Silencio,
Memoria,
ruido…
y
Olvido.
Oscar
Ventura
La
apuesta
por
hacer
surgir
del
silencio
otra
cosa
que
no
estuviera
atravesada
por
una
enunciación
trágica
de
la
existencia
es
lo
que
ha
orientado
mi
posición
analizante.
La
insistencia
tenaz
de
un
rasgo
melancólico
teñía
mi
subjetividad
hasta
el
punto
de
hacer
de
la
tristeza
un
partenaire.
La
impostura
de
la
enunciación
empujaba
súbitamente
a
cerrar
el
discurso
bajo
el
argumento
de
que
el
destino
mortal,
el
horizonte
de
una
muerte
más
o
menos
inminente,
era
la
excusa
para
abolir
cualquier
signo
de
alegría.
La
transitoriedad
de
la
satisfacción
siempre
estaba
contaminada
por
la
inexorable
fijeza
del
fantasma.
La
matriz
del
fantasma,
su
estructura
fundamental,
se
construye
muy
temprano.
En
el
transcurso
del
embarazo
,
mi
madre,
muy
precozmente
es
presa
de
una
profunda
depresión
que
va
tomando
un
cariz
cada
vez
más
acentuado.
Entre
los
cinco
y
los
seis
meses
y
dado
al
parecer
su
estado,
la
consulta
con
un
médico
desencadena
una
crisis
mayor.
El
tipo
prescribe
que
bajo
esas
condiciones
subjetivas
es
mejor
provocar
un
aborto.
Pronostica
que
las
consecuencias
del
puerperio
pueden
ser
aún
peores
para
su
equilibrio
mental.
Y
describe
que
esa
intervención
está
más
del
lado
de
la
inducción
de
un
parto
que
el
de
otra
técnica.
Si
bien
el
desenlace
de
las
cosas
es
el
que
es.
Y
aquí
estoy,
hablándoles
a
ustedes.
Eso
se
debe
a
que
la
marca
de
un
deseo
se
inscribió
más
allá
de
una
prescripción
insensata.
Sin
embargo,
la
duda
que
esta
temeridad
médica
imprime
en
la
constelación
familiar
hace
que
una
frase
se
me
imponga
y
que
se
precipite
antes
que
cualquier
otra:
podrías
no
haber
nacido
fue
el
fragmento
de
lo
escuchado.
Su
eco
toca
el
cuerpo.
Y
perturba
toda
la
lógica
de
la
separación,
produce
con
el
Otro
una
viscosidad
de
tal
magnitud
que
homologa
separación
a
desaparición.
Lo
que
hace
inscribir
mi
subjetividad
siempre
en
un
borde,
una
suerte
de
posición
ectópica
entre
la
amenaza
de
ser
expulsado
del
Otro
como
un
objeto
de
deshecho
o
sostenerme
bajo
su
manto
a
condición
de
quedar
sujeto
a
dos
afectos:
la
angustia
y
la
tristeza.
Un
recuerdo
hipernítido
ayuda
a
solidificar
el
fantasma.
Es
la
percepción
de
una
mirada
entre
triste
y
ausente,
teñida
de
silencio
que
me
contempla
desde
la
cabecera
de
la
cuna.
Esta
instantánea
escande
el
mundo
que
existe
más
allá
de
esta
percepción.
Y
fija
también
en
1
mí
el
semblante
de
una
mirada
triste
con
la
que
el
Otro
me
nombra
a
menudo.
Ante
la
pregunta:
¿Qué
te
pasa?
¿En
qué
piensas?
el
silencio
o
la
palabra
nada
operaban
como
respuesta.
Según
parece
era
alguien
que
dormía,
comía
y
prácticamente
nunca
lloraba,
un
niño
silencioso.
Una
escena
varias
veces
relatada
es
la
siguiente:
solía
ocurrir
que
mi
madre
y
mi
abuela,
inquietas
ante
el
silencio
acudían
para
comprobar
si
algo
andaba
mal,
el
temor,
confesado
bajo
la
voz
trémula
de
la
abuela
era
verificar
si
aún
seguía
con
vida,
si
no
estaba
muerto.
Sin
embargo
ese
silencio
no
me
impedía
hablar,
fundamentalmente
la
palabra
era
desplegada
por
la
presencia
de
mi
abuelo
materno,
a
quien
le
debo
mi
inmersión
muy
temprana
en
la
literatura,
en
la
poesía,
mi
gusto
por
la
historia.
