Montes G - Las Plumas Del Ogro
Montes G - Las Plumas Del Ogro
Montes G - Las Plumas Del Ogro
El cuento tiene variantes, en algunas el ogro no es ogro sino diablo y no son plumas sino pelos de
oro lo que hay que arrancarle. La que reproduce Italo Calvino en sus Fiabe (1) comienza así: "Un
Rey se enfermó. Vinieron los médicos y le dijeron: ‘Escuche, Majestad, si quiere curarse, va a tener
que arrancarle una pluma al Ogro. Es un remedio difícil porque el Ogro se come a todos los que se
le ponen delante’…" Calvino dice que en la versión que a su vez le sirvió de fuente, la que está
contenida en la antología de cuentos toscanos de Pitré, el ogro no es ogro sino apenas "la bestia",
pero siguen siendo plumas lo que hay que arrancarle.
El esplendor de la versión de Calvino radica en lo extemporáneo de las plumas. Es fácil imaginarse
un diablo con pelos, con al menos tres pelos como lo pintan los Grimm. También es fácil imaginar
un ogro mamífero y carnívoro, de rulos ralos como los que luce el de "Pulgarcito" según Doré, o
con una gran pelambre roja como la de Oni, el ogro de los cuentos japoneses. Pero plumas… Las
plumas son tan livianas, tan femeninas también… ¿Dónde tiene las plumas el ogro? El cuento no lo
dice nunca, ni siquiera cuando el héroe, con ayuda de una bella muchacha que el ogro tiene cautiva
en el fondo de su cueva (una figura que recuerda mucho a Perséfone), consigue hacerse de esas
plumas, que va arrancando una a una del ogro dormido, sin que se sepa nunca de qué sector de su
inmenso cuerpo proceden.
Las maravillas son comunes en los cuentos populares: hay gallinas que ponen huevos de oro, burros
que defecan oro, caballos que vuelan, hombres que se reducen al tamaño de una hormiga, cajas
donde cabe el mundo. Pero es difícil encontrar algo más sorprendente, más gratuito, más sutil, que
las plumas del ogro. Este manojo de plumas va a ser mi aporte a la discusión acerca de lecturas y
lectores en su dimensión pública y en su dimensión íntima o privada que se fue planteando aquí.
Hay un aspecto de la lectura –no me refiero a la teoría de la lectura sino a su puesta en práctica, el
ejercicio vivo, histórico de la lectura– que equivale a arrancarle las plumas al ogro. Cuando "el que
lee" está leyendo, en el curso de ese acontecimiento que lo tiene por protagonista, tienen lugar una
serie de operaciones. Hay cotejos, negociaciones, desplazamientos, cruces, incluso lucha, una
pequeña gesta. Eso es muy fácil de ver cuando el que lee está "aprendiendo a leer", porque ahí el
empeño y los tanteos son más visibles, pero sucede en toda lectura y a todas las edades. El que lee
"emprende" el texto a su manera, se debate con él, lo rodea, lo calibra, se insinúa en él por algún
resquicio o lo toma por asalto, y algo atrapa ahí adentro, algo que solo él podía atrapar. Algo que
encuentra de pronto –muchas veces por azar– y arranca por propia cuenta y riesgo vaya uno a saber
de dónde. Tal vez no le estaba destinado, tal vez no sea lo más apropiado sino algo inesperado,
bizarro, que sin embargo es justo lo que estaba necesitando, lo que, como al rey del cuento, puede
"curarlo". Por supuesto que es difícil prever cuándo se producirá el punto culminante o adivinar de
qué clase serán las plumas que el lector atrape, lo único que se puede decir es que, si lleva a cabo su
lectura, va a tener al menos una de esas plumas en la mano.
La lectura incluye la rareza y el azar. En la historia del lector hay siempre contactos inesperados,
atajos, desvíos, situaciones desconcertantes, extrañas casualidades. Basta pensar que muchos de los
libros más importantes de la vida se los ha encontrado uno revolviendo al tuntún en una mesa de
saldos, o equivocando el estante de una biblioteca… La rareza y el azar no son defectos, son fuente
de salud, y deberán preservarse para que la lectura –la experiencia particular, personal de "el que
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lee", al que suele llamarse "lector"– no se malogre. El lector tiene derecho al azar –tiene derecho a
desviarse de la necesidad– a partir del momento en que acepta el riesgo de leer. Puesto frente al
texto, puede permitirse errar, en su doble significado de vagar a su aire y de equivocarse, aunque
eso suponga contradecir lo establecido de antemano, el orden. Es imprevisible el modo en que dará
con el ogro y le arrancará al menos una pluma, y esa imprevisibilidad debe ser bienvenida. Si la
imprevisibilidad y la feliz casualidad desaparecieran, la lectura del lector, como el rey del cuento,
moriría.
