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UN CONFLICTO
DE SANGRE
El incidente parecía incomprensible, sobre todo tra-
tándose de la viuda de Rosenberg, tan digna, tan
austera, tan pagada de sí . Nadie creyera que la
buena señora, con su gran corpulencia y sus años, fue-
se capaz de armar lío tan grotesco . A lo mejor . . .
esos conflictos anímicos . . . Como a la pobre se le
veía tan rara después de su dolencia . . . Sin embar-
go, todo hacía comprender que se trataba de excesi-
vos cocteles . ¡Insensata! Y, para colmo de males,
haber hecho ese escándalo cuando más concurrido es-
taba el Club y cuando aquella verbena prometía pro-
longarse toda la noche . Vaya usted a saber qué ha-
bría en el fondo . . . Por lo pronto ya el enredo era
grande.
La terraza bullía plena de gente que iba de un lado
a otro recogiendo noticias . Casi nadie bailaba, tal
era la inquietud originada por el curioso caso, y eran
vanos los enormes esfuerzos de la orquesta por dis-
traer al público.
Cada nuevo detalle corría de mesa en mesa, exa-
gerado, como sucede siempre que anda en juego la
honorabilidad de una persona .
Los faroles chinescos, meciéndose en el aire, po-
nían su nota alegre y multicolor sobre las cosas y
sobre el falso asombro reflejado en los rostros .
La defensa o ataque de la viuda de Rosenberg
provoco enconadísimas discusiones . Defendíanla los
hombres aduciendo mil razones de crédito, y, en cam-
bio, las esposas, la atacaban con verdadera acrimo-
nia . No obstante, era difícil analizar los hechos, pues
aquello ocurrió en el bar del Club precisamente cuan-
do todos bailaban, de modo que la orquesta amorti-
guó los chillidos que, según alguien dijo, había lanza-
do la señora de Rosenberg .
Quienes daban más fe de la trifulca referíanla a
su antojo, llegando a confesar que, entre la gresca
que se formó en el bar, vieron apenas a una enorme
señora debatiéndose airada y dando gritos mientras
la conducían hacia la puerta del Club .
De manera que la reputación de la señora de Ro-
senberg quedó pronto mezclada a maliciosas sonri-
sas y a esos ambiguos comentarios que se profieren
con grandes aspavientos .
Pero las discusiones tenían más visos de verosimi-
litud en una mesa de las más apartadas, en torno de
la cual aglomerábanse numerosas personas procuran-
do acercarse a la única fuente lógica de información .
No ignoraban que el más autorizado comentador del
hecho tenía que ser el médico de la señora de Rosen-
berg, pues estuvo con ella, y porque muchos decían
que se trataba de un caso de trastorno obsesivo . Sin
embargo, como ya conocían el proverbial geniecillo del
doctor Serge, no se habían atrevido a interrogarlo
directamente . Preferían insinuar, como al desgaire,
alguna que otra suspicacia malévola con la vaga es-
peranza de provocar la explicación del doctor . Pero
el bendito neurólogo no parecía percatarse de aquel
asedio o era más zorro de lo que se temían, pues ahí
estaba mirando hacia la mar plácidamente como si
aquella historia no le incumbiera. Fastidiados, re-
solvieron al fin dejarlo solo con su pipa en los labios .
Allá él y su paciente .
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En efecto, el doctor no parecía darse prisa . Ter-
minado el bullicio y la malsana curiosidad de la gen-
te, prefería meditar sobre el percance de la señora
de Rosenberg.
