Simone de Beauvoir

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Simone de Beauvoir

Simone de Beauvoir era hija de Georges de Beauvoir, efímero abogado y actor


aficionado, y de Françoise Brasseur, joven mujer de la burguesía de Verdun. A los 5 años
entró en el Cours Desir, donde son escolarizadas las niñas de buena familia. Desde el
principio, Simone se distingue por su capacidad intelectual y acaba cada año en el primer
lugar. Después de la Primera Guerra Mundial su abuelo materno Gustave Brasseur,
presidente del Banco del Mosa, cae en bancarrota y se declarado en quiebra, precipitando
a toda su familia al deshonor y al colapso. Su infancia estuvo marcada por ser una mujer:
su padre esperaba tener un hijo que estudiara al École polytechnique. Aunque nunca llegó
a identificarse plenamente con las conclusiones freudianas, Beauvoir reconoce la
importancia que las experiencias de su infancia tuvieron en su configuración como ser
humano, tanto afectiva como intelectualmente. Parece que algunas de las circunstancias
de su infancia le influyeron de una forma muy importante: la situación económica; la
exclusión de su padre del lugar que tenía y su transferencia al Ministerio de Guerra con un
pequeño salario, lo cual llevó a la familia a reducir significativamente su nivel de vida y a
desagradables disputas domésticas. Sin embargo esta situación llevó a de Beauvoir a
dirigirse sin interrupción hacia una carrera universitaria.
En su juventud, Simone iba a pasar sus vacaciones de verano a Saint Ybard, propiedad
familiar, hay muchas referencias a estas estancias felices en Memorias de una joven
formal. A los 14 años Beauvoir empezó a tener serias dudas sobre ciertas cuestiones de
la fe cristiana, y llegó a la conclusión que no creía en Dios. Con la pérdida de la fe llega
una reflexión sobre la finalidad de la muerte. Su rechazo de toda creencia religiosa y su
rebelión contra el hecho de la muerte son sin duda cuestiones comunes con Sartre,
Camus, Malraux y otros pre-existencialistas y existencialistas. Su primer bachillerato
(Literatura y latín), lo consiguió de forma brillante en verano de 1924. En 1925 superó el
mismo nivel en filosofía y matemáticas, y accedió en la Escuela Normal Libre (Instituto
Sant-Marie) en Neuilly, una escuela privada para trabajar una licence-ès-lettres, y al
Instituto Católico por matemáticas. En 1929 empieza los estudios de filosofía en la
Facultad de Letras de la Sorbona. Allí conoció a otros jóvenes intelectuales, incluyendo
Jean-Paul Sartre. Simone de Beauvoir obtuvo el segundo lugar de su promoción de
filosofía. Después de la facultad se trasladó a Marsella y se casó con Sartre. Simone, sin
embargo, se siente atraída por algunas alumnas suyas, como Olga Kosakiewitcz o Bianca
Lamblin, con quien tiene relaciones homosexuales. Poco antes de la Segunda Guerra
Mundial, la pareja Sartre-Beauvoir se trasladó a París.
La obra, La invitada, fue publicada en 1943. En ella se describe, a través de personajes
imaginarios, la relación entre Sartre, Olga y ella misma, desarrollando al mismo tiempo su
reflexión filosófica sobre la lucha entre la conciencia y la posibilidad de reciprocidad. El
éxito fue inmediato. En 1943 fue suspendida como profesora en respuesta a una denuncia
por "corrupción y abuso de menores", presentada en diciembre de 1941 por la madre de
Nathalie Sorokine.
Con Sartre, Raymond Aron, Michel Leiris, Maurice Merleau-Ponty, Boris Vian y algunos
intelectuales de izquierda, fundó el diario Les Temps Modernes, que tenía la intención de
hacer conocer el existencialismo mediante la literatura contemporánea, al tiempo que
quería ser muy crítica con respecto al capitalismo burgués.
En 1949, obtiene el reconocimiento por la publicación del segundo sexo. El libro vende
más de 22.000 copias en la primera semana, provocando la publicación de artículos
contradictorias de Armand Hoog (en contra) y de Francine Bloch (a favor) en la revista La

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Nef, provocando un escándalo hasta el punto que el Vaticano lo incorporó en el índice de
libros prohibidos.
En 1954, ganó el Premio Goncourt por El mandarín y se convirtió en una de las autoras
más leídas en el mundo. Esta novela trata de la post-guerra pone en relieve su relación
con Nelson Algren, una vez más a través de personajes imaginarios. Algren no puede
soportar el vínculo entre Beauvoir i Sartre, y no siendo capaz de detenerlo, deciden
romper. En 1964 publicó Una muerte muy dulce, que relata la muerte de su madre.
Durante la posguerra europea, Beauvoir se compromete con movimientos políticos.
Escribe sobre las dictaduras española y portuguesa, entre otros temas, en Combat, la
revista de izquierdas dirigida por Camus.
Tuvo una actuación muy decidida a favor de la independencia argelina y, junto con Gisèle
Halimi i Elisabeth Badinter, fue decisiva su denuncia de la actuación del ejército y la
policía franceses por las torturas infligidas a las mujeres durante la guerra de Argelia.
Su actividad política propia empezó al principio de los años 70 con los inicios del MLF
francés. Beauvoir toma partido sobre el derecho al aborto y la legalización de la
contracepción. Con Gisèle Halimi, co-fundó el movimiento Choisir, el papel fue decisivo
para la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo. La escritora, también
participó en muchas manifestaciones y actos públicos, en un momento en que su
visibilidad como intelectual era muy grande. Fundó, el año 1977, con otras mujeres, la
revista Questions féministes, que se convertirá en Nouvelles Questions Féministes a partir
de 1981, después de una escisión de las feministas "radicales" como Monique Wittig. En
los últimos quince años de su vida, y al lado de Sylvie Le Bon, Simone de Beauvoir se
dedicó en cuerpo y alma al movimiento feminista, tanto con su presencia como con los
artículos que escribía. Después de la muerte de Sartre en 1980, publicó La ceremonia de
los adioses, donde se describen los últimos diez años con su compañero con detalles
médicos e íntimos tan crudos que topó con buena parte de los discípulos del filósofo. Este
texto va seguido de las Entrevistas con Jean-Paul Sartre que registró en Roma en agosto
y septiembre de 1974, en los que Sartre repasaba su vida y aclaraba algunos puntos de
su trabajo. Simone murió en 1986 en París.

