
pudieron determinar las causas de mi esterilidad.
Incluso, me habían hecho una operación muy seria, que
casi me cuesta la vida. Con todos estos antecedentes no
tomé muy en serio el atraso, al que atribuí a alguna
consecuencia de esa operación, llevada a cabo hacía
poco más de un año. Además, los médicos me habían
advertido que sería muy poco probable que llegara a ser
madre.

49
Pero, como el atraso continuaba, se lo dije a
Mario y fuimos juntos donde una doctora muy conocida
en Lima. Ya en su consultorio, me examinó
minuciosamente y cuál no sería mi sorpresa cuando
sonriendo nos dijo:
-Bueno, lo que tiene la señora no es nada grave,
sino algo muy normal. Preparen ropita chica porque la
señora está embarazada.
Yo no podía creer lo que nos decía, le discutía
que era imposible. La doctora me explicó con mucha
paciencia que mi esterilidad era más bien psicológica
que genética. Me había obsesionado por tener un hijo y
esa misma obsesión me lo impidió. Cuando me
despreocupé, la naturaleza obró como debía. Eso era
todo.
No obstante, para evitar nuevas decepciones, se
me hicieron análisis de todo tipo. Los resultados dieron
siempre positivos.
Con los análisis en nuestro poder, fuimos donde
los abuelos. Tanto Varguitas como yo nos
encontrábamos muy nerviosos, y a la vez, plenamente
felices. Nos mirábamos y nos limitábamos a sonreír,
como si fuéramos niños cómplices de alguna travesura.
Hasta que Mario dijo:
-Abuela, Julia tiene que darles una noticia.
La verdad es que no sabía cómo y por dónde
empezar. Me acerqué a la señora Carmen y besándola
en la frente, murmuré:

50
-Venimos de recoger los últimos análisis. No
quisimos decir nada hasta estar seguros; tiene que
resignarse a ser bisabuela; y tú, Dorita -me dirigí a la
mamá de Mario-, abuela.
Hubo lágrimas, risas, bromas, fue una alegría
colectiva, llamé a mi hermana Olga y le dimos la linda
noticia.
Pero tanta felicidad duró muy poco. Días más
tarde, al desvestirme para entrar en la ducha, noté en mi
camisón unas manchitas rosadas. Se las mostré a mi
marido cuando llegó. Inmediatamente Mario fue a casa
de una vecina a llamar a mi hermana -no teníamos
teléfono-. Olga no demoró en llegar, y llamaron a la
doctora. No sentía ningún dolor ni molestias, me
encontraba bien. La doctora diagnosticó que podría ser
un aborto y me ordenó no moverme para nada de la
cama.
Cumplí sus órdenes, pasó el peligro. Mi cintura
comenzó a engrosar, mis senos a ponerse duros y me
dolían. Todo se desarrollaba, después de aquel susto,
con normalidad.
Durante los días que permanecí en cama, recibí
la visita de mi suegro. Estaba muy contento con la idea
de ser abuelo. Para que me entretuviera me regaló una
linda radio, en la que oía música todo el día. A partir de
entonces, nos visitaba con regular frecuencia, aunque
solo fuera por breves minutos. Nunca tocamos el
espinoso tema de mi exilio sentimental; yo lo
comprendía, pues fue muy cariñoso conmigo; así era su
carácter.
51
Con Mario hacíamos planes, hablábamos de
nuestro hijo, no nos preocupó nunca nuestra situación
económica, no se nos ocurría tomarla en cuenta, solo
pensábamos en nuestra felicidad. Él se reía de mí,
porque antes de casarnos le advertí que no podría tener
hijos. Recuerdo que me dijo que no le interesaban, que
con tenerme a mí era suficiente.
Pero ahora, al ver cerca su paternidad, se lo veía
feliz, y yo me sentía orgullosa de darle esa dicha, de
poder ser madre de un hijo de quien tanto amaba.
Una tarde me hallaba sola en casa. Mi hermana,
quien me atendía con una dedicación admirable, me
hizo decir que se retrasada un poco. Mario quiso
quedarse hasta que ella llegara, pero como me sentía
bien, le dije que no era necesario y no permití que lo
hiciera. No había para qué extremar las preocupaciones.
Así es que me puse a leer, escuchar música y me quedé
dormida.
Al cabo de no sé cuánto tiempo desperté con
una sensación rara, estaba mareada y sentí la cama
mojada. Con gran esfuerzo, levanté las sábanas y vi todo
rojo. Había perdido mucha sangre. Grité, pero nadie me
oyó. Me levanté caminando apenas; me daba miedo
moverme. Era una hemorragia muy fuerte. Logré salir al
patio y pedí auxilio. Una vecina del departamento de al
lado me encontró sin sentido, en medio de una gran
mancha de sangre. La pobre consiguió llevarme hasta la
cama, recuperé el sentido del desvanecimiento, que
pienso que fue más de miedo que de otra cosa. Estaba
realmente aterrada y comencé a pedirle a Dios que no

52
me quitara mi hijo. Mi hermana y Mario llegaron casi
juntos por pura coincidencia. Ella porque se
comprometió a acompañarme y él porque no estaba
tranquilo pensando que yo estaba sola. Aunque mi
marido me tranquilizaba diciéndome que no me iba a
pasar nada, mientras me acariciaba la cabeza con una
ternura enorme, repetía que no tuviera miedo, me
abrazaba afirmando que lo más importante era yo, pero
su palidez me demostraba que estaba tan asustado
como yo. Se llamó a la doctora, que vino de inmediato.
Me examinó y aseguró que la criatura estaba bien. Me
puso unas inyecciones y la hemorragia desapareció a los
pocos minutos.
Decidieron llevarme a casa de la abuela, donde
estaría acompañada y atendida, además para evitar más
sobresaltos. Mario me subió en brazos hasta el
departamento, no me dejó poner ni siquiera un pie en el
suelo. Creo que todo aquello lo impresionó mucho,
porque fue entonces cuando me dio toda su ternura y su
cariño; estaba pendiente de mí. Me cuidaba y me
mimaba. Por las noches, dormía entre sus brazos,
escuchándole decir palabras de amor.
Una noche sentí nuevamente mojada la cama,
pegué un grito -parece que estaba predestinada a pasar
mi vida dando gritos- y en menos de un abrir y cerrar de
ojos todos estaban en mi habitación. Nuevamente se
llamó a la doctora que llegó alarmada -pobre mujer, no
hacía más que correr por mis llamados- me examinó y vi
algo en su mano, me miró y dijo:

53
-Lo siento mucho, créame, señora. Ya no hay
nada que hacer, el bebé se perdió.
Nos explicó que el embarazo había sido difícil
desde el comienzo, pero que ella tenía esperanzas de
sacarlo adelante y no quiso alarmarnos. Me quedé
atontada, no podía hablar, deseaba decir algo, pero la
garganta no me obedecía. Estaba sobrecogida por el
dolor, quería pedirle perdón a Varguitas por no haber
podido darle ese hijo que tanto quería, con el que tanto
soñaba, ese hijo que él decía, lo pondría al medio de los
dos para jugar con él. Cuando nos dejaron solos, nos
miramos y lloramos abrazados y juntos esa pérdida tan
amada por los dos. También porque ambos sabíamos
que nunca más esperaríamos un hijo nuestro.
Se acostó a mi lado, apoyé la cabeza en su pecho,
me abrazó muy fuerte, y así nos quedamos dormidos.
Estuve casi tres meses en cama, que no sirvieron
para nada, solo para damos una ilusión muy bella, una
esperanzada continuidad nuestra que no se realizó. Pero
el destino no perdona, soy fatalista. De haber nacido esa
criatura, tal vez hubiera sido distinto el curso de
nuestras vidas. No lo sé, ¿quién lo sabe? Pienso que
todo hubiera sido igual; quizá un poco más triste, ya que
los abandonados hubieran sido dos. En los años que
siguieron no hablamos nunca de este episodio tan triste,
y que en ese entonces nos unió mucho. Aparentemente,
superado el trauma, volvimos a nuestro departamento
de la calle Porta. Al mes siguiente nos lo pidieron; la
dueña dijo que tenía que hacer algunas reformas y
además venció el contrato. Me puse a buscar otro en los

54
periódicos y no encontraba uno que estuviera a nuestro
alcance, aunque nuestra situación mejoró. Una tarde fui
a ver uno que quedaba un poco lejos, pero de todos
modos había que ver cómo era, ya que, según el anuncio,
reunía las condiciones que queríamos. Era una casa de
tres pisos. Llamé a la puerta y no respondieron,
entonces entré y subí las escaleras; en cada piso tocaba
una puerta, pero nadie atendía. En el último piso, ya un
poco nerviosa por ese silencio, encontré una puerta
medio entreabierta, la abrí del todo y vi a un hombre
tendido en el suelo, en medio de la pieza
completamente vacía. Me acerqué, le miré la cara, que
me asustó; pensé que estaba durmiendo la borrachera;
de todos modos, sin pensarlo dos veces salí corriendo,
no sé cómo bajé las gradas en espiral y llegué asesando a
la calle. Tomé un taxi y respiré aliviada. En casa estaban
Mario, Abelardo y Lucho. Les conté mi aventura, pero
no me la creyeron puesto que me hicieron bromas por
haberme asustado con un pobre borracho. Eso también
creía yo, aunque tenía mis dudas. A los pocos días,
leímos la noticia de que un hombre había sido asesinado
en la misma dirección a la que fui. Por su puesto que
nunca se nos ocurrió hacer averiguaciones.
Finalmente, pudimos encontrar lo que queríamos.
Era un departamento muy lindo, en un edificio nuevo,
situado cerca del Malecón de Armendáriz, en la calle
Las Acacias. La familia nos prestó algunos muebles y
compramos a crédito living y comedor (que después
tuvimos que vender mucho más baratos para terminar
de pagarlos). Vivimos allí poco tiempo: la verdad es que
estaba tan vacío que si uno hablaba en voz alta nos
respondía el eco. Nuestros amigos seguían visitándonos

55
con bastante frecuencia; teníamos que sentarnos en la
cama, en el suelo, en fin, donde a cada uno le
acomodaba y podía hacerlo.
Seguimos con nuestro juego de prendas; siempre
que Mario perdía le hacían cantar un corrido mexicano,
"Juan charrasqueado", la letra la sabíamos de memoria,
pero lamentablemente nunca supimos cómo era la
música.
A todos ellos se les dio por hacer espiritismo.
Una prima hermana mía que llegó de Bolivia, y que
estaba siempre con nosotros, decía ser un médium. Y
una noche, no sé por qué razón, después de estar
sentados alrededor de una mesa chica, esta se movió.
Fue un desbande general, todos corrían por el living.
Cuando nos dimos cuenta, uno de nuestros amigos
estaba inconsciente; según mi pariente, experta en estas
cosas, estaba en trance. Con caras de incrédulos y
asustados mirábamos a Fernando, mientras mi prima le
hacía fricciones en la frente y en las manos con agua de
colonia. Al poco rato volvió en sí; decía no acordarse de
nada. Nunca descubrimos si había caído realmente en
trance ni tampoco si las fricciones eran un ritual para
hacerlo reaccionar, o porque el muchacho era
estupendamente buen mozo. Años después, fue actor
del cine italiano, al menos ha filmado algunas películas.
Con esta aventura se nos pasó a todos el deseo de
meternos con el Más Allá.
También jugábamos "el juego de la verdad", pero
tuvimos que dejarlo, ya que suscitó muchos problemas
entre algunos matrimonios, sobre todo en uno de ellos.

56
Otelo era poca cosa al lado de la señora que no
aceptaba ninguna pregunta ni broma que se relacionara
con la ex esposa de su marido. Una de esas noches la
diversión terminó en una de esas peleas que hacen
historia.
Al lado de nuestro departamento vivía un
matrimonio muy cordial y simpático. Ella era una
muchacha graciosa y encantadora que se vestía como un
figurín. Él escribía, así que un día decidimos visitarlos e
integrarlos a nuestro grupo. Mayor que Mario, el marido
al principio lo trataba con cierto aire de superioridad,
hasta que se dio cuenta de que tenía un interlocutor del
mismo nivel. Él sobresalió más en la carrera diplomática
que en las letras.
Ya instalados en un departamento mejor,
invitamos a almorzar al Dr. Raúl Porras Barrenechea,
quien siempre fue muy gentil con nosotros, nos invitaba
a veces a comer a la Pizzería de Miraflores, uno de sus
sitios preferidos. Cuando juró como Canciller -lo que
fue una excepción- lo hizo en su casa. Con otra amiga
que a veces trabajaba para él como secretaria,
arreglamos su casa y la dejamos reluciente para la
ceremonia. Don Raúl vivía solo, y más dedicado a sus
estudios e investigaciones de historia que a los detalles
para la limpieza de su casa. Creo que cuando
terminamos nuestro trabajo ni él mismo la reconoció.
Teresa, mi vecina, era una cocinera estupenda.
Cuando comíamos en su departamento presentaba
mesas impecables, llenas de cosas muy finas, así que le
comenté que el domingo vendría a almorzar con

57
nosotros el Dr. Porras, y que no sabía qué preparar para
esa ocasión. Él era un hombre de una sencillez increíble,
pero de todos modos me tenía un poco nerviosa el
menú. Teresa, con su característica buena voluntad y su
simpatía innata, me dijo:
-No te preocupes, yo te haré un bacalao
riquísimo.
Vi el cielo abierto, mi problema estaba resuelto.
Pero mi buena amiga tenía una debilidad, disfrutaba con
el vino; a veces tenía que ir a verla porque se
sobrepasaba en la dosis, 'Sufriendo unas depresiones
horribles. Ignorante en estas cosas, yo siempre creía que
estaba resfriada; se pasaba el día tomando Desenfrioles
que, juntamente con el vino, muchas veces la ponían en
un estado lamentable.
Bueno, compré los ingredientes para el bacalao, y
llegó el día del almuerzo. Teresa vino a cocinar con una
botella de vino en la mano y, al preguntarle que para
qué era el vino, me contestó que para cocinar. Me
pareció un poco raro, pero me dije: "En fin, ella tendrá
su propio método de preparar este plato''. Arreglé la
casa, coloqué flores, dejé el departamento bastante
acogedor. De rato en rato atisbaba en la cocina; Tere no
aceptaba mi ayuda, diciéndome que prefería cocinar sola.
Llegó el Dr. Porras, tomamos un aperitivo,
aunque él casi nunca bebía. Conversamos un momento.
Era una persona muy entretenida. Para mí fue el mejor
relator de anécdotas que he conocido. Más o menos a la
una y media me atreví a entrar a la cocina para ver cómo
iba el menú y el delicioso bacalao y... ¡horror!, destapo la
58
olla y me encuentro con una pasta negra pegada al
fondo, y la botella de vino vacía. Procuré arreglarlo
como pude, pero con "eso" no había nada que hacer.
Llamé a Teresa y pasamos a almorzar. No sabía cómo
advertir a Varguitas del fracaso de nuestra cocinera.
Serví algo sencillo, y llegó la hora de la entrada triunfal
del plato fuerte. Cuando Mario vio lo que servía, no
podía creerlo. No se me ocurrió otra cosa que decir:
-Dr. Porras, Teresita ha querido hacer algo muy
exótico para usted, y le ha preparado este bacalao con
una receta muy especial y personal.
Ella sonreía, completamente ausente del desastre,
y hasta diría, complacida por el halago a sus artes
culinarias. El Dr. Porras, con ese señorío que tenía, con
toda diplomacia comió "esa delicia" tomando agua con
cada bocado. Cuando terminó este suplicio, felicitó a
Teresita, diciéndole que nunca había probado algo tan
"especial y sabroso". Por su puesto que se dio cuenta de
lo ocurrido. Fue la primera y última vez que don Raúl
almorzó en casa.
En el departamento de la calle Las Acacias,
pasaron unas breves vacaciones mi hermana menor, su
marido y la hijita de ambos, una muñeca deliciosa, que
se paseaba por todos los pisos haciendo más amistades
que las que hicimos nosotros. Todos se encariñaban
con ella. Compartimos días de familia verdaderamente
entrañables. Cuando regresaron a Bolivia, lo hicieron
muy satisfechos al comprobar que mi marido y yo
éramos una pareja feliz. Además, Mario y mi cuñado

59
Marcelo congeniaron mucho. Nuestros amigos también
llegaron a simpatizar con ello.
Los gastos aumentaron considerablemente y
tuvimos que abandonar aquel departamento, para
trasladarnos nuevamente a la calle Porta, a uno ubicado
al lado del que ocupamos al principio de nuestro
encuentro. Mario seguía con sus estudios y trabajos.
Uno de ellos ya era el de ayudante del Dr. Porras
Barrenechea en la cátedra de Historia; también
trabajábamos en la casa de Porras, en sus
investigaciones, conjuntamente con otro gran amigo,
Pablo Macera. Cuando Mario terminó su carrera, fui
con Lucho y Olga a presenciar la defensa de tesis de
Filosofía y Letras. Le dieron una magnífica calificación y
el tribunal recomendó su publicación. Todos estábamos
muy orgullosos. Había terminado sus estudios
brillantemente. Ya con su licenciatura, el Dr. Porras le
propuso la beca "Javier Prado", para así sacar su
doctorado en Madrid.
Estudiamos juntos esta propuesta; viendo que
era muy provechosa para él, estuve de acuerdo de
inmediato. Así que decidimos partir a Madrid por dos
años, que era la duración de la beca.
De modo que dejamos el nuevo departamento, y
nos fuimos a vivir a casa de los abuelos. Faltaban solo
quince días para nuestra partida. No podíamos disimular
nuestra emoción y alegría. No hay nada que hacer, cada
persona va siempre en busca de su destino.
Los compañeros de trabajo de Mario, de Radio
Panamericana, nos despidieron con una comida, en la
60
que compartimos momentos muy agradables. Me llamó
la atención un señor a quien me parecía haber conocido
antes. Era delgado, de ojos un poco saltones, cabello de
un rubio des- colorido. Le pregunté a Mario quién era, y
me contestó:
-Pero si te lo he presentado, ¿no te acuerdas,
Negra? Es él de quien tanto te he comentado, el
Maestro de las Letras, que se escribe siete radioteatros al
día; un fenómeno de la literatura lacrimógena.
Más tarde, este señor sería el Pedro Camacho de
una de sus novelas.
Un muchacho joven del grupo de la radio nos
despidió con una canción italiana que estaba muy en
boga en esa época, "Volveré". También estaba, entre
ellos, el hijo del propietario, Genaro Delgado Parker,
que en una oportunidad se portó muy bien con
nosotros, cuando de emergencia tuvieron que operar a
Mario de apendicitis. Fue una noche de lo más
simpática. No la he olvidado nunca.

61
V

En Río de Janeiro debíamos tomar el barco hacia


Barcelona. El Dr. Porras, por intermedio de la
Embajada del Brasil, nos consiguió los pasajes en un
avión de la Fuerza Aérea Brasileña, el cual hacía
infinidad de escalas.
La primera fase fue en Cochabamba, donde nos
esperaban mis padres, a quienes les habíamos avisado
de nuestro paso por esa ciudad. Tuve oportunidad de
verlos y abrazarlos, y de que mi padre conociera a Mario.
-Cuida bien a mi hija. Te la confío ahora que te
conozco -le pidió.
Varguitas le dijo:
-No se preocupe, don Carlos. La cuidaré como a
mi propia vida.
(No sospechaba entonces que su vida no valía
mucho, de acuerdo a sus propias palabras. Pero no nos
adelantemos a los acontecimientos).

62
De Cochabamba volamos a Santa Cruz, también
en Bolivia, donde pasamos la noche. Aún nos
detuvimos en Campo Grande, desde donde salimos
hacia Río. Me divertía mucho con Mario, que no le
quitaba la vista de encima al piloto toda vez que
hacíamos una parada, y cuando teníamos que abordarlo
nuevamente. Este señor parecía que hubiera sido el
primer piloto desde que llegó la aviación al Brasil, por la
edad que representaba. Según mi marido, lo bajaban y
subían cargado del avión.
Por otra parte, el avión era bastante incómodo y,
por supuesto, no servían ni un vaso de agua. Era de los
que se utilizan para el traslado de tropas. Pero era gratis
y no se podía exigir mucho.
Finalmente, arribamos a Río de Janeiro. ¡Qué
maravillosa vista desde el avión! Es indescriptible ver
cómo se juntan la selva con el mar, ese mar tan
cristalino, con la arena dorada. Nos alojamos en el hotel
Luxor, en la avenida Atlántida, que queda frente al mar.
Allí se nos unió Lucho, a quien Mario animó a irse a
España con nosotros.
Lo primero que me llamó la atención en el hotel
fue el desayuno; servían en unas fuentes enormes una
variedad de frutas riquísimas. Como no teníamos
mucho dinero para almorzar, de nuestros desayunos
solo quedaban las cáscaras y las pepas.
Estuvimos diez días en Río de janeiro.
Conocimos gente muy interesante, entre ellos algunos
escritores que comenzaban a despuntar, sobre todo
poetas. Vinícius de Moraes tenía infinidad de seguidores.
63
Casi todos estos muchachos estaban amadrinados por
una señora extranjera que los ayudaba mucho, una dama
de cierta edad que hacía cosas muy lindas en cerámica.
Me regaló un collar hecho por ella que aún conservo.
En la noche paseábamos por la playa, donde nos
contaban un sinfín de leyendas sobre “macumbas” y la
Reina del Mar, a quien en cierta fiesta había que echarle
espejos y peines cuando se recogía el mar, por ser muy
coqueta, y se enojaba si no se la halagaba.
En nuestro desconocimiento de la ciudad,
entrábamos a almorzar a cualquier sitio que
encontrábamos al paso. Una mañana entramos a un
lugar bastante sugestivo, lleno de cortinas de colores y
había algo en el ambiente que no era muy normal. Fui a
la toilette y allí una dama un poco extravagante me
preguntó si a mí también me había enviado a bañarme.
De regreso en la mesa les conté a Mario y Lucho mi
gracioso encuentro. Recién nos dimos cuenta de dónde
estábamos.
Un día, al intentar comprar entradas en un cine,
una muchacha muy bonita, al darse cuenta de nuestras
dificultades para conseguirlas, se acercó y nos ayudó. Se
llamaba Lily, entró con nosotros.
Resultó ser una niña muy adinerada, nos invitó a
cenar a su casa, una residencia elegantísima. Nos hizo
conocer los lugares más bellos de Río. Creo que Lucho
la impresionó. Estaba de novia con un americano, pero
no quería casarse en el Brasil, pues decía que allí no
existía el divorcio; bastante práctica; Lily. Fue una de

64
esas amistades que caen bien y que no volvemos a ver
nunca más en nuestra vida; ¿qué será de la vida de ella?
Después de experimentar toda una serie de
episodios curiosos y diversos, embarcamos rumbo a
Barcelona. La salida del barco fue todo un espectáculo,
con bandas de música, bailarinas de sambas, serpentinas,
una fiesta completa. Viajábamos en tercera clase, pero
cuando nos llevaron a nuestro camarote pensé que el
camarero se había equivocado, pues era pequeño pero
elegante. Era un barco italiano. Naturalmente, tuvimos
que pagar mi pasaje, ya que la beca de Mario solo incluía
el suyo.
Los dos primeros días me mareé mucho y los
pasé entre la enfermería y el camarote, comiendo
manzanas. Cuando estuvimos instalados, le pedí a
Varguitas que cumpliera la promesa que me había
hecho: es decir, comenzar sus apuntes para el libro
sobre su paso por el Colegio Militar Leoncio Prado. Allí
inició La ciudad y los perros, novela que le abriría las
puertas del prestigio internacional que ahora tiene como
escritor. Todas las mañanas se sentaba al lado de la
piscina a hacer sus notas. Por las noches, cuando nos
íbamos al cine, seleccionaba lo más interesante de
cuanto había escrito, hacía fichas y escribía algunas
páginas a mano. Aún tardaría cuatro años en finalizar el
libro. Lo copié tantas veces a máquina que lo sabía de
memoria.
Las literas de nuestro camarote -una sobre otra-
eran tan tremendamente angostas que apenas cabía una
persona, y eso, acostada de lado. Una noche -la travesía

65
duró dieciocho días- se nos ocurrió hacer el amor. En el
momento de mayor pasión, nos fuimos los dos al suelo,
y nuestra pasión quedó bastante adolorida por el
costalazo. Nos quedamos sentados en el suelo riendo a
carcajadas, fue muy cómico. Nuestro romanticismo
sufrió un duro golpe. Por supuesto que después
encontramos la forma de sostenernos mejor.
Vimos varias películas italianas, las que
comprendíamos a medias. Cuando había baile en el
salón principal, allí estábamos escuchando la música.
Mario no era muy afecto al baile. La comida italiana nos
tenía un poco cansados; no era muy variada y para
comerla de vez en cuando estaba bien, pero 18 días,
tarde y mañana, era más que suficiente. En tercera clase
no se podía comer a la carta.
La escala en Lisboa la aprovechamos para
recorrer la encantadora ciudad, cuyas casas son todas
blancas. Me llamó la atención ver por todas partes
placas de gratitud a Salazar. Solo faltaba una en la que
también le agradecieran el aire para poder respirar.
Fuimos los tres, Mario, Lucho y yo, a almorzar a un
lindo restaurante, donde comimos unos camarones
deliciosos. Siquiera un día habíamos dejado de lado la
"pasta-schiuta". La siguiente escala fue en la isla de Gran
Canaria, donde estuvimos en la playa toda la tarde.
Cuando regresábamos al barco, vimos algo que nos
divirtió mucho. Un señor iba y venía corriendo por el
muelle, diciendo a gritos que se iba a casar con no sé
quién, cosa que comunicaba a todos los que pasaban
por su lado; no pudimos comprender el nombre, pero

66
parece que la dama de sus sueños le dio el sí, y el feliz
hombre expresaba a gritos su alegría.
Una noche nos quedamos casi todos los
pasajeros en cubierta, ya que pasaríamos cerca del
famoso Peñón de Gibraltar, pero amaneció y no lo
vimos, al menos nosotros. Muchos pasajeros
aseguraban que sí, lo que nos pareció que era como
quienes dicen que han visto un Ovni. Nosotros solo
logramos una noche sin dormir, y un poco fría por la
brisa del mar.
Llegamos a Barcelona un mediodía
resplandeciente de sol. Reconozco que estaba deseando
pisar tierra firme, aunque el viaje resultó lindo y
agradable. Tan pronto des- embarcamos, fuimos con
Lucho a buscar un hotel a la medida de nuestra
economía. Una vez acomodados, pedimos al conserje
nos consiguiera entradas para la corrida de todos del día
siguiente que era domingo. Toreaba Luis Miguel
Dominguín, a quien, ya en Madrid, seguiríamos de plaza
en plaza cada vez que podíamos.
Salimos a caminar por las Ramblas. Estaba
entusiasmada con la amplia avenida, repleta de
vendedoras de llores y pájaros de todos colores, cuyos
trinos son una maravillosa sinfonía. Paseamos por las
Ramblas de punta a punta. Almorzamos una estupenda
paella y nos fuimos a descansar. Al atardecer, salimos
nuevamente a recorrer las calles de Barcelona y sus
barrios tan típicos e interesantes, sus rincones
maravillosos y museos estupendos, pero, por lo corto
del tiempo, solo pudimos visitarlo, como se dice, a

67
vuelo de pájaro. Después de unos años volvimos con
Mario, pudimos disfrutarlos con más calma y
minuciosidad.
Pasamos varias horas sentados en un café de las
Ramblas, gozando de un bello atardecer; estábamos
felices, chicos que han alcanzado el grado máximo de
sus aspiraciones y esperanzas. Estábamos en España.
Hacíamos toda clase de proyectos que esperábamos
cumplir durante el tiempo en que viviríamos en esa
tierra maravillosa.
El domingo nos levantamos temprano,
estábamos tan eufóricos que salimos, como Colón a
América a descubrirlo todo. Almorzamos una deliciosa
cazuela de mariscos, con buen vino, en un restaurante
del puerto que nos costó más de lo presupuestado, pero
pasamos por alto ese detalle. Teníamos que estar a la
altura de nuestro estado de ánimo y este era de lo mejor.
Partimos a los toros. Para mí era la primera vez
que vería una verdadera corrida. En Lima nunca fui. Me
divertí mucho con el público español; sus comentarios
eran algo fuera de serie. Es la gente más graciosa que he
conocido, hay que escucharlos en una corrida, verlos en
su salsa. Pasamos un día imborrable por lo completo
que fue.
Al día siguiente salimos para Madrid, nosotros en
tren, en tercera clase, Lucho por avión. Esa es otra
experiencia que hay que vivirla. En el compartimento
viajábamos unas diez personas, entre niños y grandes. A
cierta hora aparecen canastas y envoltorios con toda
clase de comidas, panes y vinos. Cortan grandes trozos
68
de un riquísimo jamón serrano, lo ponen en la punta de
un cuchillo y colocándolo delante de uno dicen:
"¿Gusta?". ¡Qué gente más generosa para compartir
todo lo que llevan! Durante todo el trayecto no
gastamos un solo centavo en comida. Fuimos los
invitados de nuestros compañeros de viaje. Personas
sencillas y amigables, a quienes siempre recodaré con
afecto, a pesar de ser desconocidos.
Nos esperaban en Madrid Lucho y José Manuel,
un amigo cuyo padre fue Embajador de España en el
Perú. Él nos ayudó a conseguir una pensión cómoda en
la que pudiéramos vivir bien. Encontramos una en la
calle Dr. Castello número 12, 4.º izquierda. Era de un
matrimonio de cierta edad, tenían una hija, gente buena
con la que llegamos a encariñarnos mutuamente. Tenían
debilidad por un gato de color amarillo, al que Mario no
podía soportar. Decían que era muy bien educado
porque aprendió a hacer pipí en el lavamanos. Tuvieron
un hijo que desapareció en la Guerra Civil, y la señora
no perdía las esperanzas de que cualquier día apareciera.
Se llamaba Mario también. Así que las primeras veces
que llamaron a mi marido por teléfono, la pobre mujer
casi sufre un infarto. Ellos apellidaban Bergua, el que ella
confundía con el nuestro, que por teléfono le sonaba
igual. Lucho vivía en la misma pensión. Pero no
soportó mucho tiempo. No se sentía bien en Madrid, se
fue a París antes que nosotros.
Mario comenzó a asistir a la Universidad, donde
preparaba su tesis doctoral sobre el gran poeta
nicaragüense Rubén Darío. Aunque la beca que le
habían concedido no estaba mal remunerada, resultaba

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insuficiente para los dos. Para vivir un poco más
desahogadamente busqué trabajo. Lo encontré como
dactilógrafa en las oficinas de la revista "Selecciones" del
Reader's Digest.
Respecto a la tesis de Mario, sucedió que quien la
dirigía era un apasionado admirador de Rubén Darío.
Así que todo lo que Mario recopiló en laboriosas
investigaciones acerca de la vida y la obra del poeta, se
lo guardó para sí mismo, según se deduce de su actitud
nada clara, porque deliberadamente retrasaba una y otra
vez la fecha de la presentación de la tesis. Hasta que un
día le dijo que tenía que comenzarla de nuevo. Pretextos
del profesor para aprovechar impunemente del trabajo
ajeno. Mario se quedó sin el doctorado.
En sus indagaciones por Madrid, en busca de
datos, Varguitas conoció a una anciana adorable, quien
había sido uno de los grandes amores del maestro
nicaragüense. Fue precisamente a lo largo de sus
correrías por archivos y bibliotecas como Mario
descubrió los libros de caballería; desde el momento que
tuvo uno en sus manos, sintió una admiración enorme
por Tirante el Blanco. Pero, como estas obras -su
difusión y venta- estaban prohibidas, tuvo que obtener
un permiso especial para que se le permitiera leerlas en
la misma biblioteca. Allí se pasaba tardes enteras, casi
todos los días, descubriendo las huellas de los caballeros
andantes.

70
71
Mario continuaba escribiendo la novela iniciada
en el barco. Lo hacía en un café que había en la esquina
de la pensión donde se pasaba las mañanas sumergido
en su libro. Todo marchaba bien, ni la más
insignificante sombra empañaba nuestras relaciones.
Nos entendíamos tan bien, compartíamos todo. Era una
vida feliz. Con frecuencia visitábamos a las hermanas
Jiménez, unas muchachas peruanas que vivían en
Madrid, con las que pasamos momentos muy
entretenidos.
Animé a Mario a cumplir su deseo de conocer
Marruecos. El dinero que recibíamos por la beca y lo
que yo ganaba en el trabajo nos permitió hacer unos
pequeños ahorros. Desde luego no alcanzaba para el
viaje de ambos, pero sí para él, que era lo más
importante. Había trabajado mucho y necesitaba un
descanso. Cumplió pues sus deseos y recorrió algo del
territorio marroquí. Me envió algunas tarjetas. Las
esperaba con ansias. Una la mandó de la misma entrada
del Zoco del Carbón y decía:
"Querida Negrita: Llegué sin novedad, aunque
rendido. Ahora lo estoy más porque he caminado toda
la tarde de un lado a otro. La ciudad es pequeña y
complicada; se puede recorrer rápido. Pasado mañana
viajaré a Casablanca. (Los zapatos son más caros que en
Madrid; te compraré otras cosas). Mil besos, Mario.
Tánger, 2 / 6/ 59".
Otra es de Algeciras, ciudad vecina al Peñón de
Gibraltar:

72
"Negrita querida: Llegué al fin a Algeciras,
después de un viaje pesadísimo. Estoy almorzando en el
puerto, frente al barco que partirá a las 3. Te escribiré
apenas llegue. Besos y abrazos. Mario".
Y la última procedente de Casablanca, con la
viva imagen de un encantador de serpientes:
"Querida Negrita: Estoy muy bien, aunque
extrañándote mucho. Mañana escapo de Casablanca,
que es 3 veces más caro que París. Estoy buscando algo
para llevarte; veré si me alcanza para un vestido y una
ropa de baño. No sé si será barata o cara la ropa; pero
creo que me alcanzará. Saludos a la familia Bergua. Mil
besos, Mario. 4/6/59".
Por fin regresó Varguitas, a quien yo también
extrañé muchísimo. Me encontré muy sola en Madrid
sin él. Durante su breve ausencia no sabía qué hacer.
Me trajo varios regalos, cosas muy lindas. Estaba muy
contento, y pasamos horas echados en la cama mientras
me relataba su viaje. Creo que, en el trayecto a Fez, que
realizó en ómnibus, lo hizo rodeado de corderos por
todos lados, que eran llevados a no sé qué fiesta. Nos
reímos con su odisea de colores, ya que los corderos
iban pintados de los más diversos tonos.
Los fines de semana hacíamos viajes cortos a
lugares cercanos a Madrid. En Toledo disfrutamos
mucho; ¡qué emocionante era caminar por sus
callejuelas envueltas en esa magia que les da la noche!
En una placita, junto a un balcón con un pequeño farol
encendido, descubrimos una placa que decía que allí
vivió Gustavo Adolfo Bécquer, y uno no podía dejar de
73
imaginarse que ese podría haber sido el balcón de las
famosas golondrinas de sus rimas. Luego, la
deslumbrante catedral con sus tesoros. Había una
custodia enorme, con una fabulosa filigrana
representando a los Apóstoles y una leyenda que decía:
"Oro del Bajo y Alto Perú" o sea, propiamente dicho,
Perú y Bolivia. Bueno, aquel era parte del oro que se
llevaron nuestros conquistadores.

74
75
A ambos nos impresionaron las pinturas del
Greco. Me quedé totalmente fascinada con "El entierro
del Conde Orgaz". Me senté más de una hora frente a
este cuadro.
En otra salida admiramos el acueducto de
Segovia, esas piedras colocadas unas sobre otras que
han podido conservarse a través de los siglos; es una
verdadera maravilla.
¡Y los cochinillos de Segovia!, ¡qué delicia!
En cierta ocasión fuimos más lejos, a Valencia,
para ver las famosas Fallas. Extraordinarios
monumentos de madera y cartón, que el 19 de marzo
por la noche devora el fuego entre el júbilo de la
multitud. También fuimos a los toros, bailamos en las
calles y participamos de una juerga continua; ahí nadie
duerme, todos, grandes y chicos, son parte de la fiesta.
Volvimos a Madrid felices de la vida.
Me inscribí en un curso de cultura general en el
Instituto de Cultura Hispánica al que asistían varios
peruanos. Con ellos y Mario formamos un grupo
folclórico. Una muchacha peruana, muy graciosa para
bailar, era nuestra profesora. Nos preparamos bien y
nos presentamos a un concurso de bailes de países
latinoamericanos. El premio era un recorrido por varias
ciudades con todos los gastos pagados. Los festivales se
realizaban en las plazas de toros. Bailamos marineras,
huaiños, cuecas, el alcatraz, etc., haciendo los ensayos
por las mañanas. Al llegar el esperado día del Concurso,
con bastante nerviosismo salimos a e cena a demostrar
nuestras habilidades de bailarines. Obtuvimos el
76
segundo puesto. Por un punto nos ganó Argentina. (Si
hubiera estado en el jurado Pedro Camacho, seguro que
nos daba el punto que nos faltó).
Hicimos todo el recorrido en ómnibus, junto con
el grupo de Sevilla, pues también intervinieron
representantes del folclore español. ¡Qué gente más
alegre! Los sevillanos no necesitan pretextos para bailar
y cantar. Suficiente era que uno de ellos comenzara a
batir palmas -que no pude aprender, es una habilidad de
las más difíciles- para que comenzara la fiesta. Cantaban
y bailaban en la calle, los restaurantes, dentro del
ómnibus, creo que hasta cuando dormían. Fue un viaje
estupendo en el que hubo mucha camaradería.
En Palma de Mallorca pudimos ir a la playa,
aunque no hacía calor. Conocimos las Cuevas del Drach,
que es un espectáculo bellísimo. En Ávila me
sorprendieron las murallas y pude ver que la ciudad se
conserva aún como fue en la época de Felipe II. Me
gustaba contemplar las cigüeñas en los techos de las
casas, a las que la luz del atardecer les da un color
rosáceo. Me llamó la atención la vestimenta negra de las
mujeres. Y lo que verdaderamente me fascinó fue la
historia de esa mujer increíble: Santa Teresa de Ávila.
Era de un carácter envidiable; la Mujer Andariega, como
la llamaban. Su correspondencia con San Juan de la
Cruz es todo un poema. Se dice que cuando Fray Juan
de la Miseria pintó su retrato, al verlo exclamó: "Dios lo
perdone, hermano juan, por lo vieja y fea que me ha
hecho". Después de haber leído varios libros sobre su
vida, la admiré más.

77
Y así, con una alegría general acabamos nuestra
tourné, cuyo broche final fue en la Plaza de Toros de
Madrid. Fue un viaje magnífico, inolvidable. Me hubiera
gustado filmarlo para que Mario se viera ahora, bailando
marinera y el alcatraz con Paúl Escobar. Cómo cambia
la gente, cómo cambia la vida, cómo cambian los
sentimientos.

78
VI

Transcurrió el tiempo, cuando se es feliz, pasa


más rápido. Las horas no pueden detenerse, un minuto
vivido ya no retrocede, pertenece al pasado, nada vuelve
a repetirse en la misma forma.
Hicimos un viaje rápido a París en el auto de un
amigo boliviano. Fue una visita relámpago.
Particularmente para Mario el solo hecho de caminar
por las calles de París ya justificaba haberlo hecho. Nos
alojamos en el hotel Wetter, en el que más adelante
viviríamos durante largo tiempo. Mario ya había estado
allí cuando ganó el premio de la "Revista Francesa",
pero parecía que lo había olvidado. Era como un niño
que tiene el juguete que deseó mucho tiempo y no
habían podido dárselo. Con Lucho, caminaban hasta el
amanecer, mientras yo me quedaba en el hotel. Me
gustaba la ciudad, pero no era tan decidida como ellos
para esas largas e interminables caminatas.
Regresamos a Madrid con el mismo amigo.
Retomamos nuestra vida madrileña yendo al cine, al

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teatro, a los cafés. A las 3 de la madrugada, en verano,
parecía como si fueran las doce del día, pues allí se vive
de noche por el intenso calor. Una noche fuimos al
circo, que nos encantaba tanto a Mario como a mí.
Invitamos a la hija de los dueños de la pensión, que era
una muchacha simpatiquísima. Estuvimos felices con
los trapecistas, a los que siempre he admirado por su
valentía. Los payasos, graciosísimos. Hubiera sido una
noche divertida si no hubiera sucedido lo que pudo
haber terminado en una tragedia, cuando salieron los
leones, tigres y una pantera negra, todos juntos en una
jaula. El domador, un hombre joven, perdió el control
de las fieras; entonces la pantera, saltando la red de
seguridad, fue a caer en medio del público. Se armó una
gritería tremenda, cundió el pánico. Algunas mujeres se
desmayaron, todos querían salir, despavoridos.
Nosotros nos quedamos tranquilos en nuestros asientos,
no sé si por terror o por sensatos. El joven domador
redujo a la pantera y todo volvió a la normalidad. Siguió
el espectáculo en medio del nerviosismo de
espectadores y artistas.
Me gustaba ver las actuaciones de Lela Flores.
Sentía gran admiración por ella. Su dominante
personalidad se imponía ante su público enardeciéndolo.
Generalmente sus funciones terminaban cerca de las
cuatro de la mañana, con toda la gente que cabía en el
escenario, cantando y bailando con ella. Era algo que
valía la pena ver.
El Año Nuevo que pasamos en Madrid fuimos a
la Puerta del Sol y la Cibeles a seguir la tradición
española. Se compran, diríamos, unos racimos con 12

80
uvas, hechos como si fuera un pequeño bouquet de flores,
con cintas de colores adornándolos. A medianoche, con
cada campa- nada del reloj, se come una uva pidiendo
un deseo. Es una tradición muy linda y pintoresca.
Parecería que en la Cibeles se concentrara todo Madrid.
Con la última campanada comienza la fiesta. Es como si
todos se conocieran; se abrazan, se besan, se desean los
mejores augurios para el año que comienza, dentro de
un marco espectacular de fuegos artificiales. Después
fuimos a una fiesta en casa de las hermanas Jiménez,
donde nos divertimos hasta el amanecer, y lógicamente,
a esa hora no podía faltar el chocolate con churros.
¡Qué tiempo lindo fue aquel! En verdad que no
nos faltaba nada y, sobre todas las cosas, nos teníamos
un gran amor. Había comprensión y amistad que
ingenuamente yo creía indestructible. No nos
guardábamos secreto alguno y tal vez por eso fue que,
pasado el tiempo, estuve a punto de perder la razón,
cuando tuve que vivir en la mentira, la inventiva, el
engaño, tratando de encontrar una verdad que tenía que
existir, pero que nunca tuvo Varguitas el valor, la
hombría, la honestidad de decírmela. Cuando la
reclamaba, solo recibía sus recriminaciones y sus
reproches crueles, por algo que final e inexorablemente
salió a la luz, pero después de haber pasado por un
infierno dantesco.
En nuestra apacible vida madrileña Mario
escribía su libro, hacía su tesis, iba a la biblioteca a leer
los libros de caballería, que él me contaba evocando
juntos lo que fue esa época, haciéndome partícipe de
todos sus sueños y emociones. Nuestra vida íntima era

81
completa y maravillosa. No existían celos ni las
discusiones, por lo que me olvidé de lo que era pelear
con él, cosa que en Madrid no sucedió nunca. Su
ternura y su cariño llenaban toda mi vida. Nos
divertíamos con cualquier pequeñez. En esa diminuta
pieza de la pensión, que era nuestro hogar, llegamos a
tocar el cielo con las manos, al menos lo toqué yo.
Teníamos un amigo peruano -que no resultó tan
amigo-. Un hombre pequeño y delgado. Estudiaba en
Salamanca. Había sido alumno del gran Unamuno, pero
en sus charlas con nosotros expresaba como si él
hubiese sido el profesor de este gran hombre español,
cosa que a Varguitas le divertía, y lo incitaba a hablar,
para ver hasta dónde llegaba. Un día nos anunció visita
con su novia. Me presté tazas de la dueña de la pensión
y preparé café con algunos pasteles para esperar a la
pareja. Cuando llegaron, nos miramos con Mario y
sonreímos. Ella era una exuberante cubana, de cara
bonita y agradable de trato, pero de peso pesado la niña.
Bastante voluminosa por donde se la mirase, y con la
flacura de él resaltaban más estos atributos. Nos habló
mucho de Fidel Castro. Se comenzaba a gestar la
Revolución Cubana y existía una gran admiración por el
líder de ese país. Ella nos puso en contacto con algunos
de sus compatriotas y desde ese día cambiábamos los
dólares de la beca solamente con ellos, para ayudar a la
causa común. Las discusiones que se entablaban entre
esta exuberante castrista y el que decía haber sido
"ayudante" de Unamuno -que desde luego no tenían
nada en común- eran muy interesantes y la mayoría de
las veces, divertidas. Él quería ganar su admiración a
través de su amistad con un hombre famoso, y a ella

82
solo le interesaba encontrar adeptos a Fidel Castro. Su
único pensamiento y mayor ilusión era que el tirano y
sanguinario Batista fuera derrotado. Con dos
personalidades tan opuestas, las conversaciones eran
entretenidísimas. Pero este amigo nos resultó un
hombre lleno de intrigas y bastante sinuoso. Le hizo
una mala pasada a Mario con uno de sus mejores
amigos. Lo único que hizo Varguitas fue irse a
Salamanca, donde este había regresado. Mario le dio una
golpiza y luego regresó a Madrid. Actitud está bastante
insólita en Mario, que en ese entonces nunca fue
partidario de la violencia. Total, para terminar el
incidente, el "ayudante" le escribió al amigo de
Varguitas diciéndole que no lo habían comprendido,
que lo interpretaron mal, retractándose de las cosas que
dijo. Dudo que Unamuno lo haya siquiera conocido.
Nos dieron un dato: que había una manera de
viajar económicamente por Italia. Necesitábamos el
Carnet de Estudiante. Para Mario era fácil, pero mis
cursos en el Instituto de Cultura Hispánica no eran
reconocidos como universitarios. Pero, al igual que en
Latinoamérica, con amigos se obtiene todo. Obtuve el
mío.
Sacamos los pasajes, que en España llaman
kilométricos. Y realmente lo eran. Son rollos
impresionantes de tickets que permiten tomar o bajar
del tren en cualquier punto de la ruta. Por supuesto que
los nuestros eran de tercera clase. Lo mismo que en el
viaje de Barcelona a Madrid, nuestros compañeros nos
invitaron de todo. Nuevamente, mientras estuvimos en
territorio español, nuestra comida fue abundante y gratis.