Tenía él muy pocos años de vivir en el Istmo . La
barbarie europea lo había empujado hasta América
con una enorme "J" en su pasaporte . JUDIO . Y
hubo de abandonar la clínica que tenía en Viena acu-
sado de enemigo del régimen por haber atendido a va-
rios prófugos . Sufrió mil sinsabores y escapó por
fortuna de aquel infierno . En el Istmo, después del
noviciado en las provincias centrales, pasó a la Ca-
pital ; prestó servicios como médico interno ; dió se-
ñales de ser un buen neurólogo, y al fin logró el per-
miso para poner su clínica psicoanalítica . No tardó
mucho tiempo en abrirse campo . Su clientela, forma-
da casi toda por señoras neuróticas y adineradas, cre-
ció rápidamente . De ese mismo contacto con el gran
mundo obtuvo amplio prestigio y posición económica .
Desde antes de tratarla, ya tenía referencias de la
señora de Rosenberg. Ella, a pesar de que llevaba
sangre judía en las venas, repudiaba su raza ; figu-
raba como alemana pura, y evitaba todo posible con-
tacto con refugiados semitas . Se sabía que era par-
tidaria del nuevo orden y de la fe racista y que, de-
bido al accidente de que fué víctima, no la llevaron
a un campo de concentración al declararse la guerra .
Un abogado truhán y amistades valiosas la ayuda-
ron a salvar su negocio . A pesar de ello, cuando ya
se vió libre del gran riesgo, comenzó a darse tono y a
burlarse de los judíos refugiados . Por eso al doctor
Serge no le era muy simpática la arrogante viuda .
Fué grande su sorpresa cuando se le anunció que la
señora de Rosenberg deseaba verlo . Su primera reac-
ción fué tan violenta que se negó a atenderla . La
enfermera se quedó extrañadísima (la señora esta-
ba allí en el despacho a pocos pasos, podía haber es-
cuchado) pero cumplió las órdenes, trasmitiéndolas
a su manera : El doctor Serge tenía otro compromi-
so ; no le sería posible recibir a la señora de Rosen-
ber. La orgullosa alemana, que no esperaba aquello,
sintióse herida . ¿Cómo? ¿No quería darle audien-
cia el doctorzuelo judío? ¡Pues, nada de eso! ¡Ten-
dría que recibirla de todos modos! Y, empujada por
su propia soberbia, entró de golpe al gabinete priva-
do del doctor Serge . Sorprendido a su vez, el buen
neurólogo estuvo a punto de mandarla al demonio,
pero mejor optó por enfrentarse.
-¡Usted perdone, doctor, pero es urgente! -dijo
ella .
-¿En qué la puedo servir? ¿No le anunciaron que
tengo un compromiso?
Entre tanto, la cohibida enfermera se volvía toda
gestos desde la puerta tratando de excusarse ante el
médico y procurando indicarle que aquella irreflexiva
paciente debía estar loca.
La opulenta matrona se había dejado caer sobre
un diván y respiraba con gran dificultad. Al verle
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el rostro de angustia que la asfixia le producía, el
doctor Serge sintió cierta gozosa piedad. Y, domi-
nando su enfado, le dijo a la enfermera :
-Tráigale un vaso de agua.
Ejecutada la orden, la enfermera salió .
Restablecida, la señora de Rosenberg procuró ser
amable con el doctor, y contestó a sus preguntas sin
alterarse ni dejar de mentirle en algunos datos como
en el de la edad . El doctor Serge la dejó fantasear .
Ya comenzaba a interesarle el asunto . Pero cuando
ella dijo que había sido paciente del doctor Vieto, in-
terrumpió la consulta .
-En ese caso debe usted perdonarme, señora, pe-
ro me es imposible atenderla .
La señora insistió . Sólo un neurólogo como él
podía estudiar sus trastornos. Ella sabía muy bien
que sus dolencias eran de índole psíquica . Y además
-"Aquel médico será un buen cirujano, pero no en-
tiende nada de complejos anímicos ni cree en el psico-
análisis . . . Usted comprenderá . . . No hace otra cosa
que chancearse conmigo . . . ¡Imagínese! . . . Dice que
los conflictos psíquicos son mistificaciones propias de
gente rica . . . Que yo no tengo nada, que estoy sana
y más robusta que un buey . . . ¡Insufrible! . . .
