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TODO

UN CONFLICTO
DE SANGRE
El incidente parecía incomprensible, sobre todo tra-
tándose de la viuda de Rosenberg, tan digna, tan
austera, tan pagada de sí . Nadie creyera que la
buena señora, con su gran corpulencia y sus años, fue-
se capaz de armar lío tan grotesco . A lo mejor . . .
esos conflictos anímicos . . . Como a la pobre se le
veía tan rara después de su dolencia . . . Sin embar-
go, todo hacía comprender que se trataba de excesi-
vos cocteles . ¡Insensata! Y, para colmo de males,
haber hecho ese escándalo cuando más concurrido es-
taba el Club y cuando aquella verbena prometía pro-
longarse toda la noche . Vaya usted a saber qué ha-
bría en el fondo . . . Por lo pronto ya el enredo era
grande.
La terraza bullía plena de gente que iba de un lado
a otro recogiendo noticias . Casi nadie bailaba, tal
era la inquietud originada por el curioso caso, y eran
vanos los enormes esfuerzos de la orquesta por dis-
traer al público.
Cada nuevo detalle corría de mesa en mesa, exa-
gerado, como sucede siempre que anda en juego la
honorabilidad de una persona .
Los faroles chinescos, meciéndose en el aire, po-
nían su nota alegre y multicolor sobre las cosas y
sobre el falso asombro reflejado en los rostros .
La defensa o ataque de la viuda de Rosenberg
provoco enconadísimas discusiones . Defendíanla los
hombres aduciendo mil razones de crédito, y, en cam-
bio, las esposas, la atacaban con verdadera acrimo-
nia . No obstante, era difícil analizar los hechos, pues
aquello ocurrió en el bar del Club precisamente cuan-
do todos bailaban, de modo que la orquesta amorti-
guó los chillidos que, según alguien dijo, había lanza-
do la señora de Rosenberg .
Quienes daban más fe de la trifulca referíanla a
su antojo, llegando a confesar que, entre la gresca
que se formó en el bar, vieron apenas a una enorme
señora debatiéndose airada y dando gritos mientras
la conducían hacia la puerta del Club .
De manera que la reputación de la señora de Ro-
senberg quedó pronto mezclada a maliciosas sonri-
sas y a esos ambiguos comentarios que se profieren
con grandes aspavientos .
Pero las discusiones tenían más visos de verosimi-
litud en una mesa de las más apartadas, en torno de
la cual aglomerábanse numerosas personas procuran-
do acercarse a la única fuente lógica de información .
No ignoraban que el más autorizado comentador del
hecho tenía que ser el médico de la señora de Rosen-
berg, pues estuvo con ella, y porque muchos decían
que se trataba de un caso de trastorno obsesivo . Sin
embargo, como ya conocían el proverbial geniecillo del
doctor Serge, no se habían atrevido a interrogarlo
directamente . Preferían insinuar, como al desgaire,
alguna que otra suspicacia malévola con la vaga es-
peranza de provocar la explicación del doctor . Pero
el bendito neurólogo no parecía percatarse de aquel
asedio o era más zorro de lo que se temían, pues ahí
estaba mirando hacia la mar plácidamente como si
aquella historia no le incumbiera. Fastidiados, re-
solvieron al fin dejarlo solo con su pipa en los labios .
Allá él y su paciente .

¡Lástima de verbena! Hubiera sido agradable pro-


seguirla toda la noche, pero el escándalo de la señora
de Rosenberg había dejado un rastro de oprobio, y,
además, ya era tarde. Por cierto comenzaba a soplar
un airecillo mas bien helado y no era el caso de pescar
una gripe ; de manera que aún los más rezagados se fue-
ron despidiendo . Los señores, hablando de la guerra,
del alza de los precios y de lo bien que andaban los
negocios ; las señoras, indignadas aún del alboroto,
prometiéndose todas, a su turno, llamarse por telé-
fono al día siguiente para indagar noticias ; si bien,
ya en el vestíbulo, detuviéronse un rato para hincar-
le aún los dientes a la infeliz causante de aquel re-
vuelo .
-¡Qué bochorno!
-¡Quién nos lo iba a decir!
-¡Con esos aires de honorabilidad!
-¡Mira, me alegro! ¡Ya me tenía cansada con ese
cuento de la raza aria pura!
-Malhaya la pureza !
-¡Imagínate! . . . ¡Parece que la cosa fue con un
negro . . .!
-¿Ese era el odio que les tenía?
-¡Pues vaya un asco!
Finalmente se fueron .
En la calle quedó, como una rúbrica, la nube del
humo que dejaban los autos .
La terraza había quedado desierta . Los empleados
comenzaron a prisa su tarea de limpieza . Y, mien-
tras unos recogían la vajilla, los otros empujaban las
mesas y barrían los residuos . Menos mal que ya po-
drían retirarse . Un sueño largo les vendría de peri-
llas . Al fin de cuentas les había convenido aquel bo-
chinche de la señora de Rosenberg puesto que otras
verbenas proseguían hasta el alba . Unos señores que
estaban en el bar eran los únicos que insistían en que-
darse, pero, al cabo de poco, protestaron sepa Dios
por qué causa y se marcharon furiosos . Ya sólo ha-
bía quedado, allá distante, con su pipa en los labios,
aquel viejo doctor . ¿En qué pensaba? ¿Hasta qué
hora pensaría continuar en la terraza? Los emplea-
dos estaban ya habituados a esa y otras manías . Allí
solito vería salir la aurora . Ellos en cambio tenían
que apresurarse . ¿Qué les podía importar que el
buen anciano se expusiera al sereno toda la noche?

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En efecto, el doctor no parecía darse prisa . Ter-
minado el bullicio y la malsana curiosidad de la gen-
te, prefería meditar sobre el percance de la señora
de Rosenberg.
Tenía él muy pocos años de vivir en el Istmo . La
barbarie europea lo había empujado hasta América
con una enorme "J" en su pasaporte . JUDIO . Y
hubo de abandonar la clínica que tenía en Viena acu-
sado de enemigo del régimen por haber atendido a va-
rios prófugos . Sufrió mil sinsabores y escapó por
fortuna de aquel infierno . En el Istmo, después del
noviciado en las provincias centrales, pasó a la Ca-
pital ; prestó servicios como médico interno ; dió se-
ñales de ser un buen neurólogo, y al fin logró el per-
miso para poner su clínica psicoanalítica . No tardó
mucho tiempo en abrirse campo . Su clientela, forma-
da casi toda por señoras neuróticas y adineradas, cre-
ció rápidamente . De ese mismo contacto con el gran
mundo obtuvo amplio prestigio y posición económica .
Desde antes de tratarla, ya tenía referencias de la
señora de Rosenberg. Ella, a pesar de que llevaba
sangre judía en las venas, repudiaba su raza ; figu-
raba como alemana pura, y evitaba todo posible con-
tacto con refugiados semitas . Se sabía que era par-
tidaria del nuevo orden y de la fe racista y que, de-
bido al accidente de que fué víctima, no la llevaron
a un campo de concentración al declararse la guerra .
Un abogado truhán y amistades valiosas la ayuda-
ron a salvar su negocio . A pesar de ello, cuando ya
se vió libre del gran riesgo, comenzó a darse tono y a
burlarse de los judíos refugiados . Por eso al doctor
Serge no le era muy simpática la arrogante viuda .
Fué grande su sorpresa cuando se le anunció que la
señora de Rosenberg deseaba verlo . Su primera reac-
ción fué tan violenta que se negó a atenderla . La
enfermera se quedó extrañadísima (la señora esta-
ba allí en el despacho a pocos pasos, podía haber es-
cuchado) pero cumplió las órdenes, trasmitiéndolas
a su manera : El doctor Serge tenía otro compromi-
so ; no le sería posible recibir a la señora de Rosen-
ber. La orgullosa alemana, que no esperaba aquello,
sintióse herida . ¿Cómo? ¿No quería darle audien-
cia el doctorzuelo judío? ¡Pues, nada de eso! ¡Ten-
dría que recibirla de todos modos! Y, empujada por
su propia soberbia, entró de golpe al gabinete priva-
do del doctor Serge . Sorprendido a su vez, el buen
neurólogo estuvo a punto de mandarla al demonio,
pero mejor optó por enfrentarse.
-¡Usted perdone, doctor, pero es urgente! -dijo
ella .
-¿En qué la puedo servir? ¿No le anunciaron que
tengo un compromiso?
Entre tanto, la cohibida enfermera se volvía toda
gestos desde la puerta tratando de excusarse ante el
médico y procurando indicarle que aquella irreflexiva
paciente debía estar loca.
La opulenta matrona se había dejado caer sobre
un diván y respiraba con gran dificultad. Al verle