83
La primera parada fue en Sitches, un pueblo
pequeño y lindo. Nos alojamos en el Albergue de la
Juventud, donde las habitaciones de los hombres están
separadas de las mujeres. Este mismo sistema funcionó
durante todo el viaje. Para llegar al Albergue que, como
todas las residencias de este tipo estaba un poco alejado
del centro, teníamos que subir una empinada cuesta en
la que Mario perdía el resuello cargando el equipaje. Al
llegarnos rumos una ducha y salimos al porche a
conocer a nuestros compañeros de alojamiento. Eran
muchachos y muchachas de varias nacionalidades, en
mayor número, americanos y nórdicos. Estuvimos allí
dos días.
Llegamos a Génova. El paseo turístico es en el
cementerio, por la belleza de las estatuas y monumentos
funerarios, verdaderas obras de arte. En la tarde fuimos
a lo que los genoveses llaman playa. Es un lugar que
está muy cerca de donde atracan los barcos petroleros,
con unas rocas enormes, en el que no existe ni un
centímetro cuadrado de arena. El mar es negro y
viscoso, lleno de aceite. Nos bañamos, a pesar de todo,
y salirnos completamente negros nosotros también. Yo
me lamentaba por mi único traje de baño -el que me
trajo Mario de Marruecos- que quedó hecho una
calamidad.
De allí partimos a Milán. Deseaba conocer la
famosa Scala. Sin interesarnos qué ópera daban esa
noche, fuimos muy entusiasmados. En veranos no hay
funciones todos los días y era la única que podíamos ver.
El teatro es muy lindo y antiguo, con grandes cortinajes
de terciopelo. Comenzó la función. A la media hora

84
Varguitas dormía plácidamente, dando unos ronquidos
bastante anti-operísticos. Para él fue un auténtico
suplicio; no podía mantener los ojos abiertos. Varios
espectadores comenzaron a chistarlo. Lo desperté a
codazos y muerta de risa. En el primer entreacto nos
salimos. Regresamos al Albergue caminando abrazados,
lamentándonos de tener que irnos cada uno a su
habitación. No había cómo hacer una pequeña trampita,
en cada una de ellas dormíamos unas diez personas.
Conversábamos hasta muy tarde, comentando los
acontecimientos del día, luego, nos dábamos un beso de
buenas noches y.… a dormir.
Partimos a la romántica Venecia. Es una
bellísima ciudad. Caminábamos al atardecer por sus
calles muy angostas, donde uno no puede dejar de
imaginarse que en cualquier momento le aparecerá un
Borgia por la espalda. Como todo buen turista, no
dejamos de ir a darles de comer a las palomas de la
plaza San Marcos. Teníamos que regresar a almorzar al
Albergue. A mí, especialmente, me divertía que, en vez
de tomar un ómnibus, tuviéramos que abordar una
góndola, que era la única manera de llegar a nuestro
destino, pues no había calles donde vivíamos. Venecia
es una ciudad que tiene un encanto especial de noche.
Una magia muy singular que no se la percibe durante el
día. En la noche nos sentábamos en el atracadero de
góndolas a contemplar las que cruzaban el canal, con
sus románticos y multicolores farolitos encendidos. Es
un espectáculo estupendo que a uno lo hace soñar
aunque no quiera. Pasamos momentos inolvidables
visitando palacios, museos, etc., y reviviendo un poco la

85
historia que se encierra en esa vieja ciudad. Para
nosotros era como un cuento de hadas.
Florencia fue la siguiente etapa. Nos pareció la
ciudad más bella de Italia. Toda ella es un museo. En las
tardes la ciudad toma un color ocre no visto en ninguna
parte del mundo. No podría describir todas las
maravillas que hay en Florencia, me faltarían palabras
para hacerlo. Me impresionaron las pinturas de Fray
Angélico que son para sentirlas y no describirlas,
atesoradas varias de ellas en un convento en el que cada
celda tiene una pintura de este artista que puso tanta
delicadeza en sus composiciones. Visitamos varios
palacios, el puente Vecchio, el Duomo. También fuimos al
mercado, donde Mario me compró una cartera lindísima.
Es una delicia y muy pintoresco comprar algo allí, entre
comerciantes habladores y hábiles en el regateo. Todo
un arte que practican con los turistas.
Las horas se nos hacían cortas, queríamos verlo
todo, con una enorme avidez. En tan pocos días no
alcanzábamos a nada. Mario me decía:
-No importa, Negrita. Algún día volveremos y en
mejores condiciones.
Yo le sonreía, le apretaba la mano y.… le creía.
Llegamos a la última etapa del viaje: Roma. El
Albergue está situado en la colina Monte Mario. La
misma noche de nuestra llegada, fuimos a ver la ópera
"Aída" en un teatro al aire libre, pero con una acústica
excelente, en las Termas de Caracalla. Fue un gran
espectáculo. En el escenario corrían carros romanos,

86
una cantidad enorme de camellos, el Nilo ondeaba sus
olas en escena. Esta vez Mario no se durmió. Era algo
que merecía verse.
Conocimos a un muchacho italiano que fue un
guía a quien nosotros guiábamos. Era también su
primera visita a Roma. Con él fuimos al Coliseo y al
zoológico. Qué grave es preguntar una dirección en esa
ciudad. Para los romanos todo es: "cinco minutos, todo
directo", pero esos cinco minutos se convierten en
horas de caminata. A pesar de nuestro cansancio, esto
nos divertía mucho.
Una mañana, después de recorrer las famosas
fuentes, por supuesto, seguimos la tradición y echamos
monedas en la de Trevi. Buscamos dónde almorzar.
Entramos a una trattoria, que por su aspecto nos pareció
que estaba a nuestro alcance. Comimos algo sencillo,
menos mal. Pedimos la cuenta. Cuando el mozo nos la
trajo, buscamos hasta nuestro último centavo y no nos
alcanzaba. En el Albergue teníamos dinero, pero no con
nosotros. El mozo se dio cuenta de nuestra incómoda y
casi desesperada situación. Se nos acercó muy sonriente
y nos dijo:
-Dejen lo que tengan sobre la mesa y salgan
tranquilos.
Cosa que hicimos con nuestros mayores
agradecimientos.
Los romanos son hombres muy interesantes y
sobre todo audaces. No les importa que una mujer vaya
acompañada. Un día, en la Vía Apia, me rodearon unos

87
cuatro muchachos que no me dejaban pasar. Hablaban
con grandes exclamaciones y moviendo los brazos. Me
atacó la risa y mi marido no tuvo más remedio que
imitarme. Encontré que en Roma los hombres son más
"lindos" que las mujeres, se ve pocos que no sean
buenos mozos.
A pesar de que la playa de Ostia tiene arena de
color oscuro y algo sucia, nos bañamos una tarde entera.
El calor era sofocante. Regresamos al Albergue; era la
hora de cenar. No queríamos correr más riesgos en
ninguna otra trattoria, seguros de que no todos los
mozos nos resultarían tan amables y comprensivos
como el de nuestra aventura. No teníamos la más
mínima intención de pasar nuestra estadía en Roma
lavanda platos.
Llegó el momento de regresar a Madrid. El viaje
que realmente fue inolvidable había terminado. No
puedo decir cómo son los restaurantes de la Vía Apia, ni
los lujosos hoteles italianos. Pero, sin dinero, también se
puede gozar de los museos, las plazas, las fuentes, los
monumentos, los castillos, los puentes, etc. Todo eso,
que queda en la retina por mucho tiempo y alimenta el
espíritu, en su mayoría, son espectáculos gratis. Para
nosotros fue un sueño hecho realidad. Mirar alrededor
de uno no cuesta nada. ¡Qué importancia pueden tener
los hoteles de gran lujo, los restaurantes con grandes
nombres, si hay tantas otras cosas que los reemplazan!
Puedo asegurar que mucha gente que viaja en otras
condiciones no aprovecha ni ve todo lo que vimos
nosotros. Al menos con el mismo entusiasmo y deseo
de abarcarlo todo, de compartirlo todo. Durante mucho

88
tiempo hablamos de este viaje. Rememorando
situaciones, viendo de nuevo con la imaginación todas
esas maravillas, me parecía mentira el haberlas visto, el
haber estado allí. Algún día tendré la oportunidad de
volver y no pienso ir a ningún hotel con porteros de
librea.
La beca de Mario llegaba a su término. No
recuerdo por qué razón nos cambiamos de pensión.
Dejamos a los Bergua. Nos fuimos a una céntrica,
bastante mala, donde las habitaciones eran un horno.
En la noche mojábamos las sábanas y nos envolvíamos
en ellas. Era un martirio chino. Fue por entonces
cuando Varguitas me propuso irnos a París, en lugar de
regresar al Perú. Decidimos que le escribiría al Dr.
Porras Barrenechea pidiéndole o bien una prórroga de
la beca o la concesión de otra. El Dr. Porras le ofreció
hacerlo. Con este aliciente planeamos el viaje utilizando
el valor de los pasajes de retorno al Perú. Lo decidimos
entre los dos, como hacíamos todo.
Tomé y acepté esta decisión de irnos a París
porque la carrera literaria de Mario para mí era lo más
importante, estaba antes que todo. Jamás puse el menor
obstáculo para ella. Al contrario, di todo lo que pude
para que saliera adelante. En aquel momento, si yo me
hubiera negado a sus propósitos, tengo la absoluta
seguridad de que Mario hubiese aceptado sin reproche
alguno. Pero no me opuse, sino que lo animé y me
mantuve incondicionalmente a su lado. París constituía
su meta. Así lo comprendí. Para mí no era fácil, pues no
hablaba el idioma ni conocía a nadie. Aunque era un

89
mundo que me daba un poco de miedo, alenté y facilité
las aspiraciones y sueños del hombre que amaba.
Mi aceptación lo alegró mucho. Era el comienzo
del camino del éxito. Estábamos decididos a abrirnos
paso hacia el futuro. Futuro que él alcanzó.
Pienso que el éxito tal vez lo habría conseguido
igualmente solo. Y, no obstante, este dependía de las
oportunidades, de los contactos, del ambiente y del
empujón inicial. Mario tenía talento y capacidad
suficientes para la literatura. Pero desde Lima ¿lo
hubiera logrado? ¿Cuántos escritores hay en
Latinoamérica con tanto o más talento que él? Quizá
muchos. Muchos a quienes les faltó la oportunidad que
Varguitas tuvo. ¿Acaso en Madrid no se presentó a un
concurso de cuentos auspiciado por un café famoso y ni
siquiera lo mencionaron? Sí, así fue. Recuerdo que la
noche del fallo fuimos a la cafetería donde estaba
reunido el jurado. Varguitas se mostraba tan inseguro y
nervioso que tuvimos que salirnos rápidamente. Cuando
conoció el resultado, se sintió deprimido. Aún no había
llegado su momento.
Más tarde tuvo su momento. Esto no lo puede
negar ni él ni nadie, pero lo que necesitaba se lo di yo.
¿Acaso no sabemos lo que cuesta publicar un libro en
cualquiera de nuestros países? Todos los escritores que
han llegado a la cumbre o por lo menos la mayoría de
ellos, lo han hecho fuera de sus respectivos países. En
Lima no hubiera podido ponerse en contacto con Julio
Cortázar. Nunca olvidaré su nerviosismo cuando hizo
una cita por primera vez con él, en un café del Barrio

90
Latino. Desde ese día nació una linda y gran amistad. La
mía sigue, la de Mario no sé. Me llamó mucho la
atención la estatura de Julio, su cara de niño grande y
bueno, su sencillez. Lo había leído tanto, yo también me
sentía emocionada. Tenía otra idea de él. ¿Dónde
conoció a Carlos Barral, en Lima o en París? Por su
puesto que en Lima no. Carlos siempre lo animó, lo
alentó a que presentara su libro al Concurso Biblioteca
Breve. Y así, muchas personas que de una u otra
manera han tenido que ver en su ascenso literario.
¿Quién aceptó el reto de cambio de vida? ¿Quién
quemó las naves, quién lo animó a no vacilar y seguir
adelante, haciéndole ver que su carrera era antes que
todo? Yo. Y nunca me arrepentí de mi decisión, de mi
dedicación y del a poyo que le brindé en todo momento.
Tenía fe en él y una gran confianza. No me equivoqué
en lo literario. Como hombre me defraudó. Cuando ya
su nombre empezó a ser conocido y tenía una vida
nueva, me excluyó. Lo anterior ya no servía. Ahora tenía
que ascender con nuevas emociones y relaciones. Los
sacrificios de quien tanto le había dado ¿qué
importancia tenían? Eso ya no valía nada. Ya logró lo
que quería. Borrón y cuenta nueva. Solo importaba él.
Según tengo entendido, más de una vez, después
de nuestro divorcio comenzó una etapa nueva. Al
menos así me lo hizo saber a través de una conocida
común, en una carta con un encargo especial para mí.
Esta decía:

91
"Querida Julia:
La verdad es que debía haberte enviado esta nota
hace más de una semana, que Mario pasó por Barcelona
viniendo de América y camino de América y me pidió
expresamente que te pusiera unas líneas con la siguiente
BOMBA: se fue con una señora que se llama Susana, a
la que ama y con la que empieza otra etapa de su vida.
Punto. Tal vez a estas horas ya te Llegó la noticia vía
Lima, seguro, claro, ya pue- des imaginarte el
escandalazo entre deudos y amigos. A ti no debe
sorprenderte tanto. Ando de paso en Madrid y de
repente me acordé que no te había escrito. Te mando
un afectuoso abrazo, te escribiré desde Barcelona
contestando a tu última carta". 20 / 6/ 74.
La conocida que me escribió esta carta tenía
razón. No me sorprendió la actitud de Mario. Pero sí el
que hiciera que se me avise a mí la determinación que
tomó. Hada mucho tiempo que nada tenía que ver con
él. No comprendí mucho esta, digamos, amabilidad.
Contesté la carta a dicha señora, y como es lógico, le
pedí que me diera una información un poco más amplia;
¿curiosidad femenina? Recibí la siguiente respuesta, en
lo concerniente al affaire:
“Barcelona, 18 de octubre de 1974
Querida Julia: Mario está en Lima con Patricia
para resolver problemas de los niños. Susana es peruana
y vive en Madrid y también ha vuelto a su casa para
resolver la situación con su marido y los niños. Es todo
lo que puedo decirte de momento, ya que no sé más ni
cómo será el des- enlace definitivo... Un abrazo".
92
No hubo desenlace. No hay dos situaciones
iguales.
Eso depende de cada mujer. Unas actúan con
nobleza que, a veces, se toma por estupidez y otras...
pues se quedan con el marido.
Llegó el final de nuestra estadía en Madrid y
partimos en tercera clase de tren -como de costumbre-
hacia la capital francesa. No habíamos recibido
confirmación de la beca solicitada, y eso que Mario
reiteró varias veces más su pedido.
Arribamos a París, con muy pocos recursos, nos
fuimos al No. 9 de la Rue de Sommerard, es decir, al hotel
Wetter que ya conocíamos, donde alquilamos una
cómoda habitación en el segundo piso.

93
VII

Los primeros días nos dedicamos a pasear y a


visitar el Museo del Louvre. Recuerdo que, en el Museo
de los Impresionistas, la primera vez que me encontré
frente a las pinturas de Toulouse Lautrec, no pude
reprimir la emoción, me puse a llorar. Admiré tanto al
trágico pintor a través de los libros que leí sobre su vida,
que me parecía mentira estar viendo sus cuadros
originales. Con José María, un amigo al que le gustaba
pintar, iba seguido a los museos; él me enseñó a apreciar
la pintura y a verla en toda su dimensión.
Mario y yo paseábamos incansablemente por los
barrios parisinos. No teníamos mucho que hacer esos
primeros días, que transcurrían lentamente. Pese a que
no me encontraba a gusto en París, me consolaba la
felicidad de mi marido: había cumplido su mayor deseo
de escritor. Por suerte, la llegada a nuestro hotel de
varios amigos peruanos, entre ellos, Lucho, los Córdova,
94
Adolfo y Elsa y, aunque por pocos días, Sebastián
Salazar Bondy, abrieron un grato paréntesis en esa
inestabilidad inicial. París es bello, pero toda persona
tiene necesidad de comunicación con los demás. Mi
desconocimiento del idioma me tenía poco menos que
aislada.
Hacer las compras del mercado era para mí toda
una odisea. Como no sabía francés, me veía obligada a
llevar escrito en un papel lo que quería. Ni siquiera
podía comprar pan. En la puerta de la panadería,
esperaba a que salieran a la venta las baguettes, tomaba
una y pagaba. Estoy segura de que me deben haber
creído muda. Cuánta gente me habrá compadecido.
Con nuestros amigos pasábamos momentos
estupendos, conversábamos, reíamos, en fin, éramos un
grupo muy unido. Con los Córdova almorzábamos en
un restaurante bonito y pequeño que había cerca del
hotel, en el Barrio Latino. Pedir carne con papas fritas
era un lujo que no podíamos permitimos, pero el menú
del día era siempre bueno y bien servido, suficiente para
mantenerse con una comida al día.
La llegada del Dr. Raúl Porras a París, en visita
oficial -aún era Canciller-, nos llenó de ánimo y fuimos a
visitarlo. Nos recibió con su habitual amabilidad y
afecto. Nos invitó a almorzar a un renombrado
restaurante de Saint Germain des Prés. Por primera y única
vez probé una bullabeise de película. Don Raúl nos
repitió que había posibilidades de conseguir la
prometida beca. Él mantenía los mejores propósitos de

95
ayudarnos, a Mario en particular. Nosotros en el fondo
habíamos perdido toda esperanza.
Mario consiguió trabajo como profesor de
español en la escuela Berlitz. ¡Qué alivio! Ya habíamos
subido dos pisos en el hotel, nuestros recursos estaban
en las últimas. (De acuerdo al Reglamento del Hotel,
mientras más alto se vivía, el precio era más módico).
Para agravar más la situación, me enfermé de
cuidado y tuvieron que operarme. Era la segunda
operación que me hacían, por la misma enfermedad.
Menos mal que en su trabajo mi marido tenía seguro
social, lo que facilitó mucho las cosas. Los días que pasé
en la clínica, que fueron cuatro, estuve prácticamente
sola. Mario iba por 10 minutos, una vez al día, sus
ocupaciones no le permitían acompañarme más. La
operación se complicó y comencé con los mismos
síntomas por los que en Bolivia me desahuciaron. Con
la ayuda de una buena e inteligente enfermera que actuó
con gran rapidez, salí del problema, no sin haber tenido
un buen susto.
Tuvimos un invierno crudo y riguroso ese año.
Hasta el punto que el solo hecho de salir a la calle
suponía un ver- dadero sacrificio. Un día bajó tan de
golpe la temperatura que nos dejó medio congelados a
todos los que estábamos en la calle. Las manos se me
quedaron heladas e inmóviles en la bolsa del mercado.
Llevaba poca ropa de abrigo, solo un saquito de lana; no
tenía otra cosa que ponerme porque tampoco teníamos
con qué comprar algo más adecuado. Llegué al hotel
tiritando y amoratada de frío. No podía reaccionar. La

96
propietaria me invitó una taza de té caliente, que me
recuperó. Mario llegó de su trabajo más o menos en las
mismas condiciones.
Conocimos a una muchacha guatemalteca que
estudiaba Arte Dramático. Quería ser actriz por encima
de todo. Era una morenita de ojos grandes, muy
agradable, con la que simpatizamos de inmediato.
Además, una libre pensadora que me divertía, con muy
buenos dotes de observación. Se dio cuenta
inmediatamente de que yo no tenía abrigo –bueno, no
se necesitaba ser muy inteligente para darse cuenta de
ello, lo veía hasta un ciego-. Una tarde se me apareció
con un abrigo un poco usado; me lo ofreció con la
mayor delicadeza, temía ofenderme. Era un abrigo azul
y gris a cuadros. Se lo agradecí verdaderamente, fue un
gesto muy lindo. Por supuesto no me dijo de dónde lo
había sacado, tampoco pregunté. No era de ella, porque
en ese caso, me hubiera quedado de sacón. De todos
modos, era un poco corto de mangas y tamaño, pero
cumplía su cometido: me abrigaba. Fue el único abrigo
que tuve en mucho tiempo. Nunca me imaginé que
llegaría el día en que para mí sería una bendición el que
se me regalara un abrigo usado. Pero nada de eso me
importaba. No me sentía ni humillada ni ofendida, todo
lo contrario, agradecida. Además, todas estas situaciones
estaban previstas en mi objetivo, cuando acepté irme a
París, sin dinero, ni trabajo, para que Varguitas
cumpliera su mayor ambición: ser escritor.
Mi marido procuraba a toda costa obtener un
empleo mejor. Tenía posibilidades de ingresar en la
Agencia de Noticias France Press. Entre tanto, la famosa

97
beca quedó descartada. Almorzábamos en los
comedores universitarios, haciendo largas colas con
nuestras bandejas, sin saber nunca lo que íbamos a
comer; el Cordon Bleu de la famosa comida francesa nada
tenía que ver con los menús que allí servían. Además,
era difícil conseguir los tickets que daban el derecho a
comer allí, puesto que ninguno de los dos éramos
estudiantes. En el único sitio que era válido mi carnet de
la Alianza Francesa, donde estudiaba el idioma, era en la
cinemateca, donde íbamos seguido. Algunos amigos se
las arreglaban para conseguirnos los útiles tickets.
Más o menos por esos días, llegó al hotel una
dama peruana. Acababa de hacer un viaje por el Oriente,
y quería escribir un libro sobre sus experiencias. Habló
con Varguitas. Quedaron en que ella le iría contando
sus viajes y él escribiría el libro por una suma de dinero
que consideramos suficiente para los gastos extras de la
semana. Le pagaría los días viernes, de acuerdo a las
páginas escritas. Todas las mañanas iba mi marido a la
habitación de la viajera, para hacer el trabajo.
Frecuentemente entraba yo a la pieza a escuchar sus
relatos, estos eran bastante infantiles. Mario se divirtió
con ese "trabajito". Ella era una señora muy puritana, él
escribía capítulos donde había príncipes árabes que se
introducían en su habitación por los balcones, con
malvadas intenciones violatorias, lo que espantaba a esta
ingenua dama. El libro, a mi entender, resultaba una
nueva versión de El Árabe, ubicada en otra época. Allí
había de todo: aventuras, carreras en camellos, crímenes,
en fin, todo lo que se puede poner en un libro, que no
llegue a ser truculento, pero sí más o menos legible.

98
El ambiente en la habitación de esta dama era
muy pesado; hasta me atrevería a decir un poco
maloliente. Apenas alumbrado. Era una pieza pequeña
sin ventilación. Como no quería que nadie viera a Mario
escribiendo, la puerta estaba siempre cerrada. Incluso
mi presencia no era de su agrado, pero no tenía más
remedio que soportarme: era la esposa de su
"escribidor". Pienso que en mí había algo de maldad,
porque sentada al lado de Mario no dejaba de sonreír; es
que lo que contaba era tan insulso. Debe haber sido el
libro más difícil para Varguitas. Sobre todo, el tener que
escuchar a una señora en bata, desgreñada y en ilusorias
aventuras. Tener que darle forma, sentido a eso,
"fabricar" un libro no debe haber sido nada fácil. Esta
obra de arte fue publicada en Lima, nunca la leí, ni
siquiera por curiosidad. Además, que la autora no tuvo
la gentileza de enviar un ejemplar al autor.
Fue en el Wetter donde conocimos a Christiane,
una muchacha alemana bellísima. Estaba enamorada de
un peruano, muy amigo nuestro. Ella vivía un poco
lejos del hotel, pero siempre que podíamos estábamos
juntas. Los domingos almorzábamos en su
departamento. Se puede decir que en aquella época eran
las únicas veces que comíamos bien. A Christiane le
encantaba escuchar hablar a Mario, aunque apenas
entendía el español; decía que, por sus gestos,
movimientos de las manos y expresiones lo comprendía
perfectamente.
Cuando su enamorado, que se llamaba Lucho,
salía con Varguitas para ir a alguna reunión, nosotras
nos íbamos a la cinemateca o a un cine cercano al hotel.

99
Se casaron poco antes de que Lucho regresara al
Perú. Al cabo de un tiempo esperaban un hijo, a quien
Lucho no conoció; murió en un accidente de aviación al
regresar de Caracas a Lima.
Con Christiane continúo manteniendo una sólida
y estrecha amistad. Cuando yo vivía en Washington, ella
también se encontraba allí. Trabajábamos juntas en la
escuela Berlitz, con otra estupenda amiga, Carito
Belaúnde.
Las tardes que en Washington nos
encontrábamos solas, recordábamos nuestros tiempos
parisinos. Por diferentes motivos y circunstancias, las
dos habíamos perdido a los hombres que amábamos. Le
decía a la Gringa -como la llamo- que ella era más
afortunada. A su ser querido se lo arrebató la muerte, lo
irremediable, nadie puede prever esto. Con ella
quedaron los recuerdos agradables, los momentos
maravillosos, tal vez incluso podía hasta llegar a
idealizar lo que perdió. Ella recuperó la confianza en la
vida y volvió a amar. Ahora la Gringa está felizmente
casada, con un buen amigo y un gran señor. Reencontró
la felicidad tan brutal-mente truncada. Pero, con la
mentira, el engaño, la traición, como me sucedió a mí, el
dolor es más fuerte. Tal vez, por ese egoísmo que todos
los humanos llevamos dentro de nosotros, muchas
veces deseé perder a Mario por la muerte, y no por
causa de quien consideraba mi hija.
Se acercaba nuestra primera Navidad en París.
Por supuesto, seguíamos viviendo en el hotel Wetter. Yo
no trabajaba. Me sentía impotente porque quería hacerle

100
un lindo regalo a Mario. Para mí la Navidad es una de
las fiestas más importantes y más tristes. Es linda en el
sentido de que casi todos los seres se reúnen, se quieren,
sienten la presencia de ese Ser Divino que nació en un
humilde pesebre. Es triste, porque se hacen regalos y
hay niños que no reciben nada. Es el día en el que más
se nota la injusticia de las diferencias sociales. Es muy
difícil contener un sentimiento de cólera cuando se ve
un niño con la naricita pegada a la vitrina de una lujosa
tienda, mirando el tren eléctrico o ese auto grande y tan
lindo que él no podrá tener. He visto esas escenas y me
han llenado de indignación.
Como caída del cielo, conocí a una señora rusa
que vivía al lado del hotel: unos amigos me llevaron a
visitarla, desde ese día, en las tardes, tomábamos el té
juntas. Quería enseñarme su idioma. Traté de
aprenderlo, pero me fue imposible. Para mí, el ruso era
chino. Iba donde esta señora cuando terminaba mis
quehaceres domésticos. La dueña del hotel me alquilaba
una plancha y hacía este trabajo con gusto. Nunca le
faltó a Mario una camisa, un pañuelo, un terno, etc.,
bien planchado. Su apariencia me importaba más a mí
que a él. En ese tiempo él no la cuidaba mucho.
Mi amiga rusa tenía una hija y quería que
aprendiera a escribir a máquina. Le cobré una suma
aceptable y me convertí en la más atrevida profesora de
dactilografía de una jovencita que no hablaba ni
entendía nada de francés. El teclado de la máquina solo
tenía signos españoles; las clases eran en francés: ¡qué
mescolanza y qué lío entendernos! De todas maneras,
todas las tardes, después que Mario salía a sus

101
ocupaciones, llegaba mi alumna. Las dos tomábamos
muy en serio nuestras clases. Le enseñé la colocación de
los dedos, etc. El problema se presentó cuando tuvo
que comenzar a formar palabras, pero con un poco de
ingenio me las arreglé. La niña empezó a cansarse y yo
no hice el menor intento de animarla a continuar. Ya
había reunido una cantidad más o menos suficiente que
me permitiría hacerle el regalo que quería a mi marido.
Hablé con la madre y le expliqué que su hija estaba un
poco cansada y que ya no tenía tanto entusiasmo por las
clases. Gracias a Dios la señora comprendió complacida
mi buena voluntad y me pagó las clases, pues, aunque
parezca mentira, la niña aprendió algo. Mario no tomó
en serio este trabajo, casi no se dio por enterado y
tampoco se lo comenté mucho.
Varguitas no tenía reloj. Con lo que había
ganado estaba segura de que podría comprarle por lo
menos un Cartier. Ahí comenzó mi peregrinación por
las relojerías cercanas al barrio: ¡qué caros eran! Por fin
conseguí uno; no era lo que yo quería; pero era un reloj.
He debido mirarlo unas miles veces antes de la noche
de Navidad.
El veinticuatro de diciembre se presentaron en el
hotel José Mario -el español que fue como un hermano
para mí- y su enamorada, una muchacha americana
llamada Ana. Venían cargados de paquetes: champagne,
quesos, conservas, vino y un pollo. En un pequeño
anafe -donde cocinaba a escondidas- preparé pollo con
arroz.

102
Ana y yo arreglamos una mesa que de puro
milagro se sostenía sobre sus patas. Pedí prestadas
cuatro copas a la propietaria del hotel, de modo que
cuando Mario -que ya trabajaba en la France Press- llegó,
se sorprendió con el improvisado banquete navideño, y
por un paquetito que había junto a su plato.
Empezamos a conversar, sentados en la cama,
mientras terminaba de hacer mi cena de medianoche.
De rato en rato, con una revista, dábamos aire a la olla
para que no se sintiera el olor a comida, aunque creo
que la propietaria del hotel siempre supo que yo
cocinaba en la habitación y se hacía la desentendida.
Estaba contenta y nerviosa esperando la hora en
la que Varguitas viera su regalo. Por fin sonaron las 12
tan ansiadas. Destapamos el champagne y mi marido
abrió su paquete. Me miró y me abrazó con fuerza, con
un inmenso cariño, y me dijo con voz ahogada:
"Gracias, Negrita", y me besó.
Sin duda alguna fue aquella una de las navidades
más felices que pasamos en París. Con muy poco,
habíamos obtenido mucho. Por cierto, que Mario nunca
me dijo si le gustó el reloj o no. Lo usó mucho tiempo
hasta que se compró uno como él deseaba. Pero nunca
tendrá otro adquirido con tanto amor y tanta ilusión.
Es tan difícil expresar lo que se siente cuando se
ama; las palabras no son suficientes. Habría que
inventar algo nuevo que encierre todo lo que se quiere
decir. La forma de darle todo al ser amado, y que esto
lleve parte de uno mismo. Esa fue una época muy bella

103
en nuestras vidas, al menos en la mía. A veces creo que
en la de Mario también, pero no podré saberlo jamás.
La verdad es que siempre trataba de
sorprenderlo, adelantándome a sus deseos. Por ejemplo,
viviendo ya en la Rue de Tournon, él quería, mejor dicho,
soñaba con una colección de quince libros de La Pléyade,
que era muy linda, por lo tanto también cara. Entonces,
sin decirle nada, hice horas extras en la oficina
consiguiendo algunos ahorros. De inmediato los
entregué en la librería, como adelanto, y separé la
colección. Cuando reuní lo necesario, fui a buscarlos.
Gasté hasta el último franco; no me quedó ni para el
taxi. ¡Cómo pesaban los libritos! Caminé con ellos unas
veinte cuadras. Llegué a casa agotada pero contentísima.
No sabía dónde ponerlos para que fueran realmente una
sorpresa. Se me ocurrió ocultarlos en la cama y bajo la
almohada. Mi sobrina Wandita era mi cómplice en esto.
Las dos esperábamos la llegada de Mario, pensando en
la cara que pondría al verlos. Ya a la hora de acostarnos,
nosotras estábamos a la expectativa; Varguitas se
demoró más que de costumbre. Al ir a la cama notó
algo raro en ella y exclamó: "¡Negrita, no sé qué hay
aquí!"; le contesté: "Mira y lo sabrás". Levantó las
frazadas y se quedó atónito con el hallazgo, mientras
Wandita y yo nos reíamos, él no podía ocultar su alegría
ni expresar lo feliz que se sentía. No sé hasta qué hora
los estaría examinando uno por uno y buscando dónde
ponerlos. Les encontró ubicación encima de una
chimenea -que nunca se encendió-. Como tenían
cubierta blanca, creo que todos los días limpiaba el
polvo que se les asentaba. Fue su primera y más
importante colección de libros. Como una burla cruel,

104
más adelante leerían allí juntos, Patricia y él, los poemas
de Rimbaud que, a veces, recitaban juntos en voz alta.
Mi amiga Ana viajó a Madrid por unos días y me
invitó a ir con ella. Mario accedió a que la acompañara.
Lamenté dejarlo solo, pero me entusiasmó este viaje. En
Madrid se nos unió José María. Él estuvo tiempo
después muy ligado a nuestra vida y conoció de cerca
todo lo que sucedió. Siempre me dio su apoyo de noble
y buen amigo.
Durante mi ausencia, le escribía a Varguitas casi
diariamente, contándole con detalle cuanto hacíamos. Él
me escribió una vez, solo unas pocas líneas que decían:
"París 16 de julio de 1960
Querida Negrita: He recibido tus dos cartas; me
alegro muchísimo que estés bien y que todo se haya
arreglado. Quise escribirte antes, pero no sabía la
dirección. Ha llegado una carta de Olguita, anunciando
que Wandita llega el 6 de agosto por avión. Yo le
contesté que ya, diciéndole que estábamos muy
contentos de que viniera. Sería bueno que tú también le
pusieras unas líneas. Yo estoy muy bien, Negrita. Con
mucho trabajo, como de costumbre. Además, el tiempo
ha estado horroroso y caí con gripe. Perdóname, pero
no puedo escribirte más largo; son las 12 y tengo que
irme a la France Press. Un gran abrazo a José María y
para ti miles de besos. Mario".
El anuncio de la llegada de mi sobrina Wandita
nos llenó de una profunda alegría. Era una chiquita muy
dulce; fue una felicidad inmensa el saber que estaría

105
conmigo. Yo la adoraba; éramos muy unidas desde que
ella era muy pequeña. Para mí, era como la hija que no
pude tener.
Regresé a París esperando con ansias la llegada
de Wandita. Mario también la quería mucho. Le
alquilamos en el Wetter una pequeña habitación, dos
pisos más arriba que el nuestro.
Nos fuimos a Orly a buscar a mi guagua. Estaba
preciosa. Con su manera de ser se ganaba la simpatía y
el cariño de cuantos la conocían. Todo le llamaba la
atención en París; caminábamos mucho por los Campos
Elíseos, la Torre Eiffel, fuimos a museos, recorrimos
todo lo que pudimos. Sus primeros días fueron
deslumbrantes para Wandita, no se cansaba de admirar
todo.
Nuestra situación económica mejoró. Decidimos
dejar el hotel Wetter y buscar departamento.
Encontramos uno en la rue de Granelle; era amplio, con
una salita muy coquetona y elegante. Sobre todo, lo más
importante, tenía tina y ducha, dos cosas muy raras en
París en los alquileres a nuestro alcance -a veces
también en los otros-; nos trasladamos muy contentos
los tres.
En el hotel nuestra última vivienda fue una
buhardilla, con el techo inclinado, donde con las justas
entraban una cama y un lavamanos. Creo que esa podría
haber sido la buhardilla con la que soñaba Mario,
cuando se refería al día en que viviría en París.

106
Nuestra vida era feliz. Wandita estudiaba francés
en la Sorbona; Mario continuaba escribiendo y con su
trabajo periodístico. Yo trabajaba y me ocupaba de la
casa. Pero aquella paz pronto fue desapareciendo, por la
entrada en escena de una muchacha mejicana que trajo
mucha intranquilidad en nuestro hogar.
Mario ya trabajaba en la ORTF; ella también.
Cuando conocí a Pilar, quedé realmente impresionada.
Era bonita y encantadora, además de estar relacionada
con intelectuales de su país, fue enamorada de uno de
ellos, muy conocido en la actualidad. Era sobrina de
uno de los más brillantes poetas mejicanos. Por lo tanto,
Mario y ella tenían intereses comunes en el plano
literario. Por esas premoniciones que tenemos las
mujeres, en cuanto la vi se me encendió la luz roja de
peligro.

107
108
109
"La negación de la verdad es algo tan funesto para la mente, como la
negación de la luz del sol para nuestros ojos".
Fulton Sheen.

VIII

Frecuentemente, Mario me pedía que lo


acompañara a su trabajo, pero desde que apareció Pilar
en su horizonte, se oponía a que lo hiciera, pretextando
que no tenía sentido que me acostara tarde, ya que debía
madrugar para ir a mi trabajo. Intuí que algo no
funcionaba como era debido y supe que se veían a
diferentes horas, y no precisamente por razones de
oficina. Incluso me enteré de que pasaron todo un día
junto en Versailles; me dijo que tuvo que hacer un
doblaje. Comenzaron las mentiras de Varguitas. Tuvo
que confesar él mismo qué hizo durante el día, ante las
evidencias que mostré.
Se puso terriblemente irascible; pienso que era
por ese inusitado temor que siente el hombre cuando se
encuentra frente a lo que no puede explicar. Por
cualquier cosa se enojaba; no podía llamarlo por
teléfono; me acusaba de tenerlo sometido a vigilancia.

110
Era el primer problema de esa naturaleza que se
presentaba en mi matrimonio. Hablé con él y negó todo,
arguyendo que solo era una compañera de trabajo. En la
radio comentaban lo que estaba sucediendo y,
lógicamente, no se lo decían a él pero algunos
“compañeros” se las arreglaban para que me yo enterara.
No pudimos entendernos y para evitar inútiles
discusiones y peleas, decidí irme a casa de Ana.
Ana vivía sola; tenía una mentalidad bastante
peculiar. En vez de encontrar en ella una aliada que me
ayudara en esos momentos a resolver el problema, me
dijo que, si Mario no me quería, de acuerdo a lo que
deducía por lo que le contaba, para qué seguía con él;
que ella había hablado con mi marido y que lo notaba
muy inseguro en sus sentimientos; que estaba pasando
por un momento de crisis sentimental bastante aguda.
Menudo consuelo para mí.
Dos veces al día hablaba por teléfono con
Wandita, quien me daba noticias de mi marido,
completamente contrarias a las de Ana. Me decía que lo
veía preocupado, que conversaba con ella de su deseo
de que regresara a casa. Comencé a encontrar notas de
Mario sobre mi máquina de escribir -yo también
trabajaba en la ORTF-, que me divertían y apenaban a la
vez. Estas decían:
"París, 16 de mayo de 1962
Chére Madame: Tengo el honor de informarle
que la dentista Chinsky ha aceptado que se le pague en
tres cuotas. Ella la espera el miércoles próximo a las

111
14.00 h. en la dirección adjunta. ¿Cómo está usted?
Afectuosamente. Mario".
"París, 22 de mayo de 1962
Madame Julia Vargas-Chére Madame: Gracias
por sus felicitaciones. Tengo muy buenas noticias para
anunciarle:
a)"Marcha" de Montevideo me acepta como
colaborador y me apresura para hacer la traducción del
libro de Couffon; b) el jueves aparecerá en Las Letras
Francesas un artículo sobre la representación de La
Bella Malmaridada, de Lope de Vega en el Teatro de las
Naciones; c) Couffon me dice que probablemente
Ruedo Ibérico me pida escribir un ensayo sobre Vallejos,
de cien hojas, seguido de una antología; d) mi libro ya
está en la Comisión de Lectura de Juillard.
Afectuosamente. Mario.
P.D. ¿Hasta cuándo se van a prolongar sus
vacaciones?". Todas las notas estaban escritas en francés.
Regresé a casa y, por unos días, todo estuvo
tranquilo. No duró demasiado aquella calma. La
situación volvió a derrumbarse. Mi íntimo amigo José
María, que habría terminado sus relaciones con Ana,
empezó a buscar a Pilar. Mario lo supo y le pidió
explicaciones al buen español, bastante molesto.
¿Explicaciones de qué naturaleza? y ¿con qué derecho?
Después de pensar mucho en cuál sería el mejor
camino a seguir, decidí hacerme amiga de Pilar.
Almorzábamos juntas; un día la invité a cenar a casa con

112
José María y otros amigos, aparentando en todo
momento naturalidad. Me costó un esfuerzo enorme.
Iba a su departamento cerca del nuestro, y le caía de
sorpresa a tomar café. Una noche nos invitó ella a
cenar; quería que conociéramos su nuevo departamento.
Mientras los demás invitados conversaban, me puse a
curiosear los libros de la biblioteca. Vi a Mario nervioso,
no me quitaba los ojos de encima. Pilar, algo intranquila,
me dijo: "Ven a sentarte con nosotros y no seas curiosa".
La mirada nada amigable de Varguitas me convenció de
que era mejor que lo hiciera y tuve que reprimir mi
curiosidad de descubrir a qué se debía tanto
nerviosismo.
De vuelta a casa, Mario me increpó,
reprochándome mi conducta; preguntó qué era lo que
esperaba encontrar. "Nada, nada, -aseguré-; solo quería
conocer a sus autores favoritos, no he hecho más que lo
que tú haces cuando visitas otras casas, examinar las
bibliotecas". Él levantó la voz aún más nervioso, y dijo
de mala manera que no quería discutir. Atormentada
por su reacción, preferí callar. No sospechaba lo que me
esperaba más tarde.
Estaba tan dolida por su comportamiento que
puse en el dormitorio una cama pequeña, al lado de la
de matrimonio. Cuando la vio no hizo preguntas. Me
observó con extrañeza y sonrió. Seguramente pensó que
era una de mis valentonadas, pero me mantuve en la
misma actitud por varios días.
No soportaba que me tocara; esto sí que él no
esperaba. Lo sorprendió hasta diría lo alarmó, pero

113
guardó silencio. Una noche me preguntó que hasta
cuándo pensaba continuar así: "Deja de jugar a la mujer
ofendida por algo que no existe", dijo. Yo estaba echada
en la cama y él junto a mí, apoyado en un codo, y con el
otro brazo cruzándome el pecho. Me encolerizó tanto
su cinismo que no me pude contener y lo escupí en la
cara gritándole: "¡Vete de aquí, no soporto más tus
mentiras! No vuelvas hasta que seas un hombre
sincero". Mario salió de la habitación sin decir una sola
palabra y yo me puse a llorar desconsoladamente. Ya
más tranquila, me arrepentí de haber actuado tan burda-
mente. Comprendí que lo había ofendido y humillado.
Lo único que deseaba era poder decirle lo avergonzada
que estaba, que mi actitud se debía a lo mucho que lo
amaba y al temor de perderlo. No podía resistir que
mirara a otra mujer, menos que la besara o la poseyera.
Por ese tiempo llegó a París nuestro amigo Javier.
Nos animó su presencia y la tensión cedió algo. Pero yo
me mantenía vigilante. Confié a Javier mi problema, mis
sospechas, mis dudas y el sufrimiento en que vivía en
medio de la desconfianza. Él, que siempre ha sido un
amigo entrañable e incondicional, hizo cuanto pudo
para convencerme de que me encontraba en un error.
Sin embargo, un día que Mario no regresó hasta
después de las seis de la tarde, habiendo salido
temprano de casa, Javier habló con él y se convenció de
que no estaba equivocada. Hubo una escena violenta y
grotesca.
Hice algo de lo que después me arrepentí y
avergoncé -por segunda vez en poco tiempo-. Escuché
la conversación de Mario y Javier detrás de la puerta y

114
así supe que había pasado el día con Pilar. Me sentí tan
deprimida y aturdida, estaba tan fuera de mí que corrí al
cuarto de baño, tomé un frasco de píldoras para dormir
y me las metí en la boca casi en su totalidad.
Probablemente ellos me oyeron correr, porque de
inmediato ya estaban junto a mí. Entre ambos lograron
hacerme vomitar. Entre tanto yo pataleaba, vociferaba,
insultaba, decía improperios. Me lavaron la boca como
pudieron y me llevaron a la cama de Mario, que desde
esa noche fue nuevamente la nuestra.
Mi marido estaba pálido y me reñía por lo que
había hecho, con más cariño que enojo en sus palabras.
Juró que me quería y que no podría soportar que me
sucediera algo. Me aferré a él, le dije entre sollozos que
no me abandonara, que mi vida sin él carecía de sentido
y no sé cuántas cosas más. Poco a poco recuperé la
serenidad y la razón. Mario me besó una y otra vez con
lágrimas en los ojos. Como siempre que nos sucedía
después de una borrasca, terminamos haciendo el amor
con una pasión algo brutal y nos quedamos dormidos.
Despertamos a las nueve de la noche y llevamos a cabo
el plan que teníamos antes de toda esta "tragedia griega".
Fuimos al Teatro Odeón con Javier y Wandita, después
a cenar en un restaurante muy agradable en les Halles, el
Pied de Cochon.
Reconozco que me sentía mal, como entre nubes.
No podía concentrarme en nada. Varguitas me miraba,
me sonreía, me apretaba fuerte la mano. No podría
decir qué obra vimos y menos el tema de la misma.
Durante la cena todos tratábamos de que la noche fuera
agradable, pero la conversación era forzada, al menos lo

115
notaba así. Hice todo lo posible por no dejar traslucir
mi estado de ánimo. Por una parte, estaba contenta,
hice el amor con mi marido después de muchos días;
me había dicho que me quería, me miraba con ternura,
estaba cariñoso y atento conmigo. Pero no sé, dentro de
mí sentía un dolorcito antipático, tal vez era de
remordimiento por el mal momento que pasé y les hice
pasar.

116
Javier regresó al Perú convencido de que las
cosas iban bien entre nosotros. No se volvió a tocar ese
tema tan in- grato. No obstante, debo confesar que en
mi interior tenía clavada siempre una espinita dolorosa:
desconfiaba de mi marido y me atormentaban los celos.
En esos días, justamente acabé de leer La mujer rota, de
Simone de Beauvoir, a quien siempre he admirado. Le
comenté el libro a Mario. Me impresionó sobre todo la
sinceridad de sus personajes, la inteligencia con que esa
mujer comenzó aceptando los hechos; que su marido, a
quien adoraba, tuviera una amante. Pero cuando
empezaron las mentiras, porque ella no podía evitar el
hacer preguntas, todo se vino abajo. ¡Qué derrumbe tan
brutal!
Una tarde, mientras estábamos en un café,
Varguitas me dijo que tenía que hablar conmigo. Lo
veía preocupado y me quedé en silencio esperando que
hablara. No quise prestarle ninguna ayuda para que
iniciara la conversación. Algo cortado me reveló que, en
efecto, se había sentido atraído por Pilar, pero que
nunca hubo nada entre ellos, fuera de una buena
amistad. Que me quería a mí, que cómo podía siquiera
pensar que no fuera así. Me pidió que estuviera
tranquila y que le diera mi ayuda y comprensión. Era
necesario que todo se normalizara entre nosotros, que
terminara aquella situación de amargura y sinsabores
que le impedía trabajar y escribir en paz. Acordamos
una cooperación mutua. Yo tampoco había estado en
un lecho de rosas.
Asistimos a la boda de uno de nuestros jefes de
la ORTF. Ana me prestó un lindo vestido verde -yo no

117
tenía ropa para ocasiones como esa- y Wandita me
peinó con un lindo moño. Me sentía estupenda. Mario
me piropeó lindamente y partimos a pasar lo que
pensábamos sería una noche inolvidable ¡y vaya si lo
fue!
La primera persona con quien me tropecé en la
fiesta fue Pilar. Estaba regia, con un vestido negro muy
sugestivo, ceñido y escotado generosamente.
Comenzamos a hablar en grupo y, de pronto, Pilar dice:
"Hoy en la tarde Mario me contó que..." y ahí se paró,
me miró y con un pretexto cualquiera se retiró del
grupo. Mario me dijo al llegar a casa -antes de la fiesta-
que esa tarde tuvo que grabar un doblaje -mi simpático
marido siempre andaba en "doblajes"-; era su excusa
perfecta para llegar tarde.
Me acerqué a Varguitas, lo tomé del brazo, sin
que se diera cuenta de que estaba a su lado, porque
miraba a Pilar que le sonreía desde lejos. Con toda mi
furia acumulada, me olvidé de promesas, juramentos y
de todo. Comprendí que nuevamente me había mentido,
esa tarde me había dicho que no se verían más.
Comencé a beber -la bebida me deshace- y lo increpé
llamándolo mentiroso. Al ver mi mirada homicida, me
llevó con disimulo al cuarto de baño. Ardía por armar
camorra. En el cuarto de baño discutimos; con la bebida
y mi enojo sin límites no sabía lo que hacía, y le di un
golpe en la cara con la cartera, lo que le provocó una
hemorragia nasal. Reconozco que en todo momento
Mario conservó la calma, pero esa actitud pasiva me
encolerizó más. Estuvimos como una media hora
encerrados.

118
En un momento dado, entró la hermana del
novio, nos rogó que saliéramos de allí, porque había
gente que necesitaba entrar. Le expliqué que mi marido
no se encontraba muy bien, que de improviso le había
comenzado una hemorragia nasal. Casi tras la dueña de
casa salimos nosotros. Recogimos los abrigos y,
despidiéndonos de los anfitriones, nos fuimos como si
nada hubiera pasado.
Ya en la calle, Mario paró un taxi, pero me negué
a subir y le dije que se fuera solo, que él no tenía que ver
en absoluto conmigo. El chofer esperaba, divertido con
nuestros gritos, hasta que se cansó y se fue. Anduvimos
como unas cuarenta cuadras. Cuando cruzábamos por
un parque, eché a correr hacia una baranda de cemento
del Sena. Sin duda, Varguitas pensó que pretendía
arrojarme a sus aguas y comenzó a llamarme en forma
desesperada. Al jalarme, nos fuimos los dos al suelo. En
mi semi-inconsciencia por la bebida, me di cuenta de
que el césped estaba mojado, pensé en el vestido de Ana
y me levanté como empujada por un resorte. Mario me
llevó hasta un banco donde me sentó de un empujón.
Solo entonces se enojó, nuevamente discutimos, yo le
gritaba: "Mentiroso, falso, mentiroso". Súbitamente,
apareció un policía; ahí me asusté porque interpeló a
Mario y yo entonces intervine para aclarar la situación.
Le dije que era mi marido, que estaba ebria y que él solo
pretendía calmarme y llevarme a casa. Como las peleas
callejeras entre enamorados son frecuentes en París, el
policía sonrió, nos hizo una recomendación apropiada y
nos dejó ir. No volvimos a dirigirnos la palabra en lo
que nos restaba de camino. No recuerdo cómo llegamos
a casa. Al día siguiente, la cabeza me estallaba, entre los

119
vapores del alcohol y aquel malestar, quise reconstruir
lo sucedido. Me sentí peor y, para rematarla, encontré
una nota de Mario:
"Julia: Te ruego que pongas fin de una vez por
todas a esta vida infernal. No es posible vivir así, lo que
viene ocurriendo en esta casa todo este último tiempo
supera lo imaginable. Si esto continúa un tiempo más,
los dos vamos a terminar locos. No veo ninguna
solución para nuestro matrimonio, nada va a librarte de
tus "absurdas obsesiones", y, al contrario, ellas son cada
día más graves. Me has dicho muchas veces que yo
tome la iniciativa y esta vez la hago. Te ruego pues, que
tomes las cosas con calma y no tomes esto como un
nuevo pretexto para escenas. Dime qué es lo que
prefieres: irte a Bolivia, Perú o quedarte aquí. Si es esto
último, entonces seré yo el que se irá, porque sé de
sobra que no hay ninguna posibilidad de que
continuemos los dos en París. Tus escándalos harían
saltar la Casa de la Radio. Si aceptas irte, hazme saber
para cuándo y para dónde debo sacar tu pasaje. Mario".

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121
122
IX

Fue un golpe espantoso. Wandita no dejó que


me levantara. Era domingo, así que no trabajábamos.
Mario había salido muy temprano, lo esperaba llena de
miedo y ansiedad. Temía tocar el tema de su nota. Yo
no quería irme, ni que él se fuera; no podía irme y
dejarlo. Le encontraba razón en varias cosas, pero él no
reconocía que mucha culpa tenía también él. No
entendía o no quería entender que mi torpe reacción fue
provocada por él. Aborrezco que me mientan.
Regresó tarde a casa, entró al dormitorio y me
miró; yo lo miré pidiéndole perdón con los ojos. Parece
que lo entendió, se sentó a mi lado en la cama y
tomándome por los hombros me dijo:
-He estado caminando casi todo el día, no es
solo tuya la culpa, pero lo que has hecho anoche no
vuelvas a hacerlo nunca más, Julia, nunca más,
entiéndelo bien, nunca más. Ya no lo soportaría otra
vez y que no se hable del asunto. Ya no llores,

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tranquilízate, vamos a comer, no lo he hecho en todo el
día y me imagino que tú tampoco.
Para nada tocamos el tema de la nota.
Seguramente a lo largo del día reflexionó sobre lo
sucedido y decidió no referirse a este desagradable
episodio.
Desde entonces ya no vio a Pilar fuera de las
horas de oficina. Y de nuevo me pidió que lo
acompañara a la radio; era yo la que le decía que me
disculpara, que no quería trasnochar porque trabajaba al
día siguiente. De la lamentable escena nadie se dio
cuenta -menos mal- porque si hay algo a lo que Mario le
tiene horror es al ridículo.
Al cabo de unas dos semanas, Pilar me llamó
para que almorzáramos juntas. Sin decirle nada a
Varguitas, salí como para ir a la oficina. Me contó la
atracción de mi marido por ella, y la que sintió ella, tal
vez mucho más que Mario. Asimismo, me reveló las
veces que se habían visto y dónde, agregando:
-Si no te hubieras hecho mi amiga, si no hubieras
actuado conmigo como lo hiciste, si no me hubieras
hecho comprender con todo tacto tu gran amor por
Mario, esta es la hora en que sería su amante y en buen
lío andaríamos los tres.
Ahora puedes estar tranquila -hizo una pausa y
continuó-, Mario ya no me interesa más que en el plan
de amigo. Me gusta conversar con él de cosas literarias.
Nada más.

