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Este cuento infantil trata sobre Pablo, un niño que no le gustan las verduras verdes como los guisantes. Un día, su madre prepara guisantes con jamón para comer y Pablo se niega a probarlos porque cree que saben mal. Tras una serie de sucesos extraños donde Pablo imagina que los guisantes lo secuestran, finalmente prueba los guisantes y descubre que en realidad saben bien. A partir de entonces, Pablo acepta que a veces hay que probar nuevos alimentos antes de decidir que no nos gustan.
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Este cuento infantil trata sobre Pablo, un niño que no le gustan las verduras verdes como los guisantes. Un día, su madre prepara guisantes con jamón para comer y Pablo se niega a probarlos porque cree que saben mal. Tras una serie de sucesos extraños donde Pablo imagina que los guisantes lo secuestran, finalmente prueba los guisantes y descubre que en realidad saben bien. A partir de entonces, Pablo acepta que a veces hay que probar nuevos alimentos antes de decidir que no nos gustan.
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El motín de los guisantes con jamón

Beatriz de las Heras García

COLECCIÓN CUENTOS INFANTILES DE LOS


LERELE
Introducción.
Contenidos [Ver]
Este cuento de legumbres hará que vuestros hijos se desternillen de risa
con Pablo y su batalla contra los guisantes.

Pablo pensaba que eso de comer alimentos de color verde era cosa de
mayores, pero aquel mismo día descubrió que estaba totalmente
equivocado.

Cuento. “El motín de los guisantes con jamón”


Había un olor especial en la casa, olía bien y Pablo estaba seguro de que
hoy iban a comer algo riquísimo.

Mamá estaba preparando la comida y, en un momento dado, utilizo la


frase clave para que Pablo y sus hermanos saliesen corriendo a sentarse a
la mesa – ¡vamos, a comer!

Pero en la mesa faltaba el plato hondo.

Pablo pensó que era bastante raro, pues todas las semanas comían puré,
sopa o legumbres.

Entonces, Pablo pensó que a lo mejor mamá había quitado los platos para
servir la comida y fue en ese momento, al pasar la mano por el mantel en
busca de la cuchara, cuando se dio cuenta de que hoy faltaban
demasiadas cosas en la mesa.

Pablo se levantó, abrió el cajón de los cubiertos y cogió cinco cucharas


soperas.
– Mamá, se te han olvidado las cucharas, pero ya las he puesto yo – dijo
Pablo con aire – resolutivo.

– Gracias, Pablo, pero hoy no usaremos las cucharas. He


preparado guisantes con jamón, así que con el tenedor será suficiente.

– ¡Guisantes con jamón! – pensó Pablo – pero si yo no como de eso,


mamá –

– Bueno Pablo, ya eres mayor para dejar de tomar todo en puré. Las
verduras y las hortalizas son muy buenas para la salud y hay que comer
de todo. Además, seguro que te van a encantar.

Todos comenzaron a comer sin rechistar. Los hermanos mayores de


Pablo ya comían las verduras enteras, pero a Pablo, que era el más
pequeño de los tres, le costaba un poco más comer alimentos nuevos,
sobre todo si estos estaban pintados de color verde.

– Seguro que saben a veneno, porque el color verde es el color del


veneno- pensaba el pequeño mientras miraba fijamente a su plato de
guisantes con jamón.

Entonces se le ocurrió algo.


– Mama, ¿qué te parece si me como el jamón y dejo los guisantes?, el
jamón me gusta mucho.

– No, Pablo, hay que comer de todo. Seguro que si los pruebas te
gustarán. Venga, haz un esfuerzo.

La idea de Pablo fue descartada rápidamente por mamá. Pablo siguió


mirando fijamente a las pequeñas pelotas verdes que tenía frente a él. No
sabía cómo iba a conseguir meter eso en su boca sin vomitarlo todo. Sólo
de pensarlo, le daban escalofríos y eso desencadenaba en un montón de
arcadas.