Simone De Beauvoir y la Mujer 

El libro de Simone de Beauvoir El Segundo Sexo, merece un capítulo especial, tanto por
su formidable erudición, la solidez de algunos de sus argumentos y su fama como
escritora, cuanto porque, al asumir la defensa de la mujer y acumular dicterios contra el
macho, vocablo que la autora prefiere para designar al hombre, entran en juego la
Naturaleza y la Sociedad que corresponden a nuestro tema.

¿Por qué contra el macho? Porque él es, según la autora, el culpable de la situación de
inferioridad y dependencia en que se encuentra la mujer: él ha organizado la sociedad con
sus altibajos, ha relegado a la mujer a una situación subalterna y, lo que es intolerable, ha
multiplicado los denuestos contra ella y son numerosos los insultos proferidos por
personajes notables que registra la Historia.

Empecemos por una afirmación de Simone de Beauvoir: «Todo el organismo de la mujer


está adaptado a la servidumbre de la maternidad y es, por tanto, la presa de la
Especie»(28).

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Para la autora, la maternidad no es una gracia sino una servidumbre. El advenimiento de
nuevos seres, el amor de la madre a los hijos y de los hijos a la madre, la hermandad que
florece en el seno del hogar y el flujo incesante de la vida universal, constituyen una
¡maldición!

La realización de la mujer –realización suprema– no es, por tanto, la maternidad sino la


frustración y la soledad. Por extraño que parezca, la autora se rebela contra la Naturaleza.
La maternidad no debe existir, aunque la Especie, tan maltratada en esta obra,
desaparezca de la faz de la tierra.

Si la mujer es «la presa de la Especie», ¿no lo es también el hombre? ¿Y los animales y


la plantas, no son también «presas» de la naturaleza? ¿Y los astros y la galaxias?

La maternidad no es una servidumbre sino para quienes han caído en el seno de una
sociedad deshumanizada, a fuerza de intelectualismo, decadencia y frivolidad.

Para muchas mujeres, que no hembras, es una gracia.

Para quienes ven en un hijo una versión nueva y fresca de sí mismas, es un don que se
expresa en el amor compartido.

«Ya desde su nacimiento –dice la autora– la especie se ha apoderado de ella. En el


momento de la pubertad la especie reafirma sus derechos».

Hombres y mujeres o, si se quiere, mujeres y hombres, somos hechuras de la Especie y,


por ello, de la Naturaleza. A cada uno de nosotros se nos ha asignado un papel y
debemos cumplirlo sin protestas ni quejas.

Como hombres o mujeres podemos disfrutar de esta maravillosa riqueza que se nos
ofrece a manos llenas en una planta, en una hoja, en un grano de arena, en un poema, en
una sonata, en un cuadro, en una estatua, en un diálogo. La vida es un milagro. ¿Acaso
hemos perdido la capacidad de asombrarnos, de admirar, de permanecer absortos ante
un prodigio de la Naturaleza o del genio humano?

Después de esa alegada «independencia», la poesía convierte el desierto en un oasis.

Como una muestra más de esta rebelión contra la Naturaleza, la autora enumera los
males que aquejan a la mujer: «Las crisis de la pubertad y de la menopausia, la
‘maldición’ mensual, el embarazo largo y a menudo difícil, los partos dolorosos y a veces
peligrosos y las enfermedades y accidentes son las características de la hembra
humana».

La pubertad es el pórtico de la adolescencia. ¿Quién que haya sido generosamente


dotado no añorará este deslumbrante momento de vida interior, de impulso cierto y de
ensueños vagos, de revelaciones infinitas, de sentimientos profundos y de anhelos sin
medida?

Los males que enumera la autora, ¿no son el precio que es preciso pagar por el
advenimiento y el amor de los hijos, la creación de un pequeño mundo humano en el que

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la llama del amor prodigue la luz y mantenga el abrigo para paliar el frío de las noches
invernales?

La contradicción en que incurre Simone de Beauvoir es evidente. Por una parte, afirma
que «la vitalidad de las mujeres tiene sus raíces en el ovario»; enumera los males que la
Especie ha acumulado sobre ella y habla de una servidumbre que le ha sido impuesta; y
por la otra, sostiene que «la Naturaleza no define a la mujer». Esta contradicción va
acompañada de un aserto insostenible: «Definiendo el cuerpo a partir de la existencia, la
biología se convierte en una ciencia abstracta».

El cuerpo sólo se puede definir a partir de sí mismo y no de la existencia, asunto muy


importante para los filósofos existencialistas, pero no para nosotros, pobres seres
humanos que debemos alimentarnos, caminar, no incurrir en excesos, cuidar el normal
funcionamiento de nuestros órganos y acudir al médico cuando sea necesario, porque los
filósofos, por eminentes que sean, no podrán curar nuestros males.

Además, si hay algo concreto, es una ciencia, todas las ciencias, entre ellas la Biología,
sólidamente asentada en el conocimiento científico.

La autora dice: «La historia de la mujer –por el hecho de que aún se encuentra encerrada
en sus funciones de hembra– depende mucho más que el hombre de su destino
fisiológico».

Nuevamente nos encontramos con el reconocimiento de que nuestro destino es, en gran
parte, fisiológico, y para redondear el término, natural. Cuando se afirma que la mujer se
encuentra «aún (subrayamos) encerrada en sus funciones de hembra», se insinúa que
¡llegará el día en que ella alcance la liberación de ese destino fisiológico!

La autora quisiera que la mujer abandone su cuerpo (pues no hay otra manera de escapar
a su destino natural), mientras máquinas inventadas para sustituirla se dediquen a fabricar
robots en serie para sustituir a los seres de carne y hueso.