124
Me habló con tanta sinceridad que se lo agradecí.
Nada le comenté del infierno en que habíamos vivido,
nunca lo supo. Mario no se enteró de este encuentro y
de nuestra conversación.
Nos hicimos muy amigas. Pilar me pidió que la
recomendara a José María; conocía nuestra íntima
amistad y él se encontraba en Madrid, haciendo cine.
Ella había trabajado en varias películas del cine
mejicano. Escribí a José María, que me contestó con
una españolísima carta:
"Madrid, 10 de agosto de 1963
Querida hermana: Me dicen que Buñuel continúa
en la Torre de Madrid, recluido en su apartamento de
los últimos pisos, desde el que puede casi mear sobre el
Palacio Real. Estará aquí unos días, pues, al parecer,
interpretará a un verdugo en la película de Carlos Saura,
el lunes o martes de la próxima semana. Todo ello lo he
sabido por unos y otros; su hijo Juan Luis no está en
Madrid estos días o, al menos, nadie responde a su
teléfono. Toda esta historia de Pilar me parece dentro
de su estilo, pero no sé si será eficaz -no te enfades,
hermana-. En cine todo puede ser posible y nunca se
sabe lo que se debe hacer para salir adelante. Creo que
sería interesante para ella intentar algo aquí, en estos
momentos, ahora que mucha gente comienza y casi no
hay actores, o actores como queremos nosotros. Por lo
demás, tu actuación la comprendo de sobra y sé que es
del todo sincera. Hace falta no conocerte para no verlo.
En fin, que me llame nada más que aterrice en Madrid y
veremos si puedo ayudarla en algo. Por desgracia, no

125
creo que pueda ir por ahora a París. Terminé hace dos o
tres días la película de la niña y paseé a la de Christian
Jaque. Cuando termine con los franceses creo que
empezaré con un chico joven, o quizás haga un
documental con Pablo del Amo, por mi tierra. Ya os
contaré. Estoy solo en Madrid, Luciano se fue a San
Sebastián y Pepe continúa en Santa Pola. Cuando no
trabajo, os recuerdo a todos, me siento solo y maldigo a
esta puñetera ciudad. Por Pilar sabré algo de vosotros.
Escribid pronto. ¿Qué pasa con el libro? Abrazos,
queridos. José María".
Retrocediendo en el tiempo, recuerdo cómo
entré a trabajar en la ORTF. Me enteré en casa de Ana,
por Pilar Madern, una catalana amiga de ella, que había
una posibilidad de hacerlo. Mario hacía corto tiempo
que trabajaba allí, pero no se nos había ocurrido que
también podría hacerlo yo. De manera que una mañana
me presenté al Director de las emisiones para América
Latina, el señor André Camp. Tuvimos una larga
conversación y salí con el empleo que había ido a buscar.
Siempre estaré agradecida al señor Camp, que fue
conmigo una persona excepcional en todo momento.
Yo no hablaba francés; había asistido menos de
tres meses a la Alianza Francesa, así que mis
conocimientos del idioma eran muy rudimentarios. Mi
horario de trabajo comenzaba por la mañana y
terminaba a las cinco de la tarde. Hasta después del
mediodía me encontraba sola en la oficina. De modo
que me era más que imposible contestar las llamadas
telefónicas. Cuando llegaba el Director, invariablemente
preguntaba:

126
-Julia, ¿qué llamadas ha habido? Mi respuesta era
siempre la misma.
-Ninguna, señor Camp.
Y hubo por lo menos unas diez. Él hablaba un
español casi mejor que el mío. Un día, después de
hacerme la acostumbrada pregunta, se rió y me dijo:
-Qué raro, Julia, porque he llamado yo mismo.
Cuando usted está de turno nunca llama nadie,
pero no se preocupe, en un mes usted hablará, escribirá
y comprenderá muy bien el francés.
Me sentí cortada y sonreí inocentemente. A
partir de entonces comenzó a dictarme en su idioma.
Nunca más me habló en español. Escribía las cartas
fonéticamente y luego su secretaria, Jossete, me ayudaba
a corregirlas. Por último, pasaba la carta a máquina y se
la entregaba al señor Camp muy orgullosa de mi trabajo.
Él se dio cuenta de mi pequeña trampa. De acuerdo a su
pronóstico, al cabo de un mes hablaba, comprendía y
escribía en francés. Debo mucho al señor Camp.
Cuando después de trabajar casi cinco años con él,
regresé a Bolivia, continuó colaborándome en una y
otra forma, llegando al extremo de hacer valer mi
seguro social de París para que pudiera someterme a
una nueva operación en Cochabamba, pagándome
todos los gastos.
Para mí fue mucho más que un jefe, fue un gran
amigo que me apoyó y me enseñó todo lo que puede

127
hacer una persona por un semejante cuando se tiene
sentido y calor humano.
El equipo de la ORTF para las emisiones en
español era muy heterogéneo, de caracteres y formas de
ser muy variado. La mayoría eran españoles, entre los
que había grandes celos por los doblajes de películas.
Sin embargo, contradictoriamente, también se daban
momentos de gran camaradería. Recuerdo al
matrimonio Carmen y Narciso, ambos catalanes. Él era
un gran músico y ella grababa con Mario los programas
literarios, una especie de mesa redonda donde hacían
entrevistas a personas relacionadas con la literatura que
residían o estaban de paso por París. Se comentaban lo
libros de reciente aparición, en su mayoría,
latinoamericanos. Había otro matrimonio, los Ramírez,
Adelita y Julián Antonio. Ella había sido actriz en su
tierra y tenía prioridad de las grabaciones en español de
cuanto programa teatral o seudo teatral hubiese.
Estaban en París desde la Guerra Civil española.
Disfrutaba oyéndola contar sus experiencias teatrales,
sus giras por provincias, que encontraba como un
mundo nuevo y maravilloso. Me impresionaba el
respeto y la admiración que mutuamente se tenían. Nos
invitaron a su casa con motivo del casamiento de uno
de sus hijos. Entre el grupo de españoles, con los únicos
que seguí manteniendo contacto fue con Narciso y
Carmen: tuve correspondencia con ella durante un
tiempo cuando regresé a Bolivia. Ahora he perdido toda
relación. Me gusta ría saber de ellos.
Recuerdo también a dos muchachas argentinas
que trabajaban con Mario en los informativos. Una,

128
muy altanera, -muy argentina- como diría Pedro
Camacho. Quería enseñar periodismo a Mario y se
autocalificaba de eficiente y experta en la materia. No
obstante, el programa femenino que hacía era mediocre
pero no admitía consejos ni críticas de nadie.
Naturalmente, Varguitas y ella chocaron en
varias ocasiones. Un día nos sorprendió con la noticia
de que iba a ser madre: el padre nadie lo conocía. Nos
dio pena porque se encontraba muy sola en París y
tratamos de solidarizamos con ella. Su manera de ser le
impidió comprender nuestras intenciones poniéndose
más insoportable. La situación llegó a tal extremo que se
solicitó una reunión con la dirección de la radio para
pedir su retiro. Era la perfecta manzana de la discordia.
Fue un asunto muy desagradable. El señor Camp, tan
paciente y humano, supo encontrar la solución
salomónica dándole un mes de permiso para que
tranquilizara sus nervios. Al día siguiente de la reunión
vino a verme y me exigió explicaciones acerca de las
quejas de Mario sobre su conducta. Le dije que se las
pidiera a él, que yo no era la Jefe de Informativos, ni
siquiera periodista, sino secretaria. Entonces me insultó
groseramente. Me levanté, dj un fuerte empujón a la
máquina de escribir y le grité:
-Mira, no te voy a permitir que te expreses en esa
forma de mi marido. O te sales de acá a buenas o te
saco a cachetadas olvidándome de tu estado de gravidez.
Salió corriendo más rápido que un gamo.
Cuando transcurrió el mes de vacaciones regresó ya más
tratable, más humana y compañera. Nació la niña, una

129
preciosa criatura; era la engreída de todos y terminó
aplacándola.
La otra chica argentina, María, era el reverso de
la medalla: bohemia, farrista, encantadora. Tocaba el
bombo, cantaba y participaba en recitales en el Barrio
Latino. Con el tiempo le tomé cariño y llegó a jugar un
importante papel tanto en la vida de Mario como en la
mía. En muchos años, directamente no supe nada de
ella, pero sí escuché su voz en algunos discos que había
grabado. Fue una sorpresa y una alegría el encontrarnos
en Buenos Aires. Dejó la ORTF antes que nosotros,
regresando a su terruño querido.
Era aquel ambiente muy variado. Había de todo:
amo- res desgraciados, divorcios, matrimonio entre
compañeros, romances ocultos, etc. En todo este
conglomerado, no podía faltar el clásico Don Juan
español. Era alto, buenmozo, y tuvo un corto romance
con nuestra argentina malgeniada, pero nada tuvo que
ver con su maternidad. Poco a poco se fue dando
cuenta de que sus dotes donjuanescas no tenían cabida
entre las mujeres que trabajábamos allí, así que tuvo que
dirigir sus presuntas conquistas a otro lado,
convirtiéndose en un buen amigo. Cuando Mario dejó la
radio, él se quedó de Director del Informativo.
Cerca de las oficinas que se encontraban en los
Campos Elíseos había un pequeño café al que
llamábamos el "Café de las putitas", porque allí se reunían
la mayoría de las que trabajaban en la zona. Nos gustaba
charlar con ellas del último libro de teatro, de
exposiciones y de diversos temas. Había una que en

130
particular atraía mi atención. Se la veía muy joven;
siempre llevaba un vestido cerrado de cuello alto y una
cruz pequeñita de oro; cualquiera la habría confundido
con una colegiala. Era una muchacha muy culta y
simpática, con una conversación muy agradable. Se nos
hizo una costumbre frecuentar a "nuestras amigas".
Como los Campos Elíseos es un sitio elegante, ellas
estaban a la altura del barrio y nunca se nos ocurrió
hablar de su profesión. Cuando entraba un hombre al
café, se acercaba la que correspondía (en eso eran muy
disciplinadas y no se quitoneaban los posibles clientes) y
le decía:
-Voulez vous prendre un café avec moi?
Si le decían que sí, nos hacía un adiós con la
mano; en caso contrario regresaba a la mesa a seguir
conversando y comentaba:
-Mal chance.
Nos despedíamos con un:
-A demain e bonne chance.
No puedo decir si estas mujeres eran o no
felices; eran solo mujeres, reían, hablaban, como
cualquier otra. Con sus problemas, sus amarguras, que
aparentaban, como hacemos todas, no tenerlas. En ese
sentido, todas las mujeres somos un poco actrices; de
otra manera, cómo podríamos sobrevivir en esta selva
humana que es el mundo de los hombres.

131
Llegó a París Javier Heraud, un joven poeta
peruano con un brillante porvenir dentro de la poesía
latinoamericana. Lo habíamos conocido en Lima; era
primo hermano de mi comadre Pupi. Se alojó en casa y
pasó varios días con nosotros. Wandita congenió
mucho con él, llegando a hacerse muy amigos. Javier
nos contaba sus ideales; era un muchacho muy puro y
estaba convencido de que las cosas cambiarían en el
Perú. Mario, que compartía sus ideas, lo alentaba y
trataba de hacerle ver algunas realidades que él, con ese
entusiasmo que da la juventud, no veía. Era de hablar
pausado y tranquilo, pero se ponía eufórico cuando
comentaba sus planes para el deseado y soñado cambio.
Cambio que jamás vio, pues murió en las Guerrillas, en
un río, bajo un árbol, como decía en uno de sus bellos
poemas. Me dolió muchísimo esta muerte; ¡era tan
joven, tan lleno de idealismos, tan limpio de alma! Así,
con gente como Javier, se forja la historia de los pueblos.
Ojalá algún día muchos lleguen a comprenderlo e
imitarlo en su idealismo por el bien de su patria.
Hacía ya poco más de un año que Wandita
estaba con nosotros y jamás, en todo ese tiempo,
tuvimos el menor problema.
Era para mí una verdadera hija; nos entendíamos
a las mil maravillas. Un día recibimos carta de mi
hermana Olga, diciéndonos que Patricia también quería
ir a París; consultaba nuestra opinión para ver si
podíamos tener a las dos hermanas. Mi primera reacción
fue decir no. Tenía un poco de miedo a Patricia, mi
sobrina siempre fue una niñita de carácter fuerte y
voluntarioso y yo no quería tener inconvenientes. No sé,

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parece como si hubiera sido un presentimiento,
realmente me opuse. Les dije a Mario y Wanda que le
explicaría a mi hermana el porqué de la negativa.
Durante varios días me resistí a dar mi consentimiento.
Mario abogaba por su prima hermana y mi Wandita por
su hermana. Es cierto que mi marido nunca me
presionó y más bien decía a Wanda:
-La tía Julia es la que decidirá.
No intervino para nada en mi decisión final.
Wandita, por su lado, no cesaba de pedírmelo; me decía:
-Tía Juliacha, te aseguro que Patricia ha
cambiado. Yo no dejaré que sea malcriada ni contigo ni
con mi primo; deja que venga mi hermana, dale esta
oportunidad también a ella como me la has dado a mí;
ya Juliacha, di que sí.
Me insistió tanto y tan dulcemente que
finalmente acepté y esperamos su llegada.
Confieso que me sentí feliz cuando la vi, sobre
todo por la alegría de Wanda. Me reproché a mí misma
por haber dudado de recibirla. Patty era una criatura de
catorce años a la que se le abría un mundo espléndido.
Además, ya éramos una familia de cuatro personas. La
instalamos en la misma pieza de su hermana y tardé
poco tiempo en comprobar que efectivamente había
cambiado de carácter -cambio que no duró mucho-.
En una vieja máquina de coser que había en la
casa nos dedicamos a la costura. Lo primero que hice
fue un vestido de verano para Patricia. Compramos una

133
tela color lila claro, hicimos el molde sentadas en el
suelo y, en medio de risas y bromas, salió el vestido. No
se podría decir que parecía un Christian Dior, pero le
quedó bien. Hicimos faldas para Wandita y para mí.
Nos divertíamos. Las dos hermanas estaban dichosas y,
en cuanto a Mario y a mí, compartíamos todo con ellas.
Era un hogar feliz, lleno de alegría, las chicas tenían
mucho que ver en ello. Mi vida con Mario hacía tiempo
que gozaba de una tranquilidad absoluta.
Wandita consiguió trabajo en la Embajada del
Perú. Allí conoció a Juan, de quien se enamoró
profundamente. Su noviazgo le dio la felicidad. Ese lado
bello y limpio de la vida: conoció el amor. Se fue sin
saber que también existen la mentira, el engaño, la
deslealtad, el dolor. Todo era lindo para ella. Gracias a
Dios supo ser feliz y hacernos felices a todos los que
compartimos su corta vida con ella. Han pasado ya
muchos años de aquella tremenda tragedia que me la
arrebató en plena juventud, pero aún persiste ese
lacerante y cruel recuerdo imposible de borrar.
En verano nos fuimos con las chicas a Perros
Girec, que está en la región de la Bretaña. Hicimos un
viaje lindísimo. Almorzamos en un pequeño pueblo y
llegamos a nuestro destino al atardecer. Con
anticipación alquilamos un departamento de dos
habitaciones, cocina y baño. La dueña era una bretona
muy amable; siempre que volvíamos de la playa nos
invitaba té y créppes (panqueques).
Nuestro primer día de playa terminó donde el
médico. Patricia, al bañarse, se hizo un corte muy feo en

134
la planta del pie. Se le clavó un pedazo de vidrio, no fue
nada de cuidado, pero sí un corte profundo. Por dos
días tuvo que quedarse sentada en la orilla del mar sin
mojarse el pie lastimado. En la playa nos divertíamos
todos juntos, jugábamos volibol, hacíamos carreras, en
fin, todo lo que puede hacer una familia para pasar bien
sus vacaciones.
Recorrimos lugares aledaños a Normandia y
pudimos ver restos del Día D, el desembarco de los
aliados. Descubrimos en nuestras divertidas excursiones
un pequeño casino con ruleta, pero, como Patricia era
menor de edad, no podía entrar. Le hicimos un peinado
estilo moño, la maquillamos algo y le aumentamos la
edad. El portero del casino no debió de haber creído
mucho esa mayoría de edad, pero igualmente nos dejó
pasar. Para las chicas, que era primera vez que iban a un
sitio así, era una gran novedad y aventura. Aunque era
pequeño y nada elegante, ellas se imaginaban en
Montecarlo. Pasamos un verano espléndido, uno de los
mejores que recuerdo desde la llegada de mis sobrinas a
París. Anteriormente gozamos también de uno parecido
con Wandita, en el que quedó algo enamorada de un
italiano. Las chicas eran una compañía deliciosa y unas
amigas invalorables a pesar de su juventud.
Vivimos un buen tiempo en la rue de Granelle.
Una amiga nos avisó que había un departamento más
barato en la rue de Tournon. Fuimos a verlo con Mario y
realmente nos gustó. Tenía un patio grande de piedra,
con un árbol solitario casi al centro, que, en primavera,
cuando florecía, era muy hermoso. Estaba ubicado en
un tercer piso, con solo dos habitaciones, una pequeña

135
cocina que era como un closet y una ducha también
diminuta. En la primera habitación, que era más
pequeña que la otra, ubicamos a las chicas; la segunda
era nuestro dormitorio, cocina y comedor. Siendo tan
pequeño, tenía algo, no podría precisar qué. Desde el
primer instante vimos en él un hogar. Nunca supimos
quién vivía en el segundo piso; debe haber sido alguien
muy exótico o loco. En la puerta había unos cortinajes
rojos de terciopelo, en ellos cruzaban unas espadas que
llegaban hasta arriba de la puerta, era algo de lo más
extraño. A veces, de noche, tenía que subir sola las
gradas -las luces generalmente no funcionaban-; me
daba miedo pasar por esa puerta, me parecía que alguien
iba a aparecer a mis espaldas. Jamás vimos a nadie.
Mis recuerdos de París se centran casi todos en
aquel departamento de la rue de Tournon. Allí fui feliz, allí
sufrió lo indescriptible, viví momentos maravillosos y
también derramé las lágrimas más amargas de mi vida.
El futuro de Patricia, de Mario y de mí misma se decidió
en ese departamento.
Nos acomodamos muy bien los cuatro, las chicas
-se puede decir- casi de contrabando, pues la dueña no
quería sino a dos personas. Nuestra situación mejoró
notablemente, permitiéndonos comprar un auto en el
que hicimos viajes estupendos.
Wandita continuaba trabajando en la Embajada,
Patricia estudiando en la Sorbona y nosotros con
nuestro trabajo. Nada hacía prever las catástrofes que se
me vinieron encima. Lamentablemente, comenzó a salir

136
a flote el carácter de Patricia, que me causó no pocos
inconvenientes en casa.
Prohibí a Patricia sus salidas con una muchacha
mayor que ella y que andaba en amores no muy santos.
No me interesaba su vida privada, pero, conociendo a
mi hermana, tenía que cuidar a sus hijas. Una noche,
cuando regresé a casa, no encontré a Patricia; había
salido con la niñita de marras. Para llegar a casa, sola,
tenía que atravesar el jardín de Luxemburgo. Me dio
mucha cólera su desobediencia, y cuando llegó, como si
nada hubiera hecho, le dije que en mi casa se cumplían
mis órdenes y que no le permitiría que hiciera lo que ella
querría. Se me insolentó, se paró frente a mí como un
gallito de pelea. Me enfadó tanto que le di una
cachetada, que ella me la contestó de inmediato. No
alcanzó a tocarme la cara porque a tiempo Le detuve la
mano. Wandita reaccionó contra su hermana, Mario
contra mí, diciéndome que yo no tenía ningún derecho
de tratar en esa forma a su prima y, abrazándola, se
sentó con ella a consolarla de mi tremenda injusticia.
Wanda y yo nos fuimos a la otra habitación.
Seguramente para vengarse de mi cachetada, fue
donde su amiga a contarle que le había pegado y que le
prohibí salir con ella porque pensaba que era una
prostituta. Por supuesto que la chica vi no a pedirme
explicaciones, armando un escándalo. La tranquilicé y le
dije que sí, que efectivamente no me gustaba su amistad
para mi sobrina que acababa de cumplir quince años;
fuera de eso, su vida me tenía sin cuidado. Durante
unos días la tensión en casa fue evidente. Patricia no me
dirigía la palabra; Mario estaba resentido por mi actitud;

137
en una palabra, los dos me ignoraban. Pasaron unos
días al cabo de los cuales le tocó a Mario probar el
carácter de su prima. A la hora del almuerzo los primos
comenzaron a discutir por algo que no recuerdo, pero
tenía relación con los estudios de Patricia. Como
siempre ha sido voluntariosa, no permitía críticas de
nadie. En lo más acalorado de la discusión, en un ataque
de furia, por la llamada de atención de Mario, agarró el
plato de sopa y se lo zampó en la cabeza. Realmente me
costó contener la risa: mi marido se veía tan gracioso
con fideos colgándole por la cara. Hablé con Wandita
para que reflexionara a su hermana, ya que si seguía
comportándose en esa forma tendría que regresar a
Lima. No quería problemas, ni mucho menos tolerar su
falta de respeto. Sabía que me costaría decirles a Olga y
Lucho que su hija tenía que regresar; para ellos era un
sacrificio el tenerlas en París, además de su ilusión con
los estudios de las chicas. Este mal momento también
pasó, como sucedía siempre con mi sobrina. Mario le
disculpaba todo y, aunque ella prometió portarse mejor,
no lo cumplió en su totalidad. No fue la única promesa
que rompió.
La primera vez que sorprendí miradas cómplices
entre Mario y Patricia, sentí algo que es difícil de
describir; fue algo así como si la tierra se abriese a mis
pies, un escalofrío recorrió mi cuerpo, no tenía piso
dónde pararme, ni nada para sostenerme.
Mario estaba parado y apoyado en una estufa a
leña -la que nunca se encendió- y Patricia delante de una
repisa de libros; yo estaba junto a la ventana mirando
hacia el patio. Wandita no estaba en casa, había salido

138
con Juan. Conversando sobre temas sin ninguna
importancia yo hice una pregunta y, al no tener
respuesta, levanté la cabeza y fue en ese momento
cuando vi la mirada entre los dos, como si todo hubiese
desparecido menos ellos. Sentí una enorme
perturbación y un gran desconcierto. Para ninguna
mujer pasa desapercibido un instante semejante, no sé
qué es, pero sentimos esa especie de electricidad que
cruza entre dos personas, y a la cual una tercera es
completamente ajena. No sé qué cosa dije y ellos
volvieron a la tierra. Mario me miró en forma
interrogativa y dijo:
-Disculpa, no te oí, ¿qué dijiste?
-Nada, nada. Era solo un comentario sobre el
próximo viaje que haremos.
-Pero dijiste otra cosa- insistió Mario.
-No, créeme, no dije nada que tenga importancia,
puesto que lo he olvidado.
Intervino Patricia un poco socarrona e
irónicamente dijo:
- ¿Qué te sucede, tía, acaso estás perdiendo la
memoria?
-No, Patricia, en absoluto. Era algo tonto. Tan
tonto que no merece la pena repetirlo.
-Bueno, como quieras, si te arrepientes de lo que
quieres decir; con que, con secretitos, ¿eh?

139
-Tal vez, pero en todo caso no sería la única,
¿verdad?
Aproveché la pausa para añadir:
-Bueno, voy a ver cómo anda la comida. Les
avisaré cuando esté lista.
La conversación no puedo ser más insustancial y
deshilvanada. Me pareció corno si cada uno de nosotros
quisiera disimular lo que sentía y no supiera hacerlo
mejor.
Los dejé solos y me fui a la cocina. Mi cabeza era
un torbellino, mi cerebro un tumulto de ideas
atropelladas. Me decía a mí misma una y otra vez que
todo aquello era pura imaginación. Traté de sacarme
esos pensamientos que me causaban daño y que me
daban miedo. Cocinaba casi como un autómata, y pensé
de golpe que la mayor parte del tiempo estaban ellos
solos en la casa. Me imaginaba miles de cosas, repetía
sin cesar: "No, Dios mío, no, por favor, esto no, por
favor".
La llegada de Wanda y Juan me dio cierto alivio.
Ella fue a besarme a la cocina, como hacía siempre que
entraba o salía. Patricia lo hacía muy rara vez. Nunca
fue muy cariñosa conmigo. Wandita me miró con sus
lindos ojos interrogantes.
- ¿Qué pasa, Juliacha? ¿Te sientes mal?
-No, hijita -le contesté-. Me duele un poco la
cabeza. No te preocupes. Ya pasará.

140
-Juliacha, tenemos que hablar las dos, ¿no crees?
- ¿De qué, corazón? ¿Pasa algo con Juan?
-No pasa nada con él, ¿pero contigo y mi primo?
- ¿Qué quieres que pase, reinita? Solo estoy
cansada.
-Tiacha, estás temblando, ven acuéstate, yo
acabaré de cocinar, ¿o te has resfriado?
-No, querida, ya te he dicho que no me pasa
nada. Anda, anda con ellos, no dejes solo a Juan, y no
digas nada. Ya me contarás cómo les fue hoy día.
Continué, pues, con mis cosas y cuando todo
estuvo preparado, los llamé a la mesa. Mario se acercó
abrazando por los hombros a Patricia, como era ya
habitual, solo que ese día noté más presión en su abrazo.
Atribuía a mi fantasía aquella impresión y procuré
restarle importancia. Es mi imaginación, me dije de
nuevo. La cena se me antojó eterna; no cesé de reír por
cualquier nimiedad, tratando así de alejar los fantasmas
de una duda mortificante.
Ya en el living (es decir, en la habitación que
usábamos como tal durante las conversaciones de
sobremesa), con el pretexto de lavar los platos me fui a
la cocina, desde donde escuché a Wandita, que decía:
-Patricia, no seas fresca, ¿no crees que deberías
ayudar a la tía Julia? No seas tan cómoda, todos estos
días la he ayudado yo.

141
Dije desde la cocina:
-No, por favor, no se moleste ninguna, ya
termino, en un momento estaré con ustedes.
La verdad es que no hubiese podido resistir la
presencia de Patricia, con su expresión de inocencia que
me lastimaba más, aunque su mirada desde niña siempre
fue desafiante.
Aquel día cometí mi primer grave error, porque
debería haber hablado. Pero, en el fondo, mis
intuiciones me parecían monstruosas y callé, y esa ha
sido la equivocación más grande que he cometido en mi
vida: callar y callar siempre; pero era algo que no podía
creerlo, algo que me resistía a imaginar. Como me resistí
mucho tiempo, hasta tener el convencimiento total.
El caso es que el viaje al que me refería cuando
no escucharon mi pregunta, era el que llevamos a cabo a
Holanda, junto con Juan. Traté, logrando a medias,
quitarme de encima mis sospechas e hicimos el viaje.
Nos alojamos en un hotel regularucho. Pedimos dos
habitaciones a sugerencia de mi marido. Una para Mario
y Juan y otra para mí y las chicas; dormí con Wanda,
Aunque luchaba contra mí misma, sentía una resistencia
enorme hacia Patricia; no la podía vencer, me daba pena.
En suma, ambas eran mis sobrinas, a las dos las había
visto nacer, las quería por igual. A Wandita de otra
forma, no sé, no puedo explicarlo. Había algo que me
hacía alejarme de Patricia. Tal vez la mirada que vi que
cruzaron entre ella y Mario me quedó clavada en el
corazón. Hay cosas tan extrañas que nos pasan a los

142
seres humanos que a veces no les encontramos
explicación.
La tarde siguiente de nuestra llegada fuimos al
Museo de Van Gogh, que es muy lindo, en medio de un
parque, donde están las más bellas estatuas. Wandita
recorrió todo con Juan, Mario con Patricia y yo -¡bien,
gracias!- completamente sola. Mientras paseaba pensé
en lo sucedido la noche anterior. Subí a la habitación de
Varguitas y le propuse que pidiéramos otra para Juan,
pues yo quería quedarme con él. Entonces se produjo el
primer rechazo que recibí y fue contundente. Mi marido
me besó apenas, deseándome buenas noches,
despachándome a mi habitación.
Debíamos emprender el viaje de regreso, me
encontré con Juan y Wanda en el auto, pero mi marido
y sobrina no aparecían. Los tuvimos que esperar más de
media hora. Cuando lo hicieron estaban tomados de la
mano y apenas nos miraron. Siempre pensé que ese fue
el día decisivo en la vida de los tres, que fue allí, en
Holanda, donde Mario le confesó su amor a Patricia; no
sé por qué, pero tengo la plena seguridad de que no me
equivoco. En ese momento, se me volvió a encender la
luz roja de peligro que antes rechazaba, y ya esta no me
abandonó más.
Al regreso, Patricia se sentó al lado de Mario, yo
atrás. Se la veía un poco turbada, pero segura de sí
misma. Durante todo el viaje no hablé; pensaba en otras
cosas que habíamos hecho por los canales de
Ámsterdam, la cantidad de bicicletas que hay en esa
ciudad, las típicas casas con ventanas pequeñas y con

143
ganchos especiales para trasladar los muebles, ya que no
pasaban por las angostas puertas; la maravillosa ciudad
nueva de Róterdam, los tulipanes de miles de colores, el
sol brillante que hacía refulgir las flores. Apoyé la
cabeza en el respaldo del asiento y fingí dormir. Estaba
tan sumergida en mis pensamientos que las voces de los
demás me parecían un murmullo lejano. Desde ese día
comencé a vivir el infierno más atroz de mi vida; sé que
también lo vivió Mario. Las peleas ya eran por cualquier
pequeñez, por cosas sin importancia. Nos
distanciábamos el uno del otro a pasos agigantados. Mis
nervios, ya rotos, me traicionaban frecuentemente hasta
llevarme al extremo del primer y único mal momento
con Wandita, nuestra única discusión después de todo el
tiempo que habíamos vivido juntas. A los pocos días
fue mi cumpleaños. Wandita, antes de irse a trabajar, me
despertó con un beso. Recibí de Mario un bello ramo de
rosas rojas, como lo hacía todos los años desde que nos
conocimos; serían las últimas que recibiría de él.
Una tarde que estábamos solos en casa, decidí
abordar el tema que tanto me atormentaba; le dije a
Mario que tuviera cuidado, que yo veía lo que estaba
sucediendo, que su amor de primo podría convertirse
en amor de hombre.
¡Para qué lo diría! Nunca lo vi tan energúmeno.
Me trató de mentirosa, de calumniar a una niña de
quince años y, sobre todo, hija de mi hermana. Me dijo
que mis celos eran paranoicos, que me estaba volviendo
loca, que qué pensaría mi cuñado y mi hermana si
supieran que ofendía con mis dudas a su hija, que me
portaba como una histérica, etc. Proclamaba tanto la

144
inocencia de los dos que me sentía como un verdugo;
pensé si realmente no me estaría volviendo loca. No se
me ocurrió recordar que cuando Mario quiere
convencer a alguien, con todo ese rico vocabulario que
tiene, puede venderle un refrigerador a un esquimal.
Cuando íbamos al cine, era una conveniente
casualidad, pero casi nunca había entradas con los
asientos juntos; eran siempre Mario y Patricia quienes se
sentaban detrás de nosotras. Tenía que sentarse con ella
-me explicaba- para decirle qué ocurría en la película,
pese a que ella sabía mejor el francés que todos
nosotros juntos. Por supuesto que esto me dolía mucho,
pero nada decía. No me atrevía a mirar atrás, no por no
convertirme en estatua de sal, sino por miedo a ver lo
que no quería ver. Mario olvidaba que conmigo había
hecho lo mismo cuando en Lima íbamos al cine con su
familia, y nos tomábamos de la mano por debajo del
asiento.
Una noche regresaba a casa y oí que me llamaban
en voz baja; busqué en la oscuridad del patio; era mi
dueña de casa que me hacía señas. Llevándome al fondo
del mismo me dijo:
-Madame, ya no puedo callarme esto. Que su
sobrina se vaya de su casa; todas las noches, cuando
regresa con su marido, se besan en las gradas de la casa;
yo los veo desde mi ventana. Usted reemplaza a la
madre de estas niñas, no permita esto. Mi hija también
los ha visto. Cuando usted se va a trabajar no se olvide
que se quedan solos. Incluso los encontré en un café
como dos enamorados. No diga usted que se lo he

145
contado, pero si fuera necesario, no tengo reparos en
decírselo a ellos. Es una falta de respeto a mi casa; yo no
se la he alquilado para esto.
Usó algunos adjetivos para Patricia, los que me
disgustaron y la hice callar. Le agradecí su supuesta
buena intención sin hacer ningún comentario más. Subí
a casa, temblaba íntegra, sentía que el corazón se me iba
a salir del pecho. Miraba a Mario y Patricia y no podía
concebir tanta mentira; ¿qué les había hecho yo? No me
cabía en la cabeza que una chiquilla de quince años
pudiera hacerme algo semejante, no me convencía, no
podía, me negaba a aceptarlo. No les dije nada, mucho
menos de mi conversación con la dueña de casa. Mario
hubiera sido capaz de matar a la pobre mujer. Él nunca
lo supo. No hablé con nadie de esto.
Se acercaba el día en que Wandita debía regresar
a Lima. Había escrito a sus papás y estos aceptaron el
matrimonio con Juan, pero este debía realizarse en Lima.
Sufría con la proximidad de este viaje. Solo Dios sabe
cómo quería a Wandita. Y, sin dudarlo un solo segundo,
con todo amor hubiera dado mi vida por la de ella.
En las penas más enormes de nuestras vidas, mi
hermana y yo estuvimos muy unidas, lloramos juntas la
pérdida de nuestra hija -Wanda-, y la de mi marido a
causa de su otra hija.
Naturalmente, en aquellos días, con la
perspectiva del matrimonio de Wanda y Juan y los
preparativos del viaje, nada hacía prever el trágico
desenlace que habría de producirse inexorablemente.
Por el contrario, su matrimonio era un motivo de alegría.
146
XI

En casa seguían reuniéndose los amigos, quienes


atenuaban la tensión nerviosa que dominaba en el
ambiente familiar. Nunca dejaron de ir Julio y Aurora
Cortázar, Jorge y Pilar Edwards y, cuando venían de
Méjico, Carlos Fuentes y Rita Macedo. Con Rita íbamos
al teatro; ella andaba, generalmente, a la búsqueda de
buenas piezas teatrales. También lo hacían Miguel Ángel
Asturias y su esposa. Ellos pasaron una Navidad con
nosotros. En ese entonces estaba exiliado de su país,
pero con el cambio de Gobierno pasó a ser Embajador
de Guatemala en París. Frecuentemente también
nosotros íbamos a casa de los Cortázar y los Edwards;
las veladas eran muy entretenidas. Nadie sospechaba lo
que llevábamos dentro. Se hablaba de todo; qué
agradable es alternar con personas inteligentes y
conversar de los temas más variados. Aprendí mucho de
ellos. Me sentía más confortada cuando estábamos
juntos. Los Edwards fueron las últimas personas que vi,
antes de mi definitiva partida de París.

147
Y así continuó mi vida junto a Mario,
observando cambios tremendos en él. Su indiferencia
me hacía un daño muy grande. Y lo malo es que no
podíamos hablar; en cuanto se tocaba el tema se
desataba una discusión. Me daba la impresión de que
Mario quería demostrar a Patricia cuál era su actitud
conmigo. Yo disimulaba delante de las chicas hasta
donde me era posible. Varguitas no quería reconocer
que había cambiado; lógicamente, la culpa era mía, yo y
nadie más que yo era la culpable. Mis celos
injustificados e histéricos, según su opinión, le hacían la
vida insufrible. Yo lo martirizaba y amargaba, era su
verdugo. En la casa me fui convirtiendo en una persona
extraña. Sin embargo, el miedo a perderlo me
proporcionaba fuerzas para soportar aquella soledad,
aquel injusto y horrible abandono. Vivía en una falsedad
enorme, insostenible. Adquirí la suficiente entereza para
que mi estado de ánimo no se trasluciera. Pero, no
pudiendo hablar con nadie, hacía que las cosas fueran
más graves, la tensión mucho mayor. Estaba rodeada de
terror y angustia. Por las noches, apenas si lograba
conciliar el sueño. Procuraba no tocar a Mario, quería
pasar desapercibida, pero me obstinaba en seguir a su
lado. Hubo alguna reacción en él hacia mí, pero fue
mínima.
Como no podía dialogar con él, usando sus mismos
métodos, le dejé una carta en la que volcaba todo mi
sentir; ya se hizo costumbre el dejarnos notas; era
menos peligroso que tratar de conversar, por las
discusiones en que el diálogo degeneraba. Me estaba
vedado hablar; una palabra hubiera podido acabar en un
desastre, no debía pronunciarla jamás. Mi carta decía:

148
"Mario: Perdóname, pero siempre utilizamos este
sistema absurdo para dirigirnos el uno al otro, pero no
me queda otro remedio. Tú mismo dices: "Cuando
quieras algo ¡dímelo! Pero no me dejes notitas". Trato
de hablar contigo, pero es como si lo hiciera sola, y los
monólogos son un poco aburridos. Insisto aún; ¿qué te
pasa?, ¿qué tienes? No digas que son ideas mías ¡por
favor! Te conozco mucho, mucho más de lo que tú
crees; no pienso en historias de mujeres, aunque no las
descarto completamente; es algo tan visible tu cambio,
tan repentino, que no sé qué pensar. Me rompo la
cabeza. Hoy mismo al darte la noticia de Lima ¡qué
distinta hubiera sido tu reacción hace tiempo! No te ha
interesado en lo más mínimo y hasta parece que te
hubiera molestado que te llame: ¿por qué? Parecías
deseoso de que cortara la comunicación, me has
hablado con una frialdad, como si yo fuera una persona
extraña que te habla para pedirte una dirección, es decir,
una persona molesta. No me digas que es tu novela la
que te tiene absorto, porque caerías en la mentira que
tanto odio y tanto daño me hace. Puede ser, Mario, que
hasta ahora haya sido incomprensiva y tonta, pero
siempre es tiempo de enmendar los errores; creo que
estoy a tiempo, no lo sé. Ya no se trata de hacer
reproches, sino de que hablemos francamente de
nuestra situación, que examines tus sentimientos; yo de
los míos estoy segura, pero dudo mucho de los actuales
tuyos; no sé por qué, pero puede ser que, por mi
manera de ser, por mis "dramatismos" se haya enfriado
un poco el amor que me tenías cuando nos casamos, es
muy normal, Mario. Me dolería el saberlo; para qué te
voy a engañar, pero me hace mucho más daño el

149
ignorarlo y ver cómo día a día estás más y más lejos de
mí. Es una cosa que la siento; a veces pienso que tú no
te das cuenta de ello, pero hay tantos detalles chiquititos
que se van sumando, y todos juntos hacen un mundo
enorme. Si tu indiferencia, tu frialdad actual es
inconsciente, es mucho peor, porque sería lógico que
tuvieras algún resentimiento contra mí, pero si no hay
razón es peor, porque eso quiere decir que hay muy
poco que nos une, es decir, una nada. Sé que te vas a
molestar, pero tengo que darte detalles. Sin ir más lejos,
el domingo después de mucho tiempo estuvimos juntos;
para mí fue maravilloso, a pesar de tu gran frialdad; me
refiero a que no me dijiste una sola palabra de cariño,
no dijiste nada. Te limitaste a "hacer el amor" con la
mejor intención del mundo, y ahí quedó todo, ni una
palabra de las que me decías antes -siempre se vuelve al
"antes" entre nosotros, pero no puedo evitarlo-. Estás
completamente ausente, Mario; yo trato de acercarme a
ti, de ser cariñosa, pero francamente me cortas de una
manera increíble, me haces sentir tonta y absurda, como
me siento ahora. Pero tú no me dejas hablar nunca, te
encierras en un mutismo desesperante y solo dices: "No
me pasa nada", y yo siento que estás mintiendo. Tu
sonrisa, tu manera de decir las cosas te delatan. Anoche
trataste de ser amable conmigo, digo amable porque no
podría decir que fuiste cariñoso. Pero cuando
estábamos en el bar, yo sentía una situación tan falsa,
tan postiza, que francamente no sabía qué hacer ni qué
decir. Me parecía que eras un señor al que acababa de
conocer y no sabía qué tema de conversación abordar.
Después traté de hacerte hablar, de lograr tu confianza,
pero fue inútil, como es inútil todo lo que hago. Quiero

150
saber la verdad, Mario, quiero que me digas tus
problemas; te prometo ser comprensiva, no decir una
sola palabra fuera de tono, pero hazlo. No puedo
soportar más esta situación, esta angustia que me está
matando. Mi cabeza es un laberinto indescriptible. No
hago más que pensar y pensar, ya no puedo seguir
haciéndolo, Mario, compréndelo, por favor. Tú
necesitas tu tranquilidad para escribir, para trabajar, para
vivir. Pues, yo también, Mario, soy un ser humano que
tiene las mismas necesidades que tú; no puedo estar
todo el día con esta obsesión en la cabeza, con estos
pensamientos que me aniquilan y me agotan. Te pido
por lo que más quieras, habla conmigo. Dime todo lo
que llevas dentro. Te prometo ayudarte, si es que me
crees capaz de hacerlo. No me excluyas de tu vida. No
me tengas como una "cosa" que vive contigo, no me
hagas sentir inútil. No lo hagas, Mario, es muy cruel, si
aún me quieres, cosa que a veces dudo ¿sabes por qué?
Porque cuando se quiere se comparte todo, se trata de
otra manera a la persona amada. A lo mejor yo no
conozco mucho sobre el amor y es por eso que pienso
así. Cuando me casé contigo, lo hice porque te quería
con toda mi alma; ahora te quiero mucho más, por eso
necesito saber la verdad. No puedes tenerme así. No es
justo. No me digas que son tonterías, que no te pasa
nada, que son ideas mías, no, no me digas eso. ¿Sabes
una cosa, Mario? El otro día, el domingo, cuando
entraste a hablarme, hubiera dado toda mi vida porque
me apretaras fuerte y me dijeras: "Negrita, no seas tonta,
te quiero mucho". Era tan sencillo, pero tan imposible
para ti, ¿por qué? Solo tú me puedes contestar esto y
quiero que lo hagas. Si vamos a seguir juntos, quiero

151
sentirme querida, quiero sentirme tu mujer, tu amiga, tu
amante. En fin, todas esas cosas que hacen que una
mujer se sienta mujer, que sienta que se la necesita. No
solamente un complemento, sino como algo primordial,
como algo latente. Es poco lo que te pido, si aún me
quieres. También pienso que estás pasando por una
etapa difícil, que estás medio perdido, no sé, pero
dímelo, por favor. Dame la solución de este
rompecabezas, yo ya no puede encontrarla. Lamento
decirte cómo me siento porque sé que lo tomarás como
un melodrama, pero hay veces que ciertas cosas no se
pueden decir sin que caigan en el folletín.
Despiértame si quieres hablar conmigo, aunque
creo que lo estaré cuando llegues. Pero si no tienes nada
que decirme, acuéstate callado, no me hagas reproches,
ni me digas que me deje de absurdos. Me haces daño
con eso, ya me has lastimado demasiado. No lo hagas
más. Sé sincero contigo mismo y conmigo. Te quiero,
Mario, y por eso cuenta conmigo, créeme que puedes
hacerlo. No quiero perderte, por esto estoy dispuesta a
hacer lo que creas necesario para que nuestra vida siga
normalmente, pero dímelo. No te calles así, deja a un
lado tus temores y habla, habla largo y claro. Si me
quieres aún, házmelo saber. No hay por qué
avergonzarse de los sentimientos. Si no tienes nada que
decirme, no me hagas referencia a esta carta. No quiero
que discutamos, pero tampoco quiero seguir viviendo
dando manotazos bus- cando la felicidad, si puedo
tenerla a tu lado. Julia".
Mario reaccionó llamándome ridícula -como de
costumbre- y volvió a repetirme lo de siempre: que todo

152
era producto de mis celos absurdos e insinuó que ni
siquiera me atreviera a identificar a quien
responsabilizaba ahora de esas manías (él lo sabía
demasiado bien). Esto me dolió mucho; realmente me
sentí ridiculizada en mis sentimientos. Ya parecía un
disco rayado, no salíamos de la situación que nos
envolvía a los dos. Dábamos vueltas en el mismo
círculo, sin encontrar una salida, cada vez nos
distanciábamos más. Era lógico que yo deseara saber
qué pasaba, confirmar una verdad que me hería, y que
teniéndola delante de mí la rechazaba. Paradójicamente,
nuestra vida cotidiana transcurría al mismo compás;
íbamos al cine con las chicas y Varguitas continuaba
sentándose al lado de Patricia. Siguieron pasando los
días, el tiempo no se detiene. No sé cómo trabajaba,
atendía la casa y seguía viviendo en esa situación que yo
misma me resistía a aceptar y, sin embargo, la aceptaba
por no perder a mi marido. Me obsesionaba con lo que
estaba pasando, luchaba por quitármelo de la cabeza,
pero no podía. Lo que sí hice fue no volver a mencionar
a mi sobrina en nuestras conversaciones; no volví a
hacer ningún comentario ni sobre sus estudios, ni sus
amistades, ni nada. Nunca más toqué ese tema, hasta
mucho tiempo después. Pero sí, a veces, reaccionaba
con violencia, aunque siempre midiendo mis palabras
para no ofender a nadie y siempre prometiendo no
volver a perder los estribos. Mi situación era difícil.
Mario continuaba dejándome notas. Se negaba
rotundamente a hablar conmigo. Por lo que era casi
imposible mantener mis promesas. Mis nervios me
traicionaron una y otra vez. Mario no comprendía o no
quería comprender la tortura en la que vivía. Parece que

153
no veía nada, fuera de lo que le convenía ver. Recibí
otra "encantadora" nota que decía:
"Julia: Con todas las promesas escritas y orales
que me has hecho se podría escribir una verdadera
enciclopedia. Y todas han sido pura fantasía. Lo único
real y concreto es que no has hecho absolutamente nada
para que vivamos con un poco de paz. Te repito que ya
no soporto más esta vida de infierno que llevamos por
culpa de tus celos y tus obsesiones. No voy a dejar que
me conviertas en una especie de robot amargado.
Cuando no pueda resistir más, y te aseguro que no falta
mucho, me iré a buscar la vida a cualquier parte, y
créeme que entonces será de manera definitiva. Mario".
En el mismo sobre de esta nota escribí:
"D'accord et merci. Espero que me ayudes a hacerte
la vida agradable y a que yo también encuentre la
felicidad que ansío".
Siempre recriminándome. Sinceramente no
esperaba algo así. Sus amenazas de dejarme me sacaban
de mis casillas. Hablé con él esa noche, antes de que se
fuera a su trabajo y aprovechando que estábamos solos.
Lo forcé a hacerlo. Le dije que, si deseaba que nos
separáramos, pues bien, me iría inmediatamente. Pero
que antes de irme tenía que saber las razones por las que
me iba, que lo único que pedía era sinceridad. Que para
mí también era un infierno vivir así, yo tampoco podía
continuar en esa forma. Era un ser humano, necesitaba
cierto respeto y consideración, algo que en definitiva él
estaba incapacitado de proporcionarme. Lo peor de
todo en la actitud de Mario era que me confundía, y
154
hasta casi llegué a convencerme de que era yo la
culpable de todo e inconscientemente justificaba sus
recriminaciones. Qué no hubiera dado para que me
diera la oportunidad de hablar con él en otra forma, en
forma amigable. Cuando le dije que me iría se quedó
callado por un instante y me contestó que esperara un
tiempo, que los dos estábamos nerviosos y que era
mejor tomar las cosas con un poco más de calma. ¿Qué
era lo que Mario quería? ¿Qué era lo que se proponía
con tantas ambigüedades? Nunca lo supe ni lo entendí.
Por mi parte, solo procuraba a cualquier precio salvar
mi matrimonio, restablecer un hilo de entendimiento,
una oportunidad de normalizar nuestra vida. Enfrentar
la situación con sinceridad, sin mentiras, que era lo que
más me irritaba. A veces, me hacía sentir como una
idiota, como una mujer sin capacidad de comprensión
ni dispuesta al diálogo. Yo, que era capaz de todo por
escucharle decir una sola palabra de cariño, para
recuperar la felicidad perdida. Fueron tan bellos
nuestros primeros años; ahora estaban tan lejanos.
Todavía me faltaba mucho por sufrir, pese a que creía
que había tocado fondo. ¡Qué equivocada estaba! Era
recién el comienzo de un largo y doloroso camino que
tenía que recorrer.
Los preparativos para el regreso de Wandita
llegaban al final. Me daba una pena tan grande que se
fuera; ella era mi único refugio, mi única amiga y
compañera, la única con quien conversaba. A Patricia
nunca le había dicho nada del problema que vivíamos,
pero había una frialdad recíproca entre nosotras.
Aparentemente no había cambiado nada, pero las dos
sabíamos que sí se produjo un cambio. Además de

155
extrañar a Wanda, me aterraba la idea de
acostumbrarme a vivir sola con Patricia, aunque me
decía a mí misma que todo pasaría, que eran cosas de la
edad, que quién sabe si mis sospechas no pasaban de ser
tales, que no podía ser... Me lo repetí tantas veces que
llegué a convencerme a mí misma. Tenía un carácter
fuerte, pero era una niña con quien era agradable
conversar, de una viveza innata. Es cierto, algunas ve-
ces tuvo arranques de cariño hacia mí, no sé si sinceros.
Una Navidad, antes de toda esta situación, entre ella y
Wandita me regalaron un reloj con una tarjeta muy linda
y cariñosa. Hasta ahora conservo el reloj, que para mí
representa mucho sentimentalmente, me recuerda a mi
Wanda.
Llegó el día de la partida. Wandita saldría de
París como a las diez de la noche, en fatídico vuelo de
Air France. La semana anterior un Boeing 707 de la
misma compañía se había estrellado en Orly. No quería
que lo supiera Olga.
-"Seguro que mi mami sabe esto y no querrá que
viaje; con lo nerviosa que es, no hay que decirle nada; el
rayo no cae dos veces en el mismo sitio", dijo-. Aquella
tarde no fui a trabajar para ayudarla en los últimos
detalles. Recuerdo que se compró para el viaje un traje
gris. Ahora, después de más de veinte años, aún me
parece verla con él, tan bonita, tan delicada como
siempre. Y no puedo evitar el llanto por la tragedia que
segó su vida en plena juventud. Con el tiempo el dolor
se mitiga, pero no se olvida jamás.