Con
él
aprendí
a
leer
y
a
escribir
antes
de
ir
de
la
escuela.
Y
descubrí
mi
relación
con
la
memoria.
El
era
un
hombre
memorioso,
con
una
capacidad
de
transmisión
oral
extraordinaria.
Y
en
el
transcurso
de
su
compañía
se
fue
desarrollando
en
mí
una
capacidad
de
memorizar
que
llamaba
la
atención
y
era
consecuencia
de
elogios
diversos.
Una
frase
de
mi
padre
apuntala
esta
cuestión:
“la
memoria
de
este
chico
lo
llevará
lejos”.
La
infancia
entre
silencio,
memoria
y
letras
me
proporcionó
un
refugio
a
la
angustia
que
acechaba
siempre
ante
cualquier
acto
que
implicara
separarme.
Hasta
que
un
traumatismo
familiar,
encarnado
en
una
debacle
económica
produce
un
desamarre
brutal
del
confort
en
que
me
amparaba.
La
casa
familiar
se
convierte
literalmente
en
un
griterío
cotidiano.
Y
desde
ese
momento
pierdo
la
brújula.
El
superyó
muestra
toda
su
ferocidad
subjetivado
en
el
grito,
la
ira
y
la
violencia
del
Otro.
Hubo
4
analistas.
Llegué
al
primero
bajo
un
estado
de
urgencia
a
los
14
años.
Me
había
convertido
en
alguien
errático,
desorientado,
bordeando
la
marginalidad
y
desafiando
temerariamente
al
mundo,
al
límite
del
pasaje
al
acto.
El
impacto
se
produjo
en
el
transcurso
de
la
segunda
sesión
de
análisis
de
mi
vida,
una
analista
kleiniana
de
la
que
conservo
el
mejor
recuerdo.
En
esa
sesión
sucedieron
dos
cosas,
un
acto
y
una
interpretación.
El
acto,
súbito,
luego
de
una
sola
entrevista
fue
el
de
invitarme,
sin
más
dilación,
a
que
me
tumbe
en
el
diván
junto
con
la
explicitación
de
la
regla
fundamental.
El
pensamiento
que
aquel
adolescente
tuvo
fue:
“esta
me
deja
solo”.
Y
la
respuesta
inmediata
el
silencio.
Estaba
tratando
de
decir
alguna
cosa,
cuando
la
interpretación
se
hizo
oír,
movía
yo
la
pierna
rítmicamente,
presa
de
mi
estado,
cuando
escucho:
Su
2
movimiento
de
piernas
representa
la
práctica
de
la
masturbación,
ya
que
lo
que
ocurre
es
que
las
fantasías
que
mi
persona
ha
despertado
no
encuentran
otra
forma
de
expresarse.
No
me
detengo
en
las
consecuencias
amplias.
Aíslo
aquí
su
efecto
de
verdad,
salvaje,
pero
da
en
la
diana.
El
pensamiento:
“esta
me
deja
solo”,
veloz,
antes
de
tumbarme
en
el
diván,
tocaba,
sin
que
me
enterase
lo
más
fundamental.
Sin
embargo
esto
queda
velado
ante
la
irrupción
fulminante
de
la
cuestión
sexual.
Y
esta
verdad
me
despierta,
hace
olvidar
mi
obsesión
por
la
muerte.
A
partir
de
allí
empiezo
a
hablar
bajo
la
forma
de
una
pregunta:
Cómo
sabe
eso
le
interrogo.
Todo
me
parecía
una
especie
de
brujería,
de
adivinación
del
pensamiento.
Fue
tal
el
impacto,
que
me
hizo
surgir
rápidamente
la
curiosidad
por
el
Psicoanálisis.
Había
encontrado
un
interlocutor
en
uno
de
los
momentos
más
tormentosos
de
mi
vida.
Queda
como
saldo
la
modulación
de
la
angustia,
lo
femenino
se
vuelve
abordable.
Y
surge
un
deseo
poderoso
que
se
ha
vuelto
inquebrantable:
ser
psicoanalista.
Al
final
hay
un
acto
reseñable.
Compro,
como
al
azar,
mi
primer
libro
del
Psicoanálisis
sin
tener
la
menor
idea
de
lo
que
compraba.