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el rostro de angustia que la asfixia le producía, el
doctor Serge sintió cierta gozosa piedad. Y, domi-
nando su enfado, le dijo a la enfermera :
-Tráigale un vaso de agua.
Ejecutada la orden, la enfermera salió .
Restablecida, la señora de Rosenberg procuró ser
amable con el doctor, y contestó a sus preguntas sin
alterarse ni dejar de mentirle en algunos datos como
en el de la edad . El doctor Serge la dejó fantasear .
Ya comenzaba a interesarle el asunto . Pero cuando
ella dijo que había sido paciente del doctor Vieto, in-
terrumpió la consulta .
-En ese caso debe usted perdonarme, señora, pe-
ro me es imposible atenderla .
La señora insistió . Sólo un neurólogo como él
podía estudiar sus trastornos. Ella sabía muy bien
que sus dolencias eran de índole psíquica . Y además
-"Aquel médico será un buen cirujano, pero no en-
tiende nada de complejos anímicos ni cree en el psico-
análisis . . . Usted comprenderá . . . No hace otra cosa
que chancearse conmigo . . . ¡Imagínese! . . . Dice que
los conflictos psíquicos son mistificaciones propias de
gente rica . . . Que yo no tengo nada, que estoy sana
y más robusta que un buey . . . ¡Insufrible! . . .
¿Qué culpa tenía ella si a pesar de haber estado
tan grave había logrado recuperar su brío y su for-
taleza?

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-Estuve casi de muerte, doctor . . . Hubiera visto
qué herida! . . . Perdí toda mi sangre . . . Mire,
aquí . . . Fué en la nuca . . . Aún puede verse la ci-
catriz . . .
-Sí, sí . . . Yo no le niego que sea verdad . . . Pe-
ro si quiere que la atienda, tráigame una autorización
del doctor Vieto .
-No hace falta . . . Fué él mismo quien me reco-
mendó . . .
-¡Acabemos . . . ! ¿No será otra mentira?
La señora quiso montar de nuevo sobre las furias,
pero, ya dominada, se aproximó al teléfono y, al fin
de mil protestas contra el servicio, conectó a ambos
doctores . Y, claro, el doctor Vieto se mostró entu-
siasmado con aquel cambio . Sí, era él mismo, quien
lo había sugerido .
-¡Por supuesto, me parece magnífico! . . . Lo que
ella necesita es distraerse, conversar con alguno que
esté dispuesto a oírle sus chifladuras . . . Ya usted
comprenderá que está más sana que un buey . . . De
todos modos, véngase por acá para mostrarle el his-
torial clínico de esa señora . . . Hay ciertas cosas que
ella debe ignorar . . . ¡Se lo advierto! . . . Pero hága-
me el favor de no decirle a ella nada . . . Después us-
ted sabrá . . . Sí, venga a verme cuando lo crea opor-
tuno . . .
El doctor Serge agradeció la atención y prometió
la visita para muy pronto .

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L A B 0 1 N A R O J A

En las facciones de la señora de Rosenberg creyó


el doctor notar una infantil alegría . Seguramente
se sentía satisfecha . Había triunfado . Y aún ha-
ciendo un esfuerzo contra su orgullo no tuvo más
remedio que confesarle la gran confianza que ponía
en él .
-Sí, doctor, en sus manos me sentiré mejor . ¡Ya
lo presiento! ¡No hay duda!
El doctor Serge le exigió a su paciente, como pri-
mera instancia, un detallado recuento de sus dolen-
cias, pero como éstas estaban muy ligadas a peripe-
cias cotidianas, ella se vió obligada a relatarle su vida .
Había salido de Alemania cuando apenas comenza-
ba el nuevo orden, contratada con otros profesores pa-
ra un colegio alemán de Guatemala . Ella era joven
aún y se sentía adalid de la nueva fe . Sus compañe-
ros la molestaban mucho por su gran corpulencia y
por su paso marcial . Decíanle que su fe era tan gran-
de que hasta en el caminar había adoptado el paso de
ganso . Usaba lentes de carey y sus vestidos eran se-
veros . No transigía con nada que fuese en contra del
nuevo credo . Fué un viaje tan feliz que aún seguía
siendo uno de sus recuerdos predilectos . Sobre todo
porque en la travesía se enamoró de uno de aquellos
inolvidables compañeros de grupo, el profesor Her-
mann Rosenberg, quien fué más tarde su esposo . Vi-
vieron varios años en Guatemala dedicados a la ense-
ñanza, y educando, a su vez, a los mellizos que les

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hablan nacido del matrimonio . No quisieron más hi-
jos porque los dos muchachos bastaban para su dicha .
Verdad es que el nuevo orden exigía muchos hijos,
pero eso era en el Reich y no en la América . Los
mellizos crecieron tan robustos que daba gusto ver-
los . Llevaban ya quince años en Guatemala cuando
el buen Hermann Rosenberg vió cumplido su anhelo
de prestarle su colaboración al Führer : fué nombra-
do agente de propaganda en Centro América con re-
sidencia en las cercanías del Canal . Se trasladaron
a Panamá. Allí la dicha les fué más placentera por-
que hicieron fortuna . Como ella era mujer empren-
dedora y poco amiga de estar ociosa, abrió un peque-
ño almacén de novedades que obtuvo una acogida sin
precedentes entre el mundo elegante . ("No olvide us-
ted, doctor, que el señor Rosenberg era también ad-
junto a la Embajada de Alemania") . La tienda fué
creciendo y convirtióse de pronto en la suntuosa CA-
SA DE MODAS ROSENBERG . Todo marchaba bien,
y, como Hitler dió en invadir a Europa, los señores
de Rosenberg se prometían un porvenir halagüeño .
Los muchachos, que eran ya unos fornidos mocetones,
recibieron dos becas especiales del Tercer Riech para
estudiar en Berlín . Era un regalo del Führer, y el se-
ñor Rosenberg quiso ir él en persona a llevar a los
"niños", con la alegre esperanza de estrecharle la ma-
no a "nuestro Führer" . La señora de Rosenberg ha-
bría deseado tanto hacer el viaje en compañía de su
esposo y de sus hijos, pero no fué posible . Ella tenía

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que permanecer en el Istmo para atender el almacén
y los asuntos secretos . El barco en que viajaban
los Rosenberg tenía bandera yanqui . Habrían desea-
do hacer el viaje en un buen trasatlántico de la HAM- .BURGAMEICNL,peroódns e