156
En un momento que estábamos solas me dijo:
-Juliacha, en cuanto llegue a Lima, haré que mis
papás hagan irse a Patricia.
Me quedé helada.
-Pero, ¿por qué, hijita? Tu hermana tiene que
sacar su diploma todavía.
-No, tía. Patricia debe y tiene que irse. Ya es hora
de que Mario y tú vivan solos.
No supe y por desgracia nunca sabré qué había
detrás de sus palabras. jamás, ni por asomo, le insinué
mis sospechas, pero por algunos detalles que dejó
escapar, aún hoy tengo la impresión de que mi querida
Wandita, de alguna manera, intuyó lo que estaba
sucediendo.
Llegó Juan a casa. Ellos estaban felices, ya que el
viaje de ella significaba que pronto se reunirían en Lima
y se casarían. Se amaban mucho los dos. Partimos al
aeropuerto de Orly. Sentía una opresión terrible en el
pecho, como una pena incomprensible; no era su
partida, era algo que no puedo explicar. Mario le regaló
un lindo ramo de flores, que llevó con ella al embarcarse.

157
158
XII

Esperamos en el aeropuerto un buen rato. El


vuelo salía con retraso al horario previsto. De esta
manera pudimos conversar y conocer a otros pasajeros
que tomaban el mismo avión, que serían sus
compañeros de viaje y de tragedia.
Cuando finalmente anunciaron el vuelo, nos
despedimos. La besé muchas veces y la apreté muy
fuerte, sentí una angustia tan espantosa que cuando
desapareció en el túnel que llega al avión, corrí como
loca al aeropuerto hasta llegar al límite de este. La vi
camino al avión, comencé a golpear los gruesos vidrios
y a gritar su nombre. Se dio la vuelta, me vio e hizo una
seña de adiós con la mano. Me apoyé en el vidrio y me
puse a llorar desconsoladamente. No quería que se fuera,
era como un presentimiento horrible.
Regresamos a casa en silencio, cada uno con sus
pensamientos y la tristeza de no tenerla ya en casa; ya
nos hacía falta su presencia. Al día siguiente, me levanté

159
temprano. Estaba nerviosa, no quería hablar con nadie y
salí de casa.
Entraba a trabajar a las cinco de la tarde. A las
dos tenía hora con el dentista. Como me quedaba
tiempo libre, entré a un cine en los Campos Elíseos;
seguía con esa angustia tan horrible. No sabía qué
película estaba viendo. Llegué a la radio y me encontré
con una de las secretarias. Me llamó la atención que
recogiera precipitadamente los periódicos de la tarde
que estaban sobre uno de los escritorios. Le comenté:
"Todavía no hacen veinticuatro horas que se fue mi hija
y ya la extraño horrores, qué falta me hace". Los otros
compañeros de trabajo comenzaron a salirse
disimuladamente y me dejaron sola. Mi jefe me saludó y
también se fue. En ese instante entró Mario a la oficina.
Al mirarlo comprendí que algo pasaba; no dije nada,
solo lo miré. Se abrazó a mí sollozando en tal forma que
lo único que le entendía era: "Wandita, Wandita". Lo
abracé y lo tranquilicé para que pudiera explicarme lo
que sucedía, y entonces lo supe. Sentí que el peso se me
hundía, que mis piernas eran como de trapo que no
podían sostenerme, me quedé petrificada. No podía
llorar, sentí que estaba vacía. Mi cabeza no funcionaba,
miraba a todos lados con los ojos muy abiertos y secos,
quería que alguien me dijera que no era cierto, no
atinaba a nada, solo a apretar a Mario contra mí y tratar
de que no perdiera la calma. El avión había caído en
Pointe a Pitre. No había sobrevivientes.
Recuerdo vagamente, como entre brumas de
pesadilla, que salimos de la radio y tomamos un taxi a la
Air France para pedir noticias. La indiferencia con la

160
que nos recibieron nos dejó aún más deprimidos. Solo
parecía afectarles las pérdidas materiales sufridas, pero
no tanto las víctimas de la catástrofe. En el mismo taxi
que nos esperaba nos fuimos a casa. Repentinamente
grité: "¡Patricia! Ella no sabe nada, Mario, hay que
avisarle antes de que lea un periódico". La fatal noticia
estaba en primera plana; recién comprendí por qué la
secretaria que trabajaba conmigo los recogió tan
rápidamente. En Air France quedaron en llamarnos
para informarnos de cualquier noticia, en la medida que
estas se fueran produciendo.
Llegamos al departamento, subí las gradas
temblando por tener que darle a Patricia esta terrible
noticia. Ella no sospechaba nada. Fui yo la que hablé.
Le dije que se había caído el avión, pero que aún no
habían confirmado que Wandita hubiese muerto.
Comenzó a chillar como un animalito asustado. Se
prendió a mí, diciéndome:
-No, tía, no, Wanda, no, por favor, tía, dime que
no.
En ese instante llegó a casa Carlos García
Bedoya, que era el jefe de Wandita en la Embajada, y
poco a poco, con la ayuda de él tuvimos que decirle la
verdad a Patty; por Dios, cómo sufrió esa criatura. Al
instante llegó Juan. Estaba en un café y oyó la noticia en
la radio. Nunca vi una desesperación tan grande. Mario
tuvo que llevarlo en la noche a su casa y darle un
tranquilizante. Repetía que quería morir, que se
estrellaría en cualquier parte con su auto. Creía que iba a
perder la razón. La amaba tanto.

161
Juan, Patricia y Mario estuvieron juntos todo el
tiempo. Me fui a la otra habitación a dar rienda suelta a
mi dolor, a llorar sola. No se acordaron de mi existencia,
pero no necesitaba su consuelo; más bien les agradecí
que me dejaran sola, no quería estar con nadie.
Comprendí que hasta en esos momentos de una pena
tan lacerante, estaba de más para ellos; fueron crueles,
pero eso no me interesaba. Lo único que me importaba
era Wandita, mi guagua linda y dulce. Todo lo otro pasó
a segundo plano. No tuvieron la menor palabra de
aliento para mi indescriptible sufrimiento. Pero yo no
los abandoné. Todos eran débiles ante semejante
tragedia, todo el tiempo que necesitaron de mi valor
para darles coraje, allí me tenían, al lado de ellos.
Aquella noche hablamos por teléfono con Lima,
es decir lo hicieron Mario y Patricia; fui cobarde para
hablar con mi cuñado Lucho. A mi hermana la tuvieron
prácticamente dormida por varios días.
Al día siguiente, temprano, Juan y Mario fueron a
Air France. Mario viajaría a Pointe a Pitre a buscar a
Wanda. El avión de itinerario no saldría hasta unos días
después. Fueron muchos los inconvenientes puestos
por la compañía para este viaje.
El domingo una señora francesa, amiga de Juan y
que conoció a mi sobrina, nos invitó a su casa, en las
afueras de la ciudad. Seguramente para aliviar en algo el
drama que vivíamos. Fuimos los cuatro. En el auto,
como siempre, Mario fue adelante con mi sobrina; atrás,
Juan y yo. No hablé durante el trayecto -¿con quién?-,
nadie se dignaba a dirigirme la palabra. No sabía por

162
qué me ignoraban de esa forma, era como si yo no
estuviera con ellos. Llegamos a una bonita casa de
campo. La dueña, una mujer amable, nos recibió con
grandes muestras de cariño, pese a no conocernos; solo
conocía a Juan. Pasamos a una alegre salita con muebles
de mimbre, forrados con cretona de colores. Como no
me encontraba a gusto en la sala, salí al jardín, me senté
en el pasto, quería estar sola, hacía mucho tiempo que
lo estaba, ya me había acostumbrado a ello; la gente me
molestaba, aún más en esos momentos. Miré a través de
la ventana, vi conversando a los tres. También ya era
una costumbre, Mario tenía el brazo alrededor de los
hombros de Patricia. Estoy segura de que ni siquiera
notaron mi ausencia. Me puse a hablar mentalmente
con Wandita, como si ella estuviera conmigo. Cómo
deseé que pudiera contestarme. No sé cuánto tiempo
estuve allí, de pronto oí la voz de Mario que decía:
"¿Qué haces ahí, no te parece que es falta de cortesía tu
actitud, o es que juegas al papel de víctima? Vamos a
pasar a almorzar". Lo miré, me levanté, pero no le
contesté; pasé delante de él y me encaminé directamente
al comedor. Era como un zombi que recorría una casa
desconocida. Fue un almuerzo interminable, la buena
señora se deshacía en atenciones, pero yo no entendía ni
oía a nadie, solo zumbidos, parecían un enjambre de
abejas enloquecidas. Estaba demasiado hundida en mis
pensamientos y en mi dolor para intervenir en una
conversación donde, además, no significaba nada mi
presencia. Comí en silencio, automáticamente. A la hora
del regreso, me despedí de la dueña de casa
disculpándome por haber estado tan ausente de su
gentil invitación. Ella creyó comprender, me respondió:

163
"Cuando se pierde una hija no se tiene deseos de nada,
siento no haberle servido de mucho". Pero ¿acaso era lo
único que había perdido? No, yo sabía que era mucho
más, pero me seguía dominando el miedo de hablar,
tenía tanto terror de decir la verdad, al menos, la verdad
que yo había descubierto, que nadie me la había dicho.
Además, tenía que respetar el dolor de los otros, aunque
ellos aumentaron el mío.
Al llegar a casa, casi sin despedirme de Juan, subí
al departamento. Estaba tan dolida que tenía la
seguridad de que si decía una sola palabra me echaría a
llorar; también sabía que mis lágrimas no causarían pena
a nadie, sino más bien una molestia y no quería hacerlo,
¿para qué? Entré en la pieza que era nuestro dormitorio.
Mario y Patricia se quedaron en el living; oía los
murmullos de su conversación, como si hablaran en
secreto, cosa que por lo demás sucedía muy a menudo.
Me acosté a oscuras; no sé al cabo de cuánto tiempo lo
hizo Mario. Ninguno de los dos habló. Patricia no me
dio ni siquiera las "buenas noches". Cuando sentí a mi
marido a mi lado, no dije nada, no tenía nada que decir.
Sentí un frío beso en la mejilla y un lacónico "hasta
mañana".
Por fin, después de innumerables, molestos y
penosos trámites y una angustiosa espera, Mario pudo
viajar a Pointe a Pitre, para luego seguir con la trágica
misión a Lima. Nos quedamos todos muy preocupados
esperando sus noticias. A los dos días recibí una carta,
llena de amargura y de dolor:

164
"Pointe a Pitre, 27 de junio de 1962:
Querida Negrita: Te escribí el mismo día de mi
llegada aquí, después de identificar los restos de
Wandita. En medio de esta tragedia, es un cierto
consuelo saber que al menos se la podrá enterrar en
Lima, y que Lucho y Olguita no tendrán que hacer
frente, como otras familias, al dolor suplementario de
saber que los restos no han sido encontrados. Ya te
imaginarás lo triste que ha sido todo aquí. Este es un
pueblo miserable y desamparado. Basta decir que para
poder conseguir unas flores para Wandita tuve que
hacer un verdadero viaje. Aquí no hay flores por el
clima, terriblemente húmedo y sofocante. Esta mañana
me confirmaron que partiré el viernes a Lima con los
restos. La vida es bastante absurda, es el avión que debía
haber tomado Wandita según el pasaje que le compró su
mamá. Procuraré tomar el avión que haya de vuelta a
París, que es el próximo miércoles, de modo que llegaría
el jueves a mediodía.
¿Cómo está la Patita? Apenas llegue a Lima les
explicaré a sus papás que ella quiere regresar de
inmediato y que si están de acuerdo con su viaje en
avión hagan un cable a París.
Hubiera querido llevar a Lima algo del equipaje
de la Gordita, pero he perdido ya las esperanzas de que
se pueda recuperar algo. Mañana volveré a subir al sitio
del accidente, que está a varias horas de aquí, a pesar de
que la distancia es muy corta, pero se trata de una
montaña de una vegetación muy espesa. Como ha

165
llovido mucho, todo es un infierno de barro y lo que no
fue recuperado el primer día está cubierto de fango.
No me acuerdo si Badet, de la France Press, me
pidió que comenzara a trabajar el 1ero o el 2do. De
todos modos, apenas recibas esta carta llámalo y
explícale que podré ir hasta el 5 o 6 de julio.
Que la Patita trate de conseguir de todos modos
copias de todos los diplomas de ella y Wandita, para
mostrárselos a sus papás.
Me imagino que estarás pasando grandes apuros
de plata. Si Camp se niega a hacerte pagar mi sueldo
creo que sería necesario pedir prestado de alguien
(Pablo, Juan o Pepe Guzmán). Yo tendré también
problemas si tengo que pagar el hotel que es caro y que,
además, es el único que hay en este pueblo. Si me falta
les firmaré un cheque. Como te podrás imaginar, me
siento terriblemente deprimido. He sentido la muerte de
Wandita como si hubiera sido la de una hija. No tengo
ánimos para nada y casi no pego los ojos. Aquí, en este
hotel, hay una atmósfera de tragedia que no puedo
describir. Todos los alojados son parientes de las
víctimas. En fin, para qué amargarse la vida. Ya te
contaré todo después. Le escribo a la Patita en este
mismo correo. Te enviaré un cable desde Lima
avisándote la fecha de mi llegada. Miles de besos.
Mario".
Realmente compadecí a Mario por los momentos
horribles que pasó. Quería muchísimo a Wandita.
Hubiera deseado estar a su lado, aunque solo hubiese
sido para acompañarlo y que no se sintiera tan solo. No
166
sé si mi compañía hubiese servido de algo, pero de
todos modos yo estaba muy sufrida por él. Pero nada
podía hacer, únicamente tener paciencia.
Entre tanto, hice cuanto pude para que los días
que teníamos que pasar solas Patty y yo fueran
llevaderos. Olvidé momentáneamente los malos
momentos. Era una tregua impuesta por el común
dolor. Un dolor por encima de las mezquindades
humanas. Le di mucho cariño, todo el que necesitaba.
Juan iba todos los días a casa, nos acompañó en todo
momento. Sobre todo, a Patricia, que se quedaba sola
cuando yo iba a trabajar. Hice todo lo posible por
comprenderla, ayudarla a superar la tragedia que vivió.
La muerte de su hermana la golpeó inmisericordemente.
Nunca vi ni leí la carta que le escribió Mario.
Recibí un cable de mi marido en el que nos
anunciaba que llamaría por teléfono a casa de unos
amigos. A la hora prevista, ya nos encontrábamos a la
espera de la anunciada llamada. Habló poco conmigo,
me dijo que viajara a Lima llevando a Patricia, que sus
papás deseaban su regreso y que no podía viajar sola.
Después pidió hablar con ella, le pasé el teléfono y
conversaron largamente.
Arreglé de inmediato mi permiso en la oficina.
Como ya dije anteriormente, mi jefe, el señor Camp, era
una persona muy humana y conmigo algo excepcional.
Compré dos trajes sastres negros, uno para Patty
y otro para mí. Fue un viaje muy cansador. Cuando
paramos en Pointe a Pitre no queríamos bajar del avión,
pero no nos permitieron quedarnos a bordo y tuvimos
167
que hacerlo. Las dos estábamos con el alma encogida y
procurábamos no hablar de ese sitio fatídico. Hacía un
calor espantoso, lo que hacía la espera más desesperante.
El avión hizo varias escalas. La peor fue en Miami,
Estados Unidos. No se nos advirtió cuando sacamos los
pasajes que necesitábamos visa y, por lo tanto, nos
tuvieron encerradas casi seis horas en una habitación.
No podíamos salir de allí. Patricia ya iba a estallar en un
ataque de nervios. Hablé con un guardia que entendía a
medias el castellano, le pedí que bajo su vigilancia nos
dejara salir a un corredor que había pasando la puerta,
que necesitábamos tomar un poco de aire, ya que allí, a
pesar del aire acondicionado nos asfixiábamos con el
calor. Contraviniendo órdenes, nos plació por unos 10
minutos.
Al cabo de un momento, regresamos al avión,
¡por fin para ya volar directamente a Lima! Patricia se
quedó dormida, apoyada en mi hombro. La tenía
abrazada. Me inspiraba una enorme ternura, sentía que
esa criatura estaba sufriendo y me esmeré en aliviarla. A
la vez pensaba con temor en el encuentro con mi
hermana. Todo lo demás quedó atrás, como una
pesadilla de la que se despierta de golpe.
Lastimosamente esta volvería y con más intensidad.
En el aeropuerto nos esperaban Lucho y Mario,
los dos me besaron. Mario llevó a Patricia abrazada
hasta el auto y partimos a la casa. Encontré a mi
hermana en la cama, la mantenían a base de
tranquilizantes, lo que me pareció muy mal para ella.
Les dije que la dejaran tranquila, que la dejaran llorar,
gritar, que era lo normal, que el tenerla prácticamente

168
dopada era contraproducente. Así, poco a poco se
fueron suprimiendo las pastillas. Casi no tocábamos el
tema de su hija, fue algo tan horroroso que evitábamos
hablar de ello.

169
"La peor verdad solo cuesta un gran disgusto; la mejor mentira cuesta
muchos disgustos pequeños, por fin, el disgusto grande".

Benavente

XIII

Allí, en Lima, las cosas continuaron igual o peor.


En las tardes Mario y Patricia salían a pasear en el auto
de mi cuñado; por supuesto que nunca me invitaron a ir
con ellos. Todos estaban conmovidos por la
preocupación de mi marido por su prima. Pero no
todos pensaban lo mismo. Una noche la esposa de un
tío de ambos me dijo:
-Oye, Julia, tú eres tonta o no te das cuenta de lo
que está pasando entre Mario y Patricia; a mí no me
vienen con tales cariños de primitos.
La miré, me sonreí y le contesté:
-Déjalos, ¿qué puedo hacer ahora, darles otra
pena más grande a todos? Ya pasará, no te preocupes.
En ese entonces aún tenía esperanzas de que
nada su- cedería; Mario me había negado tantas veces lo
que yo le preguntaba discretamente, asegurándome que
nada ocurría, que todo seguía igual; efectivamente, sí,

170
todo seguía igual, pero no conmigo, sino con Patricia.
Sus cartas desde Pointe a Pitre comenzaban y terminaban
con una frase de cariño; creo que yo seguía, eso sí,
engañándome a mí misma.
Sorpresivamente, una tarde Mario me dijo que
quería hablar conmigo y salimos a caminar por el
Malecón de Armendáriz, por el mismo sitio que lo
habíamos hecho tantas veces, agarrados de la mano, en
condiciones diferentes. Se lo notaba tenso, nervioso; él
que sabía encontrar las palabras que quería cuando
deseaba convencerme de algo, ese día le era difícil
hacerlo. Me pidió que me quedara en Lima un corto
tiempo más, que quería regresar solo a París. No me dio
ninguna explicación válida, solo que necesitaba soledad.
Una vez más, le pedí que me dijera la verdad de lo que
estaba sucediendo con él. Como siempre, negó
cualquier otra cosa que no fuera su imperiosa necesidad
de soledad, de su estado de ánimo y desaliento. Yo no
quería que se fuera solo, pensaba que, dado su estado,
que él mismo calificaba de deplorable, me necesitaría
más que nunca. Pero ante la gran angustia que
demostraba y sus ruegos, que ya llegaron a ser súplicas,
acepté quedarme una semana más, con lo que estuvo de
acuerdo. Pero esa semana se convirtió en un mes, y si
no hubiera sido por mi empeño en regresar me quedaba
definitivamente. Tal vez hubiese sido lo mejor para
evitarme tanto dolor, tanto sufrimiento posterior.
En mi estadía en Lima, veía las reacciones de mi
sobrina; para mí era muy molesto el tener que vivir
disimulando y en la mentira, aparentar lo que estaba
lejos de sentir, pero no me quedaba otra cosa que hacer.

171
No podía gritar la verdad, no tenía derecho a aumentar
el sufrimiento de personas a las que quería y que no
tenían la culpa de nada. En las tardes Patricia se
encerraba en su habitación, la que compartíamos, para
escuchar las emisiones de la ORTF, en castellano,
donde, como es lógico, hablaba Mario. Me resistía a
escucharlo con ella, pese a sus llamados, y muchos
menos traté de impedir que ella lo hiciera. Me iba al
living a conversar con mi cuñado, o con algún familiar
que frecuentaba la casa para acompañarnos. También
iba a visitarme mi compadre Abelardo, a quien un día le
comenté lo que estaba sucediendo, incluso le dije:
-Sinceramente, compadre, compadezco a tu
amigo, debe estar pasando momentos muy malos, pero
lastimosamente su enamoramiento hará sufrir a mucha
gente.
No me contestó nada, su silencio fue más
elocuente que cualquier palabra.
Era muy difícil seguir en casa de mi hermana;
todos se preguntaban qué pasaba con Mario. Lucho era
el más preocupado; yo no podía decir que esa razón que
buscaban era su hija. Hubiera sido demasiado cruel para
ellos. Mi única reacción era el silencio.
Esperé el tiempo convenido con Mario y me
preparé a regresar a París. La mañana del día del viaje,
recibí un cable en el que me decía que no viajara, que
esperara una carta de él antes de hacerlo, pero de todas
maneras yo estaba decidida a tomar el avión. Una media
hora antes de salir hacia el aeropuerto, me llamó por
teléfono diciéndome que por favor no viajara, que
172
esperara la carta que me estaba escribiendo. Lo escuché
tan angustiado y desesperado que acepté nuevamente lo
que me pedía, por lo menos, hasta que llegara su carta.
Fue tal el impacto recibido que colgué el teléfono y caí
al suelo sin sentido. La que más reaccionó fue Patricia,
que indignada insistía: "Tía, no le hagas caso, ándate, no
le hagas caso a Mario". A los pocos días llegó su carta,
que decía:
"París, 23 de julio de 1962
Julia: Sé que esta carta te va a causar un gran
dolor, que una vez más te voy a decepcionar. Sin
embargo, es preferible que lo haga y al decir esto no
pienso en mí, sino también en ti. Te pido que no vengas
a París por ahora. Tal vez dentro de algún tiempo y si
todavía lo deseas, podamos volver a reunirnos. En estos
momentos, sería un verdadero infierno para los dos.
Recuerda los últimos meses y me darás la razón. No
creas que te hago el menor reproche, es preciso que no
te quepa la menor duda al respecto; el único culpable de
lo que ocurre soy yo. No pienses, por favor, que doy
este paso porque temo tu mal carácter. En el fondo, sé
de sobra que la mayor parte de nuestras disputas son
una consecuencia natural de mi actitud para contigo. Sé
que he pagado fea y malamente lo mucho que te debo.
Nunca podré olvidar la generosidad y la abnegación con
que aceptaste siempre la vida de sacrificio y de desorden
que te he dado. Solo un cariño muy grande ha podido
mantenerte a mi lado estos últimos años, dándolo todo
sin recibir nada, demostrándome siempre una lealtad y
una dedicación que yo no merecía. No creas que hago
literatura, eso también ha dejado de interesarme y es

173
probable que no vuelva a escribir. Créeme también que
me apena profundamente valerme de este medio para
dirigirme a ti. Hubiera sido menos desleal, más honesto,
que te hablara. Pero tú sabes como yo que una
entrevista nuestra sobre este asunto hubiera terminado
inevitablemente en una escena bochornosa, llena de
violencia. De veras, no podría soportarla. Me siento tan
abatido, tan adolorido en este momento que prefiero
actuar como un vulgar canalla, si ello me evita un
cambio de palabras, un drama. Me dirás que eso es
egoísmo puro y, sin duda, es así, reconozco que ese
calificativo es el que más me conviene.
Seguramente piensas que mi salida precipitada de
Lima y que esta carta son parte de un plan y que en
estos momentos vivo ya con otra mujer. Perdóname
estas frases crudas, tú sabes que siempre me ha costado
trabajo escribir una carta, contigo y en esta ocasión no
quisiera hacer un ejercicio de estilo, no encuentro otra
manera de decirlo. Pero quisiera quitarte una duda.
Debes creerme, mi única ambición es ahora la soledad
total, que es una forma de paz. No estoy con nadie, no
tengo ninguna amante, no tengo tampoco el propósito
de tenerla. Por lo que más quieras, no vayas a pensar
una vez más que P.P. tiene algo que ver con este paso
que doy. Te juro que ese asunto fue un simulacro
efímero que jamás debió amargarte y abrumarte tanto
tiempo.
Aunque resulte algo sórdido y de mal gusto, es
preciso que te hable de otro asunto. Estás sin nada de
dinero y es necesario remediar eso. Mañana enviaré a
Jorge el poder para la venta del terreno. Hay que pagar

174
de allí a Lucho el precio de tu pasaje a Lima. Lo que
sobre te bastará para algunas semanas. Apenas saque el
coche lo venderé y te mandaré también ese dinero. Te
ruego que no seas tan intransigente ni te empeñes en tu
actitud absurda. Te exijo que aceptes esa ayuda que te es
indispensable para vivir. Yo no necesito dinero para
nada, y si tú no lo quieres recibir, haz con él cualquier
cosa. En realidad, ni siquiera es dinero mío, sino de
Lucho, que fue quien tuvo que pagar las letras del
terreno.
Una cosa más todavía. No creas que pedirte esta
separación ha sido fácil para mí. Y aunque estoy
convencido de que ella es necesaria, se trata de una
decisión que me entristece y disgusta conmigo mismo
profundamente. No quiero pedirte perdón por lo
mucho que te he hecho sufrir, porque eso no arreglaría
nada ni me absolvería. Pero tal vez convenga que sepas
que si me separo de ti no es para ser feliz, sino para
vivir en la frustración y en la amargura. Mario".
La carta de Mario me apenó y desesperó
enormemente. Me extrañaba su actitud, no había una
explicación lógica para tanta soledad planteada con esa
exigencia pasmosa. Lo que más me preocupó, incluso
aún más que la separación, era el hecho de que
renunciara a escribir. Aquello me dejó desconcertada,
no esperaba una decisión tan grave. Se me ocurrió
entonces escribirle a Julio Cortázar, para pedirle que por
favor lo buscara, que estuviera con él y que por sobre
todo no le permitiera que dejara de escribir. Que esa era
su carrera, que era su vida, que no podía detenerse a

175
mitad de camino. Julio me contestó con una carta que
me dio un poco de optimismo; en ella me decía:
"París, 11 de agosto de 1962
Mi querida Julia: Perdóname que te escriba a
máquina una carta tan personal, pero es que a mano soy
una calamidad y prefiero contestarte inmediatamente.
Está de más que te diga la consternación de Aurora y
mía ante las noticias que nos das. Jamás hubiera
imaginado que la crisis de Mario pudiese ser hasta tal
punto tan grave, y te aseguro que no sé realmente qué
decirte. Solo se me ocurre darte un abrazo muy fuerte,
al que se suma mi mujer, y desear contigo que los
próximos meses traigan una reacción favorable en todos
los sentidos. Como te puedes imaginar, no solamente
estoy de acuerdo en todo lo que me pides, sino que haré
todo cuanto esté en mi poder y a mi alcance para que
Mario no renuncie a su carrera de escritor, que se
anuncia tan brillante y magnífica. Me encontré con él en
la Unesco, antes de recibir tu carta. Lo noté muy flaco,
pero su aspecto general era excelente y no me dió la
impresión de que estuviera particularmente preocupado.
Lo malo es que apenas hablamos dos minutos, porque
él venía nomás a saludarme y a agradecerme la carta que
tú sabes. Le hice saber que acababa de recibir respuesta
de Díez Canedo, en la que se mostraba muy interesado
por Los impostores, y le di las señas de la editorial para
que enviara enseguida un ejemplar y se pusiera en
contacto directo con Díez Canedo. Me dijo que lo haría,
y se despidió prometiendo llamarme para comer juntos
y charlar. Como te imaginas, ni me sospeché que
estuviera pasando por una crisis de ese género, pues,

176
aunque sabía la terrible experiencia que había tenido, lo
imaginé capaz de superarla después de algunas semanas
de reposo y cambio de vida.
Ahora que lo pienso, veo que me he equivocado;
en esa breve charla en el hall de la Unesco, yo no había
recibido todavía la carta de D.C. La recibí el otro día y
se la mandé a Mario con unas líneas, pidiéndole que me
telefoneara cuando quisiera charlar conmigo. Me
prometió hacerlo. Como ves, la noticia de Méjico era
excelente para él, pero dado su estado de ánimo me
pregunto ahora si habrá mandado el libro. No me ha
telefoneado todavía, pero dentro de dos días (el lunes)
lo llamaré a la radio para saber de él y darme cuenta de
su estado de ánimo. Ya ves, Julia, que quiero hacer todo
lo que pueda por alguien a quien quiero y admiro
mucho. En cuanto a ti, te prometo tenerte informada
como me lo pides. Tan pronto sepa algo más concreto,
te mandaré, aunque sean dos líneas. No te digo nada
más, porque no sabría qué. Te abrazo muy, muy fuerte.
Julio.
(Ver la vuelta) Abro el sobre para decirte que por
pura casualidad Aurora se encontró esta tarde en la calle
con Mario, quien le dijo que estaba corrigiendo la
novela y que la enviaría a Díez Canedo en los próximos
días. Como ves, parecería que tus temores en ese
terreno no se confirman, cosa que habrá de alegramos a
todos. Mario ha quedado en llamar para vernos. Te
tendré al tanto".
La carta de Julio me tranquilizó algo. Al referirse
a Los impostores hablaba del primer título de La ciudad y

177
los perros. Por lo menos, la parte literaria de la vida de
Mario estaba encaminándose bien: para mí era una
preocupación el que, por sus angustiosos problemas
personales, dejase de escribir (¿o sería otra de sus
mentiras?), y sin quererlo me hacía sentir un poco
culpable, no podría precisar culpable de qué, pero me
sentía intranquila y no sabía qué hacer.
Le escribí a mi marido, contestando a su carta,
después de recibir la de Julio; él nunca supo el
intercambio de correspondencia entre Julio y yo. En
una de las cartas que le escribí, le contaba que la vida en
casa estaba normalizándose, que seguía ese ambiente de
tragedia que todos tratábamos de disimular, pero que
poco a poco se iba superando. También le contaba que
Patricia había comenzado a salir, ir al cine, a cenar, es
decir, a hacer la vida que correspondía a una niña de su
edad, y que nuevamente empezó a invitarla un ex
enamorado que tuvo antes de irse a París. Recibí esta
respuesta:
"París, 17 de agosto de 1962
Julia: Acabo de recibir tu carta una vez más, a
pesar de que es doloroso y difícil para mí el hacerlo, te
pido que no vengas a París. Sé que te causo un
sufrimiento profundo, que te parecerá cruel, pero te
juro que sería mucho peor para ti si vinieras. Es preciso
que me creas, no quiero ser inhumano, Julia, ya sé que
no vas a perdonarme nunca mi actitud actual, pero aun
así estoy convencido de que allá te será más fácil
recobrar la tranquilidad. Aquí sería el infierno, Julia, nos
destruiríamos en unos pocos días. Perdóname que sea

178
brutal, pero en estos momentos no podría ni siquiera
ser cortés contigo. Ya sé que no has hecho nada, que al
contrario siempre me has dado más de lo que he pedido.
Haría cualquier cosa porque no sufrieras, pero ahora
necesito estar solo, Julia, te juro que es lo único que
puede darme un poco de paz. Te suplico que me creas,
nunca he sido más sincero contigo que en este
momento, necesito estar solo. Yo también tengo un
gran dolor y una amargura sin límites. Si vienes a París
sufrirás al verme así y sería terrible. Siempre que hemos
peleado he tratado de ceder porque me horroriza el
escándalo, los gritos, los llantos. Pero ahora no sería
igual, no puedo contener mis nervios y contra esto lo
único es la soledad. Créeme, Julia, que si la voluntad
pudiese algo en este caso no te escribiría esta carta
porque, aunque no lo creas me espanta ser cruel, actuar
como una persona sin sentimientos. Desde chico, desde
que veía sufrir a mi madre por culpa de mi padre, he
sentido una repugnancia enorme por los hombres que
maltratan a otros seres. Yo he tratado de no ser así. Te
juro por la memoria de Wandita y créeme que no haría
un juramente así en falso porque la quería tanto como
tú, que he querido que nuestro matrimonio fuera
distinto a los demás, que no hubiese mentiras ni
engaños. Pero a veces los mejores proyectos se
derrumban y todo se viene abajo, de una manera atroz.
Haces mal, Julia, en llenar tu carta de insinuaciones, de
alusiones que contrastan con las frases de dolor sincero
que hay al principio. Haces mal en darme informaciones
que no te he pedido, porque es una mala manera de
vengarse y uno no se venga nunca de la persona que
dice que quiere. Además, te repito que no vale la pena,

179
porque todo el daño que te pude hacer ya lo estoy
pagando con creces. Te suplico por lo que más quieras,
Julia, que no me hables de ese asunto, que no hables a
nadie; de mí puedes decir lo que quieras porque a mí no
me importa nada y además estás monstruosamente
equivocada, una vez más. Por favor, no me digas que
me compadeces y que comprendes mi problema para
que yo te confirme una verdad que has inventado
porque con eso no se gana nada.
Ya hablé con Camp y le dije que deberás
quedarte en Lima un tiempo por razones de salud, y
entonces te gestionó unos meses de permiso pagado,
pero después ha llegado tu carta, se la mandaron a
(ilegible) y ha llamado a la radio por teléfono a decir que
quiere verme de inmediato para saber qué significa todo
esto. Tu sueldo de julio te lo mandarán por la
Cancillería o la Embajada de Lima. Dijeron que para
obtener el permiso deberás mandar un certificado
médico fechado el 10 de agosto. Si quieres, mándalo,
envíaselo a Meulrio o si no manda tu renuncia; de todos
modos te mandaré después el dinero que saque cuando
venda el coche. Una vez más, Julia, te pido que me creas,
que por dolorosa que sea esta separación es la mejor; es
menos tortuoso para los dos. Mario".
Sin duda mi marido se refería en su carta al
hablar de "alusiones e insinuaciones" a las salidas de
Patricia. Realmente desconcertaba esa desesperación tan
grande de soledad. Lo quería y me lastimaba que las
cosas estuvieran tan deterioradas entre nosotros, que
continuara en su mutismo, y que aún más me

180
recriminara por referirme a las verdaderas razones para
ello.
Tenía pánico de perderlo, así que, arriesgando
todo, decidí irme a París. No a vivir en mi casa, sino
donde una amiga, a quien escribí para consultarle si
podía alojarme en su departamento. María seguía
trabajando en la radio con Mario. Era la muchacha
encantadora y bohemia de siempre. Me contestó
inmediatamente. Vivía en un departamento pequeño,
bastante lejos de la radio, con un perro que se llamaba
Bolita y un pescado que se llamaba Subjuntivo. Su carta
decía:
"París, 31 de agosto de 1962
Querida hermana: Acabo de recibir tu carta que
me tranquiliza un poco en cuanto a tu estado de ánimo.
Mi vieja, si supieras cuánto lamento la distancia que me
impide estar contigo para hablar de cosas distintas. He
hablado con Mario hace dos noches, con motivo de tu
primera carta. No le he dicho nada de tus adjetivos,
porque yo misma no podía reconocerte y me costaba un
poco pensar que realmente creías en traición y otras
cosas. Nada de eso, Julia, ¡te lo puedo asegurar! Mario
vive solo. He ido varias veces a la casa, a cualquier hora,
incluso domingo a mediodía y lo encontré durmiendo.
Está solo como tú o como yo. La conversación que
sostuvimos fue bastante triste. Está abatido por su
actitud. Yo lo había notado raro al regreso, pero ya
conoces mi actitud de no preguntar nada. Cuando habló
desde mi casa a Lima me pidió que me fuera, en
consecuencia, nada sé de lo conversado contigo. En

181
cambio, sé que un sábado por la mañana cuando regresé,
él ya había hablado y estaba llorando, completamente
destrozado. Le temblaban las manos. Qué sé yo... un
desastre. Imagínate que salí corriendo a comprar coñac
para tratar de animarlo un poquito. Pero se resistió,
quiso irse, no me dijo nada, ya conoces su valor y se fue.
Le pedí únicamente que manejara despacio y lo
prometió. Nada se habla en la radio, todos preguntan
por ti y él contesta esquivando un poco el bulto, pero
contesta. Camp esperaba tu certificado de salud para tu
licencia, parece que ya llegó. Supervielle se lo dijo a Mario.
Mi hermana, yo no soy nadie para pedirte valor,
absolutamente nadie, pero tengo que decirte que me
parece desprecio a ti misma dejarte abandonar y
dominar por tus nervios. Mido tu tragedia doble o triple
y no alcanzo a colocarme en tu lugar, créemelo y es
sincero. Pero me niego a aceptarte a ti vencida, callada,
sofocada por el dolor.
Grítame a mí, hermana, dime a mí todo lo que
debes callar, te lo pido por favor, sé que entre las dos
podemos servirnos de estaca para sostenernos. Acepto
la posibilidad de vivir contigo cuando regreses.
Buscaremos algo fácil y barato para arreglarnos. Pero
esta misma idea de que debes seguir adelante por Mario,
por el recuerdo de Wanda, por ti, por todos, debe
destruir un poco tu desconfianza y tu pesimismo. Nada
vale que te diga que todos aquí te queremos y te
necesitamos. Piensa en ello, reflexiona en la salita o en
tu cama, que cuando le di tus recuerdos a Carmen y
Narcis, sonrieron a pesar de que el mismo día había
muerto la mamá de Narcis y que partían desesperados a

182
Barcelona. Piensa en nosotros no como la tabla de
salvación. Pero piensa que estamos aquí dispuestos a
aguardarte y que te queremos entera, aunque sea
exteriormente. La vida tiene estas desgraciadas
ocurrencias, hermana; a veces hay que jugar con armas
inexistentes para poder vencer. Vera me pregunta por ti,
los Valverde también, Beatriz y Supervielle, Carmen y
Narcis, Adelita y Ramírez, Francisco y Claude Ann... Ya
ves, Julia, ya ves ... piensa, creen en ti, esperan. Todo
esto es un marasmo, yo lo sé, pero los peores marasmos
se pueden atravesar. Tu primera carta me lastimó dentro,
hermana, era mi propio grito escrito. Luego, la nueva
carta me trae una imagen más tranquila de ti. No quiero
pedirte que olvides, es inútil. No quiero decir que te
equivocas al juzgar, yo lo sé. Mario se destroza al
apercibirse del daño que te hace, pero él no puede hacer
nada, no puede hacer absolutamente nada.
Habrá que esperar, Julia, esperar y creer. Quizá el
afecto reemplace al amor, yo no sé, pero es necesario
que estos dos meses en Lima te transformen para que
regreses lista a pelear para reconquistarlo. Levántate,
mírate al espejo y reconoce que, por ahora, con tanto
dolor, todo es imposible. Pero piensa que, dentro de
tres, seis meses, todo puede cambiar, todo puede
encaminarse de nuevo. Él lo sabe y habla siempre de
separación momentánea. Analiza lo más fríamente que
puedas todos los detalles de este gran amor tuyo. Fíjate
cuál es tu debilidad, tuércela, véncela, domínala,
hermana, lucha contra lo que pueda condenarte.
¿Qué puedo decirte de nosotros pobres tipos
atados a una antena invisible en pleno mes de agosto?

183
Nada. Algunos se han ido, otros vuelven... Los demás
nos quedamos esperando. Más trabajo para octubre,
pero más sueldo también según parece. En la casa nada
nuevo. Francine de vacaciones, Bolita duerme a mi lado,
Subjuntivo nada que te nada. El patio está silencioso; he
puesto una sinfonía de Mozart en el tocadiscos y la
música me acompaña en mi charla contigo. Mi profesor
Ronze me llamó esta mañana a su regreso de Lisboa, en
fin, como ves, nada o lo de todos los días. Hace un
tiempo me encontré con Semprún, a quien informé del
accidente. Pero no apareció por tu casa. Claro que me
ocupo de Mario. Varias veces ha venido a comer a la
casa y nos quedamos mirando la televisión; siempre
tiene frío y mirada sombría. Ya ves, hermana, que él
también sufre y no te lo digo para reconfortarte puesto
que lo sabes por otra parte. Espero que te haya llegado
tu sueldo de julio que te fue girado. Dije a Mario que a
lo mejor aceptarías venir a quedarte un tiempo en casa
de mis padres en Buenos Aires: si lo decides hazme
unas líneas, diciéndome cuándo llegas allá y ellos te irán
a esperar; sé que estarán gustosos de tenerte con ellos.
Yo me voy el 17 de noviembre a Buenos Aires con una
licencia extraordinaria de seis meses concedida por
Camp luego de una increíble conversación en la que,
además de darme consejos, abrió grande los ojos
porque le dije que iba a montar una obra adaptada por
mí. ¡La señora Madern escuchó toda la conversación...!
Quisiera enviarte en esta carta el recuerdo de
todos. Es imposible porque todos piensan
constantemente en ti. Nadie murmura de Mario, te lo
aseguro. Nadie, porque entonces habrá un nuevo lío,
aunque la Barletta anda más tranquila y casi

184
"escandalosamente tranquila". Los demás no creo que
se metan. Los Gayvez, ¡platudos ellos!, tomaron ocho
días de "vacaciones" y se fueron a Holanda. Ahora,
tomaron sus "vacaciones" para ir a Dinamarca, Austria
y Alemania... ¡Olé! ¡Y que viva la juerga, que nos falta el
cocodrilo para cantar verdades!
Hermana, aquí dejo esta carta, pero no te dejo,
sigo pensando en ti y quisiera que continuaras
escribiéndome cada vez que lo desees. Yo lo haré por
mi parte. Abraza a Patricia en mi nombre, y tú recibe
ladridos, glus glus y besos de tus tres hermanas de París, a
saber, María, Bolita y Subjuntivo".
María, en realidad, no sabía qué era lo que pasaba
entre Mario y yo, si ni siquiera lo sabía yo misma con
seguridad; es por eso que me mandaba abrazos para
Patricia. Cuando le escribí le di a entender que Mario
podría estar enamorado de otra mujer, y era la razón
aparente de su separación y su tan deseada soledad; por
eso ella me decía que Mario vivía solo. No se imaginaba
la verdad, mi verdad, yo tampoco me animaba a decirla.
Solamente le abrí mi corazón diciéndole que mi marido
quería dejarme porque estaba enamorado de otra,
aunque él no lo reconocía, aunque él no quería decirlo;
yo sabía lo que estaba pasando y lógicamente
comprendía que también estaba sufriendo por un amor
imposible, al menos así lo creía, por un amor que
dañaría a mucha gente, como por el dolor que a mí me
causaba.

185
"Creo que ese fue mi último placer. Pero uno se acostumbra a todo. A
la Soledad. Al Amor. A la Indiferencia. No hacemos más que
quejamos de lo único que nos permite vivir: la costumbre, la
insatisfacción. Somos insuficientes. Casi todos. No todos".
Zona sagrada, de Carlos Fuentes

XIV

Cuando quise irme realmente a París, lo decidí


así y me fui. Llegué a París un viernes por la tarde, para
afrontar de una vez mi destino. Todavía en Lima, recibí
una última carta de Varguitas que no era nada
alentadora:
"París, 4 de septiembre de 1962
Julia: He recibido hace algunas horas la carta
donde me anuncias tu decisión de venir a París, a pesar
de todo. Me amarga profundamente darte un nuevo
dolor, pero pienso que debo hacerlo ahora y no
después; sería más difícil y penoso para ti y también
para mí. Tu venida no tiene sentido, Julia, es preciso que
desistas de ese viaje que a la larga solo agravaría las
cosas. ¿Para qué engañarse con proyectos que sabes
irrealizables, con decisiones que, aún con la mejor
voluntad del mundo, no podrías cumplir? Conoces a
M.E. tanto como yo y los dos sabemos que nunca te
186
adaptarías a su vida ni a su carácter, a su desorden.
Sabes también que la idea de que vivas sola en París, en
un hotel, es todavía más irrealizable. Si en Lima te
sientes abrumada, aquí será mil veces peor. ¿Has
olvidado acaso lo sórdido, lo insoportable que es un
cuarto de hotel, lo lastimosa que es la vida diaria en una
ciudad como esta, donde no tienes familiares ni amigos
de verdad? A la semana de venir, estarías desesperada,
exasperada. Creo que lo sabes muy bien, Julia. Ninguna
de las razones que me das para justificar tu venida es
realmente válida. Te he dicho que yo te ayudaré lo más
que pueda, que arreglaremos lo del dinero de modo que
no tengas mayores problemas. Puedo mandarte la mitad
de mi sueldo y eso te alcanzaría mal que mal. No veo
por qué te sientes abatida frente a los demás; tú no
tienes nada que reprocharte, toda la culpa de lo que
ocurre la tengo yo. Perdóname, Julia, pero creo que si te
empeñas en volver a París es porque en el fondo y sin
duda de una manera subconsciente, piensas que aquí las
cosas cambiarían. Me duele tener que desengañarte. No
te he pedido la separación por un capricho; por una
obcecación momentánea. Te repito una vez más que
ahora más que nunca estoy convencido de que siempre
has sido conmigo una mujer excepcional y que siempre
dio más de lo que recibió. Si el reconocimiento o la
gratitud fueran suficientes para conservar intacto un
matrimonio, jamás me hubiera separado de ti. Pero no
es así, Julia. El único sentimiento que justifica la vida en
común es el amor. Sin él la convivencia es un infierno,
es preciso vivir en la mentira, en la amargura. En los
últimos años me has reprochado mil veces y, con razón,
mi frialdad, mi egoísmo. Ya no puedo ni quiero

187
disimular más, Julia, no quiero verme obligado a
mentirte para evitar una disputa o a decirte que lo siento
para que no te destruyas. Es duro, de mal gusto y
grosero, que te diga estas cosas, pero es la verdad, Julia.
En dos oportunidades estuvimos a punto de separarnos
y las dos veces me amenazaste con un argumento que
no admite réplica. Pero no puede ser, Julia, el temor no
puede mantenernos unidos indefinidamente. Sabes que,
si vienes a París, ocurrirá como otras veces. Habrá
primero peleas sin fin y, para terminar, hablarás de
suicidio y tendré que rogarte que vuelvas conmigo. No
es posible, Julia, trata de aceptar la realidad. Es absurdo
y cruel para ti también. Yo no quiero hacerte más daño.
Me ha costado mucho tomar esta decisión y nunca me
lo perdonaré del todo porque sé que he actuado contigo
muy mal. Pero no puedo mentirme a mí mismo, ni
forzar mis sentimientos. ¿Qué puedo hacer, Julia? Te
suplico que no vengas. Es mentira que tu vida esté
destruida, porque tienes carácter y virtudes sobradas
para salir adelante y superar esta situación. En realidad,
yo te daba muy poca cosa, tu vida conmigo era más bien
triste y sacrificada. Es verdad que puedes hacer lo que
quieras ahora. Pero te he escrito esta carta para que veas
que no voy a cambiar de actitud. Lo siento
enormemente, Julia, pero se trata de algo definitivo. Te
ruego que trates de sobreponerte y no te abandones a la
desesperación. Más tarde, no pienso que me perdones,
pero comprenderás que nuestra separación era la única
sensata para poner fin a una vida que nos estaba
destruyendo a los dos. Por última vez, te pido que
reflexiones y no vengas. Si a pesar de todo lo haces, ven
convencida de que, en ningún caso, Julia, a pesar de

188
ninguna amenaza, volveremos a vivir juntos ni un solo
día. Mario".
Siendo ya imposible seguir en Lima, llevé a cabo
mi decisión. Regresé a París pese a todas las amenazas
de Mario, a todos sus reproches, en fin, pasando por
alto hasta lo más humillante que fue leer su carta de una
crueldad sin límites, además de ser tremendamente
contradictoria a todas sus negativas. Ya estaba
acostumbrada a sus acusaciones veladas, aunque esta
vez fueron de frente. Decía tener la culpa de todo lo
que sucedía, pero sutilmente era yo quien lo obligaba a
vivir conmigo, cosa que nunca hice (y que después se lo
demostré con toda mi integridad de mujer). Mis
reacciones, mis errores, que fueron muchos, tenían sus
razones ante la falta de sinceridad de él, ante la mentira,
el engaño que el mismo introdujo en nuestro hogar. Su
primera carta se refería a una separación "momentánea"
que poco a poco se fue convirtiendo en "definitiva",
arguyendo "la soledad necesaria para su espíritu". Era
una soledad con "nombre", y que yo no me atrevía a
decirlo, y él sabía que no lo haría. Tenía razón en algo:
nunca fue posible el diálogo entre nosotros, pero no fue
solo culpa mía, Mario no lo permitía, porque en cuanto
se tocaba su punto vulnerable, reaccionaba con
violencia, lo que desataba la mía y nos perdíamos en una
maraña de palabras fuera de tono y no de personas
mayores y civilizadas, que hubieran podido llegar a un
acuerdo sin tantos sufrimientos y melodramas que nos
arrastraban a situaciones que ninguno de los dos
deseábamos.