Un Mundo Feliz de Aldous Huxley, escrito como una sátira contra el totalitarismo y la
utilización bélica de la bomba atómica (pues no se podía prever entonces la Perestroika y
el término de la guerra fría), podría sustituir a nuestro mundo natural, hecho de madres y
de niños, de amor y ternura.

El Capítulo I se inicia con este párrafo: «Un edificio gris, achaparrado, de sólo treinta y
cuatro plantas.

Encima de la entrada principal las palabras: Centro de incubación y Condicionamiento de


la central de Londres, y, en un escudo, la divisa del Estado Mundial: Comunidad,
Identidad, Estabilidad.

–Y ésta –dijo el director, abriendo la puerta– es la sala de la Fecundación.

Inclinados sobre sus instrumentos, trescientos Fecundadores se hallaban entregados a su


trabajo».

Aunque este mundo feliz no es muy agradable, sigamos espigando en él.

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«Un óvulo, un embrión, un adulto: la normalidad. Una producción de noventa y seis seres
humanos donde antes sólo se conseguía uno, Progreso.

– ¡Noventa y seis mellizos trabajando en noventa y seis máquinas idénticas! –La voz del
director temblaba de entusiasmo.

Guardería infantil. Sala de condicionamiento Neo-Pavlotiano, enunciaba el rótulo de la


entrada.

– Hasta que, al fin, la mente del niño se transforma en esas sugestiones, y la suma de
estas sugestiones es la mente del niño. Y no sólo la mente del niño, sino también la del
adulto, a lo largo de toda la vida. ¡Y estas sugestiones son nuestras sugestiones!

El espectáculo de dos mujeres jóvenes que amamantaban a sus hijos en su pecho la


sonrojó (a Lenina, del Centro Incubación) y la obligó a apartar el rostro. En toda su vida no
había visto jamás indecencia como aquella. [Tememos que lo mismo le habría ocurrido a
la autora de El segundo sexo]. Lo peor era que, en lugar de ignorarlo delicadamente,
Bernard no cesaba de formular comentarios sobre aquella repugnante escena vivípara.

Los manecillas de los cuatro mil relojes eléctricos de las cuatro mil salas del Centro de
Blomsbury señalan las dos y veinte minutos. La ‘industriosa colmena’, como el director se
complacía en llamarlo, se hallaba en plena fiebre de trabajo. Bajo los microscopios,
agitando furiosamente sus largas colas, los espermatozoos penetraban de cabeza dentro
de los óvulos, y fertilizados, los óvulos crecían, se dividían, o bien, bokanovskivicados,
echaban brotes y constituían poblaciones enteras de embriones»(29).

Apartemos la mirada de este «mundo feliz» y retornemos al nuestro con un poema de


Gabriela Mistral:

Como escuchase un llanto, me paré en el repecho


y me acerqué a la puerta del rancho del camino.
Un niño de ojos dulces me miró desde el lecho.
¡y una ternura inmensa me embriagó como un vino!
La madre se tardó, curvada en el barbecho;
el niño, al despertar, buscó el pezón de rosa
y rompió en llanto...yo lo estreché contra el pecho,
y una canción de cuna me subió, temblorosa...

Por la ventana abierta la luna nos miraba.


El niño ya dormía, y la canción bañaba,
como otro resplandor, mi pecho enriquecido...

Y cuando la mujer, trémula, abrió la puerta,


me vería en el rostro tanta ventura cierta

¡que me dejó el infante en los brazos dormido!


Continuamos con la obra de Simone de Beauvoir.

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Para ella, la familia y la propiedad privada son culpables de la situación de la mujer.
«Cuando la familia y el patrimonio privado –dice– son las bases de la sociedad, sin
oposición, la mujer permanece totalmente enajenada».

Insiste la autora: «Desde el feudalismo hasta nuestros días, la mujer casada ha sido
sacrificada deliberadamente a la propiedad privada». Y algo más: «La mujer ha sido
destronada por el advenimiento de la propiedad privada». Ergo: la familia y la propiedad
privada deben desaparecer para que la liberación de la mujer sea un hecho.

«Todo socialismo arranca a la mujer de la familia y favorece su liberación –prosigue la


autora–. Con la inseminación artificial termina la evolución que permitirá a la humanidad
dominar la función reproductora. En el siglo XIX la mujer se ha liberado de la naturaleza y
conquistado el dominio de su cuerpo».

Ortega y Gasset creía advertir signos de la deshumanización del Arte. No hemos


encontrado en ninguna otra parte nada semejante al deseo, reiterado en esta obra, de
que se alcance como una culminación en la Historia, algo monstruoso: «La
deshumanización de la Humanidad»(30).

El comunismo integral sería, entonces, la condición sine qua non para la liberación de la
mujer. Imaginemos un mundo en el que haya sido abolida, la propiedad privada y no
exista la familia, bajo un poder absoluto; la mujer «liberada» de la maternidad y del hogar,
convertida en un ser anónimo, como una oveja más en el rebaño. No dependería de
nadie, en particular, sino del Estado, como el rebaño depende del pastor.

La alegría del amor compartido, de los hijos, del pequeño mundo propio, no existiría para
ella. La maquinaria como en el «mundo feliz» de Huxley funcionaría, no, desde luego,
para la mujer, sino para el Estado. Reducida a la soledad, sin marido y sin hijos, sin
familiares, sin afecto, rumiando su «liberación», le quedaría el recurso de anhelar la
muerte.

Afortunadamente, el socialismo está rectificando muchos de sus errores, advertidos por la


experiencia, y no pretende «arrancar a la mujer de la familia», porque, al hacerlo, la
arrancaría de sí misma.

La inseminación artificial es un recurso desesperado, pues el camino natural es la unión


íntima de hombre y mujer y el advenimiento del hijo, producto del amor y de la integridad
de ambos.

«Liberarse de la naturaleza» es un absurdo, pues cada ser humano es parte de la


Naturaleza, lo que no impide que sea dueño de su cuerpo.

Para la autora, «la participación en la producción y la liberación de la esclavitud de la


reproducción, explica la evolución de la condición de la mujer».