El fiel agente alemán llevaba la importante misión de


investigar el paquebot yanqui . Hacía diez días ape-
nas que había zarpado cuando estalló la guerra . Sur-
gieron del océano miles de submarinos que a lo me-
jor estaban al acecho para ese gran momento . Bom-
bas, fuego, torpedos . ¡El meremagnum : La señora
de Rosenberg no pegaba los ojos . Estaba ne viosísi-
ma . Pasó noches de insomnio desde el instante ele la
declaración de guerra . ¿Para qué diablos se les, ha-
bría ocurrido hacer ese viaje? ¿No estaban más
tranquilos en Panamá? Una mañana llamaron por
teléfono al almacén . Eran las doce del día . Las em-
pleadas habían salido todas . La señora de Rosenberg
estaba preparando las cuentas y esperando su Ply-
mouth . ¿Por qué tardaba ese auto? Hacía muy po-
co que, por recomendación de una amiga, había admi-
tido a su servicio a un chofer antillano . No le agra-
daban mucho los negros a la señora Rosenberg . Más
bien los despreciaba . Le producían un desagrado es-
pecial . Pero eran por lo menos sumisos . Y, además,
el tal Joe caía simpático . Era un hombre fornido,
muy robusto, con una amplia sonrisa que dejaba en-
trever su dentadura blanca y bien alineada . ¿Por
qué se demoraba? Había ido a hacer el cambio ele
batería, pero caramba, ya debía estar de vuelta . ¡Mal-

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R O G E L O S 1 N A N

dito negro! ¡Todos eran iguales! En ese lapso ha-


bía sonado el teléfono . La señora creyó que a lo me-
jor era Joe para anunciarle algún nuevo percance con
las autoridades o sabe Dios qué enredo . Pero no era
el chofer . ("A ver, ¿quién habla? De la Embajada
sí . . .") Le trasmitieron la tremenda noticia . El
trasatlántico en que viajaban los suyos . . . sí, sí . . .
lo habían hundido . . . sí, sí . . . No había podido sal-
varse nadie . . . ¡Mein Gott! . . . No volvería ella a
ver a sus dos hijos ni a su adorado Herman . . . Ha-
bían hallado la muerte producida por bombas alema-
nas . . . Sus mismos compatriotas le quitaban la dicha
a la señora Rosenberg . . . Pero era un sacrificio en
honor del Führer . . . ¡Heil Hitler! . . . Ella sintió que
todo le daba vueltas . . . Perdió el conocimiento . . .
Cayó pesadamente de espaldas . . . Y ya no supo
más . . . Se había enterado más tarde que, al caer de
aquel modo, su nunca fué a golpear precisamente
sobre un objeto de hierro que le produjo una gravísi-
ma herida . . . Quedó allí sin sentido hasta la hora en
que llegó su automóvil . Afortunadamente el chofer
tenía consigo una llave ; al abrir, vió a la señora ten-
dida sobre un charco de sangre ; y, suponiendo que se
trataba de un crimen, llamó a la policía . Vino el
agente de turno . Llegaron las empleadas, Se aglo-
meró la gente . Solicitaron una camilla al Hospital .
Pero una empleada aconsejó apresurarse . La más le-
ve demora podría serle fatal a la señora de Rosenberg .
¡Pobrecita! Ya había perdido tanta sangre . De ma-
nera que entre Joe, las empleadas y el policía la con-

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dujeron al auto . Y, ya en él (¡Apúrate, Joe!) al Hos-
pital . . . El doctor Vieto, llamado a tiempo, ordenó
hacerle una transfusión de sangre . . . Ella, incons-
ciente, no se enteró de nada . Menos mal que el Doc-
tor hizo milagros, pues, de allí a poco tiempo, la se-ñorapudosaliralcampoencalida deconvalecin-

te . . . Descanso, sol, mucho sol, mucho aire y nutri-


ción le aconsejó el doctor . . . Siguiendo el régimen
recuperó sus fuerzas, se sintió como nunca y regresó
al almacén . . . Sin embargo, desde hacía varios días
había empezado a soñar las pesadillas más raras . . .
Eran algo nunca experimentado . . . Salía de ellas ja-
deante, sudorosa, deshecha . . . Sentía en la nuca la
sensación de que iba a hundirse de pronto en un abis-
mo del que ya no saldría . . . Era horrendo, terrible . .
Aquel conflicto la podría enloquecer . . .
Al terminar su relato, la paciente respiraba con an-
sias, trasudaba.
El doctor Serge le ofreció nuevamente un vaso de
agua.
-¡Cálmese usted! ¡No tema! Pero . . . dígame,
¿por qué imagina usted que se halla al margen de la
locura?
-No sé . . . Esas pesadillas horribles . . . Les tengo
tal horror que no me atrevo a dormirme . . . Paso a
veces gran parte de la noche en un forzado desvelo . . .

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R O G E L 1 0 S 1 N A N

Pero el sueño me rinde finalmente y me sumerjo en


la inaudita visión . . . Muchas veces despierto de esos
sueños lanzando agudos gritos y con cierta opresión
muy parecida a la asfixia . . . Mi doncella tiene que
friccionarme con alcohol y hacerme oler amoníaco . . .
Después respiro fuerte, cobro alientos y me siento
mejor . . . Pero si vuelvo a dormirme, se repite la
pesadilla con más intensidad . . . Es horroroso, doc-
tor . . . ¡Sí, yo presiento que voy a enloquecer!
-Bueno . . . Veamos . . . Procure usted contarme
sus pesadillas . . . No trate de mentirme . . . Sería
inútil y hasta perjudicial . . . Es preciso que usted
las cuente en orden y con exactitud . . . No omita na-
da, por grotesco que sea, ni mucho menos detalles
bochornosos . ¡Sí, es preciso que usted lo cuente todo!
-¡ No, doctor! ¡No, doctor! ¡Me pide usted lo
imposible!
-¿Por qué? ¿Sus pesadillas son entonces (¿cómo
decirle?) obscenas??
La señora de Rosenberg bajó el rostro afligida .
Su exuberante busto subía y bajaba como órgano de
iglesia . Temblaba toda . Se estremecía a intervalos
como si la atacara la fiebre . Al fin habló sin levan-
tar la cabeza .
-Yo debo estar pagando algún pecado, doctor . . .
Sí, debe ser como un castigo del cielo . . . Ya usted
sabe muy bien que no transijo en los asuntos racia-