Es
un
agudo
ensayo
de
Serge
Leclaire
que
se
titula:
“Matan
a
un
niño”.
No
obstante
este
primer
recorte
analítico,
la
relación
de
objeto
queda
definida
por
el
régimen
del
fantasma.
Apenas
intuido.
Y
se
materializa
bajo
el
fondo
de
hacer
fallida
la
separación
del
Otro.
Constituyo
una
metonimia
con
los
objetos
amorosos.
Asegurándome
siempre
un
objeto
antes
de
la
eventualidad
de
una
separación.
Aunque
hay
un
límite,
lo
marca
el
hartazgo
de
la
repetición
elaborada
hasta
un
punto
en
un
segundo
análisis.
En
el
espacio
de
este
vacío
se
producen
dos
acontecimientos.
Por
un
lado
la
elección
de
una
mujer
sin
que
hubiese
otra.
No
venía
a
reemplazar
a
nadie.
Fue
la
pura
contingencia
que
me
hizo
encontrar
a
la
mujer
que
hoy
es
mi
compañera
de
viaje
y
madre
de
mis
hijas.
El
amor
por
primera
vez
presentaba
una
autenticidad
inédita.
Estuvo
marcado
de
entrada
por
la
separación.
Casi
apenas
nos
encontramos
nos
separamos,
para
luego
volvernos
a
encontrar
y
así
se
siguió
escribiendo.
Puedo
decir
para
sintetizarlo
al
máximo
que
la
elección
de
objeto
femenino
se
declina
en:
ella
nunca
está
cuando
la
busco.
Sólo
aparece
cuando
la
encuentro.
Por
otro
lado
un
acto
fundamental.
Elegir
separarme
físicamente
de
los
significantes
Amos,
emigrar.
El
sintagma
“exilio
voluntario”,
me
acompaño
durante
muchas
sesiones
de
un
tercer
análisis
ya
realizado
aquí.
Esta
elección
se
inscribe
bajo
el
argumento
de
alejarme
de
mi
ciudad,
de
mi
país,
con
la
intención
de
silenciar
el
ruido
del
3
Otro,
pensaba
que
podía
ser
neutralizado
por
la
distancia.
Que
por
el
hecho
mismo
de
emigrar
la
tristeza
y
la
nostalgia
que
siempre
me
acompañaban
iban
a
ser
exorcizadas.
Lógica
del
acting-‐out.
Que
aún
debía
ser
revelado
para
alcanzar
a
darle
al
“exilio
voluntario”
su
dignidad.
La
de
captar
que
uno
siempre
está
exiliado
del
Otro.
Y
en
mi
caso
este
acto
significó
el
primer
intento
de
emancipación,
faltaba
su
elaboración.
La
encontré
y
la
llevé
adelante
en
el
transcurso
de
este
tercer
análisis,
en
el
que
se
definen
cuestiones
fundamentales.
Puntuaré
dos
secuencias.
Una
es
un
momento
de
urgencia.
Una
madrugada
un
golpe
de
teléfono
me
despierta
de
la
peor
manera.
Mi
hermano,
el
único
que
tenía,
se
había
muerto.
A
los
42
años,
súbitamente.
Este
hermano
7
años
mayor
que
yo,
representó
durante
mi
infancia
un
ideal
del
yo,
al
tiempo
que
un
nombre
del
padre.
No
obstante
progresivamente
nos
fuimos
alejando,
la
razón
era
mantenerme
a
distancia
de
una
subjetividad
atravesada
masivamente
por
la
pulsión
de
muerte.
En
el
tiempo
que
siguió
al
estupor
que
provocó
la
noticia,
la
angustia
y
la
tristeza
se
ligan
al
cuerpo
bajo
el
desencadenamiento
de
una
crisis
hipocondríaca.
Esta
deslocalización
del
goce
evoca
una
amenaza
de
muerte
que
aferrada
al
fantasma
perturba
el
proceso
de
duelo.
Concretamente:
las
identificaciones
a
los
rasgos
de
goce
del
Otro
me
invaden.
Y
estas
identificaciones
producen
argumentos
sólidos
para
gozar
de
la
desgracia.
La
culpa
del
sobreviviente
no
deja
de
estar
concernida.
Este
episodio
fue
desactivado
progresivamente
gracias
a
la
presencia
y
al
rigor
de
una
analista
que
supo
ubicar,
en
un
momento
delicado,
la
dignidad
del
sujeto
que
me
habita.