La participación de la mujer en la producción (téngase en cuenta el poder devorador de la


industria, el ritmo agobiante del trabajo, la organización y la disciplina férreas, la
conversión de la mujer y del hombre en un obrero o empleado o gerente) y se podrá
comprender entonces, cuál es la «independencia» que la autora anhela para la mujer.

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Como una contradicción más, ella admite que «las trabajadoras eran [es verdad que habla
en pasado] más esclavas aún que los trabajadores machos».

¿La esclavitud de la reproducción? ¿Liberarse del hogar para caer en la fábrica? ¿Pasar
de lo personal a lo colectivo? ¿Cambiar el pequeño mundo humano por la acumulación
del artificio? ¿Renunciar a la maternidad para caer en la producción industrial?

¿La esclavitud de la reproducción? Y, por qué no, ¿la dulce esclavitud del amor fecundo?
¿La reproducción artificial? ¿La esterilidad, la soledad, la frustración, la amargura? ¿La
existencia de solteronas deshumanizadas a las que se ha pretendido «liberar»,
arrojándolas a un mundo sin amor y sin ilusiones?

Simone de Beauvoir deja, por un momento, su paradójica defensa de la mujer a la que


pretende arrebatarle la probabilidad de ser feliz en nombre de una absurda liberación, al
decir «que en el cielo de la dueña de casa la utilidad reina a mucho mayor altura que la
verdad, la belleza y la libertad. Por eso adopta la moral aristotélica del justo medio, de la
mediocridad». Y admite también que «sólo en el amor la mujer puede conciliar su
erotismo con su narcisismo».

La «utilidad» en el hogar es la satisfacción de las necesidades elementales (Primun


vivere, deinde philosophari).

¿Es que alguien, por elevada que sea su posición intelectual puede vivir sin alimentarse,
sin protegerse de la intemperie, sin reposar? Esa «utilidad», por tanto, no debe ser lo
primero?

Retornamos al hogar después de las diligencias inevitables.

Columbramos el muro querido, la plantas que florecen sobre la puerta, hurgamos en el


bolsillo en pos de la llave. ¡Oh prodigio! Henos aquí. El jardín, ¿no es un portento?
Subimos la escalera. ¿A quién debo agradecer este milagro? Cinco mil libros al alcance
de la mano. Me basta tomar uno de ellos y ¿con quién me encuentro? Con genios
portentosos, con maravillas humanas. Pero tengo apetito y encuentro lo que mi cuerpo me
pide. Esta es la «utilidad». Me quedo con ella.

¿La verdad? Está aquí, en este suelo donde afirmo los pies, en la sonrisa de mi mujer, en
el abrazo de mis hijos.

La verdad es que vivo y viven los míos. Que al pasear me he encontrado con hermanos
desconocidos. La verdad es que pertenezco a un pueblo al que amo profundamente y al
que me he esforzado en servir.

¿Y la belleza? ¿Hay alguna mayor que los juegos de los niños, que la silueta móvil de una
mujer, que esa flor que abre sus pétalos, esa mariposa que surca el aire, esa avecilla que
canta, ese cielo azul, esa armonía lejana?

¿Y la libertad? Salí en el momento que quise. Retorno al hogar cuando me place. Leo,
escribo, medito, a mi albedrío.

Trabajo, ciertamente, trabajo. ¿No debemos trabajar todos?

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También son libres mi mujer y mis hijos, pero todos debemos cumplir ciertas normas. No
hay libertad total.

El anarquismo ya está pasado de moda.

Así, pues, la belleza, la verdad y la libertad no son aquí palabras, abstracciones ni


entelequias para elucubraciones de intelectuales, sino categorías que se viven día a día.

La verdad –diríamos quienes hemos podido crear y mantener un verdadero hogar– es que
nos amamos; la belleza alienta y se expresa en nuestro ritmo de vida, en nuestro afecto y
nuestro comportamiento; la libertad, en la conciliación del carácter y de los intereses de
cada uno con los caracteres y los intereses de quienes alternan con nosotros.

Después de haber arremetido contra la Naturaleza, o sea, contra la Totalidad a la que


pertenecemos y de la que dependemos, hasta el punto de que la llevamos dentro de
nosotros mismos; y de haberse enfrentado a la sociedad con menos vigor, Simone de
Beauvoir se refiere a la Mujer en sí.

Al principio, lo hace en el aspecto somático. «Tiene [la mujer] menos capacidad


respiratoria; los pulmones, la traquea y la laringe son también menores; la diferencia de la
laringe entraña también la de la voz. El peso específico de la sangre es menor en las
mujeres; hay menor fijación de hemoglobina; por lo tanto, son menos robustas y están
más dispuestas para la anemia; se ruborizan fácilmente. La inestabilidad es un rasgo
asombroso de su organismo en general».

A pesar de esta descripción, la autora afirma, como ya lo hicimos notar y para asombro
nuestro: «La naturaleza no define a la mujer». ¿Quién, entonces? ¿La sociedad? ¿Ella
misma? ¿Los infortunados machos?

«Biológicamente –continúa– los dos rasgos esenciales que categorizan a la Mujer son los
siguientes: su aprehensión del mundo es menos amplia que la del hombre; la mujer está
sujeta más estrechamente a la especie».

¿Por qué, biológicamente? ¿No habíamos quedado en que la biología era una ciencia
abstracta, mirada desde el punto de vista de la existencia? ¿Admite Ud., que esas dos
características le han sido dadas a la Mujer por la Naturaleza? ¿Y que, mientras sea
mujer, ella nacerá y morirá con ellas como cualidades de su ser?

Cuando la autora afirma que «el destino de ella [la mujer] es ser sometida, poseída y
explotada como lo es también la Naturaleza, cuya mágica fertilidad encarna», las
reflexiones que suscita son numerosas.

En primer lugar, la referencia al Destino, que podría fijar la situación general de la Mujer y
de cada una de las mujeres, y, por qué no, de cada uno de los hombres también; el
Destino fatal e irrenunciable, la Moira griega; entonces, las palabras sobran y los hechos
no pueden escapar a esa Ley inexorable.