189
¿Pero cómo se puede hablar con una persona
que siempre tiene un escudo o una pared por delante?
Con alguien que se cree dueño de la verdad y hay que
someterse a ella. Esto era imposible, y yo no estaba
dispuesta al sometimiento absoluto.
Por supuesto que, subconscientemente, es
posible que tuviera la esperanza de llegar al fondo, de
llegar hasta lo más íntimo de él, para qué era lo que
había provocado esa separación que no era tan
momentánea como me lo dijo al comienzo (¿quién
mentía?). ¿Por qué deseaba darme el trago más amargo
de mi vida gota a gota, por qué no ser sincero, por qué
ese miedo a enfrentarse conmigo?
Lo supe después de unos años, pero incluso en
esa oportunidad tampoco fue de frente y con nobleza,
también fue por carta y culpándome de cosas injustas.
Callaba la verdad, la callaba porque no quería que yo
supiera qué era lo que pasaba, pero yo tenía que llegar a
ella. Nunca me han gustado las cosas a medias, y la
única forma de definirlo todo era regresando a París.
¿Qué mujer en el mundo no trata, por lo menos, de
defender lo que ama, cuando realmente ama con todo
su ser, sin pensar en nada más que en estar al lado de lo
que uno cree suyo? Posiblemente en mí ya era algo
insano, pero, de todas maneras, me juré a mí misma
saber qué sucedía ... y lo supe.
Ya en casa de María, evité que Mario se enterara
de mi llegada, y le pedí a ella que no dijera nada. Llamé
al señor Camp para decirle que el lunes me
reincorporaría al trabajo. Me contestó con su

190
amabilidad habitual, alegrándose por mi regreso a la
oficina.
María se iba a trabajar a eso de las diez de la
noche; tenía el mismo horario que Varguitas. Ya me
había contado que se lo veía más tranquilo y sereno,
pero siempre callado y taciturno. No sé por qué, ya que
María me dijo que ella ni me había mencionado, Mario
le preguntó cómo estaba yo, a lo que ella contestó que
muy bien, muy tranquila y de muy buen ánimo. Sábado
y domingo nos pasamos conversando con María y ya no
pude callar más y le conté todo lo que pasaba, de cómo
me ahogaban los últimos días en Lima. Lo doloroso que
fue para mí el ver que Patricia se encerraba en su
habitación para escuchar las transmisiones de la ORTF,
para oír la voz de Mario. Con enorme desaliento, yo
tenía que salirme, porque tenía miedo a una reacción
que hubiera podido causar una tormenta en la casa;
además, soportarla a ella. En una oportunidad, al recibir
una carta de Mario, mi hermana le dijo:
-A ver, dale a tu tía Julia, quiero ver si entiendes
bien el francés.
Al verla palidecer respondí:
-No, hermana, deja, ella sabe bien el francés, la
carta no es para mí, es para ella, yo soy solo la esposa,
ella es la prima preferida.
De esta forma seguían los días en Lima, donde
me sentía muy mal y ya no podía resistir más, tenía
miedo de no tener suficiente fuerza para seguir callando.
Nunca le dije nada a Patricia, no podía hacerlo, no era

191
ella sola, había otras personas que estaban sufriendo una
pérdida muy reciente. Esa consideración hacia los
demás fue el más grande y torpe de mis errores. Jamás
pensé en mí, quería recuperar a mi marido, pero sin
involucrar a nadie, sin hacer daño a nadie. María me
escuchó paciente y comprensivamente.
El lunes me presenté en la oficina como si nada
de particular hubiera pasado, dispuesta a la pelea si
alguien se metía en mi vida privada. Pero todos mis
compañeros me recibieron con alegría, saludándome
muy cariñosos y tuvieron la delicadeza y el tino de no
nombrar a mi marido. Las cosas siguieron así más o
menos una semana. María era una compañera estupenda
a pesar de sus grandes depresiones. Era una mujer muy
inteligente y amena, conmigo una gran amiga. Ella
también pasaba por un momento difícil en su vida y,
como me decía en una de sus cartas, nos apoyábamos
mutuamente, como mujeres y en nuestras frustraciones
sentimentales. Estaba muy enamorada de un muchacho
argentino, algo más joven que ella y muy bien parecido,
que hacía poco tiempo la había dejado. Él volvió a la
Argentina a buscar una situación dentro del ámbito
teatral o para algunos negocios, no estoy segura. Una
vez solucionada una de estas posibilidades la llamaría
para que fuera a reunirse con él, pero nunca más tuvo
una noticia; el muchacho desapareció. María sufría
mucho por ello y encontraba un poco de alivio en el
alcohol. Una tarde bebió hasta la hora de ir a trabajar,
lloró mucho y yo, que no estaba precisamente alegre,
lloré junto con ella. Yo no había bebido un solo trago,
tenía miedo de hacerlo por el estado de postración y
nervios en que me encontraba. De haberlo hecho,

192
hubiera sido fatal para mí con la gran propensión que
tengo a la depresión y por las pocas razones que tenía
en esos momentos de apegarme a la vida. Al irse, me
puso sobre la mesa un cajoncito con frascos de píldoras
de todos los colores, diciéndome:
-Mira, aquí hallarás la solución para todos tus
problemas, que yo los míos los ahogo con alcohol.
Me quedé sola, sentada frente a aquellos
atractivos y relampagueantes frasquitos, como
hipnotizada; me atraían de una manera increíble. De
pronto, me puse a jugar con píldoras, grajeas, pastillas, a
combinarlas en un estremecedor y fascinante juego,
haciéndolas rodar sobre la mesa. No sé cuánto tiempo
estuve en esa peligrosa y atractiva mezcla de colores, sin
atreverme a tomar ninguna. Pero, de repente, y sin saber
muy bien lo que hacía, llamé por teléfono a Vera, una
muchacha francesa que trabajaba con Mario. Colgué, no
recordaba lo que le dije. Continué sentada allí, frente a
mi atractiva sinfonía de centelleantes colores. Estaba
como atontada, sentía como si mi cuerpo no fuera mío.
No mucho después, me sobresaltó unos fuertes y
repetidos golpes en la puerta. Me levanté tambaleando,
muy mareada y fui a abrir. Me encontré frente a Mario;
no comprendía por qué estaba allí. Me quedé muda. Me
agarró con violencia de un brazo, solo me dijo:
-Toma tu cartera y ven conmigo.
No sabía lo que me pasaba, sentía piernas y
brazos como si fueran de plomo, extraños, caminaba
con dificultad. Me metió en el auto y a toda velocidad
partió a la radio. Una vez allí se acercó María y le dio
193
una cachetada. Ella no dijo nada, solo sonrió. Yo le pedí
disculpas, le dije que no tenía idea de lo que sucedía, y
era verdad, no la tenía. Recuerdo que María me
respondió:
-No te preocupes, por lo menos ha servido para
que vaya a buscarte, y eso bien vale una cachetada.
Mario se bajó a la cabina de transmisiones y me
dijo:
-Me esperas aquí, ¿en tiendes? No te muevas de
aquí.
Cosa que hice completamente atontada y ausente.
Debo haber tenido una cara espantosa, entre miedo,
incredulidad e ignorancia. Alguien me dio un vaso de
agua y café caliente; estaba muy pálida y me daban unos
temblores en todo el cuerpo que no podía controlarlos.
Regresó Mario, me tomó nuevamente del brazo
diciéndome:
-Vamos a casa.
Nadie dijo ni media palabra, yo mucho menos.
Me fui con él sin abrir la boca. Solo tenía deseos de
gritar, de llorar, de zapatear como un niño; hacía
esfuerzos sobrehumanos por contenerme. Llegamos a
casa y me preguntó qué había pasado, le contesté que
nada. No recordaba mi conversación con Vera; sabía
que la había llamado, pero no lo que le había dicho. Le
pedí que no habláramos, que lo hiciéramos al día
siguiente. No me encontraba en condiciones de hacerlo.
Le propuse que me dejara tranquila, que me iría por la

194
mañana temprano, incluso antes de que él despertara,
pero que ahora me dejara dormir. Me sentía muy
cansada, agotada. Me dijo:
-Bueno, acuéstate y duerme tranquila; mañana ya
hablaremos.
Dormí como un lirón. Desperté con la cabeza
que me estallaba de dolor. Me sorprendió despertar al
lado de mi marido, y más aún que me tuviera abrazada
por la cintura, lo que no me permitía moverme. Me
quedé tranquila y comencé a recordar la noche anterior,
pero no con claridad, no coordinaba muy bien lo
acontecido. Había demasiadas lagunas. Cuando
despertó, mis primeras palabras fueron para decirle que
estaba lista para irme, para salir de "su" casa
inmediatamente, que no quería violentarlo, que, si había
hecho algo malo, que me disculpara pero que no me
acordaba. No sé si me creyó. Puede ser que pensara que
era una treta femenina para regresar a la casa. Dios es
testigo de que no fue así. Tenía enormes deseos de
hacerlo, amaba a mi marido, pero no lo hubiera hecho
jamás con engaños ni estratagemas que no entran en mi
manera de ser. Hablamos largamente. No hubo ni una
sola palabra cariñosa, parecíamos dos personas que
trataban de negocios o hablaran de terceras personas.
Quedamos en que los dos haríamos lo posible
por llevar en común una vida apacible, sin
recriminaciones, sin acusaciones ni reproches, sin celos
y -su condición fundamental y defensiva- sin ningún
tipo de sutilezas, ni preguntas. En pocas palabras,
trataríamos por todos los medios de respetarnos y aún

195
de tolerarnos amistosamente. Acepté sus condiciones
que eran de un humillante machismo. Prefería cualquier
cosa a estar lejos de él; para mí su presencia física era
tan necesaria como el aire, el sol o el respirar.
Seguíamos compartiendo el mismo lecho, pero éramos
dos extraños. Al menos, lo fuimos por un corto tiempo.
Esa mañana, limpiando los libros del estante,
cayó al suelo un papel; al recogerlo vi que estaba escrito
a mano, con la letra de Mario. Curiosa como toda mujer,
lo leí. Grande fue mi sorpresa al ver que era un sueño
-para mí fue una pesadilla- que mi marido había tenido.
Por supuesto, era obvio que la P. que figuraba en el
escrito pertenecía al nombre de mi sobrina Patricia. El
relato decía:
SUEÑO
(18 de agosto de 1962)
Llego a algún sitio de algún modo. Entro a una especie de
bar: hay varias parejas que bailan, todos son jóvenes; las
muchachas me parecen bonitas. Busco con los ojos en todas
direcciones. Descubro, entre espaldas y cabezas, al fondo a P. y a
un muchacho de buena cara, a quien no conozco. El muchacho
habla con el rostro grave. P. sonríe. Viste de negro. Solo alcanzo
a ver su cabeza y sus hombros. Me empino para distinguir el resto
de su cuerpo y es en vano. P. me mira; sonríe con cierta picardía y
al instante se inclina un poco hacia su acompañante. Yo siento
una súbita angustia. P. y el muchacho se ponen de pie, avanzan
hasta media sala y comienzan a bailar. Yo los miro, no les quito
los ojos de encima un instante. Estoy cada vez más impaciente,
respiro mal. Entonces compruebo que P. y su pareja han
comenzado a empequeñecerse. Bailan a mi lado ahora y ya solo
196
me llegan a los hombros, al estómago, a las rodillas, son ahora dos
muñequitos minúsculos que dan saltos y me cuesta trabajo
distinguirlos sobre las losetas. Creo que me inclino y toco a P., un
segundo, con un dedo.
Una calle surge de pronto y yo estoy rodeado de gente que
me parece extraña, pero a los pocos momentos percibo los mismos
rostros que he visto en el salón de baile. Hay una gran agitación y
las personas cruzan a mis costados haciendo muecas de terror,
amenazando con el puño, cuchicheando. En ese momento veo al
animal que se ha escapado. Es grande y podría ser un toro, pero
su piel es dorada y se trata sin duda de un león. Todos huyen
despavoridos, yo también, en la carrera diviso un instante apenas
el rostro de P. Grito con todas mis fuerzas. El animal ha
derribado una puerta y se oyen chillidos de mujeres; yo entro a
muchas casas que abandono en el acto porque compruebo que las
puertas son demasiado anchas y no impedirán el paso del animal.
Por instantes siento el acezar de la bestia a mis espaldas, el
redoble de sus patas en la tierra. Me desespera la idea de
encontrar una puerta lo bastante estrecha para que yo consiga
entrar, pero no el animal. De pronto estoy caminando por la
misma calle, muy apacible y soleada, y abordo al primer
transeúnte y le suplico que me indique dónde se encuentra P. Se
ríe con malicia y yo le digo que tengo que verla, que he hecho un
viaje muy largo y que es preciso que le comunique un encargo de su
papá. El hombre hace un chiste obsceno y se va. Quedo frente a la
casa, al pie de un balcón, presa de una gran angustia. Hago
esfuerzos por serenarme. P. aparece en el balcón y me dice que me
vaya. Le suplico que me deje entrar y hablar con ella unos
segundos y P mueve la cabeza negativamente. Yo sigo suplicándole,
a gritos, mezclando ruegos e incoherencias y entonces siento una
sensación de fastidio porque me doy cuenta de que estoy llorando,
pero me calmo al ver que P. también llora. Me dice que puedo

197
pasar a hablar con ella. Hay otros muchachos en el balcón. Entro
a zancadas a la casa y en una sala de luces tenues veo parejas que
se abrazan y acarician. Las muchachas son jóvenes y los hombres
viejos. Pregunto a alguien por P. y me dice que está en el cuarto de
la Presidenta. Me señala una escalera. La subo corriendo,
atravieso un pasillo, me precipito sobre una puerta: es una alcoba,
dos jovencitos me miran con rencor y me dicen que no es allí. Salgo,
cruzo pasillos, toco puertas, ninguna corresponde al cuarto de la
Presidenta. La casa había sido una verdadera ciudad.
Enloquecido yo detengo a hombres y mujeres que están en los
pasillos y corredores, apelo a sus sentimientos, les ruego que me
digan cuál es el cuarto de la Presidenta. Todas las indicaciones son
erradas. Salto de un lado a otro, golpeo puertas, insulto a los
muchachos que aparecen, ahora sigo corriendo sin dejar de gritar a
P. Mi desesperación es infinita. La búsqueda se prolonga, parece
durar horas, tengo el pecho muy oprimido y por segundos pienso
que voy a morirme. Me da miedo. Sigo tocando puertas, subiendo
y bajando escaleras, preguntando a todo el mundo por el cuarto de
la Presidenta. Una mujer de uniforme, muy amable, me
tranquiliza y me conduce a una puerta grande y pintada de
amarillo. Jala un cordón del mismo color. La puerta se abre y veo
a P. en el umbral, con pantalones, muy pálida, los ojos enrojecidos.
Despierto.
París, 18de agosto de 1962
El fin de semana, tras aquella reconciliación, más
aparente que real, fuimos al cine y al teatro. Comimos
en un restaurante, conversamos comentando lo que
habíamos visto, pero nada de hablar de nosotros. No
me sentía bien, nuestras conversaciones frívolas e
insustanciales me hacían más daño. Segura con esa
sensación de vacío que me molestaba. Era absurdo no

198
recordar las cosas de tres días atrás. Me dolía mucho la
cabeza, me sentía rara. El lunes en la tarde, salí
temprano de casa y fui donde un médico que me había
atendido antes. Le conté lo que me pasaba. Su
diagnóstico me alarmó y atemorizó un poco. Me dijo
que estuve a punto de tener una crisis muy fuerte, que
por algunos minutos tuve un bloqueo cerebral. Me
recomendó descansar, evitar cualquier estado nervioso,
caminar mucho, que tomara aire puro, que debía
"desbloquearme" a mí misma de la tensión tan enorme
que me afectaba. Me dio unos tranquilizantes para que
los tomara al levantarme y al acostarme. Me fui a
trabajar sin contar a Mario de mi visita al médico. No
quería exponerme a que no me creyera y me acusara de
"dramática". Seguir las instrucciones del doctor. Hice un
gran esfuerzo por superarme a mí misma, luchar
conmigo mismo, alejar de mi mente lo que me
perturbaba y me fui sintiendo mejor. Dejé de tomar los
remedios. Siempre he tenido un poco de aprensión a
esta clase de medicinas tranquilizantes, y el
presentimiento de que algún día me jugarían una mala
pasada.
Los dos hicimos lo posible por llevar una vida
normal, y creo que lo logramos, aunque no totalmente.
Había siempre una barrera infranqueable y procuramos
ignorarla, era bastante difícil, pero estábamos saliendo
adelante y vivíamos tranquilos, sin discusiones ni peleas.
El río desbordado estaba volviendo poco a poco a su
cauce. Pero tan costoso e inestable equilibrio se
deterioró cuando empezaron a llegar las cartas de
Patricia. No le dije nada a Mario, tenía que callar si
quería conservar la tranquilidad aparente en la que

199
vivíamos. No le comenté de estas cartas. Cuando las
recibía yo, las dejaba sobre la mesa, era mi actitud
acostumbrada: el silencio. Hasta que un día no pude
más; todo tiene límite en la vida, y más aún cuando está
en juego la vida misma y la felicidad al lado de quien se
ama. Abrí una de ellas, la leí, la cerré y la volví a dejar en
su sitio. Mario se dio cuenta y me preguntó qué había
pasado con esa carta que parecía haber sido abierta. No
contesté. Yo también estaba aprendiendo a mentir y
fingir -con tan buenos maestros era imposible que no lo
hiciera-. Arriesgándome mucho, le escribí a Patricia para
pedirle que ya no le escribiera a Mario; le pedía que, por
favor, me dejara tranquila con él. Ella tenía toda la vida
por delante dada su juventud. No le hada ningún
reproche; al contrario, solo la reflexionaba sobre el
dolor, sufrimiento y daño que me causaba. Además, le
decía que mi cariño por ella era sincero. Que
comprendía que se sintiera atraída por su primo.
Patricia me contestó en francés -para practicarlo
¿quizás?- de esta manera, con una tremenda ironía, me
hirió enormemente.

200
XV

Su carta estaba fechada en Lima el ocho de


octubre de 1962.
"Querida tía: Hace cinco o seis días que he
recibido una carta tuya, es tan extraña y desesperada.
Pero ¿qué quieres tú que te diga? Las cosas han pasado
así. Si has leído mi carta a Mario no hay nada que hacer.
Hay cosas tan imposibles y absurdas que suceden. Me
dices que me he portado mal contigo, eso
probablemente; en fin, hay dos cosas que tú me ruegas
en tu carta: que no te haga más daño y la otra que no le
escriba más a Mario. Hay otra cosa que también me
dices, que vives nuevamente con Mario. Si ustedes viven
juntos, sigan así y sean felices, mis niños, yo lo deseo.
Entonces no escribiré más a mi primo porque yo no
quiero hacerlo más. Pase lo que pase no haré nada, no
tengas miedo, no temas nada. Yo sé lo que te digo, todo
probablemente es culpa mía. El único error que ha
cometido Mario ha sido ir a buscarte antes de que llegue
mi carta, pues si él sabía que iba a volver a vivir contigo,
debió esperar dos días solamente.
¿Para qué darte un sufrimiento más y una duda
más si no iba a separarse de ti? Si un bebé pequeño
viene a mi casa y me rompe un vaso yo lo perdono
porque él no sabe lo que hace; tú debes hacer lo mismo
con Mario, yo soy la culpable de todo; tal vez, lo hice
consciente.

201
Estoy aniquilada con la muerte de Wandita; nada
me puede hacer feliz por el momento. Si supieras que
desde que te has ido nos hemos encontrado y
enfrentado con esta realidad tan horrible más de cerca.
Todo ha vuelto a ser como antes en la casa, pero sin ella,
y se nota más que nunca el vacío que ha dejado.
Mi papá te ha escrito una carta mandándote las
sumas que le pedías, pero lo hizo a la casa de María
Escudero; tu carta en la que dices que vivías de nuevo
en tu casa llegó un poco tarde, SORRY, pero tendrás
que ir a recogerla allá.
En estos días te mandaré una carta dándote
poder para que me recojas TÚ mis diplomas, pues
Mario ha ido a la Sorbona a pedir copias y me dijo que
le mandara esta carta; mándamelos tú, llegarán con más
seguridad, pues los de la Universidad son unos
incumplidos. Perdona que te pida este favor, pero Mario
había hablado ya sobre esto en la Sorbona.
Me olvidaba de decirte algo; en casi toda tu carta
me dices que me quieres muchísimo, comprendo que
esto no debe ser del todo cierto; si lo haces para que yo
no te haga más daño, no lo hagas, no hay necesidad,
debes sentirte muy mal. Mario no sabía que tú me has
escrito ni que has leído mi carta, eres tú quien debe
pensar que yo no te quiero. Mil cariños.
Patricia
P.D. Tú estás muy nerviosa y confusa. Hay
párrafos en mi carta a Mario que no debes haber

202
comprendido bien. No tengas miedo, yo sé bien lo que
has comprendido y lo que no has comprendido".
Una cosa era cierta: mi angustia tan grande. La
carta de Patricia, con tanta ironía, me hería muy
profundo; en vez de tranquilizarme, me ofuscó mucho
más. ¿Para qué Patricia me comentaba que Mario debió
esperar que llegase su carta antes de llevarme a casa? Me
decía tantas cosas que me abrieron una compuerta que
antes estuvo cerrada para mí. Ella fue más sincera que
Mario. Seguí callando y soportando todo. Nunca revelé
a mi marido mi correspondencia con mi sobrina;
hubiera sido el fin del mundo.
Resolví, entonces, escribirle a una tía de Patricia.
Me sentía tan confundida, no sé, no veía claro en mí
misma. Confundía las cosas, las mezclaba, es decir, me
convertí en otra persona. Recibí esta carta de la tía de
ambos:
"Lima, 9 de octubre de 1962
Querida Julita: El sábado seis recibí tu carta del
primero y podrás imaginarte cómo me quedé. Ante
todo, Julita, debo pedirte que debes tener mucha calma
y tratar de serenarte un poco; veo con una pena enorme
que estás completamente fuera de ti y comprendo
perfectamente que toda esta tragedia no es para menos,
pero, Julita, tú eres muy inteligente y buena y, sobre
todo, tienes fe en Dios, así que no me explico que
puedas llegar a desesperarte en tal forma. Tú sabes que
en esta vida todo tiene remedio, menos la muerte; claro
que tu sufrimiento y desesperación en estos momentos
no tienen límites y me imagino cómo estaría yo en tu
203
lugar, pero si pierdes la fe en Dios, que es lo único que
te puede ayudar en este caso, estás perdida, así que te
ruego que trates de serenarte, yo tengo confianza en que
todo va a arreglarse en alguna forma y paso enseguida a
explicarte punto por punto todo lo que he hablado con
Patricia. Tu carta me puso tan nerviosa que pensé y creí
en ese momento que el desenlace de todo esto sería
inmediato, y, por lo tanto, me pareció que no debía
perder ni un minuto en hablar con Patricia. Como te
decía, tu carta la recibí el sábado a las siete de la noche y,
por esas casualidades, yo venía sola, así que Jorge no se
enteró del asunto; inmediatamente me fui a casa de
Lucho y el ambiente estaba propicio para hablar, pues
Lucho se había ido a las carreras y parece que no
regresó hasta muy tarde; por otro lado, Olga había
tenido un día muy malo, no se había levantado de la
cama; se pasó el día durmiendo (yo creo que había
tomado pastillas, aunque ella lo negó). Le dije, pues, a
Patricia que quería hablar con ella y que fuera a mi casa
el lunes, pero tú sabes cómo es ella, con la ansiedad, y,
sobre todo, como seguramente calculaba de lo que se
trataba, insistió en hablar de inmediato. Nos encerramos
en su cuarto y fui de frente al asunto. Antes de seguir,
Julita, quiero aclararte una cosa que me tiene algo
nerviosa, tú me pides en tu carta del 1ero. que hable con
Patricia sin rodeos, y así lo hice, pero en tu carta que
recibí ayer, lunes, con fecha tres, me pides que no le
diga a Patricia que yo había hablado ya de este asunto
contigo, sino que lo hiciera como si fueran deducciones
mías. Esto es imposible, Julita, pues lo que era necesario
era que hablara con ella completamente claro. Como te
repito, creo que has estado un poco ofuscada, pues me

204
pides que hable con ella sin rodeos en tu primera carta y
en la segunda me dices que no le diga que he hablado
contigo de este asunto; desgraciadamente, cuando llegó
tu segunda carta yo ya había hablado con ella. De todos
modos, no es para que te pongas nerviosa, pues yo se lo
he dicho de forma tal que de ninguna manera te he
hecho quedar mal. Pero es mejor que pase a contarte en
detalle. Le dije que acababa de recibir una carta tuya en
la que te notaba muy nerviosa y que como suponía que
ella también estaba en un estado de ánimo que
necesitaba ayuda, me permitía hablarle de Mario. Te
aseguro, Julita, que al principio temía mucho la reacción
de Patricia, pues creía que no iba a permitir que yo me
metiera en este asunto, pero fui decidida a parar el
choque; sin embargo, no fue así; en ningún momento se
ha violentado y más aún parece que para ella ha sido un
alivio poder hablar claro con alguien, sobre todo que yo
la he aconsejado y le he dicho en todo momento que lo
único que trato es de ayudarla. Le dije que un día,
hablando yo en Lima contigo, YO te había movido el
punto pues ya sospechaba algo, y que como tú estabas
sumamente nerviosa no pudiste negarme mucho; ahora
bien, en ningún momento le he dicho que tú me has
contado, sino únicamente que me has pedido que hable
con ella porque sabes que necesita de alguien que la
ayude en todo este asunto. En esto es que me he puesto
nerviosa, Julita, porque en tu segunda carta me dices
que solo le diga que le hablo por suposiciones mías;
pero, por otro lado, creo que te has olvidado que
también en Lima, uno de los últimos días que estuviste
acá, me dijiste que tú le habías dicho a Patricia que
hablara conmigo en caso necesario. También le he

205
hecho ver claramente que lo que tú quieres ante todo es
también el bienestar y la tranquilidad de ella misma,
debido al cariño que sientes por ella. Te diré que ella ha
estado muy comprensiva en todo y bien, Julita, yo
comprendo que motivos no te faltan para estar nerviosa,
pero me parece que estás más de lo necesario, pues no
creo que Patricia pueda mentirme a tal extremo. De
frente le pregunté si ella estaba enamorada de Mario,
pero en esto no me contestó nada definitivo; entonces
la obligué en una palabra a decirme si Mario estaba
enamorado de ella; me dice que sí, pero que también
sabe que Mario se enamora un tiempo y después se le
pasa.
Le dije que si no estaba enamorada de Mario por
qué se escribían y qué planes tenían; me ha jurado que
no tienen ningún plan en absoluto y creo que no me ha
mentido, Julita; me dice que Mario se va a Méjico, y
cuando le pregunté si sabía si vendría al Perú, me dijo
que no creía y, además, que, aunque viniera, ella no
podría verlo porque seguramente no se atrevería a
presentarse ante Olga. Tal como me pides en tu carta, le
he hablado hasta el cansancio del enorme sufrimiento
que sería para Oiga y Lucho si se enteraran de todo esto,
que suficiente desgracia ya han tenido con la pérdida de
Wanda, a lo que ella me ha contestado que lo
comprende perfectamente y que, por su parte, no piensa
volver a escribirle a Mario y que así se lo ha hecho saber
en su última carta. Como el sábado no pudimos hablar
muy largo, ayer lunes fui por ella y me la traje a
almorzar y hemos conversado toda la tarde.
Nuevamente insistí en que me dijera la verdad, y le dije
de frente qué haría ella, digamos, en el caso de que

206
Mario le mandara un pasaje para irse a otro país, y su
respuesta, Julita, creo que ha sido sincera, y te diré
textualmente lo que me ha dicho: "Bertha, te juro por el
alma de Wandita que nunca cometería semejante
barbaridad y, además, no le voy a escribir a Mario. Yo sé
que ahora está viviendo nuevamente con mi tía;
seguramente se van a amistar y también sé que nunca
podré llegar a nada con Mario, porque además es mi
primo hermano". Bueno, quizás tú pienses que me ha
convencido para despistarme, yo también al principio
creía, pero no creo, Julita, que me jure por el alma de su
hermana en falso; además, he insistido tanto que ya la
chiquita se me impacientaba. Ayer le he preguntado una
y mil veces si Mario le había propuesto algo o si tenían
algún plan preparado y aquí nuevamente me dijo: "Ya te
he jurado por el alma de Wandita que no pienso hacer
nada, ni irme a ningún lado con Mario y él tampoco me
lo ha propuesto, pues para mí hacerles algo semejante a
mis padres sería igual que agarrar un revólver y matarlos,
y esto sería menos cruel aun que si hiciera lo que tú
piensas, porque sería destrozarles la vida". Le he
recomendado mucho que no le diga a Mario que le has
escrito y me ha prometido que no lo hará. Espero que
así sea, porque además me dice que no le va a volver a
escribir; no creo que lo haga, créeme que, si en todo
esto Patricia me ha mentido, no le volvería a creer
nunca nada, y sería una gran decepción, como se lo he
dicho a ella misma, en vista de la forma en que me ha
hablado. Con respecto a la frase, esa que le dice a Mario
"aún tenemos tiempo... etc.", no le he tocado el punto,
porque hubiera sido decirle que me has contado

207
pormenores; me he conformado con lo que me ha
jurado por Wanda que no haría nunca una locura.
Dios quiera, Julita, que todo esto sea el comienzo
de un arreglo entre tú y Mario, pues, aunque ahora él
esté indiferente, ya es mucho que te haya llevado a tu
casa y que estén viviendo juntos y si él ve la firme
decisión de Patricia de no querer nada con él
seguramente tendrá que desistir de su locura, y con
paciencia y un poco de tiempo lógicamente volverá a ti.
Así lo deseo y te ayudaré a rezar para que así sea; no
puede haber, hija, tanta tragedia junta. Dios no lo ha de
permitir. Si me permites que te aconseje, procura que
Mario no te note nerviosa y ansiosa, más bien muéstrate
un poco indiferente en la medida de tus fuerzas. Quizás
a Mario no le parezca un imposible por Patricia, pero
ella me ha dicho claramente que bajo todo punto de
vista está convencida que sí, que es un imposible. Le he
tratado de explicar que el mundo no se ha acabado para
ella, que es una criatura y que, si cree que ahora está
sufriendo, que se consuele con la satisfacción grande
que es saber que no le está haciendo daño a nadie, y que
cuando pasen algunos años todo no le parecerá sino una
pesadilla. En todo está de acuerdo conmigo y me da la
razón, lo que me ha dejado bastante tranquila. Una cosa
más me olvidaba; me dices que no se entere Patricia de
que tú has agarrado su carta para Mario, pero ella me ha
dicho que tú le dices en tu carta que tienes esa carta en
tu poder; yo, por supuesto, ante esto me quedé callada.
Oye, Julita, acabo de leer mi carta y veo que es de lo
más confusa, pero no sé cómo explicarte más claro, te
he escrito como si estuviera hablando contigo y ojalá
me comprendas todo y estés de acuerdo en la forma

208
como he hablado con Patty; quisiera que esta, en lugar
de carta fuera cable para que llegara hoy mismo, y sobre
todo ruego a Dios para que te dé un poquito de
tranquilidad. No me pidas disculpas por preocuparme
con tus asuntos; qué ocurrencia, Julita, cualquier cosa
que quieras, escríbeme nomás, y haré lo imposible por
tratar de solucionar algo en la medida de mis
posibilidades. Tienes que luchar mucho, Julita, y a
fuerza de muchas lágrimas y sufrimientos, pero te repito,
no pierdas la fe, ahora tengo la esperanza de que todo se
arregle. Patricia me ha pedido mucho que no se vayan a
enterar Lucho y Olga de todo esto; yo, por mi parte, le
he dicho que de mí no saldrá una palabra como
supondrás, pues la verdad, Julita, sería algo que los
mataría a los dos. Patricia me dijo que te iba a escribir
hoy, ojalá recibas las dos cartas juntas. Te ruego que me
escribas cuanto antes, porque estoy preocupada; ojalá
tuvieras un tiempito para contarme cuáles son las
últimas reacciones de Mario. Sería bueno que mi carta la
rompieras de inmediato, porque sería tremendo que
Mario se enterara de que yo he intervenido en este
asunto; creo que se pondría furioso. Espero que toda
esta tragedia quede en nada, tanto por ti como por la
Patricia y por el mismo Mario. Chau, sobrina, espero tus
noticias y mientras tanto recibe miles de cariños y
abrazos de, Bertha".
La carta de Bertha me hizo ver claramente, en
primer lugar, que yo no estaba ni estuve nunca
equivocada en mis sospechas del amor de mi marido
por su prima, puesto que ella misma lo había confesado
y confirmado en sus charlas con su tía. Callé también
esto. El hablar con Mario hubiera sido implicar a gente

209
de buena voluntad que trataba de ayudarme. Con esa
carta, que era una evidencia, podría haber hecho
muchas cosas, por ejemplo, enviarla a mi cuñado y
hermana y hacerles ver qué era lo que pasaba. ¿Pero
hubiera sacado algo con eso? No, al contrario, hubiera
despertado más la violencia de Mario. Preferí guardar
aquello muy dentro de mí. Seguir a su lado como si
nada supiera, pero era muy difícil, teniendo la seguridad
de que el hombre que uno ama, ama a otra persona, y
peor aún si esta es como una hija. Ya no eran simples
sospechas. Me quedó un dolor profundo en el corazón,
pero no podía hacer nada; opté por el silencio y por la
esperanza de que el tiempo y la distancia hicieran que
las cosas cambiaran de rumbo.
Por esa misma época sucedieron varios
acontecimientos que me distrajeron un poco de mis
problemas. Mario había presentado La ciudad y los perros
al concurso Biblioteca Breve de Seix Barral, aunque él
no quería hacerlo, pues se sentía inseguro. Lo animé
mucho para ello; también Carlos Barral lo alentaba
constantemente. Siempre tuve fe en su carrera de
escritor. Pasamos días llenos de nerviosismo y de
esperanza. Yo tenía la absoluta seguridad de que Mario
ganaría el premio. Trabajó mucho en esa novela -cuatro
años-; entonces, por justicia, pensaba que le
correspondía, además de que era una buena novela.
Hablábamos mucho sobre esto; para Mario sería su
primer paso hacia el camino que tendría que recorrer,
pero ya con pasos más firmes, con un buen comienzo.
La noche de la entrega del premio llegó finalmente. Lo
acompañé a la radio, me fui a la sala de télex a recibir la
noticia. Subí y bajé las gradas más de cien veces, y la

210
esperada noticia no llegaba; entretanto, hacía señas a
Mario mientras él seguía trabajando en su informativo, y
¡Bendito sea Dios!, la máquina comenzó a dar los
nombres de los premiados. Mario había ganado el
Primer Premio.

211
"La mujer es tan necesaria para el goce del hombre y para su triunfo
que, se puede decir, que si no existiera, los hombres la habrían
inventado"
Simone de Beauvoir

XVI

Mi alegría era tan grande que enmudecí.


Arranqué el télex de manos del operador y bajé las
gradas como alma que lleva el viento. Entré en la
oficina donde estaba mi marido y se lo alcancé; yo
lloraba de alegría. Los dos no sabíamos qué decir, nos
mirábamos incrédulos. Una cosa es tener esperanzas en
algo, y otra muy distinta el que esa esperanza se haga
realidad. Después de mucho tiempo me besó y me
abrazó muy fuerte; su emoción era inmensa. Todos nos
miraban extrañados sin sospechar lo que pasaba. Les
dimos la noticia, fue algarabía general, por poco esa
noche no sale al aire la emisión en español. Trajeron de
no sé dónde una botella de champagne para brindar por
el éxito de Mario; ¡qué orgullosa me sentía, no me
cambiaba por nadie! Después de terminar su trabajo,
Mario y yo nos fuimos a casa llenos de euforia y tan
212
felices como hacía largo tiempo no lo habíamos estado.
En la mañana, temprano, llegó un cable de Carlos Barral
anunciándole la gran noticia, y un poco después uno de
mi cuñado Lucho, felicitándolo. Ya se sabía la noticia en
Lima.
Días más tarde Mario tuvo que viajar a Méjico.
El Presidente de Gaulle asistiría a una reunión y
exposición en esa ciudad, y la radio lo comisionó para
que cubriera la noticia y realizara otros reportajes. Antes
de viajar me pidió que pasara una vez más a máquina La
ciudad y los perros, cosa que hice para llenar las horas de la
noche en que me acometían miles de fantasmas,
analizaba obsesionada mente nuestras vidas. Recibí su
primera carta, bastante lacónica, sin siquiera una palabra
de encabezamiento y que decía:
"Méjico, 16 de octubre de 1962
Este viaje comienza mal. Anoche casi nos
matamos al aterrizar, en los recortes verás que "los
pasajeros no se dieron cuenta de nada", lo que es de un
cinismo increíble. Todo el mundo casi se vuelve loco de
susto, pero sobre todo yo, ya te puedes figurar. Me he
quedado con los nervios mal, otra vez. Y para remate
tuve que comenzar a trabajar esta misma mañana, sin
ánimos. En fin, te escribo ahora solo unas líneas para
que sepas la dirección. Me quedan en este hotel, que es
bueno y barato. Confío en que estés tranquila y que
todo vaya bien por allá. No dejes de avisarme si Carlos
Barral recibió el manuscrito de mi novela. No te puedo
contar nada de Méjico, solo he visto el Bosque de

213
Chapultepec, donde está la exposición. Ya te escribiré
más largo pronto. Recuerdos a José María. Mario".
Mario no se cansaba de corregir La ciudad y los
perros y enviaba a Carlos repetidamente nuevos
manuscritos.
Los recortes de prensa que me incluía eran
realmente alarmantes; sus titulares decían: "LA
MUERTE RONDÓ ANOCHE A 140 VIAJEROS EN
UN JET" y el artículo era el siguiente:
"Ciento cuarenta personas -130 pasajeros y 10
tripulantes- que viajaban en el Jet Boeing 707 de la ruta
París-New York-Méjico estuvieron anoche a punto de
sufrir una catástrofe por impericia del piloto que
conducía la nave. El avión trató de aterrizar a toda
velocidad y "se comió la pista". Para salvarse del
desastre, el Jet volvió a elevarse. La torre de control del
aeropuerto, extrañada por la inesperada maniobra,
preguntó hasta cinco veces al piloto Georges Bernard
las causas que lo obligaron a tomar altura. Hasta la
última llamada el capitán de la nave contestó y dijo que
una vaca se le había atravesado en la pista.
Inmediatamente se mandó a inspeccionar la pista y sus
alrededores y el animal no apareció por ningún lado.
Por tanto, la torre atribuyó la maniobra del piloto a que,
habiéndose "comido" la carpeta asfáltica por excesiva
velocidad, tuvo que elevarse nuevamente para evitar un
desastre. Por su parte, la aeromoza Luisa Guillén
explicó que cuando el avión enfilaba para tomar la pista,
sorpresivamente rugieron los motores y el jet volvió a
tomar altura. Ella dice que acudió a la cabina de pilotos

214
y estos le informaron que una vaca invadía la pista. La
señorita Guillén informó entonces a los pasajeros que
darían otra vuelta sobre la ciudad de Méjico antes de
aterrizar. Afirmó la aeromoza que los pasajeros no se
alteraron ni se dieron cuenta del peligro que corrieron.
Entre los viajeros venía el señor Humbert Rousselir,
Jefe del Servicio de Expansión Francesa Económica en
el extranjero; el señor Roger Philippon, Presidente de la
Exposición del Libro en el extranjero; Roger Monteil,
Director del Instituto de Investigaciones Siderúrgicas;
Albert Treca, Ministro de Relaciones Exteriores de
Francia, que asiste a la Exposición Técnica Francesa y
otras personalidades". Junto con este había varios
recortes de otros periódicos que me enviaba. Me puse
tremendamente nerviosa y preocupada por él. Desde el
accidente donde perdió la vida Wandita, le quedó como
un trauma por los aviones.
En esos mismos días, recibí otra carta de Patricia.
Era la que había prometido escribirme, pero que llegó
retrasada. En la forma que se dirigía a mí contrastaba
con todo lo que le había hablado a su tía Bertha. Me
parecía mentira estar leyendo la carta de una criatura de
dieciséis años; decía:
"Lima, 26 de noviembre de 1962
Querida tía: Hoy en la tarde he leído la carta que
le ha mandado a Bertha. Soy yo la que tiene que
contestar a tus 2 preguntas. No he sabido sino por tu
carta que Mario ha estado 24 horas en Lima. No sé cuál
ha sido el objeto de su venida si es que estás segura que
lo ha hecho, como dices en tu carta. No tenía idea que

215
había estado aquí porque ni me lo había dicho ni lo he
visto tampoco, más aún ni siquiera he hablado por
teléfono con él, tienes que creerme. En segundo lugar,
no sé con quién diablos ha hablado Mario por teléfono
desde París, pero conmigo no ha sido. Creo que lo que
deberías hacer es preguntarle y así verás que no tengo
nada que ver en esto. Te juro (no por Dios, porque
cabría la posibilidad de mentirte) sino por mi hermana,
que todo lo que te estoy escribiendo es cierto.
No sé en qué te basas para afirmar que le he
escrito allá y a Méjico.
Desde ESA CARTA que te escribí no le he
escrito sino una vez y fue cuando llegó a Méjico para
pedirle que no me escribiera más y para tratar de
convencerlo que Bertha no me había engañado a mí, ni
que lo que sabía se lo había dicho a toda la familia.
Hace bastante tiempo que ÉL no me escribe
tampoco, tanto es así que ni siquiera me ha escrito por
mi cumpleaños. Eres tú, tía, la que se empeña ahora con
tus nervios en destrozarse más y revivir todo esto que
por lo demás ya hacía más de un mes de lo cual no se
hablaba. En tu carta haces una especie de amenaza,
contarle LO QUE LE HA SUCEDIDO A MARIO, a
mi papá. Siento en el alma tener que recordarte algo que
mi hermana te pidió una vez: no vengarle con mis papás
por cualquier lío que tuvieras con nosotras. Cualquier
cosa que tengo que decirte no voy donde tus papás ni
donde tu marido, sino que te lo digo a ti. Eso quiero
que hagas conmigo, TE LO RUEGO. No meterte con
mis papás. Haz de cuenta que ellos nada tienen que ver

216
conmigo. ¿Qué sacarías contándoselo a mis papás?
Amargarlos y nada absolutamente nada más. Te suplico
que los ODIOS, RENCORES Y
DESESPERACIONES sean para mí.
En tu carta eres tú la que me presenta como la
víbora y a Mario como el angelito. ¿Qué harías, Bertha,
si llevaras a vivir a tu casa a la hija de tu hermana y
ELLA ENAMORA A JORGE? ¡Qué atrocidad! Bonita
manera de resolver y pensar las cosas. Lo que debí hacer
en cuanto le pasó eso a Mario fue venirme a Lima YO
NO HE SIDO DE MI PRIMO ESO QUE TÚ
PIENSAS. ¡Cuidado! Tú exageras las cosas, tú estás
muy nerviosa y desesperada, eso lo comprendo. Si estás
viviendo con Mario encuentro absurdo el que me siga
escribiendo y absurdo también que te sigas imaginando
cosas y encima contrarias a lo que han sido en realidad.
¿Por qué no tratas de olvidarte de esto, tía? NI
PIENSES, NI ESCRIBAS, ni hables de esto. Si Mario
está viviendo contigo es seguramente porque también lo
piensa así. Debes olvidarte de la DESLEALTAD TAN
GRANDE DE TU SOBRINA. Yo también tengo
mucho que olvidar. Con mi primera carta me echaba yo
la culpa de todo porque pensaba que así tenía y debía
hacerlo, pero ahora yo también estoy asqueada de tantas
cosas que ni ánimos para eso tengo.
Tu famosa carta me ha irritado terriblemente.
Comprendo que con esta carta pase algo igual; te ruego
no escribir más, tampoco a Bertha sobre esto, pues
desde ahora en adelante nadie me sacará media palabra.
Hasta pronto, Patricia.

217
P.D. No muestres esta carta a mi primo, él te
haría un escándalo, un sufrimiento más para ti. ¡Ah, me
olvidaba!, trata de ayudar a Marito en desprenderse de
las garras de esta víbora que lo ha hecho caer en una
cosa tan desleal".
Cuando terminé de leer la carta de mi sobrina,
temblaba entera, no podía concebir que una niña me
escribiera en semejante forma, con tanto rencor, hasta
con cierto odio acumulado. Parecía que la engañada
fuera ella, que el estar viviendo nuevamente con mi
marido fuera para ella una ofensa terrible. No sabía qué
pensar. Nunca pretendí vengarme. El tiempo le
demostraría lo equivocada que estaba. Eso sí, no cejé en
mi lucha por no perder a Mario, pero a ella nunca la
ofendí. En cambio, ella sí lo hizo conmigo y mucho.
Incluso hasta la justificaba atribuyendo esta situación a
cosas de su edad; era una niña que quería ser mujer a
toda costa y que se encontraba víctima de un amor
desgraciado. Si yo hubiera hablado con mi hermana y
mi cuñado oportunamente, me hubiera evitado todos
los sufrimientos, además que hubiera sido lo justo;
pensé en ellos mucho más que Mario y Patricia. El
tiempo es un paliativo para el dolor, y la comprensión
de una mujer que ama da lodo por el ser amado; es por
esta razón que, llegado el momento, les dejé el campo
libre sin reproches, sin rencores. Lo que viví fue solo
mío, para qué lo iba a decir, ¿acaso podía pretender
encontrar eco en dos personas que solamente pensaban
en sí mismas? No, no encontraría nada como que así
fue.

218
En mi soledad tenía mucho tiempo para pensar.
Con José María, que por unos días se alojó en casa,
íbamos a los museos, dábamos largos paseos, pero
nunca le dije nada de mis "obsesiones", como las
llamaba Mario, y segura metida en mi silencio. Día a día
me encerraba más en mí misma. Al irse José María
nuevamente me quedé sola con mis amarguras y eran
estas tan horribles que me dañaban hasta lo más
profundo de mi ser. No sabía qué camino temer;
adoraba a mi marido, pero no me resignaba a ser
simplemente su amiga. Nuestra vida íntima casi no
existía. Rara vez se acercaba a mí, para alejarse
nuevamente. Yo no podía ser solo ese objeto que se
toma y se deja cuando se quiere. En nuestras relaciones
era frío, no ponía nada de cariño, nada de ternura, algo
completamente maquinal. Decidí que antes de seguir
con esa farsa de matrimonio, lo mejor era terminarlo. Le
escribía Méjico en estos términos a Mario.
Le pedía que nos separáramos de buena manera,
que no quería que llegáramos a odiamos. Sin mencionar
las cartas de mi sobrina, le decía que estaba enterada de
muchas cosas, pero que no tuviera miedo a ninguna
bajeza, que lo dejaba en libertad para que viviera como
él quería hacerlo. Le decía inclusive que aceptaba todo
lo que pudiera decirme, que, si se había enamorado de
otra mujer, me lo dijera. Que con un poco de paciencia
podría alcanzar todo lo que deseaba sin hacer daño a
nadie; que después de separado de mí, no llamaría la
atención que buscara nuevos rumbos en su vida.
No nombré a nadie en especial. Quería seguir
evitando sus negativas, sus reproches y sobre todo sus

219
acusaciones de que yo estaba calumniando a una
inocente criatura. En fin, una vez más le abrí el corazón,
pues ya no podría continuar martirizándome a mí
misma. Por un lado, las insolencias de mi sobrina; por
otro, las negativas y mentiras de mi marido. ¿Hasta
cuánto puede aguantar una mujer? Ya había llegado a mi
límite de humillaciones. Recibí la siguiente contestación:
"Méjico, 3 de noviembre de 1962
Negrita: Hoy recibí juntas dos cartas tuyas, la primera
que había andado extraviada en la Embajada, y la del 31.
Una vez más, siento una gran confusión, una gran
amargura. Me duele horriblemente verte en ese estado
de desesperación porque sé que soy el responsable. La
vida es bastante absurda. ¿Quién me iba a decir que yo
también terminaría en un marido modelo? No te he
escrito hasta ahora, no por cálculo como crees, sino por
simple confusión. Además, mis nervios van de mal en
peor. La altura me ha sentado mal, he tenido mucho
trabajo aquí y tuve que pasar varios días en el interior,
cerca de Pátzcuaro, haciendo un reportaje sobre la
celebración de la Fiesta de los Muertos por los indios
tarascos. Eso y lo demás han acabado con mis nervios.
Ya sé que no es ningún consuelo, pero yo también estoy
"a bout" y mi cabeza es un hervidero.
Me dices que ya sabes todo, y que has tomado la
decisión de irte a Bolivia. No lo hagas. Espérame en
París. Trataré de que las cosas vayan mejor en el futuro.
No quiero que me perdones nada, solo que trates de
comprender. Espero que podamos salir adelante. Ya no
te tortures más por lo que más quieras, no sabes cómo

220
me haces sentir con tus reproches. Parto pasado
mañana a Cuba, donde estaré unos 15 días. Regresaré de
allí a París por Praga, donde tendré que quedarme un
día seguramente.
Hago este viaje sin entusiasmo, como todo ahora.
No puedes saber lo amargado y dolorido que estoy. Sé
que tú también vives una especie de infierno. Haremos
lo posible por salir de él, pero sin mezclar a nadie más.
Pienso que algún día comprenderás que las cosas no
son tan fáciles como parecen, que no se puede condenar
y juzgar como tú lo haces. Pero mejor es no hablar más
de eso, por lo que más quieras, nunca más. Escríbeme a
la Embajada Francesa en La Habana. Yo lo haré de allá
también si no se cae el avión. (Esta idea se ha
convertido en una especie de fascinación para mí desde
hace un tiempo y a ratos tengo la impresión de que, si
tuviera que elegir, escogería ese tipo de muerte).
Te dejo ahora, te suplico que no te desesperes en
esa forma, por lo que más quieras, Julia. Mario".
La carta de Mario me desconcertó y anonadó.
Yo presentía que estaba sufriendo, pero no podía llegar
a saber cuál era la realidad de sus padecimientos. Si bien
me los dejaba entrever, no hablaba con franqueza. Tenía
que aceptar lo que él decía, lo amaba, ¿qué podía hacer?
Callé la evidencia que encontré en las cartas de Patricia,
no por miedo a un escándalo como ella decía, sino para
no poner a Mario frente a sus mentiras, no quería
descararlo. No le hacía reproches, solo le decía la verdad
de mis sentimientos. ¿A quién más que a él podía
decírselos? Pero lógicamente mi sinceridad la tomó él

221
como reproche. La verdad tenía que deducirla por mí
misma y fue lo que hice. Patricia me decía que no
escribiría más a Mario, que había cortado todo con él.
Confié en eso. Entonces la única verdad era que él
quería a su prima hermana, y que vivía en ese infierno
conmigo amando a otra persona. Pero no me dejó ir, le
ofrecí su libertad y no quiso aceptarla, ni que me fuera.
¿Qué quería? Sin analizar más la situación, me quedé en
París y lo esperé con la ilusión de poder compartir
nuevamente nuestra vida. De tratar de ser felices, de
hacer lo posible por lograr la paz, la tranquilidad.
Aunque en su carta no me decía ni una sola palabra de
cariño, por lo menos prometía que las cosas se
arreglarían, que viviríamos de otra manera, que
reconstruiríamos lo que estuvo a punto de deshacerse.
Confiaba en todo aquello, en sus promesas, y lo esperé
con gran cariño, con gran emoción y con todo mi amor.
De Méjico, como me decía en su carta, lo enviaron a
Cuba. Fue la época de la invasión a la Bahía de
Cochinos. Yo seguía trabajando y copiando su libro, a
pesar de que ya se habían enviado todos los ejemplares
que necesitaba para la editorial, para su publicación.
Hasta que una mañana en la oficina me enteré de que
Mario llegaba de Cuba. Desde que salió de Méjico no
tuve ninguna otra noticia.
El día que Mario regresó, esperé ansiosamente su
llegada, con los nervios en tensión. Me preguntaba mil
veces cómo me vestiría, qué le diría al verlo, en fin, un
cúmulo de interrogantes. Sentía esa maldita muralla que
se había levantado entre los dos. Ambos sabíamos que
había una sombra que nos separaba, pero ninguno se
atrevía a nombrarla. Yo cumplí mi promesa de no

222
volver a tocar el problema que nos incomodaba por
diferentes razones, pero estaba allí y no podíamos
liberarnos de él. Examinaba su carta en la que me negó
la separación. La leí tantas veces que la sabía de
memoria. Ansiaba confiar en sus palabras, me
desesperaba por confiar nuevamente en él, traté de
hacerlo con la mejor buena voluntad y estuve a punto
de lograrlo. Lo esperé en casa, en nuestra casa. ¡Qué
horas más largas! En cuanto llegó, me besó y me abrazó
con ternura, con una fuerza desconocida desde hacía
tiempo. Era como si quisiera transmitirme una
seguridad que yo no sentía completamente, como si
deseara convencerse a sí mismo que esperaba anhelante
el momento de nuestro reencuentro. Me acuerdo que
tenía puesto un terno negro de cordero y que le
quedaba muy bien. Me trajo cosas muy lindas de regalo,
aún las conservo todas. (Después me enteré que a
Patricia también le había enviado desde Méjico un lindo
prendedor). Descansó un momento. Me eché a su lado
en la cama, me apoyé en su hombro y así estuvimos
largo rato, en silencio, en ese silencio que a veces dice
más que todas las palabras. Me invitó a cenar a un
restaurante cerca de casa. Salimos. Al pasar por una
joyería del Barrio Latino, me apretó la mano y me dijo:
Ven, entremos. Quiero regalarte algo lindo.
Yo me sentía feliz y desconcertada. No sabía
cómo actuar, no sabía qué escoger, miraba todo lo que
había a mi alrededor, hasta que finalmente me decidí
por un lindo reloj de oro, muy pequeño, una belleza.
Pero me preguntaba qué significaba esta atención; ¿era
un regalo o una compensación? Nunca lo supe.