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L A B 0 1 N A R 0 1 A

les . . . siempre fui partidaria de la raza aria pura . .. Por


eso, en Alemania, odié a la raza judía . . . Siempre la
vi como una raza plebeya . . . (Usted perdone, doc-
tor . . .) Luego, más tarde, cuando me vine a Améri-
ca, noté la mezcolanza de razas que hay en el Istmo . . .
la gran desproporción del tipo blanco en relación con
los negros . . . Y, debo confesarlo, sentí la imprescin-
dible necesidad de que triunfara el nuevo orden . . .
Había que exterminar todas las razas de extracción
inferior . . . Y, sobre todo, a los negros . . . Yo los he
visto siempre en mi concepto como una raza esclava . .
Por eso los detesto . . .Me producen cierto asco, cierta
especie de repulsión . . . Y, ahora, tengo un miedo an-
gustioso de que se verifique en mí lo que imagino . . .
No puedo ni pensarlo . . . Sería horrible, doctor . . . Es-
ta obsesión es un castigo del cielo contra mi orgullo
vacuo . Pero, no puede ser . . . ¡Es necesario que no
suceda!
-¿Qué es lo que teme usted?
-¡Me da vergüenza decirlo!
-Haga un esfuerzo .
-Doctor, ¿cómo expresarlo? ¡Me estoy volvien-
do . . . negra!
El doctor Serge no pudo reprimir una carcajada .
Jamás había escuchado un despropósito más absurdo .
La señora de Rosenberg sudaba . Se sentía deprimi-
da, humillada, con ganas de llorar . ¿Por qué motivo
aquel doctor tan adusto se reía como un idiota cual-
quiera? ¿Se burlaba él acaso de sus complicaciones?
¡Al diablo el viejo tonto! ¡Judío al fin!
Menos mal que ya el doctor había cortado su risa .
-Pero, dígame usted, señora mía, ¿cuando demo-
nios ha visto que ninguna persona cambie de piel o
de color como quien cambia de ropa? ¡Ni que fuéra-
mos camaleones !
-¡Sí, sí! ¡Yo los he visto! Aquí en el Istmo se
han dado varios casos . Van cubriéndose de enormes
manchas negras y al fin se ponen prietos .
-Y, dígame, señora, ¿ya ha notado en su cuerpo
tales manchas?
Sí, algunas . . . pequeñitas . . .
-¿Me las puede mostrar?
-Son muy pequeñas, doctor . Se burlaría usted de
mí . Ya se ha reído bastante . Mejor es que le cuente
mis pesadillas, sólo entonces dejará de reírse . Estoy
segura de que ha de interesarle mi extraño caso .
Ya verá . . . Ya verá . . .
-Sí, me interesa . . . ¡Me interesa muchísimo . . .
Puede usted comenzar . . .
Tomó su lápiz y se dispuso a oírla .
La señora respiró con afán ; se enjugó el rostro ;
y procuró ordenar, antes que nada, el laberinto de
imágenes -confuso, indescifrable- que era su mun-
on onírico . Por fin, se decidió :

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A B I N A R O J A

-¿No ha visto usted alguna de esas películas de


títeres animados de las que surge un mundo de colores
,v de juguetería?
-Sí, señora, pero . . .
-No se impaciente . . . Verá . . . Mi primer sueño
fué algo muy parecido . . . Me veía pequeñita como
Alicia en el país de las maravillas y caminaba con
gran dificultad sobre un declive inestable . . . Yo su-
bía lentamente y haciendo un gran esfuerzo por en-
tre dos hileras de columnas muy blancas . . . Me di-
rigía, jadeante, hacia la cúspide, donde se destacaba,
sobre un cielo rojizo, una gran cruz plateada, resplan-
deciente . . . Era una especie ele Gólgota . . . Lo que
más me extrañaba era que el Cristo no era el rubio
Mesías magro y doliente, sino un negro fornido . . .
Como yo estaba lejos, no podía distinguirlo debida-
mente, pero algo me decía que él se burlaba de mí,
que me alentaba con cierta picardía como gozoso de
que yo padeciera . . . Aquel ascenso era duro y agota-
dor . . . Yo notaba que mis dos pies se hundían en
una masa maleable . . . No era fango ni cera, pues
de pronto advertí que iba subiendo sobre un rojo cal-
vario de carne humana . . . Pero hallaba a mi paso
agudas puntas hirientes como lanzas . . . La loma iba
erizándose de espinas cada vez más enormes . . . Yo
sentía que sangraba por pies y manos . . . Mas, al
fluir, mi sangre no me causaba pena sino más bien
placer . . . Y, a lo lejos, oía un rumor curioso que
aumentaba, aumentaba . . . Parecía de tambores . . . De

-133-
repente estalló una carcajada de increíble volumen
como si la emitiera un gigantesco amplificador . . .
Y la gran loma erizada comenzó a estremecerse como
sobrecogida por un gran terremoto . . . Los vaivenes
de aquella masa amorfa me hicieron dar mil saltos y
por fin me lanzaron en el espacio . . . Mientras caía
al abismo seguía oyendo la infernal carcajada, y en-
tonces me di cuenta de haber salido de la boca de un
negro . . . La masa movediza por la que había as-
cendido era su lengua y las columnas sus dientes . . .
Y aquel cíclope negro se reía, se reía . . . Me desper-
té horrorizada . . . Pero mi gran sorpresa fué que
aún estando despierta, seguía oyendo la risa desespe-
rante . . . Toqué el timbre, nerviosa, y, al entrar mi
doncella, le pregunté quién se reía de esa manera
sarcástica . . . Y, ella, muerta de risa me contestó :
"Es Joe, el chofer, que nos divierte bailando "jiter-
bug" . . . Algunas horas después, cuando fui a en-
trar al auto, vi la cara sonriente del antillano, y pa-
recióme notar que me miraba con cierta picardía . . .
Parecerá algo absurdo, pero la cara de él era la mis-
ma que había visto en mi sueño . . . Todo aquello me
pareció muy raro, y, por supuesto, me invadió un
desagrado definitivamente invencible . . .
Fatigada, quedó un rato en silencio . El doctor
Serge parecía interesado tomando apuntes, y, sin al-
zar el rostro, la ordenó :
-Siga usted .

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L A B 0 1 N A E O J A

-Al día siguiente tuve el segundo sueño . . . Oía


una música vocinglera, estridente . . . Y, atraída por
ella, fui internándome en corredores sin fin . . . Eran
pasillos muy largos que no acababan nunca . . . Yo
seguía tras el ritmo, fascinada, nerviosa . . . De re-
pente me encontré en una iglesia de caprichosos ar-
cos muy luminosos y oí un coro de negros en el que a
veces las voces se alejaban hasta perderse o regresa-
ban de súbito mezcladas a un estruendo de bombos y
platillos . . . Luego me ví rodeada de mujeres y de
hombres de color que parecían en plena Africa . . .
Saltaban, se movían, hacían cabriolas . . . Y sudaban,
hedían . . . En medio de ellos bailaba Joe, reído . . .
Todos ellos parecían epilépticos . . . Queriendo refre-
narlos, yo comencé a gritarles : ¡Basta ya ! 1 Basta
ya! . . . Pero era inútil. . . Aquel ritmo podía más
que mis gritos . . . Y tan irresistible fué la mágica
zambra, que empecé a hacer cabriolas y a (lar brincos,
presa (le cruel insania . . . No podía detenerme . . . Y
uní mi voz al coro con tal vehemencia que mis cuer-
das vocales se proyectaron fuera de mi garganta . . .
Vibraban a medida que subían mis aullidos . . . Por
instantes se iban haciendo tensas como si enormes
dedos las estiraran . . . Iban ya a reventarse, ya las
sentía estallar . . . En ese instante pude salir del sue-
ño . . . Estaba exhausta, sudaba . . . Y aún creí per-
cibir entre mis ropas el mal olor que despedía aquella
gente . . .

- 135 -
-¿No oyó ninguna música al despertarse?
-No, doctor. Si la hubo, sería mientras dormía .
-Sí, es posible . . . Alguna radio vecina . . .
-Probablemente .
-Y su primera reacción después del sueño ¿cuál
fué? ¿Quiere decírmela?
-Sentí un asco profundo contra mí, contra mi cuer-
po, ya que seguía percibiendo, aún bien despierta,
aquella especie de tufo a sobaquina . . . Pensé que, a
lo mejor, entre mis sábanas . . . mi doncella . . . no
sé . . . Como ella misma acomodaba mis ropas . . .
Todo eso era posible . . . Sin embargo, me demoré en
el baño, friccionándome con jabón de azucenas ; me
empolvé todo el cuerpo ; me eché luego unas gotas de
mi mejor perfume . . . Respiré satisfecha . . . Y, con-
vencida de haberme equivocado, salí hacer unas
compras . . . Yo recuerdo que hizo un día sofocan-
te . . . Volví a casa sudando . . . Y, al cambiarme,
sentí de pronto el tufo de mis axilas . . . Me volví
como loca . . . Corrí de nuevo al baño . . . Oh, qué
bochorno, ya no podía dudar . . . Era mi cuerpo el que
exhalaba el hedor . . . Desde entonces creí notar que
mis mejores amigas y aún mis clientes se mantenían
distantes . . . Huían de mi hedentina . . . ¡Que ver-
güenza, doctor! . . . Para calmarla no tuve más re-
medio que recurrir al uso de deodorantes . . . Y fué
desde esa fecha cuando empecé a notar que iba vol-
viéndome negra . . .

