Liberalismo Armado

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Rodolfo Macías Fattoruso

LIBERALISMO ARMADO
Resistir la corrección política del lenguaje

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Liberalismo armado
© 2019 Rodolfo Macías Fattoruso

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esta obra o transmisión por ninguna forma, o por medios electrónicos o mecánicos,
incluyendo fotocopiado, grabación o cualquier otro sistema de almacenamiento
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ISBN: 978-9974-xx-xxx-x

Artemisa Editores
Luis de la Torre 877
Teléfono 2711 4977
[email protected]
Montevideo-Uruguay

Febrero de 2019

Queda hecho el depósito que ordena la ley


Impreso en Uruguay - 2019
Tradinco S.A.
Minas 1367 - Montevideo.

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Prólogo

Las páginas que siguen tratan de ilustrar acer-


ca de la necesidad de asumir con valentía el compro-
miso de la libertad personal.

Nuestras sociedades han ido quedando prisione-


ras de los juegos y coartadas de una dañosa tradición
política que tendió a sustituir el ejercicio pleno de la
vida adulta de los ciudadanos por la tutela estatal.
Los políticos y las leyes que los políticos escribieron
y volvieron a escribir y a revisar parten de la ini-
cua premisa de que los ciudadanos somos menores de
edad, que tenemos incapacidades básicas para regir
nuestra vida, para construir un destino propio.

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Las dietas, los programas de estudio, los modos
en los que padres deben educar a sus hijos, las for-
mas en las que se debe ganar e invertir el dinero, las
horas que se deben trabajar, los libros que no deben
leerse y los que sí pueden y deben leerse, el tipo de
vínculos que deben tener los niños respecto de sus
pares de otros géneros, las conductas o desviaciones
que nos deben parecer simpáticas y dignas de imi-
tación en el orden sexual, la orientación que han de
seguir nuestras investigaciones científicas, las canti-
dades de sodio que debe recibir nuestro organismo,
el inapelable dictamen de que somos incompetentes
para prever los ahorros de nuestro retiro, la prohi-
bición expresa de usar libremente nuestro dinero, las
palabras que podemos pronunciar y las que debemos
reprimir son algunos de los muchos mandatos que
pesan sobre las personas de estas últimas décadas.

El despotismo de la política y la extensión de la


profesión política como si se tratara de una inocen-
te actividad necesaria para el bien de las personas,
y por lo tanto merecedora de los cuantiosos fondos
extraídos al ciudadano mediante la presión inmode-
rada de los impuestos, han llevado a un estado tal el

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deterioro de la existencia social que ya no queda otro
camino que empezar a resistir. Hay que terminar
con los abusos del Estado salido de quicio, hay que
acabar para siempre con la pretensión de los que ha-
cen del manejo de los intereses y derechos del prójimo
una profesión, una carrera, un medio de vida.

Un país feliz es un país con un Estado míni-


mo, capaz de darse leyes básicas de convivencia y
hacerlas cumplir implacablemente. Todo lo que se
añada a esto es mera coacción indebida a la que
no se le debe rendir ningún respeto ni tenerle ya,
habida cuenta de las cotas que sobrepasó, ningu-
na paciencia.

En ese rechazo y en esa indignación estamos


los liberales.

Y como en la historia todos los cambios mate-


riales suelen ocurrir en el dominio de las mentalida-
des, es en el campo de las mentalidades que se debe
empezar la lucha. La corrección política del lenguaje
enturbió nuestra recta asunción de la realidad y ha
creado merced a la violencia retórica un universo fic-

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cional donde la autoridad ilegítima de la clase tute-
lar parecería que tiene una justificada razón de ser.

Contra esa maniobra, en nombre de la libertad


individual, se levanta este libro.

Montevideo, marzo de 2019

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Las Palabras

En “La Balada de la Cárcel de Rea-


ding” Oscar Wilde admite que descubrió
demasiado tarde que se podía matar con
las palabras tanto como con la espada. Los
que estamos alineados en el bando de la li-
bertad debemos admitir que no nos dimos
cuenta de esa terrible verdad y dejamos que
los enemigos históricos de los derechos indi-
viduales triunfaran en nuestras realidades.

Es cierto que hubo muchos factores


que explican la extraordinaria y no menos
fastidiosa expansión de los populismos re-

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gresivos que han herido a América Latina
y también a algunos países de Europa, pero
uno de ellos, a no dudarlo, es la batalla retó-
rica. Si el bando de la libertad quedó arrin-
conado, parte de las causas hay que buscar-
las en el miedo a las palabras.

La corrección política del lenguaje,


producto de la excesiva exposición a las pul-
siones demagógicas de los juegos de poder
en los sistemas contemporáneos, nos llevó
primero a disimular y luego directamente a
soterrar conceptos fundamentales del siste-
ma liberal, uno de ellos es el de seguridad y
el otro, menos habitual y poco tratado por
nuestros pensadores más ilustres, es el de
enemistad. Una prédica deliberada y tenaz
en contra de estas centrales nociones del or-
den político, --sumada, es cierto, a la mala
praxis a cargo de gobiernos bien distantes
del derecho que usaron estos términos para
cobijar sus excesos—ha conseguido que
despareciera de nuestro repertorio la nece-
sidad de consagrar su vigencia y de recono-

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cerle la jerarquía que tienen en la pirámide
del ordenamiento al que aspiramos.

Me adelanto a las objeciones; ambos


conceptos vienen precedidos de una repro-
bable imagen y resulta muy difícil asumir
públicamente su defensa sin satisfacer la
calumnia a la que están asociados en los
manejos innobles de la propaganda que se
ventila tanto a la izquierda como a la dere-
cha del espectro político.