Mamá levantó la mirada sorprendida por los movimientos raros que


Pablo estaba haciendo – Pablo, en la mesa no se baila – dijo mamá
totalmente serena.

– No estoy bailando mamá, es que me da mucho asco, no me gustan los


guisantes – contestó Pablo algo indignado por la falta de interés de su
madre.

– ¿Cómo puedes saber si te gustan o no, si nunca los has probado?

– Pues lo sé.

Mientras Pablo seguía con su baile de San Vito en la mesa, sus hermanos
y sus padres ya habían terminado de comer y papá comenzó a recoger la
cocina.

Sus hermanos llevaron los platos y los cubiertos al lavavajillas y se


fueron a jugar.

Pablo pensó que como todos habían terminado, él también podía


levantarse para jugar. Seguía teniendo hambre, pero pensó que era mejor
pasar un poco de hambre antes que ingerir una sola de aquellas pequeñas
pelotas verdes.

Así de convencido, se levantó de la mesa, no sin antes recoger su plato y


sus cubiertos.
Se marchaba victorioso, cuando escuchó la voz de su padre advertirle –
caballero, ¿dónde cree usted que va? Hasta que no termine su comida no
podrá salir a jugar.

– ¿Cómo? ¡Esto debe ser una broma! – pensó Pablo – Pero papá, si esto
se ha quedado frío, no hay quien se lo coma.

– Bueno, pues trae el plato que lo voy a calentar.

La comida se estaba convirtiendo en un verdadero infierno. Pablo no


entendía porque tenían que cambiarle sus rutinas. -Si yo ya comía
verduras en el puré- se decía a sí mismo para disculpar su actitud.

El pequeño miraba su plato como si los guisantes fuesen a desaparecer


por aburrimiento. Miraba y miraba los guisantes, hasta que, de tanto
mirarlos, la vista se le quedo borrosa y parecía como si los guisantes se
movieran en el plato.

Entonces, Pablo se frotó los ojos, porque ya comenzaban a escocerle.

Cuando volvió a mirar su plato, todos los guisantes se habían organizado


como si fuesen dos equipos de rugby enfrentados en un partido.

Volvió a frotarse los ojos para confirmar lo que acababa de ver, pero al
dirigir su mirada al plato, los guisantes habían cambiado de posición y
ahora parecían pelotas de tenis que volaban de un lado a otro de la red,
que también estaba formada por guisantes.
Pablo miró a sus padres, que habían caído rendidos en el sofá. Era la hora
de la siesta, todos estaban descansando…, todos menos Pablo.

Pero Pablo, empeñado en que el color verde de los guisantes era bastante
sospechoso, cayó en la cuenta de que algo raro estaba sucediendo.

– ¡Ay mi madre!, los guisantes han envenenado a toda la familia y ahora


quieren que yo me los coma para envenenarme a mí también. ¡Es todo un
complot contra mí!

Recomendamos:  El círculo de protección

Volvió a frotarse los ojos y los guisantes volvieron a amontonarse en el


centro del plato como si estuviesen tramando la siguiente jugada.

Pablo observó atentamente para que no le cogieran desprevenido. De


repente, todas las pequeñas pelotitas comenzaron a colocarse con una
sincronización casi perfecta. Era como si todas supiesen el lugar que
debían ocupar.

Poco a poco fueron dibujando un rostro. Era una niña de pelo verde con
dos grandes moños de guisantes rizados a cada lado, una gran sonrisa y
ojos achinados. Pablo se quedó inmóvil, sin pestañear. Los guisantes se
habían amotinado contra él. Tenía que separarse de aquel maléfico plato.
 
Se levantó sigiloso para no despertar a sus padres, pues era mejor que
siguieran “envenenados” en el sofá, a que se dieran cuenta de que no
estaba comiéndose aquellas maléficas pelotitas.