Y
ya
sin
nostalgia,
ni
tanta
tristeza,
pude
recuperar
de
mi
hermano
sus
rasgos
de
ternura
y
de
cariño
para
que
su
recuerdo,
en
mi
memoria,
no
fuera
pura
tragedia.
Rescato
uno:
su
pasión
por
la
política,
por
la
épica
de
la
militancia,
una
buena
manera
de
llevarlo
conmigo
y
que
se
la
debo.
La
otra
secuencia
define
un
franqueamiento
sin
retorno.
Entonces,
¿Cómo
se
me
hizo
patente
y
que
solución
encuentra
en
el
análisis
ese
goce
mortificante,
ese
pathos
de
la
tristeza?
La
frecuente
presencia
del
enunciado:
estoy
solo,
nada
tiene
sentido,
etc.
Hacía
que
la
inercia
de
la
cadena
significante
no
dejara
de
retornar
sobre
el
relato
de
la
constelación
que
precede
al
nacimiento.
En
una
sesión,
volviendo
sobre
este
punto
el
malentendido
se
hace
presente,
la
lengua
deja
al
descubierto
la
libra
de
carne
puesta
en
juego.
Ahora
el
relato
que
hago
tiene
la
siguiente
forma:
refiriéndome
al
momento
de
mi
nacimiento
digo:
y
entonces
me
tienen,
nazco.
La
coma
es
la
puntuación
privilegiada
que
4
pretendía
imprimir
sentido
a
la
cadencia
de
la
palabra.
Escucho
del
otro
lado
al
analista
que
pregunta:
¿Oyó
lo
que
dice?
No
tenía
la
menor
idea.
La
declinación
de
su
voz
arranca
la
coma
de
cuajo
y
desorganiza
todo
el
aparato
del
lenguaje.
Sin
decir
una
sola
cosa
distinta
de
lo
que
yo
había
dicho,
me
devuelve
un:
“me
tienen
asco”.
Enigmático,
radicalmente
sorpresivo
que
destituye
al
analista
de
la
escena
dejándome
a
merced
de
mi
propia
relación
con
lalengua.
Las
consecuencias
son
múltiples.
Recorto
una.
Si
puedo
ubicar
un
momento
de
pasaje
de
analizante
a
analista
es
este.
Al
tocar
la
identificación
al
objeto
de
deshecho
se
desbarata
también
la
impostura
del
rasgo
melancólico,
un
goce
que
parecía
sellado
al
destino
trágico
se
deflaciona.
La
nostalgia
y
la
tristeza
son
despejadas
de
su
sitio
imperativo.
Y
el
destino,
que
creía
firmemente
amarrado
se
vuelve
pura
incertidumbre.
Es
de
esta
manera
que
la
práctica
se
me
volvió,
y
me
permito
utilizar
la
metáfora
de
Imre
kertész:
Sin
destino.
Sin
destino
para
el
analizante
que
uno
es,
como
sin
destino
para
el
analista
que
uno
dice
ser.
Un
momento
de
captación
radical
de
la
inexistencia
del
Otro.
Pude
a
partir
de
ahí
experimentar
el
pasaje
que
implica
encarnar
la
posición
de
analista
como
Otro
a
la
de
encarnarla
como
objeto.
En
sus
dos
vertientes,
la
de
ser
el
agente
de
la
causa
del
deseo.
Cómo
también
consentir
a
la
liviandad
que
significa
dejarse,
como
analista,
arrojar
a
la
basura.
Uno
puede
desaparecer
sin
morirse.
Al
tiempo
que
mantiene
intacta,
vaya
paradoja,
la
firmeza
de
la
vida
y
su
alegría.
Aquí
se
produce
el
desenlace
de
este
análisis,
pero
no
es
el
final.
Falta
desajustar
aún
un
tornillo
más.
Pensaba
haber
encontrado
cierto
silencio,
un
refugio
al
griterío
del
mundo.
No
obstante
eso
un
acontecimiento
del
cuerpo
se
precipita.
Es
curioso:
se
me
desencadenan
acúfenos.
Un
ruido
constante
en
lo
oídos
que
toma
el
cuerpo
e
invade
la
cotidianidad.
Ello
precipita
volver
a
encontrar
a
un
analista,
esta
vez
elegido
por
un
rasgo
de
sensibilidad
que
le
atribuyo
y
por
su
extimidad
con
la
lengua
materna.