- 136 -

L A B 0 1 N A R O J A

-Es un trastorno curioso . Sin embargo, tranqui-


lícese usted . . . ¿Tuvo otros sueños?
-Sí doctor, no enseguida, sino dos días después . . .
Debó advertirle que la noche siguiente la pasé desve-
lada por temor a mis sueños . . . Luego, en el alma-
cén, durante el día, llevé un trajín enojoso . . . Sin
embargo, esa noche, tuve que ir a una fiesta, me bebí
algunas copas y regresé algo tarde . . . No hice más
que acostarme y, al minuto, me sumí como en un sueño
de plomo . . . Sufrí entonces mi tercera pesadilla . . .
Me encontraba en una tienda de modas que era y no
era la mía . . . Veía detalles que me la recordaban,
pero era más lujosa y enorme . . . Lo más extraño
era la clase de mercancía en venta . . . Objetos raros
del Africa, elefantes, pajarracos horribles y máscaras
grotescas . . . Entre el nutrido público que inundaba
la tienda vi a unas americanas en uniforme . . . Yo,
en mi sueño, les tenía cierta inquina no sé por qué . . .
Les notaba cierto aire de soberbia que me chocaba . . .
Y decidí demostrarles que era una impertinencia tal
arrogancia, porque al fin y al cabo la raza aria se
impondría sobre el mundo . . . Me aproximé a aten-
derlas, y, refinando mi inglés, hice el elogio de mi
mercadería : "Lo más chic de Sudáfrica, señoras . . .
elefantes del más fino nylón . . ." Pero sentí que mi
voz no era mi voz, era otra . . . Sonaba altisonante y
desagradable, como si la que hablara no fuera yo sino
una verdulera antillana . . . Noté que, al escucharme,

- 137 -
cuchichearon con marcado sarcasmo . . . Yo procuré
insistir avalorando la calidad de mis máscaras . . .
Pero mi voz seguía tornándose áspera . . . Se rie-
ron todas con un tono de mofa que me ofendió . . .
No lo podía tolerar, y, ciega de ira, me lancé a apos-
trofarlas, sólo •q ue les hablaba en puro slang antilla-
no . . . Todo el público y, más aún, mis empleadas,
se echaron a reír . . . Eran torrentes de risa, carca-
jadas histéricas, aullidos . . . Y en medio del estruen-
do infernal yo oía un agudo alarido que no acababa
nunca . . . Pensé que era el sonido de la sirena de
alarma . . . Pero intuí de pronto que lo que hacía
ese ruido era sin duda la bocina de mi auto . . . Miré
sobre el gentío y vi a lo lejos a Joe, muerto de risa,
sonando el claxon . . . Me entró una furia tal que me
lancé contra él . . . En la carrera, tropecé con un mue-
ble, me caí, di tres saltos y recibí en la nuca un golpe
fuerte que me privó . . . Me vi rodeada de enfermeras
y médicos . . . Distinguí entre estos últimos al doctor
Vieto, con su túnica blanca, quien se me aproximaba
trayendo entre las manos una enorme inyección y me
decía muy reído : "¡Voy a pintar tu sangre de negro
para ver si resulta mi experimento!" . . . Le pregun-
té de qué se trataba ; me respondió : `¡Voy a volverte
negra para que seas jovial y más humana!' . . . Pro-
testé . . . Me debatí enfurecida . . . Pero me habían
ligado . . . Todo esfuerzo era inútil . . . Y el doctor
se acercaba . . . Pero no era el doctor, era Joe el ne-
gro disfrazado de médico . . . Yo miraba asustada
aquella enorme inyección y daba gritos de pánico . . .

- 138 -

L A 1 N A R O J A

El, sonriendo, se aproximó hasta mí . . . Me alzó la


blusa (¡que horror!), y zás, de golpe, me clavó la in-
yección en pleno vientre . . . Sentí un fuego, un ar-
dor que me corría por las venas . . . Y comprendí
enseguida que mi piel se iba cubriendo de manchas
como la de un leopardo . . . ¡Qué tormento, imagíne-
se! . . . ¡Sentía mi blanca piel toda veteada de ne-
gro! . . . Probé una atroz angustia . . . Aquellas man-
chas se extendían poco a poco, se unían unas con
otras, me iban cubriendo el cuerpo . . . Y, de repente,
yo me vi -sin mirarme- toda negra y salvaje . . .
Lancé un aullido trágico y desperté . . . Tenía la ropa
sudada, y mi primera impresión me hizo pensar que
lo que había sudado era pura tinta . . . Corrí, ner-
viosa, al espejo, y me miré todo el cuerpo . . . Sólo
halle unas manchitas como lunares . . . No eran mu-
chas, era una, pero de todos modos compré varias po-
madas contra las manchas . . . Debía estar prevenida
porque ya preveía mi sino triste . . . Yo iba a volver-
me negra . . . No tenía escapatoria . . .
-¿Y ha notado otras manchas después de aqué-
lla?
-Sí, doctor, ya le he dicho . Se van haciendo
grandes .
-Déjeme examinarlas .
Con fingido pudor y a duras penas ella desabro-
chóse, descubrió el busto enorme y le mostró compun-
gida una gran mancha sanguínea, amoratada .

- 139 -
-Ya me lo imaginaba -dijo el médico-- ; se ha
frotado la piel con toda clase de ungüentos y se la
está irritando . Se ha provocado usted una necrosis .
-¿Y eso viene de negro?
-No, de muerte, de mortificación . Pero, sigamos .
¿Tuvo otro sueño?
-¡Sí! Fué anoche . . . ¡Qué pesadilla Horrenda!
¿Me la quiere narrar?
-No sé si debo, doctor . . .
-¡Haga un esfuerzo!
-Sentía un olor a guiso, tan agradable, que desper-
tó mi apetito . . . Veía una cinta de humo culebrean-
do ante mí para atraerme como he visto en los cines . . .
Fui siguiendo tras la azul hebra de humo . . . Y poco
a poco me acerqué a la cocina . . . La negra cocinera
me saludó como si se tratase de alguna vieja amis-
tad . . . Tal irrespeto, me pareció extrañísimo . . . So-
bre todo porque le había prohibido hacer en casa men-
junjes como aquél . . . Pero no hice gran caso, por
oler la fragancia del sabroso guisado . . . La vieja co-
cinera lo revolvía tranquila, indiferente, tarareando
un tantito . . . ¡Qué olor más agradable! . . . ¡Sentí
un hambre terrible! -¡Sírveme un poco de eso -le
dije- . . . Me sirvió . . . Yo devoré la ración golosa-
mente y me relamí de gusto . . . -"Qué comida tan
rica, ¿de qué la has hecho?" Me miró sonreída :