Pero por ser así, por tratarse de especies


que nadie se atreve a defender sin temor a
llenar los requisitos de la descalificación, es
que tenemos el deber heroico de volver a
pensarlas en el encuadre crítico de nuestros
principios. Pues el amor a la libertad no
es solamente amor en un sentido platóni-
co, amor a una idea , a una meta que nos
aguarda en el fondo del futuro, sino terre-
nal afán por implementar situaciones que
contribuyan a la libre expansión de las ca-
pacidades y derechos de los individuos; no

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es solamente una emocionada declaración
ética, sino una moral práctica, y como tal
implica forzosamente la necesidad de faci-
litar realidades en que las personas puedan
vivir y crecer a su aire sin lesionar ese dere-
cho en sus semejantes.

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Dependencia de la libertad

Por lo que respecta al concepto de se-


guridad lo tenemos asociado generalmente
a acciones de afectación de los derechos
personales y en consecuencia hábilmente
demonizado por organizaciones delictivas
de toda índole y por medios serviles o fun-
cionales a esos intereses; hasta tal punto es
así, que llegó a convertirse en un elemen-
to confuso y problemático de la vida social
y en un detestado foco de perturbación en
los discursos políticos. Se habla con timi-
dez, con culpa, con balbuceos enmarañados

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acerca de la necesidad de que en un país la
seguridad tenga el señorío que corresponde.

Los políticos en masa tienen repugnan-


cia o terror a que se los vincule con la idea de
aplicar sin culpa la fuerza legítima del Estado
para garantizar o restaurar el cumplimiento
de las leyes y de los fines que éstas consagran.
Resultado: hoy tenemos menos libertades
reales que antes y ello se debe a la simple y
notoria ausencia de seguridad efectiva y a la
falta de convicción para reclamarla.

Fue Jeremy Bentham quien fijó para


siempre la relevante gravitación de este
tema en su libro “Principios del Derecho
Civil”; lo hizo en tiempos que arreciaba el
despotismo retórico que justificó todas las
exuberancias de la Revolución Francesa.
Allí dijo, retándonos a una interrogación
fecunda, que el significado de la palabra li-
bertad “tiene una contextura tan vaga que a mí,
debo confesarlo, no me gusta utilizarla ni verla uti-

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lizada en disertaciones sobre temas políticos; segu-
ridad es una palabra en la que veo, en la mayor
parte de los casos, un ventajoso sustituto de aquella;
seguridad frente a los delitos de los individuos en
general; seguridad frente a los delitos de los funcio-
narios públicos; seguridad frente a los adversarios
extranjeros, si se da el caso…” 1

No cuesta mucho sentir en esta apela-


ción el eco de las advertencias de Hobbes,
que un siglo y medio antes había postula-
do la necesidad de ordenar la convivencia
mediante un libre pacto de los actores so-
ciales para evitar que la fuerza de unos se
impusiera arbitrariamente sobre otros; ese
acuerdo implicaría nombrar una autoridad
que garantizara a todos por igual básica
protección de sus derechos ; porque, decía,
en el estado de naturaleza todos son libres,
solo que los más fuertes terminan siendo

1 Jeremy Bentham, Principles of the Civil Code, Part 1,


Objects of the Civil Law. http://www.laits.utexas.edu/
poltheory/bentham/pcc/

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más libres que otros y se quedan con sus
bienes y sus derechos2.

El poder estatal, en su versión esencial,


tiene por finalidad asegurar que nadie ava-
salle y retenga para sí los derechos de otros.
Cuando el argentino Juan Bautista Alberdi
regresó de su larga estadía europea, donde
alternó entre su trabajo profesional y el exi-
lio, escribió: “he vivido veinte años en el corazón
del mundo civilizado, y no he visto que la civiliza-
ción signifique otra cosa que la seguridad de la vida,
de la persona, del honor, de los bienes”. 3

Aun cuando el sonido de las palabras


no suene al compás de lo que es política-
mente aceptable en el lenguaje actual, de-
bemos conceder con toda convicción que la
libertad es un bien derivado de la seguridad;
que la seguridad es su condición primera y
decisiva, su regia vía de acceso. Lo sabemos
2 Hobbes, Thomas, Leviatán, Losada, Buenos Aires,
2002
3 Alberdi, Juan Bautista, Obras Completas, Tomo VII,
Imprenta de la Tribuna Popular, Buenos Aires, 1887

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muy bien los que tenemos la desdicha de
habitar en países donde estos valores han
caído en desuso o son directamente menos-
preciados o perseguidos. Nuestras constitu-
ciones, nuestras leyes y códigos impresionan
por la cantidad y calidad de las libertades
que santifican; toda la retórica del liberalis-
mo clásico ha impregnado nuestros textos
legales y hemos sido acunados en la creen-
cia de que se trata de realidades efectivas
sin que se nos diera la posibilidad cultural
de revisar cuánto de verdad demostrable
hay en esos papeles que tanto honramos.
Pero como ocurre con las teorías científi-
cas, como ocurre con la teoría del derecho
y con la teoría política, la consistencia de
esas construcciones del espíritu triunfan
o fracasan cuando reciben la prueba sufi-
ciente de la acción, cuando se las ubica en
la medida de la existencia de aquellos que
son sus destinatarios, cuando pretendemos
verificar su efectiva vigencia en la vida de
los que efectivamente están viviendo.

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Y es aquí donde comprendemos que
estamos como dislocados, vacilantes y des-
agarrados entre un entusiasta edificio teóri-
co que nos reconoce dignidades y libertades
de las que queremos sentirnos orgullosos y
complacidos, y una realidad que nos impi-
de uno y otro día ejercer la mayoría de esos
derechos y conservar las trazas principales
de esas dignidades porque el delito, la so-
berbia de los que mandan, la violencia, la
tolerancia para con los que violan las leyes
pueden más y acaban siendo más contun-
dentes que cualquiera de nuestros más no-
bles códigos y que las más encendidas de-
claraciones de propósitos.

Si no hay seguridad no hay libertad.