223
Pasamos una noche muy linda, a pesar de "ese algo" que
seguía entre nosotros. Ese tema que no podíamos tocar
y que los dos lo sentíamos intensamente. Yo deseaba
aclarar muchas cosas, pero no me animaba a malograr el
momento. Conocía, además, sus reacciones y estaba
segura de que me envolvería en un sinfín de palabras
para las que no tendría respuesta. Usaría todo ese caudal
de vocabulario que tiene, todo ese lenguaje que domina
(en ese sentido siempre estuve en desventaja). Quería
saber cuál era mi situación, pero esperé. Como siempre,
preferí callar y entrar en el juego de "aquí no ha pasado
nada". Me acordé de un párrafo muy lindo de un libro
de Simone de Beauvoir, Bellas imágenes, que acababa de
leer; dice: "¿Es que no advierte entre nosotros el paso
de las cosas no dichas? No del silencio, sino de las
frases vanas; ¿no advierte la distancia, la ausencia bajo la
cortesía de los retos?". En realidad, esa era mi situación.
Durante una temporada vivimos tranquilos, y
hasta podría decirse que felices. Nuestra vida se iba
normalizando en todos los aspectos; ya había algo de
comunicación entre nosotros. Empezamos a compartir
muchas cosas que habíamos dejado de hacer. Llegaron
las pruebas de galera de su libro, las que corregíamos
juntos en un café junto al Sena, con la emoción y alegría
que esto significaba para los dos.

224
XVII

Viajamos a Barcelona. Mario debía recibir el


Premio Biblioteca Breve por La ciudad y los perros.
Conocimos gente estupenda que fueron muy buenos
amigos, como Luis Goytisolo y varios más cuyos
nombres no recuerdo. Si los volviera a ver nuevamente,
los reconocería. La noche que entregaron el justo y
ansiado premio a Mario, hubo una cena muy concurrida
de la que tuve que salirme disgustada por un fuerte
resfrío. Ardía en fiebre, así que mi marido me llevó de
regreso al hotel y pidió a una de las camareras algo
caliente y unas aspirinas. Como era lógico, regresó a la
fiesta; al fin y al cabo, era en su honor. Me quedé sola y
bastante maluca. Empecé a delirar con la fiebre hasta
que me quedé dormida. No sé a qué hora regresó Mario.
Amanecí sin poder hablar, tenía una bronquitis aguda,
me daba pena y cólera sentirme tan mal, porque no
podía participar plenamente del primer gran triunfo de
Mario. Él estaba tan emocionado con todo, tan en otro
mundo, que mayormente no le preocupó mí
enfermedad. De rato en rato, con amabilidad me
preguntaba cómo me sentía. Hicimos un paseo al Barrio
225
Chino, donde vimos las cosas más increíbles, y
compramos varias de ellas. Nos divertimos
enormemente a pesar de mi malestar. Estas cosas eran
generalmente para los turistas, ya que estaban vedadas
para los castos ojos españoles; ahora ya todo eso ha
cambiado. Comimos en una tasca muy pintoresca, en un
ambiente de alegre camaradería. Disfruté la noche lo
mejor que pude, fue muy completa... Después de tanto
distanciamiento, mi marido se me acercó con cariños y
ternura. Era el mismo Mario que se había casado
conmigo por amor; esto llenó mi corazón de una
dulzura enorme y de una esperanza maravillosa; me dio
casi la seguridad de que volveríamos a reencontramos y
dejaríamos atrás todos los sufrimientos pasados.
Nuevamente en París, tuvimos la desagradable
sorpresa de que la dueña de casa necesitaba el
departamento de la rue de Tournon, pues llegaba una hija
y viviría en él. Nos dio pena, pero teníamos la promesa
de la propietaria de avisarnos en cuanto se desocupara.
Comenzamos a buscar dónde vivir. Encontramos un
departamento en la rue Valadon, que no me gustó
mucho. Era poco acogedor, no me sentí nunca "en
casa", Julio y Aurora Cortázar nos visitaban y varias
veces cenamos juntos, bebiendo un delicioso vino que
Julio llevaba. Hice lo posible para que el apartamento se
viera acogedor, pero para lograrlo completamente
hubiera habido que construirlo de nuevo. Muchos
amigos continuaban frecuentándonos; por lo tanto, las
conversaciones sobre literatura eran interesantísimas, de
las cuales realmente saqué provecho. También
recibimos la visita del gran humorista y periodista
peruano Soflocleto.

226
No podría precisar en qué momento y porqué
motivos comenzaron nuevamente a deteriorarse
nuestras relaciones. Otra vez mis ilusiones se venían
abajo. Mario estaba siempre callado, taciturno y violento
e indiferente. Parece que la frase "hogar dulce hogar" no
estaba hecha para nosotros.
Cuando yo llegaba de la oficina, me iba
directamente al mercado a hacer las compras. Casi no
cruzábamos palabra, él salía a caminar o se iba solo al
cine. Como no quería discutir, y me estaba prohibido
hacer preguntas, comencé también yo a salir, sin decir a
dónde iba. Mis salidas eran donde Nicole, una
muchacha francesa que trabajaba con un productor de
cine, estupenda amiga. En dos ocasiones nos consiguió
a Mario y a mí papeles de extras con los que ganamos
unos francos adicionales. En una de las películas mi
marido representaba a un Almirante de Marina; se lo
veía buenmozo y divertido con el elegante uniforme,
como pasajero de un avión.
Un domingo muy temprano me fui donde
Nicole; ella se sorprendió al verme, pero le dije que
necesitaba estar con ella ese día, para hacer hora y llegar
a casa después que Mario hubiese salido a trabajar. Esa
noche tenía turno en la radio. Generalmente comenzaba
entre las nueve y media y las diez de la noche. Cuando
llegué a casa la encontré a oscuras, pero en el
dormitorio estaba prendida la luz de la mesa de noche y
debajo de la pequeña lámpara esta nota de mi marido:
"Julia: Un año después de nuestra reconciliación,
compruebo (y tú también, sin duda) que hemos vuelto

227
al punto de partida. Sabes muy bien que tus acusaciones
son injustas, ridículas más bien, y que en realidad son
pretextos con los que quieres desfogar tu fatiga y tu
irritación contra mí. Sabes perfectamente, también, que
tus fábulas no me ofenden, solo me entristecen. ¿Para
qué entonces esta comedia? Hace un año te dije que no
ibas a ser feliz conmigo (no fue esto lo que me escribió
de Méjico), porque yo conozco mis defectos bastante
bien (defectos que son por lo demás los que te empeñas
en achacarme). Te dije también que no iba a cambiar y
que, si querías volver conmigo, debías aceptarme tal
como soy. Así, pues, es inútil, es absurdo que me
amenaces. Yo no voy a tomar la decisión de separarme
de ti y tampoco voy a cambiar. Si vamos a continuar
juntos te ruego entonces que reflexiones un poco antes
de construir esas historias de adulterio, pañuelos
manchados, etc., que solo sirven para amargamos un
poco más la vida a los dos.
Es inútil también que me amenaces veladamente
con meterme cuernos. Si lo haces para obligarme a
cambiar, pierdes tiempo y energías, tal vez por el terrible
daño que me han hecho los tuyos, los celos no
determinarán mi conducta jamás. Si es para resolver una
necesidad física (razón muy respetable), el
exhibicionismo es de mal gusto. Desde ahora te aseguro
que no daré el menor paso parar evitar los temibles
cuernos, ni te haré el menor reproche si ellos vienen.
No faltaba más. Pero en ese caso, decidiré que no hay
razón alguna para que sigamos juntos. Sería injusto, ¿no
es verdad? Que yo me contentara con el rol bufonesco
de marido cornudo y fiel; ¿quién lo creería, no? Mario".

228
Esta nota en realidad me causó a la vez rabia e
hilaridad; encerraba una insolencia tremenda, pero
también gracia por los temores de Varguitas de "ser
cornudo". Lo que menos pasaba por mi imaginación era
mirar a otro hombre, estaba demasiado enamorada de él.
En lo que se refiere a mis celos, fue porque un día,
lavando la ropa, vi rouge en uno de sus pañuelos; lo
único que le dije fue: "Mario, si tus amiguitas de la radio
o de donde sean, tienen la boca sucia, consíguete una
servilleta de papel porque me cuesta mucho sacar el
rouge ordinario de tus pañuelos". Por supuesto que bastó
esto para que se armara una nueva escena; era una ley
inquebrantable en casa el que yo pudiera decir nada.
Tenía que ser ciega y muda, y por mucho tiempo no
cambió. En cambio, él sí seguía saliendo, sus derechos
eran intocables. Al día siguiente, mientras preparaba el
desayuno, me puse a tararear una canción (cosa que
hago bastante mal), siguiendo la melodía de un disco.
Mario me miraba y me observaba. No le hice ningún
comentario sobre su nota, solamente me reía sola, y eso
le causó una irritación terrible. Hasta que me gritó:
"¡Basta! ¿Qué es lo que pretendes?". Lo miré asombrada,
respondiéndole: "Nada" Entonces me preguntó:
"¿Dónde has estado ayer? Hasta que me fui no
regresaste". "Ajá, ¿y tú dónde estuviste anoche? Si yo no
te pregunto dónde sales, tampoco tú tienes el derecho
de hacerlo conmigo. Creo que somos dos personas
sensatas, las cuales confiamos enormemente la una en la
otra, así que no hay motivos para dar explicaciones. Tú
siempre me reprochas mis celos, dices que cuando sales
pienso que has estado con otra mujer, que has estado
haciendo el amor en otra parte; ¿tal vez porque en casa

229
se ha olvidado lo que significa esa palabrita? Aquí no
hay nada de nada, no te preocupes, no me interesa, no
tengo esas necesidades físicas. Bueno, piensa lo que
quieras de mí. Dices que no aceptas ser cornudo; de
acuerdo, yo tampoco acepto serlo. Entonces podemos
llegar a un acuerdo entre los dos, ¿no te parece,
Varguitas?". Salí de la habitación sin esperar ninguna
res- puesta de su parte.
Por supuesto que ese momento de humor lo
vivía con una tristeza muy grande, sin dejársela notar.
Quería tomar las cosas por otro camino, ver si así me
daba más resultado que las peleas, las discusiones, las
ofensas que, muchas veces, la generalidad de ellas eran
más agresivas de parte de Mario, porque, como dije
anteriormente, yo tenía miedo de que por una ofensa,
una sola palabra mal dicha, Mario me dejara y aceptaba
todo para poder retenerlo. Vivía en una humillación
deprimente, donde se pisoteaban mis sentimientos. Pero
decidí pagar con la misma moneda. No me dio buen
resultado, pero por lo menos me demostró que
cualquier cosa que hiciera contra su hombría -su
machismo-, o contra su orgullo, le disgustaría.
Reflexioné sobre este episodio y llegué a la conclusión
de que, si se preocupaba por mis salidas y el temor de
ser "cornudo", probaba que aún significaba algo para él.
incluso en su nota me decía que no lo obligaría a
separarse de mí. Además, su actitud se contradecía con
lo que había escrito al decir que no aceptaría jamás ser
engañado, agregando que no haría nada para evitarlo.
No volví a tener "mis salidas misteriosas", tampoco
había que echarle leña al fuego, y menos aún si la llama
era débil. No me di mayormente por enterada de su

230
"notita", de la que hablé de paso y tampoco di
explicaciones por mi ausencia, ni para confirmar o
desechar de plano sus veladas sospechas. Así que su
pose de hombre liberado quedó un poco desairada.
Nunca me gustó la casa de la rue Valdon; no sé, le
encontraba algo que no iba conmigo. Durante la época
que vivimos allá y que, en París, con gran entusiasmo,
llaman petit departement, no me sentí a gusto. Eran en
realidad dos piezas, una principal que servía de living-
comedor-biblioteca. Casi no teníamos muebles, todo se
reducía a una mesa, cuatro sillas, un sillón viejo, una
repisa para libros, un viejo teléfono. La otra pieza era un
dormitorio con una cama, un bidet (adminículo
infaltable en París) y un ropero minúsculo. No habla
puerta de separación entre las dos habitaciones; quedaba
solo el hueco donde debía haber habido una. En un
corredor que daba a un pequeño patio estaban la cocina
y la ducha. Cuando llovía me mojaba más allí que en la
calle. La ducha era un alambre colocado en forma
circular, con una cortina de plástico, con un gran
bañador de plástico también, donde se debía acumular
el agua, porque si esta caía al patio se inundaba la
entrada principal del departamento de la dueña de casa.
En invierno era un riesgo pescar una pulmonía, ya que
la nieve se mezclaba con el agua caliente. Hacía mis
compras en un mercado cercano a la casa; esto era lo
que yo llamaba "mi paseo diario". Los mercados en
París tienen un encanto especial, pero con nuestro
presupuesto no se podía escoger mucho de todas las
maravillas que estaban expuestas. Aunque siempre me
las arreglaba para que en casa he comiera bien.

231
Mis recuerdos de ese departamento no son nada
agradables; al contrario, para mí son de los más tétricos
que tengo. Las relaciones entre Mario y yo se volvieron
tremendamente tirantes. El trataba de actuar como si
nada pasara, y yo no quería hablar de nada. Veía cómo
día a día la distancia entre nosotros iba tomando más
cuerpo. Muchas veces, al llegar de la oficina, entraba a
un café que había en la esquina de casa y allí me
quedaba pensando en la situación tan equívoca en que
vivíamos. Trataba de encontrar una salida, un resquicio
que nos permitiera respirar, y no seguir ahogándonos
dentro de nosotros mismos. No encontraba nada; a
veces retardaba el llegar a esas dos piezas que
comenzaba a odiar. Sentía miedo, un miedo horrible de
no encontrar a Mario, aunque tenía siempre en cuenta
sus palabras de que él no tomaría la decisión de una
separación, pero vivía en el miedo; era mi compañero
fiel y constante.
Por esos días llegó a París, por segunda vez
alojada en casa, la primera esposa de Ernesto Che
Guevara. Una señora peruana, Hilda Gadea. Dormía en
el destartalado y desvencijado sofá de la primera
habitación. Después de varios días vi a Mario conversar,
hablar con ánimo, y hasta reír, cosa que había olvidado,
ya que cuando estábamos los dos solos parecíamos
mudos.
Una noche que Hilda salió a una cena y Mario se
fue a la radio, me quedé sola como siempre, pero con
una angustia terrible. Tuve un día muy malo y estaba
total y realmente desesperada. Ya no quería seguir
viviendo en esa farsa, en esa mentira, no quería ser más

232
un escudo para los ocultos sentimientos de mi marido.
Posiblemente él también tenía una lucha interna; no lo
sé, nunca me dijo nada. Yo sentía que había llegado al
límite de mis fuerzas. Amaba a Mario y no creía poder
soportar el dolor de perderlo, pero ya lo había perdido.
Solo tenía a mi lado su presencia física, espiritualmente
estaba a muchos kilómetros de distancia. En mi
depresión no pensé en nada más que en terminar con
todo. Ya no quería ni podía vivir de esa manera: ¿para
qué?, ¿qué significado tenía mi vida? Solo molestaba a
Mario; si él seguía a mi lado era para guardar las
apariencias de lo que realmente sentía. Ese amor que no
podía tener le quemaba el alma e inconscientemente me
culpaba y me castigaba, al menos así lo demostraba.
Sumergida en esa angustia que no me dejaba
pensar con claridad busqué entre los medicamentos que
tenía y encontré unas pastillas para dormir que me
habían recetado tiempo atrás. No sé cuántas tomé, pero
al momento desperté, volví a tomar y volví a despertar.
Entonces, vacié todo lo que quedaba del frasco y me las
llevé a la boca. Ya no recuerdo más, solo que antes de
caer en la inconsciencia, agarré una fotografía de
Wandita que tenía en mi mesa de noche y la apreté
fuerte contra mi pecho. Como entre sueños, oí voces y
una sirena; me sentí levantada, pero no podía hablar ni
moverme. Al día siguiente, en la tarde, me enteré de lo
que habla sucedido. Nuestra amiga Hilda llegó de la
comida, no sé por qué razón, muy temprano, tal vez por
el destino. Mario regresó también antes de lo
acostumbrado de la radio. Empezaron a conversar
pensando que yo dormía. Al ir ella al baño y pasar por
mi cama le llamó la atención mi respiración. Llamó a

233
Mario y entre los dos trataron de hacerme reaccionar.
Ante la imposibilidad de lograrlo recurrieron a un
hospital que envió una ambulancia. Esa era la sirena que
escuché entre nubes y a la distancia. Fue casual que
tanto Hilda como marido llegaran a casa; caso contrario,
no estarla escribiendo ahora. Mario fue a recogerme al
hospital. No lo vi mientras estuve internada. Me
pusieron en una pieza sórdida, sin ventanas, donde tenía
por compañera a una anciana que hablaba sola entre
lamentos ininteligibles; era aterrador y desesperante,
quería salir de allí. Me parecía que estaba en un
manicomio; no entraba ni una gota de luz del sol, había
en el centro un pequeño foco que sumía el recinto en
una penumbra siniestra. Me atendía una enfermera que
me trataba mal, como a una delincuente, y a quién tiré a
la cabeza las revistas que me trajo para distraerme y
tenerme despierta. No me dejaba dormir. En lugar de
hacerme caminar, no diré con cariño, pero sí con
comprensión, trataba de forzarme con gritos
destemplados. Si me sentaba en el borde de la cama -no
habla sillas- me empujaba contra la pared; ya no la pude
soportar por inhumana y comencé a dar alaridos hasta
sacarla de la pieza.
Llegado el momento de dejar el hospital, Mario
me esperaba afuera; no me dirigió ni una sola palabra de
aliento que me hubiera ayudado a vencer la vergüenza
que sentía, mi ansiedad fue vana. Solo me tomó del
brazo con torpeza, guiándome hacia la administración, y
me dijo:
-Entra y pregunta cuánto se debe por tu ridículo
chistecito.

234
Pagamos y salimos.
Ya en casa, me acosté y simulé dormir para evitar
explicaciones que no conducirían a nada. A eso de las
siete me levanté y fui a preparar la comida. Estaba
completamente mareada. Nuestra amiga había partido
ese día en la mañana, temprano. Serían las diez de la
noche; estábamos en el living, ninguno hablaba, cuando
sonó de repente el teléfono haciéndome dar un salto,
pues había roto el intenso silencio. Era mi cuñado
Lucho que llamaba desde Lima para preguntar con gran
preocupación por mí. Creo que era la única persona que,
con verdadero cariño, se interesaba y pensaba en mí. Me
pidió que no hiciera más una cosa semejante, una locura
como la calificaban. Lo tranquilicé y le prometí
"portarme bien". Después de colgar el teléfono miré a
Mario en forma interrogativa, sin hablarle. Me dijo que
había avisado a mi hermana lo sucedido y que él no se
hacía responsable de ello, que no se explicaba por qué
actuaba yo en esa forma, y quería dejar bien establecida
su nula culpabilidad. Solo sonreí y le dije:
-Está bien, pero no debiste alarmar a la familia;
ya ves que no me he muerto, lo que es una lástima.
Realmente no tienes la culpa de nada, pero ¿qué tal si
ahora llamo yo a Lima y pido que interroguen a
Patricia?
La nombraba después de mucho tiempo, desde
que hice mi promesa, e hice ademán de tomar el
teléfono; me lo sacó de la mano con una brusquedad
desagradable y se puso pálido, casi transparente.

235
Al ver su reacción agregué:
-No tengas miedo, Varguitas, no haré nada de
eso, no perjudicaré tu imagen ante quienes te quieren y
confían en ti. Sí, ya sé que no sabes de qué hablo,
dejémoslo así, me voy a acostar, me siento un poco mal
y cansada. No te preocupes, Mario, tú tienes la
conciencia tranquila, tú no tienes la culpa de nada, son
mis locuras, mis celos absurdos los que me han
inducido a esto; tú no has contribuido a ello para nada.
Me has dado una vida tan calmada, una vida tan llena de
cariño, una vida tan plena de ternura, realmente soy
muy mal agradecida al no comprenderlo así -él
permanecía callado y como sorprendido por mi
locuacidad-. No, tú no tienes la culpa de nada. Tú no
has hecho más que quererme, adorarme y corresponder
a todo lo que hago por ti, corresponder a esta estrechez
en que vivimos; nuestras necesidades materiales las
llenas con amor, retribuyes así todo el amor que te doy.
Tienes razón, Mario, tú no has hecho nada, tú me sigues
queriendo como siempre. Estos dos últimos años ha
habido entre nosotros tanta sinceridad, tanta
comprensión, una comunicación tan maravillosa, hay
algo tan lindo, tan sublime entre nosotros que sobrepasa
todo lo imaginable, pero, ya ves, mi carácter, mis
arranques injustificados de celos absurdos han
malogrado toda esta armonía. Gracias, Varguitas, por
todo lo que me has dado y perdóname el mal momento.
No te preocupes por nada. Buenas noches.
Me fui a la cama, pero no pude dormir; me
costaba comprender esa actitud de defensa de mi
marido, el “quedo bien” ante la familia, dejarme siempre

236
mal a mí; ¿por qué tenía tanto miedo? Nunca nadie
supo en qué forma vivíamos, en qué forma me estaba
destrozando por mi silencio. El conocía esa mi lealtad,
mi amor, que haría todo lo posible por conservar su
imagen ante los demás; se sabía amado, y tomaba buen
partido de ello.
Nuestras vidas continuaron siendo un poco
como las de dos extraños. Yo ya me sentía cansada de
tanta lucha para conservarlo; creo que ya llegaba al final
de mis fuerzas. Sin embargo, poco a poco fue
cambiando el ambiente de la casa. Mario me besaba al
irse o al llegar. Al principio lo hada con timidez, como
con un poco de vergüenza. Yo aceptaba las cosas como
se presentaban. ¿Para qué forzar más la situación? Una
noche que Varguitas estaba en el Living, me llamó, me
hizo sentar en el suelo y apoyar la cabeza en sus rodillas.
Me leyó poemas de Neruda; era como volver atrás, tal
como hacíamos cuando recién nos casamos en nuestro
pequeño departamento de la calle Porta, donde fuimos
tan felices. Todo se iba suavizando paulatinamente,
hasta que llegó el día en que "una vez más" volvimos a
la normalidad. Pero entonces era yo la que no se sentía
contenta; había pasado mucha agua bajo el puente,
había recibido muchas humillaciones. A veces me
costaba ser cariñosa; también luché contra ese nuevo
sentimiento que nació en mí: el resentimiento. Lo vencí
no sin gran esfuerzo, aunque notaba en mí una cierta
indiferencia hacia todo. Había perdido interés en las
cosas. Mi amor no disminuyó, pero antes nunca había
examinado ciertos actos de mi marido, cosa que ahora
hacía frecuentemente y con frialdad. Comencé a verlo
como un ser de carne y hueso, no como un ídolo al que

237
había que adorar acatando todas sus decisiones, sin
rebelarse jamás. No, ya no era así; aprendí a verlo todo
de frente, como era realmente, no como mi imaginación
enamorada quería verlo.
El departamento de la rue de Tournon estaba libre
nuevamente. Recibirnos una llamada de la dueña de
casa; no acabó de decirlo que nosotros ya habíamos
aceptado ocuparlo. Qué alegría me dio regresar a "mi
hogar", quería mucho a ese departamento, era tan
acogedor, tan alegre, y con infinidad de recuerdos de
toda índole. Me parecía que saliendo de la rue Valadon
quedarían atrás las cosas feas que me atormentaban.
Nos cambiarnos haciendo nuevos planes, que en parte
se cumplieron.

238
239
XVIII

Recibimos un cable en el que se nos anunciaba la


llegada a París de la madre de Ernesto Che Guevara,
quien vendría a alojarse en casa. Fuimos a esperarla al
aeropuerto de Orly. No la conocíamos. Vimos desfilar a
todos los pasajeros, uno tras otro, sin éxito. Me llamó la
atención una señora delgada, no muy alta, vestida de
pantalones y en forma muy sencilla; le dije a Mario:
"Oye, ¿no será esa señora? Fíjate, parece buscar a
alguien, voy a preguntarle''. Me acerqué y efectivamente
era ella. No me imaginé nunca que la madre del Primer
Ministro de un país llegara tan modestamente ataviada.
Además, que no había nadie de la Embajada cubana
esperándola. Reímos mucho con el problema de no
conocernos. Congeniamos de inmediato con ella. Era
una mujer encantadora, inteligente, como pocas he visto,
de una visión política sorprendente. A los pocos días de
estar Celia en casa, se reunió allí mismo con varios

240
muchachos que gestaban la Revolución Peruana. Ya
Hugo Blanco estaba en medio de la selva dándoles
problemas a los señores del Gobierno. Los que se
reunían en casa eran, entre otros, Lobatón, un
muchacho medio mulato, alto, bien formado y que era
jefe del grupo. Paúl Escobar, que se casó con una
muchacha española y lo hizo por la Iglesia, por
imposición de los padres de ella, lo que le ocasionó una
dura crítica de Mario por ir contra sus convicciones
(años más tarde él también pasaría por la sacristía).
Fuimos padrinos de bautizo de la hijita de Paúl y Teresa.
Las reuniones eran interesantísimas. Los
muchachos le exponían a Celia sus ideas y planes de
lucha; ella se las refutaba y les daba razones para ello.
Trató de hacerles ver la realidad, que el Perú no era
Cuba y las condiciones no eran las mismas. Cuba fue
liberada de un dictador que, por sistema, practicaba la
tortura y el asesinato político; de uno que había hecho
de la isla un gran prostíbulo para los norteamericanos.
Les habló asimismo de la necesidad imperiosa de
obtener la adhesión y la confianza del pueblo. Les
advirtió que una revolución no se hacía con puro
idealismo; se la hace con fusiles disparados por
idealistas. Les decía: "Si siguen con esta idea de hacer
ahora la revolución en el Perú, sin estar debidamente
preparados, sin armas, en seis meses ninguno de ustedes
estará vivo". Desgraciadamente fueron proféticas las
palabras de Celia. Todos murieron en su intento de
hacer una Patria nueva. La señora de Paúl Escobar,
Teresa, se fue a vivir a Cuba. Hace tiempo que no sé
nada de ella. Alguna vez recibí una que otra carta y
fotos de mi ahijada, pero lastimosamente la he perdido

241
de vista. El exterminio de aquellos muchachos nos
afectaría muchísimo. En particular a Mario, que siempre
se identificó con ellos, aunque ignoro si porque
compartía su mismo ideales, creía en ellos, o bien
porque era joven y veía las cosas de distinta manera a
como las ve en la actualidad, según tengo entendido.
Celia estuvo casi tres meses con nosotros.
Íbamos seguido al teatro, le gustaban las obras de
Ionesco, que se representaban en un teatro muy
pequeño, casi familiar, en el Barrio Latino. También nos
sentábamos a conversar en los cafés, conversaciones de
las que gozaba y aprendía, sacando un gran provecho de
ellas. Le presentamos a Claudine, una amiga francesa,
menuda, bonita, a quien conoció Mario en su primer
viaje a París. Se hicieron muy amigas. Era también
mujer inteligente. Yo la admiraba. Vivía con un
muchacho más joven que ella, al que le tenía adoración.
Después de convivir varios años con él, este se enamoró
de una muchacha joven. Claudine sufrió mucho, pero
como no quería perder su amistad, en algunas ocasiones
en que fuimos a su casa, nos encontrábamos con él y su
nuevo amor, cosa que en aquella época me parecía poco
menos que imposible. No sospechaba que un día yo
haría algo parecido.
Cuando se fue Celia la extrañé muchísimo; era
una compañera tan completa, tan íntegra como amiga y
como mujer. Después, por cartas de ella, supe que, al
llegar a su patria, Argentina, a la que sonaba volver, la
tomaron presa. Más o menos dos años después me
enteré de su muerte a causa de un cáncer incurable y
cruel. Una de sus cartas decía:

242
"Montevideo, 5 de octubre de 1963
Queridos amigos: ¡Cuánto tiempo sin escribirles!
Parezco una ingrata. Sin embargo, he pensado
largamente en ustedes y con mucho cariño. Tiempo no
me ha faltado. Los días se hacen largos en la cárcel, pero
allí me indignaba pensar que tendría que pasar por la
censura todo lo que yo escribiera.
Pasé diez días gloriosos en Italia. No fui sino a
Roma y a Florencia como tenía proyectado porque
estaba muy apurada en volver a mi tierra. ¡Me parecía
que tenía tantas cosas que hacer allí! Apenas
desembarcada, sin dejarme siquiera echarle una mirada a
mi querida ciudad de Buenos Aires, me pusieron a la
sombra. ¿Acusación? Llevar propaganda subversiva.
Tuvieron el buen tino de no añadirla a mi equipaje, pero
tampoco existía.
Pasé dos meses y diez días en la cárcel de
mujeres junto con 16 detenidas políticas. Las otras 16,
comunistas. Un magnífico juez Kent valientemente se
jugó por mí, pensando en política exactamente lo
contrario de lo que yo pienso, y otro abogado magnifico
Diehl, que tampoco comparte mis ideas y así lo hizo
salir en "Primera Planta", una revista argentina. Se
rejugó Kent, me sacó personalmente de la cárcel y
organizamos así una fuga jurídica porque todo el
aparato de represión de la Argentina se había puesto en
movimiento para apresarme nuevamente. Pasé
clandestinamente al Uruguay y aquí estoy desde
entonces.

243
El 14 me voy a Buenos Aires sin bombos ni
platillos, pero sin disimulo, aprovechando las amplias
libertades políticas que I-lía ofrece y que muy bien
pueden resultarme el pasar otra temporada en la cana.
Veremos. El histerismo de las autoridades no conoce
límites y da la medida de su debilidad. Me trataron
como si llevara la atómica debajo del brazo. Lo que me
hizo sentir muy orgullosa.
La cárcel no fue demasiado terrible. Aparte de un
frío espantoso, lo demás era soportable habiendo
resultado de antemano que ninguna humillación le iba a
llegar a uno. Fue una experiencia interesante. Hace
pocos días tuve oportunidad de oír a Marcos Ana, y
guardando distancias de sufrimientos y categorías, me
emocionó y me divirtió en cierto sentido escucharlo.
Había miles de cosas comunes, más pequeñas las
nuestras, terribles las de él, que me hubieran hecho
desear conversar con él largamente. Pero, aunque no lo
parezca, soy tímida y no lo hice. Con la cárcel me
valorizaron políticamente, y aunque no tenga ningún
mérito en ello, conmoví al poder judicial con mi caso.
El Ministro largó enseguida un decreto
prohibiendo la aplicación del efecto "devolutivo" o
inmediato de la excarcelación. Fui la única detenida que
(ilegible) juró hacerse dar la libertad por un juez -y
estaban furiosos-. Ellos pretenden que en la Argentina
mande como única autoridad la Policía. Lo más bonito
de todo fue dejarlos con un palmo de narices. Me
divertí mucho. Y desde entonces estoy acá, fastidiando a
unos buenos amigos. Es mi costumbre. Ya lo hice en
París en una oportunidad.

244
He estado a la expectativa esperando a ver si
aparecía tu libro, Mario, pero no está todavía a la venta.
A Claudine, mil cariños. Pocas veces he
conocido una persona de tanta calidad humana.
Mándenme su dirección porque de memoria no la
recuerdo y se quedó la libretita en el resguardo de
aduanas, donde me sacaron hasta las fotografías de mis
nietos, para lo cual claro que me hicieron desnudar,
buscando no sé qué clase de documentos secretos. Yo
estaba deseando echarle una ojeada a la calle Santa Fe,
teniendo bien fresquito el recuerdo del Faubourg Saint
Honoré, pero no pude sino echar unas ojeadas por las
rendijas de un coche celular mal oliente en el barrio de
San Telmo.
¿Cómo se puso París en primavera? No sé si les
conté, Julia, que una amiga mía, muy viejita, siempre
decía: “¡Oh, París en primavera!, con los castaños en
flor”. Pues no pude ver florecer los castaños con esa
primavera tardía.
Han pasado tantas cosas desde entonces que mi
viaje a Europa se me antoja muy lejano.
El árbol de la cour en rue Tournon ya habrá
perdido nuevamente sus hojas y estará como yo lo vi.
Aparte de mi flemón, el recuerdo de París será
siempre muy querido para mí y naturalmente que a
cualquier recuerdo sobre ello se une el departamento de
la rue Tournon. Cuenten cómo les va yendo, ¿o siempre
con los mismos trabajos?

245
No recuerdo si tienen mi dirección. Por las
dudas, escríbanme a Ciudad de La Paz 2532, Buenos
Aires -a mi nombre-. Es la casa de mi hermana.
Espero que esta carta les llegue, aunque ignoro el
distrito. Está en la guía de París, pero se quedó en
Buenos Aires.
Pensándolo mejor, incluyo la carta para Claudine.
Un abrazo bien grande para cada uno de los dos. Y si
llegan a ir a Buenos Aires no dejen de buscarme que
para entonces tendré alojamiento y me haría muy feliz
tenerlos en mi casa. Un beso, Julia, un beso, Mario,
Celia de Guevara".
Aprovechamos unos días de vacaciones para dar
una vuelta por la famosa Costa Azul. Hicimos el viaje
en tren. Llegamos primero a Niza. Como el tren se
atrasó, dispusieron de nuestra pequeña habitación en el
pequeño hotel y tuvimos que dormir en el jardín, en dos
sillas plegables. Había tal cantidad de hormigas que me
picaban entera, y me puse a llorar y a protestar en voz
alta, lo que provocó que bajara el administrador y me
llamara la atención. Mario me hizo sitio en su silla, me
acurruqué junto a él y recién pude dormir lo que
quedaba de la noche. Al día siguiente nos dieron nuestra
habitación en la que dormimos toda la mañana. A
mediodía salimos a visitar lo que había que ver.
Almorzamos en un pequeño restaurante, descansamos
un rato y nos fuimos a la playa. En la noche salimos
para Cannes, donde, para mí, lo único que vale la pena
es pasear por la costanera. No me gustaron nada las
playas de la Costa Azul; son sin arena y con enormes

246
pedrones. Como mar, no es ninguna maravilla; solo
tiene la fama internacional. Pienso que la famosa Costa
Azul tiene mucho de leyenda y esnobismo; lo que sí se
ven son mujeres muy lindas y elegantes; el día entero
parece un desfile de modas tanto de mujeres como de
hombres. Prefiero mil veces las playas de la costa
catalana o Ipanema y Copacabana en Río de Janeiro.
Nos sentamos frente al mar, con nuestros
sándwiches de paté y queso como almuerzo, cerca de
donde estaban atracados los yates de famosos
millonarios, como el Cristina de Onassis.
Comentábamos que qué se sentiría al tener tanto dinero;
¿serían felices sus ocupantes? De Cannes pasamos a
Montecarlo, donde jugamos a la ruleta y perdimos
algunos francos. El casino es muy lindo. A mí, que por
primera vez lo veía, habiendo oído hablar tanto de él,
me pareció algo irreal. Al anochecer y estando en un
café, Mario quiso regresar a jugar, pero haciendo
cálculos vi que no podíamos; se molestó por mi
negativa, pero tuvo que comprender que no podíamos
arriesgar lo poco que teníamos. Le propuse que, en vez
de perder el dinero en la ruleta, tuviéramos una buena
cena. Pero como nunca ha reconocido que otra persona
pueda tener la razón, no hubo ninguna de las dos cosas.
Al día siguiente fuimos al Principado de Mónaco. Es
una ciudad chiquita que parece salida de un cuento de
hadas -la misma impresión me dio Brujas, en Bélgica-.
Caminamos mucho, pasamos un día espléndido,
paseando agarrados de la mano. Para mí era renacer a la
vida y todo me parecía fantástico. Estaba de vacaciones
con el hombre que amaba, ¿qué más podía pedir?

247
Regresamos a París en un tren alborotado de
estudiantes; tuvimos que tomarlo casi por asalto,
felizmente conseguimos dos asientos. El viaje fue largo
y cansado. En la noche dormimos por turno echados en
el pasillo. En cada estación subía más y más gente. Los
niños lloraban y el calor era sofocante. Por fin llegamos
a París, cansados pero felices.
Comenzó de nuevo la rutina del trabajo. No me
he explicado nunca los cambios bruscos de Mario. En
nuestras cortas vacaciones era el hombre ameno,
conversador, cariñoso, tierno, reíamos de nimiedades,
compartíamos todo, estábamos juntos, hacíamos el
amor como si cada noche fuera la primera y la única.
Pero en París nuevamente se levantaba ese muro
impenetrable, esa cortina que no se podía pasar. Como
si algo o alguien lo perturbara. Volvía a ser el hombre
meditabundo, serio, frío, indiferente, que no daba lugar
a ninguna conversación y mucho menos a expresiones
de cariño o a hacer planes sobre nosotros, como los
hacíamos en la Costa Azul. Si le preguntaba qué
pensaba hacer, decía que lo estaba investigando. Jugaba
conmigo como el gato con el ratón. Y nuevamente nos
encerrábamos en el silencio, ese silencio que era una
montaña y que daba lugar a mis temores; tenía que
pensar muy bien lo que decía para no ofenderlo. Ya no
quería más reconciliaciones, más discusiones; no quería
que me dijera que lo había obligado a volver conmigo,
lo que no era cierto, pero siempre que se le desataba la
violencia, era lo primero que me echaba en cara. En fin,
resolví ignorar sus estados de ánimo y seguir como si
todo fuera normal. Continuemos recibiendo a nuestros

248
amigos, yendo al teatro, al cine y viviendo dentro de una
felicidad relativa.
Mario dio comienzo al proyecto de escribir La
casa verde. Ese verano fuimos a Cadafell, donde tienen
una casa a orillas de la playa Ivonne y Carlos Barral; en
realidad, fue Carlos quien nos animó a ir. Alquilamos un
departamento no lejos de la casa de los Barral, y
también frente a la playa. Hicimos el viaje en auto y
llevamos con nosotros a una muchacha española que
vivía en San Sebastián donde teníamos que pasar una
noche. No la conocíamos. Un día que estaba con una
amiga en un café cerca de la radio, comentábamos el
viaje que haríamos con Varguitas. Ella me buscó
después y me pidió que la lleváramos con nosotros. Me
pareció extraño su pedido puesto que no nos
conocíamos, pero le dije que consultaríamos con mi
marido. Mario aceptó ser el Buen Samaritano y
cargamos con la niña, que resultó, según mi manera de
ver las cosas, no ser completamente normal, al menos
me dio esa impresión. Su tema favorito de conversación
era el sexo. Paramos en medio camino y decidimos
dormir allí en un pequeño hotel. Descansamos un rato y
fuimos a comer. La niña de marras comenzó con su
tema u obsesión y nos relató una noche de bodas -según
ella era divorciada- tan bárbara y pormenorizada que
Mario no pudo terminar de comer. Estábamos
realmente espantados y asqueados, no por el tema, sino
por la manera tan cruda y burda de relatarlo, y los
comentarios al margen. Me sentía sorprendida, nunca
había oído algo tan brutal y dicho con la naturalidad
más grande. Lo gracioso era que según iba hablando se
iba entusiasmando y decía más barbaridades; yo miraba

249
a Mario que tenía los ojos fijos en ella, la miraba como
si fuera algo irreal, de otro mundo. Con el pretexto de ir
a dormir le cortamos la conversación. Me pareció que se
sintió un poco defraudada. Creo que, si en esa época se
hubiese escrito Xaviera, era para pensar que sus relatos
se habían inspirado en la Hollander.
Nos quedamos con Mario tomando aire fresco y
comentábamos que no podía ser cierto todo lo que esta
niña decía, y Mario me dijo: "Si mañana comienza con
esto de nuevo, la bajo del auto y que se vaya a pie".
Estaba segura de que lo haría. Cuando fuimos a tomar
desayuno para seguir viaje nos dice: "Anoche me olvidé
de algo más y... ". No pude contenerme y largué una
carcajada que la dejó medio cortada, le respondí: "Mira,
hijita, ya no nos relates más tu vida íntima, creo que
hemos tenido bastante". Llegamos a San Sebastián, y
tuvimos que llevarla a su casa que era lejísimo de la
ciudad. Salió toda la familia a recibirla y nos invitaron a
almorzar al día siguiente. Pusimos todos los pretextos
imaginables, pero fueron inútiles ante las insistencias de
quienes nos agradecían por haber llevado a la niña
mimada sana y salva. No tuvimos más remedio que ir y
perdemos una bella mañana en la playa. Regresamos
como a las cuatro de la tarde a la ciudad y seguimos
viaje inmediatamente. Llegamos a Cadafell y nos
ubicamos en el departamento.
Escogimos una pieza exclusivamente para que
Mario escribiera. Prácticamente forramos las paredes
con fotografías de aborígenes, mapas, ríos, vistas de la
selva peruana, todo el ambiente propicio para La casa
verde. Pasamos unos días fantásticos. Mario escribía en la

250
mañana, pero no lo hacía en el ambiente que
preparamos sino en la mesa del comedor, ya que por un
gran ventanal tenla toda la vista del mar. Yo me iba a la
playa en cuanto tomábamos desayuno, volvía a
mediodía, preparaba algo sencillo para el almuerzo, una
pequeña siesta y de nuevo al mar. Mario se reunía
conmigo entre tres y media y las cuatro de la tarde y nos
quedábamos en el mar hasta mucho después que se
ocultaba el sol. Por las noches comíamos en casa de los
Barral; me encantaban unos caracolitos pequeños que
preparaba Ivonne; a veces, íbamos a alguna tasca a
comer mariscos con un buen vino, y ellos también
cenaban en casa. Todo era agradable y bello.
Luis Goytisolo fue por unos días a casa; llevó un
disco de un cantor catalán que se llamaba Raimond; eran
bellas canciones de protesta, en catalán por supuesto;
como tenía las letras, todos cantábamos a coro, sobre
todo una canción que nos gustaba más que las otras:
"Tira la piedra".
Los fines de semana Mario no escribía,
descansaba. Así que nos íbamos mar adentro en un yate
que tenía Carlos, que más parecía un bote grande. Las
tertulias nocturnas duraban hasta cerca de la madrugada;
las horas no tenían ninguna importancia. Aún guardo
un recuerdo muy nítido y lindo de ese verano. Pasamos
días inolvidables con amigos estupendos y entró nuestra
vida en una armonía completa que dejó olvidada toda la
pesadilla anterior. Sentía una paz maravillosa, parecía
que verdaderamente nos habíamos reencontrado y ello
significaba tanto para mí que entré en el mejor de los
mundos, con grandes planes para un promisor futuro.

251
Hubiera querido quedarme para siempre en Cadafell y no
volver a la realidad de París. Pero el tiempo no se
detiene y sigue su curso inexorablemente.
Nuestro regreso a París fue con cierta tristeza. Al
declinar el verano comenzaba la nostalgia otoñal de
París y tuve que afrontarla. Era volver a la rutina del
trabajo diario. Aunque íbamos mucho al teatro, sobre
todo a los estupendos espectáculos del Olimpia. Allí
escuchamos el último recital de esa gran mujer y
cantante, Edith Piaf, así como Ives Montand, Leo Ferré,
Juliet Grecó, Charles Aznavour, cte. También vimos
una pieza de teatro formidable de Jean Paul Sartre, Los
secuestrados de Altona, que me impactó fuertemente. Los
fines de semana salíamos a comer, y antes de tiempo
canté una victoria que no existía. Pero eso no lo sabía
aún. Así que gozaba con lo que la vida me ofrecía, con
la felicidad que tenía.
En Salzburgo, Austria, hubo un Congreso de
Escritores, donde se le entregaría un importante premio
literario a Jorge Semprún, auspiciado por Seix Barral.
Asistieron escritores de varias partes del mundo. Mario
recibió la invitación; con gran placer fui con él.
Viajamos en tren, pero ya en camarote y en muy buenas
condiciones -la tercera clase ya quedó atrás-. Salzburgo
es una ciudad no muy grande y bellísima, al menos a mí
me pareció así. Sonaba a Mozart por todos sus rincones.
Allí vimos La flauta mágica, con un ballet interpretado
por marionetas; era algo tan increíblemente hermoso
que por momentos parecían personajes reales: ¡qué
perfección tan maravillosa! Una noche fuimos al casino

252
a jugar a la ruleta, donde ganamos algo; el local era
pequeño pero bonito y elegante.
Durante el día se desarrollaban las reuniones de
los escritores, y en la noche generalmente se cumplía
algún programa social donde participábamos las señoras.
Ayudé a Carlos Barral en el Comité de Recepción a
elaborar las credenciales para los asistentes, indicarles el
número de habitación, número de mesa en el comedor,
etc. Todo marchaba muy bien y los participantes
estaban contentos, había gran entendimiento entre
todos ellos.
Mis problemas personales se presentaron de una
manera imprevista. Una tarde en que descansábamos
con Mario echados en la cama, él leía y yo dormitaba,
esperando la hora de la cena de clausura. Mi marido, de
un momento a otro, en esos impulsos que tenía, quiso
hacer el amor, pero no sé qué me pasó que no pude.
Sentía los nervios tensos y un dolor lacerante que me
atravesaba íntegra. Me puse a llorar como una tonta;
Mario me consolaba, me decía que no me preocupara.
Me besaba y me tranquilizaba, pero mi ataque de llanto
ante la imposibilidad de estar con él era tan grande que
no podía dejar de hacerlo. Cuando me calmé tenía los
ojos hinchados. Me los lavé largo rato con agua fría para
poder ir al comedor. Me preocupó mucho este episodio,
pensaba tanto en ello que me amargó nuestra estadía en
Salzburgo. La mañana de nuestra partida salimos a
pasear por unas colinas lindísimas, llenas de flores,
donde se filmó "La novicia rebelde", con Julie Andrews.
No gocé plenamente de ese bello panorama; estaba
metida en mis pensamientos, preocupada. En la noche

253
regresamos a París. Lo que primero que hice al día
siguiente de nuestra llegada fue ir donde el médico a
exponerle mi problema, mi inexplicable experiencia. Me
examinó, me hizo algunas preguntas de tipo personal y
me dijo que lo que tenía, era psicológico. Que
seguramente tuve tensiones muy fuertes e
inconscientemente algún resentimiento con mi marido y
que mi subconsciente lo rechazaba, que se pasaría solo
con un poco de paciencia y de tiempo; le dije:
-Doctor, amo a mi marido, esto no puede ser; es
verdad que hemos pasado una mala época, pero eso ya
terminó. Quiero hacer una vida normal con él.
Me respondió:
-Señora, a veces la mente nos traiciona, guarda
todo dentro de ella y cuando uno menos lo piensa viene
la reacción. Todo lo que tiene es mental, nada más que
mental. No es nada serio, todo pasará, no se preocupe.
Si se obsesiona usted, seguirá con el problema. Le
ayudará no pensar en él.
Me dio tranquilizantes, pero no los compré. No
quería saber nada de esos remedios que ya me habían
traicionado una vez. Me dije a mí misma que saldría de
esta situación sin necesidad de drogas. Como que así fue.
Mi mente volvió a la normalidad y consiguientemente
yo con ella.
Comenzó una nueva odisea, nuestra vida ya era
kafkiana, terminaba un conflicto y empezaba otro. La
culpa fue exclusivamente mía, y reconozco que Mario
tuvo mucha paciencia conmigo, aunque a veces

254
reaccionaba con violencia. No sé si por todo lo
sucedido anteriormente o por razones incontrolables,
me acometieron unos celos monstruosos que
atormentaron nuestras vidas en forma alarmante.