- 1 40 -

13 0 1 N A R O J A

"¡Bacalao, mi señora, plato de negro!" . . . Me sentí


avergonzada . . . Pero me entró de pronto un entu-
siasmo jovial, resuelta a todo, y comencé a canturrear
a voz en cuello : "¡Jolinyú! ¡Jolinyú!" . . . Me hallé
(le golpe en una fiesta de negros en compañía de
Joe . . . Ya no lo odiaba . . . Nos comprendíamos
bien . . . Cruzábamos frente a hileras de mesas que
contenían cariados manjares . . . Yo deseaba pro-
bar aquellas cosas . . . Y Joe me iba obsequiando de
todo un poco . . . Vi en una enorme cesta unas fruti-
tas amarillas, brillantes . . . Oh, pero no eran frutas,
eran ajíes picantes . . . Sentí un capricho loco de co-
mer, de picarme . . . Me arrojé sobre el cesto y empe-
cé a atragantarmc codiciosa . . . ¡Qué fuego en todo
el cuerpo' . . . Ya los labios me ardían y se me hincha-
ban como labios de negra . . . Ale vino una gran sed . . .
Y me ofrecieron (le un vino tenue, dulce, rojizo,
que llamaban serril . . . Bebí con ansias y derramé
una parte . . . Ale corría por el cuello, por el seno y el
vientre . . . De pronto se elevó en el vasto ambiente
un coro en el que todos repetían incansables la mis-
ma frase : "Calalú, calalú . . . Ají, ají . . . Calalú, Ca-
lalú . . . A,jí, ají . . . El negro Joe se me acercó jurioso .Los demás va bailab n con saltos espas-

módicos . . . Y yo bailé con Joe . . . Sentía la fuerte


presión de sus (los brazos y respiraba - su hedor a sel-
vajina . . . Le miré la gran boca llena de risa . . . Me
estremecí jadeante . . . Y él me estampó en la boca
un beso fuerte, carnoso penetrante . Me desperté an-
gustiada . . . Y al regustar aún sobre mis labios el
sabor de los suyos, me invadió tal disgusto, que me
arrojé del lecho y fui a enjuagarme precipitadamen-
te . . . Me di en imaginar que el negro Joe podía ser
un adepto a la magia negra o al rito del vudú . . .
¡Tenía que ser así . . . El era quien me estaba embru-
jando . . . Y, así, a medio vestir, cubierta apenas con
mi bata de noche, lo llamé a mi despacho y lo despe-
dí . . . El pobre tonto se quedó consternado . . . ¿ Por
qué lo licenciaba? . . . No había hecho nada malo . . .
Oh, al contrario, debía aumentarle el sueldo . . . ¡Qué
cinismo . . . ! Lo hice salir, furiosa, y, afortunadamen-
te, se marchó sin chistar . . . Corrí a bañarme, libre
ya de su infujo . . . Pero ahora temo más . . . Puede
vengarse . . . Quizá qué pesadillas logre infundir-
me . . . Yo enloquezco, doctor.
Debo decirle que esa transformación que va ope-
rándose en mí sigue un proceso lento pero fatal . . .
Ya no me atrevo a conversar en inglés, pues cuando
lo hago me vuelvo tartamuda y sólo acierto a balbu-
cir tonterías . . .
-Son sus nervios, señora . . .
-Sí, lo mismo me dice el doctor Vieto, pero qué
diría usted si le confieso que hasta el cabello se me
ha vuelto correoso?
-Será porque ha abusado del jabón . . . La pota-
sa . . . Usted sabe . . .

- 142 -

A B 0 1 N A R O J A

-¡ Oh, doctor! . . . ¡Es tremendo! . . . Me estoy vol-


viendo negra .
-No pretendo contradecir su tesis . . . Pero ahora
déjeme usted el tiempo suficiente para intentar al
menos un análisis del material onírico . . . Venga a
verme mañana . . .
Cuando la introdujeron, ese otro día, al despacho,
vi¿) al doctor preocupado . ¿Habría encontrado la so-
lución? La hizo sentar frente a él . Y ella notó que
iba a decirle algo horrendo . No hallaba las palabras .
Se notaba . Le hablaba de mil tópicos sin entrar en
materia . (Hacía un calor endiablado) . Finalmente
pareció decidirse :
-Debe usted prepararse, señora, debo darle una
noticia tremenda . . . Procure refrenarse y no se afli-
ja, que todo saldrá bien . . . Vengo ahora mismo de
ver al doctor Vieto . . . He sostenido con él una mo-
vida conversación . . . No hemos estado de acuerdo . . .
Sin embargo, creo que el único medio de curarla es
declarándole una verdad que usted debió conocer des-
de hace tiempo . . . Sólo su subconsciente está ente-
rado de esa verdad, pues sus sentidos se apercibieron
de ella cuando usted se encontraba en una especie de
coma . . . Fué durante el colapso que usted sufrió al
caerse y producirse una herida . Para ser más exac-
tos, verificóse mientras le practicaban la transfusión . .
En el substrato de su mundo interior la transfusión . . .
fuerzas opuestas . . . Ese choque continuo constituye

- 1 43 -
la causa de su trastorno . . . Es necesario que afronte
usted cuanto antes la realidad . . . El psicoanálisis se
basa casi siempre en extracciones de verdades ocul-
tas, dolorosas, que actúan contra el sujeto desde los
bajos fondos del subconsciente . . . Mientras no se
las haga llegar a la conciencia seguirán allí ocultas
produciendo esos complejos anímicos y esos sueños te-
rríficos que usted me ha relatado . . . ¿Está dispues-
ta a conocer la verdad?
A la señora de Rosenberg se le helaron las manos .
No podía resolverse . Iba invadiéndola una penosa
agonía . Su irrefrenable curiosidad se impuso al fin .
-¡Estoy resuelta! - repuso .
¿Cuál sería esa verdad tan tremebunda que iban a
revelarle? Tenía que ser muy grave tanto misterio . . .
A lo mejor el doctor había entrevisto en sus sueños
sus pasiones ocultas . . . ¡Qué vergüenza! . . . No se
atrevía a mirarlo . . . Lo escuchaba con la cabeza
baja, y así estuvo mientras hablaba el médico .
La voz sonaba cauta :
-El doctor Vieto me ha contado en detalle lo de la
transfusión . . . Y como quiero que usted se entere
de ello lo menos bruscamente posible ,le narraré la
escena desde el preciso instante en que a usted la deja-
ron semi-inconsciente en una cama del Hospital . Ha-
bía perdido gran cantidad de sangre . Usted estaba
entre la vida y la muerte . Era cuestión de minutos .

- 144 -

L A B 0 1 N A R 0 J A

Y así lo comprendieron las enfermeras al escuchar


las órdenes del doctor Vieto : "¡Transfusión! ¡Emer-
gencia! ¡Pidan donantes!" No existía en ese tiem-
po el banco de sangre ni había plasmas sanguíneos
bien ordenados . . . Había que recurrir a los muy
escasos donantes que se ofrecían . Probaron con al-
gunos, pero sin resultados satisfactorios . Y lo grave
del caso era que usted iba perdiendo las fuerzas . ¿Qué
hacer? El doctor Vieto ya perdía la esperanza . Se
movía por la sala, nervioso trastornado . Ya usted
sabe cómo la estima a usted . En ese instante le
anunció la enfermera que alguien se había ofrecido
espontáneamente . Era un donante de sangre univer-
sal . El doctor Vieto se volvió todo júbilo . "¡Pron-
to! ¡Hágalo pasar!" . . . Y entró el donante de san-
gre . . . Usted, señora, nunca llegó a saber quién dió
su sangre para salvarla . . . Quizás ha sido injusta
con él . . . Esa es la cruda verdad que le ocultaron y
que voy a decirle . . . Aquel donante, señora, era Joe
el negro, su robusto chofer . . .
Anonadada, la exuberante señora lanzó un gemido
sordo . Tan enorme le resultaba aquello que no pensó si-
quiera en un posible desmayo . El doctor Serge la mi-
ró retorcerse como una boa herida .
Suspiraba. Silbaba.
-¡Qué desgracia ! ¡Qué infamia !
¿Era posible que hubieran hecho aquello con ella?
-Ya le he dicho, señora, se trataba de su vida o su
muerte.