Las leyes, es cierto, nos reconocen el dere-
cho de propiedad, pero el robo, los asaltos,
la corrupción estatal, la legislación dema-
gógica y sin controles ganan batallas reales
en el terreno, y en los hechos ese derecho
central se convierte en puro humo. Lo mis-
mo ocurre con la integridad física o moral

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de la persona humana, que se pierde en
manos de terroristas, de secuestradores, de
criminales de toda índole que encontraron
en las leyes y en sus deficientes sistemas de
aplicación inmejorables estímulos para de-
sarrollarse; tenemos una integridad que se
esconde detrás de las rejas de nuestras ca-
sas, de las cámaras de seguridad, de los al-
tos muros, de la desesperada ghetificación de
nuestros barrios.

Y también, tal es el tema del presente


ensayo, sucede con la aparentemente intan-
gible libertad de pensamiento y de expre-
sión, que nadie discute pero cuyo ejercicio
es penado por una legislación inmoral que
en nombre de la armonía mal entendida
termina por sofocar todo debate y toda pa-
labra que no contemple determinada con-
cepción del hombre y de sus relaciones in-
terpersonales; hay cosas que no se pueden
discutir ni publicar ni mencionar a riesgo
de ser reo del imperdonable delito de pen-
sar diferente acerca de modas de conducta

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en la sociedad. La tiranía retórica en nues-
tras sociedades libres es muy parecida a la
que consagró Stalin, que elaboró un código
de palabras y de lisonjeros eufemismos para
referirse al Partido, a sus graciosos dirigen-
tes, a la obra del gobierno y a la misión del
pueblo que en silencio debía obedecerlo.

Pese a estas irrefragables evidencias los


liberales parece que nos hemos olvidado de
la seguridad, que nos produce reparos men-
tarla abiertamente; la campaña para censu-
rar su defensa se diría que terminó siendo
casi exitosa. Sin embargo, como vemos, el
concepto empecinadamente está en la gé-
nesis del problema; por más que creamos
que en la consagración de la libertad está
implicada la seguridad para ejercerla, en la
vida que vivimos cada jornada comproba-
mos que no es así.

Karl Marx estaría feliz de vernos des-


concertados, como estamos, pues se dio
cuenta del eje crítico que define esta cues-

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tión antes que muchos de los nuestros y vio
en los reclamos de seguridad una de las cla-
ves que sostenían el tipo de sociedad que
pretendemos solventar; por eso habló tan
mal de ella y mostró las razones que ex-
plican la conveniencia de destruirla total y
radicalmente. En sus escritos acerca de la
Revolución Francesa postuló su rechazo a
los esfuerzos de algunos revolucionarios por
consagrar los derechos individuales: “¿quién
es ese hombre distinto del citoyen? Ni más ni me-
nos que el miembro de la sociedad burguesa. ¿Por
qué se llama ‘hombre’, hombre a secas? ¿Por qué
se llaman sus derechos, ‘derechos humanos’?
¿Cómo explicar este hecho? Por la relación entre el
Estado político y la sociedad burguesa, por lo que es
la misma emancipación política. Constatemos el he-
cho de que, a diferencia de los ‘derechos del ciu-
dadano’, los llamados ‘derechos humanos’, no
son otra cosa que los derechos del miembro de la
sociedad burguesa, es decir del hombre egoísta,
separado del hombre y de la comunidad”.

La tesis de Marx es que la misión re-


volucionaria consiste, principalmente, en

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eliminar esos derechos personales, indivi-
duales. Han de reinar, en su lugar, los lla-
mados derechos colectivos, los que el Es-
tado discierna en favor de la masa de los
iguales a los que se les garantizará, dice, la
satisfacción de sus necesidades materiales
como toda prenda de libertad. Por eso la
salvaguarda de los derechos individuales es
un obstáculo a remover sin ninguna consi-
deración ni demora.

Copio uno de sus fragmentos más elo-


cuentes; aquel, precisamente, en el que su-
braya el denuesto a la garantía de los dere-
chos personales, es decir, en el que condena
la moralidad y pertinencia de la seguridad,
que en su opinión “es el supremo concepto social
de la sociedad burguesa, el concepto del orden públi-
co: la razón de existir de toda la sociedad es garan-
tizar a cada uno de sus miembros la conservación
de su persona, de sus derechos y de su propiedad.
En ese sentido Hegel llama a la sociedad burguesa
el Estado de la necesidad y del entendimiento dis-
cursivo (…..) La idea de seguridad no saca a la

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sociedad burguesa de su egoísmo, al contrario: la
seguridad es la garantía de su egoísmo. Ninguno de
los llamados derechos humanos va por tanto más
allá del hombre egoísta, del hombre como miembro
de la sociedad burguesa, es decir del individuo re-
plegado sobre sí mismo, su interés privado y su ar-
bitrio privado, y disociado de la comunidad. Lejos
de concebir al hombre como ser a nivel de la especie,
los derechos humanos presentan la misma vida de
la especie, la sociedad como un marco externo a los
individuos, como una restricción de su independen-
cia originaria. El único vínculo que les mantiene
unidos es la necesidad natural, apetencias e intereses
privados, la conservación de su propiedad y de su
persona egoísta”.4

Esta confesión de parte nos lleva al


otro concepto que pretendemos salvar del
silencio y rescatar del equívoco desprecio
al que fue confinado por el uso y abuso de
las perífrasis de la corrección política, esto
es, al crucial fenómeno de la enemistad. Lo

4 Marx, Karl, “Antología”. Ediciones Península, Barce-


lona, 2002

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que Marx nos prodigó en los pasajes que
vimos es el núcleo de la posición de los
enemigos de los derechos individuales, que
consiste en desarticular las garantías de la
ley para que ninguna libertad pueda ser
ejercida a plenitud por nadie. La seguridad
debe ser combatida, minada, destruida por
la buena razón de que es el pilar sobre el
que justamente se asientan las libertades de
la persona. Solo se es libre, en el sentido
burgués que desdeña Marx y que nosotros
empeñosamente reivindicamos, en la me-
dida que se ambienten circunstancias aptas
para ejercer la libertad; esas condiciones
son nada menos que el sistema de garan-
tías que tutelan la posibilidad de goce efec-
tivo de los derechos.