¿Qué culpa tenía ella si a pesar de haber estado
tan grave había logrado recuperar su brío y su for-
taleza?
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-Estuve casi de muerte, doctor . . . Hubiera visto
qué herida! . . . Perdí toda mi sangre . . . Mire,
aquí . . . Fué en la nuca . . . Aún puede verse la ci-
catriz . . .
-Sí, sí . . . Yo no le niego que sea verdad . . . Pe-
ro si quiere que la atienda, tráigame una autorización
del doctor Vieto .
-No hace falta . . . Fué él mismo quien me reco-
mendó . . .
-¡Acabemos . . . ! ¿No será otra mentira?
La señora quiso montar de nuevo sobre las furias,
pero, ya dominada, se aproximó al teléfono y, al fin
de mil protestas contra el servicio, conectó a ambos
doctores . Y, claro, el doctor Vieto se mostró entu-
siasmado con aquel cambio . Sí, era él mismo, quien
lo había sugerido .
-¡Por supuesto, me parece magnífico! . . . Lo que
ella necesita es distraerse, conversar con alguno que
esté dispuesto a oírle sus chifladuras . . . Ya usted
comprenderá que está más sana que un buey . . . De
todos modos, véngase por acá para mostrarle el his-
torial clínico de esa señora . . . Hay ciertas cosas que
ella debe ignorar . . . ¡Se lo advierto! . . . Pero hága-
me el favor de no decirle a ella nada . . . Después us-
ted sabrá . . . Sí, venga a verme cuando lo crea opor-
tuno . . .
El doctor Serge agradeció la atención y prometió
la visita para muy pronto .
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hablan nacido del matrimonio . No quisieron más hi-
jos porque los dos muchachos bastaban para su dicha .
Verdad es que el nuevo orden exigía muchos hijos,
pero eso era en el Reich y no en la América . Los
mellizos crecieron tan robustos que daba gusto ver-
los . Llevaban ya quince años en Guatemala cuando
el buen Hermann Rosenberg vió cumplido su anhelo
de prestarle su colaboración al Führer : fué nombra-
do agente de propaganda en Centro América con re-
sidencia en las cercanías del Canal . Se trasladaron
a Panamá. Allí la dicha les fué más placentera por-
que hicieron fortuna . Como ella era mujer empren-
dedora y poco amiga de estar ociosa, abrió un peque-
ño almacén de novedades que obtuvo una acogida sin
precedentes entre el mundo elegante . ("No olvide us-
ted, doctor, que el señor Rosenberg era también ad-
junto a la Embajada de Alemania") . La tienda fué
creciendo y convirtióse de pronto en la suntuosa CA-
SA DE MODAS ROSENBERG . Todo marchaba bien,
y, como Hitler dió en invadir a Europa, los señores
de Rosenberg se prometían un porvenir halagüeño .
Los muchachos, que eran ya unos fornidos mocetones,
recibieron dos becas especiales del Tercer Riech para
estudiar en Berlín . Era un regalo del Führer, y el se-
ñor Rosenberg quiso ir él en persona a llevar a los
"niños", con la alegre esperanza de estrecharle la ma-
no a "nuestro Führer" . La señora de Rosenberg ha-
bría deseado tanto hacer el viaje en compañía de su
esposo y de sus hijos, pero no fué posible . Ella tenía
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que permanecer en el Istmo para atender el almacén
y los asuntos secretos . El barco en que viajaban
los Rosenberg tenía bandera yanqui . Habrían desea-
do hacer el viaje en un buen trasatlántico de la HAM- .BURGAMEICNL,peroódns e
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dujeron al auto . Y, ya en él (¡Apúrate, Joe!) al Hos-
pital . . . El doctor Vieto, llamado a tiempo, ordenó
hacerle una transfusión de sangre . . . Ella, incons-
ciente, no se enteró de nada . Menos mal que el Doc-
tor hizo milagros, pues, de allí a poco tiempo, la se-ñorapudosaliralcampoencalida deconvalecin-
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repente estalló una carcajada de increíble volumen
como si la emitiera un gigantesco amplificador . . .