- 145 -
-Mejor hubiera sido morir .
-No sea insensata, señora . Trate de dominar-
se . . . La primera reacción . . . así de golpe . . : com-
prendo . . . Pero no es para tanto . . . Se pone usted
tan mala como si el doctor Vieto la hubiera transfor-
mado en un monstruo . . .
-¡ Sí! ¡Sí! ¡Esa es la palabra! ¡Me ha irracio-
nalizado !
-Sus escrúpulos me parecen ridículos . . . Ya sa-
be usted muy bien que la pigmentación de la piel no
tiene nada que ver con una sangre o con la otra . . .
Ya eso está demostrado perfectamente . . . Frene,
pues, esos nervios y escúcheme . . . El trastorno de
usted tiene su origen en esa lucha interna de dos fuer-
zas contradictorias : un yo que odia a los negros y otro
agradecido, simpatizante, humano . . . Procure com-
prenderme : cuando le trasfundieron la "odiada" san-
gre de Joe, sufría usted un estado de transición en-
tre la vida y el sueño . . . Sus sentidos captaban la
realidad a medias . . . Y fué su subsconsciente el que
ocultó avaramente todo ese gran acervo de sensacio-
nes penosas y amorfas . . . Por eso fué un error no
declararle los hechos . . . No habría sido difícil con-
vencerla de que así debió ser . . . Ya ha visto, en
cambio, cómo esa lucha interna de fuerzas en tensión
le ha motivado un serio trastorno . . . Ahora ya pue-
de hallar la explicación de sus sueños . Debe saber
que Joe, el donante, sintió la sensación de ser un ni-
ño, (tan débil se encontraba por la falta de sangre),

- 146 -

L A B O N A R 0 J A

y eso le provocó un curioso ataque de risa . . . Aque-


lla risa nerviosa fué un hecho insólito . . . Todos se
contagiaron ; sobre todo, porque ya el gran peligro
había pasado . . . De manera que, médico, ayudante y
enfermeras se echaron a reír . . . Ese es un dato que
aparece en sus sueños con insistencia . . . Además,
en su profundo sentir, desde ese instante, surgió co-
mo una especie de reconocimiento hacia el buen Joe
que había ofrecido su sangre para salvarla, pero esa
gratitud chocaba siempre con su prejuicio idiota con-
tra los negros . . . Y esa continua lucha es el factor de-
cisivo de su conflicto . . . Poco a poco, con la ayuda de
usted, haré el análisis de sus distintos sueños . Quizá
eso la distraiga . . .
La señora de Rosenberg sollozaba sumisa y angus-
tiada . No sabía ni qué hacer ni qué pensar. La
había invadido tal anonadamiento que daba pena ver-
la. El doctor Serge no podía reprimir cierto pruri-
to de mofa que se unía a su piedad . Seguramente la
señora de Rosenberg le notó entre los labios algún
vago reflejo de ese goce íntimo (sobre todo cuando le
oyó decir : "Es necesario que usted le dé las gracias
a su chofer!") . . . porque, recuperando bruscamente
sus bríos, lo fulminó con ojos de hiena y dirigióse a
la puerta vociferando :
-¡Es una burla grosera! ¡Es un escarnio que se
me ha hecho! ¡Yo veré a mi abogado! ¡El doctor
Vieto me las ha de pagar! ¡Oh, ya verá lo que es
bueno!
Tiró tras sí la puerta y se marchó furibunda .
El doctor Serge se quedó consternado . En ese ins-
tante apareció su enfermera muy asustada . Y era tal
su expresión, que el doctor Serge dejó correr su risa
espontáneamente .
Después llegó a saber que, al salir de su clínica, la
señora de Rosenberg había tomado un taxi, y, roja
de ira, se le había presentado al doctor Vieto en el
Hospital a reclamarle su sangre . Quería de todos mo-
dos que se la devolvieran o implantaba una demanda
formal . No hubo maneras de hacerla comprender su
despropósito . Para colmo de males, el doctor Vieto,
solterón sempiterno, venía haciéndole el juego a la
soberbia matrona . De manera une, no sabiendo qué
hacer, le echó la culpa de todo al doctor Serge, lla-
mándolo imprudente y lenguaraz . ¿En qué quedaba
el juramento de Hipócrates?
El asunto tuvo sus idas y venidas . Por fin, de mu-
tuo acuerdo, resolvieron practicarle a la viuda otra
transfusión . Fué difícil, puesto que la señora ponía
sus condiciones . No admitía cualquier sangre . Debía
ser de ario puro . Dónde diablos la iban a conseguir .
Por fortuna, después de mil exámenes, resultó com-
patible la sangre de un marinero mofletudo y enorme .
Era más rubio que el más puro Sigfrido con todo y
ser bien yanqui . La señora lo miró con recelo de uno
y de otro costado como si se tratase de alguna mer-
cancía . Pero, a la postre, se decidió . Se hizo en vo-
landas la endemoniada transfusión (no fuera el caso
de que se arrepintiera) y resultó tan benéfica para

- 148 -

A B 0 1 N A R O J A

la paciente, que hasta aquellos doctores más inconfor-


mes tuvieron que aceptar que el caso clínico de la se-
ñora de Rosenberg debía anotarse en los anales del
Hospital como una mixta y bien lograda experiencia
de cirugía y psicoanálisis .
La señora de Rosenberg se fué a convalecer a un
rinconcito campestre . Ambos doctores, unidos ya en
cordial amistad, iban a verla cada fin de semana . La
paciente se sentía muy mejor . Sus pesadillas la de-
jaron en paz . Y, como todo hacía suponer que su
trastorno había desaparecido, regresó al almacén .
El doctor Serge no la había visto más desde su
vuelta.
Una mañana recibió una llamada del doctor Vieto .
Lo invitaba para una cena en casa de la señora de
Rosenberg . Le tenían preparada una gran sorpresa .
No se podía excusar . Era un asunto muy íntimo que
requería su presencia . Sólo estarían los tres .
El doctor Serge ya tenía un compromiso para esa
noche .
-¡Oh, imposible!-repuso .- Lo lamento . Créa-
me que lo lamento, pero debo asistir a esa verbena
del Club en beneficio de los niños judíos desampara-
dos . . .
-Nada de eso, doctor . Después de cena, si le pare-
ce bien, iremos juntos al Club.