Para Marx, para sus discípulos y para


una vasta legión de distraídos con poder, el
desafío político por excelencia consiste en
quitarle a la libertad su posibilidad de exis-
tencia, en negarla abiertamente en el caso

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de los discursos más radicales, o, entre los
borrosos dirigentes que solo tienen apetito
de gobierno, cualquiera sea su contenido,
en dejarla como una simpática voluntad
grabada en el descascarado frontispicio
de instituciones desprovistas de amor y de
compromiso para con los valores que en su
momento se juramentaron encarnar.

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Somos el enemigo

No es preciso extremar las interpreta-


ciones para concluir que estamos frente a
un antagonismo de carácter irreconciliable;
no es igual favorecer la libertad, reclamar-
la y propiciarla, que conspirar contra ella e
impedir que se ejerza.

En la academia o en el laboratorio las


distintas teorías posiblemente tengan pun-
tos de contacto sobre los que se puedan
edificar híbridos aceptables para el pensa-
miento, o tal vez, estudiadas de muy cerca
y desde ciertos específicos ángulos se pueda

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advertir sesgos pasibles de confluencias que
induzcan a valoraciones diversas y quizá
muy originales acerca del posible paren-
tesco de determinadas premisas. Todo esto
es merecedor de educado respeto, pero en
nada se vincula con la existencia de las per-
sonas, en nada se relaciona con el teatro de
operaciones que es el mundo en el que se
trabaja, se ama, se sueña, se proyecta, se
comercia, se opina, se lee, se olvida, se nace
y se muere. Vivir la libertad no es igual a
quererla o hablar de ella o estudiar libros
en los que se la menciona en términos de
encomio. De ahí que aquellas políticas y
políticos, que aquellas teorías, sistemas,
grupos o personas que ponen ingenio, de-
terminación y aplican astucia o fuerza para
impedir que la libertad sea algo más que
una voz que se pierde en el aire, mal pue-
den ser consideradas amistosas y tratadas
como tales.

Reconozco en las normas de cortesía un


rasgo de civilización que mucho hace por la

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pacífica convivencia de las personas, de las
sociedades. Pero me parece inicuo confun-
dir esa necesidad de respeto con la inhibi-
ción de llamar a las cosas por su nombre.
El temor a equivocarnos en la severidad de
un juicio o el reparo ante el riesgo de herir
alguna sensibilidad o, peor que todo eso, la
culpa de incurrir en lo políticamente inade-
cuado nos ha ido arrinconando en un enre-
do de expresiones cada vez más alejadas de
lo que honradamente observamos y pade-
cemos en la realidad.

El lenguaje ha sustituido nuestra apro-


piación del mundo; vivimos como hechiza-
dos por un repertorio de palabras que en
lugar de comunicar y definir rectamente,
oscurecen o desdibujan nuestra apreciación
de los fenómenos y acabamos por llamar de
una manera las cosas que deberían llamar-
se de otra. El infame fatigar de lo política-
mente correcto apagó las luces para que no
se vean las diferencias, para que todo resul-
te más leve, para que los ciudadanos no mi-

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dan la gravedad de los atropellos a los que
están expuestos en un espacio público cada
vez más funcional a la discrecionalidad de
los gobiernos, a la acción de los delincuen-
tes, a las injurias y amenazas del terrorismo,
a la penosa impotencia de la Justicia.

La muy industriosa manipulación retó-


rica de grupos organizados ha conseguido
instalar en nuestros colectivos violencias y
fraudes semánticos de muy diversa y ruin ín-
dole; utiliza de modo indistinto palabras con
significados diferentes y consigue que ciertas
realidades que son graves, parezcan dulces o
inocuas o directamente beneficiosas.

Esto no es inocente; no ocurre por ca-


sualidad sino que es resultante de la política
de la diversión y del disimulo. Un acto de
apariencia intrascendente, algo que seme-
ja un simple lapsus, como llamar una cosa
por otra, resulta que a menudo es causa, es
estímulo o es ambiente propicio para el tra-
vestismo de las intenciones: lo que es malo,

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lo que es peligroso e indeseable aparece
beneficiado por la luz de la tolerancia, de
la bondad, de la piadosa indiferencia, del
buen sonido. Y eso es lo grave.

El mejor ejemplo de esta deliberada


malevolencia semántica tiene lugar con las
palabras contrincante, adversario y enemigo, que
son tres conceptos muy diferentes y que,
sin embargo, últimamente se usan para la
misma función y se las quiere filiar como
perteneciendo a la misma familia. Explicó
Carl Schmitt que cada área del vivir tiene
sus categorías específicas que remiten, dice,
a las últimas diferenciaciones; así, ejemplifi-
ca, en estética lo feo y lo bello sería la nor-
ma definitoria de ese campo; en lo moral lo
bueno y lo malo representa la marca que
distinguiría una conducta de otra. Siguien-
do con este razonamiento indica que en po-
lítica se asuma la realidad también por sus
últimas finalidades, por sus intenciones de
base y propone, entonces, que se hable sin
culpa de amistad y de enemistad como de

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una inevitable dialéctica en la que está in-
serta la faena política5; esto es: que se hable
de aquello que contribuye al crecimiento y
defensa de los propios objetivos y de aque-
llo que busca desarmar o destruir nuestro
derecho a esos bienes.