Esto va en serio. Es una metáfora, pero las metáforas son cosas serias: cualquier acción de lectura –
un plan de lectura por ejemplo, una cartilla de recomendaciones, o cualquier forma de animación o
promoción o auspicio de la lectura– será respetable solo si no se mete con las plumas del ogro. Las
plumas del ogro pertenecen al lector, forman parte de su empresa. Deberán ser descubiertas y
arrancadas por él, pertenecen a su esfera de poder y están fuera del alcance del poder de otros, más
allá de cualquier intento de administración o control de la lectura. Y pertenecen al lector porque es
el lector el que corre los riesgos. Como en el cuento, leer también es no ser devorado. Para no ser
devorado el lector hace su lectura. Acepta el desafío del texto –su oscuridad, sus escollos, sus
engaños– y responde a ese desafío desplegando sus propias técnicas, sus ardides. No es pues un
ingenuo, un inocuo, un receptáculo vacío. El lector tiene poderes. Sólo que su poder se manifiesta
en el curso de la experiencia, precisamente allí: cuando se está leyendo. No es un poder a priori, un
privilegio, sino un poder en ejercicio, histórico, el poder que tiene el que juega mientras está
jugando o el que trabaja mientras está trabajando, un poder que debe revalidarse en cada instancia.
Se comienza a ejercer ese poder de lector mucho antes de la aparición de la letra escrita, incluso
antes de la aparición de la palabra, cuando, desplegado el mundo delante de uno –o, mejor,
revolcado uno en el mundo y con poca perspectiva a veces para contemplarlo– uno se las va
ingeniando como puede para construir pequeños islotes de sentido, que no son grandes teorías,
principios, cosmovisiones, ni siquiera conceptos o ideas, sino mucho más modestamente relatos.
Relatos mínimos, pequeñas historias, al comienzo historias sin palabras, que uno mismo se va
contando para encontrarse, mal que bien, algún lugar, para armarse un refugio en el gran
desconcierto.
Estas historias que el lector se cuenta a sí mismo no son del todo nuevas. Dispone de historias
previas que le sirven de antecedente, de herencia. A veces se trata de grandes historias, muy
completas, muy ordenadas, otras veces son sólo apuntes, fragmentos. La religión, las tradiciones, o
más sencillamente las rutinas cotidianas, la manera en que el grupo al que se pertenece organiza el
día y la noche o celebra las fiestas, por ejemplo, funcionan como narraciones previas para el lector,
lecturas que se anticipan a su lectura. Lo mismo que el lenguaje. También el lenguaje es una lectura
previa ya que trae incorporada una manera de mirar, de pautar, de operar con el mundo. No narra
igual, ni narra lo mismo, un lenguaje que tiene la posibilidad de una voz pasiva que el que no la
tiene, un lenguaje que deja el verbo para el final de la oración que el que comienza por el verbo.
Cuando se aprende a hablar junto con las palabras se incorporan necesariamente esas operaciones y
esas miradas. Pero también las publicidades, los hipermercados, los noticieros o los dibujos
animados son lecturas previas para quien se pone a leer... Es importante entender que "el que lee"
tiene muchas universos de significación desplegados a su alrededor. Más o menos ricos en
significación, más o menos fértiles, más o menos prestigiosos, pero todos a su manera lecturas,
narraciones que se anticipan a la suya, la del lector, que ya le están "contando" el mundo,
dibujándoselo de antemano, proporcionándole conjeturas, modelos. Están ahí, y no dejan menos
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marcas en el que está empezando a construir sentido que el que le dejarán después, si tiene suerte,
los grandes relatos filosóficos, científicos o literarios.