- 1 49 --
Y como aún el doctor se retraía, le confesó el gran
secreto :
-Queríamos darle a usted una sorpresa, pero ya
que se empeña le diré que se trata de nuestro com-
promiso matrimonial . . .
En efecto, cuando llegó a la casa de la viuda ya es-
taban listos los cocteles . La señora ya había bebido
algunos y hasta podía decirse que se había propasa-
do. Se le veía jovial, muy femenina y acaso algo
procaz . El doctor Serge pensó que, embellecida co-
mo estaba esa noche y bien trajeada, la señora de Ro-
senberg era indudablemente una mujer estupenda.
El doctor Vieto, sobrepasado él mismo en sus cocte-
les, se sentía muy feliz . Dentro de poco iba a tener
un hogar . Era ya hora. Buena falta le hacía . Y
había encontrado a la mujer adecuada : sana, buena
y hermosa .
Cenaron y bebieron alegremente . La señora exage-
ró sus cocteles y se sentió indispuesta . El doctor Vie-
to le aconsejó quedarse, ya que no era prudente, en el
estado en que estaba, presentarse en el Club . Pero
ella estaba tan repleta de júbilo y de whisky, que no
la convencieron sus argumentos . Quiso ir de todos
modos y no hubo más remedio que acompañarla.
Cuando llegaron al Club ya era muy tarde, y como
estaba repleto, no hallaron sitio alguno donde sentar-
se. Había un gentío de mil diablos . El bullicio era
atroz . Música, risa, alegría y mucho alcohol . En lo

- 150 -
que menos pensaba todo aquel público era en los pobres
niños desamparados . El doctor Vieto no vió otra so-
lución que estacionarse en el bar . Ya habría manera
de encontrar algún sitio desocupado .
Allí en el bar la locura había encontrado su cauce .
Todo el mundo gritaba, daba saltos y bebía en abun-
dancia . La señora de Rosenberg no tardó en conta-
giarse de aquel ambiente . Lo que más extrañaba al
doctor Serge era que la señora había empezado a dar
muestras de una insólita sobreexcitación. Le parecía
notarle cierta proclividad hacia los gestos vulgares y
procaces . De repente la señora se encaprichó en be-
ber cerveza. El doctor Vieto se opuso severamente .
Aquella mezcla podía sentarle mal . Pero ella tanto
insistió, que fué preciso complacerla enseguida . Bebió
una vaso tras otro y comenzó a tatarear "God save
America" . De repente derramó su cerveza, escupió
al suelo, y muy contenta, lanzó un agudo "Jupy!!!"
como cualquier marino . Después, sobrecogida por una
repentina tristeza, se desbordó en llantitos . No había
duda de que la curda era grande .

El doctor no sabía ya qué hacer . Menos mal que,


como había tanta gente en el mismo estado, nadie
hacía mucho caso de la señora de Rosenberg. De to-
dos modos, allí en el bar hacía un calor insufrible .
Tan densa era la atmósfera que hasta se respiraba con
gran dificultad . Lo indispensable para ella era aire
fresco, de lo contrario se iba a sentir muy mal . Y
el doctor se dirigió a la terraza, con la esperanza de
hallar alguna mesa desocupada .
El doctor Serge, que había estado observando a la
señora, se le acercó piadoso :
-Usted, señora, tiene aún una gran pena .
La señora no pudo contener un angustioso sollozo
y confesó, que en efecto, todavía padecía de pesadillas
por sus remordimientos . Veía siempre en sus sue-
ños a Joe, sonriente, pero no había querido confe-
sarlo por no causarles una desilusión .
-Ya se lo he dicho, señora . Lo que usted necesita
es no ser ingrata . Debe darle las gracias a su do-
nante .
La señora quiso aún enfurecerse, pero le vino un
hipo sonoro y consiguió dominarse . Después, como
cambiando de idea, sonrió benévola y decidió :
-¡Oh, es cierto! ¡Debo darle las gracias! ¡Po-
bre Joe!
El doctor Vieto volvió sin haber dado con una mesa
libre . De todos modos quería hallar algún sitio cer-
ca del mar . Pero a quién diablos pedírsela . Si hu-
biera un camarero a quien dirigirse . Parecían todos
sordos, alocados . No querían hacer caso . . .
En ese instante se acercó a la señora un camarero
antillano .
-¡Joe! -dijo ella- . ¿Tú que haces por aquí?

- 152 -
Tan espontánea y cordial fué su pregunta, que am-
bos doctores se miraron sonrientes . No había duda
de que estaba curada . De lo contrario se habría pues-
to furiosa contra su fiel chofer, quien, según ella, era
el causante mayor de sus trastornos .
-Yo ahora soy camarero, señora, -repuso Joe- .
¿Quiere usted una mesa? ¡Inmediatamente! -E iba
a alejarse a prisa, muy ocucioso, cuando ella lo de-
tuvo .
-¡ No ! ¡ No! . . . Que vaya Serge a buscarla . . .
Yo quiero hablar contigo . Es necesario . . . Deseo dar-
te las gracias . . . ¡Pobrecito! . . . Vamos a un sitio
aparte . . .
Los doctores quisieron disuadirla, pero ella se obs-
tinó. No hubo maneras de quitarle aquella idea ex-
travagante . Y se alejó tambaleando, con Joe del bra-
zo, hacia el salón de fumar . Menos mal que, como
todos bailaban en ese instante, tal escena paso
inadvertida . . . El doctor Serge convenció al doctor
Vieto de que era preferible dejarla hacer su voluntad .
Ella quería desahogarse . Al fin y al cabo no sería
nada grave . Era posible que ella después quisiera
volver a casa .
Sin embargo, como se demoraba, el doctor Vieto,
ya bastante nervioso, resolvió darle término a la gro-
tesca comedia .
-¡Voy a ver qué sucede!- Y fué a buscarlos .

- 153 -

R O G E L O S I N A. N

Todo aquello le parecía ridículo al doctor Serge, y


estaba por marcharse, cuando oyó un alarido . Corrió
hasta el saloncito y vió una escena de horror . Allí,
tendido sobre la alfombra blanca, estaba Joe sobre
un gran charco de sangre . La señora de Rosenberg,
desgreñada, demente, lanzaba unos chillidos escalo-
friantes.
Se aglomeró la gente .
-¿Qué pasa?
-¿Qué sucede?
La señora de Rosenberg había matado a Joe. Na-
die podía entenderlo . El doctor Vieto se llevó en su
automóvil a la demente .
El doctor Serge, entre tanto, reconoció el cadáver .
Tenía una herida enorme en plena nuca . Un tajo que
parecía causado por un hacha africana . No había
nada qué hacer. Ya era un asunto del Juez. Cerró
la puerta al salir y le ordenó al policía que vigilara
la entrada .
La espeluznante tragedia hizo que el Club quedara
pronto desierto . Mientras llegaba el juez, el doctor
Serge se sentó solitario en una mesa de la terraza,
frente al mar, y se quedó meditando . . . meditando . . .
Era tan suave la brisa . . .
Cuando lo despertaron advirtió con sorpresa que
las primeras luces del sol naciente brillaban sobre el
mar. Quiso excusarse

- 1 54 -
-Me he quedado dormido . . . ¡Qué desagrado! . . .
¿No ha venido aún el Juez?
El camarero se le quedó mirando .
-¿Qué Juez?
-¡El que venía! . . . ¿No vienen siempre los jue-
ces cuando hay crímenes?
-"¿Qué le pasa al doctor?" -pensó el empleado .
Y en voz alta repuso :
-¡Pero si aquí no ha habido ningún crimen!
-¡Cómo va a ser! . . . Entonces . . . ¿lo habré so-
ñado todo? . . .
-Lo que hubo fué el escándalo de la señora de Ro-
senberg.
-¡Pero, hombre! . . . ¿En qué quedamos? . . . ¿Lo
soñé o fué verdad?
-¡Cómo! ¿No supo?
-¡No me pongas nervioso! Dime, ¿qué fué lo
que hizo la señora de Rosenberg?
-Bueno . . . ¡Algo bochornoso! . . . Verá . . . ¡La
sorprendieron con un zopenco negro!
-¡Caramba! ¡Eso es más grave!
.
Se puso en pie de un salto .
Murmuró
-¡Pobre Vieto!
Luego, alzando los hombros, agregó :

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-Al fin y al cabo, debemos darle gracias al Dios
de los judíos . . .
Ya dispuesto a marcharse, puntualizó :
-¡Vaya un conflicto de sangre!
Y muy orondo y feliz, el doctor Serge se encaminó
a su clínica .

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