Por tanto es hora de empezar a hablar


con nitidez y no dejarse confundir; se puede
ser liberal pero no hay por qué ser ingenuo.
Para los liberales, contrincantes son aquellos
que convencionalmente están enfrentados y
compiten entre sí por los mismos objetivos
y con los mismos métodos; adversarios son los
que tienen posturas diferentes y se enfren-
tan con lealtad y respeto –y con los mismos
métodos- siguiendo una normativa común
que los envuelve y compromete por igual.

Ahora bien: nada de esto tiene que ver


con lo que se considera un enemigo. El de ene-
migo es un concepto exclusivamente político

5 Schmitt, Carl, El Concepto de lo Político, Alianza Edi-


torial., Madrid, 2000

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y por extensión militar; nada convencional
o amable hay en su significado. Y está bien
que así sea. Porque el enemigo busca ani-
quilar las posibilidades de defensa del opo-
nente; pretende destruir o desalentar la vo-
luntad de combate desde el inicio mismo de
las diferencias y hacer su voluntad.

El enemigo es enemigo porque está


juramentado a negar el derecho del otro;
no sabe lo que es la paz, no la quiere; sólo
busca la victoria, esto es, quebrar las posi-
bilidades materiales y morales del oponente
y convertir en ley la propia fuerza. Para un
enemigo no hay otra solución que el some-
timiento del contrario.

Los enemigos no conviven, no saben


hacerlo, no les interesa; o bien triunfan y
se imponen o bien se dedican de día y de
noche a tramar medios y tácticas para al-
canzar sus objetivos.

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Si pensando como piensan los vemos
sonreír y vestirse a menudo como noso-
tros y asistir incluso a los mismos teatros y
caminar por las mismas calles, eso no los
convierte mecánicamente en correctos ad-
versarios o en contrincantes leales, o en cor-
diales buenos vecinos; siguen siendo lo que
son porque en su ideología está marcada la
excluyente necesidad de negar lo que so-
mos, de impedir que seamos y hagamos de
este mundo un lugar más hospitalario para
la libre realización de las personas.

De manera que el liberalismo, siendo


el exacto reverso de los totalitarismos -del
signo que sean- estando en las antípodas de
las ideologías intervencionistas, y rechazan-
do sin reservas el autoritarismo estatal y re-
sistiendo y oponiéndose como corresponde
a todos aquellos profetas de la usurpación
que pretenden ser árbitros y reguladores de
la vida libre, de los que buscan --y en la ma-
yoría de los casos en estos tiempos oscuros,

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logran-- ahogar las libertades individuales y
las seguridades indispensables para ejercer-
las, mal puede condescender a la corrección
política del lenguaje e investir al lobo de las
cualidades de la oveja, llamándolo con pa-
labras que velan su verdadera naturaleza.

No hay que ruborizarse, entonces, por


proclamar la apasionada enemistad que
suscitan esas inveteradas expresiones de
desdén hacia la persona y los bienes que
le son propios. A los enemigos de la liber-
tad no se los puede llamar sino enemigos
y como tal se ha de asumirlos; sin ira, con
la mayor cantidad de ánimo civilizado que
sea posible, pero también con enérgica fir-
meza y sin culpa.

Así que propongo no desesperar en va-


nos titubeos con el lenguaje; las fintas no
son para nosotros, no nos calzan; pues es un
axioma que no admite dudas que ni en este
gravitante caso ni en ninguno de los asun-

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tos que incumben al hombre libre, la ver-
dad jamás puede ser fuente de mayor daño
que la mentira.

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El único Estado tolerable

En su famoso ensayo “Desobediencia


Civil”, Henry David Thoreau se desliza ha-
cia un extremo que quizá contribuya poco
a esclarecer las nociones del liberalismo en
materia política. Dice allí: “el mejor gobier-
no es el que no gobierna en absoluto”. Cuando
escribe esto el autor está preso y además
está enojado porque su libertad de resistir
la intromisión del gobierno en su concien-
cia mediante la amenaza de la fuerza y el
castigo impositivo –el estado de Massachu-
setts pretendió cobrarle un impuesto para
solventar la guerra, a él, nada menos, que

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era un hombre pacífico, cordial y soñador
y que consiguientemente no tenía pleito
con ningún humano conocido ni por cono-
cer- fue vulnerada y su persona humillada
por la ilegitimidad de una acción violenta
y despectiva.

Es fácil coincidir con su punto de vista


cuando afirma que “no habrá nunca un Estado
verdaderamente libre e ilustrado hasta que el Esta-
do llegue a reconocer al individuo como poder inde-
pendiente y superior, del que deriva la totalidad de
su propio poder y autoridad, y lo trate en consecuen-
cia”. Y también resulta sencillo acompañar
su animosa visión, su apuesta por una ra-
cionalidad fundada en límites precisos que
lo lleva a imaginar, por quererlo con ardor,
“un Estado que finalmente pueda permitirse ser
justo con todos los individuos y tratar al individuo
con respeto, como un vecino; y que ni siquiera con-
siderara incompatible con su propia tranquilidad
el que unos pocos quisieran vivir separados de él,
sin entrometerse con él ni lo abrazaran con tal que

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cumplieran con todos los deberes de la vecindad y
la humanidad”.6

Pero hay un detalle que merece preci-


sión: los liberales no queremos un gobier-
no que no gobierne, sino que, al contrario,
queremos que gobierne; solo que no lo
admitimos desbordado hacia los derechos
de las personas, sino acotado a su misión
básica. Hobbes, Locke, Hume observaron
que los hombres en estado de naturaleza
no eran garantes suficientes de sus propios
derechos, por eso legitimaron con todo en-
tusiasmo la aparición de la sociedad polí-
tica como unidad elemental de organiza-
ción con el único objeto de establecer las
condiciones que permitieran la libertad del
individuo sin otro límite que la libertad del
prójimo, sin otro reclamo que objetivar un
marco de vecindad o de convivencia en el
que cada persona pudiera construir a su an-
tojo y a su entero costo, sin ser molestada

6 Thoreau, Henry David, La Désobéissance Civile, J.J.


Pauvert, Editeur, Paris, 1977

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y sin molestar a nadie, su destino. En esa
concepción el Estado ya no es el enemigo
que con buen criterio nos apresuramos a
anatematizar, sino un aliado y un factor ne-
cesario, como útil subsidiario, en la búsque-
da de la propia felicidad.