¿La Naturaleza, explotada? Si ella es la Totalidad y nosotros somos parte y hechura suya,
¿cómo podremos poseerla y, aún más, someterla? ¿Explotarla? ¿Podrían los granos de
arena transformar al desierto o a las gotas de agua influir sobre el mar?

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Por otra parte, esas mujeres que van y vienen, que salen y entran a su antojo por
doquiera, que hablan y deciden y trabajan o estudian o se dedican a su hogar, son,
ciertamente, sometidas, poseídas y explotadas?

En verdad que las diferencias entre los pueblos son muchas y muy grandes y no podemos
olvidar las regiones en que aquellas son víctimas de un sistema político opresor o de una
secta religiosa o de un cúmulo de supersticiones y prejuicios.

Debemos estar en guardia para no asombrarnos durante la lectura de esta obra porque,
por ejemplo, en ella se asegura que «la desvalorización de la mujer representa una etapa
necesaria en la historia de la humanidad, porque su prestigio no provenía de su valor
positivo, sino de la debilidad del hombre».

Si se trata de una etapa «necesaria», no hay que echarle la culpa a nadie de lo que ha
ocurrido. Si el prestigio de la mujer no provenía de ella misma, la conclusión es
lamentable porque la mujer no ha cambiado ni puede cambiar en lo fundamental, puesto
que es hechura de la Naturaleza. Si su prestigio provenía de la debilidad del hombre, la
conclusión es la misma, porque esa debilidad no ha desaparecido, aunque caben las
preguntas: ¿Debilidad ante la atracción de la mujer? ¿Debilidad en el trato con ella?
¿Debilidad del sexo masculino, en general, ante el sexo femenino?

Si se habla de la desvalorización de la mujer es porque antes fue valorada. ¿En general?


Imposible, los pueblos son muchos y muy diferentes entre sí. ¿Dónde? ¿En Egipto? ¿En
Esparta? ¿En Roma? En el mejor de los casos fueron hechos aislados que no
comprometieron a la humanidad en general.

Una afirmación más que llama al asombro: «La mujer se vuelve impura desde que es
capaz de engendrar».

Así, pues, ¿todas son impuras porque son capaces de engendrar? ¿Y el hombre? ¿No le
toca a él también esta impureza puesto que es capaz de engendrar? Esta tesis, ¿no se
parece mucho al «pecado original» del cristianismo?

Hombres y mujeres hemos sido hechos, entre otras cosas, para engendrar. ¿Somos
culpables, por eso? ¿Cumplir una función, seguramente la primera dictada por la
Naturaleza, es un acto impuro? ¿Estamos manchados por unirnos hombres y mujeres y
tener hijos? Para salvarnos de la impureza ¿habrá que renunciar al amor, a la unión
íntima y a la perduración de la Especie?

Y, en todo caso ¿por qué culpar sólo a la mujer de un acto que no podría realizarse sin la
participación del hombre?

La autora incluye muchas citas de diatribas contra la mujer, de las que tomamos algunas:

De Aristóteles: «El esclavo carece totalmente de la libertad de deliberar; la mujer la tiene,


pero de manera débil e ineficaz».

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Un aserto parcial que parte de la esclavitud, inconcebible en nuestra época, y que ignora
la riqueza afectiva de la mujer que limita, quizá, la capacidad de deliberar.

De Simónides de Amorga: «Las mujeres son el mayor mal que Dios ha creado».

De Menandro: «La mujer es un dolor que no nos deja».

De Tertuliano: «Mujer, eres la puerta del diablo».

Y, sin embargo, sin la mujer ellos no habrían existido. ¿Y la mujer, convertida en madre?
¿No los llevó en su seno, no los amamantó, no los defendió de los males del mundo?.

La mujer, según Simone de Beauvoir «es un falso Infinito, un Ideal sin verdad, se
descubre como finitud y mediocridad, y al mismo tiempo como mentira. En verdad, ella
representa lo cotidiano de la vida, y es tontería, prudencia, mezquindad y fastidio».

El Ideal es una edificación aérea y el Infinito, un anhelo imposible, pero muchas veces la
mujer es la fuente de inspiración, la Musa por antomasia. Ciertamente, hay un círculo
tendido a sus pies, tocado por el hogar, pero no es encierro.

La visión despiadada no tiene reposo: (la mujer) «está siempre ocupada, pero nunca hace
nada. Esa dependencia respecto de las cosas, consecuencia de la que soporta respecto
de las cosas,explica su prudente economía y su avaricia. Su vida no se dirige hacia
finalidades, sino que produce o mantiene cosas que nunca son más que medios:
alimentación, vestido, intermediarios inesenciales entre la vida animal y la libre
existencia».

Por más aéreos o impalpables que sean el Ideal y el anhelo de Infinito, necesitan un punto
de apoyo que nos lo pueda ofrecer una bella mujer silenciosa.

Es imposible evitarlo: nosotros, hijos de la Tierra, vivimos de ambas cosas: una expresión
de la dualidad humana en la unidad de carne y espíritu.

Por otra parte, si la mujer toma a su cargo un conjunto de cosas sin el que nadie puede
vivir, habrá que agradecérselo.

«La mujer se ha consagrado por entero a su propia familia; –continúa la autora– por tanto,
no se puede esperar de ella que trascienda hacia el interés general».

En el Perú, agobiado por las Siete Plagas, la Mujer cumple una labor de salvavidas. En
los barrios marginales, llamados Pueblos Jóvenes, los Clubes de Madres, las
Asociaciones del Vaso de Leche, las Cocinas Familiares, la Defensa común tienen como
protagonistas a la Madres. «Ellas trascienden» hacia el interés general, no con ideas ni
especulaciones filosóficas, sino con una acción cotidiana y abnegada que vale más que
todos los libros de filosofía.

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Además, ¿puede haber una ocupación más noble que mantener ese pequeño mundo
humano que es el hogar? ¿Hay algo que supere en importancia y trascendencia a la
crianza, la alimentación, la educación y la protección y defensa de los hijos? ¿Vivir por
ellos y para ellos no excede a toda obra humana? La abnegación sin reposo y sin medida,
no es una virtud maternal más valiosa que una obra escrita, aunque su fama sea
mundial?