Y la gran loma erizada comenzó a estremecerse como
sobrecogida por un gran terremoto . . . Los vaivenes
de aquella masa amorfa me hicieron dar mil saltos y
por fin me lanzaron en el espacio . . . Mientras caía
al abismo seguía oyendo la infernal carcajada, y en-
tonces me di cuenta de haber salido de la boca de un
negro . . . La masa movediza por la que había as-
cendido era su lengua y las columnas sus dientes . . .
Y aquel cíclope negro se reía, se reía . . . Me desper-
té horrorizada . . . Pero mi gran sorpresa fué que
aún estando despierta, seguía oyendo la risa desespe-
rante . . . Toqué el timbre, nerviosa, y, al entrar mi
doncella, le pregunté quién se reía de esa manera
sarcástica . . . Y, ella, muerta de risa me contestó :
"Es Joe, el chofer, que nos divierte bailando "jiter-
bug" . . . Algunas horas después, cuando fui a en-
trar al auto, vi la cara sonriente del antillano, y pa-
recióme notar que me miraba con cierta picardía . . .
Parecerá algo absurdo, pero la cara de él era la mis-
ma que había visto en mi sueño . . . Todo aquello me
pareció muy raro, y, por supuesto, me invadió un
desagrado definitivamente invencible . . .
Fatigada, quedó un rato en silencio . El doctor
Serge parecía interesado tomando apuntes, y, sin al-
zar el rostro, la ordenó :
-Siga usted .
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-¿No oyó ninguna música al despertarse?
-No, doctor. Si la hubo, sería mientras dormía .
-Sí, es posible . . . Alguna radio vecina . . .
-Probablemente .
-Y su primera reacción después del sueño ¿cuál
fué? ¿Quiere decírmela?
-Sentí un asco profundo contra mí, contra mi cuer-
po, ya que seguía percibiendo, aún bien despierta,
aquella especie de tufo a sobaquina . . . Pensé que, a
lo mejor, entre mis sábanas . . . mi doncella . . . no
sé . . . Como ella misma acomodaba mis ropas . . .
Todo eso era posible . . . Sin embargo, me demoré en
el baño, friccionándome con jabón de azucenas ; me
empolvé todo el cuerpo ; me eché luego unas gotas de
mi mejor perfume . . . Respiré satisfecha . . . Y, con-
vencida de haberme equivocado, salí hacer unas
compras . . . Yo recuerdo que hizo un día sofocan-
te . . . Volví a casa sudando . . . Y, al cambiarme,
sentí de pronto el tufo de mis axilas . . . Me volví
como loca . . . Corrí de nuevo al baño . . . Oh, qué
bochorno, ya no podía dudar . . . Era mi cuerpo el que
exhalaba el hedor . . . Desde entonces creí notar que
mis mejores amigas y aún mis clientes se mantenían
distantes . . . Huían de mi hedentina . . . ¡Que ver-
güenza, doctor! . . . Para calmarla no tuve más re-
medio que recurrir al uso de deodorantes . . . Y fué
desde esa fecha cuando empecé a notar que iba vol-
viéndome negra . . .
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cuchichearon con marcado sarcasmo . . . Yo procuré
insistir avalorando la calidad de mis máscaras . . .
Pero mi voz seguía tornándose áspera . . . Se rie-
ron todas con un tono de mofa que me ofendió . . .