Con relación a este punto también


tenemos que curarnos del embrujo del
lenguaje. Luego que en “La República”
propusiera Platón la utopía de un Estado
enorme y despiadado que atrapa al hombre
al instante de su nacimiento y lo enajena
durante su paso por el mundo a todas las
horas y en todos los aspectos, se han ver-
tido al campo del pensamiento político las
peores pesadillas que se puedan imaginar
como gratas soluciones a los problemas de
convivencia y a la realización de la paz y de
la felicidad entre las personas.

En esa oscura línea Hegel intentará


demostrar que la Historia Universal es una
suerte de transporte cósmico que carga con

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las generaciones de hombres y mujeres a
través del tiempo y en cada época le asigna
tareas, características y creencias para con-
validar su marcha hacia la idea absoluta7.
Recogiendo el mismo sentido, el marxis-
mo y todas sus retorcidas variaciones nos
invitaron a claudicar de nuestros derechos
en favor de una sociedad donde el Estado,
como lo quiso Hegel, sustituirá a los indivi-
duos y se nutrirá imaginariamente de una
abstracta entidad colectiva llamada pueblo
a la que se le deben todas las pleitesías y
todas las obediencias.

Y por si nada de esto fuera bastante


tenemos teorías y políticos y academias y
ociosos de toda laya que depuraron a nive-
les de preciosismo, y diseminaron impune-
mente, el discurso de la perpetua infantili-
dad del hombre, la idea de que las personas
son siempre menores de edad, incapaces de
velar por sus intereses, por sus derechos y
7 Hegel G.W.F. Leçons sur L'histoire de la Philosophie,
Gallimard, Paris, 1954

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de luchar por sus bienes propios, y por eso
le encomendaron al Estado con diferentes
argumentos y disímiles rostros históricos la
paternal labor de fijar objetivos, dietas, pro-
gramas de salud, libros aptos, diversiones,
ganancias, trabajos, rutinas, expectativas,
lenguajes, modelos de conducta, opciones
de inversión, paseos, normas morales; en
fin todo cuanto en la vida real es patrimo-
nio exclusivo de los individuos.

Se concederá que es lógico, comprensi-


ble que al mentar la necesidad de un Esta-
do y además pretender que ese Estado sea
poderoso en su esfera de acción, suene mal,
rechine, despierte, como a los animales el
fuego, antiguos temores y vehementes re-
chazos. El reflejo negativo se disculpa pues
los liberales pensamos con Alberdi que “las
sociedades que esperan su felicidad de la mano de
sus Gobiernos esperan una cosa que es contraria a
la naturaleza. Por la naturaleza de las cosas, cada
hombre tiene el encargo providencial de su propio
bienestar y progreso, porque nadie puede amar el

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engrandecimiento de otro como el suyo propio; no
hay medio más poderoso y eficaz de hacer la gran-
deza del cuerpo social que dejar a cada uno de sus
miembros individuales el cuidado y poder pleno de
labrar su personal engrandecimiento”.8

Con todo, tenemos el deber de distin-


guir. Una cosa es esperar la felicidad del
Estado, y otra muy diferente es tratar de
que la búsqueda personal de la felicidad
no se vea acosada por la injusticia y la vio-
lencia. Los liberales debemos poner las pa-
labras correctas en los lugares adecuados,
ejercer en el campo léxico la libertad y la
lucidez que nos permitimos y exigimos en
todos los otros órdenes de nuestro vivir.
Así, si bien somos los primeros en recelar y
denunciar las intromisiones del Estado en
la esfera individual, con la misma deter-
minación pugnamos para que se consolide
en nuestras sociedades un Estado fuerte y

8 Alberdi, Juan Bautista; Terán Oscar, Política y Socie-


dad en Argentina, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1977

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claro, lo suficientemente fuerte y lo sufi-
cientemente claro como para que las leyes
que libremente consentimos se apliquen
con imparcialidad y sin excepción.

Descartes abogaba por un Estado ele-


mental por razones simplemente prácti-
cas; sostenía que “la exagerada multiplicidad
de leyes es con frecuencia excusa de infracciones”,
por eso consideraba que “los Estados mejor
organizados son los que dictan pocas leyes, pero de
rigurosa observancia.”9 En la misma línea se
ha de ubicar el liberalismo: pocas leyes, las
suficientes para salvaguardar los derechos
esenciales de la persona –su propiedad, su
integridad física y moral, su acceso iguali-
tario a los tribunales, su derecho a cambiar
regularmente las autoridades—dejando el
resto de la existencia librada a su entero
arbitrio. Un tal Estado es bueno y es de-
seable, y por lo tanto merece nuestro con-
vencido reconocimiento.
9 Descartes, René, Obras Completas, Ediciones Ana-
conda, Buenos Aires, 1946

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No deberíamos sonrojarnos, entonces,
a la hora de proclamarnos racionales de-
fensores del Estado, si lo entendemos como
una entidad absolutamente respetuosa de
los derechos y prerrogativas de las personas
y absolutamente capaz de imponer su au-
toridad para que esos derechos no sufran
ninguna restricción o amenaza. Un Estado
que da seguridad, que impide a la dilatada
falange de los enemigos de la libertad impo-
ner su voluntad, que no tiene posibilidades
de expandirse fuera de sus cometidos bá-
sicos, que está sometido constantemente al
escrutinio de los ciudadanos y que asume
humildemente que carece de toda función
rectora en el desarrollo de las actividades,
valores e ideas de las personas, representa
perfectamente la concepción liberal de la
política. Que ya no será juego y lucha por
un poder que no tendrá nada de codiciable,
sino tan sólo correcta administración del
crucial servicio que presta para que las per-
sonas puedan vivir en sociedad sin temer
por sus derechos.