Al girarse para perder de vista a aquella extraña niña hecha de guisantes,


se dio cuenta de que sus padres no estaban, es más, su casa no era su
casa.

– ¿Dónde estoy? ¡Oh, no! Estoy en el país de los guisantes, ¡me han
secuestrado! –

De repente, Pablo tuvo un momento de lucidez y pensó – seguro que mis


padres pagan el rescate. Sus esperanzas se vinieron abajo
inmediatamente, cuando cayó en la cuenta de que sus padres y sus
hermanos habían sido envenenados por esos bichos verdes – ¡Estoy
perdido!

Pablo miro a su alrededor en busca de una salida, pero sólo veía


guisantes, guisantes y más guisantes.

Entonces, se chocó con aquella extraña niña guisante.

– ¡Aléjate de mí, niña guisante! ¿Qué habéis hecho con mis padres y con
mi casa? ¿Por qué me habéis secuestrado?

La niña guisante sonrió y le señaló una puerta, donde ponía: “Esta es la


salida de emergencia de Pablo”

Pablo corrió hacia la salida que la niña le había indicado. Mientras corría,
se dio cuenta de que su cuerpo era bastante ligero y eso hacía que
corriese mucho más rápido.

Entonces miró sus piernas – ¡Ay Dios mío, pero si yo también me he


convertido en un niño guisante!

Siguió corriendo hacia la puerta, porque estaba seguro de que la única


forma de volver a convertirse en un niño normal, o casi normal, era salir
de aquel lugar.
– Y mis padres decían que había que comer de todo…, si ellos supieran.

En un santiamén llegó a la salida de emergencia, abrió la puerta y allí


estaban su casa, la mesa de la cocina y su plato de guisantes.

Intentó salir de aquel lugar, pero se chocó con un cristal. Empezó a sonar
una alarma de emergencia. Pablo se asustó. Se giró y vio a la niña
guisante y a otros tantos más que le miraban con cara de pocos amigos.

Pablo se armó de valor y les dijo – ¿qué pasa, que no me vais a dejar
volver a mi casa? Pues menudos guisantes que sois, porque mi madre me
ha dicho que hay que comer de todo, pero vosotros sois unos guisantes
malísimos…- mientras Pablo se hacía el fuerte ante sus secuestradores,
cayó en la cuenta de que tal vez podía librarse de ellos haciendo caso a su
madre.

Los guisantes iban ganando terreno. 

Cada vez estaban más cerca de Pablo. Entonces, Pablo se dio cuenta de
que todavía tenía la cuchara que había cogido en su casa y pensó – va por
ti, mamá – y con la cuchara en mano, cerró los ojos y comenzó a comerse
a la niña guisante y a sus secuaces, hasta que no quedó ni una sola
pelotita verde a su alrededor.

Abrió los ojos y por fin había vuelto a su cocina. Se asomó para
comprobar que sus padres seguían “envenenados” y ahí estaban,
completamente espatarrados en el sofá – menos mal que yo solo me he
rescatado – pensó Pabló – si no es por mi… –

Al mirar a su plato, se dio cuenta de que sus guisantes con jamón habían
desaparecido. Observó su mano y…ahí estaba la cuchara, con restos de
guisantes.

Saboreó y exprimió sus papilas gustativas que estaban gratamente


sorprendidas, pues aquellos guisantes le habían dejado un increíble sabor
de boca.

¡Caramba! Igual no están tan malas estas pelotitas verdes. Abrió la


nevera, sacó el tupper que su padre había guardado con las sobras y
metió su cuchara – ¡vaya, resulta que están bastante ricos! – pensó.
Mejor no digo nada a mis padres, no vaya a ser que piensen que pueden
cambiar mis manías cuando a ellos se les antoje.

Y así lo hizo. Entró en el salón, cambió de canal y se tumbó junto a sus


padres, que estuvieron bajo los efectos del “veneno” un par de horas más.

FIN

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