Mi
humor
se
vuelve
variable,
más
bien
depresivo.
El
ruido
es
un
obstáculo.
Una
primera
interpretación
conmueve
esto
y
lo
enmarca
en
la
perspectiva
de
la
memoria:
Usted
no
puede
olvidar,
es
la
repuesta
que
encuentro
ante
la
minuciosidad
del
relato
que
construyo,
saturado
de
sentido.
El
corolario
de
esta
interpretación
es
un
artículo
que
escribo
para
la
prensa
al
que
le
pongo
el
título
de:
¿Cómo
Olvidar?.
Y
me
olvidé
del
cuerpo
y
sus
ruidos.
El
análisis
empezó
de
la
buena
manera,
una
respuesta
sublimatoria
a
una
interpretación.
Y
así
continúo
hasta
su
final.
La
cartas
estaban
echadas
y
la
perspectiva
del
pase
en
el
horizonte.
Aunque
aún
había
una
presencia
excesiva
del
Otro.
5
Se
lo
percibía
en
la
modulación
depresiva
de
mi
relato.
Era
curioso,
fuera
del
análisis
tenía
una
posición
más
bien
maníaca,
activa
con
el
trabajo,
con
la
escuela,
con
la
vida.
Pero
el
relato
del
análisis
era
desolador,
el
mundo
era
un
desierto.
Mi
gusto
por
la
historia,
más
la
memoria,
se
inclinaban
hacía
frases
del
tipo:
todo
tiempo
pasado
fue
mejor.
No
tendría
que
haber
nacido
en
esta
época,
hubiese
sido
feliz
habitando
otra.
La
de
Freud
por
ejemplo
y
me
extendía
en
una
interpretación
trágica
y
que
pensaba
épica
de
la
historia
del
Psicoanálisis,
idealizaba
a
personajes
por
sus
rasgos
de
goce,
más
que
por
sus
producciones
que
me
apasionaban,
héroes
de
no
se
sabe
bien
que
martirio.
Podía
detenerme
en
las
vidas
de
hombres
como
Silberer,
suicidado,
Tausk
suicidado,
Federn
también
suicidado,
el
último
Ferenczi
que
declina
hacía
la
locura
y
la
muerte.
Abraham,
el
rey
de
la
pulsión
oral
atragantado
con
una
espina
de
pescado,
causa
de
su
muerte.
Y
si
volvía
a
mis
ideales
adolescentes
aparecían:
Janis
Joplin,
Jimmy
Hendrix,
Brian
Jones…
En
fin,
dejaré
para
otra
ocasión
lo
que
este
relato
construyó
sobre
el
significante
desaparecido
y
el
genocidio
perpetrado
en
mi
patria.
Al
final
de
una
sesión
y
creyendo
que
estas
historias
podían
conmover
al
analista,
subsumirlo
en
la
fascinación
por
este
goce
inútil,
hacerlo
aliado
de
las
desgracias
de
la
humanidad.
Escucho
una
frase
amable,
al
tiempo
que
contundente:
Pero
que
vidas
de
mierda
relata
usted
de
toda
esta
gente.
El
efecto
primero
fue
de
disgusto,
pero
en
el
transcurrir
de
los
minutos
posteriores
a
esa
sesión
se
me
hizo
patente
al
servicio
de
que
ponía
yo
a
funcionar
la
memoria.
Y
volvía
a
quedarme
solo.
El
analista
al
que
mi
amor
pretendía
aferrarlo
se
despegaba
sutilmente.
El
Otro
perdía
consistencia.
Este
recorte
me
alivió.
Veamos
como
responde
el
sujeto.
Un
tiempo
después
entro
a
otra
sesión,
estoy
nervioso,
tenía
que
ir
a
controlar
y
se
me
hacía
tarde
para
todo.
Paso
a
la
consulta
y
el
se
va,
se
prepara
un
café,
habla
con
su
secretaria.
Y
yo
en
el
diván
bajo
el
pensamiento
otra
vez:
este
me
deja
solo.
Cuando
entra
va
directamente
al
ordenador,
rompe
papeles,
hace
ruido.
Le
digo
que
estoy
apurado
que
tengo
que
ir
a
controlar
y
que
no
tengo
tiempo
para
hablar,
y
que
no
se
me
ocurre
nada.