Hay mujeres que trascienden hacia el interés común y que son capaces de cumplir, a la
vez, su papel de madres.

Las hay que sacrifican su destino esencial por el servicio a los demás.

La autora nos dice que «la mujer no encarna ningún concepto fijo; a través de ella que
cumple sin tregua el pasaje de la esperan-za al fracaso, del odio al amor, del bien al mal,
del mal al bien».

Al parecer, no es pertinente hablar de «conceptos», en este caso, sino de vivencias. Y, al


mismo tiempo de un predominio afectivo, de totalidad cambiante por su propia naturaleza,
sobre la elativa estabilidad natural.

«La mujer –continúa la autora– piensa que ‘toda la culpa’ la tienen los judíos o los
masones o los bolcheviques o el gobierno. Siempre está contra alguien o contra algo.
Busca un responsable contra quien pueda indignarse concretamente: la víctima elegida es
el marido. Cuando vuelve, por la noche, se queja a él de los hijos, de los proveedores, del
costo de la vida, de su reumatismo y del tiempo que hace, y quiere que él se sienta
culpable de ser hombre».

«A la mujer –continúa la autora– le han asignado un papel parásito y todo parásito es un


explotador. La mujer miente para retener al hombre».

Lo cierto es que hay mujeres y mujeres, pueblos y pueblos, realidades múltiples y


diversas.

Hay un abismo entre la mujer aristocrática y adinerada, que vive en el seno de una capa
social decadente y frívola, y la mujer del nivel medio que multiplica sus actividades para
seguir viviendo en compañía de los suyos y, aún más, la mujer innumerable de las zonas
pauperizadas que cubren la mayor extensión de la Tierra y que, en muchos casos,
mantiene viva la llama del amor, ausente en gran parte de las mansiones
deshumanizadas.

«La mujer –son palabras de la autora– no tiene el sentido de LO UNIVERSAL. El mundo


se le presenta como un conjunto de casos singulares y por eso cree más fácilmente en los
chismes de una vecina que en una exposición científica. Respeta el libro impreso sin
aferrar su contenido.

Tiene el gusto de la gracia acordada: el comerciante le hará una rebaja y el agente de la


policía la dejará pasar de contramano».

El círculo en que actúa la mujer coincide con el hogar, en que viven y alientan los seres
queridos. Ese círculo se traslada con ella, por decirlo así, a una u otra parte, y las

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relaciones de carácter familiar superan a las normas establecidas por el Estado, un ente
impalpable, inventado por los hombres.

«Ella –dice la autora– se precipita con tanto gusto hacia la religión porque así colma una
profunda necesidad».

Si la necesidad es profunda, hay que satisfacerla.

¿Cuál es esa necesidad? ¿Metafísica? Muchos de nosotros sentimos que este mundo
tangible en el que afirmamos nuestros pies, está animado por el Espíritu. El poder que
hace circular a los astros a la par que nuestra sangre, se expresa, para muchos, en
figuras concretas, desde que el mundo es mundo. Con ellas se establece una relación
familiar. A ellas se recurre cuando las dificultades superan la capacidad de dominarlas. En
este caso, el hogar se dilata y los seres queridos se multiplican.

Las «damas» son tratadas con dureza: «Su vana arrogancia, su radical incapacidad y su
ignorancia obstinada hacen de ellas los seres más inútiles y nulos que haya producido la
especie humana».

Sin comentarios.

Quizá, como una continuación de la diatriba anterior, la autora dice: «Mientras la mujer
siga siendo un parásito, no puede participar en la formación de un mundo mejor».

La mujer que no aporta nada a la comunidad, que aun en su hogar se limita a dar órdenes
o satisfacer caprichos; que consume su tiempo en visitar y recibir visitas; en asistir a
cocteles y reuniones frívolas; en llevar y traer chismes; en fingir y agradar, es,
ciertamente, un parásito.

«Si es charlatana o escritorzuela –dice la autora– es para engañar a su ociosidad, pues


sustituye con palabras los actos imposibles. Es cierto que, por lo general, carece de
verdadero orgullo».

Cuando la autora se refiere a la adolescencia, lo hace también con su habitual actitud de


rebeldía ante la Naturaleza y, por supuesto, incurre en un error. «Durante toda su infancia
–dice– la niña ha sido mutilada».

¿Mutilada? ¿Por qué? Ella nos da la respuesta: «por la falta de pene».

Esta afirmación, ¿tiene un sustento científico? En una conferencia de Wilhelm Stekel


sobre el Psicoanálisis (París, 1932) hubo una referencia a este tema: «Se supuso pronto –
dijo– que la mujer cree que originariamente era hombre, castrado por su madre y por su
padre, y privado de su virilidad durante el primer período de existencia».

Stekel añade lo siguiente: «Se han escrito muchos libros sobre la construcción del
carárter femenino por la influencia de ese famoso ‘complejo de la castración’, al que se da
una importancia ridícula en los análisis freudianos. La verdad es que se le encuentra muy
raramente si se le quiere encontrar, y si no se sugiere ese pensamiento al paciente,
dispuesto fácilmente a extraviarse por una falsa pista».

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Encontramos un alivio en otras páginas referentes a la mujer: «Lo más valioso de la mujer
es que algo de ella escapa a todo abrazo. El vientre femenino es el símbolo de la
inmanencia, de la profundidad. Transporta al hogar el calor y la intimidad de la matriz. Ella
es el alma de la casa, de la familia y del hogar. Ella es la Gracia, que conduce al
Cristianismo hacia Dios; ella es Beatriz que guía a Dante; es Laura que llama a Petrarca.
Se presenta como la Armonía , la Razón, la Verdad: Entonces la mujer ya no es carne
sino cuerpo glorioso».

«La mujer es fisis y antífisis al mismo tiempo; encarna a la Naturaleza tanto como a la
Sociedad. Ella es la Vida y la Muerte, la Naturaleza y el Artificio, la Luz y la Noche».