El lector, pues, no opera en el vacío. Está inmerso en una situación, un estado de lectura, un "orden
de lectura" podemos decir (siempre y cuando no se piense en orden como algo demasiado ordenado
porque se trata de una trama compleja, a veces contradictoria). Pero frente a la situación, al estado,
al orden, el lector hace valer su experiencia, la experiencia de "el que está leyendo". Una
experiencia histórica, un acontecimiento, un suceso, algo que empieza, hace un recorrido, culmina.
En el curso de esa experiencia, su experiencia –porque la experiencia es siempre única, personal e
inalienable–, el lector coteja con el orden y revalida sus poderes. Encara el texto, lo explora, opera
sobre él, pone en acción sus recursos, sus ardides, y lo hace suyo a su manera, mediante islotes,
ciudades, monitos de sentido. Ha leído. Eso le permite fundar, en los márgenes del orden general en
que está inserto, en los márgenes de las lecturas imperantes, los cánones, los reglamentos, y también
en los márgenes del mismo texto que está leyendo, otro orden, un orden alternativo. Provisorio,
precario, pero propio. Su manojo de plumas, su personal conjetura. Nada muy organizado, pero
curativo.
Es esta actividad de lectura, la de fabricación de las propias significaciones, los propios relatos
íntimos y secretos, la que comienza mucho antes de la letra. Un niño observador, expectante,
curioso, desconcertado –asustado también– , deseoso de encontrar en lo que lo rodea alguna clave,
algún relato, algún sentido, es tan lector como el que tiene un libro en la mano. A veces más, porque
tener un libro en la mano no es garantía de haber adoptado la posición de lector ya que como todos
sabemos y hemos experimentado más de una vez se puede cumplir con el ritual de decodificar y
reproducir sin construir por propia cuenta y riesgo un sentido y sin que el texto "le diga a uno" nada.
En cualquier caso, no hay tanta diferencia entre el que ve por primera vez un barrilete, no entiende
por qué se le escapa hacia arriba y lo llama pájaro, y el lector de una novela de quinientas páginas.
La experiencia, en el fondo, es semejante. Hay ciertas condiciones dadas (una trama, las reglas del
juego), hay algo que se pone a consideración (un enigma y luego un texto) y hay una acción, una
aventura, de Certeau diría "una cacería" (2). Por un lado está el tablero, por otro el lector, que hace
sus jugadas, sus recorridos. Cuando uno se pone a hablar de libros y de literatura, conviene tener
presente esta fértil etapa analfabeta de la lectura.
Mientras hace su juego, mientras se mueve por el texto –eso que se presenta a su lectura– el lector
da la sensación de estar buscando, aunque de manera imprecisa, al punto que sólo se entera de lo
que estaba buscando cuando lo encuentra. Más que de búsqueda habría que hablar de quest, de
gesta, de aventura, de conquista, o de viaje, pero un viaje bastante accidentado, con sorpresas y
mucha esgrima. "El que lee" se mueve dentro de las condiciones dadas con cierta libertad, llevado
por su curiosidad, sus ansias, sus puntos de desequilibrio y también sus posibilidades, sus
operaciones, sus recursos. Se apoya en las condiciones, y también las contradice. Hay un diálogo,
una dialéctica. Lector y lectura no son estamentos quietos. Es esta dialéctica, esta ida y vuelta entre
el lector y las lecturas, entre la experiencia íntima y las condiciones públicas, lo que me parece
bueno poner en el centro de la escena.
Las condiciones varían, no son idénticas para todos, y el margen de maniobra también varía, es
amplio para algunos y más estrecho para otros. Entre las condiciones está la disponibilidad, aquello
de lo que se puede disponer –por ejemplo los bienes materiales y simbólicos a los que se tiene
acceso– y están también los circuitos. La trama y los hilos. Toda una organización del terreno que
precede al lector, lo envuelve y lo trasciende. La componen bienes como libros, bibliotecas,
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espacios culturales, escuelas, cines, etc., presupuesto educativo, sistemas de comunicación –también
comida, ya que es condición para emprender la lectura una dosis suficiente de proteínas–, y asuntos
más intangibles, como universos imaginarios, reglas de juego más o menos explícitas, tradiciones,
prácticas, ideas acerca de la lectura y los lectores, censuras y permisos, poéticas, cánones, juicios y
prejuicios, costumbres… Una textura de condiciones, una compleja organización del terreno.