No lo podía tolerar, y, ciega de ira, me lancé a apos-
trofarlas, sólo •q ue les hablaba en puro slang antilla-
no . . . Todo el público y, más aún, mis empleadas,
se echaron a reír . . . Eran torrentes de risa, carca-
jadas histéricas, aullidos . . . Y en medio del estruen-
do infernal yo oía un agudo alarido que no acababa
nunca . . . Pensé que era el sonido de la sirena de
alarma . . . Pero intuí de pronto que lo que hacía
ese ruido era sin duda la bocina de mi auto . . . Miré
sobre el gentío y vi a lo lejos a Joe, muerto de risa,
sonando el claxon . . . Me entró una furia tal que me
lancé contra él . . . En la carrera, tropecé con un mue-
ble, me caí, di tres saltos y recibí en la nuca un golpe
fuerte que me privó . . . Me vi rodeada de enfermeras
y médicos . . . Distinguí entre estos últimos al doctor
Vieto, con su túnica blanca, quien se me aproximaba
trayendo entre las manos una enorme inyección y me
decía muy reído : "¡Voy a pintar tu sangre de negro
para ver si resulta mi experimento!" . . . Le pregun-
té de qué se trataba ; me respondió : `¡Voy a volverte
negra para que seas jovial y más humana!' . . . Pro-
testé . . . Me debatí enfurecida . . . Pero me habían
ligado . . . Todo esfuerzo era inútil . . . Y el doctor
se acercaba . . . Pero no era el doctor, era Joe el ne-
gro disfrazado de médico . . . Yo miraba asustada
aquella enorme inyección y daba gritos de pánico . . .
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-Ya me lo imaginaba -dijo el médico-- ; se ha
frotado la piel con toda clase de ungüentos y se la
está irritando . Se ha provocado usted una necrosis .
-¿Y eso viene de negro?
-No, de muerte, de mortificación . Pero, sigamos .
¿Tuvo otro sueño?
-¡Sí! Fué anoche . . . ¡Qué pesadilla Horrenda!
¿Me la quiere narrar?
-No sé si debo, doctor . . .
-¡Haga un esfuerzo!
-Sentía un olor a guiso, tan agradable, que desper-
tó mi apetito . . . Veía una cinta de humo culebrean-
do ante mí para atraerme como he visto en los cines . . .
Fui siguiendo tras la azul hebra de humo . . . Y poco
a poco me acerqué a la cocina . . . La negra cocinera
me saludó como si se tratase de alguna vieja amis-
tad . . . Tal irrespeto, me pareció extrañísimo . . . So-
bre todo porque le había prohibido hacer en casa men-
junjes como aquél . . . Pero no hice gran caso, por
oler la fragancia del sabroso guisado . . . La vieja co-
cinera lo revolvía tranquila, indiferente, tarareando
un tantito . . . ¡Qué olor más agradable! . . . ¡Sentí
un hambre terrible! -¡Sírveme un poco de eso -le
dije- . . . Me sirvió . . . Yo devoré la ración golosa-
mente y me relamí de gusto . . . -"Qué comida tan
rica, ¿de qué la has hecho?" Me miró sonreída :
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la causa de su trastorno . . . Es necesario que afronte
usted cuanto antes la realidad . . . El psicoanálisis se
basa casi siempre en extracciones de verdades ocul-
tas, dolorosas, que actúan contra el sujeto desde los
bajos fondos del subconsciente . . . Mientras no se
las haga llegar a la conciencia seguirán allí ocultas
produciendo esos complejos anímicos y esos sueños te-
rríficos que usted me ha relatado . . . ¿Está dispues-
ta a conocer la verdad?
A la señora de Rosenberg se le helaron las manos .
No podía resolverse . Iba invadiéndola una penosa
agonía . Su irrefrenable curiosidad se impuso al fin .
-¡Estoy resuelta! - repuso .
¿Cuál sería esa verdad tan tremebunda que iban a
revelarle? Tenía que ser muy grave tanto misterio . . .
A lo mejor el doctor había entrevisto en sus sueños
sus pasiones ocultas . . . ¡Qué vergüenza! . . . No se
atrevía a mirarlo . . . Lo escuchaba con la cabeza
baja, y así estuvo mientras hablaba el médico .