Si la Mujer es todo eso –y lo es– ¿por qué arrebatarla del hogar, que desaparecería con
ella? Si el hogar es, en cierto modo, una prolongación de la matriz, ¿por qué pretender su
eliminación en nombre de una absurda independencia, concebida en una estancia
cerrada a la luz y el aire? ¿Por qué arrebatarles a todos, mujeres y hombres, el amor y,
con él, la felicidad? ¿Se ignora que la etapa de la vida infantil es decisiva en el curso de la
vida humana? ¿Hay algo más tierno y profundo que el amor maternal?

El hogar es un pequeño mundo, es nuestro Mundo. En medio de la multitud anónima que


se desborda por las calles, de los ruidos incesantes, de los conflictos cotidianos, de la
delincuencia, del narcotráfico, de los negocios de la buena o mala ley, del tráfico de
mercancías y de conciencias, existe un refugio al que nos es posible acogernos después
de la lucha diaria.

El hogar es la llama sagrada: el amor de la Madre. «La mujer equilibrada, sana y


consciente de sus responsabilidades –continúa la autora– es la única capaz de llegar a
ser una ‘buena madre’».

Precisamente, la «responsabilidad» de la mujer, sin grados y sin atenuantes, es ser buena


madre. De ella, de su estatura moral, de su capacidad de amor y de ternura, de su
abnegación y su coraje dependen la tónica del hogar, el respeto y la colaboración del
compañero, la felicidad y el desarrollo normal de los hijos.

Aún más:

«Hacia los 35 años la mujer alcanza su pleno desarrollo erótico.

En la mujer que envejece es un sentimiento de despersonalización que le hace perder


toda señal objetiva.

De cada diez erotómanos nueve son mujeres y casi todas tienen entre 40 y 50 años.

La coqueta, la enamorada o la disipada se vuelven devotas en el momento de la


menopausia.

En el hijo [la madre] busca un dios, pero en su hija encuentra un doble.

La lamentable tragedia de la mujer de edad: se sabe inútil. De coqueta se transforma en


comadre.

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Por lo general, la mujer vieja encuentra la serenidad total hacia el final de la vida».

La enumeración de estas variantes, manifiestas en un buen número de casos, constituye


una prueba más, por si hiciera falta, del imperio que la Naturaleza ejerce sobre nosotros.

No es por la propia voluntad que la mujer alcanza su pleno desarrollo erótico a


determinada edad, ni el cambio de la coqueta por lo devota, ni la serenidad antes del
punto final.

Es por un imperativo al que estamos sometidos y que se cumple en todos los seres. Sólo
cambian las formas, los grados y los plazos, pero es inevitable seguir la curva impuesta
por la Totalidad.

La autora se refiere al hombre, o al «macho», como ella se complace en llamarlo, y lo


hace brevemente, puesto que la obra está dedicada a la mujer.

La primera afirmación que encontramos al respecto, es discutible: «El gran Pan empieza a
marchitarse cuando repercute el primer martillazo y se inicia el reinado del hombre, que
se entera de su poder».

Si con Pan se quiere referir a la edad agraria, sin componentes mecánicos, en la cual se
pretende sugerir que hubo el predominio de la mujer, la objeción es que esa afirmación no
tiene sustento histórico, si, por otra parte, con el «primer martillazo» comienza el uso de
los más variados instrumentos, antecedentes inmediatos de la artesanía y, más adelante,
de la industria, y el formidable desarrollo que se manifiesta en la electrónica, la robotería y
los mil inventos que están transformando al mundo, habrá que admitir que se trata de un
proceso histórico que favorece a todos, siempre que se mantenga permanente al servicio
de la especie humana.

«La vida del hombre –dice la autora– no es nunca ni plenitud ni reposo, sino carencia y
movimiento, lucha. El hombre encuentra a la Naturaleza enfrente de sí; tiene poder sobre
ella e intenta apropiársela. Pero a él no le gustan las dificultades, y tiene miedo al peligro.
Aspira, contradictoriamente, a la vida y al reposo».

La primera parte de esta afirmacíon es comprensible.

Lo que viene en seguida es discutible. Lo importante es aquí la idea que se tiene de la


Naturaleza. Si ella es la Totalidad, como lo venimos repitiendo; si somos parte de la
misma y la tenemos dentro, es aventurado hablar de un enfrentamiento y, mucho menos
de un poder que no existe y de un intento que sería absurdo.

Cuando la autora afirma que al hombre no le gusta las dificultades y aspira al reposo,
incurre en una contradicción, pues al principio dice que la vida del hombre no es plenitud
ni reposo, y, además, cae en un error que la historia y la más ligera observación lo
demuestran con una sucesión de casos innumerables.

Nos encontramos, en este punto, con una diferencia notable entre el hombre y la mujer,
considerados ambos a plenitud, verdaderos y representativos.

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La Mujer aspira, fundamentalmente, a la maternidad y el hogar. El Hombre aspira,
fundamentalmente también, a la realización de su obra.

He aquí un párrafo inquietante:

«Él [el macho] es un niño, un cuerpo contingente y vulnerable, un cándido, un aberrojo


importuno, un mezquino tirano, un egoísta y un vanidoso, pero es también el héroe
liberador, la divinidad que dispensa los valores. Su deseo es un apetito grosero y sus
abrazos un yugo degradante. Cuando una mujer dice en éxtasis: ¡Es un hombre!, evoca a
la vez el vigor sexual y la eficacia social del macho a quien admira».

Todos somos vulnerables, unos más que otros. No todos somos cándidos ni mezquinos,
ni tiranos ni egoístas ni vanidosos.

Nuestro deseo no es apetito grosero, puesto que fluye de nuestro ser, y nuestros abrazos
no son un yugo degradante sino una comunión de dos seres nacidos para amarse y
estrecharse, pues no sólo abraza el hombre a la mujer sino la mujer al hombre. En suma:
se abrazan los dos.

¿El abrazo, un yugo degradante? El abrazo, el amor, el hogar, como yugos degradantes,
tiene un antecedente en Les Femmes Savantes de Molière.