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Durante mucho tiempo los debates de
Occidente se han encerrado en las teorías
políticas y en el análisis de los sistemas de
gobierno. La experiencia histórica nos ha
defraudado. El menos malo de los sistemas
de gobierno, para usar la engañosa fórmula
de Churchill, en estas últimas décadas no
solo no perdió su condición de malo sino
que al socaire de la demagogia desatada
por la mayoría de los profesionales de la
política, agravó sus notas.

Es paradojal que sea precisamente la


democracia, que es hija histórica del libe-
ralismo, que es una construcción episódi-
ca que los liberales del siglo XVIII recu-
peraron y remozaron para oponerse a los
irritantes excesos del Absolutismo, la que
acabe, como Edipo, persiguiendo a su pa-
dre para matarlo. Los años que estamos
viviendo nos muestran de lo que es capaz
la democracia cuando sus energías apuntan
contra los sagrados fueros de la libertad.
Una circunstancial mayoría de manos alza-
das en cualquier momento y por cualquier

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motivo es capaz de cambiar el curso de los
astros, las colas de los perros, los tres acor-
des iniciales de la Quinta Sinfonía o ende-
rezar por clamor popular la curva de Lafer,
y hacerlo conforme a derecho y reclamar y
obtener legitimidad solo porque una vasta
turba de beneficiarios del Estado o de em-
baucados sin remedio entregan su libertad
y su genuina seguridad a cambio de inde-
corosos privilegios o de humillantes dádivas
o promesas.

Lo que temió Ortega y Gasset, que vio


venir el fenómeno a mediados de la déca-
da de 192010, lo que observó con alarma
Albert Camus cuando estudió de cerca la
mentalidad que animaban ciertos descon-
tentos y ciertas insurgencias de moda en su
tiempo11, lo que von Hayek advirtió a fina-
les de la Segunda Guerra12, hoy lo tenemos

10 Ortega y Gasset, José La Rebelión de las Masas, Es-


pasa, Madrid, 2005
11 Camus, Albert L'homme Révolté, Folio, Paris, 1985
12 Hayek von, F.A, Caminos de Servidumbre, Alianza
Editorial, Madrid, 2005

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instalado y encarnado en este nuevo Le-
viatán de ropaje infame que bajo la forma
de impuestos locos o vengativos, repartos
insostenibles de prebendas, relajamiento y
corrupción de los controles sobre la propia
gestión, y la corrección política del lenguaje
y de los hábitos sociales va devorando las
fuerzas de los que quieren trabajar, invertir,
crecer, mejorar sin esperar a cambio sino
paz, respeto y seguridad.

La reducción política siempre es labe-


ríntica y termina confundiendo los fines
con los medios. Queremos Estado no para
que haya políticos y censores y filas inter-
minables de cobradores de impuestos sino
para que nuestros derechos no sean vulne-
rados de ninguna forma; por eso reclama-
mos una Justicia transparente e imparcial y
una fuerza pública con gran poder de di-
suasión y muy firme en el cumplimiento de
sus deberes. Y nada más; no queremos, no
aceptamos nada más. El resto, lo que está
fuera de la defensa del derecho, que es el

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pleno vivir sin que nadie nos moleste, por
ahora no queremos delegarlo; preferimos
ser nosotros, y no los que pretenden revis-
tar como nuestros tutores o salvadores, los
que asumamos los riesgos y afrontemos las
pérdidas y las ganancias que implica estar
saludablemente a la intemperie. De ahí que
la política nos importa decididamente poco
por no decir nada; no creemos que las llaves
del perfeccionamiento personal y de la bue-
na marcha de las sociedades dependan de
ese pervertido campo; en todo caso sí, sa-
bemos, allí están sus principales obstáculos.

Más que la política y sus tortuosos ca-


minos nos interesa la cultura de una so-
ciedad, sus costumbres. Cuenta Heródoto
que los antiguos cretenses cuando se pro-
ponían maldecir a alguien, le espetaban:
“que los dioses te envíen una mala costumbre”13
como forma de desearle al antagonista una
existencia de infortunios y desgracias; pues
13 Heródoto, Nueve Libros de Historia, Océano, Madrid,
2000

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uno puede cambiar tranquilamente de ca-
misa, de ciudad, de trabajo o aun de ideas
con relativa velocidad y sin mayores con-
tratiempos, pero de una costumbre no se
sale fácilmente.

Se trata de entender, entonces, que


lo arraigado es lo que manda, es el poder
real; no necesariamente lo que está en los
textos que con sincera convicción algunos
todavía veneran ni lo que luce en los dis-
cursos públicos que a veces parecen tan
vinculados a los valores que profesamos.
Queremos un buen Estado de Derecho
únicamente como medio, como objetiva
base de seguridad para construir una vida
decorosa y esperanzada, no como solución
ideal, automática y milagrosa a los dilemas
que nos presenta la realidad; porque no lo
es, porque no está en su naturaleza serlo,
porque la realidad debe ser solamente lo
que produzca el trabajo, la cultura, la vi-
sión, el coraje, la fe y la imaginación de las

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personas, y no lo que artificialmente dicta-
minan o engendran los gobiernos.

Esta dimensión existencial de la políti-


ca, que es justamente la que por lo general
desprecian la mayoría de los políticos profe-
sionales, fue vislumbrada por el autor de la
primera Constitución de la Argentina, Juan
Bautista Alberdi, que nos enseñó a preca-
vernos de la devoción a la letra escrita y a
registrar, en cambio, los hábitos y las con-
ductas como los referentes positivos, incon-
testables de la armonía social: “las constitu-
ciones escritas en el papel está expuestas a borrarse
todos los días; las que no se borran fácilmente son
las escritas en los hombres, es decir, en sus costum-
bres. La Constitución inglesa no está escrita, y por
eso vive y gobierna la Inglaterra. Una constitución
escrita se revoca y reemplaza por otra, que se escribe
en un instante; una costumbre solo se reemplaza por
otra costumbre, que cuesta siglos formar” 14.