La voz sonaba cauta :
-El doctor Vieto me ha contado en detalle lo de la
transfusión . . . Y como quiero que usted se entere
de ello lo menos bruscamente posible ,le narraré la
escena desde el preciso instante en que a usted la deja-
ron semi-inconsciente en una cama del Hospital . Ha-
bía perdido gran cantidad de sangre . Usted estaba
entre la vida y la muerte . Era cuestión de minutos .
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-Mejor hubiera sido morir .
-No sea insensata, señora . Trate de dominar-
se . . . La primera reacción . . . así de golpe . . : com-
prendo . . . Pero no es para tanto . . . Se pone usted
tan mala como si el doctor Vieto la hubiera transfor-
mado en un monstruo . . .
-¡ Sí! ¡Sí! ¡Esa es la palabra! ¡Me ha irracio-
nalizado !
-Sus escrúpulos me parecen ridículos . . . Ya sa-
be usted muy bien que la pigmentación de la piel no
tiene nada que ver con una sangre o con la otra . . .
Ya eso está demostrado perfectamente . . . Frene,
pues, esos nervios y escúcheme . . . El trastorno de
usted tiene su origen en esa lucha interna de dos fuer-
zas contradictorias : un yo que odia a los negros y otro
agradecido, simpatizante, humano . . . Procure com-
prenderme : cuando le trasfundieron la "odiada" san-
gre de Joe, sufría usted un estado de transición en-
tre la vida y el sueño . . . Sus sentidos captaban la
realidad a medias . . . Y fué su subsconsciente el que
ocultó avaramente todo ese gran acervo de sensacio-
nes penosas y amorfas . . . Por eso fué un error no
declararle los hechos . . . No habría sido difícil con-
vencerla de que así debió ser . . . Ya ha visto, en
cambio, cómo esa lucha interna de fuerzas en tensión
le ha motivado un serio trastorno . . . Ahora ya pue-
de hallar la explicación de sus sueños . Debe saber
que Joe, el donante, sintió la sensación de ser un ni-
ño, (tan débil se encontraba por la falta de sangre),
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Y como aún el doctor se retraía, le confesó el gran
secreto :
-Queríamos darle a usted una sorpresa, pero ya
que se empeña le diré que se trata de nuestro com-
promiso matrimonial . . .
En efecto, cuando llegó a la casa de la viuda ya es-
taban listos los cocteles . La señora ya había bebido
algunos y hasta podía decirse que se había propasa-
do. Se le veía jovial, muy femenina y acaso algo
procaz . El doctor Serge pensó que, embellecida co-
mo estaba esa noche y bien trajeada, la señora de Ro-
senberg era indudablemente una mujer estupenda.
El doctor Vieto, sobrepasado él mismo en sus cocte-
les, se sentía muy feliz . Dentro de poco iba a tener
un hogar . Era ya hora. Buena falta le hacía . Y
había encontrado a la mujer adecuada : sana, buena
y hermosa .
Cenaron y bebieron alegremente . La señora exage-
ró sus cocteles y se sentió indispuesta . El doctor Vie-
to le aconsejó quedarse, ya que no era prudente, en el
estado en que estaba, presentarse en el Club . Pero
ella estaba tan repleta de júbilo y de whisky, que no
la convencieron sus argumentos . Quiso ir de todos
modos y no hubo más remedio que acompañarla.
Cuando llegaron al Club ya era muy tarde, y como
estaba repleto, no hallaron sitio alguno donde sentar-
se. Había un gentío de mil diablos . El bullicio era
atroz . Música, risa, alegría y mucho alcohol . En lo
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que menos pensaba todo aquel público era en los pobres
niños desamparados . El doctor Vieto no vió otra so-
lución que estacionarse en el bar . Ya habría manera
de encontrar algún sitio desocupado .