Armanda reprocha a Enriqueta su inclinación al matrimonio: «¡Dios mío, de qué baja


condición es vuestro espíritu! ¡Qué personaje más inferior representáis en el mundo,
reduciéndolos a los usos del hogar, no vislumbrando más placeres conmovedores que los
de idolatrar a un marido y a unos rorros! Dejad a la gente ordinaria y a las personas
vulgares las groseras diversiones de esa clase de asuntos. Llevad vuestros deseos a más
altos objetos, pensad en gozar de placeres más nobles, y tratando con desprecio a los
sentidos y a la materia, entregaos, como yo, por entero, al espíritu».

Naturalmente, esto es ridículo. Molière escribió su obra para anonadar con ella a las
sabiondas. Que hoy tome alguien en serio este tema, es doblemente ridículo.

«También para el hombre –dice la autora– el matrimonio es una servidumbre, y es


entonces cuando cae en la trampa tendida por la Naturaleza por haber deseado a una
joven fresca durante toda su vida, el macho ha de nutrir a una matrona gorda, a una vieja
reseca; la delicada joya destinada a embellecer su existencia se convierte en un fardo
odioso».

Nuestro destino es ése: El mundo maravilloso de la infancia deja el paso a la inseguridad


y la vida interior del adolescente, al despertar del amor, a la unión íntima con otro ser, a la
conjunción de caracteres, a la embriaguez romántica, a la aventura del matrimonio, a la
edificación del hogar, al advenimiento de los hijos, que vienen, literalmente, a reemplazar
a sus progenitores; a la belleza que se esfuma y –debería ocurrir– a la admisión de un
cambio inexorable, porque hemos nacido para crecer y decrecer, para amar y desamar,
para nacer y morir, pues para todo hay un momento, como lo dice el Eclesiastés.

La autora dedica pocas líneas a las relaciones entre hombres y mujeres. «Los machos y
las hembras –dice– son dos tipos de individuos que se diferencian en el seno de la
especie con vistas a la reproducción, no es posible definirlos sino correlativamente».

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Si hemos nacido para reproducirnos –y algo más–; si permanecemos en el seno de la
Especie, a la cual pertenecemos, por tanto, cualquier conato de «independencia», frente a
la totalidad de la que somos parte, es ridículo, otra vez.

Hombre y mujer o mujer y hombre, somos inseparables. No se trata, en consecuencia, de


la mujer independiente del hombre y del hombre independiente de la mujer. Somos
interdependientes. Somos miembros de la Naturaleza y del mundo creado por nuestros
antecesores y mantenido y disfrutado por nosotros mismos. En un amplio espacio o en
nuestro pequeño reducto, vivimos y continuamos tejiendo la interminable tela de la
Historia.

«Tiene razón Hegel –continúa la autora– cuando ve en el macho elementos subjetivos, en


tanto que la hembra es la presa de la especie».

Los términos son discutibles, pero la verdad, repetida aquí numerosas veces, implica el
reconocimiento que la Naturaleza es el principio y la razón suprema de todas las cosas.
Constituye, por tanto, una actitud errónea y aun ridícula, la rebelión contra ella, partiendo
de una sociedad y una cultura determinada, menos de una gota de agua en el mar
insondable del Universo.

«Si se la compara con el macho (a la mujer) –son sus palabras– éste se presenta como
infinitamente priviligiado. Término medio, las mujeres también viven más que él, pero se
enferman mucho más a menudo».

Hay una cita de Lévi-Strauss: «La autoridad pública o simplemente social pertenece
siempre a los hombres».

Continúa la autora: «El hombre busca en la mujer al Otro como Naturaleza y como su
semejante. Ella es la tierra y el hombre la simiente».

Y algo más:

«Un hijo es una riqueza y un tesoro, pero también es una carga y un tirano».

«Por lo general, la maternidad es un extraño compromiso de narcisismo, altruismo,


sueños, sinceridad, mala fe, devoción y cinismo».

El deslumbramiento del primer amor, la sorpresa del primer goce carnal, el arrebato de las
uniones íntimas, ocurren porque uno entra en el Reino de la Naturaleza, atractivo,
misterioso y dominante, ante el cual sólo cabe el abandono de sí mismo y la entrega total.

En la maternidad ocurre algo semejante. La concepción, el desarrollo del nuevo ser en el


vientre de la madre, el nacimiento, la lactancia, exceden los límites de la individualidad
porque pertenecen al Reino del que hablábamos antes.

Al término de este capítulo dedicado a Simone de Beauvoir y sus opiniones sobre la


mujer, es preciso hacer notar que, aparte de los errores ya señalados, hay otros,
manifiestos, como cuando ella afirma: «No hay madres ‘desnaturalizadas’ porque el amor
maternal no tiene nada de natural, pero, precisamente por eso hay madres
desnaturalizadas».

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¿Que el amor maternal no es natural? ¿Podrá afirmarlo así un hombre de ciencia? Para
empezar, ¿no somos nosotros naturales, hombres y mujeres? Naturales siempre, aunque
la sociedad y la cultura nos vayan revistiendo incesantemente.

Los animales –y nosotros lo somos, fundamentalmente– protegen a sus crías, hasta el


sacrificio, si es necesario.

Las mujeres enteras y verdaderas (los adjetivos son de Unamuno) también lo hacen y
muchas de ellas sólo viven ya para sus hijos. También hay animales hembras
desnaturalizadas, pero constituyen la excepción que confirma la regla.

Cuando la autora afirma: «A decir verdad, no se nace genio: llega uno a serlo», su error
es mayúsculo. Por tanto, Platón, Leonardo, Goethe, «se hicieron» genios? ¿Por qué no,
los demás?

¿Qué es un genio? Es una revelación de la divinidad.

Cuando, a la muerte de Hugo, ocurre una apoteosis multitudinaria, Barrés ve que «el
inmenso oleaje humano avanza delirando de asombro por haber hecho un dios» y
Romain Rolland dice que «el dios dormía vencedor sobre el campo de gloria».

Máximo Gorki contempla a Tolstoi y dice: «Parece un dios, ni hebreo ni griego, pero sí, un
dios ruso ‘sentado sobre un trono de arce bajo un tilo dorado’ sin gran majestad pero más
sutil que todos los otros dioses».

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