255
"... sin embargo, cuando descendía la colina, cayó sobre él una honda
tristeza, y pensó en su corazón: ¿cómo partir en paz y sin pena? No, no
abandonaré esta ciudad sin una grieta en el alma. No es una túnica lo
que hoy me saco, sino mi propia piel que desgarro entre mis manos".
El Profeta, Khalil Gibran

XIX

Mario consiguió un trabajo extra consistente en


grabar en castellano el informativo francés que se
enviaba a Sudamérica. Los estudios se encontraban lejos
de París, de manera que dos veces a la semana pasaba
más horas fuera de casa de las habituales. Aquella
circunstancia me puso en guardia, sin saber por qué, en
qué, ni de qué. Me imaginaba miles de engaños, tal vez
llevada por esa imposibilidad momentánea y psíquica de
ser su mujer. Lo espiaba y trataba de hallar pruebas que
fundamentaran mis fantasiosas sospechas. Hasta tal
punto era mi desconfianza que controlaba sus salidas y
llegadas. Mi actitud resultaba incalificable. Fue horrible,
creo que me convertí en un monstruo. Me juraba a mí
misma terminar con todo esto. ¡Qué daño me hice!;
Cómo me debe haber odiado mi marido!; es que era
256
para odiarme con todo lo que hacía, odiarme o
mandarme al diablo y pienso que estuvo a punto de
hacerlo. Después de mucho luchar, de un autocontrol
que me tenía tensa el día entero, mientras trabajaba
como un autómata, logré vencer estos celos, a los que
ahora podría darles el mismo calificativo que entonces:
absurdos. Me parece que fue una crisis tardía, como si
se abrieran las compuertas de una exclusa y las aguas se
desparramaran en todas direcciones; así me desparramé
yo y casi me ahogo en estas aguas turbias que me
rodearon. Las notas de Mario las recibía casi a diario;
algunas de ellas decían que no podía más, que me
abandonaría, que no aceptaría esa vida de martirio, de
esclavitud. Realmente, en esa mi inconsciencia tuve que
reconocer que tenía toda la razón del mundo. Cómo
pude ser tan estúpida, tan irremediablemente tonta.
Tenía terror de perderlo y, al mismo tiempo, ponía en
sus manos todas las armas, argumentos y motivos
necesarios para alejarlo de mí. Francamente no en-
tiendo cómo me soportó, tal vez le di pena o tendría
algún sentimiento por mí o, lo más seguro, se daría
cuenta de que estaba enferma, y que mi escape eran esos
celos malditos que no nos daban un momento de paz.
Qué tranquilidad y liberación fue volver a la
tierra, volver a ser una persona sensata, ya no ver
fantasmas con faldas en todas partes. Cuando recién
nos casamos yo viví ese infierno, así que reconocía
perfectamente cómo era. Fue maravilloso sentirme de
nuevo segura y con confianza en mí misma. Dormir
otra vez entre los brazos de Mario, despertar junto a él y
besarlo sin miedos ni temores ni recelos, ser
completamente de él, como si nunca hubiéramos estado

257
distanciados. Haciendo proyectos, fabricando sueños,
compartiendo todo, vivir de nuevo. Me sentía adherida
a su piel, él era parte de mí misma, era mis brazos, era
mis piernas, era mi cuerpo, era todo mi ser.
Mario concluyó el borrador de La casa verde, aún
quedaban las sucesivas correcciones en las que tanto
tiempo invertía. Era de un perfeccionismo obsesivo.
Una noche que salimos a comer me dijo que le gustaría
ir a Lima para confirmar ciertos hechos y pasajes del
libro. Sentí que me paralizaba, sentí que el corazón me
dejó de latir. Pero disimulé y le dije que si creía
necesario ir que lo hiciera. Que me perdonara que
tocara un tema ingrato y del que hacía mucho tiempo
no se hablaba, pero que sin duda vería a Patricia y que si
estaba seguro de sus sentimientos. Me contestó:
-Mira, Negrita, no volvamos con eso. Con
Patricia no pasó nada, puedes estar tranquila; mi mujer
eres y serás tú. Pero si el viaje será motivo para que te
intranquilices o te deprimas y sufras en mi ausencia, y si
no quieres que vaya no lo haré; después de todo no es
imprescindible.
Como lo he dicho y mantenido siempre, una y
mil veces, antes que todo estaba para mí la carrera de
Mario. Habíamos luchado juntos por ella. Ya había
dado el primer paso, yo jamás pondría un impedimento
a sus deseos y menos tratándose de un segundo libro en
el que tenía puestas sus ilusiones y esperanzas, quizás
más que en el primero. Era también más importante en
su ascenso literario.

258
Le tomé una mano y le dije:
-Mario, nunca me interpondré en tu vocación; si
tú crees que debes ir a Lima, hazlo. Pero te repito, me
da miedo tu encuentro con Patricia. Ya ha pasado
mucho tiempo, pero, de todos modos, tengo miedo.
Para qué voy a mentirte.
Nuevos juramentos de fidelidad y de cariño; era
tan grande mi deseo de creerle que sus palabras me
tranquilizaron en algo. Pero en el fondo del corazón
tenía clavada una espina y su pinchazo doloroso no me
dejaba en paz. Total, se decidió que viajaría. Antes de
sacar el pasaje volvió a preguntarme: " ¿Estás segura de
que quieres que viaje? No me enojaré si te opones a que
lo haga. Comprenderé tu negativa. Haré lo que tú digas,
Negrita. Pero, por favor, prométeme quedarte tranquila.
No estaré más de dos semanas. No pienses en Patricia,
eso es lo que más te pido. ¿Qué hago, voy o no voy?
¿Qué decides? De ti depende, Negrita".
Ante su insistencia, porque eso era, y tanta
seguridad de su regreso, ¿qué podía hacer? Todo mi ser
gritaba que no y dije que sí, que viajara. Que lo esperaría
impaciente, que se harían muy largas esas dos semanas
sin él. Me contó sus proyectos; estaría poco en Lima,
quería ver a los abuelos, su viaje en realidad sería a
Iquitos, se iría a la selva (la que se lo tragó), al sitio
donde transcurre la novela. Los días fueron pasando,
seguíamos soñando con la salida del libro, con lo que
haríamos a su regreso y entre todas estas cosas llegó el
día de su partida. Se iría en la noche. En la tarde no fui a
trabajar. Me quedé todo el día con él. Descolgamos el

259
teléfono y nos amamos con más pasión que nunca,
como si mi ser presintiera que sería la última vez que
estaría en sus brazos y que escucharía sus palabras de
amor. Había una intimidad tan grande en su tono de
voz, me hablaba casi en un susurro, que me atemorizó
sin saber exactamente el porqué. Sí, estaba en sus
brazos y me decía que lo esperara tranquila, pero intuía
algo y tenía miedo.
Antes de partir al aeropuerto, preparé algo de
comer. Él no quería que fuera a despedirlo porque
tendría que regresar sola en ómnibus desde Orly; insistí
tanto que me llevó con él. Yo tenía una tristeza enorme,
me sentía tan atemorizada. Ese sexto sentido que a las
mujeres muy rara vez nos falla funcionaba a toda
velocidad. Nos sentamos a esperar que llamaran a los
pasajeros, pasó sus brazos por mis hombros y así
abrazados seguimos conversando sobre lo que haríamos
en su pronto regreso.
Primero iríamos a Londres -donde ya estuvimos
anteriormente por unos diez días y lo pasamos
espléndidamente- para revisar la traducción de La ciudad
y los perros. Luego, a Barcelona para entregar los
originales de La casa verde; en fin, haríamos tantas cosas.
Lo escuchaba hablar y solo tenía ganas de decirle a
gritos: ¡mientes! Llamaron a los pasajeros al avión. Me
decía a mí misma -no lloraré, no lloraré-. Me abrazó
muy fuerte, me besó varias veces. Me tomó de la mejilla
diciéndome: "Hasta pronto, Negrita, y por favor
tranquilita"; me aferré a él y le respondí: "Adiós, Mario".
Me miró extrañado contestándome: "Tontita, espérame,
ya verás que te preocupas en vano. Te extrañaré". Me

260
quedé en Orly hasta que el avión partió, en él se iba
toda mi vida. Regresé a la ciudad, entré en la casa,
estaba tan silenciosa; por el departamento se derramaba
toda su ausencia. Hice la cama, donde habíamos pasado
toda la tarde. La almohada aún tenía su calor, me abracé
a ella y me quedé así por mucho tiempo.
Con Mario mandé varios regalos a Patricia, como
para demostrarle que le tenía confianza y como un
pedido mudo para que no me hiciera más daño. Para
decirles que creía en ellos, lo que estaba muy lejos de
sentir. Puede ser que actuara tontamente, pero tantas
veces lo hacemos en forma equivocada. Quería creer en
él, quería convencerme de que regresaría; aún desechaba
los pensamientos que me acosaban y lastimaban.
Seguí trabajando más que nunca, con un ahínco
tremendo. Me hundí en él para no pensar. Llegaba a la
casa y me molestaba ese silencio que a veces llegaba a
oírse, esa soledad, el tener que hacerme algo para comer.
Me ponía a leer, escuchaba música. Cada nuevo
amanecer era una nueva esperanza de recibir noticia de
Mario, pero estas no llegaban. Me compré un disco: La
voz humana, de Jean Cocteau, grabado por Simone Signoret.
Es la historia de una mujer, a quien su amante, que ella
ama locamente, la abandona para casarse con otra mujer,
a través de un monólogo desgarrador; por las palabras
de ella, se siente la mediocridad de ese hombre. Claro
que no era algo muy alentador para mí, pero la
escuchaba todas las noches antes de irme a la cama. Me
levantaba temprano y me iba a misa de siete y media a la
iglesia de San Sulpicio que quedaba cerca de casa; ahí
tomaba el ómnibus que me llevarla hasta la oficina.

261
Los días sábados y domingos salía con Nicole.
Íbamos al cine o al teatro y después a comer a algún
restaurante por el barrio. Buscaba en qué matar las
horas del día, se me hacían tan largos, y sobre todo esa
angustia y ese miedo que no me abandonaban, eran mis
compañeros cotidianos.
Una mañana me quedé dormida, desperté
sobresaltada. La noche antes había estado leyendo hasta
muy tarde sin poder dormir. Me arreglé a la carrera,
como pude, y salí como una exhalación a mi trabajo. Al
pasar por la ventana de la portería, la viejita que atendía
me llamó para darme una carta. Vi que era de Mario; ya
hacía ocho días que había viajado; esas eran sus
primeras noticias. Alegremente besé la carta, la puse en
el bolsillo de mi sacón y salí rápidamente a pescar una
movilidad, pues estaba atrasada. Pasó un ómnibus y lo
tomé antes de que parara completamente; la cola de
espera era larga y si me metía allí no hubiese podido
subir. En medio de la apretura de la gente, abrí como
pude mi carta, estaba tan ansiosa de saber algo de Mario,
había esperado día a día, minuto a minuto, el poder leer
sus noticias, el que me confirmara desde Lima todo lo
que me había dicho antes de partir. Comencé a leerla y
sentí que todo me daba vueltas; un señor me sostuvo,
me vino un mareo y me fui para atrás. No podía creer lo
que estaba leyendo; sin darme cuenta en voz alta repetía
una y otra vez: "No, no, no es cierto, no es cierto, no
puede ser tan cruel, ¿por qué tanta maldad, por qué?".
Cuando me di cuenta de lo que hacía bajé los ojos
avergonzada, la gente me miraba. En un viaje eterno
llegué a la radio, a esa hora trabajaba sola. No había
nadie en la oficina. No sabía qué hacer, daba vueltas y

262
vueltas alrededor de mi escritorio, leía y releía la carta
que me quemaba las manos. Llamé a Vera, no sé para
qué, pero tenía que hablar con alguien. Me sentía morir.
Ella solo me dijo: "Lo siento, Julia, pero me parece que
tú esperabas esto. Ya voy para allá, te llevaré algún
calmante". Y cortó. Yo no me daba cuenta, pero dijo
que daba gritos desaforados. Estaba completamente
perdida, continuaba dando vueltas. No sé cuánto
tiempo transcurriría cuando vi a Vera frente a mí con
un vaso de agua y una pastilla en la mano. De un
manotazo hice volar las dos cosas, gritando: "No
quiero drogas, no las necesito, por qué siempre quieren
drogarme. Quiero estar consciente, ubicarme en la
realidad. No quiero nada". Con toda paciencia Vera me
trajo otro vaso de agua, el que bebí. Me fui
tranquilizando, dominando mis nervios. El dolor que
sentía era tan inmenso que pedí a Dios que se llevara a
Mario, pero que no me lo quitara así, que no me lo
arrebatara de esa manera, cómo iba a vivir sin él qué iba
a hacer, no era posible después de luchar tanto. El amor
nos hace ser egoístas; preferí verlo muerto, llorarlo
muerto. Me hubiera lastimado menos, me hubiera
herido menos. Hice uso de todo mi autodominio. Las
manos me temblaban al igual que los labios, como si
tuviese mucho frío. Continué trabajando, y la gente fue
llegando. A mediodía subí al comedor de la radio, no sé
qué habré comido. Aparentemente, aparte de mi palidez,
no tenía nada, pero dentro de mí era como un zombi.
Todo había sido destruido en una carta; era como si los
años pasados no hubiesen existido jamás. En la tarde
hablé con mi jefe; le pedí que sin aumento de sueldo me
permitiera hacer dos turnos. No quería llegar a mi casa

263
tan sola y llena de recuerdos. Me parecía que oiría su
voz diciéndome palabras de cariño, como la última
tarde que hicimos el amor: "No tengas miedo, Negrita,
nada pasará, quiero que estés tranquilita, por favor,
Negrita, tú eres y serás mi mujer". Tantas promesas que
se perdieron en esas cuatro paredes queridas.
Felizmente, sin preguntarme nada, el señor Camp
aceptó mi propuesta. Trabajé hasta las diez y media de
la noche. Regresé caminando, serian unas cuarenta
cuadras. Llegué muy tarde y muy cansada a lo que ya no
era nuestro sino mi departamento. Puse el disco de
Simone Signoret y volví a leer la carta, que decía:
"Lima, 10 de mayo de 1964
Chére Julia: Nunca, por lo menos en los últimos
años, ha sido posible una conversación sincera entre
nosotros. No quiero hacerte ningún reproche, pero
sabes muy bien que ha sido así. Te suplico que me
escuches ahora, que voy a hablarte con absoluta
franqueza, y hagas un esfuerzo por comprenderme. La
vida que hemos llevado estos dos años es una prueba
flagrante de lo erróneo que es cerrar los ojos ante la
evidencia, o forzar la realidad por medio de la violencia.
Es verdad que estoy enamorado de Patricia, y sé
que esto no es una revelación para ti. Es verdad también
que en un principio luché con fuerza contra esto que tú
creerás absurdo e imposible, pero hace tiempo que no
lucho más, que he aceptado esa realidad y que ella ha
sido un gran fantasma entre los dos, que nos ha
amargado, envenenando la vida. La razón es muy simple,
Julia. Tú sabes tanto como yo que nada resucita lo que

264
ha muerto, y que la violencia no reemplaza al amor
jamás. Es violencia, la peor de todas, el haberme
obligado a continuar contigo con el arma desleal del
suicidio. Una violencia que ni siquiera te ha servido a ti,
pues me consta que tú también has sufrido
horriblemente, y por eso no te reprocho todas las
escenas, las disputas, las acusaciones tan
monstruosamente injustas, todas esas fábulas inventadas
por ti, sin duda como justificaciones inconscientes del
fracaso de esa aparente reconciliación. No es posible
que tú consideres que continuar así es el mal menor y ya
tienes que darte cuenta, de manera irremediable, que no
voy a cambiar. Te ruego, Julia, te lo suplico, reconoce
que tengo razón. Tú podrás quizás, empleando armas
indignas de ti, impedir que yo vuelva a ver a Patricia,
pero ni tu ni nadie tiene cómo destruir mi amor por ella.
Me ha bastado verla de nuevo un segundo, para
confirmar en mí mismo esta evidencia. No quiero a
nadie más, no querré nunca a nadie más. Y aún si no la
vuelvo a ver, si me viera obligado a vivir lejos de ella
para siempre, seguiré fiel a este amor.
Perdóname que te hable así, que te hiera así.
Pero esa es la verdad, lo que siento y ya has visto cómo
no ha servido de nada tratar de esquivarla, de silenciarla.
Me ha costado mucho escribirte esta carta; pero
creo que ya no es posible continuar con esa
conspiración de silencio que ha habido entre nosotros
todo este tiempo.
Pero quiero ser sincero contigo hasta el final. Si
por castigarme, por despecho o por venganza (ya sé que

265
en determinadas circunstancias estás dispuesta a
cualquier cosa) te niegas a concederme el divorcio, lo
único que obtendrás será provocar un poco más de
dolor, pero no aliviar el tuyo. Si nuestro matrimonio
está ya hace tiempo deshecho y solo se sobrevive a sí
mismo, si esto ha quedado más que demostrado ante ti
y ante mí en estos dos años, lo único que te pido es que
cedas ante lo ya consumado. Si te niegas a aceptar el
divorcio -fíjate que no oculto nada- impedirás que me
case con Patricia y me harás pagar bien con el dolor que
puede causarte esta carta, ya que deberé renunciar a ella
para siempre. Pero en ningún caso, y esta vez tienes que
creerme, volveré contigo. No se puede vivir con una
mujer, por más buena y sacrificada que sea, queriendo a
otra. Es cruel y duro tener que decírtelo, pero es así,
Julia. Yo sé que tus celos, toda tu violencia de este
último tiempo, se debían a mi frialdad hacia ti, a mi
amargura. No quería hacerte sufrir y sin embargo lo
hacía y lo inverso también es cierto. No se puede
simular el amor, no hay unión que merezca este nombre
si no se funda en el amor. Y, además, no volveré a pasar
momentos tan lastimosos como los de estos últimos
tiempos. Te ruego que me contestes lo más pronto
posible, diciéndome si aceptas que nos divorciemos. Y
qué es lo que quieres hacer. Si permaneces, en París,
entonces iré yo a otro lugar, porque como es natural, no
puedo regresar allá. Escríbeme a la casa de los abuelos
(Avenida Reducto 1275A. San Antonio, Miraflores), y
en todo caso piensa que yo, solamente yo, soy el único
causante de tu pena o de tu cólera. No amargues a
Lucho o a Olguita creyendo vengarte así de mí. Si

266
quieres vengarte de alguien, y tienes cómo hacerlo,
piensa únicamente en mí. Mario".
Me costó mucho comprender esta carta; lo único
que comprendía era su petición de divorcio, pero lo
demás resultaba inadmisible. No lo había obligado a
seguir a mi lado.
¿Acaso no le ofrecí yo la separación cuando
estuvo en Méjico?; entonces, ¿por qué me acusaba a mí?
¿Tal vez para escudarse conmigo ante su propia
cobardía? Era incoherente su carta. Es cierto que
teníamos discusiones desagradables, pero después todo
volvía a la normalidad, tantas veces sucedió esto.
Superábamos nuestras diferencias, nuestras sospechas,
nuestros celos, y, cuando menos, buscábamos el
entendimiento y la convivencia. Su despedida estuvo
llena de promesas, de ternura. ¿Quién era el que me
escribía tantos horrores?, ¿quién era el que me llenaba
de reproches malintencionados?, ¿dónde estaba el
muchacho que me besaba los pies cuando se casó
conmigo? Ese, el de la carta, no era Mario; él, para mí, a
pesar de todo lo pasado, era noble, justo, honesto. ¿En
qué se había convertido por su amor a Patricia? Si me
conocía tan bien, ¿cómo podía pensar siquiera en que
iba a vengarme en personas inocentes y queridas?
Quizás -y me parece una conclusión desoladora- nunca
me conoció.
En la soledad de mi habitación, el rostro de mi
marido hacía piruetas ante mí, sonriéndome
cariñosamente, a ratos con sarcasmo; viéndolo así, con
mi mente afiebrada, recién me daba cuenta de lo

267
inescrutables y cubiertos que eran sus ojos. Durante
todo este tiempo vivió una vida secreta y ominosa,
extendiendo un dedo silencioso de acusación para
destruir a quien prohibió se percatara de ello. Me oprimí
los ojos para borrar su carta, mientras caía de rodillas
gritando, aullando: "¡No, Mario, no!", y quise cerrar mi
corazón desgarrado como una barrera ante el recuerdo
de mi marido. Me ahogaba en la habitación, tomé un
batón delgado y bajé al patio. Permanecí de pie en el
patio frío -en mi alma sentía un frío que era
interminable- al lado del árbol tan solitario como yo,
escuchando los ruidos en derredor, puertas que se
cierran, cortinas que se corren, pero no se veía ninguna
luz. Así permanecí por mucho tiempo; en mis
pensamientos veía a mi marido cuando hablaba
atropelladamente en su prisa por lanzar las palabras
condenatorias. Aparecían imágenes que desaparecían
como relámpagos, como ver una película pasada a toda
velocidad; era todo tan rápido, vera las escenas
familiares, pero eso ya no existía, yo ya no formaba
parte de ellas, era una extraña. Sentía que mi cuerpo
quedaba sin sangre por el estupor que me embargaba.
Con el corazón demasiado helado para experimentar
ningún dolor, con un vacío tan enorme. Me senté en la
primera grada que conducía al departamento y vi
aparecer las primeras luces del día. Entonces subí como
un autómata. No había pegado los ojos, pero no sentía
nada, absolutamente nada, ni cansancio ni fatiga, solo
una laxitud que me parecía que mi cuerpo, mi mente y
mi alma se habían quedado en el patio. Me di una ducha
rápida y me preparé para mis quehaceres cotidianos.

268
Jamás había caminado tanto por París, y me
acordaba de unos hermosos párrafos de Miller, en
Trópico de Cáncer: “…mi mundo de seres humanos había
desaparecido; me encontraba completamente solo en el
mundo y por amigos tenía las calles, y las calles me
hablaban de ese lenguaje triste, amargo, compuesto de
miseria humana, anhelo, pesadumbre, fracaso, esfuerzo
desperdiciado”.
Llegaba rendida a casa, segura trabajando dos
turnos y yéndome a pie. Esperaba calmarme un poco
para escribirle a Mario; tenía que pensar mucho en lo
que le diría, en ningún momento pasó por mi mente ni
la venganza ni negarme a su pedido. Como no dormía,
estaba deshecha anímicamente. Me echaba en la cama y
me ponía a pensar. No podía comprender tanta
hipocresía, tanta falsedad, tanta maldad, si lo único que
había hecho, mi único pecado había sido amarlo. Al
recordar algunos hechos el rostro se me endurecía
como de terror y me repetía: "Tendría que haber
rescatado a Mario del poder y la influencia de Patricia;
me contuve demasiado y permití que Patricia lo alejara
de mí, que lo aislara sin darme oportunidad para nada".
Quise luchar como no lo habla hecho, pero ya era tarde,
absolutamente tarde. Me hablan derrotado tan
fácilmente. Dios mío, cómo toleré tanta farsa, dije en
voz alta, preguntándome atormentada: ¿por qué lo dejé
ir?, ¿cómo he podido ser tan ciega?, ¿cómo les permití
que destruyeran mi vida? Cuando se ha perdido lo que
se ama, no existe silencio en el corazón, todo lo
contrario, es un grito desgarrador, estremecedor. Hay
un dolor tan inmenso, tan terrible que solo existe pesar.
Todo parece desaparecer o morir, todo parece que

269
llorara junto con nosotros, ya solo hay una larga e
inmensa agonía sin fin. Movía la cabeza de un lado a
otro con una furia descontrolada. Quería borrar las
imágenes que me perseguían, que las tenía ante mis ojos
riéndose sardónicamente de mí. No podía apartar de mi
pensamiento el hecho de que todo en el último tiempo
habla sido una triste comedia, una farsa cruel e
inhumana, que jamás me habla querido. No se puede
actuar sin piedad con alguien a quien alguna vez se
quiso.
De acuerdo a su carta, durante esa época, Mario
reconocía que mis celos fueron justos, reconocía que mi
sufrimiento era cierto, pero no tuvo el valor de
enfrentarse conmigo; con una cobardía sin límites, me
lo dijo de lejos, pretextando que yo haría una escena,
escogió el camino más fácil. Siempre era yo la culpable,
la intransigente, la mala, la que lo hada sufrir, la que lo
obligaba con malas artes a seguir a mi lado guardando
silencio, acallando sus sentimientos. ¡Qué ironía más
increíble!, ¿y dónde quedaba él que no tuvo la hombría
ni la honradez de enfrentarse conmigo, con su
"dolorosa" realidad?
Infinidad de veces me tendía vestida sobre la
cama y veía amanecer. Quería llorar y no podía, era
como si junto conmigo se hubieran secado mis ojos.
Para poder dormir, hacía varias noches que no lo hacía,
compré una botella de whisky. No quería tomar
calmantes, ni ninguna clase de drogas, me daba miedo
de mí misma. Estaba en una inseguridad tan enorme, en
una soledad tan pavorosa (además, no quería que
nuevamente se me acusara de extorsión por suicidio,

270
¡cobarde!), que empecé a adelgazar en forma alarmante.
Sinceramente no sé cómo resistí; por momentos
pensaba que no podría hacerlo. No hay nada más
terrible que la impotencia, el sentirse atada de pies y
manos, saber que a uno lo están haciendo pedazos
desde tan lejos, y no poder defenderse. Para
contrarrestar mi dolor volvía a leer una y otra vez la
carta de Mario. Quería convencerme de que no valía la
pena sufrir por una persona que no tuvo ninguna
consideración conmigo, pero era inútil, no lograba nada
sino sentirme más sola y más adolorida. Al llegar a casa,
ponía un disco, mi disco, tomaba dos grandes tragos de
whisky, así dormía algo, pero cada día me sentía peor,
con un malestar tan desagradable que vivía en un estado
de sonambulismo permanente. Pero reaccioné. Me dije
a mí misma que no tenía por qué destruirme como lo
estaba haciendo, que eso era desprecio por mí misma.
Tiré lo que quedaba del whisky y no volví a beber ni un
solo trago. Al principio me costó un poco, pero no me
iba a volver alcohólica por algo que no tenía remedio; al
fin y al cabo, como persona yo también valla mucho.
Me hice un auto-lavado cerebral muy provechoso y salía
delante.
Con toda serenidad contesté a Mario. Aceptaba
la separación, pero pedía un término de seis meses a un
año, no porque pensaba que él volvería conmigo, sino
por mi hermana Olga. La muerte de su hija era muy
reciente para darles un nuevo dolor. A Patricia le pedí
paciencia, les pedí paciencia a los dos, que respetaran a
las personas que no tenían la culpa de nada y que
sufrirían con esta situación.

271
Además, si Mario no quería volver a París
mientras yo estuviese allí, me correspondía a mí el irme,
así se lo dije. Yo no necesitaba vivir sola allí, a pesar de
que tenía una buena posición en mi trabajo; en cambio,
él sí necesitaba hacerlo. En esa ciudad estaba todo su
futuro literario y no iba a ser yo quien pusiera
inconvenientes. Le dejaría la vía libre en todo sentido,
habíamos luchado mucho para que llegara adonde había
llegado hasta ese momento. Además, a mí ya no me
necesitaba. Ya estaba en camino ascendente. Hacia la
cima a la que deseaba llegar. Yo ya había dado todo, no
tenía nada más que mi pobre amor que nada servía.
Le escribí a Patricia, sin rencores, sin odios, ni
venganzas. Mario me agradeció esta carta, la que recibí
cuando ya estaba en Bolivia. Mi sobrina no se dignó
contestarme, ¿qué podría decirme? Era tan joven en
edad, pero bastante madura para destrozar mi
matrimonio sin miedo alguno. También aprendió a
mentir corno lo hizo Mario. No les guardé rencor, ni
nunca odié a nadie, pienso que no lo haré jamás.
Empecé con los preparativos de mi regreso a
Bolivia. Nadie en mi familia sabía nada, aunque los
enamorados primos tenían miedo de mi gran venganza
(me convirtieron en el personaje malvado de una novela
de Corín Tellado). El que actúa mal y en forma solapada
cree que todos somos iguales. Yo no sé hacer daño.
Tuve buenos maestros en las personas que tanto quería,
pero gracias a Dios no aprendí nada de ellos.

272
Mis últimos días en París fueron terribles; por
momentos creí que iba a volverme loca. Tenía que salir
de allí un 30 de mayo, día de mi cumpleaños. ¡Lindo
regalo! Mis amigos Edwards me llevarían al aeropuerto.
Noches antes fui a comer con Nicole, las dos solas. Me
obsequió un libro, El segundo sexo, de Simone Beauvoir,
que sigue siendo mi autora preferida. Llegué a casa y me
puse a escribir una carta de despedida. No recuerdo
muy bien lo que le decía, pero sí estoy segura de que
volcaba en ella todo mi dolor, todo mi amor.
La mañana de mi partida salí a caminar por
última vez por París; al pasar por una tienda en la rue de
Rívoli vi en la vitrina un prendedor muy bonito, y como
era mi cumpleaños, decidí regalármelo, aún lo conservo.
Almorcé en un restaurante del Barrio Latino, en uno al
que habíamos ido muchas veces con Varguitas. Fui
luego a casa, a esperar las cinco de la tarde, hora en que
iría Jorge a buscarme. Compré rosas rojas; Mario
siempre me las enviaba en mi cumpleaños, aún en
nuestra lejana época difícil económicamente, y las
arreglé en un florero, poniéndolas sobre la chimenea.
Puse el departamento impecable. Limpié sus libros,
quería tanto la colección que le había regalado, y en el
pick-up dejé puesto mi disco La voz humana, con una
notita en que solo escribí: "Escucha esto, por favor".
Miraba todo en el departamento como si quisiera
llevármelo prendido en las retinas. Tocaba los muebles
para dejar parte de mí en ellos y llevarme yo parte de
ellos. Me eché en la cama y comencé a revivir por no sé
cuántas veces nuestra última y bella tarde; fue tan
sublime, tan llena de frases de amor, de seguridad, de
proyectos para su regreso, ese regreso que él sabía no se

273
realizaría. ¿Cómo se puede ser tan cruel, jugar de esa
forma con sentimientos limpios y nobles? ¿Por qué no
me dejó ir cuando quise hacerlo?,¿por qué?,¿por qué
tanta mentira, tanto engaño, tanta deslealtad? Son
preguntas que nunca tendrán respuesta directa. Pero ya
el tiempo me las ha dado. Me vino una angustia tan
grande, unos deseos de gritar tan incontenibles que me
levanté de un salto de la cama y con furia clavé las uñas
en la pared para ahogar mi grito desesperado como un
animal herido. El dolor me hizo volver a la realidad.
Había sangre que chorreaba por mis manos: al clavar las
uñas en el muro de cemento, la mayoría de estas se
voltearon rompiéndose de raíz.
Jorge vino a buscarme a la cinco en punto de la
tarde; fue tan puntual, además las circunstancias lo
permitían, que venían muy bien los versos de García
Lorca: "...eran las cinco en punto de la tarde y la muerte
ponía huevos en la herida". Cuando oí sus pasos en la
escalera, sentí que el alma se me encogía, dejaba tanto,
renunciaba a tanto. Nada ni nadie me obligaba a irme, lo
hacía por amar demasiado a Mario, para darle lo que él
quería tener: París y Patricia.
Di una última mirada a mi pequeño y adorado
hogar. Cerré las puertas dándole rápidamente la espalda
y bajé casi corriendo las escaleras; no quería que a
último momento me faltara el valor que había
acumulado. Al pasar por el solitario árbol del patio
arranqué unas cuantas hojas y, sin mirar atrás, entré en
el auto donde estaba Pilar y partimos. Nadie decía nada;
me propuse no llorar, hacía tiempo que no lo hacía.
Además, no quería causar problemas a dos amigos que

274
tan buenos fueron conmigo. Miraba con avidez las
calles que me parecían nuevas, como si nunca hubiera
caminado por ellas. Apoyé la cabeza en el respaldo del
asiento y cerré los ojos; no quería ver nada más, solo
sentir deslizarse el auto que me llevaba lejos y hacia un
nuevo destino. Todos mis sueños, mis ilusiones se
habían hecho trizas. Llegamos al aeropuerto, ese
aeropuerto que siempre se ensañó conmigo; desde allí
partieron seres que tanto amé y no volví a verlos, desde
ese aeropuerto me fueron arrebatados sin piedad.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano para contener las
lágrimas que sentía venir, y con una mueca que quiso
ser sonrisa, me despedí de Jorge y Pilar. A pasos largos
me encaminé al túnel que me conduciría al avión.

275
XX

La travesía hasta Lima la realicé sin darme cuenta


-como en mi viaje de exilio a Antofagasta, con la
diferencia que este era sin retorno-. Una vez a bordo del
avión mis ojos se desbordaron como cataratas; después
de tanta contención, era imposible que no lo hicieran.
Lloré mucho, muchísimo. Me prendí fuerte del asiento,
mis nudillos se pusieron blancos. La aeromoza no podía
desprender mis manos de tan aferradas que estaban.
Ella me obligó a tomar una pastilla. Al cabo de unos
minutos sentí una laxitud tan agradable que me quedé
dormida durante largo tiempo. Me despertaron para
darme algo de comer. Ni siquiera pregunté dónde
estábamos, no me interesaba. Fue un viaje que hice casi
inconsciente. El efecto de la pastilla me duró hasta
llegar a Lima. No bajé del avión en ninguna de las
escalas, solo en Miami, para el cambio de nave, y lo hice
medio dormida. Llegué a Lima en la mañana temprano.
Tenía que pasar allí el día y una noche, para seguir a
Bolivia al día siguiente.

276
En el aeropuerto de Lima me esperaban Elsa y
Adolfo Córdova, a quienes avisé de mi arribo. Me
alojaron en su casa. A los pocos minutos de llegar allí,
llamé a Pupi, que vino de inmediato, casi antes de que
acabara de colgar el teléfono. No sé cómo se enteraría
Mario de que yo estaba en Lima; no fue a verme, no
tuvo ese valor. Su valentía era solamente para defender
su amor y su libertad a la distancia y por carta.
Prácticamente se ocultó, acompañado por Abelardo, el
marido de Pupi; tenía -según pareció- mucho miedo de
que hiciera un escándalo, de que fuera a hablar con mi
hermana y mi cuñado, de que lo desenmascarara. Si me
hubiera conocido mejor se habría dado cuenta de que
jamás hubiera hecho algo semejante; insisto en ello,
nunca me conoció, por eso tampoco me comprendió.
Nunca hizo nada por lograrlo. Solo me utilizó, y eso sí
que lo hizo bien.
Mi hermana Olga se enteró, no sé por qué medio,
de mi paso por Lima. En la tarde llamó a casa de Elsa,
quien le negó que yo estuviese allí. Oí llorar a Olga en el
teléfono y suplicar para que le avisaran dónde estaba yo.
Mis señas a Elsa eran negativas. No quise ver a nadie.
Hasta ese momento había conservado una relativa
tranquilidad, me había mantenido en mi posición, pero
no sabía si podía conservar mi hermetismo, ni en qué
forma reaccionaria ante un enfrentamiento con Olga y
Lucho, sobre todo con Patricia. Tal vez ello hubiera
podido desencadenar algo imprevisible. Mis nervios no
estaban para soportar escenas, podían estallar en
cualquier momento, y eso era lo que quería evitar.
Preferí que mi hermana llorara por no poder verme a
que lo hiciera por razones más fuertes, más graves. Ella

277
ignoraba todo. Tal vez si mi actitud en aquellas
circunstancias hubiese sido otra, las cosas podrían haber
variado. No quiero decir que Mario hubiera regresado a
mi lado, no, eso no. Pero hay muchas maneras de no
ceder tan fácilmente a quien se ama. Pero tenía que
respetar mi palabra -yo no era Patricia que no cumplió
ni pensó cumplir jamás lo que me prometió-; le había
aceptado darle su libertad y lo cumpliría hasta el final.
No usaría ni la fuerza ni la intimidación como él
pensaba. No estaba en mi recurrir a medios tan bajos.
Pasé la noche en blanco (con la ilusa esperanza
de que Mario fuera a verme para decirme cara a cara lo
que pensaba). Salimos camino al aeropuerto. Quizás
con mi partida, Mario se tranquilizaría y comprobaría mi
sincera determinación, aunque yo me quedara muerta en
vida. Me despedí de mis amigos Córdova. Ya nunca más
volvería a ver a Elsa; murió poco después. Al cabo de
unos años, asistiría con mis compadres Oquendo al
matrimonio de una de sus hijas.
Ya en La Paz, donde tenía que pasar un día,
antes de proseguir viaje hacia Cochabamba, ya que allí
vivían mis padres y hermanos, me fui a casa de tía
Carmela, hermana de mi padre. Era una mujer
extraordinaria que me dio siempre su cariño como si
hubiera sido mi madre. Pasé todo el día, intranquila, no
estuve con nadie más que con ella, sus hijas y su nieta.
Mi tía era una persona de una discreción increíble, me
veía nerviosa pero no me hacía preguntas. Ya en la
noche, hablé con ella. Quería que me aconsejara cómo
decir la verdad a mis padres, pues ellos ignoraban lo que
pasaba. Incluso hasta ese momento ellos no sabían que

278
yo estaba en Bolivia. Solo a la mañana siguiente llamé a
mi madre para que indicarle en qué vuelo llegaría donde
ellos, sin darle mayores explicaciones. Hablé mucho con
tía Carmela, lloré en su regazo, siempre tan lleno de
amor para todas nosotras y para todos los que
necesitaban de ella. Me dio su consuelo, el hablarle me
daba una sensación de paz. Desde muy joven recurría a
ella cuando tenía algún problema. Ya más tranquila me
preparé para el viaje a Cochabamba y dormí algunas
horas al lado de mi tía.
En el aeropuerto de Cochabamba me esperaban
mi madre y una de mis hermanas, la menor. Me sentí
tan nerviosa al verlas que apenas podía hablar, me
recorría un estremecimiento incontrolable, la quijada me
temblaba de tal forma que llegaba a crujir. Por supuesto
que me acosaron a preguntas; que a qué se debía mi
viaje, que por qué no había avisado antes, que cómo
estaba Mario, en fin, cientos de interrogaciones que
contestaba a medias, hasta que les dije: "Por favor,
esperen que lleguemos a casa de Cachito, y hablaremos
tranquilas, pero antes quiero pasar por la oficina de mi
padre, quiero verlo". Hacia como ocho años que no veía
a mis padres, desde que pasamos Mario y yo en viaje
hacia España y él les prometió cuidarme como a su vida
misma.
Mi papá salió de su oficina, con asombro en el
semblante, me besó y me miró fijamente a los ojos:
"¿Qué haces aquí, hijita? ¿Qué problemas tienes en tu
matrimonio? Yo no creo en vacaciones sorpresivas".
Traté de sonreírle y le dije: "No pasa nada, papito, no
sea malicioso, ya nos veremos en casa de Cachito". Sentí

279
que se me quebraba la voz y le dije: "Chao, nos
veremos", y partimos a la casa de mi hermana. Seguía
con mi propósito de no lastimar ni hacer sufrir a nadie.
No encontraba cómo abordar el tema para que
pareciera algo natural y no grotesco, pero la situación
era grotesca de por sí. Ya en casa de mi hermana, me
abracé a ella. Cachito me miró y dijo:
-Hermana, tu venida a Bolivia es por Patricia,
¿verdad?
Me quedé helada y muda de asombro. ¿Cómo
podía saberlo si nunca había hablado con ella, ni con
ningún miembro de mi familia? Nos sentamos y les dije:
-Bueno, ahora vamos a conversar, pero, por
favor, no lo tomen como una tragedia. Estas cosas
suceden y hay que ver la forma de sobrellevarlas.
¿Hermana, sabes algo de Patricia?
Me respondió que había estado en Lima y allí se
encontró con Mario y Patricia, y que fácilmente se dio
cuenta de que había algo entre ellos por la manera en
que se miraban; que no le gustó nada lo que vio, pero se
calló (parece que el callarse es costumbre familiar).
Entonces no tuve más remedio que hablar y decir la
verdad. Tampoco la podía callar por mucho tiempo más.
Después de tanto silencio y sufrimientos era la primera
vez que me escuchaban relatar estos acontecimientos.
Ella no sospechaban siquiera el infierno en que viví los
últimos dos años en París. Estaban seguras de que era la
mujer más feliz del mundo porque así se los decía en
mis cartas. No tenía para qué darles preocupaciones si
ellas no hubieran podido resolver nada. Además, por
280
entonces siempre tuve la esperanza de que las cosas
tomarían otro rumbo.
En verdad, fue aquella una situación casi
dramática. Lloramos por Olga, hacía tan poco tiempo
que había perdido trágicamente a Wandita y ahora le
venía esto. Hasta ese momento ella no tenía la más leve
idea de lo que sucedía entre su hija y mi marido. No me
sentí con fuerzas para enfrentar a mi padre con la cruda
y folletinesca verdad. Le dije a mi madre que se lo
contara. Solo hablé una vez con él. Fue un día que
almorzábamos en casa de ellos mis hermanas y yo. Mi
padre se levantó de la mesa para irse a la oficina.
Nosotras nos quedamos conversando de sobremesa. Mi
padre nunca fue un hombre expresivo al demostrar el
cariño enorme que sentía por sus hijos. Su manera de
ser era más bien parca y reservada. Pero en mil formas
diferentes nos expresaba sus sentimientos. Por supuesto
que nos quedamos hablando de Mario y Patricia, era
muy difícil para mi familia comprender la realidad. En
un momento dado, sentí un ruido y les dije: "Cállense,
parece que alguien llora". Me levanté de la mesa, y al
pasar por el dormitorio oí un sollozo. Abrí la puerta y
encontré a mi padre. Lo abracé y le dije:
-No, papá, por favor, no llore. Le ruego que no
lo haga. No lo soportaría. Ayúdeme a ser valiente, pero
no llore usted.
Me contestó:
-Hijita, no puedo ni maldecir a la causante de tu
pena y de tu desgracia. Tú eres mi hija y ella es mi nieta.

281
¡Qué hacer Dios mío! Sentí que el alma se me
desgarraba, y por primera vez odié a quienes tanto daño
estaban haciendo a mis padres. Por ellos pelearía contra
todos, no dejaría que mis padres sintieran ningún dolor.
A mí que me hicieran lo que quisieran, pero a mis
padres no, ellos estaban antes que nada. Consolé a mi
viejito amado como pude. Lo tranquilicé diciéndole:
-Papi, nunca más quiero verlo así, nunca más.
No se preocupe por mí, yo estoy bien. He aceptado la
realidad. Ya no me duele. Le prometo que ya no me
lastiman. Pero esto no tiene que tocarlos a ustedes. Esté
tranquilo por amor de Dios. Usted sí me hace sufrir con
sus lágrimas, ellos no, papacito.
Y nunca más nadie me vio llorar, derramar una
sola lágrima. Me revestí de una coraza de valor. Pero
hasta el día de hoy reacciono, no sé si con dolor o con
rencor por el sufrimiento de mis padres. Esto es lo
único que no per- donaré. Esas lágrimas de mis viejos
aún las llevo sobre el corazón. Aunque ellos se fueron
de mi lado para siempre, hace mucho tiempo.
Por aquellos días recibí esta carta de Mario:
"París, 7 de junio de 1964
Querida Julia: Estoy en París desde ayer; anoche
leí varias veces tus cartas y esta mañana, antes de
sentarme a la máquina para escribirte estas líneas, volví
a leerlas y a sentir la misma sensación de amargura, de
pesar. En Lima vi la carta que le enviaste a Patricia por
intermedio de Bertha; es una bella carta, llena de
generosidad y de nobleza, que me avergonzó pues yo

282
temía encontrar en ella palabras de rencor. Créeme que
me duele profundamente haber actuado contigo esta
vez de manera destemplada y brutal. No soy ciego ni
ingrato, Julia, y sé muy bien todo lo que te debo. Dudo
que otra mujer hubiera soportado tanto tiempo y con
tanta abnegación mis neurosis y mi egoísmo; sé también,
y lo diré siempre, que si a diferencia de mis amigos, yo
no traicioné mi vocación y soy hasta hoy en día un
escritor, se debe a ti en gran parte, ya que nunca trataste
de apartarme de la literatura y, al contrario, me ayudaste
siempre a ser fiel a ella, sabiendo lo que eso solo me
traería a mí, y a ti, en cambio, la estrechez material, una
vida mediocre. Hubiera dado cualquier cosa por
separarme de ti de buena manera, explicándotelo todo,
rogándote que comprendieras. Pero tú sabes tan bien
como yo, Julia, que eso hubiera significado un drama
terrible. Te juro que no te hago reproches, sé de sobra
que el único que los merece soy yo. Pero recuerda ese
clima de violencia, de tensión, en el que hemos vivido
todos estos años. Yo debí decírtelo desde un comienzo
y ha sido un error imperdonable de mi parte disimular,
mentir, negar lo que dentro de mí era la evidencia
misma. Creía que así sufrirías menos y no fue así; al
contrario, el infierno que yo llevaba dentro te lo he
hecho vivir a ti, que no tenías ninguna culpa. Yo sé muy
bien, Julia, que tus celos y tu amargura todo este tiempo
se justificaban ampliamente. No, como creías -¿me
creerás esta vez, chére Julia?- porque yo te engañase
cada vez que volvías la espalda, como hacen todos los
buenos maridos respetables una vez transcurrida la luna
de miel. Yo no soy bueno ni respetable y en nueve años
de matrimonio no he practicado nunca ciertas sólidas

283
costumbres burguesas. No sé, y probablemente no
sabré nunca, lo que es tener una amante y la única vez
que traté de engañarte, por esnobismo adolescente, con
una puta elegante del hotel Napoleón, la experiencia fue
tan lamentable que se me enciende la cara al recordarlo.
No debo haber superado ciertos prejuicios burgueses
todavía cuando me avergüenza un poco, todavía, decirte
que en nueve años y con esa lastimosa excepción, nunca
he hecho el amor fuera del matrimonio. Aunque no lo
creas (pero ahora deberías creerme). Nunca toqué un
cabello de Pilar, de quien jamás estuve enamorado, y
supongo que no has imaginado que he violado a Patricia.
Como dices en una de tus cartas, en el dominio
sentimental, aún sigo en los 15 años. Dicho esto, y
perdóname que te hiera de nuevo, es cierto y justo que
tuvieras razón por acusarme de ser frío contigo, injusto
y a veces cruel. No quiero hacerte daño, Negrita, por lo
que más quieras perdóname, pero tú sabes lo que es el
amor, y cómo lo avasalla todo y destruye los propósitos
y las convicciones como un gran ventarrón. He vivido
todos estos años con el corazón devorado por el
recuerdo de Patricia, sufriendo mucho yo también y
esto puede explicarte muchas cosas. No debería
hablarte de ella, pero tus cartas me han partido el alma y
creo que, aunque tarde, es preferible la sinceridad. Es
probable que haya mucho de cierto en estos sombríos
augurios que aparecen en tu carta del día 27; yo me
conozco bastante bien y sé que no puedo hacer feliz a
nadie. Pero no voy a renunciar a ese amor, a pesar de
todos los enormes obstáculos que señalas y que
conozco tanto como tú.

284
Has hecho mal en pensar que podía valerme de
malas artes y procedimientos sórdidos para obtener el
divorcio*. Lo último que se me podría ocurrir es
acusarte de algo ante un tribunal y me ha apenado que
me amenazaras con mostrar cartas "comprometedoras".
El único que está comprometido en esto soy yo, querida
Julia, y no me atemoriza en absoluto que sepa todo el
mundo que quiero a Patricia. Te pedí que evitaras
revelárselo a sus papás, por ellos y no por mí. Pero
desde luego que no es un escándalo familiar lo que
pueda asustarme, mucho menos modificar mis
sentimientos. No quiero hacerte la infamia de imaginar
que pudieras intentar algo contra Patricia, sobre todo
después de leer la bella, la hermosa carta que les
escribiste. Ella no tiene la culpa de que yo la quiera, ¿no
es cierto?, y mucho menos que yo te haya hecho sufrir.
Me dices que ahora necesitas un tiempo de reflexión de
seis meses para decidir si consientes al divorcio. Está
bien, Julia. Te sientes lastimada ahora, y con razón.
Incluso si, como puede ocurrir, pasado ese plazo, me
dijeras que necesitas otro más largo, no podría sentir
ningún rencor hacia ti. No voy a intentar conseguir el
divorcio si tú te opones a él, a pesar de lo que esto
significa. Tienes todo el derecho de impedir que yo me
case con Patricia, y después de todo con esto tal vez le
harías un buen servicio a tu sobrina, pero no puedo
creer que esta actitud te sea dictada por un deseo de
compensación por el daño que te he causado. Menos
todavía que creas que después de un tiempo volveré a la
razón. A mí también me cuesta hablarte de problemas
materiales; pero es urgente, indispensable. Tienes que
estar sin un centavo y yo sé muy bien que la situación de

285
tu familia es difícil, y que ellos no podrán ayudarte. Por
este mismo correo le escribo a Carlos Barral diciéndole
que te envíe todo lo que hay y pueda haber en el futuro
de los derechos de La ciudad y los perros. Es algo que te
corresponde en legítima justicia y no tienes derecho a
rechazarlo. Yo no tengo ahora nada de plata, si no le
mandaría algo para ayudarte a hacer frente a algunas
necesidades menudas. Pero en Barcelona debe haber a
mi cuenta unas cien mil pesetas y eso te puede servir
durante algún tiempo. (Te mando copia de la carta). La
próxima semana te despacharé las maletas; ¿cómo debo
hacer para enviarte el pick-up y los discos y las otras
cosas de Bretaña y Holanda? Todo es tuyo y te lo
mandaré de todos modos. Mario".
*El sí podía pensar mal de mí, venganzas,
rencores, etc., pero a mí me estaba vedado poder pensar
mal de él; yo no podía hacerlo, lo lastimaba, y hacía muy
mal con ello; ¿qué conclusiones se pueden sacar?
Mi estado de ánimo era deplorable. Tampoco me
sentía bien de salud, comencé nuevamente con fuertes
dolores internos. Fui donde el médico y me dio la
desagradable noticia de que necesitaba otra operación, o
sea sería la cuarta vez que me abrirían el estómago. Le
escribí a Mario para que viera la forma de hacer valer mi
seguro en la radio. El señor Camp se encargó de todo y
me fue reembolsado hasta el último centavo que costó
la operación. No quise aceptar el dinero de Mario.
Además, no estaba segura de que me lo enviaría, y no
deseaba tener una nueva decepción después de todas las
que ya había tenido. Sus ofrecimientos eran muchos,
pero su cumplimiento de los mismos nulo (y fue así

286
desde que me quedé en Lima a pedido de él). Como no
habla modo de eludir esta cuarta operación preferí que
fuera pronto y quedamos con el médico para dos
semanas más tarde. Antes tuve que someterme a un
tratamiento, dada mi debilidad, pues había perdido
mucho peso.
Mario me escribía continuamente. Mostraba una
preocupación por mí que estoy segura de que estaba
muy lejos de sentir. Hasta me ofreció que me fuera a
operar a París. Por supuesto que su preocupación era
mucho más por lo económico que por lo personal.
"París, 16 de junio de 1964
Chére Julia: En este momento acabo de recibir tu
carta del 7 de junio y créeme que estoy terriblemente
preocupado y apenado. ¿Está convencido el doctor que
te vio que es imprescindible la operación? Aquí el
médico fue categórico y aseguró que bastaba con una
simple cauterización. Lo mejor sería que consultaras
con otros especialistas, tal vez en La Paz, y si ellos
estiman también que la operación es necesaria,
someterte a ella en Bolivia solo si te garantizan que
existen allá las mejores y más modernas condiciones. Si
no, es preferible que te operen en el extranjero, donde
buenos especialistas. Desde luego que conseguiré todo
el dinero que haga falta en una u otra forma.
Tengo un cable de Barral -llegó hace unos cinco
días- diciéndome que te había girado 500 dólares como
anticipo de los derechos de La ciudad y los perros, que
espero ya estén en tu poder. Calculo que los derechos
ascienden a unos dos mil dólares y ahora mismo escribo
287
a Barcelona urgiéndolos a que te envíen el resto lo más
pronto posible. Si te hace falta más dinero, estoy seguro
de que Barral me adelantará algo a cuenta del próximo
libro y también puedo pedir un préstamo a la radio, así
como vender el coche. (Siempre vendiendo el coche,
cosa que nunca hizo, lo usó bastante tiempo con
Patricia). En este momento no me queda un centavo en
el banco, porque pagué los impuestos y el seguro, y he
estado viviendo con los 60 mil francos restantes. Te
ruego que me avises inmediatamente si recibiste el giro
de Barral y que me tengas al tanto, todo el tiempo, de lo
relacionado con la operación. De veras que siento en el
alma, Julia, que estés pasando este mal rato y sé muy
bien que ha contribuido a afectar tu salud lo ocurrido
entre nosotros. Dime qué puedo hacer para ayudarte y
lo haré de inmediato. Si quieres que te operen aquí,
ruégale a Ana María que te acompañe y yo sacaré el
pasaje de las dos a crédito en Air France; no será difícil
conseguir eso por medio de Jean Descolá. Te he pedido
que nos separemos, pero eso no quiero decir que tenga
por ti un enorme reconocimiento y afecto. Escríbeme
pronto y, por lo que más quieras, mucho, mucho, coraje.
Mario".