Allí en el bar la locura había encontrado su cauce .
Todo el mundo gritaba, daba saltos y bebía en abun-
dancia . La señora de Rosenberg no tardó en conta-
giarse de aquel ambiente . Lo que más extrañaba al
doctor Serge era que la señora había empezado a dar
muestras de una insólita sobreexcitación. Le parecía
notarle cierta proclividad hacia los gestos vulgares y
procaces . De repente la señora se encaprichó en be-
ber cerveza. El doctor Vieto se opuso severamente .
Aquella mezcla podía sentarle mal . Pero ella tanto
insistió, que fué preciso complacerla enseguida . Bebió
una vaso tras otro y comenzó a tatarear "God save
America" . De repente derramó su cerveza, escupió
al suelo, y muy contenta, lanzó un agudo "Jupy!!!"
como cualquier marino . Después, sobrecogida por una
repentina tristeza, se desbordó en llantitos . No había
duda de que la curda era grande .
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Tan espontánea y cordial fué su pregunta, que am-
bos doctores se miraron sonrientes . No había duda
de que estaba curada . De lo contrario se habría pues-
to furiosa contra su fiel chofer, quien, según ella, era
el causante mayor de sus trastornos .
-Yo ahora soy camarero, señora, -repuso Joe- .
¿Quiere usted una mesa? ¡Inmediatamente! -E iba
a alejarse a prisa, muy ocucioso, cuando ella lo de-
tuvo .
-¡ No ! ¡ No! . . . Que vaya Serge a buscarla . . .
Yo quiero hablar contigo . Es necesario . . . Deseo dar-
te las gracias . . . ¡Pobrecito! . . . Vamos a un sitio
aparte . . .
Los doctores quisieron disuadirla, pero ella se obs-
tinó. No hubo maneras de quitarle aquella idea ex-
travagante . Y se alejó tambaleando, con Joe del bra-
zo, hacia el salón de fumar . Menos mal que, como
todos bailaban en ese instante, tal escena paso
inadvertida . . . El doctor Serge convenció al doctor
Vieto de que era preferible dejarla hacer su voluntad .
Ella quería desahogarse . Al fin y al cabo no sería
nada grave . Era posible que ella después quisiera
volver a casa .
Sin embargo, como se demoraba, el doctor Vieto,
ya bastante nervioso, resolvió darle término a la gro-
tesca comedia .
-¡Voy a ver qué sucede!- Y fué a buscarlos .
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-Me he quedado dormido . . . ¡Qué desagrado! . . .
¿No ha venido aún el Juez?
El camarero se le quedó mirando .
-¿Qué Juez?
-¡El que venía! . . . ¿No vienen siempre los jue-
ces cuando hay crímenes?
-"¿Qué le pasa al doctor?" -pensó el empleado .
Y en voz alta repuso :
-¡Pero si aquí no ha habido ningún crimen!
-¡Cómo va a ser! . . . Entonces . . . ¿lo habré so-
ñado todo? . . .
-Lo que hubo fué el escándalo de la señora de Ro-
senberg.
-¡Pero, hombre! . . . ¿En qué quedamos? . . . ¿Lo
soñé o fué verdad?
-¡Cómo! ¿No supo?
-¡No me pongas nervioso! Dime, ¿qué fué lo
que hizo la señora de Rosenberg?
-Bueno . . . ¡Algo bochornoso! . . . Verá . . . ¡La
sorprendieron con un zopenco negro!
-¡Caramba! ¡Eso es más grave!
.
Se puso en pie de un salto .
Murmuró
-¡Pobre Vieto!
Luego, alzando los hombros, agregó :
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-Al fin y al cabo, debemos darle gracias al Dios
de los judíos . . .
Ya dispuesto a marcharse, puntualizó :
-¡Vaya un conflicto de sangre!
Y muy orondo y feliz, el doctor Serge se encaminó
a su clínica .