LA AUTOBIOGRAFIA (Fernando Vásquez R)

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“LA AUTOBIOGRAFIA”

Por: Fernando Vásquez Rodríguez

“Los primeros colores que hicieron sobre mí


una gran impresión fueron el verde claro,
lleno de savia, el blanco, el rojo carmín, el negro
y el ocre amarillento. Estos recuerdos se remontan
a mis primeros tres años de edad. Vi esos colores en
diferentes objetos que hoy no logro representarme
con tanta claridad como los colores mismos”.

Wassily Kandinsky
Mirada retrospectiva

“No he evocado aquí ni las experiencias que


contribuyeron a formarme a mi infancia y mi
primera juventud, ni la impresión imborrable que
me causaron los cuentos de Andersen, ni aquellas
tardes en que escuchábamos cómo nuestra madre
nos leía Stromtid, de Reuter, o nos cantaba
canciones al piano, ni el culto que profesaba a
Heine por la época en que escribí mis primeras
poesías, ni las horas apacibles y llenas de
entusiasmo que, después de salir de la escuela,
pasaba leyendo a Shiller junto a un plato de
rebanadas de pan untadas con mantequilla”.

Thoman Mann
Relato de mi vida

El sentido de la autobiografía comienza por la revaloración de lo propio, de lo


individual. El punto de partida es “uno mismo”. De allí que, al revalorar un
oficio, una trayectoria, una existencia, la autobiografía traiga consigo la
reivindicación de lo personal sobre lo común; de lo particular sobre lo masivo.
Tal perspectiva obedece, además a un intento o esfuerzo por no dejar perder
ese “caudal” de experiencia que casi siempre se nos desvanece entre el
activismo y los afanes de la vida cotidiana.
Decir autobiografía, por tanto, es instaurar una axiología en donde “lo vivido”
(entendido como lo más lleno de significación para determinado ser humano)
es colocado en un lugar preponderante.
Por ser algo personal, íntimo, la autobiografía está muy asociada a un territorio,
a un espacio. Las evocaciones tienden a estar sembradas en una determinada
geografía. O es un pueblo, o una casa, una calle, una ciudad, o un lugar sólo
conocido por nuestros ojos de infancia. Esta marca de territorialidad se halla
emparentada con zonas de socialización, de crianza, de aventura. Podemos
afirmar que al ir montando una autobiografía (hay algo de cinematográfico en
esto de reordenar el pasado), se va reconstruyendo el mapa de una identidad.
Aparecen los Hitos, los límites, las latitudes constitutivas de un carácter;
emergen los puntos cardinales de una vida. Quien elabora una autobiografía,
realmente la dibuja, es un cartógrafo.

Claro, se trata de recordar. De hacer memoria. Pero en ese ir desarrollando el


ovillo, van apareciendo pistas o “marcas” de lo que irremediablemente somos.
No es la búsqueda de un pasado estático o inalterable, mas bien es como una
reconstrucción, como un reordenamiento de zonas o franjas de nuestra vida.
Por eso, elaborar una autobiografía es, en cierto modo, preparar un escenario
para el reconocimiento y la sorpresa.

He dicho reconocimiento. Aquí desearía entender esta acción como un trabajo


de espejo; una tarea donde miramos hacia adentro, donde auscultamos zonas
pocas veces ventiladas: hacer una autobiografía es “orear” nuestra existencia.
Pero, además, el ejercicio autobiográfico es una sorpresa. No sabemos con lo
que nos vamos a encontrar o, si lo sabemos, no podemos conocer con
anterioridad el mapa, la red de correspondencias que empezamos a generar.
Elaborar una autobiografía es entrar de lleno en un juego de “vasos
comunicantes”.

De otra parte, la autobiografía comporta una ética muy especial. Se trata de no


mentirse. De tener la transparencia necesaria para poner en escritura” un error,
una carencia, una debilidad, un miedo. Lo más difícil cuando se forja una
autobiografía es conservar la justicia sobre si mismo, el suficiente valor como
para no exagerar o minimizar un rasgo relevante. De alguna forma, si leemos
una autobiografía es porque hemos convenido con el autor un contrato de
confianza, de fe. La ética de la autobiografía se asemeja a la ética de la
confesión.

Quizá por ese temor que produce el exponernos, el abrir de par una puerta o
un salón de nuestra interioridad, la autobiografía asume formas como el diario o
la carta. Hasta la misma estructura novelística puede servir como estrategia
narrativa. Es que confesarse ante otros, ese delatarse, ese paso de lo íntimo a
lo publico, no siempre sale de manera rápida o natural. Y en la mayoría de las
veces se requiere un tiempo, un ambiente, una sensibilidad, “una iniciación”,
para que pueda brotar el testimonio, la confesión más personal. Pudor y
autobiografía se emparentan.
La autobiografía posee un tono como de ajuste de cuentas. De inventario. En
ella – o por medio de ella- rendimos un homenaje a aquellos que nos
permitieron llegar a donde estamos, a estos otros que nos señalaron una
estrella en el firmamento. Aunque no sólo es una labor de agradecimiento;
también la autobiografía derrumba ídolos, demuele espejismos, denuncia
mentiras. Esta tarea de poner en la balanza, de sopesar, hace que la
autobiografía tenga cierto sabor a muerte próxima. Es como si uno escribiera
un testamento; como si se quisiera legar una lectura específica sobre uno
mismo para aquellos que le sobrevivan. Dicho en pocas palabras: toda
autobiografía es una herencia.

Son múltiples los lazos que unen lo autobiográfico con la fantasía. A una
imagen fija en nuestra memoria, la escritura autobiográfica le agrega o le añade
un escenario, un aroma, una textura, un color.

A la par que recordamos recreamos. El que se coloca en actitud retrospectiva,


va como llenando los intersticios de la memoria, los va orientando hacia un eje
de conciencia, hacia un faro que los ilu7mina de valor. No es raro, entonces,
que al tocar una fibra de nuestro pasado, se disparen de una vez miles de
alegrías, de dolores, de ansiedades o sueños. Y lo que parecía una simple
flecha, un mero nombre, al rememorarlo, puede extenderse hacia una larga
fabula o una serie de relatos infinitos. Como quien dice, también recordamos
con la imaginación.

Bien vistas las cosas, el placer que nos produce leer autobiografías tiene
directa relación con nuestra ancestral curiosidad por develar los secretos. Cada
vez que uno accede a una autobiografía es como si tuviera acceso a lo
prohibido, a una especie de buhardilla del misterio. A lo mejor, sucede con las
autobiografías lo mismo que con las obras de teatro antiguas: nos producen
catarsis. Al leer el dolor ajeno, el propio nos parece más familiar; al escuchar
ciertas alegrías, nos sentimos cómplices; al percibir ciertas debilidades en
voces extrañas, nos sentimos reconciliados con nosotros mismos. Lo
autobiográfico nos hace hermanos de otra sangre.

Con todo lo expresado hasta aquí, ya podemos evidenciar una gran síntesis:
elaborar o configurar una autobiografía es una tarea ejemplar. Expliquémonos.
Cuando nos consignamos en un texto (a lo mejor sin quererlo), nos
transformamos en ejemplo, en hito, en punto de referencia. La autobiografía se
convierte en modelo de vivir. En experiencia referida. Y todo ejemplo, lo
sabemos, es digno de imitación. Allí, en esa dimensión ejemplarizante, la
autobiografía encarna como enseñanza, como parábola; como genuina
educación.

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