Es
inútil
seguir
hablando
le
digo.
Fin
de
la
sesión.
Salgo
apurado.
Iba
a
controlar
al
consultorio
de
una
querida
colega
cuya
dirección
es
5,
rue
de
Assas.
Tomo
el
primer
taxi
que
veo
y
con
una
espontaneidad
increíble
le
digo
al
taxista:
5,
rue
de
Lille.
El
taxi
sigue
su
marcha
y
extrañado
por
el
rumbo
le
pregunto
que
adonde
va:
5,
Rue
de
Lille
me
responde.
La
sorpresa
es
impresionante.
Iba
directo
a
la
consulta
de
Lacan
en
busca
del
Otro
del
Otro
ya
que
mi
6
analista
me
había
dejado
solo.
Cuando
vuelvo
a
sesión
y
cuento
lo
que
me
ha
ocurrido
una
risa
franca
y
compartida
invade
la
consulta.
El
pensamiento
que
me
venía
era
una
imagen
de
la
infancia.
Yo
solo,
sentado
en
el
umbral
de
la
puerta
de
mi
casa
familiar,
huyendo
del
ruido
y
esperando
al
Otro
que
viniera
a
rescatarme,
perdiendo
el
tiempo
entre
el
aburrimiento
y
la
tristeza
por
lo
que
nunca
ocurrió.
Ya
de
pie,
camino
hacía
la
puerta
y
de
muy
buen
humor
le
digo:
Mire,
El
Dr.
Lacan
no
estaba
ni
se
lo
espera
así
que
lo
más
interesante
que
puedo
hacer
es
presentarme
al
pase.
Nunca
había
caminado
tan
liviano
por
esa
ciudad
llena
de
ruido
y
de
vida.
Una
sucesión
de
sueños
elaboran
la
separación
definitiva
del
analista.
Elijo
uno
en
esta
ocasión.
Estoy
en
la
cornisa
de
un
edificio,
es
un
piso
alto
y
debo
desplazarme
por
esa
cornisa
hasta
un
balcón
para
asegurarme
estabilidad.
El
transito
es
angustiante,
vertiginoso,
me
puedo
caer.
Sin
embargo
llego
hasta
el
balcón
y
me
aferro
a
él
para
treparme
por
la
barandilla
y
pisar,
digámoslo
así,
tierra
firme.
En
el
mismo
momento
en
que
ya
estoy
a
salvo
del
lado
bueno
del
balcón
una
sombra,
una
figura
salta
por
encima
de
mí
y
cae
al
vacío.
Bajo
las
escaleras
apresuradamente,
hay
un
corro
alrededor
de
algo
que
no
veo.
Pregunto
quien
es,
quien
se
ha
tirado.
Es
sueco
es
la
respuesta
que
escucho.
Me
despierto
aliviado,
menos
mal
me
digo,
no
era
yo.
Y
al
rato
disecciono
el
significante
sueco,
en
su-‐eco.
Es
este
también
el
fin
de
la
sesión
donde
relato
el
sueño.
Y
efectivamente,
un
eco
insidioso
se
había
precipitado
al
vacío.
Y
ahí
lo
dejé
abandonado,
me
olvidé
de
él
casi
inmediatamente.
Hoy
puedo
decir,
que
en
mi
caso
es
la
buena
forma
del
olvido
del
síntoma
lo
que
funciona,
diluye
el
aparato
del
sentido,
lo
que
hace
que
mi
destino,
al
que
pensaba
fijado
en
la
tragedia,
se
pueda
convertir
en
pura
vacuidad
de
la
palabra
que
lo
pretende
enunciar.
Quedan
como
restos,
más
seguramente
los
que
irán
llegado,
este
ruido
que
me
acompaña
y
que
más
bien
funciona
ahora
del
lado
de
la
vida.
Y
ya
no
soy
tan
memorioso,
me
he
vuelto
más
selectivo
tal
vez.
Soy
un
poco
clásico
respecto
a
como
se
modulan
los
afectos,
un
tono
más
bien
maniaco-‐depresivo.
Y
la
escritura,
esa
función
imprescindible,
aún
está
demasiado
a
merced
de
la
mirada
del
Otro.
Testimonio
pronunciado
el
19.XI.2016
–
Jornadas
de
la
ELP
Publicado
en
El
psicoanálisis,
n°
30/31,
octubre
2017
7