288
"Ella lo miró con ternura. Alberto pensó: estudiaré mucho y seré un
buen ingeniero. Cuando regrese, trabajaré con mi papá, tendré un carro
convertible, una gran casa con piscina. Me casaré con Marcela y seré un
don Juan. Iré todos los sábados a bailar al Grill Bolívar y viajaré
mucho. Dentro de algunos años ni me acordaré que estuve en el Leoncio
Prado".
La ciudad y los perros, de M. V. LL.

XXI

Por supuesto, no viajé a París. Mario no parecía


tener en cuenta mi situación emocional y afectiva,
después de la traición que a mis espaldas se tramó y se
llevó a cabo con tanta perfección, teniendo por aliada
mi ingenua sinceridad y mi actitud de aceptar los hechos
calladamente. Solo se inquietaba por los aspectos
económicos de nuestra separación. Aspectos que, sin
embargo, a mi apenas si me interesaban. Quizás porque
al lado de mi familia, nunca carecí de nada, gracias en
particular a mi cuñado Marcelo, que ha sido para mí
excepcional amigo, y estoy segura de que siempre podré
recurrir a él en cualquier situación.

289
Pero Mario todo lo remitía al tema del dinero;
creía que con el que me mandaba a través de Barral -no
enviado por él- 100 dólares, 200 dólares, 600 dólares,
podría tranquilizar su conciencia por todo lo que yo
estaba pasando. No supe hasta entonces la influencia
que ejercía en él el poder del dinero. No era así cuando
vivía conmigo, a pesar de haber pasado tan poco
tiempo; tal vez ya lo era, pero yo no me daba cuenta por
estar más preocupada en conservarlo que en observarlo
o esquilmarlo. En todas sus cartas el dinero era su tema
favorito. En ninguna me preguntaba cómo me sentía yo.
Si estaba saliendo del mal trance, si estaba tranquila, eso
no le interesaba, solamente se preocupaba de la parte
económica. Y según parece, esto es mucho más
acentuado en él. Desde que nos separamos, o quizás
mucho antes, dejé de interesarle como ser humano,
como persona que tiene sentimientos, que respira; que
amaba y necesitaba vivir en paz. Su egoísmo salió a flote
con mucha más intensidad; ¡qué equivocado estaba al
pensar que podría comprar mi corazón! Si actué como
lo hice fue porque lo quería. Cuántas escenas tan tristes
se hubiesen evitado si hubiera tenido la valentía de
hablar de frente; pero no, conmigo eso no se podía.
Mientras estuve a su lado nunca reconoció que su
silencio era lo que producía mi enojo, mi inestabilidad,
que la mentira es mucho más cruel que la verdad simple
y desnuda, sobre todo si no se está acostumbrada a vivir
en ella. Qué distintos éramos, y ¡tantos años tuvieron
que pasar, tantas lágrimas tuve que derramar para darme
cuenta!
Como no hay plazo que no se cumpla y deuda
que no se pague, llegó el día de la operación. Entré al

290
quirófano caminando, rechacé la camilla. Tenía miedo, y
creo que en el fondo de mi alma deseaba dormir y no
despertar de la anestesia. Era tan poco lo que me ofrecía
la vida. Seguía amando tanto a Mario y estaba tan lejos
de mí, tan inalcanzable. Costó mucho para que me
hiciera efecto la anestesia. Los médicos se miraban
extrañados, veía entrar gota a gota el líquido en mis
venas, pero era lo mismo que agua destilada; mi estado
nervioso era mí peor enemigo, no me dejaba dormir.
Después de mucho rato le dije al anestesista: "Jimmy,
creo que esto ya hace efecto, te oigo como si estuvieras
lejos"; a lo que me contestó riendo: "Ya era hora, estaba
dispuesto a darte un golpe en la cabeza para dejarte
inconsciente". Me pasó algo muy raro, mi mente seguía
trabajando, los oía hacer los preparativos y comentar mi
dificultad para entrar en ese sueño que es parecido al de
la muerte. Quería hablar, decirles que aún no estaba
dormida, que esperaran, pero no podía. Sentí como me
amarraban las manos y piernas..., y no me acuerdo más.
Cuando desperté, mis padres y mis hermanas me
observaban con temor y ansiedad; entonces pedí a Dios
que me sacara de aquello. Demoré demasiado en
recuperar la lucidez. Al segundo día se me presentó el
mismo problema de siempre: oclusión intestinal. Se
llamó a un especialista y comenzó el tratamiento que
impedía que tomara ningún calmante ni analgésico. De
modo que los dolores post-operatorios los soporté a
base de voluntad y de valor. Y eso, con una dieta en la
que solo se me permitía alimentarme con té, agua y un
poco de helado de canela. Por fortuna, la oclusión cedió
a las cuarenta y ocho horas. Me sentía tan débil que no
tenía deseos de nada. Mi amada madre se pasaba las

291
noches a mi lado, atenta a cualquier movimiento mío.
Me mareaba mucho, todo me daba vueltas, no podía
levantarme. Por fin, me dieron de alta y abandoné la
clínica. En pocos días estaba restablecida y rodeada del
cariño de todos los míos. Como a las dos semanas, llegó
mi hermana Olga a Cochabamba. Vino con el objeto de
pedirme que no le concediera el divorcio a Mario. Ya
sabía lo que sucedía; parece que Mario habló con Lucho
o le escribió, no estoy segura, pero lo más probable es
que le haya escrito. Mi primer encuentro con ella fue
muy triste. Olga estaba deshecha. Una tarde, para
distraerla, la sacamos a pasear en auto con mi hermana
Cachito y pasamos por el correo pues Olga esperaba
noticias de Lucho. Por mala suerte había una carta de
Mario que no pude ocultar sin que la viera; me exigió
que la abriera, no lo hice, y allí mismo, en la calle, le
vino un ataque de nervios tan horrible que no supimos
qué hacer. Queríamos hacerla entrar en el auto y no
podíamos, se agarraba del techo del mismo, gritaba,
zapateaba, como un niño, y lloraba desesperadamente
maldiciendo la suerte que había tenido con sus hijas.
Por fin conseguimos sentarla dentro del auto, me
coloqué junto a ella, la apoyé en mi pecho y mi hermana
Cachito partió velozmente a la casa. Llegamos y
acostamos a Olga que seguía llorando
inconsolablemente. Poco a poco se fue tranquilizando y
se quedó dormida. Para mí estas reacciones de mi
hermana eran muy dolorosas, tenía que sacar fuerzas de
donde fuera para ponerme firme y no llorar con ella.
Cuando en la noche me quedaba sola en mi habitación,
ocultaba la cabeza bajo la almohada y daba paso a toda
la tensión del día. Muchas veces he llorado hasta el

292
amanecer. Pero durante el día nadie me vio llorar ni
quejarme de nada, ni hacer un solo reproche a nadie.
Un día, armándome de valor, le dije a Olga que
teníamos que hablar; ella no podía seguir así, se
enfermaría. Le hablé largamente haciéndole comprender
que tenía que aceptar los hechos, tenía que hacerse a la
idea de que su hija se casaría con su primo hermano. Me
refutaba con enojo todo lo que le decía, repetía una y
mil veces que no lo aceptaría, prefería verla muerta.
Entonces reaccioné con furia, un enojo que me salía de
adentro; gritándole le dije:
-¡Cállate!, no hables así, Dios puede castigarte,
qué sacas con ponerte en esta posición tan
intransigente; es tu hija, yo solo soy tu hermana, y bien
sabes que una madre no tiene límites para perdonar a
sus hijos. Se casarán, Olga, y tendrán hijos que será n
tus nietos. ¿Para qué esperar hasta entonces si puedes
perdonar ahora sin hacerte daño tú ni hacérselo a
Patricia? Ella te necesita, no la dejes sola.
Me miraba como con la mente ida, con ojos que
pare- cían no verme y me repetía:
-No puedo, y no puede ser que tú me digas esto.
Tú me dices que ¡mi hija se case con tu marido!
¿Cómo es posible, Julita? No lo acepto, me muero de
vergüenza. ¿De qué estás hecha, hermana?
Yo le contestaba:
-Estoy hecha de lo mismo que tú, a mí también
me costó aceptar la verdad, pero ya lo hice. Pon tú
293
también los pies en la tierra. No ocultes la cabeza como
el avestruz en los momentos de peligro y enfrenta la
vida, ayuda a tu hija. Regresarás a Lima y asistirás al
matrimonio cuando Mario esté libre. No me pidas más
que no inicie el divorcio, porque lo haré, Olga, te juro
que lo haré y ya no nos martiricemos más, por favor.
No exijan tanto de mí, soy un ser humano, no una
máquina. Quiero vivir en paz. Quiero olvidarme de
todo esto, de este maldito mal sueño. Déjenme tranquila,
por favor.
Salí de la pieza, ya no podía seguir abogando por
quienes no lo merecían. No pensaba en ellos, sino en
Olga. Tenía que sacarla de esa postración que tanto mal
le estaba haciendo y la hundía cada día más en un
abismo que la iba devorando. Pero yo también estaba en
el límite de mis fuerzas; por momentos creía que
perdería la razón, ya no podía más. Todos me
presionaban para que no diera el divorcio, para que no
cayera esa vergüenza sobre la familia. No tenía por qué
ser yo quien defendiera el honor de una familia. Yo no
provoqué esa situación, y me mantenía en mi promesa.
Además, ¿qué sacaba con llevar ese apellido si no lo
tenía a él? En esos momentos el mío era mucho más
conocido. Yo llevaba y llevo el de una familia tradicional
de Bolivia. Mario era completamente desconocido, aquí
nadie sabía todavía del famoso escritor. Ahora se lo
conoce como tal, pero mi nombre, el que me legaron
mis padres sigue siendo respetado por todo, y sobre
todo por mí misma.
Recibí una carta de Lucho en la que volcaba su
dolor y decepción por esas dos personas que tanto

294
quería. No la mostré a nadie. Lucho me pedía perdón
por ellos. Nadie conoce ni conocerá esa carta, es algo
entre Lucho y yo. Y tal vez sus propias palabras le
dolerían más ahora que han pasado tantos años. Quién
sabe si se acordará de aquella carta que me escribió en
un momento tan singular. Ahora todos se sienten
orgullosos de los triunfos y glorias de Mario. No se
tiene así nomás a un genio en la familia. Y ya ni se
acordarán quién fue la que lo puso en ese camino.
Tampoco necesito que lo hagan. Los reconocimientos
póstumos nunca han sido de mi agrado.
Mi hermana regresó a Lima ya más dispuesta a
aceptar la realidad. Al menos hice todo lo posible
porque así fuera. Ella y Dios son testigos de que digo la
verdad. Nunca le dije nada ofensivo de su hija o de mi
marido. Nunca se me escuchó una palabra de censura
hacia ellos. Tal vez hice mal, no lo sé. De lo único que
estoy consciente es que no tengo nada que
recriminarme a mí misma. Actué siempre de acuerdo
con mi conciencia. No soy juez de nadie, no vine al
mundo para eso. Si alguien tiene que juzgar nuestros
actos, ya lo hará a su debido tiempo y Él sabrá cómo.
Aparecieron las primeras críticas de La ciudad y
los perros. Los militares en el Perú reaccionaron
violentamente, quemando cientos de ejemplares en las
calles. Le envié a Mario un recorte sobre esto. Esta fue
su respuesta:
"París, 11 de octubre de 1964
Querida Julia: Esta mañana recibí tu carta del día
7, con el recorte del periódico. Mil gracias. (En realidad
295
el lío ha sido mucho más serio. Me han abierto un juicio
por "comunista morboso", dos generales me declararon
traidor a la patria, y en el Leoncio Prado quemaron mil
ejemplares de la novela). Esperaba para contestar tu
anterior, reunir un poco de dinero para enviarte un giro.
Ahora ya tengo la plata, pero no hay forma de conseguir
dólares; Jorge Edwards me ha prometido cambiarme,
pero no antes de fin de mes. Estoy seguro de que Barral
puede adelantarte algo, hasta que pague Scorza.
Escríbele; yo se lo diré también. La cesión de derechos
es complicada (te mando la carta que acabo de recibir
de él), y parece que resulta más conveniente hacerlo en
forma de " compraventa" (no tengo la menor idea de lo
que quiere decir eso). Yo voy a escribir a Lima para que
me informen de inmediato sobre lo que quiere saber el
abogado, aquí en el Consulado no saben nada. Tengo
entendido que Scorza quiere hacer nuevas ediciones de
la novela, y parece que en Chile ya la han anunciado
(Scorza sacó dos ediciones, pero jamás me pagó
ninguna). No sé cuánto te significará esto a ti de
derechos, pero Barral me prometió que te informaría en
detalle.
Las maletas deben estar por llegar a Arica. A lo
mejor ya están allá. Marcelo (o tú, no me acuerdo)
recibirá el aviso de la Aduana. Desde allá irán a
Cochabamba por tierra. He llamado a la agencia y me
dicen que todo está en regla, que no me preocupe, que
llegarán de todas maneras. En todo caso están
aseguradas. Me parece que te mandé el recibo del
seguro. Lo he buscado aquí por todas partes, en vano.
En cuanto a las cartas y las fotos, te las despacharé
pronto. Tengo que encontrarlas primero. Como tú

296
sabes, mi querida Julia, el orden y yo somos antiguos
enemigos. También hablé con Carmen y Josette. No hay
problemas para el envío del sueldo. Los del Qui d'Orsay
me mandaron un recibo y lo devolví, falsificando tu
firma. Son 339 francos nuevos. Espero que me manden
el cheque. Te despacharé eso con los 200 dólares que te
iba a mandar. Si necesitas más plata con mucha urgencia,
avísame (¿más plata de él?, si nunca me dio de la suya).
Sé que le escribiste a Olguita una carta muy linda, Julia.
Quiero que sepas que esto me ha emocionado mucho,
es muy bello lo que tú haces. Mil recuerdos. Mario".
Cuando el Gral. René Barrientos Ortuño fue
elegido vicepresidente de Bolivia, me nombró Secretaria
Privada de su esposa, Rose Marie Galindo, hermana de
mi cuñado Marcelo. Me fui a vivir a La Paz con ellos e
inicié el esperado divorcio. Había pasado el año que le
pedía a mi marido y yo debía hacer lo prometido. No le
pedí nada a Mario, quien quizás movido por el
arrepentimiento, algo inusual en él, pidió a mi abogado
que en la sentencia se incluyera la cesión a mi nombre
de los derechos de autor de La ciudad y los perros. Por mi
parte, renuncié a pensiones, no quería su ayuda
económica. Aún me sentía con fuerzas para trabajar
como siempre lo he hecho.
A raíz de un golpe de Estado, asumió la
Presidencia de la República el Gral. Barrientos y seguí
trabajando como Secretaria Privada de su esposa. Me fui
a vivir a casa de Cachito y Marcelo, que también
trasladaron su residencia a La Paz.

297
Una tarde estábamos con mi padre en el
escritorio de mi cuñado cuando sonó el teléfono; era
una conferencia para mí desde Lima; llamaba Varguitas.
Con mano temblorosa tomé el teléfono y me emocionó
mucho escuchar su voz. Como Patricia había nacido en
Cochabamba, necesitaban su certificado de nacimiento
para casarse y me pedían que se los mandara. Esta falta
de tacto, abuso de confianza y hasta cinismo me
indignaron. Le contesté en forma cortante que vería la
manera de hacerlo. Bien podría haber pedido el
certificado al Cónsul del Perú, pero no a mí. Mi papá
era una sola furia. Al día siguiente me puse en contacto
con familiares en Cochabamba y pedí el documento que
necesitaban, y en tres días se los envié con mis mejores
deseos de felicidad. Solo faltaba que me invitaran al
matrimonio, o que me nombraran madrina de la boda.
Ellos eran muy capaces de hacerlo.
Contra todos sus ideales y sus convicciones,
Mario se casó por la iglesia. Mi hermana Olga fue a la
boda. Ese día con la imaginación seguí paso a paso
todos los acontecimientos. Me encerré en mi habitación
y pensé en todo lo que estarla pasando en Lima. Sabía
que ese mismo día se irían a París, y a vivir a la rue de
Tournon. Qué horrible es saber que la persona que se
ama, el hombre que sigue siendo tu vida misma, se esté
uniendo a otra mujer. Es como una agonía lenta y
abrumadora que no se acaba nunca. Se vive y se muere
una y otra vez. Pensaba en lo felices que serían en ese
momento. Qué equivocada estaba al creer que ya no
tenía lágrimas. Qué fácil fue para ellos construir su
felicidad a costa de la destrucción de otro, a costa de mi
renunciamiento. Mario sabía que acepté todo

298
únicamente por su felicidad; mi amor era más fuerte que
lo que podía haber sido mi egoísmo. Pienso que, si
ahora se presentara una situación parecida en su
matrimonio, no creo que su mujer actual -sin ofenderla
a ella- actuaría como lo hice yo, sin pensar en sí misma,
sino en la persona que se ama. Dejar las puertas abiertas
para que él busque otro camino, el que quiera seguir. Sin
trampas, con juego limpio. No supe defenderme; mi
silencio fue mi peor enemigo o quizás mi cómplice.
Pero no cambiaré, ya es tarde para ello, siempre pensaré
en los demás antes que en mí misma, aunque con ello
salga como perdedora. Una amiga me dijo una vez que
debería cambiar; que con mi forma de ser podría pasar
por tonta, que, si alguien me golpeaba y si este se caía,
yo le daría la mano para que se levantara y me siguiera
golpeando. Puede ser que tenga razón, no sé, pero así
me siento contenta.
Me casé de nuevo algún tiempo después. Fue un
matrimonio que nunca debió celebrarse. En primer
lugar, en mi interior seguía queriendo a Mario, y con
René no nos entendíamos para nada. Éramos tan
diferentes, él era una buena persona, estudioso,
trabajador, pero su forma de ser, de pensar, nada tenía
que ver conmigo. Nos fuimos a vivir a Washington D.C.
El Gral. Barrientos le dio un cargo en la Embajada de
Bolivia. El trabajo le duró poco, precisamente por su
manera de ser. También allí trabajé duramente. Un día
me llamó René a mi oficina para decirme que habían
llegado "mis sobrinos". Mario y Patricia habían llamado
a casa, nos esperaban en el hotel. Para mí fue un
sacudón tremendo. No los había vuelto a ver, a ella
desde que salí del Perú para París y a Mario desde que

299
salió de París al Perú. Disimulé la enorme emoción que
sentía y fuimos con René a buscarlos. Los dos me
besaron y demostraron alegría al verme. Ella me seguía
llamando "tía Julia". Realmente no sabía qué pensar,
cómo calificarlos, para ellos no había pasado nada, todo
era perfectamente normal. Eran dos cariñosos sobrinos
que querían saludar a la "tía", a quien no veían hace
tanto tiempo. Dimos algunas vueltas por la ciudad y los
dejamos en el aeropuerto. Sentada al lado de Patricia
sentía emociones contradictorias; no podía precisar si
me alegraba o no de verla, a Mario evitaba mirarlo y
dirigirle la palabra; en realidad no encontraba de qué
hablar. Por primera vez en mi vida estaba muda.
Gracias a Dios llegó la hora de partida del avión y se
fueron. El beso de Mario me encendió la mejilla y el de
ella me heló la sangre.
Pasó el tiempo; mi matrimonio ya estaba cuesta
abajo. Me vine a Bolivia, para ver si una separación
momentánea lograba componerlo, pero no hubo caso;
nació muerto.
Subió al poder el Gral. Juan José Torres y nos
fuimos a vivir a Lima con Cachito y mi cuñado Marcelo.
Yo fui contratada por mi buen amigo Javier Silva para
trabajar en la Junta del Acuerdo de Cartagena. Mis
sobrinos Mario y Patricia estaban en Londres. Pero, por
esos caprichos del destino, regresaron a Lima. El día
que nos encontrarnos en casa de Olga, mi hermana
estaba mucho más nerviosa que yo. Aparentemente, yo
demostraba serenidad. La vida ya me había enseñado a
vivir en el disimulo. Interiormente me sentía morir.

300
Tocaron el timbre y pegué un salto; eran ellos:
sonrientes y felices. Nuevamente cariñosos saludos a la
"tía Julia". Les respondí cortésmente y me fui a la
habitación de mi hermana, pretextando un programa en
la televisión que me interesaba. Ni siquiera estaba
enterada de lo que daban. Prendí el televisor y me puse
a mirar sin verlo, dando la espalda a la puerta de la
habitación. Estaba completamente abstraída, cuando
sentí una mano en cada hombro; me volví rápidamente,
era Mario. Me miró y me dijo:
-¿Cómo estás, Negrita? ¿Cómo te está yendo?
Hice un movimiento para retirar sus manos y le
contesté:
-Muy bien, gracias. Te ruego que salgas de aquí y
me dejes sola.
Lo hizo en silencio. Días más tarde asistimos con
mi cuñado Lucho y Patricia a una conferencia que daba
Mario. Nos sentamos juntos. Era divertido jugar a
personas civilizadas, cuando en realidad ninguno se
sentía cómodo.
También fuimos a las carreras. Siempre me gustó
jugar a los caballos más inverosímiles, que echaban por
tierra todos los estudios de Lucho, quien conocía el
pedigrí y las carreras ganadas por cada animal. Bueno,
ese día aposté a un caballito que más parecía un burro,
pero no les dije cuál era. Comenzó la carrera y yo a
gritar a mi caballito. Cuando me di cuenta Mario gritaba
al mismo, que al ganar dio un balatazo de película. Sin
decirnos nada habíamos apostado bien callados al

301
mismo animal. ¿Una transmisión de pensamiento?,
divertido, ¿no?
A los pocos días celebré mi cumpleaños, con un
almuerzo al que invité a casi todos mis amigos
bolivianos y peruanos. Como asistiría toda la familia,
también invité a "mis queridos sobrinos", que aceptaron
encantados. Por supuesto que los cuchicheos no
faltaron en ningún momento. Muchos me felicitaron
por mi tranquilidad, otros me atacaron por mi estupidez.
Yo me sentía contenta sin importarme la opinión de
nadie. Seguía queriendo a Mario, pero era un cariño
sereno, tranquilo, como una cosa tan imposible, como si
me hubiera enamorado del Sha de Persia. Ellos
regresaron a Londres, y, en septiembre de 1971, yo a
Bolivia. Fui llamada por la esposa del Presidente de la
República, Coronel Hugo Banzer Suárez, para ser su
Secretaria Privada.
Nunca más volví a ver a Mario y a Patricia. El no
dejó de escribirme. Se preocupaba por mis liquidaciones
de los derechos de La ciudad y los perros. para que
estuvieran siempre al día. Sus cartas casi comerciales
hablaban solamente de dinero, siempre del dinero. Mis
heridas continuaban abiertas, pero ya no sangraban.
Durante todo este tiempo cumplí varias
actividades. Seguí trabajando con la esposa del
presidente Banzer. En ellos encontré verdaderos amigos
que fueron un invalorable apoyo para mí.

302
La actividad que realicé con la Sra. Banzer en el
campo social-humano me dio grandes satisfacciones.
No hay, al menos para mí, nada más positivo ni
gratificante que prestar ayuda a los semejantes. Ayudar a
que la gente se sienta útil, que ocupe el lugar que
corresponde dentro de lo poco que se puede ofrecer en
los países llamados subdesarrollados, y en Bolivia,
donde las limitaciones son muchas. Tener la alegría de
poder hacer algo para salvar vidas. Dar todo de sí por el
bienestar de los demás, es sinceramente una satis-
facción que no tiene precio. Esa era la manera de
trabajar de la señora Banzer.
Viajé por casi todos los departamentos y
rincones de Bolivia, llevando siempre con la señora
Yolanda una palabra de aliento. Inauguramos
importantes centros médicos, centros de madres, donde
la mujer campesina aprendía labores que le permitían
mejores ingresos familiares. Colaborando a doña
Yolanda en esta maravillosa labor me sentía realizada
como mujer, dando amor a los niños abandonados,
protegiendo al desvalido y al anciano. Fue algo muy
bello lo que hizo la señora Banzer; ojalá algún día
alguien sin egoísmos personales que gobierne este país
lo reconozca.
También viajé fuera del país: Brasil, Argentina,
Perú, Paraguay, Venezuela, Colombia, Panamá, Ecuador,
Estados Unidos y Méjico. En todos los países donde
estuvimos nos interesábamos mucho por las leyes
sociales de la mujer, el niño y el anciano. Con orgullo
puedo decir que en mí país, Bolivia, estamos mucho
más avanzados que en la mayoría de los otros, y que la

303
labor social que se llevaba a cabo era mucho más
efectiva. Con este trabajo llené el vacío que había en mi
vida. Las horas del día se me pasaban sin sentirlas y en
las noches mis sueños eran más tranquilos y sin las
pesadillas que, muchas veces, me despertaban con un
grito de angustia.
En ese lapso perdí en un mes a mis adorados
padres que se me fueron casi juntos. Habían celebrado
54 años de matrimonio. Mi madre tenía 13 y mi papá 19
cuando se casaron. Ella partió primero. Pasaron toda su
vida juntos y no pudieron estar separados el uno del
otro por mucho tiempo. El ejemplo que nos han dejado
vivirá siempre con nosotros.
Me divorcié de René, quien siguió viviendo en
Estados Unidos. De él sí que nunca supe nada. Sin
querer ser ingrata, a veces me olvido de este matrimonio.
Es algo que pasó por mi vida sin dejar ninguna huella.
Lo ayudé a estudiar, a ser profesional, pero de la misma
forma que podría haberlo hecho con un amigo. Era una
persona excelente, pero creo que en ninguno de los dos
existió ese amor por el que se da todo, esa pasión que
quema el cuerpo y el alma, eso no existió nunca entre
nosotros, y los dos lo sabemos. Siempre valoraré su
amistad.
Seguía la carrera literaria de Mario tanto por los
periódicos, que comenzaron a ocuparse mucho de él,
como por las noticias dentro de mi familia. Mis
sentimientos -como buena descendiente de vascos-
seguían vivos; no podía hacerlos desaparecer.
Continuaba siendo algo muy importante para mí, y leía

304
con avidez todo lo relacionado a él. Buscaba sus libros
en todas las librerías; cuando los encontraba era como si
hubiera descubierto un tesoro, y no los leía, los
devoraba.

305
306
“Generalmente los laureles del éxito se secan, si uno trata de descansar
sobre ellos”.
(Proverbio Chino)

XXII

Un día, trabajando en la oficina, me entregaron


una papeleta de correspondencia certificada. Envié al
mensajero, quien me trajo poco después un paquete.
Como estaba ocupada en ese momento, lo dejé a un
lado de mi escritorio. No tenía la menor idea de lo que
podría ser. Cuando me desocupé, agarré el paquetito, lo
miré y entonces me di cuenta que venía de Lima. Lo
abrí inmediatamente y cuál no sería mi sorpresa al
encontrarme con un libro: La tía Julia y el escribidor. Lo
abrí y leí la dedicatoria: "A Julia Urquidi Illanes, a quien
tanto debemos yo y este libro". También, en sobre
aparte venía esta carta de Mario:
"Lima, 15de octubre de 1977
Querida Julia: Te estoy enviando hoy, por correo
separado, un ejemplar de La tía Julia y el escribidor, que,

307
como verás, está dedicado a ti. Reconocerás en la novela,
en los capítulos autobiográficos, muchos episodios que,
con los inevitables cortes y añadidos que la memoria
suele imponer a todo aquello que conserva, te (mejor
dicho, nos) concierne muy de cerca. No he escrito este
libro por razones exhibicionistas ni escandalosas ni nada
que se le parezca. Mi propósito inicial era contar solo la
historia del autor de radioteatros que se vuelve loco.
Luego, cuando ya estaba en pleno trabajo, pensé
que ese contraste entre el mundo real y el mundo
imaginario -que es básico en el libro- se conseguiría
mucho mejor si yo mismo me introducía en la historia, y
refería la historia "real" de Pedro Camacho, como un
testigo de ella. Así, insensiblemente, fui incorporando
ese material autobiográfico. En un momento dado se
me ocurrió que, justamente, en mi propia vida de esos
años había una especie de historia cerrada sobre sí
misma -la de nuestro matrimonio- que podía constituir
un contrapunto eficaz a las historias radioteatrales, una
especie de reflejo o eco, en la realidad real, del tipo de
sucesos que ocurrían en la realidad imaginaria de la
novela (los radioteatros). Mi intención fue alternar diez
capítulos "irreales" con otros diez capítulos
absolutamente verdaderos. Pero, como verás, tampoco
he sido absolutamente fiel, entre otras cosas, porque
para poder hacer coincidir ambas historias, he tenido
que alterar los tiempos, modificar algunos detalles,
añadir o suprimir personajes. Creo, sin embargo, que en
lo esencial no he traicionado nada. Muchas veces, en
estos años, mientras escribía o corregía la novela, tuve la
tentación de escribirte, para comunicarte lo que estaba
haciendo, pedirte autorización, para hacer algo que es

308
sin duda, en cierta forma, una profanación de la
intimidad (y, a veces, hasta para pedirte ayuda, cuando
los recuerdos eran inciertos). Pero no lo hice por una
profunda cobardía, pues ¿qué hubiera hecho si tomabas
a mal la idea y me pedías que no perseverara en ella?
Estaba ya demasiado avanzado en el libro, y
entusiasmado con el experimento, para dar marcha atrás.
En fin, espero que la lectura de esta novela -pues, pese a
todo, se trata de una novela y no de una autobiografía-
no te cause irritación ni te ofendas. Tengo la impresión,
por lo demás, de que a los lectores los episodios
REALES les parecerán tan imaginarios (y tal vez más)
como los otros. Te he dedicado el libro no solo porque
eres el personaje más simpático de la historia, sino
también como reconocimiento a lo mucho que, en
efecto, te debo. No he olvidado que sin tu generosidad
y tu ayuda probablemente nunca hubiera llegado a ser
un escritor.
No sabes cuánto lamento todo el lío de Raúl
Salmón. La culpa inicial es mía, por cierto, pues cometí
el gravísimo error de decir en un reportaje que el
personaje estaba inspirado en él. Lo hice porque me
imaginaba que el Raúl Salmón de la realidad se había
muerto, o seguía loco o perdido en el mundo. ¿Quién
me iba a decir que era todo un señor de la radio?
(¡justamente!) y que leería el reportaje. He tratado de
darle explicaciones en múltiples reportajes, diciendo lo
que es cierto: que el personaje del libro tiene solo
algunas remotas coincidencias con él, que no debe
sentirse ofendido pues su nombre no aparece ni por
asomo, que es normal que en toda novela haya siempre
un fondo de verdad, pero que ella jamás puede ser

309
tomada como un documento fidedigno de personas o
cosas de la realidad. Pero veo que nada lo calma y que
sigue haciendo amenazar a diestra y siniestra. Ayer
estuvo aquí un corresponsal de la radio boliviana y he
hecho una declaración muy cuidadosa que ojalá lo
apacigüe.
Nosotros estamos haciendo maletas, pues la
próxima semana partimos a Inglaterra. Voy por nueve
meses a la Universidad de Cambridge. Olguita y Lucho
se quedan aquí en la casa, con Álvaro y Gonzalo, que
irán a juntarse con nosotros a fin de año, una vez que
den los exámenes. Me alegro de volver por un tiempo a
la tranquila Inglaterra, porque la verdad es que aquí en
Lima vivo en una agitación terrible. tironeado entre mil
compromisos que me quitan tiempo para trabajar.
Supe que estuviste un poco delicada, pero me
dice Olguita que ya estás mejor. Me imagino que la
responsabilidad que tienes, como Secretaria de la
Presidenta, debe ser agotadora. Hay una vaga
posibilidad de que el próximo año, para las fiestas
patrias peruanas, vayamos con unos amigos hasta
Bolivia. La verdad que me gustaría mucho, sobre todo
ver de nuevo Cochabamba, de donde tengo tantos
buenos recuerdos. Muchos recuerdos a Irma, Cachito,
Marcelo, etc.…, y para ti un abrazo fuerte, con el cariño
de Mario".
Mi sorpresa fue de tal magnitud que no sabía si
reír o llorar. Lo único que sí deseaba era irme a casa y
leer el libro. Cuando lo mostré a mi familia se quedaron
tan asombrados como yo. Me acosté y, bien acomodada

310
entre almohadones, comencé su lectura. Terminé a las
seis y media de la mañana llorando desconsoladamente.
Muchas páginas tuve que leerlas dos veces, no las
entendía, tenía un remolino en la cabeza. Vi todo mi
matrimonio en retrospectiva y en cámara lenta. Me hizo
mucho daño y me dio mucha cólera que Mario en
particular escribiera sobre nuestra íntima y adelantada
noche de bodas. Pensé que eso era muy nuestro, que
nadie tenía por qué saberlo, no es que me avergonzara,
ni mucho menos, no, nada de eso, el amor no es
vergüenza, pero sí es respeto a uno mismo y a lo que se
amó. Muchas cosas del libro me disgustaron, pero
siempre con mi estúpido silencio no dije nada. Le
escribí agradeciéndole la dedicatoria, aún me sentía
aturdida para poder reaccionar como debí hacerlo. No
volví a mirar el libro hasta seis meses después, cuando
lo releí. Y, con todos los antecedentes que ha habido en
este lapso de tiempo, me pareció más ofensivo todavía.
En mi carta le decía a Mario que se hacía "cola para
leerlo", no tenía por qué mentir, era lógico, solo había
un ejemplar en Bolivia. Solo mucho tiempo después los
venderían las librerías. Pero su señora tomó esa frase
como un halago, como se verá más adelante. El primero
en leerlo fue mi gran amigo y "consejero literario",
como lo llamo, Alberto Etcheverry, casado con una
prima mía, y a quienes quiero mucho; ellos también me
alentaron en esta guerra de papeles que se produjo, lo
mismo que ahora, para escribir mi vida con Mario.
Estuvieron junto a mí en momentos de depresión como
consecuencia de todo lo que se ha dicho en la prensa
extranjera. El libro pasó de mano en mano. Gustó a la
mayoría de las personas "como libro", pero ni una

311
estuvo de acuerdo en lo que en él se dice de mí, en
cuanto a las relaciones amorosas un poco "fogosas en la
oscuridad de una boite". Mi fatal seducción no llegó a
tanto. Lo único que es cierto de estas escenitas es que,
con el amor más puro, con el amor más grande, me
entregué a él la noche antes de casarnos.
El libro produjo una reacción bastante fuerte en
mi ex suegro, que envió a todos sus amigos y familiares
una especie de circular dando su opinión sobre la novela
y su hijo, que según tengo entendido fastidió mucho a
Mario.

312
313
314
“El tiempo es olvido y es memoria…”
Jorge Luis Borges

XXIV

Pensé ilusamente que con el libro se acabaría


toda nuestra historia y mi odisea, pero una vez más me
equivoqué. Leí en un periódico que se filmaría una
"telenovela" de La tía Julia y el escribidor, y con ello me
salió a flor de piel toda la rabia acumulada durante todo
ese tiempo. No era posible que se hiciera esa barbaridad,
esa aberración con mi vida, con un amor que fue tan
inmenso, tan sincero, tan sin egoísmos, un amor lleno
de renunciamientos y de lágrimas, y que solo existió
para hacer de él un escritor: no lo digo yo, también lo
dice él.
Les escribí a su esposa y a mi hermana. para que
hablaran con Mario a fin de que no se hiciera eso
conmigo, pues Mario no tenía derecho a seguir
utilizándome; que, por favor, lo hicieran desistir, pero

315
no me escuchó. Olga me aseguró que Mario le había
jurado que no habría nada que pudiera ofenderme, que
él había revisado el guion y toda la filmación. Era
mentira; ¿alguna vez dirá la verdad? No, no lo hizo, no
le interesaba. De acuerdo a reportajes que le hicieron en
Colombia, vio únicamente una pequeña parte del primer
capítulo. Pienso que lo que sí tenía importancia era
cuánto le reportarla económicamente, ¿qué pueden
valer para él mis sentimientos ni mi imagen ante la
gente? Esas son cosas tan pequeñas para este coloso de
la literatura. Ya no interesaba la mujer que se casó con
él, no ahora ya no, ya llegó donde quería. Ya estaba en
el último peldaño del éxito que yo le ayudé a obtener,
pero cuidado, la caída es mucho más dolorosa cuando
es de más alto. Pero todo se paga un precio en la vida,
nada es gratis, y él todavía está en deuda.
A partir de entonces, ya nada quise saber de
Mario. No me interesaba una persona tan egoísta, tan
innoble. Cuando me dejó, me hablaba de todo mi
sacrificio, que siempre di mucho más de lo que recibí,
de lo que sufría su lado, en fin, un castillo de naipes se
derrumbó, que se vino abajo cuando se le presentó la
posibilidad de "coleccionar más papelitos verdes".
Hablábamos como siempre en los últimos años de
nuestro matrimonio "diferentes idiomas".
Mi sobrina me contestó esta "bella carta" como
Mario decía que eran las mías a ella, cuando culminó su
romance con mi marido.

316
"Lima, 10de julio de 1981
Querida Juliacha: Recibimos tus cartas el mismo
16 de junio, cuando celebrábamos el cumpleaños de mi
mamá. A veces el correo que tanto suplicamos sea
eficiente, en este caso nos jugó una mala pasada. Estoy
muy sorprendida por tu reacción con la televisación de
La tía Julia y el escribidor porque hay una incoherencia
entre tu primera carta Mario, en la cual dices haberte
divertido mucho con la novela, que particularmente a ti
te ha gustado e incluso parece que te solidarizaras con
Mario, contándole las reacciones en contra del libro (ella
no habla de la telenovela, habla del libro, cosa muy
diferente) de Pedro Camacho; entre tu entrevista a
"Caretas", en la que apareces llena de humor, con
mucha altura y gracia, y estas otras cartas llenas de
amenazas e injusticias. Creo que a "Varguitas" tenemos
a veces ganas de volatilizarlo, pero en este caso
específico creo que no hay razón alguna, pues La tía
Julia la escribió con muchísimo cariño, es más, te dedica
el libro, y creo, igual que toda la gente, que el personaje
de "la tía Julia" es fascinante y el romance, que es lo
único que aparece en el libro y de alguna manera con
mucho de ficción, es un romance envidiable, lleno de
aventura, tan divertido y excitante y que hubiera
enorgullecido a cualquier mujer. El otro motivo por el
que dices que Mario escribió este libro, también es
inexacto. Si en todos los años que viviste con Mario no
comprendiste por qué, cuándo y cómo un escritor elige
sus temas, creo que por eso actúas con esa ligereza al
decir que escogió este tema para llenarse los bolsillos.
Te vuelvo a repetir que hay cosas en las que puedo estar
en desacuerdo con él, pero si por algo hay que

317
admirarlo es por ese respeto sagrado que tiene por su
vocación y por su generosidad con amigos y familiares;
creo que la ambición de todo escritor es que sus libros
se publiquen, se difundan y, si se vende, mucho mejor.
Esto en este caso, no solo lo beneficia a él para tener
mayor libertad para escribir y no estar obligado a
aceptar trabajos paralelos que lo aparten de su vocación,
sino a ti, que como sabes tienes los derechos de La
ciudad y los perros. Te vuelvo a repetir que lamento
muchísimo tu actitud y no por las consecuencias que
esta puede traerle a Mario, sino porque creo que estás
totalmente equivocada respecto a las razones que
llevaron a Mario a escribir este libro y a tener alguna que
otra cosa autobiográfica.
Te mando copias de tus cartas para que las releas,
creo que las has olvidado, cuando mandaste tu carta al
"El Espectador" y para que veas por qué nos
sorprenden tanto tus cambios. Te mando también
varios recortes (no los incluyó) para que veas en qué
forma se han utilizado tus quejas al periódico; creo que
a lo único que contribuyes con esas declaraciones es que
la gente se vuelque a las librerías y de otro lado,
satisfacerla con ese lado sensacionalista y chismoso que
todos tenemos. Finalmente, tengo que decirte que has
sido muy injusta con mi madre, no solo atormentándola
todo el tiempo con amenazas, sino CASI culpándola de
algo en que creo ella no tiene nada que ver. Es una
persona que se ha portado con una extraordinaria
discreción toda la vida y creo que eso es muy respetable.
Muchos cariños, Patricia".

318
Mi inmediata respuesta fue la siguiente:
"La Paz, 28 de junio de 1981
Patricia: Acabo de recibir tu carta y las
fotocopias que me envías. Mil gracias, no sabes cuánto
te agradezco por ellas. En cuanto a mi agradecimiento
por la dedicatoria de su famosa novela, también me
agrada tenerla. Me parece muy justo que en ese
momento le haya agradecido su gesto humano; pierde
cuidado, Patty, que todas esas cartas se conocerán en el
libro que estoy escribiendo, y que muy pronto, más o
menos unos cuatro meses, saldrá a la venta. En él seré
muy sincera y objetiva, no creas que me personificaré
como un angelito; no, hijita, también diré mis
debilidades y mis errores, soy humana y, por lo tanto,
no perfecta. La carta de Mario que me envió con el libro
es también muy interesante; si guardas las mías, imagino
que también debe tener copia de las suyas.
Ahora bien, ya la cuestión del libro está muy
manoseada, ya ha prescrito cualquier acción que quiera
hacer contra ello; a mí se me dio con lo obrado, eso no
lo puede negar nadie, ni tú, ni Mario, ni Jesucristo, que
es el que más ve las cosas. Ahora se trata de la
telenovela, donde bien sabes tú han explotado el único
lado que se podía explotar en una cosa como esta, la
diferencia de edades que tampoco escomo para tirarse
de espaldas, pero en ella me presentan como "seductora
de un muchachito"; creo que tu marido sabía bien lo
que hacía para dejarse seducir, ¿verdad? Me imagino
también que habrás leído la revista "Cromos", de
Bogotá; las cosas que en ella se dicen de mi persona no

319
son nada halagadoras, entonces no puedo permitir,
Patricia, que se dude de mi honorabilidad de mujer,
nunca he sido una persona de aventuras, fíjate que no la
tuve ni con Mario, creo que por eso he cometido el
error de casarme tres veces, para no tener amantes.
En cuanto al mentado juicio, no puedo hacerlo
ahora; según he leído en un periódico de Lima, y es la
opinión, según dice, de un gran jurista, hay lugar a juicio
si he sido ofendida, y en la telenovela lo he sido,
Patricia; se ha distorsionado a la "tía Julia" del libro, se
han cambiado los sentimientos limpios y bellos por algo
grotesco: ¿crees que es justo, Patricia? Siento tanto que
Mario haya permitido una cosa así; no necesitaba llegar
al nivel de Celia Alcántara (telenovelista) para alcanzar
más fama y notoriedad.
Sí, Patricia, tienes razón; me ha dado los
derechos de La ciudad y los perros, pero no lo hizo por
nobleza, sino porque se sentía obligado a compensarme
en alguna forma todo lo que pasé con él, y
desgraciadamente mis momentos de mayor sufrimiento
y amarguras fueron por ti; nunca te reproché nada y no
es momento de hacerlo ahora, pero ustedes se han
acostumbrado a mi silencio, a que siempre acepte todo
por no hacer sufrir a mi hermana; pero ya me cansé,
ahora me toca hablar a mí; yo lo haré; no son amenazas,
Patricia, el libro saldrá, y, si puedo, el juicio también.
Me reprochas el hacer sufrir a Olga; puedes estar
segura, Patty, que yo he sufrido más que ella; tarde te
acuerdas de tu madre, tu memoria es frágil. Retrocede
también tú unos años y acuérdate con cuánto egoísmo

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actuaron ustedes, sin importarles los sentimientos de
nadie, y en momentos mucho más dolorosos, pues
acabábamos de perder a Wandita; ¿pensaron en ello o
solo en ustedes mismos? Entonces, ¿con qué derecho
me haces reproches ahora, Patricia?
En tu carta subrayas la parte en que todos hacían
cola para leer el libro, lo que era lógico; si se escribiera
algo así sobre ti y hubiera un solo ejemplar, ¿no crees
que pasaría lo mismo? Eso no tiene nada de
extraordinario, pero en ningún momento digo que el
librito de marras me apasionó, querida mía.
Para mí, siempre han sido primero tus padres;
me he pasado muchas horas con Olga, cuando vino a
Bolivia, antes del matrimonio de ustedes, tratando de
convencerla a ver la realidad; te diría que la convencí
para que asista al matrimonio, tú sabes cómo es ella,
tiene pánico a la gente y se sentía terriblemente
avergonzada. Así que ahora no me puedes decir que he
sido injusta; le puedes preguntar cuál fue siempre mi
actitud hacia ella; ¿cómo iba a permitir que mi hermana
sufriera?, ¿cómo iba a ofenderla?; ese tiempo sufrí sola,
Patricia, no quería que nadie lo hiciera conmigo o por
mí; tengo un carácter diferente al tuyo, yo no rompo
platos o combos en la cabeza de Mario -como lo dice él
mismo-; trato de no herir a nadie, a veces reacciono, pe-
ro me pongo a llorar como una bruta. Lastimosamente
me cansé de poner la otra mejilla; ahora pondré la cara
entera, hija, ya es tiempo de que la verdadera tía Julia sea
conocida por todos. No son amenazas, entiéndeme, por
favor, no lo hago por revanchismos ni odios, no odio a
nadie, pero he sido utilizada por tu famoso marido, y

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quiero que se sepa por qué y cómo me utilizaron;
¿entendido?
Créeme que soy sincera, este asunto me ha
causado muchas lágrimas y no hubiera querido llegar a
él. Estoy cansada, Patricia, he trabajado mucho en mi
vida y ahora a mis 56 años, cuando podría estar
tranquila, tengo que salir a pelear por todas las
barbaridades que se dicen y hacen conmigo. Ustedes, en
el fondo de sus conciencias, sabrán que no diré una sola
mentira. No es culpa mía si a veces la verdad puede
herir más que la "ficción" de un escritor.
Sé de la gran vocación de Mario para escribir; la
conozco, no olvides que comenzó conmigo, tal vez por
eso es que no entiendo por qué ha hecho esto;
realmente no lo comprendo, si no necesitaba más fama,
si no necesitaba más dinero, ¿qué fue?
Por último, quiero aclararte que en mí no hay
contradicciones, Patricia; como te digo, me sentí, ¿cómo
te diría?, un poco obligada, ¿tal vez? a agradecerle a
Mario su dedicatoria, pero también me sentí amargada
de que ponga mi vida al descubierto. Antes de la
telenovela nunca hice un comentario agrio, nunca perdí
mi altura, siempre me mantuve en un plano superior, y
ahora también lo estoy, solo que la defensa que haga de
mi persona tiene que lastimarlos. Están involucrados en
este pozo de basura, mentira y engaños. Además, el
haber dicho que me gustó parte de su novela no quiere
decir que estaba de acuerdo con ella; son dos cosas bien
diferentes, no incoherentes. Un cariño, de “tía julia”".

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Acabo estas páginas con un dolor muy grande,
con un vado enorme, todo lo que llevaba dentro de mí
lo he dejado en estas hojas y, al mismo tiempo, me
siento liberada de un gran peso. Por fin, pude romper el
silencio; por fin, puede decir la verdad que cuántas
veces me ha quemado como fuego las entrañas y lo que
es mucho más importante para mí, me siento libre, libre
de mis sentimientos hacia Mario. Salió de mi ser, me
dejó tranquila, ahora no siento nada, es un extraño.
Veo mi vida como ajena, en tercera dimensión,
pero si quiero ser sincera hasta el final, tengo que
agradecerle algo. Me enseñó mucho en la vida; con él
conocí el amor por el amor, conocí muchos aspectos
del ser humano, aspectos que sin sus lecciones no
hubiese conocido nunca. Pasé por todas las etapas de
los sentimientos y pasiones, mentiras y humillaciones.
Me quedo sin rencores, me siento limpia, y con fe en el
futuro, nada logrará destruirme. Por esas cosas
incomprensibles que tiene la vida, por esas jugarretas
que no; tiene reservadas, un 30 de mayo entré en la vida
de un joven estudiante, y un 30 de mayo salí para
siempre de la vida de un escritor.
La Paz, Bolivia, 1983

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