14 Op.cit., Alberdi...

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Circularidad del reto

Me quedo con este último concepto;


es cierto: una costumbre se forja en mucho
tiempo y mucho tiempo lleva cambiarla.
Los medios sobre los que opera la costum-
bre, según lo demostró Antonio Gramsci,
el fundador del Partido Comunista italiano,
son mil veces más eficaces que aquellos en
los que trabaja la razón. Según este brillan-
te agitador la revolución socialista llegará
el día en el que no sea necesaria la violen-
cia para imponerla, cuando a las personas,
convenientemente adoctrinadas por la ero-
sión de una prédica cotidiana e integral,

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metida por todas las fisuras en la sencillez
de su existencia, les resulte aceptable o in-
diferente renunciar a la propiedad de sus
bienes y a sus libertades esenciales porque
estarán convencidas que por encima de
ese patrimonio hay valores superiores -los
de la colectividad- a los que pródigamen-
te se le donarán sin dolor todos los sacrifi-
cios, incluidos los sueños más elementales,
más queridos.

Gramsci declara que la educación, los


cambios de las relaciones interpersona-
les –como la disolución de la familia tra-
dicional, la eliminación de las jerarquías
por méritos—la propagación permanente
y cansina de una literatura y de unos dis-
cursos proselitistas, la música, el teatro, el
lenguaje, la forma de vestir y el trabajo de
las organizaciones horizontales como los
comités de barrio, las asambleas políticas y
la acción de los sindicatos urdirán las con-
diciones propicias, “subjetivas”, para asentar

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un sistema basado en la colectivización de
los medios de producción, la abolición de
la propiedad privada y la planificación cen-
tral de la economía.

Dicho con mayor simpleza: a la vic-


toria del socialismo se llega no solamente
por asaltar el Palacio de Invierno o hacer la
guerrilla desde la Sierra Maestra, sino tam-
bién por la costumbre de vivir y de pensar
de manera socialista, cuando la promesa
del paraíso en la tierra ya no despierte re-
celos, cuando los pueblos se hagan a la idea
que renunciar a un destino propio no es tan
malo como lo denuncian sus enemigos. El
socialismo que vencerá, sugirió Gramsci,
será el que consiga que las gentes se aco-
moden a él antes de darse cuenta que se les
ha venido encima15. En esa indolencia, en
ese silencioso horadar estriba su gran carta
de triunfo.

15 Gramsci Antonio et Tosel André, Textes Choisis, Le


Temps des Cerises Editeur, Paris, 2014

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La corrección política del lenguaje, que
ha logrado trastocar nuestra apropiación
de la realidad en nombre de una concordia
que en verdad es una guerra por otros me-
dios, debe ser encuadrada como un objetivo
a derrotar precisamente porque forma par-
te de ese tipo de manejo de conquista del
poder. En sus ridículos o empalagosos giros
se esconde la neutralización de cualquier
sugerencia o connotación que indique en-
frentamiento, discrepancia irreconciliable,
abismo de metas, ideas que no tienen nin-
guna relación entre sí.

Pero sabemos bien que en la vida que


nos ha tocado en suerte las cosas son dife-
rentes a como se nos impone nombrarlas;
hay enfrentamiento, hay abismos, hay dis-
crepancias insalvables. No es lo mismo ceder
a la opresión que resistirla, no es equivalen-
te aceptar las intervenciones improceden-
tes del Estado que rechazarlas; no es igual
impedir que aprobar que se nos regule me-
diante el mal uso de la ley la valoración de la
moral personal o los modos y oportunidad

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de hacer negocios, de comprar, de vender,
de ahorrar o de gastar nuestro dinero.

El método del gramscismo -funcional


a varias ideologías, incluida esa perversión
contemporánea que es la ideología de gé-
nero, no únicamente al marxismo, que es
su raíz- se demostró eficiente para servir
a los enemigos de la libertad. Y en algún
sentido debemos reconocer que es exitoso.

Alcanza con ver de qué manera se ha


encadenado nuestro lenguaje a los intereses
de la corrección política y viciado nuestra
apreciación de los conflictos que enfrenta-
mos en la realidad; no por azar corremos el
peligro de diluirnos en el paisaje de lo me-
ramente testimonial y ser cada vez menos
una alternativa para redimir a nuestras so-
ciedades de la pobreza, de la desesperanza,
de la falta de vigor necesario que permite
hacer algo bueno y grande con sus mejores
talentos y voluntades.

hg

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La historia intelectual y política del li-
beralismo empieza con un panfleto de John
Milton, hacia mediados del siglo XVII, en
el que defiende la libertad de palabra16; lo
escribe cuando era peligroso hablar, cuan-
do la prepotencia de los poderes se organi-
zaba para acallar y castigar las diferencias.
Hoy no es muy diferente el reto; cambia-
ron, es cierto, las formas, los medios, los ejes
de control de los flujos ideológicos. Pero el
principio rector y la amenaza siguen siendo
los mismos. Y como parece ser norma en la
Historia, la palabra otra vez es la primera
de las armas.

Tenemos que empezar de nuevo. La


guerra está servida.

16 Milton, John, Aeropagítica, Fondo de Cultura Econó-


mica de España, Madrid, 2005

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Índice

Prólogo................................................................... 7

Las Palabras......................................................... 11

Dependencia de la libertad.................................. 15

Somos el enemigo................................................ 29

El único Estado tolerable..................................... 39

Circularidad del reto............................................ 55

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