Esta organización del terreno no siempre salta a la vista. Hay tramas muy tenues, hay litigios y
contradicciones –el terreno nunca es homogéneo–, está lo superficial y lo soterrado, lo que se
muestra y lo que se esconde, los discursos públicos y los discursos solapados. No siempre los
pronunciamientos en defensa de la lectura, por ejemplo, suponen condiciones auspiciosas para la
lectura. Un mismo funcionario que tal vez se golpee el pecho lamentando lo poco que se lee, lo
empobrecido que está el lenguaje, etc., que gaste incluso importantes sumas en folletería y acciones
vistosas en defensa de la lectura, puede estar al mismo tiempo recortando bienes y presupuestos,
eliminando cargos de bibliotecarios y maestros… No siempre la abundancia, para poner otro
ejemplo, es sinónimo de más alternativas: el bibliotecario de una biblioteca muy rica que recibiera
quinientos títulos nuevos al mes y se viera obligado a ingresarlos de manera acrítica,
indiscriminada, a la sala de lectura, terminaría desplazando de las estanterías títulos que no merecen
ser desplazados, y reduciendo así una oferta que aparentemente estaba destinada a multiplicarse. La
consulta directa a los potenciales lectores a la hora elegir los títulos parece un signo de libertad,
pero si los lectores no disponen de más opción que un mensaje publicitario la elección se convierte
en una forma de obediencia… En fin, a veces es difícil reconocer las condiciones, la organización
real del territorio en que la lectura va a tener lugar.
Pero en todo caso, visibles u ocultas, las condiciones están ahí, y son ineludibles. El lector las
necesita y depende de ellas, en muchos aspectos las condiciones lo determinan, marcan sus
ocasiones. Le proporcionan material, territorios de exploración, le ofrecen alternativas: no es lo
mismo tener entrada al código escrito que no tenerla, no es lo mismo tener una biblioteca popular
cada veinte cuadras que tener una cada trescientos kilómetros, no es lo mismo tener por maestro a
un buen lector que a un burócrata. Pero también le marcan un orden, una administración, ciertos
recorridos, ciertos controles. Este "orden de lectura", llamémoslo así, incluyendo tanto sus riquezas
como sus rigores, es una instancia pública cuyos efectos aparecen en la lectura privada. La idea de
lectura corriente en la sociedad, la imagen que se tiene del lector, los circuitos de lectura, el flujo de
los libros y otros bienes culturales, la oferta editorial, la programación de los medios de
comunicación masiva, la dotación de las bibliotecas, la labor educativa, las poéticas dominantes…
todo eso, que forma parte de la dimensión pública de la lectura, marca y condiciona la dimensión
privada. La lectura personal se hace sobre y contra esa tela, que la sostiene y al mismo tiempo le
ofrece resistencia.
Notas
(1) El cuento tradicional vuelto a contar por Italo Calvino es "L'Orco con le penne", incluido
en del tomo uno de Fiabe raccolte e trascritte da Italo Calvino (Arnoldo Mondadori Editori, 1956;
págs. 238-245).
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- Cuentos populares italianos recogidos en los últimos cien años. Traducción de Carlos
Gardini. Buenos Aires, Ediciones Librerías Fausto, 1977. 4 tomos.
- El pájaro belverde y otras fábulas. Ilustraciones de Emanuele Luzzati. Traducción de Eva
Luisa Fajardo. Buenos Aires, Ediciones Librerías Fausto, 1977. Colección La Lechuza. (Incluye el
cuento "El ogro con las plumas".)
- El príncipe cangrejo y otros cuentos. Ilustraciones de Sergio Kern. Traducción de Carlos
Gardini. Buenos Aires, Ediciones Librerías Fausto, 1994. Colección La Lechuza.
- El príncipe cangrejo. Ilustraciones de Viví Escrivá. Traducción de Esther Benítez. Madrid,
Editorial Espasa-Calpe, 1986. Colección Austral Juvenil.
Todos en versiones de Italo Calvino, y los relatos de los tres últimos títulos fueron especialmente
seleccionados por Calvino para los niños.
(2) Michel de Certeau. "Leer: una cacería furtiva", capítulo XII de La invención de lo cotidiano.
México, Universidad Iberoamericana, 1996.